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ENCUENTROS EN VERINES 2012
Casona de Verines. Pendueles (Asturias)
Alicia y la Oruga
Xabier P. DoCampo
¿Qué serán todas esas cosas verdes?, se preguntaba Alicia.1
Un incontrolado afán taxonómico ha metido a la literatura en un sinfín de
parcelaciones
y
divisiones
a
base
de
echar
mano
de
múltiples
catalogaciones de especie, género y familia para acotar el objeto analizado.
Y así la literatura viene definida por el idioma de su lenguaje, por el tiempo
en que se sitúa su creación, por el género tomado como forma del discurso o
como
conjunto de características y convenciones comunes etc. Pero
también por su destinatario o su receptor, que desde luego pueden coincidir
en muchos casos, pero en modo alguno son lo mismo. Literatura femenina,
literatura gay o, como es el caso que nos atañe, literatura juvenil, que es,
junto con la literatura infantil, la más claramente definida por estas
características, dado que, por ejemplo la llamada literatura femenina o
literatura gay, aparece en algunos casos caracterizada como la escrita por
mujeres o por gays.
Este carácter de adscrito a la literatura juvenil se extiende a través del
tiempo tanto en un caso como en otro. Alicia en el país de la maravillas o La
isla del tesoro son obras cuyos destinatarios, Alicia Liddell y Lloyd Osbourne,
eran dos adolescentes. Y la devoción de los jóvenes por la lectura de El
señor de los anillos o Los viajes de Gulliver dio con estas obras, jamás
destinadas a los jóvenes por sus autores o sus editores primeros, en el
catálogo de la literatura juvenil.
Y aquí seguían tres folios completos que borré y en los que me despachaba,
a gusto dando leña a todo cuanto actualmente se escribe y publica en el
catálogo de eso que llamamos, vete a saber por qué, literatura juvenil. Me
ponía fino con ese delirio romanticón llamado Crepúsculo, les daba para el
1
Carroll, Lewis, Alicia en el país de las maravillas. Alianza Editorial, 1970
pelo a las abominables novelas de instituto, mandaba a la tumba sin
contemplaciones a los abuelos que viven en el campo y aleccionan en la
vida a sus urbanos nietos adolescentes. No veáis lo que yo había escrito de
las abultadas y vacías obras fantástico-góticas, fantástico-míticas y
fantástico-históricas… Y ya no digamos la aversión rayana en la psicopatía
que siento hacia las trilogías. Pero ya me cansa pasarme la vida entera
mirando hacia lo que está mal. Tengo ganas de abandonar una actitud de
azote de herejes literarios que no me cuadra y poner mi pensamiento en
algo bien distinto de todo aquello que abomino. Quiero pensar que todo me
vale, novelas de instituto, gótico, mítico, histórico, con tal de que contengan
al menos un gramo de literatura. No siempre es necesario el brillo de sol
para hacernos felices, son muchas las ocasiones en que basta el resplandor
de la luz de una cerilla.
Así que en lugar de todo eso prefiero deleitarme en cuanto de positivo hay
en este dignísimo trabajo que es la escritura, en vernos como seres
poseídos por la palabra y caminar por los jardines del lenguaje, penetrar en
los palacios del logos y extraer de ambos cuanto de bueno y bello nos
aguarda a los que nos dejamos habitar por esa gloria que es la búsqueda de
las rutas del alma en los libros y en las historias que contienen.
¿Qué es lo que quieres decir?, dijo la Oruga con severidad. ¡Explícate!2 (o
¿Qué sucede entre el texto y el lector?)
Escribimos para ser leídos. Ningún texto tiene jamás vocación de silencio,
por más íntimo que sea el texto siempre se escribe para que sea leído. Más
tarde o más temprano todos nuestros textos han de ser leídos y eso lo
sabemos cada vez que nos sentamos a escribir. Nuestros textos son
mensajes de suicida, alguien lo leerá en algún momento y sabrá las razones
de nuestra vida y de nuestra muerte. Entonces puede que sea el momento
de hablar en este foro más desde la perspectiva del lector y menos desde la
del escritor.
