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Extravíos de la Antropología mexicana.
Problemas metodológicos en los
estudios mesoamericanos
Horst Kurnitzky
Universidad Libre de Berlín
RESUMEN: Este artículo aborda, desde una posición crítica, los principales problemas metodológicos de la
antropología mexicana. Algunos de estos problemas son la incomprensión de las relaciones sociales propias
de una teocracia, sobre todo, la ignorancia del sacrificio como base material de estas culturas, la incapacidad de interpretar los mitos, la incomprensión de las consecuencias que trajo consigo la latinización del
nahuatl, la fallida periodización de la historia mesoamericana y la interpretación positivista de la realidad
prehispánica. Este artículo también plantea cómo el nacionalismo revolucionario y su correspondiente
exaltación del pasado mexicano han fomentado dichos problemas metodológicos.
ABSTRACT: This article addresses, from a critical perspective, the main methodological problems of
Mexican anthropology. Some of these problems are the incomprehension that latinization of Nahuatl
brought with the incomprehension of social relationships inherent to a theocracy, above all, the ignoring
of sacrifice as the material base of these cultures; the incapacity to interpret myths, the faulty periodization of
Mesoamerican history and the positivistic interpretation of Prehispanic reality. This article also sets out
to explain how revolutionary nationalism and its corresponding exaltation of the Mexican past have
contributed to aggravate the stated methodological problems.
PALABRAS CLAVE: crítica, historia oral, lenguas indígenas, religión, sacrificio, mito, relaciones de
parentesco
La autocensura política que tiene que practicar quien no quiere sucumbir o, al menos, no ser
totalmente excluido, tiene una tendencia inmanente, probablemente irresistible, de devenir
en el mecanismo inconsciente de la censura y, con ello, de la estupidización.
Th. W. Adorno, Graeculus ii
La antropología mexicana nos habla de los aztecas como de una alta civilización
que legó a la humanidad un rico tesoro en obras de arte y espléndidos edificios;
además nos habla de una colección de documentos pictográficos en libros y códices
que nos informan —apoyados en una vasta historia oral expresada en lenguas
volumen 12, número 33, enero-abril, 2005, México, ISSN 1405-7778.
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de la población autóctona y anotada por los españoles de los primeros siglos de
la colonización— de las relaciones con sus dioses, de sus diferentes fiestas de sacrificio, celebradas por sus sacerdotes y sabios, así como de su cosmogonía que,
junto con un complicado calendario, denotan un profundo conocimiento de la
astronomía. La antropología mexicana también da cuenta de las escuelas para
formar a la juventud azteca, del culto a la guerra realizado por grupos bélicos
organizados; de la monarquía indiana, socialmente bien jerarquizada, dividida
en estratos nobles, guerreros, artesanos, comerciantes, etcétera; y de su forma de
reproducción económica. En suma, la antropología nos muestra la herencia de la
sociedad mexicana que le procura autoconciencia y que le permite sumarse al
mundo de los llamados pueblos civilizados.
¿Pero fueron de veras los hechos como los narran los antropólogos? ¿Cuáles fueron las fuentes concretas empleadas por los españoles y, sobre todo, qué
entendieron de las culturas encontradas si su pensamiento pertenecía al mundo
medieval europeo? Por otra parte, ¿cuál fue y es todavía el interés de los antropólogos de contarnos la historia en forma de alabanza?
Reales son los hechos de la conquista de las tierras americanas, los conflictos
bélicos de los españoles con los indígenas, con el fin apropiarse de sus tierras y
explotar su mano de obra y, sobre todo, con el fin de persuadirlos o forzarlos con
mano dura a convertirse al cristianismo; esta empresa fue coronada finalmente por
el éxito, al completarse la evangelización de estos pueblos paganos, antes dedicados a cultos idolátricos, inclusive a sacrificios humanos. Los frailes no escatimaron
ningún esfuerzo para encauzar a los indios por el buen camino. Indiscutiblemente,
destruyeron sus centros de culto, así como la mayor parte de los libros y códices
que informaban sobre esos mismos cultos y sobre sus creencias religiosas. En la
lucha contra la idolatría, los españoles derrumbaron los altares de sacrificio y
destruyeron los monumentos que se referían a ese “culto al demonio”. Frente
a esos hechos, Miguel León-Portilla ha lamentado la falta de fuentes primarias:
“Desafortunadamente, ningún libro náhuatl prehispánico de contenido histórico
ha llegado hasta nosotros” [León-Portilla, 2000:45].
Queda abierta la pregunta de si realmente pudo tener libros de historia una
cultura cuyo concepto del tiempo fue cíclico, al contrario del concepto lineal del
tiempo de los cristianos con su esperanza en un paraíso final. La idea de una
historia lineal —de la cual hay que aprender para no repetirla— contrasta con los
mitos, cuya función es llamar a la repetición de los rituales para estabilizar la vida
cíclica de la comunidad; este argumento llevó a Carlos Fuentes a preguntarse con
razón: ¿qué entendieron los españoles de los pueblos conquistados? [Fuentes, 1975].
La fatal incomprensión de las implicaciones que conllevan dos conceptos distintos
del tiempo inmersos en la religión, se muestra claramente cuando los prehispanistas afirman que el ciclo de 52 años del calendario prehispánico, que dominó toda
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la cultura, incluyendo los rituales de la total destrucción y refundación de sus
centros religiosos, “corresponde al siglo mesoamericano” [Rossell, 2003:16]. Esta
incomprensión también se muestra en la ausencia de una clara distinción entre
una religión originalmente de la historia, como fue la cristiana, y las religiones
mesoamericanas que fueron religiones naturales, es decir, orientadas al ritmo de
la vegetación y a las estaciones del año.
De la multitud de códices prehispánicos reprobados por los españoles, se
salvaron de ser quemados “unos quince” [León-Portilla, 2000:29], descontextualizados de su lugar de origen y con poca fuerza ilustrativa acerca de las estructuras reproductivas de las comunidades indígenas. La mayoría de los libros, de
los documentos y de los códices de la cultura prehispánica fueron elaborados ex
post por estudiantes e informantes, con la ayuda del idioma y de la imaginación
artística de los frailes. Por eso, algunos mesoamericanistas argumentan que:
[...] los textos que se conservan en náhuatl, maya-yucateco y otras lenguas nativas,
resultantes de la indagación etnohistórica posterior a la Conquista, no pueden considerarse testimonios de la cultura prehispánica [León-Portilla, 2000:29].
Contra este argumento, los antropólogos alegan las inmensas fuentes de la
historia oral recogidas por los cronistas en los dos primeros siglos de la Conquista.
Alarmados por la casi total devastación de testimonios que les pudieran ayudar
a convertir los ídolos en santos en el camino de la evangelización, e impelidos
por órdenes reales a juntar todas las informaciones sobre las tierras y los pueblos
conquistados, los cronistas entrevistaron a ancianos indígenas, a descendientes de
las llamadas familias nobles, así como a alumnos de los sacerdotes y sabios de la
cultura derrotada. Como un acto para extirpar al demonio, primero bautizaron a
los infieles. Esto significó el abandono del nombre indígena y su identidad cultural. “Bautizarse entre los indígenas sería, después de la conquista, ser destruido”,
escribe Margo Glantz refiriéndose a una nota de Mercedes de la Garza que dice:
“preparad ya la batalla, si no queréis ser bautizados” [Glantz, 1995:132], en otras
palabras, ser destruidos.
Aparte de la Malinche y otros farautes e intérpretes de la primera época de
la Conquista que aprendieron el español como hoy día los humildes sirvientes
del imperio estadounidense aprenden inglés —con todos los posibles errores
por malentendidos— los famosos testigos de las culturas prehispánicas fueron,
en general, alumnos bautizados de las escuelas, sobre todo franciscanas, en las
cuales se adoctrinaba a los intimidados vencidos en la nueva fe en latín y nahuatl,
el idioma del valle de México que establecieron como lengua dominante de los
pueblos indígenas. El nahuatl lo transcribieron fonéticamente al alfabeto latino
y lo forzaron a la gramática latina, a la lengua franca de la Iglesia católica en el
siglo xvi. En el nahuatl —afirmó fray Andrés De Olmos en 1547—,
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[...] se hallan todas las oraciones como en la lengua latina, contiene a saber nombre,
pronombre, verbo, participio, preposicion, ynterjection y conjunction, como se vera en
el discurso del arte quando de cada una dellas se tratare [De Olmos, 2002:15].
El lingüista y americanista Dietrich Briesemeister nos explica por qué:
En su afán de aprender las lenguas indígenas, los misioneros las reducían literalmente
al arte de la gramática latina, usando siempre como norma para su descripción lingüística las categorías y el modelo estructural de la lengua latina [...] La labor de crear los
vocabularios y gramáticas de los numerosos idiomas hablados en el territorio americano significó su incondicional incorporación al código escrito y prototipo conceptual
europeo, una adscripción en el auténtico sentido de la palabra. En los años veinte
del siglo xvi, los franciscanos fundaron colegios especiales para indígenas donde les
enseñaron sólo en latín y en náhuatl, trabajo arduo puesto que esa lengua carecía de
una codificación sistemática y de una reflexión teórica como las había engendrado el
estudio y la enseñanza del latín a través de dos milenios [Briesemeister, 2002:529].
