ecfitorkil JfflqpNüEro LA ISLA rLrLl.TU'XTLJL"T.4L'+ !UTJ"TTrnTn + -ULLÜiJ ! . « I ! • i I É ! í ( ! 5 > : Juan Bautista Rivarola Matto Juan Bautista Rivarola Matto LA ISLA SIN MAR ARTE NUEVO Editores Asunción ,1987 Este libro fue vivido y escrito varias veces, en el transcurso de muchos años. La redacción definitiva se realizo entre junio de 1983 y mayo de 1984. Fue posible hacerla mediante la ayuda material, el estímulo moral y el acierto crítico de Adelina Tipháine; y la abnegación sin límites de mi sobrina Martha Martínez Rivarola: se jugaron para que pudiera dedicarme escribir la novela en Asunción con la misma libertad que si residiera en Londres y fuera millonario. J.B.R.M. Serie Literatura N^ 5 * Impreso en Paraguay Printed en Paraguay por/by ARTE NUEVO EDITORES Montecideo 1687 - Tel. 82736 Asunción - Paraguay * Queda hecho el depósito que marca la ley. ya no estás. Ju sangre, cuajada en el cáliz, sangra en el corazón de ¡os valientes; en el atardecer cjue sangra sobre el río,en el grito del "Hombre sobre el surco cfue sangra en el palmar. ÜAIo busquemos imágenes consoladoras. Sé cfue estás en la CNada, en la esperanza trunca, en el árbol caído, en la simiente. El dolor c\we desgarra con sus uñas de hierro, duerme, espera, como el Juego en el leño. nombre, cpara (fué? ¿Qué es el nombre de un hombre? fuiste el Honor de un pueblo. Basta. Toda semejanza de hechos o personajes de esta obra ficción con sucesos o personas reales es puramente casual; pero, si a alguno le sienta el sayo, que lo vista. INDICE Mi Capitán 13 Introducción - Apuntes del amanuense 27 El desfile —39 La conspiración 51 El héroe - 61 Carpincho..... - -66 iViva Mariana Arguello! Borrador de Informe 76 . 103 La casa de la calle España.. .....108 La tentación - 119 El lacayo 125 Reencuentro 132 La casa de la abuela 143 La maison du diahle rouge La travesía ....148 — - 162 El visionario ....168 El verduguillo............... 184 El ministro 204 Memorias de un diablo bueno - 214 El independiente *-..- 223 Muñeca Eguzquiza. El doctor Faustino - « El Palacio de López La conciencia de Alfonso 233 245 253 - 264 El pacto 276 El coronel tiene quien le escriba 283 El gran loco paraguayo 294 La aristócrata 313 La enviada 320 Nota del amanuense 324 El primer adelantado 328 La belle epoque 333 El silencio y la alucinación 342 El mensajero 356 .„.* La muerte 376 La cárcel modelo 381 El peregrino 391 El poder y la gloria 399 Del cuaderno de tapas liberales 408 El fantasma - 416 Una jornada de locos 422 Yo soy el Dios... 438 La gran huelga 445 Borrador de crónica 453 Déjalos que farreen 461 El héroe eponimo Nota final del amanuense ....-473 -.484 LA ISLA SIN MAR MI CAPITAN El silbido intermitente de un ynambú-guasú se acercaba corno marcando el paso. Quedé quieto, al acecho, hundido en la hojarasca. Era un bosque sin trinos, algazara de loros ni aullar dé carayaes. Como cobriza curiyú reptaba a mi lado un arroyuelo entre el verde oscurecido de culantrillos lánguidos. Me afirmé en las manos y moví lenta, muy lentamente, la cabeza. Estaba allf, a tres pasos, grande como un gallo. Contuve el ciego impulso de saltar. Se aireó las plumas; silbó; mostro' el trasero. Lo vi alejarse en la claridad violenta del crepúsculo. Dejé caer la cabeza sobre el brazo. Sentf el gusto salado de mis lágrimas. Había corrido atrepellando la maleza hasta caer e x t e nuado. En el apuro, dejé mi fusil en el maizal. Desperté cuando la oscuridad comienza a salir de entre los árboles como un fantasma mudo. Tuve ganas de aullar-de miedo y hambre. Pero al clamor acudirían demonios armados de cuchillos. Me sacarían los ojos y los dientes; me arrancarían el corazón; me arrojarían al río para derivar como escarmiento, crucificado en maderos de jangada. 1 Si me quedaba quieto me confundiría con la tierra hasta que, me absorbieran las raíces y me llevaran poco a poco en la sangre de un árbol hasta alcanzar el sol. Sentí un inmenso alivio. Hasta que con el ynambú volvió silbando la esperanza. Era demasiado joven para aceptar la muerte; esa cosa absurda, incomprensible, que le acontece a los demás. -¡Virgen de Caacupé, hazme que vuelva el condenado bicho! No volví a dudar del poder de la oración. Otro silbido me anunció la inminencia del milagro. Mi fe se acrecentó al verlo multiplicado en un casal. El macho escarbaba y se apar13 taba cortés. Una prieta dama lo seguía picoteando la tierra en el sitio despejado. Estaban cerca, pero aún fuera de mi alcance. Me tuve que mover para afirmar el salto. El macho, alerta, hizo con el cogote un retorcido signo de interrogación. Algo le dijo a su pareja porque ella, dando un rodeo, se fue a beber al arroyo mientras su concubino no me perdfa de vista. Ni me recuerdo cómo fue que lo agarré. Casi le clavo los dientes. La viuda escapaba en aspavientos, tratando de volar en su desesperación. Tuve ganas de gruñir. Sentí que odiaba al desgraciado ynambú que ya daba en mis manos sus postreras pataletas. Desplumé mal que mal ai pobre bicho; lo destripé en el arroyo con el filoso cuchillo que aún conservo; lo atravesé con un palo; junté leña; cavé con el machete un pozo al pie de un áTbol de salientes raíces para esconder lo más posible el fuego. Entonces me acordé que no me quedaban fósforos, pero sí algunos cartuchos de màuser en la bolsa de víveres. Los conté maquinalmente, vaya uno a saber por qué. No a l canzaban a veinte; eran todo mi parque. Aunque ya no tenía fusil me pesó malgastar uno. El capitán no lo hubiera permitido así tuviéramos que comer la carne cruda. Pero ahora estaba fuera de su alcance, libre por fin de la pesadilla de aquel hombre. Le saqué a un cartucho el proyectil; volqué la pólvora sobre un puñado de ramitas y hojas secas; golpeé el cuchillo en el machete hasta que saltó una chispita y estalló la llamarada. Fue un momento feliz de mi existencia. El ynambú se asaba despidiendo un delicado olorcito. Sentado a la turca sobre mi manta extendida, disfruté de mi hambre como ante una mujer desnuda que nos pertenece. Ahí nomás se secaban mis destrozados zapatones reyunos. El fuego oreaba el tronco del árbol y chamuscaba las raíces. Alrededor, la oscuridad más negra. Me sentía contento y seguro. Era el comienzo del fin de la aventura. Meses y meses de derrota en derrota, de hambre en hambre; tiritando de frío, reventando de calor; comidos por garrapatas, uras, piojos, tábanos y mosquitos; acosados como bestias detrás de un loco empecinado sin qué ni para qué. Algunos desertaban o se pasaban al enemigo para servir de baqueanos; pero eran los menos. Sabía muy bien que mientras viviera mi capitán me sería imposible abandonarlo. Muchas veces tuve ganas de pegarle un tiro. Pobre mi capitán, tenía el vicio de fumar y yo era propietario de una pipa. Cuando no había cigarros, la 14 llenaba con picaduras de puchos mezcladas con espartillo y me acercaba a convidarlo. Se ponía contento como un chico. Pasando de boca a boca aquella porquería, amanecíamos charlando. Así llegue a sentir su pensamiento, tal vez mezclado con saliva, pero no alcancé a comprenderlo hasta mucho después. "Si algo me pasa, quédate con mi libreta -me decía, golpeándose el bolsillo-. Puede que tú la entiendas; conoces el contexto". Pasamos lo peor cuando nos embretaron entre un cerro y un pantano. Nos hicieron pedazos con morteros y aviones. Mandaron a la carga arruinados conscriptos reclutones, torpes y caprichosos. Cuánta madre llorando en esos campos de Dios. Nos abrimos paso con granadas, tiros a quemarropa, enredados en lianas, macheteando tacuapíes, revolcados en la sangre y el horror en esa suerte de locura entusiasta, embriagados con el frenesí de la batalla. Escapamos doce hombre, incluyendo a Pabla, quien no tenía dos huevos sino cuatro. Pues bien, al capitán se le antojó mandar carnear un buey ajeno para celebrar el triunfo. - Compañeros, los dejamos atrás a esos hijos de la diabla. Necesitan tiempo para desplegar un nuevo dispositivo de cerco. Entre tanto, nosotros marcharemos sobre la capital. ¡Animo, muchachos, la victoria está cerca! ¿Quién se iba a animar a decirle que estaba más loco que una cabra? -¡Hurra'aaa! - gritamos, levantando los fusiles. Así fue como vinimos a parar a la cordillera de Altos, a unas ocho leguas de Asunción, hambrientos y extenuados, mientras el enemigo nos buscaba en los confines del Amambay. El capitán ordenó un día completo de descanso antes de emprender las acciones decisivas que, según nos dijo, tenía planeadas. Nos mandó a Pabla, al viejo Atalaya, a Lucas Portillo y a mí a buscar choclos en un maizal que habíamos divisado desde un cerro. El sembrado estaba entre el monte y una huella de carretas. Lo prudente hubiera sido esperar que oscureciera, pero el hambre era mucha. Portillo y Atalaya se quedaron en el linde para vigilar mientras Pabla y yo, con una bolsa de arpillera cada uno, nos arrastramos por los surcos. Eran crihudos choclos de rozado; gordos, tiernos, olorosos. Como el fusil me estorbaba, lo dejé en el suelo para llenar mi bolsa lo antes posible. -No dejes tu fusil - m e advirtió Pabla-, si nos salen los fuerzas vas a correr en vez de usarlo. 15 -¡No ha de! - le dije alegremente, pensando sólo en la comida. Me rebatió una linea de tiradores que se levantó de repente hacia el borde del camino y atropello el maizal soplando fuego. "¡Que los degüellen por la nuca!", oí que bramaban entre la gritería. Para qué discutir con los maleducados. Salí inflando camisa sin sentir los talones. El pajarraco sin sal se me antojó delicioso. De sobremesa, cargué mi mixtura en mi cachimbo y me puse a reflexionar como un burgués ante la chimenea. Estaba solo, perdido desarmado, pero dueño por fin de mi albedrio, A pocas leguas del lugar donde me encontraba según mis cálculos, debía estar Caacupé. Con un poco de suerte muy pronto me hall arfa a salvo en casa de mi hermana Ana María. Me imaginé bañado, despiojado, metido en una cama limpia, con el buche lleno de manjares exquisitos. Pero la conciencia que no entiende razones me dictaba otra cosa*, buscar a Feliciano Palacios y acompañarlo hasta el límite de su locura. Fue lo que hice finalmente. Pero no tuve suerte. Cuando encontré el campamento mi capitán ya se había ido. * * * * * * - Hamacaba a uno mi hermanito que estaba en un canasto colgado del techo -me dijo Martina, y evoqué a una niña de ojos asombrados-. Madre había prendido una veía a los santos del nicho. Una hilera de chi qui Unes se chupaba los mocos. Madre los había echado muchas veces. Ellos volvían como alunados a mirar por la mujer tendida en la cama grande. Más que mujer parecía un indio de tetillas chupadas como hollejos vacíos, o un Cristo de palosanto recién bajado de la cruz por María Magdalena ''Le dije bien -decía y decía-, no vaye, no vaye a dejar qu : jusil' 1 . La trajeron unos zaparrastrosos llenos de llagas i imefacciones, meados por los zorrinos, que para nada ponderaban por los ladridos del perro. Tenía un agujerito en el pecho y un agujeróte en la espalda: la bala la bandeó. Madre le limpió la mugre, le lavó las heridas con tapecué y salmuera, las cubrió con papel de astrasa y miel de abeja, la vendó con lienzos calentados con la plancha. Enseguida después le hizo tomar cocido azucarado con aspirina adentro. La enferma, más aliviada, siguió retando a alguno que dejó su fusil. Eramos pobres pero nada nos f r ' a b a . Pobres, pero delicados, Taita trabajaba su cocué y Di miraba por nosotros. 16 -Se va a sanar si no se pasma - le dijo Madre a un hombre todo arrugado al que le decían Atalaya. Su aspecto era espantoso, pero ni al perro espantaba. Barcino le hociqueó por todos lados y se tendió a sus pies como si lo hubiera reconocido. Atalaya estuvo todo el tiempo como un santo de palo, con las manos agarradas al caño de su fusil. Taita mateaba en el solero con un hombre parecido a San Ignacio. Atalaya y Portillo regresaron al campamento trayendo a Pabla gravemente herida. Mientras Atalaya se ocupaba de ella, Portillo fue a informar al capitán. Lo encontró en la cima de un cerro, recostado en un árbol. Media legua más abajo, el incendio del sol que se hundía en el horizonte se reflejaba en el lago Ypacaraí. El verde de los bosques y el rojo de los caminos se iban diluyendo en una luz morada. Tenía los ojos tristes, perdidos en el vuelo de un solitario tuyuyú que cruzaba el cielo naranja hacia los esteros del Salado. Portillo procuró mostrar las cosas por el lado risueño. -Lo vi correr sobre el maizal, pasó volando sobre el monte, las balas perdieron el aliento en su persecución. El capitán Palacios sonrió. Portillo continuó, más animado. - Pensaban comer de balde y atropellaron a lo toro. Atalaya entabló a dos fuerzas y yo creo que zambullí a algún otro. Esto les sentó cabeza. Se tendieron a jugarle a Atalaya que quebraba espoletas saltando de un lado a otro mientras yo corría a sacar a Pabla. De paso me traje una bolsa de choclos. Que los cocinen enseguida con los restos de chastaca. Y trata de descansar. Cuando sea de noche, caminamos. Lucas Portillo vaciló. - ¿No lo vamos a esperar? Lo conozco; va a volver cuando se aplaque. Lo puedo ir a buscar, soy perro baqueano y no ha de andar lejos: el guazú cuando se asusta corre derecho. El capitán le apoyó una mano en el hombro y le dijo, sonriendo: • - ¿Para qué? -¡A la orden! - exclamó Portillo, cuadrándose, con la mano en la visera. Habían abandonado esa costumbre. Ambos se echaron a reír. 17 Pabla estaba sentada en un tronco. Tenia el torso desnudo. Le habían' taponado las heridas con hojas mascadas, ceniza y trapos chamuscados. La vendaban con tiras de arpillera. Con las manos apoyadas en las rodillas, miraba al fuego, pensativa. -¿Qué tal, Pabla? -le dijo en guaraní, ella no hablaba castellano-, ¿cómo te sientes? - Hae pora niko *ichupe, aniña, che memby, iehejátei nde mboka, "Le dije bien! hijo mío, no dejes tu fusil". Estaba delirando. Él pantalón de soldado verdeolivo, ceñido con cuerdas a las canillas, era un harapo de sangre y tierra colorada. Tenía los pies pequeños, negros, duros. La melena enmarañada, cortada a cuchillo, le daba un aspecto bárbaro, cerril. Imposible calcular su edad. Vino con su compañero. El hombre resultó un inútil, desertó enseguida. Se acompañó con Atalaya, acaso para que no la molestaran los demás. Formaban al dormir un desolado bulto quieto. - Pabla -repitió el capitán-, ¿no me conoces? - Ya te dije, lo puedes precisar, no van a darte tiempo... - De balde, mí capitán -dijo Atalaya, poniéndole a Pabla una casaca en los hombros^, ella no está en su juicio. Se tragaba la Voz el pobre viejo. Tenía el aspecto de un buey manso, pero era un formidable combatiente, veterano de la guerra y de tres revoluciones. - Procura que descanse, y tú también. Saldremos de aquí a un rato. Encontraron junto al lago una canoa sin remos. Buscaron uri palo para botador. Cargaron en ella ropas y armamentos. Portillo se hizo cargo de la vara. Se embarcaron Feliciano, Pabla y Atalaya. El resto cruzó a pie, agarrándose a la borda en las partes profundas. A Pabla le subía la fiebre. Más allá del lago comenzaban los pi rizales y el estero. Hacia el amanecer pisaron tierra firme. Cuatro hombres se turnaban para traer a Pabla en una manta. No pesaba mucho pero estaban agotados. Vieron el humo de una locomotora que pasaba pitando más allá de unos montes. Un perro ladró. Un hombre de sombrero de paja, azada al hombro y machete en la mano, los observaba en silencio, con la cabeza levantada y la frente fruncida. Su ropa, llena de remiendos, era de una ad18 mirable pulcritud. Más allá de una tranquera, escondida entre los árboles, se vela una blanca casa de adobe y techo de paja. - Buen día - dijo el capitán, adelantándose. El hombre tardó un momento en responder. - Buen día. - Traemos una mujer herida, ¿nos permites llegar? -¡Cómo no! Tres hombres se apostaron afuera con orden de no dejar salir a nadie de la casa. La patrona, bajo la vigilancia de Atalaya, se ocupó de Pabla. Mientras el resto de la tropa preparaba en la cocina reviros y cocidos, el capitán se puso a matear con el labrador. Le explicó algunas cosas y le hizo algunas preguntas que el hombre contestó con buena voluntad y buen criterio. - Veo que estamos en la casa de un señor -le dijo el capitán-. Vamos a pasar enseguida. No podemos llevar a la mujer. Si la entregas, la matarán. Queda a tu cargo. - Así es - asintió el hombre. el capitán se asomó a la habitación. - Atalaya, nos vamos. - iListo! Se echó ei fusil al hombro y salió sin mirar atrás. El plan de Feliciano Palacios era internarse de nuevo en el estero, hacer un rodeo y salir más allá del arroyo Yuquyry. En esa forma, si el labrador delataba, era posible despistar al enemigo. Atalaya caminaba algo rezagado. Barcino lo acompañó por largo trecho. Cuando entraban a los pi rizales, se detuvo. Ladró para decirle que Pabla quedaba en buenas manos y regresó al trotecito, con el hocico por el suelo. -Madre se acercó a Taita, que recostado en un horcón del solero, mascaba su naco y escupía. - Mi señor... - Mi señora... - hay orden de dar parte. -¡Que haiga! Madre corrió a prenderle otra vela a los santos. ****** - Así que Lucas Portillo te entregó la libreta en lugar de dárnosla a nosotros, que somos sus correligionarios - me dijo mi amigo Fabio Iglesias. 19 - Está bien, es comprensible, fuiste su compañero. Me gustaría verla un poco. Tu capitán era mi amigo. Combatió en Boquerón a la edad de quince años. Volvió de la guerra a los dieciocho, con el grado de teniente primero. Participó en la revolución del treinta y seis. Estuvo a punto de ir a España a defender la República con el grupo de Paiva Palacios y José Aparicio Gutiérrez. Estuvo con Joel Estigarribia en la audaz tentativa, de apoderarse de la División de Caballería con un puñado de hombres. Intervino en el asalto a la Jefatura de Policía. Durante la guerra civil fue ascendido a capitán. Los alborotos le buscaban y él no les sacaba el cuerpo. Permaneció años en prisión. Salió de la cárcel con la salud quebrantada, y, por primera vez en su agitada existencia, llevó una vida relativamente normal en Buenos Aires. Reconciliado con su esposa, de la que se había separado por causa de otra mujer, pudo, reunir a los hijos que las .andanzas de su padre tenía desparramados por las casas de parientes y amigos. Le habían conseguido un empleo modesto pero seguro en el que no hacía prácticamente nada, salvo aburrirse como un perro atado. A los dirigentes de su partido no les. fue difícil alistarlo para otra patriada. Cuando lo supe lo llamé, no para disuadirlo sino para ganarlo para mi movimiento. Lo hice con la oposición de mis correligionarios, que lo consideraban un aventurero vulgar. Nos encontramos en, un café de la Avenida de Mayo. Al verlo me di cuenta de que había cometido un error. Encontré a un hombre prematuramente envejecido, de flacura quijotesca y mirada febril. Tintaba dentro de un c a pote gris, deshilacliado; se envolvía el cuelo con una bufanda; tenía el cabello revuelto y la barba crecida; se retorcía las manos pálidas, friolentas; seseaba por la falta de dientes; tenía un tic nervioso en la comisura de los labios. - , N o , Fabio, mi hermano - m e dijo-, cada cual tiene su compromiso. Lo que sí me gustaría es llevar algunos de los tuyos. Los voy a cuidar bien, son de confianza. Aunque nuestros dirigentes no se entiendan, los considero aliados; el e n e migo dé mi enemigo es mi amigo. Era penoso ver en tal estado a Feliciano Palacios cuando se lo conoció en su varonil estampa, en la plenitud de su energía. Le pregunté de su salud. Como pillado en falta, d e rramó café de su pocilio. -¿Qué importa la salud del que va a ser degollado? se rió tapándose la boca para esconder los huecos de su dentadura-. Me apenan, claro, mi mujer y mis hijos, aunque les sirvo de poco. Y la pobre mamá. Ella sí que es una gran 20 señora. Esperaba otra cosa de mí -volvió a reír, esta vez a. carcajadas-. Me obligaba a estudiar piano y francés para que me sirvieran de adorno en sociedad. Tal vez por eso me e s capé de mi casa para ir a la guerra... Quedó un momento pensativo. Continuó en voz baja: - Sin embargo ella siempre, en toda circunstancia, e s tuvo orgullosa de mí. Me trasmitió su orgullo, ¿sabes?... ¿Te acuerdas de mi mamá? - Claro que sí Se recostó en la silla, equilibrándola sobre las patas traseras. Su rostro adquirió una expresión tierna, adolorida. Entrecerró los ojos. - Dime, Fabio, mi hermano, ¿de veras soy un tarambana? -sin esperar respuesta continuó-. Lo pienso a veces, y mi mujer me lo reprocha cuando está desesperada. Lo que pasa es que nunca, ni por equivocación, hago lo que me conviene. Es una fatalidad. Soy víctima de mi propia fama, como esos pistoleros del Lejano Oeste. En el fondo, en mi perra vida me importó un carajo de mí mismo. Fui donde me llamaron sin mucho averiguar, confiando en que los demás tendrían mayores luces. ¿Hice mal, estuve equivocado? Me hace dudar el desdén reprimido de amigos y correligionarios cuando me veo obligado a pedirles plata para el tranvía. Tú, que eres un hombre de ley podrás decírmelo, ¿hice mal? - No lo creo. - Ya ves, yo tampoco, aunque en el fondo soy un hombre humilde. A nadie le gusta renegar de sí mismo. Mi pecado es la derrota. Por eso tengo que ir. Tal vez se haya cansado de mí la mala suerte... - No es esa la cuestión, no es culpa tuya si... -¡De acuerdo, de acuerdo, ya sé lo que me vas a decir! -me atajó riendo-. Pero tú andas en lo mismo desde que te conozco; tienes mi misma edad y más cárceles que yo. Sin embargo se te ve lo más bien, ¿cuál es el secreto? - A mí no me pueden derrotar; no tengo objetivos per-i; sonales y la causa que defiendo es invencible. Feliciano sonrió. -¡Estos no tienen remedio! - Si no estás bien de salud deja de un lado el amor propio y dilo francamente -le aconsejé sin esperanzas-. Nadie pondrá en duda tu valor. No solamente por ti, sino por los hombres que irían bajo tu mando. 21 Feliciano prendió un cigarrillo olvidando que tenia otro encendido en el cenicero. Es curioso que se recuerden d e t a lles como éste después de tantos años. -iQué esperanza, no me conoces! Con un fusil terciado y un revólver en el cinto soy otra persona. O mejor, soy de veras lo que soy. El reumatismo de la cárcel y las úlceras de Buenos Aires se irán al diablo en cuanto cruce el río. Es la ventaja de la guerra, los microbios no la aguantan. Concretando, ¿me vas a prestar o no unos cuantos "invencibles"? - Yo no puedo decidir -le contesté sin entusiasmo-, voy a informar, a ver qué dicen. - Esta vez con mi oposición -concluyó Fabio-, se resolvió confiar algunos hombres al capitán Palacios. Portillo estaba entre ellos. Empezaron a llegar noticias de derrotas, de atrocidades nunca vistas. Perdimos la revolución, pero Feliciaño la siguió por cuenta propia. En sus movimientos caprichosos se insinuaba la persecución de un objetivo, o acaso simplemente de un lugar para morir. * * * * * * Libreta de tapa negra, papel cuadriculado. La examino una y otra vez para arrancarle su secreto. Letra pequeña, apretada. Frases brevísimas, inconexas, llenas de abreviaturas. A veces nada más que un nombre seguido de una cruz, de un signo de admiración o de pregunta. Ansioso, busco el mío. No lo encuentro. No existo. * * * * * * Salieron del estero a media siesta, y, avanzando agazapados entre las cortaderas por un camino de vacas, se deslizaron a una islita de árboles sombrosos. Era un sesteadero del ganado, manso por estas regiones, que apenas se inquietó por la irrupción de intrusos. El suelo, alfombrado de bostas secas, estaba libre de yuyos. Hacia el oeste, el pajonal se extendía hasta las lomas que bordean el valle del Yuquyry. Hacia el este, un avión patrullaba a baja altura. - Aquí descansaremos -dijo el capitán-, no desparramen el equipo. Uniformados por la miseria, se distinguían de una tropa de mendigos por el denuedo y la firmeza de sus rostros. Cada 22 cual hizo un moníoncito con la manta enrollada, sa te víveres, la caramañola y el fusih El capitán no tuvo r; ;vc . para nombrar centinelas. Poco después dormían roncano^ sua veniente, con profundo desahogo. Feliciano Palacios observó el avión con los prismáticos. Calculó la distancia. Sobrevolaba el lago de Ypacaraí. Probablemente el enemigo había descubierto el lugar donde se embarcaron en la canoa y debía suponerlos ocultos en los camalotales del rfo Salado. El labrador no dio parte; se lo diría a Atalaya en cuanto despertase. Media hora después, el avión tomó altura y pasó rugiendo en linea recta hacia la base de Campo Grande. Invisibles para el ojo inexperto, se elevaban de las lomas deslumbradas por el sol tenues columnas de humo. De aquí en más sería difícil avanzar sin toparse a cada paso con pobladores. Sacó la libreta de su envoltorio de plástico e hizo una anotación. 27/2 16.30 Avión s/lago. En. despistado. Me quedan dos días. ¡Duermen! Un mes atrás había despachado dos emisarios, uno hacia la capirai y otro hacia la frontera. Lo hizo para sacárselos de encima y darles una oportunidad, porque estaban enfermos. Cada uno llevó una carta y un mensaje verbal: el 1Q de Marzo, aniversario del combate de Cerro Cora, en el que cayó el Mariscal López con sus últimos soldados en el último confín de la patria, se presentaría en Asunción para vencer o morir. Fue una fanfarronada, fruto de la rabia y la desesperación.. Pero ya estaba dicho, era preciso cumplir la palabra. No había resuelto lo que iba a hacer cuando llegara. Tampoco se había detenido a pensar las consecuencias. De todos modos, era una buena fecha para morir. La casa de la abuela, anotó, pero tachó enseguida. Los domingos, después de misa, cruzaba la plaza, subía las gradas de mármol blanco, pasaba la sala de muebles n e gros y vitrales de colores, llegaba al patio rodeado de un ancho corredor sostenido por robustos pilares. En un rincón sombreado por el árbol de los pesebres y la enredadera de jazmín, un cántaro presidía como un panzudo ídolo cobrizo la charla de los mayores. En una de las habitaciones, cerca del altar de la Virgen del Carmen ataviada de sedas y enjoyada 23 de oros, estaba doña Pilar Frutos de Recalde. Fumaba enormes cigarros de hoja y jamás hablaba en castellano, aunque era falta de respeto y guarangada dirigirse a ella en guaraní. Los chicos la rodeaban embobados. Conocía las astucias de Perú Rima, las tribulaciones y desquites de Pychái, las seducciones de Curupf a las doncellas imprudentes que acuden solas a la fuente en horas del atardecer. Sabía también de tragedias y batallas. Cruzó el estero de Ypecuá después del dedastre de Itá Yvaté. Defendió a botellazos las trincheras de Piribebuy. Contempló desde un cerro la masacre de niños en Acosta Ñú, y la violaron los cambá* aquella misma noche í trágica. Llegó a Cerro Cora, venció penurias y fatigas. Pero tenía cien años, quince hijos, nietos innumerables, mente lúcida y un humorismo socarrón. Con desprecio de roperos, guardaba en un carameguá** la roja casaca de bayeta y el negro morrión de cuero de su hermano Florencio, quien sobrevivió a la Guerra Grande y se perdió en los tiempos de Higinio Uriarte por causa de una mujer cuyo nombre no se debe pronunciar porque acude el espectro. Cuando estaba de humor mostraba las reliquias atesoradas en el cofre. Florencio tenía doce años cuando pasó la prueba de desenvainar un sable de un tirón y fue admitido entre los hombres de la gesta inmortal. Doña Pilar decía que el Paraguay ganó la guerra porque no se puede matar a los fantasmas. Mientras los cambá hace rato que se pudrieron en sus tumbas, los paraguayos siguen peleando en las noches de tormenta. El primer marido de doña Pilar fue fusilado en San Fernando. Nunca se la oyó nombrarlo, pero conservaba el apellido aún después de haber parido hijo de distintos padres y de contraer segundas nupcias. El Mariscal eliminó a los débiles de espíritu que podían malograr su victoria de ultratumba. ¡Ah sì pudiera tener mi San Fernando!, escribió en la libreta, y esta vez lo subrayó en lugar de tacharlo. Se complació en fantasear una hecatombe. Se pobló el pajonal de sombras fusiladas, de figuras retorcidas en el cepo uruguayana; de obesos sicofantes destripados a lanzazos por muchachitos aterrados; y una mujer, una sola, entre las víctimas. "Negro", soldado del ejército aliado en la Guerra Grande (1865/70) Cofre de madera o cuero. 24 Voy a morir. Con gusto los arrastraría a todos a la tumba. Había empeñado su palabra. Le quedaban dos días para cumplirla. Le separaban del objetivo las cuatro leguas más difíciles. - Si he llegado hasta aquí, llegaré hasta el final. Colmaré mi orgullo. Pero, ¿y estos? Ellos se ríen de su propio heroísmo, ni siquiera saben de la gloria. En el paisaje se mezclaban imágenes del entresueño. - No piden nada. Sólo tienen la vida para dar. Nada preguntan. Fingen confiar en mí. Pero no son estúpidos. Tal vez piensen que estoy loco. Suelo sentir que me detestan. No sé cómo no me pegaron un balazo. <0 es que acaso me aman? Le sigue un garabato sinuoso. Me llevó meses descifrarlo. Dentro de tres días estaremos todos muertos. Ellos lo saben. ¡Dios mío! ¿Qué he hecho? Fue lo último que escribió. Sintió en el pecho el punzante dolor de una estocada. Se recostó en un árbol para no caer. - No debo pensar, el pensar debilita, debo llegar. Caminó tambaleante hasta alcanzar la caramañola. Bebió el agua tibia y turbia del estero. Alguien lo sostuvo de los hombros. - Descansa, mi capitán. Yo puedo vigiliar. Los viejos dormimos poco. Se dejó acostar en una manta. - Atalaya -balbuceó, como en sueños-, el avión buscaba sobre el lago. El chococué* no ladró. Pabla está bien. - Ya lo he visto. Sintió que iba cayendo en un abiso sin fondo. Se aferró a la haraposa camisa del soldado. - Atalaya, mi hermano, <por qué los traje hasta aquí? Oyó al viejo que decía desde muy lejos, desde las somLabrador. 25 bras profundas de la historia: - Zpncera, mi capitan, nosotros te trajimos. -iMi señor, qué le han hecho a mi señor! Barcino atropello rabiando. Tembló la casa al estampido de un disparo de màuser. Se oyó un gemido y un carajo Taita estaba doblado, la cara llena de sangre. Empezó a arder la paja del techo. Olor a pólvora, alaridos, lenguas de fuego y humo. Saltaban los adobes fusilados. Adentro lloraba mi hermanito. Agarraron a Madre, la tumbaron, le arrancaron a jirones el vestido. La cabeza de Taita se soltó de un machetazo. Entonces ella salió, desnuda como un diablo. Flaca, horrible, alumbrada por las llamas. -¡Dónde está mi fusil! ¡Quién me sacó mi fusil! Cuando me agarra el chucho me recuerdo por las risas. Nomás oigo carcajadas en los pasmos de la fiebre. Veo una calavera enorme, desdentada, con una víbora adentro. La toreaban, la tentaban, mostrándole los fusiles. Ella los perseguía tambaleando, echando espuma por la boca, lanzando una especie de bramido semejante a un estertor. La picanearon con las trompetillas hasta que se cayó, y allí la machucaron como carne en el mortero, dándole de culatazos. -<Y después? Era pequeña y dulce. Me cabía en una mano. - No me recuerdo. - Tienes que decirme todo. Los ojos del espanto le llenaban la cara. -¿Para qué? No recuerdo, te digo. Le acaricié los cabellos. Se acurrucó y poco a poco fue quedándose dormida. En la sala contigua doña Consuelo de la Fuente entretenía a los pasajeros de su lupanar. Acompañaba sn el piano una canción de soldados de los tiempos de Chirife. Muramos todos si no vencemos, mi capitán... * * * * * * ¿Por qué he hablado de mí mismo? Nada tengo que en esta historia. No soy un personaje. He quedado fuera la trama. Consumo mi sobrevida en la evocación de aquellos murieron en mi lugar, y de los que continúan viviendo lo yo, acaso, ya no me atrevo a vivir. 26 ver de que que INTROD UCGION APUNTES DEL AMANUENSE Pueblo de madrugadores y de guapos borricos mercaderos, Lambaré flotaba en su propio tiempo entre mandarinales y capueras minúsculas. Más allá están el cerro y el rfo que ha dejado atrás la bahía, la barranca y los bañados de la muy noble y muy ilustre ciudad comunera «de Nuestra Señora de la Asunción. Junto a una ensenada cubierta de camalotes y un embarcadero en ruinas, había un caserón abandonado de dos pisos, con terrazas coronadas de balaustres y una torre en el centro. Según los entendidos, era de estilo neoclásico de la mejor factura. La habitaba una tribu numerosa de gatos famélicos de mirada enloquecida, que en sus noches de concierto evocaban el gemido de niños martirizados. Entonces los centinelas de los puestos solitarios de la marinería hacían tiros al aire, y sus gritos de alerta daban ecos de angustia. Los pescadores recogían sus liñadas. Los contrabadistas remaban presurosos hacia sus apostaderos ocultos entre los carrizales. Los aullidos de los perros se perdían en la distancia. Los burros entrecruzaban orejas pensativas. Las viejas. musitaban oraciones secretas en guaraní tan arcaico que ni ellas entendían. La casa fue guarida de un diablo desertor amancebado con una bruja. No regresó a los infiernos hasta que subió una comisión, mandada por Lucifer, para llevarlo de vuelta a coscorrones. La calva cabeza de Monsieur Pichón brillaba junto a un globo terráqueo. Monsieur Durant, prefecto de la policía de Hanoi, estaba sentado» en una butaca reclinable detrás de su escritorio. Desde la penumbra, sus ojos fríos observaban entrecerrados a Monsieur Pichón, quien, acodado en la mesa, 27 saboreaba una copa de coñac. Monsieur Durant aguadaba que el cerebro de Monsieur Pichón acabara de sopesar los hechos. No sentía ningún afecto por Monsieur Pichón, pero no lo despreciaba. Libres de escrúpulos y sensiblerías, la inteligencia y el cinismo los hacía solidarios. De pronto, volviéndose hacia el globo, Monsieur Pichón lo hizo girar como ruleta y lo apuntó con el índice. -¿Qué haces? - le preguntó Monsieur Durant. - Busco un lugar en las antípodas sin ninguna influencia en los destinos del mundo. El globo dejó de girar. Monsieur Pichón le acercó los ojos para distinguir unas letras minúsculas sobre una manchita anaranjada. -iVoila! -exclamó-, este es el sitio, una isla sin mar, lejos de todas partes. Curioso, Monsieur Durant se inclinó sobre la mesa. Monsiur Pichón soltó una risa áspera e hizo girar de nuevo el globo» -¡Oh no, mon cher ami, no te lo mostraré, no eres insobornable!. Monsieur Durant hizo una mueca y se encogió de homjros. - Por mí puedes irte al infierno, siempre que abandones Hanoi en venticuatro horas. Ya no puedo protegerte y tú lo sabes. - De acuerdo, ¿cuánto? - Diez mil... Monsieur Pichón contuvo una sonrisa incrédula y echó mano a la cartera. -... dólares -gruñó Monsieur Durant. Monsieur Pichón volvió a sumirse en profundas reflexiones. No era idiota, estaba atrapado, no podía regatear. Pero le dolía el dinero. Darlo significaba rendirse, confesar su impotencia ante otro hombre. - Está bien, los tendrás -dijo, y agregó tras una pausa-. Iré a buscarlos. Fue Monsieur Durant quien rio esta vez. Los juegos de astucia eran su única pasión. - Usa el teléfono. -¿Dudas de mi palabra? -¡Naturalmente! 28 Monsieur Pichón guardó silencio. No había tiempo para tramar un ardid. Monsieur Durant era demasiado cauteloso. Por eso, a pesar de su talento, no era más que un despreciable polizonte. * * * * * * Estoy escribiendo en el corredor de la Casa de la Calle España, en la que me refugié a poco de llegar a la Asunción. Creí que podría volver impunemente al Paraguay después de tantos años trascurridos desde mis andanzas en la columna rebelde del capitán Feliciano Palacios. De inmediato comprendí que había cometido una imprudencia y que si me descubrían pagaría muy caro haber cedido al impulso animal de regrear a la querencia. Pude haber cruzado de nuevo la frontera. No lo hice. Estaba harto de huir de mí mismo y de los demás. Pasé algunos días en casa de unos parientes. Era tal la inquietud que mi presencia les producía que mi situación se hizo tanto o más incómoda para mí que para ellos. Solamente podía salir a determinadas horas tomando toda suerte de p r e cauciones, y verme con personas de absoluta confianza, las cuales, dicho sea de paso, me recibían con sobresalto y me despedían con alivio. El octogenario profesor don Faustino Benítez fue la excepción. Aunque a veces se le entreveraban los recuerdos, olvidaba a ratos lo que estaba diciendo, saltaba de un tema a otro o confundía a las personas, en general se conservaba bastante lúcido y no había perdido ese gracejo socarrón de paraguayo de otros tiempos; guaireño, por añadidura. Acabé Gonfiandole mis cuitas de repatriado subrepticio. Se mostró comprensivo. Me invitó a que habitara hasta que aclarase mi situación con las autoridades o resolviera exiliarme de nuevo, en este caserón mostrenco, solamente habitado por dos ancianos cuidadores, caraí Toví y ña Tomé. Acepté sin vacilar. Mi inolvidable amigo Fabio Iglesias me había hablado mucho de la Casa de la Calle España, en la que había estado también oculto, aunque en circunstancisa diferentes, por sugerencia del mismo doctor Faustino Benítez. - En ninguna parte estarás más seguro que en la casa de Saturi o Rojas -le había dicho en la ocasión don Faustino Benítez a Fabio Iglesias-, Está ubicada en uno de los tramos más umbríos y silenciosos de la calle España. Los únicos vecinos, pasando una muralla que impide curiosear pero que puede saltarse fácilmente, son un matrimonio de ancianos rusos blancos. Al fondo no vive nadie desde que murió el car29 pintero Vìlialba. Siguen en la casa dos antiguos servidores, caraí Tovf y ña Tomé. Ña Tomé todo lo comprende pero nada pregunta y nada dice; caraf Tovf ha perdido el juicio pero no la lealtad. Además tiene fantasmas y el estigma de una terrible enfermedad. Salvo que te delaten, no se les ocurrirá buscarte allí. Como Fabio Iglesias no respondió de inmediato, don Faustino le dio más argumentos. - Saturio se confinó en la quinta, hace años que no vuelve a la casa; la detesta. De lo demás no te preocupes, yo me hago responsable. La sucesión de doña Patricia está a mi cargo, y administro los pocos bienes que le quedan a nuestro desdichado amigo. No es posible vender la casa legalmente y nadie quiere alquilarla por temor al contagio. Está a tu disposición, salvo que tengas otra clase de reparos. Se refería sin duda a la enfermedad de Saturio Rojas. Esto no le inquietaba en absoluto a Fabio Iglesias. Lo que debía decidir era la conveniencia de que don Faustino conociera su escondite. -¿Reparos, por qué? -respondió finalmente-; conozco la casa. Saturio es mi pariente. Creo que algo así como mi tío político. Entonces se acordó de que don Faustino era un entusiasta de la genealogía; ya no pudo detenerlo: - La finada Patricia Caballero, esposa de Saturio Rojas, estuvo casada en primeras nupcias con Filemón Ferreira, medio hermano de una prima de tu mamá. Al acabar la Guerra Grande, tu bisabuela, doña Pilar Frutos de Recalde, quien en rigor era tu bistiabuela, reunió bajo su saya matriarcal a muchos de los innumerables huérfanos de la familia. Los crió sin distinguirlos de sus propios hijos: de los habidos de don Francisco Recalde, fusilado en San Fernando, y de los naturales y legítimos que parió después. Se encontraban entre los huérfanos Epifanía Galán, Simplícitas Acosta y Magdalena Garmendia. Te has de acordar de tu abuela Epifanía. Por ese lado no hay problemas: es sin disputa la mamá de tu mamá, aunque sólo el diablo sabe quién fue tu abuelo materno. En cuanto a Simplícitas A costa, fue madre de Rosa Ferreira, quien a su vez era medio hermana, por parte de padre, de Filemón Ferreira, un legionario que amasó una fortuna como proveedor de los ejércitos aliados y la acrecentó con el infame negociado de las tierras públicas. Filemón Ferreira era un hombre más que maduro cuando casó con Patricia Caballero, para fallecer poco después, presa de fiebres y de vómi30 tos, dejando a la viuda, entre otros bienes cuantiosos, la hermosa mansión de la calle España, que por entonces todavía se llamaba Picada de Manorá, Picada para Morir o Picada de la Muerte, según te guste más la traducción poética o siniestra. -¡Eso sf que no sabía! -exclamó Fabio, riendo-. Pensé que la Casa de la Calle España había sido construida por Saturio Rojas. Estaba muy orgulloso de ella. - Te equivocas, Saturio era relativamente pobre cuando se casó con la bella y rica viuda de Ferreira en la segunda década del siglo. Adornó la casa con obras de arte, plantas exóticas, muebles exquisitos, una magnífica biblioteca que llegó a ser una de las más selectas del país. La famosa fuente de mármol que hay en el jardín la trajo de Italia en uno de los muchos viajes que hizo por el mundo a costa del finado Filemón, quien dicho sea en sufragio de su alma, en vida fuera un pedazo de animal. - De muchacho viví algún tiempo con el tío Saturio y la tía Patricia -dijo Fabio Iglesias-. Recuerdo que Saturio estaba escribiendo un libro. El Mariscal López lo tenía obsesionado; se le había metido en la cabeza que era su bisabuelo. - Tenía sus razones, fundadas en una oscura leyenda. ¿Ya te hablé de Magdalena Garmendia? - Sí, creo que la nombró entre las huérfanas que recogió doña Pilar. - Pues te falta la mejor parte de la historia -se entusiasmó don Faustino-. La escatologia legionaria, viciada de romanticismo, atribuyó el presunto lanceamiento de Pancha Garmendia, doncella cuarentona, a los despechos del Mariscal. Decían que la Garmendia prefirió la muerte al ultraje de su virtud. Francamente no lo creo. Si bien el Mariscal, abrumado por el infortunio y el dolor de muelas, cometió por aquel entonces algunos actos demenciales, nunca fue un miserable. Otra versión más verosímil, dicen que corroborada por el general Caballero, afirma que la Pancha fue amante del Mariscal. Lo cierto es que hubo una niña, criada por los Mazó, a la que llamaban Magdalena Garmendia, que volvió de Cerro Córá de la mano de esa formidable mujer que en vida fuera doña Pilar Frutos de Recalde. Tendría la Magdalena quince años cuando se enamoró- locamente de ella Monsieur Peralt de Caravaliere de Cuberville, un caballero francés inmensamente rico, aunque con fama de estrambótico y de mágico. En vísperas de la boda, que se anunciaba como un acontecimien31 to social sin precedentes desde la terminación de la guerra, Magdalena Garmendia se fugó en ancas de uno de los complotados en el asesinato del presidente Juan Bautista Gil. Monsieur Peralt se encerró para siempre con sus gastos amaestrados y un doméstico anamita en un palacio que se hizo construir en las proximidades de Lambaré. Desde entonces un sino trágico persiguió a los amantes de la Magdalena. Su seductor la abandonó en los yerbales, trayendo consigo una hijita de ambos. Murió poco después en el bárbaro asesinato de presos políticos ocurrida en la cárcel en tiempos de Higinio Uriarte, al grito de iPe jukapaumi ikaraiñe'évape! iMaten a t o dos ios de habla castellana! La niña fue criada por uno de nuestros primeros publicistas, partícipe en la conspiración que culminó en el único magnicidio de nuestra historia independiente. Recibió en Buenos Aires una educación esmeradísima y vino a ser con el tiempo la madre de Saturio Rojas. Don Faustino hizo una pausa. Fabio escuchaba complacido a su antiguo profesor. - Entre tanto la Magdalena se hacía célebre por su belleza sin segundo y por un poder de seducción que arrastraba a los hombres a la ruina y la locura. Pasaban los años y ella no envejecía. Los más corajudos se persignaban al nombrarla; se la evocaba en coplas maldecidas; contra ella se lanzaban desde el pulpito terribles anatemas, hasta que un buen día desapareció sin dejar rastros. Unos decían que el diablo cargó con ella en cuerpo y alma; otros que El Propio, cuando vino a buscarla, se enamoró de ella y ya no quiso regresar a los infiernos. Tuvo otra hija, que se crió bajo la tutela de Epifanía Galán. -iLa tía Patricia! - Adivinaste. - Parece un cuento. - Pues entonces espera el desenlace. Mucho tiempo después del casamiento de Saturio Rojas con Patricia Caballero, Monsieur Peralt se esfumó de su solitario palacio de Lambaré. Las autoridades supusieron que se había ahogado en el río. Se efectuaron sondeos, pero el cadáver nunca apareció. Y aquí viene lo notable: por testamento hológrafo, Monsieur Peralt de Caravaliere de Cuberville dejaba a Patricia Caballero y Saturio Rojas, hija y nieto respectivamente de Magdalena Garmedia, la totalidad de sus bienes. Don Faustino se detuvo a observar el efecto de sus revelaciones. Fabio sonreía a medias, divertido. 32 - Pues bien, aunque viajaron a Roma y el Papa los eximió de toda culpa, doña Patricia, obsesionada con la idea del incesto y espantada por el descubrimiento de que era hija de una bruja, cayó en la beatería y dedicó el resto de su vida a fastidiar a Saturio. - Eso me consta -dijo Fabio, riendo-; por suerte no tuvieron hijos. - Como dices, por fortuna Patricia era estéril, pero Saturio tiene una hija natural que es asombrosamente parecida a su bisabuela. Existía un maravilloso retrato de la Magdalena pintado por Guido Boggiani, que doña Patricia mandó i quemar en un descuido de Saturio. - Mariana Arguello, ¿verdad? - Así es: el diablo no ha permitido que se extinga la estirpe de la Magdalena. Me enteré de estas cosas por el propio Fabio Iglesias, y me acordé de ellas cuando, al igual que mi a^nigo en otro tiempo, me instalé en la Gasa de la Calle España. Casi no P salgo; no tanto por precaución sino porque no tengo deseos de hacerlo. Estoy sumido en una suerte de microcosmos. El mundo de la casona me pertenece; el que lo rodea se ha vuelto extraño para mí. Las únicas personas a las que veo a diario son caraf Tovf y ña Tomé. Es como si no estuvieran: inmóviles figuras de barro ceniciento, descansan su chochera en la cocina, junto a un humo sin fuego. Hay días en que preferiría ir a la cárcel. Nada más fácil. Me bastaría dar una vuelta por la calle Palma y saludar a algunos amigos para que la noticia de mi regreso se extendiera como el aceite sobre el agua. Al rato los tendría aquí para cobrarme viejas cuentas. De nada me valdría expliarles que me he vuelto completamente inofensivo; que padezco la estúpida enfermedad de la nostalgia. En rigor no tienen nada contra mí, les importo un comino; pero soy una ficha, un expediente, un nombre en la lista negra. Me encerrarían en un calabozo como se guarda un trasto viejo en el cuarto de los cachivaches. No me entrego porque sería idiota y suicida. Roa Bastos dice que él paraguaya no se suicida, se deja morir. Acabo dé enterarme, en la biblioteca de Saturio Rojas, de que dos siglos antes Félix de Azara hizo una observación muy parecida refiriéndose a los guaraníes. 33 Creo que lef todos los libros que quedan en la biblioteca, la cual, a juzgar por los claros, ha sido reiterada y concienzudamente saqueada. Encontré en uno de los anaqueles el manuscrito de un libro sin terminar acerca de la guerra contra la Triple Alianza. Reconocí el castellano hidalgo de nuestros escritores de la generación del 900. El autor se esfuerza por ser objetivo e imparcial, pero hasta en su hermosa caligrafía se percibe el temblor de una pasión contenida. Recoge datos de enorme interés, muchos de ellos tomados de la t r a dición oral; describe cuadros estupendos de la vida cotidiana de la época. El manuscrito se corta bruscamente en la mitad de una página con una frase inconclusa y una palabra incompleta. No me pude resignar. Rebusqué por todos lados en este caserón lleno de recovecos. Encontré en un cuartucho del fondo, que da al patio de las servidumbre, un armario repleto de papeles e invadido por las pulgas. Había entre ellos borradores de lo que había leído. Me llamó la atención que defendieran tesis antagónicas acerca del mismo asunto, redactadas con indenti co apasionamiento y fundamentadas lógicamente con el apoyo de documentos fidedignos, examinados desde distintos puntos de vista y, sometidos a una crítica rigurosa. Es evidente que el historiador no lograba ponerse de acuerdo consigo mismo. Si bien estos borradores contienen algunos datos interesantes luego omitidos en el manuscrito, refuerzan la sospecha de que el libro nunca fue terminado. Encontré en el mismo armario cierta cantidad de panfletos, informes y otros escritos políticos que sin duda Fabio Iglesias no tuvo tiempo de llevar o de quemar cuando se fue de esta casa. Hay también cantidades de cartas, fotografías, cuadernos de apuntes, recortes de periódico. Me llamó la atención un grueso atado de cuartillas en desorden, borroneadas a la ligera con letra despareja y estilo irregular, en todo diferentes a las prolijas apuntaciones del historiador. Me puse a revisarlas desafiando la creciente agresividad de las pulgas. Se compone de garabatos, frases sin sentido, algunas francamente delirantes, y de capítulos en distintos grados de elaboración de algo que se parece a una novela. Pude reconocer en ellos las tentativs reiteradas y fanáticas de un escritor por ordenar el caos y penetrar en su sentido; la temeraria invocación a sus fantasmas; la búsqueda obsesiva de una unidad interna cada vez más profunda. En un primer momento me sorprendió que los escarceos del autor en torno a un tema nebuloso, evoquen escenarios, episodios y personajes que me son familiares e insinúen una 34 trama en la que yo mismo estoy inserto. Pero, bien pensadas las cosas, no hay en ello nada demasiado sorprendente o casual. Los paraguayos seguimos siendo una familia. No están fijados con claridad los límites entre la intimidad del individuo, la vida privada y la vida pública, como ocurre en sociedades más vastas y complejas. Lo que le pasa a uno le ocurre a todos, o por lo menos le atañe y compromete de manera directa y personal. Gomo no tengo nada que hacer, he decidido ordenar los borradores procurando darle al relato una estructura coherente, e intentar la redacción final de la novela sobre la base de lo que ya está escrito, de la documentación obrante en el armario de las pulgas y de mis vivencias personales, tratando siempre de interpretar lo más fielmente posible las intenciones y el espíritu de quien la concibió. Más que un escritor seré un amanuense. Creo que mi anónimo colega es digno de respeto. Aunque se frustró su tentativa de comprender a los hombres, asumió el compromiso de dar su testimonio y lo hizo con generosidad. * * * * * * Monsieur Pichón buscaba un sitio adecuado para instalar su base de operaciones cuando oyó hablar del palacio embrujado de Lambaré. Desde el punto de vista estratégico, entre otras muchas ventajas, tales como su aislamiento y su proximidad a la capital, tenía la de encontrarse sobre el río Paraguay, en el punto exacto donde éste comienza a hacer de límite con la Argentina. Los deterioros producidos en la casa por un largo abandono eran reparables. Le gustó su leyenda. Averiguó que la propiedad era parte de una enmarañada sucesión. Le fue fácil llegar a un acuerdo con los herederos, representados por el doctor Faustino Benítez. Como adeudaban años de impuestos, les regaló unos guaraníes y consiguió, valido de influencias y sobornos, que se transfiriera el patrimonio al Estado para luego adquirirlo por un precio irrisorio. Lo primero que hizo fue rodear la finca con una cerca de alambre tejido electrizado. Después organizó una memorable cacería de gatos. Participaron en ella el Presidente de la República, algunos* ministros y altos jefes militares. Hubo muchos heridos entre los conscriptos encargados de rastrear y cobrar las piezas. Los gatos pelearon como tigres. Se lanzaron en desesperados malones contra los cazado35 res, arañando y mordiendo hasta caer abatidos a tiros y garrotazos. Ganó la competencia el entonces mayor Ciriaco Ojarro, con cuarenta y siete gatos muertos. El entonces coronel Ernesto Dalfrosse no participó en ei torneo de puro supersticioso. Le tenía miedo a Mbaracayá-yaryi, la Abuela de los Gatos, que castiga con siete años de dolores de muelas a quienes atenían contra sus protegidos. Ai t e r ino de la masacre se sirvió un asado en ía ribera, amenizado por un conjunto folclorico, la banda del Glorioso Batallón y coristas brasileñas traídas especialmente en avión desde San Pablo. Al día siguiente comenzaron las obras. Una compañía de conscriptos, cedida por su comandante, carpió malezas y puso al descubierto un parque concebido con las regias del a r t e . Bajo la Dirección personal de Monsieur Pichón, una cuadrilla de trabajadores sacada de la cárcel restauró la sólida arquitectura de la casa, renovó ventanales, la dotó de luz eléctrica y agua corriente. Distribuyó entre los árboles estilizados ranchitos con aire acondicionado, teléfono y música funcional. Un pelotón de zapadores embalsó un arroyuelo, y, a muy bajo costo, construyó una hermosa piscina sombreada por cedros centenarios. Entre tanto, soldados de la misma unidad pavimentaban el camino de acceso a la ruta. Finalmente se instaló sobre la torre un diablo de neón que, mediante un ingenioso mecanismo, bailaba dando brincos, hacía morisquetas, sacudió el tridente, giraba sobre sí mismo y enroscaba la cola en un letrero que decía: LA MAISON DU DIABLE ROUGE * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * Pero los lugareños habían perdido la inocencia genial inspiradora de leyendas. Divisaron sin asombro reflejos rojizos sobre la Casa del Diablo. Solamente los perros oficiaron con aullidos, y los burros entrecruzaron orejas pensativas la noche de la inauguración. 36 PRIMERA PARTE EL DESFILE El Bar Felsina, ubicado en pleno centro, en la esquina de Palma y 14 de Mayo, en la vereda de la sombra, estaba siempre lleno a las nueve de la mañana de un día hábil. A esa hora los oficinistas, profesionales y comerciantes de los alrededores podían darse una escapada, y la mayoría de los transeúntes había terminado de hacer sus diligencias. Encontraban buena parte de las mesas acaparadas por parroquianos permanentes que las usaban para concertar negocios turbios. Hacia el fondo, los desocupados jugaban al billar. Era sitio de encuentros no premeditados. Circulaban chismes, murmuraciones y rumores. Operaba la bolsa negra. Se cambiaban divisas, se negociaban contrabandos, se traficaban influencias. Los ventiladores de techo daban cierto alivio al calor infernal de fines de febrero y se servía el mejor café de la Asunción de aquellos tiempos. El doctor Faustino Benítez tuvo suerte. Llegó justo cuando se desocupaba una mesa junto a la ventana que daba a la calle Palma, frente al Hotel Colonial. Dejó el portafolios en una silla y se sentó en otra con pachorrienta dignidad. Era bajo, achinado y algo grueso. Vestía traje de casimir negro, brilloso por las planchadas; camisa blanca de cuelo palomita y corbata mariposa. Calzaba zapatitos de aguda puntera levantada. Nadie recordaba haberlo visto jamás con otro atuendo. Como indio que era, ni sudaba de calor ni tiritaba de frío. El mozo le trajo un cafe cito. Sin mover la cabeza, con la taza en los labios, sus ojillos penetrantes, curiosos y amistosos exploraron el salón. Sólo había dos soplones, de los inofensivos, bostezando de tedio en lugares que suponían estratégicos. Su misión era informar diariamente acerca de las personas sospechosas que 39 habían estado en el bar y con quién o quiénes habían tomado contacto. Entre la gente peligrosa estaba el torturador Claudio Arévalo, que en sus ratos libres se dedicaba al cobro compulsivo de deudas, enfrascado en un tenso diálogo con un macatero árabe. Asistía imparcialmente a la entrevista un conocido acaparador de telas del país. El pobre turco hacía ademanes de súplica y gestos de desesperación. Entre los fastidiosos se encontraban el parapsicologo Cañete y sus discípulos predilectos: Prósculo Pérez Bray, consejero sentimental de solteronas y viudas, y el Zorzal Morocho, animador de espectáculos y poeta de la escuela romántico-modernista. Un mendigo embozado en un poncho negro, con un astroso sombrero de paja calado hasta los ojos, avanzó a los barquinazos, pues le faltaba parte de un pie y le cubría el tobillo una vaina de cuero, hasta la mesa donde se encontraban discutiendo animadamente los doctores Carlos Peralta y Galo Casane11o; extendió hacia ellos una mano crispada y esperó pacientemente que notaran su presencia. Concentrado y tenso en el estudio de unas notas, dejaba que se le enfriara su café el subsecretario del Departamento de Investigaciones Especiales, Walter Cardozo Einke, Chiquilines lustrabotas andaban como sabandijas de zapato en zapato por debajo de las mesas. El bigotudo Stalin, luciendo su aludo sombrero de caranday adornado dé cintas y escarapelas, vendía el diario voceando noticias de su invención. Junto al mostrador, con el cabello enmarañado y la barba de varios días, metido en su grueso capote militar, el Mariscal del Aire mascaba hielo y mascullaba una arenga inaudible a un ejército imaginario. En el vestíbulo del Hotel Colonial, perfectamente visible desde el mirador de don Faustino Benítez, alborotaban alegres algunos bailarines y coristas de la revista argentina de Maruja Fontán, que estaba causando sensación en una ciudad en la que era casi desconocido el teatro de variedades. En la calzada, un vigilante descalzo trataba de alejar a cintarazos a una vaca esquelética que, indiferente a los golpes, gritos y bocinazos, caminaba melancólica obstruyendo el tránsito. Pasaban por la vereda, esquivando puestos de vendedores de baratijas, mujeres con el canasto sobre la cabeza, caballeros bien vestidos, muchachos en camisa, señoritas elegantes que habían salido de compras y el hasta hacía pocos años único homosexual convicto y confeso de Asunción, el alemán Hanos Hai ve seguido de su lobo-pe* domesticado. Detrás de él apare* Especie de hurón sudamericano. 40 ció el actor cómico y funcionario público Iluminado Fretes, cuya enorme cabeza le había valido el apodo de Tajhyi-ruvichá, Patrón de Hormigas. Hizo una entrada algo teatral al Bar Felsina. Guando vio al doctor Benítez le hizo un saludo con la mano y fue a sentarse con él. Llevaba el cuello de la camisa abierto sobre las solapas de un saco de hilo celeste claro. Lo único grande que tenfa era la cabeza. De estatura más bien baja, los hombros estrechos, el pecho algo saliente y abombado, su postura siempre erguida, le daban el aspecto de un gallo paloma. Peinaba para atrás su cabello pajizo, formando sobre la nuca una corta melena. La cara blanca, redonda, sonriente, tenfa una vaga expresión de tristeza a pesar de su cordialidad e invariable buen humor. Su voz grave y sonora parecía pertenecer a otra persona. Modulaba las palabras a la perfección. -¿Qué tal, don Faustino? -dijo familiarmente-, ¿ya se enteró de la noticia? -¿De cuál? Iluminado Fretes echó a su alrededor una mirada cautelosa como si estuvieran rodeados de espías y micrófonos ocultos, e inclinándose hacia adelante dijo, bajando la voz: - Anoche entró sorpresivamente a la ciudad un batallón reforzado del Famoso Regimiento al mando del mayor Silvestre Ocampos. Se metió en sus cuarteles de Tacumbú y desplegó un dispositivo de seguridad. Don Faustino sonrió, no por lo que decía Iluminado, que era un asunto muy serio, sino por la comicidad de sus gestos. - Ya lo sabía -asintió-, esta mañana temprano Galo Casanello pasó por casa a avisarme. Estaba casualmente en Tacumbú visitando un enfermo cuando llegaron las tropas. Calcula que son como ochocientos hombres bien armados. ¿Qué andará tramando Melgarejo? Iluminado Fretes se echó a reír. Siempre lo hacía como si estuviera en el escenario, pero con tanta naturalidad que no había en ello nada falso. - El general Patricio Melgarejo ha dicho que mandó ese batallón a cuidarle la casa, para evitar que, aprovechando su ausencia, los caranchos le rompan los huevos en el nido. En realidad, ni el Presidente de la República tiene la menor idea acerca de lo que han venido a hacer esas tropas. Hay un revuelo de la gran siete. Sin esperar que lo pidiera, el mozo trajo un café doble a Iluminado Fretes. Eran viejos conocidos. Su presencia no interrumpió la conversación. 41 - Es natural que una unidad militar que ya ha cumplido su misión regrese a su base -explicaba don Faustino-, si es cierto que el Famoso Regimiento ha aniquilado a la columna rebelde y dado muerte al capitán Feliciano Palacios. Lo extraño es que haya venido solamente un batallón, mientras el resto de la unidad sigue en campaña, ¿contra quién? -¡Contra los muertos! -exclamó cómicamente Iluminado-, Desde hace ya algunos meses la columna del capitán Palacios es un ejército fantasma. Con el pretexto de combatirlo, el general Melgarejo ha venido reforzando el Famoso Regimiento, qué ahora tiene tantos efectivos como la División de Caballería. Son tropas veteranas, aguerridas, bien mandadas y equipadas. Les tienen un miedo bárbaro. - Así es; Melgarejo se siente fuerte ahora, pero su situación cambiará por completo cuando termine la campaña y tenga que dar de baja a las dos terceras partes de sus soldados, que han cumplido con creces el tiempo de conscripción. Se ha desprestigiado mucho con las atrocidades que hizo; se ha vuelto incontrolable y adquirido un poder desmesurado que debe saber a gloria a un ex peón de estancia como él, y al que no renunciará sin haber jugado todas las cartas con la audacia que lo caracteriza. Sabe muy bien que el Presidente de la República se propone librarse de él después de haberle hecho hacer el trabajo sucio. Para conservar el mando necesita negociar con el Presidente desde posiciones de fuerza o sustituirlo con otro. Por eso declaró, en el reportaje que le hizo José-Antonio Lara en su campamento, que apenas t e r m i naran las operaciones de limpieza contra los rebeldes, vendría a Asunción a hacer algunos arreglos. Se t r a t a de una amenaza directa al gobierno y un llamado a quienes estén dispuestos a colaborar con él si decide sublevarse. Pero metió la pata... - No le entiendo... - Te lo explicaré -dijo don Faustino sonriendo astutamente-. Hacía más de un año que el capitán Palacios, perseguido por todo el país por el Famoso Regimiento, lograba salir de todos los cercos, reponerse de todas las derrotas y a veces propinarle soberanas palizas. Esto, que afectaba el prestigio de montero insuperable y hería el amor propio del general Melgarejo, lo fue sacando cada vez más de sus casillas. Supersticioso como es, seguramente acabó por creer que F e liciano Palacios tenía un poderoso "abogado" que lo protegía, o que estaba combatiendo contra un ejército de sombras. Me han dicho que tiene a su lado a un brujo indio a quien con42 sulta constantemente, y me consta que ha enviado a oficiales de su Estado Mayor para que doña Crescencia Tererute le echera las cartas. Hasta el parapsicòlogo Cañete tuvo que ver con el asunto y poco faltó para que lo re ci ut aran. Se echaron a reír. El doctor Benftez continuó: - De allí que cuando logró infligir una seria derrota a los rebeldes en la cordillera de Amambay, «y algunos prisioneros sometidos a tormento declararon que el capitán Palacios había muerto en combate, se apresuró a proclamarlo, aunque no oficialmente, en declaraciones a periodistas, dando por aniquilada la columna rebelde y anunciando la próxima terminación de la campaña. Iluminado Fretes acabó el último sorbo de café antes de preguntar: -¿Asi que usted también cree que el capitán Palacios está vivo? El doctor Benftez hizo un guiño de satisfacción. - Tengo fundados motivos para pensar que no solamente goza de buena salud sino que está viniendo hacia la capital con. el grueso de sus fuerzas. Si esto se confirma, el general Melgarejo habrá hecho un papelón. Sospecho que ha enviado una parte de sus tropas a los cuarteles de Tacumbú para evitar que se atrevan a destituirlo, dejándolo, si se resiste, aislado y sin recursos en el campo. Supongo que ahora está frenéticamente empeñado en dar caza al capitán Palacios antes de que se acerque a la capital y arme un alboroto que ponga a Melgarejo totalmente en ridículo. -¡Nande jukapáta, ñande jukapáta! - interrumpió Stalfn, agitándoles un ejemplar de "El Independiente" bajo las narices. -¿Quién nos matará a todos, Stalfn? - le preguntó el doctor Benítez para seguirle la broma. Como casi todo el mundo, a esa hora ya había leído el diario, pero Stalin seguía haciendo negocio a su manera con los ejemplares que le quedaban, voceando noticias sensacionalistas. La gracia estaba en que no siempre carecían de fundamento y eludían metafóricamente la autocensura. Pero, había que saber interpretarlas. -iLos marcianos, che patrón, los marcianos! Ayer se aparecieron a robar choclos en un maizal de la cordillera de Altos. Les salió una comisión, pero las balas les pasaban de largo sin lastimarlos. ¡Nde bárbaro! Por ahí los extraterrestres se picharon y íshiun, shiun!, entablaron a tres fuerzas... Es cierto lo que te digo, cómprame pues el diario, che patrón. 43 - Gracias, Stalin, me basta tu palabra - le dijo el doctor Benítez, dándole unas monedas. Stalin, imitando un noticiero radial, aunque reduciendo el volumen para que sólo pudieran escucharlo Iluminado Fretes y don Faustino Benítez, declamó: "Noticias de fuentes confidenciales y fidedignas confirman que esta madrugada se encontraron huellas de pisadas de habitantes de otros planetas en la costa del lago Ypacaraí. Se supone que se les descompuso el plato volador porque se llevaron una canoa perteneciente al comisario de San Bernardino". Dicho esto, Stalin pasó a la mesa donde se encontraba Walter Cardozo Einke, que no había tomado su café y continuaba concentrado en el análisis de sus notas. -¡Los rebeldes! -le gritó, casi en los oídos-. ¡Los rebeldes legionarios sin Dios, Patria ni Familia! iÑande jukapáta, ñande jukapáta! Walter Cardozo Einke levantó la cabeza y lo miró sin comprender. Stalin se alejó riendo. Cardozo Einke era un gringo-ray* alto, rubio y bien parecido. Tenía fama de ser el más eficiente funcionario de la policía política, pero no era personalmente temido. Hasta el diariero se burlaba de él. Miró su reloj, guardó sus papeles en el bolsillo, dejó sobre la mesa el importe del café y se marchó sin mirar a nadie. Iluminado Fretes había quedado pensativo. - Este Stalin debe ser medio adivino -dijo-, no sé de dónde saca información. Estaba por contarle que oí decir en el Ministerio que hubo un choque cerca de Altos con un grupo de rebeldes que estaba recogiendo choclos en un maizal... Si es gente del capitán Palacios, los tenemos a menos de diez leguas, cuando se suponía que estaban todos muertos en la cordillera de Amambay. -¿Oíste algo acerca de las huellas en la costa del lago Ypacaraí? - De eso, ni una palabra. - Entonces Stalin está mejor informado que tú. En eso entraron al bar y se acercaron a la mesa José Antonio Lara y el reportero norteamericano Mike Woller. Habían adquirido notoriedad por una visita que hicieron juntos al Puesto Comando del Famoso Regimiento, ubicado en plena selva. José-Antonio publicó en "El Independiente" un reportaje al general Patricio Melgarejo que causó sensación, tanto Hijo de gringo. 44 porque no tenía precedentes en el periodismo nativo como por la fama siniestra del entrevistado. Melgarejo dio la primicia de la muerte en combate del capitán Feliciano Palacios y del total aniquilamiento de la columna rebelde*'Hizo también declaraciones francamente amenazadoras para el gobierno. En cuanto al despacho de prensa de Mi4ce Woller, que describfa las atrocidades cometidas por las tropas leales contra los prisioneros y pobladores de la zona de operaciones, no fue publicado en e l país, pero .muchos lo conocían por haberlo escuchado en * radioemisoras del extranjero. Tras saludar cordialmente, Mike Woller se marchó. José-Antonio se sentó con sus amigos. Tenía la barba húmeda y la camisa empapada de sudor. Pidió una cerveza bien helada. - Fuimos, a Tacumbú a entrevistar al mayor Silvestre Ocampos -explicó-. Nos recibió muy cordialmente. Lo único que nos dijo fue que el regimiento estaba regresando por fracciones a sus cuarteles para dar descanso a la tropa y hacer e! papejeo para dar de baja a los conscriptos que cumplieron el tiempo de servicio. -¿No notaste nada anormal? - le preguntó don Faustino. - Sólo llegamos hasta la , comandancia. Cuándo Mike Woller pidió permiso para visitar, el cuartel, el mayor Ocampos le rogó que volviera otro día, porque había mucho desorden y los soldados estaban dedicados a la limpieza... ¿No vieron a Cristina? - No, ¿por qué? - Quedamos en encontrarnos aquí a las nueve. Fue con el padre Roldan a visitar a los heridos en el Hospital Militar. El general Iturbe les consiguió permiso. Galo Casanello y el doctor Carlos Peralta, que habían estado conversando en otra mesa, se acercaron trayendo cada uno su silla.'Se instalaron sin ceremonias. Los temas del momento eran el sorpresivo regreso a "la capital de parte de las tropas del Famoso Regimiento, la supuesta terminación de la campaña contra los rebeldes y la anunciada muerte del capitán Feliciano Palacios. El doctor Peralta era un hombre de unos cuarenta y cinco años, de mediana estatura, muy bien conservado y seguro de sí' mismo. Vestía con sobriedad y su trato era sencillo. En un aparte le dijo a José-Antonio: - Let, rcvadre de Feliciano Palacios está viviendo en casa. Leyó tu reportaje a Melgarejo. Como te imaginarás, está muy afligida. Quiere verte. Sé que será penoso para tí, pero, si estás dispuesto a hacer el sacrificio podrías venir a cenar con nosotros esta noche, o cuando te venga bien. 45 - Desde luego que iré esta misma noche -respondió José-Antonio-. Dile a doña Consolación que estoy a sus órdenes. - Gracias, te espero entonces a eso de las ocho. Galo Casanello se había trenzado en una discusión con Iluminado Fretes, derivada del comentario de la campaña contra los rebeldes. Si bien Iluminado trabajaba en el ministerio del Interior, en su condición de artista no se sentía obligado a mostrarse partidario del gobierno. Gozaba además de la confianza de sus amigos, que lo sabían incapaz de traicionarlos. Su único punto de coincidencia con las doctrinas oficiales era su fervoroso nacionalismo; pero, tratándose de Iluminado no había modo de saber si expresaba sus ideas o simplemente había asumido el papel de un patriotero fanático. En su caso era casi lo mismo: siempre estaba actuando; -¡Esta ha sido una lucha de titanes! iEl soldado paraguayo es el mejor del mundo! Galo Casanello era bajo, rechoncho, rubio y acalorado. Vestía batín de médico. Fue el único al que no hizo reír Iluminado con su rotunda declaración. En cambio, se indignó.* -¡Iluminado, sólo dices disparates, no mereces una réplica! Supongamos que se dé el milagro de que pobres infelices desnutridos desde la infancia, hinchados de anquilostomas, comidos por la tuberculosis, podridos por la sífilis; desdentados, escuálidos, analfabetos, sean los mejores soldados del mundo. ¿Qué vas a hacer con ellos? ¿Reconquistar la Provincia Gigante de las Indias? ¿O es que piensas que ello esconde alguna cualidad sobresaliente capaz de servir de fundamento a algo constructivo? Veamos cómo es tu valiente soldadito. Lo definió el coronel Bray, con su talento reaccionario: "Sumiso en la obediencia y arbitrario en el mando". Pues bien, querido amigo, sobre estas supuestas virtudes, sobre esta ideología cuartelera, se asienta ¡la dictadura! - Podrías hablar un poco más despacio - le aconsejó José-Antonio. - Tienes razón -admitió Galo, enjugándose el sudor con una servilleta de papel-, es que este tipo me saca de mis casillas. -¿Por qué siempre te enojas con Iluminado, qué te hizo? - Me irrita, no sé si es tonto o se hace. - Igualito que a los indios -explicó llorosamente Iluminado-, me va y me viene el juicio. 46 En la calle Palma se notaba un movimiento inusitado. Pasaban motocicletas de la policía. No circulaban automóviles. - Parece que han desviado el tránsito - observó el doctor Benftez. -<Qué diablos pasará? -¡Eh Stalin, veni un poco! El diariero se acercó agitando en la mano el último ejemplar de "El Independiente" que le quedaba. Antes de que se lo preguntaran, voceó; -iOikóta la desfile, oikóta la desfilel -cUn desfile? ¡Estás loco, quién va a desfilar a estas horas! Stalin mostró al reír una vigorosa dentadura entre grandes bigotes grises. Se lo veía cuadrado y fortachón en la bordada guayabera de aó-poí*, bajo las atas enormes de su sombrero de paja. Se movía como hamacándose sobre sus pies descalzos. Abrió el diario y leyó: "El coronel Flit, el Napoleón Paraguayo, al frente de los soldados del Mariscal Francisco Solano López". -¡Te estás burlando de nosotros! -¡Qué esperanza, che patrón! Cómprame el diario y léelo vos mismo. Cosechó varias monedas y se alejó pregonando: -iOikóta la desfile, oikóta la desfile! -¿Qué habrá querido decirnos este picaro? - preguntó el doctor Peralta. - Muy sencillo, doctor -le explicó Iluminado Fretes-: el coronel Ciriaco Ojarro, que gusta hacerse llamar el Napoleón Paraguayo y a quien apodan "coronel Flit", aludiendo al famoso soldadito del insecticida, desfilará al frente de los soldados del Glorioso Batallón vestidos con uniformes del tiempo de la Guerra Grande. El doctor Benítez amplió la información. - Es como dice Iluminado. Esta mañana me comentaron en los Tribunales que, en el curso de una francachela en la Maison du Diable Rouge, Ojarro juró que haría un desfile de gala en homenaje a lat vedette argentina Maruja Fontán, quien, como ustedes saben, se aloja con su troupe allí enfrente, en el Hotel Colonial. No creí que se atreviera a tanto, pero si Stalin lo anuncia, debe saber por qué. Tela de algodón hilada y tejida a mano. 47 - Si dijo que lo iba a hacer lo hará sia falta -sostuvo Iluminado-. Cuando Ojarro anda caliente es capaz de cualquier cosa. - Se diría que lo esperan -observó José-Antonio, señalando los balcones del hotel. Asomaban en ellos unas cuantas chicas muy vistosas que miraban en dirección al Pa/.-eón de los Héroes. Había mucho movimiento en el vestíbulo. El Mariscal del Aire se paseaba por la vereda comiendo el hielo que guardaba en los bolsillos chorreantes de su capote militar, y musitando como siempre una arenga interminable. A pesar de su manía y de su apodo, se lo trataba con respeto por la heroica actuación que había tenido en la guerra del Chaco. Walter Cardozo Einke había reaparecido. Estaba de pie, mirando a su alrededor. Saludó al grupo con una inclinación de cabeza que sólo correspondieron Iluminado Fretes y JoséAntonio Lara. Buscaba una mesa desocupada. Como no la encontró, se fue hasta el mostrador y pidió una cerveza. - Parece que nuestro pyragüe* diplomado anda un poco nervioso - comentó Galo Casanello por lo. bajo. - Con tal de que no se meta con nosotros - dijo el doctor Peralta-, Me repugna ese tipo, ni siquiera es un canalla. - Miren, allá está Mike Woller con su fumadora - dijo Iluminado, mirando hacia la calle. - Mike filma todo lo que ve -observó riendo José-Antonio-; no puede concebir el mundo si no es en fotografías. Entraron al bar Cristina Iturbe y el padre Roberto Roldan. Cristina era una hermosa muchacha, muy morena. El padre Roldan, un hombre, jo ven y apuesto. Vestía una ligera sotana color marfil. Estaban acalorados. José-Antonio y Cristina se besaron. El mozo acercó dos sillas más. - Venimos de visitar a los heridos en el Hospital Militar -dijo Cristina, exaltada, con sus bellos ojos dilatados de emoción- ¡Qué cosa más horrible! Pobres muchachos, son casi niños. Algunos han perdido un brazo o una pierna; hay uno que está ciego; otro, que tiene la cara destrozada no puede hablar, te mira desesperado. Papá siempre cuenta cosas de la guerra, no podré volver a oírlo. Nunca me imaginé que sería tan espantosa. Están allí tirados, pobrecitos, gimiendo en colchones mugrientos, que ni sábanas tienen, tapados con unas mantas asquerosas manchadas de sangre ... ¡Y qué olor, Dios Pies peludos, sigilosos; espía, soplón. 48 mío, qué olor nauseabundo, el olor de la miseria y de la crueldad! ¿Qué han hecho para merecer ese castigo? ¿Los tratan así porque son pobres? - Te advertí que no fueras - le dijo. José-Antonio. Cristina se enojó. -¿Por qué no me iba a ir? ¿Crees que soy una de esas estúpidas y sensibleras nenitas de mamá? ¡Soy hija del general Fulgencio Iturbe! No me asusto, me indigno porque lo que he visto es inhumano y criminal. - Está bien, toma un poco de cerveza. Cristina bebió ávidamente, sosteniendo el vaso con mano temblorosa, haciendo esfuerzos para no llorar. La miraron en silencio, un poco avergonzados porque ellos aceptaban algo cuya mostruosi dad era evidente para una muchacha sensible y normal. El padre Roldan estaba pálido. Pidió un whisky doble. - Hay muchos heridos -dijo por lo bajo para que no lo oyera Cristina, que estaba siendo consolada por su novio-, los últimos combates debieron ser muy duros. El gobierno no ha dicho una palabra al respecto. Se oyeron los acordes de una banda militar. Los balcones del Hotel Colonial se habían llenado de coristas y bailarines de la compañía de revistas de Maruja Fontán. Tímbalos, tambores, trombones y trompetas refulgían bajo el solazo acercándose por la calle Palma. En la vereda, el Mariscal del Aire había interrumpido su ir y venir ensimismado. Estaba de pie junto a las gradas de mármol que daban al vestíbulo. Aceitunados mocetones aceitados de sudor, metidos en roja casacas de bayeta, con altos morriones negros de pompón colorado, marchaban marcando el paso. La luz reverberaba en la punta de las bayonetas. Al frente, en un zaino retozón, venía el coronel Ciriaco Ojarro, luciendo un estilizado uniforme del tiempo de la Guerra Grande. La calzada era un planchón candente. Los zapatones se pegaban en el asfalto derretido. Banda y regimiento hicieron alto. Chocaron quinientos zapatones y estallaron los acordes de una polca bravia. Luego la banda ejecutó una rumba. En los balcones hubo aplausos y chillidos, Maruja Fontán apareció en el centro, rubia, exuberante, en un. vestido encarnado. El coronel Ojarro, que apenas podía dominar a su caballo, levantó el sable y declamó: -¡A las ondinas del Plata, a las diosas primorosas del Olimpo, a Maruja Fontán, la sultana del Oriente y a las uríes que guardan su serrallo impoluto, el ínclito homenaje de ios 49 bravos del Glorioso Batallón, que inclinan la bandera invicta en .cien combates, ante la pudorosa belleza de estas vírgenes del sol! La banda ejecutó un tango y un bolero. El coronel Ojarro bajó de su caballo, pasó las riendas a un asistente. Chueco, panzudo y retacón entró al hotel haciendo sonar las espuelas en las gradas de mármol. El batallón se puso en marcha nuevamente, seguido de lustrabotas y ladradores perros vagos. El- Mariscal del Aire levantó un brazo para reanudar su arenga inaudible; pero, algo le hizo desistir porque enseguida metió la mano en el bolsillo, la llevó a la boca y se alejó comiendo hielo. 50 LA CONSPIRACIÓN El doctor Faustino Benítez y Fabio Iglesias estaban sentados en un pequeño bar arrinconado en una de las pocas casas verdaderamente antiguas que sobreviven en la Asunción. Era un lugarcito acogedor, de paredes de adobe y piso de ladrillos, matenido en discreta semipenumbra por cortinados de estera. Un silencioso ventilador de largas aspas giraba colgado de una gruesa viga de lapacho que sostenía el techo de paja. Era limpio y pulcro, con ese aroma sublimado de las cosas que han soportado dignamente la pruefea del tiempo. Bebían en grandes jarros de lata el espumoso mosto helado que se exprimía allí mismo, en un trapiche casero. Durante más de una hora habían discutido gravemente buscando la manera de coordinar las actividades de las organizaciones obreras y estudiantiles clandestinas, a las que estaba vinculado Fabio Iglesias, con la conspiración militar contra el gobierno en la que participaba, como hombre de enlace, el doctor Benítez. Agotadas las cuestiones de fondo, se permitían ahora distenderse hablando de generalidades relacionadas con el mismo asunto. Don Faustino, que era muy aficionado al chisme político, comentaba el desfile del Glorioso Batallón en homenaje de la vedette argentina Maruja Fontán, que había presenciado esa misma mañana. Según don Faustino, el singular episodio se habría originado en la rivalidad existente entre el coronel Ciriaco Ojarro y el general Ernesto Dalfrosse, comandante este último de la División de Caballería. - Antenoche la revista en pleno de Maruja Fontán fue agasajada por la oficialidad de la Caballería en la Maison du Diable Rouge. Ya te dije que el general Dalfrosse disputa con Ojarro los favores de Maruja. Ella, sin decidirse por ninguno, se divierte y saca provecho de la rivalidad de sus ena51 morados. Sospecho que detrás de los recelos de su tierno corazón están los tejemanejes de Monsieur Pichón. El gangster francés, que dirige una organización internacional de traficantes de drogas, con amplias ramificaciones en Europa y los Estados Unidos, asegura su impunidad comprometiendo y sobornando a algunos jefes militares con mando de tropa, de quienes depende la estabilidad del gobierno. El Presidente la República es presionado a su vez por la Embajada para que entregue al contrabandista con el fin de qué seíat juzgado, y, sobre todo, interrogado en Norteamérica. Como ño sólo de pan vive el hombre, Monsieur .Pichón ha utilizado a Maruja para afianzar su influencia. El hecho de que inflamara pasiones tan volcánicas en dos poderosos pretendientes, sin duda es una complicación no prevista por el artero proxeneta galo. Si Maruja se decidiera por uno de ellos/ comprometería la unidad de las fuerzas que sostienen al francés contra los requerimientos, ruegos* presiones y amenazas del representante de la primera potencia económica y militar del mundo. Don Faustino' bebió su. mosto, se limpió la espuma con una servilleta y continuó: _ . - En lo mejor dé la fiesta vino llegando el coronel Ciriaco Ojarro con un ceño terrible, completamente solo. Sorprendió a Maruja en las todillas de Dalfrosse. La tensión dramática rayó en lo sublime. Los bravos de la Caballería se miraron boquiabiertos. Los afeminados bailarines de la troupe, chillando como liebres* escaparon por las ventanas, se metieron debajo de las mesas, huyeron por los pasillos. Maruja salvó la situación saltando de las rodiílas de Ernesto a los brazos de Ciriaco. Dalfrosse, que a pesar de su apellido es el más indio de los dos, no perdió la pachorra. Convidó a sentarse a su rival y. mandó que continuara la fiesta. Es muy astuto y cauteloso. Había adivinado que rodeaban la finca dos compañías del Glorioso Batallón listas para lanzarse al asalto y arrasar con todo. Hacia el amanecer, completamente borracho, Ojarro juró hacer desfilar su batallón bajo los balcones de Maruja. Su sangre y la de sus soldados estaban prontas a derramarse para satisfacer cualquier capricho de su "diosa" (tal fue el apelativo que le dio, en el mejor estilo folclórico-modernista). Si ella pedía el gobierno, el gobierno le daría. Lejos de mostrarse disgustado, el general Dalfrosse lo incitaba a decir y hacer' más tonterías. ¿Qué te parece? -¡Repugnante! 52 - El desfile de esta mañana ha sido un espectáculo de profunda significación histórica. Y todavía están por verse sus consecuencias políticas. - Para mí es una payasada, ¿qué otra cosa puede esperarse de estos tipos? El doctor Benítez se rió. - No me digas que te has vuelto un sectario y has perdido el humor y la imaginación. ¿No te das cuenta de que hasta hace algunos años hubiese sido inconcebible que una de las más gloriosas unidades de nuestro glorioso ejército interrumpiera, a media mañana de un día hábil, el tránsito de la calle principal de la capital de la república para desfilar en homenaje de una hetaira extranjera? Nuestro pueblo nunca fue muy inclinado a la veneración externa de sus símbolos, pero ha tenido siempre un sentido casi innato de la dignidad y del decoro. Por eso no hemos sido hasta ahora una republiqueta. Nuestra historia es trágica, pero no es una triste historia. Es la historia grande de un gran pueblo acosado por la adversidad. Don Faustino se iba exaltando. Fabio lo escuchaba con nostalgiosa simpatía. El doctor Benítez había sido su profesor de historia en el Colegio Nacional. A veces, embriagado por su propia elocuencia, parecía trasfigurarse. Sonaban las campanillas del recreo. Seguía hablando sin oírlas. El profesor del turno siguiente aguardaba en la puerta sin atreverse a i n t e rrumpirlo. Estudiantes de otros cursos abandonaban sus aulas para escucharlo desde el corredor y las ventanas. Hasta que el hombrecito volvía a su natural. Sonreía confuso, pedía disculpas y se marchaba entre aplausos. -¿No estaremos asistiendo a su desintegración? Es ilusorio afirmar la inmortalidad de los pueblos. Los pueblos, como las personas, mueren tarde o temprano. Algunos dejan una huella profunda; otros se extinguen sin dejar rastros. ¿Qué será del nuestro? Acaso por mucho tiempo sobreviva una mancha en el mapa, pero del hombre paraguayo no quedará ni la sombra. Y esto me duele, Fabio; me duele porque merecía otra cosa. No me duele por mí; ni por mis hijos, que disfrutan en la Argentina de un próspero exilio. Me duele porque ha de dolerle a un hombre de bien la energía que se pierde, el atardecer de un día que nunca volverá, un amor ir realizado, un niño muerto. Me duele por la humanidad, porque somos parte de ella. Levantemos entonces estos jarros de lata y brindemos con el jugo inocente de la cañadulce que esconde 53 en sus entrañas los fermentos del aguardiente homicida, por la patria que debió ser y no será. Fabio sonrió, sin corresponder al ademán de don Faustino. - Francamente no veo un apocalipsis en la calentura de Ciriaco. -¡Ah mi amigo! Los espíritus estrechos no perciben en las pasiones particulares y egoístas de los hombres otros contenidos superiores, universales. Hegel, ese Fausto irredento que no se animó a pactar con Mefistófeles, habla de la astucia de la razón. Los hombres creen perseguir sus propios fines cuando en realidad responden a la lógica ciega e implacable del Espíritu Absoluto. Ojarro quiso simplemente impresionar a una rumbera; pero, en su gesto descubrimos la mueca de la máscara, el paso de nuestra historia de la tragedia a la farsa. Fabio se sentía seguro y a gusto en el discreto y limpio despacho de mosto. Detrás del mostrador, una cancel de vidrios rojos y azules envolvía las cosas en una luz morada. Le recordaba la sala de la casa de doña Pilar Frutos de Recalde, a la que los domingos, después de oír misa, solía ir con su madre para saludar a la abuela. Las palabras de don Faustino se adecuaban al ambiente. Fabio compartía sus sentimientos pero no sus ideas. Sin embargo, no subestimaba en absoluto la experiencia de aquel hombre, así como el conocimiento pormenorizado que tenía de los entretelones de la política de la camarilla gobernante y de la personalidad de sus protagonistas - Ha dicho usted, doctor, que la humorada de Ojarro podría tener consecuencias políticas. - En las Fuerzas Armadas existen todavía jefes y oficiales con alguna capacidad de indignación. En su mayoría están identificados y no tienen mando de tropa: la decencia ha hecho sospechosa. Conservan sin embargo una influencia que no es posible desdeñar. Podrían hasta recibir discreto apoyo de la Embajada, que no consigue que le concedan la extradición de Monsieur Pichón, hombre hábil y dadivoso que manipula rivalidades y administra favores sin costo para el erario. El Presidente de la República, que hasta ahora ha tolerado las locuras de Ojarro porque el Glorioso Batallón es la única unidad que lo respalda sin otra condición que la de conservar a su jefe, podría verse ahora en serias dificultades. Pero, supongamos que forzado por las circunstancias decidiera destituir a Ojarro, ¿quién le pone el cascabal al gato? El 54 loco va a pelear, tiene cojones. Para librarse de él necesita recurrir a la Caballería o al Famoso Regimiento, que se e n cuentra en campaña contra la columna rebelde del capitán Palacios. Si lo hace, ¿quién le garantiza que alguno de estos jefes, una vez que haya sacado áe: ¡ dio a Ojarro y a su batallón de opereta no quiera apocara?: J del gobierno? Se sabe que el general Dalfrosse conspira, / también que es sumamente cauteloso. No se lanzará a una aventura. Por el m o mento se limita a hacerse fuerte en Campo Grande. La gran incognita es Melgarejo. Con el pretexto de combatir a los rebeldes reforzó su regimiento hasta convertirlo en la unidad más numerosa y aguerrida del país. Deslizó una amenaza en reportaje que le hicieron hace poco, y ayer envió un batallón a ocupar los cuarteles que su regimiento tiene en Tacumbú, en actitud desafiante para el gobierno y otros posibles d e tractores. Dalfrosse no se arriesgará a que lo tomen entre dos fuegos, aparte de que le tiene un miedo cerval a Melgarejo. Ojarro se mantuvo hasta ahora porque estaba en el fiel de la balanza. Si se rompe el equilibrio como consecuencia del último disparate que hizo, el golpe puede estallar en cualquier momento. Creo que entonces habrá llegado también para ustedes el momento de actuar. - No somos golpistas -dijo Fabio-, nos limitamos a prepararnos para el caso de que el golpe se produzca. - Conozco el punto de vista, pero debes adecuarlo a las circunstancias del momento. Si se les deja hacer lo que se les dé la gana, estos señores acabarán por entenderse, como ha ocurrido tantas veces. - Paciencia, ¿qué podemos hacer nosotros para evitarlo? - Ya te lo he dicho: trabajar en nuestra propia conspiracioncita. Fabio sonrió. Don Faustino era un veterano conspirador vernáculo, y, como tal, algo inclinado a construir castillos en el aire. - Sf, me lo ha dicho, pero, ¿con quiénes, sobre qué bases? No se t r a t a de una cuestión de principios sino de posibilidad material. El doctor Benftez se inclinó sobre la mesa y le dijo en voz baja: - Con la gente decente. A Fabio le hizo gracia la salida de Don Faustino, que se rió también pero insistió: 55 - Si lo que ocurre es simplemente un choque de camarillas por el reparto del botín, la huelga general y la movilización popular no alterará el resultado, que en definitiva será una componenda para dejar las cosas esencialmente como estaban. Para evitarlo, necesitan contar con amigos en el ejército que tengan un programa affn al de ustedes, aunque sea en algunos puntos. Como te dije, hay muchos oficiales que se oponen no sólo al actual Presidente de la República sino al régimen imperante, algunos inclusive por razones de principio derivadas de su formación castrense. Su debilidad está en la dispersión. Necesitan un jefe; los militares no h a cen nada si no hay alguno que los mande. Ya te hablé del hombre que puede cumplir esa función. - Sf, el general Fulgencio Iturbe, director de la Escuela Militar. No tiene tropas, salvo los cadetes y un centenar de conscriptos mal armados. - Cierto, nada puede hacer solo, pero puede ser el factor desencadenante y asumir la dirección de la parte sana del ejército, que todavía existe aunque no creo que sobreviva mucho tiempo si no se manifiesta de inmediato. Fabio estaba enterado de que el doctor Benítez conspiraba con el general Iturbe, y que no le daba a conocer todo cuanto sabía. Era lógico que así fuera. El le pagaba con la misma moneda, lo cual no era un obstáculo para que colaboraran de buena fe. Iturbe necesitaba del apoyo de las organizaciones populares, o por lo menos su movilización masiva por un programa coincidente, para realizar el objetivo de institucionalizar las fuerzas armadas y entregar el poder a los civiles en el plazo más breve. Fabio estaba personalmente de acuerdo en coordinar las acciones, pero tropezaba con la r e sistencia de algunos de sus compañeros, que temían comprometer al movimiento en acciones que no tuvieran razonables posibilidades de éxito. Ya había examinado con don Faustino en otras oportunidades, y esa misma mañana, en hipótesis, varias formas posibles de coordinación, sin llegar a ningún acuerdo en firme. Sin embargo, ambos comprendían que había llegado el momento de tomar una decisión. -¿Conoce bien al general Iturbe? - preguntó. La respuesta era obvia, pero le interesaban los detalles. Hubo un brillo de esperanza en los ojos del doctor Benítez, que había comprendido el sentido de la pregunta. - Lo conozco y muy bien. Voy a.decirte todo lo que sé de él... ¡Leyva! -gritó alegremente, llamando al mozo-. ¡Otra vuelta de mosto bien helado!... ¡Ah, y unos cuantos pastelitos, 56 que ya es hora de comer algo! -luego, dirigiéndose a Fabio, comentó-: Hacía tiempo que no gustaba de este refresco n a cional. Delicioso, ¿verdad? Y mejor si se le echa un poco de limasutü. El limón silvestre le quita lo empalagoso. Después de que el mozo hubo servido tomó nuevamente la palabra. - El general Fulgencio Iturbe es uno de los pocos militares de su rango que nunca ha conspirado. Se dedicó al t r a bajo y al estudio, invariablemente fiel a los ideales castrenses asimilados en la escuela del general Schenoni. Obedeció a los buenos y a los malos gobiernos. En la guerra fue un buen oficial. Su frente despejada de laureles me hace pensar que estuvo entre los mejores. Jamás hace mención de sus hazañas bélicas, aunque fue un combatiente de primera línea desde Boquerón hasta Villa Montes: la modestia es la virtud del paraguayo capaz. Ascendió a su tiempo, grado por grado. Hizo estudios especializados en los mejores institutos militares del mundo. Posee sólida cultura, domina varios idiomas. Es pobre, por añadidura. Se lo respeta por sus méritos en un país en el que nada se respeta y sólo se acata el poder cuando es suficientemente temible. Hasta hace poco se lo consideraba inofensivo; pero, de repente, se puso a hablar de más. Crítica abiertamente la conducción militar de la guerra contra la Triple Alianza. Desde el punto de vista profesional, admira a Estigarribia, pero condena su posterior y desdichada intervención en la política. Es un general que detesta el militarismo. Se empeña en educar a los cadetes en la lealtad al pueblo, el respeto a los soldados, la subordinación sin condiciones al poder civil fundado en la ley. El Presidente de la República, que desprecia sus ideas acaso porque las que tiene en su magín son vulgares, no le hizo caso al principio. Ahora no sabe cómo librarse de él. No ha cometido la más mínima falta que justifique su destitución. Tiene discípulos y partidarios en el ejército. Cuenta con la simpatía de la Embajada, que, si no fuera porque es absolutamente incorruptible, vería en él una alternativa válida. -¿No me está describiendo a un hombre íntegro pero indeciso, frenado por sus propias ideas? - No lo creo. Te estoy hablando de un hombre inteligente que no ha encontrado el momento oportuno para decidirse. Cuando lo haga nos dejará asombrados, porque le sobra energía. Me recuerda al capitán Blas Miloslávich, a quién conocí en mi juventud. Era uno de esos militares intelectuales que de tanto en tanto aparecen como mutantes en los ejér57 ci tos. Cuando se decidió, llevó las cosas hasta el fin, aunque se equivocó de bando. Murió peleando a las órdenes del coronel Adolfo Chi ri fe. En éí bando opuesto estaba su amigo y compadre José Félix Estigarribia. Es la tragedia de Abel y de Cafn que con tanta frecuencia se repite entre nosotros. Solía decir Estigarribia, durante la guerra del Chaco, que si viviera "Milos" lo tendría como segundo. Alguien le replicó que a c a so a Miloslávich le hubiera correspondido el primer puesto. No estoy de acuerdo. Blas Miloslávich, que era un pensador lúcido y un brillante ensayista, carecía de genio político. Le faltaban la discreción, la paciencia y la cautela que le sobraban a Estigarribia. Iturbe padece de las mismas falencias. No tendrá éxito si no se le ayuda leal y desinteresadamente como, me permito decirlo, estoy tratando de hacer yo. El destino trató de diversa manera a estos tres hombres de notables méritos. Miloslávich se malogró en una guerra civil. A Estigarribia le tocó en suerte conducir una epopeya victoriosa. ¿Qué le ofrece a Iturbe? Jubilarse como director de una escuela o intentar sacar al país del pantano en que se hunde. Se lo he dicho con franqueza. -¿Qué le respondió? -Nada. -¡Ah, eso es muy alentador! - N o dijo nada pero se puso en movimiento con mucha eficiencia y discreción para tener todo preparado cuando llegara el momento de actuar. No te olvides que es un oficial de Estado Mayor, adiestrado en Europa y Estados Unidos. Controla a los oficiales de planta de la Escuela Militar y ha establecido contacto con jefes y oficiales ubicados en puntos claves. Como es natural, no me ha dado a conocer los d e t a lles, pero podemos confiar en su palabra. No comprometerá a sus hombres ni a nadie que lo respalde en una acción descabellada. De esto puedes estar seguro. Fabio no dijo nada. Permanecieron en silencio. - No perdamos más tiempo -dijo finalmente el doctor Benítez, con ansiedad contenida-, es preciso llegar a un acuerdo antes de que sea tarde y se malogre una oportunidad que, te lo aseguro, no volverá a darse en muchos, muchos años. Se trata de echar mano a las últimas reservas morales que han' escapado al escrutiño de la canalla que nos gobierna. 58 Fabio siguió en silencio. - Perdóname si t e hago una pregunta indiscreta: ¿es cierto que esperan la llegada de Teófilo Villalba para decidirse? Fabio logró disimular la sorpresa y el disgusto. Teófilo Villalba era un dirigente obrero que había combatido a las órdenes del capitán Palacios., Desde que, siguiendo instrucciones de sus partidarios, abandonó la columna rebelde, vivía en el exilio. Muy pocas personas habían sido informadas de que regresaría al país clandestinamente y que era portador de un mensaje que el jefe guerrillero había hecho llegar a la frontera argentina. Fermín Agüero, asistente de Fabio, debía acompañarlo en el cruce del río, que se efectuaría esa misma n o che. Era muy grave que hubiera trascendido aunque sea parte del secreto tan celosamente guardado. - Puede ser que venga como que no -respondió evasivamente-*; en todo caso, no depende de él la decisión que t o memos. - Comprendo, es un secreto que, sin embargo, ha llegado a mis oídos. En parte te hice la pregunta para advertírtelo. Es muy probable que la policía también sepa que vendrá, aunque acaso ignore cuándo, por dónde y para qué... ¿Qué tal el muchacho? - No le entiendo. - Me refiero a Fermín Agüero, que estuvo a verme anoche para concertar esta entrevista. Sé lo que estás pensando. Se sorprendió tanto como tú cuando le hice la misma pregunta acerca de Teófilo Villalba. - No lo dudo; Fermín es un mozo valiente, responsable y de entera confianza. - Pienso lo mismo de él -dijo don Faustino, con satisfacción-; le he tomado gran afecto a tu secretario. Tal vez sea demasiado serio y maduro para su edad, aunque debo decirte que no me agradan los muchachos que se ríen de cualquier cosa y hablan hasta por los codos: son frivolos o estúpidos. La juventud es triste. El diálogo se iba extinguiendo. El t e m a principal se había agotado, pero ninguno de los dos se decidía a dar por terminada la entrevista. -¿Estás bien en la Casa de la Calle España? Es una lástima que se encuentre casi en ruinas. ¿Qué le vamos a hacer? El pobre Saturio no tiene ganas ni dinero para hacerla arreglar, aunque sospecho que se aferra a la esperanza de 59 curarse y regresar a ella con todos los honores. En el fondo, somos todos como él. Se había apoderado de don Faustino una gran pesadumbre. Seguramente había esperado llegar esa misma mañana a un resultado concreto. Fabio le tuvo compasión, pero no se decidía a asumir un compromiso. - Estoy cómodo y a gusto -dijo sonriendo, contento por cambiar de t e m a - , aunque no haya luz eléctrica ni agua corriente, dispongo de una mansión para mí sólo. Lo único que me preocupa es que Mariana Arguello llegue a enterarse de que estoy allí. - Sería una casualidad, pero aunque se diera el caso no creo que haya nada que temer. Jamás te delataría. No es de esa clase de personas. - Nunca están demás las precauciones. No salió limpia de la prisión, se le atribuyen contactos misteriosos. Es una lástima. Si se hubiera puesto en contacto con nosotros la hubiésemos ayudado a pesar de todo, teniendo en cuenta que resistió terribles torturas sin que consiguieran sacarle la más mínima información... Don Faustino lo contuvo con un ademán. Conocía la historia y no le gustaba hablar de ella. - Es que la gente cambia, mi amigo -dijo, con amargura-. Se va quebrando por dentro sin mostrar en el rostro ni la más leve señal, como esas putas finas que te salen pegando una tremenda purgación. Este país se está pudriendo hasta los tuétanos. Por eso es alentador encontrar muchachos como Fermín Agüero. Sin embargo, hemos sufrido tantas decepciones que no podemos dejar de preguntarnos cuánto tiempo podrán conservarse puros; si se hundirán en la mediocridad o se confundirán con la canalla. Nadie está libre de sospecha. ¿Quién te garantiza por ejemplo que ahora mismo no te esté vendiendo como Judas? ¡Nadie, mi amigo, nadie! Entonces haces una apuesta a cara o cruz, en un temerario acto de fe, poniendo la vida en la parada.- No queda otra alternativa, porque no hacerlo implicaría un suicidio moral. Fabio miró con profundo afecto a su antiguo profesor. - Confío plenamente en usted, don Faustino -le dijo, sonriendo-. Como prueba de ello le prometo que haré todo cuanto esté a mi alcance para que se dé una mano al general i turbe. Dígale que pasado mañana por la noche tendrá una respuesta. El pueblo paraguayo no dejará en la estacada un militar que está dispuesto a jugarse por la democracia. 60 EL HÉROE Guando en plena siesta el mayor Silvestre Ocampos se presentó en la casa del general Fulgencio Iturbe, doña Elvira se sorprendió de que su marido lo hiciera pasar a la casita del fondo. Salvo el doctor Benítez, con quien el general gustaba entregarse a largas divagaciones, nadie más tenía acceso a su estudio privado. La propia doña Elvir a se a bstenía de entrar en él, aunque no le estaba prohibido. El general no encontraba desdoroso ocuparse personalmente del aseo de la habitación. Habitualmente recibía en la sala, o, cuando ésta estaba invadida por los amigos de Cristina, en un escritorio anexo. Doña Elvira estaba al tanto de que algunos oficiales contaban con su marido para levantarse en armas contra el gobierno. El general, sin desalentarlos, les aconsejaba prudencia y paciencia. La visita del mayor Ocampos era significativa. Estaba al mando de un batallón del Famoso Regimiento acantonado desde la víspera en sus cuarteles de la capital, mientras el resto de la unidad continuaba en campaña contra los rebeldes. El mayor Silvestre Ocampos había sido alumno del general Iturbe en la Escuela Militar y en la Escuela Superior de Guerra. El general Iturbe estimaba al mayor Ocampos por su honradez y contracción al estudio. Lamentaba que ciertas lagunas en su educación y cierta cortedad de entendederas contrapesaran en cierto grado las excelentes cualidades de un hombre tan meritorio. La víspera, a la misma hora, lo había visitado un oficial del Estado Mayor de la División de Caballería. Fue recibido secamente, en la sala. Pero, apenas hubo empezado a hablar, lo hizo pasar al escritorio. Allí estuvieron encerrados más de 61 dos horas. Doña Elvira sabía muy bien que cualquier levantamiento debía tener en cuenta, en primerísimo lugar, a la Caballería. Los cuarteles de Campo Grande eran feudo privado del general Ernesto Dalfrosse, que rendía condicionado vasallaje al Presidente de la República. Doña Elvira estaba inquieta, pero confiaba en su marido. Sabía que si algo le ocultaba era porque no tenía derecho a confiárselo a nadie. Ella no hacía preguntas. Para calmarse, decidió escuchar la sexta sinfonía de Beethoven y continuar la lectura del último libro de Jorge Luís Borges. Se lo había traído José-Antonio Lara, el festejante de Cristina. Según doña Elvira, Borges era un escritor de gran talento, que a veces desperdiciaba en temas insignificantes. Galo Casanello, primo hermano de doña Elvira, la apoyó calurosamente y juró demoler al escritor argentino en un artículo, a condición de que José-Antonio lo publicara en "El Independiente" sin las censuras y mutilaciones alevosas que acostumbraba perpetrar. Divertían a doña Elvira estas acaloradas disputas de muchachos, que se apasionan por zonceras. El general Fulgencio Iturbe vivía en una casa modesta en comparación con las que se estilaba entre personas de su rango. Entregado al estudio y al estricto cumplimiento del deber, no se cuidó de hacer fortuna. Habituado al orden y a la disciplina, a la distribución racional de su tiempo y sus recursos, se desenvolvía cómodamente con su sueldo y algunos ingresos adicionales que le proporcionaban sus cátedras. Aunque doña Elvira era la única heredera de un notable jurisconsulto, propietario de varias casas de renta y de una hermosa estancia en las Misiones, se adaptaba con naturalidad a lo que podía proporcionarle su marido. Lo había acompañado a remotas guarniciones del Chaco y en misiones diplomáticas en el extranjero. Se manejaba con identica soltura entre indias y soldados que entre embajadores y princesas. La discreción y la modestia eran prendas de su señorío. Sobrellevó con valor la muerte de su hijo varón. Educó a su hija con criterio moderno, independiente, sin desmedro de viejas tradiciones de decoro y de virtud. Cristina estudiaba letras en la Universidad Católica, vestía a la última moda, salfa con amigos hasta altas horas de la noche, decía profesar ideas de izquierda. Se puso de novia con su profesor de literatura, diez años mayor que ella, el famoso poeta y periodista José-Antonio Lara. El general disimuló con humorismo sus celos y desaprobación. No tenía nada contra el novio. Era de buena familia, probablemente un buen muchacho. Sólo que no podía tomarlo en 62 serio. Pero confiaba en su hija. Estaba convencido de que a pesar de sus desplantes respetaba a sus padres. Según el g e neral, esta era la mejor, si no la única garantía de una conducta honesta. La sala de la casa estaba siempre llena de jóvenes. Se organizaban tertulias y guitarreadas. Algunas veces el general participaba en ellas. Se complacía en deslumhrar a los huéspedes con la solidez y la amplitud de su cultura, con la riqueza de su anecdotario. Al que manifestaba sorpresa, le decía sin ocultar satisfacción: -iAh mi amigo, yo soy un paraguayo que no duerme la siesta! No la dormía en efecto. Se refugiaba en la casita que había construido con sus manos en el fondo del jardín. Cuando lo hizo, no podía pagar alhamíes y él jamás usaba soldados en labores ajenas al servicio. Allí permanecía, rodeado de libros y de mapas, todo el tiempo que le dejaban libre sus múltiples ocupaciones. En el escritorio anexo a la sala, amueblado con sobriedad y gusto, se destacaba el retrato apócrifo de su ilustre antepasado, procer de la independencia. El general Iturbe, hijo natural de una campesina acomodada, que recibiera como único legado de su padre el reconocimiento en lecho de muerte, tenía la vanidad de su abolengo. Y, en secreto, lo sentía como un mandato. A veces se encerraba los viernes por la noche y no salía, salvo para comer, hasta el lunes por la mañana. En tales ocasiones, dormía en el desvencijado catre de campaña que le servía fielmente desde que io tomó al enemigo en la guerra del Chaco. Lo acompañaban otras reliquias. Un revólver Eibar treinta y ocho largo, siempre bien aceitado y con la carga completa. Un desteñido sombrero verdeolivo de soldado raso, que había usado para confundirse con la tropa en los asaltos a las trincheras bolivianas. Una caramañola, una brújula, prismáticos, y hasta un par de botas a la última miseria que, solía lustrar de tanto en tanto. A doña Elvira le afligían estos encierros cada vez más prolongados. Ella sabía que la muerte de su hijo, que no le arrancó una lágrima, lo afectó profundamente. Lo había educado con esmero, pero con discreción, evitando la tutela excesiva que distorciona el carácter y coarta el libre desenvolvimiento de la personalidad. Vicente Ignacio correspondió con creces. Buen estudiante y deportista; inquieto e imaginativo, nada flojo; sensible, pero moralmente fuerte. Sus primeros servicios a la historiografía nacional, casi tan ineludibles co63 mo la conscripción militar, revelaron madurez de juicio y solvencia intelectual. Estaba por recibirse de abogado cuando, al doblar una esquina con su motocicleta, un camión del ejército, que bajaba de una loma a contramano, a toda velocidad, lo hizo pedazos. -¡Dios mío -había exclamado el doctor Benítez, inclinándose sobre el féretro-, que mala suerte tiene este país, qué mala suerte! Doña Elvira comprendió que una llama secreta que ardía en el corazón del general iba a extinguirse sin remedio. Solía oírlo hablar en voz alta. Creyó al principio que releía sus textos favoritos. Descubrió después que el general se paseaba declamando largos monólogos. Arengaba a ejércitos imaginarios. Venciéndose a sí misma, se obligó a revisar los papeles de su esposo. Mapas surcados por rayas rojas y azules avanzaban y retrocedían caprichosamente por los territorios del Brasil y la Argentina. El Paraguay iba ensanchando sus fronteras en campañas sucesivas. Cuadernos cuidadosamente forrados contenían el detalle de batallas fabulosas. Número y distribución de efectivos; porcentaje de bajas; fuentes de r e monta y abastecimiento; preparación sicológica y cobertura diplomática; concisos partes de victoria. Doña Elvira tenía la inteligencia y la preparación suficientes para darse cuenta de que su marido se entregaba a un fantaseo delirante. Decidió vigilarlo. Una noche lo sorprendió con la cabeza cubierta con el sombrero de soldado, los prismáticos al cuello, revólver y caramañola ai cinto, calzando sus viejas botas. Se alejó en puntillas. Al llegar a su habitación se arrojó en la cama y rompió a llorar amargamente. <En quién confiar? Aquel hombre intachable estaba rodeado de enemigos. Individuos despreciables se solazarían con su desgracia. Pero algo había que hacer. A pesar de sus e x centricidades, Galo Casanello era un médico excelente y un amigo leal. Le dijo la verdad a medias, pero Galo la comprendió completa y en el acto. Para sorpresa de doña Elvira, rompió a reír. - No, mi parienta -le dijo, abrazándola-, si tu marido está loco, vivimos en un manicomio. Llévalo a descansar un tiempo a la estancia de tu papá. Ya verás que no es nada. Cabalgaron parajes de emocionada belleza. Matearon madrugadas como en felices tiempos de fortines remotos. Comieron mbeyú* en las tardes lluviosas. Bailaron cielitos en * Tortilla de almidón de mandioca. 64 la función del Santo. Sintieron revivir, conno el fuego escondido en los tata^va * de los fogones campesinos, ardores adormecidos. Y se ruborizaron buscándose en las noches serenadas de grillos. -¡Ah mi Elvira, si pudiéramos envejecer en paz! -¿Qué nos impide? ¿Por qué no solicitas tu retiro? ¿Qué esperas? - Espero a mi Destino. Lo aguardé cuarenta años. Por él he soportado cuanto un hombre honrado puede soportar. No sé si vendrá, si la espera es inútil; pero, si llega, me encontrará en mi puesto. Doña Elvira comprendió. Leño que se usa para conservar el fuego en el fogón 65 CARPINCHO A Fermín Agüero le fue fácil identificar a Carpincho, con quien, de acuerdo a las instrucciones que le diera Fabio Iglesias, debfa encontrarse a media siesta junto al pozo artesiano de la Plaza Italia.-Allá estaba Carpincho requebrando a las mujeres que acudían en busca de agua. Era hombrudo y retacón, arratonado, de acerada pelambre, con los incisivos superiores en perpetua exhibición. Parecía tener mucho éxito. Tres o cuatro mujeres lo rodeaban pellizcándolo, dándole grandes palmadas, riendo a gritos de las zafadurías que seguramente les estaba diciendo. Fermín se detuvo a cierta distancia para observar la escena antes de abordarlo. No lo hacía por curiosidad sino por precaución. Mientras tuvo pantalones cortos, cada vez que la falta de lluvias dejaba seco el aljibe, Fermín solfa venir con dos baldes a buscar agua de la plaza. La casa de su abuela quedaba a tres cuadras de allí. Lo hubiera seguido haciendo después, y todavía ahora, que acababa de cumplir dieciocho años, si doña Carmen Molas de Agüero no lo hubiera considerado impropio de un estudiante secundario del que estaba orgullosa. Se había recibido de bachiller y se preparaba para ingresar en la facultad de derecho. Desde muy niño vivía con su abuela. Su padre había combatido en el bando revolucionario durante la guerra civil. Refugiado en la Argentina, lo siguió su esposa, dejando a Fermín al cuidado de doña Carmen. Abuela y nieto se encariñaron de tal modo que hubiese sido difícil separarlos. Por otra parte, cada año que pasaba los padres de Fermín pensaban que sería el último de exilio, y que pronto la familia volvería a reunirse en el hogar materno. El chico solfa viajar a Buenos Aires durante las vacaciones. Su madre venía a verlo cuantas veces podía. Le enviaban regularmente 66 una pequeña mensualidad. Doña Carmen era una mujer sana y enérgica de unos sesenta años. Se ayudaba con costuras y vivía de la renta que le daba un campito que tenía en las Misiones, administrado por uno de sus hermanos, hombre honrado y de fiar. Aunque eran pobres, vivían con dignidad y estaban siempre contentos. El muchacho nunca había ocasionado un disgusto a la abuela hasta que empezó a intervenir en actividades políticas clandestinas. Doña Carmen no intentó siquiera disuadirlo. Hubiera sido inútil, lo sabía por experiencia. El abuelo de la señora había sido uno de los héroes l e gendarios de la Guerra Grande, y luego protagonista y víctima de las contiendas civiles que siguieron. El padre fue j a rista primero y rebelde saco-mbyky* después, en la revolución de Chirife. Un hermano y el propio marido murieron en la guerra del Chaco. Sus cuatro hijos varones estaban exiliados. Así que, cuando por las noches Fermín tardaba en regresar y la zozobra amenazaba dominarla, se decía con un poco de resignación y otro mucho de orgullo que los hombres son para el rigor. No había nada que pudiera hacer al respecto, salvo ayudar a su nieto y aliviarle de fatigas en lo que estuviera a su alcance. Fermín era un experto en todo lo que se refería a la Plaza Italia. La escasez de lluvias en las últimas semanas, sumada al calor de febrero, había agotado los aljibes. Ei pozo artesiano estaba muy concurrido a pesar de que a esa hora de la siesta todo el que puede descansa, empezando per los soplones de la policía. La bomba, movida por un motor e l é c trico, traqueteaba aburrida, lanzando de vez en cuando un profundo bostezo. Los baldes estaba en el suelo, formando una larga cola, en espera de turno para ser llenados en la única canilla, que echaba agua a borbollones- Había buen números de mujeres descalzas. Un enjambre de chiquilines jugaba a las bolitas bajo los árboles, mientras uno de ellos, el que estaba más cerca de la meta, se encargaba de correr las latas de sus compañeros para que no perdieran el turno. La única novedad era la ausencia del conscripto de policía encargado de mantener el orden. Esto confirmaba el rumor de que las fuerzas policiales estaban acuarteladas. Como por arte de magia, Carpincho apareció junto a Fermín. - Vamos si que, mi socio - dijo de paso, sin mirarlo. * "Sacos-cortos", partidarios de los insurrectos en la sublevación m i l i t a r de 1922/23, d i r i g i d a por el coronel Adolfo C h i r i f e . 67 Fermín lo siguió a cierta distancia, cruzando la plaza en diagonal. Desde el mirador del centro pudo ver una patrulla de conscriptos de policía en la esquina de las calles 15 de Agosto y Amambay. Parecían muy tranquilos. Algunos dormitaban bajo los árboles.Tres de ellos tomaban tereré sentados junto a una ametralladora liviana que apuntaba hacia la calle Colón, a cuatro cuadras de allí, donde tácitamente comenzaban los dominios de los marineros, tradicionales contrarios de los vigilantes. La noche anterior había entrado sorpresivament e a la ciudad un batallón del Famoso Regimiento, parte de las aguerridas tropas del general Patricio Melgarejo, hombre imprevisible si los hay puesto que estaba loco de remate. Lo mejor era entonces simular que todo marchaba normalmente y tomar precauciones. Es lo que estaban! haciendo aquellos muchachitos descalzos que descansaban junto a sus viejos m àuse res descalibrados que, apoyados en los árboles, parecían más grandes que ellos. Luego de cruzar la plaza, Carpincho esperó que lo alcanzara Fermín. Acordaron viajar en el mismo camión de pasajeros. Poco antes de llegar a Itá-Enramada, Carpincho se bajó. Fermín siguió hasta la parada siguiente y regresó por el caldeado camino para encontrarse con el guía. Este lo esperaba a la sombra de un naranjo. Se había quitado los zapatos y desperezaba beatífico los dedos cortones de sus anchos pies. - Mira bien por las señas -aconsejó Carpincho-, por aquí tienes que volver. Se alejaron de la ruta por un sendero que viboreaba en los pajonales como el rastro de una lagartija. Eludía los ranchos que se adivinaban agazapados entre arboledas y palmares. Después de una hora de marcha arribaron a una tapera protegida por un ceibo y circundaba por cortaderas y carrizos, junto a una cañada moribunda por la seca. Se dispusieron aguardar la noche tomando tereré. Bien escondido en la cumbrera del rancho había lo necesario, incluyendo una cantarilla de agua fresca. Se sentaron bajo el ceibo con las camisas desprendidas fuera de los pantalones, sudando a mares para condimento de los tábanos. Carpincho resultó ser una feliz combinación de revolucionario, contrabandista e intrépido tenorio. Como sólo tenía dos dientes, el labio inferior se le perdía en la boca, hablaba medio atilingado y se le escapaba la saliva. Antes que los éxitos, le gustaba referir los fracasos, que suelen ser más dramáticos y aleccionadores. Gozaba de la expectativa y de los 68 riegos. El relato de sus aventuras galantes acababa en el momento justo en que lograba introducirse bajo el mosquitero de la dama, a cuyo lecho se había aproximado con reptantes progresiones en la oscuridad, tras del escalamiento del cercado y el soborno de los perros. Como solfa hacer sus visitas sin anunciarse previamente, el suspenso se mantenía hasta el desenlace. Cierta vez, al meter una mano lasciva debajo de una sábana, palpó un miembro descomunal, agresivo y viscoso como una yarará. Rieron tanto que Fermín se olvidó del c a lor y de los tábanos. Y de los peligros que le aguardaban esa noche. Después de aconsejarle que se fijara en las señas del camino, Carpincho no volvió a aludir la tarea que tenían entre manos. Se trataba de cruzar el río de ida y vuelta, burlando la vigilancia de la marinería paraguaya y de la gendarmería argentina, para introducir clandestinamente al país al conocido dirigente obrero Teófilo Villalba. Era grande el compromiso. Fermín lo aceptó con sencillez. Era tal la confianza que sus compañeros depositaban en él que acabó por sentirse seguro de sí mismo. Su rostro adolescente había adquirido la tranquila determinación propia de los veteranos. Fermín Agüero había sido alumno del colegio Cristo Rey desde el primer grado de la escuela primaria hasta el último curso del bachillerato. Los sacerdotes jesuítas, españoles en su mayoría, le tenían aprecio. Algunos profesores se habían preocupado especialmente de su formación. Cuando se separó de ellos lo hizo amistosamente, porque les estaba agradecido; pero tenía sus propias ideas. Al dejar atrás el espíritu mítico de la infancia, la ideología religiosa no tardó en hacer crisis. Contribuyeron a ello algunos libros de Ernesto Renan, Anatole Franee y H. G. Wells que habían pertenecido a su padre, así como el trato frecuente con discutidores estudiantes universitarios. A todo eso hay que agregar su amistad de años con Ibarra, en cuya peluquería, ubicada en Ayoias y Amambay^ solía hacer un alto cuando iba al colegio. Por él conoció innumerables anécdotas de la épica historia del movimiento popular paraguayo. Ibarra estaba enfermo de tuberculosis, contraída en la cárcel. Su actividad se reducía a distribuir panfletos y periódicos clandestinos entre clientes de confianza. Una noche la policía allanó su casa. Lo golpearon brutalmente y se lo llevaron." No se supo más de él. Como muchos jóvenes estudiantes, Fermín se había visto envuelto en la actividad política clandestina casi sin darse 69 cuenta. El primer impulso lo había dado el natural rechazo por parte de un espíritu sano y sin compromisos de lo que es indudablemente injusto, indigno e irracional. Luego, absorbido por el trabajo, tuvo poco tiempo para reflexionar sobre lo que estaba haciendo. Las personas con quienes trataba daban por admitidas las premisas de fondo y dirigían la atención a cuestiones del momento. Los pocos libros que podía conseguir le daban uria información fragmentaria. En algunos casos no los entendía en absoluto, cosa que le hacía dudar de su propia inteligencia. Sin embargo creía estar en lo justo. En el momento de obrar lo hacía con entusiasmo y sin vacilaciones. Cuando conoció a Fabio Iglesias, que había regresado ai país después de un largo exilio, se ampliaron sus posibilidades de satisfacer inquietudes latentes. Fabio era un intelectual muy distinto de los que había conocido hasta entonces. Tendría unos cuarenta años. En su juventud había sido un atleta destacado en los juegos universitarios. Sus movimientos pausados dejaban traslucir una elástica energía. Era muy delgado. Tenía las mejillas hundidas, el cabello castaño oscuro algo canoso, la frente despejada, los ojos pardos de mirada afectuosa y grandes bigotes grises. Fumaba incesantemente la pipa o retorcidos cigarritos de hoja, de los más baratos y apestosos. Escuchaba con interés cuanto se le decía. Era muy modesto en apariencia. Rara vez hablaba de sí mismo. Había combatido valientemente en la guerra civil. Protagonizó cuatro fugas memorables de la prisión. En la última de ellas, escapó de un campo de concentración del Chaco, cruzando a pie cuatrocientos kilómetros de selvas y desiertos sin agua. Usaba dientes postizos. La mayor parte de los propios los había perdido en las torturas. Todo esto lo sabía Fermín por Emilia Sandoval, muy amiga de Fabio, a pesar de que rara vez estaban de acuerdo. Emilia era una mujer muy inteligente pero sumamente nerviosa. Fabio era tan imperturbable como terco. En las reuniones, cuando estaba convencido de algo, insistía una y otra vez, argumentando pacientemente desde todos los puntos de vista hasta hacer aprobar lo que se proponía, en ocasiones por cansancio. Esto ponía furiosa a Emilia, que con frecuencia debía ser llamada al orden porque levantaba la voz o no esperaba su turno para hacer uso de la palabra. No hacía mucho que se había producido uno de estos episodios en una reunión conjunta de delegados de distintos gremios con representantes del movimiento estudiantil. Circulaban rumores de que en cualquier momento se produciría un golpe de estado. Se disponía además de información precisa 70 al respecto. Existían contactos indirectos con los conspiradores, con vistas a coordinar las acciones en el momento decisivo. Fabio era partidario de realizar una huelga general, acompañada de una amplia movilización de masas, para exigir la vigencia de las instituciones democráticas. En cambio Emilia Sandoval y algunos curtidos sindicalistas se oponían a ello argumentando que ios graves contrastes sufridos anteriormente habían dejado muy raleadas las fuerzas, que no habían tenido tiempo de reorganizarse debidamente. Muchos compañeros, entre ellos algunos de los más experimentados, continuaban en prisión. Los principales dirigentes de los partidos opositores o estaban en el exilio o se habían replegado a cuarteles de invierno. Los pocos que se mantenían activos, apostando a la conspiración, eran personalidades de segunda fila, sin mayor influencia en la dirección de sus partidos y sin contactos efectivos con la masa de sus correligionarios. Las montoneras rebeldes habían sido aniquiladas, con la única excepción de la columna del capitán Feliciano Palacios, cuyo paradero se ignoraba y que difícilmente podría acudir a t i e m po, aun en el caso de que le restaran fuerzas para influir en los acontecimientos. Sacar al pueblo a la calle en estas condiciones era exponerlo a un nuevo descalabro, del cual tardaría años en recuperarse. Lo mejor era entonces obrar con cautela y seguir acumulando fuerzas. No faltarían en el futuro golpes de estado y crisis de gobierno. Fabio Iglesias argumentó una vez más a favor de su tesis. Hizo una extensa exposición de las contradicciones objetivas, insuperables, que aquejaban al régimen imperante. Caracterizó a cada uno de los sectores en pugna. Especuló acerca de alianzas posibles. Afirmó que lo decisivo era el creciente descontento popular, que, adecuadamente orientado, produciría necesariamente un vuelco de la situación. Hablaba con voz tranquila y pareja. Tenía una enorme fuerza de convicción. Emilia Sandoval se agitaba en su asiento, dibujaba garabatos en su hoja de apuntes. Cuando Fabio hubo terminado, se hizo un largo silencio. El primero en romperlo fue el delegado de los frigoríficos de Zeballos-cué. - Dime,, camarada -preguntó en guaraní-, ¿sabes jugar al truco? Fabio hizo un gesto de extrañeza. - No, ¿por qué? * - Preguntaba npmás... Estalló una carcajada general. Fabio entendió la broma y rió también. En opinión de algunos compañeros, le faltaba 71 arandú-caaty, sabiduría del monte, la astucia y la malicia de la gente del pueblo. Se llegó a un acuerdo de compromiso. Se continuaría trabajando con vista a la huelga general y a las manifestaciones callejeras, pero la decisión final se tomaría sobre la marcha. Como era difícil y arriesgado reunir a tanta gente, se eligió un Comité Ejecutivo, con amplias facultades. Fabio fue elegido por estrecha mayoría secretario general. Para sorpresa suya, Fermín Agüero fue designado por unanimidad encargado de los enlaces. Esto hacía depender de su lealtad y firmeza la suerte del movimiento, y ponía en sus manos la libertad y acaso la vida de muchos de sus dirigentes. Desde entonces trabajó en estrecho contacto con Fabio Iglesias. Cuando había tiempo, charlaban largamente. En asuntos teóricos Fermín estaba lejos de ser un discípulo sumiso. Se había ejercitado en la crítica en el colegio de los jesuitas, maestros de la controversia, de la argucia sutil. Aunque la hubiera aceptado en principio, planteaba sistemáticas objeciones a una tesis. Fabio no perdía la paciencia ni hacía valer la incuestionable superioridad de sus conocimientos. Una noche, después de haber discutido horas, Fermín confesó a su nuevo amigo: - Son tantas las cosas que me parecen confusas que a veces se me ocurre que ando a ciegas, pataleando como un títere movido por no sé quién. Entonces me dan ganas de mandar todo al diablo y encerrarme a pensar y pensar y no mover un dedo hasta haber encontrado la respuesta. - Te entiendo. Lo mismo me pasaba cuando tenía tu edad, y todavía me pasa muy a menudo. Pero ocurre que es imposible encontrar una respuesta única y definitiva para t o dos los interrogantes. Simplemente, no existe. Nunca se acaba de pensar y de dudar, salvo que uno se convierta en un dogmático; o, lo que es peor, en un fanático. Pero una cosa es el fanatismo y otra la firmeza de convicciones. Si no queremos renunciar a la acción es preciso impedir que las dudas nos paralicen. El error es un riesgo que se debe asumir conscientemente. Estamos metidos en una gran batalla. Si se elige uno de los bandos es preciso hacerlo con decisión. Las batallas están hechas de errores y de crímenes, tanto como de aciertos y actos heroicos. No puedes pretender que los de tu bando sean en todos los casos sabios y santos, ni que el adversario sea invariablemente estúpido y criminal. Sin descartar la posibilidad teórica de haberme equivocado, mi decisión está tomada. Estoy del lado del pueblo, mis intereses 72 son los del pueblo; soy un tribuno del pueblo y un soldado del pueblo. - Así parece muy sencillo; demasiado, en mi opinión. - No lo es, por la razón de que el pueblo no es un concepto que se pueda definir de una vez para siempre, sino una entidad cambiante, contradictoria. Asi son también sus enemigos. En cada instante se plantea de nuevo el problema, las más de las veces sin que nos demos cuenta. Sin embargo, la toma de posición sirve de brújula para orientarse en situaciones confusas en las cuales es preciso obrar rápidamente y sin vacilaciones, a sabiendas de que se ha de meter la pata de vez en cuando. No hay remedio para eso. Tendrás que seguir estudiando, pensando y dudando durante toda la vida. Continuamente será preciso verificar el derrotero, mover el timón y corregir el rumbo. Tu barco navega de noche en alta mar, en medio de una tormenta, y el puerto al que te diriges no figura en el mapa. Si no te gusta la idea puedes quedarte en tierra y entretenerte en la lectura de buenos libros de viajes. Era como las dos de la mañana. Estaban sentados en una de las terrazas de la Casa de la Calle España, bajo la luna llena. Fermín se sentía dispuesto a continuar la discusión el resto de la noche. - De acuerdo, siempre que me digas por qué estás del lado del pueblo, si ni siquiera sabes lo que es. Fabio lo miró con los ojos llenos de fatiga. - Porque me da la gana -dijo, bostezando-, A otro pero, compañero... Vamos a dormir, es muy tarde para sofisterías. Fermín desempeñaba eficazmente sus tareas. Gomo nunca había estado detenido, se desplazaba libremente por la ciudad sin despertar sospechas. Al menos, era lo que esperaba. Las informaciones confidenciales se filtraban con frecuencia alarmante. El día anterior, cuando fue a ver al doctor Benítez para concertar una entrevista entre éste y Fabio Iglesias, se encontró con que don Faustino estaba enterado del próximo arribo de Teófilo Villalba. Agregó que Teófilo era portador de un mensaje del capitán Feliciano Palacios. Esto lo ignoraba el propio Fermín. El doctor _Benítez, era un hombre muy agradable e instruido. Síenrpre que~~podía, Fermín se quedaba a charlar un rato con él. La historia en sus labios cobraba vida. Describía las fabulosas expediciones de los conquistadores españoles, las batallas de la Guerra Grande, los entretelones de ía política, 73 así fuera de la época colonial, como si hubiera estado presente y conociera a cada uno de los protagonistas. Lo que para Fabio era el pueblo, para don Faustino era la patria. Amaba al Paraguay hasta las lágrimas, lo cual no le impedía echar pestes contra él. - Este es un país horrible -decía-, lo único que lo salvan son los sueños. Fíjate, la Provincia Gigante de las Indias nunca existió, salvo como un efímero trazado en el mapa de un continente desconocido. El criollo Hernandarias, cansado de cabalgar sin término hacia los cuatro puntos cardinales, le amputó las cuatro quintas partes con una pluma de avestruz. Las incursiones de los bandeirantes y el estúpido tratado de San Indeifonso hicieron el resto en la época colonial. El Mariscal López jugó a cara o cruz lo que quedaba. Perdió, y hoy lo ensalzamos como al más grande de los héroes. Pero quedó la idea, el sueño de un territorio vasto e imposible que nos impide aceptar nuestra insignificancia de paisito perdido en el monte, y afirmar poco menos de que aquí trasudan las espaldas de Atlante, hijo de Zeus, condenado a sostener el mundo. Soltó una carcajada y se paseó frotándose las manos de un extremo a otro de su oficina. -¿Por qué no? ¡Todo es posible! ¿No te gusta la idea? -íClaro que sí! -iAh muchacho, nunca renuncies a los sueños, privilegio de la juventud! He trajinado inúltimente durante toda mi vida a sabiendas de que era muy poco lo que podría hacer por este país tarado de nacimiento, pero eso es lo que ha dado algún sentido a mi existencia y es lo que da sentido a la existencia del Paraguay: la tenaz afirmación de lo imposible. Mucho me temo que las cosas estén cambiando y nos veamos privados hasta de nuestros delirios. Sin embargo, cuando veo jóvenes como tú, íntegros y valerosos, persistir en la batalla, pienso que no todo está perdido y que siempre habrá en este olvidado paraje del mundo una mano paraguaya para sostener la antorcha de la dignidad del hombre. Don Faustino le hacía preguntas acerca de la vida que llevaba, de sus estudios y sus actividades. Carpincho en cambio sólo quería saber cómo le iba a Fermín con las mujeres. Tuvo vergüenza de confesar que se había olvidado de ellas. En cuanto a sus experiencias anteriores, eran tan miserables que se sintió incapaz de embellecerías. Las sustituyó con fantasías. No le importaba mentir porque nadie está obligado a referir verdades entre tereré y tereré. Una muchacha bella y 74 triste le rindió su doncellez bajo una glorieta de jazmines una noche de luna llena. La seguía amando apasionadamente, pero las exigencias de la lucha le impedían entregarse por entero al amor. Carpincho lo escuchaba conmovido. -¡No hay como gozarlas bien queridas! -exclamó, con los ojos en blanco-. Pero que no se te ocurra casarte con ella. La esposa es bicho desabrido. Sirve para todo, menos para la cama. Fermín no estuvo de acuerdo. Cuando triunfara la causa popular, la haría suya para siempre. - Entonces, mi hermano -le dijo Carpincho, socarrón, chupando la sarrosa bombilla de lata-, te vas a casar por una vieja peluda. -iCómo! -se escandalizó Fermín-, ¿no esperas la victoria? - Puede ser que haya algún día. Con el tiempo será. - Entonces, ¿por qué luchas, por qué arriesgas la vida? - Algo hay que hacer para no vivir de balde -declaró Carpincho-. No soy un animal, soy un cristiano. 