662 DOCUMENTOS JUSTICIA Y CARIDAD EN SAN AMBROSIO, OBISPO DE MILÁN Y DOCTOR DE LA IGLESIA II parle de la lección inaugural de la V Semana Social de Chite: Justicia y Caridad, de Monseñor Raúl Silva Hcnríquez, Arzobispo de Santiago. 1. El marco: La Iglesia ante una sociedad injusta Estamos en el Bajo Imperio Romano, en el último esplendor de la cultura antigua en OecidcnLc. Los tiempos son duros. El Tmperiu está amenazado de muerte por los bárbaros y persas, y por la disolución interna. Hombres tenaces se empeñan en salvar la romanidad a cualquier precio. La disciplina social tiende a ser militar. A este régimen político algunos lo llaman "dominatus", "dominado" es el poder absoluto, casi divino del Emperador, ante el cual la misma noción de ciudadano romano desaparece. La maquinaria administrativa es compleja y aplastante. Todo lo que en la sociedad no funciona, se impone. Se requisan cosas y personas. Se lijan cuotas de producción. Para asegurar en las ciudades la recaudación de los impuestos, se responsabiliza a los curiales con sus bienes propios. La inflación para cierto lipo de monedas es tan desatada, que el mismo fisco cobra parte de sus impuestos en especies. Para asegurar las profesiones, una bitena parte de lus hijos están obligados a seguir la de sus padres. Se llega a marcar a fuego a mineros y soldados. Es un Estado totalitario en que la libertad es un lujo. Los sacrificios no se reparten en forma equitativa. En torno a la corle y a los latifundios se amagan y atesoran fortunas enormes, mientras se acrecienta el número de los miserables. Hay un profundo contraste entre el lujo de pocos y la gran pobreza de la mayoría. Además, la fortuna es incierta. Se puede ganar muy rápidamente; pero perderla con la misma rapidez. A medida que se aproximan los bárbaros, las calamidades aumentan. En este escenario imperial florece la época de oro de los Padres de la Iglesia. El cristianismo no construyó esta estructura: la encontró ya hecha. Y en ese mundo la Iglesia convive y procura estar presente, aliviando el sufrimiento con múltiples obras de candad. Frente a la instalación y mundanización de algunos sectores de la Iglesia, surge el poderoso movimiento monástico, que se esparce rá- pidamente por el imperio y constituye una critica viviente a la sociedad de su tiempo. Grandes Obispos como Basilio, fuan Crisóstomo y Agustín dejan oír su voz sobre problemas de la pobreza y la riqueza, sobre la justicia y la candad. Proclaman y concretan las exigencias del Evangelio para ese tiempo y esa situación. Su tono, en algunas circunstancias, resuena áspero y tajante en la denuncia de abusos e injusticias. Son herederos auténticos de los Profetas del Antiguo Testamento, defensores de los pobres frente a los atropellos de los poderosos. Invocan una y otra vez la fidelidad a una alianza que sólo privilegia a los pobres y exige reconocer la "propia carne" en cada hombre que sufre. Como ellos, rechazan un formalismo rima! o ascético vacío de ulma; alma que no puede ser sino la justicia y la caridad. 2. El hombre: Pastor, Padre y Maestro Ambrosio había nacido en Tréveris, siendo su padre Prefecto PretoriatlO de las Galias, Su madre era una cristiana admirable, como las madres de fuan Crisóstomo y de Basilio. A la muerte de su marido se estableció en Roma con sus tres hijos, dos niños y una niña, a la que el Papa Liberio dio el velo de las vírgenes. En este medio aristocrático pero austero, Ambrosio lleva una juventud recta, dedicado a los estudios clásicos y jurídicos. Su carrera es rápida y brillante: a los 50 años es la primera autoridad de Milán, la capital. Por ese tiempo muere el Obispo arriano Auseneio. Se esperaba un choque enlre arríanos y ortodoxos. Ambrosio estaba encargado de resguardar el orden. Era sólo un catecúmeno, no citaba bautizado aún. Una voz anónima, aparentemente un niño, gritó su nombre: "Ambrosio, Obispo", y