Introducción - Centro de Estudios Cervantinos

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Florisel de Niquea (tercera parte), edición de Javier Martín Lalanda (1999)
INTRODUCCIÓN
Feliciano de Silva entre continuaciones y continuadores
C
UANDO
se publica la Parte tercera de la Corónica del muy excelente príncipe don Florisel de
Niquea, Feliciano de Silva (Ciudad Rodrigo, 1486-1554) ya era el cronista ficticio por
antonomasia de las historias de Amadís de Gaula y sus descendientes, comenzadas antes de
1508 por Garci Rodríguez de Montalvo con Amadís de Gaula, seguida luego por las Sergas de
Esplandián. En 1514 había aparecido en Sevilla la primera contribución de Silva, el Séptimo
libro de Amadís, en el qual se trata de los grandes fechos de armas de Lisuarte de Grecia, fijo de
Esplandián, y de Perión de Gaula (abreviado como Lisuarte de Grecia y Perión de Gaula),
proseguida en 1530 por el Noveno libro de Amadís de Gaula, que es la Crónica del muy valiente y
esforzado príncipe y Cavallero de la Ardiente Espada Amadís de Grecia, hijo de Lisuarte de Grecia,
emperador de Constantinopla y de Trapisonda, y rey de Rodas, que tracta de su grandes hechos en armas y
de los sus altos y extraños amores (que abrevio como Amadís de Grecia) y en 1532 por la Crónica
de los muy valientes y esforçados e invencibles cavalleros don Florisel de Niquea y el fuerte Anaxartes, hijos
del muy excelente príncipe Amadís de Grecia, emendada del estilo antiguo según la escrivió Zirfea, reyna de
Argines, por el muy noble cavallero Feliciano de Silva (idem. Florisel de Niquea), en dos libros, que
se continúa en la presente Parte tercera de la Corónica del muy excelente príncipe don Florisel de
Niquea (idem. Florisel III) y, más tarde, en 1551, en la Cuarta parte de la Crónica de Florisel de
Niquea, también en dos libros (idem. Florisel IV). Páez de Ribera había publicado en 1510 el
Libro sexto de Amadís de Gaula, en que se cuentan los grandes hechos de Florisando, príncipe de
Cantaria, su sobrino, hijo del rey Florestán (abrevio su título como Florisando) y Juan Díaz había
dado a conocer en 1526 el Octavo libro de Amadís, que tracta de las extrañas aventuras y grandes
proezas de su nieto Lisuarte de Grecia y la muerte del ínclito rey Amadís (lo abrevio como Lisuarte de
Grecia y muerte de Amadís). Feliciano denostaría a Juan Díaz en su Amadís de Grecia (f. 2v), ya
que al dar muerte en el capítulo 184 de su obra al fundador del linaje, frustaba su
prometedora carrera de escritor (las referencias a las correspondientes ediciones se reseñan
en la Bibliografía final):
No te engañe, discreto lector, el nombre d’este libro diziendo ser Amadís de Grecia e
noveno libro de Amadís de Gaula, porque el octavo libro se llama Amadís de Grecia, en lo
qual ay error en los auctores, porque el que hizo el octavo libro de Amadís y le puso
el nombre de Amadís no vio el séptimo; e, si lo vio, no lo entendió ni supo continuar,
porque el séptimo, que es Lisuarte de Grecia e Perión de Gaula, hecho por el mismo
auctor deste libro, en el último capítulo dize aver nacido el Donzel de la Ardiente
Espada, hijo de Lisuarte de Grecia y de la princesa Onoloria, el cual se llamó el
Cavallero de la Ardiente Espada y después Amadís de Grecia, de quien es este
presente libro. Así que se continúa del séptimo este noveno, y se avía de llamar
octavo. E porque no oviesse dos octavos se llama el noveno, puesto que no depende
del octavo sino del séptimo, como dicho es. Y fuera mejor que aquel octavo
fenesciera en las manos de su auctor y fuera abortivo que no saliera a luz a ser
juzgado por dañarlo en esta gran genealogía escripto, pues daño a sí, poniendo
confusión en la decena, da e continuación de las historias.
Vale.
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Florisel de Niquea (tercera parte), edición de Javier Martín Lalanda (1999)
Como para Silva el ciclo no es más que una «grande historia» (Florisel III, lxxxiii, f. 121r),
abandonará en los títulos de las obras posteriores a Amadís de Grecia, que forman la serie de
Florisel, toda referencia explícita al mismo, siendo contrariado por los impresores que
asignan el puesto décimo a Florisel de Niquea, y el onceno de manera conjunta a Florisel III y
Florisel IV, denominado en la jerga de los libros de caballerías Don Rogel de Grecia, quizá por
el comentario que Cervantes (Don Quijote , I, xxiv) hizo de él, título que se revela inexacto,
pues, si bien es cierto que Rogel acapara el protagonismo de Florisel IV, en la presente
Florisel III sus aventuras palidecen ante las de su primo Agesilao. Y ya que Pedro de Luján,
al escribir en 1546 Silves de la Selva, que hace el duodécimo libro de Amadís, proseguiría lo
escrito por Silva en Florisel III, es muy posible que éste comenzara a preparar sin más
dilación la cuarta entrega de la serie de Florisel, como sugieren las últimas palabras con que
da por concluido el ciclo (Florisel IV, II, xcix, f. 174v):
Y aquí Galersis en esta navegación da fin al segundo libro d’esta Cuarta Parte. Y ésta
es la verdadera historia d’estos príncipes, y otra, que parescerá tractar de la mesma
historia, bien parece que fue más escrita por afición que por información de las
verdaderas historias d’estos príncipes, y por esto parece ser ansí claro por las
profecías del fin de la tercera parte, pues por ellas ni la hermosa infanta Fortuna
parece aver de ser casada ni menos subjetarse, mas antes subjetar con crudas muertes
a los príncipes humanos. Ansí mesmo, el niño don Silves de la Selva quedó tan chico
que en todas estas pruevas passadas no fue possible hallarse en ellas, ni tenía edad
para ello. Y allende de todas estas y otras muchas razones que claramente de la
tercera parte se sacan, que por prolixidad no escrivo. Y principalmente se muestra, a
quien lo quisiere mirar, por el estilo y frasis de Galersis que tan gran historia escrivió,
muy diferente de la historia que se llama Don Silves de la Selva, según que toda esta
historia lo mostrará al que lo uviere leído o tuviere conocimiento de estilos y frasis de
escrevir.
Puesto que Silva había compuesto en 1534 la Segunda Celestina, otra continuación, en este
caso de La Celestina de Rojas, nos vemos obligados a preguntarnos por qué se aventura en
el terreno de la literatura cíclica comenzada por otros. Aún manteniendo «la autoridad de su
rostro, años y canas», como bien diría Jorge de Montemayor en su Elegía a la muerte de
Feliciano de Silva y apreciamos en los altos dichos y actos de sus personajes estrictamente
caballerescos, no podemos ignorar la socarronería del escritor que promueve los
divertidísimos lances de Fraudador de los Ardides o de Rogel de Grecia. Tenemos que
pensar, por tanto, que Silva se sentía complacido en el género de la continuación, pues le
permitía entretenerse y entretener a sus lectores con dobles lecturas, complicidades,
homenajes, enmiendas y supresiones de textos ya conocidos. Veremos que el conocimiento
por parte de Silva de la «materia» amadisiana y de sus personajes es realzado por sus
incesantes innovaciones y su reiterado recurso al encantamiento que sufren los
progenitores de la estirpe, de suerte que en el ciclo conviven seis generaciones: 1ª) la de
Amadís de Gaula y su esposa Oriana; 2ª) la de su hijo Esplandián; 3ª) la de su nieto Lisuarte
(en Amadís VII: Lisuarte de Grecia y Perión de Gaula); 4ª) la de su bisnieto Amadís de Grecia
(en Amadís IX: Amadís de Grecia); 5ª) la de su tataranieto Florisel de Niquea (en Amadís X:
Florisel de Niquea); y 6ª) la del hijo de este último, Rogel de Grecia (en Amadís XI: Florisel III
y Florisel IV). De este modo, a una media de treinta años por generación, Amadís de Gaula
debe de rondar en la última entrega del ciclo los ciento ochenta años, que son menos, no
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sólo por los diferentes encantamientos que han rebajado su edad efectiva, sino porque
(Silva dixit) él y todos sus descendientes, al beber una pócima elaborada con los frutos del
Árbol de la Vida del Paraíso Terrenal, han quedado con la lozanía y vigor de cuando tenían
treinta años (Florisel III, xcv), lo que nos hace pensar que, a fin de cuentas, quizá Menéndez
Pelayo tuviera razón cuando afirmaba que Silva era el «gran industrial literario que por
primera vez puso en España, y quizá en Europa, taller de novelas» (Menéndez Pelayo,
1961, t. I: 413), pues nada permite suponer que el mirobriguense tuviera la sana intención
de jubilar algún día a sus personajes.
Un escritor de carácter
Los orígenes familiares de Feliciano de Silva se remontan a su bisabuelo paterno Tristán de
Silva, primero del linaje en residir en Ciudad Rodrigo. Feliciano viene de familia de
regidores, cargo que fue ostentado por su abuelos materno y paterno, así como por su
padre Tristán de Silva. La fecha de su nacimiento es incierta. Si bien hasta hace poco se
había mantenido la de 1493 (Cotarelo, 1926), debiera rebajarse hasta la de 1486 (Marín
Pina, 1991). Ignoramos si Silva fue a estudiar a la Universidad de Salamanca tal y como
dispusiera su padre en el testamento dejado en 1496 (Alonso Cortés, 1933). Sólo podemos
apuntar la hipótesis de que posiblemente así fuera, pues en 1514 la publicación en Sevilla de
Lisuarte de Grecia y Perión de Gaula fue gestionada por Juan de Silva, canónigo y continuo de
Diego de Deza, por entonces arzobispo de aquella ciudad y catedrático de Teología en
Salamanca e Inquisidor General de Castilla de 1501 a 1507, bajo cuya tutela pudo hallarse
Feliciano, como muestra el prólogo de su primer libro de caballerías, a él dedicado (Lisuarte
de Grecia y Perión de Gaula, f. 2v):
Acordé la presente Crónica del famosíssimo cavallero Lisuarte de Grecia (…), mas como mi
flaco juizio alcançó a saber e servir a vuestra ilustre señoría con ella (…). E si más de
en esto Vuestra Señoría Reverendíssima de mí se quisiere servir, suplícole me lo
embíe a mandar como a persona que allende de la criança e mercedes que en su casa
tuve e recebí no es otro mi desseo sino de servir a vuestra ilustre señoría en todo lo
que a mí possible fuere.
El motivo de que Feliciano delegue en su hermano las gestiones de la publicación de
esta obra –apócrifa, pues en ella su autor, quizá como uno de tantos caballeros de ficción,
mantiene en silencio su nombre hasta alcanzar la fama que le permita revelarlo, lo que haría
quince años después, con motivo de la publicación de Amadís de Grecia, donde, como ya
vimos, en su prólogo (« (…) Lisuarte de Grecia y Perión de Gaula, hecho por el mismo auctor
deste libro») reivindica la paternidad de su anterior obra– no es otro que su participación en
la expedición de Pedrarias Dávila al Darién, en el istmo de Panamá, de la que regresaría un
año después, en 1515 (Marín Pina, 1991).
Sabemos que Feliciano de Silva se encuentra inmerso en los conflictos que la Guerra de
las Comunidades (1520-1523) suscita en Ciudad Rodrigo. Al parecer, siente simpatía por la
causa de los comuneros, ya que es destituido del cargo que ostentaba, posiblemente de
regidor, junto con otras personas que tenían la representación de la ciudad, y obligado el
día 4 de octubre de 1520 a jurar fidelidad ante la custodia de la Iglesia de San Juan. Sea
como fuere, el 3 de abril de 1523, veinte días antes de la batalla de Villalar, Ciudad Rodrigo
es completamente leal al Emperador (Fernández, 1977). Como en el testamento que
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Feliciano redacta el 19 de junio de 1554, cinco días antes de su fallecimiento, ordena a sus
herederos «que cobren de Su Magestad dos años de mi servicio que me deve» (Alonso
Cortés, 1933), podríamos pensar que estos dos años se refieren a algún servicio de armas
prestado durante las Comunidades, si no fuera por la lectura detallada de la dedicatoria que,
en 1551, Silva hace en su Florisel IV a la reina María, hija de Carlos V y regente en España
por aquel tiempo, a la que debió de conocer en compañía de Jorge de Montemayor
(Cravens, 1976: 28). El prohemio de dicha obra, en que recuerda la campaña de Ingoldstadt
y la batalla de Mühberg (1546-1547) contra las tropas luteranas de la Liga de Esmalcalda,
comparándola con la batalla de Villalar, hace pensar que no sólo Silva estuviera presente en
ésta (Cravens, 1976: 23-24) sino en tierras alemanas.
