¿verdad o libertad?

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RICARDO FRANCO
¿VERDAD O LIBERTAD?
Veritat o llibertat? Qüestions de Vida Cristiana, n° 159 (1991) 58-74
La alternativa del título responde a la que, consciente o inconscientemente, se plantean
los fundamentalistas. Se podría formular también así: ¿cuál es el precio de la libertad?
Sin ningún género de dudas la libertad ha sido una conquista de la modernidad. Sin
embargo, la modernidad ha comportado al mismo tiempo una ilimitada pluralidad 'de
pensamiento, cosmovisiones e incluso de religiones, que son consideradas como
equivalentes, sin que ninguna de ellas pueda arrogarse el título de "religión absoluta".
En este sentido, puede afirmarse que el precio de la libertad es la pérdida de la certeza e
incluso de la posesión de la Verdad, así en mayúscula y con carácter absoluto, que
equivale a seguridad o sensación de seguridad. A los fundamentalistas ese precio de la
libertad como sacrificio de esa Verdad se les antoja demasiado alto.
Esa es -a mi parecer- la razón esencial y primaria que los fundamentalistas pueden
alegar. El hecho de que los fundamentalistas cristianos elijan concretamente como
fundamento la Biblia o el cristianismo del siglo IV o el Concilio de Trento o,
simplemente, el preconcilio Vaticano II es algo secundario y siempre discutible.
La aceptación de la modernidad y del pluralismo que se deriva de ella obliga a la
honestidad intelectual y al reconocimiento de la razón o razones. que pueda tener la
opinión contraria. Ese problema de la relación verdad- libertad constituye el trasfondo de
este artículo, aun allí donde no se hace explícita mención del mismo.
I. Fundamentalismocomo concepto y como actitud
Fundamentalismo como concepto
Del fundamentalismo corren por ahí muchas definiciones, si bien no siempre se precisa
de qué elemento se parte para la definición. De hecho se puede partir del elemento
formal, en el que, de alguna forma, coinciden todos los fundamentalismos, del elemento
material, en el que difieren y de aquello a que se oponen, donde vuelven a coincidir, de
alguna manera, todos.
1. El elemento formal lo constituye la búsqueda de un fundamento absolutamente
seguro de las creencias. Es más una búsqueda de la certeza que de la verdad, por más
que se alegue que lo que se busca es la verdad cierta, que es la única verdad.
2. En el elemento material, o sea, en el contenido del fundamento, es en lo que difieren
los distintos fundamentalismos. Si nos ceñimos a los fundamentalismos cristianos, se
impone la distinción entre los de raíz protestante y los de origen católico.
Históricamente, la primacía respecto al nombre pertenece a los protestantes. Fueron
ellos los que en EE.UU., entre los años 1910 y 1915, acuñaron el término, para designar
los elementos -para ellos- fundamentales de la doctrina tradicional: inspiración y
autoridad dé la Escritura, divinidad de Jesucristo, nacimiento virginal, etc. Prescindo de
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la cuestión de si los actuales protestantes que llevan el sobrenombre de fundamentalistas
son más o menos conservadores que los originales.
Dentro del catolicismo, el término se ha usado posteriormente para designar unos
movimientos concretos no siempre los mismos, aunque todo el mundo coincide en
incluir bajo esa denominación a los partidarios de Mons. Lefébre. El fundamentalismo
concreto marca la diferencia entre los fundamentalismos protestante y católico. Para los
protestantes, el fundamento último es la Biblia, que ya Lutero consideraba
autosuficiente y clara. Para los católicos, la Biblia no contiene la totalidad de la
revelación de Dios y, por tanto, el fundamento último está constituido por la Biblia y la
Tradición. Esta diferencia explica que las doctrinas consideradas como fundamentales e
imprescindibles varíen de unos a otros. Los fundamentalistas lefebrianos consideran
como indiscutibles y no sometidos a debate muchos más elementos que sus homónimos
protestantes. No hay más que pensar en el tema de la liturgia tridentina y la misa de Pío
V. El contenido concreto de lo que se considera absolutamente imprescindible varía,
pues, no sólo entre el fundamentalismo de origen católico y el protestante, sino en el
interior de cada uno de ellos.
