El Estado Social en Europa, Luis Jimena Quesada

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El Estado Social en Europa
LUIS JIMENA QUESADA *
1. A MODO DE PREMISA: EL
ESTADO SOCIAL COMO
EXIGENCIA AXIOLÓGICA DE
INTEGRACIÓN EUROPEA
1.1. Los presupuestos teóricos y
fácticos del Estado social en
Europa
D
e entrada, acercarse al Estado social
en Europa presupone para nosotros
partir de la interdependencia recíproca entre la concepción del Estado y la
concepción de los derechos fundamentales
(Häberle) y, en paralelo, de la imbricación entre Estado social y derechos sociales (Abendroth). En este sentido, bajo un ángulo
teórico parece indudable que, si el Estado de
Derecho se ha venido afirmando como una
exigencia axiológica de orden mundial (Chevallier), con la consiguiente afirmación de
los derechos de libertad, tal ecuación debe
entenderse extensible a la realización del Estado social y los derechos sociales en el plano
internacional (Jimena), desde el momento en
que la Comunidad internacional ha incidido
en el principio de indivisibilidad, igual importancia y universalidad de todos los derechos
humanos (p.e. en la Conferencia mundial sobre derechos humanos en Viena, junio de
1993).
Sin embargo, como es conocido, dicha
ecuación no siempre ha existido, y ni siquiera
*
Universidad de Valencia. Departamento de Derecho Constitucional.
se ha generalizado hoy. Desde una visión diacrónica, la formal divisa revolucionaria francesa de libertad, igualdad y fraternidad
(aunque realmente consagrada en la Constitución francesa republicana de 4 de noviembre de 1848) sólo se plasmó en «Estado de
Derecho» y «derechos de libertad», para tras
la Revolución rusa de 1917 reformularse el
Estado como «social» y ponerse el énfasis en
los «derechos sociales o de igualdad», cabiendo hablar finalmente después de la Segunda
Guerra Mundial de «Estado democrático» y
«derechos de solidaridad o de la era tecnológica».
En este sintético y quizá simplista decurso, la idea formal y material de mayor complejidad recae en el Estado social. En cuanto
a su formulación teórica, la introducción del
calificativo «social» en la comunidad política
tuvo que hacer frente, en un primer momento, a posturas anti-estatalistas (frente al Estado —marxismo—) y estatalistas (desde el
Estado), siendo éstas las que finalmente
triunfaron en Europa, y de ahí el asentamiento de la noción «Estado social»: en puridad, la expresión la acuñó Herman Heller (en
su obra Rechtsstaat oder Dictatur?, 1929),
quien militó en el partido socialdemócrata alemán (y pretendió con ella dotar de contenido
normativo social a la Constitución de Weimar de
1919), si bien se ha llamado la atención asimismo sobre la idea de Monarquía «social» o Estado
social monárquico lanzada por Lorenz von
Stein (y su reformismo conservador tendente
a mantener las instituciones tradicionales
a través de ciertas medidas —más próximas
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a la deontología de la distribución que de índole normativa— que silenciaran a las clases
sociales más precarias). En lo que se refiere a
la plasmación real de la fórmula «Estado social», ésta se incluyó con fuerza normativa
por vez primera en la Ley Fundamental de
Bonn de 1949 (artículos 20 y 28) asociada al
sistema de derechos fundamentales, visión
que pugna con la inexistencia de tal concepción (y la ajenidad de la noción «Estado social») en Estados Unidos, en donde la idea
de «justicia social» tiene que ver con postulados éticos, sociológicos y políticos (pero en
modo alguno normativos y, menos aún, conectados con la realización de los derechos sociales) bastante diferentes (Th.Spragens, D.
Tietjens Meyers): mientras en Europa, el adjetivo social supone incremento del intervencionismo estatal para la satisfacción de
mayores cotas de igualdad, incluso reconociendo prestaciones sociales como verdaderos derechos subjetivos, en Estados
Unidos se sigue poniendo el acento en la
tradición liberal, entendiendo que el Estado debe inhibirse en tal ámbito y sólo procurar una «paz social» ligada, no tanto a la
satisfacción de derechos sociales sino al goce
de derechos de libertad en condiciones de seguridad y no delincuencia (con un entendimiento grosso modo en tal clave de las
personas sin recursos, en lugar de efectuar
una lectura en términos de lucha contra la
exclusión social).
Sólo esta complejidad en su origen y evolución puede llevar a entender la precedencia
en el tiempo del reconocimiento constitucional de los derechos sociales a la fórmula del
Estado social, como ocurrió con la Constitución mejicana de Querétaro de 1917 (introductora del constitucionalismo social), con la
alemana de Weimar de 1919 o la española de
la segunda república de 1931. Lógicamente,
la falta de articulación o vertebración de las
formas estatales en ambos casos latinos, y la
prevalencia de la extrema derecha en los ámbitos políticos influyentes en el caso germano
(no sólo los detentadores del poder, sino la
14
Justicia constitucional y la doctrina científica) impedían hacer efectivos esos derechos
sociales constitucionalmente proclamados o,
dicho de otro modo, todavía no era una realidad el binomio derechos sociales-Estado social. Este binomio, como hemos avanzado, sí
se contempla con fuerza normativa en la
Constitución alemana actual de 1949 (artículos 20 y 28), de donde España importó la fórmula del Estado social para incluirla en el
artículo 1 de nuestra Carta Magna de 1978.
Así, en el caso español, la jurisprudencia del
Tribunal Constitucional ha tenido reiteradamente en cuenta el carácter vinculante de la
fórmula Estado social poniendo de manifiesto
su importancia como punto de referencia interpretativo (García Pelayo) y, por añadidura,
la efectividad lograda por los «principios rectores de la política social y económica» se ha
alejado afortunadamente de la manera restrictiva en que los concibió nuestro constituyente (De Castro).
Aun con todo, esa complejidad en la génesis y desarrollo del Estado social, así como
el neoliberalismo imperante en la Unión
Europea y a nivel mundial (pensamiento
único), deben seguir estando presentes a la
hora de comprender adecuadamente cláusulas a priori incompatibles, como el reconocimiento de «la libertad de empresa en el
marco de la economía de mercado» (artículo
38 de la Constitución) y el establecimiento
por los poderes públicos de «los medios que
faciliten el acceso de los trabajadores a la
propiedad de los medios de producción» (artículo 129.2 de la Constitución): así, la
mundialización supone un reto para el Derecho Constitucional actual (De Vega). Por
supuesto, ni cabría extremar a partir de esta
cláusula aparentemente marxista el alcance
del calificativo social del Estado interviniendo públicamente toda la economía (para algunos, sin perjuicio del artículo 38, el mercado
libre sería una garantía institucional no susceptible de desconocerse so pena de incurrir
en inconstitucionalidad), ni sería dado situarse en el extremo opuesto de liberalizar abso-
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lutamente todos los sectores (en este caso,
privatizar todo el sistema de la Seguridad Social devendría contrario al artículo 41 de la
Constitución cuando conmina a los poderes
públicos a mantener un «régimen público»).
Con tal orientación, la interpretación de la
fórmula Estado social y democrático de Derecho ha de ser integral (Garrorena), sin menoscabo de ninguno de los tres calificativos
estatales. Otra cuestión es que cada Gobierno
de turno, en ejercicio de la función de dirección política (artículo 97 de la Constitución)
oriente más su actuación hacia un calificativo
o hacia otro, siendo complejo poner etiquetas
genéricas a cada equipo gubernamental:
como muestra de ello, recordemos la crítica
vertida sobre el último Gobierno socialista
como ejecutor de políticas «de derecha» y, al
contrario, la puesta en marcha de políticas
sociales y buen entendimiento con los sindicatos del posterior Gobierno popular. Al fin y
al cabo, el Estado social no pretende negar los
postulados del Estado liberal, sino reformularlos para hacer posible que la libertad y la
igualdad sean reales y efectivas (según la
cláusula social de progreso o de igualdad material del artículo 9.2 de la Constitución) en
esta nueva fase del capitalismo desarrollado
que incluye un también nuevo modo de interrelación entre economía y política, y que, por
tanto, demanda las correspondientes adecuaciones del Estado (De Cabo).
En este panorama entendemos, en definitiva, que la virtualidad actual del Estado
social en Europa pasa por, en una acción
coordinada con las instituciones europeas y
regida por el principio de subsidiariedad,
propiciar la creación de un espacio social
europeo como subsuelo o base estandarizada del Estado social, desde dos perspectivas
convergentes y compatibles, a saber: la realización de los derechos sociales, como objetivo de la democracia social a la que
apunta el Consejo de Europa (a través, básicamente, de la Carta Social Europea de
1961), y como exigencia de la política de cohesión económica y social de la Europa comuni-
taria. Estado social y Europa social se fundirán así en una misma realidad, por más que
la vis atractiva de la Unión Europea y del sistema neocapitalista prevalente en ella se
vean enormemente afectados por la economía
y la política norteamericanas: la necesaria
referencia del dólar en el primer caso, y la influencia de la política exterior y de defensa en
el segundo son buenos botones de muestra
de lo que se expone, y de cómo sigue teniendo vigencia la frase coloquial según la cual
cuando Estados Unidos se resfría, Europa estornuda.