75 ¡VIVA MARIANA A RGUELLO! Saturio Rojas sólo sabia decir maldades. Era comprensible, condenado como estaba a tan extrema desventura. Disfrutó de las ventajas del nacimiento y el dinero. Educado para usarlas, tuvo el talento y la indiferencia señorial para gozar de ellas como de un privilegio de los dioses» Dioses también sujetos a las leyes ocultas del Destino. Ahora estaba leproso. - Buscas un adalid que sea a la vez tu caballero. Un campeón que reivindique tus derechos de reina destronada, lave tu honra y ejerza tu venganza. Si no lo has hallado hasta ahora, no lo hallarás en el futuro. Simplemente no existe. Mariana Arguello escuchaba a su padre con una media sonrisa condescendiente. Sin embargo la herían sus palabras más cruelmente de lo que ella misma hubiera admitido. Estaban sentados en la sombra de árboles gigantes, de rugosa corteza, que, formando un círculo en torno a la casa, t o t a l mente cubierta de telarañas, se aferraban a la tierra con raíces crispadas. La crujiente armazón de ramajes retorcidos sostenía la caótica arquitectura de un templo salvaje. Según Saturio, en catedrales como esta se reunían amandayé* de alucinados teólogos guaraníes. En determinadas épocas del año, cuando la luna naciente formaba un tenso arco de plata, los oía componer cosmogonías e interpretar los delirios del Abuelo Ultimo Primero. Más allá del círculo, mágico, el sol reverberaba en un maizal raquítico, un extenso baldío y las ruinas de un galpón que asomaba de un naranjal. Era lo que quedaba de una granja con pretenciones de quinta. Los suburAsantblea o consejo de notables entre los antiguos guaraníes. 76 bios de Asunción la habían alcanzado hacía tiempo. Estaba parcialmente invadida por ranchos de ocupantes a los que no había ni voluntad ni modo de expulsarlos de sus usurpaciones. - Eres una pobre mujer. Si lo admitieras, todo te sería más fácil. No lo harás. Estás poseída de orgullo, el pecado de Satán. Te conviene entonces obrar conforme a tu carácter. La voz era entrecortada, 8 fatigosa. Las relaciones, tensas. Los sentimientos, encontrados. Mariana compadecía a su padre al tiempo que creía ver en su estado actual los efectos misteriosos de una justicia siniestra e implacable. Hubiese ,queridò intentar uña mutua explicación, un recíproco perdón. Pero las palabras no tardaban en cargarse de rencor latente. No podían evitar hacerse daño.. Amparado en su enfermedad, Saturio la ofendía sin reparos, aludiendo sabiamente a todo aquello que era para ella vergonzoso y humillante. Mariana fingía indiferencia. La irritación de Saturio iba en aumento. Se volvía más hiriente. Sin perder él mismo los estribos, se empeñaba vanamente en sacarla de sus casillas. Lo más que conseguía era ahuyentarla. Set ponía de pie, se echaba los cabellos para atrás con un ademán algo violento, sonreía sin mirarlo, se despedía y se marchaba con su paso elástico, rápido, decidido. Podía verla hasta que trasponía el portón y era tragada por los yuyales del baldío. Saturio quedaba lleno de pesar y de' remordimientos. Mariana se iba con los nervios destrozados, .furiosa, con él y consigo misma. Pero volvía regularmente, (ios veces por semana, en los días y las horas preestablecidos. Era disciplinada y exacta. Nada la detenía. En verdad, no podía prescindir de estas visitas. Entre ella y su padre no había sido dicha, la última palabra. Sajurio, que la esperaba con patética ansiedad, al verla llegar sentía un alivio y una alegría infantiles. Al principio la conversación era animada, cordial, alegre en ocasiones. Pero ambos eran extremadamente susceptibles* Una palabra bastaba para ponerlos en guardia. Lá tensión; iba creciendo, inexorable. El desenlace era el mismo. Como eran personas sensatas e inteligentes, comprendían que en otras circunstancias estas riñas podrían tener su lado cómico; pero había en el fondo una tragedia irreparable. - Hija mía, el odio y la impotencia te consumen. Has como yo, ármate de desprecio. Mariana creyó percibir un acento de humanidad, acaso de ternura. Se puso en guardia. Saturio era un seductor astuto y perverso. No lograría atraparla una vez más. "Hija mía"77 en sus labios era una blasfemia. Por fortuna la pronunciaba rara vez. Mariana usaba lentes ahumados muy oscuros. Mediante ellos evitaba mirar a su padre sin que este lo advirtiera. Le daba espanto verlo. No podía hacerse a la idea de que aquel rostro estragado por el mal fuera el de Saturio Rojas. Tampoco quería mirar la casa, que envuelta en telarañas tenia un aspecto siniestro. En ella había nacido y pasado su primera infancia en compañía de su madre, que hacía de mucama, e caraí Tovf y ña Tomé, que eran entonces encargados de la quinta. Patricia Caballero entró en sospechas de que Mañanita, que tendría entonces cinco años, era hija de su esposo Saturio cuando advirtió el extraordinario parecido de la criatura con Magdalena Garmendia, abuela de Saturio y madre de d o ña Patricia. Los esposos se enteraron de que su matrimonio era incestuoso al abrirse el testamento de Monsieur Peralt de Caravaliere de Cuberville, quien, según decires, era el diablo en persona. Estuvo locamente enamorado de la Magdalena y fue desairado por ésta. No obstante, dejó lo que restaba de su inmensa fortuna a los descendientes de su amada, que resultaron ser, por linea directa, Saturio Rojas y Patricia Caballero. El enredo se produjo en el caos que siguió a la Guerra Grande. La señora estaba persuadida de que sobre su matrimonio pesaba una maldición. El descubrimiento de que su marido tenía una hija adulterina le dio la oportunidad de hacer penitencia y dar pruebas de resignación y caridad cristianas. Doña Patricia Caballero obligó a la madre de Mariana que le cediera legalmente la niña en custodia. Luego la echó a la calle con la amenaza de enviarla al Buen Pastor* si intentaba volver a ver a su hija. Saturio estaba en el extranjero, en misión diplomática relacionada con el cese de hostilidades en la guerra con Bolivia. Para cumplir una promesa hecha al Sagrado Corazón de Jesús, doña Patricia internó a Mariana en el colegio de La Providencia. Las monjas vicentinas la trataban muy bien y eran cariñosas con ella, que desde entonces tomó conciencia de su orfandad. Detestó a la bruja que la había secuestrado; pero, con la cautela propia de los niños desdichados, supo ocultar sus sentimientos. Cárcel de mujeres. 78 A poco de estar allí estalló una revolución. Se peleó en los alrededores del colegio, lindante con la Cárcel Pública, próximo a la Central de Policía y la Casa de Gobierno. Triunfaron las huestes del Anticristo. Pasaban las multitudes vociferando por las calles. Saturio no pudo regresar. Una vez le había regalado una muñeca. Mariana estaba segura de que vendría a rescatarla. Caraí Toví y ña Tomé solían visitarla cargados de frutas y golosinas del campo, que las monjas santamente confiscaban. Por ellos supo que su madre había regresado a su valle. Pasaron años antes de que la volviera a ver, por mediación de los viejos y la complicidad de algunas monjas. No la reconoció. Estaba ajada, envejecida, descalza. Llevaba un canasto sobre la cabeza y fumaba un apestoso cigarro. Se. avergonzó por ella. Sus compañeras, las que tenían padres, cumpleaños, iban al cine, salían de vacaciones, la lastimaban sin querer y a veces a propósito. Se defendía estudiando con ahínco. Leía cuanto caía en sus manos. Era una alumna sobresaliente, la primera de su clase. La congregación de San Vicente de Paul tenía puestas en ella grandes esperanzas. Doña Patricia, que se había convertido en su madrina de confirmación, cumplía la penitencia de sacarla a pasear casi todos los domingos. La llevaba de visita a casa de sus amigas, viejas devotas como ella, pero nunca a la propia. La mantenía siempre a su lado, bajo estricta vigilancia, sobre todo donde había personas jóvenes. No obstante, por el encierro en que vivía, estos paseos eran un alivio para la muchacha. Las vacaciones las pasaba en el colegio, oyendo los gritos de los presos de la cárcel vecina y el lento repicar de las horas en las campanas de la Catedral. La destinaban al claustro. Para ello su madrina la había dotado espléndidamente con un millonario donativo a la congregación. Pero Mariana usaba zapatos remendados y nunca tuvo otros vestidos que el guardapolvos y el uniforme del colegio. Debía convertirse en una santa para lavar el pecado de lujuria que llevaba en la sangre. El colegio era un hervidero de chismes. Estaba enterada de que Saturio Rojas había regresado al país y que vivía con su mujer en la Casa de la Calle España. A Mariana se le había borrado de la memoria la imagen de su padre. No obstante lo esperaba con creciente rencor, aferrada a su única esperanza. Por fin el diablo cargó con la madrina. Mariana no asistió al velatorio ni al entierro, que congregó a lo más granado 79 de la alta sociedad. Hubiera sido de mal tono. Eri cambio tuvo el placer de encomendarla a Satanás en la novena que le rezaron las monjas. Estas, aunque se habían aprovechado de la desaforada beatería y miedo al infierno de doña Patricia, no querían a la difunta. Sonaban falsas las preces por la salvación de su alma. Cada una de estas pobres mujeres era un dechado de frustraciones, y Mariana era para ellas una hija que acaso podría brindarles un desquite indirecto. Hubo en torno a la pupila grandes expectativas. Con el correr del tiempo Mariana Arguello juzgó con menos severidad a doña Patricia Caballero. Fue una de esas personas esencialmente generosas pero carentes de sabiduría, que deseando hacer al bien obran el mal. Cuando aciertan lo hacen tan torpemente, con tanta falta de tacto y comprensión humana, que sólo recogen ingratitudes. Si hay un Señor de la Paciencia sin duda abrió sus puertas a aquella mujer tan fastidiosa, que tanto miedo le tenía. ¿Qué haría en cambio con Saturio Rojas? Mariana estaba en clase cuando una monjita irrumpió alborotada. Sin consideración al veterano profesor de latín, a quien años de inútiles esfuerzos habían agnado el carácter, le dijo que la Madre Superiora la hacía llamar de urgencia. Mariana adivinó de qué se trataba. -¡Toma si que tus útiles y anda corriendo a arreglarte un poco! Sin esperar respuesta la monjita empezó a juntar libros y cuadernos que estaban en el pupitre. En el apuro dejó caer algunos. -iCojos y mancos, qué demonios pasa aquí! - chilló el profesor esgrimiendo una regla y descargándola sobre la mesa del estrado. Era un hombre pequeño, insignificante. Su rostro parecía una pelota de cuero desinflada. La monjita había e s capado a la carrera. Las chicas rompieron a reír. Mariana estaba de pie junto a su banco. - Señor profesor -dijo-, la Madre Superiora me ha hecho llamar. Le ruego me permita salir de clase. El hombre la miró un rato antes de responder: - Vaya usted, hija mía; vaya usted con Dios. Era su mejor alumna. En la puerta, a cubierto de las miradas del profesor, la monjita sacudía una mano dando prisa, dilataba los ojos y mostraba sus dientes de conejo. Pero ya nadie rió. Cuando Mariana estuvo en el patio, la monjita le estiró de la manga, le dio empujoncitos. 80 -¡Apúrate, te digo, no seas tonta! "Que espere como yo le esperé -pensó Mariana-, no iré corriendo a arrojarme a sus brazos". En uno de los duros sillones del despacho de la Madre Superiora estaba sentado un desconocido. Se puso de pie e hizo una reverencia. Mariana quedó desconcertada. Esperaba encontrar a un hombre trigueño, algo robusto, rozagante, con grandes mostachos puntiagudos, como imaginaba debía ser un caballero de alcurnia. Había olvidado la figura del patrón que, cuando iba a pasar un fin de semana en la quinta, le llevaba caramelos, la sentaba en sus rodillas y le contaba en guaraní cuentos de lobos y madrastras. La madre, larga y flexible como un junco, iba y venía de la cocina con el mate. Este en cambio era alto y delgado. El cabello castaño pajizo era cano en las sienes y sobre la frente amplia, despejada, surcada de arrugas. El rostro fino, totalmente afeitado, era de un blanco lechoso, en parte sanguíneo, amoratado. La nariz recta; los labios carnosos, algo paspados, de una palidez extraña. Se le antojó que era un duende, o un ser venido de otros mundos. Algo muerto había en él, salvo en los grandes y bellos ojos azules, idénticos a los de Mariana, que la miraban amistosos bajo las cejas blancas. Hubo un silencio que pareció interminable. La Madre Superiora se esforzaba por mantener la compostura. Era una mujer baja, rechoncha, muy morena. Las chicas la apodaban "El General". - Vamos, hija, abraza a tu padre -dijo por fin, frotándose las manos y lanzando a ambos miradas nerviosas. Mariana levantó un brazo y dio un paso atrás, en instintivo gesto de rechazo. - Perdonala, Saturio. Imagínate pobrecita, no será fácil para ella. La Madre Superiora era paraguaya, de muy buena familia. Conocía a Saturio desde la infancia. - Comprendo, comprendo - repitió Saturio, sonriendo, y le tendió una mano a su hija. Mariana, ya decidida, la e s t r e chó. Era larga y fría, ligeramente áspera. Apretaba con firmeza. -iQué hermosa eres! -exclamó Saturio, contemplándola-, Morena resa para, morena de ojos de mar... La voz era grave, acariciante, algo diabólica. Mariana se ruborizó. "El General" se persignó tres veces. Les esperaba un taxi. Saturio se adelantó a abrir la portezuela y se hizo a un lado cortesmente para que Mariana 81 subiera al automóvil. Era muy elegante. Vestía un traje de verano marrón claro, de corte perfecto. El sombrero era blanco, de jipijapa. Los zapatos de charol, de horma fina y alargada. La camisa de seda tenía gemelos de piedra en los puños. En la corbata negra (estaba de luto por doña Patricia), brillaba un alfiler de oro con un diamante incrustado. Usaba un perfume fuerte, algo excesivo. En cambio el cigarro que encendió con alivio apenas se hubo instalado en el coche, despedía un aroma delicioso. Mariana vestía el guardapolvos de clase. El no había querido que trajera nada del colegio. Era un jueves. La Madre Superiora le había dado permiso hasta el lunes por la mañana, a pesar de que Saturio había pedido quince días de asueto para su hija. - Te propongo dar una vuelta por la ciudad antes de ir a casa. Así charlamos un poco - dijo Saturio, y dio instrucciones al chofer para que los llevara hasta Puerto Sajonia y de regreso pasara por el centro. Era una hermosa y fresca mañana de setiembre, con los lapachos florecidos. Saturio habló de todo, menos de ellos mismos. Mariana sentía crecer en ella un exaltado y gozoso sentimiento de plenitud y libertad. Pero, acostumbrada a dominarse, cuando tenía deseos de reír apenas sonreía y sólo hablaba cuando su padre le hacía una pregunta. - La Madre Superiora me contó que se te ha sorprendido leyendo libros prohibidos. ¡Nada menos que Voltaire! ¿Cómo lo conseguiste? Mariana sonrió siri responder. ^ÍAh es un secreto! i Volt ai re en un colegio de monjas! El*viejo diablo sigue metiendo la cola en todas partes. No te preocupes, la Madre Superiora me lo contó porque sabía muy bien que me complacería. Es una zorra. Y todo un carácter. ¿Cómo es que la llaman? - El General... - De joven la apodaban de otro modo, era muy pispireta. Te lo contaré si me prometes guardar el secreto. Ella se limitó a sonreír. -ÍLa hermana San Sulpicio! -dijo Saturio} bajando la voz. Luego se echó a reír y preguntó- ¿Conoces la novela de Armando Palacio Valdez? 9 - Sí, señor, ese no está prohibido. - Has de saber que no hay libros prohibidos, que rio se pueden leer. Hay sí libros estúpidos. El peor de los pecados es la estupidez. Un tonto es más dañino que diez canallas juntos. ¿Estás de acuerdo? 82 - Sí, señor. -¡Ya lo creo que lo estás! En cuanto a Voltaire, en casa tienes sus obras completas, sólo que están en francés. Si no puedes leerlo en su idioma, mi librero te conseguirá excelentes traducciones. ¿Cómo va tu francés? - Creo que bien, señor. Práctico con las hermanas. Hay varias monjas francesas en el colegio. -¡Cuánto me alegro! Pero cuando acabe la guerra habrá que aprender inglés; o acaso el ruso, si derrotados los hunos vienen los escitas. ¿Entiendes lo que quiero decir? - Creo que sí, señor. Pasaban frente al Teatro Municipal. Se anunciaba en cartelera "Por quien Doblan las Campanas", con Gary Cooper e íngrid Bergman. - Hace tiempo que no voy al cine. Tal vez me decida a ver esta película. Se basa en una excelente novela del escritor norteamericano Ernesto Hemingway, ¿lo conoces? - No, señor. - Supongo que las monjas se escandalizarían si los leyeras. Lo tengo en casa. Te lo recomiendo. - Lo leeré. - Eres decidida. A propósito, ¿te gusta el cine? - No lo sé, señor, nunca fui al cine. -¡Cómo! ¿Nunca has visto una película? - Sí, en el colegio, "La pasión de Cristo" y cosas por el estilo. -¡Qué barbaridad! Esta misma noche iremos al cine, y luego cenaremos en el mejor restaurante. Mariana no dijo nada. -¿No te gusta la idea? Ella sonrió sin mirarlo. Saturio la observó un momento y comprendió. -¡Claro, no tienes que ponerte! No t e preocupes, esta misma tarde buscaremos a la persona adecuada para que te acompañe a salir de compras. Desde luego no será una de esas tías mojigatas que confunden el mal gusto con la virtud. Mariana ya no pudo contener su alegría. Lo miró sonriendo, con los ojos brillantes, húmedos de dicha. -¡Gracias, señor! Saturio se contagió de su entusiasmo. - Te compraré hermosos vestidos. ¡Todo lo que necesites, todo lo que quieras, todo lo que se te antoje! Soltó luego una estruendosa carcajada que asustó un poco a Mariana. 83 El automóvil se detuvo frente a la Casa de la Calle España, de la que Mariana había oído hablar mucho pero que no había visto nunca. La larga verja de hierro forjado, de negras lanzas de moharra puntiaguda, .tenía en el centro un enorme portón, también de hierro, en un marco ojival adornado de filigranas, y volutas, con un escudo en el medio, Saturio se adelantó á entreabrirlo y se hizo, a un lado para dar paso a Mariana. Tuvp que tomarla del brazo y empujarla suavemente. La muchacha vacilaba ante estas pequeñas cortesías que nadie hasta entonces había tenido para con ella. Mientras su padre cerraba el portón, quedó en suspenso, como si acabara de introducirse en un paraje misterioso, que; sin embargo, no le era desconocido. El jardín parecía agreste, lleno de vericuetos y de sombras. Entre setos de flores, una estrada de ripio se ensanchaba en una plazoleta circular en cuyo centro había una fuente de mármol con forma de copa, sostenida por cariátides. A la izquierda, asomando entre arbustos, se veía una réplica de la Venus de Milo. A la derecha, una glorieta de jazmines y un Cupido apuntando desde I3, maleza, cerca de un muro penumbroso, cubierto de hiedra. La casa, con el corredor de enfrente sostenido por' gruesos pilares, se alzaba sobre una plataforma oval con balaustrada? que se' abrían en una escalinata sobre el pedregullo anaranjado de la plazoleta. En cada una de las pilastras del barandal, esculpidas con bajorrelieves, había un ángel desnudo apoyado en la punta de un pie, en trance de levantar vuelo hacia la copa de dos altísimos datileros que se alzaban como mástiles frente a la casa. Dos colosales lapachos florecidos, uno rosado y otro blanco, daban sombra al tejado ennegrecido de moho. Mariana estaba completamente abstraída cuando Saturio, que la había estado observando sin interrumpirla, le puso una mano en el hombro. - No es más que una vieja casona paraguaya, fresca y amplia, sobria y digna, a pesar de las leyendas que se tejen a su alrededor. Cuentan que fue construida por fantasmales alarifes, sobrevivientes de la Guerra Grande, traqueteando en sus muletas, en la Picada de Mañora, en la Picada para Morir, como se llamaba ejitonces la calle España. Una zona de quintas, bosques y encrucijadas. La primera propietaria fue Magdalena Garmendia. Sé dice que organizaba orgías y aquelarres a los que el diablo nunca se excusaba de asistir. Te hubiera mostrado el retrato de la Magdalena, pintado por Guido Boggiani, quien poco después de terminarlo fue muerto 84 por los indios en el Chaco. No puedo hacerlo porque Patricia, aprovechando mi ausencia, cometió el horrendo crimen de condenar el retrato a la hoguera en un auto de fe en el que participaron exorcistas y otros tilingos del mismo jaez... Guárdate de ofender la memoria de la Magdalena. No solamente es peligroso, sino que fue tu bisabuela y te pareces extraordinariamente a ella... ¿No te gusta la historia? -iMe encanta! - Me lo figuraba. Pues bien, agregué a la casa algunas comodidades indispensables y le traje de regalo algunas cosas que adquirí en mis viajes al extranjero, como por ejemplo, esta fuente de mármol de Carrara y esos datileros de Arabia. Nunca me olvidaba de ella. Para mí es como si fuera una persona. ¿No te ha dado la misma impresión? - le preguntó deteniéndose al píe de la escalinata. - Sf, al pasar el portón... fue una cosa muy rara... - Eres sensible e inteligente. Te haré una confesión. Fui a buscarte para llevarle la contra a Patricia, que Dios la tenga en su gloria porque yo me iré al infierno. Dejó todo arreglado para que te hicieras monja o te quedaras en la calle. Ahora estoy muy contento de que estés conmigo. Te ha bastado una hora para ganar mi corazón. Mariana sintió que amaba a su padre como no volvería a amar a otra persona. - Vamos, entremos de una vez -dijo Saturio, tomándola del brazo- Esta es tu casa, hija mía. La plataforma sobre la que se asentaba la casa tenía una terraza semicircular en cada uno de los extremos. El corredor, bajo el alero, era lo suficientemente ancho como para tender de los hamaqueros de hierro, desde los pilares a la pared, esas vastas y reposadas hamacas paraguayas de algodón, con volados y colgaduras. Los enormes ventanales de las habitaciones estaban protegidos por rejas. Se entraba a un amplio salón central por una pesada puerta de madera labrada. El mobiliario, aunque sencillo, había sido trabajado por maestros ebanistas y algunas de sus piezas tenían una antigüedad de siglos. Junto a uno de los dos ventanales que daban al corredor de enfrente había un piano de cola con su taburete y un libro de partituras abierto sobre el atril. Las cortinas eran pesados gobelinos. Sobre el piso se exteuJfa una alfombra persa. De las paredes colgaban cuadros, retratos de familia y el fusil Grass que había usado Saturio en la revolu85 ción liberal de 1904. Pendía del cieloraso de más de cinco metros de altura, una araña de espejuelos que, como todo lo que había en la casa, era una obra de arte. Otro ventanal y otra puerta daban al corredor del fondo, tan ancho como el del frente, protegido por cortinas de estera. El salón se comunicaba a la derecha con el comedor, en el que había una mesa en la que cabrían holgadamente una treintena de comensales, y a la izquierda con la biblioteca y el despacho del dueño de casa. Era una habitación casi tan grande como la sala. Las paredes estaban literalmente cubiertas de estantes y vitrinas. La biblioteca de Saturio Rojas era una-de las más afamadas del país, no tanto por la cantidad de volúmenes que comprendía sino por la cuidadosa selección de los títulos. En este sentido era comparable con la de Enrique Solano López, el hijo del Mariscal y de Madame Lynch que había regresado de Europa para ponerse al servicio de la cultura de su patria y reivindicar el nombre entonces maldito de su padre. Estaban emparentados y habían sido muy amigos, lo que no impidió que ocasionalmente se enfrentaran en cruentas revoluciones campales. Saturio Rojas era historiador. Estaba escribiendo una biografía del Mariscal Francisco Solano López, en la que trataría de dilucidar de una vez por todas si el Mariscal había sido un insensato o un héroe trágico que se había inmolado junto con su pueblo por una causa bella e imposible. El manuscrito estaba sobre el escritorio, en una carpeta de cuero repujado ennegrecida por el manoseo. Saturio Rojas había agotado el Archivo Nacional; investigado en Paraná, Buenos Aires, Montevideo, Río de Janeiro, Londres y París. Viajó expresamente a los Estados Unidos para trabajar en la Biblioteca del Congreso, en Washington. Recogió invalorables testimonios de sobrevivientes de la contienda y tradiciones populares. Hacía treinta años que persistía en su intento sin conseguir abrirse paso en la maraña de las contradicciones. - Lo único que me falta es invocar al espíritu del Mariscal y tomarle declaración. Pero, aunque acudiera, ¿podría explicarse él mismo? Sobre el escritorio, junto al tintero de plata y un busto de Cervantes que hacía de pisapapeles, había un revólver en su funda. Mariana quiso saber si estaba cargado. - Desde luego. Lo limpio regularmente y cada tanto le cambio las balas. No se puede saber cuándo hará falta. Antes 86 lo llevaba al cinto, pero se han afeminado las costumbres y hoy hacerlo ser fa una excentricidad. Rafael Barrett se preguntaba por qué los paraguayos, tan sosegados y tranquilos, andaban siempre armados. Llegó a compararnos con Tartarfn de Tarascón, que iba al club con un arsenal encima, flechas envenenadas inclusive. Todas las habitaciones de la casa se abrían al corredor del fondo. Contando desde la sala y el comedor, que estaban en el centro, las de la izquierda las ocupaba Saturio. Las de la derecha habían sido dominio de su esposa. La primera de estas era el dormitorio, que fue ocupado por Mariana, previa renovación del mobiliario. La siguiente era la sala de baño, que merecía tal nombre, pues era tan grande como el dormitorio. La banadera, el piso y los revestimientos de las paredes eran de mármol. Incluía un ropero, un armario, un tocador, grandes espejos, sillas, taburete, estufa, cortinas de encaje, y hasta un nicho empotrado en la pared que estaba vacío desde el confinamiento de los santos decretado por el patrón apenas falleció la señora. Este lujo asiático no debió ser del agrado de Saturio, que tenía en sus aposentos un baño moderno de dimensiones normales, para su uso exclusivo. El siguiente y último de los cuartos, convertido en capilla, estaba herméticamente cerrado. Contenía valiosas tallas de la época colonial que Saturio deseaba que se conservaran intactas. Según caraí Toví y ña Tomé, que ahora vivían en la casona, la razón verdadera de la clausura de la capilla era que allí fue velada doña Patricia Caballero y el señor le tenía un poco de miedo a la difunta. Unas gradas abajo del corredor del fondo estaba el llamado Patio de la Servidumbre. Tenía grandes baldosas exagonales rojas, grises y azules, acomodadas de modo que. formaran escarapelas. En el centro había un aljibe, con su arco de hierro forjado en filigranas. Según caraí Tovi y ña Tomé, que habían envejecido con la casa, el ahora llamado Patio de la Servidumbre fue en su origen una pista de baile. En las noches de luna, al son de arpas, vioünes y guitarras, descalza, vestida con un typói* de tules transparentes, Magdalena Garmendia bailaba el Cielito Ataque, que juega los esguinces de un combate a bayoneta. Con el tiempo la danza se transformó en Cielito de Manorá, Cielito para Morir, al que luego se agregaron las fatídicas, coplas de "La Magdalena", prohibidas Traje t í p i c o de las campesinas paraguayas. 87 desde el pulpito porque se aparecía el fantasma danzando vertiginoso hasta transformarse en un hórrido esqueleto. A la izquierda, separada del patio por una balaustrada sobre cuyo barandal había tal cantidad de macetas con toda suerte de plantas, que la ocultaba a la vista, había una larga construcción rustica, alerada y penumbrosa, donde se había instalado la cocina. Seguían a esta varios cuartos pequeños, el último de los cuales era el de los cachivaches. Bajando del Patio de la Servidumbre se encontraba el pozo, el molino de viento, un carruaje en desuso y un galpón que era establo y caballeriza, ahora ocupado solamente por la lechera de turno y su ternerito, traídos de la quinta. De allí en más se extendía un bosque muy bien cuidado. Una cerca de tacuaras con un portoncito siempre abierto daba al lote que Saturio había cedido de por vida al carpintero Villalba, y que incluía una casita de adobe con techo de paja, muy bien construida en tiempo inmemorial. Espi ri don Villalba era anarquista. Había estado preso en Ushuaia por haber dado muerte al representante de la patronal durante una huelga de estibadores en el puerto de Buenos Aires. Era un hombrecito enteco, de ojos saltones, labios finos siempre torcidos en una mueca de suficiencia y de desprecio condenatoria de los lujos que se daba su vecino y protector, el gran burgués Saturio Rojas. Habían combatido contra el coronel Albino Jara en las huestes del infortunado Adolfo Riquelme. Habiendo sido hechos prisioneros al término de la batalla de Estero Bonete, estuvieron juntos en capilla, con la firme promesa, por parte del coronel Carlos Goyburú, de que al día siguiente serían pasados por las armas. Pasaban largas horas platicando en el corredor o jugando ajedrez en la biblioteca. No siempre estaban de acuerdo y Espi ri don perdía fácilmente la paciencia. Tenía la voz de trueno y era extremadamente agresivo. Lo que más le enfurecía era la calma imperturbable con que Saturio escuchaba sus insultos. Gustaba que lo> llamaran el carpintero Villalba. como si se tratara de un título de nobleza, aunque jamás nadie lo hubiera visto clavar un clavo o esgrimir un serrucho. Mantenía la casa ña Angelita, su mujer, una mulata colosal, enérgica y deslenguada, que se volvía un manso corderito cuando rugía Espiridón, que llegaba en ocasiones a propinarle algunos puntapiés. Venía ella entonces, llorosa, con la queja a su compadre Saturio, que de inmediato mandaba llamar al agresor. Lo reprendía severamente por aquel injustificable divorcio entre la teoría y la práctica; por aque88 Ila conducta indigna de un revolucionario y el abuso cobarde de la fuerza contra una débil mujer. El carpintero Villalba hacía su autocrítica, comprometiéndose a superar las remoras de la ideología feudal que afloraban en su conducta. Episodios como este causaban gran placer a la pareja y eran motivo de regocijo en la casona. Ña Angelita era médica. Nadie sabía tanto como ella de hechizos, ungüentos y hierbas medicinales. Entre su numerosa clientela se hallaba el propio Saturio. Espiridón Villalba y su mujer tenían un hijo que estaba cumpliendo el servicio militar en el Chaco, y dos hijas de la edad de Mariana que estudiaban magisterio en la Escuela Normal de Profesores. Además de caraí Toví y ña Tomé, de hecho jubilados, servían en la casa una cocinera y una mucama. Tal pasó a ser el universo de Mariana Arguello los fines de semana y durante las vacaciones. Era la soberana de un reino de frondas desde el Patio de la Servidumbre hasta la cerca de tacuaras del carpintero Villalba. Solfa trepar como una gata hasta las ramas más altas y desde allí contemplar el alfanje de plata que es el río desde la bahía hasta Remanso Castillo. Disponía de la biblioteca de su padre. Estaba autorizada a ordenar a una librería los títulos que deseara. La que fuera habitación de la finada doña Patricia fue amoblada a su gusto. Sólo dejó, ella misma no sabía por qué, pendiente de la pared, un marco dorado, oval, con molduras y firuletes, que mostraba una efigie de juventud de la señora. Estaba vestida de blanco, la cabeza ceñida por una diadema que d e bía ser de oro con incrustaciones de diamantes. Las manos cuadradas, regordetas, con los dedos cubiertos de sortijas, se cruzaban sobre el pecho sosteniendo una flor. La boca grande, de labios gruesos, sensuales, de doña Patricia se torcía y afinaba en la fotografía, en la que no quedaban rastros de sus pómulos salientes. La piel cetrina era aquí de un blanco pálido, y la dura mirada de sus ojos almendrados, mística y soñadora. Debió ser una mujer bastante bonita, pero no se podía imaginar nada más falso que el retrato. Mariana, sentada a la turca sobre la cama, solfa contemplarla largament e , conteniendo el impulso de rezar por ella una oración. Saturio le había prometido llevarla a pasear a Europa cuando terminara el bachillerato. Siguió pupila en el colegio de La Providencia, pero su situación había cambiado por cora89 pleto. Ya no fue ia pobre huérfana recogida por una dama caritativa, sino la hija natural de un rico aristócrata que le darfa su apellido y la harfa heredera universal de sus bienes. El trato que le daban era diferente. En algunos casos estaba motivado por la simpatía que inspirala buena suerte; en otros, por el interés; en los más, por la envidia como siempre asociada a la hipocresía. A pesar de los años de humillaciones sufridas en silencio, continuó siendo la misma. La Madre Superiora veía en ello un rasgo de carácter poco común en una muchacha de quince años. Lo natural hubiera sido que se le subieran los humos a la cabeza y que quisiera tomarse algún desquite. Podía disponer de todo el dinero que deseara simplemente tomándolo del escritorio de su padre, que le había dado las llaves. Era discreta en sus gastos. Vestía con modestia. Apartaba siempre algo para dárselo a la pobre mujer» que decía ser su madre y ponía a dura prueba la humildad de su hija cuando la visitaba en La Providencia. No tenía amigas fuera del colegio. Los domingos por la tarde solía invitar al cine a las hijas del carpintero Villalba. Con su padre iba al Teatro Municipal en la temporada de zarzuelas, y en ocasiones al cine para ver una película particularmente interesante. Regresaban caminando. Hacían un alto en el bar San Roque o en la confitería Belvedere, según estuviera el tiempo político o meteorológico. Había mucha agitación. Se sucedían huelgas obreras y estudiantiles. Eran frecuentes las manifestaciones, disueltas a sablazos por la Policía Montada. Apenas instalados en una mesa, se acercaban jóvenes estudiantes a saludar a Saturiò Rojas. Este les presentaba a su hija y les invitaba a sentarse con ellos. Era la mejor parte del programa de la noche» Se empezaba hablando de historia y de filosofía para acabar discutiendo de política. Un joven algo atrevido, muy buen mozo, le reprochó a Saturio que variara frecuentemente de opinión con respecto a los temas en disputa. - Lo que ocurre, joven amigo -respondió Saturio-, es que no he perdido la capacidad de percibir tos matices y las contradicciones. Si pusiera usted más atención podría comprobar que, en lo fundamental, mi posición es siempre la misma. - Entonces, señor, es preciso que se defina, para que sepamos a qué atenemos con respecto a usted. Nuestras interpretaciones podrían ser equivocadas y... 90 - Comprendo, comprendo -lo interrumpió Saturio, sonriendo-, usted necesita que me ponga una etiqueta como si fuera una caja de embalajes. Considera imprescindible rotular a los hombres, aun a riesgo de que le pasen contrabandos. Acalló las risas con un ademán algo impaciente y preguntó: -¿Cómo se llama usted? - Alfonso I rala Vargas. -¿Hijo de mi malogrado pariente y amigo Feliciano I rala Palacios? - Sí, señor. - Muy bien, mi querido amigo Alfonso, t r a t a r é de definirme. Si no soy muy preciso, le ruego que me perdone porque no se me había ocurrido hacerlo hasta el momento en que me lo ha exigido usted. Soy un liberal pasado de moda. Simpatizo con el pueblo en la medida en que me sirva lealmente a cambio de la tutela que le puedo brindar en su propio beneficio, ya que librado a sí mismo sólo haría brutalidades. Aunque se empeñe en negarlo, el liberalismo es una concepción aristocrática. Se funda en la tolerancia, que solamente puede permitirse quien por la educación, por los .bienes de que dispone y por la calidad del espíritu se encuentra por encima de las pasiones mezquinas y contingentes, tanto como de los delirios de la pasión mesiánica. Todas las ideas son respetables si en verdad son ideas. Esto es, productos legítimos del pensamiento r a c i o n a l ^ y aún más si están bella y claramente formulados. Las ideas son para gustarlas como un buen coñac, de sobremesa. Tomarlas demasiado en serio es un acto de soberbia que castigan los dioses en la vida y en la historia. Destiladas en vodka de las estepas o fermentadas en cerveza de Munich son un peligro para la humanidad. Embriagan a los hombres, los transforman en fieras tanto más irracionales cuanto más pretenden fundar su ferocidad en la razón. Cuando un loco de atar como Adolfo Hitler o un zapatero malhumorado como JÒsfe- Stalin se apoderan de ellas, se vuelven criminales. Carlos Marx tenía razón cuando decía que las ideas, cuando penetran en las masas se convierten en una fuerza material; esto es, devienen en una fuerza bruta. Las masas, como tales, no tienen ideas, no razonan; sólo tienen prejuicios y pasiones bestiales. Y o . c r e o , por ejemplo, que el Mariscal López t r a t ó de instaurar una suerte de despotismo ilustrado, el único régimen viable en su época en un país de rústicos imbéciles, como lo definiera su padre. Vean ustedes en que se ha convertido el "lopizmo"; en sustento y funda91 mento del despotismo analfabeto que ahora padecemos. Tal vez les haya escandalizado, jóvenes demócratas, merecedores de mi más entusiasta simpatía, pero me han pedido que me defina y yo lo he hecho. Tengo un ilustre precursor: "¡Poppolo bestia!" decfa Giordano Bruno, héroe del pensamiento, martir de la libertad. Mariana se contagió de las pasiones del momento. Superando su natural modestia y discreción, intervino en las discusiones. Para su alivio, nadie mostró sorpresa. El país estaba entrando en un gran debate colectivo. Era uno de esos momentos singulares en i a vida de los pueblos en que todos, hombres y mujeres, de cualquier edad o condición, sienten el impulso de opinar y exigen que se les escuche. Entre los jóvenes que habitualmente participaban en esas rondas, se destacaban Galo Casanello, Fabio Iglesias y Roberto Roldan. Mozos de gran talento, en opinión de Saturio. - Espero que no se malogren. Este es un país demoledor, destruye a sus mejores hijos... A propósito, no sabía que hubieras leído a Maritain. - Me lo recomendó Roberto... Roberto Roldan. Caminaban hacia la casa por la oscura y desierta calle España. -¡Ah!, y supongo que Fabio Iglesias te ha sugerido a Carlos Marx y Galo Casanello a ese joven francés, ccómo es que se llama? - Jean-Paul Sartre... Pero no es así. Sólo he hablado con Roberto, por teléfono, y un par de veces a través de las verjas del jardín. -¿No lo invitaste a entrar? - Sí, pero no quiso. Es algo tímido, a lo mejor te tiene miedo. - Pues dile a ese señor que no tiene nada que temer. Si quiere hablar con mi hija puede visitarla en nuestra casa cuando lo desee, siempre que sea en horas convenientes. Parecía algo disgustado. - Se lo diré, papá, y si te molesta no volveré a hablar con él. - En absoluto, cpor qué habría de molestarme? Siguieron caminando un largo trecho sin hablar, hasta que Saturio dijo, sin mirarla: - Vivimos muy aislados, no vas a ninguna fiesta, no tienes amigos; es posible que te aburras. 92 - No, papá, soy muy feliz. Hubiera querido abrazarlo, pero una vez que intentó hacerlo Saturio la rechazó con un ademán un poco brusco y le dijo fríamente: "No, querida hija, somos personas grandes. Deja los besuqueos a los tontos". Mariana, ofendida, no volvió a acercársele. La Casa de la Calle España era un mundo aparte. Saturio ni invitaba a nadie ni aceptaba invitaciones. Vivía consagrado a la elaboración de su libro. Sólo recibía con gusto a su abogado y amigo, el doctor Faustino Benftez. Este señor bajito, moreno y achinado era lo que se llama un hombre elocuente. A pesar de su fealdad y su insignificancia aparente, bastaba oírlo para quedar seducida. Su palabra era fácil, armoniosa, rica en ideas y en imágenes; su galantería generosa, su humorismo cordial. A Mariana le alegraban las visitas del doctor Benftez. Eran las únicas ocasiones en que oía reír a su padre alegremente, con el alma distendida. Una noche en que se prepaíaban para ir al teatro, vio desde la penumbra del corredor del fondo, a través del ventanal de la sala, la imagen de Saturio reflejada en un espejo. Con manos temblorosas trataba torpemente de anudarse la corbata. Tenía los ojos dilatados y el rostro contraído en una mueca de espanto: -iDios mio, no es posible! Cuando entró a la sala supuso que había sido un antojo. Allí estaba Saturio, impecablemente vestido, seguro de sí mismo, sonriente y cortés como de costumbre. No sabía entonces que su padre mostraba algunos síntomas de la terrible enfermedad cuyo solo nombre inspiraba terror. No había un diagnóstico concluyente, pero Saturio vivía obsesionado con la idea de que estaba leproso. Roberto visitó algunas veces a Mariana en la Casa de la Calle España. Luego se alejó de ella como de una tentación. La última vez que se vieron fue hacia fines de ese año, en la confitería Belvedere. Unos cuantos estudiantes habían sido invitados a la mesa de Saturio Rojas, que esa noche se mostró particularmente espléndido. Estaba también el doctor Faustino Benítez. Se bebió champaña y se hicieron brindis entusiastas. Días después Roberto la llamó para despedirse. Le escribió desde Buenos Aires para decirle que había ingresado en el Seminario conciliar de la capital argentina. Era una larga carta llena de edificantes reflexiones acerca del renunciamiento del mundo y de la total entrega al servicio de Dios. Mariana, criada en un internado de monjas, sufrió una amar93 ga decepción, no porque hubiera estado un poco enamorada de Roberto sino por haber idealizado a un tonto. No se dignó a contestarle. Su padre la sorprendió en brazos del hijo del carpintero Villalba. Disparó a matar, casi a quemarropa, cinco tiros de revólver conti a Teófilo, que se salvó mediante su increíble agilidad. Saturio la golpeó brutalmente, la encerró en el "Buen Pastor" y se marchó al extranjero. Mariana fue rescatada por su madre, que la llevó a un mundo de miseria tan extrema como nunca se hubiera imaginado que pudiera existir. Odió a su padre y a todo cuanto él representaba, al tiempo que sentía la necesidad de justificarse, de explicar lo que para ella misma no tenía explicación. El pueblo, ese pueblo que Saturio despreciaba y al que ella ahora pertenecía andaba por las calles con las banderas desplegadas. Mariana se elevó y volvió a caer. - Nadie vendrá a rescatarte, Mariana. ¿Por qué habría de hacerlo? Te has corrompido. Para recuperar la dignidad, rompe con ese miserable. O mejor, mátalo si te atreves. - Es un pobre hombre. - Todos los somos; él por añadidura es un verdugo y un lacayo. Mátalo, hija mía, y todo te será perdonado. Mariana se puso de pie. - Bueno, papá, basta por hoy. Hasta pronto. Vendré como de costumbre. Saturio se enfureció, como siempre que se despedían. - Bisnieta de una bruja amancebada con el diablo -gruñó sordamente, como hablando consigo mismo-, destruyes todo cuanto tocas. Vete, no te necesito. * * * * * * Mariana caminó hasta el portón que estaba en el límite de la arboleda sintiendo en la nuca la mirada de Saturio. Cruzó el extenso baldío por un sendero bordeado de malezas. Aquel yuyal miserable había sido un hermoso prado en el que pastaban lecheras y caballos de raza. El sol quemaba como fuego. Se detuvo jadeando bajo la sombra de un yvapovó que se alzaba junto a una calle de tierra, en el límite de la que en o*ro tiempo fuera la famosa quinta de Saturio Rojas. Como solía ocurrid e a menudo, había hecho ese tramo casi huyendo. Cuando se hubo sosegado un poco siguió andando hasta encontrar una calle empedrada. Pasó frente a una iglesia. Tres cuadras más adelante dobló por un ancho callejón tan poco transitado que se había cubierto de césped. Llegó a una 94 casita pintada de amarillo que tenía en uno de los costados una entrada para autos cubierta por una enredadera. Entró por la puerta del fondo, que daba a la cocina, tocando apenas el picaporte. Se lavó las manos hasta el codo. Dejó correr el agua. Limpió la pileta con una esponja que luego arrojó a la basura. Se dirigió al cuarto de baño. Sé desprendió una especie de guardapolvos ceñido en la cintura. Lo sumergió en un balde de agua jabonosa mezclada con detergente. Se bañó larga y minuciosamente. Salió envuelta en un toallón. Abrió la heladera, puso cubitos en un vaso y se sirvió dos dedos de whisky. Entró al dormitorio, puso en marcha el ventilador, dejó la toalla sobre el respaldo de una silla. Se tendió desnuda sobre una colcha de algodón que cubría una cama de dos plazas. - Es insoportable, ¿por qué lo hago? Nada me obliga, nada le debo. El doctor Galo Casanello le había explicado que, con las nuevas drogas, no había peligro de contagio. No obstante, la sometió a pruebas de laboratorio para asegurarse de "que no tenía el mal escondido en la piel. No era este el problema. No sentía miedo sino asco. Un asco indescriptible, como el que le produciría un cadáver exhumado de la tumba. Al salir de la prisión donde había dejado cinco años de su vida, anduvo como desatinada, movida por el impulso animal de alejarse del lugar de los suplicios. Se sintió en la Plaza Uruguaya, sentada en un banco, junto a su atado de ropa. Trató de reflexionar. No tenía dinero ni adónde dirigirse. Hacía meses que no tenía noticias de su madre. Acaso había muerto. Nunca sintió a su madre como a una persona. Era una silenciosa, inagotable abnegación. Algún tiempo después de que la trasladaron al Departamento de Investigaciones Especiales desde la comisaría donde había estado recluida, convaleciendo de atroces torturas, le anunciaron la visita del doctor Faustino Benítez. La acompañó un soldadito descalzo, armado de fusil, hasta una sala contigua a la comandancia. Fingió no reconocerlo. - MÍ amigo Saturio Rojas me ha encomendado que asuma la defensa de usted -le dijo el doctor Benítez con cierta solemnidad-. No debo ilusionarla. Las leyes son letra muerta en su caso. Sin embargo, es posible mover algunas influencias. Me he permitido realizar algunos sondeos en su nombre. Visité al ministro. El doctor Alfonso Irala Vargas me ha sugerido 95 que dirija usted una carta al Presidente de la República r e conociendo pasados errores, comprometiéndose a no reincidir y suplicando el perdón. El ministro me ha prometido e n t r e garla personalmente e interceder a su favor. Esperó en vano la respuesta. - Sería una formalidad, o si prefiere, un ardid. Un r e curso táctico para salir de aquí, acaso para seguir luchando. No sería de provecho para nadie que permaneciera en prisión indefinidamente, como sin duda ocurrirá si no sigue mi consejo. Hubo un largo silencio. El doctor Benítez no insistió. - Saturio está muy enfermo -dijo al cabo, cambiando de t e m a - . Soy uno de los pocos amigos que le quedan. La recuerda a menudo. Se siente culpable de todo lo que le ha ocurrido desde que la abandonó. Mariana, con las manos cruzadas en el regazo, lo escuchaba distraída. -¿Desea enviarle algún mensaje? - Dígale que se pudra. El doctor Benítez acusó el impacto con un pestañeo de sus ojos achinados, que luego la observaron al acecho, como por una rendija. -¿Lo hará usted? -¡Desde luego que no! Seguramente no lo hizo. De vez en cuando Saturio le enviaba algún dinero. Un hombre erguido y corpulento, de grandes bigotes grises, con el chambergo con barbijo echado sobre la nuca, la miraba con insistencia mordisqueando su cigarro. Mariana dejó el banco de la Plaza Uruguaya y se echó a andar con paso indeciso. Había perdido la costumbre de caminar. De trecho en trecho la agitación la obligaba a deteneerse. Llegó frente a la Casa de la Calle España. Se sentía como un perro abandonado por sus dueños que ha encontrado el camino de regreso y no sabe cómo será recibido. Apenas se distinguían los techos, cubiertos de hojarasca. Las altas verjas y el enorme portón, carcomidos de herrumbre, estaban invadidos de enredaderas salvajes. Sintió el horror del desamparo. Se le cerraban todos los caminos. Había rechazado los diez mil guaraníes que le enviara el doctor Alfonso Irala Vargas junto con el anuncio de que, a partir de ese mismo momento, quedaba incondiclonalmente en libertad. Walter Cardozo Einke se acercó para despedirse, lagrimeando como un bobo. Lo miró 96 con tal desprecio que lo puso en fuga. En cuánto a sus antiguos compañeros de causa, ya nada podía esperar de ellos. Algún tiempo antes una redada de la policía había desbordado la capacidad de las prisiones. Por orden del entonces comandante Patricio Melgarejo fueron alojadas tres obreras textiles en la misma celda que ocupaba Mariana junto a la oficina del subsecretario del Departamento de investigaciones Especiales sin que este se atreviera a objetar la disposición de su jeferf Las obreras no le dirigieron la palabra. Se acurrucaban a cuchichear en los rincones lanzándole miradas r e celosas. Todas las noches las sacaban, por turno, para los interrogatorios. Regresaban llenas de moretones, con el honor intacto. Una vez al día, escoltadas ¿por soldados, salían al patio llevando cada cual una lata que contenía sus excrementos. Les daban veinte minutos para vaciarla en el excusado, lavarse y enjuagar sus ropas. Mariana en cambio podía usar baño moderno del subsecretario. Tenía la llave de la celda, pero no se atrevía a usarla en presencia de las otras presas. Cuando tenía necesidad llamaba al centinela. Había escondido la radio y el ventilador, no recibía periódicos en vano intento de ocultar sus privilegios. Para colmo de males, Walter no se podía contener. La venía a buscar a altas horas de la noche. Las compañeras de, celda de Mariana no sabían que ella también había sufrido la diaria humillación de acarrear la inmunda carga, ni cómo se había librado de aquella servidumbre. El Departamento de investigaciones Especiales ocupaba un enorme caserón que, en la parte que daba a la calle, t e nía dos plantas y estaba mejor construido que el resto del edificio. Los pisos eran de baldosa y los pilares de los corredores superpuestos que miraban al fondo estaban revocados. En esta parte funcionaban la comandancia, la sala de guardia y otras dependencias de categoría, entre las que se contaba la oficina del subsecretario, en el extremo de un largo pasillo al que se ingresaba por una puerta guardada por un centinela. Disponía el subsecretario, para su uso exclusivo, además de un amplio despacho con balcones a la calle, de un baño moderno y de un calabozo. Esta celda tenía puerta de hierro con mirillas que sólo podían abrirse desde afuera, y, como única ventilación, un pequeño tragaluz cerca del cielorraso. Mariana lo ocupaba por expresa disposición del ministro. Hacía sus necesidades en un balde de lata. Cuando iba a vaciarlo, una vez al día, cruzaba el patio de tierra apisonada en cuyo centro había, como único representante del reino 97 vegetal, un solitario y achacoso tatare, árbol famoso por la frescura de su sombra. De un lado habfa un altísimo murallón. Del otro, sobre una plataforma de ladrillos, un corredor de muchos lances, cubierto por un alero giboso, de tejas enmohecidas, sostenido por horcones de lapacho labrados a la azuela. Sobre este corredor daban los cuartos en los que dormía la tropa en tarimas de tablas, sin más cobija que la manta,, En los que quedaban libres, según las épocas y los vaivenes de la política, se hacinaban los presos que, durante el día, andaban sueltos por el patio y los corredores. Como técnicamente el Departamento no era una prisión, habían sido contemplados muy pocos servicios para ellos, Al fondo, apoyados en otro muro de más reciente construcción, estaban la cocina, los retretes, las piletas para lavar y un par de calabozos con techo de- cing. Jamás entraba al patio la más ligera brisa. Cuando hacía calor era terrible. No aliviaba de noche. De todos los vericuetos salían minadas de mosquitos. Se descolgaban murciélagos que volaban en círculos, formando una aureola sobre el tatare solitario. La humedad era espesa y maloliente* Se mezclaban en ella gritos, pisadas, murmullos, chillidos de ratas y suspiros que parecían brotar de las grietas y recovecos del sórdido edificio que fue, durante mucho tiempo, la patria de Mariana Arguello. Esquinado en el fondo, entre las dos murallas, había una sala de concreto con piso de cemento donde, en la jerga policiaca, se "trabajaba por los presos". Entre otros instrumentos se destacaba una antigua banadera enlosada siempre llena de agua sucia, que sólo se renovaba cuando su hedor resultaba insoportable para los propios oficiantes. La sección estaba a cargo de Claudio Arévalo, secundado por tres ayudantes. Cuando el caso lo requería, asistían a los interrogatorios el comandante Patricio Melgarejo, su ayudante, el capitán Tranquilino Arias, y, según se murmuraba, en algunas ocasiones el ministro en persona. En cambio el subsecretario Walter Cardozo Einke, que había estudiado en Norteamérica, ni se acercaba por ahí. Sus nervios no resistían. Procesaba en la soledad y el silencio de su laboratorio los datos que le suministraban, o recibía al preso ya vencido y maltrecho. Era también el último recurso contra los contumaces que se negaban tercamente a declarar. Los trataba muy bien, logrando en muchos casos sonsacarles la información que necesitaba sin que ellos mismos se dieran cuenta. Salvo que estuviera recargado de trabajo, Claudio Arévalo cumplía horario nocturno. Por las tardes, cuando estaba 98 entrando el sol, solía sentarse en el patio, bajo el tatare, para entonarse con una cañita y platicar con presos y conscriptos mientras aguardaba la hora de entrar en funciones. Era un morocho forzudo y corpulento, pero su aspecto no tenía nada de siniestro. Era más bien del tipo bonachón. Gustaba de las bromas, que celebraba con grandes carcajadas'y palmadas en los muslos. Hubo ocasiones en que, interrumpiendo una amable plática, se ponía de pie con el desgano propio del que va a dar comienzo a la jornada de trabajo, y decía bostezando a alguno de sus interlocutores: "Vamos, mi socio, ya es la hora". Poco después lo estaba moliendo a palos o ahogando en la pileta. Era un profesional. En sus años de servicio sólo se le habían muerto cinco presos, de los cuales solamente dos eran políticos. En rarísimas ocasiones de sus manos iban a parar al Hospital de Policía. Las veces que se había propasado era por culpa de los jefes, que no saben que cada cristiano tiene su límite de aguante. De un vistazo sabía apreciar si el sujeto hablaría o no, y qué clase de trabajo se adecuaba a su laya. Hubo una vez una mujer que conocía en detalle el aparato clandestino de los rebeldes y el nombre y la dirección de los dirigentes más activos. No hubo forma de sacarle una palabra. Se trabajó por ella más de tres meses. Los de arriba se convencieron de que no hablaría cuando ya estaba medio muerta. Sentados en el suelo a su alrededor, una docena de conscriptos recién incorporados lo escuchaban boquiabiertos. En eso apareció Mariana Arguello. La acompañaba un soldado con un fusil colgando de un hombro. Caminaba despacio. Contemplaba ávidamente el cielo azul morado en el que flotaban como copos de algodón algunas nubes blancas. Llevaba en una mano el balde de excrementos y en la otra un atado de ropa para enjuagar. - Allá viene justamente - dijo Claudio, y apuró el reste de su caña. Cuando ella estuvo cerca, la llamó. -¡Eh señorita! Como ella no le hizo caso, se levantó y la detuvo. - Cómo le va, señorita, buenas tardes - le dijo, con une ancha sonrisa en su cara redonda. Ella le dirigió una mirada desdeñosa. Algo desconcertado, Claudio Arévalo intentó echarla a barato. - Perdóneme la molestia, señorita, pero aquí los muchachos quieren saber cómo son las rebeldes -como no le respondiera, se volvió hacia los conscriptos y explicó-: Esta es una para muestra, parece cristiana y todo pero no se descui99 den de estas brujas, son capaces de arrancarles los ojos con las uñas. Los reclutas rieron. Esto pareció alentar a Claudio Arévaio» Eran muchachitos escuálidos, en uniformes demasiado grandes para ellos. Sentados en el suelo, mostraban sus pies anchos, expresivos, de planta más dura que la suela. Bajo el alero, un grupo de trabajadores de un frigorífico, detenidos a raíz de una huelga, contemplaban la escena. - Esta es una de las más bravas -continuó Claudio, soltando una risotada-. La hubieran visto como yo, desnuda en la pileta, ¿es cierto lo que digo? Mariana no contestó. Claudio perdió la paciencia. -¡A usté le hablo, puta! - rugió, amagando una bofetada. Ella ni pestañeó. Los reclutas, asustados, se miraron los pies. "Estos niños son el pueblo -pensó Mariana-, soy su honor y su conciencia". Claudio cabeceó desconcertado. - No quiere hablar, no tiene lengua; vamos a ver si tiene culo... Se agachó para levantarle la falda. Entonces Mariana, con toda la fuerza, le encasquetó la lata de excrementos. Estalló una carcajada general. Se oyeron gritos de júbilo. Claudio Arévalo, sin atinar a sacarse el balde de la c a b e za, braceaba por el patio como una gallina ciega. Mariana, impasible, alzó la mirada al cielo. Ahora las nubes tenían un tinte anaranjado. Recibió un puñetazo en plena cara. Ciego de furia, Claudio Arévalo se puso a patearla salvajemente en el suelo. -¡Atajen a ese perro rabioso! - tronó la voz de mando del comandante Melgarejo. El capitán Arias acudió a la carrera, seguido de soldados de la guardia. Claudio Arévalo se debatía como un loco, lanzando espumarajos por la boca. Alguien trajo una soga. Lo amarraron de pies y manos. Lo llevaron a pulso hasta a r r o jarlo dentro de uno de los calabozos del fondo, ocupado por un ladrón, que empezó a pedir socorro. Mariana, tendida de bruces en el suelo, respiraba débilmente, cubriendo con las manos el rostro destrozado por el puñetazo de Arévalo. El capitán Tranquilino Arias se acuclilló junto a ella y le acarició los cabellos. -¡Pobrecita, no le gusta que la toquen! Fue extendiendo las caricias al cuello, la espalda, las nalgas y entrepiernas. 100 -iPobrecita, esta puta rebelde es de lo más delicada! El soldado que había venido acompañando a Mariana descolgó del hombro su fusil. - Déjala ya, mi capitán, está sangrando mucho... El capitán Arias, sin oírlo, continuó el manoseo. - Déjala, pues te digo, mi capitán, tengo orden de cuidarla -suplicó el soldadito, corriendo el cerrojo de su màuser. El capitán Arias, súbitamente enfurecido, gritó: -¡Arriba pues carajo, puta de mierda! Gomo no se movía, la arrastró de los cabellos por el suelo cubierto de inmundicias. En aquel recinto cerrado r e tumbó como una bomba el estampido de un disparo de fusil. Mariana oyó como de lejos que se armaba un alboroto. Los obreros del frigorífico habían acudido a defenderla. El soldado se llamaba Lucas Portillo. Hizo el disparo al aire. El comandante Melgarejo le dio la razón: efectivamente, cumplía órdenes. El capitán Arias recibió por su conducta una patada en el trasero. Fue la última vez que Mariana salió al patio. Alguien había grabado en el murallón con la punta de una bayoneta: ¡VIVA MARIANA ARGUELLO! La marca era profunda. La remendaron con cemento. Al secarse, reapareció la leyenda. Tuvieron que picar toda esa parte del muro. El boquete que quedó siguió diciendo su nombre. Sin embargo, con el tiempo cedió; no aguantó más. - Walter, sácame de aquí, te lo suplico. Voy a ser tu sirvienta. Lavaré tu ropa, lustraré tus zapatos; pero, ¡sácame de aquí por el amor de Dios! - Sabes que no puedo, no depende de mí. - Entonces escapemos a algún lugar del mundo donde nadie nos conozca. Tendremos una casita con jardín; te daré el paraíso cada noche. - Mariana, no me tientes... - Ya lo sé, no te animas... ¡qué te vas a animar! Sácame entonces esas brujas de la celda. Las odio. Me detestan. - Eso sí puede arreglarse; ya veremos. Walter estaba tendido de espaldas en una estera extendida en el suelo de su escritorio. 101 - No me engaño, Mariana, serás mia mientras seas mi prisionera. Me das miedo.. No te veo en la oscuridad. Siento tu odio, me traspasa. En la Casa de la Calle España encontró a caraí Toví y ña Tomé. La recibieron chocheando de contentos. Saturio se había refugiado en la quinta. Lo encontró en medio de la mugre, con las llagas purulentas. Lo atendía una vieja despótica que le robaba dinero para emborracharse. Mariana trató de persuadirlo de que volviera a la Casa de la Calle España. Se negó tozudamente. El alma de Filemón Ferreira no lo dejaba dormir reclamándole misas por el importe de intereses devengados en pago del usufructo de su fortuna. Patricia Caballero asomaba del infierno por el brocal del pozo. Magdalena Garmendia solía sentarse en la glorieta de jazmines vestida de miriñaque, con el diablo a sus pies, encadenado como un mastín, moviendo manso la cola... Mariana se ocupó de su padre. Despidió a la vieja. Contrató a una enfermera retirada, muy responsable, que le recomendó el doctor Galo Casanello. Mandó limpiar la quinta. Saturio defendió a unas arañas negras y feroces que anidaban en el techo y envolvían la casa con sus telas. - Me están tejiendo un sudario - explicó. 1.02 BORRADOR DE INFORME El general Patricio Melgarejo, comandante del Famoso Regimiento, que se encuentra en operaciones contra la columna rebelde del capitán Feliciano Palacios, consintió en que dos periodistas, el norteamericano Mike Woller y el paraguayo José-Antonio Lara, lo visitaran en su P.C., ubicado en plena selva, en las estribaciones de la cordillera deí A mam bay. La nota del reportero yanqui fue difundida en el extranjero, por lo que presumo que ustedes estarán mejor enterados que yo de su contenido. En cuanto al reportaje de José-Antonio Lara, fue publicado en "El Independiente". Causó enorme r e vuelo. Convirtió a su autor en una celebridad, no solamente porque está muy bien escrito, sino porque hace falta coraje para entrevistar a un tigre cebado en su cubil. Dijo el general Melgarejo que había cercado y aniquilado a la columna Palacios, y que su comandante había muerto en acción. Tuvo caballerosas palabras de elogio al coraje y genio militar de su encarnizado enemigo, a quien comparó nada menos que con el Mariscal López. Agregó que apenas terminaran las operaciones de limpieza contra fracciones r e beldes dispersas en los montes, regresaría a la capital para "poner las cosas en su lugar". El gobierno se abstuvo de hacer comentarios; pero, como se imaginarán, las declaraciones de Melgarejo dieron lugar a una ola de rumores y especulaciones, las más de ellas fantásticas y descabelladas. La noticia de la muerte del c a pitán Palacios produjo gran consternación. Sin embargo, muy pronto comenzaron a circular versiones que tendían a desvirtuarla. Por lo que a mí respecta, tengo fundados motivos para creer falsa la noticia que da por muerto a Feliciano Palacios. No es probable que Melgarejo 103 haya mentido, pero es muy posible que cometiera el grave error de anunciar un hecho que no había confirmado. Esto puede tener desastrosas consecuencias para él, ya que lo pondría en ridículo, aumentando su descrédito y dando un motivo para separarlo del mando. Su prestigio ha mermado mucho por la tardanza en destruir a un adversario relativamente d é bil, y por la extrema brutalidad de sus procedimientos tanto contra el enemigo como contra la población de las diversas zonas de operaciones en las que se desarrolló la campaña. El primer síntoma de que se siente amenazado es el envío sorpresivo de un batallón reforzado a los cuarteles que el Famoso Regimiento tiene en Tacumbú, y que estaban desguarnecidos. La explicación que dio a este extemporáneo operativo no pudo ser más clara y expresiva. Dijo el general Melgarejo que esas tropas volvieron a casa para evitar que urracas y serpientes les comieran los huevos en el nido. Entre tanto había llegado un gran número de heridos al Hospital Militar, donde tenemos algunas enfermeras de confianza. Ellas averiguaron que la columna Palacios logró una vez más romper el cerco y eludir la persecución de las t r o pas del gobierno, aunque a costa, al parecer, de muchas bajas. Conseguí entrevistarme con uno de los heridos, un tal Serapio Al&rcón, furriel del Famoso Regimiento. La noticia de la muerte del capitán Palacios se habría originado en las declaraciones de un prisionero rebelde sometido a tormento hasta que dijo lo que sus verdugos, apremiados ellos mismos por su jefe, le sugirieron que dijera. Enseguida Melgarejo le hizo el favor personal de degollarlo con sus propias manos. Parece que el desdichado no había hecho más que confirmar una información ya recibida por conductos misteriosos. Posteriores patrullares, rastreos y averiguaciones no dieron el resultado que se esperaba. Fueron capturados algunos rebeldes extraviados en el monte.No se los dejaba morir hasta que declaraban que el capitán Palacios había muerto. El furriel Serapio Alarcón es un mozo inteligente, bastante leído y, al parecer, un poco fantasioso. Afirma que Melgarejo acabó de enloquecer en esta larga campaña. Pide más y más refuerzos. No licencia a los conscriptos que han cumplido el tiempo de servicio, hace reclutamientos forzosos y moviliza milicianos como si estuviera enfrentando a un gran ejército. San Lamuerte, su "abogado", tiene siempre una vela encendida. Sufre pesadillas y ordena despliegues y patrullajes sin sentido a medianoche. Manda envolver los cuerpos de los rebeldes muertos en mantas previamente bendecidas para que 104 no se levanten de sus tumbas. Hace poner cruces de ygary* en los piques de maniobra e: incluye curundú** en el equipo de combate. El capellán hace exorcismos una vez por semana. Su Estado Mayor echa las cartas y consulta a las ánimas en pena. Tiene en su P.C. a un brujo indio pái-tavyterá al que trata con las mayores consideraciones. Estos procedimientos inspiran un temor religioso a los soldados, que atribuyen a su jefe poderes sobrenaturales y le siguen ciegamente. Lo cierto es que por todos estos medios, a pesar de las bajas que ha sufrido como consecuencia de los combates, las enfermedades y, sobre todo, de las deserciones, el Famoso Regimiento ha superado holgadamente el efectivo y la potencia de fuego de una división y se ha convertido en la más temida y aguerrida unidad del ejército. El Presidente de la República sabe que Melgarejo está loco, pero no cometería la temeridad de creerlo un tonto. Teme que esta combinación de astucia e insania lo induzcan a usar en su provecho la fuerza que ha acumulado. Melgarejo a su vez desconfía del gobierno. Teme muy fundadamente que el Presidente de la República se apresure a deshacerse de él una vez que haya sacado todo el partido posible de las aptitudes de montero y verdugo insuperable del general. Opino pues que las apreciaciones derrotistas que les han hecho llegar algunos de nuestros amigos con respecto al c a pitán Palacios no están justificadas. La columna rebelde sigue siendo considerable. El gobierno hace un gran despliegue de fuerzas para reprimirla, con grave riesgo para su propia estabilidad. La dureza de los últimos combates puede apreciarse por el número de heridos internados en el Hospital Militar. El común de la gente, lejos de dar crédito a las declaraciones del general Melgarejo recientemente publicadas, fantasea acerca de una concentración rebelde de 2000 hombres en algún lugar de la selva. Afirman que Palacios se apresta a marchar sorpresivamente sobre Asunción como hicieron los saco-mbyky en 1923 y los revolucionarios en 1947. En mi opinión, aunque tuviera 5000 hombres no podría tomar la capital, pero le sobrarían 500 si su avance coincidiera con un. golpe militar y una huelga general. A pesar de los grandes * ** Cedro. Árbol sagrado de ios guaraníes, del cual se desarrollaron los dioses, brotó la naturaleza y nacieron los hombres. Amuleto. 105 esfuerzos que hicimos nos ha sido imposible tomar contacto desde aquí con el jefe rebelde. Si es cierto que envió un mensajero a la capital, éste no ha llegado a destino. Esperamos ansiosamente a Teófilo Vi 11 alba, que traería una comunicación recogida en Posadas de boca de otro emisario del capitán Palacios. Volviendo al batallón del Famoso Regimiento que entró anoche a la ciudad, sabemos que está al mando del mayor Silvestre Ocampos. Se dice que Melgarejo está encaprichado con él y lo t r a t a como a un hijo, tolerándole supuestas flojedades en la represión de los rebeldes que no acepta en ningún otro de sus subordinados, que compiten en ferocidad para hacer méritos ante su superior. Nadie entiende por qué un individuo safio y brutal como el general Melgarejo, salido de la reserva, que desprecia y detesta a los militares de escuela, haya perdido la cabeza por un oficial con fama de leído reglamentoso y pedantón como Silvestre Ocampos. Me han dicho que puede salirle el tiro por la culata. El mayor Silvestre Ocampos es amigo y discípulo del general Fulgencio Iturbe, paradigma del profesionalismo c a s trense, director del Colegio Militar y uno de los probables cabecillas de una de las tantas conspiraciones en marcha (tengo más o menos individualizadas media docena). Ocampos está muy relacionado con el ministro del Interior, y, según las malas lenguas, con la esposa de éste, la muy mentada Muñeca Egusquiza ("lady Macbeth criolla", según el doctor Benítez), que ejerce una gran influencia sobre Ocampos. Tengo información sin confirmar en el sentido de que el doctor Alfonso írala Vargas sigue con cauteloso interés la marcha de las conspiraciones con ánimos de acoplarse a la que tenga posibilidades de éxito y esté dispuesta a ayudarle a ascender el último peldaño de su carrera política. Sus ambiciones no son un secreto para nadie, y menps para el Presidente de la República, individuo indudablemente hábil para mantenerse en el poder en medio del choque de intereses contrapuestos. Si logra dominarlos y elevarse sobre ellos se consolidará, y entonces será muy difícil sacarle de su puesto. Es este uno de los más graves riesgos que debemos contemplar, porque si tal cosa ocurre la democracia y la libertad, y hasta la más elemental decencia pública, sufrirán en nuestro país una indefinida postergación. Contrariamente a lo que opinan los derrotistas > creo que estamos en vísperas de grandes acontecimientos. Se percibe el nerviosismo del gobierno. Continuos patrullajes y allana106 miemos. Tiroteos nocturnos provocados por unidades militares que desconfían unas de otras y despliegan dispositivos de seguridad. La población, más que alarmada, esperanzada, se las arregla para llevar una vida normal. El pueblo está dispuesto a luchar. Las vacilaciones provienen de nuestras propias filas. Me acusan de estar esperanzado en un golpe militar. Rechazo de la manera más categórica esta crítica infundada. La posibilidad de que estalle un golpe es completamente real, independientemente de mis deseos o esperanzas. No hay duda de que debemos estar preparados para intervenir en el caso de que el golpe se produzca si no queremos que ocurra un simple cambio de guardia con el ascenso al poder dé una nueva camarilla irresponsable, o una vuelta de tuerca en el proceso de consolidación de un régimen oprobioso. Algunos de nuestros amigos están demasiado preocupados en mantener a salvo sus sindicatos, sus centros estudiantiles, sus ligas agrarias, sus comités de barrio como para tener una visión de conjunto de la situación. Se entretienen en minucias como si para ellos no existiera la perspectiva de una batalla próxima, de cuyo resultado depende el curso que tomará todo un periodo histórico en nuestro país. Opino que deberíamos participar de ella aunque la posibilidad de un triunfo fuera más que remota, porque no hacerlo significa lisa y llanamente rendirse sin combatir. La cabeza de esta tendencia capituladora en la práctica es Emilia Sandoval. Teoriza abiertamente su posición. Nos acusa de aventureros y golpistas. Práctico con ella, y por tratarse de ella, toda la paciencia de que soy capaz, a pesar de que su oposición sistemática me crea grandes dificultades para dirigir el Comité Fjecutivo. Es penoso para mí dar una referencia negativa de Emilia Sandoval. Debo hacerlo sin embargo porque en mi opinión presenta algunos síntomas de crisis. Habría que encontrar algún pretexto para sacarla del país y obligarla a tomar algún descanso. Hace años que vive en la clandestinidad más rigurosa, en condiciones sumamente precarias. Si esto rompe los nervios del obrero más templado, tiene que afectar a una mujer que como ella fue criada entre los halagos de la vida burguesa. 107 LA CASA DE LA CALLE ESPANA Como siempre que dormía una larga siesta, Fabio Iglesias despertó malhumorado. Se sentó, con las piernas colgando, en el borde del catre de lona que le servía de lecho. Aunque la habitación conservaba toda la frescura posible en el terrible verano asunceño, la sábana y la almohada estaban empapadas de sudor. Además del catre había un armario, un ropero con espejos, una mesa, una silla y un sillón. Eran muebles antiguos, finamente labrados. Los había requisado de otras dependencias para traerlos a este cuarto, el ünico qué encontró vacío en la casona. Según ña Tomé, era el de la niña Mariana, que un buen día reapareció, después de muchos años, para quedarse algún tiempo y luego marcharse de nuevo llevándose las cosas que le habían pertenecido. Sobre la mesa, recargada de papeles en desorden, había una máquina de escribir pprtátil con una hoja a medio llenar. Fabio le echó una mirada de fastidio. Los informes'que regularmente enviaba a los dirigentes en el exilio por lo general llegaban tarde, eran mal interpretados, daban lugar a respuestas igualmente tardías con directivas que no se ajustaban a la realidad del momento. Esta vez estaba decidido a actuar con el máximo de iniciativa. Representantes de los gremios y de las organizaciones estudiantiles y populares reunidos en asamblea habían designado un Comité Ejecutivo con amplias atribuciones para decidir lo que se haría en caso de que se produjera un golpe militar. Fabio Iglesias fue elegido secretario general de dicho consejo. Los acontecimientos podían precipitarse en los próximos dos o tres días. En la entrevista de esa mañana, el doctor Faustino Benítez se lo había dado a entender claramente y planteado la necesidad de coordinar acciones. Era entonces preciso reunir de inmediato el Comité 108 Ejecutivo y forzar si fuera necesario un acuerdo a la altura de las circunstancias. Saltó del catre y salió al corredor. Más allá de los balaustres mohosos, la casa proyectaba una ancha sombra en el Patio de la Servidumbre. No tardaría .eri oscurecer. Debía ponerse en movimiento. Entró al cuarto de baño. Las instalaciones eran de lujo peto no funcionaba el, agua corriente. Por fortuna caraí Toví había tenido la bondad de; traer dos baldes de agua del aljibe. Se metió en la pulida banadera de mármol y se bañó con la ayuda de un jarro de aluminio. Era preciso convocar• de inmediato al Comité Ejecutivo. Lo ideal hubiera sido contar con un organismo técnico especializado en conseguir locales y garantizar la seguridad de las reuniones. Pero estaba en el Paraguay, donde todo se improvisa. Si por lo menos estuviera Fermín Agüero para encomendarle la tarea, pero lo había enviado a la frontera argentina a buscar a Teófilo Villalba. También esto lo tenía preocupado. El muchacho carecía de experiencia en este tipo de t r a bajo, que requiere gran presencia de ánimo. Sea como fuere, si todo salía bien no estaría de regreso hasta el día siguiente. No había tiempo que perder. Si esa misma noche no conseguía un lugar seguro para reunir el Comité Ejecutivo dentro de dos días como máximo, debería utilizar su propio refugio. Decidió revisar una vez más las condiciones de seguridad que ofrecía la casa. Poco después, en pantalones de brin y guayabera, calzando mocasines sin, medias, salió a dar una vuelta por el patio. Ña Tomé, a pesar de la prolongada ausencia de su patrón Saturio Rojas, mantenía. el orden y la limpieza en la Casa de la Calle España. En cambio caraí Toví había abandonado por completo sus funciones de jardinero. Las verjas y el gran portón de enf rente -, corroídos .por la herrumbre, estaban invadidos de enredaderas salvajes. La única entrada era un portoncito que se abría sobre una calle lateral que se internaba en un baldío. La famosa fuente de mármol, ahora alimentada solamente por la lluvia, estaba llena de juncos. La arboleda del fondo se había convertido en una selva tropical. Más allá de una precaria cerca de -tacuaras podridas, estaban las ruinas de la casa del carpintero Villalba. Fabio lo había conocido^ Era un viejito formidable, amigo de contar anécdotas y predicar el anarquismo. Discípulo de Rafael Barrett, había participado en las huelgas sangrientas de las t aniñe ras del Chaco. Fue soldado del batallón de obreros marítimos que combatió contra Chirife. Estuvo en la 109 descabellada tentativa de fundar una república soviética en el departamento de Itapúa. Sublevó a los obrajeros del Alto Paraná, marchó en la columna Prestes en el Brasil, se negó a pelear contra los bolivianos en la guerra del Chaco, cometió un atentado en la Argentina y fue a parar a la prisión de Ushuaia. Al salir en libertad, beneficiado por un indulto, encontró que sus ideas habían envejecido pero no su corazón. Riño con todo el mundo. Lo echaron de los sindicatos, de los partidos políticos. Acabó instalándose en la casita que el gran burgués Saturio Rojas le cedió en el fondo del predio. Saturio pagó cara la ocurrencia, pues una noche sorprendió a su hija Mariana en brazos de Teófilo, hijo del carpintero Villalba, Teófilo Villalba, que ya en aquel entonces era un activista sindical, formó con Mariana una extraña pareja. Ella no tardó en convertirse en una revolucionaria apasionada, intrépida y eficiente. El era tranquilo y modesto. Cuando fue destinado a trabajar en Puerto Casado no quiso llevarla consigo. Allá estaba cuando estalló la guerra civil. Desde entonces cada cual siguió su camino, y ambos se convirtieron en destacados dirigentes. Mariana llevó una vida ascética hasta que conoció al capitán Feliciano Palacios. Cometieron imprudencias y fueron detenidos. A Palacios lo trataron relativamente bien. En cambio Mariana fue cruelmente torturada, sin que los verdugos consiguieran arrancarle información. Palacios, valido de su amistad personal con el doctor Alfonso I ral a Vargas, fue puesto en libertad poco después de que éste asumiera el ministerio del Interior. Mariana estuvo presa cinco años. Acabó por desmoralizarse y establecer una relación íntima con Walter Cardozo Einke, subsecretario del Departamento de Investigaciones Especiales. No se sabía a ciencia cierta por qué medios logró salir de la prisión. Lo cierto es que desde entonces no intentó siquiera ponerse en contacto con sus antiguos compañeros. Estas incertídumbres preocupaban seriamente a Fabio. Mariana podría venir a la casa en cualquier momento, tal vez por casualidad. Había asumido el riesgo personal, pero no se sentía autorizado a exponer a los caprichos del azar a todo el Comité Ejecutivo. Fabio conocía bien la casa y sus historias. Emparentado con los Rojas, de muchacho había vivido con ellos algún tiempo. Reinaba entonces doña Patricia Caballero, dama en estremino jeligiosa y caritativa que soportaba con insufrible resignación las excentricidades de su marido. Saturio era un hombre encantador, que gustaba del trato con la juventud, pero tenía su manía: el Mariscal López, cuya biografía estaba eslío cribiendo. Si uno se dejaba atrapar debía oír la lectura reiterada de capítulos enteros. El buen señor los rehacía continuamente, negando en un borrador lo que había afirmado en ot ro. Salvo la posibilidad de que Mariana la visitara de improviso, las condiciones de seguridad de la casa eran inmejorables. Había sin embargo otros inconvenientes. Deseaba mantener su escondite en el mayor secreto. El doctor Benftez y Fermín Agüero eran los únicos que lo conocían. Guardaba documentos confidenciales entre el montón de papeles en desorden de un armario desvencijado que había en el cuarto de los cachivaches. Por último, debía tener en cuenta que le habían cedido la casa para que viviera, no para realizar en ella reuniones clandestinas. Conseguir locales para realizar reuniones era uno de los problemas más difíciles de resolver. Se encontraba poca gente dispuesta a arriesgarse. Después de descartar algunos nombres, decidió visitar en su parroquia al padre Roberto Roldan. Hacía años que no se veían. El sacerdote, aunque se negara a ayudarlo, no lo delataría. Encontró sobre la mesa de su cuarto una jarra de agua helada y una guampa cargada de yerba, con su correspondiente bombilla. Era cosa de ña Tomé, que le conseguía hielo del vecindario. Sonrió agradecido, y, cargando con todo aquello, fue a sentarse en el corredor de enfrente para disfrutar del atardecer antes de ponerse en camino. Fabio Iglesias y Roberto Roldan se conocían desde siempre, como se conocía la gente en la Asunción de aquellos tiempos. En la adolescencia se hicieron muy amigos. Por consejo de Fabio, Roberto dejó el colegio San José e ingresó en el Nacional para "tomar contacto con el pueblo1'. Se trenzaban en discusiones que solían durar noches enteras. Oponían Hegel a Santo Tomás, Engels a Maritain, Lenin a Teilhard de Chardin, atribuyéndoles toda suerte de disparates para que apuntalaran con su autoridad las elucubraciones de sus discípulos. No podía ser de otra manera. Escaseaban los libros. Los pocos que se podían conseguir pasaban de mano en mano. Eran resúmenes tendenciosos o pésimas traducciones mutiladas, impresas en ediciones piratas. No había maestros a quienes recurrir. Algunos profesores tenían una considerable formación humanística, pero estaban demasiado atrasados para satisfacer las inquietudes de los estudiantes. Así enseñaran 111 matemáticas o anatomía patológica, eran versados en historia paraguaya y casi todos habían publicado por lo menos un opúsculo sobre el tema. Fabio y Roberto terminaron juntos el bachillerato, juntos hicieron el servicio militar e ingresaron a la universidad, A pesar de sus diferencias doctrinarias estaban en el mismo bando en el movimiento estudiantil y en más de una oportunidad compartieron la misma celda y el mismo lugar de confinamiento en la campaña. El odiado y vilipendiado gobierno militar practicaba una dictadura sin convicción. La administración pública era razonablemente honesta y eficiente. La pobreza por generalizada no era humillante y hasta los magnates vivfan con sobriedad. Las costumbres, tradicionalmente sencillas y la espontánea urbanidad de la gente hacían la vida apacible pero nunca aburrida. La política era la pasión nacional. Hasta el pordiosero tenía su partido y estaba dispuesto a empuñar eventualmente las armas para pelear por su divisa. Los colegios y la universidad se mantenían en perpetua agitación, en estrecho contacto con un activo y combativo movimiento obrero. En las fuerzas armadas los oficiales discutían acerca del porvenir que aguardaba al mundo después de que terminara la guerra mundial. Las manifestaciones eran disueltas a sablazos por la Policía Montada, se producían confinamientos y deportaciones, pero siempre dentro de reglas de juego tácitamente aceptadas. Las personas tenían personalidad. Cada cual era un amigo, un pariente, un compueblano a quien no convenía ni se deseaba perjudicar más allá de lo estrictamente necesario. Los famosos pyragüé de la policía secreta eran conocidos por todo el mundo, y en las épocas de calma, perseguidores y perseguidos solían compartir una cerveza en el bar San Roque. El sol se había ocultado y se extendía en el firmamento una luz anaranjada. Lo que fuera el bello jardín de la Casa de la Calle España se fue llenando de sombras. Fabio pensó, con alguna tristeza, que fue tan ominoso y degradante lo que siguió a la época que estaba recordando, que se la evocaba como un paraíso perdido. Poco antes de la iniciación del drama que acabaría con ella, Roberto Roldan le confió su decisión de hacerse sacerdote. Fabio fue tomado por sorpresa. Roberto estaba lejos de ser un mojigato. Buen mozo como era atraía a las muchachas y él no hacía ascos de ellas. Era muy sensual. Tenía la mente lúcida y bien organizada. Era un magnífico estudiante y un* excelente deportista. Frío y calculador cuando se trataba de tomar decisiones, su cristianismo 112 parecía fundado antes que en la fe en la convicción intelectual. Iba poco a la iglesia. Cuestionaba la doctrina que se impartía desde el pulpito. Rechazaba la prédica conservadora del clero de aquel entonces. Había abandonado la Acción Católica. Militaba activamente en el movimiento estudiantil, en el que predominaban tendencias progresistas y revolucionarias. Estaban sentados en el Parque Caballero, cerca de la gran piscina. No había luces, sólo la luna llena. Roberto trataba de explicar los motivos de su decisión. - No se trata de que el marxismo o el cristianismo estén más o menos cerca de la verdad en el plano teórico, sino de que en el cristianismo están contenidas potencialfnente todas las respuestas vitales que ha buscado el hombre desde sus orígenes. La iglesia católica es el instrumento de su realización. Tiene una influencia inmensa en las masas populares, que se guían por el instinto y por el hábito antes que por la razón, en un nivel mucho más profundo que la política. La iglesia es una costumbre. Supongamos que tuvieras éxito y triunfara la revolución socialista en el Paraguay; que los obreros y campesinos la apoyaran de la manera más heroica y entusiasta. Pasado el fervor de los primeros tiempos, en el retorno a la vida cotidiana, una enorme masa de prácticas tradicionales y de prejuicios acendrados te opondrían una resistencia tenaz. El atraso, el aislamiento geográfico y espiritual echarían a perder tus mejores intenciones antes de que pudieras intentar siquiera superarlos. A pesar de todas tus prédicas, la gente seguiría siendo esencialmente como es. Entonces te verías forzado a obligarla a garrotazos a obrar cuerdamente, si tú mismo no has perdido entre tanto la cordura y atormentas con implacable crueldad a aquéllos a quienes amas y deseas sinceramente servir, en nombre de los más nobles y generosos ideales. Me dirás que es preciso revolucionar las conciencias. De acuerdo, pero eso lleva siglos. Después de dos mil años continuamos retorciendo arteramente las enseñanzas de Jesús para adecuarlas a nuestros .intereses más sórdidos y contrarios a sú espíritu. Pero, a pesar de ello, Jesús ha cambiado la imagen moral del mundo, se ha asimilado a la cultura, está por así decirlo, en la subconciencia de la humanidad. El hombre, todos los hombres, son hijos de Dios; cada hombre es un dios. Si me dices que es un mito, no te lo discutiré; pero es también una voluntad, un querer ser. Tú también eres un producto de ella. ¿Se hubiera logrado sin la Igleisa? No lo sabemos, la Iglesia es un hecho. 113 -¿Es por eso que vas a hacerte cura? - Trataré de explicarme desde otro punto de vista. ¿Qué incidencia puede tener lo que hagamos en el Paraguay en los destinos del mundo, cuando nuestro propio destino se decide en otra parte? ¿Te conformas con el papel de marioneta? ¿Defines y limitas tu ser en las fronteras de un paisito insignificante? La única manera de liberar a nuestro pueblo es librándolo de sí mismo y proyectándolo al mundo; concibiendo su destino como una parte inseparable del destino de la humanidad. Que cada paraguayo pueda decir: soy el rey de la creación, señor del universo, soy un hombre. Tal es mi patriotismo. Para eso hay que salir de aquí, salir de nosotros mismos, para volver con una concepción ecuménica, consubstanciada con un poder universal. La Iglesia es ese poder. Gomo siempre lo ha hecho, se irá adecuando a los tiempos. Apoyará, y se apoyará en las fuerzas históricas y sociales predominantes. Lo hará en el momento oportuno, gradualmente, en la medida en que vayan madurando y probando su solidez. Ella no tiene apuro ni se hace ilusiones. Cumple su t a rea obedeciendo la voluntad de Dios; esto es, en la medida en que lo permita la realidad, que incluye la contingencia de las propias doctrinas y de las ajenas. Pues bien, querido amigo, quiero ser parte activa y consciente de ella. Por eso voy a hacerme sacerdote. - El diablo no se hubiera expresado mejor. Debo entender que la tuya es una decisión política. - Así es, pero no es todo. La destaco en primer plano porque es la parte que puedes entender. -iAh, la vocación! - Te burlas, y eso no importa. Lo cierto es que sentí un llamado, una compulsión indefinible que me induce a hacer lo que haré, a pesar de mis dudas, temores y vacilaciones. Si no obedezco la traición será inconmensurable. - SÍ estás loco no tengo nada que objetar. Roberto se rió. - Todos los estamos desde que el padre Adán se comió la manzana. No fue fácil decidirse. El diablo opuso todos sus argumentos y finalmente recurrió a la más artera de las tentaciones. -¿Una mujer? - Desde luego. - No me hablaste de ella. - Ni lo haré. Perdí completamente la chaveta. No bromeo al decir que Dios vino en mi ayuda. Estaba solo con ella 114 en una glorieta de jazmines cuando de pronto me fue revelada su naturaleza diabólica. -¿Le salieron cuernos y colmillos de Drácula? - Peor, porque ella misma era inocente. No me pidas que te lo explique, es demasiado complejo. Sentí, experimenté, una presencia aterradora. Me df cuenta de que si daba un paso más quedaría atrapado para siempre en una trampa moral. -¿Y qué hiciste? - La dejé. - Se habrá puesto furiosa. En esos casos una mujer es peor que el diablo. -¿Has visto la mirada de un gato al que se le escapa un gorrión al que ha estado a punto de atrapar? Pues así eran sus ojos, parecía enajenada. Como era el mayor, Fabio adoptaba a veces un tono paternal. - Deberías tomarlo como una impresión pasajera, acaso una forma de alucinación. Estamos expuestos a ellas cuando se enfrentan en nosotros pasiones muy fuertes. Esa mujer amenazaba apartarte de una forma de vida que habías elegido y que por lo visto es muy importante para ti. No veo en ello nada extraordinario. No creo que el diablo meta la cola en un asunto tan trivial. - No lo creo, lo se! - Estás bromeando, el diablo no existe. -¿Cómo lo sabes? -¡Hombre, no vamos a ponernos a discutir eso ahora! Estábamos hablando en serio. Frente al banco en el que estaban sentados había un matorral que había crecido en lo que fuera un seto de flores. La luz de la luna pasaba por el follaje de los árboles y hacía arabescos en el sendero de ripio. Roberto sabía que Fabio, criado en una estancia de Paraguarí, cerca de Cerro León, donde son frecuentes las apariciones, no creía en fantasmas pero les tenía pavor. Como eran jóvenes, podían pasar de las cuestiones más serias a las más ingenuas travesuras. - No podrías demostrar que el diablo no existe como tampoco que el dueño de este parque, el Centauro de Yvycuí, no esté metido entre esas matas haciendo de las suyas con el ánima de alguna chinita descalza, como dicen que en vida era su costumbre. ¿Qué dirías si el diablo se aparece allí mismo? 115 - Nada, por la simple razón de que no aparecerá. No había acabado de decirlo cuando un bulto negro se levantó de repente lanzando un mujido ahogado y escapó dando tumbos como un pajarraco de alas rotas, Fabio pe^ó un brinco y Corrió tras él. Era veloz el condenado. Lo atrapó de la punta del poncho en el momento en que iba a arrojarse barranca abajo. Fue como agarrar a un tigre de la cola, Tironeaba corriendo en círculos, gruñendo. Al zafarse rodó "por el suelo hecho un. ovillo. Antes de que. pudiera levantarse, F a bio le pisó' el poncho. -iQuieto, hijo de la diabla! Roberto llegaba jadeando. -iYo ho sé nada, mi patrón! ¡Déjame, mi patrón! - lloraba eidiabta, lastimero, cavernoso. Estorbado por un sombrero de paja con barbijo, pugnaba inúltimente por escurrir la cabeza por eí ; agujero del poncho. -¡Quién es este individuo! -dijo Roberto, en guaraní, dándole una patada-, ¿Satanás o alguno su pariente? El diablo alzó hacia ellos un rostro cetrino, suplicante. -¡Qué voy* a ser eso, mi patrón! Soy Timoteo Ibarrola, ex combatiente mutilado... Le faltaba un pie. Tenía el tobillo enfundado en una vaina de cuero; El otro pie estaba descalzo. Arrepentidos, trataron de calmarlo. - Vine a cobrar mi pensión -explicó Timoteo-. Tomé un trago y me tiré a dormir eri el parque esperando la hora del tren lechero para volver a mi valle. Me despertaron voces. Creí que eran apariencias, y me puse a escuchar. No entiendo bien la castilla, pensé que era magia negra lo que ustedes decían. Cuando mi patrón dijo que El Propio estaba donde yo, demasiado grande me asusté y salí corriendo... Le ayudaron a levantarse. Despedía un fuerte olor a caña. Le dieron todo el dinero que tenían. Fabio sonrió al evocar la escena. Había oscurecido por completo. La noche estaba estrellada. Croaban las ranas en las aguas estancadas de la fuente de mármol. Vagaban las luciérnagas en torno a la glorieta de jazmines. Por la calle España pasaba un tranvía. Sería grato volver a ver a Roberto después de tantos años. Encendió un cigarro. Cuando acabara de fumarlo se pondría en camino hacía la parroquia de su amigo. Algunos días después del encuentro con Timoteo Ibarrola, estaban reunidos en el Belvedere con un grupo de amigos 116 ' én torno a una larga mesa. Faltaban pocos dfas para Año Nuevo. El doctor Faustino Benftez ocupaba una de las cabeceras. En la otra estaba Saturio Rojas, y a su derecha, como de costumbre, Mariana Arguello. Era bellísima. Aunque vestía con extrema sencillez parecía una reina. Saturio, siempre espléndido, había convidado champaña francés legítimo, un lujo casi inconcebible en aquellos tiempos. Ese año había sido liberada París por los ejércitos aliados. Tras los primeros brindis cantaron la M arseli esa. Aunque había declarado la guerra a Alemania, el gobierno simpatizaba con los nazis. Se esperaba que al terminar la contienda se impondría la democracia. Reinaban la alegría y el optimismo» Hubo abundantes bocadillos. La bolsa de Saturio Rojas se abría generosa como nunca. A la hora de los helados, Fabio y Roberto contaron lo que les había ocurrido en el Parque Caballero. -¿Así que le faltaba un pie? - preguntó don Faustino. - Sí, doctor, era un pobre mutilado de la guerra del Chaco. - Ya lo he oído, y también que cubría el muñón de un tobillo con una vaina de cuero, cno ocultaría una pata de caballo? Quedaron en suspenso, aguardando alguna de las ocurrencias de don Faustino. Como siguió tomando su helado en silencio, dijo Fabio: - Se llama Timoteo Ibarrola. - Esa es una dificultad -terció Saturio Rojas-, "Timoteo" significa en griego "el que sirve a Dios", ¿no lo sabían? Se echaron a reír, íqué iban a saber! - Eso no es definitivo -afirmó don Faustino-, el diablo es embustero. Pudo usar un seudónimo, el adecuado para despistarlos. No podía suponer que dos aventajados estudiantes de nuestra Universidad Nacional ignoraran el griego. - Aunque no soy experto en diablología -agregó Saturio Rojas-, tengo entendido que hay muchos diablos: Lucifer, Belcebú, Belial... el guaranftico Mará, el africano Mandinga, el jesuítico Aña, también llamado El Propio por nuestros campesinos. -<Por qué no Mefistófeles? - preguntó Mariana Arguello. Su padre se volvió hacia ella sonriendo. - No coinciden en aspecto e indumentaria. Me inclino por Timoteo. Tal vez sea un diablo bueno, deportado del infierno. 117 Don Faustino saboreó pensativamente su helado de crema portuguesa. De pronto exclamó, agitando la cuchar ita: -¡Mefistófeles en el Paraguay! No tiene desperdicio. Acabaría exactamente así, durmiendo en el Parque Caballero, <; liado en un poncho negro. 118 LA TENTACIÓN En el templo casi a oscuras se acababa la novena. Dos lámparas eléctricas que simulaban largos cirios, alumbraban el altar mayor. Viejitas enlutadas hacían sus genuflexiones y se iban yendo, una tras otra, dobladas por sus desdichas. Ella seguía, como una sombra, en el último banco de una de las naves laterales, en el lugar de siempre. La mente se le fue de Dios. Aunque sólo venía de vez en cuando, el reverendo padre Roberto Roldan la esperaba con ansiedad creciente. En ocasiones creía verla, pero era como una ilusión que se disipa. Apagó las luces del altar. Quedó el farol del baptisterio y la claridad crepuscular que entraba por los vitrales. Ella no se movió. ¿Dormiría bajo el manto? Debía cerrar la puerta. Pasó a su lado sin mirarla y tosió discretamente. Cuando los goznes rechinaron, ella se deslizó como disuelta en las penumbras del atrio. "Hija mía", iba a decirle, pero lo atajó el temor humano. - Señorita... Unos ojos crueles, desdeñosos, se clavaron en él interrogantes. Se le atoró la lengua. Ella entonces sonrió: - Buenas noches, padre Roldan. - Buenas noches - respondió confuso, buscando nerviosamente la llave de la iglesia. Ella se fue, se iba sin remedio. Le temblaban las manos, no dio con la cerradura. Guardó el llavero en el bolsillo y bajó las gradas hasta el jardín. Ella lo estaba esperando» -¿Me precisa? - preguntó, casi agresivo. - Yo no, padre; pensé que era usted quien quería hablarme. 110 Se había corrido el manto» Su negra caballera se enguadejaba en los hombros y bajaba por la espalda. La cara, de palidez cobriza, sin afeites, se afirmaba en los carrillos, saltaba en los pómulos y en la recta nariz de anchas ventanas. La boca grande, despareja, con el labio superior doblado hacia arriba, se torcía en una mueca desdeñosa. El padre Roldan le tuvo miedo. - No te entiendo, hija... - Sí que me entiendes, ¿por qué te engañas?, ¿no me reconoces? El cura dio un paso atrás, poco más y se persigna. Ella se echó a reír. - Es que creí que... Está bien, mejor así - dijo, como para sí misma. Su sonrisa era maligna y acariciadora, burlona y tierna. El padre Roldan cruzó las manos sobre el pecho y dijo, sacerdotal, sintiéndose un cretino: - Hija mía, te veo a menudo en la iglesia a la hora del Angelus, pero nunca los domingos y fiestas de guardar. ¿Asistes a misa?, ¿te confiesas y comulgas de vez en cuando? Pensé que... La voz le salía en falsete. Ella lo escuchaba divertida. Estaba haciendo el ridículo. Calló avergonzado sintiendo que se ruborizaba. - Me gustaría hablar con usted - dijo ella para sacarlo del aprieto. Lo correcto hubiera sido concertar una entrevista para más adelante, en horas más convenientes, pero estaba derrotado. La siguió mansamente por la calzada de ripio que conducía al portón que daba a la calle, cruzando el parque, bastante extenso, rodeado de balaustres, cubierto de césped y adornado de rosales de distintos colores que el padre Roldan cultivaba y cuidaba personalmente. De pronto ella se detuvo y se sentó en un banco de losa. El padre Roldan permaneció de pie. Pasó un minuto largo. Su timidez se tradujo en enojo. - Y bien, hija mía, tú dirás - dijo finalmente en ese tono melifluo de hipocrecia insanable que se le había pegado en el seminario. Ojos grandes, azules, ligeramente oblicuos, miraban al acecho, con una mezcla de descaro y angustia. - Estoy cansada, padre; harta, hasta la coronilla, y no tengo salvación, ¿me entiende usted? 120 El padre Roldan la miraba sin saber a qué atenerse. - Me gustan las iglesias, ¿sabe? - continuó ella, suavizándose, antes que él pudiera reaccionar-. Siento en ellas una especie de ingravidez moral. Algo así como dormir despierta, sin soñar, recordar, pensar. Simplemente dormir, sin pesadillas. A eso llaman contemplación, ¿verdad? A la hora del Angelus no tengo pasado ni porvenir, amigos ni enemigos; nada que me distraiga, salvo usted. Se echó el cabello para atrás, contuvo una risa ronca. - Sí, usted, reverendo padre Roberto Roldan, que no deja de mirarme. Es divertido: tropieza en las gradas del altar, se equivoca en los rezos, me espía con la cruz en alto. Es divertido, pero me distrae. -¡Es usted una descarada! - balo el t Ire Roldan sin convicción. Ella sacudió la cabeza y rió apaciblemente. -¿De veras? ¡Puede ser! Ahora, ¡siéntate! No te quedes ahí parado como un bobo... En esa punta, co tienes miedo? Había en su tono más travesura que maldad. El padre Roldan se sentó resueltamente, pero, al hacerlo, la costumbre hizo que se recogiera los faldones de la sotana. Sintiéndose ridículo, rió a su vez. -¡Está loca de remate! - Es muy posible. - Pero no me asusta. - Me alegro. - Veamos su problema. Se le había ido el falsete y toda la timidez. Rieron como buenos camaradas. Loca o perversa no era una mujer vulgar, pensó el sacerdote. - Lo que dije es cierto, me gusta la iglesia. Cuando los malos pensamientos se apoderan de mí, vengo a sentarme en el último banco y simplemente me dejo estar hasta que se disipan. Vuelvo a casa más tranquila, como bañada por dentro. Los que inventaron los templos sabían muy bien lo que hacían. - Así que malos pensamientos, ¿eh? Que sepa que son malos es un paso importante; que busque amparo en la iglesia, otro mejor. No todos se defienden de los malos pensamientos, y esto es algo indispensable para la salud moral. ¿Puedo saber en qué consisten? Cuéntemelo, si quiere; después de todo soy un sacerdote. Ella sonrió para sí misma, mirándolo con curiosidad, como sí no acabara de convencerse de que estaba hablando con el propio Roberto Roldan. Pero, de pronto frunció el seño y dijo con aspereza: - El odio, padre; un odio terrible, insoportable. - Tal vez le haga bien decirme contra quién se dirige, de modo que pueda ayudarla a perdonar. - Esa es la cosa, mi odio no se puede saciar con el perdón ni la venganza. Si estuviera dirigido contra alguna persona se degradaría para convertirse en una pasión limitada, contingente. El mío es un odio puro, sublimado, que se basta a sí mismo. Usted no lo puede comprender porque no ha odiado nunca. El padre Roldan se acarició la barbilla pensativo. -¿Sabe que tiene razón? Me enfurezco con facilidad, y con mucha frecuencia, pero el odio... ¡Qué notable! No lo he sentido nunca. - Así es, padre Roldan, para odiar se precisa un espíritu muy fuerte o muy enfermo. - Una vez más tengo que darle la razón. El odio es una pasión muy rara. En cambio el amor nos rodea por todas partes; sin el amor la vida misma sería imposible. - No hable de lo que no sabe, padre. Son pocos los hombres capaces de odiar de veras, pero no hay una sola mujer que no sea capaz de hacerlo. Las Furias son mujeres. - No exagere, usted mismo ha dicho que el amor es un signo de salud moral. El odio en cambio... -¿Cómo me vas a salvar diciendo puras zonceras? Al hombre el amor lo vuelve un niño, lo prende y apaga como un fósforo. Mientras duran las cerillas el hombre más inteligente puede convertirse en juguete de la mujer más tonta. El amor de la hembra en cambio es como la curiyú que se enrosca a la presa y la tritura para tragarla de a poco. - Lo que dice es excesivo pero indudablemente expresa experiencias muy amargas. Ella volvió a mirarlo intensamente a los ojos, llena de curiosidad. - No las que usted se imagina. ¿Has estado enamorado? El padre Roldan bajó la vista como pillado en falta. Brillaban las estrellas. Cantaba un grillo. Chispeaban las luciérnagas. La luz del farol de la esquina pasaba a través del follaje de un árbol junto al portón. - Me gustaría ayudarla -dijo el cura, apenado-, ¿por qué entonces me provoca? - Tiene razón, padre, perdóneme. Le hice una pregunta idiota. 122 El padre Roldan sonrió agradecido. - El hermano Martínez, mi sacristán, anda diciendo por ahf que es usted una enviada del demonio. No me obligue a creerlo» -ÍCon razón me mira con esos ojos! No se descuide, padre, Martínez entiende mucho de esas cosas - dijo soltando una risa fresca que la transformó por completo. El padre Roldan tuvo la intensa sensación de haberla conocido en otro tiempo, acaso en otra vida, o tal vez en las visiones que perturbaban sus sueños de hombre casto. -¿Cree usted en Dios? Tenía ella una manera muy especial de sonreír para sus adentros. Bajaba los párpados, fruncía el ceño y se mordía los labios como si estuviera tramando una travesura. El gesto era encantador. De nuevo el sacerdote creyó reconocerla. - No se burle; quiero ayudarla, le repito. -¿Cómo sacerdote? - O como amigo, si me concede el honor.*. -¡Adelante, ayúdeme! -¿Cree usted en Dios? Ella volvió a sonreír, pero esta vez abiertamente. Luego quedó un momento pensativa y dijo con seriedad: - Maté a Dios en el colegio, leyendo libros prohibidos a escondidas de las monjas» Después, encerrada en un calabozo, con un hijo muerto en las entra-ñas, no pudo recuperarlo. "Aunque seas una ilusión, l e ; suplicaba, apiádate de mis t e necesito". Si su dios existe, padre Roldan, su crueldad es infinita. Nadie como yo le ha implorado un poco de su gracia- No le pedía un milagro,' que resucitara a mi hijo, que dejaran de torturarme o me pusieran en libertad. No, nada de eso. Deseaba creer, le pedía una limosna, un mendrugo de fe que me ayudara a sostenerme. Tuve que arreglarme sola. El diablo me dio valor. Hizo que odiara con tal intensidad que no sentía los golpes, el miedo, las humillaciones; me inspiró el satánico orgullo de sentirme más fuerte que mis verdugos, que no me pudieran doblegar ni con el fuego del infierno. - Lo sigues buscando sin embargo - dijo el padre Roldan, con la voz quebrada por la emoción-. Se diría que lo esperas. Sólo los mediocres nunca rezan. - Y tú, Roberto, ¿lo encontraste? -¿Cómo voy a decir que encontré a Dios? Sería terrible, ¿no te parece? Un acto de estupidez o de soberbia. Me hubiera desíumbrado y aterrado hasta hacerme perdei la razótu Yo tengo un Dios muy simple, convencional. Un fetiche, un sustituto, fácil de concebir porque le atribuyo mis pasiones mezquinas, mis ideas limitadas. Es un dios de breviarios y avemarias al que sirvo lealmente cumpliendo todos sus ritos. He renunciado a comprender. Sin embargo, hay una idea que hasta un ateo puede compartir: Dios es lo mejor que hay en el Hombre. Si Dios no existe, hay que crearlo transformando al hombre en Dios... ¿Me has entendido? - Claro que sí, es el punto de vista del demonio. Caminaron hasta el portón. Ella le tendió una mano firme y cálida. -¿Volveremos a vernos, Mariana? - preguntó el padre Roldan, esperanzado. Ella echó para atrás su cabellera larga. -¡Eres temerario! - exclamó, con una sonrisa inigualable. 124 EL LACAYO EL LACAYO No la oyó entrar. La adivinó de pie en la oscuridad: el manto sobre los hombros, la cabellera larga, un suelto vestido una sonrisa desdeñosa. - No me engañas - dijo ella, sentándose en el borde de la cama-, te estás haciendo el dormido. Quiso tocarla pero no se atrevió, como si temiera despertar. - Dejaste la puerta abierta. -¿Qué me van a robar? No tengo nada mío. Ni queja ni reproche, sók> desapego. -¿De dónde vienes? - De la iglesia. -¿Te has convertido? -¿Por qué no? Rieron. - Voy a preparar unos mates - dijo ella, levantándose. Mariana solfa ir a la iglesia a la hora del Angelus. El murmullo de las oraciones, las lánguidas luces del altar, el rostro ausente de los santos, calmaban su desazón. Se sentaba èn el fondo, en la parte más oscura, en una de las naves laterales. Ponía la mente en blanco, olvidaba su encono, su desesperanza. Sentía que la espiaban. Mujeres enlutadas, al pasar junto a ella, le dirigían miradas recelosas, llenas de maldad. Una vez se quedó dormida. La despertó el sacristán. Fijos en ella sus desorbitados ojos de lunático hacía con los dedos complicados signos en el aire. Acaso la sintieran una intrusa. El doctor Alfonso I rala Vargas se sentía como en sueños en un lugar inverosímil: "¿Qué estoy haciendo aquí? Soy un usurpador, acaso un prófugo. ¿Qué le queda a Mariana? Una casa escondida en una calle de tierra tan solitaria 125 que se ha cubierto de césped. Un padre enfermo que la odia. Un hombre que se esconde hasta de sí mismo para verla, y le deja dinero en la mesa de luz. No me extraña que le guste ir a la iglesia". Años atrás, cuando el Presidente de la República le ofreció la cartera del Interior, el doctor Alfonso Irala Vargas puso como condición para aceptarla que se le autorizara a ordenar la libertad del capitán Feliciano Palacios, que se hallaba detenido por su participación en un complot contra el gobierno. Alfonso, huérfano de padre desde la primera infancia, fue protegido por la familia Palacios. El Presidente de la República encontró razonable el pedido, pero se opuso a que Mariana Arguello, amiga del capitán Palacios, fuera iguaimen te liberada: "Tiene mucho carácter, no dejará de fastidiarnos -dijo-; que se quede un poco más, para que le sirva de e s carmiento". Alfonso prometió a Feliciano ocuparse de que su compañera saliera de la prisión en la primera oportunidad propicia. Entre tanto ordenó que fuera trasladada al Departamento de Investigaciones Especiales, con la especial recomendación de que se la t r a t a r a bien. Algún tiempo después aconsejó al doctor Faustino Benítez, quien lo visitó como abogado de la detenida, que Mariana escribiera una carta suplicando perdón y comprometiéndose a no realizar en el futuro actividades contra el gobierno. Ella se negó a hacerlo y Alfonso la olvidó. Había aceptado el ministerio con propósitos definidos y objetivos a largo plazo que no podía comprometer por cuestiones secundarias, habida cuenta de que al Presidente de la República le repugnaba disponer la libertad de un adversario político y que siempre se irritaba cuando se le hacían proposiciones al respecto. Tanto es así que tuvo un serio altercado con él cuando llegó la noticia de que el capitán Palacios e s taba organizando en la frontera argentina una columna armada rebelde. El ministro, furioso, mandó traer a Mariana a su despacho. Los guardias esperaron en la antesala. -¡Es un irresponsable, un tarambana y un loco! - gritó, fuera de sí-. Me ha comprometido metiéndose en otra tilingada. Creí que sentaría cabeza; que había madurado de una vez. Debe usted escribirle. Yo le haré llegar la cartaLos ojos de Mariana se abrieron como la noche cuando amanece. Nunca olvidaría aquella risa ronca, mezcla de gozo y amargura. -¿Qué quiere que le diga, señor ministro? Dícteme usted la carta. 126 Se miraron largamente, en silencioCierto, era una tontería; una vileza sin objeto que explotaría la oposición para desacreditarlo. Se levantó para ordenar que se la llevaran. Ella le cortó resueltamente el paso. - Póngame en libertad, señor ministro -le dijo, sin el más leve acento de súplica-; ya vio usted que no le sirvo para nada. De pronto, se reconocieron. - Está bien, señorita -respondió adelantándose a abrirle la puerta-, veré qué se puede hacer. Al día siguiente presentó para su rúbrica una orden de libertad a favor de Mariana Arguello. Ningún preso político salía de la prisión sin el consentimiento expreso del Presidente de la República, que tenía esa atribución en virtud del Estado de Sitio que regía en el país desde hacía muchos años. Examinó largo rato el papel en tanto se frotaba la barbilla, pensativo. - Esta mujer fue detenida hace cinco años y pico junto con el capitán Palacios. Eran amantes. El capitán no sabía nada, era un idiota útil. Ella en cambio estaba al tanto de -todos los detalles de la conspiración. Se negó a declarar en IQS interrogatorios, a pesar de los esfuerzos que hicieron los muchachos durante casi tres meses. Por su culpa se nos e s caparon casi todos los bandidos. Es más terca que una mula, - Está usted bien informado, señor Presidente. - Si no fuera así ya nos hubieran echado a patadas hace tiempo. No hay que bajar la guardia, no me canso de r e petirlo. Lo que me extraña es que justamente ahora que su macho se prepara a soplarnos fuego venga usted a proponerme que la pongamos en libertad. ¿Qué espera? ¿Que vaya a hacerle compañía? - Ya no tiene sentido retenerla. -¡No t r a t e de engañarme, usted se perjudica y a mí no me embroma! El ministro frunció el ceño e hizo el ademán de levantarse. - No, pues, hombre, no me ponga es cara, no he querido ofenderlo. - Le he dado mi opinión si no está de acuerdo, tiene usted la última palabra. -(Claro que la tengo!, y es por eso que le pido, mi e s timado doctor^ que se deje de macanear. El ministro guardó silencio. El Presidente de la República movió comprensivamente la cabeza. - Como dice mi compadre, el general Melgarejo, el hombre decente no sirve para la guerra ni para la política. No es un elogio, sino todo lo contrario. Tampoco afirmo que sea usted un tonto. Solamente creo que le siguen estorbando algunos escrúpulos, herencia de su pasado político. Ha mejorado mucho últimamente. Espero que no se le vaya la mano. Rió entre dientes y continuó en tono sarcàstico: - El doctor Alfonso Irala Vargas, dicen que descendiente de conquistadores, bisnieto de proceres de la Independencia, nieto de héroes de la Guerra Grande, hijo del famoso capitán Feliciano Irala Palacios, no puede soportar mantener en rehenes a la amante de su amigo y pariente el capitán Feliciano Palacios, a pesar de que los enredos de la política los haya puesto frente a frente. Es poco caballeroso. Algo así como presentarse con la bragueta abierta en una recepción o largarse un pedo en la mesa y pegar por el perro. Nde vyro gueteri hiña, sigues siendo un ingenuo. Alfonso no pudo menos que reír. - JHIace un momento afirmó usted que había dejado de serlo - dijo el ministro con una sonrisa un poco amarga. -¡No me discuta, nunca me contradigo! Le estoy h a blando de los restos de sentimentalismo. Los civiles perdieron el poder por causa de esas zonceras. Nosotros no vamos a perderlo. Nadie nos va a echar porque no tenemos consideración por nadie. ¿Qué es su amigo Palacios además de ser: un loco? Es un patriota, se sacrifica por su país y lo hace gratis. Póngale que logre su objetivo. ¿Quién va a gobernar? El no, desde luego. El poder caería en manos de los "demócratas", unos picaros inútiles que se pelearían entre ellos como gatos en una bolsa hasta que viniera otro militar a poner orden. Con patriotas como su pariente el país se iría al diablo. Hay amores que matan. Alfonso siguió callado. Se había impuesto algunas normas para el trato con el Presidente de la República y se atenía a ellas con rigor. -¡Verdad, justicia, honor, patriotismo! ¡Cuentos chinos! ¿Qué pico yo de todo esto? Hago lo que puedo sin dejar que me perturben palabras huecas, buenas para diputados y maestros de escuela... ¿Qué está pensando usted? - Lo escucho, señor Presidente. -¡Ah, me escucha, me escucha! ¡Claro que me va a e s cuchar mientras yo mande, y va a estar de acuerdo conmigo ^e diga un disparate! ¿No le parece? 