La dualidad Echegaray - CICCP - Colegio de Ingenieros de

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La dualidad Echegaray
Enrique Pérez-Galdós y Natalia Pérez-Galdós
DESCRIPTORES
JOSÉ ECHEGARAY EIZAGUIRRE
INGENIERO DE CAMINOS
SIGLO XIX
PREMIO NOBEL DE LITERATURA
BANCO DE ESPAÑA
CIENCIA POPULAR
EL GRAN GALEOTO
TEATRO
(…) ¿Quién lo podría dudar?
Como dos y dos son cuatro
ha logrado demostrar
su inteligencia sin par
en la Ciencia y el Teatro
Con su “Ciencia popular” y
sus “Teorías nuevas”
que pronto vio divulgar,
ha dado patentes pruebas
de su genio singular.
Y que esto es verdad
y que aquí pocos como él
lo prueba a la sociedad
el que una alta Sociedad
le diera el premio Nobel.
Y con su genio fecundo
y su incansable tesón
ha confirmado ante el mundo
que es su saber tan profundo
cual rauda su inspiración.
Y “Del libro talonario”
hasta “A fuerza de arrastrarse”,
presentó en el escenario
tantas obras sin cansarse
que forma un libro el sumario.
¿Fue justa la distinción?…
Preguntadlo a la opinión
que, entre genios si los hay,
rinde eterna admiración
a D. José Echegaray.1
Si se realizara una encuesta al azar, no sería difícil encontrar
un porcentaje razonable de respuestas que relacionaran el
nombre de José Echegaray Eizaguirre (1832-1916) con las
palabras Nobel, teatro o ingeniería. Aun así, desde los años
treinta, su figura ha ido cayendo paulatinamente en el olvido
hasta convertirse en lo que es hoy: una gran desconocida. Número uno de su promoción (1853) en la Escuela de Ingenieros
de Caminos, profesor de varias materias, secretario y bibliotecario de la misma, diputado a Cortes en cinco ocasiones, ministro de Fomento y de Hacienda, académico numerario y presidente de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y
Naturales, académico de la Lengua, presidente del Ateneo,
catedrático de física-matemática en la Universidad Central de
Madrid, senador vitalicio, presidente de la Sociedad Matemática Española, presidente de la Sociedad Española de Física y
Química, impulsor de la configuración del Banco de España
tal y como lo entendemos en la actualidad, en virtud de su decreto (1874) de monopolio de emisión de moneda, o premio
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Nobel de Literatura, son cargos u honores que ningún otro
contemporáneo, ni antes, ni después, ha conseguido reunir en
España. Tal vez, precisamente por ello, el Nobel que obtuvo
en 1904 como epítome de eso que solemos llamar fama o popularidad haya eclipsado todas sus demás facetas.
En efecto, si de fama y popularidad literaria se trata, José Echegaray fue tan aplaudido en vida, como denostado con
posterioridad. Si se habla de genuinas contribuciones a la
gestión, divulgación y producción del conocimiento científicotécnico, conviene señalar que, salvo honrosas excepciones,
sencillamente han sido olvidadas. Aunque inconstante, dado
que desde mediados de la década de los setenta Echegaray
se dedicó con fruición al teatro y a los diversos quehaceres
que sus muchos cargos le imponían, su labor en la Ciencia,
entendida en un sentido amplio, sin duda fue ejemplar para
lo que se podía esperar de un país tan retrasado al respecto,
donde algunos intelectuales que hoy residen en el olimpo de
los grandes se jactaban de ser analfabetos en lo que a cultu-
Fig. 1. Caricatura de José Echegaray por Fresno. Madrid, “ABC”, 30-04-1908.
