gustave flaubert

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GUSTAVE
FLAUBERT
SALAMBÓ
Colección Orfeo
PRÓLOGO DE
JULIO MARTÍNEZ MESANZA
salambó
GUSTAVE FLAUBERT
salambó
Traducción de
Hermenegildo Giner de los Ríos
Prólogo de
Julio Martínez Mesanza
Colección Orfeo
Paréntesis Editorial
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ISBN: 978-84-9919-111-9
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PRÓLOGO
En el Foro Romano (o entre las ruinas romanas de Cartago,
sin ir más lejos) se experimenta la presencia de Roma. En Cartago
sólo puede experimentarse la ausencia de Cartago. Es uno de esos
lugares que le hablan más al alma abstracta que a la imaginación empeñada en restaurar el pasado. Cartago habla del ser que ya no es, del
vacío que deja el ser. Allí podemos ver el mismo paisaje que veían
los cartagineses: uno de los golfos más hermosos del Mediterráneo
y, al fondo, cerrándolo, las cumbres gemelas del monte Bukornin
(literalmente, «el de los dos cuernos»); pero de Cartago no queda
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de lo que fue y ya no es, ninguna, para entendernos, como las termas
de Antonino o el acueducto de Zaguán, ambas romanas y ambas en
el territorio que fue de Cartago. Queda, pues, el vacío, y donde mejor
se ve ese vacío es en los puertos púnicos, y, concretamente, en uno
de ellos, el militar, ese perfecto anillo de agua con una isla en el centro. Si existiesen los lugares metafísicos, el puerto militar de Cartago
sería uno de ellos, pues allí como en ninguna otra parte el alma tiene
noticia de eso que llaman nada.
Desde los puertos púnicos, podemos subir a la colina de Byrsa,
más alta que el Palatino y más baja que la Acrópolis, para seguir encontrando la presencia de Roma, e incluso la de Francia, y la ausencia
de Cartago. Si acaso, sobrevive una Cartago subterránea, que poco a
poco ha ido saliendo a la luz (por ejemplo, restos de muros de unas
casas parecidas a los chalés adosados de ahora), una Cartago que fue
arrasada, es decir, una Cartago de la que no sobresalía nada por en-
cima del nivel del suelo después de ser vencida por los romanos; una
Cartago que fue quemada y sembrada de sal y que sólo sería refundada y repoblada (ya romana) un siglo después de su caída; una Cartago,
HQÀQTXHGXUDQWHHVHVLJORIXHXQOXJDUsacer (maldito) para los romanos; un lugar que, por lo tanto, quedó aislado, excluido de la vida.
En términos espaciales, arquitectónicos, Cartago ha dejado
muy poco; no así si hablamos de restos arqueológicos y, sobre todo,
de historia escrita por los demás, por griegos y romanos (vae victis!).
Su grandeza y su miseria podemos seguirlas a través de cientos de
páginas de la Antigüedad y, desde siempre, su nombre ha evocado
para las sucesivas generaciones algo extraño y gigantesco, como los
elefantes que Aníbal hizo pasar a Europa; ese Aníbal a quien están
asociados la mayoría de los hechos e imágenes que recordamos de
Cartago. Para los que, desde niños, siempre hemos ido con Roma,
Aníbal ha sido nuestro mayor enemigo: un enemigo verdadero; es
decir, un enemigo que admiramos y necesitamos. Hemos sufrido
en el Trebbia, en el Tesino, en Trasimeno y, sobre todo, en Cannas,
y hemos disfrutado de la victoria de Zama, batalla que cambió para
siempre el equilibrio de poderes en el Mediterráneo y por la que,
seguramente, hablamos ahora una lengua parecida al latín. Pero Cartago fue Aníbal y mucho más. Desde su legendaria fundación por la
reina Dido hasta que Escipión Emiliano la aniquila literalmente (es
decir, hasta que Roma la convierte en esa nada que experimentamos
en los puertos púnicos), el mito, la leyenda y la historia de Cartago
nos ofrecen numerosos episodios de una rara intensidad. Los cartagineses dominaron el Mediterráneo Occidental, sus grandes islas y
buena parte de la Península Ibérica. Como sus fundadores, los fenicios, viajaron más allá de las Columnas de Hércules. El Mar del Norte y, tal vez, el Golfo de Guinea vieron sus navíos. Lucharon contra
griegos, romanos, libios, númidas e iberos. Sus casi siete siglos de
vida dieron para mucho, para muchas victorias y para bastantes derrotas, de las que siempre se recuperaba con una fuerza milagrosa,
favorecida por su sabiduría comercial y por su posición estratégica.
