Junio 2011 - José Lupiáñez

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EL FARO
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Junio 2011
JUNIO 2011
PLIEGOS DE ALBORÁN Nº 28
Ángel Cobo, In memoriam
JOSÉ
LUPIÁÑEZ
Mayo se fue muy lúgubre y sombrío
llevándote consigo de la mano,
sin darnos tiempo apenas
para el consuelo breve de una palabra,
de un abrazo sentido, al menos eso,
con el que despedirnos, Ángel, amigo,
de la vida discreta, retirada y noble
que fue tu vida aquí, junto a los tuyos,
los que tanto aprendimos
al amparo cordial del evangelio
de tu sabiduría…
Otro naipe marcado del destino
nos ganó la partida sin aviso,
y así nos dejas hoy, tan de repente,
confusos y sonámbulos, perdidos
en la escena imposible y desolada.
Cuánto nos duele ya esta hora funesta,
este vivir sin ti, sin tino, solos
por el amargo y árido teatro del mundo.
Se han apagado aquí todas las luces
y se ha cerrado el negro telón
del escenario. Versos, gestos, gritos,
posturas en el aire que la farsa pedía;
emociones y risas en el llanto,
denuncias deslumbrantes y fieras,
adivinaciones y regresos,
son ecos desvaídos, relumbres
del ingenio, acaso vagas acotaciones
a la vida difícil…
¿Quién quería aquella copla
del Arcipreste? ¿Quién se perdió
en la vasta llanura, tras el estrépito
de tantos disparos, tras la sangre
inocente derramada sin tasa?
¿Y El Cristo, dónde está?
¿Y adónde las mujeres del Beaterio
y Marianita absorta con la luz
que inundaba la celda más humilde?
¿Qué fue de Don Ramón
y de su teatrito de ilusiones perdidas?
¿Por dónde andarán hoy
las hermanas viajeras,
tan plenas de ilusiones también,
por qué caminos,
por qué sueños, ahora inalcanzables?
Se ha perdido La Troski en la locura
de las Indias remotas.
Regresa El caraqueño con su pena
en lo hondo del corazón y,
allá en la esquina,
vigila El engañao cómo crujen sin dueño
las secas cañas del camino.
Vuelven a la memoria La garduña,
El padre Aníbal, El enemigo
por el Dauro, los Caminos
que se hicieron prisión o Las salvajes
de Puente San Gil y Ella, Ella y los barcos…
Muchas tardes se guardan
en el Monte sagrado de los Almendros.
Has vuelto a hacer café, sigue la charla.
Se nos hace de noche
y avivamos las ascuas de la pasión
por el teatro… Pepe se duerme ya.
Juan sigue fiel a sus apartes,
jocoso y descreído
en su rincón de siempre, junto a la ventana
de los soliloquios.
Las nubes pasan lentas
por los oscuros cielos de Salobreña…
El teatro, Ángel, la ceremonia del teatro,
en la Iberia dramática de tu emoción
intacta.
El teatro, Ángel, que nació en las iglesias:
tu destino, tu sueño
desde siempre, como una comezón,
como un delirio interno,
recorriendo tu sangre de Alquife,
que comenzó a prendarse de las fábulas
en esa tierra roja de almas misteriosas,
en esa patria tuya que llevabas contigo,
como la veta oculta
se esconde llameante en la honda mina.
Y hasta aquí la acercabas gozoso,
hasta esta orilla, cuando hablabas del frío
con palabras venidas de tan lejos;
de los días azules de nieve repentina
por la Accitania prodigiosa…
Nombres, nombres que se agavillan
en la mente,
recuerdos del Madrid de los suburbios,
del barrio del Batán;
recuerdos de los cielos velazqueños
y de la rebelión y del clamor
por los dramas de ferias y caminos…
Atrás quedó Granada,
tu Granada levítica y pequeña,
porque en la corte aquella
de censura y milagro
cabía otra ilusión, otra esperanza
junto a los cómicos nocherniegos;
otra esperanza que duró tan poco…
Cuántas huidas, Ángel, cuántos paisajes
se enredan en la plática:
Washington, California, el Camino Real
de Fray Junípero…
(Pepe sigue dormido;
tú eres su voz, su intérprete,
su exégeta y, las más de las veces,
su memoria). Cuántas huidas
y retornos, Ángel, escudero prudente
por tierras de Castilla;
cuántos desvelos para llegar aquí,
a esta atalaya, con las Odas de Horacio
bajo el brazo.
Miro el mar que mirabas
hace sólo unos días y en ese verdeazul
te encuentro ahora. En ese ir y venir
pertinaz de las olas,
que endulzaron a ratos
tu mente pensativa…
Remueve el viento inquieto
las copas de los árboles.
EL PASADO 9 DE JUNIO DESPEDÍAMOS EN
LA PARROQUIA DE SAN JUAN BAUTISTA DE
SALOBREÑA AL ESCRITOR, ENSAYISTA Y
DIRECTOR DE TEATRO, ÁNGEL COBO
RIVAS (ÁNGEL MARTÍN RECUERDA),
PRESIDENTE DE LA FUNDACIÓN MARTÍN
RECUERDA (ABAJO)...
EL PRESENTE POEMA FUE LEÍDO POR
MARIAN SANZ DE ACEDO Y POR EL AUTOR,
EN UN ACTO EMOTIVO AL QUE ACUDIERON
NUMEROSOS INTELECTURALES Y ARTISTAS
GRANADINOS PARA ACOMPAÑAR A LA
FAMILIA Y AMIGOS QUE SE DIERON CITA EN
LA IGLESIA PARA DEDICARLE UN ÚLTIMO
ADIÓS
La vega está más sola que otras tardes
y sin embargo el mar de tus miradas
prohíbe que me embargue la tristeza.
Ese fue tu recado: recuérdame
si quieres con nostalgia,
pero siempre aferrado a cuanto es júbilo,
por más que algunos digan
que las lágrimas
son siempre más profundas…
Adiós, Ángel, yo sé que tú te asomas
con enorme sigilo,
que tus dedos apartan con cuidado el telón,
y que nos miras
a cuantos persistimos en el drama,
a cuantos te evocamos
en esta hora doliente.
Adiós, Angel, yo sé que tú nos miras…
EL FARO
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Junio 2011
Cultura/Narrativa
El maestro de la trama
(Los fantasmas del Retiro)
ANTONIO
ENRIQUE
Una fantasmada divulgada por un documental de Nodo en 1956, sirve de punto de
arranque de esta extensa novela de José Vicente Pascual, quien ese mismo año vino al
mundo en aquel Madrid a blanco y negro
donde suceden los hechos. La noticia, proferida con la voz engolada por el locutor del
noticiero gráfico, incidía en el hallazgo de
vestigios de vida rudimentaria en Marte, detectados por Gullón, Martín Lorón y López
Arroyo desde el Observatorio Astronómico
de Madrid. Con semejante patraña, que los
españoles de entonces debieron escuchar estupefactos, puesto que en España la ficción
se había hecho norma tal vez por el deseo de
huir de la realidad, o impasibles por la magnitud del bulo, pues lo disparatado ya no extrañaba a nadie, o entusiasmados por el revés patriótico que infligíamos en la faz de las
naciones que nos criticaban por pura envidia, el Régimen pretendía equiparase en adelantos técnicos a las naciones más avanzadas,
con el prestigio político consiguiente.
