TULÁN ZUIVÁ Josep Piqueras Carrasco Esta obra ha sido publicada por su autor mediante el sistema de autopublicación de BUBOK PUBLISHING, S.L. para su distribución y puesta a disposición del público en la plataforma on-line de esta editorial. BUBOK PUBLISHING, S.L. no se responsabiliza de los contenidos de esta obra, ni de su distribución fuera de su plataforma on-line. Impresa por BUBOK PUBLISHING, S.L. © Josep Piqueras Carrasco, Barcelona 2009. ISBN: 978-84-613-6510-4 Agradecimientos Este relato es fruto de una serie de circunstancias afortunadas. Aunque nació en la primavera de 1993, no me habría planteado escribirlo de no haber sido por que en ese momento el estudio de los hongos mágicos ocupaba ya buena parte de mi interés. Y tengo muy claro que ese interés no se hubiese despertado de no haber sido por aquellas circunstancias a las que me refería. La primera ocurrió en 1985. Desde mis años de estudiante de medicina me había interesado por las setas, y a finales de los setenta y principios de los ochenta había encontrado en las intoxicaciones por setas un campo extraordinario para el estudio y la investigación. Estaba gestándose mi tesis doctoral, y en ese contexto, un buen día apareció por el Servicio de Hematología un representante de la empresa Izasa, Josep María Valés, para ofrecerme un obsequio, un libro. Su tarjeta firmada decía: “Espero que también le interesen estas setas”. Aquel libro, “Teonanacatl, hongos alucinógenos de Europa y América”, abrió ante mí un vasto campo de estudio. Su lectura puso ante mis ojos aspectos antes no sospechados, en los que los hongos adquirían un papel singular con relación a los seres humanos. Por supuesto, le estoy sumamente agradecido. A esta feliz circunstancia le sucedió otra de similar enjundia pocos meses después. Una tarde, mientras estaba en el Servicio de Análisis Clínicos, un joven becario, Joan López Hellín, al saber de 5 mi interés por las setas me dejó prestados dos libros. Con uno de ellos, “El bolet i la gènesi de les cultures”, del antropólogo catalán Josep María Fericgla, el estremecimiento que me había producido Teonanactl, se reprodujo y se intensificó. El otro libro, “Alucinógenos y Chamanismo”, contribuyó a configurar mis hipótesis iniciales sobre las relaciones entre los hongos psicoactivos y los primitivos chamanes. Mi agradecimiento, pues, a Joan López Hellín que fue de este modo, responsable en parte de mi interés por el estudio de los enteógenos. Mi deseo de profundizar en el tema de los hongos psicoactivos quizás hubiese quedado más o menos latente de no ser por otras tres afortunadas circunstancias. La primera tuvo lugar a finales de los ochenta. Fui invitado a dar una conferencia en la Universidad de Murcia, sobre el tema “Drogas y Micología”. Le doy sinceramente las gracias al profesor Mario Honrubia por esa invitación. Pocas oportunidades mejores para aclarar y organizar ideas se nos pueden ofrecer que la de exponerlas en público desde la palestra del orador. El tema me pareció muy interesante, y creo que mi entusiasmo se transmitió al publico, joven y universitario en su mayor parte. Al acabar mi conferencia parafraseando a Roger Gordon Wasson, “...quizás no necesitamos ya los hongos mágicos.... o tal vez los necesitemos más que nunca.” se produjo el más prolongado aplauso que recuerde haber recibido como conferenciante. Quiero agradecer ahora aquellos magníficos minutos, aquel cálido apoyo a mis ideas. Por aquellos días se produjeron las otras dos afortunadas coincidencias. De una parte el IPCS (International Program for Chemical Safety) me invitó a redactar una ficha toxicológica sobre la Amanita muscaria. Y casi al mismo tiempo, fui invitado a participar en un seminario en la sede de Sevilla de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. El título genérico del seminario era el de “Microbios y Sociedad”. Propuse que hablaría de las relaciones entre los hongos y los seres humanos. Por supuesto, mi conferencia incluyó de nuevo el tema de los hongos en el origen de la cultura y la religión. Dado que la redacción de la ficha 6 para el IPCS y la preparación de la conferencia para la Menéndez Pelayo supusieron una fuerte motivación para adentrarme aun más en el estudio de los hongos enteógenos, tengo un grato deber de gratitud tanto con el doctor Pere Munnè, que me invitó a redactar la ficha en nombre del IPCS, como con el profesor Ricard Guerrero, que como director del seminario, me invitó a participar en el mismo. Ya esbozadas las primeras páginas del libro, lo que tenía que haber sido un ensayo sobre los hongos enteógenos pasó paulatinamente a ser el arranque de un relato de ficción. El que un buen día mi trabajo literario diese ese giro hacia la novela, fue el resultado de un proceso hasta cierto punto lógico y previsible. Pero estoy seguro de que algunas personas influyeron positivamente en mi decisión. Concretamente, mis conversaciones durante las guardias con Paco, en el turno de noche del laboratorio de Hematología, contribuyeron a ir consolidando mi decisión. Algunas cosas que me relató de su estancia en unas vacaciones en Yucatán me sirvieron para esbozar algunos hechos de la primera parte de mi novela. Otra persona que estaba al corriente de mi singladura literaria y había visitado también Mesoamérica, Pilar, me dejó un librito sumamente interesante: “Una visión del Mundo Maya”. Extraje de ese libro algunos conocimientos que me ayudaron mucho a configurar algunos de los aspectos de la trama de mi relato. Mi esposa y mis hijos me regalaron también algunos libros relacionados con el tema de mi futura novela. Uno me pareció especialmente hermoso e interesante : “Mitos y Leyendas de los Aztecas, Incas, Mayas y Muiscas”. En él encontré nuevos datos que me permitieron redondear y enriquecer más la trama y el argumento. Y no recuerdo el año exacto, pero unas navidades me regalaron en casa un CD bellísimo, con canciones y temas del folklore indígena norteamericano. Aunque mi relato tenía que ver con otras latitudes y otros pueblos, aquella música étnica y aquellos cantos enmarcados en los sonidos de la naturaleza pasaron a ser mis acompañantes durante muchas y largas sesiones de escritura frente al ordenador personal. Me transmitían serenidad y tranquilidad y me gusta pensar que 7 contribuyeron a que mi mente desarrollase los personajes, los hechos y los lugares de mi novela con mayor facilidad y, creo, con mejores resultados. Mi agradecimiento, pues, para todos ellos. Agradecimiento que, en el caso de mi esposa y mis hijos ha de ser aun más grande, ya que muchas veces durante un tiempo que podríamos haber compartido de manera más directa, tenían tan solo constancia de mi presencia al verme, de espaldas, sentado ante el ordenador y con los auriculares puestos, mientras mi mente estaba en algún lejano paraje mesoamericano, al tiempo que unos personajes cada vez más vivos iban encontrando su lugar en el relato. Barcelona, abril de 2009. 8 Agraciado por esta y otras visiones sagradas, mi vida se transformó y enriqueció desmesuradamente... Me convertí en un iniciado en los sagrados misterios de la antigüedad, en aquello que los antiguos griegos llamaban epoptés, el que ha contemplado lo divino. Jonathan Ott Pharmacotheon 9 10 PREÁMBULO 11 12 E l sol se ocultó tras las abruptas crestas rocosas que cerraban el valle a poniente, sumiéndolo rápidamente en una penumbra rojiza. El consejo, formado por los doce nobles sacerdotes o ah konoobs, se hallaba reunido alrededor de Mahukané, el joven Halac Vinic. Era el momento de la oración vespertina al gran señor Tepeu Gucumatz, el creador, padre y madre de todo y de todos. Mahukané vestía sus mejores prendas ceremoniales. Una túnica de tela suave de colores vivos, su capa de piel de jaguar, su tocado de hermosas y largas plumas de quetzal, y su grueso medallón de oro con la imagen del gran Kakulhá Hur-Akán, el Corazón del Cielo. Se puso en pie y los doce venerables chamanes, los nobles sacerdotes del consejo, le imitaron. Alzaron todos la mirada hacia la majestuosa imagen del dios. Elevaron los brazos y unieron las manos abiertas, palma con palma, frente a los ojos. A continuación, tras inclinarse tres veces respetuosamente, iniciaron la ceremonia. El Halac Vinic, el joven rey, entonó con su voz varonil, clara y potente, el cántico de oración. Los chamanes del consejo respondieron a cada uno de los salmos con las breves fórmulas rituales. 13 -Tepeu Gucumatz, creador nuestro, energía y espíritu del bien, madre y padre de los cielos, de la tierra, de los mares, de todo lo vivo y de lo inerte. Gracias por el universo, por la luz del sol, por las estrellas que pueblan el cielo por la noche, por la luna que rige nuestros meses. Gracias te damos por este mundo hermoso en el que nos has creado, con sus montes y sus valles, con sus selvas y llanuras... Gracias por el mar, por sus costas, y por los lagos y los ríos... Gracias por los seres que los pueblan... Gracias por el agua de la lluvia que generosa, riega nuestras tierras... y gracias por los frutos que a su vez, y por ella, nos ofrece la tierra... Gracias... Súbitamente, en medio de la plegaria, Mahukané enmudeció. Los chamanes se miraron entre sí con extrañeza. ¿Qué le ocurría a su joven rey? ¿Por qué llevaba sus manos a la cabeza, oprimiéndose las sienes? ¿Por qué había interrumpido la oración? -¡Oh, gran señor, Tepeu Gucumatz, gracias! Esta última frase salió de la boca de Mahukané con voz débil, casi temblorosa. A continuación, con un gesto, indicó a los miembros del consejo que se retirasen. Y en silencio, mirándole preocupados, los doce chamanes se dispusieron a dejar aquel lugar, la plataforma circular de piedra sobre la que se hallaban el trono y los doce asientos, a los pies de la gran imagen del todo poderoso Tepeu Gucumatz. -Quédate, Balam-Acab, por favor. Balam-Acab tenía ya muchos años. Podría decirse que era ya un anciano. Sin embargo, su cabello blanco y su piel llena de arrugas no hacían más que acentuar su noble fisonomía de hombre sabio y bondadoso. Quería al joven Halac Vinic como a un hijo propio, tal y como en su momento había estimado al gran Mahukané Tzunultín, el padre del joven Mahukané. Desde la muerte de aquel magnífico rey, el propio Balam-Acab había sido como un segundo padre para el joven. Como su tutor y guía espiritual, le había enseñado y educado para hacer de él un digno sucesor de su progenitor. Por todo ello se acercó a Mahukané con preocupación. -Hijo mío... ¿Estás bien? 14 -¡Ay, venerable maestro! He vuelto a sentir las nubes y el dolor en mi cabeza... Pero esta vez ha sido peor. He visto unas luces volando a mi alrededor. Por un momento pensé que eran los enviados de Xibalba, que venían a por mi espíritu. -No digas esas cosas, Mahukané. Es una indisposición pasajera, sin duda, que viene y se va. Muchas veces aún la luna y el sol han de salir y ponerse, muchas primaveras han de llenar de flores los árboles, antes de que lleguen los enviados del inframundo a por ti. Pero será mejor que ahora nos retiremos. Vamos a palacio. Te daré una infusión de una planta tonificante, y verás como mejorarás muy pronto. -Gracias, maestro, gracias. Tus palabras me consuelan. Déjame apoyarme un poco en ti, pues aun no me siento seguro del todo. Juntos, el venerable chamán y su discípulo, se dirigieron al hermoso frontispicio de piedra situado junto a la plataforma ceremonial. Penetraron en su interior, y se dirigieron a las habitaciones. Poco rato después, bajo el efecto de una infusión sedativa y tonificante, el joven Mahukané quedó dormido, mientras BalamAcab le observaba con mirada preocupada. Cuando vio profundamente dormido al joven rey, el anciano se puso en pie y se dirigió, con gesto grave y preocupado, hacia el exterior. Abandonó la habitación y al otro lado de la puerta vio que dos jóvenes criados, sentados en sendas banquetas de madera cubiertas con una