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EL DESVÁN
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UNO
Recuerdos del vientre
Dormí en la misma cama que mi madre hasta que tuve siete años.
Eso fue hace más de cuatro décadas, al comienzo de la de
1950, en Shanghai.
Mi madre era una mujer llenita y hermosa, de ojos muy
rasgados y cejas finas, un poco como las damas palaciegas en las
pinturas de la dinastía Tang. Madre sonreía rara vez, pero su sonrisa era encantadora, de dientes blancos y parejos. Tenía una cabellera espléndida. Su pelo brillaba de tal modo que estoy seguro de
que, si alguna vez hubiera paseado por la Quinta Avenida de
Manhattan, se le habrían acercado las chicas más elegantes de
Nueva York a preguntarle la marca de su champú.
Sin embargo, madre nunca gastó dinero en jabón para lavarse el pelo. Se agenciaba en el mercado sacos de paja de arroz y los
quemaba hasta reducirlos a cenizas. Cuando quería lavarse el pelo,
echaba una taza de ceniza dentro de una bolsita y ponía ésta en
una gran olla con agua templada. De la bolsa se filtraban unas hebras gris claro que teñían el agua del color del té Wulong. Madre
decía que la ceniza tiene sosa y que la sosa es un buen detergente.
Cuando la solución estaba lista, madre introducía la cabellera en la olla. Frotaba, retorcía y estrujaba el pelo, martirizándolo
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hasta que se cansaba. Pero, después de aclararlo con agua, el cabello seguía tan sedoso y saludable como siempre. Y desprendía un
tenue aroma a ceniza de paja que hacía soñar a su hijo menor con
la fragancia del arroz.
He dicho que dormía en la misma cama que mi madre,
pero en realidad nuestra casa no tenía camas. Mi familia vivía en
un desván. Las dos vertientes del tejado formaban con el suelo un
triángulo equilátero, una forma geométrica compacta en la que
era imposible que cupiera una cama. Pero los dos ángulos agudos
creaban espacios idóneos para unos jergones. En cada una de las
vertientes del tejado sobresalía una gran buhardilla. El jergón que
estaba bajo la buhardilla orientada al norte era para padre y mis
dos hermanos mayores, Bao y Ling. Madre, mi hermana menor,
Chuen, y yo usábamos el que estaba bajo la buhardilla sur. Los
seis miembros de mi familia vivíamos en ese acogedor nido, lejos
de nuestra tierra natal, disfrutando tranquilamente del tiempo
que la gracia del cielo nos concedía.
Mi padre procedía de la provincia de Jiangxi. Era el tercer
hijo de un agricultor que había vivido a orillas del lago Poyang.
En los cuentos de hadas chinos el tercer hijo es siempre un poco
raro. Mi padre lo era. Muy bien podría haberse quedado junto a
la esposa de pies vendados que eligieron sus padres para él, haber
trabajado el trozo de tierra heredado de sus antepasados, haber
disfrutado en paz de su vida y haber sido enterrado, también en
paz, en su tierra natal.
Sin embargo, prefirió romper con esa existencia gris y probar fortuna en diversos negocios. Por suerte o por desgracia, le fue
bien e hizo dinero. Compró hectárea y media de tierra de cultivo
y volvió a casarse, esta vez con una mujer de pies grandes que se
convirtió en mi madre. Tuvieron cuatro hijos. Nos trasladamos a
Shanghai cuando llegó la Revolución Comunista. Desde entonces padre pasó su vida, sus treinta últimos años, en el desván.
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En su familia, mi madre era la hija mayor. Su padre había
montado una fábrica de jabón en la provincia de Hunan. A los
dieciocho años se casó con un apuesto oficial del ejército local. Un
par de años después de la boda descubrió el insaciable putañeo de
su marido y retornó a casa de sus padres. El oficial intentó hacerla
volver, pero no lo consiguió. Mi madre vivió en casa de sus padres
hasta que su marido murió en combate en Jiangxi. Fue entonces,
ya con treinta años, cuando se casó con mi padre.
