TERENCIO: HEA UTO NT IM O RUM E NO S (El atormentador de sí mismo) Introducción, versión y notas de José Juan Del Col NOTA BENE En atención a los lectores que ignoren el latín, traducimos la palabras o frases de ese idioma que se citen en el presente trabajo. Por el mismo motivo, en relación con la ortografía española, atildamos las palabras latinas esdrújulas, pero no las graves o llanas terminadas en consonante, advirtiendo que en estas el acento prosódico cae en la penúltima sílaba; advertimos además que no hay palabras latinas agudas. -2- Título INTRODUCCIÓN Heautontimorúmenos es palabra griega compuesta de heautón y timorúmenos. Significa “el que se castiga a sí mismo”. Hay quienes prefieren usar el título en su traducción: “El verdugo de sí mismo” (Pedro Voltes Bou), “El botxí de si mateix” (Joan Coromines), “The self-tormentor” (Betty Radice, John Sargeaunt, George E. Duckworth), “II punitore di se stesso” (Azelia Arici), “II condannato volontario” (Alessandro Ronconi)... Otros (Lisardo Rubio, J. Marouzeau, Emile Chambry...) prefieren guardar el título original, como lo hacían regularmente los autores latinos de la fábula palliata. Otros, en fin, usan el título original con su traducción entre paréntesis, o viceversa, traducción y título original. Por ej., Pedro Simón Abril: Heautontimorúmenos (El atormentador de sí mismo); Giovanni La Magna: II punitore di sé stesso (Heautontimorúmenos)... También se da el caso de que un mismo autor opte alguna vez por una modalidad y otra vez, por otra. Algunos autores cuestionan el título, porque de suyo conviene solo a la mitad del argumento (Venediger); es ajeno al verdadero argumento de la pieza (Herrmanowski); se refiere a Menedemo, cuando el protagonista es Cremes (Nencini). Pero los poetas antiguos no se creían obligados a emplear un título que abarcara todo el contenido de su obra. Lo mismo ocurre en La Andria, donde Glicera no es la protagonista, pero todo gira alrededor de ella1. Tipo de comedia El Heautontimorúmenos es una fábula palliata, es decir, una comedia de ambiente griego. Deriva de la homónima pieza de Menandro (¿342?-292 a. de J. C.). Es una comedia preferentemente statária, esto es, sosegada, de poca acción y movimiento. Terencio mismo en el Prólogo la califica statária (v. 36) y afirma que en ella hay “puro diálogo” (v. 45: In hac est pura orátio). El mérito de las fábulae statáriae consistía en la fina caracterización de los personajes a través del diálogo. En el Heautontimorúmenos se destaca justamente un “esmeradísimo estudio de los caracteres de los personajes”, como puntualiza, por ej., La Magna. En general, las comedias de Terencio no son ni exclusivamente statáriae ni exclusivamente motóriae, o de acción y animación. En el Heautontimorúmenos es neto el predominio de la fábula statária2. En cuanto a la acción de la pieza, cabe indicar una particularidad: entre el acto segundo y el tercero transcurre una noche; se ha de suponer, pues, un entreacto. La escena queda otra vez vacía, siendo necesario un entreacto, entre el acto cuarto y el quinto 3. Cuestión cronológica Entre los estudiosos, no hay acuerdo acerca de la ubicación que el Heautontimorúmenos ocupa en la lista de las comedias de Terencio. Para algunos es la segunda, para otros la tercera, para otros la cuarta y para otros la quinta 4. 1 Cf Rubio, II, p. 23 - 24. Cf La Magna 1950, p. 7 - 8. 3 Cf Marouzeau, II, p. 13. 4 Cf Chambry, II, p. 17. 2 -3- Tradicionalmenle, los manuales de literatura y editores de Terencio la ubican tercera y señalan el 163 a. de J. C. como año de su primera representación. El cúmulo de nombres de cónsules que figuran en las didascalias (o noticias históricas) de las piezas terencianas, autorizaría a suponer, como observa Marouzeau, otra representación posterior, en el año 146 a. de J. C. 5 Que el Heautontimorúmenos sea la tercera obra de Terencio, se basa en la “cronología consular”, es decir, en los consulados que constan en las didascalias. También se lo considera tercero en base a la “cronología ordinal”, o sea, sobre la base del orden que las mismas didascalias le asignan: Facta est tértia, “es la tercera composición (del autor)”6. Radice sostiene que todos los manuscritos catalogan tercero el Heautontimorúmenos7. Pero no es así. Algunos lo ubican segundo. Es tercero según el códice Bembinus, que sigue la numeración “ordinal” de las comedias, y según el grupo “gamma” de la recensión caliopea. Pero el grupo “delta” de la misma recensión se atiene al orden alfabético, y entonces el Heautontimorúmenos viene a ser la quinta obra de Terencio. Quinta viene a ser también, conforme a la “cronología de los prólogos”, esto es, conforme a los datos consignados en los prólogos, no ya en las didascalias. Esta es la innovadora teoría de Gestri. Rubio, después de analizar detenidamente el asunto, juzga como más atendible la siguiente lista de las piezas de Terencio: La andria I (= primera representación), Hécyra I, II, III, La andria II, Formión, El eunuco, Heautontimorúmenos, Adelphoe. Luego, también para Rubio el Heautontimorúmenos es la quinta, o penúltima, obra de Terencio8. ¿Simple traducción u original adaptación del Heautontimorúmenos de Menandro? Para responder adecuadamente a esta cuestión, carecemos del comentario de Donato, que es la mejor fuente de información acerca del teatro terenciano. Solo contamos con el Prólogo de la pieza, que ha dado pie a comentarios dispares, cuando no encontrados. Los versos 4-6 dicen: Ex íntegra Graeca íntegram comóediam / hódie sum acturus Heautontimorúmenon, / duplex quae ex argumento facta est símplici. Nuestra traducción es: “Voy a representar hoy el Heautontimorúmenos, comedia nueva sacada de una comedia griega aún no explotada, y que viene a ser una pieza de doble intriga construida sobre una contextura simple”. Es una traducción interpretativa, pero sólidamente fundada. En efecto, para el escoliasta del Bembinus, íntegra Graeca significa a nullo translata (no traducida por nadie), e íntegram comóediam significa novam, in scaena nondum visam (nueva, no vista todavía en la escena). Siendo así, el verso 6: duplex quae ex argumento facta est símplici, significa: “El original es de trama simple; la imitación o adaptación latina lo ha complicado produciendo una doble trama”. Esta parece ser la interpretación correcta. Pero en tal caso, ¿hubo o no hubo “contaminación” (o refundición de dos comedias en una nueva)? Algunos, como Rotter, Herrmanowski y Skutsch, sostienen que hubo “contaminación”, al igual que en La andria y El eunuco 9. Otros autores admiten el paso de argumento simple a doble por obra de Terencio, pero descartando la “contaminación”. Así, Madame Dacier traduce el verso 6 de esta manera: “El argumento es doble, por más que en el original no sea sino simple”, y añade esta explicación: “Terencio quiere decir que, no habiendo tomado de Menandro sino un argumento simple, un viejo, un joven enamorado, una señora, etc., él ha hecho un argumento doble colocando dos viejos, dos jóvenes enamorados, dos señoras, etc.” Pero dicha autora, apoyándose en el verso 4: Ex íntegra Graeca íntegram comóediam, piensa que Terencio no habría practicado aquí Cf Marouzeau, II, p. 9. Cf Rubio, I, p. XXXIII - XXXIV. 7 Cf Radice, p. 95. 8 Cf Rubio, I, p. XXXIII - XLII. 9 Cf Rubio, II, p. 15 - 17. 5 6 -4- la “contaminación” que sus enemigos le habían reprochado a propósito de La andria y El eunuco, sino que habría sacado de su propio fondo al segundo viejo, al segundo enamorado, a la segunda señora, etc. 10 Venediger opina que Terencio introdujo episodios y personajes ideados por él; e indica en particular a Clitifón y Baquis. Nencini habla de modificaciones e innovaciones en toda la estructura de la comedia. Otros más, descartan la “contaminación” a la manera de la practicada en La andría o El eunuco. Koehler, por ej., escribe: “Terencio nos dice precisamente que su comedia no es contaminada, o que su fábula duplex deriva toda ella de una sola obra griega”. Cuantos niegan la “contaminación”, advierten que fábula duplex no implica complicación de un arquetipo dado, sino que tiene doble intriga, o sea, que en ella se plantean dos cuestiones y se reparte el interés entre las dos11. Semejante interpretación de duplex parece incuestionable. Hay quienes han propuesto otras interpretaciones acerca del verso 6. Ya antiguamente el comentarista Eugrafio explicaba ese verso diciendo: Dum et Latina éadem et Graeca est, “porque es a la vez latina y griega”, o sea, se ha vuelto doble el argumento por el hecho de haber sido traducido al latín. Sinceramente, es , esta, una explicación peregrina. Sabe a perogrullada. Según Chambry, la mayoría de los editores modernos declaran apócrifo el verso 6 y lo atribuyen a un gramático inhábil12. No parece que tal sea la opinión de la mayoría de los editores modernos de Terencio, por lo menos después de 1948, año en que se imprimió la obra en dos tomos “Térence. Comédies” de Chambry. Cf, por ej., las ediciones de Sargeaunt, La Magna, Marouzeau, Rubio... El códice Bembinus trae esta lección: duplex...dúplici. Lessing corrige: simplex...símplici. Ninguna de los dos lecciones ofrece un sentido plausible. Hay incluso quien supone que el verso 6 es auténtico, pero siempre que se admita que un copista negligente invirtió los adjetivos: simplex quae ex argumento facta est dúplici, “una comedia simple, que provino de un argumento doble”. Sería, este, un elogio del arte con que el poeta supo fundir la doble intriga y hacer concurrir a la acción a los dos grupos de personajes que se encuentran mezclados en ella13. Hemos referido distintas interpretaciones del verso 6. Ninguna es contundente. “Las objeciones se presentan en tropel”, afirma Chambry con respecto a la teoría de la no “contaminación”. Y lo mismo se puede decir con respecto a la teoría contraria, la de la “contaminación”. La cuestión sigue y seguirá despistando a los estudiosos, puesto que no se dispone sino de fragmentos del modelo griego. Obviamente, es imposible la comparación, faltando uno de los términos de la misma. Seguiremos, pues, ignorando el valor de la comedia de Menandro, así como el grado de su influencia sobre la respectiva de Terencio, y consiguientemente seguiremos ignorando el valor poético propio y original de Terencio en su Heautontimorúmenos. Apreciación del Heautontimorúmenos de Terencio Ya que no se puede establecer una comparación entre la pieza latina y la griega del Heautontimorúmenos, es natural que se hayan formulado distintas apreciaciones sobre la una y la otra. Los que sostienen que Terencio fue un “contaminador” o reorganizador del original, le achacan exclusivamente a él supuestas fallas de la pieza. Rotter, por ej., escribe: “Tenemos en esta comedia dos argumentos con poca cohesión e insuficientemente vinculados: uno consiste en la retirada del hijo del hogar paterno y su reconciliación...; el otro consiste en los amores de Clitifón y las ridículas astucias del esclavo Siro contra el necio Cremes”. Es una opinión que otros autores no comparten en absoluto; Cf Chambry, II, p. 7 - 8. Cf Rubio, II, p. 17 -18. 12 Cf Chambry, II, p. 9. 13 Cf ib. 10 11 -5- afirman, por el contrario, que los dos argumentos tienen gran cohesión y están perfectamente vinculados en la obra. Quienes no admiten en el Heautontimorúmenos de Terencio la contaminación o reorganización de los materiales, pero sí los supuestos defectos, los atribuyen al original griego, pero disculpan a Menandro, diciendo que fue obra de juventud. El Heautontimorúmenos de Menandro es, en cambio, para otros estudiosos, una obra maestra, compuesta cuando el poeta llevaba veinte años escribiendo comedias14. Esta apreciación se sustenta en una apreciación ponderativa del Heautontimorúmenos terenciano. Así, George E. Duckworth afirma que el Heautontimorúmenos “marca un claro progreso en la habilidad de Terencio como dramaturgo”, y aduce la motivación siguiente: “De nuevo la intriga es doble, y los asuntos amorosos de los dos jóvenes, Clinia y Clitifón, están mucho más estrechamente entretejidos que los de Pánfilo y Carino en La mujer de Andros. La acción está basada, ya en la astucia ya en el reconocimiento, como en muchas comedias de Plauto, pero Terencio introduce una nueva característica, ubicando el reconocimiento en la mitad de la pieza y usándolo para complicar la situación más que para producir la solución acostumbrada»l5. Varios otros estudiosos coinciden en juzgar favorablemente el Heautoutimorúmenos terenciano. Es el caso de Koehler, Coromines, Marouzeau, Rubio, La Magna... Koehler, por ej., ve en la pieza una caracterización perfecta de los personajes y una intriga conducida con la mayor habilidad 16. Coromines no vacila en escribir: “La unidad de la acción es perfecta, el argumento es completo, simple y cabal”17. Marouzeau es de parecer que el interés de la comedia está en el enredo mismo de la intriga y en el atractivo del diálogo, que es vivaz, rico en expresiones pintorescas, llevado con más inspiración, quizás, que en las demás comedias de Terencio. Marouzeau señala también, a favor del Heautontimorúmenos, la flexibilidad de los caracteres: así, Menedemo, primero rígido y avaro, se vuelve de repente complaciente y pródigo; Cremes, humano y afectuoso cuando se trata de penas ajenas, se torna violento e injusto cuando ve afectados sus propios intereses, etc. A juicio del mismo autor, el éxito de la comedia entre los modernos como entre los antiguos obedece principalmente a estos dos factores: 1) la personalidad de Menedemo, cuya actitud de atormentador de sí mismo se asemeja más al espíritu cristiano que a la moral pagana; 2) ciertas máximas humanas, tales como el homo sum de Cremes (v. 77), que nos elevan por encima del nivel de la comedia 18. Por la actitud fundamental de Menedemo, que dio origen al título de la pieza, esta ha sido definida por Augusto Serafini “la comedia del remordimiento de conciencia”. Menedemo exaspera al hijo con sus continuos reproches de amar a una joven honesta, pero pobre; el hijo, no aguantando más, se escapa de casa y va a enrolarse en Asia. Al enterarse de ello, el padre se desespera y resuelve castigarse: trabajando, ahorrando y haciendo adquisiones en provecho del hijo. Cumple de veras el propósito: liquida vasijas y vestidos; vende en el mercado sirvientas y esclavos, salvo aquellos que con el trabajo del campo pudieran cubrir con facilidad sus gastos (acto I, escena I). Luego todo acaba bien: cuando el hijo regresa, se descubre que la muchacha amada es hija del amigo vecino, quien la había vendido hallándose en apuros. Y se celebran las bodas. En cuanto a las máximas, la más famosa es, sin duda alguna, el verso 77: Homo sum: humani nihil a me alienum puto, “soy hombre; y por lo tanto, nada que sea humano me resulta extraño”. San Agustín atestigua que cuando en el teatro se oyó por primera vez este verso, el público prorrumpió en un gran aplauso; señal, esta, de consentimiento unánime. El verso, a la vez que refleja la humánitas o sentimientos humanos de los latinos, condensa también la humánitas, el alma y sentir humano de Terencio19. Cf Rubio, II, p. 19 - 23 y 24 - 25. Cf Duckworth, p. 195. 16 Cf Rubio, II, p. 25. 17 Cf Coromines - Coromines, I, p. 83. 18 Cf Marouzeau, II, p. 11 - 12. 19 Cf Serafini, p. 56-57. 14 15 -6- Su humánitas es una elaboración romana -más franca y abierta, más comprensiva y solidaria- de la filantropía, o amor a la humanidad, de los griegos. De ahí la universalidad y la universal aceptación de la poesía de Terencio. En la Edad Media se le tributó un auténtico culto, y en la Edad Moderna es clara su influencia en el teatro 20. Otros valores de la comedia - Las originales parejas de personajes. Hay dos padres (Menedemo y Cremes), dos jóvenes enamorados (Clinia y Clitifón), dos jóvenes mujeres (Antífila y Baquis), dos esclavos (Siro y Dromón). Pero jamás se trata de duplicados. Cada personaje es distinto, inconfundible. Terencio se revela un maestro en la pintura de cada uno. En esto, Terencio aventaja a Plauto, quien fija su atención en el tipo y no en el carácter del personaje. Terencio jamás se repite en sus personajes, porque los saca de la vida real, no de estereotipos, como diríamos ahora, es decir, de imágenes comúnmente aceptadas. Y en la vida real no se dan duplicados 21. - Varios personajes agradables y ninguno repelente. Entre los agradables, Menedemo merece mención aparte. Es una de las figuras más simpáticas, como dice La Magna22. Coromines llega a decir: “Menedemo es una de las creaciones más conmovedoras de la Comedia Nueva” 23. Clinia y Clitifón, a pesar de sus años mozos, no son irrespetuosos, impudentes, libertinos; tienen buen corazón, y si pecan, son capaces de arrepentimiento y recuperación. Antífila, que entra una sola vez en escena, es descrita como una niña honestísima, dulce, delicada. Dejamos de lado a los demás, para no extendernos excesivamente. Exceptuamos tan solo a Baquis, la meretriz, para observar que, no obstante su profesión, no aparece una mujer totalmente corrompida. Hablando en general, se puede decir con La Magna: “En el teatro terenciano no se encuentra un solo personaje que llegue a ser repugnante” 24. El mismo autor ve en los personajes de Terencio sujetos “netamente humanos y sustancialmente buenos», que reflejan el “ánimo ingenuo y sereno” del poeta 25. - Decoro y urbanidad. Es otra nota distintiva de Terencio en el Heautontimorúmenos como en sus otras comedias. No hay nada grotesco, nada vulgar, nada procaz. Terencio se detiene incluso ante una palabrota. Así, en el acto quinto, escena cuarta, pone en labios de Cremes mientras este reconviene a Clitifón: “ponerme ante los ojos, valiéndote de tramoyas, a una ... Me da vergüenza soltar una palabra indecente estando tu madre presente” (versos 1041-1042). Por este recato está, por así decirlo, en las antípodas de Plauto. De Plauto se diferencia también, y notablemente, por no tener su vis cómica , su vivacidad y fantasía. Las de Terencio son comedias calmas, verosímiles, pulcras. Además, como dice La Magna, Terencio “sabe también hablar al corazón”. De ahí que, según el mismo estudioso, lo sintamos más cerca de nosotros, de nuestra manera de concebir la comedia 26. Fortuna del Heautontimorúmenos El Heautontimorúmenos fue popular en la antigüedad. De un pasaje de Varrón (116 - 27 a. de J. C.) sobre Menedemo se puede inferir que en su tiempo la pieza seguía estando en el repertorio teatral. Unas inscripciones en Pompeya atestiguan que el personaje de Menedemo era todavía popular en el primer siglo de nuestra era. Los autores aluden a menudo al Heautontimorúmenos. Cicerón cita varios de sus Cf Ronconi, p. XXVI - XXVII. Cf La Magna 1964, p. 20. 22 Cf La Magna 1964, p. 21. 23 Cf Coromines - Coromines, I, p. 82. 24 Cf La Magna 1950, p. 21 - 26. 25 Cf La Magna 1964, p. 34. 26 Cf La Magna 1964, p. 21. 20 21 -7- versos. Horacio presenta a Cremes como el tipo del padre violento. El verso 77 (Homo sum...) es comentado frecuentemente por los antiguos (Cicerón, Séneca, San Agustín) y citado constantemente por los modernos 27. Incluso aparece una reminiscencia de ese verso en la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, del Concilio Vaticano II. En su proemio, en efecto, se leen las siguientes palabras, en relación a los discípulos de Cristo: “Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón”28 . En las literaturas modernas, no son pocos los vestigios del Heautontimorúmenos. En Italia, L. Ariosto (1474-1533) lo imita de cerca: en la Cassaria (1508), la primera escena del acto segundo es traducción casi literal de la tercera escena del acto segundo de la pieza terenciana; en los Suppositi (1509), el personaje Eróstrato está calcado sobre Menedemo. En Francia, a mediados del siglo XVIII Fagan (1702-1755) tiene presente el Heautontimorúmenos al componer su Inquiet. En Inglaterra, All Fools (1599) de G. Chapman muestra analogías con el Heautontimorúmenos. En España, el Marqués de Santillana recoge en el prólogo de sus Proverbios de gloriosa e fructuosa enseñanza algunos de los consejos contenidos en el Heautontimorúmenos y Adelphoe. La Calamita de Torres Naharro está relacionada con el Heautontimorúmenos y El eunuco. Varias reminiscencias de La andria y el Heautontimorúmenos se advierten en La guardia cuidadosa y La isla bárbara de Lope de Vega. 27 28 Cf Marouzeau, II, p. 12 - 13. Documentos del Vaticano II: Gaudium et spes nº 1. -8- DIDASCALIA Representada en los Juegos Megalesios1, siendo ediles curules Lucio Cornelio Léntulo y Lucio Valerio Flaco2. La representaron Lucio Ambivio Turpión3 y Lucio Hatilio de Preneste. Compuso la música Flaco, esclavo de Claudio; fue ejecutada primero con flautas desiguales, luego con dos derechas. El original es griego, de Menandro. Es la tercera comedia del autor, compuesta durante el consulado de Manio Juvencio y Tiberio Sempronio 4. PERÍOCA5 DE CAYO SULPICIO APOLINAR El padre demasiado severo impulsó a Clinia, enamorado de Antífila, a marcharse a la guerra; después arrepentido de su proceder, se sentía afligido. Clinia, luego que regresó, va, a escondidas de su padre, a casa de Clitifón, el amante de la meretriz Baquis. Mandando Clinia llamar a su ansiada Antífila, se presenta Baquis como si fuese su querida, acompañada de Antífíla vestida de esclava; por este procedimiento Clitifón podría engañar a su padre; y efectivamente, sirviéndose de las tretas de Siro, le sonsaca al anciano diez minas6 para su cortesana. Se descubre que Antífila es hermana de Clitifón. Con ella se casa Clinia, y Clitifón con otra. Ludis Megalénsibus, durante los juegos en honor de Rea o Cibeles, apodada la Magna Dea (Gran Diosa, “Megále theá”) o Magna Mater (Gran Madre). Los ludi Megalenses se celebraban entre el 4 y el 10 de abril. Fueron instituidos en el año 204 a. de J. C. Inicialmeme, consistían en juegos del circo (ludi circenses); más tarde, en 194, se volvieron espectáculos teatrales (ludi scáenici). 2 Fueron ediles curules en el año 163 a. de J. C. 3 Actor famosísimo y director de compañía de comediantes (dóminus gregis). Representó las seis comedias de Terencio. 4 Fueron cónsules en el l63. El segundo es el padre de Tiberio y Cayo Graco, tribunos y oradores célebres. 5 Para una información sobre las períocas de Terencio, cf Del Col, Terencio: Formión, p. 9, nota 15. 6 La mina era una moneda de plata, que valía cien dracmas, entre los griegos. 1 -9- (PRÓLOGO) PERSONAJES7 CREMES, anciano (padre de Clitifón) MENEDEMO, anciano (padre de Clinia) CLITIFÓN, joven (amante de Baquis) CLINIA, joven (amante de Antífila) SIRO, esclavo (de Clitifón) DROMÓN, esclavo (de Clinia) SÓSTRATA, esposa (de Cremes) ANTÍFILA, joven BAQUIS, meretriz FRIGIA, esclava (de Baquis) CÁNTARA, nodriza (EL CANTOR) 7 Para una información sobre la lista de personajes, cf Del Col, Terencio: Formión, p. 10, nota 17. - 10 - PRÓLOGO 8 Para que ninguno de ustedes se extrañe de que el poeta haya confiado a un anciano un papel que es propio de jóvenes, les diré en seguida el porqué; y luego les manifestaré el motivo por el cual he venido. Voy a representar hoy el “Heautontimorúmenos”, comedia nueva sacada de una comedia griega aún no explotada, y que viene a ser una pieza de doble intriga construida sobre una contextura simple9. Les he dado a conocer que se trata de una comedia nueva y cuál es su título; ahora, si no estimara que la mayoría de ustedes ya lo sabe, les indicaría quién la escribió en nuestro idioma y quién en griego. Paso pues a exponer brevemente la razón por la cual desempeño yo este papel. El autor ha querido que yo fuera su portavoz, no un simple prologuista. A ustedes los ha constituido jueces, a mí me presenta como su abogado. Pero este abogado tanto podrá por su elocuencia como pudo pensar con justeza quien compuso la defensa que voy a pronunciar. Pues en cuanto al rumor que personas malévolas han esparcido, de que ha mezclado muchas comedias griegas para escribir pocas en latín, él no niega haberlo hecho, y además declara que no está arrepentido y que en lo sucesivo hará lo mismo. Tiene el ejemplo de buenos autores y en virtud de tal ejemplo estima que le está permitido hacer lo que ellos hicieron. Después, con respecto a lo que anda diciendo un poeta viejo y maligno, es decir, que nuestro autor se dedicó de repente a la poesía por contar con el ingenio de sus amigos y no ya con el suyo propio, él se remite a la apreciación y veredicto de ustedes. Les recomiendo por lo tanto que no den mayor crédito a la palabra de la injusticia que a la de la equidad. Procuren ser ecuánimes; den la posibilidad de medrar a los que les ofrecen la oportunidad de contemplar comedias nuevas, carentes de defectos. No piense que acabo de hablar en favor suyo, aquel que hace poco puso en escena un esclavo que corría por la calle y gente que le cedía el paso10. ¿Por qué mostrarse el poeta tan condescendiente con un insensato? De sus desaciertos se hablará más cuando nuestro autor publique nuevas comedias, si es que aquel no pone término a sus maledicencias. Óiganme ahora con ánimo imparcial; permítanme representar en un ambiente silencioso una comedia sosegada11: que no me vea precisado a hacer el papel de esclavo que corre, o del viejo airado, o del parásito comilón, o del impostor desvergonzado, o del alcahuete avaro; papeles todos que a un anciano como yo le exigen un extraordinario desgaste de voz y, a la vez, enorme fatiga. En atención a mi persona, persuádanse que esta causa es justa, para que se aligere en algo mi trabajo. Pues al presente los que escriben comedias nuevas, no tienen lástima de este pobre viejo: si la obra es difícil, acuden corriendo a mí; si es fácil, la encargan a otra compañía. En esta pieza hay puro diálogo12; pongan a prueba mi habilidad también en este género. (Si nunca coticé con codicia mi actuación artística, y si siempre he tenido por mi principal ganancia servir lo más posible a los intereses de ustedes) 13, hagan de mí un ejemplo, para que así los poetas noveles busquen agradar a ustedes antes que a sí mismos. Para una información sobre los prólogos de Terencio, cf Del Col, Terencio: Formión, p. 11, nota 18. Ver Introducción, p. 4-5. 10 Alusión al argumento de una comedia perdida de Luscio Lanuvino. 11 Statariam (scil. fábulam) ágere. La fábula stataria era la que llamaríamos “comedia de carácter”, de poco movimiento y sin trama complicada. En general, las comedias de Terencio son en parte statáriae y en parte motóriae (de acción movida), es decir, míxtae (mixtas). 12 Ver Introducción, p. 3. Algunos entienden: “el estilo es puro”, y por lo tanto puede encontrar más fácilmente el favor del público. Otros entienden así: “la parte expositiva está muy cuidada”. Otros: “no hay sino diálogo”. 13 El texto entre corchetes figura en el segundo prólogo (v. 48 - 50) de La suegra (cf Del Col, Terencio: La suegra, p. 10), donde está mejor ubicado. Aquí parece ser una interpolación introducida como simple nexo de unión (entre los versos 47 y 51). 8 9 - 11 - ACTO I ESCENA I CREMES, MENEDEMO 14 CREMES. - Aunque nuestro conocimiento recíproco es del todo reciente -precisamente desde que compraste este campo aquí cerca, y casi no ha habido más trato entre nosotros-, sin embargo tus méritos personales por un lado, y por otro la vecindad, que a mi entender confina con la amistad, me inducen a advertirte con franqueza y sencillez que me das la impresión de trabajar más de lo que consiente tu edad y más de lo que requiere tu posición. Pues, ¡por los dioses y los hombres!, ¿qué pretendes o qué te propones con eso? Tienes sesenta años o más, según presumo. En estos contornos no hay nadie que posea una propiedad mejor ni más valiosa que la tuya. Tienes muchos esclavos, pero, como si no tuvieses ninguno, tú mismo haces con tanta diligencia lo que debieran hacer ellos. Nunca salgo tan de mañana ni regreso tan tarde que no te vea en la finca cavando o arando o llevando algo; en suma, no aflojas un instante y no tienes consideración a tu persona. “Es que realmente, dirás, me fastidia el poco trabajo que se lleva a cabo aquí ”. Así y todo, conseguirías más si el tiempo que gastas en trabajar lo empleases en hacer trabajar a tus esclavos. MENEDEMO.- Cremes, ¿tienes tanto tiempo libre como para ocuparte en asuntos ajenos que no te conciernen en absoluto? CREMES. - Soy hombre; y por lo tanto, nada que sea humano me resulta extraño15. Supón que te hago una advertencia o bien que te formulo una pregunta: si tienes razón, para imitarte; y si no, para disuadirte. MENEDEMO. - A mí me gusta así; actúa tú como tengas que actuar. CREMES. - ¿Acaso hay persona a quien le agrade atormentarse? 16 MENEDEMO. - Yo. CREMES. - Si tienes alguna pena, lo lamento. Pero, dime: ¿cuál es tu infortunio? ¿Qué falta tan grave has cometido para infligirte tan grande castigo? MENEDEMO. - ¡Ay! CREMES. - No llores, sino infórmame de ello, sea lo que sea. No guardes silencio; no temas; confía en mí: te aseguro que te ayudaré con mis consuelos o con mis consejos o con mis bienes. MENEDEMO. - ¿Quieres saberlo? CREMES. - Sí, por la razón que te he dicho. MENEDEMO. - Te lo manifestaré. CREMES. - Pero deja entre tanto ese rastrillo; no trabajes. MENEDEMO. - De ninguna manera. CREMES. - ¡Qué ocurrencia! MENEDEMO. - Permite que no me conceda ni un momento de descanso. CREMES. - No, te digo, no lo permitiré. (Le arrebata el rastrillo.) MENEDEMO. - Esto es un atropello. CREMES. - (Balanceando en sus manos el rastrillo.) ¡Pero! ¿Cómo tienes una herramienta tan pesada? MENEDEMO. - Eso me merezco. CREMES. - Habla ahora. MENEDEMO. - Yo tengo un hijo único, jovencito todavía. - Pero, ¿cómo me atrevo a decir “yo Los dos viejos se conocen hace apenas tres meses (cf act. I, esc. I: v. 118). Aquí se hallan en un lugar próximo a la casa de Cremes (cf más adelante: act. I, esc. II), en el límite de un campo donde trabaja Menedemo. Este, de acuerdo a un testimonio de Varrón (R. R., II,11), está vestido de “difthéra”, que era una túnica de piel de cabra que usaban los campesinos. 15 Es el famoso verso 77, reiteradamente citado y comentado por antiguos (Cic., De off.,III, 19,63 - De !eg., 1,12, 33; Sén., Ep., 95, 53; S. Agustín, Ep., 51) y por modernos. Cf Introducción, p. 5-8. 16 Ut se crúciet es la traducción del título de la comedia de Menandro (Heautontimorúmenos). 14 - 12 - tengo”? Debo decir que lo tuve, Cremes, pues ahora no sé si lo tengo o no. CREMES. - ¿Cómo es eso? MENEDEMO. - Te darás cuenta en seguida. Hay aquí una anciana pobre, forastera, originaria de Corinto. Y bien, él empezó a amar perdidamente a una hija suya, llegando al extremo de considerarla ya casi como esposa; y todo esto a mis espaldas. Cuando me enteré del caso, empecé a tratarlo sin benignidad, sin tener en cuenta el corazón dolorido del muchacho, ásperamente, como acostumbran hacer los padres. Todos los días lo increpaba: “¿Cómo? ¿Esperas acaso te permita tener por más tiempo en mis narices a esa amiga casi como si fuera tu esposa? Te equivocas, Clinia, si crees eso, y mostrarías no conocerme. Yo consiento en que se te llame hijo mío mientras lleves una conducta digna; de lo contrario, ya sabré encontrar la medida justa para ti. En verdad, de ninguna otra cosa procede esto sino del excesivo ocio. Yo a tu edad no me entregaba a amoríos, sino que, impulsado por la pobreza, me fui a Asia y allí, guerreando, encontré a la vez fortuna y gloria”. Al fin, la situación vino a parar a este punto: el muchacho a fuerza de oír esos regaños ásperos, se rindió; y pensando que yo tanto por la edad como por el cariño sabía más con respecto a él y cuidaba de él más de lo que pudiera hacerlo por sí mismo, se me fue a Asia, Cremes, a servir al rey. CREMES. - ¿Qué dices? MENEDEMO. - Partió sin avisarme; hace ya tres meses que está ausente. CREMES. - Los dos merecen reproche, aunque lo que él emprendió es señal de ánimo honrado y valiente. MENEDEMO. - Cuando me entero del caso por los que fueron sus confidentes, regreso a casa triste, con el corazón casi diría perturbado y perplejo ante el disgusto. Tomo asiento; acuden esclavos, me quitan las sandalias. Veo que otros se apresuran, ponen la mesa, preparan la comida. Cada cual por su parte procura con esmero suavizarme la angustia. Al ver esto, empiezo a decir para mis adentros: “¡Cómo! ¿Tantos han de afanarse por mí solo, para darme contento a mí exclusivamente? ¿Tantas sirvientas al cuidado de mis vestidos? ¿Yo solo he de hacer en casa gastos subidos? Y mi hijo único, que hubiera debido gozar de esto igual que yo o más aún, ya que su edad es más a propósito para disfrutar de estas cosas...; pues, a él yo lo eché de aquí con mi rigor. En verdad, yo me tendría por digno de cualquier castigo si obrara así. Pues, mientras él pase su vida sin recursos, privado de la patria por mi dureza, yo continuamente me castigaré para expiar el mal que le hice, trabajando, ahorrando, haciendo adquisiciones en su provecho”. Y así hago justamente: nada dejo en casa, ni vasija, ni vestido; lo he liquidado todo. A las sirvientas y esclavos, excepto aquellos que con el trabajo del campo fácilmente cubrieran sus gastos, a todos los llevé al mercado y los vendí. Junté alrededor de quince talentos; compré este campo y aquí voy bregando. He juzgado, Cremes, que yo haría menos agravio a mi hijo pasando una vida miserable, y que no me era lícito disfrutar aquí de ningún placer hasta que no regresara él sano y salvo para gozar en mi compañía. CREMES. - Yo creo que tú eres de carácter suave hacia los hijos y que él sería diferente, si se lo tratase bien y benignamente; pero ni tú lo conocías suficientemente a él ni él a ti. ¿Cómo ocurre eso? Cuando no se vive con franqueza. Tú nunca le mostraste cuánto lo apreciabas y él no se atrevió a tener contigo la confianza que es justo tener con un padre. Si hubiesen procedido de este modo, jamás te hubieran sobrevenido esos disgustos. MENEDEMO. - Así es, lo confieso; grandísima ha sido mi equivocación. CREMES. - Pero, con todo, Menedemo, yo abrigo buenas esperanzas, y confío que en breve él se te presentará aquí sano y salvo. MENEDEMO. - Que los dioses te oigan. CREMES. - No cabe la menor duda. Ahora, si gustas, como hoy se celebran las fiestas Dionisíacas 17, te convido a comer en mi casa. Fiestas en honor de Baco llamado Dionisio o Dionisos, de “Dios ”y “Nysa”, ciudad de Arabia donde fue educado. En Grecia se celebraban distintas fiestas Dionisíacas. Aquí se alude tal vez a las Bacanales, fiestas muy licenciosas, de orgía. Los abusos a que dieron origen, provocaron un Senatus consultum de Bacchanálibus, o Decreto del Senado acerca de las Bacanales (186 a. de J. C.), que las prohibió. 17 - 13 - MENEDEMO. - No puedo. CREMES. - ¿Por qué no? Te suplico, concédete al fin algún alivio; tu mismo hijo ausente lo querría. MENEDEMO. - No, no es justo que habiéndolo echado de aquí a arrostrar trabajos, yo mismo ahora los rehúya. CREMES. - ¿Esa es tu determinación? MENEDEMO. - Sí. CREMES. - Pues, que te vaya bien. MENEDEMO. - Igualmente a ti. CREMES. - (A solas.) Me ha arrancado lágrimas y me da lástima. Pero ya es hora de que le recuerde a mi vecino Fania que venga a comer. Iré a ver si está en casa. (Sale, luego vuelve.) No hacía falta el aviso: me dicen que hace rato que está aquí, en mi casa. Soy yo quien hago esperar a los convidados. Voy pues adentro. - Pero, ¿por qué habrá sonado la puerta de mi casa? 18 ¿Quién sale? Me retiraré por aquí. ESCENA II CLITIFÓN, CREMES CLITIFÓN. - (Hablando hacía dentro.) Todavía no tienes por qué recelar, Clinia; aún no pueden haber llegado, y ella, estoy seguro de que aparecerá aquí hoy juntamente con el mensajero. Por lo tanto desecha esa vana inquietud que te atormenta. CREMES. - (Aparte.) ¿Con quién está hablando mi hijo? CLITIFÓN. - (Aparte.) Aquí está mi padre. Precisamente quería hablarle. Me acercaré. (Alto.) Padre, llegas a tiempo. CREMES. - ¿Qué hay? CLITIFÓN. - ¿Conoces a Menedemo, ese vecino nuestro? CREMES. - Perfectamente. CLITIFÓN. - ¿Sabes que tiene un hijo? CREMES. - He oído decir que está en Asia. CLITIFÓN. - No, padre; está en nuestra casa. CREMES. - ¿Qué dices? CLITIFÓN. - En cuanto llegó y salió de la nave, lo traje directamente a almorzar; pues desde la niñez hemos sido siempre íntimos amigos. CREMES. - Me das una noticia muy agradable. Oh, cómo quisiera haber insistido más con Menedemo, para que nos acompañara en el almuerzo y fuera yo el primero en proporcionarle en nuestra casa esta agradable sorpresa. Pero todavía hay tiempo. CLITIFÓN. - Por favor, no lo hagas; no es el caso, padre. CREMES. - ¿Por qué? CLITIFÓN. - Porque, en efecto, no sabe todavía qué hacer de su persona. Acaba de llegar; recela de todo: de la ira del padre y de cómo estará el ánimo de su amiga respecto a él. La quiere con locura. Por ella ha sucedido ese enredo y su huida. CREMES. - Lo sé. CLITIFÓN. - Ahora le ha despachado un esclavo19, y yo juntamente con él he enviado a nuestro Siro. CREMES. - ¿Y qué dice? CLITIFÓN. - ¿Él? Que es desdichado. CREMES. - ¿Desdichado? ¿Se puede creer que haya alguien menos desdichado que él? ¿Qué le falta de las cosas que justamente se dice que forman la felicidad de un hombre? Tiene padres, una patria libre y próspera, amigos, noble alcurnia, deudos, riquezas... Pero estas cosas son como el ánimo del 18 19 Para captar bien el alcance de esta frase, cf. Del Col, Terencio: Formión, p. 38-39, nota 78. El esclavo de Clinia es Drornón, como se verá en el act. II, esc. III. - 14 - que las posee: para quien sabe usarlas, son bienes; para quien abusa de ellas, son malas. CLITIFÓN. - Sí, pero ha sido siempre un viejo fastidioso; y ahora lo que yo más temo, padre, es que él, airado, tome alguna medida drástica contra el hijo. CREMES. - ¿Él... una medida drástica? - (Aparte.) Pero me voy a refrenar, ya que a Menedemo le conviene que el muchacho tenga miedo. CLITIFÓN. - ¿Qué estás murmurando dentro de ti? CREMES. - Te lo voy a decir. Sea como quiera, con todo hubiera debido quedarse. Tal vez Menedemo era algo excesivo con su pasión; hubiera debido aguantar, pues ¿a quién podría tolerar el que no tolera a su padre? ¿Qué era lo correcto: que el padre se portara según la voluntad del hijo o este según la voluntad de aquel? Y en cuanto a la acusación que le hace, de ser duro, no hay tal cosa; pues los agravios de los padres (hablo de los que son un poco tolerantes) son casi siempre del mismo tipo: no quieren que sus hijos frecuenten a mujeres de mala vida; ni que anden banqueteando a cada rato; les escatiman el dinero para sus gastos. Pero al fin y al cabo, todo esto va enderezado a la virtud. En cambio, una vez que el ánimo se dejó enredar por una pasión desarreglada, inevitablemente se sigue, Clitifón, una conducta en consonancia con ella. Eso es sensatez: aprender del ejemplo ajeno lo que redunde en tu provecho. CLITIFÓN. - Es justamente lo que pienso. CREMES. - Yo me voy adentro a ver qué comida nos han preparado. Tú, ya que es la hora, trata, por favor, de no alejarte. (Entra en casa.) ACTO II ESCENA I CLITIFÓN CLITIFÓN. - ¡Qué jueces injustos son los padres hacia todos los jóvenes! Estiman razonable que inmediatamente, desde la venida a este mundo, nazcamos viejos y no participemos de las cosas que trae consigo la juventud. Pretenden gobernarnos conforme al gusto que tienen ahora, no conforme al que tuvieron en otro tiempo. Si yo algún día llego a tener un hijo, este ciertamente hallará en mí un padre comprensivo, porque me pondré en situación de conocer y a la vez de compadecer sus travesuras. No seré como mi padre, que se vale del ejemplo ajeno para darme sus lecciones de moral. ¡Desgraciado de mí! Él, apenas bebe un poco más de lo debido, ¡qué proezas suyas no cuenta! Y ahora me dice: “Aprende de la experiencia ajena lo que te pueda ser útil”. ¡Taimado! Desde luego no imagina que ahora, para mí, está contando cuentos a un sordo 20. Más mella me hacen las palabras de mi amiga: “Dame eso” y “Tráeme aquello”. Y no sé qué responderle. En verdad no hay nadie más miserable que yo. Nuestro Clinia tiene, sí, sus preocupaciones, pero por lo menos tiene una amiga fina, honesta y que ignora las artimañas de las meretrices. La mía, en cambio, es autoritaria, petulante, engreída, derrochadora, fastuosa. Entonces lo que puedo darle es un “Está bien”, pues tengo escrúpulo de decirle que no tengo nada. No hace mucho que descubrí esta desgracia; pero mi padre todavía no está al tanto. ESCENA II CLINIA, CLITIFÓN CLINIA. - (Aparte.) Si mis asuntos amorosos se desarrollaran favorablemente, hace rato, ya lo sé, 20 Surdo narrare fábulam (v. 222), “contar una historia a un sordo ”; narrare asello fabellam surdo (Hor., Ep., II, I, 999), “contar una historieta a un asnillo sordo”: son proverbios latinos. - 15 - que habrían venido 21; pero me temo que durante mi ausencia la muchacha haya sido aquí corrompida. Muchos indicios concurren para confirmarme en esta sospecha: la ocasión, el lugar, su edad, la picara de su madre que la tiene dominada y a quien nada agrada ya fuera del dinero. CLITIFÓN. - (Reconviniéndolo amablemente.) ¡Clinia! CLINIA. - ¡Ay, infeliz de mí! CLITIFÓN. - ¿Por qué no cuidas más bien que nadie te vea por casualidad aquí, al salir de la casa de tu padre? CLINIA. -Así lo haré. Pero lo cierto es que el corazón me presagia no sé qué desgracia. CLITIFÓN. - ¿Por qué sigues formulando juicios sobre eso antes de averiguar qué hay en realidad? CLINIA. - Si no hubiera estorbo alguno, ya estaría 22 aquí. CLITIFÓN. - Ya llegarán 23. CLINIA. - ¿Cuándo será esto? CLITIFÓN. - No consideras que hay bastante distancia de aquí. Por otra parte, sabes cómo son las mujeres: mientras se disponen, mientras se deciden, pasa un año. CLINIA. - Con todo, Clitifón, yo temo. CLITIFÓN. - ¡Oh, respira! Ya viene Dromón en compañía de Siro. Ahí los tienes. ESCENA III SIRO, DROMÓN, CLINIA, CLITIFÓN SIRO. - (Entrando con Dromón.) ¿De veras? DROMÓN. - Es así nomás. Pero entre tanto, mientras nosotros veníamos charlando, ellas se han quedado atrás. CLITIFÓN. - (A Clinia.) Es tu amiga la que llega: ¿oyes, Clinia? CLINIA. - Sí, al fin oigo y veo y estoy sano, Clitifón. SIRO. - (A Dromón.) No había que dejarlas atrás, con todo eso que traen. CLINIA. - ¡Ay de mí! SIRO. - (Continuando.) ¡Joyas, ropas! ¡Y ya anochece, y no conocen el camino! Hemos cometido un disparate. ¡Ea, ve tú, Dromón, a su encuentro! ¡Date prisa! ¿Qué haces allí plantado? CLINIA. - (Viendo a las mujeres.) ¡Ay, desdichado de mí! ¡Qué desengaño en mi esperanza! CLITIFÓN. - ¿Qué pasa? ¿Qué es lo que te inquieta? CLINIA. - ¿Me preguntas qué pasa? ¿No lo ves tú mismo? ¡Esclavas, joyas, ropas! Yo la había dejado aquí con una sola esclavita. Pues, ¿de dónde piensas que le haya venido todo eso? CLITIFÓN. - ¡Ah, ahora finalmente entiendo! SIRO. - ¡Buenos dioses, qué tropel! Desde luego, nuestra casa a duras penas les dará cabida. ¡Qué no comerán, qué no beberán! ¿Y qué habrá más digno de compasión que nuestro viejo? (Viendo a Clitifón y Clinia.) Pero ahí veo a quienes yo quería ver. CLINIA. - ¡Oh, Júpiter! ¿Dónde está la fidelidad? Mientras yo por ti iba errando como un loco fuera de la patria, tú mientras tanto, Antífila, te has enriquecido sobre manera y a mí me has dejado en estas calamidades. Por ti me hallo en el colmo de la deshonra; por ti soy tan poco sumiso a mi padre. Ahora, frente a él, siento vergüenza y lástima. Inútilmente me avisó, poniéndome de relieve en todos los tonos las costumbres de estas mujeres. Nunca logró apartarme de Antífila. Sin embargo, ahora la he de dejar; entonces, cuando mi padre me hubiera agradecido tal resolución, no quise. Nadie hay más desgraciado que yo. Clinia alude a Antífila, Dromón y Siro (cf supra act. I, esc. II). Por supuesto, Clinia se refiere a Antífila, en quien exclusivamente piensa. 23 Clitifón contesta en plural, porque piensa también en Dromón y Siro, que han sido enviados a buscarla (cf act. I, esc. II: v. 191; act. II, esc. II: v. 231). 21 22 - 16 - SIRO. - (A Dromón.) Es obvio que este interpreta torcidamente lo que hemos dicho aquí. (Alto) Clinia, tomas a tu amada por lo que ella no es; pues su conducta es la misma, y sus disposiciones hacia ti las mismas de antes, por cuanto hemos inferido de los hechos mismos. CLINIA. - Por favor, ¿qué quieres decir? Ahora, en efecto, de todas las cosas ninguna hay que yo más desee como estar equivocado en mis sospechas. SIRO. - Primeramente, para que nada ignores respecto de ella, la vieja que hasta el presente se dijo que era su madre, no lo era; su madre ya murió; esto lo oí por casualidad mientras, en el camino, la propia Antífila se lo contaba a la otra. CLITIFÓN. - ¿Quién es la otra? SIRO. - Espera que cuente primero lo que empecé; después pasaré a responderte. CLITIFÓN. - Date prisa. SIRO. - Pues, antes que nada, cuando llegamos a la casa, Dromón llama a la puerta. Sale una vieja; apenas ella hubo abierto la puerta, él al punto se lanza adentro, y yo lo sigo. La vieja echa de nuevo el cerrojo a la puerta y vuelve a hilar su lana. Ahí y solo ahí se pudo conocer, Clinia, la ocupación ordinaria en que la joven pasó su vida durante tu ausencia, puesto que habíamos caído de sopetón en su casa. En efecto, esa circunstancia nos ofreció la oportunidad de apreciar el régimen de su vida diaria, que es lo que principalmente pone de manifiesto la índole de cada cual. La sorprendimos, pues, mientras tejía diligentemente una tela. Vestía con sencillez un traje de duelo -supongo que por la vieja aquella que había fallecido-; no exhibía aderezo de oro; estaba arreglada como las que se arreglan para sí solas, sin haber recurrido a ningún falso artificio de la coquetería femenina; su cabellera peinada, larga, echada hacia atrás, con descuido, alrededor de la cabeza... (A Clinia que quiere interrumpirlo.) ¡Silencio! CLINIA. - Querido Siro, te lo ruego, no me sumerjas en vanas alegrías. SIRO. - La vieja urdía una trama; además había una pequeña sirvienta que también tejía; aparecía cubierta de andrajos, desaliñada, mugrienta. CLIT1FÓN. - Clinia, si es verdad esto, como yo creo, ¿quién más afortunado que tú? ¿Reparas en lo que dice sobre la sirvienta: sucia ella y vestida con ropas sucias? También es una gran señal de la honestidad de la dueña el tener unos intermediarios tan descuidados. En efecto, quienes buscan llegar a las señoras, tienen por norma colmar de regalos a las criadas. CLINIA. - Prosigue, por favor, pero evita tratar de congraciarte conmigo por medio de embustes. ¿Qué dijo cuando tú me nombraste? SIRO. - Cuando le dijimos que habías regresado y que le rogabas venir a verte, la muchacha deja al punto la tela y todo el rostro se le cubre de lágrimas; fácilmente se echaba de ver que lo hacía por el amor que te tenía. CLINIA. - Así me amen los dioses como es verdad que no había de qué temer. (A Siro.) Y ahora, Siro, me toca a mí; dime: ¿quién es la otra? SIRO. - Conducimos a tu Baquis. CLITIFÓN. - ¡Oh! ¿Qué dices? ¿A Baquis? Hola, facineroso, ¿adónde piensas conducirla? SIRO. - ¿Adónde? A nuestra casa, por supuesto. CLITIFÓN. - ¿Junto a mi padre? SIRO. - Eso es. CLITIFÓN. - ¡Oh, desvergonzada audacia la de este hombre! SIRO. - ¡Oye! Sin riesgo no se hace nada grande y memorable. CLITIFÓN. - ¡Mira esto! Con riesgo de mi vida buscas gloria para ti, ¡bribón! En una empresa donde, por poco que falles, yo corro a la perdición. (A Clinia.) ¿Qué harías tú con ese? SIRO. - Pero, en verdad... CLITIFÓN. - ¿En verdad, qué? SIRO. - Si me dejas hablar, te lo diré. CLINIA. - (A Clitifón.) Deja que hable. CLITIFÓN. - Pues, que hable nomás. - 17 - SIRO. - Este asunto está al presente como cuando... CLITIFÓN. - (A Clinia.) ¡Diablo! ¿Qué embrollos me empieza a contar? CLINIA. - Siro, tiene razón tu señor; deja eso, y ve al grano. SIRO. - A la verdad, no puedo callar. De muchas maneras eres injusto, Clitifón, y no es posible soportarte. CLINIA. - (A Clitifón.) Calla, que hemos de oírlo, por Hércules. SIRO. - Quieres tener amante, quieres gozar de ella, quieres se te procuren recursos para hacerle obsequios; pero no quieres arrostrar riesgos para conquistar eso. Eres cuerdo, sí, si ser cuerdo es querer lo que no puede ocurrir. Pero no hay escapatoria: o tomar una cosa con otra, o dejar las dos. Considera ahora cuál de los dos partidos prefieres; para mí tengo que el plan que he proyectado es bueno y seguro, ya que ofrece la posibilidad de que tu amiga esté contigo, junto a tu padre, sin peligro alguno. Y además, puesto que le prometiste dinero, ese es el camino por el cual hallaré la manera de conseguirlo, como tú me instabas a hacerlo hasta ponerme sordo con tus ruegos. ¿Qué más quieres? CLITIFÓN. - Si verdaderamente se logra eso... SIRO. - ¿Si verdaderamente...? Lo sabrás por experiencia. CLITIFÓN. - Vamos, di ese plan: ¿cuál es? SIRO. - Simularemos que tu amiga es amiga de este (señalando a Clinia). CLITIFÓN. - (Con ironía.) ¡Estupendo! Pero, dime: ¿y qué hará de la suya? ¿O se dirá que aquella es también de él, como si fuera poco para su infamia tener ya una? SIRO. - No, sino que la llevaremos a casa de tu madre. CLITIFÓN. - ¿Y por qué allá? SIRO. - Demasiado largo sería, Clitifón, explicarte por qué lo hago; pero hay una buena razón. CLITIFÓN. - ¡Cuentos! Yo no veo razón suficientemente sólida por la cual me convenga correr este riesgo. SIRO. - Espera; si te asusta ese plan, tengo otro que los dos reconocerán exento de peligro. CLITIFÓN. - Oh, procura, por tu vida, algo así. SIRO. - Con mucho gusto. Iré a su encuentro y les diré que se vuelvan a sus casas. CLITIFÓN. - ¿Eh? ¿Qué has dicho? SIRO. - Y así te quitaré todo miedo, de suerte que puedas dormir a pierna suelta 24. (Se aleja lentamente.) CLITIFÓN. - (A Clinia.) ¿Qué hago ahora? CLINIA. - ¿Tú? El bien que... CLITIFÓN. - (Llamando.) Siro, dime todo lo que piensas. SIRO. - (Siempre alejándose.) Déjame hacer; después, sería demasiado tarde para despedirlas; demasiado tarde y vano intento. CLINIA. - (A Clitifón, completando la frase.) ... se te ofrece, gózalo mientras te es posible, pues no puedes saber... CLITIFÓN. - ¡Oye, Siro! SIRO. - (Aparte.) ¡Continúa no más!; que yo haré lo que he dicho. CLINIA. - ... si en lo sucesivo tendrás la posibilidad de hacerlo o si nunca más la tendrás. CLITIFÓN. - (Aparte.) Es cierto, por Hércules. - (Llamando.) ¡Siro, Siro, escucha! ¡Hola, hola, Siro! SIRO. - (Aparte.) Se ha inflamado. - (Alto, a Clitifón.) ¿Qué quieres? CLITIFÓN. - ¡Vuelve, vuelve! SIRO. - Aquí estoy. Dime: ¿qué pasa? ¿Seguirás diciendo que esto tampoco te gusta? CLITIFÓN. - Al contrario, Siro; en tus manos dejo mi persona, mi amor y mi fama. Tú eres el juez; procura no hayas luego de convertirte en acusado. SIRO. - Es ridícula, Clitifón, tu advertencia, como si en este asunto no estuviera en juego mi interés In aurem utramvis otiose ut dórmias (v. 342). Literalmente: “de suerte que duermas tranquilamente sobre ambas orejas”. Es un proverbio (cf Plauto, Pséudolus, 123-124), En Plauto se encuentra también esta variante: Dormire in utrumvis óculum, “dormir sobre ambos ojos”. 24 - 18 - al igual que el tuyo. Si por casualidad nos sobreviniera en esto algún contratiempo, pues, para ti estarían reservados reproches, para mí azotes. Es, por tanto, un asunto que de ningún modo voy a tratar a la ligera. Pero niégale a este (señalando a Clinia) simular que Baquis es su amiga. CLINIA. - Por supuesto que lo simularé; ya se ha llegado a un punto tal que es necesario hacerlo. CLITIFÓN. - Con razón te quiero, Clinia. CLINIA. - Pero que ella, a su vez, no titubee. SIRO. - ¡Oh! Está bien aleccionada. CLITIFÓN. - Me admira, ¿sabes?, que tan fácilmente la hayas podido persuadir a ella, que está acostumbrada a desdeñar hombres y ¡qué hombres! SIRO. - Llegué a su casa en circunstancia propicia, y eso es lo más importante en todas las cosas. Ahí sorprendí, en efecto, a un pobre soldado que la solicitaba por esta noche; ella con astucia manejaba a ese hombre para encenderle el ánimo codicioso mediante sus negativas y a la vez para caerte más en gracia. Pero cuidado: procura, por favor, no portarte inconsideradamente. Conoces la perspicacia de tu padre en estas cosas; y yo sé cuán poco sueles dominarte. Palabras ambiguas, volver la cabeza hacia ella, suspirar, carraspear, toser, reír...: guárdate de todo esto. CLITIFÓN. - Oh, tendrás que felicitarme. SIRO. - Pon cuidado, por favor. CLITIFÓN. - Tú mismo quedarás pasmado. SIRO. - (Viendo llegar a las mujeres.) ¡Pero qué pronto nos han alcanzado las mujeres! CLITIFÓN. - ¿Dónde están? (Amaga lanzarse hacia ellas. A Siro que lo detiene.) ¿Por qué me detienes? SIRO. - Ahora esa (señalando a Baquis) ya no es tuya. CLITIFÓN. - Sí, lo sé: delante de mi padre; pero ahora entre tanto... (Intenta acercarse a Baquis.) SIRO. - (Deteniéndolo.) Tampoco ahora; ¡en absoluto! CLITIFÓN. - ¡Déjame!... SIRO. - ¡Te digo que no. CLITIFÓN. - ¡Por amor del Cielo, un instante no más! SIRO. - Te lo prohíbo. CLITIFÓN. - ¡Saludarla siquiera! SIRO. - ¡Vete, si tienes seso! CLITIFÓN. - Me voy. Pero, (señalando a Clinia.) ¿y ese? SIRO. - Se quedará. CLITIFÓN. - ¡Oh dichoso mortal! SIRO. - ¡Vete de una vez! (Clitifón se va.) ESCENA IV BAQUIS, ANTÍFILA, CLINIA, SIRO (Las dos mujeres entran con su acompañamiento sin ver a los personajes que están en escena.) BAQUIS. - Por Pólux, mi querida Antífila, te alabo y te estimo dichosa puesto que has procurado que tus costumbres fueran del todo semejantes a tu hermosura. Y así me amen los dioses como es verdad que no me extraño en absoluto de que cada cual te codicie para sí; pues tu lenguaje me ha revelado tu índole. Y ahora cuando yo en mis adentros considero tu vida o, mejor dicho, la de todas ustedes que viven apartadas del mundo, ya no me llama la atención que ustedes sean lo que son y nosotras no. En efecto, a ustedes les conviene ser honestas; a nosotras, en cambio, no nos dejan serlo aquellos con los que trabamos relaciones; pues los amantes nos cortejan impulsados por nuestra belleza; pero cuando esta se aja, vuelven su ánimo hacia otra parte; y si entre tanto no hemos sido algo previsoras, nos que- 19 - damos en la calle. Pero ustedes, una vez que han resuelto pasar la vida con un solo varón, cuya conducta sea perfectamente similar a la de ustedes, encuentran individuos que se aficionan a ustedes; gracias a esto, se unen realmente una con otro de tal manera que jamás calamidad alguna puede mellar su amor. ANTÍFILA. - De las otras no sé; pero de mí sé que siempre he procurado identificar mi felicidad con la de él. CLINIA. - (Aparte.) ¡Ah! Por esto, Antífila mía, tú sola me has hecho volver a la patria; pues mientras me hallaba lejos de ti, todos los trabajos que experimenté me parecieron leves en comparación con el sacrificio de estar sin ti. SIRO. - Lo creo. CLINIA. - Siro, no aguanto más. ¡Ay, pobre de mí! ¡No poder gozar a mis anchas de una mujer con un corazón así! SIRO. - Al contrario; tal como vi a tu padre, él te hará sentir sus rigores aún por mucho tiempo. BAQUIS. - (Viendo a Clinia.) ¿Quién es ese joven que nos está mirando? ANTÍFILA. - ¡Ah, sosténme, te suplico! BAQUIS. - Por favor, ¿qué te pasa? ANTÍFILA. - ¡Ay de mí! ¡Estoy que me desmayo! ¡Estoy que me muero! BAQUIS. - ¿Por qué estás tan turbada, Antífila? ANTÍFILA. - ¿Es Clinia al que veo o no? BAQUIS. - ¿A quién ves? CLINIA. - (Adelantándose.) ¡Bien venido, corazón! ANTÍFILA. - ¡Bien hallado, tesoro! CLINIA. - ¿Qué tal? ANTÍFILA. - ¡Cómo me alegro que hayas regresado sano y salvo! CLINIA. - Me parece un sueño tenerte en mis brazos, Antífila, anhelo de mi alma. SIRO. - Vayan adentro; que el viejo hace rato que los está esperando25. ACTO III ESCENA I CREMES, MENEDEMO CREMES. - Ya amanece 26. ¿Por qué tardo en llamar a la puerta del vecino, a fin de ser yo el primero en comunicarle el regreso de su hijo? Bien sé que el muchacho no lo quiere así; pero viendo cuánto se angustia ese infeliz por su ausencia, ¿podría yo ocultarle un gozo tan inesperado, sobre todo si del hecho de descubrírselo no le vendrá al otro perjuicio alguno? No lo haré, pues en lo que pueda ayudaré al viejo. Así como veo que mi hijo sirve a un amigo y compañero de su misma edad y se le asocia en sus asuntos, también nosotros, los viejos, conviene que complazcamos a los viejos. MENEDEMO. - (Aparte, saliendo de su casa.) O yo por cierto he nacido con una disposición extraordinaria para las desventuras o es falso el dicho popular de que “el tiempo quita la pesadumbre a los hombres”; en efecto, en mí precisamente va creciendo cada día más la pesadumbre con respecto a mi hijo, y cuanto más se prolonga su ausencia, tanto más deseo verlo y más lo añoro. CREMES. - (Aparte.) ¡Oh, helo allí que sale de casa! Voy a hablarle. (Alto.) ¡Salud, Menedemo! Te Cremes festeja las fiestas Dionisíacas y ha regresado para hacer los preparativos. Ha invitado a Menedemo, que ha rehusado (act. I, esc. 1) y a Fania, que ha llegado. Se aguarda ahora a las dos mujeres, que han de venir con Clinia. 26 Entre esta escena y la anterior ha transcurrido la noche que siguió a la comida en casa de Cremes. 25 - 20 - traigo una noticia, la que más deseas se te comunique. MENEDEMO. - ¿Por ventura has oído algo, Cremes, acerca de mi hijo? CREMES. - Que está vivo y sano. MENEDEMO. - Dime: ¿y dónde está? CREMES. - En mi casa. MENEDEMO. - ¿Mi hijo... CREMES. - Sí. MENEDEMO. - ... ha llegado? CREMES. - Eso es. MENEDEMO. - ¿Mi querido Clinia ha llegado? CREMES. - Ya te he dicho que sí. MENEDEMO. - Vamos. Llévame, te lo suplico, junto a él. CREMES. - Todavía no quiere que sepas que ha vuelto, y rehúye tu presencia. Por su falta teme que esa tu antigua aspereza haya aun aumentado. MENEDEMO. - ¿No le dijiste cuáles son mis sentimientos actuales? CREMES. - No. MENEDEMO. - ¿Por qué no, Cremes? CREMES. - Porque es perjudicar gravemente tus intereses y los de él, si muestras un ánimo tan blando y rendido. MENEDEMO. - ¡No puedo tener otra actitud! ¡Bastante ya, bastante riguroso he sido con él! CREMES. - ¡Ah!, Menedemo, eres exagerado en uno y otro sentido: o demasiada liberalidad o demasiada parsimonia. Tanto por una cosa como por otra incurrirás en el mismo perjuicio. Primeramente, en otro tiempo, en vez de tolerar que tu hijo frecuentara la casa de una pobre mujer que entonces se conformaba con poquito y todo lo encontraba de su gusto, lo aterraste e hiciste huir de aquí. Ella, despés de eso, forzada por la necesidad y a pesar suyo, empezó a ganarse el sustento mediante la prostitución. Ahora que no es posible tenerla sin gran desembolso, tú estás dispuesto a dar cualquier cosa. Pues, para que sepas qué bien preparada está ahora para causar ruina, te digo, ante todo, que ya ha traído consigo más de diez criadas cargadas de vestidos y objetos de oro. Si su amante fuera un sátrapa, jamás lograría afrontar sus gastos; tanto menos lo podrías tú. MENEDEMO. - ¿Está ella adentro? CREMES. - ¿Si está, me preguntas? Me he dado cuenta, pues he dado una cena27 a ella y a las de su séquito; si tuviera que ofrecerle otra cena, me fundiría. Así, por no hablar de otras cosas, ¡qué cantidad de vino no me gastó con solo catarlo! “Este, así así”, iba diciendo; “este, padre, es áspero; busca, por favor, otro más dulce”. Destapé todos los toneles y todos los cántaros; tuvo al trote a toda mi gente. ¡Y eso en una sola noche! ¿Piensas qué será de ti cuando sin cesar te vayan devorando la fortuna? Así me amen los dioses, Menedemo, como es cierto que yo estoy apiadado de tus bienes. MENEDEMO. - Haga lo que se le da la gana; tome, gaste, malgaste: he determinado sufrir todo eso, con tal de tenerlo a mi lado. CREMES. - Si estás resuelto a obrar así, juzgo de extrema importancia que él no advierta que de intento le das eso. MENEDEMO. - ¿Qué haré pues? CREMES. - Cualquier cosa salvo lo que piensas. Dale mediante otro cualquiera, déjate engañar por las artimañas de algún esclavo. Por otra parte, ya he olido que ellos andan en eso y que lo tratan en secreto: cuchichean entre sí Siro y tu esclavo; van luego a proponer sus planes a los jóvenes. Y bien, más te vale perder un talento en esta forma que una mina en la otra 28. No es cuestión de dinero, sino de ver cómo dárselo al muchacho con menos peligro. Pues una vez que él advierta tus intenciones, es decir, que estás dispuesto a sacrificar la vida y todo el dinero antes que desprenderte de tu hijo, ¡oh, qué brecha le habrás abierto para el desenfreno! A tal punto que en lo sucesivo no te sería grato vivir. 27 28 Cf nota anterior. Entre los griegos, el talento de plata equivalía a sesenta minas; la mina, a cien dracmas (Ver p. 9, nota 6). - 21 - En efecto, todos nos volvemos peores con una libertad excesiva. Querrá él todo lo que se le ocurra y no reflexionará si es algo bueno o malo; él lo pedirá. Tú no podrás tolerar que perezca él y tu patrimonio. Te rehusarás a darle; él acudirá en seguida al recurso que comprobará ser de suma eficacia para manejarte: amenazará con irse al punto de casa. MENEDEMO. - Me parece que dices las cosas tal como son en realidad. CREMES. - Por Hércules que anoche no pegué los ojos de tanto buscar una manera oportuna para devolverte el hijo. MENEDEMO. - ¡Acá esa mano! Te ruego, Cremes, que sigas ayudándome como ahora. CREMES. - Estoy dispuesto a hacerlo. MENEDEMO. - ¿Sabes lo que querría yo que hicieses? CREMES. - Di. MENEDEMO. - Porque te diste cuenta del engaño que empiezan a urdirme, procura que se den prisa en llevarlo a cabo; deseo darle lo que él quiere, anhelo verlo ya. CREMES. - Me ocuparé de eso. Pero tengo un asuntillo que me estorba. Simo y Critón, vecinos nuestros, andan en un litigio de límites; y me eligieron a mí como arbitro. Pues, iré a decirles que hoy no puedo arbitrar entre ellos como se lo había prometido. En seguida vuelvo. MENEDEMO. - Así te lo suplico. (Cremes sale.) - (A solas.) ¡Oh, soberanos dioses! ¿Es posible que la naturaleza humana sea tal que todos vean y juzguen mejor las cosas ajenas que las propias? ¿Será acaso porque en nuestras cosas nos ofusca un excesivo gozo o un excesivo disgusto? ¡Mira este ahora cuánto más cuerdo es para mí que yo mismo! CREMES. - (Volviendo.) Me he librado de ese asunto para poder atender cómodamente al tuyo. He de llamar aparte a Siro y darle instrucciones. - Alguien sale de mi casa. Tú retírate a la tuya, para que nadie se dé cuenta, de que hay acuerdo entre nosotros. (Menedemo entra en su casa.) ESCENA II SIRO, CREMES SIRO. - (Sin ver a Cremes, aparte.) Corre de acá para allá; a todo trance hay que encontrar el dinero, hay que armarle una trampa al viejo. CREMES. - (Aparte.) ¿Acaso me engañé sospechando que estaban maquinando eso? Ya se ve; ese esclavo de Clinia (alude a Dromón) es algo torpe; por eso han confiado el encargo al nuestro. SIRO. - ¿Quién habla aquí? (Viendo a Cremes.) Estoy perdido. ¿Habrá oído por ventura lo que acabo de decir? CREMES. - ¡Siro! SIRO. - ¡Oh! CREMES. - ¿Qué haces ahí? SIRO. - En verdad, nada. Pero estoy maravillado, Cremes, de que hayas madrugado tanto, tú que ayer bebiste tanto. CREMES. - No demasiado. SIRO. - ¿ ”No demasiado”, dices? Realmente se vio, como suele decirse, la vejez del águila 29. CREMES. - ¡Anda! SIRO. - Mujer agradable y graciosa esa meretriz (alude a Baquis, que está en casa de Clinia). CREMES. - Por cierto. SIRO. - ¿Te pareció así también a ti? (Pausa. ) Y en verdad, su belleza es despampanante. CREMES. - (Con frialdad.) Sí, bastante. Según los antiguos, las águilas se mueren de hambre, porque, al volverse viejas, la parte superior de su pico crece hasta el punto que ya no lo pueden abrir; y por lo tanto, solo pueden beber, o chupar la sangre de las presas (Cf Plinio, Hist. Nat., X, 3.15). Pues bien -dice Siro- Cremes no hizo sino beber, como un águila vieja. 29 - 22 - SIRO. - Sin duda no es como las de tu tiempo, pero comparada con las de ahora es guapa de veras, y no me extraña en absoluto que Clinia se muera por ella. Pero él tiene un padre lamentablemente codicioso y roñoso, ese vecino nuestro: ¿lo conoces? Y bien, como si este no nadara en la abundancia, su hijo se vio precisado a escaparse por la penuria. ¿Sabías que sucedió como te digo? CREMES. - ¿Cómo no lo habría yo de saber? (Aparte.) ¡Qué tipo! Merecería se le hiciese girar una rueda de molino 30. SIRO. - (Que sin embargo ha escuchado.) ¿Quién? CREMES. - Me refiero al esclavo de ese muchacho... SIRO. - (Aparte.) ¡Ay, Siro, cómo he temido no lo dijese por ti! CREMES. - (Continuando la frase.) ... que permitió sucediera eso. SIRO. - ¿Qué debía hacer? CREMES. - ¿Me lo preguntas? Tenía que idear algo, inventar tretas para que el joven tuviera con qué obsequiar a la amiga, y para salvar a la vez a ese viejo cascarrabias, aun a pesar suyo. SIRO. - Estás bromeando. CREMES. - Eso era menester que hubiera hecho, Siro. SIRO. - ¡Cómo! ¿Alabas a los que engañan a sus amos? CREMES. - A su tiempo y sazón, claro que los alabo... SIRO. - ¡Perfecto! CREMES. - (Continuando.) ... porque a menudo se remedian con ello graves angustias. Por de pronto, ese hijo único se le hubiera quedado en casa. SIRO. - (Aparte.) No sé si habla en broma o en serio; en todo caso me incita a seguir adelante más a gusto. CREMES. - Y ahora, Siro, ¿qué está aquel esperando? ¿Acaso que se marche otra vez el muchacho porque el viejo no puede costearle los gastos para la amiga? ¿No trama algún embuste contra el viejo? SIRO. - Es un bobo. CREMES. - Pero es preciso que tú lo ayudes, en atención al muchacho. SIRO. - Realmente lo podría hacer con facilidad, si tú lo mandas, pues sé al dedillo cómo se estila hacer en tales casos. CREMES. - ¡Tanto mejor, por Hércules! SIRO. - Y conste que no acostumbro mentir. CREMES. - A obrar, pues. SIRO. - Pero, ¡ojo!, procura acordarte de esto mismo, si alguna vez, por casualidad, visto como son las cosas de los hombres, ocurriera que tu hijo hiciera algo por el estilo. CREMES. - No ocurrirá, espero. SIRO. - Yo también, por Hércules, lo espero. Y no digo esto ahora porque haya sabido algo de él. Pero por si... o si no... Ya ves la edad del muchacho; y yo por cierto, si se diera el caso, podría, Cremes, guiarte magníficamente. CREMES. - Acerca de eso, llegado el caso, ya veremos qué es preciso hacer; por ahora ocúpate de lo que haces. (Entra en casa.) SIRO. - (A solas.) Nunca jamás oí a mi amo hablar tan a propósito ni que me permitiera obrar con tanta seguridad mientras yo creía que obraba mal. - Pero, ¿quién sale de nuestra casa? ESCENA III CREMES, CLITIFÓN, SIRO CREMES. - (Empujando a Clitifón fuera de casa.) Dime, ¿qué es eso? ¿Qué modales son esos, Cli- 30 Hacer girar una rueda de molino era trabajo penosísimo y denigrante, y por lo mismo uno de los castigos más graves que se infligían a los esclavos culpables. Cf Del Col, Terencio: La Andria, p. 14, nota 14. - 23 - tifón? ¿Es esa la manera de portarse? CLITIFÓN. - ¿Qué he hecho? CREMES. - ¿No te he visto hace un momento meterle la mano en el seno a esa ramera? SIRO. - (Aparte.) ¡Zas! ¡Estoy perdido! CLITIFÓN. - ¿A mí me has visto? CREMES. - ¡Con mis propios ojos! No lo niegues. Ultrajas a Clinia de una manera muy indigna no sabiendo refrenar tu mano; ya que es un auténtico ultraje acoger en tu casa a un amigo y luego manosearle la amante. Además ayer en la comilona, ¡qué descarado fuiste! SIRO. - (Aparte.) Efectivamente. CREMES. - ¡Y qué indiscreto! Así me amen los dioses como temí que esas impertinencias tuyas no tuvieran un triste desenlace. Yo sé cómo reaccionan los enamorados: toman a mal lo que menos se piensa. CLITIFÓN. - Pero él me tiene confianza; él sabe, padre, que yo no soy capaz de ciertas cosas. CREMES. - Sea; pero a lo menos apártate un rato de su vista. El amor tiene muchas exigencias, que ellos no pueden secundar estando tú presente. Lo arguyo de lo que me pasa a mí. Entre mis amigos no hay uno solo delante del cual yo me atreva, Clitifón, a manifestar todas mis intimidades; pues delante de uno me lo prohíbe su dignidad, delante de otro siento vergüenza de contar la cosa, no queriendo pasar por bobalicón o por desfachatado. Y bien, cree que a él le ha de pasar otro tanto; a nosotros nos toca considerar cómo y cuándo conviene tener miramientos. SIRO. - (Acercándose a Clitifón.) ¿Qué está ese diciendo? CLITIFÓN. - ¡Estoy perdido! SIRO. - ¿Eso es lo que yo te recomiendo, Clitifón? (Irónicamente.) ¡Te has conducido como hombre prudente y comedido! CLITIFÓN. - (Bajo, a Siro.) ¡Calla, por favor! SIRO. - ¡Sí, muy bien! CLITIFÓN. - (Alto.) Siro, estoy avergonzado. SIRO. - Ya lo creo, y no sin razón; aun a mí me da pena. CLITIFÓN. - (Bajo, a Siro.) ¡Me arruinas, por Hércules! SIRO. - Yo digo la verdad, como yo la pienso. CLITIFÓN. - (A Cremes.) Entonces ¿no tengo que acercarme a ellos? CREMES. - Vamos, ¿hay acaso una sola manera de acercarse? SIRO. - (Aparte.) Se acabó. Este se delatará antes que yo haya juntado el dinero. (Alto.) Cremes, por más que yo sea un tonto, ¿quieres tú hacerme caso? CREMES. - ¿Qué he de hacer? SIRO. - Mándale que se vaya de aquí, a cualquier otra parte. CLITIFÓN. - ¿Adonde tengo que irme de aquí? SIRO. - Adonde te dé la gana. Déjalos tranquilos (Alude a Clinia y Baquis). Vete a paseo. CLITIFÓN. - ¿A paseo? ¿Adónde? SIRO. - ¡Bah! ¡Como si faltara lugar! Puedes ir por ahí, hacia allá, adonde quieras. CREMES. - Tiene razón, tal es mi opinión. CLITIFÓN. - ¡Los dioses te aniquilen, Siro, pues me echas de aquí! SIRO. - Y tú, por Pólux, en adelante ten refrenadas esas manos. (Sale Clitifón. - A Cremes.) Pues, ¿qué te parece? ¿Qué piensas, Cremes, que hará en lo sucesivo si no lo vigilas, castigas y amonestas, valiéndote de toda la influencia y poder que los dioses te conceden? CREMES. - Yo cuidaré de eso. SIRO. - Pero es ahora, señor, cuando más lo has de custodiar... CREMES. - Así se hará. SIRO. - (Completando la frase.) ... si eres cuerdo; pues ahora a mí me escucha menos y menos cada día. CREMES. - ¿Y tú? ¿Has hecho algo de lo que traté contigo hace poco? ¿Has hallado algún recurso - 24 - que te satisfaga o todavía no? SIRO. - ¿Aludes al engaño? Sí; acabo de encontrar uno. CREMES. - ¡Bravo! Y dime: ¿cuál es? SIRO. - Te lo voy a decir; pero como de una cosa nace otra... CREMES. - ¿Qué es eso, Siro? SIRO. - Esa meretriz (aludiendo a Baquís) es un pésimo sujeto. CREMES. - Así parece. SIRO. - ¡Ah, si supieses!... ¡Bah! Mira qué fechoría está tramando. Vivía aquí una vieja, natural de Corinto, a quien ella había prestado mil dracmas de plata. CREMES. - ¿Y qué pasó? SIRO. - Se murió la vieja; dejó una hija jovencita; esta pasó a ella como prenda de aquel dinero. CREMES. - Comprendo. SIRO. - La trajo acá consigo y es la que se encuentra ahora con tu mujer. CREMES. - ¿Y qué más? SIRO. - Le pide a Clinia que le pague ahora esa cantidad de dinero, asegurándole que le entregará en seguida la muchacha. Exige mil monedas 31. CREMES. - Pero ¿las exige de veras? SIRO. - ¡Huy! ¿Puede caber duda? Yo contaba con que... CREMES. - ¿Qué piensas hacer ahora? SIRO. - ¿Yo? Me iré a Menedemo; le diré que esa es una prisionera de Caria, rica y noble; que si la rescata, gana mucho con ella. CREMES. - Te equivocas. SIRO. - ¿Por qué? CREMES. - Ahora te respondo yo por Menedemo: “No te la compro”. ¿Qué harás entonces? SIRO. - No, dame la respuesta que deseo. CREMES. - ¿Cómo? SIRO. - (Cambiando repentinamente de táctica.) ¡Ya no es necesario! CREMES. - ¿Que no es necesario? SIRO. - A la verdad que no, por Hércules. CREMES. - Cómo es eso, no lo entiendo. (Finge retirarse.) SIRO. - Ya lo sabrás. CREMES. - ¡Espera, espera! - ¿Qué pasa que ha sonado tan fuerte la puerta de tu casa? 32 ACTO IV ESCENA I SÓSTRATA, CREMES, CÁNTARA, SIRO SÓSTRATA. - (Entrando con Cántara, sin ver al marido.) Si el corazón no me engaña, este sin duda es el anillo que yo sospecho, aquel con que fue expuesta mi hija. CREMES. - (Aparte, a Siro.) ¿Qué significan esas palabras, Siro? SÓSTRATA. - (A Cántara.) ¿Tú qué dices? ¿Te parece que es este? CÁNTARA. - Te dije en seguida, no bien me lo mostraste, que era el mismo. SÓSTRATA. - Suponiendo que lo hayas observado bien, mi nodriza. Mille nummum. Es el equivalente de las mil dracmas de plata recién mencionadas. Nummus en Roma era la unidad monetaria de plata. Mil dracmas, es decir, diez minas, no representaban una gran suma: el precio de un esclavo, por ej., oscilaba entre veinte y sesenta minas. 