sencilla estera, le miraban con curiosidad y preocupación. Con una señal les indicó que dejasen descansar largo rato al Halac Vinic. Salió luego al exterior del palacio y se alejó pensativo por un sendero situado al pie de un gran muro rocoso vertical. Sus pasos le guiaron por aquel camino por espacio de varios minutos, hasta que alcanzó otro sendero que, discurriendo junto a una pequeña corriente de agua, se dirigía hacia el centro del valle atravesando en algunos momentos pequeños grupos de espigados árboles. Prosiguió de ese modo su marcha junto al riachuelo por espacio de una media hora y, por fin, llegó a un lugar en el cual, 15 dejando el cantarín curso de agua a su derecha, se encontró frente a una elevada pared rocosa en la que se dejaba ver una formidable puerta de casi tres metros de altura y un metro y medio de anchura. El marco de esta entrada se hallaba rematado por completo con una serie de bellas esculturas en relieve, levemente iluminadas por la rojiza y temblorosa luz de una antorcha, situada en el interior del obscuro corredor que arrancaba desde allí. Aquella era la puerta de entrada al templo dedicado a Kakulhá Hur-Akán, el venerable dios, corazón o principio del cielo y la tierra, y copartícipe, junto a Tepeu Gucumatz, en la creación del mundo. Como los demás del centro ceremonial, aquel templo fue levantado en su momento, por decirlo de algún modo, aprovechando una de las muchas cuevas que la naturaleza había excavado en el espesor de aquel macizo montañoso. Balam-Acab tomó la tea encendida y alumbrándose con ella penetró hacia el interior de la montaña, siguiendo un corredor de paredes oblicuas por el que no tardó en llegar a una amplia estancia abierta en el espesor del macizo rocoso, cuyas altas paredes se hallaban ornamentadas con abundantes glifos de significado ceremonial y religioso. En el centro de aquella gran sala se alzaba un ara o altar de piedra cubierto con una hermosa tela de brillantes colores. Y al fondo, detrás del altar, la pared se veía dominada por la presencia de una majestuosa estatua de varios metros de altura, situada en lo alto de una plataforma apoyada en gruesos pilares y adosada a la propia pared. Entre el altar y la base de aquella escultura se hallaba un pebetero, constituido por un cuenco o cazoleta apoyado en un pequeño pedestal de piedra de algo menos de un metro de alto. Estaba hecho de un mineral obscuro, y contenía unos fragmentos de un material negro y poroso, probablemente carbón vegetal obtenido de algún tipo de leño especialmente ligero. A ambos lados de la ménsula que sostenía la estatua por su base se abrían unas puertas, que conducían a las estancias donde habitaban los sacerdotes encargados de custodiar el templo. 16 Precisamente uno de ellos surgió por la puerta situada a la derecha de la gran escultura. -Buenas noches, venerable maestro. Los dioses os protejan. -Buenas noches, guardián del gran señor, Kakulhá Hur-Akán. -¿Deseáis consultar a nuestro protector? -Sí, amigo mío. Lo deseo. -Esperad aquí, maestro Balam-Acab. El sacerdote o guardián del templo marchó por la misma puerta, y Balam-Acab quedó frente al altar, contemplando la gran imagen del dios que, a la luz de su antorcha, aparecía imponente. En efecto, la majestuosa figura de Kakulhá Hur-Akán se erguía formidable dominando la estancia, y nadie que la contemplase podía substraerse a la sensación de venerable respeto que inducía su presencia. Sobre su cabeza coronaba la faz majestuosa del dios un tocado cilíndrico del que pendían a ambos lados unos adornos circulares. Cubría su pecho un escudo marcado por una serie de bandas en relieve, en tanto que la mitad inferior del cuerpo estaba oculta por una túnica formada por un entramado continuo de cuerdas, por debajo del cual podía distinguirse su único pie. En una mano blandía un rayo, en la otra, dirigida hacia adelante, mantenía una gran jarra, símbolo de los dones que de su bondad recibían los humanos. Era, sin duda, una magnífica escultura. Y gracias al cuidado de los sacerdotes guardianes que a lo largo de los siglos la custodiaron, se mantenía como el mismo día en que se la esculpió y pintó. Lo cual tenía su mérito, si se tiene en cuenta que la antigüedad de aquel recinto se iba acercando a los mil años. Regresó el sacerdote a los pocos minutos, seguido de dos criados vestidos con unas sencillas túnicas de color crudo. Uno de ellos transportaba una sólida urna rectangular, un cofre de unos cuarenta centímetros de anchura. El otro llevaba en cada mano un pequeño cilindro metálico hueco, rematado en un extremo por un pie o ensanchamiento circular. Dejaron la urna en el centro del altar y en cada extremo uno de aquellos cilindros, que debían actuar de soportes de las teas durante la ceremonia que iba a desarrollarse. En efecto, el sacerdote llevaba una antorcha y, tras aproximar su 17 extremo encendido a los carbones situados en el pebetero, la colocó en uno de los soportes cilíndricos. Los fragmentos de carbón se inflamaron rápidamente y brillaron convertidos en ascuas de un intenso color rojo. A continuación depositó cuidadosamente sobre ellos unas láminas escamosas de un material traslucido, de color anaranjado, que sacó de una bolsa que pendía de su cinto. Al contacto con las brasas, comenzaron a emitir gruesas volutas de un humo amarillento, tenue y perfumado. Extendió las manos por encima del pebetero, con las palmas orientadas hacia abajo y, tras musitar una breve oración, se apartó, junto a los criados, a unos metros del ara. Balam-Acab, tras depositar su antorcha en un extremo del altar, en el otro cilindro o candelabro, se situó frente a la urna y elevó su mirada hacia la figura majestuosa del dios. Las volutas del humo del copal que ardía en el pebetero ascendían hasta ella formando círculos y espirales, y por toda la sala se había extendido el dulce y perfumado aroma de aquella resina vegetal. Sacó el anciano de entre sus vestiduras una pieza de obsidiana con una serie de entalladuras y relieves y la introdujo con cuidado en una hendidura que se veía en la cara frontal de la urna. Aplicó un movimiento de rotación a la pieza de obsidiana y se oyó un sonido en el interior, como un chasquido. Al momento, liberado algún sistema mecánico oculto que debía de accionarse con la llave, el anciano abrió la urna, extrajo de su interior un cesto circular de mimbre y lo depositó sobre el altar, junto a la urna abierta. El cesto estaba lleno de unas masas aplanadas, secas y arrugadas, de color rojo escarlata por su cara superior, y blanco amarillento por el lado inferior. -¡Oh, Señor, Kakulhá Hur-Akán! ¡Que tu espíritu me llene y me guíe esta noche, señor del relámpago, corazón de la tierra y del cielo! Tras pronunciar estas palabras, el venerable anciano tomó tres de aquellas masas y, postrándose de rodillas ante el dios, las introdujo en su boca. Muy pronto sintió su sabor fuerte y dulzón. Las masticó con lentitud, durante varios minutos, sin dejar su 18 actitud reverente. Finalmente, convertidas en una masa blanda y húmeda, las tragó y se puso en pie. -¡Qué el todo poderoso Kakulhá Hur-Akán os sea propicio, venerable maestro, Balam-Acab! -Que así sea, si es su voluntad. Cuando cerró la urna y retiró la llave de obsidiana, la gravedad y la seriedad de la faz del venerable chamán se habían acentuado. En su rostro bondadoso aparecía ahora una expresión de elevada serenidad. Sin duda, el alimento divino que había ingerido comenzaba a actuar ya sobre él. Recogió uno de los criados los cilindros con las antorchas, y abrió la marcha por la puerta situada a la derecha. El otro criado, con la urna a cuestas le siguió a continuación. Y tras ellos, el guardián y Balam-Acab penetraron en las celdas interiores del templo. Después de recorrer un estrecho tramo de corredor de unos cinco metros, se detuvieron junto a la puerta de una pequeña estancia, que por su situación quedaba justo detrás del muro que sostenía la estatua del dios. Penetró Balam-Acab en aquella pequeña habitación, y quedó inmóvil junto a un lecho situado próximo a la pared. Una de las antorchas fue colocada en un soporte situado en el corredor, junto a la puerta. Se retiraron el guardián y los criados y quedó solo el venerable anciano. Entonó unas oraciones con voz muy leve, casi susurrando, y a continuación, se acostó. Y aquella noche el espíritu del gran Kakulhá Hur-Akán visitó a Balam-Acab, y de este modo, el buen sacerdote supo de la naturaleza de los males del joven rey, y de como vendría el remedio para dichos males. 19 20 PRIMERA PARTE 21 22 Mari Luz I T al vez fuese porque recordaba con cierta añoranza los años de infancia, pasados en la vieja casona de piedra de sus padres, rodeada de verdes prados y húmedos bosques. El caso es que desde su llegada a Barcelona, hacía de ello ya muchos años, Fermín siempre deseó vivir en una pequeña casa en el campo, con algo de jardín y un porche para tomar el café al aire libre después de comer. Y no cabe duda que, si en el futuro encontraba el tiempo para formar una familia, algún día tendría una de esas casitas situadas a pocos quilómetros de la ciudad, al igual que muchos de sus amigos y de sus colegas. Pero por el momento, por razones de trabajo y por el hecho de vivir solo y estar tan lejos de su familia, se contentaba con ocupar un pisito acogedor en la parte alta de Barcelona, cerca ya de las primeras estribaciones del Tibidabo. De modo que, cuando aquella joven llamó al timbre de la puerta de su domicilio, no vio ni jardines ni porches, sino un pulcro rellano al que daban las puertas de dos pisos y la del ascensor, y del que arrancaban, arriba y abajo, sendos tramos de escaleras. Sin embargo hay que decir, en honor a la verdad, que a través de la ventana situada en la pared opuesta a las entradas de las viviendas se podía ver una amplia avenida con hermosas zonas ajardinadas. Ello venía a demostrar 23 que, a pesar de que vivía en la ciudad, Fermín Ceballos lo hacía en un barrio libre de la aglomeración y el bullicio. En el momento en que accionado por aquella joven sonó el timbre de la puerta, Fermín se disponía a salir, como todas las mañanas, para tomar su habitual desayuno en un bar cercano a su casa, desde el que partiría después hacia el hospital de la Fundación en la que trabajaba. Volvió a dejar la americana en el colgador y se dirigió al recibidor, preguntándose quien podría acudir a visitarle tan temprano. Abrió la puerta y se encontró frente a una hermosa joven, de poco más de veinticinco años de edad, vestida en forma elegante pero con cierto aire informal, que algunos habrían definido como deportivo, y que sentaba perfectamente a una persona como ella, delgada y apenas unos centímetros más baja que el propio Fermín. -¡Doctor Ceballos! ¡Qué suerte que aun esté en casa! Le tendió su mano y Fermín la estrechó, contemplando con asombro y con agrado a su inesperada visitante. Su cabello castaño, cortado en media melena, enmarcaba con elegancia sus hermosas y juveniles facciones, y sus grandes ojos color avellana, sus mejillas ligeramente pecosas, y la sonrisa que dibujaban con facilidad sus labios completaban una imagen de juvenil naturalidad. -Temía que hubiese salido ya. ¿Podría hablar con usted un momento? -Naturalmente. Pase, por favor. Entraron y la guió a la pieza principal del piso, una sala con una gran pared repleta de estanterías en las que se veían libros de todos tamaños, estatuillas y otros objetos más o menos decorativos, y junto a la cual se hallaba una sólida mesa cubierta en buena parte de papeles y libros, junto a un pequeño ordenador. Entre la mesa y la pared sobresalía el respaldo de una confortable silla de trabajo. La pared opuesta estaba ocupada casi por completo por unos amplios ventanales, por los que entraba el sol de la mañana llenando de cálida y alegre luz la estancia. Próxima a los ventanales se hallaba una mesa baja, y junto a ella dos butacas de piel. Ofreció asiento a la joven en una de ellas y ocupó la otra. 24 -Bien, señorita... -Mi nombre es María de la Luz Trévelez. Pero, por favor, llámeme Mari Luz. -Pues bien Mari Luz, dígame, ¿En qué puedo ayudarle? -¡Ah!