Libro completo Tomo II

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Concurso de Relatos (breves y no tan breves)
Volumen 2
Concurso de Relatos Breves y no tan breves “Respeto es Amor”
1era Edición
ANSES
Av. Córdoba 720 – Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina.
www.anses.gob.ar
Impreso en Noviembre de 2013
Queda hecho el depósito que establece la Ley 11.723.
Libro de edición argentina.
No se permite la reproducción total o parcial, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de
este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización, y
otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.
Respeto es amor. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : ANSES, 2013.
v. OC, 634 p. ; 14x20 cm.
ISBN 978-987-27243-3-7
1. Narrativa Argentina. 2. Relatos.
CDD A863
Fecha de catalogación: 18/09/2013
María Felisa, Etchave de Erbojo
Respeto es amor / Etchave de Erbojo María Felisa; María Belén Acuña; Diego Hernán Farías; con colaboración de Francisco Daniel Muñoz y Karina Juiz Ferro ; dirigido por Pablo Cabás; ilustrado por Marisa Haedo;
con prólogo de Diego Bossio. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : ANSES, 2013.
v. 2, 319 p. ; 14x20 cm.
ISBN 978-987-27243-2-0
1. Narrativa Argentina. 2. Relatos. I. Acuña, María Belén II. Farías, Diego Hernán III. Muñoz, Francisco Daniel,
colab. IV. Juiz Ferro, Karina, colab. V. Cabás, Pablo, dir. VI. Haedo, Marisa, ilus. VII. Bossio, Diego, prolog. VIII. Título
CDD A863
Fecha de catalogación: 18/09/2013
Equipo de Trabajo
Dirección de Comunicaciones de ANSES
Director: Pablo Cabás
Emmanuel Bossio
Eugenia Bóveda
Karina Juiz Ferro
Francisco Daniel Muñoz
Virginia Parrotta
Diseño de tapa: Marisa Haedo
Diseño de interior: Carolina Pico
AUTORIDADES
Presidenta de la Nación
Dra. Cristina Fernández de Kirchner
Director Ejecutivo de la ANSES
Lic. Diego Bossio
Indice
Recuerdos de y con abuelos
A ver pibe, ¡dejáme a mí! • 15
¡Abio, nos hicimos puré! • 21
Abrazo de despedida • 29
Abuelo Juan • 31
Abuelo mío • 36
Alejandro, el grande • 38
Amar es respetar • 42
AnaAna • 43
Apuntes de una flor herida • 45
Aquellos veranos en Santa Fe... • 51
Assunta, la historia más importante de su vida • 54
Belita • 58
Cálidos domingos de invierno... • 61
Carbón y leña en Olavarría • 63
Charla de otoño • 65
Chavela y sus fideos • 68
Coser y cantar • 69
Cuándo, si siempre estoy llegando • 72
De nietos • 74
De tomate y miel “todo sucede en la cocina” • 77
Difícil olvidar • 79
Doña Rosario • 81
El caserón • 84
El cuaderno mágico • 88
El día de la independencia • 94
El día que el Che se hizo de Central • 97
El dulce de sandía • 101
El encebollador • 104
El mantel de la “Ababí” • 109
9
El plan : cumpleaños de la abuela • 112
El puente • 119
El sillón de Doña Juana • 122
El viejo Iacov • 124
Fortunas • 127
Guiso de alverjas en Lexington Avenue • 129
Historias que regresan • 132
Horacito • 134
Italia 1990 • 138
La valija • 144
La casa de la calle Sarmiento • 146
La cueva de los “Dinosaurios” • 150
La desgranadora de maíz • 151
La historia de amor del abuelo • 153
La nona • 157
La nona de mirada triste • 158
Las enseñanzas del abuelo • 161
Lazo de generaciones • 166
Legado. El recao de Anselmo • 170
Lo amaba tanto • 176
Lo llevaré siempre en mi corazón • 181
Los momentos más lindos de mi infancia • 185
Los ojos de la felicidad • 186
Magia • 188
Memoria con Laurindo • 192
Mi abuela materna María Francisca Marano de Nápoli • 195
Mi vecino Don Juan • 196
Mis cuatro estrellas • 198
Moreno • 199
“Nos vemos el sábado que viene” • 200
¡Qué jopo! • 201
Quién no tuvo un amigo • 203
Recuerdos de épocas pasadas • 208
Recuerdos de mis abuelos maternos • 211
Rosa en otoño • 214
Se los cuento como un cuento • 215
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Semblanza de mis abuelos • 218
Sembrar la memoria • 221
Sentimientos heredados • 224
Tejido y computadora • 231
Trabajo de vacaciones • 233
Trascendencia • 241
Un cuento de navidad • 245
Un día con mi abuelo • 248
Un día de Martina • 250
Un domingo especial • 251
Una historia de vida entre abuelos y nietos • 254
Una historia más • 256
Mensajes, cartas y proclamaciones
A mi nieto Luciano • 261
Anotadores • 262
Carta a mi abuelita • 264
Carta a mi abuelo • 265
Carta a mi nieta • 267
Cartas a mi nieto • 269
Cómo olvidarte • 275
¡Feliz cumpleaños Oma mía! • 276
Huertas y estrellas con hormigas • 279
Mi abuela refranera • 283
Mi galleguita querida • 284
Recordando • 286
Te amo, abuelita • 287
11
Prosas, poesías, canciones y versos
Abuela • 291
Abuela • 292
Abuelaje : máxima felicidad • 293
Abuelita, abuelita • 294
Abuelos y azahares • 296
Caricias morenas • 298
Dicen hay paz • 300
El abuelo • 302
El abuelo “Polito” • 303
El amor más grande • 305
Espejismo • 306
Lucía • 308
“Mamita vieja” • 310
Mi bisabuelo Gabriel • 312
Patio grande • 313
Por tu sabiduría te quiero tanto • 314
Sueño de pirata en un barco de papel • 316
Te recuerdo • 318
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Recuerdos de y con abuelos
A ver pibe, ¡dejáme a mí!
Juan Sebastián Riera
Buenos Aires
El día amaneció distinto. Los feriados tenían esa apariencia a día que no llegó a ser. Al menos era la sensación que yo tenía aquella mañana, que había
interrumpido una regular y laboriosa semana de clases, imponiéndole a mis
nueve años una norma inquebrantable de cumplimiento y abnegación que
algún maestro remataba con una alusión a Domingo Faustino Sarmiento, que
pesaba más en nuestro inconsciente que el mármol que daba forma a su severo busto. Me levanté, eran las diez y mamá escuchaba la radio en la cocina, el
sol atravesó la ventana y al sentarme en la mesa tuve que protegerme los ojos
para poder ver esa sonrisa que aun hoy me alegra el corazón.
-Buen día mi amor, ¿te preparo la leche? -me dijo sonriendo al verme llegar.
-Si má -contesté automáticamente.
Estaba rica, café con leche, pan con manteca, dulce de leche y mamá que hoy
me escuchaba y me miraba con tiempo, sin apuro, tranquila, eso me gustaba
mucho. En ese momento se abrió la puerta y:
-¡Salud!, ¿cómo estas hija? -saludó mi abuelo.
-Buen día papi, bien. Viste cómo son los feriados, uno cree que descansa pero
después encontrás un montón de cosas que tenías pendientes y te la pasas
trabajando.
-Juancito, ¡estas enorme! -me dijo mientras apoyaba su mano en mi cabeza
queriendo hacerme una caricia, pero que el peso transformó en un manotazo
de oso.
- ¿Qué tenés que hacer ahora? -agregó mientras yo trataba de recomponerme
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del cariño.
Yo esperaba ansioso esa pregunta, Armando mi abuelo, Juan Domingo Armando era un mundo en sí mismo, todo lo que proponía para mí era una fantástica aventura, no era mi amigo, era mi abuelo, tan simple y tan maravilloso
como eso.
Enorme, nunca supe cuánto media, pero a su lado, todos parecían chiquitos…
Y de una fortaleza poco común, nunca imaginé que fuera a comprobarlo ese
mismo día. A pesar de su poderoso aspecto, reía siempre y la alegría que irradiaba contrastaba con su imagen imponente que solo me asustaba cuando,
por alguna razón, se ponía serio y elevaba el tono de la voz.
Aunque a veces me retaba, nunca el enojo fue un sentimiento que estuviera
presente entre nosotros, el me miraba a los ojos y me decía:
-Dale te espero afuera -me dijo- ¡Cristina, Juanse viene conmigo, al campo!
-gritó Armando mientras apuraba el paso hacia la calle.
-Bueno que vaya, pero que no vuelva muy tarde, mirá que mañana tiene colegio -escuché que mamá decía desde el fondo.
Subí volando las escaleras, busque las zapa, el jean y una camisa que se pudiera ensuciar, baje a los piques y salí a la calle. En la vereda, Armando esperaba
parado con las manos en los bolsillos del sobretodo de paño con la mirada
perdida en la esquina.
-¿Y la camioneta? -le dije desconcertado y algo preocupado, ya que era muy
raro verlo a mi abuelo sin su chata.
-En el taller, acá a la vuelta acompáñame que le tienen que acomodar el capot
que anda embromando –me dijo despreocupado.
-Juancito…
Y la explicación pormenorizada de lo que me quería contar hacia que yo, un
niño que aún no terminaba la primaria, me sintiera el ser más importante del
mundo.
-Nada Armando, hoy es feriado -le dije ansioso.
-¿Me acompañas? Tengo que ir al campo, estamos escardillando y hay que
estar controlando viste -agregó con complicidad.
Me encantaba ir al campo con Armando, en la camioneta, viajar en la Gladiator.
¡Sí! La chata de mi abuelo, esa impresionante maquina, disfrutar de los treinta
y cinco kilómetros que separaban La Pergaminera de Junín para meternos en
el inagotable mundo de mi abuelo, el campo, la siembra, la cosecha, algún
asadito con los muchachos…, eso le preocupaba a Armando porque siempre
estaba la infaltable compañía de un vinito que algunas macanas les hacía hacer y las macanas salían caro.
-¡Sí, voy!, me cambio y voy -dije pegando un salto.
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Caminamos las tres cuadras que separaban el taller de mi casa, arrastrando las
hojas secas de los plátanos que tapizaban las veredas esa mañana de otoño.
Llegamos al enorme galpón blanco a mitad de cuadra sobre la avenida, dos
o tres autos con signos de estar en pleno proceso de reparación, con el tren
delantero desarmado, montados sobre tacos de madera, los motores pendiendo de unas enormes cadenas que los brazos de unos guinches soportaban
estoicamente, haciendo de surrealistas gárgolas que custodiaban la entrada a
un templo de adoración a los fierros.
Traspusimos el portón principal y necesité algunos segundos para adaptar mi
vista a las penumbras del interior del taller. Armando se dirigió directamente
a La Gladiator. Allí estaba, imponente con su parrilla frontal que siempre se
me antojaron como poderosos incisivos en las fauces de un felino furioso, su
blanco inmaculado contrastaba con sus cuatro negras cubiertas pantaneras
que aportaban la altura y el agarre necesario para algún camino de tosca recién lavado por un chaparrón inesperado, nada que envidiarle a modernos
vehículos de tracciones integrales y trasmisiones electrónicas, la Gladiator era
una chata impresionante.
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-Espero que esté lista Juancito -me dijo por decir algo, ya que el capot abierto
y el medio cuerpo de un muchachón que asomaba de su interior blandiendo
enérgicamente una masa en su mano derecha, nos indicaba que el problema
no estaba resuelto aún.
-¿Te parece Armando? , para mí todavía le falta un rato –le dije algo decepcionado por la escena.
Dejame a mí. -me dijo y con un cuidadoso pero enérgico manotazo me aparto
para ir en busca de su camioneta.
-¡Salud Rolo! ¿Cómo anduvo la chata? –espabiló Armando con su vozarrón al
entretenido muchacho en su violenta tarea.
-¡Don Armando! -dijo mientras levantaba la cabeza tan bruscamente que el
ruido del golpe del cráneo contra el chapón del capot, retumbó en todo el
galpón.
-¡Uyyy! Ni me hable… -exclamó mientras se frotaba con el talón de la mano el
futuro chichón que se había ganado.
-Tengo esta planchuela doblada, donde encaja el pivote del capot y no hay
caso no lo puedo enderezar.
Dicho esto siguió con mayor énfasis propinándole mazazos a la planchuela
insolente que se negaba a volver a transformar en cerradura, y así permitir al
capot hermanarse con el resto de la mandíbula de la felinezca criatura para
evitar cualquier imprevisto en la ruta que nos obligara a volver al pueblo.
volcó su enorme tronco sobre las fauces abiertas de la anestesiada bestia.
Yo sabía que todo lo que pudiera hacer mi abuelo no podía ser otra cosa que
no fuera extraordinario, siempre era así, o al menos yo no podía verlo de otra
manera, así que corrí y rápidamente me encontraba colgado del guardabarros
izquierdo cogoteando al interior del corazón de la chata y comprobando cual
era el problema que justificaba el sudor y el aliento entrecortado del pobre
Rolo que estaba a punto de rendirse hasta que…
-¡A ver pibe! Déjame a mí -dijo el hombrón y con la precisión de un cirujano
arranco el enorme martillo en poder del mecánico y lo emboco en un tacho
de herramientas que había a unos metros en la mesa de trabajo y fue ahí, sí, en
aquel momento cuando ocurrió.
No hubo música de fondo, no entró un rayo de luz por la banderola del techo
a iluminar la escena, no era necesario, solo que, ese fugaz momento yo lo viví
en cámara lenta, las imágenes se sucedieron como si estuvieran destinadas a
quedar grabadas en la memoria de un niño para siempre.
El brazo derecho se movió lentamente y del bolsillo de paño comenzó a asomarse esa mano, esa que incluía la mía un millón de veces y que su solo peso
era suficiente para impedir que me levantara cuando la apoyaba sobre mi
hombro, observó la planchuela de acero que exhibía su extremo interno retorcido, deformado de manera que el orificio por donde se debía introducir el pivote quedaba absolutamente ocluido, estaba angulada unos cuarenta y cinco
grados, todavía se veían las escoriaciones sufrida por los mazazos de Rolo, que
no habían hecho más que empeorar la situación.
Cada golpe, cada chispazo del martillo en la chapa de la Gladiator dolía, sí que
dolía, yo lo vi los ojos de mi abuelo, en la rigidez de sus facciones, en el latir de
su corazón, que juro se escuchaba o ¿era el mío?, ya no sé…
Aun hoy creo que fue por eso la intervención de Armando, él no era un tipo
presuntuoso, era un ser humilde, pero práctico, hacia lo que había que hacer
cuando había que hacerlo de eso nunca tuvo dudas y eso rigió su vida, pero yo
sentí que no aguantó el dolor en su amiga.
Pero Armando era, por sobre todas las cosas, un hombre práctico. En dos pasos
y un pequeño salto se encontraba ya parado sobre el paragolpes delantero,
sin desabrocharse el sobretodo y con la mano derecha aun dentro del bolsillo
Fue por eso que apoyó su pulgar exactamente en el vértice expuesto del hierro torcido, el resto de su mano rodeó la parte inferior, mientras que su otro
brazo se afirmaba fijamente a la parrilla, a esos incisivos feroces de nuestra
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máquina, descargó desde su hombro toda la fuerza necesaria para que su brazo derecho le ofrezca a ese sólido pulgar la energía que fue haciendo ceder
lentamente la pieza dañada que recuperaba su forma ante la mirada atónita
de Rolo, que solo la apartó para echarle un vistazo a sus propios brazos que
pendían inmóviles de su cuerpo, como pidiéndole explicaciones.
Cuando el metal hubo recuperado su original rectitud todos nos apartamos
del capot y Armando lo empujó hacia abajo y de un seco golpe lo dejó perfectamente sujeto a la carrocería de la camioneta, el trabajo estaba terminado.
-Listo che, ya está, ¡me debes diez pesos! ja ja ja –bromeó Armando-, igual,
gracias.
¡Abio, nos hicimos puré!
Gustavo Rodrigo García Cano
Bariloche, Río Negro
Mis hijos me llaman Papá, mis nietos Abio.
Mi hijo Rodrigo, amante de los deportes extremos, luego de terminar sus estudios universitarios en Mendoza ha regresado a su terruño, Bariloche, con una
idea.
-Vamos Juanse, tenemos que llegar a La Pergaminera y se nos hace tarde - me
dijo abriéndome la puerta. Antes de terminar la frase yo ya estaba sentado, al
medio como me gustaba ir.
“Papá tengo ganas de correr este año el “Desafío de los volcanes”.
Arrancó el motor, escuché el ronroneo agradecido de la chata. Despacito salimos por el enorme portón de chapa y la brillante luz del sol entró por el
parabrisas en la cabina, lo miré, vi su perfil luminoso, el corazón me latía fuerte,
mi respiración se aceleraba, no podía ni imaginar que aventura nos esperaba
en el campo. Lo que sí sabía era que iba a ser extraordinaria y que a mis nueve
años no necesitaba un superhéroe, ¿para qué?, si estaba Armando, mi abuelo.
“Es una prueba por equipo de cuatro personas, mixto. Que para este año, debe
hacer cumbre en siete volcanes de la cordillera de los Andes tanto en territorio
argentino como chileno, se hace trekking, canotaje, mountain bike y escalada.
Cada equipo debe llevar un auxiliar y pensé que vos podrías ser el nuestro y tu
ayudante podría ser Juan Martín”.
“Y, ¿qué es eso?”, pregunto yo.
Juan Martín es mi segundo nieto que por entonces tenía doce años, hijo de
mi hija mayor, Juan siempre tuvo muy buena onda conmigo, diligente y no
excesivamente deportista como su tío.
Es de imaginar la enorme alegría de un padre y abuelo, en estos tiempos que
corren, que su hijo y nieto le propongan esta tarea que casi es de compinche
aunque sean tres generaciones las que compartan la aventura, no me alcanzó
el tiempo para decir que si y empezar a organizar víveres, carpas, embalajes,
papeles de aduana y poderes para cruzar la frontera con un menor. Casi no
me di cuenta y ya estábamos en San Martín de los Andes, con el equipo completo. Los corredores eran; mi hijo Rodrigo, un muchacho de Tierra del Fuego,
una señorita que representaba a Parques Nacionales y un amigo de Rodrigo
de Bariloche. Estábamos ni nieto Juan Martín y yo de auxiliares, en realidad
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muestra humilde tarea era armar campamentos, cocinar, manejar un camioneta Mitsubishi 4x4 entre campamentos y esperar a que llegara nuestro equipo
“Patagonia independiente” a los vivaques.
En las primeras etapas aprendimos que el desgaste de los corredores era tremendo, no alcanzaba la comida que preparábamos pues la engullían como
lobos, los cuatro se debían ayudar permanentemente, pues era condición para
no ser descalificado que la separación entre ellos no fuera nunca superior a los
100 metros.
En la tercer etapa cruzamos la frontera por Villa Pehuenia y entramos a Chile,
país de volcanes si lo hay, teníamos a nuestro alrededor cinco: Llaima, Nevado
de Solipulli, Quetripullan, Coshueco y Villarica, algunos en actividad; en varios
de ellos debían hacer cumbre los participantes, pero por ahora mi tarea consistía en hacer el campamento en una cancha de futbol de un pueblo pequeño
llamado Melipeuco.
“Y… tengo que decirles que el equipo de ustedes sufrió un accidente y está en
el Hospital de campaña de Melipeuco.
No pudimos obtener más información, pues no la tenía, ya eran las once de
la noche, una noche cerrada, pese a nuestro cansancio, pegamos la vuelta a
hacer otra vez ese camino difícil, pero en condiciones anímicas muy distintas.
Llevábamos dos horas de marcha, Juan Martín dormía en el asiento del acompañante, yo empecé a cabecear y por fin me quede dormido.
Me desperté cuando la luz de la camioneta iluminaba un poste de alambrado
a diez centímetros de distancia, pegué el volantazo -que en este caso fue salvador- y por instinto lo hice en la dirección correcta, la camioneta quedó en
dos ruedas y cayendo a un pozo que no pude distinguir, dio una vuelta en el
aire, pegó con la cola en una pared de tierra blanda y quedo tumbada en el
fondo de una zanja.
“¡¡¡Abio, nos hicimos puré!!!, fueron las palabras sentenciosas de Juan Martín.
Allí llegó la competencia y como ya era habitual afrontamos la voracidad de
nuestros componentes del equipo, pero noté en ellos un gran cansancio, descansaron apenas un par de horas y durmieron ese rato profundamente, se
aprontaron a partir y salieron bastante bien ubicados en la clasificación de la
carrera.
“Juan, levantemos campamento rápido, que el próximo está a 120 kilómetros
de camino de cornisa”, le dije a mi nieto.
Y salimos cargados, pasamos por Melipeuco, luego Cunco y después solo camino de montaña hasta llegar al próximo lugar de acampe ya cerca de Pucón.
“¿Estás bien Juan?”
“Sí, pero no sé donde estamos”.
La luz de la camioneta todavía funcionaba, yo había perdido mis anteojos y
veía bastante mal, empecé a sentir que nos estábamos mojando y entraba
agua que iba cubriendo el asiento, me di cuenta que la parte de arriba era
donde estaba sentado Juan y en un intento instintivo apreté el botón que abre
la ventanilla del acompañante y ¡¡¡o milagro!!!, funcionó.
“Juan, tenemos que salir de aquí, probá si podes pasar por la ventanilla de tu
lado”.
-¿Ustedes son los auxiliares del equipo “Patagonia independiente”?, nos preguntó cuando llegamos un miembro de la organización de la carrera en la
entrada a la zona de acampe.
Juan lo hizo y salió, quedando parado sobre la puerta.
“Abio, no se ve nada, estamos en un pozo hondo, solo veo estrellas arriba, muy
arriba.”
“Si, ¿tiene alguna directiva para nosotros?”
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“Bueno, querido voy a tratar de salir yo también, no encuentro los anteojos, así
que ayudáme.
Me encaramé como pude y fui saliendo por la ventanilla y en efecto estábamos en un pozo lleno de agua que se estaba engullendo a la camioneta; ni
para adelante ni para atrás se veía luz alguna solo las estrellas.
“Juan, vamos a jugarnos, yo me voy a parar en el estribo y me dejaré caer hacia
delante y vos trepáte a mis espaldas y tratá de usarme de escalera para llegar
al borde”.
Me dejé caer con los brazos en alto y las palmas abiertas hacia el vacío y encontré felizmente la pared llena de yuyos, quedé como una planchada. Juan
se subió y debió llegar a pararse sobre mi cabeza, allí me dijo:
Hospital de Campaña.
Una vez allí me encontré con una carpa grande y en el suelo había bolsas de
dormir con alrededor de diez personas con suero y conexiones varias. Desesperadamente levante mantas y solo encontré al corredor de mi equipo que
era oriundo de Tierra del Fuego, al interrogarlo me informa que él sólo había
abandonado por agotamiento pero que el resto del equipo estaba muy bien
y en carrera.
Presa de gran indignación, pregunté por alguien responsable de la organización y sólo quedaba allí un operador de radio, que dijo no saber nada del mensaje que originó la alarma de un accidente al grupo Patagonia independiente
y que a todas luces era falso.
Le arrebaté el micrófono y dirigiéndome al Director de la carrera, un tal Yuri:
“Abio, se va algo aquí afuera, aguantáme que me impulso con los pies para
salir.”
Salió por fin, yo quedé en una posición incómoda, medio en la camioneta y
medio en la pared de yuyos.
“Veo unas luces de un auto que se acercan, voy a pararlo….Auxilio, mi abuelo
está en un pozo, volcamos con la camioneta”, escuché que gritaba.
Pocos minutos después una luz de linterna me ilumina y escucho voces que
me dan aliento.
“Somos de la carrera y justo pasábamos, tenemos equipo de salvamento, no
afloje que le pasamos una soga”.
Me tiraron una soga que até a mi cintura y siento que me levantan fácilmente
sobre la pared de yuyos, eran deportistas de otro equipo que habían abandonado y regresaban a su lugar de origen.
En cuanto llegué arriba quise informarme si tenían noticias de mi equipo Patagonia Independiente pero no las tenían y se ofrecieron a llevarme hasta el
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“Yuri, no sé que sabés de esto, pero por un mensaje equivocado, hiciste hacer
al auxilio de Patagonia Independiente el camino de regreso a Melipeuco en
plena noche y con angustia, lo que produjo un accidente que pudo costarle la
vida a mí y a mi nieto, sos un gran irresponsable.”
Se hizo un gran silencio y nadie contestó. Más aún, nunca más se dejó ver.
Viendo que el componente de mi equipo estaba en franca recuperación de
fuerzas, lo dejé al cuidado de los paramédicos y comencé a ocuparme por recuperar la camioneta y demás enseres para poder continuar con mi asistencia.
Ya estaba amaneciendo y alguien me llevó con Juan ,mi nieto fiel, al centro
de Melipeuco, nos presentamos en la gobernación y allí fuimos atendidos por
el Alcalde de la ciudad; más amable no pudo ser, nos ofreció una retroexcavadora y un camión volcador para sacar la camioneta del pozo con personal
de la intendencia y luego de ver una maravilla de habilidad del operador de
la máquina , que se subió al camión como si fuera un bicho apoyándose en
los diferentes accesorios de la máquina cual si fueran pseudópodos y salimos
hacia la fatídica curva donde seguí de largo.
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A plena luz del día me di cuenta que la mano de Dios estuvo presente.
Rodrigo, mi hijo, seguía en carrera pero ya sin posibilidades de clasificar por el
abandono de uno de los miembros de la cuádrupla, estaba llegando a la cumbre del volcán Nevado del Solipulli y allí había un destacamento de ejército
chileno que oficiaba de apoyo.
Al verlo llegar un oficial, que lee en su pechera el nombre del equipo, le pregunta:
“¿Que hacen ustedes aquí?, por radio hubo un revuelo pues parece que los
auxiliares de ustedes tuvieron un accidente”.
“¡¡¡Como dice!!!, son mi padre y mi sobrino”.
mos milagrosamente poner en marcha a una cosa informe, aplastada y con
pocos vidrios que era la camioneta.
Al llegar a Melipeuco ya anochecía y comenzó la solidaridad de ese pueblo,
el jefe de bomberos nos ofreció su jardín para que acampáramos, una familia
vecina nos trajo comida y la compartió con nosotros, los vecinos nos visitaban
y conversaban.
Nos dormimos muy cansados, al alba escucho una campanada cercana, algo
me hizo despejarme y rápidamente me vestí y comencé a caminar hacia donde había escuchado la campana, llegué a la iglesia que estaba abierta y supe
que debía dar gracias a dios.
Estaba arrodillado rezando, al rato escucho un ruido y se acerca un sacerdote
que se arrodilla junto a mí, espera en silencio, hasta que yo lo saludo.
“Parece que ellos están bien y cerca de Melipeuco”.
“Hola, Padre ¿cómo está usted?”
Rodrigo y los dos miembros restantes, comenzaron a desandar el camino.
“Yo, muy bien, donde debo estar. ¿Y usted?”
La camioneta estaba en un pozo profundo que era un drenaje artificial para
una plantación de eucaliptos aledaña. En cuanto llegamos la máquina hizo el
trabajo inverso y se descargó sola del camión. Comenzó a hacer una rampa
en la tierra por donde arrastrar la camioneta hasta el camino. Ya la noticia se
había esparcido por la región y teníamos muchos opinadores de cómo debía
hacerse el trabajo, hasta el camión de bomberos voluntarios del pueblo llegó.
“Dando gracias a Dios por habernos protegido a mí y a nieto de un accidente
que sufrimos ayer”.
“Ah, usted debe ser el argentino que se desbarrancó en la carretera”.
“Sí, soy yo”.
“¿Papá, que pasó?”… escucho inesperadamente. Era Rodrigo que llegó a la
desesperada. En esos momentos de la vida uno se da cuenta lo fundamental
que es el traspaso generacional, llegar y hacerse cargo del salvataje fue una
sola cosa, subió a la camioneta , la hizo poner sobre las cuatro ex ruedas y dando indicaciones precisas logro poner al vehículo en la ruta.
Allí los bomberos hicieron su trabajo y con las mangueras de incendio le sacaron kilos de barro a la camioneta y pudimos hacer un recuento de daños.
Cambiándoles las ruedas destrozadas y enderezando paletas y correas pudi26
“Yo opero una emisora de radio, aquí junto a la iglesia, sólo se escucha en el
pueblo, ¿no quiere que le hagamos un reportaje?”
“Si, como no”. Respondí.
Fuimos juntos a la salita de la radio y relaté esta historia.
A la salida de la iglesia, cuando cruzo la plaza de Melipeuco se empieza a reunir
gente a mí alrededor, me saluda un señor que me regala una bolsita de cere27
zas, una señora se ofrece a lavarme la ropa, otros simplemente me saludan y
estrechan mi mano. La solidaridad me hace llorar, camino hasta donde habíamos instalado el campamento; Rodrigo ya estaba embalando y al rato salimos
con los restos de nuestro equipo, con la masa informe y sin vidrios de nuestra
camioneta, pero que pese a todo funcionaba y despacito, recorrimos el pueblo, saliendo para la frontera de Argentina la gente nos saludaba, los chicos
nos seguían caminando y nos despedimos.
Tardamos un día en llegar a Bariloche, nuestra ciudad, pero llegamos todos
sanos y salvos para alegría y consuelo de abuela, madres y esposa.
Abrazo de despedida
María Graciela Etchevarne
Si había algo que a mi abuelo le gustaba era la familia y los amigos. De la boca
para afuera en ese orden; para sus adentros, estoy casi segura que los amigos
primeriaban.
Con la excusa de vernos crecer a mi hermana Adela y a mí, había comprado el
terreno de al lado donde construyó una casa modesta. Pegado a la casa levantó su taller, y si bien ya no necesitaba trabajar, sí necesitaba llenar un poco los
días que se le hacían largos desde que había quedado solo. Su reino -como lo
llamaba- era el lugar de reunión de varios vecinos que, a fuerza de verse todos
los días, se habían convertido en amigos inseparables. No había día que pasara
sin que Tito, el Cholo, tío Ernesto, y los hermanos López se juntaran en el taller
a tomarse unos amargos, matizados por la charla y los tangos que la Spika trataba de sincronizar a pesar de la interferencia de otras emisoras.
El tío Ernesto llegaba primero, y con su habitual parsimonia preparaba los mates, como si siguiera algún ritual ancestral que requería de cierto ritmo y cuidado. El abuelo aprovechaba, cortaba los últimos listones y dejaba todo preparado para lijar; así, podía hacer una pausa cuando llegaran los demás. Una vez
que el grupo se conformaba, los temas iban apareciendo: fútbol, política, cuestiones importantes del pueblo; hasta que, como por arte de magia, cuando el
panadero de enfrente colgaba el cartel de “cerrado” se daban por terminadas
todas las cuestiones del día. Uno a uno partían los camaradas y el abuelo ordenaba las herramientas, apagaba las luces y pasaba por el patio a casa.
Todas las tardes jugábamos en el patio rodeadas de los sonidos del taller. Sabíamos cuándo trabajaba, conocíamos los ruidos de las máquinas, y hasta
tratábamos de adivinar qué mueble estaba armando. Cuando se oían voces
sabíamos que era el tiempo de los mates. A pesar de querer estar con él, no
teníamos permiso; el taller no era para las nenas, mejor la cocina o el patio.
Mamá y papá nunca supieron que nosotras espiábamos por los vidrios de una
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ventana y le poníamos forma a los ruidos. Pasamos nuestra niñez acostumbradas a su presencia y cuando iba a visitarnos, antes de ir a su casa, nos peleábamos con Adela para ver a quién le tocaba cuál de sus piernas para conquistar
el mundo a caballo.
Todos crecimos. Nosotras empezamos a salir en grupo, después a noviar, y más
tarde nos mudamos a la ciudad para estudiar: Adela, Derecho; yo, Profesorado
en Letras. Últimamente volvíamos solo para los cumpleaños y las fiestas.
En el taller las máquinas habían empezado, de a poco, un forzado descanso; y
a pesar de que en el grupo ya faltaban algunos, todavía quedaba lugar para las
charlas. Cuando cerraba la carpintería, como si respondiera a un ritual ancestral, seguía pasando por casa aunque nosotras ya no estuviéramos.
Mamá nos contó que hacía unos meses el abuelo había encendido las maquinas
nuevamente, y que lo notaba más contento. Adela y yo estábamos por rendir las
últimas materias; no veíamos la hora de volver al pueblo a estrenar la profesión.
Tuvimos que adelantar el viaje cuando mamá nos dio la noticia por teléfono.
Iba a ser duro no escuchar más los tangos ni los ecos de las charlas alrededor
del mate recién cebado. El abuelo se había ido como vivió, sin molestar.
Nosotras no queríamos entrar al taller, pero –según mamá- había que hacerlo. Al abrir la puerta el perfume de la madera desnuda nos dio de lleno en la
cara. La luz, que se filtraba por las persianas, caía sobre la mesa de trabajo. Las
herramientas, ordenadas por tamaño -quizás hasta por importancia- se veían
indefensas. Cerca de la mesa había dos organizadores de escritorio idénticos.
En cada uno de ellos el brillo rojizo de la caoba se cortaba por el blanco de un
sobre; el membrete en uno decía “Adela”; en el otro, mi nombre. Mis manos
acariciaron las marcas que sus dedos de artesano habían grabado en el sobre.
Cuando lo abrí, encontré una foto: yo tendría unos cinco años, el abuelo me
levantaba en alto con esos brazos hechos de seguridad y ternura. Cada detalle
se transformó en sensaciones; sus manos grandes, la caricia mullida, el vértigo
del abrazo, el olor a vida recién estrenada, y las ganas de conquistar el mundo
a caballo.
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Abuelo Juan
Gladis de Luján Díaz
Siempre que llegaba el otoño partíamos al campo en familia, éramos un batallón.
Mi padre, Franco, Martín, Agustín, Santiago (mi hermano mellizo) y yo. Mi madre viajaba unos días después, si podía…
En la casona nos esperaban los nonos, él era un hombre robusto, casi no hablaba, tenía unos ojos celestes deslumbrantes y una mirada fija con ojos grandes;
la nona hablaba por lo que el nono no hablaba; se complementaban…
Era época de soja, de cosechar la soja y había que trabajar mucho, pero mi
nono tenía un oficio que heredé: la jardinería. Amaba los árboles, me hacía
mirarlos para maravillarme, que diseño espectacular de ver crecer esas ramas
anchas y su terminación delicadamente finas. En primavera ver los brotes era
otra maravilla, mi abuelo se ponía loco cuando viajábamos en época de otoño
a la ciudad, la gente podaba los árboles, veíamos semejantes troncos añejos
con ramitas pequeñas que crecían incoherentes… También había en el campo
una huerta inmensa.
Yo con los años aprendí de árboles y también a hablar con árboles. Muchas
veces observaba a la gente, su actitud de pasar frente a ellos y no darse cuenta
que están ahí. Pero el nono me enseñó a observarlos. Cuando llegué por primera vez a Capital vi las tipas de la colectora de la avenida General Paz, con ese
porte gigante, el sol pasando entre las hojitas como a cuadritos y esas florcitas
amarillas… ¡Los Jacarandás de la 9 de julio: una flor y otra flor celeeeste…!
En el año ‘99 me tocó remodelar el Banco Nación de Congreso, un edificio que
está en la esquina de Callao y Mitre. Como fin de obra propuse a los colegas
arquitectos con los que trabajaba, plantar un Jacarandá en la vereda y que todavía está ahí. Cada vez que paso por esa esquina, hablo con mi árbol y le doy
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una empanada al chico que pide dinero ahí, es amigo mío.
cuando Matilde, que tocaba el órgano.
Todo me remonta a mi infancia, los recuerdos de llegar al pueblo que era todo
un acontecimiento, mientras mi padre demoraba en la despensa, mi mellizo y
yo caminábamos por esas callecitas del pueblo haciendo notar que habíamos
llegado, pasábamos por la panadería de Pocho que siempre nos regalaba algo
rico, aparte de preparar los panes de campo para mi nono.
Salíamos al grito de mi padre porque ya nos íbamos, quince quilómetros más
de camino de tierra, cruzar el río Carcarañá y llegar.
En la ferretería de Rubén, en la vereda, él exponía de todo, me sentaba en
una carretilla y Santiago me llevaba a pasear por la vereda hasta la esquina y
volvíamos cuando nos cansábamos. El recogía flores de todos los árboles de
Palo Borracho caídas en el suelo y me las tiraba encima, y yo aparecía llena de
florcitas… También recogíamos unas bolsas repletas de tornillos y no sé cuantas cosas más para el nono.
La plaza estaba ubicada como toda plaza de pueblo, en la entrada, con diagonales y todo transcurría a su alrededor: la policía, el juzgado, una cooperativa,
un centro médico y la Iglesia; al lado había un kiosco, en época de Pascua íbamos como cinco veces a la Iglesia con mi padre y nos la pasábamos desde el
miércoles de Ceniza en el kiosco con Santi. Él me compraba confites de colores
y yo le compraba bolitas. Claro que mientras yo me pintaba los labios con los
confites, pasaba la hora de la misa y al sonar las campanas entrábamos como
niños piadosos…
En la parroquia sigue estando el mismo cura, tiene cerca de 90 años y se llama
El cura Samuel.
El olor a incienso y a pan caliente, en una mañana de otoño, se confunde con
el olor de tierra mojada de la única calle que queda sin pavimentar, todo sigue
resultándome familiar hasta el día de hoy.
Entrábamos a la Iglesia para rezar por todos y arrodillados frente a un Cristo
muerto con sangre en su cuerpo y cubierto con un vidrio, nosotros con los
ojos cerrados para no verlo, rezábamos, así de noche no soñábamos… El templo se veía en penumbras con una pequeña luz de la mañana, los bancos de
madera recién lustrados, los pájaros que se escuchaban cantar y de vez en
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Cuando llegábamos a la tranquera yo bajaba de la chata y caminaba por el
camino que me llevaba a destino entre álamos, casi cien, plantados por mi
nono; el ruido de las hojas cuando chocaban con el viento que era ensordecedor… Todo se mezclaba con los olores de los Eucaliptos, esa brisa fresca de
una mañana soleada con los primeros fríos del otoño, el canto de los pájaros,
yo transitaba todo el camino contemplando y disfrutando de todo, para mi
sigue siendo inolvidable.
El nono venía a mi encuentro y el abrazo y los besos de él me hacían así de
chiquitita…
Íbamos directo a la quinta, lo ayudaba con la recolección de algunas verduras,
legumbres y especias… Después, seguíamos con los animales, y así, llegábamos a la casona cerca del medio día cuando la nona estaba preparando la
mesa para almorzar.
La reunión en la mesa era otro acontecimiento. Almorzar, cenar, cuando íbamos creciendo ya mis hermanos hacían una previa, picada, almuerzo y eterna
sobremesa… Hablaban de todo, ¡¡¡ Como comían esos pibes!!! Hombres tienen
que ser pero siempre me detenía en la mirada del nono, él en la cabecera de la
mesa, a la derecha su único hijo, mi gran padre, su mujer a la izquierda y todos
los nietos a continuación. Enfrentado a él se ubicaba mi madre una mujer trabajadora, amorosa, paciente…
¡¡¡Cuántos recuerdos imborrables!!! Llegando la hora de la siesta, todos dormían un rato y con mi mellizo íbamos por el camino viejo hasta la orilla del
río Carcarañá. En el camino escondíamos pertenencias nuestras que guardábamos como tesoros para luego con el tiempo buscarlas como tal, autitos,
anillitos míos, pinturitas, etc.… Es hasta el día de hoy que recorro el lugar y
siempre encuentro algo.
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Las tardes eran con la nona, hacíamos tortas para la merienda y a NO perderme
nada porque ahí no había recetas. Era todo al tun-tun de doña Pepona, como
yo le decía. Jamás me dio una receta. Yo aprendí a cocinar mirándola.
Un día vi algo como: “Lo que el árbol tiene de florido vive de lo que tiene sepultado”. La muerte de mi abuelo Juan me entristeció mucho… ¿Por qué será
que todo tiempo vivido fue mejor?
Llegaba el atardecer y era otra maravilla para contemplar en el campo. Yo, hasta que el rocío de la noche no me mojara el rostro, no entraba a la casona,
observaba la luna llena, increíblemente bella desparramada en la hamaca paraguaya, y la nona que me decía: “Mercedes deja de mirar la luna que es muy
solitaria y te llevará a la soledad en vida…” El nono siempre me decía: “No escuches a esta vieja loca” y haciéndole un lugarcito en la hamaca, esa noche me
contó que cuando él era pequeño había soñado una vida para él y que hizo
casi todo lo que anheló en su vida, él era un visionario a pesar de su avanzada
edad, estaba muy bien informado y sabía todo, hablaba poco y cuando lo hacía, te llenaba el alma…
Suelo volver para la cosecha de soja todos los años y, pisando mis cuarenta,
sigo caminando ese camino arbolado con olores, colores y texturas que nunca
nada me hará olvidar mi esencia.
La noche llegó y mañana debo viajar. Me encantan las playitas que hay pasando Cabo Polonio, Uruguay. El paisaje se confunde con palmeras altísimas…
La noche esta estrellada y la luna intacta, recuerdo, añoro y vuelvo al nido.
El sabía que estaba enfermo…
Cada año regreso al pueblo y cuando camino esas callecitas hoy asfaltadas,
pero con la esencia de pueblo intacto, los recuerdos me invaden y aparecen
frases en mi vida del tipo: “Al olivo que tanto fruto da, no le pidas que encima te
de sombra”; o de las otras, como: “Nadie le tira piedras al árbol que no tiene
frutos”.
Comencé a hablar con un Liquidámbar que planté en la casa que remodelé
en Uruguay, una casa maravillosa, antigua, con parque atrás y adelante, con
tortugas. Le hablaba antes de entrar a la casa ya que él estaba en el parque de
adelante. Esas charlas evitaron muchas discusiones con mi marido supongo…
Hablando con él, me enteré de esta frase: “Ciruelo de mi puerta, si no volviese
yo, la primavera siempre volverá. Tú, florece”.
Hasta que, con los años, empecé a darme cuenta de cuán importantes son
nuestros actos cotidianos, cómo vamos armando nuestro destino y cuánto
valen los recuerdos, las experiencias y qué difícil es ser como ellos que siguen
adelante floreciendo pase lo que pase, sin siquiera pensar en que existe la posibilidad de dejarse morir.
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Abuelo mío
día que él, pero también la gran tristeza del después, cuando ya ningún cumpleaños fue igual.
María Luisa García
Buenos Aires
Y todos los domingos lo mismo; levantarme y encontrarlo con su lapicera corriendo apurada sobre el papel finito para vía aérea… Eran sus infaltables cartas a Pradejón, su pequeño pueblo riojano de España.
Reconozco que me daba celos esa relación con lo que yo no conocía, su mundo en el otro mundo.
Pero pasaron los años y un día me dijo: “sos mi nieta mayor y quiero llevarte a
España para que la familia te conozca y vos a ellos y además para poder cumplir con mi promesa de volver a ver a mi hermana y mis sobrinas”.
Yo me quedé inmóvil en mi silla y los dos estuvimos de acuerdo en mantener
el secreto por unos meses.
Entonces, un domingo, reunidos en la mesa familiar, él comentó: “La tía Alicia
dice en su última carta que ya compró la botella de anís escarchado que tanto
me gustaba…”. Todos se miraron, alguno soltó una risita pícara. Entendieron el
mensaje. “Isabel -le dijo él a mi mamá- Mary se viene conmigo a España”.
Cuando partió, un 18 de mayo, creí que me moría, no podía con mi tristeza, me
enfermé, no quería comer, sentía que todo había sido muy injusto. Me invadió
el recuerdo de todo lo que me había dejado: el amor por la familia, los amigos,
la verdad, la honestidad, el esfuerzo…
Entonces tuve que hacer “mi promesa”: la de ir a su pueblo en cuanto juntara
mi dinero. Una vez recibida, y peso tras peso, lo logré. En enero de 1981, toqué
no sólo con los pies sino también con el alma, suelo español. Me corrió un frío
por todo el cuerpo y no digo nada de mis sensaciones cuando llegué a Pradejón. La familia me esperaba en el andén de la estación de tren de Logroño y
luego, a casa. El recibimiento fue una fiesta aunque faltaba el invitado principal.
Pero al día siguiente, cuando salí a caminar, sentí que lo hacía de la mano de mi
querido abuelo Lázaro por esas callejuelas que seguramente habían cambiado
un poco, pero que mantenían la esencia de todo lo que él me había contado.
¡Ah! Dos fuertes sorpresas: tuve en mis manos la botella de anís, la que la tía
Alicia había comprado muchos años antes y que ella guardaba como un tesoro y la carta en la que el abuelo les anunciaba la confirmación de nuestro viaje.
Fue el momento en el que me saltaron algunas lágrimas. Lágrimas en las que
se mezclaban la tristeza y la alegría.
No hubo objeción alguna.
Me llené de alegría, mi abuelo me llevaba a su tierra, de la que tanto había leído
ya que me hacía traer libros, revistas y diarios de allá que luego comentábamos
juntos los lunes. Yo estudiaba el profesorado en Letras y estaba entusiasmada
con ese viaje al centro de nuestra lengua castellana.
Pero la vida nos tenía preparada una jugada inesperada y en el mismo año
(1973) cuando íbamos a viajar, se enfermó mal, pero tan mal que el 22 de mayo
no pudimos festejar sus 65 y mis 20 años. Tuve el privilegio de nacer el mismo
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Alejandro, el grande
Luis Alberto Bosco
Paraná, Entre Ríos
Soy abuelo de seis hermosos nietos con los que tengo numerosas vivencias
dignas de ser contadas. Sin embargo esta breve historia se refiere a las relaciones entre otro abuelo con su nieto: mi abuelo y yo.
Gálvez, en Santa Fe, fue un importante centro ferroviario y hasta su desmantelamiento, funcionaron importantes talleres de reparación de locomotoras
y otros servicios. Era parte de la logística de la línea del ferrocarril Mitre que
conecta Buenos Aires con Tucumán. Originalmente la población se agrupó en
las cercanías de la iglesia en construcción, pero ante el paso del ferrocarril y
la edificación de la estación, los pobladores se trasladaron a sus alrededores
y aquella quedó en una posición marginal e inconclusa. El pueblo la llamó
“La Iglesia Vieja”, dado que en el poblado desplazado, se construyó una nueva.
Algunas construcciones vinculadas al funcionamiento del ferrocarril como la
estación, las viviendas de algunos funcionarios y ciertos depósitos, mostraban
rasgos de la vieja arquitectura inglesa contrastando con los clásicos de nuestra
idiosincrasia y en particular con la de los inmigrantes piamonteses de la región.
Mi abuelo Alejandro fue uno de ellos. Con apenas tres meses de vida fue traído
en barco desde Italia por sus padres. Sobrevivieron a las pestes y tempestades del mar y se instalaron a vivir y trabajar en campos de los alrededores de
la población que por entonces se conformaba; allí serían peones rurales. Lo
preferían a los terrores de las guerras en Europa. Venían a “hacerse la américa”
y fueron trabajadores explotados por los dueños de la argentina opulenta, los
que obtenían los beneficios del granero del mundo. Ellos estaban ausentes
del reparto.
Cuando pudo decidir por sí mismo, ingresó al ferrocarril, el de los ingleses;
aquel que fue diseñado como un embudo en dirección al puerto de Buenos
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Aires. Las riquezas del interior del país debían sacarse rápidamente con destino
a Inglaterra, allá ellos las transformarían para luego reingresarlas al país como
bienes industrializados por el quíntuple o más de su valor. Fuimos elegidos
para integrarnos como país-colonia al servicio del imperio. Lo que no habían
logrado por la fuerza bruta en los intentos de las dos invasiones inglesas y el
que junto a los franceses realizaron en la Vuelta de Obligado, lo lograron con
sus triquiñuelas financieras y económicas y la complacencia de los pocos que
usufructuaban de las riquezas de la tierra.
Aquel era el país de mi abuelo joven, con un Estado y su brazo armado al servicio de los terratenientes, que no solo se sentían dueños sino que lo eran. Sus
estancias y factorías daban ganancias exuberantes, exportaban cueros, granos,
lana y todos los llamados frutos del país. En el ferrocarril de los ingleses y para
los ingleses, realizó toda su carrera, desde peón hasta guarda y con el paso de
los años se jubiló.
Ocurrió por entonces en Buenos Aires, un accidente en donde falleció atropellado por un tren un joven de la clase alta. Se acusó y apresó al maquinista
con el cargo de asesinato, lo que provocó que los trabajadores del riel se movilizaran solidariamente y lograran su libertad. Aun no contaban con organización sindical, sin embargo comenzaron a tomar conciencia de su fuerza. Vieron
además como los dueños de la tierra, impedidos de transportar sus productos,
ante el riesgo de perder ganancias, intercedieron para la liberación del compañero injustamente detenido.
Según mi abuelo, el trabajo de entonces carecía de leyes que los protegieran;
no había descanso dominical, trabajaban 12 horas, carecían de defensa ante
los despidos y no contaban con cobertura frente a accidentes o problemas
de salud.
A mediados de agosto de 1896, obreros y peones ferroviarios de las cercanías
de La Plata, exigen en un petitorio el cumplimiento de 8 horas de trabajo, descanso dominical sin modificación del salario y el pago de horas extras. Ante la
rotunda negativa de los propietarios del ferrocarril, los trabajadores iniciaron
una huelga que fue reprimida violentamente por la policía del gobierno conservador; como consecuencia la huelga involucra a otros gremios y se extien39
de a todo el país.
Los trabajadores se organizan y resisten. Se comunican entre las estaciones en
código Morse con los telégrafos del mismo ferrocarril y así logran que más de
20.000 obreros y empleados, participen del movimiento que se prolonga por
más de tres meses. Lograron que los ingleses dialogaran y negociaran, aunque
fueron pocas las conquistas. Sin embargo estaban aprendiendo a luchar por
sus derechos.
que nosotros algún día pudiésemos ser felices en una gran nación. Y no se
equivocó. Hoy, después de esta década ganada, lo estamos logrando nuevamente.
Pero mi principal recuerdo, fue cuando aquel tren engalanado con banderas
argentinas cruzadas al frente de la locomotora, pasó lentamente por el pueblo
arrojando bolsas de juguetes para los chicos, y yo subido a las espaldas de mi
abuelo Alejandro, vi en su último coche, al general Perón y a Evita, con sus brazos en alto saludando alegres a los que seríamos sus herederos.
Mi abuelo Alejandro, de gran altura, de postura erguida, con todo su pelo color
gris plata, me sentaba en sus rodillas y meciéndose en su sillón hamaca, me
contaba orgulloso sobre la huelga contra los ingleses. Cuando lo hacía, aunque ya era viejo, su mirada se rejuvenecía y recordaba anécdotas de aquellas
luchas de juventud. Pero lo que más lo alegraba era recordar y contarme cuando se nacionalizaron los ferrocarriles y pasaron a ser parte de nuestro patrimonio. Me decía: “La huelga que hicimos fue buena, pero la lucha solo puede ser
política y eso es lo que hizo el General. Con los ferrocarriles en nuestro poder y
un gobierno con sentido patriótico, no solo pudimos doblegar a los ingleses,
sino además construir una gran nación”.
¡Y cuánta razón tenía! Vivió sus últimos años orgulloso de su pasado y tranquilo
pensando en el porvenir, porque sabía que estaban dejando un país para todos, y nosotros, sus nietos disfrutaríamos de un pasar con justicia e igualdad.
Los fines de semana, me llevaba a recorrer y recordar. Visitábamos la estación,
los talleres, los galpones y me mostraba y explicaba con detalles las características de las nuevas locomotoras a vapor Capriotti. Me parecían enormes, al
compararlas con las estacionadas a su lado, las encargadas de las maniobras
locales. Pero lo que más disfrutaba era mostrarme las fotografías de las locomotoras diesel eléctricas construidas en el país: la “Justicialista” y su nueva versión, “La Argentina” que fueron desguazadas y vendidas como chatarra por el
posterior gobierno del golpe antinacional de 1955.
Estos fueron apenas algunas de las pequeñas historias referidas a mi querido
abuelo, el nono Alejandro. Aunque entristecido por las maliciosas consecuencias del golpe fusilador, siempre supuso que la patria sería recuperada para
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Amar es respetar
AnaAna
Vera Gergel de Hudek
Ana Beatriz Calarco
La Matanza, Buenos Aires
Florida, Buenos Aires
El ser abuela de 11 nietos y 7 bisnietos me llena de orgullo. Algunos ya trabajan, otros estudian. Tengo 76 años y disfruté mucho de sus travesuras cuando
eran pequeños.
Jugábamos juntos, yo les enseñaba los juegos de mi infancia. Les contaba historias de mis antepasados y prestaban mucha atención.
Hay muchas anécdotas, entre ellas… ¿abuela me das un caramelo? Yo decía
que no, pues la comida estaba servida. Entonces, ellos recurrían a su abuelo y
tomándolo de la mano le hablaban al oído pidiéndole lo que yo no les daba.
Me hacían trampita.
Otro recuerdo muy lindo, es cuando en las fiestas navideñas preparábamos un
pesebre. Mis nietas se disfrazaban de angelitos y cantaban villancicos.
Entre tareas del colegio y berrinches fueron creciendo. Siempre recuerdo esta
frase… “Lo que sembré, estoy cosechando”.
Doy gracias a Dios por la familia que tengo. Los respeto y soy respetada en
todo momento.
Me llamo Ana, como mi abuela.
Creo que siempre la sentí doblemente abuela: la llamaba AnaAna, y ella me
decía Anita (me dicen Anita).
El jardín de jazmines, la salsa roja y espesa y su olor de abuela son mis aromas
para recordarla.
Bajita, encorvada, coqueta. “Traeme un pañuelito para el cuello que se me ven
las arrugas… Pintame las uñas con ese rosa que vos usas…” me decía. “Abuela,
leeme un cuento”, yo le pedía.
AnaAna tenía la palabra justa, la caricia que necesitábamos, la risa y el abrazo,
un lugar en su cama cuando había tormenta y los paños fríos para bajar la
fiebre.
Los sábados: su pasión por el jardín. En el menguante de junio, podar las rosas,
fijate cómo anda el mandarino, ¿cortamos unas margaritas para el retrato de
Simeón?, hay que juntar las flores del tilo y también recortar el borde del pasto
con el cuchillo. Los sábados: mi pasión por el jardín.
Nos enseñó a jugar al truco con la picardía de mujer de campo. No podíamos
ganarle y se reía con esa risa blanca y limpia. Vení que te juego un partido. Y
dejábamos todo y la abrazábamos y también nos reíamos.
Tengo el meñique izquierdo como AnaAna, el pelo finito, las sábanas blancas
de su ajuar de novia, el brasero que calmó el frío en su infancia y todas sus
cartas. Quisiera tener sus palabras para mis nietos, su sabiduría, su valentía en
el dolor y todos sus abrazos.
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Extraño su figura frágil de mujer fuerte, las batatas con leche caliente en las
lluvias de invierno, el amor de sus manos, sus rodillas para dormirnos al sol.
Apuntes de una flor herida
Susana Solanes
Rosario
Creo que lo apropiado sería describir como una batalla contra el silencio a esta
parte de mi vida. Una clausura que encerró páginas y páginas de mis días. Aunque después entendí que el silencio era una práctica constante en mi familia.
Por supuesto, me pasó lo mismo con María Elena Savino, aunque no era de
imaginarse que yo debiera establecer una cierta intimidad con la muchacha
de la casa.
-Los sirvientes, allá lejos. Basta con tratarlos correctamente. ¡Bien sé yo lo que
piensan de nosotros!- La abuela sin duda conocía los pensamientos del personal de servicio como también los que teníamos nosotros.
Con María Elena nos vimos por primera vez cuando me trajo el desayuno a la
cama para el Día de Reyes de mil novecientos cuarenta y tantos. Me explicó
que reemplazaba a Ángela que había ido a ver a su hija a la ciudad de Córdoba donde vivía. Que la hija estaba enferma y le había pedido permiso a Doña
Marina, mi abuela. Que la Señora mayor (mi abuela), había dicho que sí, que
era una lástima que tenía que irse ahora, pero que no iban a tener problemas
porque para la boda de la señorita iban a contratar más personal. La señorita
que se casaba era yo. A fines de enero. Con el Doctor Daniel Vicente Casas Balbuena. De muy buena familia (entiéndase como muy rica, más que nosotros,
que lo éramos bastante).
María Elena era una muchacha joven, casi de mi edad. Un poco más de veinte
años. Menuda e inquieta. Tenía el cutis trigueño y una leve sombra en el bozo.
El pelo y las cejas abundantes, de color negro. Y unos ojos, también negros que
hablaban al mismo tiempo que la dueña.
-Estoy tan contenta de que se case la señorita. Yo también tengo novio- Que
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se llamaba Aníbal, Aníbal Fuentes. Había encontrado trabajo en una panadería
y tenía que levantarse temprano, pero bien temprano, a eso de las tres de la
madrugada. Que estaban ahorrando algo para casarse, pero que era muy difícil
porque él tenía cuatro hermanos más chicos y la mamá. Que el padre se había
ido de la casa cuando él era muy chico. Pero mejor, porque le daba cada paliza
a la madre que ella tenía que escaparse a la casa de los vecinos.
Aquella mañana continué con mi trabajo sobre Literatura rusa. Pero algo me
perturbaba. No pude terminar la lectura y me paré frente a la ventana para
fumar un cigarrillo. Lo que me inquietaba era una pregunta que, de pronto,
me hería en el pecho como un pistoletazo. ¿Qué sabía yo de Daniel? Brillante
alumno universitario. Partidos de tenis y amigos comunes. Una beca en Alemania. De regreso se integró a la clínica del padre. Conferencias y congresos. En el
país y en el extranjero. Las familias acordaron nuestro casamiento.
-¿Cómo es tu trabajo en la clínica?
Me pareció verlo turbado aquella tarde cuando lo esperé frente a su consultorio. Luego se enojó. En la confitería me dijo cosas horribles. Que no volviera
nunca más a hacer eso. Que lo de las sorpresas son todas pavadas. Que nosotros estábamos comprometidos y la seriedad debía ser nuestra única conducta. Que en la clínica pasaban cosas que yo no iba a entender. Parece que
se quejó con mis padres porque mi madre me dijo cosas parecidas. Que yo no
era una cualquiera para hacer un papelón delante de las enfermeras y las empleadas de la administración, que lo mejor era esperar al novio (luego marido)
en casa, que mi tarea era ésa. Que debía considerarme afortunada porque él
me había elegido como esposa. Mi abuela que la escuchaba, levantó una ceja
como cuando está dudando.
No volví a la clínica para buscarlo y empecé a encerrarme en un silencio lleno
de reclamos. Pero Daniel pareció no darse cuenta. Los jueves cenaba en casa
y los sábados íbamos al teatro o a alguna fiesta. Los demás días ni siquiera nos
veíamos. Siempre estábamos rodeados de gente. Sin posibilidades de hablar
sobre nosotros, de nuestro futuro. Pero, a pesar de todo, yo debía considerarme afortunada.