3. Por último, en lo que se oponen hay de nuevo acuerdo, aunque se le puedan dar
distintos nombres. En definitiva, el fundamentalismo es una oposición a la modernidad.
En esto coincide incluso el fundamentalismo musulmán. Aunque cada uno lo viste a su
manera. El fundamentalismo ha sido definido también por su actitud de miedo ante la
razón y más concretamente, ante la razón ilustrada. Otros hablan de opresión a la
libertad. Pero no he encontrado a nadie que describa el fundamentalismo de forma
negativa como miedo a la conciencia histórica. Y sin embargo, originariamente en el
fundamentalismo protestante fue decisivo ese elemento negativo, más concretamente, la
oposición a la utilización del método histórico-crítico en el estudio de los textos bíblicos
y la oposición a las teorías de Darwin, por considerarlas incompatibles con los relatos
bíblicos de la creación. Las declaraciones de la Comisión Bíblica en contra de los
métodos histórico-críticos en tiempos de Pío X son casi contemporáneas y hubo que
esperar a Pío XII para que fuesen invalidadas ("Divino afflante": 1943).
En lo que coinciden la Ilustración, la modernidad, la historia y la evolución es en que
generan inseguridad. El reconocimiento de los límites de la razón, con la consiguiente
crisis de la metafísica, la relatividad de los sucesos y documentos históricos e incluso de
la realidad misma, con la teoría de la evolución, confieren a todos nuestros
conocimientos un aire de relatividad e inseguridad. Es justamente esa inseguridad,
opuesta a la certeza absoluta, la que da paso al pluralismo propio de la modernidad y a
la renuncia a toda pretensión de absolutismo, o sea, al ideal fundamentalista. Como
componente negativo del fundamentalismo cabe, pues, señalar el miedo a la
inseguridad, especialmente la que esta implicada en la conciencia de la historicidad y en
la evolución.
Teniendo, pues, en cuenta todos estos elementos, podemos avanzar la siguiente
definición: el fundamentalismo consiste en la pretensión de la seguridad de poseer un
fundamento absolutamente cierto, inmunizado contra toda duda o contra toda
inseguridad provocada por la crítica de la razón, la crítica histórica o la evolución.
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Fundamentalismo como actitud
Tratamos aquí del fundamentalismo como actitud avant la lettre, o sea, antes incluso de
que existiese como término.
1. Antes de la Ilustración. Aunque en la antigüedad la duda no era una desconocida,
sólo con la Ilustración y su reconocimiento de los límites de la razón, obtuvo carta de
ciudadanía. En este sentido, puede decirse que un movimiento reflejamente
fundamentalista no existe hasta la época moderna. En cambio, la inmensa mayoría del
pensamiento antiguo y medieval es, de alguna forma, fundamentalista, en un universo y
en una sociedad cerrada. Esa actitud fundamentalista entrañaba, de hecho, la negación
de todo pluralismo legítimo y la afirmación del carácter absoluto del estado y de la
religión, y condujo a la intransigencia religiosa, las guerras de religión, la inquisición y
el pluralismo religioso, que marcaron esa época.
2. Después de la Ilustración. Ciñéndonos al catolicismo, además de la revolución
francesa y de su consecuencia ideológica -el liberalismo-, fueron las corrientes
filosófico-teológicas de comienzos del siglo XIX - movimientos racionalistas,
semirracionalistas, fideístas- los que provocaron una reacción fundamentalista en el
interior de la Iglesia. A ello responden sobre todo el famoso Syllabus de Pío IX
(8.12.1864) y la restauración de la filosofía perenne de Santo Tomás por León XIII
(4.08.79). A pesar de su falta de sensibilidad por el carácter histórico y crítico de todo
conocimiento humano, la filosofía neotomista proporcionó un sistema racional
coherente para la elaboración de una teología dogmática, sobre todo escolar, y no dejó
de prestar un buen servicio, incluso en algunos debates del vaticano II. Pero parece claro
que, a partir de esa filosofía, no es posible reformular la experiencia cristiana desde la
experiencia actual del mundo. Esto es lo que pretendió hacer, con poca fortuna, el
movimiento modernista de comienzos de siglo y emprendió más tarde, al final de los
años treinta, la naciente Nouvelle Théologie (Nueva Teología).