- Suspiró y miró un momento hacia la amplia ventana.Ayer noche estuve escuchando su conferencia, en el Centro Cultural de la Caixa. -¿De veras? ¡Qué honor! -Durante todo el tiempo que duró su exposición, no le quité los ojos de encima. Encontré fascinante todo lo que decía, y como lo decía. Y de inmediato supe que usted podría ayudarme. La manera tan natural con que dijo todo esto, su franca sonrisa, y la luz que brillaba a cada momento en sus juveniles ojos hicieron que el doctor Ceballos pensase que aquella señorita era sin duda una de las personas con más encanto que recordaba haber conocido. Lo sorprendente es que la noche antes, durante la conferencia, no hubo entre el público nadie como ella. Estaba seguro de ello, puesto que solía observar siempre con atención a los asistentes a sus charlas, de la misma manera que durante las clases observaba con atención a sus alumnos y alumnas. Y por otro lado, de haberse hallado aquella joven entre el público no le cabía duda de que la recordaría, puesto que sus ojos y su expresión eran como para no olvidarlos fácilmente. Decidió que debía aclarar ese punto. -Le agradezco mucho su opinión sobre mi charla, pero quiero preguntarle una cosa ¿Cómo es que no recuerdo haberla visto ayer noche en el auditorio? -En realidad yo no estaba entre el público. Le vi desde el interior de una de las cabinas de traducción simultánea que hay al fondo de la sala. -¡Pero si no hubo traducción simultánea! -No, claro que no. Me introduje en la cabina para poder observarle. -¿Y no podía hacerlo desde una de las butacas? -Verá... yo no sabía, no tenía ni idea de quien iba a ser el conferenciante. Y la verdad, si te sientas en primera o segunda fila y 25 te das cuenta de que, a pesar de lo atractivo del título o lo interesante del tema, el conferenciante no tiene nada de interés que decir, o lo hace mal... ¡No se imagina el corte que da tener que levantarse y marcharse! -Creo que puedo imaginarlo. - Fermín pensó en la desazón que tenía que producir, incluso al más curtido de los conferenciantes, el ver levantarse de su asiento y marcharse a poco de empezar la charla a una espectadora como aquella señorita. -Vi anunciada su conferencia en el vestíbulo del hotel donde me hospedo estos días. Cuando me enteré de que iba a hablar sobre culturas precolombinas, decidí acudir a escucharle. La verdad es que acudí a la conferencia con el vago temor de que fuese usted uno de esos viejos profesores jubilados que explican un tema en el que trabajaron en su época activa. ¡Por suerte me equivocaba! Estoy segura de que podrá ayudarme, doctor Ceballos. Hubiese querido hablar con usted ayer noche mismo, pero no paraban de hacerle preguntas toda aquella gente. De modo que averigüé su dirección en la secretaría del centro, y por eso esta mañana he venido directamente del hotel hasta su casa. Quiero que me ayude a encontrar a alguien. Le miró como tratando de no perderse detalle de la reacción a su propuesta. -¿Usted cree que yo puedo ayudarle a encontrar a alguien... realmente? -Yo creo que usted es la persona que mejor podría hacerlo. Sus conocimientos sobre las culturas americanas precolombinas, todo lo que usted explicó ayer sobre los restos arqueológicos de los mayas, su pasión por el estudio de su cultura y su religión... me emocionó muchísimo. ¡Es extraordinario! ¡Mi hermano tiene esa misma pasión por esos temas! - Un giro triste en su expresión le hizo comprender. Sin duda era su hermano la persona a la que ella quería encontrar. -¿Su hermano? -Sí. Luis, mi hermano, es profesor del departamento de Historia Clásica de la Universidad Católica de Sevilla, en la que estudió la carrera de historia. Venía planeando, desde hace un par 26 de años, un viaje de estudio al territorio de los mayas. Y hace varios meses logró embarcar en su proyecto al director del departamento. Ambos decidieron llevar a cabo una pequeña expedición al Yucatán, y con la ayuda de los Ortigosa, un matrimonio de millonarios, amantes entusiastas de la arqueología, pudieron partir por fin, hace ahora ya cerca de cuatro meses. Para Luis, ese viaje significaba algo muy especial. Tenía un deseo, yo diría que casi una obsesión: deseaba con toda su alma encontrar algún rescoldo vivo y auténtico de la cultura y la religión mayas, y estaba decidido a buscarlo. Visitaron, al parecer, varios enclaves arqueológicos. Una noche acamparon en una zona boscosa de la región meridional del estado de Chiapas, cerca de la frontera entre Guatemala y Méjico. Por la mañana mi hermano no estaba en su tienda. Le buscaron por los alrededores, y durante varios días rastrearon la selva en todas direcciones alrededor del campamento. Transcurridos diez días, tras haber explorado en un circulo de tres o cuatro quilómetros y no haber hallado pista ni rastro alguno de Luis, comprendieron que encontrarle iba a ser poco menos que imposible, por lo que decidieron desmontar el campamento y abandonar la búsqueda. De ese modo, los compañeros de expedición de mi hermano tuvieron que regresar a España sin él. Junto a la triste noticia de su desaparición me trajeron algunas de sus cosas. Las que hallaron en su tienda. Al parecer, salió a caminar con su linterna por la noche, y se llevó su bloc de notas, su mochila y algunos alimentos, pues eso es lo único que faltaba. -¿Qué se ha hecho de sus amigos? -Están decididos a ayudarme. Quieren regresar al Yucatán y tratar de hallar la pista de Luis de nuevo. Yo sólo he hablado con el profesor, pues los Ortigosa están estos días en su chalet en Madrid. Pero ellos me han escrito asegurándome que están dispuestos a hacer lo que sea necesario para encontrar a Luis. Sin embargo, están algo desanimados. Dicen que difícilmente se podrá hace más de lo que se hizo en los días que siguieron a su desaparición. La verdad es que no saben por donde empezar. -¿Y usted cree que yo puedo ser de ayuda? 27 -Es... ¿Cómo decírselo? Es como una intuición. Yo sé que Luis está vivo, lo presiento, lo siento. -¿Y...? -Tal vez usted, que comparte con él su pasión por la cultura maya, pueda ayudarnos a entender lo que hizo aquella noche, por qué salió de su tienda, qué era lo que buscaba... -Mari Luz. -¿Sí? -¿Habla usted en serio? -¿Lo duda usted? -No. Pero me sorprende... y me admira al mismo tiempo. ¿Cómo cree usted que puedo ayudarles? -La verdad es que no estoy segura. Había pensado que viese algunos objetos que trajeron, que leyese las notas de viaje que tomaron... no sé... - se quedó mirándole, perpleja y ansiosa a un tiempo. -Mire, Mari Luz. Voy a tratar de ayudarle. Y creo que, para ello, lo mejor sería que nos reuniésemos con los otros componentes de la expedición, el catedrático de Historia Clásica y los Ortigosa. Supongo que sería bueno que tuviésemos un intercambio de opiniones, y después... -¿Después? -Si no tiene usted inconveniente, creo que deberíamos ir todos al Yucatán, para tratar de hallar allí la pista de su hermano. -¡Oh, doctor Ceballos! ¡Pero usted es un hombre muy ocupado! Yo no quisiera que... -Hace tiempo que deseo tomarme unas semanas de descanso. Además, el curso está a punto de acabar. -Sus clases deben estar a punto de finalizar, pero está su trabajo en el hospital. Sé que usted trabaja en el Instituto de Medicina Tropical. -Tengo allí buenos colaboradores, que podrán asumir mi ausencia sin excesivos contratiempos. Y según se mire, existen algunas enfermedades endémicas del istmo centroamericano que me interesaría estudiar sobre el terreno. Creo que nuestro encuentro 28 ha sido providencial en ese sentido, puesto que nunca encontraba el momento para emprender un viaje de estudio a América Central. Estuve allí en un par de ocasiones con motivo de algún congreso, pero de eso hace ya algunos años. -Yo... no sé que decirle. ¿De verdad vendría usted? ¡Es maravilloso! ¡Estoy segura que con su ayuda encontraré a Luis! ¡Muchas gracias, doctor Ceballos! ¡Le agradezco tanto que haya aceptado ayudarme! Era extraordinaria. Tan espontánea en su alegría, tan sincera, tan llena de vida. El doctor Ceballos, el eminente especialista en enfermedades tropicales y parasitarias, famoso por sus aportaciones al conocimiento de la esquistosomiasis y las filariosis, y también conocido por su faceta como estudioso de culturas antiguas, se preguntó si no habría dedicado una parte excesiva de su tiempo al estudio y al trabajo. Quien sabe si, a sus treinta y siete años, no se había transformado un poco en algo parecido a una de aquellas momias halladas en los pecios arqueológicos del altiplano peruano. Ella estaba allí, emocionada, vital, y él se sentía un poco el contrapunto. Ahora que, bien pensado, si su pasado "momificante" podía servir para proporcionar de alguna manera ayuda a aquella joven, cabía pensar que no había sido en vano. Decidió actuar como hombre práctico y tratar de llevar en cierto modo la iniciativa. -Hay que trazarse un plan de acción- se dijo. -Para empezar: ¿En qué hotel me ha dicho que se hospeda? -Estoy en un pequeño hotel en la calle Aragón... No se lo he mencionado antes, pero he venido a Barcelona para visitar a un grupo de conocidos de mi hermano, por si ellos pudiesen ayudarme en algún sentido. Se trata de una sociedad de etnobotánica. -¿Etnobotánica? -Sí. Es un grupo de personas que comparten el hobby del estudio de los usos tradicionales de las plantas. Hace dos años organizaron un congreso sobre el uso de plantas alucinógenas en las religiones primitivas. Mi hermano acudió a ese congreso con una ponencia sobre unos hongos que, según me contó en alguna ocasión, eran utilizados por los mayas. 29 -Creo que conozco a algunos de los miembros de esa sociedad... sí, un viejo amigo, médico como yo, al que ahora por cierto veo muy poco, me invitó en alguna ocasión a compartir sus reuniones. ¿Y se ha visto ya con ellos? -No. Llegué ayer a media tarde a Barcelona, y cuando me había instalado en el hotel y me disponía a salir, vi el anuncio de su conferencia. -En ese caso, creo que vamos a empezar por ahí. Verdaderamente, Mari Luz, me está usted dando la oportunidad de hacer cosas para las que no hallaba nunca el momento adecuado. Voy a llamar a Jordi Soler, ese amigo que le he mencionado, y nos podríamos ver con él. Supongo que ya ha desayunado usted. ¿No es así? Bien, en ese caso, ¿Le importaría acompañarme mientras tomo alguna cosa? Aquí cerca hay un bar un poco cutre, pero que en el que hacen un café muy decente. -Le acompañaré con mucho gusto. Pero... tal vez usted tenía sus planes para esta mañana. -En unos minutos hablaremos de ello. No se preocupe. Aguarde aquí mismo un instante, justo el tiempo de prepararme para salir. 