el cuento español de nunca acabar…

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EL CUENTO ESPAÑOL DE NUNCA ACABAR…
Mariano Rajoy, el diluvio y los ratones
Había una vez en el lejano País de Jauja un reino sumido en la desolación por las
continuas luchas fratricidas entre las distintas taifas. Los buenos oficios de su joven y
prudente Rey chocaban a menudo con la obcecación y el empecinamiento de los
líderes de las distintas banderías, encastillados en posturas maximalistas, cuando no
disparatadas y absurdas. Desesperado, el joven Rey elevó a los dioses sus plegarias
que fueron de inmediato atendidas.
MERCURIO.- Joven Rey, los dioses han escuchado vuestras súplicas y desde este
preciso momento os acogen bajo la protección de su manto. Así que “pedid y se os
dará”.
REY.- Sólo pido que cesen las luchas entre las distintas banderías políticas. Que sus
líderes recobren la sensatez y la cordura, y que se logre pronto un acuerdo entre
todos, tan necesario para que nuestro reino pueda caminar en buena armonía por la
senda de la prosperidad.
MERCURIO.- Joven Rey, puestos a pedir, ya podías haber pedido la Luna, que al
instante se os hubiese concedido, pero es muchísimo más fácil que un camello de dos
jorobas entre por el ojo de una aguja que unos cainitas se pongan de acuerdo en algo
sensato, lo cual no obsta para que luego cometan juntos las más horrendas tropelías
con el mayor de los consensos. Sin embargo, puesto que es voluntad de los dioses
que las aguas vuelvan de nuevo a su cauce, voy a deciros los pasos que, a partir de
este momento, deberéis dar. En primer lugar, bien vos o bien por persona interpuesta,
preguntaréis a los líderes de las distintas facciones, convocados a tal efecto, si
estarían dispuestos a renunciar a los abusivos privilegios de que disfrutan -algo que
sólo sucede con los políticos en este País de Jauja-, y conformarse con ser sólo unos
simples súbditos más. Si su respuesta fuera negativa, como imagino, entonces ya sin
ningún miramiento deberéis conminarlos a que en el plazo de una lunación alcancen el
tan anhelado acuerdo, o si no, vuestro reino sucumbirá bajo las aguas de un nuevo
diluvio universal, y esta vez, os aseguro que, del cielo abajo, nadie se salvará.
Decídselo con estás mismas palabras, y confiemos en que entren en razón.
Así lo hizo el joven Rey. Ordenó a Mariano, líder por aquel entonces de la principal
bandería, que convocase a los demás líderes y que, haciendo uso de sus buenos
oficios -de aspecto apacible y bondadoso, Mariano parecía un patriarca bíblico-,
tratase de que el mandato divino se cumpliera. Pero lo que desde las endiosadas
alturas parecía la mar de fácil de conseguir, no lo era tanto a pie de calle, entre otras
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razones, porque, en las fábulas, y en los cuentos como éste, a diferencia de lo que
sucede en el mundo real, los personajes no suelen ser del todo humanos. Así, el
principal líder de la oposición era el Gato Pedro -no confundir con el Pardo-, al que
Mariano, en su aturullamiento dialéctico, en más de una ocasión había pisado sin
querer la cola, dando lugar a que el tontiastuto gatazo, le odiase con toda su alma, y
hasta hubiese tratado alguna que otra vez de afilarse en su cara las uñas. Vano
intento, pues al pobre felino hacía tiempo que los ratones, además de ponerle un
cascabel, le habían limado las uñas. Ratones, dicho sea de paso, al frente de los
cuales se encontraba Pablito, el ratón morado de la Complu, trovador de la Ada
Colada y Príncipe de las Mareas, quien con gran insolencia no sólo se mofaba en los
propios mostachos del pobre gato, proclamándole rey de los ratones, sino que, para
mayor befa y escarnio, a la hora de la siesta, con ayuda de sus endiablados acólitos,
lo sacaba en procesión, haciendo honor al conocido dicho: “duerme el gato, bailan los
ratones”.
Claro que Pablito no era el único enredador con el que habían de vérselas Mariano
y el Gato Pedro, porque estaban también sus lugartenientes Iñigo Urdemalas y Juan
Carlos Matalascallando, de la misma condición ratonil y, por supuesto, también de
armas tomar; y luego, un poco más allá, no sé si a su izquierda o a su derecha, el sin
par Rufián Devotoadios, haciendo honor a su noble oficio; sin olvidar a los CUPos, una
especie de termitas catalanas, de la familia de los Gremlins, más negras que el
carbón, que llevaban varios meses amenazando con comerse por las patas la estatua
de cartón piedra del esforzado caballero Masartur, para acabar finalmente en un
vergonzante pasteleo, claro ejemplo de lo que se ha dado en llamar “hacer la puta y la
Ramoneta”. Estatua, por cierto, la de Masartur en cuya cabeza, para completar el
cuadro, no dejaba de cagarse, cada vez que se posaba en ella, un hermoso ruiseñor
naranja de armoniosos trinos.