Su matrimonio con Gracia Fe, una dama de orígenes oscuros, de la que tendría tres hijos
y cuatro hijas, debió de realizarse en fecha muy próxima a 1520, ya que el primogénito
Diego de Silva es localizado en Perú en 1538, fecha en la que suponemos que tendría una
edad mínima de dieciocho años (a menos que el matrimonio se celebrase después de su
nacimiento). Tanto en el argumento del «Sueño» que concluye el primer libro de Amadís de
Grecia (1530), como en el romance anónimo de 1544 «Sueño de Feliciano de Silva», que lo
sigue fielmente, se ha creído ver los problemas que Feliciano tuvo que afrontar para casarse
con Gracia Fe, pues poco antes de acabar el libro primero de Amadís de Grecia, Feliciano,
que metaficcionalmente se ha proyectado en su propia obra, sufre en sueños los embates de
Sufrimiento, Congoja, Dolor, Tormento, Pena y Desesperación, siendo ayudado por Fe,
Pensamiento, Conocimiento y Esperanza, de suerte que llega al Castillo del Amor,
presidido por Cupido. Después de ser recibido en él por el poeta Juan Rodríguez del
Padrón, y de la constatación, como en otras tantas obras caballerescas de Silva, de que ha
sido «buen amador», llega ante la dama que adora, a la que da el tratamiento de
«Excelentíssima señora» y «Vuestra Excelencia». Al parecer, el propio Feliciano había hecho
correr el rumor de que Gracia Fe, la dama de su «Sueño», era hija natural de Diego de
Mendoza, duque del Infantado y dedicatario de Amadís de Grecia, para contrarrestar otro
rumor que afirmaba la ascendencia judía de Gracia Fe (Cotarelo, 1926), a los que vendría a
sumarse, años más tarde, el que ponía en duda la celebración del matrimonio en cuestión,
que efectivamente se realizó, aunque de forma casi clandestina, muy al gusto novelesco del
escritor (Alonso Cortés, 1933 ). Sea como fuere, es muy posible que, después del revuelo
causado por sus relaciones con Gracia Fe, urdiera la ficción que conforma las dos versiones
del «Sueño» y que la enaltecía como hija natural del duque del Infantado.
Feliciano de Silva mantuvo relaciones de amistad y literarias con Sá de Miranda,
Bernardim Ribeiro, Jorge de Montemayor y Alonso Núñez de Reinoso (Teijeiro Fuentes,
1988: 20-27), de suerte que si la Menina e moça de Ribeiro, con su extraña mezcla de
elementos pastoriles, caballerescos y sentimentales, incide en el Amadís de Grecia y en las
obras de Silva que lo seguirán, o la Diana de Montemayor se nos antoja la cristalización del
mundo caballeresco de Silva en moldes pastoriles, es evidente el homenaje que Núñez de
Reinoso hace a Silva en Los amores de Clareo y Florisea y los trabajos de la sin ventura Isea, natural
de Éfeso (Venecia, 1552), cuyos capítulos del segundo al cuarto son una rescritura de los
capítulos décimo al trigésimo noveno de la primera parte de Florisel IV (Cravens, 1978).
Silva moriría en Ciudad Rodrigo el 24 de junio de 1554, con algo de ropa, unos pocos
muebles, bastantes deudas a su favor por cobrar (entre ellas 96.000 maravedís que le
adeudaba el impresor Andrés de Portonaris, posiblemente de las ventas de su obra postrera
Florisel IV, salida de sus prensas tres años antes) y «una arca llena de libros en romance y en
latín» (Alonso Cortés, 1933).
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La fascinación de Constantinopla
La caída de Constantinopla en 1453 ejercería tal seducción sobre el universo caballerescoliterario hispánico (quizá el Tirant lo Blanc de 1490, traducido al castellano en 1511, sea el
primer libro que lo acuse), que desplazaría hacia el Este su centro de gravedad para dar
lugar al denominado «ciclo greco-asiático» (Gayangos, 1874: xxi). Pero éste no sólo evoca el
mundo de las Cruzadas, cuyas historias ya habían caído en desuso desde los últimos años
del siglo XIII con la aparición de la Gran Conquista de Ultramar, adaptación de la Historia
regum in partibus transmarinis gestarum de Guillermo de Tiro, (impresa por primera vez en
castellano en 1503, dos años antes de la expedición de Cisneros al norte de África y de la
toma de Mazalquivir), sino el residuo más importante del Imperio Romano, no el
representado por los Estados Pontificios, en pugna con los intereses de España desde
finales del siglo XV –situación que conducirá a la política italiana de Carlos V y al Saco de
Roma de 1527, tan ensalzado por Alfonso de Valdés en su Diálogo de los sucesos acaecidos en
Roma– sino el formado por Constantinopla y Trebizonda (o Trapisonda). La aparición en
1532 del Turco ante las puertas de Viena y su dominio del Mediterráneo oriental refuerzan
la idea de Cruzada aún latente en España (Ramos Nogales, 1995). Se trataba, una vez
alcanzados y liberados los Santos Lugares, de sojuzgar el Imperio Otomano, debilitado por
sus continuas fricciones con Persia, y reconquistar Constantinopla, en lo que era uno de los
sueños juveniles de Carlos V. La fascinación de Constantinopla, que ya se atisba en el Cligès
de Chrétien de Troyes, aún seguiría acusando su efecto en el libro cuarto de Amadís de
Gaula y en las Sergas de Esplandián, y, como veremos, en Silva. Nos encontramos con el
«ropaje bajo forma artúrica de una materia histórica que ya ha sido anteriormente elaborada
en módulos literarios al contacto de la cultura de Oriente» (Stegagno Pichio, 1966). Cabe
afirmar, por tanto, que los libros de caballerías hispánicos del ciclo greco-asiático reflejan
sub specie fictionis la frustración que supone la realidad, o sea la constante derrota frente al
Turco (aún se hallan lejanos los días de Lepanto), que se mudará en un ramillete de
heroicos hechos de armas protagonizados por caballeros occidentales (de ascendencia
británica en el caso de los Amadises), los cuales, gracias a su arrojo, mantienen a raya a todo
tipo de paganos, que en la serie de los Felicianos (apelativo empleado por los detractores
del principal continuador de Amadís) dejan de ser turcos para convertirse en masagetas,
persas, partos y escitas (resultado de una perspectiva occidental que procede de la dialéctica
Oriente-Occidente propia del mundo clásico: Grecia y luego Roma enfrentadas a Persia),
pero también «ruxianos», como clara evidencia del poder político de Rusia que comenzaba
a surgir al Este de Europa y que acabaría suplantando a la antigua Bizancio, siempre, eso sí,
que no se debiera a una puesta al día del antiguo motivo escatológico de la resurgencia de
los pueblos de Gog y Magog mantenidos a buen recaudo por el Alejandro medieval.
Llegados a este punto es imposible no ignorar la evidente analogía topológico-geográfica
que existe entre el mundo real de la época, el Imperio de Carlos V, cuyas partes inconexas,
España y Alemania, se hallan separadas entre sí por Francia y rodeadas de paganos: turcos,
protestantes y malos cristianos (según la mentalidad de la época, franceses y súbditos de los
Estados Pontificios [Sánchez Montes, 1995: 70-71]), y el mundo ficcional que suponen los
dos imperios griegos de Constantinopla y Trapisonda, separados por pueblos orientales
paganos. Esta correspondencia entre lo real y y lo imaginario permite explicar la
inconsistencia de las fronteras que, en los libros de caballerías de la época separan las
diferentes naciones y pueblos, así como la imprecisión del marco temporal en que éstos se
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desarrollan, fruto de la atemporalidad del mito, de la intrusión de su componente irracional
en el entramado real de la geografía.
Resumen del argumento de la Parte tercera de la Corónica del muy excelente
príncipe don Florisel de Niquea
La obra comienza después de los sucesos acaecidos en el segundo libro de Florisel de Niquea,
donde Florisel, haciéndose pasar por el noble Moraizel, ha seducido a Sidonia, reina de la
Ínsula de Guindaya, para salvar la vida de Falanges de Astra, quien, al rechazar la petición
de matrimonio de aquélla, se había convertido en reo de muerte. Florisel de Niquea,
comprometido con la princesa Elena, abandona a Sidonia, aunque no sin dejarla preñada de
una hija, la futura Diana. Despechada, Sidonia promete su reino y la mano de su hija a
quien le entregue en arras la cabeza de Florisel. Por otra parte, Amadís de Gaula, de quien
desciende la práctica totalidad de los personajes del ciclo, ha sido encantado una vez más,
en esta ocasión por Zirfea, Urganda y Alquife, estos dos últimos ya casados desde Lisuarte
de Grecia y Perión de Gaula. El Imperio Griego, o sea Constantinopla, bajo Lisuarte de
Grecia, y Trapisonda, bajo Amadís de Grecia, nieto y bisnieto, respectivamente, del primer
Amadís, viene sufriendo los reiterados ataques de los pueblos orientales (Sergas de
Esplandián, Lisuarte de Grecia y Perión de Gaula y Amadís de Grecia). Las disensiones surgidas
entre el príncipe de Francia Lucidor y el hijo de Amadís de Grecia Florisel, al arrebatarle
éste a su futura esposa Elena, propician un nuevo asedio de Constantinopla por parte del
francés y sus aliados (Florisel de Niquea, II). En este conflicto que se resuelve a favor de los
príncipes griegos, surge Ruxia, de modo que Silva tejerá el argumento de Florisel III
alrededor de la sed de venganza de Sidonia y de las intrigas de los «ruxianos»,
entreverándolo con la culpa que Florisel de Niquea siente respecto a Sidonia y el despertar
caballeresco de su hijo Rogel de Grecia y de los primos de éste, Agesilao de Colcos y
Arlanges de España, por no hablar de las apariciones esporádicas de otros príncipes griegos
como Florarlán de Tracia, Filisel de Monte Espín y Brianges de Boecia, acompañados por
antiguos conocidos del ciclo: Anaxartes y Alastraxerea, Silvia y Anastarax, Arlanda de
Lemos (posiblemente Lemnos, la isla), y los omnipresentes Amadís de Grecia, Amadís de
Gaula y Oriana. Pero el lector sabe que estos dos últimos, encantados y durmientes al final
de la anterior entrega, antes o después volverán al «servicio activo», siguiendo los siempre
ocultos designios de Urganda y Alquife. A estos personajes se unirán otros burlescos: los
enanos Busendo y Mordaqueo, la enana Ximiaca y el pastor Darinel, por no hablar del
graciosísimo Fraudador de los Ardides.
Pero veamos más detenidamente el modo en que Silva consigue desarrollar
armónicamente las andanzas de todos estos personajes.
La aventura surge de una alteración de la cotidianidad que se duplica espacialmente en
una dispersión de lo estático, de la estabilidad de la corte. Si en un principio es Florisel de
Niquea el único que recibe su llamada, al aceptar en Trapisonda el desafío de los caballeros
que acuden a retarle por orden de Sidonia, las profecías del final de la segunda parte de
Florisel de Niquea llevan a los demás personajes del ciclo a seguir la misma suerte, como
resultado de una urdimbre de destinos personales sujetos a los designios de los sabidores
que las dispusieron, de suerte que, al principio de la obra, las cortes parecen disolverse por
el éxodo de sus miembros constituyentes, para reorganizarse a su final. Como los antiguos
mitos cosmogónicos de creación, la corte representa la tierra civilizada emergida de un caos
fluido de la que parten los héroes para darle a éste una apariencia más estable de orden,
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pero no sólo mediante su bondad (en armas) sino mediante el establecimiento de enlaces
matrimoniales, no siempre legítimos, con príncipes y princesas extranjeros.
Las aventuras de Agesilao y de Arlanges comienzan después de que el primero se
enamore de Diana, a distancia, al ver su retrato. El ardid para llegar hasta ella es el que
empleó su abuelo Amadís de Grecia en la obra que lleva su nombre para acercarse a
Niquea, o sea, vestirse de doncellas, en la ocasión sármatas, y, llamándose Daraida y
Garaya, ofrecerse a Sidonia como tañedoras de arpa, lo cual dará lugar a no pocos lances
divertidos, pues, a partir de este momento, Silva se referirá a ellos en femenino,
complaciéndose en describir sus gustos mujeriles al vestir las ropas que se verán obligados a
llevar. Ambos tendrán que comportarse como doncellas guerreras, venciendo tanto a los
caballeros enviados contra Florisel como a los enemigos de Sidonia que quieren casarse por
fuerza con ella y su hija. Agesilao consigue los servicios de Lardenia, duquesa de Nubruz y
dama de compañía de Diana, a quien confiesa su condición de caballero. Al revelárselo
aquélla a Diana, ésta para defender su honor, rehuye los recatados avances de Agesilao.