30 II El doctor Soler miró el retrato de su esposa y sus tres hijos, y torció ligeramente el gesto. -Había prometido llevar a Ana y a los niños al cine hoy, y ya sabes que para mí, la familia es lo primero... ¿Mañana? ¡Pero si mañana es sábado!.... ¿Cómo qué que pasa el sábado? ¡Nos vamos a pasar el fin de semana fuera!... Sí, en aquella casita que tenemos cerca del Montseny. Por cierto, que hace tiempo que me tienes prometido que te unirás a nosotros en alguna de nuestras salidas... ¿Un momento? Sí, espero. Jordi Soler sonrió al recordar a su amigo Fermín Ceballos. Hacía más de un año que no se veían, desde aquella ocasión en que habían coincidido en el Colegio de Médicos. La verdad es que en los últimos años se habían visto muy poco. Hubo un tiempo en que estuvo a punto de convencerle para que se uniese a su grupo de aficionados a la etnobotánica. Y ahora salía con que quería hablarle acerca de un arqueólogo aficionado o algo parecido, al que tal vez recordase pues participó en el congreso sobre plantas alucinógenas en los pueblos primitivos. ¡Y le llamaba precisamente el viernes! -Sí, sigo aquí. Dime... ¿Vendrás? ¡Magnífico! Por supuesto, estás invitado... ¿No vendrás solo? ¡Vaya! No me digas que... Ah, la acabas de conocer... la hermana del arqueólogo... Bien, pues os quedáis los dos a pasar el fin de semana en casa... ¿No crees que pueda? Bueno, al menos comeréis con nosotros... No, al contrario, a Ana y los niños les encantará verte. Oye, ¿Recuerdas como se llega a casa?... Sí, eso es. De acuerdo, Fermín... No sé, lo antes posible... vale la pena que aprovechemos para darnos un paseo por el bosque... Muy bien, hasta mañana. Un abrazo. Colgó el teléfono y miró el reloj. Tenía por delante una jornada de trabajo llena de pacientes que vendrían dispuestos a contarle todos sus males, reales y ficticios, a los que él escucharía con su proverbial paciencia, aquella paciencia que le había granjeado su merecida fama de médico bondadoso, amable y comprensivo. Luego por la tarde, cine, cena, y después, salir para el chalet, al que 31 llegarían agotados pero alegres por la perspectiva de poder pasar dos días lejos del trabajo y del colegio. Y por la mañana recibirían por fin - la visita de su amigo el doctor Ceballos. Tendría que hablarle de los últimos trabajos que habían llevado a cabo en la sociedad, en relación con el uso de algunas plantas medicinales. Y el inefable Fermín no se marcharía sin explicarles alguna de las muchas cosas que sabía, ya fuese sobre las enfermedades del trópico, ya fuese sobre alguna cultura extinguida, como los cretenses o los arios. Por cierto, - pensó- ¿En qué habrían quedado los estudios que, según le contó la última vez que se vieron, estaba llevando a cabo para recopilar datos bibliográficos sobre el soma de los brahmanes? Fermín creía, siguiendo los pasos del banquero americano Roger Gordon Wasson, que algún día llegaría a probarse definitivamente que aquella substancia embriagadora que comunicaba a los sacerdotes arios con sus dioses era una seta. Verdaderamente era una lástima que un estudioso como Fermín no se incorporase plenamente a la sociedad de etnobotánica. Claro está que aquella iba a ser sin duda una buena oportunidad para volver a intentarlo. Porque, en verdad, era un extraño pero interesante conjunto el de los conocimientos que se atesoraban en el cerebro de Fermín. Uno se preguntaba si había sido su afición al estudio de las culturas que poblaron en la antigüedad zonas como el sur de Asia o el centro y sur de América, la que le había llevado a su pasión por el estudio de las enfermedades propias de esas regiones, o si por el contrario había sido su especialización en medicina tropical la que le había conducido a interesarse por aquellas culturas. Fuera como fuese, era indudable que en ambos campos su nivel de conocimientos era muy grande, y la facilidad con que los sabía transmitir en forma clara y fácilmente comprensible era también notable, lo que hacía de él uno de los profesores de mayor éxito en el hospital universitario en el que impartía sus clases. Sin duda alguna las universidades oficiales lamentaban el no haber sabido ofrecer el marco adecuado a aquel joven y entusiasta profesor, que ahora era uno de los más distinguidos componentes del cuadro docente de la facultad de medicina de la Fundación Doctor Ferrán, 32 en cuyo Hospital Universitario había contribuido, además, a crear el afamado Instituto de Medicina Tropical. Aunque tal vez, al menos esta era la opinión de Jordi Soler, la pandilla de endiosados que ejercía por los pagos de las facultades estatales, ni siquiera tenía el talento necesario para entender aquello. Fermín y él habían conocido, es cierto, algunos grandes médicos y excelentes profesores en su época de estudiantes. Pero precisamente, pensaba, aquella había sido otra época. En aquel momento, transcurridos apenas quince años desde que ambos acabaron su licenciatura, en las facultades de medicina estatales, al menos según su criterio y forma de ver las cosas, proliferaban en forma un tanto lamentable el amiguismo y el enchufismo, y como consecuencia inevitable de ambos, la mediocridad y la inoperancia. -Buenos días, doctor. ¿Se puede? Era el primer paciente, que apareció en el marco de la puerta de la consulta interrumpiendo el curso de los pensamientos del doctor Soler. -Pase usted, por favor. Pase y tome asiento. 33 III Fermín colgó el teléfono, recogió las dos monedas que le habían sobrado, y volvió a la mesa junto a Mari Luz. -Según me ha comentado Jordi, se editó una memoria escrita con los resúmenes de todas las ponencias aportadas al congreso. Un ejemplar de la misma quedó en el fondo bibliográfico del grupo de etnobotánica. Pero además se entregó otra copia a cada uno de los participantes. Jordi conserva su propio ejemplar, y me ha asegurado que se lo llevará esta noche cuando salga hacia la casita donde pasa el fin de semana con su familia. Así, cuando vayamos a visitarles, podremos echarle un vistazo sin inconvenientes. De modo que mañana mismo haremos una pequeña excursión y veremos si sacamos algo en claro. Cuando menos, espero que el resumen de su participación nos ofrezca una idea aproximada de lo que su hermano consideraba de interés sobre la cultura maya cuando acudió hace dos años al congreso. Y aparte de ello podremos disfrutar de un paisaje con un encanto especial y de una comida en familia con Jordi y los suyos, que son, se lo puedo asegurar, una familia encantadora. -Me parece estupendo. -Y ahora, ¿Qué tiene usted que hacer? -Puesto que ya me ha puesto en contacto con uno de los componentes del grupo de etnobotánica y como que hasta mañana no vamos a poder vernos con él, hoy tengo el día libre, como aquel que dice. Había pensado hacer unas llamadas telefónicas y acercarme a una oficina de turismo. -Pues en ese caso vamos a quedar para vernos después. ¿Que le parecería si comiésemos juntos? Podríamos hacerlo en la cafetería del Hospital. -Será un placer. -Entonces la espero hacia la una menos cuarto. Además, aprovecharemos para ver esas notas de viaje de su hermano, de las que me ha hablado hace un rato en mi casa. 34 -En realidad me refería a una especie de diario de campo, como una voluminosa agenda en la que Luis iba anotando con detalle todo lo que iban explorando, acompañándolo de dibujos, esquemas y mapas. -Comprendo. ¿Pero no me dijo que la noche que desapareció llevaba consigo su bloc de notas? -Eso fue lo que me contaron. Imagino que el diario lo elaboraba a partir de notas que debía ir tomando en un algún bloc de bolsillo, y a eso supongo que se referían. Además, el diario es bastante voluminoso, y pienso que normalmente debía dejarlo en el campamento. Mire, lo traigo aquí. Mari Luz abrió un amplio bolso de piel negra, y extrajo del mismo aquel diario al que se había referido. Era una voluminosa agenda, de gruesas tapas reforzadas en cuero, y con un sistema que permitía añadirle hojas si era necesario. Fermín lo tomó en sus manos, lo abrió, y ante sus ojos aparecieron anotaciones, diseños a lápiz, datos numéricos de proporciones, y esbozos de mapas en los que advirtió de inmediato que se hallaban señaladas algunas rutas y enclaves que debían ser hallazgos del propio Luis Trévelez, pues correspondían a zonas de selva no exploradas con anterioridad. Los ojos de Fermín brillaron con una luz especial, lo que no pasó inadvertido a Mari Luz. -El trabajo de su hermano es sencillamente extraordinario. musitó Fermín. Y así era, en efecto. Ya desde sus primeras anotaciones advirtió que aquello no era el trabajo de un simple aficionado, que llevado de la moda, se había apuntado al estudio del fenómeno 'maya'. En aquellas páginas Luis Trévelez ofrecía un análisis riguroso y sorprendentemente detallado de sus hallazgos y observaciones. Fermín advirtió enseguida que en su método de estudio del pueblo maya, de sus huellas, sus restos y su cultura, se percibía una clara inquietud, la búsqueda de algo. En sus anotaciones hacía una muy clara distinción entre los vestigios del período clásico y las primeras fases del período post-clásico de la cultura maya y todo lo que podía considerarse posterior a esas épocas, como si a fines prácticos considerase pueblos diferentes a unos de 35 otros, como si los mayas actuales no fuesen los sucesores de los mayas del siglo VIII. Parecía asumir que los mayas post-colombinos eran una prolongación de la parte más humilde y culturalmente más pobre de los antiguos mayas. Y el objetivo último de su trabajo y de su dedicación al estudio de la arqueología, la historia y la cultura mayas, parecía ser el hallazgo de esa parte perdida del esplendor del pueblo maya. -¿Qué buscaba en realidad su hermano? -¿A qué se refiere? -Exploraba las magníficas ruinas de los enclaves arqueológicos más ricos en datos sobre la cultura del pueblo maya, pero buscaba algo diferente entre aquellas viejas piedras. Observe esta nota, tras estas tres páginas dedicadas a precisas anotaciones sobre un grupo monumental nuevo hallado en el área de Cobá: "Nada, tampoco, que recuerde una entrada oculta en este emplazamiento arqueológico. Pero estoy seguro de que ha de existir alguna en algún lugar. Detrás de todo este conjunto de ruinas ha de hallarse lo que busco." Y mire aquí esta anotación, en relación con el enclave de Tulum: "Nota: sin duda que estas construcciones mayas tardías, del siglo XV, parecen herederas del esplendor Maya del período clásico. Pero yo creo que esto es solo un reflejo de lo que fueron los mayas en su momento de máximo esplendor." Como ve, parece ser que su hermano buscaba algo distinto de lo que se ha encontrado hasta ahora en Mesoamérica. -Como le he comentado antes, aquello era casi una obsesión para él. Así me lo confesó en alguna ocasión, era algo que anhelaba por encima de lo razonable: encontrar algún rescoldo vivo y auténtico de la cultura y la religión maya. -Sin embargo, la cultura y la religión maya no han muerto. Se siguen hablando los diferentes dialectos mayas y existen posiblemente dos o tres millones de auténticos mayas en la actualidad. -Creo que Luis pensaba en otros mayas. -¿Se refiere usted al pueblo maya del periodo clásico? Es verdad que existió ese pueblo maya hace más de mil años. Sus sacerdotes y dirigentes poseían un elevado nivel de conocimientos sobre matemáticas y astronomía, y eran capaces de elevar 36 magníficos monumentos en piedra. Crearon, además, un perfecto calendario para dominar el tiempo y conocer siempre de manera adecuada el momento para el cultivo, la siembra y la cosecha. Era un pueblo que veía a sus dioses en la madre naturaleza y les ofrecía frutos de la tierra como ofrenda. Pero recuerde, Mari Luz, que aquellos sabios hombres y mujeres murieron y se llevaron con ellos la mayor parte de su sabiduría. -Doctor Ceballos... Fermín, créame usted. Mi hermano no buscaba restos, momias o piedras antiguas. Lo que buscaba, lo que debe seguir buscando en estos momentos, era algo vivo. ¡Oh, sí, estoy segura de que él está allí, en algún lugar no explorado antes, buscando a esos mayas! ¡Un rescoldo vivo, me dijo! -No debe tomar al pie de la letra las expresiones que, entusiasmados, utilizamos en ocasiones los amantes de la arqueología. Para mí, y seguro que también para su hermano, en las ruinas de Tikal, Palenque y Copán, en las majestuosas pirámides y templos perdidos y casi engullidos aquí y allí por la espesura de la selva virgen, en las estelas de piedra, en todo ello, hay algo más que materia, hay algo vivo, hay una fuerza que nos permite por un instante imaginarnos que estamos allí, en el momento en que se labraron o edificaron, y sentimos el ambiente de un día cualquiera de hace más de mil años. Aquellas gentes sabían muchas cosas que se suponen perdidas para siempre, pero estoy seguro de que no quisieron llevarse con ellos a la tumba su sabiduría, y en algún lugar ha de encontrarse su legado para las futuras