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Poética del terrorismo: Los justos, de Albert Camus; por
Alejandro Oliveros
Alejandro Oliveros · Thursday, March 31st, 2016
Escena de Los Justos, obra de teatro escrita por Albert Camus. Esta versión fue
producida por 611teatro, dirigida Javier Hernández-Simón y adaptada por Jose A.
Pérez. Haga click en la imagen para ir a la página web del grupo actoral
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La intención original de Camus al escribir la pieza Los justos, así como el título, no son
los que terminó presentando al público el 15 de diciembre de 1949, en el Teatro
Hérbertot de París. Con la luminosa María Casarés como Dora, la principal
protagonista femenina, y el proteico Serge Reggiani, como contraparte. Por supuesto
que no era casual la presencia de la actriz ni extraña al propósito primario del autor:
“El objetivo al comienzo era doble: referirse al tema del amor y sus relaciones con la
política y el espíritu revolucionario, por una parte; y, por la otra, abordar el problema
del asesinato y de la abstracción que supone”, de acuerdo con los editores de Camus
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para la colección de la Pléiade. El primer asunto quedaría limitado a la famosa escena
del Acto III, “la más bella escena de amor que haya escrito Camus”, de acuerdo con
los mismos estudiosos. En sus Carnets de 1947, Camus adelanta el diálogo que iba a
formar parte de esta escena:
Dora (a Kaliayev): Pero, está bien querido. Ya vez que no era razonable. Tampoco
yo hubiera podido decirlo. Te amo con el mismo amor, casi obsesivo, en la
justicia… No somos de este
mundo, Yanek (el mismo Kaliayev). La parte que nos toca es la sangre y la soga
(corde) del verdugo.
En la redacción final, Camus le dará vida a la palabra “soga” con el adjetivo fría. El
título, con indiscutible fortuna, terminaría siendo el aún más ambiguo de Los justos, y
no La soga, como había pensado. Poco después del estreno escribe, entre comillas, en
sus Carnets de 1950: “Mi principal ocupación, a pesar de las apariencias, ha sido
siempre el amor (durante mucho tiempo sus placeres y, al cabo, sus implicaciones más
desgarradoras). Tengo alma novelesca, y siempre me ha costado mucho interesarla en
otra cosa”. No es improbable una connotación autobiográfica en estas palabras. Lo
que no nos revela el autor son las razones por las cuales su propósito inicial, el asunto
del amor y sus relaciones con el espíritu revolucionario, fueran desplazadas por lo
que, al final, sería el gran tema de la obra: el terrorismo.
Durante los primeros años de la postguerra, como todos los intelectuales de su
generación, Camus dedicó sus reflexiones a tratar de entender lo que venían de vivir,
el impensado, e impensable, fenómeno del nazismo con todas sus siniestras
implicaciones, el terror, el totalitarismo, la guerra total, el exterminio, la muerte de
inocentes. En una anotación de 1946, llegó a escribir: “El único problema moral
verdaderamente serio es el asesinato. El resto viene después”. Sus intereses
filosóficos y políticos, lo llevarían a estudiar la fisiología del terrorismo, la más política
de las formas de asesinato. La lectura de los textos y crónicas del terrorismo ruso eran
inevitables. Una sostenida tradición de violencia que había comenzado hacia 1878
dirigida contra la dominación zarista. En una primera oleada de atentados, dieron
cuenta de funcionarios estatales, que iban desde el jefe de policía de San Petesburgo,
hasta el gobernador de una importante provincia. Después de estos éxitos, se
desataría la implacable caza del mismo Zar. En 1879, la primera asociación terrorista,
Tierra y libertad, después convertida en Voluntad del pueblo, de donde saldría el
Partido socialista revolucionario, llegaría a volar las vías al paso del tren imperial
aunque sin mayores consecuencias. En 1880, el blanco sería el Palacio de Invierno,
donde murieron 11 soldados y 56 salieron heridos. La represión que produjo llevó al
cadalso a 31 miembros de la organización, otros 8 murieron en prisión, mientras que 3
se suicidaron. En una nueva manifestación de guerra asimétrica, se enfrentó la
violencia revolucionaria con la oficial. Frente al terrorismo de unos cuantos, el
terrorismo de Estado. Pero, como bien puede y suele suceder, la represión estimuló
nuevas simpatías, entre ellos la hija del gobernador de la ciudad imperial, quien, el 1º
de marzo de 1881, fue la encargada de colocar la bomba que terminó con la vida del
perseguido Alejandro II. Alentados por esta “gloriosa” jornada, planificaron la muerte
de su sucesor, Alejandro III, un proyecto que sería develado y sus organizadores
llevados a la horca. A pesar de las críticas de los marxistas, bolcheviques y
mencheviques, el terrorismo ruso siguió activo. En 1904, se produce el conocido
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atentado contra Plehve, Presidente del Consejo, por parte de Egor Sasonov, “una de
las figuras más formidables, con Ivan Kaleyev (el mismo de Camus), de la revolución
rusa”, nos recuerda Victor Serge en su apasionada crónica de esos años. Poco
después, a comienzos de 1905, una célula dirigida por Boris Annenkov planifica el
ataque contra el carruaje del Gran Duque Sergio, tío del Zar, y conocido en los
ambientes contestatarios como el “sátrapa de Moscú”. En este momento preciso, el 2
de febrero de 1905, se levanta el telón para el Primer Acto de Los justos.