Mientras tanto, Garaya, o sea Arlanges de España, se ha comprometido con la reina
Cleofila de Lemos, antaño enamorada de Amadís de Gaula. Antes de estos sucesos,
Niquea, esposa de Amadís de Grecia, naufraga en la Ínsula de Gazén, donde permanece
presa cerca de diez años. Amadís de Grecia, partido en su busca bajo el nombre de el
Caballero de la Muerte, libra de su cautiverio a la princesa Lucela de Francia, con la que
estuviera comprometido en un anterior libro del ciclo, lo que da lugar lugar a que se abran
antiguas heridas de amor. Finalmente, siempre acompañado de Finistea, que le sirve de
escudero por estar enamorada de él sin esperanza, llega a la Ínsula Despoblada, donde
aquélla, después del mutuo arrebato de amor inducido por un fruto afrodisíaco del que
ambos comen, seguido de otro fruto que les provoca una amnesia temporal, concibe y da a
luz a Silves de la Selva.
Las cortes han ido perdiendo sus caballeros, pues Florisel de Niquea ha partido en busca
de sus padres Amadís de Grecia y Niquea; Falanges de Astra y, despues, Alastraxerea han
abandonado Colcos; Rogel de Grecia se ha escapado nocturnamente de Trapisonda. Al
llegar Florisel a la Ínsula de Garia, empujado por una tormenta, y ser encarcelado por unos
jayanes, descubre en su prisión a su joven tía Silvia, la misma que diera lugar a sus lances
pastoriles en Amadís de Grecia, acompañada de Darinel y Busendo. En el clímax de la lucha
por la liberación de su prisión llegan Anastarax y Filisel, esposo e hijo de Silvia, de suerte
que, ya todos libres, desembarcan accidentalmente en la Ínsula de Gazén, donde se
encuentra Niquea, siendo ayudados por Falanges de Astra, Alastraxerea y Rogel de Grecia,
que aparecen providencialmente. Tras pasar unos días en la Ínsula No Hallada, el dominio
de Urganda y Alquife, que aprovechan para observar divertidos en una especie de espejo
mágico las travesuras que Fraudador de los Ardides ejecuta por toda la Ínsula de Guindaya,
se dirigen a la Ínsula Despoblada, donde descubren a un desmejoradísimo Amadís de
Grecia. De este modo tiene lugar la primera reconstitución de la corte de Trapisonda,
después de la cual, y en otra nueva ínsula, Rogel de Grecia y Leonida, hija de Silvia,
desencantan, en la Aventura del Castillo del Roquedo, a los fundadores del linaje, Amadís y
Oriana, que en ella se hallaban encantados junto con el mítico rey Artur. Posteriormente, a
su llegada a Constantinopla se produce la segunda reconstitución del Imperio Griego, ya
que en la ciudad se hallan presentes los miembros de la otra rama del Imperio: Lisuarte de
Grecia y su esposa Abra. Entra, entonces, en Constantinopla el auténtico protagonista de la
obra, Agesilao, siempre bajo su disfraz de Daraida, que ha cumplido importantes proezas
en Tesalia al desencantar a los príncipes Rosafar y Artifira y matar al híbrido Cavalión, y
después ser asediado amorosamente en la Ínsula de Galdapa por el matrimonio regente de
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aquella isla, de la que consigue escapar, aunque no sin acabar antes con el jayán que la había
invadido. La narración llega entonces a uno de sus puntos culminantes, pues todo parece
indicar que, para cumplir el deseo de Niquea, Agesilao deberá enfrentarse a Florisel de
Niquea. Pero Agesilao, después de la aventura que cumple en la Ínsula de Artadefa junto
con Florisel, donde desencantan a Garianter y a Danistea, no sólo conseguirá conciliar a los
padres de su enamorada sino evitar la invasión de Guindaya por parte de los pretendientes
frustrados de Diana y Niquea, teniendo lugar, entonces, una tercera reconstitución de las
cortes, pues a la defensa acudirán, finalmente, Falanges, Alastraxerea y Rogel. Por si fuera
poco, habiendo quedado encantados Agesilao (que, dándose a conocer públicamente, ha
perdido su parte femenina, simbólicamente hablando) y Diana en la Torre Encantada de la
Duquesa de Baviera, en la que, desde los primeros capítulos de la obra, permanecían
encantados el infante Rosarán y la propia duquesa, serán desencantados por Amadís y
Oriana, llegados de Constantinopla junto con Amadís de Grecia. Será en la propia
Guindaya donde los príncipes griegos, ayudados providencialmente por Urganda y Alquife,
metamorfoseados en jayanes, frustren el intento del rey de Ruxia de secuestrar a las
prometidas de los jóvenes caballeros de la generación de Agesilao y Rogel. Finalmente, la
obra acaba con la llegada a Constantinopla de todos los personajes que han intervenido en
ella, con excepción de Brianges y Rogel, partidos a tierras de Persia, que, junto con los
demás, harán acto de presencia en la siguiente entrega, «la cuarta y gran parte de esta
historia», como acostumbra a repetir Silva. Pero la paz apenas dura, ya que, en el último
capítulo, una declaración de guerra prepara al lector para los acontecimientos que seguirán
en la inmediata entrega del ciclo.
Estructura de la obra
Como la generalidad de los libros de caballerías, los de Silva estructuran su argumento
mediante la técnica de entrelazado, que interrumpe y dilata la narración que se refiere a los
personajes para dar paso a otros. A esto cabe añadir que, aprovechando las profecías del
libro precedente, comienzan in medias res y finalizan con una anticipatio de lo que constituirá
la siguente entrega, amparada en nuevas profecías. Pero a este entrelazado se superpone
otro puramente temático, formado por la conjunción en clases, no siempre disjuntas pues
se superponen con frecuencia, de motivos caballerescos, bizantinos, sentimentales,
pastoriles y humorístico-paródicos que cumplen la función de descargar la tensión generada
por la acumulación de motivos y argumentos de las otras clases, entrelazado que no es
exclusivo de Silva, pues los escritores de la época que escriben en prosa, por carecer de una
preceptiva común y por el hecho de la imprecisa distinción de esquemas narrativos, actúan
con un criterio narrativo y editorial nada rígido. Incluso no existe una separación entre
géneros, pues Silva acostumbra a intercalar en el trasfondo caballeresco en prosa bastantes
poesías declamadas en alta voz o cantadas por sus personajes que, añadidas a lo elaborado
de sus diálogos y monólogos, imprescindibles para definirlos psicológicamente, y a los
comentarios del pueblo en diversos lances, como entradas triunfales o torneos, permiten
hablar del empleo de técnicas parateatrales. Las poesías intercaladas se reducen en la
presente obra a romances (cap. xviii, ff. 22v-23r; cap. xix, f. 25r; cap. cxlvii, f. 194v), coplas
de arte mayor (cap. xiv, f.17v.) y coplas mixtas y reales basadas en el empleo de la quintilla
(cap. xli, f.201r; cap. cl, f. 198r.; cap. clxiii, f. 213r; cap. cliv, f. 203; cap. clxi, f.210r), que,
por haber sido empleadas en otras obras anteriores de Silva (en Florisel de Niquea: coplas de
arte mayor y dos romances; en Segunda Celestina: romance y coplas reales) le definen como
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Florisel de Niquea (tercera parte), edición de Javier Martín Lalanda (1999)
un seguidor de la lírica tradicional castellana, que mantendrá en la siguiente entrega de la
serie, a pesar de acoger en ella elementos italianizantes (Cravens, 1976: 91). Silva también
va a emplear buenas dosis de metateatralidad al yuxtaponer en un caso dos espacios
narrativos diferentes que cobran espacialidad al convertirse uno de ellos en escenario teatral
contemplado por los elementos del otro. Se trata de las burlas de Fraudador que los
príncipes griegos observan gracias a la poma mágica de Urganda y Alquife (caps. lxxvilxxvii). Este empleo del teatro en el teatro sugiere un móvil paródico y quizá el atisbo de la
decadencia del género, en este caso caballeresco (Schmeling, 1982: 6-9). Por otra parte, esta
obra, que, como las anteriores del ciclo escritas por Silva, se ampara en el tópico de la falsa
traducción (Marín Pina, 1994), al ser «corregida por Feliciano de Silva de algunos errores
que en la trasladación que se hizo del griego al latín por el gran historiador Falistes
Campaneo avía» (f. 1v), se articula en el macro-texto de todos los anteriores Amadises de
Montalvo y Silva, y es de duración múltiple, por su intento de captar la experiencia
colectiva de la familia, grupo social y época donde los descendientes de Amadís realizaron
sus hazañas. Y como el desenlace de todo lo acaecido queda inconcluso en el último
capítulo, ya que la declaración de guerra impide la celebración de las bodas de los príncipes,
nos encontramos, como suele suceder con las entregas de la literatura cíclica, en una obra
abierta.
Volviendo al argumento cabe distinguir en él distintos ejes narrativos básicos, apoyados,
excepto el cuarto, en los personajes principales, sobre los que se superpondrán los
personajes secundarios:
i) Florisel-Agesilao (=Daraida)-Diana-Sidonia.
ii) Niquea-Amadís de Grecia-Lucela
iii) Rogel de Grecia
iv) La amenaza de la destrucción total.
El eje i) define todo un conjunto de situaciones antitéticas. Agesilao se mueve entre dos
obligaciones. La primera le es impuesta por el amor de Diana. La segunda le viene de ser
sobrino de Florisel de Niquea. Para satisfacer a Sidonia debe matar a Florisel, lo que le
acarreará el odio de Diana. Para satisfacer a Florisel debe incumplir la obligación de
matarle, lo que supondrá romper la palabra dada a Sidonia. Felizmente, Silva resuelve el
dilema gracias a una coincidentia oppositorum: Daraida entrega a Sidonia la cabeza de Florisel,
aún vivo pero dormido, exigiéndole que cumpla un don prometido con anterioridad, pero
desvelado en aquel preciso momento, que es que la propia Sidonia sea quien le taje la
cabeza. Más adelante Daraida reconoce públicamente que es Agesilao, de suerte que,
después de tantas aventuras no cumplidas en su propio nombre, recobra la condición
masculina que le permite conseguir a Diana (caps. cxxxi-cxxxiii).
Lo mismo podría decirse del eje ii) donde Amadís de Grecia se mueve entre el amor de
su esposa Niquea, a la que da por muerta, y el de la princesa Lucela. La solución de Silva es
que Amadís de Grecia lleve una vida de ermitaño en la Ínsula Despoblada, donde,
precisamente, acabará encontrándole Niquea (cap. lxxviii).
El eje iii) dista mucho de crear la tensión de los anteriores, ya que, así nos lo parece,
Silva ensaya en Rogel una figura contraria a la esencia de la caballería, la de un caballero
mundano tan aficionado a las proezas de faldas como de armas, figura principal de su
siguiente entrega en la subserie de Florisel, a pesar de que en su currículo figuren (nobleza
obliga) dos estupendos episodios: el del desencantamiento de Amadís y Oriana (cap.
lxxxviii) y el de la bestia Leonça (cap. clviii), duplicado forzado este último, pero en clave
paródica, por el encantamiento que convierte a tres bellas doncellas en «feas etiopias», del
cumplido por Agesilao con la bestia Cavalión (cap. lxxi).
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Florisel de Niquea (tercera parte), edición de Javier Martín Lalanda (1999)
El eje iv) se concreta en las continuas amenazas que sufren los allegados que son, o que
lo acaban siendo, de los príncipes griegos, cuyo origen, como antes se apuntara, se
encuentra en la toma «real» de Constantinopla acaecida en 1453, y que se plasman en la
invasiones de la Ínsula de Dardania (caps. ix-xii), del reino de Galdapa (cap. lxxxiii) y de la
Ínsula de Guindaya (caps. cxxvi-cxxxvi), quizá ensayos locales de la invasión a mayor escala
con que Silva nos amenaza al finalizar la obra.
Respecto al entrelazado temático, veamos lo que corresponde a las materias antes
señaladas, dejando la caballeresca para el siguiente apartado.