O bien –hemos de concluir, tras más de medio siglo– todo fue un error de tales lumbreras,
cuya ansiedad por la fama les condujo al precipitado anuncio del «descubrimiento», aireado
por el aparato de prensa para mayor loa de los
gerifaltes políticos. Con todo, si error fue, pronto debió ser detectado, porque no se repitió
nada en los noticieros sucesivos. Pero si no,
todas las conjeturas valen, incluida la de que
los nombres de los tres científicos sean una invención y no correspondan a identidad de persona alguna. Milagro o industria, ahí están las
filmotecas para atestiguarlo, mostrando así el
grado de credulidad de aquella España del trabajo y la familia, embrutecida por las necesidades, entumecida por el hambre y por el frío,
aletargada por la miseria cultural y moral.
Veintiún años después del percance, y en
una sesión de doce horas frente al magnetófono de un periodista, ya en tiempos de la
transición, Silvano Cervera, quien era a la
sazón un estudiante a punto de licenciarse
en Física con notas de infarto, y un infeliz,
narra cómo fue que se vio envuelto en aquellos hechos sorprendentes, al punto de ser testigo y protagonista. La novela es la supuesta
relación de los supuestos hechos, supuestamente grabada. El periodista ha ido a entrevistarle por causa de haberse presentado a
las elecciones presidiendo un partido ultra,
por completo irrelevante. Y no, no se muestra don Silvano acorde a la personalidad de
un nostálgico del franquismo, antes bien
como hombre inteligente y experimentado,
amén de cortés y libérrimo en sus opiniones. De aquí, y pocos datos más, incluido un
manuscrito cuyas vicisitudes impulsan la acción, fluyen quinientas páginas. Se comprende que tal cosa sólo puede hacerla un maestro de la trama, capaz de hacer vibrar sus elementos argumentales en una tensión permanente, así como de mantener la cohesión del
juego de billar a tres bandas que toda novela
de suspense implica: personajes, diálogo, acción. Y los recursos básicos de la intriga: la
agnición (transformaciones) y la anagnórisis
(reapariciones inesperadas); ellos están en la
novela de los impulsores del género: Dumas,
Sue, Hugo, Ponson du Terrail.
EL ESCRITOR JOSÉ VICENTE PASCUAL Y LA PORTADA DE SU ÚLTIMA NOVELA
El largo aliento de este escritor se mantiene
inagotable. Es un hacedor de realidades paralelas, a las que dota de verosimilitud tal que la
invención no se percibe, y sí el transcurso incesante de los acontecimientos, como si el
autor no quisiera hacerse presente, retirado
tras las bambalinas, dejando sólo que los hechos hablen por sí mismos, sin arbitrariedades ni subjetividades de su parte. Es, por ello,
más bien un conductor, como si ante sí tuviera una orquesta bien entonada.
Y es que la música es la del argumento, sí,
pero esta música no sonaría con perfección si
los ejecutantes no lo hicieran adecuadamente. Y los ejecutantes son los personajes de la
novela, los cuales se adaptan a la partitura de
modo ajustado: policías viciados, jerarcas venales, tres mujeres, un loco que termina siendo el autor del manuscrito, un moro de la
guardia de Franco, Franco mismo gangueante,
el almirante de las cejas (ambos dos, de referencia), amén de un conserje «clavado», único personaje del que se da constancia cierta
en una nota explicativa final. José Vicente
Pascual es un hábil creador de personajes, a
los que hace actuar, y hablar, con extraordinaria psicología, caracterizándolos con trazos
bien firmes, diferenciándolos entre sí de manera nítida.
Así pues, tenemos a un maestro de la trama, experimentado en la creación de personajes, dueño y señor de los diálogos, que domina. ¿Qué tenemos más? ¿El lenguaje? Algo
se ha aludido a él en relación a su adecuación
al relato impersonal y objetivo, por más que
sea, como en el caso, en primera persona. Digamos ahora que es preciso, jugoso, firme, sin
vacilaciones ni vaguedades, perentorio; con
imaginación en los adjetivos y oportunidad
en los adverbios; sensitivo, afable. ¿La atmósfera? ¿El tono? Una cosa va ligada a la otra,
como al compás sintáctico ambas. Pascual se
muestra descriptivo no más que cuando es
imprescindible; prefiere configurar las atmósferas por la pura inercia de los hechos, que
van cargando los espacios cerrados. Aquí, en
Los fantasmas del Retiro (Paréntesis, Sevilla, 2011),
son los sótanos y altillos del viejo edificio as-
tronómico, como también se siente el discurrir y palpitar de la ciudad a lo lejos.
Y es esto lo que importa, más que la acción en sí, por deslumbrante que sea en su
exposición: el palpitar y discurrir de aquella época. Por la que el autor siente yo diría
que dilección, pues no en vano se impone
la nostalgia, asimilada esta vez a la infancia,
como antes ocurriera con su novela El país
de Abel (2002). Pero no es ya la mirada perspicaz de aquella época, que resuena en cada
uno de los virajes de la trama, ni su ecuanimidad al juzgar los entresijos sociales de
aquel tiempo, ni el conocimiento exhaustivo de los modos y costumbres. Es algo sin
lo cual el lector sólo puede aspirar a entretenerse, documentarse, acopiar opinión,
reflexionar en suma.
Y este algo es el paralelismo subyacente
con nuestro tiempo, éste que vivimos ahora. Está en su estructura profunda, no explícito para no desajustar la sucesión
cronológica, pero traslúcido, subsumido,
latente en todo. Y este paralelismo implícito con nuestra época es lo que confiere perspectiva. Aquel Madrid es el de la nostalgia,
la del hogar familiar, la del abuelo conserje,
la del estraperlo y la represión atroz, pero
ello se hace patente, ahondándose y perfilándose más por contraposición al presente, no de 1977, cuando la entrevista se celebra, que también, sino de ahora, pues el
pálpito y el punto de mira son retrospectivos. Como también, este presente nuestro
cobra, a la recíproca, una mayor penetración, un sentido más diáfano, en tal juego
de perspectivas. Y es que los juicios y opiniones que prodiga Cervera pueden extrapolarse a
este tiempo nuestro, por la lucidez e independencia con que habla. Por ello, más que por sus
eventos, por el movimiento escénico de la trama, esta novela interesa por la doble reflexión
que implica: de la nuestra hacia aquella época en
sí, que conviene no olvidar, evocada con benevolencia, y de ésta hacia la nuestra, que vuelve a
ser precaria y miserable en muchos aspectos, desde la que Pascual escribe, sobre la atalaya de su
observación serena.
EL FARO
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Junio 2011
Cultura/Narrativa
Historietas de Bernardo Ambroz,
último libro de Fernando de Villena
FCO. GIL
CRAVIOTTO
Todos los años, con la llegada de la primavera, el escritor Fernando de Villena (Granada, 1956) nos ofrece un nuevo libro. El de
este año se titula Historietas de Bernardo Ambroz.
Ha sido publicado, en una edición sobria y
cuidada, por la editorial Port-Royal de Granada y va enriquecido con varios dibujos del
también escritor José Antonio López Nevot.