(Cedida por la Fundación Juan March).
ra científica se refiere.2 Siempre puntual y ávido a la hora de
informarse de lo que se traían entre manos sus compañeros
en la Real Academia de Ciencias –recuérdese por ejemplo cómo aplaudió la pertinencia de los perfeccionamientos de los
aeróstatos dirigibles de Leonardo Torres Quevedo a la edad
de 70 años–; articulista infatigable empeñado en desbrozar
los misterios impenetrables del radium o el kinetoscopio a la
burguesía lectora de periódicos; estimable profesor que se tomó la molestia de intentar compilar toda la “Física Clásica”
para sus alumnos de la Universidad; y conferenciante audaz
que eligió la teoría de Galois,3 un tema tan arduo como puntero, para su cátedra del curso 1898 en el Ateneo de Madrid,
José Echegaray ha quedado reducido en el imaginario colectivo a un personaje untuoso y anticuado que perdió sus neuronas entre los bastidores del teatro.
Una vez traída a colación esta dicotomía, cabe insistir una
vez más en el misterio Echegaray: ¿Por qué se dedicó a escribir obras de teatro si tenía una cabeza tan privilegiada para la matemática o una sensatez notable para la política?
¿Por qué sus obras tuvieron un éxito tan delirante? ¿Por qué sí
el modernísimo Galois, y no las nuevas corrientes del teatro
europeo o de la novela naturalista y realista? ¿Por qué prestó
atención al hormigón armado como técnica de innegable futuro cuando tuvo que defender a su compañero Eugenio Ribera tras el desastre del hundimiento del Tercer Depósito del
Canal de Isabel II, y no a las nuevas ideas de Einstein y los físicos alemanes de las que oyó hablar y en el fondo de su ser
Fig. 2. Caricatura de José Echegaray por Román Bonet
en Celebridades contemporáneas. Madrid, librería Francisco Beltrán.
(Cedida por la Fundación Juan March).
le horrorizaban? Sin duda, son preguntas muy difíciles de
contestar sin caer en el juicio de intenciones o en la reducción
sociologista. En todo caso, lo posible aquí, es tratar de ofrecer algunos datos y anécdotas, recrear una atmósfera, por incompleta que ésta sea, para aproximarnos al personaje.
En su Historia del teatro español, Francisco Ruiz Ramón escribe refiriéndose a Echegaray: “la lectura de este teatro es la
más tremenda de las experiencias a las que puede someterse
un lector contemporáneo. Si este lector no tuviese el escape de
la carcajada, sería la más cruel de las torturas. Lo formidable
para nosotros es que el público de la Restauración acudiese
voluntariamente a esas sesiones de tortura y aplaudiese rabiosamente estos dramas, espécimen puro del drama acéfalo
(…)4”. Es cierto; para un lector o un espectador actual la experiencia Echegaray puede resultar risible, inaudita y extravagante. En primer lugar, porque don José escribía en un verso rimado y altisonante que, lejos del teatro del XVII al que pretendía homenajear, hoy suena falso y traído por los pelos. En
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segundo lugar, porque las borrascosas tramas, siempre llenas
de honores ofendidos, de cuchicheos sobre personajes rectos
y sin mácula, de muertes sin tino en sus finales apoteósicos, resultan inverosímiles. Pero, en tercer y quizá más importante lugar, porque la estructura de las obras, su “corriente interna”, su
potencial para generar emociones duraderas o subterráneas
corrientes de reflexión, a ojos contemporáneos, resultan como
juegos de mecano en los que saltan a la vista unas costuras artificiosas que no ocultan gran cosa. Con mayor o menor fortuna, algunos críticos de su época y otros de la década del
desarrollismo de los cincuenta y sesenta han afirmado que el
hecho de que fuera un teatro de ideas, de construcción, donde Echegaray impostaba lo que a él le parecía debían ser terribles dilemas morales, espantosos paredones del destino o
emociones casi abstractas, inalcanzables, de tan puras que
eran, constituía precisamente la modernidad de su dramaturgia y lo acercaban así a Ibsen, Shaw, Hauptmann, Sudermann
o Sardou. Citemos como ejemplo alguna de las defensas que
hizo de Echegaray el autor de La regenta, personaje poco sospechoso de no atender a la realidad o de carecer de sutileza:
“Gran triunfo el de Echegaray con su nuevo drama trágico
Mancha que limpia. Aunque, por las circunstancias en que escribo, yo no debo juzgar por mí mismo de la legitimidad del
buen éxito, sí puedo y debo hacer constar el hecho innegable
de haber conseguido una vez más el poderoso ingenio de este poeta avasallar las pasiones y las preocupaciones enemigas, imponiendo a todos, a fuerza de fibra dramática, las propias ideas estéticas; pues el que aplaude entusiasmado la obra