generaciones. Ese legado no ha sido hallado aun, y a ese legado es al que sin duda se refiere su hermano. Pero ese legado se hallará en grabados, piedras, esculturas y monumentos. -¡No, no lo entiende usted! Cuando Luis... - Mari Luz dejó a medias la frase. Su expresión era anhelante. Abrió de nuevo la boca como para decir algo más. Sin embargo, como si hubiese cambiado de opinión, la cerró con firmeza y permaneció pensativa unos instantes. Después miró de nuevo hacia Fermín, y la sonrisa y la tranquilidad habían vuelto a su expresión. A él le pareció, no 37 obstante, que ella había estado a punto de decirle algo más. Algo que, al parecer, prefería callar por el momento. -Tiene usted razón. Recuerdo como cuidaba alguna de las piezas de su colección. Creo que percibía algo de la historia del pasado donde otro cualquiera vería tan solo un fragmento de piedra con unas entalladuras. Sin embargo... ¿Ve usted algo en todo esto que nos pueda dar una pista sobre donde podríamos encontrarle? -Hay algo muy claro, Mari Luz. Sus últimas anotaciones hablan de dos nuevos restos monumentales que había vislumbrado en la selva el último día en que aun permanecía con el resto del equipo. Incluso tuvo tiempo de esbozarlos. Vea, uno de ellos debe ser un a modo de templo guarnecido por medio de figuras antropomorfas de gran tamaño, en tanto que el otro es una construcción rectangular rematada por una pequeña pirámide. No nos dice en que dirección los vio, ni los ha ubicado en los mapas, pero sabemos que no han de estar lejos del lugar donde acamparon aquella noche. Yo me pongo en lugar de su hermano. Aunque parezca una temeridad estoy seguro de que, si supiese que no hay más que un par de quilómetros por la selva, intentaría llegarme hasta allí por la noche para ver de cerca, aunque fuese a la luz de la luna, aquellos enigmáticos monumentos. Y con más razón si espero hallar en ellos algo diferente... una pista hacia el legado maya perdido. Creo que hay que buscar el rastro de su hermano en los alrededores de esas dos edificaciones. -Sin embargo, cuando se exploraron los alrededores del campamento no hallaron nada que indicase hacia donde pudo haber ido. -Es posible que no se haya buscado adecuadamente. Tal vez no deberían buscarse huellas o señales de Luis, sino algo que haya podido llamar su atención, dentro de un radio de unos quilómetros. Como esos dos hermosos edificios. No cabe la menor duda de que esos restos monumentales le interesaron de manera muy especial. A ellos se refiere su última anotación en el diario de campo, y vea lo que dice: "A falta de situar con precisión su localización, he aquí el aspecto de esas dos enigmáticas edificaciones, tal y como las veo mediante los prismáticos. 38 Tengo la esperanza de que sean, al fin, la puerta hacia el lugar que vengo buscando desde hace tanto tiempo." ¿Lo ve, Mari Luz? Creo que si somos capaces de localizar su emplazamiento, estaremos en la pista de su hermano. -¿Cree que podremos hacerlo? No sabemos ni a que distancia ni en que dirección hay que buscarlos. -Buscaremos en todas direcciones. O tal vez no sea necesario... -Fermín miraba con profunda atención el esbozo de las dos edificaciones, dibujado con enérgico trazo en carboncillo, y junto al cual Luis había situado un grupo de árboles cuyas copas se veían formadas por altas ramas. - Creo que ahí está el camino que siguió su hermano. Ahora bien... ¿a dónde esperaba llegar siguiéndolo? Respecto a ello, es posible que mañana, a la vuelta de nuestra excursión, podamos aventurar alguna cosa más. Excelente, Mari Luz, guarde este diario de nuevo. Tal y como usted creía, puede sernos de gran utilidad. - Se levantó de la mesa, y ambos se dirigieron hacia la salida. Una vez en la calle, Fermín añadió: -Nos veremos a la una menos cuarto en la cafetería del hospital. La encontrará muy fácilmente. Pregunte en el mostrador de recepción que hay a la derecha, nada más entrar en la Fundación. Y ahora, si va a hacer llamadas telefónicas, aproveche para indicar a los amigos de su hermano que vayan haciendo los preparativos para regresar al Yucatán en los próximos días. -Descuide, lo haré. -Hasta luego, Mari Luz. -Hasta luego, Fermín. Gracias por todo. Mari Luz oprimió con fuerza el bolso donde llevaba el diario de su hermano, y vio marchar con paso decidido a Fermín, pensando que había sido una idea maravillosa el acudir en busca de su ayuda. Por primera vez desde hacia semanas empezaba a ver una luz de esperanza. Ella no dudaba que Luis se hallaba a salvo en algún lugar de Centroamérica. Pero hasta aquel momento no había tenido demasiada esperanza de poder encontrar el camino que le llevase hacia él. Ahora era distinto. Primero fue el sueño, y después el conocer a Fermín. 39 IV La cafetería del pequeño hospital universitario era muy distinta de los ruidosos bares de los grandes hospitales, en los que a todas horas hay siempre numerosos grupos de personas conversando en voz normalmente bastante alta -único modo de lograr entenderse entre el confuso murmullo generado por el conjunto de conversaciones-. En efecto, la estancia a la que llegó Mari Luz siguiendo las indicaciones del recepcionista era, por el contrario, un lugar silencioso y acogedor. Con una decoración elegante pero sencilla, con una iluminación discreta y suave en conjunto pero clara y eficaz en la superficie de las mesas, tenía éstas dispuestas en dos niveles, y para acomodarse se hallaban de un lado unas prácticas y funcionales sillas de tubular metálico forradas con una suave tela, y del otro unos a modo de bancos o plataformas forrados igualmente del mismo tejido. Una serie de columnas juiciosamente colocadas, así como la perspectiva que producían los dos niveles del suelo, ofrecían la sensación de que, todo y ser una única sala, había cierto aislamiento e intimidad entre las diversas mesas. Cuando Mari Luz entró en la cafetería tan solo se hallaban en ella cuatro personas. En una mesa cerca de la barra observó a dos muchachas, poco más o menos de su misma edad, acompañadas por un sonriente joven de cabellos rizados que les contaba cosas al parecer sumamente interesantes, y que ellas escuchaban con gran atención. Los tres vestían bata blanca, y pensó que debían ser tres médicos residentes comentando anécdotas del trabajo. Por un momento se le ocurrió que tal vez pertenecían al laboratorio del Instituto de Medicina Tropical, y que quizás fuesen los colaboradores a los que se había referido el doctor Ceballos. Incluso pudiese ser que estuviesen conversando acerca del propio Fermín. Estaba segura que incluso en aquel moderno y modélico centro existía la costumbre de referirse a los jefes con apodos y sobrenombres. ¿Cómo le designarían sus colaboradores? ¿Tal vez como "el jefe"? No. Eso era muy convencional. Pero Mari Luz cambió el curso de sus pensamientos cuando observó la cuarta 40 persona que se hallaba en aquellos momentos en la cafetería. Se trataba de un personaje llamativo, un hombre joven de unos treinta y cinco años de edad, vestido con una bata de impecable color blanco que, al llevarla ampliamente desabrochada, permitía ver una camisa de color azul y una ancha corbata de colores un tanto chillones anudada con un grueso lazo. Tenía el cabello muy abundante, formándole un gran tupé sobre la frente, y en su cara se notaban las huellas de un acné que pocos años atrás debía haber sido poco menos que galopante. Llevaba unas gafas de miope de gruesos cristales, y paseaba la vista lentamente por toda la estancia, al tiempo que mantenía sus manos cruzadas sobre la mesa. Mari Luz pensó que, aunque algo extraño, su aspecto resultaba simpático. Cuando su mirada miope -y diríase que despistada- se cruzó con la de Mari Luz, hizo una graciosa mueca que se suponía debía pasar por un saludo, y sonrió. Mari Luz le devolvió el saludo con un gesto, y se dispuso a sentarse en una de las diversas mesas que había libres, cuando observó con sorpresa que aquel hombre de las gruesas gafas se levantaba y se dirigía hacia ella. -Señorita Trévelez... supongo. -Sí, soy yo. -Este... Soy Pablo Guerreiro. Soy algo así... ¿Cómo se lo diría? El segundo de a bordo en el departamento que dirige el doctor Ceballos. Fermín me ha encargado que la recibiese. Resulta que ha tenido que suplir a un compañero en la clase de las doce, ¿sabe? ¿Le apetece tomar alguna cosa? -No, gracias, Pablo. La verdad es que ahora no me apetece nada. ¿Así que trabaja usted con el doctor Ceballos? -En efecto. Yo me encargo, entre otras cosas, de algunos aspectos del departamento, poco científicos como si dijésemos, pero de índole más bien práctica. Fermín tiene su cerebro muy ocupado en el estudio, la investigación, y un poquito también en la historia de los pueblos primitivos, de modo que debo ser yo quien se ocupe de la gestión de compras, las contrataciones y los formularios para las solicitudes de ayudas de investigación. En definitiva, de los asuntos de papeleo y burocracia, como dice 41 Fermín. ¿De verdad no quiere usted tomar nada? En ese caso, si lo prefiere, podemos pasar al departamento y esperar allí a que el profesor acabe su clase. Sígame, por favor, señorita Trévelez. Por aquí. -Dígame, Pablo ¿Le explicó el doctor Ceballos como soy para que me reconociese? Quiero decir si me describió. -Tan solo me dijo que una joven estaría esperándole en la cafetería. Me pidió que la recibiese en lugar suyo y me indicó el nombre de usted. Sin embargo, debo decir que no me ha costado nada reconocerla, ya que, tal y como suponía, es usted muy hermosa... no se tome a mal esto que le digo, por favor. -Es usted muy amable. -Es evidente que usted le ha causado una buena impresión. Fermín es una persona alegre. Pero la alegría con la que me habló de usted fue catalogada inmediatamente por mi perspicaz mente observadora como una alegría inusual. Y Fermín es persona de buen gusto. ¿Me entiende?- al decir esto hizo un guiño que convirtió su curiosa faz en una simpática mueca. -Creo que sí. - contestó Mari Luz sonriendo. -Bien, ya hemos llegado, es por aquí. Pase usted, por favor Mari Luz dio un vistazo a su alrededor y vio una serie de gruesas y amplias puertas de vidrio transparente, que se abrían a diversas estancias. Unas eran diferentes tipos de laboratorio. En uno de ellos se veían aparatos de análisis automatizados, en otro autoclaves, estufas, neveras y varios puestos de trabajo, a modo de cabinas, que el ayudante de Fermín mencionó como "campanas de flujo laminar". En otro lugar observó como un pequeño zoológico en miniatura, con jaulas y contenedores pulcramente alineados sobre unas estanterías metálicas, en los que se veían conejos, ratas, y otros animales. Y situado directamente frente a ellos se abría un amplio corredor, en el que se veían a su vez numerosas puertas, en cada una de las cuales un rótulo identificaba las estancias a las que se podía acceder desde las mismas. Mientras se dirigían hacia el fondo del corredor Mari Luz fue observando aquellos rótulos. Algunos correspondían a áreas como "Auditorio", "Secretaría" y 42 "Biblioteca". Sonrió al llegar frente a una estancia en cuya puerta abierta no necesitó mirar para adivinar que se trataba del despacho de Fermín: diversas estatuillas, unos hermosos mapas en una de las paredes, unos grabados policromos en otra, y una curiosa reproducción de una escultura maya en el centro de la mesa, lo indicaban claramente. -Tome asiento. - Pablo miró su reloj, un voluminoso reloj que al parecer llevaba siempre en el bolsillo. -Vaya, cuanto lo siento. Si no le importa voy a dejarla sola aquí un par de minutos. Tengo que ir a sacar un cultivo de una de las estufas. Se trata de un interesantísimo proyecto que llevamos en marcha, destinado a identificar un nuevo germen causante de una grave gastroenteritis en Borneo. Somos el único laboratorio del planeta que ha logrado resultados esperanzadores en el intento de identificarlo. - al