La calle del Negro - Universidad del Valle

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La calle del Negro
La calle del Negro
Pedro Walther Ararat Cortés
Colección La Tejedora
Serie Homenaje
Escuela de Estudios Literarios
Universidad del Valle
Colombia
Santiago de Cali, abril de 2011
Rector Universidad del Valle
Iván Enrique Ramos Calderón
Decano Facultad de Humanidades
Darío Henao Restrepo
Director Escuela de Estudios Literarios
Juan Julián Jiménez Pimentel
Coordinador Maestría en Literatura Colombiana
y Latinoamericana
Álvaro Bautista Cabrera
Director Programa Licenciatura en Literatura
Héctor Fabio Martínez
La calle del negro
Pedro Walther Arart Cortés
Edición: septiembre de 2010
ISBN: 978-958-670-879-1
[email protected]
Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier
medio o con cualquier propósito, sin la autorización
escrita del autor.
Ilustración de carátula: Orlando López Valencia
Diseño y diagramación:
Unidad de Artes Gráicas
Facultad de Humanidades
Universidad del Valle
Cali - Colombia
ÍNDICE
Apostilla a la calle del Negro
La calle del Negro, de Pedro Walther Ararat Cortés
Alianza para el progreso
Dios en la tierra
Mariposas
Leyenda
El que oye consejos
La conferencia
Destino
Traición
Aartesano
La risa asesina
Informe del guardián especial para la costa
Rosita
Solimán
Confesión del crimen
El zángano obrera
Celoso
El animal vestido
Suicidio
Las puchecas y las nalgas
Fulgor diada
El amor del balcón
La samaritana
La multiplicación de los panes
La calle del Negro
Las orejas del duende
Quinmilenio
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El autor, sus dos hijas y su nieto: Sebastián, Oriana y Nubia Luzymar
Apostilla a La calle del Negro
Desde las calles de Santiago de Cali, en los parques y los puentes de Guadalajara de Buga, en los montes, patios y estancias de
los pueblos del Cauca, supe de la Alianza para el Progreso. Con
frases largas y risa sonora, Pedro Walther me recuerda aquella
vuelta de la esquina y las revueltas de Quinmilenio. El espacio
del barrio, el área de la silla de la abuela y la silla también de
ruedas de la laca, secuestrada, como esposa, por el Sargento; el
recipiente vacío o la vasija llena de la Samaritana, junto a los
panes nunca repartidos entre los hambrientos ieles, me llevan
a reconocer nuestras historias.
Cada cuento, alguno breve o extendido, juntos son un silbo,
como un acto de libertad. Desde los años en que los múltiples
narradores, habitantes del joven maduro Ararat, caminaban las
realidades del Negro, su calle y su gente, dos o tres mochilas
de textos, una cabeza afro y una cajetilla de cigarrillos Pielroja
apuntalaban su discernimiento de hombre combativo, pacíico,
correcto; impelían a la simpatía por lo cotidiano que arrolla,
igual que atropella la sugerida violencia, fanónica, necesaria y,
no obstante, la misma que atasca la dignidad humana, mientras
amasa la reivindicación social. Las historias que aquí se presentan son la versión organizada por el propio escritor; tienen
nervio, como los destierros y los desterrados, que se paran en la
urbe; gentes que ocupan lotes, se resisten, no les dobla la hambruna y el plomo.
Entretanto, en La Conferencia, en esa otra realidad, cuando los personajes, con ocurrencias, en una entelequia conocida,
piden la palabra, al autor, cuando estallaba de risa, se le salían
las lágrimas; parecía decir: cualquier similitud es pura coincidencia. Momentáneamente, con deleite inesperado, otra narración incorpora sudores, silencios y amaneceres, arrebata la
concupiscencia sagrada. Ahora, después de un recorrido, con el
mismo temple de quien coniesa el crimen de un tal Iván, ratón
de biblioteca, y con la ganada seguridad de una superviviente
de barrio subnormal, sonrío. Que otra gente se regocije con las
travesías a las que invita el señor Pedro Walther Ararat Cortés.
Elba Mercedes Palacios Córdoba
La calle del Negro,
de Pedro Walther Ararat Cortés
La calle del negro es una buena muestra de los numerosos
cuentos que escribió Pedro Walther Aratat Cortés durante sus
54 años de vida. Pedro reunió en este libro cuentos de una
amplia y deliciosa diversidad, escritos y leídos durante 30 años.
Leemos aquí cuentos de crítica política, inspirados en Carlos
Arturo Truque, Arnoldo Palacios, Manuel Zapata Olivella,
Alberto Moravia, Dino Buzzati, entre otros, en los que sobresale
una alegoría de la injusticia del poder político y la trama de
la dependencia norteamericana: “Alianza para el progreso,
Quinmelenio, Dios en la tierra”. En estos cuentos políticos se
destaca el drama racial, como el que da título al libro, en el que
hay la conjunción de los barrios periféricos, “callenegreros”,
en donde los héroes se toman la justicia en un atraco y son
objetos de la exterminación, recreando una especie de épica
frustrada, como hizo Gogol con su Taras Bulba. Igualmente,
se leen cuentos en los que la trama política está mediada por
una voz profunda, herida, como en “Dios en la tierra”, cuento en
el que hay la densidad del reproche con un fondo político que
es el modo con el cual la voz del dolor de una vida acentúa la
tragedia del activismo político. Hay cuentos enigmáticos, a los
que les falta una parte, que el lector no entiende y debe llenar
con sus especulaciones, porque no son cuentos sino mensajes
cifrados al alma de los amantes desahuciados: “Informe del
guardián especial para la costa”, “El amor del balcón, Celoso”.
Este último es también un relato con un tema olvidado en las
actuales literaturas colombianas: la relación entre funcionarios
del ejército y su sexualidad. “Celoso” es la historia de cómo un
Sargento se queda con la laca mujer de todo el regimiento,
para luego eliminarla con un repugnante plan digno de Patricia
Highsmith. Hay cuentos en los que sobresalen versiones sacras
de historias bíblicas como “La samaritana y La multiplicación de
los panes” (alguna vez leímos este cuento ante una congregación
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Pedro Walther Ararat Cortés
que sintió que el irrespeto con el Cristo canónico es un asunto
que ella misma comete sin saberlo). Pedro Walther no duda en
abandonar la fe, no como se acostumbra desde el siglo XX, con
la fe puesta en las formas narrativas sino colocando, en el centro
de la fe perdida, la estupidez de la vana palabra sacra. Otros
cuentos, “El zángano obrera”, son una alegoría de la posibilidad
de romper con las determinaciones biológicas (determinación
es una palabra asidua en la prosa de Ararat). Pedro Walther
hace un homenaje a Horacio Quiroga, que reinventó la fábula
producto de las modernizaciones fracasadas y le dio voz al
mundo animal desde una perspectiva no europea que, en vez de
hacer mito con la literatura o literatura con el mito, despliega
al mito como una fuerza secreta y determinante en la vida. Esto
se continúa mediante una manera mordaz de tratar los cuentos
breves con derrotero fantástico. Pedro Walther ha participado
de la fundación y despliegue del cuento breve en Colombia;
efectivamente, hace parte de la antología del cuento breve de
Guillermo Bustamante y Harold Kremer que se iniciara con la
mítica revista Ekuoreo. El cuento “El animal vestido” (que hace
parte de una serie de textos en los que los humanos aparecen
con su esencia animal, apenas disfrazada por el vestido) es un
aliciente de esta manera: en un primer momento el personaje
parece un animal disfrazado de humano; luego, cuando se
desviste, sabemos que es un animal, pero invisible: las huellas
de su corporeidad son tan visibles como sus gustos de animal
vestido: el oro. Más allá de la división entre lo maravilloso y
lo fantástico, asistimos a una estratagema para develar la parte
fantástica que nos constituye, la maravilla de que está hecha
nuestra realidad. El animal vestido parece, por su alargada
nariz, un conquistador español; el ser que saquea y se tira
nuestras iestas: la bestia agazapada, presta a tomar y a salir
con su cola arrastrando nuestros papeles de alegría. Se trata,
pues, de un cuento fantástico para sacriicar nuestra capacidad
de maravilla, como quiso Alberdi y, luego, Anderson Imbert.
De otra parte, “Mariposas” no es solo una reelaboración de
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“Un señor muy viejo con unas alas enormes” sino también la
anécdota del abismo que hay entre el ser mítico y la preparación
para no dejarse engatusar de los mitos literarios.
En algunos cuentos, Pedro Walther desciende a la tradición
del cuento y extiende sus temas: en “Leyenda” y en “Rosita”, el
de los monstruos de Maupassant y Quiroga; en “La risa asesina”,
la levedad de “Pedro el leve” de Anderson Imbert, a través de una
componenda narrativa con Moravia; en “Fulgor Diada” o en “Las
orejas de duende” hay descensos que problematizan al duende
como ser perdido en la abundante ruralidad y reconstruye a
Drácula como leyenda de la globalización; en “Suicidio” se
presenta una mordida sobre la crueldad de Moravia y Arlt, y
una forma de fabricar una corriente que atraviesa buena parte
de estos cuentos: la risa.
El libro de Pedro Walther es para reírse: a veces con la risa
de situación y carácter. Así, recuerdo a carcajadas el suicida que
contrata un sicario para despedirse, se arrepiente, huye lleno
de pavor, hasta que lee con dicha que la banda que contrató ha
sido arrestada y muere, acto seguido, en un atentado; como el
modo en el cual, en “Quinmelenio”, en un acto de autonomía,
los civiles contratan a los ejércitos insurgentes para controlar
el Oriente y luego se les castiga; como el de “El que no oye
consejos” o “La conferencia”, con los que Ararat presenta
otra línea: la irreverencia, heredada, en “La conferencia”, del
inal de “El Coronel no tiene quien le escriba”, y que muestra
el sarcasmo con los hábitos del mundo letrado y académico.
Así, en “La calle del negro”, aparece un compinche del Negro, el
Gafas, que siempre va con un libro que no lee. La irreverencia,
combinada con crueldad sin ambages en “Solimán”, nombre
de la épica caballeresca, asignado a un mozalbete que se
deshace pícaramente de la abuela. “Confesión de un crimen”
es el mejor ejemplo: no sólo muestra el estercolero que es el
mundo letrado sino el mundo de la literatura; se enfrentan un
licenciado bibliotecario y un lector de libros poco frecuentados;
el licenciado siente con envidia el fervor del verdadero lector y
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Pedro Walther Ararat Cortés
le hace caer en la trampa, leer literatura (al “divino Tolstoi”),
lo que conduce al lector a la muerte. Se trata de un punto que
Pedro Walther hurgó: la literatura como mierda y muerte.
Hemos hablado del humor de situación y carácter en La
calle del negro; también puede, estimado lector, leer un cuento
con el humor de los juegos de palabras, que va mucho más allá
del, a veces, humor bobalicón de Cortázar. Le invito a leer “Las
puchecas y las nalgas”, para que de manos de una imaginación
infantil, juegue a colocarle, en el lugar de las puchecas de la
mamá de Antonio, las nalgas de Cielo.
El personaje de “Leyenda” nos mira desde su miseria y
encierro y nos dice: “Me he quedado solo en este cuarto oscuro;
apenas usted puede verme ahora, sin poder ayudarme porque
soy el personaje de una historia; usted también lo es, pero de
una historia distinta”. Los cuentos de Pedro Walther son una
invitación a revelar nuestra historia. Si estamos a la altura de
contar una historia podremos estar disponibles para divertirnos
y zozobrar con los cuentos de La calle del negro.
Álvaro Bautista-Cabrera
Enero 10 de 2011
ALIANZA PARA EL PROGRESO
De repente, mis siete años cumplidos, en un salón de clases
pequeño. Junto a la puerta que da acceso al hogar del profesor
de primero de primaria. Doce pupitres agrupados en tres ilas;
la primera, junto a los dos grandes ventanales —demasiado altos para nuestra estatura— tenía tres pupitres; detrás, un gran
sillón viejo, de cuero agrietado, casi en hilachas, lleno de polvo
y lanas que nos hacían estornudar; estos permanecen desocupados. En la segunda ila, cinco pupitres; el tercero de estos está
desocupado por culpa de la muerte del monito de labios sanguinolentos y por el encarcelamiento del papá de Juan, su compañero de puesto. Lleva cuatro días durante los cuales nadie se
atreve, siquiera, a pasar sobre él.
En la tercera ila están cuatro pupitres, ocupados todos; en
el primero y el tercero se sienta un estudiante solo; apenas hay
dos, pues, con sendos pares de alumnos. Junto a esta ila, en
la pared derecha de la clase, cuelgan los mapas y las láminas
de ciencias naturales, los cuadros de don Camilo Torres y del
sabio Caldas; en la pared de enfrente están don Simón Bolívar
y don Francisco de Paula Santander, y el escudo de la patria;
también cuelga un cuadro pintado por el hermano del profesor,
lo hizo antes de meterse a garitero en un billar, cuando olvidó
para siempre todo color distinto del azul de la tiza para los tacos, el verde del tapete y el de las perlas blancas y rojas de las
bolas de maril.
Afuera están el parque —al otro lado de la calle—, el patio
ruidoso del recreo, la campana, las ilas, los pellizcos de las formaciones para entrar o salir a los desiles, los ejemplares castigos de ejemplar enseñanza colectiva, el espiar de las torturas
sufridas por los indisciplinados.
Aquella mañana de lunes sólo había faltado a la escuela un
profesor. Los alumnos se ocupaban de arreglar el patio, regar
las matas, arrancar las hierbas junto al altar de la virgen, haraganear, bajo las órdenes del profesor de disciplina. Ese día
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Pedro Walther Ararat Cortés
estábamos haciendo sumas en el cuaderno; permanecíamos callados mientras el profesor leía la prensa en su pupitre. Poco a
poco, los rostros se miraron y nos quedamos colgados de los
ojos enfurecidos del maestro quien, violentamente, se levantó
de su puesto, corrió hasta la tercera ila y se detuvo junto a Cuéllar; de una oreja, o de la patilla, lo sacó de su pupitre; ambos
temblaban, mudos.
Cuéllar iba a llorar: se había ensuciado en los pantalones
porque el profesor no le había querido dar el permiso para salir
al servicio. No nos atrevimos a reír; inmediatamente nos tapamos las narices para escapar del olor que todo lo invadía; intentábamos huir, amontonándonos en la pared opuesta.
—¡Cuéllar se ensució! ¿Cuéllar se ensució...?
Coreábamos en susurros. Tratábamos de no creerlo; lo decíamos mentalmente, mirándonos las caras, con ganas de
arrancarnos las narices. En ese preciso instante, sonó la campana, y Cuéllar fue despedido con gritos furiosos del profesor que
lo mandó para la casa, mientras buscaba —sin poderlo encontrar— un pañuelo en su bolsillo; usaba una mano para proteger
su propia nariz. Parecía que el olor se había regado por toda la
escuela porque, en el patio, todos los estudiantes que habían
salido de sus salones iban directamente hasta donde Cuéllar,
avergonzado, se encontraba. Se refugiaba junto a una pared, y
comenzó a huir.
Todos lo seguíamos, gritando, felices; nos peleábamos por
estar más cerca de él, para verle los remendados pantalones hediondos, húmedos, en el trasero que Cuéllar no podía ocultar.
Finalmente, apareció el profesor de disciplina, repartiendo reglazos en las cabezas, apartándonos, bruscamente.
Nadie se opuso al castigo que el profesor de disciplina le aplicó a nuestro compañero. Nos mirábamos, sentíamos deseos de
llorar, de gritar; teníamos miedo; y una gran dicha por no ser
nosotros mismos los atollados.
Cuéllar salió llorando. Un alumno de quinto fue el encargado
para que le acompañara, le llevara los útiles y portara una nota
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del profesor de disciplina que señalaba la falta cometida; luego,
vinieron los comentarios.
El profesor de primero se sentía avergonzado, como un padre, como si él mismo hubiera sido el autor de la ensuciada;
se notaba su gesto de desconcierto entre los demás profesores,
quienes se burlaban de él, satisfechos. Luego tocó la formación,
tomar distancia en las ilas.
El director de la escuela dijo que “...son unos irresponsables,
porque el recreo es para hacer las necesidades, para orinar; hay
que pedir permiso para salir...”. Y que el aseo, que la leche Care
debe ser bien preparada. Cuellar se había enfermado con la leche que repartían en la escuela; en su casa la preparaban y él
mismo la llevaba con un condiscípulo. El profesor gringo, de
educación física, nos decía que la leche enviada por su país y su
gimnasia eran muy buenas para elevar nuestra salud.
Pasamos a los salones, en orden, sin prisas, para recibir nuestra ración de leche. En esta ocasión, nadie se peleó en la cola,
ninguno se la tomó tampoco al recibirla. Cuando regresábamos
de botarla en los bebederos del patio y de lavar los vasos, vimos
llegar a la escuela, bañadito, con ropas relucientes de limpieza,
peinado, llevando un plato de lores azules en sus manos delgaditas, a Cuellar; traía rellenas para el profesor.
Sin comentarios, serio, después de un forzado ¡muchas...
gracias...!, el profesor repartió toda la rellena entre nosotros;
luego, barrimos el salón, trapeamos y volvimos a las sumas de la
semana. En la puerta del dormitorio, la señora del profesor, laca y alta, con un niño en su regazo, fumando, miraba a Cuéllar
con lastimera compasión; mientras tanto, éste intentaba ver los
números del tablero a través de las lágrimas de sus ojos avergonzados.
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Pedro Walther Ararat Cortés
DIOS EN LA TIERRA
Siempre fui pequeña... tu hombre llegaba, pisando fuerte,
como si quisiera destruir el mundo con sus pisadas; yo temblaba cuando se abría la puerta para dejarlo aparecer en sus botas
engrasadas, sucias de barro, y la camisa grasienta. Dominaba
todo el ambiente, se imponía a todas las cosas que terminaban
oliendo a su sudor y a su grasa hedionda.
Cuántas veces quise huir, romper la malla familiar que me
oprimía y me relegaba al silencio, que apresaba mi garganta con
sus miedos gigantescos, como las manos de él, cuando me pedía
que le mirara a los ojos y le diese un beso en la cara barbada y
pegajosa; asía mi barbilla con fuerza, me obligaba a que mirara
a sus ojos de animal tierno que me arrancaba del asiento con sus
manos poderosas... sentía, entonces, cómo mi cuerpo se deshacía mientras los huesos gritaban deshaciéndose; y ya todo mi
ser estaba preparado para ser devorado por mi padre, tu hombre. Pero yo sabía que jamás lo iba a hacer, porque él no era Cronos y no temía que yo, su hija, pudiera amenazar sus dominios.
Sin embargo, siempre que me sentía arrebatada del asiento de
tal forma, mientras volaba hasta su boca llena de torpes besos,
me trasladaba al grabado de Goya, inmenso, que contemplaba
con horror en la biblioteca del colegio, casi siempre solitaria, en
donde me refugiaba para no asistir a las clases de educación física que dictaba aquel profesor maricón. Ninguno podía entender
qué era lo que me arrastraba hasta la terrible sala de estudios, a
su silencio humedecido por llanto inexplicable.
...No sabía qué pensar. Inútilmente, trataba de aclarar el
misterio. Algunas veces creí que los padres tienen derechos suicientes para hacer de sus hijos lo que quieran; devorarlos era
la forma más digna para hacerlos desaparecer, devolviéndolos
al cuerpo del que han salido. Y tu hombre tenía derechos. Sentía
cómo punzaba en mí la culpa por no habérmele ofrecido, por
escapar de sus fauces de Dios creador, por negarle el banquete que habría de conirmarlo en el poder de sacerdote máximo,
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que se deleita en el dolor y el miedo de las criaturas bajo su
dominio...Tú jamás me hablabas de él, pero yo sabía del papel
que cumplías a su lado, como sacerdotisa del culto que hacía
necesaria la presencia ritual de tu cuerpo, proveyendo víctimas
tiernas y débiles; lo pude ver muchas veces, aterrorizada, tras la
puerta me convertía en un espectador fanático que agoniza en el
teatro, sintiéndose condenado a la muerte de la que escapó por
un extraño azar. Ambos, tú y él, formaban el grupo de oiciantes
desesperados que crean y destruyen. Era mi Padre—Cronos en
la espera del nacimiento de sus futuros hijos para devorarlos.
Nunca encontré las huellas de sangre sobre el lecho; esto me
demostraba más el poder que poseíais... Penetraba en el cuarto,
muy lentamente; evitaba producir los ruidos que despertarían
a los fantasmas guardianes de aquel templo de muerte y vida,
en donde dos sacerdotes oiciaban cada noche... Era una cama
inmensa, vieja, aunque irme después de las más ieras batallas.
Sobre su cabecera, el retrato inmenso de Marx dominaba todo
el cuarto con sus ojos tiernos y su barba de león; eran esas las
categorías divinas. Marx era, realmente, el Dios a quien vosotros rendíais culto. No me atrevía a tocar la cama y terminaba por sentarme en el suelo, con los ojos desorbitados por las
ansias, con los labios temblorosos, la cabeza llena de plegarias
dirigidas a su voluntad y a su poder para que no permitiera mi
muerte, porque temía sufrir, porque no era una víctima de suiciente valor para ser sacriicada en su honor... quería ser parte
del grupo oiciante, anhelaba convertirme en sacerdotisa para
rendirle el culto violento de la muerte de otros seres que yo engendraría para que mi padre los devorase en el mismo instante
de estar naciendo.
Sobre la mesa estaban los libros que contenían su doctrina;
jamás osé tocarlos siquiera, hasta no estar iniciada por los sacerdotes—padres de mis miedos. Cómo no devoraría, después,
cada palabra que me elevara sobre el mundo, cobraría, así, mi
vida, un sentido. Permanecía, durante horas enteras, contemplando su cara dulce y terrible; aspiraba el olor agrio del cuarto
que tú limpiabas al regresar de la fábrica, antes que él. Tembla-
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Pedro Walther Ararat Cortés
ba toda cuando sentía el piso de ladrillos fríos bajo mis piernas desnudas; deseaba acostarme allí y quedarme durante toda
mi vida, escuchando el ladrido lejano de los perros callejeros al
amanecer; disfrutaba de la música de los grillos en las heridas
de las paredes desconchadas, de supericies hinchadas y hundidas. Quería que el combado techo cayera sobre mi cuerpo para
escurrir con su peso las entrañas que encerraba en él.