1.2. Los compromisos sociales
asumidos en el ámbito del
Consejo de Europa
Si nos ubicamos en el foro europeo por
excelencia, nos percataremos de que el reseñado principio de indivisibilidad de los
derechos y libertades dista de ser aplicado
corrientemente. No deja de llamar la atención la circunstancia de que el Consejo de
Europa tenga como criterio para admitir a
nuevos Estados miembros que éstos acepten el Convenio Europeo de Derechos Humanos de 1950 (en adelante, CEDH), y no
en cambio la Carta Social Europea de 1961
(CSE): en nuestra opinión, tal aceptación
debería ser una condición ineludible, como
sugirió la Asamblea Parlamentaria del
Consejo de Europa en su Recomendación
1168 (1991) de 24 de septiembre de 1991,
relativa al futuro de la Carta; por lo demás,
uno de los objetivos del Consejo de Europa es
facilitar el «progreso económico y social» de
sus Estados miembros (artículo 1.a de su Estatuto).
Con carácter adicional, a la problemática
de la indivisibilidad de los derechos, se une
otra circunstancia que justifica el énfasis en
este tratado «hermano» del Convenio de
Roma de 1950: nos referimos a su desconocimiento. En efecto, casi treinta años después
de su firma en Turín, la Asamblea del Consejo de Europa, tras subrayar el alcance de la
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Carta como instrumento de progreso social,
resaltó que todavía no era bastante conocida
ni entre los medios interesados (los interlocutores sociales -empleadores y trabajadores,
básicamente-), ni entre el gran público; por
ello, hizo un llamamiento a los Gobiernos
para que incrementaran la información sobre
la Carta, implicando a los medios de comunicación en la medida de lo posible. Mucho nos
tememos que, a punto de celebrarse el cuarenta aniversario de la Carta en 2001, ese
diagnóstico no se ha tornado más positivo u
optimista.
El Tratado de Maastricht de 1992, sobre
decantarse positivamente por incluir el respeto del CEDH en el articulado (además de
en el Preámbulo), suprimió en contrapartida toda referencia a la CSE. Al margen de
tan notoria supresión, los objetivos sociales de la Unión quedaron desplazados del
texto articulado del Tratado de Maastricht, para incluirse básicamente en dos
Protocolos anejos al mismo: el Protocolo
sobre la política social (con cláusula de
salida o de opting out por parte del Reino
Unido) y el Protocolo sobre la cohesión económica y social.
1.3. Las exigencias sociales
derivadas de la pertenencia a
la Unión Europea
La fluctuación positiva vino de la mano de
la tercera gran reforma de los Tratados constitutivos, el Tratado de Amsterdam de 1997,
que recuperó la referencia a la CSE de 1961
(junto a la Carta comunitaria de los derechos
sociales fundamentales de los trabajadores
de 9 de diciembre de 1989) en el articulado
del Tratado constitutivo de la Comunidad
Europea, concretamente en el artículo 136,
incluido en el Título XI («Política social, de
educación, de formación profesional y de juventud»). La Carta comunitaria fue adoptada
en el Consejo Europeo de Estrasburgo, celebrado los días 8 y 9 de diciembre de 1989, por
todos los países miembros de la Comunidad
en aquel momento (doce), a excepción de Reino Unido. En cualquier caso, hemos de insistir en que la Carta social europea del Consejo
de Europa y la Carta comunitaria no son incompatibles, sino complementarias (Clapham). Pese a todo, el limitado alcance jurídico
de la Carta comunitaria haría aconsejable
que se planteara, de la misma forma que se
ha efectuado —aunque sin éxito— respecto al
CEDH, la adhesión de la Comunidad a la
CSE de 1961, como fue sugerido en el pasado
por la Asamblea Parlamentaria del Consejo
de Europa, con la adopción de la Resolución
915 (1989) de 9 de mayo de 1989.
La Comunidad Europea, pese a ser esencialmente económica, establece como objetivo
en el Preámbulo de su Tratado constitutivo
(tras la redacción dada por el Tratado de
Amsterdam en 1997) «el progreso económico
y social de sus respectivos países», fijando
además «como fin esencial de sus esfuerzos la
constante mejora de las condiciones de vida y
de trabajo de sus pueblos», designios que ya
estaban presentes en el Tratado CEE de
1957. La primera gran reforma de los Tratados constitutivos, llevada a cabo por el Acta
Única Europea de 1986, amplió la originaria
visión socio-económica, en una doble dirección: por una parte, introduciendo en un ambicioso Preámbulo una expresa referencia a
la Carta Social Europea de 1961, así como a
la igualdad y a la justicia social. Por otra parte, añadiendo en el anterior Tratado CEE un
nuevo título V, relativo a la «cohesión económica y social», que se completaba con tres
vías adicionales para dotar de mayor contenido social al mercado interior: la armonización
legislativa en materia de condiciones de trabajo, el desarrollo del diálogo social, y la reducción de las diferencias socio-económicas
entre regiones para conseguir la cohesión
económica y social del conjunto de la Comunidad.
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Las propuestas de atención a la CSE no
resultan nada desdeñables pues, pese a los
avances sociales incluidos en el Tratado de la
Unión Europea tras la reforma de Amster-
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dam en 1997 (así, se apuntan como fines de la
Unión en el artículo 2 «un alto nivel de empleo y protección social», «la igualdad entre el
hombre y la mujer», o «la cohesión económica
y social»), no deja de ser ilustrativo que tales
fines enunciados en el artículo 2 queden supeditados en el artículo 4 TUE al «respeto
al principio de una economía de mercado
abierta y de libre competencia». Esta opción por una economía liberal de mercado
deja frecuentemente muy poco espacio a lo
social, y contrasta con el último Proyecto de
Constitución de la Unión Europea de 9 de
febrero de 1994 (proyecto «Herman») en
cuyo artículo 2 se proclamaba como uno
de los objetivos de la Unión «desarrollar
un espacio jurídico y económico sin fronteras interiores regido por el principio de la
economía social de mercado». Este modelo
de «economía social de mercado», cuya existencia se reconoce también en España como
trasunto económico de la fórmula política del
Estado social y democrático de Derecho español, conlleva ineludiblemente el reconocimiento y defensa de los derechos sociales.
Por ello, el Proyecto Herman, en coherencia
con la proclamación de tal principio, recogía congruentemente en el Título VIII («Derechos humanos garantizados por la
Unión») una serie de derechos sociales: protección de la familia (punto 7), derecho al trabajo (punto 11.a), derechos sociales colectivos
(punto 12), protección social (punto 13), y derecho a la educación (punto 14).
Después del Tratado de Amsterdam, y
trasladados a nuestros días, la parca o incluso nula voluntad política de los Estados
miembros para avanzar por la vía del Estado
social en Europa, por la vía de la Europa social, ha quedado evidenciada tras la cumbre
de Niza de diciembre de 2000 con la que se cerraba la Presidencia semestral francesa de la
Unión Europea, presidencia de turno que paradójicamente tenía como uno de sus núcleos
del Programa de actividad la cohesión social.
En el reciente Consejo Europeo de Niza, los
Quince se han limitado a firmar, como mera
proclamación o declaración política, la Carta
de derechos fundamentales de la Unión, sin
alcance jurídico o vinculante alguno y, por
tanto, aplazándose la eventual aprobación de
un catálogo de derechos y libertades que haga
las veces de parte dogmática de una Constitución europea; y, con ello, postergándose la
realización de una serie de derechos sociales
incluidos especialmente bajo los capítulos
tercero («Igualdad») y cuarto («Solidaridad»)
de dicha Carta de la Unión, entre ellos: derechos del menor, de las personas mayores e integración de las personas discapacitadas,
derecho a condiciones de trabajo justas y
equitativas, seguridad social y ayuda social,
etc.
Llegados a este punto, y retomando nuestra postura de conectar Estado social y derechos sociales con la integración europea,
podemos enfatizar que los derechos fundamentales son punto de partida para participar en los procesos económicos, políticos y
culturales, y en tal sentido son una componente de integración; se refieren a la economía, a la política y a la cultura (Häberle).
Vamos a ser consecuentes en las próximas líneas con estos criterios.
2. LAS COORDENADAS
ECONÓMICAS DEL ESTADO
SOCIAL EN EUROPA
Sin ser necesario hacer gala de demasiados conocimientos matemáticos, es obvio que
el avance del Estado social y de las prestaciones que lleva aparejada la realización de los
derechos sociales posee un coste financiero o,
dicho en otros términos, todo progreso social
tiene su correlación económica. Esto significa
que ese pretendido progreso debe ser sufragado, en esencia, por el propio Estado o por
los empresarios, lo cual conllevará naturalmente un aumento de precios compensatorio
del gasto social. Y, siguiendo el razonamiento,
esa subida de precios hará perder competitividad comercial internacional al país que intenta avanzar socialmente si no convence a
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los demás países de su entorno para que
afronten un progreso análogo. Esta lógica estuvo presente en los autores de la Carta Social Europea cuando la elaboraron en 1961, y
no está ausente en la adopción de medidas
como la reducción de la jornada laboral a
treinta cinco horas semanales a escala de la
Unión Europea.