Temática bizantina
La novela bizantina griega entra en España en 1552 por la mano de Alonso Núñez de
Reinoso con Clareo y Florisea, que en sus primeros diecinueve capítulos sigue el esquema de
la novela de Aquiles Tacio Leucipe y Clitofonte. Dos años después aparecería en Amberes una
traducción anónima en castellano de Las etiópicas de Heliodoro de Emesa, a la que seguiría
la de Alcalá de 1587 de Fernando de Mena, y posteriormente en 1617, la traducción debida
a Diego Ágreda y Vázquez de Leucipe y Clitofonte. La novela de Núñez de Reinoso supondría
la emergencia de un género que se mantendría vivo en España hasta entrado el siglo XVII,
con la publicación en 1617 del Persiles. Si la antigua novela bizantina trata, básicamente, de
la separación de dos jóvenes enamorados a causa del Destino u otras fuerzas
sobrenaturales, que se reencuentran al final de la obra después de haber sufrido incontables
peripecias, la novela bizantina española supedita a Dios dichas fuerzas sobrenaturales,
estructurándose alrededor de la presencia del amor y la aventura. Los motivos de la
tradición clásica que la definen (González Rovira, 1996: 101-143), particularizados en la
presente obra, pero sin referencia a los capítulos a que pertenecen, porque algunos de ellos
aparecerán más adelante, son los siguientes: a) el matrimonio como culminación de las
aventuras, alcanzado por las parejas más señaladas: Diana y Agesilao, Cleofila y Arlanges,
Briangia y Florestán, Lucenia y Florarlán, que no se cumple en Leonida y Rogel de Grecia;
b) la falsa muerte, esto es, la noticia o visión errónea de la muerte de un protagonista, como
la que se tiene cuando Niquea naufraga en la Ínsula de Gazén y es dada por muerta; lo
mismo puede decirse de Agesilao y Arlanges, que, tras su larga ausencia, son dados por
muertos; Daraida corta la cabeza a un autómata con el rostro de Florisel, etc.; c) engaños,
confusiones o desconocimiento de la propia personalidad, que es aplicable a todos los
caballeros que cambian de nombre, pues Florarlán se hace llamar el Caballero del Fénix, al
igual que Amadís de Grecia el Caballero de la Muerte o Agesilao y Arlanges se hacen pasar
por Daraida y Garaya; d) los impedimentos que retrasan las empresas de los caballeros,
representados profusamente por tormentas imprevistas, que, manifestación del Hado, de la
Fortuna, de la Providencia o de Dios, generan aventuras intercaladas; y e) el cautiverio, bien
natural o debido a un encantamiento.
Temática sentimental
La novela sentimental coexiste en la primera mitad del XVI con los libros de caballerías
hispánicos. A partir de un trasfondo definido por el amor cortés describe, mediante un hilo
argumental muy simple, las relaciones de una pareja de enamorados que desembocan en un
final ineludiblemente trágico. En la presente obra no se da ningún caso de fatal desgracia de
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Florisel de Niquea (tercera parte), edición de Javier Martín Lalanda (1999)
amores, con excepción de los amoríos frustrados del joven e inexperto Filisel de Monte
Espín con la linda Marfiria, que generan un segmento sentimental inserto en la trama
general caballeresca (caps. xcvii-c, cx-cxiv) y amparado en la técnica de la novela epistolar.
Por otra parte, los constantes lamentos de que hacen gala los personajes de Silva ante la
carencia del ser amado los acercan estéticamente a la novela sentimental.
Temática pastoril
Hace su aparición con la entrada del pastor Darinel (cap. vii), pero sin suponer una
novedad, puesto que la estética pastoril dominaba el final del segundo libro de Amadís de
Grecia quizá para realzar el mundo caballeresco, de un modo análogo a como su inclusión
en Segunda Celestina servía para completar la presentación de la casuística amorosa (AvalleArce, 1974: 38-43, 65). Sin embargo, no será Darinel, sino Mordaqueo, el gigante-enano de
la princesa Elena, quien haga gala de bucólicas razones (cap. vii, ff. 10v-11r). Darinel (caps.
vii, xxx, xlvii, xlviii, lxvii, lxviii, lxxxvi, xcv, cxii, cxiv), se muestra más bufón que pastor, lo
cual es lógico puesto que Darinel fue el rival de Florisel de Niquea en los amores de Silvia
(Amadís de Grecia, II, cxxx y ss.). Habrá que esperar a la siguiente entrega del ciclo, Florisel
IV, para que estos temas reciban un tratamiento más serio y complejo (Cravens, 1976: 7590).
Temática humorístico-paródica
Aparece como un recurso constante para distender la gravedad de algunas situaciones y
resaltar, por contraste, la importancia del hecho caballeresco. El comportamiento del trío
Darinel, Mordaqueo y Busendo, a los que más tarde se unirá la enana Ximiaca, es más
paródico que humorístico: el modo en que Ximiaca requiere de amores a Florisel, después
de haberle encerrado (cap. xxvi); las quejas al modo caballeresco del enano Busendo por la
emperatriz Niquea (cap. xxvi, f. 35v); las razones con que Busendo pide el amor de Ximiaca
(cap. xxviii, f. 38r); las singulares discusiones de Darinel y Busendo (cap. xlvii, f. 61r) o la
contienda, donde se pasa de las palabras a las manos, por el amor de Florarlán entre una
doncella ligera, Galarça, y una dueña ya entrada en años (cap. v, f. 8r). Obsérvese que la
aparición de estos enanos sirve para enaltecer por contraste la dignitas de los personajes
caballerescos (Mordaqueo también se llamaba el enano húngaro de doña Ana de Mendoza,
cuyos gastos costeó el que sería Felipe II durante su regencia de la década de 1540 [Bouza,
1991: 143]). Silva, para distender la severidad de la obra, hace de Rogel de Grecia un atleta
sexual al que, por su gracejo, se disculpa todo, como explica a su compañero de aventuras
Filisel (cap. xcvi, f. 132v). El episodio más notable es aquel en que la dueña de un castillo
yace con Rogel tras suplantar en el lecho a su amiga de turno, burla que luego sufrirán los
escuderos por mano de la doncella de la dueña, pues, pensando gozarla se irán pasando de
mano en mano a la negra Baruquela que la ha suplantado (cap. CXVI, ff. 156v-157r). Se trata
de una adaptación al carácter español, amigo de donaires, de un motivo de origen italiano
que solía solazarse en descripciones de dudoso gusto: el de «la bella encantadora» seductora
de caballeros (Gómez-Montero, 1993), lo cual, en nuestro caso, se refuerza con elementos
ya presentes en la Segunda Celestina.
El único empeño de Fraudador de los Ardides, espléndida innovación de Silva, es reírse
de los caballeros y doncellas y robarles todo cuanto pueda, especialmente las monturas. Se
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burla de Daraida y de Garaya, de Fénix de Corinto y de Astibel de Mesopotamia (cap. xvii);
nuevamente de Daraida y de los caballeros ancianos Barbarán y Moncano a quienes engaña
con las propiedades mágicas de una falsa fuente de la juventud (caps. lvii-lvii); de Florarlán
y de Artaxerxes (cap. lxxvi); nuevamente de Barbarán y de Moncano, a los que deja
colgados de lo alto de unas almenas (cap. lxvii); otra vez más de Daraida, que se atasca en el
fango de un río (cap. lxxxix); de Garaya, a la que abandona vestida de dueña anciana dentro
de una tienda (cap. cviii), y de las avanzadillas de los ejércitos de los reyes que han invadido
Guindaya (cap. cxxviiii). Pero Galtazira, doncella de Daraida, consigue atraparle con sus
mismas trampas, de suerte que Fraudador es liberado más tarde por Amadís de Gaula y la
práctica totalidad de los príncipes griegos (cap. cl), a quienes gastará la sangrienta burla de
hacerles creer que la ciudad de Guindaya ha sido tomada y todos sus habitantes muertos,
con lo que los príncipes griegos acuden a guarecerse no muy gallardamente al castillo de
Fraudador, quien los burla una vez más (cap. cli). Atrapado por los escuderos de los
príncipes griegos consigue nuevamente escapar (cap. clii). No escarmentado, Fraudador
consigue robar el caballo de Rogel de Grecia empleando la técnica del caudón, o sea dando
a entender que está en apuros para que los demás se confíen. Pero, aunque atrapado por
aquél y colgado boca abajo de un pie, se hará con las monturas de los caballeros que
acuden a salvarle (cap. clxiii). Esta exhibición de hilarantes fechorías convierte a Fraudador
es el protagonista principal de los doce capítulos en que aparece, lo que le promueve a la
condición de personaje relevante en la obra. Si en esta Tercera parte de Florisel sólo se mueve
por la Ínsula de Guindaya, en la siguiente entrega ampliará su radio de acción hasta la
Ínsula de Lumbruz y la Grecia dominada por los descendientes de Amadís, para,
finalmente asimilado por éstos, pasar de cuatrero a cortesano, aunque sin perder ese
carácter peculiar que le aproxima al personaje del «gracioso». Que Silva parodia mediante
Fraudador a los personajes caballerescos es evidente por dos profecías en las que éste
emplea el lenguaje grandilocuente y enrevesado con que suelen aparecer en los libros de
caballerías. La primera es pronunciada ante Garaya (cap. cviii, f. 147v), la segunda queda
como amenaza para los príncipes griegos guarecidos en el castillo al que les ha llevado
Fraudador (cap. cl, f. 199v).
Los antecedentes de este caballero cuatrero son variados. En cierto modo recuerda al
Ribaldo del Libro del caballero Zifar, que por el tiempo de Silva ya había conocido dos
ediciones impresas, en 1512 y 1529. En 1542 aparecería el Baldo, adaptación del Baldus de
Teófilo Folengo, aunque depurada de las vulgaridades y elementos burlescos subidos de
tono propios de la obra original (Blecua, 1971-1972) También existen analogías entre
Fraudador y otros personajes igualmente burlones, ya sean de libros de caballerías, como el
Caballero Encubierto del Platir (1533) y el Caballero Metabólico del Cirongilio de Tracia
(1545), o de poemas caballerescos, como el Landolfino de la Historia de las hazañas y hechos
del invencible caballero Bernardo del Carpio (1585) [M. Chevalier, 1966: 195]. Así mismo podría
pensarse que Fraudador, amoral, burlón, contradictorio, que dice medias verdades,
impulsivo, exhibicionista y asocial, recuerda al «rapaz trainel» del Libro del buen amor ya que,
como él, responde al tipo folklórico del trickster (Vasvari, 1994), relacionándose de algún
modo, en contexto literario realista y no fabulístico, con el prototipo del Rénard francés,
pues no sólo recibe el apelativo de «raposo» (cap. cli, f. 201r), sino que, en la posterior
entrega del ciclo, no duda en subirse corriendo a un árbol al verse acechado (Florisel IV, II,
XX, f. 39v).
La eterna caballería
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En lo que se refiere al marco social, el argumento de Florisel III podría insertarse en el
estadio final del proceso de decadencia del feudalismo que comienza en el siglo XIII y que
se caracteriza por una pérdida de poderes de la nobleza ante una monarquía que va
convirtiéndose en absoluta. Todas las acciones de los caballeros y damas tienden a la
exaltación de la clase regia e imperial a la que pertenecen (Amadís de Gaula y sus
descendientes). Realmente se trata de un empleo literario de la caballería, que, si comenzó
como una defensa de los caballeros, terminaría como una defensa de los reyes, pues éstos
son los mejores de los caballeros: «El sueño del público de la Edad Media era que los
caballeros consiguieran reinos. El sueño del público del Siglo de Oro era que los príncipes
herederos lo mereciesen» (González, 1983: 54-55).
Como en cualquier otro libro del género, los caballeros que parten en busca de
aventuras no suelen dar a conocer su nombre, incluso adoptan otros nuevos. Amadís de
Grecia, que parte en busca de su amada Niquea sin rumbo fijo, oculta su nombre mientras
dura su búsqueda, su demanda, para recobrarlo en cuanto encuentre a su esposa,
llamándose de tal suerte el Cavallero de la Muerte (cap. xxiii). Lo mismo puede decirse del
doncel Florarlán, que, ya armado caballero (cap. iv), parte, ocultando su nombre y
llamándose el Cavallero del Fénix, en busca de las aventuras que le den la fama con que
obtener la mano de la reina Cleofila, de la que se enamoró al ver su retrato. Tras
conseguirlas en la Ínsula de Dardania (caps. viii-xii), se compromete en matrimonio con la
princesa Lucenia, a la que no verá hasta lograr fama y renombre. Lo mismo puede decirse
de Agesilao de Colcos y de su primo Arlanges de España, cuando cambian sus nombres
por los de Daraida y Garaya para que Agesilao obtenga la mano de la princesa Diana de
Guindaya. Ya hemos visto cómo Daraida perderá su nombre y recobrará el de Agesilao,
siendo seguido en esto de un modo paralelo por Arlanges, que se descubrirá a la reina
Cleofila de Lemos, siendo aceptado por ella.