Esto no es una bagatela. Sabemos que la estructura y los conceptos de las
lenguas expresan los sentimientos, las ideas, las creencias y los valores propios de
las culturas. La gramática de las lenguas, incluida la sintaxis, refleja las relaciones
sociales de la cultura a la que pertenecen. En la Grecia antigua, por ejemplo, el
ditirambo fue un canto y un baile alrededor de un altar que representó el renacimiento en la primavera; asimismo, perteneció a un ritual mágico con el cual se
afirmó el crecimiento de la siembra. Hasta la actualidad, en la poesía, el metro
del ditirambo refleja ese culto. Los signos de puntuación de la lengua escrita, que
antes indicaron la métrica de los versos poéticos, conservan, en formas sublimadas,
los cultos y rituales que cohesionan a la sociedad. Toda estructura de las lenguas
tiene referencia a las relaciones sociales e individuales. Si solamente comparamos
la inconmensurabilidad del concepto del tiempo lineal de los españoles con el
concepto del tiempo circular de los aztecas, que debía reflejarse en la lengua nahuatl, salta la pregunta, ¿qué pasó con los tiempos pasado, presente y futuro que
algunas lenguas sioux, por ejemplo, no conocieron? O si pensamos en el individuo
y la propiedad privada, en el sujeto y sus objetos, o en el derecho romano, que
están inmersos en la lengua latina, entonces, la comunidad azteca, organizada en
hermandades y en gens o clanes, no encontró ninguna concordancia. Esta situación
aclara la incomprensión de los españoles, antropólogos y nahuatlatos frente a las
culturas prehispánicas. Buscando estructuras latinas en las lenguas prehispánicas
simplemente no se puede comprender la otra cultura.
Lo mismo pasó con la mayoría de los códices elaborados bajo la vigilancia
de los frailes y con el traslado de los relatos orales a pictogramas, como los de
los famosos informantes de Sahagún, para no hablar de las ilustraciones que
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incorporó Diego Durán en su Historia de las Indias [Durán, 1984, láminas]. Leer
estos códices como una especie de historia épica nacional —como lo recomienda
Miguel León-Portilla— es leer una épica censurada y europeizada. En lo que toca
a los dibujos de los códices, Pablo Escalante Gonzalbo ha probado la cuantiosa
herencia europea en la iconografía de los códices: símbolos y composiciones
prestados de la pintura religiosa europea, así como elementos de la naturaleza
de otros continentes ausentes en el continente americano antes de la llegada de
los europeos [Escalante, 1998, 1999]. Sin ir más lejos, las imágenes de los hombres
—apariencia física, caras, narices, barbas, vestidos, pudor cristiano— dan la impresión de que se trata de europeos. Cuando los historiadores nos aseguran que
al leer los códices descubrieron un vocabulario con sustantivos, adjetivos y aun
con verbos y formas adverbiales [León-Portilla, 2000], en otras palabras cuando
los códices son leídos como una lengua europea, entra la duda de si en verdad
relatan la épica o la historia de una cultura prehispánica, cuando más bien parecen
mitologías purificadas, acondicionadas y, en partes, elaboradas por los mismos
misioneros. Mundos altamente extraños adquiridos para el uso doméstico de la
familia cristiana. En este contexto, no sorprenden las traducciones de pretendidos
poemas de los llamados reyes del imperio azteca. El metro de la versificación
pertenece a la escuela europea, y las conocidas fórmulas cristianas descubren a un
maestro cristiano detrás de los poemas, tal vez a un traductor de estilo romántico.
[León-Portilla, 2003a, b]. ¿Cabía en su concepción del mundo la loa romántica a
la naturaleza? Para entender e interpretar las llamadas obras poéticas de los aztecas, tenemos que saber cómo sintieron, experimentaron y percibieron el mundo,
tenemos que conocer su propia estética, tenemos que averiguar su relación con
la naturaleza, conocer su psique. ¿Permitían sus estructuras sociales y psíquicas
algún tipo de individualismo? (la condición previa de una poesía romántica). ¿O
esas poesías nada más son hechos y proyecciones de los frailes que vieron en los
indios hijos de Dios análogos a ellos mismos?
La antropología no ha hecho suficientes esfuerzos para estudiar la visión del
mundo con la que llegaron los españoles a México. Ellos salieron de una España
medieval donde el Renacimiento casi no había hecho pie, de un mundo en cuya
obra artística se muestra su código sexual y su rechazo al apetito sensual en los
cuerpos, pintados sin vida carnal y muchas veces en las obras carentes de perspectiva, con una expresión contraria a la modernidad renacentista que manifestó
con la perspectiva su nueva relación con el mundo, la nueva relación sujeto-objeto.
El mundo de los primeros frailes fue el de la liberación del Santo Sepulcro y la
reconquista de las tierras musulmanas, es decir, la propagación de la fe católica
por todos lados y con todos los medios. La antropología se ha extraviado al faltarle conocimientos o no valorar las consecuencias de que los españoles llegados
a México en el siglo xvi fueran incapaces de comprender, o al menos salvaguardar
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las fuentes prehispánicas. Únicamente a partir de una idea muy clara de la visión
del mundo de los españoles, de su lógica, no sólo de la lengua, sino de su entera
cultura, es posible aproximarse a la interpretación del mundo indígena que imaginaron en sus crónicas y relaciones fantásticas. La hermenéutica que se dedica
a investigar los prejuicios y las visiones del mundo que influyen en el entendimiento de otras culturas podría serle útil a la antropología, así como el estudio
de las interpretaciones legadas por los cristianos en los procesos de conversión de
otros pueblos paganos en otras partes del mundo, considerados igualmente
salvajes o inferiores.
Los españoles no sólo latinizaron y adaptaron en alto grado los idiomas
indígenas a estructuras europeas, alejándolas así de su lógica original y cerrándoles con ello a los indios el acceso a sus propias culturas, sino que también las
lenguas mismas, así latinizadas, se deterioraron al carecer de referencias materiales
en los cultos y en las relaciones sociales prohibidas. Por ello, el cronista español
Jerónimo de Mendieta escribió a fines del siglo xvi que la inteligencia y el uso de
la lengua mexicana se habían perdido, y el común hablar se iba corrompiendo
más cada día [De Mendieta, 1980:552 y s.]. Los cronistas españoles configuraron
el pasado indígena siguiendo una lógica hispanizada que no se correspondió
con la lógica de las culturas prehispánicas, ni con su lengua y tampoco con la
lógica de sus relaciones sociales. Por otra parte, no sabemos si los informantes
indígenas que relataron los hechos de la cultura prehispánica los escucharon de
sus antepasados o incluso de otros españoles, les contaron a los españoles lo que
querían escuchar, o simplemente les mintieron.
Aparte de que los hechos que proporciona la historia oral son siempre dudosos
y casi sin valor para reconstruir el pasado, es probable que los informantes hayan
contado mentiras a los cronistas por varias razones: porque —como dice Zorita—
aprendieron de los españoles a mentir [De Zorita, 1993:65], porque tenían miedo,
porque en el fondo defendían intereses relacionados con sus propiedades o con
su linaje, o bien porque todavía conservaban un cierto apego, quizá inconsciente,
a la vida tribal de sus antepasados, que les obligaba a no trasmitir sus secretos a
extranjeros. Que hayan aprendido a mentir de los españoles en las escuelas de
los frailes es igualmente posible, porque el único interés de éstos fue erradicar
las idolatrías y evangelizar a los pueblos paganos a toda costa, incluso usando
mentiras si era necesario. Esta práctica se articuló posteriormente a la doctrina
contrarreformista, sobre todo de los jesuitas, que enseñaron a sus discípulos la
simulación y el disimulo como estrategias de sumisión, persuasión y divulgación
de la fe cristiana [Fernández-Santamaría, 1980].
Más que un relato de hechos reales, queda como información un producto de
la fantasía dirigida por los deseos personales de los involucrados en recomponer el
mundo tras la catástrofe de la Conquista. Lo que venden como memoria es muchas
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veces un cuento —indudablemente mezclado con referencias a la realidad— dirigido por el deseo de participar, con tal de recibir el honor de ser descendiente de
alguien con prestigio. Esto se observó claramente en la tendencia de los criollos
e indígenas a reclamar su noble linaje, de los mestizos a blanquearse, o de cualquier otro grupo para ocultar “manchas de sangre” o una ilegítima procedencia.