Yo creo firmemente en la persona que lee, en la que se abandona a la magia
de la palabra y se deja llevar por el texto sin saber adónde habrá de arribar
el barco en el que navega en busca de esa aventura que es el discurso
literario. A ese lector me dirijo cada vez que escribo y en él, en su
inteligencia creo aunque su edad sea un albor de la vida. Y nada de esto os
es ajeno, cada uno de vosotros hacéis lo mismo y tenéis el mismo afán, por
2
Carroll, Lewis, Alicia en el país de las maravillas. Alianza Editorial, 1970
eso debo abandonar la primera persona e ir a un registro que no excluya a
ninguno de los que en esta sala nos hallamos ni de los que puedan conocer
y compartir lo que aquí decimos a través de la red de redes.
Cuando digo que la literatura juvenil debe ser delimitada y definida antes por
el receptor que por destinatario, estoy pensando en el adolescente que un
día dio, pongo por caso, con La metamorfosis y, como diría el buen amigo y
siempre llorado Juan Farias, supo que no estaba delante de un tratado sobre
artrópodos del orden de las blattodeas, sino que aquel libro le hablaba de si
mismo. Y se sumergió sin gafas de bucear ni tubo respirador ni, mucho
menos, oxígeno. Y, a veces, le costaba respirar en aquellas honduras, pero
seguía adelante porque lo que atisbaba por entre las aguas era un punto
magnético que le abducía.
Y acabó la lectura y yo, viejo lector y relector, sé que su comprensión del
texto no es completa ni mucho menos, y me acerco y le susurro al oído que
las cuatro primeras mías tampoco lo fueron, por eso tengo programada la
quinta. Hace unos días leí que Alberto Manguel, yo le profeso una gran
admiración y una gran lealtad lectora a este hombre con el que comparto,
entre otras cosas, el amor por Alicia, escribía: “La verdadera experiencia y el
verdadero arte siempre son mayores que nuestro entendimiento, incluso
mayores que nuestra capacidad de entendimiento”3.¿De verdad cualquiera
de los presentes, no digo ya la primera sino cualquiera de las siguientes
veces que hemos leído Los viajes de Gulliver hemos alcanzado una
comprensión total de lo mucho que Jonathan Swifft vertió en su magistral
obra? ¿No será más bien que nuestra petulancia de intelectuales nos hace
simular un entendimiento más allá del que nuestras dudas, nuestros
asombros y nuestros desconciertos son firmes testigos de los límites de
nuestra capacidad de entendimiento?
¿Por qué, entonces, actuamos con los adolescentes con un paternalismo
castrador apartando de su lectura las mejores obras de la literatura
universal? Es que, decimos, si la falta de comprensión le produce hastío
abandonará el libro y, poco a poco, hará lo mismo con la lectura. Puede ser,
no lo sé. Yo tiendo más bien a creer que, aún abandonando algún libro de
cuando en cuando, siempre se acaba por encontrar, no uno, sino muchos
otros que, ellos a nosotros, no nos abandonarán. Y si esto no ocurre, esa
persona nunca será lectora, cosa nada dramática, porque, afortunadamente
3
Manguel, Alberto, El sueño del Rey Rojo, Alianza Editorial, 2012
para el planeta, no todos sus habitantes seremos lectores. Y nada ocurre
porque eso sea así.
Pongamos pues los libros en manos de los jóvenes, convirtamos cada vez
más libros en literatura juvenil. La historia cercana de cada uno de nosotros
está llena de chicos de doce años que han leído Frankenstein, de otros de
quince que se han colgado de la citada La matamorfosis. Los hay que a los
trece se han emocionado con La guerra de los mundos. Otros, con catorce,
han sentido su pecho atrapado por la congoja mientras leían Dr. Jeckill y Mr.
