Kafka: ejercicio en busca de una clave

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Kafka: ejercicio en busca de
una clave
Ilustración por Josué Garro.
Por
Gilberto
Literofilia
Lopes
para
[email protected]
¿Dónde está la clave? Quizás aquí, en esa angustiosa reflexión
sobre las relaciones con su padre, en forma de carta, nunca
enviada: “…yo no podía pasarlos por alto por la única razón de
que tú, que eras tan enormemente decisivo para mí, no
observabas los mandamientos que me imponías. De ahí que el
mundo se dividiera para mí en tres partes: una en la que yo,
el esclavo, vivía bajo leyes sólo inventadas para mí y a las
que, además, sin saber por qué, nunca podía obedecer del todo;
luego, en un segundo mundo, infinitamente lejos del mío,
vivías tú, ocupado en el gobierno, en dictar leyes y en
enfurecerte cuando se incumplía; finalmente, un tercer mundo,
donde el resto de la gente vivía feliz y libre de las órdenes
y de la obediencia” (que no está reflejado en ninguna de sus
obras). Estaba convencido de que, cuanto más lograra, todo
sería peor.
Es la misma idea de que, siendo niño, era vencido por su
padre, una y otra vez sin que, por orgullo, pudiera abandonar
el campo de batalla.
Parece interesante, quizás inevitable, abordar la obra de
Kafka desde los problemas planteados por las relaciones con su
padre, aunque, desde luego, otros sugieran abordajes
distintos. Él mismo propone ese camino en la larga carta que
le escribió, en 1919, pero nunca envió. Le quedaban cinco años
de vida, hasta el 3 de junio de 1924, una tormentosa relación
con Milena Jesenka y otra, más placentera, con Dora Dymant, y
también la escritura de la que me parece su obra más
ambiciosa, El castillo, en 1922.
Max Brod, el amigo cercano que incumplió el compromiso de
destruir las obras de Kafka y se convirtió en su editor
póstumo, señala que El castillo y El proceso representan las
dos formas de la divinidad — la gracia y la justicia–, según
la Cábala judía, sistema de interpretación del antiguo
testamento. Aunque nunca lo manifestó, Kafka quería que su
obra estuviera a la altura de sus preocupaciones religiosas,
aseguraría Brod.
Me parece un punto de vista demasiado religioso, difícil de
sustentar con los textos de Kafka en mano; sin embargo es
defendido también por otros. Leopoldo Azancot, en un prólogo a
El castillo, hace referencia a esa interpretación religiosa de
la obra de Kafka propuesta por Brod, pero que –reconoce–
pronto fue rechazada “con violencia” por la mayoría. En su
criterio, la obra de Kafka solo puede ser entendida a partir
de un intento renovador del pensamiento religioso judío, que
el escritor intenta, y se lamenta de que los críticos se hayan
rehusado a ver en el judaísmo la clave para su comprensión.
El mismo Azancot, en el prólogo mencionado, hace referencia a
otro tipo de interpretación de la obra de Kafka: la de
Rosemarie Ferenczi, historicista, quien pone énfasis en la
relación amo-esclavo para explicarla.
Ciertamente muchas otras perspectivas son posibles en una obra
tan compleja como la de Kafka. No hay manera de dilucidar del
todo el debate, pero el Diario aporta algunas ideas, como
también lo hace la Carta al padre. Me parece, en todo caso,
que el filón más rico para explorar la obra de Kafka, que
alude a senderos distintos, alejados tanto de la religión como
del historicismo, es la relación del autor con su padre.
El padre
El miedo es la primera sensación de Kafka, un sentimiento de
nulidad que, con frecuencia, se impone ante la figura
dominante, tiránica, de su padre. Dondequiera que viviera, era
un ser despreciable, que arrastraba, vencido, esa sensación de
nulidad. Su mundo, confiesa, constaba de dos personas: él y su
padre. Con el padre terminaba la pureza y consigo mismo
comenzaba la suciedad. Sólo una antigua culpa, se decía, como
justificación de una situación incomprensible, podía explicar
que el padre lo condenara de tal manera, que lo despreciara
tan totalmente. Y quedaba, de ese modo, y otra vez, atrapado
en lo más profundo de sí mismo.
