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I
Vladimir Sergéevich Tsvetkóv apuntó con el rifl a aquel intrépido coronel
de la Wehrmacht situado frente a él y una vez que lo tuvo en el punto de mira,
sin precipitarse, meticulosamente, con la seguridad de que no iba a fallar, dejó
que su dedo se deslizara con suavidad por el gatillo y presionando con un
ligero ademán disparó el arma.
Lo había hecho con un fusil semiautomático alemán, el Gewehr 43, de
calibre 7,92 mm, de una longitud de 1,117 metros y de 54,9 cm de cañón, un
arma de 4,4 kilos de peso que disponía de una velocidad inicial de disparo de
776 m/seg. Estaba copiado del fusil ruso Tokarev 40, un arma excepcional,
que en ese momento Vladimir había debido sustituir porque con la suya, en el
último disparo que había realizado, había comprobado que la mira telescópica
estaba mal montada.
Y aunque hubiera podido disparar, sin embargo, había sentido una cierta
tranquilidad al disponer en esos momentos de ese fusil que se lo había arrebatado al último sniper1 alemán que había caído en sus manos, el mismo que tras
su disparo le había permitido advertir que la mira no apuntaba del todo bien,
porque sabía que ese ingenio que era casi de una perfección absoluta no le iba
a defraudar con aquel coronel de la Wehrmacht, que era un elemento importante en el organigrama del servicio de comunicaciones del ejército invasor,
y que solo excepcionalmente en los últimos tiempos se le había puesto a tiro.
Y a pesar de que con anterioridad había dispuesto de tiempo suficiente
para montar la mira telescópica sobre su rifl e incluso había podido calcular
las correcciones que debía hacerle según el alcance efectivo del arma, no obstante, habiéndolo hecho primero con el rodillo de corrección que lo levantaba
o bajaba y luego con el de las correcciones laterales, las precipitaciones del
momento le habían aconsejado tirar a ese nuevo blanco con el arma alemana,
en lugar de hacerlo con la suya hasta no haberla verifi
con anterioridad.
Después de hacer las oportunas comprobaciones, el fusil y, por supuesto,
también él mismo estaban listos para iniciar la caza del enemigo. Cuando
1 Francotirador.
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el general Vasili Chuikov asumió la defensa de Stalingrado no solo prohibió a la población civil abandonar la ciudad, sino que organizó una muy
efi guerra de guerrillas, poniendo en marcha además la denominada
táctica de proximidad, que atacaba las posiciones alemanas desde emplazamientos muy cercanos para que de este modo se consiguiese que la
Luftwaffe no bombardease a los soldados soviéticos por temor a que sus
aviones pudieran matar a sus propias tropas, porque no había que olvidar
que estas últimas eran muy superiores a las soviéticas cuando combinaban la ofensiva aérea y la terrestre. Y para conseguir sus objetivos tuvo
la idea de poner a disposición de esta estrategia a cuantos francotiradores
estuviesen disponibles, para lo cual, por supuesto, el alto mando había
decidido que uno de ellos debía de ser él.
La bala entró por el cráneo de aquel ofi destrozándolo sorpresivamente en pedazos, lo que inmediatamente hizo que su cuerpo se derrumbara desplomado hacia delante, cayendo precisamente sobre los brazos
de un capitán que estaba situado frente a él, el cual de inmediato se soltó
de ese cuerpo inerte y se puso a resguardo de cualquier otro disparo.
Con esa arma, que disponía de un cargador tipo petaca de diez cartuchos, y en contra de lo previsto, Vladimir se animó a realizar un segundo
intento, lo que no era nada aconsejable, y en esta ocasión el disparo hizo
caer a un soldado sin rango que por pura fatalidad en aquel momento se
había cruzado en el camino hacia donde iba orientada la bala.
