Grupo del Aire

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Tierra de leyendas VI
Sedice.com
25-01-2008
Silencio, Secreto, Sexo, Jeroglífico y Tiempo
Presentación
Bienvenidos seáis, autores y lectores, aventureros de las letras, a nuestro séptimo
Concurso de Relatos Tierra de Leyendas.
En vuestras manos tenéis los setenta y dos relatos presentados. En este documento hay
18, que corresponde a uno de los cuatro grupos, pero, como sabéis, os podéis descargar los
otros grupos restantes. Recordad que antes de votar en ningún grupo, tenéis que solicitar el
voto públicamente en el hilo “Concurso Tierra de Leyendas VII: Solicitudes de voto”. A
partir de ese momento, el Custodio (Malhalma) os mandará un mensaje privado (MP)
indicando a qué grupo debéis votar con el fin de repartir las votaciones en los distintos
grupos. Una vez asignado vuestro grupo, debéis leerlo y seguir las instrucciones para votar
que serán enviadas por Malhalma en el mismo mensaje donde se os asigna el grupo.
Si queréis votar en otro grupo, una vez que hayáis votado y se haya confirmado vuestro
voto como correcto, debéis solicitar de nuevo otra votación, donde se os asignará un grupo
nuevo. Una vez realizadas las dos votaciones, no se podrá votar una tercera vez. Sólo se
podrá votar 2 veces (a dos grupos).
Tenéis la responsabilidad de haberos leído todos los relatos del grupo al que vais a votar.
No son pocas las letras que tenéis por delante, por lo que se recomienda no dejarlo para
última hora, ni esperéis “puntuarlos” en una segunda relectura por si os quedarais sin tiempo
material. Es aconsejable que vayáis evaluando, apuntando lo que os gusta o no de cada uno
de ellos medida que vais leyendo.
Los votos se otorgarán de la siguiente manera: Al relato que más os haya gustado le daréis
4 puntos, al siguiente 3 puntos, al siguiente 2 puntos y luego debéis darle 1 punto a los 6
restantes que creáis merecen un voto. Dicho de otro modo, cada uno votará a 9 relatos
dentro del grupo de 18 (la mitad), destacando a los tres mejores, según esta secuencia:
4,3,2,1,1,1,1,1,1.
Las votaciones de esta primera fase se cerrarán el 18 de febrero de 2008 a las 23:59.
Consultad la Agenda de Sedice en caso de duda. Los 10 mejores de cada grupo, serán
susceptibles de ser publicados en una próxima antología Tierra de Leyendas VII. Los 6
primeros de cada grupo, pasarán a la Fase Final. En caso de empate a puntos en las
posiciones 7 o 10, se desempatarán por número de votantes que hayan votado a ese relato
(personas). Si aún así se empatara, se incluiría a ambos empatados en la publicación del libro
o en la Fase Final, según el caso.
IMPORTANTE (1):
El autor no puede decir en qué grupo se engloba su relato ni dar pistas claras de ello.
Sólo podrá hacerlo, e incluso revelar su autoría, si tras la primera fase su relato no pasa a la
final.
IMPORTANTE (2):
Los autores participantes están obligados a votar en todas las fases so pena de
penalización de 10 puntos al finalizar el recuento.
Aunque será difícil decidir los relatos que más os gusten, esperamos que disfrutéis de una
plácida y entretenida lectura.
Un saludo a todos y suerte para los participantes.
Informar de Errores ortográficos y de maquetación
El presente texto ha sido revisado únicamente por el propio autor antes de enviarlo al
concurso, y por tanto, dado que todos somos humanos, es muy probable que contenga
erratas. Incluso en la maquetación, es posible que hayamos cometido algún error y no se
detectara en su debido momento. Por todo esto y más, disculpas de antemano.
Si detectas algún error, seas autor, jurado o lector de este documento puedes informar
enviando un correo electrónico a la dirección [email protected]
Trataremos de atenderte lo antes posible.
Muchas gracias por ayudarnos a aumentar la calidad del TDL VII.
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Preguntas con réplicas
Preguntas con réplicas
Como ocurría a menudo, después de hacer el amor no pude reprimir el llanto. Con la
frente apoyada contra tu hombro, en un vano intento para que no fueras partícipe de mi
dolor, tapaba mi cara con las manos; y una vez más preguntabas, porque las evasivas con las
que te respondía no apaciguaban la ansiedad que adivinaba en tus ojos.
Y tú me mirabas fijamente y callabas, pensando que había algo que no encajaba, que
andaba ocultándote de manera deliberada.
Desde que despertaste en la cama de una de las habitaciones, no conociste más compañía
que la mía. Tras varios meses volviste a hablar y como una consecuencia lógica, comenzaste
a inquirir acerca de tu presencia en el refugio: éramos los únicos que habitábamos esa especie
de búnker construido varios metros bajo tierra, mientras un perpetuo infierno blanco de
nieve y hielo barría despiadado la superficie de Chryos, el planeta donde estábamos. El resto
de colonos había perecido en el terrible terremoto que tuvo lugar aproximadamente un año
antes; bien porque desaparecieron sepultados bajo las toneladas de nieve de las avalanchas
que sobrevinieron, o bien por el hambre y el frío —consecuencia de la destrucción de los
asentamientos existentes— que después de la catástrofe acabaron de aniquilar a los
supervivientes. Vivir en ese complejo subterráneo, me había salvado de la catástrofe. Una
noche te hallé al borde de la hipotermia en el exterior, sin saber cómo habías llegado.
Nuestra tarea consistía en esperar a que desde la Tierra enviaran ayuda para rescatarnos. Por
fortuna, el refugio contaba con una gran cantidad de provisiones que debidamente
racionadas, nos permitirían sobrevivir años.
Apenas te habías recuperado de tu convalecencia cuando de mi mano te hice conocer la
geografía de mi cuerpo. El instinto se encargó de enseñarte a acoplar tu cuerpo con el mío.
De noche, nuestras pieles dormían pegadas y mis dedos recorrían ansiosos tu cuerpo,
buscaban tu rigidez, guiaban mi deseo. Cuando llegabas al clímax comenzaste a notar un
fuerte dolor en el pecho.
Mi hermetismo te enfureció más de una vez; así como mis evasivas a algunas de tus
preguntas y el negarte el acceso a ciertas secciones del refugio en las que me veías entrar.
—Eva: ¿por qué no puedo entrar en el ala este del búnker? ¿Con qué derecho decides
dónde debo y dónde no debo ir? —me preguntaste airadamente un día.
—Todos sois iguales. No podéis soportar depender de la asistencia de una mujer. Me
estoy hartando de que siempre repitáis la misma pregunta.
Me miraste con extrañeza.
—Jamás te había preguntado sobre el ala este. No sé de quienes son los otros que hablas
¿No dices que siempre has vivido sola desde que llegaste?
Las palabras se atropellaron en mi boca, lo reconozco.
—Claro …tienes razón. Me he debido confundir. No tuve compañía en este refugio hasta
que te rescaté —me recuperé y añadí—. El ala este parece ser que la destinaban a
experimentos biológicos y en ella se encuentra almacenado material peligroso, por eso entrar
supondría correr un riesgo al que no quiero que te expongas.
—¿Y cómo es que sabes tanto de fisioterapia, si me dijiste que sólo tenías estudios de
biología e ingeniería genética? No me irás a decir que me recuperé tan pronto sin tu ayuda. Y
maldita sea, ¿por qué mis recuerdos comienzan con tu imagen encima de mí, atendiéndome?
¿Dónde está mi vida anterior? —bramabas blandiendo furioso una de las muletas.
—Si no te llego a rescatar de la nieve, no serías más que otro colono víctima del seísmo
que sacudió Chryos —me acerqué a ti para acariciar tu cara, tratando de tranquilizarte—.
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Preguntas con réplicas
Adán, tienes el privilegio de seguir con vida gracias a los cuidados que te he prodigado. Creo
que al menos merezco que respetes mis decisiones sobre lo que nos conviene en cada
momento. Si no estás de acuerdo, no voy a ser yo quien te detenga si no deseas permanecer
más aquí.
Tú mirabas las pantallas, observando los remolinos y la ventisca inmisericorde que
azotaba los alrededores del portalón que nos comunicaba con el exterior. Luego observabas
mi cara y sabías —sabíamos— que te estaba mintiendo; y negabas con la cabeza, resignado.
Esperaba con ansia que llegara la noche para volver a gozar de la suavidad de tu vello, del
olor acre de tu sudor; y yo suplicaba con todas mis fuerzas para que siguieras a mi lado por
siempre. Pero para desgracia mía las dudas te carcomían y cada vez más a menudo te veía
vagando, renqueante por la debilidad de tus piernas, observando detenidamente en busca de
las claves que pudieran revelar los misterios que yo te ocultaba.
Al poco tiempo sufrimos una pequeña sacudida que yo en ese momento, debí interpretar
como un aviso de lo que vendría unos días más tarde. Me acuerdo que te transmití mi miedo
cuando rememoré el horror vivido un año antes: los hielos resquebrajándose y cayendo
como ciclópeas cuchillas sobre mis compañeros; los colonos precipitándose al vacío desde
las grietas que abrieron el suelo; y las llamadas de socorro que paulatinamente iban
apagándose entre el sordo rugido de los aludes.
La réplica que siguió a ese temblor unos días después, fue más fuerte y nos cogió
desprevenidos y separados, en habitáculos distintos. Yo me encontraba en el almacén de
material. Apenas me dio tiempo a dar dos pasos antes de que un pesado estante repleto de
paquetes cayera encima de mí haciendo que perdiera el conocimiento. Conforme me
sumergía en la neblina de la inconsciencia aún pude atisbar el progresivo temblor que hacía
vibrar y resquebrajarse las paredes que me circundaban. Me presté a aceptar mi final. Sin
embargo, recobré la conciencia como si despertase tras un pesado sueño. Noté sangre seca
en mi mejilla y una brecha en el costado de mi cabeza. Una vez que salí del cuarto me
cercioré del daño que había sufrido cada sala, a la vez que te llamaba, gritando tu nombre
por los pasillos. Al llegar al pasillo que comunicaba con el ala este, constaté que varios muros
se habían desmoronado cubriendo el suelo de escombros, por lo cual corrí temiendo que te
encontraras debajo de ellos. Donde antes estaba la compuerta de entrada al sector, no había
más que una nube de polvo y a través de ella divisé tu silueta, caído en mitad de la sala
contigua. A tu alrededor los enormes cilindros que guardaban los cuerpos, permanecían en
su mayoría intactos y te veía, multiplicado, descansar plácidamente a través de los cristales,
en ese sueño artificial congelado al que te habíamos llevado y que paralizaba tu ciclo vital.
—Por favor Adán, perdóname. Soy una cobarde, no merezco otro calificativo.
—¿Quién soy yo? —murmuraste en un bronco susurro, formulando una súplica más que
una pregunta.
Intenté tomar tu mano, preocupada, pero me rechazaste con un ademán brusco.
Me rendí, tomando asiento a tu lado y me decidí a contarte la verdad: ya no valía la pena
continuar manteniendo aquella mentira.
—Tú …bueno no, mi marido y yo vivíamos como investigadores aquí, en Chryos. Desde
que llegamos de la tierra anduvimos buscando la manera de crear copias perfectas de seres
humanos. Él fue el modelo …y tú, como ellos —levantaste la cabeza, observando las
cápsulas con ojos vidriosos—, como aquellos que te precedieron, sois las copias.
—Mi esposo y yo sobrevivimos al temblor, ya que por suerte nos encontrábamos aquí
cuando ocurrió. Como te comenté, es muy probable que estemos solos en el planeta. A la
semana se le agravaron sus problemas cardíacos y le rogué que reposara, pero su corazón
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Preguntas con réplicas
sólo resistió un mes más hasta que falleció de un infarto. La última fase de la investigación
consistía en eliminar esta tara física …pero me temo que fracasamos. No creo que dures
mucho tiempo. Ellos no lo hicieron —señalé las réplicas—. Te doy la vida porque la soledad
en este monótono lugar es insoportable. Lo sé, mi egoísmo no tiene perdón.
—Dime entonces —susurraste reptando hasta mí sobre tus tullidos miembros y
agarrando con fuerza mi mono—, cuando me dices que me amas ¿me lo dices a mí o es a él
y a su recuerdo?
—Yo …sólo quería un hijo de él …de ti. Siempre deseé formar una familia. Estoy tan
sola— .Se me quebró la voz mientras me soltabas. Entre lágrimas vi cómo te incorporabas
con las muletas una vez que las encontraste.
Esa noche no dormiste conmigo. Al amanecer del día siguiente, te habías marchado del
refugio sin despedirte. Vas a una muerte segura, aunque sé que nada podía hacerte cambiar
de opinión. Sólo me queda esperar; esperar a que la próxima cápsula esté lista y vuelvas a
olvidar todo esto. Reconstruiré y cerraré el ala este. Volveré a ser tu maestra, tu amante y por
fin seremos padres de un hermoso niño. Sólo en ese momento, restableceré las
comunicaciones con la Tierra para que vengan a rescatarnos.
Secreto - Sexo
Amor a domicilio
Nunca piensas que pueda pasarte a ti pero te acaba pasando. Y, créeme, cuando ocurre,
por muchos chistes sobre cornudos que hayas oído en tu vida, no te parece gracioso en
absoluto. Un día como cualquier otro vuelves más temprano que de costumbre y encuentras
a tu amada esposa desnuda entre las sábanas revueltas de la cama. Eso sí, estaba realmente
deseable, con el cabello negro y ondulado flotándole entre los hombros…
—Oh, no esperaba que volvieras tan pronto -me dijo, queriendo parecer muy natural pero
sin conseguirlo.
—¿Pronto? Preciosa, me parece que se te pegaron las sábanas, porque son más de las
doce. He vuelto porque hubo problemas en el trabajo y... ¿Pero qué es esto?
Mis ojos no me engañaban: había un pie sobresaliendo de la manta. Pero no uno de los
bonito pies de mi mujer con sus deditos pequeños y en fila —sí, soy algo fetichista-, sino un
pie grande y peludo, con uñas largas y sucias, el inconfundible pie de otro hombre.
—¡Pero si tienes un maromo metido contigo en la cama! —Y agarrando el pie por el
tobillo y de un tirón dejé al “maromo” al descubierto. ¿Hace falta que diga que estaba tan
desnudo como mi mujer?
—¡¿Pero qué hace este tío en mi cama?!
—¡No es lo que parece! —dijo, el muy cabrón.
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Amor a domicilio
¿Que no era lo que parecía? ¿Cómo puede un hombre caer tan bajo como para meterse en
tu cama con tu mujer y decir luego que no es lo que parece? ¿Cómo se puede ser tan
soberanamente imbécil?
Pero creo oír una risa... ¿Te carcajeas, lector? Quizás te parezca gracioso pero no lo fue
para mí, y déjame que te pregunte algo: ¿podrías asegurarme que en este preciso momento,
mientras lees mi relato, no está tu novia, esposa o amante ocupada con el electricista, tu
mejor amigo o yo mismo? Porque seguro que no se te ha ocurrido que podría haber escrito
esto para beneficiarme a tu novia mientras me lees. Y te aseguro que conmigo iba a descubrir
lo que es meterse algo bueno en el cuerpo y gozar de verdad... Así que no me seas capullo y
no te burles de la desgracia ajena.
Pero estoy desvariando. Mejor continúo.
Sí, a punto estuve de perder la calma pero no me dejé llevar por la ira. Con toda la
tranquilidad que pude, dejé la gabardina en el respaldo de la silla en la que me senté,
rebusqué en los bolsillos hasta encontrar un cigarro, le di la primera calada y, con voz serena,
pregunté:
—¿Quién es este hombre?
—Tú mismo lo has dicho: un hombre. Y un hombre de verdad.... —me respondió ella
con descaro, y le eché otra calada al pitillo porque adivinaba que aquel no sería el mejor día
para dejar de fumar.
—Señor —intervino el muy bastardo, con la educación propia de los cobardes cabrones
cuando están bien acojonados—, yo sólo vine a traer la bombona de butano...
¡Un butanero! ¡Dios bendito que nos observas desde las alturas! Aquella situación parecía
cada vez más como sacada del guión de una de esas películas casposas de Pajares y Esteso...
No podía creer que aquello estuviera ocurriéndome a mí. Ni yo ni la golfilla de mi mujer ni el
capullo del butanero podíamos ser reales. Dudando de mi propia existencia, no pude
contenerme más. Aquello me desbordaba.
Solté la mayor carcajada de mi vida.
—¿Qué es tan gracioso? —me preguntó la espabilada de mi hermosa mujer, más
indignada que asustada.
—¡Cómo no voy a reírme! Por Dios, es todo tan vulgar... ¡Un butanero! Si te hubiera
encontrado con algo mejor, como un instalador de teléfonos o uno de mis amigos… Pero
no, tenías que engañarme con el primer don nadie que encontraste y que además parece
extranjero.
—Rumanía, señor -añadió él: la intuición no me había engañado.
—Si ya sabía yo que de la ampliación de la Unión Europea no podía salir nada bueno... —
dije, ahora mucho más tranquilo y empezando a encontrarlo todo tan gracioso como
realmente era-. Tenías que engañarme con un tío cualquiera.
—Sabes que no me gustan tus amigos. Son desagradables y me dan escalofríos cuando te
los traes a casa para jugar al póquer. Tienen la misma sangre fría que tú.
—Ya, ahora resulta que no sólo te tiras al butanero sino que tampoco te gustan mis
amigos porque te crees demasiado buena para acostarte con ellos... Porque es eso, ¿no? ¡Pero
es ridículo discutir esto! Lo que yo quiero saber es por qué lo has hecho.
—¿Quieres saber la verdad?
—Sí.
—¡Porque estoy harta de ti! Siempre tan tranquilo, con un pitillo y un comentario ácido
en la boca. ¡Parece que tengas la sangre fría como la horchata! Te pasas el día entero
ocupado con tus negocios y no tienes tiempo para mí. Te burlas de todo y ni siquiera te
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Amor a domicilio
importa que te ponga los cuernos. Si fueras un hombre de verdad, le estarías partiendo la
cara a este tío.
—Señor, no la haga usted caso... —suplicó el paisano de Drácula, pero no era por piedad
que no pensaba partirle la cara sino porque no me rebajaría a perder la compostura por ese
insignificante.
Empecé otro cigarrillo. ¿Tendría suficientes para aguantar?
—¿Sabes una cosa? —continuó ella—. Éste no es el primero… Por nuestra casa han
pasado fontaneros, electricistas, vecinos… mientras tú te dedicabas a tus negocios.
Solté otra carcajada.
Es una desgracia de nuestro tiempo: butaneros, vendedores, repartidores, testigos de
Jehová… todos repartiendo amor a domicilio y haciendo de la fidelidad conyugal un mito.
El butanero hizo ademán de incorporarse pero le miré de una forma que se quedó como
un clavo en su sitio.
—Cállate y no te muevas. Vaya, así que te cansaste de las joyas, de los abrigos de piel, de
tu cochecito y del piso...
Sentía una gran amargura. Hice como que buscaba otro cigarrillo en la gabardina pero en
vez de eso saqué mi pistola con silenciador. Antes de que aquel capullo integral tuviera
tiempo para decir “jódeme” yo le había jodido pero bien. Son increíbles esas pistolas. Con
menos ruido del que harías eructando le dejas a un tío completamente tieso.