Los caballeros se ven sometidos a la Fortuna, que los gobierna con su rueda,
subiéndolos de los más altos estados a los más bajos, como le sucede a Amadís de Grecia,
que acaba míseramente en la Ínsula Despoblada, o a Agesilao, que, si en un principio como
doncella gozaba de la presencia de la Diana, luego se siente rechazado por ella, al no
prodigarle como caballero las mismas atenciones. O a Filisel de Monte Espín, que
experimenta en sus carnes cómo el amor de Marfiria se convierte en desamor. Pero
también el Hado o el Destino (con mayúsculas) alteran con su intervención las andanzas de
los caballeros, por lo general bajo la forma de tormentas inesperadas que los arrojan a
playas extrañas (caps. xxiv, xxvi, xlvii, lxvi, lxxx, cix, cxii y cxlvi). Como los héroes de las
antiguas sagas escandinavas, los héroes y heroínas caballerescos se abandonan a una
navegación al azar, con la esperanza de que los conduzca al objeto de su búsqueda:
Sabed mi buena señora (…), que como mis hermanos e yo fuimos guaridos de las
llagas con que nos dexastes, nos partimos de la Ínsula de Guindaya (…). Y como
buscávamos cosa incierta, dexávamonos ir por donde la ventura nos llevara (cap.
lxxxv, f. 116r).
Se ha dicho que los caballeros van en busca de aventuras. De hecho «aventura» es
cualquier suceso que se aparte de lo cotidiano y desencadene la acción narrativa, mantenida
hasta el momento en que se restablezca dicha cotidianidad (Tadié, 1982: 5; Mélétinski,
1987: 215). El caballero va en busca de la aventura, ligada a adventus, «llegada», pero también
a eventus, «suceso» (Zumthor, 1991), lo que ha de venir, persiguiendo en cierto modo al
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Destino, que le hará moverse por un contexto geográfico que se corresponde con la
definición de un mundo imaginario, o sea, todo conjunto espacial-geográfico complejo
identificable por topónimos inventados o reutilizados e independiente del espacio de la
realidad del momento y reacio a la precisión cartográfica (Jourde, 1991: p. 16). En la obra
este espacio es curvo y se centra en las cortes de Trapisonda y Constantinopla, que
focalizan tierras circundadas por los mares Negro y Mediterráneo, poblados de ínsulas,
singularidades terrestres a modo de potentes imanes para la aventura donde los héroes
recalan antes de volver a la corte. Este espacio se compone, básicamente, de mares, ínsulas
y bosques. Si el mar supone la intrusión de lo indiferenciado (el caos primordial) en lo
diferenciado (la tierra), simbolizando la separación por excelencia –sobre todo aparta a
Amadís de Grecia de Niquea, a Daraida de Diana, a Agesilao de su familia, etc.–, las ínsulas
(emergencias de lo diferenciado en el mar), a las que por lo general no se llega adrede sino
azarosamente, son el asiento por excelencia de la aventura, mientras que el bosque, una
especie de isla en el interior de la tierra civilizada, es un reducto de lo primigenio dentro de
lo socialmente evolucionado, un lugar mítico. Es el «no lugar del bandido, del caballero
felón, del siervo rebelde, de los fuera de la ley» (Zumthor, 1994: 66-67). No es de extrañar,
por tanto, que sea el dominio de Fraudador de los Ardides, y que, precisamente, los dos
Amadises, máximas autoridades del mundo feudal imaginario de la obra, sean quienes le
perdonen (cap. cl), pues según el antiguo derecho feudal sólo ellos tienen la debida
competencia (Le Goff, 1985: 86).
Pero este mundo imaginario supone la existencia del viaje, vehículo necesario para la
aventura, trayectoria hacia el objeto de la demanda, que, mientras dura, sirve para probarse,
de suerte que supone una iniciación, pues a su término quien lo ha recorrido ha cambiado
de estado anímico, de personalidad (Brion, 1977: 1-15). Los héroes de los libros de
caballerías proseguirán su viaje interminable en busca de tuertos que enderezar, rodeados
de maravillas, monstruos y portentos, porque lo que buscan –con la posible excepción de
Rogel de Grecia– no es sino la perfección de sus almas a través de las maravillas
circundantes del espíritu y la materia, y con ellos sus lectores, idea que aflora, entre líneas,
en el Prohemio de la obra. En Florisel III hay variedad de escenarios, en los que se pasa
abruptamente de unos a otros, consecuencia de su estructura entrelazada. De los
diecinueve en que se desarrolla su argumento (Ínsula de Colcos, Trapisonda, Tracia, Ínsula
de Guindaya, Ínsula de Dardania, Francia, Viena, Ínsula de Garia, Dalmacia, Tesalia, Ínsula
No Hallada, Ínsula Despoblada, Galdapa, Ínsula del Alto Roquedo, Constantinopla,
Atenas, Esparta, Ínsula de Artadefa e Ínsula Solisticia), nueve son ínsulas.
Una vez imaginado el escenario hay que definir los personajes. Lo primero que Silva nos
ofrece son sus descriptiones, no sólo físicas sino morales, que, por ejemplo, nos confirman
que Agesilao es de aventajada estatura, piel clara, cabellos rubios y ojos verdes, de buena
disposición anímica, discreto y conocedor de las siete artes liberales que había aprendido en
«los estudios de Atenas» (cap. i, f. 3r-v), que Rogel de Grecia posee una estatura media, es
de ojos negros y cabellos castaños, con propensión al enojo, compensada por su extremada
liberalidad (cap. iii, f. 5r-v), o que Diana tiene blanca la tez, verdes los ojos, rubios los
cabellos (cap. xiii, f. 17r), así como una honestidad que más tarde exasperará a Agesilao.
Entre las cualidades físicas del linaje de Amadís destaca la ligereza, que para Rodrigo
Sánchez de Arévalo es uno los requisitos básicos del caballero: «Deve ser muy ligero para
andar, saltar, correr y luchar» (Suma de la política, VII). Veámosla en uno de los
protagonistas:
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Florisel de Niquea (tercera parte), edición de Javier Martín Lalanda (1999)
Y con esto los acomete como si de todas sus armas estuviera armado, y ellos en la
cuadra entran, donde las maravillas de Amadís de Grecia no se pueden creer, <y> de
su ligereza hurtando los golpes a los cavalleros, de suerte que ni un solo golpe le
podían dar que no fuesse en el escudo (cap. xlii, f. 54r).
Pero el varón sólo es caballero por la recepción de la orden de caballería y la aceptación
de su código. Florarlán es armado caballero de modo solemne por Amadís de Grecia,
después de haber velado las armas en una capilla y de vestirlas y recibir la espada de la
mano de la princesa Elena, mientras rogaba a Dios «que le hiziesse bueno» (cap. iv, f. 6r).
Daraida recibe la orden por mano del Caballero del Fénix antes del combate que,
acompañada de éste y del Caballero del Letrero, la enfrentará a Galtazar de Roxa Barva y
sus hermanos (cap. li, f. 66r). Garaya, en medio de un combate naval, ordena a un caballero
fugitivo que la haga entrar en caballería (cap. liv, f. 71r-v).
Los caballeros son siempre conocidos de lejos por los motivos heráldicos y las leyendas
que ostentan en sus escudos. Florisel de Niquea emplea en su lucha contra el jayán
Bruzerbo un escudo con el motivo de la Torre del Universo, ya que había impedido el
acceso a dicho edificio mágico en una entrega anterior de la serie (Florisel de Niquea, I, l-li).
Amadís de Grecia, apenado por la muerte de Niquea, viste unas armas negras y se convierte
en el Caballero de la Muerte, pintando en su escudo «una Muerte muy al natural, con unas
letras encima que dezían: «Memoria de mi esperanza»» (cap. xxiv, f. 30r). En ocasiones
llevan leyendas que los identifican con el objeto de su demanda, como la que se lee en los
escudos de quienes desafían a Florisel esperando obtener la mano de la princesa de Diana:
«El vencido de Diana» (cap. v, f. 6r), o la que lleva Daraida: «La vencida de Diana para muy
mayor victoria» (cap. lii, f. 66v), o la que aparece en los escudos de Galtazar de Roxa Barva
y sus hermanos: «Vengadores de la sangre ruxiana» (cap. xlix, f. 63v).
El combate entre dos caballeros tiene lugar a caballo, arremetiéndose con «las lanzas
baxas» –la expresión ya se halla en la antigua épica castellana (Cantar de Mio Cid, I, 715718)–, que serán paradas con los escudos para luego, después de quebrarlas una o varias
veces, comenzar la «batalla de las espadas», lo que da lugar a varios motivos tópicos, como
el ruido de «herrería» que hacen al acometerse (cap. xxvi, f. 34v; cap. lii, f. 67r; cap. cxviii, f.
158r; cap. cxxiii, f. 165r) o las llamas que despiden sus espadas al chocar entre sí (cap.
xxxviii, f. 49r; cap. lii, f. 67r; cap. lxiv, f. 85r; cap. lxxi, f. 96r; cap. lxxxv, f. 116v; cap. xcii, f.
127r; cap. cii, f. 139v). En ocasiones los miembros del linaje de Amadís asestan a sus
contrincantes lo que podría denominarse el «golpe poderoso»: desmesurado espadazo que
suele dejar partido en dos al adversario (cap. xxvi, f. 34v; cap. xlii, f. 54r; cap. xliii, f. 55v;
cap. lx, f. 80v). Después, el destino de los caballeros felones y de los enemigos irreductibles
es la decapitación (cap. xii, f. 15v; cap. xxiv, f. 31v; cap. xxv, f. 33v; cap. xxviii, f. 38r; cap.
lxxxiii, f. 114v; cap. lxxxvii, f. 119r). Estas proezas suelen realizarse durante los duelos, por
lo general de carácter judiciario, que intentan probar por la vía de las armas un derecho o
vengar una afrenta, reglamentados por los títulos III y IV de la Partida Séptima, por
disposiciones posteriores de Alfonso XI, o por otros decretos análogos al uso en Inglaterra
y Francia, recogidos básicamente en obras como el Tratado de las armas de Diego de Valera,
siempre seguidas por Silva:
El emperador mandó al príncipe Artaxerxes que con los duques de Antila y Alafonte
fuessen por el rey de Gaza y como juezes del campo assistiessen con mil cavalleros
que para seguridad del campo se mandaron armar. El príncipe y los duques fueron
por el rey, y (…) cabalgando en un gran cavallo (…) al campo con muchos
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Florisel de Niquea (tercera parte), edición de Javier Martín Lalanda (1999)
menestriles fue llevado (…), y llegado el rey y metido en el campo, estremadamente
parescía bien (…).Y a esta sazón los juezes truxeron a don Florisel (…). Pues assí fue
metido en el campo y hechas las solemnidades que se devían hazer, partido el sol por
los juezes, se suben a un cadahalso que para ellos estava hecho y, subidos, las
trompas sonaron, al son de las cuales los cavalleros bien cubiertos de sus escudos a
todo correr de sus cavallos se vinieron a juntar (…), las lanças en los escudos fueron
rompidas y ellos se juntaron (…) (cap. vii, f. 9v).
Este tipo de combates suele ser singular (cap. cii), en ocasiones de un modo no tan
reglamentado, sino espontáneo, como cuando un caballero desafía a otro sobre la marcha
(caps. v, xv, xxiv, lxiv, lxxxvii, lxxxix), o de tipo colectivo, de tres caballeros contra otros
tres, en lo que se denomina combate de los «tres por tres» (Daraida, el Caballero del Fénix
y el Caballero del Letrero contra Galtazar de Roxa Barva y sus dos hermanos [cap. lii]), o
de tres caballeros contra otros nueve, de modo que, cada uno de estos tres caballeros
(Rogel de Grecia, Brianges de Boecia y Floristán) debe contender contra tres, en lo que
resulta una amplificatio de Silva (cap. cxviii), que anteriormente había efectuado un combate
de «dos por dos» al presentarnos el de Rogel de Grecia y Filisel de Monte Espín con dos
caballeros (cap. xlvii).Con un sentido lúdico y menos cruento se dan los pasos de armas,
que imponen el combate como condición previa para franquear un lugar determinado
(Riquer, 1967: 58-59). Grandamio el Feroz obliga a todo caballero que desee pasar por un
puente a dejar ora su escudo, ora, por una noche, la doncella que le acompaña o si no a
justar con él (cap. xxxi). Rogel de Grecia recibe el aviso de que, para pasar por cierto
camino, debe dejar su guante derecho a menos que lidie con los caballeros que lo
defienden, quedándose, en este caso, con los caballos de aquellos a quienes desarzone sin
caer de su montura (cap. lxvi). Más tarde Rogel, Floristán y Brianges, que acompañan a tres
doncellas, se encuentran a la entrada de una floresta con tres caballeros que les impiden el
paso a menos que confiesen que las tres doncellas que los acompañan son más hermosas
que las suyas. El premio son las doncellas de los vencidos, que se convertirán en amantes
de los ganadores si, realmente, son más hermosas que las que ellos llevan consigo, o, en
caso contrario, en siervas de éstas (cap. cxv). Como una variante al paso de armas, porque
no supone ningún impedimento al avance de los caballeros ventureros que se acerquen a él,
se da el desafío como consecuencia de un voto, que lanzan, respectivamente, el
acompañante desconocido de la duquesa de Baviera, a los caballeros que nieguen que ésta
es más hermosa que sus damas (caps. xxxvi-xxxvii), y el rey de Cores, quien para conseguir
la mano de la reina de Corite, deberá mantener durante un mes y con la fuerza de las armas
que ella es la más hermosa (caps. xc-xciii).