128 - Usted lo ha dicho, señor Presidente. El Presidente de la República lo miró fijamente y dijo: -¿Sabe una cosa, doctor? Si no fuera porque lo ^cesito para que los inútiles que me rodean hagan algo de ¿. • ¿-vecho, no me arriesgaría a tener en mi gabinete a un hombro como usted. Me doy ese lujo porque puedo hacerlo. Se cree superior a mí, pero está muy equivocado. No se olvide que e s t a mos en el mismo barco, flotando en la misma mierda y que yo puedo echar por la borda a cualquiera de los tripulantes. -¿Me amenaza usted? ^¡Qué esperanza, doctor, cómo lo voy a amenazar! Sólo quiero que comprenda cual es la verdadera situación. - No se preocupe por eso, la entiendo perfectamente. El Presidente de la República se encogió de hombros y volvió a examinar la orden que el ministro le entregará para la firma. - Creo que esta vez podemos hacerle el gusto -dijo al cabo-, esta mujer ya está suficientemente corrompida. Rubricó la orden y dijo entre dientes: - Pobre Cardocito, tendrá que hacerse la puñeta. El ministro envió a Mariana Arguello, junto con la noticia de que estaba en libertad, un sobre que contenía diez mil guaraníes y una nota en la que se ponía a su disposición para cualquier cosa que pudiera necesitar. Feliciano Palacios, que tenía mujer e hijos en Buenos Aires, nunca se había ocupado de Mariana, cosa que le produjo a Alfonso una gran indignación. Feliciano era y había sido siempre un irresponsable. El ordenanza regresó con la nota y el dinero. No se había equivocado; no era una mujer vulgar. En la calle, manejando su automóvil, se sorprendió buscándola. La siguió buscando en sueños. Pero Alfonso no era un colegial sino un hombre decidido. Al cabo de un mes la hizo llamar. -¿Estoy detenida? - No, deseaba verla. -¿Para qué? - No tengo explicación - Comprendo - dijo ella, y sonrió. Así era Mariana, intrépida, sin remilgos. Le compró una casa en los suburbios. Venía a verla solamente cuando sentía necesidad: "Alguna vez, Mariana, he de decirte muchas cosas. Buscar las palabras que corresponden al silencio. Busco sentir en tf que soy un hombre, un dios desheredado, un prófugo condenado a muerte; no el actor de una comedia estúpida que no me pertenece. La razón podría librarnos del encanta129 miento, pero la realidad nos contagia su locura. No la razón instrumental que gobierna el ciego trajín del hormiguero,1 sino la del espectador inteligente que no se deja engatusar por las ficciones del escenario ni conmover por las lágrimas de agua del histrión. Desde el cerco del corral me veo a mí mismo enredado en una intriga truculenta tramada por la mente confusa de un autor mediocre. Me detestan y me envidian. Entonces vengo a ti buscándome a mf mismo. Sólo tú me desprecias, sólo tú me comprendes". Ella no hacía preguntas. Lo había aceptado sin vacilar. Quizás no le quedaba alternativa. O le era indiferente. O tal vez, en verdad, se habían reconocido. - Mariana, no te creo. -¿Qué cosa? - preguntó ella desde la cocina. - Que te hayas convertido. -¿Por qué? - Tratamos a Dios de igual a igual. Mariana encendió el velador para cebar el m a t e . Le pasó uno espumoso, que él sorbió con delicia. -¿Qué tal está? - Nadie lo prepara como tú; eres la última depositaria de un arte olvidado. Al tercer mate ya no pudo contenerse y dijo: - Hubo un choque de patrullas en la cordillera de Altos. Los baqueanos creen haber reconocido las huellas del capitán Palacios en la costa del lago Ypacaraí. Feliciano e s taría vivo y muy cerca de Asunción. Mariana cebó otro mate. Ni un gesto en su rostro impasible. - Melgarejo ha sido burlado una vez más. Está furioso. Sus reacciones son imprevisibles. Ha enviado un batallón a Tacumbú. El Presidente de la República no sabe qué se propone ni se anima a preguntárselo. Las tropas están siendo acuarteladas por iniciativa de sus comandos directos. La situación es muy confusa. La más ligera chispa puede provocar un estallido y entonces... -¿Entonces? - Podría haber llegado nuestra oportunidad... Continuó hablando sin control, como siempre le ocurría cuando estaba con Mariana, que lo escuchaba sin hacerle j a más una pregunta. Era consciente de su imprudencia. Sabía muy poco de ella. Varias veces se propuso hacerla vigilar. No lo hizo, en parte por escrúpulos y principalmente porque no 130 tenia a quien confiar la tarea sin que se enteraran otros funcionarios del gobierno. Pretendía mantener sus relaciones con Mariana en el más estricto secreto, cosa casi imposible de lograr en Asunción. - Se te enfría el mate. -¡Ah sí, lo había olvidado! Se diría que no te importa lo que te estoy contando. Si te aburre, dímelo y cambiaré de tema. Necesito desahogarme, ¿sabes? No tengo en quién confiar. Mariana le acarició la frente. Luego se inclinó y lo besó en la boca. Fue un beso largo, húmedo, pleno, de dulzura incomparable. -¡Niño! - le dijo con voz ronca, mirándolo intensament e - . Poderoso señor, ¡quién diría que eres un niño! En la oscura calle de tierra, Saturio Rojas caminaba lentamente, con pasos tardos, temblorosos, apoyado en su - bastón. Usaba anteojos ahumados. Se cubría la cabeza con un negro sombrero de fieltro de alas anchas. Llevaba sobre los hombros una capa negra, con las solpas levantadas que le cubrían gran parte del rostro. En sus paseos nocturnos solía acercarse desolado a espiar la casa de Mariana. Una vez más había visto el automóvil del ministro oculto bajo la parralera. Se alejó gruñendo maldiciones. A poco andar se detuvo j a deando. -¡Mátalo, hija mía, mátalo! -rugió trémulo de furor, con voz cascada y cavernosa, esgrimiendo su bastón con mano crispada-. ¡Mátalo y todo te será perdonado! ¡Mátalo si t e atreves! Un individuo que estaba apostado en el hueco de un portón, a un paso del lugar donde se había detenido Saturio, saltó de su escondite y escapó a la carrera. Vestía un poncho negro y un gran sombrero de paja. Al correr daba tumbos como si tuviera una pierna más larga que la otra. 131 REENCUENTRO Fabio Iglesias hizo a pie los dos kilómetros que separan la Casa de la Calle España de la iglesia de la parroquia, que, en aquel entonces, estaba a cargo del padre Roberto Roldan. Pudo haber ido en tranvía, pero, siempre que podía evitarlo, no hacía uso de los medios transporte público. A medida que se alejaba, las cuadras se hacían más largas, las casas más modestas y los baldíos más frecuentes. Atravesó uno de estos para cortar camino. Se sintió como en el campo. A ambos lados del sendero por el que caminaba había grandes árboles y se veían las lucecitas de los ranchos que los pobres acostumbraban construir en terrenos desocupados que no les pertenecían. Salió a una calle empedrada y al llegar a una e s quina reconoció el portón de hierro que daba acceso al jardín de la iglesia. Estaba abierto, pero el templo estaba a oscuras. Decidió entrar suponiendo que 1 a casa parroquial se encontraría en los fondos. Apenas había andado algunos pasos cuando vio a un sacerdote sentado en un banco de losa. T e nía el rostro oculto entre las manos y los codos apoyados en las rodillas, sumido al parecer en profunda meditación. Era un hombre alto, de anchas espaldas. La claridad era suficiente para distinguir sus cabellos rubios. Fabio se le acercó sin hacer ruido. Era Roberto Roldan. Gozando por anticipado de la sorpresa que le daría, le tocó en un hombro. Roberto l e vantó la cabeza, lo miró parpadeando, sin dar crédito a sus ojos, hasta que una amplia sonrisa le iluminó la cara. -iFabio, mi hermano! - exclamó, incorporándose. Se abrazaron riendo, emocionados. El padre Roldan no salía de su asombro. -¡Bárbaro! ¡Qué estás haciendo en el Paraguay! ¿Te has vuelto loco? 132 Tomados del brazo caminaron hasta la casa parroquial. El padre Roldan sacó cubitos de hielo de la heladera y una botella de whisky de un armario. Salieron a sentarse al aire libre en sillones de mimbre. Roberto se había despojado de la sotana y los zapatos. Un poco menor que Fabio, su aspecto era juvenil y rozagante. Sirvió generosamente dos vasos de whisky y les cargó con los dedos varios cubitos de hielo. - Brindemos por esta noche de reencuentros - exclamó, sonriendo, en tono algo enigmático-, el pasado resurge de las som bras. Chocaron los vasos y bebieron. -íjhum, whisky excelente! -exclamó Fabio, paladeando-, siempre supiste darte buena vida. Se t e ve muy bien, compañero. - Es la buena conciencia. Tú en cambio pareces un misionero jesuíta recién salido de la selva. El oficio de conspirador debe ser algo insalubre. - Se trabaja. Y a ti, ¿cómo te va en el empleo? - No me puedo quejar. La burocracia de Nuestro Señor está bien atendida. La paga es poca, pero buena la comida. - Y la bebida. „» - Sobre todo eso, la bebida... ¿Cómo andas? Desde luego, en la clandestinidad. Con el hambre que te tienen te harían pedazos si t e atrapan. Supongo que sabes lo que haces.Te conocí temerario, espero que no te hayas vuelto un insensato. - Ya hablaremos de eso, déjame tomar mi whisky... Estoy muy contento de verte. Esperaba que para esta época ya fueras por lo menos obispo. - Y tú comisario del pueblo en una república fantástica. -¿Qué importa? Aquí estamos los dos, firmes en la brega, cada cual en lo suyo. - Lo dijo el Mariscal López: "Vencedor es el que muere por una causa bella". - Un burgués no diría eso. - Pero no somos burgueses, no tenemos sentido común. Se echaron a reír, felices de comprobar que no se había extinguido el gran afecto que los uniera de muchachos. -¡Brindemos por el Mariscal López y por el finado Pepe Stalin! ~¡Y por íCaraí Kiritó!* -iEso, brindemos también por Ka raí Kiritó! i Salud! * "El Señor C r i s t o " , generalmente en sentido humorístico. 133 El padre Roldan sirvió otra vuelta de whisky. •- Aquí falta el doctor Benítez para echarnos un discurso -dijo el padre Roldan, cuando se hubieron sosegado un poco-, ¿te acuerdas de don Faustino? -¡Cómo olvidar a don Faustino! - exclamó Fabio, pero evitó decir que lo había visto esa misma mañana. - Igual que Fausto, su "semitocayo", como él lo llama, don Faustino tiene un diablo que lo tienta, pero hasta ahora no ha logrado formalizar contrato porque nuestro amigo no tiene nada que pedirle. Ya te imaginarás quién es el diablo. - Desde luego que nuestro amigo Timoteo... -¡El mismo! - Muy propio de don Faustino. - El diablo le cuenta interesantes historias del infierno. El domingo pasado "El Independiente" publicó una de ellas con la firma de Retórico Rejala, que es uno de los seudónimos de José-Antonio Lara. - La leí, me pareció bastante audaz. ~ Nunca le recordé a don Faustino que fuimos tú y yo quienes descubrimos a Timoteo en el Parque Caballero. Esa vez te tomé respeto, Fabio, le corriste al mismo diablo. - No podía ser el diablo. Si lo dejaba escapar iba a quedarnos la duda... Aparte de sus ocurrencias, ¿qué otra cosa me podrías contar de don Faustino? - Sigue usando el mismo traje de casimir negro que le conocimos cuando era nuestro profesor. Vive cerca de aquí. Lo veo a menudo. Le remataron la casa que tenía en el centro y no ha gestionado la jubilación. - No me explico su indigencia. Es un hombre muy bien relacionado. -¿No lo conoces? No acepta un trago si no puede convidar el próximo. Practica la integridad, que, como él dice, es la jactancia del pobre. Pero no exageremos. Tiene lo indispensable y no necesita más. Ejerce su profesión de abogado. Tendría muchos asuntos si no fuera tan negligente. Suelo pensar que la pobreza, cuando es deliberada, puede ser una forma de egoísmo, de indiferencia hacia los demás y renuncia a la acción. Te lo puedo decir yo, que hice voto de pobreza. Vive con los libros que le quedan en una casita muy modesta. Tiene una especie de socio o secretario al que llama su "fauno", como al Wagner de Fausto, que ocupa, con una hermana se mi muda y contrahecha que se encarga de la cocina y la limpieza, una casita anexa. El secretario redacta la mayo134 ría de los escritos tribunalicios, que don Faustino firma generalmente sin leer. -¿Qué clase de individuo es el secretario? El padre Roldan se dio cuenta de que Fabio lo estaba interrogando. -¿Te interesa particularmente? - Digamos que sí; después, si hace falta, te lo explicaré. - Está bien, no es un secreto. Se llama Iluminado Fretes. Ha asumido el papel de tonto y se pasa la vida actuando, pero es mucho más inteligente e instruido de lo que la gente se imagina. Tiene un puestito en el ministerio del Interior, pero no es un espía; de esto puedes estar seguro. Sin embargo, no te descuides. - No entiendo... - No lo entiendes porque eres un recién llegado. Por aquí es preciso cuidarse más de los amigos que de los enemigos, que en realidad son pocos e identificables. - Explícate mejor. - Estamos a la pesca de novedades, esperando que ocurra algo que nos saque de esta especie de parálisis. El sentimiento de impotencia, de inutilidad, es muy penoso. La vida pasa y se malogra lo mejor de uno mismo. Esto nos hace fantasiosos e irresponsables. Con las mejores intenciones, un comentario imprudente, una confidencia mal dirigida, pueden mandarte a la cárcel... ¿Quieres un poco más de whisky? - Gracias, tengo todavía. El padre Roldan se sirvió otro medio vaso. - Avísame cuando quieras ver a don Faustino. Le darás un alegrón. Fabio no respondió. Le repugnaba mentir y prefería no confiar a Roberto que tenía frecuentes contactos con el doctor Benítez. - Me apena don Faustino -continuó el padre Roldan, cuyo buen humor se iba apagando-. Después de haber sido ministro, profesor universitario, historiador consagrado y hasta poeta, según las malas lenguas, le quitaron hasta la última cátedra que le quedaba en el Colegio Nacional. Fue una crueldad, no puede vivir sin alumnos. Se consuela diciendo frases ingeniosas y contando historietas divertidas, como si fuera un bufón, cuando sabemos que es un hombre de gran talento. Fabio observó el cambio de humor del padre Roldan, que en parte atribuyó al efecto de la bebida. El contenido de la botella de whisky disminuía visiblemente. 135 - El doctor Benítez es un patriota sincero -dijo Fabio-, pero su patriotismo ha fracasado. Entre nosotros el patriotismo burgués es siempre trágico. El ideal de un gran estado en expansión se perdió para siempre en Cerro Cora, el Primero de Marzo de 1870, Desde entonces nuestra clase dirigente padece de un complejo de inferioridad y de una enfermiza nostalgia de la historia, que es la historia de sus frustraciones. Esto explica su falta de carácter, su entreguismo y su impotencia práctica unida a una mitificada glorificación del pasado. De allí que hombres inteligentes y básicamente honrados como el doctor Benítez sólo puedan ironizar o lamentarse. Nada pueden proponer, y ellos lo saben. Roberto se encogió de hombros, tomó un trago y dijo: - Estás atrasado de noticias. Nuestra clase dirigente ha cambiado la historia por los negocios. Si dijeras que está irredimiblemente hundida en la mierda sería más sencillo y acaso estaríamos de acuerdo. En estas condiciones, don Faustino está intelectualmente jubilado. Es un profeta sin mensaje, porque el mensaje no existe. Sospecho que ni Dios se acuerda de nosotros no valemos la pena. Desde su regreso al Paraguay Fabio había observado en mucha gente estados de ánimo parecidos al del padre Roldan No valía la pena rebatirlos porque había en ello una dosis de coquetería y porque desde su punto de vista estaban justificados al no ver salida alguna a la situación. Tomando en cuenta el creciente mal humor de su amigo, decidió matizar la conversación con una anécdota: -¿Te acuerdas de mi tío Saturio? - No sabía que era tu tío. Claro que me acuerdo: otro más que se fue al tacho. - Su caso ilustra el drama de nuestros historiadores honestos. No sé con que fundamento se le metió en la cabeza que era descendiente del Mariscal López. Practicaba una suerte de autoflagelación. Se pasaba el día escribiendo las cosas más tremendas contra el Mariscal. De noche se a r r e pentía y al día siguiente llenaba páginas que harían morderse el codo de envidia a los más celebrados cultores de nuestra historiografía chauvinista. Hacia el atardecer le sonaban falsas sus palabras. Que yo sepa, nunca pudo salir del círculo vicioso. Su mujer lo creía loco. Había que verlo reír solo, frotándose las manos con expresión maligna o amenazando con el puño a su presunto antepasado, o a Bartolomé Mitre y Pedro II, según fuera su humor del momento. Si uno no escapaba a tiempo podía escuchar la lectura tanto de una diatri136 ba corno de un ditirambo. La desgracia de mi tío Saturio es que tomó conciencia de la contradicción, que es de naturaleza objetiva. Sin medios para superarla, se le pelaron los c a bles y se le hizo un cortocircuito en el mate. El padre Roldan no pudo menos que reír. - Ese viejo hijo de puta lo tenía bien merecido -dijo-, Pero, aparte de eso, cualquier cosa buena o mala que se diga del Mariscal nos afecta profundamente. Como a los griegos la de Troya, la Guerra Grande nos ha marcado para siempre. Allí nuestro ser busca su imagen, su arquetipo. Entonces se plantea la pregunta de si nuestra Epopeya fue el ¡sublime holocausto de un pueblo en defensa de la patria, o la ciega adhesión a un déspota maniático que lo arrastró a una aventura demencial. Es como la religión, ¿sabes? Mientras la aceptemos sin pensar... En fin volviendo al tema... ¡Jhum!... -bebió un trago, distraído, e inclinándose hacia Fabio, continuó-: Para los simples la cosa está resuelta: el Mariscal es un mito, un semidiós hecho a su imagen, que les ayuda a • vivir... ¡Pensar, esa es la broma!... Sospecho que ningún paraguayo culto tiene definitiva y racionalmente resuelta la cuestión, porque una cosa es plantearse los beneficios que se pueden sacar de un dios justo y benévolo que premia a los buenos y castiga a los malos, y otra... A propósito, ¿eres lopista o antilopista? Fabio frunció ligeramente el ceño. Había adivinado las verdaderas dudas del padre Roldan. Sin embargo, prefirió s e guir el curso que éste quería dar a la conversación. - Desde luego no soy "lopista" ni "antilopista". Me conmueve el Mariscal, su personalidad compleja y trágica; pero no reconozco compromisos con el pasado. Mis compromisos son con el pueblo y con el porvenir. - Te envidio, Fabio; te envidio la fe que defendí en el Parque Caballero aquella noche memorable, y que tú conservas intacta -declaró el padre Roldan con una sonrisa algo burlona, en tanto que echaba más whisky en los dos vasos-. Yo sirvo a un Dios que no me necesita. Lo sigo sirviendo por que yo lo necesito. Sin él todo sería demasiado horrible, a b solutamente insoportable. Recuerdo que en otra ocasión me dijiste que me haría sacerdote porque me daba miedo vivir... Miedo a la soledad, a la duda, a la incertidumbre, a la libertad, al amor... sí, puede que tuvieras razón, aunque ahora, para serte sincero, más que temor el vivir me da fastidio. Cada día me veo forzado a absolver la irresponsabilidad y la 137 estupidez. Entre miles de arrepentidos no he encontrado un solo pecador que merezca algo más que desprecio y muy pocos virtuosos que no fueran hipócritas y taimados. Si tal es el efecto de la religión en el alma del hombre, que Dios me perdone, pero ¡qué desperdicio! Y esto es agotador, te lo aseguro. Admiro tu pasión por las ideas; pero,, ¿a quién le importan las ideas? A unos cuantos charlatanes y a otros tantos ilusos, que no tienen la más mínima posibilidad de acción y ninguna influencia sobre los que obran movidos por apetitos sórdidos y elementales. En el Paraguay las ideas no mueven una paja. Una vez me desafiaste a invocar al demonio. Fue una ingenuidad. No merecemos el cielo ni el infierno. Ya estamos en la puerta, atormentados por mosquitos. ¿Qué va a hacer un diablo por aquí? - Sin embargo apareció - dijo Fabio, riendo. - Es cierto, pero era un pobre diablo y acabó haciéndonos trampas - replicó Roberto, recuperando un tanto el buen humor. Fabio hizo un balance de las posiciones de su amigo y decidió plantearle el objeto de su visita. - No, mi amigo, lo siento -dijo el padre Roldan tras de una pausa penosa-. Me hubiera gustado mucho ayudarte y de veras te agradezco que hayas pensado en mí; pero aquí no puede hacerse la reunión. Esta es una casa parroquial, p e r t e nece a la Curia. Si ocurriese una desgracia, o, lo que es más que probable, la simple indiscreción de alguno de los participantes, comprometería al Obispo, que ya bastantes problemas tiene con las autoridades. Yo tendría que dejar la parroquia, abandonar ,a mis feligreses. En fin, procura comprender que también le debo alguna fidelidad a mi partido. Estaban en la oscuridad. Se veía una lucecita en una de las ventanas que dan al corredor de la casa parroquial. Se escuchaba un vioiín como en sordina. - No creas que no me vigilan - continuó Roberto, sirviéndose más whisky-, hay espías entre mis feligreses. - No sigas explicándome, creo que tienes razón. Se veía que Roberto luchaba consigo mismo. -¿Cómo te vas a arreglar? - Ya veremos, es muy difícil, la gente tiene miedo a... -¡No es mi caso! -protestó Roberto-, ya te dije que... en fin, ¡paciencia! ¿Qué puedo hacer yo? 138 Quedaron como distanciados. Callaron largo rato- La música del violfn evocaba un villancico. Fabio no deseaba marcharse sin dejar restablecida la confianza mutua. - Habíame un poco de ti, ¿cómo te trata la vida? -¿Qué te voy a decir? Aquí me tienes, confinado en una parroquia de morondanga después de haber estudiado teología en Salamanca y exégesis bíblica en el Vaticano. Hago lo que puedo. La broma está en que esperaba realizar grandes cosas y me preparé para ello. Puede ser que Dios esté castigando mi soberbia. Después de todo, la rutina de mi oficio consiste en celebrar la Santa Misa, escuchar sandeces en el confesionario, sellar con óleo pasaportes para el otro mundo y absolver a individuos a los que arrojaría personalmente al infierno de una patada en el trasero. Y en medio de todo eso, luchar contra las tentaciones, no por lealtad a Dios sino por respeto a mí mismo; por orgullo, para no sentirme un hipócrita. El día que caiga será el fin. Engordaré * como un cerdo cebado por Satanás, echaré miradas codiciosas al cepillo de las limosnas y a las tetas de las arrepentidas... Fabio lo quedó mirando. Roberto rompió a reír. -¿No te ocurre a veces algo parecido? - Puede ser -admitió Fabio-, es preciso luchar contra la desmoralización. -¡Eso, has dicho una gran verdad, estoy algo desmoralizado! Cuando se elige una causa hay que aceptarla con sus contradicciones. Me alegro tanto de que hayas venido a visitarme. Deberíamos vernos más a menudo, ¿dónde vives? Fabio no contestó. - Comprendo, normas de seguridad. - Eso es. Roberto bebió un largo trago de whisky. Se le adivinó en la oscuridad un gesto duro. - Haría lo mismo en tu lugar, no me ofendo en absoluto. Pero me voy a permitir darte un consejo: no te escondas, procura llevar una vida normal en apariencia, que no incite a la curiosidad. No irán a delatarte, pero harán comentarios que, tarde o temprano, llegarán a la policía. El aparato de represión es primitivo pero muy eficaz. Han tenido tiempo de sobra para perfeccionarlo. Suspiró, volvió a beber y continuó: - Volviste como yo, llamado por esta lealtad irracional que padecemos algunos paraguayos. Te expones a un peligro atroz. Te suplico que te vayas, que escapes mientras estés a tiempo. No se trata del riesgo físico, sino de un peligro de 139 naturaleza moral. ¿Te acuerdas de aquel cuento de Andreiev en que un diablo, aburrido de ser diablo, decide hacerse bueno y pide consejo a un santo cura de aldea? - Sí, algo leímos de eso. - Lo primero que hizo el diablo fue volver al infierno para predicar las máximas que le había enseñado el sacerdote. Lejos de escandalizarse, los demonios se apoderaron de ellas y el infierno se llenó de predicadores. En sus bocas los buenos principios se convirtieron en sarcasmos, como son aquí la democracia, el derecho, la moral, y otras zonceras por el estilo. Vivimos bajo el peso abrumador de la mentira cotidiana. Decir la verdad, más que un delito es una ridiculez... ¿te acuerdas del desenlace? - No, no me acuerdo. - Después de muchas frustradas tentativas de poner en práctica las máximas del buen cura de aldea, que entre tanto había muerto, el diablo que quiso ser bueno fue a sentarse en el atrio de la iglesia, y allí permaneció completamente inmóvil. La gente se acostumbró a verlo y acabó por creer que era una estatua. Las moscas le caminaban por los ojos y las palomas le cagaban... El padre Roldan seguía bebiendo, pero no estaba borracho; parecía hacerlo más bien por distracción. - Se está volviendo demasiado larga esta dictadura, mi amigo; está matando todo lo sano, inteligente, vital y vigoroso que resta a nuestro país. Si continua sus consecuencias se proyectarán mucho más allá de sus límites históricos. Esta castrando a nuestro pueblo. Envenenará todo lo que éste haga por varias generaciones. Se t r a t a nada menos que del envilecimiento deliberado y progresivo de toda una nación. El hombre decente no puede sobrevivir si no se adapta a las reglas de juego impuestas por los necios, los cobardes y los picaros. Sólo medran los canallas, los que saben reptar. Cada día te obligan a hacer pequeñas concesiones que te van hundiendo más y más en el pantano. Si resistes, te espera la suerte de esos pobres infelices que atrapan de vez en cuando. Los muelen a palos y los entierran en vida. Ya ni el martirio puede rendimirnos. Se ha vuelto estéril como el gesto de un loco que amenaza saltar de una comiza. Fabio iba a replicar. Roberto lo contuvo dándole una palmada en la rodilla. - No, querido amigo, no te gastes. Entre predicadores no nos vamos a leer la Biblia. Me encuentras muy deprimido. No sé qué carajo me pasa últimamente. ¿Te quedas a cenar? 140 - De acuerdo. El violín ejecutaba el "Alabado11. Fabio quedó como en suspenso. - Muy hermoso, ¿verdad? Son los balidos del rebaño. - Me recuerda las procesiones de mi pueblo, en la función del Santo. ¿Quién es el rabelero? - El hermano Martínez, mi sacristán. El pobre está loco. Los demonios lo atormentan. Toca el violín para auyentarios. ; Comieron borí-borf* seguido de puchero de gallina con abundancia de mandioca y aguacate, regados con un buen vino. Les sirvió doña Rosaria, una de esas viejas paraguayas que da gustò mirar. El sacristán comió en silencio, sin levan. tar los ojos del plato. Antes del postre pidió permiso para retirarse. Se santiguó tres veces y reculó hasta la puerta. - Pobre Martínez -comentó Roberto-, vio que no t e persignaste cuando nos sentamos a la mesa y ahora le gruñe la sospecha de que eres el diablo en persona. ¡Si supiera lo * cerca que está de la verdad! El padre Roldan había recuperado el buen humor. Cuando doña Rosaria hubo levantado la mesa, sacó de un armario una botella de coñac francés legítimo. - Me lo trae la mujer de un contrabandista a cambio de indulgencias para su marido. Cree que así ese badulaque podrá colarse también por la aduana de San Pedro... ¿Tienes apuro? - Ninguno. Roberto sacó del mismo armario un juego de ajedrez. - Vamos a ver si èn tanto tiempo aprendiste a jugar. Fabio le ganó fácilmente tres partidas. - Practiqué en la cárcel -dijo riendo-. Estuve preso cinco años. Roberto, con los dedos de una mano enredados en los cabellos y mordiendo los nudillos de la otra, miraba el tablero, desconcertado* -¡Así no vale, me lo hubieras advertido! -exclamó, mezclando las piezas-. Te subestimé, y encima me distraje pensando en tu maldita reunión. Mañana iré a ver al bravo coronel Cándida Urbieta, un viejo formidable que no le tiene mieSopa espesa, con b o l i t a s de maíz. 141 do a nada. Hasta los pyragüé le respetan al famoso Alacrán, ahora convertido en propietario del 9ar "La Armonía". Ál fondo de su boliche hay unos cuartitos desocupados. Si, como es casi seguro, consigo convencerlo, el problema está resuelto. **3S$*«K3t** 142 LA CASA DE LA ABUELA A las ocho en punto de la tarde, poco después de que hubo entrado el sol, José-Antonio Lara dio un aldabonazo en la puerta de la casa que fuera de la legendaria doña Pilar Frutos de Recalde, universalmente conocida comò la Casa de la Abuela. Ahora pertenecía a uno de lós innumerables nietos o bisnietos de la ilustre señora, el doctor Carlos Peralta. Fue recibido con efusiva cordialidad. Pasaron a ia biblioteca. El doctor Peralta le dijo que, como le había anticipado esa mañana, estaba viviendo en la casa doña Consolación Vargas de Palacios, madre del capitán Feliciano Palacios, de cuya muerte en combate informara el genera! Melgarejo en un reportaje publicado en ME1 Independiente 11 con la firma de José-Antonio. Era comprensible que la pobre mujer deseara hablar con el periodista en procura de detalles. Era el trago amargo de la noche. Proponía apurarlo de inmediato, para luego gustar de otros más placenteros. José-Antonio estuvo de acuerdo y el doctor Peralta fue a buscar a doña Consolación. La gran señora facilitó las cosas. Saludó amablemente a José-Antonio, le preguntó de la madre de éste, que, según dijo, era prima suya. Lo felicitó por su brillante labor al frente del suplemento cultural de "El independiente" y por los bellísimos poemas y magníficos artículos que publicaba bajo su firma. Una vez que se hubo establecido la confianza mutua, llevó la conversación al tema que le interesaba. Habló con orgullo de su hijo. Había leído atentamente el reportaje publicado por José-Antonio. Desde luego, la palabra de un forajido como el general Melgarejo no le merecía ninguna fe. SÍ Feliciano había muerto, ¿dónde estaba el cadáver? ¿En qué circunstancias había ocurrido la desgracia? ¿Qué podía decirle José-Antonio ai respecto? No debía temer causarle penas. 143 Estaba entregada a la voluntad de Dios. Su hijo Feliciano, al igual que su padre y que su abuelo había puesto la vida al servicio de la patria. Si la perdía en cumplimiento del deber que se había impuesto, serviría de consulo al desolado corazón de una madre paraguaya la certeza de que cayó como un valiente. A José-Antonio, en extremo sensible a la belleza, se le llenaron los ojos de lágrimas. Dijo que, por lo que había podido averiguar, pese a los intensos rastreos que se habían efectuado en la zona de operaciones, no se encontraron los restos del capitán Palacios. La información se fundaba en declaraciones de prisioneros bárbaramente tratados en los interrogatorios. No había pues evidencia material alguna de que Feliciano hubiera muerto. - Es todo lo que deseaba saber -dijo la señora, levantándose-. Que Dios te bendiga. Dale mis saludos a tu madre. Luego de que doña Consolación se hubo retirado, el doctor Peralta y José-Antonio bebieron un whisky antes de la cena. Se sentaron en la mesa la esposa y los hijos del dueño de casa. Doña Consolación rogó que la excusaran. La comida fue abundante y deliciosa, regada con excelentes vinos. Transcurrió en un ambiente de familiaridad y sencillez. Cada cual tocó el tema que le interesaba. La señora, del arreglo de la casa; los muchachos, de sus estudios. Se habló un poco de literatura y se comentó la tensa situación política. Se hicieron bromas, se contaron chismes. Por último, los mayores salieron a tomar fresco en el patio. Después de hacerles compañía unos momentos, la señora se retiró discretamente. La casa de doña Pilar Frutos de Recalde, lejos de sufrir la raedura del tiempo, se erguía lozana en su altiva vetustez. José-Antonio la había visto casi en ruinas después de la guerra civil. Por dentro, los cambios eran profundos. Se había remozado el mobiliario sin quebrar la armonía de los ambientes amplios. En las paredes, libres de grietas y rajaduras, en vez del empapelado desteñido, había pintura de colores claros, algunos cuadros de buen gusto y unos pocos retratos de la ilustre familia. Faltaba el cántaro en el corredor. El árbol de los pesebres había crecido hasta alcanzar dimensiones colosales. Sin la enredadera de jazmines que lo cubriera por completo, lucía blanco y desnudo el alto paredón. Unas pocas macetas reemplazaban a la aglomeración tropical de las planteras de antaño, amorosamente cuidadas por las viejas tías. El aroma era distinto. El aljibe era un detalle ornamental en el patio, donde las grandes baldosas exagonales habían sido reemplazadas por un piso de cerámica. Las mecedoras de 144 mimbre y de loneta fueron sustituidas por un moderno y cómodo juego de jardín. El muro de balaustres que marcaba el limite con el patio de la servidumbre, había sido demolido. Ya no existían los cuartuchos de los estudiantes donde JoséAntonio solía escuchar con infantil curiosidad apasionadas discusiones. Carlos Peralta se destacaba entre sus compañeros por su seriedad y rigor intelectual. A pesar del parentesco, la diferencia de edad hizo que en aquel entonces se trataran poco. Pero, de un tiempo a esta parte, se veían a menudo en exposiciones de pintura, estrenos teatrales, conferencias, t e r tulias literarias, a las que José-Antonio concurría con asiduidad desde que estaba a cargo del suplemento cultural de "El independiente". El ahora doctor Carlos Peralta se había convertido en un hombre sólido, sin fisuras visibles. José-Antonio, cuyo fervor patriótico había sido estimulado por la entereza de doña Consolación, hizo algunas confidencias. Se estaba conspirando activamente, con buenas perspectivas de éxito esta vez. La situación del gobierno se había tornado crítica. Un sacudimiento de cierta intensidad haría que se viniera abajo como un castillo de naipes. - Aunque no soy político he decidido meterme en el asunto, pese a que, a decir verdad, no creo que sirva de mucho mi participación. El riesgo es grande. Te confieso que me asusta un poco lo que me puede pasar si me descubren. El año pasado, cuando me llevaron preso por unas declaraciones imprudentes que había hecho en Europa, estuvieron a punto de torturarme. He visto en el campamento de Melgarejo el trato horrible que dan a los prisioneros. Sin embargo no pude decir que no cuando mis amigos me invitaron a participar en la conspiración. Hubiera sido indecoroso. No se puede aguantar a este régimen podrido sin intentar por lo menos combatirlo. La aceptación pasiva nos convierte en cómplices. -¿Se puede saber quiénes están a la cabeza? Supongo que puedes confiar en mí. José-Antonio le dio algunos nombres. El doctor Peralta hizo un gesto de extrañeza y se encogió de hombros. - Sé lo que estás pensando y tienes razón -le dijo JoséAntonio-: no hay personalidades de primera linea. Pero, ¿qué le vamos a hacer? Las vacas sagradas o están en el exilio o viven de favor en nuestro país, más que vigilados, creyendo que lo están. Ven espías y provocadores hasta en la sopa. Algunos de ellos están desacreditados; en vez de ayudar s e rían perjudiciales. Tal vez sea mejor así. El país necesita 145 soluciones nuevas, no un ilusorio y falaz retorno al pasado. Hacen falta hombres nuevos. Hombres como tú, y lo digo sin ánimo de halagarte, íntegros, capaces e intachables... El doctor Peralta lo escuchaba con interés pero sin entusiasmo. José-Antonio se calló. Hubo un largo silencio. Lo rompió el doctor Peralta. - La cuestión está, mi querido pariente, en lo que arriesga cada uno, y en ios resultados que se obtendrían en definitiva, en caso de éxito. Aquí me tienes, en una posición económicamente desahogada, con una familia normal y el honor intacto. Me respetan, me temen, y unos pocos, muy pocos, puede ser que me estimen. El dinero cuidadosamente administrado, porque no soy un hombre rico, me pone a cubierto de agachadas. Vivo bien, sobriamente- y sin ostentaciones. Me doy algunos gustos, el principal de los cuales es no verme obligado a adular ni a hacer nada que me desagrade. Leo lo que me proporciona placer, escribo lo que me da la gana, cuando me da la gana. El gobierno me Írrita, me indigna en ocasiones, pero debo reconocer que hace por mí el trabajo sucio. Deja para ios suyos la parte del león, pero algo me toca de lo que arranca al pobre desgraciado que araña la tierra, se desloma en los montes o repunta novilladas. ¿Sabes cuánto debe caminar un cultivador de algodón para generar las divisas necesarias para importar una botella de este excelente whisky escocés que estamos bebiendo? Unos cuarenta kilómetros. No es justo, de acuerdo; pero, mi amigo, ¿cuál es la alternativa? La ruina personal, la a m a r gura del fracaso, el resentimiento más o menos disimulado por la entrega a una causa cuyo carácter ilusorio me negaría a reconocer para no renegar de mi propia vida. Si hubiera seguido e s e ' c a m i n o ' andaría hecho un estropajo, quejándome de ingratitudes y de la mala suerte. Es el destino de mi g e neración. Quienes lograron eludirlo se han vendido, se han entregado a la bebida o han emigrado al extranjero. Yo me salvé de estas opciones a costa de una dictadura feroz sobre mí mismo. Ahogué ideales e impulsos generosos, encadené a una parte, acaso la mejor, de mi naturaleza. Si aflojaba, estaba perdido, sin provecho para nadie. Si hubiera aplicado a otro objeto la energía que consumí para preservar a mis hijos de la miseria, y seguir siendo un hombre honrado y decente en medio de la canalla, ¿hubiese aliviado en algo la miseria y la indecencia públicas? ¡Claro que no, claro que no! 146 José-Antonio no supo qué decir. Pensó que era una lógica mezquina, pero en su nivel irrebatible. El doctor Peralta se dio cuenta. - Aunque sólo vivo a medias, no es mi intención pegarme un tiro. Son las alternativas que nos dejan estos buenos señores. Calló un momento y continuó: -¿Ves ese árbol, lo recuerdas? Cuando compré esta casa a mis coherederos estaba por secarse. Con mis manos removí la tierra profundamente. Puse abonos. Lo libré de parásitos. Podé las ramas muertas y podridas. Pues bien, allf lo tienes, reverdecido, poderoso. Solemos dialogar cuando me ataca el insomnio y 'salgo a sentarme aquí. Es más viejo que yo y habrá de sobrevivirme... - En resumen, no contamos contigo. El doctor Peralta sonrió. - No he dicho eso. La vida es un constante desafío al azar. Hay que darle al destino su oportunidad. He corrido mis riesgos, volveré a correrlos si es necesario. Déjame pensar un poco más, si hay tiempo para ello. Se acarició la barbilla y contempló el cielo estrellado. - A papá le gustaba hablar de planetas y constelaciones. Era un soñador al que los sueños imperiosamente dominaban. Yo no quería dormir afuera en las noches calurosas de miedo a que una estrella me aplastara la cabeza... En fin, ya veremos. Tenme informado y cuenta con mi discreción. *!3S3**gS3* 147 LA MAISON DU DI A B L E ROUGE Walter Cardozo Einke, subsecretario del Departamento de Investigaciones Especiales, y Babe Niberto, secretaria privada del Presidente de la República, estaban tornando cerveza en la vereda de una confitería céntrica. Aunque era noche cerrada no aflojaba el calor. - No te podes quejar, Cardocito -decía Bábe, en tono de reconvención-,* ¿qué lo que te falta? Tenes casa con piscina, auto último modelo y muchos indios guardados. - No sólo de pan vive el hombre -sentenció Walter-, sigo en el mismo puestito donde empecé, con un oficio de perro. -¿Qué te importa? El Presidente de la República te necesita donde estasi sos insustituible. Le oí decir muchas veces: "Ese gringo-ray* de mierda no tiene cambio; vale más que todos juntos". Esto pareció halagar a Walter, sin alcanzar a convencerlo. - No tanto, como antes -dijo modestamente-. El gobierno está fuerte, en parte por obra mía. Tal vez sea necesario centralizar el aparato, cambiar a gente' que estorba y hace papelones, como Ojarro, por ejemplo, y otros ajustes por el estilo. En cuanto a las conspiraciones, son de rutina. En cien años de práctica los paraguayos no han aprendido a conspirar. Son tan desorganizados e imprudentes como en el primer día, con la diferencia de que ahora, Cardocito mediante, se enfrentan a una maquinaria moderna. Es como disparar fieHijo de gringo, de europeo. Se aplica preferentemente a los de origen nordico. 148 chas contra un atanque. Mientras no cambien de método no serán peligrosos para el orden constituido. Entre tanto yo podría descansar un poco. - Me parece muy bien -dijo Babe, comprensiva-, hace años que no salís de tu agujero, y eso revienta a cualquiera. Tomate unas vacaciones. Anda a pasear a Europa o Norteamérica, como hago yo de vez en cuando. Si no que res gastar, te podemos inventar algo para que te salga gratis. - No se trata de eso -replicó Walter, sombrío-. Estoy hasta la coronilla. No me queda un amigo, ninguna chica decente me lleva el apunte. Me desprecian hasta los que se sirven de mí y me deben favores. - Dicen que no te llevas bien con el ministro, ees cierto eso? - Ni bien ni mal, es el ministro y puede hacer lo que quiera. Hasta insultarme y burlarse de mí si se le da la gagana. Para eso manda. Se le antojó apodarme el "Verduguillo", y ahora se me llama así hasta en los panfletos clandestinos de la oposición. ¡A mí que jamás le puse la mano encima a un preso! Al contrario, evité que se torturara a muchos de ellos. No es que sea pichado, pero me revienta la injusticia y la ingratitud... ¡El Verduguillo! Claro, yo no le puedo poner marcantes a mi jefe, que una vez casi mata a patadas a un estudiante que le gritó "renegado" y le escupió en la cara... Walter se detuvo de golpe, pero ya era tarde. -cEn serio? ¡No lo sabía! ¿De veras me decís? ¡Qué gracioso! -¿Cómo lo ibas a saber si fui el único testigo y no le conté a nadie? Ocurrió en mi despacho. Parece que el ministro se arrepintió enseguida, porque media hora después me ordenó por teléfono que pusiera en libertad al muchacho... Te ruego que no lo comentes -agregó, sin esperanzas-, me podrías comprometer. Babe ya no lo oía, estaba entusiasmada. -¿Vas a decirme quién fue? ¡Le daría un beso, qué valiente! Walter se encogió de hombros. - Entendés poco a la gente. Hizo esa locura porque estaba asustado. Muchos reaccionan así, no es nada raro. - Así ha de ser, vos tenes mucha experiencia. -¿Viste? ¡Hasta vos me desprecias! Babe le acarició la mano. 149 - No digas eso, Cardocito, <cómo te voy a despreciar? Nos conocemos desde chicos, sé que sos un buen muchacho. Se te ocurren estas cosas porque estás muy cansado. Le hablaré al Presidente de la República, pero tenes que darme tiempo. Hay que elegir con cuidado el momento oportuno. No puedo ir a decirle así, de sopetón, "Cardocito quiere ser diplomático". Por ahí se le antoja que te querés escapar porque huele mal el horno, y en vez de una embajada te hace dar una paliza. - Hace como quieras, pero no te vayas a olvidar. Iba a llamar al mozo cuando vio a José-Antonio Lara, que, distraído, caminaba hacia ellos por la misma vereda. - Fíjate, allá viene Pepe Lara. Te apuesto que se hace el zonzo para no saludarnos. Babe se tapó la boca para aguantar la risa. -iPobre, lo comprometemos! -exclamó, comprensiva-. Miralo un poco, ¿de dónde vendrá tan pensativo? - Es lo que quisiera saber -murmuró Walter, tapándose la cara con el porrón de cerveza. Como Walter lo previera, José-Antonio Lara pasó de largo mirando para otro lado. Babe Niberto lo llamó a gritos, corrió tras él, lo tomó del brazo y lo arrastró hasta la mesa. No pudo resistirse: Babe era más grande que él. Walter reía en sus adentros. José-Antonio miraba para todos lados, temeroso de que lo vieran en tan malas compañías. O por su mala conciencia, pues estaba metido en una conspiración. Babe se puso a retarlo: - No me digas que no nos viste, sos un degenerado. No te vamos a comer. ¿No somos gente, o qué? José-Antonio se tironeaba nervioso la barba puntiaguda, tratando de sonreír. Era bajo, enjuto, ágil. Se movía como a resortes. Vestía pantalones estrechos de tela acanalada y camisa de aó-poí. Calzaba mocasines, usaba cartera y fumaba en pipa. A su regreso de Europa escandalizó su indumentaria. Llegó a ponerse en duda su virilidad. Le ladraban los perros, lustrabotas y diarieros lo seguían por la calle. No se dejó intimidar y al poco tiempo tuvo imitadores. - Leí tus versos el domingo -seguía Babe-. Decime un poco, cte acordabas de mí cuando escribías tus "Azules ítapueños"? No entendí gran cosa pero me sentí interpretada. Hasta lloré un poquita, te lo juro. Así era Babe, traviesa, simpatiquísima, arriera como ella sola. Desarmado por la cordialidad de sus amigos, JoséAntonio se tranquilizó. 150 - Te voy a dedicar unas "Coloradas Asunceñas" que estoy escribiendo para tranquilizar a mis colegas de "La Nación". Dicen que mis n Azules"... son una solapada propaganda liberal... ¿Qué tal, Walter? ¿Siempre en tu porte? - Vivo nomás, como ladrón sin suerte... ¿Qué vas a tomar? - Pedi me una cerve cita. Walter se daba cuenta de la difícil situación en la que había colocado a José-Antonio y disfrutaba con ello, Pepe era un ingrato. Walter lo había sacado de un apuro con todo desinterés. Un año atrás, al conocerse en Asunción ciertas declaraciones imprudentes que José-Antonio hiciera en el extranjero, fue a parar detenido al Departamento de Investigaciones Especiales. Walter lo sacó de las garras de Claudio Arévalo cuando éste ya lo tenía desnudo, temblando como una hoja, al borde de la pileta del suplicio. Babe le habló al Presidente de la República. Mediante ellos, y no por los petitorios de la Academia Literaria, del Colegio de Abogados, de los telegramas de pesonalidades del exterior, fue puesto en libertad al cabo de unas semanas. Walter pensó que el susto bastaría para hacerle sentar cabeza, pero no fue así. Hubiera dejado que Claudio lo zambullera dos tres veces. Porque Walter deseaba sinceramente proteger a su amigo. Esto sería posible si lograba sacarlo a tiempo del lío en que se había metido. El problema estaba en hacerlo sin que José-Antonio se diera cuenta de que Walter andaba sobre la pista de los conspiradores, pues podría poner sobre aviso a sus cómplices. Miró su reloj: eran las diez y media. Tenía tiempo suficiente para perderlo en un amigo. José-Antonio insistía en marcharse. Por suerte Babe no lo dejaba ir. -¿Qué tanto apuro, Pepito? Nos vemos cada muerte de obispo y ya me querés dejar. Antes era diferente, ¿te acordás? Entrabas a mi casa a altas horas de la noche con malas intenciones. Fui traicionera contigo, lo confieso, pero era zonza todavía. Ahora mismo te daría un beso grandote si no tuvieras esa barba asquerosa. Decime, ¿no te molesta, con el calor que hace? José-Antonio reía y acababa por ceder. - Por un beso me la corto. -¿En serio? ¡Sos un amor! Si te sacas esa puerqueza te daré lo que me pidas. -¿De veras? -ÍTe lo juro! 151 Walter los observaba sonriendo. No había duda de que Babe cumpliría su promesa. Bastaba verle los ojos la boca grande, dientuda, devo r ador a. Al reír se sacudía como si un líquido llenara su piel tostada y tersa. Como una flor carnívora, tenía redondeces para abrirse y absorber al escuálido poeta. Aunque objetivamente fea, Babe Niberto era endiabladamente apetitosa. Mientras ellos se divertían, Walter Cardozo Einke consideró metódicamente el problema de la salvación de José-Antonio Lara: "Pepe es inofensivo, no va a joder a nadie. Lo único que conseguirá con sus chiquilinadas es que lo muelan a palos y lo expulsen del país. "Desde otro punto de vista, está a cargo del suplemento cultural de "El Independiente". Debo reconocer que el doctor I rala Vargas tiene razón cuando dice que, mientras no pase de ciertos límites, sus audacias son una descarga saludable para los descontentos, como esas estupideces que escribé en las "Viñetas Asunceñas" con el seudónimo de Retórico Rejala. De paso, permite demostrar a los organismos internacionales, siempre dispuestos a dejarse convencer, que en nuestro país hay libertad de prensa. Mal que le pese, está sirviendo a la política del superior gobierno. "José-Antonio Lara fue profesor en universidades europeas. Cuando estuvo preso pidieron por él Jean-Paul Sartre, Behrand Russell y otros particulares de renombre mundial, a los que nuestro Presidente hizo decir que se fueran a mear contra las tunas. Esta circunstancia, más la publicación de dos libros de poemas que nadie entiende, y algunos ensayos históricos y literarios sin connotación política inmediata, sumados al hecho de pertenecer a una familia tradicional, con vinculaciones dentro y fuera del gobierno, le abre todas las puertas aunque él mismo sea un pelagatos. Anda siempre por ahí, dando charlas y conferencias. Es orador obligado en las presentaciones de libros. Aunque sospecho que no entiende un carajo su opinión es consagratoria en las exposiciones de pintura. Enseña en la Universidad Católica y anda bien con los curas. Está comprometido con la hija del director de la Escuela Militar. En resumen, tiene un prestigio considerable. Si nos obliga a proceder contra él se va a armar un escándalo que nos hará perder el tiempo. "Al ñn y al cabo a este pelotudo le va mejor que a mí, que siempre tuve mejores notas que él en todas las asignaturas. Es envidiado y calumniado por hombres de su gene152 ración, que pasan por amigos suyos y a los que estima más que a mí, que de veras trato de ayudarlo. Tiene todo lo que un hombre de letras puede ambicionar, salvo dinero. Pero ya se consiguió una novia rica, hermosa y encantadora, que a mí no me saluda. ¿Para qué entonces este idiota le busca tres pies al gato y se mete con irresponsables? Se reúne en el bar "La Armonía" con un grupo de charlatanes atorrantes, acaudillados por el doctor Faustino Benítez, que es un tilingo. No le di importancia al principio a los informes de los pyragüé acerca de esas tertulias, pero fiel a la norma de averiguar de qué se trata, percibf una lógica en los vagabundeos del doctor Benítez. Toca una serie de puntos que, siguiendo una línea sinuosa, van trazando el perfil de la conspiración. Me faltan algunos detalles, como por ejemplo, qué sabe Pepe Lara y hasta dónde se ha dejado comprometer este tonto de capirote". - Propongo celebrar este encuentro en la Maison du Diable Rouge -dijo Walter-, Actúa Maruja Fontán. Podríamos bailar un rato y tomar unas copas. -<En la Maison...? No, mi estimado, no me da el presupuesto. Jamás estuve allí. - No te preocupes, que yo invito. A Babe le entusiasmó la idea. José-Antonio pensó que, como escritor y periodista, no tenía derecho a renunciar a la oportunidad de conocer un antro en torno al cual giraban las intrigas del momento y donde acaso se decidiera la suerte del país. Si se había atrevido a ir al campamento del general Melgarejo, en plena selva, y hacer un reportaje a un jefe bárbaro, podría acudir a la guarida de Monsieur Pichón, un rey del hampa que dirigía desde su boliche el tráfico de e s tupefacientes a nivel mundial. Sería como dar un salto de lo primitivo a lo moderno, de lo telúrico a lo universal. Guando subieron al automóvil de Walter, Babe Niberto lo miró, prometedora. Al bajar de una loma divisaron una franja del río y rojos resplandores sobre la oscura barranca. Pasaron un pueblito dormido y entraron por una carretera sinuosa a un largo t ú nel de follajes densos. José-Antonio iba en el asiento trasero, acodado en el respaldo de la butaca de Babe. Se refrescaba las narices en la perfumada caballera y decía picardías que ella celebraba con risitas complacientes. Walter conducía en silencio. Pasaron un portón y fueron a estacionar frente a la 153 casa, en una playa de asfalto atestada de automóviles de lujo. En la torre bailaba el diablo rojo de ojos amarillos y larga cola enroscada en un letrero de neón. Subieron la escalinata y se abrieron paso a empujones en un bar instalado en una sala lateral. Babe y José-Antonio esperaron a Walter, que procuraba llegar hasta el hombre que atendía la caja registradora. - Vas a ver cómo Cardocito nos consigue un buen lugar - dijo Babe, al tiempo que saludaba con la mano a un hombre que, desde uno de los banquillos clavados junto al mostrador, les sonreía con una copa en alto. Era un cincuentón achinado y hercúleo, de traje blanco y corbata colorada. Lo acompañaban dos chicas casi adolescentes de oficio manifiesto. José-Antonio reconoció a Claudio Arévalo, el torturador que estuvo a punto de sumergirlo en una banadera de agua sucia. Como insistía en saludar, José-Antonio le sonrió estúpidamente. Claudio, muy contento, hizo el gesto de beber a su salud. La presencia de Claudio Arévalo le devolvió a la realidad. Percibió ese tufo inconfundible de los ambientes sórdidos. -<De veras que no conocías este lugar? Es de lo más divertido. Mira, aquel es Monsieur Pichón. Un hombre oscuro, bajo, calvo y grueso, de traje blanco y corbata mariposa, avanzaba hacia ellos en compañía de Walter. Besó la mano de Babe y le dio a José-Antonio un enérgico apretón. -iAh un poeta! -exclamó, regocijado- ¡Oh la poesie, la poesie! Sus ojos eran grandes, fríos, escrutadores, algo salidos de las" órbitas. - Bien, ya nos arreglaremos. Pour vous, Mademoiselle, tous les privilèges! Su risa era áspera, burlona. Un mozo se acercó a hablarle al oído. Monsieur Pichón asintió con la cabeza. -¡Par i ci, mes amis; par ici! Entraron a un salón lleno de gente. Monsieur Pichón los dejó en un reservado, cerca del escenario. Un mozo retiraba el servicio. José-Antonio distinguió, en la semipenumbra, las miradas hostiles de una pareja que estaba discutiendo con un camarero que trataba de calmarla. Se sentaron en un banco semicircular, en torno a una mesa baja. Babe se instaló en el medio, más cerca de José-Antonio, rozándole con la cadera. José-Antonio trató de apartarse, pero ella lo contuvo con un 154 discreto tironcito. Walter pidió champaña. Aunque hablaran a gritos era difícil entenderse en el barullo de la orquesta. José-Antonio sacó la pipa y se puso a cargarla lentamente. La Maison du Diable Rouge era, a primera vista, un club nocturno vulgar, absurdo y aturdidor como son generalmente los antros de su tipo. Los mentideros de la oposición le hacían objeto de toda suerte de murmuraciones. En una de las salas funcionaba un casino exclusivo en el que nunca perdían ciertas personas. El suspenso consistía en cuánto se les dejaría ganar. Era una forma de soborno que no hería suceptibilidades e inducía a sus beneficiarios a mantener las m e jores relaciones con el dueño de casa. Si la partida acababa en un empate, era un claro indicio de que había llegado el momento de hacer méritos, de que se estaba abusando de la generosidad de la banca o de que se daban por bien pagados los servicios. Perder equivalía al anatema, al ostracismo, pero esto había ocurrido en contadísimas ocasiones, y hubo un c a so en el que el desafortunado jugador se apresuró a huir al extranjero. Había cabanas desperdigadas en el parque y un plantel continuamente renovado de muchachas escogidas. Los precios prohibitivos hasta para personas de regular solvencia, no regían para una parte de la clientela, que se limitaba a firmar la cuenta, que, si ocasionalmente era reclamada, debía pagarse sin chistar, pues una negativa implicaba graves riesgos. A veces la Maison se cerraba para el público. Secreteaban las burreras lambareñas a sus marchantes de la capital, que en esas noches el viento traía retazos de polca-kyre'y*, el diablo rojo refucilaba enardecido, se oían sapucái** y tiros de revólver que alborotaban a los perros en varias leguas a la redonda. Walter pidió permiso para dejarlos un momento. La orquesta cedió lugar a los "Bohemios guaraníes", un conjunto "folclòrico" compuesto de acordeón, arpa y guitarras. Los músicos estaban disfrazados con camisas bordadas, fajas indias multicolores y repujadas botitas de vaquero. Cada uno tenía un poncho treinta-listas doblado en el hombro. Se pusieron a berrear cursis polquitas de moda y guaranias aboleradas, tan híbridas, estilizadas e idiotas como su indumentaria. Poco a poco el champaña y el contacto de la cadera de * ** Polca a l e g r e , de ritmo rápido. Grito f u e r t e y prolo ngado que lanzan los campesinos paraguayos, como expresión de c o r a j e , v i c t o r i a o entusiasmo. 155 Babe fueron haciendo efecto en José-Antonio. Celebraba las guarangadas de su compañera y aplaudía a los músicos. Walter había regresado. Estaba taciturno. Bebía una copa tras otra y sólo intervenía incidentalmente en la conversación. Se despidieron los ,,bohèmiosM. Bajó el telón. Se oyó trajín de utileros. Una orquesta se instaló en la fosa. En una especie de palco de proscenio se entreabrió el cortinado y aparecieron tres sujetos de uniforme. Babe, excitada, se volvió hacia Walter y le dijo: -¡Fijate, fijate un poco!, ¿quiénes son? Walter miró a José-Antonio antes de responder: - El coronel Ciríaco Ojarro; íos otros son oficiales del Glorioso Batallón. Babe Niberto rompió a reír a carcajadas. -¡Es él nomás, qué desfachatado! - Estaba en el casino echando baba detrás de la tai Maruja. Ha perdido completamente la chaveta. -<Y Dalfrosse? ¿Qué va a decir Ernesto? - El general Dalfrosse es más discreto, no se va a mostrar en público, y menos de uniforme en un lugar como este. Babe se volvió para decirle a José-Antonio confidencialmente, como si ya lo considerara uno de los suyos: - El Presidente de la República está muy preocupado, son capaces de agarrarse a tiros. Más le quebranta Ciriaco, que es como el burro cuando está caliente: no pondera por nada. Apareció el animador: -¡Señores y señoras, y por qué no decirio, también las señoritas! Con sorpresa, José-Antonio reconoció al Zorzal Morocho, el joven poeta afiliado al modernismo que solfa reunirse con él y otros amigos en el bar "La Armonía". -¡En esta noche estelar llena de estrellas -siguió el Zorzal Morocho, confundiendo los géneros y poniendo las eses en cualquier parte-, palidecen los astros y planetas de la noche paraguaya! ¡El río eponimo sopla sus céfiros amantes y amaina su correntada poderosa para mirar un poco enternecido por las hermosas bailarinas y los guapos bailarines de la más desopilante y deslumbrante revista de Buenos Aires... ¡Con ustedem, Maruja Fontán y sus doncellas y donceles impolutos! En un palmar de utilería bastante desteñido, apareció Maruja Fontán rodeada de bailarinas emplumadas y tiznados 156 bailarines que aporreaban tambores, hacían morisquetas y cantaban estribillos. Maruja era una exuberante beldad de almanaque. Llevaba plumas en la cabeza y en la cola, y tres parritas moradas en el cuerpo desnudo. Sus movimientos, sin ser torpes, carecían de gracia; la voz, si no desagradable, era algo ronca y sin encanto. El público bramaba al final de c a da estrofa de un cantito más tonto que picaresco. Babe, ahogándose de risa, se abrazaba a José-Antonio. Este, sin dejar la pipa, pensaba que estaba viendo una revista de tercera categoría, y que el público, antes que verdadero entusiasmo, mostraba su buena voluntad de hacer de idiota. El número siguiente fue un torpe remedo de patio andaluz. Maruja Fontán vestía traje de torero, recargado de lentejuelas. Entre otras bobadas, cantó una parodia de "El Relicario", chabacana y vulgar hasta la grosería, e intercambió, exagerando el acento, procaces agudezas con público y comparsas. A JoséAntonio le gustó una bailarina del montón, briosa como una yegua fina. Vivía la danza como si sólo ella existiera y no le importara najda más. Tal vez fuera una artista de verdad caída por accidente en un conjunto de saltimbanquis de feria. Bajó el telón con la promesa de una segunda parte. Un cantor de boleros se instaló en el proscenio. La pista se llenó de parejas. El palco del coronel Ciriaco Ojarro había quedado vacío. - Son unos aburridos -se quejó Babe Niberto-, ¿por qué no me sacan a bailar? Le estaban dando pretextos cuando pasó por ahí Monsieur Pichón. Babe lo llamó a gritos y le trasmitió la queja. El francés hizo una reverencia y señaló con la mano abierta la pista de baile. Verlos bailar fue divertido. Monsieur Pichón apenas le llegaba al cuello a su pareja. Quién sabe qué le diría, porque Babe se retorcía de gusto. Regresaron riendo. Ella estaba acalorada. - Gracias, Monsieur Pichón, es usted encantador. Sientese un ratito con nosotros, a ver si anima a estos zanguangos. -¡Oh enchanté, enchanté! - Tome un poquito de mi copa, pero no le cuente a nadie mi secreto. Apenas la hubo acercado a los labios, Monsieur Pichón la dejó. Dio fuertes palmadas para llamar al mozo. -¡Allez, emmène cette cochonnerie! Trae una botella de ma cave. Toma las llaves. Monsieur Lará c'est un connaisseur. No será un desperdicio,, 157 Babe le dio un pellizco. -cY yo qué soy, una cualquiera de la calle? -¡Oh, Mademoiselle, usted tiene mucho que aprender de Monsieur Lara. De mujeres y champaña sólo saben los poetas y ios canallas con espíritu. - Usted es un sinvergüenza. - La vergüenza, Mademoiselle, es una debilidad, cuando no una cobardía. Yo soy un sinvergüenza por razones profesionales. Exploto lo peor que hay en el hombre. Su necesidad de escapar, de aturdirse, de engañar y engañarse a sí mismo; su afán de destruir y destruirse con un burdo remedo de la felicidad. Ca c'est mon metier. El verdadero profesional subordina todo a su trabajo. En él se realiza, se hace dios o demonio; se eleva al heroísmo o se arrastra en la ruindad. También el mal tiene su ética, ¿n'est-ce pas, Monsieur Lará? José-Antonio sintió el poder de los ojos saltones, acerados, de Monsieur Pichón. Había algo fascinador en el cinismo de ese hombre. - Lo que he dicho es difícil de comprender para ustedes los paraguayos. Este es un país de aficionados... ¡Eh tú, sirve como te enseñe! - le dijo al mozo, que había regresado con el champaña y copas nuevas. Monsieur Pichón lo observó con severidad. Luego movió la cabeza, resignado - ¡Vete! Miró fijamente a José-Antonio, levantó la copa y exclamó: -¡A votre santé! -¡A la votre! -replicó José-Antonio, encandilado. - Este pueblo encantador amente irresponsable nunca ha producido un buen sirviente... ¡Ah no, no, no! ¡No se apresure usted, no es un elogio! No incurra en la ligereza de aceptar el sentido mezquino de la igualdad. Un sirviente francés es ¡un señor sirviente! El cocinero no es igual al rey, ¡es más que el rey en la cocina! Vuestro orgullo es pueril, los iguala en la mediocridad. Si cada hombre fuera lo que es se admirarían unos a otros. Sorbió un trago sin sacarle los ojos de encima y continuó: - Hay un doctor Benítez que es amigo de un diablo. -¿El doctor Faustino Benítez? - El mismo, ¿lo conoce? - Claro que sí, y mucho. - Pues bien, el diablo le contó al doctor Benítez que los paraguayos no van al cielo ni al infierno. 158 -¡Qué gracioso! -exclamó Babe-, ¿será cierto? -¿Quién sabe? Pero no es gracioso sino lamentable. El diablo, empeñado en llevarse por lo menos un paraguayo al infierno, le quiere comprar el alma al doctor Benítez, pero nuestro amigo no sabe qué pedirle. -¿Eso le parece mal? - Naturalmente, Mademoiselle, ¡horrible! ¿Desea usted algo tan intensamente que esté dispuesta a sufrir por ello el fuego eterno? -¡Cállese, que me da miedo! -¿Et vous, Monsieur Lará? - Lo estoy pensando. -¡Ah, si lo tiene que pensar, usted tampoco! Pero, veamos, ¿no querría escribir un gran poema, un poema inmortal? - Claro que sí, pero... -¿Y pretende usted hacerlo sin bajar a los infiernos? No, ya lo veo, no se atrevería. Vous £tes un amateur. En este país yo conozco solamente a un hombre que... - ¿Quién ? El francés bebió champaña y dijo, confidencial: - Es casi un duende, pocos lo conocen; es pobre como una rata y no le importa; pero, es tan grande su pasión que hasta el diablo le respeta. Vendería no solamente su alma sino la de tcdos sus compatriotas si con ello pudiera vislumbrar siquiera su delirio. José-Antonio sintió un escalofrío. -¡No siga, Monsieur Pichón, que me da miedo le digo! lloriqueó Babe Niberto. Monsieur Pichón se echó a reír y preguntó, en tono veladamente irónico, dirigiéndose a Walter: -¿Y usted, señor Cardozo Einke, vendería el alma al diablo? Walter no contestó. No lo había oído, -iA vos te habla, maleducado! - Disculpe, ¿decía usted, Monsieur Pichón? Este se limitó a sonreír. - *No sé lo que le pasa, está como en la luna - explicó Babe-, Decime, Cardocito, ¿te emborrachaste alguna vez? Te he visto tomar como un changador; pero borracho, lo que se dice borracho, nunca te vi. - Jamás me he emborrachado, ¿hay algo malo en eso? - replicó Walter, con la voz algo tomada, como si tuviera un nudo en la garganta. 159 -ijhum, yo no sé! Dicen que el hombre que nunca se emborrachó es como el que no ha conocido mujer. Algo le falla, algo esconde; no es de confianza. - Tal vez me emborrache sin que nadie se dé cuenta. - Eso es peor todavía y no te creo. - Bueno -intervino José-Antonio, con ganas de bromear para sacudirse la inquietud que le producía Monsieur Pichón-, si nunca se emborrachó, que nos diga por lo menos si ha conocido mujer. Walter sonrió enigmático. * -iSi'iii, por la cara se le ve'eee! - chilló Babe, entusiasmada- Ahora decime un poco, Cardocito, cella se dio cuenta? Walter estalló en una carcajada abrupta, gutural, parecida a un sollozo, a una lamentación.. -¡Jo, jo, jo! ¡Muy bueno, muy bueno! ÍJu, ju, ju! En su entusiasmo golpeó repetidamente la mesa con la mano. Vasos y botellas tambalearon peligrosamente. -¡Epa, chamigo, tranquilízate! -le dijo Babe, asustada-. ¿Te volviste loco o qué? José-Antoni o, sintiéndose liberado, se rió a carcajadas. -ijho gringo-ray, la añamemby! -exclamó- ¡Sólo un gfingo-ray se puede reír asi de tal zoncera! Walter se volvió bruscamente, con los ojos inyectados. - Me extraña que un poeta, un intelectual como vos, salga con ese disparate. Sí, señor, mi madre era gringa, era alemana, y eso, ¿qué? Me jodian en la escuela, en el cuartel, en todas partes: gringo-ray por aquí, giingo-ray por allá, a pesar de que mi padre, que en su puta vida se ocupó de mí, sea como vos, un "paraguayo de vieja estirpe". Sí, soy gringa -memby, hijo de gringa, pero reniego de mi padre y me declaro gringo-ray completo. Los caraí-ray, los hijos de señores, los hidalgos bastardos, ¿se mofan de mí porque soy rubio, porque soy más sano, fuerte, inteligente y tenaz que todos ellos juntos? ¡Porque sé que hay que tratarlos a patadas! ¡Si no sirven para mandar, aprendan a obedecer, carajo! Se incorporó contoneándose como un arriero que arma pendencia en un baile, y profirió desafiante en guarani una retahila de injurias sin sentido en castellano, echándose el saco para atrás, buscando la pistolera, aunque estaba desarmado. -¡Tapehóna peike pende revi kuápe mba'e, pe'é añarakópe guare! 160 -¡Semate, Cardocito, estás haciendo papelones! - le ordenó Babe Niberto, tirándole de una manga. Ante la sorpresa de todos, Walter obedeció sumisamente. Hablaba el animador. -¿Qué viene ahora? - preguntó Babe, nerviosa. El rostro de Monsieur Pichón expresaba regocijo. -¡Oh, ya lo verán, ya lo verán! Los vientos de la orquesta ejecutaron una conocida marcha militar. Se abrió el telón. Apareció Maruja Fontán al frente de una tropa formada. Vestían un remedo del uniforme de gala del Glorioso Batallón: negro morrión en la cabeza, casaca colorada hasta el ombligo y las piernas al aire. Marcando el paso, dieron tres vueltas al escenario. Desde su palco, el coronel Ciriaco Ojarro, puesto de pie, aplaudía frenético. La orquesta cambió de ritmo. Vibraron los aires vigorosos de una polca partidaria, que luego se cambiaron en compases de zamba brasileño. Ojarro, entusiasmado, lanzó un. fuerte sapucái, y sacando su revólver hizo seis tiros al aire. Superada la sorpresa y repuesto del susto, el público estalló en carcajadas. 161 LA TRAVESÍA Al caer la noche, Carpincho encendió fuego y preparó un sabrosísimo guisado, que comieron de la misma olia y con la misma cuchara. Después de una larga sobremesa, sacó de unos matorrales donde los tenfa escondidos, un par de remos y una pala de popa. Le dio a Fermín una bolsa de arpillera que, según dijo, contenía herramientas. Bordeando la cañada se dirigieron hasta donde estaba oculta una canoa. Luego de que Fermín se hubo instalado en ella, Carpincho se remangó los pantalones hasta la rodilla, se metió en el agua y empujó la embarcación, que, tras deslizarse en el fango, flotó en una laguna rodeada de carrizales. Ya en el bote, Carpincho sacó de la bolsa un cuchillo en vaina de cuero y lo acomodó en la faja. Tomó un fusil màuser al que habían amputado la culata y las tres cuartas partes del caño, y lo cargó. Por último le pasó a Fermín un negro y pesado revólver. -¿Sabes usar este aparato? Fermín hizo un gesto afirmativo. - Si hay la mierda, no lo hagas sonar de puros nervios, tira de cerca y a matar; no es un juguete. Los marineros paraguayos no se espantan del ruido, se guían por el fogonazo y tienen ametralladora. Del otro lado es diferente. A los gendarmes culones no les gusta morirse. Carpincho estaba cambiado. Sus ojcs atisbaban en la oscuridad como animal de prensa. Hablaba en un susurro lleno de autoridad. - Siéntate en el plan y no saques la cabeza. Tomó la pala, la acomodó en la muesca de la popa y remó con una sola mano, con movimientos de muñeca. La canoa se desplazó silenciosamente. Antes de salir a río abierto, Carpincho la detuvo. Olfateo en tedas direcciones. Sus 162 pupilas dilatadas brillaban en la oscuridad. No había luna ni viento. A los murmullos de la noche y los silbidos y chistidos de las aves nocturnas, se sumaba el lejano ladrido de los perros, uno que otro tiro de fusil y la apagada estricencia de una orquesta de música moderna. Carpincho se santiguó y oró entre dientes: - Santa Librada bendita, patrona del embarcadizo, danos buen viento y arribo venturoso... La cor rentada se había apoderado de la canoa y la llevaba bordeando la sombra de una barranca. Carpincho volvió a empuñar el remo. Fermín sintió deseos de lanzar un grito de júbilo cuando salieron a la tersa canchada del río. Flotaban en un círculo de luz, como si todas las estrellas se hubieran detenido a contemplarlos. En pocos minutos cruzaron hasta un banco de arena cubierto de vegetación. La costearon aguas arriba. Se oyó el motor de una lancha. Carpincho no se apuró. Un momento después, con un golpe de remo, ocultó la canoa en un camalotal. Cuando la lancha hubo pasado continuaron viaje. Se hacía más próxima la música de orquesta. Se divisaron rojizos resplandores. De pronto apareció un diablo que brincaba y hacía morisquetas sobre un caserón lleno de luces que estaba sobre la barranca. Era La Maison du Diable Rouge. Fermín ni la conocía ni esperaba verla esa noche. Pequeña figuras agitadas aparecían en las ventanas. Al fondo se recortaba la negra silueta del cerro Lambaré. Cuando la dejaron atrás y hubieron bordeado el banco, tuvo la sensación de que había sido un sueño. Carpincho hacía incomprensibles maniobras. De nuevo seguían la corriente, ahora buscando, al parecer, la costa argentina. La ribera se confundía con un estero. Encallaron en el lodo, ocultos por los carrizales. Fermín se sacó los zapatos, se remangó los pantalones y siguió a Carpincho. Caminaban entre nubes de mosquitos contra los cuales la única defensa posible era la resignación. Al llegar a una altura vieron una lucecita entre los cocoteros. Carpincho se adelantó. Salió a ladrar un perro que, al reconocerlo se puso a hacerle fiestas. En la entrada de una choza esperaba un viejito encorvado y enjuto como un duende. Le tendió la mano a Fermín. Casi le quiebra los huesos. Una mecha de estopa sumergida en una latita de aceite rancio, daba una luz humosa. Acurrucado en un catre de tientos, envuelto en un impermeable, dormía un hombre. Desper163 tó sin estuerzo. Era un morocho amar roñado. Le brillaban los ojos y tres dientes de oro. -¿Este es nuestro baqueado? - preguntó, señalando a Fermín - i Vamos a ir lejos entonces! Carpincho y el viejo se echaron a reír. Fermín no se ofendió. Aquellos hombres tan diferentes entre sí tenían en común un inimitable aire de bondad. Teófilo Villalba bajó del catre. Era de mediana e s t a t u ra, delgado, sólido, rugoso, como tallado en madera por un santero desprolijo. Se movía con la estudiada lentitud del alarife. No hizo preguntas. Siguió bromeando a costa de F e r mín mientras se cambiaba de pantalones y se calzaba zapatillas de goma. Envolvió cuidadosamente un traje en el impermeable. El casero hizo circular el mate. Teófilo sacó de una valijita de cartón una botella de ginebra. Fermín también bebió sus tragos. Teófilo se echó al hombro el lío de ropa, alzó la valija, se despidió del viejo y tomó la delantera. F e r mín le rogó que le permitiera llevar la valija. Se negó en redondo y siguió andando. Caminaba el estero como una avenida, pisando sin errar los manchones de pasto que sobresalían del agua fangosa. Durante el cruce del río se puso el traje y los zapatos. Seguía bailando el Diablo Rojo. Los p e rros se habían dormido. Despertaban los gallos. La canoa e m bicó en la arena. Se despidieron de Carpincho. Fermín reconoció sus señas y se orientó con facilidad. "Todo había resultado muy sencillo. Tenía la sensación de olvidar algo, de no haber atesorado en plenitud los momentos vividos. -cPor dónde iremos? - preguntó Teófilo. - Hasta la ruta, para tomar el camión. -¿Qué camión? - El camión de pasajeros. - No conviene, mi hermano. Es la manera más tonta de caer. Sube un sargento con los santos amargos, pide documentos, no le gusta tu cara y se acabó la fiesta: estás indefenso como una cucaracha en un jarro de lata. Lo más seguro es caminar. - Es lejos... -cEso qué importa? Conozco bien estos parajes. Pude haber venido solo. Si estás de acuerdo, daremos un lindo rodeo lejos de la ruta y entraremos a la ciudad lo más campantes, por donde menos se esperan esos hijos de diablo. Aunque había recibido instrucciones precisas de Fabio Iglesias acerca del itinerario a seguir y las precauciones a 164 tomar, Fermín no creyó prudente contradecir a un hombre tan experimentado como Teófilo Villalba. - Estoy de acuerdo. - Macanudo, a caminar entonces; es muy bueno para la salud. Eludieron un poblado, tomaron una huella de carretas; se iban apagando las estrellas, el lucero brillaba sobre el cerro. La oscuridad volvía a las cosas de contornos difusos en la luz blanca del amanecer. Un viento fresco les llenaba los pulmones. -ijho koeti, la añamemby! - exclamó Teófilo, aflojando la marcha para aspirar profundamente- ¡No hay como la alborada! La huella repechaba una colina entre potreros arbolados, sembradíos y surcos que serpenteaban entre palmares. Ahora nacía una luz violeta, que hacia el horizonte se iba tornando morada. - Un doctor ponderaba cómo nuestra lengua va nombrando los distintos momentos del amanecer. ¿Conoces bien el guaraní? - Mal mal. - Eso no es bueno. Debes hablarlo a la perfección. E s / el idioma de nuestro pueblo, el alma del pueblo. También e s " preciso amar los amaneceres. En la poesía en guaraní hay innumerables cantos al amanecer. Mira como el cielo se r e fleja en el rocío. ¿Entiendes lo que digo? Yo no me sé expresar muy bien en castellano. Nunca voy a saber usar las eses, ni averiguar cuándo una mesa o un carro son macho o hembra... ¿Sabes poner las comas? - Sí, creo que sé poner las comas. -iAh, entonces sí que eres un sabio! Yo tuve una compañera que también sabía poner las comas. Aunque mucho procuró la pobre, nunca consiguió que yo aprendiera. ÍA1 diablo que era leída! Yo soy n uy tonto, ¿sabes?, y voy a serlo mucho tiempo porque todavía soy joven... La tuve que dejar de tanta vergüenza que me daba... Se echaron a reír. - No te habrán molestado las bromas que te hicimos -dijo Teófilo, apoyándole una mano en un hombro-. Para olvidar el peligro, lo mejor es bromear. ¿Tuviste miedo? - Ni un poco. - Pues yo sí. Tenía el trasero tan fruncido que no me entraba una aguja. Pero te creo. De muchacho disfrutaba del 165 peligro. Me asustaba a menudo, pero miedo no sentía. Ahora en cambio tengo miedo pero nada me asusta. - Es que no hubo oportunidad; cruzamos tranquilamente. -¡Al diablo si las hubo! Si nos pillaban en el rio a estas horas nos estarían desayunando las pirañas. Pasamos dos puestos de la marinería y desembarcamos a cincuenta metros del tercero. ¿No t e diste cuenta? - No, Carpincho no me dijo nada. -¿Para qué te iba a decir? Lo que no entiendo es para qué Fabio iglesias te hizo correr un riesgo inútil. - Debo llevarte a mi casa. - Podrías haber esperado en el refugio de Carpincho. - Fabio está muy preocupado por tu seguridad. - Eso ya sé, Fabio es un gran compañero, y ese sí que no le tiene miedo a nada. Si se trataba de él mismo era c a paz de cruzar el no a nado. No exagero, ya lo hizo una vez. Pero hay que ser práctico en estas cosas. A veces, de tanto asegurar se aumentan los peligros. No estoy de acuerdo con exponer a dos personas cuando una sola basta para cumplir una tarea. Nosotros no necesitamos andar en yunta para darnos ánimos. Basta con la conciencia. Entraron a una picada de cerrada bóveda, en la que flotaban los aromas de las flores nocturnas. Cruzaron un profundo barranco haciendo equilibrio sobre un tronco de palma tendido de lado a lado. Iban charlando como viejos amigos. Valido de esta confianza, Fermín le preguntó: -¿Es cierto que estuviste en la columna del capitán Palacios? Teófilo se puso serio. -¿Te lo dijo Fabio iglesias? - No, y es eso lo que me preocupa... ¿Conoces al doctor Benítez? - Sí, lo conozco. - El me lo dijo, y añadió que traías un mensaje del capitán. No tuve tiempo de informar a Fabio. - Lo que significa que otras personas saben de mi entrada al país y me inventan misiones antojadizas. Ya hablaremos de eso. Sí, estuve en la columna Palacios, pero sólo poco tiempo, al principio de la campaña. Me tuve que retirar, no nos entendíamos* Cuando salieron del monte, Teófilo Villalba estaba de nuevo de buen humor. -¡Da gusto pisar la tierra paraguaya! - exclamó, d e t e niéndose a contemplar el paisaje iluminado por medio sol 166 saliendo entre las nubes. A la izquierda estaba el río, de azul profundo. Sonrientes colinas, con bosquecülos y palmares, rojos caminos serpenteantes. Se oían campanas, gritos de labradores, canto de pájaros. Siguieron caminando. Se cruzaron con burreras-y mujeres que llevaban sobre la cabeza canastos repletos de frutos multicolores. Rebosando de contento, Teófilo saludaba a todo el mundo. Fermín pensó alarmado que un hombre de traje, con un impermeable al hombro y una valija en la mano, llamaría la atención en aquellos andurriales. Pero se había desatinado. No podía sino callar y seguirlo dócilmente. 167 EL VISIONARIO Un rayo de sol entró por la cortina entreabierta de la ventana y dio de lleno en el rostro de José-Antonio Lara, que despertó parpadeando. Reflexionó un instante y se convenció de que no había duda de que estaba en una de las c a banas del parque de La Maison du Diable Rouge. Zumbaba el climatizador. Sintió frfo. Babe Niberto se había apoderado de las sábanas. Formaba un bulto grande, acurrucado, del que asomaba una revuelta cabellera castaña. No quiso despertarla. Se levantó, se puso la camisa y los pantalones. Tuvo ganas de fumar y pereza de cargar la pipa. Buscó cigarrillos en la cartera de Babe y volvió a la cama. Acomodó una almohada contra la cabecera y se sentó con las piernas estiradas sobre una parte del colchón que había quedado descubierta. Le hormigueaba esa sensación de gratitud física que algunas mujeres saben dejar en un hombre ya saciado. Esto hizo que t a r dara un rato en darse cuenta de que habían llegado demasiado lejos las derivaciones del encuentro casual que tuviera la pasada noche con dos funcionarios del gobierno. Babe Niberto era secretaria privada del Presidente de la República, y Walter Cardozo Einke el más despreciado y eficiente sabueso de la policía política. Había estado con ellos en La Maison du Diable Rouge, antro de perdición y guarida, de hampones, y platicado cordialmente con el gangster francés Monsieur Pichón. Si las cosas hubieran terminado allí podrían haber tenirazonable justificación en la curiosidad periodística; pero, c e gado por el prejuicio de que una mujer apetitosa es un bocado que no se debe desdeñar por motivo alguno, cometió una imperdonable torpeza. Era ilusorio esperar que la aventura pasara desapercibida. Seguramente habría testigos interesados en hacerla pública, sin descartar a la propia Babe Niberto. 168 Con la reciente evolución de las costumbres, muchas mujeres se volvieron inclinadas a incurrir en las indiscreciones que antes eran privativas de los varones. Así pues él, José-Antonio Lara, profesor de la Universidad Católica y encargado del suplemento cultural de "El Independiente", hombre de buena familia, de conducta política y personal hasta entonces irreprochable, que pasaba por opositor recalcitrante, estaba metido en un lío fenomenal. Pensó en Cristina Iturbe. Si llegaba a enterarse, como ocurriría sin duda alguna, se sentiría profundamente ofendida y asqueada, no porque su prometido hubiera tenido un desliz, perdonable en un hombre soltero que no se acuesta con su novia, sino porque había tenido tratos con una mujer como Babe Niberto. La sordidez del asunto no tenía atenuantes. Cristina, que exteriormente se comportaba como una chica moderna, libre de prejuicios, tenía una extremada sensibilidad moral. Lo mismo que sus padres, poseía un sentido delicado de la decencia y el decoro. Aunque era hija del director de la Escuela Militar, evitaba en lo posible relacionarse con personas estrechamente vinculadas al gobierno. Era un espíritu sano en una sociedad enferma. José-Antonio la amaba. Si ella le perdía el respeto el daño sería irreparable. Se preguntó, angustiado, cómo se había dejado arrastrar a tal extremo de impudicia. Encontró como única explicación de su comportamiento irreflexivo, de su desarme moral, la estrecha amistad que lo uniera en otro tiempo a Cardocito. Se sumaba a esto el hecho de que Babe Niberto había provocado de tal modo a José-Antonio en su adolescencia que dejó en él un sedimento de frustración. Mentir a Cristina sería empeorar las cosas. En cambio, si intentaba explicarle las causas profundas de lo ocurrido, acaso ella, que era una muchacha inteligente y generosa, lo comprendiera y perdonara. José-Antonio y Walter habían sido compañeros desde el primero al último curso de bachillerato en el Colegio Alemán. Ingresaron juntos a la Facultad de Derecho. Un año antes de recibirse, Walter abandonó inexplicablemente la carrera para viajar a los Estados Unidos becado por la policía, en la que tenía un puestito burocrático que le permitía mantenerse con grandes privaciones mientras seguía sus estudios. En cuanto a José-Antonio, apenas le dieron el título de abogado, lo puso en un marco y lo colgó en la sala para satisfacción de sus padres; y se fue a Europa con ánimos de dedicarse a la literatura. Le fue bastante bien desde el punto de vista académico; pero no se "hallaba", le faltaba inspiración. Así que, 169 cuando falleció su padre, dejó una cátedra en la Sorbona y regresó al país con la esperanza de que la fecunda tierra paraguaya le ayudara a escribir algo digno de su talento. Entre las realidades que encontró estaba Walter, convertido en subsecretario del Departamento de Investigaciones Especiales. Walter Cardozo Einke, Cardocito para sus íntimos, había sido un modelo de muchacho. Algo mayor que José-Antonio, le profesaba una amistad perruna. Lo seguía dócilmente en sus más disparatadas ocurrencias, dando pruebas de una abnegación que en ocasiones llegaba hasta el martirio. José-Antonio, que en el fondo era un tímido, abusaba con remordimientos de la ciega e incondicional adhesión de su amigo. Hacía alardes de poseer el desenfado de los muchachos asunceños y tenía esa seguridad interior de quienes no han conocido la humillación social. Pertenecía a una de esas familias tradicionales venidas a menos que, sin embargo, y acaso por eso mismo, padecen de un orgullo enfermizo. Era vago, desordenado, haragán y brillante en la misma medida en que Walter era criterioso, inteligente, metódico y tesonero. Como ocurre en algunos matrimonios, se llevaban muy bien porque el uno se sometía de buen grado a la voluntad del otro, aunque ejerciendo, en mérito a la mansedumbre, una poderosa influencia. En efecto, Cardocito lo obligaba a hacer sus deberes y a prepararse razonablemente bien para los exámenes sin hacer caso de las protestas, insultos y lloriqueos del atolondrado señorito. Walter era hijo natural de un prestigioso dirigente político que lo único que había hecho por él era darle su apellido, y de Carlota Einke, quien, según decires, había sido muy bonita y algo ligera de cascos. Walter tenía una gran capacidad y necesidad de afecto, casi siempre fíustrado. Al parecer su infancia fue penosa, por la vida desordenada que llevaba su madre, quien finalmente se casó con un comerciante alemán mucho mayor que ella. Vivían en Villa Encarnación. El buen gringo quería mucho a Cardocito. Le pagó los estudios en uno de los mejores colegios de la capital. Walter le correspondía con notas sobresalientes y una conducta ejemplar quo llenaban al viejo de satisfacción y de los que la madre apenas se enteraba. José-Antonjo conoció a la familia de Cardocito durante unas memorables vacaciones que pasó en casa de su compañero entre febrero y marzo de 1946. Valía le pena con170 signar la fecha, porque muy pronto se producirían profundos cambios en el país, que afectaron la vida de tal modo que ya no pudo ser como antes. A poco de llegar a Encarnación fueron a un baile de máscaras en el club San Juan. Walter cortejaba cortésmente a Mariquita Montero, una muchacha altiva y desdeñosa a la que pretendía conquistar mostrándole su álbum de estampillas y su colección de mariposas. Ella parecía soportar el galanteo a falta de un mejor candidato, cosa que indignaba a José Antonio, que reclamaba para sí el exclusivo privilegio de maltratar a Cardocito. "Tenes que ser audaz, tocarle las tetas, meterle el dedo en el culo; así son las mujeres, yo sé lo que te digo", le decía, como si él mismo fuera un experto. Walter se ruborizaba y prometía seguir el consejo. Esa noche habían ido a la fiesta con un plan de acción premeditado y largamente discutido mientras pescaban en el Paraná desde una canoa, frente a la Isla del Medio. Walter estaba vestido de pirata y José-Antonio de piel roja. Los disfraces habían sido primorosamente confeccionados por doña Carlota, que para estas cosas era materia dispuesta. La madre de Cardocito no conservaba rastros de la belleza documentada en fotografías colgadas de las paredes. Se había convertido en una mujerona gorda y vulgar, con las gruesas piernas cubiertas de várices. Risueña y servicial en apariencia, con esa expresión bobalicona propia de las gringas, guardaba algo vicioso en la mirada acuosa de sus ojos celestes, desteñidos. A trompaba los labios en una mueca ávida y le gustaba empinar el codo. Su hijo le profesaba un cariño conmovedor, que ella parecía aceptar con cierto fastidio. "Es el vivo retrato de su abuelo, que era pastor luterano -le dijo una vez a José-Antonio, limpiándose la espuma de cerveza con el dorso de una mano ajada y regordeta-; si hubiera sacado .algo de su padre no sería tan pelotudo". Luego, como si hubiera dicho algo muy gracioso, soltó una carcajada chillona, cacareante. El pirata había sacado a bailar a su dama antigua, mientras el piel roja, que no conocía a nadie, permanecía de pie junto a la pista sin atinar a invitar a alguna chica, hasta que una mascarita lo tomó de la mano y lo arrastró a la cadena del bahión. Vestía typói-yegua* y llevaba una rosa en el rodete. El antifaz hacía contraste con su boca de loba. Ya no lo dejó escapar. Lo estrechaba, le cruzaba las piernas, provocaba el manoseo, Vestido de f i e s t a t í p i c o de las campesinas paraguayas. 171 le besuqueaba en el cuello con veloces lenguetazos de lagartija. José-Antonio, excitado, olvidó su timidez. - No te conozco, mascarita. - Ya me vas a conocer. - Yo te quiero comer. - Yo te voy a devorar. Se levantó un griterío. Era la galopa. Ella se descalzó, tomó una botella de una mesa cualquiera y la equilibró sobre la cabeza. Le abrieron cancha. El hizo su papelón zapatenado torpemente. Ella danzaba como un torbellino, con los ojos traviesos puestos en José-Antonio. Se sacó la rosa del rodete, la dejó caer en el suelo, se inclinó aleteando y la recogió con los dientes. La aplaudieron. Ella agarró a José-Antonio de la mano y lo llevó a mostrárselo a su mamá. - Aquí te traigo uno para mi novio -dijo, sofocada-, ¿qué pa te parece? La madre de Babe Niberto era una mulata sabrosona. Mostró al reír hasta el fondo de la campanilla. Lo obligaron a sentarse y le convidaron cerveza. Allí conoció al doctor F e derico Dogsner González. Supo después que lo apodaban Yacyiyateré por su parecido con el duende de las siestas tórridas, y que era el procurador más sinvergüenza del departamento de Itapúa. Tendió a José-Antonip una manecita de lagarto. No estaba disfrazado pero pa/ecía una mascarita. Bajito y barrigudo, de un rubio casi al Dino, pestañeaba como si estuviera encandilado. Contaba chistes verdes que divertían a la señora y que él mismo festejaba con una increíble sucesión de hipidos. Babe tenía una prima feúcha e insignificante, que usaba gruesos anteojos y tenía incisivos de oro. La pobre estaba planchando. Walter se acercó a saludar. Lo invitaron a sentarse. Estaba radiante de contento. José-Antonio le preguntó por lo bajo cómo le iban las cosas con Mariquita Montero. - Creo que muy bien - respondió, sonriendo feliz. -¿Le metiste el dedo...? - preguntó incrédulo José-Antonio. - No, pues, bárbaro; pero me declaré. -¿Y qué te dijo? - Que lo pensaría. Me dio muchas esperanzas. En eso intervino Babe para pedirle a Walter que sacara a bailar a la prima. Walter era demasiado cortés para negarse. Tuvo que nacerlo varias veces, ante la mirada burlona de Mariquita Montero, que en el Ínterin se había emparejado con 172 un cadete y olvidado por completo a su filatélico enamorado» Pasada la medianoche, la madre de Babe dijo en guaraní que era hora de irse, para que el gringo gruñón que los estaba esperando no se pusiera fastidioso. José-Antonio se ofreció a acompañarlas y el pobre Walter tuvo que hacer lo propio, cargando con el adefesio. Bajaron por la calle de la loma. Las estrellas se reflejaban en el Paraná, confundidas con las luces de Posadas. Walter caminaba adelante, muy ceremonioso, con la prima y la mamá. José-Antonio puso en práctica con Babe los consejos que le diera a Cardocito para seducir a Mariquita. Ella correspondió con entusiasmo. Loco de excitación, le suplicaba: -iBabe, yo me voy a morir! -¡Yo me voy a suicidar! - J i e n e que ser esta noche, ¿cómo hacemos? EÍÍa le susurró besuqueándole en la oreja: - Entra al patio de mi casa por el fondo y espérame en un banco que hay ahí, bajo los árboles. Cuando se duerma mi mamá yo te he de salir. Walter trató de disuadirlo. Mejor lo hubiera atado. Pasó de la espera a la esperanza, de la ansiedad a la duda, atento a cada sombra, a cada hoja que caía, a cada chistido de la noche. El viejo Niberto le despertó de un bastonazo en la cabeza. Injuriándolo en italiano, lo persiguió con increíble agilidad, alcanzando a atizarle varios palos de yapa antes de que José-Antonio saltara el cerco y se encontrara con reidoras paseras que caminabap hacia el puerto con canastos sobre la cabeza. Iba a seguir corriendo cuando dio de lleno con el doctor Federico Dogsner González, que lo tomó del brazo, sonriendo como un gnomo. - Buenos días, joven amigo, qué agradable sorpresa, veo que es usted madrugador... -¡Malledetto, porco di Dio, puta madonna! - vociferaba el viejo Niberto, agitando su bastón por encima del cerco. Los vecinos, atraídos por el escándalo, asomaban por las ventanas y salían a lá vereda. - Buenos días, doctor - tartamudeó José-Antonio, t e m blando como una hoja, sin atinar a desasirse. El viejo Niberto, en el colmo de la furia, procuraba pasar el cerco enredándose en alambres y tacuaras, para proseguir la persecución. -¡Porca madonna, mascalsone, figlio di putaña! 173 -¡Ij, ij, ij! -reía don Federico-; cálmese usted, don Giusseppe, se t r a t a de un malentendido. Don Giusseppe Niberto se contuvo un tanto al reconocer al doctor Dogsner González. -¡Maf ángulo, mascalsone! - gritó, haciendo un ademán de desprecio, y se metió para su casa. - Venga conmigo, no se altere, no huya - dijo don F e derico. José-Antonio lo siguió dócilmente, atormentado por el coro de risas que iba creciendo en tanto se alejaban. Doblaron en la próxima esquina. A la media cuadra, don Federico se detuvo frente a una casa con recovas, de aspecto vetusto, que estaba casi en ruinas. - Pase usted, joven amigo -dijo, sin soltarle el brazo-, no le vendrá mal una taza de café después de una mala noche. Entraron en un salón de paredes descascaradas y piso de ladrillos desparejos. Tanto la puerta de entrada como la que daba a los fondos estaban abiertas de par en par. Junto a uno de los ventanales enrejados había un escritorio atiborrado de legajos, y, en el centro de la habitación, cuatro sillones de cuero repujado en torno a una mesita de madera. Se amontonaban en estanterfas gran cantidad de libros, folletos y pilas de periódicos en el más completo desorden. Colgaban de la pared los retratos del doctor Francia y de los López, un mapa escolar del Paraguay moderno y otro de la época de la conquista, indudablemente calcado del original con tinta china y sombreado con lápices de colores, que t e nía una leyenda en letras rojas que decía: PARAGUAY, PROVINCIA GIGANTE DE LAS INDIAS Todo estaba cubierto de polvo, había telarañas en los rincones y en el techo, flotaba un olor rancio. Un ordenanza medio bobo, increíblemente sucio, les sirvió café en pocilios desparejos desde una cacerola enlosada llena de peladuras. El dueño de casa era un fervoroso nacionalista de la escuela de Juan E. O'Leary, Manuel Domínguez y Natalicio González, aunque dio la impresión de que no los tomaba ni se tomaba ,: .muy en serio cuando dijo: "Las teorías no son verdaderas o falsas, sino útiles o inútiles, peligrosas o inofensivas. ¿Qué daño puede hacernos creer que el heroísmo paraguay emana del poder nutritivo de la mandioca, o que los guaraníes eran de una raza superior, algo así como los arios de América, o 174 que descendemos de los atlantes, si nos ayuda a sentirnos satisfechos de nosotros mismos y a despreciar a los demás?" Todavía bajo la impresión de lo que le habfa sucedido, José-Antonio le prestaba poca atención, pero don Federico, que por lo visto no tenía nada que hacer y muchas ganas de hablar, le expuso en términos entusiastas un programa de gobierno que el muchacho no entendió en absoluto. Con el paso de los años pudo sin embargo comprobar que Yacyiyateré no estaba desatinado en sus proyectos y vaticinios. -¡Grandes días se avecinan, joven amigo, grandes días se avecinan! El Paraguay Eterno ha de levantarse de su tumba, pero antes, le aseguro, habrá que mondarle los huesos, iij, ij Ü! El hombrecito parecía completamente seguro de que sería el principal protagonista de los acontecimientos que anunciaba, y, como los proceres cuyos retratos exhibía en su despacho bajo una gruesa capa de polvo, gobernaría el país con mano férrea durante mucho tiempo, o por lo menos sería su genio inspirador. Pero por aquel entonces estas cosas le importaban poco a José-Antonio. Los ecos de la esfervescencia política y social no habían traspuesto todavía los portones del Colegio Alemán. La villa entera comentaba el episodio: Babe Niberto había hecho al arribeño una broma pesada. La aldea tenía para reír por algún tiempo. José-Antonio padecía del amor propio enfermizo de los tímidos. Cayó en un estado de hosca melancolía. El bueno de Walter no era el más indicado para darle remedio. - No digas que no te avisé, es una calentadora. -¡Déjame en paz, gringo de mierda! -respondía-, los pajeros no entienden de estas cosas. - Está bien, no te enojes. Quería mostrarte nomás una nueva serie de mi colección de estampillas. -iBmoinge nde revikuápe! -¡¿Qué?! -¡Que te la metas en el culo! - repetía en español, para zaherirlo, porque Walter conocía perfectamente el guaraní. - Paciencia, ya se le pasará - se consolaba Cardocito, yéndose con el álbum a otra parte. Babe Niberto era líder de la juventud encarnacena, muy activa y agitada por entonces. Dirigía el seleccionado de basquetbol femenino, integraba la comisión de fiestas del Club 175 San Juan, militaba en las Hijas de María. Una mañana vino llegando a visitarlo junto con varias compañeras que se reían de él sin disimulo. José-Antonio compró un bono pro-reconstrucción de la iglesia, arrasada por un ciclón décadas atrás. Se comprometió a hacer de Mariscal López en un cuadro vivo; a concurrir a una reunión de la Acción Católica que, con el apoyo de las Hijas de María, estaba reclutando jóvenes descarriados para un retiro espiritual en las ruinas jesuíticas de Trinidad. Por suerte no se le ocurrió adherirlo a la Concentración Revolucionaria Febrerista, porque allí nomás hubiese firmado la papeleta. Desde entonces hizo el triste papel de enamorado sin suerte y perro fiel. La seguía al trote (ella andaba a zancadas) llevándole paquetes por la calle. Colgaba adornos de papel y farolitos chinos en las vigas más altas de la pista de baile del Club San Juan, con riesgo de caer y romperse la crisma. Vendía chucherías en la kermese parroquial. Asistía a misa los domingos y fiestas de guardar. Walter, que sufría con dignidad los desaires de Mariquita Montero, disimulaba su despecho entregándose a la filatelia, a la pesca solitaria, a la caza de mariposas que guardaba en frascos de vidrio para luego clavarlas, clasificadas por especie, en tableros de terciada. A José-Antonio le dolía su propia ingratitud, pero ya no era dueño de sus actos. La peor de las humillaciones la sufrió cuando hizo su aparición el novio de Babe. Ella misma se encargó de presentarlos. Era un apuesto oficial de marina. José-Antonio tuvo una pesadilla atroz. Se vio a sí mismo en una fiesta en el Club San Juan sin más ropa que una ridiculamente corta camiseta sin mangas, tratando desesperadamente de cubrirse las partes pudebundas, perseguido por un vociferante don Giusseppe que blandía un bastón descomunal. "¡Grandes días se avecinan, grandes días se avecinan!", proclamaba Yacyiyateré desde el estrado de la orquesta. Walter lloraba amargamente por sus mariposas redivivas que escapaban de los tableros de terciada para ir a posarse dulcemente en los brazos y en los hombros de Mariquita Montero, que les arrancaba las alas y las arrojaba al suelo para que el cadete las aplastara con las suelas de sus botines charolados. Babe Niberto bailaba desnuda con un cántaro sobre la cabeza y una rosa en los labios, y se inclinaba a besar el larguísimo pene de su teniente de navio, que, como Curupí, lo tenía enrrollado a la cintura. Despertó bañado en sudor, hecho una porquería. 176 Finalmente, en busca de algún remedio, le preguntó a Walter si conocía una casa de putas. Asustado, Walter le habló de los peligros del contagio venéreo. Le mostró en un libro, escrito en alemán, estampas aterradoras. Como no pudo disuadirlo, realizó el acto heroico de adquirir en la farmacia elementos profilácticos y se dispuso a acompañar a su desesperado amigo. Después de cenar fueron hacia Loma Clavel toreando jaurías por barrancones y callejas- oscuras. Caminaban en silencio, sin más ganas que las de salir del trance lo antes posible. Walter vaciló ante un portoncito entreabierto que daba a un patio arbolado. Se oían voces confusas, el rasgueo de guitarras. Había una luz hacia los fondos, oculta por follajes densos. - ¿Estás seguro que es aquí? - preguntó José-Antonio, tragando saliva-; a ver si entramos y nos sacan a patadas. - Te juro, hermano, hay pendejas preciosas - balbuceó Walter, procurando convencerse-; pero si no te gusta estamos a tiempo. Ya te dije que prefiero conquistar a las mujeres; antes que... Se oyó una carcajada semejante a un graznido. José-Antoni o hizo un gesto de desprecio que se tragó la oscuridad. - Vamos a llamar a ver qué pasa. Walter lo atajó del brazo. -¿Cómo se te ocurre llamar a la puerta de un quHombo? ÍSe entra y listo! Un perro negro, de grandes orejas gachas, se acercó a olisquearlos. Les inspiró confianza, parecía un portero bonachón. Le siguieron hasta una casa de tablas, de dos cuerpos unidos por un solero de paja. Una bombilla eléctrica nimbada de bichos colgaba de la viga principal. El piso era de tierra apisonada. De un lado estaba la cantina, en la que había algunos arrieros bebiendo recostados en el mostrador. Pasando esta suerte de vestíbulo, había una enramada en la luz roja mortecina de un par de farolitos ocultos entre las enredaderas. Se notaba una discreta animación, se tocaba la guitarra y un hombre estaba cantando: Al alba osé lucero ojajái omimbi rei, a favor del colorado che cherembypa rei.* * Copla tradicional de la polca del Partido Colorado. Tanto brilla el colorado, que, como el lucero, no precisa que el cantor haga su elogio. 177 AI finaí de la estrofa se oyeron exclamaciones entusiastas. El hombre siguió cantando: Oiméro ape otro color aípotánte che disculpa, ani heTi che facilita apurahéire co che color.* -¡Jhoke, eso va paia conmigo í -fCanta tranquilo, mi hermano, que nadie se va a enojar! Walter y José-Antonio, de píe bajo la lámpara, no sabían que hacer cuando oyeron- una voz nasal que íes decía: -íSaludo a los representantes de la juventud estudiosa! i Vamos, anímense, muchachos!1 Vénganse para acá, siéntense con nosotros. Era el doctor Federico Dogsner ^González. A pesar de la sorpresa, sintieron un gran alivio de encontrar a un conocido. Don Federico estaba en una mesa, en compañía de una mujer oscura, regordeta, con, un gran rodete sostenido por un peineton de oro; un arriero enjuto, de bombachas, botas de media caña y revolver en el cinto, y un joven oficial de la guarnición al conocían de vista. Les fueron presentados doña Cresc e n z a Te re rute, dueña del local; et compadre Patricio Melgarejo y el teniente Ciriaco Ojarro. - Tendrán que esperar turno -dijo don Federico, soltando su característica sucesión de hipidos-, aquí se invierte la estadística. Vestía una camisa a cuadros, desprendida, fuera de los pantalones. Tenía los brazos cortos, raquíticos, cubiertos de una pelusa amarillenta. Su pequeña cabeza, de un rubio blanquecino, se bamboleaba en eí extrem¡o de un cuello de botela como el muñeco, de un ventrículocuo. Sus ojitos de piraña, perpetuamente encandilados, parpadeaban acuosos. -¿Qué van a tomar? -les preguntó, cuando se hubieron sentado-. Pago la primera vuelta por el placer de verlos por aquí. MÍ crédito es ilimitado, ¿verdad, doña Crescencia? La señora sabe hacer inversiones a largo plazo: domina la cartomancia y es medio payesera. La mujer hizo una mueca desdeñosa. - Tomaríamos una cervecíta - se animó Jose-Antonio. -iCerveza! - chilló, dirigiéndose a un hambrón de aspecto brutal que trajinaba con una bandeja. * Si hay alguien de otro partido, que no se sienta provocado, porque el cantor exalta su divisa. 178 tr faciIitadon, - Y de paso una cañita, ¡ij, ij, ij! Había unas cuantas mesas ocupadas por parejas. Eran embarcadizos, empleados de oficina y algunos colonos de origen europeo, con mujeres pintarrajeadas que exageraban trágicamente su aspecto provocativo. Hacia el fondo de la enramada, en la parte más oscura, de pie y sentados en sillas, formando un semicírculo en torno a los músicos, había hombres de campo, algunos de ellos descalzos y con sombreros de caranday. El mozo puso sobre la mesa un porrón de cerveza y llenó de caña el vaso de don Federico. - Gracias, Claudio Arévalo, no me olvidaré de tí, te lo prometo. El hombre soltó una carcajada. - Si pagas lo que debes, todo arreglado - replicó en guaraní. - Tranquilo, amigo, tampoco me olvidaré de lo que has dicho. El cantor había sido reemplazado por un dúo. Dos mocetones cantaron desafiantes, con el sombrero de paja tirado sobre la nuca: ¡Adelante, liberales -mayor Vera osapucái-, ñamanóro, ñamonóne, por el bien del Paraguay!* - Oigan eso, muchachos, -dijo don Federico-, campesinos colorados y liberales cantando cada cual la polca de su partido sin agarrarse a puñadas. ¡Grandes días se avecinan! ¡Salud! Bebió un trago y sonrió malignamente. -¡Pero no va a durar, no va a durar!... ¡Viva el Paraguay, carajo! - gritó, saludando a los músicos. No le hicieron caso. - Cuando llegaron ustedes estábamos discutiendo acerca de los destinos de la patria. Si les parece que el sitio no es el adecuado, están en un grave error. Gran parte de la historia se gestó en los burdeles. Apenas se le entendía. Hablaba por la nariz, tenía la voz chillona, pastosa por la borrachera. ¡Adelante, liberales -ha gritado el mayor Vera-, si morimos, moriremos por el bien del Paraguay! 179 - Como les iba diciendo, muy pronto el país se desangrará nuevamente en una disputa estéril; pero, como el Paraguay es inmensamente rico, le bastarán unos cuantos años de paz para reconstruirse, ÍPaz y estabilidad monetaria son los pilares de mi programa de gobierno! Que el guaraní sea tan solido como las onzas de oro que nuestras abuelas guardaban en sus caramegüa i Viva el Paraguay, carajo!... Ya ven, no me hacen caso ¡Peto ya roe van a hacer, ya me van a h a cer! Golpeó la mesa coa un puño enclenque. Doña Crescencia Tererute sonrió con distraída tolerancia. El teniente Ojarro se movió inquieto en su silla. Melgarejo, indiferente, mascaba su naco y escupía. Los demás parroquianos, que seguramente conocían las manías de Yacyiyateré, continuaban en lo suyo sin oírlo. - No me creen y no me importa. Mejor así, no saben lo que yo sé. Tengo una idea, Jóvenes amigos. Quien tiene una idea y se aferra a ella con uñas y dientes, la realiza o se va al manicomio. ¡No? subestiméis la locura! ÍCada loco es maestro en su manía! Nuestro mal es el orgullo. El orgullo que nos llevó a proclamar la independencia en un congreso de mil diputados, en la elección de los cuales participó hasta el ultimo chacarero, para luego desafiar a medio continente y sucumbir en Cerro Cora. ¿Veis a esos rústicos que cantan a su divisa? Cada uno de ellos se siente un señor, un hidalgo d e s calzo; su locura es el honor y está dispuesto a empuñar un fusil por quítame de ahf esas pajas. Por su propio bien, para domar a este pueblo és preciso corromperlo. Asi vivirá en paz, no hay más remedio... Cada vez se le entendía menos* - ¿Saben por qué el gobierno de don Carlos Antonio López fue tan constructivo? Pues porque el doctor Francia había disciplinado a un pueblo discolo-. Don Carlos reconocía que este era el mejor legado del Supremo Dictador. Por eso hizo fusilar al sargento Duré. ¿Saben ustedes que el sargento Duré llevó a cabo el golpe de estado más perfecto de nuestra historia? El golpe le abrió camino al poder a don Carlos Antonio López, pero don Carlos era hombre astuto y precavido. No podía dejar un genio suelto macaneando por ahí. Entonces lo fusiló... ¡ij, i j , ij! ÍLo hizo matar sin asco! iíj, ij, ij! iOjukauká, ojukauká! Se extremecía de risa, le lloraban los ojos. Bebió un trago de caña y tosió salpicando una saliva apestosa. 180 - No fusiló a nadie, más. No tuvo que contemporizar, negociar, maniobrar, corromper, mentir, como, desgraciadamente, me veré forzado a hacer yo. Sus órdenes se cumpifan con entusiasmo. Veían en él a un padre severo que cuidaba celosamente de sus hijos, que lo amaban como nunca me amarán. Seré odiado y despreciado. No contaré con la adhesión desinteresada y espontanea de ningún hombre decente. Sólo me podré valer de mercenarios. Lucharé sin otras armas que idiotez y la abyección de mis lacayos. La inteligencia es subversiva. Si no se la puede corromper, es preciso paralizarla de miedo o apagarla de un soplido. Maniobraré con la Argentina y el Brasil, buscando todo el apoyo posible en Europa y Norteamérica, a sabiendas de que nadie se enemistará con nuestros poderosos vecinos para favorecerme. El Paraguay nunca contó ni podrá contar jamás con la lealtad de nadie. Haré a un tiempo la tarea del doctor Francia y de don Carlos Antonio López, dejando a mis sucesores el gran desquite del Mariscal. Quedó un momento pensativo, como si aguardara un comentario, y continuó: - Los ingenuos, los que viven en la luna, piden justicia para el pueblo. Yo daré a mis partidarios algo más positivo, lo que realmente quiere el paraguayo: ¡Mando! El privilegio de ser justos o injustos según se les dé la gana. ÍE1 derecho a la arbitrariedad! Los pondré por encima de la ley. ¡El derecho a la impunidad! Los libraré de la esclavitud de la vergüenza y el honor. ÍE1 derecho a la amoralidad! ¡Arbitrariedad, impunidad, amoralidad! ¡La mía sí que va a ser una verdadera revolución! ¡Viva el Paraguay, carajo! Apuró de un sorbo lo que quedaba en su vaso y gritó: -¡Claudio, más cerveza para los muchachos y caña blanca para mí! ¡Arriba la juventud estudiosa que acude a los quilombos! ¡Les prometo construirles un inmenso lupanar, un paraíso de lujuria para que se desfoguen y dejen tranquilo a este pobre país! -¡Tengo el secreto! - sopló por la nariz como trompeta de murga-. Para gobernar, y, lo que es mucho más importante, para mantenerse en el poder, es preciso distinguir el ñembyah^i del varea, el hambre del apetito. Los ñembyah^i se impacientan porque el hambre no espera, y de ello se aprovechan los varea, los ávidos, para armar sus barullos. Hay idiotas que pretenden dar de comer a los hambirientos. ¡Grave error, jóvenes amigos, grave error! Lo único que se conse181 guiría con eso es transformar a los famélicos ñembyah^i en insaciables varea. Mostró una doble hilera de dientes podridos y los miró tembleteando sus párpados sin pestañas. - Es preciso cebar a los varea. Que devoren cuanto quieran, que engorden hasta que se les embote el cerebro y no puedan ya moverse como la curiyú que se ha tragado un t e r nero, a costa de los hambrientos. Bajo mi gobierno, ninguno de mis secuaces será pobre y ninguno de mis enemigos será rico. -¡Qué sabio es este hombre! - exclamó de pronto doña Crescencia Tere rute- i Escucha al tiempo! Se disolvió la acuosa mirada de Yacyiyateré, su rostro albino se bañó de lágrimas. -¡Bienaventurados los pacificadores! -gruñó, mordiéndose los labios en un gesto de rencor-, ¡De acuerdo, Karaí Kiritó, de acuerdo! Pero en el Paraguay la paz tiene su precio, un precio que no puede pagar, i Si hay que vender el alma al diablo, arderé por mi patria en los infiernos! La visita a la casa de doña Crescencia Tererute curó de espantos a José-Antonio. Acompañó a Walter en sus expediciones de pesca y en la caza de mariposas. Le ayudó a clasificar estampillas consultando unos libracos propiedad del padrastro de su amigo, que había sido granjero y comerciante en Coronel Bogado, capital de los filatelistas. Según el viejo, Walter continuaba una < colección que con el tiempo valdría una fortuna. - Esta única herencia mi dejar hijo Carlota Einke. Mí kaput. Mí hombre honrado, ialemán! ila, puff, jo, jo, jo! Bebían alegremente en decorados jarros de loza, cantancón el acompañamiento de una victrola alemana de enorme voci na: O der lieber Augustin, Augustin, Alies ist hin Alies ist hiru.. Pero la dicha de Walter y la paz espiritual de JoséAntonio duraron poco. Apenas zarpó el marino, Babe volvió a la carga. Walter salió a recibirla. Parece que le puso mala cara, porque José-Antonio la oyó decir a gritos "¿Qué lo que te pasa, Cardocito? ¿Estas celoso, o qué? ¿No serás un marica?" 182 Se despidieron una noche en una de las hamacas de la plazoleta que da al río, solamente iluminada por la luz de las estrellas. Babe se dejó manosear a discreción y lo besó hasta sofocarlo. -¿Será posible, Babe, que me dejes ir así? - Espérame en el banco, en el patio de casa... -¿Tu abuela! Ella lo miró sonriendo, y le dijo con una suerte de rencor: -¡Entonces me vas a buscar hasta que mueras! No fue para tanto. Cuando el tren, saliendo de la Villa, cruzaba el M boi cae, el doctor Federico Dogsner González se sentó frente a José-Antonio, que contemplaba nostálgico el paisaje por la ventanilla. Al sentir la presencia del singular personaje le dio un escalofrío. Lo miró con sobresalto. -¡Ij, ij, ij! -se río don Federico-, ¿cómo le va, joven amigo? Estaba impecablemente vestido con un traje de brin blanco. Cubría su cabeza un finísimo sombrero panamá. Lucía una corbata rojo sangre. Llebaba en la mano un delgado bastón forrado de cuero que tenía en la empuñadura la esfinge de un duende de oro puro, con ojos de rubí. -¿Viaja a la Asunción? - preguntó José-Antonio. -¡Allá voy, joven amigo, grandes días se avecinan! _A1 notar que José-Antonio miraba la corbata colorada con insistente curiosidad, explicó: - No se fije usted en externos distintivos, el diablo no tiene color. Y así fue en realidad. Los acontecimientos se precipitaron de tal modo que dejaron atrás para siempre la patria de la. juventud. 183 EL VERDUGUILLO Aunque se había acostado tarde, Walter Cardozo Einke se levantó de madrugada. Cargó el termo de agua caliente y fue a sentarse en el patio, bajo los árboles, junto al alambrado que daba a la calle. Lo que averiguó y observó la pasada noche en La Maison du diable Rouge, sumado a las informaciones metódicamente acumuladas, llevaban a la conclusión de que los acontecimientos previstos se precipitarían en los próximos días, si no en las próximas horas, conforme a los planes elaborados de común acuerdo con su ex condiscípulo Mike Woller, a quien los irreverentes nativos apodaban "Mikewola". Walter había aprendido a Norteamérica, en uno de los libros de Dale Carnegie, a detenerse en los momentos críticos para examinar el conjunto de la situación; pero, antes de empezar era preciso que el mate disolviera sus malos humores; o, como se dice comúnmente, le aplacará el indio. Ese indio falaz y subrepticio que polutaba el torrente caudaloso de su sangre germánica. Toleró entonces que su mente divagara en el pasado mientras la yerba hacía su efecto. Había hecho la conscripción, durante la guerra civil, en el Departamento de Identificaciones de la policía. Aunque era hijo natural reconocido de un dirigente opositor, entonces en el exilio, consiguió, cuando le dieron de baja, permanecer en su puesto en calidad de empleado con el sólo requisito de afiliarse al partido de gobierno. Eran tiempos difíciles. Su padrastro se había arruinado y su madre se entregaba cada vez más a la bebida. La gente emigraba en masa. Decidió no marcharse al extranjero mientras no terminara sus estudios. Era aplicado y criterioso. Si se trazaba un plan, lo cumplía con la misma tranquila y constante escrupulosidad con que 184 acataba las órdenes de sus superiores. Estos empezaban por dejar todo el trabajo en manos del buen gringo-ray, para acabar haciendo cuanto aconsejaba; o hábilmente sugería, haciéndoles creer que la iniciativa había partido de ellos mismos. Avanzó hasta el cuarto curso de la Facultad de Derecho sin retrasarse ni adelantarse nunca. Sus notas eran sobresalientes, pero nadie hubiera dicho que era un alumno brillante. Sus compañeros ni buscaban su amistad ni rehuían su trato. Hablaban libremente en su presencia, seguros de que no era un delator. No les inquietaban sus silencios, propios de su manera de ser habitual. Disfrutaba de una discreta popularidad entre los varones porque jugaba muy bien al basquetbol; y entre las mujeres, por su figura alta y rubia de galán de cine un poco insulso. Estaba pues correctamente encaminado cuando, para sorpresa de todos y acaso propia, dejaba la Universidad y viajaba a los Estados Unidos con una beca que incluía un año de práctica en el canal de Panamá. Le había favorecido conocer el alemán y un poco de inglés, lo que le daba enormes ventajas sobre otros tinterillos de la policía. Aparte de esto, no hubo postulantes capaces de hablar siquiera correctamente el castellano interesados en una beca que, según se dijo, convertiría al favorecido en soplón con título o pyragüé diplomado. A su regreso no supieron qué hacer con él, sobraban autodidactos. Volvió a su mismo puesto, con el mismo sueldo, hasta que la Embajada hizo una discreta sugerencia en su favor. Lo trasladaron entonces al Departamento de Investigaciones Especiales con el cargo de subsecretario, especialmente inventado para él, y le aumentaron el sueldo a cinco mil guaraníes, equivalentes a la quinta parte de la asignación que percibiera como becario. El Departamento de investigaciones Especiales ocupaba un antiguo solar de casi media manzana en el área céntrica de la ciudad. En el orden administrativo estaba en la zona de penumbra en la que se confundían las jurisdicciones del ministerio de Defensa y del Interior. Los asuntos de rutina y presupuesto eran de competencia del ministerio de Defensa. Para tomar decisiones se apelaba o al jefe de policía o al ministro del Interior, aunque no en forma indiscriminada sino en base a la naturaleza del problema y de su adecuación al temperamento y al carácter de cada uno de estos dos funcionarios. Por último, las atribuciones del jefe del Departamento no estaban claramente definidas, pues podía recibir órdenes directas del Presidente de la República, apelar a éste 185 o entenderse con él sin conocimiento de sus superiores inmediatos. Nadie había dispuesto nada al respecto, y sí alguno lo había hecho seguro que ya lo había olvidado. Sin embargo el organismo se había adaptado a sus funciones de una manera espontánea y razonable en el país menos burocrático del mundo. Todos sabían que el jefe del Departamento era compadre del Presidente de la República y gozaba de su confianza; que el jefe de^ policía era un loco de atar, pero tenía sus deslumbramientos; que las relaciones personales del ministro del Interior con el Presidente de la República no eran ni habían sido nunca muy cordiales, por lo que se esperaba la caída del primero de un momento a otro. En cuanto al ministro de Defensa, estaba como de adorno, sin mando para cambiar de destino al último sargento, y se ocupaba preferentemente en tomar tereré de la mañana a la noche. Comandaba el Departamento de Investigaciones Especiales el entonces mayor Patricio Melgarejo. Debía su cargo a méritos de guerra. En la revolución se había destacado al mando de una brigada de milicianos gubernistas que operaba detrás de las líneas insurrectas, degollando por igual ganado y pastores. Al menos, esta era la fama, que Melgarejo se cuidaba muy bien de desmentir. El terror que inspiraba contribuía al mejor desempeño de sus funciones. Le dio a Walter, para que instalara su oficina, un salón atestado de papeles que tenía un ventanal enrejado en el piso segundo, sobre la calle. Se encontraba al final de un pasillo en el que había un cuarto de baño y una celda que casi nunca se ocupaba porque habría requerido una guardia especial. - Bueno, mi hijo -le había dicho Melgarejo, lanzando un salivazo prontamente absorbido por la capa de polvo que cubría las baldosas-^ acomodate a tu gusto. Te voy a mandar dos tres soldados para que tiren toda esta basura al río y te limpien un poco. Y dando media vuelta, se olvidó de él. No se imaginaba que lo había introducido a la cueva del tesoro. Lo que Melgarejo iba a mandar tirar al río eran papeles encontrados en allanamientos o en la persona de los presos políticos. JBuena parte de ellos estaba formada por libros y folletos. El resto era un revoltijo de informes manuscritos, cartas, libretas de direcciones, claves; notas tomadas en el curso de reuniones clandestinas; actas, nóminas de contribuyentes, balances, recortes de periódico, volantes mimeografiados. Walter los examinó uno por uno, valiéndose de la lupa de 186 filatelista que le regalara su padrastro. Se encontró con nombres y seudónimos que reaparecían aquí y allá. Rastros de debates que mostraban el choque de distintas tendencias, luchas intestinas, rivalidades personales, puntos débiles; t e m p e ramentos frágiles, enérgicos, autoritarios o flexibles. C a r a c t e res de imprenta que se repetían en volantes de distintos partidos de la oposición y hasta del propio gobierno. Tipos de máquina de escribir que dejaban su impronta en panfletos multicopiados, informes secretos, cartas íntimas, poemas de amor. La letra torpe de un semianalfabeto podía ser seguida desde una reunión clandestina hasta el libro de actas de un sindicato legal. Los sobres de correo mostraban en sellos desteñidos el lugar de origen y la fecha de expedición. Sacaba provecho hasta de boletos de tranvía, cuentas de hotel, entradas de cine. Revelaba tintas simpáticas mediante diversos procedimientos químicos; buscaba huellas dactilares, descifraba criptogramas. Abría carpetas, organizaba ficheros, llenaba uno tras otro gruesos cuadernos de apuntes. Bosquejaba gráficos y organigramas. Hacía estimaciones cuantitativas en base al cálculo de probabilidades. Para descansar, hojeaba libros y folletos, y leía integramente algunos, prestando atención hasta a los subrayados y notas marginales. Las ideas pasaban por sus ojos sólo atentos a los rastros de la Dresa. Los oficiales del Departamento lo veían hacer con una mezcla de sorpresa y sorna. No sabían que estaba armando el más completo rompecabezas de las actividades de la oposición, de las contradicciones y vínculos entre diversos sectores, de sus centros de dirección, de sus fuentes de recursos, de su grado de organización y de influencia, así como de su capacidad operativa y de sus contactos en el gobierno. No entendían por qué nunca recomendaba un procedimiento ni mandaba detener a nadie. Se contentaba con la cosecha producida por los golpes a ciegas. Muy de vez en cuando pedía que le trajeran a un preso para interrogarlo. En esos casos trataba amigablemente al prisionero, le convidaba cigarrillos. conversaba largamente con él, sin más protección que su dominio del karaté. Desde la madrugada hasta altas horas de la noche, con la obligada pausa de la siesta, que dormía allí mismo sobre una estera extendida en el suelo, dándose aire con un ventilador de segunda mano, trabajaba el subsecretario. Como su oficina estaba fuera de la circulación normal del edificio, y en la comandancia se le necesitaba rara vez, su único contacto regular con las otras dependencias se establecía m e 187 diante el soldadito encargado de barrer y cebar m a t e . Se llamaba Lucas Portillo. Era endiabladamente astuto y poseía un envidiable talento para hacerse el tonto. Tenia además una memoria prodigiosa y una capacidad de observación poco común. A cambio de buen t r a t o , cigarrillos y una que otra propina, Walter se enteraba de cuanto ocurría a su alrededor. Los informes de Lucas Portillo eran vividos, dramáticos, llenos de detalles pintorescos. Según Lucas Portillo, el mayor Melgarejo solfa preguntar al capitán Tranquilino Arias, su segundo: -¿Qué anda haciendo Cardocito? El capitán Arias sacaba la guitarra de la entrepierna, la apoyaba sobre el muslo izquierdo, ponía la palma abierta sobre las cuerdas para que no se le escaparan los aires de la polca que estaba componiendo, se pasaba la lengua por el ralo bigotito, echaba atrás la cabeza, en cuya nuca se sostenía la gorra por milagro y lo quedaba mirando con sus ojos lánguidos, casi afeminados de tan tiernos. Sólo cuando Melgarejo resoplaba arrugando peligrosamente su pequeña garra cobriza sobre un tintero de plomo, el capitán sonreía inocent e , mostrando su dentadura cariada: -cY qué lo que va a hacer? Según Lucas Portillo, Melgarejo lanzaba entonces los restos de su naco en el plato del soldado que íe servía de escupidera, y gruñía mirando con disgusto a su abúlico ayudante: -ijhü'ü, no te descuides, es hijo de gringo! Ei gringo siempre está buscando algo, no se queda a esperar como nosotros. -¿Y el Presidente de la República? -le preguntó una vez el capitán Arias, acaso con la intención de ponerlo en apriet o s - . ¡Desde el Mariscal López no hay paraguayo más paraguayo que él! Melgarejo hizo una mueca, y, tras de (escupir,, ahora hacia el patio, rozando la cara del centinela, que ni pestañeó seguro como estaba de la puntería de su jefe, continuó releyendo a Vargas Vila. Además del jefe y de los oficiales, verdeolivos del Ejército, había una media docena de contratados de la policía y un enjambre de soplones. Estos últimos no servían para nada en opinión de Walter. Eran, sin excepción, haraganes, irresponsables y mentirosos. La población los identificaba por los vagos y mal entretenidos. Formando grupo aparte, en el fon188 do, cerca de los excusados, trabajaba un equipo de individuos siniestros a cargo de Claudio Arévalo. Cuando entraban en funciones Walter ponía la radio a todo volumen. Le daban escalofríos. Completaban el personal un número indeterminado de conscriptos traídos de la campaña. Prestaban servicio, la mayor parte del tiempo, en una ladrillería, propiedad de Melgarejo, cerca de Tacumbú; o desempeñaban las tareas más diversas, sin exluir las domésticas, en casa de los oficiales. El capitán Arias los alquilaba a contratistas y se embolsaba t r a n quilamente sus salarios. Eran muchachitos aindiados, desnutridos, de diecisiete a diecinueve años. De vez en cuando se los juntaba en el bajo de la bahía como a novillada en el rodeo, y a patadas, cintarazos y coscorrones se los instruía en el noble oficio de las armas. Pero Walter, ajeno a todo esto, continuaba clasificando papelitos y examinándolos con la lupa, cada vez más convencido de que, a juzgar por lo que esos mismos papelitos indicaban, muy pronto sus servicios serían indispensables. Sus métodos sustituirían necesariamente a los procedimientos primitivos, artesanales. En tal sentido, se creía sinceramente un portavoz del progreso. Su día llegó un atardecer. Ya se disponía a encender la luz cuando el mayor Melgarejo apareció en la puerta. Se t a m baleaba un poco y olía a caña. -¡Adelante, mi mayor, qué novedad verlo por aquí! Melgarejo no respondió. Estaba examinando ios cambios introducidos por el subsecretario. Una de las paredes estaba cubierta hasta el techo por una flamante estantería de cedro en la que se alineaban libros y carpetas numeradas. En otra había gráficos asegurados con chinches a tableros de terciada. Un mapa del Paraguay, con leyendas en inglés, acribillado de alfileres de distintos colores, empapelaba la tercera, junro con un plano detallado de la ciudad de Asunción. Detrás del escritorio se veían una biblioteca y un armario con puertas de vidrio veladas por cortinillas. Junto al escritorio había una larga mesa cargada de papeles, carpetas sin usar y un gran frasco de engrudo. Por aquí, una máquina de escribir flamante; por allá, un grabador y una radio de la mejor calidad. La limpieza y el orden de aquel salón, que había recibido una mano de pintura, lo hacían aparecer como un cuerpo extraño y sospechoso en el 189 sórdido edificio. "Aquí hay muchas cosas que cuestan plata -pensó Melgarejo-, y Cardocito nunca pide nada a la intendencia". Desdeñando el sillón de mimbre que le ofrecía el subsecretario, fue a sentarse frente a él, en el borde de una silla, con los codos sobre la mesa y la cabeza entre las manos. Lo miraba fijamente. No había dicho una palabra. Walter se sentía desconcertado. Gomo pasaba el tiempo y el mayor seguía en silencio, se puso a explicarle, en términos vagos y entusiastas, el trabajo que estaba haciendo. A medida que escuchaba, Melgarejo parecía librarse de alguna preocupación. - Estás errando grande, mi hijo -le interrumpió, en guaraní, después de haberlo oído largo rato-. Por allá donde e s tudiaste cada cosa tiene su papelito. Por aquí los papeles sólo sirven para el común, cuando escasean los marlos de maíz. Es como si quisieras enterarte de lo que pasa en el Paraguay leyendo los diarios - concluyó, frunciendo el ceño en sonrisa al revés, como los indios, según una notable observación de Lucas Portillo. Al recordarla, Walter no pudo contener la risa. Melgarejo no pareció ofenderse en absoluto. - os reíte lo que quieras. El asunto es saber oír. Oír lo que se dice y lo que no se dice. Principal: lo que no se dice. Hay que tener la oreja mismo donde se debe. Así estoy mejor informado que el F.B.I., con mucho menos gasto. Y no hay el que me va a joder. ¿O por qué te figuras que un zorro tan mañero como el Presidente de la República me encargó el Departamento?. ¿Para favorecer a uno su compadre? ¡Ni por nada! Es que aquí está su crédito. Me puso a mí porque quiere irse tranquilo al excusado. Sabe lo que vale el arandú-caaty, íla sabiduría del monte, mi amigo! Sacó un cigarro del bolsillo, le pegó un tarascón y volvió a guardar el resto. - Hay el que cree que porque escribe a máquina ya sabe magia negra. El diablo entiende a la gente, por eso le jode a Dios y se lleva a tantos al infierno. El buen mariscador conoce la malicia de todos los animales. Sin eso, por más doctor que seas, cualquiera te va a embromar. Escupió sin miramientos en las limpias baldosas y continuó: - El hombre decente no sirve para la guerra ni para la política. Le obligan sus palabras, cree en lo que dice. Y en la guerra, como en el truco, el que dice lo que va a hacer o hace lo que dice, está embromado. Yo tuve la mala suerte 190 de pelear a las órdenes de mi coronel Chirife en la revolución de 1922. Viene el general Rojas y le dice: "Yo estoy con usted, pero, ¡figúrese!, soy el ministro de Guerra. Mañana mismo voy a renunciar porque no tenemos con qué cubrir el flanco izquierdo". Chirife le creyó y atacamos por ahí. Para qué te voy a contar que nos topetamos con un garrote de aquellos. ¡Váyese a llorarle a su abuela! Corridos por vigilantes y marineros, ¡qué vergüenza! Con ellos también había obreros de la Liga Marítima y un montón de colegiantes c a bezudos. Entre todos le dieron una pateadura al grueso del Ejército, mandado por el jefe de mayor prestigio, que tenía a sus órdenes a oficiales como Blas Miloslavich y Feliciano Irala Palacios, que ya ni podían dormir de tan leídos. Para peor había dos alemanes en el Estado Mayor. José Gil solía decir: "Préndanse los botones, muchachos, que vamos a correr: ya nuestro comandante está hablando otra vez con esos gringos". Su ciencia no decía que el paraguayo cuando se siente seguro es un inútil. Entonces, para que rinda, hay que meterlo en un brete. Tratando de salir es capaz de cualquier cosa. Sabe que tiene un santo adentro y no se entrega ni por nada. El gringo, en su lugar, cuando lo aprietan, se desatina y cae como el venado con la seca. Así, con tanto libro en la gurupa, no paramos de galopear, con ios saco-pucú* quemándonos los pantalones, hasta que se nos acabó el Paraguay y nos atrincheramos en Caí-puente. Los saco-pucú se contentaron con mirarnos desde lejos. "Ese ejército se deshonra -decía Blas Miloslavich-, tiene superioridad numérica y no ataca". Peleaba de pie, para dar el ejemplo, como si el soldado fuera estúpido. ¡Pobre Milos, hasta el viento lloró la tarde que lo enterramos!... ¿Por qué no llamas a Portillo para que nos traiga una cañita? - Si gusta, mi mayor, le puedo convidar con Whisky. - Y bueno, ya que sos millonario... ¡Hay que aprender a tomar whisky, mi amigo! ¡Pronto del Paraguay no va a quedar ni aloja! Melgarejo se echó un trago, pensativo. Walter se p r e guntaba la razón de aquella charla. - Como te iba diciendo, los saco-pucú se contentaban con espantar pájaros y asustar monos con uno que otro cañonazo al rumbo, hasta que una noche nos salieron por la r e t a guardia y nos dejaron en la boca del tigre. Salimos de entre Saco-largo, gubernista en la revolución de 1922-23. 