Mi preciosa mujer miraba con los ojos horrorizados el cadáver con el que compartía ahora
la cama.
—¡Dios mío! ¡Le has matado! ¡¿Pero cómo tienes una pistola?!
—Bueno, preciosa, no sólo tú guardas tus secretos. Yo también tengo los míos. Confieso
que no soy precisamente empresario de una compañía de seguros…
¡Cómo había cambiado la situación en diez segundos! Se habían acabado las ofensas y ella
tenía la cara más blanca que la sábana bajo la que se había revolcado con todo hijo de vecino.
—¿Quién eres?
—Mmm… Digamos que no reparto seguros porque me divierte más producir accidentes
que proteger a la gente de ellos.
Empezó a llorar y suplicar. Dios, estaba preciosa. Las lágrimas hacían que tuviera los ojos
más brillantes. Movía los labios para suplicar piedad de una forma… Había soltado la sábana
y veía su cuerpo desnudo, como intentando convencerme quizás. Estuve a punto de
perdonarla, echar un polvete y olvidarme de todo, y es que soy un buenazo.
Pero negué con la cabeza:
—Venga, preciosa, reconozco que ninguno ha sido honrado con el otro. Tú convertiste
nuestra cama en un club social mientras yo me llenaba de mierda hasta las rodillas, haciendo
cosas como la que estoy a punto de hacer. Intentamos vivir la farsa del matrimonio normal y
feliz y fue bonito mientras duró, pero ha llegado el momento de decirse adiós. Eres una
golfilla y yo un bastardo, pero te recordaré con cariño, preciosa.
La acerté en el cuello.
¿Adivinan que hice después? Sí, me fumé otro cigarrillo. Ya sé que no debería fumar
tanto, pero es que cuando haces el tipo de “negocios” que hago yo lo que menos te preocupa
en la vida es pillar un cáncer de pulmón.
Además, tenía que pensar en todo lo que había pasado, encontrarle la moraleja a esta
historia. Porque yo creo que las cosas no ocurren porque sí, sino que hay siempre algo que
aprender. Una hora antes tenía una esposa y vivía una hermosa farsa. Ahora esa misma mujer
estaba tiesa con otro hombre, ambos desnudos.
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Amor a domicilio
Yo creo que la moraleja de esta historia es que todos tenemos secretos, secretos tan
ocultos que no atreveríamos a contárselos a nadie y quizás sea mejor así. Porque pueden
ocurrir cosas muy desagradables cuando se descubren esos secretos. Tú mismo, lector, ¿no
guardas algún secreto que no contarías absolutamente a nadie? No, ni hace falta que me lo
cuentes ni me interesa. Sólo aprende de mi historia. Reflexiona y aprende.
Pero por aquella noche ya estaba bien de reflexiones. Había que quemar un colchón y
abandonar un par de fiambres en algún polígono de las afueras. Ya tendría tiempo de
meditar aquella noche mientras volaba en el primer avión con destino a Río de Janeiro.
Secreto – Sexo
El secreto de Zimaina
Hubo una tierra de injusticias y lamentos, de un amo y sus esclavos, odios enfrentados
entre un pueblo y un tirano. Fue, de todos, el peor de los habidos, un alma que sin duda del
infierno había salido. Ajeno a las miserias de sus siervos, colmado de riqueza vivió y hasta un
harén poseyó, del que cualquier bella moza formar parte podía y, del que en cambio jamás,
escapar conseguían.
Fue en aquellas tierras donde, a la aún joven Zimaina, había puesto el cruel destino.
Cuanto hubiese dado porque los lacayos del malvado, no hubiesen sus ojos en ella clavado.
Buscaban a las más bellas, y como no fijarse en ella, sin duda en mucho tiempo, la nacida
más tierna y bella. Aún era muy joven pero ya había sido prometida y, pronto con un
apuesto campesino, ella se casaría.
Aquello no fue impedimento ni motivo para descartarla, fue sacada por los pelos, sin
compasión ni remordimiento, de su pequeña y mísera cabaña. Los gritos del muchacho al ver
el dolor de su amada, no hicieron sino enfurecer a la guardia que la custodiaba. Descargando
su ira tras semejante osadía, cayó el cuerpo del joven al suelo, desplomado tal si fuese un
centenario ciruelo. La pobre muchacha lloraba desconsolada por su amor, cuando quizás,
debiera haber estado más preocupada del destino que le aguardó.
Pronto formó parte de aquel harén menesteroso, y pronto su dulzura e inocencia fueron
robadas, por aquel tirano odioso. Pasados varios meses de aquella tarde gris y antes de que el
sol de la mañana, aquel mundo de penurias con sus rayos bañara, un llanto sonó en mitad de
la noche rompiendo el sepulcral silencio que hasta entonces a nada sonaba. Había nacido un
rey, un líder, un guía, alguien que podría poner fin a la opresión que contra aquel pueblo
existía.
No fue otra que Zimaina quien lo había concebido, pero en el antro de lujuria y
perversión que era por entonces el hogar de la muchacha, no había sitio para los niños y sus
dulces infancias. Aun dándose por hecho que todos eran hijos del Lord, nunca tuvo éste
mayor reparo en asesinarlos sin compasión. Ni un ápice de bondad, ni piedad, rondaba
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El secreto de Zimaina
nunca en la cabeza del aquel ser, ni tan siquiera un remordimiento tras oír los llantos de las
criaturas al nacer.
Pero ella, ya había perdido a su amado y pretendía no perder aquel niño engendrado.
Trazó un plan en el que lo hizo pasar por muerto, suplicando hasta la agonía, a la matrona
como a una amiga:
—Llévatelo, pronto, sálvale la vida.
Ésta, no pudo sino apiadarse de la joven cortesana, con mirada de loca desesperada y en
llanto empapada. Aceptó llevárselo y ambas guardaron siempre aquel secreto, negando
siempre tal acuerdo y su nuevo paradero.
Lejano a la vez que cercano de toda aquella mezquindad, fue llevado al lugar acordado,
allá donde nunca el tirano se preocuparía por él jamás. En las montañas, donde aislados,
residían hombres de suma sabiduría. Lo adoptaron —¿Quién si no? — y de enormes
conocimientos se empapó. A guardar calma, ser paciente, comedido y perspicaz aprendió.
Cuando tuvo edad de luchar, adiestrado en las artes de guerra fue, no había rival para él y el
miedo nunca se adivinó en sus ojos ni en su piel.
Llegado el día, su inquietud por sus orígenes creció de manera desmesurada. ¿Quién era
su familia?, ¿Quién su madre?, ¿Acaso algún hermano lo esperaba? Tenía claro que aquellos
hombres no eran sus semejantes, el debía provenir de otro lugar y ansiaba conocer de cual.
Cuando creyeron estaba preparado para saber la verdad, le fue revelado dicho lugar. Sin
armadura ni espada y sin nada en los bolsillos, más que el nombre de Zimaina y dos tristes
panecillos, fue entonces el momento en el que partió por el camino, que tiempo atrás en
sentido opuesto le había hecho recorrer su destino.
Llegado a la aldea preguntó, y nadie aquel nombre reconoció. Mientras éste, insistente, a
todo el mundo interrogaba, alguien a él lo observaba. Con la llegada del ocaso y dispuesto a
pasar la fría noche, los ojos que hasta entonces lo habían estado observando, ante él, se
acabaron mostrando.
—Conozco ese nombre.
Pronto el joven se levantó. —Decidme, ¿Qué sabéis?, ¿Quién es? Decid cuanto sepáis,
vamos más larga mi angustia no hagáis.
—Tu madre.
—¿Qué queréis decir con eso?
—La buena y dulce Zimaina, no es otra sino tu madre. Era la más bella de entre todas las
doncellas, y por ello, pronto fue elegida para ejercer como querida. Te trajo al mundo ya
estando apresada, y lo sé, porque quien te llevo a las montañas lejos de esta maraña, no fue
otra sino yo. Eres la viva imagen de tu padre.
—¿Pero y mi madre?, ¿Qué ha sido de ella? Decidme vieja bruja, ¿Sigue o no con vida?
—Hace mucho que no sirvo en el Castillo. No sé que futuro le habrá deparado el destino.
—Debo partir entonces en su busca —dijo el joven con voz firme.
—No seas necio muchacho, al Castillo sólo se puede entrar de dos formas.
—Decidme pues cuales son.
—Quien no es prisionero, hombre del Lord, es.
No creáis que aquello lo amedrento, la paciencia, la falta de prisa, el pensar antes de
actuar, lo llevaba muy adentro gracias a sus enseñanzas. Una idea sobrevoló su mente, trazó
un plan sacrificado y no dudó en llevarlo a cabo.
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El secreto de Zimaina
Pronto se alistó para servir bajo el mando del malvado, su entrega, su valor, aquel
dominio de la espada que siempre resplandecía sobre la de los enemigos, a los ojos de su
señor, no pasaron mucho tiempo inadvertidos.
Apenas transcurrieron dos años cuando ya era el más destacado. Luchó en más de una
guerra e innumerables batallas, demostrando a su señor que daba la talla. Y al fin, fue
ascendido a caballero. Pasó a formar parte de su séquito, del reducido círculo entorno a
aquel monstruo sanguinario.
Un día y tras la batalla, de todas en las que participó más sonada, el aún joven caballero,
cosechó una victoria que dejó la superioridad de aquel reino más que demostrada. Eran casi
invencibles, temidos a la vez que odiados, y con él, lo eran aún más. Resultó ser que tras ésta
y como muestra de gratitud, el Lord invitó al joven a un baño de carnes en multitud.
Una vez en el harén, no hizo falta que llevase escrito el nombre de Zimaina. El pobre
muchacho sin nombre, para lo cual su madre ni tiempo tuvo, fue por ella de inmediato
reconocido. Cuarenta fríos y largos inviernos ya había cumplido y como el primer día, allí
seguía. Viviendo en el horror de aquella casa de sexo y lujuria, donde tantas veces había sido
por el Lord tomada, humillada y maltratada. Al menos ya no ejercía, ahora solo mostraba,
como hacerlo a las recién llegadas. No dudó ni un segundo en reconocer aquella cara,
mientras el muchacho, la buscaba y no la hallaba, entre todas aquellas jóvenes descamisadas.
Fue justo en el momento en el que sus miradas se cruzaron, cuando vio aquel brillo en
sus ojos reflejado, aquella mirada piadosa en aquel rostro que apenas dibujaba una sonrisa, y
supo entonces al instante que de su madre se trataba. Sin pensarlo, y tras dedicarle una cálida
y discreta mueca, desenvainó su espada abalanzándose sobre el Lord, que ni tan siquiera
tiempo tuvo de pensar en lo que sucedió. Con un golpe metálico y rotundo, la vida del
malvado, en aquel suelo había acabado.
Arremetió a continuación contra el resto de su guardia, jóvenes y viejos, amigos incluso
de las batallas, no importaba quién fuese, pues todo lo por él vivido, era parte de su plan para
liberar a una madre del olvido en el que había caído. No sólo de aquel mundo de sexo y
perversión entorno al que su vida giraba, sino de aquel secreto que nunca contó a nadie y
que tanto la atormentaba. Extendió tras la masacre una mano a su madre, y ésta eligió el
momento para contarle la verdad sobre su padre.
Pues a pesar de lo que se pudiera pensar, sangre con odio por sus venas no corría, ni los
ojos de un malvado Lord heredado había. Tiempo antes de su rapto había sido fecundado,
fruto del mutuo amor que a doncella y campesino había embriagado.
—O madre siento no haber venido antes, lo siento de veras. Jamás nadie te hará daño,
nunca permitiré que suceda.
Marcharon antes de que el horror se descubriera, a lejanos reinos donde pronto corrió
como el viento su hazaña. Su nombre que hasta entonces no había existido, se oyó hasta en
el último rincón, como aquel que acabo con el tirano, el opresor. Todos los reinos se unieron
bajo su mando, debían acabar con lo que hubieses quedado, liberar a aquel pueblo
amedrentado. Y por siempre se le conoció, como el Lord que mató al Lord, el joven
muchacho, el salvador.
Secreto - Sexo
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La guinda que corona el pastel
La guinda que corona el pastel
Elisa entró en el cuarto en el que se alineaban seis pequeñas camas. Se dirigió hacia la
cómoda y abrió uno de los cajones, el que contenía sus escasas pertenencias. Éstas se
reducían a algunas ropas, un estuche con diversos utensilios idéntico al de las otras cinco
niñas que compartían habitación con ella y un cofrecito. Tomó éste entre sus manos y se
recostó en una cama, depositándolo a su lado. Se trataba de una caja rectangular de tamaño
considerable. Estaba hecha de madera clara y una sencilla cenefa vegetal recorría todo su
contorno. Cuando la niña la destapó, una música ronca y ahogada salió de su interior, que
por otra parte no estaba vacío. Un cristal lo cubría, y sobre él reposaba una cuartilla doblada,
que la pequeña recogió dejando a la vista una estampa bajo el vidrio, en la que podía verse un
melancólico anochecer. Elisa escuchó la extraña música unos instantes y después cerró la
tapa para prestar mejor atención al texto escrito en el papel que sostenía. Era el primero que
iba a leer fuera de clase y necesitaba concentrarse:
“Mi querida niña:
Siento tanto tener que dejarte tan pronto, lo hubiera dado todo por
haberte visto crecer, pero lamentablemente no podrá ser. Las mujeres del
hospicio sabrán cuidar de ti, obedécelas. Todo lo que puedo dejarte es
esta caja de música, cuando te sientas triste ábrela, y estaré contigo. Sé
que su sonido no es bello, pero eso no debe preocuparte, pues piensa
que detrás de esta música se encuentra todo mi cariño y confío en que
ese cariño te consolará siempre y te dará el apoyo que necesites en los
momentos adecuados.
Mil besos y todo mi amor.
Mamá”
Elisa no comprendió muy bien el mensaje de su madre, pero captó de forma difusa la idea
de que dentro de la caja habitaba una parte de ella. Abrió de nuevo el basto cofrecillo y se
deleitó con su bronco sonido.
Tan peculiar objeto no pasaba desapercibido para las demás habitantes del hospicio y
aparecía a menudo en las conversaciones de Elisa con otras niñas. Un día, hablando con dos
compañeras de cuarto, el diálogo derivó hacia lo que sabían de sus madres, en especial de la
de Elisa.
—Yo he oído decir a la señorita Prados —comenzó Lourdes, enteca y de pelo
enmarañado— que tu madre se tiró al canal el día siguiente de meterte aquí, ¿es cierto?
—No fue así —replicó Elisa.
—Pero sí pasó ese día ¿verdad? —dijo Alba, menuda y de tez clara.
—Sí, pero fue un accidente.
—Yo también creo eso —apostilló Alba—. La señora Trigos me dijo que tu mamá tenía
poderes y adivinaba lo que iba a pasar, por eso te dejó aquí antes de morirse. Tu mamá era
una especie de hada, Elisa.
—¡Pero las cajas de música de las hadas no son como la suya! —argumentó Lourdes—,
son como una que vi en un libro; tenía una bailarina guapísima vestida de blanco que giraba.
Y no sonaba tan espantosamente como ese cajón de Elisa.
—¡Tú qué sabes cómo sonaba, si la viste en un libro! —espetó Elisa.
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La guinda que corona el pastel
—Pero venía la música dibujada, y eran notas musicales, no berridos de sapo —replicó
Lourdes con malicia—. Los sapos les gustan a las brujas.
—¡No era una bruja, ni una rata despeluzada como tú! —gritó Elisa, y abandonó la
habitación, dejando a las otras dos discutiendo sobre hadas y brujas.
En otra ocasión, después de una lección de matemáticas en la que había sido regañada
severamente por no haber resuelto un ejercicio, recurrió como solía a su cofrecillo para que
la reconfortase. Entretanto, una de las cuidadoras se acercó al dormitorio y vio la nota
manuscrita sobre las mantas.
—Sólo tu madre podría escribir algo tan melodramático.
Elisa se sobresaltó y se giró hacia ella.
—¿Conocía a mi madre, señora Henares?
—Esa excéntrica y yo fuimos vecinas de pequeñas. Se dedicaba a poner trampas a la gente
para luego prevenirles antes de que cayesen en ellas. Jamás he conocido a nadie con un
humor tan retorcido.
Tras hablar así guardó algo en el armario y salió, dejando a Elisa meditabunda.
No fueron éstas las únicas ocasiones en que alguien criticó a su madre o su caja de música.
A medida que pasaba el tiempo ingresaron nuevas niñas en el hospicio y todas tenían algo
que opinar sobre el pequeño cofre y todas aprovechaban la mínima oportunidad para
comentar algo acerca de él. Pero nunca consiguieron que Elisa pronunciase una opinión
negativa contra su chocante sonido, ni una palabra deseando que fuese más bello. Su agrado
al escucharlo era genuino e indestructible.
Con el correr de los años las antiguas compañeras de Elisa fueron yéndose. Unas, como
Alba, fueron adoptadas, otras, como Lourdes, se marcharon y no volvieron a saber de ellas.
Elisa se quedó hasta ser la mayor de las huérfanas, ayudando en el cuidado del hogar y de las
niñas.
Un día, comprando en el mercado, se encontró con una vecina del barrio, a la que solía
hablar de sus problemas y sueños. Tras relatarse mutuamente las fechorías de los hijos de
una y las niñas de otra y comentar por enésima vez las banalidades de costumbre la
conversación desembocó en una novedosa noticia.
—Por cierto —comenzó la vecina— estoy recordando la tarta que hiciste para el
cumpleaños de mi hijo.
—¿Sí, por qué? —inquirió Elisa con curiosidad.
—Creo que eres una pastelera magnífica, mucho mejor que la hija de los Mejía.
—¿Qué relación tiene ella con mi tarta?
—Es que va a ingresar en una academia de confitería.
La vecina le explicó cuanto sabía con todo lujo de detalles: dónde estaba la academia, su
excelente reputación, los procedimientos para entrar y por último, cuando ya el deseo de
Elisa por estudiar en ella era demasiado intenso como para simplemente ignorarlo, le dijo
rotunda y fulminantemente el precio de la matrícula.
Toda la ilusión de Elisa se desmoronó de golpe. Recorrió el resto del camino de vuelta al
hospicio pensando en cuántos años debería trabajar hasta conseguir ahorrar tal cantidad.
Para entonces sería demasiado mayor para ser admitida. En fin, un pequeño sueño imposible
más.
Dejó las compras en la despensa y se dirigió a su dormitorio. Ahora ya no tenía que
compartirlo, pues cuando la diferencia de edad respecto a las demás niñas se hizo demasiado
grande, la directora le concedió un cuarto individual, sobrio y luminoso, escasamente
amueblado, pero aún así confortable.
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La guinda que corona el pastel
Atrancó la puerta y se sentó frente al humilde escritorio junto a la ventana. Abrió un
solitario cajón y tomó una vez más el cofre de su madre, en busca del consuelo prometido.