Los enemigos naturales del caballero en las obras hispánicas de ficción son los gigantes
o jayanes. A mediados del siglo XVI todavía se pensaba que podían haber sido los
antecesores de la presente humanidad (Pero Mexía, Silva de varia lección [I,1 y I, 26]; Antonio
de Torquemada, Jardín de flores curiosas [I: 152-156; III: 281]). El gigante aparece
profusamente en la literatura, desde el mesopotámico Poema de Gilgamesh (en la figura de
Humbaba o Huwawa) hasta los libros de caballerías, pasando por las composiciones
hesiódicas (Teogonía, Los trabajos y los días) y la mitología germánica, que hace de ellos los
adversarios primordiales de esa corte de dioses que es el Valhalla (Boyer, 1981: 50-54; Olao
Magno: 82, 189-197). En Florisel III abundan los jayanes o los caballeros que descienden de
ellos y que se les parecen físicamente porque son «membrudos» o «poco para jayán les
fallesce» (caps. vi, x-xii, xiii, xxii, xxiii, xxvi-xxx, xxxi, xliii-xliv, xlvii-xlviii, xlix-lii, lx-lxii, lxiv,
lxvii-lxviii, lxix-lxxi, lxxxiii, lxxxvii, xc-xcii, ci-cii, cxxii-cxxiii, cxxvi, cxxix, cxxxiv-cxxxv,
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Florisel de Niquea (tercera parte), edición de Javier Martín Lalanda (1999)
clxvi). En cierta ocasión Silva acude a la mitología griega, al hacer del rey de Gelda un
descendiente de los cíclopes (cap. lxxxiii). Es típico de estos desmesurados individuos el
modo en que se equipan para combatir: gran escudo, placas de acero que protegen su
loriga, lanza, hacha o cuchillo (no espada), y, también, que, en caso de verse apurados,
buscarán el combate cuerpo a cuerpo para aprovecharse de su mayor fuerza. Son altaneros,
desmesurados, groseros, pagados de sí, bravucones y lujuriosos (con excepción del jayán
Mandroco, que defiende el honor con la misma vehemencia que Amadís de Grecia, a quien
termina por rendir pleitesía [cap. xliv]). Su mayor insulto consiste en reducir a los caballeros
que los desafían al estado insignificante de «cosa», ya sea «astrosa», «captiva» o «vil».
Curiosamente, en cuanto se ven dominados por la ira, pero más frecuentemente por la
congoja, al sentirse heridos o pensar que morirán, desprenden un humo espeso por nariz y
boca (caps. xii, xxviii, lxvii, lxxxvii y ciii). Del mismo modo que no todos los gigantes son
malvados (ya lo hemos visto en Mandroco) no todas sus hembras lo son, incluso algunas
son bellas. La esposa de Mandroco, Gadalesa, es tan hermosa (cap. xliii, f. 56v) como la
jayana Briangia (cap. xc, f. 124v), y la condesa jayana de la Ínsula de Gazén se comporta
noblemente con su cautiva Niquea (cap. lxviii). Aunque estos casos suponen la excepción a
la regla, pues Batalasa, de la Ínsula de Garia, era «muy vieja, tanto que de raíces parescía
hecha» (cap. xxx, f. 38r); Baralasta fue despedazada por dos tigres con los que pensaba
vengarse de Amadís de Grecia (cap. lxii); Gregasta dio a luz al híbrido Cavalión (cap. lxxi).
Pero siempre que los personajes caballerescos se hallen desanimados o decaídos
físicamente o tengan que enfrentarse con adversarios que les son superiores, emplearán dos
recursos magistrales de los que sacar fuerzas de flaqueza: el ansia de fama y el ardimiento.
La obsesión por la fama, constante de la literatura castellana hasta el siglo XVII (Lida de
Malkiel, 1983: 259-269), no sólo es patrimonio de los caballeros sino también de las damas,
como muestra Sidonia en la arenga que, en la inminencia de una batalla crucial, dirige a sus
seguidores, instándoles a «en la fama dexar los cuerpos sin vituperio muertos en la tierra
fría, para mayor immortalidad de nuestro sacrificio» (cap. cxxvii, f. 169r), poco antes de que
Florisel de Niquea, ante la proximidad de un ejército desconocido, aconseje vender «antes
de nuestra certinidad las vidas por el precio que devemos a la fama» (cap. cxxxv, f. 179r). El
ardimiento, que es la sublimación del deseo amoroso en ardor guerrero, posee
connotaciones célticas (De Vries, 1975: 146). Viendo a sus damas durante el combate o
mencionando sus nombres en situaciones apuradas, los caballeros se esforzaban «porque
les creciessen más los coraçones e oviessen mayor vergüença de errar» (Segunda Partida, tít.
XXI, ley XXII, f. 75v). Así vemos que Daraida invoca a su enamorada Diana antes de
entrar en una habitación ardiente: «¡Ó, fuego que abrasas mi alma con la fuerça de mayor
fuerça de la hermosura de mi Diana, muestra el señorío que sobre todas las llamas y fuegos
tienes para, con la gloria que el alma en abrasarse en tales llamas rescibe, el cuerpo pueda
preservar del presente sacrificio!» (cap. lxx, f. 95r). Del mismo modo, Rogel de Grecia se
arroja a una sima llameante mentando a su enamorada, la infanta Leonida: «Mi señora,
rescebid el sacrificio del cuerpo para rescatar aquel que en el alma vuestra hermosura haze»
(cap. lxxxviii, f. 121v). Brianges ataca a su contrario con gran ardimiento al comprobar que
la infanta Grianda observa su combate (cap. cxviii, f. 158r-v), mientras que Florisel pide a
su esposa Elena que se engalane para el combate que le aguarda al día siguiente contra el
rey de Gaza (cap. vi, f. 9r).
Las damas y el amor
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Florisel de Niquea (tercera parte), edición de Javier Martín Lalanda (1999)
Si, en palabras de Andrés el Capellán, «toda cortesía procede del caudal del arroyo del
amor» (Keen, 1986: 50), habría que entender las proezas de los caballeros como una
consecuencia de su corriente, por lo general, impetuosa. Para ellos sus damas suponen una
hierofanía, la expresión de lo sagrado en el mundo material y visible, cuando no una
teofanía, la representación del propio Dios, no desprovista de connotaciones idólatras,
paganas o heréticas, como pone de manifiesto Amadís de Grecia al conocer la noticia de la
supuesta muerte de su esposa:
¡Ó, quién fuera de aquellos gentiles que no temían las almas, para poder la mía
sacrificar ante la mi diosa muerta! (cap. xxiii, f. 28v).
El profundo respeto de que las damas gozan en la sociedad caballeresca las lleva a que,
hallándose en apuros, pidan un «don» a quienes ostentan el poder de que ellas carecen, por
lo general caballeros, aunque también otras damas de alcurnia. Esta petición, cuya
formulación no se ciñe exclusivamente al bello sexo, y cuya negativa jamás se cuestiona,
debe relacionarse con una prescripción entre religiosa y mágica del mundo céltico, en
particular irlandés, la del geis, uno de cuyos significados es el de «apremio o exigencia» (Le
Roux y Guyonvarc´h, 1986: 132), que se transmite a Gales y posteriormente al mundo
artúrico y caballeresco (Cacho Blecua, 1979: 109-111). Se trata de un fértil recurso
novelesco, ya que la persona a quien incumba cumplir el don, por lo general caballero,
pasará por diferentes aventuras en su consecución, de suerte que la aparición en los libros
de caballerías de este motivo simboliza la súbita entrada del destino en su trama
argumental. Así se expresa la doncella que acude a la corte de Sidonia a pedirle un don, que
se resolverá en la Aventura del Cavalión:
–Mi señora y excelente reina de Guindaya, la fama de tu gran bondad e mi necessidad
a la tu corte me ha traído. Suplico a la tu grandeza por ti me sea un don otorgado,
con el cual será remediada toda mi cuita.
La reina aviendo lástima d’ella, pareciéndole bien, le dixo:
–Donzella, pedí lo que quisierdes, que yo’s lo otorgo.
–Muchas mercedes –dixo ella–. Pues, mi señora, el don que me avéis otorgado es que
mandéis a la vuestra estremada Daraida que luego mañana se parta comigo a
remediar mi necessidad (…) (cap. liii, f. 69v).
También Daraida pide por don a Florisel que la acompañe a la Ínsula de Guindaya para
luchar con ella por Sidonia, a lo que él accede (cap. cxiii). Pero es que antes Daraida, al
conceder un don a Sidonia, que fue precisamente que hiciera todo lo posible para traerle la
cabeza de Florisel y que luego le cortara a ella su propia cabeza, le pidió si ella podría
demandarle un don a su vez antes de entregarle dicha cabeza, a lo que Sidonia consintió
(cap. cv). De este modo, inerme Florisel ante Sidonia, Daraida exigirá que sea la propia
reina quien le taje la cabeza, consiguiendo así, al ser incapaz Sidonia de hacer tal cosa,
quedar ella, Daraida, liberada del cumplimiento de la segunda parte de su don: cortar la
cabeza a Sidonia después de muerto Florisel, lo que supone la conciliación de ambos (cap.
cxiii). Hay ocasiones, no obstante, que el sentido del don se pervierte al aplicarse a fines
inmorales, en cuyo caso no obliga, como cuando una doncella ligera pide por don a
Florarlán que la tome por amiga, a lo que el caballero, después de pasar por el juicio, en
absoluto parcial, de una dueña que también ha puesto sus ojos en él, se negará (cap. v).
También aparece el don en la fase final de un paso de armas, ya que el caballero aventurero,
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Florisel de Niquea (tercera parte), edición de Javier Martín Lalanda (1999)
una vez vencidos los defensores del mismo, debe pedir un don de forzoso cumplimiento
(suponemos que de carácter sexual) a cualquiera de las doncellas de Sardenia (cap. lxvi).
Aunque en la obra las doncellas se muestren recatadas en presencia de sus caballeros,
como apreciamos en las penas y «mortales desseos» que sufre Agesilao para conseguir con
su enamorada Diana el «estado de contentamiento», no es menos cierta la presencia de
doncellas y dueñas menos honradas que solicitan a las claras (o mediante extraños desvíos)
el amor de los caballeros, excepción hecha de los amores adúlteros de Filisel de Monte
Espín con la linda Marfiria, en lo que podría delatar el influjo de la Segunda Celestina, que,
como veremos más adelante, Silva debió de escribir, redactar o preparar en una fecha
próxima a la que escribió la que se está comentando, pues las escenas galantes de aquélla
son como una disonancia en el fondo caballeresco de ésta en que se insertan: la disputa
antes comentada entre la supuesta doncella y una dueña muy entrada en años por los
amores de Florarlán (cap. v); el modo en que el rey y la reina de Gelda se enamoran de
Daraida, suponiéndola, respectivamente, doncella y caballero, que les conduce a la locura
(caps. lxxx-lxxxiii); los amoríos de Rogel de Grecia con Sardenia primero (cap. lxvi), luego
con la doncella Agresta (cap. xcvi) y más tarde con la dama que se introduce en su cama
(cap. cxvi), amoríos que, según confiesa desvergonzadamente, le sirven para no sentir la
ausencia de su enamorada Leonida:
–No me habléis más en essas sandezes –dixo don Rogel.
–¿A qué llamáis sandezes? –dixo don Filisel.
–Por mucha lealtad de amor dexar de gozar de hermosas dueñas y donzellas en
cuanto ellas me quisieren; que éste me semeja mejor seso procurando cómo mi
señora no lo sepa (…) (cap. xcvi, f. 132v).
Súmese a lo dicho el atrevimiento de la doncella de Fraudador que se presta a liberar a
Daraida, pensando que es caballero y no doncella (cap. lvii), la argucia que otra emplea al
meterse en la cama de Amadís de Grecia, haciéndose pasar por su doncella-escudera
Finistea (cap. xlii), o, finalmente, la distinción que una tercera hace ante un Amadís de
Grecia que, así lo suponemos, finge una candidez de la que carece, entre «amor» y «amores»
(cap. xli), motivo repetido posteriormente en otro lance similar (cap. cxlvi).