la insospechada candidatura ganó prontamente unanimidad. Le hicieron Obispo a pesar suyo. Casi como Pablo a las puertas de Damasco, había sido él buscado y violentado por el Señor. Pero de inmediato asumió las exigencias de su nueva vida. No se contentó con ser un buen administrador de la Iglesia: distribuyó su fortuna entre 663 los pobres y se sometió a una vida austera y estudiosa, leyendo la Escritura con fervor y adentrándose en el conocimiento de los Padres griegos. Pero fue ante todo Pastor y Padre de fieles. San Agustín cuenta que lo veía siempre "asediado por una multitud de pobres, hasta el punto de que era difícil llegar hasta él". Se consagra infatigablemente al ministerio de la Palabra. Su obra literaria no es más que su predicación puesta por escrito. Y su predicación es parle de la acción litúrgica, en cuya renovación o perfeccionamiento Ambrosio jugó un papel fundamental. No es, pues, el intelectual tal vez retraído de la compañía de los hombres, o el asceta que critica a una sociedad desde afuera. Se diría que su sucesor, 16 siglos más tarde, en el Arzobispado de Milán. Monseñor Montini, hoy Paulo VI, pensaba en él cuando dibujaba en su primera gran Encíclica la figura del hombre de Iglesia, que al igual que el Verbo de Dios hecho hombre, se hace una misma cosa con las formas de vida de aquellos a quienes se anuncia el Evangelio: se hace hermano de los hombres en el momento mismo en que quiere ser su Pastor, su Padre, su Maestro (Ecclesiam Suam, 80): (cfr. A. Hamman, "Guía Práctica de los Padres de la Iglesia", DDB, págs. 240-248). 3 La Creación: don de Dios para todos los hombres La concepción de Ambrosio sobre justicia y caridad descansa en un presupuesto que es común a todos los Padres: la igualdad de esencia y, por tanto, de exigencias y expectativas entre todos los seres humanos: "el mundo ha sido h&cho para todos: para los ricos y para los pobres. La naturaleza no hace distinciones: a todos nos engendra igualmente pobres. De hecho no venimos al mundo con vestidos ni con plata ni oro, Nacemos desnudos y necesitados de todo, de alimento y vestidos; desnudos nos recibirá la tierra, y no podremos llevarnos al sepulcro nuestras riquezas. Por naturaleza, pues, somos iguales, sea cuando nacemos, sea cuando morimos: El Señor nos crea a todos iguales, y nos recibe a todos iguales en el sepulcro" (De Nabuthe, I, 2; cfr. Examerón V, 8, 51). Siendo todos esenciales iguales, conformamos los hombres un solo cuerpo. Los hombres nos necesitamos mutuamente, estamos indisolublemente vinculados en solidaridad de destino. Dañar a un hombre es, por eso, dañar la comunidad humana. "La ley de la naturaleza que obliga a toda la Humanidad —afirma Ambrosio— es que nos socorramos mutuamente como partes de un mismo cuerpo" ("Sobre los deberes de los ministros", Libro III, III, 19). El enfoque comunitario del Obispo de Milán es tan fuerte, que la utilidad individual viene determinada por la utilidad común. Textualmente señala: "así pues, queda claro que todos hemos de estimar y admitir que es lo mismo la utilidad de los individuos que la utilidad común, y que nada hemos de juzgar útil, sino lo que aprovecha a to- dos . . . No me parece, ciertamente, que lo que no es beneficioso para todos pueda ser útil para alguno en particular"' (ibid. Lib. 111 IV, 25). Y añade la razón: "pues si la ley de la naturaleza es uno para todos, y uno es el bien común, estamos obligados por la ley de la naturaleza a mirar por todos. Luego no es propio de aque-l que, conforme a la naturaleza, debe mirar por los demás, dañarlos en contra de dicha ley" (ibid). A la luz de esta concepción orgánica del hombre en sociedad debe valorizarse la definición que Ambrosio propone de justicia: "justicia —dice el Santo— es la virtud que da u cada uno lo suyo, que no reivindica lo ajeno y que descuida la propia utilidad para salvaguardar la equidad común" (De Offic. I, c. 24; citado por Santo Tomás, 2-2 q. 59, a. II). 