Su lugar en el centro del Mediterráneo, la bahía que la ocultaba y ese
anillo de agua de su recóndito puerto militar constituían buena parte
de su fortaleza. Cartago supo aprovechar al máximo esa posición,
tan apta para el ataque y para la defensa, y crear un imperio marítimo
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después de durísimos intercambios de golpes. Roma, durante esos
combates a muerte, aprendió mucho de Cartago, sobre todo de sus
WiFWLFDVPLOLWDUHVGHOtQHDVPiVÁH[LEOHV4XL]iORTXHOHIDOWyD&DUtago fue aprender algo de Roma.
Como Roma, como Atenas, como Asiria o el Egipto faraónico, Cartago ha sido y es objeto de evocación literaria. Creo que
su ausencia física sólo puede evocarse por medio de la poesía. Creo
también que uno de los poetas que más se ha acercado al sentido
de esa ausencia es Juan Eduardo Cirlot: «Cartago es la existencia
que perdura / sólo por la paciencia de ese nunca / que espera entre
los signos del futuro…». Sin embargo, su pervivencia en la historia ofrece muchísimas sugerencias al genio de los narradores. Otra
cosa es que, después de Flaubert, un novelista pueda atreverse a
emprender con garantías la tarea de escribir un relato sobre Cartago
y resistir las comparaciones.
La novela de Flaubert que, en un principio, iba a titularse, Cartago (así, sin más), acabó llamándose Salambó, por el nombre de su
protagotista femenina, que es uno de los poquísimos personajes que
no vienen directamente de las fuentes históricas; es decir, uno de los
poquísimos personajes que, si no del todo, pertenecen a la inventiva del narrador. Flaubert, para su Cartago/Salambó eligió uno de los
episodios menos conocidos de la historia púnica: la revuelta de los
mercenarios. La fuente principal de este episodio la encontramos en
Polibio (I, 15-18): al terminar la primera guerra con Roma, la república de Cartago no puede pagar a los mercenarios enrolados bajo
sus enseñas. Después de algunas promesas rotas y de varias negociaciones fracasadas, éstos deciden dirigir sus armas contra la ciudad a
la que sirven. Si ya constituían un peligro por sí mismos (veinte mil
hombres a las puertas), pronto se les unirán libios, númidas e innumerables comunidades e individuos desposeídos, y pondrán contra
las cuerdas a los ejércitos cartagineses.
Para no dejar ningún cabo suelto, Flaubert leyó absolutamente
todo lo que tenía a su alcance que hiciera referencia (aun lejanamenWHD&DUWDJR\DHVWHFRQÁLFWR$GHPiVWRPyPLOHV\PLOHVGHQRWDV
sobre usos y costumbres de la época para ambientar, sobre todo en
los aspectos militares y religiosos, su novela. Esa cantidad ingente
de materiales previos amenazó con paralizar, con abortar in nuce la
redacción de Salambó4XHDOÀQDOSXGLHUDFRPHQ]DUpVWD\OOHYDUOD
a buen término, es algo que, como lectores y como enamorados de
la historia de la Antigüedad, debemos agradecerle a su genio y a su
inmensa capacidad organizativa.
