TIEMPO LIBRE EDUCATIVO, PARTICIPACIÓN Y COHESIÓN SOCIAL Imanol Zubero Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea Grupo de investigación CIVERSITY. http://civersity.net 1.- “Tranquilo, profe: nos hemos pegado, pero fuera de la escuela” ¿Por qué la educación formal no es suficiente para construir una ciudadanía activa? Fue más o menos esto lo que le respondió un alumno al director de un centro educativo cuando este llamó la atención a unos alumnos que se había peleado a pesar de que en ese colegio habían estado “trabajando la paz”. Nos lo contaban en el transcurso de una interesante 1 investigación sobre la educación en valores en la ESO. Los propios alumnos perciben que el centro educativo es “una burbuja”, nos decía este docente, “y cuando salen están viviendo otra cosa”. La escuela es, cada vez más, una institución sola. Pensemos en la vivencia que de la escuela puede tener un niño o una niña, uno de nuestros hijos o hijas. Esa vivencia es la de un lugar donde los tiempos están perfectamente pautados, lo mismo que los espacios: ahora es el momento de jugar, no antes ni después, y se ha de hacer aquí, no en otro sitio. Un lugar donde la norma es la convivencia pacífica, ordenada, respetuosa: no se admite la imposición por la fuerza de unos sobre otros, se practica el diálogo, se comparten los objetos de juego y se funciona desde la igualdad. Un lugar donde la autoridad está claramente instaurada. Un lugar donde se respetan y se cuidan los bienes públicos. Un lugar donde el libro es un objeto casi sagrado y la televisión se ve reducida a instrumento educativo. Un lugar donde se aprenden y se hablan otras lenguas. Un lugar donde se enseña el respeto a otras culturas, donde se educa en valores, donde se enseña, por encima de todo, la trascendencia innegociable de cada persona. Y ahora, pensemos en lo que esos mismos niños y niñas viven fuera de la escuela. No es de extrañar que, cada vez más, todas esas cosas que la escuela enseña sean sólo eso: cosas que tienen su lugar en el espacio escolar, pero no fuera de él. Y esto es algo que ocurre en todos los niveles. Cuando en el campus de mi universidad veo que tantas alumnas y alumnos tiran al suelo los envases y envoltorios de los bocadillos, las ensaladas, las chocolatinas o las patatas fritas que comen, las botellas de agua o las latas de los refrescos que beben, me pregunto aterrado que ha ocurrido con la supuesta conciencia ecológica que hemos ido construyendo a lo largo de los años. O, más sencillamente, qué ha ocurrido con la idea de respeto a los espacios públicos y, sobre todo, a las personas que trabajan duramente para mantenerlos limpios. 2.- Saber y conocer. He leído en varios lugares que la escritora francesa Marguerite Duras decía que el saber era lo que hemos aprendido en la escuela y el conocimiento lo que aprendemos por nuestra cuenta. 1 Elisa Usategui y Ana Irene del Valle, La escuela sola. Voces del profesorado. Fundación Fernando Buesa Blanco Fundazioa, Vitoria-Gassteiz 2007. http://www.bideo.info/buesa/imagenes/laescuelasola_completo.pdf Fundació Pere Tarrés | Carolines, 10 | 08012 Barcelona | Tel. 93 410 16 02 | [email protected] Se plantea aquí la vieja y rica discusión entre esas dos formas de relacionarnos con la realidad. El diccionario nos ayuda más bien poco, al introducirnos en un bucle en el que saber se define, entre otras cosas, como “conocer algo”, y conocer se entiende también como “averiguar por el ejercicio de las facultades intelectuales la naturaleza, cualidades y relaciones 2 de las cosas”. En todo caso, sí parece que cuando se habla de “saber” nos referimos más bien al ejercicio de nuestras facultades intelectuales, racionales o instrumentales, y que cuando se habla de “conocer” estamos refiriéndonos a una relación con la realidad construida a partir de la experiencia, la sensación y el sentimiento. Como señala el filósofo mexicano Luis Villoro, “para conocer algo es preciso tener o haber tenido una experiencia