de arte debida a determinado procedimiento, sanciona el procedimiento de la manera más eficaz y práctica. Yo no comprendo a esos críticos y a esa parte del público que ensalzan
a Echegaray como el primero, gustan de sus dramas, los escuchan con ansia estética, y después protestan y se llaman a
engaño, como si allí se les hubiese dado gato por liebre y
aquello no fuera trigo limpio. Si todo eso es falso, artificioso,
hueco, convencional y hasta absurdo, como se llega a decir,
¿por qué os gusta, por qué os entusiasma? (…) Lo que se puede hacer es estudiar con alguna mayor atención y perspicacia
la índole del talento poético de Echegaray y reconocer, sí, los
defectos que sin duda hay en su teatro, defectos que por cierto vienen a ser los generales en el genio de la raza, defectos
que aún recuerdan los de Séneca y de Lucano, los de Góngora y de Calderón. Pero después, o al mismo tiempo, hay que
comprender que la gran hermosura de eso que se llama, no
siempre con razón, el efectismo de Echegaray, no es un engaño, no es un absurdo que deslumbre, sino un género positivo
de belleza, que por serlo encanta, no por su artificio. Si un
pastel os sabe a perdiz no lo atribuyáis a engañifas del cocinero, sino a la perdiz que probablemente hay dentro (…)5”.
Pero volvamos al principio. ¿Cómo se fraguó el Echegaray dramaturgo? ¿Cómo fue su éxito? ¿Qué era lo que él mismo decía sobre su teatro? ¿Qué había a su alrededor? ¿Desde dónde y para quién escribía?
“Las matemáticas fueron y son una de las grandes preocupaciones de mi vida; y si yo hubiera sido rico, o lo fuera
hoy, si no tuviera que ganar el pan de cada día con el traba6
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Fig. 3. Cartel realizado para el estreno en Boston y Nueva York
de Locura o santidad. Lamson Wolffe and Co.
jo diario, probablemente, me hubiera marchado a una casa
de campo muy alegre y confortable y me hubiera dedicado
exclusivamente al Cultivo de las Ciencias Matemáticas. Ni más
dramas, ni más argumentos terribles, ni más adulterios, ni más
suicidios, ni más pasiones desencadenadas, ni, sobre todo,
más críticos. Otras incógnitas y otras ecuaciones me hubieran
preocupado6”. Estas palabras que Echegaray escribió en sus
Recuerdos al final de su vida quizá encierran la clave a estas
preguntas. Se podría pensar que las escribió como una justificación a toro pasado, o que, en definitiva, no son sino la demostración de que dejó escapar su verdadero talento. En cualquier caso, sí parece razonable otorgarles la importancia que
merecen enmarcándolas en el fresco de su vida.
Hijo de un médico especializado en botánica que se trasladó desde Madrid a Murcia para ejercer como profesor del
instituto Alfonso X, ya siendo estudiante de bachillerato y, más
tarde, en la Escuela de Caminos, José sobresalió en las matemáticas, que suponían un inmenso placer para él, a la vez
que, como apunta en sus Recuerdos cuando habla de su primera juventud, un reto obsesivo: “¿Habrá en la ciencia matemática –me preguntaba yo– regiones enteras cerradas eternamente para mí? De ser así, ¡qué desengaño, qué tristeza y
qué humillación!”. Junto a ello, también devoraba literatura
compulsivamente, todo lo que caía en sus manos, recorriendo
mundos, pasiones, viviendo las vidas que pululaban por las
obras de Hesiodo, Homero, Cervantes, Shakespeare, Calde-
rón, Hugo, Lamartine, Dumas, Balzac, Molière, Corneille, Racine, Dostoievski, Tolstoi, Turguéniev… Disfrutador inmoderado de todo lo que supusiese un ejercicio intelectual, con una
visión romántica, redentora y moral del conocimiento, José se
extasiaba con la resolución de un problema matemático o con
los dramas de López de Ayala y Tamayo y Baus. Paradójicamente, frente a esos arrebatos de pasión especulativa, de voluptuosidad mental, desde muy joven fraguó un carácter austero, discreto, en extremo diligente, puritano y alejado de toda alharaca que pudiera pasar por convencional. ¿O tal vez
no sea paradójico? Su ardor intelectual se conjugaba bien
con las virtudes de un perfecto burgués representante de una
incipiente meritocracia, de un hombre ordenado y nada estrafalario que estimaba el conocimiento como el más alto valor moral y la voluntad como cualidad superior. Echegaray
procedía de una familia modesta. Estudió ingeniería porque
era la única forma de escalar socialmente en la España de
mediados del XIX con el único bien que poseía, la inteligencia;
el cuerpo de Caminos era entonces uno de los más poderosos
y tenía capacidad real para influir en el desarrollo del país.
