UNIDAD DIDÁCTICA IV

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UNIDAD DIDÁCTICA IV
EL LEGADO CULTURAL DEL CRISTIANISMO EN LA EDAD MEDIA
Tema 09. Arte paleocristiano y bizantino
09.1 Introducción
[Clase 27.11.2013]
09.3 El concepto de espacio religioso en Oriente
Sería, no obstante, en el marco de la arquitectura cristiana oriental en el entorno de lo que
representa la realidad histórica y cultural del mundo bizantino donde se produce la primera
reacción importante ante la ausencia de una tradición constructiva propia. La necesidad, en
tiempos del emperador Justiniano, de crear un arte cristiano público posibilitó el nacimiento de
una arquitectura bizantina original cuyo cambio es perceptible no tanto en la arquitectura aúlica,
o en el vocabulario arquitectónico de capiteles y frisos, como en el trazado de las iglesias. Hasta
la época de Justiniano, la mayoría de las construcciones religiosas tanto occidentales como
orientales se habían basado, con alguna que otra excepción, en un solo tipo de edificio: la
basílica, una sala con cubierta de madera y con naves laterales o sin ellas. La situación cambiará
de forma decisiva a partir del siglo VI, y mientras que en Occidente continúa considerándose a la
basílica como la única forma de edificio religioso apropiada durante toda la Edad Media y aun
después, en cambio en la arquitectura cristiana de Oriente se va a romper con esta tradición que
se remontaba a los primitivos tiempos de Roma. Al preferir las iglesias abovedadas y de planta
central los nuevos arquitectos al servicio de la corte bizantina estaban desarrollando modelos
propios de la época del Bajo Imperio Romano como los salones palaciegos, las construcciones
funerarias, las termas y los pabellones de jardines. Sobre estas raíces se acabó creando una
tipología eclesiástica invariablemente basada en la planta central tomando, por consiguiente, un
camino que difiere radicalmente del escogido en Occidente destinado a determinar el carácter y
el desarrollo de la arquitectura religiosa en buena parte de toda esta región y sus principales
áreas de influencia. Podemos decir, por tanto, que el cisma entre la arquitectura de Occidente y
Oriente empezará, pues, antes que el propio cisma religioso, y es tan profundo o más que éste.
El resultado será un modelo en el que se prescindió de aquello que no se adaptaba a la liturgia
cristiana conformando un edificio según sus exigencias a través de un templo de planta
centralizada en el que el espacio destinado a los fieles quedó bajo una gran cúpula,
transformando las naves laterales en deambulatorios o galerías que permitían la comunicación
del nártex con el altar, y todo enmarcado en una planta casi cuadrada.
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Como ha demostrado, por ejemplo, la Basílica de Santa Sofía de Constantinopla, considerada
como el monumento más sobresaliente y característico del arte bizantino, su construcción
responde a la creación de un templo al servicio del ceremonial político-religioso del emperador; y
supone, además, la cumbre de un estilo que recoge, por un lado, las herencias arquitectónicas y
decorativas del mundo clásico y, por otro lado, los usos y significados del primer arte cristiano.
Santa Sofía quedó convertida, gracias al empeño de Justiniano en el centro espiritual del Imperio
Bizantino, en catedral de los Patriarcas, en escenario de los actos estatales importantes, y en el
marco arquitectónico donde se manifiesta el poder y la dignidad del emperador y de su imperio.
Con su construcción y la de otras obras similares de su entorno más o menos próximo, como
pueden ser la Iglesia de los Santos Sergio y Baco, la Iglesia de Santa Irene o la desaparecida
Iglesia de los Santos Apóstoles, podemos decir que os conceptos arquitectónicos de la Roma
clásica, tal como se habían conservado en la basílica paleocristiana vienen a morir finalmente en
el Imperio de Oriente. Su puesto lo va a ocupar una arquitectura nueva, enraizada como
decíamos en la Antigüedad tardía y no en la Antigüedad clásica llevada mucho más allá en su
evolución.
