Homilía en la Solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo

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Homilía en la Solemnidad del Cuerpo y Sangre de
Cristo
S.I. Catedral (2 de junio de 2013)
Excmo. Deán y Cabildo Catedral; sacerdotes, religiosos/as. Excma. Sra. Alcaldesa y
miembros de la Corporación municipal; Ilmas. Autoridades civiles y militares; Presidente y
miembros de la Unión de Hermandades; Hermanos mayores y Juntas de gobiernos de las
diferentes Hermandades sacramentales, de gloria y de penitencia; queridas familias, niños/as de
Primera Comunión y jóvenes; queridos todos en el Señor:
Hoy la mirada de los creyentes se concentra en el Sacramento, donde Cristo se nos da
totalmente a Sí mismo, memorial vivo del sacrificio redentor. Corpus Christi, fiesta en la que la
Iglesia muestra al mundo el Cuerpo de Cristo e invita a adorarlo: (Venite, adoremus, Venid,
adoremos). Fiesta en la que el pueblo de Dios se congrega en torno al tesoro más valioso que heredó
de Cristo, el sacramento de su misma Presencia, y lo alaba, lo canta, lo lleva solemnemente en
procesión, anunciando públicamente que el Sacrificio de Cristo es para la salvación del mundo
entero.
Fiesta de gratitud al Señor por ese inmenso don del Santísimo Sacramento, donde la Iglesia
encuentra la fuente y la cumbre de su ser y su actuar. Pues como afirmaba Juan Pablo II en su
Encíclica Ecclesia de Eucharistia:
“La Iglesia vive de la Eucaristía y sabe que esta verdad no sólo expresa
una experiencia diaria de fe, sino que también encierra de manera sintética el
núcleo del misterio que es ella misma”. (cf. Ecclesia de Eucharistia, 1).
Por tanto, hermanos, pidamos al Señor que en este “Año de la fe” la contemplación de este
gran Misterio nos ayude abrir los ojos del corazón y podamos contemplar a Cristo presente entre
nosotros. Y para ello nada mejor que reflexionar la Palabra de Dios que hemos escuchado
Fe y Eucaristía
Dice San Pablo que él transmite “una tradición que procede del Señor”: antes de morir en
la cruz, ofreciendo su vida al Padre en sacrificio de adoración y de amor, Jesús instituyó la
Eucaristía, transformando el pan y el vino en su Cuerpo y Sangre y encomendó a sus Apóstoles -y a
través de ellos, a sus sucesores, los obispos y los sacerdotes-, que repitieran en memoria suya lo que
Él acababa de hacer; esto es, hacer del pan y el vino su Cuerpo y Sangre, que se entrega en
sacrificio para la redención del mundo. De ahí que diga San Pablo que “cada vez que comemos el
Pan o bebemos del Cáliz proclamamos la muerte del Señor, hasta que vuelva”.
Proclamar la muerte de Cristo equivale a hacer presente su sacrificio, de modo sacramental
pero real. Es decir, en cada celebración eucarística se actualiza el sacrificio del Calvario. De ahí la
importancia capital de la Eucaristía.
Al mismo tiempo, en la santa Eucaristía está realmente presente Cristo, muerto y resucitado
por nosotros; es decir, en su Misterio Pascual de muerte y resurrección. En el pan y en el vino
consagrados permanece con nosotros el mismo Jesús de los evangelios, que los discípulos
encontraron y siguieron, que vieron crucificado y resucitado, y cuyas llagas tocó Tomás,
postrándose en adoración y exclamando: "Señor mío y Dios mío" (Jn 20, 28; cf. 20, 17-20).
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El Santísimo Sacramento es la respuesta a los hombres de todos los tiempos, que piden
perplejos: "Queremos ver a Jesús" (Jn 12, 21). Cómo les sucedió a los discípulos de Emaús al partir
el pan se abren los ojos de quien lo busca con corazón sincero. En la Eucaristía la mirada del
corazón reconoce a Jesús y su amor inconfundible, que se entrega "hasta el extremo" (Jn 13, 1). Por
tanto, la fe nos remite a la Eucaristía. Es más, la fe se vive plenamente en la Eucaristía pues vivirla
supone vivir el encuentro personal e íntimo con el Señor Resucitado.