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Algo como una bruma le había quitado claridad al día. Bajo mi ventana del
primer piso, la gente huía del calor insoportable a esa hora. En los árboles, colgaban hojas como pájaros quietos. Mi propia sombra se lanzó contra la vereda
y se fue disolviendo entre mis lágrimas.
Volví a mi escritorio y encendí otro cigarrillo. Me estremecí imaginando las
muestras de amor que no había recibido. Hasta ahora sólo habían sido besos
rápidos en la mejilla o en la frente. Como actuando con condescendencia frente a una hermanita menor. Igual que mis padres entre ellos. En ese momento,
se hizo clara frente a mí, la imagen de mi madre llorando aquella tarde en la
sala. Mi abuela había estado hacía un momento y habían discutido en voz baja.
Nada de gritos en la casa. La violencia se ejercía con buenos modales. Luego
mi madre llorando y mirando el diario. Me acerqué por detrás sin hacer ruido, para consolarla. Nunca la había visto en ese estado, ni siquiera cuando mi
padre había sufrido aquel accidente. El diario mostraba la página de noticias
necrológicas y estaba la fotografía de un hombre joven. Más joven que mi padre. Yo lo había visto una vez. Cuando habíamos ido al parque y mi madre y él
caminaban conversando. Y yo daba vueltas y vueltas en la calesita. Y mi madre
estaba tan entusiasmada hablando con ese señor, que ni siquiera me miraba.
Los relatos que hacía María Elena en el momento del desayuno, se hicieron
cada vez más imprescindibles. La esperaba despierta para no perderme una
palabra. Muchas veces me sucedió que me acostaba con la ilusión de que a
la mañana pudiera sentir su cálida presencia y su conversación entretenida.
Yo la escuchaba fascinada, en silencio, intrigada acerca de su capacidad para
explicar hechos y emociones. Su amor por Aníbal y la descripción de las delicadezas que ambos se prodigaban. ¿Cuánto había en la vida de Daniel y la mía
de esos actos? ¿Cuánto de lo que es simple, pero a la vez se inaugura entre dos
enamorados, nos palpitaba en la piel haciéndonos dichosos?
Y luego mis reflexiones acompañadas por el cigarrillo. Lo que antes corría por
un cauce sin sorpresas, se agrietaba mostrando una fealdad insólita.
-Me lo traje a vivir conmigo al Aníbal- Y sí, porque en la casa dos por tres se
quedaba dormido. Nadie lo despertaba. Que en cambio ella ponía el reloj y
lo sacaba de la cama sin miramientos. Ya le tenía preparado algo caliente para
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tomar. Que desde que vivían juntos no había faltado ni un día a su trabajo. Que
la hermana de ella no le había hecho mala cara y le había dado una piecita
donde se habían acomodado los dos como en un palacio. Que con el sueldo
de esta quincena él le había regalado un vestido azul con flores blancas y se
habían ido a bailar al club del barrio. Que la mamá había encontrado un trabajo y eso lo aliviaba un poco. Que eran muy felices.
Ese jueves, habían venido a cenar los padres de Daniel Vicente. Estábamos tomando el café en la sala y los hombres fumaban cigarros y hablaban de política. Allí se estaba organizando la posible candidatura de mi novio para diputado nacional. Ahí entraba yo para apuntalar su candidatura con mi imagen de
esposa recién casada, bonita, elegante y de alcurnia. Vislumbré las frustraciones y decepciones de las mujeres que me rodeaban. Todo oculto y callado. El
silencio para derrotar el dolor.
Era el día anterior a la boda. Esa noche nos daban una fiesta como despedida
de solteros en la casa de la familia de Claugny. El padre era embajador de Francia y la fiesta prometía ser de lo más pomposa.
María Elena no dejaba de admirar mi vestido de novia aunque se asombraba
de la sencillez de la confección. Solamente encaje sin ningún adorno. Ni siquiera esas colas impresionantes que cubrían todas las escaleras del altar. Tuve
que luchar contra la modista y mi madre que querían quedar bien. Pero no
cedí. Me pareció que el despojo de adornos y vuelos del vestido, representaba
mi desafío hacia una boda de la cual estaba cada vez más alejada. Sentía que
el largo camino que mi silencio había recorrido, estaba llegando a su fin y que
las mustias flores de la desdicha se iban haciendo polvo.
Le hice detener el auto a Daniel cuando íbamos a la fiesta. Habrá visto en mis
ojos una furia ciega porque me miraba con una ridícula expresión de asombro. Él, con su eterna postura exterior falsa y edulcorada. Un manipulador y un
cínico en su interior. Le dije todo eso y mucho más. Creo que hablé por lo que
habían callado generaciones de mujeres en mi familia. Hablaba de mí como
si fuera de otra persona, a la que había que defender y respetar. Y sobre todo,
amar. ¿Sabía él de qué se trataba todo eso?
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Como no estaba preparado para semejante ataque, Daniel respondió defendiendo su posición en la sociedad. Que eran los nervios propios de la situación,
que en el viaje por mar se me pasaría. Qué significaba eso en este momento,
qué iba a pensar la sociedad, que hablaría con mis padres para que me hicieran
entrar en razones. Que estaba loca. Finalmente: ¿no habrá otro hombre, no?
Lo dejé solo en el auto tratando de explicarse cómo habíamos llegado a este
punto. Yo siempre tan modosita y callada. Caminé las cinco cuadras que me
separaban de casa con mi vestido de fiesta y una alegría nueva dentro de mí.
Sabía qué me esperaba en casa y no tenía la más mínima idea acerca de cómo
lidiaría con mi familia.
Cuando entré, encontré a la abuela porque ella manifestó que estaba un poco
cansada con tanto trajín y que se resguardaba para la fiesta de la boda. Me
preparé para la batalla. Que no me iba a casar. Que quería al lado mío un hombre que me amara de verdad con quien construir un hogar y a quien pudiera
despertar todas las mañanas para ir al trabajo. Que nos contáramos nuestras
mutuas tristezas y no tuviéramos vergüenza de mostrar a los demás que estábamos enamorados. Que me regalara un vestido y que me llevara a bailar. Los
dos solos. ¡Dios mío, estaba diciéndole lo que María Elena me contaba! Pero ya
era tarde y estaba dicho.
Mi abuela se levantó del sillón y temblé. Se le iluminaron los ojos de emoción
y me abrazó. Que lo bien que hacía, que siempre le pareció un paparulo ese
Daniel Vicente, que al fin una mujer valiente en la familia, que luchaba por un
amor verdadero. Que ella iba a arreglar las cosas con mis padres. ¡Virgen Santa!
¿Era mi abuela la que hablaba así?
No fue fácil, pero como me dijo la abuela, nada es sencillo en la vida. Es decir,
las decisiones que valen la pena, cuestan un poco. A veces bastante. Yo decidí partir el fin de semana con una pequeña maleta y mi título de profesora
de Literatura. Había hecho arreglos para hospedarme en la casa de la hija de
Ángela. Y al mes ya estaba trabajando en un colegio secundario de Córdoba.
Con mi abuela nos escribimos todos los meses. Hubo un poco de desquicio
por mi decisión, pero ella dijo que eran cosas de gente inútil incapaz de rom49
per con el orden establecido. Las dos hemos madurado mucho. Yo le cuento
de mis proyectos y de la hermosa sensación de esta libertad que recién conozco. Me contó que cuando se enteró que María Elena estaba embarazada,
quiso conocer su situación. Que si el mozo no pensaba casarse. Que no tienen
necesidad de una gran fiesta, que ella y yo le regalábamos el vestido de novia,
el tocado y el ramo. Medias, zapatos, todo. Que hasta creyó que la muchacha
se iba a desmayar cuando la escuchó. Que para qué iban a dejar pasar el tiempo si se querían. Que María Elena era una buena persona y merecía ser feliz.
Y a mí me pareció muy bien.
Aquellos veranos en Santa Fe...
Para mis nietos María del Pilar, Sofía, Olivia, Mateo y Fran
Stella Maris Pereyra
La siesta se convertía en una amenaza… Con nuestros pocos años, el despertarnos cada mañana sabiendo que luego del almuerzo se nos impondría un
descanso que no deseábamos, era una tortura. La siesta en el litoral es “cosa de
respeto” y nadie discute contra eso…El silencio de la siesta en el litoral puede
“escucharse” aún dentro del mismo silencio (sí, aunque parezca algo que muy
pocos entiendan)… Pero nosotros, los chicos, sólo soñábamos con ir al río o
jugar en la Pelopincho de lona verde de la abuela, sin escuchar los famosos:
“Dejen dormir”, o los chistidos de silencio de los mayores, que eran en el fondo más ruidosos que nuestros propios gritos y risotadas. Los niños no suelen
escuchar sus propios gritos ni los gritos de los demás niños (eso lo percibimos
de adultos, cuando ya hemos perdido la capacidad de gritar por alegría y sólo
lo hacemos por enojo o dolor).
Aquellos veranos eran los más esperados en mi infancia. Aún puedo sentir el
cosquilleo en la panza cuando íbamos llegando a la casa de mis abuelos, luego
de transitar más de 700 kms. por caminos de tierra desde Bahía Blanca (donde
yo vivía) hasta Santa Fe… Un año era demasiado largo, pero a la vez era maravilloso el sentimiento de espera para volver a verlos, como así también a mis
primos, a mis tíos y a todos los que nos juntábamos año a año para celebrar el
Año Nuevo, los Reyes Magos y pasar allí los tres meses de vacaciones escolares.
No teníamos teléfono, tampoco celulares, ni internet; nos limitábamos a escribirnos y a esperar alrededor de siete días una carta que, cuando las noticias
llegaban ya eran “viejas”, pero no dejaban de ser felices… Era como vivir más
lento. Si hoy me dolía la panza, le escribía a mi abuela contándole y cuando
ella recibía mi carta, me respondía preguntándome por mi dolor de panza,
que ya había ocurrido hacía 14 días… Y entonces mi dolor de panza tenía dos
semanas de duración… Así era antes… Sin prisa; si hablabas con alguien lo mirabas a los ojos y te tomabas tu tiempo… No existía el “perdóname me entró
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un mensaje de texto” o el pretender estar “escuchando a alguien” mientras mis
dedos se deslizan incesantemente sobre el teclado del celu… Antes era así de
distinto y así de tierno…
Todo era perfecto, hasta me parecía que en los veranos respiraba distinto. La
emoción de despertar en casa de mis abuelos, desayunar con mis primos, ir al
centro a caminar por la peatonal, los almuerzos multitudinarios, tomar mate
en el patio bajo la parra, la cervecita de la tarde de los mayores, el sentarnos en
la vereda con los vecinos después de cenar hasta el amanecer porque el calor
no deja dormir y los mosquitos, como decía la gente del barrio: “Te comen”…
Todo era perfecto, menos “la siesta”… Y era entonces cuando aparecía aquel
personaje siniestro que nos asustaba y de qué manera. El infaltable “Juanito”,
que veíamos correr desde la puerta de la cocina de mi abuela, entre los árboles del fondo, haciendo unos ruidos extraños, mezcla de gritos ahogados y
alaridos… Nosotros, los más chicos, no nos animábamos a acercarnos y de esa
manera terminábamos, si bien no durmiendo la siesta, al menos acostados sin
hacer ruidos por temor a que “Juanito” volviese a despertar y a amenazarnos
con sus chillidos insufribles… Hasta que un día, husmeando en el galponcito
del fondo, descubrimos que “Juanito” era mi tía disfrazada con ropa vieja de
mi abuelo la que corría entre los árboles… Por supuesto, a partir de nuestro
hallazgo, ya nada, ni nadie, pudo asustarnos y logramos adueñarnos de las
siestas…
decirlas entrecortadamente, delante de los que se miraban y hasta le decían:
“No le entiendo, abuelo”, pero yo sí le entendía y para mí, ser su traductora particular era como ganar el mundo… Y allí estaba mi abuela, con su dedicación,
su amor hacia él, que yo podía ver reflejado en sus ojos cristalinos…
Hace un par de años, luego de 30 años sin viajar a Santa Fe, tuve que hacerlo
para asistir a una reunión. Las personas que me llevaron en auto, sabiendo de
mis veranos inolvidables durante 20 años en aquella ciudad y de mi amor por
mis abuelos, se ofrecieron a llevarme hasta la casa que guardaría tantas emociones y momentos compartidos con muchos de los que ya no están. Cuando
casi estábamos llegando, le pedí a quién manejaba que retomara el camino de
regreso a Buenos Aires… Esta vez, preferí no apoyar mi nariz en el vidrio del
auto ni mirar como mis abuelos se iban perdiendo de mi vista y se iban haciendo cada vez más y más chiquitos, mientras yo intentaba que siguieran viendo
mi saludo con la mano y los besos que les arrojaba desde mi alma…Esta vez,
ya no quise despedirme de ellos…
Quizás de todos los nietos yo sea la que tenga más recuerdos de mi abuelo enfermo que de aquel “caballero de fina estampa” del que hablaban mis primos
mayores, que había sido militar de carrera y un día una hemiplejia lo obligó a
aprender nuevamente a caminar, a hablar, a intentar escribir… Yo era la nieta
menor y casi no recordaba a mi abuelo “sano”, aún hoy no lo recuerdo… Para
mí, mi abuelo era el que arrastraba la pierna izquierda cuando caminábamos
juntos todas las tardes rumbo a misa, y hacíamos cinco cuadras en una hora,
pero llegábamos felices, aún sabiendo que el regreso sería igual de trabajoso… ¡Qué mejor que sentirnos dueños de esa complicidad que únicamente
tienen los abuelos con los nietos! Mi abuelo era el que tenía la mano izquierda como dormida, a la que yo masajeaba y estiraba con la esperanza de que
reaccionara a mis caricias… Mi abuelo era el que apenas armaba frases y podía
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Assunta, la historia más importante de su vida
Salieron a la calle sólo con lo que traían puesto, Assunta, con 18 años, acompañó a su familia en un largo camino sin destino en medio de una tormenta de
nieve que la atacaba , incluso sin tener calzado.
Cristian Andrés Di Renzo
Cerca del mediodía llegaba el resto de la familia, como era costumbre, y se
acercaban a la mesa para disfrutar del agasajo.
Pasaban los días y el hambre era cada vez más insoportable. La ira, la decepción y el dolor de haberlo dejado todo angustiaban a la familia Fosco. En este
panorama recibieron la noticia de que la ciudad de Chieti, la capital provincial,
era Ciudad Abierta e iniciaron el viaje hacia allí junto con otra familia amiga.
Una vez que arribaron tras recorrer kilómetros a pie, se encontraron con un
panorama no muy diferente al que habían dejado atrás; hambre, enfermedades, muerte. Pasaron por siete refugios, uno de ellos dentro de una montaña,
apenas una cueva en donde dejaban en la entrada un “vigilante” con un pico
y una pala en caso de que un bombardeo les tape la entrada como ocurriera
alguna vez.
Mientras la tarde se avecina, ya luego del almuerzo, la familia se retira y Assunta
empieza a guardar los restos mientras dice: “Guardemos esto, que después no
hay nada”, una y otra vez cada domingo. Sin embargo siempre se hacía comida
como para tres o más familias, esa era la costumbre… Entonces, ¿por qué la
nona decía esto?
Ya en un refugio en Chieti, que no era más que una pequeña pieza del tamaño
de un baño, Assunta, su mamá embarazada y su hermano menor decidieron
volver a su casa para buscar algo con que calmar al monstruo del hambre.
Caminaron sin cesar kilómetro tras kilómetro de terreno sinuoso mientras lloraban lágrimas de sangre.
Fue así que empezó mi investigación como nieto/historiador. Esa frase, en realidad, tenía su fundamento siete décadas atrás.
Ya cerca del destino se toparon con un puente en donde había centinelas alemanes. Al solicitar permiso se lo negaron de una manera muy poco cordial
al grito de: ¡Acá no se pasa! ¡Fuera! ¡Fuera! Sin embargo no renunciaron a su
pequeño gran sueño. Tomaron otro camino y evadieron el control.
Mar del Plata, Buenos Aires
Como cada domingo, Assunta Fosco se levantaba temprano para empezar a
preparar la tan esperada comida familiar. Además de los ingredientes necesarios, los fideos amasados tenían en su composición toda la experiencia de su
vida y hacía de ésta un manjar para el paladar.
Aquel 8 de diciembre de 1943, la familia Fosco se preparaba de a poco para
recibir a la tan ansiada Navidad con los recursos que tenían. Algunas papas,
unos pocos frijoles y apenas unas aceitunas eran parte del festín de esta familia
de contadinos. En el pequeño pueblo italiano de Ari, las fiestas religiosas se celebran de una manera especial pero nunca pasó por su imaginación lo que iba
a suceder. Aquel día típico del más crudo invierno Assunta Fosco, la segunda
hija del matrimonio, se enteró junto con su familia que tenían 30 minutos para
abandonar su historia, su vida. Un grupo de alemanes ingresaron a punta de
pistolas a su humilde morada en una tarde que se volvió eterna.
Fue así que dejaron atrás todo lo que habían planeado, su siembra, su felicidad…
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Finalmente allí estaban. En aquello que alguna vez había sido su hogar y que
ahora no era más que un cúmulo que piedras apenas alineadas que conformaban una especie de hospital de guerra en un improvisado sótano construido
por los alemanes y lo que es peor aún, de comida ni rastro había.
La vuelta al “refugio” con el resto de la familia se emprendía con decepción y
dolor. Sin embargo el viaje de vuelta encubría otros contratiempos. Los centinelas que les habían impedido el paso los reconocieron cuando intentaron
pasar entre un grupo de gente que se dirigía a Chieti y de inmediato los detuvieron entre insultos y golpes. Assunta y su mamá no pararon de llorar en
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ningún momento pero los alemanes tapaban el llanto con risas y disparos al
aire. Al día siguiente llegó un camión, cargaron a todos y los llevaron a Chieti.
Casi a todos, ya que varias mujeres se despidieron de sus hijos por la fuerza.
El temor de ser enviado a un campo de concentración era latente, mientras
cientos de rezos parecía que nadie escuchaba en este terrible episodio. Cerca
de Chieti, el camión de detiene lentamente. Se bajan los guardias para reportarse con el comando alemán. El tiempo se vuelve cada vez más lento ante
la incertidumbre de Assunta y el resto de los detenidos en el camión. De un
momento a otro, casi inesperadamente, se escucha ¡Abajo! ¡Abajo! Los rezos
habían sido escuchados y Assunta, su hermano y su mamá comenzaron a caminar en dirección al refugio.
De repente, en medio de una oscuridad tenebrosa debido a “las noches de
luna” aparece una sombra que se acerca cada vez más y más, sin detenerse…
Assunta, su mamá ya de ocho meses de embarazo, y el resto de su familia
volvieron a respirar.
Poco tiempo después, la guerra se había ido y consigo se había llevado vidas,
pero su humilde casa en ruinas conservó bajo tierra algunas conservas que el
padre de familia había escondido antes de partir con la confianza de que volverían. Piedra tras piedra sobre la cabeza de cada uno de ellos reconstruyeron
el hogar desaparecido.
La guerra extirpó sueños, historias que nunca nadie va a poder contar y algunas otras, como esta, perduran en la memoria de los sobrevivientes y en la de
sus descendientes, inmortalizándose generación tras generación.
Así, la frase. Mi abuela al recoger la mesa no hacía referencia a mi tiempo, sino
a su pasado que en sí estaba más presente que nunca.
Era el papá. Los había salido a buscar, aunque con muy pocas esperanzas de
encontrarlos vivos tras dos días de haber desaparecido e inmediatamente emprendieron camino hacia el refugio.
Pasaba el tiempo pero no pasaban las desgracias dentro de un peligroso clima
que se hacía cada vez más insostenible. Pues sí, no sólo tuvieron que soportar
el desmán de los germánicos sino que también la Resistencia Partisana, “los
buenos de la película” dirían algunos, hacían de las suyas tras una bandera de
liberación que poco tenía de tal anhelo.
Uno de esos eternos días, los partisanos pasaron reclutando hombres a través
de diversos métodos, uno de ellos bajo amenazas. Fue así que entraron al “refugio” en busca de su papá. Sin embargo, la familia Fosco ya se había enterado
de que estaban tomando hombres por la fuerza y decidieron esconder al jefe
de familia debajo de un colchón de paja y pusieron a un niño arriba. No parecía
que estuviese allí, pues sólo pesaba lo que los huesos y la piel lo sostenían. De
repente un batallón armado ingresa en busca de hombres para engrosar su
ejército, pero sin frutos.
Una vez más la muerte los amenazaba demasiado cerca, aunque lidiaban con
ella cada día. Entre gritos y amenazas, estos “supuestos héroes” se retiraron y,
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Belita
Sebastián González
En esta cama jugaba con mi abuela. A mi abuelo puedo decir que casi no lo
conocí. Pero siendo muy joven cuidaba yo de ella cuando nadie podía. ¿Era útil
mi presencia?, ¿Qué haría en el caso de que algo grave pasara? No sé. No era
época de fácil comunicación como la actual. Pero ahí estábamos, jugábamos
a tantos juegos de naipes que seguro no podría enumerarlos. Aunque olvidar
alguno no sea un delito grave, ahí van: escoba del quince, tute cabrero, el monte, el siete y medio y la guerra. Pero el juego que yo más ansiaba aprender -ella
no lo sabía- era el truco.
El tiempo que pasábamos juntos, volaba. No mirábamos televisión ni un minuto y apenas quedábamos a solas mi primera frase era: Jugamos a la escoba,
“Belita”. El apodo era un deformación del “abuelita”, fonéticamente distorsionado de mi infancia. “Abelita” era la palabra que mejor la expresaba, con ese
diminutivo que le otorgaba más cariño. Cuando fui creciendo y me salía decirle abuelita, opté por deformar definitivamente la forma de llamarla. Pero la
primera frase no cambiaba. La respuesta nunca fue negativa y no es porque
yo me enchinchara (palabra con la que vencía mi fastidio y por eso la uso),
sino porque realmente lo disfrutaba. Mi presencia la hacía sonreír en todo momento. La segunda frase más usada tenía que ver con el desarrollo del juego y
para chicanear al perdedor se le decía: “Te estoy barriendo”. La frase se usa para
describir la proximidad al quince de uno de los jugadores, mientras que el otro
ni siquiera había podido conseguir un punto. Cuando le tocaba decirla a ella, y
está claro que no le perdonaba que no la dijera, sufría al ver mi “chinche”. Pero
disfrutaba mucho cuando me tocaba a mí decirla. A la distancia sospecho que
mis barridas eran auto infligidas porque todos los trucos que yo sabía me los
había enseñado ella, pero quién me quita la hermosa sensación de haberlos
hecho.
La tercera frase más dicha en esos encuentros es la que con mayor cariño recuerdos y era: tomamos un té “culeche”. Solo alguien con su dulzura podría
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hacer que esa abreviatura suene entrañable. Era uno de los pocos momentos
en que se levantaba; los recuerdos sobre mi abuela de pie, hacían referencia
sólo al momento en que atendía a cada uno de sus nietos. Lo mejor que cocinaba era sin duda la tortilla de papas. No era muy hábil cocinando, incluso el
“té culeche” le provocaba dificultades. A veces mucha leche, otras muy aguado. Pero todas sus creaciones culinarias, sin exceptuar las peorcitas, estaban
“hechas con cariño”, cariño que sazonaba exquisitamente sobre cualquiera de
sus raras recetas.
Como decía antes, la posición en que más uno la veía, era apoyada con la espalda en sus tres almohadas, con su frazada cubriéndole desde la tibia hasta
los pies. Esa frazada que tenía un aroma que nunca se borrará de mi mente. Yo
con las rodillas apoyadas en el suelo del otro lado, y el lado que sobraba era la
mesa donde se llevaban a cabo las partidas. Era de alguna forma la manera de
llenar el vacío dejado por su eterno amor.
La merienda siempre la tomábamos en la pequeña mesa plegable de la cocina. Recuerdo que a las galletitas las llamaba masitas, razón por la cual al principio imaginaba el té acompañado por masas finas, pero con el tiempo aprendí
que no debía ilusionarme porque nunca iban a llegar. Quizás una cuenta pendiente sea saber por qué las nombraba así. Tenía claro nunca pedirle tostadas,
ya que era imposible no terminar raspándolas para ver lo tostado debajo de lo
quemado. Si bien me encantan las tostadas desde pequeño, era consciente
de no someterla a tal martirio. Pero siempre merendábamos rico, no podía
faltar para completar una excelente jornada vespertina.
Eran los inicios de las computadoras, en ese hogar había una con la cual me
encantaba jugar. Fueron de los pocos momentos en que la abandonaba. Si
bien mucho no le gustaba que estuviera mucho tiempo frente a la máquina,
ella nunca lo decía; jamás hizo nada para incomodarme a mí, ni a ninguno de
sus nietos.
Luego de despuntar el vicio, volvía a su lado. Ya no era la escoba del quince el juego elegido, sino que hacíamos un mix entre todos los anteriormente
citados. Claro que esos juegos tienen menos trucos y dependen casi en su
totalidad del azar. Y así, comenzaban a darle cierre a un nuevo día, juntos. Es59
tos días eran tan reiterativos que solo se diferenciaban por la fecha en el viejo
calendario y la ropa que usáramos en ese momento.
Cálidos domingos de invierno...
Disfrutaba mucho esa rutina. Al irme, tenía muy claro que no pasarían muchos
días para que la rutina con mi amada abuela se volviera a repetir.
Ha pasado mucho tiempo desde que murió, hoy aquí mirando su cama, donde los recuerdos rebotan en mi mente de a miles, sus palabras y aromas son
un eterno recuerdo, sus sábanas de siempre ya no están. Apoyo mi mano en
esa cama, presiono bien fuerte el colchón con la palma de mi mano mientras
mis ojos comienzan a humedecer el dorso. Es raro, pero mientras lagrimeo, no
puedo dejar de sonreír.
Olga Erlinda Barale
Porteña, Córdoba
-Doce… veintidós…
(Números cantados con voz alta)
-Cuarenta y ocho…
Sobre la mesa cuadrada de la cocina, mantel de hule con flores, cartones de
colores (rojos, azules, amarillos y verdes ya un tanto gastados), porotos negros
y bancos,
-Cincuenta… y agitaba una bolsa de tela a cuadritos blancos y negros, de donde extraía las fichas de madera con los números.
El olor a leche chocolatada… y las masitas recién hechas bañadas con glasé
y confites de colores en una bandeja sobre la gran mesada llamaba nuestra
atención.
-No se distraigan, después del primer juego, tomaremos la leche.
Éramos más de seis, de todas las edades, yo tenía que pararme sobre un banquito para llegar a la mesa, apenas conocía los números.
Risas, palabras, demostraciones de cariño.
-¡¡Línea…línea!!! ¡Gané!
Con respeto: la mayor realizaba el control.
-Continúo…Seis…ochenta y dos
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Ay, Ay ¿¡qué pasa!?
Carbón y leña en Olavarría
-Tómbola… ¡¡¡cartón lleno!!!!
María Celeste Grimau
- ¿Cantaste vos Susana?
Olavarría, Buenos Aires
Esa, era… la dulce Inés, jugando con sus nietas.
Afuera la tarde de invierno frío y gris, pero la cocina de la Nona nos abrigaba
con su calidez y amor.
A mi abuelo Mario Sábato que nació en Olavarría y que a través de las historias
de Carbón y Leña, me trasmitió valores, me enseñó a ser imaginativa y creativa
y siempre seguirá estando presente en mi vida.
A mis hijos, Paz, Pedro y Clara que siempre escuchan mis historias y les gusta
creer en el poder y la magia de los cuentos.
Cuando el sol comenzó a asomarse en el horizonte, el silencio se quebró con
un sonido inconfundible. El humo blanco que se veía desde lejos y se mezclaba con las nubes era la inconfundible señal de que el tren estaba llegando a
la estación.
Hace muchos años, en la República Argentina, los trenes funcionaban con carbón y leña. Los trenes eran un medio de comunicación muy importante entre
las distintas localidades del país. Tanto fue así, que muchos pueblos se desarrollaron a la vera de las vías.
A un pequeño pueblo de Argentina llamado Olavarría llegó Ramón Rosario, el
nuevo telegrafista del ferrocarril. Había viajado desde Tucumán con su esposa
Aurora y sus dos niños, Carbón, de siete años y Leña, su hermana, dos años
mayor.
Los niños llevaban estos curiosos nombres porque para sus padres, gente de
hábitos simples, la vida palpitaba al ritmo del ferrocarril. El carbón y la leña eran
el inevitable combustible para que el tren funcionara. Una noche de estrellas,
allá en su Tucumán natal, decidieron que cuando sus hijos nacieran los llamarían de ese modo, en honor a ese tren a vapor que los había visto enamorarse.
Durante el verano siempre hacía mucho calor a la hora de la siesta y los dos
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hermanos debían permanecer dentro de la casa y descansar. Pero una de esas
tardes de siesta, Carbón y Leña abrieron sigilosamente la puerta de su habitación y salieron en puntas de pie. Afuera, sólo había silencio y un sol de fuego.
¿Dónde podían jugar sin ser escuchados? ¿Debajo del viejo ombú? ¿O correr
hasta la arboleda de eucaliptos para protegerse del calor? Los ojos atentos de
los niños buscaban dónde esconderse, dónde jugar. De repente las dos cabecitas se detuvieron en un mismo punto: un vagón abandonado.
Carbón y Leña se miraron entre sí con un brillo especial en sus ojos, cruzaron
las vías del tren, corrieron en zigzag, evitando los cardos de los pastizales y
llegaron exhaustos hasta el vagón que yacía solitario. Luego de pispiar si había
alguien adentro, acercaron un pequeño tronco para subir. Cuando entraron,
quedaron maravillados: un mundo nuevo y distinto comenzaba a desplegarse
ante sus ojos. Poco a poco empezarían a descubrir que la magia existe, que
está en las pequeñas cosas y que reside en nuestro interior. Sólo hay que tomarse el tiempo de encontrarla y jugar con ella.
Desde esa tarde, la hora de la siesta “sin siesta” sería la más esperada.
Charla de otoño
Juan Mejías Jurjo
El viento jugaba con las primeras hojas del otoño que bailaban en esa
mañana soleada de Mar del Plata. A veces, esos remolinos de hojas golpeaban la ventana de la casa playera y algunas hojas parecían querer entrar infructuosamente porque el vidrio les impedía semejante atropello.
Se podía ver la silueta de la cara de un hombre pegada al vidrio que se mimetizaba con el color de las hojas que resbalaban imposibles de mantenerse como
a lo mejor quisieran.
En el interior de la casa estaba ese hombre que miraba a través de la ventana a
ese mar tranquilo y mañanero.
“¡¡¡Abuelo!!!, gritó un chico de unos 9 años, acercándose a ese hombre.
“¿Vamos hasta la playa? Es un día lindo y con sol... ¿Vamos?”
“Es muy temprano Franquito y no quiero que tomes frío, mas tarde puede ser”
, contestó el abuelo Ricardo, que así era su nombre.
“Está bien abuelo”… Abuelo ¿tu no tienes tatuajes?”, preguntó Franquito.
“Si tengo y muchos...”, contestó el abuelo, mientras sonreía picaronamente.
“Muéstrame alguno”, inquirió Franquito.
“Mírame a la cara y verás que el tiempo estuvo trabajando muchos años haciendo tatuajes de todo tipo.”
“Mira mis manos y verás que un orfebre no podría hacer tantos dibujos juntos.”
“Y así todo mi cuerpo, tallado con el cincel de los años...”
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“¿Pero no son tatuajes abuelo, eso es porque eres viejo, verdad?”, preguntó
Franquito.
“Sí, tienes razón. Pero cuando era como tú, no tenía ninguno... y ahora tengo
todos... ¿Para qué me iba a poner más?. Y tengo de muchas formas: algunos
que son recuerdos de días alegres y otros de días tristes. Unos dejaron huellas
profundas que se implantaron en mi mocedad y otros que sutilmente marcaron una sonrisa. ¿Sabes? Una vez quise grabarme un nombre de alguien que
creí era mi ángel, mi amor eterno y no pude hacerlo porque el viento me lo
robó y nunca quiso devolverlo. Por eso dejo que el tiempo grabe mis recuerdos que sabe más que yo.”
Franquito abrió los ojos que demostraban la sorpresa que le había causado las
palabras del abuelo. El pensaba que los abuelos habían sido siempre abuelos,
sin imaginarse ni por un segundo que ellos tuvieron infancia como la que él
vivía.
de la nuestra y fíjate que cosa curiosa: de la gran mayoría de los científicos de la
historia de la humanidad no recordamos sus nombres y sin embargo muchas
veces conocemos en detalle a hombres que sólo aportaron cosas malas para
sus semejantes: armas, luchas, guerras, etc. Por eso, la imaginación debe estar
bien encauzada, para que nos despierte y nos enseñe a ser cada día un poquito mejor y “amar al prójimo como a ti mismo”. Por eso, no me hizo falta hacer
un tatuaje para recordar a quien amé siempre, bueno... creo que debe haber
un tatuaje chiquito en mi corazón...”
Franquito escuchó al abuelo atentamente y acercándose a él lo abrazó y lo
besó tiernamente.
A través de la ventana se podía seguir viendo el torbellino de las hojas en su
desenfrenado baile otoñal.
“Cuéntame abu, cuéntame que pasó... ¿Era un ángel de verdad?”, preguntó
Franco.
“Ja, ja...”, rió el abuelo - No era un ángel de verdad como los que tú conoces en
los cuentos, pero hay algo que tenemos los seres humanos que puede transformar la realidad y crearnos mundos de fantasía y hasta podemos idealizar a
las personas que amamos y transformarlas en ángeles, héroes, heroínas... O, al
contrario, podemos convertirlas en brujas, monstruos o aliens, como ves en la
televisión. Todo depende del poder de imaginación que cada uno tenga. Y esa
imaginación está siempre con nosotros a lo largo de nuestra vida. Y somos nosotros que tenemos que soñar despiertos para que esos sueños irreales traten
de influir en la vida cotidiana y que nos haga artífices de un mundo mejor. Por
eso existen médicos, ingenieros, arquitectos y un sinfín de mujeres y hombres
que dedican su vida a la investigación, a la exploración, a la enseñanza, etc.
porque saben que el hombre vive un tiempo muy corto comparado con la
inmensidad del tiempo infinito. Ellos son los que inventaron tantas cosas que
nosotros disfrutamos y que tenemos que darle el valor que tienen en homenaje a los que las crearon y que imaginaron un mundo mejor. Médicos que nos
salvaron de tantas enfermedades y muchas veces arriesgaron su vida a cambio
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Chavela y sus fideos
Coser y cantar
Florencia Guillaza
Adriana Vaninetti
Los recuerdos de mi abuela son pocos, a la edad de ocho años ya no la tenía
en mi vida pero hay un recuerdo que sigue tan vivo como cuando sucedió.
Sentada al solcito de este venturoso abril, ventana abierta a los recuerdos, levanto la tapa de la vieja Singer. Desde la infancia, tan remota como luminosa,
me llega su voz de acento italiano.
Frente a su casa se encontraba un pequeño patio adornado con plantas, macetas, flores de todos los tamaños y los colores que pueda recordar. En las tardes primaverales nos sentábamos junto a mi mamá a tomar mate dulce, con
mucha azúcar como le gustaba a ella, acompañada de pastaflora de membrillo, hecha por mi mamá en el horno de barro del fondo de casa. Yo me sentaba
en un banquito y las miraba fijamente mientras ellas pasaban entre las agujas
de tejer la lana marrón para el pulóver de mi papá y hablaban sobre mis hermanos, la familia, de mi tía que vendría de paseo junto a mis primos y así las
tardes transcurrían tranquilamente hasta que anochecía.
Después de un largo día de trabajo limpiando, cociendo, tejiendo, ayudándonos a mis hermanos y a mí a dejar todo listo para el día de escuela, se disponían
a preparar la cena, sin embargo por la edad de mi abuela debía cuidarse en las
comidas es por ello que cocinaban sopa, cosa que me disgustaba eso de que
todas las noches era la misma cena. Una de esas noches me negué a tomar la
sopa por lo que mi mamá me levantó la voz y me castigó, de inmediato y a
pesar de sus cuantos años encima mi abuela o como le solían decir los vecinos
“Chavela” se levantó de la mesa me agarró del brazo y dijo “¿Por qué siempre
comemos lo mismo?, pues hoy no” y mientras me llevaba a la cocina, me sentó
en el sillón de paja y sacó la bolsa de fideos tallarines, me miró y me dijo “Esta
noche fideos con salsa”, en algunas ocasiones creo recordar hasta el sabor de
la salsa, esa era mi abuela, la que le daba los gustos a sus nietos, la que desde
su persona nos quería ver como cualquier que da amor, feliz y creo habérselo
transmitido con la enorme sonrisa manchada con salsa de tomate. Mi abuela
una gran cocinera, una gran madre, una gran persona que supo amar y dar
amor.
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-A los dieciséis me la compré. Tenía que empezar a coser porque mi papá, que
era arriero, nunca aparecía por la casa. Mi mamá se fue a Alberti y nosotros,
los ocho hijos, nos quedamos en Chacabuco haciendo cada uno lo que podía para pagar el alquiler y comer. Me salió de garantía mi hermano Pascual.
Conseguí trabajo de pantalonera en la tienda La Bandera Blanca de Dimattia.
Después conocí a tu abuelo…
Sonrisa pícara. Mirada de nostalgia hacia ese tiempo de amor y coraje, frente a
una sociedad pacata que le cuestionaba unirse a un hombre de otra religión.
-Serenatas me cantaba. Tocaba la mandolina… Tuvimos a Enriquito, Nilda y
Angélica. Nació tu mamá y al poco tiempo…
Enjuga una lágrima casi efímera. El luto de viuda que tan joven debió vestir
no alcanzó a empañar la alegría que le brotaba desde las raíces. Tampoco se
doblegó jamás su fuerza.
Las heladas, -Porque mirá, tesorito, heladas eran las de antes- lastimaban la piel
fina de sus manos cuando lavaba con la tabla en el piletón. Pero igual tendía
cantando la ropa inmaculada, se secaba con el delantal empuntillado y ya estaba lista para la caricia protectora. Lista para amasar el pan de cada día y el pan
dulce bendecido con una cruz cada Nochebuena-.
Ajusto la correa. Preparo el hilo y la bobina de abajo. Empiezo a pedalear para
llenarla. Casi sin darme cuenta, brota el vals Desde el alma. Ella me hace el dúo
desde mi alma. Los canarios aturden la mañana. ¿O son aquellos que llenaban
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con sus trinos el corredor perfumado de jazmines y malvones en la casa vieja?
Trabajo un rato. Me llaman a almorzar.
El canto es como la puntada parejita de la Singer, una constante que va uniendo las postales de nuestras dos vidas: Abuela en la mecedora de mimbre. Mi
asombro de tres años balanceándose sobre sus rodillas, y la mística emoción
de Oh, María, madre mía, oh consuelo del mortal… Abuela cantando a voz en
cuello Linyera soy…mientras picamos entre las dos las cebollas para el tuco,
sabroso acompañante de los capelletti que preparó con paciencia infinita hasta la madrugada, a la espera de los hijos que llegarían de visita. Aquí hago un
paréntesis especial para la sagrada ceremonia cotidiana de la cocina: Calle de
tierra. Llegada de don Lafratti, el papero, con su charret cargado de productos
de las chacras. La yegua vieja enrosca la lengua espumosa en los yuyos de la
vereda. Cierra los ojos filosóficamente. Saborea el apetecido alimento y su paz
de caballo de pueblo. Mientras tanto, abuelita elige las verduras más frescas y
crujientes, la fruta turgente y olorosa que hace agua la boca. Siempre queda
entre mis manos alguna yapa de tomatitos diminutos para hacerle ensalada a
las muñecas. El cucharón va y viene controlando el punto de cocción y los sabores. Un poco más de orégano, algo de tomillo…Hay tiempo hasta las doce
para vestir a esas muñecas. Gira que gira la rueda de la Singer. Vuela después
la aguja de crochet. Pasa de su mano a la mía junto con el secreto de ese acto
compartido: ternura entrelazada en un vínculo que es más que urdimbre de
hilos.
Dorada siesta de otoño para retomar la costura y las remembranzas: Ardiente
siesta de febrero plagada de mariposas. Mientras revisamos los nidos del gallinero buscando huevos recién puestos, suena la cornetita del heladero. Entre el
cacareo rotundo de las batarazas la voz de la abuela invita a tomar un heladito
de coco y crema. ¡Invitación aceptada! A correr desde el fondo para llegar antes de que desaparezca el carrito tirado por un petiso lleno de cascabeles. Ella
viene, más lenta. Le duelen los pies. Ya va a mojarlos por primera y única vez en
el mar. Acá, en uno de los cajones de la máquina, tengo las fotos. Mar del Plata.
Con su hermano Luis. Descalzos. Recibiendo ese milagro salado que también
empapa el vestido a lunarcitos y la enagua con broderie. Risa de fiesta de dos
ancianos niños en divertida recolección de caracoles.
Paso la hebra por cada uno de los pasa hilos. Me está costando enhebrar la
aguja últimamente. También a ella se le estaban cansando los ojos de tanto
coser y coser cuando por fin logró jubilarse. Todavía la veo. Se pone aritos y un
collar de perlas. Se perfuma con loción Mi Clavel. Sale para el Banco Nación en
el taxi de Mayora, portando con orgullo un enorme monedero negro. Vuelve
con su primer cobro, convertido en gran proporción en confituras, higos de
Esmirna, caramelos finos y otras delicias del Depósito Chacabuco o el Almacén
Inglés.
Ya casi voy terminando. El dobladillo fluye tarareando La Felicidad jajajaja…
y mis trece años con el Winco que me compró ¿quién podría ser? ¡Si hasta
aprendió a acompañar al grupo bullanguero para cantar El Extraño del pelo
largo!.
Guardo las fotos. Acaricio la tijerita negra, la aguja de crochet y el punzón de
marfil, que van a acurrucarse con el bastidor de bordar y cribar. Es tiempo de
volver al presente. Mi nieta viene en busca del vestido. Como una ráfaga musical corre a su cuarto para probárselo. Bajo despacito la tapa de la Singer.
Atardece. En el perfecto azul crepuscular, el lucero.
¿Estás ahí, abuela Margarita?
Preparo las partes del solero que voy a coser.
-Que se besen los derechos, tesorito, y no desperdicies el hilo. Cuidá de no
clavarte la aguja en un dedo.
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Cuándo, si siempre estoy llegando
Martha da Costa
Hay una frase que dijo el gordo Troilo hace un tiempo y que en mí aún resuena
cada tanto… “Alguien dijo que me fui de mi barrio…. ¿cuándo?, ¿cuándo?...
Si siempre estoy llegando…”, ¿qué misterio esconden esas cuadras que nos
siguen atrapando?
que pasaban los gobiernos la misma seguía como de costumbre, abandonada
en el tiempo.
Ahora que piso casi los cincuenta, me cuesta ir para el centro, sigo viviendo
a unas cuadras de aquella vieja casona donde viví hermosas historias, tantas
tardes de higos y ciruelas, tantos coloridos sueños, tantas ilusiones…
Vuelvo… siempre vuelvo, como el gordo, y al caminar por la vereda del almacén de Doña Laura doblando a la esquina me transformo en niña… ya no
pienso en irme… elijo quedarme.
Nací en Capital pero a los dos días según cuenta mi vieja me trajeron entre
llantos y mamaderas, en tren hasta Villa Galicia, Cerrito al 1500, a unas cuadras
del Gandulfo, allá por los ´60, mi abuelo Héctor, ferroviario desocupado se vino
a afincar a esta zona un tanto despoblada luego de haber recorrido media
provincia como jefe de estación.
Mis recuerdos van inevitablemente unidos a mi niñez cuando por las tardes
mi abuelo cruzaba la calle y volvía de la Panadería de Mingo con un paquete
donde se iban escapando las puntas de las medialunas, inmediatamente la
abuela preparaba el mate, sacábamos las viejas sillas del comedor a la vereda,
donde daba la sombra del fresno que plantó mi viejo unos años antes que yo
naciera. Así que el cuadro era el siguiente: el abuelo con su camiseta sentado
con la silla dada vuelta, la abuela con su delantal gastado y su batón colorido
controlaba las plagas de los malvones mientras le alcanzaba la factura preferida de mi hermana antes que a alguien se le ocurriera tomarla, los vecinos pasaban saludando y parándose a charlar un ratito, siempre había alguna novedad
en el barrio, alguno que se fue “de gira”… un casamiento… algún incipiente
romance ya descubierto anticipadamente por todo el vecindario que por los
verdaderos protagonistas.
Allí nacieron mis sueños de artista, allí crecí y un día me fui a trabajar a Capital,
mi adolescencia me sorprendió con luces y colores, estaba deslumbrada por
el obelisco, por los monumentos hasta podría decir que amaba el rancio olor
que traía el subte… todo me parecía hermoso, maravilloso, único hasta miraba
con cierto desdén a la pobre estación de trenes de Temperley donde a pesar
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De nietos
María Eva Toledo
Ushuaia, Tierra del Fuego
de papá y mamá. Ya retirado de la actividad laboral, siempre desarrollada en el
campo, su vida en la ciudad, mejor dicho en los suburbios, significó para él una
gran novedad. Acostumbrado a las distancias en leguas, al horizonte siempre
a la vista trasladándose en su caballo a todas partes; el barrio, los vecinos cercanos y la posibilidad de hablar con gente distinta a la que había conocido, le
resultaron algo fantástico que aprovechó a más no poder.
He llegado a una edad en la que ya debería ser abuela, pero fui madre tardía
o “añosa” al decir de los médicos. Durante muchos años la cigüeña se negó a
aterrizar cerca de mi casa, pese a que nadie le cerró el aeropuerto ni la ventana.
Hasta que un invierno muy crudo del 84, se dignó dejarme un paquetito tibio
y gritón vestido de celeste. Por lo tanto, en mi actual situación sólo me queda
esperar a que mi joven hijo y su mujer se decidan a ser padres, cosa que todavía no se les ocurre.
Sus días comenzaban muy temprano, mateando a la vera de la fiel cocina a
leña. Luego, cuando los nietos grandes se levantaban preparándose para ir a
la escuela, les tenía listos los tazones de café con leche y el pan con manteca
calentado sobre la plancha de hierro. Después, los acompañaba unas cuadras
y su viaje terminaba en el kiosco de diarios de donde retiraba el matutino local.
De regreso a casa, se ocupaba de dar de comer a las gallinas y al otro habitante
de relevancia familiar, Chiche, un cuatro patas marca perro ya entrado en años.
No cuento con experiencia en nietos propios, en cambio sí con los de mis
amigas y mi hermana. Mantengo una onda especial con la pequeñez y los
adolescentes, seguramente porque viví a la par de mi único vástago los juegos
de la infancia, las travesuras y los avatares pertinentes de futuro hombre adulto. Estuve y estoy al tanto de las bandas de rock de varias épocas, así como de
las películas o series de televisión de moda. Me manejo muy bien con Internet
y las redes sociales, estos antecedentes me dan plácet de tía piola de muchos
niños y jóvenes.
Su segunda sesión de mate, la compartía con mamá y papá, (si es que éste no
estaba de guardia en la seccional de policía, donde trabajaba), mientras les
comentaba las noticias del diario que nadie había osado abrir antes que él. El
resto de la mañana lo pasaba en la quinta, vigilando las guías de los zapallos, la
maduración de los tomates o recogiendo las verduritas para el puchero, plato
principal casi diario.
Por todo lo expuesto, (esto ya parece una nota burocrática), no voy a hablar de
mí como abuela, voy a contar algo desde mi lugar de nieta.
Cuando yo nací mi familia estaba compuesta por mis padres, dos hermanos,
una mujer y un varón, una tía, hermana de papá y don Agustín, mi abuelo
paterno. Fui la nena mimada de un grupo de gente grande, sobre todo mis
papás, tía y abuelo. Mis hermanos, que me llevaban diez uno y seis años la
otra, me trataron muy bien pese a que vine a arruinarles el pastel de casalito
perfecto.
Era una época en la cual la jerarquía familiar se respetaba a rajatabla. El patriarca
sin barbas ni toga, o sea el abuelo Agustín, era la autoridad máxima por encima
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Todo esto fue hasta que llegué yo, que al principio solamente fui una muñeca
que pasaba de brazo en brazo sin mayor alternancia. Pero cuando empecé
a hacer mis primeras monerías, llené gran parte de su tiempo en el que me
enseñaba a hablar o me entretenía con algún juguete.
Por haber sido un hombre de campo, gozaba de buena salud a pesar de sus
años, lo que le permitía compartir un breve “picadito” con mi hermano mayor
o remontar barriletes que hacía para mi hermana.
Por las tardecitas se arreglaba con su mejor saco, pañuelo al cuello, cambiaba
las alpargatas de entre casa por sus botas bien lustradas y se iba al bar cercano
a jugar una partida de truco con parroquianos y conocidos, mientras tomaba
una copita de ginebra.
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No tenía una gran estatura, en la foto tradicional de la familia, permanece sentado junto a la abuela, (bastante más alta que él) teniendo en sus rodillas a
papá, con su trajecito marinero y la hija mayor de pie apoyando una mano
sobre su hombro. (Histórica foto que aún conservo, sacada en 1907).
El pelo había comenzado a perderlo cerca de los cincuenta, según me contó
papá, por eso, agregaba a su elegancia habitual un sombrero muy paquete
para salir y una boina vasca para diario.
Pero lo más sobresaliente de este antiguo y querido señor, era su fuerte personalidad, que no utilizaba con nosotros tres, sino con los mayores de la casa,
quienes lo trataban respetuosamente de usted. Se callaban cuando él iniciaba
una conversación aunque ellos ya estuvieran hablando. Era el primero al que
le servían las comidas y para retirarse de la mesa había que pedir su permiso.
Costumbres que ya quedaron fuera de tiempo, pero que no solo significaban
respeto sino que demostraban también un cariño incondicional por la investidura paterna.
Con todo, sus nietos éramos su debilidad, su talón de Aquiles, nada era mucho
gasto si se trataba de un regalito para nosotros que siempre recibíamos algo
cuando volvía de cobrar su jubilación.
Mis hermanos mayores se aprovechaban de esa debilidad, escudándose tras
su silla cuando se mandaban alguna travesura de marca mayor y eran perseguidos por el cinto de papá que frenaba de golpe frente a la seria mirada del
abuelo que, tratándolo de: “Mocoso insolente, no me maltrate a las criaturas”,
ponía fin al conflicto, con la alegría de los dos revoltosos que hacían muecas
burlándose del enojado padre.
Fueron pocos los años que tuve para disfrutar de su compañía, pero mis propios recuerdos y los que conseguí a través de mi familia, me dieron el pie para
rendirle este pequeño homenaje a mi querido abuelo Agustín, que se fue un
día de abril del año del Libertador. Seguramente andará por allá arriba mateando con el abuelo de mi hijo, quien no pudo conocerlo por esa tardanza
inexplicable de una cigüeña ya añosa.
De tomate y miel “todo sucede en la cocina”
Elida Romina Turco
Apenas me levanto empiezo a oler la cebolla rehogándose en la olla del tuco.
Como es domingo mi nona cocina su “pastayuta”, como le dice ella. Va y viene,
del negocio (que atiende todos los días) a la casa, caminando dos cuadras,
pensando en las cebollas, en los tomates, en cuantos seremos en la mesa
hoy…y quien sabe cuántos pensamientos más que son un misterio para mí.
Cuando llega controla si el fuego está muy alto, si falta sal, si puso el romero,
si los tomates están a punto, y una vez que supervisó todo vuelve al trabajo
poniendo el fuego a mínimo para que no se queme la salsa. Así durante toda
la mañana, a fuego lento, con tapa y con muchas narices olfateando lo que se
viene…un riquísimo tuco listo para ser probado directamente de la olla con
un pedazo de pan crocante y con mucha miga… Pero hoy no es un domingo
cualquiera, además del rico almuerzo que compartimos en familia, a la tarde
continúa la alegría que ocurre una vez al año.
Después de comer y levantar la mesa, los grandes se van a dormir una siesta,
los más chicos nos quedamos jugando, entrando y saliendo de la fresca cocina
al patio, donde el sol fuerte nos hace volver a entrar. Y así de forma incansable,
hasta que escuchamos: “mm...mm...mm”; es el nono… ¡Claro! El nono también
duerme la siesta, pero él no hace como los demás, él acomoda cuatro banquetas a lo largo y se acuesta, ¡sí! El nono se acuesta en la cocina a descansar,
medio escondido entre el mantel y la mesa, mientras nosotros no paramos de
revolotear a su alrededor.
Cuando pasan sus exactos veinte minutos de descanso (a pesar de nuestro
alboroto), comienza la magia. Primero corre la mesa y las banquetas, después
cierra todas las persianas “para que no entre ninguna volando”. Prepara la latita
con carbón para hacer humo “porque el humo las ahuyenta”. Le pide a mi nona
frascos de vidrio “porque conservan mejor”.
Después va hasta el depósito y trae el tambor centrífugo, ese tambor que casi
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todo el año está cubierto por plásticos, que siempre me llama la atención porque tiene una canillita en la parte de abajo y una manija que hace girar unas
ruedas. Y entonces nos dice: hoy vamos a cosechar miel! y los ojos nos brillan
y se nos hace agua a la boca.
Difícil olvidar
Ferni Gil Gaspoz
Rafaela, Santa Fe
Trae uno a uno los cuadros de panales y los acomoda en el tanque. Mientras
tanto esperamos con paciencia y ansiedad, oliendo el humo mezclado con el
olor a cera de los panales, mirando como las abejas quieren entrar por algún
huequito, y viendo todas las maniobras rápidas de mi nono para evitar ensuciar el piso de la cocina. Él nos va contando, que cuida a las abejas todo el año,
las cuida del frío, de que no se enfermen, protege las colmenas del agua, y nos
explica que no se saca la miel de todos los panales, porque las abejas hacen la
miel para alimentar a toda su colmena, entonces una parte va para ellas y una
parte para nuestra familia. Además nos dice que si él se da cuenta que fue un
año muy “flojo” para las abejas, no cosecha la miel porque es prioridad para la
colmena. Nos trasmite el respeto que tiene por las abejas, porque que ellas trabajan unidas y organizadas para hacer todo el alimento de la colmena, que son
como una gran familia, donde algunas trabajan juntando polen, otras preparan los alimentos, otras cuidan de los que se enferman, otras juegan en el aire
disfrutando del sol y las flores, y que todas cuidan y viven bajo el mismo techo.
Y entonces hace una pausa y se sonríe porque viene la mejor parte: agarra
un panal, entibia un cuchillo grande y largo, corta pedacitos de panal y nos
convida con ese manjar, advirtiéndonos que no traguemos la cera… y ese momento es mágico, es la miel más sabrosa del universo, recién cosechada, bien
líquida, deliciosa, con amor, con toda la historia de mis nonos, de las abejas y la
esencia de la cocina en familia….
Recuerdo a Teodolina, más conocida como “la abuela Teodo”, abuela, madre y
sobre todo una mujer ejemplar. De cabello corto, faldas largas por debajo de
las rodillas y una manera coqueta de caminar. De manos tibias y arrugas en su
cuerpo que marcaban las lecciones que la vida le había dado. Siempre lucía
arreglada.
Llegaba diciembre y como siempre en familia íbamos de vacaciones a su casa,
pasaban meses sin vernos pero cada vez que llegaba la abrazaba y me daba
cuenta de cuánto la había extrañado.
Nos sentábamos a merendar en el comedor, a tomar la leche en sus tazas de
porcelana. Pasábamos horas mirando fotos guardadas, escuchando anécdotas
e historias que nos contaba una y otra vez. Eran mucho más interesantes que
leer libros de historia.
Cómo olvidar el olor a río de su pueblo o el arroz con queso que tanto me
gustaba, nadie lo hace así.
Cómo no recordar escucharla cantar por toda la casa, sus cartas que todos los
meses esperábamos con ansias y sus flores que tanto cuidaba de su jardín.
Un día el Alzhéimer apareció en su vida, un enemigo tan grande que sin piedad la fue alejando de nosotros, le fue quitando esa alegría que los recuerdos
le traía. El Alzhéimer se llevó sus recuerdos, pero no los míos.
Hoy que ya no está me doy cuenta de cuánto me hace falta y que no estuve
cuando realmente me necesitaba, quizás pude haber estado más. Pero por
ignorancias personales del no tener claro que las cosas se hacen en vida, hoy
cargo en mí ese deseo de volver a tenerla y recuperar momentos que quizás
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hubiesen sido factibles compartir.
Doña Rosario
En mi corazón guardo sus recuerdos, enseñanzas y su sabiduría. Yo no la olvido.
Soledad Martínez
Doña Rosario era mi abuela, tenía 92 años, sabia como ninguna. Una tarde, después de
educación física, salí del colegio y pasé por una panadería donde cada delicia se compraba
con la mirada y me acordé de ella. Como no tenía plata junte todas mis monedas del colectivo y le compré una factura llena de crema y membrillo como a ella le gustaba. Me fui a su
casa a entregarle y como ya se me hacia tarde solo le dije ¡¡¡Abu!!! Te traje algo rico. Le puse
el paquetito en sus manos, le di un beso y me fui… Al otro día regrese después del colegio y
me pidió que me acercara, saco el paquetito debajo de su almohada con una mitad de la
factura y me dijo “No es rica si no la comparto…” Gurisa, ¡no seas chambona!
María Natalia Smaldone
La abuela Olga y el abuelo Eudes viven en San Salvador, Entre Ríos. Quisiera
decir “viven” no solamente porque los extraño mucho y me gustaría que realmente estuvieran allí esperándome sino porque su presencia está en la casa,
en la vereda, en las calles de ese pueblo, en la plaza, en mis amigas… por todo
ello, mis abuelos viven en San Salvador.
La primera vez que entré en la casa después de que se fueron… me pasó
que extrañé mucho la SORPRESA de encontrar algo rico en la alacena. En un
momento, la panza me indicó que tenía hambre y mis ojos con obviedad me
decían que estaba en lo de mis abuelos, entonces corrí como por impulso
a ese aparador en el que siempre encontraba algo rico, ya fuera pensado y
comprado para mi (por ejemplo pasteles) y obvio bajo el lema “siempre hay
que compartir” también para mi hermano o bien para los nuevos reyes de la
casa “mis primitos”. Entonces abrí todas y cada una de esas puertitas… y me di
cuenta de que no estabas mas abuelo… donde la última vez encontré papas
fritas y palitos salados y maní y bolsas de caramelos y “bollos” (facturas) y una
alegría infantil en el hallazgo y tu sonrisa diciendo “para el nietaje”… aquel día
no encontré más que un vacío inmenso.