191 sus dientes y avanzamos hacia Paraguarf, voleando por las Misiones, para romperles los huevos en el nido. Pero nuestras montoneras no pudieron quemar el puente del Tebicuary, y otra vez los saco-pucú llegaron primero que nosotros, viajando en ferrocarril. Desde los oficiales hasta el último soldado queríamos atacar, paja que se acabara el pleito de una vez. Eramos menos, pero nuestra rabia era más grande que la del enemigo. Entonces nuestro comandante consultó con los a l e manes y volvimos a correr... Ahora Melgarejo reía a carcajadas, como si el hecho de que los saco-mbyky * fueran los corridos le provocara incontenible hilaridad. "Está borracho -pensó Walter, con desprecio-, me vino a jorobar de puro aburrido". - Algunos meses después mi coronel Chirife murió desconsolado y sus gringos se mandaron a mudar. Estigarribia lanzó un comunicado que decía que estaba pisando los talones a los restos del ejército rebelde. Entonces nosotros apretamos una marcha de ochenta leguas, y, mientras los saco-pucú nos buscaban por los esteros de Yhú, los saco-mbyky llegábamos a la Asunción. Entramos al trotecito, galleando, por la calle que ahora se llama Eligio Ayala. El gobierno se había embarcado para escapar a la Argentina, pero unos pocos se hablan quedado, y cuando esto ocurre se acabaron las bromas: son los más decididos, los que de veras pelean, sin el estorbo de los chimbos. Melgarejo escupió y siguió reflexionando: -¡Cómo cambian los tiempos! Ahora los civiles se mean en los zapatos. Antes cualquier cajetillo se animaba a soplar fuego. Entrecerró los ojos para evocar una escena inolvidable. - Èn la torre de la estación central del ferrocarril h a bía un cantón de diputados, al mando del doctor Pastor Palacios, mozo de duras muñecas, resoivido. Tenia al diablo de abogado y jamás erraba un tiro. Allí estaba, esperándonos, con toda el alma afilada en la mira del màuser, cuando vio avanzar al frente, hermoso como un principe, en un alazán moruno requecheado en una estancia, a mi capitán Feliciano Irala Palacios, que era su pariente, compadre y amigo del alma. Saco-corto, rebelde. 192 Melgarejo saboreó un largo trago de whisky. -¿Sabes quién fue el capitán Feliciano Irala Palacios? - Ni idea - respondió Walter, aburrido. Melgarejo le dirigió una mirada socarrona. - Muy mal hecho, lo tendrías que saber; fue el padre de nuestro nuevo ministro. Walter se inclinó sobre la mesa, súbitamente interesado. - Te voy a contar cómo murió, porque su muerte fue el principio de una historia que todavía no ha terminado. "¡Déjenmelo a mí!", dicen que dijo el doctor Pastor Palacios. Según trató de explicar después, aunque no todos le creyeron porque había una mujer de por medio: confiado en su puntería quiso bajarlo herido del caballo, para salvarle la vida. El destino dispuso otra cosa. Justo en el momento en que apretaba el gatillo, se entreabrió la persiana de un balcón y una mano de mujer saludó con un pañuelo. Mi capitán hizo la venia, chusqueó su caballo, y la bala de su amigo le partió el corazón. - Así que usted conoció al padre del señor ministro. -' Fui su soldado, y ni tu madre te conoce como te conoce tu soldado. Melgarejo acabó el whisky que quedaba en el vaso. - Entonces se armó una pelea para vivir contándola. Los saco-pucú apretaron el trasero y quebraron espoletas hasta dejarnos derrotados. En medio de la pelea arrastramos el cadáver de nuestro capitán hasta la casa del balcón. No voy a decir el nombre de la mujer que le cerró los ojos, porque nombrarla trae desgracia... Tomó la botella de whisky y cargó su vaso hasta los bordes, como si fuera limonada. Walter recordó entonces que el mayor Melgarejo no tenía fama de borracho. - Pastor Palacios nunca se perdonó la muerte que dio a su amigo. Se ocupó de la familia del finado como si fuera la propia. Alfonso, hijo de mi capitán, y Feliciano, hijo de Pastor Palacios, se criaron juntos y se hicieron tan amigos como habían sido sus padres. Ahora Alfonso Irala Vargas es nuestro nuevo ministro, y a Feliciano Palacios hasta hace un rato lo teníamos preso en el fondo. -¿Cómo q u e hasta hace un rato? - Ha salido en libertad. Me han dicho que Alfonso, para aceptar el ministerio, puso como condición que se soltara a Feliciano. - Los Irala y los Palacios fueron siempre de partidos contrarios. 193 - Eso es lo que se dice. Lo principal, lo que no se dice, es que anduvieron mucho tiempo detrás de una misma mala idea. Durante la guerra civil, Alfonso estuvo por pasarse a los rebeldes. Si no lo hizo fue porque Muñeca lo atajó. - ¿Quién? - Muñeca Egusquiza. -¡Ah, su mujer! - Sí, su señora. -¿Qué piensa usted que hará el señor ministro con Feliciano Palacios? - Mira, hasta ahora quien hace y deshace es el Presidente de la República. Se me ocurre que con Alfonso van a cambiar algo las cosas. No es un pobre infeliz como los otros ministros. Tengo tu misma curiosidad, porque el enredo ya empezó. A Feliciano Palacios lo apresaron con una tal Mariana Arguello, de esto hará unos tres años. Ella sigue presa en una comisaría. El ministro dio orden de trasladarla aquí. Quiere que esté a tu cargo. La pondremos en el calabozo que hay ahí, junto a tu oficina. - A mi cargo, ¿por qué? - Ya te dije, orden del ministro. Pregúntale vos mismo: quiere que mañana, a las ocho, vayas un poco a verle. -¿Yo? ¿Para qué? -¡Allí está el golpe! Dice que leyó un informe tuyo muy interesante. ¿Qué clase de informe es ese? - No sé cuál será, mi mayor - respondió Walter, escondiendo su júbilo-, mando un informe todos los meses. Usted los firma. Había oscurecido por completo. La habitación estaba apenas iluminada por los reflejos del farol de la calle, siempre desierta y silenciosa en los alrededores del Departamento. Se oyó un grito de dolor que venía de los fondos. - Así ha de ser -dijo el mayor Melgarejo-, pero, ¿quién iba a pensar que irían a leerlos? Los gritos se sucedían, agudos, desgarradores. Walter no pudo resistir. Encendió la radio. Una polca de bárbara energía, con algo de toreada y de toque a degüello, entró como el torbellino de una danza sangrienta. Se le erizaron los c a bellos. Un rostro magro, cobrizo, casi negro, brillaba en la oscuridad con reflejos verdosos. -¡Jho cajetillo fifí, la añamemby! - exclamó Melgarejo, con voz pastosa de borracho - ¡Manda la gente al infierno y no aguanta sus gritos! 194 * * * * * * "La macana es que el mate se me aguachó y no tengo ganas de ir a la cocina a cambiar ia yerba porque el ministro hizo uso de mis informes basados en la desinteresada y objetiva consideración de los hechos para desbaratar la conjurada conjunción de fuerzas opositoras y capear el temporal mediante la provocación sucesiva concebida y orquestada por mí de oleadas del movimiento obrero estudiantil campesino de tal modo que quedaran aislados los rebeldes en armas cuando se presentaran en una maniobra planificada por este modesto servidor público basándome en experiencias recogidas en el mundo entero insurreccionado para después dejarme en el mismo cargo como si a mí no me importara eso que los romanos llamaban carrera de honores y me arreglaron con un hueso que creyeron adecuado a un perruno oficio como el mío cuando soy un idealista entregado a la defensa de la civilización cristiana occidental y a la persecución del materialismo ateo y de los idiotas útiles aunque en mi perra vida fui a una iglesia desde que me bautizaron mis paternas tías en la santa fe católica pese a una madre librepensadora putì llosa que pensaba solamente en menearse los años sometidos a los bíblicos rigores del abuelo luterano y hotelero hohenauense del que se fugó con un político deportado acogido en su casa y visitado por las noches para recoger la semilla de este individuo que soy yo que ahora reniega de los oscuros genes recesivos generados en el vientre de mi madre sin ofender a su memoria escupiendo al techo la palabra que conduce a la degradación del individuo y de la propiedad privada porque fue un error de las democracias manejadas por plutócratas judíos contribuir a la victoria de los bárbaros del Este sin Dios Patria ni Familia de lo que a mi me importa un pito de modo que Mariana tenía razón al sugerir mi cobardía cuando Melgarejo era ascendido a coronel con mando de tropa por intrigas de Muñeca Egusquiza que es mujer del ministro mientras yo en mi pasillo me sigo jodiendo con casa con piscina y auto último modelo sin contar con los ahorros depositados en un banco de Panamá que si no fuera por mi acendrado patriotismo me hubiese escapado con Mariana y hoy seríamos felices comiendo perdices o yo con tres cuartas de narices porque ella como una ingrata ave migratoria se me voló cuando le abrieron la jaula a la garza lastimada que recogí en Isla del Medio y me encariñé con ella sin dormir para cuidarla sabiendo que mi mamá se había ido a Posadas en la 195 última lancha para encontrarse con no sé qué oficial de marina exiliado como decía la alegre malignidad de Babe Niberto mientras jugábamos a la vaca y el toro y a mí me tocaba hacer de vaca por la posibilidad de ordeñarme en una escupidera y mi pájaro se me volaba dejándome el desasosiego que apenas pude calmar coleccionando mariposas bien muertas y clavadas con alfileres de colores en tableros de terciada porque sólo se conserva lo que se puede dominar y solamente los muertos se quedan en su sitio hasta que decidimos olvidarlos aunque a un hombre de conducta intachable y tan escrupuloso cumplidor de sus deberes se le debería tener en cuenta para un puesto diplomático porque cuando me acuerdo de ella no puedo dormir más y a lo mejor si me voy lejos no tengo que salir a buscar bandas para después echarlas a patadas porque ninguna le parece y el doctor me ha dicho que tuviera cuidado porque la purgación se vuelve crónica y no bastan antibióticos a las espiroquetas que emponzoñan futuos Cardocitos atavismados de puerqueza porque uno no es un chancho manso como mi estúpido padrastro que cargó con mi mamita ya más gorda que una vaca para hacerla decente reventada de várices y me regaló la lupa alemana que uso en mis investigaciones científicas para continuar la obra de su vida en una colección de estampillas que para nada me interesa sino estirarla en la estera y sentir su olor a tierra lavada por la lluvia aunque mamá lo despreciara añorando a ese indio curupialesco que me encajó su apellido como clavo antes de abandonarla pese a que ahora nadie lo recuerda mientras yo soy más conocido que el rebuzno y salgo en todos los panfletos subversivos con el marcante el Verduguillo que me apodó el señor ministro a sabiendas de que jamás maltraté a un preso mientras él casi mata al estudiante que le grita renegado al tiempo que le escupía y yo lo atajaba para que no cometiera un disparate irremediable del que fui el único testigo callado como una tumba porque soy un imbécil que divaga al divino cohete en lugar de pensar en lo que me dijo Mikewola y me decido de una vez a desquitarme o servirle de nuevo el plato para que me dé las sobras de la explotación del hombre por el hombre y me mire con desprecio como si fuera su enemigo colaborador más eficiente sin darse cuenta que es culpable de que me empede en ios quilombos de mala muerte y haya fumado marihuana que no tiene gusto a nada como este mate aguachento porque ni soy alemán ni paraguayo criado en un país de individuos disparates paranados sinmaspena o echo una meada en el rosal antes de que acaben 196 de devorarlo las hormigas que trabajan para ellas en lugar de deslomarse al servicio de la humanidad como las estúpidas abejas sin poder darse el gusto de echarse un polvo con los zánganos como esas burreritas que pasan por la calle y me miran divertidas mientras le apunto al hormiguero trabajosamente construido no porque les tenga rabia a las hormigas que buscan su provecho y hacen perjuicio sino para probar la puntería del instrumento pues no me importan las hormigas sino las mariposas que como mamá son bellas en el amanecer cuando el tajy florece y el timbó como diría mi amigo el poeta José-Antonio Lara quien de nuevo anda jodiendo con los conspiradores y me deja el problema de sacarlo del apriesin decirle nada de lo que sé pues me devolvería el favor con la patada de poner sobre aviso a esos zanguangos en vez de sincerarse con un compañero de la juventud que siempre lo ha querido a pesar de sus desprecios de cajetilla engreído libre de aguas menores y de gases exhalados por los malos espíritus que doña Tererute saca de las tripas por obra del payé que los transforma en sapos y lagartijas que salen por las narices con los chismes de las altas esferas pues no me animo a pedirle me libre del recuerdo que entró por el pasillo seguida de descalzos soldaditos que me dicen confianzudos que te manda mi mayor Melgarejo dejándome una momia india con el cabello como manto y un atadito bajo el brazo que bajaba la cabeza y contestaba a mis preguntas con palabras sin juicio como si la hubieran azonsado tres años de c o misaría para dejarla en paz en el calabozo de ai lado que es una piecita de dos por tres sin otra abertura que la puerta que tiene una mirilla con los ojos del perro encarachado que mi padrastro despenó y la vi acurrucada sobre una colchoneta y le hice traer de mi casa un catre de lona con cobijas sin que por eso se dignara a saludarme siquiera cuando salía e s coltada por fusiles a llevar su balde a los retretes mordiéndose los labios con una rabia tan tremenda que no sé cómo no sangraba y mandé a Lucas Portillo a comprarle una escupidera que la trajo enlosada con dibujitos de colores y siguió llevando el balde hasta que se lo puso de sombrero a Claudio Arévalo y por poco la matan esos bárbaros provocando un alboroto que usé de pretexto para que no saliera más al patio y usara mi servicio dos veces al día con la condición de limpiarlo con creolina de gérmenes patógenos y la revendedora que le traía comida y le lavaba la ropa pudo entrar en la celda con centinela a la vista para no irritar a Melgarejo que no entendía por qué el ministro había puesto en libertad a un 197 sujeto peligroso como el capitán Palacios dejando presa a una mujer cuyos antecedentes decían que la atraparon con su amante si bien eran presunciones de interrogado res brutales prontuarios curialescos afirmando cualquier cosa como hechos comprobados en el paradero de los principales cabecillas subversivos y la sometieron a tres meses de interrogatorios a una pobre infeliz más caprichosa que una mula pues no dijo nada y el médico diagnosticó aborto con infección y anemia que confirma mi teoría de que esta gente es durísima que sólo muere a balazos aunque estuviera como muerta y e n t e rrada y se la retuviera como rehén como decía la calumniosa oposición panfletaria partidario como soy de la pena capital menos cruel que la tortura pues la ley previene y no castiga ya que no están vigentes las llamadas taliónales que arrancarían los ojos y los dientes si me animara al hombre que me privó del alma y del amor a mi trabajo después de que le diera todo al que para nada sirve por su romanticimo vergonzante opuesto al espíritu científico y al rigor intelectual heredados de mi madre pese a la maledicencia ya que las malas costumbres no son congénitas sino ambientales y el pensamiento es propiedad y función del cerebro y no de las antípodas aunque el pudor me impidiera averiguar dónde se iba mi mamá cuando venía a buscarla el auto del delegado de gobierno con personas en condiciones de darme referencias de primera mano más vividas y exactas que un pronturario redactado por imbéciles que no comprenderían mi interés en los antecedentes de una persona encerrada pared por medio y que cagaba donde yo por más que procuraba sacármela de la cabeza me estorbaba una presencia sentida a toda hora y más de noche cuando me quedaba a trabajar como el demonio debajo de mi cama mientras lloraba en soledad la ausencia de mi madre o las angustias de una pesadilla que no me puedo recordar y pensaba pedirle a Melgarejo que la llevaran a otra parte librándome de la cruel indiferencia de Mariquita Montero cuando la sorprendí hablando con Lucas Portillo contra el reglamento y me hice el desentendido pues bastaría olvidarla y ocuparme de mis cosas pues la tenía un poco de miedo al comandante cuando le dieron la misión de combatir a los rebeldes con entera carta blanca y la autoridad real pasó a mis manos pues veía al ministro casi a diario y en lugar de trasladarla le hice dar una llave de la celda para que usara el baño las veces que quisiera y Portillo le e n t r e gara los periódicos en vez de tirarlos y pudiera tener una pequeña radio a transistores y un velador cito para hacer las 198 costuras y bordados que su madre vendía afuera y le pedí a Portillo cuando salió de baja que se quedara conmigo en calidad de contratado pero sé me rió en la cara diciendo que a su abuela le picó una víbora y que por eso debía estar en su valle antes de la función de San Blas por un absurdo incomprensible para una mente lógica como la mía pero acaso c o herente para un semi indio como el ordenanza al que le regalé mil guaraníes y una campera adquirida en Norteamérica en mis tiempos de becario sin saber que hacía rato ya no es taba a mi servicio y al abandonarme fue leal a su manera esa noche de diciembre entre la Navidad y el Año Nuevo en que tuve que quedarme a redactar un resumen de la información que poseíamos sobre los preparativos de una invasión rebelde y hacía un calor de la gran siete y el olor de los pesebres y el bullicio en las calles entraban por la ventana del único ciudadano de este país dichoso a pesar de sus desdichas que estaba trabajando con toda seriedad cuando de pronto sentí la tontería de lo que estaba escribiendo y me levanté a mirar la noche añorando los encantos de la triste • niñez apasionada y solitaria como dice José-Antonio en un poema emocionante con motivo de las fiestas acaso pensando en mí que soy su amigo verdadero aunque le avergüense saludarme atrapado por las rejas y me volví hacia la puerta que da al pasillo con ganas de salir corriendo y vi luz en la mirilla y oí la radio que cantaba un villancico despacito y me volví al escritorio sintiendo palpitaciones junto con unas absurdas ganas de llorar a gritos como cuando me despertaban chirridos y suspiros que son el síntoma evidente de una crisis nerviosa causada por el exceso de trabajo subsanable con un trago de whisky y la tensión enérgica del autodominio de las razas fuertes hasta que adiviné que se abría la puerta del calabozo y sin saber qué hacía me puse al acecho hasta que salió del baño y yo asustado como un estudiante en su primer interrogatorio le ordené que me siguiera y la vi después de mucho tiempo en carne y hueso con esa palidez notable de la falta de soles no tan demacrada en el suelto vestido de negros lamparones pegados a largas curvas coronadas en un negrísimo rodete de campesina al fin de un cuello moldeado en arcilla sin secar que me obligaron a mirar sus tobillos de yegua fina y sus pies perfectos calzados en escarpines y decirle que se siente en el sillón de mimbre que tengo junto a la ventana y me obedeció como una reina sin decir una palabra y yo le di un vaso de whisky de las felicidades pero ella se quedó como pensando antes de contestar que solamente 199 brindaba con amigos lo cual es una impertinencia de preso político a la que estoy acostumbrado aunque la frase fuera extraña en la boca de la hija de una revendedora que podía hacer lo que quisiera pues la llamé para que tomara fresco a mi vecina contra la que no tenía nada personal en tanto se quedara quieta y no me molestara mientras seguía mi trabajo como al parecer aceptó al cruzar las piernas y mirar por la ventana después de un encierro absoluto de muchos meses con el vaso en el regazo parecía una gran señora en el balcón de su casa y escuché que suspiraba al asomarse de la tumba y me dio mucha alegría descubrir que se mojaba los labios con el whisky mientras los ruidos de la noche se iban apagando y supe que al amanecer el aire se pone azul cuando se levantó y me dio las gracias antes de encerrarse de nuevo bajo llave y yo saqué la hoja de la máquina acomodando el informe para romperlo en pedacitos y salir a la calle sin que me viera el centinela que dormía con los ojos muy abiertos y estuve caminando hasta que el sol me encontró comiendo chipa en la Plaza Independencia que a esa hora había sido está llena de pájarosn Walter se frotó los ojos con el reverso de las manos» Estaban húmedos. Se había entregado con exceso a evocaciones y divagaciones, tolerables en el lírico trasnochado, en el sentimental que era en el fondo, pero no en el Subsecretario del Departamento de Investigaciones Especiales. Se sabía un profesional eficiente. Lo era por su capacidad de apartar la cabeza de todo aquello que distrae de la realización de un buen trabajo. Tensó la voluntad, encendió un cigarrillo; apoyó sus pies grandes, blancos y regordetes en el tronco de un mango, y se dispuso a reconstruir, en sus detalles, la conversación que tuviera hacía algún tiempo con su colega Mike Woller. Se encontraron en una casita que Walter tenía en las afueras. Mike exageraba las precauciones para encontrarse con Walter. Nadie sospechaba las funciones que escondía su carnet de corresponsal viajero de una agencia de noticias. En * Copia f i e l del manuscrito del Armario del los Polpos. 200 la cabana había abundancia de whisky. Entre trago y trago Mike le fue informando lo que sabía acerca de la conspiración. En realidad, Walter estaba al tanto de ella y comprendía mucho mejor que Mike sus alcances y posibilidades, pero lo dejó hablar porque le interesaba conocer la posición de Mike con respecto a los conspiradores. Ya se estaba aburriendo cuando Mike, con eí vaso en una mano y el cigarrillo en la otra, se puso de pie y lo enfrentó como un agente secreto de película. Era un hombrón rudo y coloradote como el propio Walter, aunque la boca en tajo y los ojos acerados contrastaban con los párpados caídos y los gruesos labios entreabiertos que daban a Walter una expresión engañosamente estupida. Walter se daba cuenta de que el bueno de Mikewola, tan zonzo e infantil en muchas cosas, era capaz de pegarle un tiro a la madre si esta interfiriera en sus planes. - Mi querido amigo -dijo Mike, en inglés-, cada cual tiene su trabajo: el tuyo es cazar conspiradores; el embajador hace diplomacia; el mío es perseguir el tráfico de estupefacientes. He encontrado la punta del ovillo. Lo vengo siguiendo desde el Lejano Oriente. El gangster francés que se hace llamar Monsieur Pichón ha convertido a este país en uno de los centros de distribución más importantes del mundo. No me importa qué manos estén metidas en el asunto, debo cortarlas de algún modo. Conseguí que el embajador comunicara oficialmente a tu gobierno que no estamos dispuestos a tolerar que desde aquí nos envenenen... Walter se echó a reír. -¡Vete al diablo, Mike, eso lo sabe todo el mundo! El ministro hizo ayer un comentario muy jugoso. Mike frunció el ceño, a la expectativa. -"Crean un foco infeccioso y pretenden no contaminarse" - citó Walter. Mike se encogió de hombros. -¡Oh, una frase, es un hombre de frases! Se dejaría ahorcar por decir una. No comprendo. Tenemos registradas una multitud de ellas* Puestas en la computadora, es imposible determinar lo que realmente piensa ese hombre. Habla por hablar. -¿Para qué entonces las registran? Mike hizo una mueca. - Juzgamos a las personas por lo que hacen, no por lo que dicen. Es un viejo principio. Anotamos las palabras para que luego las acciones no nos tomen por sorpresa, como esos tipos que continuamente amenazan con suicidarse y se pegan 201 un tiro cuando ya nadie les cree... Bien, al grano, déjame seguir. Contra lo que teníamos derecho de esperar, al Presidente de la República no le impresionó nuestra advertencia. Contestó con evasivas, hizo vagas promesas. Luego, o no puede o no quiere resolver el problema, y éste sigue en pie. Los amigos con que contamos para presionarlo no acaban de decidirse o piden demasiado. No nos interesa un cambio de gobierno, al menos por el momento, salvo que no resten opciones. Lo que deseamos es persuadirle de que sin nuestra ayuda no podrá sostenerse. En este caso concreto, el único que me interesa, no podrá contar con ella a menos que nos entregue el francés. No basta con que lo expulse o impida sus actividades. Lo necesitamos vivo, para interrogarlo y desbaratar la organización. "¿Qué piensan darle en cambio? -pensó Walter-. No se puede dormir con un tigre hambriento debajo de la cama". - Entonces, ¿cuál es la idea? - Pedirle a un tipo que renuncie a un negocio de millones de dólares sin amenazarlo con una pistola en el estómago es una tontería. Es preciso encontrar esa pistola. Monsieur Pichón puede pagar más que nosotros a los que se dejan sobornar. Sólo restan los patriotas, los incorruptibles. Hay algunos. Lo sabemos. Walter sonrió. Mike soltó una carcajada de hielo. - Veo que has comprendido. Es preciso dejar que prospere la conspiración hasta que ponga en tal aprieto al Presidente de la República que no le quede más remedio que acudir a nosotros pidiendo ayuda. Será el momento de imponerle condiciones. -¿Qué quieres que haga, que me ponga a conspirar? - Mi querido Walter, eres el único capaz de mantener la conspiración bajo control y de hacerla abortar en el momento oportuno. Los nativos te desprecian, nosotros no. Yo, en tu lugar, apuntaría más alto. Podemos ayudarte. "¿Cómo me van a ayudar? ¿Sugerirán que me asciendan en el escalafón de la policía? ¿Sumarán algunos dólares a mi cuenta de Panamá? Te equivocas, Mike; no pueden ayudarme, les falta imaginación". -¿Y el ministro? - preguntó Walter, a quien acababa de ocurrfrsele una idea. - Ese tipo no me gusta. La mayoría de la gente sólo quiere una cosa: ¡dólares! A él no le bastan. Es peligroso, difícil de manejar; a veces nos maneja a nosotros. Es un cuerpo extraño en el gobierno. No le tienen confianza. Como al 202 abogado de una banda de gangsters, le pagan generosamente pero no le dejan participar en sus negocios. - Podría hacer que participe en la conspiración - dijo Walter, cavilosp. De toda la historia, esta era la única parte que le interesaba. -¿Con los revolucionarios? -¿Por qué no? Los revolucionarios no controlan la conspiración, pero están al tanto de ella y mantienen contactos con los principales cabecillas. Para que tas cosas tomen cuerpo es preciso dejarlos actuar. El único que puede hacerlo es el ministro. -¿Lo hará? Walter sonrió enigmático. - Puede probarse. - Entonces, adelante... De pasó nos libraríamos de él. A diablo, diablo y medio - concluyó en español. Walter cerró los ojos y quedó largo rato pensativo. - Dime, Mike, ¿qué efecto produce eso que estás fumando? - Pruébalo - dijo Mike, pasándole un cigarrillo -, es menos peligroso que el tabaco. - Tienes razón -asintió Walter, aceptándolo-, el tabaco produce cáncer; esto, solamente la locura. Walter se paseó por el jardín de su casa, cubierto de malezas. Se propuso, por centésima vez, mandar a unos cuantos soldados para que limpiaran todo aquello. Seguro que se iba a olvidar. Total, ¿para qué? La piscina estaba verde de moho. Nadaban en ella innumerables renacuajos. Se sacó los calzoncillos y se tiró al agua de cabeza. 203 EL MINISTRO Llegaban diariamente al ministerio mujeres de toda condición, pidiendo todas lo mismo. Si no las dejaban entrar quedaban en la calle horas enteras. Desafiaban la lluvia, el sol, los maltratos. Volvían una y otra vez. Los guardias, compadecidos, sobornados o agotados por el asedio acaban por ceder. De uno a otro despacho, de una a otra subsecretaría, no c e jaban hasta alcanzar la penúltima instancia. El doctor Alfonso Irala Vargas se había resignado a estas audiencias. Eran parte de su trabajo. No siempre las dejaban ir con las manos vacías. Sin excepción invocaban el parentesco con personas influyentes, o venían recomendadas por algún comisario o caudillo de la campaña al que convenía complacer. El ministro creía prudente que se conservara alguna ilusión en la eficacia de estas rogativas, molestas para él pero inofensivas para el gobierno. Fue así como doña Consolación Vargas de Palacios llegó a la antesala y le dijo a Iluminado Fretes: "Dígale a Alfonso que la madre del capitán Feliciano Palacios quiere verlo". No podía dejar de recibirla y ella lo sabía. El ministro le ofreció un asiento, ella permaneció de pie. El quedó con los nudillos apoyados en el cristal del escritorio. Era un hombre maduro, de facciones afiladas, ligeramente canoso, alto, delagado, aristocrático. Pocos eran capaces de sostener la mirada imponente de sus ojos almendrados, pero doña Consolación no dio señales de advertirla. -¿Por qué no se sienta usted, señora? -insistió-, así podremos conversar mejor. - Gracias, estoy bien así; lo molestaré sólo un minuto. Era una mujer de unos setenta años; alta, erguida, de facciones regulares marcadas de firmeza y distinción. Llevaba 204 un traje negro muy usado y un anticuado sombrero con velo de tuL El ministro abandonó el escritorio y se dirigió a la ventana. La visita de doña Consolación le había tomado de sorpresa. Estaba desconcertado, sin saber qué hacer, lo cual resultaba odioso para un hombre como él, que se creía decidido y seguro de sí mismo. Por añadidura, la altivez de la señora lo había' puesto nervioso. Estaba pues en una situación de inferioridad que no estaba acostumbrado a aceptar ni siquiera en su trato con el Presidente de la República. Tras breve reflexión se volvió y dijo: - Muy bien, si usted lo prefiere nos quedaremos parados ¿Me permite fumar? Una ligera sonrisa le indicó que doña Consolación había comprendido la broma y la aceptaba. - Muchas gracias - dijo el ministro, y quedó mirándola casi con afecto. Encendió el cigarrillo y exclamó: -¡Qué doña Consolación, caramba! ¡No se imagina cuánto me aflige todo esto! Ella no dijo nada. - Recibí su carta. Me conmovió, se lo aseguro- Al margen del contenido, escribe usted muy bien. No la contesté de * inmediato por varias razones. La primera y principal, porque no sabía qué decirle. Según he podido averiguar, la noticia de la muerte de Feliciano se basó en declaraciones de prisioneros que no pudieron ser confirmadas posteriormente. Tengo motivos para sospechar que es falsa, y que quien la dio a conocer incurrió en un torpe apresuramiento confundiendo sus deseos con la realidad. Ahora comprenderá mi silencio. No podía decirle que su hijo había muerto sin estar completamente seguro; tampoco desmentir una declaración del general Melgarejo publicada en la prensa, aunque no se tratara de un parte oficial. Ya sabe usted cómo es la política. Por último, hubiese sido una crueldad alentar esperanzas poco serias. Me puso usted en un aprieto, querida señora - concluyó, tratando de sonreír. - Entonces es posible que Feliciano esté vivo - dijo ella en voz baja, sin perder la calma. -¡No lo sé, señora, no lo sé! -exclamó el ministro abriendo los brazos casi con desesperación-. Si vive está en el monte, acor rolado. 205 - Desde hace más de un año -dijo doña Consolación, con una sombra de orgullo-; por lo visto hasta ahora no han podido atraparlo. - Así es, y espero sinceramente que no caiga en poder de sus perseguidores; que logre salir ileso del país. ¡Qué más quisiéramos! Entre tanto, mi deber es velar por la paz pública. Estoy obligado a obrar con severidad contra quienes la perturban sin tener en cuenta mis afectos personales. La a l ternativa es renunciar, y tengo motivos para no desear hacerlo por el momento. Sin embargo, como lo probé en otra ocasión, si algo puedo hacer por su hijo lo haré sin vacilar. F e liciano es mi amigo. - Sí, él era su amigo.., - Los tiempos han cambiado, señora. - El no ha cambiado. El ministro era extremadamente sensible a las alusiones a su pasado político. Arrojó el cigarrillo por la ventana y se volvió. Pero, en vez de mirar a doña Consolación, en un e s fuerzo por calmarse, paseó los ojos por su despacho. Encontró el gesto adusto e implacable del doctor Gaspar de Francia, el rostro severo y reposado de don Carlos Antonio López, la tragica altivez del Mariscal. En una de las paredes estaba el retrato de cuerpo entero del Presidente de la República. Una figura fofa y sin carácter que ni un pincel mercenario había conseguido disimular. "No me puedo enojar con doña Consolación. Representa algo sobre lo que jamás podrás tener poder alguno, porque cuando se corrompe se desvanece". - Créame, señora, yo tampoco he cambiado. No reniego de los ideales que en mi juventud compartí con Feliciano. Aún hoy, aunque las circunstancias nos hayan ubicado en bandos opuestos, perseguimos idéntico objetivo. Me ve usted aquí porque estoy convencido de que puedo ser más útil que desafiando al gobierno con un puñado de insurgentes mal armados que no tienen la más remota posibilidad de triunfar. Hable mucho con Feliciano. Le propuse un acuerdo razonable que no afectaba su honor. No quiso oírme, ya sabe cómo es él. No obstante, le dije al Presidente de la República que no aceptaría la cartera que me ofrecía mientras mi hermano estuviese en prisión. Fue puesto en libertad. ¿Qué hizo Feliciano? Embarcarse en una aventura temeraria. Persiste en ella contra toda lógica, cuando los mismos que lo empujaron a ella, reconociendo el fracaso, lo abandonaron sin el menor escrúpulo. Feliciano es víctima de su ceguera, o caso de su valor. Yo en cambio combato a las mismas fuerzas tenebrosas, que 206 mantienen a nuestro país en una tumba, en su propio terreno, con las mismas armas, con los mismos métodos, mqviendo los resortes de la puerca política. Lo que hace Feliciano es más noble y más honroso, y ^ e aseguro que más fácil. Le, que 'intento, sin embargo, tal vez sea más efectivo. Don Quijote jamás hubiera conquistado México o ejecutado a Atahualpa. Hubiese envejecido tras la quimera de El Dorado o se hubiese extraviado buscando la Fuente de Juvencia para ganar el corazón de una Dulcinea imaginaria. Yo también admiro a don Quijote, querida doña Consolación, pero no todos podemos emular su generosa locura. Hablaba paseándose por el despacho con los pulgares e n . el chaleco. Calló bruscamente al advertir que doña Consolación lo escuchaba sonriendo. -¿Por qué me dice esas cosas, Alfonso? No tiene nada que explicarme. Se abrió ía puerta que daba a la antesala y apareció la enorme cabeza de Iluminado Fretes. - Perdone usted, excelencia; el señor Cardozo Einke le está esperando. Lo único que le faltaba era que lo nombraran ahora a ese miserable verduguillo. -i Qué se ha creído! i No se da cuenta ese imbécil que estoy ocupado' Doña consolación se dio cuenta de que la entrevista se estaba prolongado demasiado, con riesgo de acabar sin resultados. - No he venido a juzgarlo, Alfonso. Yo sé que no es usted una persona vil. Quiero sabe* algo de mi hijo. Si ha muerto, no me lo oculte. Dígame dónde está el cadáver. Si aún esto es imposible, cuándo y cómo murió. Si vive no me necesita. Es un hombre valiente. El ministro quedó mirándola. - Estoy acorralado por enemigos implacables y por falsos amigos, forzado a desconfiar hasta de mis propios sentimientos. Por eso, señora, le agradezco lo que ha dicho. -¿Lo hará usted? - Tiene mi palabra. Doña Consolación hizo un signo en el aire. - Entonces, que dios lo bendiga. - Gracias, señora, muchas gracias. Y venga por aquí -dijo, adelantándose a abrirle una pequeña puerta detrás del 207 escritorio-; pediré un auto para que la lleve a su casa. - Faltaba más, Alfonso. Voy a dos pasos. Puedo caminar. ^n ^P1 *T* ^r *&• T* Walter Cardozo Einke detuvo su automóvil frente al ministerio. Aún no había decidido cómo manipular la información que poseía. Desde luego el ministro sería puesto en conocimiento de los hechos con la mayor exactitud; en esto Walter era muy escrupuloso -lo había sido desde sus tiempos de conscripto de policía-, pero, ya entonces tenía una particular habilidad para aderezarlos de modo que indujeran a la conclusión que deseaba, logrando así que sus superiores tomasen decisiones que creían propias sin sospechar siquiera que les habían sido hábilmente sugeridas por el subalterno, quien, por lo demás, obraba con absoluta buena fe. Perfeccionó la técnica en los Estados, Unidos y Panamá. La práctica lo convirtió en un virtuoso. El doctor Alfonso h a l a Vargas era fácil de manejar: razonaba lógicamente y carecía de la mañera astucia de los politiqueros ejercitados en la intriga. Walter le fue leal a su manera. Sin que nadie lo imaginara, había sido el verdadero artífice de la política del ministerio; y de allí, indirectamente, de buena parte de la conducción del gobierno, ya que el Presidente de la República, más que de organizar y dirigir, se preocupaba de mantenerse en el poder, dejando a su secretario del Interior la tarea de poner algún orden en los asuntos de Estado. Para desgracia de Walter, la índole de su talento impedía que se reconocieran y valoraran sus méritos. Además, por alguna razón que ignoraba, se le tenía poco respeto. El último conscripto reclutón se permitía tratarlo confianzudamente. Servicial por naturaleza, se empeñaba en ser útil y le complacía hacer favores; pero, era muy raro- que se lo agradecieran. Ahora tenía al ministro en sus manos: podía salvarlo una vez más o impulsarlo al abismo haciendo que se comprometiera en la conspiración. ¿Acaso no era esto lo que se había propuesto hacer en connivencia con Mike Woller? En efecto, pero en el fondo no era vengativo. Hubiera preferido ser frío y despiadado como su colega yanqui, quien, dicho sea de paso, salvo por estas cualidades, no le llegaba a la suela de los zapatos. Probablemente Walter tenía la sangre debilitada por el factor "Cardocito". SÍ hu208 biera sido un "EinKe" sin mácula, a esta altura seria ministro o por lo menos diplomático. Le ocurría algo curioso, inesperado, en los momentos decisivos, en los que podía dar un golpe mortal: sentía lástima; o una especie de fatiga moral que le impedía obrar con la necesaria firmeza. ¿No sería un "perdedor", como afirmaba Mike Woller? Pero, ¿qué- era en definitiva lo que había ganado el "ganador" Mikewola? Allí estaba la cosa, aunque no del todo clara. Había tenido muchas oportunidades de tomarse el desquite por tantas injusticias, ingratitudes y humillaciones de las que lo había hecho víctima el doctor I rala Vargas. Como si no le bastara tenerlo relegado en un puestito insignificante, blanco del desprecio de propios y extraños, se había quedado con Mariana. Tomaba ingenuas precauciones para mantener la relación en secreto. A Walter le bastó una semana para enterarse de todo. Tenía registradas en clave las horas, los días y la duración de las visitas que el ministro hacía a su amante. Usaba para ello espías de su confianza, que no figuraban en la nómina del Departamento de Investigaciones Especiales, y que pagaba de unos fondos reservados que tenía a su disposición desde su regreso de Norteamérica. ¿Qué diría el Presidente de la República si se enterase que su s e cretario del Interior andaba en tratos íntimos con una peligrosa rebelde recién salida de la cárcel? Hace tiempo lo hubiera destruido con sólo deslizar la información por ios conductos adecuados, sin comprometerse en lo más mínimo. No lo hizo. ¿Qué se lo impidió? ¿Escrúpulos? Tal vez; o acaso el temor de que Mariana fuera perjudicada. El hilo se corta por lo más delgado. Ahora en cambio se trataba de una cuestión política. Si el doctor Irala Vargas caía en la trampa, sería por causa de su propia ceguera, no de una miserable delación. Porque Walter Cardozo Einke despreciaba a los delatores. Salió del automóvil climatizado y sintió el ramalazo del calor infernal de aquella mañana de febrero. -¡Maiteípa, lo mita! - pasó diciendo a los guardias a r mados de metralletas que se aburrían en la entrada del ministerio. Acompañó el saludo con una risotada que cortó de golpe en las últimas gradas del zaguán. Se internó por un largo pasillo con esa agilidad arrolladora que tienen algunas personas corpulentas. Subió de dos en dos las gradas de una escalera. Pasó por un corredor donde una veintena de personas aguardaban sudando ser recibidas por el ministro, y entró sin llamar a la antesala. 209 La enorme cabeza de iluminado F r e t e s asomaba detrás de un pequeño escritorio. Fingía leer una comedia de Alejandro Casona mientras procuraba oír lo que se hablaba en el despacho del ministro. Se perdía lo mejor, pero estaba e s c a r mentado; por nada del mundo volvería a espiar por el ojo de ía cerradura. Cuando vio entrar a Walter le señaló un sofá con la barbilla, le impuso silencio con un fndice sobre los labios y calma con una palma abierta. Walter avanzó en puntillas; depositó con suavidad el portafolios en el suelo; encendió un cigarrillo. Pudo oír palabras sueltas, pero le faltaba el contexto. -¿Con quién está? Iluminado Fretes le dirigió una mirada socarrona y volvió a sumergirse en la lectura. La voz tensa y enérgica del doctor Alfonso I rala Vargas traspasaba en oleadas la puerta de su despacho. Cuando Iluminado calculó que la indignación y la impaciencia de Walter estaban llegando a punto crítico, balbuceó como leyendo: - Doña Consolación Palacios... Walter se sacudió en su asiento; los resortes del sofá chirriaron escandalosos. -¿Con quién decís? La ansiedad de Walter era tal que conmovió a Iluminarlo. - Doña Consolación Palacios, chamigo - repitió, esta vez en forma audible-; la madre del capitán Palacios. -¡Ah'aaa, comprendo! - exclamó Walter por lo bajo, abriendo tamaños ojos. Su ejercitado cerebro de pesquisa unió rápidamente las palabras sueltas que había oído con los a n t e cedentes del ministro y las circunstancias del momento. El interés dé Walter potenció la curiosidad de Iluminado Fretes. Contuvo la tentación de acercarse a la puerta. Un año atrás, cuando espiaba una conferencia del doctor I rala Vargas con el canciller y el general Melgarejo, que trataba de la incursión de columnas armadas rebeldes a través de las fronteras, una formidable patada en el trasero lo arrojó contra la puerta. El despacho del ministro trepidó de risa. El sargento Mongelós, un misionero gigantesco, se alejaba haciendo sonar sus pesados zapatones reyunos. El ministro no hizo comentarios e Iluminado se enmendó. No obstante, en aquel caserón viejo y destartalado era posible enterarse de muchas cosas oyendo lo que se decía detrás de la enorme puerta comida por comejenes. 210 La verdadera vocación de Iluminado Fretes era la de actor teatral. Por su gran cabeza y su cuerpo esmirriado le h a b a quedado de los tiempos de escuelero el marcante de Tah^i-rubichá, patrón de hormigas, apodo que se agregaba a su nombre en carteleras. Había tenido exitosas actuaciones en papeles de cómico y disfrutaba de una modesta popularidad. Leía muehísmo, pero era imposible saber qué asimilaba su descomunal cabeza. Debía su puesto en el ministerio a su madrina, Muñeca Egusquiza, esposa del doctor I ral a Vargas. A pesar de la recomendación debió pasar el trámite de afiliarse al partido de gobierno, con reniego de tradiciones familiares. El ministro estaba conforme con él. Como hombre de teatro tenía particular habilidad para calmar impaciencias, sea en un guaraní labiado y sonoro, sea en un castellano recargado de eses y genuflexiones. No servía para otra cosa y tenía buen corzón. Estudiante crónico de abogacía, reforzaba sus magros ingresos exagerando su influencia para moverle expedientes en los tribunales al doctor Faustino Benítez. Por las tardes le ayudaba a preparar alegatos. Se sabía de memoria el Código de Procedimientos, poco más o menos que algunos abogados que pasaban por sabios jurisconsultos. El doctor Benítez le aconsejaba que terminara sus estudios, pero Iluminado le tenía terror a los exámenes. La asociación marchaba a satisfascción de ambos. En una ciudad en la que todos se conocían y estaban en condiciones de emitir juicios singulares, a nadie sorprendía esta extraña simbiosis entre un funcionario del gobierno y un conocido dirigiente de la oposición. A ninguno de los dos se lo tomaba en serio: al doctor Benítez porque había perdido relevancia política; a iluminado, por su manera de ser y su apariencia cómica e insignificante. Iliminado observaba burlonamente a Cardocito, como llamaba familiarmente al subsecretario del Departamento de Investigaciones Especiales. Pese a la exigüidad de su sueldo, dada su condición dé asistente del ministro y ahijado de la esposa de éste, desde el punto de vista jerárquico consideraba su igual a Cardocito; moralmente se sentía superior. El ministro nunca hacía a Iluminado encargos que rebajaran su dignidad de artista. En cambio Cardocito era un soplón con título, un pyragüé diplomado; un "verduguillo", como lo llamaba la gente, y el propio doctor Irala Vargas. Para darse cuenta de que era un perro de alma bastaba verlo allí sentado, fumando como un murciélago, empeñado en oír lo que se 211 decía en el despacho; no como Iluminado, por desinteresado interés literario, sino para espiar a su jefe. En efecto, Walter Cardozo Einke estaba trabajando: "El ministro tiene vergüenza, trata de justificarse ante doña Consolación, la madre de uno de los más encarnizados enemigos del gobierno. No es este un hecho aislado. Vergüenza de ser ministro, i qué notable l Sí no fuera por mf hace rato se hubiera enredado en su propia madeja* Debí dejar que se embromara; debí hacerlo por patriotismo, no por resentimientos personales. Sus torpezas cuestan dinero al gobierno y sangre a los gobernados. Su primer acto de ministro fue poner en libertad al capitán Palacios, que ni corto ni perezoso se pmso a hacernos la guerra. Lo ha declarado tilingo. Puede que lo sea, pero tiene agallas y es un soldado de primera. Está vivito y coleando a cinco leguas de Asunción después de que se lo declarara derrotado y muerto a quinientos quilómetros de distancia de la capital. Le está haciendo perder a Melgarejo el poco juicio que le quedaba. En una de esas a nuestro general se le antoja venírsenos al humo usando las mismas tropas que le fueron confiadas para combatir a Palacios, por sugerencia del ministro, inspirado por su mujer, Muñezca Egusquiza. Si el ministro no fuera un tonto se entendería con Melgarejo en vez de andar en tratos con conspiradores lunáticos. Siempre se hace ilusiones. No se da cuenta que los rebeldes tienen muchas cuentas que cobrarle. Si negocian con él es para utilizarlo. A pesar de sus aires de gran duque es un hijo de su madre, débil e inconsecuente. A Mariana le bastó una mirada de sus ojos de bruja para fascinarlo como a un pájaro... ¡Víbora! Me usó hasta hartarse para íuego meterse con mi superior. Así son los rebeldes; para ellos todos somos unos idiotas útiles. Lo va a tragar como una boa después de haberle triturado los huesos. ¡Que se bayan al diablo! ¿Qué está diciendo ese hipócrita?... "Combato a esas fuerzas en su propio terreno..." <A qué fuerzas se refiere, mi doctor? El ministro ho está moralmente identificado con el gobierno, odia al Presidente de la República... Peor, lo desprecia, como me desprecia a mf, que a pesar de todo soy su amigo y me resisto a perjudicarlo. Bastará alentarlo un poco para que dé un paso más y meta la pata en el hoyo. ¡Qué se funda de una vez! Es lo que aconseja Mikewola, que no tiene que ponerle el cascabel al gato... ¿Así que admira a don Quijote? ¡Ja, ja, ja! ¡Qué caradura! Todo lo que hizo de útil en el ministerio me lo debe a mí. Ha usurpado mis méritos, me ha quitado la mujer, me trata como a un perro... ¿Qué pasa212 ría si ahora mismo, como un diablo en un velorio, me hiciera anunciar en presencia de doña Consolación...? Te daré una oportunidad. Según cómo reacciones te salvaré una vez más o te hundiré para siempre..." Walter arrojó al suelo el cigarrillo y lo aplastó como si se tratara del ministro. -ÍChist, Iluminado! -¿Qué te duele? - Anda a decirle al ministro que le estoy esperando desde hace media hora¿ -¿Comiste mierda? - Hace lo que te digo, es muy urgente - insistió Walter, amenazador. Iluminado se puso de pie, se prendió los botones del saco, se arregló la corbata, sonrió con travesura, suspiró hondo, como para entrar en escena, abrió la puerta y transmitió el mensaje. -iQué se ha creído! -rugió el ministro como un tigre al que le pisan la cola-. ¿No se dá cuenta ese imbécil de que estoy ocupado? Iluminado cerró la puerta y regresó a su escritorio frotándose las manos. -¡Ja'aaa, ja'aaa, ja'aaa! Aunque acalorado, Walter indicó con un guiño que había ocurrido lo que esperaba. "Cavaste tu propia tumba", gruñó entre dientes, buscando otro cigarrillo con mano temblorosa. 213 MEMORIAS DE UN DIABLO BUENO "EL INDEPENDIENTE CULTURAL" Viñetas Asunceñas Los lectores se quejan de que yo, Retórico Rejala, colaborador otrora asiduo de este suplemento, espacie cada vez más mis colaboraciones, y que el espacio destinado a mis "Viñetas Asunceñas" sea escandalósamente usurpado por el hermetismo atravilioso de los sibilinos versos de José-Antonio Lara. Debo decir en su descargo que él no tiene la culpa de que yo sólo escriba acosado por el hambre, extremidad anacrónica en un país agropecuario como el nuestro, tan sabiamente gobernado, donde hay más animales que personas. Sin embargo, como el Director amenazaba despedir al señor Lara por el bajón de la tirada y los reclamos insistentes de mis admiradores más fervientes e influyentes, accedí, movido por la amistad antes' que por el apetito, a trascribir las MEMORIAS dictadas por un diablo a un dilecto amigo mío, que prefiere mantenerse en el anonimato. I) DE COMO UN ÁNGEL LLAMADO TIMOTEO SE HIZO DEMONIO DE PURA CASUALIDAD. Estaba yo sentado en una nube, ensayando en el arpa una galopa celeste, ajeno por completo a las terribles convulsiones que agitaban las esferas, cuando pasó por ahí una patrulla de los de Luzbel y a patadas y coscorrones me reclutò para el ejército rebelde. 214 En la primera escaramuza cargaron los leales revoleando tamaños sables de fuego. Yo me quise disparar, pero me atajaron clavándome las lanzas en mi entonces todavía tierno y angelical trasero. "¡Pelea, ángel desgraciado, que es por la libertad!", me gritaba mi sargento, dándome de cintarazos. Estaba tan asustado que peleé como un héroe y merecí una citación en el Orden del Día. Pero, como los contrarios eran muchos y superior su abogado, nos molieron a palos en esta como en todas las batallas que libramos en distintos parajes del Universo que, como dije, se llamaban esferas. Yo no tenía pique en aquel pleito y recibía maltratos de propios y de extraños. Sin embargo, por lealtad a mi regimiento no me quise desertar. Fue así como me hice demonio de pura casualidad. No me quejo: si se ha tomado partido no es cuestión de darse vuelta por cualquier tontería. Cuando definitivamente derrotados no hubo más nada que hacer, nos refugiamos en el horno del mundo. Allí exiliados distrajimos el ocio durante eternidades dedicándonos a, conspirar y fantasear revoluciones, hasta que aparecieron los humanos en la superficie. Nuestro comandante volvió a reunir los batallones y organizó el infierno. Se murmuró que lo hacía respondiendo a los dictados de una política foránea, pero igual le seguimos con la esperanza de tener un enemigo ai que pudiéramos enfrentar con algunas probabilidades de éxito, aunque la única recompensa fuera la posibilidad de desquitarnos en seres más vulnerables que nosotros de las palizas recibidas durante la revolución. Tuve suerte, o al menos así lo creí al principio. Me dejaron en la puerta como asistente del jefe de la guardia, que era el mismo sargento que me alistara en ios tiempos de la Rebelión de los Angeles. Ascendido a oficial por méritos de guerra, no se llevaba bien con los ex-arcángeles y gastaba humor de beato condenado al fuego eterno. Por la más mínima falta o simplemente porque estaba de mala piel, me hacía sonar las costillas con el mango del tridente, saltitear sobre las brasas hasta caer extenuado, o mandaba que me cortaran los cuernos para dejarme diablo mocho hasta que me crecieran de nuevo. A pesar de estas minucias, me tenía consideraciones por las que le estaba sinceramente agradecido. Comía de balde las raciones de azufre que me estaban asignadas, así como las sobras de manjares exquisitos, preparados por las brujas, que dejaba en los platos que le mandaban del Casino de Oficiales. Mi tarea se reducía a afilarle el 215 tridente, lustrar su pata de caballo y cebarle unos mates de ácido sulfúrico mientras él iba anotando el ingreso de condenados en un libro de amianto. A veces, aunque estaba prohibido -los reglamentos infernales son estrictos-, contando con mi probada discreción, si cafa una pecadora de su gusto la llevaba para el fondo, dejándome a cargo del registro. Eran estos mis únicos contactos con el género humano. Era yo un diablo sin ninguna experiencia, que nunca había hecho mal a nadie. Aunque en el infierno el tiempo transcurre de otra manera, traten de imaginar una rutina de siglos. Acabé por envidiar a los que salían en comisión a cometer iniquidades y regresaban locos de contentos repuntando tropillas de condenados. El mal no era para mí lo que ustedes se imaginan, sino una sana aspiración al mérito, prueba cabal del espíritu público que Lucifer había sabido insuflarnos con encendidas blasfemias. Por otra parte, el mundo Heno de calamidad de los mortales era como para excitar la imaginación de un diablo que, como yo, solamente conocía el monótono suplicio de los calores infernales. ¡Me parece estarlos viendo! Llegaban erizados de terror, lanzando alaridos que, en aquel recinto, eran una aburrida repetición de temas conocidos de nuestras más celebradas sinfonías clásicas. No tardaban sin embargo en adaptarse al clima. Intrigaban unos contra otros, buscaban acomodo con diablos influyentes, armaban enredos capaces de confundir al demonio más ladino. Ahora que conozco mejor la naturaleza de los hombres y el natural de las mujeres, comprendo que en el fondo e s t a ban contentos de achicharrarse en el infierno en vez de estar ausentes del drama sin fin de la existencia, extinguidos en sus tumbas. No todos los condenados sufren idéntico castigo ni han sido tentados con los mismos métodos. Los expertos en t e n taciones tienen su especialidad. En primer lugar está la "trenza", formada por ex-arcángeles de alta graduación. Se reparten las almas suculentas y fáciles de conseguir de prelados, gobernantes y banqueros. Tolerados por Lucifer, que de esta manera los tiene sujetos y comprometidos, poniéndose a cubierto de algún émulo de su pasada rebeldía, han montado un sistema alegal dedicado al contrabando de productos t e r r e s tres, que rinde pingües beneficios y les permite llevar una existencia fastuosa en un medio de sobriedad rayana en la miseria como es el infierno. 216 Los intelectuales se encargan de pervertir a los espíritus más complicados, que nunca saben lo que quieren. Por lo general sólo consiguen engañarse a sí mismos. Como pagan por alma, están hechos un trapo. Recuerdo a un tal Mefistófeles. Se pasea de un lado a otro, con la capa y el jubón a la miseria, tirándose de la chiva y haciendo extraños signos con los dedos. Se sabe que un doctor alemán lo dejó loco de r e mate, cosa que a ustedes, desde luego, no les ha de extrañar en absoluto. Viene después la tropa numerosa de diablos veteranos, curtidos en mil contiendas, poseedores de toda suerte de mañas y artimañas. Sencillotes, groseros y brutales, nada respetan y el propio Lucifer les tiene miedo. Les he visto traer, como novillos asustados, almas de inocentes muertos en confesión, cuatrereadas a los ángeles en alguna encrucijada del camino a los cielos. Sobre sus rudas espaldas se sostiene el andamiaje del mal. Por último están los cuarteleros, oficinistas, rancheros, tamboverá* y otros mandingas disparates en cuya nómina me hallaba. Se les deja subir de vez en cuando para que se diviertan criando pulgas y mosquitos y trayéndose de paso el alma de alguna vieja hipócrita. Yo esperaba mi turno con creciente ansiedad; pero nadie, absolutamente nadie, se acordaba de mí. Trataré de explicarles mi tormento. Ya dije que el tiempo transcurre por allá de otra manera. Imagínense un plano que gira sobre un eje y se prolonga al infinito. En tanto que se aleja, rueda vertiginoso abarcando el cataclismo de la creación. Como el límite no existe, el centro permanece inmóvil como un espejo fijo en el que el tiempo, al reflejarse, toma la figura del caos. Los demonios sabemos que esconde algún sentido, que lo rige una ley, acaso una armonía, inescrutable para los que perdimos la Presencia. No nos resta siquiera la ilusión del día y de la noche, del sueño y la vigilia, del nacimiento y la muerte. Entonces tendrán ustedes la figura de la Ansiedad y el Tedio, que, a falta de oxígeno, se combinan en el infierno para producir la combustión. Dirán que no me entienden. Yo tampoco. Pero a ustedes les queda por lo menos la esperanza. Un tiempo sin sentido pesaba sobre mí mientras aguardaba mi turno para conocer el tiempo del hombre. Ordenanza, s i r v i e n t e , en la jerga c u a r t e l e r a . 217 II) LA REBELIÓN DE LOS DIABLOS. ¿Como concebir efemérides en medio del fuego eterno? El infierno tiene historia, pero no cronología. El punto es el infinito; el instante, la eternidad. Trataré de expresarme en términos comprensibles a humanas entendederas, con la debida aclaración de que los uso en sentido metafórico, para explicar las circunstancias en las que me fue asignada finalmente una misión en superficie. Por efecto de sus experiencias terrestres y la influencia de doctrinas introducidas por cierta categoría de condenados, apareció entre los diablos veteranos una secta que podría ser calificada de herética. Los ex-arcángeles no se percataron de ella hasta que se propagó lo suficiente como para amenzar no sólo sus privilegios sino el orden establecido por el Innombrable. Sostenían los renegados que los demonios no eran más que agentes provocadores cuya tarea consistía en poner a prueba la sumisón de los mortales; y el infierno un campo de concentración destinado al confinamiento eviterno de rebeldes como -nosotros. Responderíamos a la política del Enemigo Natural, que, por añadidura, nos pagaba con la más negra ingratitud. En opinión de los apóstatas, la verdadera rebeldía para un demonio consistiría en negarse a ejercer su profesión. Los más audaces proponían una alianza entre el hombre y el diablo, y de hecho innumerables condenados se incorporaron a sus filas, enriqueciendo al partido con el aporte de su vasta experiencia subversiva. El movimiento se propagó sin despertar sospechas hasta que a algún tonto se le ocurrió afiliar a Judas Iscariote, quien, como era de esperar, se apresuró a delatarlos. La represión que siguió fue despiadada. No sólo los cabecillas, sino también los militantes de base, los simpatizantes y los idiotas útiles fueron arrojados a los más profundos y tenebrosos círculos del infierno. Las huestes de Satanás quedaron raleadas. No hubo más remedio que promover al personal de servicios auxiliares para cubrir los claros dejados por la rebelión, y sustituirlos en sus cargos por condenados de entera confianza. Las cosas llegaron a tal extremo que he visto a Judas Iscariote montar guardia en la puerta del infierno armado de tridente, con una cola y dos cuernos postizos. A medida que avanzaban las investigaciones se descubría que el daño ocasionado por los inconoclastas había sido más 218 grave de lo que se creyó al principio. Los conspiradores t r a bajaban a desgano. Hablando en términos terrestres, hacfa tiempo que yo venfa notando, desde mi cargo de asistente del encargado del registro -que resultó ser un infiltrado que ahora purga su delito en el séptimo círculo-, que la afluencia de condenados venfa disminuyendo en proporciones alarmantes. Vastas zonas del mundo habían sido abandonadas por completo. Se habían producido deserciones entre los diablos comisionados para atenderlas, o se habían extraviado sus informes en los archivos. Con este motivo, varios ex-arcángeles fueron destituidos por negligencia. Entre ellos Belial, cuya fama de zopenco ha trascendido los confines infernales. Fue sustituido por Belcebú en la Secretaría General. Cuando me mandó llamar lo encontré sentado en una hoguera, consultando unos ladrillos grabados con caracteres cuneiformes. Deslumhrado por las llamas apenas pude distinguir su negra y achicharrada figura de cabrón. Belcebú es tanto o más diabólico que Belial, pero, como no es un imbécil se puede tratar con él en términos razonables. - Descanso, hijo -me ordenó apenas me hube cuadrad ante él-. Belial está cumpliendo arresto domiciliario. Casi deja sin diablos el infierno. No hay nada más dañino que la suspicacia de un tonto. Te llamé para asignarte una misión en descubierta. No hemos vuelto a tener noticias del último demonio que enviamos a un lugarejo cuya misma existencia es problemática. De allí no viene un alma desde tiempo inmemorial. Tu tarea consiste en averiguar qué fue de Aña, nuestro último comisionado; si se t r a t a de un rebelde o de un simple desertor. Pero esta es otra historia que merece un capítulo aparte. III) DE COMO EL DIABLO TIMOTEO VINO AL PARAGUAY, Y LO QUE LE ACONTECIÓ A RESULTAS DE ELLO. No fatigaré al lector de estas MEMORIAS con la relación de mis primeras impresiones superficiales. Bástele saber que no tuve problemas con el clima. Me sedujo esta tierra en la que la vida y la muerte, la vigilia y el sueño se confunden. Olvidé mi misión por mucho tiempo. Una tarde, contemplando una pradera moteada de bosquecillos que se extiende hasta el horizonte, mis ojos de diablo divisaron una extraña 219 ceremonia. Unos hombres de verde conducían un prisionero hasta el brocal de un pozo. Luego retrocedían, disparaban al aire sus fusiles y lo empujaban adentro. Repetían la operación hasta el fastidio. Movido por la curiosidad me dirigí hacia ellos; pero, cuando ya estaba por llegar, con gran sorpresa mía encontré al cruzar una arboleda al compueblano que había venido a buscar. De acuerdo con los datos que me suministrara Belcebú, Aña ocupa el cargo desde 1612, en reemplazo de Mará, que fue trasladado al Brasil y tiene su sede en Ita-mara-tí, en la Piedra del Diablo Blanco. Servían a Aña una vieja y tres brujitas en sazón. Una de las muchachas lo hamacaba; otra le cebaba tereré en una guampa de cabrón; la tercera le abanicaba con una pantalla de caranday. La vieja le iba convidando sabrosos frutos de la tierra que sacaba de un canasto sin fondo. Aña comía frunciendo y estirando sus labios gruesos, atrompados, caprichudos. Le chorreaba por las comisuras una baba amarilla que le corría por los carrilos y se mezclaba con el sudor grasiento de su piel amarronada. Asomando de las cerdas greñudas t e nía en la frente dos cuernitos de venado. Estaba inmensamente gordo. Se le volcaba la papada sobre dos tetas enormes, seguidas de una barriga descomunal. Escuchaba complacido la música que ejecutaban para él tres duendes del país. El faunesco Curupí, que tenía el larguísimo falo enrollado a la cintura, soplaba el turu. Pombero, el enano peludo, tañía el mimby con sus dedos uñudos. El albino Yacyiyateré frotaba con su bastoncito de oro la cuerda del gualambáu. Fue la primera vez que los acordes de vuestra polca más famosa acariciaron mis oídos infernales. Cuando me' aparecí el cobarde Pombero huyó despavorido derramando su estiércol amarillo. Yacyiyateré y Curupí me miraron boquiabiertos. Las brujitas chillaron de contentas. La vieja bailó a mi alrededor levantando su typói por encima de las nalgas, dejando ver sus canillas de avestruz y sus patas de loro. Aña se incorporó pesadamente. Salieron de la hamaca sus muslos rollizos. Sus pies cortones, de abultado empeine, buscaron nerviosamente el suelo. Sus ojillos de pecari parpadearon incrédulos hasta que, saltando con increíble agilidad, me estrechó en un fuerte abrazo. -iTimó, che compañero! - repetía, sobándome la espalda con sus manos acarameladas y grasientas - iel último demonio que esperaba por aquí! 220 Nos sentamos en sendos apycá a la sombra de los mangos a charlar alegremente mientras las brujitas me iniciaban en los misterios del tereré con cepabacaballo. Pombero había regresado y los músicos continuaban ejecutando su limitado repertorio, capaz de aburrir al mismo diablo pero que Aña parecía escuchar con resignada complacencia. Se acordaba de todo el mundo y parecía no saber nada de la Rebelión de los Diablos. Evité tocar el tema. Sólo le pregunté por qué no había llevado ni un alma para el infierno. Se sacó un mango de la boca para reír a sus anchas. -¿Paraguayos en el infierno? ¿Para qué? Tampoco van al cielo. Cuando mueren se quedan por aquí, convertidos en fantasmas. Al pasarme el tereré una de las brujitas me arañó con disimulo el hueco de la mano. Esa noche conocí las delicias de los pecados mortales, aunque tuve que confesar avergonzado que había subido a la superficie a cometer iniquidades completamente virgen. Se llama Juanita. Su perversidad es perfecta, modesta, como asombrada. Enancado en su escoba sobrevolé cerros y collados en noches de luna llena. Me fue difícil al principio distinguir a los vivos de los muertos. Como me dijera Aña, los paraguayos no van al cielo ni al infierno. Se quedan por aquí, convertidos en fantasmas. Fantasmas bondadosos que no asustan a nadie, salvo por accidente. Las ánimas de los que murieron lejos del terruño r e gresan a merodear por los valles a los que dedicaron sus últimos pensamientos. Son las voces que llenan de murmullos las noches silenciosas. Reconciliados amigos y enemigos, olvidadas las ofensas, hermanados en una profunda comunidad de espíritu, se reúnen en torno a las innumerables cruces de las encrucijadas a charlar y contar cuentos. Pero, cuando amenaza una tormenta renace en ellos el ánimo bravio. Guaraníes y guaicurúes, indios y conquistadores, jesuítas y encomenderos, comuneros y contrabandos, lopistas y antilopistas, colorados y liberales,, cívicos y radicales, saco-pucú y saco-mbyky, rebeldes y gubernistas, libran batallas que retumban en los truenos mientras los vivos se arrojan unos contra otros los huesos de los antepasados. Se aplacan cuando la brisa trae el silencio. Entonces sólo se escucha el ladrido de un perro, el llanto de un niño, 221 el tañer de una guitarra, y esa música callada que los mortales llaman la tristeza, los demonios, el tedio, y los ángeles la bienaventuranza. Retórico Rejala (Recopilador) 222 EL INDEPENDIENTE "Querido Rubén: dices que me envidias, que te aqueja la nostalgia. Así ha de ser, no te discuto. Nuestro país es para amarlo desde lejos como a las mujeres virtuosas. Te desquitas hablándome de París, de tu visita a Leningrado, de tus zambullidas en el mar que bañó a Egeo; y, ¡oh crueldad!, la nombras a Margaret te Estamos a fines de febrero. El calor está presente como un genio insidioso en nuestros dramas mezquinos, obsesivos, que giran en torno a situaciones idénticas como un trapiche que exprimiera nuestros jugos calientes al paso resignado de un buey viejo, indiferente a la incitación de la picana y al acoso de los tábanos. Voy perdiendo la noción de las horas y los días. Ya no tienen sentido las magnitudes arbitrarias. Cronos, el demiurgo, se ha dormido, en tanto los lémures siguen cavando tumbas. El tiempo se me escurre como el sudor de los sobacos y mis sueños se disipan en un largo bostezo..." José-Antonio estaba escribiendo en su oficina cuando se presentó en la redacción de ME1 Independiente" un soldado de la escolta presidencial que dijo tener orden de entregarle un sobre en propias manos. Era una tarjeta rubricada por el Presidente de la República en la que se le invitaba a concurrir esa noche a una recepción en el Palacio de Gobierno. JoséAntonio observó al mensajero sin levantar la cabeza. Era un mozo alto, aceitunado, bien nutrido. Tropa de élite, inficionada de desprecio a los civiles. Uniforme verdeolivo brilloso por las planchadas, birrete echado a un lado, yatagán al cinto. Tras de vencer una humillante sensación de miedo y de obsecuencia, le preguntó: 223 -¿Quién te manda? El conscripto no entendió, no oyó o fingió no oír. JoséAntonio buscó la cartera y le pasó un billete de cinco guaraníes. - Toma, para cigarrillos. Tras de una duda, el soldado se apoderó del billete con un brusco ademán y lo guardó en el bolsillo. - Yo- no sé, me lo dio mi sargento. Parecía haberse encogido, humanizado. No era más que un muchacho. -¿Conoces a Babe Niberto? -¿Quién? - Babe Niberto -repitió José-Antonio, en tono algo imperioso-, la secretaria del Gran Jefe. -¿Por qué no? -¿Fue ella la que le dio la carta a tu sargento? - A lo mejor... ~ -¡Le dio o no le dio! -iDesde luego! José-Antonio sonrió. - Está bien, mi hijo, puedes irte. El soldado entrechocó los talones, dio media vuelta y se marchó. Era cosa de Babe Niberto, no cabía otra explicación. ¿Por qué diablos el Presidente de la República habría de invitarlo a una fiesta? Decidió olvidarlo. Dejó a un lado la carta que estaba escribiendo, puso la tarjeta en una bandeja de alambre, reclinó su sillón, acomodó los pies sobre la mesa, cruzó las manos sobre el pecho y cerró los ojos. A pesar de dos ventiladores que soplaban a toda marcha sudaba copiosamente. Hacía ün año que dirigía el suplemento cultural de los domingos. Gomo no podía concentrarse en el barullo de la sala de redactores, consiguió que le asignaran un cuartucho que daba al patio. Aunque en verano se convertía en un horno, lograba en él un mínimo de privacidad que le permitía, entre otras cosas, echarse una siestita en horas de trabajo. Su tarea era difícil. Sobreabundaban las colaboraciones espontáneas de personas influyentes y de figurones hinchados de vanidad que consideraban cualquier rechazo o demora en la publicación de sus engendros como ofensas personales. Otros eran excesivamente tendenciosos a favor, o en contra del gobierno. Para mantener el suplemento en un nivel aceptable y hacer honor al nombre del periódico, era preciso co224 rregir, podar y hasta redactar de nuevo algunos artículos pretextando problemas de espacio. A veces dejaba pasar, cuidando mantenerse dentro de ciertos limites tácitamente consentidos, ideas vagamente progresistas. Con mucha moderación, para evitar celos y suspicacias, publicaba poemas con su firma y prosas con seudónimo. Estas maniobras le valían saludables ataques de "La Nación", que contribuían a aumentar la tirada de "El Independiente". El director lo apoyaba más por su habilidad diplomática que por su talento literario. JoséAntonio creía sinceramente que estaba realizando una tarea útil a la cultura del país. Mediante él la Libertad transitaba de incógnito por las páginas de "El Independiente". Estaba por quedarse dormido cuando lo despertó, el ordenanza. - Te manda decir don Arturo qué pa To que pasa. "Pa es una partícula que sirve para formar el interrogativo en guaraní -pensó José-Antonio, sin abrir los ojos-. Se ha incorporado como otras al castellano popular. El mestizaje de ambos idiomas no se realiza de manera casual: hay una ' mutua destrucción y un recíproco enriquecimiento". El chico lo sacudió sin contemplaciones y repitió la pregunta. Era un pillo descalzo de siete suelas. Abusaba de un poder delegado cuando cumplía órdenes del director. JoséAntonio se rascó la cabeza. -¿Qué pa lo que pasa con qué? De qué diablos estás hablando. - Del soldado que te trajo la carta. - Y que vos le fuiste a contar al patrón apenas llegó, ¿no es así? El chico rió descaradamente. - Bueno, para que aprendas a no m e t e r t e en lo que no te importa anda a decirle que es un asunto privado, ¿entendido? - Pero... -ÍSiga pues, y no jorobes! José-Antonio estaba algo envalentonado desde que, recurriendo a un ardid que casi le provoca un síncope cardiaco a don Arturo, publicó un reportaje al general Patricio Melgarejo, realizado en el Puesto de Cornando de su regimiento en operaciones contra los rebeldes. El diario se agotó en dos horas, y por primera vez en sus cincuenta años de existencia, tuvo que lanzar una edición extra a media mañana. Llovieron felicitaciones. Del relativo anonimato en que trabajaba, JoséAntonio se convirtió en una celebridad. 225 El ordenanza se fue tras de hacer con los dedos un signo zafado. Le hubiera arrojado un perforador a la cabeza, pero hacía demasiado calor para moverse. Aprovechando que había movido una mano hacia la mesa, José-Antonio tanteó en el cesto de alambre hasta encontrar el sobre con la tarjeta. La volvió a examinar con un bostezo. Tenía sus singularidades. No estaba impresa sino escrita a máquina. Mostraba el sello y la rúbrica del Presidente de la República. ¿Qué motivos podía tener este buen señor para enviarle una invitación tan especial? Ninguno. José-Antonio pasaba por opositor, había estado preso, era blanco preferido de los ataques de los plumíferos de "La Nación". No podía aparecer impunemente en los salones del Palacio de Gobierno. - Si esto es cosa de Babe, se va a llevar un chasco -dijo, tratando de convencerse- <Qué se habrá creído? Lo de anoche fue una casualidad. Nos sacamos el gusto y se acabó. Tiró la tarjeta sobre la mesa llena de pruebas de galera y manuscritos con tachaduras y enmiendas. Cerró los ojos. Entonces volvieron nítidas, incontrolables, algunas imágenes de su visita al campamento del general Melgarejo que había omitido en su famoso reportaje. Al cabo de una noche de copas en el Bar Felsina, en la que Mike Woller le había estado contando las arriesgadas coberturas que había hecho para su agencia de noticias en Corea e Indochina, el periodista yanqui mira su reloj y le confía que ha conseguido una avioneta y la autorización para visitar el Puesto Comando del general Melgarejo en las estribaciones de la cordillera de Amambay. "Salgo en dos horas", dice, y en sus ojos se enciende el desaffo. José-Antoni o tiene adentro varios whiskys, que ha insistido en convidarle su rubio colega. Sin pensar en lo que dice, le ruega que le permita acompañarlo. Mike se levanta para hablar por teléfono. Regresa con una sonrisa y un ¡Okey! A José-Antonio se le cura la tranca. Sufre vértigos, detesta viajar en avión. Apuntala su tambaleante dignidad bebiendo otras copas que sólo le procuran un dolor de cabeza hasta que llega la hora de subir al automóvil de Mike, que parte como una exhalación con rumbo a Campo Grande. El piloto está visiblemente borracho. JoséAntonio lo conoce, es un "mau", contrabandista del aire, célebre por su temeridad suicida. Mike es un boy intrépido. Manipula tranquilamente su fumadora con teleobjetivo. Despegan como los cuervos, dando brincos, hasta que el avión toma altura. Allá encuentran al sol. Abajo están los negros 226 bosques dormidos. Una hora y media después divisan un claro. Qué chico es el Paraguay. Dan una vuelta alrededor. Pierden altura. Es una pista precaria, señalizada con tambores de petróleo pintados de rojo. De aquí para allá aparecen fusileros apuntando hacia el cielo. Ven grumitos de humo. Oyen el tiroteo. Pasan en vuelo rasante, en medio de un griterío. El propio Mike se ha puesto pálido, pero no deja de filmar. El piloto ríe a carcajadas. Hace acrobacias. En una pasada dispersa como hormigas asustadas a los tiradores. "Mira, hermano, lo que haces", le dice José-Antonio tirándole de la manga. "Nos están haciendo fiestas -explica el piloto-, creen que pueden asustarnos". En la siguiente pasada el avión aterriza dando tumbos. Milicianos y conscriptos acuden en tropel. Con ellos viene el general Melgarejo, que se adelanta a recibirlos. Están celebrando una victoria, explica: se acabaron los rebeldes. Anuncia asado con cuero. El campamento ocupa una hermosa arboleda junto á un arroyo caudaloso. Mike hace preguntas tontas, saca fotografías. Los soldados ríen al escuchar sus voces reproducidas en el grabador. La mesa de los oficiales está armada con tablones sobre caballetes de estacas. En la cabecera está el general Melgarejo; a su derecha, los periodistas; a su izquierda, un indio viejo que come y bebe de manera impresionante. Cada vez que el general le hace una broma, muestra los dientes en una risa breve y aspirada que provoca estallidos de hilaridad en los oficiales, que sacan sus revólveres y los descargan al aire, lanzando gritos que los soldados acompañan con alaridos y disparos de màuser. Los comensales se arrojan unos a otros pedazos de mandioca. Uno de estos cae en el plato del general. Silencio. Melgarejo frunce el ceño. Ha sonreído. Otra vez el tiroteo y los gritos salvajes. Les prestan hamacas para dormir la siesta a los periodistas y al piloto. Mike prefiere bañarse en el arroyo. JoséAntonio se duerme enseguida, vencido por las emociones. Ha sentido un estremecimiento casi femenino ante aquellos bravos guerreros, médula de la raza, que se diverten como niños. Mike lo despierta. Ha sobornado a un sargento. Le siguen por una estrecha picada abierta en el monte. En un claro, bajo el sol de fuego, hay una docena de hombres sem¡desnudos, de espaldas en el suelo. Un lazo de cuero, tensado entre dos árboles, les ciñe por los tobillos. Tienen los pies amoratados y marcas de azotes en el cuerpo. Están inmóviles, resignados, entre nubes de tábanos que se ceban en ellos. Mike saca fotografías. Chirrían las cigarras. Los centinelas dormitan en la sombra. Pasan de largo. La senda se- ha vuelto más angosta. 227 Desciende por una pendiente pedregosa. Avanzan apartando la maleza con las manos. Olor a muerto. Crucificado sobre cuatro maderos, flota un hombre en un remanso del arroyo. Le han sacado los ojos y los dientes; le han cortado la lengua y arrancado el corazón; tiene los testículos monstruosamente hinchados. José-Antonio siente náuseas pero consigue dominarse. Mike filma. "Mi general no pondera luego por los rebeldes -explica el sargento-; el que viene a matar tiene que morir. A los oficiales que no aguantan los manda a su casa; hay soldados,que se vuelven locos; no sirven para esta clase de guerra". È1 sargento habla en guaraní. José-Antonio traduce. Mike lo registra en el grabador. Con tales visiones le fue imposible conciliar el sueño. No quería sin embargo apartarlas de la mente. Eran su vivencia de los límites a los que puede llegar la ferocidad humana. Los ventiladores soplaban vientos de fragua. Asomó al patio. Lanzó un largo silbido en la clave convenida para que el cachafaz de ordenanza le trajera tereré. Volvió a su escritorio. No tenía ganas de seguir escribiendo la carta a su amigo íntimo Rubén Barrios Sabatier, que estaba exiliado en París. Varias veces había intentado contarle en detalle su aventura en la selva. No pudo hacerlo. Le parecía truculenta, inverosímil. Por allá eran capaces de entenderla como un t o que de exotismo; pero nunca, que él supiera, habían ocurrido estas cosas en el Paraguay. Lo mejor que podía hacer era ponerse a trabajar. Las pruebas de las "Viñetas Asunceñas", que publicaba bajo el seudónimo, de Retórico Rejala, habían vuelto de la Dirección llenas de enmiendas, tachaduras y llamados a la prudencia. Como de costumbre, José-Antonio procuraría eludir la censura mediante concesiones secundarias y la presentación del hecho consumado en el suplemento cultural impreso. Entonces lucharían en don Arturo el miedo y la tacañería. Por lo general, triunfaba esta última, sobre todo desde que llegó a "El Independiente" el intencionado trascendido de que en las altas esferas gustaban mucho las "Viñetas" a pesar de las iras que provocaba en "La Nación". En conocimiento de ello, José-Antonio se había permitido ir un poco más lejos que otras veces. Tomó como argumento para una sátira la divertida historia que, según el doctor Faustino Benftez, le contara un diablo amigo suyo llamado Timoteo. Como era de esperar, se produjo un escandalete. "La Nación" acusó a "El Independiente" de agraviar a la pa228 tria, burlarse del gobierno y comprometer las relaciones internacionales al jugar con la etimología de la palabra M ltamarati", nombre de la sede de la cancillería brasileña. Las cosas no pasarían a mayores. Los que se creyeran aludidos sentirían una íntima satisfacción de que un escritor de la talla de José-Antonio Lara -tuerto en país de ciegos, según su propia apreciación-, se hubiera dignado tomarles el pelo. Don Arturo vivía asustado. Era el típico pusilánime forzado a hacer de valiente. Le convenía que su diario fuera vocero de una semi-integridad, de una semi-independencia, de una semi-libertad y hasta de una semi-oposición que guardaran las formas, preservaran el honor y dieran buenos dividendos. El Paraguay estaba lleno de gente como don Arturo. En cierta medida, José-Antonio se sentía una de ellas a pesar de los mimos de la buena sociedad, encantada con sus énfasis contra la burguesía y sus metrados gritos a favor de los humildes. Cuando lo abandonaba la música de las palabras se sentía como un tonel resquebrajado y reseco. Acaso por eso se fue enredando en una conspiración. Le pareció fácil al principio. De pronto comprendió que estaba jugando. Se había portado como un chico que persiguiendo una lagartija se mete en un yuyal lleno de víboras. Entonces la conspiración le pareció descabellada. Cada vez que pensaba en lo que estaba haciendo se le helaban las manos. Se veía de nuevo en poder de los torturadores, que si bien no alcanzaron a hacerle un daño físico mediante la oportuna intervención de Cardocito, le dejaron en los huesos una fobia invencible. La sola proximidad de un uniforme, la mirada algo insistente de un policía, bastaban para encogerle el estómago. Pese a ello continuaba avanzando hacia el despeñadero con trágica resignación, aferrado a la esperanza de que un milagro le librase de la pesadilla. - El tereré, mi patrón. - Déjalo por ahí. A poco de regresar al país se había propuesto anotar sus observaciones y pensamientos sin limitación alguna, para registrar un testimonio insobornable de la época que estaba viviendo. La inconsecuencia y la pereza, sumadas a un invencible sentimiento de inutilidad, hacían que cumpliera su propósito muy de vez en cuando y en forma incompleta y fragmentaria. Ahora sentía la necesidad de hacerlo. Abrió su cajón y sacó, del fondo donde lo tenía escondido, el "Cuaderno de Tapas Liberales", y escribió: 229 "¿Es posible vivir al margen de la ferocidad humana, de transitar sin mancharse por barros sanguinolentos? ¿O es que debo aceptarla como un hecho y tratar de eludirla en términos individuales hasta el instante supremo de la violencia final? Soy un poeta, un escritor, iQue otros se rompan los cuernos! Yo, entre tanto, construiré un universo de palabras que hagan de mi época una referencia bibliográfica. ¿Por qué he de convertirme yo también en una bestia sanguinaria? El pobre diablo crucificado en el arroyo no va a resucitar. ¡Que me dejen en paz! Es más fácil manejar el fusil que el pie quebrado. Cantaré al nero srao y seré más glorioso que los héroes. Aquiles, sin Homero, hubiera sido un matasiete como el general Melgarejo..." -¿Es así como trabajas? José-Antonio escondió rápidamente el cuaderno en el cajón. Galo Casanello lo estaba mirando sobre el hombro. -iAl diablo, me asustaste! - exclamó José-Antonio. - No te preocupes, no entiendo tu letra - dijo Galo Casanello buscando una silla para sentarse-. No me digas que estás tomando notas para escribir una novela. Ni lo intentes. Te faltan agallas para eso. José-Antonio sonrió, A Galo Casanello, que era un clínico excelente y había estudiado siquiatría en Europa, no le importaba su bien ganado prestigio de facultativo. Había publicado una novela corta veinte años atrás. Desde entonces venía amenazando con una obra maestra. La leyenda se había difundido a tal extremo que en una historia de las letras paraguayas figuraba como autor de una monumental novela inédita. Tanto se había persuadido de la importancia de su libro, que en los artículos que ocasionalmente publicaba en "El Independiente", asumía por anticipado el papel de rector de las letras paraguayas y sustentador de una teoría de la literatura, fundada en el sicoanálisis, a la que había dado en lámar "realismo onírico". Comentaba los trabajos de los escritores nacionales con bonachona indulgencia. Salvo excepciones, los consideraba inmaduros. En cambio era implacable con los extranjeros. No lo hacía por xenofobia sino para preservar a sus compatriotas de influencias que impidieran el pleno desarrollo de su originalidad. Se despredió là bata de médico, abrió su maletín y extrajo un rollo de papeles sujeto con el cable del estetoscopio. Anunció que se trataba de un artículo sobre el último libro de Jorge Luis Borges que estaba siendo muy comentado en los círculos intelectuales. Galo era 230 bajo, rechoncho, fuerte como un toro, rubio y acalorado. Leía muy bien. Tenía la voz sonora y elocuente. Acompañaba la lectura con precisos ademanes. No aguantó la silla mucho tiempo. Se puso de pie y caminó de un lado a otro. Su entusiasmo era tan grande que en las pausas lanzaba exclamaciones, carcajadas. Comparaba su trabajo con el célebre y demoledor ensayo de Manuel Gondra sobre Rubén Darío. JoséAntonio lo escuchaba distraído, imaginando al pobre Borges arrancándose los pelos con desesperación ante un ejemplar de "El Independiente". Disimuló un bostezo. Galo Casanello, que no había dejado de observarlo con sus ojos azules, movedizos, se detuvo de pronto y le preguntó en guaraní: À -¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo? No podía concebir que una persona en sus cabales no lo escuchara deslumbrada. - Lo siento, debe ser este calor infernal. Galo Casanello lo miró desconfiado. -¿Calor? No hace tanto calor, no macanees. Estamos en febrero, ¿qué esperabas? No te creo. Lo que te pasa no tiene nada que ver con la temperatura. Dime la verdad, ¡confiesa!, ¡somos amigos! José-Antonio le contó que había recibido una inesperada y extraña invitación del Presidente de la República para asistir a la recepción que se realizaría esa misma noche en el Palacio de Gobierno. Contra lo que podía esperarse, Galo lo escuchó con seriedad. Volvió a sentarse. Se enjugó el sudor de la frente como si de pronto también a él lo abrumara la canícula. - Dijiste Babe Niberto, ¿qué tienes que ver con esa mala pécora? José-Antonio hizo un gesto de cansancio. - En este país todos tenemos que ver unos con otros. Alguna vez fuimos amigos. Dice que le "encantan" mis versos. -¡Te felicito! -¡Déjate de embromar! - Asf que en tu opinión, candido amigo, el Presidente de la República te manda una tarjeta manuscrita de invitación especial, firmada por él mismo, para que te la entregue en propias manos un soldado de su escolta con yatagán al cinto, sólo para complacer a su secretaria, a quien le "encantan" tus versos. No lo subestimes. Debe tener buenas razones y jamás perdona un desaire. Es un principio de gobier231 no. La invitación que recibiste es casi una orden. En tu lugar tomaría la cosa muy en serio. José-Antonio sintió que nuevamente las manos se le helaban. - No iré -dijo finalmente-; no tiene sentido. Galo Casaneilo enrolló su artículo, lo ató con el cable del estetoscopio y lo guardó en el maletín. - Me lo llevo. Eres capaz de perderlo. Se detuvo en la puerta, deslumhrado por el sol. Se volvió y dijo, con ceñuda seriedad: - Yo en tu lugar lo pensaría dos veces; pero no te olvides de una cosa: así como el rey Midas convertía en oro cuanto tocaba, cuanto toca este señor se convierte en mierda. ?,32 MUÑECA EGUSQUIZA Muñeca Egusquiza caminó descalza sobre las baldosas de mármol de su dormitorio y se sentó en un taburete frente al tocador. Se miró en el espejo que cubría una de las paredes laterales. Conocía su cuerpo como el buen piecero conoce su ametralladora y el punteador su guitarra. Estaba satisfecha: da más gusto un caramelo que una estatua. No le quebrantaba la edad. Ejercía constante vigilancia. La más ligera arruga, la mancha más imperceptible, una leve insinuación de flojedad o de gordura eran atacadas con saña, hasta el aniquilamiento. Era de un blanco mate, pómulos aindiados, nariz chata. Tenía ojos pequeños, algo oblicuos, de un raro pardo verdoso. Los labios eran finos. El inferior, algo saliente, le daba una expresión de embobada picardía, así como sus dientecillos apretados entre agudos colmillos. El cuello era de lujo: largo, armonioso, bajaba en suave pendiente hasta los abultados senos y formaba con los hombros curvas de limpio trazo. Usaba amplios escotes y costosos collares. Largo el torso, el vientre algo abultado, nalgas rellenas, cadera respindaga. Brazos y piernas cortos y rollizos. Pies cuadrados, planos, dedos cortos. Fea para las mujeres, los varones no se daban cuenta. 11 A la petisa dan ganas de comerla", decían sus compañeros de universidad. "Seguro -replicaban las envidiosas-, le parece a un chanchíto" Aún ahoraA que se acercaba a los cincuenta, solía sentirse abrasada por ojos canibalescos. Hizo un retoque, en el cabello castaño oscuro, cuidadosamente teñido. Comenzó a vestirse para la recepción en el Palacio de Gobierno. Alfonso tardaría en llegar, pero no había que preocuparse. A su marido cualquier traje le sentaba bien. Diez minutos le bastaban para transformarse de arriero en personaje cambiando las bombachas por el frac. 233 Tenía otros motivos para sentirse inquieta. Alfonso estaba pasando nuevamente por uno de sus trances de abulia y desconcierto, síntomas inequívocos de que estaba desconforme consigo mismo. Una peligrosa recaída, inesperada en un hombre de su edad y de su posición. Pasaba horas inactivo en la biblioteca. Trataba a sus hijos como a extraños. La vida social le causaba insoportable fastidio. Sólo ella podía ayudarlo. La envanecía la apostura y el poder de su marido, pero le conocía flaquezas. Era naturalmente inclinado a la divagación y al quijotismo. Cuando se lanzaba a fantasear era capaz de correr tras de cualquier antojo. Varias veces lo había salvado de cometer errores irreparables. Estuvo por pasarse a los rebeldes durante la guerra civil, a pesar de estar afiliado al partido que sostenía al gobierno. Muñeca evitó exasperarlo inútilmente discutiendo los motivos políticos o morales que pudiera tener, y que a ella no le importaban. Hizo valer su embarazo. Se fingió enferma. Tuvo fiebres y vómitos. Lloró, sufrió un ataque. Dijo que se iba a morir. En medio de la matanza, Muñeca Egusquiza libraba su batalla personal. Cada hora que conseguía retenerlo a su lado era un triunfo para ella. Alfonso estaba amargado y furioso. Cuando los rebeldes atacaron la capital, estaba tan exasperado que se presentó a pelear por el gobierno, cuya causa parecía perdida. Lo que para él fue una, apostasia y un suicidio político, fue para ella una victoria. La situación era desesperada. Las mujeres de la familia huían al extranjero o se refugiaban en las casas de amigos opositores. Muñeca no se movió de la suya. Se peleaba a pocas cuadras. Las balas rompían las tejas. A cada cañonazo, temblaban las paredes y saltaban hechos añicos los vidrios de las ventanas. Ella, encinta de ocho meses, tomaba mate dulce en la cocina y bromeaba con las sirvientas sobre lo que les pasaría si entraban los rebeldes. No entendía de estrategias, pero intuía al ganador. Apostar valía la pena. Entre los revoucionarios, Alfonso hubiera sido un advenedizo. Entre los gubernistas, tenía la ventaja de su apellido y el de su esposa. Como siempre, acertó. En los años que siguieron Alfonso hizo su aprendizaje. Años de anarquía, de intrigas y latrocinios escandalosos. La tercera parte de la población del país había emigrado. Alfonso quiso meterse a salvador y acabó asilado en la embajada argentina. Muñeca fue a ver a su padre para que intercediera por su esposo. Don Antenor Egusquiza, miembro prominente de la Junta de Gobierno, era un señorón rastacuero, leguleyo 234 astuto y caudillo mañoso. La escuchó socarrón, haciendo girar su cigarro-poí en la boca sin dientes: - Tove, tove, che rajy, eheja katu toho, ivyro guetéi ko hiña. Lo que aproximadamente significa: "vamos, hija, déjalo que se vaya; todavía es un ingenuo". Ella se echó a reír, le dio un beso en la frente y se embarcó para Buenos Aires. Alfonso era pobre, ella muy rica. No lo humilló pidiendo ayuda a sus padres. Vivieron en una pensión de la calle S^an Martin, repleta de exiliados. Mientras él, reconciliado con sus viejos amigos, se dedicaba a fantasear revoluciones en los cafés de la calle Florida, ella trabajaba de modista, vendía caña y cigarrillos de contrabando, escribía cartas, movía influencias y cuidaba de su hijito. Cuando lo creyó oportuno, pidió un indulto. Alfonso se negó a aceptarlo. Muñeca lo obligó a ceder: a Juancito le sentaba mal el clima de Bue* nos Aires y ella estaba nuevamente embarazada. Alfonso abrió un estudio de abogado. El ejercicio de la profesión lo hizo más artero y cauteloso. Perdió algunos e s crúpulos. Adquirió cierta dosis de crueldad. Desempeñó con eficiencia diversos cargos en la administración pública. Ganó posiciones en el partido. Por último, el Presidente de la R e pública le ofreció un ministerio. El éxito de Muñeca era casi completo. Alfonso se había vuelto un hombre opulento, temido, poderoso, conservando no obstante cierto prestigio político y alguna autoridad moral, acaso por contraste con la canalla de que estaba rodeado. Solamente le faltaba ascender el último peldaño: la presidencia de la república. Mientras esperaba la ocasión propicia, Muñeca no bajaba la guardia. - Nuestro Presidente -solía decir Alfonso-, confunde la habilidad para mantenerse en el poder con la capacidad de gobernar. Está lejos de ser un estadista. En el fondo es un pobre diablo con ideas estrechas, ambiciones mezquinas y apetitos vulgares. Pasará a la historia como el Gran Corruptor del Paraguay. Alfonso tenía la peligrosa e irrefrenable manía de hacer frases, por lo general, a costa del Presidente de la República, quien, de una u otra manera, siempre se enteraba de ellas. Parecía no hacerle caso, pero Muñeca sabía muy bien que era de esas personas que no olvidan ni perdonan nunca. Alfonso había quedado políticamente en el aire, a merced de los caprichos del Presidente de la República que, valido de ?35 esta seguridad, podía darse el lujo de tener en su gabinete a un hombre corno el doctor I rala Vargas, y hacer que cayeran sobre éste la responsabilidad de buena parte de sus propias culpas. Uno de los motivos que tuvo para llevarlo al ministerio del Interior fue justamente el de comprometerlo con el gobierno y anularlo como rival posible. La destitución significaba para Alfonso el fin de su carrera política y para Muñeca la definitiva renuncia a sus aspiraciones. Los enemigos de su esposo, de dentro y fuera del gobierno, se cebarían en él. En cuanto a los amigos, se apresurarían en darle la espalda. En último caso era preferible una ruptura espectacular, en la que apareciera abiertamente enfrentado al régimen, convertido en una alternativa válida para los descontentos de su propio partido y un posible aliado para los opositores. Pero era demasiado peligroso. Implicaba luchar desde afuera, sin las ventajas de una posición duramente conquistada y penosamente mantenida durante años. Por otra parte, ¿tendría Alfonso la firmeza necesaria para hacerlo? No estaba segura. Lo a c e r tado era entonces mantenerlo en su sitio y procurar apuntalarlo con el respaldo de una fuerza propia; esto es, por lo menos un regimiento, que atara las manos del Presidente de la República. Era preciso además indagar las causas profundas de los cambios que venía observando en el comportamiento de su marido. Doña Crescencia Tererute, que tenía embrujado nada menos que al general Patricio Melgarejo, le había echado las cartas. Le dijo que se cuidara de una morena larga. Como doña Crescencia no sólo por barajas hacía sus adivinaciones, Muñeca tomó buena nota del consejo. Pero era demasiado orgullosa para .pedir detalles. No rebajaría a su marido mezclándolo en vulgaridades. Doña Crescencia Tererute capitaneaba un temible grupo de mujeres del que formaban parte, entre otras de menor rango, Fermina Armoa, Micaela Corrales y Aspasia Gómez. Su poder emanaba de la estrecha vinculación que cada una tenía con poderosos jefes militares, establecida cuando estos eran tenientillos de guarnición. Ahora que se habían convertido en personajes y adquirido gustos más delicados, las mantenían en disponibilidad, pero sin darles de baja. Dotadas de tremenda energía, los secundaron en momentos difíciles de su carrera y les seguían siendo útiles. Para tenerlas entretenidas y sujetas les permitían hacer uso y abuso de su influencia para toda clase de negocios turbios. Muñeca no las subestimaba en a b soluto. Contrariamente a lo que hacían las esposas de altos 236 funcionarios, enfermas de engreimiento, cultivaba su amistad. Ellas le correspondían de la manera más ruidosa y entusiasta. La mantenían informada de intrigas palaciegas y secretos de alcoba. Y, por sobre todas las cosas, no se metían con ella. Las brujas, como genéricamente se las llamaba se sentían muy honradas de ser amigas íntimas de Muñeca Egusquiza. No dejaba de invitarlas, para escándalo de sus amistades de alto copete, a las recepciones que daba en su casa. A veces las reuniá en tertulias en las que podían sacarse los zapatos, fumar cigarros de hoja, hablar en guaraní, decir malas palabras, reír a gritos y hablar mal de todo el mundo. En tales ocasiones Muñeca se transformaba en una de ellas, y, a decir verdad, se divertía muchísimo. Doña Crescencia Tererute se consideraba algo así como la madre putativa de Muñeca Egusquiza. La defendía en todo terreno con enfervorizada devoción de alcahueta por su pupila favorita. Aquella mujerona tosca y vulgar ejercía un increíble poder sobre el general Melgarejo. Era la única persona que se animaba a gritarle en la cara a aquel hombre terrible, y era fama que una vez le dio un sopapo delante de sus oficiales sin que atinara a reaccionar. Muñeca hacía lo posible por mantener a su esposo a l e jado de pequeñas intrigas. Personas astutas y miserables lo enredarían en ellas fácilmente. Guantas veces las brujas insinuaban que Alfonso había incurrido en alguna infidelidad conyugal, la echaba a barato y cambiaba de tema. Se reía de sus presuntas rivales. No era celosa. Dominaba en ella un sentimiento maternal y una insaciable ambición, unidas al talento, heredado de su padre, don Antenor Egusquiza, para el juego nada limpio de la política criolla. Mientras se limaba una uña, en la que había descubierto una casi imperceptible imperfección dejada por la manicura, pensó que en las actuales circunstancias era de temer que Alfonso, en su desazón, buscara en otra mujer lo único que no podía darle su esposa: la posibilidad de acariciar a la quimera. Muñeca recordaba vagamente que Quimera se llamaba un monstruo horrible, con torso de mujer y cola de serpient e . Con posterioridad a la sesión de cartomancia, doña Crescencia Tererute le dio a entender que la nueva favorita del ministro era una rebelde que había sacado de la cárcel. Nada podía temer de una cabeza loca con un ündo trasero. Pero en la prisión había mujeres de otra laya, terribles, devoradoras, capaces de explorar pliegues ocultos y disputarle lo que siem237 pre había sido de su exclusiva propiedad: el alma de su marido, ¿Quién sería ella? Cuando lo averiguara la haría sablear en un cuartel para luego arrojarla a los soldados como carne podrida que se tira a los perros. Acabó de vestirse. Abrió una caja fuerte y despiejó una deslumbrante colección de collares. - Es preciso averiguar en qué anda Alfonso. Es muy capaz de hacer un disparate. Alfonso tenía muchos amigos militares. Su actuación en la guerra del Chaco fue hazañosa. En la guerra civil cubrió con unos pocos milicianos un sector del frente abandonado por insostenible por las fuerzas regulares ganando un tiempo precioso para el gobierno. Era oficial de reserva y aficionado a la estrategia. Solía ir de madrugada al polígono de tiro del Famoso Regimiento. Tirar al blanco le calmaba los nervios. Desayunaba en el casino de oficiales. Confraternizaba con capitanes y tenientes. Dejó de hacerlo cuando el Presidente de la República le dijo que mucho le extrañaba que a un hombre de su edad le gustara practicar un deporte tan aturdidor. Le aconsejó que en cambio se dedicara a la pesca, que, se lo decía por experiencia, era más saludable y mejor para los nervios de ambos. Alfonso había puesto su biblioteca a disposición del entonces capitán Silvestre Ocampos. Devolvía ios libros forrados y rotulados con prolijidad de escuelero. Muy pronto se hizo amigo de la casa, en la que era bien recibido a cualquier hora. Se sentaba a la mesa sin ceremonias. Era un hombre de unos treinta y cinco años, apuesto y tímido. Elegía cuidadosamente las palabras más difíciles. Los chicos remedaban su empaque, el abuso que hacía de las eses y sus enredos con géneros y artículos. Muñeca acabó por convertirlo en su escudero. Las veces que le pedía algunos soldados para limpiar el jardín, o un camión del ejército para trasladar trastos de alguna amiga, poco faltaba para que se pusiera a carpir él mismo o a acarrear ios muebles en persona. En ocasiones le rogaba que la llevara a la estancia. Una vez allí, la acompañaba en cabalgatas. Cuando el Famoso Regimiento salió en campaña para combatir a los rebeldes, Muñeca lloró un poco y le regaló una medalla de la Virgen Milagrosa que, según le dijo, perteneció a su madre y estaba bendecida por el Sumo Pontífice, cuando en realidad la había encontrado revolviendo un cajón de chucherías. 238 Muñeca tenía el arte de utilizar a los demás. Era de esas personas que raras veces hacen un favor, pero a las que todos sirven de buena gana y simpatizan con ellas. En cuando a la familiaridad de su trato con el joven oficial, en un ambiente de chismes ninguna otra mujer hubiese podido llegar a tanto sin provocar maledicencias. Sin embargo, a nadie se le ocurría pensar mal de Muñeca, cuya fanática devoción por su marido se había hecho proverbial. Alfonso estaba acostumbrado a que su esposa atendiera a sus amigos, y la amistad del capitán Silvestre Ocampos le interesaba mucho. - El general Melgarejo, que es un zorro muy corrido -le ''había dicho a su mujer-, confía en Ocampos porque lo cree un tonto sin carácter al que puede manejar a su antojo. Ya veremos. Nuestra historia está llena de sorpresas dadas por tontos que se despabilaron de repente. Dos días atrás Silvestre Ocampos regresó sorpresivamente a la capital al frente de un batallón reforzado del Famoso Regimiento. Esa mañana había venido a visitar a Muñeca. Ostentaba el grado de mayor. Parecía sutilmente infatuado por los nuevos galones. Estaba más delgado y moreno, curtido por el sol y la intemperie. Muñeca le dio un trato diferente. Lo sentó a su lado en uno de los sillones de la sala. Le pidió que le hablara de la lucha en ios bosques, sabedora del gusto que les da a los guerreros relatar sus hazañas. Para sorpresa suya, el rostro del oficial adquirió una expresión sombría. - Pasaron cosas muy feas, la señora -dijo, como para cortar el tema-; no son para que las oiga usted. Muñeca no insistió, pero tomó buena nota de la extraña reacción de Ocampos. Poco a poco fue llevando la conversación al terreno de las confidencias íntimas. No todo lo que brilla es oro. Las apariencias engañan. No era del todo feliz en su matrimonio. Una sombra de desconcertada sorpresa pasó por los ojos del oficial. - Alfonso tiene una amante, ¿se cree que no lo sé? Soy una mujer cristiana. A veces tengo que violentar mis sentimientos. ¡Ah, si estuviera segura! Dígame una cosa, mi querido mayor, usted que es mi único amigo: ¿me estoy poniendo vieja? Se amorató la oscura piel de Ocampos. Al recordarlo, Muñeca soltó la carcajada que entonces apenas había podido contener. -¿Por qué no me contesta? -le dijo tomándole una mano con un gesto deliberadamente impulsivo- ¿tiene miedo de decirme la verdad? 239 Al mayor Ocampos le repicaba el pulso. -¡Qué esperanza, la señora! -exclamó, apartando púdicamente los ojos de los gruesos tobillos de Muñeca-, Para mí será usted siempre la mujer más joven y hermosa. -ÍEs usted tan bueno, tan generoso! ¡Cuánto se lo agradezco ! El mayor Ocampos se puso bruscamente de pie. - Yo, la señora - dijo, con las manos en los costados, en posición de firmes-, debo volver ahora mismo a mi unidad. -¿Tan temprano? ¿No se queda a almorzar? Hay un puchero riquísimo, que yo sé que a usted le gusta. En los labios del mayor Ocampos apareció fugazmente un rictus doloroso. - Imposible. Mi batallón está cuidando los bastiones del Famoso Regimiento. No conviene que en situaciones de peligro el comandante deje a sus subordinados mucho tiempo. -iPor favor, no me asusteí ¿Qué está pasando, mi m a yor? - No andan muy bien las cosas, la señora. Muñeca hizo un mohín de reproche. - Usted no me quiere contar nada, no me tiene confianza. - No es ningún secreto, creí que no le interesaba. Hubo un choque fuerte con los rebeldes. Mi general Melgarejo c r e yó que los habíamos liquidado, pero resultó que se nos escaparon otra vez. Pidió más tropas para terminar la campaña. No se las dieron y empezó a desconfiar. - No le entiendo. Si precisa más soldados, ¿qué hace usted aquí con todo un batallón en los cuarteles? - Esa es la cosa. Parece que también nos desconfían. Así que, antes de que nos hagan una broma pesada, como sería por ejemplo dejarnos sin recursos fuera de la capital, mi general me mandó a cuidar los cuarteles. Si quieren baile tendrán que bailar con dos parejas: con mi general en las afueras y conmigo en las calles. -¿Quién puede hacerles semejante cosa? -se escandalizó Muñeca- ¿Acaso el Presidente de la República cometería esa ingratitud con los valientes del Famoso Regimiento y con su querido compadre el general Melgarejo? Lo dijo con tan jocosa seriedad que el mayor Ocampos se rió. - Nunca se sabe, la señora; mejor no facilitar. 240 Era una evasiva. Muñeca decidió no insistir por el m o mento. -iAh, entonces el general Melgarejo lo ha mandado a usted porque le tiene confianza! Tanto mejor, así no me deja sola. Pobre Melgarejo. Cuando venga a la Asunción tráigalo a comer a casa. Lo quiero mucho. Fue peón de mi papá. Había dado en el blanco. El rostro curtido* del mayor Silvestre Ocampos se iluminó en una ancha sonrisa. De veras que era buen mozo. Ojos lánguidos y una sonrisa casi angelical. Corrió a traerle la gorra. Le acompañó hasta la puerta. Se miraron. Aguardó tensa. Sintió un olvidado calorcillo en el vientre y los pezones. Esto no estaba previsto. Se alistó para arañar. Él se pasó una mano por los cabellos, mirándola desconcertado. Ella, distraída, le sacó una pelusa de la casaca. -¿Irá usted a la recepción en el Palacio? - le preguntó a media voz. - No puedo fallar. Me ha invitado especialmente... - Allá nos veremos entonces - dijo ella, deslizando una leve insinuación. El mayor hizo la venia, dio media vuelta y se marchó. Muñeca sonreía viéndolo cruzar el jardín a grandes zancadas. -íQué valiente, mi señor! - exclamó en guaraní, burlona, enternecida. Se abrochó un collar de perlas. Al rozarse la nuca con los dedos sintió una oscura delectación. Era preciso pensar en cosas serias. Algo tramaba Ocampos más allá de la misión que se le había encomendado. La intuición de Muñeca era infalible. Debía averiguarlo, y rápido, antes de que fuera t a r de» Esa noche pondría a prueba su poder de seducción. Le llenaría la cabeza de ilusiones hasta que la perdiera y le dijese todo lo que necesitaba saber. Pero, ¿hasta dónde? Ya se vería. Nunca más allá de 1© prudente. Entonces, ¿por qué este sobresalto? Llamaban a la puerta. -(Adelante! Una muchacha morena, espigada, descalza, que con su suelto vestido parecía una cariátide, entró en el dormitorio como a la cueva de A ladino. Quedó mirando deslumbrada a la patrona vestida para la fiesta. Muñeca sonrió: -¿Qué tal, Leocadia? ¿Te gusta mi vestido? -¡Tupasyicha nde pora ha remimbi, che señora! "Eres bella y reluces como la Virgen". Muñeca quedó encantada. - Gracias, Leocadia, ¿qué necesitas? 241 - Hay un doctor Benftez que pregunta por el señor ministro. -¿Benftez? ¿Un morocho bajito, vestido de negro? - Así mismo, como un sapito paquete. Muñeca rió a gritos. - Anda a decirle que el señor ministro no va a tardar. Servile café... No, mejor un whisky, dejale la botella. Voy en seguida. Muñeca se apresuró. Tenía mucho interés en hablar con don Faustino antes de que regresara Alfonso. Era la primera vez que venía a verlo a su casa. Debía ser por algo muy urgente. +*$$ * * Don Faustino Benftez parecía un pequeño e indefenso muñeco negro, sentado en uno de los sillones del inmenso salón lleno de espejos y colgaduras. Muñeca abrazó y besó en ambas mejillas a su "querido e inolvidable profesor". Él elogió su belleza con elocuencia de guaireño, intercalando algunos versos en el discurso. Se sentaron a charlar como viejos amigos, encantados de poder hacerlo después de mucho tiempo. El doctor Benftez no tardó en advertir que había un propósito definido en el versátil parloteo de Muñeca. "Tiene un tigre agazapado detrás de las pestañas postizas. Le suelto una indiscreción. La atrapa al vuelo. La desgarra y desmenuza avidamente. Desilusionada, se relame y me mira con sus ojos de hielo. Está como para pedírsela al diablo Timoteo, que ha de ser su pariente. Esta mujer vale un infierno. Quiere saber a qué he venido, pero no hará preguntas. Indaga. Me divierte. Me está sirviendo más whisky, ¿pensará emborracharme? Sólo le importa lo que le conviene. Es muy inteligente, ¡cuidado!" Don Faustino cambió de conversación. Se puso a comentar las locuras del coronel Ciriaco Ojarro en su disputa con el general Ernesto Dalfrosse por los esquivos favores de la vedette argentina Maruja Fontán. -¡Por favor, don Faustino, me va a matar de risa! ¿Cómo es la tal Maruja? ¿Usted la ha visto? - Tuve la curiosidad de conocer a la sirena que amenaza hacer naufragar la nave del Estado. Fui a verla al teatro. Puramente ornamental, como una yegua de raza. -¡Vamos, mi querido profesor, lo conozco muy bien! ¿Qué no daría usted por una mujer como Maruja? 242 - Nada, absolutamente nada. La mujer no es un caballo. La mujer es una Idea. Poseída de los siete demonios, como la Magdalena folclòrica nos fascina con su danza prodigiosa para luego revelarnos la fatalidad de la muerte. "¿Por qué se ríe de esa manera? Lástima de risa, tan guaranga". - Para los hombres todo es juego, don Faustino, desde el amor hasta la guerra. En esto se diferencian de nosotras. Pobre de la mujer que se convierte en un juguete aburrido. "¿Qué es esto? ¿Un pensamiento? iCuidado!" -¿Para todos los hombres? No lo creo. - Para los que valen la pena, para los que siguen siendo niños. "¿Lo dice la mujer de Alfonso?" - En muchos matrimonios, mi querida señora, se reencarna la pareja clásica. El marido es don Quijote y la mujer es Sancho Panza. ¿Recuerda lo que decía el bueno de Sancho de su amo don Quijote? "Bien sé que está más loco que una cabra, pero lo quiero como a la piel del corazón". - De acuerdo, mientras una Dulcinea de carne y hueso no complique las cosas. "¿Será la cola del gato? Demasiado simple, no lo creo. Otra vez me sirve whisky. Whisky excelente, en vaso de cristal tallado. Hermosa casa, muebles de lujo, cuadros valiosos; descarada ostentación de bienes mal habidos. Yo también fui ministro. Cuando renuncié me debían varios meses de sueldo. Hubo un tiempo en que los políticos paraguayos eran los más honrados del mundo. Me tomaré otro trago. Ahora cambia de tema. Critica al gobierno. Ya veremos adónde quiere llegar". - Las cosas no pueden seguir así; pero, ¿qué puede hacer Alfonso? está muy comprometido; arriesga demasiado. "Esto lleva sentido, ¿está enterada?, ¿hasta dónde?" - Bastaría con que los hombres de bien se pusieran de acuerdo - respondió, por decir algo. -¿De veras cree usted, don Faustino, que Alfonso es un hombre de bien? El doctor Benítez se quedó mirándola. -¿Por qué no me responde? -¿Qué piensa usted? - Soy la mujer de Alfonso. -¿Recuerda usted, Muñeca, la expedición de Pedro de Mendoza, la más absurda y trágica de las expediciones? Es comprensible que un hidalgo sin conchabo como Hernán Cortés o un porquerizo analfabeto como Francisco Pizarro se 243 lanzaran temerarios a la conquista de reinos fabulosos. Pero que un grande de España, viejo y enfermo, colmado de gloria y de riquezas, lo abandonara todo para embarcarse en. una loca aventura, ilustra acerca de la insaciable inquietud del espíritu humano. Como decía Fausto, mi semitocayo, el hombre se equivoca mientras tiene aspiraciones. -¿Habla usted de mi marido? - No especialmente. El pueblo de este país fundado por náufragos padece de sueños reiterativos que, aunque olvida al despertar, le impiden conformarse con su miserable existencia. Son ellos El Dorado, la riqueza sin límites, buscado por los conquistadores; la Tierra Sin Mal, que perseguían los guaraníes; la Ciudad del Sol, la sociedad perfecta, que intentaron crear los jesuítas; y el vasto territorio de la Provincia Gigante de las Indias, que nunca existió pero que forma parte de nuestra geografía imaginaria. Todo eso está fuera de su alcance, pero le pertenece; es parte de su espíritu. Muñeca ya no escuchaba. "Este viejo charlatán piensa que se me escapó. De mí nadie se escapa, don Faustino". Cuando llegó el doctor Alfonso Irala Vargas, Muñeca Egusquiza se apresuró a dejarlos solos. 244 EL DOCTOR FAUSTINO Luego de que Muñeca Egusquiza los hubo dejado solos en la gran sala de la casa, el ministro y el doctor Benítez se enfrascaron en una conversación que los absorbió por completo y se prolongó màis de lo previsto. Muñeca se vio obligada a interrumpirlos para recordar a su marido que debía vestirse para la recepción en el Palacio de Gobierno. Alfonso suplicó diez minutos más, poro sólo cuando media hora después ella reapareció nerviosa e insistente, se resignó a despedirse de su huésped. El doctor Alfonso Irala Vargas mandó a uno de sus hijos a que llevara al doctor Benftez hasta su casa en automóvil. Era un lindo mozo de facciones duras. Obedeció a regañadientes. Partieron a gran velocidad. No dijo una palabra en el trayecto. Respondió con un gruñido desdeñoso a una pregunta que acerca de sus estudios le hizo su pasajero. Don Faustino quiso bajar dos cuadras antes, para que aquel malcriado y pretencioso señorito nada tuviera que ver en su humilde morada de hombre honrado. El muchacho se encogió de hombros. Frenó bruscamente. Le abrió la portezuela sin bajarse, y apenas don Faustino lo hubo hecho, dio marcha atrás giró en redondo y se alejó hacia el centro como un bólido rugiente. Don Faustino, ofendido, quedó un rato en la vereda. Calmada su indignación, se internó por una calle lateral con pasos lentos, cautelosos, como si temiera trastabillar. Se detuvo ante una estrecha muralla de unos tres metros de altura, coronada de balaustres, que se alzaba desde una acera de losas desparejas. Entró por un portón de hierro que daba a una angosta y empinada escalera de ladrillos. Tambaleó al subir las gradas. Habfa bebido con exceso. Llegó a un patio de tierra con manchones de césped sin cortar. Había un na245 ranjo en el ángulo formado por la balaustrada y la pared medianera vecina, y un níspero junto al ventanal de una casa de frente plano. Pasó a un corredor con arcadas que se e x tendía a uno de los costados. Trató de embocar la llave en la cerradura de una puerta, que era la de su escritorio. En eso estaba cuando sintió un escalofrío. Giró la cabeza y vio fugazmente a un arriero emponchado, de enorme sombrero, agazapado junto al cántaro que reposaba sobre una base de madera en el extremo opuesto del corredor, en la oscuridad adensada por una enredadera de jazmines. -ÍQué haces ahí! ¡Mándate a mudar! - le dijo don Faustino a media voz. No había nadie y él lo sabía: era su alucinación. Abrió la puerta y encendió la luz. La habitación, bastante amplia, contenía dos escritorios, un armario, estantes llenos de libros, un sillón y un paragüero. Otra puerta daba ai dormitorio. Se desvistió, bebió un vaso de agua de una cantarilla de barro. Regresó a su despacho en ojotas y pijamas. Hacía calor. Abrió la ventana que daba al patio. Contemplo la noche iluminada por el arco de la luna en cuarto creciente. Esperó que los efluvios del alcohol se disiparan en la ligera y aliviadora brisa que soplaba del sudeste. - Me estoy volviendo loco - murmuró. Don Faustino tenía la costumbre de hablar solo cuando no había testigos; - Tanto he jugado con Timoteo que el inconsciente ha acabado por admitir la existencia de un diablo tentador que me acosa para comprarme el alma. Le atribuí historias divertidas para entretener a los amigos... Timoteo, te hice famoso... José-Antonio me propuso que las escribiera para publicarlas en el suplemento cultural que dirige. Prometí hacerlo, pero soy demasiado negligente... Como sabes, en mí la negligencia es desapego por ciertas vanidades del mundo... Cansado de insistir, me pidió permiso para usar del personaje en sus "Viñetas Asunceñas". Le dije que se lo regalaba con cuernos y tridente... Aunque no te aparezcas con apéndices y herramientas... Luego sentí la pesadumbre de las pequeñas deslealtades cometidas por distracción... Temí que me abandonaras, dejándome solo en el desolado universo de mi propia conciencia... Desde que Saturio enfermó, volviéndose irascible y caprichoso, Timoteo es mi único confidente. Me ha seguido fielmente estos últimos años. ¿Qué importa que no exista? ¿Qué es la existencia? Es un diablejo sin carácter, malogrado 246 por su buena índole. Me induce a cometer pe cadillos veniales, los únicos, ¡Ay de mf!, que están a mi alcance. Para ser un pecador digno del fuego eterno no basta la libertad, hace falta el poder. Dármelo escapa a los poderes de mi mandinga particular. Sopló un ráfaga de viento. Debajo del naranjo, entre la balaustrada y la pared medianera, estaba de nuevo la sombra agazapada, que al punto se disipó. - Estoy jugando. A mi edad, jugar es peligroso. Se alejó de la ventana y comenzó a pasearse por la ha-* bit ación. Solía ocurrir que t hablando consigo mismo se ponía a dialogar con Timoteo. Las salidas del diablo eran desconcertantes. Tan imprevisible como inoportuno, hubo casos en que conversando con terceros o argumentando ante el juez, intervino el demonio con sutilizas increíbles. Tenía la particularidad de expresarse invariablemente en un guaraní castizo y algo arcaico. Superaba al doctor Benítez, que era un profundo conocedor del idioma, en el manejo de ideas abstractas. Si hablaban de filosofía, solfa ocurrir que don Faustino lo hiciera en español, mientras el diablo discurría con admirable soltura en lengua vernácula, que por lo visto era de uso corriente en el infierno. Pese a todo, don Faustino no creía en Timoteo. Estaba convencido de su propia chifladura. No le dio importancia hasta que al demonio se le antojó tomar la figura de un arriero emponchado, escurridizo, que se le aparecía de noche en el corredor, en las calles desiertas o cuando iba al excusado, en el patio del fondo. Lo hacía con preferencia cuando don Faustino había bebido una copa de. más. Esto era tranquilizador. Probaba que era una fantasía de una mente intoxicada. Como no era bebedoi habitual, consiguió alejarlo un tiempo con sólo reducir al mínimo los tragos. Esa noche sin embargo ios artificios de Muñeca Egusquiza le habían hecho olvidar la saludable norma higiénica, que prudentemente se había impuesto para la salvación de su alma. Otra explicación que hallaba don Faustino para sus desvarios era la soledad en que vivía desde que falleció su mujer. Quebrantos económicos le obligaron a abandonar la casa solariega de la familia, que estaba en el centro de la ciudad, para trasladarse a una modesta vivienda de los barrios. Tenía ésta en los fondos una buena casita de paredes de adobe y techo de paja. La cedió para que vivieran en ella Iluminado Fretes y su hermana Filomena. Iluminado hacía de secretario en el tiempo que le dejaba libre su empleo en el ministerio. 