32 Cf. Del Col, Terencio: Formión, p. 38-39. 31 - 25 - CÁNTARA. - Lo observé bien. SÓSTRATA. - Ve en seguida adentro y, si ella ya se ha bañado, ven a avisarme; yo entre tanto aguardaré aquí a mi marido. (La nodriza entra nuevamente en casa.) SIRO. - (Aparte, a Cremes.) A ti te busca: averigua qué quiere. No sé por qué está triste; habrá algún motivo; quién sabe de qué se trata. CREMES. - ¿De qué se trata? - (Indicando a Sóstrata.) Ciertamente, por Hércules, que vendrá ella a decirme con gran aparato grandes simplezas. SÓSTRATA. - (Viendo a Cremes.) ¡Oh marido mío! CREMES. - (Remedando.) ¡Oh mujer mía! SÓSTRATA. - Justamente a ti te estoy buscando. CREMES. - Di qué quieres. SÓSTRATA. - Primeramente te ruego no creas que me atreví a obrar contra tus prescripciones. CREMES. - ¿Quieres que yo te crea eso por más que sea increíble? Y bien, lo creo. SIRO. - (Aparte, y refiriéndose a las palabras de Sóstrata.) Esta disculpa implica alguna culpa. SÓSTRATA. - ¿Te acuerdas que, estando yo encinta, me dijiste categóricamente que, si daba a luz una niña, no querías reconocerla? 33 CREMES. - Ya sé lo que hiciste: la criaste. SIRO. - (Aparte.) Así ocurrió; por lo tanto yo gané una nueva dueña y mi amo un nuevo daño. SÓSTRATA. - (A Cremes.) De ningún modo. Había aquí una vieja de Corinto, mujer de honesta condición; se la di a ella para que la expusiese. CREMES. - ¡Oh Júpiter! ¿Puede darse tanta inconsciencia en el ánimo de una persona? SÓSTRATA. - ¡Desdichada de mí! ¿Qué hice? CREMES. - ¿Me lo preguntas? SÓSTRATA. - Si caí en falta, querido Cremes, fue sin darme cuenta. CREMES. - Esto, sin duda, aunque lo niegues, yo sé con certeza: que lo dices y haces todo sin reflexión y sin precaución, pues en este asunto ostentas una sarta de disparates. Ante todo, en efecto, si hubieras querido cumplir mis órdenes, debías eliminar a la criatura, no fingirla muerta de palabra, mientras en realidad le dabas una esperanza de vida. Pero no hago caso de eso: la compasión, el cariño materno...; en fin, eso lo dejo correr. Pero considera qué bien proveíste a lo que te proponías. Por supuesto, lisa y llanamente entregaste tu hija a esa vieja para que, gracias a ti, o se volviera una mujer de la vida o fuera vendida públicamente como esclava. Debiste de pensar, creo yo: “Todo está bien, con tal que ella viva”. (Dirigiéndose a sí mismo.) ¿Cómo se puede tratar con individuos (Alude a Sóstrata y personas de la misma laya.) que no reconocen ni observan lo justo, lo bueno, lo razonable? Lo que es mejor o peor, lo que aprovecha o perjudica: nada de eso miran, sino tan solo lo que les place. SÓSTRATA. - Querido Cremes, me equivoqué, lo confieso; me doy por vencida. Ahora te suplico que, como por la edad tu corazón es más considerado, más indulgente, en tu ecuanimidad haya algún refugio para mi necedad. CREMES. - Desde luego, estoy dispuesto a perdonarte lo que has hecho; pero te hago notar, Sóstrata, que mi condescendencia es para ti en muchas cosas mala consejera. De todos modos, dime por qué motivo empezaste este cuento. SÓSTRATA. - Ya que todas las mujeres somos tontas y perdidamente supersticiosas, cuando le doy la criatura para exponerla, me quito un anillo del dedo y le digo que lo exponga juntamente con ella; así, si la vieja muriera, no se vería privada de parte de nuestros bienes. CREMES. - (Con ironía.) ¡Qué bien! Así pusiste a buen recaudo tu conciencia y su vida SÓSTRATA. - Este es el anillo. CREMES. - ¿Cómo vino a tus manos? Si puellam párerem, nolle tolli (v. 627). Tóllere = alzar de la tierra a un hijo, expresando así la intención de criarlo y educarlo. Tanto entre los griegos como entre los romanos, los padres tenían plena libertad de criar o no a los hijos que nacían: el recién nacido era puesto en el suelo, y el padre, si lo aceptaba, lo levantaba (tollebat) entre los brazos. Caso contrario, el niño era abandonado en un paraje público o también eliminado. 33 - 26 - SÓSTRATA. - La jovencita que Baquis trajo consigo... SIRO. - (Aparte.) ¿Eh? CREMES. - (Aparte.) ¿Qué está diciendo? SÓSTRATA. - (Continuando.) ... cuando iba a bañarse, me lo dio para que se lo guardara. En un primer momento, no hice caso; pero luego lo miré, lo reconocí al punto y vine a ti corriendo. CREMES. - ¿Qué supones tú ahora o qué infieres acerca de la muchacha? SÓSTRATA. - Yo, nada. Pero se le podría preguntar a ella misma de quién recibió este anillo, si es posible averiguarlo. SIRO.-(Aparte.) ¡Estoy perdido! Veo más esperanza de la que yo quisiera 34 . Si es así, es un miembro de nuestra casa. CREMES. - ¿Vive todavía la vieja a la cual se la habías entregado? SÓSTRATA. - No sé. CREMES. - ¿Qué te refirió haber hecho entonces? SÓSTRATA. - Lo que yo le había mandado. CREMES. - Dime cuál es el nombre de esa mujer, para que la busquemos. SÓSTRATA. - Filtera. SIRO. - (Aparte.) Es ella misma. Sin duda la chica está a salvo y yo perdido. CREMES. - Sóstrata, acompáñame adentro. SÓSTRATA. - ¡Cómo supera esto mis esperanzas! ¡Qué temor tuve de que fueses ahora, Cremes, tan duro de corazón como entonces cuando se trató de reconocerla por hija! 35 CREMES. - Muchas veces no puede uno ser como quiere: las circunstancias no se lo permiten. Ahora mi condición es tal que deseo una hija; entonces, todo menos eso. ESCENA II SIRO SIRO. - Si el corazón no me engaña, el infortunio no está muy lejos de mí: muy estrechamente se ven ahora acorraladas mis tropas a raíz de ese descubrimiento, si no tomo precauciones para que el viejo no llegue a saber que esa es la amante de su hijo. Pues en cuanto al dinero, no hay para qué tener esperanza ni pretender embaucar al viejo; obtengo un triunfo si logro escabullirme cubriendo mis flancos. Pero me angustia verme arrebatar de las fauces, y tan de repente, un bocado tan grande. ¿Qué haré, o qué tramaré? He de trazar un nuevo plan; nada hay tan difícil que a fuerza de buscarlo no pueda rastrearse. ¿Qué consigo si adopto ahora este medio? - ¡Nada! - ¿Y si adopto este otro? - Lo mismo. - Pero así quizás... - ¡No puede ser! - ¡Sí: es una maravilla! ¡Albricias! ¡Ya tengo un plan magnífico! Por Hércules, creo que hoy, a pesar de todo, forzaré a volver a mi bolsillo ese dinero que pretendía escapárseme. ESCENA III CLINIA, SIRO CLINIA. - (Aparte.) En lo sucesivo ya no me puede sobrevenir nada tan grave que me dé pena; tanta, en efecto, es la alegría que acaba de despuntar para mí. Ahora mismo me entrego a mi padre, para ser más prudente de lo que él quiere. SIRO. - (Aparte.) No me había engañado; por lo que le oigo decir a este, la han reconocido. (Alto, a 34 35 Si Antífila es una mujer libre, no se la puede tener como fianza; cf acto III, esc. III (v. 603 y sigs.). Ver p.26, nota 33. - 27 - Clinia.) Me alegro de que todo haya ocurrido conforme a tu deseo. CLINIA. - Oh mi querido Siro, dime, por favor: ¿te has enterado? SIRO. - ¿Cómo no me iba a enterar, si presencié toda la escena? CLINIA. - ¿De quién has oído jamás que haya tenido tanta suerte? SIRO. - De nadie. CLINIA. - Y así me amen los dioses como es verdad que yo ahora me alegro, no tanto por mí como por ella; porque sé que es digna de toda consideración. SIRO. - Ya lo creo. Pero, vamos, Clinia: ahora te toca prestarme atención a mí. Porque también hemos de procurar poner a salvo el caso del amigo; no sea que el viejo sospeche que la tal amiga ... CLINIA, - (Regocijado.) ¡Oh, Júpiter! SIRO. - ¡Quieto! CLINIA. - ¡Mi Antífila se casará conmigo! SIRO. - ¿Es esta la manera de interrumpirme? CLINIA. - ¿Qué quieres que haga, mi Siro? Estoy alborozado; sopórtame. SIRO. - ¡Vaya si te soporto! CLINIA. - ¡Es que veo el cielo abierto! SIRO. - Y yo hablando pierdo tiempo inútilmente, me parece. CLINIA. - Habla, que te escucho. SIRO. - Pero no me harás caso. CLINIA. - Sí, te haré caso. SIRO. - Pues, como decía, hay que ver, Clinia, de qué modo salvar también la situación de tu amigo. Puesto que si ahora te marchas y dejas aquí a Baquis, el viejo descubrirá al punto que ella es amiga de Clitifón; si en cambio te la llevas, el asunto quedará oculto, así como lo estuvo hasta ahora. CLINIA. - De acuerdo, Siro, pero no hay nada más contrario a mi casamiento que esa trampa. Pues ¿con qué cara acudiré a mi padre? ¿Comprendes lo que quiero decir? SIRO. - ¿Cómo no? CLINIA. - Y bien, ¿qué le diré? ¿Qué excusa sacaré? SIRO. - Pero no; no quiero que mientas. Cuéntale lisa y llanamente el asunto tal como es. CLINIA. - ¿Qué dices? SIRO. - Así te lo mando. Dile que tú la amas y la quieres por esposa, y que la otra es la amiga de Clitifón. CLINIA. - (Con ironía.) Me ordenas una cosa en extremo buena, justa y fácil de hacer; y naturalmente querrás también que consiga ahora de mi padre que mantenga el secreto ante el viejo de ustedes. SIRO. - Al contrario: que derechamente le exponga todo sin omitir detalle. CLINIA. - (Indignado.) ¿Eh? ¿Estás en tu sano juicio o estás borracho? Así arruinas a Clitifón por completo. Pues, dime: ¿cómo podrá él permanecer a salvo? SIRO. - Sinceramente yo le otorgo la palma a este proyecto, y me regodeo vivamente por tener en mí tal caudal y poder de astucia que aun diciendo la verdad, los engatuso a los dos; de suerte que cuando su viejo le cuente al nuestro que esa es la amante de su hijo, a pesar de todo no lo creerá. CLINIA. - Sí, pero de esa manera otra vez me quitas toda esperanza de casamiento; pues mientras él crea que esa es mi amiga, no me va a entregar su hija. Tal vez tú, con tal de proveer a los intereses de Clitifón, te cuidas poco de lo que pueda ocurrirme a mí. SIRO. - ¡Miseria liumana! ¿Piensas que yo quiero se finja eso por un siglo? Se trata de un solo día, hasta que arrebate el dinero. ¡Y se acabó! No hace falta nada más. CLINIA. - ¿Te alcanza tan poco tiempo? Pero, dime: ¿y si mi padre llega a enterarse de esto? SIRO. - ¿Y si yo hago caso a los que dicen: “¿Qué pasa si ahora el cielo se derrumba?” CLINIA. - No sé qué hacer; tengo miedo. SIRO. - ¿Miedo? Como si no estuviera en tu poder, en el momento que lo quieras, salir del atolladero y descubrir la verdad. CLINIA. - ¡Bueno, bueno! Tráiganme a Baquis. SIRO. - Ahí sale ella, muy oportunamente. - 28 - ESCENA IV BAQUIS, CLINIA, SIRO, DROMÓN, FRIGIA BAQUIS. - (Aparte, a Frigia.) Con qué desfachatez, por Pólux, me ha inducido Siro a venir acá con su promesa de darme diez minas. Pero si ahora me ha engañado, será inútil que vuelva varias veces a suplicarme que venga; o mejor aún, después de decirle que vendré y de concertar la cita, y una vez que él se lo haya asegurado a Clitifón, justamente cuando luego se halle ese en suspenso por la espera, lo burlaré y no vendré; Siro me las pagará con sus propias espaldas. CLINIA. - (Aparte, a Siro.) ¡Qué promesas más gentiles te hace! SIRO. - ¿Y tú crees que está bromeando? Lo hará, si no me pongo en guardia. BAQUIS. - (Aparte, a Frigia.) Están durmiendo; pero, por Pólux, los voy a zamarrear. (Alto.) Mi Frigia, ¿has entendido cuál es la casa de campo de Carino según acaba de indicarnos ese hombre? FRIGIA. - Sí. BAQUIS. - ¿La que está contigua a esta finca, a mano derecha? FRIGIA. - Recuerdo. BAQUIS. - Pues, ve allá a la carrera. Ahí se encuentra el soldado celebrando las Dionisíacas 36... SIRO. - (Aparte.) ¿Qué está maquinando? BAQUIS. - (Continuando.) Dile que a pesar mío me retienen aquí y que soy vigilada, pero que me daré maña para embaucarlos e irme allá. (Frigia se encamina.) SIRO. - (Aparte.) ¡Por Hércules, que estoy arruinado! (Alto.) ¡Espera, Baquis, espera! ¿Adonde la envías? Mándale que se quede. BAQUIS. - (A Frigia.) Ve. SIRO. - ¡Pero está listo el dinero! BAQUIS. - ¡Pero yo me quedo! SIRO. - Y ahora mismo te será entregado. BAQUIS. - Como gustes. ¿Acaso te apremio? SIRO. - Pero ¿sabes qué has de hacer, por favor? BAQUIS. - ¿Qué? SIRO. - Has de pasar ahora a casa de Menedemo y llevarte allá todo tu séquito. BAQUIS. - ¿Qué te propones, criminal? SIRO. - ¿Yo? Acuñar moneda para pagarte. BAQUIS. - ¿Crees que merezco ser blanco de tus burlas? SIRO. - ¡Mira que la cosa va en serio! BAQUIS. - ¿También ahí tengo yo cuentas contigo? SIRO. - En absoluto; te devuelvo lo que es tuyo. BAQUIS. - ¡Vamos! SIRO. - Haz pasar en seguida allí, a casa de ustedes, a todas las criadas de Baquis. DROMÓN. - ¿Para qué? SIRO. - No me lo preguntes. Y que se lleven todo lo que trajeron acá. Con la partida de ellas, el viejo tendrá la esperanza de que sus gastos se han aligerado. Ciertamente no tiene idea del perjuicio que le va a causar este pequeño ahorro. Y tú, Dromón, si tienes seso, nada sabes de lo que sabes. DROMÓN. - Podrás decir que estoy mudo. (Dromón, Clinia, Baquis y las criadas entran en la casa de Menedemo.) 36 Ver p. 13, nota 17. - 29 - ESCENA V CREMES, SIRO CREMES. - (Aparte.) Así me amen los dioses como ahora yo siento lástima de la suerte de Menedemo, es decir, de que le haya caído encima una calamidad tan grande. ¡Tener que alimentar a esa mujer con todo ese séquito de criadas! Aunque sé que por unos días ni siquiera se dará cuenta: ¡tan vehemente era el deseo de recuperar a su hijo! Pero luego cuando advierta que cada día se hacen en casa gastos extraordinarios y que eso no tiene visos de terminar, deseará que su hijo se marche otra vez de casa. (Viendo llegar a Siro.) ¡Oh, aquí viene Siro, muy oportunamente! SIRO. - (Aparte.) ¿Por qué no lo enfrento? CREMES. - ¡Siro! SIRO. - ¿Eh? CREMES. - ¿Qué es lo que pasa? SIRO. - Hace rato que deseaba encontrarme contigo. CREMES. - Me parece que con el viejo has concertado ya no sé qué. SIRO. - ¿Acerca de aquello que hace poco...? Practiqué el sistema del “dicho y hecho”. CREMES. - ¿Palabra de honor? SIRO. - ¡Pero sí, por Hércules! CREMES. - No puedo dejar de acariciarte la cabeza 37; acércate, Siro. Te recompensaré, y con mucho gusto, por esa acción. SIRO. - ¡Oh, si supieras qué bonita astucia se me ocurrió! CREMES. - ¡Bah!, te jactas de que la cosa haya resultado conforme a tu deseo. SIRO. - En absoluto, por Hércules; digo la verdad. CREMES. - Pues, di qué pasa. SIRO. - Clinia le dijo a Menedemo que esa Baquis era la amiga de tu Clitifón, y que se la había llevado consigo para que tú no te dieras cuenta de ello. CREMES. - ¡Bien! SIRO. - Dime, por favor... CREMES. - Demasiado bien, digo yo. SIRO. -¡Ah, y si supieras!... Pero escucha lo que queda de la treta. El mismo Clinia le dice que vio a tu hijo; que no bien la miró, quedó prendado de su hermosura; que la desea como esposa. CREMES. - ¿A la que ha sido hallada justamente ahora? SIRO. - A ella misma. Y sin duda mandará pedírtela. CREMES. - Y eso ¿por qué, Siro? Sinceramente, no entiendo nada. SIRO. - ¡Oh, qué obtuso eres! CREMES. - Tal vez. SIRO. - Se le dará dinero para las bodas, con el que alhajas y ropa... ¿Entiendes? CREMES. - ... él pueda comprarle. SIRO. - Eso es. CREMES. - Pero yo, a mi hija ni se la doy ni se la prometo. SIRO. - ¿No...? ¿Por qué? CREMES. - ¿Por qué? ¿Me lo preguntas? A un sujeto... SIRO. - Como quieras; pero yo no decía que se la dieras para siempre, sino que lo fingieras. CREMES. - No es mi costumbre fingir. De tal manera mezcla tú esos asuntos tuyos, que no me mezcles a mí. ¿Prometerle yo mi hija a quien no pienso dársela? SIRO. - Yo creía... CREMES. - jDe ningún modo! 37 Gesto de ternura hacia un esclavo, cual no se encuentra casi nunca en la comedia antigua. - 30 - SIRO. - Esto podía hacerse hábilmente; y yo lo emprendí porque tú hace poco me habías instado con tanto empeño 38. CREMES. - Te creo. SIRO. - Por otra parte, yo hago eso por amor de lo justo y lo bueno. CREMES. - Y yo lo que más deseo es que procures realizarlo, pero por otro camino. SIRO. - Está bien. Busquemos algún otro expediente; pero el dinero que, según te dije 39, tu hija le debe a Baquis, hay que devolvérselo ahora. Y tú, por supuesto, no recurrirás a aquello: “¿A mí qué? ¿Acaso me lo dieron a mí? ¿Acaso di la orden? ¿Y podía la vieja aquella dar en prenda a mi hija sin mi consentimiento?” Es cierto, Cremes, lo que se dice: “La más estricta justicia es a menudo la mayor injusticia” 40. CREMES. - No haré yo tal cosa. SIRO. - No, por cierto; porque si a otros les está permitido, a ti no: todos consideran que estás en una situación opulenta y honesta. CREMES. - Y bien, yo mismo le llevaré al punto el dinero. SIRO. - No, más vale que le mandes a tu hijo llevárselo. CREMES. - ¿Por qué? SIRO. - Porque sobre él se ha hecho recaer la sospecha de que es su amante. CREMES. - ¿Y entonces? SIRO. - Es que si él lo entrega, parecerá más verosímil la cosa; y yo a la vez llevaré a cabo con más facilidad mi proyecto, - (Viendo llegar a Clitifón.) Helo ahí, justo él. Vete y trae el dinero. CREMES. - Ya lo traigo. (Entra en casa.) ESCENA VI CLITIFÓN, SIRO CLITIFÓN. - (Aparte.) No hay cosa por fácil que sea, que no resulte difícil cuando uno la hace a desgano. Así, ese paseo -nada fatigoso de suyo- me ha postrado. Y ahora lo que más temo -¡pobre de mí!es que me echen de aquí nuevamente para que no me arrime a Baquis. (Viendo a Siro.) ¡Que los dioses y diosas, todos juntos, te maldigan, Siro, con tus inventos e iniciativas! Siempre me vas maquinando enredos a fin de torturarme. SIRO. - ¡Tú vete de aquí adonde mereces! ¡Qué poco faltó para que tu desvergüenza me arruinara! 41 CLITIFÓN. - Yo quisiera, por Hércules, que eso hubiera ocurrido: lo tienes bien merecido. SIRO. - ¿Merecido? ¿Cómo? Me alegra de veras haberte oído hablar así antes de que tengas en tus manos el dinero que estuve a punto de entregarte. CLITIFÓN. - Pues ¿qué quieres que te diga? Te fuiste, me trajiste la amiga, y no se me permitió tocarla. SIRO. - Ya no estoy enojado; pero, ¿sabes dónde se encuentra ahora tu querida Baquis? CLITIFÓN. - ¿Dónde pues? SIRO. - En casa de Clinia. CLITIFÓN. - ¡Estoy perdido! SIRO. - ¡Tranquilo!, que al punto le llevarás el dinero que le has prometido. CLITIFÓN. - Estás locuaz. ¿De dónde lo saco? Cf el pasaje del act. III, esc. II, hacia el final, en que Cremes le había sugerido a Siro armar la tramoya que luego resultaría perjudicial para él. 39 Alusión a la historia de la jovencita dejada como fianza; historia inventada por Siro a fin de sonsacarle dinero a Cremes (cf acto III, esc. III). 40 Ius summum saepe summa est malítia (v. 796). El proverbio era: Summum ius summa iniúria (cf Cic., De off., I, 10). 41 Alusión a la libertad que Clitifón se había tomado con Baquis, y que el padre le había reprochado, creyendo que ella fuera la amante de Clinia (cf acto III, esc. III). 38 - 31 - SIRO. - De tu padre. CLITIFÓN. - Tal vez te burlas de mí. SIRO. - Por los mismos hechos lo juzgarás. CLITIFÓN. - Realmente soy un individuo afortunado. Te adoro, Siro. SIRO. - Allí sale tu padre. Guárdate de extrañarte por qué ocurre esto. Secúndame en el momento oportuno. Haz lo que él te mande. Habla poquito. ESCENA VII CREMES, CLITIFÓN, SIRO CREMES. - ¿Dónde está ahora Clitifón? SIRO. - (Bajo, a Clitifón.) Dile: “Heme aquí ”. CLITIFÓN. - (A Cremes.) Heme aquí, a tus órdenes. CREMES. - (A Siro.) ¿Le dijiste de qué se trata? SIRO. - Se lo dije en general. CREMES. - (A Clitifón.) Pues toma este dinero y llévaselo.42 (Clitifón queda perplejo.) SIRO. - (Bajo, a Clitifón.) ¿Qué haces ahí inmóvil como una piedra? ¿Por ventura no lo tomas? CLITIFÓN. - ¡Pues dámelo! (Toma el dinero.) SIRO. - Sígueme por acá en seguida. (A Cremes.) Tú entre tanto aguárdanos aquí, hasta que salgamos, pues no hay motivo para detenernos allí mucho tiempo. (Sale con Clitifón.) CREMES. - (A solas.) Ya van diez minas que mi hija tiene de mi parte; hago cuenta de haberlas dado a título de alimentos. Les seguirán otras tantas para su atavío 43; y estas reclaman después dos talentos para la dote 44. ¡Cuántas cosas injustas y torcidas se hacen por convenciones sociales! ¡Ahora que he dejado de lado los negocios, me toca ir a buscar a quien entregarle los bienes que he adquirido con mi trabajo! ESCENA VIII MENEDEMO, CREMES MENEDEMO. - (A su hijo que está en la casa.) Ahora yo creo que me he vuelto sin comparación el más afortunado de los mortales, ya que noto, hijo, que has recobrado el juicio. CREMES. - (Aparte.) ¡Cómo se engaña! MENEDEMO. - (Viendo a Cremes.) Precisamente te estaba buscando, Cremes. Ya que de ti depende, sálvanos: a mi hijo y a mí y a toda mi casa. CREMES. - Di, ¿qué quieres que haga? MENEDEMO. - Has encontrado hoy a tu hija. CREMES. - ¿Y bien? MENEDEMO. - Clinia quiere que se la des por esposa. CREMES. - Discúlpame: ¿qué tipo de hombre eres? MENEDEMO. - ¿Cómo? CREMES. - ¿Ya te has olvidado de lo que conversamos entre nosotros sobre una artimaña, para que A Baquis, por supuesto. Es el gasto previsto para las alhajas y las ropas (cf esc. V). 44 En aquellos tiempos, cifra considerable para una dote, según algún autor (como La Magna); modesta, según algún otro (como Arici). Nos parece más acertado el segundo parecer, puesto que en La Andria, por ej., se indican diez talentos para la dote (cf acto V, esc. IV: v. 950). 42 43 - 32 - por ese camino te sonsacaran dinero? MENEDEMO. - No, me acuerdo. CREMES. - Pues eso mismo es lo que se está haciendo ahora. MENEDEMO. - ¿Qué dices, Cremes? Antes al contrario, aquella mujer, que está en mi casa, es la amiga de Clitifón. CREMES. - Así dicen ellos, y tú te lo crees todo. Y dicen que tu hijo quiere casarse, para que, cuando hayas dado tu consentimiento, des con qué comprar alhajas, ropas y todo lo que hace falta. MENEDEMO. - Es así ciertamente; todo eso le dará a su amiga. CREMES. - Por supuesto se lo dará. MENEDEMO. - ¡Ah, pobre de mí! Conque en vano me he alegrado. Sin embargo, prefiero cualquier cosa antes que perderlo. Y ahora ¿qué respuesta tengo que darle de tu parte, Cremes, para que no se dé cuenta de que yo lo sé todo y no se aflija? CREMES. - ¿Y no se aflija? Demasiado indulgente eres con él, Menedemo. MENEDEMO. - Deja; el asunto está empezado; llévamelo a cabo, Cremes, por completo. CREMES. - Dile que has venido a verme, que has hablado de la boda. MENEDEMO. - Se lo diré. ¿Y qué más? CREMES. - Que estoy dispuesto a hacerlo todo; que el yerno me gusta: también dile, por fin, si quieres, que ella le queda prometida ... MENEDEMO. - ¡Oh, eso es lo que yo quería! CREMES. - ... para que tanto más pronto pueda él pedirte y tú darle lo antes posible lo que deseas darle. MENEDEMO. - Sí, lo deseo. CREMES. - En verdad, según veo yo la cosa, te hartarás pronto de él. Pero, como quiera que sea, le darás con cautela y poco a poco, si eres juicioso. MENEDEMO. - Así lo haré. CREMES. - (Señalando la casa de Menedemo.) Vete adentro, y ve lo que pide. Yo estaré en casa, si en algo me necesitas. MENEDEMO. - Claro que te necesito, pues todo lo que haga, lo haré estando tú enterado. ACTO V ESCENA I MENEDEMO, CREMES 45 MENEDEMO. - (A solas.) Bien sé que yo no soy tan astuto ni tan perspicaz que digamos; pero este Cremes, mi colaborador, consejero y guía, me aventaja en una cosa. A mí me cuadra cualquiera de los epítetos que se aplican a un tonto: zoquete, tarugo, burro, pedazo de alcornoque; pero a él no se le puede atribuir nada de eso: su necedad supera todos esos epítetos. CREMES. - (En la puerta de su casa y hablando a su mujer que está adentro.) ¡Hola! Deja ya, mujer, de fastidiar a los dioses a fuerza de darles gracias por el hallazgo de tu hija, a no ser que los juzgues a medida de tu caletre, y así pienses que no entienden nada si no se les repite cien veces la misma cosa. (A solas.) Pero entre tanto, ¿por qué mi hijo se entretiene tanto allá con Siro? MENEDEMO. - ¿Quiénes son, Cremes, los que dices que se entretienen? CREMES. - ¡Oh, Menedemo! ¿Estás aquí? Dime: ¿le has comunicado a Clinia lo que te dije? MENEDEMO. - Sí, todo. CREMES. - ¿Y qué dice? Son los mismos personajes de la escena anterior. Pero, en el intervalo, Menedemo se ha enterado de la verdad, de manera que ahora los papeles de los dos padres están exactamente invertidos. 45 - 33 - MENEDEMO. - Empezó a regocijarse así como quienes ansían casarse. CREMES. - ¡Ja, ja, ja! MENEDEMO. - ¿De qué te ríes? CREMES. - Se me vinieron a la mente las artimañas de mi esclavo Siro. MENEDEMO. - ¿Ah, sí? CREMES. - Aun llega a moldear los rostros de las personas, ese tunante. MENEDEMO. - ¿Dices eso porque mi hijo finge estar contento? CREMES. - Eso es. MENEDEMO. - Ese mismo pensamiento se me ocurrió también a mí. CREMES. - ¡Zorro viejo! MENEDEMO. - Si supieses más, más pensarías que es así. CREMES. - ¿De veras? MENEDEMO. - Pero escúchame. (Hace ademan de retirarse.) CREMES. - Quédate. Primero deseo vivamente saber cuánto has perdido; pues no bien le comunicaste a tu hijo que ella le estaba prometida, al punto Dromón -es evidente- te acometió de palabra: que a una novia le hacían falta ropas, joyas y criadas, para que tú le dieses dinero. MENEDEMO. - No. CREMES. - ¿Que no? MENEDEMO. - Te digo que no. CREMES. - ¿Tampoco tu mismo hijo...? MENEDEMO. - No en absoluto, Cremes; en una sola cosa insiste más bien: en que el casamiento se realice hoy mismo. CREMES. - Me cuentas cosas sorprendentes. ¿Y mi Siro? ¿Tampoco él nada...? MENEDEMO. - Nada. CREMES. - No me explico por qué. MENEDEMO. - (Con ironía.) Yo en verdad me admiro, porque tú sabes tan perfectamente todo lo demás. Pero ese mismo Siro modeló maravillosamente también el rostro de tu hijo de tal manera que no se trasluzca en lo más mínimo que esa mujer es la amiga de Clinia. CREMES. - ¿Qué es pues lo que hace? MENEDEMO. - Dejo de lado besos y abrazos; esto lo considero como nada ... CREMES. - ¿Qué hay que pueda simularse más? MENEDEMO. - (En tono ponderativo.) ¡Bah! CREMES. - ¿Pues qué? MENEDEMO. - Escucha solamente. Yo tengo al fondo de mi casa una pieza que da sobre la fachada posterior. Ahí adentro llevaron una cama y la recubrieron con mantas. CREMES. - ¿Y qué sucedió, una vez hecho eso? MENEDEMO. - Dicho y hecho: allá se retiró Clitifón. CREMES. - ¿Solo? MENEDEMO. - Solo. CREMES. - Me siento inquieto. MENEDEMO. - Al punto lo siguió Baquis. CREMES. - ¿Sola? MENEDEMO. - Sola. CREMES. - ¡Estoy perdido! MENEDEMO. - Una vez que los dos estuvieron adentro, cerraron la puerta. CREMES. - (Indignado.) ¡Oh! ¿Y Clinia veía hacer eso? MENEDEMO. - ¿Cómo no? Juntamente conmigo. CREMES. - Baquis es la amante de mi hijo, Menedemo. ¡Soy hombre muerto! MENEDEMO. - ¿Por qué? CREMES. - Tengo caudal familiar apenas para diez días. - 34 - MENEDEMO. - ¿Qué? ¿Te inquietas porque ayuda él a su amigo? CREMES. - Al contrario, porque ayuda a su amiga. MENEDEMO. - (Con ironía.) ¡Si es que lo hace! CREMES. - ¿Puedes dudar de eso? ¿Crees que haya alguien de ánimo tan complaciente e indulgente como para consentir que en su presencia la amiga ...? MENEDEMO. - ¡Oh! ¿Cómo no? Para embaucarme a mí más fácilmente. CREMES. - Te burlas de mí, y tienes razón; ahora estoy irritado conmigo mismo. ¡Cuántos indicios me dieron por los cuales podía yo darme cuenta cabal del asunto, si no fuera un bodoque. ¡Qué cosas he visto! ¡Ay, pobre de mí! Pero, si vivo, no saldrán impunemente con la suya, pues ya ... MENEDEMO. - ¿No sabes refrenarte? ¿No miras por ti mismo? ¿No te basta mi ejemplo? CREMES. - La cólera, Menedemo, me saca de quicio. MENEDEMO. - ¡Tú, hablar de ese modo! ¿No es una vergüenza aconsejar a otros, ser sensato fuera de casa y no poder prestarte ayuda a ti mismo? CREMES. - ¿Qué he de hacer? MENEDEMO. - Lo que decías que yo había hecho de un modo insuficiente: haz que él advierta que tú eres padre; haz que se atreva a confiártelo todo, a formularte pedidos y solicitudes, para que no busque otros recursos y te deje 46. CREMES. - Al contrario, yo prefiero mil veces que se vaya adonde quiera antes que se quede aquí y con sus desenfrenos reduzca a su padre a la miseria; pues si sigo proveyendo para sus gastos, es en verdad, Menedemo, una situación que me lleva a agarrar la azada. MENEDEMO. - ¡Cuántas molestias vas a cosechar en este asunto, si no tomas precauciones! Te mostrarás áspero, después sin embargo le perdonarás, sin que por ello te quede agradecido. CREMES. - ¡Ah, tú no sabes cuánto sufro! MENEDEMO. - Haz como te parece. Pero, ¿qué respondes a mi ruego de que ella se case con nuestro muchacho? A no ser que haya algún otro partido que prefieras. CREMES. - No; tanto el yerno como sus parientes son de mi gusto. MENEDEMO. - ¿Qué dote le diré a mi hijo que tú has indicado? (Pausa.) ¿Por qué te has callado? CREMES. - ¿Qué dote? MENEDEMO. - ¡Eso es! CREMES. - ¡Ah! MENEDEMO. - Cremes, no te inquietes si es escasa; no nos preocupa en absoluto la dote. CREMES. - Atendiendo a mi fortuna, he resuelto que dos talentos son suficientes; pero si quieres que nos salvemos yo, mi hijo y mi fortuna, hay que decir que yo le he asignado como dote todos mis bienes. MENEDEMO.- ¿Qué entiendes hacer? CREMES. - Simula asombrarte de eso y al mismo tiempo pregúntale a él por qué lo hago. MENEDEMO. - Pues sinceramente yo no sé por qué lo haces. CREMES. - ¿Por qué? Para refrenar su ánimo, que ahora nada en la molicie y la lascivia, y reducirlo a tal punto que ya no sepa hacia dónde volverse. MENEDEMO. - ¿Qué estás haciendo? CREMES. - Déjame; permíteme obrar a mi gusto en esta cuestión. MENEDEMO. - ¿Así lo quieres? CREMES. - Sí. MENEDEMO. - Está bien. CREMES. - Y que tu hijo se prepare ya para llevarse a su esposa. (Menedemo sale. - A solas.) El mío, como se ha de hacer con los hijos, recibirá una reprensión. En cuanto a Siro, si no me muero, ya lo voy a ataviar y peinar 47 de tal modo que se acuerde de mí mientras viva, él que me toma por juguete 46 Los mismos consejos que Cremes le había dado a Menedemo: cf acto I, esc. I. Menedemo se sirve con garbo de algunas expresiones empleadas por Cremes. - 35 - y solaz suyo. Así me amen los dioses como es verdad que no se atrevería a hacer con una mujer viuda lo que ha hecho conmigo. ESCENA II CLITIFÓN, MENEDEMO, CREMES, SIRO CLITIFÓN. -(Entrando con Menedemo y seguido de Siro, pero sin ver a Cremes.) Conque, dime, Menedemo, ¿es posible que mi padre en tan breve tiempo haya apartado de mí todo su afecto paternal? ¿Por qué motivo? ¡Pobre de mí! ¿Qué crimen tan grave he cometido yo? Es algo que se hace corrientemente. MENEDEMO. - Sé que esto es mucho más áspero y gravoso para ti, pues te atañe; pero no menos lo siento yo, si bien desconozco el asunto y no tengo en cuenta sino una cosa: que te quiero de todo corazón. CLITIFÓN. - Decías que mi padre estaba aquí. MENEDEMO. - ¡Helo allí! (Sale.) CREMES. - ¿Qué me echas en cara, Clitifón? Todo lo que yo hice fue velar por ti y remediar tu necedad. Cuando advertí que eras desconsiderado y que atribuías la mayor importancia a lo que te resultaba suave de buenas a primeras, despreocupándote del porvenir, tomé una resolución a fin de que ni pasaras necesidad ni pudieras despilfarrar los bienes que tenemos. Cuando, por culpa tuya, no me fue consentido dártelos a ti, aunque te correspondían en primer término, me fui a tu pariente más próximo; a él se los entregué y confié. Allí, Clitifón, habrá siempre un refugio para tu necedad; ahí tendrás comida, ropas y donde cobijarte bajo techo. CLITIFÓN. - ¡Ay de mí! CREMES. - Es preferible eso a que, siendo tú mismo el heredero, Baquis poseas mis bienes. SIRO. - (Aparte.) ¡Estoy perdido! ¡Miserable de mí, qué embrollos he provocado sin pensar en ello! CLITIFÓN. - Quiero morir. CREMES. - Por favor, aprende primero qué es vivir. Cuando lo sepas, si te desagrada la vida, entonces usa ese recurso. SIRO. - Amo, ¿me está permitido? CREMES. - Habla. SIRO. - ¿Pero sin peligro? CREMES. - Habla. SIRO. - ¿Qué aberración o qué locura es esa, que una falta que yo cometí, lo perjudique a él? CREMES. - ¡Se acabó! No te metas; nadie te culpa a ti, Siro; no te procures pues un altar 48 ni un intercesor. SIRO. - ¿Qué piensas hacer? CREMES. - No estoy enojado contigo (volviéndose hacia Siro) ni contigo (volviéndose hacia Clitifón); tampoco es justo que ustedes estén enfadados conmigo por lo que hago. (Sale.) SIRO. - ¿Se ha marchado? ¡Bah! Hubiera querido preguntarle ... CLITIFÓN. - ¿Qué? SIRO. - (Continuando.) adónde había de acudir yo para mi sustento. ¡De tal manera nos ha rechazado! Tú, ya veo, tienes la casa de tu hermana. CLITIFÓN. - ¡A tal punto, Siro, ha llegado la cosa que aun corro el riesgo de pasar hambre! SIRO. - Con tal que vivamos, tenemos esperanza ... Depexum, participio pasivo de depéctere, “peinar ”. Tanto en latín como en castellano, este verbo se usa metafóricamente, en el lenguaje coloquial, con el sentido de “arreglar cuentas” a alguien. 48 El esclavo que cometía alguna falta, solía refugiarse junto a algún altar (y había uno en cada puerta), para defenderse 47 - 36 - CLITIFÓN. - ¿Cuál? SIRO. - (Continuando.) ... de que tendremos bastante apetito. CLITIFÓN. - ¿Bromeas en un asunto tan grave, y no me ayudas para nada con tu consejo? SIRO. - Al contrario, en eso estoy ahora y en eso he pensado ahora mismo, mientras hablaba tu padre; y por lo que yo puedo entender... CLITIFÓN. - ¿Qué? SIRO. - (Continuando. )... no estará demasiado lejos el remedio. CLITIFÓN. - ¿Cómo pues? SIRO. - Yo diré lo que pienso; tú decide. Mientras ellos te tuvieron a ti solamente, mientras no tuvieron otra satisfacción que los tocase más de cerca, eran contigo complacientes y dadivosos; ahora, desde que hallaron a su verdadera hija, hallaron un pretexto para echarte de casa. CLITIFON. - Es verosímil. SIRO. - ¿Acaso crees que él está airado por esta tu falta? CLITIFON. - No creo. SIRO. - Fíjate ahora en otra cosa: todas las madres suelen amparar a sus hijos cuando faltan y apoyarlos ante la severidad paterna; no es este el caso. CLITIFON. - Tienes razón. Pues, Siro, ¿qué he de hacer ahora? SIRO. - Pregúntales sobre esta sospecha; pon en claro la cosa. Si no es verdad, al instante los enternecerás a los dos; de lo contrario, conocerás de quién eres hijo. CLITIFON. - El consejo es bueno: eso haré. (Sale.) SIRO. - (A solas.) Bastante buena la idea que se me ocurrió; pues cuanto más infundada sea la sospecha que él tiene, tanto más fácilmente hará las paces con su padre según las condiciones que este establezca. Todavía no sé si se va a casar, ¡y sin que para nada se le den las gracias a Siro! (Siente abrir la puerta.) Pero , ¿qué es eso? Sale de casa el viejo; yo me escapo. Después de lo que ha pasado, me extraña que no haya ordenado apresarme en seguida. Iré a casa de Menedemo; quiero ponerlo por intercesor, pues de nuestro viejo no me fío en absoluto. ESCENA III SÓSTRATA, CREMES SÓSTRATA. - Hombre, si no procedes con precaución, ciertamente le causarás perjuicio al hijo. Y me admiro, querido esposo, de cómo haya podido acudir a tu mente algo tan absurdo. CREMES. - ¡Oh! ¿Sigues portándote como mujer? ¡Nunca nada en mi vida quise yo sin que tú, Sóstrata, no me hayas llevado la contra! Y si ahora te preguntara en qué estoy faltando o por qué te estás portando de esa manera, no lo sabrías; entre tanto, en esto te opones con tanta presunción. SÓSTRATA. - ¿Que no lo sé ? CREMES. - Sí, sí, lo sabes. ¡Con tal de que no empieces de vuelta con la misma discusión! SÓSTRATA. - ¡Oh! Eres injusto pretendiendo que me calle en un asunto de tanta importancia. CREMES. - No pretendo tal cosa; habla ya; con todo, haré igualmente como he resuelto. SÓSTRATA. - ¿Lo harás? CREMES. - ¡Seguro! SÓSTRATA. - ¿No ves cuánto mal provocas con eso? El sospecha que es un hijo espurio. CREMES. - ¿Espurio? ¿Hablas en serio? del amo, quien, por respeto a la divinidad, no osaba tocarlo. Pero si se quería sacarlo de ese refugio, se acudía al fuego; entonces se consideraba que era un dios quien lo sacaba y no los hombres (cf Plauto, Mostellaria, 1094 ss.; Prudens, 761 ss.). - 37 - SÓSTRATA. - Ya lo verás, marido querido. CREMES. - Pues decláralo. SÓSTRATA. - ¡Por favor! Deja eso para nuestros enemigos. ¿Declarar yo que no es hijo mío el que lo es? CREMES. - ¿Qué? ¿Temes acaso no poder demostrar, cuando lo quieras, que ese es hijo tuyo? SÓSTRATA. - ¿Porque hemos hallado a la hija? 49 CREMES. - No, sino por una razón más convincente: porque tiene un carácter enteramente semejante al tuyo. Te será fácil probar que ha nacido de ti: se te asemeja perfectamente; no tiene defecto alguno que no se encuentre tal cual en ti; y después, además, ninguna mujer sino tú podría engendrar semejante hijo. - Pero ahí sale, él en persona. ¡Qué ceñudo está! Es cuando se ve la cosa, que se puede juzgar. ESCENA IV CLITIFÓN, SÓSTRATA, CREMES CLITIFÓN. - (A Sóstrata.) Si hubo algún tiempo, madre, en que yo formaba tu alegría, siendo llamado hijo tuyo porque ustedes lo quisieron, te suplico que te acuerdes de entonces, y te apiades ahora de mí que estoy en aprieto. Lo que pido, o más bien lo que quiero, es que me indiques quiénes son mis padres. SÓSTRATA. - Por favor, hijo mío, no te metas en la cabeza que eres un extraño para nosotros. CLITIFÓN. - Lo soy. SÓSTRATA. - ¡Desdichada de mí! ¡Que hayas podido hacerme tal pregunta! ¡Por favor! ¡Puedas tú sobrevivirnos a mí y a este (señalando a Cremes), como es cierto que eres hijo mío y suyo! Y en lo sucesivo, si me quieres, procura que nunca más oiga yo de tus labios palabra semejante. CREMES. - En cuanto a mí, si me temes, procura que ya no perciba en ti esas maneras de ser. CLITIFÓN. - ¿Cuáles? CREMES. - Si quieres saberlas, yo te las diré: eres tonto, holgazán, enredador, tragón, juerguista, derrochador. Créeme, y cree también que eres hijo nuestro. CLITIFÓN. - No son éstas palabras de un padre. CREMES. - Aunque hubieras nacido de mi cabeza, como dicen que Minerva nació de la de Júpiter, no por eso soportaría mejor, Clitifón, que me deshonres con tus infamias. SÓSTRATA. - ¡Que los dioses impidan eso! CREMES. - Los dioses, no sé; pero yo, hasta donde pueda, lo impediré cuidadosamente. Buscas lo que tienes: padres; no buscas lo que te falta: cómo complacer a tu padre y conservar lo que él adquirió con su trabajo; no ponerme ante los ojos, valiéndote de tramoyas, a una ... Me da vergüenza soltar una palabra indecente estando tu madre presente; tú, en cambio, no tuviste la menor vergüenza de cometer tal vileza. CLITIFÓN. - (Aparte.) ¡Ay de mí! ¡Cómo me disgusta ahora totalmente mi conducta! ¡Qué avergonzado estoy! Y no sé por dónde empezar para aplacarlo. El nexo entre este pensamiento y el anterior no es claro. Casi todos los editores modernos piensan que se trata de una interpolación. El sentido parece ser este: “El hecho de que hayamos encontrado a la hija demuestra que yo no soy estéril; y por lo tanto Clitifón no tiene razón en creer que es un hijo espurio” (La Magna 1964, p. 113, nota 2). Otras interpretaciones: - Sóstrata quiere decir: “¿Pretendes que yo pueda autentificar la identidad de nuestro hijo, por el hecho de que he sido capaz de hallar a nuestra hija? ” (Marouzeau, II, p. 91, nota 3). - “¿Dices, Cremes, que me será fácil demostrar la identidad de mi hijo porque también supe demostrar que su hermana era hija mía aunque tanto tiempo perdida? ” (Rubio, II, p. 108, nota). 49 - 38 - ESCENA V MENEDEMO, CREMES, SÓSTRATA, CLITIFÓN MENEDEMO. - (Volviendo, aparte.) En realidad, Cremes está torturando al muchacho con demasiada aspereza y crueldad; salgo pues para concertar entre ellos la paz. Muy oportunamente los veo. CREMES. - ¡Hola, Menedemo! ¿Por qué no mandas buscar a mi hija y ratificas la cifra de la dote que yo dije? SÓSTRATA. - Mi querido esposo, te conjuro que no hagas eso. CLITIFÓN. - Padre, te suplico que me disculpes. MENEDEMO. - Concédele la gracia, Cremes. Hazme este favor. CREMES. - ¿Que yo a sabiendas obsequie mis bienes a Baquis? No lo haré. MENEDEMO. - Pero nosotros tampoco vamos a permitirlo. CLITIFÓN. - Padre, si quieres que yo viva, perdóname. SÓSTRATA. - ¡Vamos, Cremes de mi alma! MENEDEMO. - ¡Vamos, por favor, no seas tan terco, Cremes! CREMES. - ¿Qué voy a hacer? Ya veo que no puedo cumplir lo que me proponía. MENEDEMO. - Haces como es conveniente que tú hagas. CREMES. - Pero lo haré con esta condición: que él haga lo que yo estimo justo. CLITIFÓN. - Padre, haré cualquier cosa; manda. CREMES. - Que te cases. CLITIFÓN. - ¡Padre!... CREMES. - ¡No oigo nada! SÓSTRATA. - Yo me encargo; lo hará. CREMES. - Pero a él no le oigo decir nada todavía. CLITIFÓN. - (Aparte.) ¡Estoy perdido! SÓSTRATA. - ¿Vacilas acaso, Clitifón? CREMES. - Pues haga lo que quiera. SÓSTRATA. - Lo hará todo. MENEDEMO. - (A Clitifón.) Estas cosas son molestas cuando se empiezan y mientras no se conocen; una vez conocidas por experiencia, resultan fáciles. CLITIFÓN. - Lo haré, padre. SÓSTRATA. - Hijo mío, yo te daré, por Pólux, una mujer graciosa a quien amarás de buena gana: la hija de nuestro amigo Fanócrates. CLITIFÓN. - ¿Esa muchacha pelirroja, de ojos garzos, con el rostro salpicado de pecas y la nariz encorvada? ¡No puedo, padre! CREMES. - ¡Vaya! ¡Qué refinado! ¡Se creería que entiende de estas cosas! SÓSTRATA. - Te daré otra. CLITIFÓN. - ¿Qué hacer? Ya que he de casarme, yo mismo tengo ya casi la que quiero. CREMES. - Ahora sí, te alabo, hijo mío. CLITIFÓN. - La hija de Arcónides. SÓSTRATA. - Me agrada mucho. CLITIFÓN. - Padre, falta ahora una cosa... CREMES. - ¿Cuál? CLITIFÓN. - Quiero que le perdones a Siro cuanto ha hecho por amor mío. CREMES. - De acuerdo. EL CANTOR. - (A los espectadores.) Ustedes, ¡que les vaya bien, y aplaudan! - 39 - REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS 50 COROMINES Joan - COROMINES Pere, P. Terenci Áfer, Comèdies, vol. I (Andria- El botxí de si mateix), Barcelona, Fundació Bernat Metge, 1936. CHAMBRY Emile, Térence, Comédies, t. II (L’Heautontimorumenos - Phormion -Les Adelphes), Paris, Garnier Fréres, 1948. DEL COL José Juan, Terencio: Formión, en Cuadernos del Instituto Superior “Juan XXIII” 6 (1984). DEL COL José Juan, Terencio: La suegra, en Cuadernos del Instituto Superior “Juan XXIII” 7 (1984). DEL COL José Juan, Terencio: La andria, en Cuadernos del Instituto Superior “Juan XXIII” 12 (1992). DEL COL José Juan, Terencio: Los hermanos, en Cuadernos del Instituto Superior “Juan XXIII” 16 (1994). Documentos del Vaticano II: Gaudium et spes, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, MCMLXXVI1I (XXXII ed.). DUCKWORTH George E., The Complete Roman Drama, vol. II, New York, Random House, 1967 (VIII impr.) LA MAGNA Giovanni, Publio Terenzio Afro: Heautontimorumenos, Milán, Carlo Signorelli, 1950 (reimpr.) LA MAGNA Giovanni, P. Terenzio Afro: II punitore di sé stesso (Heautontimorúmenos), Milán, Carlo Signorelli, 1964 (reimpr.). MAROUZEAU J., Térence, t. II (Heautontimorumenos - Phormion ), París, «Les Belles Lettres», 1956. RADICE Betty, Terence, The Comedies, Bungay (Suffolk), Richard Clay (The Chaucer Press), 1976. RONCONI Alessandro, Terenzio, Le Commedie, Florencia, Felice Le Monnier, 1960. RUBIO Lisardo, P. Terencio Afro, Comedias, vol. I (La Andriana -El Eunuco), Barcelona, Alma Mater, MCMLVII. RUBIO Lisardo, P. Terencio Afro, Comedias, vol. II (El Eautontimorúmenos-Formión), Barcelona, Alma Mater, MCMLXI. SERAFINI Augusto, Storia della Letteratura Latina, Turín, Società Editrice Internazionale, 1962 (reimpr.). Se señalan tan solo las obras citadas. Para una bibliografía más amplia sobre Terencio y su teatro, remitimos a nuestro estudio “Los hermanos” de Terencio, p. 21 -22. 50 - 40 - Publio Terencio Africano El eunuco PERSONAS FEDRO, joven, amante de Tais. PARMENÓN, esclavo de Fedro. TAIS, cortesana. GNATÓN, parásito de Trasón. QUEREA, joven, amante de Pánfila. TRASÓN, soldado, rival de Fedro. PITIAS, criada de Tais. CREMES, joven, hermano de Pánfila. ANTIFÓN, joven. DORIAS, criada de Pánfila. DORO, eunuco. SANGA, centurión. SOFRONA, nodriza de Pánfila. LAQUES, viejo, padre de Fedro y de Querea. PERSONAS QUE NO HABLAN ESTRATÓN. SIMALIÓN. DONACE. SIRISCO. Prólogo Si hay quienes deseen complacer a muchos varones principales sin ofender a nadie, el poeta mándase contar por uno de ellos. Y si alguno hubiere a quien le parezca que le han ofendido gravemente de palabra, téngalo por respuesta y no por ofensa, pues él picó primero. El cual, trasladando muchas y zurciéndolas mal, de buenas comedias griegas hizo malas latinas. Ese mismo dio a la escena no ha mucho El fantasma, de Menandro, y en la comedia El Tesoro representó que aquél a quien le pedían el oro había de probar cómo era suyo, antes que el demandante mostrase de dónde tenía aquel tesoro, o quién lo había puesto en la sepultura de su padre. De hoy más, no se engañe a sí mismo, ni diga entre sí: «Yo ya estoy bien acreditado: sus críticas no me alcanzan». Que no se engañe, le digo; y deje ya de provocar a Terencio. Muchas más cosas podría decirle, que por ahora callaré; mas si persevera en herir, como lo viene haciendo, las descubriré después. No bien los Ediles compraron esta comedia que vamos a representar, que es El Eunuco, de Menandro, el poeta rancio recabó de ellos que se la dejasen ver. Comienza a representarse en presencia de los magistrados, y alza la voz diciendo que Terencio era ladrón y no poeta, y que había dado a luz una fábula en que ni aun palabras había puesto, porque era la antigua comedia El Adulador, de Nevio y Plauto, de donde había tomado las personas del truhán y del soldado. Si esto es falta, lo será por inadvertencia, no porque el poeta haya querido cometer hurto. Y que esto es así, vosotros mismos lo vais a sentenciar ahora. Hay una comedia de Menandro, nominada El Adulador, en la cual entran un truhán, llamado Colace, y un soldado fanfarrón. El poeta confiesa haber tomado estas dos personas para su Eunuco; pero que las fábulas estuviesen ya hechas en latín, declara que no lo sabía. Y si no es lícito usar de unas mismas personas, ¿qué más lo será representar esclavos intrigantes, mujeres honradas, malas rameras, un truhán comilón, un soldado fanfarrón, niños sustituidos, esclavos que engañan a los viejos, el amor, el odio, la sospecha? En fin, nada hay ya que primero no esté dicho. Por lo cual es bien que vosotros atendáis estas razones y permitáis que los poetas noveles hagan lo que hicieron los antiguos. Dadnos favor y oídnos con silencio, para que entendáis qué os representa El Eunuco. Acto I Escena I FEDRO, PARMENÓN. FEDRO.- ¿Pues qué haré? ¿Será bien que vaya ahora que ella de su voluntad me llama, o será mejor que me esfuerce a no sufrir afrentas de rameras? Echome y ahora me torna a llamar: ¿Volveré? No, así me lo ruegue. PARMENÓN.- A fe, a fe que si tú pudieses hacer eso, nada mejor ni más propio de un hombre. Pero si lo emprendes y no perseveras en ello firmemente, cuando no pudiéndolo tú sufrir, sin llamarte nadie y sin hacer las paces, vinieres a su casa mostrando que la amas y que no puedes soportar su ausencia, acabado has, no hay más que hacer, perdido eres. Burlarse ha de ti cuando te sintiere rendido. FEDRO.- Por tanto, tú, ahora que es tiempo, míralo muy bien. PARMENÓN.- Señor, cuando la cosa en sí no tiene consejo, ni manera ninguna, nadie puede regirla ni tratarla con consejo. En el amor hay todas estas faltas: agravios, sospechas, enemistades, treguas, guerras, luego paces. Quien cosas tan inciertas pretendiese regirlas con razón cierta, sería como quien quisiese hacer el loco con buen seso. Y todo eso que tú ahora piensas entre ti, muy colérico y airado: «¿Yo... a una mujer que al otro... que a mí... que no...? Poco a poco; ¡más quiero morir! Ya verá quién soy yo»; todas estas palabras las pagará ella, a buena fe, con una falsa lagrimilla, que, a fuerza de restregarse los ojos, hará ella salir por fuerza, y te acusarás a ti mismo, y tú voluntariamente le darás de ti entera venganza. FEDRO.- ¡Oh, qué indignidad! Ahora entiendo yo cuán gran bellaca es ella, y yo cuán mísero: y me enfado, y me abraso en su amor, y a sabiendas, en mi juicio, vivo, y viéndolo yo, me pierdo, y no sé qué me haga. PARMENÓN.- ¿Qué has de hacer, sino, pues estás cautivo, rescatarte por lo menos que pudieres; y si no pudieres por poco, por lo que pudieres, y no afligirte? FEDRO.- ¿Eso me aconsejas? PARMENÓN. Sí, si eres cuerdo. Y que no aliadas más pesadumbres a las que el mismo amor se trae consigo, y que las que él trae, las sufras con valor. (Indicando a TAIS, que en este momento sale de su casa.) Pero hela dónde sale la piedra de nuestra granja; pues lo que nosotros habíamos de medrar ella lo rapa. Escena II TAIS, FEDRO, PARMENÓN. TAIS.- (Sin verlos.) ¡Desdichada de mí! ¡Qué recelo tengo no haya sentido mucho Fedro el no haberle ayer dejado entrar en casa, y no lo haya tomado a otro fin del que yo lo hice! FEDRO.- (A PARMENÓN.) Todo estoy temblando, Parmenón, y erizado después que he visto a ésta. PARMENÓN.- Ten buen corazón, y allégate a este fuego, que tú te calentarás más de la cuenta. TAIS.- ¿Quién habla aquí? ¡Ay, Fedro, alma mía!, ¿aquí estabas tú?, ¿por qué te parabas?, ¿por qué no entrabas sin llamar? PARMENÓN.- (Aparte.) Pero del no haberle admitido, ni palabra. TAIS.- ¿Por qué no me respondes? FEDRO.- (Con ironía.) Sí, por cierto; pues tu puerta me está siempre abierta; en tu casa yo soy el más cabido. TAIS.- Déjate ahora de eso. FEDRO.- ¿Qué dejar? ¡Oh, Tais, Tais! ¡Ojalá tú y yo corriésemos parejas en el amor, y fuésemos iguales en que, o tú sintieses esto como yo lo siento, o a mí no se me diese nada de lo que tú has hecho! TAIS.- ¡No te atormentes, te ruego, alma mía, mi Fedro!, que, en buena fe, no lo hice por amar ni querer a otro más que a ti, sino que se ofreció así el caso y no se pudo evitar. PARMENÓN.- Yo creo que de tanto quererle, como sueles, le echaste a la calle. ¡Pobrecita! TAIS.- ¡Ay, Parmenón!, ¿y con ésas me vienes? ¡Corriente! (A FEDRO.) Pero óyeme a qué fin te mandé llamar aquí. FEDRO.- Sea. TAIS.- Dime, cuanto a lo primero, ¿este mozo puede callar? PARMENÓN.- ¿Yo? Muy bien. Pero mira, con tal condición te lo prometo, que lo que entiendo ser verdad lo callo y lo retengo muy bien; pero si es cosa falsa o vana o fingida, luego la digo. Por tanto, si tú quieres que yo calle, di verdad. TAIS.- Mi madre era de Samos y vivía en Rodas. PARMENÓN.- Callarse puede esto. TAIS.- Un mercader regalole allí una muchacha que había sido robada en tierra de Atenas. FEDRO.- ¿Ciudadana? TAIS.- Pienso que sí: cosa cierta no sabemos. A su padre y a su madre ella nombrábalos; mas su tierra y las demás señas, ni las sabía, ni tenía aún años para ello. Decía el mercader que de los corsarios de quien la había comprado, había entendido que la habían robado de Sunio. Mi madre, así que la recibió, comenzó a enseñarle cuidadosamente toda cosa y criarla con la misma diligencia que si fuera su hija propia. Los más creían que era hermana mía. Yo, con aquel con quien sólo tenía entonces amores, que era un forastero, víneme aquí; el cual me dejó todo esto que poseo. PARMENÓN.- Lo uno y lo otro es mentira: fuera saldrá. TAIS.- ¿Cómo mentira? PARMENÓN.- Porque ni tú te tenías por contenta con uno, ni él sólo te lo dio; que mi amo ha traído también a tu casa buena y grande parte. TAIS.- Así es; pero déjame venir a lo que quiero. En esto, el soldado, que había comenzado a ser mi galán, fuese a Caria. Entonces te conocí, y bien sabes tú después acá cuán en mis entrañas te tengo, y cómo fío de ti todos mis secretos. FEDRO.- Tampoco lo callará eso Parmenón. PARMENÓN.- ¿Qué hay que dudar en ello? TAIS.- Óyeme, por mi amor. Mi madre murió allí poco ha. Su hermano es algo codicioso del dinero; y como vio la moza de buena gracia, y que sabía tañer, confiando sacar de ella dinero, pónela luego en venta, y véndela. Por fortuna estaba casualmente allí mi amigo el capitán, y comprola para regalármela, sin saber nada de estas cosas y sin tener de ello noticia. Ahora ha venido, y como ha sentido que también contigo tengo trato, busca muy de veras achaques para no dármela. Dice que si él estuviese seguro de que yo le querré más que a ti, y no temiese que en teniéndola en mi poder, le deje, holgaría de dármela; pero que se recela de esto. Aunque, a lo que yo sospecho, él ha puesto su afición en la doncella. FEDRO.- ¿Ha pasado más adelante? TAIS.- No: estoy bien informada. Ahora, amor mío, hay muchas razones por donde yo deseo atrapársela. Primeramente, por haber sido tenida por hermana mía. Además, por restituirla y volverla a sus deudos. Soy mujer sola; no tengo aquí ni amigo ni pariente, y por esto, Fedro, querría con esta buena obra ganar algunos amigos. Ayúdame tú, por mi amor, para que mejor se haga. Deja que por unos pocos días sean del capitán las primeras veces en mi casa. ¿No me respondes? FEDRO.- ¡Malvada! ¿qué he de responderte yo con esos hechos? PARMENÓN.- ¡Oh, mi señor, muy bien! Al fin escociote; eres todo un hombre. FEDRO.- ¡Como si yo no supiera dónde ibas a parar! Robáronla de aquí pequeña; criola mi madre como hija propia; fue tenida por hermana mía; deseo quitársela por volverla a sus deudos... Todas tus razones vienen a parar en que yo soy el despedido, y el otro el recogido. ¿Y por qué, si no porque le quieres más que a mí, y te recelas que ésa que ha traído te quite un tal amigo? TAIS.- ¿Yo me recelo de eso? FEDRO.- ¿Pues qué otra cosa te da pena? Di, ¿por ventura sólo él te hace presentes? ¿Has visto jamás que en cosa que a ti te tocase haya sido escasa mi liberalidad? Cuando me dijiste que deseabas una negra de Etiopía, ¿no lo dejé todo y la busqué? Dijísteme luego que querías un eunuco, porque no le tienen sino las reinas; hele habido. Ayer di por arribos esclavos veinte minas. Y con haberme tú tenido en poco, no me he olvidado de ti; y en pago de todo esto me desdeñas. TAIS.- No más, amor mío, Fedro; que, aunque deseo quitársela, y por esta vía entiendo que se pudiera hacer fácilmente, con todo eso, por no enojarte, haré lo que tú mandes. FEDRO.- Ojalá tú dijeses de corazón y con verdad eso de por no enojarte; que si yo creyese que lo dices con llaneza, a todo me pondría. PARMENÓN.- (Aparte.) Ya cae; ¡qué presto le ha vencido con una palabrilla! TAIS.- ¡Ay, triste de mí!, ¿y no lo digo yo de corazón?, ¿qué cosa me has pedido, aun en burlas, que no la hayas alcanzado? Y yo no puedo recabar de ti que me concedas siquiera dos días. FEDRO.- ¡Si no fuesen más de dos!... Pero temo que esos dos días se me vuelvan veinte. TAIS.- No serán en buena fe más de dos, o... FEDRO.- ¿O...? No escucho más. TAIS.- No serán más; hazme solamente esta merced. FEDRO.- En fin, ha de ser lo que tú quieres. TAIS.- Con razón te quiero mucho. Muy bien haces. FEDRO.- Yo me iré a la granja, y me afligiré estos dos días. Resuelto estoy. Debemos complacer a Tais. Tú, Parmenón, haz que aquéllos (Aludiendo a los dos esclavos.) se traigan. PARMENÓN.- ¡A maravilla! FEDRO.- Tais, pásalo bien estos dos días. TAIS.- Y tú, mi Fedro. ¿Mandas otra cosa? FEDRO.- Lo que yo quiero es que estando presente con ese soldado, estés ausente de él; de día y de noche me ames; me desees, me sueñes, me aguardes, pienses en mí, en mí confíes, conmigo te huelgues, toda estés conmigo: finalmente, haz que tu corazón sea todo él mío, pues el mío es todo tuyo. Escena III TAIS. TAIS.- ¡Cuitada de mí! Éste por ventura fía poco de mí, y me juzga por las condiciones de las demás. Mas yo, que me conozco, sé de cierto que en nada le he mentido, y que en mi corazón no hay cosa más querida que mi Fedro, y que lo que he hecho, lo he hecho por la doncella. Porque casi casi pienso que he hallado ya a su hermano, que es un mancebo muy principal, el cual me ha prometido venir hoy a verme. Voyme, pues, a casa, y allí le aguardaré hasta que venga. Acto II Escena I FEDRO, PARMENÓN. FEDRO.- Haz lo que te dije; llevad esos esclavos. PARMENÓN.- Se hará. FEDRO.- Con diligencia. PARMENÓN.- Se hará. FEDRO.- Mas ha de ser presto. PARMENÓN.- Todo se hará. FEDRO.- ¿Basta habértelo encargado así? PARMENÓN.- ¡Vaya una pregunta! ¡Como si fuese cosa muy difícil! ¡Ojalá tan presto, Fedro, pudieses hallar algo, como este dinero será perdido! FEDRO.- También me pierdo yo con ello, que es cosa que me importa más. No te dé eso tanta pena. PARMENÓN.- No a fe; sino que al punto cumpliré tus órdenes. ¿Mandas otra cosa? FEDRO.- Adornarás nuestro presente con palabras lo mejor que puedas; y cuanto pudieres, apartarás de su cariño a mi rival. PARMENÓN.- Por dicho me lo tengo, aunque no me lo adviertas. FEDRO.- Yo me iré a la granja, y allí me estaré. PARMENÓN.- (Con ironía.) Bien me parece. FEDRO.- Pero, ¡hola, Parmenón! PARMENÓN.- ¿Qué quieres? FEDRO.- ¿Entiendes que me podré sufrir, y estar estos días sin venir acá? PARMENÓN.- ¿Tú? No creo tal. Porque, o te tornarás luego, o antes del amanecer te hará volver acá el insomnio. FEDRO.- Haré algún ejercicio, hasta que me canse tanto, que duerma, aunque me pese. PARMENÓN.- Velarás cansado, y será mayor el daño. FEDRO.- ¡Bah! Tú no sabes lo que dices, Parmenón. En verdad que tengo de echar de mí esta flaqueza de ánimo: gran regalón soy. ¡Cómo! ¿No me pasaré yo sin ella, si es menester, aun tres días enteros? PARMENÓN.- ¡Huy! ¡Tres días enteros! Mira lo que dices. FEDRO.- Resuelto estoy. Escena II PARMENÓN. PARMENÓN.- ¡Soberanos dioses!, ¿y qué manera de enfermedad es ésta? ¿Que es posible que haga tanta mudanza en los hombres el amor, que diréis que uno no es el mismo? No había hombre más avisado que éste, ni más grave, ni más reglado en su vivir. Pero ¿quién es éste que viene hacia acá? ¡Ta, ta! Es Gnatón, el parásito del soldado. Y trae consigo la doncella para presentarla a Tais. ¡Oh, qué hermoso rostro de mujer! ¡Harto será que no quede yo hoy corrido con mi viejo eunuco! ¡Más hermosa es ésta que la misma Tais! Escena III GNATÓN con una esclava, PARMENÓN. GNATÓN.- ¡Soberanos dioses, lo que va de un hombre a otro! ¡Cuánta diferencia hay del sabio al necio! Esto se me ocurre ahora por lo que vais a oír. Hoy, viniendo, me topé con un hombre, así, de mi estado y calidad, buen hombre realmente, que también había consumido los bienes paternos, como yo. Véole maltratado, sucio, enfermo, cargado de años y remiendos, y dígole: «¿Qué facha es ésa, amigo?». Díceme: «Mira a qué he venido, por haber perdido lo que tenía. Todos mis conocidos y amigos me abandonan». Entonces yo, respecto de mí, le tuve en poco. «¿Qué es esto, digo, hombre follón?, ¿de tal manera has ordenado tu vivir, que no te quede en ti esperanza alguna?, ¿consejo y hacienda has perdido juntamente? ¿No me ves a mí, que soy de tu mismo estado? Mira qué color que tengo, qué lustre, qué traje, qué garbo de cuerpo: no tengo nada, y soy señor de todo; aunque no poseo nada, nada me falta. -Pero yo, cuitado, dice él, ni puedo sufrir que se rían de mí, ni que me den palos. -¿Cuánto piensas tú, le digo, que se gana por ahí de esa manera? Muy engañado estás. Un tiempo, los parásitos tenían de comer por esos medios: allá en los siglos pasados. Pero ésta es una nueva manera de cazar. Yo soy el primero que he hallado este camino. Hay una casta de gentes que presumen de ser en todo los principales, aunque no lo son. Éstos son muy hombres: a éstos no les doy yo lugar que se rían de mí; pero complázcoles voluntariamente y precio mucho sus habilidades; alabo cuanto dicen, y si lo contradicen, alábolo también. Si dice uno no, yo digo también no; y si dice sí, digo sí. Finalmente, heme propuesto lisonjearlos en todo; que esto es hoy día lo que da más ganancia». PARMENÓN.- (Aparte.) ¡Qué hombre tan donoso! Éste realmente hace de un necio un loco rematado. GNATÓN.- Yendo así parlando, llegamos a la carnicería. Sálenme a recibir muy alegres todos los pasteleros, los atuneros, los carniceros, los cocineros, los morcilleros, los pescadores, los cazadores, a quienes yo en mi prosperidad, y aun después de ella, he valido y valgo muchas veces. Salúdanme, convídanme a cenar, y danme la bienvenida. Cuando aquel pobre hambriento me vio puesto en tanta honra y que con tanta facilidad ganaba de comer, comienza a suplicarme que le diese licencia para aprender de mí aquella habilidad. Mandele que me siguiese, por ver si así como las sectas de los filósofos toman de ellos los nombres y apellidos, así también habría truhanes que se llamasen los Gnatónicos. PARMENÓN.- (Aparte.) ¡Miren lo que hace la ociosidad y el comer a costa ajena! GNATÓN.- Pero mucho me detengo en llevar esta moza a casa de Tais y rogarle que se venga a cenar. Mas a Parmenón, el criado de nuestro competidor, veo triste delante de la puerta de Tais. Salvos somos: mal les va aquí a éstos. Cierto que he de burlarme un poco de este fanfarrón. PARMENÓN.- (Aparte.) Éstos, con el agasajo, piensan que queda ya por suya Tais. GNATÓN.- Gnatón besa las manos de su muy gran señor y amigo Parmenón. ¿De qué se trata? PARMENÓN.- De estar aquí. GNATÓN.- Ya lo veo; ¿pero ves algo aquí que no quisieras? PARMENÓN.- A ti. GNATÓN.- Lo creo. ¿Pero ves otra cosa? PARMENÓN.- ¿Por qué lo dices? GNATÓN.- Porque estás triste. PARMENÓN.- No, por cierto. GNATÓN.- Ni lo estés. ¿Qué te parece esta esclava? (Mostrándola.) PARMENÓN.- No es mala, en verdad. GNATÓN.- (Aparte.) El hombre se quema. PARMENÓN.- (Aparte.) ¡Cómo se engaña! GNATÓN.- (Con sorna.) ¡Pues qué!, ¿tan agradable piensas tú que le será a Tais este presente? (Aludiendo a la esclava.) PARMENÓN.- Lo que con eso me dices, es que ya nosotros estamos fuera de esta casa. ¡Mira, Gnatón, que todas las cosas tienen su mudanza! GNATÓN.- En todos estos seis meses, Parmenón, te haré que descanses, y que no andes corriendo de acá para allá, ni hayas de estar despierte hasta que amanezca. ¿No te parece que te hago dichoso? PARMENÓN.- ¿A mí? (Irónico.) ¡Oh! GNATÓN.- Así me porto yo con los amigos. PARMENÓN.- Muchas gracias. GNATÓN.- Tal vez te detengo. ¿Ibas por ventura a alguna parte? PARMENÓN.- ¿Yo? A ninguna. GNATÓN.- Entonces préstame un pequeño servicio. Haz que me dejen entrar allá. (Indicando la casa de TAIS.) PARMENÓN.- ¡Bah, bah! Tú tienes ahora franca la puerta, porque traes a ésa. GNATÓN.- (Con ironía.) ¿Quieres llamar a alguno? Yo le mandaré salir acá. (Éntrase en casa de TAIS.) PARMENÓN.- (Continuando.) Deja tú pasar estos dos días; que yo haré que tú, que ahora muy triunfante abres esas puertas con un dedo, las quieras abrir a coces y no puedas. GNATÓN.- (Saliendo de casa de TAIS.) ¿Aún estás aquí, Parmenón? ¿Has quedado acaso por guarda, porque no venga algún alcahuete de secreto a Tais de parte del soldado?, ¡eh! PARMENÓN.- (Irónico.) ¡Agudo dicho!, ¿qué extraño es que al soldado le guste tanta sal? Mas hacia acá veo venir al hijo menor de mi amo. Maravíllame cómo se ha venido de Pireo, estando allí por mandado de la ciudad de centinela. Algo pasa. Y viene corriendo; no sé qué mira a la redonda. Escena IV QUEREA, PARMENÓN. QUEREA.- (Sin ver a PARMENÓN.) ¡Muerto soy! Ni la doncella está en parte ninguna, ni aun yo tampoco, que la he perdido de vista. ¿Dó la iré a buscar? ¿Por qué rastro la sacaré? ¿A quién preguntaré? ¿Qué camino tomaré? Suspenso estoy. Sola esta esperanza tengo: que doquiera que esté, no se puede ocultar mucho. ¡Oh, rostro hermoso! De hoy más, borro de mi memoria todas las demás mujeres; me apestan esas bellezas ordinarias. PARMENÓN.- (A los espectadores.) Cataos aquí otro. No sé qué habla de amores. ¡Oh, desdichado viejo! Éste es realmente un mozo que si comienza a enamorarse, diréis que todo lo del otro (Alude a FEDRO, hermano de QUEREA.) fue juego y donaire en comparación de lo que hará la furia de éste. QUEREA.- (Sin ver a PARMENÓN.) ¡Los dioses y diosas destruyan a aquel viejo que me hizo detener hoy; y aun a mí también quisiera, porque me paré, y más aún, porque hice caso de él! Pero he aquí a Parmenón. ¡Salud! PARMENÓN.- ¿Por qué estás triste, o de qué tan agitado? ¿De dó vienes? QUEREA.- Ni sé realmente de dó vengo, ni menos dónde voy; tan fuera estoy de mí. PARMENÓN.- ¿Cómo así? QUEREA.- Estoy enamorado. PARMENÓN.- ¡Hum! QUEREA.- Ahora, Parmenón, has de mostrar quién eres. Ya sabes me tienes dicho muchas veces: «Querea, busca tú algo a que te aficiones; que yo haré que entiendas en esto cuánto valgo», cuando yo robaba de secreto toda la despensa de mi padre, para llevar a tu aposento. PARMENÓN.- ¡Taday, tonto! QUEREA.- Ello es como té he dicho; cúmpleme ahora la palabra, si quieres. Especialmente que la cosa merece que tú emplees en ella toda tu habilidad. Porque no es la moza como las doncellas de nuestra tierra, a quienes las madres hacen ir con los hombros caídos, con el pecho apretado, porque sean delicadas. En cuanto una engorda un poco, dicen que es un gladiador; acórtanle la ración. Aunque ellas sean de buen natural, con este régimen las vuelven como juncos; que así las quieren. PARMENÓN.- ¿Y ésta tuya? QUEREA.- Tiene un rostro peregrino. PARMENÓN.- ¡Hola! QUEREA- Un color sano, un cuerpo macizo y lleno de vida. PARMENÓN.- ¿Qué años? QUEREA.- ¿Años? Dieciséis. PARMENÓN.- La misma flor. QUEREA.- Ésta me la has de haber tú, o por fuerza y por maña o por dinero; que a mí todo me es uno con tal que yo la goce. PARMENÓN.- ¿Y la doncella, cuya es? QUEREA.- No sé en verdad. PARMENÓN.- ¿De dónde es? QUEREA.- Tampoco lo sé. PARMENÓN.- ¿Dónde mora? QUEREA.- Ni eso sé. PARMENÓN.- ¿Dó la viste? QUEREA.- En la calle. PARMENÓN.- ¿Cómo la perdiste de vista? QUEREA.- De eso, cabalmente, venía ahora mohíno conmigo mismo; que no creo que hay hombre a quien más contrarias les sean todas las buenas venturas. PARMENÓN.- ¿Qué desgracia es ésa? QUEREA.- ¡Perdido soy! PARMENÓN.- ¿Pues qué te pasa? QUEREA.- ¿Qué? ¿Conoces a Arquidémides, pariente de mi padre, y de sus años? PARMENÓN.- ¿Cómo no? QUEREA.- Éste, viniendo yo tras la doncella, se topó conmigo. PARMENÓN.- Fue un contratiempo, en verdad. QUEREA.- No, sino desgracia; que contratiempos, Parmenón, otras cosas son las que se han de llamar. Juramento podría hacer que ha bien seis meses o siete que yo no le había visto hasta ahora, cuando menos lo quisiera y menos lo había menester. (Indignado.) ¡Ah! ¿No te parece esto increíble? ¿Qué me dices? PARMENÓN.- ¡Increíble! QUEREA.- Al verme, desde lejos viénese hacia mí corcovado, temblando, con los labios caídos, gimiendo, y díceme: «¡Hola!, ¡hola, Querea! ¡A ti digo!». Pareme. «¿Sabes lo que te quiero? -Di. -Que tengo mañana un pleito. -¿Qué más? Que le digas sin falta a tu padre que se acuerde de venir mañana a ser mi valedor». El decirme esto le costó una hora. Pregúntole si mandaba otra cosa: «No más», dice, y yo voyme. Cuando miré por mi doncella, ella, entre tanto, habíase entrado aquí, en nuestra plaza. PARMENÓN.- (Aparte.) Milagro será que no hable de ésta que ahora le han presentado a Tais. QUEREA.- Cuando llego aquí, ya no estaba. PARMENÓN.- ¿Llevaba la doncella alguna compaña? QUEREA.- Sí: Un truhán con una moza. PARMENÓN.- (Aparte.) ¡Ella es! (A QUEREA.) Descuidar puedes. No te fatigues; es negocio concluido. QUEREA.- Tú no estás en lo que digo. PARMENÓN.- Sí estoy, en verdad. QUEREA.- ¿Sabes quién es? Dímelo, o si la has visto. PARMENÓN.- La he visto y la conozco y sé dónde la han llevado. QUEREA.- ¡Oh, hermano Parmenón! ¿qué la conoces? PARMENÓN.- Sí. QUEREA.- ¿Y sabes dónde está? PARMENÓN.- A casa de la ramera Tais la han traído, y a ella se la han regalado. QUEREA.- ¿Quién es tan poderoso para hacer un tal presente? PARMENÓN.- El soldado Trasón, el rival de Fedro. QUEREA.- Mal competidor tiene mi hermano. PARTENÓN.- Pues si supieses qué presente tiene él en contra de ése, mejor lo dirías. QUEREA.- ¿Cuál, por tu vida? PARMENÓN.- Un eunuco. QUEREA.- ¿Cuál? ¿Aquel hombre feo que ayer compró, viejo y mujer? PARMENÓN.- Ése mismo. QUEREA.- A él y a su presente les darán con la puerta en las narices. Pero no sabía yo que esa Tais era vecina nuestra. PARMENÓN.- Ha poco que lo es. QUEREA.- ¡Oh, pobre de mí! ¡Y que yo no la haya visto nunca....! Pero, dime, ¿es tan hermosa como dicen? PARMENÓN.- Sí. QUEREA.- ¡Pero no tendrá que ver con ésta mía! (Alude a la doncella que se le ha perdido de vista.) PARMENÓN.- Otra cosa es. QUEREA.- Parmenón, amigo, ruégote que hagas como yo goce de ella. PARMENÓN.- Lo haré con diligencia: yo lo procuraré, y te ayudaré. ¿Mandas algo más? QUEREA.- ¿Dónde vas ahora? PARMENÓN.- A casa: a llevar a Tais esos esclavos, (El eunuco y la negra.) como tu hermano lo mandó. QUEREA.- ¡Oh!, ¡dichoso eunuco, que en tal casa va a entrar! PARMENÓN.- ¿Cómo así? QUEREA.- ¿Eso me preguntas? Verá siempre en casa una compañera de muy hermoso rostro; hablará con ella; estará en una misma casa: comerá algunas veces con ella, y aun algunas veces dormirá cabe ella. PARMENÓN.- ¿Y si fueses tú el afortunado? QUEREA.- ¿De qué manera, Parmenón? Dímelo. PARMENÓN.- Vistiéndote tú las ropas del eunuco. QUEREA.- ¿Sus ropas? ¿Y qué más? PARMENÓN.- Yo te llevaré en su lugar. QUEREA.- ¡Ya! PARMENÓN.- Y diré que eres él. QUEREA.- Entiendo. PARMENÓN.