Madre no nos habló de esa parte de su vida hasta que yo
crecí y tuve que rellenar un currículum vitae oficial, un informe
biográfico que era necesario actualizar periódicamente. Para que
su hijo pudiera ser veraz con el gobierno, hizo un breve relato de
su propia historia. Me quedé impresionado.
Si miro hacia atrás, me parece que nunca vi dormir juntos
a padre y a madre. Nunca vi siquiera la menor muestra de intimidad entre ellos. Para sus cuatro hijos, madre y padre fueron eternamente asexuales. Su función consistía en sacar adelante a unas
criaturitas que venían de ninguna parte, darles comida, darles
ropa y, en ocasiones, darles una buena paliza.
Madre me pertenecía.
Me pertenecía su pelo fragante a sosa. Su espalda, sus pechos, su tripa, incluso el sudor de su cuerpo en verano, todo me
pertenecía.
Mi hermana, Chuen, es seis años menor que yo. Cuando yo
tenía siete años ella sólo tenía uno. Al dormir, madre abrazaba
siempre a Chuen y a mí me daba la espalda, pero eso no impedía
en absoluto que fuera mía.
Hay unos peces llamados rémoras que viven en el mar. Las
rémoras están dotadas de un disco de succión en el abdomen.
Con él se sujetan al lomo de las ballenas y ya no se mueven de allí.
La ballena nunca puede librarse de ellas; tampoco mi madre podía librarse de mí.
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Yo me pegaba todas las noches a la espalda de mi madre. Era
una espalda blanda, sin huesos. Pasaba una mano alrededor de la
cintura de madre para agarrar su vientre, aún más blando.
Gordo, blando, suave y caliente, el vientre de madre concentraba todos los encantos femeninos. Cuando acunaba a mi
hermana, madre doblaba las piernas y se le formaban rodetes de
carne en la tripa, sólo para que mi manita los estrujara una y otra
vez. Madre siempre me aguantaba. Por mucho que mortificara su
vientre, incluso cuando le hundía los dedos en el ombligo, me
aguantaba.
Después de juguetear un rato con su vientre me internaba
hacia arriba.
Ahora está de moda la delgadez. Cuando el pecho es tan
plano como la pista de un aeropuerto hacen falta señales de colores que marquen sus coordenadas exactas. Madre nunca llevó sujetador porque tenía unos pechos opulentos. Me acercaba a ellos
en la oscuridad y siempre acertaba con la zona de aterrizaje.
El diámetro y peso de sus pechos sobrepasaban con mucho
los de los rodetes de su estómago. Los dedos se me cansaban tras
unas pocas incursiones. Entonces colocaba la mano entre ambos,
y dejaba que la palma y el dorso absorbieran en sueños el calor de
mi madre.
A veces mi cuerpo hacía un movimiento rítmico. El estómago se apretaba una y otra vez contra la espalda de mi madre. Entre
las piernas me brotaba una especie de calor y sensación de hinchazón.
En esa época todavía mojaba la cama alguna vez, pero madre nunca me gritó ni me regañó. Al levantarse por la mañana,
ponía una botella de agua caliente en la mancha de humedad de
la sábana. Se elevaba un poco de vapor, mezclado con un ligero
olor a orina. Es probable que mis dos hermanos lo notaran, pero
nunca me sentí avergonzado. Chuen era menor que yo y todavía
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no había aprendido a defenderse. No tenía escapatoria. Era mi
chivo expiatorio natural.
Pero madre vigilaba el territorio situado por debajo de su
ombligo. En ocasiones mi manita sondeaba la zona. En cuanto
rozaba un pelo, era apresada y escoltada de vuelta hacia la tripa.
Yo pensaba que esos pelos eran como los bigotes de los gatos,
extremadamente sensibles aunque el gato esté dormido.
En sus vagabundeos por el cuerpo de madre, mis dedos se
encontraban a menudo con las manos y los pies de mi hermanita. Pero nunca hubo el menor conflicto. A veces Chuen se llevaba mis dedos a la boca y los chupaba. Como no sacaba nada,
empezaba a mordisquearlos con sus dientes puntiagudos. Dolía
un poco, pero sólo lo suficiente para que se registrara una pequeña
alteración en las ondas cerebrales de mi sueño. Así que mi hermana y yo compartíamos el amor de nuestra madre y manteníamos
una coexistencia armoniosa. Supongo que de esas experiencias
nació la relación agridulce que existió entre Chuen y yo cuando
nos hicimos mayores.