09.4 Teoría y uso de las imágenes en el arte palecristiano y bizantino
Cualquier acercamiento a lo que ha supuesto el legado cultural del cristianismo en el Occidente
europeo pasa primero, antes de cualquier otra consideración, por un análisis de su dimensión
más teórica en la que quedan contenidos los fundamentos de una reflexión estética que en parte
viene a continuar la amplia y no poco compleja herencia que nos había dejado la propia
Antigüedad al respecto. De hecho podemos decir que la Edad Media recibió de la Antigüedad
tardía el sistema de las siete artes liberales como clasificación global del conocimiento humano,
subdividiéndolo en el trivium (gramática, retórica y dialéctica) y el quadrivium (aritmética,
geometría, astronomía y música). Ni entonces ni en la época medieval, las artes visuales no
tuvieron cabida en ninguna de estas disciplinas, permaneciendo históricamente relegadas a los
gremios artesanales, es decir, a campos de actividad que no precisaban de conocimientos
teóricos.
El pensamiento estético del medievo cristiano desde sus comienzos estuvo condicionado por la
creencia en un abismo entre lo celestial y lo terrenal, lo que a menudo se tradujo en una posición
ante el arte de general rechazo sobre todo en el ámbito de la pintura y la escultura, consideradas
productoras de ídolos y sugiriendo que eran superfluas, tentadoras y demoníacas.
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Tanto es así que en el seno del cristianismo primitivo ya se observa de forma casi inmediata la
necesidad de determinar una postura con respecto a la imagen. La actitud cristiana de los
primeros tiempos que mejor conocemos es el rechazo a cualquier tipo de imagen religiosa
apoyándose como fuente principal en la prohibición bíblica de los ídolos, la cual desempeñará un
papel importante en el pensamiento cristiano primitivo sobre las artes visuales en general.
De hecho, diversos escritores cristianos primitivos (siglos II y III) fueron explícitos acerca de la
prohibición de imágenes en el culto, ya que veían claramente el peligro de idolatría que esto
suponía. El autor católico citado, Fortescue, reconoce que ellos no sólo denunciaron la
adoración, sino incluso la manufactura y posesión de las tales imágenes, y menciona a
Atenágoras en su "Legación a favor de los cristianos", Teófilo en su "Carta a Autólico", Minucio
Félix en su "Octavio", Arnobio en "Contra los Gentiles", Tertuliano en "Sobre la Idolatría" y
Cipriano en "La vanidad de los ídolos".
A esto podríamos agregar el testimonio de Orígenes (m. 254):
"Son los más ignorantes quienes no se avergüenzan de dirigirse a objetos sin vida ... y aunque
algunos pueden decir que estos objetos no son sus dioses sino tan sólo imitaciones de ellos y
símbolos, sin embargo se necesita ser ignorante y esclavo para suponer que las manos viles
de unos artesanos puedan modelar la semejanza de la Divinidad; os aseguramos que el más
bajo de los nuestros se ve libre de tamaña ignorancia y falta de discernimiento." (Contra
Celso, 6:14; negritas añadidas).
Javier Gonzaga narra la siguiente ilustrativa anécdota:
"Cuando los soldados de Diocleciano [emperador que lanzó la última gran persecución contra los
cristianos] irrumpieron en una iglesia en Nicomedia [en] el año 297 mostraron su ignorancia total
del cristianismo al sorprenderse de no encontrar ninguna representación de lo que los cristianos
adoraban allí. Esto era precisamente lo que diferenciaba a una iglesia cristiana de un templo
pagano." (Concilios. Grand Rapids: International Publications, 1965; 1: 237).
Por la misma época del acontecimiento recién narrado, Lactancio (240-320) escribió:
"Es indubitable que en donde quiera que hay una imagen no hay religión. Porque si la
religión consiste de cosas divinas, y no hay nada divino más que en las cosas celestiales, se
sigue que las imágenes se hallan fuera de la esfera de la religión, porque no puede haber nada
de celestial en lo que se hace de la tierra ... no hay religión en las imágenes, sino una simple
imitación de religión." (Instituciones Divinas 2:19; negritas añadidas).