- De suerte que goces tú de aquellos bienes que decías ahora que él gozaría; comas con ella, estés, juegues con ella, la toques, duermas cerca de ella: pues allí nadie te conoce, ni sabe quién tú eres. Además de esto, tu rostro y años son tales, que pasarás fácilmente por eunuco. QUEREA.- Muy bien has dicho: en mi vida vi dar mejor consejo. ¡Ea!, vamos allá dentro. Vísteme luego; llévame de aquí; llévame lo más presto que puedas. (Empuja a PARMENÓN.) PARMENÓN.- ¿Qué haces? Que burlando lo decía. QUEREA.- ¿Búrlaste de mí? (Ase de PARMENÓN con violencia.) PARMENÓN.- ¡Perdido soy! ¡Pobre de mí!, ¿qué hice yo?, ¿A dó me empujas? ¡Cata que me vas a derribar! ¡A ti digo! ¡Espera! QUEREA.- Vamos. PARMENÓN.- ¿Aún prosigues? QUEREA.- Estoy decidido. PARMENÓN.- Cata que es negocio demasiado caliente. QUEREA.- No, en verdad: déjame hacer. PARMENÓN.- Al cabo sobre mis costillas molerán el trigo. QUEREA.- ¡Bah! PARMENÓN.- Gran bellaquería hacemos. QUEREA.- ¿Bellaquería es ir a casa de una ramera, y darles el pago a aquellas que son nuestros verdugos, y nos tienen en poco a nosotros y a nuestros pocos años, y nos dan mil maneras de tormentos; y engañarlas como ellas nos engañan? ¿Parécete que sería mejor urdir engaños a mi padre? Esto lo tendrán por malo todos los que lo sepan, y esotro lo darán por muy bien hecho. PARMENÓN.- (Accediendo a duras penas.) ¡Corriente! Si determinado estás a hacerlo, hazlo; pero después no me cargues a mí la culpa. QUEREA.- No. PARMENÓN.- ¿Mándasmelo? QUEREA.- Yo te lo mando, te lo ordeno y te obligo. Nunca me retractaré de haber usado de esta autoridad. Sígueme. PARMENÓN.- Los dioses nos den próspero suceso. Acto III Escena I GNATÓN, TRASÓN, PARMENÓN. TRASÓN.- ¿Conque Tais me mandaba muchas gracias? GNATÓN.- Muy grandes. TRASÓN.- ¿De veras está alegre? GNATÓN.- No tanto en verdad por el valor del presente, cuanto por habérselo tú dado: De esto está ella más ufana. PARMENÓN.- (Saliendo de casa de su amo.) A ver vengo cuándo será tiempo de traerlos. Pero he aquí al soldado. TRASÓN.- Cierto que es buen hado mío, que todo cuanto yo hago se me agradece. GNATÓN.- Así lo he echado de ver. TRASÓN.- Hasta el mismo rey, por la menor cosa que yo hacía me daba siempre las gracias. No se portaba así con los demás. GNATÓN.- La gloria ajena a costa de grandes trabajos adquirida, con una palabra hácela suya muchas veces el que tiene la sal que tú. TRASÓN.- En el caso estás. GNATÓN.- El rey, pues, a ti sobre las niñas de sus ojos... TRASÓN.- Cabal. GNATÓN.- ... Te llevaba. TRASÓN.- Sí. Y confiaba de confiaba de mí todo su campo, y todos sus secretos. GNATÓN.- Admirable. TRASÓN.- Y si alguna vez los hombres o los negocios le cansaban o enfadaban, cuando él quería descansar, como... ¿ya me entiendes? GNATÓN.- Sí; como quien quiere escupir del alma aquella fatiga. TRASÓN.- Cabal. Entonces a mí solo me llevaba por su convidado. GNATÓN.- ¡Huy!, ¡qué rey tan discreto me cuentas! TRASÓN.- ¡Oh!, él es así, un hombre que trata con muy pocos. GNATÓN.- Mejor dirás con ninguno, a mi parecer, si sólo contigo vive. TRASÓN.- Todos me tenían envidia, y me roían en secreto; pero yo no los estimaba a todos en un pelo. Y ellos, a tenerme extraña envidia; pero sobre todos uno, a quien el rey había hecho coronel de los elefantes de la India. Como éste comenzó a serme más pesado, díjele: Dime, Estratón, ¿haces tanto del bravo porque tienes mando sobre las bestias? GNATÓN.- Gracioso dicho en verdad, y sabiamente dicho: ¡Oh!, ¡degollástele!; ¿y él que te respondió? TRASÓN.- Quedó mudo. GNATÓN.- ¿Cómo no? PARMENÓN.- (Aparte y aludiendo a TRASÓN.) ¡Soberanos dioses!, ¡qué cabeza tan miserable y tan perdida! (Indicando a GNATÓN.) Y aquel otro, ¡cuán gran bellaco! TRASÓN.- Y bien: ¿nunca te he contado, Gnatón, cómo te toqué a uno de Rodas en un convite? GNATÓN.- Nunca. Pero cuéntamelo, por tu vida. (Aparte.) Más se lo he oído de mil veces. TRASÓN.- Estaba este mancebillo de Rodas que te digo juntamente conmigo en el convite, y yo por casualidad tenía allí una pendanga. Él comenzó a burlar con ella y mofar de mí. Dígole yo: ¿Qué es eso, sin vergüenza? ¿Siendo tú la misma liebre, buscas carne de la pulpa? GNATÓN.- ¡Ja, ja, je! TRASÓN.- ¿Qué tal? GNATÓN.- Gracioso, gustoso, delicado dicho: no hubo más que pedir. ¿Y tuyo era, por tu vida? Yo por más antiguo lo tenía. TRASÓN.- ¿Habíaslo oído? GNATÓN.- Muchas veces, y es muy preciado. TRASÓN.- Pues mío es. GNATÓN.- ¡Lástima que lo empleases en un mancebillo indiscreto e hidalgo! PARMENÓN.- (Aparte.) Los dioses te destruyan. GNATÓN.- ¿Y él, dime, qué...? TRASÓN.- Quedó corrido; y los que estaban allí, muertos de risa. En fin, ya todos me tenían miedo. GNATÓN.- Con razón. TRASÓN.- Pero oye, Gnatón, ¿parécete que yo me disculpe con Tais, pues sospecha que esta esclava (Alude a PÁNFILA.) es mi amiga? GNATÓN.- En ninguna manera: Antes has de acrecentarle más esa sospecha. TRASÓN.- ¿Por qué? GNATÓN.- ¿Y lo preguntas? ¿Sabes por qué? Si ella alguna vez hiciere mención de Fedro o le alabare por darte tormento... TRASÓN.- Entiendo. GNATÓN.- ... para que esto no acaezca, sólo hay un remedio. Cuando ella nombre a Fedro, tú a Pánfila en la hora. Si ella dijere: «Traigamos a Fedro a comer»; tú: «llamemos a Pánfila a cantar». Si ella alabare el buen parecer de Fedro, tú, por el contrario, el de Pánfila. Finalmente, ajo por ajo y que la pique. TRASÓN.- Buen remedio sería este, Gnatón, si ella me amase. GNATÓN.- Pues recibe y precia lo que tú le envías, no es nuevo el tenerte ella amor, ni es nuevo el poder tú hacer algo que le duela. Siempre estará con miedo de que el provecho que ella ahora recibe, le des a otra si te enojas. TRASÓN.- Bien dices: no había yo caído en la cuenta. GNATÓN.- ¡Qué gracia!, porque noté habías puesto a pensarlo; que si lo pensaras, ¡cuánto mejor que yo lo trazaras tú, Trasón! Escena II TAIS, TRASÓN, PARMENÓN, GNATÓN. TAIS.- La voz del capitán me parece que he oído. Y hele aquí. ¡Bienvenido, Trasón, amor mío! TRASÓN.- ¡Oh, mi señora Tais, dulce beso mío!, ¿qué se hace? ¿Quiéresete mucho por esta tañedora? PARMENÓN.- (Oculto para los demás personajes.) ¡Qué discreto es!, ¡qué buena entrada ha tenido por llegar! TAIS.- Muy mucho por tu merecimiento. GNATÓN.- Vamos, pues, a cenar. ¿Por qué te detienes? PARTENÓN.- (Aparte.) Cata aquí al otro: Diréis que ha nacido para servir a su vientre. TAIS.- Cuando quisieres; no estéis por mí. PARMENÓN.- (Aparte.) Iré y haré como que salgo ahora. Tais, ¿has de ir a alguna parte? TAIS.- ¡Ah, Parmenón! Bien has hecho: sí, ir tengo... PARMENÓN.- ¿Adónde? TAIS.- (Bajo y aludiendo por señas a TRASÓN.) ¿No ves aquí a éste? PARMENÓN.- (Bajo a TAIS.) Ya le veo, me enfada. Cuando quieras, aquí están los presentes de Fedro a tu servicio. TRASÓN.- ¿Por qué nos detenemos? ¡Ea!, vamos de aquí. PARMENÓN.- (A TRASÓN.) Suplícote que con tu licencia podamos darle a ésta lo que queremos, verla y hablar con ella. TRASÓN.- (Irónico.) ¡Hermosos presentes por cierto!, ¡no se parecen a los nuestros! PARMENÓN.- Por la obra se verá. (A un siervo.) ¡Hola! Haz que salgan acá esos que mandé traer: ¡Presto! Pasa tú acá. (Preséntase una negra.) Ésta ha venido desde Etiopía. TRASÓN.- Ésta valdrá tres minas. GNATÓN.- Apenas. PARMENÓN.- ¿Dó estás tú, Doro? Llégate acá. (A TAIS.) Cata aquí el eunuco. ¡Mira qué cara de hidalgo y qué años tan tiernos! TAIS.- Así los dioses me amen, como él es hermoso. PARMENÓN.- ¿Qué dices tú, Gnatón? ¿Tienes algo aquí que despreciar? ¿Y tú, Trasón, qué dices? Harto le alaban, pues que callan. Pues examínale en cosa de letras, en la lucha, en la música; que yo te le doy por hábil en todo lo que le está bien saber a un hidalgo mozo. TRASÓN.- (Aparte a GNATÓN.) Yo a ese eunuco... si menester fuese, sin beber mucho... PARMENÓN.- (A TAIS.) Y el que esto te envía, no te pide que estés por solo él, ni que por él eches de tu casa a los demás. Ni te cuenta sus batallas; ni muestra sus señales de heridas; ni te va a la mano, como algún otro lo hace; sino que, cuando te diere gusto, cuando tú quisieres, cuando tuvieres lugar, entonces se dará por contento, si le recibieres. TRASÓN.- (A GNATÓN.) Este siervo parece ser de algún amo pobre y miserable. GNATÓN.- Bien creo yo que el que tuviera con qué comprar otro, no sufriría a éste. PARMENÓN.- Calla tú, que eres el más abatido de los abatidos; porque un hombre que se pone a lisonjear a éste (Señalando a TRASÓN.) , creo que se pondrá también a sacar la comida del fuego con la boca. TRASÓN.- (A TAIS.) ¿Vámonos ya? TAIS.- Haré entrar primero a estos esclavos, y juntamente mandaré lo que quiero que se haga, y luego saldré. (Éntrase en casa.) TRASÓN.- (A GNATÓN.) Yo me voy: aguarda tú a Tais. PARMENÓN.- (En tono zumbón.) ¡No es bien que un General vaya por la calle con su amiga! TRASÓN.- ¿Qué quieres que te diga? Te pareces a tu amo. GNATÓN.- ¡Ja!, ¡ja!, ¡je! TRASÓN.- ¿De qué te ríes? GNATÓN.- De eso que ahora dijiste, y también cuando me acuerdo de aquel dicho del de Rodas. Pero Tais sale. TRASÓN.- Ve delante, corre, para que todo esté a punto en casa. GNATÓN.- Sea. TAIS.- (Saliendo de su casa y hablando con PITIAS, que está dentro.) Mira, Pitias, que procures con diligencia, si Cremes por casualidad viniere aquí, rogarle sobre todo que me espere; y si esto no le acomoda, que vuelva, y si no pudiere, llévamele allá. PITIAS.- Así lo haré. TAIS.- ¿Qué?... ¿Qué otra cosa tenía que decirte? ¡Ah!, mucho cuidado con esa doncella; y mira, que me estéis en casa. TRASÓN.- Vamos. TAIS.- (A sus doncellas.) Seguidme vosotras. Escena III CREMES. CREMES.- Realmente que cuanto más y más lo pienso, creo que me ha de causar esta Tais algún gran daño, según veo que me va cascando astutamente desde la primera vez que me mandó que me llegase hasta su casa. Alguno me preguntará: ¿Qué tenías tú con ella?» Cierto que ni la conocía. Cuando vine, halló achaque para hacerme quedar allí. Díceme que había ofrecido un sacrificio y que tenía que tratar conmigo un negocio de importancia. Ya yo estaba con sospecha que todo esto lo hacía con engaño. Arrimábaseme, entrometíase conmigo, buscaba ocasión de conversación. Cuando vio que yo le respondía fríamente, vino a dar en esto: Cuánto hacía que se habían muerto mis padres: «Ya ha mucho», le digo; si tenía alguna granja en Sunio, y si estaba lejos de la mar. Yo creo le debe haber parecido bien, y que piensa si me la podrá rapar. Finalmente, si se me había perdido allí alguna hermana pequeña, y quién con ella juntamente, y si habría quién la pudiese conocer. ¿A qué fin estas preguntas, si no pretende, según la mujer es de atrevida, darme a entender que es ella la hermana que se me perdió? Pero aquélla, si es viva, tiene dieciséis años, y no más. Tais es de algo estás tiempo que no yo. Segunda vez me ruega por un siervo que venga. Diga, pues, lo que quiere o no me dé más fatiga; que a buena fe que no vuelva acá la tercera vez. (Llamando a la puerta de TAIS.) ¡Ah, de casa! Escena IV PITIAS, CREMES. PITIAS.- (Dentro.) ¿Quién está allí? CREMES.- Yo soy. Cremes. PITIAS.- (Saliendo.) ¡Oh, mancebo gallardísimo! CREMES.- (Aparte.) ¡Lo dicho: aquí quieren cazarme! PITIAS.- Tais te pide por merced que vuelvas mañana. CREMES.- A mi alquería me voy. PITIAS.- Hazlo por mi amor. CREMES.- Digo que no puedo. PITIAS.- Estate a lo menos aquí con nosotras hasta que ella vuelva. CREMES.- Ni eso tampoco. PITIAS.- ¿Por qué no, Cremes de mi alma? CREMES.- Quítateme allá en mal hora. PITIAS.- Si así lo determinas, ve a lo menos, por mi amor, donde ella está. CREMES.- Sea. PITIAS.- Ve, Dorias; lleva de presto a éste a casa del soldado. Escena V ANTIFÓN, solo. ANTIFÓN.- Ayer algunos mancebos en Pireo convinimos en comer juntos hoy, a escote. Dímosle a Querea el encargo, depositamos nuestras sortijas, señalamos lugar y hora. La hora ya es pasada, en el lugar donde concertamos no hay cosa aparejada, el hombre no parece. Ni sé qué me diga, ni sé qué me piense. Aflora todos los otros me han encargado que le busque. Voy a ver si está en su casa. (Aparece QUEREA vestido con la ropa del eunuco.) ¿Quién es éste que sale de la de Tais? ¿Es él o no es él? Realmente que es él. ¿Qué facha de hombre es éste? ¿Qué manera de traje? ¿Qué desgracia es ésta? No salgo de mi asombro, todo me vuelvo conjeturas. Ante todo, apartareme, para averiguar lo que es. Escena VI QUEREA, ANTIFÓN. QUEREA.- ¿Hay alguno aquí? No hay nadie. ¿Sígueme alguno de la casa? (Mirando a la de TAIS.) Nadie. ¿Puedo ya hacer que reviente este mi contento? ¡Oh, Júpiter! Ésta es realmente la hora en que te podría tomar con paciencia que me matasen, porque el resto de mi vida no me agüe con alguna pesadumbre este mi gozo. Pero, ¿no me toparía yo ahora con un amigo curioso que me siguiera por doquiera que fuese y me moliese y me matase a poder de preguntarme qué regocijo es éste, o qué alegría, a dónde voy, o de dó me escapo, de dónde he habido este vestido, qué pretendo con él, si estoy en mi seso o si estoy loco? ANTIFÓN.- (Aparte.) Voy a darle ese contento que desea. (Alto.) ¿Qué es esto, Querea?, ¿de qué estás así regocijado?, ¿qué vestido es éste?, ¿de qué vienes tan alegre?, ¿qué pretendes?, ¿estás en tu seso?, ¿qué me miras?, ¿por qué no me respondes? QUEREA.- ¡Oh, encuentro apacible al presente para mí! Amigo, bienvenido seas. Con ninguno me pudiera yo ahora tomar que más placer me diese, que contigo. ANTIFÓN.- Cuéntame, por tu vida, lo que te pasa. QUEREA.- Antes yo, en verdad, te suplico que me oigas. ¿Conoces a ésta que es amiga de mi hermano? ANTIFÓN.- Sí, creo que es Tais. QUEREA.- Ésa misma. ANTIFÓN.- Así lo tenía entendido. QUEREA.- Hanle hoy regalado una doncella, cuyo gracioso rostro no hay para qué yo te lo diga, Antifón, ni te lo alabe, pues ya tú sabes cuán buen juez de rostros soy. Heme aficionado a ella. ANTIFÓN.- ¿De veras? QUEREA.- Yo sé que si tú la ves, dirás que es la primera. ¿Que es menester rodeos? Comencé a amarla. Había casualmente en nuestra casa un eunuco que mi hermano había mercado para Tais, y aun no se le habían llevado. Aconsejome entonces mi criado Parmenón una traza que yo al punto hice mía. ANTIFÓN.- ¿Cuál? QUEREA.- Callando lo entenderás más presto: que yo trocase con él las ropas, y me hiciese presentar en lugar de él. ANTIFÓN.- ¿En lugar del eunuco? QUEREA.- Sí. ANTIFÓN.- ¿Y qué provecho habías de sacar de eso? QUEREA.- ¡Vaya una pregunta...! Verla, oírla, estar en compañía de aquella que deseaba, Antifón. ¿No te parece bastante causa y razón para hacerlo? Entréganme, en fin, a la mujer. Ella me recibe muy alegre, me lleva a su casa, encomiéndame la doncella. ANTIFÓN.- ¿A quién?, ¿a ti? QUEREA.- A mí. ANTIFÓN.- A buen seguro, cierto. QUEREA.- Manda que varón ninguno se llegue a ella, y a mí encárgame que no me aparte de ella, sino que en lo más secreto de la casa me esté con ella sola. Acéptolo, puestos mis ojos en el suelo de vergüenza. ANTIFÓN.- ¡Cuitado! QUEREA.- «Yo, dice, me voy convidada a cenar». Y llévase consigo sus criadas. Quedan unas pocas para estar con ella; criadas bisoñas. Aparéjanle luego el baño; dígoles que se den prisa. Mientras lo aparejaban, la doncella estaba sentada en su cámara, mirando una pintura en la cual estaba dibujado como dicen que un tiempo Júpiter había descargado en el regazo de Danae una lluvia de oro. Comencé yo también a mirarla. Y como él antaño había hecho otra burla semejante, tanto más yo en mi alma me alegraba viendo que un dios se había transformado en hombre y venido a casa ajena escondidamente por el tejado a engañar a una mujer. ¿Y qué dios, sino aquel que con sus truenos hace temblar a los más altos alcázares del cielo? ¿Y yo, hombrecillo, no lo había de hacer? ¡Pardiez, que lo hice; y aun de buena gana! Mientras yo estaba en estos pensamientos, llaman a la doncella, para que vaya al baño. Va, báñase, y vuelve. Después ellas échanla en la cama. Yo me estaba de pie, aguardando si me mandarían algo. Viene una y díceme: «¡Hola, Doro!, toma este abanico y hazle a ésta viento así (Imitando la acción de abanicar.) , mientras nosotras nos bañamos. Cuando nosotras nos hayamos bañado, te bañarás tú, si quieres». Tonto el abanico con aire de tristeza. ANTIFÓN.- ¡Oh, quién viera allí esa tu cara desvergonzada! ¡Qué facha tendría un tan grande asno como tú con el abanico en la mano! QUEREA.- Apenas la criada me hubo dicho esto, cuando botan todas afuera, vanse a bañar, triscan como lo suelen hacer cuando están fuera los señores. En esto quédase dormida la doncella. Yo cautamente miro de tras ojo, así (Airando.) , por el abanico, y reconozco juntamente si todo lo demás estaba seguro. Veo que lo estaba; echo el cerrojo a la puerta. ANTIFÓN.- ¿Qué más? QUEREA.- ¿Cómo qué más, simple? ANTIFÓN.- Tienes razón. QUEREA.- ¿Y había yo de dejar pasar una ocasión tan grande, tan breve, tan deseada y que tan sin pensar se me ofrecía? Entonces fuera yo de veras el que me fingía ser. ANTIFÓN.- Dices muy gran verdad. Pero, ¿qué hay de la comida? QUEREA.- Todo está a punto. ANTIFÓN.- Hombre de recado eres. ¿En dónde?, ¿en tu casa? QUEREA- No; en la del liberto Disco. ANTIFÓN.- ¡Qué lejos...! Pero tanto mayor prisa nos demos. Muda de ropas. QUEREA.- ¿Dónde me mudaré, pobre de mí? Porque a casa no puedo ir ahora. Temo que esté allí mi hermano, y también que haya vuelto ya mi padre de la granja. ANTIFÓN.- Vamos a mi casa; que esto es lo más cerca donde te mudes. QUEREA.- Bien dices. Vamos. Y de paso quiero consultar contigo acerca de esta moza cómo la podré gozar en adelante. ANTIFÓN.- Sea. Acto IV Escena I DORIAS. DORIAS.- Así me amen los dioses, como yo, cuitada, según vi al soldado, temo no haga hoy aquel loco a Tais alguna revuelta o alguna fuerza. Porque en cuanto llegó allá ese mancebo Cremes, hermano de la doncella, ruégale al soldado que le mande entrar. El soldado puso al instante mala cara; pero no osaba decirle que no. Tais comienza a porfiarle que convide al hombre. Esto hacíalo ella por entretener a Cremes; porque entonces no era ocasión para decirle lo que le quería descubrir acerca de su hermana. Convidole de mala gana. Quédase Cremes. Ella comienza a trabar con él conversación. El soldado entiende que le ha metido a su competidor por los ojos, y quiere también él a ella darle pena. «¡Hola, mozo! -dice-; llámanos aquí a Pánfila para que nos regocije. -¡De ninguna manera! -grita Tais-. ¿Ella al convite?». El soldado rompe a reñir con Tais. Y mi señora quítase secretamente los anillos y dámelos a guardar. Señal de que en pudiendo se escabullirá de sus manos: yo lo sé. Escena II FEDRO. FEDRO.- Yendo a la granja, comencé por el camino a discurrir entre mí de una cosa en otra, como suele acaecer cuando alguna pasión hay en el alma, y a pensar en todas lo peor. ¿Que es menester razones? Yendo en esto pensativo, sin caer en la cuenta, me pasé de largo de la granja; cuando di en la cuenta, ya me había alejado mucho. Vuelvo atrás harto mohíno. Pareme, y comencé a pensar entre mí mismo: «¡Ah!, ¿dos días he de estar aquí, solo, sin ella? ¿No hay algún remedio? Ninguno.- ¿Eh? ¿Ninguno? ¿Ya que no tenga lugar de tocarla, no le tendré siquiera de verla? ¡Oh!, si aquello no es posible, esto a lo menos lo será; que todavía es algo gozar siquiera de la última raya del amor.» Y así me pase a sabiendas de la granja.- Pero ¿qué ocurre, que Pitias sale de casa tan alterada y tan de prisa? Escena III PITIAS, DORIAS, FEDRO. PITIAS.- ¿Dónde hallaría yo, cuitada, a aquel malvado y descomedido, o dónde le iría yo a buscar? ¡Y que haya tenido semejante atrevimiento! FEDRO.- (Aparte.) ¡Pobre de mí! ¡Qué habrá sido esto! PITIAS.- (Aparte.) Y el muy bribón, después de haber escarnecido a la doncella, le rasgó a la infeliz toda la ropa y le deshizo todo su peinado. FEDRO.- (Aparte, con indignación y asombro.) ¡Eh! PITIAS.- ¡Oh, quién le tuviera ahora aquí! ¡Cómo le arremetiera prestamente a los ojos con mis uñas al hechicero! FEDRO.- (Aparte.) No sé qué revuelta ha habido en casa en mi ausencia. Acercareme. ¿Qué es eso, Pitias? ¿A dó corres? ¿A quién buscas? PITIAS.- ¡Ah, Fedro! ¿Que a quién busco....? ¡Véteme de aquí donde mereces con tus presentes tan donosos! FEDRO.- ¿Qué es ello? PITIAS.- ¿Y lo preguntas? El eunuco que nos diste, ¿qué escándalos piensas nos ha hecho? Ha seducido a la doncella que el soldado había regalado a mi señora. FEDRO.- ¿Qué me dices? PITIAS.- ¡Ay, cuitada de mí! FEDRO.- Borracha estás. PITIAS.- ¡Así se vean los que mal me quieren! DORIAS.- ¡Ay, Pitias mía! Dime por tu vida: ¿qué monstruo era ése? FEDRO.- Tú estás loca. ¿Cómo pudo un eunuco hacer cosa semejante? PITIAS.- Yo no sé quién él es; pero lo que él ha hecho, por la obra se ve. La pobre doncella está llorando, y si le preguntan qué ha, no lo osa decir. Y a todo esto, el hombre de bien no parece por ninguna parte, y aun sospecho, cuitada, no se me haya llevado algo de casa a la partida. FEDRO.- No sé yo que se pueda haber ido muy lejos el follón, si ya no se nos ha vuelto a nuestra casa. PITIAS.- ¡Mira, por mi amor, si está! FEDRO.- Yo haré presto que lo sepas. DORIAS.- ¡Ay, cuitada de mí! Te digo, hija, que en mi vida he oído tan gran bellaquería. PITIAS.- Yo bien había oído decir, en buena fe, que los eunucos eran muy aficionados a las mujeres, pero que no podían hacer nada. Pero yo no pensé en ello, cuitada de mí; que le hubiera encerrado en alguna parte, y nunca le hubiera encomendado la doncella. Escena IV FEDRO, DORO, PITIAS, DORIAS. FEDRO.- (A la puerta de su casa.) ¡Sal acá fuera, bribón! ¿Aún te detienes, fugitivo? ¡Ven acá, eunuco de perdición! DORO.- (En ademán suplicante.) ¡Por lo más sagrado!... FEDRO.- ¡Oh, mira cómo tuerce la boca el bellaco verdugo! ¿Qué vuelta es ésta por acá? ¿Qué mudanza de traje es ésta? ¿Qué dices? Si un poco me descuido, Pitias, no le atrapo en casa, según había aparejado ya su fuga. PITIAS.- ¿Tienes el hombre por tu vida? FEDRO.- ¿Pues no le había de tener? PITIAS.- ¡Oh, qué bien lo has hecho! DORIAS.- ¡Vaya si estuvo bien! PITIAS.- ¿Dónde está? FEDRO.- ¿Eso preguntas? ¿No le ves allí? PITIAS.- ¿Que si le veo? ¿Quién es? FEDRO.- Éste. PITIAS.- ¿Quién es este hombre? FEDRO.- El que os llevaron hoy a vuestra casa. PITIAS.- A éste, Fedro, ninguna de nosotras jamás le ha visto de sus ojos. FEDRO.- ¿Que no le ha visto? PITIAS.- ¿Este creíste tú de veras que nos habían traído a nuestra casa? FEDRO.- ¿Pues cuál...? Otro ninguno yo no he tenido. PITIAS.- ¡Bah!, ¡qué tiene que ver éste con el otro! Aquél era de rostro hermoso y ahidalgado. FEDRO.- Pareciótelo entonces así, porque estaba vestido de colores: y como ahora no los lleva, te parece feo. PITIAS.- ¡Calla, por tu vida! ¡Como si fuese poca la diferencia! El que trajeron a nuestra casa es un mancebillo que tú holgaras, Fedro, de verle. Éste está marchito, viejo, dormidor, arrugado, de color de comadreja. FEDRO.- ¿Qué cuentos son éstos? A punto me traes, que yo mismo no sepa lo que he hecho. (A DORO.) Dime tú, ¿no te compré yo a ti? DORO.- Me compraste. PITIAS.- Mándale que me responda a mí ahora. FEDRO.- Pregúntale. PITIAS.- ¿Has venido tú hoy a nuestra casa? (DORO hace un signo negativo.) Mira cómo dice que no. El que vino sería de dieciséis años, y Parmenón le trajo consigo. FEDRO.- Ea, pues, declárame ya esta maraña primeramente: ¿Esas ropas que tienes, de dónde las has habido? ¿Y aún callas? ¡Monstruo de natura humana!, ¿no hablarás? DORO.- Vino Querea... FEDRO.- ¿Mi hermano? DONO.- Sí. FEDRO.- ¿Cuándo? DORO.- Hoy. FEDRO.- ¿Cuánto ha? DORO.- Poco. FEDRO.- ¿Con quién? DORO.- Con Parmenón. FEDRO.- ¿Conocíasle tú antes de ahora? DORO.- No. Ni quién fuese había oído. FEDRO.- ¿De dónde, pues, sabías que él era mi hermano? DORO.- Parmenón decía que lo era. (Continuando su declaración.) Me dio este vestido... FEDRO.- Perdido soy. DORO.- (Terminando.) Y él se puso el mío. Después se salieron juntos de casa. PITIAS- Bien a la clara ves ya que yo no estoy borracha, y que no te he mentido en nada; bien notoria está la seducción de la doncella. FEDRO.- ¡Calla, bestia!, ¿a éste das tú crédito? PITIAS.- ¿Qué necesidad tengo yo de creer a ése? Ello mismo lo dice. FEDRO.- (A DORO.) Hazte hacia allá un poco: ¿entiendes? Otro poco más. Basta. Dime ahora de nuevo: ¿Querea te quitó a ti tu vestido? DORO.- Sí. FEDRO.- ¿Y él se lo puso? DORO.- Sí. FEDRO.- ¿Y en tu lugar fue traído a esta casa? (Indicando la de TAIS.) DORO.- Sí. FEDRO.- (Con ironía.) ¡Oh, soberano Júpiter, y qué hombre tan bellaco y atrevido! PITIAS.- ¡Ay, de mí! ¿Todavía no crees las fuertes burlas que nos han hecho? FEDRO.- Ya me maravillaba yo que tú no creyeses lo que ése dice. (Aparte.) No sé qué me haga. (A DORO, en voz baja.) ¡Hola, tú! Niégalo ahora todo. (Alto.) ¿No he de poder yo sacar de ti hoy en limpio la verdad? ¿Has visto a mi hermano Querea? DORO.- No. FEDRO.- No puede éste, según veo, confesar sin tormento la verdad. Ora dice sí, ora no. (Bajo, a DORO.) Pídeme perdón. DORO.- De veras te suplico, Fedro. FEDRO.- ¡Acaba: entra ya! (Le golpea.) DORO.- ¡Ay, ay! - FEDRO. (Aparte.) De otra manera no sé cómo desenredarme honestamente de este lío. (Alto, a DORO, que ya ha entrado en casa.) He de acabar contigo, bribón, si pretendes burlarte de mí. Escena V PITIAS, DORIAS. PITIAS.- Tan cierto sé que ésta ha sido traza de Parmenón, como que tengo de morir. DORIAS.- Realmente es así. PITIAS.- Pues a fe que yo halle hoy con qué pagarle en lo mismo. Pero, ¿qué te parece ahora, Dorias, que yo haga? DORIAS.- ¿En lo de la doncella dices? PITIAS.- Sí; ¿será bien que lo calle, o que lo descubra? DORIAS.- Tú, hija, si eres cuerda, haz del ignorante, así en lo del eunuco, como en lo de la violación de la doncella. Porque con esto tú te librarás de todo enojo, y a la doncella le harás placer. Solamente di cómo se ha ido Doro. PITIAS.- Así lo haré. DORIAS.- Pero, ¿no es Cremes el que veo? Presto estará aquí Tais. PITIAS.- ¿Por qué? DORIAS.- Porque cuando yo salí de allá, ya entre ella y Trasón quedaba la riña comenzada. PITIAS.- Mete allá dentro este oro; (Entrégale los anillos.) yo sabré de éste (Señalando a CREMES.) lo que pasa. Escena VI CREMES, PITIAS. CREMES.- (Sin ver a PITIAS.) ¡Ta!, ¡ta! Realmente que he sido engañado; hame volcado el vino que bebí. Cuando estaba sentado, ¡cuán en mi seso me parecía que estaba! Y después que me he levantado, ni los pies ni la cabeza hacen bien su oficio. PITIAS.- (Llamándole.) ¡Cremes! CREMES.- ¿Quién va? ¡Hola, Pitias! ¡Bah!, ¡cuánto más hermosa me pareces ahora, que antes! PITIAS.- Y tú a mí harto más regocijado, por cierto. CREMES.- Realmente que es verdadero aquel dicho: «Sin el bien comer y bien beber, son cosa muy fría los amores». Pero, ¿ha mucho que ha venido Tais? PITIAS.- ¡Cómo!, ¿salió ya de casa del soldado? CREMES.- Rato ha: un siglo. Ha habido entre ellos grandes riñas. PITIAS.- ¿No te dijo que vinieses con ella? CREMES.- No; pero al salir me hizo señas. PITIAS.- Y qué, ¿no te bastaba? CREMES.- No entendía que me decía eso, sino la reprendiera el soldado; lo cual mucho menos lo entendí, porque me echó a la calle. Pero hela aquí dó viene. Maravíllome dónde la he podido yo pasar delante. Escena VII TAIS, CREMES, PITIAS. TAIS.- Bien creo yo que él vendrá ahora a quitarme por fuerza la doncella. Pero déjale tú; que si él ni aun con sólo un dedo me la toca, yo le sacaré luego aquellos ojos. Yo hasta tanto podré sufrir su necedad y palabras fanfarronas, mientras no fueren más que palabras; pero si las pone por obra, él llevará en la cabeza. CREMES.- Tais, rato ha ya que yo estoy aquí. TAIS.- ¡Oh, mi Cremes!, a ti mismo esperaba. ¿No sabes como por ti han sucedido todas estas riñas? ¿Y cómo todo este negocio te interesa a ti? CREMES.- ¿A mí?, ¿por qué?, ¡como si eso...! TAIS.- ¿Por qué? Por procurar yo devolverte y restituirte tu hermana, he pasado estas cosas, y otras muchas tonto éstas. CREMES.- ¿Dónde está ella? TAIS.- En mi casa. CREMES.- (Con temor.) ¡Oh! TAIS.- ¿De qué te alteras? Criada como a ti y a ella es debido. CREMES.- ¡Ah!, ¿qué me dices? TAIS.- La realidad de la verdad. Yo te la doy graciosamente: no te pido por ella ni una blanca. CREMES.- Yo te lo agradezco, Tais, y te lo pagaré como tú lo has merecido. TAIS.- Pero mira, Cremes, no la pierdas antes de recibirla de mi mano; porque ella es la que el soldado me viene a quitar por fuerza. Corre tú, Pitias; saca de casa la cestilla con los documentos. CREMES.- (Viendo a lo lejos a TRASÓN con acompañamiento.) Tais, ¿no ves tú aquél...?, ¿no ves el soldado, Tais? PITIAS.- (Preguntando por la cestilla.) ¿En qué parte está? TAIS.- En el baúl: ¡enemiga, camina! CREMES.- ¡Es el soldado! ¡Qué de gente trae consigo! ¡Tate! TAIS.- ¡Ay, amigo mío! ¿Y tan cobarde eres, por tu vida? CREMES.- ¡Eso no! ¿Yo cobarde? No hay hombre que lo sea menos. TAIS.- Pues eso habemos menester. CREMES.- ¡Ah, temo que aún no sabes bien qué, hombre soy yo! TAIS- Sobre todo, considera que el sujeto con quien has de habértelas es forastero, menos poderoso que tú, menos conocido y tiene aquí menos amigos. CREMES.- Ya lo veo eso. Pero cuando se puede evitar el peligro, necedad es ponerse en él. Mas quiero yo que lo proveamos con tiempo, que no tomar venganza del agravio después de recibido. Ve tú y cierra tu puerta, por dentro, mientras yo corro a la plaza. Quiero que en esta brega tengamos algunos valedores. TAIS.- Espera. CREMES.- Es lo mejor. TAIS.- Espera. CREMES.- Déjame, que ya vuelvo. TAIS.- Que no hay necesidad de esos valedores, Cremes. Di solamente que ella es tu hermana, que te la hurtaron siendo niña pequeña y que ahora la has conocido, y muéstrales las pruebas. PITIAS. - (Entrando con la cestilla.) Helas aquí. TAIS.- (A CREMES.) Tómalas. Si te hiciere el hombre fuerza, llévale delante de la justicia. ¿Hasme entendido? CREMES.- Muy bien. TAIS.- Procura decirle todo esto con ánimo esforzado. CREMES.- Así lo haré. TAIS.- Álzate esa capa. (Aparte.) ¡Pobre de mí! ¡Él se ha menester padrino y tómole yo por mi amparo! Escena VIII TRASÓN, GNATÓN, SANGA, con sus camaradas; CREMES, TAIS. TRASÓN.- ¡Que haya yo de sufrir una tan grande afrenta, Gnatón! ¡Más vale morir! Simalión, Donace, Sirisco, seguidme. Lo primero de todo he de combatir la casa. GNATÓN.- Muy bien. TRASÓN.- Y quitarle por fuerza la doncella. GNATÓN.- Bien dices. TRASÓN.- A ella darle una buena mano. GNATÓN.- Al caso. TRASÓN.- Donace, al centro del escuadrón con la barra: tú, Simalión, en el ala izquierda, y tú, Sirisco, a la derecha. Vengan los otros. ¿Qué es del centurión Sanga y toda aquella manada de ladrones? SANGA.- ¡Presente! TRASÓN.- ¡Don... cobarde! ¿Haces cuenta de pelear con la esponja, pues la traes acá? SANGA.- ¿Yo? Como conozco el valor del General y el empuje de las tropas, entendí que esto no se podía hacer sin derramar sangre. ¿Con qué, pues, había de limpiar las heridas? TRASÓN.- ¿Qué es de los otros? SANGA.- ¿Cuáles otros, mala peste?... Sólo Sannión guarda la casa. TRASÓN.- (A GNATÓN.) Tú ponlos a éstos en orden de batalla: yo aquí detrás de los primeros; desde allí haré a todos la señal. GNATÓN.- (A los espectadores.) Aquello es ser cuerdo mirad cómo los ha ordenado y tomado el lugar más seguro para sí. TRASÓN.- Esto mismo, ya antes de ahora, lo hizo Pirro muchas veces. CREMES.- (En casa de TAIS.) ¿No ves tú, Tais, lo que ése hace? Realmente que fue bueno aquel consejo de cerrar las puertas. TAIS.- Sábete que ése, que te parece ser algún hombre de valor, es una fanfarria: no le tengas miedo. TRASÓN.- (A los suyos.) ¿Qué os parece? GNATÓN.- Una honda quisiera yo ahora que tuvieras, para que les sacudieras desde aquí, de lejos, encubierto: luego huyeran. TRASÓN.- (En actitud bélica.) Pero allá veo a la misma Tais. GNATÓN.- ¿Por qué no arremetemos ya? TRASÓN.- Detente; que el hombre cuerdo primero ha de procurarlo todo, que venir a las manos: ¿qué sabes tú si ella hará sin violencia lo que yo le mande? GNATÓN.- ¡Oh, soberanos dioses, qué cosa tan grande es el saber! Jamás me allego a ti, que no me despida más sabio. TRASÓN.- Tais, cuanto a lo primero, respóndeme a esto: cuando yo te di esa doncella, ¿no me prometiste que estarías por mí solo todos estos días? TAIS.- Bien, ¿y qué?... TRASÓN.- ¿Eso me preguntas, habiéndome traído a tu amigo delante de mis ojos...? TAIS.- ¿Qué tienes tú que ver con él? TRASÓN.- ¿Y venídote con él escondidamente? TAIS.- ¡Me dio la gana! TRASÓN.- Vuélveme, pues, a Pánfila. aquí, si no quieres más que te la quite por fuerza. CREMES.- ¿Ella que te la vuelva, o tú que la toques? ¡El muy...! GNATÓN.- (A CREMES, intimidándole.) ¡Ah!, ¿qué haces? ¡Calla! TRASÓN.- ¿Qué buscas tú aquí? ¿Por qué no he de tocar yo la que es mía? CREMES.- ¿Tuya, ladrón? GNATÓN.- Mira, por tu vida, que no sabes a cuán principal varón afrentas. CREMES.- (A GNATÓN.) Quítateme de aquí. (A TRASÓN.) ¿Sabes cómo te va en el negocio? Si tú aquí movieses ningún alboroto, yo haré que para siempre te acuerdes de este lugar y día, y aun de mí. GNATÓN.- (Burlándose de CREMES y de TRASÓN.) Duelo tengo de ti, que con un hombre tan principal tomas enemistad. CREMES.- Hacerte he pedazos la cabeza, si de aquí no te me quitas. GNATÓN.- ¿Díceslo de veras, perro? ¿Así nos tratas? TRASÓN.- ¿Quién eres tú?, ¿qué pretendes aquí?, ¿qué tienes tú que ver con ella? CREMES.- Vas a saberlo. Cuanto a lo primero, digo que ella es libre. TRASÓN.- ¡Je, je! CREMES.- Ciudadana de Atenas. TRASÓN.- ¡Huy! CREMES.- Hermana mía. TRASÓN.- ¡Habrá cara dura! CREMES.- Y desde ahora, soldado, te requiero que no le hagas ninguna fuerza. Tais, yo me voy a casa de Sofrona, su nodriza: yo la traeré aquí y le mostraré estos documentos. TRASÓN.- ¿Tú has de prohibirme que yo toque la que es mía? CREMES.- Digo que te lo prohibiré. GNATÓN.- (A TRASÓN.) ¿Le entiendes? Éste en pleito de hurto se enreda, y para ti esto te basta. TRASÓN.- Tais, ¿dices tú lo mismo? TAIS.- Busca quien te responda. TRASÓN.- (Pausa.) Y ahora, ¿qué hacemos? GNATÓN.- Volvámonos; que ella vendrá luego a rogar de su propia voluntad. TRASÓN.- ¿Así lo crees? GNATÓN.- ¡Como si lo viera! Yo conozco la condición de las mujeres; cuando las quieren, no quieren, y cuando no las quieren, ellas ruegan. GNATÓN.- Bien dices. GNATÓN.- ¿Despido ya el ejército? TRASÓN.- Cuando quieras. GNATÓN.- Sanga amigo: acuérdate también de la casa y de la cocina, como cumple a los soldados valerosos. SANGA.- Rato ha que en los platos tengo puesto el pensamiento. GNATÓN.- Hombre eres de provecho. TRASÓN.- Seguidme vosotros por aquí. Acto V Escena I TAIS, PITIAS. TAIS.- ¿No acabarás, malvada, de hablarme por cifras? Sí sé... No lo sé... Fuese... Helo oído... Yo no estuve allí... ¿No me dirás claramente lo que pasa? La doncella, tiene sus ropas rasgadas; está llorando, sin hablar palabra; el eunuco escapó, ¿por qué?, ¿qué ha su cedido aquí?, ¿aun callas? PITIAS.- ¿Qué quieres que te diga cuitada de mí? Dicen que aquél no era eunuco. TAIS.- ¿Quién era, pues? PITIAS.- Querea. TAIS.- ¿Cuál Querea? PITIAS.- Ese mozo hermano de Fedro. TRASÓN.- ¿Qué dices, hechicera? PITIAS.- Yo he sabido de cierto. TAIS.- ¿Y a qué fin vino a nuestra casa? ¿Por qué trajeron? PITIAS.- No lo sé; sino que creo debía estar enamorado de Pánfila. TAIS.- ¡Ay, cuitada de mí, perdida soy! ¡Desdichada de mí, si tú verdad me dices! ¿Y de eso llora la doncella? PITIAS.- Sospecho que sí. TAIS.- ¿Qué dices, sacrílega? ¿Y eso es lo que yo te encargué cuando me fui? PITIAS.- ¿Qué querías que hiciese? Encomendésela a él solo, como tú me lo mandaste. TAIS.- ¡Malvada!, ¡la oveja confiaste al lobo! Corrida estoy de que así me hayan hecho esta burla. (Viendo a QUEREA con el traje del eunuco.) ¿Qué hombre es aquél? PITIAS.- ¡Señora mía, calla, calla por tu vida; que salvas somos! ¡Aquí tenemos al hombre! TAIS.- ¿Dónde está? PITIAS.- Cátale ahí, a la mano izquierda: ¿no le ves? TAIS.- Ya le veo. PITIAS.- Manda que le prendan al punto. TAIS.- ¿Y qué haremos con él, necia? PITIAS.- ¿Qué harás, me preguntas? ¡Mira por mi amor, si no tiene cara de desvergonzado!, ¿no? Además, ¡qué audacia la suya! Escena II QUEREA, en traje de eunuco; TAIS, PITIAS. QUEREA.- (Sin verlas.) En casa de Antifón estaban como aposta el padre y la madre, de manera que yo no podía entrar sin que me viesen. En esto, estando yo allí a la puerta, venía hacia mí un conocido mío. Cuando le vi, dime a correr lo más presto que pude hacia un callejón desierto, y de allí a otro, y de aquél después a otro, y así he andado, pobre de mí, huyendo porque nadie me conociese. Pero, ¿es por ventura Tais ésta que veo? La misma. Perplejo estoy. ¿Qué haré? ¡Pero a mí qué!... ¿qué me ha de hacer? TAIS.- (A PITIAS.) Lleguémonos a él. (A QUEREA.) Doro, hombre de bien, estés en hora buena. Dime, ¿has huido? QUEREA.- Señora, sí. TAIS.- ¿Y parécete bien eso? QUEREA.- No. TAIS.- ¿Y piensas salirte sin castigo? QUEREA.- Perdóname este yerro, y si otra vez lo cometiere, mátame. TAIS.- ¿Temiste, por ventura, mi cólera? QUEREA.- No. TAIS.- ¿Pues qué...? QUEREA.- Temí que ésta me acusara ante ti. TAIS.- ¿Qué habías hecho tú? QUEREA.- Poca cosa. PITIAS.- ¡Ah, desvergonzado! ¡Poca cosa! ¿Y poca cosa te parece deshonrar una doncella ciudadana? QUEREA.- Creí que era esclava como yo. PITIAS.- ¿Esclava? No sé quién me detiene que no le asga de los cabellos. ¡El monstruo aún viene con ganas de mofarse de nosotras. TAIS.- Quítate de ahí, loca. PITIAS.- ¿Por qué? ¿A qué pena le quedaré yo obligada a este ladrón, si se los arrancare, mayormente pues él confiesa ser tu esclavo? TAIS.- Dejemos ahora todo eso. Lo que nos has hecho, Querea, no es digno de ti. Porque ya que yo mereciera una afrenta como ésta, a lo menos el hacerla no te estaba bien a ti. Y realmente que no sé qué partido tomé con esta doncella, según tú me has revuelto todos mis consejos para no poderla entregar a sus parientes, como era razón y yo lo deseaba, para granjear yo, Querea, esta buena obra. QUEREA.- Pues aún confío, Tais, que de hoy más ha de haber amor perpetuo entre nosotros. Porque muchas veces, de cosas semejantes y de malos principios ha procedido gran familiaridad. ¿Qué sabes si algún dios lo ha querido así? TAIS.- En tal caso, por mi vida que yo también lo admito y lo quiero. QUEREA.- Y así te lo suplico. Sabe que si lo hice no, fue por afrentarla, sino por amor. TAIS.- Ya lo sé; y por esto, en verdad, de buena gana te lo perdono; que no soy yo, Querea, de tan cruel condición, ni tan novicia, que no sepa cuánto puede el amor. QUEREA.- Así los dioses me amen, Tais, como yo. También a ti te quiero mucho. PITIAS.- Señora, en buena fe que me parece que te debes guardar de éste. QUEREA.- No tendría yo tal atrevimiento. PITIAS.- No fío nada de ti. TAIS.- (A PITIAS, imponiéndole silencio.) Basta ya. QUEREA.- Yo ahora te suplico que seas mi valedora en esto. Yo me encomiendo y entrego a tu fidelidad, y te tomo por mi patrona: pídotelo por merced; moriré si con ella no me caso. TAIS.- ¿Y si tu padre...? QUEREA.- ¿Mi padre? Yo sé de cierto que querrá, con tal que ella sea ciudadana. TAIS.- Si quieres aguardar un poco, el mismo hermano de la doncella será luego aquí; que ha ido a llamar al ama que la crió desde pequeña. Tú mismo, Querea, podrás presenciar su reconocimiento. QUEREA.- Pues me quedo. TAIS.- ¿Quieres que, mientras viene, le esperemos en casa, y no aquí a la puerta? QUEREA.- Y aun lo deseo mucho. PITIAS.- Señora, ¿qué vas a hacer? TAIS.- ¿Qué es ello? PITIAS.- ¿Y lo preguntas? ¿A éste piensas tú recibir en tu casa, después de lo ocurrido? TAIS.- ¿Y por qué no? PITIAS.- Fía de mí, que él buscará de nuevo alguna revuelta. TAIS.- ¡Ah, calla, por tu vida! PITIAS.- Parece que no has visto bien su atrevimiento. QUEREA.- No haré nada, Pitias. PITIAS.- Lo creo en buena fe, Querea, si no nos fiamos de ti. QUEREA.- Pues guárdame tú, Pitias. PITIAS.- ¿Yo? Ni yo osaría darte a guardar nada, ni menos guardarte. ¡Taday! TAIS.- Aquí viene el hermano: a buen tiempo. QUEREA.- ¡Perdido soy! Tais, por lo más sagrado, entremos en casa; que no quiero que me vea en la calle con este vestido. TAIS.- ¿Y por qué? ¿Porque tienes vergüenza...? QUEREA.- Por eso mismo. PITIAS.- ¿Por eso mismo? ¿Y la doncella? TAIS.- (A QUEREA.) Anda, que ya te sigo. Tú, Pitias, quédate ahí para introducir a Cremes. Escena III PITIAS, CREMES, SOFRONA. PITIAS.- ¿Qué podría yo ahora imaginar? ¿Qué? ¿Con qué darle el galardón a aquel sacrílego que nos ha hecho esta burla? CREMES.- Camina más aprisa, nodriza. SOFRONA.- Ya camino. CREMES.- Ya lo veo; pero no adelantas un paso. PITIAS.- ¿Hasle ya mostrado al ama los indicios? CREMES.- Todos. PITIAS.- ¿Y qué dice por tu vida? ¿Conócelos? CREMES.- Muy bien se acuerda de todo. PITIAS.- ¡Oh, bien haya tu pico; porque deseo toda ventura a esa doncella! Entraos; que mi señora ha rato que os espera en casa. (Sola.) Aquí veo venir al honrado de Parmenón. ¡Mira qué tranquilo viene! Los dioses me perdonen; mas yo espero que he de hallar con qué atormentarle a mi sabor. Voyme allá dentro a ver en qué ha parado lo del reconocimiento, y luego saldré y espantaré a este bellaco. Escena IV PARMENÓN. PARMENÓN.- Vuelvo a ver cómo lleva su negocio aquí Querea. Porque si él ha hecho la cosa con astucia, ¡oh, soberanos dioses, cuán grande y cuán verdadera honra ganará Parmenón! Pues además de que sin pesadumbre, sin gasto, sin trabajo le he logrado de una ramera avarienta, un amor muy dificultoso y muy costoso, que es la doncella de quien él estaba enamorado, hay también otro muy grande provecho que me hace digno de la palma: que es haber hallado manera cómo este mozuelo pudiese entender las condiciones y costumbres de las rameras, para que, conociéndolas con tiempo, las aborrezca para siempre. Las cuales, cuando salen fuera, parecen la cosa más limpia, más compuesta y más hermosa del mundo. Cuando comen con su amigo, hacen de las delicadas. Ver, pues, cuán sucias, cuán viles, cuán pobres son, y cuán deshonestas cuando están solas en casa, y cuán glotonas, y cómo con el caldo del día pasado comen pan de mozuelo; tener noticia de todo esto, es total remedio para los mancebos. Escena V PITIAS, PARMENÓN. PITIAS.- (Aparte.) ¡Ah, tú me pagarás, bellaco, todos esos dichos y todos tus hechos, porque no mofes impunemente de nosotras! (Alto y simulando que no ha visto a PARMENÓN.) ¡Oh, dioses, y qué acción tan fea! ¡Pobre mozo...! ¡Oh, malvado de Parmenón, que a esta casa le trajo! PARMENÓN.- (Aparte.) ¿Que pasará? PITIAS.- En verdad que me da lástima, y así huyo acá fuera por no verle. ¡Qué ejemplar castigo dicen que le van a dar! PARMENÓN.- (Aparte.) ¡Oh, Júpiter! ¿Qué revuelta es aquélla? ¿Soy por ventura perdido? Llegarme quiero allá. (Alto.) ¿Qué es eso, Pitias?, ¿qué dices?, ¿a quién van a castigar? PITIAS.- ¿Eso me preguntas, atrevidísimo? Por querer burlarte de nosotras has echado a perder a ese mozuelo que trajiste en cuenta del eunuco. PARMENÓN.- ¿Cómo es eso?, ¿qué ha sucedido? Dímelo. PITIAS.- Yo te lo diré. ¿Sabes cómo esa doncella que hoy le han presentado a Tais es natural de esta ciudad, y su hermano es un hombre muy principal? PARMENÓN.- No. PITIAS.- Pues así resulta. Ese infeliz hala deshonrado, y aquel furioso de su hermano, como ha sabido el caso... PARMENÓN.- ¿Qué ha hecho? PITIAS.- Primeramente le ha echado extrañas prisiones. PARMENÓN.- ¿Prisiones? PITIAS.- Sí, y aun con suplicarle Tais que no lo hiciese. PARMENÓN.- ¿Qué me dices? PITIAS.- Y ahora le amenaza que le ha de hacer lo que suelen hacer a los adúlteros, lo cual ni yo jamás he visto, ni aun querría. PARMENÓN.- ¿Y con qué atrevimiento osa él hacer una maldad tan grande? PITIAS.- ¿Cómo tan grande? PARMENÓN.- ¿Pues no es la mayor del mundo ésta? ¿Quién ha visto jamás en casa de ramera ser prendido nadie por adúltero? PITIAS.- No sé. PARMENÓN.- Pues porque no aleguéis ignorancia, Pitias, os digo y notifico que éste es el hijo de mi amo. PITIAS.- ¡Cómo!, ¿Y él es? PARMENÓN.- ...Y que no consienta Tais que se le atropelle. Mas, ¿por qué no me entro allá yo mismo? PITIAS.- Mira, Parmenón, lo que haces; que tú te perderás y a él no le valdrás, porque tienen por entendido que todo lo que se ha hecho es obra tuya. PARMENÓN.- ¡Pobre de mí!, ¿qué haré? (Viendo a LAQUES.) Pero allá veo a nuestro viejo, que viene de la granja. ¿Se lo diré, o no? En verdad que se lo he de decir, aunque sé que me espera mala ventura; pero ello es menester, para que le socorra. PITIAS.- Cuerdo eres. Yo me entro en casa. Tú cuéntale bien al viejo todo el hecho tal como ha sucedido. Escena VI LAQUES, PARMENÓN. LAQUES.- (Sin ver a PARMENÓN.) De esta mi alquería cercana saco este provecho; que ni me hastía jamás el campo, ni tampoco la ciudad. Porque, cuando comienzo a cansarme, mudo de lugar. (Viéndole.) Pero no es aquél mi criado Parmenón? Realmente que es él. ¿A quién aguardas, Parmenón, aquí delante de la puerta? PARMENÓN.- ¿Quién va? ¡Oh, señor, huélgome de verte venir bueno! LAQUES.- ¿A quién aguardas? PARMENÓN.- (Aparte.) ¡Oh, pobre de mí! Del temor se me pega la lengua al paladar. LAQUES.- ¡Hola!, ¿qué es eso?, ¿por qué tiemblas?, ¿hay algún mal? Dímelo. PARMENÓN.- Señor, cuanto a lo primero, querría tuvieses por cierto, como lo es, que de todo lo que aquí ha pasado la culpa no es mía. LAQUES.- ¿Qué es ello? PARMENÓN.- Discretamente has preguntado, porque yo debí contar primero el caso. Compró Fedro un eunuco para regalársele a ésta. LAQUES.- ¿A quién? PARMENÓN.- A Tais. LAQUES.- ¿Qué le compró? ¡Ah, pobre de mí! ¿En cuánto? PARMENÓN.- En veinte minas. LAQUES.- ¡Esto fue el acabose! PARMENÓN.- Además, Querea está enamorado aquí (Indicando la casa de TAIS.) de una tañedora. LAQUES.- ¿Cómo dices?, ¿enamorado?... ¿Y ya sabe aquél qué cosa es ramera? ¿Y ya es venido a la ciudad? Un mal tras de otro. PARMENÓN.- Señor, no me mires a mí; que él no hace nada de esto por mi consejo. LAQUES.- ¡Deja de tratar de ti; que si no me muero, Don... ahorcado, yo te...! Pero dime de presto a la clara lo que pasa. PARMENÓN.- A éste hanle traído a casa de Tais en lugar del eunuco. LAQUES.- ¿Del eunuco? PARMENÓN.- Sí; después hanle prendido dentro por adúltero, y le han aprisionado. LAQUES.- ¡Muerto soy! PARMENÓN.- Mira el atrevimiento de las rameras. LAQUES.- ¿Hay por ventura otra desgracia que no me hayas contado? PARMENÓN.- No hay más. LAQUES.- ¿Por qué me detengo en arremeter aquí adentro? (Entra en casa de TAIS.) PARMENÓN.- (Solo.) No dudo que de este enredo ha de venirme alguna calamidad; mas, puesto que me fue forzoso hacerlo así, huélgome de que por mi causa les suceda a estas bribonas algún mal. Porque días ha que buscaba el viejo una ocasión para sentarles la mano, y ya la tiene. Escena VII PITIAS, PARMENÓN. PITIAS.- (Sin ver a PARMENÓN.) Nunca, en buena fe, me ha sucedido cosa que yo más desease, que ver al viejo cual entró ahora en nuestra casa tan engañado. A mí sola me dio que reír, porque yo sola sabía el temor que traía. PARMENÓN.- (Aparte.) ¿Qué es esto? PITIAS.- Ahora voy a verme con Parmenón. Mas, ¿dónde está él? PARMENÓN.- (Aparte.) A mí me busca. PITIAS.- Hele aquí; voy a él. (Se acerca a PARMENÓN riendo a carcajadas.) PARMENÓN.- ¿Qué es eso, necia?, ¿qué quieres?, ¿de qué te ríes?, ¿no paras? PITIAS.- ¡Oh, pobre de mí! Ya estoy, cuitada, cansada de reírme de ti. PARMENÓN.- ¿Por qué? PITIAS.- ¿Y lo preguntas? No he visto, en buena fe, en mi vida, ni aun espero ver hombre más necio que tú. Apenas te podría contar lo mucho que has dado allá dentro que reír. Realmente que hasta aquí te había tenido por hombre sagaz y discreto. ¡Cómo! ¿Y tan presto te habías de creer lo que te dije? ¿Parecíate, por ventura, poca la bellaquería que el mozuelo, por tu consejo, había hecho, sin que al cuitado le descubrieras a su padre? Porque, ¿qué corazón crees tú que él tendría, cuando su padre le vio vestido de aquel traje? ¡Qué tal! ¿No ves cómo estás perdido? PARMENÓN.- ¡Cómo!, malvada, ¿qué has dicho?, ¿conque has mentido? ¿Y afín te ríes, bellaca?, ¿tan graciosa cosa te ha parecido burlarte de nosotros? PITIAS.- Y mucho. PARMENÓN.- Sí, si con ello te salieres. PITIAS.- (Con ironía.) ¿De veras? PARMENÓN.- Yo te daré el pago: Te lo juro. PITIAS.- Bien lo creo. Pero tus amenazas, Parmenón, serán por ventura para adelante; que ahora a ti han de colgarte, pues a un imbécil mozuelo haces famoso por sus bellaquerías y luego descúbresle a su padre. Ambos a dos te darán el castigo que mereces. PARMENÓN.- ¡Perdido soy! PITIAS.- Esta recompensa se te ha dado por aquél presente. Voyme. PARMENÓN.- ¡Pobre de mí; que yo mismo me he perdido hoy con mi propia boca, como el ratón! Escena VIII GNATÓN, TRASÓN. GNATÓN.- Y ahora, Trasón, ¿con qué esperanza con qué consejo venimos aquí? ¿Qué emprendes? TRASÓN.- Entregarme a Tais y hacer lo que ella mande. GNATÓN.- ¿Qué es eso? TRASÓN.- ¿Por qué no la serviré yo como Hércules a Omfale? GNATÓN.- Bien me parece el ejemplo. (Aparte.) Así te vea yo hecha una levadura la cabeza a chapinazos. (Alto.) Pero su puerta ha sonado. ¡Muerto soy! TRASÓN.- ¿Qué nuevo lío es éste? A ese hombre (Por QUEREA que aparece en la puerta de TAIS.) nunca yo le había visto antes de ahora. ¿Por qué saldrá tan deprisa? Escena IX QUEREA, PARMENÓN, GNATÓN, TRASÓN. QUEREA.- ¡Oh, amigos míos! ¿Hay alguien que hoy sea más dichoso que yo? Ninguno realmente; porque todos los dioses han mostrado de plano su poder en mi favor, pues en un instante se me han juntado tantos bienes. PARMENÓN.- (Aparte.) ¿De qué viene tan alegre? QUEREA.- ¡Oh, hermano Parmenón, hallador, muñidor, concluidor de todos mis contentos, ¿no sabes en qué gozos estoy puesto?, ¿no sabes cómo ha resultado que mi Pánfila es ciudadana de Atenas? PARMENÓN.- Helo oído. QUEREA.- ¿No sabes cómo ya estoy desposado con ella? PARMENÓN.- Así los dioses me amen, como ello está bien hecho. GNATÓN.- (A TRASÓN.) ¿Oyes tú lo que dice? QUEREA.- Además de esto, me huelgo de que los amores de mi hermano ya están a buen seguro. Toda es ya una casa. Tais se ha puesto bajo el amparo y fe de mi padre: ya es nuestra. PARMENÓN.- ¿De esta manera Tais ya es toda de tu hermano? QUEREA.- Cabal. PARMENÓN.- Otra razón, pues, para que nos alegremos, es ésta; que el soldado queda en la calle. QUEREA.- Tú procura que mi hermano, doquiera que esté, tenga aviso de todo esto enseguida. PARMENÓN.- Iré a ver si está en casa. (Vase.) TRASÓN.- Gnatón, ¿dudarás ya que estoy perdido para siempre? GNATÓN.- Ya no lo dudo. QUEREA.- ¿A quién alabaré primero o más de veras?, ¿a quién me aconsejó la aventura, o a mí que tuve ánimo para emprenderla? ¿Alabaré a la fortuna, que ha sido nuestra gobernadora y tantas y tan grandes cosas ha tenido a punto para un día, o la complacencia y benignidad de mi padre?¡Oh, Júpiter! ¡Suplícote que nos conserves por largos años estos bienes! Escena X FEDRO, QUEREA, TRASÓN, GNATÓN. FEDRO.- ¡Soberanos dioses!, ¡y qué cosas tan increíbles acaba de contarme Parmenón! ¿Pero dónde está mi hermano? QUEREA.- Aquí le tienes. FEDRO.- ¡Qué dicha!... QUEREA.- Bien lo creo. No hay cosa, hermano, más digna de ser amada que tu Tais, según ella se muestra favorable a toda nuestra casa. FEDRO.- ¿A mí me la alabas? TRASÓN.- ¡Ay de mí! Cuanto menos esperanza, veo, tanto más la amo. ¡Por lo más sagrado, Gnatón...; que en ti está mi esperanza! GNATÓN.- ¿Qué quieres que yo haga? TRASÓN.- Que recabes con ruegos, con dinero, que tenga yo, siquiera alguna vez, entrada en casa de Tais. GNATÓN.- Difícil es. TRASÓN.- Te conozco muy bien, y sé que si tú quieres... Si esto me logras, pídeme cualquier merced y cualquier premio; que todo lo que me pidieres alcanzarás. GNATÓN.- ¿De veras? TRASÓN.- Sí. GNATÓN.- Pues si esto recabo, yo te pido que en tu presencia y ausencia tu casa esté siempre abierta para mí, y que, aunque no me conviden, tenga siempre un puesto a la mesa. TRASÓN.- Y yo te juro hacerlo así. GNATÓN.- Pues manos a la obra. FEDRO.- ¿A quién oigo yo aquí? ¡Oh, Trasón! TRASÓN.- Estéis en buen hora. FEDRO.- Tú sin duda no sabes lo que aquí ha sucedido. TRASÓN.- Ya lo sé. FEDRO.- ¿Cómo, pues, te veo yo aún por estos barrios? TRASÓN.- Porque me fío de vosotros. FEDRO.- ¿Sabes cuán confiado puedes estar? Capitán, desde ahora te lo aviso: si de hoy más te viere en esta plaza, no te valdrá el decirme: «A otro buscaban»; «Por aquí pasaban, ¡que morirás! GNATÓN.- (En tono de ruego.) ¡Ea!, que no se ha de hacer así. FEDRO.- Lo dicho, dicho. GNATÓN.- No os tengo yo por tan altivos. FEDRO.- Ello será así. GNATÓN.- Oídme primero dos palabras; y si lo que hubiere dicho os pareciere bien, hacedlo. FEDRO.- Oigamos. GNATÓN.- Tú, Trasón, hazte allá un poco. (A FEDRO y QUEREA.) Cuanto a lo primero, yo querría que ambos a dos me dieseis en esto muy gran crédito, que todo lo que yo acerca de esto hago, lo hago particularmente por mi provecho. Pero si también os es útil a vosotros, sería necedad que vosotros no lo hicieseis. FEDRO.- ¿Y qué es ello? GNATÓN.- Yo os aconsejo que aceptéis al soldado por competidor. FEDRO.- ¿Cómo aceptar? GNATÓN.- Considéralo bien ahora. Tú, Fedro, vives realmente con Tais muy a gusto; y comes y bebes en su casa. Tú tienes muy poco que darle, y Tais no puede pasar sin que le den mucho: para que sin mucha costa puedas conservarla en tus amores, para todo esto no hay hombre más a propósito ni que a ti más te convenga. Cuanto a lo primero, él tiene que dar, y no hay hombre más liberal; es un tonto, sin gusto, perezoso; de día y de noche duerme; no tienes de qué recelarte que la mujer se le aficione; en tu mano estará echarle siempre que quisieres. FEDRO.- (A QUEREA.) ¿Qué hacemos? GNATÓN.- Además, tiene una cosa que yo creo la primera de todas: que no hay hombre que mejor ni más largamente dé de comer. FEDRO.- Cierto que un hombre como ése, en todas maneras es menester. QUEREA.- Lo mismo digo. GNATÓN.- Muy bien hacéis. Otra cosa también os pido de merced; que me recibáis de aquí adelante por uno de vuestros familiares; que hartos días ha que ando revolviendo esta peña. FEDRO.- Recibido. QUEREA.- Y de muy buena gana. GNATÓN.- Pues en pago de eso, Fedro, y tú, Querea, yo os le entrego, (Aludiendo a TRASÓN.) para que os le comáis y os burléis de él. QUEREA.- ¡Que nos place! FEDRO.- Lo merece muy bien. GNATÓN.- Trasón, cuando quieras, te puedes acercar. TRASÓN.- ¿Qué has negociado, dime, por tu vida? GNATÓN.- ¿Qué? Estos señores no sabían quién tú eres; pero después que les he dado a entender tus costumbres, y te he alabado conforme a tus hechos y virtudes, helo recabado. TRASÓN.- Muy bien. En muy gran merced se lo tengo. Jamás he estado en parte ninguna donde no me quisiesen todos mucho. GNATÓN.- ¿No os lo dije yo, que resplandecía en él la gracia y elegancia de Atenas? FEDRO.- Ya no queda nada por hacer; caminad vosotros por aquí. (A los espectadores.) Vosotros, quedad en buen hora, ¡y aplaudid! FIN 2006 - Reservados todos los derechos Permitido el uso sin fines comerciales Súmese como voluntario o donante , para promover el crecimiento y la difusión de la Biblioteca Virtual Universal www.biblioteca.org.ar Si se advierte algún tipo de error, o desea realizar alguna sugerencia le solicitamos visite el siguiente enlace. www.biblioteca.org.ar/comentario La Andriana Publio Terencio Africano Traducción de Pedro Simón Abril Prólogo Víctor Fernández Llera I Pocas noticias, y éstas incompletas, cuando no contradictorias, tenemos de la vida de Terencio. Que nació en Cartago al fin de la segunda guerra púnica, y fue en Roma siervo del senador Terencio Lucano, quien, prendado de su ingenio, le educó en las artes liberales y le manumitió por fin, dándole a par el nombre con que le conocemos; que le distinguieron con su amistad y trato familiar varones tan ilustres como Cayo Lelio y Escipión; que después de haber hecho representar en Roma algunas comedias, partiose a Grecia, con objeto de dominar más fácilmente las disciplinas y artes griegas, y al volver a Roma, antes de comenzada la tercera guerra púnica, fue víctima de un naufragio en que pereció juntamente con un centenar de comedias que había traducido de Menandro: tales son, en sustancia, los datos de más bulto que registran las biografías de Terencio, a partir de la que escribiera Suetonio, erróneamente atribuida a Elio Donato. Y sobre ser escasas las noticias, todavía son motivo de controversia. Así, el pretendido, cautiverio niégalo Fenestela1, y con buenas razones, pues si, como observa este escritor, Terencio nació terminada la segunda guerra púnica y murió antes de comenzarse la tercera, ¿quién pudo hacerle prisionero? Sólo cabe pensar en los Númidas o en los Getas. Y entonces, ¿cómo vino Terencio a poder de un general romano, si es sabido que entre Romanos y Africanos ningún trato existía antes de la destrucción de Cartago? No falta quien ha creído salvar esta dificultad imaginando que cayó en manos de los piratas y que éstos le vendieron a algún mercader de esclavos, de quien le recibió el senador Terencio. Pero los reparos de Fenestela tienen eco en la crítica, y un escritor moderno, Salvator Betti, en su disertación In C. Suetonii Tranquilli vitam Terentii sostiene que este poeta ni fue de África ni siervo. Afer, dice Betii, es un cognomen (sobrenombre), y no un derivativo de patria, y puede venir del color, como Albus, Rufus, Flavus, etc. Muchos se llamaron Afri en Roma, sin ser de África, como el cónsul Senecio Memmius Afer, que se menciona en una inscripción de Tívoli, el orador Domitius Afer, de quien nos habla Tácito, Elius Adrianus Afer y otros. Además, el praenomen Publius del poeta no pertenece al senador Terencio Lucano, pues no hay ningún senador que le llevara. Fuera de esto, ningún escritor antiguo llama esclavo a Terencio, antes del siglo IV. Que no era siervo infiérese también de su familiaridad con Lelio y Escipión, los cuales le trataban como a hombre ingenuo o libre. Y a ser cierto que el poeta tenía una hija y la desposó con un caballero romano, como afirma Suetonio, esta es la prueba concluyente de que Terencio fue ingenuo y no siervo de origen, porque el matrimonio entre ingenuos y libertos estaba a la sazón severamente prohibido. ¿Ni cómo se concibe que un africano llegase a dominar tan pronto (a los dieciocho años) la lengua griega y a escribir en latín con elegancia tal, que fue en su tiempo y después la admiración de los escritores de más nombre en Roma y fuera de ella? La amistad de Terencio con Cayo Lelio y Escipión también ha sido objeto de largas disputas en el campo de la crítica. Y, en fin (para dar de mano a puntos de menos importancia), las circunstancias que acompañaron a la muerte de Terencio y el lugar en que esta acaeció, refiérense de muy diverso modo. Ausonio le libra del naufragio, diciendo que sólo perecieron en él las traducciones de Menandro, y que Terencio murió a consecuencia del dolor que le produjera la pérdida de aquellos manuscritos. Tenemos, pues, dos versiones. La que nos habla del naufragio apóyase en el testimonio de este verso de Ovidio: «Comicus ut periit, liquidis dum natat in undis2» Pero ¿quién era este poeta cómico? Ovidio no lo dice. Así, mientras Domicio ve en este verso una alusión a Menandro tanto como a Terencio, Bautista Egnacio la refiere a Eupolis, y Turnebo resueltamente a Menandro. Para colmo de confusión, aun los mismos que están de acuerdo en rechazar el naufragio como causa de la muerte, discrepan entre sí cuando señalan el lugar y la fecha del suceso. Ausonio pone la muerte de Terencio en la Arcadia; otros, testigo Escoto, en la Acaya; unos fijan el año del fallecimiento en el 595 de la fundación de Roma, siendo cónsules Cornelio Dolabela y Marco Fulvio Nobilior; otros, cuatro años después, en el segundo consulado de Publio Cornelio Escipión Nasica y Marco Claudio Marcelo. II Seis son las comedias de Terencio que van en este volumen, únicas que han llegado hasta nosotros. 1.ª Andria (La Andriana), representada en las fiestas Megalenses, siendo ediles curules Marco Fulvio y Marco Glabrión, y cónsules Marco Marcelo y Cayo Sulpicio, por la compañía de Lucio Ambivio Turpión y Lucio Atilio Prenestino, con música de Flaco y flautas iguales, derechas e izquierdas3. El original es de Menandro. 2.ª Eunuchus (El Eunuco), representada en las fiestas Megalenses, siendo ediles curules Lucio Postumio Albino y Lucio Cornelio Mérula, en el consulado de Marco Valerio Mesala y Cneo Fannio Estrabón, por la compañía antes citada, con dos flautas derechas. También es de Menandro. Gustó mucho y obtuvo los honores de la repetición. 3.ª Heautontimorumenos (El Atormentador de sí mismo). Representose en las fiestas Megalenses, siendo ediles curules Lucio Cornelio Léntulo y Lucio Valerio Flaco. Las dos primeras veces no agradó; la tercera representación se efectuó en el consulado de Marco Juvencio y Tito Sempronio. Gustó poco. 4.ª Adelphi (Los Hermanos), representada en los funerales de Lucio Emilio Paulo, siendo ediles curules Quinto Fabio Máximo y Publio Cornelio Africano, por la compañía de Prenestino y Minucio Prótimo, y con flautas iguales, en el consulado de Lucio Anicio Galo y Marco Cornelio Cetego. 5.ª Hecyra (La Suegra), que se representó tres veces: la primera en las fiestas Megalenses, siendo ediles curules Sexto Julio César y Cneo Cornelio Dolabela; la segunda en el consulado de Cneo Octavio y Tito Manlio, con motivo de los funerales de L. Emilio Paulo; la tercera siendo ediles curules Quinto Fulvio y Lucio Marcio; hízola Ambivio Turpión, y fue aplaudida, no obstante haber sido antes rechazada. 6.ª Phormio (Formión), representada por Turpión y Prenestino, y con flautas desiguales (música de Flaco), en las fiestas Romanas, siendo ediles curules Lucio Postumio Albino y Lucio Cornelio Mérula, y cónsules Cayo Fannio Estrabón y Marco Valerio Mesala. El original es el Epidicazomenos de Apolodoro. La cronología no está exenta de contradicciones: varía según las didascalias. Los consulados y las fechas de nacimiento y muerte del poeta vienen a aumentar la confusión. Teuffel presenta los siguientes datos: Nacimiento del poeta, en 569 de Roma; su muerte, en 595. Fecha en que se representaron las comedias: En.588 de Roma (166 antes de Jesucristo), el Andria. En 589 (165), la Hecyra (primera representación). En 591 (163), el Heautontimorumenos. En 593 (161), el Eunuchus y el Phormio. En 594 (160), la Hecyra (segundo intento de representación) y los Adelphi; tercera representación (completa) de la Hecyra. III Imitó Terencio en las comedias tituladas Andria, Eunuchus y Heautontimorumenos a Menandro, príncipe de la llamada Comedia. Nueva (por oposición a la Comedia Antigua o Aristofánica) entre los Griegos; en los Adelphi, a Dífilo Sinopense, autor de cien comedias cuyas sentencias alabaron Clemente Alejandrino y Eusebio de Cesarea, y en el Phormio y la Hecyra, a Apolodoro, según Elio Donato. Griegos son los títulos de las comedias; griegos los nombres de los personajes, y la acción de todas ellas pasa en Atenas. ¿Son, pues, traducciones del griego? ¿Son más bien refundiciones, en las que el poeta latino ha puesto algo, quizá mucho, de su propio ingenio? Punto es éste de la mayor importancia para la crítica; por eso voy a tratarle, siquiera sea brevemente. Cabe afirmar, desde luego, que Terencio hace algo más que traducir; Terencio imita con cierta originalidad a los poetas griegos. Si toma una comedia de Menandro, es para hacerla pasar por un trabajo de refundición que está vedado al mero traductor. Curioso por demás sería, y sobre curioso útil en extremo, un cotejo entre el poeta latino y Menandro. Por desgracia es punto menos que imposible, dado que del teatro de Menandro sólo quedan los títulos de las comedias y algunos fragmentos piadosamente recogidos por la diligencia de ilustres eruditos. Hay, sin embargo, algunas huellas por donde rastrear lo que tienen de personal y propio de Terencio estas comedias. El prólogo de los Adelphi (Los Hermanos) dice textualmente que una parte de la pieza estaba literalmente traducida de Dífilo: Verbum de verbo expressum extulit4. El escoliasta del Andria (La Andriana) nota también al verso décimo del prólogo que la primera escena de la Perinthia de Menandro está escrita casi con las mismas palabras que la de la Andriana de Terencio. Cuanto a la Hecyra (La Suegra), no debió de separarse mucho del original griego, si damos crédito a Sidonio Apolinar, quien para hacer más clara a su hijo la interpretación del texto latino, servíase, según él mismo nos dice, del Epitrepontes de Menandro, cotejándole con la Hecyra5. Si el procedimiento de Terencio era traducir literalmente en ocasiones, en otras, al contrario, consistía en un trabajo de verdadera composición. A esta segunda manera se refieren: 1) La llamada contaminación. En latín contaminare es propiamente enlodar, echar a perder. Esto le reprochaban sus émulos, de ellos un poeta cómico, por nombre Lavinio o Lanuvio, que de ambas maneras se le llama, y a quien Terencio en sus prólogos alude con las palabras vetus poeta (el poeta viejo). Era la contaminación (contaminatio) un procedimiento de composición que consistía en refundir dos piezas griegas en una sola latina. Procedimiento favorito de Terencio, servíale en gran manera para latinizar el teatro griego, adaptándole al gusto del público de Roma, el cual no comprendía aquella sencillez, o mejor, simplicidad, que en la disposición de sus fábulas observaba Menandro, antes bien buscaba el relieve, el contraste y el enredo de una acción más complicada. A esta labor deben su origen el Andria (la Andriana), compuesta del Andria y la Perinthia de Menandro; el Eunuchus (El Eunuco), en la cual Terencio aprovecha otras dos comedias de Menandro, una de ellas con el mismo título, la otra llamada Colax, de la cual tomó dos personajes, un truhán, así llamado, y un soldado fanfarrón. 2) La invención de personajes, tales como Carino y Birria en La Andriana, los cuales, según Elio Donato6, no se encuentran en Menandro, y Terencio no los había tomado de la Perinthia, pues como él mismo nos advierte, eran esas dos piezas semejantes en el argumento, y sólo discrepaban por el discurso y el estilo. Citemos aún la persona de Antifón, en El Eunuco, en cuya invención Donato hallaba mucho que alabar, ya que merced a ella resultaba abreviado el largo monólogo de Querea en la comedia de Menandro. 3) Los monólogos convertidos en diálogos, de que son ejemplos la escena de Antifón y Querea, y la de Gnatón y Parmenón en El Eunuco. Otras veces, al decir de Donato, Terencio, atento a conseguir la brevedad, había preferido la narración a la representación, medio que utilizaba el original griego Tales son los procedimientos técnicos empleados por Terencio, los cuales dan a su teatro un carácter, como ya va dicho, distinto del que tuvo su modelo. Así pudo exclamar con gran verdad Quintiliano, al comparar el teatro griego, y sus imitaciones latinas: «Vix levem consequimur umbram». IV Pedro Simón Abril, humanista del siglo XVI, contemporáneo del Brocense, y como él doctísimo filólogo, tradujo, para auxiliar a sus discípulos en el aprendizaje de la lengua latina, las seis comedias de Terencio, imprimiéndolas en Zaragoza, 1577, 8º, en la oficina de Juan Soler. En 1585 salió la segunda edición, impresa en Alcalá por Juan Gracián, corregida en presencia del texto de Gabriel Faerno, que publicó en Venecia el año 1565 Pedro Victorio, y que ofrecía la ventaja de estar cotejado con los mejores manuscritos. En esta edición Pedro Simón Abril hizo desaparecer no pocos lugares obscuros, e interpretó otros mejor con ayuda del maestro Francisco Sánchez de las Brozas. La edición de Alcalá mereció, por su elegancia, los elogios de los eruditos; en 1599, Jaime Cendrat la reprodujo en Barcelona, y, por fin, Benito Monfort en Valencia, 1762. El trabajo de Simón Abril es, sin duda alguna, de mérito muy subido; en general traslada la sencillez y la elegancia terencianas. Tiene, sin embargo, defectos de interpretación, los más de ellos nacidos, del texto que siguió nuestro humanista, hoy más depurado, merced a la labor de algunos eruditos. En ocasiones es obscuro por excesivo apego a la letra original; a veces por lo contrario, es decir, por introducir perífrasis que deslíen además la frase latina, quitándole la concisión que lían menester no pocas situaciones dramáticas. Fuera de esto, los arcaísmos (de palabra y de construcción) abundan, y no menos dañan a la claridad la mala división de las escenas, la pésima puntuación y otras tachas que fuera largo enumerar. A corregirlas va encaminada la presente edición. Manchas lleva, sin duda; pero en ella verá el lector que quiera cotejarla con la de Valencia no pocas variantes, las cuales servirán quizá de atenuación a los descuidos. V. Fernández Llera. Santander, septiembre 1890 PERSONAJES SIMÓN, viejo, padre de PÁNFILO. PÁNFILO, mancebo, hijo de SIMÓN. DAVO, esclavo de SIMÓN. DROMÓN, esclavo encargado de castigar a los otros. SOSIA, liberto de SIMÓN. CARINO, mancebo, amante de FILOMENA. BIRRIA, esclavo de CARINO. CRITÓN, vecino de ANDROS. CREMES, viejo, padre de FILOMENA. GLICERA, llamada también PASÍBULA, hija de CREMES MISIS, criada de GLICERA. LESBIA, partera. PERSONAJES QUE NO HABLAN ARQUILIS, criada de GLICERA. CRISIS, cortesana, que pasa por hermana de GLICERA. Prólogo Cuando el poeta se decidió a escribir comedias, sólo esta empresa creyó echar sobre sí: la de componer sus fábulas de suerte que diesen gusto al pueblo. Mas ahora advierte que las cosas van muy al revés, pues se ve obligado a forjar prólogos, no para declarar el argumento, sino en respuesta a las malévolas censuras de un poeta rancio. Suplícoos, pues, que oigáis con atención de qué le reprenden. Menandro compuso La Andriana y La Perintia. Quien la una de ellas conociere bien, conocerá las dos, según ambas son de argumento semejante, aunque por el diálogo y el estilo diferentes. Todo lo que de La Perintia cuadraba para La Andriana, Terencio confiesa haberlo trasladado, sirviéndose de ello cual si fuese de su propia invención. Y esto es lo que sus enemigos le censuran. Porque dicen que no es bien hacer de varias una sola fábula. Presumiendo de muy sabios, muestran saber poco; pues al acusarle de esto, acusan por igual a Nevio, a Plauto, a Ennio, a quienes nuestro poeta tiene por maestros, y cuya libertad más precia él imitar que no la obscura exactitud de esos censores. Les aconsejo que, de hoy más, cierren el pico y dejen de murmurar, si no quieren oír sus defectos. Prestadle vuestro favor, asistid de buena voluntad y oíd la comedia, para que sepáis lo que promete, y si las que hará de nuevo serán dignas o no de ser representadas. Acto I Escena I SIMÓN, SOSIA, esclavos cargados de provisiones. SIMÓN.