Obsérvese que Silva aprovechará el arquetipo literario de la «tercera» en las figuras de
Lardenia, que media entre Agesilao y Diana, y Finistea, especie de conciencia crítica de
Amadís de Grecia, que le impedirá desistir de la búsqueda de Niquea y entregarse a la
ambigua Lucela, de suerte que, aún con Niquea fuera de la escena, la relación de fidelidad
de Amadís de Grecia con su esposa se mantiene gracias a Finistea. También se da en la
doncella Andreda, que avisa a la infanta Grianda del amor que por ella siente Brianges, y en
la doncella Marinda que tercia entre Rogel de Grecia y Sarcira, con lo que ambos caballeros
consiguen, tras una cita amañada por sus respectivas mediadoras, gozar de los favores de
sus damas (cap. cxviii-cxxi).
Todos los buenos caballeros suelen compartir su firme creencia en el motivo
platonizante de la identificación con el ser amado, aunque no falta el omnipresente
elemento paródico, como cuando Florisel libera de su prisión a un Darinel que pregunta
por la princesa Silvia, dando lugar a que aquél se burle de quien siempre se jactó de estar
convertido en ella o de llevarla consigo:
Mas Darinel estava tal que parescía cosa fuera de sentido, que sin duda muriera si
presto no le socorriesse.
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Florisel de Niquea (tercera parte), edición de Javier Martín Lalanda (1999)
Don Florisel, viéndole tal, le dixo:
–Amigo Darinel, ¿no me conosces?
–¿Qué es de mi Silvia? –dixo él.
–¿Tú no la tienes contigo? –dixo don Florisel (cap. xxx, f. 40v).
El amor que caballeros y damas se profesan suele culminar con el cumplimiento del
matrimonio secreto, donde cada uno de los contrayentes expresa verbalmente ante el otro
(por palabras de presente) que lo toma por cónyuge (Las Siete Partidas, Partida IV, tit. I, ley
II). Más adelante se concede igual validez a este desposorio por «palabras de presente» que
al matrimonio con cópula carnal (Partida IV, tit. II, ley IV), aunque se prohibe por las
consecuencias adversas a que podía dar lugar: enemistades, malos entendidos, deshonra,
etc… (Partida IV, tit. III, leyes IV-V). El matrimonio secreto guardaría su validez hasta
1564, cuando se aplican en España los decretos del Concilio de Trento y se define la
obligación de que el matrimonio se efectúe ante un representante de la Iglesia y bajo
testigos (Ruiz de Conde, 1948: 3-31). Curiosamente, esta práctica exclusivamente reservada
a los miembros de la clase caballeresca europea se asemeja a uno de los ocho diferentes
tipos de matrimonio que, en el hinduismo, permiten las Leyes de Manú, precisamente el
denominado «al modo de los Ghandarvas», practicado por los miembros de su clase
guerrera, la de los ksatryas (Leyes de Manú, III, 21, 23 y 26). En la presente obra, el infante
Rosarán, hijo de Perión de Gaula, se casa secretamente con la duquesa Silverna (todo
parece indicar que se emplean palabras de presente), con la condición impuesta por ésta de
no consumar el matrimonio hasta no disponer del consentimento materno (cap. xxxix, f.
50r). Amadís de Grecia intenta que la princesa Lucela se case en secreto con él («Suplico a
la vuestra merced que no queráis negarme, con limpieza vuestra, remedio mío»), pero ella
sólo le responde con palabras de futuro, que hablan de un futuro compromiso: «Respondo
que, con que con honra vuestra e mía se haga, yo os rescebiré por marido (…), con que vós
me llevéis al rey mi hermano, y con su voluntad y consentimiento se haga (…). Y hasta
estonces nós estemos como hasta aquí emos estado» (cap. xlvi, f. 60r). Él insiste, llegando a
sugerir que Anastasiana, la doncella de Lucela, sea su testigo: «Pues me avéis dicho que
casaréis comigo, que aquí, secretamente, Anastasiana nos dé las manos, y deis descanso a
mi coraçón, pues con tal prenda debaxo de toda honestidad lo podéis hazer» (cap. lix, f.
78v). La noticia de que Niquea aún vive pondrá fin a este juego de amor y desamor que
Silva había presentado a sus lectores en el capítulo vigésimo quinto de la primera parte de
Amadís de Grecia. Florarlán y Lardenia se comprometen por palabras de futuro (cap. xxi, ff.
26v-27r), que se resuelven en matrimonio por palabras de presente, a petición de la madre
de la propia Lardenia, hasta que Florarlán disponga de la aquiescencia de su madre para
realizar la ceremonia pública (cap. cix, f. 149r). Cuando Brianges de Boecia recibe las
manos de la Infanta de Esparta y le entrega las suyas queda casado secretamente con ella,
con lo que ambos pueden disfrutar de sus amores (cap. cxx, f. 161r). Rogel de Grecia
intenta obtener los favores de la infanta Leonida con palabras inciertas, ya que le promete
no tomar a otra por esposa, que no es decir que la toma por esposa en aquel momento.
Pero el conquistador fracasará con la que es su verdadero amor (cap. lxxxvii, f. 119v).
Los amores de Agesilao y Diana también se verían influidos a su final por los preceptos
del matrimonio secreto. Después de haberse desposado (esto es, prometerse por marido y
mujer) pública y fastuosamente en Guindaya, Agesilao sabe que, además, de acuerdo con
las leyes del matrimonio secreto, el disfrute mutuo les está permitido. Diana, a solas con él
dentro del Castillo Encantado de la Duquesa de Baviera, se resiste a Agesilao, aduciendo la
espera «hasta el tiempo que con el sacramento de nuestras bodas se permita en toda
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Florisel de Niquea (tercera parte), edición de Javier Martín Lalanda (1999)
honestidad de donzella» (cap. cxliii, f. 188v). Agesilao replica que puede tomar por fuerza lo
que desea: «Y pues con título de esposo se permite la fuerza por mi parte contra la fuerza
de vuestra voluntad (…)» (cap. cxliii, f. 188v). No obstante, respeta su decisión, pero sólo
momentáneamente, porque, al apartarla de su lado unas doncellas encantadas, va en su
busca y consigue la satisfacción de su derecho a pesar de las timoratas razones de Diana, de
suerte que, finalmente, ambos «bendecían a quien avía hecho el encantamento y dezían que
en mucho cargo le eran. Pues de tal manera passaron estos príncipes muchos días gozando
de la gloria de sus amores, servidos tan cumplidamente como su estado lo requería (…)»
(cap. cxliii, ff. 189v-190r).
De magos, encantamientos, profecías, sueños y prodigios
La confrontación de los caballeros con la esfera de lo sobrenatural les otorga una
dimensión metafísica que trasciende los límites de la cotidianidad y les acerca a la
inmortalidad propia de los mitos. Quizá la introducción de personajes y seres mágicos sea
el recurso más empleado a la hora de teñir de fantasía una obra caballeresca. Al hablar de
magia es inevitable hacer una distinción entre maléfica (magia negra) y benéfica (magia
blanca). La primera, condenada en Las Siete Partidas (Partida VII, tit. XXIII, leyes I, II y
III), es empleada por los hechiceros en asuntos de venganza o para lograr fines
inconfesables, por lo general bajo la forma de magia imitativa o analógica, llamada por J. G.
Frazer «homeopática», que precisa de una imagen de la persona a quien se quiere hechizar
(Luck, 1986: 44-45). Es el tipo de magia que practica la jayana Gregasta para mantener
encantados a Rosafar y Artifira, anulada cuando Daraida extrae la espada que mantenía
atravesadas las imágenes de dichos príncipes (cap. lxxi, f. 97). A ella también pertenece,
aunque sin el soporte de las figurillas, el encantamiento del mago Gandistines, que
convertía a tres hermosas princesas pérsicas en tres feas etiopias, y que sólo se podía evitar
con el casamiento de las jóvenes con el mago y sus dos hijos o con la muerte de la bestia
Leonça (cap. clviii, f. 208r). Otros encantamientos de la obra proceden de los ya clásicos del
Arco de Apolidón y Cámara Defendida (Amadís de Gaula, II, xliv; IV, cxxv) o de la Gloria
de Niquea y el Infierno de Anastarax (Amadís de Grecia, II, xxx, lxxxii), como el del Castillo
de la Duquesa de Baviera (cap. xxxviii-xl), o el de Belvista, que mantiene encantados a
Garianter y Danistea (caps. cxxii, cxxiv). Pero realmente son pruebas de amor diseñadas
para medir la fuerza amatoria de quienes las acometen, como las torres de Febo y de Diana,
conectadas mediante un pasadizo, que marcan el avance de los caballeros y damas que,
respectivamente, entran en ellas, según la bondad del amor con que aman. Ambas quedan
sin virtud mágica después de que Daraida y Rogel, entrando en la Torre de Febo y llegando
a la de Diana, luchen entre sí sin conocerse hasta caer exhaustos, y de que Agesilao,
dándose a conocer, recorra la torre de Febo acompañado de Diana (caps. cxxxvi-cxxxviii).
Y si Agesilao y Diana desencantan estas dos torres, luego, al desencantar a Rosarán y a
Silverna, quedan encantados a su vez hasta que los desencantan los mayores amadores del
mundo, o sea Amadís de Gaula y su esposa Oriana (caps. cxlii, cliv), anteriormente
desencantados por Rogel de Grecia y Leonida (cap. lxxxviii).
Los magos o «sabidores» más importantes del ciclo son Urganda y Alquife, que son al
Imperio Griego lo que Merlín al mundo artúrico, aunque pertenezcan a la tradición
renacentista de Marsilio Ficino, que recupera las figuras veterotestamentarias del mago-rey
Salomón y del rey-sacerdote Melquisedec, revistiéndolas de cierta aura neoplatónica que
procede de Plotino (Cardini, 1982: 16). A Urganda y Alquife, que, desde la poma mágica
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Florisel de Niquea (tercera parte), edición de Javier Martín Lalanda (1999)
instalada en su castillo de la Ínsula No Hallada (caps. lxxvi-lxxvii, clxvi), observan todo lo
que sucede en el mundo, se deben todas las aventuras de los príncipes griegos (cap. lxxv, f.
101v), a los que prolongan la vida cien años más mediante una conserva preparada con la
fruta del Árbol de la Vida del Paraíso Terrenal (cap. lxxvi). Ambos son quienes, con
apariencia de jayanes, acuden a defenderlos del ataque de cuatro sabios también
metamorfoseados en jayanes, amparados por doce gigantes enviados por el rey de Ruxia
(cap. clxvi), velando por ellos según el espíritu de las profecías que jalonan el ciclo de los
Amadises, auténtico hilo conductor del argumento sobre el que se van tejiendo los
diferentes episodios. En los libros de Silva las profecías remiten al anterior modelo
merliniano tal y como aparecen en el Baladro del sabio Merlín, que procede lejanamente de la
Historia Regum Britanniae. El desarrollo del argumento de Florisel III no es sino el
cumplimiento de tres profecías dejadas al final de la anterior entrega, debidas,
respectivamente, a Zirfea, Alquife y Urganda (Florisel de Niquea, II, lxiv, ff. 249v-250r), que
se refieren, en este orden, a Florarlán, Diana y Agesilao. La primera se cumple al encontrar
Florarlán a la princesa Lucenia (cap. iv, f. 6r). La segunda y la tercera se ven reforzadas por
las que dejaran el sabio Cinistides (cap. ii, f. 4v) y la maga Medea (cap. i, ff. 3v-4r),
verificándose más adelante, cuando Agesilao descabeza a un autómata cuyo rostro es igual
al de Florisel y recorre los pasadizos que conducen de la Torre de Febo a la de Diana,
siendo despertado de la inconsciencia que sigue a su combate con Rogel de Grecia por los
lamentos de su madre Alastrexera (caps. cxxxi, cxxxvi, cxxxvii y cxxxviii), aunque dichas
profecías ya fueran recordadas por Urganda en su Ínsula No hallada durante una
conversación mantenida con Alastraxerea (cap. lxxv, f. 102r), donde se especificaba
veladamente que Daraida debía perder su nombre para recobrar el de Agesilao y que la
espada que ganara en el episodio de Cavalión (cap. lxxi) pasaría a manos de Rogel de
Grecia. Como es usual en Silva, Florisel III se cierra con dos profecías de Urganda y Alquife
que pronostican lo que habrá de suceder en la siguiente entrega del ciclo (cap. clxx, f. 219r).
También encontramos en la obra el empleo de los sueños como elemento fantástico, en
particular del tipo denominado por Macrobio khrematismós, cuando al durmiente se le
aparece alguien importante que le revela lo que debe hacer, tipo de sueño que, si es dirigido
por la bondad divina, será llamado admonitio por Calcidio (Luck, 1986: 229-239). Al soñar
Alastraxerea que su esposo Falanges de Astra solicita su ayuda (cap. lxiii, f. 84r), se dirige a
buscarle y llega a tiempo de salvarle (cap. lxvii). Así mismo, Amadís de Grecia, que hace
planes para casarse con Lucela, recibe en sueños la advertencia de su esposa que le
confirma estar viva (cap. lxxiii, f. 99).
