No me reConcilio

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IGLESIA
No me
reConcilio
Condenan el diálogo interreligioso, prefieren
las liturgias tridentinas, instrumentalizan al
Papa y no les gusta la sociedad multicultural.
Sobre todo, consideran al Concilio Vaticano II
—que en 2012 cumple cincuenta años— como
un mal absoluto para la Iglesia. Son los católicos tradicionalistas.
Alberto Melloni*
Profesor de Historia del Cristianismo en la Universidad de Modena–Reggio Emilia; director de la Fundación para las Ciencias Religiosas Juan XXIII
P
ara quien observa desde fuera podría aparecer como un
fenómeno nuevo. De hecho, es una moda, aunque con
raíces antiguas. Desprecio de escuchar al otro, antagonismo hacia el diálogo, rechazo a la mediación en favor de una
identidad proclamada con la rudeza del desequilibrio, machacar
con autoelogios, evocar planes oscuros, privilegios y arrogancias. Y al final, la pretensión de que todo, incluso la violencia,
se hace en nombre de Dios.
Es un fenómeno definido a menudo con el término “fundamentalismo” —un cuño decimonónico del cristianismo bautista del sur de Estados Unidos, que reivindica la defensa de
los propios fundamentals— y es considerado en el lenguaje
común del siglo XXI un riesgo, un derivado propio de la naturaleza del Islam, aunque en realidad reverbera en todos los
universos religiosos y requiere un cambio de horizonte muy
rápido.
SI EL OTRO ES UNA AMENAZA
En efecto, toda reivindicación de identidad y de exclusividad
de un derecho se relaciona de manera ambigua con la violencia.
Sin embargo, cuando aparece en el contexto cristiano —como
sucedió hace unos meses cuando un loco fundamentalista provocó una masacre de jóvenes en la isla de Utoya, en Noruega—
lo hace en nombre de una “supremacía” que se opone a la multiculturalidad. En Occidente este hecho fue considerado en forma
prácticamente unánime como fruto de un delirio psicopatológi-
co. Cuando, en cambio, el criminal psicopático es un musulmán,
esta misma cultura y los medios de información tienden a generalizar y actúan casi como si consideraran que el Corán tuviese
una relación con la violencia cualitativamente diferente a lo que
está escrito en los libros y tradiciones de otras creencias. Aún
más diferente es el caso del judaísmo, donde el nacimiento del
Estado de Israel y la trasformación de la utopía sionista en un
sistema político permiten al nunca dormido antisemitismo europeo y al árabe de más nueva data, individualizar en este o aquel
otro acto de guerra de ese país una especie de “confirmación”
de que posee una inclinación bélica, la que es denunciada con
una prontitud que las decenas de miles de muertes de la reciente
guerra de Libia no han sabido merecer. Y los ejemplos de autoabsolución y acusación se podrían multiplicar, invirtiendo partes
y cuadrantes.
En efecto, el fundamentalismo es así en todas partes: se
ocupa de su propio derecho, presentándolo como amenazado
por otro. Habla de sí —en lo religioso, cultural, étnico— como
víctima predestinada por la acción de otro, el que debe ser neutralizado antes de que sea demasiado tarde. Esta base —como
nos ha enseñado el historiador y politólogo francés Jacques
Sémelin— es signo recurrente de todos los grandes genocidios del siglo XX y sobre ella se nos predispone a un combate
en el que no hay cabida a prisioneros ni perdón. Así ha sucedido con el desesperado delirio de alguien como Oriana Fallaci,
quien ha visto en el schock del 11 de septiembre el signo de la
transformación de Europa en una Eurabia a la que se le impide
Este artículo fue publicado en Popoli, enero de 2012, pp. 38—40.
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El Vaticano II pertenece a uno de los grandes concilios y por lo tanto es normal que su recepción esté
todavía en curso, marcada por tensiones y una vitalidad que han requerido tiempo para expresarse.
(se le impediría, para algunos) negar la visión del hombre y de
Dios, que constituye la fe del Profeta. Así ha sido, con varios
otros efectos sangrientos, en las mezquitas donde se asustaba
con la destrucción y la profanación del Islam como programa
del Gran Satanás.
EL VATICANO II COMO ENEMIGO
Junto a estos extremos que son cercanos a una identidad
violenta o que relativiza la titularidad de los derechos del hombre según se den determinadas situaciones (propter qualitatem personarum, habría dicho el derecho antiguo), hay otros
fundamentalismos. Estos se reconocen en la defensa intransigente del literalismo bíblico como explicación del mundo e
instrumento de educación; o en el intento de transformar en
leyes las normas de la disciplina religiosa, por considerarla
identificada con el derecho natural o bien parte de la identidad cultural/nacional. Pueden ser también fundamentalismos
que conducen a una activísima batalla no contra el “otro”,
sino contra quien no se identifica con esa lucha y es señalado
como enemigo interno, considerado lo peor de lo peor. Este
tipo de fundamentalismo tiene variantes, no banales, también
en el mundo cristiano y en el católico, donde existe, como en
todas partes.