Por eso ni los jueces en los tribunales le dan mucho valor a las declaraciones de
los llamados testigos oculares. Saben que muchas veces esos testigos llenan sus
lagunas o su falta de memoria con productos de la fantasía. La historia oral es
sobre todo generadora de cuentos fantásticos, muchas veces configurados a lo
largo del tiempo con la participación de toda una colectividad que va desechando
lo que le incomoda, a la vez que amplía y exagera lo que le conviene.1
Frente a estos problemas del conocimiento es inaceptable el peso y el valor
que le da Miguel León-Portilla a la historia oral. Afirma que “la mayoría de los
textos indígenas existentes en Mesoamérica, transvasados a escritura alfabética
fueron transmitidos de manera oral” [León-Portilla, 2000:28]. Por falta de fuentes
primarias, León Portilla se remite a esos cuentos, y toma como prueba de verdad,
el hecho de que los mismos cuentos se relaten independientemente hasta hoy
en varias regiones mexicanas, ignorando que al igual que los frailes enseñaron
a los indios el catecismo o el culto a los santos, el latín y el nahuatl, también les
enseñaron los cuentos y mitos expurgados y reelaborados que los indios debían
identificar como su propio pasado.
Ante la alta mortandad de la población indígena a fines del siglo xvi (90%),
se entiende el esfuerzo de los frailes por congregar nuevamente en pueblos a los
pocos sobrevivientes, por vestirlos, equiparlos con un folclor y enseñarles sus
bailes, la doctrina cristiana e incluso una mitología de sus supuestos antepasados;
son viejas tácticas usadas hasta hoy día, sobre todo cuando alguien quiere reunir
1
Múltiples factores intervienen en la memoria. El más importante de ellos, según los estudios
neurobiológicos y psicológicos, es el tiempo, pues con el paso de los años el sujeto modifica
su visión del mundo afectando su visión del pasado. Al no tener capacidad de almacenar en
el consciente todas las experiencias pasadas, la memoria clasifica, selecciona, guarda unos
hechos y borra otros. A esto se añade el proceso de modificación de esos mismos hechos y la
incorporación de experiencias ajenas de gente que atravesó por circunstancias parecidas. Así
como los niños cuentan de su infancia aquello que les relatan sus padres, la gente reproduce
los estereotipos que ha escuchado. Otro factor importante es el contraste entre la situación
cultural presente y la pasada. El sujeto modifica el relato cada vez que se le solicita, según
la carga emocional y el estado de ánimo en el que se encuentra: miedos, deseos, intenciones,
intereses. Muchas veces una comunidad reorganiza los hechos de tal manera que lo que
hoy se juzga reprobable queda borrado. De este modo, a conveniencia de la comunidad, se
construye una versión de los hechos que sus miembros repiten sin que la experiencia individual juegue algún papel. Véanse los estudios de Harald Welzer, Sabine Moller y Karoline
Tschuggnall [2002].
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a una población bajo un mismo mito nacional. El historiador Thomas Benjamin
observa la aparición de un movimiento de historiadores en Chiapas que últimamente ha provisto a los grupos indígenas mayas de su propia mitología. Él cita
lo expresado por uno de los habitantes víctimas de esta agitación:
Por primera vez en 500 años se nos enseña acerca del origen de nuestra historia y de
nuestra antigua religión, se nos muestra cómo fueron fundadas nuestras dinastías y
cómo vivieron los ancestros en el periodo clásico maya [Benjamin, 2001:12].
Derrotados y expropiados de su antigua religión y, con ello, de su entera
cultura —como los indios en el siglo xvi—, algunas comunidades actualmente
excluidas del “desarrollo” aceptan cualquier mito que les brinde seguridad e
identidad propia, pensando que así podrán defenderse de su total disolución.
En este contexto, es delatador lo escrito un siglo después de la Conquista por
el respetado testigo, de ascendencia indígena y educado desde niño por los franciscanos, Domingo Chimalpahin, cuando nos asegura con énfasis que su relato
de la historia prehispánica
[...] no es una fábula, ni ficción, ni hablilla, sino cosa ordenada que todo es verdad,
todo se hizo, así lo dejaron dicho, nos los dejaron expresado, establecido, su antiguo
discurso, los ancianos, las ancianas, los señores, los nobles de Tzacualtitlan, los tenancas. [...] Estas palabras de la tradición del pueblo, de los linajes, que están pintadas con
tinta negra, con tinta roja, diseñadas en el papel, jamás se perderán, no se olvidarán,
siempre se guardarán [León-Portilla, 2000:58].
Como parte de la retórica de la época, la repetitiva afirmación de que se trata de la pura verdad inspira muchas sospechas. Más bien parece que, por algún
interés distinto de la verdad, Chimalpahin nos quiere hacer creer sus invenciones, lo cual lo convierte en un testigo altamente dudoso. Las fuentes y las mentiras siempre han sido problemas para la historia. La mayor abundancia de mentiras
está en las autobiografías y en las memorias de personajes y autoridades que con
ellas quieren borrar sus fechorías. ¿Fueron las escuelas de los frailes en realidad
fábricas de mitos?
Aquí nos encontramos con otro problema de la historia y la antropología de
las culturas prehispánicas. Los historiadores no solamente confunden la crónica
con la Historia, sino que los historiadores y los antropólogos también confunden
los mitos con la historia. Por ejemplo, el mito aparentemente de origen de los
pueblos aztecas, su emigración de Aztlan hasta la fundación de México-Tenochtitlan,
nos lo relatan como si se tratara de una verdadera peregrinación hasta encontrar
la famosa águila posada en un nopal y devorando una serpiente, cuando todo
eso debe ser interpretado como mito y no como un relato de la historia real.
Los antropólogos se comportan como los fieles de la Biblia que aseguran que la
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creación del mundo fue obra de un dios todopoderoso, que el éxodo de las doce
tribus judías de la prisión egipcia, encabezada por el legendario Moisés, forma
parte de la historia judía; y que el legendario imperio del rey David, con su magnífico palacio, realmente existió. Creen que todo lo que cuenta la Biblia se refiere
a hechos ocurridos. En Estados Unidos de América, el movimiento creacionista
dispone de legiones que prohiben los libros de Darwin y de la Ilustración en sus
escuelas, pero sabemos que toda su fe en la creación es sólo un deseo religioso,
un mito. Hoy en día muchos egiptólogos, arqueólogos y teólogos del Antiguo
Testamento están de acuerdo en que el famoso éxodo de las tribus judías es pura
ficción; que el imperio del rey David, que la Biblia localiza desde el río Éufrates
hasta las orillas del Mediterráneo, nunca existió; que Canaán, la Tierra prometida, nunca fue conquistada por Josué y sus tropas israelitas, sino colonizada por
pastores de ovejas desde Transjordania 1 200 años antes de Cristo, quienes desde
entonces vivieron pacíficamente junto con los cananeos. También está comprobado que los cinco libros de Moisés, el Pentateuco, no se originaron mil años antes de
Cristo, sino 500 años más tarde. Todos los cuentos forman parte de un gran mito
de origen, creado por los líderes religiosos para dar al pueblo judío una fuerza
cohesiva, una identidad, para servir de defensa frente a la ocupación de los grandes
imperios de los egipcios, babilonios y persas, del imperio de Alejandro Magno y
de los romanos. Casi todas las etnias tienen mitos de origen. Se puede decir que
estos mitos pertenecen al equipamiento fundamental de todos los pueblos. La
ciencia sí tiene que interpretarlos, pero absteniéndose de tomarlos como verdad
histórica. Los mitos cumplen, sobre todo, una función psíquica para mantener la
cohesión de la comunidad.