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Los justos es una obra de estructura clásica. Nada de concesiones aquí a las
vanguardias de los años treinta. Una única acción que se desarrolla en un período de
tiempo que, a pesar de extenderse por varias semanas, el autor la concentra para
mantener una impecable unidad de tiempo. No más de dos o tres escenarios,
marcados por el despojamiento y apenas media docena de actores. Son cinco los
actos, todos breves, donde se presentan las tensiones entre los miembros del grupo
terrorista y las relaciones místico-amorosas de los dos principales protagonistas, Dora
Brillant e Ivan Kaliayev. Todo lo que se presenta sucedió en la vida real, y de Camus
son los diálogos y opiniones, muchos tomados de los relatos de la época. En primer
acto, aparecen los cinco terroristas mientras precisan los detalles del ataque,
planificado para el día siguiente, al Gran Duque cuando se dirija al teatro. Después del
asesinato, y mediante una de las famosas proclamas, el grupo dará a conocer el
alcance de sus actos. De esta manera
Toda Rusia sabrá que el Gran Duque fue ejecutado con una bomba por el grupo de
combate del Partido Socialista Revolucionario para acelerar la liberación del
pueblo ruso. La corte
imperial sabrá también que estamos decididos a ejercer el terror hasta que la
tierra sea restituida al pueblo.
El encargado de arrojar la bomba no es otro que Ivan Kalayev, de 26 años y conocido
como “El Poeta”. La encargada de armar aquellos peligrosos y precarios artefactos
explosivos es Dora, unida a Ivan por un confuso erotismo que seguramente
denominaría “amor revolucionario”. En sus intervenciones a lo largo de la obra,
Kalayev expresa las contradicciones que se pueden manifestar en la actividad
terrorista. Al menos, tal como ellos la entendían, que, probablemente, no es muy
distinta a la de muchos terroristas a lo largo de la historia, sin excluir a los
contemporáneos talibanes o algunos miembros del Califato Islámico:
Kaliayev: Amo la vida. No me aburro. Entré en la revolución porque me gusta la
vida… La vida sigue pareciéndome maravillosa. ¡Me gusta la felicidad, la
belleza!… Y ahora quisiera morir allí mismo, al lado del Gran Duque. Perder mi
sangre hasta la última gota o arder de una sola vez en la llama de la explosión y
no dejar nada atrás… Un pensamiento me atormenta: nos han convertido en
asesinos. Pero pienso al tiempo que voy a morir y me tranquilizo. sonrío y me
duermo como un niño… Yo no lo mato a él, mato el despotismo… ¡Lo mataré con
alegría!
De seguidas, cae el telón sobre el primer acto y se levanta para el segundo, en el
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mismo escenario, pero un día después. Los terroristas a cargo del atentado, Kaliayev y
un compañero, están en sus puestos y en poco tiempo el cuerpo del Grand Duque ha
de volar en pedazos por el cielo helado de Moscú. Pero pasan los segundos, los
minutos, y no llega el ruido de la explosión. Aparece Kaliayev en escena para revelar
que no pudo arrojar la bomba. El odiado “sátrapa” se presentó en su carruaje con una
circunstancia imprevista, la de venir acompañado con su esposa y dos sobrinos
pequeños: “No podía prever… Niños, niños. ¿Has mirado a los niños? Esa mirada
grave que tienen a veces… Nunca he podido sostener esa mirada… Entonces no sé
qué pasó. Mi brazo se puso débil. Me temblaron las piernas. Un segundo después era
demasiado tarde”. Al final, Kaliayev tendrá una segunda oportunidad que no va a
desperdiciar. El Grand Duque es asesinado y nuestro protagonista terminará en la
horca. Pero es su negativa a asesinar a los sobrinos, lo que va a estimular entre los
personajes las mejores, y más inquietantes, discusiones que sobre el tema del
terrorismo sea han presentado en el teatro.