En consecuencia, la cuestión relativa a la
previsión del coste matemático de la puesta
en vigor de una Ley y de su viabilidad financiera (la denominada técnicamente como «factibilidad») adquiere especial relieve cuando nos
hallamos ante medidas legales de corte social y
económico, y ello tanto si se trata de concertar
una nueva medida de integración social europea, como si un país persigue adecuarse a
unas medidas sociales que ya están aplicándose en los países vecinos. En estos términos
de cálculo económico y en la esfera del Estado
social en que nos movemos, es menester destacar la Ley 39/1999 de 5 de noviembre para
promover la conciliación de la vida familiar y
laboral, en cuya Exposición de Motivos se subraya que «con la finalidad de que no recaigan sobre los empresarios los costes sociales
de estos permisos, lo que podría acarrear consecuencias negativas en el acceso al empleo,
especialmente de la población femenina, y
como medida de fomento del empleo, el capítulo V prevé reducciones en las cotizaciones
empresariales a la Seguridad Social por contingencias comunes, siempre que se contrate
interinamente a desempleados para sustituir
al trabajador o trabajadora durante los períodos de descanso por maternidad, adopción o
acogimiento».
En este ambiente, sin perjuicio de la concepción o el sesgo concretos con que se acometa el Estado social, lo que queda fuera de toda
duda es su faceta como Estado de tributos:
efectivamente, el Estado social consigue sus fines por obra de su función impositiva; a través
del sistema de tributos procede a una nivelación social tendente a corregir los desequilibrios que desfavorecen a los grupos más
vulnerables, es decir, redistribuye la riqueza.
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Con carácter añadido, con el monopolio en la
iniciativa de elaboración de los Presupuestos
Generales del Estado, cada Gobierno se sitúa
en condiciones de determinar lo que podríamos denominar factibilidad global de las Leyes, es decir, la posibilidad desde el punto de
vista financiero de las leyes potencialmente
adoptables por el Parlamento o, lo que es lo
mismo, el margen de maniobra global del
Parlamento para legislar. De todas maneras
ese fortalecimiento del Ejecutivo en detrimento del Legislativo es nota característica
del advenimiento del Estado social, con la
emanación de leyes administrativizadas o el
contínuo quehacer normativo-legislativo del
Ejecutivo suplantando a veces al Legislador,
ya sea por el uso ordinario de los Decretos-leyes o por la frecuente delegación legislativa
del Parlamento para que el Gobierno edicte
Decretos-Legislativos: así, la mayor presencia del Ejecutivo ha venido condicionada en
gran medida por el progreso de la técnica y el
nuevo modo capitalista de acumulación típico
del modelo postsocial del Estado (Porras Nadales).
Pero, sobre todo, la Ley anual de Presupuestos se erige en el instrumento determinante de la política social de los poderes
públicos: así, por quedarnos con los ejemplos
más recientes, los Presupuestos Generales
para el año 2000 (aprobados mediante Ley
54/1999 de 29 de diciembre) fueron presentados por el Gobierno del Partido Popular
como los más «sociales» de la historia. Por
otro lado, mediante la Ley de acompañamiento de dichos Presupuestos (Ley 55/1999
de 29 de diciembre) se aprobaba un considerable paquete de medidas sociales a través
de la modificación, en distintas disposiciones
adicionales, de numerosas leyes del orden
social (de hecho, la denominación oficial de
dicha Ley 55/1999 es «de medidas fiscales,
administrativas y del orden social»). En fin, la
más reciente Ley 13/2000 de 28 de diciembre
de Presupuestos Generales del Estado para
el año 2001, que presenta la particularidad
de referirse al último ejercicio que se elabora
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teniendo como unidad de cuenta la peseta a
causa de la introducción del euro como moneda de curso legal única en enero de 2002, recoge —según su Exposición de Motivos—
«normas de importancia en materia de financiación de la Seguridad Social».
Por último, como ha sido indicado utilizando expresión de Fortshoff, la procura existencial no se agota en las medidas tomadas en
favor de las clases necesitadas, sino que se
extiende a la generalidad de los ciudadanos, ya que a todos alcanza la menesterosidad social y a todos afecta la estabilidad
del sistema neocapitalista (Sánchez Ferriz). Este planteamiento se entiende mejor
si, situados en la órbita de la integración
europea, reparamos en que ahora las medidas pueden ir destinadas incluso a un sector del empresariado (el sector, por así
decirlo, «más necesitado»). Nos explicamos: si pensamos en el mercado interior
sin fronteras de la Comunidad Europea, la
realización de la libre concurrencia y de las
distintas libertades de circulación podría
conducir a situaciones de desigualdad de la
pequeña y mediana empresa en relación al
gran empresario comunitario, por lo que se
podrían arbitrar formas de subvención en
favor de aquéllas. Obviamente, también habría que controlar estas ayudas estatales,
para que la acción de los poderes públicos
no anulara las citadas libertades. De manera indirecta, lógicamente, las medidas
también repercutirían de forma positiva
en los trabajadores, especialmente si tenemos en cuenta que en la mayoría de los
países (y España entre ellos) prevalece la
pequeña y mediana empresa sobre la de
gran tamaño y que, por tanto, aquéllas ocupan a un gran número de empleados (cfr caso
Reino de España contra Comisión de las Comunidades Europeas de 1994, sobre ayudas
financieras otorgadas por un Estado miembro a empresas públicas del sector textil y del
sector del calzado).
3. LAS COORDENADAS JURÍDICOPOLÍTICAS DEL ESTADO SOCIAL
EN EUROPA
3.1. El Estado social desde un
enfoque europeo horizontal:
constitucionalismo comparado
y jurisprudencia constitucional
española
3.1.1. El Estado social visto desde las
Constituciones europeas de
nuestro entorno
En primer lugar, se impone destacar los ya
mencionados artículos 20 y 28 de la Ley Fundamental de Bonn de 1949, en cuanto inspiraron al constituyente español al consagrar
la fórmula del artículo 1.1 de la Constitución
de 1978. El artículo 20.1 acoge la fórmula del
Estado federal democrático y social, y el artículo 28.1, la del Estado de Derecho social y
democrático.
Por otro lado, aunque otros Textos constitucionales de países vecinos (como Italia,
Portugal o Francia) no acojan expressis verbis la fórmula «Estado social», la doctrina
no ha vacilado en reconocer su existencia
real en los principios y derechos sociales inscritos a nivel constitucional: así se ha afirmado respecto de la Constitución italiana de
1947 (Mortati), cuyo artículo 3.2 sirvió de
modelo asimismo al constituyente español
de 1978 para redactar la cláusula de progreso y de igualdad sustancial, real o efectiva,
del artículo 9.2 de nuestra Norma Suprema
de 1978.
En tercer lugar, tampoco debe infravalorarse la solución constitucional «social» introducida por Portugal en su Ley Suprema de
1976, entre cuyos «Principios fundamentales» figuran dos preceptos de amplio alcance,
que además de encabezar el texto constitucional lo dotan de una extraordinaria sustancia.
El artículo 1º de la Constitución portuguesa
vigente, según han comentado los autores lusos, retoma en clave contemporánea la clási-
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ca fórmula emancipadora de la Revolución
francesa: libertad, igualdad y fraternidad (solidaridad). Por su parte, el artículo 2º alberga
para la doctrina portuguesa más autorizada
la idea del Estado social en los términos «democracia económica, social y cultural», que
se traduce esencialmente en la responsabilidad pública de promocionar el desarrollo
económico, social y cultural, en la satisfacción de niveles básicos de prestaciones sociales para todos y en la corrección de las
desigualdades sociales (J.J. Gomes Canotilho, y V. Moreira).
Finalmente, no es ocioso referirse al ejemplo francés que, pese a no contar expresamente con la cláusula del Estado social en la
Constitución actual de la V República, de 4 de
octubre de 1958, sí define Francia como «una
República indivisible, laica, democrática y social»; conforme al último adjetivo, los poderes
públicos franceses han llevado a cabo una
amplia tarea de favorecimiento de condiciones efectivas de libertad y de igualdad con la
introducción en 1988, por ejemplo, de la renta
mínima de inserción (revenu minimum d’insertion), posteriormente recortada con el plan
Juppé en 1995 bajo el pretexto de los criterios
de convergencia económica con los demás
países miembros de la Unión Europea. En
cualquier caso, en determinados momentos,
los propios ciudadanos franceses —lógicamente, quienes contribuyen y denuncian a
los parásitos del sistema— han llegado a reconocer que el Estado es «demasiado asistencial».
3.1.2. Apuntes sobre jurisprudencia
social del Tribunal Constitucional
español
El Tribunal constitucional español ha
configurado un cuerpo jurisprudencial interpretando la fórmula estatal española a
través de la imbricación entre el artículo
1.1 y la cláusula de progreso del artículo 9.2
de la Constitución, lo que ha evitado un exclusivo «rapto capitalista» (Garrorena) del ca-
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lificativo «social» del Estado, pese a la línea
de austeridad económica impuesta por la integración económica europea: la doctrina de
la irreversibilidad de las conquistas sociales
conseguidas quizá configure el ejemplo más
marcadamente progresista de tal jurisprudencia. En síntesis, el principio constitucional del Estado social (artículo 1.1) ha ido
modelando su contenido gracias a la cantera situada en los artículos 9.2 y 14 de la
Constitución: tales fuentes han sido explotadas a través de una labor progresiva y
transformadora, respectivamente. A tenor
de la primera, los avances experimentados
en favor de determinadas categorías sociales no pueden sufrir retroceso sin causa justificada (STC 81/1982). Según la segunda,
los poderes públicos han de adoptar medidas positivas para corregir desequilibrios y
disfuncionalidades que perjudiquen a los
más desfavorecidos (STC 128/1987), doctrina que ha permitido avances en la conocida
como «discriminación positiva» o «discriminación inversa» en favor de la mujer y debe
servir como punto de arranque para ulteriores desarrollos que conformen un antídoto jurídico-político frente a la «violencia de
género».