En sus primeros años como profesor de la Escuela ganaba un sueldo que él mismo consideraba peor que el del conserje. Aun así, en las grandiosas visiones de una mente dotada para la abstracción y alimentada con la gasolina de la literatura, la filosofía política o la economía que más tarde estudió, no podía dejarse corromper por el dinero; había de
ganarlo de manera honrada, con las únicas armas que tenía.
De esta forma, a la edad de 26 años, casado y con una hija,
por primera vez según narra en sus memorias, se dio cuenta
de la prosaica necesidad del dinero al verse eterno funcionario de la Escuela y sin llegar a fin de mes.7 Por aquel entonces, López de Ayala estrenaba una obra, El tanto por ciento
(1861), a cuyo estreno acudió José y que refleja bien por qué
fue este tipo de teatro el que más tarde influiría en su obra.
Con El tanto por ciento Ayala inaugura una temática de la
época, la del dinero, que ya estaba muy de moda en Francia
y que desarrollaba tesis morales para un público que deseaba consumir ideología. La trama de la obra trata de la corrupción social por el dinero y afirma la primacía de los sentimientos y las virtudes tradicionales. Lo que le atrajo a Echegaray de la “alta comedia” en la que se encuadraban Ayala
o Tamayo y Baus, fue que coincidía con su concepto del mundo, con valores como la nobleza, la abnegación, el desinterés o la integridad moral frente al positivismo y al materialismo. Las cualidades morales de los personajes debían servir
como referente para la sociedad.
Para principios de la década de los setenta, Echegaray,
asiduo de los estrenos teatrales durante toda su vida, ya había comprobado los efectos que se pueden lograr con el arte
de la palabra desde su tribuna del Congreso o desde la caja
de resonancia del Ateneo de Madrid. Efectivamente, algunos
discursos de Echegaray, como el que pronunció para ingresar
en la RAC en 1866 sobre el erial matemático español o su famosa “Trenza del quemadero”, una pieza oratoria inflamada
de recursos literarios en torno a la libertad de cultos con la que
desperezó al Congreso en los debates de 1869, le habían da-
do fama de gran orador. Don José había sido seducido por la
política, a la que fue llamado por Ruiz Zorrilla, primero como
Director General de Obras Públicas, y más tarde como diputado y ministro, no solo por cuestiones de ascenso social o de
oportunidad para poner en práctica sus ideas, sino por las posibilidades pecuniarias. Sin embargo, secretamente, desde joven siempre había envidiado la creatividad de su gran amigo
y compañero de carrera, Leopoldo Brockmann, un ingeniero
romántico y aventurero gran amante de la literatura y el teatro que acabó casándose con la sobrina de John Keats. Y más
tarde, el enorme éxito de su hermano Miguel, autor de más de
un centenar de populares zarzuelas, sainetes y comedias, entre las que destacan El dúo de la Africana (1893), La viejecita (1897) y Gigantes y cabezudos (1899), Los hugonotes
(1889) o Caridad (1903). De hecho, José ya había realizado
algunas tentativas dramáticas para, en sus propias palabras,
“buscar soluciones financieras”, que quedaron guardadas en
el cajón; en 1865 escribió La hija natural, que no llegó a estrenarse. En cualquier caso, por aquel entonces no era raro
que los próceres de la patria tuvieran pluriempleo: el gacetillerismo, el ateneísmo, la fundación de periódicos, revistas, sociedades o la actividad de escribir prólogos, discursos, novelas o teatro no era patrimonio exclusivo de los “profesionales”.