Con aquel Gewehr 43 de fabricación alemana, en un abrir y cerrar
de ojos había terminado con la vida de un par de soldados precisamente
alemanes, de los que ni siquiera conocía su nombre, pero que para él solo
era sufi entender que estaban en suelo ruso devastando su patria
y matando a millares de compatriotas. Él, un francotirador que llevaba
tres semanas en Stalingrado, ahora una ciudad en ruinas, no dejaba de
ser un joven de apenas diecinueve años con toda la vida por delante, que
había debido incorporarse al Ejército Rojo tras la invasión de las tropas
alemanas a la Unión Soviética. Una irrupción muy desafortunada, por
cierto, que había coincidido cuando en su vida acababa de hacer acto de
presencia Irina, Ira, Vorobiov, una muchacha a la que acababa de conocer
en la sala de entrenamiento del campo de tiro. Había que admitir que él le
había gustado a ella casi tanto como ella le había gustado a él, por lo que
podía abrigar la esperanza de iniciar una amistad que pudiera terminar
en un sorprendente noviazgo, el primero que, de ser así, habría tenido en
su vida.
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Había llegado precipitadamente el 20 de septiembre de 1942 con la 284ª
División de Fusileros Siberianos al mando del general Batiuk, encuadrado en
la misma en la que ese siberiano de cara ancha llamado Vasili Zaitzev se iba
a convertir en el más famoso francotirador soviético de todos los tiempos. E
irrumpía haciéndolo con la misión de abatir a oficiales enemigos de alta graduación que se situaran frente al punto de mira de su fusil, después de que a
las 3,15 horas de ese aciago domingo 22 de junio de 1941, en un gigantesco
frente de 1.600 kilómetros abierto desde el mar Báltico hasta el Negro, la
Wehrmacht se adentrara sin previa declaración de guerra en territorio soviético con una maquinaria bélica de 3,5 millones de soldados alemanes y un
millón de hombres procedentes de países aliados y satélites, aglutinados en
torno a 225 divisiones, 4.400 tanques y 4.000 aviones.
Después de aquel segundo disparo tuvo tiempo de beber un sorbito del
vodka que tenía guardado en la petaca para templar los nervios, pensando
que esta costumbre ya nunca más la iba a volver a repetir porque en cualquier
momento los alemanes iban a terminar dándole caza. Volvió a mirar hacia el
lugar donde había disparado y al advertir que la actividad que se había dispensado después de que esos dos hombres hubiesen caído abatidos no estaba
orientada hacia donde él se encontraba, comenzó a moverse con precaución
para salir de su escondrijo y largarse lo antes posible de ese lugar. Había
aprendido de Vasili Zaitzev el arte del camufl de la cautela, de la prudencia, del sigilo, de la perseverancia y de la paciencia. Y había aprendido a tirar
con suma precisión porque sabía que en ello le iba la vida, sobre todo en una
ciudad que por la acción de la guerra se había quedado en estado de ruina,
y lo había hecho por comentarios de uno de esos treinta hombres a los que
había adiestrado este genio que había elevado a la categoría de arte trabajar
únicamente con un fusil con mira telescópica en las manos y el cerebro.
Vladimir Sergéevich Tsvetkóv, hijo de Sergey, conocido por su diminutivo Seriozha, antiguo propietario rural y por entonces empleado en una pequeña fábrica de acero, y de Larisa, llamada por todos Lara, era el tercero
de seis hermanos: Nikolay, el mayor, es decir, Kolia, casado con Alina, buen
jugador de ajedrez y profesor de física en un instituto de Moscú; Tatiana, la
segunda, llamada Tanya, casada con Igor, funcionario del Estado en Kiev y
ella ama de casa; él, Vladimir, conocido en su familia por Vova y en la escuela por Volodia, estudiante de ingeniería mecánica y modesto campeón de
tiro con carabina; María, Masha para su familia, estudiante de dieciséis años
recién cumplidos; Ekaterina, Katia, también estudiante, y el pequeño Alexey,
Liosha, mimado por todos, de tan solo diez años.
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Nacido en Moscú en 1923, tenía la esperanza de poderse alzar ese mismo
año con el título para jóvenes promesas del campo de tiro, cuando repentinamente fue sorprendido por la voraz invasión de un país que se presuponía
amigo, tomando al propio ejército soviético desprevenido. Acababa de conocer a Irina, Ira, Vorobiov, otra promesa como él del equipo juvenil, una
muchacha que desde el primer momento que la había visto deseó abordarla y
decirle Ty mne nravishsya!2. Ty ochen krasivaya3, por lo que para ello durante
un par de noches se sorprendió a sí mismo practicando febrilmente delante
del espejo por si surgía la ocasión de decirle además Ya tebya lyublyu!4. Sí,
porque aquello era claramente lo que en los libros de texto más elementales
se conocía por amor a primera vista.
