Las manos y las voces. José Luís Peixoto

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PEIXOTO, JOSÉ LUÍS
HISTORIAS DE NUESTRA CASA
1a ed.: setiembre de 2009
136 p.; 14 x 22 cm.
ISBN: 978-9974-687-11-0
© 2009, José Luís Peixoto
© 2009, de la traducción: Magali de Lourdes Pedro
© 2009, Casa editorial HUM
Jackson 1111 - C.P. 11200
Montevideo, Uruguay
www.casaeditorialhum.com
[email protected]
Diseño de maqueta: Raúl Búrguez / Juan Carve
Diseño de cubierta: Raúl Búrguez
Ilustración de solapa: Mariana Bezerian
Ilustración de portada: Juan Carve
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta y solapas, puede ser reproducida,
almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico,
óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.
LAS MANOS Y LAS VOCES
Yo tal vez tuviera setenta y dos años. Estoy casi seguro de
que faltaban pocas semanas para el día en que pasaban cuatro años desde la noche en que mi mujer murió. Cuatro años
pasados desde esa noche en que los vientos y las sombras se
llevaron a mi mujer como si se llevaran mi corazón. Después
de esa noche, durante meses, fue como si me hubiera quedado sentado en un banco con la cabeza entre las manos. Los
vientos se volvieron más fríos. Las sombras permanecieron
apenas negras. Mi mujer era la persona a quien yo contaba
todo. Yo sabía sus pensamientos. Mi mujer era la niña que
conocí un día y que mi mirada nunca abandonó. Su sonrisa
tímida. Sus labios. Mi mujer era la muchacha que tomé de la
mano cuando nuestro primer hijo nació. Jorge, lo llamaremos
Jorge. Era su voz envejecida. Su voz callada. Los párpados
sobre el dolor y su mano, antes de morir, me buscaba a mí
sobre las sábanas de la cama; y yo, a ver los dedos y a palma
abierta de aquella mano, sabiendo que desaparecía, como
polvo a ser barrido por viento y por sombras; y yo posaba mi
mano en el centro de la suya, se la entregaba, le entregaba el
corazón para que se lo llevara, definitivamente.
Durante meses, no supe vivir. Después, muy despacio, como
un vicio que se recupera, fui encontrando pedazos de mí. Mis
hijos, lejos, en sus vidas. Yo los visitaba y ellos fingían que me
oían mientras ponían la mesa. Mis nietos más pequeños
creían que yo nunca entendería sus juegos, les pedían plata a
sus padres para comprar pilas, pataleaban. Mis nietos adolescentes miraban la televisión. Pero, al mismo tiempo, de mañana, yo me despertaba y, con la bolsa de encaje doblada en la
mano, iba a la panadería. En la tarde, entraba en el café y ya
era capaz de sonreír cuando alguien me sonreía. En la noche,
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releía libros que había leído hacía mucho tiempo. En las páginas de esas noches, existía la luna y era como si, a medida que
los releía, reconociera lo que había leído un día en aquellas
páginas. Había momentos, frases, en que pensaba, y sentía
exactamente lo que ya había sentido y que, al mismo tiempo,
era como si fuera la primera vez. Despacio, resucitaba. Era
viejo y nacía. Fue en uno de esos días que conocí a Mariana.
Su voz diciéndome: Mariana. En los tapas de fórmica de las
mesas del café, las manos de ella, mucho más jóvenes que las
mías. Ella tenía treinta y tres años, pero decía siempre que
tenía treinta y cuatro. Todos los días ella tomaba un café, sonriéndome, y nosotros hablábamos y teníamos cada vez más
cosas para hablar. Después, la acompañaba hasta la puerta de
la boutique y nos quedábamos a conversar sobre nada hasta
llegar el primer cliente. Nos despedíamos con dos besos en las
mejillas, hasta mañana. Fue en la boutique, ella de un lado del
mostrador y yo del otro que, en una pausa, nos inclinamos:
beso. Y nos besamos una vez más. Mariana sabía dónde vivía
yo. Todavía alcanzo a sentirla golpear la puerta. Yo atravesaba
al corredor. Tocaba el cuerpo de Mariana despacio. Me acordaba de muchas cosas que eran nuevas en su cuerpo. Después
de un año, todos los meses y todas las estaciones, nos despedimos con un beso igual al primero. Esa noche, existió un sentimiento bueno y grandioso en la tristeza. Yo sabía que estaba
vivo como en los momentos de mi vida en que me sentí vivo.
Cerrado y único, estaba un libro sobre la mesa de la sala. Ese
libro era la soledad, buena y grandiosa.