Toda cultura comenzó con el sacrificio. Todo nos conduce al sacrificio como
principio del orden social. Una antropología que no se ocupa de este fundamento
de la asociación humana falla rotundamente. No se entiende por qué la antropología ha colocado al sacrificio al margen y no en el centro del mundo prehispánico,
como lo hicieron, eso sí, los españoles del siglo xvi. Al hablar de simples ofrendas
u occisiones rituales, cuando en realidad se trata del sacrificio, la antropología
ignora el centro de las culturas mesoamericanas y niega o deforma un pasado
que también tuvieron el resto de las culturas del mundo. Sin la comprensión de
la función central del sacrificio no pueden explicarse las relaciones sociales ni
culturales mesoamericanas. Difícilmente se entiende la actitud de los antropólogos frente al sacrificio cuando tienen en sus manos los amplios reportes de los
cronistas de la primera época, en los cuales el sacrificio ocupa una buena parte
de su obra [De las Casas, 1967]. Claro que los españoles del siglo xvi, aunque
eran conscientes del papel central que el sacrificio de Cristo significaba en su
religión, no percibieron la función económica del culto de sacrificio y tampoco
su fuerza organizadora de las comunidades prehispánicas. No se entiende por
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qué los antropólogos han ignorado las relaciones entre los sexos y el sistema de
parentesco en la organización social de las tribus o los clanes, los ritos de iniciación en los cuales se funda cualquier sociedad tribal, la forma de la herencia y
de la propiedad personal o colectiva en función de la lógica de las estructuras
prehispánicas y, en algunos de estos renglones, se han conformado con repetir
lo que dicen los cronistas españoles. En lugar de la cultura real, la antropología
presenta una fantástica cosmogonía, las relaciones de un mundo imaginado, y
no interpreta la proyección de la vida social en la mitología. Todos los mitos nos
hablan de supuestos conflictos sociales proyectados en el mundo de los dioses
y de los héroes. La cosmogonía mexicana sí habla de diosas madres y de su destrucción por los dioses, pero la antropología, en el caso azteca, por ejemplo, no
se pregunta: ¿qué conflicto vital refleja eso?2
Si analizamos los mitos con las probables deformaciones dejadas por los
cronistas españoles, parece que las tribus aztecas vivieron bajo una alta tensión,
llenas de miedo ante las amenazas de la naturaleza y de las potencias femeninas
asociadas con ella. Sus mitos hablan del derrumbe de las diosas madres, desde
la madre originaria Coatlicue hasta Coyolxauhqui, cuya representación del culto
encontraron los arqueólogos hace años, al pie del Templo Mayor en el centro de
la ciudad de México, como una piedra redonda, mostrando un cadáver hecho
pedazos. Según David Carrasco, los sacrificios femeninos ocuparon una tercera
parte de todos los sacrificios anuales, y fueron vistos como importantes regeneradores de la tribu [Carrasco, 1999:188]. La mitología trasmitida por los cronistas
españoles indica que las mujeres adoradas fueron vistas como donadoras superioras: donaron palabras, semillas, virginidad, corazones y piel para regenerar
las plantas y estimular a los hombres a ir a la guerra [ibid.:195]. Los rituales de los
sacrificios femeninos alimentaron la esperanza de controlar la regeneración de las
plantas, la fuerza de los hijos para la guerra y la muerte de los enemigos [ibid.:190].
2
Si bien existen trabajos que abordan el problema del sacrificio, como son los de Christian
Duverger [1983], Yólotl González [1985] y David Carrasco [1999], usualmente la antropología
ubica al sacrificio en el ámbito de la religión, y en algunos casos lo relaciona con la economía
o la supervivencia material. Lo concibe como un fenómeno adicional y no como el punto de
partida de cualquier asociación humana; no como el fenómeno a partir del cual es posible
explicar las formas de la cohesión social que se da una sociedad y, especialmente, el establecimiento de las reglas que regulan las relaciones sexuales. De ahí que la antropología no
explique la presencia de símbolos relacionados con los genitales femeninos, con la fertilidad
y la reproducción humana en los centros de culto al sacrificio. En los libros de textos de historia, en los manuales de antropología, en los museos y en las exposiciones, si no se elimina o
minimiza, el sacrificio aparece como un fenómeno más de la historia de Mesoamérica, cuando
la lógica de esas sociedades podría hacerse inteligible si se analizaran las múltiples funciones
que cumple el sacrificio, al igual que ocurre con las culturas antiguas de China, la India y el
Extremo Oriente.
EXTRAVÍOS DE LA ANTROPOLOGÍA MEXICANA
137
Aparte de la visión española de los hechos y de los relatos de sus testigos —que tal
vez cambiaron elementos de los mitos—, los sacrificios femeninos y el miedo a la
feminidad, que seguramente influyeron en las relaciones entre los sexos, jugaron
un papel importante en las creencias aztecas.
La importancia que le dieron y el miedo que les infundió la naturaleza como
feminidad quedaron ilustrados en la ceremonia del Fuego Nuevo que celebraron
los aztecas cada 52 años. Según el Códice Borbónico, cuatro altos sacerdotes llevan 52
trozos de leña al sagrado fuego, mientras al lado del templo se encuentran mujeres
encerradas en un granero, amontonadas con otras que portan máscaras [ibid.:89].
El Códice Florentino relata que encierran a las mujeres en graneros para evitar su
transfiguración en bestias fieras que se comen a los hombres, mientras las mujeres
embarazadas se protegen con máscaras de hojas de maguey y a los niños los empujan y golpean para que se mantengan despiertos y no se conviertan en ratones
mientras duermen [ibid.:96]. Además de lo que esto significa en todos sus detalles,
y tomando en consideración las precauciones con respecto a los autores de los
códices, el evidente miedo de los aztecas a no poder encender el Fuego Nuevo y,
por ello, a que el sol no regrese y las mujeres se vuelvan bestias devoradoras de
hombres, así como todas las medidas de protección contra la naturaleza hostil
y amenazadora, nos permiten interpretar que la posible experiencia real de una
catástrofe provocó estas creencias. ¿Catástrofes posiblemente de enormes dimensiones? ¿Quizá grandes erupciones volcánicas que enterraron alguna vez a una
civilización y oscurecieron el cielo por mucho tiempo? Un acontecimiento de gran
magnitud pudo haber producido el miedo a que el sol nunca regresara. Y cuando
esta catástrofe se repitió 52 años más tarde, en tiempos remotos —sabemos que la
memoria, los conceptos del tiempo e incluso los calendarios en parte se generan
por experiencias de catástrofes—, la amenaza por posibles erupciones volcánicas pudo haber provocado en la memoria visiones apocalípticas y construcciones
protectoras que se tradujeron en cultos y rituales contra la repetición de estas
catástrofes. Para llegar a una posible explicación de las raíces reales de esta visión
del concepto cíclico del tiempo, ciencias como la geología o la arqueometeorología
pueden ayudar a la antropología en la interpretación. Junto con la idea de la siempre
ambivalente dominación de la naturaleza, de la cual las mujeres, como posibles
seductoras al incesto, son una parte peligrosa —sospechosas de traicionar a los
hombres por sus relaciones con oscuras fuerzas naturales que podrían destruir a
la civilización— el ritual del Fuego Nuevo, junto con la magia del ciclo de 52 años
de la destrucción y el renacimiento de una cultura, quizás causaron una respuesta
que racionalizó esta experiencia en la medida mágica de la fe religiosa.
Esta visión del mundo relacionada con ciclos de catástrofes en intervalos de
52 años también está representada en la pirámide de Tenayuca, en un barrio al
norte de la ciudad de México, la cual —dicen los arqueólogos— fue el modelo de
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HORST KURNITZKY
la pirámide del Templo Mayor. Esta pirámide cuenta en su base con 52 serpientes
que representan, otra vez según los arqueólogos, el ciclo de 52 años. Pero éstos no
se han preguntado si, como en casi todas las culturas, las serpientes simbolizan
la feminidad y la naturaleza no dominada. Por eso los héroes y dioses que matan
a dragones y serpientes pueblan las mitologías por todo el mundo. Heracles y
Marduk, por ejemplo, son los héroes que vencen a las bestias y con ello realizan
su labor civilizadora. Simbólicamente dominan tanto a la naturaleza externa como
a la naturaleza interna, ambas encarnadas en las mujeres y simbolizadas también
en las serpientes. Entonces, con mucha probabilidad, las serpientes de Tenayuca
pertenecen a semejantes conceptos simbólicos. La etnología y la antropología
comparativa, que se sirve del conocimiento del psicoanálisis, pueden ayudar a
la interpretación de estas representaciones simbólicas.
Más evidente parece el incendio del Fuego Nuevo mismo. Esta ceremonia tiene
lugar cada 52 años, se realiza durante la noche y, según Bernardino de Sahagún y
el Códice Florentino, parece que nunca termina. Es la noche del miedo a que el sol
no regrese, a que los demonios de la oscuridad bajen a comerse a los hombres y
toda la vida termine. Sólo el sacerdote como mago conoce la manera de salvar al
mundo. Mira a las estrellas, y cuando llega el momento justo, cuando las Pléyades
pasan por el meridiano, toma un guerrero cautivo, una víctima ya preparada, y
con un pequeño simulacro de incendio de madera, prende fuego en su pecho
extendido sobre una piedra de sacrificio. Cuando el pequeño fuego quema, el
sacerdote abre el pecho de la víctima con un cuchillo, le saca el corazón, lo tira al
fuego y todo el cuerpo de la víctima se quema en las llamas. Así, la gente puede
verlo por todos lados [ibid.:97]. Luego distribuyen el fuego en todos los fogones,
tanto en los sagrados como en los de la vida cotidiana.
No sabemos hasta qué punto el conocimiento del culto al fuego del templo
de la Vesta y su importancia para Roma influyeron en el relato de Sahagún. A
pesar de ello, salta a la vista la relación sexual que simboliza hacer fuego con el
simulacro de incendio, conocido en las ceremonias del fuego de muchas culturas
como un acto de incesto relacionado con el sacrificio del que nace toda la cultura. Es
el incesto simbólico de la naturaleza no dominada, representado por el guerrero cautivo, la víctima y el incendio del fuego como acto sexual. En ese preciso
momento todo se transforma en un gran sacrificio, finalmente devorado por las
llamas. Lo que queda de este acto es el fuego, la gran adquisición civilizadora de
los seres humanos que garantiza su supervivencia, igual en la mitología azteca
que en muchas otras mitologías.
