La Gaceta núm. 506 del FCE. Febrero de 2013

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ISSN: 0185-3716
D E L F O N D O D E C U LT U R A E C O N Ó M I C A F E B R E R O 2 0 1 3
Días de lucha cruenta, pérfida,
malintencionada. Lucha pactada
entre los jefes militares de ambas
partes, rebeldes y seudoleales
— FR ANCISCO L .
URQUIZO
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Fde Cea n y de metralla
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506
Fotografía: SOLDADO MADERISTA LANZANDO BOMBAS. MÉXICO, DF, FEBRERO DE 1913
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ED I TO R I A L
D E L F O N D O D E C U LT U R A E C O N Ó M I C A
José Carreño Carlón
D I R E C TO R G E N E R A L D E L F C E
Tomás Granados Salinas
D I R E C TO R D E L A G AC E TA
Alejandro Cruz Atienza
J E F E D E R E DAC C I Ó N
Ricardo Nudelman, Martí Soler,
Gerardo Jaramillo, Alejandro Valles
Santo Tomás, Nina Álvarez-Icaza,
Juan Carlos Rodríguez, Alejandra Vázquez
C O N S E J O E D I TO R I A L
Impresora y Encuadernadora
Progreso, sa de cv
IMPRESIÓN
León Muñoz Santini
ARTE Y DISEÑO
Emmanuel Peña
F O R M AC I Ó N
Juana Laura Condado Rosas, María Antonia
Segura Chávez, Ernesto Ramírez Morales
V E R S I Ó N PA R A I N T E R N E T
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ISSN: 0185-3716
P O R TA DA
Fotografía de Francisco I. Madero (cortesía
SINAFO-INAH, 36448)
I M ÁG E N E S D E L D O S S I E R
Fotografías tomadas de Jefes, héroes y caudillos.
Fondo Casasola (México, Conaculta-INAH-SINAFOFCE, 1996)
D
ías de tragedia —de muchas tragedias— ocurrieron
en febrero de 1913 en la capital de México. La asonada
militar que comenzó al clarear el domingo 9 pronto
produjo una víctima célebre, el general Bernardo
Reyes, que salió de prisión para encontrar una muerte
sin heroísmo en pleno zócalo capitalino; para su hijo
Alfonso, la turbulencia que vivía la república se convirtió
en un cataclismo personal, que lo conduciría a un penoso
—aunque muy productivo— exilio y lo arrojaría a la
orfandad que anima la Oración del 9 de febrero, ese tardío
responso a su padre. Arrancamos este número de La Gaceta con los endecasílabos
que don Alfonso redactó casi treinta años después a propósito de su quebranto
individual.
Seguimos nuestra recordación de esos diez días (o poco más) que conmovieron
a México con una píldora literaria: el arranque de la novela La pequeña edad, de
Luis Spota, autor que en su momento fue acogido por nuestra casa. La atmósfera
familiar de este relato permite imaginar las tragedias domésticas que los hechos
bélicos hicieron vivir a los capitalinos, así como especular sobre la opinión de la
gente de a pie respecto del frágil gobierno de Francisco I. Madero, protagonista
de esta sucesión de hechos desoladores. Un paso más cerca del recuento histórico
está el texto autobiográfico de Francisco L. Urquizo, quien lleva a los lectores a
cuarteles y campos de batalla para sentir la impotencia y las amenazas que generó
el golpe de Estado. Y cerramos con dos textos de carácter analítico, de Enrique
Krauze y Rafael Rojas, escritos a la distancia y con razonable frialdad académica,
en los que describen el asesinato del presidente y su hermano Gustavo, así como
del vicepresidente Pino Suárez, en aquel “febrero de Caín y de metralla”, mes de
traiciones y violencia militar, que hoy cumple cien años.
Como ejemplo de lo que encontrará el lector en Tiburones. Supervivientes en
el tiempo, obra que resultó ganadora en 2012 de la primera edición del premio de
divulgación científica que lleva el nombre de Ruy Pérez Tamayo, ofrecemos aquí
un divertimento literario de Mario Jaime, que imagina la vida de un solitario y
despiadado tiburón blanco. Y una vez cerrada la exposición en que Vicente Rojo
compartió algunas de las obras de su biblioteca personal que él mismo diseñó,
presentamos una conversación con él sobre su relación con las letras y sus
métodos de trabajo.W
S U MA R I O
9 DE FEBRERO DE 1913Alfonso Reyes 03
LA PEQUEÑA EDADLuis Spota 06
LA DECENA TRÁGICAFrancisco L. Urquizo 9
EL MARTIRIO DE MADEROEnrique Krauze 12
1913: CIFRA DEL MARTIRIORafael Rojas 14
EL GRAN BLANCOMario Jaime 17
CAPITEL 20
NOVEDADES DE FEBRERO 20
VICENTE ROJO, PINTOR DE LETRASGraciela Sánchez Silva
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FEBRERO DE 2013
P O ES Í A
Los hechos trágicos de febrero de 1913 segaron la vida del general Bernardo Reyes, padre de don
Alfonso. “Cuando vi caer a aquel Atlas, creí que se derrumbaría el mundo”, sentenció éste en unas notas
autobiográficas que pueden leerse en el primer tomo de su diario. Escrito en vísperas de la navidad de 1932,
en Río de Janeiro, este soneto sintetiza el dolor y el tesón del hijo que “paulatina, agónicamente” se recupera
de la muerte del padre, suceso con cierto “aire de grosería cosmogónica”. La revolución maderista podría
haber hecho suyo tal duelo y lamentado esa “oscura equivocación en la relojería moral de nuestro mundo”
9 de febrero de 1913
ALFONSO REYES
¿En qué rincón del tiempo nos aguardas,
desde qué pliegue de la luz nos miras?
¿Adónde estás, varón de siete llagas,
sangre manando en la mitad del día?
Febrero de Caín y de metralla:
humean los cadáveres en pila.
Los estribos y riendas olvidabas
y, Cristo militar, te nos morías ...
Desde entonces mi noche tiene voces,
huésped mi soledad, gusto mi llanto.
Y si seguí viviendo desde entonces
es porque en mí te llevo, en mí te salvo,
y me hago adelantar como a empellones,
en el afán de poseerte tanto.W
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Fotografía: TROPAS LEALES A MADERO ESPERAN A LOS SUBLEVADOS DESPUÉS DE HABER RECUPERADO PALACIO NACIONAL, MÉXICO, DF, 19 DE FEBRERO DE 1913
DOSSIER
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dy ede metralla
A un siglo de la Decena Trágica, esos diez
días que conmovieron a México, rememoramos
aquí el alevoso cuartelazo que aniquiló todas
las esperanzas revolucionarias encarnadas
en Francisco I. Madero. Con un fragmento
de novela (Spota), un apunte autobiográfico
(Urquizo) y dos repasos historiográficos
(Krauze, Rojas) ofrecemos diversos miradores
para recordar la traición y el magnicidio
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Fotografía: LOS GENERALES GOLPISTAS MANUEL MONDRAGÓN Y FÉLIX DÍAZ CALCULAN LOS TIROS DE ARTILLERÍA CONTRA PALACIO NACIONAL. LA CIUDADELA. MÉXICO, DF, FEBRERO DE 1913
FRAGMENTO
La pequeña edad
Antes que con estudios históricos, volvamos a la
Decena Trágica con estos párrafos literarios de un
narrador que ha merecido más el aplauso del público
lector que de la crítica. En el inicio de esta novela,
publicada por el Fondo en 1964, los cruentos combates
en la capital se perciben desde la intimidad de un hogar
atribulado. Con sutileza, Spota describe las tensiones y
las contradicciones del frágil régimen de Madero
LUIS SPOTA
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FEBRERO DE CAÍN Y DE METRALLA
LA PEQUEÑA EDAD
D
esnudo en la cama, cubiertas de polvo de haba
las pequeñas ámpulas
de la viruela loca, el niño
observaba a su padre y
al doctor Cobo. Habían
abierto apenas un par de
centímetros las puertas
del balcón (cuyos cristales veló personalmente doña María con rojos pliegos de papel de china
para proteger al chico de la agresión de la luz) y escrutaban la calle a través de la estrecha rendija. No
era miedo, si acaso sólo vaga ansiedad, lo que de sus
rostros trascendía: rostros escarlata, como si acabasen de emerger de una pileta de sangre. Estaban muy
serios los dos hombres; en silencio, inmóviles, atentos a determinar qué eran y de dónde provenían las
sordas, rápidas, lejanas explosiones que un minuto
antes habían interrumpido su charla. ¡Qué distintas
parecíanle a Luis Felipe esas caras adultas! Mediterránea y hermosa, la de Aldo Rossi; de vieja tierra
con sed, la del médico de la familia.
—¿Cohetes? —dijo, entre pregunta y afirmación,
el doctor Cobo.
—O balazos…
Había calma en el exterior, bajo la luz que cegaba.
Las personas que iban a misa o volvían de ella, o que
se dirigían a la avenida para abordar algún vehículo
que las condujera al Bosque de Chapultepec o a los
frescos suburbios —paseos tradicionales de las familias las mañanas de domingo—, caminaban tranquilamente, sin que las inquietaran los estallidos que
parecían estar produciéndose en el Zócalo o en sus
alrededores; o como si supieran que el estrépito que
alarmaba el aire era el de cohetes lanzados al espacio
desde Catedral o alguna otra iglesia del centro. Solas
o en parejas, o en grupos de tres o cuatro, marchaban
con la parsimonia de quienes no tienen miedo. Sin
la esponja de una nube que la absorbiera, la lumbre
del sol comenzaba a calentar ya los hierros de rejas y
ventanas y a ablandar el asfalto del arroyo.
Nuevas explosiones tornaron a dejarse oír. Fueron
quizá un centenar, o más; ya no intermitentes como
en el periodo anterior, sino agrupadas, igual que una
ristra de petardos estallando al mismo tiempo. Rossi
dudaba de que se tratara de ellos. Le hacían recordar
más bien el eco de disparos, el grito bronco de armas
de fuego. Hubo una breve pausa y luego el estruendo
volvió a repetirse con idéntica cadencia.
—Balazos no son…
—Pues cohetes tampoco —insistió Aldo.
Cerró la puerta del balcón y su rostro se convirtió en una sólida masa purpúrea. A contraluz, las
enhiestas guías de su bigote a la káiser refulgieron
como navajas. Gustaba a Luis Felipe la fiereza que
el formidable mostacho negrísimo proporcionaba a
la cara grande y fuerte de su padre, y le maravillaba
que lo mantuviera así todo el día con sólo retorcerlo,
de vez en vez, con los dedos índice y pulgar de cada
mano. A los ojos del chico, papá revestíase al hacerlo
de una especie de majestuosa superioridad sobre los
demás hombres, fueran o no lampiños; una suerte de
poder del que carecían, por ejemplo, el tío Alfonso,
Ausencia o el doctor Cobo. Mientras aguzaba reposada y pensativamente las erguidas púas de pelo, Rossi
comentó que los que oían no eran triquitraques, sino
disparos de rifle, y tal vez hasta de ametralladora…
—Cuando hay tiros en las calles, Aldo, la gente se
alarma y corre y se refugia en cualquier agujero que
le brinde seguridad. La que hemos visto no está asustada. ¿O cree usted que ya olvidaron los últimos días
de noviembre de 1910?
Con los índices metidos en las bolsitas del chaleco, Rossi movió la cabeza resistiéndose a admitir los
argumentos de Cobo.
—Si no son cohetes, doctor, ni tampoco balazos,
¿qué son esos ruidos?
—Ah… Chi lo sa!
De dos zancadas Rossi cruzó la habitación, que
normalmente le servía de oficina o despacho y que se
había convertido en dormitorio temporal de Luis Felipe desde que en la piel de éste aparecieron las primeras ámpulas y el médico ordenó que se le apartara
de los demás moradores de la casa. Echó un vistazo
al almanaque que colgaba de la pared, junto al escritorio de cortina y un poco arriba de la cabecera de
la cama de latón en la cual su hijo convalecía de las
viruelas. La fecha —domingo 9 de febrero de 1913—
no era la de ningún día patrio, pero quizá fuera la
de alguna efemérides religiosa que él, por ser hom-
FEBRERO DE 2013
bre poco afecto a asuntos de iglesia, desconocía. Se
aproximó a leer lo que estaba escrito, con tipo menudo, bajo el número 9. Preguntó al doctor quién había
sido san Nicéforo y si los católicos lo festejaban con
salvas y repiques de campana.
—¿San Nicéforo? Un ilustre santo desconocido,
me parece…
—Entonces, doctor, los que oímos fueron balazos.
—¿Qué le permite suponerlo, señor Rossi?
—Digamos que una corazonada… y lo que usted
me contó ayer.
—Oh, ¿eso? —Cobo vertió un poco de alcohol en el
hueco de su mano izquierda; con la derecha colocó la
botella encima del buró y luego procedió lentamente
a desinfectarse ambas—. ¿Hace usted caso a los rumores que corren por ahí?
—Usted dijo que el general Huerta conspira contra
el Presidente.
—Lo dije, sí, y no porque me conste, sino porque
tal cosa se cuenta en todas partes. Pero prestar oídos
a chismes de cantina…
—Chismes o no, los clientes que vienen a la tienda hablan también de que el general Huerta está en
tratos con los que quieren echar al señor Madero. La
semana pasada, el jueves, usted me dijo: “Don Aldo,
muy pronto tendremos un gran jaleo. ¡Muy pronto…!
El espiritista de Palacio va a llevarse un susto cuando se le aparezcan los fantasmas…”
Condescendió el doctor Cobo:
—Sí, y también que al embajador americano no le
gusta la forma en que Madero está gobernando… Pero
que haya un poco de ruido allá fuera y muchas habladurías en la ciudad no significa que nos amenace un
cuartelazo… Éstos son tiempos de paz. La sangre de
1910 aún huele y no es cuestión, creo yo, de verter más.
Cierto que el Presidente, con sus fallas, su blandura,
su falta absoluta de coraje para imponerse, se ha hecho de enemigos, de enemigos más poderosos que él…
Continuó hablando mientras reacomodaba en el
maletín cuanto había sacado de él para curar a Luis
Felipe. Hacía lo uno y lo otro con calma de hombre
viejo y metódico; hombre, gustaba decir, nacido y
educado en tiempo mejor que el presente; en los áureos años de un orden en el que sólo las buenas familias gozaban de privilegios económicos y, por lo mismo, del derecho de acceso a los más selectos círculos
sociales y políticos. El doctor Cobo disimulaba invariablemente sus sentimientos hacia el nuevo régimen
y su crítica era comedida, a veces mordaz; pero nunca grosera, cual corresponde a quien, como él, vivía
con los ojos puestos en un presente al que era necesario adaptarse para no perder lo que había conseguido
salvar de la hecatombe revolucionaria. No había sido
muy difícil para el médico de tantos ilustres porfiristas amoldar su vida al estilo que imponían las circunstancias del momento. En cierta forma, no había
habido cambios fundamentales en la estructura de
la sociedad mexicana: sólo un ajuste, una redistribución de sus elementos. Los que hasta noviembre de
1910 se desempeñaban en los planos inferiores de la
corte oficial (esto es: sumisos al grupo de aristócratas
y ricos burgueses que integraban el séquito del dictador) al ocurrir el colapso del Héroe pudieron remontar fácilmente el camino de la cumbre en la que ahora
se hallaban y en la que actuaban de idéntica forma a
como habían actuado sus predecesores. Por su parte, éstos habían hecho lo único que les era posible: en
apariencia aceptar la derrota; apretar filas y desdeñar
a los advenedizos, en espera de un pronto retorno al
edén del que los habían expulsado las coléricas turbas
forajidas que creían en la promesa del pequeño apóstol: medir a todos, sin distingo de linaje y fortuna, con
el mismo rasero. El doctor Cobo continuó ejerciendo
en un ambiente que le era familiar pero que hallaba,
sin embargo, no poco enrarecido. Su fama de médico
predilecto de la elite en desgracia, lejos de perjudicarlo, le sirvió para acrecentar su clientela y sus ingresos. No se acostumbraba, empero, a que lo llamaran a
consulta individuos que jamás superaron la modesta
jerarquía de ratas de ministerio y que ahora, por gracia del movimiento igualador del señor Madero, eran
personajes de polendas e influencia. Más que consejo profesional, esos prósperos pacientes buscaban su
amistad por el prestigio que, suponían, les otorgaba la
de quien había sido doctor de confianza de los más famosos príncipes del porfirismo.
Cobo no había interrumpido sus relaciones con
los amigos en apuros y no les escatimaba, si para ello
lo requerían, su auxilio económico; o algo aún más
valioso en esos años difíciles —una palabra oportunamente dicha ante quien podía cambiar la suer-
te del que solicitaba—. Gracias a sus buenos oficios,
algunos recuperaron la situación perdida o hallaron medios de crearse otra, siempre dentro del Gobierno, sirviendo a quienes detestaban. Admiraba al
médico que la Revolución no hubiese sido cruel con
el adversario en derrota, como deben serlo las que
desean sobrevivir. Juzgaba débil a Madero porque era
magnánimo y estúpido porque creía en la buena fe del
género humano. Parecíale absurdo que el Presidente no quisiera ejercer la cabal autoridad de su cargo
y grave error que prefiriera compartirla con sus colaboradores, aun a sabiendas de que no todos eran de
fiar. El Apóstol había cometido, además, otra torpeza: llamar a los mismos funcionarios del antiguo sistema para que le brindaran la ayuda de su experiencia administrativa.
Tal conducta encolerizaba a quienes creían tener
merecimientos, o por lo menos derecho, a ocupar
los puestos clave que el señor Madero, con increíble
falta de visión política, devolvía a sus enemigos. El
descontento se propagaba con gran rapidez entre los
burócratas menores y, lo que era en verdad muy alarmante, entre los oficiales de rango intermedio —de
mayor a coronel.
Lejos de aplacar tales sentimientos hostiles, que
aparentemente los amenazaban, los nuevos gobernantes de origen porfirista los fomentaban sin recato a fin de provocar un estallido tan violento como
el que había expulsado del poder a la dictadura. De
ahí que jugaran el doble juego de ayudar a Madero,
en tanto que pactaban compromisos de traición con
muchos de los generales, fuertes, ambiciosos y de nulos escrúpulos, a quienes sabían capaces, cuando se
les ordenara, de insurreccionarse contra el joven régimen revolucionario.