Vladimir se alejó arrastrándose con lentitud entre las ruinas de Stalingrado
hasta que llegó al refugio, donde todavía no le estaba esperando Irina, Ira, llegada casualmente desde Moscú para reforzar también la estrategia del general
Chuikov. Por supuesto, fue una verdadera sorpresa para él, pero también un
encuentro que, si bien por un lado le resultó muy grato, por otro no le ocasionó una verdadera satisfacción por el riesgo que esa misión comportaba.
Sentándose en el suelo con el fusil cubierto por una funda blanca sobre
sus piernas esperó en silencio. Había pensado en Ira en repetidas ocasiones,
pero nunca lo había hecho de ese modo. La situación en Stalingrado era muy
complicada y no resultaba difícil caer muerto en cualquier momento por esos
perros nazis. No cabía la menor duda de que temía por la vida de Ira, aunque
fuera una mujer que supiera cuidarse muy bien sola. Sin embargo, aún así, no
dejaba de tener solo dieciocho años y de sentir que se encontraba perdida en
ese desierto de ruinas y destrucción donde había poca comida, el agua escaseaba y la desolación para aquellos que, como ambos, acababan de iniciar a
andar por la vida resultaba un panorama aterrador.
Trató de mantenerse despierto hasta que ella llegara. Quería decirle Pri5
vet . Kak dela?6, pero fi
el sueño le venció justo en el momento en
que Ira se adentraba en su escondrijo. Entonces, al ver que la barbilla de Vova
le cedía sobre el pecho, no dijo nada. Se sentó a su lado y recostando la cabeza
sobre su hombro se durmió junto a él.
2
3
4
5
6
Me gustas.
Eres muy guapa.
¡Te quiero!
Hola.
¿Qué tal?
- 16 -
II
—Privet!7. Dobroye utro!8 -dijo Irina nada más ver que Vladimir abría
los ojos. Éste sonrió y antes de que se pudiera levantar, ella se acercó y lo
besó.
—Skolko vremeni?9—preguntó entonces él.
-Todavía es temprano -le contestó ella. Entonces le acercó una taza
metálica con café, que en realidad no era otra cosa más que aguachirle,
aunque éste fue un detalle que a él no le importó demasiado, quizá porque
en aquellas circunstancias no había nada más que lo que ella le estaba ofreciendo en esos momentos. Luego le dio un trozo de galleta algo rancia y él
le dijo-: Spasibo!10 Ya hochu est11.
Aquella mañana ambos debían salir a la caza del hombre. Irina tenía
en mente un capitán de la Wehrmacht al que había visto pegar con total
despreocupación un tiro en la cabeza a un soldado ruso al que los alemanes
habían hecho prisionero la noche anterior, y a ese tipo había decidido que
lo debía eliminar. Por su parte, Volodia tenía pensado acercarse hasta la
calle Bukhantseva, a un lugar próximo a la calle Novouzenskaya, donde tenía su pequeño puesto de mando un general de división de la Fall Blau12,
apostado ahí con toda su plana mayor.
Como de costumbre, el trabajo de ambos era mucho más arriesgado
de lo que a simple vista parecía. Había que vivirlo. No era solo contarlo
e imaginarlo. La barrera que separaba la vida de la muerte en una situación como ésa era muy frágil. Tomó el fusil, lo sacó de la funda donde lo
guardaba y lo limpió con un trapo, como si le estuviese sacando brillo.
Luego observó por la mira telescópica y, finalmente, con un asentimiento
7 ¡Hola!
8 ¡Buenos días!
9 ¿Qué hora es?
10 Gracias.
11 Tengo hambre.
12 Operación Azul fue el nombre dado a la ofensiva alemana perpetrada en 1942 por el
Grupo de Ejércitos del Sur para arrebatar los pozos petrolíferos del Cáucaso a la Unión
Soviética.
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de cabeza quedó satisfecho. Mientras tanto, Irina preparó las provisiones,
es decir, un poco de agua y algo de comida medio podrida, así como un
par de cajas de cartuchos, y todo lo que consiguió reunir lo repartió entre
ambos. La cosa no daba para mucho más, pero era suficiente para ir tirando.
