mariano ruiz campos

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MarianoRuizCampos
DepartamentodeDogma
ESPIRITUALIDAD COMO REALIDAD EXPERIENCIAL
DEL SER HUMANO
COMISIÓN DIOCESANA DE ESPIRITUALIDAD
(Valencia, 28/01/2015)
Introducción
a) Adoptamos la perspectiva de la teología sistemática, es decir, nos centramos en
lo que la teología ha reflexionado sobre la experiencia espiritual y en las
clarificaciones que ha aportado sobre la misma.
b) Cuando hablamos de espiritualidad estamos pensando en la espiritualidad
cristiana, o sea, en la relación con Dios mediada siempre por Cristo (como única
vía de acceso a Dios: cf. Jn 14,6) e impulsada y sostenida por el Espíritu Santo
(cf., por ejemplo, Rom 8,26-27).
1) Presupuestos antropológicos de la experiencia espiritual
a) Dos concepciones del ser humano:
o Persona como “yo” ab-soluto = heredada del pensamiento cartesiano
(cogito ergo sum). Según ésta el carácter absoluto del ser personal se
fundamenta sólo en la certeza de la propio autoconciencia, sin referencia
a ninguna otra realidad. Se trata de una noción ab-soluta de persona (desligada de toda referencia a los demás) como afirmación “solitaria” del
propio yo.
o Persona como conciencia relativa = heredada del personalismo
filosófico. El “yo” no se entiende como conciencia aislada de los demás,
sino como un “yo” responsable frente al “tú” de los otros. Desde esta
conciencia de la alteridad es pensable la relación con el tú por
antonomasia, que es Dios, y, en consecuencia, es pensable también la
experiencia espiritual, entendida como la relación interpersonal entre
Dios y nosotros.
b) Experiencia espiritual = Dios como tú del hombre y el hombre como tú de Dios
Ahora bien, ¿puede entrar Dios en relación con el hombre sin anularlo? ¿La
afirmación de un absoluto divino no supone negar cualquier pretensión de
absolutez por parte del hombre? ¿No habrá que negar a Dios para que el hombre
pueda serlo en plenitud?
o No, si caemos en la cuenta de que, para el pensamiento bíblico, Dios
nunca es para el hombre simplemente el otro, sino un tú; más aún, es el
tú por antonomasia en cuya amistad y amor el hombre encuentra su
plenitud (teología de la alianza).
o Luego, desde esta perspectiva, para describir la relación Dios-hombre, no
tiene sentido la alternativa “o Dios o yo”, planteada por el humanismo
ateo desde Feuerbach hasta Sartre o Camus. Más bien se debe aplicar la
dialéctica tú-yo, típica de los personalismos filosóficos.
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o Según ésta, el tú, aunque distinto el yo, tampoco le es totalmente ajeno,
sino todo lo contrario. Es una parte real del yo en la comunión del
nosotros. Digámoslo con palabras de Ruiz de la Peña: «el yo no se
afirma negando al tú amado —u odiado—, sino abrazándolo —o
rechazándolo— en la simbiosis de una existencia dialogalmente
compartida»1. O sea, que para bien o para mal, nuestro yo sólo puede
reconocerse en la relación a un tú, a través de la comunión del nosotros.
o Así pues, en un sentido o en otro, Dios resulta ineludible para la
comprensión del ser humano; del encuentro con él, surge el ser mismo
del hombre. Y es que sólo el ser personal por antonomasia puede conferir
personalidad a su criatura, y se la confiere de hecho cuando es percibido
(o rechazado) como tú de esa criatura.
o Por tanto, Dios entra en la autocomprensión del hombre como el tú por
antonomasia que funda su consistencia y su dignidad como ser único y
responsable ante él. Y, a la vez, el hombre se convierte en el tú de Dios,
en la única criatura que él amado por sí misma (GS 24), a la que mira y
en la que se ve reflejado hasta el punto que, en un momento dado de la
historia (y ya para siempre), habrá un ser humano que irradiará la gloria
de Dios.