—Éstos son tiempos de paz, señor Rossi; y nada,
créame, la amenaza —suspiró Cobo, consciente de
que mentía.
Rossi se había sentado en el borde del lecho, y las
manitas de su hijo, llenas de las pecas del yodo que
el doctor acababa de aplicarle, se perdieron en la gran
palma de su mano derecha: mano de gruesos dedos de
uñas cuadradas y ásperos pelos en las falanges. Aldo
escuchaba hablar a Cobo con la secreta admiración
que dispensaba invariablemente a quienes poseían la
virtud de expresarse con fluidez. La amistad de ambos databa del tiempo en que el italiano cortejaba a la
que ahora era su esposa. Al casar María, el médico de
la familia Alard-Torre de Caballeros pasó a serlo del
próspero tendero y de su unigénito: ese Luis Felipe,
tan propenso a contraer enfermedades, al que había
ayudado a venir al mundo, tras un doloroso parto interminable. Si a Rossi le agradaba el facultativo, a éste
le gustaba el trato del maduro extranjero que en unos
años de esfuerzo y sacrificio había podido hacerse de
una sólida fortuna. Que ambos, tan diferentes en cultura y origen social, fueran amigos, buenos amigos,
era algo que la señora Rossi no lograba comprender.
Reanudó el doctor Cobo su discurso. Se había quitado los lentes y con un pañuelo de seda los limpiaba. Sin los quevedos, su cara antojábase incompleta y
desnuda; pequeñísimos los ojos, más aguda la nariz,
apenas visibles los labios. Con rigor de maestro, analizó uno a uno los grandes problemas que el señor
Madero no había podido resolver y atribuyó a su absoluta falta de capacidad personal la multiplicación
de los que llamaba malestares del pueblo. Interrumpiéndolo por primera vez, Aldo subrayó lo que para él
tenía máxima importancia:
—El Ejército apoya al gobierno. Yeso pesa mucho.
—En apariencia, los generales están con el Gobierno, y por eso el Gobierno continúa firme. Ahora bien,
¿por cuánto tiempo? —y se respondió a sí mismo—.
Por el tiempo, querido amigo, que a la casta guerrera
le convenga seguir siendo leal.
—Las tropas son maderistas.
—Las tropas no son el Ejército. El Ejército no lo
constituyen los millares de anónimos revolucionarios que pelearon en los campos por el señor Madero
y que todavía andan por aquí, con sus grandes sombreros de palma y sus cartucheras cruzadas sobre el
pecho. No. El Ejército son los caudillos de águila dorada en la gorra; y su columna vertebral, los veinte,
treinta o cincuenta generales con mando de fuerzas.
La lealtad de esa minoría es la que importa conservar, la que conviene asegurar por todos los medios
posibles. Ahora bien, pregunto, don Aldo, ¿puede
confiarse en la de nuestros generales? —y antes de que
Rossi pudiese responder, el doctor Cobo agregó—. El
Presidente, éste o cualquier Presidente, peligra si no
los tiene por completo adictos. ¿Puede Madero afir-
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FEBRERO DE CAÍN Y DE METRALLA
LA PEQUEÑA EDAD
mar que sus generales son fieles a su régimen? ¿Olvida usted que dos de ellos, Félix Díaz y Bernardo Reyes, están en prisión precisamente porque conspiraban para derrocar al Gobierno?
—Presos no pueden hacer nada… y ellos dos son
los únicos —aventuró el italiano con timidez.
—Eso creen todos, el Presidente inclusive. Y, sin
embargo, desde sus celdas, Reyes y el sobrino de don
Porfirio continúan organizando una insurrección.
Creyendo coger en falta al doctor Cobo, Rossi dijo:
—Entonces ¿sí hay peligro de otra revolución?
Asintió el médico ambiguamente:
—Que haya o no peligro, es cosa difícil de asegurar. Lo que sí es evidente, y ello puede provocar el desastre, es que la autoridad política y militar de Madero es nula. Apena decirlo, pero el hombre está solo
porque no tiene amigos. Pocos, o ninguno de los que
lo rodean, son de confianza. Lo abandonarán, ya lo
verá usted, cuando más los necesite.
Reiteró Rossi que de acuerdo con lo que publicaban los periódicos, y lo que constantemente decían
en público los voceros de Palacio, los generales, los
gobernadores y los comandantes provincianos continuaban siendo leales a Madero.
—La realidad es muy otra… —indicó el doctor, con
pesimismo—. Esos mismos hombres que hace dos
años lo ayudaron a mandar al destierro al Héroe de
La Carbonera se disponen hoy a traicionar a Madero. ¿Por qué, se preguntará usted, si ya la Revolución
se convirtió en gobierno? Porque desean ser ellos los
que detenten el poder, los que manden, los que se enriquezcan. Madero no manda ni les permite que se
forren el riñón. Ergo: es peligroso, hay que eliminarlo. Sencilla regla de tres. Tomemos, por ejemplo, a
Huerta. Don Victoriano Huerta…
Lo conocía bien Aldo Rossi. Era uno de los clientes habituales de su tienda. Dos veces por semana, el
auto Protos del general llegábase a la puerta del establecimiento y un ordenanza entraba a comprar tres
botellas de coñac. Ocasionalmente, Huerta en persona se acercaba al mostrador. Era un hombre extraño;
alto sin serlo demasiado; parco de palabras, envuelto
siempre en un aura de reserva helada. Frisaría en los
sesenta años, aunque resultara muy difícil asegurar
que ésos fueran los de su edad. Ocultaban sus ojos
unas gafas oscuras, color humo de Londres, que usaba más para esconderlos al examen de los ajenos que
para protegerlos de la luz.
—El Presidente —expresó Rossi con gran candidez— estima mucho al general Huerta.
—Judas era uno de los discípulos predilectos del
Señor —le recordó Cobo sentenciosamente—. Es de
entre nuestros amigos, Aldo, de donde sale siempre
el que nos traiciona. ¿Qué de extraño tiene, pues, que
Huerta, si halla ocasión, apuñale por la espalda a Madero? Por supuesto que cuanto he dicho es lo que dicen las bocas de la ciudad, tan afectas a tramar intrigas… reales o imaginarias. A lo que parece, al general
Huerta le corre prisa por convertirse en Presidente
de la República antes de que don Panchito termine su
periodo constitucional… Cuando los generales mexicanos tienen al Ejército de su parte suelen no aguardar al tiempo de los comicios para disputar el poder
presidencial. Es más fácil, por medio de un golpe de
estado, apoderarse de él… El camino de la obediencia
es largo; más corto es el de la traición, sobre todo si la
fuerza de las armas allana los obstáculos.
Cabo se expresaba con franqueza. De cuanto decía, nada era imposible que sucediera. Sonrió con
amargura sardónica:
—En nuestros tiempos basta que uno o dos generales de primera fila no apoyen al gobierno, para que
éste se tambalee.
Terminó el doctor Cobo de doblar sobre sus antiguos pliegues el pañuelo de seda color obispo y lo
devolvió a su sitio habitual: la bolsa interior de su levita parda. Para escuchar mejor el estruendo que de
nuevo los perturbaba y hacía difícil la continuidad
de la charla, ambos guardaron silencio. Más intenso
que antes ascendía de la calle el rumor de lo que no
sabían con certeza si eran petardos o disparos de fusil. Siempre con las manos puestas en las de su padre,
Luis Felipe miraba alternativamente a los dos hombres y le pareció, así lo disimularan, que se hallaban
muy preocupados. Como el ruido, lejos de cesar, aumentara, Cobo volvió al balcón y, de perfil a Rossi y
al niño, permaneció en él un tiempo, casi apoyada al
cristal su oreja derecha.
—Tiene usted razón, Aldo. No son cohetes.
Rossi y Cobo se miraron más aprensivos. Siguiendo un impulso, el italiano dejó al niño y abrió las
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puertas del balcón, ya no como antes un par de centímetros, sino por completo. Un torrente de limpísima luz entró en la pieza. El aire estaba lleno de estrépitos, y una ansiedad compulsiva aguijoneaba a los
transeúntes y los hacía correr, huyendo sin saber de
qué, de la callecita a la avenida o en sentido inverso.
Era ya el golpe del pánico, el terror que tomaba por
asalto a la metrópoli, el miedo que desbordaba a los
hombres en peligro.
—Juraría, ahora sí, que se trata de una ametralladora. De una ametralladora grande. y de acuerdo al
rumbo de donde viene el ruido, debe estar disparando en San Francisco o en el Zócalo.
Aldo se alarmó. Si, como el médico conjeturaba, el
tiroteo estaba ocurriendo en la calle de San Francisco o en el Zócalo, esto es: en la calle y en la plaza principales de la ciudad, ello significaba que su esposa
—que había salido muy temprano, según su costumbre, para oír misa en Catedral— se hallaba en grave
peligro. Que la acompañara Matilde, la joven sirvienta yaqui, no la ponía a salvo del riesgo inminente de
resultar herida o muerta.
—Y María está allá… —informó Aldo, señalando
vagamente con el brazo hacia el exterior.
El doctor Cobo dijo entonces, dramáticamente:
—Éste es ya el cuartelazo de que tanto se hablaba.
Y yo ¡me voy…!
Hombre siempre calmado, Cobo comenzaba a
sufrir un agudo ataque de nerviosismo. Debía marcharse inmediatamente; buscar, como las asustadas
personas que corrían de un extremo a otro de la calle
y de la cercana avenida, el seguro refugio de su propia casa. Aunque ignorase con exactitud dónde se
disparaba, y por cuánto tiempo continuaría la escaramuza, parecíale insensato afrontar riesgos innecesarios retrasando su partida.
—¿No espera a María, doctor?
—No, Aldo; debo, aún, hacer otras visitas…
Mentía. Cancelar todas las que tenía pendientes
por la mañana fue lo primero que decidió en cuanto
no le quedaron dudas respecto a la naturaleza de las
explosiones. A partir de ese momento, el valor de
cada minuto era incalculable, y perderlo en espera
de María, poco cuerdo. Tomó su maletín, reiteró su
consejo respecto al tratamiento a que debía someterse a Luis Felipe por unos días más, dio al chico una
palmadita en las mejillas y, con Aldo, salió al corredor. La puerta que comunicaba con éste había sido
también velada con rojo papel china por la previsora señora Rossi. Bajo el alero, docenas de canarios y
cenzontles gorjeaban en sus jaulas inmaculadas.
Al fondo escuchábase el crepitar de los chiles mulatos que doña Albina, la cocinera, asaba a fuego lento y con los cuales la señora Rossi prepararía la salsa
del ragout dominical.
Luego de haber bajado de prisa los peldaños de la
ancha escalera, cruzaron el patio sin agregar nuevos
comentarios a los que habían hecho en la habitación
de Luis Felipe. Ausencio, el mozo, cesó de barrer las
baldosas con su escoba de varas y corrió a abrirles la
puerta del zaguán. El doctor Cobo abordó su tílburi; con una voz despertó al caballejo, reiteró sus recuerdos para María y formuló un buen deseo antes
de partir:
—Ojalá y las cosas no pasen a mayores…
Ya totalmente solo en ella, a Rossi parecíale que la
calle había cambiado por completo en la última media hora. Jamás la había visto tan desierta y silenciosa. El peso de la limpia luz de febrero era denso y
agobiador. Miró las fachadas de las casas, los letreros de los comercios, los toldos de lona, viejos unos,
nuevos otros, de las tiendas; los recios portones de
las añosas mansiones de estilo francés, con la curiosidad con que se ve lo que se desconoce. Todo era
igual, todo estaba en su sitio, nada era distinto; y, sin
embargo, experimentaba la sensación de hallarse en
una calle nunca antes vista.
—¿Oyó los balazos, patrón? —comentó el mozo,
aproximándose.
—Sí.
—Y siguen, pero muy lejos.
Por un momento, Aldo consideró la conveniencia de ir a buscar a su esposa y a la sirvienta. Eran
poco más de las diez de la mañana en su Longines
de números romanos y abultada tapa de oro macizo, en cuya parte interior había un retrato de María
Alard-Torre de Caballeros que se tomó después de
la ceremonia de sus bodas en el templo de La Profesa. Sonreía la novia (“una de las pocas sonrisas no
amargas que le he visto”), pero de sus ojos no se borraba la rígida expresión que siempre los endurecía y
que intimidaba a quienes la miraran, así fuese en un
grabado.
—¿Vamos a buscar a la señora? —preguntó Ausencio, que parecía estar leyéndole el pensamiento.
Dio Aldo una excusa pueril:
—No podemos dejar la casa sola.
—Si quiere, voy yo…
—No. La esperaremos aquí…
—Con suerte le pasa algo malo…
—Ella sabe cuidarse sola…
En el trasfondo de su pensamiento, Aldo deseó no
ver más a María; deseó que no regresara; que fuera
una de las víctimas que el tiroteo irremisiblemente
habría de causar. Nunca antes, reflexionó, había deseado la muerte de nadie; ni siquiera la de María, a
la que detestaba por ser siempre por ella detestado.
¿Por qué ahora entonces alentaba la esperanza de
que muriese esa mañana? Saberla en peligro, sola en
el riesgo de las balas, más que angustiarlo producíale
regocijo. ¿Acaso porque su vida conyugal no era feliz? ¿Porque frente a la orgullosa, altanera, aristocrática y glacial hija de la viuda Alard, él, su marido,
sufría siempre la humillación intolerable de sentirse
inferior en todos los órdenes? O, más que por otra
causa, ¿porque de todas las que habían cruzado por
su vida era María precisamente la única mujer a la
que no había podido conquistar, la única que rechazaba con asco sus impetuosas acometidas viriles?
Cada una de ésas podía ser, y de hecho era, razón
suficiente para que Aldo deseara, en el secreto de su
pensamiento, sin pudor o pesar de ninguna especie,
la muerte de su mujer. Imaginó cómo sería su vida
sin la señora Rossi gobernándola, libre de su tiránico
albedrío. Una vida sin temor a las querellas, limpia
de sospechas, no presidida por la cólera. Una vida, en
fin, distinta, tranquila, como la que, estaba seguro, el
Destino le depararía si pudiese compartirla con Betina. ¡Si la señora Rossi muriese…! Un levísimo mareo
de siniestro optimismo lo perturbó por varios segundos. ¡Si una bala segase su existencia en la calle…!
Los efectos del mareo se acentuaron, y le fue necesario sacudir la cabeza, llenarse los pulmones de aire
y expelerlo firmemente para apartar de su cerebro
aquel morbo.
Los puños en jarras, Aldo se puso a admirar su
propiedad. Era ésta una buena y sólida casa de dos
pisos, con balcones altos, perpetuamente velados
por visillos que habían pertenecido a la residencia de
Mamacita y que María se empeñó en conservar, no
porque a su marido le faltase con qué comprar otros,
también en París, sino porque usándolos guardaba
intacta la ilusión de que la luz que por ellos se filtraba era la misma luz de los años, más felices, previos a
su matrimonio. La entrada principal se hallaba justo
a la izquierda de las puertas, tres y más grandes, de la
tienda. Encima de ellas, a todo lo ancho de la fachada, un rótulo:
sorrento
Abarrotes italianos finos-Aldo Rossi, prop.
No brillaban ya, con la viveza que a él le gustaba,
las letras color oro viejo pintadas sobre un fondo cárdeno de marmajas que habían sido negras y
centelleantes.
Volviéndose, elijo a Ausencio:
—Recuérdame, mañana, mandarlo repintar.W
Luis Spota fue un prolífico narrador, guionista de
cine y periodista. El Fondo publicó varias de sus
obras, entre ellas la que tal vez sea la más conocida:
Casi el paraíso (Letras Mexicanas, 1956).
FEBRERO DE 2013
Fotografía: CONDUCCIÓN DE HERIDOS A LOS PUESTOS DE SOCORRO. MÉXICO, DF, FEBRERO DE 1913
FEBRERO DE CAÍN Y DE METRALLA
Hombre de dos mundos, el de las letras y el de las armas, el coahuilense Urquizo
es una fuente imprescindible para conocer los hechos de la Revolución: la de
Madero, la de Carranza, la de Cárdenas. Sus obras han gozado de gran aceptación
aunque la rueda de la fortuna literaria no las tenga hoy en lo más alto. De sus
Memorias de campaña, publicadas por el Fondo en 1971, hemos tomado un par de
fragmentos en los que resuena el fragor de esa batalla centenaria
FRAGMENTO
La Decena Trágica
FRANCISCO L. URQUIZO
P
ara proteger la persona del
Presidente de la República
había sido creada una fuerza militar desde el tiempo en
que gobernaba al país el general Porfirio Díaz. “Escuadrón
de Guardias de la Presidencia” se denominaba aquella
corporación formada por personal rigurosamente seleccionado, de buena presencia física e intachable conducta. El escuadrón estaba perfectamente instruido, muy bien armado —pistola, sable y carabina— y
montado. Su alojamiento era un cuartel que existía
en la Plaza de la Ciudadela, precisamente frente a la
fortaleza, plaza de por medio, y el servicio del per-
FEBRERO DE 2013
sonal consistía en proporcionar diariamente una
guardia en el Bosque de Chapultepec, a la entrada
de la rampa del cerro del Castillo, y en dar servicio
en el recinto del Castillo en donde estaban las habitaciones particulares del Presidente de la República
y de sus familiares. Debían asimismo dar escoltas
montadas, estableciendo por las noches, cuando el
Presidente regresaba del Palacio Nacional o cuando
tenía que concurrir a alguna función teatral o visita
social, parejas de guardias en el trayecto del Paseo
de la Reforma. Daban también servicio de estafeta al
Estado Mayor Presidencial, así en el Palacio Nacional como en el Castillo de Chapultepec. Escoltaba
toda la corporación al Primer Mandatario en sus solemnes asistencias oficiales: al rendir informes ante
la Cámara de Diputados, al desfile militar del 16 de
Septiembre o del 5 de Mayo, a la ceremonia del “Grito” en el Palacio, al reparto de premios al Colegio
Militar o al rendir homenaje a los héroes de la patria.
Cuando el jefe del Estado Mayor Presidencial lo estimaba conveniente, personal del escuadrón, vestido
de paisano y armado de pistolas ocultas, hacía servicio secreto de guardaespaldas del Presidente.
El personal del escuadrón era joven, apto, voluntario, bien seleccionado y magistralmente instruido:
¡parecía una escuela militar! A ese brillante escuadrón pertenecía el que esto escribe con el grado de
subteniente, adonde había llegado por órdenes directas del presidente Madero, procedente de las fuerzas
revolucionarias que habían andado con él.