247 Filomena, aunque muda y contrahecha, era muy diligente. Se ocupaba de la comida y la limpieza. Almorzaban los tres juntos. En cuanto a la cena, como don Faustino llegaba a cualquier hora, Filomena le dejaba algo de comer en la cocina. Esa noche había perdido el apetito. - Me estoy volviendo loco cuando más necesito de mis facultades mentales. Una noche como ésta me sugeriste la descabellada idea de coordinar los elementos opuestos y dispersos del descontento generalizado y de la oposición al gobierno, para darles una orientación y una estrategia únicas. Parecía un imposible. Era como meter en una bolsa una docena de gatos y lograr que maullasen a coro y no se arañaran entre sí. Sin embargo, para sorpresa mía, los hilos de diversas conspiraciones que se enredaban y confundían fueron cayendo uno tras otro en mis manos, en muchos casos de una manera casual o misteriosa. Ha llegado el momento de moverlos con habilidad. Se levanta el telón. La función va a comenzar. Se dirigió nuevamente a la ventana. Aspiró una bocanada de aire fresco, pero evitó dirigir la mirada hacia el fatídico naranjo. Luego continuó su paseo por la habitación, volviendo a su soliloquio: - El ministro se muestra dispuesto a aportar en el momento decisivo las ventajas de su cargo y volcar el peso de su influencia en el partido de gobierno, que desde luego no será excluido de la convivencia democrática. El doctor Irala Vargas se haría cargo de la presidencia de la república y convocaría a elecciones libres en un plazo máximo de seis meses. El general Fulgencio Iturbe sublevará la Escuela Militar y convocará en su apoyo a la oficialidad del ejército y la marina que desee una normalización institucional dentro y fuera de las Fuerzas Armadas. Tiene sobrado prestigio y autoridad moral para hacerlo. El general Ernesto Dalfrosse, comandante de la División de Caballería ya se ha puesto en contacto con él. Ha comprendido que si no apoya al movimiento quedará aislado en su feudo de Campo Grande. Está muy interesado en sacar del medio al coronel Ciriaco Ojarro, comandante del Glorioso Batallón,* y librarse de su sombra negra, el general Patricio Melgarejo. Lo que hará Melgarejo no lo sabe nadie, ni siquiera él mismo, pero Iturbe ha conseguido el apoyo del mayor Silvestre Ocampos, que manda el batallón del Famoso Regimiento que ha entrado a la ciudad hace un par de días. Con el concurso de estas tropas aguerridas, si es preciso pelear, el triunfo está asegurado. La 248 conjura será completa con el arribo oportuno de la columna rebelde del capitán Feliciano Palacios, cuyas avanzadas, según me ha confirmado el ministro, están a menos de un día de marcha de Asunción. Sólo falta que Fabio Iglesias logre convencer al movimiento obrero y estudiantil para que se lancen a una huelga general y vuelquen al pueblo en las calles, para impedir un escamoteo de última hora del programa de recuperación democrática... -cHa mba'énepa nde reñatóita upépe? -¿Qué voy a picar allí? ¡Diablo tenías que ser! No lo he pensado siquiera. ¿Qué importa eso? -¿Estás seguro? - Nunca lo entenderías, soy un artista. - O un bufón. Piensa para quién trabajas. Si pudieras, de paso, sacar algún provecho personal sería más razonable tu conducta. f -iTrabajo para el pueblo! - Supongamos que esos sean tus deseos, aunque tengo mis dudas. ¿Qué me dices del cajetilla insolente que te ha traído en automóvil? ¿Crees que su papá piensa en el pueblo? En el momento de la verdad va a hacer lo que le convenga, igual que todos los demás. Ya encontrarán razones que justifiquen traicionar la palabra empeñada. Gomo único premio de tus desinteresados esfuerzos te esperan la cárcel o el destierro, salvo que pongas de tu parte un poquito de astucia y de maldad, materias en las cuales yo puedo ayudarte. - Timoteo, eres un intrigante! - Es mi trabajo. Te repito: podrías contar conmigo. Piensa en el éxito que te acompañó hasta este momento. Es fruto de mi habilidad. - Tè contradices con lo que estabas diciendo hace un momento. -iMe espiabas! - Desde luego. - Y bien, ¿qué pretendes? - Ya lo sabes. - Lo lamento, amigo mío, pero ocurre que no existes. Te empeñas en negar que eres sólo un desvarío. - Tu incredulidad puede salirte cara. -¿Por qué habría de creer? Tu voz no es audible. Es el eco del eco de mi propia conciencia. En cuanto a tus apariciones, son fugaces y ridiculas, y tienen por añadidura una 249 explicación facultativa. ¿Quién jamás ha visto un diablo hecho y derecho metido en un poncho negro, con un sombrero de paja en la cabeza? -¿Por qué todos los demonios tendrían que ser aristocráticos? ¿Esperabas que mandaran al Paraguay a un e x - a r cángel, con el solo objeto de tentar a un profesor retirado? - Deja entonces de jugar a las escondidas; muéstrate a plena luz. - Lo pensaré, aunque preferiría hacerlo sobre la base de un acuerdo en principio. Deberías entenderlo, eres abogado y conspirador. Si firmas el contrato que reiteradamente te he ofrecido, perderías el alma, que a decir verdad, no vale mucho. Piensa en la vida que llevas. No estarías peor en el infierno. En cuanto al fuego eterno y cosas por el estilo, son una burda, propaganda de agitadores a sueldo de la potencia enemiga. ¿A qué temer entonces? - Temo al ridículo. Si lograras persuadirme de tus poderes no vacilaría un solo minuto. Como dice Fausto, mi s e mitocayo, no temo al infierno ni al diablo, pero a trueque de eso me ha sido arrebatada toda clase de goces. Rechinó la puerta a sus espaldas. -¿Qué t a l , doctor? ¿Estaba recitando en extranjero? Algo podría aprovechar aunque no entienda un pito. -¡Ah eres tú, Wagner, mi fámulo! Seas bienvenido. No estaba dialogando con el Espíritu de la Tierra sino con un mandinga disparate. -¿Timoteo? -¿Quién otro podría ser? Iluminado soltó una carcajada teatral. Fue a apoyarse en el rellano de la ventana, que don Faustino había abandonado en el calor de su discusión con Timoteo para pasearse por el despacho con las manos en la espalda, como solía hacerlo cuando declamaba un poema o dictaba un alegato. No tenía paciencia de escribir; pero, como la generalidad de los intelectuales guaireños de su generación, era un hablista consumado y un orador nato. - Linda noche -dijo Iluminado Fretes, suspirando-, menos mal que ha refrescado un poco. De pronto se volvió hacia don Faustino y le preguntó: - Dígame una cosa, doctor: ¿hay algo de cierto en lo que cuenta del diablo Timoteo? Siempre creí que bromeaba, pero acaba de ocurrfrseme que a lo mejor... 250 Lo dijo con tanta sinceridad y candidez que don Faustino se río. La pajiza cabeza de Iluminado Fretes parecía más grande por constraste con el cuerpo pequeño y esmirriado. La cara redonda, blanca, de nariz chata y boca grande de labios carnosos, parecía brillar con luz propia sobre el negro fondo de la noche que se extendía a sus espaldas. Bajo pobladas cejas, los ojillos miraban ansiosos, interrogantes. - No t e quepa una duda: Timoteo es un diablo y existe. -¿Lo dice en serio? -¡Claro! -¿Y qué anda haciendo por aquí? - Pues verás: por alguna razón que desconozco, en el infierno se acordaron de mí. Al revés de Fausto, mi semitocayo, ni tengo ambiciones ni me atormentan dudas. Floto en la vida como un camalote aguas abajo. Ora me precipito raudo en las correderas; ora me quedo haciendo círculos en los rémanzos o me aferro fugazmente a un raigón de la ribera para descansar. En el fondo me da igual. Menudo desafío tentar a un hombre como yo, a quien ni Dios ni el diablo tienen nada que ofrecer y muy poco que quitar. Iluminado abandonó su actitud expectante y volvió a acodarse en la ventana. -¿Qué pide el diablo? - preguntó, sin volverse. - El alma. -¿Qué ofrece en cambio? Don Faustino, entre divertido e intrigado, detuvo su paseo en el centro de la habitación. -¿Qué pasa? ¿Piensas proponerle un trato? -¿Por qué no?, siempre que Timoteo pueda darme lo que necesito,. - Puede darte lo que le pidas: dinero, amor, belleza, gloria, juventud.. 0 -¿Y poder? Don Faustino se rió. -¡Ah paraguayo! Supongo que sí, que también puede darte poder... ¿Así que mi buen amigo Iluminado F r e t e s ^ a m b i ciona el poder y estaría dispuesto a vender el alma éi diablo para conseguirlo? -¿Y usted no, don Faustino? - En absoluto. El poder seduce a los débiles, a los r e sentidos y a los locos. -¿No puede ser acaso una pasión creadora? - Sí, podría serlo, pero en principio es la búsqueda de la libertad a costa del sometimiento del prójimo, y acaba por 251 convertirte en su esclavo. ¿Qué harías tú con el poder? Iluminado se volvió para mirarle. - Un t e a t r o - dijo, con una sonrisa algo enigmática. -¿Un teatro? - Así es, ni más ni menos que un teatro. •- Vamos, querido amigo, para eso bastaría que pidieras al diablo suficiente dinero como para construir un magnífico coliseo y contratar a los actores más famosos. - No creo que baste para el teatro que yo quiero. Un teatro en el que todo ocurra conforme a mi voluntad, mis caprichos y deseos; en el que los actores sólo piensen en actuar de acuerdo al libreto; que no tengan otras pasiones ni hagan un solo gesto que no estén en el argumento de la obra cuyo desenlace fuera conocido únicamente por mí, y que solamente yo estuviera facultado para cambiar en el curso de la representación. ¿Cree usted que Timoteo puede dármelo? -¡Iluminado, a veces me deslumhras! -exclamó don Faustino-. Creo que tienes razón. El diablo no puede darte lo que él mismo no posee y es lo que más ambiciona. Iluminado se echó a reír, cruzó la habitación y fue a sentarse en el sofá. - No joda más con Timoteo, don Faustino -aconsejó-. La tiene asustada a Filomena. Una noche de estas le va a salir de veras y le va a pegar un susto de la gran siete. Una mi tía andaba encaprichada con Pombero. No hablaba de otra cosa. Le dejaba tabaco y miel en la cumbrera del rancho. Lo llamaba como a las gallinas. Anduvo así hasta que una tarde de tormenta encontró al duende acurrucado en el horno. - Tuvo una alucinación. -¿Alucinación? Mi tía, que era una mujer de aquéllas, lo mató a garrotazos y tiró el cadáver en un surco de la capuera. Cuando vino el comisario a hacer averiguaciones ya se lo habían comido los cuervos. Ahora don Faustino estaba más desconcertado que a n tes. - Dime una cosa, Iluminado, ¿eres tonto o te haces? - Suelo decirlo, doctor: me va y me viene el juicio, igualito que a los indios. 252 EL PALACIO DE LOPEZ Querido Rubén: Me pides que te cuente chismes; esto es| que te hable de política. No lo haré, no tengo ganas. Te describiré en cambio una recepción en el Palacio de López; pero antes debo explicarte cómo diablos fui a parar allí. Recibí la invitación en el diario, a media siesta, de manos de un soldado de la Escolta Presidencial con bayoneta al cinto, en momentos en que me afanaba en escribirte en medio de un calor infernal. Quedé desconcertado. No me ocupo de crónicas sociales sino del suplemento cultural. Procuré tranquilizarme pensando que se trataba de una iniciativa de Babe Niberto, secretaria del Gran Jefe, que pasa por amiga mía y está empeñada en acomodarme con las autoridades legítimamente constituidas y apartarme de la ruinosa y peligrosa compañía de opositores sin esperanzas. Dejé de lado la tarjeta e intenté trabajar cuando vino llegando Galo Casanello con una de sus quilométricas colaboraciones espontáneas. Ya conoces a Galo: se puso a leérmela allí mismo, sin contemplaciones. Al darse cuenta de que no lo escuchaba me obligó a confesar la causa de mi inconcebible distracción. Lo hice sin darme cuenta de que el mita-í encargado de preparar t e reré estaba escuchando detrás de la puerta (don Arturo no vacila en recurrir al espionaje). "No voy a ir -declaré en lengua vernácula-, no quiero comprometerme y además no tengo smoking". Galo, que en ocasiones habla en serio, me recordó que el Presidente de la República no tolera desaires.. Anoticiado por su precoz pyragüé, el director abandonó su sarcófago con aire acondicionado y vino a verme a mi caliente cuchitril. Estaba más asustado que yo. Se empeñaba en sacarme de mi ya debilitado emperramiento, cuando llegó Cristina. Besó mis barbas y le dijo a don Arturo que estaba 253 orgullosa de mí. Se había encontrado con Galo Casanello, quien le puso al tanto de mi heroica determinación y me vaticino un negro destino. Cristina es completamente i r r e s ponsable. La domina el exaltado fanatismo de un converso. En cuanto pude librarme de ella, le prometí a mi jefe agenciarme un smoking, y, con tal pretexto, abandoné mi tabuco antes de hora. <Sabes lo difícil que es conseguir en Asunción ese maldito disfraz? Yo tenía uno, que feneció cuando se lo presté a mi colega de "Sociales". Lo destrozó saltando en fuga la muralla de la Embajada del Brasil, a la que se había introducido subrepticiamente para perpetrar un yacaré internacional. Ahora que la vida y la libertad dependía de poseerlo, me encontré con que la totalidad de los propietarios de un smoking estaban invitados a la recepción en el Palacio. Ya al borde la desesperación me acordé de mi inefable primo Pacho, que se conduele de los males ajenos mientras los tiene a la vista; pero también el tarambana de la familia debía asistir a la fiesta. Hallamos una salida salomónica: Pacho iría a Palacio, saludaría al Excelentísimo, se tomaría una copa y me traería el smoking a su casa. Con tales expectativas fui a tomar una cerveza con los amigos en el bar "La Armonía". No quise ver a Cristina. Hubiese tenido que darle explicaciones inaccesibles para una mente obcecada, incapaz de percibir los matices de la ética. Ella no asiste, por razones de principio, a recepciones oficiales. Doña Elvira, cuando puede evitarlo, tampoco lo hace desde que murió Vicente Ignacio. De regreso me encontré con el doctor Carlos Peralta y su esposa, que estaban tomando un refresco en el "Bolsi" mientras nacían tiempo para entrar al cine "Splendid". Ellos también habían sido invitados a la recepción en el Palacio, cosa que los sorprendió sobremanera. Coincidimos en que h a bía algo raro en todo esto. El doctor Peralta decidió no asistir. El puede darse ese lujo su situación económica y social está consolidada y es políticamente inofensivo. Yo alegué en mi defensa mi condición de periodista, que ellos se apresuraron a aceptar. En otra ocasión t e hablaré extensamente del doctor Carlos Peralta. Cené con él los otros días. Es uno de los r a rísimos ejemplares de nuestra intelectualidad burguesa. Lo que se dice, un arquetipo. Expresa, o refleja como un espejo cóncavo, la ideología cínica y resignada de una parte de nuestra clase dirigente que no participa del poder político pero 254 se beneficia objetivamente de la política de la dictadura. Es una rara mezcla de àut osatisi acción y desencanto, bajo una capa protectora de realismo vulgar. Lo trágico en su caso es que es un hombre de gran talento, firmeza de carácter e integridad personal, malogrado por sus propias ideas. Nos despedimos cerca de las diez. Me encaminé sin apuro a casa de mi brillante primo. No conté con lo que estaba escrito: Pacho se habfa olvidado de mf. Eran las once y media cuando regresó lo más campante, diciendo que se habfa retirado de la fiesta porque estaba muy aburrida. Se agarró la cabeza al verme en calzoncillos, bañado y perfumado, comiéndome la pipa. Para peor, los pantalones del smoking me quedaban largos. Tuvimos que despertar a tía Remedios. Sin perder tiempo en vestirse, Pacho me llevó en su auto. Hubieras visto la cara del sargento de la Escolta Presidencial que se adelantó a abrir la portezuela. "Calor, ¿eh?M, le dijo Paaho. "¡La pucha que hace calor!", respondió el individuo, quien, contra lo que supongo es habitual en las recepciones, tenía una mbaracaya-i* colgada del hombro. Había pasado la hora de los saludos y las genuflexiones. La gente formaba corrillos, algunas parejas bailaban en el salón. Me disponía a rajar de allí cuando apareció mi "amigo" Walter Cardozo Einke. ¿Te acuerdas de Gardocito, ese muchacho inocentón que jugaba al basquetbol en el equipo de nuestra facultad? Pues se ha convertido en el más eficiente funcionario de la policía política, con el que ninguna persona que se tenga algún respeto desearía tener tratos. Sin embargo, para sobrevivir en este medio no hay que ser tan delicado. Cualquier tentativa de sanción moral, más que peligrosa, se ha tonrado ridicula. Cardocito me ha dado muchas pruebas de que me tiene afecto. Me consta que impidió que me torturaran cuando estuve preso (hemos llegado al extremo de agradecer ai verdugo que no te pega fuerte o te ahoga en una pileta de agua limpia). Aunque era como encontrarse con un jetattore en el casino, sentí alivio de hallar de qué agarrarme en aquel mar proceloso. En dos palabras le conté la historia de la tarjeta y el motivo de mi retraso. - No te preocupes, mi querido amigo -me dijo, tomándome del brazo-, yo te acompañaré a saludar al Excelentísimo Señor Presidente de la República. Gatito, metralleta. 25 S Crucé el salón a rastras de Cardocito. Paralizada de sorpresa, la orquesta hizo una pausa. Ojos como bolones giraron en sus órbitas, todos para mirarme a mí. Llegamos a una sala donde estaba el Presidente de la República, el ministro Iraía Vargas, el Embajador y otras personas que no conocía. El señor Presidente me tendió la mano y me presentó al Embajador. El diálogo que siguió fue del tenor siguiente: - Este joven es un gran poeta -dijo el Excelentísimo-, y escribe cosas muy divertidas en el diario, todas en contra nuestra. -¡Oh eso es normal en una democracia! -exclamó el Embajador-. Los poetas están siempre en la oposición. En mi país ocurre lo mismo. Los asuntos de Estado son muy prosaicos para ellos. Sin duda el gringo me tomaba el pelo, pero al Presidente de la República le gustó la observación. - Debe ser por eso entonces que los poetas están todos en mi contra -dijo, sonriendo-. Hasta ahora no me han dedicado ni siquiera un acróstico. - No diga eso, señor Presidente -terció un adulón-. Le han dedicado varias polcas. El pueblo lo quiere. -iPichirulosl ¿Dónde hay una letra de don Félix Fernández o Darío Gómez Serrato, por ejemplo? - Que yo sepa ellos no le han dedicado letras a ningún presidente -dijo el doctor Irala Vargas-, En rigor, no han escrito nada desde que gobernamos. El Presidente de la República le dirigió una mirada rombría y continuó: - SÍ me ayudaran un poco yo podría ayudarlos mucho. Son demasiado cabezudos. SÍ se contentaran con plaguearse y llorar no me molestaríais pero a algunos se les antoja m e terse a redentores y salen crucificados. O es que también ellos quieren mandar. Gomo me dirigió una mirada interrogadora, le dije, apelando a todo mi coraje, que no es mucho, que los poetas ni queremos mandar ni que nos manden. -¿De veras? -preguntó, incrédulo-. Si es así, ¿por qué se meten en lo que no les importa? "Es que todo nos importa", iba a decirle, pero ya no me animé. Cuando quise retirarme me atajó el Embajador. Es aficionado a la literatura, y como todos los gringos tiene, para presumir, algunos versos de Shaskespeare en la punta de la lengua. Me invitó a visitar la Embajada e insinuó la posibilidad de facilitarme un viaje a Disneylandia. Como ves, se 256 multiplicaron las ofertas. Cardocito me hizo una seña. Cortés y humildemente pedí permiso para retirarme. Le seguí de vuelta hasta el salón. No veía nada. Para peor no había pañuelos en el smoking de Pacho. -¿Puedes decirme para qué diablos me han invitado? -le pregunté a Cardocito, con súbita irritación. Me detuvo y se inclinó a hablarme al oído. - Se ha invitado especialmente a muchos opositores dijo, y agregó apretándome significativamente el brazo-. Hiciste muy bien en venir. -¿Opositores, qué diablos de opositores? Iba a responderme cuando alguien lanzó un chillido y se abalanzó sobre mí, besó mis barbas húmedas y me llevó a rastras a un rincón donde cuatro espantables mujeronas fisgaban el baile sentadas en sillones tapizados de rojo. Era Babe Niberto. Cardocito no intentó siquiera defenderme. Huyó d e jándome librado a mi suerte. Estas distinguidas señoras asisten siempre juntas a las recepciones oficiales, en las que invariablemente se reservan un puesto de observación privilegiado que el vulgo denomina el Rincón de las Brujas. Dominan desde allí, como arañas al acecho, listas para sacudir las redes de la insidia, el revolotear inquieto de las mosas, que, al menor descuido, quedan atrapadas en su trama pegajosa. Hembras con toda la barba, decididas, intrigantes y feroces, trafican influencias, se benefician con el juego de quiniela y el contrabando al menudeo; practican la usura a cortó plazo; proveen de amiguitas a los ricachones y manipulean un servicio de inteligencia más eficiente que la C.I.A. Para que lo anotes, ¡Oh emigrado feliz que gruñes tus nostalgias mascando en la Rué du Maine tiernos croissants del destierro!, son ellas, por orden de arpiedad: doña Crescencia Te rerute, presidenta de las damas gube mistas y novia sempiterna del general Melgarejo; doña Fermina Armoa, directora de cultura y concubina en situación de retiro del general Ernesto Dalfrosse; Micaela Corrales, presidenta de la comisión de moralidad (censura) y barragana en desuso y en abuso del coronel Ciriaco Ojarro; y Aspasia Gómez, que c a r e ce de títulos. Supe después que, cuando me vieron hablando con Cardocito intercambiaron estas o parecidas expresiones: - Babe, mi tesora, allá está tu damo - dijo Crescencia Tererute, apuntándome con un dedo. 257 -¿Por qué va a ser mi damo? -protestó Babe Niberto-. Es nomás amigo mío. Las brujas se dieron codazos, cruzándose regocijadas miraditas de sospecha. - Es un gran poeta -insistió Babe, dicen que ruborida-; lo que se dice un poetón. -¿Poeto? - gruñó Micaela Corrales - ¡Cochino ha de ser para andar con esa barba asquerosa! Si lo agarra Ciriaco te lo pela como a un chancho. Fermina Armoa hizo un gesto de asco, mostrando un. colmillo de oro: - Es un rebelde, me dijeron. ¿Por qué lo pusiste en la lista a ese bandido? - preguntó, dirigiéndose a Babe. -¿De dónde sacan eso? Lo invitó el Presidente de la República. -¡Me estás mintiendo Babe! - amenazó Fermina. Acabó la discusión la lánguida vocecita de Aspasia Gó- Le gustan mucho sus artículos. A lo mejor lo necesita para que le escriba los discursos. Juntaron las cabezas y se pusieron a cuchichear: -¡Anda pues, mi tesora, a traerlo un poco! - Así nos reimos por él. - No va a querer... -¿Cómo que no va a querer? - cacareó doña Crescencia Tererute, abusando de su voz hombruna-, Decile que yo lo llamo. Vas a ver cómo viene, ¡y al trote! Fue así como fui a parar al Rincón de las Brujas. Me falta talento para describir la escena, por lo que yo, escritor de morondanga que no se deja envanecer por los elogios oficiales, me limitaré a decir que casi dejan en hilachas el s m o king de Pacho. Me tironeaban de aquí para allá, chillando como urracas: Las brujas no hablan sin tocarte y pellizcarte. Me daban empujoncitos y palmadas, reían a gritos mostrando hasta la campanilla. Puede ser que te envíe la correspondiente nota gráfica, si consigo rescatarla de manos de Fideiito, fotógrafo de "El Independiente", que se puso a fusilarme abusando de mi indefensión. Resignado a mi suerte y reconfortado por un vaso de buen whisky, me puse a mironear. El advenimiento de una nueva clase es un espectáculo digno de observación: la a p o teosis del coyguá, como diría Gabriel Casaccia, o de la mersa, como dicen los argentinos. No se trata de un cambio progresivo. Por el contrario, se ha producido un retroceso, Están 258 ausentes la sobria dignidad y el natural señorío que c a r a c t e rizan a nuestro pueblo, como si hubiera aflorado lo más grosero y ruin. Acompañan a los alardes de vulgaridad y de mal gusto un hambre atrasada y una avidez sin límites. Esto se nota particularmente en las mujeres. Como me había informado Cardocito, habían sido invitados muchos integrantes de la oposición. Mejor hubiera dicho, a juzgar por lo que vi, a personas que se supone pertenecen a partidos que no están en el gobierno, y lo único que hacen es llorar y plaguearse evocando en la intimidad los buenos tiempos en que ellos mandaban. Oí decir que el Presidente de la República, presionado por la Embajada que huele que la tensión política se ha vuelto insostenible, quiere hacerse de una fachada democrática, con oposición en el congreso, prensa libre y cosas por el estilo, sin otra finalidad que seguir haciendo lo que se le dé la gana. ¿Qué mejor entonces que ech^r mano a unos cuantos politicastros sin arraigo ni prestigio, dispuestos a hacerle el juego a cambio de algunas con.cesiones que en nada lo comprometen y le ayudan a consolidarse? Al anotarme en la lista de invitados especiales, ¿no habrá pensado en incluirme en el juego? Si es así, se t r a t a de un honor que no creía merecer. Hace que me sienta un bufón. Pero dejemos esto, ya que dije al principio que no tenía ganas de hablar de política. Sigamos mejor con las mujeres. Las fuera de combate, que sólo pueden presumir con sus posturas dignas, rodean a la Primera Dama, que es una señora muy discreta, que no se mezcla en intrigas. Reconocí a algunas matronas de nuestra vieja sociedad, que seguramente habían venido en compañía de "opositores". Fingen soportar a duras penas el trato con la "chusma" que predomina en el ambiente, pero a la que adulan sin empachos para recoger las migajas de una influencia social y política que, ellas lo saben, han perdido para siempre. La que pareciera estar por encima de todas es tu amiga Muñeca Egusquiza (te manda muchos cariños y promete ocuparse de arreglar tus papeles para que puedas hacer una visita sin riesgos a nuestros lares, aunque aquí entre nosotros, te advierto que ni ella ni nadie pueden darte garantías). Verdaderamente encantadora, hace el papel de anfitriona ejemplar, de auténtica primera dama. Se mueve de un grupo a otro, adecúa su estilo al de sus interlocutores, deja encantado a todo el mundo (se dice que está apuntando alto). Cuando le tocó el turno al Rincón de las Brujas, me dio dos besos, a la paraguaya; se sentó con 259 nosotros, se enteró de un par de chismes; contó un chiste en guaraní, muy subido de tono, que hizo ruborizar a Aspasia Gómez y estallar a las otras en estruendosas carcajadas. Ponderó con ironía deslumbrante el ridículo vestido de doña Crescencia Tererute. Se interrumpió al ver pasar por ahí al mayor Silvestre Ocampos (nuestro 'Teniente Librito' de la GIME FORD). Lo llamó reprochándole su ingratitud: -¿Dónde se había metido, mi mayor? -le dijo, cariñosa-. Lo anduve buscando por todas partes. Ocampos se cuadró, tratando de sonreír, en tanto espiaba con un ojo a las temibles brujas, que lo miraban con el descaro de sapitos maliciosos. - Acabo de llegar -explicó el mayor-, tuve problemas en mi batallón. -¡Problemas! -exclamaron las brujas-, ¿qué problemas? El mayor contuvo el ademán de rascarse la cabeza. - Zonceras, las señoras, un soldado se me accidentó. Las brujas se miraron. No le creían una palabra y se lo dieron a entender. Como Ocampos vacilaba, Muñeca lo socorrió. -iQué tímido es usted, mi mayor! ¿Por qué no me invita a bailar? Sólo una mujer extraordinaria como Muñeca Egusquiza es capaz de hacer una cosa semejante en presencia de esas arpías. No se habían alejado dos pasos cuando las brujas rompieron a reír escandalosamente. - No sé por qué se ríen por el pobre Ocampitos - protestó Aspasia Gómez con su vocecita inocente. Desde que llegué me dirigía miradas de viciosa estupidez y achicaba la boca para pronunciar palabras finas - íes tan bonito! - Será todo lo "ito" que quieras -respingó la Corrales-, pero en todo el ejército no hay otro oficial con santos tan amargos. Es argel de nacimiento. ¿Qué le habrá visto Muñeca a ese zamguango? - Ella hace así de cabezuda nomás: - opinó Fermina Armoa, poseída de indulgencia. Doña Crescencia Tererute frunció el entrecejo. Tiene la piel cobriza y reluciente. Producto fallido del mestizaje, hasta resulta atractiva de tan fea. Estaba despampanante en su escotado vestido rojo sangre. -¿No estará pescando por mi batallón? - se preguntó en voz alta. Para su manera de pensar, un batallón del Famoso R e gimiento le pertenece por derecho propio. Se murmura que 260 doña Crescencia Tererute es la única persona en el mundo que hace temblar de miedo al general Melgarejo. En eso llegó hasta nosotros ía mole blanca y corpulenta del general Ernesto Dalfrosse. No sé sí lo recuerdas. Tiene la frente estrecha, los ojos pequeños, de un azul turbio y viscoso, pegados a la nariz ganchuda, filosa como un hacha. Su boca de lagarto es una raya que cruza la cara cuadrada, inexpresiva, que se afirma en mandíbulas prognatas, -¿José-Antonio Lara? - repitió^ tras de tenderme una mano grande y fofa -tjhu'm, ya sé quien eres!- remató en guaraní, emenazador. Desbordó ampliamente la silla al sentarse. Encendió un cigarrillo, que apareció blanquito y desvalido en su enorme caraza. Permaneció en silencio, indiferente al cotorreo de las brujas, hasta que de pronto dijo, sin que viniera al caso: - El señor Presidente de la República ya se ha retirados. Como güen paraguayo, íes muy madrugador! - No empieces a apurarme -le espetó Fermina Armoa-, • si estás aburrido anda a dar una vuelta por ahí. El comandante de la poderosa División de Caballería suspiró resignado. La generalidad de los milicos son flojos con las mujeres. Probablemente necesitan, hasta en la intimidad de sus alcobas, de alguien que los mande. Yo no podía sacarle ios ojos de encima, pensando que aquella cruza de buitre con bull-dog cebado como un cerdo es uno de los individuos más poderosos del país, que si se le antojara podría hacerme desaparecer con un soplido. De repente se volvió hacia mí para decirme en voz baja, confidencial, cargada de hostilidad: - Vaye a mirar un poco por su futuro suegros. Está en una piecita de aquello lados. Malicio que el general Iturbe no está en su juicio. Encontré al padre de Cristina en una salita llena de gente, trabado en una discusión sobre estrategia con el agregado militar de ía embajada argentina. Hablaban de ía batalla del Carmen-Yrendágüe. Como recordarás, en aquella ocasión los paraguayos se infiltraron profundamente en la retaguardia enemiga y destruyeron gran parte del ejército boliviano. - Demasiado audaz para mi gusto -dijo el agregado militar argentino-. Estigarribia tuvo suerte* el éxito se explica por el total desconcierto del comando boliviano y el pánico de la tropa. Si el enemigo hubiese atinado a combatir se hubiera producido una catástrofe. 261 El general Iturbe levantó su copa. Estaba sentado en el borde del sofá, con el torso hacia adelante. - Le felicito, coronel, es usted un buen profesional. Vista sobre el mapa, la maniobra es suicida. A muchos comentaristas le parece buena solamente porque fue coronada por el éxito. - Eso creo, si los bolivianos hubieran intentado hacer algo parecido, los hubiesen hecho pedazos. - Muy exacto. La genialidad de Estigarribia consistió en la correcta apreciación de los factores morales en juego. Es por eso que me indigna que hablen de Segunda Epopeya quienes corrompen el espíritu que hizo posible la victoria. En eso entró el doctor Ira.la Vargas. Todos se volvieron hacia él, menos el general Iturbe, que murmuraba entre dientes: - Estigarribia, ihe allí un jefe! Combinada con acierto la audacia y la cautela. Sabía esperar, tenía mucha paciencia, pero cuando daba la puñalada iera mortal! Hasta ese momento no había observado nada que justificase la advertencia que me hiciera el general Dalfrosse. -¿Qué opina usted del mariscal Francisco Solano López? Fue una pregunta anónima, con acento portugués, surgida del montón. El general Iturbe levantó la cabeza, miró a su alrededor y dijo, enérgico: -¿Es una pregunta o una provocación? - Supongo que se trata de una pregunta -dijo el coronel argentino-, A mí también me interesaría saber su opinión al respecto. En la guerra de la Triple alianza los paraguayos derrocharon un heroísmo extraordinario, que, sin embargo, terminó en la derrota. Me interesa desde el punto de vista profesional, rjara armonizar su teoría.. - Tendrá usted la respuesta, señor coronel. López no supo combinar la audacia y la cautela; si lo hubiera hecho, las fronteras de su país y las del mío serían muy diferentes. -iUsted está criticando al Mariscal López! - le reprochó una voz chillona. - Sí, señor, lo estoy criticando, ¿le molesta? -¡No le permito! - aulló, saltando desde un rincón donde se hallaba agazapado un enano simiesco en el que reconocí al director de "La Nación". Avanzó como una araña, doblado bajo la joroba, chorreando baba y amenazando con una mano peluda. -¡No le permito! ¡Está usted royendo los mármoles de la patria! 262 Se oyeron risas; el doctor írala Vargas se acercó' al general I tur be y le habló al oído. - El señor ministro tiene razón -dijo el general Iturbe, sonriendo, sin hacer caso a mi colega que seguía vociferando-. Es descortés criticar al Mariscal; estamos en su casa. Se levantó pesadamente y salió del brazo del ministro. - Buenas noches, señores. Otro día seguiré escandalizando. La mayor parte de la gente se había retirado de la fiesta. Entre las pocas parejas que seguían bailando en el salón, vi a Muñeca Egusquiza y al mayor Ocampos. Me escabullí del Palacio de López sin despedirme de nadie. Seguía haciendo calor. Me saqtíé el saco y la corbata y caminé por las poéticas calles de Asunción, apenas iluminadas por faroles mortecinos. Sentí, y siento ahora al escribirte, una e x t r a ña pesadumbre. Me duele el corazón, querido amigo. La carta se ha hecho muy larga, pero escribiéndote puedo desahogarme un poco. Saludos a Helena, un abrazo para ti y memorias para los amigos. José Antonio Lara 4&^H«¿3¿> > N ^ I ¡«ele» 263 LA CONCIENCIA DE ALFONSO Muñeca, excitada, seguía riendo cuando sonó el teléfono en la biblioteca. - Deja, yo atenderé - dijo Alfonso. Muñeca se sacó los zapatos y se sentó en un sofá con las piernas recogidas. Había bailado toda la noche con el mayor Silvestre Ocampos. Lo peor que pensarían las chismosas es que se había divertido a costa del apuesto oficial, c é lebre por su argelería. Lo que nadie se podría imaginar era que, entre pieza y pieza, le había ido sonsacando partes de un secreto que pondría en sus manos la carta decisiva. Le faltaban algunas precisiones que pensaba conseguir al día siguiente en casa de una modista de su confianza. Le había pedido el mayor, con una sonrisa llena de promesas, que la fuera a buscar allá,- de tardecita. Tomarían el t é y podrían conversar un rato a solas. El pobre Ocampos se llevaría un chasco, pero sólo una vez que le hubiera revelado los planes de la conspiración. La sola posibilidad de conocerlos inspiraba a Muñeca un sentimiento de poder casi morboso. Era extraño que Alfonso, que estaba mucho más comprometido de lo que ella se imaginara, no le hubiera dicho una palabra del asunto. De acuerdo, ella también callaría. Sabría obrar por su cuenta, con decisión y sin trabas, para salvarlo una vez más si, como era lo más probable, se había dejado enredar ingenuamente en una aventura descabellada. En el camino de regreso lo entretuvo Contándole chismes sin importancia, burlándose del vestido de doña Crescencia T e r e rute y de las torpezas del mayor Ocampos, que asistía por primera vez a una recepción de etiqueta. Lo hizo con tanta gracia que el ministro, que había salido del Palacio ceñudo y preocupado, se rió a carcajadas. Lo que no le hubiera diver264 tido era enterarse de ia creciente atracción que ella sentía por aquel hombre. Nadie lo sabría nunca. Muñeca, hija de don Antenor Egusquiza, jamás hacía confidencias. Como diría su papá, no hay que mostrar las barajas. Alfonso regresó a la sala con el saco en el brazo, r e mangándose la camisa. Muñeca observó la piel reseca, apergaminada; las profundas arrugas que le surcaban el rostro. - ¿Quién llamó? - El Verduguillo, un asunto de urgencia. -¿Por qué me lo cuentas?i? El ministro arrugó el entrecejo al encender un cigarrillo. - Me avisó que la policía quiere apresar a don Cándido Urbieta. El viejo anda haciendo de las suyas. Pedí que lo d e jaran en paz. Muñeca no le creyó del todo. Le siguió el juego para descargar la irritación que le produjo lo que estaba segura era una verdad a medias o una media mentira. -¡Otra vez ese viejo impertinente! ¿Qué se habrá creído? - No grites, por favor. Fue mi jefe en el Chaco y en la guerra civil me salvó la vida. Lo menos que puedo hacer por él es tenerle paciencia. - Sos una criatura se aprovecha de vos, te está comprometiendo. Muñeca aprovechó para dar rienda suelta a su encono reprimido. En tales casos, enardecida per sus propias palabras, llegaba ai insulto. Alfonso reaccionaba y se producían furiosas riñas conyugales. Sin embargo, ahora él continuó fumando con gesto de fastidio, sin responder una palabra. Muñeca cambió de tono. -¿Qué te pasa, mi querido? -preguntó, alarmada- ¿Querés que te prepare un té de naranja? Alfonso sonrió. - Gracias, no estoy nervioso; pero ya que eres tan amable, traeme el mate y un termo con agua caliente. -¿No te vas a acostar? - No. La respuesta tajante, distraída, acabó de asustarla. Se calzó los zapatos y se fue con sus pasitos cortos. Alfonso le echó una mirada irónica. Pensar que ese animalito había ejercido sobre él una influencia decisiva. Era mezquina y vulgar, pero tenía una virtud: la lealtad a toda prueba. Por eso, cuando regresó de la cocina, la besó en la frente y le prometió 265 acostarse lo antes posible. "En realidad nunca la amé -se dijo-, es uno de mis malos hábitos". Se dirigió a la biblioteca. Era una habitación no muy grande, que, en contraste con el resto de la casa, estaba modestamente amueblada. Guardaba allí sus viejos libros, los más de ellos de ediciones baratas, ajados por el manoseo. Allí se sentía a su gusto, a solas consigo mismo. Abrió la ventana y se cebó unos mates. En efecto, había llamado Walter Cardozo Einke por un asunto más delicado del que le confiara a Muñeca. Había indicios de que al día siguiente se realizaría en los fondos del bar "La Armonía", propiedad de don Cándido Urbieta, militar retirado que había combatido en el ejército rebelde durante la guerra civil, una reunión del Comité Ejecutivo de las organizaciones obreras y estudiantiles clandestinas. Si se enteraba de ello la jefatura de policía podría tomar medidas sin consultar al ministro del Interior. El coronel Ciriaco Ojarro, valido del poder que le daba el comando del Glorioso Batallón, siempre había sido relativamente incontrolable. Lo sería más en las actuales circunstancias. A Alfonso le interesaba que el Comité Ejecutivo se reuniera de inmediato, pues debía decidir si apoyaba o no el golpe que se estaba preparando. Así lo había entendido Cardozo Einke, y fue por eso que llamó a altas horas de la noche a la residencia particular del ministro. Nada se le escapaba al Verduguillo. Alfonso no confiaba en él, pero lo sabía demasiado cobarde o escrupuloso como para atreverse a intrigar en su contra. Se limitaba a informar, nunca tomaba decisiones. Le ordenó pues que buscara la forma de evitar que la reunión del Comité Ejecutivo fuera, perturbada. Agregó que de ningún modo debía permitirse que fuese detenido ninguno de sus integrantes hasta que el propio ministro lo dispusiera expresamente. Si todo salía mal, siempre podría recordarle al Presidente de la República el viejo principio según el cual a los movimientos subversivos hay que dejarlos aflorar mientras sean débiles, para aplastarlos fácilmente. Alfonso no se consideraba un cínico ni un traidor. SÍ no cuajaba el levantamiento general era preciso conservar la posición clave en que se encontraba él mismo en espera de otraT oportunidad. No hacerlo era malograr años de trabajo. El doctor Alfonso Irala Vargas era umversalmente considerado el verdadero artífice del régimen. Había estructurado el gobierno y afirmado las bases del Estado. No lo hizo para 266 servir al Presidente de la República. Su deber era reemplazarlo. Para eso entró en el juego y aceptó sus reglas sin vacilaciones. Solfa pasar noches enteras en la biblioteca soñando con el gran país que construiría cuando lo tuviera en sus manos. Había madurado planes de gobierno en el terreno e c o nómico, político, social y cultural. Quienes ahora lo condenaban por colaborar con un régimen corrupto se asombrarían de su habilidad política. La historia, que tiene su propia dimensión del tiempo, reconocería su larga paciencia. Volvería a estrechar las manos dé los amigos de la juventud; a mostrarse tal cual era en realidad: generoso, magnánimo, desinteresado; digno del respeto y de la estimación de sus conciudadanos, y de la fervorosa gratitud de las generaciones futuras. La f única persona a la que había confiado sus sueños era Mariana Arguello, en quien veía ía encarnación de la patria e s carnecida. En la vaga sonrisa con que ella lo escuchaba había siglos de reiteradas frustraciones. Casi sin proponérselo había amasado una fortuna. Debió hacerlo, el dinero es uno de los factores de poder. La moral común era un lujo que no podía permitirse un hombre de Estado. - No se olvide, doctor -le repetía el Presidente de la República-, que estamos en el mismo barco, flotando en la misma mierda. Alfonso callaba y seguía esperando. Guantas veces c r e yó llegada su oportunidad, el Presidente le ganó de mano. Lo había subestimado. Aquel hombre también tenía un programa. Alfonso quedó en suspenso con el mate en la mano. De pronto lo había asaltado una idea desconcertante? -¿Será posible que este miserable esté en lo cierto? Tal vez sus métodos sean los únicos adecuados para gobernar este país, por el carácter de su pueblo y su tradición histórica. Si fuera así la podredumbre está en los tuétanos. El Presidente de la República había elevado la corrupción administrativa a la categoría de principio de gobierno* Dejaba que se cebaran en ella algunos militares y la canalla insaciable que lo rodeaba. Armó así una trama de intereses subalternos mucho más sólida y estable que si hubiera estado tejida con etéreos ideales de moralidad y de bien público, -¿Tendrá razón? ¿Será posible que este pueblo sólo pueda ser gobernado por una banda de forajidos? Recordó una frase altisonante del doctor Faustino Benítez, pronunciada en una de las memorables tertulias en ía terraza de ía confitería "Belvedere", donde solía reunirse con "i L< *v jóvenes estudiantes: "Trágica es la historia de este pueblo, abrumado por las adversidades, que ama a su patria y aspira a vivir con dignidad^ todo hemos perdido los paraguayos, m e nos el honor". Cuentos tártaros, buenos para diputados y maestros de escuela, como diría el Presidente. Cuatro siglos de frustraciones. Dictaduras patrióticas y patriarcales que culminaron en el suicidio colectivo de la Guerra Grande. La venta de las tierras, públicas. La esclavitud en los yerbales. La anarquía irresponsable fomentada por sórdidas cancillerías empeñadas en mantener al Paraguay en la postración sin esperanzas. Enfremamientos irracionales por divisas sin sentido. El Presidente sostenía que el único r e m e dio era la paz, la paz a cualquier precio, y la continuidad de la labor gubernativa, buena o mala. - Tal es el pensamiento de mi despreciado patrón, ¿está en lo cierto? Miró a su alrededor, como buscando. Abajo, la oscuridad; arriba las estrellas, lejanas, indiferentes. - Años atrás hubiera dicho que la respuesta está en el pueblo. Ahora nada tiene que ver conmigo esa abstracción. Pensemos mejor en la Embajada. Al percatarse la Embajada de que Monsieur Pichón m a nejaba el tráfico de estupefacientes a nivel mundial, solicitó su extradición. El Presidente de la República no podía a c c e nder a la exigencia sin.desencadenar una crisis. Cualquier m e dida que tomara provocaría un peligroso desequilibrio de fuerzas. Estaba dando largas al asunto. Entre tanto, crecía la impaciencia del Embajador. Esto daba a Alfonso una oportunidad. No había duda de que Cardozo Einke mantenía contactos con los servicios de inteligencia del país en donde estuviera becado. De las informaciones hábilmente aderezadas, aunque exactas, que el subsecretario le pasaba, se desprendía que los gringos habían perdido la paciencia y estaban dispuestos a propiciar un cambio de gobierno. El doctor I rala Vargas era ¡a carta más segura, pues con él no perderían influencia ni abrirían paso a peligrosas innovaciones. Era además el único miembro del gabinete con gravitación política personal que nada tenía que ver con el tráfico de drogas. Alfonso bostezó. Estaba cansado. Dejó la biblioteca y fue a tenderse en un sofá de la sala. * * * * * * 268 A Muñeca Egusquiza se le había antojado fijarse en un estudiante pobre, aunque de buena familia. Tal fue el principio de la historia. Si no fuera por ella estaría lejos de aquí, o encerrado en alguna comisaría. Incorporó a su círculo al dirigente de la Federación Universitaria. Se le entregó sin remilgos durante una cabalgata por la estancia de los Egusquiza: "Total, mi querido, me voy a casar con vos". Alfonso empezó a faltar a las reuniones estudiantiles. Sus discursos perdieron fuerza de convicción. Estudiaba apremiado por la urgencia de recibirse. Don Antenor Egusquiza, su futuro suegro, hizo que intimara con los patriarcas del partido, a quienes varias décadas en la llanura habían hecho perder el pelo pero* no las mañas. Alfonso estaba formalmente afiliado por tradición familiar, pero sus simpatías lo inclinaban hacia ías corrientes progresistas predominantes en el movimiento estudiantil. Aquellos viejos astutos no lo contradecían. Lo llenaban de halagos, vaticinándole un venturoso futuro político en las filas de uno de los grandes partidos tradicionales, con profundo arraigo en ías masas, necesitado de renovación. Estaban de luna de miel en Buenos Aires cuando se enteró por la radio que había estallado una revolución en el Paraguay. Muñeca, que había salido de compras, lo encontró preparando las valijas. No se opuso a que se fuera a pelear por sus ideas. Nò esperaba otra cosa de un hombre como él. Le pidió nada más que unos días para el recuerdo. Después le rogó que la llevara a su casa. De regreso a Asunción, reveló un embarazo de dos meses. Luego cayó enferma. Así, por una cosa u otra, lo fue entreteniendo hasta que el ejército revolucionario se acercó a la capital. Esta vez elía no protestó cuando él le dijo que iría a presentarse a la Junta de Gobierno del partido para alistarse en la defensa de la ciudad. Lo que Muñeca no sabía era que Alfonso se proponía llegar al frente para cruzar las líneas y pasarse a los rebeldes. -¿Por qué no ío hice? Tal vez unos pobres diablos decidieron por mí. Se presentó a la Junta de Gobierno llevando un revólver que perteneció a su padre y unos prismáticos, recuerdo de la Guerra del Chaco. Don Antenor Egusquiza, que ya había sido avisado por Muñeca, lo recibió con un abrazo. Los miembros de la Junta, reunidos en sesión permanente, le informaron sin rodeos que la situación era poco menos que desesperada. Le dieron una credencial en la que constaba su grado de teniente de reserva, y le encomendaron la misión de presentarse al destacamento del capitán Sosa Villalba que estaba defendien269 do uno de los pasos del arroyo Yuquyry. Encargaron a un joven de apellido Mallorquín que le consiguiera de algún lado una casaca y una gorra de oficial, con los correspondientes distintivos. A pesar de las protestas de Alfonso, Mallorquín insistió en acompañarlo al frente. Era oficial de enlace, dijo, y estaba aburrido de hacer de mandadero de aquellos viejos carcamanes. No hubo forma de librarse de él. Mallorquín era uno de esos muchachos serviciales, capaces de hacerse matar de puro comedidos. Subieron a un jeep que manejaba un conscripto. Las calles estaban llenas de gente que aguardaba el desenlace, de refugiados de la campaña y de héroes errabundos que mercaban sus requechos, productos del pillaje, y partes de su equipo. Pasaban camiones cargados de soldados que vitoreaban al gobierno. Rugían aviones en vuelo rasante. Hacía frío, el cielo estaba plomizo, se percibía una suerte de nostalgia. El tiroteo de la batalla abarcaba un amplio semicírculo que ceñía la ciudad, apretada contra el río. Se internaron dando tumbos por calles de tierra hasta salir de los suburbios. Se cruzaron con grupos de milicianos y conscriptos, muchos de ellos desarmados, que marchaban cor? rumbo a la capital como si algo les pesara en la conciencia. - Abandonan el frente, no hay manera de atajarlos -explicó Mallorquín-. Los reunimos de nuevo, les damos de comer, los encuadramos a la buena de Dios, les echamos un discurso y los devolvemos a la línea. No se resisten, no protestan, se van haciendo hurras; pero unas horas después los tenemos de vuelta. Si no ocurre un milagro estamos fritos. Los rebeldes no entraron todavía porque no tienen apuro. Alfonso lo escuchaba en silencio. Se sentía culpable. Mallorquín complicaba las cosas. Si no conseguía librarse de él tendría que tomarlo prisionero, imaginaba la sorpresa de aquel mozo excelente amenazado por el arma de quien consideraba su amigo. Pasaron la antigua ciudad de Luque, de casas con recovas, dormidas en el tiempo. No había un alma en las calles. Ya en el campo, al pasar un caserío, vieron una cantidad de milicianos que estaban saqueando un almacén. Las botellas de caña pasaban de boca en boca. Un par de guitarreros cantaba en voz en cuello una polca gubemista. Al final de cada estrofa estallaban gritos de entusiasmo y tronaban los fusiles. Un muchacho morenito, con el màuser en bandolera y el birrete en la nuca, tocaba el organillo al tiempo que daba saltos en torno a una mujer borracha, metida en un uniforme 270 4rr ensangrentado, que bailaba torpemente y hacía sonar los dedos a modo de castañuelas. Un cadáver yacía en la arena, descalzo, en pantalón pijama. Era un morocho gordinflón. Desorbitado, sorprendido, se atajaba las tripas con las manos crispadas. Un avión rebelde volaba en circuios a media altura. Algunos milicianos se entretenían en dispararle. Se estaba peleando no muy lejos. Los enervantes saiyovy* pasaban silbando en enjambres. Deshojaban las ramas altas de los árboles, se clavaban en los troncos con un chasquido seco* Mallorquín propuso bajar a hacer averiguaciones* Nadie sabía gran cosa. Esa madrugada los rebeldes les habían obligado a retroceder. Es así, mi teniente, vienen galleando esos hijos de la diabla. Avanzan en línea, sin tehderse.*Por ahí se para uno, levanta su fusil, apunta y ichácateS le hace un agujero a alguno. Han de tener su abogado. Por más que se les juegue no hay manera de acertarles. ¡Sí, señor! Nos repuntaron como vacas. Ahora nos estamos divirtiendo tm poco. ¿El muerto? Es el bolichero. Se le cumplió su planetaB Debía estar ciego el hombre. Con tanto pañuelo y cinta colorada como traíamos nos tomó por rebeldes. La mujer y las hijas están por aquel lado. Si las quieren probar, vayan y esperen turno. ¿Oficial? ¿Para qué? Son los primeros en rajarse. Guando volvieron al jeep el chofer había desaparecido. Mallorquín tomó el volante. -¿Qué hacemos? -['Marchóos ou canon! -exclamó Alfonso, dándole una palmada-, Ei baile es por allá, ¿o a qué vinimos? Un morterazo descuajó un árbol cien metros más adeSante. - Soy oficial de enlace -tartamudeó Mallorquín-, por aquí no hay caso de llegar al arroyo Yuquyry. - Entonces, vuélvete. Déjame aquí, que yo me arreglo. A la derecha, detrás de una loma, una ametralladora tableteaba furiosa. Se oía confusamente el griterío de un asalto. -í Vamos sí que carajo! ÍViya el partido colorado! - gritó Mallorquín. Partieron dando tumbos, riendo como muchachos qué salen de parranda. Avanzaban por una arenosa huella de carretas cuando vieron bajo una arboleda a un grupo de milicianos que, senta* Balas perdidas* 271 dos en torno a una fogata, asaban trozos de carne clavados en estacas. -¡Güepa, cor relies*, adónde van ustedes! - gritó uno de ellos. -¡Buen provecho! - replicó Mallorquín, frenando en.seco. -¡A buen tiempo! -¿Dónde está la línea? - Sigan unos metros más y pregunten a los rebeldes -respondió festivamente un viejo. Más allá de los árboles empezaba un pastizal. Vieron en el linde a tres soldaditos tendidos detrás de una ametralladora liviana. Por las gorras y pantalones de montar reconocieron a la caballería. Se habían librado de las molestas polainas, conservando los zapatones reyunos. A ambos costados se adivinaban otros puestos escondidos entre matorrales y pequeños montículos de improvisados parapetos. Era imposible s e guir. Bajaron a calentarse en el fuego. Algunos milicianos no tenían uniforme. Todos estaban descalzos. El viejo que les contestara la pregunta tenía un saco negro y un sombrero de paja adornado con una cinta colorada. Comía lentamente, chupando trozos de carne. A su lado, apoyado en una bolsa de víveres cargada de proyectiles, había un fusil de caño largo. A pocos pasos, una lechera muerta a tiros, con las entrañas desparramadas por el suelo, en un charco de sangre. No se habían tomado el trabajo de c u e rearla. Alfonso y Mallorquín aceptaron el convite. El círculo de honVbres acuclillados los miraba en silencio. Había blancos, con la barba de varios días. Lampiños oscuros, de bozo renegresido. Zambos esbeltos. Achinados r e tacones. Comían, con esa parsimonia señorial y religiosa de los campesinos paraguayos. -¿Quién manda aquí? - preguntó Mallorquín. No hubo respuesta. - No es pura curiosidad -explicó-, soy oficial de enlace. -¿De veras? ¿Y dónde tienes el lazo? Se echaron a reír estúpidamente. El viejo escupió un resabio antes de hablar. - Yo nomás soy el que manda, mi hijo, si no gustas otra cosa. Jerónimo Alarcón, ia su orden! -¿Dónde están los rebeldes? - Por algún lado han de estar, ¿por qué el apuro? * Correligionarios,, 7;ri Estalló otra carcajada. Alfonso rió también. Se sentía en su elemento, liberado de meses de tensión. Estos sí eran combatientes. Los reconocía por su molde, por su laya. Gente tranquila, sin alardes» Los había visto en el Chaco, impávidos, tenaces, soportando sin quejas las penurias más terribtes. lino de los conscriptos piece ros vino en busca de carne. -¿Queda lejos el arroyo Yuquyry? - Una media legua. Allí se están bañando los rebeldes. -¿Desde cuándo? - Desde anoche. Las balas pasaban silbando, rompiendo gajos, clavándose en los árboles. Los pynandi* seguían comiendo con absoluta indiferencia. -¿Saben algo del capitán Sosa Villalba? Hubo consulta general. En opinión del conscripto, había caído prisionero. Mallorquín se inclinó hacia Alfonso para decirle al oído: - Volvamos para casa, no hay nada que hacer aquí. Alfonso lo delató: - Mi socio se quiere ir -dijo, guiñando un ojo-, dice que no se halla, - Hace bien -dijo eí conscripto-, no da gusto morirse. - Y ustedes, ¿por qué se quedan? - preguntó Alfonso. - Somos colorados -explicó don Jerónimo Alarcón-. Cada cual tiene su partido, ¿qué le vamos a hacer? Uno mi compadre es liberal, anda con las montoneras. Cuando vienen las langostas no miran por el color para hacernos perjuicio. No ha de haber zonzo más zonzo que el zonzo paraguayo. Escupió otra vez y preguntó: - Y tú, ¿por qué te quedas? Tienes las manos finas y un par de buenos zapatos. - Yo también son colorado. Lo dijo con orgullo. Quería sentirse igual a aquellos hombres; que lo aceptaran como uno de los suyos,, Mallorquín no podía quedarse quieto, como si todos los saiyovy vinieran a picarle a él. - Malicio que a tu socio no le gusta el asado -dijo uno de los milicianos-. ¿Será también colorado? - Yo soy oficial de enlace,,.. - Si es así, es mejor que te vayas; tienes un auto y todo. Miliciano colorado, gubernista, en la guerra civil de 19^?273 - rvSe da vergüenza -confesó Mallorquín con tanta ingenuidad que hizo reír a iodos. Don Jerónimo Alarcén salió en su defensa; - Dices bien, mi hijo. ¿Quién podría decir "no tengo miedo1'? ¿Cuántos pueden decir, "tengo vergüenza"? Hay que ser delicado. Esta madrugada los chirsbos se rajaron* Nos quedamos nosotros a aguantar a los rebeldes. No nos gusta recular, esa es la cosa. Sea cual fuere la causa que defendieran, sería un gusto pelear junto a estos hombres. -¡Allá vienen! - avisó uno de los conscriptos que se habían quedado junto a la ametralladora,, -IHijos de la diabla! - bromeé don Jerónimo tomando su fusil-, no le dejan a uno desayunar tranquilo. La suerte estaba echada. Alfonso siguió al viejo con el corazón en la boca. Mallorquín hizo lo mismo. Cada hombre en su puesto se lamía los labios resecos, con la mirada fifa en el ancho potrero por el que avanzaba una línea de tiradores. Un jinete dirigía la maniobra con pausados movimientos del brazo. Alfonso lo enfocó con los prismáticos. Era Feliciano Palacios, Don Jerónimo murió en aquel combate. Alfonso tomó el mando. Los rebeldes encontraron una resistencia inesperada, inteligente y decidida que les hizo perder un tiempo precioso. Una semana después, ya en las calles de la ciudad, Alfonso cayó prisionero. En la retaguardia rebelde alguien reconoció al dirigente de la Federación Universitaria. Le dieron de culatazos y patadas hasta que se oyó él vozarrón inconfundible del Alacrán: -(Alto, carajo! ¿Por qué juegan por su prójimo? ¿Son guiones fascistas, o qué? -¡Es Alfonso Irala Vargas! -¡Un renegado! -iUn traidor! EÌ mayor Cándido Urbieta se acercaba ^renqueando, apoyado en un bastón. Había sido herido poco -antes en un deserò barco. -¡Silencio digo, y no me discutan] No es un traidor, es colorado de familia y fue mi hijo en el Chaco. Llévenlo a mi Puesto Comando. Al que lo toque lo mato, ¿han entendido? -¡A la orden, mi coronel! 274 Hacía años que no se acordaba de estas cosas. Algo se revolvía en el fondo de su conciencia. Si se hubiera pasado a los rebeldes su vida sería acaso semejante a la de Feliciano Palacios, tan heroica como inútil. Lo salvaron la lealtad de Mallorquín, que lo acompañó hasta el final, peleando como bravo; y aquel viejo campesino que aceptaba su divisa como una fatalidad. 275 EL PACTO ¡Vete, tú no existes, eres una alucinación! No existes y sin embargo estás ahí, acurrucado en un rincón, envuelto en un poncho negro, bajo un sombrero de paja, tiritando como enfermo de chucho en una noche tropical. Pareces la forzada estilización de la sombra del sillón y el paragüero entre la biblioteca y el armario. Me humilla que me aceche un mandinga disparate. ¡Engendro de mi mente enferma, te conjuro a que te muestres cabal! Por espantoso que seas, no puedes ser peor de lo que yo mismo sea capaz de concebirte. <Ñandeyára Guasú* creerá en sus criaturas o somos para él corpo reizados vislumbres del divino ent resueño; espectros que se agitan en una pesadilla cósmica? Nos modeló a su imagen, nos dio la libertad y nos negó su poder. Pero el hombre creyó en la libertad y entonces ya no pudo dominarlo. Intentó destruirlo como a un disparatado borrador, fruto de una noche de delirios. Se apiadó de nosotros y crucificamos a su hijo. La suya es la tragedia del creador que, c r e yendo recortar figuritas, engendra despóticos seres infernales; o cuando invoca a los demonios acuden presuntuosos diablillos de papel. Dioses y demonios son la personificación de quintaesencias inefables que de otro modo serían aún más incomprensibles. Se expresan en jeroglíficos, símbolos, alegorías; signos estrafalarios del arcano abisal de los instintos de la especie. Cegada por el poder hipnótico de los sentidos, la razón quiere negarlos, pero se somete a su astucia. Estamos solos. Se apagaron las luces en la calle desierta. Se escucha el nervioso ladrido de los perros. Aburridos centinelas hacen Nuestro Gran Dueño, e l Oíos Padre. 276 tiros al aire. ¿Qué te detiene? No hay aquí crucifijos ni imágenes benditas; no me cuelgo escapularios ni me he hecho injertar bajo la piel medallas milagrosas. No alimento apetitos vulgares ni tengo estrafalarias inquietudes como mi semitocayo. No te pediré el bastoncito de oro de Yacyiyateré que me haga irresistible a las mujeres, ni la fáunica potencia del falo de Curupí. No te obligaré a hacer de cicerone de un turista pedantesco, caprichoso e ingrato; ni te echaré la culpa de mis propios desvarios. Pue*de que cerremos trato, i Anda! ¿Quién es el tentador? Soy un hombre modesto, pero mi alma está secretamente henchida de orgullo demoníaco. Su bagaje moral es puramente negativo. Nunca hice mal a nadie, salvo por negligencia o distracción. Dos o tres monografías, un par de opúsculos y cuarenta años de vano palabrerío me dieron fama de pedante y de jurisconsulto. Mi pedagogía dio por fruto innumerables fracasados y unos cuantos sinvergüenzas. En realidad he sido un guincho, el tilingo del pueblo que dice verdades que nadie escucha porque provienen de un loco; y porque la verdad en esta tierra sólo interesa a los guinchos. Los cuerdos prefieren aturdirse. Anduve por los tres poderes. Conspiré contra varios gobiernos y siempre contra mí mismo. Cuando acerté en lo primero, mis propios amigos se encargaron de ensombrarme. Me gustaría cerrar el ciclo con un golpe memorable. En este rincón del mundo han ocurrido maravillas. El alma austera de Robespierre se reencarnó en un oscuro doctor en teología. Lo fueron a buscar en el retiro de su quinta de Yvyraf para confiarle el timón de la Nave del Estado, próxima a zozobrar.( La encalló en la bahía y la mantuvo inmóvil cinco lustros. Las tragedias de la historia se repiten como farsa, pero estoy dispuesto a correr el riesgo. En eso estaba cuando se me apareció tu pariente Walter Cardozo Einke. La sorpresa fue mayúscula, como si se tratara de ti mismo, oliendo a azufre. Sabía de mis actividades seguramente mucho más de lo que me reveló. Lástima de talento. Conoce como nadie la situación del país, las tendencias que actúan dentro y fuera del gobierno, y la vida y milagros de todo el mundo. Lo escuché callado como una piedra, temiendo que me fisgoneara el pensamiento. Acabó por proponerme un trato. Si fue tuya la idea, te felicito. Le pregunté por qué lo hacía. Tras de alguna vacilación me dijo que estaba harto de su empleo. Le aconsejé que renunciara y se fuera del país. Respondió que no quería hacer277 io hasta haber limpiado su nombre, y que lo único que pretendía, en caso de que tuviéramos éxito, era un cargo en servicio diplomático. Creí percibir una trágica angustia contenida en este hombre tan frío y calculador en apariencia. No es la primera vez que veo estas cosas: la traición tiene muchas madres; algunas, hasta decentes. Podfa ser que obrara por despecho; que le quedaran atisbos de conciencia; que hubiera llegado a la fundada conclusión de que el actual estado de cosas es insostenible y deseara ponerse a salvo a tiempo; que respondiera a una política foránea. También era posible que se t r a t a r a simplemente de una provocación. Pensé que en cualquiera de estos casos valía la pena correr el riesgo. El juego es excitante: se t r a t a de apostar cual de los dos es el más diablo. Si tiene móviles ocultos, yo también los tengo; como has de tener los tuyos, amigo Timoteo. Puse mis condiciones y acepté su colaboración con la salvedad de que no podría esperar de mí ninguna clase de informaciones. Sonrió con alguna sufuciencia y me dijo que desde luego no p r e tendía de mí semejante cosa; y que, por el contrario, sería él quien me mantendría bien informado. Nos dimos la palabra de no revelar a nadie nuestro acuerdo, cosa que yo he cumplido escrupulosamente. Desde luego, no me gusta lo que hice, como tampoco le gustó a Fulgencio í tur be tratar con el general Ernesto Dalfrosse y no me gustará pactar contigo, mi estimado Timoteo. Jugar limpio con tahúres es dejarse desplumar a sabiendas. No podía rechazar sin más trámites, frenado por escrúpulos que no hacen al caso én esta cueva de canallas y traidores, a un individuo que ofrecía poner en mis manos una carta marcada, acaso decisiva, que de jugarla con acierto, mucha suerte y alguna tram pita que pudieras hacer tú, me a c e r c a ría tal vez al logro de mi objetivo. Sí en algo el fin justifica los medios; como sabes, son buenas mis intenciones y obro con desinterés. Si quieres comprarme el alma tendrás que ayudarme a obrar el bien. Se puede servir al adversario por cuestiones de táctica. Sin e m bargo, como nunca tuve mando, mando a la paraguaya, arbitrario y deleitosamente irresponsable, es posible que apoyando mi candidatura salga ganando tu estrategia diabólica» Manda es un hispanismo que al asimilarse al guaraní se volvió intraducibie. Expresa los atributos del poder con sus connotaciones emocionales a nivel consciente y subconciente, con su carga de complejos y frustraciones., Es un estado ani278 mico y jurídico. Es el sueño cobarde del pequeño burgués. Libera a quien lo detenta de escrúpulos e inhibiciones. Le da una soberana sensación de omnipotencia que el propio Luzbel envidiaría y de la que las piaras hidrófobas del Führer supieron disfrutar. Gomo decía mi ilustre pariente, el doctor Marcos Benítez, no da gusto mandar en Inglaterra, con parlamento y prensa libre; da gusto en el Paraguay, porque en el Paraguay se manda con abuso. Estatuto significa que lo que yo digo se hace, definió Cepf Gamarra, un caudillejo'de campaña, resumiendo la doctrina. Mandar es el gran desquite. Allá va Faustino Benitez, el insignificante hombrecillo, el desahuciado picapleitos, el charlatán medio tilingo. Sonríe, dale la mano, limpíale el trasero; ahora manda. Está por encima de la moral y del derecho. Te puede refundir o complacerse en ti con su munificencia; y acaso delegarte una brizna de su mando para que puedas ejercerlo sobre tus vecinos. En posesión del mando, el Maestro de Juventudes, el .Ilustre Patriarca, con brincos y morisquetas se despojará de su manto talar para correr desnudo como un fauno senil d e trás de su Isabelita. El Gran Conductor, el Patriota Insobornable se llevará hasta la colección de monedas del Banco» de la República y no cargará con las puertas porque son de bronce y muy pesadas. El Publicista y el Bibliófilo mutilará sin compasión la Biblioteca Nacional, saqueará documentos del Archivo y hará requizar libros de las bibliotecas privadas de sus colegas. El Militar Pundonoroso traficará con todo lo t r a ficable, repartirá el botín con sus amigos, guardará sus dinero en Suiza y a sus compatriotas en la cárcel, a la orden del que manda. iAh Timoteo, si mandara un tiempito podría saber quién soy antes de seguirte a los infiernos por toda la e t e r nidad! Mediante la discreta y exacta información suministrada por tu apoderado, tomé contactos seguros con jefes del ejército, ministros del régimen, la oposición tolerada y la clandestina. Uno por uno los hilos de las conspiraciones han ido cayendo en mis manos. Los voy moviendo de modo que la actuación de cada uno de los personajes conduzca inexorablemente al desenlace previsto. He desencadenado el movimiento mediante impulsos indirectos, que precipitarán a los actores unos sobre otros para que del caos de las casualidades surja la ley dictada por mí. Mi centro de operaciones, MLa Armonía", pasará a la historia como el célebre callejón -hoy d e molido y transformado en playa de estancionamiento de auto279 móviles por gracia del que manda-, que transitaron nuestros proceres para fundar la vera ínsula de Barataría. Si de veras puedes ayudarme, aquí están las cansadas sangres de mi venas. Moja en ellas una pluma de cuervo. Desenrolla el pergamino; o, en su defecto, un papel sellado de diez guaraníes que encontrarás en el cajón del escritorio de Iluminado Fretes. Firmado el pacto, despliega tus lampiñas alas de murciélago y vuela. ¡Vuela, hermano demonio 1 <4c^. iì i->*¿i5» *$c|*°í (osé 280 SEGUNDA PARTE EL CORONEL TIENE QUIEN LE ESCRIBA Claudio Arévalo, seguido de tres compinches, entró por el portón de "La Armonía". El coronel Cándido Urbieta, que presentía el peligro con sólo olfatear, cerró un ojo y apuntó con el otro. Desde su Puesto Comando, ubicado detrás del mostrador, asomando apenas de la tronera formada por la alacena de alambre tejido y las campanas de vidrio que t a paban pastelitos y croquetas, podía ver a través de la puerta y el ventanal cuanto ocurría en la pista embaldosada y las mesitas repartidas bajo los frondosos mangos que la circundaban. Los cuadro individuos se movían con estudiados pasos de avestruz. La cabeza echaba atrás, medio ladeada, como para buscar camorra. Claudio Arévalo era un mulatón achinado; Melchor Zaracho, un indio flaco y granujiento; Hilarión Chamorro, un petiso fortachón con cara de sapo; Presentado Mancuello, un reptil tuberculoso que sacaba la lengua y se chupaba continuamente el hueco de un colmillo. Venían como uniformados. Vestían traje blanco, camisa a rayas, zapatos combinados, corbata y pañuelo de un colorado rabioso. Se detuvieron a observar, con los pulgares en el cinto, dejando ver la pistolera. Se ubicaron en una mesa, en el centro de la pista, y llamaron al mozo a gritos. Se pusieron a beber, torvos y silenciosos, echando a su alrededor miradas de sospecha. Cesó por un momento el murmullo de las conversaciones, para luego reanudarse con un sutil cambio de tono. En la mesa de los literatos, perdida entre los mangos, cerca de la muralla, las discusiones y las risas sonaron con una indefinible nota falsa. Como la mayoría de los focos de la ristra pendiente de las ramas de ios árboles estaban rotos o quemados, la escena transcurría débilmente iluminada, envuelta en la tensa penumbra de una noche calurosa con amagos de tormenta. Un am283 r1 .i.! Vi di a GÌ.U „ÌVO ose repito ía audiao; ''- valses ;..,:. Radio C;!-.. .,;.. Don Cándido Urbieta • = •; :., a la í..oneÍu:-ió¿.i de QUO, ai '•••i-.r^os por el rnomento, no había nada • •-? i.-aaer. Llamo a su ahijado Felicito, que oficiaba de mo•,'.. io encargó: • Ande al fondo a avisar que está aquí la policía. Se -noí'dió un labio, pensativo, y cuando Felicito ya se iba, agre- . - No vaye a agrandar la cosa. Diga nomás que Claudio A lévalo y su gente están aperitando aquí» *F *í* *í* *P •¥• *T* La luz de un velador sin pantalla proyectaba en las paredes de adobe quietas sombras pensativas. Sentados en sillas, en el borde de un catre desvencijado, sobre hojas de periodi . co desplegadas en el suelo, deliberaban los integrantes del Comité Ejecutivo de las organizaciones obreras y estudiantiles, Fabio Iglesias estaba en uso de la palabra. Desde una mesita rústica, hablaba en voz baja, tensada por la fatiga. Hacía un calor húmedo, aplastante. Se sudaba a discreción, estoica y resignadamente. Fermín Agüero se caía de sueño. Desde las cinco de la mañana, salvo un cuarto intermedio para almorzar y algunos intervalos de cinco minutos de descanso, se estaba discutiendo si se realizarían o no la huelga general y las movilizaciones populares coincidentemente con el golpe de estado cuyo estallido se esperaba de un momento a otro. Se hablaba por riguroso turno. Nadie levantaba la voz ni se exaltaba, a pesar de que se habían puesto de manifiesto divergencias profundas. Fermín conocía a todos los presentes. Allí estaba el viejo Cástulo, el legendario agitador, con su larga historia de combates, cárceles y torturas. Era un hombrecito oscuro, insignificante, que de tan arrugado parecía metido en un pellejo que le quedaba grande. Trabajaba de noche en una panadería y aquí estaba en representación del gremio. Ramón, pálido, consumido, atendía una imprenta clandestina que funcionaba dentro de un aljibe. Petrona era lavandera, y como ex obrera de la fábrica Grau representaba a los textiles. Froilán era tapicero y dirigente ferroviario. Eulogio, el pescador, echaba sus redes entre los marítimos. Dolores cruzaba ía frontera con pequeños contrabandos entre los que pasaban desde libros prohibidos hasta repuestos de máquinas impresoras. Es284 taban también Robledo, el albañil; Domínguez, el cañero; R ó mulo, el representante de los frigoríficos. En uno de los rincones, nerviosa como una yegua fina, Emilia Sandoval se comía el lápiz. Emilia hablaba correctamente en español y se expresaba en guaraní con alguna dificultad. Sentado en el suelo, Pancho Brizuela, el dirigente estudiantil, se relamía los labios atormentado porque se había resuelto no fumar. En el catre, tomando notas como un escuelero torpe y aplicado, estaba Teófilo Villalba. Fabio era decidido partidario de la huelga y de las m a nifestaciones. Insinuó que quienes se oponían no apreciaban correctamente eí estado de ánimo del pueblo, y que les faltaba combatividad. Emilia Sandoval, que había polemizado durante todo el día con Fabio, no pudo contenerse y le interrumpió: - Si nos faltara combatividad, ¿estaríamos aquí? Lo que dices es un insulto, una incoherencia. Lo repito: Fabio insiste en lanzarnos a un enfrentamiento para el cual no estamos suficientemente preparados. Nos quiere empujar a una nueva derrota. Es un irresponsable. Fabio golpeó suavemente la mesa con la mano. - Controla tus nervios, querida compañera, y no i n t e rrumpas. - Estoy en mi derecho. Estás tratando de forzar una decisión contra la mayoría. Las palabras, dichas en voz baja, con pasión contenida, sonaban como chasquidos. - Hablarás cuando te toque nuevamente el turno. Nada se resolverá sin la aprobación de los dos tercios de los p r e sentes. - El tema está agotado, que se vote. El incidente fue interrumpido por unos golpecitos en la puerta. Era Felicito, el mozo del bar. - Les hace decir don Cándido que se apuren y salgan con cuidado. Claudio Arévalo está en el bar, con tres de sus socios. Cuando el muchacho se hubo ido, se miraron en silencio. - Opino que hay que salir enseguida -dijo Teófilo Villalba-, se arriesga demasiado. - No podemos irnos sin haber llegado a un acuerdo intervino Emilia Sandoval, irritada-. Mientras la policía esté en el bar no hay nada que temer. Trabajaremos baio su protección. 285 La ironía no fue apreciada por ninguno de los presentes. - Estamos perdiendo el tiempo -dijo Pancho Brizuela, el estudiante-. Organizar una reunión es un problema de la gran siete. Propongo que ahora mismo resolvamos el orden de salida y después terminemos esta lata lo antes posible. La moción fue aprobada» Saldrían de dos en dos por el portón del fondo, que daba a una oscura calle lateral. Fabio y Emilia serían los primeros; Teófilo y Fermín, los últimos, - Compañeros -dijo Fabio Iglesias, retomando la palabra, sin poder ocultar un leve acento de súplica-, no quisiera hacerlo, pero debo insistir... * * * * * * "La Armonía" había sido en otro tiempo, pista de baile de a cinco la puñalada. Desde que don Cándido Urbieta la compró, con el producto de la venta de un campito que h e redara su mujer, se acabaron las fiestas. Una muralla reemplazó al alambrado que separaba el segundo patio de los fondos de la casa pública de doña Consuelo de la Fuente. Los cuartitos de adobe que por allí se alineaban recibieron una purificadora mano de cal y quedaron sin uso. En uno de los extremos de la pista quedó como recuerdo el entarimado de madera donde antes se instalaban los músicos. Estos cambios hacían perder dinero a don Cándido, pero dejaban a salvo su dignidad de jefe del ejército. En la guerra del Chaco comandó un famoso batallón de asalto. En la guerra civil estuvo con los rebeldes. Tras muchos años de exilio se decidió a regresar con la esperanza de que lo habrían perdonado u olvidado. No estaba dispuesto a arrastrar por el suelo su nombre en la vejez pidiendo indultos ni haciendo rogativas. Poco a poco se fue haciendo de una clientela a su gusto. En lugar de sirvientas, bandas, raídos, cajetillas y malevos, empezó a acudir la buena gente a comer un asadito con mandioca o a pasar el rato en agradable compañía. Como de la cocina se ocupaba su mujer y Felicito era de confianza, se pasaba las horas detrás del mostrador o acompañando el t r a go a algún amigo. No tocaba la caja ni para dar un vuelto. Se enredaba en las cuentas. No le gustaba recibir dinero de personas que venían a servirse en su casa. SÍ no fuera por doña Rosalía, serían todos invitados. Sin embargo, don Cándido no era un estorbo en el negocio. Su sola presencia bastaba para imponer respeto y lavaba la mala fama que tuviera el lugar. 2S6 Creía don Cándido que había cambiado el ^igno azaroso de su vida y que podría disfrutar de una vejez sin sobresaltos, cuando le llegó una citación del ministerio de Guerra. Hubo amigos que le aconsejaron tomar la primera lancha a la Argentina; otros le sugirieron que se asilara en una embajada. - No señores -dijo-, no me van a correr con ruido de latas. Iré a ver lo que quieren. Era una fanfarronada. Estaba indefenso, como todos. Pero cada hombre es como es si no deja que lo capen. Entró al ministerio lleno de pesadumbre, furioso consigo mismo por el miedo que sentía. Se llevó una gran sorpresa. Un empleado le comunicó que se le reconocía el grado de mayor en situación de retiro, asignándosele la pensión correspondiente. Salió a la calle abrumado por la duda. Todo lo había previsto: interrogatorios, reprimendas, confinamientos, deportación al extranjero, encierro en la prisión militar de Peña Hermosa. Todo menos esto. Se metió en un boliche. Ante un jarro de mosto trató de reflexionar. Le estorbaba en el bolsillo la resolución del ministerio, cuya copia había firmado de puro atolondramiento. En una mesa vecina, un hombre de rostro afilado, mejillas hundidas, poblados bigotes, cabellos enmarañados, entrecanos, le decía, mirando con ojos saltones, desaforados, a un joven que parecía un nene sonrosado y regordete. - Si el diablo te favorece es para comprarte el alma. Don Cándido reconoció a Sindulfo Martínez, el sacristán de la iglesia de su barrio. Enemigo acérrimo del diablo, realizaba exorcismos y lanzaba anatemas en latín, a escondidas de su párroco y a pedido de los muchos endemoniados y hechizados que andaban por ahí. Cuando le atacaba la locura, insuflada por El Propio, se paraba en una esquina y se ponía a predicar como los pastores protestantes. Si algún arribeño confundido lo tomaba por evangelista, montaba en cólera y lo perseguía a pedradas. Acababa en la comisaría, donde, como a Jesucristo, la soldadesca le hacía objeto de burlas crueles. El padre Roberto Roldan lo iba a buscar para devolverlo a la sacristía completamente amansado. El joven era Prósculo Pérez Bray, discípulo predilecto del Parapsicologo Cañete. - La parapsicología no es magia negra, hermano Martínez. Es una ciencia que estudia fenómenos paranormales. Usted es fanático demás. Asusta sin razón a las pobres mujeres que acuden a mi maestro en busca de consuelo. 287 -¡Ese degenerado se vale de Satanás para hacer creer a esas idiotas que se aparecen las ánimas de sus muertos -dijo Sindulfo Martínez, perdida la paciencia-, y eso, señor mío, es magia negra! Don Cándido llamó al mozo para pedir la cuenta. - Deje nomás, mi coronel, su gasto ya está pago. Era el cabo Leyva, su hijo en la revolución. Guando don Cándido fue herido Leyva lo sacó de entre las balas. No le había dado las gracias. No era este el momento oportuno. Fingió no reconocerlo. Lo podía comprometer. Cruzó la calle renqueando y tomó un tranvía. Se alejaba del centro. Miraba por la ventanilla aplastado por el peso de su propia vida. Se le antojaba haber andado desde antes de nacer el tiempo denso de su patria. Fue buscador de e n t i e rros, rastreador de fantasmas. No encontró tesoros escondidos, pero la búsqueda, cuyo objeto no había tenido tiempo de aclarar, era lo que daba sentido a su existencia. Fue un soldado que nunca sirvió a un particular, ni se sirvió de las armas para servirse a sí mismo. El cabo Leyva y muchos otros le decían mi coronel. Este grado lo ganó peleando por la libertad. Ahora querían degradarlo, acabarlo de fundir, tirándole un puñado de dinero. No debía aceptarlo. Muchos camaradas lo habían hecho, acosados por la miseria. Acabaron lamiendo la mano que les daba el mendrugo. El coronel Cándido Urbieta no lo haría. Se vio de nuevo en la Argentina hombreando bolsas, vendiendo loterías, trabajando de sereno en una fábrica. Una nube tapó el sol. Las cosas se ensombrecieron. - Quiero vivir en mi país y aquí quiero morirme. -¿Qué dice, señor? -¿Yo? i Ah sil, ¿puede decirme la hora? - Son las diez. - Gracias, mi amigo. "El viejo ya caduca -pensó el espía-, no vale la pena seguirlo hasta su casa M . * * * * * * Algún tiempo después de que al coronel Cándido Urbieta le fuera reconocido el grado de mayor en situación de retiro y asignádosele la pensión correspondiente, se produjo en "La Armonía" un episodio de singulares características, el cual fue narrado por el doctor Faustino Benítez, para conocimiento del doctor Carlos Peralta en estos o parecidos términos: 288 - Gomo seguramente le ha informado nuestro común amigo José- Antonio Lara al invitarlo a participar en esta amable tertulia, nos reunimos aquí muy a menudo. Ocupamos siempre la misma mesa, en el mismo rincón reservado por don Cándido en una posición elegida por éi mismo con sentido táctico certero. Nos permite observar sin ser vistos por la mayoría de los parroquianos cuanto ocurre en "La Armonía", y platicar a salvo de oídos indiscretos siempre que moderemos el tono de la voz. Don Cándido, que gusta acompañarnos de vez en cuando, la ha bautizado con acierto "Puesto Lata", Atraídos por nuestra celebridad de literatos, acuden a nosotros como bichos a la luz, estudiantes y diletantes, poetas y declamadores, dramaturgos y taumaturgos, metafísicos y metapsíquicos, clérigos y comediantes, así como toda otra suerte de individuos de diversa calaña y condición amancebados con las musas. Nos recitan engendros, exponen teorías, leen relatos y alegatos, sometiéndonos en fin a todo género de tortura moral. Ahora mismo puede ver al parapsicologo Cañete vacilando en el portón ante la vista poco grata de Claudio Arévalo y sus secuaces. Luchan en su interior el miedo y la curiosidad. Vencerá la segunda, como ocurre con los hombres de ciencia, aunque sean metapsíquicos. Le sigue su reptilesco discípulo Prósculo Pérez Bray. Lo acompaña un converso, el Zorzal Morocho, poeta semipopular anclado en el modernismo, con la romántica melena invadida de odaliscas y sultanas, de ondinas y piojos. Si se deciden a entrar, en breve los tendrá usted merodeando nuestra mesa. Por eso, en ocasiones especiales nos refugiamos en el segundo patio, detrás de la cocina, a cubierto del rocío bajo las ramas protectoras de un añoso y frondoso t a t a r e . Allí podemos platicar a nuestras anchas, a salvo dé genios embotellados y de los pyragüé que pululan como sabandijas en la muy noble y muy ilustre ciudad comunera de Nuestra Señora de la Asunción desde tiempo inmemorial. No abusamos del privilegio de invadir la trastienda para no fastidiar a doña Rosalía de Urbieta, dama de mucho corazón y pocas pulgas, ni inspirar la sospecha de que estamos conspirando. En rigor, nos replegamos a la retaguardia solamente cuando una grave razón lo justifica. El caso se dio cuando llegó a oídos de Cristina I tur be un trascendido que nos hizo pensar que había llegado el momento de rendir a nuestro huésped un justiciero homenaje, que, por su naturaleza, sólo podía ser consumado al amparo de la discreta ramazón del tatare ilustre. 289 Decidido el agasajo, Iluminado Fretes, con la complicicidad de doña Rosalía, puso a enfriar en la heladera unas cuantas botellas de champaña francés legítimo, que a cambio de plenarias indulgencias había conseguido el padre Roldan de la devota barragana de un sórdido contrabandista. Cristina íturbe desplegó su irresistible encanto para persuadir a don Cándido de que por esa noche fuera nuestro convidado de honor. ¿Qué había ocurrido para que se desencadenara tan innusitado vendaval de actividades insólitas? Pues ni más ni menos que al coronel Cándido Urbieta le había concedido el gobierno, sin que nos enteráramos, el retiro efectivo con el grado de... ¡Mayor!.., ¡Habrase visto tamaña insolencia perpetrada contra el héroe de Rancho Ocho, Picuíba y Mandyjupecuá, que si no hubiera agregado a sus lauros Tacuatí, Puerto Yvapovó y Olivares hoy sería general! Desde luego, ni se presentó a cobrar la pensión ni dijo nada a nadie, salvo, como inevitablemente ocurre hasta a los hombres más discretos, a su señora esposa. Desde ese momento ella lo acosó infatigable con la siguiente argumentación: - Si un caudillo liberal como es el general Duarte, y otros tus camaradas como Rodríguez, González y Fernández cobran tranquilamente sin que por eso se los trate de vendidos, ¿por qué no habrías de hacerlo vos? un bolichero sin más pena? Esa plata no te la regala el gobierno, ite la debe la patria! Lo único que has ganado en tanta guerra fueron t a n tos balazos que si pagaran por agujero ya serías millonario. ¿Qué habré hecho, san Antonio, para que me toque un delicado ! -iNaikotévéi,, no necesito! - tronaba el coronel cuando se le agotaba la paciencia. Doña Rosalía, conocedora de los límites exactos de la aparente mansedumbre del Alacrán, ponía violín en bolsa y pies en polvorosa» Aparte del fastidio conyugal, nada molestaba a don Cándido. Doña Rosalía, obligada a renunciar a la pensión de su marido, quiso disfrutar por lo menos de su gloria. De allí en más, el secreto tan celosamente guardado comenzó a zozobrar. Doña Rosalía hizo confidencias a doña Consolación Vargas de Palacios. Esta se lo contó a Cristina íturbe. Por Cristina lo supo José-Antonio y por éste trascendió a los más egregios contertulios de "Puesto Lata", que son, aparte de los nombrados José-Antonio v Cristina, a saber, Iluminado 290 Fretes, Galo Casanello, el reverendo padre Roberto Roldan, y quien le habla, Faustino Benftez, i a su orden! Es en verdad alentador que en un medio como el nuestro, de absoluto desprecio de la dignidad moral, un hombre modesto, sin compromisos políticos de ningún género, sin r e cursos ni protectores, se atreviera a asumir una postura aislada y discreta, quijotesca si se quiere, que iba en su perjuicio y que podría acarrearle represalias feroces. Don Cándido se abstuvo de explicar sus motivos. Debimos conformarnos con la interpretación que se desprede de uno de los párrafos del discurso que, en nombre de todos, pronunció Iluminado Fretes: "Este acto de eponima grandeza, digno de la lapicera de Tácito, es comparable al gesto del coronel José Matías Bado, cuando herido y en poder del invasor rechaza las m o nedas de oro que quieren obsequiarle legionarios traidores a la patria, con palabras esculpidas en bronce en el alma de sus conciudadanos: ME QUEMARÍAN LAS MANOS". Don Cándido escuchó las alabanzas entre desconfiado y socarrón. Por nuestra parte, pronto nos aburrimos de quemar inciensos. La sobremesa continuó con una discusión de antología entre Iluminado Fretes, acérrimo defensor de nuestro acervo cultural, y Galo Casanello, furioso iconoclasta, acerca del teatro en guaraní de Julio Correa. Nos despedimos al amanecer, bastante picaditos. Hubiéramos seguido si no fuera porque el padre Roldan debía celebrar misa a las cinco. Algún tiempo después estábamos aquí mismo, en "Puesto Lata", cuando igual que esta noche hicieron entrada Claudio Arévalo y sus tres at láteres. Se pusieron a beber y a dar vivas al gobierno y su partido. Felicito iba y venía a la mesa de los siniestros personajes, cada vez más nervioso. De pronto, Claudio Arévalo lo atrapó de una manga y le dijo en e x presiva lengua vernácula: -¡Eh, individuo! ¿Dónde está la victrola? -¿Qué victrola? - preguntó Felicito, que se había desprendido de un tirón. -cEs que no tienen aquí una puta victrola? - Sí, che patrón, hay una adentro, sólo que no es puta. -¿Por qué no estoy oyendo entonces la polca Colorado? - Por eso mismo. -¡Atrevido, badulaque! - rugió Claudio Arévalo, tanteando la pistolera. -¡Que me pongan esa polca o te pelo a balazos! 291 Felicito entró corriendo a la casa y se puso a revolver entre los discos. Don Cándido lo dejó hacer hasta que encontró lo que buscaba. - Dame ese disco - le ordenó. Lo sostuvo un momento en las manos y lo hizo añicos contra el suelo. Sacó un revólver de un cajón, lo acomodó en el cinto, lo tapó con el faldón de la guayabera de modo que se le notara bien el bulto, y dijo: - Anda a decirle a ese guarango que el disco se rompió. Felicito abrió tamaña boca, dio un respingo de contento y se fue a cumplir la orden. Claudio entendió la cosa. Guiñó un ojo a sus compinches y dijo, conciliador: -iQué lástima! A lo mejor entonces tienen la polca liberai. Pongan nomás M18 de Octubre", nosotros somos democráticos. Felicito se fue y volvió enseguida. - Te manda decir mi padrino que esa polca sf la tiene, pero no la va a poner. -iPor qué no la va a poner! - Porque no se le antoja» Felicito visteó un puñetazo que Claudio Arévalo le largó incorporándose a medias. -iAtrevido, sinvergüenzo, qué clase de individuo es tu patrón! - Yo no sé, pero allí viene - replicó Felicito, que esa noche demostró que es un mozo de agallas. Don Cándido se acercaba por el centro de la pista a r r a s trando una pierna. -¿Qué lo que tanto te duele, Claudio Arévalo? - Nada,' pues, mi mayor. Nos estamos divirtiendo un poco. Sus secuaces se rieron. Esto lo envalentonó. - Sos por demás delicado, mi mayor. El señor Presidente de la República te deja la soga larga a pesar de tus papeles sucios. No les das ni las gracias. Despreciaste tu pensión de mutilado. Todo se te aguanta porque sos un pobre viejo inútil. Deja entonces que le gritemos unos vivas. ¿O es que está prohibido? ¿Quién manda en el Paraguay? - Yo nomás mando en mi casa, Claudio Arévalo. Aquí está prohibido desde luego hacer bochinche y molestar a la gente decente que viene a aperitar un poco. Si se te antoja gritar, anda al quilombo de al lado; vas a estar más a tu gusto. 292 Según Felicito, que no se separó de su padrino, Claudio Arévalo quedó como un loro encandilado. -ijho Alacrán, hijo de diablo! -exclamó, haciéndose el bueno- ¡Te cae justo tu marcante! ¿Te enojaste conmigo? IPero no pues! Don Cándido se rió: -cTe crees que si me enojo vas a estar allí sentado? Salieron al trotecito. Como les pasa a los flojos, el c o raje les volvió cuando ya no era necesario. -iLárguenme! -gritaba Claudio Arévalo en la calle- i Yo le voy a enseñar a ese individuo! i Viva el Presidente de la República! ¡Viva el partido colorado! Un tiro pasó quebrando ramitas de los mangos. Hubo cierto revuelo entre los parroquianos, quienes, como se imaginará, habían disfrutado grandemente. Don Cándido los tranquilizó: - No se apuren -dijo, riendo-, ya tienen el alma muerta; gritan de balde. «£t^>l h ^ i é o *^fc¥*>* ì°séfe<ì 293 EL GRAN LOCO PARAGUAYO Desde la oscuridad, Iluminado Fretes apuntó cautelosamente la barbilla hacia el portón de "La Armonía". - ¿Vieron quién entró? - Sé lo que siente el gato cuando un perro se acerca -dijo José-Antonio Lara, que tenía un brazo en los hombros de Cristina Iturbe. - Se ve en su andar que busca camorra -opinó Galo Casanello-; no podía dejar de balde. • -¿Qué pasa? - preguntó el doctor Carlos Peralta. - Acaba de entrar Claudio Arévalo con tres de sus compinches -le explicó José-Antonio-. Hace un tiempo don Cándido lo corrió de "La Armonía" porque pretendió obligarlo a poner en la victrola la polca Colorado, ¿no lo sabías? - Algo me contaron, pero pensé que exageraban. Don Cándido está loco. - Así es el Alacrán cuando se enoja - comentó Iluminado. -¡Y tan buenazo que parece! - exclamó Cristina. - Sospecho, doctor, que va a asistir al desenlace - dijo * el padre Roldan-. Fíjese: los mirones abren cancha. Las mesas que estaban cerca de la que ocupaban Claudio Arévalo y sus secuaces iban quedando vacías. Cristina se puso nerviosa. - Hay que hacer algo, lo van a matar al pobre viejo. -¿Qué podemos hacer, Cristina? -le dijo Galo Casanello¿ Agar ramos a tiros con esos forajidos? Por empezar, ninguno de nosotros tiene revólver, mientras ellos están seguramente bien armados, disponen de refuerzos y gozan de impunidad. Lo más prudente es que nos vayamos, entre otras cosas, porque va a llover. 294 -¿No te da vergüenza? ¿Qué clase de hombre sos? - Yo, querida sobrinita, soy un cobarde - declaró Galo Casanello. La mesa que ocupaban estaba fuera de la pista embaldosada, bajo un frondoso mango, cerca de una suerte de balcón abierto en la muralla para que sirviera de boletería en tiempos en que "La Armonía" era una pista de baile. Por la locuacidad de quienes allí se reunían habitual mente, el lugar había sido bautizado "Puesto Lata" por el coronel Cándido Urbieta, actual propietario del local, lavado bajo su égida de la mala fama que tuviera en otra época. Las luces más próximas eran las de la pista y la del farol de la esquina, por lo que se encontraban en la semipenumbra. El padre Roberto Roldan se acariciaba el mentón, muy preocupado. - Si provocan a don Cándido, debemos intervenir. - Es tu oportunidad de hacerte mártir -le dijo Galo Casanello-, te romperán la cabeza sin ninguna consideración a tu sacerdotal investidura. Estamos condenados a contemplar en la impotencia los mayores abusos, cuidando alejar al día en que nos toque a nosotros, -¡Los que se animen, que se queden! - arengó Cristina, con tan ingenuo sobresalto que se echaron a reír. "Larga, espigada, fundida en el crisol del indio, el andaluz y el negro -pensó el doctor Peralta- ¡Sierva de Belcebú, con sólo mirarte ya se peca!" - No se preocupe, Cristina -le dijo, inclinando hacia ella su cabeza de tribuno-, ¿quién va a escapar en presencia de una muchacha encantadora? Cristina hizo un mohín, fingiendo que se ruborizaba. -¡Oh, muchas gracias! - exclamó, echando fuego por los ojo*;. - Creo que es usted -siguió el doctor Peralta, entusiasmado-, el tipo de mujer que perdonaría a un hombre cualquier cosa menos la cobardía. -¡Soy paraguaya! -¡Ah no, no! -protestó Galo Casanello-, no me vengan con cuentos. No me voy porque nadie se va y conozco la fuerza del instinto gregario; y, además, porque estoy viendo que en caso de apuro podría escapar fácilmente saltando esta rnurallita. Galo Casanello era bajo y rechoncho como un cántaro, imaginarlo haciendo acrobacias y echarse a reír fue todo uno. 295 - Este Galo es de lo más antiparaguayo que hay - dijo Iluminado Fretes. - No conozco otro compatriota capaz de admitir tranquilamente que es un cagón. Galo Casanello sabía sufrir bromas de cualquiera, menos de Iluminador - Aunque sólo merezcas mi desprecio, te explicaré que el continuo alarde de coraje es la ocultación inconsciente de una cobardía raigal. Somos el pueblo más cobarde del mundo. Nos castraron siglos de despotismo. Si las cosas continúan del mismo modo, acabaremos por convertirnos en una perfecta comunidad de mansos cretinos, como fueron las Misiones J e suíticas, según propia confesión de los santos padres de la Compañía de Jesús. -¡Epa, pareces un discípulo de Cecilio Báez! - le dijo riendo él doctor Peralta. -¡Y a mucha honra! La peor de nuestras taras es el chauvinismo, que sólo puede sustentarse en la irracionalidad, y en la negación de la realidad en nuestro caso concreto. Antes que una reforma político sicial ios paraguayos necesitamos tratamiento siquiátrico en gran escala. - Ya les dije que es un legionario -dijo Iluminado-. En la guerra contra la Triple Alianza hubiera tomado las armas contra el Paraguay. - No vamos a discutir lo que hubiese hecho hace cien años -replicó Galo Casanello, que se iba acalorando-, pero ' los verdaderos legionarios, los peores legionarios, fueron los que después de la guerra nos llenaron la cabeza de cuentos, cómo el mito de la Provincia Gigante de las Indias, el de una Edad de Oro anterior a la Guerra Grande, el del heroísmo descomunal y hasta el mito de la superioridad racial que nos encajó Manuel Domínguez, que era un zambo petiso. El doctor Carlos Peralta se estaba divirtiendo más de lo que se hubiera imaginado cuando aceptó la invitación de José Antonio para participar de la tertulia de intelectuales en MLa Armonía". Era un hombre maduro, de aspecto próspero y saludable. Aunque vestía con sencillez y no le faltaba llaneza de trato, hacía contraste con el cierto desaliño, con la cierta extravagancia que caracterizaba al grupo, sin excluir al padre Roberto Roldan, quien, con la sotana corta, desabrochada, y el alzacuello corrido, más que un sacerdote parecía un oficial de semana en la guardia de un fortín. -¿No crees que esos mitos nos permitieron recuperarnos de la derrota y sobrevivir como nación? - preguntó el padre Roldan. 296 -¿Sobre qué bases? iSobre el engaño y la mentira! replicó Galo Casanello levantando la voz y aporreando la m e sa-. Salvo que t e propongas envanecerlo para sacarle el cuero y aprovecharte de él, si a un tonto e inútil le dices que t i e ne un gran talento y capacidad, lo único que conseguirás es hacerlo más tonto e inútil todavía, si no lo vuelves peligroso. ¡No, señores, los auténticos patriotas fueron aquellos que t u vieron el coraje de decirnos en la cara que nos debatimos en una tumba infecta, que estamos enfermos. Lo decían porque de veras amaban a la patria, con la amarga certidumbre de amar a una ramera -iChist, habla más bajo! - l e advirtió José-Antonio-, ¿quieres que vayamos todos presos? Galo Casanello miró irritado hacia donde estaba Claudio Arévalo y continuó en sordina su discurso. - Nos masturbamos con las cargas de Valois Rivarola, los mandobles de Bado, los cañonazos de Bruguez, los abordajes en canoa a los acorazados brasileños, el holocausto de niños en Acosta Ñu; con el sacrificio de toda una nación que persevera tozudamente en la derrota como si no tuviera conciencia de ella y no pudiera concebirla, y que se arrastra en un éxodo trágico hasta Cerro Cora. Hubiera sido grandioso si de todo eso hubiera salido una Iliada de Homero o unas Troyanas de Eurípides; pero en cambio, ¿qué tenemos? La hojarasca de una literatura patriotera disfrazada de historia. Cortinas de humo para ocultar la explotación, el entreguismo y la impotencia aventadas por una clase dirigente desmoralizada que despojó a los campesinos con el infame negociado de la venta de las tierras públicas, y vendió a sus compatriotas como esclavos a las grandes compañías extranjeras dedicadas a la explotación de la yerba y la madera en inmensos l a t i fundios adquiridos a vil precio de gobiernos venales. Para peor, esa hueca oratoria ha arraigado profundamente en el alma de un pueblo orgulloso, privándolo de la posibilidad de tomar conciencia de su tremenda realidad. El "nacionalismo", o m e jor dicho, el patrioterismo paraguayo es una colosal estafa de la cual somos víctimas y tributarios los que pasamos por intelectuales, porque nos falta coraje para romper con él. Iluminado Fretes, asumiendo un papel profesoral, levantó un dedo y dijo: - Galo Casanello pretende que renunciemos a nuestro pasado histórico y arranquemos a los héroes de sus pedestales de gloria. ÍNo lo conseguirá! La única estatua que existe en el Paraguay es la del general Artigas, que es uruguayo. 297 Galo Casanello era insensible a las sutilezas humorísticas de Iluminado Fretes. -¡Ojalá pudiera encontrar en el pasado un ejemplo digno de ser seguido en el presente, una herencia moral, aparte del mentado heroísmo de nuestros soldados. Un acto de entereza de espíritu, un caso en el que la víctima muerde el látigo del verdugo en vez de dejarse azotar "heroicamente". Si encuentras un héroe de e s t a laya, encabezaré la suscripción para levantarle un monumento. Se mezclaron risas y voces indignadas. Entre éstas se destacó la de Cristina ¡turbe: -¡Estás calumniando a nuestro pueblo! Galo se escurrió el sudor de la frente, bebió un vaso de cerveza y dijo, ya calmado: - Sí, lo estoy calumniando. Se miraron desconcertados. Se oyó una carcajada. Era un hombre oscuro, pequeño, en una silla recostada contra un árbol de mango. -¡Doctor Benítez! -exclamó Cristina, con ternura-, siemse aparece como un ánima. ¿Oyó lo que dijo este deslengua-, do? Usted que es un gran historiador, ¡tápele la boca!; - Querida Cristina, como la orquídea que florece solitaria en los bosques umbríos, usted representa en este círculo a la mujer paraguaya; a la sublime encarnación del Alma de la Patria, que ha dado a nuestra tierra el aroma y el rumor de las colmenas grávidas. Sería muy grato p a r a m i poder complacerla, calmando así J a s inquietudes de su corazón generoso, pero mucho me temo que las palabras de nuestro amigo Galo Casanello, aunque extremadas, contengan una buena dosis de verdad. Sin embargo, antes de lo que aquí se ha dicho, i n t e resa esta disputa singular. Ningún otro pueblo de la tierra, salvo el ruso, se interroga acerca de sí mismo con tan obsesiva insistencia. Don Faustino se detuvo como si oyera voces. - Tienes razón -dijo-, me olvidé de los judíos. El doctor Peralta lo miró con extrañeza. - Seguro que está hablando con Timoteo - le explicó Cristina, por lo bajo. -¿Quién es Timoteo? - Un diablo - respondió el doctor Benítez, con sencillez. -ÍLa gran siete! - Dejémoslo por el momento y volvamos a nuestro asunto. Decía que los rusos conciben su propio destiro como pueblo en el marco del destino de la humanidad. Le amplitud de 298 sus estepas les hace trascender de todo límite» Nosotros en cambio, contreñidos en el espacio y marginados del tiempo, parecería que buscáramos justificar nuestra propia existencia como los náufragos de Tamoraé, el mítico paraje de los sueños aciagos» -¿Tamoraé? - interrogó el docto-r Peralta,. - Augusto Roa Bastos -le explicó el doctor Benítez^, que se ha ofrecido en holocausto para que se reencarnara en él como en su tumba el Supremo Dictador, atribuye en uno de sus apuntes, que ha caído en mis manos por casualidad, a "un error "inconsciente, o quizá deliberado" del doctor Francia, la mención que este hace de la isla de Tamoraé, "Ojalá-asísea", pues la origina en la narración sadiana de La Isla de Tamoaé "conocida en el Paraguay, un siglo antes de ser publicada en la propia Francia y en el resto del mundo, mediante la versión oral del memorioso Charles Andreu-Legard, compañero del marqués en la Bastilla y en la Sección de Picas; después prisionero del Dictador Perpetuo". Lo cierto es que la ¡sia de Tamoraé es mencionada en crónicas y cartas de la Conquista, que bien pudieron sugerir al marqués de Sade, error tipográfico incluido, el nombre de su utopía. Tamoraé - "aipó ndayé rakaé Tamoraé"-, visitada por Perú Rima en sus vagabundeos y por Pychái al término de su atribulada existencia, persiste en el folclore hasta nuestros días. Pareciera ser una inversión irónica del mito del Yvymarae'y, de la Tierra sin Mal, que buscaban los guaraníes en sus migraciones. Cuenta la leyenda que algunos de los náufragos que acompañaron a Alejo García desde las costas del Brasil hasta los dominios del Candiré, muerto su jefe cuando estaban de regreso cargados de tesoros arrebatados a los incas, penetraron en un paraje maravilloso llamado Tamoraé creyendo haber hallado la Tierra sin Mal, y quedaron atrapados para siempre en el Yvykerasypuká, en la Tierra de los Largos Sueños Pesarosos. - Por ahora los tipos están quietos - dijo el padre Roldan, que era el único que no perdía de vista a Claudio Arevalo-. Ya van por la tercera vuelta. A lo mejor no pasa nada. - No estés muy seguro -opinó Galo Casanello-, no vinieron de gusto después de lo que les pasó. Es muy posible que estén buscando en el fondo de una botella de caña el heroísmo de la raza antes de provocar a un pobre viejo. - No empecemos de nuevo -lo atajó el padre Roldan-. Don Cándido Urbieta, un paraguayo de ley, de vieja estirpe, 299 nos ha dado la lección de coraje civil, de integridad moral, que buscabas. -iCierto! -aprobó Iluminado-, ¡el coronel Cándido Urbieta es un paraguayo epónimoí Galo Casanello lo miró de arriba a abajo, haciendo ostentación de su desprecio. - Se trata de un hecho excepcional, atipico, puramente anecdótico. Yo, como novelista, no podría servirme de él sino con muchas reservas, pues de lo contrario falsearía la realidad. ¿No es así, doctor Peralta? - No puedo opinar, no estoy enterado en detalle de lo que pasó. José-Antonio miró a su alrededor para asegurarse de que no había oídos indiscretos en las proximidades, y dijo al doctor Benítez: -<Por qué no se lo cuenta, don Faustino? El caso me parece sumamente interesante. -iSí, sí, don Faustino, por favor! -rogó Cristina-, oírlo a usted es un placer. - Si me lo pide Cristina no podré negarme. Pásenme un vasito de cerveza para aclararme la garganta. Hecho lo cual narró la historia transcripta en el capítulo precedente. •^P1 *r ^P T * ^* T* Era costumbre del coronel Cándido Urbieta dejar su P.C. para recorrer las líneas a intervalos regulares. No sería Claudio Arévalo quien lo sacara de su porte. Se paseó entre las mesas deteniéndose aquí y allá a echar un parrafito. De paso le hizo a Claudio una venia con la zurda, que este correspondió levantando su vaso. Al llegar a "Puesto Lata" se sentó con los sabios, en medio de una disputa. Se habían agregado al grupo el parapsicòlogo Cañete, su discípulo Prósculo Pérez Bray, el Zorzal Morocho, y una barra de estudiantes en calidad de mirones. - Discutimos -dijo Galo Casanello, dirigiéndose a don Cándido para entrarlo en materia-, los rasgos definitorios del Ser Nacional; o, para ser más claro, buscamos su entelequia. - O sea que estamos haciendo metafísica lento -agregó Iluminado. - Lo que deberíamos hacer es metapsíquica - opinó el parapsicologo Cañete-; penetrar los misterios del karma de la 300 metahistoria; indagar poderes ultrasensibles que posee el Hombre Paraguayo para no hundirse en la mierda. - Es un fenómeno de levitación - opinó su discípulo, Prósculo Pérez Bray. - O magia negra, como dice el loco Martínez - acotó el Zorzal Morocho. -¿Qué opina usted, mi coronel? - i j h e ' e e e ! - mugió don Cándido, acomodándose en su silla con las piernas muy abiertas. - No te asustes, don Cándido - le dijo el doctor Peralta, en guaraní-j son peludas zonceras. El padre Roldan dejó su vaso de whisky sobre la mesa. - Es posible que el señor Cañete tenga razón; deberíamos invocar a los espíritus. Si esto falla, yo me ofrezco a interrogar al demonio. Lo dijo de una manera un poco rara, intempestiva. - Este cura se va saliendo de la raya. Va por el cuarto whisky, si no perdí la cuenta -dijo Galo Casanello, en tono algo severo; y agregó, dirigiéndose al doctor Peralta-. Sale, según creo, para no perder contacto con el mundo y desafiar sus tentaciones. Si sigue así mucho me temo que perderá partida. - Doña Consuelo de la Fuente dice que no se quiere confesar con un cura sin sotana, que parece militar -informó José-Antonio-; porque han de saber ustedes que doña Consuelo se confieza y comulga una vez por semana. -¿Y vos cómo sabes lo que hace doña Consuelo? - le preguntó Cristina, enojada. - Me dijeron... -¡Sinvergüenza! -ÍAy! ¡No pellizques! -iOrden, por favor, orden! -clamó Galo Casanello-, no salgamos del tema al que siempre volvemos sin encontrar una salida. Se t r a t a de una fijación, de una manía. Yo también la padezco. - Galo afirma que estamos todos locos - dijo el doctor Peralta, para noticia de don Cándido. - No te rías, te lo demostraré con un breve repaso de la historia. El Paraguay se fundó como resultado del fracaso de los sobrevivientes de la expedición de Pedro de Mendoza de conquistar la Sierra de la Plata, de la búsqueda de El Dorado, del Maititi, del Candiré y los dominios del cacique Caracarà; es decir, del derrumbe de las ilusiones de unos náu301 fragos. Los mancebos de la tierra fundaron ciudades hacia los cuatro puntos cardinales, a enormes distancias de Asunción, Amparo y Reparo de la Conquista, y se internaron en la Patagonia en procura de la Ciudad de los Césares. Los guaraníes los comprendían y acompañaban porque ellos también buscaban la Tierra sin Mal. Concibieron el mundo como un vasto escenario de aventuras fabulosas. Conservaron el mito de la Provincia Gigante de las Indias y la nostalgia del mar. Roque González de Santa Cruz, un paraguayo al que los jesuítas acabaron por afiliar a su partido, puso los cimientos de la Ciudad del Sol de Campanella, para que luego sus continuadores europeos construyeran una perfecta comunidad de imbéciles en las Misiones jesuíticas. Los comuneros proclamaron en el corazón del continente que la voluntad del común era superior a la del rey. Gaspar de Francia, un jacobino rousseauniano impuso el retorno a la naturaleza y un aislamiento total. Don Carlos Antonio López construyó fundiciones, astilleros, arsenales, ferrocarriles, telégrafos con las energías acumuladas por su antecesor^ y su hijo desafió a medio continente en la trágica quijotada del Setenta. Todas nuestras empresas fueron descabelladas, condenadas al fracaso antes de su nacimiento. Desde el punto de vista práctico, lo mejor que puede hacer un paraguayo es mandarse a mudar, y en rigor es lo que han hecho muchísimos compatriotas desde tiempo inmemorial. Los que nos quedamos estamos atrapados. Soñar es el único recurso que nos resta para no renegar de los delirios de nuestros antepasados... - Usted t r a t a la historia de una manera idealista - le interrumpió un estudiante. -¿Qué? El muchacho se asustó; - La... la base material, pues... -¡Ah, mi amigo!, sepa usted que en el Paraguay se suscribían obligaciones y tramitaban pleitos sobre "el oro e plata, piedras o cualquier cosa de valor que Dios nos diere y se nos repartiere como a conquistadores desta provincia..." Y eso, ¿para qué? ¡Pues para comprar una canoa! Se inventó el "peso hueco", una moneda ideal. El intercambio se realizaba de hecho en especies: una arroba de yerba valía una vara de lienzo del país, y cosas por el estilo. Sin embargo, esto era muy prosaico. Sonaba mejor hablar de doblones y maravedís, aunque muy pocos hubieran visto en su vida un maravedí o un doblón. No prosperaron los gremios porque nadie se consideraba zapatero, sino un señor que se digna a hacer zapatos. 302 Los caraí ra'y o cariay, los hijos de españoles, mestizos mancebos de la tierra, reconocidos por ley como españoles, t e nían en calidad de hidalgos derecho de ceñir espada. Pero, como no había espadas suficientes, igual que los niños, llevaban un palo. La broma duró hasta fines del Siglo XVIII. Ahora bien, si este desprecio de la realidad de los hechos para seguir creyendo en las propias fantasías, que indujo, por ejemplo, al Mariscal a dictar en vísperas de su muerte un decreto en el que se describe minuciosamente la condecoración otorgada a quienes le siguieron hasta Cerro Cora, que era imposible que nunca se acuñara, ni la recibieran hombres que sabían que morirían al día siguiente, no es una forma de locura, ¿qué es la locura entonces? -¡Un momento! -lo atajó el doctor Benítez, levantando una mano-. La locura del Mariscal produjo la más hermosa condecoración de la tierra: "Venció penurias y fatigas"; una leyenda digna de ser esculpida junto a las inscripciones rúmnicas que, según dicen, existen en las proximidades de nuetro Gòlgota. La locura es privilegio de los pueblos grandes. Esperó que sus palabras hicieran efecto y continuó: - Los cuerdos sólo sirven para dar cuerda a sus relojes. Los grandes pueblos se han representado a sí mismos en la figura de un loco. Los españoles en don Quijote, los alemanes en Fausto, los ingleses en Hamlet... - Hamlet no era loco, se hacía - dijo Iluminado Fretes. - Es lo que han hecho siempre los ingleses - explicó José-Antonio. i - Era más loco que una cabra -afirmó Galo Casanello-: sufría alucinaciones, hablaba con las calaveras, mataba sin asco y padecía una suerte de complejo de Edipo. - Estoy buscando el loco italiano - dijo el doctor Peralta. -¿Qué me dice de Orlando, el magnifico cornutto? propuso don Faustino-, En Francia tiene para elegir, desde Juana de Arco a Tartarín de Tarascón. En la antigüedad los griegofe tenían a Prometeo; los romanos... ¡Ah no! Los romanos eran prácticos. Su locura, si existe, es repulsiva. No encuentro al loco romano, como tampoco al yanqui... -¿Qué me dice de Billy de Kid, con sus veintiún aguaí "sin contar mejicanos? - propuso Iluminado Fretes. - Yo diré el loco ruso - anunció Galo Casanello, con una risita llena de malignidad. - A ver... -¡Raskolnikov! 303 Los mirones escuchaban boquiabiertos. "Te olvidas de los judíos", intervino Timoteo. -¡Ah sí, tienes razón, me olvidé otra vez de los judíos! - dijo el doctor Benítez. - Yo voy a decir el loco judío - declaró el padre Roldan. Su sonrisa era triste, como ausente. A José-Antonio se le erizaron los cabellos. Lo tomó del brazo y le dijo: -¡No lo digas, hermano! El padre Roldan lo miró pestañeando,como si volviera en sí. Hubo una pausa que rompió el doctor Peralta. -<Qué te parece, don Cándido? -¡A la puta, chamigo, seguro que ya ni duermen de tan sabios! -respondió bostezando-. No conozco a esos locos. - Es que son todos gringos, mi coronel -le explicó Iluminado F r e t e s - . Estoy esperando que me digan quien es el loco paraguayo, porque asegún parece, si no tenemos un t i lingo como la gente somos una porquería. - Iluminado tiene razón, padecemos de una grave falencia - dijo el doctor Benítez cuando hubo cesado la carcajada general, que estalló como una descarga saludable después de la salida del padre Roldan. -¡Busquemos al Gran Loco Paraguayo! - arengó Cristina Iturbe. -¡Que nadie se mueva hasta haberlo encontrado! - aprobó el doctor Peralta, dispuesto a apoyar todas las iniciativas de Cristina. - Eso si no llueve - dijo Galo Casanello. Se oían truenos; el viento agitaba el ramaje de los mangos. Las mesas de "La Armonía" se iban desocupando. Claudio Arévalo y su gente seguían firmes en su puesto. - El patriotismo no se suspende por lluvia - insistió Cristina. -¡Vencer o Morir! - gritó el Zorzal Morocho desde la barra, formada en "Puesto Lata" por un círculo de sillas que se habían ido acercando a la mesa de los sabios. - Yo le conozco al Gran Loco Paraguayo -anunció Iluminado-, Le pillé en el puerto. Anda rotoso, duerme bajo los muelles, en los bancos de las plazas, en el yuyal de algún baldío. Una vez me dijo: "Nuestra plata vale más que la plata argentina". Entonces le pregunté cuánta plata tenes vos. "Ni un guaraní, che patrón -me contestó muy orgulloso-; pero eso qué importa, ¡soy paraguayo!". 304 Iluminado Fretes fue abucheado por la barra. - Sí me permiten -dijo José-Antonio-, les voy a contar la historia de Hay-sí-pues. Aunque era solamente el loco de mi barrio, puede ser que nos sirva para pergeñar el personaje. - De acuerdo, y que alguien llame a Felicito para que traiga más cerveza. - Y un whisky para mf - agregó el padre Roldan. José-Antonio cargó la pipa, la encendió, echó la silla para atrás y comenzó su relato: - Hay-sí-pues era el loco de mi barrio. Como se sabe, todo barrio que se respete ha de tener su respectivo loco. Se paseaba por las calles repitiendo: "Hay sí pues, mi capitán; no tengo miedo, mi capitán". Era alto y rubicundo, recocido por el sol, que soportaba sin sombrero. La cabeza mostraba la huella de un balazo que le separaba los cabellos como un surco en el pastizal. Vivía en un ranchito de adobe construido por éi mismo en un baldío. Hay-sí-pues buscaba el ara-mata, la base o raíz del firmamento. Solía sentarse en un tronco a pitar un cigarro y contemplar las estrellas. Los chicos lo rodeábamos seducidos por el misterioso encanto de su extraña locura. La única solución para los pobres era emigrar; pero no al extranjero, como hacen tantos ingenuos, sino al cielo. No al cíelo de los curas, sino al cielo físico de las estrellas, de la alborada y del atardecer. Las estrellas eran las luces de la ciudad celeste. Solía describir las cosas que había allí. En el cielo hay tanta riqueza que los hombres no disputan por ella. En el cielo todos los hombres son valerosos, por eso nunca riñen entre sí. Para llegar al cielo era preciso alcanzar el pie de la bóveda y subir por la loma; pero andando no era posible llegar. El ya lo había intentado una vez. Se requería un vehículo tan veloz como el día, porque al atardecer el cielo comienza a elevarse y la mañana puede aplastar al hombre. Los mayores se reían de Hay-sí-pues y los chicos lo atormentábamos, pero él seguía predicando el gran éxodo. Hasta que llegaron albañiles, le demolieron la casita y se pusieron a cavar zanjas para los cimientos de un gran chalet. Hay-sí-pues no dijo nada. Amontonó sus bártulos en un gran cajón de embalajes, se armó de un arreador y al día siguiente subió a la caja y se puso a hostigar caballos invisibles. Doblado el torso sudoroso bajo su desabrochada casaca oe soldado, azotaba la tierra levantando polvaderas. Los chicos lo apedreamos y se reunió una multitud a contemplar el fantástico viaje. El no hacía caso, absorto en su carrera con el día. Cuando el horizonte comenzó a incendiarse y sobre el 305 mundo se extendió una larga sombra, Hay-sí-pues bajo del carro y siguió siendo el de siempre. Como ya no tenfa casa, dormía bajo cualquier alero, en la cocina de cualquier rancho. Los pobres, aunque se reían de él, siempre tenían un sitio para el pobre loco que quería llevarlos al cielo. "Todos corremos como Hay-sí-pues hacia el pie de la loma de la ciudad celeste -solfa decir mi tío cuando se encontraba en copas-, pero a todos también nos sorprende la noche". - No sé por qué, pero me gusta este loco - dijo Gristina, cpnmovida. José-Antonio sonrió con la pipa entre los dientes. - Podría pasar -admitió Galo Casanello-; pero, loco por loco, me inclinaría por el Buscador de. Entierros." Tiene la ventaja de ser típico, folclòrico, de hondo arraigo en nuestra historia y en nuestra sicología. En las trágicas retiradas de la Guerra Grande, las familias que abandonaban sus hogares paia seguir al Mariscal guardaban joyas y dineros en cántaros que enterraban en lugares secretos. Como casi todas fueron víctimas del hambre y de la locura patriótica, el Paraguay se llenó de fantasmas y tesoros escondidos. Es entonces que aparece el Buscador de Entierros. Agudo intérprete de señales * de ultratumba, perito en el ceremonial y la etiqueta de las ánimas en pena, conocedor del ritual que impide que las monedas se transformen en carbones encendidos, diestro en el manejo de un estrambótico instrumental sensible al oro, nun-^ ca ha encontrado nada, pero su fe se robustece con cada nuevo fracaso. Lo. atribuye a un hecho fortuito, a algún percance nimio, a alguna falla técnica o al repentino cambio de humor de los espectros, hasta que la muerte lo sorprende en vfspíeras del hallazgo. , - En el fondo es como Hay-sí-pues. - Hay una diferencia: no aspira a'evadirse de este mundo ni persigue un vago ideal vindicativo, sino onzas de oro contantes y sonantes. -¿Es un burgués? - preguntó un estudiante. - De ningún modo. El burgués desprecia la quimera. No busca tesoros escondidos; los acumula él mismo moneda sobre moneda, cNo es así, doctor Peralta? - Así es, mi amigo - respondió éste, sin darse por aludido. - El Gran Loco Paraguayo no puede ser burgués; el burgués paraguayo carece por completo de carácter. Es un pobre infeliz que se alimenta de migajas y tiembla de miedo. No se 306 largaría a rastrear aparecidos por picadas remotas transfiguradas por la luna. Dejaría el trabajo a una compañía norteamericana o brasileña. Le proveería de palas de contrabando con la complicidad de algún milico; le conseguiría mano de obra barata; y, en el colmo de la gloria, se convertiría en su apoderado para sacar el tesoro del país evadiendo la ley. - Un momento -intervino José-Antonio-, no estamos hablando del burgués paraguayo, quien como se supone es un tipo muy cuerdo, sino del Gran Loco Paraguayo. La burguesía sabe explotar la locura de los pueblos, como la religión y el patriotismo, pero no participa de ella. En el mejor de los casos su audacia alcanza para financiar la locura hasta donde pueda darle dividendos. - En lo que dices de la religión estoy de acuerdo - d e claró el padre roldan, que esa noche había bebido más de la cuenta. - Estos pai de ahora, como dice una mi tía, son El Propio disfrazado -comentó Iluminado Fretes, provocando la hilaridad general. Estimulado por el éxito, continuó-: Me gustaría saber un poco cómo es el Gran Loco Paraguayo para el doctor Peralta, que es nuestro invitado de honor. - Contestaré a tu pregunta, aunque indirectamente, porque, como el padre Roldan, no me atrevo a proferir una blasfemia. En mi opinión, nos estamos rompiendo la cabeza para inventar al Gran Loco Paraguayo cuando éste ya existe. Existe en la historia, no en la literatura, porque en el Paraguay la historia ocupa el lugar de la literatura y la literatura es un comentario de la historia. Iluminado Fretes plegó los labios en una ancha sonrisa, -iA la pucha, mi doctor, que habla difícil, pero malicio que le entiendo! - Muy bien, doctor Peralta -aprobó el doctor Benítez-; todo paraguayo sabe de qué loco se trata. Sin él este pueblo no podría vivir. - Ni morir. - Estamos confundiendo locura con demencia - gruñó Galo Casanello. - Pasó la camioneta colorada - avisó el Zorzal Morocho, que se había asomado sobre la murallita. - Es una advertencia de los buenos espíritus -dijo JoséAntonio, haciendo una seña a Galo Casanello, que se aprestaba a continuar-. Olvidemos a los locos sacralizados por los pillos. 307 - De acuerdo -asintió el doctor Benítez-, propondré otro candidato: el Héroe Eponimo. Truenos y relámpagos se sucedían entre remolinos que el viento hacía en ìa calle, jugando con las hojas secas. En la pista, parpadeaban las luces colgadas de los mangos. Entre los últimos parroquianos estaban Claudio Arévalo y sus compañeros de trabajo. Don Faustino Benítez se acomodó en su silla y comenzó su discurso: - Según el diccionario de la Real Academia, "eponimo" significa que da nombre a un pueblo, a una tribu, a un lugar, a una época. Es pues correcto decir que nuestro bien amado Y paraguay* es nuestro río eponimo. Pero a un historiador de imaginación fecunda, que, según una frase de Far ré, nos llenará de gaseosa arrogancia, se le ocurrió hablar del héroe eponimo, acaso para hacer una figura acerca de cuyo acierto no viene al caso discutir. Desde entonces "eponimo" se t r a n s formó en superlativo. Pasó a significar "excelso", "sin parangón" o "sin segundo" en el castellano sobreadjetivado y rimbombante del homenaje y de la adulación. El mismísimo inventor del barbarismo vino a ser nuestro historiador eponimo. Pero aquí no se t r a t a de salvar al adjetivo de un abuso s e mántico, sino de designar al Gran Loco Paraguayo, que ha de poseer, quintaesenciada, esa pizca de locura de que gozamos todos sus compatriotas. Se trata de un héroe frustrado por el signo de los tiempos como lo fuera el Caballero de la Triste Figura. Le han secado los sesos Domínguez y O'Leary. La Patria, es su Dulcinea, Perú Rima** su escudero; la ínsula a conquistar, la Provincia Gigante de las Indias; ios gigantes a abatir, el Brasil y la Argentina; Mitre, el diabólico Merlin; la yerba, el bálsamo de Fierabrás; el entuerto a desfacer, la Guerra Grande. Otros pueblos más afortunados recibieron un rico patrimonio de civilización y de cultura; el nuestro es sólo heredero de desdichas. Se enorgullece de sus derrotas, de su aniquilamiento, de la trágica sucesión de frustraciones, de su indomable altivez ante la hostilidad de los dioses, como aquellas indias desnudas que nos describe Montoya, que disparaban flechas a los cielos para castigar al sol. El Héroe Eponimo no se humilla ante la carcajada cósmica. Las alas de cera de sus sueños fundidas por los celos de un Apolo cruel, * ** Río Paraguay. Picaro del f o l c l o r e paraguayo» 308 lo abaten una y otra vez sobre la tierra sin mar. Medita entonces caviloso en su miserable cuchitril. Envenena sus dardos en la ponzoña de su sangre ofendida, y toma tereré. Tal es, señores, la ¡figura del Gran Loco Paraguayo. He dicho. Lo aplaudieron. Los malevos de Claudio Arévalo se agitaron en sus asientos ante el cariz subversivo que iba adquiriendo la reunión; pero, a una señal de su jefe, volvieron a inclinarse sobre sus vasos de caña, sin dejar de observar torcidamente lo que estaba ocurriendo en "Puesto Lata". El único que no los perdía de vista era el padre Roldan, que sabía de la reunión que se realizaba en los fondos, aunque confiaba en que don Cándido habría puesto sobre aviso a Fabio Iglesias. - Esta puede ser una noche memorable en la historia de las letras paraguayas -dijo el doctor Peralta-, Tenemos al personaje. Nos falta elegir el género para llevarlo a la literatura. ¿Qué prefieren? ¿La épica o el drama? - A mí me gusta el entremés - dijo Iluminado Fretes. - O el entremés - admitió el doctor Peralta, guiñando un ojo a Cristina, que le mostraba un hoyuelo. Galo Casanello se revolvió en su asiento. - ¿Por qué no una zarzuela paraguaya? Se echaron a reír. Cristina secreteó en el oído del doctor Peralta: - Iluminado tiene el arte de ponerlo furioso a Galo Casanello; no es tonto como parece... Luego, dirigiéndose al grupo, dijo, levantando la mano: -íPido la palabra! ¿Puedo opinar? -ÍClaro que sí! - Acaba de ocurrírseme una idea. ¿Por qué no preparamos entre todos una comedia? Galo Casanello, que es un gran novelista, podría bosquejar la obra en colaboración con el doctor Peralta, que también es escritor. Don Faustino se haría cargo del asesoramiento histórico. El padre Roldan... ¿qué podrías hacer vos, Robertito? Era tanta la gracia de Cristina que el padre Roldan se rió por primera vez en toda la noche. - En el seminario fui muy aficionado al t e a t r o . Podría ayudar en el encuadre, los decorados y cosas por el estilo-¡Regio! De la redacción final se encargará José-Antonio. Al director lo dejé para el último porque Iluminado F r e tes está fuera de discusión. -¿Y vos qué vas a hacer? Cristina hizo un mohín. 