La dedicatoria del libro nos explica en gran
parte el contenido de éste. «A mi padre, que
durante largos años, recorrió las carreteras
andaluzas para que nada nos faltara». También Bernardo Ambroz, agente de seguros y
protagonista de la obra, recorre en su flamante Seat 600 –el sufrido coche español de los
años sesenta– las carreteras y pueblos andaluces para que nada le falte a su familia; pero,
junto a él, nuestro autor ha colocado a
Juanito, compañero de aventuras y aprendiz
del oficio, algo glotón y mujeriego, que comparte protagonismo con Ambroz. Ambos
forman una pareja que, a todo el que haya
leído a Cervantes, le va a recordar la de don
Quijote y Sancho Panza, más cuando descubrimos la glotonería de Juanito y la bondad
de Ambroz. Pero los tiempos son otros: estamos en plena dictadura franquista –años
sesenta y setenta– y ya no hay caballeros
andantes, ni dulcineas, ni ventas que semejen castillos; la gente, para sus desplazamientos, ya no utiliza la carroza o el caballo, sino
el coche, comenzando por nuestros protagonistas que siempre se desplazan en su modesto 600.
Sin embargo hay un punto que no ha cambiado: los entuertos, entendiendo por tales
el abuso, la injusticia y la cacicada. Bernardo
y Juanito, en casi todos sus viajes, se van a
dar de bruces con todas estas calamidades del
ser humano. Ambroz y su ayudante, cuando
pueden, solucionan la situación –tal es el caso
de los relatos titulados «La desventurada» o
«El retablo»–, cuando no pueden, porque
sobrepasa sus dominios, nuestro autor la anota y la denuncia a la posteridad. En este sentido el libro de Fernando de Villena no puede ser más comprometido. Abusos, cacicadas
y otras hierbas parecidas se van sucediendo a
través del libro y nos ofrecen todo un fresco
de lo que fue la época. Baste como ejemplo
este fragmento del relato titulado «La novillada». El cacique de uno de los pueblos por
donde pasan los protagonistas de la obra,
organiza una novillada en uno de sus cortijos. Ni se le ha ocurrido pedir permiso para
tal acto. Él hace y deshace a su antojo. Al
comienzo de la novillada un hombre borracho, que intenta torear al novillo, muere. Vea
el lector lo que ocurre después. La cita merece la pena:
«El médico, un hombre menudo y calvo
que pudiera andar por los cincuenta años,
examinó el cuerpo del afilador y, con tono
compungido, dijo que no se podía hacer nada:
aquel hombre estaba muerto. Se le había
quebrado el cuello al caer.
El primero en hablar después de unos segundos de silencioso horror, fue el capataz:
—¡Dios santo! Y no pedimos permiso para la
novillada.
EL ESCRITOR FERNANDO DE VILLENA EN EL BARRIO GRANADINO DEL REALEJO
—¡Alto ahí! –Gritó don Melchor–. Aquí no
ha ocurrido nada fuera de lo normal. Este
hombre ha bebido más de la cuenta y, en consecuencia, le ha dado un ataque al corazón y
por eso ha muerto. ¿No es verdad, don Arcadio?
El médico titubeó unos instantes y, en seguida, asintió:
—Sí, efectivamente, se trata de un fallo
cardiaco.
—Son ustedes testigos –añadió el anfitrión
dirigiendo su vista hacia el señor juez.»
Fidelísimo retrato de la época, lo mismo
que la narración titulada «El retablo», lo es
de la Iglesia en aquellos finales del
franquismo. Mientras en las ciudades, obispos y cardenales paseaban bajo palio al Dictador o inauguraban el faraónico Valle de los
Caídos, construido con mano de obra de los
vencidos en la guerra civil, en las zonas rurales los curas de misa y olla, malvendían el
riquísimo patrimonio artístico de las iglesias
de los pueblos. Si en la narración mencionada el cura no lo consigue se debe a una triquiñuela del infatigable Juanito. Sólo es una
gota de agua en un enorme mar de corrupción y simonía. No es éste el único relato
que afecta a la Iglesia. Hay otro titulado «El
Fantasma» –un misterioso fantasma que trae
en vilo a todo el vecindario de cierta localidad que al final se descubre que es el cura del
pueblo que usa una sábana cada vez que va a
ver a su amante–, que pone el dedo en la llaga del celibato eclesiástico.
Pero todo no son críticas y denuestos en
ese libro. Fernando de Villena también ofrece al lector la risa, la sonrisa y la carcajada.
Así ocurre, por ejemplo, cuando Juanito va
de putas o cuando, al pasar por cierto pueblo, se le ocurre hacer de figurante en una
representación del Tenorio de Zorrilla. El joven había bebido varias copas en demasía y,
aunque su actuación se reducía a aparecer en
escena y dejarse matar por don Juan Tenorio, cuando se vio con una espada en la mano,
SU ÚLTIMO LIBRO PUBLICADO POR
LA EDITORIAL PORT ROYAL
decidió defenderse y, en lugar de vencido,
ser el vencedor. Lo peor fue que una buena
parte del respetable público comenzó a animarlo –¡Dale!, ¡A ver si lo tumbas!, ¡Así!,– y, lo
que parecía una representación teatral, terminó en un duelo de espadachines y un infernal guirigay del público. Gracias a la llegada de la guardia civil no hubo que lamentar desgracias personales y Juanito se ahorró
el hotel: pasó la noche en las mazmorras de
la guardia civil.
El libro está escrito en un lenguaje claro y
sencillo que lo hace asequible a todo tipo de
lector. La localización en los años sesenta y
setenta, va a motivar que, para unos sea la
rememoración de tiempos pasados y para
otros, un acercamiento a una época que sólo
conocen por referencias de sus mayores, pero
en uno y otro caso el interés es indudable.
EL FARO
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Junio 2011
Cultura/Poesía
Reivindicando a Javier Egea
ALBERTO
GRANADOS
El pasado 14 de abril, se presentó en Granada,
en la Sala Cultural Nueva Gala, el libro Poesía
Completa. Volumen I, de Javier Egea (Bartleby
Editores/Fundación Domingo Malagón,
Madrid 2011. Edición, bibliografía y notas de
José Luis Alcántara y Juan Antonio Hernández
García. Prólogo de Manuel Rico). Se trata de
una valiente apuesta por la reivindicación de
un gran poeta, injustamente eclipsado. Incluye
un total de siete poemarios, previamente
editados, que son: Serena luz del viento (1974), A
boca de parir (1976), Argentina 78 (1983), Troppo mare
(1984), Paseo de los tristes (1982), Raro de luna (1990)
y Sonetos del Diente de Oro (2006). El segundo
volumen, en preparación, incluirá la obra
inédita.
Manuel Rico ha puesto como título al primer
epígrafe de su prólogo «Conjurar un silencio».
En este apartado analiza la extraña desaparición
de Egea de las antologías y de las historias de la
literatura, incluso las más rigurosas: «¿Un
simple olvido? ¿Falta de rigor en el análisis del
período? ¿Un silencio premeditado?
¿Desconocimiento del nivel de calidad de la
obra del poeta?» se pregunta, para añadir más
adelante: «…cualquier respuesta que
intentáramos aventurar a las preguntas antes
citadas que no fuera la marginación (por activa
o por pasiva) carecería de toda credibilidad.