decir esto, con una voz que más parecía un susurro, Pablo miró con aire de misterio a uno y otro lado, como si estuviese comunicando un grave secreto de espionaje industrial - Como puede usted suponer se trata de algo muy importante. Si sale como esperamos, nuestro trabajo de identificación será publicado, puede estar segura, en la revista de mayor impacto. -Volvió a mirar a ambos lados, y con un tono de voz ya natural, añadió: -Vuelvo enseguida-Vaya tranquilo, me quedo aquí a esperar. Y tras hacer otro de sus guiños-muecas de complicidad, Pablo dejó sola a la joven. Mari Luz se levantó momentáneamente de la silla para responder al saludo que Pablo le hizo desde la puerta antes de salir, y volvió a sentarse de nuevo para observar el despacho del doctor Ceballos. Todo aquello le resultaba familiar. De no haber sido por varias estanterías ocupadas por diversos tratados de medicina y microbiología tropical, hubiese creído estar en el estudio de su hermano Luis. Pobre Luis. ¿Dónde estaría en aquellos momentos? Donde quiera que fuese se encontraba a salvo. Mari Luz estaba segura de ello. De lo que no estaba tan segura era de si se atrevería a contar a alguien el motivo de su convencimiento. Porque ¿quien iba 43 a creer que Luis le había hablado en sueños? –Supongo que estas cosas pueden pasar, en especial entre hermanos gemelos o mellizos tan compenetrados como nosotros dos. - Pensó - ¡Estoy tan segura de que no fue un sueño normal! Pero... ¿Y aquellas imágenes difusas que le rodeaban? ¡Oh! Mari Luz se levantó de un salto y se frotó los ojos. Miró a uno de los grabados que adornaban la pared frente a la mesa de Fermín, y que representaba una sala de ceremonial maya, con tres sacerdotes frente a un pebetero de copal. El más alto de los tres, situado en el centro, lucía un tocado de ceremonial con vistosas plumas, y de su cuello pendía, con una gruesa cadena, un medallón en el que se veía una imagen de un dios maya de perfil. Aquel grabado era una imagen tomada de una escena que debía haber ocurrido cerca de mil años atrás. Sin embargo, en su sueño, junto a Luis, Mari Luz había visto como entre sombras una figura. ¡Había visto a aquel sacerdote maya! -Ya estoy de nuevo con usted. Pablo había regresado silenciosamente y encontró a Mari Luz abstraída mirando aquellas figuras policromas precolombinas. -¿Le gusta ese grabado? Yo, personalmente, debo confesarle que a mí me parece un dibujo hecho por un niño. -Puede que tenga razón. ¿Sabe donde lo obtuvo el doctor Ceballos? -Ese grabado ocupaba ya esa pared el día que yo llegué aquí por vez primera. Sin embargo, creo haberle oído a Fermín que es una reproducción de uno de los pocos frescos coloreados que se conservan en el Museo de Mérida, y que fue pintado por un artista local durante su visita a dicho museo. Al parecer ese que se ve en el centro es un poderoso rey maya, que invoca a sus dioses junto a dos de los sacerdotes principales de su reino. -Me ha producido la sensación de haberlo visto con anterioridad. Por eso estaba distraída mirándolo cuando usted regresó. -¿Algo así como lo que llaman "dejá vi"? 44 -No exactamente...- Mari Luz sonrió al escuchar aquel término francés que Pablo pronunció con un horrible acento - Es más bien... ¿Cómo le diría? Tal vez lo he visto en sueños. -¿Era una pesadilla? ¡Oh, no! Lo digo bromeando. Si Fermín me oye calificar de pesadilla esa escena mesoamericana precolombina es capaz de ponerme a disecar embriones de codorniz en el laboratorio de anatomía patológica durante un mes. -¡Qué cosas dice usted! No, no era una pesadilla. Escuche, Pablo. ¿Qué opina usted de la telepatía? ¿Cree usted que es posible trasmitir pensamientos, de modo que podamos captarlos durante el sueño? -¡No me diga que ha captado usted a los mayas esos del dibujo! -No es eso. Hace poco soñé con una persona, a la que no veo hace algún tiempo y... y creo que estaba junto a esos mayas. Exactamente junto a ese que dice usted que es un rey, y que yo tomé por un chamán. -Pues no sé que decirle... -Yo podría decir que el afecto que siente por su hermano y el deseo de que esté bien le han hecho soñar con él. Y que los reyes y sumos sacerdotes mayas tuvieron a lo largo de los siglos un aspecto similar en sus ceremoniales. Usted no es consciente de ello, Mari Luz, pero ha visto muchas veces, sin apenas fijarse, figuras como esa en los libros que maneja su hermano, y su subconsciente ha elaborado su sueño con esos recuerdos. -Hombre, Fermín. No te oímos llegar. -¡Fermín! No diría eso si hubiese tenido usted un sueño como el mío. Ya sé que suena a absurdo, pero ¡sé que Luis está vivo, y además se encuentra bien, pues él mismo me lo comunicó en uno de los más extraños sueños que recuerdo haber tenido jamás! -Creo que es usted totalmente sincera. Lo que no sé si creer es que su sueño haya sido algo más que una elaboración de su subconsciente. -No era un sueño normal. La luz, el sonido, el ambiente... ¡todo era diferente! 45 -Pues la verdad, Mari Luz, debo aceptar que es posible. Se han dado casos en el pasado similares al suyo. Además, Luis se halla en el corazón de una tierra que fue cuna de una civilización que alcanzó un alto nivel de espiritualidad. Tal vez sus pensamientos, cuando usted está presente en ellos, puedan ser proyectados de alguna manera por la influencia de un ambiente especial. En cualquier caso, debo confesarle que creo sinceramente en la llamada "intuición femenina"... no lo digo en sentido peyorativo, por favor, sino al contrario, como una capacidad espiritual de percepción en la que muchas veces las mujeres aventajan a los hombres. Le aseguro que su sueño me hace sentir más optimista. Creo, como usted, que su hermano está vivo, y estoy seguro que le encontraremos. -Vaya, amigos míos.- Pablo los miraba con su sonrisa peculiar.Creo que ustedes dos hablarán mejor de sus asuntos sin mí, de modo que si me disculpan, Fermín... señorita... -No, Pablo, no te vayas. Verás, no tuve tiempo de explicártelo antes. Mari Luz, está tratando de hallar a su hermano, desaparecido en la península del Yucatán mientras realizaba un viaje de estudio sobre las culturas precolombinas, y yo le he ofrecido mi colaboración para tratar de encontrarlo. Como que ello supondrá que marcharemos pronto de viaje a Méjico, creo que tú podrías ser de ayuda. -Entiendo, Fermín. Mientras estés de viaje tendré que encargarme del laboratorio. -No es eso exactamente. Es más, desearía que nos acompañases. Me he acostumbrado a tu sentido práctico de las cosas en el trabajo del instituto, y estoy seguro que puede sernos de utilidad. Para empezar, quiero que te encargues de arreglar los trámites para conseguir una subvención para nuestro viaje... no me mires así, no quiero viajar a costa de la Fundación, pero aprovecharemos nuestra estancia en Méjico y Guatemala para estudiar sobre el terreno algunos aspectos en relación con las enfermedades propias de aquella región. Me interesaría, además, recolectar muestras de las plantas tóxicas y de los animales ponzoñosos que podamos hallar. 46 -¡Pero Fermín, no podemos dejar los dos el instituto! -Tendrá que ser posible. Ya que lo dices, encárgate también de organizar el trabajo y disponer las cosas de la mejor manera posible en nuestra ausencia. -Tenía previsto ir a visitar a mis padres el próximo mes de Junio, aprovechando mis vacaciones. Pero creo que la idea del viaje vale la pena. -¿Cree usted necesario privar a Pablo de sus vacaciones? No quisiera causar molestias a nadie. -No se preocupe por mis vacaciones, Mari Luz. A nuestra vuelta podré disfrutarlas igualmente. Y mis padres me tienen ya muy visto, de modo que no les importará estar unas semanas más sin mí. Además, aprovecharé para comprarles algún regalito. Les he llevado ya reproducciones de prácticamente todos los monumentos de Barcelona, así que podría variar la cosa y comprarles un fetiche maya o algo por el estilo. Después de todo, no todos los días puede ir uno de compras por los mercados de las aldeas mayas llevando a un experto como Fermín para evitar que le estafen con una burda reproducción en escayola. Mari Luz y Fermín no pudieron evitar reírse ante la ocurrencia de Pablo y, todo hay que decirlo, ante el guiño que hizo a la primera señalándole la estatuilla que se hallaba en el centro de la mesa. -Pablo sabe perfectamente que la auténtica se halla en el Museo de Antropología de Méjico, distrito federal, y que no ha estado ni estará nunca a la venta. Bien, Pablo, ¡Ponte en marcha! Creo que podemos acabar el curso la semana próxima, y en unos quince días como máximo tendremos ya evaluados a todos los estudiantes. Para entonces ha de estar todo dispuesto para nuestro viaje. Y ahora, Mari Luz, si le parece bien, le ofrezco descubrir los secretos del cheff de la cafetería de nuestro pequeño hospital. -Me parece un plan perfecto, Fermín. 47 48 Una excursión a las Guillerías I A l día siguiente por la mañana, Fermín acudió muy temprano al hotel donde se hospedaba Mari Luz. Cuando llegó, ella estaba ya esperándole en el salón-bar, sentada en una silla, y situada de manera que veía perfectamente la entrada del hotel. Hizo un saludo con la mano y se levantó para recibirle. Fermín, al ver a la joven, se detuvo un momento, admirado, junto al mostrador de recepción. Si el día anterior le había parecido una joven hermosa y dotada de un gran encanto, esta mañana tuvo que reconocer que vestida en plan excursionista, con aquel pantalón tejano obscuro y aquella elegante blusa blanca, y calzada con unas simples pero bonitas zapatillas deportivas, aquella chica estaba realmente atractiva. -Buenos días. ¡Qué puntual es usted! -Buenos días, Mari Luz. - Fermín miró a la joven, y le dio la mano, sonriendo. Pensó que lo último que hubiera deseado aquella mañana hubiese sido hacer esperar a aquella hermosa señorita.Estoy, como usted, impaciente por emprender nuestra pequeña excursión a casa de los Soler, y leer el resumen de la comunicación de su hermano. 49 -¿Ha desayunado usted, Fermín? -Todavía no. -En ese caso, tomemos algo antes de salir. -De acuerdo, Mari Luz. Pocos minutos después, en el pequeño utilitario blanco de Fermín, abandonaban la ciudad por la amplia autopista en dirección hacia el norte. Lucía un sol espléndido y el día prometía ser más propio del verano, ya próximo, que de finales de la primavera. Como era habitual en la mañana de los sábados, eran muy numerosos los coches cuyos ocupantes dejaban atrás la gran ciudad en busca del esparcimiento y la tranquilidad del campo. Y dado lo excelente del tiempo aquel día, sin duda que muchos de ellos se llegarían hasta las playas para disfrutar del sol y, los más audaces, de un buen baño en las aguas - todavía bastante frías - del Mediterráneo. Durante algo más de media hora circularon por aquella autopista, que debían abandonar después para tomar una carretera comarcal que les conduciría hacia su destino. Durante todo ese tiempo Mari Luz permaneció pensativa, con la mirada fija en los paisajes, paulatinamente más agrestes y hermosos, por los que discurría la ruta. Fermín conducía en silencio y respetaba a su vez el silencio de ella. La iba mirando en ocasiones, fijándose en su gracioso perfil, de nariz algo respingona, y por aquella cara ligeramente pecosa vio pasar expresiones que reflejaban con claridad que en el curso de sus pensamientos se iban alternando los más variados estados de ánimo. En efecto, al principio Mari Luz recordó como la noticia de la desaparición de su hermano había llegado de improviso, como una bomba. Tuvo especial cuidado en que sus padres, algo delicados de salud, siguiesen creyendo a su hijo de viaje por América. En los primeros días temió lo peor. La opinión de sus compañeros de expedición era que, en vista de que no se había hallado rastro alguno en una amplia zona alrededor del campamento, probablemente Luis habría caído en algún cenote o pozo. Pero no había