Tras su regreso de París, donde se había refugiado de los
vaivenes de la política entre pronunciamiento y pronunciamiento, en 1874, siendo ministro de Hacienda, se decidió a
estrenar bajo seudónimo su primera obra, El libro talonario,
cuyo moderado éxito le convenció de que debía seguir por
ese camino y de que este nuevo reto, como si de resolver ecuaciones se tratase, no había de resistírsele. Un camino que no
podía ser otro que el verso romántico erizado de recursos a la
violencia y la sangre donde los escollos eran siempre el sacrificio, el honor y el deber destinado a los oídos de los burgueses educados. A partir de entonces, y a lo largo de 40 años,
José Echegaray escribiría 67 obras de teatro, 34 de ellas en
verso, y cosecharía éxito tras éxito, que sin duda mejorarían
su situación económica y su vanidad. Sólo en el teatro Español, antes Príncipe, llegó a estrenar, entre otras, La esposa del
vengador (1874), O locura o santidad (1877), En el seno de
la muerte (1879), El gran Galeoto (1881), Conflicto de deberes (1882), De mala raza (1886), Dos fanatismos (1887),
Mancha que limpia (1895), El loco Dios (1900), La escalinata de un trono (1903), A fuerza de arrastrase (1905)…
Frente a la importancia más o menos discutible de la novela, el folletín y los periódicos y revistas para las clases educadas en la segunda mitad del XIX, el teatro de la Restauración
fue el auténtico alimento para el entretenimiento de “las masas”. Todos iban al teatro, las clases populares a ver multitud
de especies del género chico y obras líricas que utilizaban los
mecanismos de la zarzuela y del sainete, a los espectáculos de
los cafés cantante e incluso a los locales de flamenco que hacia los ochenta se habían puesto muy de moda. Este público,
al que no basta con tildar de soez, grosero y analfabeto, era
el que llenaba en la bisagra del siglo los centenares de teatros
que se repartían por todo el país, donde se daban hasta cuatro y seis funciones diarias, y quien mantenía a un número muy
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Fig. 4. La escalinata de un trono (fotografía de representación).
Teatro Español, febrero de 1903. En un ensayo general, Fernando Díaz de Mendoza,
Federico Balart, José Echegaray y el resto de la compañía. Fotografía de Asenjo. (Cedida por la Fundación Juan March).
destacable de autores, compositores, actores, tropas y salas.
Frente a esto, los géneros “nobles”, la ópera, la “alta comedia”,
la tragedia, o el teatro clásico estaban en decadencia. Echegaray fue el autor indiscutible de la generación que continuó
las pautas del romanticismo (tres actos, verso, asunto histórico
o legendario en que la historia se trata con libertad y la leyenda es invención del poeta) pero que, a su vez, sintió las primeras acometidas, todavía minoritarias, del realismo, el teatro
social y de las nuevas formas que imponían el abandono del
verso por la prosa. Y lo fue porque llenó el hueco entre lo populachero, chabacano o “menor” y lo vanguardista, lo ideológicamente molesto o lo en exceso intelectual, para una burguesía que no quería bostezar en el teatro. Echegaray acertó
en ofrecer al público puro entretenimiento a base de acción,
efectismo y personajes que, a diferencia de los de Ayala,
Baus, o luego Galdós con su necesidad de que la verdad triunfara sobre el engaño (Realidad, La de San Quintín, El abuelo)
y la libertad sobre la intolerancia (Electra, Mariucha, Doña Perfecta), no solían salir victoriosos de su dura lucha contra el destino, y se suicidaban o se volvían locos, produciendo en el espectador ese buen sabor de boca que da el haberse enfrentado con el mal, haber sufrido y haberse empapado de algunos
valores morales durante un par de horas. Algo así como lo
que hoy sucede con el público que acude al cine y, de toda la
8
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cartelera, elige una superproducción de Hollywood llena de
acción y aventuras que además le proporciona algún extra
para la buena conciencia. Como comenta Serge Salaün,8 “se
entiende así que Echegaray tenga éxito, por razones ideológicas y políticas, y por razones estéticas; aunque nos pese.