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En 305 ó 306 un concilio reunido en Elvira, cerca de la actual Granada, estableció en su canon
36: "Ordenamos que no haya pinturas en la Iglesia, de modo que aquello que es objeto de
nuestra adoración no será pintado en las paredes." En el pasado, apologistas católicos como
Baronio y Bellarmino cuestionaron este sínodo español, pero su ortodoxia es hoy generalmente
admitida.
Eusebio de Cesarea habla de una estatua de Cristo existente en Paneas que tuvo ocasión de
ver, y comenta:
"Y no es extraño que hayan esto aquellos paganos de otro tiempo que recibieron algún beneficio
de nuestro Salvador, cuando hemos indagado que se conservaban pintadas en cuadros las
imágenes de sus apóstoles Pablo y Pedro, e incluso del mismo Cristo, cosa natural, pues los
antiguos tenían por costumbre honrarlos de este modo, sin miramiento, como a salvadores,
según el uso pagano vigente entre ellos." (Historia Eclesiástica 7,18:4; negritas añadidas).
Asimismo Epifanio (315-403), obispo de Salamina en Chipre, quien era un acérrimo enemigo de
las enseñanzas de Orígenes, concuerda con éste contra las imágenes, según una carta a Juan,
obispo de Jerusalén , conservada por Jerónimo. Epifanio fue a una iglesia de Palestina a orar y,
según dice: "hallé allí una cortina colgada en las puertas de la citada iglesia, teñida y bordada.
Tenía una imagen de Cristo o de uno de los santos; no recuerdo precisamente de quién era la
imagen. Viendo esto, y oponiéndome a que la imagen de un hombre fuese colgada en la iglesia
de Cristo, contrariamente a la enseñanza de las Escrituras, la desgarré ..." Epifanio aconseja
además a Juan que instruya a los responsables para que no se cuelguen cortinados de esa
clase en ninguna Iglesia de Cristo, "opuestos como están a nuestra religión" , y continúa: "Un
hombre de tu rectitud debiera ser cuidadoso en quitar una ocasión de ofensa, indigna por igual
de la Iglesia de Cristo como de aquellos cristianos que están confiados a tu cargo." (Jerónimo,
Epist. 51:9; negritas añadidas).
En uno de sus escritos contra los maniqueos, Agustín de Hipona admite que algunos adoran
imágenes, pero no reconoce a los tales como a verdaderos cristianos: "No reúnas contra mí
a los profesantes del nombre cristiano, quienes ni conocen ni dan evidencia del poder de su
profesión... Sé que hay muchos adoradores de tumbas y de pinturas ... Ni es sorprendente que
entre tantas multitudes [de cristianos] hayas de encontrar algunos por la condenación de cuya
vida puedas engañar a los incautos y seducirlos [para sacarlos] de la seguridad católica." (De
Moribus Eccl. Cath., 34:75).
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El obispo de Hipona, como Orígenes antes que él, refutó de antemano el argumento de Santo
Tomás acerca de que no se le rinde culto a la imagen, sino a lo que representa:
"¡Avergüéncense todos los que sirven a una escultura, los que se glorían en los ídolos! Pero
avanza uno que se cree docto y dice: ‘Yo no adoro a una piedra ni esta imagen que no tiene
sentimientos; porque no es posible que vuestros profetas hayan imaginado que tenían ojos y no
veían, y que yo sea ignorante hasta el punto de no saber que la imagen no tiene alma y no ve
por sus ojos y no oye por sus oídos. Yo no adoro esto; sino que me inclino ante esto que veo y
sirvo a aquel a quien no veo’, ‘¿quién es éste?’. ‘Algún poder invisible -se nos dice- que radica en
esta imagen.’ Mediante esta clase de explicación acerca de sus imágenes, piensan que son
muy listos y que en modo alguno se les puede contar entre los adoradores de ídolos."