Era yo el único elemento de origen revolucionario
que ingresaba como oficial a las filas del ejército re-
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Fotografía: PRACTICANTE DEL HOSPITAL DE JESÚS ATIENDE A UN SOLDADO FELICISTA. MÉXICO, DF, FEBRERO DE 1913
FEBRERO DE CAÍN Y DE METRALLA
LA DECENA TRÁGICA
gular y, excepcionalmente, al seno de una corporación tan distinguida. Aquella Guardia Presidencial
era íntegramente, sin faltar ninguno de sus miembros, la que había escoltado y cuidado al general Porfirio Díaz desde que fue formada hasta que el viejo
dictador hubo de salir al exilio y embarcarse en Veracruz con destino a Europa. Esa guardia lo acompañó hasta el pie de la escala del navío Ipiranga, y allí,
con lágrimas en los ojos, lo vio partir hacia el destino de donde no habría de volver más a la patria. Esa
lealtad, ese cariño para el viejo Presidente, esa ternura en su despedida, quizás conmovieron al propio
nuevo presidente, Madero, quien conservó la misma
guardia sin quitar ni a su comandante.
Allí fui a dar y tuve en verdad una gran acogida.
Aquella gente distinguida eran militares de una pieza, además de correctos y decentes; claro que tenían
un grato e imperecedero recuerdo de don Porfirio
Díaz, pero de él, para ellos, no quedaba más que la remembranza. La abnegación y el deber estaban ahora
con el nuevo Presidente de la República, quien, por
lo demás, era un representante legítimo del pueblo
que lo había elegido por unanimidad de votos. Además, era una persona amable, culta y desbordaba
simpatía. Incluso se daba la feliz coincidencia de que
Madero fuese gran aficionado a los caballos y jinete
muy consumado a la usanza moderna del albardón,
y la Guardia Presidencial era campeona en el ejército
en cuestiones ecuestres por la calidad de su personal
muy bien instruido y la magnificencia de su caballada. Madero montaba casi a diario; y sin falta los domingos. Hacía grandes recorridos al trote inglés o al
galope y lo acompañaba personal del escuadrón. Don
Porfirio Díaz, por su avanzada edad y sus achaques
físicos, no montaba. Madero lo hacía muy bien. Solía
caminar —a pie— largos tramos del Paseo de la Reforma y contrastaba la alegría y la sonrisa de su rostro con la adustez del ido.
Aquel domingo 9 de febrero de 1913, por la mañana temprano, me disponía a cumplir el servicio que
me señalaba el rol: cubrir la guardia en la entrada de
la rampa del Cerro de Chapultepec. Revistaba a mis
hombres en el patio del cuartel y ya nos disponíamos
a marchar cuando estalló el cohete.
Uno de los guardias de la pareja que hacía servicio
en el Estado Mayor Presidencial, en el Palacio Nacional, nos puso al tanto por teléfono de las novedades
10
que acababan de ocurrir: los componentes de la Escuela Militar de Aspirantes, ubicada en Tlalpan, se
habían trasladado, en tranvías eléctricos requisados,
al Zócalo de la ciudad de México y, descendiendo rápidamente, al paso veloz, asaltado las tres guardias
establecidas en el Palacio Nacional, posesionándose
de él. También ocuparon las torres de la Catedral. La
compañía de infantería de la Escuela de Aspirantes
se hizo sorpresivamente del Palacio Nacional, mientras el escuadrón de caballería de la propia escuela se
trasladaba por tierra hacia México y posiblemente ya
había llegado o estaba llegando. Nos decía también
el guardia que el comandante militar de la plaza,
general Lauro Villar, que no se hallaba en el recinto
cuando lo tomaron los aspirantes, había reaccionado rápidamente y con un puñado de tropas leales que
sacó del cuartel de San Pedro y San Pablo se introdujo en el propio Palacio Nacional por la parte trasera del Zócalo, es decir, por el cuartel de zapadores,
arrancándoselo de las manos, también por sorpresa,
a los infídentes aspirantes. Que el Palacio Nacional,
nuevamente en poder de tropas leales, fue atacado por fuerzas rebeldes encabezadas por el general
Bernardo Reyes, quien acababa de ser puesto en libertad de la prisión militar de Santiago Tlatelolco
en donde estaba recluido, por fuerzas sublevadas de
la guarnición, y que también habían libertado de la
Penitenciaría al otro preso, general Félix Díaz. Que
hacía apenas unos minutos se había registrado un
tremendo combate entre los rebeldes, encabezados
por el general Bernardo Reyes, que trataban de tomar
el Palacio Nacional, y las fuerzas leales. Que resultaron centenares de militares infidentes muertos o
heridos, y así como gran número de paisanos curiosos que ocurrieron a presenciar los acontecimientos.
Que, finalmente, el general Reyes había perecido en
la trifulca, muerto por los disparos de una ametralladora emplazada en la Puerta Mariana del Palacio.
También se sabía que los rebeldes repelidos se dirigían ahora hacia La Ciudadela con el general Félix
Díaz al frente. El combate trabado entre los defensores leales del Palacio Nacional y los atacantes rebeldes había sido, aunque breve, muy intenso, y el Zócalo estaba totalmente cubierto de cadáveres, especialmente de gente civil que habiendo ido a curiosear
los acontecimientos, fue sorprendida por el intenso
fuego de las ametralladoras.
El capitán primero, comandante de nuestro escuadrón, se encontraba con permiso fuera de la capital; el capitán segundo y uno de los tenientes también estaban fuera en comisión del servicio; en el
escuadrón sólo quedábamos dos tenientes y tres
subtenientes; el más antiguo de los tenientes habría
de asumir el mando.
Desde luego fue suspendido el servicio que iba a
desempeñar en la guardia de la rampa de Chapultepec, relevando a mi colega el subteniente Martínez
Luna. Mi pelotón y yo cambiamos rápidamente de
indumentaria; nos quitamos los uniformes de paño
y vestimos los de dril. La tropa fue subida a la azotea
del cuartel y colocada tras de sus pretiles para resistir desde allí al enemigo que, según se decía, iba hacia allá.
Como a las nueve de la mañana llegaron los dos
guardias que habían ido desde temprano a Chapultepec con el objeto de acompañar al presidente Madero en el recorrido que, a caballo, solía hacer todos
los domingos. Aquel domingo, 9 de febrero, no había
salido a recorrer algún lugar de los alrededores de la
capital. Montó, sí, pero para dirigirse al Palacio Nacional; y lo escoltaron cadetes del Colegio Militar.
Fue un recorrido —temerario— del Paseo de la Reforma al Zócalo. En la Fotografía Daguerre, ubicada en la avenida Juárez, tuvo que detenerse: hacían
fuego francotiradores del enemigo. En aquel histórico lugar, conociendo, como conocía, los hechos ocurridos en el Zócalo, así como que estaba herido el comandante de la plaza, general Lauro Villar, designó
para sustituirlo al general Victoriano Huerta. Los
guardias contaban que presenciaron el Zócalo cubierto de cadáveres y que, como iban al lado del presidente Madero, habían oído la felicitación de éste al
general Villar:
—Es usted un hombrote, general Villar.
—Señor Presidente, los hombrotes son estos soldados que han estado en la cadena de tiradores.
Toda esa mañana fue de inseguridad e indecisión.
La comandancia militar, considerando la importancia de la Ciudadela, destacó como jefe del punto al mayor de órdenes, general Manuel Villarreal,
quien asumió el mando de inmediato. Quedábamos,
pues, directamente a sus órdenes.
Que el escuadrón montado salga de su cuartel y
se incorpore al Palacio Nacional. Que se sostengan
FEBRERO DE 2013
FEBRERO DE CAÍN Y DE METRALLA
LA DECENA TRÁGICA
y esperen los refuerzos que han sido ordenados. El
teléfono no cesaba de funcionar, pero no trasmitía
nada preciso, claro. Las azoteas de la Ciudadela que
teníamos frente a nuestro cuartel, plaza de por medio, estaban coronadas por los obreros de los talleres
ahí instalados y por gran número de policías de a pie,
quienes, dispersos, habían ido incorporándose.
A nuestro cuartel llegó un escuadrón pie a tierra de
la gendarmería montada y, desde luego, fue a sumarse a nuestros guardias en los pretiles de la azotea. Más
tarde fue bajado para ser conducido a otra parte. Llegó el inspector de policía mayor, Emiliano López Figueroa, y se marchó prometiendo enviar el batallón
de seguridad, a cuyos miembros apodaba el pueblo los
“ratones” por vestir un uniforme gris que los asemejaba a dichos roedores. Se hablaba al Palacio Nacional
y nada se sabía ni daban orden alguna. Se creía que el
Presidente había salido del recinto y, más tarde, de la
capital; se creía que iba en automóvil a Cuernavaca a
refugiarse con las fuerzas que mandaba el general Ángeles, comandante militar del estado de Morelos.
En esa confusión de noticias y en esa incertidumbre apareció el enemigo por las calles de Bucareli y
se detuvo donde se erguía el reloj. Tanto los de la Ciudadela como nosotros abrimos fuego, que resultaba
ineficaz para unos y otros, pues los rebeldes no daban bien a bien la cara. Habían emplazado una sección de cañones al pie del reloj y lanzaron un cañonazo hacia la Ciudadela. Un corneta de órdenes de la
propia Ciudadela ordenó “cesar el fuego”. Un grupo
de rebeldes fue hasta la puerta central de la fortaleza
y penetró tranquilamente al interior. Habían triunfado sin combatir, con la eficaz ayuda de la traición
emboscada entre los propios defensores del recinto.
Había sido asesinado del jefe de punto, general Manuel Villarreal, y cientos de policías armados apostados en los pretiles fueron abatidos por el fuego de las
ametralladoras, por la espalda.
La Ciudadela era del dominio del enemigo; y por
si ello fuera poco, el batallón de seguridad (los “ratones”), que habían prometido enviar a reforzar a los
defensores, llegó, pero no a reforzarlos, sino a unirse
con los de la cuartelada al grito de “¡Viva Félix Díaz y
muera Madero!”
Sólo quedaba el escuadrón de guardias de la presidencia sin rendirse, pues los rebeldes se habían posesionado en la Ciudadela y penetrado en su interior.
Reinaba confusión y desorden entre los que llegaban
y era propicio el momento para hacer algo.
Yo, único maderista de origen dentro del escuadrón porfiriano, que sentía hondamente lo que estaba ocurriendo, sugerí al teniente que había asumido
el mando:
—Aprovechemos la confusión y salgamos; es el
momento adecuado y único. La caballada está ensillada y todo es cuestión de montar, abrir de par en
par el portón y salir a aire vivo. No se darán cuenta
los rebeldes, y si se dieran, a los cinco minutos habremos volteado la calle y estaremos a cubierto de
su fuego. Así llegaremos hasta el Palacio Nacional en
cumplimiento de nuestro deber.
Titubeó, no se atrevió y el tiempo corría velozmente. Los triunfadores se dieron cuenta de que
nuestra fuerza no estaba todavía bajo su control, y
mandaron llamar al que fuera comandante para que
se presentara ante el propio Félix Díaz. Allá fueron,
sumisos, nuestros dos tenientes, el comandante accidental y el que le seguía, y quedamos con la fuerza
los dos subtenientes.
Tardaron más de dos horas conferenciando. Ya
caía la tarde cuando regresaron; nuestro comandante
traía un papel en la mano y parecía satisfecho. Mandó que toda la fuerza se formara en el patio y, tras de
pronunciar unas cuantas palabras, dio lectura al documento que llevaba y que en síntesis decía que el Escuadrón de Guardias de la Presidencia era el mismo
que había servido al general Porfirio Díaz hasta que
éste hubo de exiliarse, y que por un deber militar servía ahora al Presidente actual de la República; pero
reconocía, dado su origen, la pureza del movimiento
militar contra el gobierno, aunque no estaba de acuerdo en secundarlo, dada su especial misión de dar protección a la persona del mandatario. Los rebeldes no
permitirían que el escuadrón se incorporara a cumplir su específico deber y en consecuencia se pactaba
entre ambas partes (Félix Díaz y escuadrón de guardias) que esta fuerza no sería desarmada, pero sí se
comprometería a permanecer neutral mientras durara el desarrollo de los acontecimientos.
Allí terminaba el documento y allí terminaba
también la vida limpia de un escuadrón que era se-
FEBRERO DE 2013
pultado ignominiosamente en el estiércol, pudiendo
haber hecho algo grande o, al menos, haber sucumbido cumpliendo con su deber.
—¡Escuadrón! ¡Saludo! ¡Rompan filas!
Nos invadía una ola de tristeza a todos.
Mi blusa
Cabizbajo, fui a mi cuarto y me quité el uniforme.
Aquello se había acabado. ¿Qué tenía que hacer yo
allí, en una fuerza cuyo deber era estar con el Presidente, pues era su guardia, y que cuando podía serle
más útil se declaraba “neutral”? ¿En dónde se había
visto cosa semejante? Aquella guardia presidencial
dejaba de serlo; yo, maderista, salía sobrando allí: mi
deber era buscar al Presidente y estar a su lado.
Me quité el uniforme de oficial federal, que nunca más volvería a ponerme, me puse el pantalón y la
blusa de limpia de dril que usaba la tropa, me anudé
la blusa en la cintura, dejé la espada —quedándome
con la pistola reglamentaria oculta en la cintura—,
me puse un sombrero tejano que conservaba de mis
antiguas andanzas revolucionarias, y le pedí permiso al teniente para salir a comer, pues no habíamos tomado alimento alguno en todo el día. Salí del
cuartel cuando atardecía. Allí, en el cuartel de cara
a la Ciudadela, quedaban mis escasas pertenencias
y mis ilusiones de militar de profesión. Con aquella
blusa larga y anudada, no era yo nadie: un hombre
cualquiera que pasa inadvertido en cualquier parte. Aquella blusa humilde, ¿quien me lo había de decir?, llegó a ser para mí prenda muy querida, prenda
que me recordaba la tragedia, aunque sacándose con
bien. De allí en adelante, en el transcurso de muchos
años, aquella blusa querida me acompañó siempre
como si hubiera sido un talismán, un escapulario
protector, un amuleto que atraía los peligros, pero
que tenía la virtud de repelerlos.
Aquella blusa larga de limpia la tuve puesta durante la Decena Trágica, febrero de 1913, así como
durante la no menos trágica noche de Tlaxcalantongo, 20 de mayo de 1920.
Estas reminiscencias, lector que me sigues, están
inspiradas en aquella humilde prenda de vestir.
Comenzaba la nefasta Decena Trágica. Días de lucha cruenta, pérfida, malintencionada. Lucha pactada entre los jefes militares de ambas partes, rebeldes
y seudoleales, quienes, unidos, dieron finalmente al
traste con el gobierno de Madero, abatiéndolo y asesinándolo juntamente con el vicepresidente José
María Pino Suárez.
No voy a narrar en estas reminiscencias detalladamente aquellos días de lucha conocidos como la
Decena Trágica, pues tales recuerdos han sido insertos en un libro al que intitulé La Ciudadela quedó
atrás. A él puede ocurrir el amable lector, si es que lo
hasta aquí narrado le ha abierto el apetito de indagación más prolija.
Sólo hablaré del primero de aquellos diez días en
que me tocó participar y en el que mi blusa tuvo su
bautizo de sangre.
Me presenté en Palacio Nacional y el propio presidente Madero me ordenó que fuera al Castillo de
Chapultepec, en donde estaba su esposa, y allí me
pusiera a las órdenes del general Joaquín Beltrán,
que había sido designado jefe de punto. Fui durante
aquellos diez días su oficial de órdenes; para ello se
me proveyó en el Colegio Militar, anexo entonces a la
residencia presidencial, de un caballo ensillado.
Iba a comenzar el ataque a la Ciudadela contra
los amotinados. Tomarían parte las fuerzas leales
que había en la plaza y las tropas que se habían estado trayendo de lugares cercanos a la capital, entre
las cuales estaban las que mandaba el general Felipe
Ángeles venidas de Cuernavaca.
A la diana de ese día ya estábamos en pie. Desayuno frugal en el Colegio Militar.
El general Beltrán me ordenó que montara y que
fuera a Tacubaya a los cuarteles de la Subida de San
Diego, en donde debía estar el 7º Batallón procedente de Cuernavaca. Que me apersonara con su comandante, coronel Juan G. Castillo, y le comunicase su
orden de ponerse desde luego en marcha por el Paseo de la Reforma hasta el Hotel Imperial. Que el batallón a su mando y otras corporaciones dispuestas
en otros puntos de la ciudad emprendieran el ataque
precisamente a las diez de la mañana. Que regresara
a informarle cuando ya el batallón se hubiera puesto
en marcha.
Fui al picadero del Colegio y monté el caballo que
ya me tenían listo. Descendí por la rampa. El caballo era mansurrón. Muchos talonazos hube de darle
para que tomara el trote.
Allí, en la caseta de la guardia de la entrada de la
rampa, me detuve; estaba de servicio mi camarada
Martínez Luna, al frente de la única fuerza que quedara de nuestro infortunado escuadrón.
—¿A dónde vas? —me preguntó mi amigo.
—A una comisión; pero este caballo que me han
dado es un matalote, parece de infantería. Que alguno de tus guardias me preste sus acicates porque
este animal no entiende de talonazos.
Me calcé los acicates que me prestaron y monté.
Al primer contacto, el caballo partió al galope.
En la Subida de San Diego estaban juntos dos
cuarteles, el del 2º Regimiento de artillería de campaña y el del 1er Regimiento de caballería. Ambos
cuarteles se hallaban vacíos; la artillería, sublevada,
al igual que tres escuadrones del Regimiento de caballería; sólo uno había permanecido leal al gobierno
y estaba en el Palacio Nacional.
El 7º Batallón había pasado parte de la noche
—pues llegó en la madrugada— en uno de los cuarteles.
Cuando llegué, el batallón estaba formado y dispuesto a partir; las acémilas de las ametralladoras aparcadas. El coronel Juan G. Castillo, hombre de edad madura, bajo de estatura, se hallaba
montado, así como los otros jefes, su ayudante y los
subayudantes.
Me di a conocer y transmití la orden que llevaba.
—Avise usted al general Beltrán que en estos momentos salgo.
—Con permiso de usted, espero a que el batallón
salga. Así es la orden que tengo.