Yo no esperaba nada y vivía. Fue en ese lugar que conocí a
Beatriz. Su voz diciéndome: Beatriz. Cambiamos pocas palabras y, desde el almacén hasta mi casa, con bolsas de plástico
en la mano, caminamos con prisa, en líneas rectas. Dejamos
que las bolsas nos cayeran de las manos a la entrada del pasillo. Empujamos la puerta del cuarto y nuestros cuerpos se
chocaron el uno contra el otro, lucharon, se lanzaron el uno
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contra el otro, con dientes, dedos con uñas, brazos firmes.
Después nos quedamos lado a lado, retomando la respiración. Fue así durante seis semanas. En la noche, yo traía la
caja de costura para la sala y pegaba en la camisa los botones
que, después de que ella saliera, había encontrado, a gatas, en
el piso del cuarto. A veces, yo tenía casi medo de las llamas
que veía en sus ojos. Yo entraba de espaldas en el cuarto. Y
caía sobre la cama, sabiendo que, en el próximo instante, ella
caería sobre mí. Era rápido y fue rápido. No hubo despedida. Un día, sin sorpresa, me di cuenta de que ella había desaparecido para siempre.
Una voz muy tímida: Susana. No pasábamos todas las
noches juntos. Ella me telefoneaba antes y me pedía para
pasar la noche conmigo. Hablábamos mucho. Ella tenía veinticuatro años. Yo tal vez tuviera setenta y dos años. Le pregunté la edad la primera vez que hablamos. Ella nunca me
preguntó la edad. Después de abrirle la puerta, ella me besaba en los labios. Mientras adormecíamos, mi cuerpo seguía la
forma de su cuerpo. Le pasaba un brazo por encima, que era
como una manta, y ella me sostenía esa mano entre sus
manos. Sus cabellos me tocaban el rostro. En la mañana,
cuando la luz entraba por las ventanas y llenaba el cuarto,
despertábamos en la misma posición. Nos besábamos y éramos el uno del otro, como enamorados.
Yo tal vez tuviera setenta y dos años. Era domingo. Yo
sabía los días que faltaban para el aniversario de la muerte de
mi mujer. Una noche negra, marcada entre las noches importantes o banales o desperdiciadas de mi vida. Sentí la llegada
del coche de mi hijo Jorge. Él, su mujer y sus hijos entraron
por la casa y la llenaron de voces. Los hijos, mis nietos, se lanzaron sobre los sofás, entraron y salieron del baño. Mi hijo
Jorge subió las escaleras y se demoró entre papeles y memorias en su cuarto de soltero. Después, oí la llegada de los
coches de mis otros hijos. Los niños se rieron y corrieron por
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la casa. Las madres les dijeron que no corrieran y ellos igual
corrieron. Yo también me reí y dije: “déjalos correr que les
hace bien”. Mis hijos fumaron cigarrillos en el balcón y
hablaron de sus asuntos. Y la casa llena. Los retratos en los
marcos como si sonrieran. En el comedor, las ventanas estaban todas abiertas y era verdaderamente un sol de domingo
que iluminaba la toalla, las servilletas, los platos, los cubiertos
y los vasos. A la mesa, decía una de mis nueras que pasaba
por todos los rincones de la casa recogiendo parientes. Los
niños hacían fila en el lavatorio del baño. Se reían, se pasaban
las manos por debajo de la canilla y se limpiaban en una toalla que oscurecía. Entre la comida que mis nueras habían
traído en cajas de plástico y que, en la cocina, habían puesto
en fuentes y en soperas, nuestras conversaciones. Como una
familia. Como un domingo. Después de todos los postres, los
niños se levantaron y corrieron por la casa, mis nietos adolescentes llevaron su aburrimiento para otro lugar y mis nueras llevaron los últimos platos para la cocina. Cuando me
quedé sólo con mis hijos, comenzó el silencio. Ellos se miraron y yo los miré a todos. Fue Jorge quien comenzó a hablar.
Primero, con palabras que dejaba desemparejadas. Después,
encontrando las palabras de a una. Los vecinos no hablan de
otra cosa. Yo me acordaba de algunas imágenes de cuando lo
vi nacer. A ninguno de nosotros nos gusta saber que hablan
así de nuestro padre. Me acordaba del rostro de su madre
haciendo fuerza y transpirando con los cabellos despeinados
sobre la frente. Por favor, padre. Y la primera vez que lo
vimos, chiquitito, sucio de sangre, llorando. Cuando terminó
de hablar, comenzó otro silencio. Fue un silencio distinto. Me
miré mis manos, mis dedos. Y me acordé de tantas cosas.
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