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Me queda el consuelo de que los disfruté muchísimo y que siempre que puede fui “a la casa de mis abuelos”, ya que yo vivía en Concordia. De chica, ¡qué
bien la pasaba! todos los gurises del barrio aparecían cuando estábamos los
nietos “de Delsart”, ya de adolescente mi grupo de amigas sumó alegrías, campamentos, novios y primeras salidas en barra, un combo que hacía que los
veranos en Sansa resulten demasiado cortos.
diría como me decía mi abuelo cuando yo dudaba de hacer algo que realmente tenía muchas ganas… Gurisa, ¡no seas chambona!
El camino que llevo recorrido hasta hoy, se los debo mucho a ustedes abuelos,
fueron quienes estuvieron en los momentos en que mi mamá necesitó contención, una voz compañera que le diera la seguridad de que como madre estaba haciendo las cosas correctamente. Ya de grande me di cuenta que la casa
de mis abuelos fue mi refugio, lo permanente ante tanto cambio: la separación
de mis padres, cambio de casa, luego mudanza a un departamento, cuando
me fui a estudiar a Rosario, mudanza de pensión a un departamento y luego
a otro… y aunque mi mundo cambiase, la gente cambiase, yo misma cambiara… en San salvador encontraba ese lugar en que todo seguía igual y como
siempre ellos esperándome. Lugar en el que yo me reencontraba conmigo
misma y volvía a ser la nieta mimada y consentida a la que todos los gustos le
daban; donde otra vez era chiquita, siempre era nena.
Hoy falta su luz, pero me queda su sonrisa, la mirada transparente, el optimismo de mi abuelo que a veces me cuesta tanto imitar, los tallarines de mi
abuela, el asado de mi abuelo aquel que más de una vez fue dedicado: por
cumpleaños, recibidas, novios nuevos, trabajos nuevos toda oportunidad en la
que había algo para festejar, a cada nieto en su turno le tocó ser el protagonista
de ese asado tan rico, tan único, tan lleno de amor… no quisiera presumir pero
mi abuelo me guardaba en la parrilla una achura calentita (mas precisamente
tripa gorda hecha bien crocante) especialmente para mí porque sabía que me
encantaban. Nunca más volví a probar una parrillada tan rica.
Le doy gracias a Dios por los abuelos que tuve, agradezco que pude estar en
el último “aplauso para el asador!”, agradezco cada domingo de sol en la casa
de mis abuelos.
Hoy no están conmigo y los extraño muchísimo, por eso aconsejo a aquellos
que aún los tengan que no se pierdan la experiencia de disfrutarlos; a ellos les
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El caserón
Eduardo Florindo Bianchi
Mi nacimiento se produjo de madrugada. La partera, la nona Gina (abuela
de mi primo Juan Carlos que nacería dos días después), atendió a mi mamá
en la sala del frente. Recién nacido fui llevado a visitar a la familia que en ese
momento ocupaba la casa solariega. La casa estaba dividida en dos grandes
mitades, la nueva, donde nací, ubicada en el frente del terreno, y que compartíamos con el matrimonio de mis tíos Eduardo y María y la vieja, al fondo, habitada por mis nonos, Juan Carlos y Teodora y mis tíos Enrique y Ángel, solteros
por el momento. La casa vieja tenía un gran patio con un árbol de palta en el
medio, bancos de cemento recostados sobre la pared medianera y macetones
enormes, construidos por mi nono, que luego, cuando crecí, fueron los que
marcaron mi circuito para mi triciclo y posteriormente para mi autito a pedal.
En el fondo, o sea la quinta, había un gran jaulón lleno de pajaritos de todos
los colores, imposible de mover ni por la acción de seis hombres. Luego venían los almácigos con lechugas, rúcula y cebollines, muchos árboles frutales,
naranjas sanguíneas, granada, mandarinos, toronjas, mas de 20 parras de uva
chinche, ciruelos, un gallinero con más de treinta gallinas, un par de gallos de
raza Legor y al final del sendero un galpón lleno de herramientas que estaba
debajo de una enorme higuera que salía del gallinero y se extendía por sobre
el techo del mismo.
Ese fue mi mundo cuando fui creciendo. Correteaba por todo el fondo, jugaba
a la pelota en el veredón que teníamos en el frente y en el pasillo que llevaba
de la casa nueva a la vieja, en la terraza remontábamos barriletes y oteábamos
el horizonte para ver la torre de la Iglesia de Lourdes, con su reloj iluminado por
las noches. Como ya dije el circuito del patio de la casa trasera era utilizado a
diario para correr carreras imaginarias.
Con el tiempo nos mudamos a la casa vieja y mis nonos pasaron a la casa nueva. Era muy común que hubiera enroques de este tipo en la casa porque alternativamente había hijos que se casaban y necesitaban aposentarse en la casa
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paterna hasta poder acomodarse mejor. Así compartí con mi tío Enrique y su
mujer Noemí, casados a fines de 1944. Un párrafo aparte para mi tío Enrique…
era el que me hacía los barriletes y el que me daba 25 centavos los domingos
para ir a la matiné del cine Rivadavia.
Mi nono me dejaba usar las herramientas y aprendí a usar el cepillo, la garlopa,
el serrucho, los clavos, los martillos, las tenazas, en suma un verdadero festival
de hacer cosas que nunca había imaginado que podía hacer… ¡Y lo hacía todo
con permiso absoluto! Ese era mi nono, de poco hablar pero de dejar crecer.
A mí también se me confiaba el riego por las tardes, después de que bajaba
el sol, para que las plantas no se quemaran con el calor. Además había que
ahorrar agua porque la teníamos medida. Consciente de la importancia de mi
tarea aprendí a utilizar la necesaria sin derroche ninguno.
También era el encargado de darle de comer a las gallinas. Primero preparaba
la mezcla de maíz, comida sobrante y afrecho, todo unido con suficiente agua
para que se hidratara y la repartía en varios comederos. Bueno, a fuerza de
sincero, lo de los comederos era cuando me veían los nonos porque a veces le
tiraba la comida encima a una de las gallinas para divertirme viendo como la
perseguían las demás para comer sobre su lomo.
Yo iba a la escuela por la tarde. Los inviernos eran muy crudos en aquellos
tiempos y mi salud algo delicada, por eso me anotaron por la tarde. Así que por
la mañana me dedicaba a recorrer la casa buscando en que entretenerme. En
general lo hacía leyendo mi colección de Billíken, aumentada por la donación
de un amigo que me regaló los primeros números, antiguos y muy raros de
conseguir.
El tema de las pelotitas de tenis era algo que formaba parte de mi entretenimiento principal, junto con las figuritas, las chapitas y las bolitas. Las pelotitas
eran parte de una circunstancia muy especial del trabajo de mi papá. El era cocinero en un restaurant céntrico cuyo pasillo de entrada coincidía con el fondo
de un club donde se jugaba tennis. Así, todas las mañanas, al entrar temprano,
recogía alguna pelotita que me traía a casa. Yo las ponía en una bolsa de arpillera y así fui juntando una cantidad muy importante, mas de cien.
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Por las tardes, especialmente en verano cuando estábamos en vacaciones, sacaba las pelotitas a la calle y tirábamos para embocar en un balcón que daba
a la calle de esos que son casi a nivel de piso. Una diversión muy hermosa que
luego derivó en mi amor por el básquet que cuando grande practiqué de tal
forma que llegué a jugar en primera división. Es admirable ver como lo que
uno hace o realiza cuando tiene pocos años se fija en el carácter hasta avanzada edad, etapa que comienzo a tener actualmente. Me acuerdo al respecto
que aprendí a los cuatro años los nombres de los filósofos y personajes griegos
de memoria. Actualmente tengo una memoria numérica de tal magnitud que
puedo recordar los 50 números seguidos para consultar saldos de mis tarjetas
de crédito.
no esperaba lo que le sucedió. Cuando cobró la jubilación y un retroactivo
dio una fiesta a la que asistieron todos los hijos con sus parejas y nosotros, los
trece nietos.
Siempre creí que los afectos, los conocimientos y por sobre todo el ejemplo de
los abuelos queda en los nietos hasta la muerte.
Siempre que viajé a Rosario los visité mientras estaban vivos aunque me dolía
ver esa casa que iba quedando vacía poco a poco.
Mi vida a los 9 años cambió porque tuve que mudarme a otra ciudad por un
año. Cuando volví encontré a mi enorme caserón convertido en una casa normal, casi pequeña. Es que había vivido en San Nicolás, en un enorme bar y
restaurant que compró mi papá en sociedad con mis tíos. Enfrente teníamos
las quintas y recorríamos sus sembradíos y montes frutales para cazar pajaritos.
Ese horizonte inmenso me empequeñeció el recuerdo de la casona solariega.
Luego, al cabo de dos años, volviendo a la ciudad de Rosario donde nací, me
fui mudando a varias casas distintas, con variada suerte. Pero siempre volvía
asiduamente gracias a la bicicleta que me comprara mi papá, a tomar el té
con mis nonos, te con vino mezclado en el platito que sostenía la taza, a la
manera de la Lombardía. Además comía las tostadas con roquefort, el queso
preferido de mis nonos. Hablábamos de temas por lo general muy de gente
grande porque sabía ser muy seriecito y atendía los consejos puntillosamente,
eso complacía a mis nonos y me parecía como si volcaran sus preferencias
hacia mi persona aunque tenían otros doce nietos mas para querer.
Ese caserón donde comencé mis días aún está incólume aunque algo cambiado por los actuales dueños. Mis tíos murieron todos y también dos de mis
primos. Todos nosotros recordamos con cariño ese lugar cálido pero mucho
más agradecemos a Dios el haber tenido a esos seres honestos, trabajadores,
puros de corazón como nuestros antepasados más queridos. Sin eufemismos,
la verdad de la vida está en la gente y queda guardada entre las paredes que
los cobijaron. Un recuerdo que hoy por imperio de la memoria asoma a mi
corazón y lo toca para que lata más, mucho más fuerte.
Es la maravilla que comenzó a regir en una Argentina que se acordaba de los
viejos y de los niños. Yo no sabía de política pero ver a mi nono contento era
una gloria.
Tuve a mi nono hasta 1971, pude también tenerlo en mi fiesta de casamiento
en Buenos Aires en 1964. Mi nona Teodora lo sobrevivió hasta 1979 en que
murió con 92 años.
Pero quiero contar algo que a toda la familia conmovió en 1946. Mi abuelo recibió la noticia de que se jubilaba. En ese momento tenía 64 años y se llevó una
sorpresa mayúscula porque no se lo esperaba de ninguna manera. Además era
un sueldo muy bueno porque él era chef en el hotel Grand Central y si bien
había trabajado intensamente por más de 14 horas diarias, en ese momento
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El cuaderno mágico
Gabriella De Stefano
pronto vendría y que debía portarme bien con mis abuelitos. Eso de portarse
bien nunca me quedaba muy claro, ¿qué era portarse bien? Creo que era evitar
que me llamaran la atención por algo que yo no sabía que estaba mal, ¡¡¡qué
difícil!!!
Bariloche, Río Negro
Muy pocas veces organizo el tercer estante del closet, ahí es donde están todos los objetos y las hojas manuscritas o impresas que siento que tengo que
guardar. En ese lugar que nunca reviso sé que hay cosas muy importantes
para mí, cosas que han significado y han determinado momentos claves de mi
vida. Cada vez que volteo a ese lugar sé que está parte de mi historia, parte de
lo que me ha hecho lo que soy ahora, que incluye ser muy perezosa cuando
tengo que organizar mi closet. No puedo seguir prolongándolo o el polvo y los
ácaros, esos animalitos que hacen cosquillas en la nariz y en la piel, se apoderarán de mi habitación rápidamente, porque no es muy grande que digamos.
Que sensación tan extraña es ver todo esto nuevamente, un boleto de una
película que no recordaba, una flor ya seca de algún enamorado, un envoltorio
del que fue mi chocolate favorito hasta que comí más de la cuenta, un retazo
de tela con mi primer bordado y, entre muchas otras cosas, tal vez el más especial de mis recuerdos: mi cuaderno mágico.
Es un cuaderno mágico, no exagero. De pronto me veo a los seis años llegando
a la casa de mis abuelitos, mi mamá solía llevarme cuando yo no tenía clases
o cuando estaba resfriada y como ella y mi papá debían ir a trabajar y no podían dejarme sola en casa. Creo que en ese momento estaba resfriada porque
sentía la cabeza muy grande, los ojos pequeños y la nariz mocosa. Cuando vi
a mi abuela en la puerta de su casa esperándome con una sonrisa, sentí que
mi cabeza volvía a su tamaño habitual, también sonreí pero se me salieron los
mocos, intenté limpiarme con la manga de mi camisa, pero mi mamá se me
adelantó y me los quitó con un pañuelo, al tiempo que me ayudaba a bajar
del auto.
Estaba muy contenta de ver a mi abuela Tati, pero no quería que mi mamá se
fuera, creo que ella adivinó lo que sentía porque se apresuró a decirme que
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Cuando mi mamá me dejó en el porche de la casa y la vi alejarse luego de darme un beso, sentí que mis ojos se pusieron aún más chiquitos y se me llenaron
de lágrimas calientes, eran tantas que ya no había más espacio para todas, así
que unas se salieron deslizándose por el borde de mi nariz hasta unirse a mis
mocos.
Me sentía triste porque mi mamá se había ido, pero mi abuelita me abrazó y
me explicó que mamá debía ir a trabajar y pronto estaría de vuelta. Su abrazo
y sus palabras me llenaron de tranquilidad, mis ojos volvieron a la normalidad,
ya las lágrimas no estaban calientes porque las que no se escaparon se habían
ido a refrescar a mis pestañas, que ahora estaban húmedas.
Entramos a la casa junto a la luz de la mañana, que también entraba por todas
las ventanas, especialmente la de la cocina y la hacía tibia para que mi abuelo preparara el desayuno a gusto. A mi abuelo Tato le gustaba cocinar, como
ahora no tenía que ir al trabajo porque ya había trabajado mucho y era muy
grande podía estar en casa para hacer platos deliciosos, especialmente los dulces. Cuando entré a la cocina me sonrió, me despeinó el cabello con su mano
y me dijo que ya íbamos a desayunar.
Había preparado lo que él decía que era la especialidad del chef, para mí era
el mejor pan con manteca, azúcar y canela del mundo. Ya me sentía mejor, mi
cabeza había vuelto a su tamaño, mis ojos estaban secos y abiertos y mi nariz
estaba destapada para poder oler y saborear nuestro desayuno favorito.
Nos sentamos los tres a la mesa mientras el olor dulce y suave del café que había preparado mi abuela se mezclaba con el olor de la canela y el pan caliente.
Definitivamente mi abuelo era un gran chef, le echaba mucha, mucha azúcar
a las rebanadas de pan con manteca. Como yo no podía tomar café porque
era una niña, me sirvieron una taza de leche. A diferencia de otros momentos,
esta vez no me importaba no poder tomar café, me parecía que el olor era
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mucho mejor que su sabor. Nadie sabía, pero un día, cuando no me veían,
tomé un sorbo de una taza que habían dejado abandonada en la mesa y tuve
que salir corriendo al baño a enjuagarme la boca. ¿Cómo algo con un olor tan
dulce puede ser tan amargo? Pensé que los adultos tenían unos gustos muy
extraños.
Cuando terminamos de desayunar los ayudé a poner todo en orden en la cocina y luego seguí a mi abuelo hasta su biblioteca. Era una biblioteca alta, tan
alta que yo no podía alcanzar los libros que estaban en los estantes de arriba
por más que me colocara de puntitas y estirara los brazos. Menos mal que mis
libros favoritos estaban abajo, en mi estante, eran los libros más lindos porque
estaban llenos de dibujos. Mi Tato casi siempre me compraba un libro nuevo
y lo colocaba en mi estante junto a los demás para que yo lo descubriera, por
eso cuando entraba a la biblioteca me llenaba de emoción.
Esta vez me costó encontrarlo, era un libro pequeño de color violeta que se
llamaba “Cuentos Encantados”.
Estaba muy contenta y a la vez ansiosa con mi nuevo libro, así que comencé
a leerlo, quería saber qué pasaba en cada cuento. Mi Tato también leía en su
sillón, pero a mí me gustaba más sentarme en el piso sobre un cojín.
Cuando ya estaba por finalizar la segunda historia cayó una gotita sobre una
página del libro y comencé a estornudar y estornudar una y otra vez. Mi Tato
me veía desde su sillón, creo que le causaba gracia. Cuando al fin paré de estornudar me dijo que en los libros, además de los personajes de los cuentos,
vivían los ácaros, que eran unos animalitos que no podemos ver, pero que nos
hacen cosquillas en la nariz y en la piel.
Nos fuimos a la cocina y dijo que iba a preparar una sopa que me curaría el
resfriado y me haría sentir mejor. Mi abuela era como el hada del cuento que
acababa de leer, sí, mi Tati era un hada que podía curar con sus pócimas. Comenzó a preparar el brebaje mágico: cebollas, puerros, patas de pollo, papas
y zanahorias. Con su paleta de madera iba revolviendo los ingredientes en la
olla. De pronto me dijo:
“Casi se me olvida lo más importante, ven, vamos al jardín.”
La acompañé ansiosa porque quería ver qué ingrediente mágico buscaría ¿Sería una araña? ¿Una rana? No pude esperar.
“¿Qué vamos a buscar?”, pregunté.
“Una hierbita de las que cultivo en el jardín, se llama hierbabuena”, respondió
mi abuela.
Sentí un gran alivio al saber que íbamos a buscar una hierbita y no un animal
de seis patas como los que usaba el hada del cuento, se ve que mi abuela era
un hada con mejor gusto. La hierbabuena olía muy bien, tomé varias hojas
como me indicó y las guardé en mi mano.
Antes de volver a la cocina le pregunté por las plantas que cultivaba:
“¿Cómo se llama esta?”
“Albahaca, se la echo a las salsas”, me dijo.
“¿Y esta?”, volví a preguntar.
Al oír mis estornudos mi abuela se acercó inmediatamente a la biblioteca y me
dijo que era mejor que la acompañara porque con ese resfriado y la alergia que
me daba el polvo no me iba a curar nunca.
“Esa es un yuyito”
“¿Esta?”
Le expliqué que tenía unos animalitos en la nariz que me hacían cosquillas y
que por eso había estornudado, creo que ella no entendía lo que le decía pero
me dio una servilleta para que me sonara la nariz.
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“Romero, con esa aliño las carnes”
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“¿Y esta?”
cada vez que oigo a algún abuelito hablar le presto mucha atención porque sé
que puede tener algo muy interesante y mágico que decir.
“Ese es otro yuyito”
Después de preguntarle por al menos ocho tipos de plantas y siete tipos de
yuyitos, volvimos a la cocina a terminar el brebaje que me curaría. Yo agarraba
con fuerza las hojitas para que no se me cayeran, era uno de los ingredientes
más importantes, luego las lavamos y se las echamos al caldo. Este brebaje
tenía un olor muy especial y ya me hacía sentir mejor. El olor del caldo, que se
extendía por toda la casa, llegó hasta la biblioteca, así que no hizo falta avisarle
a mi abuelo que la comida estaba lista.
Nos sentamos a comer y tomé toda la sopa mágica que me sirvieron y hasta
me comí una hojita de hierbabuena que flotaba en mi caldo porque quería
curarme rápidamente. A medida que iba tomando me iba sintiendo mejor, el
brebaje mágico funcionaba. Mis abuelos comieron otros platos, además de la
sopa y me hacían preguntas sobre mi colegio y lo que había aprendido. Para
el postre mi abuelo tomó una naranja y la comenzó a pelar poco a poco con
un pequeño cuchillo, cuando terminó de pelarla había hecho un gran resorte
de cáscara, me lo dio y me lo puse alrededor de mi cuello. Me dijo que la naranja también me ayudaría a recuperarme más rápido del resfriado. No sólo mi
abuela sabía hacer magia.
Después de esa gran comida nos fuimos a dormir la siesta, pero antes le pedí
a mi abuela un cuadernito, quería tener mi propio cuaderno mágico y anotar
las recetas que había aprendido: brebaje de hierbabuena, naranjas peladas y
resorte de cáscara. Como no estaba segura si lo que me ayudaría a recuperarme era el resorte de cáscara o la naranja, anoté las dos cosas. A medida que
escribía, mis párpados se iban cerrando involuntariamente y veía todo borroso,
era por el sueño. Tenía una gran sensación de bienestar y serenidad y me quedé dormida, sin darme cuenta, mientras pensaba en las cosas maravillosas que
estaba aprendiendo a hacer junto a mis abuelos.
Este cuaderno mágico me ha hecho volver a vivir uno de los muchos momentos que compartí con mis abuelitos y que hacen que los recuerde a diario. Lo
que pude aprender de ellos nadie más me lo hubiese podido enseñar. Ahora,
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El día de la independencia
Alejandro Sergio Bosack
El clima era muy benigno, con cuatro estaciones definidas pero muy templadas, sin temperaturas extremas. Los anunciados vientos devenían en suaves
brisas y las nada tormentosas tormentas, en tenues lloviznas. El sol entibiaba
los corazones, aunque sin sofocarlos.
Córdoba
El abuelo nos legó a sus nietos la mejor herencia que pudimos recibir: su pasión por los cuentos. Cuando el nono nos reunía alrededor del viejo algarrobo
para regalarnos sus relatos fantásticos, la magia se hacía presente en aquel
patio de mi Cerro Sonrosado natal. Desde luego, comenzaba todos sus cuentos con el clásico “había una vez”, para nosotros el santo y seña del silencio y
la expectante y ansiosa curiosidad por el nuevo mundo que descubriríamos a
través de su voz.
Una de las características que más me fascinaba de sus muy poco creíbles historias era que empleaba muchas palabras de las consideradas por los chicos
“difíciles”. Recuerdo que una vez le pregunté, inocente: “Abu, ¿qué significa la
palabra rictus?”. Me miró fijamente y señalándome la sala de la biblioteca me
respondió: “Querido nieto, allí está el diccionario…”
Jamás olvidaré que el mismo día de su centenario, su cumpleaños número
cien, nos contó a sus nietos y biznietos, el cuento que transcribiré a continuación.
“Había una vez, hace muchos años atrás, un pueblo que habitaba una pequeña isla.
La naturaleza había sido muy pródiga con ese sector del planeta, ya que sus
amplias playas lucían arenas color rosa; y en su interior latía un hermoso bosque, pleno de animales muy amistosos y árboles frutales de todas las especies.
Además, miles y miles de peces de todos los colores, olores y sabores danzaban alegremente sobre las dulces aguas que rodeaban la tierra, esperando el
premio postrero de transmutar en entrañas humanas.
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Los habitantes de la isla comían de los árboles, el suelo y los frutos del mar y
pasaban sus días construyendo hijos, cabañas y embarcaciones. Eran tan felices compartiendo sus ilusiones, que jamás pensaron en establecer monedas
de intercambio, leyes escritas, registros y seguros. Tampoco pretendieron enarbolar otro estandarte que no fuera el del amor.
Mas un día, ciertamente un triste día para los hasta entonces bendecidos por
la muy casquivana felicidad, el cielo se superpobló de oscuros y densos nubarrones. Brotado como el más aciago acné juvenil, el rictus de la cúpula celeste
preanunciaba la tragedia.
Asombrados, los nativos abandonaron momentáneamente sus tareas y se dirigieron a la costa, para contemplar ese extraordinario espectáculo.
De repente, y sin aviso previo, un invisible impostor del primer profeta hebreo,
mediante la emisión de un sonido inaudible para los humanos de este planeta,
pero reconocido por los delfines, logró separar un conjunto de cientos de esos
cúmulos sucios de agua oxidada. La grieta formada, que en lugar de mar rojo
parecía un profundo pozo gris, permitió a los isleños atisbar cómo emergía
de las entrañas del cielo una enorme canoa (por lo menos así la describieron
ellos).
El color y la forma del barco aéreo lo asemejaban a un inmenso tronco de
quebracho colorado, pero recubierto por anchas espinas negras. La visión
uniforme de ese magnético y bello monstruo sólo era discontinuada por la
presencia, hacia el sector medio del vehículo, de una pequeña ventana rectangular y metálica.
En menos de lo que demora un pájaro en posarse sobre una rama, la nave celestial aterrizó sobre la playa. Enseguida, se abrió su escotilla y automáticamente se accionó una escalera, de la que bajó un extraño ser y luego otro y luego
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un tercero y así hasta sumar el mismo número que los años que hoy cumplo
(contados uno por uno).
Altos como los lugareños, los extra isleños se erguían sobre dos inmensos pies,
que cubrían con oscuras botas de un material seguramente sintético, vulgar
y desconocido. Por encima del calzado, deslucían un uniforme formado por
pantalón negro y camisola roja, todos idénticos. Sus rostros, teñidos por la pátina del vacío, suplicaban socorro.
Rápidamente, y sin que medien entre ellos miradas o palabras, los seres remotos formaron en diez columnas de diez individuos cada una. El que parecía dirigir el contingente salió de su lugar en la fila delantera para plantar, por primera
y última vez en la rosada playa de la isla de los ensueños, agorera, arrogante,
resentida, absurda, vestida de luto y sangre; una bandera”.
Tal vez lo presentía, pues fue el único cuento en el que mencionó su edad,
pero “El día de la independencia” fue su obra póstuma. Antes de su partida,
tuvo tiempo para desplantar la apócrifa enseña de su isla de las ilusiones, para
arrojarla, junto a sus amorosas fantasías, a las aguas sagradas de la memoria
familiar.
El día que el Che se hizo de Central
Ricardo Peralta
Rosario, Santa Fe
El Che, antes de ser el Che que todo el mundo conoce, fue un típico muchacho
argentino que vivía entre nosotros como uno más entre miles.
Sus ansias de aventura y de devorar kilómetros lo trajeron a Rosario en el caluroso verano de 1950, a bordo de una bicicleta a la que le había acoplado un
motorcito que lo ayudaba a viajar más rápido.
El plan de Guevara era recorrer media Argentina con su bicicleta. Lo que no
había tenido en cuenta era que la alta temperatura le jugaría en contra. Un
motor casi fundido lo obligaría a llegar a la ciudad a puro pedaleo con un calor
que, en medio de la ruta, rondaría los 45º.
Mi abuelo vivía en la zona oeste desde hacía 40 años, fue de los primeros que
se estableció al final de calle Córdoba, a pocos metros de cuando se convierte
en la ruta 9. Era mecánico y después de muchos intentos había podido montar
su taller al frente de su casa. El cartel de la calle decía Taller Mecánico y lo había
pintado mi papá que por aquella época tenía 20 años.
Esa mañana los perros ladraron fuerte, avisando la llegada de un extraño.
-¿Estaría el mecánico, señor? – preguntó el joven Ernesto.
- Hoy es domingo, pibe, no trabajo – contestó mi abuelo asomándose por la
ventanita de la puerta.
- No soy de acá. Vengo de Buenos Aires y voy para Córdoba. Creo que se me
fundió el motor.
-¿Qué auto tenés?
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- No tengo auto. Estoy en bici.
-¿Cómo en bici? ¿Y dónde está el motor? – preguntó don Patricio, que a esa
altura no lograba comprender en que viajaba el muchacho.
Ernesto quiso explicar que estaba de paso y que no quería perder mucho tiempo, pero el mecánico lo convenció de que hasta el otro día no tendría los repuestos que necesitaba.
- Hoy está todo cerrado – dijo don Patricio – Andá a jugar que te va a gustar.
- Es una bici a la que le agregué un motorcito que compré aparte.
Mi abuelo, que era un amante de los fierros, pero más de los injertos, (recuerdo
un Gordini al que le había cortado el techo y lo había convertido en descapotable), salió a la vereda para ver el invento y se dejó cautivar por el viajero.
Ese día jugaban dos barras rivales de años. Los de mi viejo, de la zona oeste,
hijos de obreros y todos canallas. Los otros, cafishitos y de la zona del Parque
Independencia, todos leprosos.
Guevara entró a la cancha y antes de que comience el partido le dijo a mi viejo:
Era casi el mediodía y faltaba poco para los fideos domingueros.
- Yo soy rosarino, pero no soy de ningún equipo de acá.
- ¿Comiste algo, pibe?
- ¡Tenés que hacerte de uno! ¿Qué clase de rosarino sos?
- Nada, desde que desayuné en Pergamino.
Así fue como Ernesto Guevara almorzó en la casa de los Peralta un domingo
de enero de 1950.
El partido empezó y los leprosos hicieron un gol de arranque. Los habían tomado de sorpresa justo cuando el arquero se acomodaba la gorrita que lo cubría
del sol que venía de frente.
Mi viejo, conspicuo tanguero como todos los de su barra, se levantó tarde ese
mediodía después de haber milongueado la noche anterior en el salón Cosmopolita. Llegó a sentarse a la mesa cuando todos ya estaban comiendo.
A los 20 minutos los canallas perdían dos a cero y el Che no la veía ni cuadrada.
Acostumbrado al rugby, no sabía ni donde tenía que pararse en la cancha, sólo
se dedicaba a correr de aquí para allá sin encontrarse con el juego.
Notó la presencia del extraño pero no preguntó nada. Se limitó a escuchar
el diálogo entre mi abuelo y el muchacho, el que le resultó bastante piola un
poco por como hablaba y otro poco porque tenían casi la misma edad.
En el entretiempo mi viejo sacó la arenga desde el corazón: ¡¡¡No nos quedemos… Todos arriba y pelotazos desde el fondo… Hay que jugársela el todo
por el todo!!! El equipo entró al segundo tiempo convertido en once leones.
Cinco minutos y llega el descuento.
Las anécdotas del viajero eran graciosas y estaban matizadas de caminos, sierras cordobesas y partidos de rugby.
- ¿Jugás al fútbol? – preguntó mi papá.
- No es mi fuerte.
Mi papá, un dos de los de antes, metía presión desde atrás y cortaba todo
avance leproso. El partido se ponía cada vez más áspero y las faltas cada vez
más duras.
Otra llegada canalla y penal para los auriazules. El empate motivaba a la victoria.
- Si querés, podes venir esta tarde a jugar con mis amigos. Nos falta uno.
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- ¡¡¡Todos arriba… no bajen!!! - Ordenaba el capitán.
- ¡¡¡Pibe, metete en el áreaaaa!!! - Le gritaron a Guevara.
El Che salió disparando para adelante sin saber qué hacer cuando pisó la zona
rival. Miró al arquero, buscó a los defensores contrarios, y en el preciso instante
en que se daba vuelta para ver por donde andaba la cosa, un pelotazo le pega
en el ojo derecho, haciéndolo trastabillar hasta casi perder el equilibrio.
La pelota, objeto olvidado por Ernesto en esos momentos de mareo y confusión, tomó un efecto de imprecisa comba que termina colándose entre el
arquero y el palo. Tres a dos.
Dura vuelta a casa de los cafishitos tras la humillación que le brindó el equipo
canalla.
El Che nunca más jugó de delantero. Una vez leí en un libro que en otro viaje
por Perú había atajado durante un campeonato local, y que decía que era hincha de Rosario Central.
Hasta el día de hoy mi viejo sigue contando esta historia, convencido de que
ese fue el día en que el Che se hizo canalla.
No fue buen jugador, pero se esmeraba.
El viaje siguió por el país. Luego vinieron otros más, la Revolución y su cara
en afiches y remeras. Pero fue un ojo negro, que lo acompañó durante varios
kilómetros, el que le daría esa identidad futbolera que ni él mismo conocía.
El dulce de sandía
(Relato de mi infancia)
María Luisa del Carmen Gisbert
Valle Hermoso, Córdoba
Allá por la década de 1950, mi madre, maestra rural, debió viajar a otro pueblo
por razones de trabajo y me dejó al cuidado de mi abuela por unos días. Me
encantaba estar en casa de mi abuela Carmen, criolla hija de españoles y también docente. Eran épocas muy difíciles por la crisis económica y en cada hogar se peleaba día a día para tener lo necesario que permitiera llevar alimentos
a la mesa. A la hora de preparar la comida, mi abuela me hacía partícipe de sus
secretos gastronómicos, mezcla de inventiva y necesidad.
Recuerdo especialmente una tarde que salimos a caminar por el pueblo y al
pasar por un terreno baldío ella vio muchas plantitas de amargón, achicoria
de campo que muchos años después supe era el Taraxacum Dens Leonis de
los botánicos y naturistas, hierba con muchísimas propiedades terapéuticas.
Cortamos muchas hojas y luego me explicó que eran muy ricas en ensalada,
aderezadas con sal, limón y aceite.
Cuando ya regresábamos, se encontró con una amiga que portaba dos grandes sandías, quien se alegró mucho de verla, ya que habían trabajado juntas
en una escuela rural años antes y a pesar de vivir a pocas cuadras, no se veían
frecuentemente. Esta señora le regaló una de las sandías, que mi abuela agradeció mucho, ya que eran tiempos donde no se podía comprar fruta habitualmente. Esa tarde tuvimos una merienda de lujo, pero mi abuela me advirtió:
-No comas toda la parte rosada, deja un centímetro más o menos para que
hagamos dulce.
¿Dulce con una cáscara? Pensé que mi abuela no estaba bien de su cabeza.
Yo sabía que las cáscaras se tiraban, no se comían. Luego me contó que sus
padres, durante la guerra europea, habían pasado por durísimas experiencias
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por falta de alimentos y que las cáscaras también se podían transformar en
ricas comidas.
está listo. Dejar enfriar, agregar vainilla, revolver bien, envasar y si se desea conservar, hervir los frascos tapados en agua durante una hora.
Al día siguiente fuimos a la cocina y ella juntó todas las cáscaras que habían
quedado de la sandía. Primero quitó la parte verde exterior, luego cortó la parte blanca en daditos pequeños, los lavó y puso a hervir. Cuando estuvieron
tiernos y transparentes, puso sobre ellos azúcar y apagó el fuego. Entonces
dijo:
-Deben descansar hasta mañana.
¿Descansar las cáscaras? ¡Realmente mi abuelita Carmen era sorprendente!
Al día siguiente, volvimos a la cocina y ella colocó nuevamente el dulce en el
fuego. Me confió una importante tarea: revolver con una cuchara de madera
cada rato. Mi impaciencia y ansiedad hacían que cada cinco minutos hiciera
la tarea encomendada, entonces ella dijo: “Así no le das tiempo a caramelizar,
debes dejar pasar unos quince minutos y luego revolver”.
Dos horas después, ella observó el dulce y expresó:
-Ya está, ahora debe enfriarse, le agregaremos un chorrito de vainilla y lo envasaremos en frascos para que tengamos dulce todo el invierno…
Por supuesto que no duró “todo el invierno”, sino “toda la semana”. ¡Era un manjar! Y no se imaginan los aires de superioridad que puse cuando le enseñé a mi
madre a hacer este dulce.
En humilde homenaje a mi abuela Carmen, transcribo esta receta para que
puedan hacerla ustedes también.
Cáscaras de sandía 1 kilo, sin la parte verde y cortadas en daditos de 2 cm. de
lado, aproximadamente. Azúcar, 1 kilo. Esencia de vainilla, una cucharada. Hervir las cáscaras en 2 litros de agua, hasta que estén transparentes. Cubrir con el
azúcar y dejar reposar 12 horas. Volver al fuego, revolver cada 15 minutos con
cuchara de madera, cuando la sandía esté dorada y el almíbar bien espeso,
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El encebollador
lado exilio.
Olga Copello
Buenos Aires
Sonó un timbre y el recreo terminó. Debían retornar entonces al mundo infernal de las clases. Sus profesores se les aparecían como dictadores, que intentaban imponerles conocimientos, que ellos encontraban innecesarios e inútiles
para la vida.
La tarde llegaba a su fin. Los transeúntes apuraban el paso, llevaban en sus
rostros la mirada opaca, de otro día transcurrido en rutinas y repeticiones de
gestos inútiles.
Odiaban en especial a uno de ellos, el profesor de música. Se llamaba Hoffner,
y era también otro náufrago. Su función consistía en la enseñanza de canto a
los niños, para lo que se ayudaba tocando el violín.
El hombre apretaba el sobretodo elegante contra su cuerpo, para protegerse
del viento y de la llovizna que desde la mañana, azotaban sin piedad, la ciudad.
Era de mediana estatura, regordete, con una nariz aguileña, que creía disimular
con un pequeño bigote, que le daba el aspecto de una rata maligna. Su frente
estaba siempre perlada de sudor.
Entró en el teatro, buscó un acomodador, que le señaló su butaca.
Max, parece que hoy “el encebollador” se retrasa.
¿Por qué tardaste tanto?, preguntó la mujer. El concierto ya empieza.
Es el maldito contrato con los franceses.
Las luces se fueron apagando con lentitud y un silencio imponente se apoderó
de la sala, que estaba a la expectativa del placer a llegar.
El violín instaló sus sonidos tristes, con cadencias nostálgicas. Sintió placer al
escucharlo. El ejecutante era excelente. Una incomodidad oscura e inexplicable, se fue adueñando de su espíritu. Se le aparecieron primero, figuras vagas
e imprecisas, y luego cada vez más nítidas, hasta formar una escena. El tiempo
del pasado retornó entonces.
Unos niños jugaban en un patio de un internado de la ciudad de La Paz, el piso
era de adoquín duro, que lastimaba, si por azar alguien llegaba a caerse. Estaba rodeado de un cerco de jazmines del que emanaba, un perfume dulzón y
embriagante.
Los niños estaban en recreo, eran pupilos, gritaban, se empujaban, reían, en
ese día de sol, ajenos al vendaval, que había empujado a sus padres al deso104
Ni lo esperes, Peter, ese nunca dejará de venir para amenazarnos con “encebollarnos”
Ambos niños, reían con regocijo y despreocupación, aunque se burlaban de él,
le temían, ya que usaba con frecuencia los castigos físicos, convencido de que
era la manera de lograr una educación mejor. Eran muchos los que, al equivocar una nota, habían gemido de dolor por los golpes recibidos en la cabeza,
con el arco del violín.
Su amenaza era “los voy a encebollar”, frase, cuyo origen nadie conocía, así
como tampoco su significado. La picardía de los niños lo bautizó entonces,
como “el encebollador”.
Los alumnos, todavía lejos de las responsabilidades y el dolor de las frustraciones, con las que inexorable el tiempo futuro los iría a atrapar, sólo veían en él su
cáscara externa, a veces agresiva e irritable. No imaginaban, desde su mundo
mágico e inocente, que tras sus gestos nerviosos y rápidos, se pudieran esconder nostalgias de amores perdidos, de ilusiones destrozadas.
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-Peter, ¿qué está haciendo? ¿Qué busca en el piso? Si no se concentra en el
canto, “lo voy a encebollar”.
Profesor, se me calló la partitura, y se mezclaron todas las hojas. Creo que perdí
la hoja inicial. No sé ni cómo… cómo empezar.
Vagó por el parque perdido en su soledad, cuando una idea estalló como un
cohete, en su cabeza. Se vengaría, si, se vengaría del “encebollador” y lo haría de una manera que nadie nunca podría olvidarlo. Una sonrisa de maldad,
desfiguró su hermoso rostro infantil. Se dirigió decidido hacia el depósito de
provisiones del colegio y se deslizó dentro, con sigilo, como un gato.
La clase emitió un murmullo de risas contenidas. Sin esperar respuesta, Hoffner se dirigió hacia él y lo llevó de una oreja al frente.
El patio estaba alborotado y lleno de risas y gritos. Terminadas las pequeñas
vacaciones todos habían regresado.
-Se queda ahí quieto, sin moverse, ¿me entendió?
Peter, amigo. ¿Cómo estás? ¿Te aburriste mucho?
La clase descubrió con asombro que esta vez no había amenazado con “encebollarlo”.
No, Max, por el contrario, contestó enigmático, estuve muy entretenido.
Qué sonrisa misteriosa, contame ¿qué hiciste?
Entonces sucedió, Peter, con increíble maldad, en un momento, se ubicó detrás del profesor, y se puso a remedarlo en una parodia, mientras éste tocaba
el violín acompañando al coro de los niños. El niño había entrecerrado los ojos
y una leve sonrisa de éxtasis acompañaba su pantomima. De repente, como
un rayo, un dolor taladró su cerebro. Nunca supo de dónde vino el golpe. Her
Hoffner se había dado vuelta y le estrelló el violín en la cabeza, mientras bramaba furioso, “te voy a encebollar”. Peter sorprendido pegó un grito que se
escuchó en todo el colegio.
Hubo reprimendas, tanto para el alumno como para el profesor, sin embargo
el incidente fue olvidado con rapidez
Pronto llegó el fin de semana largo, debido a las fiestas de Rauschashana. La
mayoría de los niños se marcharon a casa de sus padres, menos Peter y unos
pocos compañeros más.
Los padres de Peter eran dueños de una heladería, y no podían dejar el negocio, en los días en que más se trabajaba, no sólo por el feriado, sino porque
estaban en verano, y un verano en especial, caluroso. El niño, orgulloso, no
dejaba traslucir ningún sentimiento, pero se sentía desdichado, y envidiaba a
sus compañeros que recibirían felices, las caricias y mimos de sus familias.
106
Más tarde.
Her Hoffner entró decidido a la clase que lo esperaba como siempre, con recelo y temor, traía en su mano el violín reparado. Sobre el pupitre se veía reluciente el estuche, que la clase, imaginó que se había olvidado cuando se había ido.
El profesor pareció también mirar con sorpresa y una sombra de duda se dibujó en su rostro, pero se recompuso y se dirigió a la mesa, donde estaba el
estuche.
La clase quedó en suspenso, sólo se oía el zumbido de un moscardón, que la
frescura del ambiente había atraído. Sin saber por qué, algunas miradas buscaron a Peter. Este, sentado en su pupitre, mostraba una máscara inexpresiva,
vacía de toda emoción.
“El encebollador”, intentó abrir el estuche, que le ofreció resistencia, lo golpeó
y sacudió con fuerza. Su rostro enrojeció y su frente se cubrió de un sudor
pegajoso.
La clase seguía con atención sus maniobras, y una expectativa de algo siniestro
se deslizaba en ella.
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Un golpe más fuerte logró que al fin la tapa saltara, o más bien estallara. Se
desparramó entonces su contenido: cebollas podridas, a causa del exceso de
calor. Estas se estrellaron contra el pizarrón, las paredes, los bancos. Una pasta hedionda, que despedía un tufo insoportable, inundó el aula y pronto los
pasillos y las clases vecinas. Peter en su deseo de venganza había robado de
la despensa algunas cebollas, ya en mal estado, que había colocado en el estuche del violín.
La clase, liberada de su tensión, produjo una carcajada homérica, incontenible,
brutal, como salida de un pandemónium satánico.
Nunca más volvieron a ver al “encebollador”, que humillado, renunció.
La sala se llenó de largos aplausos entusiastas, que sobresaltaron al hombre.
El mantel de la “Ababí”
Federico Eduardo Herr
Córdoba
Hay manteles y manteles... ¡El de mi abuela era especial! Porque era sinónimo
de reunión familiar y de amigos alrededor de la mesa. Quienes lo conocíamos,
teníamos la plena seguridad que éste mantel no era uno más. A decir verdad
no era un mantel propiamente dicho, sino que era una colcha, la que al dejar
de cumplir su función fue reciclada y se le dio ese uso. Era reversible, porque de
un lado tenía un estampado a cuadros de lana y del otro era un lienzo blanco...
y en este podíamos escribir, lo que nos daba una gran libertad: ¡¡¡El permiso de
escribir en el mantel!!!
Peter, amor ¿te gustó?
Volvió al presente, despertando como de un largo sueño, donde había regresado al niño, que una vez fue, y pensó que esta historia debería ser contada a
su nieto, al que a menudo retaban por sus travesuras. Si, se dijo eso es lo que
haría el domingo próximo cuando se reunieran para comer.
La Ababí, como la llamábamos cariñosamente a mi abuela, porque en los babosos balbuceos fue lo primero que pudimos pronunciar alguno de nosotros;
la “Ababí” casi sin darse cuenta había creado un ambiente de trascendencia
muy particular en su casa de Piedra Blanca, su pueblo natal del departamento
Fray Mamerto Esquiú de Catamarca.
Ya desde muy chicos todos queríamos pertenecer a ese mundo de tela, al que
se podía entrar, sólo con dejar escrito el nombre. Con mis hermanos, el Ernesto
y el Armando, cuando aprendimos en la escuela, lo primero que hicimos fue
garabatear nuestros nombres; creyendo que nuestro pulso era firme y nuestra
letra clara... ¡¡¡Solo lo habíamos enchastrado!!! La miramos a la Ababí desde
nuestros cincuenta o sesenta centímetros, pero ella no nos dijo nada... Su mantel estaba para eso. Nos llamó la atención que no nos retara, porque era muy
estricta en el orden y la limpieza. La Mariangel y La Hebe Luz, mis hermanas,
también estaban en el mantel, junto al nombre de sus noviecitos, y encerrados en esos coloridos corazones, de adolescentes enamoradísimas; esto a nosotros nos causaba mucha gracia y las hacíamos víctimas de burlas reiteradas,
lo que ellas les daba mucha bronca: Más de una vez les inventamos noviazgos
con chicos que a ellas ni siquiera les gustaban; sus caras mostraban mucha
vergüenza al sentirse ridiculizadas. Para Ana y Eduardo, nuestros padres, para
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la Gretchen, mi madrina, para mis tíos Guillo y Cristina y después para sus hijos
Fede y Josefina, además de muchos parientes y amigos...y por supuesto para
la Ababí. Éste era un espacio casi mágico. Yo nunca volví a ver una cosa así, las
casas de otras abuelas no tenían ese mantel... ¡¡¡El nuestro, el de la Ababí, era
único!!!
tel? Y rápidamente una fuerza me dirigió al cajón de la cómoda y allí estaba. Lo
abracé con fuerza contra el pecho sin poder contener la primera lágrima que
humedeció mis ojos, mientras sentí que la Ababí con su figura me decía: “Eh,
vos Armando, Ernesto, Guillermo, Eduardo... Vos mierdita”. Expresión cariñosa
que la salvaba en su desacierto para nombrarme... cuando no podía, simplemente, decirme... ¡¡¡Lalo!!!
En realidad, su primer uso fue para la “timba”: La loba era nuestro juego preferido. El mantel protegía la madera de la mesa y evitaba que se borren los
números y las figuras de los naipes, pero además tenía algo especial... hacía
que las partidas en esa mesa fueran tan duras, que mantenían en vilo, tanto a
jugadores e hinchas en un clima muy reñido. En las últimas rondas la adrenalina alcanzaba sus picos máximos, provocando tal tensión que las manos parecían endurecerse al levantar ó tirar los naipes; el aire parecía que se cortaba
con el filo de una “Gillette”. Ni que hablar cuando alguien sin querer favorecía a
su contrincante, porque le tiraba una carta que le servía para cerrar el juego y
así ganar... Era abucheado por todos y se lo acusaba de muy mal jugador. Éste
descuido era imperdonable.
El mantel era un protagonista más... Testigo silencioso que guardaba historias
encerradas entre sus hilos y lanas... a las que se podía evocar, siempre en su
presencia ¿Habrá tenido conciencia, la “Ababí”, de que éste mantel la iba a trascender y perpetuar su existencia?
Hoy, a la distancia de los años y kilómetros, no tengo dudas que la Ababí y el
mantel fueron y son una misma cosa, capaz de haber encerrado tanto afecto
que hospedaban los fines de semana en postales imborrables para el alma,
que recuerdo con tal nitidez, como si hubiesen sido ayer esas tardes de sol en
los inviernos que fueron testimoniando nuestro crecimiento, al calor de aquellos encuentros.
Hoy, después de mucho tiempo me permití volver a la casa de la “Ababí”, pero
haciéndolo desde ese lugar de changuito que jugaba y pude ver otra vez los
algarrobos, los chañares y los talas., la línea uniforme y prolija de los cercos de
ligustrina, a los que cuando se los podaba me llenaban las manos de ampollas... Cuando entré a la casa me invadió aquel olor a bizcochuelo y... no pude
dejar de poner las manos en la mesa, mientras pensaba ¿dónde estará el man110
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El plan : cumpleaños de la abuela
Giuliana Mecucci
- Buenísimo, pasen-dijo la mujer asombrada.
Una vez dentro, la cumpleañera se fue a poner una ropa apropiada, tenía que
estar arreglada, era su cumpleaños; al volver a la cocina se encontró con sus
cuatro hijas junto con su nuera, sentadas alrededor de la mesa, acompañadas
de sus trece nietos.
Pum, pum -se hacen oír los pequeños golpes en la puerta, la mujer se pregunta ¿Quién será? Mira el reloj, las 9 y 30, qué tarde, se dice; vuelve a escuchar los
golpes en la puerta de entrada y la que da a la parte del fondo; se levanta, se
coloca una bata, ya que estaba durmiendo, camina apurada hacia la cocina.
¿Quién es? pregunta nerviosa; nada se escucha, repite entonces ¿Quién es? Al
oírla los de afuera comienzan a cantar fuerte:
- ¿Mi hijo y mis tres yernos, donde están? -preguntó extrañada al no verlos allí.
¡¡¡Que los cumplas feliz, que los cumplas feliz, que los cumplas, que los cumplas, que los cumplas abuela, que los cumplas feliz!!! Terminaron con aplausos
y chiflidos.
- ¡Siii! -le respondieron en coro sus nietos.
La mujer emocionada al oír eso abrió la puerta sonriente y de nuevo escucha
el feliz cumpleaños pero esta vez mirándolos a la cara.
- Ahora vienen, fueron a hacer unos mandados -le contestó la hija mayor.
- Gracias, gracias -alcanza a decir emocionada.
Los visitantes eran toda su familia. Cada miembro de esta la saludaban, deseándole de nuevo un feliz cumpleaños.
- ¡Ay mami, estabas durmiendo! ¡Qué mal! ¡Uno te viene a visitar y vos durmiendo! hace media hora que estamos golpeando- le rezonga en broma la
hija mayor.
- Ahora vienen, fueron a buscar unas cosas -le contestó la hija del medio.
- Ah bue… Voy a poner la pava así cebo unos mates, todavía no desayuné
¿Chicos quieren que les prepare un té a cada uno?
- ¿Giulia y Eduard dónde están?
- Tenemos que hacer la lista de lo que hace falta ¿Qué quieren comer? Yo no
tengo nada de comida pero…
- No se preocupe, suegra, tenemos todo arreglado –dijo la nuera.
En el mismo momento en que estaba todo el desayuno preparado, llegaron
Giulia y Eduard con las facturas.
Mientras tomaba un mate, costumbre infaltable de la familia, la nieta mayor le
preguntó a su abuela ¿Qué tal abuela los 60 años?
- Están locos, son las 9 y30 de la mañana ¿Qué hacen acá?
El nieto de 6 años asombrado dijo ¿60? ¡Fuaa! es un montón.
- Nada abuela, bah, solo te vinimos a despertar, a cantar el feliz cumpleaños y
nos vamos. Chau -la saluda-, a la tarde volvemos (al ver la cara de extrañeza de
su abuela se confiesa) está bien es joda, te vinimos a festejar tu cumple. Termina diciendo la nieta mayor sonriente.
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- Pero mirá vos. ¡Te voy a dar, chiquito! ja ja já -simulaba estar ofendida.
- ¡Igual te quiero, abuela! -dijo colorado.
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Todos rieron.
Luego de Emilia nació Cora que en ese momento lavaba la ropa, era madre de
Yanelle y Tonio, mujer de Marco.
- ¿Cuándo viene papi, Ma? -preguntó la hija mayor.
- No sabía, me dijo que puede tardar un día, o sea llegaría hoy o puede tardar
más -dijo apenada la abuela.
Una vez acabados dos termos de agua y los tés, la abuela se puso en pie y
declaró:
- Bueno chicos vayan a jugar afuera hasta que termine de limpiar todo…
- Te ayudamos abuela -propuso una de las nietas de 11 años.
- ¡Pero no Yanelle! Ustedes jueguen q… -los brazos cruzados de todos no la
dejaron terminar lo que iba a decir, lo tuvo que cambiar-. Está bien, manos a
la obra.
Los nietos varones, Nahuel de 12 años, Tonio de 8 años, Stefano de 6 años,
Aquiles de 5 años y Lean de 3, eran los encargados de juntar las hojas de los
árboles caídas del jardín de atrás; mientras que Yanelle de 11 años barría la
habitación grande, Miquelina de 10 años se encargaba de barrer la habitación
chiquita, Anna de 13 años barría el piso de la cocina, Antonia de 10 y Sasha de
7 años, en cambio, se encontraban en la parte de adelante juntando las hojas
de los árboles. En cuanto a los nietos mayores, Giulia de 18 años y Eduard de
16, se encargaban de contar los cuchillos, cucharas, compoteras, tenedores
platos y vasos, que tenía la abuela, para luego sacar la cuenta de cuántos hacían falta; una vez hecho esto irían a sus casas a buscarlos.
La hija mayor de la cumpleañera, Cecilia, limpiaba y lustraba los muebles. Esta
mujer era madre de Eduard, Nahuel y Miquelina, además era la mujer de Ricardo.
La hija siguiente se llama Emilia quien limpiaba las cosas de la pileta y luego las
secaba, madre de Giulia, Anna y Stefano, esposa de Giorgio.
Un poco más tarde llegó a la vida de la abuela Alexander, padre de Antonia y
hombre de Elena.
Y por último, llegó “la flaca” Analía que se encargaba de darle la mamadera a
su pequeño de apenas unos meses Martín, antes de este llegó Lean, luego de
Aquiles y más tarde de Sasha. La flaca estaba casada con Marcos.
La abuela cumpleañera, en ese momento, se dedicaba a hacer la cama, abrir
las ventanas, estaba muy contenta por la sorpresa que le habían dado pero a
la vez estaba preocupada y ansiosa porque no sabía que iban a cocinar ni a
hacer el resto del día, solo esperaba que Néstor, su marido, llegue antes de que
termine el día, es decir su cumpleaños.
El nombre de la abuela cumpleañera es Elsa Noemí, ese día domingo, soleado, de principios de marzo, cumplía 60 años, muchos, pero le esperaban más
todavía.
Una vez terminados los quehaceres salieron todos a ver a adelante, todos reían,
estaban felices, les había tocado un día lindo. En eso estaban, cuando llegaron
los respectivos hombres de familia cargados, al igual que Giulia. Los ayudaron
a bajar las cosas y volvieron adentro.
-¡Feliz cumpleaños! -le desearon sus hijas.
Los chicos ahora tenían con qué jugar, dentro de las cosas que había ido a
buscar Giulia se encontraban 2 pelotas de fútbol, una soga para saltar gigante,
2 pares de paletas de tenis, un par de binoculares y una lupa para Tonio y Stefano a quienes les encantaba ver hormigas, estudiar todo; todos jugaban en
el patio del costado de la casa, mientras que en la parte de atrás de la casa, los
hombres preparaban las leñas para encender el fuego con la ayuda del carbón,
el papel y los fósforos.
Las hijas de la abuela se encontraban en la cocina preparando las ensaladas,
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mientras hablaban sobre el comienzo de clases de los chicos, la abuela se sentó y comenzó a cebar mates, lo único que le permitían hacer.
- ¿Y? ¿Pudiste traer todo en la bici? ¿Cómo hiciste para no caerte? -le pregunta
Giulia afuera a Eduard.
- Estás hablando con Eduard -dijo agrandado- jajá, sí pude porque me lo encontré a mi papá a unas cuadras de casa, cargué todo en su auto, hasta la bici,
y me trajo.
Se repartieron las bolsas y cajas y entraron, pasaron directo a la habitación
chica.
Así fue transcurriendo la mañana, las comidas asadas comenzaban a tomar
color; Eduard y Giulia luego de colocar los parlantes dentro y fuera de la casa
al igual que conectar la notebook al mini componente comenzaron a pasar
música, primero los favoritos de la abuela.
- Abuela quiero pan -le dijo Aquiles, no faltó más, se armó la picada, se la colocó en la mesa, pero ahora sacada afuera, junto con rodajas de pan, gaseosa,
jugo, agua y amargo serrano con soda; todos se acercaron y disfrutaron de la
mortadela, el queso y el salamín, en fin, de la picada.
- ¡A comer! -se lo escuchó gritar a Marco. Los chicos después de lavarse las manos se sentaron en sus lugares, las madres les sirvieron la comida, se sirvieron
todos, propusieron un brindis en festejo a los 60 años de la abuela se chocaron
los vasos, dieron un aplauso a los asadores y comenzaron a almorzar: este consistía en pollo, asado, chorizos, ensalada rusa, ensalada de tomate y lechuga y
de zanahorias, de bebidas había cervezas, vino, gaseosas, agua y soda.
A pesar de estar debajo de un parra de uvas el calor se hacía sentir ya habían
terminado de comer, hablaban; Alexander ajeno a todos tuvo una idea, una
travesura:
- Ma... hace calor, ¿no?
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- Si Ale, está re caluroso, haría falta una pileta acá -le respondió la abuela; en
ese momento sale Elena con 2 jarras llenas de agua fría y un recipiente lleno
de hielo, Alexander no se dio cuenta de ese cuando agarró la soda y le dijo a
la abuela:
- Pero no, Ma, ¿para qué existe esto? -inmediatamente aprieta el sifón y empapa a la abuela, su madre, riéndose le dice - ¡Ah, no… me parecía raro que
no hayas hecho alguna travesura…! Le arroja el agua de un vaso; dando por
comenzada una guerra de agua, soda, cuando se acabó el agua, Ale tomó los
cubitos y se los colocó a sus hermanas y a su mujer sin que se dieran cuenta en
la remera, en la espalda, todos se reían de cómo saltaban al sentir el frío.
Terminaron todos mojados, llegó la hora de los juegos. Cora fue la que se animó a saltar la soga, le daban 2 de las nietas, luego entró a saltar Cecilia, Emilia,
y por último Analía, todos reían y alentaban a sus tías. Decidieron al ver que
ninguna se rendía que, la que salía sin tocar la soga ganaba, así fue como ganó
Cora. Los hombres con los chicos jugaron un partido de fútbol donde Eduard
fue el árbitro, el resultado del partido fue un empate, todos estos momentos
divertidos fueron filmados por Giulia.
Mientras, la abuela y los demás hablaban, afuera de la casa Eduard y Giulia
colocaban la máquina de humo, las luces de colores, una bola gigante de boliche en medio de la cocina que al estar más vacía, conectaron un micrófono,
apagaron las luces comunes e invitaron a la abuela a que pase a la cocina por
la segunda sorpresa , apenas tocaron el piso de la cocina, la música empezó a
sonar, las luces, todo a proyectarse, alegres bailaban; más tarde llegó la hora del
karaoke, los primeros fueron Cecilia y Ricardo cantando ¿Quién es? de los Pimpinela, miles de risas al ver la interpretación exagerada de Cecilia y la pérdida
de la letra de Ricardo, los chiquitos cantaron canciones infantiles y por ultimo
cantó la abuela interpretando Muñeca Brava de Valeria Lynch, que se llevó la
mayor cantidad de aplausos gritos y halagos.