2) Fundamentación bíblica
La dimensión espiritual del hombre consiste en esta apertura original a la relación
interpersonal con Dios. Esta concepción del ser humano se fundamenta
precisamente en el testimonio de la Sagrada Escritura. No se trata de aducir unos
textos concretos a modo de pruebas de una afirmación, sino de fijarnos en el
mensaje global de la Biblia acerca del hombre, el cual aparece en permanente
referencia a Dios.
a) Los relatos de la creación del hombre
i) Gén 1,26-27 emplea el concepto de imagen de Dios expresar que el hombre
es incomprensible sin relación al Creador (ya que la imagen recaba su
consistencia de lo representado en ella). Por tanto, separado de Dios, sin
referencia a él, el hombre no es que sería de otra manera, sino que
simplemente no existiría.
ii) Gén 2,7.18-25 es un relato más antiguo que el anterior y más que un
concepto emplea una imagen, la del Dios alfarero, para significar esa
relación constitutiva del hombre con respecto a Dios. El ser del hombre
depende de Dios, como la vasija depende para existir de la destreza del
alfarero.
Por tanto, en estos relatos de creación el hombre aparece como una realidad
no encerrada en sí misma sino abierta al diálogo con Dios.
b) Los relatos proféticos de vocación (Jer 1,5; Is 49,1)
Antes de formarte en el vientre, te elegí; antes de que salieras del seno materno,
te consagré: te constituí profeta de los gentiles (Jer 1,5).
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J.L. RUIZ DE LA PEÑA, Imagen de Dios. Antropología teológica fundamental, 177.
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Escuchadme, islas; atended, pueblos lejanos: El Señor me llamó desde el vientre
materno, de las entrañas de mi madre, y pronunció mi nombre (Is 49,1).
Son textos importantes, porque en ellos la vocación aparece como el
fundamento de la personalidad del profeta. Ya que es justamente la llamada
de Dios la que suscita su ser personal, la que lo hace surgir como individuo
distinto de Dios, pero en cuanto interlocutor suyo.
c) La experiencia de la búsqueda de Dios en los salmos (Sal 27,8-9; 42; 63)
Los salmos destilan una imagen de hombre fuertemente marcada por el
deseo de Dios. Este deseo es descrito a veces como una búsqueda interior
por parte del hombre (Sal 27) y otras veces incluso como una sensación
fuerte parecida a la sed:
Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío.
Tiene sed de Dios, del Dios vivo, ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios? (42,2-3).
Mi alma está sedienta de ti, mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca,
agostada, sin agua (Sal 63,2).
En todos estos casos el ser humano no se entiende si no es por su referencia
a Dios. Es precisamente en el encuentro con él donde alcanza su plenitud.
d) La reflexión paulina sobre la vocación original del hombre (Ef 1,3-10)
San Pablo entiende a Cristo como el nuevo Adán, es decir, como la plenitud de
lo humano, el hombre perfecto. Desde esta perspectiva, cada ser humano es
comprendido como aquella criatura llamada por Dios a configurarse con Cristo,
a reproducir su imagen, a ser como él:
Él nos ha destinado por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad a
ser sus hijos, para alabanza de la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha
concedido en el Amado (Ef 1,5-6).
Por tanto, todo hombre es un ser llamado a la filiación divina por medio de
Cristo. De modo que la vocación última de todo hombre consiste en ser hijo en
el Hijo Amado. Así pues, para la visión cristiana del hombre, tal como se
desprende de la Sagrada Escritura, la espiritualidad es una dimensión
fundamental (constitutiva) del ser humano. No nos entendemos si no es como
seres llamados a la comunión con Dios. Ahora bien, ¿cómo experimentamos
nosotros esa dimensión de nuestro ser? ¿En qué sentido podemos hablar de la
espiritualidad como realidad experiencial del ser humano?