Hyde. Seguro que muchos de vosotros habéis visto en manos de chicos o
chicas de dieciséis años Billy Budd, La dama de las camelias, El lobo
estepario o La línea de sombra. Y nuestra biografía está hecha de lecturas
tempranas de La Odisea, Drácula, Madame Bovary, Crimen y castigo, Los
hermanos Karamazov, Oliver Twist... Sí, también de Verne, de Salgari, de
Ritchmal Cromptom y tantos otros, pero todos, a mi ver, muy lejos de lo que
hoy se ofrece como literatura juvenil.
“No está del todo bien, interpuso Alicia tímidamente; algunas palabras me
han salido trastocadas.”4 (o ¿Qué libros, pues, debemos soñar hoy para los
lectores jóvenes?)
Está bien claro: buenos libros. Los mejores libros que se puedan escribir.
Libros en los cuales se pueda encontrar el arte.
El arte es la sublimación de la creación. El entretenimiento, en su mayor
dignidad, se emparenta con el juego. Es algo que niega el trabajo, no es
obligatorio ni está maldito. Niega el producto, se hace por nada y para nada,
es gratuito. Y niega el esfuerzo, su atracción es más grande que su precio.
El azar puede producir juego, entretenimiento, pero jamás podrá producir
arte. Sólo llegará a la creación artística aquél que la haya deseado, quien la
haya buscado con ahínco y, aquí sí, con esfuerzo.
Debemos soñar libros en los que se pueda encontrar la literatura. La
literatura no está nunca en los argumentos. Para la literatura todos los
argumentos son fútiles, da igual uno que otro para crear literatura. ¿Cuántos
libros tienen como trama argumental la de los amantes contrariados porque
sus familias o los convencionalismos sociales o cualquier otra dificultad de
su entorno, pero ajena a su amor, impiden su relación? ¿En cuántos de ellos
se puede encontrar la milésima parte de la excelencia literaria que hay en
4
Carroll, Lewis, Alicia en el país de las maravillas. Alianza Editorial, 1970
Romeo y Julieta? La literatura no está en la historia que contamos, por más
que sin una historia no podamos hacer literatura, se encuentra, como en
todas las artes, en el lenguaje. Y el lenguaje que le es propio a la literatura
tiene como elemento constitutivo a las palabras, ese material hecho de
sueños y de aire que nos habita. Que a todos nos pone en condiciones de
contar, de narrar, pero sólo a algunos, a algunas les es dado el don de hacer
con ellas literatura. Ahora que vivimos tiempos que cuestionan la
racionalidad precisamente por el camino de envilecer la palabra haciendo
usos perversos de ella que disimulan y disfrazan, en lugar de nombrar con el
justo afán con el que Adán dio nombre a los animales para que la creación
se completase.
Para nosotros, para los que tenemos como actividad la creación literaria, son
tiempos para reivindicar el valor último de cada palabra, como dijo José
Ángel Valente que debe hacer la poesía. De desenmascarar los usos
espurios de la palabra para el engaño y la trampa. Porque ese es uno de los
objetivos de la literatura: abrir las ventanas de la verdad. Los tiempos de
crisis son tiempos para la palabra, sin ella jamás se saldrá de la situación de
generalizado depauperamiento en que nos han colocado los mercaderes y
sus valedores políticos. Todo el aire que le quitemos a la cultura
detrayéndole fondos y apoyos, creará un vacío que, de inmediato, será
ocupado por la barbarie. Donde no hay cultura sólo puede haber brutalidad.
Pero volvamos a qué libros saldrán de los sueños de los autores que aman
la literatura, que se sienten habitados por la palabra y en ella se complacen.
Y esto me lleva de nuevo a la lectura, porque nunca sabremos qué debemos
escribir si no sabemos qué y cómo se debe leer.
Se supone que los aquí presentes tenemos todos claro cual es el objeto de
nuestros respectivos oficios de escritor o de editor. Todos hemos
reflexionado sobre el acto de leer e incluso hemos leído no pocos ensayos
sobre la materia. Aún así permítaseme acudir al objeto de la lectura para
completar mis reflexiones sobre el tema que nos trae aquí.