Entraron la mesa, ya estaba anocheciendo, colocaron pastafrolas, papitas, palitos,
alfajores de maicena, torta de aceite, facturas, entre otras cosas y tomaron mates
recordando viejos tiempos, fue Giulia quien hizo recordar el cumpleaños 59 de
la abuela en el cual Analía dio la noticia del futuro nacimiento de su cuarto hijo.
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La hora tan esperada llegó, la hora de apagar las velitas, sus hijas habían hecho
2 tortas, otra de sus sorpresas y regalos; una era de chocolate rellena de frutilla
y crema y la otra de vainilla bañada de crema chantillí rellena de dulce de leche
con duraznos, en una iba la velita con el número 6 y en la otra la velita con el
numero 0, las colocaron juntas formando el 60, apagaron la luz de la cocina,
todos estaban a punto de cantar cuando se escuchó un ruido seguido de una
bocina, alguien había llegado, salieron a ver, era el abuelo; el deseo de la abuela estaba cumplido; bajó del camión, le deseó feliz cumple a la abuela; le dio su
regalo: una torta bañada con crema rosa y en el centro la adornaba una rosa
roja favorita de la cumpleañera, la acomodaron delante de las otras tortas le
cantaron el feliz cumpleaños todos juntos, apagó las velitas le sacaron fotos, le
dijeron que pida los 3 deseos a lo que la abuela contestó emocionada por todo
lo vivido ese día “no necesito pedir nada, ya todo se me cumplió, están todos
aquí conmigo, con eso ya soy feliz”, todos la abrazaron.
Los nietos comenzaron a cantar “mordiscón, mordiscón, mordiscón” la abuela
no quería poner su cara en la torta y destruirla; Giulia y Eduard se miraron e
inmediatamente, tomaron un poco de crema con un dedo y le ensuciaron la
cara a la abuela quien se reía al igual que todos, fue una de las mejores fotos
que se sacó junto a la que le siguió, todos sus nietos, por primera vez juntos en
el mismo momento y lugar, junto a ella y después la foto grupal toda la familia
unida en una foto para la historia, todos sonriendo por felicidad.
La fiesta siguió hasta que terminó el día, es decir el cumpleaños de la abuela,
un cumpleaños único memorable, inolvidable para toda la familia que se había
organizado con un mes de anticipación cada miembro de la familia aportó su
granito de arena para realizarlo.
Fin del plan.
El puente
Florencia Bono
Buenos Aires
Cerca de la ruta está la casa de Horacio, quien todas las tardes llega de la escuela en bicicleta, la deja en el piso y se sienta a merendar pan con manteca que
le prepara su abuela Perla.
El camino de la escuela a la casa es muy entretenido, pasa por casitas con jardines, extensos campos y atraviesa un puente viejo. La tarde del martes volvió
corriendo para contarle a su abuela que los agujeros del puente cada vez eran
más grandes y que casi se cae al agua.
La abuela lo tomó de la mano y se sentó junto a él, le explicó que al haber una
ruta nueva para cruzar la ría, nadie más cuidó del puente que quedó abandonado y con el paso del tiempo se fue rompiendo cada vez más. Pero al ver
la cara de decepción de Horacio, la abuela le dijo que el puente era un lugar
especial para todos los habitantes del lugar y que hace muchos años atrás, los
carros y unos pocos autos lo cruzaban muy lentamente porque siempre había
personas que solían pescar allí. Le contó también que cuando ella era chica
jugaba a tirar piedras al agua desde arriba del puente con sus amigos y vecinos
y que también juntos armaban barcos de papel y de caña e intentaban que
floten en el agua. Poco a poco la cara de Horacio empezó a mostrar sonrisas
de entusiasmo.
El relato se hizo aún más interesante cuando Perla le contó que todos los años
se realizaba una fiesta regional donde la gente del lugar adornaba el puente
con cintas de colores y las mujeres usaban sus mejores vestidos con zapatos
de taco alto, que en las caminatas hasta el puente se enterraban en la tierra.
De un lado del puente se ubicaban los hombres sentados en ronda con sus
guitarras, bombos y algunas panderetas. Durante la fiesta nunca dejaban de
cantar y la gente a su alrededor bailaba toda la noche.
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Cruzando al otro lado del puente se hacía el fuego para el asado y las mujeres
armaban mesas donde vendían comidas caseras, como empanadas y pastelitos de membrillo y batata.
Mientras la abuela conversaba con Horacio, fuera de la casa y asomando la
cabeza por la ventana estaba la vaca Nieves, que escuchaba muy atentamente
la historia de la abuela, y como ya saben, las vacas son muy curiosas, es así que
Nieves quiso ir hasta el puente a chusmear.
Con el sonido de la orquesta le dieron ganas de bailar y decidió cruzar el puente para estar cerca de la música. Al acordarse de los agujeros caminó despacito,
paso a paso y con mucha precaución hasta llegar a la pista de baile donde los
rumiantes bailaban al compás de la música.
Con los primeros rayos de sol, Nieves despertó de su sueño. El único sonido
que se sentía ahora era el de los pájaros al amanecer. Comenzó el regreso a su
casa y ya a la distancia giró la cabeza y miró el soñado puente vestido de fiesta.
Esperó que llegara el atardecer para que el aire estuviese fresco y disfrutar su
caminata hacia el puente. Caminó lento y pausado, descansando un poco y
comiendo pasto otro tanto. Llegó al puente y al pararse sobre él pudo ver que
estaba muy roto. Se veían los agujeros de los que hablaba Horacio y a través
de ellos los fierros oxidados y la corriente del río. Eran verdaderamente grandes
pero no tanto para que ella cayera al agua.
Bajó a la orilla bebió agua y se detuvo a mirar el puente silencioso y solitario.
Todos los animales ya descansaban y no se veía a nadie cerca.
Nieves cerró sus ojos y se quedó lentamente dormida. Su sueño fue llegando…
En el sueño veía el puente decorado con luces que titilaban y globos de colores.
Del otro lado del puente estaba la orquesta de vacas, que sonaba una música
linda con algunos instrumentos que Nieves nunca había visto de cerca como
el clarinete, el piano, la batería y la guitarra. Los que más le gustaron fueron el
saxo, la trompeta y el violín.
En el sueño tuvo hambre y entonces Nieves vio que en la orilla del río las vacas
habían preparado mesas con comida. Los platos eran grandes y tenían pastos
de color verde acompañados por canastas de pan y sobrecitos de mayonesa.
Un toro con corbata se acercó con una bandeja y le ofreció una gaseosa. Nieves eligió la copa alta que era la más divertida.
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El sillón de Doña Juana
Desde la galería se apreciaban las dalias, que eran su orgullo. Siempre estaba
empeñada en conseguir otras variedades y en algunas oportunidades cortaba
algunas para poner en el centro de mesa.
Hebe Andurell
Campana, Buenos Aires
Hoy la propiedad tiene otros dueños, han transcurrido muchos años, la abuela
ya no está, pero el sillón sigue allí bastante bien conservado.
Calle Bolívar sin número, en las afueras del pueblo. Allí estaba ubicada una casa
quinta que ocupaba una manzana, en ella había gran variedad de hermosos
frutales; durazneros, nogales, higueras, damascos y todos los cítricos.
Yo tuve la impresión, una vez que visité la casa, que se mecía suavemente
como si una etérea figura se columpiara despacito.
En el frente un jardín con diversidad de plantas, prolijos canteros, algunas especies raras, pero en los lugares preferenciales, ¡¡las dalias!! De muchos colores
y tamaños.
La casa con una distribución común, donde la mayoría de los ambientes daban
a una galería ornamentada con pocos muebles. Unas repisas esquineras, macetas con flores, algunos cuadros pintados sobre madera, una pequeña mesa
redonda y reinando en el lugar un sillón de mimbre y madera con hamaca, un
gran almohadón y rondando mucha historia familiar. En él y en brazos de la
madre-abuela fuimos acunados los hijos y luego los nietos. En una canastita
también de mimbre descansaban las agujas de tejer, junto a los ovillos de lana
y cerca un menudo gatito blanco, ciego y que era su mascota.
Ella no había sido enviada a la escuela y como tenía un gran afán por leer, fue
aprendiendo con sus hijos y se dio maña para comprender textos y escribir
cartas a la familia.
Se había asociado a la Biblioteca Municipal y mandaba a sus nietos a buscar
libros, que luego mientras tejía, ellos leían en voz alta y la abuela Juana disfrutaba mucho escuchando y absorbiendo conocimientos.
“Abuela, ¿qué te gustaría para éste fin de semana?”
“Quisiera saber más sobre poesía. Podrías asesorarte con la bibliotecaria y que
ella elija algo adecuado para nosotros…”, contestó sin levantar la vista del tejido.
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El viejo Iacov
Marcela Judith Naszewski
Si uno no lo hacía y simplemente lo veía de forma superficial (otra falsa oposición superficial – profundo) solo veía un viejo como cualquier otro: poco pelo,
cara blanca, algunas veces uno que otro pelo de una barba dura mal afeitada,
algo desprolijo, o más bien desalineado pero siempre limpio y perfumado.
Buenos Aires
Lo que voy a contarles les parecerá increíble (a mí también me pareció absolutamente increíble la primera vez que me lo contaron, eso fue cuando apenas
tenía 8 o 9 años). Pero con el tiempo y con la experiencia que te va dando la
vida, sí sabés encontrarle la vuelta a las cosas, me di cuenta no solo que fue
real (esa es una categoría un tanto extraña, acaso qué es lo real y qué lo imaginado, o qué lo real y qué lo mágico) sino que fue absolutamente verdad (en el
sentido que lo verdadero tiene efectos sorpresivos, te marca un antes de esa
verdad y un después).
Me extiendo en esto que puede parecerles una digresión, un irme por las ramas porque –ya van a oírlo ustedes mismos- es importante para comprender
la moraleja que está en juego en esta historia.
En síntesis esta historia me ha enseñado que las oposiciones entre lo real y lo
imaginado, la razón y la magia, la verdad y la mentira pueden ser falsas, o más
aun, pueden ser dos caras de la misma moneda, una paradoja, donde nada es
verdadero o falso, sino que uno no es sin lo otro y viceversa.
En fin…
Un día, o una noche, da igual (o una tarde, o una mañana) pero de invierno
(eso es muy importante, hacía frío y acá no da igual si era verano o invierno).
De invierno, lo ratifico para que no lo olviden, paseaba el viejo Jacob, creo que
era polaco de nacimiento pero vivía acá desde hacía años.
El viejo Jacob (se lee el viejo Iacob, acentuando en la a de Iacob) era un anciano
muy especial si se prestaba atención.
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Toda su vida se había dedicado al negocio del cuero. Venta de carteras, uno
que otro saco, cinturones, billeteras, guantes… Tenía un buen pasar, y la historia de su familia sería motivo de otra historia que no viene al caso.
Tenía un buen pasar, pero no era rico. Tenía cierta sabiduría, pero no era lo que
clásicamente se entiende por culto. Disfrutaba de algunas cosas pero en su
justa medida (si la hay, para él sí la había).
Y lo que lo acompañó toda su vida es una especie de hábito, de placer, de
práctica que consistía en hacer una especie de garabatos en cuadernos (iba ya
por la página 43 del cuaderno 384 – numeraba las páginas una a una y cada
cuaderno para que nadie pueda arrancarle una).
Dicen que cuando le preguntaban que eran esos dibujos, si significaban algo,
si tenían un sentido ya que no eran entendibles a simple vista, él explicaba que
era una gran historia de guerras y luchas entre diferentes tribus y batallones
con lujo de detalles, personajes, protagonistas, con causas y con efectos, con
moralejas e injusticias, con sangre y heridas, con odios y pasiones.
Esa actividad que ocupaba sus momentos libres desde que tenía apenas 6
años y ya iba por los setenta largos era ubicada por sus allegados como una
excentricidad, una especie de locura.
Pero como todo él era una persona de “bien”, que siempre inspiró respeto tanto en su familia como en sus empleados, jamás (salvo su nieto, por el que tenía
una debilidad especial y al que le dejó cual reliquia su colección de cuadernos
al morir) nadie se atrevió ni siquiera a cuestionar, ni a bromear, ni a nada que
pudiera causar un mínimo malestar o enojo en él.
Volviendo a ese momento invernal, el viejo estaba mirando por la vidriera de
su negocio hacia la calle. Su empleada estaba ocupada en la venta de una
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cartera a una clienta exigente y él mientras tanto esperaba que culmine esa
venta para efectivizar el cobro, tarea que no delegaba en nadie, como buen
polaco que era.
Fortunas
Luciana Maripan
Y entonces algunos dicen que fue un padre que le pegaba a un hijo pequeño de modo agresivo, otros dicen que un hombre grandote intentó robarle
a una anciana, y otros (esta es la versión más acabada) que fue un grupo de
muchachotes pegándole a otro aparentemente en una muestra de xenofobia
o cobardía.
Y el viejo Jacob, viejito y supuestamente indefenso salió de su negocio como
un rayo ( no le importó la venta, como buen polaco que era) en defensa del
desposeído y para sorpresa de todos (para él inclusive) inició no una pelea
sino una lucha con una calidad y esbeltez que solo se ven en las películas de
Kun Fu.
Entró como si nada en su negocio, apenas arrugado su saco, y algo despeinado (no tenía mucho pelo) como si fuese el Zorro, o Tarzán, sin un rasguño con
el sentimiento de justicia, de “misión” cumplida.
Algunos dicen que no dibujó más. Otros agregan una frase dicha por él, algo
así como: ya no necesito entrenarme.
Yo creo que siguió, practicando no solo luchas, sino otras habilidades que quería desarrollar.
Podría tirar una conclusión, como por ejemplo que la práctica y la teoría no
tienen límites precisos. O que hay distintos modos de “practicar”.
Los dejo, me voy a bail… perdón a escribir sobre una mujer que era bailarina.
Trelew, Chubut
Los recuerdos que tengo de mis abuelos son muchos, pero voy a empezar por
mi abuela Elba. Ella es la persona más buena del mundo y es muy cariñosa. Lo
que me enseñó de chiquita fue a cocinar. Nosotros vamos tres veces al mes a
la ciudad de Dolavon a visitarlos y ella siempre me hacía buñuelos mmm…
qué ricos son. Un día me tomó la mano y me llevó a la cocina y me enseñó a
hacerlos pero no me salen como a ella, ella los hace con mucho amor.
También me acuerdo que me llevaba a recorrer todo Dolavon y a pesar de su
edad (66 años) siempre me hamacaba en el parque, hacíamos las compras y
en mis momentos de tristeza siempre sabe cómo consolarme y sacarme una
sonrisa. De grande yo quiero ser tan buena, dulce y honesta como es ella, voy
a seguir su ejemplo, el ejemplo que me da todos los días cuando su recuerdo
humilde viene a mi mente.
Ahora es el turno de mi mejor amigo, mi abuelo Cipriano. Él me enseñó todo
lo que sé de animales, desde que tengo memoria él siempre tuvo animales en
su casa, creo que primero tuvo conejos, me enseña a alimentarlos, qué tienen
que tener en sus casitas, cómo y a qué hay que acostumbrarlos para que no
se pierdan o no se los coman los perros. Me enseñó a ordeñar vacas, a sacar
huevos de gallinas y pavos sin que te picoteen, a montar caballos, a criar ovejas, etc. Pero no solo eso, me enseñó que hay que cuidarlos porque el hombre
hoy en día destruye mucho el hábitat. Él es muy bueno y me enseñó a ser muy
buena también. Él ahora tiene una chacra, me encanta caminar todo el día ahí
con mi abuelo. Él también me enseñó a escuchar la naturaleza, los árboles,
pájaros y el canal que pasa por ahí.
Y ahora mi abuela Rosa, ella me enseñó un montón de cosas, a hacer flan casero por ejemplo. A ella le encantan los perros, tiene 6 perros y 3 gatos en su
casa. Ella es muy dulce y sabe arreglárselas sola, si no hay luz, usa velas, si no
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hay gas, va afuera y hace fuego, siempre se las arregla sola y es por eso que
yo la admiro mucho. Además es muy buena cocinera, mi mamá me enseñó
a cocinar todo lo que mi abuela le enseñó cuando era chica a ella. Mi abuela
crea cosas nuevas, siempre hace que una simple comida se vuelva algo nuevo
y delicioso, le gusta crear cosas nuevas.
Por último mi abuelo Isidro, de él no tengo muchos recuerdos, solo sé que es
muy buena persona, que todavía siento su olor a abuelito, que siempre que
venía ayudaba a mi mamá y mi papá y nos daba plata a mí y a mis hermanos.
Siempre traía regalos pero lo que a mí en realidad me gustaba era su amor, que
a eso siempre lo llevaba consigo a todas partes y que lo extraño tanto que a
veces me entristece mucho no verlo pasar por la puerta de mi casa como lo
hacía antes.
Guiso de alverjas en Lexington Avenue
Gustavo Eduardo Green
San Antonio de Areco, Buenos Aires
Por la ventana abierta de la oficina, entraba una brisa ardiente entremezclada
con frituras del “fast-food” de la planta baja del edificio, ubicado en Lexington
Avenue. Ese olor era una de las pocas cosas que Ernesto no había podido superar en estos años de exilio voluntario.
Fue un día de ese caluroso verano neoyorquino cuando le llegó la mala noticia.
Nunca supo quien le había enviado el mensaje, pero inmediatamente tomó el
avión de regreso.
La abuela Ñata… siempre había algo que le hacía acordar de su querida abuela Ñata, sin embargo nunca había tenido tiempo para un llamado o una carta.
Ya era tarde para despedirse, pero se sentía en la obligación de dejar las cosas
en orden.
Los Aromos no había cambiado nada en estos treinta años de ausencia y la
casa de la abuela tampoco. Hasta entró con la misma llave, aquella que conservaba en el llavero del club Unidos, el de su barrio.
En la sala, junto a la puerta, lo recibieron los patines de tela (“¡¡¡Ernesto, los
patines!!!”, recordó); en el medio de la sala el viejo hogar a leña y en la repisa la
figura blanca del chino pescador, el florero de vidrio labrado, la cajita de música y el abanico español.
Sobre las paredes empapeladas colgaban las ovaladas fotos de los tíos abuelos:
el tío Roque, de mostachos frondosos y mirada amenazante: la tía Nuncia, la de
los besos babosos; el tío Amado, el que pellizcaba los cachetes; la tía Justa, la
que ante cualquier palabra de dudoso gusto te lavaba la lengua con jabón…
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El cuarto de la abuela tenía su absoluta presencia, todo el ambiente estaba
impregnado por su colonia de siempre, la que compraba en las Grandes Tiendas Gálver, la del botellón de tapita negra, el que una vez -y sin posibilidad de
repetición- voló por los aires producto de un impecable zurdazo de un émulo
de Puntorero.
Sobre la cama estaba su poncho, el mismo que ella usaba para cubrirnos las
noches de frío; en un rincón descansaba la máquina de coser a pedal y en la
mesita de luz la Biblia, con las tapas nacaradas y el señalador dorado. En poco
menos de una semana terminó los trámites, lo único que no se animó a hacer
fue vender la casa y mucho menos las pertenencias de Ñata.
El reloj a péndulo marcó un gong que hizo reflexionar a Ernesto. El joven sintió
que era hora de partir.
Saboreó bocado por bocado la especialidad de la abuela, lentamente, como
degustando un añejo vino; sabía que jamás volvería a paladear una comida
tan elaborada. Descubría a cada instante una por una las especias que Ñata
cultivaba en la quinta de su jardín.
Se quedó dormido frente al televisor blanco y negro; entre sueños sintió el
aroma de la leche tibia con azúcar que todas las noches, de antes, le llevaba la
abuela hasta la cama.
Lo despertó la música del afilador, había dormido profundamente la noche
entera en su cama de antaño.
Intentó un par de veces pero la vieja llave se negó a abrir la puerta; la del fondo
-que ni siquiera tenía cerradura- tampoco se abrió, pese a su esfuerzo.
Todo estaba como entonces en su pieza; en la cabecera: el banderín del club;
en un rincón -falta de aire- la número cinco; sobre el escritorio: la bolsita con
las bolitas… la lechera… los bolones… el álbum y el pilón de figus -sólo faltaba la difícil- y más allá, en la mesita de luz, un vaso largo con restos de leche
azucarada.
Desanimado se sentó en la silla de paja del lavadero, desde allí, y a través de
una rotura en el vitreaux de colores, podía ver la vieja higuera, los limoneros y
la cucha vacía del fiel Pulgoso.
Instintivamente Ernesto se dirigió a la puerta del fondo, con la bolsita de canicas en la mano. Al pasar por la cocina encontró el mate, la pava -con el agua
extrañamente a punto- y un plato con tortas fritas.
Él debía volver, ya nada lo ataba a estas tierras.
La puerta que horas antes le fuera imposible franquear, ahora se abría y cerraba
sola por la simple acción de una suave brisa.
La noche estaba fría, más aún para su ropa de verano neoyorquino, se abrigó
con el viejo poncho, prendió algunos leños en el hogar -que curiosamente estaban listos para ser encendidos- y atraído por un aroma conocido fue hasta la
cocina, en donde las gotas comenzaban a repiquetear sobe el techo de chapa,
interpretando la bella sinfonía de los humildes.
Entre el sol y las hojas se encargaban de crear sombras, algunas de ellas se asemejaban a figuras humanas, una en particular parecía la silueta de una anciana.
“Abuela, voy a tener que demorar mi regreso –sentenció Tito en voz alta- Hay
que arreglar ésta puerta de una buena vez, se sigue abriendo sola.”
En la mesa cubierta con el viejo mantel de hule cuadriculado -y tapado con el
repasador de gastadas figuras frutales- había dos platos, uno tapando al otro.
El olor era inconfundible: guiso de carne con papas y “alverjas” (como solía decir la abuela). Creyó ver en ese gesto la típica hospitalidad pueblerina, pero lo
descartó de inmediato; los vecinos lo habían ignorado desde su llegada, hasta
había escuchado, al pasar, algún: “Que desagradecido el Tito”.
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Historias que regresan
María Alejandra Casey
El reloj del hall de entrada marcaba las cuatro y media de la tarde. Como cada
jueves, Martín entraría por aquella puerta de madera y rejas y correría por el
largo zaguán despojándose de su abrigo, su mochila y sus llaves.
Doña Emilia, de cabellos plata y mirada tan celeste como profunda, preparaba
como cada jueves aquel tazón de avena, leche y miel que a él tanto le gustaba.
Al compás de su vieja cuchara de madera, su mirada se perdía entre la avena
y los recuerdos que venían a su mente; aquel bebito que gateaba por el patio queriendo trepar todo el tiempo la escalera a la terraza o empujando sus
ovillos de hilo por las rejillas del desagüe, ese niñito que apenas tambaleando
sobre sus pasos le pedía que lo dejara ayudarla a regar sus plantas o ese pequeño futbolista que había roto más de una ventana en su afán de hacer goles
en sus partidos imaginarios.
Martín estudiaba en la escuela del barrio y cada jueves, como una cita obligada, su abuela lo esperaba sonriente y lo recibía con un fuerte abrazo de esos
que te hacen sentir el ser más seguro del planeta.
Compartían vivencias del día, anécdotas de la clase, chismes del barrio, complicidades, historias. Alguna tarde lluviosa, algún cuento fantástico o una novela de suspenso. Miradas cómplices y risas espontáneas brotaban en cada
emisión del radioteatro de las seis.
eligió la bandeja que usaba sólo en ocasiones especiales y la llevó a la mesa
grande del comedor, en la que ya había tendido el blanco mantel con puntillas cuando su vista aún le daba oportunidad. Las cucharas bien brillantes, la
torta humeante en el centro de la mesa, las tazas de porcelana china en sus
respectivos platos y su mirada depositada, inmóvil, sobre aquel reloj del hall
que nunca atrasaba.
Las cinco en punto y la gran puerta de entrada se abrió como cada jueves. Su
blanca sonrisa y sus brazos buscaron los de Doña Emilia. La vida y el tiempo
hicieron que aquellos brazos jóvenes ahora se ocuparan de dar cobijo y seguridad, calor y afecto. Quizás la fuerza no sea la misma y la voluntad sea vencida
por el cansancio, pero el amor y el orgullo sigue intacto.
Los aromas inconfundibles de la casa de los abuelos, esa reminiscencia eterna
a una infancia no tan lejana y llena de momentos colmados de atenciones,
ternura y dedicación.
Doña Emilia escucha atenta cada palabra de Martín. Su mirada vuelve a perderse entre el presente y sus recuerdos. Una manito húmeda toma su suave
mano llena de arruguitas y la regresa a la realidad. Unos ojitos tan claros como
los de ella la invitan a regresar en el tiempo, a buscar la regadera para sus plantas, a recorrer el patio en busca de ovillos y a intentar subir nuevamente la vieja
escalera a la terraza. Ahora es Santiago quien, como su padre, ensaya trucos y
pases con la pelota de su equipo favorito. Ahora es Santiago quien cada jueves,
junto a su padre, saborea y disfruta el tazón de avena que con dedicación y
mucho amor le prepara su bisabuela, Doña Emilia.
A veces había que terminar la tarea y, con scons y chocolatada mediante, era
más fácil completarla. Alguna vez la casa de Doña Emilia habría sido sede de
alguna rateada inofensiva, que hasta ahora se resguarda en el más absoluto
secreto.
El aroma a vainilla y chocolate avisó que la torta ya estaba lista. Doña Emilia
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Horacito
“Pero yo quiero que venga a nuestro país y que me hableee”…
No hay rosas para niños y rosas para adultos, y no hay espinas para niños y espinas para
adultos.
Verónica I. García
El abuelo de Ema había sido un abuelo como tantos otros que dedican buena
parte del tiempo a sus nietos cuando los papás trabajan.
Y de joven también había sido un hombre como tantos otros, de esos que
trabajaban todo el día mientras las mamás cuidaban todo el día a los chicos,
hasta que llegaba la noche, llegaba el papá a su casa, llegaban las pantuflas y
la cabecera de la mesa.
“¡¡¡Abuelito… abuelito… abuelitooo…!!!”, se alargaba la última “o” igual que las
lágrimas, que de redondeles se estiran hasta convertirse en líneas en su camino a la pera.
El abuelo Horacio había sido un abuelo como tantos otros que hizo cosas con
Ema que no había hecho con sus hijos.
Cuando Ema hacía rato que se refregaba los ojos y empezaba a enroscarse con
el dedo más largo unos pocos rulos que tenía, le daba por llamar a su abuelo.
“… es que a mí me gustaba jugar con mi abuelo… mami, decíle al ángel que
lo cuida en el cielo que lo devuelvaaa…
“Emi, mamá ya te explicó…”
“Ya sé qué vamos a hacer. ¿Querés que te cuente el cuento de Horacito?”…
Ema tenía tres años. Tres años y medio, aclaraba cuando le preguntaban.
Cuando la mamá de Ema ya no sabía cómo consolarla, en vez de un cuento “de
leer”, le ofrecía contarle uno de memoria, entre los que estaba el de “Horacito”.
Ema siempre decía que sí, dejaba de llorar, se acomodaba en la almohada y
escuchaba.
“Pero yo quiero ver a mi abuelo”…
El abuelo de Ema murió cuando ella todavía no había cumplido los tres.
“Pero ya te dije que el abuelo está en el cielo”…
“Pero yo quiero que venga a nuestro planetaaa”…
Al principio, a la mamá de Ema lo del cielo le había parecido un poco difícil
de entender, por eso le explicó que de ahora en más al abuelo Horacio iban a
llevarlo en el corazón. Pero Ema respondió muy segura “que en el corazón no
entraba” y era verdad. Así fue como volvió lo del cielo.
“Emi, mamá ya te contó que ahora para ver al abuelo Horacio, podemos mirar
sus fotos o la película de cuando actuaste en el jardín”…
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Había una vez un nene que se llamaba Horacito y vivía con su papá Bonifacio,
al que le decían Boni; su mamá Clara y su hermano Carlitos en un barrio que
se llamaba Haedo. Era un nene que iba a la escuela de guardapolvo blanco y
cuando terminó la primaria se fue a trabajar con su papá vendiendo pollos,
quesos y salchichas a las carnicerías.
Boni tenía una camioneta que él manejaba y Horacito iba con un canasto en el
asiento de al lado. Cuando llegaban, bajaba y dejaba los pedidos en las ferias
y carnicerías.
Cuando fue más grande y ya no usaba pantalones cortos, porque los nenes de
antes recién cuando crecían empezaban a usar pantalones largos; Horacio fue
un día a un baile y conoció a una chica que se llamaba Adriana. Ellos bailaron,
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se gustaron, se pusieron de novios, se enamoraron y se casaron y tuvieron tres
hijos.
Verónica, la mayor, fue a la escuela primaria, a la secundaria, a la facultad…
Allí conoció a un chico que se llamaba Marcelo. Ellos se gustaron, se pusieron
de novios, se enamoraron, se casaron y tuvieron una bebé que se llamó Ema.
Y desde ese momento Horacio se convirtió en el abuelo Horacio. Y como Verónica trabajaba, muchas mañanas el abuelo Horacio iba a cuidar a Ema y así
empezaron a quererse.
Cuando hacía frío jugaban adentro. Eran días de casitas con cartas que un soplido lleno de saliva siempre derribaba y el abuelo nunca se daba cuenta hasta
que estaban en el suelo. Era tiempo de plastilina azul y de viboritas amasadas
que el abuelo transformaba en monigotes que hacían equilibrio en la mesita
de pintar de Ema, uno por cada miembro de la familia: mamá, papá, Ema y
hasta el perro Viernes. El abuelo se hacía el distraído y Ema los aplastaba.
Pero lo mejor era cuando empezaba a asomar la primavera porque venían los
largos paseos por el barrio. Ema vivía frente a una plaza que estaba frente a una
estación de tren y además a unas cuadras de una iglesia muy grande que con
sus torres, escaleras, enredaderas y palomas, parecía un castillo.
Para Ema y su abuelo cada manzana era un mundo y tenían horas enteras para
descubrirlos. Por esas caminatas Ema sabía dónde vivía el perro San Bernardo
del barrio, que al principio señalaba como “el perro grande” y luego aprendió a
llamarlo por su nombre, Homero. También sabía de qué casas salían autos, para
mirar si venía uno antes de pasar. Sabía, además, que había perros perdidos y
que sus dueños los buscaban pegando su foto en los postes de luz.
andenes. Primero los recorrieron en cochecito, después caminando despacito
de la mano y llegaron a hacerlo hasta en triciclo. Con el abuelo, Ema aprendió
que un tren iba para capital y el otro para Caseros, señalando ambas direcciones sin equivocarse. Cruzando un puente, atrás de las vías, había unos talleres
del ferrocarril y allá se iban ellos entre los árboles, juntando flores para mamá y
contando pajaritos. Un día, descubrieron ahí parada una locomotora de color
rojo a la que llamaron María y siempre la buscaban entre los árboles, como si
sólo ellos pudieran verla.
Así iba creciendo Ema, hasta que un día, un tiempo después de haberla acompañado a su primer día en sala amarilla, de repente el abuelo se enfermó del
corazón. Ema quería ir a verlo pero debió quedarse en la entrada del hospital
con su tía porque no dejaban entrar a nenes tan chiquitos al lugar donde estaban las personas muy enfermas. Y como los doctores no pudieron curar el
corazón del abuelo, pasó lo que le pasa a las personas que se enferman y no se
pueden curar y es que mueren. Eso quiere decir que no los vemos más como
los veíamos, no podemos escuchar su voz ni abrazarlos, pero siempre los podemos recordar, charlar sobre las cosas lindas que hacíamos con ellos, cuánto
los queríamos y cuánto nos querían.
Y esta es la historia de Horacito, que fue Horacio, papá Horacio y abuelo Horacio, el abuelo de Ema.
Ema se había dormido en la parte de los perros perdidos, pero a su mamá también le gustaba contarse esa historia. Entonces cerró sin hacer ruido el cuento
del abuelo Horacio, emprolijó unas puntas dobladas y lo guardó con cuidado
en su memoria. Lo dejó bien a la vista, para tenerlo siempre a mano.
Cuando sonaban las campanas de la iglesia, siempre había maíz para las palomas, a las que les separaban los granos más redonditos y un “pinqui” con
galletitas y cereales para ellos dos. El abuelo dejaba a Ema hacer equilibrio en
la parte en la que la gente se arrodilla de los bancos y las velas hacían que cada
visita fuera un cumpleaños.
Pero lo que más, más les gustaba eran los trenes. La salida preferida era ir a los
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Italia 1990
simples y básicas de la vida diaria, incluso hasta los tipos como mi abuelo, que
no han mirado más de un solo partido en toda su vida.
Marcelo Peralta
Villa Eloisa, Santa Fe
Luego de haber intentado escribir este cuento cantidad de veces y a pesar
de saber lo que quería contar me ponía frente al monitor y me ahogaban las
palabras, pero a su vez, pienso que el mejor homenaje que puedo hacerle a
mi abuelo “Cacho” es recordarlo, aunque el desgaste del paso del tiempo le
haya borrado los recuerdos y aunque muchas veces no logre reconocerme,
yo se que la vida pudo haber quitado su memoria pero nunca va a poder robarme los momentos vividos, mucho menos podrá arrebatarme el cariño y el
afecto que llevo dentro, es por eso, que aunque me cueste hilvanar tres palabras seguidas sin derramar una lágrima, quiero recordarlo como fue, y como
sigue siendo a pesar que él ya no lo recuerde, rígido, semblante serio, ceño
semi fruncido, sus lentes marrones de marco grueso, sus manos firmes en el
volante del camión, su mirada clavada en los horizontes, dejando atrás las infinitas líneas discontinuas blancas que dividen la ruta, concentrado en su gran
responsabilidad de transportar pesadas cargas para ganarse la vida, a su vez,
viendo como por las ventanillas laterales van pasando casi desapercibidos, los
árboles guachos que al costado de las banquinas fue sembrando el tiempo…
de aquí, “Italia ‘90”…
Hay quienes sostienen que el fútbol no tiene nada que ver con las cosas más
necesarias para el desarrollo de la vida del ser humano, entre ellos se encontraba mi abuelo, “Cacho” Valentino, un hombre estricto, sumamente respetuoso,
serio, de carácter fuerte, con un semblante de tipo duro, pero los que convivíamos con el sabíamos que aunque se mostrara rígido, por dentro es de cristal,
es algo así como un tipo sensible refugiado en la coraza de un hombre duro,
es por eso que nosotros, hablo en plural porque con mis hermanos podíamos
convencerlo de todo lo que sea para beneficio absoluto de nuestros intereses.
Esta pequeña introducción habla exactamente de lo que quiero contar, porque es increíble como el fútbol y la familia están asociados a las cosas más
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Para los argentinos el mundial más importante fue el de México ‘86, o tal vez
sea el de Argentina ‘78, pero para mí el más importante y apasionante fue el de
Italia ’90, a pesar de la frustración, de la amargura incontenible de la derrota y la
bronca del penal regalado por Codesal a los alemanes en la final, sin dudas, es
el que tengo más marcado a fuego en los años que llevo vivido, porque fue en
esos fríos días de junio donde empecé a descubrir la magia del fútbol, donde
comencé a observarlo, a interpretar y a entender que no son solo los jugadores, la cancha, el balón, el árbitro, las hinchadas y el resultado final, es por eso
que sostengo que en Italia ‘90 pude descubrir la verdadera magia oculta, que a
simple vista pareciera que fuese solo un simple espectáculo deportivo.
Hay momentos que sin querer pueden quedar grabados con mayor o menor intensidad en el laberinto infinito de nuestras mentes, pero unos de los
momentos que voy a llevar hasta que la vida decida cerrarme el telón de los
recuerdos, fue lo que me paso en el ’90, por lo vivido durante ese mundial, es
más, aun hoy 22 años después escucho la canción oficial del mundial, “un estate italiana” y me agarra un nudo en el estomago e inmediatamente comienzo
a abrir ese telón que me activa el sentido de la melancolía de manera unánime
para comenzar a viajar por el tiempo.
Sin haber buscado consentimiento de Edgardo (mi hermano gemelo), voy a
tomarme el atrevimiento de relatar por los dos, ya que el cuento que quiero
contar lo vivimos juntos, intensamente, con un sin fin de hazañas memorables
y siempre lo recordamos como anécdota imborrable de haber compartido
esta historia y agradecidos de que la vida la haya puesto en nuestros caminos.
Todos los años en los recesos escolares de invierno y verano solíamos viajar
con mi abuelo en su camión Fiat Iveco 150, que generalmente transportaba
cargas desde la provincia de Buenos Aires hacia el norte de nuestro país y viceversa. En uno de esos viajes, estando en sexto grado de la escuela primaria y
en coincidencia con las vacaciones de invierno se estaba jugando el mundial.
Argentina había empatado con Rumania 1 a 1, había clasificado a los octavos de final, ese partido lo vimos en San Ramón de Nueva Orán (Salta), en
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una plantación de naranjas, donde las cargábamos para luego transportarlas
hacia Buenos Aires, lo miramos en un televisor de siete pulgadas blanco y negro propiedad de mi abuelo, que por momentos cuando estábamos entre las
montañas perdía la señal y lo teníamos que terminar escuchando por radio. La
preferida era Continental, escuchábamos al gran Víctor Hugo Morales, así que
casi siempre previniendo el corte en la señal del televisor, optábamos por verlo
y a su vez, escucharlo por la radio.
El partido de octavos fue contra Brasil, no podíamos pasar la media cancha, los
“oleee...” ”oleee…”, caían de las tribunas como si fueran meteoritos, por suerte
para nosotros no podían hacer blanco contra la red, mientras nos comíamos
las uñas hasta los codos, y la señal de tv se perdía continuamente, Víctor Hugo
por la radio repetía por enésima vez que una le iba a quedar al Diego y no la iba
a desaprovechar, pero a medida que pasaban los minutos cada vez estábamos
mas lejos del arco rival y de la posibilidad de aunque sea poder llegar a los
penales, en esos cortes que hacía el tv, cuando vuelve a recuperar la señal no
sé de dónde llega un pelotazo para Diego, que hace una gambeta magistral,
se la da de primera al Pájaro Caniggia que queda cara a cara con el arquero
y define de maravillas, la pelota estampada contra la red y la montaña rusa
humana para festejar un gol increíble, con mi hermano lo festejamos como si
hubiésemos ganado la final, ya no nos importaba salir campeones, para nosotros ya éramos campeones.
Luego de ganarle a Brasil ya estábamos en cuartos, esperábamos a Yugoslavia,
justo en esos días terminaban nuestras vacaciones y como ya es una constante
en este país, la guerra de docentes versus sueldos, versus gobiernos, habían
decretado un paro indeterminado, eso hizo que nuestras vacaciones se prolongaran una semana, eso significaba que nuestro viaje podía seguir su camino sin escalas.
Llego el día del partido con Yugoslavia, 0 a 0, y con él llegaba la aparición del
gran Sergio Goycochea que había entrado por el lesionado Nery Pumpido,
para convertirse en nuestro héroe salvador, atajó el penal que nos llevaba a
la semi final contra el anfitrión. En esos días íbamos con mi abuelo de Buenos
Aires hacia el norte del país, cargábamos en Metán, Orán, Salvador Mazza...
etc., y trasladábamos hacia Capital Federal, pasábamos por nuestro pueblo,
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saludábamos a la familia y al otro día emprendíamos viaje nuevamente, para
nosotros era turismo, pero para mi abuelo esa era su rutina, su vida estaba
apostada en las rutas del destino y en la responsabilidad de su trabajo, lejos de
mi abuela, viendo como todo crecía a su alrededor, en su momento fueron sus
hijas, hoy son sus nietos y mañana será otra cosa, pero pude vivir y entender el
sacrificio de ser un camionero de mi patria.
Italia nos esperaba con todo su poderío, pero no pudieron con nuestra selección, después del empate había que definir nuevamente a penales, pero
nosotros confiábamos en quien no nos defraudaría, ya que nuevamente las
manos mágicas de Goycochea nos llevarían hacia la final.
El partido de la final lo vimos en San Pedro (Jujuy), mi abuelo paro en una estación de servicios que tenía un televisor color de un montón de pulgadas y
nos regaló la posibilidad de poder ver ese partido como nosotros queríamos.
Sentados en el bar de la estación junto a unos cuantos camioneros de paso
y aunque nos conformábamos con haber eliminado a los brasileros, ya habíamos llegado hasta acá y para coronar esta hazaña queríamos ganarle a los
alemanes, dar las vueltas olímpicas imaginarias, abrazarse con todos esos desconocidos que compartían ese partido con nosotros, porque con los años fui
comprendiendo que solo estamos todos unidos y sentimos patriotismo cuando juega la selección, después nunca más pero ese día no era la excepción,
parecíamos ser mas argentinos que nunca.
Los 90 minutos transcurrieron sin piedad alguna, un penal regalado a los alemanes, por añadidura alguna expulsión innecesaria, ellos festejando en la mitad de la cancha y los nuestros llorando tirados en el pasto, volvimos a emprender el viaje cabeza gacha, al ver nuestros rostros abatidos por la frustración
y la desilusión que nos atravesaba el alma, mi abuelo nos miraba con lastima,
pero no nos decía nada, recuerdo que puso un casette de los “Fabulosos Cadillacs” que él detestaba, pero sabia cuanto nos gustaba a mi hermano y a mí,
creo que fue un intento para sacarnos de esa situación de tristeza y tratar de
ahogarnos la melancolía por un rato, igual seguía sin decir nada, hasta que en
un momento rompió el silencio diciendo que preparemos el calentador así
tomábamos unos mates, sin concentrarme puedo hoy respirar hondo y sentir
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el olor a gas quemado que iba dejando el calentador en la cabina del Iveco,
mientras hervía el agua de esa pava manchada con hollín, y mientras volvíamos para nuestro pueblo, las constantes líneas blancas que dividen ambas
manos de la ruta parecían interminables, el viaje que habíamos hecho a la ida
no tenía nada que ver con el de la vuelta, se empañaban los vidrios y dibujábamos banderitas argentinas con el dedo que iban tapándose lentamente con
la condensación de la humedad, pero del partido no hablábamos ni una sola
palabra.
te ajeno a la transmisión de la radio, al TV blanco y negro que iba perdiendo
su señal y a nuestro festejo, fue precisamente ahí, cuando empezó para mí a
transcurrir la magia que esconde el fútbol y la familia, porque en medio de los
abrazos con mi hermano, lo vuelvo a mirar y no sé si fue por lo de Gardel, por
el gol de Argentina o si fue por nuestra alegría, pero pude ver como por debajo
de sus gruesos anteojos marrones, se le iba cayendo una lágrima.
Llegamos a destino, el lunes teníamos que volver a la escuela y la gran hazaña
también había llegado a su fin, todavía tristes por la derrota, pero este viaje,
esta anécdota, no fueron solo estas pocas palabras, sino parte de mi, parte
de las cosas lindas que me dio la vida y hoy le agradezco a mi abuelo haber
querido compartir con nosotros parte de su profesión, de su trayecto y de su
historia, para que hoy yo pueda relatarla y contárselas a mis descendientes,
además de todo esto, me quedó la magia de la que les hablé al principio y
mientras sigo escribiendo e intento terminar este cuento, voy sintiendo el pasado instalándose provisoriamente en el presente, seguir recordando, casi detalladamente, sin revolver demasiado el portal mágico de la memoria y se me
vienen esas intensas madrugadas transitando las rutas argentinas, recibiendo
a los amaneceres cebando mates, viendo como el sol va saliendo de su lecho y
seguir sorprendiéndome de los sin fines de la memoria, al ver que nunca olvidé las cosas que ya no recordaba, porque en el partido contra Brasil y mientras
Víctor H. Morales iba relatando eufóricamente el gol de Caniggia, mientras iba
diciendo:
“A 55 años de la muerte de Carlitos, vos sos Gardel, Diego. No se puede creer
lo que has inventado, lo venía diciendo Apo, una el Pájaro va a tener y la tuvo,
la pelota estallando contra la red y Caniggia pone en ventaja a la Argentina,
ahora hay que aguantar, pero el fútbol es así, Argentina 1, Brasil 0”…
En ese mismo instante, mientras Morales estiraba su relato del gol, lo miro a
mi abuelo, el seguía como siempre, sosteniendo con sus manos firmemente el
gran volante del Fiat, mantenía la misma seriedad que lo caracteriza, ceño semi
fruncido, su mirada fija hacia el horizonte concentrado en su trabajo, nosotros
festejando como dos locos el gol de Caniggia y aunque él parecía totalmen142
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La valija
Marta Susana Folabbela Bragado, Buenos Aires
Estoy en el Consulado, parado como un eslabón más de una cola que avanza
lentamente. Me pongo a analizar el motivo que hoy me trajo hasta aquí y sufrir esta espera, ya que a pesar de no ser repentina mi decisión de obtener la
ciudadanía española, nunca la gestioné y por qué justo ahora, me pregunto.
Yo creo en las casualidades que desencadenan algunos hechos. Ayer, por
ejemplo, aprovechando el feriado me apoltroné en el sillón del living con un
artículo que me recomendaron en la oficina. La lectura me atrapó por un buen
rato y cuando dejé la revista en su lugar rocé, sin proponérmelo, la valija que
se codea con el revistero. Un estremecimiento mezcla de placer y de nostalgia
recorrió mis fibras y retrocedí muchos años en el tiempo.
Fallecidos los abuelos, la casa se vendió y en el reparto de los bienes me tocó
una valija pequeña de cuero deslucido y herrajes oxidados. Con Lucía, mi mujer, la lustramos apenas para que no perdiera el aspecto original y la colocamos
en el living junto al revistero como objeto decorativo.
La tapa se levantaba. Entonces, yo cerraba los ojos imaginando que un destello
brotaría del interior producto de monedas de oro allí escondidas, mientras él
las contaba por enésima vez deleitándose con su tacto y que satisfecho finalmente volvería a poner la llave. Mi ilusión se alimentaba con los cuentos de
piratas que él mismo nos leía y en los que nunca faltaba un suculento tesoro.
Al abrir nuevamente mis ojos el abuelo ya estaba con un pie en el piso y yo a
punto de ser sorprendido.
Había olvidado mi obsesiva curiosidad infantil, pero la reflotó el hecho de recibir la valija como legado y resolví develar el misterio ni bien llegó a nuestra
casa diez años atrás. Faltaba la llave y tuve que forzar la cerradura; sentía en mi
nuca la respiración agitada de Lucía y adivinaba el nerviosismo de mis hijos.
No encontré las monedas tantas veces soñadas. En el fondo, apenas visible, había una bolsita de cuero y un papel amarillento que desdoblé cuidadosamente. Emocionado me escuché leyendo una carta de letras temblorosas escritas
a lápiz y mi voz se confundió como un eco con la de aquella madre que así se
expresaba:
“Juanillo, hijo de mi corazón, hoy partes en busca de un horizonte lejano. Tu
padre y yo tenemos la certeza de que sabrás apañarte en donde te halles, mas
si en algún momento la pesada manta de la melancolía arropara tu espíritu,
desata la bolsa y acaricia ese puñado de tierra, la misma que te vio nacer y la
que siempre te transmitirá todo nuestro amor “.
Desde chicos, mis hermanos y yo sabíamos porque nos lo dijeron con orgullo
que fue el único equipaje, cargado de vanos proyectos y de muchas lágrimas,
que acompañó al abuelo Juan cuando vino de España en su mocedad. Allá
quedaban sus afectos esperanzados en que al menos para el hijo mayor, América le brindaría la oportunidad de un futuro.
La valija permanecía apoyada a la vista de todos nosotros sobre el techo del
ropero, por lo que no era fácil ni frecuente que el abuelo la abriera. Si se daba la
ocasión, primero esperaba que los nietos estuviéramos distraídos con nuestros
juegos o comiendo en la cocina. No obstante sus recaudos, me ingeniaba para
espiarlo fascinado por llegar a descubrir el contenido celosamente guardado.
El abuelo se subía a un banquito, sacaba la llave del bolsillo y ¡¡¡abracadabra!!!
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La casa de la calle Sarmiento
Dedico este texto a mis padres Ruperto Techeiro y Silvia Lens y a mis hermanos Héctor, Domingo
Alberto, Diego Carlos y Silvia Graciela, con quienes ya no puedo compartir este recuerdo.
Todo vuelve en esta noche
Con su arco iris de estrellas
Y con su luna de sueños
Perdidos en el camino.
papá y el que tiene algunos tramos desgajados a mamá. Es un cantero muy
largo que también ofrece jacintos, calas y margaritones. Corre acompañando
un pasillo que permite el acceso a la casa por fuera, desde la calle y el garaje, y
se detiene en el depósito rojo y cuadrado del agua llovida.
Dudo al tomar por el pasillo angosto y oscuro que bordea la “pieza del medio”,
ámbito-testigo de mi nacimiento. Doblo y paso frente al baño. Sigo avanzando
y alcanzo la puerta de madera laqueada y vidrio inglés que comunica con la
cocina.
Al avanzar en mi recorrido, sin poder contenerse, corre a mi encuentro el eco
de voces y risas del pasado.
Graciela Techeiro
Elvira Beatriz Techeiro
Tandil, Buenos Aires
Atardece y me detengo en el 339 de la calle Sarmiento, sobre la vereda de
cuadritos grises. Veo el color amarillo-ocre de la persiana del garaje, las rejas
del jardín del frente y del portón de entrada. Cuando percibo el perfume de
la glicina y el aroma dulzón de los malvones, todo se remueve en mi interior.
Junto con el chirrido familiar de la puerta me introduzco, casi de incógnito, en
ese mundo quimérico de la niñez.
Subo los dos escalones de mármol blanco y a la derecha el gigante mandarinalimón se regala, como siempre, generoso a mis ojos.
Traspongo el umbral del amplio hall y compruebo que está vacía.
Sus paredes están pintadas de silencio. A un lado y al fondo las puertas dobles
de los cuatro dormitorios permanecen cerradas. Al otro, a la izquierda los tres
ventanales. El del medio está abierto y asoma el rosal de noviembre, el árbol
gordo de bolas de nieve y los dos cipreses. El más alto y erguido representa a
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Quedo detenida en medio del comedor diario. Mis ojos se deslizan lentamente
y se posan en la puerta entreabierta de la despensa, donde en la penumbra se
adivinan las dos fiambreras. A través de la ventana de la cocina, veo el lavadero
con su puerta verde cerrada y a continuación la planta de margaritas, grande
y redonda. La brocha del recuerdo comienza a fijar los objetos que no están.
Junto a la mesada de la cocina, pinta el banquito donde solía pararme para
satisfacer mis intentos en el campo de la gastronomía; la mesa grande para la
familia numerosa; la sopera enlozada blanca y azul, con algunas cachaduras,
humeante y llena de “sopa de madre”; el aparador antiguo, con mármol y espejos, de madera tallada...
Salgo al patio de ladrillos rojos y me ubico en el medio, enfrentando el camino,
también de ladrillos, que a lo largo de unos cuarenta y cinco metros me deja
ver a ambos lados, primero el territorio de mamá que es el jardín, luego el de
papá que es la quinta.
Siento el aire tibio y aspiro la fragancia de la tierra, recién regada por mamá,
y la de las lilas, rosas, jazmines y fresias. También los árboles dan un paso al
frente para saludarme: el damasco, el limonero, el granado, el nogal, los cuatro
ciruelos, la planta de pelones, los mimbres, la higuera, la tuna, el paraíso que da
sombra al gallinero y el altísimo eucalipto que plantaron el día que nací.
Transitando el caminito, paso frente al horno de barro que construyó papá,
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para cocinar los panes que él mismo amasaba y por los que perdíamos la cabeza... Me detengo justo al pie del nogal y distingo bajo su sombra el viejo
banco de madera contra su tronco y la silueta delgada y erguida de la abuela
Evarista, quien por las tardes solía sentarse allí. Nosotros, sus nietos, acostumbrábamos rodearla y escuchar su voz pausada y clara cuando nos relataba historias ancestrales donde las principales protagonistas eran su madre Lorenza
y su abuela María Canteros de Resquín, casada ésta con un General Paraguayo, Isidoro Francisco Resquín, de activa participación en la Guerra de la Triple
Alianza, dolorosa y despiadada, como todas las guerras, donde el Paraguay
quedó devastado, casi sin hombres y donde las mujeres tuvieron que cubrir un
rol masculino, porque sus hombres nunca regresaron. Ellas debieron hacerse
cargo del sustento del hogar y la educación de los hijos, a quienes debieron
guiar por el buen camino a fin de hacer de ellos hombres y mujeres de bien. A
veces se le quebraba la voz y tenía que detenerse para luego continuar con la
historia después de secar alguna lágrima.
Despierto de ese recuerdo-homenaje y llego al viejo galpón, nuestro amado
palacio de juegos infantiles. Busco en su interior, pero es inútil porque la oscuridad está avanzada. Esto me produce un poco de aprensión. O tal vez miedo.
Las voces y risas quedaron dentro de la casa. No obstante me alejo corriendo
por el pasillo del costado para que su eco no pueda alcanzarme. Cuando dejo
a mis espaldas los cipreses, unos pasos pequeñitos retumban detrás. Me hago
a un lado y la veo pasar. Es la niñita, con su delantal largo atado en la cintura, su
flequillo y sus moños grandes a cada lado de la cabeza. Corre adelante. Se para
en la punta del pasillo, gira hacia mí y dice con una sonrisa burlona:
Pasados muchos años, e impregnada de esos relatos que tienen que ver con
la fuerza de esas ejemplares mujeres de la familia, dediqué unos versos a mi
bisabuela Lorenza:
Mi ritmo cardíaco se acompasa, ajustándose a la realidad. Entonces puedo enderezarme sobre esa porción de vida.
“Paraguaya recia y valiente / en mi sangre están tus genes, / con orgullo te
rescato desde el fondo de tu estirpe: / conjunción de gestas patrias / heredadas de tu padre / con trabajo de la tierra, / cultivando tu tabaco y tus bellos
naranjales. / Cuando siento que flaqueo, / me vuelvo hacia mis ancestros, / y
hasta en sueños los visito, / pasando por Asunción, por Humaitá, / por Solari,
por Corrientes Capital… / y me detengo en el río, / frente a Paso de la Patria, /
donde veo tu casona / y tu figura en el monte, / siempre rodeada de niños. / El
día cambia por noche / cuando amenaza tormenta. / Y la ansiedad infantil / se
prende de tu vestido… / Encendiendo tus velones, / cerrando los ventanales
y puertas / con fuertes trancas, / te desplazas imponente / para pedir protección: / “Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal, / ten piedad y misericordia de
nosotros!... / Siento que nutro mi temple / cuando tomo este camino, / que me
conduce hacia ti, / y puedo reconocerme… / Me reconozco en tu voz, / me
reconozco en tu acento, / me reconozco en tu fuerza / que transciende el más
allá / y permanece en el tiempo.”
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“¿Cuándo vas a crecer?...”
Levanta un brazo a modo de saludo y desaparece.
Rápidamente el chirrido de la puerta me devuelve a la calle.
Ya es noche. Miro hacia el cielo y veo mi querido mundo con cola de barrilete,
alejarse rumbo a una estrella.
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La cueva de los “Dinosaurios”
Dedicado a mi “Tata” con todo el corazón.
La desgranadora de maíz
Carolina Brollo
Reconquista, Santa Fe
Valentina Andrea Oliva
Todo empezó una noche en que yo: Valentina Oliva a los cuatro años no podía
dormir (no por insomnio si no por puro capricho).
Mi abuela “Tata”, como yo la llamo, intentó hacerme dormir por muchos medios; pero fracasó.
Recordando que yo veía mucho la película “Dinosaurios”, con un pie levantó la
frazada de la cama formando una “cueva”.
Ella llamó a este juego: “La cueva de los dinosaurios”, ¡¡¡un juego divertidísimo
donde todo parecía verdad!!!
Incluso ella fingía convicción para que yo la tuviera, pero a veces yo terminaba
convenciéndola.
Cierto día me compró una bolsita de dinosaurios de goma ¡¡¡El realismo aumento más!!!
Luego del juego, cuando ya se me cerraban los ojos, me dormía abrazada a
ella muy feliz.
Las vacaciones de mi niñez eran tiempo de abuelos, de campo y mate cocido
con mermelada casera. Siempre compartíamos con mis primos la casa grande
del campo, donde los abuelos vivían con sus perros y gallinas.
En el campo siempre hay algo para hacer. En verano juntábamos los zapallos,
las calabacitas y maíces en la chacra. En invierno, se recolectaban las naranjas
y demás cítricos para los jugos y mermeladas que la abuela hacía para nosotros
en la vieja cocina a leña.
El momento más divertido, sin duda, era el desgranado del maíz. El abuelo
ayudaba a sacar las chalas secas, embolsándolas para el fuego de la cocina a
leña. Los más jóvenes hacíamos turnos para usar la desgranadora manual, con
su manija para hacer girar los platos dentados.
La desgranadora era un viejo armatoste de hierro, oxidado y machacado de
tanto uso, del que nadie sabía a ciencia cierta su procedencia. Era nuestro
chiche, su apariencia vieja y oscura no daba miedo. El sonido que producía al
desgranar las espigas de maíz era música para las gallinas, que merodeaban el
galpón para aprovechar cualquier grano que se hubiese escapado del cesto.
Este cesto se ubicaba por debajo de la boca inferior de la desgranadora: ahí
caían los granos y los marlos. El abuelo se encargaba de separar unos de otros
y de embolsar los últimos junto a las chalas, que también servían para la cocina
a leña.
En su parte superior estaba la boca de entrada, diagonalmente opuesta a la
salida inferior. Por allí entraban los maíces, e iban a parar a las fauces voraces
de los discos dentados, que al girar separaban el grano del marlo o mazorca.
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Hace poco pregunté qué fue de la desgranadora. Todos la recuerdan, pero
nadie sabe qué fue de ella. Cuando los abuelos murieron, el campo se vendió y
las cosas se repartieron. Quizá está en algún rincón, esperándonos para volver
a desgranar el maíz.
La historia de amor del abuelo
Horacio de la Torre
Buenos Aires
Imposible olvidar a “el buelo” como llamábamos al papá de mi mamá.
El buelo siempre fue tozudo como buen vasco y... viejo. Tuvo una calvicie demasiado precoz y eso, sumado a la barba que se dejó desde muy joven, nos
hizo creer a mis cuatro primos, a mi hermana y a mí, que había nacido viejo.
Él, coqueto, disimulaba su pelada con el viejo ardid de la gorra.
Gorra de vasco, por supuesto.
Recuerdo que se ponía furioso si alguno de nosotros, jugando distraídamente,
le cortaba sin querer el “piquito” de la gorra.
La tiraba a la basura aunque la hubiera comprado ayer. Una gorra sin piquito es
humillante para cualquier vasco que se precie.
¡¡¡Y es tan tentador retorcerlo hasta que se corte!!!
Nosotros, sus nietos, éramos seis. Luisito, el mayor, hijo de tío Andrés. Robertito,
el Noni y Ana María, del tío Nicolás y mi hermana Mabel y yo, de Enrique, el
mayor de los hijos del abuelo.