4. El dinero: vil cuando se esconde, precioso cuando se difunde Consecuencia necesaria del presupuesto antes establecido, es la concepción que Ambrosio tiene sobre la riqueza. Si los bienes de la tierra han sido creados para beneficio de todos, y no de unos pocos, nadie puede arrogarse un derecho tan exclusivo y excluyeme, que impida a los demás el acceso a ellos. La riqueza es, por tanto, esencialmente difusiva: su destino es ser comunicada, compartida: "¿por qué voy a esconder lo que Dios hace abundar para comunicarlo? ¿Para qué voy a cenar con cerrojos el trigo, con el cual Dios ha llenado toda la extensión de los campos donde nace y crece sin custodia?". (De Nabulhe, 32). Ambrosio llega a escribir: "Nadie llame propio lo que es común"' (Sermón 81 sobre Lucas 12, 18). Estas expresiones y otras semejantes que se encuentran con alguna frecuencia en la pluma de los Padres, han llevado a algunos a concluir que ellos condenaban la propiedad y la riqueza en sí mismas como hechos intrínsecamente perversos e inmorales. No es ésa la perspectiva de los Padres. Santo Tomás, que recoge el último texto que hemos JÍtado de Ambrosio, como posible objeción a lti licitud de la propiedad privada, explica que Ambrosio se refiere al uso de la propiedad, y nu al devecho de gestión y disposición de los bienes. Es lícito que el hombre posea cosas propias, incluso es necesario por varios motivos. Pero en cuanto a] uso o disfrute de los mismos el hombre no debe tener como propias las cosas exteriores, sino como comunes; de Uil numera que fácilmente las comunique con los otros cuando lo necesiten. Siguiendo de cerca el pensamiento de Cristo en el Evangelio, Ambrosio y los Padres en general sostienen que tí dinero es vil cuando se esconde, pero precioso cuando se difunde. Lo que merece condena es el exclusivismo egoísta del rico, que quiere ser él solo poseedor Ü impedir a los otros que puedan gozar de los dones de Dios. La posesión de la riqueza se justifica, por consiguiente, con una sola condición: que sea utilizada para el bien de los pobres. Una idea común a todos los Padres (en su mayoría Obispos), es que 664 el rico desempeña un papel de administrador de bienes por cuenta de otros, no siéndole entonces permitido usufructuar de ellos según su propio capricho: "tú que buscas afanosamente el oro, has de saber que no eres el dueño, sino administrador de esta riqueza; eres depositario, no arbitro" (De Nabuthe, XVI, 58). En esta función distributiva encuentra el rico su razón de ser, la moralidad de su afán, la justificación moral de su propiedad. Inversamente, retener para sí lo que está destinado y es debido a otro es lo mismo que quitárselo: "no se es menos culpable —escribe Ambrosio— por quitar a otro lo que le pertenece que por denegar algo a los necesitados cuando se puede socorrerles y se eslá en la abundancia" (Sermón 81). Retener lo que es debido a otro •—comentará Santo Tomás •—tiune la misma razón de daño que quitárselo; y por consiguiente bajo la "injusta substracción" se entiende también la "injusta retención" (2-2, q. 66; a 3, ad. 2). 5. Dar limosna es restituir La comunicación de la riqueza se sujeta a ciertas reglas, la primera y más obvia de las cuales es pagar al trabajador el salario debido por su trabajo: "Paga al obrero su salario, no le defraudes en el jornal debido por su trabajo, pues tú también eres asalariado de Cristo, quien te ha dado trabajo en su viña y te tiene preparado el salario en los cicl e s . . . Negar a un hombrs el salario que necesita para su vida, es un homicidio" (Libro de Tobías, 92). La segunda regla, de mayor trascendencia aún, se refiere a los bienes superfluos. Se entiende por superfluo lo que no es necesario para la vida. Los Padres de la Iglesia suelen ser bastante rigurosos para juzgar esa necesidad. Y no dejan dudas en cuanto a que