(Sobre Salmos 96, 2; negritas añadidas).
De este modo, la enseñanza unánime de los Padres de los primeros siglos, la cual la iglesia de
Roma se precia de respetar y venerar, es radicalmente adversa al uso de imágenes en el culto.
Adicionalmente, como notó Agustín, tampoco los paganos, salvo los muy incultos, tomaban a las
imágenes como algo más que representaciones; pero son
precisamente tales
representaciones lo que los escritores cristianos antiguos prohíben como contrarias a las
Escrituras y por tanto opuestas al cristianismo.
En su rechazo confluyeron también las opiniones de una serie de autores muy valorados sobre
todo en círculos paganos cultos como Horacio, Dionisio de Siracusa el Joven, Diógenes Laercio,
etc, para los que era completamente absurdo creer que una esencia divina se podía captar en un
trozo tangible de materia.
Esta oposición que manifiestan algunos desde su vertiente más teórica encontró también otras
posiciones completamente contrarias e igualmente fuertes, que sostenían la creencia de la
autenticidad inherente a las imágenes y su poder. De hecho, de no haber existido esta otra
tendencia, no se podría explicar cómo pudo el arte cristiano primitivo realizar la más mínima
creación. Para entender esta aceptación debemos considerar, en primer lugar, la fuente que
suponía la propia Antigüedad tardía, en la que se observa por todas parte una auténtica
veneración de imágenes, sobre todo de las figuras de emperadores que no se consideraban
solamente como retratos sino que estaban investidas de un poder y una realidad especiales que
no se podían descartar totalmente como ficticios. Como han señalado algunos investigadores el
retrato de un emperador comunicaba su grado de dignidad al objeto que lo sustentaba. Así, la
imagen del emperador estaba considerada, en algunos aspectos, idéntica al emperador mismo.
Según esta tradición, que pasará también a ciertos ambientes del cristianismo primitivo y de ahí
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a su valoración como uno de los legados culturales más importantes de esta religión en el
occidente europeo, decir que la imagen del emperador era solamente un símbolo del mismo, es
decir, un objeto o forma que representa al emperador, pero que no tiene nada real en común con
él, no estaría muy acorde con estas antiguas creencias. Así, en cierto sentido, la imagen del
emperador era el emperador.
Por otro lado existió también otra fuente de la creencia cristiana primitiva en las imágenes, que
procede del culto a las reliquias y la fe en lo sobrenatural. Se pensaba que la reliquia, esto es,
cualquier objeto material que hubiera estado en contacto físico con un santo o que
supuestamente era incluso parte de su cuerpo, conservaba algo de su poder sobrenatural. Por
esta razón, las reliquias podían realizar milagros, y aunque no se puede clasificar
automáticamente a las imágenes junto a las reliquias existía la frecuente creencia de que la
imagen era poseedora, al igual que la reliquia, de una relación estrecha y directa con el original.
09.5 La pintura paleocristiana
Por lo que se refiere a los productos artísticos que surgen en el seno de las primeras
comunidades cristianas, y a pesar de todo lo señalado anteriormente, podemos decir que estas
se apartaron de forma más o menos frecuente de la vieja norma de tradición judaica que imponía
la proscripción de la imagen. Y ello fundamentalmente porque el Cristianismo surge en un medio
eminentemente clásico saturado de imágenes que predisponía al uso de ellas. Al principio se
empezó a utilizar la misma figura pagana, cambiando la significación del objeto, pero poco a
poco se fue constituyendo un arte distinto. Y aunque plásticamente su importancia es bastante
menor desde el punto de vista iconográfico y de la composición debe valorarse en atención a
que va a constituir el inicio de los grandes temas del arte cristiano posterior.
Por tanto, como acabamos de decir estos inicios de las artes visuales del mundo cristiano se
desarrollan a partir de la concepción plástica y temática de Roma, la cual no era en principio
conveniente cambiar de forma brusca desde el punto de vista de la expresión, porque se trataba
de hacer comprender el cristianismo a unas gentes educadas en sustratos eminentemente
romanos.