La importancia del sacrificio femenino y su contribución, no sólo a la constitución de la cohesión social, sino también al establecimiento de las reglas de las relaciones sexuales, lo muestran las conchas y caracoles que forman parte de las pirámides
—en la de Quetzalcóatl en Tula, por ejemplo— y que se han encontrado como
EXTRAVÍOS DE LA ANTROPOLOGÍA MEXICANA
139
“ofrendas” en tumbas prehispánicas. Como símbolos del órgano sexual femenino
—tal vez como en otras culturas del mundo— los pueblos prehispánicos les atribuyeron la fertilidad y la reproducción humana, y las tomaron como signo mágico
para defenderse de las amenazas de la naturaleza salvaje. No representan simples
ofrendas a la fertilidad, como aseguran los antropólogos, sino toda la estructura
de la reproducción de una tribu. Por cierto, aunque en las culturas prehispánicas
no existen evidencias de que estas conchas y caracoles funcionaran también como
dinero —como dinero en el mercado o para el pago de mujeres, como en muchas
culturas de Asia y África—, la estructura social nos indica que su valor simbólico
corresponde a una relación social semejante [Kurnitzky, 1992 (1978)].
No se puede subestimar la gran contribución del psicoanálisis al estudio de las
fuerzas cohesivas de las etnias, para explicar qué las mantiene juntas, investigar
la causa de sus principales conflictos, así como lo que orienta todas sus relaciones
sexuales y sociales. La interpretación de los sueños nos puede ayudar a interpretar
los mitos. Sueños y mitos son productos de la fallida solución de los conflictos,
sobre todo de los conflictos entre los sexos. Por esta razón, muchos mitos nos
relatan el gran conflicto con la madre original representada por un monstruo
animal o una serpiente que amenaza con tragarse a los protagonistas del mito;
éstos, por su parte, deben organizarse como horda o como ejército de guerreros
bajo un caudillo, y elaborar estrategias para acabar con el monstruo.
El miedo a la naturaleza y la lucha para dominarla en beneficio de la comunidad, o dicho con otras palabras, todo el trabajo civilizador de los seres humanos
a lo largo de su historia, está narrado en los mitos en las miles de aventuras y
conflictos que enfrentan sus héroes. Por ejemplo, los trabajos de Heracles ilustran
el progreso civilizador de los pueblos griegos. Ahí comienza la vida racional, es
decir, la vida comprada a cambio de un sacrificio. A la superación de la amenaza
de la naturaleza salvaje le corresponde el sacrificio femenino. Pero ahí no se detiene
la historia. Los héroes de la dominación, es decir, los hijos de la misma madre, son
amenazados y sacrificados por sus hijos, si antes ellos, como padres, no anticipan
los hechos y los sacrifican. La historia de los mitos está llena de matricidios, parricidios y padres que sacrificaron a sus hijos, o bien de narraciones sobre la lucha
de un pueblo contra el sacrificio, que a veces fue impedido en el último momento
por una fuerza superior, como le ocurrió a Abraham cuando debía sacrificar a su
hijo Isaac. El sacrificio y la lucha contra el sacrificio, con el resultado de miles y
miles de sustituciones, forman el hilo rojo de la historia humana.
A menudo se intenta descalificar la obra completa del psicoanálisis por su
énfasis en los problemas de la sexualidad, pero lo absurdo de esta descalificación
es que hasta ahora sólo el mismo psicoanálisis y las incontables piezas de arte y
literatura —Shakespeare entre otros— han intentado explicarnos las razones del
constante deseo del incesto y de los conflictos de la sexualidad. Por eso, el des-
140
HORST KURNITZKY
cubrimiento central del psicoanálisis, el llamado conflicto de Edipo, en el fondo
la universalidad del tabú del incesto, al menos entre madre e hijo, constituye
una buena ayuda a la antropología. El psicoanálisis no sólo nos conduce a un
complejo que motivó a los pueblos a producir innumerables mitos, cuentos, novelas y piezas teatrales en torno del conflicto entre padres e hijos, así como entre
hermanos o sobrinos y tíos, es decir, todas las consecuencias del mismo conflicto
entre los hombres por dominar a las mujeres y a la naturaleza, sino que también
nos conduce al conflicto central de la civilización, a su fuente creadora al igual
que destructora. Caín mató a Abel y fundó una ciudad, Rómulo mató a Remo y
fundó Roma; también el mito de la fundación de México-Tenochtitlan sigue el
mismo modelo. Se necesita un sacrificio de fundación para que la civilización se
ponga en marcha.
En el libro La bandera mexicana, Enrique Florescano presenta la incansablemente
repetida versión del mito de la fundación de México-Tenochtitlan, compilada de
fuentes como la historia oral, los códices producidos ex post, etcétera. Según esta
versión, el dios mayor de la tribu mexica, Huitzilopochtli, ordenó a sus seguidores
“abandonar Aztlán, el lugar de origen, y buscar tierras mejores, que habrían de
reconocer por la manifestación [...] de un águila agitando sus alas, parada sobre
un nopal y desgarrando una serpiente” [Florescano, 1999:25]. Milagrosamente,
en el valle de México encontraron “un águila real parada en un nopal, [...] lanzando el grito de guerra mexica, atl tlachinolli, que quiere decir agua hirviente o
quemada” [ibid.].
En el Museo Nacional de Antropología de la ciudad de México se encuentra
una escultura de tiempos prehispánicos, una fuente de primera mano, que cuenta el
mito de la fundación de México Tenochtitlan de un modo diferente. Se trata de la
piedra llamada “Teocalli de la guerra sagrada” la cual tiene un relieve que muestra
abajo una figura tendida en agua. Del pecho abierto de esta figura brota un nopal
con diez tunas y un águila parada con sus garras en dos de ellas. De su pico emerge
el glifo de la guerra sagrada. Según la interpretación del mito de fundación, esta
figura tendida representa a Copil, el hijo de Malinalxóchitl, la hermana mayor
del dios tutelar mexica, Huitzilopochtli. El mito es como sigue:
Malinalxóchitl cayó en desgracia por causa de un conflicto con su hermano y fue
apartada de la tribu; se refugió entonces en Malinalco y ahí procreó a Cópil, a quien
inculcó su odio hacia Huitzilopochtli. Más tarde, cuando los mexicas se asentaron en
Chapultepec y comenzaron a ser hostigados por los pueblos vecinos, Cópil aprovechó
la ocasión para sublevar a los pobladores del valle contra la tribu de recién llegados,
comandados por Huitzilopochtli. [...] Sin embargo, el poder clarividente de Huitzilopochtli se anticipó a esas intrigas. Con la ayuda de sus capitanes logró capturar a
Cópil y él mismo decapitó al traidor. Le arrancó el corazón y se lo entregó a uno de
EXTRAVÍOS DE LA ANTROPOLOGÍA MEXICANA
141
sus sacerdotes, quien lo arrojó al centro de la laguna, donde se convirtió en la piedra
de la que surge el nopal [Florescano, 1999:27].
Así, el mito nos cuenta que México-Tenochtitlan se fundó sobre el corazón
sacrificado de Copil. ¿Pero qué nos cuenta el mito sobre la tribu que ha creado
este relato tan enredado?
Ante todo, llaman la atención las relaciones de parentesco entre Huitzilopochtli, su hermana mayor, Malinalxóchitl y, el hijo de ella, Copil; además de las
circunstancias que rodean estos hechos. Malinalxóchitl fue apartada de su tribu
por un conflicto no especificado con su hermano Huitzilopochtli, y procreó en
el extranjero, en Malinalco —un lugar que lleva su nombre—, a su hijo Copil, a
quien, según el mito, inculcó su odio hacia Huitzilopochtli. Hay que añadir que el
mito —en las versiones conocidas hasta la fecha— no menciona quién es el padre
de Copil, lo cual permite suponer que probablemente se trata de una tribu de herencia matrilineal. Esto quiere decir que la línea de la descendencia es femenina,
pero que —a diferencia del mítico matriarcado que le pretende anteceder— los
hermanos tienen el derecho de gobernar, así como de disponer de los bienes de
sus hermanas. Esta relación es bien conocida tanto entre los pueblos iroqueses
como entre los pueblos hopi hasta la actualidad.