Marx, en mi mente, es como un sueño. Cuando el joven profesor de historia lo nombraba con familiaridad, casi con irrespeto, como si se tratara de un hombre cualquiera, hubiera querido
levantarme de la silla y explicarle a las compañeras quién era,
hacerles sentir el fervor de la adoración que me embargaba...
permanecía callada, sonrojándome como una idiota, sintiendo
correr sobre mis mejillas aquel llanto eterno que no podrá morirse en mí, que vive luyendo de mis pensamientos, sin parar.
¿Cuántos años pasaron así entonces? Tú seguías madrugando a trabajar cada día; yo te contemplaba desde la cocina,
mientras lavaba los platos sucios de la noche anterior; después,
debería marcharme para el colegio. Él me acompañaba algunas cuadras. Mientras me hablaba, yo aspiraba su olor a jabón
mezclado con el olor de grasa hedionda, del que jamás se pudo
deshacer. No podía comprender el sentido de sus palabras... Sus
sonidos parecían quedarse danzando enloquecidos en mi cerebro, sin poderse aposentar en ninguno de sus espacios; los ecos
producidos reunían dentro de mí todas las armonías posibles;
la iebre se apoderaba de mi cuerpo. No sabía lo que iba a pasar,
pero en el momento menos pensado mis piernas se lanzaban en
una carrera, como asustadas de mis pasos junto a los de él. Su
olor me seguía, pegado a mi recuerdo; hasta mis oídos solo llegaban las palabras que fui incapaz de descifrar durante mucho
tiempo... “Cuídate, hijita”. Y yo estrujaba esas palabras para que
parieran pronto su signiicación; las repetía en silencio, tratando de atender el método de la Mayéutica, inútilmente. Era, tal
vez, un aviso para que yo pudiera entrar en su mundo divino.
Culpable por ser incapaz de decodiicar aquella fórmula paradojal y mágica que habría de salvarme, lloraba en mi carrera,
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angustiada más aún por la torpeza que me cerraba los caminos.
Cuando estaba en el templo—alcoba, pedía a Marx ayuda, una
luz de su sabiduría, como hacen todos los dioses protectores con
los héroes que han caído en desgracia.
Las clases no tenían gran sentido para mí; sólo en la clase
de religión se hablaba del marxismo, como si se tratase de una
doctrina terrible cuyo poder de instaurarse destruiría las estructuras de una sociedad noble, basada en las verdades del Cristianismo; nos instaban para que no nos dejáramos tentar por
sus redes seductoras...; entonces, podía sonreír. La monja nos
describía los horrores del inierno, las visiones terribles que de
él habían tenido eminentes doctores y santos de la iglesia. En
tales imágenes de castigo nos veíamos envueltas ya todas, aquellas que accediéramos a sus mentirosas palabras y promesas de
una nueva sociedad sin el Dios verdadero. Yo lo sabía... él no
era el demonio, sabía, o creía saber, que su doctrina habría de
transformar el mundo y la vida de los hombres, sin necesidad de
morir previamente. Quería ser su sacerdotisa principal, participar en los sacriicios que se realizaban con el constante acceso
de su poder en el mundo. ¡Bendito sea Marx..., bendito seas...!,
pensaba con júbilo, y volvía a la casa; bendecía a mi padre, y a ti,
y les agradecía en lo más profundo de mi interior el no haberme
sacriicado. “Dios cuida de sus hijos”, decía la monja, y yo sabía
que él me cuidaba, que me había elegido porque era su hija preferida, y él era mi más alto padre, mi padre primero, desde toda
mi historia.
Tú no sabías de las cosas que habitaban en mí desde hacía
muchos años, no sospechabas de mis ensueños; yo era incapaz
de comunicártelos. Contigo hablaba, algunas veces, de cosas
sin importancia: cómo sería, qué iba yo a ser (como si ya no
fuera desde muchos años antes), que debería preocuparme por
estudiar y ser independiente. No querías que yo fuera como
tú, una simple obrera de una fábrica textil, que trabajaba noche
y día para medio vestirse y no morir de hambre... Escuchaba
tus palabras en silencio, las dejaba rodar dentro de mí, como a
un acertijo mágico que permitía deslizarme por los caminos de
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Pedro Walther Ararat Cortés
tu pasado y presente; asentía, casi convencida, ante cada nueva oleada de consejos reveladores de las amenazas que caerían
como castigo sobre mí si no te obedecía. Me propuse estudiar
con aplicación y esperanzas.
Me decías también cosas sobre los hombres, quienes se aprovechan de las jovencitas inocentes. Pero yo temía que ningún
hombre se interesaba por mi inocencia, por mi cuerpo lacucho
y pequeño, por mi cara escondida tras los enormes lentes que mi
padre compró después de la visita al oculista. Me comparé con
las compañeras de mi misma edad, ante las cuales me veía como
una pequeña enclenque, sin sueños, sin vellos como los suyos,
insigniicante, como me parecían ser los hombres que trabajaban al lado de mi padre, a quienes vi en las carpas de huelga; lacos, irrisorios, todos miserables; aunque tenían su mismo olor,
no mostraban la fortaleza de los brazos y el pecho, ni la tierna
dureza de su voz gigantesca que gritaba contra los patronos exigiendo aumento de sueldos y el respeto por los acuerdos hechos
en la convención anterior.
Era emocionante oírles gritar enfurecidos “¡abajos!” y “¡arribas!” y “¡vivas!”; sentirlos pisar con fuerza el asfalto que temblaba con sus pisadas. Los amé, entonces, a todos, porque en
ese grupo compacto y sudoroso, aumentado por el hambre y los
sueños de valor y de lucha, estaba él, gritando, marchando irmemente, cantando La internacional, desaiando a las fuerzas
armadas, sin importarle la llegada de la muerte traicionera que
marchaba tras sus pasos.
Todo lo veía deslumbrada, con éxtasis, igual al que hacía hablar a la monja cuando nos describía el paso de los ejércitos celestiales en el día del Juicio Final. Era preciso que luchara para
poder contenerme y evitar lanzarme a las calles gritando que
Carlos Marx cambiaría todo, que aquellos hombres encabezados por mi padre eran los sacerdotes que cada noche, como él,
llevaban a cabo la celebración del ritual de la nueva vida y de la
muerte, para anunciar la forma de su poder y las dimensiones
de su gloria.
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Aquella huelga duró varios meses. La comida escaseaba, y el
ritual —que antes se había oiciado ielmente cada noche, y que
yo presenciaba escondida— estaba determinado por los turnos
de vigilancia en las carpas; allá se quedaba con sus compañeros,
luchando por la justicia laboral, contra la explotación capitalista. Todo esto me lo decías, casi con un murmullo de miedo, pero
yo no lo comprendía completamente. En ese tiempo me llevaste
hasta las carpas, para que lo acompañara y, al menos, pudiera
comer mientras le ayudaba a luchar. Entonces comprendí, realmente, quién era Marx, qué decían sus libros; estudiaba contigo, hablé con los sucios obreros, grité consignas de hiena; en el
colegio hablé de la huelga y las compañeras se escandalizaron;
los profesores llamaron mi atención y me impusieron silencio
para evitar ser expulsada, para no crear el desorden; amenazaban con sus bocas de miedo y, en cada clase, mis palabras se
convirtieron en algo de doble ilo; tuve que callar, pero seguí
hablando en secreto, sin gritos; explicando lo que era el marxismo a todas aquellas a quienes podía hablar, en la espera de ese
alguien que descubriera lo que yo no había sabido descubrir.
Tu hombre, mi padre, cambió su actitud conmigo; se tornó
tierno, me permitió dormir en la cama contigo para que no te
sintieras tan sola durante las noches de guardia en las carpas.
Pero jamás me explicó, no osé interrogar por el secreto que había entre las líneas de aquellos escritos sagrados, bellos, dirigidos a todos los proletarios del mundo. Tampoco tuve valor para
sugerir, para preguntar, para aclarar el ritual de las noches. A
ti menos te lo pregunté porque, aún, temía igual, y además no
podía borrar de mi mente el accidente.
No puedes haberlo olvidado jamás porque participaste de él.
Sabes que no puedo perdonárselo. Aún creo ver sobre el borde
de la mesa aquella caja que llevó mi padre,... No hubo ninguna
culpa mía al tropezar y caer y tumbar aquella caja cuyo contenido desconocía: sonaron vidrios rompiéndose; tuve miedo de herirme, por eso lloré. Tú saliste del cuarto, enloquecida; gritabas,
agitada por mil demonios invisibles, mientras tus ojos parecían
huir de sus órbitas; la palidez desesperada de tus manos tiraba
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Pedro Walther Ararat Cortés
de los cabellos, estabas crispada y temblorosa de desesperación.
No me miraste, siquiera, cuando grité llamándote en mi auxilio, y te pedía que me levantaras. Te acercaste a la caja, vi el
terror de tus gotas de sangre cayendo sobre los vidrios blancos;
añicos de porcelana muerta; aún están guardados unos cuantos
pedazos, envueltos en un pañuelo; nunca comprendí para qué
los guardabas. Estaba hipnotizada por el espectáculo de tu falta
de precaución, donde tu mano sangrante era el actor principal.
A tu hombre no lo vi cuando salió del cuarto. De repente, me
sentí izada por los cabellos; un gario hecho de carne, de huesos
y nervios me dejó caer después sobre aquella ruina manchada
por tu sangre que se iba ennegreciendo sobre los fragmentos de
porcelana.
Los pedazos penetraron mis carnes, con dolorosa facilidad.
Recuérdalo, mamá. Y no lloré más, no podía hacerlo, ni era necesario; no había ningún dolor. Luego, nuevamente izada, las
manos de tu hombre enfurecido aferraban mi vestido mientras
me golpeaban. Aquello era una pesadilla en la que ningún sonido nacía; sólo imágenes veloces que pasaban frente a mis ojos
que miraban desde un carrusel; giraban tu cara, la puerta de
la pieza, la mesa, el acuario, tu mano sangrante y tus cuadros,
pasando todos una y otra vez hasta que me sentí lanzada contra
todas estas cosas, como si hubiera sido mi cuerpo un grito largamente reprimido que escapa, inalmente, para morir.
Recuérdalo, caí contra la puerta cuando tu hombre me soltó.
¿Qué pasó en seguida? No lo sé. Sólo recuerdo que, al despertar,
desnuda, sobre mi cama, tú estabas sentada a mi lado, con los
ojos enrojecidos por el llanto. Ahora sí estaba mí cuerpo dolorido, cubierto de gasas y rojo de merthiolate. Él no estaba allí,
se había marchado para la fábrica, a cuidar sus carpas de huelga. Tú no fuiste a trabajar aquel día, te quedaste para cuidarme, sonriéndome a veces, mientras mi cara hinchada intentaba
también sonreír. Acaso mis muecas te hicieron decir: “perdónalo, ha estado muy nervioso”. Entonces, te miré, preguntándote
con mis ojos por qué había hecho eso; no hablé, sin embargo.
No podría perdonarle que me hubiese dejado viviendo, por no
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haber vaciado mi sangre para beberla gota a gota, saciando su
sed de mí. Sentía su abandono como un desprecio imperdonable, del que no puedo olvidarme, aunque lo intento. No sabes
cómo me he sentido, recordando cada cosa suya durante el resto
de esta vida.
Lo siento cerca de mí, cada noche; su caliente respiración me
ha despertado muchas veces; entonces, lo llamo para que tome
mi ser entero, mi amor. Es tan solo su fantasma, y se desvanece,
me abandona en el sueño y la oscuridad de mi cuarto. Su mezcla de jabón y grasa llega a mí, me envuelve, me adormece, vive
persiguiéndome por donde quiera que vaya. Mi propio cuerpo
exhala su olor, y la gente me mira; sabe que no soy completamente yo. Lo presiento en mí, como a un espíritu maléico que
guía mis pasos; puede verse en mi cara su sonrisa, y en mis ojos
el brillo de su mirada. Vivo escapando de la gente para que no
lo vean, para que se acostumbren a la idea de que ya ha muerto
y no volverá más que para mí. Muchas veces quise preguntarte
si lo sentías igual que yo, pero tus ojos fríos me detuvieron cada
vez que lo intenté. Es imposible olvidar aquellas cosas que pasaron.
La huelga fue vendida pero él y unos cuantos quisieron continuarla. Sacó el retrato de Marx, me tomó de la mano y me llevó
con él, aquella vez. Había poca gente allí; varios niños acompañaban a sus padres o hermanos, con tanto o más miedo que el
que yo sentía bullir en mí; pero gritábamos a la cara de los policías y de los traicioneros las consignas que brotaban como por
arte de magia. Tu hombre habló y dijo que la lucha no era tan
sólo estomacal, que la lucha era por la libertad y garantías para
los obreros. La voz, potente al principio, colérica, se fue apagando cuando vio a los pocos obreros allí reunidos, alejándose. No
vio a los policías que avanzaban ordenados y siniestros; comenzó a cantar: Arriba los pobres del mundo, de pie los esclavos sin
pan y gritemos todos unidos ¡Viva La Internacional!
Yo le acompañé en su canto con mi voz de soprano; deseando
la muerte; queriendo romper el cielo con mi angustiado canto.
El gran retrato, colgado en la entrada de la carpa, miraba con
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Pedro Walther Ararat Cortés
sus ojos impávidos. Una bomba lacrimógena cayó muy cerca de
nosotros y la gente se dispersó con pavor; los obreros que aún
nos acompañaban trataban de contrarrestar sus efectos con pañuelos humedecidos. Me dieron un trapo mojado en el momento en que sonó un disparo. Cuando miré a mi padre, se desplomaba sobre el suelo, su cuerpo pesado se precipitaba como un
fruto demasiado maduro, que se desprende de la rama. Corrí a
su lado y escuché su voz agonizante que decía, pero ya sin cantar, salmodiando apenas, con diicultad. No es posible que borre de mi mente esto: No más salvadores supremos, ni César,
ni Burguesía, ni Dios, que nosotros mismos haremos nuestra
propia redención...
Muchos obreros resultaron heridos; pero sólo él murió, baleado por alguien que nunca fue descubierto. Tú llegaste acompañada por otras obreras de la fábrica. Mientras yo sollozaba,
tus ojos se mantuvieron fríos, sin llorar, llenos de odio. No intenté hacer nada cuando se lo llevaron los policías que me acosaron con gritos y golpes. Estuviste allí, petriicada, mirando el
humo que escapaba de la fogata ya extinguida, escuchando el
ruido de las sirenas de los carros policiales y el clamor incesante
de los autos detenidos en la vía, cuyos conductores, afanados
por el cierre del tránsito, vociferaban como alucinados, sin comprender. Creo entender por qué tu quietud; tal vez pensabas en
tu culto destruido, en el sacerdote asesinado por los soldados
del Dios de aquellos hombres. ¿Quizás tenías más miedo que
yo misma? ¿Escuchabas dentro de ti las palabras de los espíritus de Fausto que tu hombre recitaba? Debes recordarlas ahora también. ¿Y pensaste entonces que el Dios principal estaba
allí, mirándote insensible, oyendo tus palabras silenciosas, y las
mías...?
¡Ay...! con ímpetu poderoso has destruido el mundo bello.
¡Un semidiós lo ha derribado! ¡Tú, el más grande de los hijos
de la tierra, constrúyelo de nuevo; constrúyelo de nuevo, más
esplendoroso, en tu corazón!
Luego, el silencio y el miedo, y la soledad que vino y se nos
metió en la sangre para navegar en ella, sin zozobrar nunca,
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dominando nuestro enrojecido mar interior de tristeza y llanto
que surgió después de nuestros ojos. Nunca sentí tanto la destrucción de algo como sentí la caída de mi padre, su silencio
posterior y la aceptación de que lo cubriera la tierra para siempre; que se lo tragaran los gusanos como a cualquier carroña
inmunda. Esa tarde de su entierro me dejaste sola; sé que no estuviste bien, que tus nervios no resistieron el dolor, pero ¿acaso
fue más grande tu dolor que el mío? ¿Más grande fue tu soledad
que el vacío hacia el cual me creía yo atraída?
Necesité de ti y no estabas a mi lado... Mi voz se unió al grito
de batalla de aquellos obreros que marcharon conmigo; mi voz,
que creció como un torrente gigantesco quebrador de los más
duros silencios, mordedor de los oídos más sellados a la pena
de los desterrados de la dicha y de la justicia. Los hombres caminaban despacio, no marchaban hacia la muerte, marchaban
hacia la vida para entregar a la tierra una semilla que habría
de germinar en nuestros pechos, en los corazones, con su tierra
abonada por el odio. Íbamos a enterrar a un sacerdote, a un
dios que vagaba ahora entre los humos de la muerte.
La vida continuó su rumbo; seguí asistiendo al colegio, destacándome entre las mejores.
Nunca entendiste el porqué de mi aplicación al estudio; te
limitabas solamente a felicitarme, me pedías que continuara
así. Si hubieras sabido de mis luchas interiores, me hubieras
asesinado o me habrías sugerido que escogiera el suicidio. Poco
tiempo después desapareció aquella que habías sido para mí.
No pude perdonarte el hecho de que olvidaras a tu hombre, reemplazándolo tan pronto como te fue posible. Nunca me explicaste quién era aquel que te visitaba por las noches y se encerraba contigo en el cuarto; aquel que, luego, se quedaba hasta
el día siguiente y no se iba hasta cuando, humillada, yo le servía
el desayuno antes de irme para el colegio, con aquel odio, con
este dolor que aún me corroe con su ácido. Salta a mi memoria
con su imagen miserable de largos bigotes amarillos untados
de huevo y mantequilla, que tú, solícita y humilde, le limpiabas
extasiada en la contemplación de su rostro, mientras él masti-
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Pedro Walther Ararat Cortés
caba en silencio. No osabas lanzar una mirada a mis ojos, como
cuando tu hombre vivía.
Eras servil con este hombre y con los otros que comenzaron a
menudear por nuestra casa y por tu cuerpo, bello y irme. Luego
desaparecían, pero ya habían dormido contigo muchas noches y
habían leído el odio en mis ojos. Nunca regresaban. Te veía con
asco; envidiaba tu belleza, y mi auto desprecio se multiplicaba
con cada nuevo amante que llegaba a beber y retozar en las playas de tu cuerpo. Ejercías un poder sobre los hombres. Entraste
a estudiar y tu círculo se amplió hasta los artistas y los jóvenes
con futuro. Bebías ahora, se reunían todos en la estrecha sala,
cantaban y decían cosas inteligentes, o estupideces. Siempre te
enamorabas; ahora eras de un grupo político; te respetaban en
la fábrica, eras un símbolo de la lucha de los obreros; te atrevías a decir discursos en las concentraciones, a representar a
tu sindicato. Tuviste suerte. Verte, entonces, era sentirte lejana,
extraña a mis miradas y al amor que, inevitablemente, formaba
parte de mis sentimientos hacia ti.
Sé que continuarás callada, no responderás; debo aceptarlo
como todo lo que no puedo rechazar y que la vida me lanza en
cada segundo, como los besos y los abrazos de mi primer amante. Nunca te lo dije, pero lo sabías; te lo comentaban tus amigos,
pero no me hiciste reproches. Ya era una maestrita que ganaba
lo suiciente como para no depender de ti, pagar por sus locuras,
por sus momentos de amor.
Ahora, cuando todo eso ha pasado, los lazos del amor me
atan con fuerza al carro de la ilusión, y el misterio se me viene
encima como una ola gigantesca, de la que es imposible escapar,
de la que no querría huir; el amor y la muerte adorados, plenos
de sensualidad y de ternura, están fundidos conmigo, sólo allí
conocí el mundo agradable de las caricias, la ternura, los cuerpos desbocados; enlazados en los abrazos ciegos y sin culpas, en
busca del uno, de la conjugación y la comunión perfectas hasta
el espasmo dulce del cansancio. Amé el instante de las sombras
desprendidas sobre los abrazos, tan solo el deslizarse de las lenguas lascivas, escribiendo o leyendo el dulce amarse en la escri-
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tura de la piel; penetrando, recorriendo, palmo a palmo. Luego
fue la codicia del buscar otros besos, otras bocas, otros caminos;
ahora soy yo la sacerdotisa profana del mismo ritual que tú y tu
hombre oiciasteis. Soy mi padre y tú, alternativamente; siento la miel de los cuerpos deshaciéndose, derritiéndose en mis
labios y por mi lengua voraz, asesina del dolor y las tristezas.
Ahora mismo, a pesar de que tu cuerpo reposa en su muerte, deseo arrojarme sobre ti, lejana como estás a los fuegos del
amor y de las pasiones; lejana para revivir el viejo rito, las risas
locas del perderse en el ser mismo, acogotar tus miedos. Es inútil hablarte de pasiones, ocultas como noches de pasado. Acaso, como el aire que golpea en las paredes muertas, tu cuerpo
se deshace contra el tiempo de la muerte de mis viejos sueños;
entre tus carnes cerradas a la vida y al futuro. Ahora, veo descomponerse mi antigua fascinación.
He usado todas mis fuerzas para vencer la angustia y poder
contarte esto, decírmelo a mí misma; pero el furor, la sed y las
ansias de amar me arrastran siempre en busca de los brazos
del amor. He yacido al amparo del recuerdo y la nostalgia, por
largos años. Sólo espero los cálidos besos y ternuras de su cara
barbada, olorosa a grasa inmunda.
En mis noches, recorro las calles de la ciudad, que me embriaga de misterios la emoción del canto y el poema en la agitación de la danza y el deseo. Cargo aquí, en mi ser, viejos fantasmas que luchan por quebrar su abrazo mortal, cristalino, que
punza mis esperas y rutas trazadas en busca del olvido.
Pronto vendrán por ti, envolverán tu cuerpo frío y lo encerrarán en un cajón. Después, seguirás por el mismo camino que
siguió tu hombre, pero, ahora, no escuchará nadie mis gritos de
protesta; sólo mi odio y mi amor y mi tristeza te acompañarán,
sin que puedas evitarlo.