- Llevad vosotros esas viandas allá dentro, caminad. Tú, Sosia, llégate acá; que te quiero decir dos palabras. SOSIA.- Dalas por dichas: que se aderece bien todo esto. SIMÓN.- Muy diferente cosa es. SOSIA.- ¿En qué más puedo yo serte útil con mi arte? SIMÓN.- No hay necesidad de ese arte para lo que yo pretendo, sino de aquellas virtudes que yo en ti siempre he conocido, que son fidelidad y silencio. SOSIA.- Suspenso estoy aguardando qué me quieres. SIMÓN.- Ya sabes cómo después que te compré has tenido en mi casa desde pequeño una moderada y benigna servidumbre. Hícete de esclavo mi liberto, porque me servías hidalgamente: te di la mayor recompensa que pude. FOBIA.- -No lo he olvidado yo. SIMÓN.- Ni yo tampoco estoy de ello arrepentido. SOSIA.- Huélgome, Simón, de haber hecho o hacer en tu servicio algo que te agrade: y en haberte dado gusto recibo gran merced. Pero ese recuerdo me da pena; porque traerlo a mi memoria, es como reprenderme de olvidado de las mercedes recibidas. Di, pues, en pocas palabras, qué me quieres. SIMÓN.- Así lo haré. En primer lugar, te advierto que estas que tú crees verdaderas bodas no son tales bodas. SOSIA.- ¿Por qué, pues, las finges? SIMÓN.- Yo te lo contaré todo desde su principio, y así conocerás la vida de mi hijo y mi intento, y también qué es lo que yo quiero en este caso que tú hagas. Porque después que mi hijo salió de la niñez, amigo Sosia, tuvo ocasión para vivir más libremente; que basta entonces ¿quién pudiera saber ni entender su condición, mientras la edad, el miedo y el maestro lo estorbaban? SOSIA.- Así es. SIMÓN.- Al revés de lo que hacen casi todos los mancebos, que es inclinar su voluntad a alguna manera de ejercicios, como a criar caballos o perros para caza, o darse a los estudios, él en nada se ejercitaba por extremo, aunque en todo ello moderadamente se empleaba. Yo gustaba de ello. SOSIA.- Y con razón, porque me parece muy útil en la vida no hacer cosa ninguna con exceso. SIMÓN.- Su manera de vivir era sufrir y comportar fácilmente a todos aquellos con quien comunicaba, hacerse a su condición, complacerles en sus deseos, no porfiar con nadie, nunca preferirse a otro; de tal suerte, que sin pesadumbre ni enojo ganase honra y granjease amigos. SOSIA.- Discretamente ordenó su vida; porque hoy día el complacer gana amigos, y el decir las verdades enemigos. SIMÓN.- En esto, habrá tres años que arribó aquí, a nuestro barrio una mujer de Andros, forzada de necesidad y abandonada de sus deudos; mujer de muy buen rostro y moza. SOSIA.- ¡Ay!, recelo tengo no nos traiga esta Andriana algún daño. SIMÓN.- Al principio vivía castamente, con regla y aspereza, ganando la vida con telas e hilazas; pero como se le allegaron, uno tras otro, galanes prometiéndole dinero, y como la naturaleza humana desvara tan fácilmente del trabajo al deleite, aceptó el partido, y de allí adelante comenzó a granjear con su hermosura. Sus amantes entonces llevaron por casualidad, como suele acaecer, a mi hijo a comer con ellos en casa de la moza. Yo luego dije entre mí: «No hay duda que me le han cazado; herido está». Aguardaba por las mañanas a sus criados cuando iban o venían, y preguntábales: «Di, mozo, por tu vida, ¿quién tuvo ayer a Crisis?» Porque así se llamaba la Andriana. SOSIA.- Entiendo. SIMÓN.- «Fedro, decían, o Clinia o Nicerato». Porque estos tres la tenían entonces a la vez. -«Y Pánfilo ¿qué hace?»- «¿Qué? Pagó su escote y cenó». Holgaba yo de ello. Preguntábales otro día lo mismo, y hallaba por verdad no tocarle nada a Pánfilo, y realmente me parecía ésta una grande y clara muestra de virtud. Porque quien anda revuelto con semejantes condiciones, y en ello no se le altera la voluntad, sábete que puede ya tener manera y asiento de vivir. Alegrábame yo de esto, y todos por una boca me daban parabienes y alababan mi ventura, pues tenía un hijo de tan buena inclinación. ¿Qué es menester palabras? Cremes, inducido de esta fama, vino a mí voluntariamente a ofrecerme para él la mano de su hija única, y muy bien dotada. Pareciome bien, acepté el partido y concerté las bodas para hoy. SOSIA.- ¿Qué impedimento, pues, hay para que de veras no se hagan? SIMÓN.- Yo te lo diré. Pocos días después, muere nuestra vecina Crisis. SOSIA.- ¡Oh, qué bien! ¡La vida me has dado! Llegué a temer que la tal Crisis... SIMÓN.- En aquel trance mi hijo no salía de la casa, y juntamente con los amantes de Crisis, se ocupaba en disponer el funeral, mostrándose a las veces triste, y aun llorando a veces. Yo aplaudía esta conducta, pues pensaba para mí: «Sí este muchacho, por un poquillo de trato que con ella tuvo, siente con tan tierno corazón su muerte, ¿qué hiciera si él fuera su amante? ¿Qué no hará por mí que soy su padre?» Todos estos me parecían cumplimientos de condición afable y ánimo benigno, ¿Qué es menester razones? Yo mismo, por amor de Pánfilo, fui también al entierro, no sospechando mal ninguno. SOSIA.- ¿Qué mal hay, pues? SIMÓN.- Ya lo sabrás. Sácanla: echamos a andar. ¡En esto, entre las mujeres del cortejo veo por casualidad una mozuela de una estampa!... SOSIA.- ¿Buena, eh? SIMÓN.- Y de un aire, Sosia, tan modesto y gracioso, que no había más allá. Y porque me pareció que lloraba más que las otras, y también porque era, de rostro muy honesto y más ahidalgado que las otras, llégome a las criadas y pregúntoles quién era: dícenme que era una hermana de Crisis. Luego al punto me enclavó el alma. «¡Ta!, ¡ta! -dijeéste es el caso: de aquí nacen las lágrimas; ésta es aquella compasión!». SOSIA.- ¡Qué temeroso estoy en qué has de parar! SIMÓN.- Entre tanto, sigue avanzando el fúnebre cortejo, y andando, andando llegamos a la sepultura; pónenla en la hoguera, llóranla. En esto, aquella hermana, que te he dicho, llégase al fuego indiscretamente con harto peligro. Pánfilo, alterado, descubre entonces sus amores bien disimulados y secretos; corre, abraza por la cintura a la mujer, diciéndole: «Glicera mía, ¿qué haces? ¿Por qué vas a perderte?» Y ella echósele llorando en los brazos con familiar abandono, de manera que quien quiso pudo fácilmente ver que sus amores eran viejos. SOSIA.- ¿Qué me dices? SIMÓN.- Vuelvo de allí enojado y muy picado, y con todo eso no había bastante razón para reñirle. Porque dijera: «¿Qué he yo hecho? ¿O qué he merecido, padre? ¿O en qué he pecado? Detuve a la que se quiso echar en el fuego, librela»: palabras son honestas. SOSIA.- Cierto. Porque si al que dio socorro a la vida, reprendes, ¿qué dejarás para el que hiciere mal o daño? SIMÓN.- Viene Cremes el día siguiente a mi casa, diciendo a voces, que había sabido un caso vergonzoso; que Pánfilo tenía por mujer aquella forastera. Niego yo el hecho; él porfía que es verdad. Finalmente se despide de mí, jurando que no daría su hija. SOSIA.- ¿Y tú entonces a tu hijo no le...? SIMÓN.- Ni aun esta me pareció bastante razón para reñir con él. SOSIA.- ¿Cómo no? SIMÓN.- Dijérame: Ya tú, padre, has puesto término a mi libertad; ya se acerca el tiempo en que he de vivir a sabor de ajeno arbitrio; déjame ahora, entretanto, vivir a mi gusto. SOSIA.- ¿Qué motivo, pues, te queda para reprenderle? SIMÓN.- Si por esa mujer rechazase el casamiento, este es el primer agravio que yo en él he de castigar. Y en esto entiendo ahora: en procurar por medio de casamiento fingido verdadera ocasión para reñir con él, si me dijere que no, y también para que el bellaco de Davo, si algún consejo tiene, lo gaste ahora que sus enredos no pueden perjudicarme. Yo creo que Davo de pies y de cabeza buscará todos los medios, más por hacerme a mí pesar, que por complacer a mi hijo. SOSIA.- ¿Por qué? SIMÓN.- ¿Eso me preguntas? Es bellaco de malas intenciones y de mala entraña. Mas, como yo le pille... y no digo más! Si, por el contrario, sucediere lo que yo deseo, que en Pánfilo no haya resistencia, quédame el recabar el sí de Cremes; lo cual confío que se logrará. Ahora lo que tú has de hacer es fingir muy bien estas bodas, atemorizar a Davo, ver qué determina mi hijo, y qué consultas hace con él. SOSIA.- Basta. Yo lo haré. Entrémonos ya. SIMÓN.- Anda delante, que ya voy. Escena II SIMÓN, solo. SIMÓN.- Averiguada cosa es que mi hijo no quiere casarse, según entendí que Davo se alteró cuando oyó decir que pasaba adelante el casamiento. Pero aquí viene Davo. Escena III DAVO, SIMÓN. DAVO.- (Aparte.) Ya me maravillaba yo que esto se pasase así por alto; y aquella perpetua mansedumbre de mi amo temía en qué había de parar. Pues aunque entendió que no le habían de dar a su hijo la mujer, nunca a ninguno de nosotros nos dijo palabra ni se le dio nada por ello. SIMÓN.- (Aparte.) Ahora la dirá, y aun muy a tu costa, según pienso. DAVO.- (Aparte.) Él quiso realmente entretenernos con este falso gozo, y asegurarnos, quitándonos el miedo, para después saltearnos descuidados, de manera que no tuviésemos lugar de buscar traza con que estorbar el casamiento. ¡Astuto! SIMÓN.- (Aparte.) ¿Qué dice el verdugo? DAVO.- (Aparte.) Mi amo es: ¡y yo que no le había visto!... SIMÓN.- (Alto.) Davo. DAVO.- ¿Qué mandas? SIMÓN.- Llégate acá. DAVO.- (Aparte.) ¿Qué me querrá éste? SIMÓN.- ¿Qué dices tú?... DAVO.- ¿Sobre qué? SIMÓN.- ¿Eso me preguntas? Mira que se corre por ahí que mi hijo tiene amiga. DAVO.- ¡Esos cuidados, por cierto, tiene el pueblo! SIMÓN.- ¿Estás conmigo o no? DAVO.- Ya te entiendo. SIMÓN.- Pero de fuerte padre sería ponerme yo ahora a hacer en eso inquisición. Porque lo que hasta aquí él ha hecho no me toca nada. Mientras su edad para ello dio lugar, yo ya le he permitido que satisficiese sus caprichos; pero este tiempo ya trae otra vida, ya requiere otras costumbres. De hoy más te pido, Davo, y, si es justo, te lo suplico, que hagas por que vuelva al buen camino. DAVO.- ¿Qué quieres decir? SIMÓN.- Todos los que tienen amiga sienten mucho que los casen. DAVO.- Así lo dicen. SIMÓN.- Y si alguno toma para esto un mal maestro, las más veces tuerce a la peor parte la flaca voluntad. DAVO.- En verdad que no te entiendo. SIMÓN.- Que no, ¿eh? DAVO.- No; que soy Davo y no Edipo. SIMÓN.- En ese caso holgarás que te diga rasamente lo que me queda por decir. DAVO.- Sí holgaré. SIMÓN.- Si yo entendiere hoy que tú me urdes algún enredo por donde no se hagan estas bodas, o que quieres que se vea en esto cuán astuto eres, te juro, Davo, que, después de bien azotado, he de dar contigo en la tahona hasta que mueras, con pleito homenaje que si yo de allí te sacare, quede yo a moler en tu lugar. Y, pues, ¿haslo entendido ahora, o ni aun esto tampoco?... DAVO.- A maravilla, porque ahora me has dicho el negocio muy a la rasa, sin rodeos. SIMÓN.- En cualquier otro caso sentiré menos que me engañes que no en este. DAVO.- (Irónico.) ¡Vaya, no hay que enojarse! SIMÓN.- ¿Búrlaste? Pues no me engañarás. Mira, te digo que no seas loco, ni me vengas después con que no te lo avisaron. ¡Ojo! (Vase.) Escena IV DAVO, solo. DAVO.- A buena fe, Davo, que no cumple aquí emperezar ni descuidar, a lo que tengo entendido, del propósito del viejo acerca de este casamiento; el cual, si con maña no se lleva, dará al través conmigo o con mi amo. Ni sé qué me haga, si complazca a Pánfilo o si crea al viejo. Si a Pánfilo dejo, temo que se pierda; si le ayudo, las amenazas de éste, el cual es malo de burlar. Cuanto a lo primero, ya tiene él noticia de estos amores: a mí me tiene sobre ojos, no desbarate el casamiento con algún engaño; si lo siente, soy perdido, o si le parece tomará achaque para con razón o sin razón dar conmigo en la tahona. A estos males allégaseme este otro también: que esta Andriana, ora sea su mujer, ora su amiga, esta de Pánfilo preñada. ¡Y es cosa de ver su atrevimiento! Porque es más empresa de locos que de enamorados. Están determinados a criar lo que pariere, y allá entre ellos urden no sé qué maraña: que ésta es ciudadana de Atenas; que hubo un tiempo un viejo mercader, el cual naufragó junto a la isla de Andros, y que murió; y que el padre de Crisis la recogió escapada, huérfana, pequeña... ¡Todo mentiras! Lo que es a mí no me parece conforme a verdad. Y ellos están contentos con la maraña. Pero Misis sale de su casa. Yo me voy de aquí a la plaza para verme con Pánfilo, porque no le coja su padre desapercibido en este caso. Escena V MISIS. MISIS.- Ya te he entendido, Arquilis, rato ha: mandas llamar a Lesbia. ¡Por mi vida, que es una mujer borracha y arriscada, y nada diestra para encomendarle primerizas! Pero, en fin, la traeré. (A los espectadores.) Notad bien la porfía de esta vejezuela, porque es su comadre de jarro. ¡Oh dioses, suplícoos le deis a ésta (aludiendo a GLICERA) esfuerzo en este parto, y a Lesbia ligar de que con otras parturientas desatine! Pero ¿qué ocurre, que veo venir a Pánfilo alterado? Temo no sea algo. Aguardaré por saber qué tristeza nos trae esta revuelta. Escena VI PÁNFILO, MISIS. PÁNFILO.- ¿Es ésta acción ni empresa de hombro? ¿Este es oficio de padre? MISIS.- (Aparte.) ¿Qué es aquello? PÁNFILO.- ¡Fe de dioses y de hombres! ¿Y cuál es afrenta, si ésta no lo es? Si tenía determinado casarme hoy, ¿no fuera justo que lo supiera yo primero? ¿No fuera bien que lo tratara antes conmigo? MISIS.- (Aparte.) ¡Desdichada de mí! ¿Qué escucho? PÁNFILO ¿Y Cremes, que había dicho que no me daría su hija por mujer, ha mudado de propósito porque me ve a mí estar firme en el mío? ¿Con tanta porfía procura apartarme de Glicera? ¡Mísero de mí! ¡Si esto sucede, perdido soy sin remedio! ¿Es posible que haya hombre tan desgraciado ni tan infeliz como yo? ¡Fe de dioses y de hombres! ¿Y que de ninguna manera, he de poder yo librarme del parentesco de Cremes? ¿De cuántos modos no fui yo despreciado, desechado, después de todo hecho y concertado? ¿Otra vez, después de repudiado, me tornan a pedir? ¿A qué fin, si no es lo que sospecho, que ellos crían algún culebrón, y como no le pueden encajar a nadie acuden a mí? MISIS.- (Aparte.) Esas palabras, ¡ay de mí!, me llenan de terror. PÁNFILO.- Porque, ¿qué diré yo ahora de mi padre? ¡Ah!, ¿un negocio tan grave había él de tratar con tanto descuido? Díceme ahora, al pasar por la plaza: «Mira, Pánfilo, que te has de casar hoy. Prepárate: vete a casa». Pareciome que me había dicho: «Ve de presto y ahórcate». Pasmado quedé. ¿Pensáis que yo le pude responder, o darle alguna excusa, siquiera necia, o falsa, o injusta? La palabra se me heló. Porque si yo lo hubiera sabido antes... si me preguntase ahora alguno qué hiciera, algo hiciera por donde esto no hiciera. Pero ahora, ¿a qué mano me volveré primero? Tantos cuidados me cercan, que me tiran la voluntad a muchas partes: el amor, la lástima que tengo de Glicera, la congoja de este casamiento; además el empacho que tengo de desobedecer a mi padre, el cual, hasta ahora, con tanta mansedumbre me ha sufrido hacer todo lo que me ha dado gusto. ¿Y que le contradiga yo?... ¡Ay de mí! ¡No sé qué me haga! MISIS.- (Aparte.) ¡Ay, mísera de mí! ¡Cuánto me temo que se incline a mala parte aquel no sé qué me haga!... Pero ahora conviene mucho que, o éste hable con ella, o yo le diga alguna cosa de ella; que cuando la voluntad vacila, un pelillo la arrastra a uno u otro lado. PÁNFILO.- ¿Quién habla aquí?... ¡Salud, Misis! MISIS.- ¡Oh, Pánfilo, salud! PÁNFILO.- ¿Qué hace tu señora? MISIS.- ¿Eso me preguntas? Está fatigada de sus dolores, y afligida la cuitada de ver que para hoy está concertado días ha tu casamiento. Teme que la desampares. PÁNFILO.- ¡Cómo! ¿Podría yo intentar tal cosa? ¿He yo de consentir que la infeliz quede por mi engañada, habiendo ella confiado de mí su corazón y vida, y habiéndola yo tenido en mi corazón en cuenta de mujer propia? ¿He de permitir que su buena inclinación, enseñada y criada bien y castamente, se tuerza ahora constreñida de necesidad? No haré tal cosa. MISIS.- Bien cierta estoy, si estuviese en sola tu mano; pero temo que no podrás resistir. PÁNFILO.- ¿Por tan follón me tienes, o por tan desagradecido o cruel o brutal, que ni la conversación, ni el amor, ni la vergüenza me mueva ni exhorte a que le guarde la fe? MISIS.- Esto, a lo menos, sé que ha merecido: que te acuerdes de ella. PÁNFILO.- ¿Que me acuerde? ¡Oh Misis, Misis, aún tengo escritas en el alma aquellas palabras que Crisis me dijo de Glicera estando ya casi muriéndose! Llamome, acerqueme; os salisteis vosotras, quedámonos solos; comiénzame a decir: «Amigo Pánfilo, bien ves el rostro y pocos años de ésta, y también entiendes cuán contrarias le son ambas cosas para conservar su honestidad y su hacienda. Suplícote, pues, por esta tu mano derecha y por tu noble condición; por tu fe y por la soledad de ésta te encargo que no la apartes de ti ni la desampares, pues ves que siempre te he amado como a mi hermano propio, y que ésta a ti solo siempre te ha tenido en mucho y en todas las cosas te ha sido obediente. Yo te le doy por marido, por amigo, por tutor, por padre; estos nuestros bienes a ti te los entrego y a tu fidelidad los encomiendo». Dámela entonces por la mano y tómale luego la muerte. Yo me encargué de ella; y pues me encargué, yo la conservaré. MISIS.- Así lo espero, ciertamente. PÁNFILO.- Pero ¿por qué la dejas sola? MISIS- Voy a llamar a la partera. PÁNFILO.- Corre; y, mira, del casamiento, ni palabra: no sea que su mal... MISIS.- Entiendo. Acto II Escena I CARINO, BIRRIA. CARINO.- ¿Qué me dices, Birria? ¿Es posible que Pánfilo se case hoy con Filomena? BIRRIA.- Sí. CARINO.- ¿Cómo lo sabes? BIRRIA.- Davo me lo dijo poco ha en la plaza. CARINO.- ¡Oh, desdichado de mí! Que así como mi alma ha estado hasta aquí suspensa entre el temor y la esperanza, así después de perdida la esperanza, tras el cansancio y la congoja, está como pasmada. BIRRIA.- Suplícote, Carino, por los dioses, que pues no es posible lo que tú quieres, quieras tú lo que es posible. CARINO.- Yo no quiero más que a Filomena. BIRRIA.- ¡Oh, cuánto mejor te sería procurar cómo despidieses ese amor de tu corazón, que hablar de cosas con que más atices en vano tu deseo! CARINO.- Todos, cuando estamos sanos, damos fácilmente buen consejo a los enfermos. Si tú en mi lugar estuvieses, de otro modo sentirías. BIRRIA.- Bueno, bueno; como quieras. CARINO.- Pero allá veo a Pánfilo. Escena II CARINO, BIRRIA, PÁNFILO. CARINO.- Resuelto estoy a tentarlo todo, antes de perderme. BIRRIA.- (Aparte.) ¿Qué intenta? CARINO.- Yo le suplicaré, yo me echaré a sus pies; le contaré mi pasión; recabaré siquiera, yo lo espero, que aplace por algunos días este casamiento. Entretanto, ¿quién sabe lo que puede suceder? BIRRIA.- (Aparte.) Lo que puede suceder es nada entre dos platos. CARINO.- Birria, ¿qué te parece? ¿Le hablaré? BIRRIA.- Si a fe; porque ya que no recabes nada, entenderá que le has de poner los cuernos si con ella se casare. CARINO.- ¡En la horca te veas, ladrón, con tus sospechas! PÁNFILO.- A Carino veo... Estés enhorabuena. CARINO.- ¡Oh, Pánfilo! Seas bien venido. Aquí vengo a pedirte esperanza, salud, socorro y consejo. PÁNFILO.- Bueno estoy yo para dar consejos ni socorro. Pero, en fin, ¿qué es ello? CARINO.- ¿Conque te casas hoy? PÁNFILO.- Eso dicen. CARINO.- Pánfilo, si tal haces, hoy verás el fin de mis días. PÁNFILO.- ¿Cómo así? CARINO.- ¡Ay de mí! ¡No me atrevo a decírtelo! Díselo tu, Birria, por tu vida. BIRRIA.- Yo lo diré. PÁNFILO.- ¿Qué es ello? BIRRIA.- Este está enamorado de tu esposa. PÁNFILO.- No tenemos, pues, el mismo gusto. Pero dime, por tu vida, Carino, ¿Has tenido algo más que eso con ella? CARINO ¡Ah, Pánfilo! ¡Nada! PÁNFILO.- ¡Cuánto lo quisiera! CARINO.- Yo ahora, por nuestra amistad y por mi amor, primeramente te suplico que no te cases con ella. PÁNFILO.- Yo te prometo procurarlo. CARINO.- Y ya que eso no fuere posible, o si este casamiento, a ti te da gusto... PÁNFILO.- ¿A mí gusto? CARINO.- ...que a lo menos lo demores por algunos días, mientras yo me voy a alguna parte do mis ojos tal no vean. PÁNFILO.- Óyeme ya, Carino: yo no tengo por hecho de hidalgo pedir uno que le agradezcan aquello en que él no merece nada. Más deseo yo librarme de este casamiento, que tú alcanzarlo. CARINO-. La vida me has dado. PÁNFILO.- Así, pues, si tú y tu criado Birria podéis hacer algo, hacedlo; inventad, rebuscad, procurad los medios para que te la den; que yo, de mi parte, haré por que a mí no me la den. CARINO.- Esto me basta. PÁNFILO.- A Davo veo a buen tiempo, en cuyo consejo estoy muy confiado. CARINO.- (A BIRRIA.) Por cierto que tú a mí nunca me dices nada, sino lo que no me importa saber. ¿Huyes de aquí? (Amenazándole.) BIRRIA.- ¿Yo? Sí, en verdad, y de buena gana. Escena III DAVO, CARINO, PÁNFILO. DAVO.- ¡Oh, dioses buenos, y qué nuevas traigo! Pero ¿dónde hallaría yo a Pánfilo, para quitarle el miedo que tiene y henchirle el alma de contentos? CARINO.- (A PÁNFILO). Alegre viene, no sé de qué. PÁNFILO.- No es nada. No debe haber tenido noticia de estos males. DAVO.- (Aparte.) El cual creo yo que, si ha entendido que está a punto su casamiento... CARINO.- (A PÁNFILO.) ¿Oyes lo que dice? DAVO.- ...andará desalentado buscándome por toda la ciudad. Pero ¿dónde le podré encontrar? ¿Qué rumbo tomaré? CARINO.- (A PÁNFILO.) ¿Por qué no le hablas? DAVO.- Voyme. PÁNFILO.- Davo, ven acá, detente. DAVO.- ¿Quién es el que me...? ¡Oh, Pánfilo, en tu busca vengo! ¡Oh, Carino, a buen tiempo ambos; que a los dos os busco! PÁNFILO.- Davo, perdido soy! DAVO.- Oye lo que digo. PÁNFILO.- ¡Muerto soy! DAVO.- Ya sé lo que temes. CARINO.- Mi vida realmente está en peligro. DAVO.- También sé lo que tú... PÁNFILO.- Mis bodas... DAVO.- ¡Ya, ya lo sé! PÁNFILO.- Hoy... DAVO.- ¡Dale! ¡Si lo sé todo!... Tú temes que te casarán con ella, y tú (a CARINO) que no te casarán. CARINO.- En el caso estás. PÁNFILO.- Eso mismo es. DAVO.- Pues en eso mismo no hay peligro ninguno: mírame al rostro. PÁNFILO.- Davo, por favor, líbrame ya de estos temores. DAVO.- Yo te libro, ¡ea! Ya Cremes no te da su hija por mujer. PÁNFILO.- ¿Cómo lo sabes? DAVO.- Yo lo sé. Tu padre habló conmigo a solas poco ha, y me dijo que te había de casar hoy, con otras muchas cosas que ahora no hay tiempo de contarte. Yo me fui corriendo en seguida hacia la plaza, para llevarte esta noticia. Como no te hallé, súbome luego en un lugar alto; miro a la redonda; no parecías. Por casualidad topeme allí con Birria; pregúntole por ti; díceme que no te había visto. ¡Por vida...! Póngome a pensar qué haría. En esto, al volver, cruza por mi magín una sospecha. ¡Cómo! -me digo- ¡tan poco gasto!... el padre triste... las bodas tan de presto... ¡Esto no pega! PÁNFILO.- ¿Y a qué viene todo eso? DAVO.- Voyme luego a casa de Cremes; cuando llego no veo a nadie a la puerta. Holgueme de ello. CARINO.- Bien dices. PÁNFILO.- Prosigue. DAVO.- Párome allí, y no veo entrar a nadie ni salir a nadie, ni a ninguna mujer. En la casa, nada de preparativos ni bullicio. Allegueme, miré adentro... PÁNFILO.- Buenas señales son esas. DAVO.- ¿Te parece a ti que estas son señales de boda? PÁNFILO.- Pienso que no. DAVO.- «¿Pienso que», me dices? ¡Bah!, no lo entiendes. La cosa está bien clara. Además: viniendo de allí topé al criado de Cremes, que llevaba seis maravedís de verdura y pescadillos menudos para cena del viejo. CARINO.- ¡Davo, tú eres hoy mi salvador! DAVO.- No hay nada de eso. CARINO.- ¿Cómo no, pues es cosa cierta que no se la da a éste? DAVO.- ¡Donosa necedad! ¡Como si se siguiese de necesidad que no dándola a éste te la han de dar a ti, si no lo procuras; si con ruegos y dádivas no pones por terceros los amigos del viejo! CARINO.- Bien me aconsejas. Iré; aunque esta esperanza ya me ha burlado muchas veces. Adiós. Escena IV PÁNFILO, DAVO. PÁNFILO.- ¿Qué pretende, pues, mi padre? ¿A qué propósito finge...? DAVO.- Yo te lo diré. Si él te riñese ahora porque Cremes no te da la hija, pareceríale que a sí mismo se hace agravio, y con razón, hasta entender cómo sea tu voluntad en este casamiento; pero si tú le dices que no quieres casarte, toda la culpa te cargará entonces a ti, y allí serán las riñas. PÁNFILO.- A todo me pondré. DAVO.- Mira, Pánfilo, que es tu padre, y es fuerte cosa eso. Además, esa mujer está sola. En sus dichos o en sus hechos hallará tu padre algún pretexto por donde la haga desterrar de la ciudad. PÁNFILO.- ¿Desterrar? DAVO.- Y pronto. PÁNFILO.- Dime, pues, Davo, ¿qué tengo de hacer? DAVO.- Dile que te casarás. PÁNFILO.- ¿Cómo? DAVO.- ¿Qué es? PÁNFILO.- ¿Que yo le diga...? DAVO.- ¿Por qué no? PÁNFILO.- ¡Eso, jamás! DAVO.- Haz lo que te digo. PÁNFILO.- No me des tal consejo. DAVO.- Mira lo que de ello redundará. PÁNFILO.- Apartarme de aquélla y encerrarme con esta otra. DAVO.- Nada de eso. Yo creo que tu padre te dirá de esta manera: «Hijo, yo quiero que hoy te cases». Tú le responderás: «Me casaré, padre». Dime, ¿cómo podrá reñir contigo? Todos los consejos que él tiene por muy ciertos, sin peligro ninguno se los tornarás inciertos, pues es cosa llana que Cremes no te da su hija. Y tú no dejes por eso de ir a casa de Glicera, porque no mude Cremes de propósito. Y a tu padre dile que huelgas de casarte, para que, aunque quiera, no pueda enojarse contigo con razón. Porque eso en que tú fundas tu esperanza, fácil es de refutar: «No habrá -dices- quien quiera casar su hija con hombre de tales costumbres». Y yo te digo que tu padre más querrá casarte con una mujer pobre, que dejarte perder de esa manera. Pero si él entiende que tomas estas bodas con paciencia, se descuidará, se pondrá muy despacio a buscarte otra; entretanto, Dios hará merced. PÁNFILO.- ¿Eso te parece? DAVO.- No hay que dudar en ello. PÁNFILO.- Mira en lo que me pones. DAVO.- ¿Quieres callar? PÁNFILO.- Bueno: le diré que sí. Pero mira no sepa mi padre que he tenido un hijo de ella, porque he prometido criarle. DAVO.- ¡Qué locura! PÁNFILO:- Rogome Glicera que le diese esta palabra como prenda de que no la dejaría. DAVO.- Se procurará. Pero... cata que viene tu padre. Mira que no conozca que estás triste. Escena V SIMÓN, DAVO, PÁNFILO. SIMÓN.- (Aparte.) A ver vuelvo en qué entienden o qué consejo toman. DAVO.- (A PÁNFILO.) Este por cosa llana tiene que has de decir que no quieres casarte. Viene muy apercibido de algún lugar solitario; piensa que trae ya trazado algún razonamiento con que te confunda. Por tanto, tú mira que estés muy en ti. PÁNFILO.- Todo cuanto pueda, Davo. DAVO.- Fía de mí, te digo, Pánfilo, que tu padre no atravesará hoy contigo una palabra, si le dices que te casarás. Escena VI BIRRIA, SIMÓN, DAVO, PÁNFILO. SIMÓN.- (Aparte.) Mi amo me mandó que, dejando otros negocios, siguiese hoy de cerca a Pánfilo, para ver qué determinaba de este casamiento. Por eso vengo aquí tras él. Allá le veo con Davo: manos a la obra. SIMÓN.- (Aparte.) Aquí están los dos. DAVO.- (A PÁNFILO.) ¡Ea, ten cuenta! SIMÓN.- ¡Pánfilo! DAVO- (A PÁNFILO.) Vuélvete hacia él como sorprendido. PÁNFILO- ¡Ah, padre mío! DAVO.- (A PÁNFILO.) ¡Muy bien! SIMÓN.- Como ya te he dicho, quiero que hoy te cases. BIRRA.- (Aparte.) Nuestro bien o nuestro mal está ahora en lo que éste respondiere. PÁNFILO.- Ni en eso ni en nada hallarás en mí resistencia, padre mío. BIRRIA.- (Aparte.) ¡Ah!... DAVO.- (A PÁNFILO.) Mudo quedó. BIRRIA.- (Aparte.) ¿Qué dijo? SIMÓN.- Haces lo que debes, pues me otorgas con amor lo que te pido. DAVO.- (A PÁNFILO.) ¿No te decía yo...? BIRRIA.- (Aparte.) Mi amo, a lo que entiendo, se ha quedado sin mujer. SIMÓN.- Ve, pues, a casa ya, porque no nos hagas detener cuando fueres necesario. PÁNFILO.- Voyme. BIRRIA.- (Aparte.) ¡Que no haya un hombre de quien fiar en cosa alguna! Verdadero es aquel refrán que dice; «Todos quieren más para sus dientes, que no para sus parientes». Yo vi a esa moza, y me acuerdo que la vi doncella de buen rostro; y así no me maravilla que Pánfilo haya querido más abrazarse con ella entre sueños, que no que Carino la abrazase. Vamos con estas buenas nuevas a mi amo; que en pago no me dará malas albricias. Escena VII DAVO, SIMÓN. DAVO.- (Aparte y señalando a SIMÓN.) Este piensa ahora que, yo le traigo algún engaño y que por esto me he quedado aquí. SIMÓN.- ¿Qué cuenta Davo? DAVO.- Nada por ahora. SIMÓN.- Con que nada, ¿eh? DAVO.- Ninguna cosa. SIMÓN.- Pues yo esperaba que sí. DAVO.- (Aparte.) Hale burlado su esperanza, ya lo veo: esto le da pena al hombre. SIMÓN.- ¿Podrías decirme, Davo, la verdad? DAVO.- Nada más fácil. SIMÓN.- ¿Siente por ventura mucho mi hijo este casamiento, por los amores que tiene con esta forastera? DAVO.- No en verdad, o cuando mucho será pena de dos o de tres días, ¿entiéndesete? Que después él la dejará. Porque él mismo ha considerado ya entre sí este caso con buen uso de razón. SIMÓN.- Bien está. DAVO.- Mientras le fue lícito, y mientras dieron lugar sus años para ello, tuvo amiga, y esto con mucho secreto, procurando siempre no le fuese afrenta, como lo han de hacer los hombres de su pro. Ahora que es menester que tome esposa, sólo piensa en casarse. SIMÓN.- Algo triste me pareció que estaba. DAVO.- No por eso; sino que tiene de ti no sé qué queja. SIMÓN.- ¿De qué? DAVO.- De una niñería. SIMÓN.- ¿Qué es ello? DAVO.- ¡Si no es nada! SIMÓN.- Acaba ya de decir lo que es. DAVO.- Dice que haces muy corto gasto. SIMÓN.- ¿Yo? DAVO.- Tú. Apenas ha hecho, dice, de gasto diez reales. ¿Esto le parece que es casar un hijo? ¿A quién de mis amigos, dice, osaré ahora traer a mis bodas convidado? Y a la verdad, aquí, inter nos, me parece que has estado muy tacaño. Yo no lo apruebo. SIMÓN.- Cállate. DAVO.- (Aparte.) Picole. SIMÓN.- Yo veré de que todo se haga como cumple. (Aparte.) ¿Qué enredo será éste? ¿Qué pretenderá el bellaco? Porque, si aquí hay alguna trampa, éste es en ella el tramoyista. Acto III Escena I MISIS, SIMÓN, DAVO, LESBIA. MISIS.- (A LESBIA.) Por mi vida, que tienes razón, Lesbia, en lo que has dicho; apenas hallarás un hombre fiel a una mujer. SIMÓN.- (A DAVO.) ¿De casa de la Andriana es esta moza, eh, Davo? DAVO.- Sí. MISIS.- (A LESBIA.) Pero nuestro Pánfilo... SIMÓN.- ¿Qué dice? MISIS.- ...dio una prenda de su fidelidad...; SIMÓN.- (Sobresaltado.) ¿Eh? DAVO.- (Aparte.) ¡Que no se tornase éste sordo o ella muda! MISIS.- ...porque ha mandado criar lo que naciere. SIMÓN.- ¡Oh, Júpiter! ¿Qué escucho? Perdido soy, si ésta dice verdad. LESBIA.- Por lo que me cuentas, de buena condición es el mancebo. MISIS.- Excelente. Pero entremos, no sea que lleguemos tarde. LESBIA.- Ya te sigo. Escena II DAVO, SIMÓN, GLICERA. DAVO.- (Aparte.) ¿Qué remedio encontraré yo ahora en semejante aprieto? SIMÓN.- ¿Qué es esto, Cielos! ¿Tan loco está...? ¿De una forastera...? ¡Ah, ya entiendo! ¡Necio de mí, que apenas había dado en la cuenta! DAVO.- (Aparte.) ¿Qué cuenta será esa que dice? SIMÓN.- Primer enredo que éste me urde: fingen un parto, para espantar a Cremes. GLICERA.- (Dentro de su casa.) ¡Juno Lucina, acúdeme, ampárame, por favor! SIMÓN.- ¡Hola, hola! ¡Y cuán presto! ¡Donosa invención! Después que le han dicho que yo estaba a la puerta, se da prisa. ¡Mal repartidas tienes las escenas, Davo amigo! DAVO.- ¿Yoo? SIMÓN- ¿Olvidaron, por ventura, tus actores el papel? DAVO.- Yo no sé lo que te dices. SIMÓN.- Si éste me hubiera cogido en bodas verdaderas desapercibido, ¡qué burla me hubiera hecho! Ahora a su riesgo lo hace; que yo en puerto navego. Escena III LESBIA, SIMÓN, DAVO. LESBIA.- Hasta ahora, Arquilis, todas las señales que suele haber, y convienen para la salud, todas veo que las tiene esta parida. Ahora, cuanto a lo primero, haced que se lave; después dadle de beber lo que mandé, y cuanto he ordenado: que luego yo daré una vuelta por acá. (Aparte.) En buena fe que le ha nacido a Pánfilo un hijo muy hermoso. Los dioses lo dejen lograr, pues Pánfilo es de tan buena entraña, y no ha querido hacerle agravio a esta honrada moza. Escena IV SIMÓN, DAVO. SIMÓN.- Esto a lo menos, ¿quién que te conozca, no creerá que nace de ti? DAVO.- ¿Pues qué es ello? SIMÓN.- No les mandaba allá dentro lo que se le había de hacer a la parida, sino que, después de salir afuera, les grita desde la calle a los que están dentro. ¡Oh Davo! ¿Y en tan poco me tienes, o tan aparejado te parezco, para que tan a la descubierta emprendas de engañarme? Hiciéraslo a lo menos con tal recato, que pareciera que tenías temor de que yo lo supiese. DAVO.- (Aparte.) Realmente que ahora éste se engaña a sí mismo, que no le engaño yo. SIMÓN.- ¿No te lo previne? ¿No te amenacé, si lo hacías? ¿Hasme temido? ¿Qué me aprovechó el mandarlo? ¿Cómo he de creer yo de ti que ésta ha parido de Pánfilo? DAVO.- (Aparte.) Ya sé por dónde yerra, y lo que tengo de hacer. SIMÓN.- ¿Por qué callas? DAVO.- ¿Qué has de creer? ¡Como si ya no te hubiesen avisado que esto había de suceder de esta manera! SIMÓN.- ¿A mí? ¿Quién? DAVO.- ¡Bah! ¡Si querrás hacerme creer que tú solo has descubierto esta farsa! SIMÓN.- Burlándose está de mí. DAVO.- A ti alguno te lo ha dicho, porque si no, ¿cómo hubieras tú tenido esta sospecha? SIMÓN.- ¿Cómo? Porque sé quién eres tú. DAVO.- Eso es como decirme que yo soy el tramoyista. SIMÓN.- Y lo sé de cierto. DAVO.- Aún no conoces bien quién soy, Simón. SIMÓN.- ¿Qué yo no te...? DAVO.- Sino que, si comienzo a contarte algo, al punto crees que te estoy engañando... SIMÓN.- (Irónico.) Y no hay tal. DAVO.- Y así realmente que no oso ya chistar. SIMÓN.- Esto sólo sé: que aquí nadie ha parido. DAVO.- Acertaste. Pues verás, con todo esto, cómo antes de mucho rato te traen el muchacho aquí delante de la puerta. Yo, señor, desde luego te aviso que lo han de hacer así; para que lo sepas, y no me digas después que son consejos ni trazas de Davo. Yo tengo empeño en que deseches esa mala opinión que de mí tienes. SIMÓN.- ¿Cómo lo sabes tú eso? DAVO.- Helo oído y lo creo. Ofrécenseme a una muchas cosas de que hago yo esta conjetura. Cuanto a lo primero, ésta ha dicho que estaba de Pánfilo preñada: ha salido mentira. Hoy, al ver que se aparejan ya las bodas en casa, ha enviado a toda prisa la criada con encargo de llamar a la partera y de traerse juntamente un niño. Porque, si no te dan con el niño en las narices, el casamiento no se estorba. SIMÓN.- ¿Qué me dices? Cuando entendiste que tomaban ese medio, ¿por qué no se lo dijiste luego a Pánfilo? DAVO.- ¿Pues quién le ha apartado de ella, sino yo? Porque bien sabemos todos cuán grande afición le haya tenido. Ahora ya desea casarse. Finalmente, esto déjamelo tú a mi cargo. Y pasa adelante, como lo haces, en tratar del casamiento; que yo confío que los dioses nos favorecerán. SIMÓN.- Vete, pues, tú allá dentro, y espérame allá, y prepara todo lo necesario. Escena V SIMÓN, solo. SIMÓN.- Este no me ha inducido aún a darle entero crédito; así que no sé si será verdad todo lo que me ha dicho... Pero me importa poco. Lo que yo más precio es la palabra que me dio mi mismo hijo. Ahora, yo me veré con Cremes, y le pediré la mano de su hija para Pánfilo. Si lo recabo, ¿qué más quisiera yo que hacer hoy este casamiento? Porque en lo que mi hijo me ha ofrecido, llana cosa es que le podré obligar con razón, si se me volviere atrás. Y a propósito, aquí viene Cremes. Escena VI SIMÓN, CREMES. SIMÓN.- ¡Salud, Cremes! CREMES.- ¡Hola! Precisamente te buscaba. SIMÓN.- Y yo a ti. CREMES.- A muy buen punto te he topado. Ciertas gentes me han dicho que han entendido de ti que mi hija se casa hoy con tu hijo, y así vengo a ver si estás tú loco, o si lo están ellos. SIMÓN.- Óyeme, y en breves razones sabrás lo que yo te quiero y lo que tú preguntas. CREMES.- Ya te oigo: di lo que quisieres. SIMÓN.- Suplícote, Cremes, por los dioses y por nuestra amistad, la cual comenzando desde la niñez, ha crecido siempre con los años, y por una sola hija que tienes, y por mi hijo, cuyo total remedio está en tu mano, que me favorezcas en esta ocasión, y que el casamiento se haga, como estaba tratado. CREMES.- No uses conmigo de ruegos, pues para recabar eso de mí, no son menester. ¿Piensas que soy otro del que era los días pasados cuando te la daba? Si cosa es que a los dos conviene, manda por la moza; pero si en ello hay para los dos más daño que provecho, te ruego que lo mires bien por ambos, como si ella fuese tu hija y yo padre de Pánfilo. SIMÓN.- Eso es precisamente lo que quiero, Cremes, y eso te suplico que se haga. Ni yo te lo pediría si el caso mismo no lo aconsejase. CREMES.- ¿Y qué es ello? SIMÓN.- Entre mi hijo y Glicera hay muchos enojos. CREMES.- Óigolo. SIMÓN.- Tan grandes, que confío que se le podremos arrancar. CREMES.- ¡Bah, cuentos! SIMÓN.- Realmente pasa así. CREMES.- Lo que pasa en realidad es lo que te voy a decir: que las riñas de los enamorados son nuevo refresco del amor. SIMÓN.- ¡Oh!, yo te ruego que lo prevengamos todo ahora que es sazón, mientras su apetito está con las palabras injuriosas embotado, antes que las maldades de éstas y sus lágrimas fingidas con engaños muevan a compasión la enferma voluntad. Casémosle: que yo confío que él, enamorado del buen trato y ahidalgada compañía de tu hija, se desligará desde hoy muy fácilmente de estos males. CREMES.- Eso te parece a ti; pero yo creo que ni él podrá unirse para siempre con mi hija, ni menos yo sufrirlo. SIMÓN.- ¿Y cómo lo sabes tú, sin hacer la prueba? CREMES.- Fuerte cosa es hacer en la hija propia semejante experiencias. SIMÓN.- Todo el inconveniente se reduce, en fin, a esto: a que venga. ¡Lo que los dioses no permitan! El divorcio. Pero si Pánfilo se enmienda, mira qué de bienes: primeramente restituirás un hijo a tu amigo; para ti hallarás un yerno seguro y para tu hija marido. CREMES.- No gastes razones: si te parece que eso es cosa que conviene, no quiero yo que por mí se estorbe tu provecho. SIMÓN.- ¡Con razón te he querido siempre mucho, Cremes! CREMES.- Pero, ¿qué me dices...? SIMÓN.- ¿De qué? CREMES.- ¿Cómo sabes que ellos están ahora discordes entre sí? SIMÓN.- Davo, que es su secretario, me lo ha dicho; y él me incita a apresurar cuanto pueda el casamiento. ¿Piensas tú que lo haría él, si no supiese que es del gusto de mi hijo? Tú mismo lo oirás de su boca. (A sus esclavos.) ¡Hola!, que venga Davo. Pero hele aquí; ya le veo salir. Escena VII DAVO, SIMÓN, CREMES. DAVO.- A buscarte iba. SIMÓN.- ¿Qué hay de nuevo? DAVO.- ¿Por qué no haces traer la mujer? Cata que se hace tarde. SIMÓN.- (A CREMES.) ¿Oyes lo que dice? Yo, Davo, he andado rato ha con recelo de ti, no hicieses lo que suelen los criados de ordinario y me urdieses algún engaño por los amores de mi hijo. DAVO.- ¿Yo había de hacer eso? SIMÓN.- Creílo; y así, recelándome de esto, os encubrí lo que ahora te diré. DAVO.- ¿Qué? SIMÓN.- Vas a saberlo; porque ya, casi, casi, me fío de ti. DAVO.- ¡Al fin me has conocido! SIMÓN.- Este casamiento no era de veras. DAVO.- ¿Qué...? ¿Que no...? SIMÓN.- Sino que lo había fingido por probaros. DAVO.- ¿Es posible? SIMÓN.- Como lo oyes. DAVO.- ¡Mira, mira! ¡Nunca yo he podido dar en esa cuenta! ¡Oh, qué consejo tan sagaz! SIMÓN.- Escucha. Después que te mandé entrar en casa, topeme aquí a muy buen punto con Cremes... DAVO.- (Aparte.) ¡Ah!, ¿estamos, por acaso, perdidos? SIMÓN.- Y hele contado lo que tú me dijiste rato ha. DAVO.- (Aparte.) ¿Qué oigo? SIMÓN.- Hele rogado que me dé su hija, y, aunque con dificultad, hámela otorgado. DAVO.- (Aparte.) ¡Muerto soy! SIMÓN.- ¿Qué has dicho? DAVO.- Que está muy bien hecho. SIMÓN.- Ya, por lo que toca a Cremes, no hay que detenernos. CREMES.- Ahora voy a casa; les diré que se aderecen, y luego soy aquí con la respuesta. Escena VIII SIMÓN, DAVO. SIMÓN.- Ahora, Davo, yo te suplico que, pues tú solo me has concertado este casamiento... DAVO.- (Increpándose.) ¡Sí a fe, yo solo! SIMÓN.- ...procures que mi hijo vuelva al buen camino. DAVO.- Lo haré, yo te lo juro, con mucha diligencia. SIMÓN.- Puedes aprovechar estos momentos en que tiene el ánimo irritado. DAVO.- Descuida. SIMÓN.- Dime, pues, ¿dónde está él ahora? DAVO.- ¡Milagro será que no esté en casa! SIMÓN.- Yo me voy a buscarle y a decirle lo mismo que te he dicho. Escena IX DAVO, solo. DAVO.- ¡Perdido soy!... ¿Qué excusa tengo para no ir de vuelo a la tahona? No hay lugar de ruegos. Ya lo he revuelto todo: a mi amo he engañado; he enredado en bodas al hijo de mi amo; he hecho que se hiciesen hoy, sin esperarlo el viejo y a pesar de Pánfilo. ¡Oh, astucias! ¡Que si yo me hubiera estado quedo, no hubiera mal ninguno! Pero aquí viene. ¡Muerto soy! ¡Oh!, si hubiera aquí una sima donde despeñarme!... Escena X PÁNFILO, DAVO. PÁNFILO.- ¿Qué es de aquel malvado que me ha echado a perder? DAVO.- (Aparte.) ¡Muerto soy! PÁNFILO.- Yo confieso que con razón me ha sucedido este mal, pues soy tan follón y de tan poco consejo. ¿Yo había de confiar todo mi bien de un vil esclavo? ¡Yo tengo, pues, el pago de mi necedad; pero él no se me irá con ella! DAVO.- (Aparte.) Bien sé que después estaré libre, si de este primer encuentro me escapo. PÁNFILO.- ¿Qué le diré, pues, ahora yo a mi padre? ¿Le diré que no quiero casarme, habiéndole prometido antes que sí? ¿Qué osadía tendré para hacerlo? ¡No sé realmente qué me haga de mí mismo! DAVO.- (Aparte.) Ni menos yo de mí, aunque lo procuro mucho. Decirle he que buscaré algún medio, por poner siquiera alguna dilación en este mal. PÁNFILO.- (Con enojo.) ¡Hola!... DAVO.- (Bajo.) ¡Me ha visto! PÁNFILO.- ¡Ven acá, hombre de bien!... ¿Qué te parece...? ¿Ves en qué lío estoy ¡pobre de mí!, con tus buenos consejos? DAVO.- Yo te desliaré. PÁNFILO.- ¿Que tú me desliarás? DAVO.- Sí, Pánfilo. PÁNFILO.- ¡Como antes! DAVO.- No; sino mucho mejor, según confío. PÁNFILO.- ¡Ah, ladrón! ¿Y de ti he de confiar yo ya cosa ninguna? ¿Tú bastarás a volver en su estarlo un negocio tan revuelto y tan perdido? ¡Mira de quién me fío yo! ¡De quien de un negocio muy pacífico y quieto me ha enlazado hoy en casamiento! ¿No te dije yo lo que sucedería? DAVO.- Sí. PÁNFILO.- ¿Qué merecías tú aflora? DAVO.- La horca. Pero déjame volver un poco en mí; que yo miraré algún remedio. PÁNFILO.- ¡Ay de mí! ¿Por qué no tengo lugar para darte el castigo que deseo? Que esta coyuntura más me obliga a que mire por mí, que no a que me vengue de ti. Acto IV Escena I CARINO, PÁNFILO, DAVO. CARINO.- (Aparte.) ¿Es esto cosa de creer, ni de decir? ¿Que haya gentes de tan malas entrañas, que hallen gusto en hacer mal y en procurar el daño ajeno por buscar provechos para sí? ¡Ah!, ¿es esto posible? Pues existe realmente una casta de hombres que para decir un «no», tienen un poco de empacho; pero cuando viene el tiempo de cumplir lo prometido, entonces forzosamente se descubren y temen, y la necesidad les fuerza a volverse atrás de su palabra. Entonces les oiréis decir sin pizca de pudor: «¿Quién eres tú? ¿Qué tengo yo que ver contigo? ¿Que yo te ceda a ti mi...? ¡Bah!, mi pariente más próximo soy yo mismo». Y si les preguntáis qué fue de su palabra, ¡como si no!... ¡no tienen ni asomo de vergüenza! Aquí, donde era menester, no tienen reparo, y tiénenlo acullá, donde no es menester. ¿Pero qué haré? ¿Iré a buscarle, para pedirle cuenta de este agravio y acabarle a pesadumbres? Pero dirame alguno: ¿De qué te servirá? De mucho. Porque a lo menos le daré pena, y yo quebraré mi enojo. PÁNFILO.- Carino, ambos estamos perdidos por mi imprudencia, si los dioses no nos dan algún remedio. CARINO.- ¿Conque por tu imprudencia? Presto has hallado la excusa. ¡Bien me has tenido la palabra! PÁNFILO.- ¿Pues qué...? CARINO.- ¿Aún piensas engañarme con esas disculpas? PÁNFILO.- ¿Qué es ello? CARINO - Después que yo te dije que la quería mucho, te ha caído en gusto. ¡Ah, desdichado de mí, que juzgué tu corazón por el mío! PÁNFILO.- Muy equivocado estás. CARINO.- ¿Te pareció que no sería colmada tu ventura sin cebar al pobre enamorado y entretenerle con falsas esperanzas? (En tono de amarga concesión.) ¡Cásate! PÁNFILO.- ¿Que me case? ¡Ah, no sabes bien en cuán grandes males estoy puesto, cuitado de mí, y cuán grandes congojas me ha causado con sus consejos éste mi verdugo! (Señalando a DAVO.) CARINO.- ¿Qué maravilla, pues toma de ti ejemplo? PÁNFILO.- No dirías eso si conocieses bien mi corazón y mi voluntad. CARINO.- (Con ironía.) ¡Ya sé que no ha mucho que altercaste con tu padre, y que por eso está enojado contigo y no te ha podido obligar hoy a que con ella te casases! PÁNFILO.- Antes te hago saber, para que mejor entiendas mis trabajos, que estas bodas no se aparejaban para mí, ni pensaba nadie ahora en darme a mi mujer. CARINO.- Ya sé que te dejaste obligar... de tu propia voluntad. (Quiere irse y PÁNFILO le detiene.) PÁNFILO.- Espera; que aún no sabes... CARINO.- Ya sé que te has de casar con ella. PÁNFILO.- ¿Por qué me matas? Escucha esto. No paró de instarme; no cesó de aconsejarme y de rogarme que le dijese a mi padre que me casaría, hasta tanto que me indujo. CARINO.- ¿Quién hizo eso? PÁNFILO.- Davo. CARINO.- ¿Davo? PÁNFILO.- Él lo revuelve todo. CARINO.- ¿Por qué? PÁNFILO.- No lo sé: sino que sé que los dioses estaban airados contra mí, pues le di oídos. CARINO.- ¿Es verdad esto, Davo? DAVO.- Verdad. CARINO.- ¡Ah!, ¿qué dices, malvado? Los dioses te den el castigo que merecen tales hechos. Dime: si todos sus enemigos le quisieran ver a éste enredado en casamiento, ¿qué otro consejo le dieran, sino ese? DAVO.- Errela: pero aún no me doy por vencido. CARINO.- Harto lo sé. DAVO.- ¿No nos ha ido bien por aquí? Emprenderémosla por otra vía. Si ya no es que pienses que por habernos al principio sucedido mal, no se nos puede ya trocar el mal en bien. PÁNFILO.- Al contrario: Yo creo que si te desvelas, de un casamiento harasme dos. DAVO.- Yo, Pánfilo, esto te debo por razón de ser tu siervo: procurar, de pies y manos, de día y de noche, tu provecho con riesgo de mi vida. Lo que a ti te toca, es perdonarme, si algo sucede al revés de mi esperanza. ¿No sale bien lo que hago? A lo menos hágolo con diligencia: si no, busca tú mejor remedio y no hagas caso de mí. PÁNFILO.- Eso quiero: tórname al punto en que me tomaste. DAVO.- Sí haré. PÁNFILO.- ¡Pero de presto! DAVO.- ¡Chist!... quieto; que ha sonado la puerta de Glicera! Escena II MISIS, PÁNFILO, CARINO, DAVO. MISIS.- (Saliendo de casa de GLICERA, y hablando con ésta.) Doquiera que estuviere, yo procuraré hallarle en seguida, y traérmele conmigo a tu querido Pánfilo. Sólo tú, alma mía, no te me fatigues. PÁNFILO.- ¿Qué es eso, Misis? MISIS.- ¡Ah, Pánfilo! A buen tiempo te topo. PÁNFILO.- ¿Qué hay? MISIS.- Mi señora me ha mandado que te suplique te llegues a verla, si la quieres bien; porque dice que está con gran deseo de verte. PÁNFILO.- Perdido soy; este mal se refresca. (A DAVO.) ¡Y que por tu causa ella y yo, cuitados; hayamos de estar en tal congoja! Porque ella me envía a llamar por haber entendido que se aparejan ya mis bodas. CARINO.- Las cuales bien quedas se estallan, si éste. (Señalando a DAVO.) Lo estuviera. DAVO.- ¡Así, así! Por si él de suyo no se está harto loco, atízale tú más. MISIS.- (A PÁNFILO.) Esa es, en verdad, la causa; y eso es lo que tiene afligida a la cuitada. PÁNFILO.- Misis, yo te hago juramento, por todos los dioses, de jamás desampararla, aunque sepa romper por esa razón con todo el mundo. Esta he deseado; hela alcanzado; cuádranme sus costumbres; vayan con Dios los que quieren hacer divorcio entre nosotros. Porque otra que la muerte no me ha de apartar de ella. CAMINO.- ¡Respiro! PÁNFILO.- Esto es tan cierto como el Oráculo de Apolo. Si ello se pudiere hacer de manera que mi padre no entienda que por mí ha dejado de celebrarse el casamiento, bien está. Pero si no fuere posible, correré hasta el riesgo de que entienda haber quedado por mí. (A CARINO.) ¿Qué tal te parezco? CARINO.- Tan desdichado como yo. DAVO.- Yo trazo un buen medio. CARINO.- Hombre eres de valor. PÁNFILO.- (A DAVO con desdén.) Ya ¡proyectos...! DAVO.- Yo te lo daré en verdad puesto por obra. PÁNFILO.- Pues eso es menester. DAVO.- Pues ya lo tengo. CARINO.- ¿Qué es ello? DAVO.- (A CARINO.) Para éste lo tengo, no para ti. No vale equivocarse. CARINO.- Bástame eso. PÁNFILO.- ¿Qué vas a hacer, dime? DAVO.- Todo el día temo que no me bastará para ponerlo por obra. Por eso no pienses que estoy tan despacio ahora, para haberlo de contar. Por tanto, idos vosotros de aquí; que me estáis estorbando. PÁNFILO.- Yo voy a ver a Glicera. DAVO.- ¿Y tú? ¿Adónde te vas tú? CARINO.- ¿Quieres que te diga la verdad? DAVO.- ¡Vaya si lo quiero! (Aparte.) ¡Cuentecito tenemos! CARINO.- ¿Qué será de mí? DAVO.- Dime, desvergonzado: ¿no te basta con ese poquillo de respiro que te doy, entreteniéndole a este otro el casamiento? CARINO.- Empero, Davo... DAVO.- ¿Qué empero? CARINO.- Que la goce yo. DAVO.- ¡Donosa ocurrencia! CARINO.- Procura venir a mi casa, si pudieres hacer algo. DAVO.- ¿A qué he de ir, si contigo nada tengo que... CARINO.- -Pero, si algo... DAVO.- ¡Hala, que ya iré! CARINO.- Si algo hubiere, en casa estaré. Escena III DAVO, MISIS. DAVO.- Tú, Misis, aguárdame aquí un poco, mientras salgo. MISIS.- ¿A qué fin? DAVO.- Porque así cumple. MISIS.- Pues ven presto. DAVO.- Luego soy aquí. (Entra en casa de GLICERA.) Escena IV MISIS, sola. MISIS.- ¡Oh, soberanos dioses! ¡Y que sea verdad que no hay bien que dure a nadie! ¡Parecíame a mí que este Pánfilo era el supremo bien de mi señora, amigo, enamorado, marido aparejado para todo tiempo; y ahora, mira qué disgustos tiene por él! Realmente que hay en esto más mal, que bien en lo otro. Pero Davo sale. ¡Qué es esto, amigo, por tu vida! ¿Dó vas con la criatura? Escena V DAVO, MISIS. DAVO.- Misis, para lo que ahora emprendo, necesito que me tengas a punto tu memoria y astucia. MISIS ¿Qué pretendes? DAVO.- Toma de presto este muchacho de mis manos y ponle delante de nuestra puerta. MISIS.- ¿Así, en el suelo? Dime. DAVO.- Toma de ese altar unas verbenas, y pónselas debajo. MISIS.- ¿Por qué no lo haces tú mismo? DAVO.- Porque si fuere menester jurar a mi amo que no le he puesto, pueda jurarlo con verdad. MISIS.- Ya entiendo: esos son escrúpulos de conciencia que te han nacido ahora. Dámele acá. DAVO.- Date prisa: que yo te diré luego lo que voy a hacer. (Viendo a CREMES.) ¡Oh, Júpiter! MISIS.- ¿Qué es? DAVO.- El padre de la desposada viene. Dejo el intento que tenía primero. MISIS.- No sé qué te dices. DAVO.- Yo también fingiré que vengo de hacia la mano derecha. Tú procura corresponderme con tus palabras a las mías donde fuere menester. MISIS.- Yo no te entiendo lo que haces; pero si algo hay en que tengáis necesidad de mi ayuda, o si tú más ves que yo, aguardaré, por no estorbar vuestro provecho. Escena VI CREMES, MISIS, DAVO. CREMES.- (Aparte.) Vuelvo, pues he ya apercibido todo lo que era menester para las bodas de mi hija, a decirles que la traigan. Pero ¿qué es esto? (Viendo al niño.) ¡Una criatura, en verdad! ¿Hasla puesto tú, mujer? MISIS.- (Aparte.) ¿Dónde está aquél? CREMES.- ¿No me respondes nada? MISIS.- (Aparte.) No parece... ¡Ay, cuitada de mí, que el hombre me dejó y se fue! DAVO.- (Entrando.) ¡Oh, soberanos dioses, y qué de bullicio hay en la plaza! ¡Qué de gente litiga allí!... y ¡qué caro está el pan! (Aparte.) ¡No sé qué más me diga! MISIS.- ¿Por qué, di, me has dejado aquí sola? DAVO.- (Viendo al niño.) ¿Qué tramoya es ésta? Di, Misis, ¿de dónde es este niño, y quién le ha traído aquí? MISIS.- Tú no debes estar bueno, pues eso me preguntas. DAVO.- ¿A quién lo he de preguntar, pues no veo aquí a otro? CREMES.- (Aparte.) ¡Maravillado estoy! ¿De dónde será? DAVO.- ¿No me responderás a lo que te pregunto? MISIS.- (Asustada.) ¡Ah! DAVO.- (En voz baja.) Pasa a la derecha. MISIS.- ¿Desvarías? ¿Tú mismo no le...? DAVO.- (En voz baja.) ¡Si palabra me dices fuera de lo que te pregunto... pobre de ti! MISIS.- ¿Amenazas? DAVO.- ¿De dónde es? (Bajo.) Responde en alta voz, habla claro. MISIS.- De nuestra casa. DAVO.- ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! ¿Qué maravilla que una ramera haga estas desenvolturas? CREMES.- (Aparte.) Criada de la Andriana debe ser ésta, a lo que entiendo. DAVO.- (A MISIS.) ¿Tan aparejados os parece que somos, para que así os burléis de nosotros? CREMES.- (Aparte.) A buen tiempo he venido. DAVO.- ¡Quítame de presto ese niño de la puerta! (Bajo.) ¡Quieta ahí, no te muevas! MISIS.- Los dioses te destruyan; que así me haces temblar cuitada. DAVO.- (Alto a MISIS.) ¿Hablo contigo, o con quién? MISIS.- ¿Qué quieres? DAVO.- ¿Eso me preguntas? Dime: ¿cúyo es este muchacho que aquí has puesto? Acaba. MISIS.- ¿No lo sabes tú cúyo es? DAVO.- Deja estar lo que yo sé, y respóndeme a lo que te pregunto. MISIS.- Vuestro. DAVO.- ¿Cómo nuestro? MISIS.- De Pánfilo. DAVO.- ¿Cómo es eso? ¿De Pánfilo? MISIS.- ¡Qué! ¿No lo es? CREMES.- (Aparte.) Con razón he rehusado siempre yo este casamiento. DAVO.- ¡Oh infamia! MISIS.- ¿Por qué gritas? DAVO.- ¿No es este el niño que yo vi traer ayer tarde a vuestra casa? MISIS.- ¡Hombre más atrevido!... DAVO.- Sí; que yo vi venir a Cantara con un bulto. MISIS.- Gracias a los dioses, pues se hallaron algunas matronas honradas en el parto. DAVO.- Pues no conoce ella bien a aquel, por quien urde todo esto. Sin duda que diría: «Si Cremes viere el niño puesto delante de la puerta, no dará su hija». ¡Pues en verdad que la dará de mejor gana! CREMES.- (Aparte.) En verdad que tal no hará. DAVO.- Pues porque lo sepas, si no quitas de aquí este niño, yo le echaré en mitad de la calle, y a ti con él te revolveré en el lodo. MISIS.- ¡Bah!, ¡tú no estás bueno! DAVO.- Un embuste de otro tira. Ya oigo susurrar que esta mujer (Aludiendo a GLICERA.) es ciudadana de Atenas. CREMES.- (Aparte.) ¿Eh? DAVO.- Y que las leyes le obligarán a casarse con ella. MISIS.- ¿pues no lo es? CREMES.- (Aparte.) En un caso de reír he dado sin pensar. DAVO.- ¿Quién habla aquí? ¡Oh, Cremes: a tiempo llegas! Escucha. CREMES.- Todo lo he ya oído. DAVO- ¿Todo, todo? CREMES.- Dígote que todo lo he oído desde el principio. DAVO.- ¿Qué lo has oído, por tu vida? ¡Ah, cuánta maldad! Esta mujer merece un gran castigo. (A MISIS y señalando a CREMES.) Aquí tienes el señor que yo te decía. No pienses que has de jugar con Davo. MISIS.- ¡Ay de mí, pobre! Te juro, buen anciano, que en todo dije la verdad. CREMES.- Ya sé todo el caso. ¿Está en casa Simón? DAVO.- Sí. Escena VII DAVO, MISIS. MISIS.- (A DAVO, que quiere cogerla de la mano.) No me toques, malvado. ¡Si no le digo todo esto a Glicera!... DAVO.- ¡Ah, necia! ¿No sabes lo que hemos hecho? MISIS.- ¿Qué he de saber? DAVO.- Este es el suegro. De otra manera no era posible que él supiese lo que deseábamos. MISIS.- ¿Por qué no me avisabas? DAVO.- ¿Piensas que hay poca diferencia de hacer una cosa como de suyo y como la naturaleza la dicta, a hacerla sobre pensado? Escena VIII CRITÓN, MISIS, DAVO. CRITÓN.- (Aparte.) En esta plaza me dijeron que moraba Crisis: la que quiso más ganar aquí hacienda con infamia, que vivir en su tierra honradamente con pobreza. Sus bienes me pertenecen a mí por ley de parentesco. -Pero allá veo unos de quien podré informarme-. Estéis en buena hora. MISIS.- Cielos, qué veo! ¿No este Critón, el primo de Crisis? Él es. CRITÓN.- ¡Hola, Misis! ¡Salud! MISIS.- ¡Bien venido, Critón! CRITÓN.- ¿Conque la pobre Crisis...? ¡Ah! MISIS.- ¡Más cuitadas nosotras, que la hemos perdido! CRITÓN.- ¿Y vosotras? ¿Cómo lo pasáis por acá? ¿Os va bien? MISIS.- ¿Nosotras? Según suele decirse, lo pasamos como podemos, ya que no podemos como queremos. CRITÓN.- ¿Y Glicera? ¿Encontró al fin a sus padres? MISIS.- Ojalá. CRITÓN.- ¡Qué! ¿No aún? No he venido yo acá con buena estrella. Por mi vida, que si tal supiese no pusiera jamás los pies en esta tierra. Porque siempre esa muchacha ha sido tenida y reputada por hermana de Crisis; los bienes de Crisis ella los posee: y que yo, forastero, me ponga ahora a pleitear, cuán fácil y cuán provechoso me sea, por ejemplo de otros puedo verlo. Fuera de que entiendo que ella tendrá ya algún amigo y valedor; porque ya era grandecilla cuando de allá vino. Daránme la vaya, diciendo que soy un picapleitos, y que voy buscando Herencias con aire de mendigo. Además, yo no querría despojarla... MISIS.- ¡Oh, qué hermoso corazón el tuyo! ¡El mismo eres de siempre! CRITÓN.- Llévame a su casa: ya que estoy aquí, quiero verla. MISIS.- De muy buena voluntad. DAVO.- Seguirelos. No quiero que en esta sazón me vea el viejo. Acto V Escena I CREMES, SIMÓN. CREMES.- Basta, basta ya, Simón: harta experiencia has hecho ya de mi amistad; en harto peligro me he puesto; déjate de más rogarme. Por desear complacerte, casi he comprometido la felicidad de mi hija. SIMÓN.- Antes ahora más que nunca te suplico y pido muy encarecidamente, Cremes, que la merced que poco ha me prometiste de palabra, me la cumplas ya por obra. CREMES.- Mira cuán terrible eres con tu deseo de salir con lo que quieres, que ni adviertes el modo de la benignidad, ni qué es lo que me ruegas: porque si lo advirtieses, dejaríaste ya de fatigarme con tus injustas pretensiones. SIMÓN.- ¿Con cuáles? CREMES.- ¿Eso me preguntas? Forzásteme que a un chicuelo empleado en otros amores, muy ajeno de la voluntad de casarse, le diese mi hija, para discordias y tal vez para un divorcio, y que a costa de su fatiga y pena sanase yo a tu hijo. Recabástelo; emprendilo, mientras el caso lo sufrió. Ahora que no lo sufre, súfrete tú. Dicen que la moza es ciudadana y ha tenido ya un muchacho; déjanos en paz. SIMÓN.- Por los dioses te suplico no quieras dar crédito a aquellos cuyo provecho es que mi hijo sea un perdido. Todo esto lo han fingido y emprendido por estorbar el casamiento: quitada la causa por que lo hacen, desistirán de tal empresa. CREMES.- Engañado vives. Yo mismo vi altercar con Davo a la criada. SIMÓN.- Ya lo sé. CREMES.- Y con la sinceridad pintada en su rostro y antes de haber sentido ninguno de ellos mi presencia. SIMÓN.- ¡Yo lo creo! ¡Cómo que Davo me había ya anunciado que iban a hacer esa comedia! Quise decírtelo hoy, y no sé cómo se me fue de la memoria. Escena II DAVO, CREMES, SIMÓN, DROMÓN. DAVO.- (Saliendo de casa de GLICERA, sin ver a SIMÓN ni a CREMES.) Ya podéis estar tranquilas... CREMES.- (A SIMÓN.) Cátate allí a Davo. SIMÓN.- ¿De dó sale? DAVO.- (Continuando.) ...con mi favor y con el del forastero. SIMÓN.- (Aparte.) ¿Qué nueva calamidad es ella? DAVO.- (Continuando.) Yo no he visto hombre, ni venida, ni sazón más a propósito. SIMÓN.- ¿A quién alaba aquel bellaco? DAVO.- Todo el negocio está ya en salvo. SIMÓN.- Hablarle quiero. DAVO.- (Aparte.) ¡Mi amo! ¿Qué haré? SIMÓN.- ¡Oh, bien venido, buena pieza! DAVO.- ¡Hola, Simón! ¡Oh, amado Cremes! Todo está ya allá dentro aparejado. SIMÓN.- (Con ironía.) ¡Diligente has sido! DAVO.- Cuando quieras, manda traer la desposada. SIMÓN.- Está bien: eso es, cierto, lo único que falta aquí. Pero ¿no me dirás qué tienes tú que hacer en esa casa? DAVO.- ¿Yo? SIMÓN.- Sí. DAVO.- ¿Yo? SIMÓN.- Sí, tú. DAVO.- En este punto había entrado... SIMÓN.- ¡Como si yo te preguntase cuánto ha! DAVO.- (Terminando la frase.) ... a una con tu hijo. SIMÓN.- ¿Y allá dentro está Pánfilo? ¡Oh, pobre de mí! ¿Pues no me dijiste tú que estaban reñidos, perro? DAVO.- Y lo están. SIMÓN.- ¿Qué hace, pues, aquí? CREMES.- ¿Qué piensas que ha de hacer? Reñir con ella. DAVO.- Antes, Cremes, quiero que entiendas de mí un caso extraño. No sé qué viejo se ha venido ahora en este punto... (Indicando la casa de GLICERA.) Allí está, firme, resuelto. Si le miras al rostro, te parecerá hombre de mucha cuenta, hombre severo y grave, y muy sincero en todo lo que dice. SIMÓN.- ¿Qué historias nos traes tú? DAVO.- ¿Yo? Ningunas más de lo que le he oído decir. SIMÓN.- ¿Qué dice, pues? DAVO.- Que sabe que Glicera es natural de esta ciudad. SIMÓN.- (Llamando a un siervo.) ¡Hola! ¡Dromón, Dromón! DAVO.- ¿Qué vas...? SIMÓN.- ¡Dromón! DAVO.- Óyeme. SIMÓN.- ¡Si añades una sola palabra...! ¡Dromón! DAVO.- ¡Óyeme, por merced! DROMÓN.- ¿Qué mandas? SIMÓN.- Arrebátame a ése en un vuelo allá dentro, cuan ligero puedas. DROMÓN.- ¿A quién? SIMÓN.- A Davo. DAVO.- ¿Por qué? SIMÓN.- Porque quiero. -Arrebátale digo. DAVO.- ¿Qué he yo hecho? SIMÓN.- Arrebátale. DAVO.- Si en cosa alguna hallares que he mentido, mátame. SIMÓN.- No escucho razones. Yo te haré sudar. DAVO.- ¿Aunque esto sea verdad? SIMÓN.- Aunque sea. Tú procura tenerle bien atado: y ¿óyesme?, átamele de pies y de manos. ¡Hala!, que yo te mostraré a ti, si no me muero, cuán peligroso es engañar al amo, y a él el engañar a su padre. CREMES.- ¡Ah, no estés tan colérico! SIMÓN.- ¿Qué te parece, Cremes, del respeto de mi hijo? ¿No tienes compasión de mí? ¡Que por un tal hijo pase yo tanto trabajo! ¡Ea, Pánfilo! ¡Sal, Pánfilo! ¿De qué tienes empacho? Escena III PÁNFILO, SIMÓN, CREMES. PÁNFILO.- (Saliendo de casa de GLICERA.) ¿Quién me llama? (Viendo a SIMÓN.) ¡Perdido soy! ¡Mi padre! SIMÓN.- ¿Qué dices tú, el más...? CREMES.- ¡Ah!, dile lo que hace al caso y deja aparte pesadumbres. SIMÓN.- ¿Qué se le puede a éste decir que sea pesadumbre? En fin, ¿qué dices?, ¿que Glicera es ciudadana? PÁNFILO.- Así lo dicen. SIMÓN.- ¿Así lo dicen? ¡Oh atrevimiento! ¡Mira si se para a pensar qué responderá! ¡Mira si se corre del caso! ¡Mira si en su rostro hay siquiera un leve signo de vergüenza! ¡Y que sea de tan abatidos pensamientos, que contra la costumbre y ley de la ciudad, y contra la voluntad de su padre, con todo eso desee tenerla a ésta (Alude a GLICERA.) con tan gran infamia! PÁNFILO.- ¡Pobre de mí! SIMÓN.- ¿Ahora, tan tarde, das en la cuenta de eso, Pánfilo? Entonces, entonces lo habías tú de mirar, cuando inclinaste tu voluntad a hacer de cualquier modo lo que te diese gusto: aquel día te cuadró verdaderamente ese vocablo. Pero ¿qué hago yo? ¿Por qué me atormento? ¿Por qué me aflijo? ¿Por qué fatigo mis canas por este loco? ¿Para qué lloro yo los daños de sus yerros? Pero, en fin, que la tenga y se huelgue y viva con ella. PÁNFILO.- ¡Padre mío! SIMÓN.- ¿Qué padre mío? ¡Cómo si tú tuvieses necesidad de este padre! Ya tú te has hallado casa, mujer e hijos, a pesar de tu padre, y has traído quien diga que es hija de esta ciudad: buen provecho te haga. PÁNFILO.- Padre, ¿me darás licencia para decir dos palabras? SIMÓN.- ¿Qué me has de decir tú a mí? CREMES.- Óyele con todo eso, Simón. SIMÓN.- ¿Que yo le oiga? ¿Qué le tengo yo de oír, Cremes? CREMES.- Déjale, en fin, que hable. SIMÓN.- Hable, yo le dejo. PÁNFILO.- Yo, padre mío, confieso que amo a esta mujer; y si esto es errar, también confieso mi yerro. En tus manos, padre, me entrego; échame cualquier carga, mándame. ¿Quieres que me case? ¿Quieres que deje a esa mujer? Sufrirelo como pueda. Sólo esto te pido de merced: que no creas que yo he traído aquí este viejo: déjame disculparme y traerle aquí delante. SIMÓN.- ¿Traerle? PÁNFILO.- ¡Dame licencia, padre! CREMES.- Lo justo pide: dásela. PÁNFILO.- Hazme esta merced. SIMÓN.- Concedida. Por todo paso, Cremes; sólo yo no entienda que éste me engaña. CREMES.- A un padre, por un grave delito, bástale un castigo moderado. Escena IV CRITÓN, CREMES, SIMÓN, PÁNFILO. CRITÓN.- (Saliendo de casa de GLICERA.) No me lo ruegues que cualquiera causa de estas me obliga a que lo haga: el rogármelo tú, el ser ello verdad y el bien que deseo a Glicera. CREMES.- ¿No es Critón, el Andriano, éste que veo? Realmente que es él. CRITÓN.- Salud, Cremes. CREMES.- ¿Qué novedad es ésta de venir tú a Atenas? CRITÓN.- Háseme ofrecido causa. Pero... ¿es éste Simón? CREMES.- Este es. SIMÓN.- ¿Por mí preguntas? ¿Eres tú el que dices que Glicera es natural de esta ciudad? CRITÓN.- ¿Y tú lo niegas? SIMÓN.- ¿Tan apercibido vienes a esta tierra...? CRITÓN.- ¿Yo? ¿Para qué? SIMÓN.- ¿Para qué? ¿Tú te has de atrever a hacer cosas semejantes? ¿Tú has de engañar aquí a mozuelos sin experiencia del mundo, criados como hidalgos, y cebarles sus apetitos con estímulos y promesas...? CRITÓN.- ¿Estás en tu juicio? SIMÓN.- ... ¿y enredar con casamientos los amores de las rameras? PÁNFILO.- (Aparte.) ¡Perdido soy! Temo que el forastero desmaye. CREMES.- Si conocieses bien, Simón, quién es éste, no le tendrías en tan mala opinión; porque es muy hombre de bien. SIMÓN.- ¿Este hombre de bien? ¿Tan al punto hubo de venir hoy en las bodas, sin haber estado por acá en toda su vida? ¿A éste le has de dar crédito, Cremes? PÁNFILO.- (Aparte.) Si yo no temiese a mi padre, bien podría advertirle de su error. SIMÓN.- ¡Picapleitos! CRITÓN.- (Enojado.) ¡Cómo! CREMES.- Este siempre fue así, Critón; no le hagas caso. CRITÓN.- Séase quien se quisiere: que si él prosigue a decirme lo que quiere, él oirá de mí lo que no quiera. ¿Yo trato de eso, ni tengo cuenta con ello? ¿Por qué no tomarás tú tu daño con paciencia? Porque si lo que yo digo es verdad o mentira, presto se puede saber. Habrá años que un vecino de esta ciudad naufragó junto de Andros, y a par de él esa tierna doncella. Entonces el náufrago recogiose por casualidad en casa del padre de Crisis. SIMÓN.- El cuento comienza. CREMES.- Calla. CRITÓN.- ¿De esa manera se atraviesa? CREMES.- Prosigue. CRITÓN.- El que entonces le recogió en su casa era deudo mío, y allí oí yo decir al náufrago, que era ciudadano de Atenas. El cual murió en Andros. CREMES.- ¿Su nombre? CRITÓN.- ¿Tan presto su nombre? Fania. CREMES.- ¡Ay de mí! CRITÓN.- Fania se llamaba, si no estoy equivocado. Lo que sé de cierto es que decía ser del barrio Ramnusio. CREMES.- ¡Oh, Júpiter! CRITÓN.- Esto mismo, Cremes, oyeron entonces otros muchos en Andros. CREMES.- Ojalá sea lo que yo confío. Dime por tu vida, Critón, ¿decía él entonces si era hija suya la doncella? CRITÓN.- No era suya. CREMES.- ¿Cúya, pues? CRITÓN.- De un hermano suyo. CREMES.- No hay duda; es mi hija! CRITÓN.- ¿Qué me dices? SIMÓN.- ¿Es posible...? PÁNFILO.- (Aparte.) ¡Aplica el oído, Pánfilo! SIMÓN.- ¿Por dónde lo crees? CREMES.- Aquel Fania fue hermano mío. SIMÓN.- Muy bien le conocí, y lo sé. CREMES.- El cual, huyendo de aquí por miedo de la guerra, fueme a buscar al Asia. Entonces no se atrevió a dejar la niña aquí. Después acá, éstas son las primeras nuevas que tengo. ¿Qué se hizo de él? PÁNFILO.- Apenas estoy en mi, según fue grande la alteración que me causó en el alma temor, esperanza, gozo, por una maravilla tan grande, por un bien tan repentino. SIMÓN.- Por muchas razones me huelgo ciertamente de que ésta moza resulte ser tu hija. PÁNFILO.- Bien lo creo, padre. CREMES.- Pero aún me queda una duda, que me da harta pena. PÁNFILO.- Digno eres de ser aborrecido con tantos escrúpulos: ¿en el junco buscas nudo? CRITÓN.- ¿Y qué es la duda? CREMES.- Que el nombre de la moza no concuerda. CRITÓN.- Otro tuvo, siendo niña. CREMES.- ¿Cual, Critón? ¿No te acuerdas? CRITÓN.- Pensándolo estoy. PÁNFILO.- (Aparte.) ¿Por qué he yo de permitir que la poca memoria de este hombre estorbe mi contento, pues que yo puedo en esto dar remedio? No lo permitiré. (Alto.) Cremes, el nombre que tú pides es Pasíbula. CRITÓN.- ¡Esa, ésa es! CREMES.- ¡Esa es! PÁNFILO.- Mil veces se lo he oído decir a ella misma. SIMÓN.- Debes creer, Cremes, que todos nos holgamos de esto. CREMES.- Así los dioses me sean propicios, como yo lo creo. PÁNFILO.- ¿Pues qué falta ya, padre? SIMÓN.- Rato ha que el caso mismo me ha reconciliado. PÁNFILO.- ¡Oh, padre excelente! Cuanto a la mujer, Cremes gusta que yo la tenga, como la he tenido. CREMES.- Harta razón hay, si tu padre no dice otra cosa. PÁNFILO.- Lo mismo. SIMÓN.- Sí, por cierto. CREMES.- En dote, Pánfilo, te prometo diez talentos. PÁNFILO.- Acepto. CREMES.- Yo corro a abrazar a mi hija. ¡Eh, Critón! Ven conmigo, porque entiendo que ella no me debe conocer. SIMÓN.- ¿Por qué no la mandas pasar a nuestra casa? PÁNFILO.- Bien dices; a Davo le daré ese cargo. SIMÓN.- No puede. PÁNFILO.- ¿Cómo no? SIMÓN.- Porque tiene otra cosa que hacer que más le toca, y pesa más. PÁNFILO.- ¿Y qué es ella? SIMÓN.- Que está atado. PÁNFILO.- (En tono suplicante.) ¡Padre, no está bien atado! SIMÓN.- Pues no es eso lo que yo mandé. PÁNFILO.- Hazme merced de mandarle soltar. SIMÓN.- Sea. PÁNFILO.- Ve de presto. SIMÓN.- Voy allá. PÁNFILO.- ¡Oh día próspero y alegre! Escena V CARINO, PÁNFILO. CARINO.- (Aparte.) A ver vengo qué hace Pánfilo. Hele aquí. PÁNFILO.- (Aparte.) Alguno, por ventura, pensará que esto que aflora voy a decir yo no lo creo: pero digan lo que quieran, yo tengo para mí, que la vida de los dioses es inmortal, porque les son propios los contentos. Porque si a mí con este gozo ninguna pesadumbre se me mezcla, inmortal quedo. ¿Pero con quién holgaría yo más ahora de toparme, para contarle todo esto? CARINO.- (Aparte.) ¿Qué gozo será ese? PÁNFILO.- Allá veo a Davo: ninguno mejor que él: porque sé que es el único que de veras se holgará de mi ventura. Escena VI DAVO, PÁNFILO, CARINO. DAVO.- ¿Dónde estará ese Pánfilo? PÁNFILO.- ¡Davo! DAVO.- ¿Quién me llama? PÁNFILO.- Yo soy. DAVO.- ¡Oh, Pánfilo! PÁNFILO.- ¿No sabes lo que me ha pasado? DAVO.- No: pero lo que a mí me ha sucedido, harto lo sé. PÁNFILO.- Y yo también. DAVO.- Como suele acaecer de ordinario, primero supiste tú mi mal que yo el bien que a ti te ha sucedido. PÁNFILO.- Mi Glicera ha encontrado ya sus padres. DAVO.- ¡Oh, qué bien! CARINO.- (Aparte.) ¿Eh? PÁNFILO.- Su padre es muy grande amigo nuestro. DAVO.- ¿Quién? PÁNFILO.- Cremes. DAVO.- ¡Oh, qué bien te explicas! PÁNFILO.- Y presto, en la hora, heme de casar con ella. CARINO.- (Aparte.) ¿Es que sueña lo que deseó despierto? PÁNFILO.- ¿Y el niño, Davo? DAVO.- No pienses en él; que él solo es a quien quieren bien los dioses. CARINO.- (Aparte.) Salvo soy, si esto es verdad: hablarle quiero. PÁNFILO.- ¿Quién es? ¡Oh, Carino, vienes al mejor tiempo del mundo! CARINO.- ¡Oh, qué buen suceso! PÁNFILO.- ¿Cómo? ¿Ya has oído...? CARINO.- Todo. ¡Ea!, acuérdate de mí en la prosperidad. Tú tienes ahora a Cremes de tu mano: yo sé que él hará, todo lo que tú quisieres. PÁNFILO.- Ya estoy en el caso. Pero hay para rato, si esperamos a que él salga. Vente conmigo por aquí; que está ahora allá dentro con Glicera. Tú, Davo, ve a casa; corre y llama quien la lleve de aquí. (Indicando la casa de GLICERA.) ¿Por qué te paras? ¿Por qué te detienes? DAVO.