Depositó la caja sobre su regazo y la destapó para oír la vieja y familiar melodía, tan ronca y
ahogada como siempre. Pero esta vez resultó lejana y fría a oídos de Elisa, quien aflojó sus
músculos en señal de desánimo y dirigió su vista hacia la ventana, pensativa. Toda su riqueza,
todo con lo que podía contar, era una vieja caja desafinada por la que nadie pagaría un
céntimo, que ahora resbalaba inadvertida sobre su muslo y se precipitaba secamente contra el
suelo. Todo su patrimonio era el cariño de una madre a la que apenas recordaba; algo muy
hermoso de decir, que de poco servía en estos momentos. Su abatimiento no le permitía ver
más allá del cristal al que miraba, su pensamiento se hallaba encerrado en el hospicio y la
convencía de que jamás saldría de él, de que allí se quedaría, trabajando con unas
compañeras hostiles, cuidando niñas extrañas a las que tarde o temprano perdería la pista
para siempre...
Finalmente salió de su ensimismamiento y reparó en que la caja yacía sobre las baldosas.
Se arrodilló para recogerla y vio que uno de los laterales se había desprendido. Preocupada
por el estado del mecanismo se apresuró a comprobar su interior y descubrió con sorpresa
que había un espacio entre los engranajes y el fondo. Tal hueco estaba ocupado, ocultando
un brillante papel ocre que forraba el interior de la caja, por un desordenado amasijo de
papeles. Vació frenéticamente el contenido de la caja sobre el suelo para corroborar lo que
había intuido. Ante ella se desparramaban incontables billetes, y algo más: una mujer la
miraba con rostro sonriente desde un viejo retrato color sepia; parecía satisfecha de que al
fin sus ahorros, escondidos durante tanto tiempo, viesen la luz.
Su madre lo había conseguido de nuevo. Había logrado darle el apoyo que necesitaba en
el momento adecuado. Elisa recogió la foto, el dinero y la caja y se aproximó a la ventana,
colocándose de espaldas a ella. Alzó la tapa del cofrecillo y oyó una música dulce y cristalina,
y observó una bella estampa en la que aparecía un brillante amanecer.
Sí, su madre había sido bruja, la más maravillosa bruja del mundo, y ahora le ofrecía un
esperanzador augurio.
Secreto - Tiempo
Por exhalar su aroma
Únicamente cuando consiguió desligarse de gran parte de la inquietud que la forzó a
marcar distancias con aquel foco de incertidumbre, pudo abrir nuevamente los ojos para
mirar al mundo; y al hacerlo, halló algo que llamó poderosamente su atención. Entre aquella
innumerable diversidad de flores que adornaban el jardín, se sintió atraída irremisiblemente
por la exuberante belleza de una de ellas, la cual destacaba, entre las de su clase, por lo
inusual del tamaño y la viveza del color. Semejante hallazgo hizo que todo lo demás perdiera
importancia; viéndose relegado del pensamiento cualquier cosa que no estuviera relacionada
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Grupo del Aire
Por exhalar su aroma
con inclinarse para respirar su esencia. Y haciendo alarde de espontánea sencillez le rindió
merecida pleitesía antes de tomarla delicadamente con ambas manos y aspirar con avidez
hasta llenarse de ella, quedando, al hacerlo, tan embriagada por su abrupto aroma, que llegó a
experimentar una leve sensación de desvanecimiento.
Pese a que dicho olor era tan conocido para ella, como podía serlo la misma flor, su
intensidad la dejó aturdida. Nunca antes la fragancia había resultado tan penetrante como
hasta ahora. Y sólo un instante después se acordó de cierto día, hacía ya algunos años, en el
que pretendiendo huir de las escudriñadoras miradas de compañeros de juego, fue a
esconderse ocasionalmente tras unos setos. Hecho que propició que pudiera escuchar, en
clandestinidad, un breve fragmento de la pecaminosa conversación que, en privado,
mantuvieron dos aprendices pertenecientes al gremio de historiadores.
Uno de ellos aseguraba con rotundidad, que el perfume de estas genuinas flores se
intensificaba con la llegada del crepúsculo, en tanto el otro, aun prestando oídos a esta
licenciosa observación, estaba visiblemente nervioso, y sin otro afán que el de verse liberado
de la férrea presa que aquel rudo confesor ejercía sobre su brazo. La conversación prosiguió,
avivándose en sus labios el fuego de un ardor insostenible, y el grado de obcecación que
llegó a alcanzar aquel apasionado orador fue tal, que hubo desoír, con suma indiferencia,
cada uno de los ruegos que su cautivo oyente hizo en nombre de una razón que claramente
se sustentaba del miedo, siendo esto lo que le impedía aceptar la osada invitación de
transgredir las leyes para, al amparo de la noche, llenar los pulmones con la pureza de aquel
aire impregnado de una enriquecida fragancia.
Del mismo modo recordó cómo aquel singular descubrimiento la instó a partir a toda
prisa. Viéndose impulsada, por la vehemente candidez que experimenta al nacer toda pasión
infantil, a iniciar una afanosa búsqueda que no habría de concluir hasta alcanzar el
consentimiento de un padre que solía mostrarse tan seco y abrupto para con todos, como
generoso y complaciente con ella. Pero aciago hubo de ser el recuerdo que en ella dejara un
encuentro en el que no sólo vio morir uno de sus deseos antes de realizarse, ya que
semejante hecho trajo consigo, irremediablemente, la primera negación recibida de labios de
su progenitor.
Tras el desconcierto de una desacostumbrada desaprobación quedó ahogado el silencio
bajo un embravecido mar de caprichosas lágrimas, del que no cesaron de emerger un sinfín
de protestas preñadas de una incomprensión propia de su edad. Aquella inesperada rabieta
obligó al Señor de Bánum a hacer acopio de una paciencia tan ajena a su condición, que solía
permanecer en desuso, pero que no le costaba asumir siempre que se tratara de ella.
Tal era el amor sentido por su hija, que incluso el mayor de los sacrificios estaba llamado a
quedarse en nada al ser comparado con el constante e ineludible espíritu de sobreprotección
que alumbró en él en el mismo momento en que le fue entregado aquel valioso presente.
Presente que, sin duda alguna, había sido enviado por los dioses para prolongar un linaje que
desde un principio parecía condenado a la extinción.
Ni tan siquiera el hecho de que le fuese negado un varón pudo enturbiar la alegría de ver
cumplido, a las puertas de su segunda madurez, aquel dulce deseo de juventud. Y pese a la
perdida de su esposa, todo el dolor y la frustración de aquella vida de espera desaparecieron
en el preciso instante en que sostuvo en sus brazos el inestimable fruto de sus desvelos.
Un inusitado halo de prosperidad se cernió cálidamente sobre los supervivientes de esta
menguada familia. Y siendo padre e hija sabedores de que sus almas hambrientas de afecto
eran amparadas por él, se unieron hasta conseguir la máxima anexión que el destino podía
permitir entre personas cuyas edades resultaban tan dispares.
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Por exhalar su aroma
Creado este vínculo, al amparo de la cotidianidad, ambos adquirieron como hábito el
devorar, cada día y sin mesura, un desacostumbrado número de momentos que tendían a
volverse inolvidables al quedar impregnados en la tibia pureza de un amor que manaba
incesantemente del corazón de ambos. Es por ello que, desde el día en que fue
legítimamente reconocida ante todos, su progenitor intentó colmarla de atenciones. Y tal fue
su entrega que llegó a consagrar una parte importante de su existencia a tratar de conseguir
que aquélla con quien compartía sangre, pudiera pasar por el sendero de la vida sin llegar a
sentir en sus carnes la ingratitud de cualquier sentimiento que fuera capaz de terminar con la
utópica plenitud de una dicha que parecía haberse augurado erróneamente.
Así fue como “El príncipe mercader”, como era conocido vulgarmente por los
comerciantes comunes. Uno de los mayores estadistas de las grandes casas, tuvo que hacer
frente a la ardua tarea de explicar, a una cría alejada aún de abandonar su primera niñez, el
por qué de unos dictados que, a pesar de estar al alcance de todos, se asumía sin entender, no
faltando quien hubiera de maldecir, para sus adentros, la ambigüedad de una respuesta que
habría de obligarlos a pasar por la vida a la sombra de una fe que resultaba incomprensible.
Coartado por la tierna fragilidad de aquel joven espíritu, trató de evitarle la crudeza del
camino recto, optando por conducir tan difusa explicación por largos y sinuosos senderos en
los que su candidez pudiera salir indemne. Pero por más que se esforzaba en explicar, de un
sinfín de formas diferentes, los motivos por los que acceder al jardín de noche habría de
serle negado, no llegaban éstos a poseer la solidez necesaria para que dicha cuestión pudiera
quedar zanjada definitivamente. Y aunque en este caso concreto la razón se presentaba
burdamente como la exigua portadora de una inconsistencia estéril e incapaz de expresar
veracidad a los ojos de nadie, nada hubiera cambiado de no haber sido así. Poco podían
importar las palabras o el modo en que fueran dichas, ya que, incluso antes de que la primera
de ellas llegara a nacer de labios del padre, estaría llamada, junto con todas aquéllas que
hubieran de sucederlas, a estar condenada al más inexorable ostracismo.
De esta forma pretendía imperar, sobre obediencia y razón, la tiránica y caprichosa
obstinación de una conciencia incipiente que, cegada por el deseo y alentada por la pérfida
conversación que tan fatídicamente desembocó en sus oídos, no sólo desoyó abiertamente
toda explicación, sino que se vio inducida a creer que podía desvirtuar tales pretextos
amparándose en la información que clandestinamente había obtenido del apasionado
aprendiz de historiador.
Y armada inconscientemente con aquella hiriente candidez atentó, sin saberlo, contra los
que esa misma noche pretendían acceder furtivamente al jardín; inducida por lo que a priori
interpretó como la inadmisible confirmación de que aquéllos que estaban allí para servirla,
gozaban de privilegios que a ella le estaban siendo negados. Era como si el destino quisiera
cobrarse en su nombre la vida de los aprendices, al convertirla, subconscientemente, en la
fiel delatora de aquéllos que tan vivamente coincidían con su deseo. Aquello fue lo que
propició que comenzara a emerger de tan temprana consciencia, aquejada eventualmente por
un quimérico odio, los reiterados reproches llamados a conformar inconexos retazos de tan
singular historia. Una historia que habiendo nacido de la verdad, fue desvirtuada
deliberadamente, aunque no hasta el punto de impedir al Señor de Bánum entrever la raíz de
tan insólito problema. Y advirtiendo éste el grado de delicadeza con el que dicha situación
debía ser tratada, optó por dejar de lado una responsabilidad que estuvo llamada a recaer
sobre Gárin, ya por entonces cortesano mayor de La Casa de Bánum, el cual supo extraer de
ella, con la minuciosa precisión de una pulcritud en desuso, toda la información que fue
menester para que dicho asunto quedara zanjado con firmeza.
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Por exhalar su aroma
Y mientras la dama trataba de rumiar trabajosamente aquellos difusos recuerdos, tan
ajados por el pasar de los años, cayó por primera vez en la cuenta de que, tras aquel casual
encuentro, no volvió a ver a ninguno de los jóvenes. Siendo desconocedora, pese a intuirlo
hoy, de que amargamente hubieron de sucumbir antes de llevar a cabo su sueño.
Secreto - Tiempo
A cuatro patas
Dos sombras corren colina arriba en una agradable noche de verano. Van cogidas de la
mano y aunque ya están suficientemente alejadas del pueblo siguen cuchicheando palabras
cortas, como si alguien pudiera descubrirles. Las risitas ahogadas duran hasta la cima, donde
recuperan poco a poco el aliento. Raquel ve demasiado tentadora la fresca hierba y obedece
al impulso irrefrenable de sentarse sobre ella. Tira de la mano de Alberto, llevándole a su
terreno. Ambos se miran con picardía; saben que ha llegado el momento. Se besan
dulcemente.
—¿Me vas a enseñar ya tu secreto? —le pregunta ella con ojos chispeantes.
Él sonríe. Le resulta gracioso que sea Raquel quien saque el tema.
—Sí, pero no aquí.
Raquel siempre ha sido muy recatada, muy reservada para ciertos temas, como si el mero
hecho de pensarlos ensuciase la integridad de una dama. Él recuerda morbosamente aquella
vez que sorprendieron dos perros copulando y cómo Raquel apartó la vista asqueada,
recalcando “esa forma tan sucia que tienen de hacer... eso”. Otro día, Alberto no salía de su
asombro cuando ella le confesó que jamás había tenido un orgasmo, ni siquiera en solitario.
Y Alberto la creyó; la creía bien capaz de alcanzar esos extremos en su casta pureza. Por
suerte, esto no significaba que se reservase para el matrimonio, sino para aquel que
considerase el hombre de su vida y Alberto era un serio candidato, quien se apresuró a
decirle, por si acaso, que él era también virgen. Aunque esto último no era del todo cierto, ni
mucho menos.
—¿Aquí no? ¿Dónde si no? ¿No te estarás echando atrás? —le acusa ella.
Alberto le aparta un mechón rubio y le acaricia la mejilla. Con la otra mano le levanta
despacio la barbilla hasta que sus miradas se encuentran.
—Por nada del mundo, Raquel. Por nada del mundo.
Raquel se le aproxima para darle otro beso. Está nerviosa pero ansiosa. Él se levanta y
señala en dirección al pinar.
—Mejor vamos allí. Estaremos más arropados.
Vuelven a cogerse de la mano y bajan la pendiente. Cruzan el río por el puentecillo y
llegan pronto al pinar.
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A cuatro patas
—¿Te parece ya un buen lugar para enseñarme tu secreto? Porque hemos venido a eso,
¿verdad? A ver tu gran secreto... Porque es grande, ¿no?
—Ni te lo imaginas. —Alberto ríe divertido. La excusa para escaparse a medianoche había
sido exactamente esa: “Si vienes conmigo, esta noche te enseñaré mi gran secreto”. Y Raquel le había
seguido el juego desde el primer instante.
Al poco, Raquel encuentra un lugar que considera apropiado y se sienta. Alberto la
acompaña y empiezan las caricias y los besos. Ella busca debajo de su camisa mientras él se
centra en desabrocharle lentamente el vestido. Quiere tener el máximo cuidado posible. Está
convencido que dentro de poco a Raquel lo que menos le importará será si ha perdido un
botón o si se le ha descosido una costura, pero ahora es el momento de la delicadeza.
Se toman su tiempo hasta quedarse desnudos. Alberto cincela el cuerpo de Raquel con sus
manos, disfrutando de la tersura de una piel virginal que se estremece bajo su tacto. Bajo la
plateada luz de la luna, Raquel está más pálida que nunca. Su tirabuzones color rubio platino
y sus ojos verdes contrastan con el cuerpo moreno de Alberto. Pero Raquel tiene su mirada
esmeralda puesta en una parte muy concreta.
—¡Tu secreto es enorme!
Miente. En realidad no lo sabe porque es el primero que ve, piensa Alberto. No puede
comparar. Lo dice para halagarle, seguirle el juego, complacerle, aunque esta actitud no le
disgusta en absoluto, sino todo lo contrario.
—No era éste mi secreto —le dice mientras se coloca encima de ella. Intenta imaginarse
la cara que pondrá cuando se entere. De hecho, se la imagina muy bien.
Raquel, sin embargo, parece dudar durante un momento. Sus rodillas no se separan. Los
nervios han superado a la pasión temporalmente, pero pronto caen rendidos bajo el fuego
del instinto más primario. En la cálida noche, el sonido de las chicharras acompasan los
movimientos de la pareja. Mientras ahoga sus gemidos, Raquel mira a Alberto de manera
extraña; en sus ojos se siembra la duda acerca de la virginidad de su amante, pues éste no ha
vacilado en ningún momento y todo es demasiado perfecto. Sin embargo, pronto cambia su
percepción. De pronto Alberto está como poseído, todos sus músculos se tensan demasiado,
su yugular está muy marcada y su respiración tiene una frecuencia demasiado alta. Parece que
Alberto también se ha dado cuenta y antes de hacerle daño se ha apartado de ella. Pero
cortar por lo sano el frenesí amoroso no le ha bajado la tensión ni mucho menos. Aprieta los
dientes, esconde un quejido y se deja caer al suelo entre estertores.
—¿Estás bien, cariño? —Raquel se preocupa, pero sabe muy bien que no lo está.
Él la escucha, pero no puede responderle. Los estertores continúan, la piel le quema, los
huesos le duelen, por la garganta le sube un agrio sabor a bilis. Empieza a salivar
profusamente; nota su boca llena de agua y no puede tragar, le chorrea saliva por la comisura
de los labios. Es líquida, muy líquida. El corazón está a punto de estallarle, bombeando más
sangre de la que puede echar mano. En estos momentos, Alberto siente todas y cada una de
las ramificaciones de sus arterias y le duelen todas ellas. Se escucha un crack apagado dentro
del cuerpo de Alberto, luego otro. Está en posición fetal, nada más apropiado pues sin duda
está volviendo a nacer. La piel adopta una textura más gomosa, el vello le cae. No importa,
pronto crecerá en abundancia. Unos huesos se estiran, otros se acortan. Crack. Las
articulaciones crujen en ángulos imposibles. Piel y músculos los acompañan sin desgarrarse
pues ahora son maleables. La mandíbula... Sí, la mandíbula —doloroso cambio— se alarga
junto al resto del cráneo. Los dientes se desajustan, sus raíces se sueltan; Alberto empieza a
quedarse sin ellos, los escupe ensangrentados. Tampoco importa, pronto crecerán otros más
fuertes. Sus quejidos suenan más oscuros, más roncos a medida que emerge el oscuro pelaje
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A cuatro patas
por todo el cuerpo. Los nuevos dientes están creciendo a marchas forzadas. Duelen como
mil muelas del juicio. Son afilados, son caninos.
Su respiración es profunda y rápida, pero extrañamente normal en relación a su aspecto.
Ha conseguido incorporarse, aunque no se ha puesto precisamente de pie. Sus ojos, antes
marrones, se han vuelto amarillos, sus manos, son garras lobunas. Su piel se ha endurecido y
una sensación de éxtasis ha sepultado por completo el reciente dolor. Sus sentidos se
encuentran potenciados a niveles sobrehumanos. Las chicharras del pinar se han quedado
mudas, los animales que ahora escucha están lejos, muy lejos, donde no alcanza el terror.
Aquí, el olor a tierra, hierba, resina de pino, sudor y sexo le embriagan, pero percibe un
aroma que reina por encima de todos: el olor a miedo.
Y ahí está Raquel, como esperaba. El pavor la ha dejado paralizada, es incapaz hasta de
pestañear. Sólo mueve aparatosamente su boca desencajada, incapaz de hablar si tuviera algo
que decir. Ni siquiera puede gritar. Huele a cálido orín. Ahí está, tan desprotegida, tan
indefensa, tan temerosa, tan hermosa, tan dulcemente apetitosa...
Ya le ha enseñado su gran secreto, ahora toca lo más difícil.
—Grrrwaqql... —Con su renovada garganta y su hocico es difícil articular palabra, pero ya
lo ha hecho otras veces, sabe que puede conseguirlo. Es un duro ejercicio de ventrílocuo—.
Raquel... —dice al fin.
La voz es cavernosa y gutural, pero Raquel la entiende a la perfección. Le aterra que el
monstruo le reconozca y le mire fijamente, pero al mismo tiempo alberga esperanzas de salir
con vida si tras la bestia todavía está la conciencia humana de Alberto.