de esos bienes superfluos, somos meros administradores: ellos pertenecen a quienes los necesitan. Dar una limosna es, por consiguiente, restituir. Ambrosio dice: "no le das al pobre de lo tuyo, sino que le devuelves de lo suyo. Pues lo que es común y ha sido dado para el uso de todos, tú te lo apropias para ti solo. La tierra ha sido dada para todo el mundo y no solamente para los ricos... De manera que pagas una deuda; no das gratuitamente lo que no debes" (De Nabuthe, 53). Este texto de San Ambrosio fue recogido y utilizado por Pablo Sexto en su Encíclica Populorum Progressio, para fundamentar su afirmación de que "la propiedad privada no constituye para nadie un derecho incondicional y absoluto. No hay ninguna razón para reservarse en uso exclusivo lo que supera la propia necesidad, cuando a los demás les falta lo necesario. En una palabra, el derecho de propiedad no debe jamás ejercitarse con detrimento de la utilidad común, según la doctrina tradicional de los Padres de la Iglesia y de los grandes teólogos" (Populorum Progressio, 23). La influencia del pensamiento de Ambrosio y de otros Padres de la Iglesia en el Magisterio so- cial es particularmente decisiva en esta materia. El Concilio Vaticano II, en la Constitución Gaudium et Spes, se apoyó explícitamente en este "sentir de los Padres y de los Doctores de la Iglesia, quienes enseñaron que los hombres están obligados a ayudar a los pobres, y por cierto no sólo con los bienes superfluos . . . Habiendo como hay tantos oprimidos actualmente por el hambre en el mundo, el Sacro Concilio urge a todos, particulares y autoridades, a que, acordándose de aquella frase de los Padres: Alimenta al que muere de hambre, porque, si no lo alimentas, lo matas, según las propias posibilidades, comuniquen y ofrezcan realmente sus bienes, ayudando en primer lugar, a los pobrei, tanto individuos como pueblos, a que puedan ayudarse y desarrollarse por sí mismos" (Gaudium et Spes, 69). En la misma tonalidad se mueve el Radiomensaje del Papa Juan XX] II, el 11 de septiembre de 1962, donde recuerda que es "deber de todo hombre, deber imperioso del cristiano considerar lo superfluo con la medida de la necesidad del otro y vigilar solícitamente, para que la administración y distribución de los bienes creados se oriente para beneficio de todos" (AAS, 54-1962, 682). Ambrosio retoma finalmente una idea común a los Profetas Bíblicos en cuanto al verdadero sentido del ayuno, entendido siempre en conexión con la justicia y la caridad: "Debéis saber esto: que todo lo que quitéis a vuestro cuerpo ayunando, todo lo debéis dar a los pobres y no guardarlo para vosotros mismos" (Sermón XXV 6). 6. La Misericordia es la misma justicia El Santo Obispo de Milán, consagró particular atención a la virtud de la justicia —a lo que ciertamente habrán contribuido sus estudios de Derecho. La considera una de las cuatro virtudes cardinales. Y a la hora de definirla, no se contenta con las definiciones más en boga, como las de Aristóteles, Cicerón o las de los jurisperitos romanos. Es probable que a éstas nada les falte en lo esencial, pero Ambrosio quiere enfatizar la indisoluble conexión entre justicia y bien común. Estamos aquí muy lejos de una mera y fría justicia conmutativa, que mira a resguardar los derechos de las partes contratantes. Ambrosio sabe que hay muchos, tal vez la mayoría, que no están en condiciones de adquirir derechos, no ofrecer prestaciones contractuales; y también para ellos tiene que haber justicia, ellos son miembros del mismo y único cuerpo social, con los mismos derechos, exigencias y expectativas que los demás. De ahí su definición, ya citada antes, y que conviene repetir: "la justicia es la virtud que da a cada uno lo suyo, que no reivindica lo ajeno y que descuida la propia utilidad para salvaguardar la equidad común". Por eso la considera tan importante, descollante entre las