El batallón se puso en marcha a la sordina en columna de viaje con los fusiles sin marrazos, suspendidos del hombro.
Cuando el batallón pasaba a la altura de Chapultepec, me desprendí y fui a dar parte al general
Beltrán, que examinaba un plano en la terraza del
castillo.
—Cumplida su orden, mi general.
—Tiene usted que volver en seguida. Hay que darle detalle preciso al coronel Castillo del lugar del
ataque. Dígale que en la avenida Morelos virará a la
derecha para tomar las calles de Bucareli, por allí
atacará él a la Ciudadela. Acompañe usted a la fuerza y venga a rendirme cuenta cuando ya el batallón
haya entrado en fuego.
Salí a escape. Alcancé al batallón; participé al coronel Castillo la orden que llevaba y me coloqué a su
lado.
Ya para llegar a la avenida Morelos, la tropa dejó
silenciosamente la formación de columna de a cuatro para marchar sólo en dos hileras abiertas a ambos lados del Paseo de la Reforma.
Las armas de suspendidas, como las llevaban,
pasaron a ser embrazadas, es decir, dispuestas ya
para combatir.
Así se dio vuelta por la avenida Morelos.
Se creía que el enemigo estaba en la Ciudadela y
que acaso tendría puestos avanzados dos cuadras
antes de la fortaleza. No fue así. Estaba allí mismo,
a nuestro paso. El dominio de los rebeldes se había
extendido bastante. Sigilosamente estaban, en la
medida de lo posible, ocultos.
Eran las diez de la mañana y la artillería de las
fuerzas del gobierno rompió el fuego.
Súbitamente, inesperadamente, un vivo fuego de
ametralladoras cayó sobre nosotros.
Quedó muerto el coronel Castillo. Yo caí en tierra lanzado por mi caballo encabritado que, herido
por varios proyectiles, cayó también muerto. Fue
una sorpresa tremenda; una verdadera siega. Los
caídos en tierra seguramente pasaban de un centenar —casi todos, heridos—. Milagrosamente nada
me pasó como no fuera la pérdida del caballo que
montaba y un ligero golpe como consecuencia de la
caída. El quicio de una puerta suficientemente amplio y providencialmente a mi alcance me sirvió de
refugio.
Cuando amainó el fuego enemigo pude salir.
Los infantes del 7º avanzaban enardecidos. La
batería de cañones, emplazada en el cercano Hotel
Imperial, no cesaba de disparar. Se oían cañonazos
por todas partes en fuego de ráfaga, y las ametralladoras y la fusilería disparaban sin cesar.
Aquello era el infierno.W
Francisco L. Urquizo fue autor de obras como Tropa
vieja, ¡Viva Madero!, Páginas de la Revolución y La
Ciudadela quedó atrás, reunidas por el Fondo en un
tomo de Obras escogidas (Letras Mexicanas, 1987).
11
Fotografía: FRANCISCO I. MADERO A SU LLEGADA A LA CIUDAD DE CUERNAVACA, ESCOLTADO POR LOS JEFES DEL EJÉRCITO DEL SUR. MORELOS, 12 DE JUNIO DE 1911
FEBRERO DE CAÍN Y DE METRALLA
Hace 25 años —hace un millón y medio de ejemplares, para usar otra métrica—
el Fondo publicó los ocho volúmenes de Biografía del Poder, la serie profusamente ilustrada
en la que Krauze fijó su atención en los hombres clave de la Revolución, rebautizados todos con
epítetos a la vez audaces y certeros. Del dedicado a “don Panchito”, Místico de la libertad, hemos
tomado esto párrafos; en estos días circula una reimpresión conmemorativa de estos tomitos
FRAGMENTO
El martirio de Madero
ENRIQUE KRAUZE
E
stá en la naturaleza trágica
de los apóstoles que su calvario se conozca mejor que
su obra, o que, en cierta forma, su calvario sea su obra.
De allí que la Decena Trágica constituya el episodio
más conocido del maderismo. Todos tenemos grabadas las imágenes centrales.
Manuel Mondragón parte de Tacubaya el domingo 9
de febrero de 1913 a liberar a Félix Díaz y Bernardo
Reyes. Los aspirantes del Colegio Militar, que han
tomado Palacio Nacional por orden de los conspiradores, ceden ante la arenga del fiel general Lauro
Villar. Esto no lo sabe el general Reyes, que, creyendo franca la entrada en Palacio, muere a sus puertas.
Para infortunio del Presidente, Villar es herido. Madero baja a caballo desde el Castillo de Chapultepec,
escoltado por cadetes del Colegio Militar (Casasola
le toma la más dramática y quijotesca de sus fotos).
Díaz y Mondragón se apoderan de la Ciudadela, con
parque suficiente para resistir largo tiempo. Madero
cede a los ruegos y a las patéticas confesiones de lealtad que le hace Victoriano Huerta y le encomienda la
Comandancia Militar de la Plaza en sustitución de
Villar. La ciudad vive días de angustia, estruendo y
muerte. El día 11 hay más de 500 muertos y heridos.
Se entabla un bombardeo continuo entre federales y
12
alzados, pero los observadores perciben movimientos extraños: Huerta sacrifica hombres, pero se resiste a tomar la Ciudadela; Díaz y Mondragón sacrifican hombres, pero sus obuses no dañan puntos clave
de la plaza.
Pocos saben del arreglo que se fragua en silencio bajo el manto protector del embajador estadunidense Henry Lane Wilson. Desde el principio ha
odiado a Madero. Sus informes al Departamento de
Estado son un compendio perfecto de arrogancia,
mentira calculada e histeria. El propio presidente
estadunidense Taft desconfía de Lane Wilson. El
embajador, no obstante, pasa de la campaña de descrédito a la intervención. Ese día escribe a su colega
alemán, Von Hintze: “El general Huerta ha estado
sosteniendo negociaciones secretas con Félix Díaz
desde el comienzo de la rebelión; él se declararía
abiertamente en contra de Madero si no fuera porque teme que las potencias extranjeras le habrían
de negar el reconocimiento […] yo le he hecho saber
que estoy dispuesto a reconocer cualquier gobierno que sea capaz de restablecer la paz y el orden en
lugar del gobierno del señor Madero, y que le recomendaré enérgicamente a mi gobierno que reconozca tal gobierno.” Lane Wilson está en el centro mismo de la conjura: pone contra Madero a parte del
cuerpo diplomático, profiere por su cuenta amenazas infundadas de intervención militar, evita todo
posible armisticio. Para él Madero es, textualmen-
te, un “tonto”, un “lunático”, a quien “sólo la renuncia podrá salvar”. “La situación —comenta al ministro de Cuba— es intolerable: I will put order (yo pondré el orden)”, y tiene que hacerlo rápidamente: el 4
de marzo tomará posesión Woodrow Wilson como
presidente de los Estados Unidos y el cuadro cambiará en favor de Madero.
Por su parte, Madero no se inmuta. Sigue siendo, ante todo, hombre de fe. Recuerda cómo en 1871
Juárez resistió en la ciudad de México el embate
rebelde de Porfirio Díaz gracias al apoyo de Sóstenes Rocha y está dispuesto a reencarnarlo. Y si había vencido a don Porfirio, ¿cómo no derrotaría a
los generales sublevados? Por lo demás, para el día
16 tenía en sus manos un telegrama del presidente
Taft en el que, si bien se reflejaba preocupación, se
descartaba oficialmente cualquier peligro de intervención. Días después, con el telegrama en mano,
responde a los senadores que —como los diplomáticos— le pedían infructuosamente la renuncia: “No
me llama la atención que ustedes vengan a exigirme
la renuncia porque, senadores nombrados por el general Díaz y no electos por el pueblo, me consideran
enemigo y verían con gusto mi caída.”
No estaba dispuesto a dimitir. “Moriría, si fuera necesario, en cumplimiento del deber.” A su leal
amigo, José Vasconcelos, le confía por aquellas fechas: “Luego que esto pase cambiaré de gabinete […]
sobre ustedes los jóvenes caerá ahora la responsa-
FEBRERO DE 2013
FEBRERO DE CAÍN Y DE METRALLA
EL M A RTI R I O D E MA D ER O
bilidad […] verá usted, esto se resuelve en unos días,
y en seguida reharemos el gobierno. Tenemos que
triunfar porque representamos el bien.” Representaba el bien, pero esta vez no triunfaría. Su hermano Gustavo y el tribuno Jesús Urueta descubren por
azar, el día 17, que Huerta está en arreglos con Díaz.
Gustavo prende personalmente a Huerta y lo lleva
ante Madero. El Presidente presta oídos a los ruegos de Huerta, que niega su participación en la conjura y promete apresar a los rebeldes en 24 horas.
Es el momento clave. Madero toma una decisión
suicida. A pesar de los antecedentes porfiristas y
reyistas de Huerta, a pesar de la indignidad y la burla con que lo había tratado en el asunto de Morelos
en agosto de 1911, a pesar de que su propia madre le
había prevenido alguna vez sobre el “contrarrevolucionario” Huerta, a pesar de las bravatas de Huerta en Ciudad Juárez, a pesar de los rumores de una
reunión temprana de Huerta con Díaz en la pastelería El Globo y a pesar, ahora, de confirmar sus arreglos con los rebeldes, Madero libera a Huerta y le
concede las 24 horas que solicitaba para comprobar
su lealtad. ¿Por qué lo hizo? Acaso, como creía Vasconcelos, porque en la víspera de la derrota injusta sobreviene en el hombre de bien una especie de
parálisis. Quizá como un reto a la Providencia que
siempre le había sonreído. O por ofrecer la otra mejilla, o por amar al enemigo, o tal vez por efectuar
el primer acto abierto y deliberado de sacrificio. La
respuesta pertenece al dominio de la mística, no al
de la política.
Huerta y Blanquet cierran el cerco de la traición.
El segundo —cuyos antecedentes turbios tampoco
desconocía Madero— lo hace prisionero el día 18,
luego de una balacera sangrienta en Palacio Nacional. Madero lo abofetea e increpa: “Es usted un traidor.” Blanquet contesta: “Sí, soy un traidor.” Mientras tanto, Huerta ha invitado a Gustavo Madero a
comer en el restaurante Gambrinus, donde con una
treta lo desarma y apresa. Al poco tiempo Gustavo
—a quien por tener un ojo de vidrio apodaban Ojo
Parado— y el intendente de Palacio, Adolfo Bassó,
son conducidos al calvario de la Ciudadela. El ministro cubano Manuel Márquez Sterling, a quien
México debe no sólo la protección de Madero sino
un libro conmovedor (Los últimos días del presidente Madero), relata la escena: “Gustavo y el intendente Bassó, en un automóvil del Ministerio de la Guerra, van a la Ciudadela, postas de carne a la jauría.
Burlas, injurias, rugidos, anuncian la llegada. Un
individuo llamado Cecilio Ocón es el juez que interroga a los reos. Gustavo rechaza las imputaciones
que le hacen sus enemigos e invoca sus fueros de
diputado. Pero, Ocón, después de condenarlo, con
Bassó, al cadalso, abofetea brutalmente a Gustavo:
‘Así respetamos nosotros tu fuero…’, le dijo. Intervino Félix Díaz y fueron llevados los presos a otro
departamento de la Ciudadela. Pero la soldadesca,
envalentonada, los persiguió en comparsa frenética
y rugiente. Unos befan a Gustavo, otros descargan
sobre el indefenso político sus puños de acero y lo
exasperan y lo provocan. Gustavo intenta castigar
a quien más lo humilla. Y un desertor del batallón
29, Melgarejo… pincha, con la espada, el único ojo
hábil de Gustavo, produciéndole en el acto la ceguera. La soldadesca prorrumpió en salvaje risotada. El
infame espectáculo resultábale divertido. Gustavo, con el rostro bañado en sangre, anda a tientas,
tropieza y vacila; y el feroz auditorio le acompaña a
carcajadas. Ocón dispone entonces el cuadro que ha
de fusilarlo. Gustavo, concentrando todas sus energías, aparta al victimario que pretende encarnecerlo. Ocón, rabioso, lo sujeta por la solapa de la levita;
pero es más fuerte su adversario; y pone fin, al pugilato, la pistola. Más de veinte bocas de fusil descargaron sobre el mártir agonizante que, en tierra,
sacudía el postrer suspiro. ‘No es el último patriota
—exclama Bassó—. Aún quedan muchos valientes
a nuestras espaldas que sabrán castigar estas infamias.’ Ocón se vuelve al intendente con la mirada turbia y el andar inseguro; señala, con un dedo y
dice: ‘Ahora a ése.’
”El viejo marino, recto el talle, se encamina al
lugar de la ejecución. Uno de los verdugos pretende vendarlo. ¿Para qué? ‘Deseo ver el cielo —dijo
con voz entera; y alzando el rostro al espacio infinito, agregó—: No encuentro la Osa Mayor… ¡Ah, sí!,
ahí está resplandeciente…’ y luego, despidiéndose:
‘Tengo sesentaidós años de edad. Conste que muero a la manera de un hombre.’ Desabotonó el sobretodo para descubrir el pecho y ordenó: ‘¡Hagan
FEBRERO DE 2013
fuego!’, como si quisiera alcanzar a Gustavo en los
umbrales de otra vida, más allá de la Osa Mayor…”
Con el Presidente y el Vicepresidente en la cárcel,
Lane Wilson no pierde tiempo y concierta el Pacto
de la Embajada entre Huerta y Díaz, mediante el
cual ambos serían presidentes sucesivos. Según palabras del diplomático alemán, “el embajador Wilson elaboró el golpe. Él mismo se pavonea de ello.” A
sabiendas ya del sacrificio de Gustavo, el secretario
de Relaciones, Pedro Lascuráin, se acomide a lograr
la dimisión de Madero y Pino Suárez. Creyendo que
con aceptarla detendría el baño de sangre y salvaría
de todo riesgo a su familia, Madero mismo redacta
serenamente su renuncia. Fue su primera y última
flaqueza de hombre, no de apóstol. A Márquez Sterling le hizo entonces unas confidencias humildes y
autolesivas: “Un Presidente electo por cinco años,
derrocado a los quince meses, sólo debe quejarse de
sí mismo […] la historia, si es justa, lo dirá: no supo
sostenerse […] Ministro […] si vuelvo a gobernar me
rodearé de hombres resueltos que no sean medias
tintas […] he cometido grandes errores […] pero ya
es tarde.” Al poco tiempo, Lascuráin sería presidente por 45 minutos y renunciaría a favor de Huerta,
quien así creía guardar las formas constitucionales.
Entre tanto, desde la oscura Intendencia de Palacio, Pino Suárez escribe a su amigo Serapio Rendón:
“Como tú sabes hemos sido obligados a renunciar a
nuestros respectivos cargos, pero no por eso están
a salvo nuestras vidas. En fin, Dios dirá. Me resisto a creer que nos inflijan daño alguno después de
las humillaciones de que hemos sido víctimas. ¿Qué
ganarían ellos con seguirnos afrentando? Dícese
que mañana se nos conducirá a la Penitenciaría […]
El Presidente no es tan optimista como lo soy yo
(acerca de las perspectivas del traslado), pues anoche, al retirarnos, me dijo que nunca saldremos con
vida de Palacio. Me guardo mis temores para no
desalentarlo […] Pero ¿tendrán la insensatez de matarnos? Tú sabes, Serapio, que nada ganarán, pues
más grandes seríamos en la muerte que hoy lo somos en vida.”
Quizá, aunque hubiese querido, Pino Suárez no
podía ya desalentarlo. “Huerta no cumplirá su palabra”, advierte Madero a Márquez Sterling: el tren
que debería llevarlo a Veracruz, donde lo esperaba
un crucero para asilarlo en Cuba, “no saldrá a ninguna hora”. Y no obstante los ruegos de la señora de
Madero, Lane Wilson no mueve un dedo para salvarlo. El 19 de febrero el embajador escribe a Washington: “El general Huerta me pidió consejo acerca
de si sería mejor mandar al ex presidente fuera del
país o colocarlo en un manicomio. Le repliqué que
debía hacer lo que fuera mejor para la paz del país.”
Entreviendo la posibilidad de su sacrificio, aunque ignorante aún del de su hermano Gustavo, Madero encuentra ánimos para bromear con el ministro Márquez Sterling la noche del 21 de febrero en
que éste lo acompañó en su cautiverio. El embajador lo vio dormir “un sueño dulce” que no perturbó
siquiera la confirmación, a las cinco y media de la
mañana, de que “lo del tren era —en palabras textuales de Madero— una ilusión”. “Y continuó —escribe Márquez Sterling— su sueño dulce y tranquilo
[…] La esperanza, nunca marchita en su ineptitud
para el mal, había perdido un pétalo entre millares
de hojas que al riego de su apostolado retoñaban
[…] Desde luego no concebía que tuviese Huerta deseos de matarle; ni aceptaba la sospecha de que Félix permitiese el sacrificio de su vida siéndole deudor de la suya. Pero a ratos la idea del prolongado
cautiverio le inquieta; y sonríe compadecido de sí
mismo.”
Basado en el testimonio de Felipe Ángeles, que
convivió con Madero y Pino Suárez en la Intendencia de Palacio, desde la que salieron la noche siguiente para ser asesinados, Manuel Márquez Sterling describió la hora final: “Aquella tarde, la del
crimen, había instalado el Gobierno, en la prisión,
tres catres de campaña, con sus colchones, prenda
engañosa de larga permanencia en el lugar. Sabía ya
Madero el martirio de Gustavo, y, en silencio, domaba su dolor. Sobre las diez de la noche, se acostaron
los prisioneros: a la izquierda del centinela, el catre
de Ángeles; el de Pino Suárez al frente; a la derecha,
el de Madero. Don Pancho, envuelto en su frazada
—refiere Ángeles—, ocultó la cabeza. Apagáronse
las luces. Y yo creo que lloraba por Gustavo.” A los
pocos minutos, un oficial llamado Chicarro penetró con el mayor Francisco Cárdenas y ordenó
a Madero y Pino Suárez que los acompañaran a la
Penitenciaría. Con huella de lágrimas en el rostro,
“don Pancho” abrazó al fiel Ángeles y subió al auto
que lo llevaría a la muerte.