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Pedro Walther Ararat Cortés
MARIPOSAS
Lo encontramos al lado del camino, viejo. Estaba tan laco y
débil que tuvimos que cargar con su cuerpo para llevarlo hasta
la orilla del río. Allí le lavamos la cara hasta que pudimos verle el rostro tostado. La barba, hecha jirones, le daba una sucia
apariencia. Se sentó con ayuda de varios brazos, miró al río y
se quedó escuchando el rumor del agua, que bajaba sucia esa
tarde. Un pájaro muy pequeño, rojo y amarillo, cantaba sobre
una piedra en la otra orilla, indiferente al encanto que causaba
en nosotros aquel hombre.
Muy pronto, numerosas mariposas comenzaron a bajar de
la montaña. Primero unas cuantas, dispersas; después, fueron
incontables alas silenciosas que revoloteaban alrededor del viejo. Un silencio miedoso se nos fue metiendo en el cuerpo, y con
lenta prisa comenzamos a alejarnos. El hombre se vio rodeado
por el vuelo de las mariposas que, inalmente, se posaron sobre
su cuerpo, que tomó la apariencia de un tronco musgoso.
Luego, las mariposas se alejaron, sin ruidos, brillando aún
más con los rayos del sol de la tarde que las tocaba. El hombre
también alzó los ojos para verlas partir y se puso de pie, lentamente. “Levantó sus brazos, y pudimos presenciar cuando le
brotaban alas: también le brotaron antenas de la frente. Todos
quedamos asombrados; más que eso, maravillados por lo que
veíamos. Se fue elevando y moviendo las alas, como otra mariposa. Se fue tras ellas y se perdió en el horizonte. Desde entonces, en el pueblo nadie se atreve a socorrer a las personas que se
encuentren tiradas en el camino”, le dije al viejo.
Él había escuchado todo lo que le conté; no hizo ningún gesto, ni trató de levantarse. Estaba pálido, laco; la piel era verdosa y sus ojos habían permanecido casi cerrados. Envuelto en
esa cobija embarrada, permaneció mudo. Me alejé sin haberle
prestado ningún auxilio, sin preguntarle por qué estaba allí tirado. Lejos de su vista, me escondí tras unos árboles y lo vi,
al viejo, envolviendo la cobija y atándola sobre su estómago.
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Permaneció quieto por un momento; luego, alzó los brazos y,
desplegando las multicolores alas, se echó a volar, en silencio.
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Pedro Walther Ararat Cortés
LEYENDA
Se dice que todos los hombres nacen iguales; yo no lo creo.
Me dice la mujer que me asiste, desde hace algunos años, que
mi madre le dijo que yo nací de manera diferente a como nacen
todos los demás. Dice ella que, al nacer, mis ojos estaban tan
abiertos y mi boca tan cerrada que fue necesario abrírmela a
la fuerza porque me iba a asixiar; que vomité toda el agua que
había tragado en el mar interior de mi madre cuando por in
consiguieron abrírmela.
Dicen que los locos tenemos un nacimiento diferente; que
sentimos, por ejemplo, miedos en la oscuridad, y deseos de gritar, de correr por el campo cuando despertamos. Pero que eso
no cambia las cosas porque el mundo prosigue su ritmo de monotonía, de noches y días siempre iguales; la gente sigue aún
riéndose con las lágrimas pintadas en los ojos y su cara de amargura templada como una máscara de cartón.
Todos los seres tienen derecho a existir, he oído decir. Pero
en mi caso fue notable el deseo de hacerme desaparecer; me
alimentaban cuando se les viniera en gana; me olvidaban en los
rincones de la casa a la hora de la siesta. Mientras cada uno reposaba en su cuarto, rodeado de calor y de paz, yo permanecía
encerrado en el cuartucho de los desechos y muebles inútiles,
untado con la insípida bazoia con la cual pretendían entretenerme para que me olvidara de gritar o de hacer ruidos molestos. Así, podían ellos permanecer tranquilos, sin acordarse de la
miserable existencia que llevo.
Tengo aún, ahora cuando escribo, a mi vista y grotescamente retorcido, el cuerpo de prima Ana; la golpeé en la cabeza con
aquella varilla, la que puedes ver aquí, a mi derecha. Fue un golpe fácil y certero; el motivo es lo más importante: no me gusta
que pasen por mi lado y que me hablen sin mostrarme los ojos,
aunque sea de vez en cuando. Ahora, espero que vengan a recoger su cuerpo que empieza a despertar y a moverse con dolorosa
lentitud, mientras escapan débiles quejidos por su bella boca.
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Ya se abre la puerta. Mi madre ha gritado al ver el cuerpo de
prima Ana en el piso; ahora huye. También tío Julio asoma su
cabeza por el hueco de la puerta y, al verme, se lanza contra mí;
me golpea con fuerza y odio mientras me insulta; sangro abundantemente; los golpes no duelen mucho; mis sesos se mueven
tras cada golpe; caigo en la cama. Tío Julio me mira horrorizado y me escupe; luego, llega hasta donde prima Ana, la toma
entre sus brazos y sale con ella del cuarto después de haberme
pateado por última vez. Mamá ha vuelto y me mira con los ojos
atónitos, cierra la puerta sin atreverse a entrar. Me he quedado
solo en este cuarto oscuro; apenas usted puede verme ahora, sin
poder ayudarme porque soy el personaje de una historia; usted
también lo es, pero de una historia distinta.
¿Ves cómo sangro todavía? ¿Ves estas manos…? No me alcanzan para tapar mis heridas. Ahora, déjeme, lector cobarde…
¡Váyase…! No moriré, no se curará jamás mi colección de heridas. Váyase de una vez, yo no puedo morir.
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Pedro Walther Ararat Cortés
EL QUE OYE CONSEJOS
¡Cómo te dejaron, hombre...! ¿Te duele mucho...? ¿Sí...?
¿Cómo? Ah! entiendo. Eran bastantes, ¿verdad? ¡Siii... a mí me
contaron cómo fue! Al menos, eso me han dicho...
¡Pero, si casi te matan, caramba! No debiste haber dicho
nada, y menos ponerte a gritar y amenazar a esa gente. Ellos
tienen sus razones para ser así. Vos sabés que eso de las invasiones no es ninguna cosa nueva; la gente no tiene techo para
vivir, y vos sabés… esos lotes vacíos... ¿te duele mucho? Ojalá
pudieras hablar y contarme lo que decían. Me los imagino, gritando: ¡Abaajoo! ¡Arribaaa! ¡Ja… Ja…Ja! Claro que… siempre
es así. Pero, ¿sabes?, no debieron amenazarles con quemar los
ranchos; faltó cabeza fría de parte del capitán. Aunque me dijeron que todo pasó cuando él se fue en la patrulla por refuerzos,
porque la gente no quería irse, y se enfrentaron con palos y gritos, hasta piedras le tiraron a la patrulla.
¿Cómo hay de moscas, no...? ¡Y este olorcito!
Ya te vi, hombre, compañero. No, no llores; pues... lo que
debes hacer cuando estés de secreto es no ponerte a mostrar el
revólver, ni a decir cosas contra ellos, ni a decirles invasores.
Fresco, pues. Tranquilo. El doctor dice que andarás en pocos
meses. Cuídate...
Cerraré la puerta para que no se vayan a entrar... ¡Las moscas, hombre...!
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LA CONFERENCIA
280c. El doctor sabía mucho sobre los astros. Habló del sistema solar, de la formación de los planetas, de las causas físicas
que permiten ver estrellas apagadas. ¡Qué interesante!, ¿no?!
El hombre que estaba sentado a mi lado no había pestañeado, hasta ese momento, ni una sola vez. Llevábamos cuatro horas en ese salón, pero valía la pena saber lo que pasa cuando dos
estrellas chocan, y lo que las centellas que uno creía cosas del
diablo, bueno... (Aplausos, muchos aplausos).
Luego, se abrió la discusión, el espacio para las preguntas.
Un tal señor, no, un tal Mr. Smith... habló con gran propiedad
y mal español de no sé qué vainas y, al inal, dio respuesta a
la pregunta que él mismo había formulado; después, Madame
Pecouché —lindos ojos verdes— que la teoría de la relatividad
de Einstein... ¡Caramba! Esa mujer sabía mucho. Herr Gruggemberg también habló y, el señor Burosothama y la señora Parthasarahthi y el señor Valentino y los doctores tal y tal y pascual.
Monsieur Pierre Raymond dijo que ahora se concedía el uso de
la palabra al público no especializado; aclaró que era esa la última pregunta y mi amigo —aunque yo en realidad no conocía, le
diré así— levantó su mano y tuvo el honor de que se le concediera el uso de la palabra. El público asistente volvió sus ojos hasta
nosotros; yo sentía que me miraban más a mí que a él.
29ºc. El hombre, mi amigo, se puso en pie y señalando al
conferencista, le dijo:
—¡Doctor, usted si habla mucha mierda!
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Pedro Walther Ararat Cortés
DESTINO
Descubrí, sorprendiéndome a cada momento de mí mismo,
que la amistad nacida entre Andrés y yo iba siendo cada día más
estrecha; nos visitábamos a cada momento, con el más insigniicante motivo: hacíamos de cada encuentro una celebración. Su
mujer, al principio, distante conmigo, fue acercándose más al
círculo que formábamos su esposo y yo.
Cosas de la vida, el tiempo que no perdona a los mortales
comenzó a pedirle cuentas a mi amigo. Estuve presente durante
todo el proceso de su enfermedad hasta su inevitable muerte.
Me encargué de todo: el entierro, las misas, las niñas y la viuda. Nada se hacía en esa casa sin mi aprobación. Despaché a la
muchacha del servicio y me traje a servir a una tía vieja que me
había pedido el favor de ayudarle a conseguir un sitio en donde
vivir porque su hija la había despachado deinitivamente. Tenía
la ventaja de que no le pagaba sueldo y, al contrario, ella debería
estar agradecida conmigo por haberle resuelto la desesperada
situación en la cual se encontraba; tenía garantizada la vivienda
por todo el resto de la existencia que le quedara.
Administro los ahorros que, a lo largo de veinte años, hizo
mi amigo; deino los gastos de la liquidación de la empresa donde trabaja por quince prósperos años que le permitieron ganar
un salario del que ahorraba más de la mitad porque su mujer,
quien trabaja de maestra en el pueblo, hacía la mayoría de los
gastos. Sólo una deuda, muy pequeña por cierto, era lo único
que afectaba la supuesta riqueza de mi difunto amigo.
La primera noche que dormí allí fue por causas del azar; llovió tan copiosa y majestuosamente que, comprensiva, la viuda
me pidió el favor de que me quedara para acompañarlas aquella
noche. Cuando supuse que todos dormían me senté en la cama
y aspiré el aroma del perfume femenino; esto me decidió y, sin
vacilación ni temor de hacer ruidos, penetré en su cuarto. Creo
haber sentido cuando respiró profundamente, pero no la vi moverse; acaso un sonido como del roce de los párpados sobre la
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pupila, con ese chasquido de las lubricaciones en los parpadeos.
El olor del perfume era más fuerte ahora, como si hubiera sido
apenas untado pocos segundos antes. Sobre la mesa de noche
estaba el pequeño frasco; al intentar levantarlo resbaló su tapa
y estuve a punto de derramar el contenido. Como si hubiera
comprendido el apuro en que me encontraba, se dio vuelta y,
al hacerlo, su desnuda espalda me sonrió, invitándome al beso
y al abrazo. Aproveché que estaba de espaldas y, rápidamente,
en silencio, tapé el frasco. Me le acerqué y pasé mi mano por
su cuello; esto la obligó a encogerse y lanzar un leve quejido de
satisfacción, como diciéndome “no pares”.
Sentado sobre la cama, a su lado, levanté las cobijas y descubrí su total desnudez. La penumbra del cuarto era casi de luz y
descubrí un lunar oscuro y saliente que adornaba la conjunción
de las nalgas; pequeños vellos negros cubrían el inal hondonado de la columna vertebral. Mis dedos se deslizaron por toda su
piel y, luego, halándola suavemente hasta mí, la hice rodar hasta el abrazo y el beso que, tímidos al principio, se convirtieron
en quejidos y rugidos de bestias destrozándose. Decíamos nuestros nombres, y “te amos” ininitos, apretándonos tan honda y
tan apasionadamente que sentíamos dolor tras cada golpe de
choque de los cuerpos.
El abrazo hablaba, aunque ahora mucho más suavemente, ya
cálidos los cuerpos y somnolientos de satisfacción; con furtivos
besos en los ojos cerrados la vencía, mientras con la punta de
los dedos aún rozaba su piel que se erizaba y algún espasmo la
dejaba como estatua de madera entre mis manos. El aroma de
nuestro sudor y descargas seminales, el calor bajo las cobijas
nos fueron adormeciendo; dormir así, aun, sabiendo que desde
entonces mi vida ya no sería la de antes, enfrentado al miedo
de tener que salir a cumplir compromisos sociales nuevos, que
me había convertido en un padrastro y en un marido que debería ser amablemente irresponsable… pero dormí sin pesadillas.
Creo que tuve hermosos sueños aquella noche.
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Pedro Walther Ararat Cortés
TRAICIÓN
Ligeramente mía y silenciosa fue la esposa de José desde los
primeros tiempos: su madre la ocultaba de mis ojos aun en los
días estériles de la infancia apasionada. Ella ha vivido al lado
de la risa burlona que tejo como una telaraña oscura sobre los
andenes de su connubio.
He bebido de sus aguas tormentosas, como el náufrago que
sacude el espasmo, de su cuerpo envejecido por los besos del
esposo engañado por mi risa de amigo y mis sonrisas de socio
satisfecho pero honrado.
Torno a la oscuridad del cabaret donde gravitan coros de voces aterradas por el engaño oculto de sus negros ojos de misterio. Ella vuelve sus manos de secreto pálido, entre el vello
castaño de mi sexo adormecido por los años que lentamente se
encanece con la baba de sus ancianos besos.
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ARTESANO
Cuando el viejo escogió el andén de enfrente para morirse,
lo sospeché. No he cometido ningún crimen al hacerlo, sólo lo
vi, secándose al sol, como un cuero viejo que se endurece poco
a poco.
Ni sangre tenía el viejo; un cortejo de moscas bebía sus últimas aguas, en una libación orgiástica, sin recatos ni límites.
Los materiales para trabajar la zapatería están muy caros,
sobre todo el material para las suelas. Son muy buenas las suelas que he fabricado con la piel del viejo; su cráneo pelado sonríe en medio de los zapatos que tengo en el mostrador. La piel
de viejo es resistente, aunque un poco tosca.
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Pedro Walther Ararat Cortés
LA RISA ASESINA
La muerte nos viene con una risa estúpida que no podemos
detener. Hoy he visto a una mujer hermosa: el pelo largo y negro caía sobre su espalda como un río incontenible de sensuales
olas; las manos lánguidas reposaban en su estómago de bestia
hinchada. Al mirar a su cara, la vi tan hermosa que no pude reprimir la risa que me brotó como una erupción peligrosa.
El hombre que estaba a mi lado comenzó a reírse. El temblor
agitaba todo su cuerpo, la carne le bailaba con un ritmo propio,
bastante libre y desordenado, hasta hacerlo correr. Se alejó con
su risa escandalosa unos cuantos pasos y empezó a inlarse por
la risa asesina. Su cuerpo crecía y se hacía más liviano, hasta
que comenzó a elevarse con la risa, como un globo grotesco. La
gente se amontonó en las calles para verlo, los niños gritaban
y empezaron a lanzarle piedras. No había alcanzado mucha altura, cuando explotó. Creo que uno de los chiquillos lo alcanzó
con una piedra.
Ojalá no me alcancen a mí con sus pedradas.
¡Ah… Esta risa es maravillosa!
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INFORME DEL GUARDÍAN ESPECIAL
PARA LA COSTA
Obviamente, el autor de la “Carta a los jefes de la isla prisión”
ha descuidado, malévolamente, algunos aspectos fundamentales del inal de la historia, la cual interrumpe a su capricho para
quedarse en el simple planteamiento de la llegada de la señorita
M. a esta isla. Me siento obligado a completar la relación de los
acontecimientos que siguen, aunque sea un breve esbozo, para
señalar mi participación en tan indigna pero deprimente sucesión de hechos absurdos, frente a los cuales el dicho pintor H.
no quiere reconocer más importancia que la suya propia, no sé
con qué intenciones pone así de maniiesto cierta pesarosa alegría o maldad.
Comenzaré por airmar que lo que aparece como una posibilidad —según H.—, el de la llegada de la artista a estas tierras,
se realizó efectivamente; la vi cuando recién había llegado y el
revuelo de sus carcajadas detuvo el azar, al que había encomendado la conducción de mi inspección obligatoria frente a la isla,
intentando descubrir cualquier trama de los cómplices de los
reclusos para ayudarles a escapar. Sé que no sólo era el deseo de
cumplir el deber, sino la intención de descubrir a la artista, pues
los rumores llegados por telégrafo acerca del peligro que podría
representar para el orden y buen funcionamiento de la vida de
condenados y empleados del gobierno, rumores que habían llegado con cierto secreto y burla por parte del jefe nacional de
prisiones (quien pareció muy divertido por tan hermoso peligro
de sublevación) movieron mi ánimo y fantasía a convertirla en
una especie de espíritu marino de la sensualidad, más peligroso
que la picadura de los mosquitos del sueño y la locura, imposibles de erradicar hasta ahora, a pesar de la ayuda prestada por
las autoridades norteamericanas.
Al verla con sus dos acompañantes (no uno, como señala H.
en su carta) tuve la intención de detenerlos a ellos y coninarlos
en alguna de las mazmorras especiales, en tanto que yo me ha-
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Pedro Walther Ararat Cortés
ría cargo de la hermosa hasta que confesara todos los crímenes
(o seducciones, como dice H.) y obligarla a cometer uno más
conmigo; no obstante, obligación, imposición, me remitían con
mucha facilidad los reglamentos, las torturas y castigos, tan comúnmente empleados por mí en situaciones que, obviamente,
no se relacionaban con el amor y el arte; como quien dice, me
pareció este método muy carente de imaginación y creatividad.
Por lo demás, me hubiera sido necesario justiicar con una orden de detención a los acompañantes, quienes en realidad, y
pensándolo bien, no constituían gran estorbo para la satisfacción de mis intenciones.
La idea de cuánto deseaba hacer no estaba muy claramente
inscrita en mi conciencia y dejé a mi “inspiración” el planteamiento de la táctica más adecuada a ser puesta en práctica. Lo
que hice fue lo siguiente:
Al encontrarles me acerqué amablemente a ellos y les acompañé, en un largo paseo, a lo largo de la playa; les prometí hallar
el mejor lugar para que pudieran acampar. Ibamos los cuatro,
muy alegres; ellos, pegados de mis palabras y conocimientos de
la región, sus peligros y bellezas, las posibilidades de encontrar
preciosos paisajes, etc. Les señalé las cuevas junto a las cuales
se tejían inmensos racimos de ostras, bancos de camarones y
de peces, indicándoles, al mismo tiempo, la mejor manera de
cazarlos sin poner en peligro la vida. También les di muestras
de mi valor frente a los peligros siempre presentes del mar; aun
ese, tan calmado aparentemente, pero plagado de asechanzas.
Me lancé a las aguas, nadé incansablemente, hasta que mi cabeza no era, ante sus ojos, más que un pequeño punto imposible
de imaginar. Regresé con una sonrisa en mis labios y recibí el
abrazo imaginado de la Srta. M. Competí con los nativos en difíciles ejercicios de natación y buceo al pulmón, siempre los derrotaba y, luego, me marchaba cuando los tres estaban agotados
de la jornada y sólo tenían alientos de dormir.
Algunas veces me aparecía en medio de la madrugada con
un jabalí agonizando y con mi cuchillo ensangrentado; les despertaba y apilaba más leña en torno del fuego preparado para
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espantar a las bestias, obligando a los varones a preparar un
asado que yo dirigía con dulces palabras mientras la Srta. M. y
yo nos divertíamos de la inutilidad de aquellos hombres; al mismo tiempo, yo no desperdiciaba la oportunidad de darle besos
en las manos o mostrarme conmovido por sus poéticas frases,
abrazándola y obligándola a regalarme con sus caricias. Bebíamos vino de palma alrededor del fuego, mientras le dedicaba
canciones que acompañaba divinamente con la guitarra que
llevaban y que ninguno de ellos sabía interpretar. Hablábamos
incansablemente, comíamos, bebíamos y hasta bailamos algunas veces. Era muy alentador para mí sentirla entre mis brazos y explotar en aquella alegría del amor que ya veía surgiendo
de su ser, como la miel salvaje de aquellas colmenas silvestres
que supe descubrir y mostrarles, ofreciéndole a ella su dulzura.
Cuando los hombres se habían embriagado y dormían bajo la
picadura de los moscos, M. y yo nos tendíamos en la arena y nos
prodigábamos las más tiernas caricias.
Los ojos encendidos de la artista devoraban la piel de mi
cuerpo, con un deseo que ya sabía dónde iba, pero no me apresuré a buscarlo, tendría que llegar, el odio y la impotencia de
los acompañantes me seguían con sigilo en cada visita hecha
por mí; los veía disgustados al pintor y al fotógrafo, y ella, la
pasión perseguida, los olvidaba cuando aparecía yo con algún
regalo y frasecitas burlonas para ellos; dichas, claro está, con la
mejor intención del mundo. Creo que ellos no supieron interpretar el reto, y no se atrevieron a luchar contra mí más que con
el resentimiento y la injuria; lo presentía, y creo que la actitud
protectora que la señorita M. me prodigaba, tenía como objeto
demostrarles que de nada les valdrían sus marrullas e intrigas.