Como vemos, por ejemplo, en la pintura de las catacumbas romanas aunque los modelos
proceden de Roma, lo que cambia es su significación que tiene un marcado carácter salvífico
(como vemos en el tema de Jonás y la ballena o los tres jóvenes hebreos en el horno de
Babilonia que comportan en ambos casos la idea de la salvación). Todo ello expresado a través
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de una pintura tosca que carece de las dotes ilusionistas y perspectivistas de la pintura
pompeyana mostrando, por el contrario, una fuerte vinculación con la pintura romana del siglo III
d. de C. Desde un punto de vista técnico, por tanto, no ofrece una alta calidad, las figuras son a
menudo rudimentarias, los colores son puros, aplicados sobre las siluetas planas y con perfiles
rotundos, se desconoce la perspectiva y apenas si hay indicaciones paisajísticas salvo con valor
simbólico, partiendo de la idea de que para un cristiano el tema naturalista se apoya en la misión
evangélica de salvación.
Desde el siglo IV, es decir, después del Edicto de Milán del 313 se inicia en cierto sentido una
nueva fase que se evidencia, sobre todo, en pinturas y esculturas de estilo más cuidado cuyo
repertorio se aumenta considerablemente. Poco a poco el simbolismo va cediendo ante el
empuje de una iconografía claramente descriptiva y de fácil identificación cristiana. Así, por
ejemplo, desde Constantino se ve ya la figura de Cristo provisto del rollo de la Ley, o se
desarrolla también el tema de la Cruz, muy tímidamente aparecido en la época anterior. Algo
similar ocurrirá con otros temas que habían tenido un carácter eminentemente simbólico en la
época anterior. En definitiva, salvado ese momento inicial, dominado por la clandestinidad,
empieza a desarrollarse de forma plena el verdadero objetivo del Cristianismo, el de su
preocupación por la separación del mundo visible. Desde el siglo IV asistimos a un progresivo
distanciamiento de la realidad, que terminará situando las imágenes religiosas en un escenario
desmaterializado para lo que se acude, por ejemplo, en la escultura a la pérdida de la noción del
bulto, como símbolo de la realidad, y al abstraccionismo cromático con lo que de esta manera las
figuras pasarán a ocupar un plano superior respecto al mundo visible.
En cualquier caso estamos asistiendo al nacimiento de una iconografía que en principio fue
también combatida por los Padres de la Iglesia que fueron mucho más consecuentes y decididos
en su rechazo a las imágenes. Las razones que dieron los teólogos para rechazar las imágenes,
además de señalar las prohibiciones que se encuentra en el Antiguo Testamento, como por
ejemplo en el Deuteronomio1, son fundamentalmente las mismas que ya se conocían entre los
autores paganos, que las imágenes de los dioses no son realmente nada más que fragmentos
de materia sin sentido y sin vida. Creer que estas imágenes son algo más que meros trazos de
piedra, madera o una superficie coloreada es una absoluta estupidez. Aparte de estos
argumentos, hay otros dos aspectos en los que el pensamiento artístico cristiano insistió. Por un
lado, la enorme atención prestada a los peligros que encierran los ídolos y, por otro lado, la
«No te harás imagen de escultura, ni figura alguna de cuanto hay arriba en los cielos, ni abajo
sobre la tierra, ni en cuanto hay en las aguas abajo de la tierra. No lo adorarás ni darás culto»
(Deuteronomio 4, 15-18).
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conciencia de que una representación auténtica de la divinidad es imposible debido a que lo
divino y la obra de arte que pretende representarlo son de un carácter totalmente diferente y
pertenecen a distintos niveles de la realidad. Mientras que lo divino es inmaterial, decían, la obra
de arte es necesariamente material.