Todos los domingos se formaba la gran mesa familiar y ese día éramos los
Campanelli pero con raíces españolas.
El “buelo” y la “buela” habían sido el primer hombre y la primera mujer de su
vida para cada uno de ellos. Yo pongo las manos en el fuego por ellos y juro
que también fueron los únicos. Se amaban demasiado.
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Vivió hasta los 85 años, cosa no muy frecuente en aquellos días, pero ya para
sus ochenta había algunos cablecitos en su cerebro que no hacían contacto
muy firme y no podemos decir que la memoria haya sido su compañera de
viaje más consecuente.
No siempre lograba reconocernos por nuestros nombres. Sabía que éramos
nosotros, seguía amándonos como nos amó toda la vida, pero no sabía si yo
era Robertito, si el Noni era el Quique o si Ana María era la Mabel.
A mí me decían “el Coco”. Yo era el segundo en las edades de los seis, y era
también la oveja negra de la troupe. Era el único que fumaba a escondidas, era
el que no iba a jugar a la pelota porque prefería quedarme durmiendo y –lo
que era más odioso para el abuelo- era el más impuntual. Yo era al que siempre
había que esperarlo cuando íbamos a salir y eso lo ponía loco.
El diálogo más frecuente antes de alguna salida era:
“¿Estamos todos?”
“No. Falta el Coco.”
El buelo se reía pero yo se que en el fondo me quería comer crudo. Sin embargo, estoy seguro que era su favorito porque él también había sido un pibe
rebelde en su San Sebastián querido.
Luís, que amaba y admiraba al abuelo, lo quería imitar en todo. Hasta tal punto,
que me miraba como con asco cada vez que yo llegaba tarde y terminaba
reprochándome más que él.
El buelo había sido muy elegante en su juventud y la buela siempre decía que
esa elegancia había sido lo que la había conquistado en aquella kermese. El
momento de esa conquista era una anécdota muy comentada en las sobremesas de los aniversarios o los cumpleaños y el buelo había hecho del relato
una obra de arte literaria, que enriquecía con nuevos giros cada vez que la
repetía.
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En sus últimos años, tuvimos que oír esa historia por decenas y hasta varias
veces en un mismo día porque –como buen viejo- ya no recordaba que nos la
había contado y creía que nos estaba revelando un secreto de Estado.
Nosotros, sentados alrededor de él, no nos atrevíamos a decirle que ya la habíamos escuchado hasta el cansancio.
No porque no quisiéramos: era porque nuestras madres nos habían prometido
arrancarnos la cabeza si se lo hacíamos notar.
El buelo les daba lástima.
Nosotros, crueles como todos los niños, hubiéramos querido reírnos a carcajadas.
El buelo se sentaba siempre en el patio en un cajón de soda (que en aquellos
tiempos eran de madera pesadísima) y nosotros frente a él, donde pudiéramos: en una silla, un banquito o directamente en el suelo, hasta que un día
Mabel, que era la mas despierta de los primos, se dio cuenta que una vez que
el buelo arrancaba con el relato de su mayor conquista, no había fuerza en el
mundo capaz de hacerlo parar. Si empezaba a contar la historia, la terminaba
o... la terminaba.
Un día, se sentó frente a él y le dio manija.
-“Buelo, contame cómo conquistaste a Buela”.
El pobre Buelo, desde su cajón de soda, empezó a contar. Los ojos se le ponían
finitos, como mirando contra la llovizna.
-“Estábamos en la kermese del club del barrio y de pronto apareció en la puerta tu abuela, linda como un sol...
Mabel escuchó dos o tres minutos y despacito, despacito, se levantó. En su
lugar se sentó Robertito. El buelo siguió contando.
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Robertito se levantó a los dos minutos y yo lo reemplacé. El buelo siguió como
si nada hubiera sucedido.
Nosotros, muertos de risa.
La nona
Lucia Venturini de Frola
Santiago del Estero Me levanté en silencio y se sentó el Noni.
El buelo terminó su historia sin darse cuenta que habíamos pasado uno por
uno todos los nietos y cada uno se llevaba un pedacito de la historia.
Esa anécdota nos hizo reír varios años. Pero no burlándonos del abuelo, sino
con una sonrisa que nos salía del fondo del corazón. Esa risa era ternura en su
estado más puro.
Todo esto pasó hace casi 70 años. Fue en los años ‘40. De los protagonistas
de esos días quedo sólo yo. Buelo se fue en 1945 y mi hermana y mis cuatro
primos fueron, poco a poco, a acompañarlo allá donde esté.
No sé si en el cielo pasará el sodero. Pero si pasa, seguro que el abuelo ya
le habrá rapiñado un cajón y en alguna nube estará sentado, contándoles a
sus nietos aquella historia de amor, sin duda la única de su vida, infinitamente
adornada con nuevos condimentos (aggiornada, como se dice ahora) y esos
atorrantes quizá se estén escondiendo entre copos de nube y dejando a uno
solo cada dos o tres minutos frente a nuestro pobre viejo querido, riéndose
con sonrisas de ternura... o carcajadas, pero de amor.
Todavía recuerdo las tardes que solía ir a visitar a mi nona, era un paseo en
compañía de mi madre. Ella nos esperaba en la puerta de su casa antigua de
umbral alto, saludando a cuanto vecino pasaba y le decían “Chau Nona”, porque para el barrio era la Nona de todos, no la llamaban por el nombre. Era muy
querida y respetada. Ágil, laboriosa, hacía maravillas al crochet y a dos agujas.
¡¡¡Las veces que estrené vestiditos tejidos por ella!!! Y no les cuento los tallarines
que amasaba, tenía un oflador como de un metro y hacia unas masas inmensas. Los domingos cuando nos reuníamos a almorzar en su casa, con todos
sus hijos y nietos y preparaba los fideos con tuco, la mesa se parecía a la de los
Campanelli, una familia típica de italianos que emigró a Argentina en busca
de nuevos horizontes y aquí formó su familia. Siempre trataba de darle con los
gustos a sus nietos y malcriarlos, como es el oficio de toda abuela.
Y seguramente Luís, alcahuete incondicional del abuelo, sacando la cabeza
de entre esos algodones celestiales, mirando para atrás queriendo ver vaya a
saber que en el infinito cielo, impaciente y visiblemente malhumorado, estará
rezongando como siempre:
-“Qué cosa bárbara. ¡¡¡Este Coco siempre haciéndose esperar!!!
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La nona de mirada triste
Zulema María Biolatto
Sus ojos eran azules, como el cielo, como el mar…
Como el cielo de su querida Italia, como el mar que dejó atrás
rumbo a estas tierras, donde no encontró nada, de lo que venía a buscar…
Es más, lo perdió todo… ¡Hasta la luz para mirar!
Después de mucho tiempo entendí sus silencios, su tristeza, el no querer hablar de tiempos pasados… Por eso a su historia la armé como un rompecabezas, escuchando conversaciones “de grandes”, preguntando, imaginando,
reconstruyendo diálogos que alguna vez la nona accedió por mi insistente
requisitoria.
Hoy creo que sus vivencias, si fueran argumento de alguna novela dramática,
ésta no resultaría creíble, pues es difícil concebir que tantas desdichas le sucedan a una misma persona.
Como muchos otros, siendo sólo una niña, desde Europa emigró con su familia
huyendo de la miseria y de la guerra, buscando un futuro de paz y trabajo. Y
encontraron trabajo, y fue intenso y constante. Sin hacer diferencia de edad o
si era mujer o varón, junto a los suyos, y con mucho sacrificio, después de varios años, lograron que la tierra que estaban trabajando les perteneciera. Una
meta estaba cumplida.
Al poco tiempo, conoció entre sus “paisanos” a un buen hombre, apuesto, cariñoso, que le cautivó el corazón. Unieron sus vidas, proyectando una familia
y un futuro de progreso con amor y trabajo. En ese momento le advirtieron
que la tierra que habían conseguido con el esfuerzo de todos, de sus padres y
hermanos, le pertenecía sólo a los varones (según una costumbre de la época)
de manera que junto a su esposo debían buscar otros horizontes.
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Así lo hicieron y de nuevo, volver a empezar… trabajar para otros, arrendar,
lidiar con el clima, las plagas, la escasez de recursos, el dinero que no alcanzaba… mientras iban llegando los hijos. Fueron cuatro, tres mujeres y un varón,
trayendo la alegría propia del amor y la esperanza de que entre tantos brazos
pudieran progresar. Cuando los pequeños todavía no tenían edad para colaborar con el trabajo, su amado esposo se enferma y a pesar de que le indican
un tratamiento costoso y difícil, fallece, quedando sola con sus niños, tenía 28
años.
Se sucedieron años de muchas penurias y necesidades, trabajando en lo que
podían, cuando los hijos fueron creciendo también hacían su aporte, vivían
con lo poco que lograban y la ayuda que algunos familiares les brindaban.
Tiempo después y con una diferencia de dos o tres años, mueren dos de sus
hijos, el varón y una de las mujeres, sumiendo a la nona en una nueva e inmensa tristeza. A partir de allí no encontraba resignación y para ella no había
ya esperanzas ni alegrías, ni aun cuando sus otras hijas formaron sus familias y
querían compartir con ella la dicha de los nietos que fuimos llegando. Su dolor
era demasiado, sus fuerzas flaqueaban y otras penas se le sumarían a su desgraciada vida. Un proceso de cataratas mal tratadas le produce una ceguera
permanente y otra de sus hijas, mi madre, muere a los 37 años al dar a luz…
¿qué más le podía pasar a la nona?
Viví varios años junto a ella, casi no recuerdo su sonrisa, era de poco hablar
y sólo después de una tenaz insistencia nos contaba algo de su pasado, de
su niñez… a veces mezclando recuerdos e idiomas… y rememorando algún
cuento o alguna canción de su lejana Italia, de su querido Piamonte, algo así
nos decía:
“Top, top, top, porta si el nas que le pa to” (era parte de un cuento en el que un
perro le mordía la nariz a un linyera).
O, “Dalin dalan, le mort e´l can, ´l can buchín, chamaba juanin, juanin cutel,
taiele la pel, la pel d´l gall…” (canción que su nona le cantaba a ella para hacerla
dormir).
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Cómo quisiera nona, que fuera posible revertir tu historia, que pudieras haber
sido, aunque no sea totalmente feliz, sí menos desdichada.
Por eso a la nona hoy la recuerdo:
fija la mirada, ensimismada y triste,
queriendo el tiempo volver atrás
Cuando desde Génova partió un día
hacia “la América” buscando paz…
Hoy siendo abuela, de siete alegres y bulliciosos jóvenes, doy gracias a la vida
por permitirme disfrutar de ellos, de compartir secretos, complicidades, viajes,
juegos y algunas tristezas, de aprender las complicaciones de la tecnología,
de aceptar sus “cargadas” por mi sordera o lentitud, de estar a su lado cuando me necesitan, prepararles el postre o la comida que les gusta, ayudarles a
encontrar el material que deben llevar a la escuela, tomarles alguna lección,
“reforzarles el presupuesto que le asignan sus padres”, invitarlos al cine… pero
por sobre todo, con sus amorosas presencias aliviar la nostalgia y la añoranza
de quienes ya no están.
Las enseñanzas del abuelo
Matías Javier Zacchi
Buenos Aires
Érase una vez en Buenos Aires, allá por el año 1947, cuando Argentina era una
tierra de paz a la que llegaban extranjeros de todas partes del mundo. Los
inmigrantes venían en su mayoría a instalarse en estas tierras con sus familias,
a buscar trabajo y a empezar una nueva vida dejando sus antiguas vidas allá
en Europa. Italianos, polacos, austriacos, alemanes, españoles, franceses, rusos,
ucranianos, griegos, todos dejaban sus problemas en sus nativos países para
venir a una nueva tierra llamada Argentina. País que recibió a tantos extranjeros con simpatía.
Hablaremos aquí de una familia en particular: los Zuculini. Eran provenientes
del sur de Italia, de la región de Sicilia. Antes de que venga toda la familia entera, había venido el abuelo Mario, que era el jefe de la familia en ese entonces.
Vino en barco y arribó al famoso puerto del Río de la Plata. Contempló el
pintoresco barrio de La Boca con sus casas llenas de inmigrantes, respiró el
suave aroma que emanan los árboles, las plantas y las flores de las plazas y los
parques porteños. Cuando vio que muchos italianos ya se habían instalado,
no cómodamente al principio, porque para conseguir prosperidad y felicidad
primero tenían que trabajar con mucho esfuerzo y sacrificio, supo con certeza
y tranquilidad, que podría empezar con su familia una nueva etapa en este país
tan amable y benévolo para con los llegados de tierras extranjeras.
Mario anduvo caminando por el centro porteño y preguntó en muchos locales
y negocios si había algún puesto para él y sus hijos. Sabía mucho de pintura ya
que había heredado de su padre el oficio de pintor. Se enteró que muchas oficinas necesitaban remodelar y refaccionar sus instalaciones, enseguida supo
que como pintor podría llegar a progresar económicamente en la capital porteña. Buscó algún lugar donde vivir y consiguió que un diarero le alquilara un
departamento que poseía en Palermo. Entonces, una vez que hubo asentado
todas las posibilidades, envió una carta a sus familiares comunicándoles que ya
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tenía sus esperanzas puestas en esta tierra y les ordenó que compraran pasajes
en barco para venirse cuanto antes.
Toda la familia Zuculini arribó allá en diciembre de 1947, pudieron gozar así de
las fiestas navideñas con mucha fe y esperanza. Eran 14 integrantes, tres hijos
de Mario con sus mujeres e hijos, más Irma, la abuela. Uno de los tres hermanos, Juan, pudo conseguir un trabajo temporario como pintor en la cancha
de Argentinos Juniors. Otro que se llamaba Pablo, al ser muy católico y concurrente a las parroquias, fue llamado por la Iglesia para pintar las iglesias de
todo Buenos Aires. El último hermano, Pedro, trabajaba junto a su padre Mario
pintando oficinas de los bancos del centro porteño.
Toda la familia disfrutaba del buen presente, los chicos iban al colegio, las mujeres cocinaban, planchaban y cuidaban a sus hijos.
Matías, uno de los hijos de Pedro había tenido un problema de audición al
nacer y debido a ese problema no era admitido en los colegios. Entonces se
pasaba todo el día en su casa, en la plaza, en la vereda jugando a la pelota.
Tenía unos siete años y ansiaba poder conocer a nuevos amigos en el barrio.
Sus padres y tíos estaban angustiados por el hecho de que todos los primos de
Matías podían ir al colegio menos él. El que más se lamentaba de este hecho
era su abuelo Mario, quien lo adoraba y trataba de animarlo constantemente
con historias. Éste hecho familiar fue el único inconveniente en medio de tanta
dicha.
Resulta que un día, estando Mario y Pedro pintando en oficinas pertenecientes
al Banco Francés, sucedió un hecho que lamentaría toda la familia. Mario se encontraba en lo alto de una escalera pintando una pared lateral. Se encontraba
pensando en su querido nieto Matías. Al estar tan ensimismado en sus pensamientos, no vio que el cordón que unía la escalera se había roto. Entonces en
un momento sobrevino la desgracia. La escalera se cayó de costado al no poder soportar tanto peso sin que un cordón mantuviera la escalera firme. Mario
únicamente pudo apoyar sus manos para no golpearse la cara contra el suelo.
A raíz de esta caída se fracturó la muñeca debido al mal aterrizaje que hizo al
caerse. Sólo sufrió una fractura y todo el resto del cuerpo quedo ileso. Pero se
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vio impedido a trabajar ya que tuvieron que enyesarle el brazo y la muñeca. Entonces no tuvo otra opción que hacer reposo en la casa, viéndose así imposibilitado de trabajar, se sintió frustrado pero a la vez sintió también una pequeña
alegría, que fue aumentando con el correr de los días, por tener la oportunidad
de poder estar junto a su nieto y así poder transmitirle sus enseñanzas.
El único que fue feliz en toda la familia con este revés fue Matías, ya que tuvo
la posibilidad de poder compartir muchos momentos con su abuelo. Al estar
todo el día en la casa, Mario también gozó de la compañía de su nieto preferido. Le enseñó diversos juegos de mesa como el juego de cartas, el ajedrez
y las damas. En donde sobresalían ambos era en el juego de cartas llamado
Chinchón, aunque en algunos momentos ambos intentaban hacer trampa
para ganar.
Matías se sentía dichoso de estar junto a su abuelo en las mañanas tomando
mate y estando sentados en la vereda a la luz del sol resplandeciente. Su abuelo trataba de inculcarle el amor por la lectura, le pidió que leyera “La cabaña
del tío Tom”. Este libro fue el que hizo que Matías luego fuera un gran lector de
historias, cuentos y novelas. Le decía que los conocimientos y la sabiduría, además de adquirirse con las experiencias de la vida, se podía alcanzar mediante
los libros que hubiesen escrito sabios y escritores de diversas épocas como
Homero, Platón, San Agustín, León Tolstoi, Víctor Hugo, Alejandro Dumas.
Así fue como el abuelo se convirtió en una especie de instructor de Matías.
Era el educador de su nieto. Le enseñaba los valores que había que tener en la
vida, la actitud que se debía tomar frente a diferentes situaciones, la calma que
uno debía tener ante diversos problemas, el respeto que debía tener con los
mayores, el amor que debía brindarle a la naturaleza, la bondad que todo lo
cura, la solidaridad que hace crecer las relaciones entre primos y amigos. Matías se sentía dichoso de tener a un maestro y que éste fuese su sabio abuelo.
Juntos leían en silencio en el patio bajo la sombra de la parra, jugaban en las
tardes con todos los demás nietos a las cartas, a la mañana viajaban en tren
para disfrutar del paisaje, caminaban por las tarde en la plaza viendo a los ruiseñores que cantaban. Esta relación de abuelo-nieto fue una inmensa alegría
para los padres de Matías ya que al sentir la frustración de no poder enviarlo
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al colegio, pudieron disfrutar de que a pesar de eso, la inteligencia de su hijo
crecía a grandes pasos y con el tiempo se demostró que era mucho más inteligente que sus hermanos y primos.
Esto fue así por el gran amor que sentía Matías por la literatura. Aprendió mucho con los libros que su abuelo iba a buscar a la biblioteca pública del barrio.
dos los chicos.
Matías fue un excelente alumno del colegio gracias a las enseñanzas que le
transmitió su querido abuelo durante la corta estadía en la que tuvo que descansar y reposar en su casa. Toda la familia Zuculini quedó asombrada por este
hecho y todos juntos admiraron la hermosa relación que se había formado
entre el abuelo Mario y su nieto Matías.
Cuando el abuelo Mario se recuperó de la fractura de su muñeca volvió a trabajar pintando junto a su hijo Pedro, no sin haber sentido una honda aflicción
por no poder seguir compartiendo intensos momentos con Matías. Matías
también sintió tristeza al ver que su abuelo tenía que volver a trabajar pero
no dejó que la angustia lo dominara. Estaba contento por haber aprendido
muchas cosas con su abuelo. Se quedaba leyendo toda la mañana y a la tarde
esperaba ansioso el regreso de su abuelo para ir corriendo a abrazarlo, luego
jugar a las cartas. En la cena le contaba sobre lo que había leído y sobre la lección o enseñanza que le dio aquel libro leído.
Un accidente de trabajo fue el motivo para que la relación entre el abuelo y el
nieto creciera hasta ser una íntima amistad y una especie de relación maestro –
discípulo, ya que el abuelo le enseñó los valores que uno debe tener en la vida.
En unos pocos años, los padres de Matías consideraron la posibilidad de volver
con el intento de enviar a su hijo al colegio público del barrio en el que vivían.
Los directores de dicho colegio estudiaron la posibilidad concediéndoles una
entrevista que le hicieron a Matías. Al ver y sorprenderse de que su inteligencia
superaba en demasía a otros alumnos, inmediatamente lo inscribieron. No se
arrepintieron de haberlo anotado ya que en el siguiente año Matías obtuvo
el mejor promedio de su clase y fue abanderado. Ésta fue una lección para el
director del colegio ya que unos años antes habían rechazado a Matías cuando
se presentaron sus padres para inscribirlo.
Se demostró en esta ocasión que hay que tener respeto hacia todo ser humano, no importa su condición de vida o el problema que tenga. Si hay respeto
mutuo entre todos los individuos de una sociedad, entonces podremos convivir verdaderamente como una sociedad de paz, honor, dignidad y libertad.
Matías con sus notas demostró que tiene el derecho a la educación como to164
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Lazo de generaciones
“¿Podrida…?”, dice don Aquiles con esa sonrisa que le ilumina más los ojos
que la boca. “Vení, sentate y tomate unos verdes. ¿Querés tortitas? Las hizo tu
madrina.”
Rosa Pereyra
Villa Nueva. Guaymallén, Mendoza
Dany llega a su casa con el estilo habitual de tromba joven. Viene cantando en
pésimo inglés, pero con toda el alma, una canción de Johnny Bradley.
La cordialidad del viejo desarma el berrinche del muchacho. La tonada ha
terminado. Don Aquiles mira con divertida tolerancia la facha de su sobrino
ahijado: pelo a lo pirincho, con mucho gel; aritos en las orejas; tatuajes, pantalón desteñido y roto; chaleco negro con grandes dibujos e inscripciones en
inglés… otra generación, tan distinta de la suya…
¡¡¡Qué grande, lo máximo!!! Piensa mientras tira sus libros de cualquier manera
sobre una mesa. “Eso es música”, se dice. Cuando cumpla dieciocho, decide en
la impaciencia de sus quince, irá a New York, a vivir la verdadera vida, cerca de
sus ídolos, lejos de este país sin futuro para sus ambiciones, lejos de esta familia
de pobretes.
“¿Así que no te gusta la tonada preferida de tu abuelo. Nunca te contó por qué
la escuchamos una y otra vez, tanto él como yo…?”
No, no es que él no quiera a los abuelos con quienes vive, pero, ¡¡¡son tan atrasados, tan ignorantes!!! No comprenden las necesidades de un muchacho
como él, conectado a la onda del mundo actual, sumergido en la era tecnológica. Ellos se quedaron en la mitad del siglo XX ¿Cuándo se darán cuenta que
hace años hemos pasado la primera década del XXI?
“Nuestra familia vivía en Alto Hermoso, en el campo, con huertas y pastoreos.
Aunque pobres, en el lugar siempre estábamos alegres. Farras y bailes duraban
días y días. Tu abuelo, tu tío Sebastián y yo éramos músicos de canto y guitarras, infaltables para animar fiestas… “
Ya en su cuarto, pone música. Anthony Smith, lo mejor del planeta y sus alrededores. ¡¡¡Que voz… Que percusión…Que guitarras… Es recopante!!! Y levanta el volumen. Los balidos del yanqui atruenan y suscitan la protesta del
abuelo Gervasio.
“Dany, bajá esa porquería…”
Dany, indignado, apaga la música y sale. Va a desahogar su bronca en lo de Ferny, su primo y amigo del alma, en cuya casa entra sin llamar. En la cocina don
Aquiles, hermano de don Gervasio y abuelo de Ferny, matea solo, mientras una
guitarra desgrana el lamento de una vieja tonada. “¡¡¡Vos también, padrino!!!”
Estalla la frustración del chico. “¿El abuelo no tiene otra música que esa tonada
podrida?”
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Dany no tiene mucho entusiasmo por las historias, pero quiere mucho a su
padrino y se arma de paciencia para escucharlo.
Pausa. El, hombre chupa el mate, sonríe ante el recuerdo y continúa en voz
baja:
“Pero aquel año fue fatal. En enero, una rodada de caballo mató a mi padre.
Ya arrastrábamos tres años de sequía cuando, en febrero, una manga de langostas acabó con lo poco verde que quedaba. En mayo, murió una hermana
y enfermaron las dos que cuidaban de mi madre. Las nevadas acentuaron los
fríos y las muchachas se agravaron a pesar de curanderas y remedios.
El silencio sume a don Aquiles en remembranzas amargas. Dos lágrimas calladas corren por sus arrugadas mejillas. Dany, conmovido, devuelve el mate, sin
palabras.
“La sed había matado al ganado y secado pastos y cultivos. En septiembre murió Cholita, la hermanita menor y en diciembre María, la mayor. No había nada
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qué hacer. Escasez y desgracia nos cercaban. Ninguna esperanza quedaba allí.
Debíamos emigrar hacia lugares más propicios, como ya lo habían hecho la
mayor parte de los hombres, corridos por la necesidad y la pobreza. El muchacho, que ha oído hablar de ese éxodo sin darle importancia, comprende ahora
a este anciano, a su abuelo, a su tío Sebastián y su acendrada melancolía.
“Sí… -hondo pesar tiñe la respuesta-… Volvimos a dar sepultura a nuestra madre que había vivido sus últimos años con unos parientes. De la casa paterna
sólo encontramos ruinas. Nuestros amigos ya no estaban. Como ves, de aquel
dichoso tiempo nos ha quedado, nada más, la Tonada de la Despedida, por
eso, a veces, tu abuelo y yo…”
“No podría describirte la tristeza de esa época. Los tres hermanos, juntos, vinimos en busca de trabajo pero, antes de encontrarlo, pasamos hambres y
penurias terribles, sin casa, sin amigos, sin familia…Con el paso del tiempo y
tras muchos sufrimientos, con el favor de Dios progresamos y fundamos aquí
nuestros hogares, tan lejos del pago natal…”
La voz de don Aquiles es un murmullo, pero la sonrisa vuelve a iluminarle el
rostro al recibir el mate de manos del muchacho.
Hundido en sus recuerdos, don Aquiles calla hasta que Dany se atreve a preguntar:
“Gracias, padrino”. La voz de Dany ha enronquecido. Ambos saben que no es
el mate solamente lo que agradece, si no aquella lección de historia y vida
familiar que acaba de recibir y que despierta impensadas raíces en sus sentimientos.
“Pero, padrino, ¿y la tonada…?”
El hombre vuelve de su abstracción, ceba otro mate para su ahijado y responde.
“Ah, sí, la tonada. Pues, era costumbre en el pueblo que, cuando un hombre
se iba del lugar, los amigos le hacían una despedida en la que se lloraba “sin
taparse la cara” y era ley cantar esa tonada que tanto desprecias…”
Y con voz muy queda pero afinada, canta los viejos versos:
No llores madre querida,
no llores ni sientas pena,
que a tu hijo lo van llevando
a rodar tierras ajenas…
Un nuevo silencio se apodera de la cocina, punteado por el mate y las memorias.
“¿Y no volvieron nunca a Alto Hermoso?” La pregunta de Dany tiene ahora un
interés nuevo, humilde, sentido.
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Legado. El recao de Anselmo
Con dieciséis años estaba exultante, su pingo estrenaba pilchas.
Raul Micucci
Aunque llamar estrenar, al conjunto de prendas usadas, con las que formaba el
recado, parecía por lo menos, demasiado optimista.
Mercedes, Buenos Aires
-Abuelo…la maestra está locaEl abuelo se esforzó para sofocar una sonrisa, que pareciera avalar tal afirmación.
Miró a su nieto Gastón, ocho años, la picardía e inteligencia escapando de sus
ojos.
-Viste lo que dijo Gastón, que la maestra está loca- recalca Dana, diablo hermosamente rubio de cuatro años, siempre dispuesta a resaltar los errores de
su hermano.
Un trozo de cobija sobre el lomo del animal, luego los bastos, que denunciaban un pasado de luchas y montoneras, vueltos a rellenar con paja seca, la
cincha bien zobada, se la había dado su padre, junto con el par de estribos de
hierro, después el cojinillo de cuero de oveja negra curtido por su madre.
Se dejó llevar por el galope manso.
La mañana primaveral hacía reverdecer el campo y los cardos.
La suavidad de andar con recado lo alegró, acostumbrado como estaba a
montar en pelo.
Se afirmó en los estribos, notando la diferencia, con estribar entre los dedos,
como de costumbre lo hacía.
-A ver, decime ¿por qué te parece que la maestra está loca?-.
-Claro, nos dijo que como tarea en el hogar, llevemos una historia sobre indios y gauchos ocurrida acá en Rawson- y concluye diciendo- ¿acá en Rawson
hubo indios?-.
El abuelo acarició las dos cabezas, a la vez que les decía – traigan las bicicletas
que voy a mostrarles algo, que puede responder eso-.
Tomaron el viejo camino a Tres Sargentos, donde este se despide de las últimas
casas bordeando la feria de animales, para internarse en los campos, encausado por los viejos alambrados.
Allí, al inicio del trazado, se detuvieron y el abuelo señalando una extraña cruz,
con el hierro trasversal más largo de lo común, les dijo- miren esa cruz-.
Anselmo se hamacaba suavemente al compás del galope corto de su zaino.
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Para ello, antes, cruzaba una lonja de cuero terminada en un nudo en cada
extremo, sobre el cogote del animal, esos nudos se colocaban entre los dedos
de los pies, sirviendo de apoyo al jinete.
De pronto se dio cuenta que se había alejado demasiado del pequeño grupo
de ranchos que formaban el poblado en ciernes.
Muchas veces le habían recomendado que no se alejara solo, se habían visto
algunos indios de lanza, en las cercanías.
Recordó también que, en rueda de mates, se contaba, que allí cerca, uno de los
tantos ejércitos que pasara por el viejo camino de carretas, dejó abandonado
un cañón semienterrado, al costado de la laguna.
Qué mejor ocasión para verlo de cerca, que llegarse hasta él, estrenando recado.
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Afirmado en los estribos enfiló para el lugar.
Bajo la ensoñación de sentirse hombre completo, espiaba la sombra que galopaba con él.
En su figura ya se delataba la mezcla de razas, entre indios y blancos pobres,
que daban lugar al gaucho, aún en conflicto entre sí.
El pelo largo y revuelto, sujeto por un tiento de cuero, a la manera de una vincha, cruzándole la frente
Cuando lo vio, el aullido espantó los teros, se enhorquetó sobre el lomo del
pingo y junto al otro, se le vinieron enarbolando las chuzas.
Anselmo no dudó, de un tirón de las riendas sofrenó al zaino, con el mismo
movimiento lo hizo girar sobre las patas traseras.
El animal respondió al instante y enfiló para el rancherío, que a él, se le antojó
perdido en el horizonte.
Se afirmó en los estribos acompañando la carrera del animal.
Viejo pañuelo sobre la garganta, una especie de camisa sin cuello en el torso,
el chiripá, un poncho sujeto a la cintura y un par de botas de potro, hechas con
las patas delanteras del animal, sobadas y curtidas, con los dedos de los pies
al descubierto.
Este parecía saber el peligro que corría su dueño.
Se inclinó sobre el cogote del zaino y vio como la sombra lo imitaba, envalentonado hizo unos movimientos extraños, que esta copiaba a la perfección.
No obstante los indios acortaban poco a poco la distancia.
El caballo percibió el peligro antes que él, paró las orejas, bufó acompañando
el sonido con un cabezazo que casi le arranca las riendas de la mano.
El estremecimiento del animal, le fue transmitido directamente al cuerpo.
El gaucho por joven que fuera, formaba una entidad de dos partes con él.
Elegía el camino más corto, sorteaba los cardos mas grandes con un suave
desvío, los matorrales de espinas los saltaba con facilidad.
Era increíble cómo se habían adaptado al uso del caballo, en el escaso tiempo
en el que la historia los unió.
Uno de los indios podía pasar por un gaucho pobre, usaba pilchas encimadas,
sin ningún orden, fruto seguro, de malones y rapiñas.
El otro solo tenía puesto un taparrabos, el cuerpo relucía engrasado bajo la luz
del sol.
Levantó la cabeza para mirar alrededor.
El rancio olor a grasa de potro con que los indios se untaban el cuerpo para
protegerse, le llegó antes del alarido.
Alcanzó a ver, cerca de una loma, a dos pampas.
Uno de ellos estaba parado sobre el anca del animal, apoyado en la tacuara
emplumada, terminada en una hoja acerada.
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La lanza en la diestra, con la otra mano sujetaba las riendas del “bocado”, una
lonja de cuero fina, sujeta a la boca del animal con un nudo en lugar de la
“barbada”.
Pero no necesitaba dirigirlo con las riendas, lo hacía con las piernas y las inclinaciones del cuerpo.
Anselmo notó que el rancherío se agrandaba ante sus ojos, incluso creyó ver
movimiento de hombres y animales.
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Azuzó al zaino pidiéndole un último esfuerzo y quizás viviría para agradecerle.
Una brasa incandescente lo golpeó ferozmente por la espalda, se le escaparon
las riendas de la mano.
Si pasan por Rawson, partido de Chacabuco en la provincia de Buenos Aires,
en el antiguo camino a Tres Sargentos, hay una cruz de hierro, que casi nadie
sabe por qué está allí, más adelante se encuentra la estancia “El Cañón”, pero
esta, todos saben por qué se llama así.
Por un instante pensó, qué tonto dejar caer las riendas, luego extrañamente
la tierra se levantó y vino violentamente a su encuentro, sintió el aroma de los
pastos junto a su nariz, el sabor dulzón de la sangre le llenó la boca y solo atinó
a pensar que no volvería a usar el recado.
No sintió nada cuando, con un alarido triunfal, el indio le sacó la lanza de la
espalda, pensando que le hacía pagar a un blanco, por las desdichas que estos
traían a los suyos.
-Abuelo, ¿qué pasa con la cruz?-.
La voz del nieto lo sacó del letargo, recordó que una vez, siendo niño, la abuela
Modesta, mezcla de indios y gauchos, le contó la historia familiar.
Le pareció verla sentada en una silla baja, de paja, mientras se calentaba el
mate cocido, sobre el bracero, contándole la muerte del “finadito Anselmo”, un
tío abuelo de ella, ultimado por los indios.
Como un legado, su final, se contaba de abuelos a nietos, pues era necesaria
la paciencia de un abuelo y la avidez de un nieto, para que nunca se olvidara.
En el lugar de su muerte, los vecinos colocaron una extraña cruz de hierro sin
ninguna inscripción.
Al concluir la historia, los ojos de Gastón, brillaban por el asombro y la alegría,
de tener un familiar lejano, al que habían matado los pampas, allí estaba asegurado el recuerdo del hecho, pensó el abuelo, el legado estaba cumplido,
como una lección extra, aprovechando el interés del nieto, acotó, -¿Viste que
la maestra no estaba loca?-.
Dana, más pragmática, mujer al fin, preguntó: -Abuelo, ¿qué es un “recau”?.
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Lo amaba tanto
Abuelo, recogió a Rafael de la calle, le ofreció trabajo, un lugar para dormir, no
hablaba; no porque no pudiera, no quería, hasta hoy me intriga, ese ser humano que vivió en mi familia varios años más, después que muriera el abuelo.
Amelia Ester Landa
Paraje Entre Ríos, Lago Puelo, Chubut
Con un gesto, le mostraba al abuelo donde estaba yo, partiendo los tres a la
cocina donde mamá esperaba, nos servía el desayuno.
Mi abuelo fue mi primer compañero de andanzas; yo, su tesoro. No tenía otra
nieta, mis primos eran mayores y los que nacieron después también fueron
varones...
Mientras mi abuelo le decía a Rafael lo que debía hacer en la viña, me dedicaba
a observar, sin hacer ruido para que no me sacaran de ahí y no perderme el
asombro de ver comer a este hombre un par de huevos fritos, pan caliente,
un vaso de vino tinto, hasta ahí nada raro; solo que comía el huevo de afuera
hacia dentro.
Él decía que los varones eran revoltosos, que le rompían las cosas o le perdían
las herramientas entre las melgas de los parrales.
Sin embargo, aprendí de él, las cosas de varones; subir a los árboles, cortar las
campanitas de los primeros racimos de uva, descubrir los nidos de gorriones.
Qué alegría cuando, desde mi estatura de tres añitos, le mostraba uno, él se
hacia el desentendido, que no lo veía y me alzaba sobre su hombro, para que
yo descubriera los huevitos y ocasionalmente a los pichones que abrían sus
picos, esperando la comida que sus padres les colocaban dentro.
Era pícaro el abuelo, con esa picardía sana, sus ojos celestes se achicaban de la
risa, reía para sí, me besaba las mejillas, yo hundía mis ojos castaños en los suyos, hasta que el cielo mismo penetraba por mis pupilas, ese cielo sanjuanino,
tan azul, tan nuestro.
Que ternura, cuando le revolvía su cabello rubio, entrecano, hasta despeinarlo.
Entonces él se hacia el enojado, se arreglaba el pelo, me depositaba en el suelo, se ponía su sombrero y me mandaba a casa, momento que aprovechaba
yo para ir a la higuera, donde tenía mi casita en su copa enorme, el tronco
estaba inclinado, lo que hacía muy fácil para mi trepar por él y pasar horas en
la soledad de cuento encantado, donde era la princesa.
La voz del abuelo buscándome, despertaba mi ensueño, volvía a la realidad,
dejaba que me buscara, la frondosa higuera no le dejaba verme, pero aparecía
Rafael, otro milagro de mi abuelo, otra persona que me fascinaba.
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Rafael, vestía siempre pantalón, camisa blanca y saco; igual que mi abuelo, usaba sombrero, era alto, de facciones varoniles que, sospecho, habrá seducido a
varias mujeres. Era evidente que había pertenecido a una familia adinerada, lo
confirmé años después. Era pulcro, utilizaba los cubiertos en forma más que
correcta. Eso lo sabía yo, que estaba en el proceso en que mi madre me enseñaba como utilizar y para que cada utensilio.
Imagino que Rafael era parte de esos secretos de familia celosamente guardados.
Con el abuelo solíamos ir a la Plaza de Trinidad, a escuchar a la Banda de Policía
tocar valses y otras músicas, me llevaba, se regodeaba con sus amigos españoles como él, de su pequeña nieta, vestida para la ocasión, con vestido de
organza , enagua almidonada, zoquetes blancos y zapatos de charol, el mejor
lazo en el cabello, con rulos que mamá hacía con una suerte de tijeras que
calentaba en el fogón de la cocina, torturando ya desde pequeña, a la mujer
que sería después, que se sigue torturando en la peluquería, con la buclera y
la planchita.
Lo que más disfrutaba del día domingo, era ese momento especial con el
abuelo, solos los dos, me acomodaba en el césped, cuidando que mi vestido quedara primorosamente expuesto, me decía: “No se mueva de aquí” y se
alejaba un par de metros, mirando atentamente hacia donde yo estaba, igual
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nunca me movía de allí, ya que era mi mundo nocturno, ese mundo que me
era vedado, ese día domingo era mío, podía estar ratos enteros con la mirada
fija en el foco de la plaza, recuerdo que trascendía sobre mí, acercándome
cada vez más a la farola, subiendo cada vez más alto hasta mezclarme con esa
luz y más alto, hasta ver el techo de la kermese, la banda con sus uniformes
impecables, las copas de los árboles, más alto, las palmeras con sus dátiles, de
pronto me atrapaba la negrura de la noche, las estrellas titilantes estaban cada
vez más cerca, pero ya estaba descendiendo rápidamente, con mariposas en
el estómago, la suave voz del abuelo que me observaba entre sorprendido y
asustado, diciéndome en su castellano de Castilla:
“Niña, hace rato que le estoy hablando. ¿Qué le pasa? ¿Está cansada?”
A lo que respondía azorada, por haberme ido tan alto, tan lejos:
“No abuelito, estoy bien.”
Abuelo reía dulcemente, me alcanzaba una botellita de naranjada y una manzana caramelizada, que yo recibía un poquito enojada porque esta vez no
pude ir más lejos, ese era mi secreto, el preguntaba:
“¿Por qué ese pucherito?”
Sentía fuego en las mejillas, como siempre que algo me toma por sorpresa.
Me atrapaba la música, mientras abuelo reía con sus amigos de algún chiste
que no estaba a mi alcance. Igual pronto me entretenía con los bellos vestidos de las señoras y de las niñas mayores que yo, que si tenían permiso para
caminar por las veredas de la plaza, tomadas del brazo de tres o cuatro amigas
riendo y paseando, vigiladas por las miradas de padres o hermanos mayores.
Veía muchas madres que recorrían la plaza con sus hijos, me daba cuenta que
mi mamá no podía ir porque tenía la panza muy grande, no le entraba su vestido de salir, algunas veces me preguntaba alguna tía o primo: “¿Estas contenta
con el hermanito?”, pero no me preocupaba eso del hermanito. Todavía seguía
siendo la nena mimada.
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Mi abuelo disfrutaba de la vida como si fuera el ultimo día, hasta que un día,
no me llevó más a la plaza, el doctor Cantoni, médico famoso de esa época, lo
supe años más tarde, estaba estudiando una cura contra el cáncer y visitaba al
abuelo de vez en cuando. Al no ver al abuelo en cama, no me di cuenta nunca
que podría estar enfermo.
Lo disfruté hasta el último día de su vida, me enseñó que la alegría era la más
importante. Nunca supe si creía en Dios y sabía que había venido de España,
durante el gobierno de Franco.
Viví a su lado, los dos últimos años de su vida, los dos años más bellos y ricos en
sabiduría que ser humano me pudo regalar, amor y respeto por la naturaleza,
Una noche, cruzando el patio, vi una luz que “caminaba sola” por los parrales,
me asusté tanto que corrí a esconderme tras la pollera de mi madre. Mi curiosidad fue más grande que el miedo y fui hasta donde estaba la luz, que no
era otra cosa que la lámpara de mi abuelo; era noche de riego y soltaron el
agua, mamá entretenida en preparar la comida, no se dio cuenta que yo había
desaparecido literalmente de casa, lo que no sabía era que estaba metida en
el barro, más bien hundida, sin poder avanzar, abuelo riéndose a carcajadas,
alumbrando con la lámpara, claro, el tenia botas, los pantalones metidos por
dentro, yo solo zapatos con medias, que al levantarme en sus brazos, uno de
ellos quedó en el barro, así en ese momento aprendí que se puede salir de
toda situación difícil, que siempre habría alguien más grandes que yo protegiéndome.
Después me tuvo que salvar del enojo de mi madre, que al encontrarme sana
y salva, en ese estado no sabía si reír o llorar. Luego de bañarme me hizo prometerle que nunca más iría tras el abuelo, de noche y cuando tocaba el turno
de riego.
Otro día de viento Zonda, caliente, abuelo había puesto la escalera en el tronco
del níspero, fue a buscar una herramientas al galpón, como tardaba en volver,
comencé a trepar por la escalera, mi cabello pegado a la frente traspirada, la
tierra que levantaba el fuerte viento, no me dejaban ver bien, en mi juego estaba en un barco, la escalera que se movía peligrosamente, mientras yo subía
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hasta el palo mayor del barco, como había visto en el cine. Era la siesta, por supuesto me había escapado del lado de mi madre, que dormía profundamente,
parte por el calor parte por el cansancio. Rafael fue el primero que me vio, mi
abuelo después, no recuerdo haberlo visto nunca enojado, su cara me asustó;
llegaron justo para sujetar la escalera, palo mayor de mi barco, evitando que
me pasara vaya a saber qué, cuando una rama del níspero cayó sobre nosotros,
abuelo me levantó de un brazo, me metió en la bañera, soltó el agua, llamó a
mamá. No entendí que discutían, si yo estaba bien. Solo las olas del mar, habían destruido mi barco.
Al abuelo no lo vi por dos días, el Zonda había destruido algunas casas, tirado
grandes árboles, estábamos sin luz, todos me miraban como si yo tuviese la
culpa
Al otro día, solo me hablaban las rojas baldosas de la galería y mi perro Copito, me acerqué a la cocina, mis padres estaban conversando. “Vaya a jugar
afuera, al patio”, dijo mamá y obediente fui a sentarme bajo el jazmín del país,
preferido de mi abuelo, el perfume era dulce, penetrante. Entretenida, no vi al
abuelo que venía con un paquete bajo el brazo, depositó el regalo en mi falda,
yo levanté la vista, vi su sonrisa, los celestes ojos que tanto amaba, escuché su
voz: “Niña, menudo lío armaste, tu madre enojada, tu padre que dice que te
malcrío y tu ahí sentada cogiendo las flores del piso, ven vamos a buscar nidos”.
Me beso una lágrima que amenazaba caer sobre mi barbilla.
No recuerdo haber pasado otro día con el abuelo, pero el perrito de pañolenci
que me regaló ese día, fue mi compañero por un año más, luego comenzaría
la escuela.
Lo llevaré siempre en mi corazón
Lucía Virginia Fernández
Buenos Aires
Me llamo Lucía y acabo de estrenar mi jubilación, pero no tengo arrugas como
dicen en la propaganda. Ja...ja..., no soy abuela todavía, lo deseo mucho, ya
llegará, pero sé lo que es un verdadero amor entre abuelo y nieto. Les quiero
contar una linda y tierna historia de amor. Cuando era pequeña, tenía cinco
años, vivía con mis padres y dos hermanos menores, en un lindo departamento en Lomas, provincia de Buenos Aires, que tenía un patio donde jugábamos
los tres, nos entreteníamos y aunque yo sabía que ellos me amaban mucho,
ansiaba que llegara el verano para irme de vacaciones a la casa de mis abuelos.
Ellos vivían en Palermo a cuadras del Zoológico, un barrio de casas antiguas,
puertas altas de madera, escalones grandes y muchos árboles, la casa era muy
grande, tenía habitaciones que daban todas a un patio con baldosones donde
yo jugaba a la rayuela, “Hasta llegar al cielo”, ¿se acuerdan?
Había un hermoso jardín lleno de flores que despedían ricos perfumes y un
gallinero con dos gallos hermosos, pollitos y gallinas, recuerdo que cada una
tenía nombre y plumas de distintos colores. Había dos con pintas, las ponedoras y mi abuelo iba silbando, limpiaba y sacaba los huevos. Ahí comienza mi
curiosidad y él me invita a ayudarlo, les cuento que tenía un poquito de miedo,
pero mi abuelo les dijo a las gallinas: “Clara, Roja, Pinta, Negrita, Paca… esta es
mi nieta Lucy, no la picoteen”, y ellas para mi asombro se dejaban tocar por mi
y hasta los huevos sacaba. Mi abuelo se llamaba Andrés, era un hombre alto,
buen mozo, rubio con ojos color cielo (yo soy igualita a él), pulcro, con manos
grandes, muy trabajador, recto; pero sobre todo era un señor bueno, con una
sonrisa deslumbrante, que se hacía querer fácilmente; con él viví mis mejores
días, mi niñez.
Un día le dijo a mi abuela: “Prepará a la nena que vamos a salir”, me llevó al
Zoológico, estábamos tan lindos los dos, que emoción, paseamos mucho y
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vimos a todos los animales, a la tardecita volvimos, mi abuela nos esperaba con
la mesa preparada con una rica merienda ¡¡¡Torta de chocolate y otras cosas
ricas!!!
Ella me dijo: “Mi niña, que hermosa sonrisa traes” y yo contenta empecé a contarle todo atropellando las palabras: “Abuelita vos sabias que se le podía dar de
comer a los hipopótamos, no me gustaron, que feos, que boca. Y las galletitas
a los monitos que se colgaban de sus colas y nos sacaban las cosa de las manos, que susto… Había también monos grandes, con sus colas peladas y muy
coloradas; sabias que los patos son distintos a los cisnes, ellos tienen el cuello
más largo y son muy lindos, los osos son tan grandes… y el elefante mas y
tiene dos colmillos largos que le salen del costado de la trompa, el abuelo me
dijo que esa era su nariz, comió manzanas, sabias abuelita...sabias..., y seguía…
Los leones tienen pelos en la cabeza, parece una peluca ja...ja..., y las jirafas con
su cuello tan largo, tienen manchas igual que los leopardos, que son gatos
pero más grandes, el abuelo me contó todo, estaba contentísima…” Mi abuela
sonriendo y con mucho cariño me dijo que me calmara y tomara la leche, mi
abuelo me acariciaba la cabeza, al llegar la noche, se acercó a mi cama y susurró: “Cierra los ojos, piensa todo lo que te hizo este día y sueña, que esas sonrisas se multiplicaran, descansa que la virgen santa, cuidará tu sueño”. Hicimos
una oración, me daba besitos con cosquillas, mientras me tapaba.
Fue el primer día maravilloso de muchos más; otro día salimos a pasear en
tranvía por las calles de Palermo (que lentos iban pero que lindo), siempre me
contaba un cuento que venía al caso para que aprendiera. Una vez fuimos al
Rosedal, me acuerdo como si fuera hoy, que hermosos rosales llenos de flores,
que aroma y que colores bellos, un lugar precioso… Cuando fuimos al Botánico, me mostraba y hacía notar los distintos verdes de los árboles y las plantas,
allí había tantos gatitos, les dimos de comer, no se podían tocar, era peligroso
porque me podían rasguñar, también vimos un nido de hornero y me explicó
como el pajarito lo hacía, con barro, para sus hijitos; ese día había muchas
mariposas de colores brillantes y me contó que eran haditas que tomaban esa
forma para acercarse a las personas sin que ellas se asustaran y los mosquitos
duendes traviesos, que jugaban y molestaban a la gente; me enseño los colores, a contar, silbar, cantar, jugar y a soñar.
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Una tarde me llevó al parque Lezama, me hizo subir a lo más alto, que bajara
corriendo, el me esperaba con los brazos abiertos para atraparme y me daba
besitos en la frente, con cosquillas. También subimos a la calesita los dos, que
grande era, tenia música divertida, me subía en los caballitos y me decía en el
oído: “Cerrá los ojos y pensá que estas cabalgando de verdad“…y me imaginaba en un pony recorriendo el campo y me acompañaban las haditas, ni la
sortija me interesaba sacar. Esperaba ansiosa las tardes para compartir con mi
abuelo una nueva salida, otra aventura; como cuando remontamos un barrilete que subió tan alto haciendo piruetas en el aire… que divertido. “Yo quisiera
poder volar”, le dije. Él sonrió y me guiñó el ojo, ese día corrimos bastante y
descansamos a la sombra de un árbol, tomando un rico helado. Ahí me contó
porque el sol brillaba y calentaba tanto. “Es el poncho de los pobres” decía.
Porque se formaban las nubes y llovía, para todo había un cuentito que me entusiasmaba, maravillaba y enseñaba; salimos mucho y me enseñó con amor la
belleza que Dios puso en la tierra. Él le decía a mi abuela, “Otro día de sorpresas
y aventuras, mira que feliz se ve la niña, y yo me siento más joven“.
Y ahí partíamos sin saber que pasaría, si que nos divertiríamos juntos; pasamos
muchos veranos geniales; el forjó mi espíritu y mi forma de ser, amar a la gente
y a la naturaleza, a sentirme libre y amada al servicio a los demás, esa confianza, complicidad y entrega me la regaló él, hizo que fuera una nena y mujer,
confiada, alegre, soñadora, creyente, apasionada luchadora y muy feliz. Lo amé
mucho…mucho, y lo respeté hasta que al cielo partió, así lo quiso Dios, hace
mucho tiempo ya. Siempre digo que tengo un Señor Ángel, que me guía y
protege, lo guardo profundo en mi corazón.
Cuando pienso en el, me río con cariño de sus picardías, su sencillez, su sabiduría, me acuerdo de sus cuentos de hadas y duendes, de esos días mágicos que
vivimos, como cuando me regalo el barrilete y me dijo: “Cerrá los ojos, imagina
que volás…volás”… y parecía que mis pies se despegaban del suelo, de mi
primera vez en bicicleta, que caída ¡¡¡Cuanto me dolió!!! Pero no dije nada de
mi rodilla lastimada, porque con mucha paciencia mi abuelito curaba. “Sana,
sana colita de rana…“ Y la besaba con ternura. Pero más que nada recuerdo el
vinculo con él, su compañía, la alegría, las caricias, los besos con cosquillas, su
rico olor, mi manito entre la suya, mas grande y segura, que me llevaba con ternura, sus enseñanzas, bien aprendidas. “Tarea cumplida”, diría él. Su protección,
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su sonrisa, su gran amor. Que recuerdos hermosos. Me late el corazón ¡¡¡Gracias
abuelito!!! Cuando somos amados de este modo, provoca en nuestro ser la firme decisión de amar así, intensamente. Para mí, mi abuelo fue una bendición
y lo llevaré siempre en mi corazón.
Los momentos más lindos de mi infancia
Silvia Liliana Guida
Buenos Aires
Entre mis cinco y siete años trascurren los momentos más lindos de mi infancia...cuando mi nono me llevaba a la escuela y me iba a buscar... las grandes
charlas que teníamos en el camino al campo sobre la siembra y la cosecha del
trigo , me proponía que cuando las plantas estaban altas pero verdes me llevaría a rodar en ellas... y eso ocurría y el trigo se recuperaba... pero cuando llegaba
diciembre y las espigas estaban doradas y crujientes se hacia el enojado ... y me
llevaba a rodar aunque esas espigas ya no se recuperarían jamás.
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Los ojos de la felicidad
-“Entonces, ¿ese fue tu día más feliz?”
-“Sí, Abel.”
Salvador Robles Miras
-“La felicidad de la abuela tu día más dichoso, abuelo. Qué curioso.”
Aura regresó rejuvenecida del viaje a su pueblo natal, Águilas, a varios miles de
kilómetros de distancia, al que hacía más de quince años que no visitaba. Además, había vuelto a probar el plato típico de la localidad, su preferido: migas
con tocino, morcilla y ajos tiernos. El manjar que, según rezaba una leyenda
aguileña, almorzaban los ángeles en la víspera de los Reyes Magos.
-“Qué viaje, Gonzalo”, exclamó Aura mirando a su marido con unos ojos en los
que éste creyó distinguir fugazmente la figura de dos majestuosas águilas con
las alas desplegadas.
-“¡¡¡Aura, qué mujer!!! “, el abuelo suspiró mientras dirigía los ojos al fondo del
horizonte de su imaginación, allá donde siempre se encontraba con el rostro
de la amada flanqueado por dos imponentes águilas.
Abel, de doce años, jamás olvidaría el resplandor de la mirada de su querido
abuelo. Su memoria, a pesar de la niñez o gracias a ella, intuyó que esa mirada iluminaría los momentos más sombríos del porvenir. Era la mirada en la que
destellaban, superpuestos, los ojos de sus inolvidables abuelos: Aura y Gonzalo.
Varios lustros más tarde, un año después de que Aura falleciese tras varios meses luchando contra una terrible leucemia, sentados en el porche de la casa familiar de veraneo, Abel, el nieto menor de Gonzalo, le hizo a éste una pregunta
capital, la que dicen los filósofos literatos que Sócrates consideraba la madre
de todas las preguntas que se formulan los viejos, muy viejos.
-“Abuelo, ¿cuál ha sido el día más feliz de tu vida?”
El anciano no tuvo que pensárselo mucho para responder.
-“Fue hace casi treinta años, el día en que tu abuela Aura, que Dios la tenga en
su gloria, regresó del largo viaje que realizó a su pueblo natal, tras una larga ausencia, y me contó las emociones vividas durante su estancia. En un momento
determinado, cuando describía el plato de migas que se había zampado en la
taberna de El Rincón de los Valientes, la más famosa de Águilas, sus ojos le brillaron con tanta intensidad como el memorable día en el que, delante del altar,
con su voz cascabelera, mirándome profundamente a los ojos, dijo: “Sí, quiero”.
Aquel día, el del regreso de su pueblo natal, el rostro de tu abuela fue más hermoso que nunca. La felicidad del ser amado, hijo, es la apoteosis de la felicidad.”
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Magia
-¡Pero es tan hermoso ver el árbol a la medianoche, rodeado de regalitos! María Cristina Beovide
Camila no se conformó. ¡Era evidente que la abuela se había quedado sin respuestas!.
Buenos Aires
-Pero abuela, ¡es magia!- dijo con un tono de voz firme y casi reprobatorio.
Cuando Camila se despertó aquella mañana, se sentó en la cama y los ojitos se
le llenaron de lágrimas. En la tarde anterior había visto a sus padres haciendo
cuentas con la billetera en la mano. Él se tocaba la sien y pegaba pequeños
golpecitos con el dedo índice sobre su cabeza. La madre fruncía la nariz. Eran
los gestos habituales de cuando ella o su hermanito tenían fiebre o mucha tos.
Sobre la mesa del comedor estaba abierta la carta para los Reyes Magos y ése
parecía ser el motivo de tanta preocupación.
Para peor, unos días antes, Tiago, su amigo del Jardín, le había contado que el
hermano mayor, Octavio, no creía en los Reyes. Camila se sorprendió. ¿Cómo
era eso de que no creía?
-Dice que no existen. Que los Reyes son los padres- susurró Tiago en el oído de
Camila, mientras ambos jugaban en el arenero.
Pensándolo bien, en uno de los paseos con la abuela, y mientras ella tomaba
su consabido cafecito y Camila comía un flan de vainilla con dulce de leche, la
cabeza se le había poblado de dudas no acerca de la existencia de los Reyes
sino de Papá Noel. ¡Le parecía imposible que él viajara por el cielo en un trineo
soportando el peso de tantos regalos!. Y le preguntó a su abuela:
Todavía sentada en la cama, Camila se secó las lágrimas mientras un rayito de
sol se filtraba por la ranura de la ventana del cuarto que compartía con Felipe,
el hermanito, Se preguntaba si serían sus padres los que compraban los regalos y por eso estaban con la billetera en la mano, con caras de preocupación,
y de pie frente a la mesa leyendo la cartita de los pedidos. También era cierto
que si no se la enviaban a los Reyes ellos no sabrían qué juguetes traer.
Se levantó de la cama rumbo al comedor, y vio que la cartita seguía allí, muy
oronda, al lado de la billetera. Se sintió disgustada por la “negligencia” de sus
papás. La mamá decía esa palabra “negligencia” cuando alguien no cuidaba a
sus hijos. Por ejemplo cuando en la playa un nene se perdía y todos andaban a
los aplausos para encontrar a los padres, “¡Qué padres negligentes! , ¡Por Dios!”.
Lo cierto es que no habían enviado la cartita a pesar de la premura del caso.
Entonces entró apurada a la habitación de los papás y se paró al lado de la
cama grande. Despertó a la madre con un zamarreo y le dijo:
-Los Reyes no saben qué queremos porque ustedes se olvidaron de mandar
la cartita-.
-¿Cómo, hija? –dijo el papá con cara de dormido.
- ¿Es cierto que Papá Noel vuela con todos los regalos de todos los nenes del
mundo?
-¿Por qué no mandaron la cartita?- preguntó ya muy enojada y lagrimeando.
- Yo nunca lo vi pero me lo imagino- respondió la abuela-. Pero es cierto. Es
demasiado peso para cargar en un vuelo… -
El papá se sobresaltó, salió de la cama y fue a buscar la cartita que la noche
anterior habían olvidado en el comedor.
Y agregó:
- Hoy mismo la llevo al Correo, mi amor, antes de ir a la oficina.-
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En vísperas del Día de Reyes Camila temía que la carta no hubiera llegado a
tiempo. “Y si no llegó, qué” decía con tristeza para sus adentros. No le contó
nada a su hermanito porque era chico y entendía poco. Para hacer la carta, ella
le había ido preguntando y dibujó los seis juguetes que él eligió.