3) La relación Dios-hombre como realidad experiencial del ser humano
(Delimitación del concepto de experiencia: tipo de conocimiento inmediato, algo
que sabemos, no por referencia o relato de otros, sino porque lo hemos vivido
nosotros directamente). ¿Cómo se vive la experiencia de Dios?
a) Experiencia de presencia
1. El testimonio de la Escritura (Sal 139).
2. El relato autobiográfico de M. García Morente:
En el relojito de pared sonaron las doce de la noche. La noche estaba serena y
muy clara. En mi alma reinaba una paz extraordinaria. Aquí hay un hueco en mis
recuerdos tan minuciosos. Debí quedarme dormido. Mi memoria recoge el hilo de
3
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los sucesos en el momento en que me despertaba bajo la impresión de un sobresalto
inexplicable [...] Me puse en pie tembloroso y abrí de par en par la ventana. Una
bocanada de aire fresco me azotó el rostro. Volví la cara hacia el interior de la
habitación y me quedé petrificado. Allí estaba él, yo no lo veía, no lo oía, yo no lo
tocaba, pero Él estaba allí.
En la habitación no había más luz que una lámpara eléctrica de esas diminutas,
de uno o dos bujías, en un rincón. Yo no veía nada, no oía nada, no tocaba nada, no
tenía la menor sensación, pero Él estaba allí. Yo permanecía inmóvil, agarrotado por
la emoción. Y le percibía. Percibía su presencia con la misma claridad con que
percibo el papel en que estoy escribiendo y las letras, negro sobre blanco, que estoy
trazando, pero no tenía ninguna sensación ni en la vista ni en el oído, ni en el tacto,
ni en el olfato, ni en el gusto2.
García Morente describe una experiencia que no es producto de la imaginación.
De hecho, tiene buen cuidado en diferenciar entre las sensaciones sensoriales y
el «sentimiento de realidad» que invade esta parte del relato (Martín Velasco).
Es la conciencia de haber descubierto a alguien que ya estaba presente y al que
una inconcebible inadvertencia, falta de atención o negligencia del sujeto había
tenido hasta ese momento oculto. Esta presencia previa (en el caso de Morente)
se había hecho notar bajo la forma de preguntas radicales, del enigma de la vida
y de la experiencia de la propia contingencia.
También en nuestro caso esas preguntas, aunque no lleguen a desvelar la
presencia de Dios, no son totalmente inútiles. Hacen que cuando esa presencia se
otorgue pueda ser reconocida como una presencia familiar, connatural con el
hombre.
b) Experiencia de la trascendencia
Encuentro con la majestad de Dios (Is 6,1-5), con el misterio que nos desborda y
que nos sobrepasa, ante el cual solo podemos callar.
Es la experiencia de los místicos, como la que retrata san Juan de la Cruz en una
de sus poesías: «Este saber no sabiendo / es de tan alto poder, / que los sabios
arguyendo / jamás le pueden vencer, / que no llega su saber / a no entender
entendiendo, / toda sciencia trascendiendo» (Obras, 81).
c) Experiencia de ausencia
Relacionada con la anterior, es un misterio del que no podemos disponer, que no
podemos manejar, que se nos escapa de las manos, que se muestra como
huidizo. «¿A dónde te escondite, Amado, y me dejaste con gemido?» (San Juan
de la Cruz). Es la experiencia de las pruebas, de los sufrimientos, es la
experiencia del propio Jesús en la cruz: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?
Sobre esta experiencia de la ausencia de Dios explica san Juan de la Cruz en el
Cántico espiritual:
es de notar que, por grandes comunicaciones y presencias y altas subidas noticias
de Dios que un alma en esta vida tenga [estaríamos en las dos experiencias
anteriores], no es aquello esencialmente Dios ni tiene que ver con Él, porque
todavía, a la verdad, le está al alma escondido, y por eso siempre le conviene al alma
2
J. MARTÍN VELASCO, La experiencia cristiana de Dios, 222.
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sobre todas esas grandezas tenerle por escondido y buscarle escondido [...]; porque
ni la alta comunicación ni presencia sensible es cierto testimonio de su graciosa
presencia, ni la sequedad y carencia de todo eso en el alma lo es de su ausencia en
ella» (Obras, 742).