¿Quiero decir con ello que hubo una
conspiración de silencio o un interés especial
en relegarlo? No puedo afirmarlo, pero sí he
de subrayar que ese silencio, unido a su ausencia
de todas las antologías generacionales de ámbito
estatal –no menos de treinta– que se editaron a
lo largo de las décadas de los ochenta y noventa
[…] es una inexplicable anomalía histórica que
ha extendido una sombra sobre su figura
humana y literaria…». Más adelante, sigue
acotando la verdadera naturaleza de esta
invisibilidad inducida: «… ha sido una injusticia
literaria de proporciones incalculables que,
además, habla de serias carencias en nuestro
sistema crítico y académico…».
Lo expuesto hasta aquí es suficiente para que
incluso los menos versados en la figura y la obra
poética de Egea se den cuenta de que algo huele
a podrido en lo concerniente al proceso de
ninguneo de este autor. Tal vez haya que aclarar
para ese lector que no ha tenido grandes
oportunidades de conocer a Egea que éste, junto
a Álvaro Salvador y Luis García Montero,
definieron el concepto de «la otra
sentimentalidad», título de una especie de
manifiesto poético que los tres publicaron en
1983 y que sirvió para diseñar una nueva
concepción de la poesía, llamada ahora de la
experiencia, siempre asociada, casi en una injusta
exclusividad, al ubicuo poeta mencionado en
último lugar. Partiendo de una concepción
marxista-althusseriana tratan de reinventar una
sentimentalidad que no se base en el yo libre,
ya que la historicidad anula al yo.
El grupo se deshizo nada más aparecer, pues
la llegada al poder de los socialistas, en 1982,
creó una atmósfera socialdemócrata que barrió
la anterior concepción marxista de la poesía,
que los tres poetas habían compartido en mayor
o menor medida. Teorizar la nueva situación,
analizar el fenómeno, creó fuertes tensiones
ideológicas, vitales y estéticas en el interior del
grupo. El primero, que aseguraba no venderse,
contempló el irresistible ascenso de García
Montero al que sintió como cabeza visible de
ese camino con el que no se identificaba, para,
a cambio, conquistar unas cuotas de
popularidad, protagonismo y poder nunca
vistos en un hombre de letras (ediciones críticas
de los grandes, participación como jurado en
una inabarcable cantidad de prestigiosos
premios de poesía, presencia decisoria en el
mundo editorial, capacidad de opinión y acceso
a los medios más prestigiosos, omnipresencia
mediática, comisariado de grandes efemérides
culturales generosamente subvencionadas…).
El proceso coincide con una compleja
situación personal y pública de Egea, que ve,
con una mezcla de rabia y sorpresa, los
derroteros de estas nuevas figuras poéticas. En
1999 se suicidó y estas diferencias resultarán
definitivamente insalvables. Esta acumulación
de tensiones, con posterioridad, ha generado
una abundante polémica con acusaciones muy
graves, un proceso judicial que condenó a
García Montero por difamación contra el
profesor José Antonio Fortes, un libro de este
último (Intelectuales de consumo), una novela
biográfica con personajes reales (La conjura de los
poetas, Editorial Almuzara, 2010) del también
profesor marxista Felipe Alcaraz y el abandono
de la docencia en la Universidad de Granada
por parte de García Montero, hechos todos que
marcan un extraño contraste con la desaparición
mediática y editorial del poeta.
Tras tocar este aspecto, Rico hace un análisis
de las características de la poesía de Egea,
desgranando las claves y circunstancias de cada
libro suyo, poemario a poemario, para concluir
diciendo que «La poesía de Javier Egea, más de
una década después de su muerte, se mantiene
viva», aserto este que apoya afirmando que
«…seduce y conmueve a quienes fuimos sus
coetáneos, pero en el que nuevas generaciones
de lectores, aquellas que están accediendo hoy
a la poesía a la vez que hacen suyo el universo
de Internet, del blog, de Facebook, o de las redes
sociales más diversas, encontrarán no pocas
claves de su propia vida y se inquietarán al
advertir en sus versos significados ocultos,
realidades imprevistas y señales de una vida otra
que frustró el suicidio».
Por su parte, los preparadores de esta
brillantísima edición crítica, José Luis
Alcántara y Juan Antonio Hernández García,
aclaran las vicisitudes y el sentido de esta
edición, aportan una exhaustiva bibliografía
sobre el poeta y, tras los poemarios, una
rigurosa sección de Notas al texto, en que de
cada poema se ofrece una especie de ficha
aclarando las modificaciones autógrafas o
mecanografiadas que el propio autor hizo en
su momento. Toda una demostración de
método, exigencia y rigor que permite, no sólo
leer a Egea, sino también suponer o intuir
motivos introspectivos que lo llevaron a
introducir los cambios en los poemas. Hay
motivos más que suficientes para que este libro
sea uno de los libros del año.
Pero, una vez analizado el contenido y la
importancia del libro, vayamos a la
presentación y no por un mero afán de
frivolidad. La presentación de este libro fue
PORTADA DEL PRIMER VOLUMEN DE LA
POESÍA COMPLETA DEL POETA GRANADINO
JAVIER EGEA, PUBLICADA RECIENTEMENTE
POR BARTLEBY EDITORIES Y LA FUNDACIÓN
DOMINGO MALAGÓN (MADRID, 2011), EN UN
INTENTO DE PALIAR «UNA INEXPLICABLE
ANOMALÍA HISTÓRICA QUE HA EXTENDIDO
UNA SOMBRA SOBRE SU FIGURA HUMANA
Y LITERARIA»
radicalmente distinta a la liturgia normal de
estos actos y casi fue más elocuente lo que no
se dijo que lo que se explicitó, pues la
presentación tenía algo de ajuste de cuentas: la
oportuna edición de Bartleby y la Fundación
Domingo Malagón supone todo un gesto de
valentía, una reivindicación muy necesaria, la
reparación de una gigantesca y larga injusticia
cometida con Javier Egea, cuya poesía completa
se podrá leer ahora y comparar con la de otros
poetas que otrora fueron sus compañeros de
cosmovisión y manifiestos.
Además de los responsables de la edición, el
prologuista, el editor, un nutrido grupo de
amigos, una hermana del poeta, los profesores
Juan Carlos Rodríguez, Fortes y Alcaraz, el
poeta Antonio Carvajal (que leyó un poema) y
un nutrido grupo de admiradores y curiosos
nos reunimos para participar del fin de esa
conjura de un silencio imperdonable. José Luis
Alcántara leyó una meticulosa y larga serie de
hechos, casi un acta notarial, del proceso
seguido con la obra, editada o hasta ahora
inédita, del poeta. Enumeró las vicisitudes que
la propiedad intelectual de esa obra ha generado,
las ediciones fallidas, las discusiones y preguntas
lanzadas al vacío… Las intervenciones se
sucedieron intercalando versiones de los
poemas de Egea, musicalizadas por el grupo
Taracea. Al final se proyectó un programa
televisivo del canal andaluz de TVE, emitido
en 1985, en que intervenía un jovencísimo Egea.
Una atmósfera de catarsis por la reparación
de una injusticia, el estado de ánimo que
produce una satisfacción tardía, la valoración
de la magnífica edición conseguida, el sabor de
las canciones… todo eso estaba en el ánimo de
los presentes en el momento final de tomar una
copa de vino a la memoria, desde ahora
indiscutible, del poeta.