Alguien menos concienzudo y paciente que Mariano, y por supuesto con menos
cachaza y retranca, hubiese renunciado de antemano a tan arriscada empresa, pero
Mariano que, sin necesidad de que el joven Rey se lo dijera, se sentía el elegido de los
dioses, inició el consabido calvario.
“No estamos dispuestos, bajo ningún concepto, a dejar de seguir viviendo en el
País de Jauja”, fue el primer gran muro de granito contra el que se estrellaron los
buenos oficios de Mariano, lo que aun disgustándole sobremanera por la rechifla con
que su consulta fue acogida, hizo que, en el fondo, sintiera un gran alivio, pues
Mariano -¡oh sorpresa!-, en su fuero interno, tampoco estaba dispuesto. Aun así, sacó
fuerzas de flaqueza y siguió adelante con el guión preestablecido por Mercurio.
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Tras media docena de infructuosas reuniones con los distintos líderes políticos
quedó meridianamente claro, tanto para la posteridad como para la historia -no así
para el Gato Pedro, embriagado con los efluvios de sus ambiciosas ensoñaciones
presidenciales-, que aquellos insurrectos ratones morados, parientes lejanos de los
coloraos, pero sin ningún escrúpulo, con tal de llevarse el Gato al agua y de seguir
viviendo de momio hasta la consumación de los siglos estaban dispuestos no sólo a
mentir a Dios y a la Virgen cuantas veces fuera preciso, sino también a “tomar el cielo
al asalto” e incluso a fundar, por razones de “emergencia social”, la primera dinastía
faraónica y ratonil del País de Jauja, con la Ada Colada, de Cleopatra, y Pablito, de
Marco Antonio. Lo que, a priori, sumió a Mariano en una profunda desolación anímica.
Claro que, no hay nada en este mundo tan poderoso como el amor, ni que pueda
hacer los milagros que el amor hace, sobre todo el amor bien entendido que, como
todo el mundo sabe, empieza por uno mismo, y aquellos cainitas, capaces de
desollarse vivos ante el mismísimo papa Bergoglio de ser recibidos por equivocación
todos juntos en audiencia, el amor a sí mismos lo llevaban impreso en la frente, pero
también en el código genético; tanto como para dejar a un lado las viejas rencillas y
ponerse de acuerdo -¡oh!, milagro-, en hacer los preparativos necesarios para la
construcción en secreto de una gran arca a imagen y semejanza de la de Noé, por si
lo del diluvio no era una simple bravata del tal Mercurio. Arca con la que, llegado el
caso, y si era necesario, pensaban poner a salvo su trasero y el de los suyos,
entendiendo por tales a todos los amigotes, lameculos y chupópteros de las taifas
-cónyuges y amantes incluidos-, sin pensar ni por un momento en el pueblo llano,
abandonado de antemano a su propia suerte -“todo para la gente, pero sin la gente”-,
en un claro ejemplo de optimismo evolutivo, pero también de despotismo ilustrado.
Y claro que Mercurio hablaba en serio, y que el arca fue necesaria, pues aquellos
cainitas como había profetizado el Mensajero de los Dioses, prefirieron antes el diluvio
universal que ponerse de acuerdo para salvar el reino, máxime cuando no iban a ser
nunca ellos los que pereciesen ahogados. Aun así, hemos de decir que la entrada en
el arca no fue todo lo ordenada que debiera; que hubo malos modos, pisotones,
empujones y codazos; que, al grito de sálvese quién pueda, no sólo Mariano, sino
también el gato, los ratones, y hasta las termitas trataron de ocupar los mejores
puestos en el puente y en la primera cubierta del arca. Cómo sería de reñido el
embarque, que hasta Masartur se aferró como una rémora a la quilla, fundiéndose con
ella cual mascarón de proa, al tiempo que de sus pezuñas colgaban una ristra de
CUPos que, vistos desde lejos, parecían mejillones y daban al arca cierto aire de
batea.
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Como todo diluvio que se precie, y más siendo universal, estuvo lloviendo a
cántaros durante 40 días y 40 noches, contraviniendo así las irrefutables teorías
científicas sobre las que hasta entonces se había venido sustentado la inverificable
hipótesis del cambio climático, y poniendo por consiguiente en tela de juicio
fenómenos naturales tan sorprendentes como misteriosos, por lo infantiles, como el
del “Niño” del Congreso de los Diputados, convertido en improvisado Portal de Belén,
por los mismos que antes lo habían erradicado del Ayuntamiento.