- Ya voy. (A los espectadores.) No aguardéis que salgan acá fuera: dentro se harán los desposorios. Si algo hay que quede por hacer, dentro se concluirá. ¡Aplaudid! FIN DE LA COMEDIA 2010 - Reservados todos los derechos Permitido el uso sin fines comerciales _____________________________________ Súmese como voluntario o donante , para promover el crecimiento y la difusión de la Biblioteca Virtual Universal. www.biblioteca.org.ar Si se advierte algún tipo de error, o desea realizar alguna sugerencia le solicitamos visite el siguiente enlace. www.biblioteca.org.ar/comentario TERENCIO: LA SUEGRA Introducción, versión y notas de José Juan Del Col NOTA BENE En atención a los lectores que ignoren el latín, traducimos la palabras o frases de ese idioma que se citen en el presente trabajo. Por el mismo motivo, en relación con la ortografía española, atildamos las palabras latinas esdrújulas, pero no las graves o llanas terminadas en consonante, advirtiendo que en estas el acento prosódico cae en la penúltima sílaba; advertimos además que no hay palabras latinas agudas. -2- INTRODUCCION 1. En el número anterior de estos CUADERNOS DEL INSTITUTO SUPERIOR “JUAN XXIII” se publicó la traducción al castellano de Formión de Terencio, que, salvo mejor aviso, es la primera que se llevó a cabo en América. Lo mismo cabe decir de La suegra, otra pieza del gentil comediógrafo latino, que se edita en este número. 2. La suegra es, como Formión y las cuatro restantes del teatro terenciano, una comedia palliata, es decir, de trama e indumentaria griega, relacionada con la Comedia Nueva Ática. 3. Al igual que Formión, deriva de Apolodoro de Caristo, el último representante de dicha Comedia, y no ya de Menandro, el astro de la misma, del cual provienen, en cambio, las otras cuatro piezas terencianas. Es cierto que el mejor manuscrito de Terencio, el Bembinus, trae en la didascalia la lección graeca Menandru (griega de Menandro), en discrepancia con la lección graeca Apollodoru (o Apollodori), que es avalada por el siguiente comentario de Donato: Haec fábula Apollodori dícitur esse graeca (Se dice que esta pieza es griega, de Apolodoro). Pero Rubio, analizado el caso, da como definitivas estas conclusiones a que ya había llegado Hildebrandt en el siglo pasado: a) Terencio imitó exclusivamente la Hécyra de Apolodoro; b) nunca existió una Hécyra de Menandro.1 4. La suegra es una comedia statária, o sea de acción sosegada, pobre de intriga, pero rica en diálogos: “todo el desarrollo —afirma Rubio— se reduce a discusiones, exámenes de conciencia y análisis psicológicos”.2 5. La pieza fue representada, durante la vida del poeta, tres veces: la primera en 165 y las otras dos en 160 a. de J.C. Por el segundo prólogo de la misma nos enteramos de que su representación sufrió dos chascos seguidos: la primera vez el público dejó plantados a los actores apenas cundió la noticia de un pugilato y de exhibiciones de un volatinero; la segunda vez, no bien corrió la voz de un espectáculo de gladiadores. Fue por la porfía de Ambivio Turpión, director de teatro y a la vez primer actor, que la comedia logró afirmarse en una tercera representación. Por la cronología de las magistraturas nombradas en su didascalia, se desprende que tal representación ocurrió en la primera quincena de setiembre del año 160 durante los Juegos Romanos. Fue también la última que se dio antes de que Terencio emprendiera su viaje al mundo griego, en cuyo transcurso —al regresar— halló la muerte. 6. La suegra es una comedia netamente sentimental, seria, melancólica, e incluso de tono lloroso. En ella, como advierte Pichón, no se encuentra el menor chiste.3 Humbert afirma que La suegra y El atormentador de sí mismo son “verdaderamente pequeños dramas” y supone que por tales piezas no se engañaba Diderot cuando veía en Terencio el antepasado y el modelo de la moderna comedia sentimental.4 Sin duda, más que El atormentador de sí mismo es un drama La suegra. Es “el drama más fino de Terencio”, dice Serafini; 5 “finísimo drama interior”, dice Bignone;6 “un drama de familia”, dice Pichón;7 “un verdadero cuadro de familia”, dice Schlegel.8 Con todo, Ashmore conceptúa La suegra como “la pieza de menos mérito”;9 Pierron a su vez escribe: “El interés de esta comedia no es extraordinario; su acción es fría y lánguida. Probablemente hubiese podido escoger Terencio algo mejor en Rubio, III, pp. 16-22. Rubio, III, p. 15. 3 Pichon, p. 78. 4 Humbert, pp. 59-60. 5 Serafini, p. 44. 6 Bignone, p. 68. 7 Pichon, p. 78. 8 Cf. Pierron, p. 123. 9 Ashmore, introd., p. 33. 1 2 -3- el teatro de Apolodoro. No quiere decir esto que se note en ella la falta de sus cualidades habituales; pero era preciso un genio distinto del suyo para animar aquellas figuras, y tal vez otro procedimiento dramático para obtener de aquel asunto algo más de lo que Terencio nos ofrece”.10 Coppola llega a afirmar a propósito de La suegra: “Terencio ha compuesto una comedia desigual, falsa y, en una palabra, equivocada”.11 Resultan raras semejantes apreciaciones de Ashmore, Pierron y Coppola; pareciera que dichos autores están bajo la impresión del reiterado fracaso que le tocó sufrir a la pieza. Pero debe tenerse en cuenta que, a pesar de tal fracaso, Terencio siguió cuidando y amando La suegra como la niña de sus ojos. Señal de que ella reflejaba con más fidelidad su alma e ideales de artista. Justamente por su tono más íntimo, más sentimental, más idealista y más moralizador, la crítica actual reconoce en La suegra la comedia más característicamente terenciana. Así Serafini escribe: “La suegra es la más terenciana de las comedias de Terencio: la que revela mejor la flor de su alma”; 12 y Paratore: “Por cierto La suegra es la más terenciana de las comedias de Terencio, y con sus largas vicisitudes parece haber constituido, amén de la hija predilecta del autor —precisamente por ser la más desgraciada—, también la sustancia de toda la más pura espiritualidad terenciana, el aljibe de su poesía mejor y por ende el trampolín para todas sus afirmaciones artísticas”.13 Y es muy significativo que Diderot estimara La suegra como el prototipo del drama burgués; 14 en realidad, según observa J. Coromines, “la pieza nos hace el efecto de un drama burgués moderno más que de una comedia antigua”.15 7. Y puede advertirse su influencia en la literatura dramática moderna. Ludovico Ariosto en Negromante deriva situaciones de La suegra, como de La andria y Formión. Benedetto Varchi en La Suocera (1557) unas veces traduce y para lo demás sigue paso a paso la homónima pieza terenciana. En ella se basa la Charitable Association de H. Brooke. Y en ella debió de inspirarse Cervantes en La fuerza de la sangre. 8. En la traducción que aquí se ofrece, se ha seguido, de ordinario, la edición crítica de LindsayKauer16 o la de Marouzeau.17 Pierron, p. 123. Cf. Stella, p. 31. 12 Serafíni, p. 45. 13 Paratore, SLL, pp. 113-114. 14 Cf. Marouzeau, III, p. 19. 15 Coromines, IV, p. 17. 16 Ver Bibliografía, p. 31. 17 Marouzeau, III, pp. 21-87. 10 11 -4- LA SUEGRA (HÉCYRA) 1 DIDASCALIA2 I (según el códice Bembino)3 He aquí La suegra de Terencio. Se puso en escena en los Juegos Megalenses,4 siendo ediles curules5 Sexto Julio César y Cneo Cornelio Dolabela. 6 Compuso la música7 Flaco, esclavo de Claudio;8 la ejecución9 se realizó toda con flautas iguales.10 El original es griego, de Menandro.n Es la quinta comedia del autor. La primera vez careció de prólogo. Otra vez se puso en escena durante el consulado de Cneo Octavio y Tito Manlio en los Juegos Fúnebres en honor de Lucio Emilio Paulo.12 No agradó. Por tercera vez se puso en escena siendo ediles curules Quinto Fulvio Hécyra en el texto latino. Más propiamente sería Hécura (Hekurá, en griego), puesto que solo en tiempos de Cicerón la ípsilon griega se transcribió “y” en el alfabeto latino. Hécyra significa suegra, pero con el sentido limitado a madre del marido, así como hekurós se decía del padre del marido. 2 Originariamente la palabra “didascalia” designaba el ensayo de coros y diálogos dramáticos conforme a las instrucciones del autor de la pieza; pasó luego a significar el mismo drama o su representación y, en fin, las listas de los certámenes dramáticos tanto de tragedias como de comedias. Estas listas eran, en Atenas, de carácter oficial, ya que se conservaban en los archivos del Estado. La registración de dramas se estiló también en Roma. La didascalia era pues algo asi como nuestra documentación para el registro de propiedad literaria y como el encabezamiento y el colofón de nuestros libretos. 3 Se trata del Vaticanus Latinus, indicado por la letra A (n. 3226 de la Biblioteca Vaticana). Se acostumbra llamarlo Bembinus por haber pertenecido primeramente a Bernardo Bembo y después a su hijo, el cardenal Pedro Bembo (1470-1547). Es el manuscrito más antiguo del teatro terenciano: se remonta a fines del siglo IV o comienzos del V; y es a la vez el más autorizado. 4 Había en Roma cinco solemnidades anuales con representaciones escénicas, pero parece que Terencio sólo intervino en dos de ellas, a saber en los Juegos Romanos y en los Juegos Megalenses; también participó en los Juegos fúnebres en honor de L. Emilio Paulo. Los Juegos Megalenses se celebraban, a fines de la República, del 4 al 14 de abril, conmemorando la traslación a Roma de la piedra que representaba a Cibeles desde su primitivo santuario de Pesinonte (Frigia, Asia Menor). Esa traslación, efectuada por consejo de los libros sibilinos en la época de la segunda guerra púnica, y precisamente en el año 205, señaló la introducción en Roma del culto en honor de Cibeles. Cibeles, antigua divinidad de origen frigio, pero asimilada por la mitología griega, era llamada la Gran (megále en griego; de donde megalenses) Madre, por hallarse enlazada al culto de la Tierra (Tierra-Madre, fuente de vida) y por haber engendrado a los más importates dioses del Olimpo (por lo cual se la denominaba también “madre de todos los dioses”). 5 Eran, en Roma, magistrados de orden inferior, que tenían derecho a la silla curul. A ellos, ya en tiempos de Terencio, les estaban confiadas la organización y la superintendencia de los Juegos Romanos y de los Megalenses. 6 Fueron ediles curules en el año 165 a. de J. C., año del primer intento frustrado de representación de esta pieza (cf. Introducción, n° 5). 7 Es decir, la música de los cántica. La comedia latina constaba de partes habladas (diverbia, diálogos) y de partes cantadas (cántica, cantos). Según Beare, el cánticum era una declamación rítmica hecha por un actor y sostenida por la melodía de un flautista. 8 El texto latino dice simplemente Flaccus Claudi. Se sobrentiende servus (o servos). Servus para unos autores es esclavo; para otros, liberto; para otros, ora esclavo y ora liberto; para otros, simplemente criado. La expresión elíptica Flaccus Claudi se encuentra en la didascalia de todas las piezas de Terencio. Flaco compuso pues la música para todas ellas. Nada más sabemos de él. Y nada en absoluto sabemos de su patrón Claudio. 9 A cargo, ordinariamente, del mismo compositor de la música. 10 Es decir, de la misma especie: o ambas derechas o ambas izquierdas. Las derechas servían para producir sonidos graves; las izquierdas, para el tiple (o sea, generalmente hablando, para los sonidos agudos). De ordinario, los autores identifican las flautas iguales con dos derechas. 11 Ver Introducción, n° 3. 12 Cneo Octavio y Tito Manlio fueron cónsules en 165 a. de J. C. A continuación se menciona el segundo fracaso ocurrido en los Juegos fúnebres en honor de Lucio Emilio Paulo; como consta que tales juegos se celebraron en el año 160, la apuntada nómina de los cónsules es evidentemente errónea. Los Juegos fúnebres eran los que se realizaban en honor de difuntos esclarecidos. Según Plinio, su institución se debe a Ascanio (o Iulus), hijo de Eneas y de Creúsa, que era considerado como origen y estirpe de la gens Júlia. — Lucio Emilio Paulo apodado el Macedónico, hijo del que, cuando cónsul, murió en la batalla de Cannas, fue edil y pretor en la España ulterior; cónsul en 182 a. de J. C. y vencedor de los piratas ligures; cónsul nuevamente en 168 y vencedor de Perseo, rey macedonio, en Pidna (ciudad de Macedonia; de ahí el sobrenombre de Macedónico); murió siendo censor en el año 160. Con motivo de sus funerales se representaron La suegra y Los hermanos. Amén de destacarse en la política y las armas, se destacó en la elocuencia y en el conocimiento de la lengua griega. (Diccionario del Mundo Clásico, s. v. Emilios, n. 24). 1 -5- y Lucio Marcio;13 la representaron14 Lucio Ambivio y Lucio Sergio Turpión.15 Esta vez agradó. II (según los manuscritos de Calliopius)16 He aquí La suegra (de Terencio). Se puso en escena en los Juegos Romanos,17 siendo ediles curules Sexto Julio César y Cneo Cornelio. No se llevó a término. Compuso la música Flaco, esclavo de Claudio; la ejecución se realizó toda con flautas iguales. Por segunda vez se puso en escena durante el consulado de Cneo Octavio y Tito Manlio en los Juegos Fúnebres en honor de Lucio Emilio Paulo. Por tercera vez se puso en escena siendo ediles curules Quinto Fulvio y Lucio Marcio. III (según la adaptación de datos propuesta por Marouzeau)18 Se puso en escena en los Juegos Megalenses, siendo ediles curules Sexto Julio César y Cneo Cornelio Dolabela; no se llevó a término. La representó Lucio Ambivio Turpión. Compuso la música Flaco, esclavo de Claudio; la ejecución se realizó toda con flautas iguales. Es griega, de Apolodoro.19 Fue la quinta en ser llevada a cabo. Primeramente se puso en escena sin prólogo, durante el consulado de Cneo Octavio y Tito Manlio. Otra vez se puso en escena en los Juegos Fúnebres en honor de Lucio Emilio Paulo, pero no agradó. Por tercera vez se puso en escena siendo ediles curules Quinto Fulvio y Lucio Marcio; y esta vez agradó. PERÍOCA DE CAYO SULPICIO APOLINAR20 Pánfilo se casa con Filomena. Precedentemente la había violado sin conocerla y le había sacado a Quinto Fulvio y Lucio Marcio fueron ediles curules en 160 a. de J. C. Presumiblemente esta tercera representación tuvo lugar en los Juegos Romanos. 14 La representación estaba a cargo de un dóminus gregis. Era, este, el director de la compañía cómica y a la vez el actor principal, pero también era el empresario. Con él pues se entendían los magistrados para la elección de las piezas, o le daban carta blanca al respecto; con él hacían el presupuesto de los gastos, y a él se los abonaban. El después se encargaba de todo (reclutamiento y ensayos de la compañía, aparato escénico, etc.). 15 Lucio Ambivio Turpión es el famoso dóminus gregis cuyo ascendiente, habilidad y tesón posibilitaron el triunfo en la escena, ya de Terencio, ya, anteriormente, de Cecilio. Según las didascalias, cuidó de la representación de todo el teatro terenciano. Lucio Sergio Turpión es un desconocido prescindiendo del informe que nos proporciona la presente didascalia. Siendo nombrados dos dómini gregis, hay que suponer que se reunieran para la misma representación dos compañías (catervae o greges. La Magna, Phormio, p. 24, nota 6); algún autor se muestra propenso a admitir tanto una idéntica representación con dos compañías distintas como dos distintas representaciones con distintos dómini gregis al frente de sendas compañías (Colombo, pp. 23-24). 16 Calliopius es un sabio del Renacimiento bizantino o, según Lindsay (cit. por Paratore, STL, p. 167), un inepto discípulo de aquel. El conjunto de manuscritos revisados por Calliópius constituyen la así llamada “recensión caliopea” (recénsio Calliopiana), que se designa colectivamente por la letra sigma mayúscula. 17 No en los Juegos Romanos, sino en los Juegos Megalenses, según el códice Bembino. Se cree que la tercera representación tuvo lugar en los Juegos Romanos del año 160. 18 Marouzeau, III, p. 23. 19 Ver Introducción, n° 3. 20 Períoca (Períocha) significa ‘sumario’, ‘compendio’. Se escribieron períocas para resumir los argumentos de las comedias de Plauto y Terencio, como asimismo de los libros de la Eneida. Las períocas del teatro terenciano y de la Eneida, y quizá también las no acrósticas del teatro plautino, fueron redactadas por C. Sulpicio Apolinar (gramático y retórico del siglo II de nuestra era, nacido en Cartago, y que fue maestro del escritor Aulo Gelio y del emperador Pértinax: Diccionario del mundo clásico, s. v. Sulpicios, 1). Las períocas de las piezas de Terencio constan, cada una, de doce versos senarios yámbicos (las de la Eneida, de seis hexámetros). Están compuestas sobre el modelo de las hypothéseis (temas, argumentos) griegas, de las cuales nos ha conservado un ejemplo para el Heros de Menandro un papiro de Aphroditópolis. Su estilo, como bien hace notar Marouzeau, es conciso, obscuro, desgarbado y rayano en la incorrección (I, p. 105). Por eso, es tan solo en fuerza de la tradición —advierte a su vez Rubio— si los pobres sumarios de C. Sulpicio Apolinar siguen teniendo en nuestras ediciones de Terencio el honor de preceder las piezas de este (I, p. XXIII). 13 -6- viva fuerza un anillo que le obsequió a su amiga, la meretriz Baquis. Luego, sin haber aún tocado a su mujer, partió para Imbros.21 La madre de Filomena advierte que esta se halla embarazada; a fin de que no se entere la suegra, la lleva a su propia casa como si estuviera enferma. Regresa Pánfilo; descubre el parto; mantiene el secreto; sin embargo, no quiere volver a tomar a la mujer. Su padre atribuye tal actitud al amor por Baquis. Mientras esta se sincera, Mirrina reconoce por casualidad el anillo de la hija que fuera violada. Imbros o Imbro, isla del mar Tracio, al sur de Samotracia, no lejos de los Dardanelos. Antiguamente estuvo por largo tiempo bajo la dominación de Atenas; en la actualidad pertenece a Turquía. También la ciudad capital de la isla se llamaba Imbros. 21 -7- PERSONAJES22 (PRÓLOGO). LAQUES, anciano (padre de Pánfilo). FIDIPO, anciano (padre de Filomena). PÁNFILO, joven (hijo de Laques y Sóstrata, esposo de Filomena). MIRRINA, esposa (de Fidipo). SÓSTRATA, esposa (de Laques). SIRA, anciana (casamentera). BAQUIS, meretriz (amiga de Pánfilo). FILOTIS, meretriz (amiga de Baquis). PARMENÓN, esclavo (de Laques). SOSIA, esclavo (de Pánfilo). (EL CANTOR). Personajes que no hablan FILOMENA, joven (hija de Fidipo y Mirrina). ESCIRTO, esclavo (de Pánfilo). UNA NODRIZA. DOS CRIADAS (de Baquis). Ningún códice trae la lista de personajes. Ciertos códices, sin embargo, traen en su lugar la ilustración de un pequeño edificio con las máscaras de los personajes que intervienen y que están indicados por sendos nombres yuxtapuestos. Tales nombres y además los títulos de las escenas permitieron formar dicha lista. En las ediciones críticas de las comedias de Terencio, para cada personaje se indica escuetamente, al lado del nombre del personaje, su edad o condición o profesión, como senex, anciano, libertus, liberto, obstetrix, partera, etc. Pero en las traducciones se acostumbra ampliar la información señalando las relaciones de parentesco, de amor o amistad, de servidumbre, o alguna otra circunstancia aclaratoria, como la procedencia. 22 -8- PRIMER PRÓLOGO (escrito para la segunda representación)23 Esta comedia se titula La suegra. Cuando se puso en escena por primera vez, le sobrevino un lance malhadado y sin precedentes, tal que ni pudo ser vista ni apreciada. Resulta que el público desertó atraído por un funámbulo,24 en cuyas acrobacias quedó luego absorto. A la verdad, la pieza es ahora como nueva; 25 el que la ha compuesto no quiso entonces que se tornase a representar,26 simplemente para poder vender otra vez el libreto.27 Ya conocen otras piezas de él;28 les ruego pues que tomen conocimiento también de esta. En alguna comedia ática del siglo IV a. de J. C. se puede hallar un prólogo que ostenta una exposición del argumento y a la vez una breve apología de la obra y de su autor; pero normalmente la comedia nueva lleva un “prólogo - exposición”. Los de Terencio, en cambio, ni una vez son prólogos expositivos, sino siempre y exclusivamente apologéticos. Hacen, en efecto, una apología de su obra, pero de ordinario, más que para encarecerla, para defenderla de la denigración, acusaciones y ataques de los rivales literarios. El prólogo que aquí se consigna fue escrito para la segunda tentativa de representación de La suegra, que se verificó en el año 160 a. de J. C., con motivo de los Juegos fúnebres en honor de L. Emilio Paulo (cf. Introducción, n° 5, y nota 12, p. 5). 24 Los funámbulos eran siempre esclavos de categoría. Ora se valían de balancín o contrapeso, ora no, como se desprende de los frescos de Pompeya. Sus primeras exhibiciones se remontan al siglo II a. de J. C. 25 Como nueva, por no haberse estrenado todavía; simplemente había habido un intento de representación. Ashmore ve en la expresión “como nueva” una alusión a una innovación de la comedia, que le habría consentido a Terencio negociarla por segunda vez (notas, p. 215). 26 Es decir, que se intentara nuevamente la representación después del espectáculo del volatinero. 27 Los dramaturgos vendían sus piezas a los ediles, como consta por el prólogo del Eunuco, verso 20. Terencio asegura por boca del prologuista que el único móvil que lo indujo a no admitir una segunda representación después de los ejercicios del equilibrista, fue el deseo de sacar un nuevo provecho pecuniario al hacer, para otra fiesta, una nueva venta del libreto. Así interpretamos con Abril (Publio Terencio Afer: vol. La andriana — La suegra — El atormentador de sí mismo, p. 67), Chambry (I, p. 377), Marouzeau (III, p. 27), Ronconi (p. 221)... Pero indudablemente resulta extraña esa declaración de avaricia por parte del comediógrafo. Debido a eso, Bindi opina que aquel prefirió pasar por avaro a confesar ingenuamente el miedo que en realidad experimentara entonces de que la pieza sufriese otro chasco, por estar ya disipado el público a causa del espectáculo del funámbulo (Stella, p. 48). Después del pasaje citado, la mayoría de los editores suponen una laguna. Entonces, si bien puede seguir en pie la interpretación anterior (cf., v. gr., Stella, loc. cit.; y Sargeaunt, II, p. 127), caben interpretaciones diversas y aun la interpretación netamente contraria. A fin de captar mejor el presente análisis, es bueno tener a la vista el texto latino, que reza así: et is qui scrípsit hanc ob eam rem noluit / óterum referre ut íterum possit véndere (versos 6-7). En nuestra traducción hicimos caso omiso de “et” como de una redundancia (siguiendo en esto a Abril, Sargeaunt, Chambry, Ronconi) y consideramos la expresión “ob eam rem” como que puntualiza y encarece la oración final “ut íterum possit véndere” (siguiendo a Ashmore, notas, p. 215, 6-7). Pero guardando “et” y tomando “ob eam rem” como mera prolepsis de la oración final, parece que el pensamiento queda inconcluso y que por lo tanto es forzoso admitir una laguna en el prólogo. La traducción resultaría pues la siguiente: “y el que la ha compuesto no quiso entonces que se tornase a representar para poder vender otra vez el libreto...[Laguna]“. Tal es, con leves variantes formales, la interpretación de Voltes Bou (p. 223). J. Coromines, precedido por otros en su interpretación (cf. Marouzeau, II, p. 27, nota 2) traduce resueltamente: “Y si el que la ha escrito no quiso que se tornase a representar, no es a fin de poderla vender otra vez”, comentando al pie de página: “El verso que aquí se habría perdido debía decir ‘sino para que el público pudiera apreciar sus méritos’ o algo parecido” (IV, p. 27). También Ashmore señala una laguna y en sus notas (p. 215, 7) declara: “Se puede suponer que él (Terencio) la vuelva a poner en escena (la pieza) a sus expensas. Sea como fuere, él renuncia a todo deseo de ofrecer nuevamente la pieza por dinero. Es probable que Terencio completaría su pensamiento en los versos que llenaban la laguna marcada en el texto”. Debe advertirse, con todo, que la laguna en cuestión es una mera suposición, ya que Donato reconoce completo el texto o por lo menos no muestra sospechar que falte algo (cf. Coromines, IV, p. 27, nota 2). 28 Como el primer prólogo fue escrito para el segundo intento de representación de la pieza, el público ya conocía todas las demás piezas de Terencio excepto Los hermanos. En efecto, según la generalidad de los autores el orden de representación de sus comedias es este: La andria en 166 a. de J. C.; La suegra (primer chasco) en 165; El atormentador de sí mismo en 163; El eunuco y Formión en 161; La suegra (segundo chasco), Los hermanos y La suegra (representación con éxito) en 160. 23 -9- SEGUNDO PRÓLOGO (escrito para la tercera representación) 29 Como abogado me presento a ustedes, si bien con atavío de Prologuista. 30 Dejen que explique y consiga, ahora que soy viejo, disfrutar del mismo derecho de que gocé siendo joven, cuando logré que se afianzaran comedias que la primera vez habían fracasado, y así no desaparecieran juntamente con su autor. Es el caso de las piezas de Cecilio.31 Cuando, recién compuestas, las recité por primera vez, en unas fui silbado y en otras a duras penas me mantuve en pie. Como sabía que es fluctuante la suerte del teatro, por eso quise tomarme, sin esperanza cierta, un trabajo seguro. Me di pues a repetir aquellas piezas, para así obtener del autor nuevos originales, y lo hice con empeño, a fin de mantener su entusiasmo. El resultado fue que se las vio; y una vez conocidas, agradaron. De esta manera volví a poner en su lugar al poeta que ya por la malicia de sus adversarios, casi se había apartado de su afición y del cultivo del arte dramático. Si yo, en cambio, hubiese por entonces desdeñado esos dramas y hubiese querido emprender la tarea de persuadirle a desentenderse de comedias en vez de dedicarse a ellas, fácilmente le habría quitado la gana de componer otras. Ahora, por deferencia hacia mí, presten atención benévola a lo que les pido. Vuelvo a poner en escena la Hécyra, que nunca me fue dado recitar frente a un público silencioso: ¡tanto se ensañó con ella la mala suerte! Pero esta mala suerte, la hará cesar la inteligencia de ustedes colaborando con nuestra diligencia en la ejecución. La primera vez que emprendí su representación, la noticia de un pugilato (a la que se añadió la expectativa de ver a un funámbulo), la turbamulta de los simpatizantes, el bochinche, el griterío de las mujeres me obligaron a retirarme de las tablas antes de tiempo. La pieza había quedado sin estrenar. Y bien, según mi antigua costumbre, volví a probar fortuna. La represento, pues, de nuevo. Al comienzo agradó, pero he ahí que corre la voz de un espectáculo de gladiadores. Allá vuela el público; arman alboroto, gritan, se pelean disputándose los puestos; yo, mientras tanto, no pude conservar el mío. Ahora no hay bullicio; hay calma y silencio; se me ha dado tiempo adecuado para recitar, y a ustedes se les da la oportunidad de realzar los espectáculos dramáticos; no consientan en que el arte teatral pase a ser privilegio de unos pocos; hagan de manera que el prestigio de ustedes favorezca y ayude al mío. Si jamás fijé con codicia el precio para mi arte y si me persuadí de que mi mayor ganancia es prestar el mayor servicio a los intereses de ustedes, déjenme obtener que el que confió a mi tutela sus dotes, y su persona a la lealtad de ustedes, no tenga que comprobar que los malignos malignamente lo aprietan y vejan con sus mofas. En atención a mí, amparen esta causa y guarden silencio, de suerte que a otros les resulte grato componer y a mí provechoso montar en lo sucesivo comedias nuevas, pagadas de mi bolsillo. 32 Esto es, para la representación que finalmente fue coronada por el éxito y que tuvo lugar en los Juegos Romanos del año 160 (cf. Introducción, n° 5). 30 El Prologuista, que normalmente era joven (cf. El atormentador de sí mismo, versos 1-2: "Para que ninguno de ustedes se extrañe de que el poeta haya confiado a un anciano un papel que es propio de jóvenes..."), tenía en la mano un ramo de olivo o de laurel con cintas enlazadas; y quizás llevaba un traje o disfraz especial (cf. Stella, p. 50, nota al v. 9). Dicho traje o disfraz era, según Fabia, el que correspondía al tipo del adulescens (joven); y el ramo de olivo, según el mismo crítico, indicaba que el Prologuista era un personaje que suplicaba a favor de la pieza. Saunders, empero, prueba que el Prologuista no siempre aparecía con un ramo de olivo en la mano y que su cometido lo desempeñaba, no un adulescens típico, sino cualquier hombre joven (Duckworth, p. 92). Aquí el prologuista no puede ser sino L. Ambivio Turpión, pues él, y no otro, es quien logró llevar al éxito el teatro de Cecilio y Terencio (cf. nota 15, p. 6). 31 La alusión es a Cecilio Estacio, notable comediógrafo; el mejor de los romanos, en sentir de Volcacio Sedígito y Cicerón. 32 Ver nota 14, p.6. 29 - 10 - ACTO PRIMERO Escena I FILOTIS, SIRA33 FILOTIS — (Saliendo con Sira de la casa de Baquis.) Por Pólux, Sira, que se hallan muy pocos amigos que permanezcan fieles a las meretrices. Ese Pánfilo, por ejemplo, cuántas veces le juraba a Baquis y con qué solemnidad —cualquiera habría podido darle crédito fácilmente— que jamás, mientras ella viviese, llevaría esposa a su casa. Y ahí lo tienes: se ha llevado una. SIRA — Es justamente por eso que yo no dejo de aconsejarte y encarecerte que no tengas lástima de nadie, sino que, por el contrario, despojes, mutiles y destroces a todo el que te viniere a las manos. FILOTIS — ¿No habré de exceptuar a ninguno? SIRA — A ninguno, pues —grábatelo en la cabeza— ninguno, absolutamente ninguno de esos mariposones se llega a ti sin la tentación de halagarte y mimarte a fin de satisfacer luego su apetito contigo al menor precio posible. Dime, pues: tú, por tu parte, ¿no le armarás asechanzas a esa gentuza? FILOTIS — No obstante, por Pólux, es injusto que yo me porte del mismo modo con todos. SIRA — ¿Y qué? ¿Es injusto vengarse de los adversarios o, por mejor decir, envolverlos en la misma red en que tratan de envolverte a ti? ¡Ah, infeliz de mí! ¿Por qué no tendré yo tu edad y hermosura o tú mi manera de ver? Escena II PARMENÓN, FILOTIS, SIRA PARMENÓN — (Saliendo de la casa de Laques y hablando hacia dentro.) Si el viejo pregunta por mí, dile que acabo de ir al puerto a informarme de la llegada de Pánfilo. ¿Entiendes lo que digo, Escirto? 34 Si pregunta por mí, entonces dile eso; pero si no pregunta, ¡mutis!, para que en otra ocasión pueda valerme de esa excusa aún intacta. (Dándose vuelta y viendo a Filotis.) Pero ¿es Filotis la que veo? ¿De dónde vendrá? (A Filotis.) ¡Muy bienvenida, Filotis! FILOTIS — ¡Oh, bien hallado, Parmenón! SIRA — Por Cástor, los dioses te guarden, Parmenón. PARMENÓN —Y a ti también, por Pólüx, Sira. (A Filotis.) Dime, Filotis: ¿dónde te has solazado durante tanto tiempo? FILOTIS — En verdad que no me he solazado nada, ya que de aquí me fui a Corinto con un soldado de carácter muy duro: allá, desdichada, tuve que aguantarlo dos años seguidos. PARMENÓN — Por Pólux, supongo, Filotis, que a menudo hizo presa de ti la nostalgia de Atenas y el arrepentimiento de la decisión que habías tomado. FILOTIS — Imposible decir cómo ansiaba regresar, dejar al soldado y volver a verlos a ustedes aquí, para gozar sin cortapisas de sus festines, como en otro tiempo; pues allá no me estaba permitido hablar sino con la autorización y conforme al gusto de él. PARMENÓN — Me imagino que no sería tarea fácil para el soldado poner coto a tu cháchara. FILOTIS — Pero ¿qué historia es esta? ¡Qué cosas acaba de contarme Baquis ahí, en su casa! Yo La meretriz Filotis y la casamentera Sira son, como observa Donato, personajes protáticos, es decir, personajes cuyo cometido es exponer el argumento del drama (prótasis), retirándose luego definitivamente de la escena. 34 Escirto era un esclavo; quizás el iánitor (llamado también ostiárius) o el cubiculárius. El iánitor o portero vigilaba la puerta exterior, de la que tenía las llaves; permanecía sentado en una pequeña habitación a la entrada. El cubiculárius o cubiculario (camarero) se hallaba ante la pieza de su señor y le anunciaba los visitantes. (Diccionario del Mundo Clásico, s. v. esclavos, 4). 33 - 11 - jamás hubiera creído que él, mientras viviese ella, se determinara a tomar mujer. PARMENÓN — ¡Cómo! ¿Tomar mujer? FILOTIS — ¡Vamos! ¿Acaso no la tiene? PARMENÓN — Sí, la tiene; pero temo que ese casamiento no sea duradero. FILOTIS—Los dioses y las diosas hagan que así sea, si es cosa que conviene a Baquis. Pero, dime, Parmenón: ¿cómo puedo creerlo? PARMENÓN — No es cosa para darla a conocer; deja pues de averiguar. FILOTIS — El motivo es para que no se divulgue, ¿verdad? Pues así me favorezcan los dioses como yo te pregunto no ya para manifestarlo, sino para gozarme de saberlo secretamente, en mis adentros. PARMENÓN — Nunca hablarás tan dulcemente como para que yo ose confiar mis espaldas a tu discreción. FILOTIS — ¡Bah! No te hagas rogar tanto. ¡Como si tú no tuvieras mucha más gana de contar que yo de saber lo que te pregunto! PARMENÓN — (Aparte.) Tienes razón. Ese es mi peor defecto. (Alto.) Si me das palabra de guardar secreto, te lo diré. FILOTIS — Ahora vuelves a tu manera de ser. Te doy mi palabra. Habla, pues. PARMENÓN — Oye. FTLOTIS — Soy toda oídos. PARMENÓN — De nuestra Baquis estaba entonces Pánfilo más enamorado que nunca, cuando he aquí que su padre empieza a rogarle que se case y a decirle lo que comúnmente dicen todos los padres, es decir, que él es viejo, que tiene un solo hijo, que quiere un apoyo para su vejez. Al principio aquel se niega, pero luego el padre, a fuerza de insistir y apremiar, lo sumió en la mayor perplejidad sobre si debía responder antes al respeto filial o al amor. Al fin el viejo, machacando e importunando, se salió con la suya: lo desposó con una hija del señor de esa casa que linda con la nuestra. El compromiso le pareció a Pánfilo un negocio nada grave hasta que vio inminentes ya las bodas, después de advertir que estaban listos los preparativos y que no podía contar con ninguna dilación. Entonces solamente se angustió y de tal modo que la misma Baquis si hubiera estado ahí presente, creo que habría tenido compasión de él. Cada vez que le era dado aislarse para hablar a solas conmigo, me repetía: “¡Estoy perdido, Parmenón! ¡En qué lío me he metido! No podré, Parmenón, aguantar esto. ¡Ah, desdichado de mí, estoy perdido!” FILOTIS — ¡Que los dioses y las diosas te destruyan, Laques, a ti y a esa tu porfía! PARMENÓN — En fin, para abreviar, se trajo la mujer a casa. Aquella primera noche no tocó a la doncella; y la noche que siguió, tampoco. FILOTIS — ¿Qué dices? ¿Es posible que un joven se haya acostado con una doncella, después de beber más que de costumbre, y haya sido capaz de abstenerse de ella? No es verosímil lo que dices; no lo creo. PARMENÓN — Ya lo creo que así te parece; pues nadie se acerca a ti sino codiciándote; él, en cambio, se había casado contra su voluntad. FILOTIS — ¿Y qué ocurrió después? PARMENÓN — Apenas unos días después, Pánfilo me lleva afuera a solas y me cuenta que la doncella, por lo que a él se refiere, se halla todavía intacta, y que él, antes de llevarla a casa como esposa, había abrigado la esperanza de poder conformarse a ese casamiento. “Pero, ya que he juzgado, añade, que no la puedo tener por más tiempo, no sería decoroso para mí ni beneficioso para ella misma si la retuviera para mi holganza en vez de devolverla a los suyos intacta como me la entregaron”. FILOTIS — En lo que me cuentas se echa de ver la honradez y delicadeza de Pánfilo. PARMENÓN — “Dar a conocer eso, decía, yo estimo que sería perjudicial para mi reputación; y, por otro lado, devolver la doncella a su padre sin poderla acusar de culpa alguna, sería una insolencia; pero confío que ella, una vez que advierta que no puede sufrir mi compañía, terminará por irse”. FILOTIS — ¿Y entretanto? ¿Seguía yendo a casa de Baquis? PARMENÓN — Cada día. Pero, como es natural, al ver que ya lo había perdido, se le hizo enseguida - 12 - muy cerril y más exigente. FILOTIS — Nada raro, por Pólux. PARMENÓN — Pues eso fue lo que más que nada lo separó de ella, después que se estudió mejor a sí mismo, y a ella y a la otra que tenía en casa, juzgando del carácter de ambas conforme al respectivo comportamiento. Su mujer, como han de serlo las de noble naturaleza, era recatada, modesta; soportaba todos los disgustos y agravios que le deparaba el marido y disimulaba sus afrentas. Entonces el ánimo de Pánfilo, en parte porque ganado por la compasión hacia su mujer, en parte porque cansado de las insolencias de su amiga, poco a poco se apartó de Baquis y encauzó su amor hacia la otra, después que encontró en ella una índole adecuada a la suya. En el ínterin muere en Imbros un viejo pariente de mis amos; su herencia por ley les correspondía a ellos. El padre forzó a Pánfilo, enamorado ya de su esposa y que por eso mismo se resistía, a que viajara allá. Aquí dejó a la esposa con la madre; el viejo, en efecto, se ha recluido en el campo y raramente viene acá, a la ciudad. FILOTIS — Pues ¿qué lado flaco tiene todavía el casamiento? PARMENÓN — Ahora lo vas a oír. Al principio, por unos días, se llevaban perfectamente; pero he ahí que la nuera empezó a aborrecer a Sóstrata del modo más extraño, pues no había entre ellas litigio alguno ni jamás recriminaciones. FILOTIS — ¿Qué había entonces? PARMENÓN — Si alguna vez la suegra se le acercaba para conversar con ella, ella al punto se escabullía; no quería verla; al fin, cuando ya no pudo aguantarla, simula que su madre la llama para un sacrificio. Se va. Después de pasar ahí muchos días, la suegra la manda llamar. No sé qué pretexto adujeron. La manda llamar otra vez; tampoco esta vez se la envían. Después que la hubo llamado muchas veces más, le fingen que la mujer está enferma. Entonces nuestra vieja va en seguida a verla. No la dejan entrar. Ayer el viejo, luego que supo la cosa, vino del campo expresamente por eso, y sin dilación fue a hablar al padre de Filomena. Qué han concertado entre ellos, aún no lo sé; pero me devano los sesos pensando en qué ha de parar todo esto. Ahora lo sabes todo. Yo prosigo mi camino hacia donde iba. 35 FILOTIS — Y yo también, pues he convenido con cierto forastero en reunirme con él. PARMENÓN — Que los dioses favorezcan tus asuntos. FILOTIS — ¡Que lo pases bien! PARMENÓN — Gracias, igualmente, Filotis. ACTO SEGUNDO Escena I LAQUES, SÓSTRATA LAQUES — (Saliendo de casa, seguido de su mujer.) ¡En nombre de los dioses y de los hombres! ¡Qué clase de gente es esta! ¡Qué conspiración! ¿Será posible que todas las mujeres en todo y por todo tengan idénticas aficiones y aversiones, y que no se encuentre ni una que se aparte un tanto de las inclinaciones de las otras? Así, por ejemplo, todas las suegras unánimemente detestan a las nueras. Y por lo que concierne a los maridos, tienen igual empeño, igual terquedad en llevarles la contra. A mí me parece que todas han aprendido malicia en la misma escuela. Y en tal escuela, si existe alguna, tengo por muy cierto que mi mujer es la maestra. SÓSTRATA — ¡Desgraciada de mí, que ignoro al presente de qué se me acusa! LAQUES — ¡Cómo! ¿Que lo ignoras? SÓSTRATA — Sí, así me amen los dioses, Laques mío, y así nos consientan vivir juntos toda la vida. LAQUES — ¡Que los dioses nos libren de semejante desgracia! 35 Es decir, hacia el puerto (cf. comienzo de la escena: p. 11). - 13 - SÓSTRATA — En breve, estoy segura, descubrirás que me has acusado sin razón. LAQUES — ¿A ti sin razón? ¿Acaso puede emitirse juicio que te cuadre y guarde proporción con tus desatinos? Tú me desacreditas a mí, a ti, a toda la casa; preparas para el hijo una fuente de aflicción; y además haces que nuestros parientes, de amigos se nos vuelvan enemigos, ellos que a Pánfilo habían juzgado digno de confiarle su hija. ¡Tú sola te atraviesas para revolverlo todo con tu desvergüenza! SÓSTRATA — ¿Yo? LAQUES — Sí, tú, mujer, que me consideras nada más que un bodoque, no ya un hombre. ¿Piensan acaso que, porque yo suelo estar de ordinario en el campo, no sé cómo pasa aquí su vida cada una de ustedes? Sé mucho mejor lo que ocurre aquí que lo que ocurre allá donde estoy con asiduidad, justamente porque, según se portan ustedes en casa, tengo yo afuera tal o cual fama. Hace ya mucho tiempo, en efecto, que oí decir que Filomena te había cobrado aborrecimiento. No me extraña en absoluto; más me extrañaría si no lo hubiera hecho. Pero no creía que llegase hasta el punto de envolver en ese aborrecimiento a toda nuestra casa; pues, de haberlo sabido, habría preferido que ella se quedara en casa y tú te marcharas a otra parte. Y mira, Sóstrata, cuán inmerecido es el disgusto que me das: yo me fui a habitar en el campo, para dejarlas aquí en libertad de acción y mirar yo allá por el patrimonio, de suerte que este pudiera alcanzar para sus gastos y holganza, no escatimando yo fatigas, antes, al contrario, yendo más allá de lo justo y de lo que consentiría mi edad. A cambio de estos servicios, ¿no hubieras tenido que preocuparte por ahorrarme todo sinsabor? SÓSTRATA — Eso, por Pólux, no ha sucedido ni por mi causa ni por mi culpa. LAQUES — Todo lo contrario. Aquí has estado tú sola; en ti sola estriba, Sóstrata, toda la culpa. Habrías tenido que cuidar de los asuntos domésticos, puesto que yo las he librado de las demás preocupaciones. ¿No te da vergüenza que una vieja como tú se haya creado enemistades con una niña? ¿Dirás que fue por su culpa? SÓSTRATA — De ninguna manera digo tal cosa, Laques. LAQUES — Me alegro, así me amen los dioses, por el hijo; ya que, por lo que a ti se refiere, bien sé que, aunque siguieras cometiendo faltas, ya no es posible hacer tu reputación peor de lo que es. SÓSTRATA — ¿Qué sabes tú, esposo mío, si ella no fingió detestarme para poder estar más tiempo con su madre? LAQUES — ¿Qué dices? ¿No es bastante significativo el hecho de que ayer cuando fuiste a verla, no te dejaron entrar? SÓSTRATA — Es que decían que en ese momento estaba completamente extenuada; por eso no me dejaron verla. LAQUES — Yo creo que su enfermedad, más que de ninguna otra cosa deriva de tu carácter. Y es natural. En efecto, no hay ninguna de ustedes que no quiera ver casado a su hijo. Se las complace en el partido que es de su agrado, pero luego que los hijos tomaron esposas a instigación suya, es también a instigación suya que las repudian. Escena II FIDIPO, LAQUES, SÓSTRATA FIDIPO — (Saliendo de su casa y hablando hacia adentro.) Bien sé, Filomena, que tengo derecho de obligarte a hacer lo que yo mande; sin embargo, movido por mi afecto paternal, trataré de obrar de acuerdo contigo y no me opondré a tu capricho. LAQUES — (Aparte.) Ahí viene Fidipo, muy oportunamente. Por él conoceré qué enredo es este. (Alto.) Fidipo, yo sé que soy condescendiente con todos los míos, pero no a tal extremo de que mi complacencia estrague su carácter. Si tú hicieras otro tanto, eso sería más provechoso tanto para ustedes como para nosotros. Pero ahora veo que estás bajo el poder de esas dos mujeres. FIDIPO — (Con ironía.) ¡Claro! LAQUES — Vine ayer a hablarte de tu hija, pero me despediste tan perplejo como había venido. Si - 14 - quieres que nuestro parentesco dure siempre, no está bien que ocultes resentimientos. Si en algo hemos faltado, manifiéstalo. Remediaremos el asunto o refutando los cargos o bien disculpándonos con ustedes. Pero si el motivo de retenerla junto a ustedes es porque está enferma, pienso, Fidipo, que me haces un agravio si temes que en mi casa no se la atendería con suficiente diligencia. Cuando menos, así me amen los dioses, no te concedo en absoluto, aunque seas su padre, que tú quieras su restablecimiento más que yo; y esto en consideración a mi hijo, pues me he dado cuenta de que él la aprecia como a sí mismo. Y sobre todo no se me oculta cuán vivamente lo va a sentir si llega a enterarse del caso. Por eso procuro que vuelva a casa ella antes que él. FIDIPO — Laques, bien conozco la diligencia y bondad de ustedes, y estoy convencido de que todo lo que dices es efectivamente como tú lo dices. A la vez deseo que me des crédito en esto: que busco con empeño que ella vuelva con ustedes, si es que de algún modo lo puedo conseguir. LAQUES — ¿Qué te impide hacerlo? ¡Eh!, ¿tienes acaso alguna queja contra su marido? FIDIPO — En absoluto; pues, luego que insistí más y desplegando todo mi ascendiente empecé a hacerle fuerza para que regresara, se puso a jurar por lo que hay de más sagrado que estando ausente Panfilo no podría aguantar en su casa. Otros probablemente tienen otro defecto; yo soy blando por naturaleza y por ende no soy capaz de contrariar a los míos. LAQUES — Ahí tienes, Sóstrata. SÁSTRATA — ¡Ay, desdichada de mí! LAQUES — (A Fidipo.) ¿Es cosa decidida? FIDIPO — Por ahora a lo menos, parece que sí. ¿Algo más se te ofrece?, pues traigo entre manos un asunto por el cual necesito ir en seguida al foro. LAQUES — Voy contigo. Escena III SÓSTRATA, sola SÓSTRATA — Por Pólux, que es, en verdad, una injusticia sin igual el que todas nosotras por igual seamos aborrecidas de los maridos a causa de unas pocas, que a todas nos hacen parecer dignas de castigo. Pues, en efecto, así me amen los dioses, como estoy exenta de culpa con respecto a lo que mi marido me echa en cara. Pero no me resulta fácil justificarme: ¡tan arraigado es el convencimiento de que todas las suegras son perversas! Pero, por Pólux, yo a lo menos no lo soy. En efecto, nunca la he tratado de otro modo que como si fuera hija mía. Y no me explico cómo pueda ocurrirme esto. Lo único que sé, por Pólux, es que ahora estoy aguardando con viva impaciencia el regreso de mi hijo. ACTO TERCERO Escena I PÁNFILO, PARMENÓN, (MIRRINA) PÁNFILO —Yo creo que a nadie jamás se le han presentado, a causa del amor, más amarguras que a mí. ¡Ah, qué desgraciado soy! ¡Esta es la vida que no he querido perder! 36 ¡Para esto yo estaba tan deseoso de regresar a mi casa! ¡Oh, cuánto mejor me hubiera sido irme a vivir al cabo del mundo, antes que volver acá y descubrir, desventurado de mí, que pasa esto! Pues todos aquellos a quienes nos ha sobrevenido de alguna parte algún infortunio, todo el tiempo que transcurre entre medio o antes de enAlude a los riesgos y zozobras de su navegación de treinta días (cf escena IV, p. 19). Lo que entiende decir es "¡No valía la pena arrostrar esos azares para no perder una vida como la que me toca vivir ahora!"; o bien, según Stella (p. 94, nota al verso 282): "No valía la pena que yo me afanara en superar los peligros del viaje..." 36 - 15 - terarnos, lo hemos de tener por ganancia. PARMENÓN — Pero así hallarás más pronto cómo librarte de estas pesadumbres. Si no hubieses regresado, esos rencores se habrían enconado mucho; ahora, en cambio, has de saber, Pánfilo, que las dos tendrán consideración a tu llegada. Te impondrás del pleito, disiparás la irritación, las pacificarás de nuevo. Son cosas leves las que tú estás persuadido que son graves en extremo. PÁNFILO — ¿Por qué tratas de consolarme? ¿Acaso hay alguien en algún lado que sea tan desgraciado como yo? Antes de casarme, tenía mi corazón entregado a otro amor. Sin embargo, nunca me atreví a rechazar a la mujer que mi padre me hizo tomar; y ya en esto, aunque yo no especifique nada, cualquiera puede entender fácilmente lo desventurado que fui. A duras penas me había apartado de aquella y había desenredado mi corazón de la afición que le tenía; y a duras penas lo había transferido a esta otra, cuando, ¡zas!, surge algo nuevo para apartarme también de esta. Además, pienso que, a consecuencia de lo ocurrido, hallaré culpable a mi madre o a mi mujer; y una vez que descubra que es así no más, ¿qué me queda sino seguir siendo desdichado? Pues el afecto y el respeto, Parmenón, me obligan a tolerar los agravios de mi madre; pero, por otra parte, estoy en obligación con mi esposa: me sufrió en otro tiempo con su buen carácter; y jamás, en ninguna circunstancia, dio a conocer tantos ultrajes como le inferí. Pero, Parmenón, es preciso que haya ocurrido no sé qué barbaridad para que entre ellas se interpusiera un aborrecimiento que duró tan largo tiempo. PARMENÓN — Pero no, por Hércules, sino una bagatela. A buen seguro, si quieres investigar el verdadero móvil de las cosas, hallarás que a veces los mayores enojos no son indicio de los mayores agravios, porque a menudo sucede que, en casos donde uno ni siquiera está enfadado, otro, propenso a la ira, está hecho una fiera. Mira por cuán fútiles agravios los niños se trenzan en peleas. ¿Por qué? Porque es de poca consistencia el espíritu que los rige. Igualmente esas mujeres son casi como niños, ligeras de cascos. Quizás bastó una sola palabra para excitar entre ellas ese encono. PÁNFILO — (Indicando la casa de Fidipo.) Vete ahí adentro, Parmenón, y anuncia mi llegada. 37 PARMENÓN — (Cerca de la puerta.) ¡Oh! ¿Qué es eso? PÁNFILO — (Acercándose.) ¡Cállate! Siento bullicio y correr de acá para allá. PARMENÓN — Vamos, acércate más a la puerta. (Pausa.) ¡Eh! ¿Has oído? PÁNFILO — No hables. Por Júpiter, he oído gritos. PARMENÓN — Tú hablas y a mí me lo prohíbes. MIRRINA — (Desde adentro.) ¡Calla, te conjuro, hija mía! PÁNFILO — Me ha parecido la voz de la madre de Filomena. ¡Estoy desesperado! PARMENÓN - ¿Cómo? PÁNFILO — ¡Estoy perdido! PARMENÓN — ¿Por qué? PÁNFILO — Sin duda, Parmenón, tú me ocultas alguna desgracia seria. PARMENÓN — Dijeron que tu mujer, Filomena, sufría no sé qué desmayos. ¿Será eso por ventura? PÁNFILO — ¡Estoy muerto! Pues ¿por qué no me lo dijiste antes? PARMENÓN — Porque no podía decírtelo todo de una vez. PÁNFILO — ¿Qué enfermedad es esa? PARMENÓN — No lo sé. PÁNFILO — Pues ¿qué? ¿Nadie hizo venir a un médico? PARMENÓN — No sé. PÁNFILO — ¿Qué espero para entrar y averiguar con exactitud de qué se trata, sea lo que sea? ¡Oh Filomena de mi alma!, ¿en qué estado te hallaré ahora? ¡Oh!, si te amenaza algún peligro, yo —¡no cabe la menor duda!— pereceré juntamente contigo. (Entra.) PARMENÓN — (A solas.) No conviene que yo lo siga allá dentro, pues veo que todos nosotros les Plutarco en Quaestiones Romanae, 9, nos informa que en Roma el marido, al regresar de un viaje o del campo, hacía anunciar a la mujer su llegada. Si, como parece probable, esta costumbre no se daba en Grecia, hay que decir que Terencio se olvidó en este punto de que la acción de la pieza se estaba desarrollando en Atenas (Chambry, I, p. 486, nota 51; Stella, p. 99). 37 - 16 - resultamos fastidiosos. Ayer no quisieron recibir a Sóstrata. Si por casualidad la enfermedad ha empeorado (lo que yo no quisiera ciertamente, máxime en atención a mi amo), al punto dirían que se metió adentro un criado de Sóstrata, e inventarían que habría lanzado un maleficio para atentar contra su persona y su existencia, y que a raíz de ese maleficio la enfermedad se habría agravado; le echarían la culpa a mi dueña y a mí me aplicarían una buena tunda. Escena II SÓSTRATA, PARMENÓN, PÁNFILO SÓSTRATA — (Saliendo de su casa.) ¡Ay de mí! Hace rato que oigo por ese lado no sé qué revuelo. Mucho me temo que la enfermedad de Filomena vaya agravándose cada vez más. A ti, Esculapio, 38 y a ti, Salud, 39 les suplico que nada de eso ocurra. Iré ahora a verla. PARMENÓN — (Llamándola.) ¡Hola, Sóstrata! SÓSTRATA — ¡Eh! ¿Quién es? PARMENÓN — Otra vez te van a dar con la puerta en las narices. SÓSTRATA — ¡Ah, Parmenón! Conque ¿tú estabas aquí? Estoy desesperada. ¿Qué he de hacer, desdichada de mí? ¿No he de ir a ver a la mujer de Pánfilo, especialmente estando ahí no más, a un paso? PARMENÓN — ¿Irla a ver tú? ¡Ni siquiera encargues a nadie que vaya a verla! Pues quien ama a alguien que lo detesta, opino yo que obra dos veces neciamente: se toma un trabajo inútil y le causa fastidio al otro. Por otra parte, tu hijo, apenas hubo llegado, entró a ver cómo estaba. SÓSTRATA — ¿Qué dices? ¿Ha llegado Pánfilo? PARMENÓN - Sí. SÓSTRATA — Doy gracias a los dioses. ¡Oh! Con esta noticia vuelve a mi espíritu la animación y ya se ha eclipsado la preocupación. PARMENÓN — Pues por eso sobre todo no quiero que vayas allá dentro. En efecto, si a Filomena se le aflojan un poco los dolores, en seguida, no lo dudo, estando a solas con él, le expondrá al detalle lo que sucedió entre ustedes y dio origen a su encono. Pero ahí lo veo salir a él mismo. ¡Qué triste aparece! SÓSTRATA — ¡Ay, hijo de mi corazón! PÁNFILO — ¡Salud, madre mía! SÓSTRATA — Me alegro de que hayas regresado sano y salvo. ¿Y está bien Filomena? PÁNFILO — Un poquito mejor. SÓSTRATA — ¡Ojalá los dioses sigan favoreciendo su salud! Pero, entonces, ¿por qué lloras? ¿Por qué estas tan triste? PÁNFILO — No es nada, madre. SÓSTRATA — ¿Qué era ese alboroto? Dímelo. ¿Acaso le sobrevino algún desmayo? PÁNFILO — Eso es. SÓSTRATA — ¿Y qué enfermedad es la suya? PÁNFILO — Fiebre. SÓSTRATA — ¿Continua? 38 Esculapio, hijo de Apolo (el médico del Olimpo) y de la ninfa Coronis (hija de Flegias, rey de los lápitas en Tesalia). En los poemas de Hornero aparece corno un príncipe versado en medicina gracias a las enseñanzas del centauro Quirón. Después de muerto, subió al Olimpo y figuró, desde entonces, como Dios de la medicina. En sus estatuas generalmente se halla representado en edad madura, con una complexión física perfecta, con una expresión dulce y sonriente, con barba y túnica. (Diccionario del Mundo Clásico, s. v. Esculapio). 39 Salus en el original. Salus o Sánitas era la divinidad que personificaba la salud o perfecta conservación del cuerpo; correspondía a la Hygíeia de los griegos. Tenía templos en diversos barrios de Roma. En su iconografía aparece como una doncella sentada en un trono con una pátera en la mano y teniendo a su lado una serpiente enroscada, pero que levanta la cabeza. (Diccionario del Mundo Clásico, s. v. Salus ). - 17 - PÁNFILO — Así dicen. Vuelve a entrar allá en casa, por favor, madre; yo te alcanzaré de aquí a poco. SÓSTRATA — Bueno. PÁNFILO — Tú, Parmenón, ve ligero al encuentro de los esclavos y ayúdalos a traer los equipajes. PARMENÓN — ¿Cómo? ¿No conocen ellos el camino por donde venir a casa? PÁNFILO — ¿Qué esperas? Escena III PÁNFILO, solo PÁNFILO — No logro hallar una introducción apropiada para comenzar a referir las aventuras que me están sucediendo inesperadamente. Parte de ellas, las he visto con mis ojos; parte, las he oído. Por esa razón, a gran prisa y profundamente alterado he salido acá fuera. Pues cuando, hace un instante, lleno de inquietud me lancé adentro, pensando que vería a mi mujer enferma de algún mal distinto del que tuve que constatar, ¡ay de mí!... Las criadas, viéndome llegar, inmediatamente exclaman todas a una: “¡Ha llegado!”, alegres por verme llegar tan de repente. Pero en seguida después, advertí que a todas ellas se les demudó el rostro, porque el destino había procurado mi llegada tan fuera de tiempo. Entretanto una de ellas a toda prisa corrió adelante para anunciar mi venida; yo, ansioso de ver a mi mujer, voy derecho tras ella. Tan pronto como entré en la pieza, entendí, desgraciado, la dolencia que tenía; porque ni las circunstancias dieron posibilidad alguna de ocultarla ni ella misma podía quejarse con otra voz que la que su mismo estado le arrancaba. Ante tal espectáculo: “¡Qué indignidad!”, dije, y al punto me escapé de ahí, llorando y vivamente conmovido por un caso tan increíble y horrible. Su madre me alcanza, y estando yo a punto de trasponer el umbral, cayó de rodillas a mis pies, llorando, la pobre. Me dio lástima. En verdad es así, a mi parecer: todos nosotros somos altaneros o modestos según las circunstancias. Comenzó ella a hacerme este razonamiento: “Querido Pánfilo, ahora sabes la razón por la cual ella se fue de tu casa; pues en otro tiempo, siendo doncella, la violó no sé qué mal sujeto. Ahora se ha refugiado aquí para ocultar su parto de ti y de los demás”. ¡Ah!, cuando me acuerdo de sus ruegos, no puedo, desventurado, refrenar las lágrimas. “Sea cual sea la Fortuna,40 siguió diciendo, que hoy te ha traído entre nosotros, en nombre de ella te suplicamos las dos41, si es justo y lícito, que, por lo que de ti depende, su desgracia quede velada e ignorada de todos. Si alguna vez, querido Pánfilo, notaste que ella tenía un corazón afectuoso para contigo, ahora te ruega que a cambio de eso le concedas de buena gana este favor. Por lo demás, en cuanto a volverla a tomar como esposa, haz lo que más te convenga. Tú solo sabes que ella está de parto sin estar preñada de ti. Porque por ahí se dice que empezó a tener relaciones contigo dos meses después del casamiento; además, este es el séptimo mes desde que ella entró en tu casa. Y que tú estés al tanto de todo, tu reacción misma lo atestigua.42 Ahora, si es posible, Pánfilo, sobre todo quiero y procuro que el alumbramiento suceda a escondidas de su padre y aun de todos. Pero si no es posible que la cosa no trascienda, diré que se trata de un aborto; por cierto a nadie se le ocurrirá otra idea sino pensar, según toda similitud, que tú eres el padre legítimo. La criatura, la expondré yo sin dilación;43 en esto nada hay que pueda ocasionarte perjuicio y tú de esta manera podrás encubrir la violencia que indignamente se le hizo a esa desventurada”. Lo he prometido, y estoy resuelto a mantener la palabra como la he empeñado; porque, en cuanto a tomarla nuevamente como esposa, por cierto que no lo considero honroso de ningún modo, y no lo haré, por más que su cariño y trato me atraigan intensamente. Vierto lágrimas cuando se me ocurre pensar en la vida de soledad que me espera de aquí en adelante. ¡Oh Fortuna! ¡Cómo es verdad que en ningún caso eres propicia para siempre! Pero el primer amor ya me templó para esta coyuntura. Yo entonces lo deseché por la reflexión; ahora procuraré hacer lo mismo con este. Aquí viene Parme- Fortuna, dice el original. Fors Fortuna o simplemente Fors era una advocación latina de la Fortuna (o Tyche de los griegos). La Fortuna era la diosa que personificaba el acontecimiento casual, a veces adverso, pero normalmente favorable. Se creía que ella no estaba supeditada a ninguna razón lógica o moral, sino que, por el contrario, desafiaba toda razón y revolucionaba el sentido ético del ser humano. (Diccionario del Mundo Clásico, s. v. Fortuna). 41 Mirrina y Filomena. 40 - 18 - nón con los criados. No conviene en absoluto que se halle presente a este acontecimiento, pues sólo a él le confié en cierta circunstancia que al principio, después que me la habían dado por esposa, yo me abstuve de ella. Temo, en efecto, que si oye aquí sus frecuentes lamentos, entienda que está de parto. He de enviarlo a alguna parte para tenerlo lejos de aquí mientras Filomena da a luz. Escena IV PARMENÓN, SOSIA, PÁNFILO PARMENÓN — (A Sosia.) ¿Dices en serio que este viaje te resultó molesto? SOSIA — No, por Hércules, no alcanzan, Parmenón, las palabras para expresar hasta qué punto es en realidad molesto el navegar. PARMENÓN — ¿De veras? SOSIA — ¡Oh, dichoso tú! No sabes de qué desgracia te has librado, tú que nunca entraste en el mar. Pues, para no hablar de otras miserias, considera tan solo esta: durante treinta días, o más aún, estuve en un buque y en todo ese lapso estuve, ¡ay de mí!, aguardando la muerte: ¡tanto nos zarandeó sin cesar un tiempo adverso! PARMENÓN — ¡Qué cosa abominable! SOSIA — Bien lo sé yo. En suma, me escaparía, por Hércules, antes que volver, si supiera que allá debería volver. PARMENÓN — Realmente, en otro tiempo bastaban, Sosia, causas leves para moverte a hacer lo que ahora amenazas hacer. — Pero ahí veo a Pánfilo parado ante la puerta. (A Sosia y a los demás criados.) Ustedes pasen adentro; yo me llegaré a él, para ver si quiere algo de mí. (A Panfilo.) Amo, ¿todavía estás tú aquí? PÁNFILO — Sí, y esperándote. PARMENÓN — ¡Oh!, ¿qué hay? PÁNFILO — Hay que ir corriendo a la ciudadela. PARMENÓN — ¿Quién? PÁNFILO — Tú. PARMENÓN-¿A la ciudadela? ¿Por qué allá? PÁNFILO — Ve a ver a Calidémides, un forastero natural de Micona,44 que ha venido en el mismo barco que yo. PARMENÓN— (Aparte.) ¡Estoy perdido! ¿Deberé decir que este hizo voto de que, si algún día volvía sano a casa, me deslomaría a fuerza de hacerme caminar? PÁNFILO — ¿Qué aguardas? PARMENÓN — ¿Qué quieres que le diga? ¿O es que simplemente tengo que ir a verlo? PÁNFILO — No; también decirle que hoy no puedo verme con él como habíamos concertado; no sea Para desenredar la madeja del parto de Filomena, adoptamos, con Stella (pp. 114-115), las conclusiones de Schadewalt. Según ellas, nuestro poeta “aprovechó la doble posibilidad de que el feto tanto de 9-10 meses como de 7 meses era téleios y vital, y construyó la trama de tal manera que las primeras relaciones entre los esposos tuvieron lugar a los dos meses, y el nacimiento del niño a los siete meses de las bodas: exactamente como dicen las palabras de Mirrina. Así el niño: 1) era efectivamente un niño normal de 9-10 meses, y Filomena había sido violada 2-3 meses antes de las bodas; 2) para Laques y Fidipo, era un niño normal de 7 meses, y los ancianos con razón se enojaban de la “testarudez” de Pánfilo; 3) para Pánfilo era un “niño de cinco meses”: él a primera vista debía descubrir la supuesta vergüenza de la mujer... Con un solo golpe feliz el poeta se asegura múltiples posibilidades dramáticas. Hacer que los parientes acepten al niño de 7 meses con una naturalidad mayor de cuanto puede ocurrir en la vida, es una libertad que siempre se permitía al técnico que componía obras poéticas para la representación”. 43 La legislación ateniense consentía al padre deshacerse de una criatura recién nacida haciéndola matar (El atormentador de sí mismo, v. 635) o exponer (esto es, dejarla abandonada en un paraje público: El atormentador de sí mismo, v. 650). Eso ocurría frecuentemente, máxime si se trataba de niñas (El atormentador de sí mismo, v. 627), a fin de evitar los gastos de la dote que corrían por cuenta del padre. 44 Micona es una isla del Mar Egeo; pertenece al grupo de las Cícladas y se halla cerca de Delos. 42 - 19 - que me espere ahí en vano. ¡Vuela! PARMENÓN — ¡Pero si nunca le vi la cara! PÁNFILO — Pues estas son las señas: es alto, coloradote, de pelo crespo, obeso, de ojos garzos... de rostro cadavérico...45 PARMENÓN — (Bajo.) ¡Que los dioses lo confundan! (Alto.) ¿Y si no lo encuentro? ¿Tendré que estar aguardándolo hasta la puesta del sol? PÁNFILO — Sí. Corre. PARMENÓN — No puedo. ¡Estoy tan cansado! (Se va.) PÁNFILO — Ya se ha ido. ¿Qué haré yo, infeliz? No sé absolutamente de qué modo ocultar, como me rogó Mirrina, el parto de su hija. En realidad, me dio lástima la pobre. Haré lo que pueda, siempre que quede a salvo la piedad filial; pues es preciso que sea complaciente con mi madre antes que con mi amor. ¡Caramba! Ahí veo a Fidipo y a mi padre. Se dirigen hacia acá. ¿Qué les voy a decir? No sé. Escena V LAQUES, FIDIPO, PÁNFILO LAQUES — (A Fidipo.) ¿No me dijiste hace un momento que ella te confió que esperaba a mi hijo? FIDIPO — Efectivamente. LAQUES — Él ha venido, según dicen. ¡Pues que vuelva ella! PÁNFILO — (Aparte.) ¿Qué razón le daré a mi padre para no volverla a tomar? ¡Qué sé yo! LAQUES — ¿A quién he oído yo hablar aquí? PÁNFILO — (Ídem.) Estoy resuelto a persistir en el camino que he decidido seguir. FIDIPO — Ahí está precisamente el individuo a propósito del cual veníamos discurriendo. PÁNFILO — ¡Salud, padre mío! LAQUES — ¡Hijo mío, salud! FIDIPO — Es una suerte, Pánfilo, que hayas llegado, y por añadidura, lo que más importa, sano y vigoroso. PÁNFILO- Lo creo. LAQUES — ¿Llegas ahora? PÁNFILO — Ahora mismo. LAQUES — Pues, dime: ¿qué bienes dejó mi primo hermano Fania? PÁNFILO — En verdad, por Hércules, que él fue, mientras vivió, un hombre dado a los placeres; y los que son así, no favorecen mucho a sus herederos, sino que dejan tras sí este elogio: “Mientras vivió, vivió bien”. LAQUES — Conque ¿no has traído nada más que ese dicho? PÁNFILO—Sea lo que sea lo que nos dejó, nos sirvió de provecho. LAQUES—Antes, al contrario, nos sirvió de daño, puesto que quisiera yo verlo vivo y sano. PÁNFILO — No cuesta nada desear tal cosa. Él ya jamás volverá a la vida, y sin embargo bien sé yo cuál es, al respecto, tu deseo preferido. LAQUES — Ayer nuestro Fidipo hizo que Filomena fuese a su casa. (Bajo, a Fidipo, dándole un codazo.) Di que la hiciste llamar. FIDIPO — (Bajo, a Laques.) No me aguijonees. (Alto.) Sí, la hice llamar. LAQUES — Pero ya la dejará regresar a nuestro hogar. FIDIPO — Por supuesto. Esta seña está en contradicción con la de “coloradote”. Pánfilo, tomado de sorpresa, se esfuerza por salir del paso hostigando su fantasía: por eso incurre en una contradicción ridícula, que Parmenón, sin embargo, no muestra advertir, atanaceado, como está, por el mal humor. Elemento cómico es también la cualidad “de pelo crespo” atribuida a un natural de Micona, si le prestamos fe a Lucilio que declara: “Myconi calva omnis iuventus, en Micona todos los jóvenes son calvos” (cf. Marouzeau, III, p. 56). 45 - 20 - PÁNFILO — Ya sé cómo fue todo el enredo. Me enteré hace un momento, al llegar. LAQUES — ¡Que los dioses aniquilen a los detractores que tan de buena gana comunican esos chismes! PÁNFILO (a FIDIPO) — Yo tengo conciencia de haberme preocupado por no darles ocasión de que con razón pudiesen hacerme algún reproche. Y si yo ahora quisiese recordar aquí cuán fiel, bondadoso y suave fui para con ella, lo podría hacer con toda sinceridad; pero prefiero que te enteres de esto por ella misma. Porque así más de veras prestarás fe a la bondad de mi carácter cuando compruebes que aquella que al presente es injusta hacia mí, se muestra justa al hablar de mí. Y pongo por testigos a los dioses de que este divorcio no se ha producido por mi culpa. Pero como ella juzga que no se aviene a su dignidad ser condescendiente con mi madre y sufrir por respeto su carácter, y como no se puede de otra manera realizar un acuerdo entre ellas, yo debo, Fidipo, alejar de mi casa o a mi madre o a Filomena. Ahora bien, la piedad filial me inclina a procurar con preferencia el bien de mi madre. LAQUES — Pánfilo, no es con desagrado que te oigo decir esas palabras, viendo que todo lo pospones frente a tu madre. Pero mira, Pánfilo, que el enojo no te impulse a obstinarte equivocadamente. PÁNFILO — ¿Qué enojos, padre, pueden impulsarme a ser ahora injusto respecto de una mujer que nunca hizo nada que yo no deseara, y antes al contrario —bien lo sé— trató a menudo de complacerme en lo que yo deseara? Yo la quiero, la pondero y la añoro. He experimentado, en efecto, sus admirables disposiciones hacia mí; y le deseo que pueda transcurrir el resto de su vida con un marido que sea más afortunado que yo, visto que de mí la aleja la fatalidad. FIDIPO — De ti depende que eso no suceda. LAQUES — Si eres razonable... mándale que vuelva. PÁNFILO — No es esa mi intención, padre; entiendo buscar la conveniencia de mi madre. (Se aleja.) LAQUES — ¿Adonde vas? Quédate, quédate, digo. ¿Adónde vas? FIDIPO — ¿Qué terquedad es esa? LAQUES — ¿No te lo dije yo, Fidipo, que él llevaría a mal la cosa? Por eso te rogaba que hicieras volver a tu hija. FIDIPO — No creía yo, por Pólux, que sería él tan cruel. Pues ¿piensa ahora que yo voy a hincarme de rodillas para suplicarle? Dado el caso que quiera tomar nuevamente a su esposa, es dueño de hacerlo; pero si tiene otras intenciones, reembolse acá la dote, y ¡adiós! LAQUES — Tú también estás demasiado arrebatado. FIDIPO — (A Pánfilo, como si estuviese en escena.) ¡Muy cabeza dura has tornado acá, Pánfilo! LAQUES — Ya le pasará este enojo, por más que con razón esté enojado. FIDIPO — Por cinco centavos que se han añadido a su fortuna, se han vuelto orondos. LAQUES — ¿También conmigo litigas? FIDIPO — Que delibere y me haga saber hoy si la quiere, sí o no, para que sea de otro, si suya no ha de ser. (Se aleja.) LAQUES — (Procurando que se detenga.) Fidipo, ven acá; escucha dos palabras. (Fidipo sale.) ¡Se fue! ¿Y a mí qué?... Allá ellos: que se arreglen como quieran, puesto que ni mi hijo ni él me hacen caso para nada; antes al contrario, menosprecian lo que sugiero. A mi mujer, que es la responsable de todo lo que ocurre, voy a participarle este altercado y a vomitarle todo mi entripado. (Entra en su casa.) ACTO CUARTO Escena I MIRRINA, después FIDIPO MIRRINA — ¡Estoy perdida! ¿Qué haré? ¿Hacia dónde me volveré? ¿Qué le responderé a mi marido, desgraciada de mí? Pues, al parecer, ha oído los vagidos de la criatura. ¿Cómo, si no, hubiera corrido tan de repente y sin decir palabra al sitio donde está la hija? Y si ahora descubre que ella dio a luz, ¿por - 21 - qué razón le diré yo que he tenido secreta la cosa? Por Pólux, que no lo sé. Pero la puerta ha sonado.46 Creo que sale justamente él en busca de mí. ¡Estoy muerta! FIDIPO — (Saliendo de su casa, aparte.) Mi mujer, cuando se dio cuenta de que iba donde está la hija, se escabulló afuera. Pero ¡hela ahí! (Alto.) ¡Eh, dime, Mirrina! ¡Hola, a ti te hablo! MIRRINA — ¿A mí, marido mío? FIDIPO — ¿Yo, marido tuyo? ¿Es posible que me consideres marido o persona siquiera? Pues si alguna vez, mujer, yo te hubiera parecido cualquiera de estas dos cosas, no te hubiera servido de juguete en tus tejemanejes. MIRRINA — ¿Cuáles? FIDIPO — ¿Me lo preguntas? La hija acaba de tener familia. ¡Eh! ¿Callas? ¿De quién? MIRRINA — ¿Te parece bien que un padre haga semejante pregunta? ¡Cielos! ¿De quién, te conjuro, piensas que había de tenerla sino de aquel con quien la casamos? FIDIPO — Así lo creo, y además no sería propio de un padre pensar diversamente. Pero lo que me extraña es por qué diablos has querido con tanto ahínco ocultarnos el parto, máxime teniendo en cuenta que se verificó normalmente y a su debido tiempo. ¿Es posible que seas tan terca como para preferir La expresión latina es: óstium concrépuit (v. 521). La misma expresión se halla también en Phormio 840 y, con los términos invertidos, en Andria 682. En Adelphoe 264 se lee: foris crépuit; en Eunuchus 1029: fores crepuerunt, y crepuerunt fores en Heautontimorúmenos 173 y 613. Crepare y concrepare significan, con valor intransitivo, “sonar, resonar, hacer ruido o estrépito, crujir, rechinar, chirriar”. Y así, en las expresiones citadas, se entendería, sencillamente, que la puerta sonaba (cf., por ej.. Rubio, III, p. 65 y p. 127), resonaba (Chambry, II, p. 319), hacía ruido (Marouzeau, III, p. 61; Coromines, IV, p. 52), hacía estrépito (Colombo, p. 49), crujía (Lupo Gentile, p. 37; Coromines-Coromines, III, p. 73), rechinaba, chirriaba (Coromines-Coromines, I, p. 97; Marouzeau, I, p.305). Pero, al querer explicar, hay quien afirma que eso ocurría, o bien por girar la puerta sobre quicios de madera, o bien por el accionar de la cerradura. (cf. La Magna, Phormio, p. 142). En cambio, varios otros sostienen que la puerta de calle hacía ruido por golpearla desde adentro quien se disponía a salir de casa (cf., por ej., Chambry, II, p. 513, nota 25). Efectivamente, en Grecia y Roma —así explican— la puerta de ingreso de la casa se abría hacia la calle; por eso, quien iba a salir tenía la precaución, con previos golpes a dicha puerta, de poner sobre aviso a eventuales individuos que se hallasen cerca ; precaución reclamada no solo por la cortesía, sino también por la angostura de las calles. Las expresiones arriba apuntadas reflejarían pues tal costumbre de golpear a la puerta desde adentro, y se contrapondrían a pultare o pulsare fores u óstium, es decir “golpear a la puerta desde afuera”, llamando (cf. Chambry, loc. cit.; Paratore, STL, p. 48; Beare, p.288; La Magna, Phormio, p. 142; Ronconi, p. 316, 61: Hanno bussato). Debido a esto, las expresiones en cuestión aparecen a veces traducidas directamente así: “han llamado (o tocado) a la puerta” (Ronconi, 158, p. 207) (sobrentendiendo: desde adentro). Esta interpretación se funda sobre un testimonio de Plutarco (el historiador y moralista griego, n. entre 45 y 50 de nuestra era, y m. hacia 125) y sobre un análogo testimonio de Heladio Bizantino (gramático del siglo IV), que parece ser un simple eco del anterior. Plutarco dice textualmente en el cap. 20 de su vida de Publícola (o Poplícola. Se trata de P. Valerio Publícola, compañero de Bruto y Colatino en la revolución aristocrática que en el año 510 a. C. derribó a la realeza): “mientras las puertas de otras casas en ese tiempo se abrían hacia dentro, la puerta de calle de la casa de Publícola estaba hecha para abrirse hacia fuera... Antiguamente, en Grecia, dicen algunos, todas las puertas estaban hechas para abrirse así, y lo prueban con esos pasajes de las comedias donde se menciona que aquellos que salían, primero golpeaban fuerte desde el interior de la casa, para avisar a los que pasaran cerca o estuvieran delante de ellas (puertas), a fin de que las puertas al abrirse no dieran contra ellos”. Del testimonio de Plutarco se desprende que ya en el siglo VI antes de nuestra era, no era uso normal en Roma que la puerta exterior se abriera hacia la calle. Se desprende además que para Grecia el uso normal se remonta a la época primitiva, siendo ello probado únicamente por el uso de la escena. Y bien, el testimonio de Plutarco fue atacado vigorosamente por Becker hace más de un siglo. La crítica fue reanudada por W. W. Mooney (The House-Door of the Ancient Stage, 1914), por Dalman (De áedibus scáenicis comóediae novae, 1929), y últimamente por el autorizadísimo W. Beare. No era pues preciso golpear una puerta exterior a fin de poner en guardia a la gente. A falta de tales golpes, el ruido de la puerta se explica igualmente por su estructura y juego. La puerta, en efecto, constaba de umbral, dintel, jambas y dos hojas (fores, válvae) que cerraban el hueco o vano; pero cada hoja en vez de sujetarse con goznes a la jamba (o quicial de la jamba), giraba gracias a pivotes cubiertos de metal, colocados en la cima y la base del eje (larguero) y que encajaban en ranuras excavadas en el umbral y el dintel, en ángulos recortados en el lado interno de la jamba. Además, el umbral tenía un diente por la parte interna, de modo que la puerta al cerrarse daba contra él. Es pues natural que el manejo de semejante puerta resultara incómodo y ruidoso. Para evitar o amortiguar el ruido, podía uno, sin embargo, proceder, tanto si salía como si entraba, con la mayor suavidad posible y a la vez levantar un poquito la puerta; y quien salía tenía para ese objetivo otro recurso más: el de echar agua en la cuenca del pivote practicada en el umbral. (Para un estudio detallado de la cuestión, véase Beare, pp. 287-294). 