EL FARO
5
Junio 2011
Cultura/Poesía
A LA IZQUIERDA
EL POETA
SEVILLANO
ENRIQUE
BARRERO. A LA
DERECHA LA
PORTADA DE
SU ÚLTIMO LIBRO
INSTANTES
DE LA LUZ,
GALARDONADO
CON EL PREMIO
INTERNACIONAL
ATENEO
JOVELLANOS
DE GIJÓN,
PUBLICADO POR
KRK
EDICIONES
Instantes de la luz,
de Enrique Barrero Rodríguez
JOSÉ
ANTONIO
SÁEZ
El poeta y profesor titular de la Universidad
de Sevilla Enrique Barrero Rodríguez (Sevilla,
1969), autor de obras tan significativas como
El tiempo en las orillas, Poética elemental, Fe de vida o
Liturgia de la voz abandonada, publicadas en editoriales y colecciones de prestigio como Rialp
(Col. Adonais) o Renacimiento, Ángaro o Los
Cuadernos de Sandua, y reconocidas con algunos de los más prestigiosos premios de nuestro
país, acaba de publicar Instantes de la luz, obra
galardonada con el Premio internacional de
poesía Ateneo Jovellanos de Gijón 2010, en su
vigésima edición.
El libro ha sido publicado por KRK Ediciones con el patrocinio de cajASTUR y el Ateneo Jovellanos de Gijón y contiene dieciocho
poemas en los que la luz se constituye en protagonista absoluta de los mismos. En este aspecto, la unidad del poemario resulta total y
los textos forman un todo compacto y simétrico, integrados en un solo bloque; el cual viene
precedido por una cita inicial de Antonio Colinas: «Me he sentado a sentir cómo pasa en el
cauce/ sombrío de mis venas toda la luz del
mundo», a la que sigue un esclarecedor y ajustado prólogo del también poeta y profesor Jorge de Arco, director de la revista de poesía Piedra del Molino, vinculada al Ayuntamiento de
Arcos de la Frontera.
Sólo un jurado libre e independiente, de los
que van quedando pocos en nuestro país, pudo
tener el acertado criterio de elegir un libro como
éste ante el que nos encontramos para concederle un premio tan prestigioso como el que
patrocina el Ateneo Jovellanos de Gijón. Debemos, por ello, sentirnos congratulados al
comprobar cómo no resulta un tópico aquello
de que en la poesía española actual encontramos una diversidad de corrientes que conviven y ofrecen frutos muy logrados, tal este libro de Enrique Barrero Rodríguez. En realidad, esa diversidad de corrientes estéticas siempre se dio, pero resultaría absurdo no constatar ahora que en décadas muy cercanas algunas
editoriales y críticos, con tribuna en los suplementos literarios de los medios de comunicación más influyentes, han venido aupando a
determinados poetas y a determinadas corrientes; las cuales vienen siendo consideradas, injustamente para muchos, como dominantes;
abriendo así una herida de difícil curación en
la poesía española de estas últimas décadas. Pero
no merece la pena detenerse ahora en un conflicto que a mi juicio ha empobrecido notablemente a la poesía española desde los años ochenta hasta la actualidad y por lo cual resulta más
que posible que el tiempo juzgue con acritud
unas décadas, al menos las tres últimas de nuestra poesía, poniendo a cada uno en su lugar.
Así debiera ser, más no siempre acaba siendo
justa la historia de la literatura.
La luz de Enrique Barrero es una luz suave,
tamizada, filtrada como a través de los visillos
de una ventana; pero también es la luz vibrante de la memoria que se proyecta sobre las vidrieras y los campos, sobre las llagas y el bosque, sobre las ciudades y la muerte, las
estalactitas y la música, los ojos, el hielo, el
mar… Es una luz que triunfa y se refleja en la
nieve, transita por los muelles y da color a la
esperanza, luz abatida y luz de las palabras. Es
la luz del contemplador haciendo reverdecer
lo vivido y atesorado en el corazón a través de
la memoria. Luz emocional que recupera infancias y seres queridos, como en el caso de la
figura de la madre: «Si tú supieras, madre, qué
luz la de tus años/ cómo en esta ceguera letal
del abandono/ por la curva del tiempo/ y asoladas las horas de la medida exacta/ con que el
pecho traspasa/ la lenta espina azul de la nostalgia/ he vuelto a tu caricia/ sintiendo que de
nuevo chirriaban las cancelas» (La luz sobre las
llagas, p. 20). Luz y soledad, constatación del
paso del tiempo y de cuanto se va perdiendo
en el camino de la vida: sombras de la luz que
van dejando heridas no cauterizadas y convertidas en llagas. Luz que se filtra a través de las
vidrieras de las catedrales y se refugia en ellas.
Luz que acaricia y busca afectos, mano amiga,
palabra adecuada para el consuelo de quien ve
pasar la vida ante sí y avista en la distancia el
horizonte final inevitable.
Un sentimiento de caducidad de lo vivido
deambula por los textos de este poemario y una
urgente necesidad de recuperarlo para sentirse
en armonía con la vida, para afirmarse en el
vivir cotidiano, se dan la mano aquí. Sobre la
arquitectura de las metáforas y hasta de las alegorías, el poeta sevillano Enrique Barrero Rodríguez recurre a endecasílabos y alejandrinos,
principalmente, para dar cauce al caudal de sentimientos, vivencias y emociones que constituyen estos Instantes de la luz en que se ubica el poeta, haciendo perdurable y aferrándose a ellos
como el náufrago a los restos del naufragio. Una
luz que salva y vivifica, territorio de las palabras que ayudan a vivir y a hacer soportable la
vida. El Reino de la Luz, refugio donde los sueños se dotan de alas y permiten a la esperanza
enseñorearse del aire y los espacios por habitar: bien sean los campos, los muelles, el bosque, las ciudades, las estaciones, la música o las
palabras.
El poeta es consciente de que esa luz es fugaz
y se esfuma apenas cuando llega, mas con qué
intensidad permite vivir y recuperar lo verdaderamente valioso de una vida.
Machadianamente afirma: «mi vida es perseguir
entre la niebla/la luz que guardan dentro las
palabras» (La luz de las palabras, p. 44), por lo que
descubrimos que memoria y lenguaje constituyen dos elementos vivificantes y salvíficos en
el devenir existencial del poeta.
Enrique Barrero es un poeta de su tiempo,
de este tiempo, porque su poesía afronta las
cuestiones esenciales del hombre de nuestra
época. Es un poeta elegíaco que navega en el
agua de la conciencia para hallar consuelo a la
sinrazón de la pérdida, para remontarse sobre
los escombros que toda existencia acumula y
seguir teniendo esperanza en la felicidad posible.
EL FARO
6
Junio 2011
Cultura/Ensayo
Francisco Burgos Lecea:
el hombre que salvó a Ricardo León
MAURICIO
GIL CANO
En la fachada de un instituto de una ciudad andaluza figura la siguiente frase: «Leer
me hizo pensar y el pensamiento me hizo
libre». Abajo, a continuación, aparece el
nombre de la persona a quien se atribuye la
cita: Ricardo León. Este novelista nació en
Barcelona en 1877, pero pasó su infancia y
juventud en Málaga y siempre se consideró
malagueño. Alcanzó gran celebridad por sus
obras de católica religiosidad y exaltado patriotismo. Por sus ideas políticas, Ricardo
León estuvo a punto de morir fusilado durante la guerra civil. Él mismo lo cuenta en
una entrevista recogida en el libro ¿Cómo se
liberó usted?, firmado por José Gutiérrez-Ravé
y editado en Madrid en 1943: «Caí primero
en una de las peores checas de Madrid, la de
las Salesas, en la calle de San Bernardo. Allí
me tenían en lista, sentenciado al paseo, en
represalia por la muerte del poeta García
Lorca. Otro poeta me salvó: Burgos Lecea,
en quien la lepra del comunismo no había
secado las fuentes de su sensibilidad. Con
valeroso rasgo y en feliz coyuntura me hurtó al peligroso comité y me puso en la calle,
advirtiéndome de la suerte que corríamos los
dos si yo volvía a caer bajo aquel tribunal de
sangre».