cenotes en aquella zona de pluviselva, que por la solidez del terreno no resultaba adecuada para la formación de 50 tales cavidades naturales. Por otro lado, de haber sido atacado por alguna fiera se habría hallado algún rastro del animal y algún resto de las ropas de Luis. Tras la batida de varios días que se dio por la selva fue imposible hallar a Luis, y tampoco se encontró el más mínimo rastro o pista de su paradero, tal y como si se lo hubiese tragado la tierra. Esto, sin embargo, no era malo del todo: no se había hallado el cadáver de Luis, ni despojos humanos que pudiesen indicar que había sufrido el ataque de fieras. En definitiva, Luis podía seguir vivo. Mari Luz recordó como esa idea fue adueñándose de ella paulatinamente, luchando con momentos en que la evidencia de los hechos parecía indicarle lo contrario. Y entonces ocurrió lo del sueño. Luis estaba bien, y se había puesto en contacto con ella. Le oyó como si estuviese hablándole desde dentro de su propio cerebro, con gran claridad, aunque vio su imagen flotando entre una tenue niebla frente a ella, acompañada de otras figuras apenas perceptibles, una de las cuales se parecía de manera asombrosa al rey maya del grabado de Fermín. Mientras pensaba esto, fue Mari Luz la que miró hacia él. Y por un momento las miradas de ambos se cruzaron. ¡Qué a gusto se sentía con Fermín! Hacía apenas poco más de un día que la había conocido, y estaba dispuesto a acompañarla en aquella búsqueda tras las huellas de su hermano, tal vez tras las huellas de un sueño. Y además, aunque en esto se guiaba más bien por lo que el propio Fermín había calificado de "intuición femenina", presentía que su ayuda iba a ser decisiva. Cuando le vio ojear por vez primera el diario de Luis, Mari Luz había visto en sus ojos aquella misma expresión que viera en su propio hermano, cuando unos meses antes le habló del objetivo de su expedición. Luis había desaparecido en busca de algo, siguiendo una huella - algo así como una llamada - que percibió sin duda en aquellos restos dibujados por él en la última página del diario. Y Mari Luz estaba segura de que Fermín sentiría esa misma llamada, y sabría hallar el camino a seguir. Por su parte Fermín, atento a la conducción del coche, seguía sin embargo observando, de cuando en cuando, a su joven y 51 hermosa acompañante, y se decía así mismo que sería estupendo hallar al desaparecido Luis Trévelez. De una parte porque, sinceramente, deseaba ayudarles. Pero por otro lado porque le resultaba agradable la idea de hacer un papel algo así como de héroe frente a la joven y encantadora Mari Luz. Porque, todo hay que decirlo, también Fermín se sentía sumamente a gusto con ella. -¿Ve usted, Mari Luz, ese gran macizo montañoso hacia el que nos dirigimos? Es el Montseny. -Es precioso. ¿Es ahí donde vamos? -Pasaremos por sus estribaciones de la parte norte, para dirigirnos a una comarca boscosa y agreste, en cuyo centro se halla el pueblo donde tienen su chalet mis amigos. Se trata de una tierra con un encanto especial... leyendas de brujas y cosas por el estilo incluidas. -Lo de brujas no lo dirá por mis sueños...- Mari Luz hizo este comentario con una sonrisa, y Fermín se apresuró a decir que no. Aunque, cada vez que ella le miraba y sonreía de aquella forma, Fermín hubiese asegurado que, sino embrujado, estaba cuando menos encantado. Llegaron finalmente a una desviación de la autopista, y tras abandonar la rápida ruta, tomaron por una pintoresca carretera rodeada de frondosos bosques mixtos, en los que los pinos y las encinas competían por el oxígeno del aire y el humus de los suelos. El sol apenas atravesaba las espesas copas de los árboles, y le pareció a Mari Luz que habían penetrado en un túnel de fértil y vernal naturaleza. -¡Es un lugar de ensueño!- pensó. 52 II Fermín detuvo el coche en un lugar en el que el arcén de la carretera se ensanchaba, uniéndose con un pequeño claro del bosque. Tomó un mapa, lo miró un momento, y volvió a dejarlo en la guantera. -Tenemos que estar ya muy cerca. Hace mucho tiempo que no visito a los Soler, pero creo recordar estas dos curvas que forma aquí el camino. Y también ese pequeño puente que se ve algo más allá. ¿Lo ve, Mari Luz? -Sí. Parece que alguien viene hacia aquí por el puente. -Es cierto. Son unos niños... dos niñas y un niño. ¡Vienen a esperarnos! Vamos, Mari Luz, bajemos del coche. Le presentaré a los hijos de Jordi Soler. Salieron del vehículo y tan pronto lo hicieron, los niños apresuraron el paso y comenzaron a correr hacia ellos. -¡Hola Fermín!- Gritó la mayor de las niñas, casi una mujercita. -¡Jo, Fermín, aun no te has cambiado el coche!- fue el saludo del chaval, de unos doce años de edad. Algo rezagada respecto a su hermano y su hermana mayores, les alcanzó enseguida una niña más pequeña, que, colocándose entre Fermín y Mari Luz, les miró a ambos, como buscando un parecido o un parentesco. -Hola, Fermín. ¿Tienes una hermanita? ¿Cómo se llama? -Hola, bonita. Me llamo Mari Luz, y soy una amiga de Fermín. ¿Cómo te llamas tú? -Sonia. Oye, Fermín. ¿Porque has tardado tantísimo tiempo en visitarnos? Se me murió el hámster y ni siquiera viniste a su entierro. -Lo siento mucho, Sonia. Pero estaba muy ocupado trabajando, y además, tuve que dar muchísimas clases a mis alumnos.- Fermín recordó que había regalado un hámster a la niña hacía unos tres años, como presente por su quinto cumpleaños, coincidiendo con su última visita a los Soler.- Bueno, permitidme que os presente a Mari Luz. Este es Jordi junior. Le llamo así para no confundirle con su padre, claro está. 53 -Hola, Jordi. -Mari Luz le tendió la mano, y el niño la estrechó con timidez- ¿No te gusta el coche de Fermín? -Es un trasto. Bueno, está bien para pasear, pero no mola nada. -La verdad es que para lo que lo necesito me va muy bien. Pero te prometo que si decido cambiar de coche, te pediré consejo antes. Bien, a Sonia ya la conoces, y sólo me queda por presentarte a Anita. La niña, de unos catorce o quince años, miró seriamente a Mari Luz, dudó un instante, y de pronto, como llevada de un impulso, la saludó con un beso en cada mejilla. -Espero que te diviertas con nosotros, Mari Luz. Es una suerte que hayas venido, porque entre estos peques por un lado, y los plastas de mis padres por otro, echo de menos alguien más de mi edad para poder hablar. Ah, y puedes llamarme Ana, si quieres. -Usted perdone, señorita Ana. Dije lo de Anita por que era como solían llamarte tus padres. -Eso era antes de que creciese. Ya soy una mujer. -Te comprendo perfectamente, Ana. Y estoy segura de que voy a pasar un día estupendo aquí con vosotros. ¿Pero dime, donde está vuestra casa? -Ven, es al otro lado del puente. Y Anita - o Ana, como ella prefería que la llamasen - tomó de la mano a Mari Luz, y ambas se dirigieron, caminando por el arcén de la carretera cubierto de hojarasca, hacia el pequeño puentecillo que se hallaba a unos doscientos metros de allí. Los otros tres, Fermín y los dos pequeños, subieron al coche, y avanzaron lentamente en la misma dirección. Mientras mantenía una marcha lo bastante lenta para mantenerse a escasos metros de ellas, Fermín tuvo que explicar de nuevo a Jordi junior que aquel coche, aunque pequeño y algo antiguo, iba perfectamente y no se averiaba nunca. Llegaron en un par de minutos a un punto en el que, de la carretera, arrancaba un camino de tierra que se introducía en el espesor del bosque. Tomaron todos por aquel camino, por el que el coche avanzó sin dificultad pese a la falta de asfalto, pues el suelo de 54 tierra era compacto y firme. Y tras poco más de medio quilómetro alcanzaron una zona en la que el bosque se aclaraba algo, y donde se distinguían una serie de hermosas casas de una sola planta, rodeadas de cuidados jardines, en los que los árboles habían sido en parte substituidos por plantas ornamentales. Cada una de aquellas casitas y sus respectivos jardines estaba aislada de las demás por una valla de seto cuidadosamente arreglado, y en conjunto formaban una pequeña área habitada. El camino de tierra, esmeradamente aplanado en todo momento, pasaba frente a cada una de las pequeñas villas, a las que se accedía por medio de amplias puertas de madera de dos hojas, que pivotaban entre dos columnas de piedra. Después, se alejaba para volver un poco más allá a la carretera, por la que se podía llegar al pueblo situado a poco más de tres quilómetros de allí. Mari Luz y la niña abrieron una de aquellas entradas, y Fermín condujo el coche por un camino empedrado de unos quince metros, hasta detenerlo, siguiendo las indicaciones de los niños, junto a la puerta del garaje del chalet. Bajaron del coche los dos pequeños y se reunieron corriendo con su hermana y con Mari Luz, que daban la vuelta a la casita por un sendero de gravilla enmarcado de parterres de flores. Fermín bajó a su vez, cerró la puerta, y miró a su alrededor. ¡Cómo había cambiado todo aquello en apenas tres años! Cuando estuvo allí por última vez, era la primera temporada que los Soler disfrutaban de aquella villa, y todo estaba a medio acabar. En cambio ahora daba gusto de ver. El mismo seto, formado entonces por delgados arbolillos se alzaba ahora como un magnífico muro vegetal de brillante verde, en el que los brotes de ramillas tiernas desafiaban el laborioso trabajo de poda hecho posiblemente el pasado otoño. Respiró Fermín profundamente el aire cargado de olor de primavera, y se dirigió tras los pasos de Mari Luz y los niños. Rodeó la casita por el camino por el que ellos le habían precedido y llegó a la parte delantera del chalet, donde se habían eliminado la mayoría de los árboles para dejar un amplio espacio cubierto por un manto verde, en el centro del cual habían dispuesto una pequeña piscina, que en aquel momento se estaba 55 llenando de agua. Junto a ella se hallaban los niños y Mari Luz, mirando el grueso chorro que surgía de un orificio metálico de la pared de la piscina. -Veo que os estáis preparando ya para el verano. ¿Dónde están vuestros padres? -En casa. Pero saldrán enseguida. Mira. Ahí vienen. En efecto, Jordi Soler y su esposa salían en aquellos momentos de la vivienda por el frontal aporchado que daba hacia la soleada piscina. Eran los dos de la misma edad y tenían el mismo aire juvenil. Se habían casado aun de estudiantes, y habían tenido a su primera hija, Anita, al cabo de poco más de un año. Por ello para quienes no les conocían resultaba sorprendente que aquella pareja, que mantenía tras dieciséis años de matrimonio aquel aire como de recién casados, fuesen los padres de aquellos tres personajes, Ana, Jordi y Sonia. -Dichosos los ojos, Fermín. -Jordi, Ana. Me alegro mucho de veros. Esta es Mari Luz. -Encantada. ¿Me permiten que les diga que tienen ustedes unos hijos maravillosos? -Esa es la impresión que producen al principio. Pero, como todos los niños, tienen sus ratos buenos y malos. ¿Verdad? -No hagáis caso de Jordi. Él es el primero en alabarlos y en mimarlos. A veces siento celos de ellos. -No le hagáis caso a ella, pues sabe que es mi preferida. -Me dijo Fermín que son ustedes una familia muy agradable, y creo entender porque.- dijo Mari Luz sonriendo. Estaba encantada con aquella pareja y sus tres hijos. Le parecían todos tremendamente naturales. -¡Por favor, Mari Luz! No nos trates de usted. -Aquí en nuestra casa está prohibido. Todos nos tuteamos. -¿Os he de tutear a todos aquí? -¡Claro! -También al profesor... -A él también, Mari Luz, por supuesto. 56 -¿Que opinas tú de eso, Fermín? - Mari Luz dijo esto dirigiéndose hacia él con un gesto de fingida solemnidad, y ambos rompieron a reír. -Me parece perfecto. -Bueno, familia. Pasemos todos al salón. Tenemos preparado un almuerzo especial para esta ocasión. 