46 - 22 - que pereciera el niño, por el cual sabías que en lo porvenir se volvería más sólida la amistad entre nosotros y ellos, antes que tu hija permaneciera casada con Pánfilo contra tu voluntad? Hasta llegué a creer que la culpa fuera de ellos, y en cambio resulta que la tienes tú. MIRRINA — ¡Soy realmente desdichada! FIDIPO — ¡Ojalá supiese yo que es así como dices! Pero ahora me acuerdo de una cosa que me dijiste una vez cuando lo tomamos por yerno. Pues decías que no podías sufrir que tu hija estuviera casada con uno que estaba enamorado de una ramera y que pasaba las noches afuera. MIRRINA — (Aparte.) Prefiero que este sospeche cualquier causa antes que la verdadera. FIDIPO — Mucho antes que tú, sabía yo, Mirrina, que él tenía amante; pero yo nunca estimé que eso fuese defecto en los jóvenes, pues todos lo tienen en la sangre. Y, por Pólux, ya vendrá el momento en que aun de sí mismo estará descontento. Pero tú, cual te mostraste entonces, tal no cesaste jamás de ser hasta el presente, con el objeto de apartar de él a tu hija y dejar anulado lo que yo había concertado. Ahora el hecho mismo revela de qué modo querías lograrlo. MIRRINA — ¿Crees tú que sería tan terca en alimentar semejantes intenciones con relación a mi hija, si su casamiento nos resultara conveniente? FIDIPO — ¡Ah!, ¿eres tú capaz de discernir o juzgar lo que nos conviene? ¿Acaso oíste de alguien que dijera haberlo visto saliendo o entrando en casa de la amiga? Y eso ¿qué importa? Si lo hizo con recato y rara vez, ¿no es más humano disimular que empeñarse en tener cabal conocimiento de eso, provocando así su resentimiento? Pues si él pudiera tan de improviso apartarse de esa amante, con la que por tantos años ha tenido trato, no lo tuviera yo por hombre y ni siquiera por marido bastante seguro para mi hija. MIRRINA — Deja de tratar, por favor, de nuestro joven y de las faltas que, según dices, he cometido yo. Vete a verlo; háblale a solas y pregúntale si quiere recibir a su mujer, sí o no. Caso que diga que sí, devuélvesela; pero caso que diga que no, yo habría velado con tino por el interés de mi hija. FIDIPO — Si realmente él no quiere y tú, Mirrina, habías constatado que la culpa estaba de su lado: pues, estaba yo en este mundo para que con mi consejo se mirara por todo eso. Por consiguiente, me enciendo en ira al ver que te has atrevido a obrar sin mi orden. Te ordeno ahora que no me saques al niño de casa a ninguna parte. (Aparte.) Pero demasiado tonto soy yo en pretender que ella se atenga a mis órdenes. Me voy allá dentro y ordenaré a los criados que no me lo dejen llevar a ningún lado. (Sale.) MIRRINA — No creo, por Pólux, que haya en el mundo mujer más desventurada que yo. Porque si él llega a descubrir el enredo tal cual es, no ignoro, por Pólux, cuánto lo ha de sentir, si tanto se ha irritado por una cosa de poca monta. Y no sé cómo hacer para que él cambie de parecer. Después de tantos infortunios no me restaba más que este: que él me fuerce a criar un niño cuyo padre desconocemos. Pues cuando la hija sufrió el estupro, no logró en la oscuridad distinguir el rostro del hombre ni le quitó entonces nada que pudiera servir luego para reconocerlo; él, en cambio, al irse, le arrancó a la muchacha un anillo que llevaba en el dedo. Al mismo tiempo me temo que Pánfilo no sea capaz de guardar por mucho tiempo el secreto que le pedimos, una vez que se entere de que se cría como suya una criatura ajena. Escena II SÓSTRATA, PÁNFILO; después LAQUES (que espía la conversación manteniéndose apartado.) SÓSTRATA — No es un misterio para mí, hijo mío: tú, por más que lo disimules con esmero, sospechas de mí y piensas que tu mujer se fue de aquí por mis malos modales. Pero así me amen los dioses y así consiga yo de ti las alegrías que de ti espero, como es verdad que jamás hice a sabiendas nada que justificase su ojeriza contra mí. Y en cuanto a ti, si yo antes pensaba que me amabas, me has dado una prueba palmaria de ello, pues tu padre me ha contado allá dentro como me has antepuesto a tu amor. Ahora yo estoy resuelta a darte una prueba de mi reconocimiento, para que sepas. Pánfilo, que - 23 - la piedad filial encuentra en mí su recompensa. Hijo mío, entiendo que esto será provechoso, ya para ustedes ya para mi buen nombre: he decidido irrevocablemente irme con tu padre a la granja a fin de que mi presencia no estorbe, y no quede así excusa alguna para que no torne a casa tu Filomena. PÁNFILO — ¡Por favor! ¿Qué clase de determinación es esa? Rendida ante su necedad, ¿irás a habitar en el campo? No, no harás tal cosa, y no permitiré, madre, que quien quiere murmurar de nosotros, diga que eso se hizo por mi obstinación, no ya por tu discreción. Además, no quiero que por mi causa tengas que dejar a tus amigas y parientas ni tus fiestas. SÓSTRATA — Nada de eso, por Pólux, me da ya gusto alguno; mientras las condiciones de mi edad lo consintieron, he gozado bastante de eso; ya estoy harta de esos placeres; ahora mi mayor preocupación es que la duración de mi vida no dé pena a nadie ni nadie haya de aguardar mi muerte. Aquí veo que sin razón se me mira de reojo; pues ya es hora de que me marche. Este es, a mi parecer, el modo mejor para quitar a todos todo pretexto de disgusto, para librarme yo de la sospecha que grava sobre mí y para complacer a esa gente. Déjame, por favor, sustraerme a los chismes que circulan con respecto al común de las mujeres. PÁNFILO — Si no hubiera esa nube, la única, ¡cuán dichoso sería yo, teniendo una madre como esta y una esposa como esa! SÓSTRATA — Por tu vida, Pánfilo de mi corazón, ¿no te resolverás a aguantar esa molestia, tal como es? Si lo demás es cual lo deseas, y si ella es tal cual yo la considero, concédeme, pues, este favor, hijo mío: tómala de nuevo. PÁNFILO — ¡Ay, pobre de mí! SÓSTRATA — ¡Y pobre de mí también! En efecto, este inconveniente me tiene mal a mí lo mismo que a ti, hijo mío. Escena III LAQUES, SOSTRATA, PÁNFILO LAQUES — (Adelantándose, a Sóstrata.) Mujer, estando allá, apartado, he escuchado la conversación que has tenido con tu hijo. Esto es tener cordura: ser capaz de doblegar la voluntad siempre que sea menester, y hacer en seguida lo que quizás debiera hacerse luego por fuerza. SÓSTRATA — ¡Que la fortuna nos favorezca, por Pólux! LAQUES — Vete entonces al campo; ahí yo te sufriré a ti y tú a mí. SÓSTRATA — Así lo espero, por Cástor. LAQUES — Entra pues en casa y dispón lo que vas a llevar contigo. ¿Entendido? SÓSTRATA—Lo haré como ordenas. (Sale.) PANFILO—¡Padre! LAQUES — ¿Qué quieres, Pánfilo? PANFILO — ¿Mi madre irse de aquí? De ningún modo. LAQUES — ¿Por qué no? PÁNFILO — Porque aún no tengo determinado qué hacer respecto de mi mujer. LAQUES — ¿Cómo? ¿Qué querrás hacer sino volverla a tomar en casa? PANFILO — (Aparte.) Sinceramente lo deseo y a duras penas me abstengo de hacerlo. Pero no variaré de resolución. Ese es el partido más conveniente; continuaré ateniéndome a él. (Alto.) Creo que, si no me la llevo a casa, por eso mismo se logrará que se lleven mejor. LAQUES — No puedes saberlo. Por otra parte, a ti no te ha de importar nada su comportamiento, cualquiera que él sea, una vez que tu madre se haya ido. Nuestra edad resulta fastidiosa a los jóvenes. Es justo quitarse de en medio. En suma, Pánfilo, nosotros ya somos personajes de fábula: “Un viejo y una vieja...” — Pero veo a Fidipo salir, muy a propósito, de su casa; acerquémonos. - 24 - Escena IV FIDIPO, LAQUES, PÁNFILO FIDIPO — (Saliendo de casa y hablando hacia dentro.) Contigo también, Filomena, estoy enojado, por Pólux, y muy en serio ciertamente; pues, por Hércules, es vergonzosa la manera como te has portado. Aunque tú tienes una excusa en esto: es tu madre quien te ha impulsado; pero ella no tiene excusa alguna. LAQUES — Nos encontramos, Fidipo, a tiempo, en el momento justo. FIDIPO — ¿Qué hay? PÁNFILO — (Aparte.) ¿Qué les voy a responder? ¿O cómo les voy a revelar la cosa? LAQUES — Di a nuestra hija que Sóstrata se va a ir al campo; ya no tema, pues, volver a casa. FIDIPO — ¡Ah! Ninguna culpa tiene en este asunto tu mujer. Todo lo ha urdido Mirrina, ¡mi señora esposa!... PÁNFILO — (Ídem.) La cosa cambia. FIDIPO - Ella, Laques, es la que nos trastorna. PÁNFILO — (Ídem.) Con tal que no tenga que llevármela de nuevo, que sigan trastornando todo lo que quieran. FIDIPO — Yo, Pánfilo, deseo que, si es posible, el parentesco que nos une, nos una realmente para siempre; pero si tú opinas otra cosa, por lo menos recibe al niño. PÁNFILO— (Ídem.) Ha sabido lo del parto. ¡Estoy arruinado! LAQUES—¿Un niño? ¿Qué niño? FIDIPO—Nos ha nacido un nieto, pues la hija estaba encinta cuando se la sacó de su casa, y que estuviera encinta yo jamás lo supe hasta el día de hoy. LAQUES — ¡Buena noticia, así me quieran bien los dioses, es la que me das! Me alegro de que él haya nacido y de que ella te haya quedado sana. Pero ¿qué clase de mujer tienes por esposa o qué manera de conducirse es la suya? ¡Tenernos en ayunas de ello por tan largo tiempo! No alcanzo a encontrar palabras suficientes para poner de manifiesto cuán mal, a mi entender, ha procedido. FIDIPO — Esa conducta no me disgusta a mí menos que a ti, Laques. PÁNFILO— (Ídem.) Aunque hasta aquí pudo caberme alguna duda, ya no es así, puesto que Filomena arrastra consigo a un hijo que no me pertenece. LAQUES — Ahora, Pánfilo, ya no tienes que considerar nada. PÁNFILO — (Ídem.) ¡Estoy perdido! LAQUES — A menudo deseábamos ver el día en que naciera alguien que pudiera llamarte padre; ese día ha llegado; doy gracias a los dioses. PÁNFILO — (Ídem.) ¡Estoy deshecho! LAQUES—Vuelve a tomar a tu mujer y no me contraríes. PÁNFILO — Padre, si ella hubiera querido tener hijos de mí y estar casada conmigo, estoy firmemente persuadido de que no me hubiera ocultado lo que advierto que me ha ocultado. Pues, ahora que noto sus disposiciones hostiles contra mí (y no creo que en lo sucesivo podrá haber armonía entre nosotros), ¿por qué debería tomarla de nuevo? LAQUES — Esposa joven, hizo lo que le aconsejó su madre. ¿Qué hay de raro en eso? ¿Piensas que puedes hallar una mujer que esté sin culpa? ¿O es que los maridos no cometen faltas? FIDIPO — ¡Allá ustedes! Tú, Laques, y tú, Pánfilo, vean si deben repudiarla o recibirla nuevamente en casa; en ningún caso habrá dificultad de mi parte. Claro que no respondo de lo que haga mi mujer. Pero ¿qué haremos con el niño? LAQUES — ¡Qué pregunta ridícula! Suceda lo que suceda, es obvio que hay que dárselo a este (señalando a Pánfilo). Es suyo; lo vamos a criar, pues, como nuestro que es. PÁNFILO — (Bajo.) Cuando su mismo padre lo ha abandonado, ¿yo lo he de criar? LAQUES — (Que ha percibido tan solo las últimas palabras.)¿Qué has dicho? ¿Pues qué? ¿No lo vamos a criar, Pánfilo? Por tu vida, ¿prefieres que lo abandonemos? ¿Qué locura es esta? ¡Ah! Ya no puedo absolutamente callarme, puesto que me obligas a decir en presencia de este lo que no quisiera. - 25 - ¿Crees que yo no entiendo tus llantos y qué es lo que tanto te angustia? Primero, cuando alegaste como causa que no podías tener a tu mujer en casa debido a tu madre, esta se comprometió a marcharse; ahora, viendo que se te ha quitado también esta causa, has hallado otra, a saber, que se te ha ocultado el nacimiento del niño. Te equivocas si crees que no estoy al corriente de tus intenciones. Para que al fin un día encauzaras tu ánimo hacia la vida conyugal, ¡qué largo espacio de tiempo te concedí para que cortejaras a tu amiga! ¡Con cuánta paciencia aguanté los gastos que hiciste a favor de ella! Te solicité y supliqué para que te casaras; te dije que ya era tiempo; y tú a instigación mía te casaste. Lo hiciste entonces, como era tu deber, por complacerme. Pero ahora nuevamente has orientado tu corazón hacia tu amante; los miramientos para con esta son auténticas afrentas contra la otra. Bien veo que has vuelto a las andadas. PÁNFILO — ¿Yo? LAQUES — Tú mismo; y tu conducta es indigna. Inventas falsos motivos de discordia para convivir con aquella, luego de haber apartado al testigo que es tu mujer. Y bien lo ha advertido ella; pues, ¿qué otra causa tuvo para salir de tu casa? . FIDIPO — Por cierto este acierta; es así no más. PÁNFILO — Estoy dispuesto a jurar que ninguno de esos cargos me atañe. LAQUES — ¡Oh! Haz volver a tu mujer, o di por qué no conviene. PÁNFILO — No es este el momento. LAQUES — Recibe al niño, pues él por lo menos no tiene culpa; después pensaremos en la madre. PÁNFILO — (Aparte.) Yo soy desgraciado por los cuatro costados ni sé qué hacer, ahora que con tantas buenas razones mi padre me pone entre la espada y la pared. Me marcharé de aquí, desde el momento que con mi presencia muy poco consigo; pues creo que sin mi consentimiento no criarán al niño, sobre todo cuando en este asunto me ayuda mi suegra. (Se va.) LAQUES — ¡Ah! ¿Te escapas? ¿No me respondes nada de fijo? (A Fidipo.) ¿Te parece que está en sus cabales? Pero deja no más. Dame el niño, Fidipo; yo lo criaré. FIDIPO — Perfectamente. No se comportó en forma rara mi mujer si llevó a mal esos amores; rencorosas son las mujeres; ellas no soportan fácilmente esas torpezas. De ahí ese encono; ella misma me lo contó; yo en presencia del muchacho no quise decírtelo, ni ella le daba crédito al principio; pero ahora la cosa es manifiesta, pues veo que él le tiene profunda aversión al matrimonio. LAQUES — ¿Qué hacer entonces, Fidipo? ¿Qué me aconsejas? FIDIPO — ¿Qué hacer? Primero, creo que has de presentarte a esa ramera de ahí, suplicarla, censurarla y finalmente amenazarla con bastante energía si en lo sucesivo tuviera relaciones con él. LAQUES — Seguiré tu consejo. (Hacia su casa y llamando a un esclavo.) ¡Hola, muchacho! Ve corriendo ahí, a casa de nuestra vecina Baquis; cítala acá de mi parte. (A Fidipo.) Y tú, por favor, ayúdame también en esta circunstancia. FIDIPO — ¡Oh! Ya hace rato que te dije y ahora te lo repito, Laques: yo quiero que este parentesco perdure, siempre que de algún modo sea posible, como yo espero. Pero ¿quieres que esté aquí contigo, mientras hablas con esa? LAQUES — No, sino que vayas y consigas una nodriza para el niño. ACTO QUINTO Escena I BAQUIS con dos criadas, LAQUES BAQUIS — (Aparte.) No es sin motivo si Laques ansía hoy celebrar una entrevista conmigo; y, por Pólux, no he de andar muy descaminada en conjeturar lo que él quiere. LAQUES — (Aparte.) Cuidado que por la ira no vayas a conseguir de ella menos de lo que pudieras y que no des un paso de más, que después mejor sería no haber dado. — La abordaré. (Alto.) ¡Bienvenida, Baquis! BAQUIS — Bien hallado, Laques. - 26 - LAQUES — Supongo, por Pólux, que tú, Baquis, te has de preguntar con un poco de asombro por qué razón encargué a un esclavo que te hiciera venir acá fuera. BAQUIS — Sí, por Pólux, y hasta tengo aprensión, acordándome quién soy, de que me perjudique el nombre de mi profesión; pues de mi comportamiento puedo responder fácilmente. LAQUES — Si dices, mujer, la verdad, no tienes por qué temer de mi parte. Yo, en efecto, he llegado a una edad tal que no sería justo se me perdonara una falta; por eso en todas las cosas procedo .con más cautela para no obrar a la ligera. Pues si tú ahora haces o tienes intención de hacer lo que conviene a toda buena mujer, injusto sería si yo te infligiera inconsideradamente una afrenta que no merecieras. BAQUIS — Razón tengo, por Cástor, para quedarte en esto muy agradecida; poco, en efecto, me aprovecharía si alguien viniera a disculparse después de agraviarme. Pero, a ver: ¿de qué se trata? LAQUES — Tú recibes en tu casa a mi hijo Pánfilo... BAQUIS — ¡Ah!... (Quiere replicar.) LAQUES — Déjame hablar. Antes de que se casara con esa vecina nuestra, yo aguanté pacientemente sus amores... (Baquis de nuevo quiere replicar.) Aguarda, que aún no he dicho lo que quería. Él ahora tiene mujer, búscate, pues, amante más seguro, mientras tienes tiempo para procurarlo; pues ni él guardará eternamente su actual inclinación ni tú, por Pólux, guardarás tu juvenil atracción. BAQUIS — ¿Quién dice tal cosa? LAQUES — Su suegra. BAQUIS — ¿Dice que yo....? LAQUES — Tú misma; tanto que se ha llevado a la hija, y por la misma razón ha querido eliminar al niño que ha nacido. BAQUIS — Si yo conociera otra cosa más santa que el juramento con que pudiera confirmar mis palabras ante ustedes, te la ofrecería, Laques, y te atestiguaría que, desde que se casó, yo tuve alejado de mí a Pánfilo. LAQUES — Eres delicada. Pero ¿sabes qué quisiera yo más bien que tú hicieras, si gustas, por mí? BAQUIS — ¿Qué quieres? Dímelo. LAQUES — Que vayas ahí adentro donde están las mujeres y les ofrezcas ese mismo juramento; dales satisfacción y líbrate a ti de esa acusación. BAQUIS — Haré esta gestión, aunque sé, por Pólux que ninguna otra mujer de mi condición haría esto, de presentarse por causa semejante a una mujer casada. Pero no quiero que por un falso rumor se sospeche de tu hijo ni que este sin razón aparezca a los ojos de ustedes, es decir, de aquellos a quienes menos debiera aparecerlo, un sujeto más frívolo de lo que es; él, en efecto, bien merece de mí que lo favorezca en todo lo que pueda. LAQUES — Tus palabras ya me han vuelto indulgente y complaciente para contigo. Porque no solo esas mujeres han dado crédito a ese embuste, sino yo también. Ahora que he hallado ser tú diversa de lo que nos habíamos figurado, procura permanecer la misma en lo sucesivo, y entonces podrás disfrutar a tus anchas de nuestra amistad. Pero si cambiaras de actitud… Me voy a refrenar, para no espetar nada que te disguste. Un solo consejo te doy: que experimentes qué tal soy y qué puedo como amigo más que como enemigo. Escena II FIDIPO, con una nodriza, LAQUES, BAQUIS con sus acompañantas FIDIPO — (A la nodriza.) No consentiré que en mi casa te falte nada; antes al contrario, se te proveerá cuanto te sea menester. Pero una vez que tú estés bien comida y bien bebida, haz que el niño también esté bien nutrido. LAQUES — Ahí vuelve mi consuegro; trae una nodriza para el niño. — Fidipo, Baquis jura solemnente por todos los dioses... - 27 - FIDIPO — ¿Es la que está ahí? LAQUES — Sí. FIDIPO — Ni esas mujeres, por Pólux, temen a los dioses, ni los dioses creo que se dignen de mirarlas. BAQUIS — Te entrego mis criadas y consiento que indagues la verdad sometiéndolas a los tormentos que quieras.47 Es que en este momento se trata de lo siguiente: he de hacer volver su mujer a casa de Pánfilo; si lo consigo, no me pesa que se diga que yo sola hice lo que otras meretrices rehúsan hacer. LAQUES — Fidipo, por el hecho mismo hemos comprobado que falsamente habíamos sospechado de nuestras mujeres; ahora, pues, pongamos a prueba a Baquis. En realidad, si tu mujer descubre que ha dado crédito a una calumnia, se le apaciguará la ira; y si la razón por la cual mi hijo está enojado es porque su mujer ha engendrado clandestinamente, esta es una bagatela: pronto, pues, se le pasará el enojo. Por cierto en este negocio no hay nada grave que merezca un divorcio. FIDIPO — Esto es lo que yo quisiera, por Hércules. LAQUES — Averigua; aquí la tienes: ella hará lo que sea menester para satisfacerte. FIDIPO — ¿A qué viene todo esto? ¿Acaso no te dije yo hace rato cuál es, Laques, mi pensamiento con respecto a este asunto? A ellas y no a mí hay que dar satisfacción. LAQUES — Baquis, te ruego, por Pólux, que cumplas lo que has prometido. BAQUIS — ¿Quieres pues que por ese motivo entre yo allá? LAQUES — Sí, ve a darles satisfacción; fuérzalas a que te presten fe. BAQUIS — Voy, aunque sé que hoy mi presencia ha de resultarles odiosa; pues una mujer casada, una vez que se ve dejada a un lado por su marido, se convierte en enemiga de la mujer de vida airada. LAQUES — Pero ellas se harán tus amigas, cuando lleguen a saber el motivo de tu visita. FIDIPO — ¡Pues sí!, yo también te aseguro que ellas mismas se harán tus amigas, cuando se enteren del caso. En efecto, las librarás a ellas de engaño y a ti, al mismo tiempo, de sospecha. BAQUIS — Me siento desfallecer; me da vergüenza presentarme ante Filomena. (A sus criadas.)Acompáñenme las dos allá dentro. (Salen.) LAQUES —¿Qué más quisiera yo sino ver lo que a esta le está ocurriendo, a saber, que se torna simpática sin perjuicio para sí y con provecho para mí? Efectivamente, si el caso es que en verdad está separada de Pánfilo, ella sabe que con su gestión presente ganará honra, favor y renombre; le atestiguará su gratitud a Pánfilo mientras, a la vez, trabará amistad con nosotros. Escena III PARMENÓN, después BAQUIS PARMENÓN — (A solas.) Por Pólux, en verdad que mi amo menosprecia mis servicios, si por una nadería me envió donde en vano he estado de plantón todo el día, aguardando, allá en la ciudadela, a Calidémides, el forastero de Micona. Así pues, mientras como un bobo estaba ahí mano sobre mano, no bien venía alguno, me le acercaba: “¡Hola, joven! Dime, por favor: ¿eres tú de Micona?” — “No”. — “Pero ¿te llamas Calidémides?” — “Tampoco”. — “Pero ¿tienes aquí un huésped que se llame Pánfilo?” Todos contestaban que nones; y yo creo que ni existe tal Calidémides. Al fin, por Hércules, ya estaba corrido de vergüenza, y me he venido. — Pero ¿qué es esto, que veo salir a Baquis de casa de nuestra pariente? ¿Qué tiene que ver ella ahí? BAQUIS — Parmenón, a tiempo te me presentas; corre de prisa adonde esté Pánfilo. PARMENÓN — ¿Para qué? BAQUIS — Dile que le ruego que venga. PARMENÓN — ¿A tu casa? BAQUIS — No, sino a la de Filomena. Se consideraba, con razón, que los esclavos eran parte interesada; solo en casos gravísimos se los sometía a interrogatorio, pero torturándolos a la vez, a fin de lograr (extorsionar) deposiciones fehacientes. 47 - 28 - PARMENÓN — ¿Qué pasa? BAQUIS — Déjate de preguntar lo que no te importa PARMENÓN — ¿Nada más le digo? BAQUIS — Sí, también dile que Mirrina reconoció como perteneciente a su hija ese anillo que él un día me había dado. PARMENÓN — Entiendo. ¿Eso es todo? BAQUIS — Sí. Estará aquí al punto, apenas le digas eso. Pero ¿por qué demoras? PARMENÓN — En verdad que no demoro en absoluto. Hoy ni he tenido tal posibilidad, pues he pasado toda esta jornada andando y corriendo de acá para allá. (Sale.) BAQUIS — ¡Qué alegría he procurado a Pánfilo con mi llegada! ¡Cuántos bienes le he ocasionado! ¡Cuántas inquietudes le he quitado! Le restituyo el hijo, que por su culpa y la de esas dos mujeres casi iba a perecer; le devuelvo su mujer, que él calculaba nunca más poseer; lo he librado de la sospecha en que su padre y Fidipo lo tenían. Y cabalmente este anillo ha sido el comienzo de estos descubrimientos y desenredos. Pues me acuerdo que una vez, hace diez meses poco más o menos, al empezar la noche, vino a buscar refugio en mi casa, todo agitado, sin esclavos que lo acompañaran, bien borracho, con este anillo. De buenas a primeras me asusté. “Mi Pánfilo —le digo—, por tu vida, ¿cómo es que estás tan alterado? ¿Y dónde has hallado ese anillo? Dímelo”. Él se hizo el distraído. Viendo esto, yo formulé no sé qué sospecha; y empecé a instarlo mayormente para que hablara. El joven me confiesa que en la calle había violentado no sé qué mujer y me dice que, mientras ella se debatía para librarse, le había arrebatado el anillo. Pues este es el anillo que hace un momento Mirrina ha reconocido en mi dedo. Al punto me pregunta cómo es que lo tengo; yo le cuento toda esta historia; y así se ha descubierto que fue él quien violó a Filomena y que de ahí le viene este hijo que acaba de nacer. Me alegro de que por mí le hayan sobrevenido tantas alegrías, por más que otras cortesanas no compartirían este sentimiento; efectivamente, no redunda en provecho nuestro que algún amante nuestro halle su dicha en el casamiento; pero, por Cástor, jamás inclinaré mi ánimo a una mala acción por un beneficio de mi profesión. Yo, mientras me estuvo permitido, tuve en él un amigo bondadoso, gracioso y amoroso. Su casamiento, lo confieso, me resultó enfadoso; pero, por Pólux, creo que nada hice para merecer semejante infortunio. Con todo, cuando de uno se han recibido muchas ventajas, justo es que se sobrelleven los disgustos que de él mismo procedan. Escena IV PÁNFILO, PARMENÓN, BAQUIS PÁNFILO — Por favor, mira otra vez, querido Parmenón, que sean ciertas y claras las noticias que me has referido, a fin de que no me lances a gozar de una alegría falsa y efímera. PARMENÓN —Ya lo he mirado bien. PÁNFILO —¿De veras? PARMENÓN — De veras. PÁNFILO — Soy un dios, si es así. PARMENÓN — Así es; tú mismo lo comprobarás. (Hace ademán de retirarse.) PÁNFILO — Quédate un momento, por tu vida; porque temo creer una cosa mientras tú me anuncias otra. PARMENÓN — Y bien, me quedo. PANFILO — Pues, has dicho, me parece, que Mirrina descubrió un anillo suyo en el dedo de Baquis. PARMENÓN — Eso es. PÁNFILO — El anillo que un día yo le había dado a Baquis; y que es Baquis quien te mandó venir a darme esa noticia. ¿Es así? PARMENÓN — Es así no más. PÁNFILO — ¿Quién hay más venturoso que yo? ¿Quién, más rebosante de gozo? ¿Qué debería yo - 29 - obsequiarte por tal mensaje? ¿Qué? ¿Qué? No lo sé. PARMENÓN —Yo, sí, lo sé. PÁNFILO — ¿Pues qué? PARMENÓN — Pues nada, porque no sé qué halles de bueno ni en el mensaje ni en mi persona. PÁNFILO — ¿Puedo permitir yo que se aleje de mí sin recompensa uno que, estando yo muerto, me sacó del Orco y me hizo volver a la luz? ¡Ah, demasiado ruin me crees! — Pero ahí veo a Baquis de pie ante la puerta; debe de estar aguardándome a mí; la abordaré. (Se aleja de Parmenón, que queda en adelante extraño a la conversación.) BAQUIS — (Adelantándose.) ¡Bien venido, Pánfilo! PÁNFILO — ¡Oh Baquis! ¡Oh Baquis de mi alma! ¡Mi salvadora! BAQUI S — Todo ha ido bien; yo estoy llena de gozo PÁNFILO — Con tus palabras me haces prestar fe a los hechos. Y tú guardas tu gentileza de antaño, de suerte que tu encuentro con uno, tu conversación y tu visita, donde quiera que sea, es siempre un placer. BAQUIS — Y tú también, por Cástor, guardas tu carácter y tu corazón de antaño, de suerte que en ninguna parte, entre todos los hombres que viven en el mundo, ni uno se encuentra que sea más amable que tú. PÁNFILO — ¡Ja, ja, ja! ¿Tu a mí con piropos? BAQUIS — Con razón te has entregado al amor de tu esposa. Hasta el día de hoy yo jamás la había visto con mis propios ojos como para apreciarla. PÁNFILO — Di la verdad. BAQUIS — ¡Pero sí! ¡Así me amen los dioses, Pánfilo! PÁNFILO — Dime: ¿acaso le has dicho algo de todo esto a mi padre? BAQUIS — No, nada. PÁNFILO — Ni hace falta. Pues ¡mutis! No quiero que ocurra como en las comedias, donde todos llegan a enterarse de todo. Aquí, los que convenía que se enteraran, ya lo saben; y los que no conviene que estén al tanto, ni llegarán a enterarse ni tendrán conocimiento directo del asunto. BAQUIS — Más aún; te confío un dato con que entiendas lo fácil que va a ser mantener el secreto: Mirrina le ha dicho a Fidipo que ha dado fe a mi juramento, y que por consiguiente tú eres inocente a sus ojos. PÁNFILO — Muy bien. Y espero que este asunto termine a nuestro gusto. PARMENÓN — (Acercándose.) Señor, ¿me está permitido saber de ti qué bien es el que te he hecho hoy, y de qué asunto están ustedes tratando? PÁNFILO — No, no te está permitido. PARMENÓN — Sin embargo, yo lo sospecho. (Aparte, cavilando sobre lo que anteriormente le dijo Pánfilo.) ¿Yo a este... muerto... del Orco? ¿De qué manera...? PÁNFILO — No sabes, Parmenón, qué gran servicio me has prestado hoy y de qué gran angustia me has librado. PARMENÓN — ¡Vaya si lo sé! No lo hice por casualidad. PÁNFILO — No me cabe la menor duda. PARMENÓN — ¿Acaso a Parmenón se le puede escapar así, a la ligera, alguna ocasión de hacer algo útil? PÁNFILO — Acompáñame allá dentro, Parmenón. PARMENÓN — Te acompaño. (A los espectadores.) Verdaderamente, el bien que hice hoy inconscientemente supera a todo el que hice a sabiendas antes de este día. EL CANTOR—¡Aplaudan!48 La invitación a aplaudir dirigida a los espectadores es en las piezas latinas la forma de rúbrica para indicar su finalización. Según Paratore, tal invitación la realizaba un miembro del grex o compañía teatral en metro recitativo, pudiendo también ser entonada por un cantor para obtener un efecto mayor (STL, p. 56, nota 8). 48 - 30 - BIBLIOGRAFIA (Solamente constan las obras a que se hace referencia tanto en la introducción como en las notas del texto de la traducción) ASHMORE Sidney G., The Comedies of Terence, 2ª edic., New York, Oxford University Press, 1908 (6ª reimpresión, 1962). BEARE W., The Roman Stage, 3ª edic. revisada, Londres, Methuen, 1964. BIGNONE Ettore, Historia de la Literatura Latina, trad. del italiano por Gregorio Halperín, Buenos Aires, Losada, 1952. COLOMBO Sisto, P. Terenzio Afro: Adelphoe, Turín, Società Editrice Internazionale, reimpresión 1953. COROMINES Joan — COROMINES Pere, P. Terenci Àfer, Comèdies, Fundació Bernat Metge, vol. I, II, III, Barcelona 1936, 1956, 1958. COROMINES Joan, P. Terenci Àfer : Comèdies, Fundació Bernat Metge, vol. IV, Barcelona, 1960. CHAMBRY Emile, Térence: Comédies, 2 vols., París, Garnier, 1948. DICCIONARIO DEL MUNDO CLÁSICO redactado bajo la dirección de Ignacio Errandonea, S. I., 2 vols., Barcelona-Madrid-Buenos Aires-Río de Janeiro- Méjico-Montevideo, Labor, 1954. DUCKWORTH George E., The Nature of Roman Comedy, Princeton, University Press, 1952 (3ª reimpresión, 1965). HUMBERT Jules, Histoire illustrée de la Littérature Latine, París, Didier, 1962. LA MAGNA Giovanni, P. Terenzio Afro: Phormio, Milán, Signorelli, reimpresión 1944. LINDSAY Wallace M.— KAUER Robert, P. Terenti Afri Comoediae, Scriptorum Classicorum Bibliotheca Oxoniensis, Oxonii e typographaeo Clarendoniano, 1926 (reimpresión 1953). LUPO GENTILE Michele, Terenzio: Adelphoe, Milán, Signorelli, reimpresión 1955. MAROUZEAU J., Térence, Colección Guillaume Budé, 3 vols., París, “Les Belles Lettres”, 19421949 (reimpresión: vol. I, 1963; vol. II, 1956; vol. III, 1961). PARATORE Ettore, Storia del Teatro Latino (Se cita: STL), Milán, Francesco Vallardi, 1957. PARATORE Ettore, Storia della Letteratura Latina (Se cita: SLL), 2ª edic., Florencia, Sansoni, 1961. PICHON René, Histoire de la Litérature Latine, 9ª edic., París, Hachette, 1924. PIERRON Pierre-Alexis, Historia de la Literatura Romana, trad. del francés por Antonio Clement, Colección “Obras Maestras”, vol. I, Barcelona, Iberia, 1966. PUBLIO TERENCIO AFER, Colección Austral, 2 vols., 2ª edic., Buenos Aires-México, Espasa-Calpe - 31 - Argentina, 1947. RONCONI Alessandro, Terenzio: Le commedie, Florencia, Le Monnier, 1960. RUBIO Lisardo, P. Terencio: Comedias, Colección Hispánica de Autores Griegos y Latinos, vol. I, II, III, Barcelona, Ediciones Alma Mater, 1958, 1961, 1966. SARGEAUNT J., Terence, Loeb Classical Library, 2 vols., Londres, Heinemann/Cambridge, Massachusetts, Harvard University Press, 1912 (7ª reimpresión, 1959). SERAFINI Augusto, Storia della Letteratura Latina, Turín, Società Editrice Internazionale, reimpresión 1962. STELLA Salvatore, P. Terenzio Afro: Hecyra, Milán, Signorelli, reimpresión 1952. VOLTES BOU Pedro, Terencio: Comedias, Colección “Obras Maestras”, Barcelona, Iberia, 1961. - 32 - TERENCIO: LOS HERMANOS Introducción, versión y notas de José Juan Del Col NOTA BENE En atención a los lectores que ignoren el latín, traducimos la palabras o frases de ese idioma que se citen en el presente trabajo. Por el mismo motivo, en relación con la ortografía española, atildamos las palabras latinas esdrújulas, pero no las graves o llanas terminadas en consonante, advirtiendo que en estas el acento prosódico cae en la penúltima sílaba; advertimos además que no hay palabras latinas agudas. -2- PRESENTACIÓN Este número 16 de Cuadernos del Instituto Superior “Juan XXIII” trae la versión al castellano, que yo realicé, de Los hermanos de Terencio, precedida por una introducción y provista de oportunas notas explicativas. En la introducción se dan, primero, unas informaciones generales sobre la vida y obra del comediógrafo latino, y luego unas informaciones específicas sobre Los hermanos. En cuanto a la obra de Terencio, después de señalar que fue inspirada por Menandro, eximio comediógrafo ateniense, se destacan sus principales características. En cuanto a Los hermanos, se pone de relieve la importancia que esta comedia reviste, su fisonomía característica y la proyección que tuvo, tanto en la antigüedad como en la época moderna. El presente trabajo reproduce, con leves modificaciones, el libro “Los hermanos” de Terencio, publicado por la Editorial Columba en mayo de 1973, como número 4 de la Colección Birreme, dirigida por el Dr. Alberto J. Vaccaro. Viene a ser, pues, una reimpresión de este libro, cuya edición, al parecer, está agotada. Las otras cinco comedias de Terencio, que yo igualmente traduje, fueron publicadas, como sendos números, en los Cuadernos del Instituto Superior “Juan XXIII”: Formión y La suegra, en junio de 1984 (n. 6 y 7, respectivamente); La andria,El eunuco y Heautontimorúmenos, en enero de 1993 (n. 12,13 y 14, respectivamente). Hago constar que la mía es, en castellano, la cuarta versión completa del teatro de Terencio. Las anteriores son: la clásica de Pedro Simón Abril (¿1530-1595?), la de Pedro Voltes Bou (publicada en 1961) y la de Lisardo Rubio (publicada entre 1958 y 1966). Hago constar, además, que no tengo noticia de otra versión completa de Terencio que se haya llevado a cabo en América; la mía sería, entonces, la primera en nuestro continente. Me place consignar, finalmente, que el móvil de mi traducción de Terencio fue la participación a instancias del fundador y primer rector del Instituto Superior “Juan XXIII”, Pbro. Dr. Osvaldo Francella, sdb, de feliz memoria- en el Concurso de Traducciones del Griego y del Latín clásicos al castellano, convocado por la Editorial Kraft Lda. en setiembre de 1964, para conmemorar el Centenario de su fundación. En marzo de 1966, el Jurado que dictaminó en dicho Concurso, seleccionó estas mis versiones: La suegra, Formión y Los hermanos. Contigo ahora, gentil lector, la tercera de las tres comedias, con su introducción y notas. Lic. José Juan Del Col, sdb Rector del Instituto Superior “Juan XXIII” -3- INTRODUCCIÓN RASGOS BIOGRÁFICOS DE TERENCIO Publio Terencio Afro es el representante más delicado de la comedia latina. Pertenece a la primera mitad del siglo II a. C., siendo, por lo tanto, algo posterior al más fecundo y exuberante comediógrafo latino, Plauto (alrededor del 254-184). Nacido en Cartago en el año 195 o 190, fue conducido a Roma en tierna edad, como esclavo del senador Terencio Lucano. En seguida supo granjearse, por su porte agraciado y por su ingenio despierto, la simpatía y aprecio de su amo; lo cual le valió un trato de favor, es decir, una educación liberal y una manumisión temprana (posiblemente al llegar a la mocedad). Se puede suponer que, una vez manumitido, haya seguido viviendo en casa de su patrono, donde, siendo todavía esclavo, habría entrado en contacto con varios hijos de familias aristocráticas de Roma. Sea como fuere, lo cierto es que estrechó amistad con muchos nobles, y especialmente con Escipión Africano y C. Lelio1. Éstos y Furio Filo (es decir, amigo o amante, sobrentendido de lo griego) formaban un trío helenizante, que aglutinó a la nobleza romana de entonces en un círculo, llamado “círculo de los Escipiones”. Aspiración de ese círculo era sentir, pensar, expresarse y portarse a la griega; era helenizar lo romano, es decir alisarlo, agilizarlo, y a la vez humanizarlo, de suerte que la urbánitas 2 romana se tornara cosmopolitismo o humanismo político y el homo Romanus, homo humanus 3. Bajo el influjo de semejante humanismo, exclamará Marco Aurelio: “Como Antonino tengo por patria a Roma, como hombre el mundo” 4. Ya en tiempos de Terencio ese humanismo hallaba un eco profundo tanto en la élite como en la plebe de la Urbe; es que en realidad respondía al genio romano más aún que al griego, ya que los romanos no se contentaban con abstracciones, con teorías, sino que tendían a encarnar en el plano concreto y práctico el espíritu cosmopolita y humanitario de que estaban dotados. Por eso cuando por vez primera resonó en el teatro de Roma el verso: Homo sum: humani nihil a me alienum puto 5, todo el público, según refiere San Agustín, prorrumpió en aplausos 6 . Ese verso es el más famoso de Terencio y podría servir de epígrafe a todo su teatro como a toda la literatura latina; teatro y literatura impregnados de humánitas 7. Reflejando para la escena el ideario del círculo de los Escipiones, compuso Terencio sus comedias: en 166, la primera (La andria); en 160, la última (Los hermanos); y en el lapso intermedio, otras cuatro, a saber: La suegra, El atormentador de sí mismo, El eunuco y Formión. Después de representadas las seis piezas, Terencio, a fines del 160 o en el año subsiguiente, emprendió un viaje -de solaz o, más verosímilmente, de estudio- al mundo griego, esto es, a Asia Menor y Grecia propiamente dicha. En el regreso terminó sus días, alrededor del año 158 8. OBRA DE TERENCIO MENANDRO, EL MODELO PREDILECTO. En Roma se cultivaron dos géneros principales de comedias, a saber: la comóedia palliata, de trama e indumentaria griega, y la comóedia togata, de trama e indumentaria romana. Terencio compuso todas comedias palliatae, al estilo de la comedia nueva, Cf Suetonio, Vita Terenti, Wessner, 1-2. = urbanidad, finura de trato y de costumbres. 3 = el hombre romano, hombre “humano” (es decir, universal y filántropo). 4 BIGNONE, p. 61. 5 = Soy hombre, y nada de cuanto es humano me es extraño (El atormentador de sí mismo, 77). 6 Cf PARATORE, p. 162. 7 = sensibilidad y comprensión humana. 8 Cf Vita, Wessner, 5 y 2. 1 2 -4- cuyo principal representante -“el astro de la comedia nueva”, en expresión de los bizantinos- fue Menandro 9. Si la comedia nueva en general pudo ser definida “espejo de la vida”, nítidos espejos de vida son indudablemente las piezas de Menandro. Espejos de la vida real, de la vida cotidiana, de la vida burguesa; espejos de las costumbres y pasiones humanas; espejos de caracteres y sentimientos, de situaciones y cosas. Es esto lo que los antiguos más ponderaban a propósito de Menandro. Y es también lo que sobresale en la producción de su eximio imitador latino. CARACTERÍSTICAS PRINCIPALES DEL TEATRO TERENCIANO Proponiéndonos ahora detallar las características principales del teatro de Terencio, examinemos por separado, a fin de proceder ordenadamente, el prólogo, la acción, los personajes y el estilo. PRÓLOGO. En alguna comedia ática del siglo IV a. C. se puede hallar un prólogo que ostenta una exposición del argumento y a la vez una breve apología de la obra y de su autor; pero normalmente la comedia nueva lleva un “prólogo-exposición”. Los de Terencio, en cambio, ni una vez son prólogos expositivos, sino siempre y exclusivamente apologéticos. Hacen, en efecto, una apología de su obra, pero de ordinario, más que para encarecerla, para defenderla de la denigración, acusaciones y ataques de los rivales literarios. Y a fe que la defienden con ardor, con pasión, con dejos de resentimiento, con acentos de acrimonia; todo lo cual contrasta no solo con la característica romana del Prologuista amante de la paz y que en son de paz trae un ramo de olivo, sino también con el estilo acostumbrado de la pieza, un estilo que se desliza sosegada y suavemente. Si a lo dicho se añade que los prólogos aparecen alambicados y ahítos de figuras retóricas, mientras que el diálogo escénico respira naturalidad y mesura, entonces se agrava la sospecha de que no sea Terencio el autor de tales prólogos. Por consiguiente, como dice Marouzeau 10 , o no es Terencio el autor de los mismos o, si lo es, en ellos dio rienda suelta a fantasías y extravagancias que en el texto de las comedias habría tenido que sofrenar en atención a los modelos griegos. En esta segunda hipótesis, el verdadero, el auténtico Terencio, ya como hombre, ya como literato, se hallaría perfilado en los prólogos de sus piezas. Beare da por supuesto que los prólogos se deben a Terencio y pone de relieve que estando destinados a disipar sospechas y conseguir la atención, por eso mismo resultaron prólogos de nuevo cuño: quizás era la primera vez, escribe dicho autor, que un dramaturgo latino tenía conciencia de asentar un principio artístico 11. Los prólogos serían pues un mérito, una prueba de la originalidad artística de Terencio. ACCIÓN. - Comedias palliatae. Las comedias de Terencio imitan a las de Menandro, haciendo gala de una sutil psicología y de urbanidad, decoro, finura. Es que retratan la vida burguesa del foco de la civilización helénica, Atenas; y por añadidura la retratan filtrada y depurada a través de la simpatía y la admiración. Nació Menandro en Atenas, de padres ricos, hacia el año 342 y murió en la misma ciudad hacia el 292. Algunos lo consideran sobrino y discípulo del poeta cómico Alexis, pero el primer dato es casi ciertamente falso y el segundo es probable que no deba tomarse en sentido literal. Algún antiguo lo hace también discípulo del filósofo Teofrasto y amigo de Epicuro; en verdad, sus obras revelan de un modo notable al filósofo y al moralista. El epicureísmo se reconoce fácilmente en sus obras y en su conducta, pero más que de influjos debiera hablarse de afinidad espiritual con Epicuro. Vivió entregado a “la dolce vita”: vida de holganza, de regalo, entre caricias de cortesanas; vida de elegancia en el traje y en el porte; vida ajena a las turbulencias, revueltas y guerras que iban sacudiendo a Grecia y Atenas; vida refractaria aun a las honrosas presiones con que Tolomeo Soter intentó llevarlo a Alejandría de Egipto, hasta enviándole para ello, según cuenta la tradición, embajadores y buques. Sólo le placía Atenas, o mejor dicho, su hermosa villa del Pireo; lo fascinaban sus amores y el trato con personas de sociedad, de una sociedad refinada, culta; a la ambición anteponía la quietud. En esa quietud tan holgada fue escribiendo sus comedias; más de cien. 10 Cf MAROUZEAU, I, p. 50. 11 Cf BEARE, p. 95. 9 -5- Comedias sentimentales. Plauto despliega en sus comedias unas vis cómica jocosa, de una jocosidad bufa y crasa; Menandro sabe fijarse en la humánitas, pero sin hacerla prevalecer sobre el donaire de los tipos tradicionales. Terencio suele concentrarse en la humánitas, en los problemas humanos; de ahí el carácter serio y aun melancólico que aparece difuso en todo su teatro, desde La suegra, donde, como asegura Pichon, no se encuentra el menor chiste, y es de tono lloroso 12, hasta El eunuco y Formión, que son las dos comedias aparentemente más festivas. Debido a su carácter serio y melancólico, las piezas de Terencio, más que comedias, son dramas, dramas de almas, o más bien, dramas de corazones, ya que el amor es el móvil de la acción en cada pieza. Tema común: una aventura amorosa. Como ordinariamente en Menandro, el tema es una aventura amorosa, de un amor que tiene curso irregular de pasión y termina remansándose en una boda satisfactoria. Esta, precedida por un reconocimiento (salvo en Los hermanos), es el desenlace obligado de la comedia. Técnica estructural. Es característica de la técnica de Terencio la introducción en la pieza de algún personaje protático, es decir, de algún personaje que sólo figura en la prótasis de la obra a fin de introducir al público en la marcha de la acción, haciendo las veces del viejo prólogo expositivo. Típico rasgo estructural en el teatro de Terencio, como hace notar Paratore 13, es la geminación o duplicación de pasiones y situaciones: así en La andria la pasión ardiente de Pánfilo por Glicera y de Carino por Filomena, y las trabas que impiden el casamiento de uno y otro con el objeto de su amor. Pero lo que Beare considera el principio fundamental de la técnica dramática de Terencio es el contraste de caracteres 14 . Este, al igual que la geminación de pasiones y situaciones, es reflejo del teatro de costumbres de Menandro, pero en Terencio se verifica -parece- con más regularidad, con más intensidad, con más afinación. Intriga. En las comedias terencianas suele ser floja, pero alguna que otra vez tiene más enredo que en el original: en La andria y en El eunuco por la añadidura de personajes, y en Los hermanos por la inserción de una escena (el rapto de Baquis). Señalan varios autores que la complicación de la trama por contaminación representa un enriquecimiento que refuerza la acción y posibilita al mismo tiempo una más aguda caracterización psicológica de los personajes. Marouzeau, por ejemplo, afirma: “Es preciso reconocer que, en conjunto, Terencio por este medio (la contaminación) enriqueció una materia a veces indigente, reforzó su intriga, acreció el valor dramático de su obra” 15. Naturalidad, mesura y garbo. Son otras características de la acción en Terencio. Por la naturalidad, casi no se dan los discursos directos de los personajes a los espectadores; cosa que, en cambio, ocurre varias veces en las comedias de Plauto. Por la naturalidad, la acción fluye sin nada forzado e inverosímil, desembocando en un desenlace lógico sin que nunca se precise la intervención de un deus ex máchina para cortar de un tajo un nudo insoluble. A la naturalidad le hacen cortejo la mesura y el garbo: la acción, en efecto, se despliega lenta, acompasada, con ritmo uniforme, sin desgarrones, sin choques, y sin nada grotesco, sin nada grosero, sin nada manifiestamente, crudamente, obsceno. La acción en Terencio podría compararse a un arroyuelo plácido y cristalino, mientras que en Plauto es como un torrente de agua turbia, cenagosa, que avanza a los brincos, con ímpetu, arremolinándose. Terencio resulta pues un auténtico maestro en la técnica dramática de comedias calmas, reflexivas, decorosas. Su maestría en la composición de semejantes comedias hace juego con su maestría en el dibujo de los caracteres; son ellas las dos mayores glorias de Terencio como poeta dramático. PERSONAJES. Varrón, que le otorga la palma a Cecilio por los asuntos y a Plauto por los parlamentos, se la reserva a Terencio por los caracteres 16. Terencio sería, pues, el mejor comediógrafo latino Cf PICHON, p. 78. Cf PARATORE, p. 184. 14 Cf BEARE, p. 107. 15 Cf MAROUZEAU, I, p. 43. 16 Cf MAROUZEAU, I, p. 45. 12 13 -6- en cuanto a caracterización. El juicio de Varrón es compartido incondicionalmente por varios autores modernos, como Rostagni, Serafini, Rubio... “La profundizada representación de los caracteres -escribe Rostagni- constituye el lado más apreciable de las comedias terencianas... Los personajes están todos finamente elaborados con respecto a las cualidades morales, llevando neta la impronta de su ethos” 17. Terencio, declara Serafini, “ha llevado a la comedia una propia originalidad y novedad, por cuanto él estriba casi toda la acción en la psicología de los personajes. En este sentido, él es (juntamente con Menandro) el padre de la comedia moderna, la cual más que valerse de expresiones cómicas y picantes, trabaja alrededor de los caracteres” 18. Rubio explica y amplía el elogio de Varrón diciendo a propósito de Terencio: “Él restaura la comedia esencialmente psicológica y penetra en el alma humana más hondamente que cualquier otro autor antiguo para ofrecernos una viva imagen de la vida real encarnada en el centenar de personajes dibujados en su obra; desde la antigüedad se concede la palma a Terencio en la expresión de los caracteres” 19 A través de los personajes primorosamente caracterizados aparece en el teatro terenciano una humanidad aristocrática, culta, una humanidad que en términos generales puede describirse de la manera siguiente: - humanidad buena, sincera, afectuosa; si cae en la mentira y el vicio, es por fragilidad, no por malicia; y siempre alcanza la felicidad cuando escucha la voz del corazón; - humanidad decorosa, pudorosa; por más que ceda a la pasión del amor, no se jacta, sino que tiende un velo sobre esa debilidad; con todo, muestra bastante desenfado en lo relativo al sexo; - humanidad dulce, comprensiva, tolerante, servicial; - humanidad reflexiva, replegada sobre los estados de ánimo, especialmente sobre los determinados por el amor; - humanidad melancólica, porque repara en las incertidumbres, afanes, chascos y derrotas de la vida; - humanidad que busca intimar y desahogarse; - humanidad reposada y mesurada en todas las manifestaciones de la vida y que por lo tanto no se desespera en la tristeza ni se exalta en la alegría: en la tristeza se resigna, en la alegría sonríe; sonríe por las inconsecuencias de los caracteres y las rarezas de las situaciones, en vez de reír, como en Plauto, por caricaturas, parodias, hipérboles divertidas, chistes verdes, expresiones ambiguas, neologismos curiosos; tristeza y alegría, además, alternan como en la vida, o mejor dicho, la tristeza es alegría cohibida, que espera y aguarda librarse; no es entonces tristeza morbosa, sino tristeza de melancolía difusa y provocada por añoranzas de alegrías pasadas y por ansias y ensueños de alegrías futuras; en el teatro terenciano está, pues, latente una concepción optimista de la vida. Semejante humanidad de cuño aristocrático y selecto responde a una realidad ideal, de abstracción, que fija valores auténticamente humanos y por ende universales. ESTILO. - Juicio de autores antiguos. Lengua y estilo de Terencio son de lo más delicado que pueda ofrecer la literatura latina. Ya lo proclamaban en la antigüedad varios autores, entre los cuales figuran: Cicerón y César, eminentes estilistas y maestros de la prosa latina; Horacio, el forjador de una “poesía de dicción” (Menéndez y Pelayo) 20 y maestro de preceptiva literaria; y Quintiliano, el otro celebérrimo estilista y preceptista literario. Constantes del estilo terenciano. Son estas: “Mediócritas“ y “gracílitas“. - El estilo de Terencio es, en general, medíocris y grácilis a un tiempo, esto es, mesurado y fino. ROSTAGNI, p. 97. SERAFINI, p. 50. 19 RUBIO, I, p. XLIV. 20 Cf ALONSO SCHÖKEL, p. 169. 17 18 -7- Pureza de lenguaje. - El de Terencio es lectus sermo 21 (Cicerón), purus sermo 22 (César). Terencio es representante y perfeccionador del sermo urbanus 23; y téngase en cuenta que se trata de un lenguaje ciudadano de capital y de un lenguaje culto de la mejor ley, por ser el de la mejor sociedad. Y bien, al revés de Plauto, Terencio raramente emplea grecismos y, sin ser arcaizante, es más bien conservador en cuanto a vocabulario: guarda un justo medio de corrección, de casticismo, de rigor; su lenguaje, en efecto, está sacado del patrimonio común, pero está bellamente limado; y es restringido, ceñido, pero preciso y translúcido. La pureza de lenguaje es nota principal del estilo terenciano. Es nota muy ponderada, si no la más ponderada, por la crítica aun reciente. Gracia y elegancia. -También para estas prendas hay todo un concierto de voces entusiastas que corean los juicios de la antigüedad. Así, por ej., Bignone dice: “Terencio parece conocer todos los secretos y las gracias del latín” 24. La Harpe encarece la elegancia de su diálogo 25. Para Ashmore es la elegancia o refinamiento y gracia del idioma lo que caracteriza los escritos de nuestro poeta 26. Chambry afirma: “Su estilo ha pasado siempre por el modelo del sermo urbanus, de la conversación de las personas honradas 27. Rubio afirma a su vez: “Terencio ha sido considerado siempre y unánimemente como un modelo de la buena latinidad, del sermo urbanus“; y llega a afirmar: “no hay lengua más pura, elegante y distinguida que la de Terencio” 28. Ya Leopardi había declarado: “Terencio, nunca igualado en su pura, perfecta y natural elegancia” 29 Naturalidad y sencillez. - El lenguaje de Terencio está desprovisto de alambicamientos, de ostensibles virtuosismos, como está desprovisto de frondosidades, ampulosidades, oropeles. De ahí que Terencio, a pesar de ser purista, parezca a veces indigente en su vocabulario; y de ahí que, a pesar de dar pruebas de un perfecto dominio técnico, sea sobrio, de ordinario, en el empleo de las figuras retóricas y recursos efectistas. Cortesía, delicadeza y decoro. - En el teatro de Plauto, como se encajan en cantidad puñetazos y palos, así se espetan denuestos e imprecaciones; y a la vez se descargan andanadas de expresiones maliciosas, chistes chocarreros, palabrotas y obscenidades. En Terencio, salvo contadas excepciones, estilo y trama respiran cortesía, delicadeza, decoro. Según Anatole France, Terencio fue el primero en poner el pudor sobre la frente de Talía, la musa de la comedia 30. Y es corriente en los autores el elogio de la gentileza estilística de Terencio. Lenguaje coloquial. - El estilo terenciano se destaca también por el tono conversacional, de una conversación que muy a menudo llega a ser coloquio íntimo: diálogo de almas que se comunican experiencias, resoluciones y planes; de corazones que se confían cuitas, recelos, esperanzas y anhelos. Por consiguiente, el estilo se desenvuelve reposado, circunspecto, suave y tierno, leve y flexible, amoldándose a la rica y sutil gradación de pensamientos y afectos que los personajes van revelando poco a poco en el curso de la acción. Y así los caracteres se delinean y matizan progresivamente por toques menudos, discretos, finos; justamente en esto Paratore reconoce lo más típico del estilo terenciano 31. = lenguaje selecto. = lenguaje puro. 23 = lenguaje ciudadano. 24 BIGNONE, p. 70. 25 Cf PIERRON, p. 129. 26 ASHMORE, introd., p. 35. 27 CHAMBRY, I, p. VII. 28 RUBIO, I, p. XLVIII. 29 Cf GONZÁLEZ PORTO-BOMPIANI: Terencio. 30 Cf SERAFINI, p. 48. 31 “La característica principal del estilo de Terencio está en la esmeradísima gradación de los toques”: PARATORE, p. 188. 21 22 -8- LOS HERMANOS IMPORTANCIA DE Los hermanos. Según Azelia Arici, la crítica actual con voces casi concordes habría llegado a reconocer la obra maestra de Terencio en La suegra 32. No parece, sin embargo, que los críticos actuales convengan tanto en ese reconocimiento. Vitali, por ej., asegura que Los hermanos son “por varias razones la más notable” de las piezas de Terencio 33. Gustarelli así los presenta: “la última de las comedias terencianas, la obra maestra del aún joven poeta, y, bien puede afirmarse, de todo el teatro cómico latino” 34. Y Rubio atestigua: “Los Adelfos pasan por la obra maestra de Terencio” 35 . Por cierto se ha de admitir que dicha pieza es “una de las mejores de Terencio”, como afirma Marouzeau 36. FISONOMÍA CARACTERÍSTICA DE Los hermanos. Es de tipo serio, siendo, en efecto, “una comedia de costumbres o de caracteres al mismo tiempo que de intriga” 37, o mejor dicho, siendo “una comedia de caracteres mucho más que de intriga” 38, “una comedia predominantemente de carácter” 39. Desarrolla una tesis moral: es “la comedia pedagógica de Terencio”, en expresión de Serafini “ 40, pues contrapone dos sistemas educativos: uno netamente autoritario y rígido, y el otro netamente blando e indulgente. El primero está representado por un anciano, cierto Démea, padre de dos hijos, llamados Esquino y Ctesifón; el segundo, por otro anciano, cierto Mición, que es hermano de Démea y padre adoptivo de Esquino. Se cree que Démea y Mición encarnan los dos métodos antitéticos que se estilaban entre los romanos en tiempos de Terencio, es decir, el método tradicional y campesino, por un lado, y el método helenizante y urbano, por el otro. Qualis pater, talis fílius 41. Ambos ancianos fracasan en su intento educativo por lo extremado de uno y otro sistema 42. A lo largo de los cuatro primeros actos, las preferencias parecen orientarse hacia Mición, pero he ahí que de repente Démea vira por redondo, aventajando y desconcertando al mismo Mición. ¿Es el triunfo de este sobre Démea, quien se aviene, por fin, al proceder educativo del hermano? Alguien opina justamente así. Escribe, por ej., Gustarelli: “Si, al final de la comedia, Mición se ve precisado a esparcir algo de ridículo sobre su teoría, cumpliendo acciones que el buen sentido por cierto no sugeriría, eso no vicia en absoluto la verdad de su tesis moral y pedagógica, antes bien, sirve para hacerlo triunfante, exageradamente, incluso a expensas, en algo, de su misma seriedad” 43. Viceversa, otros, como Colombo y J. Coromines, en el brusco viraje de Démea no ven sino una cruel ironía respecto al método de la aquiescencia adoptado por Mición; y por lo mismo, una reacción de la austera conciencia romana contra la blanda humánitas del invasor helenismo. “En un tiempo de reacción, más o menos sincera, a la invasión helenística, había que aliarse -dice Colombo- con la austera costumbre de Démea y condenar resueltamente el humanitarismo desfibrado y dulzarrón de Mición, a fin de impedir la precoz corrupción de los jóvenes” 44. El desenlace sería una añadidura de Terencio al original griego, hecha espontáneamente o bien por instigación de sus monitores, es decir de sus consejeros de la clase aristocrática, quienes, no obstante ser refinados helenizantes, guardaban, sin embargo, la altiva firmeza de la estirpe romana 45 . Pero hay quien opina, como Vitali, que Los hermanos reflejan en sentido exactamente contrario el parecer tanto de Terencio como de sus nobles amigos del círculo de los Escipiones. Es decir, que la pátria potestas 46, tan rigurosa e inflexible a lo largo de los cinco primeros siglos de la edad republicana, necesitaba ser atemperada; así lo exigían, al despuntar el imperio, las nuevas condiciones de vida y Cf ARICI, I, p. XXVI. VITALI, p. XVI. 34 GUSTARELLI, p. 6. 35 RUBIO, III, p. 97. 36 MAROUZEAU, III, p. 98. 37 MAROUZEAU, III, p. 95. 38 COROMINES, IV, p. 73; cf también ARICI, I, p. XV. 39 GUSTARELLI, p. 10. 45 Cf COLOMBO, p. 16-17; COROMINES, IV, p. 78. 46 = autoridad paterna. 32 33 -9- sobre todo la juventud, que había dado maravillosas pruebas de valor y eficiencia en tantos campos de batalla, ensanchando el horizonte político romano más allá de los Alpes y de los mares 47. Ni rigor ni rienda suelta en la educación, sino armonía de disciplina y condescendencia. Este es el ideal del método educativo, que Démea así formula al final de la comedia: reprehéndere et corrígere... et obsecundare in loco 48. Triunfa aun en el sector pedagógico el equilibrio clásico: ne quid nimis, medèn ágan 49 ; triunfan la comprensión y sabiduría. Y no solo en el sector pedagógico, sino en cualquier manifestación de la vida humana. Así Lupo Gentile atestigua que la comedia “con razón ha sido considerada en todos los tiempos como un modelo de sabiduría humana” 50. Y Gustarelli declara: “Estos Hermanos bien podrían definirse la comedia de la comprensión humana y de la humana bondad” 51, ya que, “en el fondo, la comedia se resuelve en una porfía de comprensión sentimental y humana; mientras, en efecto, se va desarrollando la acción, se aclara la verdad de las cosas y se aclara la verdad de las almas, que terminan por conocerse, compadecerse, apreciarse y amarse recíprocamente, encontrándose y aquietándose todas en la que es la más íntima nota común a todas: la innata bondad” 52. PROYECCIÓN DE Los hermanos. Se explica entonces que el suceso de la pieza haya sido grande tanto en la antigüedad como en la época moderna. Un pasaje de Cicerón hace suponer que en su tiempo se representaba todavía 53 y una cita del mismo muestra que era familiar al gran público 54. De un texto de Amiano Marcelino se desprende que el personaje de Mición seguía siendo popular en el siglo IV 55. Los hermanos son “la más conocida y la más leída” de las comedias terencianas, como dice Chambry ; “la que ha sido objeto de más estudios monográficos”, como dice J. Coromines 57; ‘la más explicada en las escuelas”, como dice Marouzeau 58. 56 Su tema además tuvo amplia repercusión en la dramática moderna. En Italia, Lorenzino de Médicis sacó de Los hermanos la mayor parte de la intriga de su Aridosia (1536). Giovan Maria Cecchi, el más fecundo comediógrafo del siglo dieciséis, derivó de la misma pieza el asunto de I dissimili (1550). En Francia, Pedro de Larivey hizo una adaptación de la Aridosia en Les esprits, comedia publicada en 1579 y tenida por su obra cumbre. Molière, maestro en la “risa pensativa”, sobre Los hermanos modeló L’école des maris, representada en París en 1665 59. También J. Baron, discípulo de Molière, imitó esa pieza en L’école des pères (1705). Revela igualmente un notable influjo de ella Le pére de famille (1758) de Diderot. En Inglaterra, All fools (1599), conceptuada la mejor comedia de George Chapman, es una adaptación de El atormentador de sí mismo con elementos adicionales tomados de Los hermanos. Fiel adaptación de Los hermanos es The squire of Alsatia (1688), popularísima comedia de Shadwell. Y en Los hermanos se inspiran: The tender hus- Cf VITALI, p. XVIII. = reprender y corregir, y también a su debido tiempo secundar (verso 994). 49 = nada con exceso (= hay que evitar los excesos = todo extremo es vicioso). 50 LUPO GENTILE, p. 8. 51 GUSTARELLI, p. 11. 52 GUSTARELLI, p. 12. 53 De sen. 18, 65: cf MAROUZEAU, III, p. 98. 54 Pro Caelio 16, 38: cf. MAROUZEAU, III, p. 98. 55 XXVIII, 4, 27: cf MAROUZEAU, III, p. 98. 56 CHAMBRY, II, p. 353. 57 COROMINES, IV, p. 79. 58 MAROUZEAU, III, p. 99. 59 Es la más célebre de las imitaciones, pero los dos mozos son ahí reemplazados por dos hermanas jovencitas, cuyo padre, al morir, las confió a dos sujetos, hermanos entre sí, quienes desempeñan para con ellas tanto el papel de tutores como el de amantes, y en ambos papeles se establece el conflicto. 47 48 - 10 - band, or The accomplished fools (1705) de R. Steele; The jeaulous wife (1761) de George Coleman el viejo; The guardian, Linco’s travels (1767) de David Garrick; The choleric man (1774) de Sir Richard Cumberland, a quien Oliver Goldsmith llama “el Terencio de Inglaterra“; The father, or The good-natured man, comedia postuma (1778) de Fielding 60. Los hermanos, finalmente, se hallan comentados y discutidos, desde el punto de vista pedagógico, en Voltaire, La Harpe, Diderot, Lessing 61. ADVERTENCIAS 1. Al realizar la traducción de Los hermanos, que aquí ofrecemos, nos atuvimos, normalmente, a la edición crítica de Lindsay-Kauer o a la de Marouzeau. 2. Con respecto a la traducción en sí misma: - Procuramos reproducir con fidelidad lenguaje y estilo del comediógrafo latino, siguiendo el parecer de Marouzeau, de que una buena traducción de Terencio es la que esté redactada en un lenguaje sobrio y sencillo, en un estilo de cualidades medias, a igual distancia de la afectación y la vulgaridad 62. - Como la aliteración y ciertas consonancias o rimas (por ej., el fenómeno simíliter désinens 63) son habituales en nuestro poeta, nos preocupamos por guardar esas peculiaridades. Hasta aprovechamos oportunidades que la traducción sugería para introducir nuevos ejemplos de tales recursos literarios. Fue un intento de mayor acercamiento al gusto de Terencio, por más que se trate de un gusto bien discutible. - Asimismo, dándose la oportunidad, preferimos traducir modismo con modismo, refrán con refrán, evitando empero lo que habría resultado anacrónico, como sería, por ej., “poner una pica en Flandes”, “tomar las de Villadiego”, etc. 3. Para favorecer una más exacta penetración del texto, preferimos abundar en notas explicativas y explayarnos en los puntos más controvertidos, estimando que es raro se tenga a mano la documentación bibliográfica pertinente. Frecuentemente se dice que The parasitaster, or The fawn (alrededor de 1605) de Marston es similar a Los hermanos, pero en realidad no existe parecido entre las dos piezas. Asimismo, se afirma a menudo que The scornful lady (alrededor de 1616) de Beaumont y Fletcher está en deuda con Los hermanos, pero la similitud es bien escasa. Cf. DUCKWORTH, The nature of roman comedy, p. 396-431; Idem, The complete roman drama, p. 405; RUBIO, I, p. LIV - LVI; PARATORE, p. 190-191; GONZÁLEZ PORTO-BOMPIAN1: Aridosia, Disímiles, Escuela de los maridos, Espíritus; Encyclopaedia Britannica: Beaumont and Fletcher, Garrick. 61 Cf MAROUZEAU, III, p. 99. 62 MAROUZEAU, I, p. 104. 63 = de igual desinencia. 60 - 11 - LOS HERMANOS (ADELPHOE) 1 DIDASCALIA 2 Se representó en los Juegos Fúnebres 3 en honor de Lucio Emilio Paulo 4, organizados por Quinto Fabio Máximo y Publio Cornelio Africano 5. La representaron 6 Lucio Hatilio de Preneste y Lucio 1 Adelphoe es transcripción latina del vocablo griego adelphoi ( hermanos). Originariamente la palabra didascalia designaba el ensayo de coros y diálogos dramáticos con arreglo a las instrucciones del autor de la pieza; pasó luego a significar el mismo drama o su representación y, en fin, las listas de los certámenes dramáticos tanto de tragedias como de comedias. Estas listas eran, en Atenas, de carácter oficial, ya que se conservaban en los archivos del Estado. En ellas iban consignados los nombres de los competidores y de sus obras (en orden de mérito), del arconte epónimo (o magistrado supremo que daba su nombre al año, y una de cuyas funciones era organizar las fiestas), del corega, de los protagonistas, etc. Aristóteles publicó unas Didascalíai valiéndose de esos documentos oficiales y de inscripciones grabadas en los alrededores del teatro de Dióniso. Muchos gramáticos griegos continuaron y completaron el estudio de Aristóteles. Ya las ediciones alejandrinas de los dramas están encabezadas por las didascalias. 2 La registración de dramas se estiló también en Roma: se habla, en efecto, de 1.800 comedias griegas registradas ahí en la gran inscripción de didascalias. Y también para las piezas de Terencio se acostumbró encabezarlas con sus didascalias. Traen estas los datos siguientes: 1) la indicación de los Ludi o Juegos en que se representaron; 2) los nombres de los ediles curules (magistrados de orden inferior) organizadores de tales Ludi; 3) el nombre del director de la compañía cómica; 4) el nombre del compositor de la música; 5) el tipo o tipos de flautas empleadas en la ejecución musical; 6) el nombre del autor griego de la pieza (en Formión, también el titulo original de la obra); 7) el número de la pieza en la serie de las comedias del autor latino; 8) los nombres de los cónsules en función al ser compuesta la obra. Es digno de nota que las didascalias de las comedias de Terencio son casi las únicas que quedan del teatro latino; solo se pueden citar, en efecto, otras dos: las dos, de comedias plautinas (Stichus y Pséudolus), y una de ellas (la primera ) muy mutilada. Se ignora quién fue el autor de las didascalias de las piezas de Terencio. Quizás lo haya sido M. Terencio Varrón, o bien algún gramático del siglo anterior a nuestra era, o algún editor antiguo que pudo aprovechar el De actis scaenicis de Varrón. Es muy de lamentar que las didascalias ofrezcan un contenido embrollado, difícil de entender: así varían, según los manuscritos, los nombres de los magistrados; a veces se topa con tres cónsules en vez de dos (El eunuco), con cónsules de dos años diferentes (El atormentador de sí mismo), etc. Es que las didascalias han ido acumulando y entreverando datos de distintas representaciones. Tales Juegos se realizaban en honor de difuntos esclarecidos. Según Plinio, su institución se debe a Ascanio ( o Iulus), hijo de Eneas y de Creúsa, que era considerado como origen y estirpe de la gens Iulia (familia Julia). 