d) Experiencia de negación
La experiencia de la ausencia de Dios puede acabar también en la negación. Es
el caso de los ateos. Pero también esta es en cierto modo experiencia de Dios,
porque como decíamos al principio ante él no es posible permanecer neutrales,
suspender el juicio: o se le afirma o se le niega, o se le ama o se le odia. En este
sentido —como señala T. Halík— los ateos no es que no tengan razón (ellos
perciben como nosotros la ausencia de Dios), lo que no tienen es paciencia para
afrontar el silencio de Dios, su aparente ausencia de este mundo:
a la maduración en la fe pertenece también la aceptación y el aguantar momentos
—y a veces largos periodos— en los que Dios parece estar lejos, en los que
permanece oculto. Lo patente y demostrable no requiere la fe, después de todo; la fe
no la necesitamos en la luz de las seguridades inconmovibles, accesibles a la fuerza
de nuestra razón, nuestra imaginación o nuestra experiencia sensorial. La fe está
aquí precisamente para esos instantes de penumbra en los que la vida y el mundo
están llenos de inseguridad, durante la fría noche del silencio de Dios3.
Desde esta perspectiva, la negación forma parte de la experiencia de Dios. Por
eso la postura de la Iglesia ante el ateísmo, desde el Vaticano II, no es de
condena, sino de diálogo (GS 19-21).
4) Conclusión
a) El hombre como “animal espiritual”4: la espiritualidad como experiencia
humana fundamental, experiencia de trascendencia, experiencia de absolutez.
Al decir que es un ser espiritual se está queriendo decir que es irreductible a lo
puramente biológico, que pretende tener un carácter absoluto, trascendente en
relación con el resto de las criaturas. La espiritualidad es la experiencia humana
por excelencia, la de su apertura a Dios.
b) La espiritualidad como experiencia humana gratuita. La vocación
trascendental del hombre, como vocación originaria a la comunión con Dios,
idéntica para todo ser humano sin distinción de estado, condición social o
religión:
El hombre cristiano, conformado con la imagen del Hijo, que es el Primogénito
entre muchos hermanos, recibe las primicias del Espíritu (Rom 8,23), las cuales le
capacitan para cumplir la ley nueva del amor [...] Esto vale no solamente para los
cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón
obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema
del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos
creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo
Dios conocida, se asocien a este misterio pascual (GS 22).
3
T. HALÍK, Paciencia con Dios. Cerca de los lejanos, 12-13.
A. COMTE-SPONVILLE, El alma del ateísmo, 143: «[La espiritualidad] es el aspecto más noble del hombre, o más bien su función más elevada, que nos convierte en algo distinto a las bestias, más y mejor que
los animales que también somos. “El hombre es un animal metafísico”, decía Schopenhauer, luego también, añadiría yo, espiritual».
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c) La espiritualidad como una experiencia humana universal. ¿Una espiritualidad
sin Dios?
Esta es la postura del filósofo francés André Comte-Sponteville, quien
diferenciando entre religión (que serían los dogmas) y espiritualidad (relación
con el infinito, con el Todo), reivindica también una espiritualidad para los
ateos5.
Para él, el espíritu no es una sustancia inmaterial, sino simplemente la apertura
del hombre al absoluto. Y esto no debe confundirse con la religión, que es sólo
una de sus formas6.
Queda la pregunta de si puede ser plenamente satisfactoria una relación sin
reciprocidad, sin diálogo, sin encuentro interpersonal, en el fondo, sin amor...
Bibliografía
COMTE-SPONVILLE, A., El alma del ateísmo. Introducción a una espiritualidad sin
Dios, Paidós contextos 108, Barcelona 2006.
HALÍK, T., Paciencia con Dios. Cerca de los lejanos, Herder, Barcelona 2014.
MARTÍN VELASCO, J., La experiencia cristiana de Dios, Trotta, Madrid 31997,
215-238.
RUIZ DE LA PEÑA, J.L., Imagen de Dios. Antropología teológica fundamental, Sal
Terrae, Santander 1988.
5
A. COMTE-SPONVILLE, El alma del ateísmo, 144: «No creer en Dios no es razón para que amputemos
una parte de nuestra humanidad [la dimensión espiritual], ¡y sobre todo no de ésta! Carecer de religión no
es una razón para renunciar a toda vida espiritual».
6
Ibid., 147: «Ser materialista, en el sentido filosófico del término, equivale a negar la independencia
ontológica del espíritu, pero no a negar su existencia (porque entonces el propio materialismo se volvería
impensable)».
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