En el seno católico romano se generaliza hoy al aludir al integrismo, el clericofascismo, el antisemitismo islamofóbico y
el islamófilo, el tradicionalismo temperado, el tradicionalismo
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cismático, etc. Se dice que tal fundamentalismo no tiene como
enemigo una corriente, un grupo, una espiritualidad, una encíclica, un libro, una persona, sino nada menos que un concilio, el
Concilio Vaticano II. Por tanto, tiene como adversario ese órgano
sobre el que redunda la potestad plena y suprema de la Iglesia,
como decía el Código de Derecho Canónico pío—benedictino
de 1917: en materia de fe expresa la infalibilidad de toda la
Iglesia en la fe y que, con el Espíritu Santo legitime congregata, representa el encuentro vivo de la Iglesia con el Viviente. El
Vaticano II pertenece, sin duda, a uno de los grandes concilios
y por tanto es normal que a casi medio siglo de su apertura su
recepción esté todavía en curso, marcada por tensiones y una
vitalidad que han requerido tiempo para expresarse y han actuado a niveles diversos.
Ha actuado desde abajo, con la reforma litúrgica que centró
en la eucaristía la vida de las iglesias, el ministerio y el sacramento del episcopado, de un modo que puede ser contradicho,
pero no cambiado. Es significativo que en el momento en que
la suprema autoridad decide no solo perdonar a los cismáticos
lefebvrianos, sino también afrontar con soberana indulgencia
sus nostalgias por ritos que no conocen, las comunidades de
la gran Iglesia no sufran ningún contragolpe y continúen su
vida litúrgica de antes.
Y ha actuado también desde arriba, con el diálogo interreligioso, como cuando el Concilio aceptó hablar no solo de los
judíos sino además hacer una declaración sobre las religiones,
pensando evitar así la disconformidad de los obispos árabes a
un documento que podría parecer favorable al Estado de Israel
(entonces todavía no reconocido por la Santa Sede).
Los grupos reaccionarios sostienen que el Concilio ha
querido complacer a la cultura secular, pero está claro que
la intención conciliar es la de restituir al Evangelio su elocuencia.
En realidad, la relación de intrínseca y asimétrica dependencia del cristianismo frente al judaísmo en su acercamiento
a las otras religiones, terminó por hacer de Israel el paradigma
de toda alteridad; más aún, por hacerlo el sacramento de toda
alteridad. Y ha sido así aunque en los años sucesivos hayamos podido asistir a eventos como la oración común de Asís
de 1986 —uno de los grandes momentos del pontificado de
Karol Wojtyla— que explicitaba con su invitación la necesidad
del “otro”, del cual el cristianismo se siente portador. O también que hayamos podido leer palabras como las del hermano Christian de Chergé, prior del monasterio de Tibihrine, en
Argelia, asesinado como cientos de miles de argelinos (sobre
todo, musulmanes) en la guerra civil: en su testamento —escrito cuando era evidente que permanecer fiel a la vocación
significaba un martirio— reconocía a su futuro asesino que la
muerte le habría dado el modo de ver a los musulmanes con
los ojos con los que los ve Dios.
UNA LECTURA IDEOLÓGICA
También es normal que contra este Concilio y su riqueza
teológica se movilicen grupos “reaccionarios” en sentido es99
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tricto, que por razones propagandísticas se vean obligados a
ideologizar la realidad. Por tanto, creen ideológicamente que
el Vaticano II —al cual se debe la reapertura del contacto con
la gran tradición de Oriente y de la Iglesia del primer milenio— ha legado una “tradición” que no era más que una serie
de hábitos o costumbres. O sostienen que el Vaticano II es
un concilio “modernizador” (“modernista”, para los peores)
que ha bajado la calidad de la disciplina del clero y del pueblo
para complacer una cultura ajena, la de la sociedad secular.
Desconocen, así, que está bien claro que la intención conciliar fue restituir al Evangelio la elocuencia que tenía y que no
puede descuidar. Los más refinados, en cambio, han actuado
y actúan en otros planos: la definición que el Vaticano II da de
sí mismo como un concilio “pastoral” —una calificación tan
compleja como para resultar útil a la mala fe— es presentada
por ellos, por ejemplo, como una especie de autocastración de
una reunión que no tenía por objetivo ocuparse de cuestiones
doctrinales. O todavía, la compleja expresión de Benedicto
XVI sobre la hermenéutica de reforma y continuidad —reforma de la vida, continuidad ontológica del sujeto Iglesia, en el
discurso del Papa— es mutilada en un elogio de la continuidad
carente de bases históricas y teológicas, pero que sirve para
vaticinar una reconquista del catolicismo contra sus enemigos
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de siempre, contra otras confesiones y otras creencias, contra
todo y contra todos.
PODER Y TRADICIÓN
La moda tradicionalista descrita no solo depende de su
consistencia, por lo demás modesta, ni tampoco de la tentativa (quizás no eficazmente monitoreada) de ir anexando las
sutiles distinciones pontificias y de distanciarse de Ratzinger.
Me parece que actúa una razón política más profunda. En el
mundo globalizado, donde las fisonomías se mezclan y los paisajes mutan, todo poder busca presentarse como custodio de
una tradición y como un paladín de un nacionalismo cultural
en el cual puedan fructificar pertenencias reales y conexiones
históricas efectivas, en un espíritu de reconquista que se puede activar cuando se necesite. Es una moda que en muchos
países es fácil sentir y presentir, pero que no es una novedad.
Cuando Benito Mussolini se definía “católico y anticristiano”
se colocaba en la línea de una mentalidad que llegaría por esa
vía al colonialismo, a la guerra, a la Shoah: cosas, estas, que
estaban a la vista del Vaticano II y contra las cuales el Concilio buscó encontrar una respuesta en fidelidad al Evangelio
en el tiempo. MSJ
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