Ella había llegado al paraíso que buscaba, mientras sus amigos no estaban muy lejos de caer en el más terrible inierno de
desesperación e impotencia; la soledad del grupo frente al mar,
como los primeros hombres luchando por conseguir a la única
mujer estaba ahí, pero alguien (en este caso ellos) debería perder y someterse a la ley del más fuerte... Y ella, así sometida,
caminaba sobre la arena, entre la selva bajo mi abrazo, besán-
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Pedro Walther Ararat Cortés
dome el pecho, acariciando mi cabeza, hasta que era inevitable
la prolongada cópula bajo la luz de la luna, entre las inmensas
raíces de un árbol cómplice, sobre la arena tendidos o nadando
unidos en el cálido mar rugiente de las noches.
Me atraía ieramente como sólo sabe hacerlo una hermosa
alimaña venenosa, pero fantástica. Si el señor H. me hubiera
visto en aquel tiempo o hubiese siquiera sospechado la aventura, no sólo hubiese pedido precaución a los jefes de la prisión,
sino que, incluso, hubiera deseado ser uno de los dos acompañantes derrotados por mi, por el simple placer de odiarla más de
lo que parece odiarla, aunque al inal, lo sospecho, terminaría
asesinándonos, al menos a mi. O habría buscado la manera de
que le encerrasen con todos los reclusos para someterse al peligro de su inlujo y, una noche, con otros prisioneros, planear la
huida hasta la costa con el sueño de encontrarla.
¡Oh...! Cuántas semanas se acumularon en aquella aventura;
mezclé la vigilancia de los condenados de la isla (junto a los cuales se hizo retratar en sus chozas, mientras bebía a carcajadas el
agua de un coco que bañaba su cuerpo) con cáusticas palabras
lanzadas a sus amigos; mi cargo de Guardián especial adquirió para mí el sentido más alto que jamás tuviera ni tendrá ya
nunca, de amante que odia tiernamente el objeto de su amor.
Me atreví a posar desnudo junto a ella, abrazado a su cuerpo
desnudo y hermoso durante largos minutos, para que el pintor,
al inal, desistiera de su empeño cuando apenas había esbozado
unos trazos, furioso acaso al sorprendernos en un beso necesario para frenar el deseo que nos poseía de dejarnos caer sobre la
arena y revolcarnos en amorosa furia.
Se marcharon al día siguiente, sin avisarme previamente;
supongo que han ido a continuar sus vidas junto a los viejos
amigos a quienes mentirán todo el tiempo borrándome de sus
historias fantásticas. Hablarán a los artistas de las rayas sin
sentido y de los fondos manchados de telas que pudieron haber
destinado a mejores ines, por ejemplo, para hacer manteles o
cortinas.
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H. debería venir aquí para que, juntos, sentados en la playa y
en silencio, contempláramos la danza que la señorita M. ejecuta
cada noche; debería venir a contemplar conmigo el fantasma
desnudo de su cuerpo que danza sobre las olas de este mar,
frente a la isla prisión. Si H. viniera a gozar a esta isla a la que
estoy eternamente condenado en espera de su regreso…
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Pedro Walther Ararat Cortés
ROSITA
Rosita abrió sus lindos ojos azules llenos de sueños y encanto
en la mañana. Se levantó despacio y pensó —llena su mente de
amor— que tal vez esa noche, como todas las otras, no podría
pretender que los bellos muchachos que visitaban a su hermana
se ijaran en su cuerpo, o escucharan sus opiniones. Ya levantada y lavada su carita, se miró en el espejo en el que vio una
muchachita pequeña, de grandes ojos azules como los suyos. Se
quedó mirando aquellos ojos que eran el lago inmenso de donde
se derramaba su tristeza en forma de llanto imposible de detener, amargo llanto transparente como sus sueños de eterna enamorada. Luego, deslizando su laca mano, la niña aquella del
espejo, como por arte de magia se presentó, peinándose unas
cuantas hebras puestas a manera de cabellos que cubrían una
masa grande y pálida con pretensión de cabeza.
En un tiempo mágico y lento, aquella cabeza fue acercando
sus ojos a los de Rosita, mostrándole unos pedernales inmensos
a manera de dientes, que surgían entre los labios rosados de
una pequeña boca. Rosita no se asustó, sin embargo, por aquella horrible visión; se había acostumbrado a ella. La veía cada
día. Luego, pensando —quizás apremiada por las obligaciones
que había aceptado en esa casa sin saberlo— Rosita se dio vuelta, se dirigió a saltos cortos y alegres hacia la puerta de su cuarto; la visión dio vuelta y, a saltos cortos y alegres, se alejó de la
supericie del espejo hacia el fondo de este, arrastrando consigo
un cuerpo laco y débil, leve como un fantasma que estuviera
familiarizado con la cotidiana realidad de la existencia humana.
Fuera de su cuarto, Rosita se vio envuelta en un movimiento
agitado, de ires y venires. Por primera vez pudo ver a su hermana y a sus amigas vestidas con ropas sucias y viejas, haciendo el oicio de la casa. Lo que le disgustó poco después fue que
hubieran sacado el gran espejo que siempre tenía en su pieza y
que lo hubieran puesto en una esquina de la sala. Se acercó a él
y comprobó con descanso que la visión de siempre no se había
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marchado, a pesar de haber sido bruñida con ahínco y casi con
odio por su hermana y sus amigas.
Cuando la iesta se encontraba en el punto de alegría más
alto, todas las miradas se pegaron en el bruñido espejo al ver en
él a una igura pequeñita, delgada, que palmoteaba y saltaba al
ritmo de la música. Todos los bellos muchachos se quedaron petriicados viendo cómo aquel monstruo lanzaba al aire convulsivamente unos zapatos pequeñitos de muñeca y se levantaba un
faldón mugriento por encima de las piernas, dejando observar
un cuerpo picado de viruelas y arrugado, como de recién nacido.
Todos veían, sin poder evitarlo, que aquella igura se quitaba los calzones pequeños y daba vueltas locas como un trompo.
Nadie podía entender nada; la angustia y la vergüenza les hicieron bajar las miradas del espejo y quedar inalmente quietas,
posadas sobre el cuerpo de Rosita, desnuda, quien en un éxtasis
profundo yacía en el suelo agitándose frenética. De sus lindos
ojos azules, como lagos, se desfeaban transparentes lágrimas de
sincera entrega amorosa. Los bellos muchachos se fueron. Rosita no entiende por qué le quitaron el espejo de su pieza, ni por
qué debe encerrarse en su cuarto cuando llegan las visitas.
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Pedro Walther Ararat Cortés
SOLIMÁN
Cuando la abuela llegó para habitar en esta casa trajo cajones
y materas, tiestos que sólo eran tumbas y osarios donde reposaban las hierbas utilizadas para hechizar al mundo de la muerte
y los dolores. Los muebles viejos y rayados, chillones, espantaban con sus gritos a nuestros muebles que se arrinconaban en
las paredes, subiéndose unos encima de otros, sobre las mesas
y los cojines recién hechos con nuestras medidas más precisas,
que servían de camas, capaces de seguir las curvaturas de los
cuerpos. Ahora, venían esos armarios monumentales a ocupar
los espacios en donde a veces nuestra libertad lanzaba coces y
gritos de bandido.
Una invasión de males comenzó a crecer en mí, desarrollándose en espirales líquidos de mágicas venganzas. Y allí, sobre
su pelo blanco, entre la piernas trenzadas de venas a punto de
explotar, en los dedos anudados como si tuviera anillos puestos
bajo la piel amasada en arrugas, veía yo las aguas de sus ojos,
como cielos de verano en los relejos de su malvada forma de
hundirlos en mi rostro, como dagas que abrieron túneles por
donde me brotó el odio y el deseo de contemplarla muerta.
Luego fueron los besos de su boca estirada y bamboleante
de chochez. ¡Cómo no se murió con el sapo que escondí bajo su
almohada…! Si era un monstruo cazado con el deseo de verlo
devorándola con un golpe de su lengua engomada y rugosa. Intenté derribarla de la silla cuando me tocaba mecerla, y ella se
carcajeaba sin temblor, gozándose con mi lucha por volcarla y
poderla contemplar en su agonía de sangre tras el golpe. Todo
la protegía; cambié y mezclé sus medicinas, pero ella sólo sentía
los efectos que superaba con leve mejoría en esa muerte.
Enceraba los pisos con odio, y todos se alegraban al verme
así, aplicado a los oicios de la casa, en vez de andar inventando
travesuras con esos chicos malvados que mataban pajaritos en
los patios y parques; me sentía un puro ángel, un ser de divina
maldad, siempre al acecho de la presa que enterraría en el insaciable camposanto.
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La imaginaba muerta y me producía tanta ternura, tal belleza
se me revelaba, que lloraba en silencio, envidiando desde entonces el placer que me deparaba el futuro tan buscado a lo largo de los años. Luego, le lanzaba cosas, tratando de acertarle en
el centro de su estómago hinchado como el de una embarazada
por la muerte en espera de parir la destrucción de su ser. Acaso,
también el miedo de ver realizado mi deseo desviaba los dardos
de mi mano inocente y desconocedora de la lucha que se agitaba
alrededor de mi pequeño corazón desfondado, con sus hilachas
colgando de la herida. Por eso mi mano seguía lanzando cosas
que explotaban siempre contra la silla, sin tocar a la abuela.
Cuando regresé esa noche de la clausura vi tanta gente alegre
por la casa, mirando maliciosa y con la vista baja… pensé que,
acaso, era por mí; en cierta forma lo era, pues la abuela había
muerto en la silla, y que gritó un poco antes de morirse porque
el cacto venenoso que dejé olvidado allí la había matado por mí,
sin yo habérselo pedido.
El médico certiicó que hubo un paro cardiaco por desgaste
nervioso y por la pena que le había causado la muerte del abuelo. Supe, entonces, que la abuela había quedado viuda hacía pocas semanas y ella sola “no se sentía con ganas de vivir”. Fue
entonces cuando mamá habló con su marido y fueron a hablar
con el chofer de un camión; mamá se fue en un taxi por ella, y
cuando apenas se iba a ir mi papá con el camión, llegó su suegra, con un vestido negro que nunca se quitó, gastado y brillante
como si estuviera engrasado o untado de agua.
Tenía tanta vejez en el semblante, tanta tristeza, que fue mi
papá quien comenzó a dar berridos, y nos abrazábamos los tres,
todos llorando, como si ya estuviéramos recibiendo el cadáver
de mi abuelita.
Ahora, cuando salga el entierro y estemos pasando junto al
parque donde pensé regalarle unos patines para echarla a rodar
por la pendiente, rumbo al río, ahora, digo, sé bien que lloraré;
nadie sabrá si son los sollozos o las carcajadas los que me harán
temblar tanto que otro tendrá que poner su hombro para cargar
el ataúd.
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Pero antes debo tirar a la basura ese cacto con espinas untadas de sangre y manteca de la abuela que, a pesar de todo, no
se desinló.
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CONFESIÓN DEL CRIMEN
Ya no puedo negarlo, es cierto que lo maté; fue un acto premeditado. Cavilé una noche sobre esto, buscando la manera menos
comprometedora para mí. He tratado durante muchas noches
de borrar aquel instante, pero sus palabras inales siguen golpeando en mi cerebro con la insistencia de aquella gotera que
cae monorrítmica en el platón que he puesto, rescatándolo de
entre los muebles que le sirvieron durante mucho tiempo y, que
ahora, sólo disfrutan las polillas y las cucarachas.
Es difícil comenzar a desglosar detalles, circunstancias, motivos, envidias o rencores para reconstruir la historia transcurrida hasta antes de su suspiro inal. Lo diré sin más tapujos: lo
maté porque lo envidiaba y le temía. ¡Ah...!, sólo aquel que haya
pretendido ser un gran lector y esté convencido de saber más
que quienes le rodean, puede entenderme.
No diré su verdadero nombre; le llamaré Iván, sin ocultar a
nadie que murió cuando había estado nutriéndose en las páginas del divino Tolstoi.
Ustedes conocen la biblioteca del pueblo: está exageradamente surtida; si acaso viene alguien es para que yo le lea algún
capitulo de Balzac o Las aventuras del Conde de Montecristo.
Han observado, seguramente, que los intelectuales de la capital
vienen aquí los ines de semana a emporcar el piso con las colillas de sus malolientes cigarrillos, o con los papelitos de bananas
y otros dulces; en síntesis, nuestro pueblo tiene una grandiosa
biblioteca de la que debería estar orgulloso, aunque más lo estoy
yo por haber leído gran parte de sus volúmenes.
Fue hace poco que descubrí a Iván. Ya lo había visto otras
veces pero entonces me percaté de que no quería salir de noche
ni de día de la sala; era, en el sentido amplio de la palabra, un
ratón de biblioteca. Al pensar en esto, me decidí a conversar con
él.
—Buenas tardes, Iván...
—Buenas, Licenciado.
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Pedro Walther Ararat Cortés
Nunca antes le había hablado, me había limitado a verle correr tras los libros, esconderse tras de ellos hasta cuando cualquier lector ruidoso, o yo con mi carraspera, lo espantábamos.
Se ponía primero alerta y, sin hablar, se marchaba para volver a
aparecer cuando reinaba la paz nuevamente en el local.
Yo admiraba su timidez. Era laco, estirado, no muy largo y
siempre vestía su abrigo de piel gris o azul.
—¿Qué le parece nuestra biblioteca?
—¡Maravillosa! Si no fuera por los libros, creo que ya estaría
muerto; ellos son los únicos amigos verdaderos. Qué importancia tiene que cualquier Quijano enloquezca; yo creo que eso es
un puro cuento. Me puedo hundir entre todas las novelas de
caballería posibles, puedo quedar atrapado, aplastado bajo sus
volúmenes, como me ha sucedido tantas veces, pero vuelvo a
aparecer y, entonces, a disfrutar con el amparo de la sombra de
Goethe, o a deslizarme entre los tomos balzacianos, emprender
la búsqueda de tiempos perdidos entre los libros de Proust, pero
regreso.
—Yo también le corté su discurso para hablar de mis lecturas— gozo con los libros. El glorioso Lamartine, el encaramelado Góngora, el dulce Gide...
—No estoy de acuerdo con la dulzura de Gide; creo que sus
Alimentos Terrestres son algo difícil de digerir. Me quedo con
los tratados de Magia Negra y las profecías de Nostradamus; eso
sí es delicioso, lo he roído con deleite, poco a poco.
—Tal vez... yo poco frecuento esas lecturas; es más, esos libros hace mucho tiempo que no los toco y, hasta creo, están
bastante deteriorados.
—¡Ya lo veo... ya lo veo! No me lo diga a mí, esos libros son
mi refugio. Allí donde no va nadie, allí es en donde yo puedo estar porque los libros del tal García Márquez, o de los del llamado
Boom, o del tal Neruda, no..., realmente son para mí la muerte. En tal caso, preiero a los clásicos españoles porque todo el
mundo habla de ellos pero nadie los lee, además...
En ese momento llegaron los chicos de la escuela con su vieja
maestra y tuve que atenderlos. Cuando miré hacia donde había
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quedado mi amigo, ya había desaparecido. Esa misma noche
preparé la trampa. Nostradamus era su refugio, él lo dijo, sin
saber que también sería su inal.
Al día siguiente fui a ver el resultado de mi gestión, lo encontré agonizando, la cabeza reposaba bajo el duro alambre,
sangraba por la nariz todavía y su cola temblaba con los últimos
estertores de la vida. Lo alcé, conmovido, y lo coloqué sobre una
de las mesas de lectura.
—Perdóname, pero debí hacerlo —le dije.
Me miró con sus ojitos vidriosos. Una lágrima inal temblaba
en su mejilla peluda, mientras la cabeza, destrozada, intentaba
levantarse. Afuera llovía y el día, gris como la piel de Ivan, parecía un cadáver.
Quiso hablar y sólo consiguió estornudar, antes de morir. Su
estornudo me pareció una palabra. Creyendo dar cumplimiento
a su último deseo, lancé una mirada al gigantesco tomo de Guerra y paz, de Tolstoi, que había empezado a devorar con amor.
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Pedro Walther Ararat Cortés
EL ZANGANO OBRERA
A Horacio Quiroga
En la vida de las colmenas todo va en perfecto orden. Cada
reina, a su alrededor, tiene organizado el destino de futuras generaciones de obreras, zánganos y reinas que perpetúan la vida
de la especie. Laboriosas obreras van y vienen durante el día,
desde que el sol despunta en el horizonte hasta cuando les es
llegada la hora de retirarse al fondo del mar. Los zánganos, nerviosos, agitaban el ronroneo de las alas que anuncian el viaje
nupcial que invadirá con el sentimiento de la misión perpetuadora, a uno de ellos, cuando deposite su semilla en el cuerpo de
la joven reina.
Vivir observando el transcurrir de la colmena es el permanente oicio de los zánganos durante su corta existencia. Mientras
ese famoso vuelo ocurre, en una monotonía pesada, son testigos
de la llegada y partida de abejas exploradoras que transmiten
un invariable mensaje señalador de que “en tal dirección, a tal
distancia, en un ángulo de n grados con relación a los rayos del
sol hay un cultivo de lores sin fumigación”; o “en tal dirección
hay un hombre que llena el aire con dulce aroma de caña”. Se
van, como autómatas, en busca del néctar, o a caer en ardientes
espesuras almibaradas. Muchas obreras mueren en este oicio;
es un nefasto suceso que, sin embargo, no altera la agitada vida
de la colmena.
En los colmenares no existen instituciones educativas y, por
consiguiente, tampoco discursos educativos; existen prácticas
que nacieron con la especie y que modiican la naturaleza de los
individuos y, así mismo, su papel en la colmena. Estas prácticas
son alimenticias, como sucede entre los humanos, determinados por la nutrición.
Según reza en la constitución de todos los colmenares, tanto
en los que se agitan en su estado natural, como en aquellos que
son manejados en bonitas cajas cuidadas por los hombres, el
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orden de escogencia del oicio y el destino de cada uno está inscrito en su propia naturaleza. Pero el modo de ser alimentada
una abeja transforma unas simples larvas en preciosas reinas.
Cuando una de ellas está madura, parte acompañada de un numeroso cortejo, formado por obreras y zánganos que morirán
en su lucha por fecundarla.
Un zángano, en su oicio de observación, súbitamente, se
enamoró de una de las obreras de la colmena. Este hecho, imprevisible, no puede escapar de los hilos que reproducen las
historias de amor. El zángano de esta historia sintió, como los
humanos, necesidad de confesar sus sentimientos a la elegida;
la destacó entre el ir y venir vivaz del grupo de obreras aladas,
perfumadas con el polen que traían pegado a sus febriles patas, pobladas de pelillos; contempló la enrrollada larga trompa, almibarada con el néctar de las lores visitadas y admiró la
sensual danza que emprendía para señalar a sus compañeras la
dirección del futuro vuelo de un grupo recolector, que se guiaría
por la luz solar y el pensamiento geómetra de la especie; le conmovió, hasta la ansiedad, el ritmo de sus delicadas antenas que,
para su naciente amor, le señalaban que tan sólo ella expresaba
la gracia y la belleza.
Se airma que los zánganos no piensan, pero éste pensó. Se
dispuso a engañar a todo el sistema para poder danzar y expresar su sentir, para descubrir lo que sentía por ella; su acto la impresionaría, la transformaría, la atraería y lo podría comprender. Se disfrazó de obrera. No era difícil que le confundieran con
una de ellas porque era un zángano enfermizo, de escasa talla.
Debido a esto, era objeto de ridiculizaciones frecuentes por parte del grupo de zánganos robustos, y por otros no tan robustos
pero que zumbaban fuerte y se creían con autoridad para burlarse de él. No los odiaba porque entre los zánganos no se desarrolla este sentimiento; sencillamente no se sentía a gusto entre
ellos y evitaba estar en su compañía.
Su primer acto de simulación sólo pasó como sospechoso
pues, aunque portaba —como las obreras— el aromático polen pegado de las patas peludas, no cargaba ni una sola gota
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Pedro Walther Ararat Cortés
de miel. Durante toda la jornada había intentado acercarse a la
obrera —sin que lo notaran las demás— pero no logró hacer que
ella advirtiera su presencia. Regresaron, nuevamente, a otra incursión y, durante ella, el zángano enamorado se dedicó a cortejar a la preciosa elegida. Ocupada como estaba, en la recolección
y la búsqueda, no había reparado para nada en él; solamente,
cuando se vio importunada en sus precisas labores, zumbó con
disgusto, levantó frente a él sus antenas y... como un rayo, el
amor unió aquellas vidas que, en adelante, no podrían existir
más la una sin la otra.
La obrerita perdió unos segundos preciosos de labor por culpa de aquella percepción; sentía que una obrera más fuerte que
ella se había metido en su ser. No le pareció una obrera hermosa, no, pero sintió que la estaba amando. ¿Era esto permitido
entre las obreras? ¿Estaba este sentimiento, esta sensación, de
acuerdo con su naturaleza? Reaccionó y, de inmediato, perdió la
noción provocada por aquella nueva realidad; recogió un poco
más de polen y, un tanto indispuesta, regresó, antes que ninguna otra, a su colmena. Alegó ante las guardianas por su malestar
repentino. Después de una seria reprensión le permitieron retirarse a descansar, pero solamente cuando hubiese sacado de la
colmena los cadáveres de algunas abejas que se habían muerto
intoxicados con el polen de unas lores de vivero; no alcanzaron
a danzar para señalar el lugar de donde procedían.
Había logrado recoger y amontonar sólo una docena de difuntas abejas cuando escuchó un altercado en la entrada posterior;
tendió las antenas hacia el sitio del revuelo y un sentimiento de
angustia agitó sus alas. ¡Era ella...! su perturbadora seductora
regresaba sin la carga exigida a cada obrera; ni polen llevaba
esta vez; la escasa miel que entregó fue aquella que no pudo
tragar porque un nudo de amor le había cerrado el conducto;
esta gota de miel evitó que fuese expulsada de la colmena. Como
castigo a su ineicacia recolectora le fueron encomendadas las
labores de niñera de las futuras reinas, debería alimentarlas sin
descuidar un instante su oicio de alimentadora del futuro de la
especie.
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Jamás había conocido este oicio y, por consiguiente, se limitaba a imitar el movimiento de las otras y a consumir la jalea
real destinada a las larvas de reina. El color oscuro de su cuerpo
fue desapareciendo y empezó a tornarse claro; así mismo, su
cuerpo alargado de zángano se hizo redondo y tomó, en poco
tiempo, la apariencia de una obrera inmensa, gorda y amable.