Nada tengo que objetar sobre la simple consideración de la lectura como
actividad instrumental y como actividad de ocio o de entretenimiento. Es
más, son dos fines de la lectura que comparto y tengo por necesario
alcanzar ambos, mas no por suficientes.
Yo deseo pensar la lectura como experiencia, lo cual implica pensarla como
actividad que tiene que ver con la subjetividad del lector. No sólo con lo que
el lector sabe, sino con lo que el lector es. De esa forma la lectura acaba por
poner en cuestión aquello que somos. Se atribuye a Kafka, la frase de que
un libro debe ser para el lector como un hachazo en la cara. Entonces no
puede ser un simple pasatiempo, un camino de evasión del mundo real y del
yo real.
Es necesario contar (en la lectura) con las aportaciones de la imaginación,
de lo subjetivo. Pensar la lectura como experiencia formativa hace que se
difuminen los límites entre lo imaginario y lo real, entre el conocimiento y el
sujeto que conoce. La imaginación une lo que percibimos sensiblemente con
lo que comprendemos intelectualmente.
Para que la lectura se resuelva en experiencia es necesario que haya una
íntima relación entre texto y subjetividad. Para eso tenemos que entender la
experiencia como lo que nos pasa, no como lo que pasa. Lo que nos lleva a
pensar que lo verdaderamente importante de la lectura como experiencia no
es el texto, sino nuestra relación con el texto.
El lector que va así hacia el texto no buscará en un libro lo que éste le
cuenta, sino que le dice de si mismo. De ahí mis dudas sobre la mayor parte
de lo que se está ofreciendo como literatura juvenil, en donde se prima la
trama argumental por encima de cualquier cosa, lo que, al final de la lectura,
deja un vacío, un vacío tan profundo que el lector no se ve en él.
Hace más de cien años un autor de literatura para niños tuvo la idea de
escribir obras en las que lo que más pesaba era la significancia del texto. En
aquellos cuentos, por ejemplo, la felicidad tenía el alto precio del sufrimiento,
de poner todo en juego para conseguir el amor. Y en muchos casos perder
todo y, por más que la persona ame, no lograr ser amada. Además de que
en muchos de ellos la felicidad conseguida no deja de ser un sucedáneo de
aquella que se buscaba. Son cuentos en donde las más delicadas
protagonistas se ven obligadas a andar sobre cuchillas y cristales o a pedir
que les corten los pies para acabar con el martirio de la inacabable danza.
Son muchas las protagonistas que habrán de entregar la palabra como
prenda para alcanzar lo pedido o lo soñado. Esa condena al silencio habrá
de ser, en algunos casos, reprimida por la propia persona condenada, lo cual
añade a la condena una perversidad especial.
Hablo de este autor que con tanto gusto leo una y otra vez, porque a lo largo
de los años han sido muchos los chicos que en la lectura de sus obras han
encontrado el consuelo a sus zozobras cuando hallaron que su oculto deseo,
pongamos por caso, de echar a su hermana al fuego es un sentimiento que
acompaña a muchos niños a lo largo de su infancia, que es tanto como decir
en el momento de la lectura, toda la vida. No falta en los cuentos de Hans
Christian Andersen el heroísmo, el valor, la astucia, la traición, la codicia, la
generosidad y, desde luego, la bondad y la maldad, como sucede en todas
las obras que dirigimos a la juventud (y en las otras y en todas), pero cuando
no van acompañadas de aquéllas otras que permiten al lector apreciar que
los textos le dicen cosas de sí mismo, convierten la lectura en un acto inútil y
carente de significado para el individuo que lee.
La simple presentación de argumentos narrativos y de las peripecias que
transportan encuentran cada vez con mayor facilidad vehículos de
transmisión más atractivos que la lectura y más eficaces para la captación
de las tramas. Sólo otros caminos narrativos pueden salvar la lectura de
verse reducida a su vertiente instrumental. Son caminos no demasiado
nuevos, sino caminos retomados y puestos al servicio de objetivos cuyo
abandono representaría la renuncia al carácter de humano que queremos
para el ser que nos habita.