personal y directa, haber estado en contacto, estar «familiarizado» con 3 ello. […] Saber, en cambio, no implica tener una experiencia directa”. Desde esta perspectiva, parece evidente que podemos saber (intelectualmente) sin conocer (experiencialmente), mientras que por el contrario no acabo de ver cómo sería posible un conocimiento sensible que no nos empuje hacia alguna forma de sabiduría, hacia alguna forma de sistematización, de objetivación, de fundamentación argumentada. Por supuesto, son muchas las realidades y las cosas a las que podemos aproximarnos exclusivamente desde la perspectiva del saber racional y racionalizador: no necesitamos nada más para estudiar los agujeros negros, los procesos químicos, la transmisión de las enfermedades infecciosas, la reconstrucción paleoantropológica de nuestra historia evolutiva o la búsqueda de trazas de agua en Marte. Incluso cuando nos aproximamos, con el objetivo de hacer ciencia, a otros fenómenos y realidades más “calientes”, como la desigualdad social, los movimientos migratorios, el fracaso escolar, la desafección política o la violencia de género, resulta imprescindible una mirada analítica, objetiva, que “enfríe” nuestros sentimientos y experiencias más personales. En este punto, sin entrar en debates epistemológicos por otro lado muy interesantes, yo sostengo la validez metodológica de la distinción popperiana entre “contexto de descubrimiento” (cómo y porqué se eligen unos determinados problemas y se plantean unas determinadas hipótesis de investigación) y “contexto de justificación” (cómo se 4 investigan y se prueban esas hipótesis). Pero cuando hablamos de conocimiento aplicado, de conocimiento para la vida, cuando hablamos de educarnos en valores, actitudes y aptitudes prosociales, en competencias cívicas, en recursos morales… entonces el simple saber, el aprendizaje intelectual, se muestra radicalmente insuficiente. 3.- No me lo cuentes: ¿lo hacemos? La ciudadanía es una cosa muy seria, pero sólo funciona si se apoya en una vivencia banal, cotidiana, naturalizada en su práctica. O, por decirlo con un lenguaje más académico: si se 5 apoya en unos determinados “hábitos del corazón”. Los seres humanos somos animales de costumbres. Lo decimos muchas veces, sin pensarlo, es una frase hecha, pero es una gran verdad. La habitación es la condición para que pueda producirse la institucionalización de una práctica, un comportamiento o una visión del mundo. 2 DRAE: Saber: “1. Conocer algo, o tener noticia o conocimiento de ello. 2. Ser docto en algo. 3. Tener habilidad para algo, o estar instruido y diestro en un arte o facultad. 4. Estar informado de la existencia, paradero o estado de alguien o de algo”. Conocer: “1. Averiguar por el ejercicio de las facultades intelectuales la naturaleza, cualidades y relaciones de las cosas. 5. Experimentar, sentir”. 3 Luis Villoro, Creer, saber, conocer. Siglo XXI, México 1996, pp. 198-199. 4 Karl Popper, La lógica de la investigación científica. Tecnos, Madrid 1977, pp. 30-31. 5 Robert Bellah et al., Hábitos del corazón. Alianza Editorial, Madrid 1989. Fundació Pere Tarrés | Carolines, 10 | 08012 Barcelona | Tel. 93 410 16 02 | [email protected] “A mí no me sale tirar papeles al suelo”. El día que escuché a mi hija esta expresión mi alegría fue inmensa. Había integrado un comportamiento cívico, lo había hecho suyo. ¿Cómo se construyen esos hábitos del corazón? En uno de los libros más interesantes que he leído últimamente, el joven filósofo alemán Richard D. Precht escribe: “Las personas que se implican a nivel ciudadano lo hacen a menudo por casualidad o por amistad y no por 6 consideraciones de principio o por una máxima moral”. La historia nos enseña que no hay posibilidad alguna de animar "por decreto" propuestas emancipatorias. Estas propuestas, estas formas emancipadas de vida, sólo tienen sentido en la medida en que surgen de las posibilidades que la misma realidad ofrece. Pero en demasiadas ocasiones, las