El enorme lobo se le acerca, saboreando el momento, y vuelve a hablar:
—Raquel, cariño, ponte a cuatro patas.
Secreto - Sexo
El secreto del páramo
La avioneta sobrevolando el páramo rompió el silencio de la mañana. Al cabo de dos días,
un todoterreno abandonó el camino para remontar la suave ladera del altozano. El pastor vio
a dos hombres sacar sus bártulos, su cámara y sus portafolios. Pasaron una buena hora
caminando, de un lado a otro del herbazal, antes de recoger los pertrechos, montar en el
coche y marchar, tan misteriosamente como habían llegado.
Al tercer día, los vecinos de Quintanilla de los Páramos comentaban el caso. Anoche
había habido pleno municipal. Tras mucho alboroto y discusiones, se procedió a votar la
propuesta de Don Pascual, el alcalde. Por dos votos de diferencia, obtuvo el ansiado
acuerdo. A la noche del cuarto día, la Asociación Pro Defensa de los Páramos Salvajes
organizaba su reunión en el bar, agrupando a buena parte de la escasa juventud del pueblo,
algún vecino simpatizante y un representante de la coordinadora ecologista provincial. Los
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El secreto del páramo
lideraban dos personas singulares, alma de la conjura: Sara, la propietaria del albergue rural, y
Don Fulgencio, el zahorí.
Al anochecer, Weylin salió de la cabaña, ataviado con su atuendo guerrero. Nadie lo
despidió; ni su madre, ni su amada Seanna, ni sus hermanos. Salió del poblado y caminó
aprisa, sin detenerse. Pero aquella no había de ser noche silenciosa en la aldea que lo vio
nacer. El bullicio de los hombres de armas y el crepitar de incontables hogueras se elevaba
alrededor de las casas. Diez mil bravos guerreros acampaban junto al poblado.
Weylin se alejó del campamento. Al otro lado del páramo, otro ejército acampaba, y a él
volaban sus pensamientos. Una tropa temible, de hombres curtidos en cien batallas, que
habían dejado de añorar el calor del hogar. La legión, la llamaban. Como bestia insaciable,
devoraba la tierra ajena, dispersando a sus habitantes como paja que lleva el viento.
En lo alto del otero, Kendra la sacerdotisa lo esperaba. Allí, en el círculo sagrado, que sólo
los dioses hollaban, él le entregaría su cuerpo. Y ella recogería su ofrenda, para transmutar su
fuego en el furor del combate. En brazos de Kendra, Weylin recibiría el poder de los dioses.
Pues, al amanecer siguiente, encabezaría el ejército de las tribus contra el enemigo invasor.
Caía el crepúsculo cuando se encontraron. Kendra lo esperaba, cubierta con una capa y la
cabellera trenzada.
—Aguarda aquí, guerrero, hasta que la luna asome y las estrellas te sonrían.
Lo condujo, tomándole del brazo, hasta el centro del claro. Allí donde la tierra vibra y los
dioses alargan su mano desde el cielo.
—Un buen guerrero sabe afrontar la soledad y la duda.
Y se fue. Weylin depositó sus armas en el suelo y esperó. El susurro de las hierbas y el
canto de los grillos barrieron sus pensamientos.
Era medianoche cuando el grupo se dispersó. Todos volvían a sus casas animados por un
propósito.
A los dos días, las calles de Quintanilla y los cruces de carretera lucían pancartas caseras.
“No a la urbanización”. “¡Salvemos los páramos!”. Las manifestaciones se sucedieron y las
cámaras de televisión filmaron aquel puñado de jóvenes melenudos, encabezados por el
abuelo en boina y la enérgica mujer, que exigían, a gritos, que se prohibieran las obras.
Don Pascual y sus concejales se encogieron de hombros. Todo estaba aprobado y
esperaban el caudal de ingresos como lluvia de mayo.
—Que chillen, ¿qué más pueden hacer? Cuatro críos, la forastera y el viejo. Veremos qué
hacen cuando lleguen las caterpillar.
Cuando no tenía huéspedes, Sara paseaba al atardecer. Le gustaba caminar hasta lo alto
del otero, escuchar el sisear de las yerbas, ver el sol acostarse en el horizonte. Allí fue donde
se encontró con Don Fulgencio, una tarde de cielo transparente y ocaso arrebolado.
—Don Fulgencio, no nos harán caso. Vendrán las excavadoras y levantarán ese espanto
de cemento… Justo aquí… ¡Este lugar es sagrado!
Le dolía decirlo, y el viejo atisbó una lágrima en sus ojos.
—Ay, hija… Hay cosas que no están en manos humanas.
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El secreto del páramo
La luna se elevó, y Weylin la vio llegar. Envuelta en túnica ligera, la luz proyectaba su
sombra y centelleaba en sus cabellos. Weylin se estremeció. Aquellos bucles ondeantes…
aquel caminar…
Llevaba la vara de fresno y el tatuaje de la Diosa en el rostro. Weylin tembló, mientras su
sangre rugía en las venas. Quiso pronunciar su nombre, pero ella le cerró los labios.
Despojados de sus prendas, se poseyeron. Y se amaron, olvidados del tiempo y la guerra,
devorándose y ofreciéndose, hasta agotar su placer.
No era Kendra, la sacerdotisa. Pero Weylin sabía que, después de amar a Seanna, había
tocado la llama divina. Ahora, podía sonreír a la muerte.
Un centenar de ecologistas, venidos de medio país, se plantó ante el ejército de
excavadoras. Enlazados, rodearon el cerro, dispuestos a resistir.
Los reporteros filmaban, mientras Don Pascual, los policías y el jefe de obras intentaban,
en vano, disuadirlos. Envalentonados, con Sara gritando al frente, los manifestantes no
cedían un palmo.
En medio del griterío, Don Pascual tomó una determinación. Cuchicheó algo al jefe de
obras y éste dio órdenes a sus hombres. En pocos minutos, las orugas se pusieron en
marcha.
No se detuvieron. Al silencio siguió el horror. El cerco se rompió y, uno a uno, todos se
alejaron apresuradamente.
Sara fue la última. Resistió hasta el final, cuando el mismo alcalde la apartó de las fauces
de la excavadora. Quiso revolverse pero algo la derrumbó. Aislado del resto, Don Fulgencio
contemplaba, inmóvil, el fracaso de su intento. Había sido el primero en retirarse.
Regresaron al pueblo, desalentados. Sara se acercó al zahorí.
—Don Fulgencio… ¡debimos resistir! ¿Por qué se rindió tan pronto?
—Ay, hija… A veces, el silencio es más poderoso que los gritos.
Aquella noche, las máquinas habían inflingido el primer mordisco en las faldas de la
colina. Reposaban, mientras la luna ascendía, iluminando la silueta de un hombre, de pie en
la punta del cerro, con boina y un cayado.
Sonaron los tambores y los cuernos, los caballos iniciaron el galope y, acompañado por el
grito de miles de gargantas, Weylin lanzó su ejército contra el enemigo. La marea de hombres
recios, exhibiendo intrincados tatuajes, se abatió contra una muralla de escudos, erizada de
lanzas. El ímpetu y la disciplina libraron su batalla a muerte. Los hombres de las tribus
luchaban ignorando el miedo. Pero a los férreos legionarios tampoco les faltaba el coraje.
En la cima del otero, junto al círculo sagrado, dos mujeres contemplaban la refriega. La
una, sobrecogida. La otra, impávida.
—Nunca pisarán este lugar.
A la caída del sol, nubes purpúreas cubrieron el firmamento incendiado. Y estalló la
tormenta. Cuando el vencedor quiso tomar el cerro, un relámpago fulgurante cayó ante ellos.
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Grupo del Aire
El secreto del páramo
Los invasores retrocedieron y tomaron la aldea. Aquella noche llovió sangre sobre el
poblado. Y al día siguiente, la legión emprendió la marcha. Los cuervos sobrevolaron las
chozas devastadas. No hubo supervivientes.
En lo alto de la loma, la yerba virgen emanaba aliento de tierra y la fragancia de una noche
de amor.
Primero fue un motor gripado. Luego, un accidente inexplicable. Después, el insomnio y
las pesadillas. La constructora ordenó una inspección. Dos excavadoras averiadas, continuas
bajas laborales y extraños rumores amenazaban con detener las obras.
Día tras día, los operarios divisaban la silueta emboinada, cayado en mano, observando
desde lejos.
—Ese viejo da mala espina.
Hasta que llegó la primera muerte.
Tras la autopsia, los forenses informaron que el vigilante nocturno había muerto de fallo
cardíaco. Qué provocó el infarto, nunca pudo averiguarse.
Tuvieron que pagar con creces al substituto del desdichado. No lo sobrevivió ni una
semana. A los seis días murió como su compañero.
Al tercero, lo reclutaron lejos. Era un inmigrante que, por necesidad, aceptó el trabajo. El
hombre enloqueció. Lo encontró el pastor, delirando errabundo. Repetía obsesivamente las
mismas palabras. “Agua, agua, sangre... Fuego…” Cadáveres, una mujer luminosa. Se lo
llevaron a un psiquiátrico mientras los obreros murmuraban entre sí, alarmados.
—Eso era lo que soñábamos todos.
Sara despidió a sus huéspedes y caminó hasta la loma. Las máquinas dormían, solitarias.
Ascendió por la ladera y encontró al zahorí.
—Don Fulgencio, dicen que se van a ir…
El viejo sonrió, enigmático.
—Parece que la tierra los echa, hija.
—Ojalá sea cierto.
Don Fulgencio caminó despacio, hasta el claro de yerba todavía virgen.
—Los páramos conservan viejas memorias… No es bueno desenterrar los secretos.
Ante el desesperado alcalde, el constructor retiró sus maquinarias. El cerro quedó desierto
y la brisa lamió la cicatriz de tierra. Aquella noche, estalló la tormenta. Los vecinos se
refugiaban en las casas. Sara contemplaba el cielo rasgado de luz, desde su ventana.
Sólo un hombre permaneció afuera, en la intemperie. En la punta del otero, los
relámpagos iluminaban la silueta del viejo con el cayado y la boina.
A los pocos días, comenzaron a crecer las hierbas.
Silencio – Secreto
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Grupo del Aire
Las arenas del tiempo
Las arenas del tiempo
En esa habitación en penumbra sus ojos oscuros volvieron a perderse entre la arena
resbaladiza del tiempo. Con cada cuidadoso movimiento de sus dedos el fino hilo cambiaba
y el reloj retrocedía o aumentaba su velocidad. De repente horas, de repente segundos, ahora
de día, abres los ojos y de noche. Le encantaba ver como ese viejo reloj de arena devoraba
su vida, pero no importaba, si quería retroceder, una vuelta entera y de nuevo el tiempo
volvía a correr.
Una mano arrugada acarició su pelo alborotado, le robó la nariz, y le tendió una cajita.
Con la voz más dulce le felicitó por su cumpleaños y se marchó despacio y sonriente. Con
tan solo cinco años aquel niño recibió el mayor regalo: el tiempo.
Unos pocos años después, esa cajita atrapaba el mundo entero.
Lo mantenía en secreto, escondido en lugares a los que solo él podía acceder. Le costó
años entender el regalo de su abuelo, comprender su funcionamiento y su poder, pero una
vez descubierto, el tiempo era su aliado.
Él era una persona solitaria, vivía solo en una pequeña casa a las afueras de la ciudad,
intentaba tener el menor contacto con las personas que le rodeaban. Pasaba las noches en
vela observando el reloj y las mañanas las hacía cortas para que volviera la luna y seguir
viendo caer la arena. Toda su vida había desaparecido. Había ido transformándose en una
cárcel de polvo de la cual no podía escapar. El tiempo le había atrapado. Él ya no guardaba el
secreto, el secreto le atrapaba a él. Su antigua vida se borró por completo, los días que se
alargaban hasta el amanecer, las cenas en los restaurantes, el bar cutre de todos los sábados,
las partidas de dardos, todos los amigos y familiares al margen de su solitaria vida. Al margen
del secreto y del reloj.
Un día como otro cualquiera, la misma historia, un viejo sillón en el salón, una gran
chimenea encendida iluminando la sombría habitación, su bebida favorita en la mesita de al
lado, y el magnífico artilugio en sus manos y en sus ojos. Se ajustó con delicadeza las gafas e
hizo girar los dedos primero hacía la izquierda, luego hacía la derecha, detuvo el tiempo. Ese
era el momento perfecto para dedicarle a la botella un gran trago, una gota se deslizó pos sus
dedos. Y otra vez, volvió a empezar, movimiento ligero de muñecas hacia la izquierda, pero
esta vez con un cambio, la gotita que se deslizó momentos antes hizo que el reloj se
resbalara de entre sus manos y cayera al suelo rompiéndose en pequeños trozos de cristal y
arena. Convirtiéndose en una vida rota y un secreto partido.
Todo desapareció, todo se volvió negro, el se empequeñeció y al abrir los ojos se halló
dentro de su cama, con las mantas por el cuello y la luz de la ventana entrando poco a poco.
Se levantó miró su espejo y se vio a sí mismo con cinco años. Perplejo, cansado y con
legañas dejó su habitación. Al llegar a la cocina entendió todo. Al caer el reloj y romperse,
había llegado al punto donde todo empezó. El día de su cumpleaños hacia treinta años. Su
madre le dio un beso y un gran abrazo, le felicitó y sonriente le dio un regalito.
Ya por la tarde la casa estaba decorada con globos de muchos colores por todas partes,
rojos, verdes, azules, morados, naranjas, amarillos… una gran mesa de plástico en medio de
todo llena de chuchearías: patatas, naranjadas, limonadas, gominolas, ganchitos… todo
estaba precioso, había un gran cartel donde le deseaban felicidades y muchas fotos que
ponían todo bonito. Pero lo que más le llamó la atención fue la cantidad de niños que habían
ido a jugar con él, a darle regalos, todos riendo, saltando y bailando. Él, como cualquier otro
crío, se estaba divirtiendo, estaba recordando lo que era ser feliz. Lo que significaba tener
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Grupo del Aire
Las arenas del tiempo
amigos, familia, divertirse y sentirse bien. En ese momento se acercó su abuelo, despacio,
sonriente, con aquella cajita en las manos.
Y la historia volvió a comenzar. Su abuelo le revolvió los cabellos con sus manos ajadas,
le robó la nariz y le entregó la cajita.
Pero ahora el niño ya sabía lo que significaba el regalo de su abuelo, la maldición que
contenía la arena atrapada en el cristal del reloj. Clavó sus pupilas en los ojos del anciano y
negó con la cabeza.
—¿Cómo te atreves a rechazarlo? —le preguntó su abuelo—, te estoy ofreciendo el
mayor don del mundo, el control del tiempo.
—No, me estás regalando la soledad. La pérdida de los momentos más preciosos. El
tiempo carece de valor si logras domesticarlo. No quiero hundirme en la arena de ese viejo
reloj. Quiero envejecer como tú has envejecido, quiero que las noches sin sueño sean largas,
quiero que los besos de mi amada me roben los segundos… Quiero que mi vida sea corta,
pero quiero sentirla cada instante de mi existencia.
—Es una buena elección, nieto mío. Y espero que comprendas que te he hecho el mejor
regalo que puede hacerse: el verdadero control del tiempo. No el que ofrece este reloj con su
complicada maquinaria, sino el que nosotros podemos ejercer sobre él, el tiempo solo sirve si
lo vives.
El muchacho abrazó a su abuelo con lágrimas en los ojos. Cuando el abrazo se deshizo
tomó la cajita y la arrojó al suelo.
El reloj se rompió en miles de pedazos y el tiempo volvió a recomenzar.
Ahora el abuelo ya no tenía casi ochenta años, ahora era un niño y su propio padre le
brindaba una caja como regalo. El chico negó con la cabeza, rechazando el regalo. Su padre
sonrió satisfecho por la elección de su hijo. Rompieron el reloj.
El tiempo recomenzó.
Secreto - Silencio
Silencio de luz, luz de amor
—¡Joder! ¡No me lo imaginaba así!
Susana aguzó el oído, intentando captar algún sonido que no fuera el los latidos
atronadores de su corazón. Cuando su abuelo le ofreció un puesto de vigilante nocturno en
el museo, no la previno contra la soledad que caía en cascadas niagáricas sobre sus espesos
rizos negros. Plantada en el penumbroso vestíbulo giró sobre sí misma, conteniendo la
respiración, ofreciendo su alma pecadora por un crujido, un susurro, un gemido, de dolor o
de placer, que refutara lo irrefutable: estaba completamente sola en el inmenso edificio.
—Durante el verano tenemos graves problemas de personal —la había dicho su abuelo.
Al pensar en él, le pareció oír su voz solemne junto a su oído y dio un respingo, con el
corazón de nuevo desbocado—. El de vigilante nocturno está muy bien pagado y es
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Grupo del Aire
Silencio de luz, luz de amor
tranquilo, te vendrá bien: mucho tiempo para pensar en ti misma y nadie que te interrumpa.
Septiembre está ahí mismo y tendrás que saber lo que quieres hacer con tu vida.
—Yo sé lo que quiero hacer con mi vida. —susurró. Por su mente pasó un carrusel
rápido de imágenes: Matías, Flora, Eva y Yannick convertidos en un bosque de piernas,
brazos, senos, miembros palpitantes... una burbuja a su alrededor se llenó de murmullos
apasionados.
—Eso es lo único que vale la pena de esta vida —exclamó mientras sacudía la cabeza para
alejar la visión.
Tal como le habían explicado, por la noche se desconectaba el sistema eléctrico, solo la
oficina tenía iluminación normal, en el vestíbulo había una ligera penumbra, pero en las salas
de exposición quedaban únicamente las luces de emergencia.
—Es mejor para las piezas —le explicó su abuelo—, la luz es perjudicial para los colores y
favorece determinadas reacciones químicas. Cuantas menos horas de exposición tengan,
mejor.
Al primer intento de avanzar el cuerpo se le negó, como si el silencio fuera una materia
densa que le impidiera el movimiento. Tuvo que obligar a los músculos de su pierna a que
dieran el primer paso. Las suelas de goma chirriaron sobre el mosaico erizándole el vello de
la nuca, un escalofrío le recorrió el cuerpo mientras caminaba hacia el oscuro pasillo que
daba acceso a la nave central del museo. En un esfuerzo por calmarse fijó sus pensamientos
en el musculoso Matías y en el delicado Yannick, como disfrutaba cuando ambos la hacían
objeto de sus arremetidas mientras ella saboreaba el delicado néctar de Flora o de Eva.
Pensó seriamente en darse la vuelta, ir en busca del pequeño vibrador que llevaba en la
mochila, pero siguió avanzando, con sus zapatones de vigilante arrancando chirridos del
embaldosado, chirridos que cortaban la oscuridad con más eficacia que su linterna. El haz se
perdía en la larguísima nave central. Susana sabía que al fondo se encontraba la vetusta
biblioteca del museo, pero la luz se extraviaba por el camino, resquebrajada al chocar con las
hileras de vitrinas y expositores, llenándolo todo de reflejos cantarines, tan vivaces y
escandalosos como truchas arcoiris.