Esa relación tuvo un efecto devastador sobre la que pudo
establecer con los demás. Bastaba que tuviera un poco de
interés en una persona, afirmaría en su carta, para que el
padre se interpusiera con insultos, calumnias y humillaciones.
“Yo había perdido ante ti la confianza en mí mismo
reemplazándola por un infinito sentimiento de culpa”, se
lamentaba, para descubrir, más adelante, que la sensación de
desamparo era común. La misma sensación de desamparo que va a
caracterizar toda su obra.
La agresión del padre devastó todo, incluida su actividad de
escribir, que le otorgaba alguna independencia. Surge aquí una
figura que no se puede desvincular de la planteada en
Metamorfosis, publicada cuatro años antes de la carta, en
1915, pues esa forma enfermiza de independencia la vislumbraba
Kafka como la de un gusano aplastado en su parte trasera por
un pie, mientras trata de zafarse, con la otra, arrastrándose
de lado. Esa sensación terminó por devastarlo todo hasta
transformarse, finalmente, en una inseguridad física, haciendo
de su propio cuerpo algo inseguro. Es la idea planteada en
Metamorfosis, cuando Gregor Samsa despierta, una mañana,
convertido en un enorme insecto; en la primera frase se resume
toda la novela (como ocurre también en El proceso y en El
castillo, como veremos más adelante).
En el cuento Ante la ley la imagen del padre, ese orden
atrabiliario, se encarna en una ley específica que se le
aplica, solo a él, de forma inmisericorde. Después de años de
espera ante la puerta de la ley, en vísperas de su muerte, el
guardián le explica que a nadie se había permitido ingresar
por esa puerta “porque la entrada estaba destinada
exclusivamente a ti”. Ahora que se muere, la cierra; pone fin
a la espera.
La historia es retomada en El proceso, como veremos, en la
parábola del sacerdote, al final del libro. Tú debes
comprender quién soy yo, le dijo el sacerdote. Yo pertenezco a
la justicia, pero la justicia no quiere nada de ti. Te toma
cuando llegas y te deja cuando te marchas. Es la penúltima
escena, antes de la muerte, cuando K. se pregunta dónde estaba
el Supremo Juez, dónde la Alta Corte, a la que nunca había
llegado. Y le clavan el cuchillo en el corazón.
De modo similar, esa relación atrabiliaria aparece en El
castillo: la aldea vive bajo el amparo de los señores; el
castillo se ocupa del ejercicio de las leyes y es difícil no
percibir, en la relación del agrónomo K. con el castillo, la
de Kafka con su padre.
“Mis escritos trataban sobre ti; en ellos me quejaba de lo que
no podía reclinándome sobre tu pecho”, dice Kafka, en tono de
lamento y explicación. Ante frase tan patética, poco más se
puede agregar, salvo destacar algunas pistas que nos ayudarán
a acercarnos a su obra y a sus personajes.
Desolación
¿Qué nos produce una sensación desolada en la lectura de
Kafka?
La primera respuesta podría venir de la desesperanza, del
sinsentido de las circunstancias, de la aridez del paisaje.
Pero la pregunta, hecha una y otra vez, puede conducir a una
respuesta más precisa, que queremos sugerir: la sensación
desolada producida por la obra de Kafka deriva de la ausencia
absoluta de esa forma de relación humana que se resume en la
amistad. Sus personajes no tienen amigos y de esa soledad
deriva el efecto desolador de su obra sobre el lector. El
hombre es lo que su cargo, su función, le atribuye y su
relación con los otros hombres deriva de esa función. Por eso
choca cuando el abogado le presenta al jefe de despacho y le
advierte que ha venido en calidad de amigo, no en función
oficial.
El tema está tratado de manera específica en el cuento La
condena, pese a la brevedad de la historia. Desde luego, ahí
está la figura dramática del padre, cuando le grita: -¿existe
realmente ese amigo en San Petersburgo? ¡No tienes amigo
alguno en San Petersburgo!
Quizás exista ese amigo, lejano, inaccesible, pero el amigo no
era su amigo, era amigo de su padre, figura terrible que lo
desafía y acosa, que le advierte: – ¡no te equivoques, yo sigo
siendo el más fuerte!. El más fuerte por mucho, ¡puedo
barrerte… ni te imaginas cómo! Hasta gritarle: fuiste un ser
diabólico y, por eso, te condeno a morir ahogado. Y mientras
las palabras todavía resuenan y el agua lo arrastra al salir a
la calle, exclama en voz baja: queridos padres, siempre los
quise.