El encargado británico del Foreign Office envió
meses después a su gobierno la investigación detallada de los asesinatos: “A las cinco de la tarde de
ese día, cierto ciudadano británico que se dedica al
arriendo de automóviles recibió un mensaje telefónico de parte de un conocido y muy acaudalado terrateniente mexicano llamado Ignacio de la Torre,
que es yerno del general Porfirio Díaz. El mensaje
decía que enviara cuanto antes un carro grande a su
casa. La orden fue cumplida, siendo el carro conducido por un chofer mexicano. Tras una larga espera,
se le indicó que se dirigiera al Palacio Nacional, ya
las 11 p. m. Madero y Pino Suárez fueron sacados y
subidos al automóvil, que fue escoltado por otro vehículo en el cual iba una guardia de rurales bajo el
mando de un tal mayor Cárdenas. Durante meses
este oficial había estado a cargo de los hombres destacados para proteger la hacienda del señor Ignacio
de la Torre, en las cercanías de Toluca. Entiendo
que sentía un cálido afecto personal y mucha admiración por el general Porfirio Díaz y que había jurado vengar su derrocamiento.
”Los automóviles avanzaron por un camino tortuoso en la dirección de la Penitenciaría, pero pasaron de largo la entrada principal y continuaron hasta el extremo más apartado del edificio, donde se les
ordenó detenerse. Comenzaron entonces algunos
disparos que pasaban por el techo del automóvil; y
el mayor Cárdenas hizo que sus dos detenidos descendieran de su vehículo. Mientras bajaba Madero,
Cárdenas le puso su revólver a un lado del cuello y
lo mató de un balazo. Pino Suárez fue conducido
hasta el muro de la Penitenciaría y fusilado ahí. No
hubo intentos de escapar por parte de ellos, y parece bastante seguro que no se produjo ningún intento real de rescatarlos.”
Una leyenda no confirmada asegura que, al salir
de la Intendencia, Madero llevaba consigo sus Comentarios al Baghavad Gita. ¿Qué pensaría en sus
últimos momentos? ¿Hallaría consuelo en la mística del desprendimiento que Krishna predicaba
a Arjuna? ¿O su última estación le parecía incomprensible? Era, en cualquier caso, como el calvario
de un niño.
A raíz del horrible crimen, el tigre que tanto temió Porfirio Díaz despertó con una violencia sólo
equiparable a la de la Guerra de Independencia.
Los viejos agravios sociales y económicos del pueblo mexicano impulsaron, sin duda, la lucha; pero
en aquella larga, dolorosa y reveladora guerra civil,
además de la venganza había también un elemento
de culpa nacional, de culpa histórica por no haber
evitado el sacrificio de Madero.
No era la primera vez en la historia que una sociedad crecía y maduraba llevando sobre sus espaldas la muerte de un justo. (Antonio Caso, que cargó
su féretro, lo llamó, por primera vez, san Francisco Madero.) Pero quedaba —y queda aún— la duda:
con toda su magnanimidad, ¿estuvo Madero a la
altura de los Evangelios que tanto admiraba, que
tanto buscaba emular? El propio Evangelio da dos
respuestas. Una está en san Mateo (10,16): “Mirad que yo os envío como ovejas en medio de lobos.
Sed, pues, astutos como las serpientes, e inofensivos como las palomas.” La otra está en san Marcos
(8,34): “Si alguno quiere venir tras de mí, niéguese a sí mismo, lleve a cuestas su cruz y sígame.” Y,
sorprendentemente, en el propio san Mateo (10,38):
“El que no coge su cruz y sigue detrás de mí, no es
digno de mí.”
¿Cuál, en el caso de Madero, es la correcta? ¿La
primera, que lo demerita, o la segunda que lo exalta? Cada lector tirará —o no— la primera piedra.
Pero una cosa es cierta: muchas de las llagas políticas y morales que Madero señaló en aquel fogoso
libro se han perpetuado. Vale la pena vernos ahora
mismo en ellas y recordar que la medicina democrática de aquel sonriente apóstol no tiene —ni tendrá— fecha de caducidad.W
Enrique Krauze, historiador, es autor entre muchas
otras obras de La presencia del pasado (Tezontle,
2005).
13
Fotografía: ARTILLERÍA MADERISTA INSTALADA EN LA COLONIA CUAUHTÉMOC. MÉXICO, DF, FEBRERO DE 1913
FEBRERO DE CAÍN Y DE METRALLA
FRAGMENTO
1913: cifra del martirio
Hemos tomado este relato del primer tomo del sangrante proyecto El libro rojo.
Continuación, con el que Gerardo Villadelángel extiende y honra el recuento de muertes
violentas en la historia de México que Riva Palacio y Payno publicaron en 1870.
El historiador cubano presenta aquí, en unas cuantas pinceladas, la actuación de su
compatriota el embajador Manuel Márquez Sterling en las horas finales de Madero
R A FA E L R OJA S
E
n una foto del Archivo Casasola aparecen los generales
Manuel Mondragón y Félix
Díaz, junto a una pizarra
colgada en alguna pared de
la Ciudadela. Mondragón, el
de “ojos soñadores y febriles” del que habló el poeta
Tablada en su Diario, indica
a Díaz cómo se había calculado la parábola de los cañonazos que el 17 de febrero
de 1913 se lanzarían desde la Ciudadela contra Palacio Nacional. El dedo índice de la mano izquierda de
Mondragón señala los 1 650 que mediaban entre el
refugio de los conjurados y la casa de gobierno, donde resistían, junto a un puñado de leales al mando de
Felipe Ángeles, el presidente Francisco I. Madero y
el vicepresidente José María Pino Suárez.
Tras el bombardeo del 17, que no dejó en pie ni el
Reloj Chino de Bucareli, la suerte de Madero y Pino
Suárez estaba echada. Lo sabemos ahora. Lo hemos
sabido desde hace casi un siglo. Pero aquel lunes de
febrero ni el presidente ni el vicepresidente estaban
enterados. Ese día, los generales Victoriano Huerta
y Aureliano Blanquet aún simulaban encabezar la
resistencia del gobierno contra los golpistas. Los líderes de la primera democracia mexicana no sabían
que una semana atrás, Huerta, Díaz, Mondragón y el
14
embajador de Estados Unidos, Henry Lane Wilson,
habían sellado la alianza nefasta.
Todavía aquel lunes en la noche, cuando Gustavo
Madero arresta a Huerta y lo lleva ante el presidente, éste le concede al general veinticuatro horas para
probar su lealtad y reprende al hermano por su desconfianza. Acaso no haya mejor prueba de la candidez
básica de los Madero que la reunión, al día siguiente,
entre Gustavo, el más astuto de ambos, y el general
Huerta, en el restaurante Gambrinus, con el fin de
“aclarar el malentendido” y consolidar la defensa del
gobierno. Pocas horas después, Gustavo sería linchado en la Ciudadela por una turba de soldados ebrios,
su hermano arrestado en la Intendencia de Palacio
Nacional y Huerta proclamado presidente, tras el brevísimo mandato interino de Pedro Lascuráin.
La prisión de Madero, Pino Suárez y el general
Felipe Ángeles en la Intendencia de Palacio Nacional, los días 19, 20 y 21 de febrero, debió ser una
eternidad de frustración y esperanza. Casi todos
los biógrafos del presidente (Manuel Márquez Sterling, Luis Lara Pardo, Alfonso Taracena, Francisco
L. Urquizo, Mariano Azuela, Arturo Arnáiz y Freg,
Adrián Aguirre Benavides, Charles C. Cumberland,
Stanley R. Ross, Enrique Krauze…) han relatado
esas últimas horas como el preludio de una tragedia, como un lapso profético, cargado de presentimientos y vislumbres.
La naturaleza mística de Madero debió de afinarse en aquellos días de febrero. Cuenta Manuel
Márquez Sterling, el embajador cubano en México,
que al fondo de la Intendencia había un pequeño
cuarto con un tocador sobre el que se levantaba un
gran espejo, enmarcado en caoba. Desde la sala de
la Intendencia, donde Madero y Pino Suárez recibían sus pocas visitas, podía verse aquel espejo. La
prisión del presidente fue, de algún modo, un forzoso reconocimiento de sí, un mirarse a ese espejo antes de morir. “Tapen bien los espejos, que la muerte
presume”, decía el poeta cubano Eliseo Diego.
Según Márquez Sterling, sobre la mesa de mármol de la sala de la Intendencia, Madero colocó varios retratos suyos con la banda presidencial al pecho. En el recuerdo del embajador, aquellos retratos
iluminados establecían un perfecto contraste con
los uniformes, fusiles, sables, bayonetas y polainas
que abarrotaban el lugar. El retrato del presidente democrático y civilista era la imagen de Madero ante el espejo de la historia, la identidad última
que, como un talismán, el líder de la Revolución regaló a quienes lo visitaron en aquellas horas. Uno
de esos retratos autografiados navegó a La Habana
con el embajador cubano, en el mismo crucero donde viajaban el padre y la madre de Madero, la viuda, las tres hermanas y el tío Ernesto, ministro de
Hacienda.
FEBRERO DE 2013
Fotografía: CADÁVER INCINERADO EN LAS CALLES DE LA CIUDAD DE MÉXICO, FEBRERO DE 1913
FEBRERO DE CAÍN Y DE METRALLA
1913: CIFRA DEL MARTIRIO
El crucero en que viajó la familia Madero de Veracruz a La Habana se llamaba, emblemáticamente,
Cuba. Se trataba del mismo buque que, en los primeros días de la Decena Trágica, desató el conflicto
entre el embajador de Estados Unidos, Henry Lane
Wilson, y el embajador de Cuba, Manuel Márquez
Sterling, y que convenció al segundo de la implicación del primero en el golpe de Estado y lo reafirmó
en su decisión de apoyar al presidente Madero hasta
el último minuto.
Por recomendación de Wilson, el presidente Taft
había sugerido al gobierno de José Miguel Gómez y
al canciller insular, Manuel Sanguily, que enviaran
a México un contingente de infantería, en aquel buque, para que protegiera la embajada y la colonia cubanas en México, siguiendo un formato similar al de
la planeada intervención estadunidense. Aquel proyecto chocó con las simpatías maderistas del embajador cubano, que, en carta al canciller Pedro Lascuráin, insinuó que pondría los soldados cubanos a
disposición del gobierno maderista.
El contingente de infantería que llegó a Veracruz
en el crucero Cuba no sólo no desembarcó, sino que,
por órdenes del embajador Márquez Sterling, escoltó a la familia Madero rumbo a La Habana. No hubo
en el cuerpo diplomático acreditado en México, durante el golpe de Estado de febrero de 1913, otro representante extranjero más comprometido con la
defensa de la naciente democracia mexicana y con
el rechazo a aquella injerencia estadunidense. De no
haber sido por la traición de Huerta, el propio Madero se habría embarcado en el Cuba.
En un pasaje de su libro Los últimos días del presidente Madero (1917), Márquez Sterling escribió: “La
Revolución no estaba en la Ciudadela sino en el espíritu de Mr. Wilson.” Y en otro, reaccionaba contra la
insistencia de Wilson en referirse a Madero como un
fool, un lunatic, que debía ser legalmente declarado
sin capacidad mental para el ejercicio del poder: “El
loco no era Madero sino Wilson… la demencia era el
estado del embajador al pronunciar siniestras amenazas, no ya contra la soberanía mexicana o contra
la existencia del gobierno, sino contra la vida del propio presidente.”
Aquella justificación del golpe desde argumentos
psiquiátricos, alimentados, en buena medida, por el
misticismo democrático y las creencias espiritistas
y homeopáticas de Madero, produjo una singular incógnita sobre el destino del presidente en los días del
cautiverio en la Intendencia. El miércoles 19 de fe-
FEBRERO DE 2013
brero, en la tarde, luego de que el embajador cubano
comunicó a Madero que todo estaba arreglado para
embarcarlo en Veracruz, Huerta y Wilson se preguntaban qué hacer con el presidente. Dos destinos
rondaban sus cabezas: el manicomio o el exilio. Esa
misma noche Huerta se decidiría por un tercer desenlace: la muerte.
Cuenta Alfonso Taracena que las primeras noches
que Madero y Pino Suárez pasaron en la Intendencia, el presidente no quería dormir y velaba el sueño
de don José María sentado en una silla. Un guardia de
apellido Mendizábal le preguntó por qué no se acostaba y Madero le respondió con un vaticinio del crimen:
“Es que temo que me asesinen dormido. Si han de hacerlo, les ruego que lo hagan cuando esté despierto.”
La noche del viernes 21, Madero durmió plácidamente. Ese día su madre lo había visitado y, aunque le dio
esperanzas de que el presidente Taft había ordenado a
Wilson y Huerta que respetaran su vida, la noticia del
asesinato de su hermano Gustavo, dada entre llantos
por doña Mercedes, lo convenció de la ejecución.
Además de doña Mercedes y el tío Ernesto, una de
las últimas personas en ver a Madero fue, precisamente, el embajador cubano Manuel Márquez Sterling. El testimonio de este intelectual y diplomático,
tan injustamente olvidado, nos presenta a un Madero que vacila entre la esperanza y la resignación,
entre la ilusión de sobrevivir y la certidumbre de
la muerte. Lo primero que hizo Madero al recibir a
Márquez Sterling en la Intendencia fue mostrarle su
reloj de oro y señalarle: “Fíjese, falta una piedra en la
leontina… Podría sospecharse después de un robo.”
La misma leontina y el mismo reloj, que Madero
portaba con pueril orgullo, habían provocado una
escena singular durante el tenso encuentro con
Emiliano Zapata en junio de 1911. En esa ocasión,
Zapata, para ilustrar el despojo de las tierras comunales de Morelos y Guerrero por los hacendados porfiristas, le dijo a Madero: “Si yo, aprovechándome de
que estoy armado, le quito su reloj y me lo guardo, y
andando el tiempo nos llegamos a encontrar, los dos
armados con igual fuerza, ¿tendría derecho a exigirme su devolución?” “Sin duda —le contestó Madero a
Zapata—, incluso le pediría una indemnización.”
El apego de Madero a su reloj, insinúa Márquez
Sterling, más que la ansiedad del último minuto, era
el reflejo de la obsesión con el tiempo de la democracia: la señal de que su paso por la presidencia había
sido demasiado breve como para emprender la construcción de un nuevo orden político sobre las ruinas
de la dictadura porfirista. Madero murió sabiendo
que le faltó tiempo, que la historia le había robado la
temporada propicia para experimentar, acaso prematuramente, la libertad en México.
Márquez Sterling confirmó el testimonio del general Ángeles sobre la última noche de Madero en la
Intendencia. Acostado en el estrecho catre, Madero
se tapó la cara con una frazada, lloró unos minutos la
muerte de su hermano Gustavo y luego durmió plácidamente varias horas. A las once de la noche del sábado 22 de febrero, el mayor Francisco Cárdenas y el oficial Chicharro, acompañados de una guardia de rurales, trasladaron a los prisioneros a la penitenciaría. En
la parte trasera del edificio, Cárdenas asesinó a Madero de un balazo en la cabeza, ordenó al cabo Pimienta
que ejecutara a Pino Suárez e instruyó al oficial Ocón
y a los rurales para que dispararan contra el convoy.
Casi todos los biógrafos confirman que Cárdenas
intentó, de mala gana, aparentar aquel tiroteo sobre
el auto que trasladaba al presidente y al vicepresidente. Sin embargo, una versión recogida por Márquez
Sterling, y desechada por la historiografía, refiere que
Madero y Pino Suárez habían sido “pasados a la bayoneta” en la escuela de tiro y luego arrastrados hacia el
fondo de la penitenciaría, donde se “les hicieron disparos para simular el atentado de asalto”. La autopsia,
que estuvo a cargo del cirujano del ejército Virgilio Villanueva, era incontrovertible: Madero falleció a causa de una herida penetrante de bala en el cráneo.
La versión más autorizada del crimen la ofreció el
propio mayor Francisco Cárdenas, que fue arrestado
en Guatemala en 1915, donde vivía bajo la identidad
de un pacífico negociante de mulas, y deportado a
México por el presidente Estrada Cabrera. Madero y
Pino Suárez fueron asesinados por órdenes directas
de Victoriano Huerta en un operativo equivalente a
la aplicación de la “ley fuga” de los tiempos porfiristas. Importantes biógrafos, como Stanley R. Ross y
Charles C. Cumberland, han suscrito esta tesis y han
desestimado, a pesar de ser muy críticos con el papel
de Wilson en el golpe de Estado, el involucramiento
del embajador estadunidense en la concepción intelectual del magnicidio.
Los biógrafos han descartado también la participación del primer gabinete huertista en el diseño y
la ejecución del crimen. Durante muchos años hubo
versiones encontradas acerca de una reunión del
Consejo de Ministros, el 21 de febrero, encabezada
por el secretario de Relaciones Exteriores, Francisco
León de la Barra, en la que se había decidido la suer-
15
Fotografía: FEDERALES LEALES A MADERO COMBATIENDO EN LA 5A. CALLE DE REVILLAGIGEDO. MÉXICO, DF, FEBRERO DE 1913
FEBRERO DE CAÍN Y DE METRALLA
1913: CIFRA DEL MARTIRIO
te de Madero y Pino Suárez. El ex secretario de Instrucción Pública, Jorge Vera Estañol, negó que en tal
encuentro se hubiera discutido el asunto. Sin embargo, Alberto Robles Gil, ex ministro de Fomento, dejó
testimonio de que la reunión —a la que no asistió el
secretario de Gobernación, Alberto García Granados, y en la que intervino muy activamente el general
Félix Díaz— sí se realizó, aunque el acuerdo fue preservar la vida de Madero y Pino Suárez.
La caída de Madero provocó la renuncia de Manuel Márquez Sterling y su regreso a La Habana en
el crucero Cuba, junto a la familia del presidente sacrificado. Durante la travesía, las reflexiones del embajador cubano captan ese momento en que la amistad desplaza la diplomacia y los afectos permean las
posiciones políticas. “Mexicanos y cubanos, entre sí,
se desconocen como antípodas y suele ocurrir que
no se estimen… La opulencia nos aleja y el dolor nos
aproxima…” Márquez Sterling llegó a La Habana esbozando un posible escrito en el que trazaría las vidas paralelas de Senmanat y Ampudia, dos famosos
duelistas cubanos de mediados del siglo xix que,
como en el cuento de Joseph Conrad, habían terminado luchando en el mismo bando: bajo las órdenes
del general Santa Anna durante la guerra de 1847
contra Estados Unidos.