Su linterna iluminó el cartel anunciador de una exposición temporal: «Tesoros asirios del
museo británico». Sin saber muy bien porqué, dejándose guiar por el eco de sus pasos,
sintiendo su universo tan oscuro y silente como la caverna desde la que llegó a este mundo,
atravesó el vano de la sala, tan indecisa y temerosa como si recorriera el camino inverso,
rumbo a su origen primigenio.
La linterna alumbró en primer lugar un par de corceles briosos, cuyos relinchos habrían
llenado la oscuridad de haber estado vivos. La estrella de la exposición era la recreación a
tamaño natural del rey Asurnasipal en su carro, de cacería de leones. La linterna de Susana se
recreó en el rostro del rey, de barba ensortijada, con el ceño fruncido en plena
concentración, tensando el arco y apuntando a uno de los leones que acosaban el carro. A su
lado, el conductor, con un rictus en los labios, se esforzaba por dominar a los caballos,
espantados de ver la garra de las fieras amenazando sus delicados remos. La escena era de un
realismo vívido que a la luz de la linterna se tornaba fantasmagórico, llenando el mudo
espacio de mitos revividos. Susana dio dos vueltas en torno al carro, apreciando los detalles y
recreándose especialmente en la musculatura real, preguntándose si bajo la túnica de lino, el
artista se habría esmerado todo lo que era su obligación. Era una tentación demasiado fuerte
y la muchacha no hizo nada por resistirse. Con mano trémula alzó el paño dejando al
descubierto un soberbio cetro real, que le hizo anhelar otros más próximos y cálidos, que en
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Grupo del Aire
Silencio de luz, luz de amor
ese mismo instante estarían llenando de gozo a sus amigas. Suspiró, prometiéndose una
sesión salvaje en cuanto regresara a la oficina y dejó caer la túnica, devolviendo el pudor a la
estatua regia.
El disco de luz de su linterna fue a caer sobre un relieve de buen tamaño, al fondo de la
sala. Una mujer de exquisitas proporciones la observaba con sus ojos de piedra, con una
sonrisa de complicidad en los labios. Estaba desnuda, en acto de abandonar un carro tirado
por leones, rodeada de una manada de estas fieras en actitud servil. Uno de ellos, un
espléndido macho de melena tupida ofrecía su cabeza como peldaño para que la mujer
descendiera del carro con comodidad.
Alumbró el cartelito adosado en una esquina del relieve «Isthar, diosa del amor y del
placer carnal, protectora de las prostitutas, que se definía a sí misma como “la prostituta
compasiva” y consideraba las relaciones sexuales, sin distinción de género ni de número,
como la esencia de la vida.»
Poseída por aquellas palabras, Susana volvió la vista hacia el relieve de esa diosa que tan
bien reflejaba sus propios sentimiento. Se quedó extasiada ante la belleza de la mujer, que le
rememorar los cuerpos tiernos y suaves de Flora y Eva. En los pechos de la diosa vio los de
Flora, con sus pezones respingones demandando mimos y caricias, bajó la vista por el
vientre redondeado, admirándolo a través del silencio oscuro en el que se dibujaba el vientre
musculoso y atlético de Eva, bajó, sin saberlo, la mano por su propio vientre hasta que vista
y mano coincidieron en el centro de todos los deseos. Susana admiró la finura de detalles de
la que había hecho gala el artista, mientras su mano realizaba el mismo recorrido que su vista.
Estaba cuidadosamente afeitado, igual que el suyo propio, los labios mayores perfectamente
definidos, surcados por una fisura delicada que se encabritaba al principio, para despeñarse a
continuación antes de perderse hacia unas nalgas intuidas, más perturbadoras por lo que
ocultaban que por lo que mostraban.
La vista de Susana recorría una y otra vez aquellos trazos perfectos que su mano
reconocía como propios. El vacío oscuro a su alrededor se llenó de vida y deseo, tardó unos
instantes en darse cuenta de que era ella misma la fuente que llenaba el estanque callado con
los chorros estrepitosos de su placer.
Fue entonces cuando se le ocurrió la idea, la mano dejó la carne y rozó la piedra,
siguiendo primero idénticas líneas, pero alejándose después hacia el resto del relieve: los
leones rindiendo servidumbre, el carro, digno de la diosa de la vida, la propia diosa,
descendiendo de él. Se giró y alumbró el carro de Asurnasirpal, dejó la linterna en el suelo y
comenzó a desprenderse del horrible uniforme de vigilante. Cuando toda la ropa quedó en
un montón, tan desnuda como la misma Isthar, se dirigió al carro y se hizo hueco entre el rey
y su conductor. En ese instante el silencio y la oscuridad estallaron a su alrededor. El
orgasmo aplazado brotó tan pronto como puso pie sobre el carro, sin necesidad de más
ayuda, pero tan solo fue un principio. El mundo se llenó de la luz del amor, de los sonidos
del deseo y del placer, llevándola una y otra vez a cimas tan sublimes que los más
arrebatadores orgasmos de su vida, apenas eran gotas de goce en un inmenso océano de
éxtasis. Cuando al fin regresó de aquel lugar, o quizá de aquel tiempo, descubrió, en la sala
oscura y muda, al rey Asurnasirpal, arrodillado ante ella, ofreciéndole su arco de cazador.
Susana sonrió y tomo el arco con una mano, al tiempo que acariciaba los rizos del rey y
pensaba en su cetro.
A la mañana siguiente nadie se explicaba la desaparición de Susana. El vigilante de la
mañana, que debía relevarla, descubrió sus ropas al pie del relieve de Isthar y avisó a su
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Grupo del Aire
Silencio de luz, luz de amor
abuelo. Este, mientras se preguntaba, desesperado, por lo ocurrido en el silencio de la
noche, fijó su vista en el relieve y su desconcierto se transformó en pavor al reconocer los
rasgos de su nieta en el rostro de Isthar.
Sexo - Silencio
Doce círculos
El juez gritaba los cargos a la silenciosa multitud mientras le hacían esperar entre las
penumbras de su ceguera. No escuchaba, ya que no sentía la necesidad de hacerlo, sólo de
recuperar la visión que había perdido y mover un poco las cadenas que tanto le apretaban las
muñecas. Su vista se iba aclarando a pequeños pasos al tiempo que intentaba hacer una luz
entre las sombras de su memoria. Apenas era capaz de recordar nada, únicamente el dolor
inflingido y las noches de penurias. Su memoria no podía siquiera responder a las preguntas
más sencillas, ¿Cuál era su nombre? ¿Por qué estaba allí? Ni siquiera su cuerpo, de lo
mutilado que estaba, era capaz de recordarle si era hombre o mujer.
Pronto oyó como dos personas caminaban a su alrededor, cortando el viento con lo que
parecían ser unas espadas y siguiendo un camino ya trazado… un círculo. Algo le decía que
aquello era importante, pero no sintió que debiera averiguarlo, le parecía imprescindible ir
desentrañando las figuras que iban coloreándose ante sus ojos. Lo primero que vio, fue a los
soldados que daban vueltas. Vestían ropas blancas, con rosas del mismo color bordadas con
hilo negro en su pecho y cubriendo sus caras, máscaras de plata que parecían lobos. Después
había una gran multitud observando lo que acontecía a ras de suelo, rodeando el atril
redondo. Por encima de ellas, había más rostros que le eran vagamente familiares, que se
distinguían por sus miradas pesarosas. Siguió ascendiendo, hasta toparse con un balcón
donde reposaban dos personas… su cabeza, movida por el instinto, miró primero a la mujer:
era hermosa, pero su sonrisa delataba su crueldad. Su alegría por tener a ese despojo en el
que se había convertido a causa de su maldad. La odiaba, eso era lo único que tenía seguro,
porque una quemazón amarga infló su corazón, tan insensible a cualquier otra cosa que no
fuera aguantar el dolor. Detestaba que estuviera vestida con aquellas ropas que sentía como
suyas, que se sentara en su lugar… que acariciara aquella mano tan fuerte y delicada, cuyo
dueño se sentaba a su izquierda. Y lo hacía con tanta impunidad, sin recibir su justo castigo
por tamaña afrenta.
Se sobresaltó al oír un taconeó y se volvió, los dos guerreros se habían avanzado un paso
a ella; y en su mente resonó la frase: “once círculos”. Algo en su interior se intranquilizó,
había una simbología en todo aquello que no era capaz de recordar. Sintiendo la derrota,
volvió a alzar la cabeza y fijó su atención en el hombre, que observaba el espectáculo con
rostro impasible y mirada brillante, cargada de agonía, lágrimas y tristeza. Lo amaba… tanto
como odiaba a su acompañante, pero sentía la traición empañando sus ojos.
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Grupo del Aire
Doce Círculos
Otro golpe, ya sólo quedaban diez, cuando llegaran a uno… ¿qué ocurriría? ¿Por qué
estaba allí? ¿Había hecho algo tan malo como para sufrir así? Por último, al lado del hombre
había una pequeña que sostenía un cojín negro donde reposaba una rosa blanca cuyos
pétalos se abrían al mundo. Su mente comenzó a trabajar, intentando recordar algo del
pasado, más allá de las torturas y las vejaciones: inútilmente.
Hubo un tercer taconeó y entonces, en su memoria se hizo una luz: la rosa blanca era para
alguien importante, una mujer importante. Se sintió orgullosa de recordar aquello y se
observó el pecho. Nunca habría caído en algo como eso, su cuerpo no delataba el más leve
indicio de curvas… tal vez el hambre había hecho mella en ella. Era una mujer con
relevancia en aquel lugar, ¿habría sido la esposa de aquel que la miraba casi sin parpadear, tal
vez su amante? ¿Alguna hija secreta quizás? Alzó la cabeza intentando encontrar una
respuesta, pero sólo se encontró con una solitaria lágrima que se deslizaba por las mejillas de
gesto impasible.
El cuarto golpe resonó en su cabeza, consiguiendo ponerle más nerviosa a cada momento
y entonces comprendió que nada de todo aquello importaba, que por mucho que intentara
averiguar quién era, no le iba a servir de nada y respiró profundamente, intentando quedarse
en blanco y relajarse. Su mente, seguía rehaciendo los recuerdos que tuvieran que ver con
todo aquello, desechando los buenos y los malos momentos que ahora eran innecesarios,
aunque no sin dolor ni pena. Pero la última vez que había presenciado aquel acto, estaba al
lado de aquel hombre y únicamente recordaba el rojo que cubría todo el lugar. Tal vez se
hubiera desmayado al final, como si su mente deseara preservar aquel secreto.
Toc… los lobos habían pasado al séptimo círculo, ya casi podía oír sus respiraciones.
Toc… ahora estaban a apenas seis pasos de ella.
Entonces, para su desesperación, recordó que todo aquello no era ni más ni menos que su
ejecución. Abrió la boca desesperada, pero hacía días, meses, puede que años, que le habían
cortado la lengua… y su garganta de tanto gritar por el sufrimiento, había enmudecido.
Siete taconeos iban ya y se le acababa el tiempo, ¿qué debía hacer? ¿Por qué él no la
perdonaba? Se veía que la amaba, pero no hacía nada por salvarla, sólo observar cómo sus
ejecutores se iban acercando a ella, espadas danzando y telas volando al viento. La lágrima
brillaba sin que nadie hiciera nada para apartarla, aunque en aquel instante, al ver cómo el
hombre seguía sin apiadarse de ella, le pareció un gesto falso e insultante.
Ocho… fue en ese momento cuando su corazón se desbocó violentamente. Boqueó
intentando recuperar el aliento y sus ojos lloraron aterrados. Había deseado no haber
recordado nada, no tener que sufrir ahora la tortura de ver venir a la muerte con una cara de
plata y no poder defenderse. Se agitó intentando liberarse, aunque su cuerpo era incapaz de
hacer frente a las cadenas. Gritó en su silencio pidiendo clemencia, pero seguramente, la
mujer que ocupaba ahora su lugar se había encargado de que su garganta no volviera a emitir
sonido alguno, seguramente, porque sabía que si hubiera rogado por su vida, su amor le
hubiera perdonado.
Quedaban tres círculos y siguió luchando desesperada. Su cuerpo sangró y se inflamó del
dolor, agónico.
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Grupo del Aire
Doce Círculos
Antes siquiera de ir el décimo golpe, se quedó sin fuerzas para luchar. Lagrimó aterrada y
volvió a alzar la vista, esta vez desafiante. Nada podía haber en el mundo que justificara
aquella tortura y mucho menos ante aquellos ojos que tanto sufrían por ella, cuyo dueño
permanecía relativamente impávido ante lo que se avecinaba. Si alguien debía sentirse
vilipendiado, debía ser ella… y la única respuesta que recibió ante su pesar fue el
decimoprimero paso.
Pero cuando escuchó el decimosegundo taconeo, su voluntad se derrumbó y sólo pudo
seguir llorando, hasta que oyó el último ruido y sintió como el frío filo del acero le lastimaba
su ya maltratado cuello, causándole más heridas que lloraron con gotas sangrientas. Le
observó, susurrándole mudas suplicas, murmurándole palabras de amor que nunca volvería a
oír. Vio a la pequeña tenderle la rosa a la mujer y ésta la posó suavemente en la mano
derecha de su marido. Ella le sonrió, esperanzada, si él besaba la flor podría salvarse y todo
volvería a ser como antes.
Entonces, otra solitaria lágrima emergió del ojo contrario, acompañando en la mejilla
opuesta a su hermana. Fue en aquel instante cuando estrujó los delicados pétalos blancos
entre sus dedos y la sentenció. Ella cerró los ojos, derrotada, sintiéndose completamente
vacía. Tras el intenso dolor de las espadas, separando su cabeza de su cuerpo, únicamente
vio la desesperanzadora oscuridad.
Secreto - Silencio
Hotel Beijing
No sabía que podían llorar.
Es mi último día en Marte y llueve. Parado frente a la ventana de la habitación observo
como las ráfagas de viento arrojan cortinas de agua que resbalan por el vidrio. Puedo ver
como las grúas robot del muelle retiran los veleros deportivos del mar, protegiéndolos de la
furia del Océano de Ares. Las tempestades marcianas son frecuentes e impredecibles. A
veces las terraformaciones no salen como los ingenieros desean. La mayoría de las cosas no
salen como uno desea.
Doy una calada al cigarrillo y empujo con un soplo el humo sobre el cristal. Wei no
aprueba este feo vicio mío, arcaico, malsano y caro. Pero cuando trabajas cerca de los
impulsores de una nave interestelar y los cirujanos te han extirpado tantos tumores que has
perdido la cuenta el tabaco es la menor de tus preocupaciones.
Me vuelvo. Wei, tendida desnuda sobre la cama, juguetea con uno de los lirios que ha
traído Jun esta mañana. El lirio es la flor preferida de Wei y Jun trae un ramo fresco cada
mañana. Wei me explicó que hay muchos tipos de lirios. Hoy tienen flores azules. Creo que
son más altos que los de la Tierra, por la menor gravedad marciana. En realidad ahora los
lirios marcianos son los únicos del Sistema Solar. Escandalosamente caros, pero que importa,
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Grupo del Aire
Hotel Beijing
a Wei le gustan y yo tengo mucho dinero. Ella dice que simbolizan la pureza. Curiosa
elección para una prostituta.
Me acerco a la mesilla y cojo la pistola de agujas. Un par de dosis en el hombro aliviaran el
dolor. Wei me dijo una vez, con su carita más seria, que si sentía dolor debería consultar a
un médico y tomar las medicinas que me recetara y no meterme esa mierda en la sangre. Ella
no sabe que hay dolores que la mejor medicina del mundo no cura. Ingenua, después de
todo quizás sí sean los lirios su flor.
Wei me sonríe y mueve con estudiada picardía el lirio hacia su entrepierna. Las flores
azules acarician su monte de Venus durante un instante. Viajan, luego, a través de su vientre
plano hasta sus pequeños pechos y exploran sus pezones oscuros. Me acerco y le robo el
tallo de las manos, muerdo la flor y la mastico. Beso la boca de la pequeña y dulce Wei y el
jugo amargo de la flor del lirio resbala por nuestras barbillas. Muerdo la flor y la muerdo a
ella, voraz; cada rincón de su cuerpo blanco y menudo, flexible como un junco. Me anclo a
su cuerpo ávido de hundirme en el olvido breve como un fogonazo de esta comunión de
carne. Y fuera ruge la tormenta y dentro se agitan nuestros cuerpos y por un fugaz instante
olvido el dolor y la soledad y me pierdo dentro de Wei. Un fugaz instante de paz.
Es mi último día en Marte y abrazo a Wei con desesperación.
Jun se despide de mí con su perenne sonrisa en su cara de Luna. Se acaba mi permiso de
un mes. La armadora, ruin hasta en los pequeños detalles, cuenta los permisos en días
terrestres, algo más cortos que los marcianos. A quien le importa que la Tierra no sea más
que una roca negra y muerta. Es la costumbre. No soy quien para criticarlo. Me gusta Jun,
inmutable tras la recepción, me gusta el Hotel Beijing, ajeno al paso del tiempo. Me gusta
encontrar a Wei esperándome al final de cada viaje. Supongo que necesito algo a lo que
aferrarme, un ancla. Nací en un mundo que ya no existe y Jun y Wei son lo más parecido a
una familia que tengo fuera de mis compañeros de tripulación.
Wei se acerca a mí y deposita un suave beso sobre mis labios. Necesita ponerse de
puntillas para alcanzarme e, incluso de esta manera, yo debo agacharme bastante. Pequeña y
adorable muñequita de porcelana. Me pregunta cuando volveré. Suspiro. La Erebus, como
todas las naves de su clase, se mueve a velocidades relativistas. Un año respondo, un año de
mi tiempo de nave. Siete años marcianos. Un viaje de los cortos.
Te esperaré con impaciencia barter, me contesta Wei. Después de tantos años todavía no
le he dicho mi nombre, solo mi profesión, intentando levantar una última barrera entre ella y
yo. Se que me esperarás, Wei, siete años para ti no es nada. Os volveré a encontrar a ti y a
Jun igual de jóvenes, igual de amables y atentos. Tampoco yo habré cambiado demasiado,
las dos terceras partes del viaje las pasaré en animación suspendida, en el sueño sin sueños de
la criónica.
Estrecho de nuevo la mano de Jun y vuelvo a besar a Wei. Le acarició el pelo oscuro y
miro el manantial de sus ojos almendrados: está llorando.
No sabía que podían llorar.
Pequeña Wei, después de todo el tiempo también corre sobre tu cuerpo sintético. Te
modifican; te perfeccionan. El tiempo dibuja arrugas en mi rostro y los ingenieros diseñan
para ti conductos lacrimales. Me pregunto si tus lágrimas sabrán a sal o solo a agua destilada.
Me pregunto en cual de los millones de líneas del código de tu programa está la subrutina
que te dice cuando debes llorar. Que demonios, tú puedes llorar y yo, con toda mi sangre
caliente, hace siglos que no lo hago. Quizás recorremos el mismo camino en distinto sentido.
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29
Grupo del Aire
Hotel Beijing
Limpio sus lágrimas con un roce de mis pulgares. Sonrío y le doy un beso en la frente.
Abandono el Hotel Beijing, camino del espaciopuerto. Pero apenas he dado unos pasos me
detengo y me doy la vuelta. Wei todavía está en la puerta del Beijing, con los manos cruzadas
bajo la barbilla, llorando.