propuestas emancipatorias que surgen "de abajo" carecen de credibilidad. Se trata de propuestas que reducen la concienciación a la creación de mala conciencia, la formación a la información, o que proponen modelos de vida y alternativas sociales difícilmente asumibles. Por ello, es preciso mostrar en la práctica que desde ahora mismo es posible, para la mayoría de las personas, empezar a vivir de otra manera. Zonas liberadas en las que sea realmente posible hacer que florezca lo inédito viable de la realidad, pues esta es la única manera creíble de mostrar en la práctica que nuestras propuestas de transformación son posibles. Como decía Manuel Sacristán, "no se puede seguir hablando contra la contaminación y contaminando intensamente". Esto es lo que defiende Jorge Riechmann cuando, en el marco de sus "33 observaciones sobre supervivencia, emancipación, movimientos sociales y política verde-alternativa", afirma que "No necesitamos vanguardias omniscientes; pero en cambio son inexcusables las minorías ejemplares", afirmación que considera como la tesis más científica de todas las que presenta al estar respaldada por sólidos resultados de la psicología social experimental. Los "buenos ejemplos", las actitudes y conductas "testimoniales", rompen con la presión social al conformismo, rompen las unanimidades, estimulan actitudes y conductas deseables. ¿Y dónde se aprenden estos hábitos del corazón? También en la escuela, claro, pero sobre todo en casa, en el templo, en las asociaciones y, muy especialmente, en la calle, esencial escuela de ciudadanía. “Por muy modestos, casuales y dispersos que parezcan, los contactos en las aceras constituyen, sin embargo, la base dinámica sobre la cual puede sostenerse una vida pública sana en una ciudad”. Esto escribía en 1961 la activista urbana Jane Jacobs. Son estas interacciones cotidianas las que posibilitan el surgimiento de un sentido de la responsabilidad pública comprometida con la comunidad nacido de una educación cívica práctica, aprendida en la vivencia cotidiana de la interacción en las calles: En la vida real, los niños sólo pueden aprender (si es que lo aprenden) los principios fundamentales de la vida en común en una ciudad si tienen a su disposición un mínimo de adultos circulando fortuitamente por las aceras de una calle. El principio más elemental es, sin duda, el siguiente: todo el mundo ha de aceptar un canon de responsabilidad pública mínima y recíproca, aún en el caso de que nada en principio les una o relacione. Esta lección no se aprende con sólo decirla. Se aprende únicamente de la experiencia, al comprobar que otras personas, con las cuales no nos une un particular vínculo, amistad o responsabilidad formal, 7 aceptan y practican para con uno mismo un mínimo de responsabilidad pública. Hoy llamaríamos a todo esto capital social, pero estamos hablando de lo mismo: de esa materia que mantiene unidas aquellas instituciones fundamentales que configuran una sociedad. 6 Richard David Precht , El arte de no ser egoísta Una reflexión sobre la moral y los obstáculos para practicarla. Siruela, Madrid 2014, p. 332. 7 Jane Jacobs, Vida y muerte de las grandes ciudades. Península, Barcelona 1967, p. 89. Fundació Pere Tarrés | Carolines, 10 | 08012 Barcelona | Tel. 93 410 16 02 | [email protected] En 1970, Richard Sennett advierte que “cuando las futuras generaciones de historiadores escriban la crónica de esta época, puede muy bien que noten que su rasgo más marcado fue la gradual simplificación de las interacciones y forums sociales para el intercambio 8 social”. Recordemos cuando el mismo Sennett, tres décadas más tarde, en su imprescindible obra La corrosión del carácter, recoge la expresión de preocupación de un exitoso profesional que, sin embargo, muestra su preocupación por el hecho de que su forma de vivir, desarraigada y móvil, siempre detrás de las exigencias y oportunidades relacionadas con su carrera profesional, pueda acabar pasándole factura en la