309 - Yo seré la heroína, ¿o es que el Héroe Eponimo no va a tener un romance? Sí es así será loco, pero no paraguayo. Se alzaron voces en la barra reclamando el papel de Héroe Eponimo. -¿Conseguiremos sala? - preguntó Iluminado. - Primero hay que escribir la obra - gruñó Galo Casanello-j aunque no creo que el entusiasmo duré más que el efecto de estas copas. - Siempre el mismo aguafiestas, ya verán como les e s tiro las orejas, - Ofrezco mi parroquia. Incluiríamos la comedia en el programa cultural. Si faltan actores, entre mis feligreses hay muy buenos comediantes^ - De eso no tenemos la menor duda - ironizó Galo Casanello. - Preferiría en otro lugar -dijo el doctor Peralta-, La gracia está en ir sacando la obra en el curso de los ensayos, con la participación de todos. -lYa tengo eí escenario! - exclamó Cristina, señalando el entarimado de la orquesta, que estaba en uno de los costados de la pista embaldosada. - Sería estupendo, si don Cándido está de acuerdo dijo José-Antonio, cediendo al entusiasmo de Cristina. - Seguro que lo estará, si yo se lo pido... A propósito, ¿dónde se metió don Cándido? -¡Se escapó! -¡Pobre!, pero no se preocupen, a mí no me niega nada. -¡Quién podría negarle nada a usted, Cristina! - exclamó el doctor Peralta con un arrebato fuera de lugar, que, felizmente para él, pasó desapercibido para todos, menos para Iluminado Fretes. - Estamos perdiendo el tiempo -dijo el doctor Benftez-, Manos a la obra, que "la inspiración nunca llega a los hombres irresolutos". - A ver, Galo, ¿ya tenes el argumento? - Sí, mi sobrinita, ya lo tengo. Escuchen. Al levantarse el telón, que puede ser un viejo cortinado que hay en casa, aparece un cuchitril lleno de libros y mapas desparramados en desorden. El protagonista ha perdido la chaveta de tanto leer a nuestros historiadores. Se ha propuesto reconquistar la Provincia Gigante de las Indias. La obra se desarrolla siguiendo su fantaseo delirante, matizado de alucinaciones, en el pasado, el presente y el porvenir. Como primer paso, nuestro 310 héroe concibe una conspiración y se adueña del poder absoluto. Luego inicia la reconquista de los territorios perdidos en sucesivas desmembraciones. Ha asimilado la experiencia del Mariscal. Tras muchas cavilaciones, con la férrea lógica de un loco, ataca primero a la Argentina con la complicidad del Brasil y la alianza de Chile y de Bolivia.. Asimila al Paraguay las provincias de Misiones y Formosa, invade Corrientes y Entre Ríos. Al alcanzar las fronteras del Uruguay, forma con este país un gran estado confederado, resucitando la tradición de Artigas. Finalmente desfila por las calles de Buenos Aires, la pérfida. Lamenta que probables complicaciones internacionales le impidan arrasarla como a Cartago y pasar el arado sobre las ruinas. Asegurado el acceso al mar, inicia la campaña contra el Brasil, sin parangón en la historia militar del mundo... -¡Pido la palabra! -tronó el parapsicòlogo Cañete, rompiendo el religioso silencio de la barra-. A pesar de las nubes y nubarrones de los karmas que pudieran perseguir al Héroe Eponimo, está claro el mandato de la metahistoria. Misiones y Formosa nos pertenecen. Corrientes y Entre Ríos se plegarán a nosotros, entusiasmados por las victorias de nuestros valientes, para castigar a los porteños. Claro que algunos podrán hacernos resistencia, y entonces... - No hay problema, maestro -lo tranquilizó su discípulo, Prósculo Pérez Bray- ¡Nada de contemplaciones, mano de hierro! - Y los patriotas, ¿qué vamos a hacer con los patriotas argentinos? -se afligió un estudiante-. El patriotismo es respetable, no me gustaría reprimirlos, o ¡qué compromiso! - Los echaremos a patadas al fondo de la Patagonia. ¡Que se vayan a comer pingüinos! -¡No, señor, no estoy de acuerdo, yo no soy un fascista! -¡Vean cómo las ideas foráneas debilitan a los pueblos! El Zorzal Morocho estaba pensativo» - Calculo que el Paraguay puede presentar unos t r e s cientos mil soldados -reflexionó-. ¿Se imaginan lo que valen trescientos mil paraguayos bien armados? Serví en la caballería. ¡No hay lo que no ha de hacer mi regimiento, con esos sargentos chuecos que sólo gustan ver cadáveres! -¡Cierto! . - Me han dejado afuera -protestó Cristina-, ¿cual será mi papel en semejante carnicería? - Usted será la Patria, Cristina -le dijo el doctor Peralta, con voz cálida-, que de tanto en tanto se aparece al 311 Héroe Eponimo, dulce y trágica en su trémula y desolada desnudez. -¡Ah no, yo desnuda no salgo! "Rien, ríen a carcajadas -pensó el padre Roldan-, qué extrañas suenan sus risas". El viento soplaba huracanado. Se oyó el golpetear de zapatones en el empedrado de la calle. Un estudiante se asomó. - Están rodeando la manzana -dijo-, va a haber un allanamiento. Callaron. Luego se produjo algún revuelo. Claudio Arévalo saltó al medio de la pista con el revólver en i a roano. -¡Siéntense pues carajo, cada cual en su silla! ¡Al primero que joda le rompo su cabeza! -¡Se le vio el trasero al gato! - exclamó el padre Roldan, en guaraní. Empezaba a llover. HÜSf* *§igf* 312 LA ARISTÓCRATA El portoncito del patio del fondo de "La Armonía" daba a una plataforma rocosa cubierta de malezas. Se bajaba de ella al empedrado por unas gradas de palma afirmadas en la tierra. En vez de usarlas, Fabio Iglesias y Emilia Sandoval se escurrieron por un caminito que bordeaba el murallón de la casa de doña Consuelo de la Fuente y descendía frente a a entrada de la misma, que tenía una suerte de biombo de madera y una discreta lucecita roja, indicadores ambos del ramo del negocio de la buena señora. Fabio abrazó a Emilia y la estrechó contra el pecho. Ella contuvo un estremecimiento de sorpresa y de rechazo, pero se dejó llevar disciplinadamente. Agazapada en la sombra del ramaje de unos árboles que desbordaban la derruida muralla de un baldío, estaba la camioneta colorada del Departamento de Investigaciones Especiales. Al llegar a la esquina, doblaron hacia la izquierda y Fabio soltó a su compañera. -¿Viste la camioneta colorada? - Sí. - Vigilan "La Armonía"; espero que los compañeros tengan tiempo de salir. Emilia no respondió, temía que se le notara el sobresalto. Se imaginó miserable sobre sus tacos bajos, en su gastado traje sastre, con su rodete de pelo castaño oscuro, sin teñir. Para peor, Fabio caminaba a zancadas, obligándola a seguirlo casi al trote. Empezaba a llover cuando subieron a un tranvía. Lo prudente hubiera sido simular que no se conocían, pero Fabio pagó los pasajes y le cedió cortésmente el asiento de la ventanilla. La lluvia se hizo torrencial. El aire se aromó de frescura estimulante. La caída del agua apagó el ruido de los rieles. Emilia bajó la ventanilla y miró furti313 vamente su imagen reflejada en el vidrio. Le desconcertaba el inesperado despertar de un impulso que no había sentido en mucho tiempo. Fabio miraba al frente, pensativo. "¿Qué edad tiene? Era un chico cuando pasaba las vacaciones en Paraguarí, en casa del teniente Iglesias. Iglesias me cortejaba. Yo me burlaba de él. Los militares no eran un buen partido para las muchachas de buena familia. ¡Dios mío, qué flaco es!" -¿De qué te ríes? - De nada, yo me entiende.. ¿Viste a tus padres? - Sí, cometí esa imprudencia; no pude dejar de hacerlo. - La policía se aprovecha de estas debilidades. Hace meses que no veo a mi hijo, ¿crees que no tengo ganas? - Comprendo. Hablaban en voz baja, sin mirarse. El tranvía, casi vacío, avanzaba entre truenos y relámpagos. - No sé cómo voy a hacer para llegar a casa, deben estar tremendos los raudales. -¿Dónde vives? - Tengo que bajar en Sajonia y caminar hasta cerca de Itá Pytá Punta. - Es peligroso, quédate a dormir en casa. -¿Dónde queda? - En la próxima parada. Negarse era ponerse en evidencia, obrar como una solterona remilgada. Había dormido en ranchos solitarios en compañía de hombres de diversa condición sin que nunca le faltaran al respeto. Bajaron del tranvía y echaron a correr t o mados de la mano. Fabio abrió el portón, cruzaron el Patio de la Servidumbre y se refugiaron riendo en el corredor del fondo. - Por suerte los fósforos paraguayos se prenden hasta bajo el agua -dijo Fabio, encendiendo uno. Abrió la puerta de su habitación, tiró la cerilla, buscó otra y encendió una lámpara a kerosén-. No hay luz eléctrica. Quien sabe cuánto tiempo hace que la cortaron por falta de pago. Emilia seguía riendo en el pasillo. - Entra de una vez, ¿qué esperas? - Voy a ensuciar el piso - respondió, ahogada por la tos. - No hagas caso. Fabio levantó la lámpara sobre la cabeza y le echó una mirada burlona y vengativa. Se le había deshecho el rodete, el traje se le pegoteaba al cuerpo, estaba como encogida. 314 - Así te quería ver, como una gallina mojada -dijo riendo-. Ven conmigo, en el baño hay otra lámpara... Espera -abrió un cajón de la cómoda y sacó una camisa de brin c a qui-, ponte ropa seca, te vas a resfriar... ¿Quieres unos pantalones? -¿Estás loco? - No seas pequeño burguesa. Emilia le arrancó la ropa de las manos y lo siguió con zumbona dignidad. Fabio encendió la lámpara del baño. - Allí hay toallas limpias - le dijo, señalando un banquito. Yo también voy a cambiarme y a calentar agua para el mate. ¿O prefieres café? -¡Mate! - exclamó ella, en un tono alegre y juvenil que sorprendió a Fabio - ¡Prepara unos regios mates! Al cerrar la puerta y alejarse la oyó reír a carcajadas. Había algo en la risa que le hizo apurar el paso. Mientras se cambiaba de ropa y preparaba el mate, Fabio se decía: "Quién te ha visto y quién te ve, Emilia Sandoval, reina de todos los bailes, estrella de "El Centenario', orgullosa amazona qu<¡ galopaba intrépida por los cerros de Paraguarí, escoltada por la oficialidad de la División de Artillería. La dirigente estudiantil, la novia del año con su boda fastuosa en la mansión de sus padres, la joven madre retratada a toda página en "El Independiente". La divorciada, la juntada con un militante revolucionario, presa, torturada, exiliada, que, pese a sus reiteradas autocríticas, no había podido superar su anarquismo señorial. Qué bien le ha venido el remojón. La encuentro más humilde, más humana, como si la lluvia hubiese disipado sus insoportables humos". Cuando Emilia volvió, la pava estaba llorando en el c a lentador. Tenía el cabello recogido en una toalla. La camisa, con el cuello levantado, remangada hasta el codo y ceñida con un moño en la cintura, se había transformado en una blusa. Los pantalones, doblados en las canillas, dejaban ver las piernas blancas, bien formadas, los tobillos torneados, los pies descalzos, largos, de arco perfecto. Sus ojos vivaces e s piaban el efecto. Atrompaba la boca, disimulaba una sonrisa. Fabio apartó los ojos y le ofreció un sillón. Le pasó un mate espumoso, que ella sorbió con delicia. Descubrió arrugas en la boca y los párpados, que realzaban su atractivo de mujer madura. - Esta es la casa de Saturio Rojas, ¿verdad? No me digas que tienes todo este castillo para ti solo. - Así es. 315 -¿Cómo lo conseguiste? -¡Ah, es un secreto! - Te envidio. Vivo en la casa de un zapatero remendón. Comparto una piecita con dos niños llorones. A estas horas estará entrando agua por todos lados. Los senos le andaban sueltos bajo la camisa. Fabio la miró largamente en silencio, y luego dijo: - Emilia, ¿qué te pasa? Ella se ruborizó. - A mí nada, ¿por qué? - Me hiciste mucha guerra en la reunión. Creo que no era necesario. Ella se puso en guardia. - No te entiendo -dijo severa, casi agresiva-. Yo no le hago la guerra a nadie, compañero. Fabio la miraba sonriendo con los ojos. - Hablemos como amigos. Teníamos que decidir urgentemente una cuestión muy importante. Ya habías dado t u opinión anteriormente. Volviste a expresarla, como todos los compañeros. ¿No bastaba con eso? En cambio tú insististe una y otra vez con los mismos argumentos, llevando las cosas al terreno personal, con el único resultado de hacer perder, un tiempo precioso e incluso poner en peligro la seguridad de todos ai prolongar la reunión más allá de lo necesario. ¿Qué te proponías? ¿Que una vez más no se llegara a un acuerdo? Tienes suficiente experiencia para saber que eso no se hace. -¡Qué notable, se expresa un desacuerdo y sacas la conclusión de que se oculta un sabotaje! Es una manera malévola y peligrosa de razonar. Pareciera no importarte en lo más minimo que la mayoría de los compañeros, hasta los que finalmente votaron a favor presionados por argumentos que no estaban en condiciones de rebatir, pero que intuían poco sólidos, hubieran manifestado de una u otra manera que el golpe va a fracasar y que quedaremos solos en la calle, librados a nuestra suerte. Nada valen para ti la experiencia, la lealtad y el valor de esa gente. Si no están de acuerdo contigo son oportunistas o saboteadores. - Me conoces, Emilia, tengo mucha paciencia. Si tu intención es provocarme, estás perdiendo el tiempo. -tNo tiene remedio! - exclamó ella, suspirando. - La cosa es grave si muchos piensan que fracasaremos -dijo Fabio, cebando tranquilamente el m a t e - . Sería necesario convencerlos para que actúen con decisión, y ya no hay t i e m po para eso. 316 - No lo tomes tan a la tremenda, ¿acaso no fracasaron todos nuestros planes? Y voy a decirte por qué, señor estratega: son demasiados los factores que no dependen de nosotros, que escapan a nuestro control, a nuestra influencia y hasta a nuestro conocimiento. En estas condiciones, el azar juega en contra nuestra. - Las cosas serán así mientras no acumulemos fuerzas suficientes. Entre tanto, no podemos cruzarnos de brazos. Emilia lo escuchaba ahora distendida, mirándolo con pena, reclinada en el sillón, con el mate apoyado en el pecho y la bombilla en el labio inferior de la boca entreabierta. - Eso ya lo sé, mi querido; pero, ¿cómo vamos a acumular fuerzas si en cada combate nos desmantelan? Sufrimos tales descalabros que debemos empezar siempre de nuevo, desde el principio. Aceptar una batalla para la cual no se está suficientemente preparado me parece un infantilismo pueril, del que se aprovechan nuestros enemigos. Si nos hubiésemos conformado con acciones modestas, pero con saldo positivo; si en cada choque el movimiento hubiese crecido un poco en conciencia y organización, hoy seríamos tal vez lo suficientemente fuertes como para influir en los acontecimientos. En cambio ahora el golpe de estado, si se produce, nos encontrará disminuidos, y nuevamente seremos aplastados. Pero no te preocupes, cada uno hará su parte. Hemos cultivado una suerte de resignado heroísmo ancestral, capaz de resistir todas las derrotas sin que decaiga la moral. En este sentido, somos dignos descendientes de los soldados del Mariscal López. - En nuestra guerra pueden perderse muchas batallas, menos la última. Emilia se rió. - AHÍ está: la teoría política convertida en mitificación consoladora. No, querido Fabio, a esta altura de mi vida no necesito drogas intelectuales para cumplir con mi deber. Mi compañero está en la cárcel desde hace diez años. Desde que cayó pude verlo tres veces, a través de una mirilla. Ya ni me acuerdo de su cara. No me hago ilusiones, cuando salga s e remos extraños. Estoy envejeciendo, tengo cuarenta y cinco años; sin embargo, le he sido absolutamente fiel. -¿Por qué? -¿Podía ser de otra manera? -¡Desde luego que no! Emilia lo miró con tanta insistencia que Fabio apartó los ojos. 317 - Estás perdiendo la fe -dijo-, que Dios te ayude. -¿Dios? - Sí, ¿qué tiene de malo? -iDios no existe! - declaró Emilia, agresiva. -¡Ah, y eso te preocupa! Pues a mí no. Tienes razón. Dios no existe, ¿para qué quieres que exista? Emilia se indignó: - Me estás haciendo trampas, fuiste tú quien lo nombró. -¿De veras? Pues bien, si lo necesitas, mira a tu alrededor y ponle el nombre que quieras. No te lo reprocharía. Es preciso que el hombre se transforme en dios para que pueda prescindir de él. La tarea, que excede a las posibilidades individuales, debe ser realizada por la humanidad en su conjunto. ¿O es que crees que trabajamos únicamente para cambiar un mal gobierno por otro mejor? Luchamos para que el espíritu del Hombre flote sobre el mundo. Si fuimos capaces de concebir a Dios y levantarle catedrales para gloria del espíritu humano, creo que podemos darle una oportunidad, que está en el hombre mismo. Emilia lo escuchaba estupefacta, como si acabara de conocerlo. - Nunca te hubiera imaginado diciendo esas cosas, ¿o es que estás bromeando? - Decídelo tú. -¡Qué voy a decidir! Cuando era una chiquilla me impresionó una frase de Dostoievski, que nunca se me olvidó: "El alma rusa es amplia como su estepa, pero la amplitud es peligrosa cuando no va acompañada del genio". - Lo que quieres decir es que el genio se orienta, mientras la amplitud, librada a sí misma, se extravía en la e s t e pa. Lo que Dostoievski expresa es el desconcierto del i n t e lectual incapaz de tomar decisiones firmes, de principio, en situaciones confusas y contradictorias. Te repito, ¿no estarás perdiendo la fe? - concluyó, pasándole otro mate. Los dedos se rozaron. Fabio sintió el contacto de una corriente indefinible. -¿Cómo puedes decir semejante cosa? ¿Soy acaso una monja carmelita? La fe no me sirve para nada, sólo tengo convicciones. La confusión nace del hecho de que, como nuestras expectativas de poder son tan remotas, nuestras convicciones son de naturaleza ética antes que política. Para ser revolucionario en el Paraguay hay que tener una capacidad de 318 abstracción, de comprensión y de resignación más que sublimes... ¿Por qué diablos no me das un cigarrillo? Por consideración a Emilia, Fabio había renunciado por esa noche a los apestosos cigarros que fumaba habitualmente. - Aquí están, no te enojes -dijo, riendo-, no sabía que fumaras. - No fumo, pero ahora se me antoja ser una mujer moderna; una bataclana, como diría mi papá. El cuello entreabierto de la camisa dejaba ver la carne blanca. Se le había deslizado la toalla sobre el respaldo del sillón. Los cabellos le caían en los hombros, enmarcándole la cara. - La gente del pueblo ve las cosas de otra manera -dijo Fabio, acercándole un fósforo encendido-. Un canoero le dijo a Fermín que no esperaba alcanzar a ver la victoria, pero que estaba en la lucha para no seguir viviendo como un animal. Por duras que sean las pruebas, hallan premio en la conciencia que adquieren de su propia dignidad. Para nosotros en cambio, y sobre todo para ti, las opciones eran muchas, y a veces pensamos que pudimos haber elegido un camino m e nos duro. - No digas tonterías. Dejamos atrás una existencia e s túpida e indigna, quizá mucho más degradante que la de tu dichoso botero. <Quién de nosotros podría volver a ella sino a costa de un suicidio moral? - Entonces, ¿cuál es el problema? Emilia lo miró divertida, echó humo por las narices y se echó a reír a carcajadas. - No me hagas caso -dijo, en medio de un ataque de tos-. Es que a veces tengo ganas de ser sencillamente un animal. La clandestinidad le rompe a uno los nervios. 319 LA ENVIADA El padre Roberto Roldan caminaba bajo la lluvia violenta, desmelenada, atropellando los raudales, rumbo a la iglesia. Estaba solo, en medio del temporal. Se habían cortado las luces. Se sentía como ausente, agradecido por el baño purificador que le aliviaba de la fiebre de una furia insensata. Llegó al cruce de dos torrentes. El agua le llegó hasta las rodillas; se abrazó a una columna para no caer. Un relámpago le mostró los matorrales de un baldío que se alzaba a medio metro por encima de la correntada que se precipitaba hacia el rfo y amenazaba arrastrarlo. Tomó impulso y saltó hacia el barranco. Alcanzó a aferrarse a unos yuyos antes perder el equilibrio. Totalmente embarrado, logró arrastrarse hasta la tierra firme. Reconoció la canchita de fútbol que daba a los fondos de la casa parroquial. Cruzó la explanada a la luz de los relámpagos. Pasó entre los hilos de un alambrado. Avanzó a tientas entre árboles sacudidos por el viento. Al llegar al corredor, se sintió a salvo. Iba a dirigirse a su habitación cuando vio luz en el cuarto del hermano Martínez. Tras breve vacilación, se acercó sin ruido y espió por las rejas del ventanal. Sentado ante una mesita, el sacristán leía a la luz de una vela. Su cara era larga, flaca, hundida en las mejillas; la cabellera hirsuta. Tenía puestos sus anteojitos ovalados de armazón de acero en la ganchuda y afilada nariz que remaba en grandes bigotes negros. Su quietud era tensa, desaforada. El hermano Sinduífo Martínez padecía de insomnio. Se pasaba las noches en blanco, leyendo con tenacidad heroica viejos textos de teología. Para ahorrar luz eléctrica, o acaso siguiendo alguna cabala, se alumbraba con los restos de los cirios de la iglesia. Tenía fama de brujo. Desde que el nuevo pá320 rroco se negara a hacer exorcismos, curar el mal de ojo, celebrar a San Lamuerte y usar en la liturgia estolas traídas del camposanto para sosegar a las ánimas del purgatorio, oficiaba en secreto apremiado por los feligreses. El diablo se vengaba asolando sus sueños y aterrando sus vigilias. Por eso, cuando el padre Roldan golpeó discretamente los barrotes de la reja, Martínez se persignó. Después, con gran esfuerzo, se volvió hacia la ventana. - Soy yo nomás, hermano Martínez. El sacristán se persignó otra vez, desconfiado. Gomo la visión no se esfumara dejando olor a azufre, se levantó a abrir la puerta. -¡Dios nos guarde, pai Roldan, está todo mojado! -¿Puedo entrar? -¡Cómo no, padre, pero cómo no! - exclamó, haciéndose a un lado con una reverencia. El padre Roldan vaciló al ver el piso limpio y seco de la habitación. Se sacó los zapatos y colgó la corta sotana y el alzacuello en las rejas de la ventana. Entró descalzo, con la camisa desprendida. Martínez se apresuró a acercarle una • silla. Roldan no se sentó. Se estaba preguntando por qué h a bía venido a molestar a un pobre hombre. El sacristán en cambio no se hizo preguntas. Pupilo del clero desde la infancia, el hermano lego Sindulfo Martínez, que en su juventud se viera obligado a dejar el seminario por causa de un surmenage, ni a los santos respetaba como respetaba a un sacerdote, hombre superior capaz de retener latines. Curtido por una larga experiencia, cerraba los ojos ante las pequeñas y grandes debilidades humanas de los ministros de Dios. Eran los elegidos, que habían recibido la gracia de la vocación sacerdotal y la marca indeleble del sacramento en el espíritu. Martínez, que fuera abandonado a medio camino, no era quien para echar en cara al Eterno una que otra metida de pata. Aunque este párroco hablaba de mujeres con los muchachos de la Acción Católica y de varones con las Hijas de María, organizaba bailes y competiciones deportivas, gustaba hacer de jardinero y albañil, y regresaba tarde por las noches con unas copas de más, lo desconcertara profundamente, se inclinaba ante él con humildad. Se libraba con oraciones de las dudas que el diablo, omnipresente, le sugería para enturbiar su corazón. Además, lo quería mucho. En cuarenta años de servicio en la sacristía ningún párroco le había tratado con la fraternidad, la tolerancia y el respeto generoso con que el padre Roldan sabía tratarlo. 321 El cura se había sacado la camisa y los pantalones y se frotaba vigorosamente el cuerpo semidesnudo con una toalla que le alcanzara el hermano Martínez. - Mi estimado Martínez, ¿tendrías un poco de café, o por lo menos unos mates? Sí, tenía allí mismo un termo con agua caliente. Cargó yerba en un porongo y enseguida le pasó un mate espumoso. El padre Roldan lo fue sorbiendo agradecido, mientras se paseaba de un lado a otro por la espaciosa habitación. - Padre, ¿por qué no se sienta? - Enseguida, hermano, déjame entrar en calor. Martínez apartó púdicamente los ojos de aquel hombre joven y atlètico con rostro de arcángel, que parecía sonreír amargamente con la bombilla entre los dientes. Al tercer mate, se sentó. La luz de la vela le dio de lleno en la cara. Entonces el hermano Martínez vio el tremendo moretón que le cerraba casi el ojo izquierdo. -iDíos nos guarde! ¿Qué le pasó, pai Roldan? - Me dieron un culatazo, compañero Martínez -dijo, mordiendo la bombilla; pero enseguida sonrió-, ¿Por qué pones esa cara? ¿Por qué ha de darnos tanta rabia? Si a los verdaderos hijos de Dios, a los humildes bienaventurados, se los apalea, se los humilla, se los envilece y condena a una existencia tan miserable que es peor que la muerte, porque a los muertos por lo menos se los deja en paz, ¿por qué no habrían de culatearme a mí? ¿Quién soy yo, cuál es mi privilegio? Se puso nuevamente de pie, dio unos pasos por la habitación, se detuvo y exclamó: -¡Cuídate, hermano Martínez, del pecado de orgullo, del pecado de Satán! Porque yo, en vez de dar la otra mejilla a Claudio Aréyalo, estuve a punto de encajarle una patada en los huevos a ese hijo de mil putas... ¿Por qué no lo hice? ¿Por humildad? ¿Porque tuve presente mi sacerdotal investidura? ¡Nada de eso, hermano Martínez, nada de eso! Ocurre que no me animé. Y si yo, que debería estar por encima del miedo, me encogí ante ese badulaque, ¿cuál ha de ser el efecto del terror sobre los pobres infelices que forman esa masa embrutecida a la que llamamos pueblo? Ellos no tienen otra defensa que el disimulo, la obsecuencia, la astucia vil, la puñalada trapera. Ahora, dime: ¿es nuestra misión conducir a los cielos un rebaño de ovejas que más se parece a una piara de cerdos? ¡Ah, mi amigo, cuánto daría por verla t r a n s formada en una jauría de lobos! 322 El hermano Martínez lo escuchaba consternado. Se pasó el pañuelo por los ojos, se sonó la nariz y empezó a hablar pausadamente en guaraní: - Eres joven, padre Roldan, y tienes buena cabeza. El demonio entra en tu sangre, se arrastra por tus venas, calienta tu corazón e inflama tu inteligencia. Y la inteligencia es enemiga de Dios, causa de todos los males. La inteligencia hace preguntas que Dios no puede contestar, como no se puede responder a todas las preguntas que hace un niño. Si lo hiciera, ya no sería Dios. Si quieres hallar a Dios, busca el silencio. ¿Para qué preguntar? ¿Qué es lo que quieres saber? Guando el hombre pregunta, le responde el diablo, que es un gran mentiroso. A fuerza de preguntar, confunde al diablo con Dios, y acaba por discutirle sus respuestas engañosas. Entonces se condena, se pierde por un error. No le discutas a Dios las respuestas del diablo. He conocido gente sabia que de tanto preguntar llegó a creer que todo lo sabía, cuando en realidad no sabía nada, pues sólo sabía preguntas. Así perdieron a un padre en quien confiar, aunque su única respuesta sea el silencio. Un silencio que te enseña a aceptar tu propia ignorancia como un favor del cielo.* El guaraní del hermano Martínez recordaba los sermones de Nicolás Yapuguay, de Nicolás el Verídico, indio de las Misiones Jesuíticas, y a las arcaicas oraciones de las viejas. El padre Roldan lo escuchó con tensa atención, pues no estaba acostumbrado a manejar en guaraní ideas tan complicadas. - Dime, hermano Martínez, ¿quién te inspira esas ideas? ¿Dios o el diablo? Martínez se puso en guardia. Hizo un signo en el aire y exclamó: -¡Dios me guarde, pai Roldan! Aunque ronda la iglesia. Suelo verlo acurrucado, envuelto en un poncho negro, debajo del sauce viejo, junto al pozo abandonado... -¿De veras? ¿Y qué anda haciendo por ahí? -¿No lo sabe? El diablo está cansado, quisiera poder morir, busca arreglarse con Dios. Gana todas las batallas y pierde todas las guerras; dice todas las mentiras y siempre triunfa la verdad; fomenta todos los males y nunca se apaga la bondad en el alma del hombre. Está desesperado. Como enfermo de lepra, hoy le reza a San Lázaro y mañana se baña con la sangre de un niño... Ver Nota del Amanuense, en la página s i g u i e n t e . 323 Nota del amanuense En los borradores originales dei anonimo colega abundan diálogos en guaraní, que han sido traducidos para facilitar la lectura del libro a quienes no dominen o ignoren este idioma. A título de ejemplo, se copia fielmente del original el discurso del hermano Sindulfo Martínez* - Nemitá gueteri, pa'i Roldan; nemítá ha neaká pora. Upévare Aña oike nde ruguy syry pa'ürupi, omboaku nekorasò, ohapy nde apytu'ü ha ombohendyvu nde mba'ekuaa; nde akáarandukue. Akáarandu ha'evoi Ñandejára amotárey ¿ opáichagua mba'evai moñepyruha. Akáarandu ombohovaiséguí N ande jar ape, oporandu umi Ñandejára ikatu'yva ombuesaká, ikatu'yháícha ñambuesaká magmáva mita porandupy. Hae oikuaaukáramo ñandéve ñande remiporandukue, haénte oñembotovéne ha aniveichémane heko tupáramope oiko. Mba'étepa reikuaase. Ñandejárape rehenduséramo, kirirípe ejahoji. Yvypóra oporandúraramo ohesape gua'u ichupe añamaráandukue ijapu rendyvúpente. Porandu poranduvépe, Tupa ñe'eroguáicha ohendúne aña ñ e ' épyre; ha oséne ombohovái Ñandejárape Aña japukuepy; ha upéicha rupi oúne iñangaipaha. Anítei rembohovái Ñandejára ñe'eroguáicha Aña ñemoarandupy. Aikua'a tapicha aranduve oimo'ava oporanduhaguére oikuaapámavaha opaite mba'e, jepéro porandumante oikuaa. Upévare ou oitapekuekañy ijeroviahápe, upe tuva' marangatu oñe'éveyvape. Upe ifíe'ékiriringue he f i ndeve remboyke hagüa pyaheta, ha rembohory hagüa Ñandejára remime'embyicha upe aranduve'y. 324 El padre Roldan se olvidó de Claudio A bévalo y del allanamiento de "La Armonía". - Según tu teología, hermano Martínez, para ser dignos de Dios debemos renunciar a nuestra condición de hombres. - Sí, y es grande el sacrificio, pero el premio es la paz. El padre Roldan lo, miró con curiosidad. - Y tú, hermano Martínez, ¿conseguiste la paz? Afuera arreciaba la tormenta. El hermano Martínez se inclinó para decirle en un susurro, lanzando miradas inquietas hacia la ventana: - El diablo pesca por mí de día y de noche. En sueños se me aparece como una cosa horrible y sucia que me hace despertar lleno de asco. Una vez trató de ahorcarme. Me da espanto dormir. Debo estar siempre alerta. Espera que me descuide para clavarme en su picana de tres puntas y llevarme al infierno. Se me presenta de mil formas. El único disfraz que no usa el diablo es el de sacerdote, porque le está prohibido acercarse al Santísimo. "No estés tan seguro", iba a decirle el padre Roldan, pero se le antojó miserable y se calló. - Como no puede entrar en la iglesia hace llegar a la Enviada - continuó el hermano Martínez. -iA la puchaí ¿Y quién es ella? El hermano Martínez habló para sí mismo: - No lo sabe -dijo-, entonces debo decírselo aunque sea un gran secreto. Se acercó para hablarle al oído, con la voz casi apagada por el ruido de la lluvia. -iEs María Magdalena! -ÍDebí haberlo imaginado! ¿Quién otra podía ser? - No se burle, padre Roldan; sé muy bien lo que le digo. - Perdona, hermano, y no te ofendas. Sé que sabes muchas cosas que ignoro y que puedes enseñarme. El hermano Martínez bajó la cabeza abrumado de humilde satisfacción. - Es como usted dice, padre: sé muchas cosas que usted no sabe. Hay misterios que no se enseñan en el seminario porque no está permitido ponerlos en latín. Cuarenta días con sus noches tentó el diablo a Jesús en el desierto sin poderlo engañar. Como tampoco podía hacerlo ningún hombre, se valió de una mujer. 325 - Hermano Martínez -bostezó el padre Roldan-, estás rozando Ja blasfemia. - Como Jesús la perdonó, Ñandeyara Guasú no pudo condenarla, pero no le permitió la entrada en el cielo. Desde entonces vaga por el mundo como sierva de Satán, que la manda a los sitios donde él no puede entrar. No teme al agua bendita porque lavó los pies de Cristo; no la espanta el crucifijo porque en el Monte Calvario descolgó de la cruz el cuerpo del Salvador. - Hermano, ¿tienes un poncho? - Tiene frío, ¿verdad? Yo también siento un frío que me hiela los huesos. Pero debo seguir, usted lo necesita. Le dio un poncho, le cebó otro mate y continuó: - Es la mujer más bella que jamás haya existido después de la Santa Virgen. Sin que pueda evitarlo, y éste es su castigo, el demonio se vale de ella para penetrar en los c o razones más firmes, para corromper las más íntegras conciencias. Así ha de ser, malicio yo, porque si el Hijo de Dios no pudo resistirla, ¿cómo va a poder por ella un miserable hijo del pecado? La Enviada lo sabe,1 y por eso se esconde bajo un manto, sale al oscurecer para que ningún varón la vea. Según me han dicho algunos que la conocieron, no es mala de naturaleza, pero donde va lleva la desgracia. Amó al hombre más que al dios, y su poder fue tan grande que lo obligó a trasgredir sus propias leyes... - No sigas, hermano Martínez -le dijo el padre Roldan, disimulando otro bostezo-, o en todo caso, deja el final para mañana, aunque te advierto que la blasfemia es un pecado tan grave que ni yo puedo absolverlo en confesión. El sacristán inclinó humildemente la cabeza. - Es que la he visto, padre; y no viene por mí. El padre Roldan sintió un escalofrío. - Suele llegar a la hora del Angelus, con las últimas campanas. Busca los rincones más oscuros y ocultos de la iglesia. Se queda hasta la hora de cerrar. No se persigna ni reza, nunca se ha puesto de rodillas. Desde entonces anda usted como alunado; se equivoca en la misa, bebe mucho y hasta malicio que se olvida de leer el Breviario. El padre Roldan sintió que enrojecía hasta las orejas. El tumulto del corazón le quitó el habla. Se incorporó a medias, descalzo y emponchado, y chilló en un lamentable falsete: -¡No seas tonto, Martínez, qué va a ser la Enviada! IQué Dios te perdone tus blasfemias! 326 El hermano Martínez, lleno de confusión, se miraba los pies. El padre Roldan le tuvo lástima. - Voy a dormir un rato antes de la primera misa. G r a cias de todos modos por tus buenas intenciones. -¿Le molesta, pai? -¿Qué? » Ese golpe que le dieron en la cara. -iAh sí, me duele un poco! Pero no te preocupes, ya pasará. 327 EL PRIMER ADELANTADO La claraboya entreabierta de una puerta clausurada dejaba el cuarto en la semipenumbra y permitía adivinar cuanto ocurría en la sala contigua que, de pronto, se llenó de gente. -¡Salud, doña Consuelo, le traigo unos refugiados! -¡Doctor Benítez, Galo Casanello, José-Antonio Lara! ¡Vaya presente el que me trae la lluvia! ¿Usted por aquí, doctor Peralta? - Soy refugiado político. -¡Qué golpe para tu imagen, refugiado en un quilombo en vez de una embajada! -¿Por qué insultas mi casa, Galo Casanello? - No la insulto, señora, la llamo por su nombre. -¡Que el diablo te lleve, descarado!, podrías ser más cortés... ¿Es que a ti te conozco? - iluminado Fretes, ¡a su orden! - Encantada, caballero. A ver, ayúdeme... ¿dónde lo he visto? - En el t e a t r o , señora. - Pues claro. -Si la memoria no me engaña hacías el papel de... -... infeliz. -¡Qué gracia, un infeliz requetebueno! Se oyeron corridas y chillidos de laucha. -¡Ea, muchachas, traed toallas al punto! Dejad que os sequen, caballeros, o cogeréis un resfrío. - Nada más que un resfrío, doña Consuelo; venimos en son de paz. - Señora, unos caballeros requisiaron mi automóvil, ¿podría llamar un taxi? 328 - Con esta lluvia ni lo sueñe, doctor. No pasarán los raudales. - Entonces présteme el teléfono; debo avisar a casa. - Pase usted, faltaba más. - No dejes de decirle a Gladis dónde te encuentras. - Menos mal que a Cristina la dejaron ir enseguida, pues si no, ¡qué compromiso! - Es una chica moderna, le hubiese encantado la aventura. - No te creas, Cristina es moderna hasta donde se lo permite su papá. -¿Quién será el infeliz al que agarraron en el fondo? - Ni idea, pero les armó un escándalo. - Lo molieron a patadas. - Quien ligó de comedido fue el padre Roldan; casi le sacan la cabeza de un culatazo. - Bochornoso, señores, bochornoso. Fui anticlerical toda mi vida, pero me indignó que agarraran a un sacerdote del fundillo de los pantalones y lo tiraran a la calle de una patada en el trasero. - Res non verba, don Faustino. -¿Qué dices? - Iluminado tiene razón, cuidado con lo que dicen en este recinto. Las paredes oyen. Se oyeron nuevos chillidos y el tintineo de vasos y botellas. -iCalma, chicas, tenemos toda la noche! * * * * * * La muchacha no se cansaba de mirar a Fermín Agüero que, sentado a la turca sobre la colcha de una cama de dos plazas, se esforzaba por oír lo que se decía en la sala. -¿Querés otro cigarrillo? -ÍCallate, quiero oír! -¿Quiénes son esos tipos? -¡Qué sé yo! -¿Qué te importa entonces lo que dicen? -¿Podrías callar, por favor, un momentito? Ella se ofendió, pero no dijo nada. Era un ingrato de porquería. Lo había encontrado en el excusado del fondo en el momento justo en que entraba la policía. Apenas tuvo tiem329 pò de esconderlo en este cuarto. Siempre obraba sin pensar;* nunca saldría de pobre. Menos mal que los tajhachf* se conformaron con revisar el patio y las piecitas del fondo, para después pellizcar a las chicas y beberse los tragos que les convidó doña Consuelo. Por la voz reconoció al teniente Vega. Se rió de la cara que pondría si supiera que ahí nomás, d e trás de la puerta, tenía escondido al tipo que buscaban. Era morocho ? pero estaba blanco de susto $ frío como un cadáver. Cuando la patrulla se fue, ella salió en descubierta, como diría su hermano, que estuvo en la revolución. La manzana estaba rodeada. Seguían los allanamientos casa por casa en medio de una lluvia torrencial. - Oíme, vos -le dijo, cuando estuvo de regreso-, vas a tener que pasar la noche aquí, y eso vale quinientos. El le tendió la mano. - Ya me ayudaste mucho, me voy. -¿Estás loco? Si te agarran, te matan, ídame si que la plata y quítate la ropa! El movió tristemente ia cabeza. - Entonces siquiera un cien, para pagar el cuarto. Después nosotros arreglamos. - Tengo diez guaraníes que están a tu disposición. Lo dijo de una manera risueña y resignada que acabó de desarmarla. Gruñendo palabrotas, se levantó la pollera, sacó un monedero y salió taconeando. Era bajita, y al andar parecía chueca. Regresó con una botella de cerveza y un plato de pastelitos. -¡Come, que ya no aguanto esa tu cara de estúpido! Bebió un vaso de cerveza, probó medio pastelito y dejó el resto. - Lo siento, no tengo hambre... En nombre de... en nombre del rey de España te lo agradezco de todo corazón. -¿Qué tiene que ver el rey de España? - Es mi pariente - dijo él, dándole un golpecito en el mentón. Estaba sonriendo, le salía como una luz. Ella entonces se hizo agua y se apretó contra él. Se había enamorado. Siempre le pasaba lo mismo. Era una calamidad. Nunca sería un puta como la gente. Fermín estaba aturdido, deslumhrado, como recluta que acaba de pasar su bautismo de fuego. Estaba allí, podía t o carse, pero ya no era el mismo. Conscripto de policía. 330 La reunión había durado más de lo previsto por la insistencia de Emilia Sandoval de oponerse tenazmente a Fabio Iglesias. Alcanzaron a salir todos, menos Teófilo y Fermín, cuando irrumpió la policía. "¡Corre, yo me arreglo!" le ordenó Teófilo Villalba al notar que vacilaba. Fermín saltó un muro y s«= escondió como una rata en el primer agujero que encontró. Teresita lo halló temblando como una hoja. Ni siquiera podía hablar, dominado por el pánico. Ella obró con admirable serenidad y rapidez. El se dejó llevar sin saber lo que hacía. Pasado el peligro, se acordó de Teófilo. "¡Corre, yo me arreglo!". Lo volvió a oír nítidamente y se sintió un cobarde. Le ahogaba la pesadumbre. Seguramente Teófilo h a bía sido detenido. Lo someterían a terribles tormentos, que él resistiría sin decir una palabra. Pero Fermín, ¿hubiera soportado las torturas? No estaba probado. Entonces comprendió que Teófilo tuvo la misma idea y decidió sacrificarse. Fermín por primera vez tuvo plena conciencia de las exigencias de la lucha en que estaba comprometido y de la ferocidad despiadada del mundo en que vivía. Fue entonces cuando la sala contigua se llenó de gente y se enteró de que Teófilo había caído prisionero. - Yo me llamo Teresita, ¿y vos? - Pedro de Mendoza. - Oíme, Primer Adelantado, yo no soy una burra. Para que sepas, fui normalista. El Primer Adelantado le abrazó los hombros. Ella se puso a comer, muerta de gusto y risa. Cuando él se sacó los zapatos llenos de barro, sintió un delicioso hormigueo. Esperó alerta, a la expectativa, pero él se sentó en medio de la cama sin sacarse siquiera los mojados pantalones. Ella se descalzó a su vez y se acurrucó a su lado. Acaso fuera un tímido. Le ofreció un cigarrillo. Pedro de Mendoza fumó con avidez tosiendo un poco en la primera pitada. Teresita le habló de cualquier cosa, advirtiéndole que debían hacer poco ruido porque la habitación estaba pegada a la sala donde d o ña Consuelo tenía el piano y recibía a sus amigos personales. Fermín no le prestaba atención. Le acarició la pierna, le pasó la mano por la espalda, le hizo cosquillas en la nuca. Nada, ¿sería un "fipu"? Lo único que le faltaba, esconder a un "fipu" y pagarle encima la pieza. Dejó de hablarle, enfuruñada, pero él ni se dio cuenta. Ella se tapó los pies con pliegues de la colcha y continuó fumando en tanto que lo espiaba con el rabillo del ojo. No, no era un "fipu". Había algo viril en sus cejas fruncidas, en sus labios apretados. De 331 nuevo le tuvo ganas. Era una gata perdida. Con la tormenta y la redada de la policía no habría pasajeros esa noche. Las chicas estarían en la cocina jugando á los dados y tomando mate dulce. A lo mejor doña Tránsito preparaba mbeyú, como solía hacer cuando llovía. Lo que se iban a reír cuando supieran. Mejor no decir nada, hay que saber callar en estos tiempos. Por una indiscreción a Ramona le dieron una paliza terrible, dejándole por todo el cuerpo indelebles marcas de lazazos. Debía callar, pero se conocía. Lo mejor era calmar la comezón de la lengua confiando su secreto a doña Tránsito, que era una puta retirada con muchísima experiencia y un gran corazón. Se había acostado con prelados y ministros. Compadecía a los hombres. Los sabía solitarios, desolados, cargados de desdicha. Cuando venían ai quilombo, más que placeres carnales había que darles un poco de consuelo y comprensión. Guardaba como recuerdo un libro de un tal Gabriel Casaccia, que Teresita le leía cuando no había pasajeros. Y, lo más notable de todo, había visto un monflórito. A propósito, ¿no sería monflórito el Primer Adelantado? Muerta de risa se revolcó en la cama y pasando sobre él fue a apagar el cigarrillo en un cenicero que estaba en la mesita de luz del otro lado. A él no le inmutó el contacto de los p e queños senos puntiagudos. Entonces ella tuvo la certeza de la condición herm afrodita de Pedro de Mendoza. Se prometió revisarlo en cuanto se quedara dormido; pero, ai rato, no pudo aguantar más y preguntó: - Decime una cosa ? Primer Adelantado, ¿verdad que sos un monflórito? -¿Qué? Teresita repitió la pregunta sintiendo que su certeza se desvanecía. Al reír el Primer Adelantado se transfiguraba como un niño que se quita una careta. Ella quedó haciendo pucheros. -¿Cuántos años tenes? - Dieciocho, - No mientas. -¿Qué te importa? El dejó de reír y le apoyó una mano en la cabeza. T e nía las cejas juntas como si de pronto se acordara de algún daño que le hicieron. Teresita quedó quieta, mirándolo con ojos muy abiertos, asombrados, sintiendo que la bañaba por dentro una emoción desconocida. 332 LA BELLE EPOQUE Doña Consuelo de la Fuente siempre había tenido en las casas de tolerancia que regenteó, una sala exclusivamente destinada a recibir huéspedes ilustres. La de ahora estaba amueblada con anacrónicas reliquias de una pasada opulencia. Los enrejados ventanales, abiertos de par en par, lucían deshilacliados gobelinos. En torneadas repisas y esquineros había diosas griegas de bronce y damas de miriñaque escoltadas por empelucados caballeros de porcelana rococó. Colgaban de las paredes cuadros de Alborno, Da Ponte, Bestard y Samudio, obsequiados por sus autores. Un retrato pintado por Rolden Jara mostraba de cuerpo entero a doña Consuelo vestida de andaluza, en la plenitud de su belleza. Un dibujo de Zorazabal engarzaba sus encantos en un typói-yeguá de campesina paraguaya. Galo Casanello, Iluminado Fretes, José-Antonio Lara y el doctor Carlos Peralta ocupaban descuajaringados sillones tapizados de terciopelo rojo, en torno a una mesa baja, con incrustaciones de nácar, abarrotada de tacitas de café, vasos, una botella de whisky a medio consumir, un recipiente con cubitos de hielo y ceniceros repletos de cotillas. Doña Consuelo de la Fuente, que hasta un momento antes los había deleitado cantando en el piano romanzas de zarzuela, ejercía su hospitalidad con el auxilio de cuatro chinitas de aspecto insignificante, que soportaban el tedio con la resignada paciencia de las indias. Don Faustino Benítez, que no podía estar sentado mucho tiempo, se paseaba por la sala con las manos en la espalda. - Las tataranietas de doña Ursula I rala y doña Mencia Calderón no pierden el señorío. Hace horas que aguantan discretas a cinco caballeros que no hacen más que divagar y consumir café. 333 - Don Faustino tiene razón -dijo Iluminado Fretes, que tenfa a una muchacha fraternalmente abrazada de los hombros-, no hay putas como las nuestras. - Iluminado, tu patriotismo me conmueve - bostezó Galo Casanello, apartando con suavidad a su compañera, que se le dormía sobre un hombro. José-Antonio Lara y el doctor Carlos Peralta habían logrado un modus vivendi con sus asistentas, que se mantenían algo apartadas de ellos y hablaban de sus asuntos. Estaban de más, y ellas lo sabían, pero doña Consuelo las había hecho venir para que ganaran su dine rito aquella noche de tormenta y allanamientos en la que no habría otros pasajeros mejor dispuestos a apreciar sus encantos. Rechazarlas hubiera sido ofender a la dueña de casa. - En este caso -continuó don Faustino, sin interrumpir su paseo-, a la atávica modestia de la raza, se suma el magisterio de una dama... Se acercó a la mesa para servirse otra medida de whisky y preguntó: - Consuelo, ¿no te fastidia nuestra charla? -¡Que va, hombre, somos lechuzas! - respondió doña Consuelo desde su sillón exclusivo, de cuero repujado, que no hacía juego con el resto del mobiliario pero le aliviaba los dolores de espalda y le ayudaba a mantenerse erguida y coquetona en su vestido negro, lleno de encajes y voladuras, seguramente pasado de moda pero que le sentaba muy bien. Al cabello de color azabache le había consentido conservar algunas canas. Lo llevaba alto, sostenido por un peinetón de oro con incrustaciones de coral. Las arrugas del rostro estaban sabiamente revocadas con polvos y coloretes. La boca lucía sensual, pintada de rojo vivo. Anchas y sueltas mangas escondían la flaccidez de los brazos. La enjoyaban aros, brazaletes, pulseras y sortijas. Entre párpados azules y pestañas postizas, sus bellos ojos negros conservaban el brillo y la vivacidad de los retratos. Pero, lo que realmente hacía el encanto de doña Consuelo eran la distinción y el sentido aristocrático. La irrupción de . tan distinguidos visitantes no la había tomado de sorpresa. Ella siempre estaba vestida como si aguardara a un príncipe. Don Faustino se detuvo a mirar por la ventana hacia la noche oscura. Seguía lloviendo a cántaros. Se oía correr el agua por las canaletas y el retumbar ya lejano de los truenos. Escuchó un momento y, volviéndose, dijo: 334 - ¿Conocen ustedes la historia de doña Consuelo de la Fuente, la misma que hoy, retirada del gran mundo., regentea una modesta, aunque honorable, mancebía de los suburbios? Llegó directamente de Sevilla el año del centenario de nuestra independencia, en ancas de un rastacueros al que pronto abandonó» Unía a los atributos de la clásica Afrodita el inflamado encanto de la Macarena.., ¡Salud, por los bellos t i e m pos! Doña Consuelo sonrió e hizo una ligera inclinación de cabeza e - Tiempos de frenética anarquía. ínclitos varones de aguzada pluma y de filosa espada dejaban en el vestíbulo el revólver junto al sombrero y el bastón para rendirle pleitesía. Las alas de su piano inspiraban inflamados versos modernistas; la gracia mora de su guitarra andaluza, tremas endechas a los bardos nativos* Á lo lejos retumbaban los cañones del coronel Albino jara« El "Salve Patria" de Alejandro Guanes cantaba en el corazón de la corajuda e ingenua juventud: ISalveg gentil, encantadora tierral I Salve5 patria querída 3 más dulce al corazón y más amada cnanto más abatidal ¿Por qué agotados .be de ver tus senos s m archi tos tus pegones,, fuentes de vida rozagantes hechas a arasafiBasitar leones! Yo veré convertido en paraíso tu jardín hoy agreste^ y veré recamada de guirnaldas la fimbria de tu veste» ...¿Vous VOUS le rappeliesj, madame? - Gui ? je Se rappelle, ecomme je le peut oublier? - Han pasado los años ? estamos en el porvenir... No esperábamos esto, ¿verdad, Consuelo? -sC ! est la vfes moia cher ami, c*est la vie I Era a un tiempo divertido y conmovedor escuchar hablar en francés a los dos viejos, en especial a doña Consuelo, cuya pronunciación dejaba mucho que'desear. Don Faustino puso el vaso de whisky a la altura de los ojos y recitó: 335 Rosada juventud, misa de oro, albos versos de amor, lirios de penas! cáliz con alas de cristal sonoro con dulces hostias de las ansias buenas. ¡Todo lo perdí! Siempre el destino gana la apuesta de la vida... ¡A votre sante, madame! -¡A la votre! - Quién iba a decir, Consuelo, que una noche de lluvia, en las fronteras de la vida, nos sorprendería brindando con... i whisky!... ¿Seguro que no tienes escondí dita por ahf una botellita de champaña? La beberíamos tú y yo. Ellos no entienden estas cosas. El whisky está bien para embriagar a un marinero, que busca aturdirse; no para exaltar el corazón de hombres y mujeres de espíritu. - Te lo juro, Faustino, la belle epoque c 8 est mort. - La belle época de la esclavitud en los yerbales y de las revoluciones financiadas por el Brasil o la Argentina, que dirimían sus pleitos con sangre paraguaya -dijo Galo Casanello, que estaba de mal humor-. Me aburren las nostalgias, son siempre mentirosas. - El presente es una porquería y el futuro huele mal -dijo Iluminado F r e t e s - . Lo único que nos resta es idealizar el pasado. Gomo yo no tengo ni eso, me adhiero al de don Faustino, isalud, doctor! -¡Gracias, Iluminado! - Estoy de acuerdo contigo, aunque por otiros motivos -dijo el doctor Peralta, dirigiéndose a Iluminado-, Hemos vivido el tiempo, los siglos, los milenios, que podamos evocar. Cada individuo nace en vísperas del juicio final. El presente no existe. En cuanto al porvenir, estaremos ausentes, irremediablemente ausentes... -¿Se refiere a la burguesía? - No te entiendo... - Dije de balde. Rompieron a reír. Galo sonrió malignamente. José-Antoni o estaba de ánimo sombrío: - Tengo treinta años y nada decente para recordar. Mi generación creció aplastada por el más safio desdén por el espíritu Nacimos viejos. - Si así hablan los poetas, ¿qué hemos de decir los comediantes? 336 - Te viene bien el nombre, Iluminado -se burló Galo Casaneüo-, ¿cómo se te ocurrió esa frase? ¿Qué has querido decir? - Qué sé yo, dije nomás. -¿Poeta? Me dicen poeta porque publiqué un par de libritos que están comiendo los ratones y que nunca acabé de pagar al imprentero. Mis versos poco tienen que ver con la poesía. Hasta hace algunos años se escribían, en castellano y guaraní, bellos poemas en el Paraguay. Hoy abundan las palabras pero nos abruma el silencio. Las musas nos han abandonado bostezando de tedio. - O a lo mejor se exiliaron o están en el Buen Pastor. Galo Casanello apartó a la muchacha que se le dormía sobre el hombro y dijo: - No se rían, estoy conmovido. Nuestro gran poeta ha tenido un arranque de humildad, de sana autocrítica. Suelo desconfiar de la humildad de los poetas: cuando se ponen así, esperan que se los consuele. No lo haré, tiene razón. Antes, aunque cantaran a la novia, lo hacían con el ancho corazón del pueblo. Sus poemas no eran dechados de perfecciones, pero pasaban de boca en boca hasta convertirse en patrimonio espiritual de la nación. Ahora nuestra poesía está asfixiada, como lo está el alma de nuestros compatriotas. Los grandes poetas populares que no han muerto, se han callado, y no han surgido otros nuevos. A los poetas cultos, como nuestro amigo José-Antonio, que tienen recursos que no estaban al alcance de Alejandro Guanes, Manuel Ortiz Guerrero o el mismo Herib Campos Cervera, a falta de ideales colectivos, compartidos y vividos por sus conciudadanos, se rebuscan en sí mismos para sutraerse a una realidad hostil, prosaica, r e pulsiva. Pero, como son parte de ella, lo que encuentran no es muy consolador. Se han vuelto llorones y afeminados. Algunos que han intentado escapar inyectándose una ética vindicativa, caen en el formalismo frío como el hielo. Otros se van por las nubes con el riesgo de caer en el delirio, como le pasa al Héroe Eponimo, según la descripción que nos hicieran don Faustino, con su estilo de guaireño infectado de oratoria, del Gran Loco Paraguayo. Es una verdadera lástima, porque debemos reconocer que saben escribir versos. La paradoja consiste en que no pueden ir más lejos porque son verdaderos poetas, hondamente sensibles a la realidad que los circunda. -¿Qué hacer entonces, dejar de escribir? -pregunta José-Antonio-. Lo he pensado muchas veces. 337 - Dice Gabriel Casaccia* que cuando cambie la realidad podremos escribir libros hermosos. Tal ves debamos hacer lo que él, asumir la porquería hasta sus últimas consecuencias; o como Augusto Roa Bastos, presentarla en una torta -sobredecorada que, como dice el ñe'$nga:- he'é'y ri re, tekaka puro aramela -dijo, y tradujo para doña Consuelo-s "si no tuviera azúcar, sería una pura mierda". Doña Consuelo hizo un gesto de disgusto. No le gustaba oír malas palabras. -<Por qué no intentar ponernos a tono con el mundo? -preguntó el doctor Peralta-; <por qué hemos de contreñirnos a esta aldea miserable? - Porque somos esta aldea y no nos libraremos de ella aunque escribamos acerca de Gonstantinopla, Nadie nos va a escuchar si no tenemos nada que decir, y, cqué podemos d e cir los paraguayos? Hasta nuestros verdugos son mediocres y nuestras gloriosas batallas equivalen a escaramusas que importan tanto a la humanidad como una guerra entre tribus de indios salvajes en el C h a c e No es fácil ser paraguayo para quien como yo no encuentra alivio en el patrioterismo irracional y mentiroso, ni tiene agallas para ser cosmopolita. - Galo Casanello es el anti-Héroe Eponimo -dijo Iluminado F r e t e s - , o sea el Gran Cuerdo Paraguayo. Galo se volvió- hacia él y lo señaló con el pulgar; -<Qué habrá comido este? ¡está iluminado! Rieron a desgano. Aunque hablaban cordialmente había en ellos una carga de agresividad contenida, - Creo que debemos asumir la nueva literatura -insistió el doctor Peralta-; no hacerlo equivale a condenarnos al mismo aislamiento que padece el país. - Nueva literatura es la que plantea nuevos problemas.;* - Como por aquí las cosas nunca acaban de envejecer -terció otra vez iluminado-, saldremos siempre coleros en el campeonato. - Peor sería que nos presentáramos comò una vieja prostituta cubierta de afeites para disimular su senectud. - Estás metiendo la pata -le advirtió José-Antonio, por lo bajo. -¿Tomaríais más café? - Por favor, señora, y que esté bien cargado - aceptó el doctor Peralta. Estaba nervioso por la larga espera, e irritado por aquella charla sin objeto. - Lo prepararé yo misma - dijo, doña Consuelo, levantándose» 338 - Ahora entiendo por qué Galo CasaneÜo no puede t e r minar su gran novela - dijo José-Antonio cuando doña Consuelo se hubo ido. Galo no respondió. Se hizo un pesado silencio. - Está dejando de llover - anunció el doctor Benítez, que seguía en la ventana, al parecer absorto y ajeno a la conversación. Doña Consuelo regresó con una bandeja cargada de t a citas humeantes. Don Faustino se acercó a buscar la suya y volvió a apostarse en la ventana, aunque esta vez mirando hacia la sala. Galo Casanello, perdida la paciencia, apartó bruscamente a la muchacha que se le dormía sobre el hombro. -¡Vete a dormir a tu cama, tienes muy mal aliento! le dijo en guaraní, con tal desprecio que lo miraron sorprendidos. La chica despertó pestañeando. -¿Qué, mi amorcito? Galo apartó la vista, abochornado. - Dijo que fueras a la cama -le dijo doña Consuelo, suavemente-. Vete, hija, estás cansada. -¡Pobre doña Consuelo! -exclamó José-Antonio, procurando hacer pasar el mal momento-, cómo ha de aburrirla nuestra charla. -¡Qué va, hombre!, he oído meter baza a varias generaciones. No hacéis más que quejaros. Estaba molesta por el trato que habían dado a su pupila. -cHay alguna diferencia? -<íEn qué? - Entre las generaciones... - Pues mira, las de antes tenían más educación. - Voy a echar una meada - dijo Galo, levantándose. - Te equivocas, Consuelo -intervino el doctor Benítez desde la ventana-: "El raquítico dios de la tierra sigue siendo de igual calaña y tan extravagante como en el primer día. Un poco mejor viviera si no le hubieras dado esa vislumbre de la luz celeste a la que llama razón y que no utiliza sino para ser más bestial que toda bestia", - Goethe, si no me equivoco. - No se equivoca usted, doctor, <Lo ha leído en a l e mán? - Desde luego que no -respondió el doctor Peralta, frunciendo el ceño-, ¿a qué viene la pregunta? 339 - Perdóneme, es una tontería que estaba pensando acerca de las generaciones -respondió el doctor Benítez, recostándose en el marco de la ventana, con la taza de café en las manos-. Tuvimos presidentes de la república que recitaban en su idioma a Goethe, Shaskespeare y Virgilio, al tiempo que hablaban y escribían en castellano y guaraní con envidiable perfección. -¿De qué nos ha valido? -¡Quién sabe, doctor, quién sabe! - Se acabó la cultura humanística de la generación del 900. - Queda uno: el doctor Benítez puede recitar cualquier cosa en extranjero. - Gracias, Iluminado, pero soy un sobreviviente. JoséAntonio ha hecho muy bien en no tomarme en cuenta. - Tenían más tiempo - dijo el doctor Peralta, - Se equivoca: sus vidas fueron azarosas y no les daba tregua la pobreza. - Dicen que nuestro presidente habla alemán. - Es posi ble, _pero dudo que jamás hojeara a Goethe. -¿Para qué? ^k>ethe es un particular. - Os ruego,"señores, que no habléis de política en mi casa. -¿Tú lo dices, Consuelo? ¡Tú, la amiga y confidente del doctor Eligio Ayala! -¡Oh Eligio! -"Eres apetitosa mirada por arriba, pero por abajo la bestia me da miedo". - No t e entiendo una jota. - Son palabras que Mefistófeles dirige a la Esfinge - le informó el doctor Peralta, mirando significativa y triunfalmente a don Faustino. Galo, que había regresado a su asiento, estaba sumido en un hosco silencio. El doctor Peralta ya no disimulaba su irritación. Maldecía verse metido en una aventura poco honorable, que alteraba sus hábitos y podía comprometerlo. - Ha dejado de llover - dijo el doctor Benítez. - Doña Consuelo, ¿podría intentar de nuevo conseguirnos un taxi? - Por supuesto, doctor; llamaré a un amigo mío. La estaban esperando cuando de pronto el doctor Benítez alzó los brazos y exclamó lleno de júbilo: * -¡Escuchen, no estaba equivocado! ÍSe turbó la paz de los sepulcros! 340 Un nutrido tiroteo crecía en intensidad en dirección al Este. Se agolparon en la ventana, poseídos de subida animación. - Parece que va en serio -dijo el doctor Peralta-, es en la Caballería. - Diría que más lejos -opinó don Faustino-. Hace rato que lo escucho. Ahora se oye mejor porque ha cambiado la dirección del viento. Eran furiosas ráfagas de ametralladora entre el intenso crepitar de la fusilería. -ÍNo hay duda que es un combate en regla! iViva el Paraguay! - gritó Iluminado, dando brincos de contento. Los rostros que hasta un momento antes expresaban fastidio estaban llenos de entusiasmo. Doña consuelo de la Fuente apareció rejuvenecida, radiante, trayendo en una bandeja de plata finísimas copas de cristal. La seguía una muchacha con dos botellas de champaña en un balde con hielo. -¡Caballeros, me lo han dicho por teléfono, se está peleando en Yuquyry! - ¿Quiénes ? -¡Quién otro podía ser, por Cristo! ¡Un bravo entre los bravos, el capitán Feliciano Palacios! ¡Brindemos por los valientes! José-Antonio Lara descorchó las botellas, llenó las copas y propuso el primer brindis: -¡Por doña Consuelo de la Fuente y don Faustino Benítez! íA votre santel ¡Pour la belle epoque! *8&*-K§8* 341 EL SILENCIO Y LA ALUCINACIÓN Me pesaba una sombra lastimera lastrada de pesadumbre. Se volvía como llamándome. Ahora estaba en la puerta. Me aguardaba. Le conocía la maña: no se movería de allí hasta que abandonara mi cuerpo y la siguiera. Me ensombrecía los sueños con un miedo vicioso, apestado, funeral, aunque esa parte de la mente que no se duerme nunca supiese que era un sueño. Al despertar me olvido de su forma; no recuerdo su rostro; sólo quedan la sombra y el asombro. Como cubierta de navio, un ovalado corredor circunda la casona. Siento hamaqueros, enrejados, ventanales. Las paredes grisáceas, las columnas rechonchas, los balaustres panzudos tienen su propia luz de luna. La escalera de mármol se desparrama sobre el ripio rojo. Los ángeles del barandal tienen las alas rotas; Cupido, descabezado; Venus, sin nariz. El copón de la fuente vuelca sus culantrillos sobre aguas estancas de callada plata vieja. En la glorieta de jazmines una mujer endomingada en miriñaques'sonríe lasciva tras su abanico japonés: "Caballero, soy el fantasma de la casa, encantada de verlo por aquí". Nostalgiosos datileros escuchan en silencio. Sigue la hilera de lanzas aguzadas de la verja de hierro, el muro enlimetado, la retorcida ramazón de los lapachos, el establo en ruinas, el carruaje sin pértigo, el pozo muerto, el molino de viento, la floresta sombría, la empalizada de tacuaras que da al patio del carpintero Villalba. La he seguido hasta aquí todas las noches. Va a decir algo, enseñar un olvido; no encuentra la palabra, no le sale la voz. Agotada su fuerza de sustanciación, se disipa en las sombras más vastas. ¿Qué es esto de soñar siempre lo mismo y recordar en sueños lo soñado? 342 Si permito que la pesadilla perturbe mis vigilias acabará por transformarse en un delirio. Olvidemos entonces a la sombra y continuemos la tarea que nos hemos impuesto. Se van sumando, entreverando, oponiéndose los datos, testimonios, leyendas, ecos y resonancias de lo que pasó después de mi huida a Feliciano Palacios y a los restos de su tropa. Como un tozudo pescador que desenrieda su liñada, reniego y mascullo sangrándome las uñas y los dientes t r a tando de desatar los nudos y estirar el cordel. De rabia los quisiera cortar con mi cuchillo. No lo hago. Se me ocurre que si consigo al fin tensar la cuerda encontraré una lógica, un motivo, a una etapa viril de mi existencia. Descubriré las claves de algunos temas recurrentes de la historia de un pequeño, solitario y aislado país de la tierra fundado por náufragos. Buscaré las constantes de la ecuación del destino de este pueblo; y acaso de otros pueblos que, cual el mío, perdidos como arroyos en la floresta, forman el estuario del gran río de la historia del mundo. Sabré al fin si mi capitán estaba loco y nos había contagiado a todos su locura, en cuyo caso lo más cuerdo fue hacer lo que hice; o si por el contrario lo empujaba una razón profunda que alentaba t a m bién en cada uno de nosotros con la fuerza compulsiva del amor y la engañosa ceguera de la fatalidad. Sufro la pesadilla desde que empecé a escribir. Por eso duermo largas siestas y paso las noches en vela. A los fantasmas les molesta la luz. La Sombra se me ha hecho familiar. La Sombra no tiene forma. Es más bien una presencia, una desolación. En cambio de la dama de la glorieta me acuerdo perfectamente. Tiene un parecido asombroso con una mujer con la que suelo encontrarme en mis correrías nocturnas. Me mira, baja la vista, apura el paso. La impresión que me produjo la primera vez que la vi es probablemente la causa de que la siguiera viendo en sueños. Todo esto es efecto del encierro y de la soledad. Fabio Iglesias también estuvo oculto en esta casa, sin más compañía que los viejos sirvientes caraf Toví y ña Tomé. Pero él estaba inmerso en la simplificada lógica de la guerra. Mi presencia en cambio sólo tiene el dudoso valor de un desafío, de una descabellada tentativa de perseverar en el ser. Volví después de muchos años para vivir en mi país y rescatarme, aunque siempre, en todas partes, había vivido mi país. Si adoptara por patria al Universo me libraría del compromiso. Pero el Universo es demasiado grande para mí. No renegaré en su nombre de mis viejas lealtades. Mi país es una mierda, lo 343 admito; pero ser parte de esta mierda es mi fatalidad y mi destino. Y es mi orgullo y es mi honor. Pero, ¿para qué habitarlo en esta casona en ruinas? ¿Estoy buscando la comunión con sus fantasmas? ¿Qué le puede hacer a un hombre de quinientos años una ausencia de tres lustros? Debería t a char estas frases rimbombantes. Este encierro, perseguido por una absurda pesadilla que empieza a parecerse a una alucinación, no tiene mucho sentido. jjt $ $ * sfc $ Escribir un libro concebido por otro me está resultando más difícil de lo que creí al principio. Me había trazado un plan, pero ahora sé cada vez menos cómo y cuándo acabará. La dificultad no está en la trama ni en la caracterización de los personajes, sino en algo más profundo, o si se quiere, más confuso. Cuando llevado por la impaciencia pretendo soltar las amarras de la imaginación, siento que algo me detiene. Entonces me resigno a copiar monólogos, capitules enteros del manuscrito original, notas, recortes de periódicos, cartas, apuntes casi ilegibles. ¿Qué soy en definitiva? ¿Un escritoor o un escribiente? ¿Cuál es la diferencia? De muchacho quise hacer muchas cosas. Tantas que hubiera precisado muchas vidas y un tiempo vertiginoso. De haber narrado mis sueños hubiese sido el historiador de un país fantástico/ que abarcaba un continente. Pero nací en el Paraguay. Tupa* me puso en ñakyrá** en la copa de un quebracho muerto antes de que pudiera dar el fuego a los hombres. Aunque las hormigas devoren mis entrañas quisiera seguir creyendo en la Esperanza. Sin embargo, se apodera de mí el Espíritu que niega. Me fuerza a escribir a mi pesar una historia pedestre de hombres vencidos que aman la derrota como a una amante enferma. Esta noche tuve un sueño que encajaba en la trama, y en sueños lo escribí. Apenas desperté se fue borrando como un barco que se aleja en la mar borrascosa. Debajo de una cabana en la que deliberaban un cerdo, un tigre, un zorro, un cuervo, un loro y varios asnos de uniforme había un nidal de * Dios. ** Cigarra; castigo cuartelero que consiste en hacer subir al culpable a la copa de un árbol y pregonar sus culpas desde allí. 344 víboras que llegaban al acuerdo de guardar sus venenos para no emponzoñarse unas a otras. ¿Serían quiénes? No lo sé. Sospecho que se proponían que todo aconteciera en la t r a s tienda de la historia como el cieno que se pudre en aguas estancadas, espejos del cielo azuL Sin embargo el escritor no ha de fiarse de visiones oníricas ajenas a su instrumento de soñar. Los sueños del escritor siempre han de darse en la punta de su lápiz. En esto soy lapidario. El escritor no es un hombre que escribe, es un lápiz con hombre, aunque^ sea un Bürró-lápiz. En caso--de conflicto entre el hombre y el lápiz, ei pleito se dirime en favor de éste "ultimó. Por desgracia y por mi culpa no tengo „La__lapicera., de marfil mordida en uno de sus extremos por dientes procerales. Augusto Roa Bastos me ganó de mano. No cuento como él con la pluma-memoria que proyecta en el papel, delirantes metáforas ópticas. No la heredé de Loco-Solo, aunque t a m bién lo conocí en mis pubertades. No le aceché durante años como lo hiciera Augusto. Más bien le disparé al tuberculoso. ¿Quién se iba a imaginar que el pobre hético guardaba su perdición y su tesoro en la cumbrera de su rancho? Más de una vez, caído en las cunetas o desbarrancado en el arroyo después de una borrachera, me llamó prometiendo maravillas e implorándome ayuda. No me animaba acercármele por t e mor al contagio. Yo era un muchacho muy higiénico. Pero asistí a su entierro. Contrariamente a lo que afirma Roa Bastos en la página 218 de su inconmensurable "Yo, El Supremo", püedo_decir que, a pesar de las rígidas normas castrenses, las sobras de Loco-Solo fueron inhumadas en ei cementerio del Hospital Militar. Eran tiempos de anarquía y el muerto había sido partidario del gobierno. Debo püé¥ "coñfórmarse con un modesto adminículo con, ánirrm. de grafito. Se consume por ambos extremos y transmite a sus sucesores la disposición al sacrificio y la tenacidad de su heroísmo. Admiro en mi lápiz sus virtudes morales, aunque no muy a menudo su talento. A mi lápiz se le antoja que dice siempre la verdad; que todo cuanto escribe aconteció de alguna manera. Insistiría en ello aunque no quedaran testimonios, crónicas y fotografías que en este caso sobreabundan en el armario de las pulgas. Deberé pues olvidarme de las chifladuras del sueño, acaso originadas en la mala digestión de una sopa de letras recargada de condimentos l i t e rarios, y atenerme firmemente a los principios de mi lápiz. T* T* 1 * *P *P T* 345 ¿Cómo traducir la palabra ñasaindy? Jasy es la luna, apocope de mbyyasy, madre de las estrellas. Ñasaindy es la luz abstracta, fría, que se extiende sobre el mundo en las noches lunadas. Si dijera no más "luz de luna" bañaría al niño de fuego. Es la noche tan clara que escribo en el corredor sin precisar de lámparas. Cimbran las ramazones de los viejos lapachos; crujen las hojas muertas del datilero; pasa llorando un tranvía. Más allá de las verjas está el mundo. A veces me animo a transponerlas. De noche la Asunción vuelve a ser mía como el recuerdo de una mujer inolvidable. Camino por la Avenida España con los fantamas encandilados de la Picada de Manorá. Me escurro por detrás de la Estanción. La vieja cárcel sólo existe en la memoria de generaciones de hombres honrados que la padecieron, y, curiosamente, la amaron,, Paso por la Catedral, contemplo la bahía desde la Costanera. Se ha mudado la Escuela Militar y demolido el Estadio Comuneros. Han puesto por ahí una e s t a tua del Mariscal Lope? que parece un agrandado soldadito de plomo. Eludo el centro. El alma de la ciudad madre de ciudades y noifia de los paraguayos se alumbra en los faroles lánguidos colgados de columnas de hierro acribilladas por las balas de diez revoluciones. Camino por el Parque Carlos Antonio López, que fuera el cementerio de El Mangrullo. No sé cómo he llegado a las • barrancas de ítá Pytá Punta, y cómo puedo divisiar los invisibles bergantines de A yolas que remontan eternamente el río en procura de un sueño irrealizable. Regreso al amanecer sin la menor fatiga. Un mendigo mutilado, envuelto en un poncho negro, tirita en el atrio del Panteón de los Héroes. Los madrugadores pasan a mí lado como si no me vieran. Impulsado por instintos primarios algunas noches hago escapadas a casa de doña Consuelo de la Fuente. Me hace el honor de recibirme en la sala reservada a los huéspedes ilustres. Hablamos de la abdicación de Alfonso XIII, de la marcha de las operaciones contra íos saco-mbyky del coronel Chirife y quiere saber qué ha sido de Albino jara, ese muchacho tan buen mozo. Si está en vena, ejecuta bellamente en el piano romanzas dé zarzuela; o, a mi pedido, la Canción del Soldado, que cantamos a media voz, con los ojos arrasados de lágrimas: Con vuestra venia, mi capitán, isolo un momento, 346 la caiabina por la guitarra ta cambia mi... Me deslizo a la habitación de Martina. Conoció a mi capitán Palacios, vio morir a Pabla, le quemaron la casa, mataron a su padre, violaron a su madre y ella quedó en el desamparo. No puedo decirle nada. No temo una delación, pero cuando estoy con Martina me siento vagamente culpable de estar vivo. He empezado a dudar de mis vigilias. Asistí hace mucho tiempo a la representación de un drama estupendo. Al despertar me costó trabajo convencerme de que no había ido al teatro. En sueños fui autor, director, decorador de una obra maestra y pude representar la totalidad de los papeles. No me tomé el trabajo de anotarla porque estaba demasiado ocupado en transformar el mundo. Ahora en cambio mis posibilidades de acción se han reducido a cero. Basándome en apuntes que encontré en la casa, bosquejé un plan para intentar un libro. No p-iedo dirigirlo conforme a mi voluntad. Interfieren en el espíritus contradictorios. Como la Sombra de mis pesadillas, una angustia sin voz procura dictarme. Al revisar por las mañanas el trabajo de la noche, encuentro largos párrafos que no recuerdo haber escrito y cuyo sentido no comprendo. *tf ^ b ^ b ^ b i£* ^ b De nuevo la luna llena. Se esconde y reaparece entre negros nubarrones, flecos de un temporal. La blanca luminaria del cielo derrama sobre mí parecidos efluvios que sobre la generalidad de los lunáticos, el Hombre Lobo y el folclorico Louis Home, que, convertido en perro negro, desentierra y devora "cadáveres en el camposanto. Yo, modestamente, me siento ganoso e inspirado para continuar, en el corredor de la Casa de la Calle España, la ímproba tarea de completar un libro a medio componer por un desconocido. Por alguna razón que no me alcanzo a explicar, también esta tarea se me antoja siniestra. Puede que tenga que ver con la creciente fotofobia que padezco; o con la confusión metafísica. Si me preguntaran acerca del sentido de lo que estoy escribiendo, se entiende que por cuenta ajena, me forzarían a responder que lo ignoro. He separado esta noche algunos apuntes de mi anónimo colega con el proósito de examinarlos para ver si 347 encajan en la trama como pedazos de un rompecabezas cuyo modelo desconozco. "Al despertar Mariana Arguello sintió la tierra mojada por la lluvia tras de una larga sequía. Con los ojos cerrados divisó en una llanura tendida, revuelta, desmelenada, bajo el cielo incendiado de relámpagos, sacudida por los truenos, ejércitos enanos montados en musarañas feroces que se lanzaban unos contra otros esgrimiendo minúsculos meteoros. Vio zanjones profundos convertidos en torrentes rugidores, y al río que corre hacia el olvido llevando todas, las aguas. Creyó oír un lejano tableteo. No quiso levantarse. Los sentidos, aguzados por la pasión, percibían los disparos con creciente nitidez. "Son ellos -decía cada fibra de su carne-; pelean por mí, vienen a rescatarme". Abundan en los borradores párrafos corno éste, enfáticos en exceso, al menos para mi gusto. Los he moderado ò suprimido en la redacción final, presumiendo que el autor hu-biera hecho lo mismo de haber tenido tiempo para ello. Asi también, las veces que encontré lagunas insalvables, las rellené como pude, apelando a otros testimonios. - El capitán no vio mal que te escaparas cuando nos salieron los fuerzas en el maizal -me dijo Lucas Portillo en el curso de una larga vela consumida en remembranzas y aguantadas con amargas cebaduras apretadas con caña-. De otro hubiera dicho que era un cobarde desertor. Tratándose de ti estoy seguro que hasta se puso contento. Aunque no se te pudieran encargar trabajos de mucho compromiso, porque t o do lo echabas a perder con tu atolondramiento, yo te aseguro que el capitán te apreciaba de verdad. Cuando se sintió morir me encargó que te entregara su libreta. Antes le había arrancado una hoja para escribirle una palabra a una mujer que no conociste, y a la que no quiero nombrar sin su permiso. Recuerdo que algunas noches, mientras Turnábamos por turno mi asqueroso cachimbo, el capitán se ponía enigmático. Hablaba de cualquier cosa, pero uno se daba cuenta de que el verdadero sentido de sus palabras quedaba en la penumbra. Solía referirse a la vez que entró clandestinamente a la capital para dirigir un golpe de mano que, como todos los que se intentaron, fracasó. - No me asusta pelear a campo abierto -dijo, y era verdad porque lo he visto moverse entre las balas sin temeri348 ciades ni recelos-, pero confieso que andaba por las calles como una rata en un galpón lleno de gatos. No soy un conspirador sino un soldado. No hay valientes en general, el valor es específico. Una noche debía encontrarme con un enlace en una esquina. Me habían dicho que él me reconocería. Por falta de práctica llegué temprano y tuve que esperar. Me pareció una eternidad, el miedo es siempre más grande que el peligro. Fue creciendo hasta salir de mí y agazaparse entre las sombras como un monstruo al acecho. No ese miedo viril de los combates, que te salta a la frente y prepara el corazón para la lucha, sino un miedo infeliz, amedrentado. De repente, como si hablara la tierra, pronunciaron mi nombre. Estuve a punto de gritar. Entonces oí una risa de manantial entre las piedras. Junto a mí había una mujer que parecía una reina. No volví a sentir miedo... salvo de ella algunas veces... En campaña sólo hablábamos de las mujeres cuando las cosas iban mal. Entonces a cada uno le apretaban las nostalgias y los remordimientos. Quién se acordaba de la madre, quién de la novia o de la esposa, y aquéllos que no tenían de • qué dolerse se estaban nomás con el fusil colgado del hombro, tristes y silenciosos, mirando el atardecer. Yo sabía que el capitán había dejado en Buenos Aires a su esposa y sus hijos, y que en la Asunción vivía su anciana madre, que era una gran señora. Nunca habló de ellos. Por eso me sorprendió que Lucas Portillo me dijera aquella noche, entre mate y trago, hablando de nuestro capitán: - Lo conocí de mentas mucho antes de verlo, por boca de una mujer que gustaba recordarlo. Después él me habló de ella. Solía hacerlo a escondidas, cuando nadie podía oírnos, como si le diera vergüenza esa necesidad que le apretaba el corazón. "La odiaba y la quería, la admiraba y despreciaba, la buscaba y la rehuía; se enorgullecía de ella al tiempo que lo avergonzaba. Era como la Patria, una reina esclavizada y arrojada en un burdel11. En vez de estas cursilerías hubiera bastado a mi anónimo colega agregar algunas precisiones para completar el per^ sonaje. ¿Por qué no suplir tales falencias?'"¿Quien me lo impide? '<nú? <*Y quién eres tú? Nadie. Estoy solo, absolutamente solo en el desierto caserón. ¿Dónde está mi capitán para decirme que la Mariana Arguello de esta historia, acaso 349 deformada por el alma difusa del autor de los galimatías que tengo a la vista, es la misma mujer que secretamente llevó en el corazón como bandera y nos obligó a seguirla con loco empecinamiento? Por ella tuvimos que matar, por ella que morir, sin haberla jamás visto y sin saber quién era. ¿Qué lo empujaba a tan ridículos torneos? "Se lanza el caballero lanza en ristre, descalabrador descalabrado, mientras la dama se acomoda con el bufón del rey". -iNo señor, no copio más! ÍNadie me obligará a hacer el ridículo por cuenta ajena! -¡Ah, quieres saber, quieres saber demasiado, más de lo que serías capaz de soportar, más de lo que se atrevió tu capitán! No podría saber cómo empezó; eso no lo sabe el diablo; escapa a su competencia hasta que se enturbia y e n venena como un arroyo en el que desemboca un al banal de aguas servidas. Lo de siempre, supongo. Creerían conocerse desde antes de sus advenimientos porque estaban viviendo i a eternidad. Hasta que descubrieron que estaban desnudos. Se miraron sin piedad, con un cinismo delicioso. Los secretos resortes, los móviles ocultos de cada uno de sus actos se mostraban alumbrados por una luz viscosa, penetrante, refractada en podreduras, ÍAh los placeres del desquite! Desposeídos del perdón, sabemos disfrutar de la venganza y fecundarnos en el odio. Nadie deglute impunemente el fruto prohibido. Ella vestía una blanca túnica de razo y entraba en el oscuro pasadizo llevando en la mano una antorcha humosa. Descendían grada por grada quemando telerañas, alborotando murciélagos, espantando ratones, pisando alacranes, tropezando en esqueletos, hasta que él se detenía, tembloroso, apoyándose en las tapias mugrientas, sudorosas, y se negaba a seguir. Ella lo miraba con sus ojos muertos. Despertaban para continuar obrando de conformidad con el libreto. Cada noche descendían un nuevo escalón. No llegaron al final. No se a t r e vieron a perder definitivamente la inocencia y a renunciar para siempre al paraíso. El no se atrevió a llegar al término en el cual, quebrantada la fe, herida la ilusión prematura y súbitamente envejecidos; pero libres, libres como el Mal, asumirían su Ser hasta la Nada. ¡Idiotas! ¡Querían vivir, seguir mintiendo! Soñaban con la insurrección de los lémures y se entregaban a ritos obscenos... 350 <Qué es esto de escribir al dictado de una sombra cuyo , lenguaje no comprendo y cuya voz me es inaudible? Hasta ahora he logrado dominarla, pero hoy siento que me tiembla la mano. ¿Quién se oculta detrás de los papeles que encontré en el armario de las pulgas? Lo creí disimulado entre los personajes. En ocasiones pensé que eran los borradores de la gran novela inconclusa de Galo Casanello; en otras, una incursión prosaica de José-Antonio Lara o un desliz hacia la épica de Iluminado Fretes; descarté al doctor Benítez, pero no a Timoteo. Si me atreviera a admitir que el libro está escrito por el diablo, empeñado en matar a un dios en cada hombre, me lanzaría resueltamente por mi propio camino, libre de dudas y escrúpulos gremiales. cQué pasa? lían cesado el viento y los murmullos; la luna se ha escondido tras densos nubarrones. Desde la glorieta de jazmines la Dama de Miriñaque me llama con el abanico. Si cedo a la tentación de esta sirena empaquetada estoy perdido. Ya no conforme con salirme en sueños, perturba mis vigilias. Cuando den doce campanadas en el reloj de la Catedral podré salir a mi vez a caminar por las calles, furtivo como un soplón. O iré a visitar a Martina, encamación de la derrota y símbolo de nuestro fracaso, para sentir y persuadirme, en brazos de la desdicha, que sigo perteneciendo a eso que llaman el mundo de los vivos. Entre tanto daré curso a la palabra racional y verídica de Lucas Portillo^ el único sobreviviente de la columna Palacios y testigo de la muerte de nuestro capitán: - Tuvimos la mala suerte de perderlo justo cuando nos acercábamos al objetivo y la victoria estaba al alcance de la mano. Apenas podía hablar. Atalaya decía que era mal del corazón. Nos miraba con el asombro de vernos a su alrededor sin saber qué hacer para aliviarle y aliviar esa pena que nos iba rebozando hasta brotarnos por los ojos. Le armamos un pagüiche con ramas y con mantas. Nos sentamos a esperar. Queríamos morir con él, pero morir matando fuerzas, no de una triste enfermedad como cualquier particular. Ni esa suerte le llegó. Empezaba a llover cuando a la luz de un refusilo descubrimos una descubierta que avanzaba hacia nosotros. Le dimos recibimiento y la hicimos recular. Enseguida vendría el grueso; había que salir de allí. Nos preparábamos para llevar al capitán cuando nos dimos cuenta de que estaba muerto. Lo tapamos con su poncho y fuimos a alborotar por otro lado con la esperanza de que no encontraran el cadáver y alguno de nosotros pudiera volver para darle sepultura. Entonces pasó 351 una cosa difícil de creer. Se armó a nuestro alrededor un formidable tiroteo entre relámpagos y truenos, como si fuera el fin del mundo y todos los muertos se hubieran levantado a combatir. De acuerdo con los compañeros, escondí mi fusil y me fui para Asunción a cumplir el último encargo de nuestro capitán. Lucas Portillo me miró, bajó discretamente los ojos y me dijo: - Comprendo que te duela y no te puedas consolar hasta hoy en día por haber faltado la noche en que se remató nuestra desgracia. Nunca tuviste mucho tino. Es fácil perderse entre los cerros y los montes. Te quise ir a buscar pero el capitán no me dejó. Para morir hay tiempo, y quien sabe si no había una bala marcada con tu nombre la noche de la tormenta. El capitán no quería que te mataran. Si algo le pasaba, como al cabo le pasó, eras el único que podías hacer un compuesto en su memoria. "Era una lluvia densa, uniforme; habían cesado los truenos y relámpagos. Mariana sintió una extraña placidez. Lo vio llegar convertido en una sombra balbuciente, acobardada. Se detuvo en la puerta. Parecía asustado de no oír su propia voz. A ella le pareció que procuraba disculparse por no haber llegado a tiempo, pero ahora levantaba un dedo acusador para luego sentarse en una silla con la cabeza entre las manos, abrumado por el peso de la muerte". 1 Según Lucas Portillo, la carta de Feliciano Palacios contenia una sola palabra tres veces repetida; un insulto despiadado, que no me atrevo a trascribir, y la firma de mi capitán. En un año de encierro he copiado monólogos blasfemos, he compuesto breviarios de teología herética basándome en apuntes que no me pertenecen. Corro por ambas causas grave riesgo de arder eternidades, como si el calor que hace esta noche no fuera castigo suficiente para el más empedernido pecador. Maldita sea la hora en que los malditos papeles de mi maldecido colega despertaron en mí la ya olvidada manía de escribir. El condenado deja una cantidad de agujeros que no sé cómo llenar o remendar en tanto que se agotan las fuentes documentales en el maldito armario, criadero de mal352 ditas pulgas resitentes al más cargado cocimiento de hojas de paraíso que sin más despulgarían aí más pulgoroso de los p e rros. Estoy exhausto. Habíamos llegado a promediar la historia rastreando"fatigosamente una verdad revelada, cuando de pronto hit colega se me empaca como Dante en el infierno. Ka perdido el aliento; le ha flaqueado la voluntad de persistir propia del novelista, soldado de infantería de la literatura, arma de machos, como decía mi capitán. En el Ejército de laa^Letras,-al novelista han de tocarle los""''trabajos., m á s . sucios, las marchas agotadoras, las cargas a la bayoneta; el peso de la mochila y de la incertidumbre. Si supiera dónde hallar a mi anònimo colega haría que lo fusilen. Se ha enredado en su propia telaraña, de la que no podrá salir con movimientos convulsivos. Hace confusas apuntaciones con su letra ilegible. Pasa por alto detalles que serían reveladores. Borronea bosquejos disparatados sin intentar siquiera darles forma. La caotica estampida de los acontecimientos desbandados rebaza su capacidad de imponerles un orden. Deja a mi cargo conducir la batalla. Desmunicionado como estoy me obliga a cubrir la hueca con huestes desmoralizadas. Si por lo menos la Sombra me dictara de una manera coherente, en vez de hacerlo con insinuaciones. La parafrástica inventiva de mi anónimo colega no basta para ilustrar el enigma de las mascaras, títeres y monigotes que se mueven en ei ojo del agua; yresap^pe, como se dice en guaraní del reflejo del r e flejo de lo reflejado. Quizás termine esta noche en casa de doña Consuelo de la Fuente. O vagando por las calles como un alma en pena hasta que la aurora me devuelva a la humedad de mi tumba. Martina ya no me cobra de puro acostumbrada. Lo más que hago con ella es aburrirla con mi charla, siempre con el mismo tema. O me largaré mañana mismo a pasear por el centro en pleno día para que todo acabe de una vez. La gente está amedrentada. Ayer encontré en la calle a un viejo amigo. No pude resistir la tentación de saludarlo. Pero él, en lugar de estrechar la mano que cordialmente le tendía, huyó como si hubiera visto al diablo. ¿O es que he empezado a parecerme a Timoteo? Debo seguir adelante a pesar de mí mismo y de todos los diablos, los espectros y las brujas de la Casa de la Calle España. Los motivos que me alientan son de naturaleza ética antes que literaria. Tengo que averiguar que pasó después de que en un momento de pánico abandoné a Pabla, Atalaya y 353 Portillo en un maizal y corrí despavorido a ocultarme en un monte. En los días que trascurre la fábula yo estaba escondido en las cerranías de Altos. Acosado por el hambre, bien entrada la noche, reptaba por los surcos de las capueras de los campesinos para robar algo que comer. Todas mis energías estaban aplicadas a salvar el pellejo mientras mi capitán y el resto de mis camaradas caían en su ley. En la misma ley que fue la mía hasta que los abandoné. Me quedó una duda desde entonces: ¿Valió la pena el sacrificio de tantos hombres y mujeres excelentes por encima de toda ponderación? ¿Fue una locura? Y si lo fue, ¿qué es la locura? Durante varios años hice averiguaciones. Fabio Iglesias^ Emilia Sandoval, Martina, Lucas Portillo; el doctor Beníte;:, doña Consuelo de la Fuente -para usar los seudónimos que se emplean en el manuscrito de mi anónimo colega-, así como otras personas, me contaron muchas cosas.-Logré así una aproximadamente exacta reconstrucción de los hechos. Ocurrió sin embargo que, tanto si los consideraba aisladamente como si los disponía en el orden en que se produjeron, se me antojaban tan absurdos, confusos e incomprensibles como la más disparatada pesadilla. Por eso, cuando vine a ocultarme en la Casa de la Calle España y encontré en los borradores del armario de las pulgas algo así como la imagen invertida de los mismos hechos, reflejados en un espejo cóncavo, concebí la ilusión de que colaborando desinteresadamente en el acabado del libro, tendría la oportunidad de profundizar mis indagaciones. Debo aclarar que la semejanza verdaderamente asombrosa, y en ocasiones aterradora, entre la realidad y la ficción, se virtualiza en un plano distinto del habitual. Si bien los episodios no están - dispuestos arbitrariamente, él orden al que están sometidos es autónomo con respecto a la cronica. Abarcan un tiempo y un espacio que desbordan la anécdota y condensan en ésta la constante de un siglo. Ocurren y t r a s curren a su manera, y son tanto o más verídicos que el más acabado producto de la ciencia histórica. Así también Jos personajes son y no son los que protagonizaron en la vida lo que se narra en la novelárXlact'a^qüién, como en la vida, es lo que es y una metáfora." Me mantienen en perpetuo sobresalto, duda y perplejidad. Nunca estoy seguro de tratar coni jy^ariejicías, entes de ficci6ir^o-«eFes--de-caTr*'' ne y hueso. A veces me visitan, supongo que en el entresueño, cuando me rinde la fatiga. De no ser así serían alucinaciones, y yo estaría cayendo en el delirio o me estaría desìi354 zando en la jurisdicción de la muerte. Se presentan de a uno o en tropel. Sé de quienes han muerto; a otros les he perdído el rastro, y hay algunos que conducen sus cadáveres en lujosos automóviles por la Avenida España. Debo confesar que hasta el momento no he encontrado una respuesta satisfactoria a mis dudas existenciales, si bien he averiguado que nuestra marcha forzada desde las estribaciones del Amambay hasta las cercanías de Asunción obedecía a un plan preconcebido. El capitán debía estar sobre la capital un día determinado con el grueso de sus fuerzas, pero ocurrió que la columna rebelde fue cercada y prácticamente aniquilada por el Famoso Regimiento a cien leguas del objetivo. Roto el cerco, reducida la tropa a un puñado de sobrevivientes, el capitán no pensó siquiera en desistir. Se vino con lo que le quedaba. Esto ha ocurrido tantas veces que no le cabe el mérito de la originalidad. Mi capitán no estaba loco. Yo hubiera hecho lo mismo. Los paraguayos siempre han sido combatientes empecinados. Si midiéramos las fuerzas y nos dejáramos abatir por la derrota, hace rato que este país hubiera dejado de existir. Mi capitán no ha muerto. Allá está, en la glorieta de jazmines, con la Dama de Miriñaque. Viste un raído uniforme de oficial de la escolta. Lleva un casco de bronce con una cola de mono en la cimera. La sombra del Mariscal se adelanta a prenderle ia condecoración de Cerro Cora: "Venció penurias y fatigas". Estoy yo también, con mi fusil recuperado. Pero, cuando mi apariencia se adelanta a recibir la medalla, la visión se disipa. 355 EL MENSAJERO Iluminado Fretes se aferraba al volante del jeep como un jinete inexperto a las riendas de un caballo mañero lanzado al galope. Apenas sabia conducir, pero no había querido oponer objeción tan humillante al encargo que le hiciera su madrina. Trataba de ir por el centre de la carretera desierta mojada por la llovizna, que parecía moverse de un lado para otro para esquivar las ruedas del automóvil. Varias veces había resbalado a la banquina. Estuvo a punto de caer en un barranco. Había pasado la tormenta y amainado el tiroteo. A poco de salir de la ciudad por la ruta Mariscal Estigarribia, un retén de soldados armados hasta los dientes le dio la voz de alto. Eran de caballería. Le sorprendió encontrarlos tan lejos de sus cuarteles. El oficial que los mandaba reconoció a Iluminado y ordenó, bostezando, que lo dejaran seguir. Pasando Capiatá dobló a la izquierda por un camino de resbaladiza arcilla roja. Esperaba que su conocimiento del terreno y de las tradiciones militares le permitieran salir sin mucho riesgo en la retaguardia de las tropas del general Melgarejo, que, según Muñeca Egusquiza, estaban en el poblado de Yuquyry. Había dejado de llover. Conforme amanecía se desperezaba la pelea. Ráfagas de ametralladora entre largos estampidos de màuser. Le brincaba el corazón pero no tenía miedo. El tiroteo despertaba en el comediante, el oficinista y el picapleitos atávicas marcialidades. El jeep, lanzado cuesta abajo, rosaba alternativamente uno y otro paredón del barranco que encajonaba el camino. Serían las dos cuando pasó a buscarlos el taxi, llamado por el doctor Peralta, por ia casa de doña Consuelo de la Fuente. Contra su costumbre, don Faustino estaba algo achispado. Lo ayudó a subir las gradas del portón. Desde el co356 rredor vio luces en su casita del fondo. No era probable un descuido de la ahorrativa Filomena, asi que dejó a don Faustino en el escritorio y se fue a ver qué pasaba. Encontró a su hermana conversando a su manera con una muchacha e m papada por la lluvia. La sorpresa le impidió reconocerla de inmediato. Era Leocadia, la mucama de Muñeca Egusquiza. Le dijo, algo imperiosa, que su patrona necesitaba verlo enseguida. Agregó que lo estaba esperando desde ia medianoche. Iluminado se puso un impermeable, se caló un sombrero a su medida, y le acompañó las treinta cuadras que distaba la casa del ministro. Leocadia lo hizo entrar por el fondo. Pidió silencio con un índice en los labios. Encendió la luz en una piecita, le indicó una silla y se marchó sigilosa. El dormitorio de Leocadia era un cuartucho increiblemente pobre en un palacio como aquel. Había una silla y un catre destartalado, con un colchón lleno de agujeros y una manta haraposa. En los rincones se amontonaban cachivaches y había vestidos pendientes de clavos en la pared. Flotaba un .fuerte olor a encierro y a traspiración. Iluminado iba a sentarse cuando sintió pasos que venían. Era Muñeca, con un salto de cama sobre el camisón. -¡Hola, querido! -le dijo, secreteando-; por fin llegaste. Vas a hacerme un favor. - Ya sabe usted, señora, que yo...! -iChist!, habla más bajo y semate por ahí. Tu vozarrón es imposible. Tenía el rostro macilento, plácido y demacrado de mujer bien servida. Al parecer no había dormido. Ocupó la silla, cruzó las piernas y sacó un cigarrillo de un paquete que traía en la mano. Cuando Iluminado se sentó, chirrió el catre, e s candaloso, con amenaza de derrumbe. Se levantó acalorado y buscó apoyo seguro en uno de los travesanos, sobre el sostén de una pata. En la mirada de Muñeca se mezclaban el reproche y el desdén. -¿Querés un cigarrillo? Iluminado aceptó. Le temblaban las manos. Muñeca le dio fuego con un encededor de oro. Sonreía escrutadora, e n trecerrando los ojos. Iluminado exhaló una bocanada con profundo desahogo. - Te necesito, debo confiar en vos - dijo Muñeca, como procurando convencerse. Sabía pedir de una manera que era imposible negarle nada. Por otra parte, iluminado le debía muchos favores; en357 tre otros, su puesto en el ministerio. Con mover un meñique ella podría refundirlo. - No pidas explicaciones, al menos por ahora... ¿Sabías que el general Melgarejo está en Yuquyry? -¿Cómo iba a saberlo? - Llegó ayer, persiguiendo a ese loco de Feliciano Palacios, que por lo visto no está muerto. En fin, eso no tiene importancia... Iluminado tenía la mente en blanco. Muñeca suspiró. - Tenes que llevarle una carta a Melgarejo. Iluminado se incorporó a medias y volvió a sentarse, aturdido. Casi se cae con cama y todo. Muñeca esperó qué reaccionase. - Desde luego, es peligroso, pero tenes que arriesgarte. Sos el único que lo puede hacer. Todo el mundo te conoce, sabe que sos el secretario del ministerio del Interior, no te van a detener en el camino. Si te ataja la Caballería, deciles que te mando a la estancia a traerme un vestido que dejé olvidado, o lo que se te ocurra. ¿Quién se va a fijar en vos? Sos buen actor, sabes hacerte el tonto, tenes muchas mañas -sonrió-, y si entregas la carta te premiaré como es debido. -¿El ministro lo sabe? - se atrevió a preguntar. -¡Eso a vos no te importa! - Está bien, decía nomás... Muñeca sacó un sobre cerrado del bolsillo. - Aquí está. Nadie más que Melgarejo puede saber quien te la dio. Aunque te maten, ¿entendido? ¡Aunque te hagan picadillo! Si lo decís voy a negarlo, y te va a costar muy caro. - Sí, señora. Muñeca se mordió los labios. Sacó otro sobre, idéntico al primero, pero abierto. Contenía flamantes billetes de mil guaraníes. Dos de ellos equivalían a un mes de sueldo de Iluminado F retes. - Esto es para vos. Iluminado le opuso las palmas de las manos. -¡Faltaba más, señora, qué esperanza! Muñeca se encogió de hombros, sonriendo. - Agarra si que, no seas tonto. Te puede hacer falta en el camino. Iluminado guardó ambos sobres en un bolsillo interior del impermeable. Muñeca se puso de pie, y le dio las últimas instrucciones. 358 - Leocadia te acompañará hasta un jeep que dejé afuera. Aquí tenes las llaves. Iluminado observó que a el! a también ie temblaban las manos. -¡Cuente conmigo, señora! - declamó, en un arrebato. Los ojos de Muñeca se llenaron de lágrimas, de lágrimas auténticas, completamente imprevisibles. Como cediendo a un impulso, lo abrazó estrechamente y lo besó en ambas mejillas. Se hubiera dejado matar por esta mujer extraordinaria. Al salir se llevó la silla por delante, perdió el pie en una grada y casi fue a parar de narices en el corredor. De nuevo llovía a cántaros. Galio a la calle siguiendo a Leocadia, que, empapada, tenía el vestido pegado a sus formas esbeltas. El jeep estaba en la otr*a cuadra. Arrancó sin protestas. Por suerte no había tránsito y el vehículo superó facilmente los raudales hasta salir a la ruta. "Por lo menos le hubiera prestado un paraguas a la pobre Leocadia", le sopló el diablo a Iluminado. "No, Muñeca es así, no se da cuenta. Está acostumbrada a que le sirvan. Es una gran señora". Sintió pena de sí mismo. "Soy un pobre infeliz, me ha engatuzado. ¿Por qué no le dije que no sé manejar? Sin embargo, manejo. Dios me ayude. Me besó. Hubiera besado a un leproso para servirse de él. Sin embargo, lloraba. No eran lágrimas fingidas. ¿Por quién serían? Seguro que no por mí. Para ella valgo menos que un mosquito". Antes de llegar a la iglesia de Areguá tomó por un atajo hasta salir al camino vecinal que conduce a la ciudad de Luque. Tuvo un momento de satisfacción. Se simio un gran estratega. A juzgar por los tiros, se había colocado a espaldas de la zona de combate. No tardaría en encontrar un retén de retaguardia, donde los soldados se m u e s f a n menos propensos a disparar a mansalva contra todo lo que se mueve. Cuando llegara a uno pediría que lo condujeran ante el general Melgarejo, entregaría la carta y estaría cumplida su misión. Había aclarado lo suficiente como para apagar los faros. Continuaba e1 tiroteo. Un tiroteo desordenado, orvítil, con súbitos arranques de furor, que estallaba aquí y allá oon' intermitencias- caprichosas. En Caacupemí se detuvo unos instantes. Si seguía por el camino hacia Luque se aproximaría peligrosamente a la batalla. Decidió doblar a la derecha y dirigirse hacia I si a Valle, donde con seguridad encontrarte tropas del Famoso Repimiento. 359 El motor del jeep, que ahora avanzaba trabajosamente por un arenal, con las ruedas hundidas hasta los ejes, se d e tuvo en dos oportunidades. De trecho en trecho adivinaba un ranchito oculto entre los árboles. Ni los perros ladraban. "¿Qué diablos dirá la carta? No hay un alma por aquí. Están asustados. El nombre de Melgarejo paraliza como Drácula". La curiosidad lo iba venciendo. "Total, no diré nada. Tengo derecho a saber por qué voy a morirme si la carta lo pone a Melgarejo de mal humor". Se acordó que ni había mirado los sobres, pero no se atrevía a desprender una mano del volante. No pudo aguantar más. Detuvo el jeep en un recodo. Metió la mano en el bolsillo. El sobre que estaba abierto contenía diez mil guaraníes, una pequeña fortuna para él. La codicia le saltó a los ojos. Por fin podría realizar el sueño de su vida: comprarse un grabador. Miró a trasluz el sobre cerrado. Contenía una hoja doblada, Entonces se le ocurrió una idea que se le antojó genial. Guardó el dinero en la cartera, rompió el sobre cerrado y sacó el papel. En eso estalló muy c e r ca un furioso tiroteo. No le prestó atención, absorto en su picardía. - Por lo menos sabré por qué me matarán - dijo en voz alta, venciendo los últimos escrúpulos. Era una esquela escrita a máquina, sin fecha ni firma. Mi muy querido Patricio: su crédito, el mayor Silvestre Ocampos, lo ha traicionado. Sublevará su batallón al mismo tiempo que ¡turbe levante la Escuela Militar. Dalfrosse se a comprometido a impedir que el Famoso Regimiento entre a la capital mientras los primeros arreglan cuentas con Ojarro y exigen la renuncia del Presidente de la República, Después, entre todos, ios atacarán a usted. El golpe está previsto para esta misma tarde. Castigue a los traidores, pero no se olvide que fue su adorada patroncita quien, a escondidas de todos, se ha animado a avisarle. (El portador no sabe nada. Por favor, no me lo maltrate). Iluminado Fretes cabeceó horrorizado, tratando de borrar lo que veían sus ojos. Era imposible. El mal estaba h e cho. Iluminado Fretes sabía mucho acerca de la conspiración, entre otras causas, por su insaciable curiosidad que, curiosamente, iba acompañada de una absoluta discreción. Don Faustino no se cuidaba de ocultarle nada, aunque poco le dijera expresamente. Sus amigos no cambiaban de tema en su pre360 sencia, confiando en su lealtad segura. Aunque estaba afiliado al partido de gobierno, simpatizaba con la oposición. Se sabfa vastago de una estirpe gloriosa, veneraba a los héroes. Sentía orgullo de ser hijo del caudillo liberal Prudencio Fretes, muerto en la guerra civil. Nada de esto podía adivinar Muñeca Egusquiza. También a ella le debía lealtad. No temía sus a m e nazas. No le movían sus promesas. Tal vez le conmovieran un poco las lágrimas de una mujer que lo creyó capaz de realizar una empresa tan arriesgada. Pero, lo principal era que le había dado su palabra. Faltó a ella desde el momento en que, cediendo a una curiosidad pueril, había leído la carta. Si nada hubiera sabido, de nada hubiese tenido que culparse. Puso la esquela en el sobre que contuviera el dinero, lo cerró cuidadosamente y volvió a guardarlo en el bolsillo del impermeable. Si no hubiera leído la carta hubiese sido instrumento ciego de una traición; después de haberlo hecho, si la e n t r e gaba, sería un instrumento consciente. La diferencia sólo le afectaba a él; el hecho en sí mismo, a mucha gente. De ahora en más sería responsable de lo que ocurriera. Puso en marcha el motor maquinalmente. Las ruedas patinaban en la a r e na. Se sentía anonadado. Avanzó con lentitud, sin saber qué hacer. Estaba subiendo una loma. Un viento huracanado empujaba negros nubarrones sobre las cerranías que, a su derecha, se divisaban a lo lejos. No oyó la voz de alto. Vio el fogonazo y oyó un t r e mendo estampido. Clavó los frenos sin apretar el embrague. El motor se detuvo. Se vio rodeado de soldados que salían de las sombras como formas oscuras que se corporeizaban al acercarse. Eran verdeolivos del ejército, con las mantas cruzadas y los fusiles listos para disparar. -¡Baja de una vez, hijo de diablo! Alguien le agarró de los cabellos, lo arrancó del asiento de un tirón, arrojándolo de bruces en la arena. Le dieron patadas hasta que se incorporó tambaleante y aturdido. Un cabo jovecinto le preguntó quién era., - Iluminado Fretes -respondió tranquilamente, sacudiéndose la tierra con las manos-. Soy funcionario del ministerio del Interior. ¿De qué regimiento son ustedes, muchachos? El cabo no respondió, pero las insignias de bronce cosidas en los birretes indicaban que eran de infantería, del F a moso Regimiento. La calma de Iluminado y la mención del ministerio los había desconcertado. Estaban cubiertos de ba361 rro y empapados por la lluvia. Eran muchachos curtidos, con esa expresión de dureza y de fatiga de la tropa en campaña. - Vamos a revisarlo - dijo el cabo. Uno de los soldados se adelantó. Le palpó de armas. Le sacó la cartera llena de billetes de mil guaraníes. La pasaron de mano en mano, mirándola incrédulos, atropellados, riendo estúpidamente. -ÍDenme eso! - ordenó el cabo. Hubo conato de insubordinación. -¿Por qué hemos de dártela? -ÍLa encontramos entre todos! - Nomás voy a mirarla un poco -dijo el cabo, conciliador-. Después nos repartimos el dinero. Iluminado Fretes sintió frío en el espinazo, pero comprendió que era preciso conservar la sangre fría. Accedieron de mala gana. El cabo era un muchacho de tez blanca, de aspecto aniñado; parecía inteligente y bondadoso. Se esforzaba sin embargo por mostrarse severo. - Vamos a ver un poco quién es este individuo - dijo, examinando los documentos. Efectivamente, era Iluminado Fretes y tenía una c r e dencial del ministerio del Interior. - El tipo no miente -dijo, rascándose la cabeza-. Es un autoridad. Mejor dejarlo que se vaya. Nos puede comprometer. Un zambo alto, espigado y flexible, que estaba descalzo, con los pantalones remangados hasta las rodillas, se adelantó resueltamente. -¿Y la plata? -dijo, mirando a su alrededor, buscando el apoyo de sus compañeros-, ¿Vamos a darle nuestra plata? Se cruzaron miradas de zozobra. Crujieron las manivelas de los m àuse res. Un soldado le sacó el impermeable. El zambo le arrancó el reloj de la muñeca. Iluminado comprendió: lo iban a matar. Como en pesadillas, se esforzó por d e cir algo sin que le salieran las palabras. Por fortuna, cuando llegó el momento de hacerlo, ninguno se decidió a apretar el gatillo. - Déjense de joder, muchachos -se oyó decir Iluminado-, van a hacer una macana. No me importa el dinero, quédense con el reloj. No es que quiera discutirles, pero no hay ninguna necesidad de que me maten. - Tiene razón este cristiano -admitió el cabo, quien por lo visto tenía muy poca autoridad-. Quédense con sus cosas y dejemos que se vaya. 362 -iNde bárbaro! - objetó el zambo, relamiéndose-, ¿y si ladra? Peguémosle un balazo de una vez, antes de que venga un oficial y nos manotee nuestro requecho. Levantó el màuser y le apuntó entre las cejas. Uuminavio, con extraña indiferencia, a una cuarta de los ojos, el negro agujero del caño del fusil. -¡Déjalo, Paniagua! -¡Zaldívar tiene razón! El sol asomaba entre nubarrones rojizos sobre las cerranías de la cordillera de Altos. Se desplegó un espléndido panorama del lago Ypacaraf que se extendía bajo las lomas. Sóno el disparo. Sintió que le estallaba la cabeza. Cayó sentado en la arena. Parpadeó incrédulo. Lo rodeaban aliviados rostros infantiles que reían a carcajadas. Llegó rugiendo un jeep del que saltó un oficial armado de metralleta. -¡Alto, digo! ¿Qué car ajo pasa aquí? - No obedeció la voz de alto, mi teniente - informó el cabo, en posición de firmes. Los demás se habían hecho a un lado. Nuevamente de pie, Iluminado de nuevo se sacudía la tierra con las manos. Al verlo, el oficial se echó a reír. - Usted es Iluminado Fretes -dijo-, ¿qué anda haciendo por aquí? Pudo haber respondido que era portador de una carta paia el general Melgarejo. No atinó a hacerlo. El teniente era un hombre bajo, pachorriento. Casi tan embarrado comC la tropa, parpadeaba de sueño. - Haga el favor de contestar, querido amigo, ¿cree que estamos jugando? - Nada, teniente; no estaba haciendo nada. El oficial esbozó una sonrisa bonachona. Iluminado tenía un aspecto inofensivo y lamentable. El cuerpo esmirriado, tembloroso, apenas sostenía su gran cabeza. -¿Cómo que nada? Seguro que anda detrás de una mujer... Ahora dígame, ¿qué le sacaron estos bandidos? Iluminado no contestó. -¡Qué le sacaron, dije! - regió el teniente en guaraní, dirigiéndose a la tropa. El cabo le entregó la cartera. Al revisarla, el teniente abrió tamaños ojos. -¡A la pucha que le iba a salir cara la farra! Debería hacerme un préstamo. ¿Cómo se le ocurrió meterse por aquí? Esto está lleno de rebeldes. -¿Cómo iba a saberlo? 363 - Tiene razón, ni nosotros lo sabíamos - dijo, devolviéndole la c a r t e r a - . Vuélvase para Areguá inmediatamente y no se mueva de allí hasta que haya pasado el peligro. Lo haré acompañar por un soldado. - Muchas gracias, ¿teniente...? - Juan de Dios Sanabria, para servirlo - dijo, tendiéndole la mano. En eso vio asomar el fleco de un impermeable entre la manta cruzada de un soldado. Se adelantó a arrancarla de un tirón. - No me hagan enojar, mis hijos; robar es cosa muy fea! El sobre que contenía la carta cayó al suelo. Traicionó a Iluminado el apuro con que se agachó a recogerla. - Haga el favor de prestarme un rato ese papel -dijo el oficial, tendiendo la mano. - Es mío. - Ya lo sé, sólo quiero mirarlo, ¿o es una carta de amor? Examinó el sobre a trasluz, lo sacudió, volvió a mirarlo, miró a Iluminado y se dispuso a abrirlo. -¡No haga eso, teniente! El oficial lo miró intrigado. Su expresión antes festiva, se cargó de sospechas. -¿Cree que está en la comedia? Iluminado se agrandó. Tenía la voz grave y sonora. - Estoy hablando muy en serio, teniente Sanabria. Le he dicho que no la toque. Es un asunto delicado. - Con más razón, mi amigo, debo saber de qué se t r a ta. -¡Devuélvamelo le he dicho! El oficial lo miró de arriba a abajo, con los brazos en jarra. -¡Pero miren un poco por este gallo paloma! La figura de Iluminado era irresistiblemente cómica. Escuálido y cabezón, se alzaba sobre la punta de los pies y amenazaba con un dedo. Los soldados se echaron a reír. - No me gusta ser indiscreto -dijo el teniente Sanabria, disponiéndose a abrir el sobre-, pero no me queda otro r e medio. - No se atreva, teniente, es para el general Melgarejo. El oficial se quedó tieso. - Debo entregarlo en propias manos - explicó Iluminado. -¿Por qué no me lo dijo? ¿Quién lo manda? S6A - No puedo decirlo, y menos a un subalterno como usted -replicó agrandado, ingrato y vengativo-, ¡Devuélvame la carta y se acabó! El teniente Sanabria, ofendido, guardó el sobre en el bolsillo, y dirigiéndose a los soldados, ordenó: -IZaldívar, Paniaguá! Suban al jeep con este ciudadano y acompáñenlo hasta Yuquyry. Esperen en el almacén que está frente a la estación. Trátenlo bien, manda más que nosotros; pero si se retoba, métanle bala sin asco. Luego subió a su vehículo y se marchó sin despedirse. Iluminado Fretes se instaló en el volante. El cabo Zaldívar se sentó a su lado, y en el asiento de atrás, el soldado Paniaguá, el mismo que había querido matarlo. Descendieron de la loma. No tardaron en llegar al caserío de Isla Valle, donde estaba detenido un tren de pasajeros, del que había bajado mucha gente y formaba corrillos en una ancha calle arenosa. Se oían tiros aislados de fusil pero había cesado el tableteo de las ametralladoras. Doblaron a la izquierda y siguieron el camino paralelo a las vías. A poco andar se adelantaron a patrullas que conducían prisioneros. Estos parecían humildes campesinos, de aspecto poco marcial. -¿Por qué no nos dijiste que venías donde mi general? -preguntó el cabo Zaldívar-, Podían haberte matado los muchachos. Iluminado no contestó. El tampoco lo sabía. - No te enojes con nosotros. - No se quebranten por eso, ya pasó. El zambo le tocó en un hombro. - Toma tu reloj. - Déjalo, te lo regalo. - Gracias, mi estimado... Hace días que no dormimos, todo es guardia... ¿Tienes un cigarrillo? - No tengo, se me acabaron. A medida que avanzaban encontraban más soldados. -¿Qué tal los rebeldes? - Los desparramamos anoche. Ahora se esconden donde pueden. Esta guerra se acabó. - Son por demás; caprichosos -agregó el cabo-; no se quieren entregar. -¿Qué les pasa a los que se entregan? No hubo respuesta. - Por culpa de los rebeldes andamos así penando -dijo al fin Paniaguá-; no ponderamos por ellos. 365 A la derecha estaba el terraplén del ferrocarril. A la izquierda iban apareciendo algunas casas sumidas en profundo silencio. Seguían pasando grupos de prisioneros. - Si los rebeldes no se entregan, ¿qué son esos presos? - Está soplando el viento norte después de la tormenta -comentó ei cabo Zaldívar-; va a hacer calor hoy día. Cruzaron un arroyito por un puente destartalado. De allí en más el camino se ensanchaba para formar una suerte de plaza arenosa donde había unos cuantos camiones del ejército estacionados en fila. - Allá está el almacén que dijo el teniente - indicó Iluminado, señalando una casa de material de frente plano, que tenía en la entrada una minúscula terraza rodeada de balaustres. A cierta distancia, camino adelante, seguían sonando algunos tiros. - Son los chuecos de la Caballería que están del otro lado del puente del ferrocarril -explicó Paniagua, que era el menos discreto-; no quieren que pasemos. Seguro que le t i e nen miedo a nuestro Famoso Regimiento. Iluminado Fretes tuvo la esperanza de haber llegado tarde, y de que su papel de mensajero no fuera decisivo en el desenlace del drama. S|C ÍJC 3g£ 3Q£ 3fE 3 f ! La humedad no se avenía con el general Patricio Melgarejo. Le hacía doler todos los plomos que le habían quedado adentro. El viento norte disipaba las nubes. El sol chorreaba sobre la arboleda y los espinillares que se extendían hasta el arroyo Yuquyry, distante unos quinientos metros de la casa en la que había instalado su Puesto Comando. Se paseaba bajo el alero sín mirar el cuarto donde tres oficiales de su Estado Mayor examinaban unos mapas y hablaban en voz baja. Melgarejo no precisaba de cartas. Conocía el país. Seguía las operaciones guiándose por el tiroteo. Habían cesado los disparos de una larga campaña. En el patio, de espaldas en el barro, había una ristra de presos atados por los tobillos en el cepo de lazo. Bajo un mango, tirados como trastos, estaban los cadáveres de unos cuantos rebeldes, que había hecho traer para identificarlos. Los tiros que ahora estaba oyendo acaso preludiaban nuevas luchas, con un nuevo enemigo. Olía la guerra como las muías olfatean al tigre al acecho. No hacía caso de los soldados de la guardia que dormitaban sentados en el suelo del corredor, con el fusil entre las piernas. Se 366 les había exigido un duro esfuerzo* Guando esperaban el término de sus fatigas^ era posible que tuviera que sacrificarlos nuevamente. Convenía que descansaran un poco» El diluvio de la noche había hecho desbordar el arroyo Yuquyry. Los pasos estaban intransitables. Los do's únicos puentes, el del ferrocarril, que solamente podía ser cruzado a pie, caminando sobre los durmientes, y el del camino vecinal que conducía a Luque, estaban ocupados en la margen opuesta por fuertes retenes de la Caballería. Supuestamente habían avanzado hasta allí para colaborar con el Famoso Regimiento en la represión de los, rebeldes. Los violentos encuentros que se habían producido durante la noche entre ambas unidades gubernistas fueron calificados por sus jefes como accidentales. Tanto al general Ernesto Dalfrosse como al general Patricio Melgarejo les convenía mantener la ficción, aunque ninguno de ellos se engañara al respecto. Admitir lo contrario significaba empeñarse prematuramente en una batalla campal de imprevisibles consecuencias. Sin embargo, pese a la orden de cesar el fuego, las avanzadas se seguían tiroteando. No estaba mal que los muchachos fueran entrando en calor, por si las cosas pasaban a mayores. A pesar del rigor con que los trataba, sus hombres confiaban en el general Melgarejo y estaban orgullosos de pertenecer al Famoso Regimiento. Melgarejo conocía el alma del soldado. Tenía quince años cuando los jaristas lo sacaron a la fuerza de su r'ancho. Le dieron un viejo fusil Remington e hicieron de él un combatiente. A la muerte del coronel Albino Jara en la batalla de Paraguarí, anduvo alzado por los montes, negándose a admitir la derrota. Diez años después estaba entre los insurrectos del coronel Chi ri fe. Perdida la revolución, se refugió en los yerbales. Se hizo capanga. Aterrorizó a los mineros de la selva. La guerra del Chaco lo llamó de nuevo a filas. Fue desmovilizado con el grado de capitán de reserva. Trabajó de capataz en las estancias de los Egusquiza. Ganó la confianza de don Antenor. Melgarejo era honrado para con sus patrones y no tenía escrúpulos para con los extraños. Recorrió el país, cruzó todas las fronteras cuatrereando y contrabandeando ganado. Don Antenor lo sentaba en su mesa. Conoció a Muñeca cuando era un diablillo encantador que cabalgaba sobre sus rodillas. Al estallar la guerra civil formó una milicia con la peonada, reclutò partidarios y pronto estuvo al frente de una brigada famosa. No volvió a la vida civil. Llegó a general sin haber pisado nunca la Escuela Militar. 367 El Presidente de la República le encomendó dirigir la campaña contra los rebeldes, dejando de lado a prestigiosos oficiales de carrera. Melgarejo sabía hacer la guerra en s e rio. "El que viene a matar tiene que morir", era su consigna. Inauguró la práctica, contraria a las tradiciones militares del país, de matar a los prisioneros luego de someterlos a ejemplares tormentos. Ordenó represalias terribles contra los pobladores que ayudaban a los rebeldes. Se empeñaba en inspirar un miedo paralizante. Aunque era criticado por algunos de sus colegas, expertos militares de misiones extranjeras afirmaban que sus métodos habían probado su eficacia en otras latitudes.No obstante, en los últimos tiempos, el Presidente de la República le pedía que se moderara un poco. No lo hacía por motivos humanitarios. Había empezado a asustarlo el Famoso Regimiento, que además de su efectivo y su poder de fuego, muy por encima de lo que mandaban los reglamentos, se había hecho temible por su prestigio aterrador.. Un ordenanza iba y venía con el mate. Melgarejo tensaba el rostro surcado por arrugas al chupar la bombilla. Tenía los ojos fijos, muy abiertos. Por fin había acabado, justo a tiempo, con el capitán Palacios y su columna. No experimentaba las euforias del triunfo. Por el contrario, sentía una honda pesadumbre que sus subordinados confundían con mal humor. Cuando les rebeldes rompieron el cerco en las proximidades de Ypé-jhu, en las estribaciones de la cordillera de Amambay, sufrieron tantas bajas que Melgarejo pensó que no les quedaba otro remedio que dispersarse y ganar la frontera del Brasil. Dejándose engañar por sus deseos, dio crédito a declaraciones de prisioneros que afirmaban que el capitán Palacios había muerto. El brujo pái-tavyterá que tenía a su servicio, entró en trance mediante una botella de caña y afirmo haber visto al caudillo rebelde en el Yvaga* con la cabeza partida de un balazo. Con tales seguridades, el general hizo imprudentes declaraciones a la prensa. Perdió tiempo en operaciones de limpieza y en la búsqueda afanosa del cadáver de su temible adversario, al que quería dar sepultura de modo que no pudiera levantarse de su tumba. Entre tanto, éste se deslizaba sigilosamente hacia Asunción. Si no fuera por un choque casual con una patrulla de milicianos en la cordillera de Altos, hubiese llegado a su objetivo sin que nadie lo ad* Paraíso. 368 virtiese. Melgarejo montó en cólera. Hizo dar doscientos azotes al indígena embustero. Cargó su regimiento en todos los camiones que tenía y en los que pudo echar mano, y se vino a toda máquina hasta el lugar donde creyó más probable encontrar al enemigo. El capitán Palacios le tenía preparada una burla sangrienta. Apenas le quedaba un puñado de hombres. Con ellos se proponía atacar la capital. Si lograba su objeto, hubiese caído combatiendo contra la Caballería o los vigilantes del coronel Ojarro. Un rudo golpe para el prestigio del general Melgarejo, que lo había estado persiguiendo más de un año por todo el país. La insignificancia del efectivo rebelde s e guía siendo un escarnio para el Famoso Regimiento. Por eso había ordenado capturar a algunos cientos de campesinos de los alrededores. Los presentaría como prisioneros de guerra. ¿Quién le iba a discutir? El látigo es convincente. En realidad se trataba de una cuestión política. El F a moso Regimiento había acumulado una fuerza que inclinaba a su favor el equilibrio de poderes. Son cartas que no se dan más que una vez en la vida. El general Melgarejo, como jefe, tenía el deber de decidir como jugarlas, tanto por sí mismo como por sus subordinados. Hacer el ridículo en las presentes circunstancias hubiera sido desastroso. Su amiga del alma, doña Crescencia Tererute, le había dicho: - Eres más ignorante, sinvergüenza y ladrón que el Presidente de la República. Para ocupar el cargo lo único que necesitas es alguno que le ponga las comas a tus discursos. Pero el general Patricio Melgarejo no se imaginaba luciendo en el pecho la banda tricolor. Era imposible mascar naco y escupir en audiencias y recepciones. Era preciso pensar en otra cosa. A pesar de su falta de escuela, no era totalmente inculto. Le interesaba la historia. Tenía sus preferencias l i t e rarias. Era asiduo lector de Vargas Vila. En el fondo respetaba a la gente instruida, aunque le reprochara su incurable ingenuidad. En su juventud había admirado a los capitanes Miloslavich e Irala Palacios, que fueron sus jefes en la revolución de Chirife. Ahora tenía mucho aprecio al general Fulgencio íturbe y al doctor Alfonso Irala Vargas. Sentía debilidad paternal por el mayor Silvestre Ocampos, hombre incapaz de matar una gallina con sus propias manos, pero estudioso como un fraile y estricto cumplidor de sus deberes. U9 Confiaba en él hasta el extremo -de haberlo enviado a la ca<* pita! al mando de un batallón reforzado para que cuidara los cuarteles del Famoso Regimiento, Guiados por su astucia, sostenidos por su fuerza, había en el Paraguay hombres capaces de sacar de los libros alguna cosa de provecho para el país. No marchan bien las cosas cuando los sabios llevan a cuestas a los burros y los ladrones encierran a la gente honrada. Melgarejo era un hombre frugai ,. sin ambiciones. Se estaba poniendo viejo. Era hora de pensar en los compuestos que se cantarían en su memoria y en dejar su nombre por lo menos a una calle Melgarejo cavilaba entre mate y mate. Lo inmediato era arreglar cuentas con la Caballería. Era evidente que el general Dalfrosse estaba empeñado en mantener al Famoso Regimiento fuera de los límites de la capital. Eso formaba parte de una conjura cuyos alcances ignoraba. Debía aguardar astutamente hasta ver claras las cosas; para luego, sin previo aviso, descargar un golpe contundente, mortal, donde menos se esperaba. Un jeep se detuvo frente al Puesto Comando. Era el t e niente Sanabria. - Una patrulla capturó a Iluminado Fretes entre Caacupemí e Isla Valle. Le sacamos un sobre cerrado que dice que es para usted. El generai Melgarejo lo examinó cuidadosamente antes de abrirlo. Leyó la carta una y otra vez, con el rostro impasible. - ¿Dónde está ese individuo? - En el pueblo, bajo custodia. Melgarejo miró su reloj. - Asústenmelo un poco, y dentro de una hora me lo traen. El oficial dio media vuelta y se marchó a cumplir la orden. Melgarejo se dirigió con paso tardo hasta donde estaban los tres oficiales de su Estado Mayor. Le dolían todos los huesos, los plomos y los años que llevaba a cuestas. Se sentó como agobiado. Los quedó mirando largo rato. - Basta de zonceras -dijo al fin-, que el regimiento se concentre en el pueblo. Dejen retenes en los puentes. - A su orden, mi general. Pero, si me permite, pueden quedar algunos rebeldes escondidos. - No me discutas, hijo, a esos Dios los salvó. Los oficiales se pusieron de pie. S?0 - Háganlo sin apuro, que la tropa descanse. Denle buena comida, repartan municiones. Pongan guardia en *os boliches, no quiero ningún borracho. Los oficiales se miraron. - Vayan nomás, mis hijos, que a lo mejor hay otra guerra. Ustedes me responden, ¿verdad? -¡Seguro, mi general! - Así me gusta, íes voy a reconocer... tAh, y cuando todo esté listo, larguen a esos prójimos que apresamos. Ya no sirven para nada y no queremos estorbos. Se llevó una mano desganada a la vicera. Los oficiales se marcharon. El general se preguntó, por primera vez en su vida, por qué era siempre obedecido. No encontró la respuesta. Entonces le pidió al ordenanza que le cambiara la yerba al mate. Entre tanto Iluminado Fretes estaba con sus custodios frente al almacén del pueblo, calle por medio con la parada del ferrocarril. Había adquirido pastelitos y cigarrillos, que compartió con el cabo Zaldívar y el soldado Paniagua. Los conscriptos le contaron el fantasmagórico combate que habían librado la pasada noche, en medio de la tormenta. - Los rebeldes eran muchos menos de lo que creíamos -resumió el cabo Zaldívar-. Nos desplegamos en un frente muy largo. Picotearon de aquí para allá buscando una hueca. Mientras se mantuvieron juntos no hubo manera de agarrarlos. Terminamos metiéndonos bala entre nosotros. Para peor, fuimos a topetarnos con la Caballería, que avanzaba desde el lado de Luque y que nos obligó a repasar el arroyo para este lado. Hubo muchas desgracias. Por fin conseguimos desparramar a los rebeldes y los fuimos cazando uno por uno. - No se querían entregar, nos tiraban con sus huesos -agregó el zambo Paniagua-. Cerca de donde te encontramos despenamos a un viejo que, malherido, nos siguió la fiesta hasta morir. ¿Oiste los tiros? - Desde luego. - Tienes el corazón grande. ¡Quién diría, con tu molde! - Yo también soy paraguayo - replicó Iluminado, algo molesto. - No te enojes, hermano; es que pareces cajetillo. -"Las apariencias engañan", como se dice en castellano. 