09.6 La Controversia Iconoclasta
Aunque esta reflexión se mantuvo durante algún tiempo en el seno del pensamiento cristiano
occidental, sería en oriente donde alcanzaría su dimensión más radicalizadota dando origen a lo
que conocemos como la Controversia Iconoclasta (siglo VIII), cuyas consecuencias en el terreno
cultural habrían de ser muy potentes pues supuso una interrupción en el desarrollo de las artes
figurativas durante casi un siglo.
Hacia el año 725 daba comienzo la querella de las imágenes, la cual durante más de un siglo
sería el centro de la actividad política, eclesiástica y cultural del Imperio Bizantino. La
iconoclastia y su posición rival, la iconodulia, fueron vehículo y forma de expresión de tensiones
y actitudes muy diversas que desbordaban el marco religioso para tener inmediatas
consecuencias políticas y culturales. Su fundamento es la tendencia contraria al culto a través de
las imágenes presente en otras religiones como la musulmana y la judía. Para los iconoclastas,
las manifestaciones artísticas que decoraban los monasterios y las iglesias eran simplemente
idolatría, puesto que negaban la posibilidad de representar a Cristo, dada su naturaleza divina, y
pensaban, según la tradición oriental, que era acto de magia, por ser inevitable la
consustancialidad entre la imagen y el ser representado. Por el contrario, los iconódulos, entre
los que destacaron figuras tan importantes como San Juan Damasceno, que desarrolló en varios
sermones los argumentos en pro del culto a las imágenes, se apoyaban en las tesis del
neoplatonismo para señalar que la imagen era sólo un símbolo de su arquetipo en la realidad.
En el año 726 el emperador León III dictó las primeras medidas contra el uso de las imágenes
con la intención de alcanzar algún acuerdo entre las partes; sin embargo a partir del 730 ordenó
directamente la destrucción de las imágenes de los centros religiosos. Fue su sucesor, el
emperador Constantino V quien dio un paso más al desencadenar una oleada de persecuciones
contra los iconódulos, hasta que la regente y emperatriz Irene tomó una actitud muy distinta al
respecto. En el año 787 convocó el Concilio de Nicea, en el que se acordó el retorno al culto a
las imágenes como parte de una serie de medidas que buscaban el apoyo del clero y de la
Iglesia para restaurar el orden establecido y conseguir así cierta estabilidad política. No sería
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este, sin embargo, el final de la querella iconoclasta puesto que con posterioridad habrían de
venir algunos otros intentos por volver a las posturas más radicales que se darían por zanjadas
de forma definitiva a finales del siglo IX aunque las secuelas y reajustes derivados de la crisis
todavía se prolongaron durante algún tiempo más.
Si en la etapa preiconoclasta la imagen era, a menudo, un instrumento político y religioso de
afirmación y propaganda de las doctrinas gubernamentales, superada la iconoclastia y tras el
triunfo de la ortodoxia, surge un arte muy codificado que es el resultado de un seguimiento muy
próximo sobre el verdadero mensaje iconográfico y su fidelidad a dispositivos teológicos para
asegurar el conocimiento del dogma. El resultado de todo ello será el diseño, con gran rigidez y
uniformidad, del programa de imágenes en los interiores de los templos, destinado a mostrar a
los poco o nada letrados el panorama del reino de Dios y de la comunidad de la Iglesia a través
de una serie de temas en los que domina una constante deshumanización de la figura humana y
la tendencia a la creación de unos tipos iconográficos que se reiteran durante mucho tiempo.
Dado que se trata de mostrar el principio de la Iglesia triunfante, se extreman las preferencias
hacia las visiones teofánicas sobre la Encarnación y la Redención. La restante iconografía de los
recintos sacros va a quedar centrada en una amplia galería a través de la cual se invoca el
compromiso de la nueva Iglesia con los grandes defensores de la ortodoxia (obispos, santos
guerreros, santos de tradición local o grandes teólogos). Junto a ellos aparecen también los
apóstoles, los arcángeles y los mártires.