virtudes: "ninguna virtud produce frutos más abundantes que la equidad y la justicia, la cual aprovecha más a otros que a sí mismo y antepone los intereses comunes, descuidando la propia 665 utilidad para conservar la igualdad común..." (Sobre el Paraíso, IÍI, 18). En lenguaje ambrosiano, "la misericordia es parte de la justicia" (Enarradones en los Salmos, Salmo 118, Sermón VIII, 22); más aún, "la misericordia es la misma justicia" (Discurso a la muerte de Teodosio, 26). "Así pues, está claro que la justicia es la misericordia y la misericordia la justicia" (ibid.). Esta definición de justicia concuerda plenamente con su concepto de la limosna como restitución. Siguiendo más allá, Ambrosio llega a exclamar que vender lo que se posee y darlo a los pobres —lo que ciertamente es consejo y no precepto— es la justicia suprema. (A la muerte de su hermano Satyro, 60). San Agustín lo dirá muy hermosamente: "Justitia est in subveniendo miseris", la justicia es socorrer al que padece necesidad. Una mente adiestrada en la estricta justicia conmutativa creería estar en presencia de un exabrupto afectivo, de un arranque emocional. Pensaría que el que da a un pobre hace con él misericordia, y no justicia; porque le da de lo que es suyo, del donante, y no de él, del beneficiario. Los Padres de la Iglesia no hacen, sin embargo, en esto más que ratificar otra vez la gran tradición de los profetas bíblicos, la gran intuición de la Alianza, cuyos preceptos religiosos contienen una exigencia de amor y justicia, principalmente hacia aquellos que en el foro humano aparecen desprovistos de derechos. El huérfano, la viuda, el forastero, el asalariado, el pobre, muchas veces quedan marginados de la justicia conmutativa, no tienen nada que ofrecer. Pero en la realidad de la Alianza la justicia "no es en primer lugar el derecho de los que tienen: es el derecho primordial de los que no tienen" (cfr. Digo, Doctrina Social de la Iglesia, pág. 19-20). Los Padres de la Iglesia introducen así un hábito de humanidad que penetra toda la concepción jurídica y la eleva a una altura que ella no podría concebir ni realizar sin la revelación cristiana. 7. Invierte en los pobres El predicador infatigable que es Ambrosio no se cansa de amonestar a los ricos para que respeten el orden divino de los bienes creados. Su imaginación y celo discurre siempre nuevos motivos para mover el corazón de los que mucho poseen. Hemos considerado ya sus argumentos basados en la igualdad esencial de los hombres, y en el carácter de administradores que corresponde a los ricos. Consideremos ahora otros motivos: el de la "esclavitud", por ejemplo; el rico, en vez de señor y amo, corre el peligro de convertirse en esclavo de sus bienes y de vivir lleno de inquietudes. Envidia el buen sueño del pobre. A esto se añade una fuerte percepción de la vanidad de las riquezas: "¿No pasarán todos los bienes de este mundo como una sombra? Esta casa tuya ¿no es polvo y ruinas? ¿no es todo falaz? ¿no son vanidad todas las riquezas de este mundo? ¿no eres ceniza tú mismo? Mira los sepulcros y considera qué quedará de ti, es decir, de tu cuerpo, a no ser huesos y polvo. Míralos, repito, y di- me quién es en ellos el pobre y quién el rico. Distingue, si puedes, al necesitado del poderoso. Todos nacemos y morimos desnudos" (Examerón, Libro VI, VIII, 51). Pregunta, igualmente, al rico: ¿quién será tu heredero, para quién acumulas y te desvives? Vayamos mejor al terreno de las inversiones. ¿Queremos invertir en algo que sea sólido, en algo que no esté expuesto a las contingencias de esta vida? Invierte en los pobres. Así Dios pasará a ser deudor tuyo, y El te premiará en la vida futura. ¿Eres pecador? Redime tus pecados con la limosna. "Tienes dinero -—dice Ambrosio— redime tu pecado. No es banal el Señor, sino tú. Te vendiste al pecar, redímete ahora con tus buenas obras, paga tu rescate con dinero. Viles son las riquezas, pero la misericordia es preciosa" (Libro de Elias y el Ayuno, 76). Nos recuerda Ambrosio, que dar al pobre es dar a Cristo: en el pobre encontramos la imagen de Cristo. Y si Cristo, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, imitémoslo. 