La intensidad con que Márquez Sterling vivió la
Decena Trágica no podría explicarse sin su paso por
México a fines del siglo xix y su oposición pública al
régimen de Díaz. Entre 1890 y 1895, Márquez Sterling
había vivido en México: primero en Mérida, Yucatán,
y luego en el Distrito Federal, donde escribió crónicas
de ajedrez para El Diario del Hogar y fundó toda una
revista dedicada a ese juego, El Arte de Philidor. Es curioso que dos de las personalidades más involucradas,
a fines del siglo xix, en las relaciones entre México y
Cuba fueran brillantes ajedrecistas: el cónsul de Porfirio Díaz en La Habana, Andrés Clemente Vázquez,
nacido en Güines y naturalizado mexicano en 1870,
y Manuel Márquez Sterling, el primer embajador de
Cuba ante el México revolucionario.
Vázquez, autor de un libro titulado Análisis del juego de ajedrez (1876), jugó, en 1894, una célebre parti-
16
da con su compatriota Manuel Márquez Sterling, en
la ciudad de México, que al año siguiente fue publicada como el match más reñido de la temporada. En ese
momento, las posiciones políticas de ambos cubanos
no eran asimilables. Vázquez era, desde 1886, cónsul
del porfiriato en La Habana y Márquez Sterling estaba involucrado con los clubes patrióticos que respaldaban a José Martí y al Partido Revolucionario
Cubano en México. Amistad, ajedrez y diplomacia
entrelazaron las vidas de aquellos dos escritores cubanos, tan inmersos en la historia latinoamericana.
A diferencia de Vázquez, quien fue, hasta su muerte en La Habana, en 1901, leal a Porfirio Díaz, Márquez Sterling incluyó una semblanza muy crítica
del dictador mexicano en su libro Psicología profana
(1905). Por ese escrito, Márquez Sterling, que se desempeñó como embajador de Cuba ante Brasil y Perú
en los primeros años de la República, fue declarado
persona non grata por el régimen de Díaz. Con ello, el
diplomático y escritor cubano, defensor de la “latinidad” cultural americana y partidario de contraponer
a la “injerencia extraña” la “virtud doméstica”, se
ganó las simpatías de Francisco I. Madero y la nueva
generación de revolucionarios mexicanos.
La amistad introduce en la diplomacia y la política
una dimensión afectiva que se vuelve muy fecunda
en momentos de dictaduras y revoluciones. Porfirio
Díaz, como ha demostrado François Xavier Guerra,
basó su largo despotismo en una eficaz política patrimonial de la amistad, que aseguraba la cohesión
de las elites por medio de compadrazgos, prebendas
y clientelas. Madero trató de introducir en México
otra política de la amistad: una estrategia de vínculos espirituales, de “fusión de almas” en torno al destino revelado de la democracia mexicana.
La revolución iniciada por él, en 1910, produjo algunos de los crímenes políticos más célebres de la
historia contemporánea de México. La estela de mitos y leyendas de esos asesinatos, aunque nutrida y
variada, podría distinguirse de acuerdo con la resurrección simbólica de cada héroe. Zapata y Villa, por
ejemplo, son espectros bien ubicados en un panteón
fantasmal de caudillos evanescentes, siempre dis-
puestos a la reencarnación, debido a la singularidad
carismática de uno y otro. Madero, en cambio, es el
mártir por excelencia, el sacrificado y el ungido en
nombre de un ideal y no de sí mismo: el médium imperfecto de un espíritu trascendental.
El sociólogo chileno Tomás Moulián se ha referido a esa mitología de la transmigración de las almas
heroicas como un “vuelo de espectros”. En su Conversación interrumpida con Allende (1998), Moulián
narró un martirio democrático muy similar al de
Madero: el de Salvador Allende en 1973. A no ser por
el suicidio del político chileno, el paralelo sería perfecto: un presidente legítimo, civilista e ingenuo, un
general que aparenta lealtad mientras fragua la traición, una embajada de Estados Unidos involucrada
en el golpe militar y una embajada de Cuba partidaria del presidente derrocado.
Con citas de los Evangelios de san Marcos y san
Mateo, Enrique Krauze ha descrito el asesinato de
Madero como una cifra del martirio cristiano. A diferencia de cultos más paganos, como el zapatista y el
villista, donde predomina el relato de la reencarnación, el culto a Madero en México resulta más secular y más cívico. La religiosidad política de las democracias americanas descansa sobre mitologías republicanas, no sobre cosmogonías paganas, tan caras a
la tradición revolucionaria. En México, esa mitología
está ligada al nombre que compendia, siempre a riesgo de la ridiculez o la extravagancia, el código moderno de las virtudes cívicas: Francisco I. Madero.W
Rafael Rojas, historiador adscrito al CIDE, es autor
de obras como Un banquete canónico (Lengua y
Estudios Literarios, 2000). Junto con Antonio Annino
preparó La Independencia. Los libros de la patria
(Historia, 2008) y con Rafael Hernández la antología
Ensayo cubano del siglo xx (Tierra Firme, 2002).
FEBRERO DE 2013
Ilustración: G R A B A D O D E 1 8 5 3 E N L A R E V I S TA M AG A S I N P I T T O R E S Q U E ( B I B L I OT H È Q U E N AT I O N A L E D E F R A N C E )
El autor de Tiburones. Supervivientes en el tiempo, obra que en 2012 resultó ganadora
de nuestro primer Premio Internacional de Divulgación de la Ciencia Ruy Pérez Tamayo, se
aventura aquí en un relato imaginario de la vida de un despampanante tiburón blanco. Con
vigor y rigor —literario aquél, científico éste—, recrea la dura biografía de todo Carcharodon
carcharias y logra que el lector imagine la severidad del mundo submarino
ENSAYO
El Gran Blanco
MARIO JAIME
J
im Crocket le contestó a un amigo que le aseguró haber visto
a Dios: “Yo he visto al tiburón
blanco, estamos en igualdad.”
Ver al tiburón blanco frente a
frente es comprender a los profetas del Antiguo Testamento.
Pero no nos confundamos: el
Gran Blanco es más digno que
Dios.
Los dioses requieren sacrificios para sobrevivir,
exigen de sus fieles carne, sangre y alimento físico
y espiritual. Así se vuelven parásitos metafísicos de
sus propias criaturas. Tonatiuh requería lamer sangre fresca; Yahvé, Moloch, Kali y Zeus, el holocausto
de toros, carneros, cabras y niños; Atón, Alá y Jehová
—que a fin de cuentas son la misma cosa—, sumisión
de horror y muerte. Si otros no les ofrecen alimento,
ellos perecerán sin remedio en el páramo nihilista
de la ficción. En cambio, el tiburón blanco consigue
su propio alimento, él es el megadepredador que no
espera sumisión ni plegarias, pues puede y quiere;
si no caza es pez muerto y su formidable carnicería
lo hace independiente. Sin discípulos ni iglesias, un
verdadero dios es aquel que puede sobrevivir solo y
al que no le preocupan ni el culto ni las blasfemias.
Darwin y Aristóteles estaban de acuerdo con una
idea: el hombre es débil y toda criatura débil es social o sucumbe. El tiburón blanco es solitario, sus
sociedades son efímeras y violentas. La mayor parte
de su vida navega solo. Y toda criatura que puede estar sola es libre y sobre todo fuerte.
Si él desea, escaparás sin un rasguño; si él decide,
sabrás que el universo es un lugar tremendo sin ningún sentido más que el azar y el caos.
Meditar sobre él es vislumbrar un numen prehistórico que ha evolucionado en infiernos apocalípticos. Si los tiburones piensan musicalmente, la músi-
FEBRERO DE 2013
ca del Gran Blanco es un poema sinfónico cuya partitura épica es tenebrosa y volcánica, compuesta por
fragores de presión brutal en un tiempo de caos que
se conquista a voluntad.
Tanto como especie como individualmente, cada
tiburón blanco es un triunfo del poder.
Nuestro amigo, que puede alcanzar casi 7 m de
longitud y hasta 3 toneladas de peso, es un pequeñín
comparado con sus bisabuelos.
El origen del género Carcharodon se ubica hace 60
millones de años, inmediatamente después de la extinción de los dinosaurios. Los primeros fósiles identificados ya como C. carcharias datan de hace 16 millones de años.
Evolucionó en mares con depredadores más activos y grandes de los que hay ahora. Tuvo que competir con megatiburones como Carcharodon chubutensis, que medía hasta 12 m; Carcharodon angustidens,
cuyo fósil encontrado en Nueva Zelandia demuestra
que alcanzó un tamaño de 9.5 m y, por supuesto, el
Megalodon, el tiburón carnívoro más grande y masivo que ha existido, de hasta 25 m.
Depredó sobre superballenas, tortugas gigantes,
marlines monstruosos y morsas titánicas, asistió a
la evolución de las orcas, vio cómo la talla de los animales pelágicos fue reduciéndose conforme pasaban
las eras.
La mayoría de los megatiburones son olvido. No
sabemos exactamente qué presiones selectivas los
llevaron a la extinción. A finales del Mioceno la mayoría de los cetáceos se extinguió —existían 20 géneros; en la actualidad sólo sobreviven seis—. Después
de que se cerró Centroamérica muchas especies se
extinguieron y ocurrió una redistribución de la fauna. Las ballenas abandonaron los trópicos y comenzaron a migrar hacia los polos. Muchos tiburones no
pudieron seguirlas debido a su fisiología.
El tiburón blanco sobrevivió.
Es el último de una estirpe prehistórica: en su
memoria genética lleva océanos sanguinarios, oscuridad y un mundo de profundidades terroríficas
para nosotros. Se enfrenta a retos constantes, como
nuestra profanación hacia su hábitat. Quizá se vaya
antes que nosotros. Quizá nosotros desaparezcamos
y él continúe su vida en mares distantes. Quizá sea
la punta de un linaje de megatiburones futuros o el
último de un mundo tenebroso.
Lo cierto es que su impronta es inolvidable para
los que hemos tenido el privilegio de contemplar a
un dios atávico.
Voy a tratar de narrar, en pocas palabras, la vida
un tiburón blanco, desde su nacimiento hasta su
muerte. Empresa muy imaginativa, pues lo que sabemos de su odisea es quizá la superficie de una existencia tan ajena a nuestros pobres sentidos que sólo
la intuición poética puede lidiar con ella.
Desde antes de nacer, su vida ya está marcada por
la agresión y la dureza. Dentro de un útero oscuro, el
feto se alimenta de los óvulos de su madre. Ya tiene
siete filas de dientes, dentículos dérmicos modificados en forma de cuchillas triangulares. A veces se los
traga. Desde las tinieblas maternas columbra apenas
otros ojillos apagados. Es un espejo múltiple. Un impulso lo hace actuar. Quizá sus primeras presas son
sus propios hermanos. Devorar antes de ser devorado. Primera enseñanza, primera depredación.
Es julio, la mar es cálida y silente. Un vértigo le da la
bienvenida a nuestro héroe. Nace en una laguna costera; pensemos en bahía Vizcaíno, en la costa del Pacífico
mexicano. La primera imagen de su vida es una sombra
que se aleja, era su madre, no la verá nunca más.
Desde su nacimiento, el tiburón blanco está solo.
Nadie le prestará ayuda, nadie es su amigo y ante él
se abre el infinito azul y negro que no puede medir.
Sus primeros años los pasará en una piscina salvaje, con fondos de arena suave, en medio de un bosque
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Ilustración: D I B U J O S D E U L I S S E A L D R OVA N D I , 1 6 1 3
EL GRAN BLANCO
de gigantescas algas (kelp) que regalan una sombra
fresca al atardecer. Los días se miden con la luz plata de una perla celestial al anochecer y el refulgente brillo de una perla de fuego al amanecer. Pronto,
nuestro tiburoncito sabrá guiarse por los astros y
aprenderá que las corrientes del fondo le ayudan a
respirar mejor soplando entre sus diez branquias
verticales.
Dos son sus principales problemas: el hambre y
los depredadores. En aguas bajas no hay animales
muy grandes pero nuestro niño sólo mide un metro
y los tiburones tigre, las tintoreras y las orcas son
amenazas constantes.
Las primeras cacerías frustradas le amenazan con
morir de hambre. Aprender a discernir entre las rocas y los erizos causa pinchazos dolorosos. Su menú
es magro y no exigente. Traga todo lo que puede. Estrellas, langostas, erizos, cangrejos, babosas, rayas…
Estas últimas lo indigestan y aprende a regurgitar su
cola espinosa.
En su primer año es lento, las barracudas lo atacan, pasa las tardes huyendo de los tiburones puntas
negras. A lo lejos, las focas se burlan con sus risas estentóreas (ya se las pagarán).
A los dos años mide dos metros y ya puede orientarse por las rocas y la luz del sol. Corrientes eléctricas lo llaman por miles de rutas. Sus ámpulas detectoras de campos magnéticos son nuevas, debe acostumbrarse a ellas.
No hay tiempo para la infancia. Crece mentalmente lo más rápido que puede.
Su aliado más fino es el olfato. El valle huele a pelo
de foca mezclado con el dulce fragor de las corrientes del norte. El hogar de las focas es un peñón de intensidades que hiede a excremento, pelo mojado, verrugas amargas, alientos de sardina, grasa potencial.
Olor excitante, casi imponderable.
Pero aún es muy pequeño y no tiene la experiencia
ni la fuerza para atacarlas. A esta edad su platillo favorito son los coro coros arvejados.
Comienza a guardar en su memoria eventos caóticos. Ya conoce el canto profundo de las ballenas y
el peligro de los delfines que aturden a los tiburones
mako golpeándoles las branquias. Ha sobrevivido al
veneno de peces globo que jamás probará de nuevo, a
fiebres y dolores. La regurgitación es su mejor aliada, puede vomitarlo todo, su estómago se evagina
como un calcetín que sale por su boca antes de volver
a su lugar.
A los cuatro años mide 2.5 m. Sus dientes aún son
frágiles como para trozar cuerpos masivos pero ya
ha devorado crías de tiburón sedoso. Se conforma
con jaibas azuladas, mojarras, atunes más lentos y
pequeños, a veces un miserable pargo. Aprendió a
cazar peces enfermos. Entre los cardúmenes siempre hay uno que hiede y se rezaga.
Ya exhibe sus primeras cicatrices y su vientre albo
se destaca del oscuro lomo. Sus dientes son débiles, se
rompen con facilidad. Remplaza 6 mil dientes cada
año. Intuye que estos dolores bucales nunca cesarán.
Está condenado, forzado a la fatalidad de sus fauces.
Aprende mirando a los adultos que se cruzan de
vez en vez en su periplo. A veces navega junto a ellos
y su memoria se llena de ejemplos a seguir.
Boga sin descanso, no puede detenerse ni para dormir. Ésa es su maldición y su voluntad al mismo tiempo. Como Orestes, nunca pernocta en el mismo lugar.
Vaga por las costas, se introduce en el golfo de California, el Reino de las Crías, donde se alimenta de
nubes de calamares enormes y de curvinas furiosas.
Los tiburones ballena niños juguetean, nacen las ra-
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yas, las serpientes desovan, las morenas crecen mirando a las estrellas. Ahí pasa las primaveras, atento
al desove de millones de víctimas.
Cuando alcanza los 3.5 m sus dientes han cambiado; ahora son más fuertes y afilados, se han mineralizado. Han pasado diez años desde que conoció a la
Luna. Una década duró su infancia. Un hambre se
despierta en él.
Pero no es de comida, sino de una esencia tan atávica como el círculo de la vida. Hambre por hembra.
Sus claspers se han calcificado ya lo suficiente y
una energía desconocida quema su zona pélvica.
Navega descontrolado, como si el mar fuese un
relámpago de hormonas. Cuando pequeño, las hembras que patrullaban el valle no le generaban ningún deseo. Hoy, sólo evocar sus formas, sus aletas
pélvicas, sus costados suaves, sus curvas musculosas, lo pone frenético. Pero no será tan fácil copular con una: las hembras son voluminosas, fuertes
y violentas; para gozarlas aún le falta ímpetu en la
seducción.
Aprende las rutas oceánicas siguiendo a los mayores, rumbo a California, las islas de oro. Y en un día
perfecto, después de muchos intentos fallidos, caza
a su primera foca. Una hembra joven se ha quedado
sola en alta mar. Se separó de una manada que viajaba buscando bancos de peces. Confundida, intenta encontrar la ruta para regresar a la isla perdida.
Nuestro amigo la siguió por millas. Olfateó su miedo
y siguió el rastro agrio, mezcla de adrenalina, chisguetes de orina y pelo rancio. Está cansada pero todavía se zambulle mirando con sus ojos brillantes el
manto neblinoso del fondo. No lo ha visto. El lomo
del cazador se confunde con la oscuridad.
La foca escoge una dirección sin mucha esperanza. El espacio está desierto. Propicia es la hora para
matar. La noche es la energía y el terror.
Como el arco de un violonchelo, el tiburón mueve
la aleta caudal de izquierda a derecha, acelerando. La
foca percibe una amenaza y mete su hociquito hacia
las sombras intentando inútilmente percibir el origen de su pavor. Cambia de dirección y su nado es
errático.
El tiburón se pega al fondo. Calcula una nueva
trayectoria y se coloca justo debajo, jugando a ser un
torpedo, adorando el olor cada vez más fuerte. Casi
no ve al atardecer, pero su línea lateral tiembla ante
los maremotos de ondas que la víctima genera. Da
un coletazo supremo. Se lanza en vertical abriendo
lentamente la boca con sus siete hileras de cuchillas.
Con la mirada ardiente rompe la neblina, arriba,
arriba, arriba, más rápido, más fuerte, con el fuego
en su mente, con un pistón orgánico despiadado. La
foca no sabe qué cosa la golpea en el momento supremo. El tiburón la noquea con el hocico, le rompe
el cuello del golpe mientras el mar se troza como un
cristal que aúlla. Ella cae casi inconsciente; cuando
su vientre se zambulle, el cazador gira y la decapita
desgarrando sus fibras con movimientos enloquecidos, expandiendo las mandíbulas que ahora cortan
músculo, articulaciones y huesos. Lleva sus restos
hasta el fondo dejando una huella de sangre y moco.
Traga con pasión. Manjar supremo, por fin, la grasa
anhelada, el tesoro que le depara la vida, la posibilidad de un crecimiento gigantesco, la energía que
pasa de una explosión hacia su cuerpo.
Éste es el umbral de una nueva vida. Comienza a
generar pavor, comienza a elevarse hacia el estrato
fugaz de los colosos.