Y quizá lo era porque ella sentía que estando con Vladimir era todo lo que
podía esperar y, por supuesto, mucho más de lo que al principio de toda
esta aventura hubiera deseado. Cuando en Moscú reclamaron sus servicios
y se le ordenó que se incorporase en Stalingrado a una misión tan singular
como la de francotiradora de elite, el mundo se le vino encima, sintiendo
un terrible deseo de llorar. Su vida hasta entonces había sido un calvario y
las circunstancias que se le avecinaban no parecían que pudieran cambiar
demasiado las cosas. Ella era hija de Svetlana, Sveta, una mujer que se había hecho menchevique después de que su padre fuera confundido por un
militante socialista durante la reacción stolypiniana y por ello se le aplicase
la pena de muerte, siendo una de esas 1.102 personas que fueron ajusticiadas durante el mandato de Piotr Arkádievich Stolypin13, cuando en realidad
era un pequeño terrateniente que vivía de sus rentas medianamente bien. En
su lucha contra el estado zarista, como menchevique, es decir, la minoría,
la facción moderada del movimiento revolucionario ruso que emergió en
1903 tras la disputa entre Vladimir Lenin y Julius Martov, Sveta apoyó
al Ejército Rojo contra los rusos blancos durante la guerra civil, conociendo de este modo al padre de Irina, paradójicamente un oficial del Ejército
Blanco, una fuerza contrarrevolucionaria pro-zarista que tras la Revolución
de Octubre había luchado por el retorno de la dinastía Romanov. Un hombre
que en 1921, cuando éstos perdieron la guerra, tuvo que refugiarse, y lo hizo
en la casa de campo de Sveta, donde estuvo recluido al menos durante un
par de años, y a la que dejó embarazada poco antes de emigrar de la Unión
Soviética de forma clandestina y sin advertírselo a nadie. Había tomado repentinamente esta decisión cuando supo que Antón Ivánovich Denikin, uno
de los principales líderes del contrarrevolucionario Movimiento Blanco
durante la Guerra Civil, se había exiliado en Francia.
Cuando estuvo todo dispuesto ambos salieron de su escondrijo; prime13 Primer ministro del zar Nicolás II de Rusia entre 1906 y 1911, un hombre opuesto a cualquier reforma política que pusiera en peligro la autocracia zarista. Se ganó
la enemistad de la mayoría de las organizaciones políticas rusas, por lo que el 14 de
septiembre de 1911 fue asesinado de un disparo por el radical Dmitri Bogrov, antiguo
policía, cuando asistía a una representación en la ópera de Kiev en presencia del Zar y
de su familia.
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ro Vladimir, que se encargó de escrutar el terreno, y a continuación Irina.
Comenzaron a avanzar a través de las ruinas, pero llegaron a un punto en que
debieron separarse.
-Esta noche nos encontraremos en el refugio del Volga. Yo espero estar
ahí antes de que anochezca -anunció Vova. Porque no había que ser demasiado confi había que cambiar con cierta frecuencia de cobijo, y los muelles,
al estar en manos soviéticas por el momento, eran seguros.
—Poká14 -dijo él.
—Do svidaniya15 —contestó ella.
—Dorogaya16, ya tebya lyublyu17.
-Yo también.
Vladimir no se movió hasta que Ira se hubo alejado lo sufi como para
pensar que se encontraba a salvo. No resultaba nada fácil andar por entre ese
amasijo de ruinas, que era a lo que se había reducido Stalingrado después de
los intensos combates urbanos que se habían librado en los últimos meses, sin
que por el momento ninguno de los dos bandos se hiciese con el control de los
restos de aquella ciudad. Tenía que llegar necesariamente a la calle Bukhantseva, a ese lugar próximo a la calle Novouzenskaya, donde tenía su pequeño
cuartel aquel general de división de la Fall Blau con toda su plana mayor.