La ciudad donde se encuentra el instituto
que exhibe aquella edificante frase de Ricardo León vio nacer al poeta que le salvó la
vida, pero no lo recuerda. No existe ninguna inscripción en la casa donde nació. Ninguna calle con su nombre. Ni siquiera hay
libros suyos en la biblioteca. Como si Burgos
Lecea hubiera sido premeditadamente eliminado de la historia, ya que alcanzó notoriedad en vida. Publicó dos extraordinarios libros de relatos, Xaicxi, delantero (1928) y Los
caballitos del diablo (1933), y uno –
inencontrable, hasta el momento– de prosas
íntimas, El cuaderno emborronado (1933); diversos manifiestos, poemas… Estrenó dos obras
de teatro, en 1930: la tragedia La heroína del
amor sublime, en el Teatro de la Comedia, el
26 de mayo, y la comedia dramática La rosa
inmarchitable, en la también madrileña Sala
Spes, el 21 de junio. Colaboró en periódicos
y publicaciones de su época y, en Madrid,
llegó a dirigir su propia revista, Frente Literario, cuyo número 3 dedicó íntegramente a
Juan Ramón Jiménez. Incansable activista
cultural, promovió la renovación del teatro
español desde postulados vanguardistas comprometidos con la acción social. Creó su
propio movimiento de vanguardia, el
verticismo, para mostrar «la Verdad vestida con
un bello mantón andaluz repleto de rosas
jerezanas». Continuo agitador a través de sus
tertulias y compañías de teatro independiente, impulsó a los jóvenes autores y proclamó que el teatro español estaba podrido.
Como autor y director, aportó innovaciones a la escena española para denunciar las
injusticias de un sistema de explotación que
aniquila a la humanidad. Su idealismo le acarreó un trágico final, tras duros años de prisión en la posguerra española. Este hombre
de bien tuvo el coraje de arriesgar su vida
BURGOS LECEA (ARRIBA, IZQUIERDA,
CON GAFAS) EN UNA PÁGINA DEL SEMANARIO CRÓNICA DE 20 DE JULIO DE
1930. A LA DERECHA EL NOVELISTA RICARDO LEÓN.
para salvar la de aquel que encarnaba todo
aquello contra lo que luchaba, literaria y
políticamente hablando. No fue el único
episodio de nobleza que protagonizó. Burgos
Lecea no es simplemente un escritor, sino un
ejemplo de honestidad intelectual y bondad,
de grandeza humana.
Pero sería otro poeta gaditano, Pedro Pérez Clotet (Villaluenga del Rosario, 1902Ronda, 1966), quien me llevara a este obstinado vanguardista, a través de su revista Isla,
publicada entre 1932 y 1936 en Cádiz, en su
primera época, y posteriormente en Jerez, a
raíz del estallido de la contienda civil, entre
1937 y 1940. El número 5 de Isla: hojas de artes
y letras, de 1935, que dirigiera Clotet, incluye
una reseña sobre Los caballitos del diablo. Al no
ir firmada, puede atribuirse la crítica a la dirección de la revista. Leyéndola, el gentilicio de Burgos Lecea me deslumbró: un autor andaluz, jerezano, del que no sabía nada;
un maestro en el difícil arte de narrar, ignorado; un rebelde contra la injusticia y el dolor cuyas palabras flotaban en el olvido. Consulté un diccionario de literatura y otros
volúmenes que tenía a mano. Efectivamente, no venía nada al respecto. Sin embargo,
el nombre no me resultaba totalmente desconocido. Tan redondo, tan mágico. La impaciencia me hizo, lo primero, localizar los
libros de este atrayente autor. Inmediatamente, me hice con las primeras ediciones –y
únicas– de Xaicxi delantero (1928) y Los caballitos del diablo (1933), los dos volúmenes que
componen La ventana de papel. Pero ambos
ofrecían aún más información: prólogos,
fragmentos críticos elogiosos con la obra de
Lecea, títulos de libros proyectados por el
autor y escritores de su círculo, etcétera. A
partir de ellos, el fantasma de Francisco
Burgos Lecea perfilaba su silueta. Gracias a
la digitalización de documentos y a una voluntariosa investigación en archivos y
hemerotecas, fui reconstruyendo fragmentos
de la actividad de nuestro autor. También
en la dispersa bibliografía encontré referencias. Era muy poco lo que se sabía sobre él,
por lo que cualquier nuevo dato alcanzaba
una significativa trascendencia.
Una nota en la edición crítica de Juan Ramón de Viva Voz, de Juan Guerrero Ruiz, publicada en 1999, ilustra la confusión existente en torno a este comprometido autor en el
ámbito académico:
«Burgos Lecea, Francisco. Desconocemos
el lugar y fecha de su nacimiento, pero sí sabemos que falleció el año 1939. Prosista, cercano a los ultraístas en los años 20. Publicó
dos libros de cuentos: Xaixic, delantero y Caballito del diablo [sic]. Director del grupo teatral
La cancela abierta y de la revista Frente Literario,
en cuyo número 1 se publicó el manifiesto
del Verticismo y, en el segundo, fue defensor
de Por un nuevo teatro. Artículos suyos aparecieron en El Almanaque Literario 1935 y en Problemas de la Nueva Cultura. Al terminar la guerra civil fue fusilado por su colaboración con
la República».
Aunque los otros datos aportados son valiosos –pero no exactos–, no es cierto que fuera fusilado en 1939. Sin embargo, también la
librería de viejo donde adquirí un ejemplar
de Los caballitos…, anunciaba el libro mencionando el fusilamiento de su autor en 1939,
¡por vanguardista!
Pero no fue así, sino que le aguardaban más
amargos años de prisión y un final desolador. Según consta en su partida de nacimiento, Francisco Burgos Lecea nació en Jerez de
la Frontera el 2 de agosto de 1898. Por su
certificado de defunción, sabemos que falleció en Madrid el 5 de marzo de 1951. Ambas
fechas delimitan cronológicamente mi manuscrito El cuentista que decía la verdad: Francisco
Burgos Lecea, un escritor de vanguardia olvidado. En
él realizo una aproximación a la figura del
escritor que, por creer en la capacidad de la
palabra para transformar el mundo, cosechó
los amargos frutos de la cárcel, la muerte y
el olvido.
EL FARO
7
Junio 2011
Cultura/Narrativa
La autobiografía de Medardo Fraile:
El cuento de siempre acabar
CAROLINA
MOLINA
Los escritores, por norma general, abordan a lo largo de su vida diferentes géneros
literarios. Cada género requiere un tratamiento, un estilo adecuado y un sello distintivo al que el narrador debe enfrentarse.