En un primer nivel se puede leer este mito como el relato de la sublevación del
pueblo de Malinalco, encabezado por uno de sus hijos, Copil, que fue vencido y
sacrificado por los mexicas. El cadáver del sacrificado Copil, tendido en agua como
lo muestra la piedra Teocalli de la guerra sagrada, indica el lugar de la fundación de
México-Tenochtitlan en el lago Texcoco. Pero esto no nos explica las relaciones
de parentesco de las cuales habla el propio mito. Además surge una duda: por
cuál crimen se le pudo haber aplicado a Malinalxochitl la pena de expulsión de la
tribu. Esta drástica pena corresponde a la pena de muerte, ya que en muchas sociedades tribales del mundo las personas separadas de la tribu no pueden sobrevivir
porque dependen de ella, no son individuos autónomos. El crimen pudo haber
sido el asesinato de un miembro de su propio clan, de su familia, el cual no pudo
ser compensado con un pago en dinero o en valores, como lo practicaron otras
sociedades tribales. La otra opción es que el crimen haya sido el incesto con su
hermano, o quizá ella fue la madre de Huitzilopochtli, estilizada en su hermana
mayor, un desplazamiento bien conocido por la interpretación de los sueños. De
ser así, el incesto sería el crimen más grave, y en todas las sociedades tribales recibiría como sentencia la pena más severa. Malinalxochitl no se mató como Yocasta,
la madre de Edipo, pero fue expulsada de la tribu por su propio hermano, quien
probablemente la violó, un castigo que aún hoy es conocido en muchas comunidades tribales, donde la cohesión de la tribu se conserva muy fuerte. Ésta es otra
posible lectura del mito. Copil, el hijo de Malinalxochitl, el Edipo del mito, nació
142
HORST KURNITZKY
en el extranjero, pero regresó para acabar con su padre, el dios mayor. Éste es un
clásico esquema edipal, ampliamente conocido en estructuras sociales patriarcales
en las que el rey o el siguiente regente mata a su antecesor para ocupar su lugar
[Frazer, 1993; Gaster, 1964].
Pero en el mito de la fundación de México-Tenochtitlan no fue así. En este
mito, el hijo fue sacrificado, tal vez por su padre, que quizá también era su tío.
Como el mito lo sugiere, Malinalxochitl fue la hermana mayor de Huitzilopochtli y
procreó con él un hijo, de modo que el hijo fue, al mismo tiempo, sobrino del dios
mayor. Esta situación es embrollada sólo en apariencia. En caso de que la tribu
mexica siguiera una sucesión matrilineal, el sucesor del jefe no es el hijo, como
en las sociedades patrilineales, sino que, en este caso, el sucesor sería el hermano
o el sobrino. En el mito de fundación, Copil fue sacrificado porque amenazó a su
tío como sucesor, al estar dispuesto a matarlo, pero también porque amenazó a su
padre. En el caso de que Huitzilopochtli haya sido igualmente su padre, el mito
posiblemente da cuenta del ensayo fracasado de sustituir una relación matrilineal
por una relación patrilineal, un hecho que Robert Graves sospechó también en el
caso del mito de Edipo, cuando escribe: “¿Trató Edipo, como Sísifo, de sustituir
las leyes de sucesión matrilienales por las patrilineales y le desterraron sus súbditos? Parece probable” [Graves, 1992, t. ii:15]. De todas maneras, la fundación de
México-Tenochtitlan deviene de un sacrificio humano, un mito de fundación
conocido en muchas culturas. El augurio del águila con la serpiente no tiene mucha
importancia frente a esto. Simboliza el conflicto universal entre los sexos, entre
un poder celestial y un poder telúrico representado por el águila y la serpiente,
con el resultado del dominio de la primera sobre la segunda. Esta figura mítica
es muy conocida en todo el mundo [Küster, 1913] y pudo haber sido introducida
más tarde, porque es poco probable que haya provocado un hecho tan importante
como la fundación de un centro de culto religioso tan significativo.
El mito, además de relatar que la sociedad tribal de los mexicas o aztecas fue
matrilineal, también explica que fue tan inestable que su lógica la impulsaba a
repetir permanentemente el sacrificio de origen, para dominar la naturaleza hostil
y mantener unida a la tribu. Según Bachofen algo característico de un matriarcado,
esto es, de la mítica estructura social precedente a la organización matrilineal, es la
permanente repetición de sacrificios humanos sangrientos: “La época del derecho
femenino es la época de la venganza de sangre y de los sangrientos sacrificios humanos” [Bachofen, 1992:181]. Partiendo de este sacrificio representado por Copil,
de aquel corazón extraído del que brota el nopal, el árbol de la vida azteca, con
sus frutos, las tunas, que representan los corazones de las víctimas sacrificadas,
surge una pregunta: ¿qué significa eso? Puesto que en esta cultura se conoce a la
tuna como representación del corazón de la víctima, entonces, en cierto sentido,
como una sustitución, surge otra pregunta: ¿por qué prosiguieron los sacrificios
EXTRAVÍOS DE LA ANTROPOLOGÍA MEXICANA
143
humanos y no desarrollaron un culto al sustituto, como lo hicieron otras muchas
culturas, entre ellas el mismo cristianismo con su adoración a la cruz? ¿Fueron
tan débiles las fuerzas cohesivas de esta tribu que un sustituto hacía imposible
mantenerla junta? La antropología tendrá que responder una gran cantidad de
preguntas para entender la religión, la base real de la vida de estas tribus.
Se puede decir —como lo acentuó Jean-Pierre Vernant respecto a la vida de los antiguos
griegos— que la religión está presente en todos los momentos y en todos los actos de
la vida colectiva, que la existencia social reviste también la forma de la experiencia
religiosa [Vernant, 2002:57].
Además del psicoanálisis, la antropología prehispánica también se puede
apoyar en el método de Giovanni Morelli, un modo de interpretación que usan
tanto los criminólogos como los historiadores para analizar las obras de arte. El
método consiste en poner mucha atención en lo marginal, en las huellas o indicios, en cosas aparentemente de poca monta, como la forma como se pintan las
orejas, las manos, los pies, o los detalles repetitivos, pero que resultan ser la clave
para detectar a los autores y los procedimientos seguidos en una obra. Sigmund
Freud usó este método para descifrar el “Moisés” de Michelangelo Buonarroti;
los miembros de la escuela de Aby Warburg lo usaron para sus investigaciones
estéticas, y Carlo Ginzburg, junto con la interpretación de los sueños, lo ha empleado en sus exitosas investigaciones históricas [Ginzburg, 1989].
Aparte de la marginación del sacrificio y de la ceguera frente a una cultura
teocrática en la cual la religión, con sus cultos de sacrificio, forman el centro social que define todo lo demás, no se entiende por qué la antropología se resiste a
investigar las relaciones de parentesco, como lo hizo Claude Lévi-Strauss con las
culturas tribales de Brasil [Lévi-Strauss, 1969]. Hace más de 125 años, Lewis H.
Morgan, un pionero de la moderna antropología americana, criticó a la antropología
mexicana exactamente en ese punto: la ignorancia frente a la estructura social de
los aztecas y sus relaciones de parentesco. Morgan sospechó que se trató de una
organización matrilineal, es decir, que la herencia no se trasmite del padre al hijo
como en la organización patrilieal, sino del hijo de la madre a su hermano. Así, por
herencia matrilineal, cuando Cortés secuestró a Moctezuma, éste fue sustituido por
su hermano Cuitlahuac y éste por su sobrino Cuauhtemoc [Morgan, 1876].
Pero aquí no se agotan las ventajas del estudio de los sistemas de parentesco.
La tribu construida por hermandades y gens o clanes no representa una sociedad
política sino —como lo he señalado antes— una asociación dirigida y organizada
por la religión y sus cultos. De ella salen las formas de convivencia social entre
sacerdotes, caudillos religiosos y el común de la tribu; de ella se desprenden el
rol de las mujeres, la relación entre los sexos y las relaciones sexuales prohibidas
y permitidas, especialmente el lugar ocupado por la homosexualidad. Estas rela-
144
HORST KURNITZKY
ciones determinan las formas de convivencia, incluso la manera de construir las
casas donde viven las gens o los clanes. Con mucha probabilidad —a decir de Morgan— eran casas grandes donde mujeres y hombres jóvenes vivían separados.
De la (por desgracia) mal investigada estructura del parentesco dependen
muchas cosas. Si los aztecas tuvieron una estructura matrilineal organizada en
gens, es poco probable que vivieran como familias monogámicas. Por eso, después de la Conquista, a la Iglesia católica le costó mucho trabajo convertir a la
monogamia a la población indígena. Quizá los aztecas desarrollaron castas, pero
no una aristocracia en el sentido europeo. Asimismo, es poco probable que hayan
conocido la propiedad privada, y es más factible que sus formas de propiedad mantuvieran relación con funciones sociales o religiosas. Esto toca también el problema
de los esclavos. ¿Fueron propiedad privada que se negoció en los mercados? ¿Había
esclavos como en Babilonia o Egipto, como los de los griegos, romanos o árabes,
o esclavos como los que llegaron a América para servir como herramientas en la
nueva economía? La historia conoce muy diversas formas de esclavitud. Si los
comercializaron como cualquier otra mercancía, su sacrificio contradice la función
del sacrificio humano, al igual que la lógica de sus funciones religiosa y social.