3. Más papistas que el Papa. El integrismo español puede considerarse como un
preludio católico del fundamentalismo. Por tal entendemos un movimiento políticoreligioso que surgió en España a finales del siglo XIX y que tuvo repercusiones no sólo
en la política antiliberal, sino también en el pensamiento católico seglar, en el clero y en
las órdenes religiosas. El movimiento se confesaba católico y sometido al Papa (a pesar
de que en algunos momentos lo tacharon de "liberal") y lamentaba la pérdida del poder
temporal. Los integristas afirmaban que su españolidad no era obra del azar, sino
providencia de Dios. Y rechazaban de plano todo liberalismo: el revolucionario e
incluso el moderado. El ideal al que quieren volver -todo fundamentalismo entraña un
restauracionismo- es la España imperial. Y, por esto, la institución moderna más
deplorable resultaba ser el parlamentarismo. En el famoso Manifiesto Integrista de 1889
se hace referencia al principio básico de todo fundamentalismo: la existencia de un
fundamento que, en una maniobra de inmunización, se sustrae a toda posible discusión:
..."curados sus hijos - los españoles- de la locura de vivir discutiendo perpetuamente los
primeros principios".
La concepción integrista de la verdad se mueve, por lo general, en un constante
equívoco. Nunca se sabe exactamente si se refieren a un cuerpo de doctrinas,
seleccionadas arbitrariamente como si se ajustasen totalmente a la realidad, o a la
realidad absoluta última, que, en definitiva, es Dios. Nunca se alude a los problemas que
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supone nuestra búsqueda de la verdad, sino que se supone que la verdad es una especie
de realidad objetiva al alcance de todos y que puede poseerse con absoluta objetividad y
certeza. Así se explica su oposición a cualquier sombra de modernidad, porque ésta
supone cuestionar nuestra posesión de la verdad, al mismo tiempo que defiende la
libertad, no la libertad de la verdad, que puede ser una frase vacía, sino la libertad para
buscar la verdad.
II. Tendencias fundamentalistas y recepcion del Vaticano II
Con el Vaticano II entran oficialmente en la Iglesia la libertad religiosa (Dignitatis
humanae), la abertura a la crítica histórica (Dei Verbum) y la reconciliación con la
cultura moderna (Gaudium et spes). Del pluralismo teológico no se habla expresamente
en ningún documento del Concilio, pero estuvo presente en los debates que precedieron
a los textos más importantes y queda reflejado en los mismos documentos, que no
pretenden fundir en unas posturas acaso irreconciliables. En todo caso, el hecho de
dejarlas una junto a la otra basta para consagrar el pluralismo teológico en la Iglesia.
Después del Concilio, fuera de casos como el movimiento de Mons. Lefèbre, no se
puede hablar de fundamentalismo en la Iglesia. Otros movimientos, considerados en
algunas publicaciones como fundamentalistas, no parece que nieguen directamente ni la
libertad religiosa ni la abertura a la cultura moderna, a pesar de que se advierte en ellos
una cierta simpatía por las ideas fundamentalistas. A nivel de motivaciones, las razones
de origen intelectual se mezclan con otras emocionales, pedagógicas, etc.
La línea del Vaticano II convierte la recepción del Concilio en piedra de toque para
determinar el grado de tendencia fundamentalista de una determinada doctrina. No se
trata de un rechazo abierto al Concilio, pero sí de interpretaciones que dejan de lado lo
que el Concilio añade de nuevo en temas tan importantes como la revelación, la Iglesia,
la libertad y la cultura moderna. El Vaticano II ha profundizado en una nueva
comprensión de todos estos temas. Cuando se insiste en comprenderlo en continuidad:
con Trento y con el Vaticano I y se seleccionan aquellos textos que son simple
repetición de los concilios anteriores, se le cercena al Vaticano II todo lo nuevo y
peculiar de su comprensión.