¡Hylas, me llamo Hylas! Le grito. Y luego me alejo rápidamente, con las manos en los
bolsillos y la cabeza baja. Creo que yo también podría llorar, Pero no ahora, no hoy. Quizás
más tarde.
Sexo- Tiempo
Necesito energía
Yo llegué a este país, raptada, podríamos decir. No es algo que no supiéramos que iba
pasar, ni que me hiciera temer por mi vida, pero implicaba separación, chantajes y tener que
volver a empezar con todo el trabajo. Ah, y tampoco era muy novedoso. Era la tercera vez
que me sacaban de instalaciones militares secretas inexpugnables. Inexpugnables... para quien
las quiera.
En fin, que llegué a este país con mi habilidad, ignorada por el gran público, y por
buena parte del pequeño. Y no conocía el idioma. No conocía a la gente. La comida era rara,
aunque había alguna cosa buena; pero rara. Y me sentía realmente harta de volver a empezar
por cuarta vez. Entonces acababa de cumplir veinticinco, y pensaba que era un buen
momento para tomar las riendas de mi vida de las manos del gobierno secreto que me
tuviera en ese momento. Es que ya me veía: haciendo fruslerías al principio para que se
aseguraran de que era yo, luego me planto. Que me entreguen los rehenes (padre y madre),
esta la gano yo por mucho que se discuta, total, siempre los tendrán a mano. Luego hay que
volver a plantarse, para pedir dinero en cuenta secreta personal e intransferible. Ellos se
plantan. Esta la pierdo yo, tengo que hacer algo medianamente espectacular. Ahí me dan
dinero, tan cautivo como yo. Negociar ciertas libertades siempre a golpe de chistera, para mí,
para mis padres, para nuestro dinero... Nunca total, claro. Y siempre el tedio de los exámenes
físicos y psicológicos, que deben haber perdido su validez de tanto que los he repetido. En
fin que era un auténtico aburrimiento. Casi no me quedaba tiempo para ver la tele, en idioma
desconocido, sí, pero que algo pillaba.
No conocía a casi gente: solo los científicos y matones extraños que mandan siempre. No
entiendo como no se esfuerzan más, con la de gente que debe huir. No podía salir mas que
con mis padres y con escolta. Bah, cuando me metí en estos estudios secretos, pensé que
sería la hostia, que aprendería muchísimo y que todo sería una orgía intelectual sin fin. Como
entiendo ahora a los delfines, pobres. Ah, y esto iba a ser de por vida. Fuera a dónde fuese.
Vamos, ya os he puesto en antecedentes. Que la cosa era un horror de aburrimiento
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30
Grupo del Aire
Necesito energía
repetitivo y me quería marchar. No a un secuestro pactado para recibir más de lo miso, sino
a la libertad.
Bueno, mi habilidad, de origen, control y fuerza desconocida, es la manipulación del
tiempo. Casualmente, yo no creo en el tiempo, así que para mí es el control de buena parte
de los sucesos que acaecen en nuestro grupo local. Puedo ralentizarlos, acelerarlos,
revertirlos (sí, hay que reescribir algunas leyes fundamentales de la física: ¡becas!) Y lo mejor,
yo me puedo quedar fuera, existiendo a mi ritmo. Y si quiero, se puede quedar o venir más
gente. Ya, ya, que porque no me he escapado antes. Pues por algo será, lelos. Necesito
energía. ¡Pero a montones!
La vez que tuve que traer a Napoleón (sí, ¿quién si no?, ¡viva la imaginación!) dejé Las
Landas sin suministro media hora. No se produjeron daños, ¿eh? Sólo que todo lo que se
producía me lo llevaba yo... No, cuatro laboratorios secretos y yo no hemos podido
determinar como se produce el intercambio de energía, ni a dónde va a parar ni que hago yo
con ella para canalizarla ni nada de nada. Aunque en el segundo laboratorio había una tía que
lo hubiera descubierto. Era la monda. No entiendo cómo siendo tan brillante, original y
creativa acabó trabajando para esos. Bueno, quizá mi juicio está algo sesgado porque me
hablaba... En fin, que era maja es seguro.
Que divago, a lo nuestro, estábamos en que había decidido escaparme con mis papás, al
pasado, a darnos unos consejillos: hombres de negro no, acciones de Microsoft sí, chequeos
detallados no, estudiar informática sí, confiar en Svetlana no, celebrar mi segundo
cumpleaños no, aprender kárate sí... En fin esas cosas que nos harían un favor a todos. El
problema era de dónde sacar la energía para tamaño retroceso de tres (la vuelta también
necesita energía, pero te puedes preocupar sobre la marcha si es una fuga, y esta lo era. Para
las experimentales iba muy preparada). La energía. A veces, las personas somos un poco
miopes. Se me ocurrió algo.
Mis padres y yo nos reunimos en mi habitación, como todos los días, a la hora del té.
Reliquia de otro confinamiento. Llevábamos escritos nuestros mensajes, por si las moscas.
Nos pusimos la ropa de la época (diez años dan para mucho en moda), para no resultar
llamativos. Emitimos los suspiros de rigor, nos santiguamos, nos dimos las manos y saqué
mi energía… del sol.
Ahora, somos completamente libres... y moderadamente adinerados. Todos. Sí, todos.
Secreto - Tiempo
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Grupo del Aire
Y… allí no descansó
Y… allí no descansó
Era una noche oscura y las estrellas tenían un brillo cambiante y juguetón, parecido al de
los cristales de arena bajo el eterno mecer de las aguas marinas. Charlie encendió a tientas el
transistor sin separarse del ocular del gran telescopio astronómico y manipuló torpemente
los diales.
—Jim, ¿lo estás viendo?
—Si.
—¿Y bien? ¿Qué opinas?
—Bueno, creo que los instrumentos deben funcionar mal. O nuestras predicciones.
—Quizás el universo haya aumentado la aceleración de su rotación…
—¿Me tomas el pelo? Puede que nuestros mapas sean erróneos, eso explicaría por qué
estamos viendo el cuadrante… — Se escuchó un crujir de papeles.—…49 en lugar del 21.
—Ytambiénunaumentodevelocid…— Murmuró Charlie.— Un momento…— Su tono de voz
cambió.— ¿Y si estuviéramos presenciando El fin?
—¿El fin?
—Sí… Bueno, se me acaba de ocurrir. Quién sabe, quizás el tejido del espacio-tiempo
llegó a su límite elástico y se rasgó, y como resultado los trozos completos se contraen a gran
velocidad, cargando tras de sí millones de galaxias, estrellas, asteroides... Como un globo al
explotar.
—¿Qué dices, Charlie? ¿Te estás escuchando?
—¡Ah! ¡Lo tengo!
—A ver…— Dijo Jim suspirando.
—Creo que… el tiempo en sí mismo se está distorsionando.
—¿Cómo? Esta sí que es nueva…
—Mira, hay dos opciones: que el campo del espacio profundo se mueva de pronto a gran
velocidad, o que nosotros nos estemos moviendo más despacio, que nos estemos quedando
quietos. Que el tiempo se esté congelando… porque sin duda existirá alguien que pueda
controlarlo ¿Me escuchas? — Los dos podían oír algo de estática de fondo en el canal de
radio. Los destellos de algunas estrellas desaparecieron lentamente.
—Charie… — Pronunció Jim con esfuerzo mientras sus parpados chocaban
Ó F…
pesadamente.— Dejémonos de c h a R L A S
F I L
O S
La boca de Jim se detuvo en ese preciso instante, dejando escapar con un leve susurro el viento a través de
sus labios y dientes. Fue el último sonido que salió de su boca. El resto quedó atrapado en una burbuja de
saliva que, como desposeída de su gracia y fragilidad, adquirió un sólido tono grisáceo, remachando en piedra
las comisuras de los labios. Los ojos quedaron atrapados en un lento e interminable parpadeo que culminó en
una catarata de polvo sobre la estirada y enferma piel que cubría los pómulos. La ropa que cubría las
articulaciones se deshizo a cámara hiperlenta en jirones de polvo que quedaron suspendidos en el aire.
El viento se detuvo, las hojas de los árboles que caían quedaron prendidas de la nada a medio camino del
suelo. El mar se congeló formando un engrudo oscuro y denso. En algunos lugares era una interminable
cadena de amenazadoras y sombrías montañas, en otros, una llanura de afilados penachos grises o un gran
desierto turquesa bajo una infinitud de cristales de agua.
Los animales de la Tierra convirtieron el planeta en un mundo muerto repleto de increíbles estatuas de las
más variadas formas. Los pájaros se mantenían pesadamente en el aire, algunos deshechos entre cortinas de
humo estático. El polvo bullía en silencio bajo las pezuñas de algunos antílopes mientras otros, de un húmedo
pelaje dorado bajo el sol, se encontraban encerrados en verdaderas prisiones acuáticas. Las ballenas
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Grupo del Aire
Y… allí no descansó
observaban con sus ojos abiertos, pero sin ver ni comprender por qué en los abismos negros, algunas de las
más pesadas, se diluían lentamente acunándose hacia lo más hondo. Lentamente. Hasta volver a quedar
atrapadas.
Y todo ello bajo un sol turbio que se oscurecía alimentando sus últimas combustiones gaseosas. El viento
estelar quedó atrapado en la nada y los gases se enfriaron en una mezcla homogénea de hidrógeno, helio, y
fotones muertos, para acabar desvaneciéndose en la noche eterna del universo. Se veía entonces un enorme
brazo que atravesaba de lado a lado aquel inquietante escenario, pero que poco a poco también dejaba de
brillar. Primero la Vía Láctea, después La nube de Magallanes, La Enana de Draco, Leo I,
Andrómeda…, una a una acabaron sepultadas por la tiniebla. Las últimas galaxias desaparecieron
mientras seguían girando presas de una hipnótica inercia que las llevaría sin duda al estatismo completo.
Y más allá de las fronteras del cosmos, más lejos de lo que cualquier criatura hubiera podido imaginar,
Dios esperó pacientemente a que aquella gota púrpura y con un brillo especial terminase apagándose como
habían hecho el resto de Universos… y actuó.
La inmensa e inmortal noche de aquel lugar que llenaba Él mismo tocó cada una de aquellas esferas
muertas, aplastando algunos Universos y creando involuntariamente otros con cada roce de su túnica de
infinitos pliegues, como un enorme y torpe animal. Durante aquel instante (o eternidad, pues en aquella
situación los dos conceptos tenían el mismo sentido), los interminables campos de Mundos relucieron bajo su
taciturna mirada, y se dejaron moldear. Aquel ser infinito supo aportar sencillos matices de perfección a
algunas de sus creaciones mientras privaba a otros de aquellos privilegios, adentrándose en los confines de la
oscuridad tan lenta y suavemente como la corriente que arrulla los guijarros de un río. Aquel enorme Dios
negro sentado en un trono, esos ojos perdidos en la inmensidad que observaban desde todos los rincones, el
sueño eterno de una mente inquieta de la que surgían tanto infinitos pensamientos como hebras de desorden,
todo aquello que era y no era únicamente lamentó no tener otra manera de controlar el tiempo, algo que no
conllevase el arduo trabajo de detener una por una todas las partículas existentes.
Y finalmente, justo antes de que bajo sus ojos los incontables Universos brillasen una última vez, Dios se
sintió un esclavo. Entonces sobrevino el latigazo de sombras. Tan sólo un parpadeo y…
…I
C A s y dediquémonos a arreglar esto. A veces dices unas tonterías…
Silencio - Tiempo
El silencio al despertar
De pronto, comienzo a recobrar mis sentidos. Mi cabeza, extrañada, pone en marcha mi
organismo dubitativamente. Me siento entumecido, confuso, aún aletargado, inmóvil.
Detecto el ambiente frío. Mi respiración condensada sería visible si pudiera abrir los ojos,
pero mi cuerpo reacciona lentamente como si hubiera viajado millones de kilómetros en un
instante.
Y el silencio, el Silencio. Puedo oír mi respiración, costosa, lenta y entrecortada y nada
más. No hay nadie, no hay voces, no hay zumbido de máquinas o sistemas de control de
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Grupo del Aire
El silencio al despertar
entorno. No hay robots de servicio ni por supuesto la música de la cantina a la que me dirigía
antes de despertar aquí.
Solo un silencio agobiante, enfermizo, como una pesada manta transparente que intenta
envolverme, entrar en mi cabeza y volverme loco. Solo un silencio que no creía posible
encontrar en ningún lugar.
Mi cabeza funciona pero mi cuerpo aún no. No puedo abrir los ojos, no puedo moverme,
apenas puedo respirar este frío aire, húmedo y silencioso. Mi espíritu de supervivencia me
obliga a no intentar moverme hasta tener alguna garantía de seguridad. Espero.
Comienzo a recuperar la sensación táctil en mi cuerpo abotargado. Estoy tendido sobre
una fría superficie plana y dura, parece que aún conservo mi uniforme de trabajo y mi
brazalete de comunicaciones.
Recuerdo mi último retazo de consciencia, me dirigía a la cantina con mi compañero.
Habíamos terminado nuestro turno de vigilancia en la sala de control de los muelles de
atraque secundarios. Ese había sido mi puesto en el crucero espacial durante los últimos
meses.
Andábamos por uno de los amplios pasillos principales hacia la cantina, a tomar un
merecido bocado, entre risas y comentarios de otros compañeros de la tripulación. Aún con
el uniforme de trabajo, el traje de seguridad perimetral obligatorio, ya que una membrana de
seguridad era lo único que separaba nuestro puesto de trabajo del exterior.
Ahora recuerdo un momento de incertidumbre, una extraña sensación de milésimas de
segundo. Como si el tiempo se hubiera detenido y las formas y contornos de la gente
alrededor se difuminaran y se fundieran con el fondo…
Después de eso: nada. El silencio abrumador de esta habitación, los intentos de recuperar
mi movilidad y la ansiosa necesidad de descubrir qué ha pasado.
Intento forzar mi oído, concentrarme en el silencio, buscando alguna pista antes de
conseguir abrir los ojos y enfrentarme a la situación. Nada. Contengo la respiración, intento
no contaminar el silencio reinante con algún roce de mi cuerpo.
Libre de esa carga, el silencio se vuelve más espeso todavía. Lo imagino acercándose a mí
para envolverme, cada vez más fuerte, más poderoso, extendiéndose sobre mi cuerpo para
sumergirme en un sueño infinito. No puedo contener la necesidad de reanudar mi
respiración para poder escuchar algo y no volverme loco.
Parece que puedo abrir mis ojos. Levemente una línea de luz azul plateada atraviesa mis
párpados entreabiertos. La luz es débil, el entorno en penumbra me permite fijarme en los
elevados techos del lugar en que me encuentro.
Me decido a abrir los ojos completamente y echar un vistazo. Aún inmóvil sobre mi frío
lecho, descubro una estrecha habitación, altas paredes de un material poroso y oscuro de
color azul con vetas marrones y negras. Los elevados techos abovedados, en penumbra, se
abren al final de la sala para dar paso a un enorme ventanal, que invade parte del techo y
desciende hasta el suelo mostrando el espacio exterior.
La luz que ilumina la sala proviene del exterior, una gran estrella blanca es la fuente y la
ventana transparente la filtra para obtener los tonos azulados que ahora me permiten ver.
Estoy tendido sobre una mesa plana de algún metal desconocido, anclada al suelo del
mismo material que recubre las paredes. Quizá algo apresuradamente, me creo convencido
de que no hay peligro a mi alrededor. Consigo incorporarme levemente y, con torpeza, rodar
hacia un lado y caer al suelo medio encorvado.
Por un instante me detengo, intento recuperar el calor en mis músculos. Con una rodilla
en el suelo, casi paralizado de nuevo por el miedo, observo. Desde aquí puedo ver el largo
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Grupo del Aire
El silencio al despertar
corredor rematado por el inmenso ventanal que filtra la luz de aquella gran estrella. La zona
donde se encuentra la extraña mesa donde yacía tendido es algo más ancha que el resto de la
habitación.
En esta zona las paredes están vacías, la porosidad del material parece absorber la luz y
emanar silencio. Unos pasos más allá, la habitación se estrecha y comienza un pasillo
alargado cuyas paredes se encuentran ocupadas por una especie de cápsulas de hibernación,
con pulidas superficies translúcidas que emiten suaves reflejos verdosos.
Giro lentamente la cabeza, quiero fijar mi vista en el lado opuesto al gran ventanal. La
pared se encuentra a un par de metros de mí. Una sutil hendidura en la porosa pared indica
la existencia de una puerta. Una gran puerta, casi tres veces mi altura pero aún sin llegar al
techo de la sala.
Intento usar mi brazalete de comunicaciones, en vano. Definitivamente parece que estoy
solo en dónde quiera que esté. Mi cerebro aún no me deja abandonarme al pánico, unos
claros relieves en la puerta forman símbolos sobre la puerta y despiertan sorprendentemente
mi interés. Casi hipnotizado por ellos, acerco mi mano. Una pequeña corriente de aire y un
color ambiguo, cambiante, incrementan mi curiosidad por estos símbolos. Mi mano siente la
corriente, mis ojos, de reojo, parecen ver oscilaciones en el color, pero al fijar la vista: sólo el
relieve sobre la puerta.
Me alejo varios metros, aún bajo algún incomprensible efecto del silencio de la sala, me
muevo sin temor. Algo me dice que estoy solo, que no hay peligro…
Ahora puedo ver todo el conjunto de símbolos en relieve sobre la puerta, sobre una
puerta nunca traspasada, en una habitación alienígena, en una nave desconocida. Ningún
humano ha visto antes nada parecido, una escritura extraterrestre, un jeroglífico alienígena,
un mensaje del más allá.
Mi mente, nerviosa, divaga buscando explicaciones. Estupefacta no encuentra respuestas
sino preguntas encadenadas. Mensajes e ideas, recuerdos y lamentos se agolpan en mi cabeza
que, indefensa, no puede reaccionar.
Un brusco temblor me pone alerta de nuevo. Ahora el movimiento es apreciable, la
estrella por el ventanal se acerca. Mi experiencia en el espacio me indica que eso implica que
estoy en una nave pequeña. Puede que incluso sea esta misma habitación, puede que incluso
sin propulsión autónoma. Únicamente lanzada hacia su destino.
El jeroglífico se ilumina. Un signo que parece representar una estrella en lo alto. Justo
debajo, varios rectángulos en vertical, con las esquinas redondeadas y dando sensación de
tridimensionalidad. Y abajo del todo, algo parecido a unos brazos extendidos.
Los rectángulos me recuerdan a las cápsulas, me acerco rápidamente a ellas. Quiero ver de
qué se trata. Tienen dos veces mi altura y el interior se ve translúcido, lechoso, puedo
discernir algo en el interior, como flotando en un fluido viscoso.
De un rápido vistazo compruebo las cápsulas, una de ellas parece querer contar más sobre
su contenido. Mi mirada se concentra en discernir, imaginar el contenido de este habitáculo
espacial.
Mientras, el jeroglífico sigue luciendo, emanando una sensación de tranquilidad, de
descanso. Pero mi mente está envuelta en un torbellino de preguntas. La estrella se acerca
cada vez más, la luz aumenta en el interior y ciertas siluetas comienzan a dibujarse dentro de
la cápsula frente a mí.