Ella lo miró y acarició con ternura la cabeza llena de rulos de su amigo. Y aseguró de modo terminante:
- Existe. Papá Noel también existe y hace magia ¡Y tiene un trineo grande que
lleva casi mil juguetes por el cielo!-
- ¿Un paraguas azul también?
Y agregó por lo bajo:
-Tí aguaz sul…
- Y creo que los fabrica él-.
Y Camila dibujó un paraguas azul en la hoja llena de letras y dibujos de todo
lo que pedían.
Esa noche del cinco de enero, después de la cena, puso los zapatos de toda la
familia, bien ordenados por tamaño. Y acomodó la lechuga en un platito y en
otro bien hondo puso agua para los camellos. Pero nada para los Reyes porque
la mamá le aseguró que venían cenados. “Entonces existen”, pensó la niña.
En la mañana del seis de enero, delante de los zapatos había un montón de
regalos. Y ni restos de la lechuga ni del agua.
¡Qué emoción! ¡Qué alegría!
Al rato, llamó la abuela por teléfono para avisar que en su casa también habían
dejado regalitos.
- A la tarde vamos. Llevo facturas- contestó la mamá.
Pero Camila seguía con dudas y con preguntas que no le era fácil ni formular
ni respondérselas sin ayuda de los grandes.
Al día siguiente le dijo a Tiago en el Jardín:
- ¿Sabés una cosa? Los papás compran los juguetes pero se los dan a los Reyes
para que los repartan. Por eso yo sé que existen-.
-¿Y Papá Noel?-preguntó Tiago entre sollozos, desilusionado.
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Memoria con Laurindo
Miraba la higuera y te recuerdo con la guitarra, cantando sin poder entender
tus palabras.
Carla Vazquez
Orán, Salta
Hoy volví a ser niña. Me encontré sentada en la plaza con aquella pollera media plato de color amarilla, las medias caídas debajo de las rodillas con la boca
ancha por viejas que estaban, mis piernas pequeñas se mecían, en mis manos
un helado de vainilla y a mi lado vos, mi compañero, enseñándome como
cuidarme, fueron tantas veces repetidos el mismo consejo, que en esa oportunidad lo escuché una vez más, mi pequeña cara de ocho años con dos colitas
de peinado hechas por mi abuela.
Siento el perfume de azar de los naranjos de aquella tan distante plaza San
Martín, los gorriones parecían escuchar el valioso consejo, que decía así:
“Cuando estés sola en la plaza jugando y alguien desconocido se te acerca (su
mirada era seria) y te pregunta con quien estas?, sabiendo que no estoy a tu
lado, vas a girar tu cabeza y buscar la figura de una persona grande y con tu
pequeño dedo vas apuntar y vas a decir, allá esta mi papá que es policía o mi
mama q es muy mala. Recordá, Carlita…”
Todavía resuena tu voz. Todavía mecía mis piernas cortitas porque no llegaban
al piso, mis medias amarillentas y yo a lado de mi rey. Salíamos pasear en su
moto verde, siento su sonido vibrando, era como ir en avión, apenas terminaba mi helado me decía:
“¿Vamos a jugar a la tómbola?” Y yo con mi cabeza le respondía. Su mirada dulce, él era mi compañero, la vida fue parte de ese momento solo mío.
Solía preguntarme qué número me gustaba y cuantas veces le “pegaba” a la
cabeza, regalos me compraba, no sé porque razón no me gustaban las muñecas.
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El decía que Gardel no movía la boca, que era un Zorzal y que eso era ser un
buen cantante, que la voz sale del estómago, y yo lo miraba y mecía mi cabeza
con la cara sucia, porque había estado jugando a la cocinera con Paola y hacíamos tortas, no sé porque razón tenía la boca con barro sino lo comía y allí me
quedaba esperando que pele un higo después de dejar la guitarra, y me decía:
“Andá a lavarte las manitos”. Solo en él se reflejaba mi paz.
Que dulzura, ayer la acariciaba y le agradecía su incondicionalidad y su fruto.
Cuando se enojaba con mi abuelita solía decir:
“¡¡¡Me voy y me la llevo a mi Carlita!!!”
Y yo me imaginaba viajando en la moto, saludando, no entiendo porque volábamos, pero era mi imaginación.
Estuviste a mi lado en este Orán caluroso, en esta vida, hombre tucumano,
entre naranjas, caña de azúcar que nos cortabas en trocitos; entre cuadernos
y algunas palabras de Facundo, tu libro preferido, con mañanas con aromas a
café con leche, entre dolores de parto me acompañaste una noche de luna llena, estuviste ahí a la espera. Los años corrieron y tu orgullo te mantuvo esbelto.
Un día te vi encorvado caminando muy despacio y mi miedo entró y entendí
que tu fuerza no era la misma, empecé a agitarme porque sabía lo que no
quiero decir en estas palabras, que hasta hoy no las acepto. Muy lindas fueron
estas últimas tarde de mate y bollito con chicharrón que me traías. Yo estuve y
a veces sin saber que mas hiciste por mí.
Que vida hermosa, la amabas, 98 años.
Hoy no tengo tu mano tantas veces besada, hoy tengo en mi mano esa manija
fría, orgullosa camino, diciéndote, yo te llevo, no tengas miedo, pronto vamos
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a estar juntos, yo estoy aquí, vos busca la luz. Yo sabía que ya no estabas ni
escuchabas la voz de mi alma, porque ya estabas con tus padres, siendo ese
niño que anhelabas en tus historias de niño, entre cañaverales tucumanos y
hermanos jugando.
Mi abuela materna María Francisca Marano de
Nápoli
En este momento mi sonrisa se engrandece porque estás acá a mi lado, reviviendo esa unión única de abuelo y nieta, tengo tu mano agarrada a mi
pequeña mano, de nuevo esa bella sensación que eriza mi piel y que jamás
olvidare y río a carcajadas a tu lado, mientras empujas la hamaca y yo digo:
mas fuerte paaa…
Graciela Ramírez Gronda
Joaquín Gorina, Buenos Aires
Mi abuela, la mayor de tres hermanas, quedó huérfana a los doce años. Su
padre se volvió a casar. Poco o nada se hablaba de sus hermanastros. Trabajó
lavando ropa. No sabemos cuándo, ni como, ni dónde fue a la escuela. Sí, que
contaba cuentos como nadie. Lamentablemente no eran épocas de grabadores.
Cuando sus ocho hijos eran pequeños, los domingos a la tarde, planchaba
-con almidón y plancha de carbón- los guardapolvos. Entretanto sus chicos y
los del barrio comían los “farolitos” (*) y ella relataba esos cuentos…esos cuentos que también acompañaron nuestra infancia, la de sus nietos. Recuerdo
“Corazón”, “Las mil y una noches”…
Algunas veces recitaba un poema como el Consejo Maternal de Rafael Obligado o las Dos Grandezas.
Los amiguitos de sus hijos le llevaban libros para que luego ella se los pudiera
contar y lo hacía con particular encanto y algunos agregados propios. Otras
veces iban maravillados y sorprendidos a decirle que habían visto una película
y ¡¡¡era igual que su relato!!!
(*) Nota: Los llamados farolitos (desconocemos su nombre original) consisten
en rosquitas o bastoncitos a base de harina común, aceite y vino tinto, amasados y fritos, espolvoreados luego con azúcar. Conservamos también las recetas
de los ñoquis de papas y el dulce de tomates con un toque de clavo de olor y
siempre agrego una hoja de laurel en salsas y guisos, costumbre que vino con
ella de su Mediterráneo natal.
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Mi vecino Don Juan
Adriana Felisa Taborda
Casilda, Santa Fe
Estaba recortando palabras que comiencen con “c” del diario local, “camión”,
“colador”, “cantante”, “concurso”. ¡¡¡Concurso!!! “¿De qué?”, me pregunté. “Concurso de relatos breves….” Y ahí nomás decidí participar y contar la historia de mi
amigo. Total a mi no me interesa ganar, solo es para que se enteren de este
extraño hecho del que nadie quiere creer. Tal vez algún lector o escritor del
concurso sí lo haga, les voy a contar.
Mi vecino es un abuelo de 86 años, siempre charlamos en la vereda de cosas
de la vida mientras yo salto en mi rayuela dibujada con ladrillo colorado.
Se llama Juan y usa un bastón de madera muy bonita. Me contó que se lo trajo
su hijo mayor, que también es mi vecino. Claro que Juan vive en su casa, tan
bonita como el bastón que su hijo le trajo de un país muy lejano, cuando fue
de vacaciones con toda su familia. ¿Qué raro? Don Juan me dijo que a él le hubiese gustado conocer ese país. Pero pensé que no pudieron llevarlo porque
él camina muy lento. ¡¡¡Yo lo hubiese invitado igual si fuese mi abuelito!!! Pero
bueno, “Así es la vida m´hijito”, diría mi abuelina.
Cumplí diez años hace poquito y me llamo Julián, vivo en Casilda, provincia de
Santa Fe, tengo unos abuelos a los que adoro, pero nunca les ocurrió lo que a
Don Juan. Les voy a contar. Un día Don Juan estaba muy aburrido, cansado de
mirar la tele, leer el diario, dar de comer al gato (dicho de paso, al gato lo atiende como a su hijo). Es una familia de poco hablar. Están demasiado ocupados
en sus tareas, su nietito va todo el día a un jardín, lo llevan a inglés, a fútbol,
le compraron una compu y se entretiene muchas horas frente a ella, así que
tampoco puede hablar ni jugar con él. Me suele contar Don Juan que por eso
muchas veces sale a la vereda a encontrarme para charlar.
cerquita y cuando estaba llegando vio andar por la plaza a muchísimos perros
Altos, flacos, gordos, canosos, bigotudos, con bastones, otros jugando al truco,
otros a los dados, muchas perritas falderas, pitucas, con moños en la cabeza,
con los pelos cortaditos como pompones… Y claro, se sorprendió Don Juan y
al acercarse con demasiada curiosidad a la plaza, pasó sin pensar por debajo
de un pino (del que siempre pensó que era raro) y saben qué, Don Juan se
convirtió en perro. Ese pino es de otra dimensión, por eso siempre lo esquivé.
Igual que los demás, caminó con y sin bastón por toda la plaza, se revolcó
entre la hierba, le guiñó un ojo a doña Rosa convertida en cuzquita lanuda.
Jugó a los dados y le ganó a Don Ramón, el kiosquero, que también era un
perro, rechoncho y bigotudo. Don Juan pasó una tarde re divertida y feliz en
compañía de muchos perros como él… Al atardecer volvió tranquilo a su casa,
metió la mano en el bolsillo y se dio cuenta que había perdido la llave, tuvo
que golpear la puerta, mientras pensaba que su hijo se enojaría. Al abrir dijeron
¡¡¡Mamá, mamá, mirá que lindo perrito hay en la puerta y me hace fiesta como
si me conociera. Dale, dejáme entrarlo!!!
La cara de su nieto era otra y todos le hacían fiesta a su alrededor. Don Juan
les explicaba ladrando que no era un perro, que se confundían (Quién lo iba
a entender). Pero como lo atendieron tan bien, le dieron toda la comida que
quería, agua fresquita, lo llevaban alzado y no necesitaba ningún bastón, visitaban al peluquero una vez por mes, lo bañaban muy seguido y lo aromaban
con colonias exquisitas, él pensó que eso era lo mejor que le había pasado en
su vida, por fin todos le prestaban atención. Decidió quedarse así y vivir la vida
de perro.
Me lo confesó, dijo que cuando iba a la Plaza San Martín evitaba pasar por
debajo del pino, no sea cosa que se convierta de nuevo en abuelo de 86 años
y bastón.
Con Don Juan juego a la rayuela, corremos por la vereda, nos revolcamos juntos y muchas veces le saco alguna que otra pulga. Me olvidaba de contarles, mi
amigo Agustín sí me cree que a veces Don Juan hace caca en la vereda.
Julián
La cuestión es que un día decidió ir a La Plaza San Martín, que queda por aquí
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Mis cuatro estrellas
Moreno
Analía del C. Ruiz
María Luisa Beatrice
Quiero honrar la vida y la muerte de mis ancestros, mis abuelos, aunque ya
no están en esta vida son mis cuatro estrellas presentes en mi pedacito de
cielo. Doy gracias a la vida por los hermosos recuerdos que guardo en lo más
profundo de mi ser, recordar a mi abuela paterna, es como que se activan todos mis sentidos y cada parte de mi cuerpo vibra y se emociona cuando creo
escuchar la bocina de la vieja locomotora que nos trasladaba al interior de
Santiago del Estero y sentir el olor característico de las calles de tierra y de la
naturaleza latente y me veo cocinando con mis hermanas las tortas de barro, es tener presente el aroma del pan caliente recién amasado o el del té
de aguaribay con azúcar quemada que nos preparaba la abuela cuando nos
dolía la panza, era milagroso o también la fragancia del bizcochuelo de limón...
Como todas las abuelas nos consentía en todo... Y cuando el sol se escondía
era preparar las camas en fila para dormir y sentir las manos tibias de la abuela
acomodando las mantas, pero yo dormía con un ojo abierto para ver como
mi abuela acomodaba su larga cabellera con una trenza que enrollaba sobre
su cabeza. Y el mejor despertador... el canto de los gallos y ver a mi abuela dar
de comer a todos sus gallos, gallinas y pollitos. Son imágenes, ruidos, olores,
colores que permanecen intactos ¡por eso quiero transmitirlos!
La niña jugaba con la nieta de la vecina; el barrio se conmocionó, habían desaparecido las niñas. ¿Dónde están? En San Cayetano. El cura dijo ¿Y su mama?
Vinimos a bautizar a las muñecas.
Ya en su casa, el abuelo Belfiore se puso delante de la madre: vos tienes razón,
pero ella no entiende los riegos, debemos pensar antes de reaccionar. Verónica, la abuela gaucha, peinaba a Beba como una española ¡Era Carnaval! ¡Ay!
abuela me duelen las orejas, las hebillas pesan. Aprendió que con amor todo
se puede.
El abuelo piamontés de ojos azules, la llevaba a Beba al almacén, ella vio a
Clarita, una niña pobre, le saco zapatos, medias y el vestido. Las puso sobre el
mostrador, vistió a Clarita.
Él le dijo: ella es princesa como tú. ¿Y por qué mami le dio lo mío?
La acarició.
Cuando seas grande veras que compartir te hará muy feliz. La abuela Luisa,
hermosa criolla y su esposo Salvador Osco, fueron ejemplo de tener dignidad.
Tenía ocho años Beba, actuó como bailarina clásica, al terminar la función, con
lagrimas en los ojos al ver que su nieta tenía la cultura que dejaron en Italia, por
venir a nuestra Argentina.
¿Cómo actuamos con ellos?
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“Nos vemos el sábado que viene”
Maria Luisa Trimarco
¡Qué jopo!
Rodrigo Mondragón Chaves
Buenos Aires
Gladys y yo de niñas todos los sábados visitábamos la casa de los abuelos paternos. En el viejo barrio Echesortu, cortada Rivera Indarte, pasillo largo a la entrada con patio de ladrillos, nos recibía la antigua casa, con el inmenso árbol en
temporada poblado de nísperos. Eran aquellas las tardecitas soleadas en las
que después de almorzar nos ponían a dormir la siesta, mientras a lo lejos se
escuchaba el sonido de la antigua radio cuadrada de madera que emitía el
fútbol o un tango. Después la merienda con pan casero, amasado por la abuela, recién sacado del horno de ladrillos de la casa y la infaltable travesura de
robar los huevos del gallinero del fondo con el alboroto del “Cocorocó” de las
asustadas gallinas. En aquel inmenso patio para los distintos festejos, el abuelo,
con una copita de más, se entonaba una canzoneta napolitana, mientras que
la abuela protestaba. Al termino del día el beso de despedida con la infaltable
consigna “Nos vemos el sábado que viene” y con seguridad volvíamos a la semana siguiente a aquel caserón de barrio. Dicen que es con el limón que queda así, pero ¡qué se va a poner limón en la cabeza! Ojo, pelo tenía y mucho. Oscuro. ¡Tenía el pelo más oscuro que mi mamá!
Igual lo que más me gusta ahora que lo veo, mientras disfruto esta delicia recién salida del horno, es la raya al costado. El pelo está corto atrás y algo largo
y lacio adelante que le hace un jopo, un jopazo, que se deja despeinar de un
beso y un abrazo. La caricia de bienvenida en la cara me raspaba un poco, pero
creo que con el hambre que llegaba no me daba cuenta de las manos ajadas
de un lado y suaves del otro. Casi todos los días era igual. De la escuela a la
panadería de papá y mamá.
El abuelo vive ahí, en la piecita de arriba, escalera finita y empinada camino a la
terraza. Adelante, está el salón donde los olores ricos se mezclan y huelen a panadería. Atrás, está el horno, ése que era gigante y que quemaba de lejos. Y la
mesa, que también era gigante, de madera ancha y pesada llena de manos de
las que nacían los aromas… un día que yo andaba por ahí mirando, esforzando
el cuello por arriba de la mesa, el abuelo me reveló un secreto: “Cuando está
rico, te lo dicen con una sola letra”. Desde ese momento veo a todos comer con
los ojos cerrados y diciendo una sola letra muchas veces: uuuuuu ó mmmmm.
Yo para llevarle la contra, lo miraba y le decía: faaaaaa.
-Ya son las dos, Tchamí- me decía con mucho acento en la i mientras sonreía
sin mostrarme los dientes que le faltaban. Alphonse Tchami era un morochazo
camerunés que jugaba en Boca y con él compartíamos no sólo los rulitos sino
las ganas de hacer goles, y eso al viejo le encantaba. Atesoro esa sonrisa que
buscaba mi complicidad mientras se ahogaba de risa al llamarme así.
El abuelo me esperaba para almorzar. Recalentaba el menú del día y nos sentábamos enfrentados, así ya podía ir repartiendo las cartas en la mesa impro-
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visada con cajones. Le contaba con la mirada y las muecas de cada masticada
cómo me había ido en la escuela. Yo no necesitaba que me contara que estaba
cansado, lo sabía, aunque para él fuera normal estar horneando el pan a las
cuatro de la mañana. ¡Má que horneando el pan, estaba haciendo esas magias
de aromas! Para mí era un enigma saber qué eran esas horas, qué pasaba por
esas horas, no las conocía más que para hacerle goles al Milan y Real Madrid.
Quién no tuvo un amigo
Ya los dos sabíamos que al almuerzo le seguía subir a mirar la tele. Charlar, bostezar y hacer zapping entre los noticieros de deportes era algo que se hacían
al mismo tiempo, los dos, las tres cosas.
La primera vez que me habló de él yo tenía quizás unos seis, siete años. Me lo
nombraba como si fuera su amigo. O al menos en mi mundo de cría imaginaba que lo era. Yo hablaba igual de mi muñeco.
Y así nos entendíamos.
En Junín los inviernos eran particularmente fríos. La casa donde vivíamos era
particularmente grande. Nos resguardábamos en la cocina. Él preparaba la estufa a querosén en el galpón. La traía ya prendida, colgando y bamboleante,
de un brazo. Entre el índice y el pulgar de la otra mano, la lata de duraznos que
venía con hojas de eucaliptos. Era la rutina, después de la siesta. El momento
en el que se predecían el relato sobre Juan Domingo. O escuchar frente a la
radio Cumbres Borrascosas.
De esa manera me enteré que era más difícil la vida de obrero de la fábrica de
suelas en Uruguay que levantarse con las estrellas y los gatos que vagabundeaban los techos. Muchas veces se quedaba dormido mientras me contaba
y continuaba como al rato, bien al rato. Era como si pasara una propaganda y
volvía. Y entre esas risas que me daban sus pausas, nos apagábamos en una
siesta. Panza llena y corazón contento. El abuelo Alejandro, que dicho sea de
paso me enteré de su nombre cuando tenía como 8 años porque, para todos
era “El Tolo”, se tiraba de la cama pensando que se le quemaba el pan y hasta
ahí era que duraba el descanso.
La rueda empezaba a girar de nuevo, seguía girando mejor dicho, porque hay
hornos y motores y corazones que nunca dejan de andar.
Y no dejan de andar nunca, aún cuando se hayan parado para siempre. Lo sigo
viendo. Mi pequeño Tabaré me pide que le cebe un mate. ¡Tiene sólo tres años!
Le digo que no, se ríe. Le digo que sí con muchas i, y me sonríe.
Las medialunas calentitas ya se acaban.
Cierro los ojos y con la boca llena de muecas al masticar lo despeino.
Me acaricio la cara y me raspo un poco, seguro que lo raspo un poquito también a Tabaré, pero un poco nomás, no tanto todavía.
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Liliana Marta Urruti
Buenos Aires
Mi abuelo, Ramón, mezcla de anarquista y peronista, era un militante comprometido. Un tipo de avanzada. Concebía a la política como una necesidad a la
que le equivalía un derecho y en esa noción los niños ocupaban un lugar de
privilegio. Era un abuelo que bien podría haber encajado en estas épocas y eso
que había nacido en 1900.
A eso de las cuatro de la tarde, aún entraba el sol por la ventana y él discutía
con la abuela para que no corriera la cortina. Ella decía que si por casualidad
quedaba algún resto de polvo el sol lo adhería a los muebles. Él sostenía que
había que vivir tal cual nos indicaba la naturaleza.
En el ritual la abuela me preparaba la chocolatada con rosquitas. Él me sentaba en su falda y antes de hacer los deberes y pasar una a una las hojas del
cuaderno que yo juzgaba desprolijas, comenzaba el relato. Tenía una forma
de contar (lo digo con mezcla de nostalgia y con signos de admiración), una
forma de incorporar sentimientos al decir de algo imborrable. Ya más grande,
si algo deseaba, algún día, era hacer lo mismo con mis hijos y nietos. Usar esas
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mismas cadencias, apoderarme de idéntica imaginación, sucumbir ante la meticulosidad que le arrancaba noblezas a esas historias, de las que no se podía
distinguir realidad de ficción.
De otro lado de la mesa de hule la abuela Dolores llenaba el mate y le echaba
una sola cucharadita de azúcar, ante la mirada recia de mi abuelo. “Una sola,
hombre, sabes que el mate me provoca acidez”. Siempre me pareció que era
una costumbre la de pelear un rato y usar la yerbera que él mismo había hecho
en los talleres del ferrocarril, una excusa. Porque después de sesenta años puedo mirarla de reojo anonadada y perdida en sus encastres perfectos. Lo que
estoy segura le pasaba a mi abu. “Él es carpintero ebanista”, decía con orgullo.
Los dos eran artistas. Hacían palas con latas de aceite de cinco litros, embudos
con la parte de arriba de las botellas de lavandina, bancos y hasta una bicicleta
de madera, en la que por más esmero que pusimos nunca aprendí a andar. Mi
abu, que no sabía leer ni escribir, cosía delantales con retazos que le traía mi
tío, viajante de telas. El día que recibí mi herencia, además de la yerbera, bolsas
para el pan, manteles, agarraderas, comprendí que más allá de las palabras
los chicos miramos los gestos. Y fue cuando se me desató la pasión por todo
aquello que tuviera alma.
Todos los días eran días de anécdotas. Del bisabuelo indígena, de los 1900
seres que habitaban en el pueblo, de las treinta y tres casas y una sola escuela
con noventa alumnos. Mi bisabuelo logró finalmente trabajar en los talleres
ferroviarios, que a principios del siglo ya tenían mil seiscientos obreros. Había
que alimentar a los doce hijos que irían llegando uno tras otro, entre ellos mi
abuelo. Pero ante la sorpresa y el cuchicheo de la gente un indio llegó a empresario.
Mi abuelo, fue el único de los hermanos que no siguió los pasos del padre. Su
rebeldía hizo que desestimara el puesto que por derecho se había ganado en
la primera cochería que enterró a los muertos del pueblo.
Mi abuelo era un fanático del ferrocarril. Decía, “Así como vos tenés una columna vertebral que te permite estar de pie, la red ferroviaria favorece que
los pueblos sean prósperos”. Yo no comprendía del todo, pero iba creciendo y
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hacía más y más preguntas, que mi abuelo respondía presuroso y a conciencia.
El 1º de marzo de 1948 viajó a Buenos Aires para asistir al traspaso oficial de
unos 25.000 kilómetros de vías ferroviarias —en ese momento de propiedad
británica— a manos del gobierno argentino. El acto de los “descamisados” fue
en la plaza Britania, frente a la terminal ferroviaria de Retiro. Habían llegado
desde todos los puntos del país. Y allí estaba mi abuelo, de infaltable gorra y
camisa blanca, arremangada desde hacía casi un día antes, refugiado detrás
de lo que sería el escenario. “Los Ferrocarriles son nuestros, General”, le gritó.
En medio del discurso, contó él después, Juan Domingo se dio vuelta y lo hizo
subir al escenario.
La primera sirena tocaba a las 6:45 de la mañana. Indicaba que en minutos los
obreros comenzaban su jornada. Volvía a escucharse faltando cinco minutos
para las siete y más tarde a las doce del mediodía. Quince minutos después, mi
abuelo estaba sentado a la mesa. Comía apurado porque yo salía del colegio
doce y treinta. Una hora más tarde, llevaba un plato de comida caliente a su
suegra, mi bisabuela. Así año tras año. Eso también formó parte del legado.
Después tomaba una siesta. Por lo general, a las cuatro de la tarde, antes de
la radionovela me llevaba a dar un paseo que terminaba, a mi pedido, en el
mismo lugar. Nos sentábamos en el banco de madera de la estación y mirábamos pasar el tren. Yo pedía un deseo por cada vagón. Hay dos que no se me
cumplieron. Ni ella ni él fueron eternos.
Después del aquel acto en Buenos Aires, Juan Domingo y Evita pasaron en el
Mitre por el pueblo. Fue cuando vinieron a entregar las viviendas del barrio.
Se le encendían los ojos de amistad con aquel hombre, cuando me lo contaba.
“Algún día, cuando vuelvan, te llevaré y ella te tomará en sus brazos y él te
dará un beso. Lo hacen con todos los niños pero lo harán con vos de manera
personal”.
Claro, mi abuelo pensaba y sentía de mí maravillas de abuelo. Cuando era
bebé me llevaba en el cochecito y si alguna vecina se acercaba se cruzaba de
vereda. “La gente grande no debe besar y arriesgar a los chicos con sus virus”,
sentenciaba con conocimientos bioquímicos.
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¿Sería verdad su amistad con Juan Domingo? Él era como un chico, quizás
hasta tenía amigos imaginarios como yo. A los ocho, me gustaban tantos sus
relatos, sus pausas al contarlos, sus efluvios de palabras, los cascos de los caballos pisando el otoño y el ruido del viento en los radioteatros de las tardes de
aquellos inviernos, donde pasar de la cocina al baño era asomarse al abismo
de un frío intolerable, que decidí yo también remontar reseñas como si fueran
barriletes.
Ya conocía a Perón, el amigo de mi abuelo. A Emile Bronté, a Discépolo -que
tanto le gustaba a la abuela-, a Terán de Weiss; el valor de la mujer; los derechos de los niños, el Quijote. Conocía el arte y la poesía de la mano de mí
abuela y Papaíto Piernas Largas.
Estaba lista. Sabía cómo se soñaba, cómo escuchar, cuándo hablar, la importancia de los ferrocarriles, del trabajo, de las luchas de los que menos tienen.
Y tenía incorporada en mi cuerpo lánguido y diminuto una frase: “Serás lo que
quieras, solo tenés que decidir qué”.
La mañana del 18 de junio del 1973 se bañó, se puso las alpargatas nuevas, se
afeitó ese rostro maravillosamente indio, de piel gruesa, se peinó su pelo negro
áspero, con la raya al costado y para atrás. Yo lo observé, todo el tiempo, detrás
de la puerta, mirándose en la luna espejada del ropero. Mi abuela en la cocina
le planchaba la camisa blanca. Después le haría un moño con el lazo negro y
un paquetito con empanadas fritas que ella misma amasaba. Se llevó un saco
de lana y un poncho por las dudas. La plata en el bolsillo, el reloj y la gorra.
“La próxima vas conmigo”.
Yo la miré a la abuela, que tenía lágrimas en los ojos, con una sonrisa tan grande, pero tan grande que yo también sonreí y me sentí parte de aquel suceso
como si se me hubiera despertado una enfermedad incurable, llamada lucha,
llamada pobres, llamada derechos, llamada conquistas.
Nunca supimos cómo fueron los hechos. No recordamos en qué momento o
a qué hora nos avisaron. Ignoramos el lugar. Sabemos que hubieron forcejeos,
confusión, enfrentamientos entre aquella sociedad dividida, heredera de las
escisiones europeas, más las propias. Nadie sabía nada salvo del zumbido de
las balas. Sin explicaciones. Sin saber qué pensar, ni que decir, lo llevaron al
hospital herido.
Mucho tiempo después nos contaron que tenía las dos manos extendidas
como esperando a alguien en ellas. Soñaba y balbuceaba tres nombres: Dolores, Lilianita, y Juan Domingo. Los nombres de su familia.
Si me siento en una silla y me quedo quieta, puedo ver enfrente de mí la radio,
oler empanadas fritas, chocolatada, eucalipto, mate, el primero con azúcar y
respirarlos. Nadie se imagina cómo todos los días, los respiro.
Llegó el 19, apenas asomado el día. Dicen que fue derecho al sindicato, se
juntó con los suyos y marcharon hacia Ezeiza. El 20, su amigo Juan Domingo
Perón regresaba al país y como en otras tantas ocasiones él quería estar ahí. Ahí
en primera fila. Ahí cerca suyo. Ahí donde devoraba la historia. Tenía 73 años y
pasiones bien definidas.
Cuando se despidieron, la abuela le dio un beso que yo jamás había visto entre
ellos. Fue para mí una sorpresa descubrir que ellos se besaban y en la boca. Y
qué beso se dieron ese día. Me tocó el turno y me alzó y allí, sin saber qué decir,
nos abrazamos los tres. Cuando me bajó al piso y pasó delante de mí me dijo:
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Recuerdos de épocas pasadas
Natalia Soledad Molina
Buenos Aires
Jugábamos a las cartas indefensamente, mi niñez resplandecía junto con el sol
que despertaba sus pequeños rayos vigorosos en la ventana de la cocina de mi
casa. Ese día de forma particular, recuerdo sus enseñanzas y sobre todo, su sabiduría que con una simple mirada me permitía avanzar a aprender de forma
sencilla, no a ganar en una simple partida de naipes, sino a creer que se puede
diseñar un entretenimiento a base de algo tan sencillo como era el “chinchón”.
Si definimos que es el “chinchón”, porque en la actualidad es un concepto antiguo que no combina ni con redes sociales y ni siquiera con el “me gusta” de
Facebook, es una pequeña combinación de naipes españoles que mediante
diversas partidas tiene como objetivo juntar cartas del mismo palo realizando
de forma continua la sucesión de ellos, para aquellos tiempos jugar con mi
abuela una partida era casi adrenalínico, una sensación única; esa inocencia
que yo descubría en mí, junto a ella, era la mejor conexión con el pasado y el
recuerdo de épocas que la vida se llevó, pero no para dejarlas inconclusas en
el remolino de la ausencia, sino más bien para acompañarme en el presente
cuando disfruto de las simples cosas de la vida.
Esa mañana de forma diferencial descubrí tantas cosas de ella que no sabía,
su vejez era una sensación de distancia con mi niñez, pero en fin era solo un
camino que separaba nuestros años, solo eso; en el transcurso de la mañana
después de haber perdido unas aproximadas cinco partidas de forma directa,
se levantó y dijo “Preparo mate y no te olvides que de esto se trata la vida”.
Observando con mis pequeños ojos achinados, negros, siguiendo sus pasos
desvalidos, despacio, casi austeros de querer andar por ese trayecto tan corto
que tan solo era hasta la cocina; colocó la pava en el fuego y me miró afirmándome “Eres chica Nani ya con los años lo entenderás…”.
Después de regreso sin pedir ayuda, porque no le gustaba, aunque pensándo208
lo bien ahora, le costaba aceptar los años o quizás sentirse inútil; he escuchado
por ahí no recuerdo en donde, seguro que en la televisión no, que el entusiasmo sigue pero cansado, no es que se apague solo, sino que se duerme una
siesta, entonces los esfuerzos son mayores para tratar de despertarlos. Concluyendo al no sentirse lo suficientemente “vital” que es un síntoma de la vejez,
tanto en esa época, que fue hace unos extensos y largos años, como en la
actualidad, era un problema para mi abuela como supongo también lo es para
los abuelos actuales, es un síntoma que no pasa de moda en la vejez.
Empezó a servir unos mates únicos y con sinceridad eran feos, es cómico pero
la pérdida de memoria a veces parecía exagerada, eso no lo entendía, a las cartas jugaba a la perfección pero azúcar al mate no le ponía nunca, pensándolo,
eso me amargaba un poco la mañana.
Yo nunca decía nada, siempre fui callada frente a los mayores, generalmente
guardar respeto en esa época era una señal de educación. Pero escuchaba
todas sus historias en el momento del receso de la partida, era como esperar el
segundo tiempo del partido de fútbol pero mucho más relajado y los tiempos
los manejábamos nosotras, no los árbitros.
Contaba anécdotas de todas las épocas, porque hay algo que había tenido mi
abuela, aventuras, o se había arriesgado a vivir una vida llena de lucha y eso
era absolutamente único, a veces me pregunto cuántas cosas uno rehúsa en la
actualidad siendo tan modernos o innovadores en esta generación del lifting y
la belleza superficial y cuanta experiencia de vida cargaba en sus espaldas con
tanta poca disciplina de belleza. Implacable, única, todas las adversidades que
tuvo que experimentar sin tener que necesitar a los modernos médicos de la
psiques y sus resoluciones de problemas. Supongo que tenían otra fortaleza o
sabían maquillar las debilidades con otras formas.
Así fue que aprendí sobre historia argentina. Una forma eficiente que tenía
mi abuela era de recordar ciertos hechos con una descripción absolutamente
única porque mantenía la intriga de los sucesos y te permitía estar atento, pero
de forma diferencial a lo que normalmente aprendemos, sino absolutamente fría y el final era el principio evadiendo las normas literarias de los maestros y yo solo era una simple aprendiz a la expectativa; ese día tan particular
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conocí por primera vez conceptos políticos que fueron y marcaron mi forma
de pensar. Recuerdo que al comienzo del relato decía… “Fue por el año 55,
Plaza de Mayo fue testigo de un acontecimiento más, como de tantos otros
hechos que realmente para nosotros la clase trabajadora fue difícil de asimilar;
los grupos opositores al gobierno del Perón, intentaron no solo desestabilizar
el sistema gubernamental sino inclusive buscaban asesinarlo”… mis ojos se
fueron abriendo ampliamente no por los rayos del sol que efusivamente entraban con mayor fuerza por la ventana ya que se aproximaba el mediodía, sino
porque la calidez de un simple mate podía desentrañarte un enigma tan elocuente como es la política, a veces cuanto más sencillo más rápido se aprende.
Actualmente el acontecimiento es sumamente conocido y se lo denomina comúnmente como “la masacre de Plaza de Mayo” el hecho fue realmente aberrante por la pérdida de personas que injustamente se vieron sorprendidas por
el oscuro y tenaz condicionamiento de los grupos de mayor poder.
En síntesis mis deseos por comprender más, me llevaron a despertar la esencia
de conocer conceptos que con el tiempo marcaron mis pensamientos y sobre
todo reconocer la identidad del país.
El tiempo de descanso culminó y la nueva partida se aproximó, siempre me
abstraigo a ese momento como si todavía permaneciera en él, comenzó a barajar las cartas, yo de forma tímida, porque era la rival a vencer, corté y me dejé
guiar por todo lo que me había enseñado, luego de un rato el silencio se despertó de forma extraña en la habitación, la tensión dio lugar a que yo pudiera
cortar; pensándolo ahora lo hice sin razonar por mero instinto y cuando descargamos las jugadas simplemente le había ganado; por unos instantes sentí
la gloria, la euforia atónita y ella de forma muy sencilla me dijo “No ganaste solo
te dejé avanzar”.
Recuerdos de mis abuelos maternos
(Isidoro Juan y Francisca Rosario)
Lidia Parisi
San Martín, Buenos Aires
Vivían en Villa Urquiza. Los fines de semana íbamos a la casa y era un placer. Mis
tíos, algunos solteros otros casados, vivían todos en esa casa.
Cuando entrabas, de un costado, el jardín con flores y un limonero en el medio; del lado izquierdo el gallinero y la quinta. Luego venía una puerta grande,
enrejada, de madera pintada de verde; a la izquierda la cocina, al lado la habitación de los tíos María y José y su comedor. Luego, la habitación de los abuelos
a la izquierda y a la derecha el comedor. Seguía la cocina con fogón y al lado la
pieza de las tías María, Ñata y Nilda con las que, en vacaciones, me quedaba a
dormir y nos reíamos mucho.
Mi abuela tejía medias con muchas agujas y en sus pies Titín, un gato negro
precioso que siempre estaba con ella y que cuando la abuela murió abandonó
la casa y nunca volvió. Mientras ella tejía me hacía leer el diario o revistas de mi
tía María, que siempre traía muchas: Para Ti, Vosotras, Radiolandia, Antena… Se
leía mucho y cuánto les agradezco porque me formaron el hábito de la lectura.
Mi abuela me ponía un delantal con bolsillos para amasar y también me enseñaba a tejer y a bordar. Los sábados a la tarde con la abuela y las tías amasábamos ravioles o los fideos de los fierritos, siempre con alegría, porque los
domingos venían todos los tíos y éramos muchos a sentarnos a la mesa.
Cuando había un casamiento o un compromiso, la fiesta se hacía siempre en
la misma casa de los abuelos y para la ocasión se entoldaba todo el patio. En
cambio para Navidad, venían todos a mi casa y la abuela dormía con mi hermana y yo. Para Año Nuevo, de vuelta todos a la casa de los abuelos.
Mi mamá tenía 7 hermanos. Cuando ya se habían casado todos, yo tenía 14
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tíos. Primos éramos un montón y todos tan divertidos que en Año Nuevo mi
abuela escondía todas las cacerolas y las tapas porque se las usaban para tocar
a las 12 de la noche y ella se enojaba, aunque después le regalaban nuevas.
El abuelo nos enseñaba a jugar a las cartas. Primero al Culo Sucio, más grandes
al Chinchón y cuando ya sabíamos sumar a la Escoba de Quince. También al
Dominó y al Juego de la Oca, nunca nos aburríamos.
una sopa riquísima!!!). Miles de recuerdos que, después de tantos años que ya
no están, siempre los tengo presentes y los evoco con mucho cariño. Todavía
hoy me encanta jugar a las cartas con mis nietos, mirar el cielo, hablar con las
estrellas, mirar la luna y ver en su interior figuras, y pensar qué felicidad ha sido
tenerlos, disfrutarlos y respetarlos con todo mi corazón.
La mayoría de las veces estábamos juntos con mi primo Juan Carlos, porque
éramos los dos que siempre acompañábamos a los abuelos y tíos.
A la tarde, salíamos a la puerta a esperar a los tíos y tías que volvían de trabajar,
siempre con premios para nosotros. Mi abuelo se cruzaba al kiosco y nos traía
Naranjín o Bidú Cola. Mi tía María le daba 40 centavos a mi primo para que me
llevara a la heladería que estaba en la esquina, nos sentábamos y tomábamos
helado.
A mi abuela le gustaba mucho el cine así que, cuando llegaba la tarde del
sábado o domingo, ella se preparaba y se iban a la función con mis padres y
mi hermana. Yo en cambio, como no me gustaba el cine, me quedaba con mis
tías y mi abuelo a jugar a las cartas.
Cuando me quedaba a dormir en verano, a la nochecita salíamos a la puerta
y mi abuela me decía: “Cuando estés triste mirá a las estrellas, que te hablan,
te contestan a lo que pedís”. Como yo era chica le creía sin dudar y ella seguía:
“Mirá, vamos a preguntarle ¿Estrellita vos me querés? Un parpadeo, sí; dos parpadeos, no”. Cuando fui más grande entendí que las estrellas parpadean siempre, pero cuando estoy triste sigo mirándolas porque son hermosas y es como
que mi abuelita me contesta.
También mirábamos la luna y tratábamos de descubrir qué había adentro. A
veces veíamos un árbol, otras una casa, “¡¡¡No, es un perro!!!”, y así pasábamos
las noches de verano mirando qué bello era todo.
Todos los recuerdos que me dejaron los tengo grabados en la memoria. Los
dichos, los consejos, los hábitos, los sabores de las comidas (¡¡¡La abuela hacía
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Rosa en otoño
Se los cuento como un cuento
María Alejandra Rogante
Dedicado al viejo de mi viejo, “El abuelo Manolo”.
Yanina Salomé Carbajo
Caléndulas y malvones bordeaban el camino a la huerta (o a la quinta, como
decía ella). Rosa sabía de memoria el orden de los colores: naranjas, amarillos,
fucsias. Más allá, lirios y crisantemos competían por un lugar al lado de la vieja
pileta. La vida es más linda con flores, pensaba, y no se daba cuenta de que su
propio nombre era una flor.
De la huerta, un rectángulo siempre verde con mucho sol, cosechaba zanahorias y zapallos (qué divertido era descubrir esas pelotas naranjas, enormes,
entre las hojas que se arrastraban). Rosa cortaba ramas de orégano y las dejaba
secar sobre papeles de diario. El té de orégano cura la tos, repetía cada invierno, y yo soltaba una carcajada porque a esa edad, no podía imaginar otro té
que no fuera el que me servían con leche a la hora de la merienda. El perejil y
el romero aparecían después en unos estofados inolvidables.
Ahora, cuando llega el otoño, miro las hojas que caen y acarician el césped, y
extraño las caléndulas y los malvones de Rosa, mi abuela.
Buenos Aires
Para los que no me conocen, me presento:- mi nombre es Rubén, soy de boca
y lo que más me gusta además del club, es ir los fines de semana a lo de mi
abuelo.
Mi abuelo, todo un personaje. Mi viejo me deja en su casa los sábados a la
tarde y me viene a buscar los domingos por la noche.
Manolo, de Manuel creo, ese es mi abuelo. “El abuelo Manolo”.
Al principio, no me acostumbraba, no sabía qué hacer en la casa, me aburría,
deseaba que el tiempo pasara rápido, miraba sólo televisión, comía y dormía
y cada vez que me hacía el tonto y simulaba que no lo escuchaba cuando me
mandaba a hacer algo o me contaba de los problemas del barrio, me gritaba:
“¡¡¡Más respeto que soy tu abuelo!!!”
Hoy deseo que llegue el fin de semana. “Hooola abuelo”, es lo que espera escuchar mi abuelo, después de sonar el timbre los días sábados por la tarde.
Los lunes en la escuela (como es de costumbre), la seño coloca en el pizarrón,
“Escribo lo que hice el fin de semana”, y yo escribo:“Fui a lo de mi abuelo Manolo”.
Al principio los chicos se reían, pero pronto dejaron de hacerlo.
Me cansé de que la seño me ponga incompleto, desde entonces cuento, mejor dicho le cuento al mundo, quién es Manolo, ¡¡¡Además de ser… el viejo de
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mi viejo!!!
Todos los domingos por la mañana lo acompaño a comprar el pan en el almacén de la esquina, muchas veces traté de convencerlo de ir al súper, pero como
es de costumbre, va a lo de Juan Carlos, el almacenero.
y hasta el sonido del reloj cucú, me hacían disfrutar de los fines de semana. Mi
abuelo con sus pantuflas y su pijama, me daba un beso en la frente y me decía
hasta mañana.
Yo lo observaba desde la otra cama, con sus lentes de aumento y pensaba…
lee algo que parece que nunca acaba.
“Un cuartito de milonguitas”, pide.
Abre su bolsa tejida con sus mangos de alambre, donde Juan le coloca los
cuatro o cinco pancitos, luego le pide una carga de un sifón al que llama drago,
con el que hace la soda, su vinito tinto de siempre y en el changuito acomoda
todo.
Hoy puedo contarles a mis hijos quién fue su bisabuelo, sosteniendo entre mis
manos aquél libro que hoy yo leo.
“Don Quijote de la Mancha”, me ha marcado en mi vida, logrando dejar a un
costado, tras la partida de mi abuelo… mi agonía.
Volvemos sólo con dos panes, ya que en el camino, les va dando miguitas a
todas las palomas.
Al llegar a la casa, mi abuelo Manolo va a cocinar, mientras que yo al entrar,
refriego mis pies sobre los patines que simulan lustrar.
Prepara el tuquito, estira los fideos en dos bandejas largas, “bien separaditos
para que no se peguen”, siempre recalca. Yo ayudo cortando el chorizo colorado, para darle gusto a la salsa, rayamos el queso sobre un papel que guarda y
luego de aceite y sal al agua, se bañan al dente, parecen que nadan…
Con la comida en la mesa, las carreras de autos y por las tardecitas la AM Continental, que relata los clásicos partidos que vemos juntos los domingos, desde
la tele sin volumen, para la radio escuchar.
Toda una ceremonia, desde el elefante en el estante al que veo que enrolla un
billete y coloca en su trompa (cuántas veces sirvió para comprar Naranjú en un
día de verano); el tocadiscos con polvo, que sirve de mesada, el diario de los
domingos que acompaña con las tostadas casi quemadas. Su boina de siempre, limpia y con olor a Heno de Pravia, en el botiquín del baño, su navaja bien
afilada, ¡¡¡Más de una vez me he cortado, por practicar una afeitada!!!
Hoy recuerdo por las noches, la bolsita de agua caliente, el velador prendido
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Semblanza de mis abuelos
80 años…” y ella respondía “El tonto del cura me anotó diez años antes”.
María del Carmen Malbrán
Buenos Aires
Mi bisabuelo Félix Giles era mazorquero. Después de la caída de Rosas seguía
usando la vestimenta rojo punzó. Según el acta de nacimiento de su hija, la
abuela Carmen, había nacido en 1830 residente del partido de Dolores. Vivió
en Magdalena. Laboraba el cuero. Se presume que llegó a centenario. La madre de mi abuela, Natividad Pereyra, de 25 años, era residente del mismo partido. Ambos domiciliados en el cuartel 13°.
Famoso en el pago por lo pendenciero, usaba con maestría el cuchillo en el
trabajo y el facón para pelear. Era analfabeto. Natividad Pereyra tuvo muchos
hijos con él, cuyo rastro se ha perdido porque se dispersaron después que ella
murió.
Mientras modelaba el cuero, los hijos debían mantener tieso el tiento frente a
él. En una ocasión mi abuela Carmen de ocho años, temblorosa ante su presencia, aflojó el tiento y él le pegó un corte en el frente de la nariz cuya marca
le quedó para siempre. A la vez le dijo “¡¡¡Mantenga el tiento estirado, carajo!!!”.
Ella le guardó tal rencor por el maltrato recibido por la mujer y los hijos, que
cuando lo nombraba decía “Dios lo tenga en una escupidera de orines”.
Al ingrato recuerdo del padre, la abuela se refería a la madre con devoción:
“Era una santa, usaba una hermosa cabellera trenzada, tocaba la guitarra y nos
protegía del viejo”. Cuando la violencia se hacía insostenible, madre e hijos se
refugiaban en el monte.
En aquel tiempo las personas se registraban en la parroquia de Magdalena.
Según consta en el acta de nacimiento, la abuela nació el 16 de enero de 1869
y registrada como Marcela del Carmen Giles Pereyra. Firma el acta el presbítero
en reemplazo del cura vicario. Con la pillería propia de los gauchos, la abuela
ocultaba la edad. Cuando mi padre le decía “Mamá, Usted tiene, por ejemplo
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La abuela contaba que cuando el padre se ponía en pedo con ginebra iba a la
plaza del pueblo y blandiendo el facón gritaba “Que venga el comesario, que
venga el alguacil, que venga la puta madre que los parió que acá está Félix
Giles que quiere pelear”. Se trenzaba con otros guapos y volvía al rancho desangrándose. Le curaban las heridas con tela de araña, lo que no impedía que
volviera a las andanzas al día siguiente.
Mi padre no confiaba totalmente en la historia contada por la abuela Carmen,
que era iletrada, supersticiosa, sentimental, hábil narradora y experta asadora.
Con dos carboncitos cocinaba la carne hasta que parecía cuero seco. A mí me
gustaba la carne jugosa, lo que le hacía decir “Esta chica come la carne cruda
como los salvajes”.
Mostraba el coraje derivado de una existencia dura y se ganaba el sustento
trabajando, cuando enviudó a los 40 con cuatro hijos como cocinera de los
peones en las estancias. A los 76 años vino a vivir con nosotros. Se encargaba
de tareas domésticas y de las compras. Era amiga de todos los vecinos que la
llamaban “Doña Carmen”. Recuerdo que cuando sucedió el golpe militar del
55, entró a casa muy de mañana luego de andar por el barrio, gritando “¡¡¡Raúl,
Raúl (mi padre), la guerra civil, la guerra civil!!”. No estaba tan errada.
Prueba de la entereza de los gauchos, quedó evidenciada por la consecuencia
de un episodio cerebral luego de un atracón sufrido por la abuela alrededor
de los 80 años, accidente que le impidió caminar. Mi padre con infinita paciencia le ayudó a recuperar la marcha. La tomaba de ambas manos y paso a
paso pudo volver a andar con la ayuda de un bastón. Recuerdo que mi padre
acompañaba el esfuerzo con comentarios como “Mamá, usted puede. Ha hecho cosas muy valientes en su vida. Esto es lo de menos. Vamos…” La abuela
murió plácidamente con plena lucidez a los 94 años.
Allá por las postrimerías de la década del 30 mi padre quiso confirmar la historia de su abuelo. Viajó a Magdalena y realizó una búsqueda que lo llevó a una
antigua pulpería en las afueras atendida por un viejo pulpero al que preguntó: “¿Dígame, Don, conoció Usted a Félix Giles?”, a lo que el paisano contestó
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“Cómo no lo voy a conocer, si fue el hombre más malo que hubo en la Magdalena!”
Relatos como los de Félix Giles y Doña Carmen permiten recuperar e ilustrar
costumbres y dichos de la pampa en tiempos idos.
Sembrar la memoria
María Antonela Ferrari
Manuela coleccionaba mates, plantas e historias. Todo brotaba en su jardín
porque Manuela sabía bien cómo era eso de andar sembrando la memoria.
Era entrerriana, tenía el pelo cortito y blanco y usaba siempre un delantal que
apenas llegaba a abrazar su panza. Era también una mujer de la naturaleza,
sabia y simple como los pajaritos o los bichos bolita. Le gustaba cantar canciones y conversar sobre todo con las plantas de su jardín, que eran más de cien.
Los picaflores y las abejas la visitaban asiduamente para darse un banquete y
todos los niños del barrio la amaban.
Manuela fue mi guardiana en los primeros años de vida, mi abuela de linaje de
alma, porque a veces los padres de los padres ya están en el mundo y se convierten en abuelos desde el momento en que una pega el primer grito para
anunciar que llegó pero en otras ocasiones la vida misteriosamente se encarga
de unir con un hilito invisible y amoroso a dos personas que no comparten ni
una molécula del ADN y sin embargo se sienten tan familia.
La casa de Manuela era misteriosamente hermosa. El techo tenía un gran agujero por el que pasaba cada tanto la cigüeña llevando a un recién nacido. La
ventana de la cocina que daba a un camino de tierra, servía entre otras cosas,
para enfriar la sopa del mediodía o ver cómo los autos pasaban rápido cuando
se avecinaba una tormenta. Las sillas de la mesa tenían almohadones de colores tejidos al crochet. Y sobre una repisa, Manuela guardaba muchos mates
que estaban ordenados: mates de todos los colores y formas, con inscripciones
que yo no era capaz de decodificar, todos diferentes y todos capaces de contener el asombro, al descubrir cada día, algo nuevo en ellos.
Una tarde lluviosa, Manuela cosía una camiseta blanca junto a la ventana
y yo jugaba con los botones que andaban sueltos en el costurero, mezclados con hilos, agujas, alfileres de gancho, ramitas de algún árbol que habían
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quedado de alguna costura al aire libre y restos de lana. En un costado, se
visualizaba fácilmente una caja pequeña de madera que estaba cerrada. Adentro, la memoria dormía la siesta pero tuvo que despertarse para merendar.
-“No toques la caja -dijo Manuela- mirá que adentro hay semillas de zapallo
mate que se pueden perder”.
Mis ojos observaron directamente la repisa y luego la cajita cerrada: ¿semillas
de zapallos mate?, pensé. ¿O sea que todos esos mates que tenía ahí los había
sembrado? ¿Todos esos mates nacían de una planta? ¿Los mates eran como
los zapallos pero mates? ¿Crecerían como los tomates o las sandías o las naranjas?
Sentí que el asombro se apoderaba fuertemente de mí. No podía contenerlo,
no sabía qué hacer ante semejante revelación: los mates nacían de una semilla.
Cerré los ojos e imaginé una planta con cientos de mates de todos los colores
y tamaños existentes: eran los de la repisa que se hamacaban con el viento. Al
abrirlos, me decidí.
Pasaron varios años, yo me hice grande como la enredadera y resultó que a
Manuela le quedó chico el jardín de su casa y se fue en busca de otro mucho
más amplio en donde seguir sembrando. Y a veces se me da por ir a visitarla.
Para eso, revuelvo entre mis recuerdos hasta que encuentro una semilla de
zapallo mate, hago un huequito en la tierra, espero que la memoria se despierte y renazca y ¡¡¡pum!!! De golpe aparece una enredadera gigante, llena de
mates de repisa que no tiene fin. Entonces apoyó el pie derecho en el mate
que dice “Recuerdo de Gualeguaychú” (ahora sí decodifico las inscripciones) y
otro sostiene el pie izquierdo con un “Recuerdo de Mar del Plata” escrito y así
sucesivamente, entre mate y mate, trepo el no tiempo.
Cuando, llego a la cima, veo a una viejita de pelo blanco con delantal, que me
mira y me sonríe.
Entonces me apuro para llegar a su lado, abrazarla y contarle que una vez le
robé una semilla y que ahora yo también sé, cómo es eso de andar sembrando
la memoria.
En cuanto Manuela dejó la aguja con la camiseta apoyada al lado del costurero
y se levantó a encender la cocina, abrí la caja, agarré una semilla, la guardé en
el bolsillo y me hice la distraída. Anduve toda la tarde inquieta con la semilla
dentro del pantalón azul, preocupándome de no perderla al subir al triciclo o al
dar vueltas carnero. La memoria jugaba también y se reía a carcajadas.
Cuando llegué a mi casa, hice un pocito al costado de un membrillo, busqué
una lata de duraznos vieja, la llené de agua y preparé la cuna en donde la semilla iba a dormir varios días.
Una mañana, la vida despertó y la memoria bostezó otra vez: un gajito verde se
asomó y no paró de crecer hasta hacerse una enredadera verdosa y fuerte que
envolvió al membrillo. Pasaron unos días y ellos aparecieron con una panza
redonda y un cuello escultural y… ¡¡¡Uno, dos, tres!!! Muchos zapallos mates
colgaban de la enredadera mezclándose con los membrillos que también habían nacido. Manuela no me había mentido ¡¡¡era verdad que los mates nacían
de las semillas!!!
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Sentimientos heredados
Amanda Verónica Olivera de Martín
Buenos Aires
Faltan pocos días para que comience noviembre, ya pasado el mediodía del
martes, Don Eugenio y su nieto Leandro están sentados frente a la computadora, en el living de la casa antigua, de más de cuarenta años, de las llamadas
Municipales, en uno de los pasajes característicos del barrio de Flores Sur. Afuera los jazmines del país enmarcan desde hace unos días el portón y el enrejado
de entrada como una gran cascada blanca y perfumada. Penetra también por
la ventana entreabierta el aroma de las rosas de variados matices, que año
tras año fueron creciendo al cuidado de los dueños de casa. A los vecinos les
agrada pasar por su vereda por la forma en que fueron plantadas, porque pensaron cómo lucirían los rosales con el correr del tiempo, respetando el espacio
que ocuparían cada uno de ellos en el futuro, enmarcando un gran banco de
madera barnizada con respaldo, parecido al de las plazas.
La casa de dos plantas está bien mantenida con pintura blanca y ladrillos a
la vista, con algunos detalles reciclados, entre ellos se destaca una hermosa
puerta cancel barnizada y labrada con herrajes de bronce relucientes, como la
terraza con mosaicos con una baja pared y una hilera de rejas iguales a la de
la entrada, el cerramiento de vidrio enrejado a la derecha del jardín, de forma
triangular y una segunda puerta, detrás de éste, ilumina el living un gran ventanal angosto y largo, original desde su construcción, con una verde persiana
metálica de tres hojas, igual y en paralelo que la ventana que da al frente de
uno de los dormitorios de arriba. En la pared medianera de la izquierda, una
hiedra verde oliva casi cubre totalmente el frente y llega a la ventana del primer piso. La otra medianera no se ve, porque la puerta cancel deja entrever
el cerramiento que da al comedor, la cocina y el baño de la planta baja. De la
cocina llega el olor de las empanadas de carne que aún están en el horno. En
la radio encendida por Leandro en el living, se escucha a Vicentico en “Sólo
un momento” y las palabras de la canción parecen reflejar en ese instante, los
actuales sentimientos de Don Eugenio.
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El abuelo, argentino, de 75 años, viudo desde hace 2, vive en esa casa desde
que se casara y pudiera acceder al crédito que creó al barrio. De frente despejada, cabellos canosos y cortos, viste prolijamente camisa beige, pantalón negro
y el chaleco marrón que le tejió su señora Verónica hace tiempo, está tomando mate amargo con la yerba que le gusta saborear, como sólo él sabe cebar,
con el agua caliente, pero sin hervir, con esa espuma brillante que lo distingue
como un buen cebador entre todos los familiares y conocidos. Apoya el mate
al lado del monitor, mientras sus dedos buscan en el teclado de color negro,
las letras, los signos y los números para escribir.
El plástico del teclado ahora no le parece tan extraño, ya sabe con qué intensidad tocar cada tecla para que salga emitida en el monitor una sola vez
y no como al principio que aparecía multiplicado el signo elegido, por la presión ejercida sin querer. Hace tres meses decidió hacerle caso a Leandro y se
compró con la tarjeta de jubilados la computadora, el monitor, el teclado, una
impresora y el mueble especial revestido en fórmica que semeja a la madera
clara con sus vetas, de textura suave y lisa, a la que acaricia cuando titubea qué
tecla es la correcta para continuar. Gracias al acompañamiento de sus hijos y
nietos, está superando el duro trance de haberse quedado solo, después de 50
años de matrimonio.
Leandro es el segundo de cuatro nietos, tiene 18 años, es alto y delgado, de tez
blanca y cabellos lacios castaño claro, de mirada inteligente, tiene gran facilidad con todo lo relacionado con matemáticas, álgebra e idiomas. Le encanta
la música, en sus pocos ratos libres. Es el nieto más parecido al abuelo y desde
pequeño ambos tienen una relación muy profunda y afectuosa. Está en 6º año
en el EMET Nº 37, especializado en Informática. Próximo a recibirse alentó a su
abuelo después del duelo, en esos primeros y duros momentos en que pensó
que no podría resistir su repentina soledad y temiendo con mucho dolor que
también lo perdería a él si no hacía algo para evitarlo, no deja de acompañarlo
mientras puede.