Claro que Echegaray ofrece a unas clases dominantes, ávidas
de poseer su patrimonio cultural identitario, las referencias y
los modelos que necesitan y no le dan en otro sitio. Claro que
Echegaray ilustra, a la vez, la nostalgia de un romanticismo
grandioso ya obsoleto y la crisis socio-cultural de una Restauración ‘ramplona’ materialista y egoísta; identificación y escapismo, en el teatro no son incompatibles”.
El propio Echegaray, que era bastante astuto y siempre
mantuvo una cierta distancia crítica respecto a sus obras, se
procuró una justificación teórica que podemos encontrar en el
estudio que abre los Anales del teatro y de la música, 1883-849
firmado por él: “El realismo se manifiesta vigorosamente en
la estética del día, de igual manera que el método experimental, el que, si no en absoluto, en gran parte domina en la
ciencia moderna; pugna todavía por extirpar todo idealismo,
como la filosofía positiva pugna por arrancar de cuajo las
profundas raíces de toda metafísica; y del mismo modo que
el elemento práctico se opone siempre a la teoría abstracta,
opónese la realidad a la idea (…). Debe afirmarse que am-
Fig. 5. José Echegaray saludando desde la meseta de la escalera de la Biblioteca Nacional
a la muchedumbre que le aclama horas después del solemne acto que tuvo lugar en el Senado presidido por Alfonso XIII
en el que se hizo entrega del Diploma del Nobel. (“Nuevo Mundo”, marzo de 1905. Colección particular Juan José González Reglero).
bos sistemas son legítimos y necesarios. Pero debe afirmarse
a la vez que ninguno de los dos es suficiente, y que aislados,
ambos se aniquilan en su impotencia, cayendo de exageración en exageración al abismo de lo ridículo”. Tal vez Echegaray era perfectamente consciente de su falta de escrúpulos
para lograr los efectos que deseaba, incluso a costa del ridículo, tal vez algo tan “real” como el éxito era lo único que necesitaba para quedar refrendado, tal vez sus obras eran solo
juegos de manos o, tal vez, efectivamente era el suyo un romanticismo que no podía salir de la esfera de lo platónico.
El 15 de febrero de 1898 escribía Juan Valera en una crítica aparecida en “La Ilustración española y americana” a
propósito del estreno de La duda en el teatro Español: “lo que
desde el principio está fuera o, mejor diremos, por cima de toda discusión, es el prodigioso y fecundo ingenio de Echegaray, celebrado y admirado en toda España y reconocido ya
en los países extranjeros y entre las más cultas naciones de
Europa, donde se ponen en escena sus producciones y donde
él es considerado como una de nuestras mayores glorias contemporáneas”. Para entonces, la fecha terrible que se toma como epicentro de la crisis de fin de siglo, de la sensación de desastre y la posterior necesidad de regeneracionismo, Echegaray había triunfado en París con su Gran Galeoto, Mariana se
había representado 30 veces en el Royalty Theatre de Londres
con la famosa actriz Mrs. Patrick Campbell a la cabeza del reparto y O locura o Santidad se había representado con gran
éxito en el Teatro Real de Estocolmo. Además, gracias a sus
cargos y actividades en el seno de diversas instituciones científicas, era un hombre conocido y respetado en Europa. En
1904, muchos miembros de la generación del 98 se preguntaron por qué le habían otorgado el premio Nobel y muchos
otros se lo han preguntado después. En aquella fecha, José
Echegaray ya tenía un nombre consolidado en Europa, era el
cuarto año en que se concedían estos premios, y por lo tanto
carecían de la repercusión e importancia que fueron adquiriendo con el tiempo, y, además, le fue concedido exaequo
con el poeta provenzal Frederic Mistral, algo que resultaba
coherente con la cruzada que reclamaba la necesidad de regresar al teatro latino que tan bien ejemplifican estas palabras
del crítico francés Michel Jouvet: “París, sumida en la bruma
del ibsenianismo de los espectáculos venidos del Norte, olvida que el arte escénico es esencialmente del Midi, que Racine
lo recibió de Grecia, y Hugo, en parte, de España (…)”.