A los 4 m ya ronda por isla Guadalupe y vaga hacia
las islas hawaianas decapitando elefantes marinos y
sangrándose los claspers en las vaginas deliciosamente rasposas de las hembras, que mudas reciben los
mordiscos amorosos como cuchilladas de ternura.
Poco a poco tiene conciencia de un hecho fundamental. El cuerpo es destino, condición. Su estructura lo hace y sólo es en función de su diseño. Dado por
un azar vedado. Así, su estómago, a 14 ºC más caliente que el mar que lo rodea, le permite explorar aguas
frías y emboscar mamíferos. Tiene sangre volcánica,
es fuego inmerso en plata.
A los 5 m es un viajero consumado, conoce Hawaii,
las islas del tiburón tigre, nueve montañas que forman desfiladeros donde la vida se arremolina. Fuertes pulsos magnéticos corren de arriba hacia abajo.
Hay remolinos nocturnos. El piso exuda lava fría y
las montañas sirven de refugio a los peces naranja
que cambian de color según ascienden a la luz.
Conoce el Pacífico y ha pernoctado en Australia,
en el Valle del Color, el arrecife infinito, lugar donde la magia se traslada del olfato a la visión. Orgía de
los colores. Mosaico de exuberancia como si una medusa loca hubiese explotado en miríadas de gemas
y sembrado el paraíso de las perlas en una cama de
roca.
En Nueva Zelandia, Isla de Jade, prueba el cadáver de su primera ballena, platillo exquisito y raro
que le hace reventar de grasa.
Conoce Sudáfrica, donde sus hermanos vuelan,
aguas verdes y heladas desde donde Adamastor sopla. Escupe pingüinos y mira buques fantasma guiados por holandeses malditos.
Llega hasta el Mediterráneo, el Mar de Vino. Islas calizas donde los restos de los cerdos se hunden
como rubíes que alimentan fantasmas del pasado.
Vislumbra el espectáculo de siglos. Hay pecios de
trirremes, remos blancos, baupreses donde los gusanos xilófagos excavan. Olvidadas cráteras, ánforas
e hidrias que sirven de guarida a cangrejos ladrones
de conchas y a langostas espinosas. Aquí se acumulan espinas de rayas que hicieron sucumbir a héroes,
cascos y grebas de olvidados nombres, espadas de
suicidas, vestidos de doncellas carbonizadas, restos
petrificados de esposas celosas, enócoes donde bebieron cíclopes y flota el recuerdo arcaico hacia la
entrada al Hades.
Pero lo más sublime lo observa en el Reino del
Kraken, en los estratos abisales en donde ya puede
indagar. Baja hasta 3 mil metros de profundidad,
donde las ventilas hidrotermales humean. El infinito reino de las sombras, donde llegan los suspiros
espectrales de millones que se han ido para nunca
más ser. Fuegos fatuos intermitentes. Planicies de
ceniza. Ahí lo han atacado tiburones cigarro, vampiros pequeños que embisten en cardumen como un
enjambre voraz que desangra.
A las 1500 brazas asiste al espectáculo supremo,
las batallas entre los cachalotes y los calamares gigantes. Trifulca ciclópea llena de manotazos, dentelladas y frenesí capaz de hacer retumbar al planeta
hasta sus más enraizadas simas. Ferocidad exacerbada de tonelajes inmersos en el infierno. Las víctimas luchan por su trono usurpado donde lo más insignificante es lo mayestático.
Su visión es excelente: detrás de la córnea tiene
cristales de guanina que le hacen ver en la oscuridad
y detectar los colores. Goza del fulgor y se sirve de
claves no siempre fiables, pero jamás desentrañará
el enigma de su origen. La esfinge que dibuja las imágenes convierte la materia en temblor, le hace preguntarse si no es su propia idea la que al final colorea
de símbolos el tiempo.
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Ilustración: D I B U J O S D E U L I S S E A L D R OVA N D I , 1 6 1 3
EL GRAN BLANCO
Quizá llegue a atacar a un ser humano, por qué no;
quizás el azar le ponga a uno de estos energúmenos
en su ruta. Imaginemos.
En las rompientes de California nuestro tiburón
siente algo extraño. Algunas ondas erráticas tocan
su línea lateral. Provienen de la superficie. Son lentas, inconstantes. ¿Qué criatura se mueve de manera tan torpe? Es plana y muy lenta. Quizás agonice.
Pronto recorre las ondas, pronto se aplaca y luego algunas verrugas grotescas parecen emanar de ella y
chapotear.
Irrumpe otra alargada efigie. Nunca había visto
algo tan risible. Tiene la punta de sus extremidades
muy blanca y la piel lisa y negra. La cabeza es roma.
Muestra un rostro blanco que desaparece de forma
continua. Seguro respira en lo seco. Su estupidez excita. Aunque parece sencillo, el tiburón no conoce a
esta presa y no debe confiarse. Así que la cazará con
toda su fuerza. Acomete con un gran coletazo y se da
de lleno contra ella mientras protruye las mandíbulas. Un choque fortísimo le parte muchos dientes.
Muerde la cosa y no es suave. Cuando cae, columbra
dos sombras. La foca larga huye con torpeza y la que
golpeó flota partida en dos. Esta última no es comestible. Se ha equivocado. No es una foca. Ahora va lenta, sin su coraza. No hay sangre en el agua. El tiburón
la sigue. Parece un pez luna, embriagado pero carnoso. Va a por él. Muerde con cautela. Le arranca una
extremidad tan fácilmente que le asombra. La sangre hiede a una mezcla de delfín con foca pero es de
otro tipo. Más intensa y menos llamativa.
Entonces sucede algo muy extraño. Acaba de atacar algo que no nació en los mares, que no pertenece
al universo y, sin embargo, está aquí. Una memoria
siniestra, inasible, casi maligna se ha apoderado de
sus sentidos, como una enfermedad súbita que infecta. Esta criatura es peligrosa. Tiene en su músculo
el sabor de la porfía hacia empresas tenebrosas. Asqueado, vomita la extremidad. Nace una urgencia de
limpiarse. Hay algo que repugna. Un tropel de historias sin sentido, miríadas de gritos y pasiones lerdas
conjuntadas en un solo ser. Patalea con sus tres largos apéndices que le restan y aúlla aún peor que un
calderón mutilado. Menguan sus fuerzas. Nuestro
cazador podría regresar y devorarlo pero intuye que
es mejor huir de esa alimaña.
Entristecido, se retira. No entiende. Nunca volverá a morder a una sabandija semejante.
Después de esto quieren cazarlo. Quieren su mandíbula como trofeo. Quieren rebanar sus aletas y
sacarle el estómago. Criaturas extravagantes concentran su odio en el ambiente, una mancha que
contamina de inviernos el verano. No sabe quiénes
son. Nunca los ha visto más que como borrones. Son
más peligrosos que el cachalote y más sádicos que
la orca. No entiende la malevolencia que nace de la
ignorancia.
A los 6.5 m nuestro tiburón es viejo pero fuerte.
Su sangre es tan caliente que puede ya vagar por
Alaska y más al norte, el soplo de los hielos. Laberinto de fiordos que forman calas donde resoplan las
manadas de orcas. Las focas temen al depredador
boreal que merodea ciego gracias a los piojos marinos que rascan su córnea. Un desierto donde las belugas se congregan. Sopla el infierno. Los narvales
atraviesan cachalotes con su cuerno de marfil. Las
morsas se han ahogado llevándose al oso blanco hasta los fondos, los glaciares se parten entre choques
titánicos de fuerzas enemigas. Las aves ciegas, sus
tímpanos rotos. Un albatros en llamas cae perdiéndose en la niebla.
FEBRERO DE 2013
Durante toda su vida ha visto lo improbable —víboras que matan manatíes, marlines que empalan
tortugas—, pero no comprende el afán de los demás y
no busca comprender los trastornos. El servicio corporal es un ciclo limitado, dentro de él reposa sin poderse detener. El hábito de perseguir, buscar, escapar es la esencia del drama continuo. Es el móvil por
excelencia y el que se mueve genera oscuridad, pues
la luz es inmóvil y el que se mueve respecto a ella no
puede desviarla pero encuentra el confín de las sombras. Por eso el Gran Blanco es espejo del mar, segregación acuosa, ceguera donde los destellos traen la
muerte, cortejo de fantasmas donde no hay fe, ni espíritu ni otro mundo que la creación de los sentidos.
Maravilloso y potente.
A los 7 m nuestro amigo tiene más de 30 años. La
vejez es inexorable.
La mayor parte de su vida navegó en soledad. La
soledad es el privilegio del fuerte. Algunos instantes
necesitó de otros —sobre todo de otra— para vivir,
pero entendió que el mundo es una despiadada pesadilla así como un magistral diamante tallado por
un azar genial. Solo nació después de arrasar la competencia, solo se irá después de causar algunas bajas.
La soledad hiere y fortalece. La soledad talla la pasión y le da un aspecto de melancólico poema. Cantó
mudo los viajes interminables, los buceos en donde
lo mayestático fue costumbre y desdeñó siempre la
falsa amistad de otros. Pues no puede haber amistad que dure en el universo donde el temor es el primer móvil, donde cada instante es amenaza, donde
la presión colma y recuerda una y otra vez el peso y el
precio de la respiración.
Sus músculos hirvientes se regeneraron miles de
veces, ahítos de las heridas constantes. Desde las narices hasta el lóbulo caudal es una constelación de
cicatrices. Inmune ya al horror, su cuerpo es la historia del escape, de la confrontación y del poder anhelante de libertad. Fue el maestro de la muerte para
conformar el egoísmo de su vida.
El dolor se expande recordándole mordiscos, desamor, pasiones, frenesíes alimenticios, inmovilidades
tónicas, ganchos, arpones, redes, parásitos, hélices,
bastones, dientes de tiburón tigre, cigarros, hembras,
makos, veneno de botetes, de víboras, golpes contra
motores, rocas, virus que jamás previó, infecciones,
barras en la garganta, tumores en el hígado, mareas
rojas, ganzúas, espinas en la mandíbula, lesiones, garras de oso polar, de focas, caninos de elefantes marinos, anzuelos atascados entre sus dientes por ciclos
enteros, ventosas, clavos detrás de la dorsal, rencores,
nematocistos de ácido, tentáculos, cuchilladas, afasias, calambres; reminiscencias de la vida.
La debilidad aumenta cada jornada y lo hace vulnerable. Teme paralizarse y hundirse hacia los fondos
mientras se extingue sin poder respirar. La energía se
agota. Pronto no dispondrá de fuerzas para suplir su
misma falta. Ha medido su pasión mediante el éxtasis.
Vamos a darle un final digno. Nada de paros
cardiacos, o sucumbir en el palangre, la red de
arrastre o la agallera, o atascado en alguna playa,
eso es muy vulgar para nuestro héroe. No morirá
sin luchar. La paradoja de la caducidad, eones vivió
entre dos besos, ha muerto incontables veces. Murió cada vez que sesgó una vida, pues en el espasmo
del horror de aquellos devorados sabía que su fin
mismo radicaba en su agonía. No en balde devoró
de adulto cerca de once toneladas de carne y grasa
cada año.
El acto más libre es escoger la propia muerte.
Morirá matando. Gira hacia un olor intenso; va en
busca de las orcas. ¿Se vivirá la muerte? Tal vez
como un orgasmo que no se recordará.
¿Qué fue la vida? ¿Un orden fluctuante? ¿Una
condición de un fenómeno que se regula a sí mismo? ¿Algo espontáneo que le ha obligado a nutrirse independientemente de las ideas exteriores? ¿O
es sólo un pensamiento? ¿La sustancia que lo obligó a mover las aletas? ¿La capacidad de obrar según el deseo? ¿O sólo el deseo? ¿Una libertad cósmica o una esclavitud anárquica? ¿La condición
de guerra y selección absurda? ¿Un ciclo en una
máquina química? ¿Una apropiación de la materia
mágica? ¿La totalidad de lo autónomo imposible?
¿Una configuración de sistemas? ¿Una diferencia
de complejidad y no de naturaleza? ¿Un esfuerzo
útil en una lucha inútil? ¿Una sucesión de lo inestable? ¿Un instante de fuego entre la noción del
sueño y la violencia?
La vida es el ensueño del universo mientras duerme su entropía.
El lugar de la Perla Plata acaricia los primeros
metros del mar. Nunca ha amado tanto la vida como
hoy que está dispuesto a morir. Cerca de las rompientes los ladridos de los leones marinos indican
que las orcas ya realizan sus faenas. Lejanos timbales anuncian tempestad. El cielo encapotado practica esgrima con los rayos.
Es una manada, un matriarcado al cual se le han
unido dos machos adultos en espera del amor. Las
más pequeñas son casi de su tamaño. Las más grandes, imponentes. No lo esperan. El tiburón huele
su perversa frialdad, su sadismo inocente. El Gran
Blanco carga contra una hembra de su talla. Logra
mutilarle media aleta. El familiar y metálico sabor de la sangre lo enciende. ¡Morir matando! Sin
pensar, con los ojos blancos por el éxtasis, las orcas
arden iracundas. El enojo las hace brutales. Como
lobos espectrales lo rodean, pero nuestro amigo no
tiene tiempo ni ganas de jugar a la presa. Ha venido aquí a despedazar siendo despedazado, así que
carga contra otra que no lo espera y de un mordisco se lleva parte de su rostro. Un macho carga como
ariete fantástico, su cabeza golpea el hígado y por
un instante el Gran Blanco no puede respirar. El
dolor comienza. No importa, es secundario. ¡Morir
matando! Se revuelve contra la orca pero otra carga
por debajo, sumiéndole las vísceras. Sale disparado.
Aferra su costado y su alarido destiempla sus ámpulas, le rompe el oído. Sacude la cabeza de babor
a estribor, desgarrando, hundiendo sus dientes en
grasa en pos de músculo. Soporta coletazos, le rompen la espalda a golpes, muerden su cuerpo, desquiciadas. Siente cómo se parten sus vértebras. Vomita
kilos y kilos de grasa que se atascan en su gaznate.
Una orca le arranca las agallas, sus branquias hechas jirones ya no pueden filtrar agua. Su sangre
urea se confunde con su sangre hierro y ambas se
disuelven en la tormenta que lava el furor.
Se despeña al abismo que lo engendró, cortado en
dos, dejando trozos de cráneo, cartílago y entrañas
en la caída.
Con la bocaza abierta desea sentir por última vez
el tornado.
Pierde el conocimiento en un crescendo desesperado.
Fue todo. Vuelve a la nada.W
Mario Jaime, biólogo, es estudiante de doctorado en
el Centro de Investigaciones Biológicas del Noroeste,
en La Paz. Es autor de varios libros de poesía y
dramaturgia.
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Ilustración: E M M A N U E L P E Ñ A
CAPITEL
Una chucha
cuerera
V
ictoria Ana Schussheim Basewicz
falleció en las primeras horas del
2 de enero. Este nombre con sonoridades rusas y polacas tal vez diga
poco a los lectores de La Gaceta, pues su portadora fue una editora discreta, versátil, sapientísima, que no solía recibir la luz de los
reflectores mediáticos pero que dejó una nutrida cauda de beneficiarios. Nacida en Buenos
Aires en 1944, trasterrada a México por vocación —para hacer estudios de antropología—,
ciudadana de nuestro país desde 1970, Vicky
escribió media docena de libros, publicó varias
decenas más, tradujo cientos de textos —y a
menudo enmendó las versiones en español de
algunos “colegas” que creyeron haber hecho
el trabajo pero que en realidad no conocían ni
la lengua de origen ni la de destino—, cuidó la
edición de una infinidad de publicaciones y en
el camino fue sembrando el saber en aprendices y compañeros de oficio, como quien esto
escribe. Encima fue una devota de la cocina,
tanto en la teoría —la historia cultural de los
alimentos era una de sus obsesiones— como
en la práctica, pues dedicó su energía a producir platos refinados primero sólo para su familia y sus abundantísimos amigos y luego para
el público en general, con un taller de pastas
artesanales y un restorán que no prosperó debido, opina este paladar agradecido, a que su
apertura coincidió con una armatóstica obra
urbana que descompuso la circulación en su
entorno, dificultando el acceso a las delicias
victorianas.
N
o conozco la genealogía profesional
de Victoria, pero debe haber tenido
maestros y tutores de alto nivel. En
1973 participó ya como editora en
la fundación del Centro de Investigaciones
Superiores (cuya sigla abre el apetito, por su
semejanza con esa carne saladísima que tan
merecido prestigio tiene en Morelos: cisinah), antecedente del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología
Social (ciesas), donde estuvo hasta los primeros años ochenta. Tras un paso por la editorial Folios y la imprenta Gatopardo, inventó Pangea Editores, donde dio a luz dos novedosas colecciones de divulgación de la ciencia:
Viajeros del Conocimiento y Los Señores —
inició otra, de corte filosófico, llamada No es
tan Difícil Leer a…—. Cada título de la primera, buena parte de la cual se sigue publicando en Editorial Pax, está compuesto por una
extensa introducción a la vida y la obra de un
científico y, cosa “anómala” tratándose sobre
todo de ciencias duras, por fragmentos de los
textos principales del protagonista. Si bien
los escritos de algunos de estos “viajeros”,
como Oparin, Russell o Darwin —abordado
por la propia Victoria, que tenía en el naturalista inglés a unos de sus héroes— son bien conocidos o de fácil acceso, no ocurre así con los
de Herschell, Koch o Paracelso, pues en las
ciencias naturales, a diferencia de las sociales, el conocimiento suele procesarse con fines pedagógicos, de suerte que por ejemplo se
puede ser matemático sin haber leído directamente a Arquímedes, Gauss o Newton, cosa
impensable en el caso de, digamos, un sociólogo, obligado a beber en las fuentes originarias de Marx, Weber, Durkheim. Con títulos
evocativos —Mendeléiev es El químico de las
20
DE FEBRERODE 2013
una sutil guía de lecturas surgida
de una biografía lectora; que
las afinidades entre ensayista y
lectores sirvan para reconstruir
y comprender esa vida.
lengua y estudios literarios
1ª ed., 2012, 293 pp.
978 607 16 1067 6
$220
vez primera. Aunque fueron
publicados originalmente
bajo el título Tapis et caries
(Tapices y caries), esta nueva
versión incluye intervenciones
plásticas de Francisco Toledo a
algunas fotografías que realizó
el propio Ivan —quien además
es fotógrafo— y que ofrecen una
interpretación vibrante de los
escritos.
tezontle
Traducción de Iván Salinas
1ª ed., fce-Aldus, 2012, 185 pp.