El famoso "Informe sobre la fe" de Ratzinger, con su alusión a la "restauración" y a
pesar de la nota aclaratoria que se vio forzado a introducir, constituye una interpretación
muy restrictiva de las nuevas aportaciones del Vaticano II. El lector tiene la sensación
de que las lamentaciones sobre los abusos prevalecen sobre la aceptación gozosa de la
novedad del Concilio. Su publicación fue retrasada para que pudiese influir mejor en el
Sínodo de Obispos de 1985, reunido para valorar el resultado del Concilio, a los veinte
años de su conclusión.
Cuáles son, a juicio de los dicasterios romanos, los elementos irrenunciables del
Vaticano II se puede deducir de la distinta forma de tratar las "desviaciones", reales o
supuestas, que, por un extremo o por otro se producen en la interpretación y aplicación
del Concilio. A un prior benedictino francés, que puso como condición de su
permanencia en la Iglesia, que "no se exija de nosotros ninguna contrapartida doctrinal
y litúrgica y no se imponga silencio a nuestra predicación antimodernista", se le
contesta aceptando la condición (Congregación de la Doctrina de la Fe 25.07.1988). Y
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esto por no hablar de las concesiones ofrecidas a Mons. Lefebre y rechazada por él, de
las que el propio Juan Pablo II afirma que agotan "toda la paciencia y la indulgencia
que, de alguna forma, eran lícitas" (2.07.1988). Compárese ese modo de proceder con la
dureza con la que han sido tratados teólogos como E. Schillebeeckx y L. B off. Uno
tiene ,derecho a preguntarse si el Vaticano sigue en la línea marcada por el Concilio de
permanecer a la escucha del mundo y de conectar con las legítimas aspiraciones del
hombre moderno.
En la actitud de la Iglesia con respecto a la cultura moderna, el Vaticano II supuso una
total novedad en el campo católico: una abertura a la idea de progreso, tardía y acaso un
poco ingenua, pero, en todo caso, indispensable para sacar a la Iglesia del ghetto en el
que estaba recluida. Para calibrar la resistencia tradicional del catolicismo a
reconciliarse con la modernidad, basta con leer la última proposición del Syllabus de
Pío IX, en la que se condena a todo el que afirme que el Papa puede y debe reconciliarse
con el progreso, el liberalismo y la cultura moderna.
No deja de llamar la atención el ideal de Europa que propone en sus visitas a las
naciones europeas Juan Pablo II y que el sociólogo J. Ladrière resume así:
1. El ideal es la Europa del primer milenio totalmente cristianizada y creada justamente
a partir de sus raíces cristianas.
2. La Europa actual, secularizada a partir de la Ilustración, se encamina hacia la
catástrofe, por haber olvidado sus raíces cristianas.
3. La Europa unida del futuro (desde Compostela hasta los Urales) ha de retornar a sus
antiguas raíces cristianas y ha de ser recreada según el modelo del primer milenio.
En su discurso sobre el tema hay un silencio sistemá tico sobre los valores positivos de
la modernidad En todo caso, parece claro que el Papa actual no siente especial simpatía
hacia la modernidad. Por supuesto que no toda oposición a la modernidad o a algunos
aspectos de la misma ha de ser necesariamente fundamentalista. Basta recordar que el
positivismo lógico, el romanticismo y actualmente los verdes también se oponen,
cuando llaman la atención sobre el hecho de que hay espacios de la realidad que no
están cubiertos por la racionalidad ilustrada.
III. ¿Verdad y/o libertad?
El problema que planteábamos al comienzo sobre "verdad. y libertad" tiene, en la
sociedad moderna raíces muy profundas. Sin matizar, se diría que la sociedad moderna,
en general, ha perdido su fe en la verdad. La conciencia de las necesarias mediaciones
de nuestro conocimiento, tanto de la realidad física como de los textos, lleva a la
multiplicidad de hipótesis explicativas. Las verdades culturales, políticas e incluso las
científicas, han perdido credibilidad e interés. El ciudadano medio se las arregla para
vivir de opiniones o de meros pragmatismos. La "verdad" no le hace falta y, por tanto,
no le interesa. Se vive en la provisionalidad. Y los que, en buen número, no quedan
satisfechos con un simple pragmatismo, viven en una apasionada búsqueda de la
verdad, acercándose indefinidamente a ella, pero desconfiando de toda posesión
definitiva de la verdad, precisamente porque están persuadidos de que dicha posesión
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les barraría el camino para esa búsqueda incesante de una verdad, que nunca puede ser
poseída del todo.