Con Los justos, Camus estaba prefigurando los agresivos debates que el terrorismo
estimuló entre la intelectualidad francesa en los años sucesivos. En efecto, los ataques
terroristas serían uno de los medios escogidos por el FLN para procurarse la
independencia de Argelia. No sería, sin embargo, la última vez que la violencia
revolucionaria sería utilizada por los movimientos de liberación. Los israelitas la
ejercieron contra los ingleses; los palestinos contra los israelitas; los vietnamitas
contra los franceses; los vascos contra el gobierno español; los irlandeses contra los
ingleses. Y, a partir de 2001, los talibanes contra los norteamericanos. Y, desde hace
unos años, el Califato Islámico contra todo el mundo. El terrorismo como forma de
lucha ha sido uno de los asuntos más discutidos en la historia de la política moderna.
Marx lo condenó, prefiriendo otros instrumentos, como la lucha de clases. Para Lenin,
se trataba de una práctica inútil, porque distraía al proletariado de su verdadera
misión, al tiempo que era un imperdonable sacrificio de valiosos revolucionarios. Mao
seguramente pensaba lo mismo; y Ho Chi Minh prefirió la guerra abierta.
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A Camus se le ha criticado su ambigüedad e incoherencia al opinar sobre el tema. No
estuvo nunca de acuerdo, y esto lo enfrentó al radicalismo de Sartre, con el terrorismo
en Argelia y con ningún terrorismo. Sin embargo, en Los justos, su admiración por
Kaliayev y su grupo es conspicua. En sus Carnets de 1947 escribió: “La gran pureza
del terrorismo estilo Kaliayev es que para él el asesinato coincide con el suicidio. Una
vida se paga con una vida. El razonamiento es falso pero respetable”. Y, en 1948, en
un artículo que se incorporará a su El hombre rebelde, Camus expone algo que parece
irrefutable y que serviría para justificar de los atentados del Talibán y ahora los de
ISIS: “Kaliayev (y sus compañeros) viven a la altura de sus ideas. Las justifican al
encarnarlas hasta la muerte. Estamos entonces frente a una concepción, si no
religiosa, al menos metafísica de la rebelión.” Pero no podía escapar a su percepción
las implicaciones del terror desde el poder. Y, en 1955, parece referirse a los alcances
de un terrorismo de Estado: “Nuestro mundo nos enseña hoy un rostro repugnante,
justamente porque está confeccionado por hombres que se atribuyen el derecho de
asesinar sin pagar con sus vidas. Así, la justicia en la actualidad sirve de coartada a
los asesinos”. Este supuesto derecho a asesinar sería puesto en práctica, en una
extensión impensada, e impensable, por los militares del Cono Sur civilizado durante
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las décadas setenta y ochenta del siglo XX.
El terror siempre ha estado asociado con el poder, desde el imperio ateniense, según
Tucidides. Bien sea como instrumento para obtenerlo o como medio de perpetrarse en
su dominio. En nombre del campesinado, los terroristas de Camus intentaron hacerse
del poder a través de la violencia. Pinochet y Videla, más recientemente, lo emplearon
largamente para prolongar su dominación. En sus formas del siglo XXI, el terror ya no
es solamente la esencia del totalitarismo, como señaló Arendt, sino que es necesario
para la aparición y mantenimiento de formas de gobierno que han desplazado el viejo
planteamiento binario, dictadura vs democracia. Nuevas formas de administración,
como la dictadura electoral, acuden a presentaciones menos ruidosas de terrorismo
para garantizar su permanencia. Y cuando la violencia se presenta, y siempre se
presenta, ya no procede directamente del Estado, sino que es estimulada por el
Estado. En Venezuela, la violencia criminal es una forma de terrorismo estatal, aun
más perversa por la forma oblicua que adopta. Durante quince años, esta forma de
ejercer el terror colaboró a mantener en el poder a un presidente con aspiraciones
vitalicias. Una pretensión que su sucesor ha visto mermadas y enterradas por la única
estrategia buena contra el terrorismo, revolucionario o de Estado. El terror sólo puede
ser neutralizado por la participación de la mayoría. La violencia sólo puede engendrar
violencia. Nadie puede decir que se siente más seguro después de las invasiones a
Iraq o las cantinflescas intervenciones en Afganistán o Paquistán. Ni que los
bombardeos a ISIS garantizaron la seguridad de los ciudadanos de París y Bruselas. O,
por lo mismo, de Bagdad o Ankara. La represión desatada por los organismos del
seguridad zarista no acabaron con el terrorismo en Rusia. Más bien, la convicción
colectiva de que otras formas de lucha eran más efectivas. No hay terrorismo heroico
cuando involucra la vida de inocentes, no importa cuántas veces ofrenden la vida los
que lo ejercen, ni cuán arraigadas sean sus convicciones religiosas. Nada puede
refutar la fe en la vida, como lo intuyó, en su lecho de enfermo, John Donne en sus
Devociones: “La muerte de cada hombre me disminuye”.
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on Thursday, March 31st, 2016 at 6:00 am and is filed under
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