Tampoco estuvo exenta de sobresaltos la procelosa singladura durante los 40 días
con sus correspondientes noches que duró aquel diluvio. Especialmente para Mariano
que, aferrado al timón del arca como un viejo lobo de mar, mantenía a raya, con ayuda
del Gallo Margallo, muy en su papel de lorito real -¡hideputas!, ¡hideputas!...-, a
cuantos trataban de arrebatárselo. Aun así, hubo tiempo de sobra en medio de la
horrible galerna para los pactos, las componendas y hasta para las traiciones políticas
y amorosas. Pues Mariano, viendo como se daban el pico el Gato Pedro y Pablito en
la sentina del arca, y temiéndose lo peor, que no era precisamente que el tontiastuto
gatazo se zampase de un bocado al ruiseñor naranja mientras éste confraternizaba
imprudentemente con los pérfidos ratones, sino que, en plan Rainha do Fado le diese
por cantar “María la Portuguesa”, no tuvo mejor ocurrencia que enviar a su ratita sabia
y presumida a espiar aquel amor contra natura entre gatos y ratones, olvidándose de
lo caprichoso que acostumbra a ser precisamente el amor. Tan caprichoso como que
Pablito, nada más verla, se quedo prendado de aquella angelical ratita disfrazada de
Blancanieves, pero la mar de bruja. Hasta tal punto prendió el amor en sus humanos
corazones que, incluso en una situación tan poco propicia como la de un diluvio
universal, Pablito y la ratita, en un descuido, a la luz de una vela, y de una tacada, se
leyeron en amorosa coyunda El único y su propiedad de Max Stirner, obra piadosa
donde las haya, y que, huelga decir, ninguno de los dos había leído ni antes ni
después de que el interfecto citase mal a Kant.
Aquel flechazo a primera vista habría podido ser de consecuencias funestas para la
supervivencia del reino, ya de por sí maltrecho por las inundaciones diluviales, de no
haber llegado el idilio a los oídos de la Ada Colada que, presa de un ataque de celos
independentistas, amenazó a diestro y siniestro con hacer un referéndum vinculante
en Cataluña, amén de con cortarle la colita a Pablito, por sus veleidades pequeñoburguesas. Al final no llegó la sangre al río, pero sí el arca a encallar en la cima del
mítico Monte Ararat, situado, como todo el mundo sabe, en la vertical de la Carrera de
San Jerónimo, aunque a una altura imprecisa. Al parecer, una mano negra habría
untado de queso las correas que unían los troncos del arca, y los ratones, no pudiendo
resistir la tentación, las habrían roído, descuajaringándose el bíblico trirreme, para
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mayor desesperación de todos los trileros del reino que ya se frotaban las manos con
los pactos conseguidos con los arriscados roedores -Pablito… la bolita, la bolita…
dónde está la bolita…-.
Cómo sería de delicada la situación -en el palo mayor del arca apareció de súbito,
cual fuego de San Telmo, un gerundense filo-logo, de la familia de los delfines
artúricos, dialogando con el ínclito Al-Patxoli sobre el federalismo histórico -, que todos
los líderes políticos, Mariano incluido, viendo la deriva que tomaban los
acontecimientos, saltaron por la borda, yendo a caer cada cual dónde mejor pudo,
aunque siempre lo más cerca posible de un sillón del Congreso de los Diputados.
Todos menos Mariano que, por un imperdonable error de coordenadas en el
navegador, vino a dar con sus huesos nada más y nada menos que en Santiago de
Compostela, aunque, eso sí, gracias a la intercesión de Mercurio, en los brazos del
Santo Apóstol que amortiguaron la caída, quien, en parte sorprendido y en parte
también malhumorado por el abuso de confianza, le interpeló de la siguiente guisa:
SANTO APÓSTOL.- ¿Pero se puede saber, Mariano, de qué guindo os habéis caído?
MARIANO.- Del peor guindo de todos, Santo Apóstol, del guindo del poder.
Y colorín colorado, este cuento de patriarcas bíblicos, de gatos, de ruiseñores, de
adas coladas y sin colar, de rufianes, de termitas y de ratones, de esforzados
caballeros catalanes de cartón piedra, como Masartur, y hasta de delfines artúricos
filo-logos, no es que se haya acabado, es que solo ha hecho que comenzar, pues,
como fácilmente habrán podido adivinar ustedes, es el cuento español de nunca
acabar…
Ignacio de Sigüenza
Ignacio de Sigüenza es autor de La República Archipiélago. Una sátira menipea y lucianesca
contra el poder. www.larepublicaarchipielago.com
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