8. No es Naboth el único pobre asesinado La motivación sabe encontrar también en Ambrosio tonalidades de denuncia. Su finalidad es siempre la misma: mover y convertir el corazón del rico. Lo pone en presencia del fuerte contraste entre el lujo y la indigencia: "revistes tus paredes y desnudas a los hombres. El pobre desnudo gime ante tu puerta, y tú ni siquiera lo miras. Es un hombre desnudo quien te implora, y tú solo te preocupas de los mármoles con que recubrirás tus pavimentos. El pobre te pide dinero, y no lo obtiene; es un hombre que busca pan, y tus caballos tascan el oro bajo sus dientes, te gozas en los adornos preciosos, mientras otros no tienen qué comer. ¡Qué juicio más severo te estás preparando, oh rico! El pueblo tiene hambre y tú cierras los graneros; el pueblo implora, y tú exhibes tus joyas. ¡Desdichado quien tiene recursos para librar tantas vidas de la muerte, y no quiere! Las vidas de todo un pueblo se habrían podido salvar con las piedras de tu anillo". (De Nabuthe, 56). En su fuerte predica social se le vienen a la mente comparaciones que estremecen, y tal vez chocan: ve, en el rico, el avaro, el ave de rapiña que despedaza a los pobres; lo compara con los tiburones. Reprocha a los que acaparan mercaderías para hacer subir los precios. Describe con lujo de detalles la angustiante perplejidad del pobre, cuando tiene qu¿ escoger entre morir con su familia de hambre, o vender como esclavo a uno de sus hijos. . . , pero ¿a cuál de ellos? Describe la insaciable codicia del rico que crece a la par con su riqueza: "¿Pues, qué es el rico, sino un abismo insondable de riquezas, un hambre y sed insaciables de oro? Cuanto mus atesora, tanto más se enciende su codicia". (De Nabuthe, 28). Ambrosio escribió un "libro sobre Naboth", el personaje bíblico que poseía una viña y que fue muerto por Acab, rey de Israel, pero codicioso de esa su viña. Este libro, muchas veces citado en nuestras reflexione-s, comienza así: "La historia de Naboth sucedió hace mueho tiempo, pero se renueva todos los días. ¿Qué rico no 666 ambiciona continuamente lo ajeno? ¿Cuál no pretende arrebatar al pobie su pequeña posesión e invadir la herencia de sus ?ntep3jados? ¿Quién se contenta con lo suyo? ¿Qué rico hay al que la posesión vecina no excite su codicia? Así pues, no ha existido sólo un Acab, sino que, lo que es p~or, lodos los días nace de nuevo y nunca se extingue su semilla en este siglo. Se muere uno, renacen muchos; son más los que nacen para la rapiña que para la dádiva. Y tampoco es Naboth el único pobre asesinado; todos los días se renueva su sacrificio, todos los días se mata al pobre". 9. Justicia y Amor, fundamento de la Paz La más germina Tradición Apostólica vincula a la autoridad, de un modo particular, con la realización de la justicia para toda la comunidad. Pablo escribía a los cristianos de Roma, siendo Emperador Nerón; instándoles a la obediencia y leal colaboración con la autoridad, pues "es un servidor de Dios para hacer justicia". (Romanos, 13, 4). La relación entre Iglesia, Estado, Justicia y Bien Común, no podía dejar de ocupar un lugar sobresaliente en la persona de Ambrosio: por su formación anterior, por su fidelidad a la Tradición Bíblica y Evangélica, y por las circunstancias derivadas de ser entonces Milán, su Obispado, la capital del imperio, lo que ponía a su titular -en necesaria conexión con el emperador. Ambrosio asumió plenamente las exigencias de estas circunstancias providenciales, y contribuyó decisivamente a solidificar las bases del Derecho Público de la Iglesia y de su recta relación al Estado. En este contexto nos