Lo anterior no puede considerarse sino
corolario de la consecuencia más decisiva
extraída por nuestra Jurisdicción constitucional, consistente en reconocer la normatividad de los principios (fines) rectores de la
política social y económica del Capítulo III
del Título I, utilizando para ello la fórmula
estatal del artículo 1.1 y la cláusula de progreso del artículo 9.2 de la Constitución. En
este sentido, el artículo 50 de la Constitución
(en relación a la pensión de jubilación), por
ejemplo, ha podido ser protegido mediante el
recurso de amparo (pese a no hallarse comprendido formalmente en el núcleo ultratutelado por esta vía) en combinación con el
artículo 14 del Texto Constitucional (STC
19/1982). Así, este precepto sobre la igualdad
permite que un fin de política económica y social vaya más allá de la simple información
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de la práctica judicial, para convertirse en
«criterio de interpretación preferente» (artículo 53.3 de la Constitución).
Por otra parte, merced a la interpretación
del Tribunal Constitucional, algunos derechos de libertad han sido dotados de un eminente contenido social, lo que revela el ya
reseñado carácter integrador de la fórmula
«Estado social y democrático de Derecho» y
ha dado pie para diferenciar entre derechos
fundamentales prestacionales propios del Estado social (no necesariamente derechos de
los trabajadores con una visión exclusivamente «laboralizada» —Freixes Sanjuán—) y
derechos fundamentales de libertad con faceta prestacional, es decir, derechos de libertad
que han sido dotados de un contenido social
subsidiario (Cossío Díaz). Podemos recordar,
como significativos de estos últimos, los casos
sobre prestación de asistencia religiosa por
parte del Estado (STC 24/1982, en relación
con el artículo 16 de la Constitución); sobre
asistencia gratuita de letrado (STC 42/1982,
relativa al artículo 24.2 de la Carta Magna), o
sobre administración forzosa de alimentos a
presos en huelga de hambre (STC 120/90, referente a los artículos 15 y 17 del Texto Constitucional).
Finalmente, si examinásemos los procesos de inconstitucionalidad sustanciados
hasta el presente, comprobaríamos que una
buena parte de ellos ha versado sobre normas de contenido social (p.e. STC 20/1985
sobre inconstitucionalidad del concepto de
sindicato más representativo previsto en el
Estatuto de los Trabajadores en relación
con determinadas disposiciones de la Ley
9/1983 de Presupuestos Generales del Estado para el ejercicio 1983), del mismo
modo que en un gran número de procesos de
amparo se vienen sustanciando conflictos
sociales (p.e. STC 224/2000 sobre supuesta
vulneración de los derechos a la libertad
sindical y a la igualdad en la negociación de
ámbito estatal con los sindicatos más representativos).
3.2. El Estado social a la luz de la
jurisprudencia de los órganos
protectores del Consejo de
Europa: en especial, la
jurisprudencia de control de la
Carta Social Europea
Indudablemente, el instrumento normativo más conocido del Consejo de Europa es el
Convenio Europeo de 1950, gracias a su mecanismo protector, el Tribunal Europeo de
Derechos Humanos (TEDH). En efecto, pese
a que este Tratado europeo se configure básicamente como instrumento de democracia
política y reconozca derechos cívico-políticos
o derechos de libertad, ya en 1950 se incluyeron en él algunos derechos de contenido social, como la prohibición del trabajo forzoso
(artículo 4) o el derecho de sindicación (artículo
11). Además, la jurisprudencia del TEDH, haciéndose eco del principio de indivisibilidad, subrayó en el caso Airey contra Irlanda de 1979
que no cabe hablar de compartimentos estancos entre derechos cívico-políticos y derechos
socio-económicos, pudiendo los derechos convencionales poseer prolongaciones sociales.
Precisamente, como prolongación de esta
idea, la labor pretoriana del TEDH ha evolucionado hacia supuestos en los que la doctrina ha reconocido decisiones «cuarto mundo»,
como en el caso D. contra Reino Unido de
1997, en relación al trato degradante que sufriría un nacional de un país tercero aquejado
de un problema grave de salud que fuera expulsado del Reino Unido sin asegurarle un
tratamiento médico equiparable y respetuoso
con su integridad física y vida en el país de
destino.
Dicho lo anterior, procede subrayar que el
instrumento más emblemático de democracia
social y de derechos sociales a nivel europeo
viene constituido por la Carta Social Europea
de 1961, pese a no disponer de un sistema de
control jurisdiccional. Por de pronto, en relación a ella cabe advertir —dado el desconocimiento generalizado de la tarea llevada a
cabo por los órganos de control instaurados
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ESTUDIOS
por la CSE— que no da origen a jurisprudencia en sentido propio —como conjunto de resoluciones jurisdiccionales que crean una
determinada línea doctrinal—, pese a que así
es llamada la interpretación ofrecida por dichos órganos de las cláusulas de la Carta. Así,
han ido apareciendo diversos suplementos,
en versión francesa e inglesa, del Recueil de
Jurisprudence relative à la Charte Sociale
Européenne o del Case Law on the European
Social Charter, siendo lo más destacado los
informes («conclusiones») del Comité de Expertos independientes. En este panorama, el
Comité ha tenido ocasión de resaltar el tránsito del Estado liberal al Estado social al interpretar, por ejemplo, el derecho de la
familia a la protección social, jurídica y económica (artículo 16 CSE), indicando: «tras la
Revolución industrial y las agitaciones sociales que la misma conllevó, el Estado moderno
está llamado a asumir algunas tareas nuevas
y, en particular, la de realizar, tal como prevé
el artículo 16, las condiciones de vida indispensable para el pleno desarrollo de la familia; la afirmación tradicional de que la
familia constituye la célula fundamental de
la sociedad se conserva en el artículo 16, pero
viene completada por la idea de que su desarrollo no podría quedar abandonado, en el
momento actual, a la mera voluntad individual, como en la época de la sociedad liberal.
La aceptación de estos principios condujo a
los autores del artículo 16 a insertar en él la
obligación de poner en marcha una verdadera
política familiar».
Asimismo en el terreno del derecho al trabajo y, concretamente, del derecho a un salario justo (artículo 4 CSE), el Comité de
expertos ofrece una interpretación que acarrea la introducción del calificativo «social»
en los Estados Partes, aun en el caso de no
poseer una fórmula estatal semejante a la
alemana o a la española. Y ello porque, en la
definición del espacio social europeo, cada Estado tiene la obligación de intervenir para la
realización de los derechos sociales y del valor igualdad, en otras palabras, de actuar
22
como Estado social: «El Comité subraya que,
si en un Estado que ha aceptado este compromiso, no es posible asegurar el pleno ejercicio
del derecho a la igualdad de remuneración a
todos los trabajadores por el juego de los convenios colectivos, el Estado debe intervenir, ya
sea a través de métodos legales de fijación de
salarios, ya sea por medio de cualquier otra
medida apropiada». Y esa intervención puede revestir, desde luego, el carácter de medidas o acciones positivas similares a las que
propugna el artículo 9.2 de la Constitución
española, especialmente significativas en el
terreno de la no discriminación sexual en el
acceso al empleo: así, los derechos garantizados por la Carta «exigen no sólo que el Estado
remueva los obstáculos jurídicos que impidan
el acceso a ciertos empleos, sino también que
se emprenda una acción positiva y concreta en
vista a crear, en el terreno de los hechos, una
situación susceptible de asegurar una completa igualdad de trato». En cualquier caso, la
crisis económica y el paro, para el Comité de
Expertos, no debería perjudicar al trabajador,
sino favorecerlo, acortando eventualmente la
duración del tiempo de trabajo diario y semanal.
En fin, la circunstancia de que la interpretación del Comité de expertos no configure jurisprudencia stricto sensu, no empece a su
consideración como pauta a tener en cuenta
por los órganos políticos, así como por los órganos jurisdiccionales internos a la hora de
desarrollar el Estado social:
— En cuanto a lo primero, fue el Comité de
Expertos quien, tras detectar el desfase
que existía en la legislación española entre la edad de escolaridad obligatoria (a
la sazón, 14 años) y la edad mínima laboral (16 años) y cómo dicho desfase provocaba el desempeño de trabajo ilegal por
parte de los menores comprendidos en
ese tramo, advirtió al Legislador español
sobre la necesidad de equiparar ambas
edades: lo que se produjo mediante la
LOGSE en 1990, elevando la edad obligatoria de estudio a los 16 años. El Comi-
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LUIS JIMENA QUESADA
té también denunció la permisiva legislación británica y de otros países, que autorizan a los niños de 15 años o más,
todavía sujetos a obligación escolar, a
distribuir diarios a partir de las seis de la
mañana, es decir, antes de ir a la escuela:
aquí cuadra la crítica al sistema de mercado y sus paradojas, en el que algunos
sujetos, como los niños, aun estando presentes en la sociedad, son considerados
como ausentes en la medida en que, por
diferentes razones, no pueden o no tienen capacidad para participar en el juego del welfare (Durán Lalaguna).