Ahora lo veo, o lo imagino o ambas cosas a la vez. Un ser de otra galaxia, yace suspendido
en ese líquido amniótico alienígena. Una gran cabeza alargada con extraños apéndices
colgantes a los lados, simétricos y elegantes. Donde debieran estar nariz y boca una
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Grupo del Aire
El silencio al despertar
protuberancia que parece rematada por pequeños tentáculos. Grueso cuello y cuerpo
segmentado rematado por gruesas extremidades inferiores cuyo número no acierto a
determinar. A ambos lados largos pares de brazos, diferentes y acabados por lo que imagino
son apéndices sensoriales.
Me alejo un par de pasos. Miro las cápsulas y comprendo. Aquellos seres flotan dentro del
habitáculo de su último viaje. No tienen vida. El mensaje de la puerta es una despedida, un
adiós con los brazos abiertos enviando a los muertos hacia la eternidad de la estrella.
De ahí radica el silencio, la tranquilidad y la seguridad de la nave: es una cripta. El último
transporte de estos viajeros espaciales que ahora ponen rumbo a la estrella que les acogerá el
resto de la eternidad.
Y yo voy con ellos, atrapado. Perdido en el tiempo y en el espacio, sin saber por qué ni
cómo he llegado hasta aquí. He sido el primero en conocer otra civilización, he sido el
primero en ver. Y conmigo morirá mi secreto cuando esta tumba colisione con la gran
estrella que aguarda nuestra llegada.
Y sin embargo no puedo llorar. Solo me siento, miro el jeroglífico y espero que su
hipnosis me invada y el Silencio me devore mientras termino mi último viaje junto con mis
desconocidos y fascinantes compañeros.
Jeroglífico - Silencio
Liturgia de cristal
Utnapishtim lo señaló con el dedo. Un impostor. Los guardias se abalanzaron sobre
Arfaxad, que no opuso resistencia.
Lo expulsaron del arca sin contemplaciones. El joven rodó por el maderamen de acceso a
una de las veinticinco puertas de aquella gigantesca nave de locos. Unos fardos de paja
amortiguaron su caída. Arfaxad se levantó. Contempló el arca, de pie, inmóvil. Trescientos
setenta y nueve metros de longitud y sesenta y ocho metros de ancho. Treinta metros de
altura, hasta la cubierta; cincuenta y nueve, si se contaba hasta el punto más alto: las
chimeneas que se elevaban sobre el tercer piso.
Un viejo delgado y zarrapastroso lo miraba y sonreía. Quizá eso le sobraba para parecer
un verdadero asceta, la expresión de humor.
—Sólo pretendía echar un vistazo —dijo Arfaxad.
—Ya —sentenció el viejo en el mismo tono de ironía que el joven al que acababan de
expulsar del arca. A continuación añadió—: ¿Eres de los que conocen el secreto?
Desde hacía varios días, ese lugar parecía una feria. Las personas llegaban de todos los
rincones. Cada día rodaba un centenar de incautos por las pasarelas. A estos bravos de
última hora, los devotos de Utnapishtim les preguntaban lo mismo: ¿por qué no acudisteis
en su momento a la llamada de Utnapishtim y por qué os reísteis entonces de sus
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Grupo del Aire
Liturgia de cristal
advertencias? Los defensores del arca disfrutaban al reconocer el rostro del miedo en tantos
novísimos devotos, y más les divertía expulsarlos de la nave.
El viejo señaló una pasarela más ancha que las demás, por la que se accedía a la llamada
Puerta de los Justos. Varios de los elegidos azuzaban un rebaño de cabras.
—Había oído que escogían a las especies por parejas —comentó Arfaxad.
—Tendrán que alimentarse el tiempo que dure la travesía. Seis mil creyentes son muchas
bocas.
Casi la mitad de los elegidos, que había trabajado durante diez años para construir el arca
de Utnapishtim, se quedaría en tierra. La selección fue natural en el caso de aquellos que
habían muerto o enfermado. El dedo de Utnapishtim descartó a los que sobraban. Explicó,
para consolar a los eliminados, que todos serían bien recibidos en el mismo cielo que iba a
desplomarse sobre sus cabezas.
—¿Cómo lo supiste? —preguntó el viejo.
—¿El secreto? Me gusta mirar las estrellas.
El viejo se echó a reír. Señaló otra de las largas tablas de acceso al arca:
—Son como hormiguitas que llenan la despensa.
Ochenta mil kilos de carne fresca, almacenada en compartimentos helados. Dos mil kilos
de tomates. Setecientos kilos de hojas de té. Tres mil quinientos kilos de mantequilla.
Pescado seco, jamón, huevos, azúcar, harina, arroz. Todo en grandes cantidades.
—Es inútil. Yo no lo voy a intentar. En primer lugar, soy viejo. Además, fíjate.
El viejo desenrolló la manta con la que se cubría. Tenía seccionada la pierna izquierda por
debajo de la rodilla. No, era imposible que lo escogieran para subir al arca. Ningún elegido
llegaba a los cuarenta —excepto Utnapishtim—, ni padecía enfermedades.
El viejo aparentaba buen humor para estar tan cerca de la muerte. Entraba dentro de lo
previsible que cuando diluviara, el anciano cojo sería de los primeros en ahogarse. El arca ya
no parecía la alucinación de un insensato, sino el único refugio en el que sobrevivir si llegaba
a suceder lo que se anunciaba: que el agua iba a anegar cada rincón del planeta. La pesadez
del aire, las negras y bajas nubes constreñidas en un cielo empequeñecido y la tiznada grisura
del amanecer de los últimos días no eran precisamente buenos augurios.
—Me pregunto para qué habré venido —dijo Arfaxad.
—¿Tienes algo mejor que hacer que contemplar este espectáculo?
Entonces se hizo el primer silencio. Un silencio tenso y largo. Todos se quedaron mudos.
El silencio se rompió cuando por una de las chimeneas del arca empezó a salir humo.
Veintinueve calderas que alimentar con toneladas de carbón. Las estaban probando.
El libro del arca de Utnapishtim contenía explicaciones muy precisas sobre el modo de
construir las calderas que impulsarían el gigantesco barco y el modo de mantenerlas. Los
piadosos seguidores destinados a la sala de máquinas recitaban esas instrucciones como si
fueran mandamientos. Utnapishtim dijo que recibió el libro del arca de un ángel que bajó del
cielo, pero ese espíritu celeste parecía haberse desentendido de ellos, ya que no había vuelto a
aparecer, como si en el cielo hubieran cambiado de opinión acerca de salvarlos, o les diera lo
mismo.
Al aparecer humo, los que como Arfaxad se arremolinaban en torno al arca lanzaron
gritos de asombro y se arrodillaron. Inmediatamente después, la bocanada negra emergió de
otras dos chimeneas. Las cuarenta mil toneladas del arca crujieron cuando tres hélices de
bronce empezaron a girar. El armazón que soportaba el peso de aquel gigante de madera
también vibró. A una orden de Utnapishtim, asomado en cubierta, uno de los guardianes
sopló un cuerno. Su sonido áspero y grave indicó que el ensayo había concluido. Las hélices
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Grupo del Aire
Liturgia de cristal
se detuvieron y los ocupantes del arca vitorearon a su líder. Después, cada uno siguió
haciendo su trabajo.
—La salvación para los justos. El resto seremos castigados —dijo el viejo.
—Entonces, ¿qué has venido a hacer aquí?
—Busco a alguien como tú.
La reunión de desesperados en torno al arca seguía expectante. Aguardaba un nuevo
milagro como el que acababa de presenciar, el insólito rugido de las calderas tras el primer
silencio del mundo. El segundo, decían las escrituras de Utnapishtim, traería el agua.
El viejo y Arfaxad se alejaron de la multitud. Descendieron la montaña en cuya cima
estaba apostada el arca de la salvación, a demasiados kilómetros del mar para parecer un
proyecto naval razonable.
El viejo montó en un burro tan apolillado como él. Arfaxad caminó a su lado. Tardaron
una hora en llegar a la casa del viejo, emplazada en el lateral de una colina.
Los recibió una mujer joven. A Arfaxad le pareció muy hermosa. Se llamaba Eva.
—Mi marido se llamaba Hasaba. Ayer lo enterramos —dijo la mujer, y señaló un
montículo de tierra—. No pude hacer más.
El viejo lo llamó y Arfaxad se alejó de la joven con fastidio. Volvió varias veces la cabeza
hacia Eva antes de llegar hasta donde se encontraba el viejo. Le gustaba.
—Este es mi juguete —dijo el anciano.
Una tela fina y elástica, de un material que Arfaxad no conocía, dibujaba un triángulo en el
aire. Se apoyaba en cañas de bambú.
El joven distinguió dos asientos. El anciano no se anduvo con rodeos:
—Eva conducirá. Tú te situarás detrás de ella. Debéis marcharos cuanto antes. Confía en
Eva, sabe del secreto tanto como yo.
—¿Así, sin más?
—Así, sin más. No aguantará el peso de tres personas. Es tu día de suerte, Arfaxad, tu
verdadero día de suerte. Ocuparás el asiento de Hasaba. Así volverás a nacer.
—¿Y qué pasa contigo?
—No hay sitio para un viejo. Es lo único en lo que estoy de acuerdo con Utnapishtim.
Cuarenta segundos. Duró cuarenta segundos exactos.
Eva había logrado que aquel liviano carruaje para dos ascendiera pronto gracias a las
ráfagas del viento. Alcanzaron el cielo y lo tocaron con las manos. No estaba tan lejos, sólo
lo parecía. Eva sacudió una manivela y el aparato volador casi se detuvo, suspendido en el
aire. La mujer palpó la trabada grisura de la bóveda de metal en busca de alguna de las
compuertas que lo abrirían. Localizó dos de ellas y situó el vehículo en medio.
Esperaron.
Llegó el segundo silencio.
A continuación, las compuertas se abrieron con un prolongado y agudo chirrido y el agua
se precipitó salvajemente a través de ellas. Todo se anegó antes de esos cuarenta segundos.
Cuando cedió la tromba, Arfaxad pudo ver el destino del arca de Utnapishtim: una de las
compuertas, al abrirse, había desparramado su contenido sobre la gigantesca embarcación,
como una furiosa columna, haciéndola volcar. No tenía tiempo para lágrimas por los que
flotaban en aquel mundo sin tierra, ni para burlarse tampoco, si le quedaban ganas. Los que
todavía braceaban, pronto se ahogarían.
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Grupo del Aire
Liturgia de cristal
¿Cuánto tardarían en cerrarse las compuertas? Ya que habían soltado lo que contenían, era
previsible que pronto. Mientras se hacía esa pregunta que él mismo respondía, Eva ya había
reanudado la marcha en dirección a la abertura más cercana.
Nadie podía adivinar qué ni a quiénes encontrarían al otro lado de la bóveda. Arfaxad
sabía de ellos sólo una cosa: que no temían sacrificar lo que subyugaban desde lo alto. Pero
entrar allí era la única opción que les quedaba.
Volvieron a escuchar los rugidos metálicos. Las aberturas empezaban a cerrarse.
Arfaxad se inclinó hacia delante y tomó una de las manos de aquella mujer que apenas
conocía. Con mucho temor, y también con algo de esperanza, miró hacia la oscuridad que
los envolvió. La de la compuerta por la que ingresaron en el cielo.
Secreto - Silencio
Una verdad tras la mentira
Mis saludos para quien este leyendo este texto, pues pronto descubrirá la horrible verdad
sobre el mayor secreto de nuestro actual mundo.
Me llamo Juan Montenegro, soy un periodista en un periódico gratuito de esos que viven
de los anuncios de prostitución, tras años de estudios acabar así no es el sueño de ningún
periodista.
No se en que año estarás tu cuando leas este texto, esto ocurrió en el año 2007, estaba en
mi casa después de un día de trabajo, cuando llamaron.
Le abrí la puerta y allí estaba ese extraño personaje.
—¿Que desea?
—Pasar, necesito su ayuda. Se que no nos conocemos pero es importante Juan.
—Quien es usted y que quiere.
—Oh, discúlpeme, me llamo Manuel Robleda.
—¿Robleda? ¿Eres el que escribió aquellas blasfemias contra el papado? —. Salio en todas
las noticias hace año y medio, dijo barbaridades sobre la iglesia.
—Veo que me conoces, ahora ¿puedo pasar?
Le deje pasar.
—No entiendo que haces aquí, si es por que quieres hacer un montaje yo no soy tu
hombre, seré pobre pero honrado. —le dije tajantemente, no quería nada turbio.
—Entiendo que pienses así, pero todo fue un montaje a gran escala para envilecerme y
convertirme en un monstruo.
—¿Un montaje? venga decir que la iglesia servia para crear falsas mentiras que ocultan un
secreto. Es como pedir que te ahorquen.
—Es la verdad, hay un secreto en este mundo que cambiara la forma de ver las cosas.
—Se le ha acabado la credibilidad Robleda. Dijo esas cosas cuando todo el mundo estaba
con la moda del código Da Vinci pero ya esta.
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39
Grupo del Aire
Una verdad tras la mentira
—Necesito que alguien mas sepa la verdad maldita sea.
—Le doy cinco minutos Robleda, si es para algún escándalo mas le vale irse.
—Mira, la iglesia se uso en cientos de verdades. Para ocultarlas, este secreto nos rodea,
necesita de enemigos que la fomenten para que nosotros pensemos que es una mentira
graciosa.
—A que maldito secreto te refieres, parece como si te diera miedo contarlo joder.
—¡La tierra es plana!
Lo primero que hice fue reírme.
—¿Ves? a eso me refiero, se ha enseñado a tantas generaciones desde hace 500 años que
la tierra es redonda que si dices lo contrario se ríen de ti, es el secreto mas perfectamente
guardado que hay.— Dijo enfadado por que no le creía.
—Venga vale ya puedes irte de mi casa.
—¿Quieres pruebas verdad?— Me dijo serio.
Me levante sin decir nada, encendí la pantalla de mi ordenador que casualmente tenia
abierto el "Google Earth" y gire ese pequeño planeta azul mientras le sonreía.
—Eso es una farsa, un truco informático que hace que parezca que vivimos en un mundo
redondo.
—De acuerdo, quiero pruebas, y si las puedo rebatir me dejas en paz.
Mi curiosidad por lo que este hombre decía me motivaba a que me enseñara las pruebas
de ese "secreto" tan ridículo.
Se levanto y me llevo a su coche, me condujo hasta un pequeño piso en el centro. Cuando
entre en su casa un olor nauseabundo corría por toda la vivienda, estaba limpia así que por
educación evite hablar del olor.
Me llevo a un cuarto lleno de fotografías egipcias y jeroglíficos sobre una mesa en el
centro, parecía el museo privado de Robleda y yo era su único visitante.
—Mira, los egipcios eran los descendientes de los atlantianos, por desgracia no pudieron
evitar la caída de su civilización. —Evite reírme, en esos momentos me pareció un simple
loco contándome un cuento.
—A ver, estas fotos son de escritos en pirámides, no entiendo nada.
—Son jeroglíficos, muestran que la tierra es plana.
—Si la tierra fuera plana el agua caería por un desagüe gigantesco, es una patraña lo que
me estas contando.
—Claro que no se escapa el agua, en realidad la tierra no es plana, tiene una leve forma de
cuenco, por eso no se va el agua y lo que la rodea es todo hielo, en los bordes apenas da el
sol y mantienen el agua dentro del cuenco.
Por dentro me tronchaba de risa, era una locura lo que este pobre me contaba.
—¿Ves esos jeroglíficos? Los descubrieron en el 95, dos personas se llevaron casi todos,
demuestran que mi teoría es cierta.
—Son solo jeroglíficos, ¿entonces que hay debajo de donde pisamos? algo abra.
—Claro que si, pero fuera de los bordes hay menos gravedad, solo el mejor equipo de
montañismo baja a esa zona, el sol apenas aparece, eso ha impedido que crecieran plantas y
animales, además tiene montañas gigantescas.
—Si claro, me marcho. —Cuando me di la vuelta vi en la puerta un jeroglífico
plastificado, con eso mismo que me había contado Robleda, empecé a creer que podía ser
verdad.
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Grupo del Aire
Una verdad tras la mentira
—Los egipcios crearon las pirámides como monumentos a su civilización perdida la
Atlántida.
—Si la Atlántida, esa isla que se hundió. Es solo un mito como Troya.
—Te contare la historia si charlamos.
Me di la vuelta sentándome frente a el, parecía muy dispuesto a confiarme tal magno
secreto yo empecé a tragarme un poco sus historias.
—La Atlántida era una civilización, por lo que explican los jeroglíficos, buscaban el
conocimiento puro, pero sufrieron una catástrofe que en realidad salvo nuestro planeta. Los
jeroglíficos reflejan que la isla de la Atlántida se hundió por que en el otro lado se formo un
agujero.
—Claro, y la tierra se vacío.
—No, la Atlántida se hundió y gracias a la naturaleza tapo ese agujero salvando a la tierra
de la desertización dando al mundo nuevos continentes que antes estaban sumergidos.
—Una historia interesante, pero por que los egipcios no lo cuentan mas que en unos
cuantos jeroglíficos.
—En realidad, toda su historia se basa en aquel suceso, ellos fueron los descendientes que
pudieron salvarse del hundimiento, la forma de las pirámides es la forma que tienen las
montañas allá abajo.
—Mira Robleda, es una gran historia y tienes para hacer un buen libro de fantasía con tus
jeroglíficos que prefiero no saber de donde han salido. Pero esto no tiene nada que ver con
que la iglesia lo oculte o que ningún gobierno se de cuenta de que el mundo es plano.
—Casi todos los gobiernos lo saben, pero lo ocultan.
—Es imposible de ocultar Robleda.
—¡Claro que si! Colon uso este secreto gracias a los reyes, en realidad no sacaban el oro
de América, sino de la primera expedición allí abajo.
—Ah claro, por eso los gobiernos lo ocultan, abajo hay oro.
No podía creérmelo pero su paranoia tenia sentido.
—En realidad toda clase de metales, diamantes, es un tesoro, casi imposible de alcanzar, y
ahora quieren extraer el petróleo por ese lado, por eso tanto experimento en gravedad cero,
necesitan gente preparada para trabajar en baja gravedad.
—Tiene sentido, pero quinientos años alguien se daría cuenta de que la tierra es plana
además en avión viajas en un momento a cualquier parte.
—Desde que se invento el ordenador, todo ha estado manipulado, y los centros de
control también, Bill Gates por ejemplo tiene la influencia y el dinero para que nadie se de
cuenta de sus expediciones al otro lado, y eso ayuda a su gobierno.
—Claro y eso que tiene que ver con los españoles y la iglesia.
—¡Todo maldita sea! todos están en el ajo y todos quieren un pellizco allá abajo.
—Si fuera verdad, este secreto haría palidecer al mismísimo código Da Vinci.
Parecía un poco predispuesto a creer, esos jeroglíficos sobre la mesa, en la puerta, no
parecían ningún montaje, había visto jeroglíficos en varios museos, eran como estos, algo
tocados por la mano del tiempo.
—Si todos supieran que usando algo que te sujeccione al suelo bien se arriesgarían por
hacerse ricos.
—Y destruiría el sistema económico de los gobiernos. Nadie se lo creería Robleda,
incluso te matarían por decir esto.
—Ya me han matado.
—Estas vivo.
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Grupo del Aire
Una verdad tras la mentira
—Me envenenaron, ese olor en la casa es veneno que sale de un vaso de vino.