educación de sus hijos: “No puede usted imaginarse lo estúpido que me siento cuando les hablo a mis hijos de compromiso. Para ellos 9 es una virtud abstracta; no la ven en ninguna parte". Se ha roto la sinergia que históricamente existía entre las grandes instituciones socializadoras: familia, escuela, iglesias, medios de comunicación, trabajo y (en una medida distinta, pues siempre ha tenido un componente transgresor) grupo de amistad. Hasta hace unos años todas esas instituciones se apoyaban mutuamente en lo fundamental: hoy cada una funciona movida por lógicas distintas y hasta contradictorias. En el caso de la escuela, esta se está convirtiendo, sin desearlo, en una especie de “campamento” o “parque temático” de la transmisión de unos valores cuyo brillo social es inversamente proporcional a la distancia que nos aleja del recinto escolar. Es en este escenario donde los profesionales de la enseñanza perciben “brechas” preocupantes entre los valores “en” la escuela y los valores “más allá” de la escuela, produciéndose un efecto paradójico: en la práctica, la escuela transmite “contravalores”, ya que lo que enseña se está viendo continuamente contrastado y contestado socialmente. Así lo expresaba una directora de un instituto de secundaria en la investigación a la que me he referido al comienzo: “Yo muchas veces lo pienso, yo creo que muchas veces nos tienen que ver como hippies, pero en el sentido peyorativo del término, una cuadrilla de iluminados, que van de no sé qué, y, entonces, claro, esto es lo incómodo (…), porque que me miren con ese aire, no de crítica, sino displicente, mírala que ingenua, todavía cree, me molesta muchísimo (…) y eso socialmente es 10 así”. 4.- El “exterior” no deja de hacerse presente en la escuela; la escuela, inconsciente de ese “exterior”, se convierte en un mero aparato reproductor. Pero las paradojas no dejan de enredarse y acumularse. Y así, una escuela sola, en lugar de esforzarse por reconstruir complicidades y lazos con el exterior, sucumbe a la tentación del aislamiento y acaba cerrándose sobre sí misma. Lo describe magistralmente Daniel Pennac: Hasta donde puedo recordar, cuando los profesores jóvenes se sienten desalentados por una clase, se quejan de no haber sido formados para ello. El «ello» de hoy, perfectamente real, abarca campos tan variados como la mala educación de los niños por la agonizante familia, los daños culturales vinculados al paro y a la exclusión, la subsiguiente pérdida de los valores cívicos, la violencia en algunos centros, las disparidades lingüísticas, el regreso de lo religioso, y también la televisión, los juegos electrónicos, en resumen, todo lo que alimenta, más o 11 menos, el diagnóstico social que nos sirven cada mañana los primeros boletines informativos. 8 Richard Sennett. Vida urbana e identidad personal. Península, Barcelona 2001. 9 Richard Sennett, La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo. Anagrama, Barcelona 2000, pp. 24. 10 Usategui y Del Valle, op. cit. 11 Daniel Pennac, Mal de escuela. Random House Mondadori, Barcelona 2008, p. 224. Fundació Pere Tarrés | Carolines, 10 | 08012 Barcelona | Tel. 93 410 16 02 | [email protected] Como señala Pennac, esta queja articula o expresa en muchas ocasiones demandas justificadas de más y mejor formación, o de apoyos expertos que ayuden a las y los docentes a gobernar mejor el proceso educativo en unas aulas cada vez más complejas. El problema se agrava cuando esta queja se convierte en un “No estamos aquí para eso”, que el autor francés concreta en estos términos: “Nosotros, los profesores, no estamos aquí para resolver dentro de la escuela los problemas sociales que impiden la transmisión del saber; no es nuestro oficio”. Por supuesto, comprendo esta reacción: a lo largo de los cuatro años que dura la formación en el grado de Sociología, grado en el que imparto docencia en los tres primeros cursos, de la mano de mis alumnas y alumnos se han colado en mi aula –que yo