CONSECUENCIA DE UNA AUDICION CONSTANTE Algo más sobre Beethoven Ampliación de la nota de programa para el Festival Beethoven de la Orquesta Sinfónica del Valle. Cali Mayo 22 – Junio 26 de 1980 “...yo plantearía con decisión el gran problema que es el eje de la crítica y de la estética musical desde el punto al cual nos ha llevado Beethoven, a saber: ¿en qué grado es necesariamente determinante de la organización del pensamiento la forma tradicional y convencional? La solución a este problema, tal como ella se desprende de la obra misma de Beethoven, nos llevaría a dividir dicha obra, no en tres estilos o períodos (las palabras estilo o período no pueden ser aquí otra cosa que términos reducidos, subordinados, de significación vaga y equívoca), sino en dos categorías: la primera, aquella que en la fórmula convencional y convenida contiene y gobierna al pensamiento del maestro y la segunda aquella en que el pensamiento del maestro extiende, rompe, vuelve a crear y a formar, a medida de sus necesidades y de sus inspiraciones, la forma y el estilo”. (Franz Lizst, Carta a Von Lenz). La lucidez crítica de Lizst sitúa el análisis de la obra de Beethoven exactamente en el nivel donde lo pueden retomar el psicoanalista y el filósofo: se trata de romper los moldes, de volver a crear formas, en el anhelo de renacimiento y de existencia; anhelo de llegar a ser dejando de ser, continuamente, conscientemente, por el sonido y el tiempo, cuya combinación es la música. La tensión de la existencia pura expulsa a Beethoven de la realidad, de la moral, de la familia, del poder, de la propiedad, aunque su ente social, como el de todas las personas pretenda mantenerse en el mundo de lo establecido y lo convencional; tanto peor para los que tienen éxito en su empeño, Beethoven no lo tuvo; su obra lo despoja de toda propiedad incluyendo la de autor. Es la de Beethoven una obra que no se contenta con ser creación y menos aplicación de normas y modelos heredados: es una obra que como todas las obras fundamentales es creadora de su autor. Beethoven renace eternamente en ella, en ella su vida logra saberse existencia. La obra produce el único Beethoven existente: el que reconocemos debatiéndose entre los anhelos de reconciliación y los desgarramientos del conflicto y la contradicción en las últimas sonatas, en los últimos cuartetos. 84 Es también la obra creadora de un Beethoven que transforma la ambivalencia de sus dramas originarios en la pluralidad de ritmos que, como formas del devenir fenoménico del mudo, son la génesis de la pluralidad de sentidos (voces) que dialogan y polemizan en toda la obra sinfónica del siglo XIX. La obra de Beethoven contradice, niega, la “teoría de los afectos” que se condensa en la muy citada frase de Tolstoi: “El arte es la comunicación de los sentimientos experimentados”. Si tenemos en cuenta que la obra al ser creada crea al artista, como lo demuestra la vida de los grandes inspirados, entonces toda definición del arte como medio para llegar a un fin o como forma exterior de un contenido expresado por ella, es equivocada, o por lo menos equivoca; porque ningún lenguaje, ni el directo y articulado, ni el artístico, es expresión sino construcción y producción del pensamiento y del sentimiento. Antes de que Ferdinand de Saussure fundara la lingüística moderna, el traicionero sentido común pensaba el lenguaje como un procedimiento consistente en asignarle nombre a un mundo de significados preexistentes; procedimiento aceptado universalmente por la comodidad que implicaba poder designar con la palabra lo que era muy difícil de designar por otros medios visuales o auditivos. Saussure comenzó a pensar el lenguaje como un conjunto de signos arbitrarios en sí, puesto que no hay afinidad natural entre la cosa y la palabra, pero no arbitrarios en sus relaciones; porque son relaciones entre un mundo de sonidos que remite a un mundo de sentidos, relaciones dentro de las cuales los significantes dejan de ser representantes pasivos de los significados; son asumidos como verdaderos sistemas de ordenación, es decir de clasificación y de jerarquización de lo que de otra manera sería una verdadera rapsodia de sensaciones. La lingüística le da la razón a Nietzsche al afirmar el carácter autónomo del significante. Nietzsche lo había pensado antes que la lingüística cuando encontró que “el espíritu de la música” es el “origen de la tragedia”, que los ritmos musicales griegos produjeron el sentido de lo dionisiaco en lucha y combinación con lo apolíneo; toda gran música lo sigue produciendo como un juego dialéctico de lo que desborda, fecunda, libera o posee y lo que limita, contiene, reprime e individualiza; en palabras de Glucksmann (Premeditaciones nietzscheanas Eco No 113/115p.652): “Bajo la forma particular del ritmo, Nietzsche descubre la primacía del significante sobre el significado, el ritmo crea sentido“; el ritmo es la forma del devenir, la forma del mundo fenoménico en general” el mundo no es más que el ajuste de los ritmos; el significante detenta el poder apolíneo de la individualización. Lacan destruye la pareja misma significante–significado en beneficio de un pensamiento que concibe conjuntos de significantes que remiten a otros conjuntos de significantes, a otro lenguaje que hay que interpretar; no son elementos dados 85 en sí por la experiencia. La piedra y el agua, por ejemplo, al ser captados en la percepción y nombrados por la palabra no son significados elementales y últimos, sino sistemas de referencia de lo duro como lo que resiste y se opone, aquello en lo que la forma es una conquista ardua de la naturaleza o del