De entre todos los géneros conocidos, admirados por los lectores, destacamos hoy el
de la autobiografía. El único género que obliga a producir una sola obra. Y ya es lamentable porque, si un escritor cuenta bien sus
propias peripecias, solo podremos leerlas en
un libro, por razones obvias.
Para escribir la historia de uno y que ésta
sea novelable o, cuando menos, susceptible
de ser narrada, se han de tener algunas peculiaridades estilísticas: narrar con precisión,
convertir al lector en cómplice de nuestras
experiencias y, claro está, haber vivido.
Esas cualidades a mí me parecen de primer orden y las supera con creces Medardo
Fraile. Fraile aprueba en todo cuanto hace,
quizás por eso aborda distintos géneros literarios. Su vocación y su presencia, le hicieron vivir momentos claves en la historia nacional y literaria españolas y José María Merino –crítico, cuentista y académico– y amigo personal de Fraile, le animó a escribir estas memorias que se titularían El cuento de siempre acabar, y publicó la Editorial Pre-Textos,
en una edición cuidada y apetecible para la
lectura, tanto en su tacto en papel como en
el disfrute de las imágenes incorporadas.
Que el título haga referencia a «siempre
acabar» no ha supuesto un final en la vida
literaria de Medardo Fraile. De hecho, a sus
86 años y con 39 libros publicados, goza de
una extraordinaria capacidad intelectual y
una admirable memoria, que sin duda son
patentes en todas las páginas de su libro.
Fraile nos ha dicho que «hay que escribir
para la vida y para la muerte» y esa eternidad de la que habla es solo virtud de algunos
escritores, de los mejores, diría yo. Un escritor transciende cuando deseamos leerlo antes y después, y a este madrileño, que no ha
dejado de serlo, aún cuando lleva en Gran
Bretaña más de 40 años, se le sigue reclamando entre los lectores y los círculos literarios
de España. «Aunque nos quejamos y tememos la muerte, la muerte es la coronación
(de rosas o de espinas) de una vida. Es obvio
que el principio es importante y suele repartir ilusiones y alegrías, pero el final también
lo es, aunque reparta dolor o tristeza. El que
no ha hecho lo que tenía que hacer, se queda
ya sin hacerlo y no hay remedio», nos dice.
Medardo Fraile ha escrito su autobiografía desde la lejanía espacial, pero desde una
cercanía emocional. Sus recuerdos de infancia, de un adolescente de Posguerra sensible
y, a veces, dickensiano, que busca irremediablemente el recuerdo de su madre, desaparecida cuando él tenía cinco años, y el cariño y
la proximidad de los adultos, se nos vuelve
cercano, casi conocido y nos anticipa el hombre que luego fue. Nos adentramos en una
lectura íntima, pero también descriptiva de
un Madrid casi desconocido o, tal vez, conocido y olvidado que era el de la Guerra y la
inmediata Posguerra.
EL ESCRITOR MEDARDO FRAILE
PORTADA DE SU AUTOBIOGRAFÍA EL CUENTO
DE SIEMPRE ACABAR (PRE-TEXTOS, 2011)
«El 18 de julio estábamos ya metidos en
una vorágine revolucionaria de retaguardia,
la más cobarde y sin piedad de todas. Coches
con milicianos armados en los estribos ordenaban que se cerraran las ventanas con luz.
Y se pusieron de moda por las noches los
criminales paseos. Llegaban a cualquier piso
tres o cuatro analfabetos desalmados, hacían
un simulacro de registro, se llevaban lo primero que les parecía de valor y luego invitaban al dueño, aunque estuviera ya en pijama
–a veces un pobre viejo o una señora que
podía ser su bisabuela– a que diera un paseo
con ellos.» Estas palabras de Fraile en su biografía describen ya, desde su niñez, una visión tan real como dramática de lo que fue la
España en armas. Con clarividencia nos describe sucesos y anécdotas de la Guerra que
darían pie a una juventud relacionada con el
teatro: Junto a Alfonso Sastre y Alfonso Paso
impulsó la renovación de la escena en esos
tiempos necesitados de cambios. Arte Nuevo
significó el comienzo de una idea teatral que
abrió puertas. Esos tres mosqueteros de Talía,
Sastre, Paso y Fraile vivieron un momento
tan duro como deseable que, por circunstancias incomprensibles, no se recuerda con el
merecimiento que sería justo. Pero la relación se dispersa. Es Medardo Fraile el que se
plantea ideas y cambios y así lo dice en su
biografía: «En el teatro que no pretende solo
divertir hay dos clases de diálogo, el que suscribe el autor y encarnan los actores, y el que
se establece entre el escenario y el espectador. Si uno falla –o los dos– no hay teatro:
hay antiteatro o incomunicación». Ahora,
preguntado sobre quién estableció mejor ese
diálogo nos dice: «Aunque parezca escandaloso, el que se aproximó más, a su modo, a
ese ideal, fue Alfonso Paso. Yo creo, y ojalá
me equivoque, que el teatro de Sastre, salvo
las dos o tres primeras obras que contaron
en su estreno con una situación política excepcional, no ha establecido diálogo alguno
con el público». No hay que olvidar que
Medardo Fraile fue un autor de temprana madurez dramática, como atestiguan varias de
sus obras breves y, sobre todo, El hermano.
«El teatro sí me interesó y me interesa (cada
año veo las seis obras del estupendo festival
teatral de Pitlochry y solo para verlas vivo
allí en una caravana durante diez días. Pero
lo que entonces no me gustó nada –asegura
Fraile recordando los tiempos en que compartía la escena con Sastre y Paso–… «fue el
ambiente del teatro, sus vicios, sus hipocresías, y saber que lo que tú habías escrito bien
lo podía estropear un mal actor, un tramoyista desatento, un mal decorado, un director demasiado pagado de sí mismo o una tarde de estreno con frío y lluvia. Preferí marcharme a casa a escribir prosa a solas».
El perfeccionamiento de este madrileño es
proverbial. Sus cuentos fluyen naturalmente y sus historias, aquí noveladas con la sinceridad de quien se confiesa, nos absorben y
distraen. Estas memorias son el fiel reflejo
de unos ojos que vivieron en primera persona y que apoyándose en documentos personales, conforma un espléndido testimonio
gráfico y narrativo de la Guerra y la Posguerra españolas y, por la misma razón, Fraile
es un buen periodista profundamente observador: «Creo que el juguete más apasionante
para mí fue y es la gente que me rodeaba y
rodea. Mirar, oír, comparar, pensar, reír,
hablar, observar, sentir, sufrir, implicarme,
han logrado que no entendiera nunca lo que
es aburrimiento», nos dice en El cuento de siempre acabar. «Mi vida –añade–, ha sido muy rica
en emociones y situaciones, pero encontré
siempre a gente que me ayudara y me quisiera».
En las 584 páginas de este texto nos presenta en la intimidad a Josefina e Ignacio
Aldecoa, Jesús Fernández Santos, Carmen
Martín Gaite, Rafael Sánchez Ferlosio, Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso, Wenceslao Fernández Flórez, Luis Rosales, Alfonso Sastre, Alfonso Paso…, y un amplísimo
mundo de personajes reales que se vuelven
de carne y hueso, frente a la frialdad de tantos libros.
El cuento de siempre acabar es algo así como el
cuento más extenso de Medardo Fraile, el
cuento de una vida que, como buen cuento,
sigue sus normas habituales y termina en final abierto.