En cuanto a los valores de las imágenes se definen éstos a partir de la observación de una
función quíntuple que se consideraba el principal antídoto contra la especulación. La imagen
debía ser, por tanto, didáctica, alegórica, mística, litúrgica y artística. Todos estos valores son los
que otorgan autoridad a las imágenes e incluso les permiten ser expresión de un carácter
dogmático.
La situación llegó a tal extremo que incluso, a partir del año 787 se llegaron a redactar
verdaderos estatutos sobre las condiciones canónicas que habrían de imponerse al escultor, al
orfebre y al autor de mosaicos a partir de una máxima que decía lo siguiente: «el arte es sólo
pintar, mientras que la receta corresponde a los Santos Padres».
Los nuevos tipos iconográficos se adaptan simbólicamente, según un programa prefijado a las
diferentes partes del templo: la imagen del Pantocrátor (Cristo en Majestad bendiciendo) en la
cúpula, el Tetramorfos (cuatro evangelistas) en las pechinas, la Virgen en el ábside, los santos y
temas evangélicos en los muros de las naves.
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Los dos temas por excelencia de la iconografía bizantina posticonoclasta serán la Crucifixión y la
Anástasis, siendo en ambos casos la figura de Cristo el modelo más repetido. En ellos aparece
con barba partida y edad madura de acuerdo a un esquema que tiene su origen en las
comunidades cristianas de Siria. En el tema de la Crucifixión se acude a una especie de neohumanismo que es aparente pues de lo que se trata de de expresar una idea de orden divino y al
mismo tiempo una manifestación del principio mismo de la Encarnación del Salvador y la Pasión
del Dios-Hombre que se aleja de aquella visión de sufrimiento que había sido la práctica cultual y
artística características de los iconos anteriores a la querella iconoclasta. Muy representativo de
toda esta ideología y de su plasmación artística es la escena de la Crucifixión del Monasterio de
Dafni en Atenas. En cuanto al tema de la Anástasis (representación del descendimiento al libro
tras la Resurrección) es el que mejor expresa el carácter pedagógico de las imágenes bizantinas
pues es el que mejor sirve para expresar el mensaje de triunfo sobre el reino de las tinieblas y de
afirmación de la humanidad reconciliada. Una de las mejores representaciones de este tema la
podemos ver en la decoración del Monasterio de Hosios Lukas o en la bóveda de San Marcos de
Venecia
La representación de la Virgen se presenta ahora bajo diversas advocaciones:
 Kyriotissa o trono del Señor en la que sostiene sobre sus piernas la Niño como si fuera un
trono
 Hodighitria, de pie con el Niño sobre el brazo izquierdo mientras que con el derecho señala a
Jesús como el camino de Salvación (será a partir de aquí el modelo desarrollado en el Gótico)
 Theotokos, o Madre de Dios, ofrece al Niño una fruta o una flor
 Blachernitissa o Platytera con una aureola en el vientre en el que parece el Niño indicando la
maternidad de la Virgen.
Otros temas muy repetidos son la Déesis o grupo formado por Cristo con la Virgen y San Juan
Bautista, como intercesores, y los dedicados a los doce fiestas litúrgicas del año entre las que
destaca el Tránsito de la Virgen o la Visión de Manré, es decir, la aparición de los tres ángeles a
Abraham, simbolizando la Trinidad.
Mientras que el cristianismo del Imperio Bizantino se debatía entre la defensa y el ataque a las
imágenes, en la zona occidental prevaleció, sin embargo, y a pesar de la inicial oposición
patrística a las imágenes, un clima intelectual diferente. La imagen no se convirtió nunca en el
problema central del pensamiento estético y lo que se dijo sobre ella carece de la profundidad y
el refinamiento característicos de la gran cultura oriental. En su fundamento se encuentra quizá
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la propia evolución histórica del Occidente, donde la ruptura de la continuidad y el
derrumbamiento de las instituciones establecidas fue lo más característico con respecto a
Oriente donde prevaleció una tradición cultural ininterrumpida.
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