—
En cuanto a lo segundo, los órganos jurisdiccionales internos habrían de tener
presente el criterio del Comité de expertos interpretando el derecho a la seguridad y la higiene en el trabajo (reconocido
como derecho y principio fundamental en
el artículo 3 CSE): «este artículo establece
un principio ampliamente reconocido,
que deriva directamente del derecho a la
integridad de la persona humana, siendo
este mismo uno de los principios fundamentales de los derechos humanos». Repárese a este respecto en la precariedad
a que se ven sometidos los trabajadores
de sectores como la construcción o la minería, en donde muchos accidentes laborales se producen como consecuencia de
fallos o errores humanos perpetrados
tanto por empleadores como por empleados; pero ello no puede servir de pretexto
para eludir la tarea de prevención y control que corresponde a los poderes públicos, teniendo presente además que el
progreso científico tampoco está exento
de riesgos para la salud pública: así, en
el caso de España, el criterio evocado por
el Comité de expertos habrá de servir
para que los jueces internos tengan especialmente presente la tarea que corresponde a los poderes públicos de velar por
la seguridad e higiene en el trabajo (artículo 40.2 de la Constitución), al efecto de
que la práctica judicial se vea imbuida
por tal principio rector (piénsese en los
órganos jurisdiccionales llamados a verificar la legalidad de las infracciones y
sanciones del orden social) como dispone
el artículo 53.3 de la Constitución, e incluso pongan en conexión aquel precepto
con el artículo 15 de la Carta Magna (integridad física).
3.3. El Estado social según la
jurisprudencia del Tribunal de
Justicia comunitario (TJCE)
Afrontar la cuestión del Estado social en el
ámbito comunitario europeo bajo la óptica de
la jurisprudencia social del Tribunal de Luxemburgo se perfila tanto más justificado
cuanto que el Tratado de la Unión Europea
rehuye hablar siquiera, como vimos, de economía «social» de mercado. Por consiguiente,
hablar de jurisprudencia social propicia que
el Estado social no quede reducido a una pura
entelequia en la Europa de los Quince, viéndose éste dotado realmente de sentido por la
vía de la protección de los derechos sociales.
En la práctica, cada año son numerosas las
sentencias dictadas por el TJCE en materia
de política social y de no discriminación, no
siempre —se impone criticarlo— con soluciones incontrovertidas.
Así las cosas, en la órbita de las soluciones
más pacíficas, el TJCE se ha pronunciado sobre el mantenimiento de los derechos de los
trabajadores en los casos de transmisión de
empresas y continuación de la relación laboral (caso Giuseppe d’Urso y otros contra Ercole Marelli Elettromeccanica Generale de
1991), sobre el eventual conflicto entre el monopolio legal en la colocación de la mano de
obra y las reglas de la concurrencia (caso Klaus
Höffner y Fritz Elser contra Macrotron, GMBH
de 1991), y sobre el derecho de los trabajadores
a la reparación de los daños causados por la
no transposición de una Directiva por un Estado miembro (caso Francovich y otros contra
República Italiana, asimismo de 1991); y, por
otra parte, ha sancionado determinadas dis-
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ESTUDIOS
criminaciones negativas que afectaban a la
mujer (caso Marguerite Johnston de 1986, sobre diferencia no justificada de trato entre
policías hombres y mujeres) y al hombre
(caso C. Razzouk y A. Beydoun contra Comisión de las Comunidades Europeas de 1984,
sobre trato discriminatorio por el no reconocimiento al hombre de pensiones de viudedad).
En cambio, en el terreno de las decisiones
más polémicas, el TJCE ha dado luz verde a
que el disfrute de la maternidad social sea
ejercido obligatoriamente por la mujer, sin
dar posibilidad a que la pareja decida tal goce
en favor del hombre (caso Ulrich Hoffmann
de 1984); para a continuación, de manera absolutamente incongruente, dar cauce asimismo a la reducción de la pensión de jubilación
por el no cómputo del período dedicado por la
mujer a la educación de un hijo (caso Rita
Grau-Hupka de 1994).
Y, en tercer lugar, en el ámbito de las decisiones objeto de controversia, el TJCE ha resuelto sobre la prohibición de la conocida
como discriminación «inversa» o «indirecta»
entre hombres y mujeres en materia de remuneración salarial (caso Nimz contra Freie
und Hansestadt Hamburg de 1991), y de seguridad social (caso Ann Cotter, Norah
McDermott contra Minister for Social Welfare y Attorney General de 1991). Esta línea la
siguió en 1995 con dos sentencias de gran alcance, en las que se pronunciaba contra discriminaciones positivas a través del sistema
de cuotas (caso Kalanke), o los beneficios en
favor de las mujeres en cuanto a asistencia
médico-sanitaria gratuita por razón de edad
(caso Richardson), si bien con posterioridad
la jurisprudencia comunitaria viene conociendo fluctuaciones.
Desde otro punto de vista, el TJCE ha tenido ocasión de decidir sobre otros aspectos
que han sido menos destacados y que, no obstante, guardan conexión con determinadas
cláusulas de nuestro Texto Constitucional de
1978 o con diversos apuntes de nuestra jurisprudencia constitucional que dan cuenta de
24
las extensas funciones del Estado social. Así,
en el caso SMW Winzersekt GmbH contra
Land Rheinland-Pfalz de 1994, el TJCE se
pronuncia sobre los límites derivados de la
función social del derecho de propiedad («función en la sociedad»), así como sobre la diferencia entre el contenido esencial («aspectos
sustanciales») y los aspectos incidentales relativos al ejercicio de los derechos: «ha de recordarse la jurisprudencia del Tribunal de
Justicia según la cual ni el derecho de propiedad ni el libre ejercicio de actividades profesionales constituyen prerrogativas absolutas,
sino que deben tomarse en consideración con
respecto a su función en la sociedad. Por consiguiente, pueden establecerse restricciones al
derecho de propiedad y al libre ejercicio de
una actividad profesional, siempre que tales
restricciones obedezcan a objetivos de interés
general perseguidos por la Comunidad y no
constituyan, con respecto a la finalidad perseguida, una intervención desmesurada e intolerable que vulnere aspectos sustanciales de
los derechos así garantizados».
Para concluir este epígrafe, podríamos recapitular el contenido social de la jurisprudencia comunitaria con el calificativo de
vacilante: mientras en unos casos el TJCE se
ha decantado claramente por la economía
abierta de mercado en el contexto de la política agraria frente a la garantía de unos recursos mínimos («nivel de vida equitativo») para
los agricultores (caso República Helénica contra Consejo de la Unión Europea de 1994), en
otros supuestos (particularmente en el ya citado caso Nimz contra Freie und Hansestadt
Hamburg de 1991) evoca la doctrina de la irreversibilidad de las conquistas sociales: nada
parece más acorde con los fines del espacio
social europeo y del Estado social español,
respectivamente, que la confirmación de esta
doctrina como factor de progreso; por la línea
sentada en el caso Nimz el Tribunal ha reconocido que el principio de igualdad de trato
debe ser entendido en el sentido de una igualación al alza (une égalisation vers le haut), lo
cual significa que es el grupo desfavorecido el
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LUIS JIMENA QUESADA
que debe ser elevado al nivel del grupo favorecido, y no a la inversa (Traversa).
3.4. La Ley como instrumento de
dirección socio-política o el
pretexto del Estado social en
Europa
En la Ley, como instrumento real de dirección política por excelencia del Gobierno o, si
se prefiere, como cauce formal de manifestación de las opciones políticas del Legislador,
se utiliza asimismo la base habilitante del
Estado social como justificación de las medidas gubernamentales o legislativas. Los órganos jurisdiccionales tampoco son ajenos a
esa concepción de la Ley, lo cual es lógico,
pues tanto en este poder del Estado como en
los otros dos clásicos, es así por imperativo
constitucional (artículo 9.2 en general y, para
el Poder Judicial, artículo 53.3).
La circunstancia expuesta se percibe con
claridad en los Preámbulos de las Leyes, exponiéndose en ellos motivos supuestamente
sociales. Es especialmente ostensible tal circunstancia cuando nos encontramos en precampaña electoral: basta echar un vistazo a
las leyes «socialistas» anteriores a los comicios generales de marzo de 1996, o a las leyes
«populares» previas a las elecciones de marzo
de 2000. Veamos algunos ejemplos:
A) Leyes «sociales» del período del
gobierno socialista en precampaña
electoral de marzo 1996
Si nos ubicamos en el período final de la
última Legislatura del Gobierno socialista,
anterior a las elecciones de marzo de 1996,
comprobaremos que en diciembre de 1995 y
enero de 1996 salieron adelante Leyes nada
incontrovertidas: así, en materia de medios
de comunicación social se aprobó la Ley Orgánica 14/1995 de 22 de diciembre de publicidad electoral en emisoras de televisión local
por ondas terrestres y, en idéntica fecha, la
Ley 41/1995 de televisión local por ondas te-
rrestres y la Ley 42/1995 de las telecomunicaciones por cable, en donde se aprovecha la
ocasión para reafirmar que también el servicio de telecomunicaciones por cable se configura como «un servicio público de titularidad
estatal», restringiéndose además por razones
de tipo económico en cada demarcación territorial el número de operadores por cable, que
sólo podía ser de uno, además de «Telefónica
de España S.A». Se percibe, por tanto, el sesgo intervencionista del Estado social en el terreno de la empresa informativa.