sepa- dos divorcios, un embarazo no deseado, varias rupturas sentimentales, un cáncer, una pérdida de empleo, inseguridades varias, becas denegadas, el agravamiento de una enfermedad neurodegenerativa, diversos conflictos con otras docentes, problemas económicos, una incorporación a responsabilidades políticas, dudas vocacionales, miedos ante el futuro… Sinceramente, yo también creo que no estoy aquí para eso. Pero estoy aquí, y ocurre que “eso” no puede quedarse fuera del aula. Vuelvo a citar a Pennac: “Nuestros «malos alumnos» (de los que se dice que no tienen porvenir) nunca van solos a la escuela. Lo que entra en clase es una cebolla: unas capas de pesadumbre, de miedo, de inquietud, de rencor, de cólera, de deseos insatisfechos, de furiosas renuncias acumuladas sobre un fondo de vergonzoso pasado, de presente amenazador, de futuro condenado. Miradlos, aquí llegan, con el cuerpo a medio hacer y su familia a cuestas en la mochila. En realidad, la clase solo puede empezar cuando dejan el fardo en el suelo y la cebolla ha sido pelada. […] Naturalmente el beneficio será provisional, la cebolla se recompondrá a la salida y sin duda mañana habrá que empezar de nuevo. Pero enseñar es eso: volver a empezar hasta nuestra necesaria desaparición como profesor. Si fracasamos en instalar a nuestros alumnos en el presente de indicativo de nuestra clase, si nuestro saber y el gusto de llevarlo a la práctica no arraigan en esos chicos y chicas, en el sentido botánico del término, su existencia 12 se tambaleará sobre los cimientos de una carencia indefinida”. Durante los años Setenta hemos asistido al final de la que Dubet y Martuccelli llaman la escuela republicana, y a una de sus características en mi opinión más contradictoriamente necesarias en el momento actual: “el corte entre el mundo escolar y el mundo social”, y que se expresa mediante la diferenciación establecida entre el alumno y el niño: “La escuela se dirige solamente a los alumnos, o sea, a la parte de la razón de la cual todo el mundo dispone. Desconfía de todo lo que es «privado», afectivo o utilitario: la familia, la economía, la religión, el 13 cuerpo...”. 12 Pennac, o.c., p. 58. 13 Dubet, F. y Martuccelli, D., ¿En qué sociedad vivimos?. Losada, Buenos Aires, 2000, pp. 203-204. Hablo de contradicción porque, ciertamente, la escuela republicana está llena de patios interiores y de pasillos oscuros: su elitismo segregador (“la escuela básica es la escuela del pueblo y el liceo es la escuela de la burguesía”); su falsa neutralidad, trasmitiendo la cultura social dominante; su homogeneismo reactivo a cualquier atisbo de diversidad... Sin embargo, es precisamente ese corte, esa discontinuidad, la que permite constituir y afirmar la escuela como un espacio público, con todo lo que este adjetivo connota. García Montero destaca este hecho en un hermoso ensayo titulado Perder la educación. Observaciones sobre una ética para ciudadanos: “El camino que conduce de la casa a la escuela es también la distancia obligada entre un espacio privado y un espacio público dispuesto a hacerse respetar. Ninguna educación para los ciudadanos resulta tan eficaz como ese camino que hay que recorrer entre la casa de cada alumno y la escuela, el camino que permite alejarnos un poco de nuestra identidad particular, llegando a la pizarra de todos, a la escuela única” (. Y continua, citando un artículo de Rafael Sánchez Ferlosio: “El muchacho que empieza a ir al colegio tendría que compenetrarse plenamente con la idea de que el ir desde su casa hasta el colegio es verdaderamente una salida al exterior, un camino que apareja cruzar una frontera, para pasar a un territorio, no ciertamente enemigo, pero en el que tiene que saber sentirse a solas en lo que se refiere a la vida familiar, lo que a la vez implica comprender cabalmente que este nuevo conjunto de personas al que se incorpora no es, de ningún modo, propio y personal, sino indistintamente común y colectivo (Luis García Montero, Inquietudes Fundació Pere Tarrés | Carolines, 10 | 08012 Barcelona | Tel. 93 410 16 02 | [email protected] “Lo que entra en clase es una cebolla”. Pero, ¿quién asume la responsabilidad – una responsabilidad que nos hará llorar- de ir pelando esa cebolla? 