En esa soledad están emparentados El castillo y El proceso.
Hay quienes tratan de diferenciar una obra de la otra
destacando que, en la primera, la autoridad resulta
inaccesible, lo que no ocurriría en la otra. Parece difícil
defender la propuesta; más cercanas están en el sin sentido de
los trámites; sin embargo, nuevamente, donde ambas obras se
encuentran es en el páramo de la soledad.
El matrimonio, como la escritura, era una vía para liberarse
de esa particular y desafortunada relación con su padre. Aquí
la propuesta se hace sutil, sin dejar de ser brutal. El
matrimonio lo libera, pero lo iguala con su padre. Al
igualarse, se liberaría de todas las vejaciones. Superar esa
dependencia le parece algo irracional: el matrimonio le parece
vedado por ser, precisamente, el dominio de su padre. El
esfuerzo no conduce a otra cosa que a “reconstruir la cárcel
en un lujoso castillo”. Es ésta, posiblemente, la clave para
la obra que faltaba por escribir y que escribirá en 1922.
Uno de los efectos de esa sensación de nulidad, de esa
incapacidad de relacionarse, fue la imposibilidad de casarse,
de tener familia. El matrimonio, diría, llegó a ser el más
esperanzado intento de salvación, pero sucumbió ante cada uno
de esos intentos, sin poderlo consumar nunca. En tu vida, le
escribiría a su padre, habrá habido nada tan significativo
como lo fue para mí el fracaso en mis intentos de matrimonio.
Klamm, el personaje de mayor rango en el castillo, ¿es el
padre? La posibilidad se perfila en una escena con Frieda, en
uno de los largos pasajes sobre la tormentosa relación de K.
con esa mujer. ¿Debo humillarme doblemente –pregunta K.–
contándote las inútiles tentativas, que en la realidad me han
humillado ya tan copiosamente, de hablar con Klamm y ponerme
en contacto con el castillo?
La relación con Frieda se deshace quizás de manera similar a
la forma en que se disolvió dos veces su noviazgo con Felice
Bauer y su proyecto de matrimonio con Julie Wohryzek, en 1919,
que llegó a ser su más esperanzado intento de salvación, de
libertad frente a su padre. En toda mi vida, le diría, no ha
ocurrido nada que tenga tanto significado como este intento de
matrimonio. Proyecto de liberación, garantía de independencia
e igualdad con el padre que, de tener éxito, haría de las
viejas humillaciones apenas un recuerdo, pura historia. En esa
libertad, afirma Kafka, reside el problema; es el proyecto de
un preso que, como ya lo señalamos, aspira a fugarse apenas
para reconstruir su cárcel en otra parte.
He descuidado a Frieda, reconoce K., y sería feliz si
volviera, pero volvería, en seguida, a descuidarla. ¿De qué
sorprenderse, entonces, cuando Frieda le dice: –No habrá boda.
Tú, y sólo tú, has roto nuestra dicha, remarcando esa
sensación de culpa que persigue al autor.
Max Brod también se refirió a las siempre difíciles relaciones
de Kafka con sus mujeres y llamó la atención hacia aquellos
aspectos que, tanto en El castillo como en El proceso,
reflejan esas crisis. El tema tiene amplio tratamiento en El
castillo, hasta el punto de quitarle ritmo a la novela, cuando
la interminable búsqueda de un contacto con el castillo es
sustituida por las disquisiciones de las relaciones con
Frieda. Pero tampoco está ajeno a El Proceso, aunque ese tema
no tenga ahí, me parece, la misma importancia y profundidad de
tratamiento que recibe en El castillo.
Una frase
Resumir el contenido de las obras de Kafka es sencillo, lo
mismo que encontrar en ellas algunas claves como las que hemos
venido destacando. En cuanto al resumen, de algún modo lo ha
hecho él para nosotros en la primera frase de cada uno de sus
libros, capacidad extraordinaria de precisión y síntesis,
difícil de encontrar, y que merecería un análisis más largo y
cuidadoso. Veamos los ejemplos.