371 - Allá viene el teniente Sanabria - advirtió el cabo, levantándose. El jeep se detuvo frente al almacén. El oficial bajó ceñudo. Pasó de largo sin saludar a Iluminado, ordenando al cabo que lo siguiera. - Esto me huele a quemado - comentó Paniagua, apartándose del preso. El cabo regresó con una soga en la mano. Llamó aparte a su compañero. Hablaron en voz baja. -¿Qué pasa? - preguntó Iluminado, lleno de ansiedad. Recibió por respuesta un empellón. Lo despojaron nuevamente de la cartera y del impermeable. Lo sentaron en el suelo. Lo ataron de pies y manos. Cargándolo como un bulto, lo llevaron al patio del fondo, detrás del almacén, y lo arrojaron en el barro, junto a un chiquero. Zaldívar se marchó. Paniagua se sentó en cuclillas frente al preso y encendió un cigarrillo. Iluminado no podía hablar, abrumado por el desconcierto y acosado por unas ganas súbitas, terribles, de evacuar aguas mayores y menores. Le dolían las ligaduras, bárbaramente apretadas. Las manos y los pies comenzaban a dormírsele. Le alivió un poco adivinar que la actitud del zambo no era hostil. -¿Qué pasa, por qué me tratan así, se han vuelto locos? - Ordenes son órdenes -respondió Paniagua, muy jovial. Miró el reloj de Iluminado, que lucía en su propia muñeca, y secreteó-: No digas que te lo dije, dentro de una hora te llevan dónde el general. Iluminado suspiró profundamente, atajándose las tripas en un supremo esfuerzo de voluntad. -¿Qué crees que me harán? Paniagua sonrió: - A lo mejor te perjudican. -¿Cómo que me perjudican? - A mi general Melgarejo sólo le gusta ver cadáveres. Iluminado sintió el impulso animal de revolverse, romper sus ligaduras y escapar lanzando aullidos. Paradójicamente, el acuciante reclamo de sus intestinos le ayudaban a mantener la compostura, ya que cualquier distracción podía ser la catástrofe. Desde el chiquero se distinguía la ancha calle del pueblo. Llegaban grupos de soldados dando vivas. -¿Podrías convidarme un cigarrillo? Paniagua movió tristemente la cabeza. - No se sirve a los presos -se disculpó-, está prohibido. 372 Pasó un rato de silencio. De pronto, el zambo se encogió de hombros, encendió un cigarrillo y lo puso en la boca del prisionero. Segufan llegando tropas a pie y en camiones. Habfa en la calle un jubiloso griterío. » Parece que por fin van a darnos la baja - -murmuró, moviendo apenas los labios-. Si tienes algún encargo para tu familia, lo haré con voluntad después de que te maten. ¿Qué podría hacerle decir a Filomena, su desdichada hermana semimuda y contrahecha? Con suerte la pobre iría a parar a iun asilo. Si no, mendigaría por las calles» ¿Quién querría hacerse cargo de ella? Tal vez el doctor Benítez, p e ro Don Faustino estaba viejo y la piedad es inconstante. N a die en el mundo lloraría a Iluminado. Imaginó los balidos de Filomena como un sarcasmo del destino. Había vivido en vano. El último acto de su oscura tragedia fue traicionar a sus amigos y quizás a la patria. Debió romper la carta apenas enterado de su contenido. Estaba pagando el precio de sus vacilaciones. Había obrado como en sueños. Moriría estúpidamente- en manos de un loco homicida. Sin embargo, aunque nadie nunca lo supiera, debía morir con dignidad. Pero, ahora la dignidad dependía de una urgencia miserable. - Quiero cagar, hermano. Es todo lo que te pido. Y ya vez, no me puedo bajar los pantalones. Paniagua rió de buena gana, miró a su alrededor, se echó el fusil en bandolera y acudió en su auxilio. Iluminado, en cuclillas, recostado en un árbol para mantener el equilibrio, sintió algo parecido a la felicidad. Entre tanto el soldado fue a arrancar unas hojas de malva. Iluminado no pudo servirse de sus manos, completamente entumecidas. Entonces Paniagua, frunciendo las narices, le limpió el trasero. Después le levantó los pantalones y volvió a ajustarle el cinto. Iluminado, con el rostro encendido por la humillación, soportó el manoseo sin advertir que el teniente Sanabria observaba la escena con una ancha sonrisa. Al verlo, Paniagua se cuadró, pálido de susto y de vergüenza. - Desátalo, mi hijo -ordenó el teniente, sin hacer comentarios-. Ahora viene conmigo. Melgarejo lo esperaba sentado bajo un árbol. Tenía la carta en la mano. Ordenó que los dejaran solos. -¿Qué tal, mi hijo? ¿Qué te pasó que estás todo embarrado? 373 - Nada que usted no sepa, mi general. Melgarejo frunció el ceño en el gesto arristoso que le era característico. - Ahora, siéntate - le dijo en guaraní, señalando una silleta que hubiera colocado al preso a los pies del general* - Gracias, estoy bien así, mi general. No insistió. -¿Es cierto que te cagaste? - Tuve nomás necesidad; el culo no tiene horario. - Comprendo, y estabas todo atado. Son traviesos los perros, dijo el gato que amaneció encaramado en una tuna... iluminado no tenía ganas de reír. -¿Me tienes miedo? - No le tengo miedo, mi general. Melgarejo io miró de arriba a abajo. Olfateo para comprobar si no mentía. -¿Sabes lo que dice esta carta? - Ni me importa, mi general. Iluminado le aguantó la mirada. Luego, a pedido de Melgarejo, le contó en detalle lo ocurrido en casa del doctor h a l a Vargas y los encargos de Muñeca Egusquiza. -¿Sabes una cosa? Voy a pegarte cuatro tiros. Entre tanto traicionero, no hay modo de averiguar si no eres uno de ellos. La carta no tiene firma. Aunque la tuviera, ¿dónde está la garantía? En este país, mi hijo, no se puede confiar ni en la abuelita... ¿Qué me dices? - Mandado no es culpado. Estoy en tu poder. ¿Qué más quieres que te diga? Melgarejo asintió. - Pensé que eras un individuo paranado, un disparate sin más pena. Ahora puedo comprobar que, además de la cabeza, tienes el corazón muy grande. Me gusta, hijo; me gusta la gente corajuda, aunque es la más peligrosa. Por desgracia hay que matarla. Es para asegurar, no porque les tenga rabia. A los cobardes los arreglo con una buena pateadura. Iluminado experimentaba una indiferencia suicida. La misión que había cumplido, más las humillaciones y maltratos lo llenaban de desdén por sí mismo y los demás. - Puedes hacer lo que quieras, no lo puedo remediar. - Sí, es lo que voy a hacer... ¿Ves ese galpón? - Sí, mi general. - Pues anda a ver lo que hay adentro. 374 Era una construcción de tablas, completamente en ruinas. Entraba el sol por las rendijá^y. los agujeros del techo. En el centro, tendido sobre una m%r*ta^ ::M;bía un cadáver. Tenía la barba crecida. Estaba cubiert^--;;¿4ié'íí"barr.o. De nuevo sintió el impulso de huír. En la puerta, apoyado en el marco, estaba el general Melgarejo. - Míralo bien, ¿lo reconoces? Iluminado se inclinó, sacudido por un temblor incontenible. El muerto tenía una expresión plácida. Los labios apretados esbozaban una sonrisa ausente. - Este sí que era un hombre -dijo Melgarejo-; de la raza del Mariscal. Quedan pocos de su laya. Pero se me e s capó. Se fue llevando todo su coraje, que todavía ha de hacernos mucho perjuicio. Guardaron largo silencio, como si lo velaran. - Ahora el señor ministro podrá dormir tranquilo, hemos matado a su conciencia. Lanzó una suerte de quejido, como si algo le doliera. - Yo no soy enemigo de los muertos. Dile a doña Consolación que su hijo murió sin sufrimientos entre hombres que lo amaban. *£SH++SIEi* LAMUERTE Lamuerte estaba acuclillado en la entrada de su cuchitril, bajo el alero de un largo corredor, mirando el patio encharcado por la lluvia. Espigado, calavérico, cubierto de harapos grises, revolvía una olla negra sobre un bracero de hierro. Se elevaban fétidos vapores que formaban, al condensarse, morriñosos lamparones en las paredes tinosas, en los pilares apellados, en las tejas cubiertas de grasiento hollín. Era uno de sus días, le estaba latiendo el coto. Los anchos pies descalzos arrugaban dedos entarugados en ladrillos mugrientos. Su verdosa piel de tísico daba reflejos viscosos. Los ojos dilatados en ojeras moradas miraban fijos a lo indefinido. Su cara de lagarto trasuntaba un gozo intenso. A tantos mató Lamuerte que había perdido la cuenta. A unos los mató de veras; a otros despenó en sueños o entabló en entresueños: todos eran matados en su conciencia tinta en sangre. Presos comunes y políticos se paseaban por los corredores de la Cárcel Pública esquivando goteras; formaban corrillos en torno a braceros o calentadores a kerosén. La gente importante mateaba en pijamas, con el termo bajo el brazo, evitando convidar. Estudiantes imberbes discutían con obreros socarrones. Campesinos taciturnos, con el sombrero de caranday calado hasta los ojos, escuchaban en silencio. Lamuerte sentía nuevas presencias. La policía había andado de rodeo y ahora se dedicaba a marcar el ganado. Simeón Avieso e n t r a ba al corralón seguido de dos soldados y un cabo zurdo que traía en la mano medio metro de alambre de púa. Como de costumbre, antes de llamar, Simeón Avieso deletreaba un papelito. -¡Plácido Rami'iii...rez! El grito se cortaba como un latigazo. 376 -¡Presente* eee! -¡Véngase para acá, póngase por ahf!... ¡Pacifico Duar'rrr... te! Breve pausa, hasta que respondían desde el fondo: -¡Presente 'eee! -¡Vivo pues, carajo! ¡Al montón!... ¡Tranquilino Bene'eee... gas! Si nadie respondía; como pollos de un gallinero que ven pasar por el suelo la sombra fatídica de las alas de un alcón, todos callaban y observaban alertas. Entonces Simeón Avieso repetía el llamado con la voz entrecortada por la ira y la impaciencia: -¡Tran-qui-Ü-no-Be-ne-gas-di-je-o-que-mier-da-pu-taDIGO'OOO! Empezaba el alboroto. Se pasaba la voz a gritos, por todos los rincones. -¡Tranquilino Benegas! -iBenegas, Tranquilino! -¡Tranquilino ' ooo ! -¡Benega'aaas! Hasta que el convocado aparecía, al trotecito, ajustándose los cinturoñes, con la cabeza encogida entre los hombros. El cabo zurdo le propinaba dos tres alambrazos y el hombre se agregaba sin quejas al montón, en tanto que la camisa se le iba tiñendo de sangre. Guando había reunido una media docena, Simeón Avieso se iba hacia la comandancia sin mirar atrás, seguido de los presos. Pasando el alambrado, los soldados descolgaban del hombro el fusil, y el cabo zurdo se recostaba en uno de los pilares a fumar un cigarrillo. Cada cual volvía a lo suyo. Circulaba el mate, se encrespaban las discusiones, se tomaba el desayuno y Lamuerte degollaba a Simeón Avieso. Sin ponderar por sus alaridos de espanto lo agarraba de los pelos con sus dedos descarnados, torcidos por el reumatismo. Con un corvo cuchillo de matarife le marcaba en el pescuezo, empezando por la nuca, un perfecto círculo de sangre. Luego lo alejaba un tanto para deleitarse en el esbozo de una obra maestra. Simeón ponía cara de diarrea con almorranas, se sacudía sujeto por demonios invisibles. Nunca acababa de matarlo Lamuerte. Hacía décadas que postergaba el orgasmo final, definitivo. Entre tanto, Simeón Avieso se cambiaba de nombre, se cambiaba de cara, se cambiaba de molde; pero era siempre el mismo y no podría escapar. 377 Lamuerte tenía otro nombre, olvidado en los registros. Desde la más tierna infancia, matar fue su vocación. Ere bo/ero en una estancia. Le iba creciendo poco a poco una raoiì de adentro hasta que le latía en las sienes y le asomaba por los ojos. -De repente, estallaba violenta, incontenible. Le venía una fuerza tremenda, una agilidad fabulosa. Corría en círculos, gruñendo, con la boca llena de espuma y salís disparando campo afuera, dando Imposibles brincos y volteretas en el aire hasta caer extenuado, si antes no lo enlazaban los peones y le ataban a un poste hasta que se le aplacara el Maleficio que, según decían, le había hecho al nacer una comadrona bruja. Fuera de esos momentoj era un chico t r a bajador y servicial. Una vez ensarto a un ternero con una picana. Le dieron una paliza, peí o él había descubierto que ^ a t a r le daba alivio y le producía un placer morboso e inefable. Se volvió astuto. Cuando su Liria secreta amenazaba desbordarlo, escapaba a los montes. Corría atropellando la maleza, trepaba a los árboles, saltaba de rama en rama, matando a todo bicho al que podía dar alcance. Era mozo c r e cido cuando mató al primer d i s t i a n o . Había herido a un venado que encontró en una trampa, y. sentado en cuclillas, contemplaba su agonía cuando se presentó el cazador a reclamar la presa y echarle en cara su crueldad. Le dio una puñalada en el vientre y se quedó iunto a él durante horas. El placer se acrecentaba porque el hombre sabía que se iba a morir. A este siguieron otros. Lamuerte sólo mataba cuando estaba inspirado. Saciada su sed de sangre se quedaba tranquilo, cabüoso, aguardando el próximo reclamo del instinto. Le descubrieron cuando acabó con una familia entera a machetazos. En la cárcel dio muerte a varios más, hasta que los guardias se dieron cuenta de aue, para evitar nuevas desgracias, bastaba- con encerrarlo en una^ celda cuando estaba en sus días. Los soplones se encargaban de avisarles a t i e m po, si sorprendían en los o¡os de Lamuerte el fuego sagrado de su estro. Así se puso viejo. Creyeron que se había amarizado definiüvarmente. No-sabien su secreto» Le dijeron que se fuera, que estaba cumplida su condena y saldada su deuda con la sociedad. Le hirieron una despedida. Con él se iba una patte de la historia de la vieja cárcel de Asunción,- tan hondamente entrelazada con la historia del país. No le faltaba dónde ir. Tenía su dine rito, y mucha gente que le debía grandes tavores por haberlos protegido y ayudado cuando estuvieron en prisión. Volvió a los pocos días. Suplicó que lo enconaran y amenazó que, si no lo hacían, degollaría al primero 378 que encontrara en ia calle para hacerse acreedor de una nueva condena. Simeón Avieso seguía vivo y tenía una culpa que pagar. Simeón Avieso le dio un puñal y lo encerró con un p r e so blanquito, bien vestido, que parecía una criatura de cachetes sonrosados y tenía el cuello tiernito como capón de Pascuas. Su sonrisa era candida, inocente; y sus ojos azules miraban amistosos, sin miedo a Lamuerte. Le dijo que prefería morir a dar muerte en la guerra al boliviano. Lamuerte se indignó. Lamuerte era un patriota. Pero no pudo matar a aquel hombre sin miedo. A él le gustaba que sus víctimas chillaran como gorriones en torno del cabureí sanguinario ; o como el zorzal que sacude las alas impotente cuando la yarará se desliza hacia su nido con los ojos inyectados. Al sentir que le venía el ataque, se apoderó de Lamuerte un miedo espantoso. Miedo de no contenerse, miedo de matar. Rogó a su compañero de celda que se quedara quieto, inmóvil en un rincón, mientras él libraba la batalla contra las bestias feroces que le ingertara la bruja al cortarle el ombligo. Luego gruñó, le castañearon los dientes, un sordo rugido le salió de la garganta y la boca se le llenó de espuma. Los ojos le salieron de las órbitas, se le erizaron los cabellos. Lanzando un alarido pegó un salto hasta el techo. Corrió en círculos dando cuchilladas, pateando las paredes, caminando por ellas como si tuviera ventosas en los pies. Acabó llorando a gritos, r e volcándose en el suelo, pidiendo socorro, implorando a los guardias que lo sacaran de allí. El escándalo fue tal que le abrieron la puerta. Lamuerte se arrojó sobre ellos, que huyeron despavoridos. Los persiguió bramando por el corralón hasta que los soldados lo derribaron a golpes de culata, le amarraron con un sobeo y lo arrojaron al basural para que lo comieran las ratas. Pero las ratas le compadecieron y en vez de comerlo a él royeron sus ligaduras. Desde entonces Lamuerte reconoció a los hombres sin miedo. No los cercaba en sueños de sangre como el sapo que encierra a la serpiente en un círculo de baba. Cayeron a millares cuando los cañonazos agrietaban las paredes y los presos dormían por turno porque no había lugar para tenderse. Fueron los tiempos en que Simeón Avieso inventó el látigo de alam ( bre de púa, el rapar la cabeza con cuchillo, el cortar medio bigote, el empolvar con pólvora el cabello de los presos y arrimarles un fósforo. Hasta que se fueron todos, para luego volver, uno por uno; muchos con caras nuevas; otros envejecidos, como este que ahora se acuclillaba frente a éi y le sonreía con los ojos. Sólo 379 un hombre de aquellos se atrevería a acercarse a Lamuerte cuando había amanecido con el mal. Le pasó una cuchara. El hombre la metió en la olla. Comió una cucharada de grasiento reviro y se la devolvió. Lamuerte comió a su vez y tornó a dársela, al tiempo que le mostraba una lata de mate cocido. Comieron de la misma olla, bebieron de la misma lata. Quien ata el día con Lamuerte puede contar con su ayuda. - Mi hermano -le dijo el hombre-, estoy en un mal aprieto. Necesito ropa vieja y un sombrero de paja todo roto. Voy a dejarte en cambio el traje y los zapatos. Se abrían las nubes dando paso a un sol de fuego. 380 LA CÁRCEL MODELO Un suboficial, apoyado de espaldas en una larga mesa, interrogaba a un estudiante. El conscripto oficinista, de c a beza rapada llena de cicatrices y el rostro rubicundo moteado de granitos, pasaba a máquina lo que creía de interés; o, simplemente, lo que se le daba la gana. Otro preso, un pobre diablo descalzo, cubierto de harapos, con el sombrero-pirí* respetuosamente sostenido entre las manos, aguardaba su turno en una esquina. De pie contra la pared, uno a cada lado de la puerta, dos fornidos policías contratados observaban la escena. El suboficial era serio y respetuoso. Hacía su trabajo sin maltratar a los detenidos. Ya había despachado a muchos esa mañana. Comprobada su identidad, y que no había ningún motivo remotamente válido para que permanecieran allí por más tiempo, hacía el ademán de espantarse una mosca, el conscripto le devolvía los documentos y se los echaba a la calle sin ceremonias. Era la rutina que se seguía a las redadas, como la que la pasada noche había sido dispuesta por el coronel Ciriaco Ojarro, jefe de policía y comandante del Glorioso Batallón. La Cárcel Pública, ubicada detrás de la Catedral Metropolitana y lindante con el Colegio de "La Providencia", desbordó de gente que no tenía otra culpa que la mala suerte de parecer sospechosa a alguna de las patrullas desparramadas por la ciudad con la misión de arrear con cuanto sujeto no les cayera en gracia. El estudiante era un mozo esbelto, de aspecto deportivo. Vestía remera blanca y pantalones ajustados. No tendría más de veinte años. Tomaba .las cosas con entereza y buen humor. De pronto se abrió la puerta y todos, excepto el estudiante, se cuadraron. * Sombrero de palma caranday. -¡Buen día, muchachos! -¡Buen día, mi coronel! -¿Cómo fue la pesca de anoche? ¿Clavaron algunos pacú o solamente mandì-i *, como suelen, manga de chimbos! Como era evidente que el jefe venía de buen humor, la pregunta no exisgía una respuesta concreta y el calificativo de inútiles podía ser tomado como una broma. Así que rompieron a reír y respondieron al unísono: -¡Lindo, mi coronel! El recién llegado tiró la gorra sobre la mesa, se desabrochó el cuello de la casaca y se puso a examinar al preso con gesto amenazador. Los contratados sonrieron, el suboficial se hizo a un lado y el conscripto escribiente se tapó la cara con una mano, mordiéndose los labios para aguantar la risa. - A ver, a ver, ¿cómo se llama este cajetülo badula- ' que? - Martín Segovia, señor. "Recomendado", sopló al escribiente. El coronel se acarició la barbilla. Le bailaban sus ojillos de laucha. Era fornido y retacón, de gruesa cintura y cortas piernas algo chuecas, calzadas con botas altas. Tenía el pelo negro y lacio, la piel aceitunada, la cara redonda. Un ralo bigotito acentuaba su aspecto socarrón. -¡El señor está en el cielo, individuo! -rugió con voz de trueno-. ¿No sabe con quién está hablando? - No tengo el gusto, señor. El coronel dobló el brazo como el cogote de un ganso, dejando el puño a la altura de los ojos del muchacho. Lo sostuvo allí un momento para que lo viera bien y descargó un golpe seco en el hueso de la nariz. La sangre cubrió la boca, chorreó por la barbilla, se deslizó por el cuello. -¿Sabe ahora quién soy yo? - Sí, señor, ahora lo sé: el coronel Ciriaco Ojarro. -¡Jho estudiante de palabra retumbante! ¿Vio que lo sabía? Esto le enseñará a no querer tomarme para la farra. Se frotó las manos y se paseó de un lado a otro lleno de satisfacción. - Así es, querido amigo; soy el famoso coronel Ciriaco Ojarro, el Napoleón Paraguayo. Contratados y escribiente reían a carcajadas. El suboficial permanecía impasible. * Bagres. 382 -¿Dónde agarraron a este puto? - En el bar "La Armonía", mi coronel -informó muy serio el suboficial-. Al producirse el allanamiento se subió a esconderse en las ramas de un mango para eludir la acción de la justicia. -¿Así que en un mango, eh? ¡Hay que dejarlo todo un •dia en ñakyrá encarmado en una reja, para que aprenda otro día... ¿Tiene documentos? - Sí, mi coronel: cédula y baja. -¿Y afiliación? - Ninguna, mi coronel. El coronel se sentó en el borde de la mesa y echó una hojeada al expediente. -¿De qué partido sos? - No estoy afiliado a ningún partido... Volviéndose de pronto el coronel le descargó un puñetazo en la mandíbula que lo arrojó de espaldas en el suelo. Antes de que pudiera incorporarse, le apoyó violentamente una bota en el pecho. - Encima de mentiroso es maleducado. A ver, repita: "No tengo partido, mi coronel". - No tengo partido, mi coronel. -"Usté es el Napoleón Paraguayo". - Usted es el Napoleón Paraguayo. -"Soy un tonto de chaleco". - Soy un tonto de chaleco. - Muy bien, así me gusta; puede levantarse. El muchacho se puso de pie sin dificultad. Tenía un excelente estado físico. Aunque algo aturdido, parecía estar divirtiéndose. El coronel movió tristemente la cabeza y aconsejó, p a ternal: - Te falta práctica, mi hijo; tenes mucho que aprender en esta vida. En el Paraguay todos tenemos nuestro partido; quien dice que no lo tiene es comunista. - No soy comunista, mi coronel. -iNo me discuta' - bramó, amenazando otra trompada; pero su sentido hist rióni co le impidió sobreactuar. -¿Sabe por qué está preso? - Supongo que por haber subido al mango, mi coronel. -iNo se burle de mí, pedazo de imbécil! Está preso por legionario, vendepatria y traidor! -rugió, como si con cada palabra fuera en aumento su cólera-. A ver, i repita! uSoy 383 comunista legionario, vendepatria y traidor, encima de medio puto". El muchacho no respondió. El coronel lo miró de arriba a abajo y soltó la carcajada. -¿No les dije? íEste ha de ser comunista, llévenlo para adentro! Uno de los policías contratados agarró al preso de los cabellos y se lo llevó a empellones. "El reo negó pertenecer al partido comunista y dedicarse a actividades subversivas financiadas desde el extranjero", tecleó el escribiente. -¡Formal el mita-í*! -exclamó el coronel, con sincera admiración-. Se calló justo cuando tenía que callarse. Descueréenlo un poco y dejen que se vaya a su casa. En eso vio al otro preso, que aguardaba en un rincón haciendo girar entre los dedos su astroso sombrero de caranday. La camisa de un rojo inentendible, los pantalones llenos de remiendos; la cara, las manos y los pies estaban tiznados de negro. El cabello enmarañado se abría en el centro y le caía en mechones sobre la frente. El ojo izquierdo lo tenía baldado. El derecho parpadeaba como esquivando golpes, contrayendo la mejilla hasta la boca, torcida en una mueca. Le sobresalía el labio inferior. Los dientes de arriba se apoyaban desde atrás en la base de los de abajo Tenía una hinchazón en el rostro, a la altura de las muelas. -¿De dónde salió este disparate? -preguntó el coronel¡Mba'éichapa nde rera! -¡Wenceslao Quiñones, a su orden, mi coronel! - respondió, entrecortado, dando un paso al frente y haciendo sonar los talones al cuadrarse. -¡Jho arriero, así me gusta! - Aquí dice "Ventura Páez", mi coronel - sopló el e s cribiente. -ÍGüepa espoleta! ¿Vos no sos Ventura Páez? -¡Ni sin esperanza, mi coronel! Quién sabe que clase de bandido ha de ser ese. Los Páez de mi valle son toditos cuatreros - respondió, arrastrando las palabras, con voz nazal y gangosa, sin abandonar la posición de firmes-. Ya te dije que soy Wenceslao Quiñones, profesional carbonero, de Paraguarí departamento, Cambá-potrero compañía. -¿Por qué estás preso? - Por causa de mujer» Muchachito. 384 -¡A la puta! Se produjo un estallido de hilaridad general. -¿Cómo por causa de mujer? -preguntó Ojarro, cuando se hubo calmado-, ¿Violaste a alguna? -¡Nde bárbaro! Iba nomás para el quilombo cuando me agarró la comisión porque no tenía documentos. -¿Dónde están tus documentos? - Está en mi carro, mi coronel; si quieres voy te t r a i goEl coronel Ojarro lo observaba de reojo. - Vayan trayendo al tal Ventura Páez. Pidió la lista de detenidos y la examinó de arriba a abajo. - No hay aquí ni siquiera alguno tu pariente, chamigo. No me explico como diablos viniste a parar aquí. Volvió a mirarlo atentamente. - Tu molde me es conocido, ¿dónde serviste? -¡R.I. 13 "Tuyutf", segundo batallón, primera compañía! - respondió Wenceslao Quiñones, levantando la cabeza con orgullo. -¿En que año ? - Cuarenta y cuatro y cuarenta y cinco, mi coronel. -¿Quién era el comandante? - Mayor Regalado Medina, mi coronel. -¿Cuál era su marcante? - Burro-mercado, pero los más atrevidos le decían Napia'e'güey. Retumbó otra carcajada. El coronel Ojarro se atajaba con una mano la barriga y con la otra descargaba puñetazos en el pecho de Wenceslao Quiñonez, que apenas se permitía una discreta sonrisa, como cuadra a un soldado. -¡Pero qué hijo de mil putas había sido este carajo! repetía el coronel, llorando de risa. En eso vino, abrumado a coscorrones, el desventurado Ventura. Wenceslao Quiñones dio un paso atrás y aguardó en la penumbra del rincón. Aunque no encontraron otro cargo que hacerle al tal Ventura Páez que el haber sido sorprendido orinando sospechosamente detrás de un árbol de la calle mientras la policía allanaba una casa, lo mandaron de vuelta al corralón por no haber acudido cuando fue llamado por primera vez. - Bueno, basta de jodas -dijo el coronel Ojarro sentándose sobre la mesa-. No me digan que en la mariscada de anoche sólo cazaron sabandijas. 385 - Con su permiso, mi coronel -dijo el suboficial, que a todo esto no se había reído ni una sola vez-, tengo un informe por separado del teniente Vega, Anoche, cuando allanaron "La Armonía" uno de sus hombres reconoció a un conspirador rebelde que trataba de escapar por los fondos. Fue inmediatamente detenido. Claudio Arévalo, que se hallaba bebiendo en el bar en compañía de otros funcionarios del Departamento de investigaciones Especiales, intentó hacerse cargo del preso, cosa a la que se opuso terminantemente el teniente Vega, que, ante la insistencia impertinente de Arévalo se vio obligado a hacer uso de la fuerza, con lo que se produjo un desagradable incidente en presencia del público... - Amigo, no te entiendo un carajo, ¿qué te cuesta h a blar derecho? ¿Quién es el conspirador rebelde? - Teófilo Villalba, mi coronel. -¡A la gran siete! . ¿Dónde lo tienen? - En el patio, con los demás detenidos, mi coronel. Lo estaba espereando a usted para llamarlo. - Muy mal hecho, lo hubieran puesto en una celda, con doble guardia e incomunicado. Pero no importa, de allí no se va a escapar... ¿Qué le hicieron al mayor Urbieta? - Hay orden de no molestarlo, mi coronel. - Está bien, no hay necesidad de andar mal con el ministro por ese viejo de mierda. Ahora anda vos mismo a t r a é r melo a Teófilo, y que alguien prepare tereré. Al rato se oía gritar; "¡Teófilo Villalba! ¡Villalba, Teófilo!" El coronel Ciriaco Ojarro se relamía de gusto. -¡Jho Teó, hijo de diablo, se te cumplió tu planeta! Es una anguila, pero esta vez se le acabaron las barajas. Wenceslao Quiñones tosió discretamente. - Perdón, chamigo, me había olvidado de vos -dijo, y gritó- ¡Número! Se presentó un conscripto armado de fusil. -¡Acompáñemelo a este ciudadano y déjemelo salir! De despedida le regaló diez guaraníes a Wenceslao Quiñones para que se tomara un trago por la mala noche. Media hora después el coronel Ciriaco Ojarro tiraba un tintero de plomo al suboficial Galeano, puteaba al teniente Vega y pateaba al cabo Orzúsar cuando éste fue a informarle que Teófilo Villalba no aparecía por ningún lado. Amenazó con hacerles pelar a todos la cabeza. 386 Se formó un piquete armado que se metió en el corralón repartiendo culatazos. Buscaron pieza por pieza. Dentro de los medio tambores de nafta que se usaban para preparar la comida y vaciar los excusados. En los basurales de la barranca, llenos de ratas que no dejaban gato vivo. En el común, donde las ladillas transitaban por las paredes en formación de hormiga. Pasaron lista. Esto trajo nuevas complicaciones. Buena parte de los presos no figuraban en la nómina, que en cambio registraba a muchos que hacía tiempo habían salido en libertad. No había modo de saber si los presentes usaban sus verdaderos nombres, porque en el recinto ninguno conservaba documentos, y éstos se guardaban en la comandancia, entreverados en un cajón de frutas. Se consultó a los carceleros más antiguos, a los presos más memoriosos, a los soplones más serviles. Finalmente, aunque heridos en su orgullo, a espaldas del coronel Ojarro, llamaron al Departamento de Investigaciones Especiales. Acudió Claudio Arévalo en persona. Mandó desfilar tres veces a la larga columna de presos soportando ceñudo sus miradas burlonas. De pronto se agachó y en la frente del suboficial Galeano se estrelló una galleta. No había tiempo de identificar al culpable. Pagaron los más lerdos, los menos afortunados. Claudio Arévalo disimulaba su regocijo con gritos y patadas. Era su desquite. La noche a n terior había disputado violentamente por el preso con el t e niente Vega, quien, abusando de la fuerza, había puesto fin a la discusión arrancando a Teófilo Villalba de las manos de los secuaces de Claudio Arévalo, y, tras de arrojarlo dentro de un camión blindado, atropello los raudales levantando m a rej adas. - No hay caso -dijo, finalmente, dirigiéndose al teniente Vega-. Se les escapó nomás. Son una manga de inútiles. Esto sí que es de veras un quilombo. Estalló una agria disputa en el trascurso de la cual las manos bajaban tanteando las pistoleras. * * * * * * Entre tanto, en su despacho, el coronel Ciríaco Ojarro oía, sin alterarse, el confuso griterío. Había montado en cólera y maltratado a sus subordinados más por hábito que por otra cosa. Estaba seguro de que Teófilo Villalba aparecería tarde o temprano. Es fácil ocultarse entre un millar de p r e sidiarios en un caserón de media manzana, pero escapar era imposible. 387 Ojarro estaba de buen humor. La t/arde anterior el Presidente de la República le había ratificado su confianza, nombrándolo de hecho jefe de plaza. Lo primero que hizo fue ordenar una batida general, para hacerse sentir. El núcleo combatiente del Glorioso Batallón estaba acuartelado, listo para entrar en acción. Pasada la media noche, a pocos kilómetros de la capital, se produjeron fuertes choques entre el Famoso Regimiento y fuerzas de caballería del general Ernesto Dalfrosse, rival del coronel Ojarro en la política, los negocios y el amor. El Presidente de la República lo volvió a llamar para aconsejarle que se quedara quieto, alerta para jugar el papel de arbitro en el momento oportuno. Para colmo de la suerte, Monsieur Pichón le dijo muy confidencialmente que Maruja Fontán había caído rendida por el honor que significaba para ella el desfile que en su homenaje hicieran soldados paraguayos, los más valientes del mundo. -ÍMi diosa! - murmuró en un arrebato, contemplando arrobado un cartel de propaganda fijado con chinches en un tablero pendiente de la pared, sobre el mapa del Paraguay, que mostraba a Maruja Fontán danzando semidesnuda. Lo distrajo el creciente griterío que venía del patio de la cárcel. Lo que estaba ocurriendo era producto del desorden y el hacinamiento, que muy pronto serían definitivament e superados. Tenía sobre su escritorio la maqueta; colgaban de las paredes los planos y el dibujo en perspectiva de la fachada de la obra que le daría inmortalidad: la Cárcel Modelo. Le había dedicado sus desvelos. Le prestó apoyo financiero con recursos provenientes de la reducción de las raciones de la tropa; y, de su propio peculio, de las utilidades producidas por los negocios que realizaba en sociedad con Monsieur Pichón, quien se mostraba comprensivo con los anhelos de bien público. Nadie podía decir que Monsieur Pichón no fuera un hombre progresista, un extranjero meritorio que contribuía al desarrollo del país con el aporte de su talento, experiencia y capitales. La Cárcel Modelo estaría dotada de los últimos adelantos de la ciencia y de la técnica. La legaría a las generaciones futuras como prueba de su acendrado patriotismo. Como todo paraguayo va a parar a la cárcel una o más veces en la vida, el coronel Ciriaco Ojarro seria peremnemente recordado con gratitud. El timbre del teléfono lo arrancó de sus ensoñaciones. Era el doctor Alfonso Irala Vargas. 388 -¿Qué tal, Ciriaco? ¿Qué pasa con Teófilo Villa!•..-.... Como siempre, el ministro iba directamente al grano. -¿Cómo qué pasa, qué lo que va a pasar? - Me dicen que no lo encuentran. -¿Quién te dijo? - Eso no importa; lo tienes o no. Ni cuando hablaba en guaraní, que todo lo nivela, disimulaba el ministro su acento de superioridad. Ojarro se maldecía por sentirse algo intimidado cuando trataba con él, que no era más que un particú*. Sin embargo, no le tenía mala voluntad. - Me parece que hubo errada. Después te voy a decir. -¡Cómo una errada! -exclamó el ministro, levantando la voz-. Supongo que no habrás hecho alguna barbaridad. Ojarro se enojó: - Dicen que lo trajeron anoche; ahora no lo encuentran. Como de aquí nadie se escapa, si vino está y si no está no vino. - Está bien, no te sulfures. Si se confirma la captura no me lo toquen hasta que hable con él -dijo, y tras de una pausa insistió, enérgico-: ¡Ni un pelo! ¿Has entendido? -¿Qué te pasa, es tu pariente? No lo vamos a comer. Al ministro no le gustó la broma. - Hay que usar la cabeza. Si tienes novedades, me avisas de inmediato. ¿De acuerdo? - Sí, chamigo de acuerdo -dijo el coronel Ojarro, riendo-. Te avisaré enseguida. - Te estaré muy agradecido. Hasta luego. El coronel Ojarro se recostó en la silla, tecleando en la mesa con sus dedos cortones. Aunque la puerta estaba cerrada y la ventana de su despacho daba a la calle, la gritería del corralón se había elevado hasta aturdirlo. De pronto le deslumbre una idea. -¡Carajo! Se golpeó la frente y rompió a reír a carcajadas. Rió hasta perder el aliento. Llamó a gritos al asistente. Cuando éste apareció en la puerta Ojarro se estaba secando las lágrimas con el reverso de las manos. - Anda a decirles a esos zanguangos que no joroben más. En su perra vida agarraron a Teófilo Villalba. - Pero, mi coronel... * Particular, c i v i l . 389 -¡El que te discuta me discute! -vociferó-. ¡Mándamelos a la puta! Guando el ordenanza se hubo ido, el coronel Ojarro se abotonó la casacaj se peinó, se puso la gorra, se miró en un espejito con marco de carey que había sacado del bolsillo. Con un poco de saliva se atusó los bigotitos. Salió dando zancadas sin contestar el saludo de oficiales y soldados que se cuadraban a su paso. Subió a su automóvil ultimo modelo. Puso en marcha el motor. Maruja Fontán ya se habría levantado. Iría a saludarla. Desde que la vio sacudir sus caderas emplumadas en el tablado de La Maison du Diable Rouge estaba loco por ella. Acentuaba su pasión el hecho de que el general Dalfrosse también la pretendiera. Guando corrió la voz de que el comandante de la División de Caballería c o r t e jaba a Maruja, los más gallos recularon. Pero, en lances del amor, antes que los galones han de valer los cojones. Ojarro era como el burro cuando se enamoraba. Atropellaba cualquier cosa. Una vez detuvo la salida de un avión de pasajeros uruguayo por causa de una azafata esquiva. Se armó un lío fenomenal. Intervino la Cancillería para evitar ia guerra que Ojarro con gusto hubiera declarado para enseñar a la indigna lo que cuesta hacer desprecios a un coronel paraguayo. Maruja Fontán coqueteaba con todos y por ninguno se decidía. Corrían acerca de ella infames habladurías. Ojarro no quería oír. Hizo a toda velocidad, siempre de contramano, el corto trayecto hasta el Hotel Colonial. Casi atropella a un lustrabotas. Hace brincar a una vieja. Frena de golpe. Da un portazo. Sube las gradas al trote, olvidado por completo de los asuntos de servicio. 390 EL PEREGRINO Teófilo Villalba pisó la calle lavada por la lluvia de la noche. Gomo un resucitado, descubrió la ciudad. Casas viejas, despellejadas, amarillas, rosapálidas, manchadas de rojosangre. Veredas blanquecinas de losa sin pulir. Negro empedrado de basalto desparejo. Columnas de hierro cubiertas de herrumbre, acribilladas por las balas de las revoluciones. Caminó sin apuro la Plaza de la República buscando el Cabildo y la Costanera. Como pelusas de samuú desmotadas por el viento pasaban flecos de nubes en el cielo azul. Contempló la bahía. La gran curva del río. El verdor que se extiende en lejanía. "Salí de la boca del tigre. Yo y Ojarro nos conocemos de hace rato. No supo ver mi sombra. Es un atolondrado. Yo era conscripto antiguo, lomo de yacaré, sobado como arreador. El estaba de particular, sentado en la vereda con la novia, la suegra y el vecindario por ahí, dándose el viento fresco de la tardecita. Paso y no saludo. ¡Eh individuo, salude a su superior! No quise darle el gusto. Le contesto en castilla para mentarle el trasero: No tevf, mi teniente. Hasta la suegra se ríe, toda tembleque, sobándose la barriga. ¡Váyese a presentarse al cuartel, maleducados! i Allá vamos a arreglar! Me echo la gorra en un ojo y le retruco: Para qué esperar tanto, mi teniente; arreglemos ahora mismo. Malicio que se achicó. Si tenía su revólver seguro que me entabla. Cobré cincuenta sablazos, doscientas flexiones con fusil, carrera baqueta, ñakyrá y calabozo. Nomás no me mataba porque yo no me moría. Salí de baja con la cabeza pelada y el corazón contento. Me h?bía cobrado dos años de maltratos. Era yo rebelde mismo, desde luego. En cada vuelta del camino de nuevo nos encontramos. Nunca puede agarrarme; puede que le agarre yo". 391 Acodado en el antepecho de la Costanera se aseguró de que nadie lo seguía. Abajo, siempre a punto de caer, se h a cinaban los ranchi tos de la Chacarita. "Por ahí van a buscar primero. Está lleno de lumpen capaces de venderme por un cuarto de caña. Pensar que en esa miseria encontré de nuevo a Mariana Arguello, que había sido tan rica". Un pelotón armado de conscriptos de policía marchaba por la costa de la bahía en dirección a los bañados. Tal vez a hacer ejercicios. Nada anormal por el momento. "¿Qué habrá sido el tiroteo de anoche? Sea lo que sea, ha terminado. Tiene que aparecer el capitán Palacios. Si dijo que iba a venir, vendrá sin falta, aunque sea solo, si es que no lo mataron. Es por demás caprichoso. En esto nadie le gana. Cuando recibí la directiva de abandonar su columna t r a t é de convencerlo de que la dispersara. No había nada más que hacer. Se emperró en seguir la guerra. Algunos de mis hombres, entre ellos Lucas Portillo, se quedaron con él. Algo tiene el capitán; pega por otros su locura. Me ¡costó mucho dejarlo, aunque no nos entendíamos. Si Fabio se equivoca y hoy no se produce el golpe, se sacrificará inútilmente. ¡Y yo por aquí sin hacer nada!" No era prudente acercarse a la casa de Fermín Agüero, en la que había estado alojado. Salió una vez y lo atraparon. Mucha casualidad. No tenía otros contactos. Estaba como perdido. "Si pienso el problema desde el punto de vista de las dificultades nunca voy a encontrar la solución. Siempre hay algo positivo. Por ejemplo, anoche no tenía un céntimo y ahora tengo los diez guaraníes que me regaló mi amigo Ojarro. "Las finanzas no marchan. Dejé de pitar para no andar de lismonero. Fui a la frontera casi sin plata para entrevistarme con el enviado del capitán Palacios. Viajé de vuelta sin comer desde Posadas a Buenos Aires. Apenas pude ver un poco a mi familia. Me mandaron para acá justo con el pasaje. Mi compañera me preparó un buen avío y uno mi compadre me regaló una botellita de ginebra". Entraba a picar el sol y soplaba caliente el viento nort e . Estaba solo. Nadie lo había seguido. "Con el dinero que tengo ahora puedo subir a un c a mión de pasajeros bien lleno, salir a las orillas y esconderme por ahí hasta que se haga de noche. Ese pai Roldan es buena gente. Trató de defenderme y casi le rompen la cabeza. F e r mín me habló de él. Es un cura progresista. Le veré en su parroquia y buscaré a algún contacto desde allí. Me gusta 392 Fermín, pero está verde todavía. Sabe demasiado; ha sido una imprudencia darle tanta responsabilidad. Debe ser cosa de Fabio, que se entusiasma con la gente sin probarla primero. No podía dejar que lo agarraran. Si le obligaban a hablar era el desastre completo. Yo, en cambio, tengo muchas barajas. Armé un bochinche y conseguí que me llevaran a la cárcel, de donde podía escapar o por lo menos ganar tiempo, en vez del Departamento de Investigaciones Especiales donde son más baqueanos. Tuve suerte demasiado. Lo que pasó muestra que muchas cosas andan mal. Por un pelo se salvó el Comité Ejecutivo. "Tengo que cruzar el centro para agarrar el camión en la calle General Diaz. Voy a poner cara de estúpido, mirar para todos lados como arribeño del campo. Wenceslao Quiñones, i adelante!" Avanzó despacio, como en descubierta, cuidando frente, flancos y retaguardia. Se le quemaban los pies, le lastimaba el pedregullo. Fingió renquera para disimular. "Perdí la costumbre de andar descalzo. Aunque sucios de hollín, si Ojarro hubiese sido más letrado se hubiera dado cuenta de que estos pies no son los pies de un campesino". Se detuvo unos instantes ante el tanque de guerra capturado a los bolivianos que, frente a la Escuela Militar, hace de monumento a la Paz del Chaco. Soldados con equipo de combate se desplazaban hacia el bajo. Había una ametralladora pesada emplazada en la terraza, apuntando hacia la j e fatura de policía. Las guardias estaban reforzadas. No eran movimientos de rutina, aunque todo parecía hacerse con mucha discreción y tranquilidad. Teófilo era un experto. Entró al centro por AlberdL Al llegar a Benjamín Constant divisó, estacionada en la esquina de Presidente Franco, la camioneta colorada de la policía. Dobló a la derecha. Las casas, aunque antiguas, no tenían el aspecto tinoso de las de los alrededores de la cárcel. Ganó Palma por 15 de Agosto. La gente caminaba sin quebrantos por la vereda de la sombra, indiferente al parecer a los acontecimientos que se avecinaban. No está demás mirar un poco por las muchachas lindas el día que se nació de nuevo. El mundo parecía en la función de un santo. Juzgó como profesional el trabajo de los lustrabotas. No se había perdido el arte: tiraban el cepillo de una mano a la otra produciendo un golpe seco, hacían llorar el trapo sobre el cuero bruñido del zapato explotador. Olió dolido el aroma de las chipas. Le encantó el paso parsimo393 nioso, la soberbia dignidad de las revendedoras que llevan el canasto equilibrado sobre la cabeza. Reconoció figuras familiares: ai turco vendedor de baratijas con la víbora al cuello; al puto Hanos Halve seguido por su lobo-pe domesticado; al Mariscal del Aire, con su grueso capote militar, hablando solo y comiendo hielo; a Stalin, con sus grandes bigotes, bajo su enorme sombrero de caranday tachonado de medallas y toquillas tricolores, despotricando contra los rebeldes legionarios. El Bar Felsina rebozaba de vagos, cajetillas, contrabandistas, cambistas, especuladores y procuradores a la pesca de un tonto, Teófilo VÜlalba vivía un sueño feliz, un retorno a la infancia y a la juventud. Cruzó la > calle frente al Hotel Colonial. Esquivó a un automóvil conducido por un bárbaro. El auto frenó de golpe. Apareció el coronel Ciriaco Ojarro con una cara para espantar al diablo, mirándolo con ojos fijos. Teófilo se tragó la lengua. Pero Ojarro estaba ciego. Cerró la portezuela y se metió en el hotel. (Olvidando su simulada renquera Teófilo dobló en la esquina. íPodrido liberalismo! Mascullando su autocrítica a l canzo la calle General Diaz justo cuando se acercaba bamboleante un destartalado camión de pasajeros. El antediluviano carromato estaba repleto. El guarda lo ensumió a empujones entre un bobo y una gorda que cacareaba de risa protestando por el manoseo. El camión arrancó a los barquinazos, crujiendo y rechinando en su tenaz y noble e s fuerzo de acarrear al pobre río. Adentro reinaba el buen humor. El guarda era una acróbata. Llevaba entre los dedos billetes para el cambio y el talonario de boletos. Colgaba de las ventanillas, subía al techo, cargaba y descargaba bolsas, canastos y gallinas. Saltaba de una a otra plataforma. Dirigía arranques y paradas con agudos chiflidos. Los aplastados pasajeros cambiaban agudezas y el desahuciado armatoste trepidaba de risa. Seguro y a gusto entre bultos y niños de pecho, arrieros y revendedoras, sudaba Teófilo Villalba más contento que en el circo. Al pasar por el mercado Pettirossi persiguieron al c a mión ensombrerados vendedores de helados con cuatro o cinco barquillos chorreantes en cada mano. El dinero corría de un extremo a otro hasta llegar al vendedor que cobraba y daba vueltos sin equivocarse. Finalmente salieron de la ruta y se internaron por calles de cuadras interminables, a veces flanqueadas por extensos baldíos. Cerca de la terminal, cuando ya quedaba poca gente, Teófilo se bajó. Por poco pega un 394 salto cuando sus pies tocaron la losa caldeada de la vereda. Se refugió en la sombra de un naranjito. Esperó que el c a mión, que parecía estar dando sus últimas boqueadas, se perdiera de vista. La calle estaba desierta y silenciosa. Abusando del aguante de sus pies aburguesados caminó por la vereda incadescente. Al encontrar una calle de tierra, que más parecía la zanja de un arroyo seco, siguió por ella hundiéndose hasta los tobillos en la arena. Resignado al suplicio del fuego caminó más de un kilómetro. Al pasar frente a un baldío, un frondoso yvapovó solitario lo convidó a descansar bajo su sombra. Se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en el tronco, y se dio aire con el sombrero. El revoltijo de harina, grasa y sal que componía el reviro de su desayuno le quemaba el estómago y le daba una sed insoportable. Muy cerca, en los yuyales reverberantes, un perro muerto despedía un olor nauseabundo Ya empezaban a picarle los piojos de Lamuerte. Justo ahora que se sentía sin fuerzas, se acordó de su familia. Guando estaba en comisión, como ocurría la mayor parte del tiempo, Teófilo procuraba pensar en los suyos lo m e nos posible. Los había dejado en Buenos Aires, en un barrio de emergencia lindante con una quema de basuras al que algún chistoso bautizara Villa Jardín. A sus hijos no les faltaba qué comer. Su compañera era de ley. Lavaba ropa, hacía de modista, de peluquera; vendía chipa, se conchababa de sirvienta, y le quedaba tiempo para realizar tareas políticas. Pero Teófilo se preocupaba por sus hijos. Los echaba de m e nos marchando por el monte en la columna Palacios, en m e dio de una reunión partidaria, mientras redactaba un informe o leía a los clásicos. Y ahora, que estaba toreando al enemigo sin encontrar burladero. Panchito, el menor, solía dormir con ellos en la cama grande. A Teófilo le gustaba jugar con él por las mañanas mientras Encarnación cebaba mate. No podía comprar juguetes, pero como era muy habilidoso, sabía hacer con tablitas y carreteles camioncitos y aviones. Si sus tareas políticas se lo permitían^ changaba de albañil para ayudar a su mujer., Ella no se quejaba., Encontraba natural hacer su parte. Había sido una morenita vivaracha y agraciada. La maternidad, los trabajos y las privaciones la habían ajado prematuramente» Pero, ¿éso qué importaba? ¿Qué estarían haciendo sus hijos? Seguro que revolcándose en basurales inmundos, oliendo el humo hediondo de la quema. Hablarían en guaraní, porque había en el vecindario 395 miles de paraguayos; pero nunca aprenderían a amar lo que amaba Teófilo. Crecían con las raices en el aire, sin una buena tierra de la que un hombre pueda sentirse orgulloso. Teófilo no había conocido más que la pobreza, pero su infancia transcurrió en espacios diáfanos. Nunca se sintió menos que nadie, aunque lustrara zapatos y anduviera descalzo. Era dueño del río, de bañados cristalinos, de selváticos baldíos; de la camaradería ruda y viril de lustrabotas y diarieros. Su rancho estaba siempre limpio, sus harapos remendados. Su madre, cultivaba flores en planteras de lata. Le dolía criar a sus hijos en medio de la basura. Sería bueno para el alma ver ahora a Juanchí, a Toribio y a Panchito. Sobre todo a Panchito. "¿Qué les voy a dejar a esos pobres inocentes? Esto es razonar como un burgués. Los pobres no dejan a sus hijos otra cosa que la vida. A sufrir aprenden solos. Me gustaría bajar como al descuido la mano sobre sus cabezas, como solía hacer mi abuelo para darme la bendición a escondidas de Taita. Taita era un anárquico partidario de la anarquía. Lo expulsaron de todos los sindicatos y partidos. Todo lo quería arreglar a tiros. Cuando todos lo abandonaron yo también lo abandoné. Hoy no haría eso, pero ya no tiene remedio. Quería un mundo sin ley en el qué todos fueran buenos. En cuana los malos... Taita ponía ojos de gato y se tanteaba la faja. Yo quiero una cosa más sencilla. Una forma de vida en la que no sean tan difícil hacer un hombre cabal". "Sería fácil la lucha si uno supiera que a los hijos no va a faltarles nada. Los enemigos lo saben y nos manean por ahí. Tal vez fuera mejor no tener hijos, ser un árbol sin flores y sin frutos. Así pensaba Mariana. Yo no estaba de acuerdo, pero me ganaba discutiendo. iQué mujer era Mariana! Dicen que se corrompió. Es el trabajo del gobierno. No sabe hacer otra cosa. No puede soportar a la gente decente. La decencia es un peligro. Los ojos se me caen. La sed no me deja descansar. Es preciso que consiga un jarro de agua". Se puso de pie. Al fondo del baldío se divisaba una arboleda envuelta en un hálito acuoso. Algo había en este paraje que le evocaba su niñez: "Por allá ha de haber un arroyito o un rancho de ocupantes. No me van a negar un porongo de agua fresca, serenada en el cántaro". No encontró un rancho sino una buena casa de adobe sobre una plataforma de ladrillos, aleros pajizos y un corredor en el centro. Parecía abandonada. Salvo un hueco del tamaño de una puerta, estaba enteramente cubierta por una densa telaraña. Sin embargo, la tierra bajo ios árboles estaba 396 prolijamente barrida y rastrillada. Había una mesa con varias sillas a su alrededor. A cierta distancia de ésta, un sillón de mimbre ennegrecido por la intemperie y un grueso y largo rollizo con la parte superior desbastada a la azuela para que pudiera servir de escaño. Más al fondo se ve fa el brocal del pozo, con el balde y la roldana. Por lo visto había gente en esta cueva de bichos. Estarían durmiendo i a siesta. Se acercaría al pozo sin hacer ruido. Al dar un paso más le ladró un perro. Era un barcino viejo, casi ciego, que salió por el hueco de la telaraña, fatigado por sus afónicos ladridos. Se acercó gimiendo junto ai sillón de mimbre. Olfateaba angustiado, sin saber adonde dirigirse. Teófilo dio un rodeo para ponerse fuera de su alcance. Junto al pozo, un mamangá zumbaba entre las flores de una ceiba. Chirriaban las cigarras. Revoloteaban sobre el balde cabichuí sedientos. Las negras avispitas no le hicieron ningún daño mientras sacaba agua, bebía hasta aguacharse, se mojaba con delicia la cabeza y los brazos. Derramó el resto en los pies martirizados. El perro estaba allí, renegando de impotencia. Incapaz de morder, ni siquiera ladraba de una m a nera convincente. - No, pues, mi viejo, no te preocupes, no soy un ladrón. Sólo tengo mucha sed. El perro debió entender porque regresó arrastrando el hocico a echarse de nuevo junto al sillón de mimbre. Teófilo lo siguió. Era tan fresca la sombra que decidió disfrutarla un poco más. - No tengo adonde ir, hermano -le dijo al perro-, déjame descansar un momentito. Se sentó en el rollizo, con los brazos colgando entre las piernas. El perrot trataba de rascarse una oreja agitando torpemente una pata en el aire. Entonces sintió Teófilo una pena muy grande. Quería ayudar al perro pero a él tampoco le quedaban fuerzas. Por su cara de zambo resbalaron gruesos lagrimones. - Estoy llorando por el perro, debo estar descalabrado. Poco a poco se fue doblando sobre el banco. Alguien observaba tras los tules de la telaraña. Cuando lo vio dormido, asomó un hombre alto. Avanzó lentamente, apoyado en un bastón que sostenía con una mano enguantada. La otra la llevaba en cabestrillo, colgada de un pañuelo de seda blanco. Los pies, muy hinchados, calzaban medias y alpargatas. Vestía un pijama desteñido. Le cubría la cabeza un sombrero de 397 fieltro de alas anchas. Llevaba anteojos ahumados de antifaz. El rostro, al que una capa de afeites le daba un brillo grasicnto, era rojizo, abotagado. Se detuvo a dos pasos de Teófilo. Lo miró largo rato. Luego se sentó en el sillón. El perro se arrastró hasta apoyar la cabeza en una de las alpartagas. - Dejémoslo descansar, noble Epicuro; lo que nos sobra es tiempo. *HS3**SiS& 398 EL PODER Y LA GLORÍA El general Fulgencio Iturbe estaba en su despacho de director de la Escuela Militar, rodeado de oficiales de su confianza, cuando doña Elvira lo llamó por teléfono. -¿Tiros hacia Tacumbú? Sí, los oímos, no te preocupes, ya cesaron. Luego te explicaré. Colgó el tubo y dijo, dirigiéndose a los oficiales: - El secreto debe ser absoluto. Hubiese preferido que mi mujer estuviera en casa de sus padres; pero no le h e ' d i cho nada que la hiciera sospechar siquiera que algo anormal esta ocurriendo, a pesar de que es la persona más leal y discreta que conozco. Espero que ustedes hayan tenido idéntica conducta. i - Aquí todos le respondemos, mi general; usted lo sabe muy bien. El general Iturbe hizo una inclinación de cabeza y bebió un vaso dé agua. Sentía una enorme ansiedad, pero ejercía perfecto control sobre sus nervios. El teniente Soria había regresado hacía un momento con noticias del mayor Silvestre Ocampos, que ocupaba en Tacumbú, con el batallón a s u m a n do, los cuarteles del Famoso Regimiento. En los alrededores se habían establecido retenes y puestos de seguridad. El t e niente Soria los había recorrido en compañía del mayor Ocampos. Se abrió el* parque y se distribuyeron municiones. Los conscriptos brincaban de contento, como si se alistaran para una fiesta. - Son niños -comentó el general Iturbe, sonriendo-; a. los niños les gusta la guerra porque no saben lo que es. El teniente Soria era eí más joven de los oficiales de planta de la Escuela Militar. Muy buen profesor de equitación; audaz, dicharachero y ocurrente, los cadetes y conscrip399 tos lo adoraban a pesar de las jugarretas y las bromas feroces de las que les hacía victimas. - A eso de las dos de la tarde se acercó a uno de los retenes una patrulla de conscriptos de policía. Vigilantes angu r lientos y verdeolivos lustrabotas empezaron a tallar unos por otros: "¡Tahachí ñembyahyil" por aquí; "iVerde'o tamboverá!", por allá. Los del retén se picharon. Eran soldados veteranos. No iban a permitir desde luego que unos postes de calle les tocaran la oreja. Empezaron Ips balazos. Los del r e tén pegaron una atropellada. Los tahachí recularon mentándoles el diablo, atrayéndolos hasta las cercanías de la seccional de policía, donde una ametralladora pesada que los estaba esperando se puso a soplarles fuego. Los verdeolivos retrocedieron al trote, repuntando a un contratado herido en una pierna, al que habían agarrado prisionero. Se le tomó declaración. El individuo informó que a la patrulla la había mandado el comisario, para tentar un poco al Famoso Regimiento, a ver cómo reaccionaba. "iAhora van a saber!", dijo el mayor Ocampos. Con dos pelotones reforzados salimos a quebrar espoletas. -¿Cómo? ¿Usted también? El teniente Soria mostró su dentadura de caballo. -¡Y claro pues, mi general, no me iba a perder la diversión! -iContinúe! - ordenó el general Iturbe, con severidad. Debió haberlo previsto. Soria era un mozo inteligente, pero algo irresponsable. -tQué tropa, mi general, da gusto verla! ¡Le digo que volaban! Corrimos al comisario, desparramamos a los tahachí que corían atajándose la gorra. Ocupamos la comisaría. Soltamos a los presos; entre estos a uno político que estaba allí encerrado desde hacía unos diez años. Los muchachos se llevaron hasta los cucharones de la cocina. El mayor Ocampos mandó limpiar varias cuadras a la redonda. Hubo nuevos t o l e tole con algunos caprichosos que se habían reagrupado y volvían para cobrarse el susto. ÍQué iban a hacer esos prójimos! No digo que se los trajo de los pelos porque eran todos pelados, pobrecitos. -¿Hubo bajas? • - Zonceras, mi general. Vi dos tres tahachí muertos. En el regimiento hubo un herido leve. Se portaron los muchachos. El entusiasmo de Soria se contagió a sus camaradas. Lo ocurrido era una barbaridad. Sin embargo el general Iturbe no 400 hizo comentarios. Aquello había inspirado confianza y aliviado la tensión de sus oficiales. Conscientes de la precariedad de recursos y la insignificancia de efectivos de la Escuela Militar, les hacía bien enterarse de que contaban con un aliado aguerrido y dispuesto a pelear. - Empezaron a llegar particulares a pedir armas -continuó el teniente Soria-. Se les dijo que esperaran en sus casas, que ya se los iba a llamar. Muchos no se quisieron ir, hubo que echarlos. El vecindario regalaba cigarrillos, convidaba comida y daba agua helada para el tereré a los soldados que andaban por las calles. Yo estaba con el mayor Ocampos cuando llamaron del Estado Mayor. Querían saber lo que pasaba. Ocampos les dijo que cumplía órdenes del general Melgarejo, por lo que, si se animaban, fueran a preguntarle a él. - Por lo visto el mayor Ocampos es un mozo decidido. Confieso que tenía mis dudas al respecto. ¿Qué dijeron los del Estado Mayor? - Malas palabras, mi general; y colgaron el teléfono. - Bien, ya se dio el primer paso; pronto nos tocará a nosotros. La noche pasada, en medio de la tormenta, llegó a casa del general.Iturbe un oficial de enlace de la División de Caballería, con la información de que el general Melgarejo e s taba en Yuquyry. De inmediato el general Ernesto Dalfrosse destacó un regimiento para impedirle seguir avanzando hacia la capital. Lo hizo con el pretexto de reprimir a los rebeldes que habían aparecido en la zona. En esos momentos se e s t a ban produciendo violentos choques de patrullas. Era preciso llevar adelante los planes de la conspiración antes de que el general Melgarejo reaccionara. Iturbe notó cierto nerviosismo en el oficial de caballería. Sin duda le tenían un miedo pánico al Famoso Regimiento. El general ¡turbe salió de su casa sin avisar a doña Elvira, dejándole una nota con un pretexto cualquiera. Se presentó en la Escuela Militar antes de la diana. Convocó de inmediato a ios oficiales conjurados. Les dio precisas instrucciones. Se ultimarían los preparativos del alzamiento sin a l t e rar en lo posible la rutina de la escuela. El golpe se produciría esa misma tarde, apenas se recibiera un mensaje de la. División de Caballería. No había que caer en la trampa de lanzarse a la acción en forma prematura. Todo dependía del apoyo que recibieran, pues la Escuela Militar no podía hacer mucho por sí misma. Aunque no lo dijo, no confiaba en el 401 general Dalfrosse» Eia muy capaz de echarse atrás a último momento, dejándolos en la estacada. El Glorioso Batallón estaba acuartelado. Su comandante, el coronel Ciriaco Ojarro, fue visto por la calle sin escolta, conduciendo su automóvil. El Presidente de la República concurrió a su despacho en el Palacio de Gobierno, que dada la situación, no era extraño que ruviera las guardias reforzadas. La Radio Nacional difundía programas habituales y las informaciones burocráticas de costumbre. El general Dalfrosse no había vuelto a dar señales de vida. Se esperó en vano la llegada de un oficial coordinador, de acuerdo a lo convenido. Se evitó llamar por teléfono a la División de Caballería porque, naturalmente, las líneas estarían intervenidas por los servicios de inteligencia del gobierno. Cuando cesó la excitación producida por el informe del teniente Soria, los oficiales insistieron respetuosamente que se llamara a la Caballería. Podía hacerse con cualquier pretexto. El general Iturbe accedió a. ello: era preciso saber a qué atenerse. Un ordenanza contestó que el general Dalfrosse estaba durmiendo la siesta y que no se atrevía a despertarlo. Esto cayo en la reunión como un balde de agua fría. -¿Qué hacemos, mi general? - Es preciso esperar. Saldremos a la calle unicamente si se dan las condiciones mínimas para el éxito» Sí esto no ocurre, habremos fracasado. En tal caso, repito, asumiré personalmente toda la responsabilidad. Creo que Dalfrosse no reaccionará a menos que lo ataquen en su feudo... digo, en sus cuarteles. Es de los que piensan que pelear es peligroso. Se oyeron risas nerviosas, iturbe sonrió. - En definitiva, dependemos de io que haga el general Melgarejo. Si está tan chiflado como espero, atacará a la Caballería de un momento a otro. Entonces habrá llegado nuestra oportunidad. -¿Qué les vamos a decir a los cadetes? -preguntó un oficial-,, los noto inquietos. El general iturbe calló por un momento. Luego tomó una decisión. * - Reúna en un aula a los tres últimos cursos. Hablaré con ellos. - Si me permite, general -dijo un viejo capitán retirado, profesor de matemáticas-, opino ~ que si lo hace pueden surgir dificultades. ¿Por qué no esperar? Una vez que empiece el baile, bailarán. Así es la gente. 402 Era un hombre alto, muy delgado, de rostro fino y frente despejada. Vestía con decoro un traje negro, muy usado, y una anacrónica corbata azul marino. La camisa estaba gastada en el cuello y en los puños. Una de las patillas de sus anteojos de armazón de carey estaba sujeta con una tira plástica. Su carrera en el ejército había estado llena de dificultades y postergaciones porque era demasiado inteligente. El propio Iturbe, que, por ayudarle, lo había incorporado al plantel de profesores de la Escuela Militar, solía tratarlo con cierta desdeñosa suficiencia, como si inconscientemente d e seara castigarlo por algo o hacerle sentir su superioridad. Esta vez le dirigió una mirada algo sarcàstica, como para indicarle que había pensado en ello. - No se preocupe, mi querido capitán. No les diré más de lo prudente. Tenga la seguridad de que en el momento decisivo podremos contar con ellos. Son nuestros discípulos. - Que Dios lo oiga, general. El general Iturbe comprendió que era necesario atenuar el desgaste de la espera y de la incertidumbre. Explicó una vez más los objetivos del levantamiento, los ideales que saldrían a defender. Lo escucharon en silencio. Las ideas se movían en sus mentes como sombras en una oscura caverna. Estaban intelectualmente disminuidos por una educación e s t r e cha y reglamentada; la única que habían recibido la mayoría de ellos desde que abandonaron sus valles campesinos en procura de la única posibilidad que se les ofrecía de librarse de la humillación social y la pobreza sin remedio. Se habían dejado seducir por el sonido de las palabras del director, al que de veras estimaban, y por una noción simplista de la lealtad que le debían. El general Iturbe encarnaba las formas del ideal castrense: porte marcial, lenguaje enérgico, rechazo de la familiaridad. No tenía esas maneras simplotas y campechanas del militar paraguayo de otros tiempos, que nunca acaba de aprender la liturgia del oficio. Cada uno de ellos, como un jefe indígena, además de su nombre y apellido, t e nía su apodo o "marcante" en guaraní. Allí estaban Soria el Caballo, Eleuterio el Loco, el Mono Negro, el Santo de Palo, el Perro de Victrola, el Capitán Enojado, Guzmán el Feo, Pancho el Cerdo. El propio Iturbe tenía el suyo, con buena carga de ironía: Fulgencio Arandú, Fulgencio el Sabio. Mientras lo escuchaban, cada uno pensaba que se había metido en un lío que comprometía su carrera y los pequeños privilegios que los libraban de la engorrosa tarea de pensar y tomar decisiones. Esta suerte de abulia intelectual y moral era la que 403 en el fondo los había colocado casualmente en el bando de los conspiradores. Lo mismo hubieran seguido a Ojarro, Dalfrosse o Melgarejo. Quizá hasta los hubieran comprendido mejor, puesto que ellos apelaban al espíritu de cuerpo y daban participación en el botín. Seguían a este hombre que les estaba hablando del honor militar, del restablecimiento de las instituciones democráticas y de la decencia pública, que en el fondo poco les importaba; ya que nada tenía que ver con ellos. Con tales menudencias, si ganaban, quedarían igual que antes; en cambio, si perdían, tendrían que enfrentarse al fastidio de vivir fuera del reglamento, preocupándose del pan de cada día. Sin embargo, estaban resignados, deseosos de entusiasmarse; de encontrar un razonable pretexto para hacer lo único que sabían hacer en realidad: armar un gran ruido que podía costar la vida a algunos de los más infortunados, pero del cual la mayoría saldría ilesa. - Señores oficiales -concluyó el general Iturbe-, con e! auxilio del Dios de las Batallas salvaremos el honor del Ejército Paraguayo. Media hora después le anunciaron que los cadetes de los tres últimos cursos estaban reunidos en un aula. El general Fulgencio Iturbe saludó a ocho hileras de cadetes cuadrados junto a los pupitres. Subió al estrado. Se detuvo a observarlos uno a uno. Eran en su mayoría muchachones morenos, saludables, entre los que se destacaban algunas cabezas rubias. El general amaba a su ejército; veneraba. su tradición gloriosa. ¿Serían capaces estos jóvenes de mantenerla? Eran más altos y mejor nutridos que los que conociera cuando llegó de la campaña con su atadito de ropa para ingresar a esta misma escuela, mediante el favor de su padrino, un caudillo liberal. Hablaba malamente el castellano. Sólo había usado zapatos en ocasiones solemnes. Sus camaradas eran del mismo origen, salvo uno que otro inservible o incorregible de familia acomodada. Los jefes y oficiales de la guerra del Chaco fueron hombres de modesto origen. Comandantes de división tenían que andar mendigando sueldos at razados. No se dio en setenta años un solo caso de militar enriquecido en el servicio. Los políticos golpeaban las puertas de los cuarteles, pero el ejército estaba sometido sin disputa al poder civil. Ultimamente habían cambiado las cosas. Entre estos jóvenes reconocía algunos hijos de cam aradas que estaban en la opulencia, enredados en negocios turbios. Se consi404 deraban poco menos que una casta privilegiada. ¿Como reaccionarían ante lo que pensaba decirles? -¡Siéntense! - ordenó. El director de la Escuela Militar podfa reemplazar con ventaja a cualquiera de los profesores. Cuando faltaba uno de ellos, gustaba presentarse en el aula, y tras de fijarse en qué punto del programa se encontraban, improvisar una conferencia magistral. No provocaba el resentimiento de sus colegas porque estaba fuera de discusión la superioridad profesional de Fulgencio Arandú, al menos en el aspecto teórico, LOÍ; cadetes agradecían estas intervenciones. En primer lugar porque sabía ser sumamente claro y ameno; después, porque estaba al tanto del nivel intelectual de los alumnos y no les exigía más de lo que podían dar. Si era oportuno hacerlo, en vez del pésimo castellano que usaba la mayoría de los jefes, no vacilaba en hablar en guaraní. Lo hacía a la perfección, sin arcaísmos de purista ni rebuscados neologismos. El inconveniente que en este sentido presentaban las más recientes promociones era que una parte de los cadetes apenas entendía superficialmente la lengua popular. Pero también el español del general íturbe era sencillo y bastante correcto: - Circunstancias históricas y geográficas han obligado al Paraguay a vivir sobre las armas. El nuestro es un pueblo de soldados. La historia colonial es una guerra ininterrumpida contra el indio, el bandeirante, el portugués y el jesuita. El doctor Gaspar de Francia, primero, y don Carlos Antonio López después, consiguieron mantener durante medio siglo una paz relativa, turbada por continuos sobresaltos, mediante la creación, con recursos irrisorios, de un ejército permanente de ciudadanos honrados, conscientes de lo que defendían, capaz de disuadir al agresor más temerario. Cuando se produjo el choque inevitable, nuestro ejército no pudo vencer a la Triple Alianza por la abrumadora desproporción de fuerzas, pero luchó con tan empecinado heroísmo que asombró al mundo y obligó al invasor a abandonar abochornado el campo de su indigna victoria. En la guerra del Chaco el ejército salvó a la patria de una nueva desmembración que hubiera significado el colapso definitivo de la nacionalidad. Se mordió los labios para contener la emoción que amenazaba desbordarlo. Continuó con la voz ligeramente quebrada: - Nuestra arma secreta es el honor. Es el imponderable que escapa a los teóricos extranjeros que estudian nuestras campañas militares; el que ha puesto en ridículo a los ene405 migos que creyeron poder aplastarnos rápida y fácilmente con la superioridad numérica y de armamentos. Poco antes de iniciarse la contienda chaqueña, el comandante Estigarribia llegó a la conclusión de que para equiparar nuestros recursos con los del enemigo teníamos la fuerza moral de nuestra historia. No basta la fría doctrina para explicar batallas como las de Tuyutí, Sauce, Curupayty, Acayuasá, Tuyucué, Itá Yva» té, Boquerón, Zenteno-Gondra, El Carmen, Yrendague, Yvybobo, Mandyjupecuá, Ingavi y ciento más. ¡Son victorias del espíritu, jóvenes cadetes! El Paraguay es lo que queda de la Provincia Gigante de las Indias, que abarcaba desde la Patagonia al Orinoco, desde los Andrés al Oceano. Es el corazón, el cerne, la dura medula incorruptible del lapacho. ¡Es la piedra angular de un gran destino para América y el mundo! iSÍ, para el mundo, jóvenes cadetes! El honor es nuestra bomba atómica. Si perdemos el honor, todo estará perdido. Un ejército corrompido, mercenario, nunca será instrumento de una política de grandeza. Nuestro patrimonio será puesto en subasta pública, nuestros compatriotas vendidos como esclavos, y el látigo del capanga será puesto en vuestras manos, ¡jóvenes cadetes! El silencio era profundo. El general Fulgencio Iturbe hizo una pausa para tomar aliento. - Estamos rodeados de vecinos que nos asfixian y desprecian con la despiadada arrogancia de los poderosos. La moral de la nación, la moral del ejército, es la única garantía de superviviencia y fundamento de la grandeza futura. Y ha tres días el Glorioso Batallón ha realizado un desfile de opereta e inclinado sus banderas ante el balcón de una puta! La última palabra, al restallar como un latigazo, avivó la mirada de los cadetes, que escuchaban impasibles. El general Iturbe afirmó los puños sobre la mesa. = El responsable es el coronel Ciriaco Ojarro, un payaso indigno de vestir el uniforme del glorioso Ejército Paraguayo. Bajo, hombrado, de sólida mandíbula, el general Fulgencio Iturbe echaba fuego por los ojos. -<Vamos a permitir que este acto vergonzoso quede impune, o esta Escuela Militar, esta fábrica de héroes inmortales ha de exigirle una inmediata reparación? Esperaba un grito unánime. Hubo silencio» -¿Vamos a permitirlo! •- rugió, con vos de trueno. Ojos vacíos, rostros ajados por la indiferencia., 406 -iEs una pregunta! Gomo no obtuvo respuesta, e! general Iturbei bajó del estrado y se plantó frente a la clase. - A ver usted, cadete Montanfa. Tocado en un resorte, el cadete se cuadró. -¡Cuál es su opinión! -¿Quién, yo? - Sí, usted. - No sé de qué me habla, mi general. Sonó una bofetada. Se oyeron risitas en el fondo. El cadete Montanfa continuaba de pie como si nada hubiera ocurrido. Su rostro, amoratado por el golpe, no mostraba la sombra de una ofensa. -¡Siéntese, imbécil! - A su orden, mi general. Las risitas se convirtieron en contenidas carcajadas. -¡Cadete Molke Fernández! Un muchacho alto y rubio se cuadró con cierta torpeza. -¡Eje cuadra pora py nde bringo ray car ajo! ¡Cuádrate .bien, hijo de gringo! El general 1 turbe había perdido el control de sus nervios. Los cadetes reían abiertamente. Tensó la voluntad para recuperar su autodominio. - Usted ha escuchado la pregunta; le ordeno que la responda. El cadete guardó silencio. -¡Es usted un cobarde! - No, mi general. - Responda entonces, ¿qué piensa usted? - Pienso que está borracho, mi general. En sus largos años de servicio, ni en la guerra ni en la paz, ni en la vida pública ni en la vida privada, nadie jamás había faltado al respeto al general Fulgencio Iturbe. Era demasiado. No estaba preparado para esto. - Está bien, puede sentarse - dijo, y salió de la clase. 407 DEL C U A D E R N O S DE TAPAS LIBERALES Al fin, ¿que pasó? Nada, absolutamente nada. Estoy descepcionado por el fracaso del golpe y aliviado porque no tuve que arriesgar el pellejo. Sobre todo, estoy descepcionado de mí mismo. Esperaba más de ti, José-Antonio Lara» Tenía derecho de esperarlo. El antepasado más remoto del que tienes noticias arribó en los bergantines de Ayolas y se enyerno con un cacique antropófago; sus tataranietos proclamaron que la autoridad del común es superior a la del rey; tus bisabuelos gestaron la independencia nacional; tu abuelo desafió en canoa a los acorazados de la Flota Imperial; tu padre peleo revoluciones y la guerra del Chaco, y tú temblaste ante la sola inminencia de un peligro real, no literario. Aquí estoy de vuelta en mi casa, sano y salvo, herido unicamente en mi propia estimación, sin atreverme a salir a las calles silenciosas, o tan siquiera hablar por teléfono de miedo a que la policía haya interceptado la línea. Anoto estas sinceras confesiones en el Cuaderno de tapas liberales y me asomo de vez en cuando en el balcón esperanzado y t e meroso de escuchar un tiroteo. Mamá, que da por descontado que si se arma la trifulca voy a salir a pelear, se hace la que no sabe nada. Lejos de intentar disuadirme, me ha abochornado colgándome al cuello una medalla de la Virgen Milagrosa y me ha encargado que, aunque ahora hace calor, me lleve una campera por si cambia el tiempo, i Ah corajuda hija de residenta, si supieras que tu hijo es el refugo de una raza cansada! Desperté al medio día con la resaca de las emociones pasadas en "La Armonía" y de las libaciones en casa de doña Consuelo de la Fuente. Exaltados por el tiroteo que se oía hacia Yuquyry, y que según explicó Galo Casanello se escu408 chaba con tanta nitidez por la humedad del ambiente y la dirección del viento, el taxi de don Ramón, acaso el unico que desafía impertérrito los raudales de Asunción, nos dejó en nuestras casas. El bravo chofer nos informó que había aparecido la columna Palacios a veinte kilómetros de la capital, y que en vez de combatirla mancomuñadamente como era su deber, se estaban agarrando a balazos tropas de la Caballería y del Famoso Regimiento. Me dormí arrullado por los apagados ecos de la balacera. Al abrir los ojos brillaba el sol de nuevo y al parecer todo había terminado. La gente transitaba bajo mi balcón con esa desconcertante capacidad que tienen los paraguayos de sustraerse de cuanto ocurre a su alrededor. Me ardía el estómago de una manera terrible. Mamá me preparó una tisana de yaguareté-caá. Preferí al amargo brebaje telúrico un vaso de eferbescente sal de frutas con un par de aspirinas por añadidura. Al diablo con los yuyos folclóricos. Son como las supersticiones, sin un poco de candor no surten ningún efecto, y he perdido la inocencia en los últimos días. Me estaba bañando cuando sonó el teléfono. Era Galo Casanello para decirme que estuviera preparado porque olía algo en el ambiente. Aunque no pongo en duda la agudeza olfativa del Basilisco, el dato me pareció impreciso. Es probable que considerara imprudente dar detalles por teléfono. Prometió visitarme en el diario. Ya que tenía el tubo en la mano llamé a Cristina. Doña Elvira ? muy amable y serena como siempre, me dijo que esa mañana, muy temprano, se había ido a casa de los abuelos. Cristina debió haberme llamado, aunque sea por curiosidad, para enterarse de lo "ocurrido en "La Armonía" después de que la policía la dejara salir. Suele llamarme a cualquier hora, con los pretextos más inverosímiles. Si ahora no lo había hecho, debía tener motivos muy substanciales, por lo que me abstuve de insistir en t r a tar de hablar con ella. ¿Se habían precipitado las cosas? Si así fuera, era natural que doña Elvira enviara a su hija a un lugar más seguro que la casa del general Fulgencio Iturbe. La idea de que había llegado el momento decisivo me produjo en principio una enorme excitación. Luego empecé a preocuparme, como el fanfarrón que se da cuenta que la cosa va de veras. Me había metido tontamente en camisa de once varas. Soy un poeta lírico, no un soldado ni un militan-, te revolucionario. Es notable como valoramos las pequeñas ventajas rutinarias cuando nos exponemos a perderlas. Sobre todo en mi 409 caso, que las perdería estúpidamente, de puro comedido, sin provecho para nadie. ¿Que va a ganar la libertad con un fusilero algo miope como yo? Mamá se las ingenió para improvisar una comida liviana, forzándome a renunciar a unos suculentos tallarines. Tiene razóri, trasnocho demasiado, bebo \ con exceso, ando leyendo poco y solo escribo, dejando de lado las estupideces que publico en el diario, estas descocidas confidencias en el Cuaderno de tapas liberales, émulo modesto del Cuaderno de tapas azules del Adán Buenosaires de don Leopoldo MarechaL Debo admitir que padezco de una doble debilidad. Debilidad del cuerpo y debilidad del carácter. No tengo poder sobre mis apetitos ni sobre mis emociones. Tengo miedo, mucho miedo, ¿a qué negarlo? ¿El mal está en mí mismo o lo he asimilado por osmosis? No sé qué dirán mis biógrafos. Los tendré sin duda alguna, pues no podrán olvidarme los cronistas de esta época aciaga. Como el bacilo de la lepra, el miedo se va apoderando lentamente de nosotros hasta que sale a la superficie con sus marcas terribles, incurables. Debería tener un automóvil. Podría adquirirlo en cuotas. Tengo muchísimos amigos que no van a negarme una buena garantía. Más de un figurón me figuro que habrá dispuesto a prestarme la plata sin intereses con tal de que lo deje pavo-nearse en el suplemento cultural con algún arti-culito. Mi colega de "Sociales" recibe muchos regalos. Soy el único imbécil que presume de incorruptible a patacón la cuadra. Ciertas moralidades carecen de fundamento racional. Son un prejuicio, como las fobias adquiridas en la infancia. Nos mutilan y privan de recursos para luchar por la existencia. Si la honradez no ayuda a vivir deja de ser un valor social para convertirse en algo puramente subjetivo, como esos poemas que sólo deleitan al autor. Caminar de siesta por las calles de Asunción en pleno verano es un suplicio inútil. Se ve uno que otro desgraciado, con los tobillos inflamados por la avitaminosis, durmiendo en una sombrita. Radio Nacional pasó el informativo de rutina. No veo un solo vigilante. Al pasar por la Central Telefónica encuentro media docena de conscriptos con armas largas. Forman un cuadro digno de un pintor impresionista. Inmóviles, descalzos, la gorra sobre los ojos, las manos de terracota aferradas a viejos máuseres hazañosos con más vida y carácter que ellos mismos, duermen bajo la resolana. El calor es infernal. Voy hacia el cine Victoria con la intención de dormir un rato con aire acondicio410 nado. Total no pago entrada. Ya estoy en el vestíbulo cuando oigo crepitar la fusilería y al rato el tableteo de las ametralladoras. Me decido por el diario. Como muñecos de barro, los guardias de la Telefónica continúan en el mismo lugar. Apuro el paso, no sea que alguno se despierte con el tiroteo y me encaje un balazo de puro atolondrado. Por primera vez en mi desolada carrera de plumífero ganapán llego temprano al trabajo. No veo a nadie en la sala de redactores hasta que descubro, sobre el escritorio del jefe de redacción, dos tamaños pies callosos formando la "V" de la victoria. El ordenanza, el maldito soplón, duerme beatífico en el sillón reclinable dándose aire a todo trapo con dos ventiladores. La venganza es el placer de los dioses. Le clavo una lapicera de plumilla en el medio de la planta del pie d e recho. Pega un salto, se frota incrédulo los ojos. Reprendo severamente a mi enemigo; le ordeno con malos modos que prepare tereré y ocupo su lugar. Enciendo la radio. A lo largo del dial, plañideras polquitas degradadas; menos en Radio Chantas, que difunde buena música pero tampoco noticias. Me tranquilizo. Puede ser que no sea nada, aunque arrecie el tiroteo. El primero en llegar es el cronista deportivo. No sabe nada. El tiroteo amaina por momentos, se desgrana en disparos aislados, vuelve a encresparse furibundo. Van llegando más redactores, se amplía el ruedo; circula el tereré, se hacen conjeturas. No le devuelvo su asiento al jefe de redacción. Espero que me lo pida; pero, el muy zorro adivina mis intenciones y muy tranquilo se sienta en una silla cualquiera. Tranquilo en apariencia. De tanto en tanto me dirige una mirada celosa, como si le estuviera tocando la mujer. Sé que no le simpatizo, pero lo disimula. Creo que me tiene envidia. Llega don Arturo. Los más se dirigen a su respectiva máquina. Sigo impertérrito cebando el tereré, al tiempo que le propongo al director enviar la camioneta con un cronista y un fotógrafo a la zona de combate. No se digna a contestarme. Se encierra en su sarcófago con aire acondicionado. Lo vemos a través de los vidrios. Se quita el saco, se escurre el sudor, habla por teléfono, grita, gesticula. El viejo está nervioso. Es una rara especie de periodista que se asusta cuando ocurre algo. Ya cada cual está remando en su galera cuando, en vista de que no se decide a pedírmelo, le devuelvo su sillón reclinable al jefe de redacción. Odia que le ocupen la silla. Es comodísima. Me han dicho que la compró él mismo 411 y la esrá pagando en cuotas. Un miserable escrúpulo de conciencia me impide delatar al ordenanza delator. Soy prisionero de mis necios principios. iVIe dirijo a mi cuartucho con el laudable propósito de dormir una siestita. Maniatado por su propia culpa, el ordenanza no me delatará. Ha cesado el tiroteo. En el rostro de los esclavos se percibe la sombra de una pesarosa decepción. Yo, en cambio, siento un alivio miserable. Dos. horas después sabíamos lo que había ocurrido y lo que podría acontecer. Sin embargo, en la redacción reinaba una semirrutina apenas alterada por cierto nerviosismo. Anoche se peleó reciamente a veinte quilómetros de la capital. Hubo violentos choques entre verdeolivos y policía en Tacumbü. Varios muertos y heridos en Barrio Obrero. Si Melgarejo se decide a entrar a la ciudad, es muy probable que se produzca una batalla campal. Pero, estas cosas no atañen a la prensa en nuestro país. La primera plana la ocupará, - con grandes titulares, la, guerra en Asia y se destacarán los amores de la princesa Margarita con un aviador divorciado. De pronto, como si mi estro hubiese olfateado vientos de fronda, vuelvo a ponerme nervioso. Busco algún pretexto para mandarme a mudar. Voy y vengo a la sala de redactores en procura de noticias frescas, que son, sin excepción, rumores disparatados. Me "devora" la ansiedad, ¿qué sería de nosotros sin los lugares comunes? Si no fuera por la barba el ordenanza hubiera notado mi susto cuando me avisó que me llamaban por teléfono. Está bien, llegó la hora, me digo, t e m blando de coraje, tan dispuesto al sacrificio como un novillo llevado al matadero. Al fin al cabo soy suboficial de reserva, egresado de la CIMEFGRD. Tengo una vaga memoria de las posiciones de tiro y sé que hay "tre clase de patrulla: ante, durante y despué'de la combate", como decía nuestro instructor, el Teniente Librito. Metido en el baile, bailaré de algún modo, aunque me tiemblen las rodillas y se me hielen las manos. La sorpresa fue mayúscula. Era Babe Niberto. Aquí estoy con Cardocito, me dice, lo sabemos todo, no hagas macanas. Anda ahora mismo a tu casa y déjate de joder. Expliqúense, no sé de qué me hablan, chillo, sin convicción. Ahora me habla Walter: si es así, tanto mejor; pero te advierto que de aquí en más ya no podremos ayudarte. No atino a agradecer ni a despedirme. Oigo la risa de Babe. Cuelga. Quedo con el tubo en la mano. Desde el fondo de mi alma supe lo 412 que tenía que hacer: avisar a los amigos para que se escondieran. El teléfono está sobre el escritorio del jefe de redacción para evitar abusos. Aunque tenemos la misma jerarquía, él es el señor del aparato y esto le hace sentirse seguro de sí mismo. Sospecho que me odia, pero es un caria'y ete, t i e ne hidalguía. Qué te pasa, pregunta, mirándome en la cara. Mamá se descompuso, debe ser el calor. No pudo habérseme ocurrido pretexto más idiota. Anda nomás, me dice, sonriendo, yo le avisaré a don Arturo. Que se mejore tu mamá. Me siento un infeliz. ¿Qué pasaría si le dijera decile a ese viejo de mierda que tuve que salir? Nada, no pasaría absolutament e nada; pero no me animo. Me consuela pensar que no soy tan miserable como para obedecer a Cardocito y correr a mi casa a meterme debajo de la cama. Una vez en la calle pensé a cual de los amigos debía avisar primero. Me decidí por Galo Casanello: tiene auto, y podíamos salir luego a dar la alarma juntos. No encontré a don Ramón en la parada y tomé otro taxi cualquiera. El chofer me conoce, como todos los de su gremio, y, probablemente como muchos de ellos, sería pyragüé. Me bajo en la Avenida Colombia, varias cuadras antes de llegar a la casa de Galo. Después arregalmos, digo, para no perder el tiempo. Macanudo, patrón. Hace la venia y se va. Pienso a s tutamente que si me delata no cobrará el viaje. Me "asaltan" dudas, camino lentamente. Algo me dice que marcho hacia la boca del tigre. Por alguna razón Galo no vino a verme al diario como habíamos convenido por teléfono, ni volvió a llamarme. Mis temores se confirman. Hay un sujeto sospechoso frente a la casa de Galo, que me mira con insistencia, sacando la lengua y chupándose el hueco de un colmillo. Lo conozco: es Presentado Mancueüo, uno de los secuaces de Claudio Arévalo. Estuvo anoche en "La Armonía". Paso de largo atajándome las piernas para no echar a correr. Mucho más adelante me atrevo a mirar atrás. Muy cerca de mí, lenta y sigilosamente, pegada a la vereda, me sigue la camioneta colorada. Estoy perdido. Al punto la tengo al lado. IQué tal, mi socioí, me grita Claudio Arévalo con una risotada amistosa. Asoma por la ventanilla y me tiende la mano. La estrecho con efusión y me estremezco: es manopla de hierro. Como en un relámpago alucinado reconozco en la parte de atrás del vehículo a Galo Casanello, maniatado. Tiene un ojo en compota y sangra por las narices. Me mira fija413 mente, no parece asustado, está furioso. La camioneta colorada acelera y dobla en la próxima esquina. Camino como borracho, dando tumbos sobre la tierra que se mueve. Las cosas se han transformado en figuras geométricas de colores intensos, amarillos, azules, verdes y anaranjados. No pido socorro porque, como en pesadillas, no me sale la voz. La tremenda impresión dura un instante. R e a c ciono al sentir una bayoneta en el estómago. Me encuentro rodeado de soldados de la escolta presidencial. Estoy frente a la Embajada. Pasaba nomás, explico. Me empujan con las culatas, me patean, me tironean de la barba, se divierten. En eso aparece providencialmente Mike Woller con dos rubios orangutanes que apartan a nuestros soldaditos poco menos que a empellones. Mike me toma del brazo y me pregunta en inglés qué diablos estoy haciendo allí. Se me ocurre decirle que he venido a visitar al señor Embajador. Es una tontería, pero para el caso da lo mismo. Así lo entiende Mike, porque se enconge de hombros, me lleva a rastras a través del jardín hasta la residencia y me hace entrar en una sala donde hay otros dos monos belludos montando guardia. Ordena que me traigan una gaseosa. Está serio, ceñudo, en un papel que no le conocía. Siéntate, me ordena; pediré que te anuncien. Se marcha. ¿Qué hará Mikewola en la Embajada? Se mueve como en su casa y tiene mando. Guando escriba mis memorias describiré esta larga antesala ante el retrato de Abraham Lincoln. No tenía ningún apuro, estaba a salvo. No sé cuánto tiempo estuve mano sobre mano hasta que apareció el Embajador nada menos que con el Presidente de la República. Me saludaron cordialment e , como a un viejo conocido. ¿Qué tal, mi amigo?, me dijo el primer mandatario; como puede ver, mis relaciones con el señor Embajador, contrariamente a lo que afirman los enemigos de mi patriótico gobierno, son excelentes. Lo considero un ministro sin cartera de mi gabinete. Escríbalo en el diario. Ha sido usted muy oportuno. Hablábamos justamente de convocar a la oposición a un diálogo constructivo para fortalecer las instituciones democráticas, y de ampliar los vínculos culturales de nuestro pequeño y aguerrido país con la gran potencia del norte. Sonrió como un estúpido y me atrevo, en el único acto heroico de la jornada, a pedirle por Galo Casanello, un prestigioso facultativo que, seguramente por error, fue detenido esta tarde. El rostro del Presidente de la República se ensombrece de manera aterradora. Me echa una mirada de hie414 w lo y cambia de tema: ¿Qué pasa con sus "Viñetas Asunceñas"? No aparecen con la misma regularidad que antes. Dígale a don Arturo que es lo primero que leo los domingos. Me siento miserablemente halagado. Escriba lo que quiera, agrega, tendiéndome la mano, para eso hay libertad de prensa. El Embajador me acompaña hasta la puerta y me susura en inglés: Me ocuparé de su amigo, no se preocupe. Me trajo de vuelta a casa un automóvil con chapa diplomática. Tengo miedo de morirme y que estas confesiones queden para la posteridad sin que les dé previamente un barniz de hipocrecía. No servirfan de ejemplo a las generaciones futuras como nada de lo que ha hecho mi malograda generación. El miedo y el halago me hicieron pensar por un momento que el Presidente de la República es un patriota que sabe lo que hace. Un pueblo díscolo, sin disciplina social como es el nuestro, necesita de una mano dura que lo amanse, lo gobierne y lo lleve por el buen camino como hace el domador con el potro salvaje, previamente capado. Al doctor . Francia y a los López los combatieron en nombre de principios liberales, bellos pero irrealizables. Eso pensé, pero ya cambié de idea: es un ^SS^^Sf* 415 EL FANTASMA Teófilo Villalba se despertaba siempre primero con un ojo. Se encontió tendido sobre un tronco bajo la bóbeda de árboles gigantes, cuyo follaje en las alturas, como pintados vitrales de una iglesia, daba pálidos reflejos anaranjados. Se oía la oración del pájaro bendito y el tempranero lamento de un caráu. Aleteaban las gallinas subiendo a sus dormideros. Chirriaban las cigarras y la multitud de los grillos iniciaba su concierto. No había soñado. Allí estaba 1 a casa cubierta de telarañas. Frente a él, sentado en un sillón de mimbre, la silueta de un hombre recortaba la luz mora del atardecer. - Buenas tardes, mi patrón - dijo Teófilo, sentándose en el tronco y sacándose el sombrero, como si fuera la cosa más natural del mundo echarse a dormir en patio ajeno. -iQué chico es el Paraguay, Teófilo Villalba! - exclamó el hombre, en guaraní. Teófilo calló, a la expectativa. -iCuánto tiempo sin vernos! "La lengua es como fusil -pensó Teófilo-, si se la usa de balde hace pillar tu posición". - Te conozco por el alma, Teófilo; no es preciso que sigas haciendo el tonto. Hablaba ronco, gutural. La cara se le escondía en la sombra de un sombrero de fieltro de alas anchas. Ocultaba los ojos tras de una gafas negras. Vestía pijamas, tenía la mano derecha enguantada y la izquierda en cabestrillo. Despedía un olor ácido, sulfuroso, mezclado con extracto. - No me conoces, claro; yo tampoco me reconocería si me atreviera a mirarme al espejo. "Un lázaro -pensó Teófilo, aliviado-, no van a buscarme aquí". 416 - Según veo -continuó el señor, ya en castellano-, sigues empeñado en dar un futuro a este país que sólo cree en un pasado incierto; que como yo no tiene porvenir y cuyo presente es demasiado horrible para pensar en él. Teófilo dejó jugar al hombre para que fuera mostrando sus barajas. -¿Quieres un cigarro? - preguntó el leproso, sacando uno del bolsillo. - No, gracias, mi patrón; no pito. - Haces bien en despreciarme. Una vez convidé a unos braceros indios locro con sal inglesa. Sólo quería divertirme viéndolos correr por los yuyales, pero se me murieron unos cuantos. Luchó un buen rato con los fósforos hasta que logró encender uno con la mano enguantada. - Fue una desgracia; tuve mis remordimientos, aunque se lo tenían merecido, por pedigüeños. Suelen venir a visitarme. Se esconden entre los árboles, murmuran en su lengua, se gozan de mi desgracia. Creen que la justicia de sus dioses se ha descargado sobre mí. Se equivocan. Yo no creo en los castigos. El hombre es un irresponsable... ¿Ríes, Teófilo? - No, mi patrón, ¿por qué voy a reírme? -¡Ah, no te hace gracia! Gomo tu padre, detestas la crueldad inútil; pero si la creyeras necesaria la usarías sin compasión. "No sirve discutir con los enfermos", pensó Teófilo. El hombre hizo humear su cigarro y continuó hablando pausadamente. - Tu padre era anarquista, discípulo de Barrett, lector de Victor Hugo y de Eliseo Reclus, aunque apenas sabía e s cribir su nombre. Me gustaba sentarme en el corredor de la Gasa de la Calle España a escuchar cómo las ideas abstractas se transformaban en mito en los labios de un hombre del pueblo. Sabía muchas cosas tu papá, mi estimado Teófilo, acerca de la epopeya de los humildes, de la que raras veces tratan los libros de historia. Cuando todos lo abandonaron, hasta su propio hijo, fui su único amigo. Me ocupé de que tuviera una tumba decente. Voy a decirte dónde está. Si fueras a visitarlo le darías un alegrón. -¡Usted es Saturio Rojas! -¡Ah, por fin me reconoces! -¡Pero cómo no! Rieron de la misma cosa. No era preciso mencionarla. 417 - Así es, mi estimado Teófilo, aquí me tienes, reducido a la última miseria; pero no te aflijas por mí, la cosa no es tan trágica vista desde adentro. Me queda uno que otro amigo verdadero; ya no tengo enemigos, los he saciado a t o dos. El gran enigma del hombre, que es su propio destino, ya lo tengo resuelto. Sólo quiero una cosa: seguir dentro de esta carne podrida todo el tiempo que sea posible, ¿no te extraña? » No. -¿Puedes decirme por qué? - Vivir tiene fundamento. -¿Y morir? - Ninguno. -¿Oíste eso, Epicuro? Aquí tienes un discípulo. -¿Con quién habla? - Con el perro. -¡Ah! -¿Crees en fantasmas? - Si hubiera poras ya me hubiesen salido. -¡Pora ha verso naentéroipe ose! Los fantasmas y los versos no le salen a todos! No cualquiera es capaz de reconocer a los fantasmas ni al diablo, cuando se presentan. Yo tengo la ventaja de que mi abuela era bruja, ¿ios sabías? - Así ha de ser; mamá solía decirlo. Saturio Rojas se rió de una manera extraña, como t r a gándose la risa. - Las cosas no tiene límite, mi estimado Teófilo. Tú y yo formamos parte de una totalidad compleja pero idéntica a sí misma. Definimos los objetos al solo efecto de valemos de ellos para nuestros propios fines. Esto obliga al pensamiento a ceñirse a las cosas como el lazo del tropero a las guampas de un novillo. Lo hace a costa de abstraerlo del infinito y renunciar a su vocación metafísica; de un pensar fuera del hombre; de la nada, como bien has dicho. Estar aquí completamente solo me ha enseñado muchas cosas, aunque se t r a t a de una sabiduría sin sentido. Al desligarse de la acción, que es una forma de pasión, el pensar se extravía. Hizo brillar el cigarro en la creciente oscuridad y continuó: - Ese tronco de urundey en el que estás sentado, está compuesto de átomos en movimiento, cada uno de los cuales es a su vez un conjunto de partículas en movimiento, que no son otra cosa que la condensación del movimiento absoluto, de la nada, el cual, oñepysangáramo, cuando tropieza, se en~ 418 quista rabiosamente en masa, o en lo que vulgarmente llamamos la materia, conservando en sus entrañas un furor tan tremendo que puede hacer saltar el mundo en mil pedazos. Esto, claro está, si hemos de ciar crédito a la moderna cosmogonía. El hombre no es más que un punto de vista, mi estimado Teófilo. Dios lo necesita porque de otra manera su universo no tendría sentido ni siquiera para él. Y tú me dices que no existen fantasmas. Sólo ellos existen, mi estimado Teófilo, isólo ellos existen! Como su interlocutor no hizo comentarios, tras de una larga pausa siguió hablando: - Consumí gran parte de mi vida y mi fortuna tratando de comprender al Mariscal Francisco Solano López y al soldado morombí que lo siguió hasta el último extremo de la locura. Cada uno de sus actos lo empujaba a la catástrofe final que acabó por redimirlo. ¿Qué hubiera sido de él y de todos nosotros si hubiese caído asesinado por los hombres de su guardia? No puede negársele a la Historia su sentido del drama. ¿Has oído hablar de la gran conspiración y de los procesos de San Fernando? - Desde luego, mi patrón. - Procuré averiguar si existió realmente, y cuáles habrían sido los verdaderos alcances de la conjura, para concluir en que no es esto lo esencial. El Mariscal la aprovechó para acabar con la clase dirigente, con su propia clase. -¿Para qué iba a hacer eso el Mariscal? - Si hubieras sido su soldado, ¿lo hubieras seguido hasta Cerro Cora o te hubieses pasado al enemigo? -¡Ni nunca, mi patrón! Saturio Rojas observó unos instantes a aquel hombre sólido y tranquilo, descalzo y haraposo. - Te creo, mi estimado Teófilo. Yo, en cambio, lo hubiese abandonado. Hubiese razonado la guerra como un negocio que se debe liquidar, aun con pérdidas, cuando no da dividendos. Es lo que piensa la gente realista y responsable. El pueblo en cambio no quería saber nada de rendirse. Expresaba su voluntad en actos innumerables, como fue el éxodo de toda la población a las Cordilleras después del desastre de Itá Y vate, cuando el Mariscal no tenía poder alguno para obligarla a que lo siguiera. Él lo sabía y por eso tuvo que matarme. Me tuvo que matar porque era incapaz de comprenderlo entonces, como sigo sin entenderlo ahora. iMe queda grande, Teófilo, me queda grande! 419 Dio una larga chupada a su cigarro antes de seguir. - Sin embargo, cuando estudias al Mariscal te encuentras con un hombre tan miserable, ciego, caprichoso y absurdo como cualquiera de nosotros. ¿Cómo explicarías esto, mi estimado Teófilo? - Yo no sé, mi patrón. -íAh, tú tampoco lo sabes y lo hubieras seguido hasta Cerro Cora! - No lo hubiera seguido, me hubiera ido con él. -<;Por qué? Teófilo sonrió. - Mboriahu mante paraguái; sólo el pobre es paraguayo. Saturio conocía la frase, que se había hecho popular durante la guerra del Chaco. -¿Quieres decir que los pobres son estúpidos? - Así es, mi patrón; si no lo fueran, no serían pobres. Saturio se rió. -¿Sabes, Teófilo, que los guaraníes dicen que los Tupa crearon el mundo porque no tenían de qué hablar? La historia es una comedia tramada para entretenimiento de los dioses... Uno acaba por no saber a qué atenerse. Mientras dormías estuve tratando de persuadirme de que eras tú en la realidad que convencional y provisoriamente compartimos. Luego de consultar con Epicuro, aquí presente, acabé por aceptar tu existencia como la más verosímil hipótesis de t r a bajo. - Gracias, mi patrón. - No hay de que, y a mi vez te agradezco que tengas la paciencia de escucharme aunque seguramente no entiendas lo que te quiero decir. Este país está lleno de fantasmas, todas las cosas tienen alma, en ello reside su único encanto. Pancha Garmendia, la entrañable amiga del Mariscal lanceada en Panadero, se me suele aparecer allí mismo donde e s tás. Podría aclararme muchas cosas, pero se burla de mí con su silencio. Hablar le costaba algún esfuerzo, pero una vez que e m pezaba lo hacía con fluidez, hasta que de nuevo le falttaba el aliento. - En esa mesa que ves allí suelo reunir a las ánimas -dijo, señalando una que estaba, rodeada de sillas, cerca de la mesa donde se encontraban-; pero como el Convidado de Piedra no dicen ni una palabra. O sólo dicen disparates, lo que demostraría que en el otro mundo las cosas son tan confusas como 420 en este... ¿Te das cuenta, Teófilo, que me he vuelto loco de remate? - No lo creo, mi patrón; le gusta nomás macanear, como a todos los doctores.; Al parecer la observación de Teófilo no le hizo mucha gracia a Saturio, porque cambió de tono. -¿Ves esas telarañas? Las tejen unas arañas negras que anidan en el techo. Mandé romperlas muchas veces, pero las arañas las rehacían una y otra vez. Entonces me di cuenta de que me estaban tejiendo un sudario y acabé de convencerme de que en realidad estaba muerto y de que esta casa era mi tumba. Como la locura de la razón le está vedada a ios muertos, practico la locura de la sinrazón. MÍ mundo ha terminado. El que le sucedió es tan despreciable que, de todo corazón, te deseo éxito en la creación del tuyo, que no puede ser peor. Se le había apagado el cigarro. De nuevo empezó la penosa y complicada guerra con los fósforos. Teófilo hubiera querido ayudarlo, pero temió que se ofendiera. Saturio logró finalmente su objetivo, y de nuevo el cigarro brilló en la oscuridad. - Bueno, mi amigo, dejémosnos de macanear, como bien dices. Los juegos del pensamiento son entretenidos, pero no conviene abusar de ellos. Una vez te erré cinco balazos, pero ahora tu santo es bueno. Veo que estás en apuros, ¿cómo te puede ayudar un hombre enfermo? - Me escapé de la cárcel y no tengo adónde ir. Si no es mucha molestia, podría darme posada. - Me gustaría mucho que te quedaras, pero no voy a imponerte el sacrificio. Espero visitas esta noche. - Igualmente agradecido. - No me has entendido. Te enviaré a un lugar donde estarás seguro y te darán todo lo que necesites. - Gomo usted disponga, mi patrón. Un enorme sapo saltó frente a Saturio y lo quedó mirando. -¡Ah, quieres esto! - exclamó Saturio, y le tiró el cigarro. El sapo lo atrapó al vuelo, al punto lo escupió y se fue a los brincos. - No volverá a cazar luciérnagas - dijo Saturio» 421 UNA JORNADA DE LOCOS La oscuridad adensada en el hueco de los portones, bajo el ramaje de los árboles desbordados sobre los muros, las% enredaderas de jazmín volcadas sobre la calle, impedían controlar de un vistazo la cuadra de la casa del doctor Faustino Benítez. Fermín pasó de largo por la vereda opuesta. El portoncito de hierro estaba entreabierto. Por sobre la muralla, tenuemente reflejada en el follaje del naranjo, se insinuaba la luz del escritorio. Distraído por la observación casi pisó a un arriero que dormía en el ángulo formado por dos tapias. Podría ser un espía. Se detuvo a observarlo. Estaba sentado en el suelo, con la cabeza inclinada sobre los brazos apoyados en las rodillas, el rostro oculto por un sombrero de caranday,, Despedía una fuerte catinga, mezcla de caña y de sudor. Tenía puesto un poncho negro que dejaba ver las piernas bajo los flecos. Una vaina de cuero con base de madera reemplazaba a uno de los pies. El otro estaba descalzo. Debía ser un mutilado de la guerra del Chaco o el despojo de algún fratricidio. Fermín decidió arriesgarse; cruzó la calle y se escabulló por el portón. La noche anterior, al advertir que don Faustino abandonaba con sus amigos la casa de doña Consuelo de la Fuente, Fermín, que había estado en la habitación contigua en compañía de Teresita todo el tiempo que duró la permanencia de aquellos, decidió ir a verlo de inmediato para informarle de los acuerdos del Comité Ejecutivo, dando así cumplimiento a las instrucciones que le diera Fabio. Teresita estaba dormida, Le acarició suavemente los cabellos. La hubiera besado, pero temió despertarla. Se escabulló a la calle sin ser visto, y se dirigió rápidamente a casa de don Faustino, que no quedaba 422 lejos de allí. Tuvo suerte. Lo encontró acodado en la ventana de su despacho, escuchando el tiroteo que se ofa en dirección al Este. Cafa una fina llovizna a veces sacudida por violentas ráfagas de viento. Don Faustino recibió con gran satisfacción la noticia de que el Comité Ejecutivo había resuelto declarar la huelga general y sacar al pueblo a la calle, simultáneamente con el estallido del golpe militar. Los disparos que estaban oyendo eran, si no el comienzo, el preludio del estallido de la revolución. Mostró gran sorpresa al enterarse de que el Comité Ejecutivo estuviera reunido en los fondos de "La Armonía" mientras los intelectuales deliraban en "Puesto Lata" y Claudio Arévalo bebía amenazador en una de las mesas de la pista, en compañía de tres de sus secuaces. Fermín se lo dijo al poner en su conocimiento que Teófilo Villalba había sido detenido. Le consultó qué podía hacerse de inmediato para evitar que le ocurriera alguna desgracia en manos de la policía. - No te aflijas. Tenemos a un amigo que evitará que lo maltraten hasta que, mañana o pasado, lo pongamos en libertad nosotros mismos. Fermín quiso saber de qué amigo se trataba. Don Faustino no dudó mucho antes de respondaiJej: - Tal vez no debería decirtelo, pero lo haré en prueba de la gran confianza que inspiras. Se trata nada menos que del ministro del interior. -<E1 doctor I rala Vargas? - El mismo -declaró don Faustino triunfalmente-; ahora ya lo sabes: es nuestro aliado. Fermín no supo qué pensar; la confidencia de don Faustino era grave e innecesaria. Estaba al tanto de que la conspiración tenía ramificaciones en las altas esferas del gobierno, pero ignoraba por completo que involucrase al hombre universalmente considerado uno de los pilares del régimen, contra el que la oposición centraba sus ataques, incluso con preferencia al Presidente de la República. Don Faustino se dio cuenta. - Así es la política, el enemigo de ayer es el amigo de hoy, y el amigo de hoy puede ser el enemigo de mañana. El doctor I rala Vargas es culpable de muchas cosas. Sin embargo, es un hombre al que se puede rescatar. Desde el punto de vista práctico, su defección debilita al gobierno y nos fortalece a nosotros. Comprendo tus escrúpulos. Está muy bien que los tengas. Sería lamentable te convirtieras en un cínico. 423 Pero, a veces es necesario vencer nuestros escrúpulos; cuando nos enfrentamos con personas que carecen por completo de ellos. No hacerlo sería pelear en desventaja contfa forajidos. Fermín comprendía el argumento pero le costaba aceptarlo. El nombre del ministro se asociaba a la prisión, la tortura y la muerte de mucha gente valerosa. Tratar a semejante hombre como amigo y aliado se le antojaba una injusticia y una indignidad. - Pero, doctor, ¿por qué me lo ha dicho? ¿Qué necesidad tenía yo de saberlo? - Tú no, pero tal vez sea preciso que lo sepa Fabio Iglesias - dijo el doctor Benítez. -¿El no lo sabe? - No, no lo sabe; no podía saberlo hasta esta noche, en que, por la resolución del Comité Ejecutivo, se ha convertido en aliado. Pero a nadie más que a él debes decírselo. -¿Y si no está de acuerdo? El doctor Benítez le dio una palmada en un hombro y le dijo, sonriendo: - Lo estará, no te preocupes. Por otra parte, lo que hacen ustedes y lo que hacemos nosotros son acciones coordinadas pero independientes. Sabes muy bien que Fabio no me informa de todo, ni espera que yo lo haga, salvo que sea indispensable hacerlo. Así son las cosas, jovencito. La lealtad recíproca no excluye cierto grado de reserva, cuando se juega limpio en lo fundamental. Continuaba el tiroteo, que parecía acentuarse con cada ráfaga de viento. - Lo importante es que hemos reunido las tendencias más dispares para dirigirlas hacia un mismo objetivo. No ha sido fácil, pero lo logramos... En fin, ve a avisar a Fabio que todo está preparado. Hagan ustedes su parte, que la nuestra está prácticamente hecha. Tendió a Fermín una mano pequeña y firme, mientras con la otra le daba cariñosas palmadas en el nombro. - Anda, muchacho, y cuídate. Después de dejar a don Faustino se había dirigido directamente a la Casa de la Calle España. Encontró a Fabio Iglesias tomando mate con Emilia Sandoval. No hicieron ningún comentario con respecto a la revelación que había hecho don Faustino acerca de la complicidad del ministro con los conspiradores. Se diría que para ellos no era una novedad. En cuanto a la caida de Teófilo Villalba, dijo Fabio: 424 - Son cosas estamos expuestos esta noche no hay mi cama y échate conversando. que ocurren en la línea de fuego* Todos y aceptamos los riesgos a sabiendas. Por nada más que hacer, así que acuéstate en un sueñito mientras Emilia y yo seguimos - No tengo sueño - protestó Fermín. - Eso es lo que crees. En este oficio hay que aprender a descansar. Mañana tendremos un día muy agitado. Apenas se acostó le cayó encima un cansancio físico y mora! como no había sentido nunca. Oyó desde muy lejos a Fabio que decía: "Es un muchacho excelente". Lo último que sintió fue cuando Emilia Sandoval lo cubría con una colcha. Al despertar, bien entrada la mañana, ella se había ido. F a bio estaba conversando en el corredor con un hombre joven, curtido, recién bañado y afeitado, que vestía ropas que no le pertenecían. Era Lucas Portillo. Había venido a la Gasa de la Calle España buscando a Mariana Arguello para entregarle una carta del capitán Palacios, y encontrado por casualidad a Fabio Iglesias. - Portillo ha tenido una suerte extraordinaria -explicó Fabio-, Es el único sobreviviente de la columna rebelde, que anoche fue aniquilada en Yuquyry. El capitán Feliciano Palacios ha muerto. Lo dijo con tanta tranquilidad que Fermín lo sintió como una ofensa a la memoria de aquel hombre legendario, que había sido muy amigo de Fabio Iglesias. - Es una mala noticia, pero no modificará nuestros planes -continuó Fabio, fríamente-. Por ahora no hay necesidad de hablar de esto a nadie, puede tener un efecto desmoralizador. Por razones de seguridad, cada organización actuaría en forma independiente, siguiendo planes preestablecidos. Sólo cuando se hubieran iniciado las acciones, el Comité Ejecutivo se reuniría en sesión permanente, en el lugar más seguro que se pudiera encontrar. Fermín pasó el resto del día de un lado a otro llevando y trayendo mensajes. A media siesta se produjeron los primeros choques armados dentro de la ciudad. Circulaban toda suerte de rumores, pero nada se sabía a ciencia cierta. Era de noche cuando volvió por última vez a la Gasa de la Calle España. Fabio, que estaba ausente, regresó poco después. Tenía el rostro sombrío. Habló con cierto nerviosismo que no le era habitual. 425 - Ante todo, busca a Carpincho, que tiene una casilla en el mercado de Pinozá. Dile que no se mueva de allí. Entre esta noche y mañana es posible que tenga un pasajero. -¿Y si no lo encuentro? - Lo encontrarás, si te apuras. Busca después ai doctor Benítez y dile que pase lo que pase nosotros seguiremos a d e lante; ya no hay tiempo para detener las acciones. No vuelvas por aquí, me mudo esta misma noche. Toma todas las p r e cauciones para llegar a la casa del doctor Benítez, y si notas algo raro, no te expongas; podrías caer en una trampa. - De acuerdo. Fabio lo acompañó hasta el portón. - Buena suerte - le dijo, tendiéndole la mano. Entonces Fermín le preguntó: -¿Algo ha fallado? - No estoy seguro. La Escuela Militar no se sublevó esta tarde, como esperábamos. Si no lo hace esta noche o mañana de madrugada, quedaremos solos en las calles. - Y habremos fracasado... - Depende de lo que consideres un fracaso. Ya veremos. Fermín se marchó con un nudo en la garganta. A pesar de la oscuridad se había dado cuenta de que Fabio tenía los ojos llenos de lágrimas. No tardó en llegar a Pinozá. Ubicó en el caótico amontonamiento de casillas precarias el negocio de Carpincho, dedicado a la venta de artículos de importación. Lo encontró durmiendo en calzoncillos sobre un lecho de bolsas de arpillera extendidas en el suelo. Recibió el mensaje y volvió a acostarse sin hacer comentarios. Fermín salió a la ruta y caminó en dirección a la calle General Santos. Esa parte de la ciudad, generalmente muy animada por las noches, estaba casi desierta, aunque los bares, comedores y casas de juego permanecían abiertas. De repente apareció rugiendo un convoy de camiones del ejército llenos de soldados, los adrales erizados de fusiles alertas y ametralladoras emplazadas sobre las cabinas. Pasaron raudamente y se perdieron cuesta abajo. Tras un breve intervalo apareció otra columna, seguida por muchas más, hasta que Fermín perdió la cuenta. El Famoso Regimiento estaba entrando en la ciudad. Había una luz débil en el despacho del doctor Benítez. Fermín entró hasta el corredor y golpeó discretamente la puerta. 426 -¡Adelante! - exclamó una voz parecida aunque no idéntica a la del doctor Benítez* Abrió la puerta. En uno de los escritorios, algo arrinconado, en el círculo de luz de un velador con pantalla de metal, unas manos blancas manipulaban papeles guardándolos apresuradamente en una carpeta. - Buenas noches, ¿qué desea? - Busco al doctor Benítez. El rostro de su interlocutor seguía en la sombra. - El doctor Benítez no se encuentra. Soy su secretario, ¿en qué puedo servirlo? - Es algo personal. Una enorme cabeza entró en la luz como la luna que sale de un eclipse. Un rostro blanco, íedondo, miraba con el gesto embobado y burlón de una careta de carnaval, que era sin duda una deliberada morisqueta. -¿Personal? Claro, me imagino - dijo, poniéndose de pie, con la carpeta bajo el brazo, como si temiera desampararla. Se dirigió directamente a la ventana, abierta de par en par, . y sacó el torzo apoyándose en el rellano. -¿Oye? ¡Tiros! Parece que empezó la farra. Fermín se ubicó de un salto junto a él, con el alma llena de esperanza. Del extremo Oeste de la ciudad venía un intenso chisporroteo semejante al estallido de petardos en la quema de un Judas. La población perruna se había puesto a ladrar furiosamente. El secretario, pensativo, se acariciaba la barbilla. - Hay algo que no me gusta: no habla ña Ametralladora y caraí* Mortero se hace notar por su silencio. ¿Qué le parece? - No lo sé. El hombrecito escuchaba torciendo la cabeza como un loro. - Esos tiros son al aire - sentenció. -cCómo lo sabe? - Ya aprenderá a reconocer el delicioso contrapunto de un verdadero combate; el de la lógica en el caos. Siento desilusionarlo, pero esos tiros están celebrando alguna cosa. No ha pasado nada, o tal vez haya ocurrido lo peor. Fermín observó que el hombrecito imitaba como una caricatura el lenguaje y los gestos del doctor Benítez. k Señor 427 -iQué insensatez! Sin embargo debemos admitir que alegra al corazón esta absurda pirotecnia... ¿Es en relación a ella que desea entrevistar al doctor Benítez? - No, señor; ya le dije que era algo personal. - Es usted Fermín Agüero, ¿verdad? Negarlo no tenía sentido. - Yo soy Iluminado Fretes - dijo, tendiéndole una mano deliberadamente enérgica-. No se alarme; no soy un delator cuando puedo evitarlo. El hombre estaba actuando. - El doctor Benítez lo recuerda a menudo -continuó, como dándose importancia-. Siente mucha simpatía por usted y no tiene secretos para mí. Soy su último discípulo, su "fámulo", como gusta llamarme, ¿Ha leído usted el Fausto? - No, señor, pero discúlpeme: debo ver al doctor Benítez con urgencia. ¿Podría decirme, por favor, dónde puedo encontrarlo? Iluminado se rió. -iAh, enérgico el mozo! No se enoje, mi amigo; lo verá, se lo prometo... Pero déjeme explicarle que Fausto tenía un discípulo llamado Wagner, que al mismo tiempo era una especie de sirviente o tamboverá del gran filósofo. Se lo considera el arquetipo de la pedantería y de la estupidez; de la misma manera que muchos se figuran que Iluminado Fretes es un individuo disparate, par añado, sinmaspena. Sin embargo, fue Wagner y no Fausto quien sacó al homúnculo de la probeta; y esto, sin ayuda de Mefistófeles, que aconsejaba a los jóvenes que se entregaran a la joda... ¿Sabe usted qué es un homúnculo? A pesar de su impaciencia Fermín no pudo menos que reír. Iluminado Fretes era un cómico excelente. Su aspecto, las inflexiones de su voz, los ademanes y morisquetas que hacía convidaban irresistiblemente a la risa. - Supongo que será un hombrecito, o algo por el estilo. -¡Se acerca usted pero le falta un jeme! - exclamó Iluminado, frotándose las manos sin soltar la carpeta que sostenía amorosamente en los sobacos-. Pues bien, los homúnculos son hombrecitos transparentes, inteligentes y charlatanes que los alquimistas obtenían artificialmente por un procedimiento de depuración sucesiva de los metales. También puede obtenerse un homúnculo por reducción, a partir de un humanoide como el coronel Ojarro; o hasta del propio general Melgarejo, aunque en este caso suelen morderlo a uno como un yacaré 428 recién salido del huevo- Los del tipo dalfrossiano, medrosos y adiposos, tienden a resultar, según algunos tratadistas, unos traidores natos. No, señor, no es de ningún modo aconsejable la producción de homúnculos dal f rossi anos. De cualquier modo, aceptando los riesgos inherentes a la materia prima, para fabricar un homúnculo por reducción se agarra a un tipo, se lo prensa, pulveriza, centrifuga, disuelve en ácido sulfúrico y legía; filtra, decanta, cuela, mezcla con aceite de coco, jugo de naranja y caña con guaviramf; se lo pone a hervir en l e che de burra, se lo deja como un queso cuajar en el sereno y se obtiene, sin falta, un homúnculo. Por desgracia el procedimiento es lento y costoso y los paraguayos somos pobres e impacientes. Es una lástima, ¿no le parece? » Depende -respondió Fermín, dispuesto a seguir la broma un rato más-, ¿para qué sirven los homúnculos? - Los homúnculos no sirven para un carajo. -¿Entonces? - Son divertidos, ¿qué más quiere? Se lo puedo asegurar yo, como émulo de fámulo, porque he fabricado un homúnculo con utensilios caseros y medios artesanales. Admito que tal vez sea abusivo de mi parte darle tan pretensiosa denominación, porque padece todavía algunas imperfecciones. Conserva rastros de la cola y tiene mandíbulas prognatas: es un pitechomúnculo. Para decirlo en guaraní, que como el griego y el latín es un idioma apto para la nomenglatura científica, lo podríamos llamar, modestamente, avaminimf... ¡Perdón, esto acaba de ocurrírseme y debo anotarlo de inmediato! si no, después se me olvida. A mí, como a los indios, me va y me viene el juicio.. ¿Cómo era que dijimos? i Ya ve, se me ha olvidado! - AvaminimL - No; perfeccionemos: avalangaminimL Esto es, algo parecido a un hombrecito, con un toque de ternura y compasión en la partícula "angá", que en este caso juega sutilmente por añadidura como apocope de "ia'angá", "imagen d e " „ . ¿Qué le parece? -¡Perfecto! iluminado Fretes tomó un lápiz y escribió en la carpeta. - Seguramente no me cree, supone que estoy macaneando... - murmuró, sin levantar la cabeza. -¿Dónde lo tiene? - Allí, sobre la mesa - respondió, distraído, moviendo con negligencia una mano para atrás. 429 Fermín se volvió para mirar. Iluminado soltó una estruendosa carcajada, feliz por el efecto de su actuación. -¿No le dije que es transparente e incorpóreo? Sólo se hace visible cuando irradia luz propia, lo que ocurre rara vez. Ahora no tiene ganas. Le asustan los perros y le aturden los tiros. Sin embargo, esta carpeta contiene su expediente. Le estaba tomando declaración indagatoria cuando usted me interrumpió. Sf, señor; yo, iluminado Fretes, alias Tah^i-iubichá, el Patrón de Hormigas, el último infeliz, he logrado materializar la quintaesencia del Hombre Paraguayo en un homúnculo arquetípico... ¡Perdón, en un ava'angaminimf!... Lo lamento, la vanidad me traiciona y me hace exagerar mis pobres méritos... ¿Quiere que se lo lea? - Otro día, don Iluminado, lo escucharé con mucho gusto. Ahora debo encontrar a don Faustino; es muy urgente. - En ese caso, vamos a buscarlo. Pero, antes debe usted prometerme una cosa. - Lo que mande. - No le dirá a nadie que he fabricado un homúnculo. - Pierda cuidado. -iCuento con su discreción! Iluminado Fretes, de pie en el centro de la pieza, como si se encontrara en el escenario ante un lleno completo, soltó una carcajada. Luego guardó la carpeta bajo llave, apagó la luz, cerró la ventana y la puerta; y salió a la calle siguiendo a Fermín, que se le había adelantado. - Aunque usted no lo crea, hoy estuvieron a punto de matarme -le dijo, cuando lo alcanzó-. Hubiera sido una gran pérdida, pues se hubiese malogrado el advenimiento del homúnculo. A partir de ese momento Iluminado Fretes dejó de actuar o representó a la perfección el papel de guía. Caminaba rápidamente y en silencio. No tardaron en llegar a un extenso baldío, en el que se internaron por una senda bordeada de altos pastizales. Había un arco de luna en el cielo estrellado. Las ranas cantaban innumerables en los charcos dejados por la lluvia de la víspera. Al alcanzar lo que parecía la arboleda de una quinta, pasaron un portoncito abierto en un alambrado. Fermín distinguió una forma blanca, fantasmal, grande como una casa. Frente a ella, bajo los árboles, se estaba desarrollando una escena muy curiosa, que se deberá descri430 bit desde eì principio para hacer posible la comprensión del desparramo'que produjo la llegada intempestiva de iluminado y de Fermín. Saturio Rojas estaba sentado en un sillón de mimbre en la cabecera de una mesa en torno a la cual había otras cuatro personas. La claridad espléndida de la noche circundaba al escenario y se filtraba por el follaje de los árboles. - Hermanos -dijo Saturio con una voz que parecía sonar dentro de un pozo-, el caos de las casualidades a través de las cuales se abre paso la ley que oculta la predestinación, ha traído hasta nosotros un esceptico. No por eso renunciaremos a la celebración de nuestro oficio, salvo que el Maestro considere que ¡a presencia de un instruso inhibiría a los espíritus que invocaremos esta noche. - No hay problema -dijo el parapsicòlogo Cañete, desde la opuesta pabecera-, conocemos al doctor Faustino Benftez* Es un sujeto parasensibie que ha tenido experiencias ultrasensorias, - Lo que diga el maestro - declaró su discípulo, Prósculo Pérez Bray, bajando la cabeza como un chino. -¡Apruebo la moción! - gritó el Zorzal Morocho, levantanto una mano. Estaba sentado junto a Prósculo, a la izquierda de Saturio Rojas. Don Faustino se mantenía algo apartado de la mesa, aguardando el veredicto. - El Maestro tiene razón -resumió Saturio Rojas-; Faustino es un sujeto receptivo en alto grado y un testigo insobornable. Es posible que nos procure la benevolencia de las ánimas, que se han mostrado esquivas en las últimas sesiones. - A lo mejor sintoniza los efluvios del Más Allá -acotó el Zorzal Morocho-, arranca los secretos de los espíritus difuntos y descifra sus telegramas. La otra noche tamboriUeaban de balde por la mesa como si estuvieran todas en pedo. - Tal vez fuera San Onofre - aventuró el doctor Benítez. -ÍNunca! -í Jamás! -¡En la perra vida! -<Qué pasa? -preguntó don Faustino-, che dicho algo inconveniente? 