3 Lucio Emilio Paulo, apodado el Macedónico, hijo del que cuando cónsul, murió en la batalla de Cannas, fue edil y pretor en la España ulterior, cónsul en 128 a. C. y vencedor de los piratas ligures; cónsul nuevamente en 168 y vencedor de Perseo, rey macedonio, en Pidna (ciudad de Macedonia; de ahí el sobrenombre de Macedónico); murió, siendo censor, en el año 160. Amén de sobresalir en la política y las armas, se destacó en la elocuencia y en el conocimiento de la lengua griega. (Diccionario del mundo clásico, s. v. Emilios, n. 24). 4 Los dos eran hijos de L. Emilio Paulo, pero los dos, con amargura del padre, habían salido de su familia, pasando, por adopción, a la familia Fabia (gens Fábia), el primero, y a la familia Cornelia (gens Cornélia), el segundo. El primero fue adoptado por Quinto Fabio Máximo Verrucoso (sobrenombre debido a la verruga que tenía en un labio), apodado también Contemporizador (por su táctica de hostilizar constantemente a Aníbal con escaramuzas, sin entablar nunca combate decisivo); el segundo fue adoptado por Publio Escipión, hijo de P. Cornelio Escipión Africano Mayor. Unos autores (como Marouzeau, III, p. 102, nota 1; Lupo Gentile, p. 11, nota 4; Zito, p. 16) afirman que Quinto Fabio Máximo y Publio Cornelio Africano eran los ediles curules el año (160) en que murió su padre. Pero la didascalia no trae la especificación de los ediles curules, mientras la trae sin falta para las demás piezas. En la didascalia de La suegra se indican Quinto Fulvio y Lucio Marcio como ediles curules para la tercera representación de La suegra; consiguientemente tal representación se efectuó en 160, siendo ese el año de la edilidad de Quinto Fulvio y Lucio Marcio. También la segunda representación de La suegra se efectuó en ese mismo año y con motivo de los mismos juegos fúnebres en que se representó la comedia de Los hermanos, pero tampoco en la didascalia de La suegra se nombran los ediles curules para dicha representación. Es que los ediles curules tenían a su cargo la organización de los grandes juegos públicos oficiales, mientras ni ellos 5 - 12 - Ambivio Turpión 7. Compuso la música 8 Flaco, esclavo de Claudio 9; la ejecución 10 se realizó toda ni otras autoridades intervenían para nada en los juegos privados, entre los cuales los más importantes eran los Juegos Fúnebres. Pues Quinto Fabio Máximo y Publio Cornelio Africano fueron los que en 160, sin ser a la sazón ediles curules, organizaron los Juegos Fúnebres en honor de su padre. La representación estaba a cargo del dóminus gregis. Era, este, el director de la compañía cómica y a la vez el actor principal, pero también era el empresario. Con él, pues, se entendían los magistrados para la elección de las piezas, o le daban carta blanca al respecto; con él hacían el presupuesto de los gastos, y a él se los abonaban. Él después se encargaba de todo (reclutamiento y ensayos de la compañía, aparato escénico, etc.). 6 Lucio Ambivio Turpión es el famoso dóminus gregis cuyo ascendiente, habilidad y tesón posibilitaron el triunfo en la escena, ya de Terencio, ya, anteriormente, de Cecilio. Según las didascalias, cuidó de la representación de todo el teatro terenciano. También hizo de prologuista en La suegra (sin duda alguna) y (casi ciertamente) en El atormentador de sí mismo; por la forma de los prólogos de dichas piezas, hasta hubo quien pensó que fueran alegatos personales de él y harina de su costal. L. Ambivio Turpión es -a juicio de Ashmore (notas, p. 2)- el actor dramático más famoso hacia el 62 a. C. Según Paratore, Roscio es el más célebre actor del teatro latino para la comedia y Esopo para la tragedia, siendo L. Ambivio Turpión el más celebre dóminus gregis (p. 27-28). Lucio Hatilio de Preneste aparece nombrado juntamente con Lucio Ambivio Turpión en las didascalias de todas las comedias de Terencio a excepción de La suegra; de él, sin embargo, nada sabemos. Lucio Ambivio Turpión figura en primer término, salvo, según el códice A (o Vaticanus A, llamado también Bembinus, que es el más antiguo -se remonta a fines del siglo IV o comienzos del V- y el más autorizado de los códices que consignan el texto terenciano), en la didascalia de Los hermanos; pero, suponiendo, al parecer, que la inversión se deba ahí a una distracción del copista, varios críticos ubican primero a Lucio Ambivio Turpión aun en la didascalia de dicha pieza ( así Ashmore, texto, p. 243; Colombo, p. 23; Coromines, IV, p. 82; Lupo Gentile, p. 11; Chambry, II, p. 366). De resultas hay quien opina que Lucio Ambivio Turpión habría estrenado las seis piezas y que Lucio Hatilio de Preneste se habría hecho cargo de alguna representación posterior (Martin, p. 81); algún otro piensa que por la presencia de los nombres de dos dómini gregis hay que suponer que se reunieran para la misma representación dos compañías (catérvae o greges. La Magna, Phormio, p. 24, nota 6); algún otro se muestra propenso a admitir tanto una idéntica representación con dos compañías distintas como dos distintas representaciones con distintos dómini gregis al frente de sendas compañías (Colombo, p. 23-24). 7 Es decir, la música de los cántica. Es sabido que la comedia latina constaba de partes habladas (divérbia, diálogos) y de partes cantadas (cántica, cantos). Los divérbia eran diálogos normales. En cuanto a los cántica, hay que distinguir entre los cántica sencillos y cántica especiales (en expresión de Donato, mutatis modis cántica, cántica en medidas cambiadas, esto es: en melodías o ritmos cambiados). Según algunos autores, los cántica sencillos eran unos recitados (es decir, un medio entre declamación y canto) con acompañamiento musical; los cántica especiales, en cambio, eran auténticos cantos, pero cuya ejecución, al son de la flauta, estaba confiada a un cantor, limitándose el actor a hacer los gestos y ademanes sugeridos por su letra (Rubio, I, p. XLIX; Chambry, I, p. XV. El segundo autor afirma que el cantor estaba de pie junto al flautista). La opinión tradicional, seguida aún por alguno que otro crítico moderno (Sedgwick, Lindsay: cf. Duckworth, The nature of roman comedy, p. 364, nota 9), era que la parte vocal de todos los cántica estaba a cargo de un cantor profesional (ubicado detrás del escenario, según dice Lindsay), mientras el actor desempeñaba la mímica correspondiente. Esta opinión se funda sobre la historia contada por el historiador Tito Livio (59 a. C.-17 d. C.) y repetida por el escritor Valerio Máximo (contemporáneo de Tiberio), de que el poeta Livio Andrónico, cuando actor viejo, por tener la voz cascada solía limitarse en los cántica a la mímica, dejando la parte vocal a un cantor especial traído a propósito ad canendum ante tibícinem, para cantar delante del flautista. Por eso, según Livio, divérbia tantum ipsorum (histrionum) voci relicta, a saber: de ahi arrancó la práctica de que los actores (histriones) pronunciaran personalmente el texto sólo cuando se trataba de diálogos hablados (Liv., VII, 2). Pero Beare sometió a crítica rigurosa la susodicha historia y la relativa interpretación de Livio, llegando a la conclusión de que todo cánticum y por ende también el mutatis modis cánticum no era sino una declamación rítmica hecha por un actor y sostenida por una melodía del flautista (del canto en nuestro sentido de la palabra, como acabamos de ver que sería, según unos autores, el mutatis modis cánticum, presumiblemente ni siquiera había idea en tiempos de Plauto. Beare no nombra a Terencio, porque en nuestro poeta, con apenas veinticinco versos dedicados al mutatis modis cánticum, este en la práctica no existe). 8 Advierte a su vez Paratore (p. 56, nota 8): “Téngase presente que en los códices el término cantor indica genéricamente al actor, y que tal sigla aparece particularmente al final de la comedia, cuando uno del grex se dirige al público en metro recitativo, exhortándolo a aplaudir”; Paratore, sin embargo, añade, contrariamente a lo que sostiene Beare acerca del “canto” en sentido propio, que bien podía ser que un cantor de profesión entonara el final pláudite para lograr un mayor efecto. A propósito de la cita de Paratore nótese que cantor no es sigla, sino que la sigla aludida es una omega mayúscula; esta es la sigla con que los códices representan unánimemente al cantor de dicho pláudite (cf Marouzeau, I, p. 203, nota 2). (Ver en detalle la cuestión en Beare, p. 219-232; cf también Duckworth, The nature of roman comedy, p. 361-383; Paratore, p. 2-25). - 13 - con flautas serranas 11. El original es griego, de Menandro 12. Es la sexta comedia del autor, compuesta durante el consulado de Marco Cornelio Cetego y Lucio Anicio Galo 13. PERIOCA DE CAYO SULPICIO APOLINAR 14 Cierto Démea tiene dos hijos mozos: Ésquino y Ctesifón. Entrega el primero, en adopción, a su hermano Mición, y él se queda con el segundo. Éste se prenda de la gracia de una citarista. El hermano El texto latino dice simplemente: Flaccus Claudi. Se sobrentiende servus (o servos). Servus para unos (Ashmore, Martin, Chambry, La Magna, Stella, Gustarelli, Bond-Walpole) es esclavo; para otros (cuales Marouzeau, J.Coromines, Voltes Bou, Aríci), liberto; para otros (como Rubio, P. Coromines), ora esclavo, ora liberto (así para Rubio es esclavo en la didascalia de El eunuco, de El atormentador de sí mismo y de Formión, y liberto en la de La andria, de La suegra y de Los hermanos); para otros (como Sargeaunt, Cogliandolo, Lupo Gentile), simplemente criado; en alguna traducción también se encuentra tan solo el complemento de especificación (así P. Coromines pone a secas: “Flac de Claudi” en la didascalia de El atormentador de sí mismo). La expresión elíptica “Flaccus Claudi” se encuentra en todas las piezas de Terencio que llevan didascalia original, es decir, en todas, menos La andria; pero también en esta pieza figura en la didascalia que se elaboró con elementos entresacados de los prolegómenos de Donato a la misma pieza. Flaco, pues, compuso la música para todas las comedias de Terencio. Nada más sabemos de él. Y nada en absoluto sabemos de su patrón Claudio. 9 10 A cargo, ordinariamente, del mismo compositor de la música. Tíbiis Sarranis tota, en el original. Los traductores y comentaristas suelen tomar tíbia como flauta (Chambry, Marouzeau, Voltes Bou, Rubio ...); algunos guardan el mismo vocablo “tibia” ( así los italianos La Magna y Cogliandolo. Nótese que en italiano existe “tibia” como término arqueológico que significa “instrumento músico de viento... semejante a la flauta; pífano”: Palazzi, s. v. tibia. Lo mismo se da en castellano: el Diccionario manual de la Real Academia Española consigna “flauta” como primera acepción para la voz “tibia”); otros autores vierten tíbia por “caramillo” (Sargeaunt; Martin, p. 82, comentario a la expresión Modos fecit. El segundo también propondría oboe, descartando, en cambio, como no equivalente a tíbia la palabra “flauta”). Tíbia puede traducirse tranquilamente por cualquiera de los términos apuntados, pero nos parece preferible el término genérico “flauta”, preferible aun a “tibia”, término anticuado o poco usado. Tíbia podía ser un instrumento de madera, caña, junco, boj, hiedra, o de metal (cobre), marfil, hueso (cuerno; primitivamente la misma tibia de algunos animales, lo que dio el nombre a este instrumento). Con cualquier material, la forma era semejante a un tubo con agujeros, donde se ponían o quitaban los dedos según el sonido que se quería producir, y con un extremo adelgazado para embocadura o boquilla. De este instrumento había muchas variedades. Limitándonos a las que figuran en las didascalias del teatro terenciano, señalamos las siguientes: 11 tíbia dextra (o Lýdia), flauta derecha (o lidia): era la que se sujetaba y tocaba con la mano derecha, y cuya boquilla se aplicaba al lado derecho de la boca; tenía comúnmente tres agujeros, y producía las notas bajas; tíbia sinistra (o laeva, o Sarrana o Serrana), flauta izquierda (o sarrana, o tiria, o fenicia): para la mano izquierda y el lado izquierdo de la boca; contenía cuatro o más agujeros, y producía las notas agudas; tíbiae ímpares (o Phrýgiae), flautas desiguales (o frigias): la tíbia dextra unida con la sinistra formaba las tíbiae ímpares, así llamadas por ser distintos el largo y la forma de los tubos; tíbiae pares, flautas iguales: si las dos tíbiae eran de la misma especie (dextrae ambas, o ambas sinistrae). Así opinan varios autores (La Magna, Phormio, p. 24; Cogliandolo, p. 14; Zito, p. 17; Lupo Gentile, p. 11). Otros opinan diversamente acerca de tal o cual especie de tíbiae. Por ej., según Chambry (I, p. XVI), la tíbia dextra (incentiva) servía para el tiple ( o sea, generalmente hablando, para los sonidos agudos) y la izquierda (succentiva) para el acompañamiento (esto es, para los sonidos graves); también Marouzeau (I, p. 25) afirma que la tíbia derecha era para el canto y la de la izquierda para el acompañamiento; y efectivamente tal es el testimonio de Varrón (Rerum rusticarum, I, 2, 15, cit. por Marouzeau). Bonino identifica las tíbiae pares con duae dextrae (cf Stella, p. 40); Colombo escribe: “Se puede creer que el término Sarranae tíbiae correspondiera al de tíbiae pares, que eran más frecuentemente usadas” (p. 24), y entonces propende a identificar las tíbiae pares con dos izquierdas; ya en el siglo IV el gramático latino Servio (Servio Mauro Honorato), en su Comentario a Virgilio (Aen. IX, 618) afirmaba la identificación de las tíbiae pares con las Serranae (o izquierdas), por tener éstas longitud y diámetro iguales (cf La Magna, Phormio, p. 24, 7). Normalmente los autores toman la expresión tíbiae pares como sinónima de tíbiae duae dextrae, y consideran que estas eran las que servían para producir sonidos graves. J. H. Gray nos extraña sosteniendo que las tíbiae dextrae eran flautas de sonido agudo, de tiple (high-pitched, treble) mientras las tíbiae sinístrae (identificadas con las tíbiae Sarranae) lo eran de sonido bajo (low-pitched, bass (Cf A companion to Latin studies, p. 250). Donato, empero, nos autorizaría a desechar semejante aserción, pues así escribe a pro- - 14 - Ésquino, sabiéndolo vigilado por un padre duro y austero, encubre la aventura, endosándose esos amores y las consiguientes habladurías; al fin, rapta a la tañedora de manos del rufián que la explotaba. Él, a su vez, había violado una joven ateniense falta de recursos y le había dado palabra de casamiento. Démea litiga con el hermano y se fastidia sobre manera. Pero después, descubierta la verdad, Ésquino contrae matrimonio con la que había deshonrado, y Ctesifón queda en posesión de su citarista. pósito de las tíbiae Sarranae: acúminis lenitate iocum in comóedia ostendebant (De com. VIII, 11: cf Marouzeau, III, p. 102, nota 3): por la suavidad del tono agudo realzaban el elemento jocoso en la comedia (así como el tono bajo realzaba el elemento serio). Adviértase, finalmente, que tratándose de dos instrumentos o ramas unidas, en vez de sendas boquillas, podía haber una sola. Ver Introducción, p. 9. Menandro escribió dos piezas con el título de Adelphoi: la primera (Adelphoi alfa o Philadelphoi, entre los años 317 y 312; la segunda (Adelphoi beta), después del 304 a. C. La primera sirvió de modelo a Plauto para su Stichus (El criado); la otra fue adaptada por Terencio en esta pieza, cuya mayor alteración respecto del modelo es la inserción, señalada por el mismo poeta en el prólogo (versos 6-11), de una escena perteneciente a la comedia de Dífilo que lleva por título Synapothnéskontes (Webster, p. 86-87 y 107-108). 12 13 Fueron cónsules en el año 160 a. C. (594 de Roma). Períoca (Períocha) significa “sumario”, “compendio”. Se escribieron períocas para resumir los argumentos de las comedias de Plauto y Terencio, como asimismo de los libros de la Eneida. Las períocas del teatro terenciano y de la Eneida, y quizá también las no acrósticas del teatro plautino, fueron redactadas por C. Sulpicio Apolinar (gramático y retórico del siglo II de nuestra era, nacido en Cartago, y que fue maestro del escritor Aulo Gelio y del emperador Pértinax: Diccionario del mundo clásico, s. v. Sulpicios, 1). Las períocas de las piezas de Terencio constan, cada una, de doce versos senarios yámbicos (las de la Eneida, de seis hexámetros). Están compuestas sobre el modelo de las hipothéseis (temas, argumentos) griegas, de las cuales nos ha conservado un ejemplo para el Heros de Menandro un papiro de Aphroditópolis. Su estilo, como bien hace notar Marouzeau, es conciso, obscuro, desgarbado y rayano en la incorrección (I, p. 105). Por eso, es tan solo en fuerza de la tradición -advierte a su vez Rubio- si los pobres sumarios de C. Sulpicio Apolinar siguen teniendo en nuestras ediciones de Terencio el honor de preceder las piezas de este (I, p. XXIII). 14 - 15 - (PRÓLOGO) DÉMEA MICIÓN HEGIÓN ÉSQUINO CTESIFÓN SÓSTRATA PÁNFILA CÁNTARA SANIÓN SIRO GETA DROMÓN (EL CANTOR) BAQUIS PARMENÓN ESTEFANIÓN PERSONAJES 15 anciano, padre de Ésquino y Ctesifón anciano, hermano de Démea, padre adoptivo de Ésquino anciano, pariente de Pánfila joven joven matrona, madre de Pánfila doncella anciana, madrina de Pánfila rufián esclavo de Ésquino esclavo de Sóstrata joven esclavo de Mición PERSONAJES QUE NO HABLAN meretriz esclavo de Ésquino joven esclavo de Mición Ningún códice trae la lista de personajes. Ciertos códices, sin embargo, traen en su lugar la ilustración de un pequeño edificio con las máscaras de los personajes que intervienen y que están indicados por sendos nombres yuxtapuestos. Tales nombres y además los títulos de las escenas permitieron formar dicha lista. En las ediciones críticas de las comedias de Terencio, para cada personaje se indica escuetamente, al lado del nombre del personaje, su edad o condición o profesión, como senex, anciano, libertus, liberto, obstetrix, partera, etc. Pero en las traducciones se acostumbra ampliar la información señalando las relaciones de parentesco, de amor o amistad, de servidumbre, o alguna otra circunstancia aclaratoria, como la procedencia; así, por ej.: Simón, anciano (padre de Panfilo); Carino, joven (amante de Filomena); Cratino, amigo (de Demifón); Birria, esclavo (de Carino); Critón, anciano (de Andros, o vecino de Andros ). 15 - 16 - PRÓLOGO 16 Como el poeta 17 ha notado que hay personas malignas que examinan hostilmente sus obras 18, y que sus opositores declarados vituperan la que vamos a representar, él mismo les suministrará la denuncia de su culpa, y ustedes juzgarán si este trabajo es digno de elogio o reprensión. Existe una comedia de Dífilo 19 titulada Synapothnéscontes. Plauto la reprodujo con el título de Commorientes 20. En la pieza griega figura, al comienzo, un joven que arrebata una meretriz a un rufián; Plauto pasó por alto este episodio, que es justamente el que para sus Hermanos tomó nuestro autor 21 16 17 Ver Introducción, p. 8-9. Terencio nunca se nombra a sí mismo, a diferencia de Plauto, quien a veces lo hace en sus prólogos. Luscio Lanuvino y camarilla. En cuanto a Luscio Lanuvino (o de Lanuvio) adviértase que no era un mal poeta. Volcacio Sedígito, en el canon de los mejores poetas latinos, le asigna el noveno lugar, es decir, el penúltimo, anteponiéndolo a Enio (cf. Pierron, p. 134). Amén de esto, solo sabemos de él lo que nos dice Terencio. Pero lo que nos dice Terencio lleva patente la marca de la polémica, del fastidio, del resentimiento. Por eso declara Pierron: “No dudo que hubiese mucho que recoger en las obras de Luscio, pero el odio es más que ingenioso y se puede sostener osadamente que Luscio no fue juzgado por Terencio” (p. 134-135). Pero por cierto su fama depende casi exclusivamente de su tenaz oposición a Terencio. ¿Cómo se explica semejante oposición? Quizá Luscio Lanuvino sucediera a Cecilio (quien a su vez había sucedido a Enio) en la dirección del Collégium Poetarum (= gremio de los poetas), cuyos miembros, de origen plebeyo, posiblemente sentían ojeriza contra el círculo aristocrático de los Escipiones (Ver Introducción, p. 5-6). Quizá se sintiera despechado por no triunfar en la escena y ver, en cambio, que iba luciendo raras prendas de comediógrafo un joven; un joven, esclavo de origen, pero que se había vuelto el favorito de los aristocráticos y era el portavoz de su gusto en un campo que se consideraba dominio incontrastable de la plebe. Lo cierto es, como se desprende de los prólogos, que Luscio Lanuvino fue el opositor acérrimo de Terencio, que suscitó y acaudilló contra él una camarilla de rivales: de ahí toda una campaña difamatoria e incluso, tal vez, disturbios provocados para impedir o hacer fracasar la representación de las comedias de Terencio (como apartar al público con el anuncio de espectáculos más atrayentes). (Paratore, p.114 y 116; La Magna, La fanciulla d’Andro, p. 6). 18 Poeta de la Comedia Nueva, n. en Sínope (capital de Paflagonia, a orillas del Ponto Euxino) hacia el año 360 a.C. y m. en Esmirna ( puerto del mar Egeo, en el centro del golfo de su nombre). Compuso cien piezas, de las que solo han llegado hasta nosotros unos sesenta títulos y fragmentos. A través de los títulos y fragmentos se rezuma la predilección de Dífilo por la parodia mitológica y cierto carácter satírico y político que ataca aun a personas vivientes, y ello revela el notable influjo de la Comedia Media o de transición. Parece que la comedia de Dífilo tenía un fin moral y, en la faz artística, un acentuado realismo y una búsqueda de fáciles efectos cómicos, careciendo, en cambio, de esmero en la representación psicológica (Cataudella, p. 271). Sobre la representación psicológica por parte de Dífilo, el Diccionario del mundo clásico opina, al revés del citado autor, que Dífilo se acerca a Menandro “sobre todo en la exquisita descripción de los caracteres”. Plauto tradujo o imitó piezas de Dífilo en la Casina, en el Rudens y en los Commorientes; Terencio, tan solo tomó de aquel poeta el episodio indicado en este prólogo. 19 Es el participio latino que reproduce exactamente el griego Synapothnéskontes, y quiere decir: “Los que mueren juntos”. La comedia titulada Commorientes se ha perdido. Adviértase que no figura en la lista de las veintiuna comedias que, a juicio de Varrón, sin género de duda se pueden considerar de Plauto. 20 21 Es la escena del rapto con que comienza el acto segundo. En el texto latino: verbum de verbo expressum éxtulit; expresión que en rigor debiera verterse así: “lo tradujo palabra por palabra”. Pero el contexto hace pensar, más bien, en una réplica polémica. Lo acusaban a Terencio de contaminación, es decir: de mezclar originales griegos echándolos a perder, y él en su última pieza se adelanta a sosegar a sus adversarios diciendo que por lo menos ese episodio lo había trasladado tal cual, sin contaminarlo (cf Paratore, p. 169-170). Por otra parte, la expresión citada admite, preferentemente, otra interpretación. La que acabamos de anotar es la interpretación literal obvia, y es la adoptada corrientemente por los traductores (Abril, en Publio Terencio Áfer: vol. Los hermanos-El eunuco-Formión, p. 11; Marouzeau, III, p. 105 izq.; J. Coromines, IV, p. 85 der.; Chambry, II, p. 369; Sargeaunt, II, p. 219; Vitali, p. 225; Voltes Bou, p. 273; Rubio, III, p. 109; Blánquez Fraile, s. v. effero; Lupo Gentile, p. 14; este, después de verter: “lo tradujo realmente palabra por palabra”, comenta: pero la frase ha de entenderse con discreción). Sin embargo, nosotros, siguiendo a Andrea Gustarelli (p. 22), hemos adoptado la interpretación siguiente: “reconstruyéndolo con absoluta fidelidad”. (Análoga nos parece la traducción de Ronconi: “repitiéndola [la escena] por parejo (pari pari) , p. 263). Tal interpretación nos parece preferible por las razones que vamos a detallar: 22 - 17 - reconstruyéndolo con absoluta fidelidad 22. Vamos, pues, a representar una comedia de argumento original; vean y juzguen si aquí hay plagio23 o simple utilización de un trozo que fuera omitido por descuido. Si bien en un pasaje Cicerón afirma que los tragediógrafos romanos (incluyendo a Enio y Pacuvio) vertían los originales griegos ad verbum, esto es, palabra por palabra, en otro pasaje asegura que Enio, Pacuvio y Accio vertían non verba sed vim, no las palabras, sino el sentido (o sea, la idea encerrada en las palabras); por eso Beare concilia los dos asertos de esta manera: Los tragediógrafos romanos seguían estrictamente sus originales en la sustancia, apartándose de ellos tan solo en la elección de los vocablos (p. 74). Lo mismo puede decirse -por analogía- de los comediógrafos romanos; lo mismo y quizá más todavía, según Beare, el cual escribe que ellos tal vez se atuvieran menos al sentido general de los griegos (p. 82). A menos rigor en la reproducción del contenido, más libertad, desde luego, en su formulación. Cicerón también cita ocasionalmente pasajes en que el traductor romano para acomodarse al gusto romano se había apartado del original, cambiando tal o cual expresión y aun el sentido (Beare, p. 312). En cuanto a Terencio, S. Jerónimo nos atestigua que no traducía, sino que interpretaba y elaboraba libremente (Ronconi, p. XI). Nuestro poeta no sería luego un traductor sino en sentido lato; sería más propiamente un imitador. El mismo Terencio en el prólogo de El eunuco echa en cara a su más acre enemigo que “traduciendo fielmente, pero a la vez componiendo torpemente, de lindas comedias griegas sacó comedias latinas feas”. Y eso que Luscio Lanuvino no contaminaba originales, pues traducía uno por vez. Conque Terencio le echa en cara lo que en el prólogo de La andria llama “oscura exactitud”, es decir, una fidelidad tan pedante al original que redunda en oscuridades de traducción. Oscuridades por las alusiones a cosas griegas con las que no estaban familiarizados los romanos (Ronconi, p. XI-XII). Otra razón, esta, para demostrar que Terencio no era partidario de una traducción literal o, por lo menos, de una traducción estrictamente literal. Además, el cotejo que es dable establecer entre versos terencianos y fragmentos menandreos confirma el testimonio de S. Jerónimo, pues se advierten libertades de adaptación. Aun se ha comprobado que ni siquiera hay rigurosa correspondencia entre la adaptación y el original; así, por ej., Donato señala en La andria (versos 959 ss.) una máxima que no viene de La andria, sino de El eunuco de Menandro. E inversamente, ciertos fragmentos de modelos griegos no tienen su correspondiente en la adaptación latina: es lo que ocurre, v. gr., con el verso 48 de La andria de Menandro (Marouzeau, I, p. 39-40). Concluyendo: Aun admitiendo que el pasaje citado acerca del episodio de Dífilo signifique una traducción estrictamente literal, con todo no sería lícito generalizar y hacer de ese tipo de traducción la traducción normal de Terencio, pues la documentación que acabamos de referir llevaría a considerarla como algo excepcional. Bien podemos afirmar que nuestro poeta no fue un traductor literal y de ningún modo un traductor servilmente literal. Fue un traductor libre, y más que traductor, imitador. Para nosotros plagiar es imitar servilmente o copiar en lo sustancial una obra ajena dándola luego como propia. Entre los romanos, como entre los griegos, plagiar no significaba exactamente lo mismo. Opinaban ellos que la materia de una obra de arte era patrimonio común (pública matéries); era de todos, y por lo tanto, de ninguno en particular (res nullius). La propiedad literaria que uno podía arrogarse no se refería a la materia, sino tan solo a la forma. Por tanto, las leyendas, los mitos, los temas y caracteres tradicionales podían ser libremente reasumidos y reelaborados por cualquier autor. Así, por ej., en cuanto a los caracteres de las comedias el mismo Terencio nos informa que a cualquier comediógrafo le era lícito introducir en sus piezas “matronas honestas, deshonestas meretrices, un parásito comilón, un soldado fanfarrón, un niño falsamente sustituido, un viejo embaucado por un esclavo” (Prólogo de El eunuco). Eran tipos tradicionales, pertenecientes a la pública matéries; solo bastaba variar la forma para presentarlos como personajes propios, originales. Lo mismo ocurría con los temas; sabemos que Isócrates (eminente orador ático, n. en 436 y m. en 338 a. C.) reivindicaba el derecho de volver a tratar, como nuevos, temas ajenos, cambiando únicamente su forma. 23 El cambio de forma podía ser la simple traducción de otra lengua a la propia. Pero entre los romanos quien traducía una obra griega, adquiría automáticamente la exclusividad, por así decirlo, de la traducción. Antes de la traducción la obra griega era res nullius, que integraba la pública matéries de la literatura griega; después, era posesión inviolable de su traductor; se aplicaba a la literatura griega el principio jurídico: Res nullius fit primi occupantis, “cosa de nadie se torna posesión del primer ocupante”. Por ende, se consideraba hurto, plagio, el efectuar otra traducción. Desde luego, si el traductor traducía en parte una obra, su propiedad literaria se limitaba a la parte traducida; la restante seguía siendo res nullius. A partir de Livio Andrónico (el primer cultivador de la poesía dramática latina, que vivió entre 280 y 200 a. C., aproximadamente; su primer drama, traducido o imitado del griego, se representó en los Ludi Romani del año 240), los dramaturgos latinos habían ido explotando la pública matéries de la dramática griega. La habían explotado traduciendo fielmente o bien libremente, con oportunas adaptaciones. Había que respetar esa producción como quiera que fuese. Tal era la ética profesional de los dramaturgos. Tal era además la exigencia del público romano; este, en efecto, exigía que los argumentos de las piezas nuevas no hubiesen sido tratados anteriormente por ningún poeta con ninguna otra forma (Enciclopedia Espasa, s. v. comedia, p. 582, col. der. ). Pues eso es lo que le achacaron dos veces a nuestro poeta cómico. La primera vez, respecto de El eunuco; en la función de ensayo, Luscio Lanuvino gritó: “El adulador era un viejo tema de Nevio y Plauto; de él están sacados los personajes del parásito y del soldado” (Prólogo de la comedia nombrada). Terencio se sincera alegando inadvertencia: “Si esto es falta, es falta de advertencia, no falta intencional de plagio” (ib.), y asegura que él sacó esos personajes directamente de El - 18 - Y con respecto a lo que van insinuando esos malévolos, es decir, que unos personajes eminentes lo ayudan a componer colaborando con él constantemente 24, eso, que ellos estiman una imputación gravísima, él lo estima una alabanza extraordinaria, pues agrada a aquellos que agradan a todos ustedes y a la entera ciudad y cuyos servicios prestados sin altanería, cada uno de ustedes disfrutó, oportunamente, en la guerra y en los negocios públicos y privados de la paz. Y ahora, no esperen el argumento de la comedia: en parte lo expondrán unos ancianos que aparecerán en seguida, y en parte se lo mostrarán en el curso de la representación. Procuren que la ecuanimidad de ustedes dé ánimos al poeta para escribir nuevas piezas. adulador de Menandro. La segunda vez, para Los hermanos, como estamos viendo, Terencio confiesa haber utilizado la comedia de Dífilo titulada Synapothnéskontes y ya reproducida por Plauto con el título de Commorientes, pero desecha la acusación de plagio puntualizando que lo único que tomó de ese original griego es un episodio -el rapto de una meretriz, que Plauto había omitido por descuido en su imitación latina. La justificación de Terencio es aquí contundente, como contundente había sido en el caso anterior la imputación de sus rivales. Pero ¿cómo se explica este alternar de ignorancia y competencia en uno y otros? Hay que figurarse -responde Marouzeau- que una generación literaria podía conocer mal a la anterior (I, p. 37). Pero acabamos de comprobar que tanto los detractores de Terencio, primero, como él, después, dieron muestra de un conocimiento detallado de la generación literaria anterior. Por eso, Rubio formula la sospecha de que en ambas partes pudo haber mala fe por razones polémicas, advirtiendo a continuación: “De todos modos el hecho de producirse en pleno teatro tales acusaciones y réplicas muestra que al menos el gran público no se enteraba de la posible mala fe en una o en otra parte, es decir, desconocía la producción teatral de la generación inmediatamente anterior” (I, p. XXX). (Cf Rubio, I, p. XXIX-XXX; Ronconi, p. IX-X; CorominesCoromines, I, p. XXII-XXV). Puesto que Terencio estuvo íntimamente relacionado con Escipión Emiliano y Lelio menor, nada extraño que cundiese el rumor de que ellos lo ayudaban en la composición de sus comedias. Suetonio (Vita, Wessner, 4) trae al respecto dos testimonios: el primero es de C. Memio, quien en un discurso afirmó que Publio (Escipión) Africano había llevado a la escena piezas suyas, pero ocultándose bajo el nombre de Terencio. El segundo es de C. Nepote, quien declara haber sabido de autor fidedigno que un día C. Lelio, encontrándose en su casa de campo de Putéoli (hoy Pozzuoli, en Campania), se excusó de llegar tarde a comer, porque se había sentido inspirado como pocas veces, y habiéndosele rogado que leyera lo que acababa de componer, pronunció los versos 723 ss. de El atormentador de sí mismo. Aun se pensó que a Lelio o Escipión debía atribuirse la entera paternidad del teatro terenciano. Cicerón en una carta a Ático dice, a propósito de Terencio: cuius fabellae propter elegantiam sermonis putabantur a C. Laelio scribi, “cuyas piezas teatrales se creía, dada la elegancia del lenguaje, que fueran escritas por C. Lelio” (Marouzeau, I, p. 36). Donato en su Epímetrum a la Vita Terenti reproduce el siguiente epigrama de un autor que la crítica no es acorde en identificar: “Las comedias que se dicen tuyas, oh Terencio, ¿de quién son? ¿No las hizo aquel que, colmado de honores, daba leyes a los pueblos ?” Este es Escipión, especifica Donato. Quintiliano en su De institutione oratória toma nota del rumor: lícet Terenti scripta ad Scipiónem Africanum referantur, “aunque se atribuyan a Escipión Africano las obras de Terencio” (loc. cit. ) . Pues bien, Quintiliano relata un rumor, no asiente, o, mejor dicho, disiente: lícet, “aunque”, es aquí conjunción adversativa. Cicerón también relata un rumor sin asentir, y lo desecha terminantemente en un pasaje del diálogo De amicitia, haciéndole decir a Lelio: In Ándria familiaris meus dicit, “dice mi amigo en La andria“ (loc. cit.). 24 Pero quizás el rumor de que nobles amigos lo ayudaran a Terencio en la redacción de sus comedias, tenía algún fundamento. Con Ashmore (introd., p. 29) podemos suponer en efecto, que Terencio leyera sus obras en el círculo escipiónico antes de entregarlas para la representación, y que entonces se le hicieran críticas, observaciones y sugerencias que luego él aprovecharía, revisando y retocando. Pero aun reduciendo la ayuda a esos términos -bien modestos por cierto- hay que descartar a Escipión Emiliano y a Lelio el Sabio. La Vita suetoniana (Wessner, 4) nos trae sobre el particular la argumentación contundente de Santra, escritor latino del siglo I a. C. Ese filólogo, fundándose evidentemente en el prólogo de Los hermanos, hace notar que entonces (esto es, en 160, año de la representación de dicha pieza) Escipión y Lelio eran adulescéntuli. Adulescéntuli, es decir, muchachos, jovencitos, según la terminología romana de las edades; nosotros diríamos jóvenes, puesto que ambos tenían unos veinticinco años. Así y todo, en los años que constituyen la trayectoria poética de nuestro comediógrafo, es decir, entre el 166 y el 160, estaban aún lejos de ser los personajes eminentes que se habían hecho acreedores a la gratitud de toda la ciudadanía; solo una docena de años más tarde (y por lo tanto, después de la muerte de Terencio) alcanzarían ascendiente en Roma. Por eso, Santra identifica como presuntos adiutores o colaboradores de Terencio a C. Sulpicio Galo, gran cultor de las letras griegas, que fue cónsul en 166, o sea, justamente en el año que, según la biografía suetoniana, sería el del estreno de nuestro poeta cómico; a Q. Fabio Labeón, poeta, que había sido cónsul en 183; y a M. Popilio Lenas, igualmente poeta y ex cónsul (había sido cónsul en 173). - 19 - ACTO PRIMERO ESCENA I Mición, solo MICIÓN (sale de casa y llama). - ¡Estórax! 25... (Aparte.) Todavía no ha regresado de la cena de anoche Ésquino ni esclavo alguno de los que fueron por él. Es muy cierto lo que suele decirse: si estás ausente en algún lugar o si te demoras ahí, es preferible que te ocurra lo que dice de ti o de ti imagina, airada, tu mujer, que no lo que temen unos padres indulgentes. Tu mujer, si tardas en volver, piensa que andas en amoríos o en francachelas, que te das una vida regalada y que para ti son los goces, mientras ella sola pasa trabajos. Yo, como no regresa mi hijo, ¡oh!, ¡qué cosas pienso y qué preocupaciones experimento ahora ! ¿Se habrá resfriado? ¿Habrá caído en algún sitio? ¿Se habrá quebrado algún miembro? ¡Bah! Es raro que un hombre instale en su corazón o se procure algo que quiera más que a sí mismo. Además, ese no es hijo mío, sino de mi hermano; y mi hermano ya desde la juventud tiene gustos muy distintos de los míos. Yo he seguido la vida cómoda y holgada de la ciudad, y -cosa que esos estiman venturosanunca estuve casado 26; él, todo lo contrario, vive en el campo, anda siempre entre estrecheces y austeridades; se casó y tuvo dos hijos. De estos yo adopté al mayor; lo eduqué desde niño; lo tuve y amé como hijo mío; en él he puesto mis delicias; es el único ser a quien amo. Por todos los medios procuro que me pague en la misma moneda: soy dadivoso con él; sé pasar por alto sus travesuras; no considero necesario afirmar en todo mis derechos; finalmente las cosas que otros hacen a escondidas de sus padres, y que son propias de la edad juvenil, yo he acostumbrado a mi hijo a no ocultármelas. Porque, en efecto, el que se acostumbra o se atreve a mentir o engañar a su padre, tanto más se atreverá a hacerlo con los demás. Yo pienso que es mejor refrenar a los hijos con el pundonor y nobleza de sentimientos que con el miedo. Pero mi hermano no está de acuerdo sobre esto ni le gusta semejante proceder. A menudo viene a gritarme: “¿Qué haces, Mición? ¿Por qué echas a perder nuestro hijo? ¿Por qué anda con mujeres ? ¿ Por qué frecuenta tabernas? ¿ Por qué le das dinero para costear estas cosas? Lo vistes demasiado bien. Eres demasiado incapaz de educar hijos”. Y él es demasiado duro pisoteando justicia y bondad. A mi juicio por lo menos, se equivoca de pe a pa quien cree que es más firme y estable la autoridad que se ejerce con la represión que aquella que se gana con la amistad. Este es mi sistema; esta es mi convicción. El que cumple su deber obligado por las amenazas, está en guardia mientras tema que sus faltas se llegarán a saber; si espera que permanecerán ocultas, vuelve a las andadas. Viceversa, aquel a quien ganas con tus beneficios, obra de buen grado, se esfuerza por corresponder, será idéntico en tu presencia que en tu ausencia. Esto es propio de un padre, es decir acostumbrar al hijo a portarse bien espontáneamente más que por miedo a otro; en esto se diferencian padre y amo; el que no sabe eso, confiese que no sabe gobernar hijos. (Viendo a Démea.) Pero ¿es ese, acaso, el mismo de quien hablaba? Claro que sí. Lo veo malhumorado, no sé por qué. Pienso que, como de costumbre, vendrá a regañarme. (A Démea). Me alegro, Démea, de verte llegar con salud. Estórax es uno de los esclavos a quienes Donato llama advorsitores (adversitores, Wessner) y que iban al encuentro de su amo ausente, sobre todo para escoltarlo hasta la casa después de un banquete, llevando, si era preciso, antorchas en sus manos a fin de alumbrar el camino. Estórax no responde: señal de que el señorito no ha regresado todavía. 25 ¿Quiénes eran “esos” (isti) ? Y ellos ¿consideraban el matrimonio una felicidad o una desgracia? En general, se interpreta así: “esos” está por los espectadores cives (los de la ciudad), contrapuestos a los rústici (los del campo); Mición, con un ademán alusivo, señala aquí a los cives y precisamente a los célibes impenitentes que abundaban entre ellos. Tanto abundaban que se debió promulgar una ley especial contra el celibato. Pues esos cives célibes consideraban una desventura el matrimonio. Donato cita el dicho: Cáelibem quasi cáelitem dícunt,” llaman al célibe una especie de dios”; y en esta misma pieza, hacia el final (acto V, escena IV, versos 866-868), Démea declarará: “Yo, en cambio... me casé: y entonces ¡qué desdichas! Nacieron hijos: ¡nuevas inquietudes!” (p.79). Luego Mición, ciudadano, consideraba una desdicha el matrimonio, al igual que un gran número de sus conciudadanos. Esta nos parece la interpretación natural. Pero se podría tomar “esos” como pronombre que designa a los espectadores que opinaban diversamente de Mición acerca del matrimonio, viendo en el matrimonio una dicha. Esta interpretación también figura en el comentario de Donato (cf Marouzeau, III, p. 108-109, nota; Zito, p. 29, 43. isti; Colombo, p. 30, 43. isti; J. Coromines, IV, p. 86 ). 26 - 20 - ESCENA II Démea, Mición DÉMEA. - ¡Oh, qué casualidad! Justamente te iba buscando. MICIÓN. - ¿A qué se debe que estés apesadumbrado? DÉMEA. - ¿Y me lo preguntas estando Ésquino de por medio? MICIÓN (aparte). - ¿No decía yo que iba a ocurrir esto? (Alto.) Pues ¿qué ha hecho? DÉMEA. - ¿Qué ha hecho? ¡Si no tiene vergüenza de nada ni teme a nadie ni piensa observar ley alguna! Dejemos a un lado todo lo que hizo anteriormente, pero ¿sabes qué infamia acaba de cometer? MICIÓN. - ¿Pues cuál? DÉMEA. - Forzó una puerta e irrumpió en casa ajena; golpeó mortalmente al dueño y a toda la familia; y arrebató a la mujer de la que está enamorado. Todos claman que se condujo de la manera más ruin. ¡Oh, cuántos, Mición, me lo repitieron mientras venía para acá! Es la comidilla de toda la población. En fin, si hay que proponer un ejemplo, ¿no ve que su hermano cuida de su patrimonio, y lleva en el campo una vida económica y morigerada ? ¡Nada que se parezca a la conducta de Ésquino! Lo hago notar para él, pero en realidad a ti me dirijo, Mición; tú dejas que se eche a perder. MICIÓN. - No hay absolutamente hombre más injusto que el incompetente, el cual no considera bien hecho sino lo que él mismo hizo. DÉMEA. - ¿A qué viene esto? MICIÓN. - Es que tú, Démea, juzgas mal. No es infamante, créeme, que un jovencito frecuente mujerzuelas ni que empine el codo ni que haga saltar puertas. Si yo y tú no hicimos semejantes travesuras, fue porque la indigencia nos lo impidió. Y tú ahora te jactas de lo que entonces dejaste de hacer por necesidad; eso es injusto; pues si hubiésemos tenido la posibilidad de hacer lo que censuramos en otros, lo habríamos hecho; y tú, si fueras humano, dejarías que ese tu muchacho hiciera aquello ahora, mientras su edad lo consiente, sin esperar a que te haya llevado, ¡por fin!, a enterrar para hacer, no obstante, lo mismo a una edad menos apta. DÉMEA. - ¡Por Júpiter, que me vas a volver loco! ¿No es un escándalo que un mozalbete haga esas cosas? MICIÓN. - Vamos, escúchame, y no me aturdas más acerca de esto. Me diste tu hijo para que lo adoptara; se volvió, pues, hijo mío; si comete alguna falta, la comete, Démea, en mi perjuicio; soy yo quien llevará la peor parte. ¿Banquetea, bebe, se perfuma? Lo hace a mis expensas. ¿Tiene amante? Yo le daré dinero mientras lo considere oportuno; cuando no, quizá su amiga lo eche a la calle. ¿Derribó puertas? Se repararán. ¿Rasgó ropa? Se remendará. Gracias a los dioses, tengo con qué hacer frente a estos gastos, y esas cosas todavía no me molestan. En fin, o dejas de regañar o elige un árbitro entre los dos; yo te haré ver que en este asunto andas muy errado. DÉMEA. - ¡Ay de mí! Aprende a ser padre de aquellos que saben serlo de verdad. MICIÓN. - Tú eres su padre por naturaleza, yo por los consejos. DÉMEA. - ¿Tú lo aconsejas en algo? MICIÓN. - ¡Ah, si sigues así, me iré! DÉMEA. - ¿Es esa la manera de portarte conmigo? MICIÓN. - ¡Pues qué! ¿He de oírte rezongar tantas veces por la misma cosa? DÉMEA. - Es que esa cosa me preocupa. MICIÓN. - A mí también; pero cuidemos de ella en partes iguales; tú cuida de uno, que yo de la misma manera cuidaré del otro; pues si tú quieres cuidar de los dos, eso casi equivale a reclamar nuevamente al que me diste. DÉMEA. - ¡Pero, Mición!... MICIÓN. - A mí me parece que es así. DÉMEA. - ¿Qué es eso? Si así te place, pues ¡que despilfarre, que se quede sin nada, que se arruine a sí mismo! Yo no tengo nada que ver con eso. Si en adelante suelto una sola palabra más... MICIÓN. - ¿Otra vez te enojas, Démea? DÉMEA. - ¿Y puede caberte duda? ¿Te reclamo, por ventura, al que te di? Es que me duele; no soy - 21 - ningún extraño. Pero si estorbo... ¡Bueno, acabo! Quieres que cuide de uno solo: muy bien. Ydoy gracias a los dioses que se porta como yo quiero; ese tu hijo, en cambio, él mismo lamentará más tarde... Pero no quiero hacerle cargos más graves. ESCENA III Mición, solo MICIÓN. - Algo, pero no todo es tal como él dice. Sea lo que fuere, el asunto no deja de molestarme, y con todo no quise manifestarle que estaba afligido. Pues así está hecho él: cuando trato de aplacarlo, y me empeño en contradecirlo con buenas razones y disuadirlo, le cuesta aguantarlo pacientemente; pero si yo le diera cuerda o si también me asociara a su iracundia, por cierto me volvería loco juntamente con él. Sin embargo, debe admitirse que Ésquino con esta conducta no deja de perjudicarnos. En efecto, ¿de qué meretriz no estuvo enamorado ? ¿A cuál de ellas no le obsequió algo? Por último, hace poco -creo que por estar ya harto de todas- dijo que quería casarse; yo esperaba que ya se hubiese apaciguado el hervor de su mocedad; me alegraba... cuando ¡he ahí que vuelve a las andadas! Pero, sea lo que fuere, quiero enterarme de lo que pasa y verme con él, si está en la plaza. ACTO SEGUNDO ESCENA I 27 Sanión, Ésquino, Parmenón, Baquis SANIÓN (corriendo tras Ésquino y Parmenón, que se llevan a Baquis). - ¡Los suplico, ciudadanos! ¡Presten auxilio a este infeliz inocente! ¡Socorran a un desvalido! ÉSQUINO (a la muchacha). - ¡Tranquila ! Quédate ahora ahí mismo. ¿Por qué miras atrás? No hay peligro; mientras esté yo, él no te tocará en ningún momento. SANIÓN. - ¡A pesar de todos ustedes, yo a esa muchacha ...! ÉSQUINO. - Aunque es un facineroso, hoy no dará ocasión para que lo vapuleen por segunda vez. SANIÓN. - Ésquino, oye -no sea que luego digas que ignorabas mis costumbres-: yo soy un rufián...28 ÉSQUINO. - Ya lo sé. SANIÓN (continuando). -... pero tal que en ningún lado hubo otro más honrado. No se me dará un bledo 29 de que luego te disculpes diciendo que no quisieras haberme agraviado. Créeme, yo haré valer Esta escena está aquí fuera de lugar. El rapto en ella representado, hacía bastante que había ocurrido, pues ya era “la comidilla de toda la población”, como lamenta Démea en la escena II del acto anterior (p.21). Además, Ésquino aparece descarado, atropellador, violento, es decir, diverso de como aparece en el resto de la pieza. Terencio, pues, no ha sido feliz al insertar aquí el episodio entresacado de los Synapothnéskontes de Dífílo y al insertarlo sin oportunas modificaciones. Para una eventual representación de la comedia, dicho episodio habría que pasarlo al primer acto o, mejor aún, suprimirlo. (Cf Marouzeau, III, p. 114, nota; Vitali, p. 425). 27 En latín, leno. El leno era un mercader de esclavas, o como diríamos nosotros, un tratante de blancas. En Atenas, debido a la corrupción de las costumbres, se toleraba el lenocinio o rufianería. Algún autor afirma que semejante profesión no tenía allí protección legal (Colombo, p. 39); algún otro, en cambio, declara que al leno no le estaba negada automáticamente la protección de la justicia, por ser la suya una profesión públicamente tolerada (Coromines, IV, p. 91, nota). Por cierto, con esta segunda opinión armoniza mejor el tono decidido de la protesta de Sanión y en especial las dos expresiones siguientes: a) “en ningún lado hubo otro más honrado” (en el original: úsquam fuit fide quisquam óptuma [verso 161]; fide óptuma es fórmula jurídica, como observa Donato); b) “yo haré valer mis derechos” (en el original: ego meum ius pérsequar, verso 163; ius suum pérsequi es, propiamente, tratar de hacer valer sus derechos por vía judicial). 28 29 En el texto latino figura la expresión: huius non fáciam, que traducida al pie de la letra, reza así en castellano: “no lo estimaré en esto”. Al pronunciar estas palabras, el rufián, con toda probabilidad, le mostraría a Ésquino la punta de algún dedo ( acaso del meñique ) para darle a entender que menor aún sería el caso que haría de una posible justificación por parte de él. En general, los autores concuerdan sobre un ademán relativo a los dedos, nombrando el dedo meñique, como Zito (p. 40,160-3), o la uña del índice, como Abril (en Publio Terencio Áfer: vol. Los hermanos -El eunuco - Formión, - 22 - mis derechos, y no se te ocurra que satisfarás con palabras el perjuicio que me inferiste con obras. Ya conozco su excusa: “No quisiera haberlo hecho”. Aun se me declarará con juramento: “Tú no merecías semejante agravio”, mientras en realidad lo que no merezco es que se me trate de este modo. ÉSQUINO (a Parmenón). - Sigue adelante con resolución y abre la puerta. SANIÓN. - Pero ¿no tienes en cuenta para nada lo que acabo de decirte? ÉSQUINO (a la muchacha). - ¡Entra ya! SANIÓN. - Pues yo no permitiré ... ÉSQUINO. - Acércate, Parmenón; ahí estás demasiado lejos; ponte acá cerca de este. (Parmenón se acerca.) ¡Sí, justamente acá! Y ahora fija tus ojos en los míos y no los apartes hacia ningún lado, para que, no bien te haga señas, descargues puñetazos sobre su mejilla. SANIÓN. - Pues eso mismo quiero yo probar. (Pone las manos encima de la muchacha.) ÉSQUINO (a Parmenón). - ¡Hola, atención! PARMENÓN. - ¡Suelta a esa mujer! (Pega a Sanión.) SANIÓN. - ¡Qué horror! ÉSQUINO. - Mira que va a duplicar eso, si no te precaves. (Parmenón le encaja otro puñetazo.) SANIÓN. - ¡Pobre de mí! ¡Ay, ay! ÉSQUINO (a Parmenón). - No te había hecho seña, pero, con todo, más vale que peques en ese sentido. Entra ya con ella. (Parmenón entra en casa con la muchacha.) SANIÓN. - ¿Qué es eso? ¿Acaso eres rey de esta ciudad, Ésquino? ÉSQUINO. - Oh, si lo fuera, ya serías recompensado según tus méritos. SANIÓN. -¿Qué tienes que ver tú conmigo? ÉSQUINO. - ¡Nada! SANIÓN. - Además, ¿sabes quién soy yo? 30 ÉSQUINO. - No me interesa. SANIÓN. - ¿He tocado algo de lo tuyo? ÉSQUINO. - Si lo hubieses hecho, sufrirías el castigo. SANIÓN. - Y entonces, ¿cómo es que te arrogas más derecho que yo sobre esa mujer, por la cual yo desembolsé dinero? Contesta. ÉSQUINO. - Mejor será no armar alboroto aquí delante de la puerta, porque, si sigues molestando, haré que te arrastren allá adentro y te cubran de azotes hasta que revientes. SANIÓN. - ¿Cubrir de azotes a un hombre libre? ÉSQUINO. - Como lo oyes. SANIÓN. - ¡Degenerado! ¿Y es aquí donde dicen que la libertad es igual para todos? ÉSQUINO. - Si ya bastante has delirado, rufián, pues oye ahora, por favor. SANIÓN. - ¿Que yo he delirado? ¡Tú, sí, has delirado contra mí! ÉSQUINO. - Deja eso y vamos al caso. SANIÓN. - ¿Al caso? ¿A qué caso he de ir? ÉSQUINO. - Pues ¿quieres que te espete lo que te concierne? SANIÓN. - Sí, hombre, con tal que sea algo justo. ÉSQUINO. - ¡Bah! ¡Un rufián no quiere que hable yo de cosas injustas! SANIÓN. - Soy rufián, lo confieso, perdición de todos los mozos, perjuro, pestífero; con todo, tú de mí no has recibido el menor agravio. ÉSQUINO. - Pues, ¡por Hércules, no faltaba más! SANIÓN. - Vamos, Ésquino, vuelve a hablar de lo que habías empezado. ÉSQUINO. - Tú compraste esa mujer por veinte minas 31 -¡maldito seas por ello!-; y bien, yo te abonaré p. 18), o la punta de los dedos, como Lupo Gentile (p. 27,163. - J. Coromines señala “una demostración con la punta de los dedos” (IV, p. 92), pero sin especificar cuáles son estos). En el original: nostin qui sim?, “¿sabes quién soy? “ Voltes Bou (p. 279) comenta aquí: “Expresión forense, que equivaldría a ‘¿Te debo algo?’ (Donato)”. Si el informe es seguro, no parece estar en consonancia con la réplica de Ésquino: “No me interesa” (o “no tengo curiosidad por saberlo“, o “no ansío saberlo”, o “no lo echo en falta”; signifícados todos, que bien pueden corresponder a la expresión latina: Non desídero). 30 - 23 - la misma cantidad de dinero. SANIÓN. - ¿Y si yo no quiero vendértela? ¿Me vas a obligar? ESQUINO. - ¡De ninguna manera! SANIÓN. - Pues temía que sí. ÉSQUINO. - No pienso que deba venderse la que es libre; pues yo sostengo formalmente que ella es libre. Te dejo ahora la opción: o recibir el dinero o entablar un pleito. Delibera el asunto, rufián, en tanto que yo vuelva. (Sale.) SANIÓN (a solas). - ¡Oh soberano Júpiter! No me asombro en absoluto de los que empiezan a desvariar por injurias que reciben. Me arrebató de casa; me golpeó; a pesar de mi oposición se llevó a esa muchacha; pues en pago de todos estos desmanes, pide que se la entregue al mismo precio que la compré yo. Y eso después de haberme propinado -¡ay de mí!- más de quinientos bofetones. Pero, en fin, ya que tanto lo mereció, hágase lo que él anhela. Reclama su derecho. ¡Y bien! Yo, deseo dársela, con tal que entregue el dinero. Pero yo adivino: no bien diga que se la dejo en tal o cual precio, él en seguida sacará testigos de que se la he vendido; y el dinero se trocará en sueño: “Ya te lo voy a dar; vuelve mañana”. Y aun eso podría aguantar si él pagara al fin, por más que sea injusta tal demora. Pero yo sé lo que ocurre en realidad, es decir, que cuando uno se mete en este tráfico, tiene que estar dispuesto a recibir y soportar en silencio los insultos de los mozos. Pues nadie me dará nada; en vano echo estas cuentas conmigo mismo. ESCENA II Siro, Sanión SIRO (hablando a Ésquino, que está adentro). - Calla, yo mismo iré a hablarle (Aludiendo a Sanión.); haré que reciba el dinero de buena gana y aun diga que se le ha hecho un favor. (Viendo a Sanión.) ¿Qué es esto, Sanión, que me dicen que tuviste no sé qué altercado con mi amo? SANIÓN. - Nunca vi yo un altercado más desigual que el que hubo hoy entre él y yo; yo recibiendo golpes y él descargándolos, y eso hasta cansarnos los dos. SIRO. - ¡La culpa es tuya! SANIÓN. - Pues ¿qué debía hacer? SIRO. - Debías complacer al mozo. SANIÓN. - ¿Qué más pude hacer, ya que todo el día de hoy estuve presentándole la cara? SIRO. - ¡Ea!, ¿sabes lo que quiero decir? Que desdeñar el dinero en su tiempo y lugar, significa a veces efectuar una enorme ganancia. ¡Oh!, ¿temiste, necio rematado, que si al presente hubieses cedido un poquito de tu derecho y hubieses complacido al mozo, esto no te iba a fructificar con usura? SANIÓN. -Yo no adquiero esperanzas a cambio de dinero. SIRO. -Y entonces nunca harás fortuna. ¡Anda, que no sabes, Sanión, engatusar a la gente! SANIÓN. - Creo que es mejor hacer eso, pero yo nunca fui tan astuto que no prefiriese tomar en el acto cuanto pudiese. SIRO. - Pues cuenta con que ya tienes esas veinte minas, si es que lo complaces. Eso aparte, dicen que estás a punto de partir para Chipre ... 32 SANIÓN ( extrañado ). - ¡Oh! SIRO (continuando). - ... que has comprado muchas mercancías para llevarlas allá, que has alquilado una nave; por esto, ya lo sé, tienes el ánimo en suspenso. Cuando, como espero, regreses de allí, arreglarás esto por fin. La mina era moneda griega. Podía ser de oro o plata; la de oro equivalía a diez minas de plata y la de plata valía cien dracmas. La dracma correspondía a un denario romano; el denario, moneda de plata, tuvo primitivamente el valor de diez ases, y luego de dieciséis (= cuatro sestercios); el as era la unidad monetaria. 31 32 En Chipre había un gran mercado de esclavas. - 24 - SANIÓN. - ¡No iré a ninguna parte! (Aparte.) ¡Estoy perdido, por Hércules! Los alentaba esta esperanza cuando empezaron el negocio. SIRO (aparte). - Tiene temor; le he metido una inquietud en el corazón. SANIÓN (aparte). - ¡Ah criminales! Fíjate cómo eso me deja jorobado tanto en uno como en otro caso. He comprado muchas mujeres y asimismo otras mercancías que voy a llevar de aquí a Chipre. Si no llego allá para la feria, mi perjuicio es gravísimo. Y si ahora dejo este negocio, para concluirlo a mi regreso, será fatiga tirada; nada que hacer, el asunto se habrá esfumado. “¿Ahora te acuerdas de venir? ¿Por qué permitiste semejante dilación? ¿Dónde estabas?” Así que es preferible perder el dinero a quedarse aquí ahora tanto tiempo o reclamarlo entonces. SIRÓ. - ¿Ya sacaste la cuenta de lo que piensas recaudar? SANIÓN. - ¿Es este un proceder digno de Ésquino? ¡Intentar esto! ¡Pretender quitarme por la fuerza esa muchacha! SIRO (aparte). - Ya vacila. (Alto.) Solo tengo que proponerte una cosa. Mira si te agrada: antes de arrostrar, Sanión, la alternativa de salvarlo o perderlo todo, divide eso por la mitad; diez minas Ésquino alcanzará a rascarlas de alguna parte. SANIÓN. - ¡Ay de mí! Yo ahora, desgraciado, veo comprometido mi propio capital. ¿No le da vergüenza? Me hizo saltar todos los dientes; además a causa de los bofetones toda mi cabeza es un chichón; y por añadidura ¿me ha de estafar? ¡No me marcho en absoluto! SIRO. - Como gustes. ¿Tienes algo más que decir antes que me retire? SANIÓN. - ¡Sí, por Hércules! Esto te suplico, Siro: como quiera que haya ocurrido la cosa, antes que seguir yo pleiteando, que a lo menos se me devuelva el dinero que me costó la muchacha. Sé que en lo pasado no disfrutaste de mi amistad; pero en lo sucesivo tendrás que decir que conservo memoria y gratitud por los beneficios recibidos. SIRO (encaminándose). - Pondré todo mi empeño... (Aparte.) Pero ahí viene Ctesifón. Viene alegre por lo de su amiga. SANIÓN. - ¿Y lo que te he pedido? SIRO. - Aguarda un momento. ESCENA III Ctesifón, Sanión, Siro CTESIFÓN (sin ver a los personajes que están en la escena). - Cuando uno lo necesita, se alegra de recibir un favor de quienquiera que sea; pero, en realidad de verdad, lo que deleita es sobre todo que te haga el favor quien debe hacerlo. ¡Oh hermano, hermano mío! ¿Para qué alabarte yo ahora? Sé muy bien que no diré nunca elogio tan magnífico que tu mérito no lo supere. Así, pues, pienso que por esta sola cosa me distingo entre los demás, es decir, porque ningún otro tiene un hermano más eminente que el mío en las buenas cualidades. SIRO (llamándolo). - ¡Ctesifón ! CTESIFÓN. - ¡Ah, Siro! ¿Dónde está Ésquino? SIRO. - ¡Ahí lo tienes, esperándote en casa! CTESIFÓN (muy alegre). - ¡Oh ! SIRO. - ¿Qué te pasa? CTESIFÓN. - ¿Qué me pasa? Que gracias a él, Siro, vivo ahora. ¡Joven amable, que todo lo ha pospuesto en mi provecho, y sobre sí ha cargado ultrajes, chismes, mi pena y mi falta ! Más no podía hacer. Pero ¿ por qué metió ruido la puerta? 33 SIRO. - Espera, espera; es él quien sale. La expresión latina es: Quidnam foris crepuit? (v. 264). En Eunuchus 1029 se lee: fores crepuerunt; en Heautontimorumenos 173 y 613: crepuerunt fores; en Andria 682: concrepuit ... óstium; en Phormio 840 y en Hecyra 521: óstium concrepuit. Crepare y concrepare significan, con valor intransitivo, “sonar, resonar, hacer ruido o estrépito, crujir, rechinar, 33 - 25 - chirriar. Y así, en las expresiones citadas, se entendería, sencillamente, que la puerta sonaba (cf, por ej., Rubio, III, p. 65 y p. 127), resonaba (Chambry, II, p. 319), hacía ruido (Marouzeau, III, p. 61; Coromines, IV, p. 52), hacía estrépito (Colombo, p. 49), crujía (Lupo Gentile, p. 37; Coromines-Coromines, III, p. 73), rechinaba, chirriaba (Coromines-Coromines, I, p. 97; Marouzeau, I, p. 305). Pero, al querer explicar, hay quien afirma que eso ocurría o bien por girar la puerta sobre quicios de madera, o bien por el accionar de la cerradura (cf La Magna, Phormio, p. 142). En cambio, varios otros sostienen que la puerta de calle hacía ruido por golpearla desde adentro quien se disponía a salir de casa (cf, por ej., Chambry, II, p. 513, nota 28). Efectivamente, en Grecia y Roma -así explican- la puerta de ingreso de la casa se abría hacia la calle; por eso, quien iba a salir tenía la precaución, con previos golpes a dicha puerta, de poner sobre aviso a eventuales individuos que se hallasen cerca; precaución reclamada no solo por la cortesía, sino también por la angostura de las calles. Las expresiones arriba apuntadas reflejarían pues tal costumbre de golpear a la puerta desde adentro, y se contrapondrían a pultare o pulsare fores u óstium, es decir “golpear a la puerta desde afuera”, llamando (cf Chambry, loc. cit.; Paratore, p. 48; Beare, p. 288; La Magna, Phormio, p. 142; Ronconi, p. 316, 61: Hanno bussato). Debido a esto, las expresiones en cuestión aparecen a veces traducidas directamente así: “han llamado (o tocado) a la puerta” (Ronconi, p. 61, p. 158, p. 207) (sobrentendiendo: desde adentro). Esta interpretación se funda sobre un testimonio de Plutarco (el historiador y moralista griego, n. entre 45 y 50 de nuestra era, y m. hacia 125) y sobre un análogo testimonio de Heladio Bizantino (gramático del siglo IV), que parece ser un simple eco del anterior. Plutarco dice textualmente en el cap. 20 de su vida de Publícola (o Poplícola. Se trata de P. Valerio Publícola, compañero de Bruto y Colatino en la revolución aristocrática que en el año 510 a. C. derribó a la realeza): “mientras las puertas de otras casas en ese tiempo se abrían hacia dentro, la puerta de calle de la casa de Publícola estaba hecha para abrirse hacia fuera... Antiguamente, en Grecia, dicen algunos, todas las puertas estaban hechas para abrirse así, y lo prueban con esos pasajes de las comedias donde se menciona que aquellos que salían, primero golpeaban fuerte desde el interior de la casa, para avisar a los que pasaran cerca o estuvieran delante de ellas (puertas), a fin de que las puertas al abrirse no dieran contra ellos”. Del testimonio de Plutarco se desprende que ya en el siglo VI antes de nuestra era, no era uso normal en Roma que la puerta exterior se abriera hacia la calle. Se desprende además que para Grecia el uso normal se remonta a la época primitiva, siendo ello probado únicamente por el uso de la escena. Y bien, el testimonio de Plutarco fue atacado vigorosamente por Becker hace más de un siglo. La crítica fue reanudada por W. W. Mooney (The House-Door of theAncient Stage, 1914), por Dalman (De áedibus scáenicis comóediae novae, 1929), y últimamente por el autorizadísimo W. Beare. No era, pues, preciso golpear una puerta exterior a fin de poner en guardia a la gente. A falta de tales golpes, el ruido de la puerta se explica igualmente por su estructura y juego. La puerta, en efecto, constaba de umbral, dintel, jambas y dos hojas (fores, valvae) que cerraban el hueco o vano; pero cada hoja en vez de sujetarse con goznes a la jamba (o quicial de la jamba), giraba gracias a pivotes cubiertos de metal, colocados en la cima y la base del eje (larguero) y que encajaban en ranuras excavadas en el umbral y el dintel, en ángulos recortados en el lado interno de la jamba. Además, el umbral tenía un diente por la parte interna, de modo que la puerta al cerrarse daba contra él. Es pues natural que el manejo de semejante puerta resultara incómodo y ruidoso. Para evitar o amortiguar el ruido, podía uno, sin embargo, proceder, tanto si salía como si entraba, con la mayor suavidad posible y a la vez levantar un poquito la puerta. (Para un estudio detallado de la cuestión, véase Beare, p. 287-294). - 26 - ESCENA IV Ésquino, Ctesifón, Siro, Sanión ÉSQUINO. - ¿Dónde está ese bribón? SANIÓN (aparte). - A mí me busca. ¿Trae algo por ventura? ¡Estoy muerto! ¡Nada veo ! ... ÉSQUINO (a Ctesifón). - ¡Hola, bien hallado! Justamente te buscaba. ¿Qué tal, Ctesifón? Todo está a salvo. ¡Vamos, echa de ti esa tristeza! CTESIFÓN. - Sí, por Hércules, la echo de veras, pues te tengo a ti por hermano. ¡Oh mi Ésquino! ¡Oh hermano mío! ¡Ah!, tengo reparo en seguir alabándote estando tú presente, no sea que pienses que lo hago por lisonja más que por gratitud. ÉSQUINO. - ¡No seas tonto, Ctesifón! ¡Como si todavía no nos conociéramos uno a otro! Lo que me duele es habernos enterado casi demasiado tarde y casi haber llegado a una situación tal que, aunque todo el mundo lo quisiera, nadie pudiera ayudarte en nada. CTESIFÓN. - Me daba vergüenza informarte. ÉSQUINO. - ¡Ah!, eso es necedad, no vergüenza. ¡Por una bagatela estar a punto de irse de la patria!34 Da vergüenza poner de relieve tal designio y suplico a los dioses que impidan disparates semejantes. CTESIFÓN. - Me equivoqué. ÉSQUINO (a Siro). - Y bien, ¿qué dice nuestro Sanión ? SIRO. - Ya está manso. ÉSQUINO. - Yo iré al foro para liquidar la cuenta con este (Señalando a Sanión.); tú, Ctesifón, vete adentro junto a tu amiga. SANIÓN (aparte, a Siro). - Siro, date prisa. SIRO (a Ésquino). - ¡Rápido! Este tiene prisa de partir para Chipre. SANIÓN. - ¡Pero no tanto! Puedo esperar tranquilamente cuanto quieras. SIRO. - Te pagará; no temas. SANIÓN. - Pero que lo pague todo. SIRO. - Sí, todo; pero ahora cállate y síguenos por acá. SANIÓN. - Ya voy. (Ésquino, Siro y Sanión empiezan a caminar en dirección a la plaza.) CTESIFÓN. - ¡Hola, hola, Siro! SIRÓ. - ¿Eh? ¿Qué quieres? CTESIFÓN. -Te conjuro, por Hércules, que despachen cuanto antes a ese sujeto infame, no sea que se irrite más todavía y el asunto llegue de alguna manera a oídos de mi padre; entonces yo estaría perdido para siempre. SIRO. - Eso no ocurrirá; ten buen ánimo. Entre tanto, deleítate ahí adentro con ella, haz poner las mesas y preparar todo lo demás. Yo, una vez concluido el negocio, me volveré a casa con la vianda. CTESIFÓN. - Así te lo ruego. Y puesto que la cosa ha salido bien, pasemos este día en regocijo. ACTO TERCERO ESCENA I Sóstrata, Cántara SÓSTRATA. - Dime, por favor, nodriza mía: ¿qué sucederá ahora? Así se lee en los versos 274-275. En los versos 384-385 (p. 30) Démea lamentará: “Ya me parece estar viendo el día en que Ésquino, reducido a la indigencia, deberá escaparse de aquí e ir a prestar servicio militar (militatum) en algún lado”. En El atormentador de sí mismo (versos 110-117), Menedemo confiesa a Cremes que solía increpar a su hijo Clinia espetándole: “Yo a tu edad no me entregaba a amoríos, sino que impulsado por la pobreza, me fui a Asia y allí, guerreando, encontré a la vez fortuna y gloria”; por lo cual Clinia “se fue a Asia... a servir al rey “ (In Ásiam ad regem militatum ábiit). En la Comedia Nueva era un lugar común que un joven para salir de una situación desesperada abandonara la patria (Atenas) y se fuera a Asia militatum (a servir como soldado, a profesar la milicia). Nótese empero que en el original de Menandro, Ctesifón había pensado en suicidarse. Es un caso de adaptación a la idiosincrasia romana hacer que Ctesifón planeara no suicidarse, sino ir al destierro; el suicidio, en efecto, era algo chocante, una aberración para la virilidad romana (Ronconi, p. XX). 