Era una abeja muy extraña, tan fuerte parecía ser que, inevitablemente, fue designada como niñera—directora. Aprovechó
su nuevo cargo para culpar a sus reemplazantes de la muerte
de muchas de las larvas reinas víctimas de su nulo sentimiento
materno y de su voracidad.
La gran notoriedad del zángano, a quien debía entregar diariamente el producto de su búsqueda, tornó más fuerte el amor
de la obrera. Los privilegios obtenidos con el nuevo cargo le permitieron nombrar una secretaria que se encargaría de vigilar el
trabajo de las obreras—niñeras. Esta innovación preocupó un
poco a las viejas consejeras de la colmena pero, al inal, aunque
con muchas dudas, la acogieron como necesaria. Ninguna de
las abejas se sorprendió de que tal nombramiento recayera en
la obrera de esta historia; el rumor de esta relación había sido
tejido por todas las abejas, hasta por los zánganos que, corrientemente, no se ocupan por conocer sobre la estabilidad o peligro del colmenar que los mantiene. No se podía ocultar el poco
rendimiento del trabajo de la obrera, ni sus raros parloteos hablando de “las hermosas lores”, cuando siempre se había dicho
“jugosas lores”; mejor que “se había dicho” debemos entender
que “se había bailado”, con vueltas a la izquierda, a la derecha
formando ochos y círculos.
En el primer encuentro que tuvieron a solas, la niñera—directora atiborró a la secretaria con jalea real. Supieron, desde
entonces, que una nueva vida estaba siendo creada por su unión
y que terminarían reinando en su propio colmenar; en él dejarían de ser vulgares obreras y se convertirían en una reina y en
su niñera exclusiva. Todo esto se decían, lo sentían cuando de
una a otra boca pasaba la jalea real que les embriagaba; temblaban con una emoción desconocida.
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Tanta alimentación con la jalea real, tantos roces y empujones provocó —acaso lo esperaban— que una mañana, y como un
milagro de la naturaleza, la obrerita pusiera, en el mayor secreto posible, un centenar de huevecillos que de inmediato fueron
guardados —ocultándolo a las autoridades de la colmena— en
celdas secretas que el zángano había obligado a construir a unas
cuantas obreras—niñeras bajo su inlujo seductor, a quienes había prometido designar en cargos más importantes, codiciados
por toda obrera que se respete.
En un rincón de la agitada colmena se fue gestando una nueva raza, cientos de obreros y de zánganas actuaban en la sombra, bajo el gobierno de una extraña reina, más bien débil, y una
obrera gigantesca que, a pesar de lo transcurrido, no ha logrado
convencer a la ex obrera de que es un verdadero zángano.
La reina le creería todo eso pero, al verlo dirigir el poder con
tanto empeño, pasearse con tanto placer entre las zánganas y
seducir con sus vuelos a los nuevos obreros no puede dejar de
sentir que ama a una gran obrera, a quien el amor se la hace ver
como a una verdadera madre.
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CELOSO
La Flaca estaba feliz, por poco enloquece con aquella increíble pero innegable propuesta. Un hombre no se casa porque sí;
es el amor o la estupidez lo que lleva a un hombre al matrimonio. En este caso, sólo la estupidez pudo haber impulsado al
Sargento.
Lo de la Flaca era cosa sabida. Todo el batallón se hallaba
solazado con sus huesos y su pelo, porque la Flaca era sólo eso:
huesos y pelo. ¡Ah, y dientes! Más que una mujer, fue un fantasma el que se revolcó hasta entonces en el suelo de la cabina de
guardia y, calladamente, se marchaba al amanecer. Con buen
tiempo o sin él, arrastrada por sus descomunales dientes, bajaba la cuesta, sonriente.
Los reclutas estaban desconcertados, por poco enloquecen
con aquella insulsa pero bochornosa desgracia. Un hombre no
se casa con la puta del paseo porque sí; es el egoísmo o el odio lo
que le arrastra al matrimonio. En este caso sólo el egoísmo pudo
haber arrastrado al Sargento.
Todos habían gozado de la Flaca. La huella dejada por sus
dientes en el pecho y el cuello de los reclutas era lo único que
podrían conservar de ella. Algunos llegaron a enamorarse, y por
eso conservaban mechones de pelo que habían conseguido con
ruegos y algo de dinero en los momentos de mayor frenesí. Pero
en in de cuentas, ¿qué cosa es un recluta? Un saco de huesos
y de miedo. ¡Ah!, y, además, una verga insaciable, loca, que se
agita de alegría cuando encuentra cualquier hueco por donde
meterse y descargarse.
El Sargento estaba desconcertado; por poco enloquece con
aquella dulce pero indudable pesadilla. Un hombre no se casa
porque sí con una mujer desgraciada: es la compasión o el desprecio lo que lo lleva al matrimonio. En este caso, sólo la compasión pudo haberle llevado. Todos los reclutas le habían hablado
de la pobre mujer, virgen abandonada por la familia; hermosa
mujer que los visitaba en la cabina de guardia cada noche para
llorar sus penas y conseguir un poco de ayuda con los buenos
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hombres que jamás le harían malas propuestas. El Sargento
daba el dinero que le sería entregado a la Flaca en su nombre;
porque, en in de cuentas, ¿qué cosa es un Sargento? Un pobre
hombre que se cree bueno porque se enternece con cualquier
mentira. ¡Ah!, y un sádico extraño que teme a las mujeres pero
hijueputea a los reclutas.
Los oiciales estaban aterrados; por poco enloquecen con la
noticia del matrimonio del Sargento. Ninguno asistió a la boda.
Unos cuantos descorazonados reclutas que tuvieron salida
aquel sábado, lloraron durante la ceremonia; el Sargento emocionado los acompañó con sus propias lágrimas. Pero el llanto
es una mala semilla: primero lo derrotó la borrachera y debió
renunciar para siempre a consumar el matrimonio. La Flaca se
esforzó en vano durante muchas noches.
Los oiciales murmuraban; un Sargento no se realiza porque
sí cuando se casa: sólo la estupidez o el amor pueden llevarlo
a cometer semejante desatino. Ninguno conocía a cabalidad la
historia del enamoramiento pero, en in de cuentas, ¿qué es un
oicial? Un hombre estúpido que se pasa todo el tiempo repitiendo órdenes que no comprende. ¡Ah ..! mucho más loco que
un sargento.
Todos sabían que el Sargento no se hallaba bien de la cabeza,
que por este motivo se pensaba darle de baja; pero ahora, murmuraban como chiquillos asustados, hasta que llegó la hora de
los ejercicios. Oicialmente, el sargento había ingresado a formar parte del pasado negro de la institución.
Los celos eran producto de la impotencia. La laca llegó casi
a enloquecer; encerrada todo el tiempo, vigilada en cada uno
de sus movimientos. Al principio se aventuró a lanzar algunos
reproches y quejas, enfurecida; inalmente fue dominada por la
rutina y el silencio del Sargento. El Sargento se paseaba rítmicamente por la pequeña salita y, de vez en cuando, se paraba:
¡Firrr...!, dando un tremendo taconazo. La laca sabía que era
el momento de actuar, la señal que le ordenaba arrodillarse a
los pies de su marido, ofreciéndole un nuevo par de botas bien
brillantes.
La calle del Negr0
61
El Sargento sabía muy bien que a las mujeres hay que humillarlas. La Flaca gastaba la mayor parte del tiempo brillando las
botas de su marido y poniéndoselas después, amarrando con
parsimonia rítmica, pero con precisión, cada uno de los broches que habría de soltar pocos instantes después. Nadie sabía
entonces esto, pero el Sargento estaba muy enamorado de su
mujer.
Todos los amigos estaban extrañados; por poco los mata la
ansiedad por saber lo que sucedía entre la pareja, aislada de
toda comunicación con el exterior. Una pareja no se encierra
porque sí durante todo el tiempo, sólo el amor o la riqueza pueden aislar a dos seres del resto del mundo. En este caso, nadie
estaba de acuerdo y discutían sin cesar, hasta que se cansaron y
se olvidaron del asunto.
El Sargento salía de casa una vez al mes y se dirigía siempre
al batallón; recibía la autorización para reclamar el cheque de la
pensión que irmaba allí mismo y, saludando con prisa, corría
hasta el banco. Cambiado el cheque, se dirigía hacia el supermercado para proveerse de los alimentos que habrían de durar
exactamente un mes. El método para racionar, que al principio
le pareció a la Flaca una manía insoportable, le llegó a parecer
entretenido y de una gran ayuda para poder hacer unos cuantos
ahorros.
El Sargento regresaba al medio día y, durante el resto de la
tarde, sus ojos no dejaban de vigilar el ir y venir de la Flaca que
acomodaba el mercado. Este era el único día realmente feliz que
tenían juntos. Pero, en in de cuentas, ¿qué cosa es la felicidad?
El momento durante el cual uno se siente libre para hacer las
cosas que no puede rechazar. La Flaca sabía muy bien que el
Sargento no le diría una sola palabra para dirigirla en su labor,
que estaba libre para acomodar el mercado a su antojo, y unas
veces colocaba esto aquí y otra vez allá, sin temor a que se le hiciera un reproche o se le sugiriera una pauta. No tocaba los pepinos ni los plátanos, pues el Sargento se encargaba, por sí mismo de hacerlo cuando ella, sudorosa, se marchaba de la cocina.
62
Pedro Walther Ararat Cortés
La Flaca ya no estaba tan laca ahora. Por poco se enloquece
el Sargento cuando hizo esta observación que dio origen a una
genial idea. Un hombre no es celoso porque sí; sólo el amor o el
miedo a la trampa pueden convertirle en tal cosa. En este caso
fue el miedo al engaño lo que movió al Sargento. Los hombres
gustan de las mujeres lacas, preferiblemente si son casadas,
esto lo sabía muy bien el Sargento; si se lo proponía, podría engordar a su mujer y, así, sus temores desaparecerían para siempre.
El Sargento comenzó a comprar el doble del mercado que antes. Al principio, la Flaca sufrió trastornos estomacales, pero fue
desarrollando esa capacidad para comer, propia de los gordos,
y se engordó tanto que le costaba gran trabajo moverse. No paraba de comer en un solo instante; el Sargento la miraba satisfecho, con tal ternura, como nunca antes la mirara. El Sargento
estaba feliz; por poco enloquece y saca a su esposa a rastras por
las calles de la ciudad, exhibiéndola para que supieran que ya
no era digna de ser mirada con deseo. Sólo el valor o la locura
impulsan a un hombre a desaiar al mundo. En este caso, sólo
la locura impulsaba al Sargento. La Flaca ya estaba muy gorda;
era desesperante ver con cuánta lentitud, como una tortuga gigantesca, andaba por la casa.
La Flaca estaba inmóvil; por poco enloquece cuando comprobó que no podía levantarse de la cama. Una mujer no se
asusta porque sí; sólo la impotencia del marido o los celos pueden conseguirlo. En este caso era su propia impotencia lo que
la hacía gritar llamando a su marido. Lo de la gordura era cosa
que el Sargento había calculado hasta las últimas consecuencias. Había encargado la construcción de una magníica silla de
ruedas con varillas de acero y resortes reforzados, pues en in
de cuentas ¿qué es una mujer gorda? Un pobre ser que miente
todo el tiempo cuando dice querer a los demás, pero odiando en
verdad a todo el mundo. El sargento lo sabía, por eso sus celos
habían perdido fuerza. Ahora sonreía con más sinceridad que
antes, mientras empujaba la silla hasta el cuarto de su mujer.
Fue un trabajo dispendioso el de acomodar a la Flaca en la si-
La calle del Negr0
63
lla. No obstante, el Sargento no desesperó. El único problema
comenzó cuando la mujer sintió hambre. Ocupado como había
estado todo el tiempo en cuidar el comportamiento y la felicidad
de su mujer, había olvidado cocinar y, ante la imposibilidad de
que ésta lo hiciera, decidió que irían a comer por vez primera en
un restaurante.
La Flaca estaba feliz; por poco enloquece con el anuncio. Por
in volvería a mirar las calles. Un hombre no invita a una mujer
a comer porque sí. Sólo el amor o el hambre pueden moverle a
cometer tal acto. En este caso, tanto el amor como el hambre
habían movido al Sargento. ¡Ah!, y la seguridad de que ahora
nadie, absolutamente, sin lugar a dudas, se ijaría en su mujer.
Es sabido ya que el Sargento había superado su temor poco a
poco, y que había esperado con paciencia la llegada de este momento; sus sentimientos se habían movido desde su nacimiento
en la comprensión hacia el inierno de los celos y el amor para
quedarse en él. Pero en in de cuentas, ¿qué cosa son los celos?
¡Maricadas…!, decía el Sargento.
El Sargento estaba aterrado; por poco enloquece con aquella
terrible revelación del mundo. Un Sargento no huye porque sí;
sólo el pavor o la sorpresa pueden llevarlo a cometer semejante
cobardía. En este caso, tanto el pavor como la sorpresa se habían asociado para llevar al Sargento a huir.
Todos estaban asombrados de ver aquella mujer tan gorda.
Cientos de curiosos salían de las casas, otros brotaban de las paredes y la tierra para ver a la Flaca en su silla de ruedas, gritando enloquecida y extendiendo los brazos hacia los hombres que
huían con temor de ser alcanzados. Pero, en in de cuentas, ¿qué
es un hombre? Un saco de huesos y deseos insatisfechos que
huye cuando ve la posibilidad de realizar cualquiera de ellos.
El Sargento estaba loco. La Flaca estaba muerta. La Flaca estaba muerta en su silla de ruedas con una sonrisa en los labios
y un enorme cuchillo clavado en medio de la panza. El Sargento
está llorando sentado en el suelo a los pies de la Flaca. El Sargento está llorando. El Sargento es un marica.
64
Pedro Walther Ararat Cortés
EL ANIMAL VESTIDO
El animal vestido llegó a la iesta. Se había disfrazado tan
bien que, sin lugar a dudas, parecía un ser humano. Llevaba
bien aprendidas las instrucciones para apoderarse de aquello
que constituía un tesoro para los seres de su especie.
Lo veíamos ir y venir como todas las personas invitadas.
Conversaba, bailaba, probaba los bocados y pasabocas y —aunque parezca increíble —entró en el sanitario; permaneció allí
encerrado durante unos minutos y salió, con un pañuelo, limpiándose las manos. Su aspecto no era particularmente llamativo, aunque cojeaba un poco y abría los brazos como los sapos
cuando les da por caminar en dos patas.
De nariz alargada, como las de los conquistadores españoles,
barba y bigotes de colonizador; pero no llevaba casco. Cuando
bailaba con las damas no perdía oportunidad para aspirar el
perfume de las joyas; el oro, antes que nada, provocaba espasmos en su vientre. A los señores no dejaba de tomarles de las
muñecas para ver de cerca los pulsos dorados, las cadenas.
En un momento asombroso para todos, le vimos la intención; supimos que se trataba de un animal vestido. Él lo presintió y, en medio de la sala, rodeado por los asistentes, se despojó
de sus ropas, de la máscara, los guantes y... se mostró como era.
Era una animal invisible. Sabíamos que estaba allí porque veíamos el movimiento de las prendas al caer y el rastro de sus huellas al salir, arrastrando los confetis bajo el peso de su invisible
cola.
La calle del Negr0
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SUICIDIO
Don Andrés había concluido desde hacía muchos años que la
única opción posible para su vida era el suicidio; había insistido
en la búsqueda de soluciones para dar cumplimiento al destino
que, había presentido, sería el de su muerte; sólo el suicidio daría in al sinsentido de su existir limpio.
Sin embargo, no soportaba la idea de morir envenenado porque el solo pensar en los dolores insoportables de tales trances
le acobardaban. Tampoco era posible decidirse por el ahorcamiento, aunque este era un rápido medio para terminar de una
vez por todas con su absurda existencia; pero, sabedor del efecto de tal muerte, consistente en la erección del miembro viril y
la eyaculación consiguiente, sentía tal vergüenza por los comentarios que suscitaría en la familia —que lo había considerado
o conocido al menos como lejano a los menesteres propios del
sexo y otras bagatelas cercanas a él— que decidió quebrar en su
imaginación el cristal de tal imagen.
El sexo había sido para él algo que nunca tuvo sentido; no
iría a manchar ahora su vida con una muerte lasciva. El lanzarse
a un tren por el paso a nivel en su auto viejo, el dejarse arrollar
por los vehículos en una veloz avenida, el arrojarse desde alguna
importante altura y otras soluciones tradicionales de los tiempos modernos le desanimaron totalmente frente a la posibilidad de que alguien, de entre las efectivas fuerzas de seguridad
industrial, social, o la Cruz Roja, cualquiera de los vigilantes del
movimiento normal de la existencia humana, pudiera impedir
el cumplimiento de sus ines.
No podía soportar la idea del desplazamiento hasta un sitio
especíico, acechar al momento oportuno y, de pronto, arrepentirse de actuar, o, en el peor de los casos, no morir; quedar deforme e inútil por el resto de la existencia, cargado de vergüenza
por su fracaso.
La mejor solución que halló, inspirado por la realidad cotidiana, fueron las armas de fuego; de ninguna manera los puña-
66
Pedro Walther Ararat Cortés
les o las armas contundentes. Un tiro en la cabeza o en el centro
del corazón no deja a nadie vivo. Don Andrés se sentía casi en
la entrada de la armería del gran supermercado, en busca del
arma asesina, cuando cayó en la cuenta de que, si acaso fallaba
el primer disparo ¿tendría él, el viejo Andrés, valor suiciente
para pegarse un nuevo disparo? Lo más probable era que no.
Pero, si esa muerte era ejecutada por otro..., un asesino a sueldo, de los que no preguntan a quién o por qué sino ¿cómo, cuándo y cuánto..., que solamente se preocupan por el resultado de
sus empresas. Era esa la solución; se suicidaría, pero sería otro
el instrumento material de tal acto; él se conformaba con ser el
autor intelectual de su propia muerte.
En la sección Asesinos a sueldo, de los clasiicados, buscó
con nerviosidad evidente en el temblor de las manos; acaso era
ansiedad. Comparó los precios y especialidades de las armas y
se decidió por un precio razonable; porque era de coniar en un
asesino que exigía por su labor un precio justo, moderado. Aquellos que matan por una miserableza le parecieron indignos del
ejercicio de tal profesión. Los otros, que aprovechaban la gran
demanda de crímenes y cobraban exagerados precios ¿cómo
garantizaban que, así como cobraban, habrían de cumplir? Un
precio razonable para un asesino razonable y un asesinato razonable. Un asesino razonable no se podría equivocar haciendo
torpezas como la de incumplir dejando al cliente insatisfecho.
Se paró ante el espejo del baño de su apartamento para poder
recobrar los datos precisos de su igura, no coniaba en los que
iguraban en sus documentos de identidad. Escribió: Andrés
García Rovira; edad, 67 años; estatura, 1,55; peso, 62 kilos; abogado laboral, soltero, residente en el barrio La atalaya. Quinto
piso, apartamento 506. También los datos de sus horarios y costumbres, los sitios de mayor frecuencia por días; el hipódromo,
los sábados por la tarde.
El nombre del asesino escogido, Goliath Fernández Bohl, le
sedujo grandemente pues no sería él, Andrés García, su David
vencedor. Estuvo realmente eufórico cuando decidió que ese
sería su matador. Hizo la llamada del caso, concertó el precio,
La calle del Negr0
67
acordó el pago por adelantado; no en dos partes, como lo sugería la compañía Goliath. Mientras conversó con la secretaria de
Goliath, ingió tener una gruesa voz para que no descubrieran
la de mequetrefe que le había caracterizado; ensayando la voz,
consiguió una rebaja en el trabajo, dejando entender a la secretaria que le atendió que la cosa era en serio y no sería esa la
única vez que acudiría a sus servicios; además, así nadie podría
acusarle por la contratación.
Contrató el uso de una metralleta y, sólo en caso de que la
situación se tornara difícil para esconder el arma, autorizó el
empleo de una simple pistola; pero eso sí —insistió— “que no
quede vivo”.
Ese martes, según lo acordado, depositó el dinero en efectivo en el buzón del supermercado. Nadie se ijó en su acción
y se dijo, como si no fuese él un mercader más: “Así que aquí
es en donde se venden asesinatos”, y no le importó ya que lo
viesen salir, con paso presuroso, con el afán de todo comprador
que espera hallar lo buscado y pagado a la vuelta de la esquina.
Ansiaba encontrarse con Goliath. ¿Comenzarían por vincularlo
con alguna de las venganzas de la maia, con el ajuste de cuentas de algún sindicalista a quien había hecho una mala jugada
en favor de su patrón?, o... ¿le vincularían con algunos oscuros
celos? ¿Alguna venganza pasional? Se detuvo un instante, aterrado, al imaginar que su nombre pudiera ser vinculado con el
de su vieja secretaría; no podía soportar la idea de ver a la pobre
señora tratando de deshacer falsos argumentos. Estuvo a punto
de arrepentirse pero se convenció de que sí quería morir, de que
su vivir no tenía sentido ya.
Tenía miedo, sin embargo. Súbitamente comprendió que a
partir de ese instante su vida no tenía más seguridad que la de
la muerte, a manos de un asesino profesional que poseía toda
la información necesaria para encontrarlo cuando quisiese. Comenzó por desconiar de las miradas de la gente en la calle; quería, de pronto, huir de las balas asesinas, pero ¿cómo? ¿Cómo
era Goliath? ¿Alto, bajo, gordo, laco? y ¿si era una mujer que
usaba tal seudónimo? En su intento de escapar por la multitu-
68
Pedro Walther Ararat Cortés
dinaria aglomeración de la calle, emprendió una carrera cuyo
in no se podría prever. Agotado y sudoroso, descubrió un insinuante café en mitad de la aglomeración y allí se metió, acosante. Una rubia pequeña se quedó mirándolo con burla; sentada
en la barra, con las piernas separadas y abanicándose el calor
con su delantal, le gritó desde su asiento:
—¿Qué se sirve el señor? No servimos licor.