Otro asunto que merece estudiarse de nuevo es el mercado, el centro de cualquier
asociación humana ubicado en el campo sagrado donde el pueblo organiza sus
fiestas sacrificiales, entierra a sus muertos y, con base en el culto mismo, distribuye
el sacrificio e intercambia todo lo necesario para su supervivencia. Ahí se juntan las
autoridades de la tribu para tomar decisiones importantes, elegir a sus víctimas,
confirmar a sus sacerdotes y planear sus guerras. Se habla de la existencia de un
mercado en la época prehispánica, del gran mercado de Tlatelolco, por ejemplo,
pero la antropología no tiene claro cómo funcionó. ¿Qué objeto se utilizó como
moneda? Morgan, en su sueño del comunismo primitivo, afirmó que los aztecas
no tenían moneda; sin embargo, el mismo Cortés habló de granos de cacao que
sirvieron como moneda con los que se podían comprar todo tipo de cosas en los
mercados [Cortés, 1946:28], además de otros medios de canje como telas, plumas
y piedras preciosas, por lo que da la impresión de que no existía un único medio
de cambio sino varios que se usaban simultáneamente [De Durant-Forest, 1970].
Si los granos de cacao se emplearon como moneda y el chocolate fue una bebida
sagrada que se ingirió acompañando los actos de sacrificio, resulta interesante
—como lo afirma Sahagún— que no se lo dieran a las mujeres, quienes probablemente también estaban excluidas de la celebración de estos sacrificios. En caso de
que el chocolate funcionara como sustituto de la sangre y el grano de cacao como
moneda, vemos, como en otras culturas, que se da un tránsito hacia la sustitución;
pero como en el caso de los aztecas se trata de una tribu que se agitaba en forma
permanente entre el sacrificio y su sustituto, ¿sería una tribu en tránsito de una
estructura matrilineal a otra estructura de parentesco?
EXTRAVÍOS DE LA ANTROPOLOGÍA MEXICANA
145
Es claro que la descripción española del mundo azteca falló gravemente. Los
españoles proyectaron sus experiencias europeas al Nuevo Mundo y también, para
impresionar al rey que los envió, tergiversaron e inventaron cosas. Presumieron
ante la corte de Madrid. Es probable —como lo supone Morgan— que Moctezuma
no fuera un rey, sino un jefe de tribu que no tuvo un palacio, sino que quizá vivió
con su clan en una casa común. En comparación con la española, la tecnología
de la construcción indígena estaba muy poco desarrollada y aparentemente era
muy frágil. Según Morgan, en 17 días Cortés y sus pocos soldados destruyeron
tres cuartas partes de México-Tenochtitlan. La lógica de la estructura tribal nos
indica que los aztecas nunca tuvieron un cuerpo de nobles, sino quizá un consejo
de ancianos. Seguro había sacerdotes, pero sobre las famosas órdenes de guerreros hay que poner un gran signo de interrogación. Si fue una organización tribal
teocrática, entonces la función del sacerdote y la del guerrero se entrecruzaron.
Hasta donde entendemos hoy día, las guerras floridas, por ejemplo, formaron
parte del culto de sacrificio. Las hicieron para capturar víctimas. Por eso valoraron más la captura de una víctima para la fiesta del sacrificio que su muerte en la
guerra. Entonces, algunos de los llamados guerreros en realidad formaban parte
del personal del aparato religioso. Todo México-Tenochtitlan, incluso la región
donde tenían lugar estas guerras, constituía un espacio sagrado [Carrasco, 1999].
Para las llamadas órdenes militares o de caballería faltan documentos inequívocos
—según la antropóloga Ursula Dyckerhoff—. En los relatos del siglo xvi no hay
descripciones de las jerarquías, de los rangos y las funciones de estas órdenes, ni
indicaciones respecto a la organización de los llamados guerreros águila o jaguar.
Títulos como águila o jaguar fueron también atributos de hombres valiosos. Por
eso, al parecer, las famosas órdenes militares de guerreros jaguares y águilas nunca existieron [Dyckerhoff, 1990]. ¿Se trató acaso de una proyección del concepto
medieval español? Si analizamos el problema a fondo, encontramos que la guerra
—la palabra procede de confusión, discordia, contienda— también se explica por
medio del concepto de sacrificio. La guerra contra una tribu enemiga significa la
defensa o la conquista de la naturaleza no dominada —otra tribu siempre es vista
como parte de la naturaleza, por eso muchas tribus en su lengua se autodenominan
simplemente hombres— y, en este sentido, un guerrero funciona como sacerdote
que ordena el mundo por medio de un sacrificio, como en culturas antiguas de
Grecia y el Medio Oriente, donde la guerra forma parte del culto de sacrificio.
Las danzas de los guerreros son conocidas en casi todas las culturas indígenas de
América, también en África, Asia y Europa. Las danzas ejecutadas por los guerreros
forman parte del culto de sacrificio. Como prueba pueden recordarse las danzas
de la guerra en la Creta antigua y, sobre todo, en Esparta; también están las de
los samuráis en Japón y los dayak de Borneo. Asimismo, en la antigua Persia, el
culto al dios Mitras conoció un ritual para la iniciación de los guerreros.
146
HORST KURNITZKY
Hoy en día, manuales y libros de antropología conservan todavía la absurda
división positivista de la realidad histórica en compartimientos estancos: política,
economía, religión, ciencia, arte, etcétera, que sólo consigue hacer ininteligible el
pasado. En relación con ello, otro de los más evidentes extravíos de la antropología
se presenta en la organización de los museos, como son ejemplos el Museo de
Antropología y el Museo del Templo Mayor de la ciudad de México, o exposiciones
como la llamada “Aztecas”, que viajó en los últimos años por Europa. En estos
casos, no solamente se expulsan el sacrificio y las partes esenciales del sacrificio
humano como nudo central de la cultura azteca, renombrándolo a veces “ofrenda”
u “occisión ritual” para amortiguar los efectos de que los mexicanos tengan una
sociedad de sacrificios humanos como herencia, sino que también los restos de
aquellas culturas se presentan como si fueran sociedades contemporáneas: los
libros y manuales hablan de política cuando en realidad se trata de una organización social que gira en torno de una religión; hablan de economía en un sentido
moderno, cuando las formas de reproducción de esos pueblos fueron organizadas por cultos de sacrificio; hablan de escuelas cuando se trata de instituciones
para la formación de jóvenes para el servicio del culto religioso, incluso de las
llamadas guerras; hablan de filosofía en lugar de religión, o presentan un mito
de origen como realidad histórica. Para llegar al extremo del absurdo, Eduardo
Matos Moctezuma, director del Museo del Templo Mayor, “vio en la ideología
mítico-religiosa mexica un fenómeno cuya esencia estaba en la estructura económica de un modo de producción basado en la agricultura y el tributo”, como
lo asegura Vázquez León [2003]. Con los términos “ideología mítico-religiosa”
y “modo de producción basado en la agricultura y el tributo” sale a relucir un
marxismo estrecho de miras que nunca ha sido capaz de explicar una sociedad
premoderna por sus leyes internas de movimiento, ni siquiera una etnia o una
tribu, en la cual todo gira alrededor de una religión. En otros casos, se habla de
“ideología religiosa” [ibid.:261] lo cual muestra la profunda incomprensión de
estas culturas y de lo que significa el concepto “ideología”.
Otra trampa que impide la comprensión de las distintas culturas mesoamericanas se la ha autoimpuesto la antropología, al reunirlas y periodizarlas a
todas en tres épocas: preclásica, clásica y posclásica. Al juntar íntegramente
las diferentes culturas como la olmeca, la maya, la mixteca, la teotihuacana, la
mexica, que sí mantenían relaciones entre ellas y que algunas eran herederas de
otras, la periodización totalizadora borra las diferencias específicas, como si en
una descripción del capitalismo no se distinguiera entre el capitalismo japonés
y el capitalismo occidental, o entre el histórico capitalismo liberal y el actual
capitalismo neoliberal. Comparando la cultura maya con la cultura azteca, sus
probables diferencias en el sistema de parentesco, sus diferentes cultos y formas de
expresión, se observa que son culturas completamente distintas a las cuales
EXTRAVÍOS DE LA ANTROPOLOGÍA MEXICANA
147
no se les puede dar una periodización común, como lo hacen la antropología
e historia mexicanas. La maya sí tiene una protoescritura jeroglífica y la azteca no, o al menos es incomparablemente más rudimentaria; la tecnología de
construcción y las capacidades artísticas —monumentos, plásticas, murales y
objetos de culto— muestran la gran diferencia entre una y otra cultura; así como
la numeración maya, compuesta de puntos y barras, muestra su capacidad de
abstracción matemática, superior a la azteca, compuesta sólo de puntos. Tomando la historia de Mesoamérica “como historia común o como agregado de
rasgos culturales comunes, como sinónimo de un modo de producción agrícolatributario común” [ibid.:265], se cierra el paso al entendimiento de las cualidades
específicas, como si juntáramos las culturas griegas y romanas, quizá incluyendo
las culturas del Medio Oriente, en una sola cultura agrícola. Al contrario de la
comprensión de las culturas prehispánicas a través de sus cultos de sacrificio
y de sus propias visiones del mundo, con su propia lógica, arte y tecnología, la
simple reducción de ellas a un modo de producción agrícola-tributario sigue
una ciega ideología.