Después de mi séptimo cumpleaños, por alguna razón desconocida, o al menos no declarada, madre me exilió a la zona
norte del desván. Todas las noches cuatro varones se apiñaban en
un jergón como piezas de un rompecabezas. Cabezas y pies se
entrelazaban en una compleja disposición. Si alguno quería orinar
durante la noche, tenía que desenterrarse primero apartando unas
cuantas piernas y brazos, y ser luego muy cuidadoso para no pisar ninguna cara.
Las primeras noches lloré sin ningún pudor. Lloraba por
volver a la cama de mamá. Mis dos hermanos se reían de mí, pero
no me importaba. El único problema era que, cuando empezaba
a llorar, madre comenzaba a roncar y mi llorera se desinflaba.
Como si fuera un bebé recién destetado, me llevó más de una semana adaptarme a la nueva situación.
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DOS
Los dedos de la Bodhisattva
Los pies son muy difíciles de dibujar. He estudiado arte durante
cuatro años en el Middlebury College, pero incluso ahora, cuando
tengo que dibujar una figura humana, tiendo a añadir algún objeto providencial que oculte los pies del modelo.
En historia comparada del arte se supone siempre que la
pintura clásica china concede mayor importancia al espíritu que
a la semejanza. Parece que la anatomía humana nunca formó parte del plan de estudios de los pintores clásicos chinos. Pero los
rasgos realistas del retrato de la Bodhisattva que había en nuestro
desván despertaron con su mística la primera fantasía rosa en la
mente, aún verde, de un chico.
Durante varios cientos de años las mujeres chinas llevaron
los pies vendados hasta convertirlos en «lotos dorados» de ocho
centímetros de longitud. Los pies y la diminuta «boca de cereza»,
las dos despiadadas normas de la belleza clásica, atenazaron a las
mujeres generación tras generación. Aunque la Señora Bodhisattva recorrió China como misionera durante muchos, muchos
años, su pasaporte indio debió de mantenerse en vigor y proporcionar inmunidad a sus pies errabundos, pues conservaron su estado natural.
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Nuestra estampa de la Bodhisattva estaba pegada a la pared
oriental del desván. Antes de la revolución el piso de abajo de
nuestro edificio había albergado una herboristería llamada El
Cielo. El desván había servido como almacén de El Cielo. Los
cuatro márgenes de la imagen estaban llenos de anotaciones de
toda clase: fechas, cifras, nombres y direcciones. Cuando mi familia se trasladó al desván madre arrancó todo el amarillento papel
de la pared, pero no molestó a la Señora Bodhisattva.
La estampa era una xilografía y llevaba al pie un anuncio de
Bálsamo Dragón y Tigre. Los poderes curativos de la Bodhisattva abarcaban desde los dolores de cabeza hasta la esterilidad, y lo
mismo se decía del bálsamo.
El papel había absorbido humedad del muro de piedra caliza que había detrás, y presentaba una capa de agujas de salitre
que se incrustaban en la estampa y conferían un tono grisáceo al
resplandeciente cabello de la Bodhisattva: ni siquiera una diosa
podía escapar al envejecimiento secular. Por suerte, sus pies desnudos conservaban una tentadora juventud.
La Bodhisattva estaba sobre una flor de loto blanca que flotaba en el agua. Sostenía un plumero en la mano izquierda y un
jarrón de porcelana en la derecha. Un traje largo le caía desde la
cintura, deshaciéndose en pliegues en torno a los pies. Entre sus
ondas nadaban los rosados dedos.
Si digo que los dedos de los pies nadaban, no es por pura
retórica. Siempre que me dejaban solo en casa con mis deberes
escolares me dedicaba a fantasear. Con la cabeza entre las manos,
observaba los dedos de los pies de la diosa. Sí, de verdad nadaban,
alejándose de la estampa hacia algún lugar situado debajo de la
mesa, entre mis piernas. Y se iniciaba un tenue latido.