Se asombró de la aclaración. ¿Acaso tenía el aspecto de ser
un borrachín?
— Un tinto... ¡bien cargado, por favor! —desfalleció su voz, a
punto de explotar en sollozos.
La chica rubia le sirvió el tinto y se quedó mirando al pobre
viejo. Andrés sintió deseos de abrazarse a esa mujer, decirle que
un asesino sin alma andaba buscándolo para matarle, explicarle
todo a la rubia sonriente; pero lo consideraría un loco, nadie
creería la historia de ese suicidio tan buscado y ahora aterrador. El temblor de su mano, mientras intentaba revolver el café,
daba cuenta de su miedo.
—¿Qué le pasa, señor?, ¿está enfermo? — preguntó la mujer.
Se sentó a su lado, puso una gruesa mano sobre el muslo de don
Andrés; la mano estaba caliente:
—¿Busca... muchachas?
— Sí.... Pero quiero que sea usted.
Se ruborizó al oírse decir aquello que por primera vez decía
en su vida, cuando era la muerte su más seguro destino; ahora pensaba en que nunca había sabido del sabor de una mujer.
¿Qué sabía él de mujeres? ¿Qué podía hacer con una rubia como
aquella?
—¿Te gustan rubias, eh, picarón? Pero yo no puedo ir. Te
conseguiré una.
Se sintió tranquilizado, como si hubiese encontrado un refugio seguro; fue cuando lo decidió de una vez: “Goliath tendrá
que venir aquí por mí. Mandaré a una de estas mujeres con unas
órdenes dadas a mi secretaria; ella nunca pregunta nada y haré
que me mande el dinero que me haga falta. En una nota le diré
La calle del Negr0
69
que estoy adelantando un proceso muy largo y peligroso, que
tengo negocios que me obligan a no dejarme ver, en in... que de
aquí no saldré vivo. Goliath dirá cuándo debo marchar con los
pies por delante”.
Se dio cuenta de cuán grande era, rubia y un poco gorda, la
mujer que se plantó luego frente a él, con los brazos en jarra y
las piernas separadas, tentadora, perfumada, hermosa. Lo primero que hizo don Andrés fue ponerse de pie y darse cuenta de
que esa preciosa dama podría acabar con su existencia, si lo deseara, con la sola fuerza de sus manos: de un sólo golpe podría
deshacerlo.
La otra mujer señaló el contraste que hacía la pareja y gritó
emocionada: ¡David y Goliath! Don Andrés tembló, miró la cara
de su gran rubia y descubrió el gesto del asesino en sus ojos. Sin
detenerse a meditarlo, supo que debía huir.
Ya había perdido su paraíso, en medio de mujeres que le servirían de escudo contra la intentona de Goliath. Miró a la chica
que le abrazó de pronto, huyó despavorido hacia la calle tumultuosa, que lo arrastró como un río lleno de piedras, ruidoso;
chocaba aquí, allá, perseguido por los disparos de burla que las
carcajadas de las mujeres le habían hecho.
¿Adónde ir ahora? ¿Dónde estaría Goliath, buscándolo para
darle muerte? También pensaba en que los asesinos se dan su
tiempo para poder reconocer el terreno antes de actuar. Se proveería de dinero, actuaría con “naturalidad”, escaparía del país.
Pero ¿a dónde...? Con todos sus documentos en regla, fácilmente se vio embarcado en un vuelo de turismo, cuyo itinerario no
se ocupó en consultar; ahora, sobre las nubes algodonosas y el
mar a sus pies, a miles de metros sobre la faz de la tierra, no
dejaba de temblar. Como en un sueño de pesadilla luchaba por
despertar y poder sonreír; sin embargo, mientras el silencioso
avión se deslizaba por el aire, tomó el diario del asiento para calmar el nerviosismo que se le alborotó cuando cayó en la cuenta
de que era ese su primer viaje en avión.
Escuchó gritos y órdenes que no comprendía, y el alborotarse
de la gente en sus asientos, pero no prestó atención a eso; leyó:
70
Pedro Walther Ararat Cortés
Caen asesinos a sueldo. Fue desmantelada la banda de asesinos que tenía en Jaque a las autoridades de la ciudad cuando se
descubrió que habían defraudado a varios honrados ciudadanos
mediante la extorsión y el chantaje; además de cobrar altos precios para cometer asesinatos, violando las normas que expidió
el gobierno sobre las empresas de justicia privada. Cuatro delincuentes, entre ellos su jefe, Goliath Fernández Bohl, quien
se disponía a dar muerte al prestigioso abogado Andrés García;
según las investigaciones... “Reía, reía y lloraba, como loco”.
El alboroto de los pasajeros no le importó ahora más que antes; se puso de pie para gritar y celebrar su salvación. El terrorista que cuidaba la ila donde estaba don Andrés no lo dudó,
creyó que éste era el policía que viajaba en el avión y con gran
puntería abatió al viejo que se dobló, muerto, sonriendo, sobre
el diario.
La calle del Negr0
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LAS PUCHECAS Y LAS NALGAS
Las puchecas de la mamá de Antonio son grandes, como bolsas de harina. Las nalgas de Cielo se mueven cuando camina;
realmente, a veces uno quisiera pegarles un mordisco, o cortarles un pedazo para comérselo frito.
Anoche estaban juntas la mamá de Antonio y Cielo. Yo las
miraba con admiración y pensaba en la posibilidad de ponerle a
Cielo las nalgas de la mamá de Antonio donde tiene las puchecas y a la mamá de Antonio ponerle las puchecas de Cielo en el
lugar donde tiene las nalgas.
Si pudiera hacerse esto, entonces la mamá de Antonio tendría que ponerse brasieres en las nalgas y Antonio le chuparía
las nalgas para dormirse. Cielo tendría que usar calzones en las
puchecas y cuando se tirara un pedo tan cerca de su cara de
boba, lo olería tan cerquita que haría una mueca muy chistosa, como para no decir que ella no había sido; y cuando se ensuciara, si no se limpiara con cuidado, se untaría la nariz y la
cumbamba de mierda. Pobrecita Cielo, se despertaría asustada
todas las noches cuando se peyera.
Pero entonces la mamá de Antonio quedaría con dos pares
de puchecas y Cielo con dos pares de nalgas. Mejor no pienso
más, porque la mamá de Antonio se podría reventar al no cagar,
y Cielo no podría venir a lavar más la ropa porque con tanto
hueco no podría evitar cagarse cada vez que levantara la ropa, o
hiciera cualquier fuerza.
Mejor será ponerle una pucheca en el lugar de una nalga a la
mamá de Antonio; a Cielo, una nalga en cambio por una pucheca,
pero sin moverles el rotico. Así queda Cielo con tres nalgas y una
pucheca, y la mamá de Antonio con tres puchecas y una nalga.
Es muy difícil cambiarlas, porque Cielo se vería muy rara con
una nalga puntuda, y la mamá de Antonio con una pucheca
redonda y sin pezón. Antonio podría equivocarse y en lugar de
la pucheca le chuparía una nalga a su mamá. Yo quiero mucho
a Antonio y no quiero que chupe nalga. Mejor no pensar más.
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Pedro Walther Ararat Cortés
FULGOR DIADA
Trataremos de un vampiro que se hacía llamar Fulgor Diada. Había tenido otros nombres en otras épocas y lugares de
los que, como un conocido caballero dice, no quería acordarse.
Pudo haberse llamado Tino, Álvaro, Paco o Drácula, pero, para
lo que trataremos, intentaremos no revelar las cosas que no deben recordarse.
Solía habitar durante épocas imprevisibles y duración incierta en casas de familias decentes, con puerta de salida hacia la
calle y con ventana hacia la luna. Solía extasiarse, al amanecer,
contemplando el azul del cielo y la plateada luz de Selene sobre
tos techos y los árboles.
No era muy sociable, a pesar de convivir con seres de espíritu de pueblo, de aquellos que aún gozan con los encantos de
la conversación y el comentario acerca de la vida de aquellas
personas conocidas, y aun, de las desconocidas.
Algunas veces departía con un pequeño círculo de amigos de
su ámbito hasta el amanecer; jamás se embriagaba pero, cuando
algún afán le aguijaba, ingía la ebriedad y, sin hablar casi, huía
con torpes pasos que más parecían vuelos hacia las alturas. Se
le veía desaparecer como el viento. En varias ocasiones, alguna
persona que deseaba retenerle un poco más en la reunión podía
ver tan sólo, al tener que abandonar la frustrada persecución, el
vuelo de algún pájaro bajo la luz de la luna.
Durante algunas tertulias solía cantar, aunque jamás se desainaba, su voz lírica parecía salir menos de su garganta que de
su cerebro. En el momento de los bailes buscaba algún contertulio que no estuviese dispuesto a la danza y conversaba con él
sobre asuntos trascendentales como la poesía o la política del
momento; aunque no parecía versado en música le escuchábamos canciones y poesías que parecían hablar de aquellos tiempos y lugares de cuyo Nombre no quería acordarse.
La calle del Negr0
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EL AMOR DEL BALCÓN
El amor del balcón se fue transformando en noches de vigilia
y llantos; encerrado en el sueño de las bestias y la ira. Pedro
corrió a la esquina para verla de nuevo. El ediicio de tres pisos,
en sus luces apagadas, dormía su madrugada que empezó a llenarse de ruidos. La mendiga de siempre, echada en el andén,
parecía no dormir.
Primero había subido por escaleras descanchadas y chirriantes; luego, dominado por el temor optó por caminar en la calle,
desde altas horas de la noche, espiando sus ojos tras los grandes
ventanales.
Shana lo había visto varias veces y una tarde junto al parque pudo saber quién era, pero no los motivos de espiarla así.
Comenzó a temerle; huía de sus ojos cuando notaba la intensa
mirada que anhelaba decir algo.
Cuando abrió un día la puerta y se enfrentó a su sonrisa, no
pudo reprimir una mueca de sorpresa, ni se decidió a estrechar
la mano que le ofrecía mientras hablaba con palabras inaudibles; apenas pudo entender el nombre, Pedro, y ver el pecho
adornado con una cadena y una tira de cuero con un diente de
perro como joya. Se sintió joven otra vez. Aquel hombre había
ido en busca de besos, tras el encanto tembloroso de su cuerpo y
allí, en la puerta del cuarto, le dejó besarla y apretarla con la pasión de un hombre esperado. No le dejó entrar y cerró después,
sintiéndolo allí, aguardando durante horas.
Y cada noche los cuerpos se estrujaron con amoroso adiós,
sin osar tocarse de verdad, negándose el encanto de sus manos
por la piel. Adentro, su gato, los pájaros, las novelas de amor,
abandonados, se morían de olvido.
Cuando recibió su carta hacía muchos años que le había olvidado; y no estaban allí los pájaros; el gato, de pronto enceguecido, aun lograba llegar a la ventana y con su noche a cuestas, miraba el paso triste de los hombres, hasta el amanecer, buscando
a Pedro acaso, reemplazando a Shana, ocupada en su tejidos
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Pedro Walther Ararat Cortés
eternos de sacos para niños que luego se llevaban, ahora menos
que antes. Leyó, lloró un poco, escribió una carta de respuesta
con pocas palabras: “Estoy casada, está usted loco. Su carta de
amor me asquea y me da risa”. Volvió a llorar. Cerró el sobre
y lo envió. Al regresar, sonreía con los pasos apurados de un
borracho.
Dormir era difícil para Pedro. Tenía una cobija rebelde que
se lanzaba al suelo y se acurrucaba en el rincón, bajo la cama,
agarrada de la pata de ésta. Pedro despertaba y con un tirón la
hacía desprenderse. Se envolvía todo en ella y en la mañana debía luchar para que lo soltara.
Durante mucho tiempo se había dedicado a enseñar música
a los niños de una escuela.
Acaso por miedo había escrito esa carta a Shana, quien había
vuelto a atormentarle entre los sueños, exigiéndole volver. Se
soñaba caminando por la misma calle de entonces, buscando su
amor tras la ventana, los ojos agrietados por las luces de algún
poste y la promesa vaga del lecho martillado por los cuerpos.
Shana empezó a vivir amores que, sólo en su cabeza, agitaban
con maldad el hilo de lana, con el juego de telas de araña mecidas por el viento. Supo que era él quien tocaba. Se asustó esta
vez, pero abrió la puerta, le invitó a entrar, mordió los besos con
el deleite esperado, dejó a su cuerpo abrirse en mil torrentes, sin
amor, con cierta estupidez en el abrazo y en el goce ahora nuevo.
Cerró las manos con fuerza en su garganta, sintiéndola de
nuevo en el orgasmo de una muerte esperada. Durmió a su lado
sin sufrir y abandonó la casa para siempre.
La calle del Negr0
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LA SAMARITANA
Yendo Jesús un día domingo (día de descanso obligatorio
para todo cristiano, menos para Él, Hijo de Dios) se sentó a meditar y a repasar su itinerario junto a un pozo, cerca a la ciudad
de los samaritanos.
Sus pies cansados, a punto de sangrar (se le habían perdido las zapatillas atravesando el río) pedían reposo. Anhelaba poder beber agua para calmar su sed y así miraba a todos
lados;,buscando con sus ojos a quien pudiera hacerle este favor.
De pronto, diviso a lo lejos una igura de mujer que avanzaba
hacia el pozo con un cántaro sobre los hombros, formando una
graciosa y bella escultura. El Cristo adoptó la actitud de “yo no
fui”, necesaria para su plan fraguado velozmente en silencio.
La mujer se acercó, descubriendo al intruso, que le pareció
hermoso, aunque algo descuidado en su vestir.
—Hola hermoso —saludó coquetamente la mujer.
—Hola —dijo, con indiferencia, Jesús.
La mujer se acercó a la boca del pozo y ató el cántaro a la
cuerda, lo dejó caer lentamente y, cuando lo supuso lleno, tiró
de él. Jesús la miraba de reojo. Era una mujer joven, tenía un
bello cuerpo y sus movimientos felinos le enervaron.
—Mujer... dame de beber...
—Tú, un judío, ¿me pides de beber a mí, que soy samaritana?
No me parece correcto, a no ser que...
Cristo vio la oportunidad para deslumbrar a la mujer.
— Esa agua que me niegas, realmente se acaba. La sed te volverá de nuevo. Yo puedo darte el agua que no te dejará sed para
nunca más.
— ¡No me digas!, ¿y en dónde está tal agua?
— Llama a tu marido, y yo la daré
— ¡No tengo marido...!
Los ojos de Cristo brillaron más aún. Miró de nuevo a la mujer desde abajo hasta arriba.
76
Pedro Walther Ararat Cortés
—Bien, sé que no tienes marido, pero has tenido cinco y el
que contigo vive ahora, tampoco es tu marido.
—¡Oh!, ¿eres adivino?
—No; soy el enviado de mi Padre; el que anuncia el profeta
Isaías, el portador de la Palabra Divina; yo soy la fuente que
calmará toda sed.
La mujer dejó el cántaro en el suelo y poniendo sus brazos en
jarra, se deslizó hasta situarse frente al maestro.
—Bien, bebe, calma tu sed.
Jesús bebió hasta quedar satisfecho.
—Ahora, dame del agua que me ofreciste...
El Maestro se azoró, se rascó la cabeza, en actitud de meditación. Luego, alzó sus ojos al cielo y, sin mirar a la samaritana,
dijo:
—Ya te he dado mi agua, has atendido mi palabra, y en verdad te digo que ella es el agua que calma toda sed. Id al pueblo
y cuenta lo que has visto y oído.
—No dudes que lo haré, maestro —dijo la samaritana.
El Cristo se alejó, sonriendo dulcemente.
La calle del Negr0
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LA MULTIPLICACIÓN DE LOS PANES
El maestro miró a los ieles con atención. Sus ojos tenían la
mirada dilatada de sus momentos de mayor inspiración y elocuencia. Los discípulos se veían atareados para conseguir que la
multitud se sentara y pusiera atención al maestro.
—Mírenle a los ojos, estúpidos —gritaba furioso Pedro.
La turba se movía acompasadamente, sus cuerpos sentados
bajo la escasa luz de la tarde que moría daban la impresión de
un animal gigantesco respirando con un ritmo uniforme.
Las manos del maestro estaban extendidas hacia adelante y
con las palmas vueltas al cielo; los ojos volcánicos, encendidos
con el fuego del crepúsculo, brillaban con odio.
—¡Maestro, la gente tiene hambre! Nos han seguido durante
todo el día, olvidándose de comer. Piden que les demos algo.
—¿No les ha bastado con mi palabra? Estos cretinos quieren
comida y por eso me han seguido. Es más el interés que la fe que
los mueve. Es mayor todavía su hambre.
—¿Qué haremos...? No tenemos más que dos panes y tres
pescados: esto no nos alcanzaría ni siquiera para que lo huelan
todos los que nos han seguido.
—¿Qué hay, pan y pescado? ¡Muy bien... amigo! Podéis comeros el pan y yo me comeré los pescados. ¡Corre, tráelos aquí!
El maestro se dirigió hacia la multitud que cayó en un silencio
de acerados dientes. Sus brazos se levantaron al cielo, conmovidos. Con una gracia divina dio un puntapiés a una piedrecilla
que parecía estar suelta. Súbitamente su rostro se contrajo, el
cuerpo se dobló hacia adelante y sus manos se abalanzaron desesperadas para tomar el pie pateador. Comprendió que aquella
piedrecilla, que continuaba en su sitio, era sólo la punta de una
gran roca allí enterrada.
Permaneció quieto unos segundos, ingiendo orar. Algunos
ieles, engañados por la acción de Jesucristo, sin comprender su
signiicado, aplaudieron con emoción. Cristo, quien maldecía el
demonio que le tentaba a cada momento, se irguió y dijo:
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Pedro Walther Ararat Cortés
—Todos sabéis que soy el enviado de mi Padre Dios y que por
su sola voluntad debo sufrir por vosotros los mayores dolores
para expiar vuestros pecados. Ahora, por ejemplo, sólo hay un
pan y un pescado para calmar vuestra hambre. Mi Padre es justo
y verdadero y está decidido a realizar el milagro. Atended, pues.
Algunos rumores intentaron salirse y escapar, pero fueron
capturados pronto por el silencio. El maestro tomó entre sus
manos el pan y el pescado, los bendijo y gritó con furia:
—Haced de cuenta que esto que yo me como os lo coméis
vosotros, amén.
—¡Amén...! —gritó la hipnotizada turba.
La calle del Negr0
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LA CALLE DEL NEGRO
No puede entenderse de ninguna manera, al menos de las
mías, cómo fue posible que El Negro, luego de tan larga ausencia, la mala reputación con la que se marchó un día y el odio que
lotó durante tantos meses alrededor de su apodo, además del
odio del alcalde –no obstante el desacuerdo con su esposa y con
las esposas de sus hijos—, fue recibido con alegría en el barrio.
La Concordia, se llamaba el barrio de las calles de arena, las
casas pintadas con el negro del barro, el de los perros sin dueño,
el barrio de la única comida del día a las dos de la tarde, con sobras para los lacos canes que se paseaban por todas las puertas
para ir calmando su hambre y su angustia de no poder llenarse.
Todos los lacuchos canes, con sus delineados esqueletos formaban un conjunto con los habitantes del barrio.
La Concordia era el barrio de las calles ocupadas por la basura que el municipio arrojaba allí cada tres días, porque el
alcalde así lo dispuso, no había recibido quejas al respecto por
parte de ninguno de los ciudadanos del lugar, porque en ese
barrio —decía– no vivían ciudadanos. Siempre se veía actividad
en la calle. Los barrigones niños jugaban con objetos rescatados
de la basura; a veces se herían con los vidrios o latas, pero jamás se enfermaban. Eran niños con todas las formas y colores,
rubios y morenos, morenos con ojos verdes, blanquitos de pelo
enroscado, negros e indios; eran un solo sueño y una sola tristeza. Estos niños eran hijos de cualquiera de los hombres del
lugar. A veces venían niños de otros barrios en busca de tesoros que rescataban de la basura y, entonces, se quedaban para
siempre, y conseguían una madre, porque los padres estaban
negados. Sólo las mujeres se ocupaban de chiquillos, pero nada
más. A nadie, sin embargo, perjudicaba esto, a ninguno le preocupaba que las cosas fueran de este modo.
El alcalde del municipio llevaba ya muchos años desempeñando su puesto. Muchas veces se ausentó del pueblo y fue reemplazado en sus funciones por alguno de sus hijos, o algún amigo de
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Pedro Walther Ararat Cortés
conianza, porque eran todos tan capaces de ser alcaldes que no
interesaba quien lo fuera, si el alcalde o los amigos del alcalde o
sus hijos. A nadie tampoco perjudicaba esto; además, todos pertenecían al partido político del alcalde. A pesar de todas las cosas
contrarias, El Negro fue muy bien acogido. Pero es que El Negro
tenía mucho poder para impresionar, y nadie podía evitar ijarse
en aquel hombrezote de dientes blancos, negra y caliente piel de
alquitrán, rizado y espeso bigote. Llegaba, ahora, con ademanes
elegantes y inos que conirmaban la leyenda de su grandiosidad.
Era difícil pensar que aquel conjunto de virtudes y poderes estuviesen presentes en un solo individuo, y que fuese un hombre,
El Negro, que ahora saludaba con esas manos de gigante, como
garios para trasladar montañas arrancándolas de raíz; El Negro
con voz de trueno conmovedor y dulce, musicalmente modulado.
Su mirada parecía escudriñar hasta lo más profundo de los seres,
descubriendo sus secretos.
El Negro había vuelto; el grandioso dolor de las mujeres del
barrio y de los barrios vecinos, el hijo que se atribuían todos los
maridos del barrio, el padre de todos los chiquillos que podrían
ser sus hijos y que esperaban conirmar su existencia de héroe
superior, que habían visto muchas veces dibujado en los retratos orales de las gentes, adornado en la imaginación de todas las
viejas orgullosas de tener un hijo tan perfecto, reforzado por los
deseos de aquellos otros negros que pretendían ser sus hermanos. Había llegado el Ídolo de los chiquillos que, en sus juegos,
querían ser como él, de las chiquillas que soñaban acostarse algún día con un hombre de su talla para criar hijos que jamás
dejarían borrar su recuerdo.