“Cuando, tras unos sueños tranquilos, Gregor Samsa despertó
esa mañana, se encontró convertido en un enorme insecto”. Todo
lo demás deriva de ahí, en ese cuento largo cuyo escenario es
la familia. La rebeldía del personaje, su incomodidad ante la
sensación de culpa y de desprecio por sí mismo se resume en la
pregunta que se hace mientras avanza con la cabeza pegada al
suelo, para encontrar su mirada con la de su hermana, que
tocaba el piano: -¿soy acaso un animal; puede la música
impresionar tanto a un animal? En lo negativo de la respuesta,
implícito ya en la pregunta, está el intento desesperado de
rescate de su humanidad perdida.
Desde luego, el escenario de vida familiar en Metamorfosis es
el de un Kafka agonizante a raíz de la herida que le infligió
su padre.
América es, ciertamente, la novela más singular de Kafka. El
feliz encuentro con el tío, el senador Edward Jakob, a su
llegada a América, se deshace de manera inesperada, cuando
lanza al joven Karl a la calle, donde transcurrirá el resto de
su odisea. Lo desolador y angustiante resultará aquí de la
relación de dependencia que establece con los dos amigos que
encontrará en la calle, al ser desheredado por el tío rico y
poderoso.
Es cierto que el anuncio de su despido sorprende y
desconcierta. De cierto modo, la novela empieza cuando Karl
Rossmann, un joven de 16 años recién llegado de Alemania, se
encuentra, desamparado, con quienes serán sus dos compañeros
de infortunio, el irlandés Robinson y el francés Delamarche.
El encuentro deriva en un alucinante capítulo en que los tres
se juntan a Brunelda, la amante de Delamarche, de quienes
Karl se transforma en sirviente. Lo inacabado de la obra deja
sin resolver el tema, ya que el capítulo final, “El gran
teatro integral de Oklahoma”, no engarza con el resto del
texto. En esto, también, “América” se diferencia de las otras
obras en que, si bien tampoco están acabadas (ninguna fue
publicada en vida por Kafka) tienen finales más relacionados
con el resto de la novela. No es el caso de esta.
A pesar de que en América los interlocutores de Rossmann están
presentes (no ocurre así en El proceso ni en El castillo,
donde los interlocutores son inaccesibles, contribuyendo a
crear un tono absurdo) la relación de dependencia de Karl con
sus amigos es desoladora y angustiante. América nos muestra
que es esa soledad, más que lo inaccesible de sus
interlocutores, lo que contribuye a crear el clima en las
obras de Kafka.
1922. Entre enero y septiembre Kafka escribe El castillo y
anota, en la primera página de su diario, que a principios de
enero había tenido un “derrumbamiento total”. El insomnio, por
un lado, la autopersecución, por el otro. La soledad, afirma
Kafka, que le ha sido impuesta desde siempre, pero que él
también buscó y ahora se vuelve inequívoca y total. ¿Adónde
conduce?, se pregunta. A la locura, a la persecución que lo
atraviesa y desgarra.
Las explicaciones sobre el origen de la obra pueden ser
muchas; de su estructura deriva por lo menos una, que me
gustaría destacar: la idea de una perplejidad interminable,
sobre la cual se construye su angustia. En la referencia de
Brod, Kafka pensaba darle, al fin, alguna satisfacción al
agrimensor K. En vida, K. no retrocede ni un paso; muere de
agotamiento. Y es solo en la hora de su muerte cuando
recibiría un reconocimiento, pues aunque el castillo no le
reconoce derecho de ciudadanía en la aldea, lo autoriza a
vivir y trabajar allí.
Llevo 40 años inmigrando, miro hacia atrás como un extranjero,
pertenezco a ese otro mundo, que he traído conmigo como
herencia paterna, pero soy el más temeroso e insignificante
de sus habitantes, asegura Kafka. Es entonces, al día
siguiente, el 29 de enero, cuando crea en el diario la imagen
del camino abandonado, por donde se desliza en la nieve, un
camino sin sentido, sin un objetivo terreno, escenario del
primer capítulo de El castillo.