Si la vida humana tiene una forma, por fragmentaria que esta sea, esa forma
es la de una narración. La vida se parece a una novela. Por eso es por lo
que existe la literatura, por lo que continuamos escribiendo novelas y hay
quien las espera, las desea y las necesita (siendo como son innecesarias).
La organización del relato transforma el tiempo en tiempo humano. Nuestra
vida es un relato desplegable. Responder a la pregunta de quien somos
implica la interpretación narrativa de nosotros mismos. De la misma forma
sólo podemos comprender quien es otra persona cuando accedemos a la
narración que ella misma u otro nos hacen de su vida.
No olvidemos que nos dirigimos con frecuencia a una persona que tiene
serias dudas sobre su propia identidad. Leemos en el capítulo quinto de
Alicia en el país de las maravillas:
«”Mucho me temo, señor, que no sepa explicarme a mí misma”,
respondió Alicia, “pues no soy lo que era, ¿ve usted?”
“¡No veo nada!”, dijo la Oruga.
“Temo no poder decírselo con mayor claridad”, insitió Alicia muy
cortesmente, “pues para empezar ni yo misma lo comprendo; y
además, cambiar tantas veces de tramaño en un solo día resulta muy
desconcertante”.»5
5
Carroll, Lewis, Alicia en el país de las maravillas. Alianza Editorial, 1970
Si tu deseo es hablarle a un, a una adolescente desde tu adolescencia,
hazlo desde aquello que estamos seguros que no ha cambiado desde hace
varios miles de años: los sentimientos. Para mí la lectura y la escritura tienen
una sublime función que tiene que ver con el don creador de la palabra, nos
ayudan a poner nombre a nuestros sentimientos.
Hablemos de lo que nos pasó y de lo que sentimos, y finjámoslo, porque,
como dijo Pessoa
O poeta é um fingidor.
Finge tão completamente
Que chega a fingir que é dor
A dor que deveras sente.
E os que lêem o que escreve,
Na dor lida senten bem,
Não as duas que ele teve,
Mas só a que eles não têm.6
Es necesario dar ese salto que nos hace conquistar lo literario, ese salto se
llama ficción y se asienta sobre la verdad. No hay literatura si no hay verdad
en lo escrito. Tanto es así que la literatura hace verdadero lo inverosímil, y
volviendo a Pessoa, “la literatura hace real la vida”. Si quieres escribir desde
la adolescencia, hazlo, pero recuerda bien que tú, al igual que el lector,
también deseaste que tu padre se muriese de repente, que tu hermano
desapareciese, que tu madre fuese tu amante. Porque tú, dado que lo
viviste, sabes fingir que el o la protagonista de tu novela quiere suicidarse…
Y también sabes que ni mataste a tu padre ni despeñaste a tu hermano en
un abismo ni te acostaste con tu madre, no porque no está bien ni porque
pensaste que las cosas acabarían por arreglarse ni por amor ni… No lo
hiciste por miedo, por cobardía o por cualquiera de esas cosas que actúan
de freno cuando la vida se lanza a correr cuesta abajo con la vertiginosa
velocidad con que lo hace en la adolescencia.
Hazlo así porque se te ha dado el más grande don que se le puede conceder
a un ser humano, el don de transformar la palabra en palabra literaria y esa
es la más grande gloria que se puede alcanzar en la vida, la de dar al alma
la forma de los sueños
Vilarón, setiembre 2012
6
Fernando Pessoa, Autopsicografia, 1930
El poeta es un fingidor. / finge tan completamente / que llega a fingir que es dolor / el dolor que de veras siente // Y los que leen lo que escribe, / en el
dolor leído sienten bien, / no los dos que él tenía, / sino sólo el que ellos no tienen.
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