interesa, de modo particular, la visión del Santo Obispo sobre el gobernante y su compromiso con la justicia. Para Ambrosio, lo sabemos, el presupuesto básico es la igualdad de derechos y de deberes, v la comunidad de bienes. La norma fundamental du la sociedad —lo hemos oído también— es la justicia, a la cual corresponde guardar la medida del mérito de cada cual. Se trata, por consiguiente, de la virtud principal en la sociedad: "non privata virtus, sed publica", no es una virtud privada sino pública; y no se refiere solamente a los subditos entre sí o frente al gobernante, sino también, al gobernante frente a los subditos: "la justicia mira a la sociedad del género humano y a la comunidad. (De Offic., Lib. I, 130). La jusiici:i es así la condición sine qua non, indispensable para el que preside en cualquier instancia o desempeña cualquier ministerio: es ella, la justicia la que lo recomienda, mientras la injusticia lo combate y abate (Ibid., Lib. II, 93). Los reinos y los imperios se consolidan por la equidad, pero se disuelven por la injusticia (Ibid., Lib. II, 95). Los que detenían el poder, aunque sea un poder absoluto, no están exentos de la ley de la justicia, porque la potestad no absuelve de la justicia sino que la justicia libera a la potestad, en cuanto que el rey, permaneciendo sujeto a la ley, en cierto sentido se libera de ella cumpliéndola. (Apología del Profeta David, 8). La primera gran cualidad de un monarca y principio fundamental de su gobierno será, por tanto, la justicia. Virtud pública por excelencia, puesto que no mira al propio interés personal sino al bien de los otros, de todos, de la comunidad entera; virtud que, a diferencia de la fortaleza militar, que se ejercita sólo en la guerra, se practica siempre, y a menudo sin ninguna utilidad propia, pero con gran alabanza de todos. (Enarraciones sobre el Salmo 118, Sermón XVL 14). Esta justicia pública es indispensable para la custodia de la paz y del orden en el estado. San Agustín lo expresó con una frase célebre: "Haz justicia, y tendrás paz. Si no amas la justicia, no tendrás paz. Y es que esas dos, la justicia y la paz, se aman y se besan". (Enarraciones sobre el Salmo 82, 12). Am- brosio exige del soberano la ausencia de toda avaricia: el que preside una comunidad de hombres libres —es su pensamiento— no puede estar él mismo sometido a los tesoros y esclavizado al dinero. (De Offic. L i b . II, 6 ) . Destaca en seguida, como otra gran cualidad que adorna la persona del soberano, el amor por la libertad, signo distintivo entre buenos y malos emperadores. (Epístola 40, 2). Especialmente recomienda el Santo, se deja a los subditos la libertad de palabra (Ibid.), que además de ser popular y amable, es de gran ayuda y constituye una guía preciosa para el propio gobernante, al paso que el sometimiento y el silencio impuesto a los subditos representa a menudo un pelibro para el soberano (Epístola 40, 2, 3). Estos requisitos no bastan, sin embargo, Ambrosio no duda en afirmar que el afecto de los subditos, conquistado por el afecto recíproco del gobernante, es el cimiento que definitivamente asegura la solidez del reino: "No hay nada tan útil como ser amado: no hay nada tan inútil como no ser amado; porque pienso que ser odiado es funesto y fatal" (De Offic. Lib. II, 29). Lo que el amor consigue no podrá nunca conseguirlo el temor; el temor podrá mantener sometidos a los subditos y aun contreñirlos a velar por su príncipe; pero siempre con peligro, y siempre por breve tiempo (De Offic. Lib. ü , 28). En cuanto desaparece el temor surge la audacia, puesto que no es el temor, sino el amor el que impulsa a la fidelidad (ídem.). De esta sublime ética política, tan exigente y al mismo tiempo tan realista, se desprende que el hecho político no queda sustraído a las exigencias de la moral. La justicia, virtud fundamental, urge en todo tiempo, a todos los miembros de la sociedad, en todos los asuntos cotidianos, prefiriendo siempre la utilidad ajena aún a costa del daño propio (Enarr. sobre Salmo 118, Sermón 16. Epíst. 