Llegó, se bajó del carro que lo llevara. “Hasta luego, mi sargento, le dijo “tenga usted mucho cuidado con los huecos de la
calle que puede quedar atrapado”. Y el sargento decía que tuviera buen cuidado de meterse en problemas graves que nunca le
faltan a personas como él. Y El Negro no le dijo nada más porque el carro apagó su voz con el estrépito del motor y la arena
que llenó su boca de negro, sin ningún respeto.
La calle del Negr0
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La gente se arremolinó en torno a su presencia de presidente
de las dichas. Gritaban vivas al más hermoso negro del mundo, al dolor de cabeza y creador de las fantasías de tantas mujeres que jamás se habían acostado con un nombre con amor.
El odiado por los maridos que habían tenido una buena esposa
hasta que sintieron la necesidad de pensar también en aquel ser
extraño que siempre había existido como leyenda amalgamada
con la realidad de su existencia.
“Que... ¡ahí viene El Negro!” decían chilando las viejas que
lo veían acercarse, cuando la verdad era que se alejaba de ellas.
No atinaban a pensar con certeza si era que él había llegado, y se
pellizcaban en los muslos para convencerse de que sí, entonces
era cuando no lo creían. Y la estupidez que era venir aquí a ver
a ese que no es ni siquiera alguien importante, decían aquellos
maridos celosos. Esa noche no faltaron a casa para asegurarse
de que El Negro no iría a dormir con sus mujeres ni ellas irían
a buscarlo la noche de su llegada, y cada noche en que se acordaban de su regreso, lo que era todas las noches. Desde ese día,
El Negro fue el recuerdo grato y el maldito negro de mis recuerdos de toda la población. La gravedad del problema era para los
civiles, porque los militares no vivían en aquel pueblo y menos
aún en aquel barrio. Ellos eran gente de otras partes del país,
para evitar de esa forma que los malhechores tuvieran algún conocimiento con ellos; vivían separados para así impedir que el
personal al servicio del gobierno estuviera involucrado en los
frecuentes robos, como decía el alcalde, o los hijos del alcaide,
o los hijos del alcalde, quienes muchas veces eran alcaldes en
aquel pueblo.
Todos los que supieron del regreso del Negro fueron a recibirlo; los que lo querían y los que apenas habían comenzado a
conocer de su existencia, los que sabían del más dulce Negro del
país, que no lo conocían todavía, los que no lo querían y los que
ya no querían llegar a conocer y querer aquel pedazo de carbón
con dientes blancos y igura de humano, que no era más que un
simple Negro.
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Pedro Walther Ararat Cortés
Su madre le dijo hijo mío, has regresado, y qué cambiado estaba, pero que seguía siendo El Negro más hermoso de la tierra;
que la dejara verlo bien y besarlo para sentirse más contenta
con su regreso; que la besara y tocara, que por qué tan ingrato, que ni siquiera se sonreía. El Negro sonrió y le dijo que no
lo apretara tan fuerte porque le dolía una costilla que se había
golpeado cuando se cayó de la cama mientras soñaba que era
un hombre de caucho; pero —le recomendó— que no se agitara
demasiado, porque eso es muy malo mamá, para sus nervios,
vieja; y la quiero mucho. Le reprochó después que nunca le puso
un nombre, aunque no lo hubiesen bautizado como a los otros
muchachos; que apenas se le conocía por el apodo, aunque en
la cárcel, digo, en el otro pueblo, me trataban como a todos, me
decían Jesús, el ciento cuatro; por eso cada vez se daba cuenta
de lo importante que es poseer un nombre para que lo llamen
a uno por él, y no como el número, pues a veces eso se olvida,
como muchas veces me pasó.
Su madre le dijo, entonces, que no era culpa suya, ni de nadie
sino de la situación; yo siempre estuve esperando poder conseguirte un padre, para que le diera un apellido, pero la espera fue
de mucho tiempo y todavía estaba esperando a que apareciera
alguien que mereciera ser su padre, pero que no ha aparecido
ninguno. Porque él era como el niño Dios, a quien le decían Jesús, pero nadie se preocupaba por saber si ese era su verdadero nombre. Y él jamás le reprochó a su madre que no sabía en
verdad qué papá era el que tenía, porque Jesús no tuvo apellido. Además, hijito, para qué un nombre sin apellido, pues es
lo mismo que un huevo sin yema o sin clara, que no es huevo;
pero quién iba a creer que ibas a necesitar un nombre y quisieras que te llamaran de otra forma que no fuera Negro; y que
la perdonara, lo sentía mucho y aún podían bautizarle pero no
podían borrarle el Negro, porque no había necesidad de que la
gente hubiera oído hablar de él para, ahí mismo, decir: allí está
el Negro. No se puede borrar eso, hijo; no lo escribió nadie con
tinta, sino que eso es un misterio que nadie puede aclarar. El
Negro bajó los hombros y alzó los ojos al negro cielo; quería en-
La calle del Negr0
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contrar la verdad de su vida, pero la oscuridad hacía imposible
comprender nada.
Volvió a decirle a su madre que, de verdad, no entendía porqué le decían Negro, si él no era el único que había. Su madre
volvió a disculparse y a justiicar su olvido, y lo dijo que saludara a sus amigos, que le venían a recibir. Entonces les saludó y recordó a todos los que estaban con él, igual que antes,
cuando eran niños antes de tener que marcharse. Estaban igual,
hombro con hombro las miradas de burla cruel y satisfacción de
quien sabe que vive; les dijo que se alegraba de verlos y que no
había olvidado a ninguno jamás; ellos le dijeron que también lo
habían recordado y en honor a ese recuerdo habían bautizado la
calle de su casa como La calle del Negro.
El Negro comprendió que había valido la pena haber regresado; que había extrañado demasiado a quienes ahora le rodeaban y tenía una justiicación para haberlo hecho; ellos lo querían igual que antes. Les contó que había pensado cambiarse
el apodo por un nombre como el de todos, pero sabía que lo
querrían más como El Negro de siempre.
El Gafas, entonces, le dijo que le parecía muy bien que no
hubiera persistido en su empeño y en nombre de todos le daba
las gracias y lo felicitaba por su voluntad. Esteban le dijo que
le parecía más alto; el Negro le contestó que sí, que estaba mucho más alto ahora, todos estamos más altos, menos Sapito, que
siempre fue del mismo alto; todos rieron y, abrazando a su madre por la izquierda y a Gafas por la derecha, seguido por Sapito
y el resto de amigos, se dirigió a su antigua y ahora su nueva
casa, haciendo recuerdos del tiempo pasado que ahora volvía a
aparecer.
El Negro pisó La calle del Negro y se detuvo a contemplar la
ila de casas sin andén , los huecos en la calle y los montones de
basura dejadas por el municipio; respiró con nostalgia el nauseabundo olor a papas podridas, yucas ácidas y excrementos al
borde de la esquina de la calle, tapados con hojas de plátano y
por el basural eterno del barrio. Se asombró de que aquello no
cambiaba nunca, de que siempre fuera el mismo olor y las mis-
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Pedro Walther Ararat Cortés
mas casas negras más llenas de gente ahora, las casas invisibles
en la noche, los mismos huecos quizá más grandes. Se dijo, para
sí, que aquello no estaba muy hermoso pero que, por lo menos,
era libre. Hablaron entonces de lo bello de la libertad del hombre, aunque el Gafas, que era un intelectual, alegaba que no había libertad, contra lo que todos los demás decían. Por eso el Gafas tuvo que quedarse callado, aunque El Negro le dio la mano
y apoyó con mayor fuerza el brazo sobre sus hombros en señal
de aprobación. Hablaron del trabajo y se pusieron de acuerdo
en que mañana era otro día y el futuro está en nuestras manos y
hay que trabajar duro y con mucha inteligencia, como siempre,
sin egoísmos, pues entre camaradas no debe haber mentiras, y
no te olvides Negro de que el egoísmo no es parte de nuestra sociedad, dijo el Gafas; que siempre habrá un Jefe que no manda
a nadie en realidad, concluyó Sapito. El Negro asintió, lo sé todo
muy bien, hermanos, pero que mañana era otro día y se podía
hablar con más cabeza fría de todo aquello.
Cuando El Negro estuvo dentro de su casa, recordando el pasado recorrió con su mirada las paredes del cuarto. Preguntó
por Lucho y Francisco, y supo que Lucho estaba en la cárcel,
acusado de rebelión por el alcalde, cuando quisieron meter un
puesto de policía en el barrio, pero que de Francisco si no sabía,
aunque me han dicho que está por el extranjero vendiendo mercancía con el hijo del alcalde, pero lo más seguro es que lo hayan
matado, porque tú sabes como tiene de» quebrado el geniecito,
todo es muy confuso, es mejor no preocuparse. Preguntó por su
hermana Joaquina y supo que estaba en el barrio de las putas,
que ya no era bonita como antes, y que le iba regular; entonces,
El Negro no quiso saber nada más y se puso triste.
Tirado boca arriba en su cama, los ojos abiertos, el pecho
agitándose, el pensamiento puesto en los últimos sucesos de su
vida, le parecía un sueño estar en libertad y rodeado de gentes que le querían por ser El Negro, que lo trataban como a las
personas importantes le conmovía el hecho de que la calle de
su casa llevase su Nombre. Pensando todas estas cosas fue durmiéndose tan lentamente que parecía una eternidad el tiempo
La calle del Negr0
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que iba de su vigilia a su sueño. El Negro se presentaba en actitud de entrega a la libertad y al silencio de la noche tibia y negra.
Las plantas malsanas que crecían a orillas de las calles semejaban fantasmas en espera de la hora de marcharse a recorrer el
mundo; la calle arenosa, como playa besada por un mar de tristeza y miseria, de gente sencilla que se escuda en su ignorancia
para recorrer el viscoso espacio, gente sencilla pero iera en su
miseria y su hambre de las bondades diarias, parecía hundirse
en las fauces del gigante del silencio.
Transcurrió la noche lentamente, temiendo terminar, como
si preparara al día para recibir un gran acontecimiento. No bien
alejadas las primeras sombras, otras muy pequeñas sombras
empezaron a rodar en ella, como palomas silenciosas, llenas de
mensajes; eran los pobladores del barrio, gente como la de todas partes, cargando las cebollas arrancadas a hurtadillas del
celoso cuidado de los guardias de la granja municipal; otras, con
el canasto de los pescados conseguidos en el lago del bosque
municipal, contra la orden del señor José Rojas, encargado de
mejoras públicas del municipio, de no pescar en ese lago, pues
es el ornato del municipio y orgullo de las autoridades y pobladores; otras sombras, con los costalados de legumbres compradas a mitad de precio a los jardineros del alcalde; también otras,
llevando gallinas que habían criado en los patios de sus casas
contra la orden del señor presidente de la república, quien lo
había prohibido, porque eso es atentar contra los manejos legales de la economía del país. Todos en el barrio eran mercaderes, y de otros barrios venían muy temprano los que también lo
eran, incapaces de acatar las órdenes de los funcionarios, que
ellos mismos habían elegido, y que por ellos velaban; incumplían sus ordenanzas y decretos.
La gente que se congregaba en el barrio sabía, sin embargo,
que no tenía el poder de elegir funcionarios, y creía asistir a un
juego de lotería cuando el alcalde enviaba a repartir las boletas para las votaciones, por eso se decepcionaba de que nunca
era favorecida y envidiaba la suerte del alcalde y sus allegados,
quienes siempre salían favorecidos con un carro o un nuevo te-
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Pedro Walther Ararat Cortés
levisor para sus casas después de cada concurso. “Tan torpes
son” dice el alcalde, “que no entienden que aquellas órdenes son
para su bien”. Desconocían la importancia de los letreros que
aparecían en el teatro del gordo Manuel, cuando se aconsejaba
fumar cigarrillos extranjeros; ellos, muy orondos, fumaban marihuana o tabacos nacionales; no podían comprender por qué
el ministerio de salud colocaba un aviso antes de la película, diciendo que era prohibido fumar.
Cuando los primeros rayos de luz hicieron posible distinguirse las caras y saludarse en forma directa, era porque ya el comercio estaba en pleno apogeo. Los más pequeños iban a buscar
a don Félix a su almacén de ropa de segunda, que don Félix, que
les comprara esta cadena inísima; y él les decía que no compraba cosas robadas. Ellos le pedían doscientos pesos, pero él
seguía diciendo que los robos no le interesaban; entonces, les
decía que si querían cincuenta pesos para ayudarles a salir del
problema, y ellos se iban a la tienda de doña Rosa a desayunar
con café negro y arepas sin queso. Al poco rato llegaba una mujer del barrio de las putas, que don Félix, le vendo esta cartera
ina con chequera y todo que me regaló un amigo anoche, y él
cerraba el almacén y después le daba veinte pesos para que no
volviera a molestar con esas cosas.
Las vendedoras de tomate y revuelto, con su lenguaje de mujeres enojadas, hacían comentarios de que a fulanita la chuzaron anoche porque le quería quitar el mozo a sutanita, y algunos
decían que bien hecho, porque a los hombres hay que respetarlos cuando tienen mujer. Otras decían que hombres hay muchos
y todos son unos desgraciados hijos de perra, y no vale la pena
hacerse chuzar el culo por ellos.
Los vendedores de fantasías, los que ofrecían perfumes de la
china, ungüento para las manchas, pomada china para gozar el
amor, se paseaban vendiendo sus productos, hasta que el señor
de las cebollas les reconocía y amenazaba con matarlos si no se
largaban con sus porquerías, eso no sirve para nada, ladrones
de mierda estafadores, charlatanes.
La calle del Negr0
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El Negro se levantó al oír tanto alboroto. Hacía mucho tiempo que no dormía hasta que el sol ya estuviera alto; entonces,
salió a la calle. ¡Qué alegría saber que todo era verdad! Que no
había estado soñando con su libertad, pues la duda le había entrado cuando soñó que el teniente le había dicho al sargento
López amárreme este Negro hasta diciembre o enero por mala
conducta.
A lo lejos vio al Gafas; como siempre, llevaba un libro que
no leía, mientras sus demás compañeros se dedicaban a jugar
cartas en el suelo cubierto por un pañuelo mugriento y gastado.
Sapito, Cumbia, Juan el Loco y doña Gloria, la que vendía los
almuerzos, alegaban acalorados. Ella le decía que tan bien que
les había servido, con tan buena voluntad, para que ahora me
salgan con que no me deben nada, carajo, que a los cerdos no se
les puede hacer favores; si desde la semana pasada no se acercaban al kiosco, y ahora diciendo que me pagaron, caramba,
decía doña Gloria, a punto de llorar. El Negro les dijo qué hay,
muchachos, y ellos apenas le dijeron qué hubo hermano; entonces, doña Gloria le dijo que le debían cuarenta y siete pesos con
veinte y que no querían pagarle dizque porque ya me pagaron,
siendo que desde hace un montón de días no les veo su carita,
esto no es justo. El Negro sacó cincuenta pesos y le dijo que se
quedara con el cambio, que en La calle del Negro no se podía
alegar por cosas tan tontas, y los amigos gritaron ¡Qué viva El
Negro! Y doña Gloria le dijo que por acá estaba a sus órdenes y
venga tómese un cafecito con pan, y el Negro le dijo que bueno,
y se tomó el café y pidió otro para el Gafas, que se había quedado callado pero miraba inteligentemente a su alrededor, cual si
pensara en las buenas cosas que iban a pasar.
El Negro le interrumpió su pensamiento le preguntó qué
cosa había de nuevo y el Gafas le dijo que hermano, que por
la noche tendrían un trabajito por hacer; era grande porque
la casa iba a quedar sola, apenas con una sirvienta vieja y muy
arrecha que está enamorada de Tabaquito y le ha dicho que esta
noche si pueden hacerlo en la cama de la señora, a las nueve,
cuando en la calle no haya bulla ni gente; la cosa depende de
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Pedro Walther Ararat Cortés
nuestra inteligencia y rapidez, y de que el Loco Juan arregle la
camioneta antes de la cinco para que alcance a llegar; es mejor
la camioneta que la carretilla de Sapito, porque las cosas se estropean así, es muy lento y la gente puede notar algo. Además,
en estas calles tan llenas de huecos se hace muy difícil andar con
cosas pesadas, y peor si hay que hacer varios viajes. Estas calles
que el alcalde nunca ha querido arreglar, dizque porque esto es
una invasión, y pronto nos van a sacar de aquí volando, Negro;
nosotros somos poco importantes para los planes del municipio, y hasta peligrosos, vos sabés estas cosas.
Planearon todo. Al Negro le pareció que estaban bien pensadas las cosas y preguntó si ya tenían a quién venderle la mercancía. El Gafas le dijo que ya tenía el cliente, un turco que va a
casarse y necesita todo, de segunda porque es muy amarrado y
tiene mucha mosca para pagar de contado; luego, le presentó a
Marcial, era nuevo en la calle y zapatero ino; después conoció
a la Bella Conchita quien andaba de amores con Sapito, pero es
fresca y Sapito se lo aguanta todo, porque para Sapito las mujeres sólo son del hombre cuando las tiene en la cama; después,
no le importa lo que hagan; vos sabés que todas las amigas de
Sapito han estado con nosotros antes y después de estar con él.
El Negro miró a Conchita y con los ojos le dijo que la deseaba, y
ella le dijo mañana nos vemos en el Galante, un buen bailadero.
Pasó el día sin que ocurriera nada especial, y su madre le
dijo que todavía tenía relaciones con el Gordo Manuel, que era
muy bueno con ella. Cuando se tomaba el café negro llegó el
Gafas y le dijo que fueran a dar un paseíto por el barrio del trabajito para que estuvieran seguros de que nada iba a fallar. El
Negro dijo que bueno, hasta luego, vieja, y entonces el Gafas le
preguntó si tenía manca, y El Negro le dijo que no; el amigo le
dio una perica que si no tiene ilo para cortar una cabeza de un
solo tacazo me las corto; y El Negro, riéndose, le dijo que se las
fuera arrancando mejor, Tabaquito, porque lo que era esa vieja
lo capaba esta noche.
Recorrieron a pasos cortos las calles del barrio del trabajito
y no vieron mucha gente, sólo un par de chicos jugando al fút-
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bol en la calle y que los invitaron a jugar; pero El Negro les dijo
que ellos eran profesionales. Uno de los chichos le dijo que se
parecía a Pelé, pero el Gafas le respondió que Pelé era muy feo.
A las seis se encontraron con Tabaquito, Sapito, Manuel y los
demás, que los esperaban impacientes para decirles que Juan
el Loco venía a las siete porque había ido a llevar una carga de
papas a la galería del sur. Se sentaron a platicar y fumar frente al almacén de don Félix mientras El Negro les contaba sus
aventuras de conquistador, y que tenía no sé cuántas mujeres
locas por él, pero que no había pensado nunca en casarse pues
los hombres no se casan de verdad; las que se casan son las mujeres, y eso que ahora uno no sabe si una mujer es casada o si es
soltera de verdad porque las mujeres son un misterio, viejos; y
confesó después que no coniaba ni en la propia madre de Dios,
pues cuando uno más las quiere a las hembras es cuando están
más dispuestas a traicionar o, desde hace mucho, que la están
pasando suave con otro bacán.
Por in llegó el Loco y acordaron que a las nueve y media mejor lo esperaban. Tabaquito dijo que fueran a esa hora porque,
de todas maneras, él se iba a echar la vieja al pico. A las nueve
ya Tabaquito se había desencartado de la cucha, quien empezó
a dormirse; entonces, sonó el timbre, cuatro veces, como lo habían acordado; Tabaquito le pegó un golpe a la vieja y la dejó
atontada, la ató de pies y manos y corrió a la puerta de la calle.
Todos entraron rápidamente. El Gafas, que era de muy rápido obrar, abrió la verja para que entrara el camión del Loco. El
Negro, que estaba nervioso, dijo que se apuraran. Comenzaron
a cargar con todo lo de valor, como si se tratara de una mudanza. Cuando no cabía más en el camión, entraron en la pieza de
la señora de la casa y vieron a la vieja espantada y muda que
trataba de cubrirse con las manos atadas. El Gafas dijo que la
hagamos feliz, y sin consultarlo voltéenmela y ellos se la voltearon. El Negro no quiso jugar y, como ya la vieja no oponía resistencia, le cortó el cuello de un navajazo y dijo que era la hora de
irse. Y se fueron, después de haber echado en la parte de atrás
del camión las materas para que pareciera una mudanza de ver-
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Pedro Walther Ararat Cortés
dad. No se detuvieron hasta llegar a la casa del cliente. Este les
dijo que no tenía los cincuenta mil completos, pero que les hacía
un cheque. El Gafas le dijo que cuánto tenía y él contestó que
veinte mil. El Negro se los recibió, después de decirle que servían y, como lo hubieran acordado previamente, le entraron a
navajazos al turco.
El Negro estaba satisfecho del trabajo pues apenas habían
matado a dos y las cosas que tenían eran de fácil venta; además,
les había tocado de a tres mil y pico a cada uno. El Gafas invitó
a brindar por el triunfo del pueblo sobre los ricos, pero El Negro
se despidió y se metió en el Galante con la bella Conchita. Al ritmo de música antillana, los boleros de Rolando y Benny Moré,
las canciones en el estilo de Nat king Cole y Octavio Enríquez,
El Negro dejó saber que tenía deseos de poner un negocio legal
pero bueno, organizar su desordenada vida. Conchita le ofreció su colaboración, pues ella tenía mucha experiencia en esos
negocios, había trabajado dos años en Venezuela hasta que me
deportaron por indocumentada, pero que se fueran a dormir,
pues tenía locos deseos de estar con El Negro más bello y guapo del mundo. Cuando sonaban Las cuarenta, de Rolando, se
marcharon.
El Negro salió muy temprano de la pieza de Conchita y se
reunió con los muchachos para planear el robo en la casa del
alcalde, y robaron en la casa del alcalde. La policía se regó por
todos lados, pero no encontraron nada que les sirviera de pista
segura para capturar a los culpables: cogieron a mucha gente
y a una mujer, del barrio de las putas, borracha, que decía saber quién había sido; la golpearon sin descanso porque no decía
nada, hasta que confesó: son de La Calle del Negro, pero que
no se sabía a ciencia cierta porque había mucho ladrón en este
pueblo de mierda.