34 - 27 - CÁNTARA. - ¿Qué sucederá, me preguntas? Por Pólux, espero que algo bueno. Hija mía, apenas ahora empiezan los dolores; y ya temes como si tú misma nunca hubieses estado de parto ni nunca hubieses dado a luz. SÓSTRATA. - ¡Desdichada de mí! Estamos solas; Geta está ausente. No tengo a quien enviar por la partera ni nadie que vaya a llamar a Ésquino. CÁNTARA. - Por Pólux, este por cierto vendrá; pues jamás deja pasar un solo día sin venir. SÓSTRATA. - Él es el único remedio de mis penas. CÁNTARA. - Dadas las circunstancias, ya que hubo seducción, no podía, señora, ocurrir nada mejor que lo que ocurrió, sobre todo por lo que a él se refiere; es decir, que se deba a un hombre como él, de tal condición y carácter, de familia tan acaudalada. SÓSTRATA. - Así es, por Pólux, como tú dices; pido a los dioses que nos lo conserven. ESCENA II Geta, Sóstrata, Cántara GETA (sin ver a las mujeres). - Este es ahora un caso tal que, aunque todos juntasen todos sus consejos para buscar un remedio al mal, no aportarían solución alguna en lo referente a mí, a mi dueña y a la hija de mi dueña. ¡ Ah, pobre de mí! De repente me cercan tantas cosas de las que no es posible desembarazarse: violencia, miseria, injusticia, desamparo, deshonra. ¡Qué época ésta! ¡Qué de maldades! ¡Qué linajes más ruines! ¡Qué hombre desalmado!... SÓSTRATA. - ¡Pobre de mí! ¿Por qué será que veo venir a Geta tan temeroso y tan de prisa? GETA (continuando). - Ni la lealtad ni el juramento prestado ni la compasión lograron detenerlo o ablandarlo; ni siquiera la inminencia del parto para la infeliz a la que tan indignamente violara. SÓSTRATA (a Cántara). - No entiendo bien lo que dice. CÁNTARA. - Por favor, Sóstrata, acerquémonos más. GETA (continuando). - ¡Ah, desgraciado de mí! Casi pierdo el seso: ¡tanta es la ira en que me abraso! Nada hay que quisiera yo más que encontrar a toda aquella familia, para descargar sobre ellos toda esta rabia, ahora que está todavía fresca mi pena. Aceptaría con gusto el suplicio que eso me traería, con tal que pudiese ahora vengarme de ellos. Primeramente le partiría el alma al viejo que trajo al mundo ese criminal. Después a Siro, que fue su instigador, ¡oh, de cuántas maneras lo destrozaría! Empezaría levantándolo en alto por la cintura y lo arrojaría luego al suelo de cabeza para que fuera salpicando el camino con su seso. Al joven le arrancaría los ojos y después lo despeñaría en un precipicio. A los demás los correría, los acosaría, los zamarrearía, los molería a golpes y los dejaría tendidos en el suelo. Pero ¿por qué no me doy prisa para comunicar a mi ama esta desgracia? (Se dirige hacia la casa de Sóstrata.) SÓSTRATA (a Cántara). - Llamémoslo. (Alto.) ¡Geta! GETA (sin ver a Sóstrata). - ¡Oh! Quienquiera que seas, déjame en paz. SÓSTRATA. - Soy yo: Sóstrata. GETA (mirando alrededor). - ¿Dónde está? (Descubriéndola.) Justamente te andaba buscando y esperando; muy oportunamente has salido a mi encuentro. Señora... SÓSTRATA. - ¿Qué pasa? ¿Por qué estás tembloroso? GETA - ¡Ay de mí ! CÁNTARA. - ¿Y por qué vas tan de prisa, querido Geta? Toma aliento. GETA. - Estamos del todo... SÓSTRATA. - ¿“Del todo”, qué? GETA. - ... ¡arruinados! ¡Se acabó! SÓSTRATA. - Explícate, te suplico. GETA. - Ya ... SÓSTRATA. - ¿ “Ya”, qué, Geta? GETA. -... Ésquino ... - 28 - SÓSTRATA. - Pues ¿qué pasa con él? GETA. -... nos ha plantado. SÓSTRATA. - ¿Eh? ¡Estoy perdida! ¿Y por qué razón? GETA. - Ha empezado a enamorarse de otra. SÓSTRATA. - ¡Ay, desdichada de mí! GETA. - Y no disimula eso; él mismo acaba de arrebatarla públicamente a un rufián. SÓSTRATA. - Pero ¿será cierto esto? GETA. - Tan cierto como que lo vi yo mismo, Sóstrata, con estos mis ojos. SÓSTRATA. - ¡Ah, pobre de mí! ¿Qué creer ya o a quién creer? ¡Nuestro querido Ésquino, el que era la vida de todos nosotros; en quien estaban puestas todas nuestras esperanzas y recursos; el que juraba que sin ella no viviría jamás ni un solo día; el que afirmaba que iba a poner al niño en el regazo de su padre implorando así el permiso de casarse con mi hija! GETA. - Señora, deja de llorar y mira más bien qué conducta habrá que seguir frente a esta situación. ¿Aguantaremos el desaire en silencio o informaremos a alguien? CÁNTARA. - ¡Anda, hombre! ¿Estás loco? ¿Te parece que esto deba darse a conocer? GETA. - En absoluto. Por de pronto, los hechos mismos evidencian que su corazón se ha apartado de nosotros. Si ahora publicamos eso, él lo desmentirá, ya lo sé; y entonces tu reputación como asimismo la vida de tu hija será blanco de díceres. Además, aunque él confiese, no es conveniente, puesto que corteja a otra, darle tu hija por esposa. Así que de todos modos es menester callar. SÓSTRATA. - ¡Ah, tonto de capirote! ¡Yo no haré tal cosa! GETA. - Pues ¿qué harás? SÓSTRATA. - Divulgar eso. CÁNTARA. - ¡Oh, mi Sóstrata, fíjate en lo que haces! SÓSTRATA. - ¡Total!, la situación no puede empeorar. Ante todo, mi hija está sin dote. Luego a esto se añade que se desvaneció lo que debía constituir su segunda dote: no la podemos dar en matrimonio como virgen. No queda sino esto: si él se niega, aquí tengo conmigo el anillo que él le envió 35. Finalmente, como sé en conciencia que estoy libre de culpa en este asunto y que no estuvo de por medio dinero ni otra cosa que sea afrentosa para ella o para mí, pues yo, Geta, voy a armar pleito contra Ésquino. GETA.- ¿Qué quieres que te diga? Me avengo a tus buenas razones. SÓSTRATA. - Vete, lo más ligero que puedas, a Hegión, pariente de ella 36, y cuéntale de cabo a rabo todo este enredo. Él fue amigo íntimo de nuestro Símulo37 y siempre nos ha querido muchísimo. GETA. - Nadie más, por Hércules, mirará por nosotros. SÓSTRATA. - Y tú date prisa, mi Cántara; corre a llamar a la partera para que no nos haga esperar cuando sea necesaria su presencia. (Salen los tres.) ESCENA III Démea, después Siro DÉMEA (aparte). - ¡Estoy perdido! Me he enterado de que mi hijo Ctesifón participó con Ésquino en el rapto de la muchacha. Para completar mi desventura no faltaba sino esto, que pudiera Ésquino perPor medio de un esclavo de confianza o de un amigo íntimo. Plinio el Mayor o el Viejo (n., probablemente en Novocomum, hacia el año 23 de nuestra era, y m. el año 79) en su obra enciclopédica Naturae Historiarum (XXXIII, 4) consigna la costumbre de que el prometido enviaba a la familia de la prometida un anillo de hierro como prenda de casamiento (sponsae múneri ferreus ánulus míttitur). (Coromines, IV, p. 102, nota). 35 Esto es, de Pánfila. En los versos 947-948 (p. 47) Démea dirá: “Hegión es su consanguíneo más cercano, afín nuestro” ( his cognatus próxumus, adfinis nobis), desprendiéndose del contexto que “su” (his) se refiere sin duda alguna a Pánfila y a su madre, Sóstrata. 36 37 Símulo era el marido de Sóstrata, ya difunto. - 29 - vertir a Ctesifón, que todavía sirve para algo bueno. ¿Dónde he de buscar ahora a este? Pienso que el otro lo arrastró a alguna casa de mala vida. No hay duda; ese deshonesto debe de haberlo convencido. Pero ahí veo venir a Siro. Ya sabré por él su paradero. Aunque, por Hércules, ese es del mismo rebaño; si se da cuenta de que lo ando buscando, no soltará prenda el bribón. Pues, no le daré a conocer mi intención. SIRO (viniendo del foro y prosiguiendo un monólogo). - ... Acabamos de contar al viejo (aludiendo a Mición) todo el asunto exponiéndole con toda exactitud cómo se desarrolló. A fe que no vi nada más divertido... DÉMEA (ídem). - ¡Por Júpiter, qué hombre más necio! SIRO (continuando). - ... Colmó de elogios a su hijo; y a mí me dio las gracias por haberle aconsejado eso. DÉMEA (ídem). - ¡Yo estallo! SIRO (ídem). - Al punto contó el dinero; y encima nos dio media mina, como propina. La media mina evidentemente ya la he gastado a mi gusto. DÉMEA ( ídem). - ¡Mírenlo! A ese hay que confiarle los encargos que se quieran ver cumplidos a satisfacción. SIRO. - ¡Hola, Démea! No te había visto. ¿Qué tal? DÉMEA. - ¿Qué tal? No puedo admirarme lo bastante ante la manera de proceder de ustedes. SIRO. - Por Hércules, que es necia y absurda, hablando en plata. (Dirigiéndose a los criados que están adentro.) Limpia bien los demás pescados, Dromón; pero a ese congrio tan grande, déjalo nadar un poco en el agua; se le quitarán las espinas cuando vuelva yo ahí; antes, no. DÉMEA. - ¡Qué infamias! SIRO. - A mí realmente no me agradan y protesto a menudo. (A los criados.) Estefanión, haz remojar bien esos pescados salados. DÉMEA. - ¡Santos Cielos! ¿Lo hace a propósito o piensa conseguir honra echando a perder a este hijo? ¡Ay, desventurado de mí! Ya me parece estar viendo el día en que Ésquino, reducido a la indigencia, deberá escaparse de aquí e ir a prestar servicio militar en algún lado. SIRO. -¡Oh, Démea! Eso es cordura: no ver tan solo lo que está ante los pies, sino prever también lo que vendrá después. DÉMEA. - ¿Y qué? ¿Ya está en su casa esa citarista? SIRO. - Sí, está ella dentro. DÉMEA. - Pero dime: ¿piensa tenerla en casa? SIRO. - Yo creo que sí: ¡la quiere tan locamente! DÉMEA. - Pero ¿será posible? SIRO. - ¡Y!... Con la tonta blandura y el culpable consentimiento de su padre... DÉMEA. - En verdad que me da vergüenza y pena de mi hermano. SIRO. - Es que, Démea, hay demasiada diferencia entre ustedes, y no lo digo porque estés tú presente; la diferencia es indudablemente excesiva. Tú de pies a cabeza no eres sino sabiduría; él, la extravagancia personificada. Y, en efecto, ¿dejarías tú que tu hijo (Alude a Ctesifón.) hiciera esas calaveradas? DÉMEA. - ¡Cualquier día! Puedes dar por descontado que seis meses antes de que él intentara algo por el estilo, ya lo habría olido. SIRO. - ¿A mí me ponderas tu vigilancia? DÉMEA. - Que permanezca Ctesifón tal cual es ahora: esto es lo que suplico a los dioses. SIRO. - El hijo es como su padre quiere que sea. DÉMEA. - Pues, él... ¿Lo viste hoy? SIRO. - ¿A tu hijo? (Aparte.) Ya me encargaré de hacer que se marche al campo. (Alto.) Hace rato, creo yo, que está haciendo algún trabajo en el campo. DÉMEA. - ¿Estás seguro de que se encuentra ahí? SIRO.- ¡Oh, si yo mismo lo acompañé! DÉMEA. - ¡Perfecto! Tenía recelo de que echara raíces aquí. SIRO (continuando). - ...Y muy enojado. - 30 - DÉMEA. - ¿Por qué? SIRO. - Se peleó con su hermano en el foro a causa de esa tañedora. DÉMEA. - ¿De veras? SIRO. - ¡Oh, no se guardó nada! Pues mientras casualmente se estaba contando el dinero, apareció él de repente y empezó a gritar: “¡Pero, Ésquino! ¡Hacer infamias de ese tipo! ¡Cometer tú esas acciones que son la deshonra de nuestra familia!” DÉMEA. - ¡Oh, lloro de gozo! SIRO (continuando). - “No solo derrochas ese dinero, sino tu propia vida”. DÉMEA. - ¡Que los dioses me lo guarden! Yo confío que va a parecerse a sus antepasados. SIRO. - ¡Cómo no! DÉMEA. - Siro, él está lleno de tales máximas. SIRO. - Ya lo creo. En el hogar mismo ha tenido un maestro de quien aprenderlas. DÉMEA. - Yo hago lo posible para lograr eso. No le dejo pasar nada. Le hago contraer buenos hábitos. Finalmente, le mando fijarse en la vida de todos como en un espejo y sacar de ellos ejemplo para sí. “Haz esto”, le digo. SIRO. - ¡Muy bien! DÉMEA. - “Evita aquello”, SIRO. - ¡Qué norma más prudente! DÉMEA. - “Esto es digno de alabanza”. SIRO. - ¡Eso es! DÉMEA. - “Aquello es censurable”. SIRO. - ¡Magnífico! DÉMEA. - Y además ... SIRO. - Por Hércules, no tengo ahora tiempo para escucharte. He conseguido pescado a medida de mi paladar; pues he de tener la precaución de que no se me eche a perder, ya que para nosotros, Démea, eso sería igual vergüenza que para ustedes dejar de hacer las cosas que acabas de mencionar. Por eso yo en lo posible alecciono a mis compañeros de servicio en esa misma forma tuya: “Esto está salado”; “esto está quemado”; “esto no está bien lavado, aquello sí”; “otra vez acuérdate de hacerlo así”. Me esmero en avisarles todo lo que pueda según mi entender. Finalmente, Démea, les mando mirar en las cacerolas como en un espejo, y les advierto lo que es preciso hacer. Me doy cuenta de que son tonterías lo que nosotros hacemos; pero ¿qué le vas a hacer? Hay que secundar a cada cual conforme a su genio. ¿Quieres algo más de mí? DÉMEA. - ¡Oh, que los dioses les den más juicio! SIRO. - ¿Vas a volver al campo? DÉMEA. - Sí y derecho. SIRO. - Realmente, ¿qué podrías hacer aquí, donde, si das algún buen consejo nadie te hace caso? (Sale.) DÉMEA (a solas). - Sí, me marcharé de aquí, puesto que aquel por el cual había venido, volvió al campo. De él solo cuido; sólo él me interesa. Ya que mi hermano así lo quiere, allá él con el otro. Pero ¿quién es aquel que veo allá lejos? ¿No es Hegión, el de nuestra tribu? 38 Si los ojos no me engañan, es él, por Hércules. ¡Ah, somos amigos ya desde la niñez! ¡Buenos dioses! En verdad que ahora hay gran penuria de ciudadanos de esta clase. Ese es un hombre de antigua entereza y lealtad. Un hombre así difícilmente perjudica a la comunidad. ¡Cómo me alegro viendo que aún quedan restos de tal raza! ¡Oh, todavía da gusto vivir! Pues, lo esperaré aquí para saludarlo y conversar. En latín, tríbulis noster. Tríbulis, “que es de la misma tribu”, es el equivalente del término griego fylétes. Los atenienses (como los espartanos, los judíos, los persas, etc.) estaban repartidos en tribus (fylai). Estas antiguamente fueron cuatro y luego, a partir de Clístenes (siglo VI a.C.), diez. Primeramente fylé, “tribu”, designó un grupo de familias de una misma raza u origen, después un conjunto de individuos dentro de la comunidad (o de ciudadanos dentro del Estado), y finalmente una división política (cf Rocci y Pabón, s. v. fylé ) . Los romanos también estaban repartidos en tribus. Ellas originariamente fueron tres, a saber: de los Ramnes (Ramnes), de los Ticios o Ticienses (Títies) y de los Lúceres o Lucerios (Lúceres); las tres, tribus patricias. Servio Tulio las reemplazó por tribus topográficas, de patricios y plebeyos, divididas en cuatro urbanas y veintiséis rústicas o rurales. Las treinta tribus por distintos sucesos bajaron a veinte (en 504 a.C.), luego subieron nueva38 - 31 - ESCENA IV Hegión, Geta, Démea, (Pánfila) HEGIÓN (entrando con Geta, pero sin ver a Démea). - ¡Oh, dioses inmortales! ¡Es una infamia, Geta! ¿Qué me estás contando? GETA. - Así ocurrió. HEGIÓN. - ¡De esa familia salir una fechoría tan vergonzosa! ¡Oh Ésquino, por Pólux que hiciste algo indigno de tu padre! DÉMEA (aparte) . - Seguramente oyó hablar de esa citarista. Y bien, a él, aunque es un extraño, le duele eso; al padre, en cambio (Aludiendo a Mición.), no se le da un bledo. ¡Ay de mí! ¡Ojalá estuviera él por aquí cerca y oyera esas cosas! HEGIÓN (a Geta). - Si no hacen lo que corresponde, no quedarán sin castigo. GETA. - En ti, Hegión, está puesta toda nuestra esperanza; contamos solo contigo; tú eres nuestro protector; tú, nuestro padre. Nuestro viejo 39 al morir nos encomendó a ti. Si tú nos abandonas, estamos perdidos. HEGIÓN. - No digas eso; pues ni lo haré ni pienso que podría hacerlo sin faltar a un deber de piedad. DÉMEA(ídem). - Lo abordaré. (Alto.) ¡Dichosos los ojos que te ven, Hegión! HEGIÓN - ¡Oh, justamente venía en tu busca! ¡Salud, Démea! DÉMEA. - ¿Qué pasa? HEGIÓN. - Tu hijo mayor, Ésquino, que diste en adopción a tu hermano, llevó a cabo algo que no es propio de un hombre justo y menos de un miembro de familia honrada. DÉMEA. - ¿De qué se trata? HEGIÓN. - ¿Te acuerdas de Símulo, ese amigo y camarada nuestro? DÉMEA. - ¿Cómo no me voy a acordar? HEGIÓN. - Pues, Ésquino le desfloró una hija. DÉMEA. - ¿Qué? HEGIÓN. - Aguarda, Démea, que aún no has oído lo más grave. DÉMEA. - ¿Hay todavía más? HEGIÓN. - ¡Claro que sí! Porque, en verdad, eso de algún modo se podría tolerar; lo indujo la noche, el amor, el vino, la edad juvenil; es algo humano. Cuando adquirió conciencia de lo que había hecho, él mismo, espontáneamente, acudió a la madre de la doncella llorando, rogando, suplicando, dando su palabra, jurando que se casaría con ella. Se le perdonó, se guardó silencio, se confió en él. Por efecto de ese estupro, la muchacha quedó embarazada. Ya estamos en el décimo mes 40; y ese señorito tan atento se consiguió -con el beneplácito de los dioses- una tañedora con la cual cohabitar, abandonando sin más ni más a su amante. mente: a 21 (en 504), a 25 (en 387), a 27 (en 358), a 29 (en 332), a 31 (en 318), a 33 (en 299), a 35 (en 241). Esta última cifra fue la que quedó definitivamente. Las tribus urbanas y las rústicas al principio se hallaban en pie de igualdad; pero como las rústicas se basaban sobre los bienes raíces (fincas), mientras las urbanas reunían a mercaderes, artesanos y jornaleros, las segundas llegaron a tener menos predicamento, sobre todo porque los libertos (y libertinos, o hijos de libertos) no podían ser inscriptos sino en ellas. El lugar donde se hallaban la propiedad y el domicilio determinaba la tribu, considerándose domiciliado en el territorio de una tribu rústica al ciudadano que fuera, en él, propietario de un pedazo de tierra; posteriormente, sin embargo, uno no dejaba de pertenecer a su tribu si iba a residir en el distrito de otra. En la época de Sila (n. en 136 y m. en 78 a.C.) las tribus perdieron su carácter territorial, si bien conservaron los nombres de los distritos. El reparto en tribus tenía importancia en lo administrativo, político y vecinal. Las tribus constituían la base para el census ( censo o padrón en que constaba el nombre, familia y bienes de los ciudadanos) y el delectus (leva de gente o reclutamiento de tropas ). Las tribus se reunían en comicios o asambleas para la votación de leyes, la elección de magistrados y de algunos cargos sacerdotales, y para la jurisdicción criminal en casos de provocátio o apelación contra multas. La competencia de los comicios, que todavía se daba con Augusto y Tiberio, se extinguió después, absorbida por el Senado. (Cf Marouzeau, III, p. 138; Zito, p. 69, 439. tribulis; Diccionario del mundo clásico, s. v. tribus y tributum). 39 Es decir, Símulo, marido de Sóstrata y padre de Pánfila ( cf nota 37, p. 29). Marouzeau (III, p, 141, 1) anota: “Según el cálculo habitual de los antiguos”, y añade: “cf. 691: menses abierunt decem (“diez meses han pasado”). Justamente por el verso 691, creemos que no hay por qué acudir a un cálculo habitual de los antiguos; creemos, en cambio, que tan solo se alude aquí a una gestación de diez meses. 40 - 32 - DÉMEA. - Pero ¿estás seguro de lo que dices? HEGIÓN.- Ahí está la madre de la joven, está la misma joven, está el embarazo mismo. Además aquí está Geta, el cual, teniendo en cuenta el alcance de los esclavos, no es malo ni corto; él las mantiene, él solo sustenta a toda la familia; pues llévatelo, átalo, trata de averiguar el asunto 41. GETA. - Sí, por Hércules, tortúrame, Démea, si no fue como acaba él de decir. En fin, no podrá negar; vamos, hazlo venir a mi presencia. DÉMEA (aparte). - Estoy aturullado. Ni sé qué hacer ni qué responderle a este. PÁNFILA (desde adentro). - ¡Desdichada de mí! ¡Me desgarran los dolores! ¡Juno Lucina 42, socórreme! ¡Sálvame, te suplico! HEGIÓN. - ¡Oh! .. . Dime: ¿acaso está ella de parto? GETA. - Por supuesto, Hegión. HEGIÓN. - He aquí, Démea, que ella implora la fidelidad de ustedes; pues otórguenle de buen grado lo que están obligados a hacer 43. Que se resuelva esto como corresponde a ustedes; es lo primero que pido a los dioses. Pero si tuvieran otra intención, yo, Démea, defenderé con todas mis fuerzas a esta muchacha y la honra de su finado padre. Él era mi deudo; juntos fuimos criados desde la infancia; siempre estuvimos juntos en la paz y en la guerra; juntos sufrimos una rigurosa pobreza. Por eso me pondré en campaña, haré diligencias, recurriré a la justicia, en fin, dejaré la vida antes que abandonarlas. ¿Qué me contestas? DÉMEA. - Mira, Hegión, voy a hablarle a mi hermano. HEGIÓN. - Pero tú también, Démea, procura reflexionar sobre esto: que cuanto más holgada es la posición de ustedes y cuanto más poderosos, ricos, afortunados, renombrados son, tanto más han de examinar con serenidad lo que es justo, si quieren pasar por gente de bien. DÉMEA. - Prosigue tu camino; se hará todo lo que es justo que se haga. HEGIÓN. - Es tu deber obrar así. Geta, acompáñame allá dentro a la casa de Sóstrata. (Se van Hegión y Geta.) DÉMEA (a solas). - ¿No decía yo que iba a ocurrir esto? ¡Y ojalá todo terminara aquí! Pero esa licencia desenfrenada sin duda alguna vendrá a parar en algún inconveniente serio. Voy a buscar a mi hermano para espetarle lo que siento. (Sale.) ESCENA V Hegión, solo HEGIÓN (a Sóstrata, saliendo de la casa de ella). - Procura tener buen ánimo, Sóstrata, y consolar a la muchacha lo mejor que puedas. Yo voy al foro para verme con Mición, si es que lo encuentro, y contarle detalladamente cómo ocurrió la cosa. Si él está dispuesto a cumplir con su deber, que lo cumpla; pero si tiene otra idea al respecto, que me lo diga a fin de que yo sepa cuanto antes cómo proceder. ACTO CUARTO ESCENA I Ctesifón, Siro CTESIFÓN. - ¿Dices que mi padre regresó al campo? SIRO. - Sí, hace rato. Entre los griegos como entre los romanos, no se admitía como testigos a los esclavos, ya que se consideraba -y con razón- que eran parte interesada. Solo en casos gravísimos se los sometía a interrogatorio; pero antes se los ataba y torturaba, a fin de lograr (extorsionar) deposiciones fehacientes. 41 42 Juno, la esposa de Júpiter, era frecuentemente invocada con el título de Lucina (diosa de la luz), por considerársela como personificación de la luna. Debido a la relación que la antigüedad admitía entre las fases de la luna y el embarazo, Juno Lucina era la protectora de las mujeres encintas, de los alumbramientos y de los recién nacidos. (Diccionario del mundo clásico, s. v. Juno). 43 La legislación ática prescribía, so pena de muerte, que el seductor se casara con la doncella seducida. - 33 - CTESIFÓN. - Di la verdad, por favor. SIRO. - Te aseguro que está en la granja. En este preciso momento debe de estar ocupado en algún trabajo. CTESIFÓN - ¡Ojalá! Aunque sin desmedro para su salud, yo quisiera que se fatigara tanto que luego por tres días seguidos no pudiera levantarse de la cama. SIRO. - Así ocurra, y aun mejor que así si fuera posible. CTESIFÓN. - Sí, ya que tengo una gana loca de pasar todo este día tan alegremente como lo empecé. ¡Ah!, esa granja por ningún otro motivo la detesto tanto como porque está cerca; pues si estuviera más lejos, lo sorprendería la noche antes de que pudiese volver acá nuevamente. Mientras ahora, no bien advierta que no estoy en casa, se vendrá acá volando -no me cabe la menor duda-; y me preguntará con insistencia dónde estuve, machacándome: “¡No te vi en todo el día!” ¿Qué le contestaré? SIRO. - ¿No se te ocurre nada? CTESIFÓN. - Nada de nada. SIRO. - Tanto peor. Pero ¿no tienen ningún cliente, amigo, huésped ... CTESIFÓN. - Sí, tenemos; pero ¿y con eso? SIRO (continuando). - ... a quien se pueda presumir que tú has prestado algún servicio? CTESIFÓN. - ¿Por más que no se lo haya prestado? No puede ser. SIRO. - ¿Cómo no puede ser? CTESIFÓN. - Eso podría ser durante el día; pero si yo paso aquí la noche, ¿qué excusa voy a aducir, Siro? SIRO. - ¡Ah, cómo quisiera yo que hubiera costumbre de prestar servicios a los amigos aun durante la noche! Pero, igual, quédate tranquilo. Yo conozco a las mil maravillas el temperamento de tu padre. Cuando más agitado está, es cuando yo te lo torno tan plácido como una oveja. CTESIFÓN. - ¿De qué modo? SIRO. - Él se complace en oírte elogiar. Pues yo te hago un dios delante de él 44; cuento las virtudes ... CTESIFÓN. - ¿Mis virtudes? SIRO. - Sí, las tuyas; y al punto le saltan las lágrimas de gozo como si fuera una criatura. (Divisando a Démea que llega.) ¡Guarda! CTESIFÓN. - Pues ¿qué hay? SIRO. - Hablando de Roma 45 ... CTESIFÓN. - ¿Es mi padre? SIRO. - ¡El mismo! CTESIFÓN. - ¿Qué hacemos, Siro? SIRO. - Tú retírate allá dentro, que yo me las arreglaré. CTESIFÓN. - Si pregunta algo, le dirás que no me viste en ninguna parte. ¿Entendido? (Entra en la casa de Mición.) SIRO. - ¿Quieres terminarla? ESCENA II Démea, Ctesifón, Siro DÉMEA (sin ver a los actores). - Soy realmente desdichado. Primeramente, no puedo encontrar a mi hermano en ningún lado; además, mientras lo iba buscando, vi un peón que venía de la granja y él aseguró que mi hijo no estaba ahí. No sé qué hacer. En latín: Fácio te apud illum deum. Es una expresión proverbial, que en lenguaje corriente podría verterse así: “Pues yo le digo que eres divino” (o “que eres un ángel”, o “que eres una joya”... ). 44 O: “Hablando del ruin de Roma ... “; o: “Nombrando al rey de Roma, en seguida asoma”. En el original: Lupus in fábula, expresión que Abril reproduce: “El lobo en la conseja” (Publio Terencio Áfer: vol. Los hermanos - El eunuco - Formión, p. 38. Igualmente, en forma moderna, Rubio: “El lobo del cuento”: III, p. 148 der.). Se alude a la fábula en que el lobo aparece en el preciso momento en que se está hablando de él. 45 - 34 - CTESIFÓN (desde adentro, en voz baja). - ¡Siro! SIRO (igualmente en voz baja). - ¿Qué hay? CTESIFÓN. - ¿Me busca a mí? SIRO. - ¡Por supuesto! CTESIFÓN. - ¡Estoy perdido! SIRO. - Vamos, está de buen ánimo. DÉMEA (aparte). - ¿Qué raza de desgracia es esta? No caigo en la cuenta, a no ser que piense que para esto he nacido: para sufrir desdichas. Soy el primero en experimentar nuestros males, el primero en enterarme de todos ellos, el primero también en anunciarlos; y cuando se verifica alguno, soy el único en padecerlo. SIRO. - Me río de este. Dice que es el primero en informarse y es el único que lo ignora todo. DÉMEA. - Ahora estoy de vuelta; veré si por casualidad regresó mi hermano. CTESIFÓN. - Siro, te lo suplico, procura que no se precipite derecho acá dentro. SIRO. - ¡Calla la boca! Me voy a encargar yo de eso. CTESIFÓN. - Por Hércules, que no me fío en absoluto; pues ahora mismo me voy a encerrar con ella en una pieza; eso es lo más seguro. SIRO. - Está bien; con todo, yo lo alejaré de aquí. DÉMEA (alto). - Pero ¡he ahí el maldito Siro! SIRO (simulando no ver a Démea). - Ciertamente, por Hércules, no hay quien pueda aguantar en esta casa, si las cosas se ponen así. Y yo quisiera saber cuántos amos tengo. ¡Qué desventura es esta! DÉMEA (aparte). - ¿Por qué rezongará ese? ¿Qué querrá? (Alto.) ¿Qué dices, buen hombre? ¿Está en casa mi hermano? SIRO. - ¿Por qué diablos me llamas “buen hombre”? ¿No ves cómo estoy deshecho? DÉMEA. - ¿Qué te pasa? SIRO. - ¿Y me lo preguntas? Ctesifón descargó una lluvia de puñetazos sobre este pobre diablo y sobre esta citarista. DÉMEA. - ¿Eh ? ¿ Qué dices ? SIRO. - Mira cómo me partió el labio. DÉMEA. - ¿Por qué? SIRO. - Dice que por mi instigación se compró esa mujer. DÉMEA. - Pero ¿no me dijiste que acababas de acompañarlo al campo? SIRO. - Sí, pero luego volvió hecho una furia. ¡Arremetió con todo! ¡No se avergonzó de golpear a un pobre viejo! ¡Y pensar que no hace mucho, cuando él era un niño pequeñito, lo llevaba en mis brazos! DÉMEA. - ¡Te felicito, Ctesifón! ¡Has salido a tu padre! ¡Muy bien! ¡Te considero un hombre hecho y derecho! SIRO. - ¿Qué? ¿Lo ponderas? En realidad, si tiene seso, deberá en lo sucesivo refrenar sus manos. DÉMEA. - Se portó con valor. SIRO. - Con un valor extraordinario, dado que triunfó de una pobre mujer y de un esclavo como yo, que no me atrevía a devolver los golpes. ¡Ah, bonito valor, muy bonito por cierto! DÉMEA. - No habría podido portarse mejor; veo que piensa lo mismo que yo, es decir, que tú eres el responsable de esa fechoría. Pero dime ahora: ¿está mi hermano adentro? SIRO. - No. DÉMEA. - ¡Quién sabe dónde podré encontrarlo! SIRO. -Yo sé dónde está; pero hoy no te lo indicaré en absoluto. DÉMEA. - ¿Oh? ¿Qué dices? SIRO. - Lo que oyes. DÉMEA - Mira que te voy a moler el seso 46. En la comedia los viejos llevaban bastón. Podemos pues figurarnos que aquí Démea lo levantara en son de amenaza sobre la cabeza de Siro. 46 - 35 - SIRO. - Pero no sé el nombre del señor en cuya casa se encuentra; tan solo conozco el lugar. DÉMEA. - Indica, pues, el lugar. SIRO. - ¿Conoces el pórtico junto al mercado de comestibles, allá abajo? DÉMEA. - ¿Cómo no lo voy a conocer? SIRO. - Pues, pásalo, yendo derecho por esa avenida hacia arriba; cuando llegues allá, hay una cuesta que tira hacia abajo; lánzate por ella; luego, a esta mano (haciendo el correspondiente ademán), hay una ermita; ahí cerca hay un callejón. DÉMEA. - ¿Cuál? SIRO. - El que está ahí donde hay también una gran higuera silvestre. DÉMEA. - Ya sé. SIRO - Sigue por ahí. DÉMEA. - Pero ¡ese es un callejón sin salida! SIRO. - ¡Ay, sí, por Hércules! ¿No ves que soy un bruto? Me había desorientado. Vuelve otra vez al pórtico. Por ahí sin duda irás mucho más cerca y con menos peligro de extraviarte. ¿Conoces la casa de Cratino, ese ricachón? DÉMEA. - Sí. SIRO. - Pues pásala, por allá, a mano izquierda, tomando derecho aquella avenida. Una vez que llegues al templo de Diana, dobla a la derecha; antes de llegar a la puerta47, cabalmente al lado del estanque hay una panadería y enfrente una carpintería: ahí está él. DÉMEA. - ¿Qué hace ahí? SIRO. - Encargó unos divanes... con patas de encina... para comer al aire libre. DÉMEA. - Y hacer ustedes sus comilonas. ¡Magnífico! Pero ¿en qué pienso que no voy a buscarlo? (Sale.) SIRO (a solas). - ¡Sí, vete! ¡Hoy te haré trotar como te lo mereces, viejo decrépito! Ésquino tarda terriblemente; el almuerzo se echa a perder. Ctesifón a su vez está enfrascado en su pasión. Ya sé cómo componérmelas; pues, ahora mismo me retiro; echaré mano de las presas más exquisitas y luego me pasaré todo el día apurando, de a traguitos, copas de vino. ESCENA III Mición, Hegión MICIÓN. - Yo no veo en esto por qué tengas que alabarme tanto, Hegión. Cumplo mi deber; reparo la falta que los míos cometieron. A no ser que hayas pensado que yo pertenezco al número de esos hombres que creen que se les infiere agravio con pedirles cuenta del que ellos voluntariamente infirieron y que por añadidura arman pleito. Pues, ¿me das las gracias porque yo no hice lo mismo? HEGIÓN. - De ninguna manera. Nunca me imaginé que fueras distinto de lo que eres. Pero te ruego que me acompañes, Mición, a la casa de la madre de la doncella, y que tú en persona le digas a aquella mujer esto mismo que me has dicho a mí, es decir, que si se pudo sospechar contra Ésquino es por causa de su hermano y de la amante de este, aquella citarista. MICIÓN. - Si así te parece bien o si así es preciso hacer, pues ¡vamos! HEGIÓN. - ¡Muy amable! Y en realidad, al punto aliviarás el ánimo de aquella mujer, que se está consumiendo de pena y zozobra, y a la vez cumplirás con un deber tuyo. Pero si opinas diversamente, yo mismo le narraré lo que me has dicho. MICIÓN. - No, no; voy yo. HEGIÓN. - ¡Encantado! Los que tienen menos suerte son, no sé por qué, más recelosos. Son propensos a interpretarlo todo como un desprecio. Debido a su inferioridad, siempre creen que se los deja de lado. Por eso la sosegarás más fácilmente si tú mismo, frente a frente, le das esa satisfacción. Junto a las puertas de una ciudad había estanques para abrevar el ganado que entraba o salía y como salvaguardia contra el fuego. 47 - 36 - MICIÓN. - Es justo y es cierto lo que dices. HEGIÓN. - Pues sígueme; entremos por acá. (Indicando la casa de Sóstrata.) MICIÓN. - ¡Con mucho gusto! ESCENA IV Ésquino, solo ÉSQUINO. - ¡Tengo el corazón atormentado! De repente se abatió sobre mí una desgracia tan grave, que no sé en verdad ni qué hacer de mí mismo ni qué partido tomar. Mis miembros están entorpecidos por el miedo; mi espíritu, pasmado de temor; y no soy capaz de fijar en la mente ninguna decisión. ¡Ay! ¿Cómo lograré salir de semejante desbarajuste? Una sospecha terrible ha recaído ahora sobre mí, y no sin fundamento. Sóstrata cree que yo he comprado para mí esa tañedora; me lo dio a entender la vieja Cántara. De aquí casualmente la habían enviado por la partera; yo, apenas la veo, me acerco a ella; le pregunto cómo está Pánfila, si ya es inminente el parto, si por eso va a llamar a la comadrona. Ella grita: “¡Vete, vete, Ésquino! Bastante tiempo nos has tomado el pelo; bastante nos has engañado, hasta ahora, con tus promesas”. “¡Oh! -digo yo.- ¿Qué es eso? ¡Explícate, por favor!” “¡Vete a paseo! ¡Quédate con la que te agrada!” Al instante advertí que ellas sospechaban eso; pero me contuve a fin de no descubrirle nada a esa charlatana acerca de mi hermano, evitando así divulgar la cosa. Pero ¿ qué hacer ahora? ¿Manifestar que esa joven le pertenece a mi hermano? No es absolutamente oportuno que esto se propale en ninguna parte. Pero dejemos esta hipótesis: puede ser que no aflore por ningún resquicio; pero lo que temo es que no crean la misma verdad del caso. Es que concurren en contra tantas circunstancias verosímiles: yo mismo la rapté; yo en persona pagué el dinero; a mi casa la llevaron. Y todo esto ocurrió, he de confesarlo, por mi culpa. ¿Por qué no le habré manifestado a mi padre ese asunto tal como había sucedido? Le habría suplicado que me permitiese casarme con ella. Hasta aquí, tiempo perdido. ¡Ea, Ésquino, despierta ya! Ahora lo primero que hay que hacer es ir a verlas para sincerarse. Me acercaré a la puerta. ¡Estoy perdido! Siempre me estremezco -¡desgraciado de mí!- cuando empiezo a llamar a esa puerta. (Llama.) ¡Hola, hola! ¡ Soy yo, Ésquino! ¡ Abra alguien pronto! No sé quién sale; me apartaré hacia acá. ESCENA V Mición, Ésquino MICIÓN (saliendo de casa de Sóstrata). - Hagan como acabo de decir, Sóstrata; yo me veré con Ésquino para ponerlo al tanto de cómo se arregló el asunto. Pero ¿quién ha llamado a esta puerta? ÉSQUINO (aparte). - ¡Es mi padre, por Hércules! ¡Estoy perdido! MICIÓN. - ¡Ésquino! ÉSQUINO (ídem). - ¿Qué tiene que ver este aquí? MICIÓN. - ¿Tú has llamado a la puerta? (Aparte.) Se calla. ¿Por qué no me burlo un poquito de él? Bien lo merece, ya que él nunca quiso confiarme eso. (Alto.) ¿No me contestas nada? ÉSQUINO (respondiendo a la primera pregunta de Mición). - En verdad, que yo sepa, no he llamado a esa puerta. MICIÓN. - ¡Claro! Ya me extrañaba que tuvieses algo que hacer aquí. (Aparte.) Se ha puesto colorado: ¡buena señal! ÉSQUINO. - Pero, dime, padre, por favor: y tú ¿qué tienes que hacer aquí? MICIÓN. - ¿Yo? Nada ciertamente. Pero un amigo hace un ratito me ha traído acá del foro para que fuese su valedor 48. En el original: advocatum sibi. En los asuntos más graves, en las contiendas, en los pleitos, los antiguos solían invitar amigos o personas versadas en derecho o simplemente influyentes, a fin de asesorarse con ellos. Tales individuos designados en latín con el nombre de advocati (de advocare, “llamar”), se distinguían de los jurisconsultos o abogados profesionales, designados en latín con el nombre de oratores o causídici o patroni. 48 - 37 - ÉSQUINO. - ¿Con respecto a qué? MICIÓN. - Te lo digo en seguida. Habitan aquí unas mujeres pobres. Pienso que no las conoces, o mejor dicho, estoy segurísimo; en efecto, no hace mucho que vinieron a establecerse aquí. ÉSQUINO. - ¿Y después? MICIÓN. - Hay una doncella con su madre. ÉSQUINO. - Sigue. MICIÓN. - Esta doncella es huérfana de padre. Ese amigo mío es su pariente más cercano. Y bien, las leyes lo obligan a casarse con ella 49. ÉSQUINO (aparte). - ¡Estoy perdido! MICIÓN. - ¿Qué dices? ÉSQUINO. - Nada. Está bien. Sigue. MICIÓN. - Ese viene para llevársela consigo, pues habita en Mileto so. ÉSQUINO - ¿Eh? ¿Para llevarse a la doncella? MICIÓN. - Así es. ÉSQUINO. - ¡Cielos! ¿Hasta Mileto? MICIÓN. - Sí. ÉSQUINO (aparte). - Me siento desfallecer. (Alto.) ¿Y ellas? ¿Qué dicen ellas? MICIÓN - ¿Qué quieres que digan? Pues nada. La madre, en realidad, ha inventado el cuento de que la muchacha ha tenido un hijo de otro hombre, no sé de quién, puesto que no lo nombra; sostiene, por ende, que estando antes aquel, no hay que casarla con el otro. ESQUINO. - Dime, ¿acaso no te parece justo eso? Después de todo... MICIÓN. - No, hijo. ESQUINO. - ¡Por los cielos! ¿Que no? ¿Acaso se la llevará de aquí, padre mío ? MICIÓN. - ¿Por qué no tendría que llevársela? ESQUINO. - Ustedes han obrado con demasiada dureza, sin piedad y aun, padre, si hay que hablar con más franqueza, de un modo ruin. MICIÓN. - ¿Por qué? ÉSQUINO. - ¿Y me lo preguntas? Pues ¿qué corazón creen ustedes que le quedará a ese infeliz que primero trató con ella, que quizás, en su infortunio, aún la quiere y locamente, cuando estando él presente vea que se la arrebatan de su presencia, que se la llevan de delante de sus ojos? ¡Es algo indigno, padre! MICIÓN. - Pero ¿por qué razón? ¿Quién se la prometió? ¿Quién se la dio? ¿Cuándo se casó con él? ¿Quién ratificó el contrato? ¿Por qué tomó él mujer que pertenecía a otro? ÉSQUINO. - ¿Era menester acaso que una doncella de esa edad se quedase tranquila en casa esperando hasta que viniera, quién sabe de dónde, un pariente suyo a buscarla? Esto, padre mío, correspondía que dijeses y defendieses. MICIÓN.- Pero ¡esto es ridículo! ¿Debía por ventura defender una causa contra aquel que me había traído como valedor suyo? Por otra parte, ¿qué nos importa eso a nosotros, Ésquino? ¿O qué tenemos que ver con ellos? Vámonos. (Ésquino echa a llorar.) ¿Qué es esto? ¿Por qué lloras? Solón había establecido por ley que si una joven pobre quedaba huérfana, podía exigir que su pariente más próximo la tomara por esposa o la dotara convenientemente; el legislador miraba con ello a preservar de la deshonra a las huérfanas pobres. 49 Mileto (ciudad del Asia Menor, puerta del mar Egeo) era una colonia jónica. Consta que las colonias jónicas asiáticas eran todas autónomas. Luego no se puede afirmar, como lo hacen Lupo Gentile (p. 73, nota al verso 654) y Vitali (p. 425), que en Mileto, por el hecho de ser colonia jónica, estaban en vigor las mismas leyes que en Atenas, cuya población también era jónica. Marouzeau (III, p. 155, nota 3) asegura, a su vez, que en tiempos de los Adelphoe de Menandro, Mileto era colonia ateniense. De ser así, es obvio que tuviera la misma legislación de la metrópoli. Pero no nos fue dado comprobar la verdad del informe de que Mileto en la época de los Adelphoe de Menandro (es decir, posteriormente al año 304 a. C.) fuera colonia ateniense o estuviera gobernada por los atenienses. Nos adherimos pues a la opinión de Ashmore (notas, p. 293), quien, después de señalar que Mileto era una colonia jónica del Asia Menor, observa (suponiéndola independiente) que un ciudadano ateniense podía residir en una colonia y permanecer sujeto a la legislación de su patria. Tal, pues, sería el caso del personaje que Mición inventa aquí como procedente de Mileto. 50 - 38 - ÉSQUINO . - ¡Padre, te conjuro, escúchame! MICIÓN . - Ésquino, me han hablado y estoy al corriente de todo. Como te quiero, por eso tomo más a pecho cuanto haces. ÉSQUINO. - De tal modo quisiera yo ser digno de tu amor, mientras viva, como me pesa sobre manera haber cometido esa falta y me da vergüenza delante de ti. MICIÓN. - Lo creo, por Hércules; conozco, en efecto, tu carácter; pero temo que seas demasiado descuidado. Pues ¿en qué ciudad piensas que estás viviendo? Violaste una doncella a la que no tenías derecho de acercarte. Ya esa primera falta fue grave, grave sin duda, pero, con todo, propia de hombres; la cometieron a menudo otros tan buenos como tú. Pero después que ocurrió, ¿tomaste acaso alguna precaución o, por lo menos, consideraste qué medidas habías de tomar, cómo llevarlas a cabo, y, si tenías empacho de avisarme tú mismo, de qué otro modo convenía que me enterase yo? Mientras dabas largas al asunto, diez meses han pasado. Te has comprometido a ti mismo y a ella, la pobre, y al hijo, a lo menos por lo que dependía de ti. Pues ¿qué? ¿Creías que los dioses iban a arreglarte el pastel mientras durmieses y que ella, sin que tú lo procurases, iba a ser llevada a tu casa y metida en tu alcoba? No quisiera que fueses igualmente descuidado en lo demás. ¡Ánimo!, que te casarás con ella. ÉSQUINO. - ¿Cómo? MICIÓN. - ¡Animo!, digo. ÉSQUINO. - Padre, te conjuro, ¿acaso te estás burlando de mí? MICIÓN. - ¿Yo, burlarme de ti? ¿Por qué? ÉSQUINO. - No lo sé; pero como deseo con locura que eso sea verdad, por eso recelo más. MICIÓN. -Vete a casa y ruega a los dioses que puedas traer a tu mujer 61; vete. ÉSQUINO. - ¿Cómo? ¿Traer ya a mi mujer? MICIÓN. - Sí, ya. ÉSQUINO. - ¿Ya? MICIÓN. - Ya, lo más pronto posible. ÉSQUINO. - ¡Que todos los dioses me detesten si ahora no te quiero más que a mis ojos! MICIÓN. - ¿Y más que a ella? ÉSQUINO. - Igual que a ella. MICIÓN. - ¡Demasiado generoso! ÉSQUINO. - Y el de Mileto, ¿dónde está? MICIÓN. - Desapareció; se fue, se embarcó. Pero ¿por qué no te marchas? “El día de las bodas, antes de su celebración se realizaban funciones religiosas con sacrificios. Luego la novia dejaba la toga praetexta (= toga orlada de púrpura), consagrándola a la Fortuna Virginal; vestía una túnica blanca, ajustándosela a la cintura con una pretilla de lana de oveja, cíngulum, y se cubría el rostro con un velo, flammeum, así llamado por su color de fuego. Sus cabellos eran divididos, con la punta de una lanza en seis trenzas, crines, atadas con cintas y coronadas con verbenas. Seguía en casa de la novia la estipulación del contrato matrimonial; después una mujer casada, prónuba (= la madrina de boda. Adviértase que el adjetivo prónubus significa nupcial), entrelazaba las manos de los esposos. Se celebraba un sacrificio y se hacía un banquete que se prolongaba hasta el anochecer. Levantadas las mesas, venía la dedúctio a la casa marital. El cortejo era formado por parientes, amigos, curiosos. La esposa iba a pie llevando un huso y una rueca; la precedían antorchas, tañedores de flauta y tres muchachos cuyos padres y madres aún viviesen; uno de ellos sostenía una taeda, antorcha de pino silvestre, y la iba agitando. La casa del esposo estaba adornada con coronas y otros atavíos. Al llegar ahí, los tres muchachos pedían al esposo que les tirase nueces, a fin de indicar que ya se habían acabado para él las diversiones juveniles. La esposa cubría con cintas de lana las jambas de la puerta y las untaba con grasa de lobo o cerdo. En ese momento el esposo le preguntaba quién era y ella respondía: Ubi tu Caius, ibi ego Caia, donde tú eres dueño, yo seré dueña; entonces era transportada en brazos de suerte que no tocara con los pies el umbral y era colocada sobre una piel de oveja tendida en el pavimento, al grito de Thalasio (Talasio es el dios latino del matrimonio, al que se ha identificado con el Himeneo de los griegos. Himeneo = dios que simbolizaba el amor puro santificado por el matrimonio ). El marido entregaba a la esposa la llave de la puerta, el agua y el fuego simbólico, para indicar que estaba llamada a participar en el culto del nuevo hogar. La prónuba preparaba en el atrio el lectus genialis (el lecho nupcial); la esposa invocaba a los Lares (= los dioses tutelares de la familia), Manes (= las almas divinizadas de los antepasados de la familia) y Penates (= los dioses del interior de la casa ) de la nueva casa y se terminaba con un nuevo banquete, alegrado por cantos nupciales llamados epitalamios (o himeneos). El día siguiente (= tornaboda) el marido daba otro banquete, repótia; los huéspedes y los parientes obsequiaban regalos a la esposa y esta ofrecía el primer sacrificio en la nueva casa” (Zito, p. 95, nota al v. 699. Las aclaraciones entre paréntesis son añadiduras nuestras). 51 - 39 - ÉSQUINO. - Ve tú más bien, padre, a invocar a los dioses; pues seguro estoy de que ellos te harán más caso a ti por cuanto eres mucho mejor que yo. MICIÓN. - Yo me voy allá dentro a hacer preparar lo que hace falta; tú, si eres cuerdo, haz como te he dicho. (Entra en casa.) ÉSQUINO (a solas).—¿Cómo es esto? ¿Esto es ser padre o esto es ser hijo? Si él fuera mi hermano o compañero, ¿cómo podría complacerme más? ¿A un padre así no he de amarlo, no he de llevarlo en el corazón? ¡Ah!, en consecuencia me infunde con su indulgencia un vivo cuidado: el de no hacer, ni aun por inadvertencia, cosa que le desagrade; y sabiéndolo me guardaré de hacerlo. Pero ya voy adentro, no sea que retrase yo mismo mi casamiento. (Entra.) ESCENA VI Démea, solo DÉMEA. - Estoy rendido de tanto andar. ¡Que el gran Júpiter te aniquile, Siro, a ti con tus indicaciones! He ido arrastrándome, sin parar, por toda la ciudad: hasta la puerta, hasta el tanque, ¿hasta dónde no...? Y no había allí carpintería ni nadie que dijese haber visto a mi hermano. Pero ahora estoy resuelto a quedarme en su casa hasta que regrese. ESCENA VII Mición, Démea MICIÓN (a su hijo, que está adentro). - Voy a decirles que nosotros estamos listos. DÉMEA (aparte). - Pero ¡helo aquí, justamente! (Alto.) Hace rato que te estoy buscando, Mición. MICIÓN. - ¿Para qué? DÉMEA. - He de comunicarte otras barbaridades de ese joven honrado... MICIÓN. - ¡Ya está! DÉMEA (continuando). - ...¡inauditas!, ¡dignas de pena capital! MICIÓN. - ¡Basta, basta! DÉMEA. - Ah, tú no sabes qué clase de sujeto es. MICIÓN. - Sí, lo sé. DÉMEA. - ¡Tonto! Te imaginas que me refiero a la citarista. En cambio, se trata ahora de un delito contra una ciudadana núbil. MICIÓN. - Ya sé. DÉMEA. - ¡Oh! ¿Sabes y toleras eso? MICIÓN. - ¿Por qué no habría de tolerarlo? DÉMEA. - Dime: ¿no protestas? ¿No te pones furioso? MICIÓN. - No; yo en verdad prefiriría ... DÉMEA. - Ha nacido un hijo ... MICIÓN - Que los dioses le sean propicios. DÉMEA (continuando). - La doncella no tiene nada ... MICIÓN. - Estoy enterado. DÉMEA (ídem). -... y se ha de casar con ella por más que esté sin dote. MICIÓN. - Por supuesto. DÉMEA. - Y ahora, ¿qué se va a hacer? MICIÓN. - Lo que las mismas circunstancias exigen: traer acá, de su casa, a la doncella. DÉMEA. - ¡Oh, Júpiter! ¿Eso es lo que corresponde hacer...? MICIÓN. - ¿Qué otra cosa podría yo hacer? DÉMEA. - ¿Qué otra cosa? Si eso en verdad no te duele, por lo menos sería propio de hombre disimular. MICIÓN. - Pero es que ya he prometido la doncella; la cosa está concertada; se hace el casamiento; - 40 - les he quitado todo temor: esto, sí, que es más propio de hombre. DÉMEA. - Sea lo que fuere, ¿apruebas entonces, Mición, lo que él hizo? MICIÓN. - No, si pudiera cambiarlo; pero, ya que no puedo, lo soporto ahora con serenidad. Así es la vida humana: como cuando se juega a los dados; si al echar el dado, no sale lo que era menester, se ha de remediar con destreza lo que salió por azar. DÉMEA. - ¡Conque eres un remediador! Con tu destreza se esfumaron veinte minas en pago de la citarista; y a esta lo más pronto posible hay que despedirla para algún lado; y gratis, si no se logra venderla. MICIÓN. - No corresponde despacharla ni deseo absolutamente venderla. DÉMEA. - ¿Qué harás pues de ella? MICIÓN. - Quedará en casa. DÉMEA. - ¡Santos Cielos! ¡En una misma casa la meretriz y la madre de familia! MICIÓN. - ¿Por qué no? DÉMEA. - Pero ¿piensas que estás en tus cabales ? MICIÓN. - ¡Claro que sí! DÉMEA. - Así me amen los dioses como es verdad que, al ver yo tu necedad, creo que harás eso para tener alguien con quien cantar a menudo 52. MICIÓN. - ¿Cómo no? DÉMEA, - ¿Y la recién casada aprenderá también esa misma habilidad? MICIÓN. - Naturalmente. DÉMEA. - Y tú ¿guiando la soga, bailarás entre ellas? 53 MICIÓN. - Eso es. DÉMEA. - ¿Eso es? MICIÓN. - Y tú también juntamente con nosotros 54, si fuere menester. DÉMEA. - ¡Ay de mí! ¿No te avergüenzas de decir estas cosas? MICIÓN. - ¡Vamos!, deja ya esa tu cólera, y muéstrate, como es conveniente, jovial y de buen humor en las bodas de tu hijo. Yo voy a hablar con ellos; vuelvo en seguida. DÉMEA. - ¡Oh, Júpiter! ¡Qué vida! ¡Qué costumbres! ¡Qué locura! Vendrá una esposa sin dote; adentro hay una tañedora; la casa es fastuosa; el joven, depravado por el libertinaje; el viejo, que delira. La Salvación 55 en persona, por más que lo quisiera, no podría de ningún modo salvar esta familia. Lenguaje irónico para los romanos; para ellos, en efecto, la música solo se empleaba en sacrifícios, en la escena y en la guerra; fuera de estos casos se consideraba indigna de un hombre libre. En Grecia, por el contrario, se daba gran importancia a la música, atribuyendo su invención a los mismos dioses. Tenía un lugar preeminente en la educación, sobre todo por la influencia que se le reconocía en la acuñación del carácter. Cultivaron los griegos ya la música vocal (u ódica), ya la instrumental (u orgánica), ya la pantomímica (esto es, la destinada a la escena, llamada también hipocrítica). (Diccionario del mundo clásico, s. v. música). 52 Nueva ironía para el público romano. Era poco menos que inconcebible que un ciudadano romano bailara. Cicerón dejó escrito: Nemo fere saltat sóbrius nisi forte insanit, “casi nadie baila a no ser que esté loco” (Pro Murena. 6: cf J. Coromines, IV, p. 123). También respecto del baile, ocurría en Grecia el fenómeno inverso. Era allí ampliamente practicado y vivamente apreciado. Sócrates, por ej., lo recomendaba a sus discípulos y él mismo, dicen, no desdeñó recibir de la famosa Aspasia lecciones de tal arte; y ya Hornero señalaba como las cuatro cosas más bellas de la vida, el sueño, el amor, el canto y el baile (Diccionario del mundo clásico, s. v. baile). Con la frase “guiando la soga” (restim ductans) se alude a una especie de baile de figuras en que los que intervenían hacían evoluciones asidos de una soga, bajo la dirección de uno que tenía un extremo de ella (ver Livio, XXVII, 37,14). La frase restim (in saltatione) ductare o dúcere equivale a “dirigir la danza” (Calonghi, s. v. ducto); según Donato, en cambio, significaría simplemente “ponerse en fila teniéndose de la mano uno con otro” (Ronconi, p. 318). 53 54 Alusión a los amores de Ctesifón. Se trata de Salus como personificación de la salvación, seguridad y prosperidad del pueblo y del Estado (Salus pública, Salus Romana, Salus pópuli Romani). En calidad de tal, tenía un templo en el Quirinal que le había dedicado en 307 a. C. el censor Junio Bubulcus. Al introducirse (293 a. C.) en Roma el culto de Esculapio, se la identificó con la Hygíeia griega, perdiendo su carácter propio o cuando menos adquiriendo en su significado el concepto predominante de salud corporal (por lo que era llamada también Sánitas). Pero después reapareció o se reafirmó Salus en su elemento propiamente nacional, compartiendo el culto con Salus como personificación de la salud. Arqueólogos y mitólogos nos han conservado el sentido de la diferencia entre una y otra Salus (Enciclopedia Espasa-Calpe, s. v. Salus). 55 - 41 - ACTO QUINTO ESCENA I Siro, Démea SIRO (aparte). - Por Pólux, Siro, que te has tratado a cuerpo de rey y has cumplido espléndidamente tu deber. ¡Bravo! Pero después de atiborrarme allá dentro, me dio la gana de salir acá fuera a pasear. DÉMEA (aparte). - ¡Míralo, por favor! ¡Qué ejemplo de austeridad! SIRO (ídem). - ¡Ahí está nuestro viejo! (Alto.) ¿Qué pasa? ¿Por qué estás mohíno? DÉMEA. - ¡Ah, canalla! SIRO. - ¡Alto ahí! ¿Vienes acá a derrochar tu elocuencia, oh Sabiduría? DÉMEA. - Si fueras esclavo mío ... SIRO. - Por cierto que serías rico, Démea, y habrías afianzado tu patrimonio. DÉMEA. -... yo me encargaría de que fueses un escarmiento para todos. SIRO. - ¿Por qué? ¿Qué he hecho? DÉMEA. - ¿Me lo preguntas? En medio de ese desconcierto y después de una falta tan enorme que a duras penas se ha conseguido reparar medianamente, ustedes, canalla, empinaron el codo como para festejar una hazaña. SIRO. - En verdad no quisiera haber salido acá. ESCENA II Dromón, Démea, Siro DROMÓN (saliendo de la casa de Mición, pero sin ver a Démea). ¡Hola, Siro! Ctesifón te ruega que vuelvas. SIRO (en voz baja). - ¡Vete al diablo! DÉMEA. - ¿Qué dice ese de Ctesifón? SIRO. - Nada. DÉMEA. - ¡Oye, desalmado! ¿Está Ctesifón allá dentro? SIRO. - No. DÉMEA. - Y ¿cómo ese pronuncia su nombre? SIRO. - Es otro quídam, un “parasitastro” pequeñito. ¿Sabes...? DÉMEA. - Ahora lo sabré. (Hace ademán de entrar en casa de Mición.) SIRO. - ¿Qué haces? ¿Adonde vas? DÉMEA. - ¡Déjame! SIRO. - ¡No vayas, te digo! DÉMEA. - ¿No vas a retirar tus manos, tunante? ¿Prefieres que haga salpicar aquí tu cerebro? (Logra desvincularse y entrar en la casa de Mición.) SIRO. - ¡Se va no más! ¡Un comensal, por Pólux, nada grato, máxime para Ctesifón! ¿Qué haré yo ahora, hasta tanto se aquiete este barullo, sino retirarme a algún rincón y allí dormir este vinillo? Así lo haré. ESCENA III Mición, Démea MICIÓN (saliendo de casa de Sóstrata, y hablando hacia dentro). - Por nuestra parte, Sóstrata, se hicieron los preparativos como he dicho; pues cuando quieras... ¿Quién ha hecho rechinar tan ruidosamente la puerta de casa? DÉMEA (saliendo de la casa de Mición). - ¡Ay de mí! ¿Qué he de hacer? ¿Qué norma seguir? ¿Qué gritos dar? ¿Qué lamentaciones proferir? ¡Oh, cielo! ¡Oh, tierra ! ¡Oh, mares de Neptuno! MICIÓN (aparte). - ¡Ahí tienes! Se ha enterado de todo el lío; es por eso que grita; se acabó: está lista - 42 - la pelea, hay que afrontarla. DÉMEA - ¡Helo ahí, la perdición de mis dos hijos! MICIÓN. - Refrena por fin tu cólera y vuelve en ti. DÉMEA. - La he refrenado; he vuelto en mí; dejo a un lado todos los improperios; examinemos la cosa en sí misma. ¿No se convino entre nosotros, y no fuiste tú mismo quien lo propuso, que ni tú cuidarías de mi hijo ni yo del tuyo? Contesta. MICIÓN. - Es cierto; no lo niego. DÉMEA. - Pues ¿por qué ahora se da a la bebida en tu casa? ¿Por qué recibes a mi hijo? ¿Por qué le compras una amiga, Mición? ¿Acaso no es justo que yo ejerza contra ti el mismo derecho que tú ejerces contra mí? Desde el momento que yo no cuido de tu hijo, tampoco tú cuida del mío. MICIÓN. - No tienes razón. DÉMEA. - ¿Que no ? MICIÓN. - Pues no, ya que un refrán antiguo dice precisamente: las cosas de los amigos son comunes entre ellos. DÉMEA. - ¡Gracioso! ¿Ahora sales con eso? MICIÓN. - Escucha un momento, Démea, si no te es molesto. En primer lugar, si lo que te angustia son los gastos que hacen tus hijos, te ruego que trates de reflexionar sobre lo siguiente: en otro tiempo tú criabas a los dos de acuerdo con tu patrimonio, porque juzgabas que tus bienes alcanzarían para ambos, y que yo sin duda me casaría. Pues sigue haciendo el mismo cálculo de entonces: guarda, trata de adquirir, ahorra, procura dejarles lo más que puedas. Reserva para ti esa honra; pero deja a la vez que disfruten de mis bienes, que les han venido inesperadamente. Tu capital no sufrirá menoscabo alguno; por el contrario, todo lo que se agregará de parte mía, considéralo una ganancia. Si de veras, Démea, quisieses pensar con ponderación en eso, terminarías por no causar molestias ni a mí ni a ti ni a ellos. DÉMEA. - Dejo a un lado el patrimonio; pero su régimen de vida ... MICIÓN. - ¡Quieto! Estoy al tanto; a eso iba. Se dan en el hombre, Démea, muchos indicios por los cuales es fácil sacar conjeturas, de suerte que, cuando dos hacen la misma cosa, a menudo cabe inferir: “Este puede permitírsela impunemente, aquel otro no”. Y no porque sea distinta la cosa, sino porque son distintos los que la realizan. Y bien, yo noto en ellos señales por las que confío que serán como nosotros los queremos: veo, en efecto, que tienen criterio, que entienden las cosas, que cuando es tiempo saben contenerse, que se aman mutuamente. Se echa de ver la nobleza de su índole y corazón. Y entonces el día que tú quieras, podrás hacerlos volver al buen camino. Así y todo, podrías ciertamente temer que sean algún tanto descuidados con respecto al patrimonio. ¡Oh querido Démea! Para todo lo demás aumentamos en sabiduría con el andar de los años; hay un solo vicio que la vejez trae a los hombres: volvernos a todos más parsimoniosos de lo debido. Pues la edad misma les aguzará bastante el sentido de la economía. DÉMEA. - ¡Con tal que esas tus buenas razones, Mición, y ese tu corazón acomodaticio no nos trastornen! MICIÓN. - ¡Calla! No ocurrirá tal cosa; pierde cuidado. Hoy ríndete a mí; desarruga tu frente. DÉMEA. - Pues las circunstancias así lo exigen, he de hacerlo. Pero mañana, al amanecer, me iré al campo con mi hijo... MICIÓN. - Y aun antes que amanezca, opino yo. Pero hoy por lo menos ponte alegre. DÉMEA (continuando). - ... y conmigo también me llevaré allá a esa citarista. MICIÓN. - ¡Será una hazaña! De esa manera tendrás a tu hijo atado al campo por completo. Tan solo procura custodiarme bien a ella. DÉMEA. - Esto corre por mi cuenta. Yo haré de manera que a fuerza de cocinar y moler se llene de ceniza, de humo, de harina; además le haré espigar en pleno mediodía; y así te la tornaré tan recocida y negra como carbón. MICIÓN. - ¡Que me place! Ahora, sí, me das la impresión de un hombre cuerdo. (Remedando la voz de Démea.) “Y después, ¡a fe que obligaré a mi hijo, aunque no lo quiera, a acostarse con ella!” - 43 - DÉMEA. - ¿Me tomas el pelo? ¡Dichoso tú que posees semejante humor! Yo tengo para mí... MICIÓN. - ¡Ah! ¿Vuelves a las andadas? DÉMEA. - Me callo en seguida. MICIÓN. - Ve pues adentro y pasemos este día en la fiesta para la cual está destinado. (Entra en su casa.) ESCENA IV Démea, solo DÉMEA. - Jamás hubo nadie que haya sacado tan bien la cuenta para su vida que luego los acontecimientos, la edad, la práctica no le aportaran a cada instante algo nuevo, no le enseñaran algo, de suerte que uno llega a advertir que ignoraba lo que creía saber y, después de experimentarlas, repudia las cosas que juzgaba más importantes. Es lo que ahora me sucede a mí; pues estando casi a punto de finalizar mi carrera, desecho la vida áspera que he vivido hasta aquí. ¿Por qué? Porque la experiencia me ha hecho descubrir que nada le cuadra mejor al hombre que la condescendencia e indulgencia. Que esto sea verdad, cualquiera lo puede comprobar fácilmente en mí y en mi hermano. Él siempre ha pasado su vida en la holganza, entre banquetes, suave, tranquilo, no espetando injurias a nadie, sonriendo a todos; ha vivido a su gusto, gastado a su gusto; y todos hablan bien de él, todos lo quieren. Yo, en cambio, sujeto rudo, salvaje, malhumorado, mezquino, fiero, testarudo, me casé; y entonces, ¡qué desdichas! Nacieron hijos: ¡nuevas inquietudes! Y además mientras me afanaba por dejarles lo más posible, he gastado los años de mi vida buscando hacer adquisiciones. Ahora, al fin de la vida, por todo el trabajo que he desplegado, recojo de ellos este solo fruto: el aborrecimiento. El otro sin trabajo se goza las ventajas de la paternidad: a él lo quieren, a mí me esquivan; a él le confían sus proyectos, lo prefieren y los dos paran en su casa, mientras yo he sido abandonado; a él le desean larga vida, mientras -no cabe duda- están aguardando mi muerte. De esa manera, los que yo he criado con sumo trabajo, él los ha hecho suyos con poco gasto; yo me tomo todas las molestias, él se lleva todas las alegrías. ¡Ea, pues, probemos ahora, en sentido opuesto, si yo puedo hablar con blandura o actuar con benignidad, puesto que a eso me provoca él! Yo también pretendo ser amado y estimado por los míos. Si eso se obtiene dando y condescendiendo, ¡pues no le iré en zaga! ¿Nos vamos a fundir? No se me da un bledo: ¡total!, ya soy viejo. ESCENA V Siro, Démea SIRO. - ¡Hola, Démea! Tu hermano te ruega que no te alejes. DÉMEA. - ¿Quién es... ? ¡Oh, querido Siro, salud! ¿Qué cuentas? ¿Qué tal? SIRO. - Bien. DÉMEA. - ¡Magnífico! (Aparte.) Ya ahora para empezar, he añadido tres expresiones desusadas en mí: “¡Oh, querido...! ¿Qué cuentas? ¿Qué tal?” (Alto.) Te muestras un esclavo cortés, y será un placer para mí recompensarte. SIRO. - Te lo agradezco. DÉMEA. - Mira, Siro, que te hablo en serio, y dentro de poco lo comprobarás. ESCENA VI Geta, Démea GETA (saliendo de la casa de Sóstrata, y hablando hacia adentro). - Señora, yo voy ahí a la casa de ellos (aludiendo a Mición y a Ésquino.) a ver cuándo vienen por la doncella. Pero he aquí a Démea. ¡Salud! DÉMEA. - ¡Oh!... ¿Cómo te llamas? - 44 - GETA. - Geta. DÉMEA. - Geta, sinceramente te he juzgado hoy un hombre de mucho valer, porque sin duda es para mí un criado bien distinguido el que se interesa por su amo, como he notado que haces tú, Geta; por eso, en lo que fuere menester, con gusto te favoreceré. (Aparte.) Me ejercito en ser afable y la cosa marcha bien. GETA. - Es bondad tuya que me juzgues así. DÉMEA (ídem) . - Poco a poco, y al comienzo no más, voy conquistando a la gente menuda. ESCENA VII Esquino, Démea, Siro, Geta ÉSQUINO (saliendo de la casa de Mición, pero sin ver a los demás). - Realmente que me matan con afanarse por celebrar un casamiento demasiado solemne; gastan todo el día en preparativos. DÉMEA. - ¿Qué tal, Esquino? ÉSQUINO. - ¡Oh! ¿Estabas tú aquí, padre mío? DÉMEA. - ¡Sí, por Hércules, yo, padre tuyo tanto de corazón como por naturaleza, que te ama más que a sus propios ojos! Pero dime: ¿por qué no haces traer a casa a tu mujer? ÉSQUINO. - Es lo que deseo, pero hay algo que me hace demorar: es decir, la flautista y los que han de cantar el himeneo 56. DÉMEA. - ¡Anda! ¿Quieres escuchar a este viejo? ESQUINO. - ¿En qué? DÉMEA. - Prescinde de todo eso: himeneo, cortejo, antorchas, flautistas. En cambio, manda derribar lo antes posible esa tapia del jardín. Por ahí haz pasar a tu esposa; de las dos casas haz una sola, y tráete con nosotros también a la madre y toda la familia. ESQUINO. - Que me place, ¡oh padre en extremo amable! DÉMEA (aparte). - ¡Qué bien! Ya me llaman “amable”. La casa de mi hermano estará siempre abierta; él hará entrar un aluvión de gente, y a fuerza de derrochar perderá gran parte de sus bienes. ¿A mí qué? Yo, amable, me hago acreedor al reconocimiento. ¡Ea, haz ahora que ese babilonio 57 desembolse minas al por mayor! 58 (Alto.) Siro, ¿qué esperas para ir y hacer eso? SIRO. - ¿Qué? ¿Qué he de hacer yo? DÉMEA. - Derribar la tapia. (A Geta.) Tú vete y hazlas pasar por ahí. GETA. - Los dioses te lo paguen, Démea, pues veo que sinceramente quieres favorecer a nuestra casa. DÉMEA. - Es que los considero dignos de este trato. (Geta vuelve a entrar en casa de Sóstrata). (A Ésquino.) Y tú ¿qué dices? ÉSQUINO. - Yo pienso lo mismo. DÉMEA. - Es mucho más conveniente eso que conducir ahora por la calle a tu mujer, parturienta, dolorida. ÉSQUINO. - En verdad nunca he visto solución más acertada, padre mío. DÉMEA. - Así acostumbro proceder yo. Pero aquí sale Mición. 56 Ver nota 51 (p. 39). 57 Es decir, Mición, llamado irónicamente babilonio por opulento y derrochador . Los babilonios eran famosos por su molicie y por su exageración en los gastos. 58 El texto latino dice: dinúmeret... viginti minas, “desembolse (al pie de la letra: cuente, pague al contado) veinte minas”. Pero no se trata del importe de Baquis (v. 191: acto II, escena I), que Siro probablemente redujo a diez (versos 241-242, acto II, escena II) y que debió de ser pagado por los cuidados de Ésquino (verso 277: acto II, escena IV) y de Ctesifón (verso 282). Dinumerare, de dis (griego diá = in diversas partes) y número, denota separación y repetición; dinúmeret, apunta Donato, quasi multum númeret, esto es “como si tuviera que contar mucho”. Se alude pues a varias cantidades separables; viginti minas señala el monto de cada una de ellas, pero en forma irónica, recordando las veinte minas del precio de Baquis. En fin, Démea muestra gozarse de que el hermano Ésquino se vea precisado a desembolsar mucho más dinero que la suma entregada para Baquis. Por ello nos ha parecido conveniente, en aras de la claridad, traducir dinúmeret uiginti minas con la expresión: “desembolse minas al por mayor”. (Cf Marouzeau, III, p. 175, nota 1; Chambry, II, p. 516, nota 44; Zito, p. 115, nota al verso 915). - 45 - ESCENA VIII Mición, Démea, Ésquino MICIÓN (hablando a Siro, que está dentro). - ¿Lo manda mi hermano? ¿Dónde está? (Notando a Démea.) ¿Tú mandas eso, Démea? DÉMEA. - Sí, yo mando que por medio de eso y de todo lo demás hagamos lo posible para unir esa familia con la nuestra, para tratarla con consideración, favorecerla, adoptarla. ÉSQUINO (a Mición). - Te suplico, padre, que consientas. MICIÓN. - No tengo otra idea. DÉMEA. - Más aún, por Hércules: es nuestro deber. Y para empezar, la esposa de este tiene una madre... MICIÓN. - Es cierto; pero, ¿y con eso? DÉMEA (continuando). -... una madre honrada y modesta ... MICIÓN. - Así dicen. DÉMEA (ídem). -... ya de edad. MICIÓN. - Lo sé. DÉMEA (ídem). - Hace mucho que por su edad no puede tener familia; y no hay quien mire por ella; está sola... MICIÓN (aparte). - ¿Qué estará cavilando este? DÉMEA (ídem). - Es conveniente que te cases con ella. (A Ésquino.) Y tú date maña para conseguirlo. MICIÓN. - ¿Yo, casarme? DÉMEA. - Sí, tú. MICIÓN. - ¿Pero yo? DÉMEA. - Pero sí, digo. MICIÓN. - ¡Estás desvariando! DÉMEA (a Ésquino). - Si tú eres hombre, él lo hará. ÉSQUINO. - ¡Padre mío! MICIÓN. - ¿Cómo? ¿Le haces caso, asno? DÉMEA. - Es inútil; no hay escapatoria. MICIÓN. - ¡Estás delirando! ÉSQUINO. - ¡Permíteme, padre, que te induzca a eso ! MICIÓN. - ¡Estás loco! ¡Déjame en paz! DÉMEA. - ¡Vamos, concede este favor a tu hijo! MICIÓN. - ¿Estás en tus cabales? ¿Yo, volverme novel esposo a los sesenta y cinco años, casándome, por añadidura, con una vieja decrépita? ¿Eso sois capaces de aconsejarme? ÉSQUINO. - Hazlo, yo se lo he prometido. MICIÓN. - ¿Qué? ¿Prometido? ¡Hola, mocoso, sé dadivoso de tu persona! DÉMEA. - Pues ¿qué dirías si te rogase algo más serio? MICIÓN. - ¡Como si esto no fuese lo más serio! DÉMEA. - Has de consentir. ÉSQUINO. - No te hagas el precioso. DÉMEA. - ¡Ea, promételo! MICIÓN. - ¿No vais a dejarme por fin? ÉSQUINO. - Yo no, si es que no te persuado. MICIÓN. - Pero esta es auténtica violencia. DÉMEA. - Hazlo de buen grado, Mición. MICIÓN. - Aunque esto me parece algo insensato, fuera de propósito, absurdo y ajeno a mi género de vida, sin embargo, como insisten tanto, pues así sea. ÉSQUINO. - ¡Gracias! Con razón te tengo afecto. DÉMEA. - Pero... (Aparte.) ¿Qué podría proponer ahora, puesto que se ejecuta todo lo que quiero ? - 46 - MICIÓN. - ¿Qué es lo que falta todavía? DÉMEA. - Hegión es su consanguíneo más cercano, afín nuestro; es pobre; conviene pues que le concedamos algún beneficio. MICION. - ¿Qué beneficio? DÉMEA. - Allá en el suburbio tienes un pedacito de tierra que arriendas a gente extraña; démoselo a este para que lo disfrute. MICIÓN. - ¿“Un pedacito”, dices ? DÉMEA. - Y si es un pedazo grande, igual hay que hacer eso. Hegión, en efecto, es como un padre para ella, es honrado, es de los nuestros 59; con razón se le hace ese obsequio. Al fin y al cabo, ¿no puedo yo hacer mía esa sentencia que tú, Mición, oportuna y sabiamente dijiste hace un rato: “es vicio común de todos el ser en la vejez demasiado apegados a sus bienes”? Hemos de evitar semejante baldón: dijiste una gran verdad y hay que obrar en consecuencia. ÉSQUINO. - ¡Padre mío ! MICIÓN. - ¿Qué hacer ahora? Se le dará eso, desde el momento que este así lo quiere. DÉMEA. - Me alegro; ahora, sí, eres hermano mío tanto en el alma como en el cuerpo. (Aparte.) Con su propia espada lo degüello. ESCENA IX Siro, Démea, Mición, Ésquino SIRO. - Se ha hecho lo que habías ordenado, Démea. DÉMEA. - Eres un hombre activo e ingenioso. Pues, por Pólux, estimo, a mi entender, que es hoy conveniente se liberte a Siro. MICIÓN. - ¿Libertar a ese? ¿Por qué? DÉMEA. - Por muchas razones. SIRO. - ¡Oh, amigo Démea, por Pólux que eres un hombre bueno! Yo con esmero les he cuidado a esos dos desde su niñez, los he instruido, los he amonestado, les he dado siempre todas las buenas normas que he podido. DÉMEA. - Eso está a la vista. Y después también esto: hacer compras concienzudas, reclutar prostitutas, preparar comilonas aun de día; no son, estos, servicios de un hombre cualquiera. SIRO. - ¡Oh, qué hombre amable! DÉMEA. - Por último, hoy este colaboró en la compra de esa tañedora, y tomó a pecho el asunto: es justo que le hagamos algún bien; otros esclavos se sentirán impulsados a llevar una conducta mejor; y por otra parte, (Señalando a Esquino.) este quiere que así se haga. MICIÓN (a Esquino). - ¿Tú quieres eso? ÉSQUINO. - Sí, lo quiero. MICIÓN. - Ya que lo quieres ... Siro, ven, llégate acá junto a mí: sé libre 60. SIRO. - ¡Gracias! Gracias a todos, pero en especial a ti, Démea. DÉMEA. - Estoy contento. ÉSQUINO. - Yo también. SIRO. - Lo creo. ¡Y ojalá se me torne cumplida semejante alegría, de suerte que pueda ver libre juntamente conmigo a Frigia, mi esposa! 59 Ver nota 38 (p. 31). Es un ejemplo de manumíssio ínter amicos (“manumisión entre amigos”) , o sea, de la forma de manumitir o dar libertad a un esclavo que consistía en declarar su dueño, en rueda de amigos, el propósito de otorgarle la libertad. Otras formas de manumisión eran las siguientes: per mensam, es decir, invitando el amo al esclavo a que se sentara a su propia mesa; per vindictam, libertándolo delante de un magistrado con una fórmula especial; censu, haciéndolo inscribir en el censo, esto es, en la lista de ciudadanos; per epístulam, por medio de una carta; testamento, por medio de un testamento. (Diccionario del mundo clásico, s. v. esclavos, 2; Zito, p. 123, nota al verso 970). 60 - 47 - DÉMEA. - Es óptima mujer por cierto. SIRO. - Y además fue ella la primera en ofrecer hoy su pecho a tu nieto, el hijo de Ésquino. DÉMEA. - Pues, por Hércules, hablando en serio, si ella fue la primera en ofrecerle su pecho, no cabe duda de que conviene otorgarle la libertad. MICIÓN. - ¿Por eso no más? DÉMEA. - Claro que sí. Para terminar, recibe de mí el importe de lo que ella vale. SIRO. - ¡Que los dioses, Démea, satisfagan siempre todos tus deseos! MICIÓN. - Siro, hoy has tenido una suerte extraordinaria. DÉMEA. - Desde luego, si además tú, Mición, cumples con tu obligación y le das a este un poquito de dinero al contado para hacer frente a sus primeras necesidades; él te lo devolverá pronto. MICIÓN (con un gesto expresivo). - ¡Ni esto le daré! ÉSQUINO. - Es un hombre honrado. SIRO. - Por Hércules, que te devolveré el dinero; dámelo pues. ÉSQUINO. - ¡Vamos, padre! MICIÓN. - Decidiré después. DÉMEA (a Siro). - Lo dará. SIRO. - ¡Oh, qué hombre más bueno! ÉSQUINO. - ¡Oh padre afabilísimo! MICIÓN. (a Démea). - Pero ¿qué es eso? ¿Qué es lo que tan de repente ha cambiado tus costumbres? ¿Qué antojo?... ¿Cómo se explica esa subitánea liberalidad? DÉMEA. - Te lo voy a decir: para mostrarte que, si estos te juzgan tratable y afable, eso no se deriva de un proceder razonable ni menos aún de justicia y bondad, sino del hecho de ser tú, Mición, condescendiente e indulgente y munífico con ellos. Ahora bien, si mi vida, Ésquino, les resulta antipática por la sencilla razón de que no condesciendo enteramente con ustedes en todas las cosas ya justas, ya injustas, les doy rienda suelta: derrochen, gasten, hagan lo que les plazca. Pero si prefieren que yo los reprenda y corrija, y también a su debido tiempo los secunde en las cosas que por su juventud ven con menos perspicacia, desean con más ardor y ejecutan con poca reflexión, pues aquí me tienes para prestarles ese servicio. ÉSQUINO. - Padre, nos ponemos en tus manos; tú sabes mejor que nosotros lo que conviene hacer. Pero ¿qué será de mi hermano? DÉMEA. - Le permito quedarse con la muchacha; y que ahí termine todo. MICIÓN. - Muy bien. EL CANTOR. - ¡Aplaudan! 61 La invitación a aplaudir dirigida a los espectadores es en las piezas latinas la forma de rúbrica para indicar su finalización. Acerca del cantor, ver nota 8 (p. 13). 61 - 48 - BIBLIOGRAFÍA (Constan únicamente las obras a que se hace referencia tanto en el curso de la introducción como en el de la versión del texto) ALONSO SCHÖKEL Luis, S. I., Historia de la literatura griega y latina, Bibliotheca Comillensis, Serie Humanística. Santander, Sal Terrae, 6a ed., 1962. ARICI Azelia, Terenzio, Commedie, Colección Poeti di Roma, 2 vols. Bolonia, Zanichelli, 1965. ASHMORE Sidney G., The Comedies of Terence. N. York, Oxford University Press, 2ª ed., 1908; a 6 reimpr., 1962. BEARE W., The Roman Stage. Londres, Methuen, 3a ed. revisada, 1964. Hay traducción castellana, realizada por Eduardo J. Prieto sobre la 2a ed. (1955) y publicada en 1964 por EUDEBA con el título La escena romana. BIGNONE Ettore, Historia de la literatura latina, trad. del italiano por Gregorio Halperín. Buenos Aires, Losada, 1952. BLÁNQUEZ FRAILE Agustín, Diccionario latino-español, 2 vols. Barcelona, Sopena, 4a ed., 1961. 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