40, 4 ) . Subditos y gobernantes permanecen así en todo tiempo sujetos a la ley positiva y a la ley natural. Y bajo esta ley natural, cae todo aquello que pudiera ofender la dignidad y los derechos de la persona. Ambrosio no vacila, por eso, en intervenir con máxima energía, ante la comisión de un abominable crimen, cuya responsabilidad afecta al emperador Teodosio. En Tcosalónica, 7.000 personas, incluidas mujeres y niños, fueron mandados matar para vengar a un comandante muerto en una revuelta. Ambrosio estigmatiza el crimen y declara al emperador 667 excluido de la comunión con Ja Iglesia. Es la primera vez en la historia —observan los expertos— que un soberano es inculpado por la Iglesia a causa de su incoducta moral (cfr. Palanque, Saint Ambroise et L'Empire Romain. París, 1933, págs. 382-383). El obispo escribe al emperador una carta admirable, exhortándolo a hacer penilencia. Le recuerda el episodio del pecado de David con Betsabé y la intervención del Profeta Nathan, que consigue la humilde conversión del rey. "No te escribo para humillarte —señala Ambrosio— sino para que el ejemplo del Rey David te impulse a cancelar de tu reino este pecado..., un pecado no se cancela sino con lágrimas y penitencia. No lo puede cancelar ni un ángel ni un arcángel . . . Te advierto, te ruego, te exhorto, te amonesto, porque me hace sufrir el hecho de que tú que eras ejemplo de una religiosidad excepcional, que estabas en el ápice de la clemencia, que no soportabas fuese condenado un solo culpable, no te duelas por la muerte de tantos inocentes. Aunque hayas combatido con óptimo suceso tus batallas, y mereces alabanza por tantos otros motivos, la principal característica de tus actos ha sido siempre el respeto pOT la religión... yo quiero tu bien y te acompaño con mi oración, Si lo crees, sigúeme; si, repito, lo crees, perdona lo que te digo; si no lo crees, perdona lo que hago, poniendo a Dios por encima de todo" (Carta 51 al Emperador Teodosio, mayo del 390; texto completo en Rahncr, Hugo: Chicsa e struttura política nel cristianesimo primitivo, Jaca Book, Milano, 1970, págs. 97-99). La enérgica intervención del Obispo, tan llena de franqueza y caridad, en una materia que se diría perteneciente al orden civil, y sustraída a la competencia de la Iglesia, obtuvo en este caso un resultado conmovedor: Teodosio, el emperador más poderoso de la tierra, se vistió la noche de Navidad del 390 con la túnica de los penitentes, acusó y expió públicamente su pecado para ser así reintegrado a la comunión con la Iglesia. Bpoca de dureza, pero también de grandeza. Con este episodio, tan revelador del alma de este Santo Obispo y Padre de la Iglesia, podemos concluir nuestra reflexión de hoy. Precisamente gustando lo que ese concepto significa, "Padre de la Iglesia". El contribuyó decisivamente al crecimiento y progreso del cuerpo místico de Cristo. La Iglesia io recuerda con gratitud, bebe de su enseñanza, se beneficia de su Santidad, El nos ha mostrado el camino: justicia y caridad. Nunca la una sin la otra. El nos sirve de testigo del auténtico pensamiento de Cristo y de sus Apóstoles. Nosotros no queremos ni necesitamos inventar otro camino. El amor es el más excelente de todos los caminos. La justicia certifica la credibilidad del amor. Corramos, como Pablo, al alcance de la justicia y de la caridad. Corramos hacia Cristo, que es el camino. Cardenal Raúl Silva Henríquez Arzobispo de Santiago Santiago, 7 de octubre de 1976. Cristo puede también hoy día reconciliar a ricos y pobres, a poderosos y débiles, a creyentes y ateos, a ignorantes y sabios. Por eso, evangelizar, predicar el Evangelio, cumplir nuestra misión de pastores, es trabajar por la paz. ("Evangelio y Paz", P. I, N? 6)