5.- Lo informal debe ser educado ya que, abandonado a sus propias lógicas, acaba por reducir lo formal a mero “formalismo”. Por supuesto, la escuela aislada y cerrada sobre sí misma a la que he hecho referencia hasta ahora no es la única escuela realmente existente, ni siquiera la más común, aunque sí sea una posibilidad también real y, muchas veces, desgraciadamente realizada. Ahí están, es cierto, todas esas y esos docentes que asumen cada día, como Pennac, la responsabilidad de educar al “alumno-cebolla”; ahí están también todos esos centros educativos vinculados de distintas maneras a la constitución de auténticas comunidades de aprendizaje; como están también tantas intuiciones, descubrimientos y prácticas inicialmente propios de la educación no formal que se han ido incorporando al espacio de la educación formal, como son la idea de la 14 educación permanente o la de materias y competencias transversales. Pero, con ser importante, considero que todo esto es insuficiente. Me parece que en el alma de la educación no formal encontramos una intuición esencial: que no sólo es necesario educar también en los afueras de la escuela, sino que también lo es educar esos mismos afueras. Y esto no es algo que se consiga sólo con una mejor conexión entre la educación no formal y la educación formal. Intentaré explicarme a partir del espacio del tiempo libre. En una de sus magistrales viñetas escribía El Roto: “El tiempo libre es una cadena más”. Por su parte, en su desasosegante reflexión sobre la vocación del capitalismo de colonizar todo el tiempo de los individuos, incluido el tiempo del sueño, Jonathan Crary, profesor de Historia de Arte Moderno en la Universidad de Columbia de Nueva York, advierte de que “la mercantilización implacable de esferas de la actividad social antes autónomas avanza 15 implacable sin control alguno”. Hoy en día, cuando la mayoría de las necesidades más básicas de los seres humanos, desde el hambre, la sed o la sexualidad, hasta la amistad, han sido mercantilizadas o financiarizadas, no hay proyecto educativo que no se vea confrontado con la necesidad de preguntarse, no sólo cómo educar, sino para qué hacerlo: desde qué concepción de la vida buena, desde qué modelo de sociedad. Educar en el tiempo libre significa, o puede significar, quedarse en la perspectiva del “saber”. Educar el tiempo libre es, sobre todo, transformar las preferencias a través de prácticas de 16 deliberación dirigidas explícitamente a lograr esa transformación. Deliberar para liberar de. Liberar el tiempo libre para no perder la libertad sin darnos cuenta. bárbaras. Anagrama, Barcelona 2008, pp. 64-65). Esa distancia se ha reducido cada vez más. En relación a la escuela, sin duda. Hoy cada alumno lleva su casa a la escuela. Tanto que cada vez más nos encontramos en la escuela a esos padres que acuden “con la impertinencia del consumidor” a preguntar por su hijo, y no por el alumno que es su hijo. 14 “El docente debe ser capaz de detectar, acompañar, estimular y orientar el aprendizaje difuso (ubicuo, permanente, entre pares, descentrado, desinstitucionalizado, pero también desarticulado y errático) que hacen posible los nuevos medios, redes y tecnologías, cuando la educación informal y la no formal se expanden más rápidamente que la formal. No hace falta ni es posible que vaya tecnológicamente más lejos que sus alumnos, pero sí que sepa cómo y a dónde pueden llegar éstos, así como que él mismo sea, como profesional, un aprendiz activo; y que sea capaz de trabajar en colaboración con la comunidad entorno, las comunidades de interés de los alumnos y su propia comunidad de práctica”. http://les3coses.debats.cat/es/expert/mariano-fernandez-enguita 15 Jonathan Crary, 24/7. El capitalismo al asalto del sueño. Ariel, Barcelona 2015. 