Según el bizantino Juan Lido, los prodigios indicaban una agresión a la naturaleza o a
sus leyes y se concretaban en la aparición de monstruos animales o humanos. Este tipo de
prodigios recibían el nombre de térata, que suscita una impresión de estupor o terror. Pero
el singular teras designaba un ser sobrehumano contrario a las leyes de la naturaleza por
nacimiento, hábitat o aspecto (Bloch, 1968: 24-26). En el universo mítico el monstruo
supone una alteración de la armonía original (Jourde, 1991: p. 184). Los más espantosos
son los seres híbridos, mezcla anarmónica de seres humanos y animales, como los
ciembrazos, hijos de Gea y Urano, o Tifón, hijo de Gea y Tártaro (Teogonía, 147-154, 820829), o de animales entre sí. Tanto en el ciclo artúrico castellano como en el ciclo de
Amadís, los seres híbridos (Marín Pina, 1993) –Bestia Ladradora (Baladro del sabio Merlín,
cxlv, cli-clii; Demanda del Sancto Grial, ccclxiv-ccclxvii) o Endriago (Amadís de Gaula, III,
lxxiii)– son el resultado de alguna prevaricación incestuosa. Silva se ajusta a este patrón al
describir a Cavalión (cap. lxix, f. 93r) y a la bestia Leonça (cap. clviii, f. 208r), muertos
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respectivamente por Agesilao y Rogel, aunque sin decirnos explícitamente si Leonça
procede de algún incesto.
El insistente mensaje ideológico
La caballería andante representada en las obras de Silva consigue captar para el cristianismo
a todos los pueblos que rodean el Imperio Griego, en sincretismo de los ideales
caballerescos con la idea de Cruzada. Se suponía que, debido a la intensa evangelización de
antaño, estos pueblos habían sido cristianos antes de convertirse en paganos. En la
literatura de la época hay numerosos y reiterados ejemplos que exhortan a los gobernantes
y príncipes cristianos a dejar sus diferencias para aunarse en la lucha contra el infiel,
primero moro después turco (Laberinto de Fortuna, ccliii-cclv; Sergas de Esplandián, cxxxix;
Relación de la batalla de Pavía de Alfonso de Valdés [Bataillon, 1991: 227]). La idea de
Cruzada desarrollada por Garci Rodríguez de Montalvo en las Sergas de Esplandián, que se
centra ficcionalmente en la defensa de Constantinopla ante los turcos, procede de las
reflexiones de Diego de Valera en su Memorial de diversas hazañas o de Fernando del Pulgar
en la Crónica de los Reyes Católicos (Fogelquist, 1982: 64). El mundo imaginario de Montalvo,
seguido y «cartografiado» exhaustivamente por Silva, que se desarrolla en una época
posterior al nacimiento de Jesucristo, pero anterior a la del rey Arturo (o Artur) de Bretaña,
define una translatio Imperii de Roma, decadente tras su caída ante los bárbaros, y su
conversión en poder religioso más que imperial, hacia Gran Bretaña, tópicamente la
máxima potencia militar de Occidente desde Geoffrey de Monmouth, y de ésta hacia
Constantinopla, por el asentamiento de los herederos de Amadís en tierras griegas. En este
ciclo, la idea de Cruzada se manifiesta en la conversión al cristianismo de los sucesivos
pueblos a medida que van siendo liberados del yugo de los paganos que los sojuzgaban, lo
cual tiene lugar después que sus gobernantes se bauticen, como sucede a los habitantes de
Dardania, una vez ser liberados por el Cavallero del Fénix (cap. xxi), o a los de Guindaya,
luego que Agesilao se compromete con Diana, a condición de que ésta y su madre se hagan
cristianas (cap. cxxxviii), o a los de Lemos, después de que Amadís de Gaula conceda a la
reina Cleofila la mano de Arlanges de España, siempre que ella se bautice (cap. cxlv), o a
los de la Ínsula Solisticia, después de resuelto el conflicto de amor y desamor que
embargaba a sus príncipes y princesas, que se hacen cristianos (cap. cxlix), etc… Silva llega
incluso a dar carácter de generalidad a este comportamiento, al anticipar al final de la obra
que uno de los hijos de Rogel de Grecia proseguirá esta labor militar-evangélica de sus
mayores:
(…) De donde salió de su ayuntamiento otro infante llamado don Argantes,
estremado en bondad, que después fue rey de Galdapa y por su fortaleza sojuzgó
todos los reinos comarcanos y los tornó a la fe de Cristo, quitando la vanidad de los
dioses (…) (cap. clxvii, f. 217v).
¿La redacción de la Parte tercera de la Corónica del muy excelente príncipe don
Florisel de Niquea tuvo lugar por 1534?
Las argumentaciones de Gayangos y Clementín que indicaban, respectivamente, para
Florisel III primeras ediciones de 1535 (Medina del Campo) y 1536 (Sevilla), fueron
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invalidadas por Eisenberg (Eisenberg, 1979: 49-50), pero la aparición de la primera de Silves
de la Selva de Pedro de Luján (Sevilla, Dominico de Robertis, 6 de noviembre de 1546) ocho
meses después de Florisel III (Sevilla, talleres de Juan Cromberger [éste ya fallecido], 6 de
marzo de 1546), y hasta ahora primera conocida, habla de la imposibilidad de que Luján
después de leerla publicara Silves de la Selva en dicho plazo. Esto, unido al hecho de que el
Caballero Metabólico del Cirongilio de Tracia de Bernardo de Vargas (Jácome Cromberger,
Sevilla, 1545) parece calcado del Fraudador de Silva, y no a la inversa, hace suponer que, o
bien existía una edición princeps de Florisel III anterior a la presente de 1546, o que dicha
obra circuló manuscrita bastante antes de su publicación, bebiendo tanto Luján como
Vargas de ella. Y, teniendo en cuenta la intertextualidad existente entre varios pasajes de
Florisel III y de la Segunda Celestina (Medina del Campo, Pedro Tovans, 1534), si Silva no
efectuó el autoplagio de una obra doce años después de ser compuesta, ambas tuvieron que
ser escritas por el mismo tiempo, después de la redacción de Florisel de Niquea (Valladolid,
Nicolás Tierri, 1532). Veamos la intertextualidad ya comentada sin agotarla. Cuando
Cervantes achaca la locura de Don Quijote al enrevesado estilo de Silva («Vendió muchas
anegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías en que leer (…);
ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva (…),
donde en muchas partes hallaba escrito: «La razón de mi sinrazón que a mi razón se hace
(…)»» [Don Quijote, I, i]), quizá se refiera a lamentos como el siguiente, de Sidonia al
quejarse de la infidelidad de Florisel: «¡Ó, amor, y para qué me quexo yo de tus sinrazones,
pues más fuerça en ti la sinrazón tiene que la razón!» (cap. ii, f. 4v), que se remiten a otros
anteriores: «¡Ó, amor, que no hay razón que en tu sinrazón no tenga mayor razón en tus
contrarios!» (Segunda Celestina, cena i).
Por otra parte, son innegables las siguientes similitudes entre ambas obras de Silva: 1º)
en el tema de la leyenda de Alejandro, que remite a la invocación a la Fortuna realizada por
Filipo de Macedonia al recibir juntas tres magníficas noticias, una de las cuales era el
nacimiento de Alejandro, para que dilate la aparición de las adversidades que seguirán a tan
gran prosperidad (cap. xlv, f. 58v; Segunda Celestina, cena xl); 2º) en los juegos de palabras
efectuados con «corredores» y «celadas», comunes a las palabras de Sigeril y Celestina
(Segunda Celestina, cenas xvi-xvii) y a las de Fraudador (cap. cxxviii, f. 171r.); 3º) en la
condición de «bien acuchillado» que aducen Filisel de Monte Espín (cap. cxliv, f. 190v) y
Pandulfo (Segunda Celestina, cena xvii); y 4º) en el sentido y forma de los siguientes versos
procedentes de sendos romances, en primer lugar el cantado por Arlanges de España y su
esposa (cap. cxlvii, f. 194v), y en segundo, indicado entre corchetes, el que declama Felides
(Segunda Celestina, cena xxxi): «clines de los cometas» [idem.], «los aires bullen las hojas» [«los
árboles se bullían/con el aire delicado»], «apartándole de aquella/(…)/como del alma
apartado» [«con vida apartada el alma/por avella allí embiado/donde por más la tener/es
délla el cuerpo apartado»]. Finalmente, las analogías antes indicadas entre los lances de
Fraudador y el Caballero Metabólico son las siguientes –los capítulos a la izquierda del
signo [/] se refieren a la presente edición, los de la derecha remiten al libro tercero de la
obra de Vargas–: robo de caballos (xviii/xii), supuestas aguas milagrosas (lvi/xiii), caballero
colgado de una almena (lxxvii/xiv) y castigo final del caballero burlón que queda
suspendido de un árbol (clxiii/xvi).
La presente edición
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Se edita el texto salido de la imprenta sevillana de Juan Cromberger el seis de marzo de
1546, conservado en la Biblioteca Nacional de Madrid bajo la signatura R-2541, hasta la
fecha primera edición conocida, a la que le siguieron la de Sevilla de 1551, debida a Jácome
Cromberger (B. Palacio Real I. C. 104), y la de Évora, sin fecha (próxima a 1580), a cargo
de los herederos de Andrés de Burgos (BNM R-2523). El texto se ha reproducido con la
mayor fidelidad posible al original, cotejándolo con las dos ediciones posteriores indicadas,
que le son inferiores por saltos de igual a igual y por añadidos y supresiones que no vienen
a cuento (en el caso de la de Évora), y restituyendo el orden numérico correcto en foliación
y capitulación, transcribiendo el signo tironiano como e, respetando las vacilaciones
vocálicas y la metátesis al uso de la época y señalando las vocales elididas mediante el
apóstrofo (’), aunque siguiendo la indispensable regularización de puntuación (se mantienen
los paréntesis originales), acentuación, aglutinación y separación de palabras según el uso
actual (pero conservando los arcaísmos, como empós, que equivale a la forma moderna, en
pos, o las aglutinaciones en que aparece el pronombre enclítico ge no reflexivo),
normalizando el uso de u, i (con valor vocálico) frente a v, j (con valor consonántico), el de
y con valor vocálico (excepto cuando posee el significado adverbial de allí, transcrito como
ý) y el de m ante las bilabiales b/p (por ser constante de hecho en el original), e
introduciendo tildes diacríticas para distinguir entre á (verbo)/a (preposición), só (verbo)/so
(adverbio), etc. así como en nós/nos y vós/vos, según que el pronombre cumpla función de
sujeto o de complemento. En lo que se refiere al diagrama qu- se ha mantenido su grafía
ante las vocales e/i, transcribiéndose como cu- seguido de a/o/u. El uso de la rr se ha
normalizado a r tanto al inicio de palabra como después de consonante. El grupo culto chha sido sustituido por las grafías c- o qu-; el th- aparece reducido a la dental t-, así como el
ph- a la fricativa f-. Las abreviaturas se han desarrollado sin indicación alguna, y el uso de
mayúsculas y minúsculas ha sido regulado según los actuales criterios de la lengua,
escribiendo (para descargar de prolijidad el texto) en minúsculas las palabras que denotan
autoridad o poder públicos (emperador, conde, etc...), lo que no sucede con caballero cuando
indica un sobrenombre (Caballero del Fénix). Las enmiendas al texto figuran como
adiciones y supresiones, contenidas, respectivamente, entre paréntesis cuadrados ([ ]) y
ángulos (< >). Finalmente, se ha procedido a la siguiente normalización en nombres
propios y topónimos: Alafonte (por 34r Alofonte), Aldarín (por 59v Alderina), Argines
(por 26v Argenes), Astibel (por 170v Astivel), Bazarán (por 34r Gazarán), Brosdolfo (por
39v Grosdolfo), Cinistides (por 46v Cenistides; por 122r Cenistedes), Dardania (por 26v
Dadarnia), Fenicia (por 170v Finicea), Gadalesa (por 56v Gadalessa; por 57r Gadaleza; por
110r Gadelassa), Galersis (por 172v Galarsis), Licurgo (por 13r Ligurgo), Lucendos (por
58r Lucendus), Mesopotamia (por 22r Mesopotania), Sardenia (por 212r Sardania; por 214r
Serdania), Serindo (por 156r Sirindo), Serracénica (por 172v Sarracénica) y Sirisia (por 194v
Siresia).
Javier Martín Lalanda
Universidad de Salamanca
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