Comenzó a arrastrarse zigzagueando entre las ruinas y a medio camino se
detuvo. Oyó que alguien hablaba, cargó el arma en silencio y esperó. Eran dos
hombres que en ruso discutían sobre las teorías de Karl Ernst Haushofer, uno
de los principales ideólogos del Lebensraum, término alemán que signifi ba espacio vital, que era una expresión que establecía la relación entre espacio
y población y que aseguraba que la existencia de un Estado solo quedaba garantizada cuando dispusiera del sufi espacio para atender las necesidades
de todos sus habitantes.
Vladimir no se movió de donde estaba. Por lo que pudo comprender, uno
de ellos era un judío que había dado clases en la Universidad de Leipzig, de
donde había escapado nada más tomar el poder Adolf Hitler, y con el otro
discutía en torno al Mein Kampf, libro en el que Hitler había declarado que
los alemanes tienen el derecho moral de adquirir territorios ajenos gracias
a los cuales se espera atender al crecimiento de la población, estableciendo
la necesidad de acabar con la desproporción entre la población alemana y la
14
15
16
17
Adiós.
Hasta luego.
Querida.
Te quiero.
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superfi territorial que ocupaba.
-Hitler tuvo claro desde el primer momento que no había que restaurar
las fronteras que correspondían a Alemania con anterioridad a la Primera
Guerra Mundial, sino que se trataba de conquistar nuevas tierras hacia
el este, de modo que éstas asegurasen el sustento de sus habitantes y que
además garantizasen su supervivencia, sin importar el precio que debiesen
pagar los que él consideraba razas inferiores.
Vladimir comprendió la premeditación de los planes de Hitler. Tenía
conocimiento de que la Feldgendarmerie, la policía militar de las fuerzas
armadas alemanas, no había dejado de capturar judíos a pesar de las circunstancias en las que se encontraba la ciudad, y además había hecho prisioneros a aquellos civiles que podían ser aptos para el trabajo, ejecutándose
a unos 3.000 judíos, entre los que se encontraban niños, y siendo enviados a
Alemania en torno a 60.000 para realizar trabajos forzados.
Procuró abandonar esa posición sigilosamente, pero de pronto fue sorprendido por el disparo de un francotirador alemán que había abatido a un
oficial de observación soviético apostado en la azotea de un edificio próximo. Vladimir trató de buscar el lugar desde donde se había realizado el
disparo, y conteniendo la respiración pudo ver que el responsable era un
sargento de mediana edad que tenía en sus manos un Gewehr 43 y estaba a
escasos metros de él agazapado contra la tierra.
No se movió. Stalingrado se había convertido en una ciudad que tras
aquella lucha tan feroz y el bombardeo tan salvaje al que estaba siendo sometida resultaba muy apta para enredarse en una defensa encarnizada calle
por calle cuando no era posible enfrentarse a un ejército en toda regla. Sin
embargo, no había que olvidar que tan bueno era el escondite para él como
para sus enemigos. De modo que, teniendo en cuenta este planteamiento, no
dejó que aquel sargento descubriera su posición.
Una hora después todavía permanecía en ese mismo lugar dejando vislumbrar solo una parte de su casco, mientras que Vladimir, acurrucado en
un rincón, no le perdía de vista. Tomó el arma y apuntó hacia él. Había que
estar preparado para cuando se revolviera en ese hueco que había excavado
en la tierra para no desaprovechar la oportunidad, pero sin perder de vista
cuanto pudiera moverse a su alrededor. Al menos podía pensar que cualquier
ataque del que pudiera ser objeto estaba circunscrito a tipos que actuaban en
las mismas condiciones que él, porque con la estrategia empleada por los
mandos del Ejército Rojo lo que se había conseguido había sido anular los
ataques combinados de infantería y blindados alemanes al resultar inútiles
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en el caos de la lucha urbana que se había desatado en Stalingrado.
Después de casi una hora aquel alemán movió la cabeza hacia un lado.
Vladimir contuvo la respiración. El dedo índice de su mano derecha acariciaba el gatillo a la espera de que el cerebro de Vova le diera la orden
de disparar. Sin apartar la vista de su objetivo vio que aquel hombre se
desplazaba un solo centímetro a la derecha, se despojaba del casco y con
un pañuelo se frotaba la cabeza. De modo que era el momento. Lo tenía
en el punto de mira y para acabar con él solo requería de un único disparo.
Estaba claro. No había que pensarlo una segunda vez.
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