16 José María Rosales, José Rubio Carracedo, Manuel Toscano, Democracia, ciudadanía y educación. Akal, Madrid 2009, p. 357. Fundació Pere Tarrés | Carolines, 10 | 08012 Barcelona | Tel. 93 410 16 02 | [email protected] Y también liberar (desmercantilizar) los tiempos ocupados, los espacios ocupados, los deseos ocupados, las necesidades ocupadas. Para convertir el tiempo libre, o una parte de él, en el tiempo de lo común. 6.- “Paideía” y “banausía”: seguimos aprendiendo muchas cosas de la Grecia clásica. Martha Nussbaum advierte en una de sus últimas obras del riesgo de que, en un futuro no muy lejano, las sociedades económicamente más desarrolladas tengan que enfrentarse a una “crisis mundial en materia de educación”. La filósofa norteamericana describe así la situación: Se están produciendo cambios drásticos en aquello que las sociedades democráticas enseñan a sus jóvenes, pero se trata de cambios que aún no se sometieron a un análisis profundo. Sedientos de dinero, los estados nacionales y sus sistemas de educación están descartando sin advertirlo ciertas aptitudes que son necesarias para mantener viva la democracia. Si esta tendencia se prolonga, las naciones de todo el mundo en breve producirán generaciones enteras de máquinas utilitarias, en lugar de ciudadanos cabales con la capacidad de pensar por sí mismos, poseer una mirada crítica sobre las tradiciones y comprender la importancia de los logros y los sufrimientos ajenos. El futuro de la democracia a escala mundial pende de un 17 hilo. Al releer este párrafo, en el marco de la reflexión para este III Congreso, he recordado la distinción que hacían los antiguos griegos entre la formación en las artes y oficios de la vida comercial (banausikos, lo propio del banausos, del artesano), y la educación propiamente dicha, entendida como “el proceso por el que se alentaba y permitía a los jóvenes esforzarse en perfeccionar su carácter y desarrollar sus virtudes morales, así como prepararlos para 18 realizar «un noble uso del ocio», en palabras de Aristóteles”. La banausía utilitarista frente a la paideía experiencial y autotélica; el saber frente al conocer; una formación para el pueblo y una educación para las élites. Hoy vivimos un doble riesgo de “banausicación” de la educación: utilitarista, instrumental, limitada (¿dónde queda la educación de las emociones o la sensibilidad, la educación proporcionada por la literatura o el cine, los museos o los viajes, por la participación social...?), como norma general, distinguiendo, eso sí, entre unas utilidades de alto valor añadido y otras de bajo valor, incorporando así un corte de clase. Y añadiendo otro corte más al disponer la dimensión “paideíca” de la educación sólo para quienes puedan (y quieran) pagársela. Deberíamos combatir la generalización de un tiempo libre reducido al “disfrute”, a “desconectar”, a “recuperarse” del tiempo de trabajo cada vez más precarizado e insatisfactorio, un tiempo libre dedicado exclusivamente a la reproducción física de una fuerza de trabajo, un tiempo libre subordinado, heterónomo, individualizado y, en última instancia, socialmente estéril. Por eso, dotar de “nobleza”, de calidad, de paideía al tiempo libre de todas y de todos, también y sobre todo de aquellas personas que queriendo no pueden (porque no tienen los necesarios recursos económicos o culturales para hacerlo) salirse del tiempo libre mercantilizado y banalizado, es una tarea esencial si no queremos acabar teniendo que escoger “entre una forma de educación que promueve la rentabilidad y una forma de educación que promueve el 19 civismo”. 17 Martha C. Nussbaum, Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades. Katz, Buenos Aires 2010, p. 20. 18 Anthony C. Grayling, El poder de las ideas. Ariel, Barcelona 2015, p. 147. 19 Nussbaum, o.c., p. 30. Fundació Pere Tarrés | Carolines, 10 | 08012 Barcelona | Tel. 93 410 16 02 | [email protected]