Llevo ya mucho tiempo en el desierto, añade, y solo existen
visiones de desesperación, incapaz de entablar relación con
nadie, incapaz de soportar a nadie conocido. -Somos gente
sencilla, nos atenemos a las reglas; usted no puede querernos,
le dice el campesino a K., mientras lo echa de su casa, en el
pueblo al pie del castillo. Un pueblo tan largo que nunca
llegaba a su fin, sus casitas con vidrios helados y la nieve y
la ausencia de seres humanos…”
Dice Brod que la obra quedó sin terminar, que Kafka estaba
demasiado cansado, sin fuerzas para hacerlo.
Quisiera, por mi parte, sugerir, una relación inversa: es la
incompresible relación con el castillo lo que lo agota; es ese
ejercicio interminable lo que lo acaba. Me parece más
sugerente, aunque es cierto que, físicamente, en la “vida
real”, la enfermedad ya lo consumía. Le queda poco más de un
año cuando termina de escribir El castillo, que había
comenzado así: “Cuando K. llegó ya era tarde. Una espesa
nieve cubría la aldea. La niebla y la noche ocultaban la
colina y ni un rayo de luz revelaba el gran castillo. K.
permaneció largo tiempo sobre el puente de madera que llevaba
a la carretera general del pueblo, con los ojos levantados
hacia aquellas alturas que parecían vacías”. Todo lo demás
deriva de ahí.
“Posiblemente algún desconocido había calumniado a Joseph K.,
pues sin que éste hubiera hecho nada punible , fue detenido
una mañana”, dice, al comenzar, El proceso.
Kafka la consideraba una obra inconclusa, afirma Brod; quería
agregar algo más a El proceso, antes del capítulo final;
sugiere que la novela era “inacabable”. Tiene razón: la
absurda naturaleza del proceso alimenta la sugerencia de algo
sin final. Pero me parece difícil de compartir el agregado de
Brod en el sentido de que, si no fuera porque él sabía de la
intención de Kafka de agregar otros capítulos a la obra, no se
notaría ninguna laguna. Sí se advierte, me parece.
Comparte K., en El proceso, la misma relación con el poder
planteada ya en El castillo, impersonal e inaccesible y, de
cierto modo, indiferente para el desarrollo de su vida. –Veo
que no me ha entendido, le dice a K. el inspector. Es verdad
que se encuentra detenido, pero eso no implica que no pueda
atender sus obligaciones. No debe usted perturbar su vida
normal. El proceso transcurre de forma paralela a esa vida
“normal”.
La soledad
Una vez más, el absurdo se construye sobre la imposibilidad de
establecer relaciones humanas con los demás. Detrás de lo
absurdo de los procedimientos está la imposibilidad de
relacionarse con sus semejantes. Lo importante para ser
absuelto en el juicio eran las relaciones personales del
abogado con el aparato de justicia. Quizás por eso nadie era
absuelto, pero tampoco condenado. Por otro lado, la
importancia de los funcionarios era mínima; los procedimientos
se desarrollaban casi automáticamente. Dudo que usted me pueda
ayudar, le dice a la mujer que se le acerca, solícita, en una
sesión del tribunal. Tendría Ud. que tener relaciones con
altos funcionarios y es probable que conozca apenas a
subalternos, le dice.
El padre surge también, en la figura de los funcionarios,
siempre irritados y confusos, aunque generalmente aparentasen
una gran serenidad; la cosa más insignificante les ofendía de
forma grave. La relación con ellos podía ser muy difícil o,
por el contrario, muy fácil. Lo importante es que no se
la podía regular por ningún sistema .
También las relaciones con el guardián de la ley resultaban
incomprensibles. Todos quieren acceder a la ley, le dice al
guardián, sintiéndose morir, cuando le anuncia que se va y
cierra la puerta.
Se cierra así también, por ahora, la búsqueda de las claves de
la obra atormentada y lúcida de este hombre nacido en Praga en
1883 y que moriría tuberculoso 41 años después. Un
contemporáneo, Thomas Mann, describiría el ambiente de esa
enfermedad, terrible en aquél entonces, en obra concluida
en 1924, precisamente el año de la muerte de Kafka. Era la
época del surgimiento y caída el Imperio austro-húngaro y de
la independencia de Checoslovaquia después de la primera
guerra mundial, formidable período de grandeza de la cultura
alemana, del expresionismo de Schiele, alimento
del surrealismo europeo.
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