Cada cultura tiene su propia lógica, sigue su propia racionalidad. La antropología todavía no ha buscado la lógica interna, “the inside view” —como
la llamó Charles Hockett— [Turner, 1974:2] de cada cultura prehispánica, de
acuerdo con sus distintos momentos o épocas históricas. La importancia de que
éste sea el punto de partida de la investigación fue subrayada por Bachofen
hace más de cien años en una carta a Morgan cuando criticó a los arqueólogos
alemanes que hacían la antigüedad comprensible “by measuring it according to
popular ideas of the present day”, y, sigue acentuando, “They only see themselves
in the creation of the past“ [ibid.:2]. Partiendo de la investigación sobre algunos
procesos inquisitoriales en contra de supuestas brujas, seguidos en el siglo
xvi en el norte de Italia, y por lo tanto en la misma época en que los españoles
entrevistaron a sus testigos indios en torno a la cultura prehispánica en México, en el artículo “El inquisidor como antropólogo”, Carlo Ginzburg compara
los métodos de investigación de la Inquisición con los de la antropología y la
historia oral, calificándolos de monológicos: “las repuestas de los acusados eran,
con frecuencia, un eco de las preguntas hechas por los inquisidores” [Ginzburg,
1991:19]. Y sigue:
No se puede decir que estos documentos sean neutrales o que nos proporcionen
información ‘objetiva’. Deben ser leídos como producto de una interrelación peculiar
altamente desequilibrada. Descifrarlos implica aprender a leer entre líneas un juego
sutil de amenazas y miedo, de ataques y retrocesos [ibid., 1991:20].
A la cita anterior no hay nada que añadir. Pero lo más preocupante de la
antropología mexicana se manifiesta en su mitomanía, en su imperturbable
148
HORST KURNITZKY
tendencia a contribuir al nacionalismo y su mito de origen, junto con una
cosmogonía que le permite moverse eternamente por los aires de un pasado
pintoresco y heroico. Un sueño ha ocupado el lugar de la realidad. Esta incomprensión la comprueba, por ejemplo, Luis Vázquez León cuando cita a Matos
Moctezuma: “los mitos ya son historias de origen” [Vázquez, 2003:261]. ¿Qué
concepto de historia se esconde detrás de esta expresión? ¿O tal como están las
cosas, tenemos que hacerlo con una expresión política? ¿Es el mito de origen
de las comunidades imaginadas?
Como lo ha destacado el historiador Benedict Anderson, el conjunto de invenciones que configuran la nación cumple la función de dar identidad política
a un grupo social. Con guerras grabadas en la memoria, con un mito de origen,
con la historia elaborada más como producto de la imaginación que de la propia
experiencia, con la delimitación de un territorio pletórico de maravillas naturales;
con el folclor, las costumbres y una lengua propia, se forma la nación que permite
a los individuos orientarse e identificarse con algo superior. La invención de la
nación tuvo como labor brindar una posibilidad de identificación a grupos sociales
diversos [Anderson, 1993]. Ese conjunto de invenciones (mito, religión, historia,
terruño, costumbres y lengua) con el cual se formó una nación, se conserva gracias
a las ritualizadas ceremonias de culto: el culto a los grandes hechos históricos, a
los héroes de la patria, a los himnos y a los cantos populares.
Mitos y ritos se inventan cuando la solución racional de las tensiones y de
los conflictos sociales no es posible o deseada. Por ejemplo, una razón para la
creación de los mitos de origen en el siglo xix en varios países europeos fue el
conflicto bélico con la Francia napoleónica. En México —en forma similar a los
nacionalismos europeos del siglo xix—, el nacionalismo improvisó su invención
con restos de los mitos prehispánicos y, sobre todo, fue el continuador de los mitos
que crearon los criollos con la intención de apropiarse de los recursos humanos y
naturales americanos. De lo indígena, el nacionalismo ha exaltado creaciones
de los frailes y de los criollos de los siglos xvi y xvii: las lenguas, los usos y las
costumbres, las fiestas del santo patrono, la indumentaria y elementos periféricos como parte de la preparación de los alimentos, algunos utensilios de cocina,
las flores o adornos, pero se ha cuidado de no hablar de los cultos de sacrificio
o del sistema de parentesco y de las prácticas sexuales reprobadas por la moral
cristiana, en especial la homosexualidad. Finalmente, el nacionalismo mexicano
ha avalado el autoritarismo occidental junto con el “tlatoanismo”, equipado con
un mito de origen nacional inventado para unificar los diversos grupos sociales
y culturales en una nueva “raza cósmica” alucinada.
Es asombroso que la antropología oficial nunca haya revisado y criticado esas
tremendas falsificaciones históricas elaboradas en los siglos xix y xx y que, por
el contrario, los historiadores y antropólogos afirmen hasta hoy un pensamiento
EXTRAVÍOS DE LA ANTROPOLOGÍA MEXICANA
149
que no sólo delata la difícil relación con una ciencia en busca de la verdad, sino
también la conservación de fantasías del más oscuro capítulo del siglo pasado.
Ante el elogio del mito nacional escrito por Enrique Florescano, exdirector del
Instituto Nacional de Antropología e Historia (por consiguiente, del poderoso
Instituto de la propaganda del mito nacional), surge la interrogante de qué pasa
con la ciencia y qué política cultural sigue vigente. En el libro Mitos mexicanos,
Florescano afirma:
En el México contemporáneo, una gran parte de la memoria colectiva está encapsulada
en mitos. Podría decirse que las nociones y símbolos en que reposan nuestras identidades colectivas (patria, nación, héroes, símbolos nacionales) más que estar fundadas
en hechos positivos, son creencias colectivas que, como decía George Sorel, expresan
la conciencia histórica de un pueblo. Asimismo, una de las mitologías mexicanas
más ricas es la que rodea a sus personajes carismáticos, a su peculiar especie humana
[Florescano, 1995:10].
Aparte del elogio de un ciego nacionalismo (memoria e identidades colectivas, patria, héroes, nación, personajes carismáticos), salta la pregunta de qué
significado tiene la mención de Georges Sorel en este contexto, un teórico que
se pasó de la izquierda a la derecha, del materialismo a un idealismo que usó
los mitos para mover a las masas. Sorel desarrolló toda una teoría sobre el mito
como instrumento para hacer triunfar una revolución conservadora. En Sorel se
basó también Benito Mussolini, al usar al mito como instrumento para el movimiento fascista. En 1922, antes de la Marcha sobre Roma, Mussolini, en uno de
sus discursos, sostuvo:
Hemos creado un mito, el mito es una fe, un noble entusiasmo, no necesita ser ninguna
realidad, es un impulso y una esperanza, es fe y valentía. Nuestro mito es la nación, la
gran nación, que queremos hacer una realidad concreta [Schmitt, 1926].
Esto ocurrió en pleno auge de las revoluciones conservadoras, después de
la Primera Guerra Mundial, pero también cuando los ideólogos de todos los
movimientos nacionalistas se sirvieron de estas ideas ¿Es Enrique Florescano un
revolucionario conservador etnicista?
Es alarmante el auge de los movimientos religiosos y etnicistas en el mundo
actual como falsa respuesta al neoliberalismo y a la mundialización de los poderes económicos que liquidan las sociedades nacionales. En América Latina, los
mitos del indigenismo han servido para afirmar la identidad étnica y dirigir a
la gente. Al igual que las religiones, las etnias tampoco pueden renunciar a los
mitos, a los cultos y a las ceremonias realizadas en función de la cohesión social
de la comunidad. Éste es un complejo que necesita estar siempre presente y que
se debe afirmar y reconfirmar, porque la comunidad étnica no es el resultado de
150
HORST KURNITZKY
un desarrollo genuino, esto es, de experiencias reales. Los mitos del indigenismo
son siempre construcciones. Ahí donde se cohesiona la comunidad por medio
de la magia del mito, la etnia ya es el mito que posibilita la identificación. Una
cultura étnica es siempre totalitaria. Su comunidad no reconoce derechos humanos
sociales ni individuales. Su unidad como ente es el cuerpo de la etnia misma.
Los hombres no alcanzan a convertirse en individuos autónomos y conscientes,
porque sólo existen en función de ella, como parte de un rebaño. Con el terror
que imponen su culto y su folclor, la cultura étnica somete a todos sus miembros
a las costumbres supuestamente tradicionales e impide cualquier manifestación
que indique autonomía personal. Justamente la palabra “etnia” quiere decir eso,
costumbre, y tiene sus raíces en los cultos tribales de reproducción. Por ello, el
complejo étnico está en desacuerdo con cualquier forma de universalismo, donde
los individuos autónomos reconocen a cualquier otro como representante de su
misma humanidad. En el mundo actual los movimientos étnicos son los verdaderos seguidores de los movimientos racistas y totalitaristas de la primera mitad del
siglo xx. Su racismo aparece transformado en la ideología de una cultura étnica,
o tal vez en un simple y difuso concepto de cultura popular.
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