Desde la compra de la computadora, viene dos veces por semana a media
mañana a enseñarle computación, los días que no tiene doble turno. Se siente
muy contento porque el abuelo le demuestra un gran interés y lo espera con
mucho cariño para que almuercen juntos.
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Cuando llega le agrada recibir, como ahora, el fuerte abrazo de Don Eugenio,
recién afeitado para él, con su característico perfume Colbert y el ofrecimiento
del agua saborizada de manzanas que toma muy fresca, recuerda que bastó
que un día le dijera su gusto por ese sabor para que se la compre especialmente cuando viene. Hasta le pone el mantel, los platos y los cubiertos más lindos
para el almuerzo. Se siente muy querido. Hoy viene vestido con el joggings
azul y un buzo violeta, porque entre otras materias, tendrá Educación Física.
Don Eugenio va a calentar el agua y cambiar la yerba. Leandro lo espera mientras sus ojos se dirigen al retrato de la abuela Verónica con sus cuatro nietos.
Están sonriendo, sentados en el banco del jardín, entre los rosales. Recuerda
ese momento, la algarabía de los primos, todos varones, de aquel domingo
al mediodía por haber sido invitados por la abuela a almorzar los deliciosos
ravioles caseros que les había preparado y al abuelo sacando la primera foto
en el celular, como le había enseñado minutos antes y que ahora contempla
con cariño. Cómo la extraña, tanto como cada uno de la familia.
“¿Qué tal te salió la tarea abuelo?”, pregunta sentándose a su lado.
“¡¡¡No pasa nada!!! Lo que sucede es que no siempre se escriben títulos centrados, ahora lo hacemos juntos…”. Acerca la silla y mira el escrito.
Junto al retrato, el florero de cristal azul con flores siempre frescas, parece titilar
por los rayos de sol que entran por la ventana. En cada detalle de la casa, la dulce presencia de la abuela, permanece imborrable. Ella supo en vida entregar
lo mejor de sí con algo hecho por sus manos para cada miembro de la familia.
Tenía el don de recibir a sus seres queridos haciéndolos sentir los más importantes del mundo, por los gestos de tanto amor, sencillos pero genuinos, que
siempre les prodigó a cada uno.
“Viste cómo supe guardar lo que escribí: Te cuento que también pude releer y
cambiar tres palabras por otras mejores”.
“Bueno, bueno… ¡Acá estoy! ¿Cómo hago?”, pregunta entusiasmado Don Eugenio.
“¡¡¡Eso está buenísimo abue!!! Adelantaste mucho, pronto vas a comenzar a
escribir lo que quieras, lo guardarás y cuando venga, haremos juntos la corrección. ¿Qué te parece?”, le dice mientras pone su brazo cariñosamente en el
hombro de Don Eugenio.
“¿Ves acá arriba en el monitor?... te lo puse también en acceso directo. Ese es
el programa, hacés doble click, entrás y acá (señala con el mouse) ponés el
nombre del tema…a ver… escribilo vos, abue.”
“Bastante bien… dejé acá, porque no me acordé cómo poner este título en
mayúscula y centrado. Creí que me iba a acordar, pero ya ves… me olvidé y
eso que me lo dijiste varias veces.”
“Leandro querido… allá voy… ¡¡¡ Ja, ja, ja!!!”
“Si me viera tu abuela, qué contenta estaría” – suspira profundamente - “Con
sólo pensarlo, hago todo lo posible por practicar… aparte, como ya me pusiste
en acceso directo los diarios y los dos programas de la radio, puedo leer más y
comentar lo que me interesa por mail”, dice sonriendo.
-Ahora… ¿ves este disquito a la izquierda? Hacé click y empezás a escuchar,
cuando termina la canción, agregála a tus preferidas acá, indica satisfecho. Y…
listo”.
“Hoy quiero enseñarte a poner tu música preferida y tener tu propio álbum
virtual, así cuando quieras escuchar tus canciones, vas al programa, escribís el
nombre del tema y elegís por quién lo ejecuta y lo canta.”
Abuelo y nieto escuchan en silencio los dos tangos. Don Eugenio está muy
emocionado. Leandro también al ver el rostro de su abuelo como un niño con
juguete nuevo.
“¿En serio? Bueno… Poné primero “La Yumba” por Osvaldo Pugliese y después
“Pasional” cantado por Alberto Morán. Ya vengo”.
“Escribo el otro tema que le gustaba tanto a tu abuela, el Concierto de Aranjuez, por Paco de Lucía y mientras almorzamos lo escuchamos, si no se te va a
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hacer tarde para ir al colegio y se van a quemar las empanadas.”
“¿A ver cómo lo hacés? (Silencio) ¡Pero qué bien, ya lo aprendiste, ahora guardálo! ¿Te ayudo a poner la mesa?”
“Siempre fuiste muy curioso. Me divertía mucho explicándote a veces lo inexplicable hasta que ya no preguntabas más… ¡¡¡Pasaba un ratito y… vuelta a
preguntar!!! Quién lo diría… Ahora el que pregunta soy yo.”
“¡¡¡Uy...!!! Qué lástima. Si no me apuro, llego tarde al colegio…”
“Ya puse los vasos, los platos y los cubiertos, traé la bebida de la heladera. (Se
levanta y va a la cocina, vuelve con la fuente de empanadas).
“Andá al baño a refrescarte y te acompaño al colectivo. Vamos.”
“Qué bien huelen. Están riquísimas abue… les pusiste pasas de uva como a mí
me gustan.”
“El jueves quiero ver que hayas escrito y escuchado más canciones preferidas
¿Dale?”
“Hice para el postre una ensalada de frutas para mi querido profesor…”
“Claro que sí… Ya vas a ver cómo cumplo con la tarea.”
“¿No querés que te dé otra clase en la semana así me mimás más? ¡¡¡Ja ja ja!!!
Los dos salen conversando animadamente. Caminan una cuadra y media hasta la parada del colectivo Nº 4 que va hacia Liniers, en la avenida Eva Perón,
cuando éste llega se abrazan. El joven lo saluda sonriendo luego de pasar la
Sube y abajo el abuelo, orgulloso, lo despide con la mano en alto y los ojos
brillantes. Luego vuelve sobre sus pasos y se dirige a su casa.
“Leandro… el mimado soy yo… Cuando escucho a otros abuelos que se sienten muy solos porque ni los hijos y mucho menos los nietos jóvenes vienen a
sus casas, me siento con vergüenza de comentarles la riqueza que tengo con
vos y la familia. Si salí adelante, es por ustedes, que no permitieron que me
hundiera en el dolor más grande que tuve que sufrir de repente, sin aviso, sin
poder hacer nada. Además, desde que te hice caso y compré la computadora,
me hacés sentir mejor cada día, me despertaste el deseo de seguir aprendiendo, de volver a vivir, cuando pensaba que ya no habría más alegrías para mí. No
sabés cómo espero tu llegada, nieto querido. No sólo aprendo computación,
también intento cocinar mejor, para que puedas ir al colegio bien alimentado.
“Nadie de la familia puede ser de otra manera con vos, abue… ¡¡¡Siempre fuiste
el mejor abuelo del mundo!!! Recuerdo cada uno de los paseos que hicimos
juntos desde que era chiquito, cuando me llevabas a la calesita, cuando fuimos
de vacaciones y me enseñaste a pescar, cuando me hablabas de tu familia y de
tu niñez con tantos hermanos y tus amigos de la infancia, hasta hoy es como
si los hubiera conocido. Me gusta escuchar las historias de cómo la conociste
a la abuela, el noviazgo… las anécdotas y las travesuras de papá, de la tía, el
casamiento de mis padres. La abuela y vos me enseñaron a querer mis raíces.
Me diste siempre tu tiempo cada vez que lo necesité. Aprendí a charlar mucho
con vos. ¡Tenías la santa paciencia de contestar mis ¿por qué? constantes!
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Camina por la angosta vereda de su pasaje y se siente feliz del nieto que tiene,
de cómo sabe expresarle sus sentimientos y darle su invalorable compañía. El
cielo de la siesta es de un generoso turquesa que enmarca los paraísos en flor
de su cuadra.
Saluda con el brazo extendido a los vecinos de la esquina, en el negocio de
repuestos de autos que no cierra al mediodía y que desde hace tiempo se convirtió espontáneamente en el lugar de encuentro de los mayores, que suelen
llegar al lugar para comentar, sentados en el escalón de la vitrina o dentro del
negocio, lo que cada uno desea y siente que pueda aportar a sus conocidos de
tantos años sobre las novedades del barrio. Les tiene mucho cariño por todo
lo que lo acompañaron en tantos momentos cruciales desde que compró la
casa, ayudándose unos a otros con sus consejos en las primeras enfermedades benignas de los hijos pequeños, cuando todos eran recién casados, hasta
últimamente, cuando se sintió reconfortado y comprendido en cada abrazo
prodigado con sentida emoción, mientras lo escucharon atentos y sollozaron
juntos, fue sólo con aquellos que pasaron por la misma pérdida con quienes
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se pudo desahogar totalmente y que, como él, lucen ahora las mismas canas.
Tejido y computadora
Camina la media cuadra restante, recorriendo con su vista las fachadas de las
casas tan conocidas, con sus árboles y jardines, hasta que llega a la suya.
Angélica Mollo
Buenos Aires
Abre el portón y lo recibe la cascada blanca y perfumada del jazmín del país.
Al entrar al living, sus ojos se dirigen, como siempre, a la foto de quien, con esa
sonrisa dulce y calma lo sigue acompañando y guiando en estos nuevos días
que está aprendiendo a vivir.
La abuela Rosalía mira con ternura a su nieto Santiago, muy concentrado frente a la computadora.
En tanto, ella sigue con su tarea. Está tejiendo una bufanda para el pequeño.
Mientras teje, deja volar su imaginación, recordando la época en que ella tenía
la edad de su nietito.
¡Qué distinto aquel tiempo! Pasaba las horas de la siesta haciendo dibujitos
y luego disfrutaba las tardes de sol, jugando en la vereda con los chicos del
barrio.
Ahora, Santiaguito pasa sus ratos libres frente a la computadora que le regalaron en la escuela.
Bueno, se dice Rosalía, es evidente que los tiempos han cambiado.
Mira nuevamente al chiquito; una ola de ternura la invade. Apenas tiene nueve
años y ¡tan seguro en el teclado!
En la distracción se le escapa un punto, pero lo recupera con facilidad. ¡Ha
tejido tanto! Continúa y completa la vuelta.
Deja su labor y se dispone a preparar la merienda.
Escucha un fuerte ruido en el patio, y de pronto, dos hombres con capucha
irrumpen en la habitación y les apuntan con un arma.
Mientras uno queda vigilándolos, el otro comienza a recorrer el departamento.
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Trabajo de vacaciones
La abuela queda petrificada en su sillón y el nieto frente a la computadora.
En pocos minutos el asaltante regresa al living con dinero y algunos elementos
de valor, y empieza a introducirlos en un pequeño bolso.
Mira al nene que sigue en lo suyo frente a la compu, y exclama: ¡Que chiquito
tan tranquilo!
El chiquito tan tranquilo, le dedica al asaltante una dulce sonrisa.
Los dos hombres completan de guardar lo robado y se aprestan a escapar con
el botín, no sin antes recomendar a la abuela que se queden quietos.
Se dirigen a la puerta, y al abrirla, ¡oh, sorpresa!, el pasillo está lleno de policías.
De inmediato reducen a los delincuentes, devolviendo lo robado a su legítima
dueña.
Después del sofocón, ya más tranquila, la abuela Rosalía no puede creer que su
nieto haya sido quien salvo su dinero.
El chiquito había enviado un mensaje en la compu a su papa pidiendo ayuda,
el que, por supuesto, de inmediato llamó a la policía.
La abuela, ya calmada, se apresta a prepararle una muy rica merienda, tan merecida, por cierto.
Mario Raúl Baristein
I
¿Quién ocupó semejante posición? ¿Quién ganó ese lugar dentro de mí?
¿Quién completó mi vida y mis conocimientos? Sin dudas fue mi abuelo. Mi
madre y mi padre ocuparon “su” maravilloso lugar, pero mi abuelo fue otra cosa.
Cuando yo tenía pocos meses de vida, mamá lo convenció a papá para que
fuésemos a vivir a casa de mi abuelo. Mi abuela había fallecido exactamente
cuatro meses antes que yo naciese y fue un golpe muy grande para él. Sí ¡él!,
¡mi abuelo! Y cuando digo mi abuelo siempre me refiero a mi abuelo materno.
Así comenzó a crearse ese estupendo vínculo que me unió a él. Mi cuna pasó
de estar en una habitación de un departamento de la calle Colpayo, a otra
habitación frente al taller de carpintería de mi abuelo.
La casa no era muy grande, pero tenía reservado un lugar con piso de ladrillos
y techo de chapas planas para la carpintería, y a su lado una galería frente al
dormitorio de mis padres.
Entre mi cuna y su sólido banco de carpintero no había más de tres metros de
distancia.
Mientras tanto Santiago manda otro mensaje a su papá:
“La abuela y yo estamos bien. Los ladrones creo que no, ja ja já”.
Y desde la cuna lo oía martillar, serruchar, cepillar y todo lo que se les ocurra,
porque él era el mejor carpintero que conocí.
En realidad era un ebanista. Pero aquí, en Argentina, en esos tiempos, ya no se
requería esa calidad de trabajo. Al principio, a los pocos años de haber llegado
a Buenos Aires, sí, para fabricar los muebles para las vitrolas, tan de moda a
principio del siglo XX.
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Entonces necesitaba de todas sus artes y habilidades para hacer muebles finos, trabajados y decorados como podían salir de las manos de tan excelente
ebanista.
cito de papel de diario de la pila que había debajo del banco, le puso un poco
de cola caliente, sí, esa cola de carpintero que mantenía caliente durante todo
el día, y me pegó el papel sobre la herida que sangraba bastante.
Fui creciendo, y todos los días pasaba largas horas junto a su mesa de trabajo
mirando y aprendiendo su oficio.
– Seguí trabajando – me dijo, mientras él volvía a su tarea.
Cierta tarde, él cepillaba una madera en la morsa longitudinal del banco en
cuestión y yo estaba en la otra morsa, la lateral, en la que tenía prensado un
trozo de madera y estaba tratando de hacerle una ranura con el formón chico.
Ese que aún conservo y uso como él me enseñó y lo mantengo tan filoso
como él lo solía tener.
Pero la cuestión es la ranura, de modo que ¡volvamos a la ranura! En medio de
mi apuro, en lugar de tomar el formón con ambas manos, lo manejaba sólo
con la derecha mientras la izquierda estaba tontamente delante del listoncito,
¡justo en el camino del formón!
Y seguí trabajando. Y fue santo remedio, la cola cortó la hemorragia, dolor no
había y mi trabajo tenía que terminarlo.
Así, entre errores, cola caliente sobre un corte, martillazos en los dedos y otros
tantos y tantos accidentes que se pueden tener trabajando de carpintero fui
aprendiendo el oficio.
Y parece que me enseñó bien.
II
Por supuesto, era cuestión de tiempo. Empujé el formón con fuerza, perdí el
control, y el filo de la herramienta me cortó la mano izquierda, precisamente
donde comienza el dedo pulgar. Hoy, aún conservo la cicatriz.
Había terminado segundo año de la secundaria, con algún traspié. Tuve que
dar examen de un par de materias, las aprobé y ya había pasado de año. Salvo
ir al club, no tenía nada que hacer.
– ¡Huy! – grité.
No muy fuerte. Pero él me oyó. Miró por sobre mi cabeza. Tomó mi muñeca
izquierda y levantándome el brazo me dijo:
Así fue que, igual que el año anterior, decidí revisar los avisos clasificados del
periódico y buscar un empleo. Verifiqué los de cadete, pero no había nada
interesante. Seguí por los de aprendiz y tampoco tuve suerte, pero cuando
miraba los de aprendiz adelantado, ahí encontré algo.
– ¿Qué hiciste?
– Nada, abuelo, se me escapó el formón.
– Abuelo. Qué te parece, ¿puedo presentarme a este aviso de aprendiz adelantado de carpintería? – le pregunté.
– ¡No! El formón no se escapa. La mano nunca se pone delante del formón.
– ¿Por qué no? – me contestó.
Y mientras me decía esto cerró su mano derecha y con la habilidad de un
abuelo de primera me dio un coscorrón con el nudillo de su dedo medio en la
frente. Apoyó mi mano sobre la mesa de trabajo, llena de viruta, tomó un tro-
Como ustedes ven, un judío contesta una pregunta con otra pregunta. Es la
regla. Es la filosofía con que fui criado.
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Entonces no perdí tiempo. A la mañana siguiente me levanté bien temprano,
gracias a que mi abuelo me despertó a las seis. Me lavé, luego parado junto a
él, que estaba terminando con el rezo matinal, tomé el desayuno que me había
preparado y salí para presentarme como aspirante a “aprendiz adelantado de
carpintero”.
queña construcción con los baños, el vestuario y la oficina de “Administración”.
Golpeé la puerta y cuando me respondieron entré. Había un par de escritorios
y algunos muebles más. Un hombre sentado junto al escritorio más cercano
me preguntó con voz tosca:
– ¿Que necesitás?
La dirección era Emilio Mitre al 900, frente al parque Chacabuco. Creo que actualmente pasa la autopista 25 de Mayo sobre ese predio. Era muy cerca de
casa y me fui caminando. Seguí por Hualfin tres cuadras, doblé por Emilio Mitre
y estaba al 200. Así que tuve que caminar otras siete para llegar. En total diez
cuadras, no estaba mal.
Llegué y encontré el portón abierto. Había un playón desocupado, salvo los tablones, listones y tirantes que estaban apilados junto a la medianera izquierda.
Pasando el playón, empezaba el galpón de la carpintería. No tenía ningún tipo
de cerramiento en el frente, como era habitual en cualquier local de este rubro.
La iluminación era pobre, básicamente la natural, ayudada apenas con alguna
luminaria que colgaba desde las vigas del techo.
– Buen día señor. Vine por el aviso – volví a decir.
Me miró de arriba a abajo. Me volvió a mirar y clavándome la vista en mis ojos
me dijo con voz más dura:
– Y… ¿vos venís por el aviso?
– Si señor – le contesté algo turbado
– Y ¿dónde aprendiste?
– Bueno, con mi abuelo.
Esforcé mi vista y comencé a ver más maderas apiladas sobre la pared izquierda, al lado la cepilladora, seguida de la garlopa. En el centro del taller estaba la
sierra sinfín y sobre la parte derecha había tres bancos de carpintero ocupados
y uno desocupado.
– Y ¿quién es tu abuelo?
La pregunta no me gustó, sobre todo por el tono, pero tragué y le respondí:
Con timidez me acerqué al primer banco y le dije al carpintero:
– Es un carpintero que vino de Europa.
– Buen día señor. Vine por el aviso – el hombre no respondió y volví a preguntar.
– Y ¿qué te enseñó?
– ¿Con quién podría hablar por el aviso? – ahí logré captar su atención.
– Me enseñó a trabajar con él. A usar las herramientas. A afilar los formones y
las cuchillas del cepillo. Muchas cosas – y me interrumpió para preguntarme:
– Al fondo, en la oficina, está el capataz – me contestó, sin sacar la vista de su
trabajo.
– Y vos ¿cuántos años tenés?
– Gracias – le respondí, y me fui hacia donde me había indicado.
– Tengo trece, señor.
Al acercarme, vi que contra la medianera del fondo estaba edificada una pe-
– ¿Vos tenés trece? – contestó con cara de asombro.
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– Sí. Trece. Los cumplí en mayo.
Se entiende su duda. Con mi altura y siendo tan menudito era difícil creer mi
edad. Pero era la verdad, tenía trece años.
– Ah… en mayo. Y ¿estudiás? – volvió a las preguntas.
– No – la respuesta me salió espontáneamente. Era mentira, pero pensé que
si le decía que había terminado el segundo año del colegio industrial, no me
iba a tomar.
Todo esto, acompañado de barrer todo el galpón por las mañanas, juntar el
aserrín de la sierra y embolsarlo, juntar la viruta de la cepilladora y la garlopa,
también embolsarla y, por qué no también, ayudar a los tres carpinteros con
sus trabajos.
Pero un día vino el capataz, me trajo dos patas de una cama y las puso sobre el
banco de carpintero desocupado.
– ¿Podés empezar mañana?
Una estaba ya terminada, con un cuerpo cuadrado y la parte baja de sección
circular, pero que parecía una banana gorda y de sección variable que apuntaba hacia la derecha, y la otra era un trozo de madera todo facetado con cortes
de sierra. Era su par izquierdo.
– Si quiere me puedo quedar hoy.
Me las entregó y me preguntó:
– No. Mejor vení mañana. Empezamos a las siete. ¡En punto! – me aclaró.
– ¿Te animás a terminar esta pata? – mostrándome la izquierda.
Saludé y me fui contento porque me habían tomado.
Mi respuesta fue un rotundo sí.
Al día siguiente volví y seguí yendo por tres quincenas. El primer día, el capataz
me puso a calentar el colero en un pequeño fogón a la entrada del galpón, casi
sobre el piso y protegido, de modo que ni las llamas ni las chispas pudieran
entrar en contacto con toda la madera que había tanto fuera como dentro del
taller.
Cuando me dejó sólo, abrí los cajones del banco y vi que estaban vacíos. Ni
una herramienta. Me tomé un tiempo para estudiar la pieza y cuando supe
qué necesitaba fui a ver al capataz.
Después a mover y acomodar las maderas apiladas junto a la pared. A medida
que movía las maderas, barría bien y volvía a acomodarlas en su lugar.
Como era una tarea que había hecho muchas veces con mi abuelo, en su taller,
la conocía bien y no hizo falta que me dieran casi ninguna indicación.
Después me tocó cortar y apilar la leña para el fuego del colero. Eran todos
los sobrantes de madera que los carpinteros iban tirando en una pila cerca de
la sierra. Tuve que animarme, encender la sierra sinfín y cortar todos esos sobrantes en trozos de unos treinta centímetros de largo y después acomodarlos
contra la misma medianera izquierda.
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Le pedí una escofina, un formón y una maza de madera. Me dijo que no tenía
herramientas, que le pidiese a alguno de los carpinteros.
Así lo hice, pero el primero me ladró, el segundo otro tanto y el tercero, el más
viejo de todos, me explicó que cada uno tenía su propia herramienta y que
si yo quería trabajar tenía que traerme la mía. Le dije que me habían tomado
como aprendiz adelantado, que no me habían dicho nada de las herramientas,
que ahora me había dado ese trabajo y para hacerlo necesitaba como mínimo
una escofina.
Después de insistir por un rato, el segundo, que había escuchado todo mi alegato se compadeció y me trajo una escofina. Era una herramienta bastante
gastada y para sacar material tenía que hacer mucha fuerza, más de lo normal.
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Como no había otra solución, le agradecí, me la llevé a mi banco y ahora sí, a
trabajar. Estuve un día y medio dándole a la escofina, después a la lija, primero
gruesa, después mediana y al final la fina. Conclusión, la pata estaba terminada
y hacía juego con la primera que me habían dado.
Trascendencia
Carlos Coll
Ese día, cuando me estaba por ir a casa, me llamó el capataz y me dijo:
– Mario, ¿por qué no le decís a tu abuelo que te prepare una valija de herramientas y la traes así podes trabajar?
– Bueno – contesté y me fui a casa.
Apenas llegué, le dije a mi abuelo lo que me había pedido el capataz y me
contestó:
– Aprendiz adelantado no lleva herramientas. Medio oficial, sí. Si él te paga
como medio oficial yo te doy la caja de herramientas.
Al día siguiente, apenas llegué a la carpintería, le dije al capataz, textualmente,
lo que me contestó mi abuelo, porque si mi abuelo lo dijo para mí era una
verdad in-dis-cu-tible.
El capataz ni me respondió.
Seguí trabajando como aprendiz adelantado y cada vez que el capataz me
decía algo, con respeto, le daba mi opinión. Con respuestas justas, medidas,
usando lo aprendido en casa y en especial de mi abuelo, hasta que un día el
capataz me dijo:
Una extraña sensación me embarga al ir mirando sobre cada una de ellas. Es
una mezcla de asombro y de añoranza.
Sí, asombro. Me parecen casi inconcebibles, anti ecológicas y, al mismo tiempo, de una vitalidad que no tiene comparación. Se huelen. Se diría que casi se
pueden saborear.
Ahora, aparentemente es tan simple. Basta con tocar una tecla y todo aparece
allí, en la pantalla al alcance de tus ojos y hasta con sonido y olores. Me pregunto cómo podían disfrutar de la lectura en aquellos años, con tantas limitaciones.
Es raro ver uno de estos ejemplares. Solo se los encuentra en las grandes bibliotecas o en los museos.
El otro día, en casa, hablábamos con mamá cuanto había cambiado la situación en este, nuestro mundo, en los últimos quince años. Ella, defensora belicosa de los libros, imaginate, “Profesora”, tuvo que aceptar mi teoría de las
grandes posibilidades de las que disfrutamos hoy, a través del desarrollo de la
tecnología que va cambiando día a día, y que no podes imaginar hasta donde
nos va a llevar.
– ¡Que te mande a estudiar! ¡Vos tenés que estudiar de abogado! - sentenció.
De cualquier modo, en este caso, no se lo voy a decir a mamá obviamente,
este particular ejemplar, tiene un valor especial para mí. Sus hojas amarillentas
encierran un misterioso secreto. Su edición limitada y sencilla, sus dibujos infantiles, los pocos ejemplares pero, básicamente, el recuerdo que me genera
de mi nono.
A mediados de febrero, cuando terminó la quincena, renuncié y dejé de trabajar. Se acercaba el comienzo de clases. ¡Mi prioridad era estudiar!
Y consideramos, nada más que su título, Dios mío, solo a él se le pudo ocurrir
semejante idea.
– Mario, vos tenés que hablar con tu papá – lo miré como preguntando sobre
qué y siguió:
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“Los cuentos de Juancito”
Ya pasaron muchos años, pero aún mantengo un lejano recuerdo de aquellos
días cuando comenzaron a nacerle desde todo su cuerpo las ocurrencias que
concluyeron con esta simplísima edición.
Si, dije bien: “a nacerle desde todo su cuerpo”, porque mi nono era así. Todo lo
hacía desde las tripas como él decía. Corría y dejaba la vida, pintaba y ponía
todo su cuerpo, escribió el libro y puso su humor, su transgresión y su amor
hacia nosotros.
Todo comenzó aquel verano, ya no me acuerdo el año exactamente, pero fue
ése que nos llevaron la nona y el nono a Mar de Plata en el mes de enero por
primera vez solos a mí y a Maru. Mamá, papá y Manuel se quedaron en la
quinta de “El Cazador” y nosotros y el tío nos fuimos a la Perla de Atlántico a
disfrutar…
Y por fin llegábamos de regreso al departamentito de Colón que era de un
ambiente, y… llegaba la hora esperada.
Abríamos las camas. Yo dormía al lado del nono y Maru al lado de la nona en
las camas que se sacaban de abajo. El tío dormía en el sillón cama. Cuando esto
ocurría, el departamento se transformaba en una especie de cama gigante
que nos permitía saltar de una la otra como locos y jugar al circo y a los piratas.
El primero que se anotaba era el nono, hasta que se hartaba y empezaba a los
gritos poniendo orden y nos mandaba a la cama. Aquí empezaba la negociación.
— A la cama, pero siempre y cuando nos cuentes un cuento — decía generalmente yo.
— De acuerdo Felipe — me decía él.
Y entonces empezaba la gran festichola.
Para mí, fue una aventura inolvidable. De día a la playa, en la carpa con toda
la arena para nosotros. Íbamos al mar una y otra vez. El nono era incansable.
Por supuesto se compró allí una bandana y andaba con ella por el balneario
haciéndose “el pendejo” como le decía la nona. Yo lo miraba y no podía parar
de reírme, pero al mismo tiempo, me daba cuenta que era capaz de hacer
cualquier cosa y eso era lo que me gustaba de él. No siempre se reía y muchas
veces se enojaba con nosotros, pero a mí no me importaba. Yo sabía que “perro
que ladra no muerde”.
Nos bañábamos en el vestuario del balneario y llegábamos al departamento
listo para salir. No nos quedábamos mucho tiempo, ya que el lugar era chico
y yo quería ir a jugar a unos jueguitos electrónicos que al nono le reventaban.
Igual nos llevaba a Maru y a mí para dejar un rato tranquila a la nona.
Luego nos íbamos a cenar. Todos los días a un restaurante distinto. En la calle
Güemes: la Parrilla, en el centro: la Pizzería, en el puerto: los mariscos. Recuerdo
que nos comíamos todo, y luego los helados en Augustus. Maru siempre de
chocolate y frutilla. Me tenía harto con su helado de frutillas. Es el día de hoy
que siguen gustándole el helado y las frutillas frescas.
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Así apareció en su mente “Juancito”
Juancito era un chico de unos nueve años, estimo, él nunca lo especificó, que
hacía de todo, mal, pero dulcísimamente.
Juancito era atrevido, mal educado, contestador, decía malas palabras… En fin
todo aquello que tanto nos gustaba y que papá y mamá nos tenía prohibido
y que al nono le encantaba contar. Creo que disfrutaba más que nosotros dos.
Recuerdo a la nona cuando le decía:
— ¡Carlos, terminala! ¡Por favor, Matías te va a matar cuando volvamos a Buenos Aires y estos dos repitan todo eso que les contás!
Y él que le respondía:
— ¡Que me importa! Que lo repitan. Son mis nietos no mis hijos. Educarlos,
le corresponde a los padres, a mi disfrutarlos. Vine a este mundo a disfrutar y
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eso es lo que estoy haciendo. Y Matías, que me mate si quiere. Entonces sí que
voy a gozarla cuando lo metan en cana por hacerlo. —Y empezaba a reírse a
carcajadas de sus propias ocurrencias que terminaba poniéndoselas en boca
a “Juancito”.
Así apareció “Juancito en el casamiento en el Hotel Provincial”. Pobre Juancito,
no sabía cómo manejar su diarrea después de haberse comido aquella semejante tota de ciruelas negras.
O “Juancito en el Supermercado” cuando el pobrecito tiraba todas las latas de
arvejas que estaban prolijamente ubicadas formando una monumental torre.
O “Juancito en la playa”, cuando hacia pis desde lo más alto de la trepadora en
la cabeza de la gorda de la carpa de al lado.
O el famoso “Juancito en las bodegas de Mendoza”, cuando iba probando cada
uno de los vinos y con cada tipo que probaba decía: “¡¡¡Arriba, abajo, adentro,
carajo!!!!”
Un cuento de navidad
Andrés Marey
La vida de Pablo había transcurrido por todo tipo de dificultades y sin sabores
que habían curtido su alma. Se sentía inmunizado o más bien indiferente a la
sensibilidad, seguro de sí mismo y auto suficiente.
No le debía nada a nadie y no esperaba nada de los demás, así no lo podían
desilusionar o mortificarlo con actitudes o acciones ya sean voluntarias o de
las otras.
En algunos momentos seres más queridos le sugirieron que hiciera terapia
para que pudiera sobrellevar mejor algunas situaciones difíciles que tuvo que
afrontar por falta de trabajo o por haber sufrido serios problemas de salud.
Pablo para darles el gusto, o en realidad para que no lo presionaran más, inició
sesiones con un terapeuta en dos ocasiones.
Mi risa aún la recuerdo.
Por eso, ahora, treinta años más tarde cuando hojeo la edición simple que el
nono finalmente hizo de los “Cuentos de Juancito”, no puedo dejar de pensar
en él con mucho cariño y recordar aquel enero del 2010 y lo que nos decía:
“Nunca los voy a dejar, de alguna manera siempre voy a estar con ustedes…”
Las dos experiencias fueron un calco, separadas por unos años, al cabo de no
más de tres visitas el psicólogo de turno consultado quedó “non contest”, no
lo podía apoyar con su tratamiento. Pablo siempre se consideró muy inteligente y entendió que quien lo podría analizar debería cumplir con un requisito
indispensable: ser más inteligente, lúcido y capaz que él; y los tipos no dieron
la medida.
Recordaba que una vez en una de las empresas donde trabajó una colaboradora le dijo: “¡a usted no le entran ni las balas!”. Pablo había comprado la idea,
pensó que era una síntesis elocuente de su personalidad.
Con los años sus padres se hicieron muy mayores y llegó el momento en el
que la familia no tuvo más remedio que internar en un hogar para ancianos
a su mamá. Allí estaría cuidada las veinticuatro horas ya que no podía valerse
por sí misma.
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Pablo la iba ver toda vez que podía y con el tiempo fue conociendo a las demás internadas, algunas estaban postradas física y mentalmente, otras pocas
se habían quedado solas pero estaban muy lúcidas y les encantaba poder
entablar una conversación con las ocasionales visitas. Pero la mayoría estaba
como resignada a padecer una lenta agonía de tedio y aburrimiento.
Desde el comienzo le llamó la atención el caso de una señora que estaba completamente senil, permanecía con los ojos cerrados, inmóvil. De vez en cuando emitía un grito agudo y largo, como un chillido irracional.
Siempre estaba acompañada por su esposo, un hombre mayor muy educado
y sonriente. Éste le tenía una paciencia infinita, la acariciaba y la besaba con
suma ternura, le daba de comer y de beber con una jeringa directamente en
la boca. Todo el tiempo le hablaba con calidez y dulzura, ella nunca respondía
estaba sumida en un abismo, desconectada del mundo, de la conciencia, de
todo.
El ejemplo de este devoto esposo lo estimuló a Pablo a ser un poco más tolerante, a ser más amable con la gente de edad avanzada y con los discapacitados, pero seguía considerándose un tipo rudo y que mostrar gestos de
sensibilidad era parecer débil o no merecedor del respeto de los demás.
Para la Navidad de ese año Pablo fue como de costumbre al geriátrico, a visitar
a su mamá .El entorno era desolador como siempre, el televisor encendido
parecía un paciente más, nadie le prestaba atención pero contribuía al ruido
familiar de fondo de todos esos los largos días de encierro.
gente y comenzar a saludar a los abuelos.
Con cierta curiosidad Pablo observó a la nieta acercando a su beba al rostro
de la bisabuela que de pronto pareció conectarse con lo que la rodeaba, abrió
los ojos y comenzó a mostrar una expresión de alegría en la cara que hasta ese
momento había permanecido estática e inmutable tal vez por años.
La mujer comenzó a emitir unos sonidos ininteligibles pero que sonaban
como un arrullo para un bebé, con una extraña musicalidad de canción de
cuna, era obvio que estaba consciente y quería agasajara u bisnieta, aunque la
enfermedad no la dejaba hablar.
A Pablo, el hombre rudo e insensible, se le hizo un nudo en la garganta, emocionado se le llenaron los ojos de lágrimas, era testigo de un pequeño milagro
de Navidad, de un fenómeno clínico inexplicable. ¿Cómo la inocencia y pureza
de una beba de meses podía hacer despertar a un ser totalmente postrado y
atraer de las tinieblas de la enfermedad mental más cruel, aunque sea por unos
maravillosos minutos, a la conciencia , el cariño, el amor?.
No lo podían explicar ni el hombre ni la ciencia, sólo lo podía explicar Dios.
Pablo necesitó un buen rato para poder hablar sin ponerse a llorar. Por fin respiró hondo, se puso de pie, le dio un beso en la frente a su mamá con todo
el afecto que pudo y se fue caminando. Había pasado un buen rato pero le
parecía que aún flotaba en el medio de la magia de un cuento de Navidad.
Sin embargo, ese era un día especial y sería por eso que, de pronto, llegó la
visita de la familia de la anciana de los ojos cerrados. Como siempre ya estaba
instalado su devoto esposo abrazándola y dándole de beber agua con la jeringa para hidratarla.
El grupo familiar estaba formado por uno de los hijos del matrimonio acompañado por su hija, su esposo y una beba que resultaba ser la bisnieta.
Pablo prestó atención a lo que se estaba desarrollando cerca suyo, al llegar esta
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Un día con mi abuelo
Leonardo Alexis González
rarían en una plaza llena de hojas secas, crujientes, naranjas, amarillentas invadidas de otoño, donde con mi abuelo nos despediríamos, sitio donde aún hoy
lo espero para pasar un día juntos. Recordando cómo se alejaba en su caballo
cimarrón y su perro el Carozo en la espesura de la noche.
Mar del Plata, Buenos Aires
Mi abuelo bajaba de las montañas nevadas de Bariloche solo para verme a
mí y llevarme con él a su pequeña casa que se encontraba en el fondo de un
pequeño bosque, era una ruca, decía. Y como los demás no sabían hablar en
nuestra lengua, la nombraban como: “la casa de piedra”, que significa lo mismo,
pero en mapuche. Recuerdo que el aroma de su antigua olla de barro invadía
la media tarde por unas tortas fritas, que se freían en la grasa hirviendo. Siempre trataba de quedarme cerca del fogón, ya que el frío que venía de la cordillera me calaba los huesos, mi Abuelo entonces preparaba el mate cocido en
un jarro de lata, mientras cantaba sereno, aunque nadie a veces lo escuchaba,
tan solo yo que era casi una persona, un niño, “su adorado nieto”, comentaban
los demás. Él entendía mi soledad, me comprendía en todo, ya que se dio
cuenta de algo que nadie sabía: “Que yo no podía ver”, tan solo creían que
era un niño caprichoso y maleducado, distraído, que se llevaba las cosas por
delante, por descuidado.
Él me leía sus cuentos, me comentaba los colores. Y me decía que el no poder
ver, posibilita conocer otros mundos he imaginar todo como a nosotros nos
gustaría. Reía cuando recitaba sus anécdotas y afirmaba que él provenía de
una tribu de mapuches, de feroces guerreros que murieron en batallas épicas,
como las del cacique Pincén contra las fuerzas que querían conquistar lo que
ellos llamaban el desierto. Cuando terminábamos de merendar tipo tres de la
tarde nos íbamos al lago cristalino y brillante que nos segaba aún más nuestra poca visión, las piedrillas del lugar blancas como nieve, las arenas doradas
como el sol. Pasábamos esas horas pescando truchas que comeríamos luego.
Al volver nos acompañaba “el Carozo” un perro marca perro, que siendo así era
mucho mejor que cualquier otro, porque nos cuidaba y guiaba en la oscuridad.
La luna llena asomaba en puntas de pies, casi a escondidas hasta colmarnos
con su luz amarillenta. Después de cenar y ya exhaustos por el día compartido,
cruzábamos el bosque hasta la ciudad a caballo, donde mis padres me espe248
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Un día de Martina
Un domingo especial
Martina Angelini
Tatiana Noemí Vásquez Marinaro
Río Cuarto, Córdoba
Buenos Aires
Una mañana soleada era la que se podía ver en la ciudad de Río Cuarto. Alicia
Arias, abuela de la niña, se dirigía a la habitación para despertar a Martina para
que desayunara y luego vaya a su colegio. Martina se levantaba, tomaba su
leche y se iba a su colegio con sus mejores amigas, Agos y Mela. Juntas hacían
todo. Una vez que llegaban al colegio se ponían a estudiar y jugar hasta que
tocara el timbre para retornar a casa. Allí como todos los días las esperaba Alicia, su abuela, junto con Perla, perra de Martu, para tomar la merienda y luego
juntas las tres poder disfrutar del resto del día hasta el anochecer, que Silvina,
su madre, pasaba por ella para compartir así también una cena en familia. Y
Juntas, así, vivieron felices por siempre.
Salí de la cocina y fui directamente a la sala de estar. Allí se encontraban mis hijos revolviendo el baúl gigante, herencia de mi abuela materna, que estaba lleno de fotos y recuerdos. Tenían que ver con que curiosidad miraban las fotos.
Me dirigí al mueble donde guardamos las copas. Es un domingo especial. Vienen mis abuelos a visitarnos.
Me dispuse a poner la mesa mientras, al mismo tiempo, esperaba a que mi esposo volviera de hacer las compras. Tenemos que agasajarlos ¡¡¡No se merecen
menos!!!
Estaba poniendo los platos, mientras esperaba que se hiciera la salsa de los
fideos. ¡¡¡Riquísimo, no sabes!!! Debe ser la mano de los antepasados italianos
¿El secreto?...no, eso queda en familia.
Vuelvo a la cocina y veo que el tuco estaba tomando consistencia y el aroma,
de a poco, iba inundando la casa. En eso escucho la puerta. Era mi esposo que
llegó con unos vinos y una pequeña picada.
No debían tardar demasiado. La cita era a las 14 horas y ya eran las 13.20 horas.
Terminamos de preparar todo. Nos sentamos, con mi esposo, en el sillón.
Mientras nos acomodamos, observamos que los chicos, que ya tienen 4 y 6
años, vienen corriendo adonde estábamos sentados.
Habían encontrado unas fotos del bisabuelo materno. Estaba bailando tango.
Sí, mi abuelo Carlos era un muy buen bailarín y su primo Vicente Alberto Marinaro, conocido como Alberto Marino, fue un cantante de tango muy reconocido en su época.
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Al verla, recordé una de las tantas anécdotas que tengo de él: la vez que apostaron quién iba a durar más tiempo, si mi abuelo bailando o su primo cantando. Terminó ganando mi abuelo.
Otro recuerdo que tengo es que era un muy buen ebanista y que a varios de
sus vecinos que no tenían muebles, les fabricaba los muebles y se los regalaba.
Victoria, la menor de mis hijas, me trajo otra foto, esta vez, de mi abuela Ernestina. Ella le tejía la ropa a mi papá, el mayor de tres hermanos. Podía ver una
prenda, tejerla y que quedara igual. Era muy hábil en actividades manuales,
muy ingeniosa. También sé que le encantaba cocinar y que hacía unas tortas
caseras muy ricas.
Los chicos me escuchaban con atención y sus caras eran de asombro. Mi cara
era igual, cada vez que escuchaba esas anécdotas de pequeña y cada vez que
las vuelvo a escuchar me pasa lo mismo. A todo esto, mi esposo escuchaba
con tranquilidad.
Me acuerdo como me saludaba: me sonreía, me agarraba la cara, yo lo abrazaba y nos saludábamos. Muchas veces me preparaba el café con leche y las
veces que íbamos mi papá y yo a visitarlo nos contaba historias. Así tratábamos
de que no perdiera la memoria.
Tengo vagos recuerdos de mi abuela materna, Carmen, a quien prácticamente
no conocí. Falleció cuando yo era muy pequeña.
Una de las anécdotas que tengo de ella es que llegó con su familia, a la edad
de ocho años, a la Argentina un 25 de mayo y que enseguida se enamoró del
país. Ellos llegaron de Italia escapando de la guerra. Mi abuela se encerraba
en el baño a practicar el idioma y no paró hasta que aprendió a hablar el castellano a la perfección. A los 30 años se naturalizó, ya estando casada con mi
abuelo Carlos.
A mis abuelos Carlos y Ernestina, no llegué a conocerlos. Fallecieron cuando
mis padres eran adolescentes.
Todos los recuerdos me dan alegría y me da mucho gusto contárselos.
Dicho esto, sigo con la historia...
Cuando acabé de contar las anécdotas escuchamos el timbre. Mi esposo se
puso de pie y se dirigió a la puerta. ¡Eran ellos! Tenían que verlos, tan elegantes.
Una vez cocinados los fideos y puestos a la mesa, comimos con esa paciencia
y disfrute que a uno le da el buen comer… fue todo muy ameno.
Los saludamos, se pusieron cómodos, nos sentamos a la mesa y comenzamos
a comer la picada.
Ya estaba oscureciendo y estábamos por tomar unos mates con unas porciones de torta… cuando, de pronto, siento que una mano se apoya en mi hombro y una cálida y dulce voz susurra mi nombre.
Ya que estábamos todos reunidos, les conté lo que los chicos descubrieron en
el baúl y les dije que les había contado algunas anécdotas. Ellos les terminaron
contando otras que yo no conocía o no tenía en la memoria con tanto detalle.
Vale aclararle al lector que la mayoría de las anécdotas, fotos y recuerdos, me
las trasmitieron mis padres. Al único de mis abuelos que conocí fue a mi abuelo Armando. Mi abuelo paterno. Con él compartí muchísimos domingos, cuando íbamos con mi familia a almorzar a su casa y donde siempre escuchábamos
sus relatos…de cuando vivían en Bolivia; mis tíos, mi papá y mis abuelos Ernestina y Armando, y de cómo vinieron para acá, a Buenos Aires.
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Era mi mamá que me estaba despertando de mi sueño.
Sé que volverán a visitarme, no es la primera vez que lo hacen. Mis abuelos
siempre me acompañan a donde vaya y, siempre los recuerdo con cariño.
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Una historia de vida entre abuelos y nietos
de casa, el abuelo dice tenemos un comensal mas, es un nieto.
Cuando se van todos de casa decimos que silencio, estamos solos.
Amalia Ángela Costa de Cardillo
Nos quejamos pero que lindo son los hijos y los nietos.
Ganar el respeto de los nietos, el cariño, que encuentren un lugar en la casa de
los Abus adónde ir.
El grande cuando sale de la secundaria, pasa por lo de la Abu a tomar la merienda, el hermano cuando no cuida a las hermanas más chicas, viene a la casa
de Abu. El abuelo se pone celoso porque siempre dicen a la casa de la Abu y
no del abuelo.
Mi nieta Mayra tiene 9 años, y unos cuantos meses, la cuidé yo porque mi hija
trabajaba; somos muy compañeras, yo coso y ella dice que va a ser diseñadora
de modas. El hermano Ezequiel tiene 21 meses y viene a casa y jugamos con
él, y mi marido se tira al piso como un chico; le cuesta después levantarse, pero
los abuelos somos felices aunque después nos tomemos analgésicos para los
dolores.
El día 26/5/13 domingo se quedó con los abuelos Mati a pasar el día. A la
noche lo paso a buscar Braian el hermano mayor que tiene 14 años y venía
con un amigo de la misma edad, les serví la merienda y nos pusimos a charlar,
estábamos en la cocina, me divertí por lo preocupados que estaban, porque
uno de ellos se peleo con la novia y me contaba que era muy celoso.
Todo eso que paso me gusta mucho porque se sienten tranquilos y muy confiados en contar en la casa de los Abu y tener conversaciones y a su vez aconsejarlos que a esa edad tienen que estudiar y no afligirse por los problemas
que le traen las chicas.
Mi recuerdo con mi abuela es muy lindo, yo viví hasta los 15 años en la casa de
ella. Las fiestas eran hermosas, con mis tíos y primos, mi abuela hacia pulpo a la
española, mi papa se encargaba de hacer el chivito al carbón. Cuando falleció
fue mi primer dolor, a la persona se la velaba en la misma casa, me acuerdo que
entraba y salía mucha gente, yo le decía a mi mama si la había pinchado, porque mi abuela siempre decía que la tenía que pinchar para ver si estaba muerta, son recuerdos que no se borran, una niñez hermosa con toda la familia.
Ahora lo que se ve más son padres separados y los nietos desparramados y la
contención la encontraron en la casa de los abuelos.
Los abuelos hacemos cosas que los de antes no hacían, ayudamos a cuidar a
los nietos, damos tiempo. Cuando se descose un pantalón lo cose la Abu, la
Abu teje para todos los nietos, cuando salgo de compras primero miro ropa
para los nietos, cuando el domingo estamos solos los abuelos, tocan el timbre
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Una historia más
disgustos contra el terraplén del arroyo, escenario de sus mejores andanzas de
los primeros años.
Un viejo árbol en el terraplén
Rodolfo Omar Piraccini
Colón, Buenos Aires
La antigua casa del porteño barrio de Villa Urquiza se poblaba de alegría cuando los abuelos los recibían. Los nietos -siempre, los nietos- con su impensada
y espontánea capacidad, transformaban la rutinaria monotonía de la apacible
existencia de los mayores y, con sonrisas y travesuras, le inyectaban renovada
savia a la vida de ese matrimonio de pergaminenses que varias décadas atrás
había llegado a la Capital para forjar un futuro.
En el jardín del frente de la antigua casa, para suplir las naturales carencias
del departamento que habitaban junto a sus padres, los chicos aprovechaban
para disfrutar de un teatro agreste que les resultaba infrecuente y atractivo.
Jugaban, inventaban, imaginaban; hacían pozos, agregaban agua, armaban
diques; creaban, fantaseaban; se deleitaban en ese ámbito de tierra y de ternura. Y el abuelo, a cierta distancia a través de la ventana, los contemplaba
complacido.
Muchos años antes, aquel muchacho simple de pueblo fue uno más en la
oleada de cabecitas, que empujado por sus sueños y sostenido en la fuerza de
sus brazos y de su carácter pudo concretar a su modo el viejo anhelo; edificando una familia sobre la sólida base del amor y del trabajo.
La paulatina llegada de los hijos -con el tiempo-, se prolongó en nietos que
fortalecieron el decurso vital para completar las mejores ilusiones de quien se
sintiera amo y señor en ese feudo del barrio de Villa Urquiza. Satisfecho en sus
ratos de jubilado, tuvo tiempo para echar la vista atrás y comprobar que en
la medida del tesón y de la conducta la felicidad también es posible; aunque
siempre dentro de él aleteara inalterable la nostalgia por la casa paterna, tan
llena de recuerdos y emociones. Esa otra casa vieja y grande enclavada en un
barrio humilde de Pergamino, donde la calle de la infancia se estrellaba sin
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Los nietos, con desgano, escucharon mil veces las anécdotas de sus años iniciales y con el tiempo supieron darle valor a esos recuerdos que hablaban del
férreo apego al lugar natal, del amor inquebrantable por el sitio inaugural. Ese
hombre sereno, amable y duro, erguido como un árbol añoso, no ocultaba el
profundo amor por su terruño primero, y satisfecho, cada tanto organizaba el
regreso a Pergamino, a ver de afuera la vieja casa y a reencontrarse consigo
mismo; aunque a los nietos -obviamente- no les atraía demasiado la excursión.
Si la infancia es la patria del hombre, para este abuelo bueno su capital estaba
ubicada en el arroyo. Era el terraplén de aquellas peripecias, de tantas correrías,
del primer cigarrillo y de la primera novia, la de los grandes amigos cuyos nombres se esfumaron entre las nieblas del pasado, de los picados interminables bajo
los rayos del sol y la del enjambre de chicos pobres que corrían o nadaban soñando un futuro pleno de igualdad y justicia. Todo allí, como un aleph, justo donde la calle de la infancia se estrellaba sin disgusto contra el terraplén del arroyo.
En ese sector, podría concentrarse -al decir de Borges- todo el tiempo y todo el
espacio, todos los eventos al mismo tiempo; esa enorme pretensión de infinito
junto a un viejo eucalipto. Esos árboles amigos -con su sombra mansa- cobijaron tantas tardes de felicidad irrepetible, siempre evocadas.
El hombre bueno que se había marchado detrás de un horizonte, seguro de su
origen, siempre quiso volver, aunque se fuera a edificar en otro lado su fructífera vida de trabajo, de hijos y de nietos.
Después de muchos años de ganarle a la vida, lento y plácido se fue acercando
el final.
En una soleada tarde de primavera, en un ritual de lágrimas y también de sonrisas, cumpliendo un mandato, los hijos depositaron sus cenizas en un pozo
que cavaron sin apuro junto a un viejo eucalipto, muy cerca de la casa nunca
olvidada de un barrio humilde, justo donde la calle de la infancia se estrellaba
sin disgusto contra el terraplén del arroyo.
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Mensajes, cartas y proclamaciones
A mi nieto Luciano
Catalina Gastaldi
Noetinger, Córdoba
A los 52 años de edad llegó mi primer nieto, mi cuerpo fue invadido por una
sensación de plena felicidad y alegría; pero a la vez no podía disimular el dolor
por tener a mi marido internado en Córdoba hacía ya un mes.
El 17 de abril de 1985 me llamaron avisándome que había nacido mi nieto
Luciano a las 19 horas. Esa misma noche viajé en ómnibus, llegue a las 5 de la
madrugada del día 18 al sanatorio y Luciano ya tenía diez horas de vida cuando
lo conocí. Me quedé dos días y luego regresé a Córdoba donde a los pocos
días, le dan el alta médico a mi marido. Ambos regresamos a Noetinger para
disfrutar de nuestro nieto; y la alegría fue completa cuando se mudaron con
nosotros por ocho meses.
Siempre recuerdo cuando Luciano tenía cuatro o cinco meses y me sentía hablar, creo que conocía mi vos por la manera en que movía sus manitos y me
busca con su dulce y bella mirada.
Recuerdos y anécdotas como estas tenemos muchísimas; Luciano tiene muy
presente y recuerda como hubiese sido ayer, cuando lo llevaba al jardín de 5; él
se quedaba muy triste y yo regresaba a casa con lágrimas en los ojos.
En la actualidad ya todos mis nietos son grandes, pero todavía intento complacerlos con sus comidas preferidas. Me atrevería a contar que todavía les amaso
los ravioles caseros que es el plato favorito de todos.
Con mis sinceras palabras me despido y les deseo a todos mis nietos y a mi
bisnieta Agostina, la hija de Luciano, que Dios siempre ilumine el camino que
deseen transitar.
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Anotadores
Teresa Vírgala de Arijón
Colón, Entre Ríos
Aparece ahora aquella recordación patria cuando te alquilé un vestido de
“dama antigua”, era verde y muy armado, tu mamá le forró una sombrilla del
mismo color y ese día fuiste una señorita de 1810 y desde tu estatura honraste
la efemérides y comenzabas a entender que existen modelos y ejemplos y que
la Patria que mereces y merecemos todos, es la continuidad de esos modos
de vida, de esa rectitud y de la transparencia y claridad de los “haceres y los
decires”.
Hoy, maravilloso hoy de 2008.
Mi Queridísima:
Aunque te parezca una abuela cursi y antigua, yo sigo creyendo en el encanto
de los ritos y de los lugares comunes que, te puedo asegurar, no son tan comunes y que ni siquiera son para gentes comunes. Por eso te escribo en estos
días en que todos germinamos junto a vos para el festejo de tus “quince”…
Por eso quiero regalarte retazos de recuerdos antes de que el tiempo haga su
tarea de olvidos.
Te quiero regalar tu entrada al colegio... ¡¡¡Eras una rosa cuadrillé, impecable,
ansiosa, alegre y asustada!!! De aquel tiempo aún nos sonríe un llavero gastado
y algo borroso con tu pose coqueta y el pelo rubio sostenido por un moño
perfecto.
Llegó fin de año y toda la familia fuimos a la fiestita y palmeamos y cantamos
Bosque de Chocolate, que fue el tema elegido para la teatralización y toda la
ternura y la emoción de la jornada están para siempre hecho infancia… ¡¡¡Tu
infancia… en un video casero que cada tanto nos regocija!!!
¡¡¡Qué gratas eran “las tardes de cuadernos”!!! Cuando me mostrabas tus trabajos escolares, cada página, cada escrito, cada dibujo era tu reflejo, tu producción y el índice de tu esfuerzo y el de tus padres que siempre tutelan tus
labores. Te confieso que en esta revisión ponía un poco de mi condición de
docente y evaluaba, según mi criterio, la labor didáctica de tu escuela que
siempre salía airosa y me daba orgullo y tranquilidad.
Queridísima: estoy algo cansada, ya sabes que, por estos días me duele la rodilla luego de la operación, por ahora concluyo mi travesía hacia tu tiempo que
es el mío…
Un tiempo que disfruto como el almíbar sobre los buñuelos calientes, como
la lluvia que gozo desde mi cama de jubilada. Como oronda espiga al viento
dispuesta entonces, a disfrutar mis mieles, a saborear mi pan…
Te ama. La Abuela
Al año siguiente… ¡¡¡Qué ocurrencia!!! Ingresó la auto-bomba de los bomberos
y la risa incontenible nos exprimió el corazón porque, las lágrimas suelen ser
mentirosas, escondedoras y muchas veces se mezclan con la alegría, la emoción y un imperceptible dolor que yo atribuyo a la felicidad-tristeza que nos
provoca el momento por un lado y lo amargo de saber que se irá y sólo será
memoria, nostalgia… Por eso es tan importante usar el “anotador”, como vos
bien llamaste los otros días a la memoria.
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Carta a mi abuelita
Carta a mi abuelo
Deli Lorenzo de Puyssegur
María Claudia Capel
La Paz, Entre Ríos
Abuelo:
Las esperaba tanto, 8 o 9 añitos, vacaciones de verano en Bella Vista y mi abuelita Adela almidonándome los vestidos, llevándome hasta la esquina de la
Iglesia los domingos. Zapatos y carterita blanca, largas caminatas a visitar a su
hermano mientras me decía, “algún día todos van a tener teléfonos y un cine
en su casa” , ¡¡¡abuelita visionaria!!!, siempre me hablaste de igual a igual, nunca
me mentiste, me enseñabas la hora jugando a “abuelita qué hora es”, pasaba
el tiempo, yo crecía y me hiciste mi primer corpiño, después me regalaste mis
primeras medias de seda y tuviste la osadía de esos zapatitos negros de gamuza taquito carretel (yo tenía catorce años) pero como eran tu regalo me
los dejaron usar, ¡¡¡cuántos recuerdos!!!, siempre me cantabas las Mañanitas o
Adelita y todos los días con el abuelo al mediodía escuchábamos en radio del
pueblo el gaucho Hormiga Negra, después… en las calles de Pompeya llora el
tango y la Mireya… y tomaba esa sopita, que según el abuelo “resucitaba a los
muertos”, recuerdos, dulces recuerdos que te mantienen viva en mi corazón,
todavía recuerdo tu voz, tu olorcito a polvo Ángel Face y ese aroma único de
tus manos, el olor a lavandina; pasaron los años, un 12 de octubre partiste, “estoy cansada de vivir”, me dijiste con una sonrisa en los labios, tengo ganas de
ver al abuelo y así fue; hoy que soy abuela se cuanto me amaste y el valor que
tenía el tiempo que me dedicaste, abuelita amada, siempre le hablo de vos a
mis nietos y se me ilumina el alma. ¡¡¡Qué ganas tengo de volver a ser chica y
aunque sea por un ratito pasear de tu mano por Bella Vista!!!
Te escribo estas líneas porque como ya hace un año que no estás con
nosotros te quiero poner al tanto de todo lo que paso acá, desde entonces.
La abuela sigue durmiendo con la compañía de Josefa, que cuando
vos partiste no se separó de su lado en toda la noche. Por un tiempo había
dejado de comer, pero gracias a mamá y a Cristina que le hablaron mucho,
ya se alimenta bien. Comprendela. Debe ser difícil vivir sin vos, más que nada
porque jamás se separaron durante 62 años. Se quiso deshacer del sillón donde vos siempre estabas sentado. Compró uno nuevo color rojo, muy cómodo.