Aún podríamos mencionar otras intervenciones puntuales. De un lado, con la Ley
4/1996 de 10 de enero por la que se modifica
la Ley 7/1985 reguladora de las bases del régimen local en relación con el padrón municipal, se introduce un cambio con incidencia
mayor o menor en dos ámbitos delicados, a
saber, el propio régimen electoral y la situación de residencia en la que pueden hallarse
los extranjeros. De otro lado, con la Ley
5/1996, también de 10 de enero, de creación
de determinadas entidades de Derecho Público, se interviene propiamente en la economía
mencionando en el Preámbulo la cláusula del
Estado social y apelando explícitamente al
precepto constitucional que posibilita erigir
al Estado en el primer empresario (el artículo
128), en una compleja conciliación con los dictados de la economía de mercado imperante
en la Unión Europea; de suerte que en el
Preámbulo de esta Ley 5/1996 se recuerda
cómo «la promulgación de la Constitución y,
consiguientemente, el establecimiento del Estado social y democrático de Derecho determina la superación del modelo anterior. A tal
efecto, el texto constitucional reconoce, en su
art. 128, la iniciativa pública en la actividad
económica. Se trata de un reconocimiento que
trae como inevitable consecuencia una reformulación del papel de la empresa pública.
Esta nueva concepción de la intervención pública en la economía es impulsada, asimismo,
por la entrada de España en las Comunidades Europeas en 1986. (...) Porque un sector
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ESTUDIOS
público rentable económicamente, también lo
es socialmente».
Prosiguiendo con el paquete de medidas
legislativas «sociales» en plena pre-campaña
electoral, en la Ley Orgánica 1/1996 de 15 de
enero, de Protección Jurídica del Menor, de
modificación parcial del Código Civil y de la
Ley de Enjuiciamiento civil, se apela expresamente a «la preocupación (en los "Principios
rectores" constitucionales por la protección social, económica y jurídica de la familia) por
dotar al menor de un adecuado marco jurídico de protección», haciéndose además eco de
la «nueva filosofía en relación con el menor,
basada en un mayor reconocimiento del papel
que éste desempeña en la sociedad y en la exigencia de un mayor protagonismo del mismo». De hecho, el 18 de diciembre anterior se
había aprobado la Ley Orgánica 13/1995 sobre modificación de la Ley Orgánica General
Penitenciaria, a través de la cual el Estado
interviene en la familia, en aras al supuesto
interés superior del menor, de manera que rebaja de seis a tres años la posibilidad de permanencia de los niños con las madres presas:
debe prevalecer «la parte más débil, por
cuanto sobre ésta el ordenamiento jurídico
debe ejercer una especial protección. Además,
los cambios en la organización del sistema
educativo permiten la escolarización de los niños a partir 3 años, y los servicios sociales de
atención de infancia abren la posibilidad de
formas de vida más adecuadas para su desarrollo».
En fin, cabe mencionar otras dos medidas
legislativas que se reclaman portadoras del
calificativo social del Estado. La primera se
plasmó en la Ley 1/1996 de 10 de enero de
asistencia jurídica gratuita, en cuya Exposición de Motivos afirma prima facie que «los
derechos otorgados a los ciudadanos por los
arts. 24 y 25 de la Constitución son corolario
evidente de la concepción social o asistencial
del Estado democrático de Derecho, (...) nuestra Norma Fundamental diseña un marco
constitucional regulador del derecho a la tutela judicial que incluye, por parte del Estado,
26
una actividad prestacional encaminada a la
provisión de medios necesarios para hacer
que este derecho sea real y efectivo incluso
cuando quien desea ejercerlo carezca de recursos económicos». Por su parte, la segunda medida se manifestó en la Ley 6/1996 de 15 de
enero, del Voluntariado, en cuyo Preámbulo
se afirmaba que «la acción voluntaria se ha
convertido hoy en día en uno de los instrumentos básicos de actuación de la sociedad civil en el ámbito social y, como consecuencia de
ello, reclama un papel más activo que se traduce en la exigencia de mayor participación
en el diseño y ejecución de las políticas públicas sociales. Esta participación, por otro lado,
es la que reconoce expresamente nuestra
Constitución a los ciudadanos y a los grupos
en que éstos se integran, en el artículo 9.2, y la
que, en razón del mismo artículo, están obligados a promover, impulsar y proteger los poderes públicos».
B) Leyes «sociales» del período del
gobierno popular en precampaña
electoral de marzo 2000
Si ahora nos trasladamos al final de la primera Legislatura del Gobierno del Partido
popular, constataremos que, entre noviembre
de 1999 y enero de 2000, se aprobaron importantes leyes a las que se imprimió un tinte social en los respectivos Preámbulos. Así, la
Ley 38/1999 de 5 de noviembre de Ordenación de la Edificación, se inscribe expresamente en el marco del Estado social y de los
principios rectores de la política social y económica (en relación al derecho a la vivienda),
como destaca la Exposición de Motivos in
fine: «La Ley, en definitiva, trata, dentro del
marco de competencias del Estado, de fomentar la calidad incidiendo en los requisitos básicos y en las obligaciones de los distintos
agentes que se encargan de desarrollar las actividades del proceso de edificación, para poder fijar las responsabilidades y las garantías
que protejan al usuario para dar cumplimiento al derecho constitucional a una vivienda
digna
y
adecuada».
A mayor
REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES
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LUIS JIMENA QUESADA
abundamiento, la misma Exposición de Motivos pone énfasis en el Estado del bienestar:
«Por otra parte, la sociedad demanda cada vez
más la calidad de los edificios y ello incide tanto
en la seguridad estructural y la protección contra incendios como en otros aspectos vinculados
al bienestar de las personas, como la protección
contra el ruido, el aislamiento térmico o la accesibilidad para personas con movilidad reducida».
Aprobada en la misma fecha, no podemos
pasar por alto la ya citada Ley 39/1999 de 5
de noviembre, para promover la conciliación
de la vida familiar y laboral de las personas
trabajadoras. Esta Norma pone más claramente de manifiesto el dinamismo del Estado
social y el permanente reclamo derivado del
principio de igualdad formal del artículo 14,
así como de la cláusula de progreso y principio de igualdad material del artículo 9.2 de la
Constitución, por aplicación a la protección
de la familia (artículo 39 de la Norma Suprema) e incidiendo especialmente en las acciones positivas en favor de la mujer. Para ello,
en segundo lugar, la Ley destaca que el objetivo por ella perseguido no es sólo un imperativo de nuestro país, sino de las tendencias
europeas y universales manifestadas en diversos documentos de tal alcance cuyos mandatos o simples recomendaciones pretenden
trasladarse al ámbito interno. En lo atinente
a este segundo extremo, la Exposición de Motivos de la Ley 39/1999 realza cómo «la incorporación de la mujer ha motivado uno de los
cambios sociales más profundos de este siglo.
Este hecho hace necesario configurar las nuevas relaciones sociales surgidas y un nuevo
modo de cooperación y compromiso entre mujeres y hombres que permita un reparto equilibrado de responsabilidades en la vida profesional y
privada. La necesidad de conciliación del trabajo y la familia ha sido planteada a nivel internacional y comunitario como una condición
vinculada de forma inequívoca a la nueva realidad social. Ello plantea una compleja y difícil problemática que debe abordarse, no sólo
con importantes reformas legislativas, como
la presente, sino con la necesidad de promover
adicionalmente servicios de atención a las
personas, en un marco más amplio de política
de familia».
De esta Ley 39/1999, todavía cabe reseñar
algunos extremos que vislumbran el uso propagandístico de que puede ser objeto la cláusula del Estado social. Así, en la Disposición
Adicional cuarta se impone un agradable
mandato al Ejecutivo, a tan sólo cuatro meses
de la celebración de elecciones generales, máxime a tenor de la materia a publicitar: «el
Gobierno, en el marco de sus competencias, y
de acuerdo con los agentes sociales, impulsará campañas de sensibilización pública al objeto de conseguir que los hombres asuman
una parte igual de las responsabilidades familiares, y de manera especial se acoja en mayor medida, a las nuevas posibilidades que esta
Ley ofrece para compartir el permiso parental».