Un año después, en marzo de 1905, con motivo del homenaje que arrancó con el solemne acto que tuvo lugar en el
senado presidido por Alfonso XIII y una comisión de la embajada sueca para hacer entrega a don José del diploma del
Nobel que no había ido a recoger a Estocolmo, los jóvenes
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Fig. 6. Retrato de José Echegaray. Galería de presidentes del Ateneo Científico, Literario y Artístico de Madrid. (Cedido por el Ateneo de Madrid).
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noventayochistas y modernistas firmaron un manifiesto bastante airado en contra de la concesión del Nobel a Echegaray.10 Pero, como pone de manifiesto la crónica del homenaje
aparecida al día siguiente en el diario “Nuevo Mundo”, la calle estaba con el dramaturgo: “¿Cuántas personas tomaron
parte en ella? La columna tardó más de una hora en pasar
por delante de la Cibeles… Concurrieron al acto popular, con
sus respectivos estandartes y banderas, los centros docentes,
los gremios, los centros de carácter intelectual, y representaciones del Ejército y de numerosas fuerzas vivas. En la Biblioteca, José Canalejas pronunció, en nombre de los manifestantes, un elocuente discurso. Echegaray contestó emocionadísimo, con sentidas frases, que arrancaron nutridas salvas
de aplausos y aclamaciones”.
La polémica sigue abierta tanto tiempo después. Muchos
son los autores a los que el tiempo deja en su sitio y muy pocos los llamados a la categoría de clásicos o universales. No
se trata por tanto de porfiar por los valores estrictamente literarios del teatro de Echegaray, sino de entenderlo como un
producto de su sociedad, de su cultura y de su época,11 uno
como tantos otros que conforman el entramado, querámoslo
o no, del que somos herederos. De haberlo, el reproche debería estar dirigido a lo que se perdió el mundo de la ciencia
si es que sobre eso se puede especular. Una última cita de sus
Recuerdos quizá termine de situar al personaje:
“Ya era yo un hombre formal, o por hombre formal me tenía. Ya era autor dramático, o autor dramático me llamaban
(…). Me presenté, en efecto, en la casa de banca, y me dieron unos paquetes enormes de billetes de Banco. Eran todos
los atrasos: una fortuna: cuatro o cinco millones de reales. Me
atesté los bolsillos del abrigo de legajos de billetes y me marché a la calle. Pero a la salida me detuvo un caballero muy
elegante, muy fino, y con acento italiano me dijo que acaba-
ba de llegar Eleonora Duse; que se proponía representar una
de mis obras (…). Yo me dejé engañar por mí mismo como el
más inocente labriego; y sin la menor desconfianza seguí al
italiano del sueño. Entramos en una casa (…). Precediéndome el italiano, atravesamos unos pasillos y llegamos a un salón; pero de este salón ya no me acuerdo, o no lo vi dibujado en mi fantasía, o se borró la imagen. Únicamente sé que
me quedé solo; que el italiano entró a avisar a la señora Duse, que pasó mucho tiempo, que nadie venía, y que al fin, como despertando de otro segundo sueño me acordé de los cinco millones (…). Por la puerta salí y por la escalera bajé pidiendo a gritos que acudiesen todas las autoridades gubernativas y judiciales de Madrid. (…). No recuerdo el portal, no
recuerdo la escalera, ni recuerdo el vestíbulo, ni sé cómo me
vi dentro del caserón (…). Al fin, al dar la vuelta al pasillo, vi
venir hacia mí un bulto: tenía forma de persona y tamaño de
persona; pero no era una persona: era un monigote muy
grande de cristal de colores (…). Dime a correr… y a cada
paso me salían nuevos monigotes de cristal danzando con
una flexibilidad maravillosa, a pesar de ser tan quebradizos
y tan rígidos (…). El suelo cada vez más lleno de vidrios y
cristales, los monigotes de cristal brotando de todos los rincones y encrucijadas, y convirtiéndose en turbas sin fin, que yo
no me cansaba de hacer trizas (…). No sé cómo ni por qué
desperté; pero la pesadilla me dejó rendido y con un sentimiento indefinible de horror, rabia y repugnancia”.