978 607 16 1060 7
$310
FAVORES RECIBIDOS
A N T ON IO DE LT ORO
El poeta convida, trae a la
memoria y comparte sus
afectos lectores, aquéllos que
lo han acompañado y que en
distintos momentos de la vida
le han brindado un consuelo,
una compañía, una reflexión
profunda, un respiro. Es así como
traza un recorrido por algunas
de sus obsesiones, ofreciendo
un conjunto de ensayos breves
muy personales con los que
agradece a aquellos otros poetas
y escritores que con sus letras, y
sin saberlo, lo han colmado de
favores. Machado, Góngora, Luis
Ignacio Helguera, López Velarde,
Girondo, Darío, Eliseo Diego,
Pellicer, Morábito, Eduardo
Hurtado y David Huerta, entre
muchos otros, son invocados
en estas páginas en las que el
ganador del Premio Nacional de
Poesía Aguascalientes 1996 da
muestra de su erudición y poder
imaginativo con los que entrelaza
textos sencillos y elocuentes que
invitan al lector a perderse en sus
lecturas y, por qué no, a agradecer
junto con él la existencia de esos
poemas que los inspiraron. Es, así,
ESCARIFICACIONES
I VA N A L E C H I N E Y
FR ANCISCO TOLEDO
Los orígenes de esta peculiar obra
se encuentran en 1971, año en que
Alechine, poeta belga, acompañó
a Benoît Quersin, jazzista y
etnomusicólogo, a la tierra de
los ekondas y pigmeos “batwas”,
en la República Democrática
del Congo. De aquella misión
etnomusicológica surgieron estos
poemas y cuentos que, así como
capturan el momento previo
(reflexivo, calmado) al viaje y
el viaje mismo, cristalizan una
serie de vivencias y percepciones
disímbolas de todo lo que ese
caminar producía en el aquel
entonces joven autor. Poemas
electrizantes e impetuosos, estas
piezas reactivan la mirada del
que observa y se observa por
LA LUCHA POR LA TIERRA
Los títulos primordiales
y los pueblos indios en México,
siglos XIX y XX
ETHELIA RUIZ MEDR ANO,
CL AUDIO BA R R ER A
GUTIÉRREZ Y FLORENCIO
BARRER A GUTIÉRREZ
La lucha por la tierra tiene
profundas raíces en nuestro
país. Desde los tiempos de
la Colonia, pasando por la
época independiente y el
México liberal, han existido
innumerables esfuerzos de los
pueblos indios por recuperar
FEBRERO DE 2013
NOV EDA D ES
los terrenos que como resultado
de la Conquista les fueron
arrebatados. Demostrar ese
origen de propiedad no ha
sido tarea fácil y uno de los
recursos que se han utilizado
son los títulos primordiales,
analizados en esta valiosa obra
historiográfica, que recupera
“documentos pictográficos que
fueron conservados o enviados a
hacer por los pueblos indígenas
en México, desde el siglo xvii
hasta el siglo xx, para demostrar
ante las autoridades catastrales
y jurídicas los derechos sobre
las tierras comunales”. Códices,
mapas, títulos de tierras y otros
archivos son analizados (y
reproducidos) en este relevante
trabajo que traza una historia
jurídica de gran valor para
comprender este añejo conflicto
que sigue tocando los cauces de
nuestra historia nacional en pleno
siglo xxi.
antropología
1ª ed., 2012, 133 pp.
978 607 16 1104 8
$200
POLÍTICA Y PERSPECTIVA
Continuidad e innovación en el
pensamiento político occidental
SHELDON S. WOLIN
Desde que salió publicada en
1960, esta obra se convirtió en un
clásico de la filosofía política no
sólo por la exhaustiva revisión
que presenta del pensamiento
político de grandes autores en
la materia (desde Platón hasta
John Stuart Mill) sino porque
cuestiona la noción de objetivad
o neutralidad en el pensamiento
social y defiende una actitud
creativa en las ciencias sociales.
La versión que aquí se ofrece
corresponde a la segunda edición
del volumen, salida de las prensas
en su lengua original en 2004,
en la que el profesor emérito
de la Universidad de Princeton
amplió su campo de análisis
a otros teóricos como Marx,
Nietzsche, Popper, Dewey y
Rawls. Asimismo, cierra con una
reflexión sobre la forma de hacer
política en Estados Unidos, a la
que denomina “totalitarismo
inverso” y caracteriza como
una modalidad en la que “el
poder económico predomina
peligrosamente sobre el político”.
política y derecho
Traducción de Leticia García Cortés
y Nora A. de Allende
1ª ed., 2012, 818 pp.
978 607 16 1167 3
$535
FEBRERO DE 2013
profecías, Lamarck es El guardián de los herbarios del rey, Descartes es El geómetra de
la razón— e ilustraciones de la época, estas
obras sirvieron para despertar vocaciones o
enriquecer la comprensión de fenómenos naturales, entre otras cosas por el impulso del
naciente cnca y por una histórica compra
masiva de materiales educativos de la sep,
que hacia 1994 colocó varios de esos títulos
en todo el país.
IGOR
El pájaro que no sabía cantar
ECOLOGÍA Y EVOLUCIÓN
DE LAS INTERACCIONES
BIÓTICAS
E K D E L VA L Y K A R I N A
BOEGE (COOR DS.)
El funcionamiento de los
ecosistemas y la evolución de las
especies no podrían entenderse
sin las interacciones bióticas
y el papel fundamental que
desempeñan. Definidas como
las “relaciones que se establecen
entre al menos dos organismos
de una o más especies”, es gracias
a ellas, entre otras cosas, que
se explica la gran biodiversidad
en el planeta. En esta obra se
examinan los efectos positivos y
negativos de estas interacciones,
así como su reflejo en los procesos
demográficos, ecológicos y
evolutivos de las especies.
Dividida en ocho capítulos, se
abordan temas fundamentales
como la competencia, la
depredación, el mutualismo
(entre los que se encuentran la
polinización, la dispersión y la
simbiosis), el amensalismo y
el comensalismo, así como las
interacciones multiespecíficas,
la coevolución y los efectos del
cambio ambiental. Todo ello
hace de este volumen uno de los
acercamientos más completos
y rigurosos sobre este tema en
nuestro idioma.
ediciones científicas universitarias
1ª ed., fce-unam (cieco), 2012, 275 pp.
978 607 16 1063 8
$200
SATOSHI KITA MUR A
Con este nuevo título, ahora
encumbrado por el pájaro Igor,
el Fondo suma diez obras del
destacado ilustrador y autor
japonés radicado en Londres
quien, formado en el mundo
del cómic y la publicidad, le
ha dado un giro a su carrera
profesional para crear obras en
las que la simpleza de los trazos
y la claridad de las ideas han
conquistado a miles de pequeños
lectores. Antecedida, entre otras,
por ¿Qué le pasó a mi cabello?, ¿Yo
y mi gato?, Ardilla tiene hambre
o Pato está sucio, este cuento
narra las travesías de Igor para
encontrar su lugar en el mundo,
sobre todo tratándose de un
pájaro que, ¡ay!, no sabe cantar.
A lo largo de las páginas el lector
encontrará distintos elementos
que ayudarán a los niños a
reconocer diferentes géneros
musicales e instrumentos. Con
la sencillez que lo caracteriza,
esta obra presenta una cándida
alegoría sobre el camino que
atraviesa todo individuo para
construir su identidad.
los especiales de a la orilla del viento
Traducción de Eliana Pasarán
1ª ed., 2012, 40 pp.
978 607 16 1079 9
$120
L
os Señores, por su parte, fue una
breve serie que rescataba el conocimiento que hoy llamaríamos científico entre los antiguos pobladores
de América: agronomía, astronomía, herbolaria, sistemas calendáricos. El sesgo antropológico de Victoria estaba ahí, como estuvo
también en su osada propuesta de presentar
la magnificencia de Teotihuacan en un popup —esos libros en los que al abrir las páginas se despliegan figuras de papel en tres
dimensiones—, proyecto que contó con la
colaboración de la doctora Linda Manzanilla, el ilustrador Ignacio Pérez-Duarte y del
ingeniero de papel Wayne Kalama, un genial escultor de celulosa, hawaiano de origen y mormón de religión. Menos reputada
fue su iniciativa, acaso mero experimento
comercial, de publicar libros de autoayuda
bajo el sello de Estrella Binaria, cuyo logotipo provenía, claro que sin anunciarlo, de ese
bello incunable que se conoce como Crónica
de Nuremberg, pues Victoria fue en su momento una sólida estudiosa de la historia
del libro. Con títulos como Astrología erótica, que en su portada presentaba unas insinuantes llamas, o una decepcionante biografía de Freddy Mercury escrita por su último
compañero, la aventura produjo más diversiones que ventas.
E
l catálogo personal de Vicky alcanzó un efímero pero radiante cenit
en Ediciones de la Reina Roja, que
sólo puso a circular dos obras, elegidas y traducidas por ella, con acercamientos antropológicos —y aun políticos— a los
alimentos y su preparación: Sabor a comida,
sabor a libertad. Incursiones en la comida, la
cultura y el pasado, de Sydney W. Mintz, y
¡Vivan los tamales! La comida y la construcción de la identidad mexicana, de Jeffrey M.
Pilcher. Como lector, como tragaldabas que
conoció los méritos culinarios de Victoria,
sé que ella misma habría podido escribir más
libros para esta serie, por ejemplo alguno sobre el maíz o sobre el chile. (Laura Lecuona,
editora en sm, también añora el no escrito libro de estilo que Victoria habría podido preparar, lleno de sutilezas a juzgar por las minucias a que prestaba atención.)
S
in necesidad de aula, Vicky fue una
profesora con abundantes discípulos, nunca avara para dar un consejo gramatical, tipográfico, incluso
sobre las herramientas del oficio. Fue una
coleccionista crítica de diccionarios así
como una temprana usuaria de las computadoras al servicio de la palabra impresa,
batalló con generaciones enteras de sistemas de composición electrónica —de la
tarjeta LaserMaster a las fuentes OpenType, del rígido pero certero Ventura al InDesign—, adoptó y adaptó pronto los programas
de reconocimiento de voz para poder dictar,
pues como traductora podía actuar con la velocidad del intérprete simultáneo más la precisión del locutor que lee un texto redactado
con anterioridad. Su voz ronca y los modos
directos que revelaban su origen sudaca la
hacían parecer más ruda de lo que era, aunque eran un complemento perfecto para su
humor, corrosivo y deslumbrante.
G
racias por todo a esa chucha cuerera, como solía decir Vicky refiriéndose a los mejores.
Tomás Granados Salinas
21
Fotografía: LEÓN MUÑOZ SANTINI
ENTR EV I STA
Vicente Rojo,
pintor de letras
Durante diciembre y enero estuvo abierta al público, en la galería
que el Fondo tiene en el Bella Época, una exposición en la que pudieron
verse ejemplares de la “biblioteca personal” de Vicente Rojo: obras suyas
destinadas a ser libros. Este excepcional artista ha inventado
un nuevo significado para la expresión “hombre de letras”,
ese que con formas y color las pinta y recrea
GRAC IEL A S ÁNC HEZ S ILVA
—————————
22
FEBRERO DE 2013
Ilustración: V I C E N T E R O J O
V
icente Rojo (1932) ha dedicado su vida a dos pasiones: la pintura y el diseño gráfico, las cuales encuentran raíces en lo que ha llamado sus dos infancias, la
española y la mexicana. El joven que decidió hacer de
forma y color sus modos de expresión presentó en diciembre pasado una exposición en el Centro Cultural
Bella Época, en la que se mezclaron más que nunca
las vertientes de su obra: “Biblioteca personal. Letras
pintadas”.
Para el artista, sin embargo, los pinceles y pigmentos no son más que una manera de afrontar su imposibilidad de expresarse a
través de la palabra. Es justamente esa sensación la que lo ha impulsado a colaborar de manera constante con escritores en la creación de volúmenes en los
que se mezclan letras y figuras: “hay una confluencia de mi pintura y mi diseño,
pero hay un tercer elemento que es el elemento literario. Éste es la base y el centro de lo que yo puedo establecer. Siempre es a partir de la lectura de los textos,
sean poemas, narrativa o ensayo.”
Los originales exhibidos en la Galería Luis Cardoza y Aragón permitían observar una evidente evolución en el estilo de su autor y sobre todo eran muestra
de la enorme riqueza con la que son producidos, incluso cuando en la impresión
se perderán el volumen y los detalles que provienen del uso de diversos materiales. “Es una manera de interpretar los textos, es la manera que yo encuentro
de resolverlo técnicamente. Es evidente que la textura no va a quedar reproducida al cien por ciento en el libro, pero yo pienso que si un trabajo está hecho
de una manera muy rica gráficamente y muy vistosa, ayuda a la reproducción y
ésta queda mejor.”
Desde que concibió la exposición, Rojo quiso realizarla en una galería como
ésta —que forma parte de una librería— y nunca pensó en llevarla a otro recinto. “Yo quería que jugaran ese papel de acompañantes de textos en libros”, sobre todo porque las 67 piezas mostradas han sido parte de ejemplares con tirajes que van desde los 500 hasta los 60 mil ejemplares. Caso distinto es el de
las colaboraciones que también ha realizado con poetas y narradores, pero en
obras de edición limitada, como serigrafías o grabados sobre metal y madera.
“A mí me gusta que cada vez que leo un libro, una novela o un poema, esa lectura la tengo en imágenes, y además curiosamente la tengo en sonidos, en ritmos, en música”, relata el pintor que ha colaborado con escritores como Bárbara Jacobs, Octavio Paz, José Emilio Pacheco, Carlos Fuentes, Fernando del
Paso, entre muchos otros.
La creación de sus ilustraciones es similar a la de sus lienzos: las piezas de
una serie son realizadas de manera simultánea pues intenta “encontrar equilibrio entre unas imágenes y otras”, con lo que consigue sugerir lo que ha descubierto en los textos después de su interpretación, para lo que busca “los puntos
en los que puedo centrarme. No necesariamente tienen que ser los más atractivos o los más interesantes del libro, sino los que a mí me están llamando la
atención.”
Algunos de los diseños de páginas interiores que se exhibieron en las paredes corresponden a títulos como Aura, Discos visuales, La tinta negra y roja o
Circos; en ellos Rojo despliega un dominio de técnicas variadas como el gouache
(acuarela opaca), el collage, la tinta china y el acrílico, además de la noción del
espacio en la creación de las maquetas para Circos, fotografiadas por su hijo, Vicente Rojo Cama, para acompañar los poemas de Pacheco.
Un caso especial es el de La tinta negra y roja. Antología de poesía náhuatl,
por el que el diseñador siente un afecto especial, pues es el único libro que él
propuso: “yo tengo la costumbre de que acepto las invitaciones, no me gusta
FEBRERO DE 2013
proponerlas”. No obstante, la sugerencia realizada a Círculo de Lectores y a Era
fue aceptada con entusiasmo, e incluso se realizó una edición bilingüe en la que
se mostraban los textos en su idioma nativo y las traducciones realizadas por
Miguel León-Portilla.
Una de las series más representativas es la que muestra los originales realizados para la edición conmemorativa de Aura, en el que aún tuvo la oportunidad de dialogar con Carlos Fuentes. Anteriormente Vicente Rojo había colaborado en la realización de otras portadas y láminas para el libro: “Curiosamente,
en la primera edición yo hice una serie de collages, yo diría que tímidamente.
A mí me impresionó desde que Fuentes me pasó el original para publicarlo en
Era; me quedé muy sorprendido y en ese momento no me atreví a ir muy lejos.
Entonces eran unas ocho o doce páginas de unos collages muy suaves, que además ni siquiera estaban firmados por mí, pero me parece que sí le daban un ambiente a la novela. Esos collages duraron tres o cuatro ediciones.”
La edición que celebra los 50 años de la publicación de esa mítica novela lleva
en su interior una nueva lectura por parte del artista, quien quiso resaltar uno
de los capítulos centrales con un cambio dramático: “le propuse a Fuentes, y
estuvo de acuerdo, imprimir las hojas en papel morado con las letras en blanco. Yo tuve ese atrevimiento, que me parece que funciona bien, sabiendo que la
edición normal de Aura iba a seguir en la calle, en las librerías. De no ser así yo
no habría hecho eso —que me parece una especie de posible agresión—, aunque
Fuentes estuviera de acuerdo.”
Para los collages de este volumen utilizó principalmente el color rojo que
contrapone al blanco y en los que agrega detalles en negro; emplea la textura
del encaje y del terciopelo en una serie de imágenes surgidas de una apreciación nueva del texto; “curiosamente, a mí la tónica que me dio la lectura más reciente de Aura es que tuve todo el tiempo presentes los milagritos, que me parecen pequeñas esculturas de una capacidad de seducción enorme, por eso están
ahí, porque están cumpliendo una misión religiosa”. Sin embargo, también es
su evolución creativa la que le permitió ir más allá de sus primeras ilustraciones. “Seguramente ahora soy un poco más atrevido. Pensé que podía crear unas
imágenes más sugestivas.”
Al lado de esa osadía, ganada por su experiencia, mantiene siempre la enseñanza de su primer maestro: “siempre que he hecho algo que me ha parecido un
poquito audaz, me pregunto qué pensaría Miguel Prieto de eso. Como maestro
yo lo tengo muy presente, fue una persona importantísima para mí. A él no le
gustaban las cosas complicadas, él tenía un trabajo muy sencillo, y a veces, si
hago algo que me parece que está un poquito atrevido, sí me pregunto qué pensaría él de eso.”
Ahora reunidas en Biblioteca personal. Letras pintadas —exposición que dio
lugar a un pequeño catálogo que presenta Marco Perilli—, sus colaboraciones
con escritores han sido marcadas por una premisa impuesta por él: “que de ninguna manera pudieran intervenir en el texto, sino que fuera un trabajo paralelo, que en todo caso sugiriera a un lector algunos elementos que están en las
palabras”.
Es así como Vicente Rojo camina al lado de la industria que lo ha cobijado
desde el inicio de su carrera, que lo ha visto derramar sobre su obra el carmesí
de su apellido y convertirse en el reconocido artista que de vez en cuando deja
los lienzos y se pone a pintar sobre las páginas de un libro teniendo como única
inspiración sus recuerdos.W
Graciela Sánchez Silva es fotógrafa y periodista cultural interesada en las artes
visuales. Colabora en el departamento de prensa del FCE.
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