Pero aún debe efectuarse una segunda puntualización —tampoco ajena a la proximidad
electoral—, en este caso desde el prisma de la
técnica legislativa empleada: esta Ley introduce tan amplio abanico de modificaciones legislativas que ese modus operandi del legislador
(revelador de tamaña parcelación legislativa)
podría llevar a estimar que su contenido se
asemeja en parte a las Leyes de Acompañamiento de los Presupuestos (sobre todo, al
bloque de Disposiciones Adicionales en el que
se introducen las modificaciones legislativas
más diversas), por lo que el contenido de esta
Ley 39/1999 de 5 de noviembre bien habría
engrosado el articulado o esas Disposiciones
Adicionales de la posterior e inminente Ley
55/1999 de 29 de diciembre de Acompañamiento de los Presupuestos para el año 2000;
tanto más cuanto que en ésta se modifican
Leyes que también son modificadas en la Ley
39/1999 (como la Ley General de Seguridad
Social de 1994, o la Ley de Funcionarios Civiles del Estado de 1964, entre otras). Por lo demás, el pretexto de que con la Ley 39/1999 se
habría diseñado una especie de código de conciliación de la vida familiar y profesional no
sería válido, pues esta Ley precisará de ul-
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27
ESTUDIOS
teriores retoques para mayor seguridad jurídica. Pero, lógicamente, era más rentable
electoralmente hablar de la Ley 39/1999
como código normativo «socializante» que
destacar el contenido de la misma como paquete de medidas integrado en el más extenso y confuso Proyecto de Ley que condujo a la
Ley 55/1999. Por supuesto, tampoco estamos
defendiendo la sistemática ni la técnica utilizadas en la Ley 55/1999 ni demás Leyes de
acompañamiento de los Presupuestos, criticadas con toda razón como leyes del «gabinete
escoba», omnibús, cocktail, cajón de sastre,
mosaico, etc
Por último, del importante número de Leyes «populares» de índole social aprobadas en
los meses previos a las elecciones de 3 de
marzo de 2000 merece destacarse, al margen
de otras medidas normativas que asumen recomendaciones y mandatos procedentes de la
Europa comunitaria (como, respectivamente,
la Ley 40/1999 de 5 de noviembre sobre nombre y apellidos y orden de los mismos —en
que se apela al principio de igualdad y a la no
discriminación sexista— o la Ley 44/1999 de
29 de noviembre por la que se modifica la Ley
10/1997 sobre derechos de información y consulta de los trabajadores en las empresas y
grupos de empresa de dimensión comunitaria), la Ley Orgánica 4/2000 de 11 de enero
sobre derechos y libertades de los extranjeros
en España y su integración social. Como se
sabe, la última parte del enunciado de la Ley
(«su integración social») supone una adición
«socializante» respecto a la anterior Ley Orgánica de extranjería de 1985, y que venía a
paliar técnicamente la defectuosa inclusión
de derechos sociales de los extranjeros no en
esa Ley de 1985 sino en su Reglamento de
1996 (que derogó al anterior de 1986). En
todo caso, esa Ley Orgánica 4/2000 ha sido
modificada ampliamente en sentido restrictivo mediante la reciente Ley Orgánica 8/2000
de 22 de diciembre, en cuya Exposición de
Motivos se justifica la reforma bajo el pretexto de adecuación a las Conclusiones del Consejo Europeo de Tampere de 1999 y al
28
Convenio de Aplicación de Schengen de 1990:
en rea- lidad, sin perjuicio de luchar contra
las mafias que se lucran promoviendo la inmigración ilegal, se introducen recortes a esa integración social de los extranjeros, puesto que
Schengen (en su objetivo de suprimir las fronteras comunes y reforzar las exteriores con fuertes
medidas compensatorias del potencial déficit de
seguridad) admite una lectura social, en la medida en que instrumentos como la determinación del Estado responsable de examinar una
solicitud de asilo no hacen sino efectuar un reparto de las «cargas sociales» que van parejas a
la distribución geográfica del fenómeno de la
inmigración (como trasfondo, por ende, la distinción entre refugiado político y refugiado económico).
4. LAS COORDENADAS
CULTURALES DEL ESTADO
SOCIAL EN EUROPA
El acervo común europeo en el terreno social presenta determinados escollos, en función del arraigo cultural de algunos institutos
en determinados países, que hacen jugar la
excepción particular de manera más o menos
ortodoxa. Así, en Reino Unido se planteó desde el inicio la incompatibilidad de la cláusula
de closed-shop (o «acuerdos de seguridad sindical») con la Carta Social Europea de 1961;
por su parte, la cuestión del lock-out (o cierre
patronal) fue objeto de reserva por parte de
Portugal al suscribir dicha Carta. En el primer supuesto se favorece más la posición del
empresario mientras, en el segundo, la del
trabajador. En todo caso, al margen de estas
cuestiones espinosas, pero puntuales, sí parece reconocerse que en caso de conflicto se ha
de favorecer la parte más débil, el empleado:
en esta línea, el Comité de expertos de la CSE
ha reconocido que el derecho de huelga de los
trabajadores puede estar reconocido normativamente de manera más contundente que el
paralelo derecho de los empresarios al cierre
patronal, sin llegar al extremo de excluir totalmente este último; la temprana jurispru-
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LUIS JIMENA QUESADA
dencia de nuestro Tribunal Constitucional
adoptó una orientación similar (STC 11/1981).
Por lo demás, el derecho de huelga aparece consagrado de modo contundente en Francia, con
una disciplina muy laxa en materia de respeto
de los servicios esenciales para la comunidad, lo
que en ocasiones ha conducido a un efecto reflejo en otros países en sectores como los transportes (recordemos la «eurohuelga» en este
sector a finales de 1998).
En este contexto, conviene reiterar que
otro de los obstáculos del avance del Estado
social en Europa es, sin duda, el neoliberalismo imperante, esa economía «abierta» de
mercado a la que se refiere el Tratado de la
Unión Europea. De tal suerte que, no sólo la
propia crítica interna (en el seno de cada Estado) a la cultura del subsidio y al parasitismo social pone trabas a la extensión de
prestaciones asistenciales realzando el individualismo, sino asimismo el disenso a escala
de la Unión, que lleva a escudarse (con el telón de fondo de la asimétrica idea de la Europa de las velocidades) a países de tradición
liberal como Reino Unido en «cláusulas de salida» en materia de política social o en fuertes
reticencias a la contribución a los fondos estructurales y de cohesión (y la lapidaria
frase de Margaret Thatcher I want my money back no hace sino ratificar tal extremo).
Como salida intermedia entre el extremo liberal y el social, se llega a la potenciación del
voluntariado a través de organizaciones no gubernamentales que luchan contra la exclusión
social, a favor de los derechos de los inmigrantes, etc. En otras palabras, la interpenetración
entre Estado y sociedad, sobre ser característica de los planteamientos del Estado social pero
ajena al liberalismo, conduce a promover los
grupos «intermedios» de voluntarios, lo que
no obstante sirve de pretexto para que el Estado «socio-liberal» haga dejación o delegue
en ellos parte de las funciones públicas prestacionales.
En este ambiente cultural, en el que nos
encontramos predominantemente imbuidos
por el espíritu neoliberal en combinación con
dosis controladas de «procura existencial»
como tarea del Estado, no extraña que la
Conferencia que adoptó el Tratado de Amsterdam el 2 de octubre de 1997 adoptara asimismo Declaraciones anejas como la núm. 38
relativa a las actividades de voluntariado.
Así, si desde la perspectiva del Estado social
se consagran determinadas prestaciones, incluso a título de derecho subjetivo, desde ese
espíritu neocapitalista el Estado también
permanece inactivo a la hora de facilitar el
ejercicio efectivo de esos derechos prestacionales reconocidos o, a lo sumo, hace una llamada a las organizaciones de voluntarios y a
la solidaridad social:
— En cuanto a la omisión estatal, no serían
nada despreciables campañas informativas por parte de los propios poderes públicos (como medida de acción positiva
que cuadra en el marco del Estado social)
que, al margen de su mayor o menor tinte propagandístico-electoral, apuntaran
a hacer reales y efectivas la libertad y la
igualdad de los individuos y de los grupos en que se integran —artículo 9.2 de
la Constitución— «publicitando» el posible goce de dichos derechos de prestación
(ese tipo de mecanismos informativos se
ha previsto en algunas normas recientes,
como la Ley 39/1999 de conciliación de la
vida personal y familiar —la ya citada
Disposición adicional cuarta—). Ahora
bien, en el supuesto concreto del derecho
a la asistencia social, plasmado como auténtico derecho subjetivo (así lo expresaba la Exposición de Motivos de la Ley
26/1990 de 20 de diciembre de 1990 de
prestaciones no contributivas, incorporada posteriormente al Texto Refundido de
Ley General de Seguridad Social de
1994) tampoco cabría descartar medidas
más incisivas, como la información personalizada a los potenciales beneficiarios-titulares e incluso su aplicación de oficio: en
otro caso, en la práctica se produce la contradicción de constatar que, quienes podrían ser acreedores de tales derechos, no
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los ejercen por puro desconocimiento
(«derechos de los pobres, pobres derechos», se dice), con lo cual nos situamos
en la cuestión cultural de fondo como
problema educativo, es decir, los derechos humanos como pedagogía de la libertad (R. Sánchez Ferriz y L. Jimena) o
los derechos fundamentales como fines
educativos (Häberle). Ciertamente, la
aplicación de oficio de estas medidas podría tildarse de paternalista y, a lo peor,
de promotora de la cultura del subsidio y
el parasitismo social. No obstante, este
riesgo insalvable debería compensarse
lógicamente con los pertinentes instrumentos de control e inspección socio-laborales (con el establecimiento de las
oportunas infracciones y sanciones en el
orden social) y, en todo caso, con mecanismos desincentivadores del acogimiento a dichas prestaciones, empezando
porque las rentas mínimas fueran consiguientemente de inserción o, lo que es lo
mismo, que la prestación asistencial máxima no superase nunca el mínimo salario, para que el vivir de la renta no fuese
nunca más atractivo que el trabajar. O
sea, que dichas rentas mínimas asistenciales no sobrepasen en ningún caso el
salario mínimo interprofesional.
— En lo que atañe al llamamiento a las organizaciones de voluntarios (2001 es precisamente el año del voluntariado) y a la
solidaridad social, nuestra Ley 6/1996
expresaba en su Exposición de Motivos
que «el moderno Estado de Derecho debe
incorporar a su ordenamiento jurídico la
regulación de las actuaciones de los ciudadanos que se agrupan para satisfacer
los intereses generales, asumiendo que la
satisfacción de los mismos ha dejado de
ser considerada como una responsabilidad exclusiva del Estado para convertirse en una tarea compartida entre Estado
y Sociedad. El Estado necesita de la responsabilidad de sus ciudadanos y éstos
reclaman un papel cada vez más activo
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en la solución de los problemas que les
afectan. La conciencia creciente de esa
responsabilidad social ha llevado a que
los ciudadanos, a veces individualmente,
pero, sobre todo, por medio de organizaciones basadas en la solidaridad y el altruismo, desempeñen un papel cada vez
más importante en el diseño y ejecución
de actuaciones dirigidas a la satisfacción
del interés general y especialmente en la
erradicación de situaciones de marginación y a la construcción de una sociedad
solidaria en la que los ciudadanos gocen
de una calidad de vida digna. Una manifestación fundamental de esta iniciativa
social la constituye el voluntariado, expresión de la solidaridad desde la libertad y el altruismo». En Francia, también
la Exposición de Motivos de la Circular
de 14 de diciembre de 1988, relativa a la
puesta en funcionamiento de la ya mencionada renta mínima de inserción, reconocía que en la instauración de este
instituto las asociaciones altruistas «han
jugado un gran papel en la toma de conciencia colectiva sobre el carácter inaceptable de la pobreza».