—¿Cómo sabes que vas a morir?
—Por que aun recuerdo ese olor cuando descubrí este secreto, pues uno de los que
descubridores de los jeroglíficos murió delante mía.
—¿No puedo hacer nada Robleda?
—No dejes que caiga este secreto en el olvido Juan.
Cerrando los ojos, exhalo su último aliento.
Recogí todo, sus documentos, sus jeroglíficos, durante 500 años han mentido. Bajo
nuestros pies hay un sin fin de tesoros, todo para seguir enriqueciéndose.
Vi en los jeroglíficos el pasado egipcio. Que tras ellos estaban los atlantes, pero delante de
todo eso, engaños y asesinatos.
Ahora estoy escribiendo esto, por que noto ese mismo repugnante olor, se que es mi final,
a diferencia que Robleda no he elegido a nadie a quien transmitir este secreto y estos
jeroglíficos, los entierro en una caja fuerte, para que algún día sea desenterrada y alguien mas
inteligente que yo pueda proclamar que los gobiernos nos engañan...
Jeroglífico - Secreto
El paraíso perdido
—El era un hombre y yo una mujer ¿Debo ponerlo más obvio? Yo era la Doctora Dana,
importante colaboradora en el estudio del acelerador de partículas de la universidad. Él era
Esteban, un universitario zarrapastroso que pagaba sus estudios trabajando de conserje
nocturno en las mismas instalaciones.
Ambos nos quedábamos solos en el edificio, yo le gustaba y debo reconocer que, pese a
todo, él también me gustaba aunque tardé en reconocerlo. Nos fuimos conociendo poco a
poco, yo le explique que trabajaba en ese proyecto por que estaba decidida a demostrar la
falsedad de la eyaculatoria teoría del big-bang así tuviera que pasar las noches en vela en el
laboratorio analizando los datos que arrojaba el acelerador, pues este era una maquina que,
en pocas palabras, producía a escala en una cabina los fenómenos que en teoría debieron dar
origen al universo. Él me contó que trabajaba ahí por que había fracasado su banda de rock y
que incluso tuvo que vender su querida guitarra para comer y me hacía descaradas
propuestas:“No te preocupes, el sexo es algo sucio sólo si esta bien hecho”. Luego una cosa
llevó a la otra, y terminamos teniendo noches muy… entretenidas en los escritorios y cuartos
de limpieza. Todo iba bien hasta que muchos colegas inspirados por mi ejemplo decidieron
quedarse a trabajar hasta muy tarde, entonces Esteban y yo encontramos el escondite
perfecto en la famosa cabina del acelerador, un sitio insignificante en la enorme maquinaria
del aparato. Yo realmente quería que fuera rápido, pero estábamos muy apretados en ese
lugar y el idiota de Esteban no dejaba de jugar con las manos. No nos dimos cuenta que
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Grupo del Aire
El paraíso perdido
habían encendido el acelerador hasta que fue muy tarde, pero imagínate que bien nos la
estábamos pasando que no nos importó.
—Me lo imagino.
—Llegamos al clímax al mismo tiempo que los reactores del acelerador. La luz nos
envolvió, pero la oleada de placer nos arrancó de la realidad y de pronto nos encontramos
flotando (¿o cayendo? es imposible decirlo con seguridad) en medio de ningún lugar, más allá
del tiempo. Entonces, como siempre ocurre al finalizar cualquier orgasmo, la realidad se
condensó suavemente a nuestro alrededor, pero ahora era… entenderá que no soy una
persona creyente, pero en ese momento pensé que había muerto y que, por algún error
cósmico, había llegado al paraíso.
—Aparecimos desnudos y abrazados en medio de una colina cubierta de hierba, bajo un
cielo de un azul tan intenso que lastimaba la vista, alrededor había un paisaje de montes
floridos, bosques, ríos y lagos tan imposiblemente perfecto que parecía pintado. Nos
incorporamos, totalmente mudos ante el mundo que se desplegaba ante nosotros, el
ambiente era agradablemente cálido pese a que el sol brillaba con fuerza. Antes de que
alguno pudiera decir algo, unos pintorescos pájaros, si es que se le puede llamar así puesto
que esos animales eran más reptiles que aves, parecieron darnos la bienvenida desde los
árboles con sus rítmicos gorgoteos y, asustados por el escándalo, unos caballos del tamaño
de un perro que bebían en el río, se alejaron galope. Soy… o era doctora en física, así que no
sabia mucho sobre historia natural pero entonces comprendí al verlos que de algún modo
habíamos viajado en el tiempo hasta una edad temprana del mundo.
Yo estaba aterrada, pero Esteban por lo visto, estaba muy feliz de haber llegado a un
mundo libre de preocupaciones mientras yo me desgañitaba buscando alguna explicación,
resolví que…
—Por favor, sáltese la palabrería científica.
—Bueno, lo resumiré a que hay una teoría que afirma que auque es imposible trasladar
materia a través del tiempo, podría ser el trasladar partículas muy pequeñas de energía o
información. Entonces el acelerador destruyó nuestros cuerpos a ese nivel ínfimo, pero el
orgasmo debió elevarnos a un estado de conciencia tal que nos mantuvo vivos mientras nos
impulsaba a través de las dimensiones quánticas y nos reformó en otro tiempo, como el agua
que se evapora de los mares y se precipita en los bosques, por decirlo de un modo simple.
Le hablé a mi amante de esa teoría y también le hablé de la teoría del “efecto mariposa”
(que cualquier cambio por mínimo que sea, puede cambiar totalmente el curso de la historia),
pero él me demostró su interés arrojando su condón usado al cauce de un riachuelo. Lo mire
con detenimiento, se me abrieron los ojos y lo volví a ver tal como era: uno de tantos
jóvenes músicos fracasados que habían caído en un empleo mediocre y al que no le
importaba arruinar la vida de los demás, un irresponsable y vulgar muchacho que se había
aprovechado de la situación y que por su culpa estaba atrapada en el pasado… con él. Aquel
paraíso iba a ser todo un infierno. Me sentí de golpe avergonzada de estar desnuda ante él y
me alejé tan rápido como pude, pero él me siguió sin prisa (¿pues a donde iba a huir?). La
escena de nosotros desnudos entre los prados floridos de aquel valle inevitablemente
recordaba a algún pasaje del antiguo testamento. Pero no, no iba a ser yo la Eva de ese
hombre auque (en efecto) fuera él único sobre la tierra.
La temperatura era tan confortable que ni siquiera en las noches necesitábamos buscar
algún tipo de ropa y adonde miráramos había frutas y animales mansos por lo que nunca
pasamos hambre. Esteban me siguió por días como perro faldero a pesar de mis esfuerzos
por perderlo, no paraba de hablar de que yo debería estar agradecida de haber llegado a un
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Grupo del Aire
El paraíso perdido
lugar tan bello, pero yo estaba demasiado enojada para escucharlo. Finalmente, él también se
hartó de mi actitud y se fue por su cuenta, fue entonces cuando realmente empecé a disfrutar
la paz del lugar, tanto así que perdí la cuenta de los días
Hasta una noche que la presión pudo más y recordamos que había mejores cosas que el
paraíso, nos buscamos el uno al otro desesperadamente por el valle y cuando nos
encontramos, sin decir palabra, nos tumbamos abrasados en la hierba. Al poco rato las
estrellas empezaron a vibrar como si se excitaran con nuestro espectáculo, y poco a poco
empezaron también a girar con violencia, primero en el firmamento, después alrededor de
nosotros y luego por debajo: habíamos entrado de nuevo en la dimensión quántica.
Y así hacíamos el amor mientras caíamos (¿o flotábamos?) lejos de las reglas del tiempo y
el espacio, igual que como la otra ocasión, solo que esta vez no había condones y entonces,
en medio de ningún lugar y en el eterno instante en el que alcanzamos el clímax, salí
disparada hacia “arriba”… ¿Se está riendo?
—No me negará que es una imagen muy graciosa, pero dígame mejor ¿Cómo viajaron sin
un acelerador como-se-llame?
—No lo sé, es una duda que me a rondado en la cabeza por mucho tiempo, supongo que
el acelerador dejo cierto rastro entrópico en nuestra onda de probabilidad que reaccionó al
repetirse el proceso, pero que no he tenido tiempo de meditar al respecto ya que ahora estoy
más ocupada en la vida que este nuevo universo me ha asignado; conseguí trabajo de
conserje en la universidad, no tanto para pagar la renta de este pobre departamento en el que
crío sola a mi hijo, sino que con la esperanza de encontrarme con Esteban encarnado en un
doctor que trabaja a altas horas de la noche en las instalaciones del acelerador de partículas y
corregir de esta manera el ciclo… todo era así hasta que un día, mientras alimentaba a mi
bebe, se me ocurrió prender la tele ¿Y que crees que encontré? ¡A Esteban tocando su
guitarra en MTV!
Desde entonces he hecho todo lo posible por contactarlo, por eso le agradezco mucho
que haya contestado mis cartas y nos quiera dar la oportunidad de volver a estar juntos.
—Pues lo siento mucho, pero tú ya quedaste fuera de su vida.
—¡Pensé que sólo eras su representante! ¡Dijiste que podías ayudarme si te contaba toda
la verdad de lo que hubo entre nosotros!
—El es un chico, yo una chica ¿quieres que te lo ponga más obvio? Nos enamoramos y
así son las cosas en nuestro mundo. De hecho, ya me tengo que ir, pues vamos a componer
las canciones para su próximo disco y él no puede empezar sin mí para ayudarle.
—Pero…
—Toma —dijo la joven representante entregándole un cheque—. Tú cierra la boca sobre
quien es el padre del mocoso y yo veré que no les falte nada y así tú puedas vivir tu propia
historia feliz.
Dana pareció dudar unos instantes, pero finalmente tomó el cheque. La representante
recogió su bolso y se fue del edificio satisfecha de cerrar un buen negocio.
En alguna radio de la calle sonaba el éxito del verano que ella y Esteban habían escrito
juntos, una canción que hablaba sobre una mujer que él conoció.
Y así es como termina esta historia.
Sexo - Tiempo
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Grupo del Aire
Leonora
Leonora
Los últimos días de marzo fueron mis últimos.
La primavera había amordazado al ambiente y yo, acariciando a Leonora con aire
distraído, añoraba el regreso del sonido; por vez primera apreciaba su papel en la intricada
ilusión de vida. Yo, el que se quejaba de los vecinos que escuchaban música a todo volumen
hasta el amanecer; el que temblaba de ira egoísta cuando oía el clamor de una ambulancia o
el llanto de un bebé.
Los automóviles ya no pasaban por mi calle, las voces humanas eran un murmullo
ausente, mas la soledad no era real. Había otros cerca. Podía sentirlos al aproximarme a los
muros y adherirme a ellos como si de eso dependiera mi equilibrio. El calor de sus cuerpos
me golpeaba a través de la separación de concreto. Adivinaba que se desnudaban
desesperados, bañados en sudor, lamentando no poder remover la piel de sus huesos.
La ciudad se había convertido en un caldero hirviente. No había motivo para salir. Fuera
nada nos esperaba. Dentro, sin embargo, podía sentir que nadie dormía. Nuestro edificio,
con sus divisiones perfectamente trazadas, con sus cerrojos razonablemente instalados en
cada entrada parecía más una serie de jaulas numeradas que un sitio ocupado
voluntariamente.
Escuché por fin algo, unos pasitos apresurados. No era Leonora, por supuesto, sino
alguien al otro lado. En esas circunstancias de desolación estaba dispuesto a recibir a
cualquiera, incluso si se trataba de un ladrón o de un asesino, así que abrí la puerta.
Recuerdo muy bien a la inesperada invitada: una rata del tamaño de un caniche, con
enormes dientes amarillos. Una vez que se hubo introducido se detuvo un momento para
limpiarse el rostro con una mímica que podría haber sido confundida con un repetido gesto
de vergüenza. El pelo de Leonora se erizó en cuanto se percató de la presencia de la extraña;
su boca se abrió amenazante, mostrando los colmillos y dejando escapar un silbido feroz.
La rata no daba señal de sentirse amedrentada, al contrario, se puso en guardia y se
precipitó hacia Leonora, quien corrió a su encuentro con la misma determinación. Felino y
roedor se estrellaron en una explosión de sangre. Los rasguños sonaron como latigazos, y el
eco de éstos rebotó por las paredes.
Cubrí mis oídos y cerré mis ojos. Cobardemente me retiré y me refugié en la cama,
imaginando que aquello era una pesadilla de la que despertaría pronto. La oscuridad
disimulaba el penoso estado de la habitación, pero era incapaz de ocultar el aroma
nauseabundo. Leonora había dejado de usar su caja de arena desde hacía semanas y yo, al
mismo tiempo, había renunciado a limpiar. La civilización quedaba lejos, muy lejos de
nosotros.
Supe que la pelea se había terminado cuando Leonora entró a la recámara y saltó sobre
mí, usándome como un puente humano. Sus cuatro juegos de uñas me recorrieron,
produciendo una sensación ligeramente desagradable. La marcha húmeda de mi amiga estaba
imprimiendo huellas sombrías sobre las sábanas, prueba de su éxito en batalla.
Al encontrarme con su cara me estremecí de horror: la sangre brillaba en sus labios y
goteaba sobre los míos. Ella, por su parte, no parecía prestar atención a mi rostro
descompuesto, se limitaba a rodear mi cuello con su suave cola, estrangulándome al ritmo de
un profundo ronroneo. Gris era el cuarto, gris era ella, grises sus ojos, gris mi espíritu.
Su mirada manifestaba una enorme urgencia por salir a la jungla de calles desiertas. Al
notar aquella intención temí que ella me abandonase en el silencio estridente, como la mujer
en honor de quien la bauticé.
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Grupo del Aire
Leonora
Leonora sonrió, no de forma felina sino humana. Sus dientes se juntaron en una mueca
cruel y la afonía se rompió violentamente: ella clamó en su idioma y cientos de sus
semejantes le respondieron.
Percibí los maullidos demoníacos alzándose desde la calle. Cualquiera habría dicho que la
frontera con otro mundo se había roto y que los espíritus vagaban en forma de gatos. Se
llamaban unos a otros con el arrebato de la tormenta que nos negaba su visita. Todas esas
voces juntas tejían un llanto único que oscilaba entre la rabia y el hambre no satisfecha.
Detrás de su abatimiento y sus lágrimas, aquellas criaturas escondían una lujuria asesina,
incontrolable.
Me levanté deprisa, empujando a Leonora al suelo. “Muerto”, escuchaba yo entre los
maullidos, “muerto”. Me asomé por la ventana, era imposible vislumbrar la silueta de ser
alguno, lo único que distinguí fue mi propio rostro reflejado en el cristal: mis ojos se habían
vuelto amarillentos, feroces.
Al volverme noté que Leonora se había ido o que tal vez había cambiado. En su lugar
estaba la mujer que había llevado su nombre alguna vez, escrutándome con una gris mirada
luciferina. Su largo cabello en desorden cubría parcialmente sus senos. No caminaba erguida,
sino usando sus cuatro extremidades para avanzar. Desnuda, se movía de un modo
descarado para la hipocresía humana, pero sugerente en extremo para la franqueza animal.
El ronroneo grave que ella continuaba emitiendo mutó en un gemido lastimero, una
súplica que me conmovía en particular porque se ajustaba convenientemente a mis
necesidades. Yo estaba tocando al fantasma de la bondad en toda su pureza. Creyéndome
compasivo, apresé a Leonora entre mis zarpas; sintiéndome un redentor, la embestí sin
preámbulo, pero no de frente como había hecho valerosamente su rival anterior.
Ella me pertenecía ya, sus gritos agudos aumentaban en potencia, provocando una lluvia
de cristal y porcelana. Las ventanas estallaron; también los floreros, los vasos... Dentro de
ella, yo maldecía al silencio, rugiendo como un poseído hasta que me percaté de la sangre
que corría entre sus piernas. Entonces identifiqué al objeto del crimen, el mío: una lanza
provista de espinas que la estaba desgarrando sin piedad.
Me separé de ella enseguida, pero ya era demasiado tarde para resarcir el daño. Leonora
lanzó un maullido desolador a causa del terrible sufrimiento que yo le había provocado. Se
giró de pronto hacia mí y arañó mi pecho, revelando un odio mortal y un evidente deseo de
venganza.
Sobrepasándome en fuerza y velocidad, me atrapó entre sus brazos. Conseguí liberarme a
duras penas. Aterrorizado, pero con la suficiente sangre fría, efectué la acción más racional
posible: saltar por la ventana.
Conquisté tejados y azoteas; retocé de un balcón a otro. Recorrí la ciudad desde arriba,
sintiéndome casi omnipresente. Mis movimientos eran elásticos, precisos como maquinaria
de reloj; mis sentidos se expandían a límites que mi humanidad desconocía.
Convertido en un sibarita de las alturas, me pregunté por qué suele llamarse
“subterráneo” a lo sórdido que no se percibe a primera vista cuando es tan fácil colocar lo
incómodo a niveles muy superiores: trastos viejos perdiendo color, utensilios oxidados,
alguna muñeca calva con un solo ojo, ropa puesta a secar por días y días, polvo incrustado en
pequeñas ranuras, telarañas, cuarteadoras que nadie repara porque “no se ven”, antenas
retorcidas y obsoletas, todo aquello recibiendo un beso de smog. Un basurero sublime.
Leonora se encontraba peligrosamente cerca y sus aliados me seguían la pista, escuchaba
los maullidos aquí y allá. Cientos, miles de pares de ojos resplandecían en la penumbra,
regados como estrellas urbanas; espiando, acercándose poco a poco.
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Grupo del Aire
Leonora
No tardaría en caer para que me rasgasen como un trapo viejo. Ralenticé mi paso, presa
del cansancio. Sólo un milagro podía salvarme; para mi sorpresa éste se presentó
intempestivamente en forma de amanecer. Los oscuros ayudantes se disolvieron, lanzando a
coro un lamento tan largo que no se desvanecería sino hasta el mediodía. Leonora estaba a
unos cuantos pasos; derrotada, efectuó un salto desesperado para atraparme con sus largas
uñas, pero los incipientes rayos matutinos me hicieron testigo de la gradual transformación
de un cuerpo humano a felino...
De vuelta en casa la tranquilidad había quedado reinstaurada. La dulce sonrisa de Leonora
surgía a intervalos de entre las cortinas como si nada inusual hubiese pasado. Mientras tanto,
el teléfono sonaba sin parar. “Vuelvo en un segundo”, le dije. Ella no hizo mucho caso a mis
palabras porque obviamente no las entendía.
Me apresuré a atender la llamada, pero Leonora se me adelantó. Su mano derecha levantó
un auricular negro como su vestido: “Hola…”, respondió ella con una voz clara y musical,
mientras que yo, agazapado en la silla, lamía escrupulosamente mis esbeltos y peludos
miembros.
“Buen gatito”, exclamó ella cuando finalizó la comunicación, “voy a salir, no me tardo”.
Yo ronroneé con aire meloso al recibir sus caricias y la vi partir, bolso en mano. “Quizá esto
no es para siempre”, pensé yo. Aún espero volver a mi antiguo ser, espero pacientemente a
que llegue marzo, marzo…
Sexo - Silencio
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