Recuerdo que una vez, cerca de Año Nuevo, mi madre nos
llevó a los cuatro hermanos al templo del dios de la ciudad. En la
entrada principal había muchas estatuas de deidades. En Año
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Nuevo y en los días de los grandes festivales los creyentes hacían
ofrendas, como capas de seda roja, galletas, pasteles y frutas, para
deleite de los dioses.
Ese día vi a una anciana colocar con todo cuidado una caja
ante la Señora Bodhisattva. Sentimos curiosidad por el contenido del dorado recipiente. La anciana levantó la tapa y sacó un par
de zapatos rojos. Eran estrechos y puntiagudos, a la moda de entonces. Los colocó justo debajo de los pies de la diosa. Me sentí
fatal al imaginar a la mujer introduciendo a la fuerza los suaves y
carnosos pies de la Señora Bodhisattva en unos zapatos tan estrechos. Los zapatos que madre fabricaba para mí eran redondos
como nidos de pájaro, pero siempre que estrenaba un par me
dolían los dedos.
—¡Maldición! —se me escapó en voz alta.
—¡No se pueden decir palabrotas en presencia de la Señora Bodhisattva! —me reconvino madre dándome un pescozón.
Ya estábamos otra vez. A veces madre parecía tonta. Desde
que teníamos Bodhisattva en casa usaba con frecuencia a la deidad
para reprenderme.
—Si no se pueden decir palabrotas en presencia de la Bodhisattva, ¿cómo es que padre me pega siempre delante de ella, sabiendo que llora cuando hacemos daño aunque sólo sea a una
hormiga? Y tú, madre, ¿como puedes cortar el cerdo en pedacitos
todos los días en las mismas narices de una diosa vegetariana, y
freírlo hasta que el desván se llena de humo grasiento?
Yo creía que, siempre que fuera uno bueno, no hacía falta
dar coba a la Señora. Y si uno era malo, de nada serviría rezar todo
el día o cantar himnos de la mañana a la noche.
Conocía las dificultades de ser monje. No se puede comer
carne; no se puede volver a casa; no se puede tomar esposa. Pero
pensaba que si la Señora Bodhisattva tuviera la amabilidad de
hacerme su aprendiz, renunciaría feliz a todas esas cosas. Sería
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estupendo no comer carne; sería estupendo no volver a casa; sería
estupendo no tomar esposa. No esperaba ir al cielo y tampoco
esperaba ser un alto cargo ni un millonario en mi siguiente vida.
Sólo esperaba que la Señora Bodhisattva me dejara ser su aprendiz para siempre.
Pero, ¿qué hace un aprendiz?
Bueno, podría lavarle los pies, podría lavar los pies a la Bodhisattva.
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TRES
El baño
Tal vez como una especie de compensación, poco después de que
madre me echara de su cama tuve mi primera novia. Se llamaba
Wang Tian. Éramos compañeros de clase. Yo estaba en segundo
grado; ella también. Yo tenía ocho años; ella dieciocho.
La madre de Wang Tian trabajaba como sirvienta interna
para una familia del callejón de Penglai, a muy poca distancia de
mi casa. Cuando me sentaba en el tejado junto a la ventana de
nuestro desván, a menudo veía a la madre de Wang Tian en su
terraza, inclinada sobre una tina de madera, lavando montones de
ropa. Wang Tian y su madre vivían con la familia para la que trabajaban. Wang Tian venía a menudo a nuestro desván, pero nunca me invitó a su casa.
Wang Tian tenía los ojos grandes y brillantes. Parecía que
cada uno de ellos gozara de voluntad propia. A veces se movían en
direcciones opuestas. Esto daba a su cara una expresión próxima
al trance, como si la muchacha acabara de bajar de una nube.
En esa época se había comenzado a usar el mandarín en las
escuelas como lengua oficial de la enseñanza, pero el acento campesino de Wang Tian era difícil de corregir. Siempre que cantábamos El alba de Oriente, el himno del presidente Mao, al llegar
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