5. A MODO DE CONCLUSIÓN: LA
PROCURA DE LOS DERECHOS
SOCIALES COMO TAREA
INCESANTE DEL ESTADO
SOCIAL EN EUROPA
El reiterado carácter imperante del neoliberalismo en Europa y a nivel mundial, no
puede llevar a que la economía abierta de
mercado que propugna el Tratado de la
Unión Europea desconozca la procura de los
derechos sociales como tarea incesante del
Estado social en Europa y, en suma, como
«tradición constitucional común» de los Estados miembros (tal como indica asimismo el
TUE), por más que algunos de ellos no contemplen explícitamente la fórmula «Estado
social». En este sentido, del mismo modo que
en la Europa comunitaria ya es un hecho re-
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LUIS JIMENA QUESADA
conocido jurídicamente la posible totalización
de prestaciones sociales, la realización de los
derechos sociales debe concebirse asimismo
en términos de homogeneización (que no
necesariamente de uniformización) en cuanto a nivel de protección equiparable: así, por
ejemplo, en dos sentencias de 28 de abril de
1998, el TJCE, tras confirmar la ausencia de
armonización a nivel comunitario en cuanto a
las condiciones que puede establecer cada Estado para la afiliación a un régimen concreto
de Seguridad Social, sí reconoció que la calidad de los productos y de las prestaciones
médicas debe presentar garantías equivalentes
en cualquier Estado miembro, lo que significaría que la prescripción de un medicamento por
un médico de otro Estado miembro debería servir para, sin exigir otro tipo de autorizaciones, poder comprarlo en el país de origen
(pensemos en el reembolso de unas gafas
compradas en otro país).
Tal vez pensar en un mínimo social garantizado a nivel europeo sea utópico, pero sí que
se seleccionen las prestaciones sociales más
favorables, para que haya un consenso mínimo que evite el riesgo de «dumping social»
como reacción a la sensación de sentirse ciudadano de primera, segunda, tercera... categoría en función del Estado miembro en el
que se resida y, sobre todo, no permitir la exclusión social otorgando el título de ciudadanos europeos del «cuarto mundo», como
tampoco impedir la «integración social» en Europa de ciudadanos del «tercer mundo». Pues,
en efecto, el derecho a la asistencia social o a un
mínimo social garantizado se configura como
una especie de derecho de sufragio en clave
económica (Morley-Fletcher). Recordemos, sin
embargo, que no prosperó la propuesta holandesa de incluir en el capítulo de la ciudadanía del Tratado de Maastricht de 1992 la
lucha contra la exclusión social, lo que tampoco se ha conseguido en la Cumbre de Niza
de diciembre de 2000 (en donde, en todo caso,
la Carta de derechos fundamentales de la
Unión Europea, siquiera firmada formalmente sin efecto vinculante, no prevé esa erradi-
cación de la exclusión social como parte de
una ciudadanía —capítulo V de la Carta—
únicamente política).
La idea del Estado social como Estado de
prestaciones sigue presente —en el caso de
España, además, por imperativo constitucional, como apuntamos más arriba— a pesar
de los embates neoliberales por el triunfo
del neocapitalismo. Efectivamente, y esto
no deja de ser otra de las paradojas del Estado y de la Europa actual: a medida que se reafirma la economía de mercado en el continente
europeo, se puede resaltar la capacidad del
sistema capitalista para una paralela correcta distribución de recursos, en la que no
cabe preterir las exigencias del Estado social. En estas coordenadas, a medida que
aumenta el poder adquisitivo de las personas y eventualmente el número de ellas que
no necesiten asistencia social por la mayor
extensión del bienestar social, se incrementa
(nueva paradoja) asimismo el número de contingencias sociales de potencial cobertura pública.
Efectuemos una lectura jurídica de esta
última circunstancia en clave cultural, adoptando el criterio del «contenido esencial» de
los derechos fundamentales como concepto
jurídico indeterminado cambiante en el tiempo y en el espacio (STC 11/1981). Pues bien, si
nos quedamos con el caso del derecho a la
asistencia social (en el más amplio espectro
del derecho a la seguridad social), podríamos
afirmar como primera aproximación que el
mínimo social garantizado, entendido como
contenido esencial que haría recognoscible
ese derecho, comprendería un mínimo vital
—alimentación, vestido y vivienda— y un mínimo humano —salud y cultura— (Marc). El
problema se trasladaría ahora, por ejemplo, a
determinar qué prestaciones concretas entrarían dentro de ese contenido esencial: por lo
que respecta al derecho a la salud, sabemos
que los sistemas de seguridad social prevén
un tipo de coberturas y otras no. Pongamos
por caso que una persona beneficiaria del derecho a la asistencia social puede acudir al
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médico de cabecera y a una serie de especialistas de manera gratuita, así como beneficiarse de un tipo de servicios médicos, entre
los que no entra acudir a una esteticista. Esa
persona persiste en el derecho a disfrutar
gratuitamente de este servicio y a tal efecto
demanda a la Seguridad Social frente a los
órganos jurisdiccionales correspondientes.
Obviamente, el resultado de este litigio tiene
como trasfondo una cuestión cultural, pues lo
que hoy tal vez no sea esencial, puede que lo
sea mañana. La cuestión no es baladí, y subyace como es sabido en el debate sobre la inclusión o no en el ámbito de la Seguridad
Social de determinadas operaciones protésicas, cambios de sexo, etc.
Con estos parámetros, la procura de los
derechos sociales como tarea incesante del
Estado social en Europa comporta para nosotros la vertebración de las dos verdades
europeas en el orden social, pues existe jurisprudencia «social» del TJCE y del TEDH y,
potencialmente, la consiguiente posibilidad
de decisiones contradictorias. Por otra parte,
de la misma manera que se insiste en que la
Comunidad Europea ratifique el CEDH, también debería ponerse el énfasis en la ratificación del paralelo instrumento de democracia
social del Consejo de Europa (la Carta Social
de 1961); y, por supuesto, no sólo la ratificación del CEDH ha de ser requisito de accesión
al Consejo de Europa, sino que también debería serlo la CSE, para que la ausencia de
libertad económica no aboque a situaciones
paradójicas de renuncia a la libertad política (cuestión ya planteada en 1971 ante el
TEDH en el caso De Wilde, Ooms y Versyp
contra Bélgica). En consecuencia, para satisfacer las exigencias del Estado social y democrático de Derecho en Europa hace falta una
acción coordinada a nivel europeo forjándose,
en una correcta aplicación del principio de
subsidiariedad, una paralela Europa social y democrática de Derecho (Jimena Quesada).
Para lo cual no cabe olvidar, en definitiva,
el tema de la educación, siquiera para asumir
32
esta fórmula pedagógica del «Estado/Europa
social y democrático/a de Derecho» y el paralelo sentimiento constitucional europeo, que
pasa por afirmar la ciudadanía social. Y concluyamos, en este sentido, retomando nuestra premisa inicial: si la concepción del
Estado social en Europa reviste un carácter
inseparable respecto de la concepción de los
derechos sociales significa que las teorías relativas a aquél y a éstos han de tomar como
referente la idoneidad de ambas para, partiendo del análisis de la realidad y de la propuesta de mecanismos de transformación y
de progreso, forjar la elaboración colectiva de
dichas teorías sobre la base del consenso, no
del disenso. Pues, al fin y al cabo, las concepciones del Estado social y de los derechos sociales fundamentales pertenecen a todos
aquellos que participan en la iniciativa y desarrollo del Texto Constitucional de base y,
por tanto, al constituyente, al legislador, a los
políticos y al ciudadano —incluida su autocomprensión— (Häberle); en suma, una cultura de los derechos sociales en la que el
Texto (sea la Constitución, sea el Tratado de
la Unión Europea) aparezca relacionado con
el contexto real de su ejercicio.
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ESTUDIOS
RESUMEN El autor plantea la virtualidad del Estado español como social a la luz de las exigencias europeas, tomando como referente no sólo el acervo social de la Unión Europea, sino asimismo
la proyección de los instrumentos fundamentales del Consejo de Europa en la materia, en
especial la Carta Social Europea de 1961. En este sentido, lleva a cabo un análisis ad intra
comprobando la política legislativa social y la política de derechos fundamentales sociales
en el sistema constitucional español, al tiempo que una crítica ad extra sobre las que él denomina «dos verdades europeas», es decir, los conflictos susceptibles de plantearse en supuestos similares entre el Derecho Social de la Unión Europea y el Derecho Social del
Consejo de Europa. En todo caso, el autor concluye que —sin perjuicio de que los Estados
europeos posean o no explícitamente la fórmula del Estado social— éste se configura como
una exigencia axiológica de orden europeo e internacional vinculada a la realización efectiva de los derechos sociales.
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