Se llevaron a la madre del Negro y al Gafas, los maltrataron
tanto que, al soltarles, no se les podía reconocer, pero no dijeron
nada. Cuando El Negro los vio venir se enfureció y mandó a uno
del barrio donde el alcalde con la razón de que El Negro le mandaba a decir que los policías, el alcalde y todos los del gobierno
La calle del Negr0
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eran unos hijos de perra, unas bestias y que si era tan macho por
qué no cogía a los que sí eran, en lugar de andar maltratando a
quienes nada saben de robos y esas cosas.
El mensajero no volvió, fue encarcelado y llegaron al barrio
varios policías en busca del Negro, pero la gente les dijo que
no conocían a ningún Negro. Los policías se fueron y volvieron, acompañados de otros, y empezaron a buscar casa por casa
hasta que por in El Negro salió del kiosco de doña Gloria y les
dijo que cabrones, yo soy al que andan buscando, yo soy el ladrón. El Negro que insultó al alcalde y que los insulta ahora en
la cara, maricones: que qué querían que hiciera, o si acaso ellos
pensaban hacer algo por él, que estoy listo y no le tengo miedo
a los maricas; estoy listo, y no a la orden, que eso es de esclavos,
les decía, pero que digan nomás, que yo tengo cómo responder,
marranos.
Los policías no dijeron nada y se marcharon, y el alcalde dijo
que se olvidaran del Negro, que era peligroso por ahora meterse
con esa gente, hay que dejarlo tranquilo hasta que les metamos
el puesto de policía para acabar con toda esa basura.
Todos en el barrio se alegraron de tener un macho tan macho, un hombre verraco, y con más entusiasmo que antes, más
fuerte que el día de su regreso, gritaron ¡Qué viva El Negro! Y
La calle del Negro se hizo famosa, nadie distinto de los del barrio se aventuraba a transitar por ella. El pueblo supo que en
la maldita calle del Negro era donde se escondían los ladrones,
el asesino de don Ramiro Isaac, que en paz descanse, no podía
estar en otra parte que allí. Y el orden público se vio afectado
con las manifestaciones de la gente honrada y leal al gobierno
municipal; reclamaban al alcalde que acaben con esa cueva de
malandrines, y digámosle al gobernador ya que el alcalde no se
atreve a ejercer su poder a pesar de haber sido víctima de gente
tan baja. Hasta que don Daniel Medina, que si era un verdadero
ciudadano, organizó una brigada cívica para investigar la situación que afectaba no sólo al pueblo, sino que este es un cáncer
que sufre la nación y lo mejor es extirpar ese mal de raíz.
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De nuevo las quejas de la gente honrada, y que qué se hizo la
brigada del pueblo; hasta que el gobernador dijo estamos trabajando en esa vaina, no se preocupen, que la nación deiende los
buenos ciudadanos aunque ellos no se den por enterados.
La calle del Negro fue visitada por gente rara y, entonces, es
mejor que no les hablamos a estos periodistas de mierda que
nos han venido a mirar la vida para contársela al país, como si
eso nos fuera a solucionar los problemas, como si teniéndonos
pesar se nos pasara el hambre. Otros, que es más conveniente
ponerles ojo a estos porque son policías disfrazados; pues maten a uno, a ver qué pasa, y yo mismo le clavé el cuchillo en la
espalda y le robé la Polaroid, porque no le tememos a los periodistas, ni a los polizontes ni a nadie.
La noticia del asesinato se difundió; sin embargo, cuando algunos callenegreros, que así se les llamaba ahora, fueron detenidos, El Negro, que no había dicho nada aún, fue a conversar
con el alcalde, y que no está, vuelva mañana; que está en junta; y
él no entendía por qué le buscaban cuando estaba escondido ni
por qué no se le concedía audiencia. Hasta que no me diga más
que no está, y empujó a la secretaria, y aquí estoy señor alcalde,
para qué me necesita; y los doctores, que no sabían quién era,
comenzaron a sospecharlo. Eran igualitos a los visitadores de
prisiones, con sus caras regordetas y de burla compasiva, que
hablarían con el jefe de prisiones y trataremos tu caso a ver si
se te hace una revisión, y apuntaban tu nombre; que parece
buena gente, y gracias, doctor, que el cielo le habrá de pagar
todo lo que haga; todos los años la misma promesa, hasta que
terminabas la condena y le encontrabas en la calle y te dicen que
yo hice todo lo que se puede hacer por ayudarlo, pero usted sabe
que los casos de violación son difíciles de arreglar pues es una
ofensa a la moral y las buenas costumbres; pero no se acuerdan
del difunto doctor Ramírez, que se mató cuando el Chico Lolo lo
dejó por irse a dormir con el juez nuevo que iba a ayudar a salir
de la cárcel, cuando estaba condenado por homosexualismo, y
el marica del doctor Jiménez, de los huevos al aire como le decían, eso no lo cuentan para condenar, no, de los amores entre
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hombres en la cárcel; mi doctor, no se preocupe y quizás en otro
tiro me puede ayudar o me las paga.
Siéntese, que usted no puede estar ahí de pie. Perdón, señores, sí doctor. Sí, señor alcalde, ya nos íbamos, no se olvide de la
despedida de la secretaria del doctor Luna. No, ni más faltaba,
hasta la noche, fue un placer hablar contigo y un gusto haberlo conocido. Gracias, doctor, siempre tienen esa falsa sonrisa,
hombre... Me dijeron que me estaba usted necesitando y ¿fumas? No gracias, yo fumo barato, que en la calle en donde usted
vive, se rumora, la gente comenta que... No crea pendejadas,
doctor, allí no pasa nada, pero si usted cree que se debe hacer
algo. Pues cuente a ver qué se puede, y entonces El Negro vino a
contar que ese tipo se puso a temblar como una gallina, porque
así es que hay que tratar a las autoridades, con mano fuerte,
para que nos tengan miedo. ¡QUÉ VIVA EL NEGRO! El grito
retumbó más fuerte esta vez.
¡Agua, traigan agua que se incendia el barrio...! Y ¿cómo ocurrió? Que no hay agua, entonces tiren cerveza, movete, momia
azteca, que hay que salvar las cosas; hasta que al in se apagó
el incendio en La calle del Negro, pero no había quedado nada
para quemar; maldita sea la vida; la única vez que se ilumina
esto de noche se acaba el barrio y el alcalde debe ser el culpable,
gritaba el Gafas; la autoridad que quiere quemarnos a todos, se
quemó La cSalle del Negro.
Cuando lo buscaron no estaba, y que El Negro se había quemado en el incendio, pero yo no lo vi en ninguna parte, decía
su madre, ay, mi pobre negrito; sí lo vieron, estaba sacando sus
cosas en una maleta nueva antes del incendio, entonces él lo sabía, pero búsquenlo que puede estar mal herido o muerto, decía
la madre del Negro. Lo han asesinado, gritó el Gafas, hay que
vengar la muerte del Negro. ¡Qué viva El Negro! Todos lloraron cuando gritaban y como las sombras de siempre, avanzaban
lentamente en busca de la venganza hacia la casa del alcalde,
pero la fuerza pública estaba preparada; un cordón de policías
estaba listo para recibir el ataque de la gente callenegrera.
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Pedro Walther Ararat Cortés
Todos se detuvieron, pasmados de repente, pues los tombitos estaban armados hasta los dientes, sí miralos nomás que con
la mirada te matan, sus ojos brillan como lobos hambrientos al
acecho; sí miralos, que ni les duelen los ranchos quemados y caídos; claro, gritaba el Gafas, están acostumbrados a matar cada
día cuando se levantan los trabajadores porque no les aumentan
el sueldo y ellos nomás van y los matan; ya no tiene corazón esta
gente; como si ellos no fueran otros muertos de hambre, gritaba
Sapito, exaltado y furioso; y las patadas que dan, claro, si cada
año les dan condecoraciones y más botas por servir a los gobernantes, míralos que ya vienen, parecen con hambre los pobrecitos; corramos, que aquí no tenemos nada que hacer; y para
dónde corremos si ni siquiera tenemos en donde meternos; hijos de mala madre; que ni siquiera tenemos en dónde metemos;
hijos de mala madre, que ni siquiera dejaron que apagáramos
el incendio pues rompieron el tanque del agua; menso, abrite
que nos dan, y nosotros no tenemos con qué defendernos; qué
carajo, hombre, vamos a darles de frente, ¿que acaso no somos
machos, acaso no somos de La calle del Negro? Cállense, viejas,
que aquí comienza lo bueno; piedras, muchachos, no tenemos
otra cosa y no necesitamos tampoco otra, gritaba el Gafas, fuerza, piedras y buena puntería.
Y los hombres se abrieron a bombardear a la tropa de policías, que si esto es el comienzo de la revolución pues no le hagamos el quite, carajo, vengan nomás; y esto es por mi estufa
recién arreglada, maldito polizonte; y piedras y bolillos y ayes
y bolillo y más piedras; no corran, malditos, que qué se creían,
aquí sí hay machos, duro, muchachos, que los golpes que nos
dan ahora no son nada, más les deben doler a ellos las pedradas,
ja, ja ja... qué miedosos; mírenlos nomás, cómo se amontonan,
parece que se irán; hijos de perra, bestias; ¿por qué no podemos
dispararles, por qué si nos están atacando? porque el alcalde
dijo que no quería muertos pues había muchos periodistas pendientes del desalojo; se quedaron mirando a la gente con odio,
se asombraron del ataque, no huyeron como estaba previsto,
ahora tenían miedo de seguir peleando.
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El viejo Chorizo, el de la fritanga, era el más ardido de la iebre del odio y por eso no había arrancado a correr, ni a esconderse porque ya no tenía nada que salvar si corría; adonde iría si
él sólo tenía La calle del Negro y su carro de fritanga consumido
ahora por las llamas. Doña Rosa lloraba; las otras mujeres se
miraban sin poderse ver los gestos pues todo estaba negro, la
oscuridad no se había ido con la llama de la ira, volvía y apenas
le abría paso a la luz de las linternas que los polizontes apuntaban a los pies de los callenegreros, para que el primero que dé
un paso adelante lo frito, aunque después me diga mi teniente
que he desobedecido una orden suya, pero yo sé que él estará de
acuerdo con que yo dispare por él.
El silencio llenó la calle, el maldito silencio que tanto amedrenta a los hombres por verracos que sean; todos lo estaban
escuchando y nadie se atrevía a impedir que siguiera sonando,
hasta que un grito de macho herido lo quebró, un grito de Negro
iracundo, un grito de gigante que nadie desconocía. Era el grito
del Negro que saltaba con los ojos llenos del fuego que iluminaba más que las linternas que le apuntaban; ojos que brillaban
más que los fusiles que le señalaban amenazadores, que se movían nerviosamente.
...Aquí estoyyyyy, aquí estoy, señor alcalde... SILENCIO...
quién es el que me necesita para darme una sorpresa, señor alcalde; me dijo usted que me estarían buscando, quién me busca.
Y todos supieron que el Negro estaba ebrio, borracho de ilusiones. Borracho, claro, si estuvo tomando trago ino con el alcalde, hablando con el tesorero municipal, con el secretario de
obras públicas; y me dijeron que iban a arreglar el barrio, que
iluminarían La calle del Negro, pero yo les dije que si ponían el
puesto de policía los encontrarían después muertos a todos, que
sí vinieran a hacer las mejoras, Gafas, como me dijiste, no me
dejé convencer ni con dinero que me ofrecieron; les dije que no,
y me vine, y entonces me dijo que me estarían esperando aquí,
que me buscaban, y aquí estoy ahora.
Se emperró en decir que policía no, que policía no, y le van
a sobrar ahora, señor secretario; el barrio será iluminado, ¡ja ja
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ja!, la ley somos nosotros mismos, dijo el Gafas, los callenegreros. El alcalde dijo que de todas formas la mano de la autoridad
se pasaría para una vueltecita por aquí, en este lecho de maleantes y enemigos del orden público, antisociales que no dejan
que la ciudad duerma tranquila por miedo a las fechorías de
esas bestias. Y entonces El negro no quiso hablar más, y dijo me
largo, y le dijeron que bueno, que no lo detendrían, y así llegó a
su calle ahumada y oliendo a muerte.
“¿Qué pasó, qué pasa, gente?, ¿por qué tanto silencio, por
qué está todo tan triste?”. Todos miraban al Negro con tristeza, pues no atinaban a contarle lo del incendio. Que hablen, les
digo, y se tambaleaba, y nadie habló cuando El Negro miró a los
policías apuntándole y corrió en pos de ellos con los brazos extendidos sedientos de muerte. Se escuchó la descarga de veinte
fusiles que, cortando el aire, atravesaron al Negro, que se tambaleó ebrio de muerte.
Lo comprendió todo en un instante, supo quién lo esperaba,
quién lo buscaba.
¡Qué viva El Negro! Todos lo oyeron, pero nadie lo había dicho; ¡qué viva El Negro...! Y él comprendió que era la voz de sus
recuerdos la que gritaba pidiendo por su vida, porque su vida
quería irse... ¡Qué viva...! Pero otra descarga atravesó su cuerpo sin dejarle terminar su recuerdo; ahora comprendía que ese
grito de combate sólo tenía valor para él y ya no quiso escuchar
más a su recuerdo; cerró los ojos y sintió que las piernas se le
doblaban, no podía detenerlas en su caída; ahora ni su propio
cuerpo le escuchaba.
Todos miraban con pasión de muerte, con temor de sangre,
el cuerpo inmenso derrumbarse y las manos de gigante asirse al
pecho para que no se escapara la vida. Moría El Negro y nadie
podía evitarlo; todos tenían miedo y comprendían que El Negro había terminado. Se resignaron a verle morir; temblaban y
sabían que después sería su turno; serían acribillados cobardemente, cuando estuvieran ebrios de sueños locos y de amores
de guerra, cuando estuvieran robando en el jardín de lores de
Egipto del alcalde, cuando estuvieran charlando, serían asesi-
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nados; pero siempre morirían, uno a uno, sin poder luchar, sin
apenas haber visto el arma que les cortaría la vida.
El Gafas no se acobardó y gritó a sus compañeros que abajo
los asesinos oiciales, los asesinos del Negro; y todas las voces
comenzaron a gritar:
¡Asesinos...! ¡Asesinos...! ¡Asesinos...!
Y los asesinos se fueron.
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Pedro Walther Ararat Cortés
LAS OREJAS DEL DUENDE
En mi pueblo, el duende era la causa de muchos temblores.
Por eso, una noche de cálido verano, reunidos en las afueras
del poblado, el viejecito don Tomás, Pedro y mi primo Ignacio
acordaron capturar al extraordinario ser. La última acción que
se le atribuía fue el enredo del pelo a los caballos de la vereda;
sólo le faltó por enredar a la yegua loca. Don Tomás sabía que al
duende le encanta la música bien hecha. La gente, para espantar
a quien tanto miedo les provoca, toca con tiples destemplados.
Él, que no soporta tan molestos sonidos, huye y deja muchas veces sin terminar sus travesuras; pero luego vuelve; a completar
su obra regresa.
El viejo propuso tocarle con toda la inura para así impedirle
que huyera. Luego, lo atraparíamos con una red tejida con hilos
de araña. Así lo hicieron. Cuando el duende se encaminaba hacia el lugar donde estaba amarrada la yegua, el tiple de don Lugo
arrancó con preciosa música de instrumentos bien templados.
El duende, de repente sorprendido, levantó su ruana, movió los
pies torcidos hacia atrás; entonces, activó el mecanismo de la
red que le habíamos tendido. No podía liberarse de su prisión y
prorrumpió en sollozos de niño abandonado.
—No llores, niño. ¡Vamos a liberarte enseguida! Por favor...
no vayas a marcharte sin hablar con nosotros, un poco; queremos conversar contigo —le había dicho Pedro.
Lo bajamos con cuidado. Luego, reunidos, nos sentamos en
círculo sobre la fresca hierba, mirábamos el apesadumbrado
rostro del duende.
Además de ser pequeño, era extremadamente laco. Se quitó
el gran sombrero y pudimos verle la calva y las orejas al espanto.
— ¿Cómo te llamas? —le preguntó mi primo Ignacio.
— Carezco de nombre; nadie me dio uno. Me dicen el duende
y airman que soy dañino. Es verdad que hago nudos con las
crines y las colas de las bestias; hago llover piedras sobre los
tejados de ciertas casas; me enamoro de las muchachas de pelo
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largo que gustan de perderse en los bosques y tenderse a dormir
sobre las hojas secas. Tengo los pies echados hacia atrás; a pesar
de ello, soy muy rápido; sé subirme a los árboles y también a los
techos. Algunas tejas se rompen y habrá goteras en ciertas casas
cuando comiencen las lluvias. No hago estas cosas por maldad,
es para llamar la atención de la humanidad.
Su actitud bajo el sombrero mostraba la emoción de un narrador relexivo.
—No conocí a los seres que engendraron mi existencia. Cuando estoy deprimido, me vuelvo como un ser material, pesado,
torpe; y puedo caer fácilmente en las trampas, como la que me
capturó esta noche.
Nos fundimos con él en un abrazo de hermandad. Luego, se
alejó un poco para hablarnos:
—Me atraparon, pero nos abrazamos después. Me voy sintiendo alegre, liviano y etéreo; ahora, soy inasible. Apenas soy la
imagen que se estampa en las miradas de las sombras.
Y se desapareció. No hemos vuelto a saber de su existencia
fantástica. Todavía nos reunimos aquí, en cerco, sobre la tibia
hierba. Su imagen nos persigue cuando recordamos las miradas tristes que se le escapaban por debajo del sombrero. No podemos olvidar que, por puro respeto, se descubrió y, entonces,
descubrimos, asombrados, que las orejas del duende son del
ancho de su cabeza.
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Pedro Walther Ararat Cortés
QUINMILENIO
Un hombre rico ofreció al gobierno de Quinmilenio comprar
sus desgastadas fuerzas militares. El gobierno, después de concienzudos análisis económicos, aceptó la ventajosa oferta. En
pocos meses, cosa que causó admiración, el gerente de la Army
Trade Company logró que sus métodos administrativos y el ejercicio de una verdadera producción armada se impusieran en el
reino de Quinmilenio, al menos en sus zonas más desarrolladas.
La pequeña delincuencia se puso, en el momento, al servicio de
los secretos espionajes de la Army Trade Company; desapareció
así la caótica participación de estos en planes aislados que no
ayudaban al desarrollo anhelado por las nuevas realidades económicas y políticas de la patria. El imperio del orden se impuso.
Se cometían injusticias, es verdad; algunas exageradas aplicaciones del orden militar en la sociedad civil desencadenaron
voces de protesta que fueron debidamente controladas por el reinado de la ley; era notorio en las formas del saludo y en la disciplina que comenzó a hacer del sistema un reloj de eiciencia y
colaboración. Reinaba una nueva constitución: la que el gobierno
compró en la Loyal Trade Company. Esta nueva carta constitucional (o menú legal) estaba ajustada a la realidad; otorgaba una
independencia total al ejército para trazar las normas y políticas
de seguridad nacional para el gobierno de Quinmilenio. Las autoridades civiles respetaban toda determinación de la seguridad
militar, pero podrían, si fuese imprescindible, presentar cada cinco años una carta de proposiciones respetuosas, comentarios o
sugerencias que permitieran un ajuste preciso entre los ines del
Estado y los ines de la cultura universal; incluso, podría presentar comentarios en contra de la aplicación de normas de seguridad. Estos últimos comentarios deberían ser irmados en nombre
personal; eran muy tenidos en cuenta porque sus autores eran
contratados por el resto de sus vidas por el High Research Institute. La familia del funcionario recibía una pensión igual al doble
de lo que el pensador ganaba antes de ser leído por la oicina de
La calle del Negr0
101
prensa de Army; se le retenía así por el resto de su existencia y
nunca más era posible volverle a encontrar.
El éxito de la multinacional en sus diferentes ramos de producción tecnológica, artística, ideológica, publicitaria y, en in,
la totalidad de los productos que comercializaba despertó el interés de otras compañías extranjeras y nacionales, de grandes
capitales. Una de ellas propuso a Quinmilenio la compra del
ejército irregular que estaba situado en la movilidad en selvas y
montañas. La propuesta fue aceptada, y la negociación incluyó
el derecho a la transformación del paisaje, la sustitución gradual de los bosques nativos por otros de mayor rentabilidad y la
reeducación del ejército irregular, cuya descoordinación había
impedido el establecimiento de una verdadera ley. Así mismo,
se hizo el llamado y la búsqueda de los miembros de estos ejércitos que se habían dedicado al trabajo militar en las ciudades,
abandonando el desarrollo militar de las zonas rurales; se les
propuso participar de un gobierno Quinmilenio, 2da etapa, parcelaciones rurales.
Cuando el presidente de Trade Company se enteró de todas
las negociaciones secretas ordenó el exterminio sistemático de
todos los colaboradores de su competidor y e l apresamiento de
los miembros del gobierno civil que habían organizado tan desleal competencia. Igualmente fue determinada la absorción del
ejército irregular en el nuevo ejército, o su eliminación en caso
de resistencias notables.
Algunos enemigos del progreso proyectado para Quinmilenio, en la zona del oriente, amenazaron con derrumbar el imperio del Zar Trade Company. Inmediatamente fue embarcada la
mitad de la tropa irregular, reducida y reentrenada hacia el peligro oriental. Al inalizar el año, regresó menos de la centésima
parte del ejército enviado; venían como embajadores del nuevo
reino del Oriente, el cual había sido sometido, demostrándose
así la capacidad de las nuevas administraciones. Podían establecer acuerdos para la superación de la calidad militar o, en caso
contrario, podían irmar un contrato de guerra, ventajoso para
todas las partes.
Este libro se terminó de imprimir
en el mes de abril de 2011 en la
Unidad Gráica de la Facultad de Humanidades
Universidad del Valle
Cali - Colombia
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