A diferencia del mero pragmatismo, insuficiente tanto para vivir como para convivir,
esta segunda postura de desconfianza, no de la verdad, sino de su posesión definitiva,
está sólidamente fundada en el pensamiento filosófico y científico de nuestro tiempo y
no puede ser rechazada a la ligera, sino valorada positivamente. La verdad se nos
presenta de una forma polifacética. Es distinta la verdad del arte, la do la política y la de
la religión. Además de que la verdad no puede imponerse, sino que ha de aceptarse
libremente. No está al alcance de la mano y no es monopolio de nadie, sino que ha de
cristalizar en el diálogo, en el que han de tomar parte el mayor número posible de
personas interesadas. Esto impone a la moderna pedagogía religiosa una tarea de
revisión de métodos en orden a una comprensión de la verdad religiosa, que no supone
la renuncia a esa verdad, pero sí un replanteamiento del camino hacia ella.
IV. ¿Puede justificarse el fundamentalismo?
¿Podemos considerar el fundamentalismo como una alternativa de comprensión que ha
optado por la verdad por encima de la libertad que la pone en peligro, una verdad que,
en definitiva, hace libres? ¿No tiene, al menos, tanto derecho a ser mantenida como la
actitud de los que optan en primer lugar por la libertad que, en la búsqueda de la verdad,
la pone en cuestión?
1. Creo que, de manera consciente o inconsciente, esta idea está en la base de las
convicciones de muchos fundamentalistas. Con una diferencia: no consideran su
convicción como una alternativa de comprensión, sino como la única legítima.
2. Esta convicción les impide aceptar el pluralismo propio de la sociedad moderna y,
por tanto, se cierran al diálogo y no pueden incluirse entre los que propugnan
paradigmas que luchan por llegar a la verdad.
3. Con esto, el fundamentalismo se barra el paso a todo influjo en la sociedad moderna.
La mera sospecha de fundamentalismo basta para poner en guardia a toda una serie de
colectivos intelectuales. Por no hablar de la juventud, sobre todo universitaria, cuyo
éxodo de la Iglesia ha de atribuirse, en gran parte, a esa desconfianza en el
planteamiento del tema de la verdad. Esto bastaría para replantearlo.
4. En esta situación, la única salida que le queda al fundamentalismo para imponer su
verdad es la violencia. La violencia física, cuando el fundamentalismo se hace con el
poder, como en el caso musulmán o judío. Cuando no existe una toma del poder, la
violencia puede ser sencillamente psicológica o moral, pero no por esto menos dolorosa.
5. El mero peligro de violencia basta para rechazar el fundamentalismo como actitud
cristiana. Su incapacidad para el diálogo le descalifica en una sociedad en que la
inmensa mayoría apuesta por la libertad de conciencia, de opinión y de expresión. No es
que la mayoría decida lo que es verdad y lo que no lo es. Pero sí decide de las normas
de convivencia, fundamentales en una sociedad como la actual.
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6. Tanto desde el punto de vista dogmático como desde el pedagógico, el
fundamentalismo no lo tiene fácil. En todo caso, la nueva situación reclama una
presentación del cristianismo más como oferta de salvación que como conjunto de
formulaciones dogmáticas, a menudo demasiado generales y sin contacto con la
experiencia del ciudadano medio. Aceptar el factor duda como esencial en la búsqueda
de la verdad, incluso la de fe, creo que resultaría más convincente que la pretensión de
imponer por decreto, no sujeto a la crítica, un conjunto relativamente grande de
verdades que hay que aceptar sin discusión. La tarea no es fácil ni para la jerarquía ni
para el teólogo ni para el pedagogo. Y por esto justamente vale la pena reflexionar sobre
ello.
Tradujo y condensó: ELISA GARCIA
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