cincel y de lo maleable e inconsistente que se precipita en todas las formas sin ninguna resistencia; a su turno esas ideas nos remiten a dos tipos de amenaza: lo que nos destruye por oposición y lo que nos diluye en su versatilidad; así de significado en significado llegamos a la conclusión de Derrida: no existe el lenguaje y su objeto porque todo objeto es un lenguaje. (Ver Zuleta E. Conferencias) Tolstoi no podía llegar a esa conclusión porque su pensamiento sobre el arte parte de una premisa cristiana y como gran pensador la lleva a sus últimas consecuencias. Tomó a la letra, por sus problemas con la propia agresividad, la idea del rechazo a la violencia en sí y por sí, idea que implica que toda violencia es mala. Ahora bien, él descubre, con razón, que el arte es una forma de violencia porque aspira a la dominación de una consciencia por la seducción. El error consiste en ignorar que no existe consciencia virginal sobre la cual se ejerza violencia desde afuera. Toda conciencia es producto de la violencia, violencia diferenciadora, según Derrida, que le impone un nombre propio, una significación y una identificación, sin lo cual no habría conciencia de sí; el bautismo es ya una violencia, pero la violencia no es una mala cosa por naturaleza, sin un nombre el niño se perdería en la esquizofrenia, peor violencia aún, y no llegaría lúcido a la edad en que pudiera escoger “libremente” su nombre (Ver Zuleta Estanislao, Teorías Freudianas de la infancia. Mimeógrafo – Centro Psicoanalítico Sigmund Freud). El lenguaje que adquiere el niño, lo adquiere a través de una violencia que le impone un sistema de oposiciones y clasificaciones, pero sin esa violencia no llegaría a pensar. El arte es pues una violencia que se opone a otra violencia que lo reprime, que lo quiere expulsar de la vida cotidiana, y que con él aspira a suprimir el pensamiento mismo. Es una seducción violenta de una conciencia forjada en la violencia. No hay opción sino entre dos tipos de violencia. Una gran obra de arte, de las más seductoras, tanto como la de Beethoven, se encarga por sí misma de refutar la idea que su autor, Tolstoi, tenía del arte. Todas sus novelas lo refutan. Si su diatriba fue más violenta contra la música es porque la música se lo merece; ninguna de las artes es tan ajena a la disposición moralista en medios y fines, en formas y contenidos, del trabajo del artista. El conjunto de formas melódicas, rítmicas, armónicas, que estamos escuchando no conduce a ningún fin distinto que al silencio, que sobreviene cuando concluyen los últimos compases. Tampoco la vida conduce a otro fin que al silencio de la muerte y, si no somos cristianos, tenemos que aceptar que todo su sentido se agota en los múltiples “compases” afectivos e intelectuales que resuenan en 86 nosotros, en sucesión rítmica y simultaneidad armónica, y convierten el desarrollo del tiempo en un gran conjunto pleno de significación en sí mismo. La vida no es un vaso que vamos llenando con el vino amargo o dulce de nuestros dolores alegrías y tampoco el arte es un recipiente formal donde vertemos lenta o febrilmente el contenido de inspiraciones felices o frustradas. Vida y arte son procesos que, simultáneamente con la forma que asumen, producen el contenido necesario de vivencias que, de duelo en duelo, van gestando el renacimiento perpetuo de nuevas formas sensibles que son directamente contenidos inteligibles, es decir, significantes que conducen a significantes. No en vano en la mayor parte de su obra Beethoven aparece como un héroe que lucha contra el destino; es el mismo Beethoven que lucha contra el llanto y derrota la debilidad en la sonata opus 110; pero es otro Beethoven el que se deja llevar alegremente por el azar, el que renuncia a ser sujeto omnipotente y se lanza a las aventuras imprevistas, no guiadas por intencionalidad alguna, en el primer movimiento de la novena sinfonía y en la arietta de la sonata opus 111, de la cual dice Thomas Mann que es “como una última mirada clavada profundamente en nuestra pupila...como una bendición sobrehumana después de la terrible sucesión de formas violentas”. Beethoven se despide reconciliado consigo mismo y con el destino después de los sufrimientos y los sobresaltos, y es un regalo el que nos hacen muchos finales de sus obras. Mas al final de su propio final, la obra se niega a responder al deseo histérico de eterna reconciliación; extrae de sí misma finales como la gran fuga, planeada para el cuarteto trece, o el final del cuarteto catorce, tan irónicamente macabro como su comienzo. Son finales concordantes con la leyenda que lo muestra, a Beethoven, esgrimiendo -¿colérico o burlón?- el puño contra el cielo tormentoso que precedió a su muerte. Su última música: “¿Muss Es Sein?” “¡Es Muss Sein!” (“¿Debe ser así?” “Así debe ser”) del cuarteto dieciséis, libera a Beethoven de lo patético; en ella rompe con la necesidad de escapar al destino; se acepta la lucha hasta el final, como “destino”, y se acepta con esa risa que, mejor que la música nos libera de lo trivial cotidiano; es precisamente la misma risa que en La Náusea, de Sartre, esgrime Roquentin contra la galería de triunfadores héroes burgueses en el museo de Bouville. El Bethoven-Zaratustra que dice “Sí” a la vida, a pesar de que no pueda ser justificada, aunque sea trágica en su constitución misma, debidamente despojado de toda propiedad sobre sí y sobre el mundo, es el que ha superado en su obra todo anhelo de trascendencia más allá de ella misma y de la vida que la sustentó. 87 N.B. Ver un desarrollo de estas tesis en el Apéndice sobre el concepto freudiano de sublimación. 88