Eucaristía alimento de nuestra fe
Pero también con la Eucaristía, Cristo alimenta nuestra fe. La página evangélica que
acabamos de escuchar ofrece una imagen eficaz del íntimo vínculo que existe entre la Eucaristía y
el alimento de nuestra fe. Cristo, "pan vivo, bajado del cielo" (Jn 6, 51; cf. Aleluya), es el único que
puede saciar el hambre del hombre en todo tiempo y lugar de la tierra. Él es el Mesías, el Nuevo
Moisés que como estaba profetizado traería no el maná y las codornices, sino el pescado, el
alimento que viene del mar.
"Comieron todos hasta saciarse" (Lc 9, 17). También nosotros cansados y hambrientos
necesitamos alimentarnos con este pan para convertirnos en testigos auténticos del Evangelio.
Necesitamos este pan para saciarnos y crecer en el amor, condición indispensable para reconocer el
rostro de Cristo en el rostro de los hermanos.
Sin embargo, como hemos escuchado en el Evangelio, Jesús a la hora de dar el pan no
quiere hacerlo solo, "Él, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció
la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente"
(Lc 9, 16). Son los apóstoles los que reparten el pan y recogen las sobras. Este signo prodigioso es
figura del mayor misterio de amor, que se renueva cada día en la santa misa: mediante los ministros
ordenados, Cristo da su Cuerpo y su Sangre para la vida de la humanidad. Y quienes se alimentan
dignamente en su mesa, se convierten en instrumentos vivos de su presencia de amor, de
misericordia y de paz.
También ese signo hace referencia a la Iglesia, dispensadora del pan de los pobres y del pan
de la Palabra y la Eucaristía. Jesús une la Palabra y el pan. La Iglesia, si quiere ser fiel a Cristo, ha
de unir a la Palabra el pan de la caridad. Si mi prójimo dice: «tengo hambre», es un hecho físico
para el hermano y moral para mí.
Como afirmaba el Papa Francisco el pasado Jueves haciendo alusión al reparto del pan por
los discípulos: Esto nos indica que en la Iglesia, pero también en la sociedad existe una palabra
clave a la que no tenemos que tener miedo: “solidaridad”, o sea saber poner a disposición de Dios
aquello que tenemos, nuestras humildes capacidades, porque solo en el compartir, en el donarse,
nuestra vida será fecunda, dará frutos. Solidaridad: ¡una palabra mal vista por el espíritu mundano!
Esta tarde, una vez más, el Señor distribuye para nosotros el pan que es su Cuerpo, se hace
don. Y también nosotros experimentamos la “solidaridad de Dios” con el hombre, una solidaridad
que no se acaba jamás, una solidaridad que nunca termina de sorprendernos: Dios se hace cercano a
nosotros, en el sacrificio de la Cruz se abaja entrando en la oscuridad de la muerte para darnos su
vida, que vence el mal, el egoísmo, la muerte.
Ese signo de repartir el pan nos recuerdan también que hoy es el “Día de la Caridad”, es
decir, el deber de hacer de la Eucaristía la ocasión donde la fraternidad se convierta también en
solidaridad, donde los últimos sean los primeros por el aprecio y el afecto, y se pueda continuar así
de alguna manera el milagro de la multiplicación de los panes (cfr. Juan Pablo II, Día del Señor,
nº71). Si tenemos más, ayudemos y compartamos más; si Dios nos ha dado más talentos y dones,
compartámoslos con nuestros hermanos, poniendo en juego toda la creatividad de la vida.
En definitiva, como nos recuerda Cáritas: “Vive sencillamente para que otros,
sencillamente, puedan vivir”.
Eucaristía y evangelización
Por último, al final de la santa Misa también nosotros nos pondremos en camino llevando el
cuerpo de Cristo escondido en nuestro corazón y muy visible en el ostensorio.
Acompañaremos el Pan de vida inmortal por las calles de la ciudad. Lo adoraremos y en torno a él
se congregará la Iglesia, ostensorio vivo del Salvador del mundo. Hablaremos al mundo mediante
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esta procesión eucarística diciéndole que Jesús está con nosotros, camina con nosotros y sostiene
nuestra esperanza. También hoy, como hace más de dos mil años Jesús habita entre nosotros (Juan
1: 14), tiene su residencia y su morada. Él es el amigo que comparte su vida, en silencio, en secreto,
pero siempre preocupado por nosotros. Esa Presencia se hace patente mediante el milagro
sacramental de muchos altares en donde se celebra el Santo Sacrificio de la Misa.
Por tanto, hermanos, concluyamos con las palabras que resumen bien este día del Corpus:
“Alabado sea el Santísimo Sacramento del altar. Sea por siempre bendito y alabado”.
+ José Mazuelos Pérez
Obispo de Asidonia-Jerez
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