Tampoco te enojes por ello, es que dice que al verlo ahí te extrañaba cada día
un poco más. Contrató una mujer para que limpie la casa. Se hace periódicamente los controles médicos y gracias a Dios le sale todo de diez.
Mamá evolucionando bien de su enfermedad como también papá
a pesar de todo. Este fin de semana están Juan y Marta así que pasamos las
Pascuas en familia como te gusta a vos.
Cristina y Andrés están más enamorados que nunca. A diario Cris recuerda que vos le dijiste que Andrés era muy buena persona, y la verdad no te
equivocaste, es el chico ideal para mi hermana. Siguen a full con sus estudios y
creo que en un par de años tenemos casamiento.
La que se fue lejos a vivir, y ya no la vemos tan seguido es Carolina,
con Roberto por supuesto, se trasladaron a Córdoba capital. Están bien, viviendo tranquilos y con trabajo, que a como está todo hoy no es poco decir. Si Dios
quiere en junio o julio vienen a Chacabuco.
264
En mi casa todo bien, Juanma haciendo la catequesis para tomar la
265
Carta a mi nieta
Comunión, sigue yendo a básquet y por supuesto a la escuela. Estefi está enorme, de vez en cuando invita a una amiguita del jardín o ella va a su casa y
juegan toda la tarde.
Graciela Noemí Romero
Te pido perdón, pero donde no pude ir todavía porque creo que te
extrañaría más de lo que te extraño es al campo. Es que allí está todo como vos
lo dejaste. Horacio y la abuela se están encargando de todo junto a mamá y a
Juan, y la verdad me da mucha nostalgia saber que allí tampoco estás más.
¡¡¡Ahhh!!! ¡No sabés la última! ¿Te acordás del padre Bergoglio?, fue elegido
Papa tras la renuncia de Benedicto XVI, se llama Papa Francisco I. En Argentina
estamos todos muy contentos. El mundo está muy feliz porque es una buena
persona que va a hacer de este mundo un mundo con más fe.
Ahora decime, ¿dónde estás?, ¿te pudiste encontrar con tu mamá que tanto
extrañabas?, ¿y con tu hermanita?, ¿con mis otros abuelos que partieron mucho tiempo antes que vos?, ¿cómo es la vida allá?... ¡Cuántas preguntas que
tengo! ¡qué ganas de verte por última vez!
En verdad pensé que con el correr de los meses lo iba a superar y que
al recordarte no derramaría ninguna lágrima, pero me es imposible, no puedo.
Te quiero agradecer por todo lo que dejaste acá, y no estoy hablando
de lo material: sabés que poco me importa; sino de las otras cosas que nos
dejaste como herencia. Tus pensamientos, tus buenos momentos juntos, tus
anécdotas, tu imagen de hombre recto y justo, como también trabajador. Con
un abuelo como vos da gusto decir: ¡Si es mi abuelo!, y digo es porque aunque
ya materialmente no estés con nosotros en mi alma, te llevo y te llevaré siempre por lo que me resta de vida.
Te doy nuevamente las gracias por todo, cuídate donde estés. Creo que cuando Dios lo disponga nos volveremos a ver.
Te amo por siempre, Claudia
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Buenos Aires
Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 13 de diciembre de 2012
Querida y amada Sofi:
Hoy es un día muy especial porque termina una etapa que iniciaste cuando
tenías 45 días de vida y comenzaste a ir a Semillitas, un jardín donde mami y
papi te dejaban tranquilos para que te cuidaran mientras ellos iban a trabajar.
Allí aprendiste a compartir con tus compañeros, el cariño de las maestras, la
hora del almuerzo, como se hornea el pan, repartir las galletitas, hiciste tus
primeros garabatos, practicaste las primeras palabras y los primeros pininos,
conociste los colores, jugaste en el patio y saltaste por el aro. Las tardes que
me tocaba ir a buscarte, caminaba rápido cuando salía de casa, no quería llegar tarde, porque lo que más quería era ver tu carita de alegría cuando abrían
la puerta. Después nos volvíamos a casa al principio en cochecito y después
caminado de la mano. Charlábamos, juntábamos hojitas secas, contábamos
baldosas y un día me sorprendiste cuando me dijiste “esas son letras”, señalando una pared donde había un grafiti. Ahora, al cuidado y al compartir había
que agregarle el merito de la enseñanza de lengua que estaban acercándote
en el jardín. Después, cuando llegábamos a casa jugábamos, dormías la siesta
y lo que más te gustaba era que nos sentemos alrededor de la mesa del living,
que es bajita para poder mirar los cuentitos y hacer dibujos. También nos las
ingeniamos para contar cuentos. Yo te empezaba a contar: “Había una vez una
selva llena de…” y enseguida vos le agregabas toda tu fantasía y lo seguías
contando. Un día cuando se anuncio la llegada de tu primo Facundo, vos hiciste un dibujo donde estábamos todos, nos fuiste nombrando uno por uno:
a mami, a papi, al abuelo Carlitos, a mí, a la tía Ani, al tío Dari y al primito Facu.
Y así fuimos armando una carpeta con tus dibujos y tus ideas, hasta un cuento
creamos esperando la llegada de tu primito. Me acuerdo ahora, que empezamos a recortar y te hiciste una experta en el uso de la tijera, no había figura que
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Cartas a mi nieto
vieras que dejaras sin recortar, al principio recortabas en cuadrado, después en
círculo y cuando quisimos acordarnos, con la tijerita para un lado y para otro,
recortabas las figuras más complejas con vueltas y recovecos. Después las pegábamos en una hoja. Con tantas hojas nos dio para armar una carpeta que le
regalamos a Facu cuando nació. También hicimos un libro con un cuento en el
tiempo que estuvimos esperando que nazca tu hermanita Lucia. Ya estábamos
más cancheras y ¡¡¡nos salió re genial!!!
Eva Nilda López de Clavellino
11 de setiembre de 1998
Habían pasado ya cuatro años, te mudaste del departamento de la calle San
Pedro, a la casa de la calle Pergamino y empezaste a ir al jardín del Libertador. Me acuerdo del día que festejamos el día del abuelo. Fuimos los cuatro: la
abuela Carmen, el abuelo Juan, el abuelo Carlitos y yo a compartir esa mañana, donde juntos amasamos masitas como amasamos nuestro amor en estos
años. Del paso de este jardín tenés hoy tus amigas tan queridas.
Y a los cinco empezaste en el jardín Luján Porteño, volvieron las caminatas de
tu casa a la escuela donde me contabas tus vivencias escolares, dónde quedaba el Cabildo, el por qué de los colores de nuestra bandera, que hoy tenías
gimnasia o que mañana tenías que llevar una lámina del cuerpo humano, contar hasta el infinito, escribir las primeras palabras. Y se fueron estos dos años de
jardín y preescolar.
Hoy mirando el video que pasaron en la escuela, cuando te vi mirando por el
telescopio me acordé de tu gusto por las estrellas y la luna, las veces que subimos a la terraza a mirar la luna llena y nos pusimos con papi a contar las estrellas.
Sofi, hoy finaliza esta primera etapa de tu vida donde el jardín de infantes representa el primer escalón del aprendizaje, fuera de la casa. Sé que estas llena
de ganas por conocer las cosas que hacen este mundo en el que te toca vivir.
Es justamente con esas ganas, con los colores que le ponés, con la fuerza y la
alegría que demostrás tener, que todo tu potencial se va a seguir desarrollando. Niñas como vos harán que este mundo sea mejor día a día.
Por eso cuando miro como estás posicionada en esta vida, estoy feliz.
Querido nieto:
Hoy es el “Día del Maestro”. En los últimos años, por circunstancias desagradables, esta fecha sólo me ha significado una tristeza profunda.
Debido a la insistencia de la familia, he decidido concurrir a la reunión que
prepararon las maestras de la escuela, para celebrarlo. Ya estoy lista, “producida”
por fuera y por dentro; sobre todo por dentro, a fin de que los demás no noten
mi estado de ánimo.
Jamás imaginé que precisamente en este día, iba a recibir el regalo más importante de mi vida: mientras me apresto a saludar para irme, tus ahora papis,
novios aún, me anuncian tu existencia…
Muy emocionados, nos cuentan a tu abuelo y a mí, que el análisis que determina tu llegada, ha dado positivo. ¡Cómo narrar en estas líneas, cuáles son mis
sentimientos! Se mezclan en mi alma, felicidad, emoción, sorpresa y todo el
amor, que sin saber, he estado guardando para vos.
Mi vida, que a los cuarenta y ocho años, estaba atravesando un período de
balances y crisis, se ha transformado a partir de este momento.
Abro las ventanas al sol, escucho los pájaros del jardín, acaricio mis plantas que
parecían haberse unido a mi tristeza, y lleno mi cabeza con sueños de espera.
Dentro de siete meses llegarás a mi lado y juntos, jugaremos las rondas más
felices.
Con todo el amor, tu abuela Graciela.
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No lo olvides, te espero con amor.
Tu abuela que te sueña.
-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.23 de enero de 1999
Querido nieto:
He elegido este día para escribirte, porque precisamente hoy es el cumpleaños
de tu bisabuelo Juan, mi papá.
¡Si vieras desde adentro, cómo crece la panza de tu mami! Imagino de la manera que lo hace tu cuerpito en su interior. Ya tienes seis meses de vida en esa
cuevita suave y tierna. Las ecografías que te sacaron (¡benditas fotografías!),
nos muestran que te estás desarrollando sano y fuerte.
Todas las veces que puedo, acompaño a tu mamá al médico de San Nicolás
que los controla. Egoístamente, no sólo porque ella lo necesita, sino porque yo
no me quiero perder el placer de escuchar tu corazón. Cada latido tuyo, es un
soplo de vida para mí.
Te he comprado algunas ropitas, y también he tejido otras. Aunque la gente no
entienda cómo puedo tejer en verano, yo no puedo explicarles con palabras,
que tejer la lana, es tejer los sueños que te arrullan…
Tu abuela que te sueña.
-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.24 de marzo de 1999
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No te puedo conocer aún porque la naturaleza o algún error humano, quiso
que necesitaras de unos días en la incubadora (neo), lugar inaccesible para la
familia, claro, exceptuando a tus papis.
Espero día tras día, que ellos me den noticias sobre vos: cómo son tus rasgos,
el color de tu piel, la forma de tu nariz, el mohín de tu boca, si tenés cabello o
sos peladito como tu papá.
Por ahora rezo a ese Dios maravilloso que seguramente te acompañará toda la
vida, al Ángel de la Guarda que hoy vela tu sueño chiquito en esa fría sala, y a
la Virgen de la Natividad, la del Padre Ignacio, que por ser mamá seguramente
comprende el dolor de no verte y tenerte en brazos, todavía…
Quedáte tranquilo, no nos extrañes, no sufras nuestra ausencia, no llores por
estar solo… todos estamos guardando tanto amor, que no nos alcanzará el
resto de la vida para dártelo.
Tu abuela que ya no te sueña, que ya te tiene.
-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.3 de abril de 1999
Mi muy querido nieto:
Te imagino cada día, te espero con amor.
Mi muy amado nieto:
¡Ya sos Guido!! ¡Ya sos el regalo tan esperado! Hoy te has convertido en la maravillosa realidad de espumas celestes, llanto de gatito mimoso, mezcla de perfumes suaves y “ pichices”… cuerpito arrugado que encierra sueños y esperanzas.
Estamos sentados en la sala del sanatorio, los cuatro abuelos que hoy juntaron
sus ansiedades; cuatro rostros expectantes por la espera; cuatro esperanzas
que quieren acortar los tiempos.
Durante estos días, en los que solo estuviste con tus papis, te imaginamos
como quisimos, te pusimos color y rasgos a nuestro antojo, te soñamos cada
minuto. Una enfermera generosa te sacó una foto en la incubadora y ese pe271
queño papel ajado de tan acariciado, nos trajo por fin tu imagen: un pequeñito
en posición fetal, con algunos cables, al que sólo cubre un pañal.
¡Qué sólo te ves, chiquito mío! Tu soledad es mi angustia y mi tormento, pero
también mi esperanza.
Llegó el gran momento. En unos instantes más, ya estarás con nosotros.
Y por el largo pasillo blanco aparece tu mami, caminando despacio, sonriente,
trayendo en sus brazos al pequeño tesoro. En medio de la nube de ropitas
níveas, aparece tu carita, rostro bendito tan esperado, y unos dedos pequeñísimos, como rayitos de sol que parecen querer aferrarse a la nueva vida.
No sé expresar lo que siento…. es tanto…. tanto…. que no cabe en mi cuerpo.
Tengo sentimientos, sensaciones, música celestial, aleteo de pájaros y todo el
color del mundo que se confunden en mí.
que tu doctor nos recomendó), hacés bailar el andador por los pasillos, patios y
vereda. La cocina recibe a diario tus choques vehiculares y si nos descuidamos,
más de una pierna presenta un moretón inesperado.
Te dormís mucho en mis brazos; quizás porque mis formas redonditas te ofrecen un lindo confort. ¿Tu canción preferida? Manuelita, de María Elena Walsh
(Una poetisa maravillosa que escribe canciones para niños), y yo, con mis escasas dotes musicales pero con toda la fuerza que me da el amor, te la canto
una y otra vez. Parece mágico. Basta que comiences a escuchar sus primeras
estrofas, para que te acurruques, calmadito y dulce, entre mis brazos.
Sos un nene feliz, mimoso y mimado. Cuando una amiga de la tía Pao te dice
“cucurucho”, tu risa pequeña suena como una cascada fresca y cantarina. Da
gusto oírte. Para que no te queden dudas, ya te grabamos.
¡Cuántos recuerdos en un año; cuántas emociones y anécdotas!
Todo a mi alrededor me habla de vos y la realidad, a veces tan dura, se transforma con tu sola presencia.
Hoy te preparamos una fiestita en el jardín, para que en este día especial puedas estar rodeado por familiares y amigos, la gente que más te quiere.
¡Qué bueno que hayas llegado a mi vida! ¡Haremos tantas cosas juntos!!
Mami trabajó un montón, haciendo bocaditos y cosas ricas; la tía Pao colaboró
con los carteles y así cada uno aportó su granito de arena para que ésta, sea
“tu fiesta”.
Tu abuela que te ama.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-
Cuando pasados los años veas las fotos que te sacaremos, sabrás cómo lo hicimos con el esfuerzo y el cariño de todos.
24 de marzo de 2000
¡Hasta muy pronto, mi pequeñín!
Amadísimo nieto:
Tu abuela que te re- ama.
Hoy cumplís el primer añito de vida. ¡Qué fecha memorable para toda la familia! Han transcurrido 365 días de felicidad con tu presencia pequeñita, pícara,
traviesa.
-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.22 de mayo de 2001
Creciste un montón; tu cuerpito flaco y alargado se desplaza, vacilante, por
toda la casa. No quisiste gatear, pero desde hace algunos meses (más de lo
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Queridísimo mío, hoy más que nunca:
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Estoy escribiendo con una sola mano, con bastante esfuerzo, pero no podía
seguir esperando para comunicarme con vos de esta manera. Todo tiene una
explicación y ésta es bastante triste, por cierto. Hace casi tres meses, el día 1
de marzo, para ser más exacta, viajábamos con mami, en el asiento trasero del
Fiesta, y en el delantero lo hacían la tía Pao al volante y Mayra con tu primito
del corazón “Goio” ( o Gero).Volvíamos de Rosario, luego de una jornada de médicos y de compras. El día estaba horrible, pues llovía torrencialmente, aunque
en el interior, confortable, cantábamos y reíamos. De pronto, la catástrofe: el
auto perdió el control y caímos desde un puente al fondo de un arroyo, que,
gracias a Dios, aún tenía poco caudal.
Cómo olvidarte
(Una historia verídica)
Eduardo Manuel Ignazi
Sentí que algo quedaba vacío en mi interior cuando mis hermanas, aquel 28
de febrero, me dijeron, falleció el abuelo.
El mejor abuelo del mundo me dejaba sin corazón.
El espanto. La nulidad. La paralización más absoluta y caer… En ese momento
cerré los ojos y me entregué al Señor. Cuando tocamos fondo y atiné a abrir los
ojos, entre los gritos de los adultos y el llanto tuyo y de Goio (bendito llanto),
descubrí que estábamos todos, aunque golpeados, milagrosamente bien. Vos,
que viajabas en mi falda, te habías protegido entre mis piernas y yo, con el
brazo, ahora operado, te cubría la cabecita. Mami se lastimó un poco, pero en
definitiva, hoy te lo puedo contar. Desde ese día, en el que nacimos a la esperanza los seis, sólo puedo dar gracias a Dios porque envió seis ángeles al lugar
para que nos sostuvieran y protegieran.
A lo mejor, al leer estas líneas te preguntarás porqué te lo recuerdo, pero, como
ya te dije, todo tiene una explicación: La vida puede ser muy dura a veces;
los tropiezos casi intolerables; hay muchas penas, dicen que quizás más que
alegrías… Debes aprender a gozar de los momentos buenos y agradecérselos
al Señor y en los malos recurre a EL, una y otra vez, porque siempre tendrá un
ángel cerca para enviar en tu auxilio.
Los tiempos de Dios nunca son los nuestros y, esta vez, El decidió que sigamos
juntos transitando esta vida.
¡Que Dios te bendiga, mi amor!
Cerré los ojos ¿estaba soñando? Si hasta hace unas horas hablamos con él.
Tenía 95 años.
Fue un ejemplo de vida: maestro de escuela, gran deportista, amaba la juventud y sufría por el dolor ajeno. Quería a su Catamarca y a su gente, cantaba
todas las canciones de su tierra y fue un excelente cocinero de las comidas
típicas de su provincia.
En 1953 era el entrenador de uno de los equipos femeninos de básquet de
los trabajadores del país: que se jugó en Mar del Plata en el cuarto piso de deportes del Casino ¡Y salió Campeón! Y fue premiado, con medalla de oro, todo
el equipo que representaba a la compañía Estándar Electric Argentina, que
estaba en Beccar (San Isidro). También fue juez de la Federación Metropolitana.
Amaba todos los deportes. Le encantaba bailar folclore en el club de los jubilados. Abuelo: ¡Eras, sos y serás mi ídolo!
Vos fuiste mi ejemplo. Tengo 18 años, estudio y trabajo como vos querías.
¡Abuelito! Este es mi humilde homenaje a tu eterna memoria.Vos me enseñaste respeto y amor, ¡cómo olvidarte! Serás mi sombra eterna.
Tu abuela “linda” (por Nilda) que te adora.
Tu nieto Edu.
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¡Feliz cumpleaños Oma mía!
qué pensabas abuela, yo pensaba que el mar era inmenso y bello, pero también pensaba que mi abuela era más inmensa y más bella que el mar y que
nadie era tan feliz como yo en el mundo, eso lo puedo asegurar.
Rubén Daniel Falabella
Buenos Aires
¿Viste como es la vida, abuela? Yo estoy activo, en la mitad del camino, viviendo entre un mundo de gente con la que discrepo todos los días, perteneciendo a esta humanidad mediocre para la cual (excepto raras excepciones) el acto
más importante es el del comercio, caiga quién caiga, abuela. Van todos locos,
en este mundo loco, destruyendo lo que se les ponga delante en pos del “vil
metal”.
Entre las olas chapoteaba y chapoteaba incansable, cuando ellas me lo permitían yo te saludaba levantando el brazo o me hacía el ahogado unos segundos
flotando boca abajo y enseguida me sacudía y te avisaba que todo estaba
bien.
Volvíamos por el mismo camino, de la mano. Como yo estaba cansado, vos cargabas con todo, hasta con mi pelota y mi toallón. En la casita caía rendido a la
cama, mamá pedía que guardara mis cosas, yo me negaba y venía el merecido
chirlo, aunque vos te interponías a tiempo y decías: “Pobrecito, está cansado,
dejá que duerma un rato…”.
Y a vos, hoy, a pesar de todos los pronósticos, se te ocurre pasar el siglo de vida.
Un año más. Van 101 y aunque ya no te tengo ni para el té con limón, ni para
el pan alemán con manteca, ni para el dulce de ciruela, ni para verte como era
hacer todo sin mostrar cansancio, estar siempre predispuesta a mis caprichos
y a perdonar mis diabluras, te tengo viva, y eso me basta.
Mi sueño en esa cama mullida venía enseguida, y enseguida estaba yo flotando sobre la espuma del mar con tu mirada cuidándome y las olas meciéndome
siguiendo el vaivén de mi bella vida.
Escuchá, este es mi regalo, ojala te guste:
En la noche y de cena salamín alemán, Cracovia, tomates frescos, pepinos,
todo en pancitos, después los dados y las cartas y mis tías y mis primos y toda
la familia en una cocina de dos por cuatro.
Ahí venimos nosotros, como si fuera hoy, en enero, en Gesell, caminando cuatro cuadras de tierra hasta la playa abuela. Yo te doy mi mano, que vos tomás
con dulzura. Inquieto, tengo una pelota de colores bajo el brazo, y un toalloncito en el cuello. Por momentos intento correr y vos sin forzar me persuadís
de no hacerlo, entonces me contás (sin mucho preámbulo) una historia de tu
tierra lejana y yo dejo de ver el camino de tierra y empiezo a ver el que recordás. Con la distancia entre tu casa y la escuela, con el frío, con la nieve hasta
la rodilla, con el viento y los zapatos que no abrigaban y las ganas de llegar al
reparo, para estar calentita y con los papás. Y te pregunto y te pregunto y no
dejo que termines nunca de contar.
En lo mejor de tu relato, subimos un médano leve y se nos presenta el mar, a
pleno en nuestra cara. Lo contemplamos, nos produce una sonrisa instantánea, natural, involuntaria, luego con esa sonrisa en la cara nos miramos. No sé
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¿Vamos a elegir ese ámbito para nuestro reencuentro, abuela? ¿O vamos a elegir tu Vinnitsa?
¿Vos pequeña? ¿O, ya más adulta, presentándome a tu papá y a tu esposo, a
tu mamá, a tu abuela y a tu hermana? Sí, me gusta así, yo tengo cinco y corro
a la par tuya por los campos y vos me señalás las cosas que querés que conozca y me mostrás los animales y los frutos silvestres. A la vuelta les contarías a
todos lo que fuimos nosotros el uno del otro, y del amor tan especial que nos
unió toda la vida, y que yo soy parte tuya, de tu sangre, como dijiste siempre y
que los grandes amores nunca terminan, por eso estábamos ahí y por eso nos
habíamos reencontrado. Me gusta así, y que no haya pasado nada de todo lo
malo que pasó, con nosotros estarían todos, todos los que le habían perdido
un poco el gustito a la vida. Y no habría lugar para políticos locos, ni guerras lo277
cas, ni matanzas, solo habría lugar para juntar todas nuestras fantasías y armar
nuestro gran reencuentro.
Huertas y estrellas con hormigas
Pero aquí estamos todavía abuela, aspirando hollín y viendo tele. Discutiendo
del
Bautista Gil Fernández
Dios en el que vos crees y yo no tanto. Y dándonos tres besos a la llegada y
tres a la partida. Cuando en el tercero yo dejo mi mejilla pegada a la tuya unos
segundos es porque no me quiero ir, quiero quedarme acostado al lado tuyo
en la cama, como cuando niño, y que me mimes abuela, porque ya no tengo
quién lo haga, al menos como vos. Y que todo el mundo siga loco allá afuera,
total nosotros dentro y sin penas, abuela. Como en tu abrazo.
El sol estaba en lo alto y castigaba como si alguien te lo pusiera a 10 centímetros de la cara, el perro viejo estaba tirado a la sombra de un paraíso (gigante
misionero), yo tenía la cara sucia y las uñas llenas de tierra, generalmente me
pasaba la siesta rompiendo plantas y matando insectos mientras los grandes
dormían. ¡¡¡Y aquellas hormigas!!!, malas hormigas rojas que mordían como tiburón, hormigas pequeñas que te dejaban la piel como al rojo vivo, hormigas
que parecían mini soldaditos armados de odio hacia mi piel, hormigas rojas y
negras, ronchas en la piel. No sé porque además tenía cierto sentimiento de
odio a todo ser que cruzara el patio en medio del sol, como si fuera un guardián de ese jardín que me parecía de titánicas proporciones.
Cuando le explico a alguien que tenés más de 100 y que te voy a ver los domingos, que comemos juntos y te leo un cuento, esa persona nos quiere abuela, aunque no nos conozca, porque la gente, básicamente, todavía cree en el
amor.
¡Feliz cumpleaños oma mía!
(Y que esta hoja quede suelta por ahí, en tu casa, y que la tome al descuido y
que la lea, quién no conoce de estos sentimientos, y que aprenda abuela, que
aprenda, porque más explicaciones no le podemos dar).
Debía tener alrededor de unos seis o siete años, pero si había algo que despreciaba más eran los besos llenos de sudor de los más grandes y esas caricias a
mi pelo los días de fin de semana cuando era hora de las reuniones familiares.
Esa tarde mientras me imaginaba que un puñado de hormigas era un pelotón
del ejército, una sombra interrumpió mi juego de masacres, diciéndome:
“Todo lo que está vivo, está vivo porque ocupa un lugar en el mundo, ¡¡¡tiene
que estar ahí!!!”
“Está bien”, le respondí con cierta vergüenza y con el ceño fruncido, albergando sentimiento de culpas.
Ese verano, que pasaríamos juntos, fue un verano de bastante calor. Mis padres acostumbraban dejarme en la chacra del viejo como ellos decían. Yo no
lo conocía muy bien y siempre mantenía cierta distancia, de aquella persona
que vestía siempre de gris o de marrón, que usaba los pantalones hasta lo más
alto de la cintura, que tenía siempre un pañuelo en el bolsillo y un lente de
marcos gruesos que me hubiera gustado conservar entre mis cosas favoritas
de hoy. Después de que fuera descubierto aplastando hormigas y rompiendo
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279
sus plantas una tarde, antes de irnos a casa escuché que comentaban algo con
mis viejos, algo sobre un viaje.
Unos días después de que mis viejos se fueron de vacaciones y entre rezongos
y enojos de mi parte, me di cuenta de que no me quedaba otra y como además no teníamos TV., tenía la necesidad de hacer algo. Y fue cuando me dijo:
Al mismo tiempo hoy me pregunto: ¿Al ser mis padres de generaciones contiguas, les causaba cierta lejanía con el viejo como ellos decían? Porque de
verdad siempre se mantenían lejos a menos que necesitaran algún favor.
¿El hecho de estar separado con los abuelos por una generación nos hacía más
distantes pero de alguna manera más amigos, más cercanos? Es algo de lo que
no me percaté en el momento. Pero así parece.
“¿Te animas a darme una mano en la huerta? Además así no te vas aburrir…”
El prometió pagarme para que le ayudase a dar vuelta la tierra todos los días
después del almuerzo, esas tardes de calor agobiante me pagaba con una moneda de 50 australes, todos los días. Un día me llamó a la cocina para que le
limpiase un frasco viejo que era de tomates, luego me dio una cinta de papel
y me hizo ponerle mi nombre, me dijo que si yo ponía una moneda ahí todos
los días a fin de mes tendría para comprarme lo que quisiera.
Hablábamos de todo mientras trabajábamos, eso me hacía olvidar del durísimo sol, me contaba que cuando era joven conoció a Gardel en Buenos Aires,
que fue un buen marinero y que enamoraba a las chicas.
Me mostró la forma de plantar una semilla, de hacer que creciera y se convirtiera en planta en su enorme jardín lleno de flores y colibríes de colores.
Me dio consignas de como reconocer a una chica para que me casara, y cantidad de cosas que me parecían totalmente descabelladas.
Ramón, mi abuelo, usaba pantalones marrones un sombrero al tono, era un
hombre alto, hasta donde recuerdo, usaba palabras cortantes y tenía una personalidad arrasadora, capaz de paralizarte con un simple reto.
Faltaban solo un par de días para que volvieran mis padres y en esos días me
causó mucha curiosidad una caja que tenía junto a la mesa durante los almuerzos, antes de que saliéramos al sol agobiante del verano a seguir con su
dichosa huerta, un día me animé a preguntarle que tenía en ella y me dijo.
“Esto que tengo acá es casi como un regalo, pero todavía faltan unos días para
el día.”
¿Qué día?, me preguntaba, ¿qué casi regalo?
Una noche de calor, allá por febrero del año 1986 a la hora 00.00, el abuelo
Ramón me despertó en medio de la noche, sin prender ninguna luz me sacó al
patio por la puerta del jardín, extendió su enorme mano que tenía escondida
por detrás de su cintura y me dijo:
“¡¡¡Abrí la caja, que tanto querías saber que tenía!!!…”
Entre la oscuridad que me parecía rara en el patio y algunas luces que venían
de resplandores distantes, abrí la caja y de adentro saqué algo parecido a un
larga vista, o unos catalejos de marinero.
Me ayudó a orientar la mirada hacia el cielo y me dijo:
Tenía el bigote recortado y casi todas las tardes se sentaba al costado de su
radio vieja a escucharla.
Si pudiera hoy volver el tiempo atrás y apreciar cada caricia, beso, consejo,
cada merienda hecha, sé que actuaría de otra forma, más agradecida.
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“Este es un larga vista de marinero, pero este no es tu regalo, tu regalo esta allá
arriba, en el cielo.”
E inmediatamente me sentí atónito y sorprendido con lo que estaba viendo,
era como una gran estrella brillante pero con una cola de plata muy larga y
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muy linda.
Mi abuela refranera
“¡¡¡Este es tu regalo, míralo porque cuando lo vuelvas a ver vas a tener mi edad,
yo ya no voy a estar con vos, quiero que te acuerdes de esto y que se lo regales
a tu nieto!!!”
Concepción del Uruguay, Entre Ríos
Nunca olvidé esa noche y aunque el tiempo pasó como pasa el viento en otoño en una mañana fría y gris, pasaron muchos recuerdos, olvidé otros pero
haciendo memoria en esas noches de soledad es uno de los que me quedó
desde mi infancia, uno de los más lindos recuerdos.
Te recuerdo abuela Ignacia, con tanta nitidez en el camino del tiempo de mi
niñez, siempre tenías algunos refranes y ellos te surgían como las soluciones
inmediatas en los avatares de la vida.
Ese verano me marcó, y no inmediatamente, luego de que naciera mi hija ya
rondando los 30 me di cuenta de que ese simple hombre me enseño todas
esas cosas.
Abuela que sufriste de todo, desde la pobreza de no tener con que vestirte, lavar tu vestidito de algodón en esos ventosos veranos, quedarte acostada hasta
que se secara para seguir con tus tareas rurales.
Me enseñó el amor a la tierra, el nombre de todas las plantas de su jardín, el respeto, la honestidad, ser solidario, era también una lección de independencia,
de que todo lo que hagas con amor y con tus manos siempre será bendecido.
Abuela que aceptaste en una silenciosa angustia la pérdida de un hijo joven,
porque según tu mística, Dios te lo llevó por ser muy bueno y no correspondía
a éste mundo.
Solo recuerden esto, no somos más importante que los abuelos por el simple
hecho de haber nacido después que ellos y algún día, vos que estás leyendo
esto, vas a tener la misma edad con suerte. Y vas a ser un viejo. Depende de
nosotros si dejamos una marca en el corazón de alguien que nos va anteceder
en la vida.
Abuela que siempre supiste de necesidades, de tortuosas distancias y un trabajo infantil muy cruel reflejado en tus piernas adultas, cicatrices de alambre
púas, castigo “merecido” por haberte distraído a los siete años dejando escapar
los animales del corral.
Esa noche recibí un regalo que pocos pueden recibir. El abuelo Ramón me
regaló un cometa.
En el verano argentino de 1986, aproximadamente el 9 de febrero, se dejó ver
de manera monumental el cometa Halley, que tiene una órbita de 72 años
aproximadamente, si tenemos suerte, muchos de nosotros lo veremos por segunda vez.
Susana María Aumenta
Abuela del Campo, mi abuela real, abuela padecimiento, lucha y mucha humildad.
Dejaste en mí grabado un refrán, que lo hice cartel en mi cuarto y además en
mí mejor vida.
Frente a las dificultades de no lograr algo, siempre me decías: “lo que falta es
voluntad”.
Ese fue el último verano que pasamos juntos. ¡¡¡Te extraño abuelo Ramón!!!
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Mi galleguita querida
Yo la miraba sorprendida y pensaba como esa mujer chiquita, de aspecto frágil,
tenía tanto para dar.
María Cecilia Quiñoa
Virrey del Pino - La Matanza, Buenos Aires
Rosalía García era su nombre, vino de su España natal a los veintitantos años
con su marido Alejandro (bien casada como decía ella) y su hija más pequeña
Alcira. Tan seguros estaban que era por unos meses nomás, que dejaron allá
al cuidado de los abuelos al hijo mayor Balbino. Pero la vida les deparó otro
destino y no regresaron más. En esta tierra tuvieron cinco hijos Conce, Ester,
Pepe, Arturo y Emilita. Tres de ellos tuvieron descendientes y por parte de Pepe
nací yo y mis hermanos Fabián y Fernando. Tuve el honor de ser su nieta, los
recuerdos de mi niñez con mi abuela son los mejores. Ejemplo de todo, nos
inculcó con el ejemplo, la lealtad, la honestidad, la honradez.
Era común que los vecinos vinieran a casa a ver televisión, porque era una de
las pocas que tenían el privilegio de tenerla.
Cuando se inundaba ¿a dónde iban?, doña Coca, don Ángel, Antonia con sus
hijos a lo de Rosalía, ni que pensarlo.
Nunca fue de darnos muchos besos, ni abrazos, su amor pasaba por otro lado,
conmigo estaba chocha, aunque no era gorda, era rellenita. Mi papá le decía
venga mamá, mire como come toda la comida y ella emocionada, hasta las
lágrimas le agradecía a la virgen por esa bendición.
Muchas veces me miraba y en silencio lloraba porque se acordaría de tía Emilita que Dios se la llevo con solo once añitos. Perdió dos hijos más, Arturito a los
24 y mi adorado papá Pepe a los 40.
La puerta de la casa de mi abuela estaba siempre abierta para los chicos del
barrio. Para ella el amor pasaba por la comida y nunca le faltaba a los chiquitos
de enfrente de casa un tazón de café con leche y unos panes gigantes con
manteca y azúcar.
La vida no le fue fácil, sufrió la guerra, el hambre, el frío, vino a un país extraño
a trabajar noche y día a la par de mi abuelo.
La primera pregunta era “¿Comiste, Miguelito, Estercita, Rafael…?”.
Recién después de 26 años se reencontró con el hijo que había dejado con
un cartel, con el nombre todos los hermanos, porque no conocían su rostro
¿Cómo encontrarlo?
Infaltables visitas a la hora de comer. Nunca entendí muy bien porque esa desesperación para que los chicos coman, quizás por la hambruna que sufrieron
en la Primera Guerra Mundial o en la guerra civil española.
Siempre en el fuego había unas enormes cacerolas con un incomparable puchero de día y el infaltable trapo viejo a la noche (revuelto de todas las cosas
que sobraban del puchero con un poquito de aceite).
Su casa era humilde, de gente de trabajo, nunca sobró plata y hasta diría que
faltó, pero la generosidad de la abuela era tan grande que no sé cómo hacía
pero siempre había comida.
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Falleció el marido, hijos, nietos, yernos y ella siguió, no bajo los brazos. Nos dio
todo lo que tenía, el amor de Dios ante todo, el respeto por el otro, el sentido
de la solidaridad.
Hoy cuando cocino con mis nietas y me preguntan si me pueden ayudar a
preparar milanesas, hacer el tuco, hacer tortas y postres… me acuerdo de ella
y me emociono, ojala mis nietos me recuerden con el mismo amor que yo la
recuerdo a ella.
Hasta siempre abuela Rosalía. Te quiero.
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Recordando
Te amo, abuelita
Olinda Sappa
Ruth Pontelli
Noetinger, Córdoba
El 9 de junio nació mi primera nieta. Era chiquitita, rubia, de ojos celestes y fui
la primera en tenerla en brazos, como así también en bañarla. Por las noches
la hacía dormir paseándola por el cuarto. Fue creciendo, empezó a ir al jardín y
con todo mi amor y cariño era yo quien la llevaba y la iba a buscar.
Recuerdo cuando tenía cuatro o cinco años, yo llegaba a casa de hacer las
compras y ella muy contenta me dijo “Abuela te estamos adornando la casa”,
y en una parte de la pared me habían pintado con fibras todo tipo de árboles,
casitas, flores. Recuerdo ese día y sigo riéndome como si hubiese sido ayer.
Al terminar el secundario se fue a estudiar a Rosario, donde se recibió de fotógrafa. Trabajó de niñera y luego en un supermercado. En ese tiempo, enfermó
mi marido; ella venía a verlo todos los días junto con su hermano, quienes se
sentaban en la cama con él para conversar. Un día ella le contó a su abuelo que
dejaría de trabajar aquí en Noetinger para irse a Rosario. Su abuelo le preguntó
si se iba por algún trabajo, si tendría un sueldo; a lo que ella responde que no,
que se iría a un convento en donde tendría casa y comida después del 10 de
febrero que era su cumpleaños.
Mi marido comenzó a empeorar cada día y fallece el 17 de enero. Pero mi nieta
cumplió su palabra, ella se fue para el 13 de febrero, luego del cumpleaños de
su abuelo.
Hoy ya hace ocho años que es monja y es muy feliz. Le deseo toda la suerte, el
amor y la felicidad del mundo a mi querida nieta Melisa Andrea Le Rux.
Hoy abrí mis ojitos, ¡¡¡cuánta claridad!!!... Por fin vi el rostro de quien me cobijó
por tanto tiempo, a quien amo y llamaré mamá. Por la noche volví a sentir ese
calorcito que por nueve meses me acostumbré a percibir, unos brazos me rodearon y me pusieron entre sus ropas, sentí su corazón latir fuerte y creo que
a partir de ahí mi corazoncito también latió por ella, mi mamita nos presentó:
¡¡¡Ella, es tu abuela!!!...
Ese día y ese momento trazó en mi vida una relación que crece y se extiende,
que supera distancias y tiempo. ¿Sabés porqué, abuelita? Porque estamos unidas, no solo por nuestros lazos familiares, sino por el amor.
Ya tengo varios añitos para recordar cuantas cosas aprendo de vos… me cuidás como si fuera de cristal, reís conmigo por mis travesuras, jugamos juntas,
me enseñas canciones… aprovechás cada oportunidad para abrazarme y comienzo a entender que con vos me puedo sentir protegida…
Me doy cuenta que tu corazón es generoso porque a mis primos también les
das todo como a mí, cuidas que estemos bien alimentados, que no sintamos
frío, nos enseñas a compartir y a mediar con amor entre nosotros, aprendo de
respeto y cuántas cosas más…
A veces le digo a mamá, ¿vamos a ver a la abuela?... Ella me explica de kilómetros y aviones para llegar, me dice que no es posible en cualquier momento,
que estás lejos, lo cierto es que yo mucho no entiendo de distancias, solo sé
que en mi corazón, te siento bien cerquita…
Te amo, abuelita…
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Prosas, poesías, canciones y versos
Abuela
Dedicado a Marta Zulema Campos, mi abuela que tanto adoro.
Melisa Nuñez
Eres un regalo de Dios para todos,
tú sabes qué es seguir adelante
crear un hogar y dar a tus nietos
un empujón en la vida.
El compartir contigo nos llena de
alegría y de sabios consejos.
Tú siempre nos haces sentir que
estás esperándonos para vernos y
disfrutar nuestras travesuras
o escucharnos cuando una situación nos duele.
Gracias por haber sostenido
nuestras manitos y por animar
y guiar nuestro corazón
en cada momento.
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Abuela
Abuelaje : máxima felicidad
Florencia Domato
Viste ese traje azul que siempre me gustó
en su mirada no hay gris pero sí un tonó bordó.
El mate amargo de sus noventa te puede endulzar
con metro cincuenta al cielo entero logra callar.
Mira de reojo mientras tira de la cuerda
más no se detiene ante las miradas ni un segundo.
Su vida es de ella y de su garganta sus canciones
siempre prefirió elegir qué llevarse de este mundo.
Si sentís quebrarse la esquina de alegría
es ella que marca el ritmo con sus pasos.
Y esa risa, que un día ha de dormir
te parte el corazón en mil pedazos.
Es que mi abuela es un tango callejero
de cualquiera que escuchaste es diferente.
Y ahora sé que entendés porqué llorás
aunque no podés quitar la sonrisa de tus dientes.
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Manuel Lion
Ah… ¡los nietos!
es la fuerza motriz
que nos genera
nuevos bríos
Es un ímpetu de luz
que ilumina
nuestro ser
de hermosas alegrías
Los vi nacer, crecer
provoca placer
un palpitar prolongado
de ilusiones remozadas
Pensar en los tiempos idos:
los hijos,
y este nuevo albor:
los nietos
¡Supremo! sublime candor
Ellos nos miran
nos miman, preguntan
hay que estar actualizado
¡qué bueno! sentirse renovado
Amor es uno solo
imponderable amor
por lo dicho
hacia ellos parece mayor
293
Abuelita, abuelita
Nos criaste con gran fervor,
En tu vida no hay secretos
Solo exigiste respeto para recibir amor.
Con amor a mis abuelitas Rita y Angelita.
María Laura Ignazi
¡¡¡¡Abuelita, abuelita, abuelita!!!! ¿Qué hora es?
¿Es la hora de la leche? ¿Es la hora de la sopa?
¿Es la hora de la cena o es la hora del café?
La abuelita le responde ¿Quién lo sabe, quien lo sabe?
Mejor lo averiguaré.
Y así todo el día jugamos con ella.
Entonces pregunta: ¿Regaron las dalias?
¿Los claveles blancos y la roja estrella?
Y siempre jugando nos enseña cosas,
A poner la mesa, a lavar los platos,
A cerrar las puertas o a cuidar la loza.
A tender las camas con mucho cuidado
¡Qué la manta grande no quede colgando de ningún costado!
Al ir al colegio todo nos revisa.
Desde la cabeza, el cabello atado
Las medias prolijas, limpio los zapatos
Y queda mirando la blanca camisa.
Al partir un beso,
Al volver abrazos
Y entre risas y palmadas
Entramos a la cocina
¡Ya está la chocolatada!
294
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Abuelos y azahares
Teresa Simona Olivera
Wanda, Misiones
¿Abuelo, compararte a un día de primavera?
Más hermosura y suavidad posees.
Tiembla la flor de septiembre bajo el viento
y el esplendor no dura casi nada.
A veces demasiado brillo en los ojos
y otras su tez de oro se apaga;
toda belleza alguna vez declina,
ajada por la suerte o por el tiempo.
pero eterna será la primavera tuya.
No perderás la gracia, ni la muerte
se jactará de ensombrecer tus pasos
cuando crezcas en versos inmortales.
No dejes, pues, sin destilar tu savia,
aroma de un frasco y antes que se esfume
enriquece un lugar con tu encanto.
Y tú debes dar vida a otro tú mismo,
aunque ahora feliz fueras diez veces,
si diez veces, diez hijos te copiaran.
¿Qué podría la muerte, si al partir
en tu posteridad siguieras vivo?
No te obstines, que es mucha tu hermosura
los ojos de los hombres, sus vasallos,
con miradas te rinden homenaje,
que su dorada procesión escoltan.
Pero cuando en su carro fatigado
deja la cumbre y abandona al día,
Así tú, al declinar sin ser mirado.
Cuando pienso que todo lo que crece
su perfección conserva un mero instante;
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y que el hombre florece como planta
a quien el mismo cielo alienta y rinde.
Mientras que el tiempo y decadencia traman
mudar tu joven día en noches interminables.
Tendrías vida nueva en vivos trazos,
pues ni mi pluma inhábil ni el pincel
harán que tu nobleza y tu hermosura
ante los ojos de los hombres vivan.
Si a ti mismo te entregas, quedarás
por tu dulce destreza retratado.
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Caricias morenas
Soy nieta de una hija de esclavos, mi abuelita negra, a ella le debo parte de éste ser que vive
en mí, es por eso que quiero hacer brillar su presencia por más que esté en otro plano sé que
seguirá cantando nanas como lo hacía en mi cama.
al encontrar en mí, raíces vivas
de aquel ser hermoso
que me supo acariciar
en noches de ensueños
dejando latir en mi alma
éste sentimiento.
Dedicado a quien en vida fue Doña Rosa Villavicencio de Vázquez
Antonia Luján Vázquez
Me dijo el hechicero
que tengo en mi sangre
el néctar moreno
de mi abuelita negra.
¡Qué orgullo ser como ella!
Leche fresca,
pan caliente
manos de seda con arrugas lentas.
Delantal gastado
olor a perfume tierra
flores silvestres
con retazos de otoño,
frío, inteligente.
Me enredo entre el candombe
el sonar de una guitarra
con cantos de pájaros
trabajadores incansables
de la madre tierra.
Bailo al compás de éste orgullo
en notas musicales
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299
Dicen hay paz
Y yo sigo pintando
En ese papel
Un viejo payaso
Que vos guardaste.
En memoria de mi abuelo Ramón Jesús Gregorio Cacciavillani
Sebastián Galfré
Uritorco, Córdoba
Y te extraño... y te lloro...
En mis sueños te busco
Sin poderte encontrar
De seguro te escondes
Donde dicen hay paz.
Te marchaste aquel día
Llevaste tu vida
Rumbo a ese destino
Donde dicen hay paz.
Te llevaste el silbido
De esos viejos tanguitos
Que en la noche sonaban
En la radio mundial.
Y te extraño... y te lloro...
En mis sueños te busco
Sin poderte encontrar
De seguro te escondes
Donde dicen hay paz.
Te llevaste el compás
De aquel ritmo perdido
Que marcaba el cuchillo...
Que marcaba el cuchillo
Contra el vaso de vidrio En la espera final
Las películas de
Olmedo y Porcel
Ya no giran después de las diez,
300
301
El abuelo
Cándido soldado del domingo
en el letargo de tu querencia
la austeridad brindó a los nietos su mejor banquete
se instauró la navidad
en la dulce fragancia de los muebles
y por primera vez temieron los bichos bolita
en las yungas del patio
bajo la sombra de helechos gigantes
y hasta su padre ha remado
atormentado de tangos
peronista de trenes y acantilados
obediente y apostolado
su legado es silencioso
y su consejo confesión
El abuelo “Polito”
Santiago Spinelli
Lina Eudalda Sosa
Buenos Aires
Buenos Aires
La relación entre abuelo y nietos es muy importante. Porque lo llevamos en el recuerdo por
siempre. Yo me acuerdo de las cosas que contaba mi abuelo. Por ejemplo… cuando él era
chico, apenas con diez años quedó huérfano y su padrastro volvió a formar pareja, dejándolos
sin cuidado. Él se tuvo que hacer cargo de sus dos hermanitas.
Tuvo que trabajar de peón de estancia, haciendo trabajos de personas mayores, arriando ganado, domando potros cimarrones. Caminaba rengo, a causa de una patada que le dio un
caballo y le dislocó la rótula. Yo recuerdo a mi abuelo con mucho cariño. Tengo momentos de
gran melancolía cuando llega el día de su cumpleaños o de su fallecimiento.
Extraño su risa, sus chistes, su voz...
Cuando volvía de trabajar ya tarde de noche, yo lo esperaba en la cocina sentadita al lado
del fogón, envuelta en su poncho o durmiendo en el catre. Era una persona sumamente
sana, no recuerdo haberlo visto en cama por alguna dolencia. Siempre decía “Ojala me
muera sin dar tanto trabajo a mi familia”. Y fue así, falleció a los setenta y nueve años en un
accidente automovilístico.
En su homenaje yo le escribí este poema:
A mi abuelo
una o dos veces
soltó una mala palabra
finalmente descansó
y se prendió un pucho a escondidas
para no hacer escándalo
Tempranito y de alpargatas
después de haber tomado mate,
se iba al campo, a trabajar, mi abuelo
Hipólito Sánchez.
Y cuando se iba al pueblo,
golosinas me traía
para mi solita.
Yo era su preferida.
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Era un gaucho bien criollo.
mezcla de indio y cristiano.
El amor más grande
Si hasta me parece verlo
recostado en el palenque
con sus alpargatas gastadas,
y su sombrero en la mano.
Gimena Dalcastegne
Buenos Aires
Los ojos infinitos como el cielo,
la sonrisa más inmensa que yo vi
las manos intensas como el fuego
la palabra más tranquila que oí…
Sus abrazos me envolvieron desde siempre
acurrucada en su pecho fui feliz
su mirada tan dulce y cariñosa me mostraron un mundo por descubrir.
Mi abuelo:
mi fiel amigo,
mi compañero inseparable de aventuras
el superhéroe de toda mi niñez
el espejo más brillante de mi vida.
Tantas arrugas como besos me dejaste.
Tantos caminos liberados para recorrer.
Te busco en cada espacio en cada tiempo
y en mis días casi siempre te vuelvo a ver.
Te veo reflejado en la mirada de muchos
en la risa de tantos en las manos de varios
y así siento que todo vuelve a suceder que todo sigue
que lo que me dejaste no fue un recuerdo
¡¡¡sino el amor más grande!!!
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Espejismo
dulcemente la hamacaba,
e hizo renacer en mí,
una esperanza…
A mi abuela paterna, en aniversario de fallecida
Graciela Vacheta
¿Sabes abuela?...
Hoy…
cortando flores
para perfumar tu morada,
en una rosa vi
reflejada tu mirada.
¡Mi querida abuela mamá!
Hoy Dios en su naturaleza;
Te trajo de visita a casa.
¡¡¡Gracias Señor!!! ...
Abuela Lucía...
Hasta mañana…
Estrella
Me detuve a observarla…
su frescura trajo
a mi mente tu bonanza;
y en esas gotas de rocío
que sus pétalos bañaban
recordé; como tus ojos,
se humedecían con lágrimas
cuando jugando, me golpeaba.
Flor simple, de color pálido,
sencilla y delicada…
¡¡¡Tu auténtica semblanza!!!
¿No será abuela, que tus días vivos,
en esa planta se espejaban?...
¿Por qué esa rosa
no permitió,
que mis manos la cortaran?...
¡¡¡Era la más clara y elegante,
su rama; la más larga!!!
La suave brisa del ambiente
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Lucía
Flotaba en el parque tu dulzura
envolviendo en su manto de ternura
a los peces en tu lente prisioneros.
Mary Elsa Tesey
Buenos Aires
Abuela y nieta enlazadas en un día
de plenitud azul y de armonía :
Maná del cielo de mi andar postrero.
Lucía es mi nieta mayor, tiene veintitrés años y está estudiando en la Universidad.
Vive a la vuelta de mi casa con su hermano menor, también estudiante; vienen del sur, de Río Negro, donde sus padres trabajan.
Nuestra comunicación es fluida y permanente.
“¡¡¡ Hola abuelita!!!, se oyó su voz, alegrándome, en el teléfono.
“Tengo que hacer un trabajo con fotos para la facu y como el día está tan
lindo, he pensado que podría ser en el Jardín Japonés. ¿Me acompañás?
“¡¡¡ Me encanta !!!, le respondí, y en menos de media hora estábamos en
camino.
Nos recibió ese delirio de verdes y perfume de rosas tan peculiar, que acelera
los latidos del corazón, que acaricia el alma aprisionándonos en un capullo de
gloria.
Sentada frente al lago, mientras ella sonriente y victoriosa empuñaba su cámara, garabateé estos versos como corolario de los momentos compartidos.
Soneto a Lucía en el Jardín Japonés
Aquella tarde quieta, sosegada,
los peces convergían en el lago
como un arco iris descolgado
batiendo sus colores tras tu cámara.
Te veías tan bella, recortada
en el cielo azul, terciopelado,
serena, sonriente, con un halo
de ángel con su faz multiplicada.
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“Mamita vieja”
Georgina Analía Cardoso
Corralito te vio nacer
las montañas fueron tu cuna
entre piedras, ríos y cardones,
transcurrió parte de tu infancia
en ese norte agreste de los valles,
mudos testigos de tu corta estadía.
La ciudad te recibe
una tibia mañana del ’40,
una niña de los cerros, con miedos y temores
enfrentando su destino,
de quehaceres y obligaciones.
Tus días transcurrieron entre bateas
y pailas icobre
de guisos perfumaditos, con tu
infaltable comino,
de empanaditas calientes
y humitas en chala, pero sin olvidar
los rezos y oraciones
con promesas a la Virgen
además, de procesiones al alba
fiel peregrina de tu Diosito.
Ya casada y con cuatro
almitas inocentes
-sin saber que dos quedaban por llegarpartías con la luna aun brillando
dispuesta a trabajar.
Tan rapidito pasaron los años
de guagua, a esposa y madre
siempre justificando con tu frase
“soy mujer de trabajo”,
310
el dolor
de que tus hijos
uno a uno partiera,
y luego llegaran con sus siembras
tus nietos, al cariñosos grito de
Mamita Vieja!!!
Mamita Vieja!!!
¡QUÉ FLOR DE VIDA has tenido!,
como para olvidar...
mujer erguida como impasible cardón del cerro de fuerte y robusta estampa
por fuera
y de saciante ternura y amor por dentro.
Te digo y te miro a los ojos
para terminar, a vos te agradezco Mamita
por lo que hiciste madurar, toda una familia cobijada bajo tu sombra, tu lecho
y tu abrazo maternal.
Y si es que tu Virgencita en algún lado esta ante ella me pongo de rodillas
para pedirle, se acuerde
que te perpetué ella en el tiempo con tu infaltable sonrisa, fuerza y voluntad.
311
Mi bisabuelo Gabriel
Patio grande
Luis Alberto Caffarone
Florencia Riobó
Intendente Alvear, La Pampa
Buenos Aires
A vos que me diste buenas palabras
A vos que me diste tu mano para aprender a caminar
A vos que me diste tus ojos para ver el mejor camino
A vos que me diste tus piernas para aprender a correr
Hoy
Yo te doy mi boca para que me puedas hablar
Yo te doy mi mano para que no uses ese bastón
Yo te doy mis ojos para que puedas ver el camino que me enseñaste
Yo te doy mis piernas para que vuelvas a caminar a mi lado.
Mi abuela era
una mujer fuerte
pero mullida y blanda.
no había mejor lugar
para dormir la siesta
que los brazos de ella.
Nos esperaba
en el umbral de la puerta
con la comida hecha
y el delantal sobre las piernas.
Era joven
cuando yo era pequeña,
pero, pobre,
siempre la he visto vieja.
A veces protestaba,
tenía sus mañas...
Del perro y de las plantas
nos hablaba,
y de algunas señoras
que ya no estaban…
La abuela era
como el patio grande
que había en su casa.
312
313
Por tu sabiduría te quiero tanto
Diana Soledad Saín
Mi querido Abuelo Claro.
Tan creyente en Dios y los Santos
Y como para no serlo…
Si te criaste allá en el campo.
No llegaba tan lejos el Doctor
y cuando alguien se enfermaba
había que ir rápido al pueblo
leguas y leguas cabalgando.
Conseguir el “coche de alquiler”
y así al enfermo traer.
la gente es desconfiada.
Me has contado que cazabas
avestruces con boleadoras
de Bautista Vairoleto
y sus andanzas por Arizona
cuantas aventuras abuelo
en tus 96 años
gracias a Dios que te tengo
para que me sigas contando.
Tenias que sobrevivir con Dios y la Naturaleza
por eso adquiriste destrezas
y supiste cultivar el don de la paciencia
ante cualquier adversidad.
Trabajaste duro con la hacienda,
para alimentar a la familia
pero nunca olvidaste tus obligaciones,
el día que había elecciones
atravesabas el monte de caldén
para llegar al pueblo y allí tú voto poner.
Siempre me estas contando
de ranchos y de taperas
de que la gente era buena
y unos a otros se ayudaban
que eran grandes la gauchadas
y también las jineteadas.
Hoy los tiempos son difíciles,
todos corren sin sentido y
314
315
Sueño de pirata en un barco de papel
Cuento - Canción
aunque no tengamos agua,
¡Imaginemos el mar…!
Horacio Osmar Roldán
Cantemos, Nono cantemos, la canción de los piratas,
viajemos, nono viajemos, en busca de oro y de plata,
en un barco de papel, buscaremos un tesoro,
¡libres! por todos los mares, mi corazón late y late,
¡vamos a coleccionar… monedas de chocolate!
Con un barco de papel, una brújula y un mapa,
y el disfraz del tata abuelo, que hace mucho fue pirata.
En mi barco de papel, todos somos marineros,
todos en busca de un sueño, todos debemos remar,
aunque no tengamos agua, ¡imaginemos el mar…!
Navegar qué maravilla… sopla, sopla, viento en popa,
llegaremos, al mar de antillas antes de tomar la sopa.
¡Quieres ser marinero y en mi barco navegar,
súbete a mi fantasía ¡vamos todos a jugar!
Será una gran aventura, junto al nono y mis amigos
¡con nuestra imaginación, de capitán y testigo!
Recorreremos los mares con mucha fe y alegría,
sobre el globo terráqueo, en clase de geografía.
Convertidos en marinos, regresaremos un día,
Por el Pacifico sur, navegando en raudo vuelo.
Entraremos al estrecho, entre los hielos y el fuego
treparemos desde el sur, por el mar de mi Argentina
antes de llegar a casa, pasaremos por Malvinas.
Y con un trozo del cielo, haremos una bandera,
que ondeara, allá en sus playas. ¡Para que el mundo la vea!
¡Invito, a todos los niños! ¡Puede venir el que quiera!
Todos somos marineros,
todos vamos a remar,
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Te recuerdo
Elsa Teodora Patterer
Ese concierto de melodías sopranos italianas,
hicieron que vinieras a mi mente.
Te recuerdo viejito, chiquito, rezongón,
recuerdo tus canciones esas que cuando
partías en tu pequeña barca a pescar las cantabas.
Tus costumbres, la forma que amabas a tu lejana Italia,
cómo extrañabas, cómo sufrías, porque allí dejaste
partes de tu vida, te costo años encontrar tu identidad,
porque aquí eras un inmigrante, solo eso… inmigrante.
Con los años supiste demostrarles a la sociedad quien eras,
así no te llamaron más El Italiano, sino que decían
allí viene don Benigno.
Dejaste en tu lejana tierra lo más preciado para vos... tu familia,
Pero tenías que salvarte, inmigraste, no sabias hacia donde partir,
norte, sur, este, oeste era lo mismo para vos, la guerra te corría y
no te daba chance ni tiempo a nada.
Te fuiste acostumbrando a esta bendita tierra argentina, que te dio
la bienvenida, de la cual dos hijos le regalaste.
Tus costumbres fueron otras, pero saliste airoso.
Qué pena que no pude disfrutarte más, estoy muy orgullosa
de que fueras mi abuelo “El Italiano”.
Qué lindo hubiera sido hoy sentir de tus labios ese ‘O sole mio,
que con tantas ganas las oía hace mucho tiempo,
y al escucharlas me acordé tanto de ti… justo hoy…
En el día del padre.
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