Cada detalle en Salambó está cuidado con todo esmero y cada
una de sus páginas consigue llenar ese vacío que nuestra imaginación, por sí sola, es incapaz de colmar. Por una parte, Flaubert reconstruye metro a metro la ciudad, evoca sus sonidos, sus olores
(las tormentas de Túnez, los perfumes de Judit y Ester); por otro,
se impone a sí mismo dejar poco espacio a la invención y trata de
contar las cosas como pudieron ser en realidad. Ya le dijo a SainteBeuve que él no quería hacer una Cartago fantástica. De su mano,
nos adentramos seguros en esa Cartago que fue y ya no es. De su
mano, podemos ver los planos generales de las batallas y también los
primeros planos, lo general y lo particular. Muy pocos escritores están tan dotados para describir los elementos estáticos con esa calidad
de la mejor fotografía. Muy pocos escritores saben poner delante de
nosotros el movimiento y hacer que sintamos ese movimiento como
si lo estuviéramos viendo, ya sea éste de una persona o de una masa
de personas. Muy pocos hay también que nos transmitan, desde la
exactitud, desde la sugerencia o la ambigüedad calculada, el movimiento inaprensible de las almas. Ese movimiento, el de la pasión
desbordada de la guerra y el de la pasión consuntiva del amor, no es
algo en Flaubert que se nombre y ya está; es algo con vida propia
que nos acaba arrastrando y envolviendo: «La lectura de Salambó es
una de las sensaciones intelectuales más violentas que se pueden
experimentar», dice Théophile Gautier, que fue de los primeros en
darse cuenta de la extraordinaria capacidad de Flaubert para hacer
que el lector no sólo vea la escena, sino que se sienta dentro de ella.
Esa capacidad lo hermana con Dante, con Virgilio y con otros de los
grandes. George Sand, a su manera, también lo advirtió: «Salambó es
un desafío lanzado a todos los procedimientos conocidos y a todas
las impotencias del lenguaje».
Se ha dicho de Salambó que es una novela cruel. La Antigüedad
lo fue. Cartago lo fue. Y, sin duda, también era cruel ese mundo contemporáneo del que se propuso escapar Flaubert con su novela. Y lo
seguía siendo más de medio siglo después, cuando la Gran Guerra. Y
después, cuando el Holocausto. Y lo sigue siendo. En Salambó no hay
ni maniqueísmo ni trasposición de los valores actuales a una época y
a un lugar extraños, como acostumbra a hacer hasta la saciedad la novela histórica, género al que tal vez no pertenece la obra de Flaubert.
En ese sentido, volver a Cartago de su mano es no salir de ese nosotros
que compartimos con los hombres de todos las épocas y de todos los
lugares y, a la vez, despojarnos de nuestra máscara contemporánea.
JULIO MARTÍNEZ MESANZA
septiembre de 2010
salambó
1
El festín
Sucedía en Megara, arrabal de Cartago, en los jardines de
Amílcar.
Los soldados que este había capitaneado en Sicilia, celebraban con un gran festín el aniversario de la batalla de Eryx, y como
el jefe se hallaba ausente y los soldados eran numerosos, comían
y bebían a sus anchas.
Los capitanes, calzados con coturnos de bronce, se habían
colocado en el sendero central, bajo un velo de púrpura con
franjas doradas que se extendían desde la pared de las cuadras
hasta la primera azotea del palacio. La soldadesca se hallaba esparcida a la sombra de los árboles, desde donde se veía una serie
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tahonas y arsenales, con un patio para los elefantes, fosos para
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En torno a las cocinas se alzaban unas higueras, y un bosquecillo de sicómoros llegaba hasta una verde espesura, donde las
granadas resplandecían entre los copos blancos de los algodoneros. Parras cargadas de racimos trepaban por entre el ramaje de
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en trecho, sobre el césped, se balanceaban las azucenas; cubría
los senderos una arena negra, mezclada con polvo de coral, y de
un extremo a otro, en medio del jardín, la avenida de los cipreses
formaba como una doble columnata de obeliscos verdes.
15
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