EL FARO
8
Junio 2011
Cultura/El Canto del Urogallo
Impresiones
y paisajes
PEDRO
RODRÍGUEZ
PACHECO
PORTADA DE
RAPSODIA,
ÚLTIMO
POEMARIO
DE PERE
GIMFERRER
He acabado en estos días de leer la Historia de
mi vida (Atalanta, Barcelona, 2009) de Giacomo
Casanova, prologada por Félix de Azúa y traducida y anotada por Mauro Armiño; esta lectura estuvo precedida de la Obra poética completa
de Antonio Colinas y, hoy mismo termino,
cuando redacto mis impresiones lectoras, Rapsodia de Pere Gimferrer (Seix-Barral, Barcelona, 2010)… No es mi intención hacer crítica
de estas obras, sino limitarme a dejarme llevar
por una serie de motivaciones personales, absolutamente subjetivas, que han ido surgiendo
al hilo de la lectura de las obras citadas.
Casi como un rayo que iluminara el factor
humano y lo dejara expuesto a los ojos de toda
valoración moral y ética, la figura del libertino Casanova se entrecruza, en estos días en los
que termino de leer sus memorias, con el mísero affaire del Director del Fondo Monetario
Internacional, Dominique Strauss-Kahn… Qué
profundas diferencias entre el seductor
veneciano y el magnate francés. Nos tropezaremos, en multitud de ocasiones, con el ritual
galante de Casanova en el cual, sea cual fuere
la condición social de su apetecible presa, siempre conlleva un esmero, una delicadeza, un
derroche de estímulos sensuales, que anonadan
por su fastuosa esplendidez. Viajero impenitente, posadas y postas fueron las más de las
veces sus cotos de caza. Y aunque muchas veces podamos sospechar un delirante sentido de
la autoestima y una indisimulada vanidad, lo
cierto es que en el fondo subyace el propósito
áulico de la magnificencia: por cualquier posada, Casanova, una vez señalada su presa, la
cerca de vinos portentosos, de sedas, encajes,
joyas, comidas principescas de tan extremadas
exquisiteces que uno se pregunta cómo era
posible que en un momento imprevisible pudieran estar disponibles para los fines del pródigo seductor. Colma el cáliz de la sensualidad, desde la exhibición de dibujos lascivos de
los sonetos del Aretino a la degustación de ostras llevadas de boca a boca por los ápices trémulos de las lenguas; pero nunca se aprovechó
de la embriaguez de su víctima porque el colmo de la suya amatoria era la lucidez rendida
de quien decidía otorgarle todos los favores.
Esa fastuosidad con la que Casanova envuelve
sus conquistas amorosas va indisolublemente
unida al sentido de ser joven, la exaltada juventud y, en él, sin tópico, el desprecio de la
vejez, de manera tan condicionante que serán
las páginas del Prefacio que presiden sus memorias, las más hermosas, auténticas y verdaderas
de todas las que componen la Historia de mi vida.
Como ya he adelantado esta lectura se ha
acompañado de las poesías completas de Antonio Colinas y del último poemario, Rapsodia, de Pere Gimferrer. La poesía de Colinas
me ha merecido siempre muy alta valoración;
su sentido de la serenidad, la procura de la be-
PORTADAS DE LAS MEMORIAS DE CASANOVA Y DE LA POESÍA COMPLETA DE COLINAS
lleza –el gozo estético de la palabra–, la hondura del sentido y la impecable adecuación de
las formas, son atributos de capacidades y suficiencias que sólo se dan en auténticos poetas.
Pero hay más, y es ese más el que me lleva a
escribir estas impresiones que, insisto, no son
crítica valorativa al uso, sino la simple reflexión
que las afinidades afectivas –y selectivas– me
han motivado.
«Un círculo que se cierra, un círculo que se
abre», así titula Colinas el prefacio con el que
se abre el universo de su obra poética. Escribe
que cuando prepara la edición de su poesía completa, se encuentra «en la casa de mis abuelos
maternos, en ese valle perdido de lo que yo he
dado en llamar el noroeste de todos los olvidos, en el que pasé los veranos de mi infancia y
de mi adolescencia», y es allí, añade, donde se
encuentran sus raíces vitales y creativas. Este
es el punto central desde el que se expande el
círculo hacia otros ámbitos, desde el mundo o
espíritu mediterráneo a los universos de las
culturas orientales…Y así los incitadores y promotores de la creación del propio universo del
poeta: Dante, Hölderlin, Rilke, Valéry, Quasimodo, Seferis, Ritsos, Espríu, Riba,
Aleixandre…O los iniciales, Baudelaire,
Rimbaud, Perse o el siempre admirado Juan
Ramón Jiménez. Y un día –en Córdoba– el
primer verso, el primer poema y la indagación
lúcida de cómo es dictado el verso de los
dioses…Y así, ya digo, leyéndole sus propias
confesiones, su indagación personal sobre sus
ámbitos, sus mundos, su universo, he sentido
la complicidad de quien ha recorrido los mismos espacios y vivido y sentido los mismos
elementos conformadores, las mismas afinidades afectivas y selectivas que nos hacen sentirnos cómodos ante una obra, en este caso, el
bellísimo diálogo encendido que es la poesía
de Antonio Colinas.
Rapsodia, de Pere Gimferrer, es un poema
único dividido en secuencias, estancias o par-
tes. En la primera de estas partes, leemos: «Se
ha desencuadernado por la mitad mi vida, /
como el pienso del alba se desploma en los sauces: / tiene el tacto de cuero de la noche dormida / y el corazón de hierro del pajar de la
sombra. / Todo irreal: la caja de las estalactitas,
/ catedral de salitre con el serrín del alba, /
cuando lo que viví se convierte en metáfora /
y en mis manos el dije de tus nalgas es oro.»
Hermosos versos que sólo, acaso, sólo pretendan ser hermosos versos, pero por tal pretensión he asistido a la ceremonia de las proscripciones, de los secuestros, de los olvidos de muchos poetas magníficos que por escribir versos como los que anteceden, fueron condenados a vivir a extramuros de la ciudadela de
mediocridad. Explica –¿explica?– Gimferrer
esta creatividad fulgurante en la estancia número catorce que se inicia así: «Góngora vive
sólo en sus palabras, / no en aquella mirada
velazqueña; / el caldero de oro de los versos /
que estampará en tramoya Calderón / es ya
por siempre la verdad de Góngora»… Más adelante, justificando: «porque el poema, en dominio ardiente, /más que a significar aspira a
ser. / Gracias demos a Góngora y a Dante, /
gracias demos al verso y su tañido: /en el reloj
de arena de los siglos / cada palabra es nuestra
redención, / la que nos salva de morir helados»… Termina el poema: «Al explicarse, el
verso nos explica; / lo verdadero es siempre
inexplicable / y el poema se explica al llamear».
Precisamente, ese sentido de la unicidad del
poema, de su autonomía como pieza bastante
y suficiente, como espacio que acordona un
cinturón de fuego o hermosura es el que he
mantenido, hemos mantenido algunos, y por
tal mantenimiento, hemos visto codiciado
nuestro espacio por quienes ahora, ante el poema de Gimferrer, dirán que sí, cínicamente que
sí, para que se cumpla el advertimiento de
Rimbaud: «Ahora la estupidez / sucede al crimen».
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