■
Enrique Pérez-Galdós* y Natalia Pérez-Galdós**
*Doctor Ingeniero de Caminos, Canales y Puertos
**Licenciada en Filosofía y Letras. Máster en Periodismo
Notas
1. Abad, José, Celebridades contemporáneas, Madrid, librería Francisco Beltrán.
19—. p. 87. Caricaturas de Román Bonet y semblanzas de José Abad.
2. “Noté en el Café de Madrid que el tema favorito de las conversaciones era literario.
Alguna vez se habló de pintura y de escultura, jamás de música ni de nada científico. Me extrañó que no todos, pero sí la mayoría de los principiantes literarios, fueran incapaces de multiplicar un número de dos cifras por otro de dos”. (Ricardo Baroja, Gente de la generación del 98).
3. Echegaray, José, Resolución de ecuaciones y teoría de Galois: lecciones explicadas en el Ateneo de Madrid, Madrid [s.n.], 1897 (imp. Hijos de J. A. García).
4. Historia del teatro español, Vol. 1, Madrid, 1967, p. 458.
5. Clarín, Leopoldo Alas, “Las Novedades de Nueva York”, artículo publicado el 28 de
marzo de 1895.
6. Echegaray, José, Recuerdos, Madrid, Ruiz Hermanos, 1917 (imp. Clásica Española).
7. “Un obrero con 15.000 reales es rico. Un burgués con 15.000 reales es un verdadero pobre de levita. No puede vestir chaqueta, necesita forzosamente para ciertas
ocasiones un traje de frac, tiene que alternar más de una vez con la clase aristocrática; en suma, es todo un caballero, y su esposa toda una señora, y sus hijos no
quieren ser menos que los hijos de tal marqués o de tal duque… La situación de un
burgués es la más triste y la más desesperada: ha de gastar forzosamente como si
fuese un aristócrata y gana como un menestral”. José Echegaray, Recuerdos, 1917.
8. Salaün, S., Ricci, E., Salgues, M., La escena española en la encrucijada (18901910), Editorial Fundamentos, 2005.
9. Pérez Martínez, José V., Anales del teatro y de la música, con un estudio sobre
el realismo en la ciencia, en el arte en general y en la literatura por José Echegaray, 1884, Madrid, Librería Gutenberg, Victoriano Suárez.
10. “Parte de la prensa inicia la idea de un homenaje a don José Echegaray, y se
abroga la representación de toda la intelectualidad española. Nosotros –con derecho a ser comprendidos en ella y sin discutir ahora la personalidad de don José Echegaray–, hacemos constar que nuestras ideas estéticas son otras y nuestras admiraciones muy distintas”. Extracto del manifiesto firmado por los nuevos
literatos del 98, Unamuno, Maeztu, Grandmontaigne, Azorín, Baroja, los modernistas Rubén Darío, Manuel y Antonio Machado, Díez-Canedo, Villaespesa, Salaverría, Mesa, Mata, Valle-Inclán, Gómez Carrillo, e intelectuales de distinto signo, como Fernández Almagro, Llamas Aguilaniedo, junto a críticos literarios, como Antonio Palomero, Manuel Bueno y José Nogales.
11. “(…) ¿Por qué habríamos de creer que el público, culto o popular, siempre comulga con ruedas de molino, se lo toma todo en serio, y adhiere ideológicamente a lo que ve u oye? No sé si el teatro de Echegaray es una anomalía en el contexto europeo, pero en España, se inscribe en una continuidad de una teatralidad
‘esperpéntica’ y violenta, perceptible en otros autores y actores (…). En un país
donde la censura y la represión clerical y moral son tan fuertes, la permanencia
de un teatro histérico podría ser una forma de revancha o de catarsis colectiva”.
Serge Salaün, Universidad de la Sorbona, en La escena española en la encrucijada (1890-1910).
I.T. N.º 79. 2007
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