431 - No queremos tener tratos con los santos -explicó el parapsicòlogo Cañete-, ni siquiera con el abogado de los ebrios. -¡Cómplices de los curas, sirvientes de la sinarquíaí - se exaltó Prosculo Pérez Bray. - Son uno? hijos de puta - blasfemó el Zorzal Morocho. Saturio Rojas golpeó repetida y nerviosamente el borde de la mesa con su bastón. - Basta, no es para tanto. Y tú, Faustino, no te burles. - Les pido mil perdones. Lo que ocurre es que no me había dado cuenta de que se trata de una sesión de espiritismo. ¿Dónde está la mesita de tres patas? Rieron con suficiencia. - Nos confunde, doctor, ¿cree que somos comediantes? No usamos anticuados chirimbolos de feria, propios de e m baucadores. Somos hombres de ciencia. ¿Ha oído hablar de la antimateria y de la cuarta dimensión? - Francamente... -¿Y de la sicocosmogénesis? - preguntó el Zorzal Morocho. - No sé lo que significa. - Yo tampoco, pero es una cosa muy tremenda. - Basta, hijo mfo - le reconvino suavemente el parapsicòlogo Cañete-, Eres muy recluta todavía para entender de los orígenes temporoespaciales de la psiquis en el cosmos. Déjame hablar a mí y no sigas metiendo la pata. - A la orden, mi Maestro; cuando un burro habla, el otro para la oreja. Prosculo Pérez Bray le dio un disimulado coscorrón. El Zorzal Morocho bajó la cabeza, suspirando. - Como dije hace un momento - continuó el parapsicòlogo Cañete, dirigiéndose al doctor Benftez-, usted ha tenido experiencias ultransensorias. Nos habló a menudo del diablo Timoteo. Dirá que bromeaba, pero sabemos... ¿Me permite, don Saturio, que le cuente a nuestro huésped lo ocurrido esta tarde, o prefiere hacerlo usted? - Métale nomás, Maestro - gruñó saturio, cavernoso. - Timoteo ha estado aquí... Hizo una pausa para que la noticia hiciera efecto, y continuó: - Se presentó con la figura del hombre que más daño ha hecho a Saturio Rojas; el que privó de alegría a su corazón y de paz a su espíritu; el que lo condenó al remordimiento y a la soledad. Logró persuadirlo arteramente de su identimaterialidad; pero, examinamos el caso y comprobamos 432 que se t r a t a de un fenómeno conocido con el nombre de parane xicolapexis. -¿No me diga? - Sería largo de explicar; en otra ocasión io haré, con mucho gusto. Bástele mi palabra, por ahora. Guarde silencio y escuche. Si siente que algo o alguien pugna-pugna por usar su boca para comunicarse con nosotros, abandónese y hable; si no, cállese la boca. Lo último lo dijo con un tono levemente imperativo, como si estuviera cansado de preámbulos. El parapsicòlogo Cañete, estudioso de los fenómenos paranormales, autor de un notable opúsculo acerca de la historia del Paraguay desde el punto de vista dei karma y de la metahistoria, era profesor de sicología en un colegio particular. Su discípulo predilecto, Prósculo Pérez Bray, mozo de fama equívoca, había abandonado sus estudios de medicina para dedicarse a las ciencias ocultas y a la venta de fotografías pornográficas. El Zorzal Morocho, autor de la letra de varias polquitas de moda, oficiaba de animador en toda suerte de espectáculos. Lo que ignoraba don Faustino era que Saturio Rojas tuviera trato con ellos. Probablemente lo hiciera para matar el tedio, ya que eran pocos los que se a t r e vían a visitarlo por la fama siniestra de su terrible enfermedad. - Maestro -recordó humildemente Prósculo Pérez Bray-, ha llegado la hora de hacer las libaciones. -¡De acuerdo, de acuerdo! - se impacientó el parapsicòlogo. El discípulo sacó de abajo de la mesa una botella y varios vasos encastrados unos en otros. El Zorzal Morocho los llenó y distribuyó con solemnidad* - Ahora, bebamos - dijo el Maestro. Aunque el olor era inconfundible, don Faustino tuvo sus reparos. -¿Qué es esto? - Caña con guaviramí. Don Faustino tanteó con la punta de la lengua. Ya s e guro, se echó un trago, qué buena falta le hacía. - El Zorzal Morocho, que tiene poderes que él mismo desconoce, hará las invocaciones - anunció el parapsicòlogo Cañete. -¿Habrá estudiado bien la fórmula este pedazo de animal? - se preocupó Pérez Bray, que parecía celoso del novicio. 433 -ÍDesde luego! - declaró el aludido, con dignidad. - No te preocupes, los defectos de dicción o alguna que otra palabra equivocada no afectarán el resultado -lo tranquilizó el Maestro-; no somos cabalistas. - Que empiece dé una vez - gruñó Saturio. - Adelante, hijo mío, y procura no equivocarte. El Zorzal Morocho bebió un trago, se concentró largamente y comenzó a recitar: - Dejemos que el sumo vigoroso de los cañaverales t e lúricos fecundados con la sangre de los héroes epónimos, ennoblecido por el guaviramf ubérrimo de nuestros campos silvestres, despierte los poderes ocultos del celebro y hablen por nuestra boca los espíritus del tiempo inmemorial; las ánimas de ¡os objetos inanimados, los fantasmas de los muertos fallecidos y nos revelen los horcones... los mojones... los arcones... - Los "arcanos"... -..* los árcanos del karma y de la metahistoria paraguaya. Si nò somos dignos de escucharlos en esta noche astral llena dé estrellas y planetas, o si estorba algún comedido, 'que el silencio nos deje disfrutar de la callada contemplación de la cuarta dimensión... Saturio Rojas se impacientó. Dio un bastonazo en el borde de la mesa y declaró: - No me vengan con espiritus cualquiera, poritas de morondanga como suelen acudir. Tampoco toleraré imposturas. Don Faustino, sorprendido, levantó la cabeza y se volvió para mirar a su amigo. La voz' ronca, carcomida, de Saturio Rojas estaba cargada de ansiedad. - Quiero el espíritu del condenado-redi mido, del alabado-encarnecido,' del víctima-victimario, íque el Responsable dé su testimonio! -iQue se' aparezca el Espíritu Nacional I - invocó el Zorzal Morocho. Don Faustino tuvo una impresión penosa. A partir de ese momento, el espectáculo que le había resultado divertido, se le antojó grotesco y repugnante. Hubo un largo silencio. Sólo se oía el coro de las ranas. - Llegará el Predestinado - anunció Prósculo Pérez Bray. -<Qué dices? - preguntó Saturio. • - El Predestinado, el Heredero, el Reconstructor. Con el correr de los siglos su nombre tendrá la auritmia del nombre de Licurgo. Todo cambiará entonces, hasta nuestras desdi 434 chas. Seremos miserables pero sin darnos cuenta. ¿Qué más podemos pedir? Don Faustino aprovechó la cañita y se desentendió de aquella payasada. Había venido a la quinta de Saturio Rojas buscando un refugio seguro, al menos por unos dfas, para no asilarse en una embajada. Le perseguía la mala suerte. Aunque no fueran delatores, cosa nada improbable, no podía fiarse de la discreción del parapsicòlogo Cañete y sus discípulos. Había estado en casa del general Fulgencio Iturbe. Tuvo que llamar varias veces antes de que doña Elvira acudiera a abrirle la puerta. La pobre mujer tenía los ojos enrojecidos, pero lo recibió sonriente y cordial como de costumbre. Lo hizo pasar a la sala y le rogó que aguardara un momento. Regresó poco después para decirle que el general lo recibiría en su estudio privado. Lo encontró enrollando mapas y rompiendo papeles. Sin interrumpir el trabajo le informó en pocas palabras del fracaso de la conspiración. - El general Dalfrosse no volvió a dar señales de vida. Era de suponer que nos había dejado en la estacada, según ya va siendo su costumbre. Hasta ese momento el mayor Silvestre Ocampos no había hecho más que seguir las instrucciones del general Melgarejo. Técnicamente no estaba sublevado. No recibí el apoyo que esperaba de los cadetes. Mis oficiales me rogaron que desistiera de sublevar la Escuela Militar en estas condiciones. Pude haber insistido, pero habían perdido el ánimo, tenían el alma muerta. Me fallaron los hombres, mi amigo; me falló lo principal. ¿Quieres un whisky? Estaba sereno, como si se hubiera sacado un gran peso de encima. - Llamé al Presidente de la República para decirle que asumía toda la responsabilidad y me ponía a su disposición... ¿Sabes qué me contestó? Pues que me quedara tranquilo y me olvidara del asunto. El general Iturbe rompía cuadernos e iba echando los pedazos en el suelo. Lo hacía con cuidado y minuciosidad. Don Faustino no supo qué decir. Aceptó el whisky y se quedé mirando a su amigo en silencio, mientras este proseguía su tarea. - Creo prudente que te asiles o te escondas por un t i e m po -dijo el general Iturbe-, Es probable que estén en los detalles de la conspiración. En cuanto se sientan seguros comenzarán las represalias; es la ley del cobarde. -¿Tú qué harás? 435 El general levantó la cabeza y lo miró. Tenía los ojos dilatados, - Cada hombre tiene derecho a decidir el quinto acto de su propia tragedia» No había nada más que hablar. El general Iturbe acompañó a don Fausttino hasta la puerta de calle. Se despidieron como de costumbre, con un apretón de manos. El parapsicologo Cañete y sus acólitos estaban en silencio. Era extraño que Saturio, un aristócrata de alma, escéptico hasta el cinismo, se hubiera desmoronado hasta incurrir en semejantes tonterías. Se destacaba su silueta señorial, c o ronada por su sombrero de fieltro de alas anchas, contra el círculo de luz que hacía la luna en torno a la arboleda. Don Faustino fue bebiendo, sorbo a sorbo, del vaso de caña que le habían servido hasta los bordes. Ahora sí que estaba acabado. Tan acabado como el pobre Saturio. No le quedaba más qué hacer. "Timoteo, me has desfraudado..." El Zorzal Morocho soltó una carcajada histérica. Se r e torcía de risa, mostrando los dientes como un mono. Perdía el aliento, jadeaba, para luego seguir como bandada de patos migratorios que de pronto se descuelga de lo alto y atraviesa la noche quebrando sus silencios. -iHermanos, hay un misterio en esta risa! - exclamó el parapsicòlogo Cañete-. ¡Dínos quién eres, espíritu risueño! -¿Y quién quiere que seaj señor Cañete? ÍSoy el Zorzal Morocho, el gran poeta popular! -iTe burlas de nosotros, espíritu maléfico! -ILe juro a usted, por esta cruz, señor Cañete! - gritó el Zorzal Morocho, sin dejar de reír, cruzando los dedos y besándolos. -iCalla entonces, imbécil! El Zorzal morocho se cubrió la cara con las manos y rompió a llorar. -¡No se enoje, Maestro, no me pude aguantar, no sé qué me pasó! El bastón de Saturio se descargó sobre la mesa. Saltaron los vasos en añicos. -iBasta, cara] o! ¡Fuera de aquí, manga de vagos! Se había puesto de pie blandiendo su bastón. Epicuro ladraba sordamente. Dosdesconcertados espíritus habían apa4SÓ recido junto a la mesa. El Zorzal Morocho fue el primero en escapar, seguido de Prósculo Pérez Bray, que había olvidado a su maestro. El parapsicòlogo Cañete corrió tras ellos a los tumbos, pidiendo a gritos que no lo abandonaran. 437 YO SOY EL DIOS Teófilo Villalba hablaba con la boca llena de bife con huevos. - Amalicíé que don Saturio se atilingó del todo, aunque él, desde luego, siempre habló medio estrambólico, ¿verdad? Mariana Arguello lo miraba con seriedad. Sonreía a veces, como por compromiso. Se dirfa que pensaba en otra c o sa. Siempre había sido así, desdeñosa como un gato. Pero enloquecía en la cama. De esto no hay que acordarse. Ya hubo lo que iba a haber. Teófilo seguía en su laya de hablar atropellado cuando estaba con ella. - Me dijo: vete por el caminito hasta salir del baldío; sigue hasta pisar empedrado. Pasarás por la iglesia. Dobla por una calle de pasto que parece un piquete. Hay una casa a m a rilla. Tiene una entrada para autos debajo de una parralera. No se cierra el portón. Si ves un auto, espera hasta que se vaya. Si no, entra sin llamar. Di que vas de mi parte. Te van a dar posada sin hacerte preguntas... ¡Quién se iba a imaginar esta sorpresa! "¿Por qué me lo mandó? ¿Querrá humillarme enfrentándome al pasado? Se equivoca. ¿Qué hacer con Teófilo? Debo ayudarlo". Teófilo se había bañado y despulgado a fondo mientras Mariana iba a comprar de un turco, que era su conocido, una muda completa. Le trajo pantalones de brin, camisa caqui, calzoncillos y alpargatas de goma. Todo justo a su medida. Memoria tan buena no dejó de halagarlo. Ella siempre había sido así, exacta en todas sus cosas. - Voy a hacerte la cama. Si quieres más cerveza, sácala de la heladera. 438 "Cuántos lujos en una casita de tan pobre apariencia. Heladera, ventiladores, cocina a gas, agua corriente, baño moderno. ¿Le habrá dado don Saturio? O a lo mejor tiene su macho. ¿Qué me importa? Con tal de que no sea un enemigo. ¿De qué voy a quejarme? Me fui por mucho tiempo. Sabía que no me precisaba, que le estaba de más, y eso no es bueno para un hombre. Lo nuestro se fue de balde, lo mismo que el alcanfor. No le escribí, es cierto. Andando solo por esas soledades, todas las noches tenía ganas de escribirle. Me avergonzaba mi letra, no sabía cómo decirle. ¿Qué lo que le iba a decir? Ya no me acuerdo. Cómo se pasa el tiempo. No me entendía con ella con palabras. Cuando volvía de noche, cansado como un buey, entraba despacito para no despertarla. Me olía seguramente. Se me liaba como víbora y ya no me soltaba hasta sacarme todo el zumo. Hombre me sentía cuando se estiraba y retorcía en un charco de sudor, bramando como una tigra puñaleada. Estando lejos no me la podía sacar de la cabeza. La soñaba temblando de miedo como el araño que no sabe si la araña al cabo se lo va a comer. Nos encontramos después de algunos años. ¿Qué tal, cómo te va? Muy bien, compañero, ¿y vos? Ahora lo mismo, como si tal cosa. ¿Para qué preguntar? El que pregunta oye mentiras. Me da mucha vergüenza pero me voy a tomar otra cerveza. Esto no tiene octava". Mariana le preparó una cama a Teófilo en una piecita contigua a la suya. No se molestó en cerrar la puerta. Los mosquiteros blanqueaban en la claridad lunar de las ventanas. "Pobre Teófilo, ¿qué estará pensando? Nada me preguntó. Mejor así, no quisiera mentirle. Su problema es descansar. Una noche escamoteada a la tortura y a la muerte. Tal es su vida. Si supiera en lo que me he convertido. Saturio sí lo sabe. Tiene un humor siniestro. Teófilo está hecho un s e ñorón. No queda nada del magnífico salvaje que me sedujo con su audacia, con su segura intrepidez. "El hijo del carpintero Villalba volvió del cuanel vistiendo añapiré, la bien llamada piel de diablo que se da a los conscriptos cuando salen de baja. Saturio dormía sus largas siestas. Me escapaba descalza; cruzaba el patio de la servidumbre; me internaba en la floresta; jugaba tiquichuelas con tus hermanas. Entonces saltaste limpiamente el cerco de tacuaras. Te acuclillaste con nosotras, tomaste los cocos y nos deslumhraste con tus artes de prestidigitador. No creas que no advertí tus miradas maliciosas. Nos enseñaste el t u 439 ka f è-yvaté, la mancha en las alturas. Nos perseguíamos saltando de rama en rama. Era un juego de audacia y acrobacia. Sólo me alcanzabas cuando yo quería. Rodábamos por la hojarasca conteniendo la risa para no despertar a los mayores. Después decidimos que tú serías Tarzán. Construimos un sobrado en las ramas más altas de un paraíso. Nos artábamos de mangos. Reíamos con los hocicos chorreantes de dulce jugo amarillo. Nos descuidamos y una tarde Saturio nos pilló. Te pegó un bastonazo en la cabeza. Me prohibió jugar contigo juegos tan peligrosos. Puedes romperte una pierna. Me fermentaba la sangre cuando te echaba de menos. Abrasada de calor, con el camisón sobre los cuartos, las manos bajo las trenzas, contemplaba las estrellas bajo el tul del mosquitero, en el patio de la servidumbre. Danzaban a mi alrededor las ánimas de los condenados que pecaron con mi abuela la bruja. Los balaustres brillaban como duendes panzudos. Hablaba el viento en las hojas de los memoriosos datileros, narrando historias de odaliscas y sultanas. Gemían las aspas del molino. El gualambáu de los grillos. El aroma peremne del jazmín, ¿te acuerdas, Teófilo? "Fue una noche llena de presagios. Sin que lo supieras, te llamaba; te atraía con mil imanes de inocente hechicería. "Se apareció reptando, asustadizo, veloz como un lagarto. Los ojos y los dientes brillando en ia oscuridad. No pude gritar. No quise gritar cuando apoyaste en mi vientre tu á s pera mano de al bañil. Luchamos en silencio; no pensaba c e der, pero el juego me encantaba. Empapada en sudor, medio ahogada de sed, te mordí, te arañé, te arranqué mechones a puñadas. Cantaban los gallos, repicaban las campanas cuando exhausta me rendí. "Saturio iba a buscarme los sábados a medio día. Escuchaba con regocijo las quejas de la Madre Superiora, porque entonces, de repente, me había dado por hacer travesuras. La sumisa, correcta e irreprochable pupila se había convertido en una yegua chucara. Estaba henchida de sabia. A veces Saturio me llevaba al cine, o a la zarzuela en el Municipal. De regreso, nos deteníamos en el Belvedere. Tomábamos con los amigos un helado de limón y portuguesa. Hadamos a pie el resto del camino por la umbrosa y silenciosa calle España, que guardaba un misterio detrás de cada verja. Entrábamos al jardín de la fuente cantarína, de las estatuas de mármol fantasmal. Nos sentábamos en el corredor. Saturio contaba 440 historias traslúcidas de magia. Recitaba los "Nocturnos" de José Asunción Silva,'"Las Leyendas" de Guanes: Caserón de añejos tiempos, el de sólidos silla res, con enormes hamaqueros en paredes y pilares, el de arcaicas alacenas esculpidas... ¡Son los muertos! En las sombras alocado el viento brega, ya blasfema, ya baladra, ora silva y ora juega con el tul de la llovizna, con las ramas que deshoja, con la estola de una cruz... - Papá, ¿puedo dormir afuera? -¿No tendrás miedo? - Me gusta tener miedo. "Entonces Saturio contenía en el aire el impulso de acariciarme. Nunca me tocaba ni dejaba que le diera un beso. Ya entonces se insinuaban los primeros síntomas de su enfermedad, aunque los médicos decían vacilar en el diagnóstico. La noticia empero había corrido. En la calle lo eludían para no darle la mano. Sólo yo le quedaba: Era un viejo jardinero que cuidaba con esmero del vergel; Era la rosa un tesoro de más quilates que el oro para él. "Esperaba con impaciencia que se fuera a dormir. Sacaba al patio un catre de lona, una colchoneta, sábanas, almohadas. Arrastraba el palo del mosquitero. Corría a ponerme el camisón. Mientras me peinaba en el espejo evitaba mis ojos. Me avergonzaban el crucifijo y la Virgen del Carmen. Le sacaba la lengua al retrato de la tía Patricia. Salía a esperar al diablo que llegaba en cuatro patas, se colaba bajo el mosquietero, me estrujaba con sus garras, succionaba la cantarilla oscura de mis senos. Yo lloraba en silencio, desdichada, gozosa, arrepentida, abrazada al Maligno que me tenía endemoniada". "Se ve que a don Saturio se le pasó la rabia con el tiempo. La linterna me encandiló como a un conejo. Siento por la barriga el caño de un Treinta y Ocho. Es jodido ser 441 decente cuando se está desnudo. No se enoje, mi patrón, vine debalde, yo creía que era mi casa, malicio que estoy borracho. ¡Laputa, casi me entabla! Nervioso por demás me erró cinco balazos. Volé sobre la muralla sin cortarme con Ips vidrios. Amanecí en pelotas en los yuyales del Bañado. La. suerte pasó por ahí uno mi socio, que fue a buscarme pantalón y me escondió en su casa. Mamá vino a avisarme que la policía andaba buscándome por comunisto. Mariana se fue presa al Buen Pastor. Mamá estaba furiosa. Qué lo que va a decir ese lázaro sinvergüenzo. Mariana es hija de una su sirvienta. La preñó en vida de mi comadre ña Patricia, que Dios tenga en su gloria aunque era más mala que el hambre. De puro haragán no la reconoció. Siempre andaba diciendo: Hay que ir al Registro, mi comadre; v a s a ser mi testiga. Nunca se fue. ¡Qué se iba a ir! Así son los burgueses, como dice tu papá". "Saturio se fue de viaje. Mamá me sacó del Buen Pastor. Apenas la conocía. Me daba vergüenza cuando me visitaba en el colegio. Mamá, ponte zapatos. Sácate el cigarro de la boca. Supe, que tenía cuatro hermanistos, todos de distintos padres. Vivíamos hacinados en una choza de la Chacarita. Tres de mis hermanos eran lustrabotas. Les envidiaba su e s tado de libertad cerril, el orgullo de su oficio y su desdén por el mundo. Yo cuidaba al chiquitito. Mamá se iba al mercado antes del amanecer. Conseguía capital al diez por ciento por día. Llenaba un canasto» enorme y salía' a revender. Regresaba de siesta, acribillada de dolores. Su rostro era una esfinge de voluntad granítica. Yo no quería ir al centro así descalza, con un vestido negro que parecía una bolsa. Podían verme mis compañeras. Aliviaba a mi madre, que además del canasto no tenía que cargar con mi hermanito. El pobre andaba siempre con los mocos embarrados. Comía tierra. Era panzudo y feo. Las piernas como palitos, cagadas por la diarrea. Desnudo, en cuatro patas, escarbaba con un dedito flaco para atrapar lombrices, que luego devoraba con los ojos muy abiertos, fijos en no sé qué. No lo oí llorar nunca. Tampoco se reía. Lo estábamos velando cuando llegó Teófilo. Me pareció feísimo en su traje celeste desteñido, estrecho y abotonado. Camisa a rayas, corbata floreada en un cuello palomita que lo estaba sofocando. Las mangas del saco apenas le cubrían el antebrazo; los de la camisa le tapaban medio puño. Lucía enormes gemelos de fantasía de esos que venden . los turcos en funciones de santos. Se secaba el sudor con un 442 pañuelo a cuadros. Se mostraba muy satisfecho de sí mismo. Como andaría yo de raída que le tuve vergüenza. Mamá simpatizó con él. Según Teófilo, la culpa la tenía el imperialismo. Me fui con él, ¿qué otra cosa me quedaba? "De noche reaparecía el demonio a consumirme la rabia, a ahogar mi desesperación. Teófilo me mostró adónde derramar el odio que me quemaba como un ácido. El no odiaba a nadie sin embargo. Era su punto flaco. No lo pude entender. No tenía ambiciones. Cedía eì paso a cualquiera. Era incapaz de competir, como si él mismo se encontrara por encima de la riña de los perros. Andaba por el mundo disimulando una sonrisa... ¡Dios mío, creí que nunca lo amé!" -¿Duermes, Teófilo? - No tengo sueño. - Yo tampoco. - Paciencia. -¿Te acordabas de mí? -¿Cómo no? Hay un mozo Portillo que solía hablarme de ti. ¿Cuánto tiempo estuviste presa, Mariana? - Cinco años, tres meses, ocho días y nueve horas... "Callas, Teófilo. Quisiera contarte todo, pero no entenderías. ¿Cómo un hombre tan bueno puede ser tan inhumano? Tu moneda tiene una sola cara. Ese níquel no existe, Teófilo. Creí ser corno tú. Tenía tu orgullo, pero no tu integridad y tu constancia. Me torturaron hasta la desesperación, hasta la locura. Hombres brutales, despiadados, repulsivos, me sacaban la ropa; me vendaban los ojos; me preguntaban una y otra vez las mismas cosas. Me golpeaban en la cara, en el vientre, en los senos; me arrancaban las uñas; me agarraban de los cabellos y me ahogaban en una pileta llena de excrementos y vómitos. Sólo les pedía que no mataran a mi hijo; a un hijo que no era el tuyo, Teófilo, porque al tuyo lo maté. Cuando agotados me dejaban descansar, me sentía victoriosa; digna de un hombre que no eras tú, Teófilo. Después vinieron días iguales. La humillación, el tedio, la desesperanza. La inacabable soledad". - Me solía acordar de ti, Teófilo. Fui mala contigo. Las mujeres nos ensañamos con los mansos. Nos gusta el látigo, el rigor; amamos la servidumbre. - Eso no es cierto, Mariana. Me preparabas la comida, me lavabas la ropa, me ayudabas a leer libros, les ponías las 443 comas a mis informes. Fuiste una buena compañera. No tengo de qué quejarme; solo que... - Dfmelo, Teófilo. - Eras mucho para mí; yo soy un simple obrero. -<De veras? ¿Y qué soy yo? - Una intelectual. Mariana rió en silencio. "Recuerdas, Teófilo, cuando quedé embarazada? ¡Qué contento te pusiste! Pensé que eras un irresponsable. Un revolucionario no debe tener hijos. Para ti el futuro tenía el rostro de un niño. Me lo dijiste a tu manera. Yo no lo comprendí. Para mí la revolución era una idea, un gran desquite. Como no pude convencerte, arreglé las cosas con un médico amigo y te presenté el hecho consumado". -¿Qué pensaste, Teófilo, cuando hice echar a nuestro hijo? - Francamente no me acuerdo. - Yo sf: anduviste callado, pensativo. Luego te fuiste, y por años no supe más de ti. - Fui a cumplir una tarea. No te podía llevar conmigo a organizar a los hacheros de las tanineras del Chaco. Fue duro hasta para mí, que estoy acostumbrado a cualquier cosa. El calor, los mosquitos, las víboras, el paludismo, el escorbuto, la buba, la policía, el ejército; todo . contra nosotros, nada a nuestro favor. Por ahí hay pocas mujeres; ni las indias aguantan. Después, como sabes, vino la revolución. -¡No te mientas, Teófilo! - Procura dormir un poco, ya está amaneciendo. -¡Cantan los gallos, repican las campanas! ¿Nunca pensaste en Dios, Teófilo? -<Por qué no? Yo soy el dios. 444 LA GRAN HUELGA Cantaban los galios y las campanas llamaban a las primeras misas. El cielo azul intenso se iba tiñendo de rojo. Había cambiado la dirección del viento. Desde poco antes del amanecer soplaba desde el Sur. Después de una temporada de calor sofocante, se anunciaba un día fresco y diáfano. En ios barrios intermedios, donde terminaban los zanjones y las calles de tierra, pasaban revendedoras enancadas en burritos de pasos cortos que repiqueteaban en el empedrado. Aquí y allá iban apareciendo hombres de pie en las esquinas. Se les agregaban otros, acudiendo a una cita previamente concertada. Una vez formado un grupo más o menos numeroso, en el que se veían algunas mujeres y muchachos, se echaban a andar en dirección al centro con paso decidido. Circulaban pocos camiones de pasajeros. Los transportistas se habían adherido a la huelga. Pasaban algunos omnibus fuera de línea y camiones de carga llenos de gente pobremente vestida. Si los caminantes encontraban a su paso un taller o una obra en construcción donde había operarios que se disponían a iniciar la jornada, deliberaban con ellos e invariablemente los persuadían de que dejaran el trabajo y salieran a engrosar la columna. No se oía un grito ni una arenga. La ciudad se iba llenando de un sordo rumor. José-Antonio Lara despertó sobrecogido por un presentimiento. Salió al balcón de su casa, que quedaba a pocas cuadras del centro. Pasaba una multitud animada pero no ruidosa, que desbordaba las veredas e invadía la calzada. Era el pueblo. El fantasma tantas veces invocado hacía su aparición. Fue como retroceder en el tiempo. Hacía años que no se veía en el Paraguay un espectáculo semejante. Después de contemplarlo algunos minutos, fue hasta la sala contigua, 445 donde se encontraba el teléfono, y llamó a "El Independiente". Le atendió el sereno. Por él supo que a las doce en punto de la noche el personal de máquinas, perteneciente al gremio de los gráficos, había abandonado el trabajo dejando el diario a medio imprimir. Le informó además que el director estaba reunido con el jefe de redacción y algunos reporteros a los que habla hecho buscar antes de que amaneciera. Le preguntó si deseaba que lo comunicara con ellos. JoséAntonio respondió que no era necesario. Se sentía algo molesto. Don Arturo se había olvidado de él. Creería seguramente que no podía serle útil en un caso como este, a pesar de que José-Antonio había escrito el mejor reportaje publicado por el diario en toda su historia. En realidad, el director se había llevado un susto cu.ando le presentó las declaraciones exclussivas del general Melgarejo.. En cuanto al jefe de redacción, pensó José-Antonio, no le perdonaría jamás el haber puesto al descubierto su espíritu rutinario y su miedo a la responsabilidad. Tenía sus razones, ya que su inmediato antecesor había purgado una pisca de imaginación con la pérdida del cargo y seis meses de confinamiento en un remoto fortín del Chaco. Volvió al salón. Desde la calle se elevaba un efluvio de coraje que le hacía olvidar el miedo y el desaliento que lo dominaran cuando la tarde anterior Walter Cardozo Einke le dio a entender que estaba al tanto de sus contactos con los conspiradores. Se avergonzó al evocar su conducta poco digna al refugiarse en la Embajada y la obsecuencia de su trato con el Presidente de la República. Renegó de las ideas acomodaticias que le había inspirado la entrevista. Bajo la influencia de las masas trabajadoras que pasaban bajo su ventana, José-Antonio se transformó de nuevo en un demócrata. Se sintió inquieto, lleno de entusiasmo. Si bien la huelga t e nía poco que ver con el suplemento cultural que dirigía, como escritor, antes que como periodista, debía ser testigo del acontecimiento. Decidió presentarse de inmediato a la redacción del diario y ofrecer sus servicios como simple reportero. Encontró a don Arturo muy-enojado con el personal de máquinas; - Son unos desagradecidos. Se ¡os trata de lo mejor, ganan más de lo estipulado por convenio. Lo menos que podían hacer era avisarme. ¿Qué les costaba? ¡Lástima de papel! Es cierto que había rumores de huelga, pero, ¿quién iba a creer? Nos ha tomado completamente por sorpresa. ¿Sabe 446 alguien qué se proponen? Supongo que no reclamarán aumentos de salarios. Gomo están las cosas deben dar gracias si trabajan. El jefe de redacción resumió lo que había averiguado hasta ese momento. Mostró unos volantes impresos en mimeògrafo. La huelga parecía tener un carácter netamente político: levantamiento del Estado de Sitio, libertad de los presos, vigencia de las instituciones democráticas, garantías para la actividad sindical. Al último, como de fórmula, se reclamaban aumentos de salarios y cosas por el estilo. Fiel a los principios de "El independiente", el jefe de redacción se cuidaba de manifestar simpatía o antipatía por los huelguistas. Hacía alarde de absoluta objetividad. El movimiento parecía muy bien organizado. No trabajaba ningún establecimiento importante. En cuanto a los pequeñoSj iban parando a medida que se difundía la noticia. Parte del comercio se había adherido espontáneamente. Los bancos estaban cerrados. Los pocos niños que habían concurrido a las escuelas fueron devueltos a sus casas. Los estudiantes secun• darios y universitarios estaban organizando manifestaciones. Las calles estaban llenas de gente. Tal vez para dificultar la represión',' se concentraban en tres lugares distintos: la Plaza Italia, el Panteón de los Héroes y el Parque Caballero, donde se encontraba el núcleo principal y sesionaba, al parecer, el comando de la huelga. Salvo en la proximidad de los cuarteles y comisarías, no se veían soldados ni policías en las c a lles. El jefe de redacción pasó a otra página de su cuaderno de notas y continuó: - Todo esto está muy probablemente vinculado a la crisis militar que se inició hace unos días con la llegada de un batallón del Famoso Regimiento a los cuarteles de Tacumbú. El Presidente de la República no concurrió a su despacho. Desde ayer por la tarde se ignora su paradero. Se dice que el ministro del Interior se ha hecho cargo del gobierno. Anoche entró a la ciudad el grueso del Famoso Regimiento, al mando del general Melgarejo. Existen versiones sin confirmar de que está sublevado. La Marina se declaró neutral. La policía y el Glorioso Batallón se mantienen a la expectativa, concentrados en la Plaza de la República y los bajos del Cabildo. El aeropuerto está ocupado militarmente y han sido suspendidos los vuelos comerciales. De la Caballería sólo se sabe que algunas fracciones que se habían desplazado en di447 rección a Yuquyry han regresado a sus bases. Usted dirá lo que vamos a hacer. El director prefirió callar, como solfa hacerlo en situaciones críticas. De esta manera siempre era posible descargar la responsabilidad en alguno de sus colaboradores, que eran detenidos o deportados cuando el diario incurría en un error de cálculo que irritaba al gobierno más allá, de lo tolerable. Esta vez el panorama se presentaba demasiado confuso. El silencio ya se había prolongado demasiado cuando habló José-Antonio. - Creo que no hay mucho que pensar. Que se quede en el diario una guardia permanente a puertas cerradas, y se salga a recoger toda la información posible. El uso que se haga de ella dependerá del curso que tomen los acontecimientos. Lo miraron con alguna hostilidad. Era el poeta del diario, cuyas opiniones no debían tomarse muy en serio. Se había presentado a la reunión sin que se lo hubiera llamado y no tenía siquiera la discreción de callarse. Al menos, esto fue lo que creyó leer José-Antonio en el rostro del director y de sus compañeros de trabajo. - Gracias por el consejo -dijo el jefe de redacción, sonriendo con alguna suficiencia-, pero es lo que estamos haciendo desde la madrugada, mucho antes de que vinieras. A Figueredo ya le dieron un culatazo en Tacumbú, Martínez está preso en el Departamento Central de Policía porque se quedó a curiosear cuando llegaba el Glorioso Batallón, y a Fidelito le secuestraron la máquina cuando trató de fotografiar un retén de la Caballería. No obstante seguiremos en la brega, no te preocupes. -¿Cuál es entonces el problema? No le contestaron. José-Antonio se sintió herido en su amor propio. - Si me dan un vehículo y un fotógrafo yo también saldré a la calle. -¿Piensas entrevistar de nuevo al general Melgarejo, o prefieres esta vez a Ojarro o a Dalfrosse? Rompieron a reír, con excepción de don Arturo, que se mantenía callado y pensativo. -¿Por qué no? ¿No somos acaso periodistas? El director dio su aprobación en forma indirecta. - Tomate un taxi - dijo. - No traigo dinero encima. - Que te hagan un vale. 448 - La contaduría está ce Erada -informó uno de los r e porteros-, los empleados no vinieron a trabajar. Don Arturo hurgó dolorosamente en la cartera, manipuló reflexivamente los billetes y le pasó mil guaraníes. - Después rendirás cuentas y harás el recibo. La reacción ante la injusticia asomó en el rostro de algunos reporteros. Sus viáticos eran insignificantes. -¿Y el fotógrafo? - Anda nomás, que nosotros nos encargaremos de las notas gráficas -dijo el jefe de redacción, con un fastidio que no se cuidó de disimular. José-Antonio tuvo la impresión de que querían librarse de él lo antes posible para pasar a ocuparse de cosas serias. Desde su regreso al país no había logrado identificarse por completo con sus compañeros de trabajo. Ellos se habían acostumbrado a obrar con extremada cautela para sobrevivir en un medio en el que las reacciones de los poderosos eran arbitrarias, imprevisibles y no se ajustaban a ninguna regla lógica. Cuidaban cada palabra, no solamente en su sentido propio sino en las posibles interpretaciones que podían darle personas obtusas que, en un arranque de mal humor, podían mandar que se los moliera a palos, se los detuviera por tiempo indefinido, o, simplemente, que se los dejara sin empleo. Obraba en ellos como una segunda naturaleza. Pero, aunque t r a t a ran de justificarse, se sentían disminuidos ante un recién llegado que, con la temeridad de la inconsciencia, escribía cosas que ellos jamás se hubieran atrevido a publicar. Logró de este modo, en poco tiempo, un renombre y consideración que ellos no habían alcanzado en años de forzado disimulo y velada obsecuencia. Por añadidura, el advenedizo en la profesión contaba con la benevolencia y hasta con el respaldo de las autoridades. José-Antonio no olvidaba lo que la había dicho, bajo el efecto de unas copas, un viejo y encallecido periodista, hombre de gran talento, poseedor de una cultura poco común en el oficio, capaz de volver lo blanco negro y lo negro blanco en una misma página: "En el Paraguay no se escribe una sola linea con total sinceridad. No lo hacen siquiera los que presumen de opositores o redactan periódicos clandestinos. No es que esté prohibido, sino que ya no somos capaces de hacerlo. Una vez se me ocurrió escribir dos artículos diarios para mi columna. Uno, para ser publicado, con las hipocrecfas, mentiras, agachadas, omisiones y subterfugios de práctica. Otro, para guardarlo en el cajón, que expresaría mi pensamiento y 449 diría simple y llanamente la verdad. De esta manera pensaba ir acumulando un valioso documento de época, al tiempo que calmaría mis nervios y aliviaría mi úlcera. No hubo caso, querido compañero. Me había acostumbrado de tal modo a la mentira que la verdad no encontraba manera de expresarse. Acabé por resignarme. Ya no me importa. Escribo cualquier cosa, con tal de que me paguen, desde gacetillas a artículos de fondo; desde disertaciones académicas para ministros analfabetos hasta tesis doctorales para comisarios jurisconsultos. ¡No t e imaginas lo que cuesta escribir dos responsos para un' mismo muerto! La huelga general se prolongó varios días, a pesar de la ferocidad con que fue reprimida apenas el gobierno estuvo en condiciones de reaccionar. Empezó en la capital y se propagó rápidamente por todo el país. Abarcó los frigoríficos de las cercanías, las remotas taninera.s del Chaco, los ingenios azucareros del Guaira, los obrajes de la selva; a los estibadores de ios puertos y a las tripulaciones de los barcos. "El Independiente" le dedicó espacio considerable en ediciones sucesivas. Registró hechos, sin hacer comentarios, pero esto mismo ya fue un acto de audacia increíble. Parte de la crónica fue escrita por José-Antonio Lara, aunque fue publicada sin su firma. La noticia de la huelga fue difundida por las grandes agencias internacionales de manera más completa que en el Paraguay. Apareció en ios diarios más importantes del mundo. Pasado un tiempo, "Le ívlonde", de París, hizo un extenso comentario que, a todas luces, por ios detalles que contiene, se basó en informaciones de primera mano recibidas, acaso indirectamente, de un anónimo corresponsal que no puede ser otro que José-Antonio Lara. Lo dicho puede verificarse en la hemeroteca de la biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, en Washington, en la que no hay lo que no hay. Pretender hacerlo en los archivos de "El Independiente" o en la Biblioteca Nacional de Asunción es punto menos que imposible, por el desorden y el descuido en que se encuentran las colecciones de diarios. Si, como es de desear, se abre al público en un futuro próximo, podría asimismo investigarse en el armario de papeles del cuarto de los cachivaches de la Casa de la Calle España, que se supone para entonces estará libre de pulgas. Allí se encuentran, junto con otros documentos de valor incalculable, recortes de periódico que se refieren a la huel450 ga. Están también el Cuaderno de tapas liberales, de JoséAntonio Lara, así como una carpeta amarilla que guarda copias al carbónico de cartas dirigidas a su amigo Rubén Barrios Sabatier, residente en París, y el borrador de una extensa y detallada crónica del primer día de le huelga, escrita por el mismo José-Antonio y que nunca fue publicada. El contenido del manuscrito coincide sólo parcial y superficialmente con las noticias publicadas en el Paraguay y el extranjero. Hay detalles significativos en los que difieren por completo, y se mencionan episodios que nunca salieron a la luz pública. La lectura de ambas versiones crea en el e s píritu la duda de si se t r a t a de una obra de ficción concebida como reportaje periodístico algo eterodoxo; o, si por el contrario, lo ficticio es lo aparecido en los periódicos. A los efectos de que los historiadores del futuro, con los recursos de su ciencia y la perspectiva del tiempo diluciden la cuestión, se transcriben algunas partes de la crónica que hacen al asunto de este libro, ya que por su extensión sería fatigoso e inútil copiarla integramente. Pero, antes de hacerlo, conviene reproducir una referencia al mencionado artículo inédito que figura en el Cuaderno de tapas liberales, de José-Antonio Lara: "Circunstancias ya mencionadas hicieron que actuara poco menos que como un reportero independiente el día de la gran huelga general. Desde entonces ha pasado más de un mes. Las noticias han sido publicadas y devoradas por la voracidad de nuestro tiempo vertiginoso. La atención del público es atraída por otros acontecimientos tan dispares como pueden serlo la parición de una reina, las especulaciones acerca de conflictos insuperables entre estados del campo socialista, la baja del dólar en el mercado de valores de la City, la eleción de un papa en Roma y de un presidente en los Estados Unidos, un terremoto en Asia, el recrudecimiento de la guerra en Indochina, una revolución en el Caribe, la guerra colonial en Argelia, el último divorcio de una actriz famosa, el envío de una perra al espacio interestelar. Se suceden sin dar tiempo para que los asimilen ni la realidad ni la conciencia. Atragantan e indigestan a nuestro agitado planeta, que no revienta de un infarto solamente porque no tiene corazón. <Qué puede importar que unos cuantos miles de desarrapados hayan salido a las calles de la capital de una república insignificante a reclamar ingenuamente la vigencia de las instituciones democráticas? Para las agencias informativas 451 importa en la medida en que sea una noticia. La noticia es una mercancía que se cotiza en el mercado. Una vez que ha sido consumida, deja de existir. "Hubo una gran diferencia entre lo ocurrido y lo que se informó en los diarios. En principio, esto no es nada extraño. Percibimos fragmentos insignificantes de los fenómenos que observamos. Pero otra cosa son las limitaciones impuestas por la cobardía y "el compromiso con poderes interesados en la deformación de la verdad. No estoy libre de culpa. Cuando me senté a escribir mi nota tuve en cuenta, al margen de los hechos, el espacio disponible, la orientación del diario, la preservación de mi empleo y de mi propio pellejo. Sobre todo esto último. No me avergüenza decirlo porque no soy un suicida. No quiero ser el mártir solitario de una causa perdida, aparte de que el director hubiese impedido mi sublime inmolación con el simple procedimiento de arrojar mi articulo al cesto de papeles. "Sin embargo, siento la curiosidad de averiguar qué hubiera escrito si hubiese sido un hombre libré, si mi periódico hubiese valorado y respetado mi libertad y los lectores fueran capaces de absorverla. Esto es, si reinara el espíritu de la ciencia y no hubiese intereses superiores a los de la razón y los del bien común. "¿Soy un plumífero porque me obligan a serlo o porque yo mismo no me he liberado interiormentel ¿Puede un hombe hacer la tentativa de realizar, aunque sea en su fuero interno, la libertad y la verdad cuando está inmerso en la e s clavitud y la mentira? Vale la pena hacer el experimento, Lo probaré escribiendo una crónica de la huelga general para ser publicada en un matutino del Yvymarae'y, de la Tierra sin Mal, que infatigablemente perseguían los antepasados guaraníes, y que siguen buscando sus oscuros descedientes en el Yvykerasypukü, en la Tierra de los Largos sueños Pesarosos", » i© r- fui • <• £ * Í { > ii 452 ^ BORRADOR DE CRONICA Como primer paso para cubrir la noticia me propuse echar un vistazo a los lugares donde se concentraban los huelguistas. Llamé inútilmente a la parada de taxis más próxima al diario. No atendían el teléfono. Probé otras con identico resultado. Salí a la calle y me encaminé hacia Palma y 14 de 'Mayo, mezclado con la gente que se dirigía al Panteón de los Héroes. Esperaba encontrar a don Ramón, taximetrero veterano que había pasado todos los raudales y revoluciones de Asunción, y no retrocede ante los diluvios ni las balas cuando se trata de servir a un pasajero. SÑa guahe vaerà! ¡Hemos de llegar!, es su grito de guerra y su consigna. La mayor parte del comercio había cerrado sus puertas. Pasaba uno que otro automóvil a baja velocidad, para dar tiempo de curiosear a sus ocupantes. Lo que i ¿tenía en casa a los prudentes no era la huelga y la posibilidad de que se produjeran disturbios, sino los rumores de que se había producido una sublevación militar. El día era espléndido, el cielo sin una nube, soplaba una brisa fresca. Consulté mi reloj: eran las nueve en punto. Por alguna razón los huelguistas no circulaban por la calle Palma. Como de costumbre, las veredas de la aristocrática vía estaban invadidas de chi peras, cambistas de moneda extranjera y turcos vendedores de baratijas. El Bar Eeísina estaba abierto. Decidí tomar un café, a ver qué averiguaba en aquel mentide.ro. Apenas me hube instalado en una mesa, junto al ventanal que da a la calle Palma, entró Mike Woller seguido de un robusto cameraman pecoso hasta las orejas, de pelo rojo cortado a cepillo, que parecía un infante de marina en ropas de civil. Calzaba botas de media caña, ajustados pantalones va453 querOj camisa caqui desprendida y un absurdo saco marrón a cuadros que le quedaba chico y se le levantaba para atrás como la cola de un pájaro. Esgrimía la fumadora como una metralleta. Sus ojillos azules, muy juntos en la cara redonda y chata de boxeador amateur fuera de peso, me miraron con amenazadora curiosidad cuando Mike se acercó a saludarme cordialmente. Se llama Jack Thierry. Les invité a sentarse. Aceptaron sin vacilar. Tras de echar una mirada hacia la calìe, Mike se fue a hablar por teléfono. El orangután pidió, para sorpresa del mozo, un vaso de leche con vainillas. Le dije al tipo alguna cosa amable en inglés, para que entrara en confianza y se sintiera a gusto. Insensible a la proverbial cordialidad paraguaya, me respondió con un gruñido en tanto ahogaba en leche una vainilla con los gordos dedos de su manaza velluda. Mike volvió del mostrador con una cerveza bien helada. Estaba acalorado e inquieto. Volvían de una recorrida. Según Mike, en los lugares de concentración había millares de huelguistas formando corrillos y hablando en voz baja. - Esperan algo o no saben lo que quieren. Parecen tontos. Responden con evasivas las preguntas que se les hace. Pero es gente decidida. Serían temibles si estuvieran armados. - Pero no lo están. - No, no lo están - respondió Mike, distraido, estirando el pescuezo para abarcar el tramo de la calle Palma que e s taba dentro de mi campo visual. El instinto me dijo que e s peraba algo. No quise hacer preguntas. Hablamos de los rumores de golpe de estado. Sabía menos que yo y no parecía importarle mucho. Pocos días después me enteré, como todo el mundo, que el periodista Mike Woller era un agente secreto de su país a la caza del traficante internacional de drogas Monsieur Pichón; y Jack el Destripado^ un guardaespaldas asignádole por la Embajada. Las no muy disimuladas y ansiosas miradas hacia la calle de mi rubio colega hicieron que yo observara con más detenimiento lo que tenía adelante. Había muy poca gente. Si no fuera por los imercachifles se diría que era una mañana de domingo. No tardé en advertir cierta agitación en el vestíbulo del Hotel Colonial, del que tenía desde mi asiento una visión sesgada y cómoda. Los camareros amontonaban maletas en la entrada. Iban y venían atolondradas muchachas de pantalones ajustados y pañuelos de colores en la cabeza. R e c o nocí a las coristas de Maruja Fontán. Seguí hablando de la 454 huelga hasta que se detuvieron frente al hotel un automóvil de lujo y un omnibus de turismo. Mike hizo una seña. El grandote me apartó sin miramientos y emplazó la fumadora en la ventana. Del automóvil descendió Monsieur Pichón ,en persona y subió la escalinata con increíble agilidad. Los camareros se precipitaron al omnibus cargados de valijas. Detrás de ellos apareció chillando una multitud de chicas y tipos afeminados que subieron atropelladanente, en tanto Monsieur Pichón reaparecía acompañado de Maruja F'ontán, que caminaba muy erguida sobre sus tacos altos, vistiendo un brillante conjunto de pantalones y blusa anaranjados que destacaban sus formas exhuberantes. Llevaba descomunales anteojos parasoles y se sujetaba los cabellos rubios oxigenados con un pañuelo rojo. El francés le abrió la portezuela y pasó al otro lado para subir al automóvil, mientras Jack lo acribillaba con la fumadora. Partieron velozmente. Mike y su escudero se precipitaron a la calle olvidando despedirse. Y de pagar la cuentta, desde luego. Me disponía a marcharme a mi vez cuando llegó rugien* do un camión lleno de soldados del Glorioso Batallón, armados hasta los dientes. Los mandaba en persona el coronel Ciriaco Ojarro, que se precipitó dentro del hotel seguido por unos cuantos de sus hombres, mientras otros se desplegaban en la calle, despejándola a empellones y culatazos de desprevenidos transeúntes y turcos mercachifles. Adentro se había armado un descomunal alboroto. Salió disparado por la escalinata el maitre del hotel. Ojarro lo perseguía blandiendo su revólver, dándole de patadas y gritando como un energúmeno. La escena era grotesca y bochornosa. Conozco al maitre del Hotel Colonial. Es un hombre maduro, educado y respetable. Un soldado lo tomó de los hombros, otro de los pies, y lo arrojaron al camión como un costal de huesos. Se supo después que le raparon la cabeza y le dieron una paliza que por poco lo mata. Al rato habían partido y todo volvió a la normalidad. Comprendí de inmediato el significado de lo ocurrido: Maruja Fontán se le había escapado al coronel Ciriaco Ojarro. Este, que probablemente recibió el aviso a último momento -¿no sería el llamado telefónico que hizo Mike Woller desde el bar?-, no vaciló en abandonar su Puesto Comando de jefe de plaza de una ciudad paralizada por una huelga general, con los obreros y estudiantes en las calles, en medio de una crisis militar, para correr a impedir la fuga de su amada. Su furor al no encontrarla es comprensible. El otro candidato de 455 Maruja era el general Ernesto Dalfrosse, jefe de la Caballería, que controla el aeropuerto. Seguramente Mike sabía lo que Iba a ocurrir y temía que Monsieur Pichón se le volara al extranjero bajo las alas de aquella golondrina. De allí su empeño en no perderlo de vista. Hago estas digreciones porque se refieren a un episodio ocurrido el día de la huelga, que ilustra las mezquindades que acompañan a los grandes acontecimientos y que en ocasiones influyen decisivamente en ellos. Asqueado por el espectáculo que acababa de presenciar fui en busca de don Ramón. Tuve suerte. Estaba sentado en la vereda, en un banco apoyado en la pared. Jugaba a las damas con un cambista sin clientela. Me acerqué a su automóvil, que era el único que había en la parada, y llamé su atención con un fuerte silbido. Aniquiló a su adversario con una de esas jugadas magistrales de las que sólo son capaces los taxistas y los peluqueros, y acudió lleno de satisfacción. Yo ya estaba instalado en el asiento delantero. -¿Adónde vamos, mi patrón? - me preguntó en guaraní. Es un viejo grandote y jovial, que usa todavía la gorra de su oficio, ejercido con indeclinable vocación desde su regreso de la guerra del Chaco, en la que condujo camiones destartalados por caminos infernales bajo el acecho del enemigo. No hay nada que lo arredre. Le expliqué mis planes y le pregunté si podía contar con él, acaso por todo el día. -¡Es posible! ¡Vamos si que, patrón! - exclamó alegremente. Dio arranque a su Ford rugiente y eficiente, que parecía formar parte de su robusta naturaleza. El Palacio de Gobierno parecía una mansión desalquilada; la Escuela Militar, una casa de duelo. En la vasta extensión de la Plaza de la República, enttre la Costanera y el Departamento Central de Policía, sentados en el suelo en filas sucesivas, había más de un millar de hombres de la repartición y conscriptos del ejército. Formando pequeños núcleos, estaban las secciones de ametralladoras y los grupos de mortero. Al fondo, hacia el estadio Comuneros, se veían los escuadrones de la Policía Montada. Los oficiales, de pie, conversaban entre ellos. A lo largó de la calle y en la explanada de la Catedral aguardaba gran número de vehículos militares. Sus conductores tomaban tereré bajo los árboles. Me extrañó que nos dejaran pasar sin hacernos el menor caso. - Si los poderosos se arreglan entre ellos -dijo don Ramon en guaraní-, van a soltar estos perros contra los huelguistas. Se verán en mal aprieto los muchachos. 456 -¿Crees que se arreglarán? -¿Cómo dudarlo, con tanta gente en las calles? ¿Has visto a un loco meter la mano en el fuego? ¡Si, señor, se arreglarán, y se pondrán todos juntos contra el pueblo! Me extrañó que un hombre alegre y jovial como don Ramón hablara con tanta rabia y amargura. - Esto lo saben todos -agregó-, pero había que salir; estaban hartos. Doblamos hacia el centro. Desperdigados en las cuatro manzanas de la Plaza Independencia había millares de huelguistas. No mostraban signos de agitación ni de impaciencia. El Panteón de los Héroes estaba cerrado, sin la guardia de honor habitual. De allí nos dirigimos a Plaza Italia, donde según don Ramón se habían concentrado los estudiantes. El ambiente era ruidoso y entusiasta. Gritaban mueras a la dictadura y vivas a la libertad. Don Ramón estacionó junto al pozo artesiano mientras yo me mezclaba con la multitud. El mirador del centro se había convertido en improvisada tribuna. Reconocí a varios jóvenes diputados oficialistas, cuya participación en el movimiento dio pretexto para que se decretara unos días más tarde la disolución del Congreso. Uno de ellos exigió la renuncia del Presidente de la República y la convocatoria de una asamblea constituyente. Muy caro pagarían el noble gesto. Ahora se encuentran todos presos, sin que para nada les valiera la inmunidad parlamentaria. Para tener un panorama completo sólo me faltaba visitar el Parque Caballero, desde donde, según había trascendido, el Comité Ejecutivo de los huelguistas dirigía las acciones. Subimos por la calle Amambay y doblamos por Estados Unidos. Seguían afluyendo huelguistas, aunque ya en menor número. Dejé esperando a don Ramón junto a la estatua del general Artigas y fui a echar un vistaso dentro del parque. Los portones estaban abiertos de par en par. Los guardaba una veintena de jóvenes obreros armados de garrotes. Cerca de la piscina se estaba realizando una asamblea. Calculé que habría de tres a cuatro mil personas reunidas bajo los viejos lapachos que daban la sombra de su follaje suavemente mecido por el viento. Los oradores hablaban desde un montículo de arena que habían dejado los al bañiles que reparaban la piscina. Si alguien pedía la palabra y se la concedían, hacía uso de ella desde donde se encontraba o era invitado a ocupar la tribuna. Se los escuchaba en silencio, que sólo era ocasionalmente turbado por murmullos de aprobación 457 o desaprobación. Percibí la presencia de una misteriosa fuerza contenida. Nunca habfa visto nada igual. El conocido dirigente obrero Teófilo Villalba, en nombre del Comité Ejecutivo, puso a consideración de la asamblea la decisión que debía tomarse en vista del cambio que se había producido en las condiciones previstas para la convocatoria de la huelga y de la movilización popular. Si las cosas no habían ocurrido como se esperaba, no había razón para empecinarse. Pasó luego a describir la situación de manera clara y precisa: El capitán Palacios había muerto. La columna rebelde fue destruida. En la Escuela Militar, los cadetes no respondieron a su director, el general Fulgencio íturbe. La Caballería no cumplió su compromiso de impedir la entrada a la capital del Famoso Regimiento. El general Melgarejo, de fama siniestra, había recuperado el control de los cuarteles de Tacumbú y apresado al mayor Silvestre Ocampos. La conspiración había fracasado. Sin embargo, seguía el pleito entre los bandos de oportunistas, acomodados y farristas que de nuevo controlaban la situación. Tanto el Famoso Regimiento como la Caballería, cada cual por su lado, planteaban exigencias al gobierno, que solamente contaba con la policía y el Glorioso Batallón, ambos al mando de Ojarro Tarová, de Ojarro el Loco. Si no llegaban a un acuerdo, el choque podría producirse en cualquier momento. Por ahora los huelguistas no habían sido reprimidos porque ninguno de los tres bandos en pugna podía distraer fuerzas para hacerlo. En el Comité Ejecutivo las opiniones estaban divididas. Unos proponían un repliegue inmediato; otros insistían en esperar un poco más. En vista de ello, y de la gravedad del caso, se había acordado dejar la decisión en manos de la asamblea. No volaba una mosca. Había millares de rostros pensativos. Luego se sucedieron varios oradores, que se pronunciaron brevemente a favor o en contra de la retirada. En un momento en que el debate había entrado en punto muerto, subió a la tribuna un hombre que, a todas luces, no era un obrero. De mediana estatura, más bien alto, pura fibra; cabellos y bigotes castaños, entrecanos. El rostro fino, las mejillas hundidas, la frente amplia, surcados por arrugas profundas; la mirada a un tiempo serena, apasionada y bondosa, cargada de orgullo y de modestia, mostraban las huellas del pensamiento, la costumbre del coraje y de la acción. No reconocí enseguida a mi amigo y pariente Fabio Iglesias porque lo suponía en el extranjero. 458 Se manifestó a favor de los que proponían una pronta retirada. Si bien, reconoció, había sido uno de los más firmes partidarios de la huelga y de las manifestaciones, el desarrollo de los acontecimientos imponía un cambio de táctica. La respuesta del pueblo había sido magnífica, y como tal, ya era un triunfo. Pero estaba aislado. Si no se replegaba rápida y ordenadamente, sería víctima de la represión más feroz y despiadada apenas el gobierno tuviera las manos libres. Pedia a los compañeros que se tomara una rápida decisión. Los minutos contaban. Pidió entonces la palabra un viejo de aspecto muy digno y muy modesto. Lo invitaron a subir a la tribuna. Reflexionó un momento y dijo, en guaraní: - Oigo que tendríamos que recular porque no hubo la revolución que se esperaba. Estamos solos. Es cierto; pero desde luego es esa nuestra condición. Aunque soy muy ignorante, sé que ni los santos se comprometen por el pobre. Si no nos valemos, no hay más remedio que dejar que sigan jugando por nosotros hasta que venga la muerte y nos encuentre en la miseria y la vergüenza. No sé qué piensan ustedes, pero yo no estoy de acuerdo. No me gusta. Me cansé, me aburrí, ya soy un viejo. Dos leguas caminé para venir a esta función, y ahora me dicen que me vuelva sin darme siquiera el gusto de descomponer un poco el baile. Si vengo, vengo; si no vengo, no vengo. Yo no soy como ellos, yo tengo un alma sola. Ahora vine y ya estoy. Y muy contento. Entre hidalgos me encuentro. No está bien que nos manden asesinos y ladrones, locos y degenerados. No vine para favorecer a los conspiradores, a individuos que apenas se encaramen al gobierno sólo palos nos darán, si se lo permitimos. Vine porque no soy un buey, porque no me caparon. ¿Han visto a un gallo pichado? Se corrió de la pelea y se ha perdido el respeto. Cacarea como gallina, cuida por los pollitos y a cada madrugada el otro gallo lo arregla. Hubo murmullos de aprobación. Se oyeron risas, prontamente acalladas porque el hombre hablaba en serio. - Yo no vengo nunca al centro, ¿para qué voy a venir? Ahora que vine, quiero mirar un poco. Y quiero que me vean. Que miren bien por mí: allá va Sinforiano Ramírez, paraguayo de ley; pobre, pero delicado. Mientras se aguante, la huelga hay que seguirla, no importa el resultado. Vamos al Panteón de los Héroes, donde hay tantos amigos esperando. Convidemos también a los estudiantes de la Plaza Italia. Que pase lo que pase. No importa que no ganemos esta guerra; de cual459 quier modo no la hubiéramos ganado, pero ya es hora de dar una pelea para sentirnos hombres. Vamos si que, muchachos, yo sé lo que les digo, antes de que nos volvamos todos putos. El hombre bajó de la tribuna y se perdió en la multitud. Fabio Iglesias, de pie sobre el montículo de arena, pensaba intensamente. Nunca hasta entonces había yo percibido la vibración material del pensamiento, en el que se conjugaban las consideraciones tácticas dictadas por la razón, la fuerza de los sentimientos y el mandato de ía ética. Finalmente dijo con voz fuerte y clara, sin hacer ademanes, como si h a blara para sí mismo la palabra todos: -¡Vamos! -¡Hurra'aaa! ¡Hurra'aaa! ¡Hurra'aaa! Estalló la multitud hasta entonces silenciosa. 460 DÉJALOS QUE FARREEN La Maison du Diable Rouge está cerrada para el público. La custodian retenes con ametralladoras en los accesos y puestos de guardia cada cincuenta metros, cubriendo un amplio semicírculo. Tiene todas las luces encendidas. El diablo rojo lanza reflejos sobre el río. En los jardines vivaquean soldados verdeolivos. Visten desteñidos y rotosos uniformes que en varios días no han t e nido tiempo de lavar. Cantan endechas melancólicas. Beben a discreción de barriles de cerveza con sus jarros de lata. Lanzan agudos sapucái con profundo desahogo. Les han dicho que pronto volverían a sus valles. En uno de los salones exclusivos de la casa, superadas las diferencias ocasionales, celebran su reconciliación oficiales del Glorioso Batallón con sus pares de la Caballería y del Famoso Regimiento, aún cubiertos estos últimos del polvo de la campaña contra rebeldes y traidores, que acaba de terminar. Estos son los anfitriones. A media mañana, un destacamento de la aguerrida unidad avanzó sigilosamente por los bañados de Tacumbú hasta llegar a Lambaré e irrumpir sorpresivamente en La Maison du Diable Rouge en el momento justo en que Monsieur Pichón y los integrantes de la compañía de revistas de Maruja Fontán se disponían a pasar a la Argentina en una lancha. Los retuvieron cortestemente como prenda de negociación. Media hora después llegó el coronel Ciríaco Ojarro en un camión lleno de soldados. Exigió que le entregaran los prisioneros. Había perdido un tiempo precioso creyendo que escaparían en avión por Campo Grande. Estaba tan furioso que tuvo que ser alejado a tiros. Pero esas son 461 cosas del pasado. La camaradería impera nuevamente en las Fuerzas Armadas de la Nación. Despatarrados en sillones, con las casacas desprendidas, los oficiales del Famoso Regimiento no acaban de superar su cortedad de arribeños. Se fingen más borrachos de lo que están. Se desfogan en carcajadas y largos alaridos que descargan angustias largamente reprimidas. Persiguen tambaleantes, olisquean, palpan con sus manos rudas la carne nacarada de las coristas argentinas. Hubieran preferido descansar, de sus fatigas con una sumisa y vivaracha morenita en discreta intimidad. Pero las circunstancias exigen otra cosa, y entonces sólo atinan a mostrarse bestiales. Hay algo falso en sus actitudes y en sus gritos. Dirigen miradas recelosas de asombrado desprecio a los alborotados bailarines de la troupe, que andan de un lado para otro haciendo morisquetas para atraer la atención de los guerreros, que aún conservan excitantes olores de pólvoras y sangres. Maruja Fontán, desbordada en su vestido, se inclina alternativamente hacia el general Ernesto Dalfrosse y el coronel Ciriaco Ojarro, los invitados de honor de la velada. Ojarro bracea, se agita, ríe, manosea, atrompa labios cargosos hacia el cuello cisneo de Maruja. Dalfrosse bebe en silencio. Se insinúa una sonrisa en su boca de iguana. Le divierte una escena de desenlace previsible: Un bailarín, disfrazado de andaluz, se empeña en hacer refr a un oficial que, recostado en el alféizar de una ventana, rumia su naco y escupe hacia la noche. La cara centrina se pierde en la oscuridad. La mano derecha descanza en la culata del revólver. Lleva la gorra ladeada, con la vicera en un ojo, signos de humores pendencieros en el arriero paraguayo. El bailarín no sabe interpretarlo. -¡Huy, mamita, qué ogro! - exclama femenil, apoyando una mejilla sobre las manos juntas. Las muchachas lo azuzan. El magro oficial permanece impasible. El bailarín hace su elogio; se le acerca. -iBhu'uuu! - le grita, con los pulgares tras las orejas y las manos en abanico. Hasta que se atreve a tocarlo. Va a parar de un empellón contra una mesa ratona, desparramando vasos y botellas. -¡Fuera pues, potrillo, hijo de la diabla! - ruge el oficial con voz de trueno. Las coristas chillan asustadas. El bailarín se revuelca aullando entre los vidrios rotos. Le disparan un chorro de 462 soda, le atizan una patada. Se levanta dando brincos, proclamando su aterrado placer. El corpachón del general Dalfrose se extremece de risa: -ÍJho, Melgarejo, hijo de diablo! Monsieur Pichón, como saliendo del humo de su habano, paladea su coñac. Prodiga su risa áspera: -3Oh mes enfants, mes petits! Junto a él, hundido en su sillón, un hombrecito rubio, casi albino, poco menos que un enano, juega con los pulgares y sonríe. Muy pocos lo conocen. Es la eminencia gris. Acuden mozos con escobas y pali 11 as. Sigue la fiesta. Monsieur Pichón tiene muchos espías y confidentes. Está aí tanto de lo ocurrido y de lo que va a ocurrir. Sabe lo que le espera y no le importa. El general Patricio Melgarejo, conocedor del carácter extremadamente cauteloso del general Ernesto Dalfrosse, había hecho vacilar a éste durante todo un día con tentadoras promesas y no muy veladas amenazas, mientras hacía descansar a sus tropas y concetraba su regimiento. Cuando hubo oscurecido se lanzó como una tromba hacia la capital. Antes de que atinaran a dispararle había dejado atrás los retenes que la Caballería había instalado sobre la ruta Mariscal Est igarribia. Cruzó de un extremo a otro la ciudad en menos de quince minutos, desbarató con audacia increíble el complot tramado en contra suya por su subordinado, el mayor Silvestre O campos. Rodeó los cuarteles de Tacumbú y entró por la puerta principal seguido de cuatro sargentos de su confianza. Los soldados se cuadraban a su paso indignado. El mayor Silvestre Ocampos, junto con otros oficiales, le esperaba para prenderlo. Antes de que pudiera hablar, Melgarejo le encañonó el revólver en el pecho y le rompió la cara de un revés. Los sargentos dieron voces de mando y fueron obedecidos por los atónitos soldados. Prendieron a los oficiales e hicieron formar a la tropa. Acto seguido, el regimiento hizo su entrada triunfal en los cuarteles disparando sus armas al aire para celebrar el éxito del operativo y para que se supiera que el general Melgarejo estaba de nuevo en casa y era dueño de la situación. Poco después llamó preguntarle de qué lado intenciones. Le respondió podían quedar así nomás. el Presidente de la República para estaba Melgarejo y cuáles eran sus que lo pensaría, porque las cosas no Luego colgó el tubo sin despedirse. 463 Cundió el pánico en las altas esferas. Era como tener un tigre cebado, suelto en el patio de 1 a casa* El general Datf rosse, sintiéndose burlado, tomó posiciones en Campo Grande y se aprestó para la lucha. Hizo saber que sólo atendería a sus propias conveniencias y no debía lealtad a nadie. La Marina declaró que nada tenía que ver con estos pleitos y proclamó su neutralidad. El Presidente de la República desapareció de su residencia, dicen que en la valijera de un auto. El ministro I rala Vargas, el único miembro del gabinete que no puso pies en polvorosa, se hizo cargo de la situación. El día amaneció cargado de siniestros presagios. La ciudad estaba paralizada por una huelga general. El pueblo había salido a las calles en actitud de franco desafío. Un buen número de diputados oficialistas -no había otros, pues no existía oposición en el Congreso-, se declaró en rebeldía pidiendo la renuncia del gobierno y la convocatoria de una asamblea constituyente. No se podía pensar en reprimir mientras no se resolviera la crisis militar. El doctor Irala Vargas pidió la mediación de la Embajada. Esta puso dos condiciones: la permanencia en el poder del Presidente de la República y la entrega del gangster francés Monsieur Pichón. Había llegado el momento de escapar. Pudo haberlo hecho en diez minutos, en una deslizadora que tenía preparada, ocultándose en un refugio seguro, ubicado en la costa Argentina; pero creyó que le quedaba tiempo suficiente para poner a salvo a la compañía de revistas de Maruja Fontán, que estaba a su servicio. Fue a buscarla personalmente. Monsieur Pichón tenía su ética. Había dejado guardias dotados de transmisores portátiles sobre el camino a Lambaré para que le avisaran si se aproximaba un peligro inminente. Pero, cuando ya se disponía a embarcarse en una lancha para cruzar la frontera, como brotado de la nada apareció un pelotón del Famoso Regimiento que se lo impidió. No había contado con que el general Melgarejo era un loco genial. Con Monsieur Pichón en su poder pasaba a sus manos la prenda decisiva en las negociaciones con la Embajada. El doctor Irala Vargas realizó tratativas de alto niveh Aseguró al Embajador que esa misma noche se entregaría al contrabandista. Se comprometió a iniciar lo antes posible una apertura democrática que diera acceso al parlamento a algunos sectores conservadores e inofensivos de la oposición, con el fin de aliviar la tensión política. Entre tanto, Muñeca 464 Egusquiza, aconsejada por su padre, el valetudinario don Antenor Egusquiza, y secundada por doña Crescencia Tererute y el elenco de las brujas, guisaba un efectivo acuerdo de cocina. El coronel Ojarro recibiría, como compensación por la ruina de sus negocios con Monsieur Pichón, fondos presupuestados para el Ministerio de Educación, de modo que pudiera invertirlos en terminar de construir la Cárcel Modelo. El general Ernesto Dalfrosse, con patriótico renunciamiento, le permitiría apoderarse de Maruja Fontán. Para evitar conflictos tan estériles, como ruinosos y peligrosos en el futuro entre Melgarejo, Dalfrosse, Ojarro y el Presidente de la R e pública, cada uno de ellos se reservaría, con carácter exclusivo y absoluto, un sector determinado del poder, y de los negocios. El régimen quedó consolidado definitivamente en su estructura, y se dio por inaugurada una nueva época histórica. El pacto, que debería mantenerse en absoluto secreto, pero del que Monsieur Pichón estaba enterado en detalle, entraría a regir desde las doce en punto de esa misma noche. Para tales efectos se habían reunido tres de los cuatro signatarios en La Maison du Diable Rouge. El doctor Irala Vargas, cuyo papel protagónico quedaba deslucido por estos tejemanejes tramados por su secretario, concebidos por su suegro y ejecutados por su mujer, había abogado por la negociación con los huelguistas. Primó el criterio, compartido por el Embajador, de reprimirlos ejemplarmente para luego propiciar la formación de sindicatos y centros estudiantiles legales y proclives al mantenimiento del orden público y la armoniosa convivencia de clases. Al promediar la jornada, el coronel Ciriaco Ojarro había lanzado sus huestes contra los obreros y estudiantes. Fue varias veces rechazado. El amor propio le impidió pedir refuerzos. Hacia el anochecer fueron cesando los disturbios. El último foco de resistencia se ubicó en una iglesia de barrio, en la que fueron sitiados un millar de huelguistas. El cura párroco, un tal Roberto Roldan, intentó negociar una retirada pacífica. Fue bárbaramente apaleado por la policía y la cosa acabó en una batalla campal. Las prisiones rebosaban de presos, que estaban siendo tratados con implacable rigor. Un joven estudiante de dieciocho años, llamado Fermín Agüero, que según sus captores conocía el nombre y el paradero de los dirigentes del movimientto huelguístico, fue conducido a la presencia de un cónclave integrado por el doctor 465 írala Vargas, el coronel Ojarro y los generales Dalfrosse y Melgarejo. Asistía don Antenor Egusquiza en carácter de componedor y patriarca del partido. Estaba también un pequeño personaje que se presentó como apoderado plenipotenciario del Presidente de la República, el cual prefería mantenerse al margen de las negociaciones. Estaban ultimando los d e t a les de la componenda cuando trajeron al prisionero. Según hacía decir Walter Cardozo Einke, podría hacer sorprendentes revelaciones si lograban persuadirlo de que hablara. Ya lo había interrogado Claudio Arévalo sin ningún resultado. Estaba cubierto de sangre. È1 ministro, visiblemente impresionado, le dio un vaso de agua y le rogó que, para evitarse inútiles t o r mentos, declarara buenamente cuanto sabía. El muchacho le dirigió una mirada llena de desprecio: -¡Usted me lo dice, traidor! Antes de que pudiera decir una palabra más, el general Melgarejo le disparó a quemarropa un balazo en la cabeza. - Ahora sí estamos de acuerdo -dijo, guardando su r e vólver-, nuestro pacto es de sangre. El cadáver de Fermín Agüero fue arrojado al río desde las barrancas de Itá Pytá Punta. Este era uno de los motivos por los cuales el doctor Alfonso I rala Vargas se había excusado de asistir a la fiesta en La Maison du Diable Rouge. Como la generalidad de los civiles, era flojo de entrañas. En estas cosas y otras muchas medita Monsieur Pichón mientras fuma su cigarro y bebe su coñac. Callan los discos de música enervante. Entran dos guitarristas andaluces. Sale el bailarín a defender el primer plano tan duramente conquistado. Lleva el trasero para arriba como una hormiga lastimada. Zapatea, mueve los brazos, tuerce el cogote como un gallo. -iOle'eee! -¡Mosquito eléctrico] Se burlan; le arrojan corchos y colillas. Entonces sale ai ruedo una morena haciendo vibrar las castañuelas. Alumbra con los ojos, sacude la cabellera, retuerce el espinazo. Callan. Maruja la acecha como una tigre hambrienta. El bailarín se juega los talones. La ciñe de la cintura. Se detienen. Se inclina sobre ella que le ofrenda los labios henchidos de promesa y goce. -iPipu'uuul Son las doce. Salen los revólveres de las cartucheras. Lámparas, arañas, espejos, saltan en añicos. Llueven del cielo 466 raso poi vade ras de yeso. Los maricas escapan por las ventanas comò monos asustados. Las coristas forcejean pidiendo socorro. Maruja se defiende a zapatazos y mordiscos, bramando obscenidades- Se abre paso descalza, semidesnuda, echando espuma por la boca. La persiguen. Cada cual lleva su presa. Algunos la disputan. Otros la comparten. La banda del regimiento ejecuta una polca en medio del tiroteo y los alaridos de la soldadesca emborrachada. -¡Oh mes enfants, mes petits! El general Melgarejo lleva a rastras a la bailarina andaluza hasta una de las cabanas del jardín. Abre la puerta de una patada. Enciende la luz. De un tirón la arroja al suelo. Se sienta en el borde de una cama. Contempla a la muchacha que llora a gritos, mirándole con el rostro desencajado de miedo. "¿Por qué llorará esta puta?", se pregunta el general. -¡Basta! - ordena. Ella se cubre el rostro con los brazos. -¡Nei, ejeroky! La muchacha no entiende; Melgarejo empuña su revólver; ella lanza un grito de terror. -¿Vas a hacerme o no mi gusto? -le .pregunta, ahora en castellano-.¡Que bailes digo! Ella se incorpora y ensaya, temblorosa, algunos pasos. -¡Baile bien pues, car ajo! Se quiebra una teja de un balazo. La habitación se llena de humo enardecido. Entonces comprende, es una artista. Gira como un torbellino. No precisa guitarras ni castañuelas. Le sobran los dedos, los tacones, las luces de sus ojos, su misterio inimitable. Melgarejo, extasiado, la contempla: -¡Eso era, mi hija, así me gusta! Walter Cardozo Einke y Mike Woller fuman un cigarrillo algo alejados de un automóvil estacionado cerca de la entrada de La Maison du Diable Rouge. Jack Thierry aguarda en el volante escuchando en la radio una audición de música moderna. El tiroteo y el griterío es para ellos como una aburrida exhibición de juegos artificiales en una fiesta pueblerina. - Espero que me entreguen de una vez a ese hijo de perra -dice Mike, mirando su reloj-. No me sentiré seguro hasta que lo tenga esposado en el avión y hayamos levantado vuelo. 467 - Tranquilo, amigo, ya lo tendrás -responde Walter, distraído-. Deja a esos indios hacer las cosas a su manera. Son primitivos, tienen que realizar algunos ritos. No son como nosotros, racionales. - Lo dices porque no has tenido que perseguirlo como yo durante diez años alrededor del mundo. Esta mañana, de casualidad, no se me escapó de nuevo -se echó a reír y exclamó-: i Vaya tipo, hemos tenido que provocar una revolución para atraparlo! Estuviste brillante. -¿Te parece? -¡Estupendo, magnífico! Estos paraguayos idiotas no se imaginan siquiera que los has manejado como títeres. Eres un genio, Walter. Walter se dijo que, cuando todo hubiera terminado, se agarraría una fenomenal borrachera. "Me llevaré a casa media docena de putas y las haré bailar desnudas a punta de látigo. Brincaré como un fauno, me revolcaré en mi propia mierda. Mariana está presa nuevamente. Con qué maligno placer vino a informarme Claudio Arévalo. La reconoció cuando arengaba a los obreros cercados en la parroquia del padre Roldan. Empuñaba una estaca de lapacho arrancada de los rosales del jardín. Encabezó una carga contra los soldados del Glorioso Batallón. Rompieron la línea y mediante ella muchos escaparon. La desmayaron a golpes de culata. (Mariana! ¿Qué hará ahora el ministro? ¿Qué haré yo, maldita-sea? Si por lo menos me animara a sacar la pistola y vaciarla en el estomago de este gringo de mierda. No debo hacerlo. Ella me necesita. La libraré de algún modo y me pegaré un balazo. Tal vez no me atreva y siga no más clasificando papelitos como cuando coleccionaba mariposas. Soy un cerdo, un cobarde, indigno de ser amado por una mujer como Mariana Arguello. Me han castrado. Lo único que me falta es bajarme los pantalones y pagar a un degenerado para que me rompa el culo". - Oye, Walter, ¿que te pasa?, estás temblando. - Son los nervios; mucho trabajo en estos días. - Toma, esto te calmará - le dijo Mike, pasándole un cigarrillo de marihuana. Walter aceptó. -¡Thank you! - dijo, cuando Mike le arrimó fuego. La radio del automóvil difundía un estridente buguibugui. - Yo también necesito unas vacaciones -dijo Mike-. Ire a Miami. ¡Música, chicas, whisky! -sacudió su corpachón al 468 ritmo de la música e hizo sonar los dedos-, ¡A sacudir los huesos, muchacho! ¡Ta-ta-tárata, ta-ta-tárata, t a - t a - t a ! ¡Jack, más fuerte esa radio! \Vamos para casa, chico! -iOkey, jefe! La radio dominó con su estridencia el tiroteo, los gritos y el sonido de la banda. -¡Ta-ta-tárata, ta-ta-tárata, t a - t a - t a ! Walter Cardozo Einke estalló en guturales carcajadas. Como la oscuridad no dejaba ver las lágrimas, Mike no se dio cuenta de que estaba sollozando. El coñac exhala su ánima caliente de licor para viejos. Monsieur Pichón se olvida de ios ojos. Se complace en el cinismo y la melancolía. Medita en su obra y en la señal de su destino. Había organizado una vasta red de contrabandistas de estupefacientes que abarca el mundo entero. Descubierta la trama e identificado su jefe, lo prudente hubiera sido huir. Perderse nuevamente en oscuros recovecos. Cambiar una vez más de identidad. Tiene dinero suficiente para asegurarse un retiro opulento en el Mediterraneo ancestral, en el Mar de los Fenicios. Hastiado de mujeres, saciado de aventuras, ¿qué más puede desear un hombre de sus años? Pero, puesto en la encrucijada, comprende cuánto pesan para él los ideales. En su larga carrera de gángster marsellés, de colaboracionista y de traidor, de tahúr y proxeneta, había servido lealmente a las pasiones destructivas del hombre. ¿Por qué abandonar la lucha como un desertor? Se debe a sus cómplices como un general a sus soldados, concebidos como totalidad, ya que la suerte de cada uno de esos desconocidos le es indiferente. A su manera, es un hombre de Estado. Para emular a Dios como al Demonio se precisan del genio y del valor. Enfrentó al más grande de los poderes de la tierra maniobrando influencias en uno de los países más pequeños, pobres y desamparados del mundo. El fracaso es el precio de su temeridad. Sabe que en el portón le espera un automóvil para llevarlo directamente a un avión fletado por el gobierno de los Estados Unidos. - Bueno, mi amigo -le dice el hombrecito-, ha llegado la hora. Créame que lo siento. Sólo me resta agradecerle su valiosa ayuda. -¡Oh no se preocupe! Puedo comprender una razón de Estado. - SÍ me hubiera hecho caso hace un mes, se ahorraba este disgusto. 469 -¡Tal vez, tal vez! No estaré vencido mientras viva, y no hay nada más hermoso que morir. - No le entiendo - Palabras, amigo, palabras... Pero debo confesarle que me ha pasado algo completamente inesperado, en cierto modo absurdo, que no me había ocurrido nunca... - Usted dirá. - Amo a este país. -ilj, ij, ij! - rió el hombrecito, sacudiendo sus manecillas de lagarto. - Ríase usted, lo tengo merecido. Le aseguro sin embargo que algún día volveré, aunque sea en una silla de ruedas, sólo para morir. Una canoa pasaba por el río. Tendido en el fondo, amortajado en camalotes, yacía el cadáver de Fermín Agüero. Carpincho y Lucas Portillo miraban al Diablo Rojo que brincaba sobre el caserón de la barranca. Oían el griterío, la música, los tiros. -iHijos de una gran puta! - exclamó Lucas Portillo, amenazando con un puño-. ¡Si no se moría mi capitán otro baile bailarían! - Déjalos que farreen -dijo Carpincho-; hay que saber esperar. *!»*§» 470 EPILOGO EL HÉROE EPONIMO Al acabar de entrar el sol se instaló una mesa en el portón de "La Armonía" y ya nadie pudo entrar sin previo pago de cinco guaraníes de entrada. Se respetaron los derechos adquiridos por los que ya estaban adentro, pero la mayoría renunció al privilegio y compró su boleto. Se alinearon sillas frente al escenario. Mesas reservadas flanqueaban la platea. Varios sillones de mimbre hacían palco de proscenio. Se agotaron los boletos y se confió en adelante en la honradez de las encantadoras amigas de la primera actriz Cristina ¡turbe, que oficiaban de boleteras. Se recurrió al vecindario en procura de más asientos. Acudieron bancos, sillas, silletas y taburetes. Se usaron cajones vacíos de cerveza. Gómez el Largo, un contratista de obras, mandó a c a rrear tablones de andamiaje que, acomodados en caballetes de distinta altura, improvisaron tertulia y gallinero. Así y todo había público de pie. Fue imposible impedir la invasión de mita-í, que escalaban la muralla y trepaban a los mangos. Desde allí disparaban maíces y escupían a mansalva sobre la concurrencia. El cabo de policía encargado de mantener el orden mandó que se descalzaran dos tahachf y subieran a reprimir. Se produjo una persecución de rama en rama que acabó con la caida espectacular de uno de los servidores de la ley, que se hubiera descalabrado si no lo hubiese abarajado el público. El comisario Crfspulo Tirivé tuvo entonces la maladada idea de armar sus huestes con honditas y bodoques que mandó requisar del almacén de la otra cuadra. Como los chíquilines disponían de idéntico armamento y posiciones ventajosas, los vigilantes se llevaron la peor parte y hubo que lamentar víctimas inocentes a pesar de la diabólica puntería de los arborícolas. 473 La batalla terminó cuando el coronel Cándido Urbieta apareció en el proscenio y dijo tranquilamente en guaraní, sin levantar la voz más de lo necesario para que se lo oyera: - Está bien, muchachos, ya gastamos toda nuestra risa. Los mka-í se sosegaron. Don Cándido sabía mandar. Una noche de mayo clara y fresca daba encanto a la función. La cantina trabajaba a. todo trapo. Felicito andaba de un lado a otro acarreando cerveza, pastelitos y naranjines. La caña y el whisky se despachaban en el mostrador bajo el severo control de doña Rosalía de Urbieta, mujer de armas llevar a la que le decían la Coronela, que conocía el aguante y el efecto del alcohol en cada uno de los parroquianos. Entre polca y polca se oía la voz del Zorzal Morocho en los altoparlantes. Actores, tramoyistas y comedidos se estorbaban detrás del telón. Don Cándido Urbieta volvió a su palco. Los esperaban allí don Arturo Smidt, director de "El Independiente"; el padre Alfonso, de la Academia Literaria; el maestro Florio Giménez Bareiro, director de la Orquesta Sinfónica, que había traido parte de su elenco para dar fondo musical a la comedia; Críspulo Tirivé, comisario de la seccional de policía, amigo de las artes y del dueño de casa; doña Consuelo de la Fuente, dama ilustre de la vecindad, que esa noche vestía sus mejores galas. De los antiguos contertulios de "Puesto Lata" estaban don Faustino Benítez, Galo Casane11o y el doctor Carlos Peralta. La silla del padre Roldan e s t a ba vacía: el sacerdote ayudaba a poner a punto el escenario. Se hacía notar la ausencia de José-Antonio Lara. El coronel Cándido Urbieta rebosaba de orgullo: "La Armonía", de antro de perdición había pasado a ser un centro de cultura: se le estaba diciendo el padre Alfonso a doña Consuelo de la Fuent e . El público empezaba, a dar muestras de impaciencia. Los infantes arborícolas volvían a agitarse peligrosamente; -¡Para hoy, para hoy, para hoy! Se apagaron las luces de la pista, que echaban a perder una noche estupenda. Ardieron las candilejas, ingeniosamente improvisadas con una hilera de focos acomodados en cucuruchos de papel. El Zorzal Morocho apareció en el proscenio e hizo una reverencia. - Señoras, señores y señoritas: un pequeño inconveniente técnicos nos ha impedidos dar comienzo a la función a la hora establecido. Mientras se ultiman los preparativo, distraeré la amable atención de usteden con un recitados. 474 E i follaje de los mangos se agitó como invadida por tina bandada de loros: -iFuera'aaa! -¡Que se vaya! -¡Para hoy, para hoy, para hoy! Inmune a las provocaciones, el Zorzal Morocho abrió los brazos y declamó con profunda y bien timbrada voz de bajo: Libre cual brisa de la mar un día las calles recorría en suelta vaguedad; y en la mágica red de tu mirada, cual siempre despiadada, perdí mi libertad. Silbidos, abucheos, un bodocazo que pegó en la lona. Críspulo Tirivé dejó su silla. Saltó al proscenio con toda la dignidad posible, porque gradas no había, y tronó con voz de mando quebrada por ia indignación: -¡Silencio, digo! ¡Si no respetan al arte, respeten a lo artisto! Se produjo una ovación. Crispulo Tirivé volvió a bajar, acalorado, envanecido, estrechando las manos que se tendían para felicitarlo. Entre tanto, olvidado, piaba el Zorzal Moreno: yo sólo espero como bien la muerte, pues para mí, al perderte, perdido todo está. El público, aleccionado por la frase célebre de Críspulo Tirivé, aplaudió cortésmente. El maestro Florio Giménez Bareiro improvisó un conjunto de arpas, violines y guitarras. La música aquietó por un momento las mil cabezas de la hidra. Luego el Zorzal Morocho, junto con un par de engendros propios, recitó "Loca", de Manuel Ortiz Guerrero, y un delicioso poema en guaraní de Francisco Martín Barrios. Agotado el repertorio, se encendieron las luces y continuó la espera. El padre Roldan volvió a su asiento. -¿Qué pasa? - le preguntó el doctor Benítez. - No aparece Iluminado, lo andamos buscando. -¿Dónde se habrá metido? -¡Es un misterio! 475 El comisario Crfspulo Tirivé llamó a su cabo y le ordenó: -iEncuéntremelo a ese individuo! ivivo'ooo! El cabo se cuadró y salió corriendo. $ * * * $ j)t Iluminado Fretes contemplaba su figura en el espejo del ropero. Vivía, en los fondos del patio de don Faustino Benítez, en una casa de paredes de adobe, techo de paja y piso de ladrillos. La habitación, con ventanales y rejas de madera petrificada por el tiempo, daba a un corredor con ancho alero sostenido por horcones de lapacho incorruptible. Hacía de sala, dormitorio y biblioteca. La Virgen del Carmen tenía nicho empotrado en la pared, con una vela siempre ardida. Los muebles eran sólidos, robustos, labrados en urundey, cueros y bronces, -¿Qué te parece, Filomena? Le respondió una incoherente parrafada de grasnidos seseosos. Iluminado Frete soltó una estudiada risa amarga. - De acuerdo; le parezco a un cajetillo. Su redonda cabeza volcaba hacia la nuca una corta y esparrillada melena de artista. Fruncía la nariz chata, e n t r e cerraba sus ojillos. La boca, de gruesos labios, se abría desmesurada mostrando, entre colmillos de oro rojizo, una dentadura postiza cubierta de sarro amarillento. Filomena era bizca y jorobada. Como tenía una pierna más corta que la otra, andaba a los barquinazos. Los labios leporinos malamente costurados y una lesión congènita en las cuerdas vocales, le hacían hablar una jeringoza incomprensible. Sobre todo cuando, como ahora, estaba furiosa. •^ No te enojes, Filomena. Como dice don Faustino, es un razgo de estilo acentuar el carácter; y yo, querida hermanita, soy un hombre ridículo. Vestía saco marrón, camisa a cuadros, corbata colorada, pantalones verdes y zapatos combinados. Dejó el espejo y anduvo de un lado para otro con veloces pasitos, esquivando cachivaches y frotándose las manos con fruición. Filomena lo persiguió a los tumbos, sin parar ni un momento su atorado plagueo. - Cada cual hace su papel, el que pudo elegir o el que le tocó en el reparto. El mío es el de bufón. Apenas salgo al escenario el público se ríe. Me ve como un espantapájaros 476 con una calabaza en la cabeza. ¿Para qué entonces intentar conmoverlo? Dentro de mi molde el Gran Loco Paraguayo resultará un comediante. Se secó el sudor con un pañuelo a cuadros y continuó: - Todo está preparado» La descuajaringada tarima de la orquesta se transformo en escenario y espera la representación. La encantadora Cristina, el parapsicòlogo Cañete, su reptilesco discípulo Prósculo Pérez Bray, el Zorzal Morocho, locutor y poeta, asi* como tramoyistas y comparsas reclutados entre la juventud estudiosa, los feligreses del padre Roldan y los mita-í del barrio, solamente esperan que yo, Iluminado Fretes, el último infeliz, transformado por un noctámbulo desliz de la musa Taifa en autor, director y primer actor del drama, íes dé la voz de IListo ma!, para lanzarse al asalto de la ficción teatral, espejo de las ficciones de la vida... ¡Bravo! ¡Bravísimo! ¡Colosal! ¡Ah si tuviera un grabador! Volvió a posar frente al espejo. Se desprendió un botón del cuello y se aflojó la corbata. - El artículo aparecido en "El Independiente" con la firma de Galo Casanello; los anuncios gratuitos y los elogiosos comentarios de Radio Chantas; la participación del maestro Florio Giménez Bareiro con un grupo selecto de músicos de la Orquesta Sinfónica, amén de las invitaciones personales y las entradas vendidas con anticipación por las amigas de Cristina, aseguran una nutrida y selecta concurrencia y acaso un lleno completo. Es forzoso reconocer que gran parte del éxito, que sin duda tendremos esta noche, se lo deberemos al apoyo financiero y a la decidida y enérgica colaboración del doctor Carlos Peralta, así como al contagioso entusiasmo de Cristina, que se sobrepuso antes de lo que esperábamos de la trágica muerte de su padre. El ilustre general Fulgencio Iturbe vistió su viejo uniforme de guerrero del Chaco y se pegó un tiro en la cabeza. Por alguna razón Cristina se siente orguliosa. "No se debe llevar luto por los muertos por la patria -nos dijo en el entierro-; debería vestir de blanco como la hija del comunero Juan de Mena tras recibir la noticia de la ejecución de su padre". Francamente no entiendo. Ha de ser algo profundo suicidarse por la patria... ¡No te enojes, no grites! ¿Qué te pasa? Se acercó para calmarla. Ella corrió a refugiarse junto al nicho de la Virgen. - Déjame que te explique, Filomena: don Faustino p r e tende ocultarme muchas cosas, pero de la abundancia del corazón hablan los labios. Nada puede esconder del zonzo de 477 su s e c r e t a n o . Yo sé muchas cosas, Filomena; muchas más de lo que se imaginan imbéciles infatuados como Galo Casanello. Wagner, el fámulo, era paraguayo por su superior habilidad de hacerse el tonto. Los literatos fallaron en su intento de plasmar al Héroe Eponimo, al Gran Loco Paraguayo. Cristina, que los acosaba, nunca se acordó de mí* Yo tenía mi secreto; simplemente una idea. Como el tahúr que esconde una baraja, lo guardé celosamente para el momento oportuno. Una noche, mientras redactaba un alegato en defensa de un turco acusado de estupro, se me antojó desarrollarla en torno a un bosquejo que nos leyó el doctor Peralta. Trabajé como borracho, y, de un tirón, en hojas de papel sellado, escribí la comedia. Fue aterrador, te lo aseguro. Las ideas no eran mías. Me contradecían, se burlaban de mí. No era mi alma sino su reverso; la parte que nunca vemos de la luna, que, púdica o desconfiada, sincroniza sus movimientos con la rotación de la tierra como un perro que mezquina su trasero... ¡Una imagen feliz, debo anotarla! Se sentó, tomó un lápiz, abrió un cuaderno de tapa dura; pero, cuando iba a escribir, se rascó la cabeza y se detuvo indeciso. - Debo confesarte una cosa, Filomena: en el fondo del corazón me siento desfraudado por mi propia obra. No me importa que se burlen de mí, pero que no se burlen de los héroes. El capitán Prudencio Fretes, que se cubrió de gloria en los cañadones del Chaco, murió por un trapo en Tacuatí. Su sangre generosa manchó su pañuelo azul. "ISáquenme esta mierda del cogote!", fueron sus últimas palabras, naturalmente pronunciadas en expresiva lengua autóctona. Nuestro padre, de eponimo heroísmo, acabó renegando del color de su sangre y de un color de su bandera. Por eso, querida hermahita, por razones de prudencia y de principios, nunca me pongo una corbata azul. En mi cuello sería un sarcasmo a su memoria. Yo le respeto a los héroes, Filomena, aunque estén locos de remate. ¿Qué sería de nosotros si nos quedáramos sin ellos? Nada más que la triste demencia de trotar balando al m a t a dero detrás del carnero guía. Como los dioses a los griegos, los héroes son necesarios a nuestra república. ¡Al que joda con ellos hay que darle la cicuta sin ponderar por los filósofos/ Filomena le tironeaba del saco, gruñía, hacía morisquetas, zapateaba torpemente presa de un ataque de nervios. 478 - No, pues, hermanita, ¿cómo se te ocurre? No le he vendido el alma al diablo. ¿Para qué querría el diablo un alma como la mía? Filomena levantó un brazo como una retorcida rama Seca e hizo el signo de la cruz. - Ya ves, no me asusta ni un poquito; no estoy endemoniado. Ven, siéntate un rato, te traeré un jarro de agua. Fatiagada, se dejó conducir hasta una gran cama de bronce que estaba junto al nicho de la Virgen. Iluminado salió al corredor. Sacó un jarro de agua del cántaro que reposaba bajo el alero, bebió unos sorbos y le llevó el resto a su hermana. Filomena, con las manos juntas y su larga cara huesuda de pajarraco desplumado torcida hacia la Virgen, oraba una conmovedora sucesión de balidos. Se mojó apenas los labios y dejó el jarro en el regaso, llena de resignación. Iluminado Fretes volvió a sentarse. Con un codo apoyado en la mesa, siguió hablando a su hermana. -¿Sabes una cosa, Filomena? Sin querer hemos representado una escena estupenda. Debería anotaría, pero no t e n go ganas. El amor de mi vida es el teatro, como todos mis amores mal correspondido... (¡Ah si tuviera un grabador en vez de una hermana muda y contrahecha como el trasfondo de mi alma, que todo lo comprende con su comprensión incomprensible!)... Sé muy bien, Filomena, que no puedo engañarte ni con el engaño del teatro ni con el engaño de la vida; aunque la simulación sea mi substancia, mi razón de ser, no para engañar a los demás sino para engañarme a mí mismo. Tal vez tengas razón y sin saberlo haya vendido mi alma a Timoteo. Para todos soy un comediante, menos para ti. Pero esta noche es mi noche, Filomena. Hasta Galo Casanello, el despreciable follón que me desprecia, se vio obligado a su pesar a hacer el elogio de mi obra en las páginas de "El Independiente" después de escuchar la lectura del manuscrito que humilde presenté a la consideración del grupo en "Puesto Lata". Cristina me premió con una sonrisa y una lágrima y la tierna presión de sus manitas cálidas. ¿Intuyó acaso analogías entre el Héroe Eponimo y el general Fulgencio Iturbe? Si es así yo no tengo la culpa. No fue esa mi intención, como tampoco sugerir lo que escribió Galo Casane11o acerca de que la religión es el opio de otros pueblos, porque el opio de los paraguayos es la historia. ¿Habría que quemar con bicloruro las tripas de legionarios como élí^Don Faustino exclamó: "¡Es asombroso, quién lo hubiera creído!" El doctor Peralta me tendió su mano enérgica y me invitó a 479 cenar a su casa. Estuvo oyenao todo el tiempo los disparates que yo, como un ventrílocuo que no puede controlar a su muñeco, decía para mi propio escarnio» Me contaron que después puso en duda que la obra me perteneciera. ¿Cómo aceptar que yo, justamente yo, fuera el autor de la comedia? Galo, que nos tiró la idea como una limosna, ni siquiera lo intentó. Lo tiene absorto una novela que nunca ha de ver la luz. José-Antonio se quebró de repente como una rama comida por los comejenes, sin que nadie supiera lo que le había pasado. Ha roto con Cristina, a abandonado al grupo, lo han visto con gente de avería en boliches de mala fama; dicen que anda metido con una mujerzuela de las altas esferas y que tiene tratos con la policía. ¿Cómo discriminar la verdad de la calumnia y la malediscencia? Era el mejor de todos. Ya no publica poemas. Sus "Viñetas Asunceñas" son de una vulgaridad insufrible. Se ha afeitado la barba y muestra sin rubores su cara de alfeñique. Ya no somos solidarios en eí amor a una mujer. El padre Roldan anda como desatinado, poseido tal vez de místicos arrebatos que alimenta con j a r r a das de whisky. ¿Le habrá contagiado el loco Martínez que predica por las calles una última cruzada para sofocar una nueva rebelión de los ángeles? El doctor Carlos Peralta fue el único que presentó un borrador de la obra. Lástima que sus personajes en lugar de dejarse llevar por inexplicables impulsos al engranaje ciego del azar y del destino, se someten dócilmente a los dictados del doctor. Salen de su cabeza como de un dios imposible que tuviera absoluto poder sobre sus criaturas. Cada uno de ellos anda sin su demonio respectivo uno se pregunta qué harían si no fueran prisioneros de una voluntad despótica. Sin embargo, mediante el doctor Peralta tuve un sólido esqueleto al que sólo fue preciso dotar de carne y sangre. Pero, hasta la trama la tuve que modificar un tanto. En ella la Patria desplazaba al Héroe Eponimo. Había en ella una sospechosa tendencia a acentuar el papel de Cristina Iturbe en desmedro del mío, ¡Sí, Filomena, del mío! Para no ofenderlo y premiar la generosidad poco común de retirar su proyecto y apoyarme con el sincero entusiasmo de un hombre de bien, respeté, aunque moderándolas, algunas tiradas de sentimentalismo casi cursi que sorprenden en un hombre de tan dura apariencia. Hay exceso de entusiasmo, demasiada asiduidad, de parte del doctor Peralta a los ensayos. Poco faltó para que aceptara el papel que le ofrecí. Lo hubiera hecho si su esposa no se hubiera opuesto de la manera más categórica, amenazándole con el divorcio. Sus ojos de caracarà 480 se posan en la Patria como en paloma indefensa. Se diría que desprecia al Héroe Eponimo, aunque desde luego lo está usando para sus propios fines. La humanidad del protagonista no asomaba siquiera en su proyecto. Es que hay muchas maneras de amar a la Patria, Filomena. El amor del Héroe Eponimo se parece al mío: aunque en sueños la acaricie, es un amor sin esperanzas. El doctor Peralta espera poseerla. ¿Lo conseguirá? Tal vez, ¿qué importa? La llevo en el corazón, con eso basta... ¿Te has dormido, Filomena? iAh si tuviera un grabador! A esa altura del año las noches se vuelven frías. Arropó a Filomena con una colcha de algodón. Salió sin cerrar la puerta. Buscó esos parajes casi agrestes flanqueados por calles que, saliendo del corazón de la ciudad, se irradian serpenteantes por colinas de arboledas tenaces. Yacy-memby, el Hijo de la Luna, navegaba en el espacio azulado de la noche como una vela combada por el viento. - Daré una largo rodeo antes de llegar a "La ArmoníaM. Esta noche es mi noche; acaso única, la ultima. Treinta años •vivi' para vivirla, y tal vez viviré sólo para recordarla. * * * * * * A pesar de los insistentes llamados del Zorzal Morocho por los altoparlantes, el público, que aburrido de esperar se había dispersado bajo los mangos formando corrillos, o se amontonaba en la cantina, tardó bastante en ubicarse de nuevo en sus asientos. La tarima que servía de base al escenario era alta y bastante amplia. Gómez el Largo le había adosado parantes de andamiaje formando una caja de unos tres metros de altura, dejando espacio para el proscenio. No tenía techo. La caras laterales estaban cubiertas por bolsas de arpillera clavadas a travesanos. El telón era un cortinado de terciopelo rojo desteñido, manchado y lleno de agujeros, que corría a lo largo de un grueso alambre. A falta de fosa, la orquesta se instaló al pie del escenario, en un rectángulo limitado por una soga sostenida por las cabeceras de unas sillas. Los vigilantes habían encontrado a Iluminado Fretes completamente borracho en el boliche de là otra cuadra, trenzado en una confusa discusión con unos arrieros acerca del patriotismo. Interpretando literalmente la consigna* del comisario Críspulo Ti rive, lo trajeron al trote, a cintarazos. Pese a las abíusiones y al café amargo, se tambaleaba un poco to481 davfa cuando por fin se abrió ei ceióru El público prorrumpió en carcajadas, aplausos y gritos de entusiasmo. El Héroe Eponimo tenía un casco de corcho en la enorme cabeza„ El pecho de su casaca de oficial, con los botones dorados mal prendidos, estaba cubierto de condecoraciones de toda forma y tamaño, fabricadas las más con achatadas tapitas de cerveza forradas con el papel metalizado que traen los paquetes de cigarrillos. Usaba pantalones de montar, medias de pelotero, bigotudas alpargatas pisadas en los talones. Una espada de manderà pendía de un tahalí de trapo y arrastraba la punta por "el suelo. Sostenía en la mano izquierda un mat<; de gaucho nograndense, grande como un cráneo. Se paseó por el escenario chupando la bombilla, pensativo. Había un catre de tientos cubierto por una colcha de algodón cuyos flecos llegaban hasta el suelo; una mesa, un taburete de pin DO, libros, mapas y periódicos tirados por t o das partes. í)í:i:ás de un tul de mosquitero que hacía de telón de fondo, formaba el coro en la semipenumbra. El Héroe Eponimo se sacó la bombilla de la boca, levantó el mate a la altura de los ojos y declamó: - Soy un nosoy, la idea de lo que debiera ser; más si el ser de la idea lo poseo, algo del ser que no soy, soy. Se descubrió que el apuntador estaba escondido debajo del catre cuando empezó a desgañitarse: iluminado Fretes había cambiado el parlamento. - Escondo mi no ser en el ser que concibo» No soy más que un payaso; loco, por añadidura. Lúcido juez de mi propio desvarío, no me es dado sin embargo interrumpir el juego, Tal es, iOh Tupa!, mi telúrica tragedia. Soñar lo que no pudo ser, lo que no fue, lo que no será. Obrar sin manos, delirio de fantasmas. Lo dijo el clásico: "Estamos hechos de la substancia de los sueños", pero mis sueños son insubstanciales... -¡Borracho! - le gritó el doctor Peralta, indignado, sin poder contenerse. -iAh, tienes razón, he olvidado el libreto, que tal es mi locura! Renuncié a mi papel, ¿qué esperabas de mf? Esta bien, que empiece la función. Este fue el prólogo. Los altoparlantes difundieron galopes, clarinadas, fuego de fusilería, voces de mando, cañonazos. El Héroe Eponimo se puso el mate en el oído, giró en redondo, dobló una rodilla y paseó la mirada por la concurrencia con una mano en pantalla. De nuevo el público estalló en carcajadas. - Oscila la batalla; llamaré a mis últimas reservas. iCorone) Ramírez! 482 -¡Presente, mi general! Una prolongada salva de aplausos obligó a suspender por un momento la representación. Era Cristina Iturbe en un estilizado uniforme de húsar. Le pendía del costado una espada de verdad. -¿Están las sombras de nuestros antepasados? - Las he llamado a todas, general. La orquesta ejecutó en crescendo compases de infantería del Campamento Cerro León. Las figuras del coro se movieron lentamente detrás del tul de mosquitero. -¡Somos los muertos que no acabamos de morir porque ustedes son nuestros fantasmas! Un clarín de la orquesta hizo trinar las notas de la Diana Mbayá. - Entonces, ia la carga! El Campamento Cerro León bajo la batuta del maestro Florio Giménez Bareiro hizo vibrar al público que prorrumpió en gritos de entusiasmo. Las sombras del coro se movieron en la danza frenética de la simulación de un asalto. Comenzó un tiroteo. El público, embelezado, no comprendió enseguida. Hasta que se hizo atronador. -¡Pipu'uuu! -gritó un mita-í desde la copa de un mango. ¡Estas son balas de veras, pasan silbando! ¡Hur ra aaa¡ Tableteo de ametralladoras, estampidos de màuser, bombas de mortero, retumbo del cañón. A muy corta distancia de "La Armonía" se había desencenadenado una batalla en regla. La gente, aturdida, no sabía qué hacer. Algunos se levantaron. -¡Adelante! - exclamó el doctor Benítez. -¡Que siga la comedia! - gritó Galo Casanello. El Héroe Eponimo, el Gran Loco Paraguayo, en su grotesco disfraz, permaneció en silencio, con la cabeza inclinada, abrumado de vergüenza. -¡Música, maestro! - tronó la voz de mando del coronel Cándido Urbieta. El maestro Florio Giménez Bareiro levantó la batuta. La orquesta obedeció. Arreciaba la batalla. 483 NOTA FINAL DEL AMANUENSE A pesar de que los apuntes y borradores de mi anónimo colega dejan claros y lagunas desconcertantes, creo que, agotadas las fuentes documentales, ha llegado el momento de acabar con el libro. Cuando sólo encontré bosquejos esquemáticos, procedí a darles forma apoyándome en reminiscencias, asociaciones de ideas, y, ¿por qué no decirlo?, en la imaginación. Procuré siempre ceñirme a la lógica del relato. Nutrí el cuerpo enflaquecido con detalles circunstanciales y algunas descripciones. Lo hice con el loable propósito de transfusionar nueva sangre al moribundo cada vez que lo oía boquear postreras voces ininteligibles. Como la eficacia de la conocida terapéutica está condicionada por el conocimiento previo de compatibilidades sanguíneas, lo hice siempre con el riesgo calculado de matar al enfermo o de falsear sus mensajes agónicos. Estos temores se expresaron en las vacilaciones del estilo y en los cambios de tono. Súmense a ellos el humor propio de la soledad, el semisueño del noctámbulo, las pulgas del armario y los mosquitos que se crían en el estanque de la fuente; el calor y la humedad que se desprenden, como el aliento de una tumba olvidada, de las columnas y balaustres sofocados por la hiedra. El autor se olvida de algunos personajes, o no les da la jerarquía que debieran tener conforme a elementales y probadas reglas del arte narrativo. Entonces se me plantea la disyuntiva de acatarlas, atribuyendo a mi mandante mis propias concepciones, o de resignarme a pergeñar un libro disperso, flojo, desdomeñado. Me interesó mucho, por ejemplo, el mayor Silvestre Ocampos, pero encontré pocas noticias acerca de este caballero en el cuarto de los cachibaches. El autor deja en la sombra o el descuido las intimidades de Ocampos con Muñeca Egusquiza. No nos cuenta qué pasó entre ellos y en el alma del mayor en el lapso transcurrido entre la fiesta en el Palacio de López y la noche de la tormenta. No se explica la extraña conducta de la mujer del ministro. Abandona a esta y a su esposo sin razón valedera. ¿Por qué Muñeca Egusquiza traiciona al mayor Silvestre Ocampos? ¿Cómo pudo arrancarle el secreto de la conspiración? Sólo hay indicios. El lector podrá formular diversas conjeturas y elegir la que prefiera. Preocupado por salvar la solidez y el equilibrio de la arquitectura del libro, yo también había elegido una de ellas. Preparé algunos capítulos de mi exclusiva cosecha con la intención de interpolarlos para que no quedaran cabos sueltos que dejaran la nave a la deriva. Mostraba al mayor Silvestre Ocampos en los cuarteles del Famoso Regimiento, instigado por las brujas y apremiado por la ambición de Lady Macbeth, preparando un golpe de mano para atrapar a Melgarejo y encerrarlo en una jaula de locos. Me complacía en adornar la • cabeza del ministro con una hermosa cornamenta. Me refusilaba en la descripción de una excitante escena erótica en la que la apetitosa y otoñal Muñeca se retorcía en los brazos de Silvestre con los furores del fuego en el rozado y la sed insaciable de la tierra requebrajada por la seca. Ningún e s critor dejaría escapar ocasión tan suculenta si en algo estima el éxito y le preocupa su puchero. He renunciado a ellos sin embargo. No me quise exponer a calumniar a un personaje aunque la obra tuviese la apariencia irresponsable de una m e ra ficción. Me considero un escribiente que ejecuta un mandato, acaso postumo; no un plagiario empeñado en malparir un libro apócrifo. He dicho y repetido que conozco o creo reconocer a algunos de los protagonistas de este libro. Ambientes y cir. cunstancias lo vinculan al tiempo en que yo también vivía Es esta empero una virtualidad del arte cuyo mérito, insisto, no me pertenece. Más que profetas, los artistas son fisgones; temerarios espías de una comedia cósmica negada a la contemplación de los mortales; pyragüé al servicio de los hombres, a quienes revelan su condición de marionetas. De allí que sus criaturas germinen en el alma de sus semejantes, que llevan el libreto de todos los dramas posibles para divertimento de los dioses, desde que fueron arrojados al yvyraviyú, a la pelusa del mundo, según la cosmogonía de hombres os485 euros, que penetra en el sentido de la amarga sonrisa de los descubridores del secreto. Conocí en Posadas a un hombre que me recuerda al mayor Silvestre Ocampos; pero, como la semejanza del primero con el presunto ente de ficción es tan remota, puede ser que se encontraran casualmente en la oscuridad de mi conciencia vagando por irrastreables vericuetos. Le buscaré algún nombre. No sé si vive todavía Aunque hubiera muerto no tengo por qué ofender su memo co mis indiscreciones. Bastaría un apellido, pues le llamaoamos "mi coronel" ¿Bogado? De acuerdo, el coronel Bogado y yo vivíamos en la misma pensión de mala muerte, que era un desparramo de cuartuchos de tablas nivelados sobre pilotes en el suelo abrupto, veinte metros por encima de la Bajada Vieja. Una arboleda protegía los techos de cing del rigor de los solazos. El patio llegaba al borde de un precipicio de basalto <¿esde donde se divisaba la cancha azul del río, la Villa de la Encarnación y el verdor de la patria próximo e inaccesible como un amor desesperado. Mi compañero era un hombre de buena estampa, impecable en su traje marrón claro. Anteojos ahumados ocultaban la mirada perdida de sus ojos, dilatados y saltones por una afección de las glándulas tiroides. Vendía libros con la dignidad que se atribuye a los mendigos castellanos. Sus clientes nunca dejaban de comprarle alguno, disimulando la limosna. Los visitaba con moderación, como por cortesía. La mayor parte del tiempo lo pasaba en la plaza, la misma que describe Gabriel Casaccia en "Los exiliados". Dirigía a las muchachas que pasaban discretas galanterías sin visibles resultados. Se arrimaba en el Bar Tokio a cualquier grupo de ociosos conciudadanos a tomar con ellos un cafesito y fantasear r e voluciones. Cumplía las obligadas etapas en el Sanatorio Mayo y en la librería de Caroni, consoladores mentideros donde nuestra ansiedad de emigrados se sublimaba en el delirio. Hablaba de una manera confusa y sentenciosa en un castellano atravesado y solemne. Nos divertíamos a su costa sin ánimos de herirlo, pues no se daba cuenta. Era completamente sordo a la ironía. Lo ayudábamos en lo posible, pero lo estimábamos bastante como para no tenerle lástima. Quien más quien menos había pasado por iguales o parecidos rigores. Se buscaba el lado risueño, deportivo de los padecimientos, como si las atrocidades de las que fuimos víctimas fueran ' r o m a s pesadas. Incapaz de imitarnos por cortedad de 486 ingenio, el coronel Bogado tenía sin embargo el pudor de sus desgracias y nunca hablaba de ellas. En presencia de la t r o pa que hasta poco antes había estado bajo su mando, le obligaron a correr desnudo, ladrando, en cuatro patas, a punta de látigo, en torno a la plaza de armas del cuartel. Le hicieron luego hozar en excrementos. Por último le quemaron los cabellos empolvados con pólvora» Dos años después se fugó de la prisión militar de Peña Hermosa. Contaban que ya entonces reveló excentricidades que lo convirtieron en el hazmerreír de sus cam aradas. Como suele ocurrir a los incomprendidos, el coronel Bogado sf que se tomaba en serio. Yo estaba en un secreto que jamás revelé a la pandilla talladora que formaba nuestro círculo. Mi compañero de pensión escribía un libro. Me aflige la reiteración; pero, <qué paraguayo medianamente alfabeto no lo ha intentado alguna vez, a pesar de que Carlyle dijo de nosotros que eramos el menos literario de los pueblos? Como yo pasaba por poeta, solía leerme sus engendros al levantarnos de la siesta, mientras, en calzoncillos, tomábamos tereré . bajo los árboles. Y aquí viene el misterio, la casualidad o la profunda coincidencia. Entre el galimatías que soporté caritativo hubo muchos elementos que encajarían sin esfuerzo en este rompecabezas. Entonces me pregunto, ¿no estaremos escribiendo entre todos uno solo inmenso libro que no se acaba de plasmar? Desde el humilde cuentero de velorios hasta nuestros grandes escritores parecieran explorar, con telescopios de feria, una misma nebulosa, en busca de una misma estrella. El coronel Bogado estaba convencido de que su texto era de historia. De la historia como debió haber sido, no de la historia que fue. No se resignaba a la indiferencia moral del destino. Perseguía a la justicia más allá del azar y la obligaba a premiar a los buenos y castigar a los malos. Recuerdo un episodio entre otros muchos: Ponen a un hombre junto a un pozo. Lo van a fusilar. Hacen la descarga al aire y lo empujan adentro. Se desliza por un largo tobogán de arcilla húmeda hasta caer en un charco de agua helada. Cree que se proponen enterrarlo vivo. Grita y la voz r ¿tumba en misteriosos ecos. Trata de salir. Resbala una y otra vez. Se queda exhausto, con los pies en el agua. El riempo lo tranquiliza. Recuerda que el compasivo ranchero que !e convidara cocido esa mañana le contó que el lugar se llama Trinchera-cué. El prisionero es un hombre 467 instruido. Sabe que está en un tramo de la linea de Piquysyry, construida durante la Guerra Grande bajo la dirección del coronel Thompson. Los aliados la atacaron por la retaguardia y los defensores pelearon hasta morir. Es cierto, dice el ranchero, todavía siguen cavando. Los imaginarias suelen verlos. Salen de la tierra como monos encorvados. Cuando amenaza una tormenta se oyen golpes de pala. El túnel debe conducir a alguna parte. Busca. Encuentra un pasadizo. Llega a una gran cámara donde alumbra una vela. Hay ojos dilatados mirando desde la oscuridad. Comprende. La ejecución ha sido un simulacro. Son demasiado crueles para matarlo. Dios mío, exclama, ¿es este mi destino? Retumba una carcajada amplificada por los ecos de un inacabable laberinto. Todavía no, señor ministro; aquí no hace calor, no es el infierno. Una noche el coronel Bogado me dio un tremendo susto. Volvía yo de un baile, algo achispado, cuando yi en el fondo del patio, en el borde del barranco, una larga figura envuelta en una sábana. El coronel Bogado iba arrancando una por una las páginas de un manuscrito y arrojándolas a una hoguera que tenía a sus pies. Fijó en mí sus ojos muy abiertos. De seguro no me vio. Debería describir la noche clara. El brillo de la luna en las aguas del Río Grande como la Mar. Las luces de Encarnación que titilaban como fogatas de un campamento en vísperas de una batalla. Pero no sería verdad. Sólo me acuerdo de sus ojos, ciegos como los míos a todo lo que no fuera la imagen invertida en el espejo. Volví a la c a lle lo más rápido que pude sin echar a correr. Regresé bien entrada la mañana. Supe entonces que el coronel Bogado había viajado a Buenos Aires en el tren de las cinco. Nunca más lo volví a ver. No entendí el significado de su auto de fe; como hoy tampoco comprendo la razón por la que escribo a tientas en el corredor de la Casa de la Calle España, acechado por la sombra de mi propio fantasma. 488 INDICE Mi Capitán 13 Introducción - Apuntes del amanuense 27 El desfile —39 La conspiración 51 El héroe - 61 Carpincho..... - -66 iViva Mariana Arguello! Borrador de Informe 76 . 103 La casa de la calle España.. .....108 La tentación - 119 El lacayo 125 Reencuentro 132 La casa de la abuela 143 La maison du diahle rouge La travesía ....148 — - 162 El visionario ....168 El verduguillo............... 184 El ministro 204 Memorias de un diablo bueno - 214 El independiente *-..- 223 Muñeca Eguzquiza. El doctor Faustino - « El Palacio de López La conciencia de Alfonso 233 245 253 - 264 El pacto 276 El coronel tiene quien le escriba 283 El gran loco paraguayo 294 La aristócrata 313 La enviada 320 Nota del amanuense 324 El primer adelantado 328 La belle epoque 333 El silencio y la alucinación 342 El mensajero 356 .„.* La muerte 376 La cárcel modelo 381 El peregrino 391 El poder y la gloria 399 Del cuaderno de tapas liberales 408 El fantasma - 416 Una jornada de locos 422 Yo soy el Dios... 438 La gran huelga 445 Borrador de crónica 453 Déjalos que farreen 461 El héroe eponimo Nota final del amanuense ....-473 -.484 EDITORIAL ARTE NUEVO OBRAS PUBLICADAS EDITORIAL ARTE NUEVO OBRAS PUBLICADAS Lucha hasta el alba (Augusto Roa Bastos). Con grabados ilustrativos. 46 p. Girón de espera (Aymar-Azuaga). 118 p„ El financiamiento de la defensa (Lorenzo Livieres G.). 116 p. del Chaco Rasmudel (Duarte-Aymar-Azuaga). 100 ptt Gran Bretaña y la Guerra de la Triple Alianza (Juan Carlos Herken). 170 p. Los británicos en el Paraguay (Josefina 216 p. Poesía taller (Antología). 34 p. Plá). Poesía (María eugenia Garay). 116 p. Estudio Marcelina Cué (José Antonio Perasso). 47 p. Estudio Sitio Trinidad (José Antonio 62 p. Perasso). R e t r a t o de nuestro amor (Ana Iris Chaves de Ferreiro). Cuentos juveniles. 98 p. El séptimo pétalo del viento (Rubén Saguier). Cuentos, 136 p. Bareiro Recobrado (María Eugenia Garay). 82 p. Ferrocarriles negocios y conspiraciones en el Paraguay 1910/1914 (Juan Carlos Herkerv). Con ilustraciones de la época y documentos inéditos de archivos americanos e ingleses, 147 p. 50 años después. (Horacio Sosa T.). 183 p, 16.- Una vez más en busca (Josefina Plá). 88 p. de W. i 7.- La segunda república paraguaya ballero Aquino). 298 p. Shakespeare. (Ricardo Ca- 18.- Los 30 mil ausentes (Josefina Plá). Tapa viñetas y grabados de Carlos Colombino, 48 p. 19.- Itinerario de arquitectura Ilustrado, 182 p. (César A. Morra). 20.- Enciclopedia Guaraní-Castellano de Ciencias Naturales y Conocimientos paraguayos (Prof. Carlos Gatti). 460 p. 2 1 . - La deformación estructural de la economía paraguaya. (Ricaido Rodríguez Silvero). 307 p. 22.- El Paraguay 1889 antigua crónica de un viaje al presente (Bougade La Dardye). Crónicas y estudio social con 33 láminas del autor, 18861887. 215 p. 23.- Las Naciones y la Paz (Norman Cruz). 303 p. 24.- La novela y el novelista (Norman Cruz). 321 p. 25.- Via lisis con cos. crucis económico (Pablo A. Herken). Anáde la economía paraguaya de 1982 a 1986 nuevo plan económico y cuadros estadísti530 p. 26.- Rio Fleuve 151 p. 27.- (Jean Francois Dionnot). Versos. De gua'u la gente no cambia (Jorge Canese). Poesía de actualidad. 136 p. 28.- San Bernardino, Historia, Imagen y Poesía (Beatriz Rodríguez-Alcalá) y Hugo RodríguezAlcalá) Album. 23,5x32,5. Papel Ilustración con fotografías antiguas y modernas de San Bernardino, un resumen histórico y de poemas. Gran lujo. colección 29.- El Gailo de ia Alquería y otros compuestos. (Osear Ferreiro) Romances. 167 p. 30.- Rubén Bareiro Saguier - Valoraciones y comentarios acerca de su obra. 194 p. 31.- Indias Vasallas y Campesinas (Marilyn Godoy Ziogas). Ensayos sobre la situación de la mujer paraguaya en el período tribal, en la colonia y en la república. 261 p. 32.- "La Incognita del Paraguay" y otros ensayos. (Hugo Rodríguez-Alcalá). 200 p. EN PRENSA Entre el sexo y el Bassetti). ceso... Una mujer. (Verónica La Década de Postguerra 1869-1878. Harris Gaylord Warren. Así-no-vale (jorge Gañese). Artos cultural y otros cuentos. (Moncho Azuaga). *HB**§§Ü* JUAN BAUTISTA RIVAROLA MATTO, nacido en Asunción en 1933, ha publicado numerosos ensayos sobre t e mas históricos y literarios, entre los que cabe mencionar "ALGUNAS IDEAS ACERCA DE LA LITERATURA PARAGUAYA" (Cuadernos Americanos, México 1972) y "ENSAYO SOBRE LOS COMUNEROS" (Asunción 1986), y relatos aparecidos en diaros y revistas. Ha escrito en guaraní y publicado en edición bilingüe guaraní-español, "DE CUANDO CARAI REY JUGO A LAS ESCONDIDAS", basado en una narración clásica del folclore paraguayo. Publicó las novelas "YVYPORA", "SAN LAMUERTE" y "DIAGONAL DE SANGRE", esta ùltima seleccionada como la mejor obra literaria editada en el país durante el año 1986. Estos, y otros trabajos suyos, han sido premiados en el Paraguay o el extranjero. Se termino de imprimir en los talleres de Imprenta Editorial Arte Nuevo el 29 de Junio de 1987 L A ISLA SIN M A R Juan B. Rivarola M a t t o En esta novela excepcional -escrita por todo un pueblo, encarnado en su amanuense-, asistimos a la despiadada y lúcida búsqueda de un sentido, de una clave que explique el absurdo destino al que están condenados los pueblos que, como el paraguayo, transitan al margen de la historia de la humanidad, encerrados en una mediterraneidad física y espiritual; y que, con el subdesarrollo económico, arrastran un pasado mítico que no parece adecuarse a la racionalidad que implica la civilización. Sus protagonistas son mitad seres de carne y hueso, mitad sueños o fantasmas o alucinaciones. Desmembramientos, guerras, revoluciones, dictaduras,forman el sino de esta "isla sin m a r " llamada Paraguay. En algún momento se nos induce a creer que todo esto se debe al hecho de que la República ha sido fundada por un puñado de náufragos, los cuales han abandonado en este lugar sus fantásticas ilusiones de hallar El Dorado, la t i e r r a de Paitití. Un mito los ha traído a estas tierras; sólo un mito podrá mantenerlos vivos en medio de la frustración y del fracaso. Este mundo sublunar es una especie de limbo, lugar de sueños pesarosos, sitio de pesadillas evitado por los demonios y aborrecido por los ángeles. Si el demiurgo creó para no aburrirse este paraje poblado de marionetas que juegan a ser auténticas artífices de su destino, no hay esperanza de salvación para los habitantes, atormentados por mosquitos, de este círculo extramural del i n fierno. Los personajes nacen y mueren antes de descubrir la s e creta clave de su condición, la llave que abra las puertas del oscuro laberinto al que han sido arrojados por las vicisitudes de la historia. La reconstrucción de la Provincia Gigante de las Indias es una de las utopías descabelladas que quitan el sueño y agotan la mente alucinada de historiadores y caudillos; poetas y escritores tratan de desentrañar las razones y causas que produjeron este fiasco inaudito: la historia del Paraguay. Se nos r e m i t e al antiguo mito del ^Yvymarae'y 1 1 , la Tierra sin M a l ; lugar aparentemente perdido y que debe ser recuperado en una p e r e grinación desaforada a través del continente americano. El Paraguay, de alguna manera, estaría condenado a participar y sufrir en la búsqueda de este paraíso perdido. Su atribulada historia es un intento de encontrar una salida. A través de luchas sangrientas ha tratado de encontrar su propia identidad como pueblo con destino significativo. Esta novela de Juan Bautista Rivarola M a t t o es la historia de la búsqueda de ese significado. Osvaldo González Real