57 III Hicieron el almuerzo en la sala del chalet, en una mesa situada de tal forma que a través de las amplias puertas correderas, hechas totalmente de vidrio, se tenía la sensación de estar en el propio jardín. Como que aquella mañana habían salido muy temprano de Barcelona, Mari Luz y Fermín apenas habían desayunado. Tan solo habían tomado un café con leche en la cafetería del hotel, cuando él había pasado a recogerla. De manera que disfrutaron y agradecieron el pan de payés con tomate, los embutidos, el queso tierno y los huevos cocidos. Y cuando concluyeron el almuerzo, con unas humeantes tazas de café recién hecho frente a ellos, Jordi se levantó, salió un momento de la sala, y regresó con un libro. En su portada se leía el título siguiente: "III Reunión Española de Etnobotánica. Barcelona. Resúmenes de Ponencias y Comunicaciones". -Aquí tengo la memoria de la que te hablé ayer. En ella se incluyó el resumen de la ponencia de Luis. Es todo lo que tenemos sobre su aportación al congreso. Recuerdo que se grabaron algunas ponencias, pero no sé que se hizo de las cintas. Por cierto, Mari Luz, aunque estoy seguro de que coincidí en algún momento con tu hermano, no logro recordarle. -Luis y yo somos mellizos, aunque no nos parecemos demasiado. Él es mucho más pecoso que yo, y tiene el cabello más claro. -En realidad, ahora que lo pienso, cuando habéis llegado y te he visto por vez primera, tu cara me ha resultado familiar. Estoy seguro que le vi, y supongo que fue en alguna excursión. Porque como encargado del programa social tuve que dedicarme más a las excursiones y salidas que al propio congreso. Quizás tu hermano formaba parte de un grupo que se quedó unos días más en Catalunya. Para ellos se organizó una excursión por esta misma comarca de Las Guillerías. Y precisamente en aquella excursión nos topamos con un curioso personaje, al que hemos ido a ver después de vez en cuando. 58 -¿Te refieres a Quimet, papá? -En efecto, Jordi. Este tal Quimet es un campesino, un payés como se dice aquí, de una edad indefinida pero que yo situaría en los sesenta y los setenta años. Vive solo en una casita de leño, en medio del bosque, cultiva un pequeño huerto y tiene en un cercado algunos animales de granja. Corta leña y prepara con ella carbón vegetal, que vende luego a una empresa que lo comercializa. Es un personaje muy curioso. -Es un adivino. -Algo así, Sonia. Eso forma parte de las peculiaridades del viejo Quimet. De un tiempo a esta parte parece que de cuando en cuando tiene premoniciones de cosas que van a suceder, o sabe de personas que están muy lejos. Pero no es un poder extrasensorial ni nada parecido. Me refiero a que esa faceta suya de adivino, como dice mi hija, es adquirida. Y adquirida al parecer hace poco tiempo, pues él confiesa que nunca con anterioridad había tenido esa facultad, que por otro lado no controla. Si os parece bien, podemos ir a visitarle esta mañana. -Es una buena idea. Tendremos que caminar cerca de hora y media, pero ya veréis que valdrá la pena. Primero, sin embargo, vamos a dedicar unos minutos a la ponencia de tu hermano. Niños, preparad mientras tanto mi mochila pequeña, y poned agua en vuestras cantimploras. -¿Nos llevaremos la brújula? -¿La brújula nueva, la que te regalaron los abuelos por tu santo? Claro que sí, Jordi, ponla en la mochila. Y mientras los dos pequeños se preparaban ilusionados para el paseo por el bosque, Jordi tomó entre sus manos el libro de resúmenes. -Veamos... hacia el final del libro... aquí lo tenemos. Abrió el libro, y mostró a los demás el resumen de la ponencia de Luis. En poco más de dos páginas de apretado texto había condensado el contenido de su charla. Jordi lo leyó, y los demás le escucharon en silencio. 59 "Los Hongos Mágicos de Mesoamérica: En diversos lugares de Méjico, Guatemala, Honduras y El Salvador, pero especialmente en las zonas ocupadas antiguamente por el pueblo Maya, se han hallado, en diversos pecios arqueológicos, estatuillas en forma de hongo o seta, con figuras de animales o monstruos en su base. Estos hongos-piedra son posiblemente el símbolo de una antigua religión en la que los sacerdotes o chamanes se comunicaban con sus dioses por medio de estos hongos. Son a su religión lo que la Cruz para los cristianos o la estrella de David para los judíos. Cuando los españoles llegaron a Mesoamérica persistía todavía un uso ritual de hongos mágicos. Escritos de historiadores nos hablan de esos hongos, conocidos como Teonanácatl, o lo que es lo mismo, hongos divinos. El culto del hongo mágico, del divino embriagador, estuvo a punto de desaparecer con el paso de los siglos por la persecución que se hizo del mismo, al que se consideró idolatría. Tan solo permanecía aislado en recónditos lugares perdidos aquí y allí. La huella, no obstante, estaba fresca, y los trabajos de diversos antropólogos en la primera mitad de nuestro siglo (Reko, Schultes y Weitlaner) culminaron en el descubrimiento, en los años cincuenta, de las veladas, o ceremonias con los hongos mágicos. El matrimonio Wasson y el micólogo francés Roger Heim sacaron a la luz este culto basado en los hongos alucinógenos psilocibos y el químico Hofmann descubrió la naturaleza química de sus principios activos. Pronto se descubrió que tales ritos habían permanecido ocultos en diversos puntos de Mesoamérica, donde tras la conquista se habían fusionado con la religión católica del conquistador. En pequeñas ermitas de pueblos aislados se guardan en un mismo sagrario la Sagrada Forma y los hongos llamados "Angelitos". El chamán u oficiante suele actuar en la velada frente a un pequeño altar con imágenes de la Virgen y el niño Jesús, y a ellos invoca antes de la ceremonia. Incluso hay un paralelismo entre la comunión del rito, en que el chamán ofrece uno o varios pares de honguillos a cada uno de los participantes, y la comunión de los católicos, en la que el sacerdote ofrece la Sagrada Forma a los comulgantes. Cuando los Europeos llegaron al continente americano e invadieron Mesoamérica, se encontraron con una región dominada por un pueblo guerrero, el de los Aztecas, que iba extendiendo su poderío desde el valle de Méjico. En las zonas más alejadas de su foco central de poder persistían otras culturas, entre ellas la cultura maya. Pero quiero señalar ahora algo importante: la cultura maya que existía en aquel entonces era apenas poco más que un vestigio de la 60 esplendorosa cultura del pueblo Maya del período clásico. No fueron los españoles los que acabaron con el esplendor maya, ya que éste había sido aplastado posiblemente varios siglos antes. En realidad, todo apunta a que a finales del primer milenio de nuestra era se haya producido algún tipo de acontecimiento que haya segado de golpe el esplendor de un pueblo cuyo arte nos lo muestra como un mundo de seres humanos inteligentes viviendo en una sociedad compleja y bien organizada. Al parecer sus conocimientos y habilidades comerciales y agrícolas mantuvieron a la población durante muchos siglos y los estudiosos están de acuerdo en que la civilización Maya fue la más avanzada de Mesoamérica. Pero todos las datos señalan una parada brusca de sus trabajos: a partir del año 925 no edificaron, ni dejaron estelas de piedra grabadas con nombres y fechas detalladas para información de generaciones futuras. ¿Qué pasó? Fuese cual fuese el acontecimiento, fue de tal magnitud que los aspectos más importantes del saber de aquel pueblo prodigioso se perdieron. Yo os aseguro que los que a partir de ese momento llamamos mayas son herederos de una mínima parte de la ciencia, del arte y de la cultura de los auténticos mayas. Sin embargo, yo no creo que el legado de aquel pueblo de sabios se haya perdido para siempre, y pienso que se le encontrará algún día en algún lugar de las recónditas selvas del Mesoamérica. No quiero acabar sin aventurar una hipótesis: Hacia finales del siglo X, y procedente del norte, apareció en el Yucatán un nuevo pueblo, tal vez de origen chichimeca, el de los Tutul Xiu, que ocupó Chichén Itzá. Fue la primera de sucesivas invasiones de pueblos guerreros venidos del norte, cuyos dioses sedientos de sangre y de sacrificios contrastaban con las deidades pacíficas de los mayas. El choque fue muy duro para aquellas gentes, y es posible que buscasen refugio y se ocultasen en algún tipo de recónditos lugares, ya que la naturaleza del terreno en aquella zona ha creado, por el discurrir de las aguas y sus filtraciones, numerosos sistemas de grutas y cuevas. El día que alguien encuentre esos refugios, habrá hallado con ellos el legado auténtico del pueblo Maya." -¡Es lo mismo que en las anotaciones de su diario! Esto, sin embargo, da una idea más clara de su auténtico objetivo. Creo, Mari Luz, que Luis buscaba algo así como unos escondrijos subterráneos, unas a modo de catacumbas como las que dieron refugio a los primitivos cristianos. 61 -Creo que tienes razón, Fermín. Pero si encontró tales refugios... Quiero decir que en las catacumbas romanas, si alguien se aventura por sus laberínticos corredores es posible que... -¿Que se pierda, y al no poder encontrar la salida, muera en su interior? No, Jordi, a mi hermano no puede haberle sucedido tal cosa. -No quise decir eso exactamente. -Creo que todos hemos pensado en esa posibilidad por un momento. Pero Mari Luz tiene razón. Su hermano no se aventuraría en el interior de un eventual refugio sin haber tomado las precauciones pertinentes. Pudo haber hallado el acceso a tal lugar, pero no creo que emprendiese sólo la exploración del mismo. En realidad, yo creo que la noche en que marchó del campamento y no regresó, lo hizo con la finalidad de explorar de cerca estos dos restos mayas - Fermín tomó el diario, que Mari Luz había traído consigo siguiendo sus indicaciones, y lo abrió para que todos viesen los dibujos y las anotaciones de la última página. - Supongo que su intención era verificar si en ellos se hallaba o no la entrada a ese supuesto refugio, para volver luego al campamento y, o bien regresar allí de nuevo al día siguiente con todos los componentes de la expedición, o marchar hacia otros lugares para seguir la búsqueda. -Me parece muy lógico... pero no regresó. -Cada vez tengo más claro que para hallar su pista tendremos que encontrar primero esos dos monumentos que dibujó en su diario. Pero creo que la lectura de este resumen nos ha sido de ayuda. Aquello que hemos de encontrar se hace más concreto. -¿No se exploraron los alrededores de esos monumentos tras su desaparición? -Se buscó minuciosamente en un radio aproximado de entre tres o cuatro kilómetros alrededor del campamento. Pero no me consta que se hallase nada parecido a esos restos que mi hermano dibujó en su diario. A este respecto tendremos que hablar con los demás componentes de la expedición. Fermín miraba los dibujos con gran atención y murmuró algo entre dientes: 62 -Creo que ya lo entiendo... -¿A que te refieres? -Es solo una idea. Algún día, cuando estemos allí lo comprobaremos. Y ahora, ¿qué tal esa caminata por el bosque? Creo que nos irá muy bien para digerir el magnífico almuerzo con el que nos habéis obsequiado. 63 IV Mari Luz contemplaba admirada el hermoso paisaje natural por el que iban caminando. A ratos la bóveda vegetal formada por el entramado de las ramas de los árboles era tan espesa, que apenas los rayos del sol lograban atravesarla y el sendero ofrecía aquí y allí manchas de verde musgo, al tiempo que del suelo del bosque, recubierto por una alfombra de espesa hiedra, emergía un aroma de hierba mezclado con olor a tierra húmeda. En otros puntos el bosque clareaba, y en aquellos lugares en los que la luz del día entraba con mayor fuerza surgía entre los árboles un sotobosque formado por cistos y otros arbustos, entre los que la hiedra cedía terreno y dejaba ver el suelo del bosque alfombrado por una gruesa capa de hojas muertas caídas de los árboles. A veces, entre la hojarasca asomaba el sombrerillo de alguna seta. No se veían animales, pero de un lado el canto alegre de los pajarillos que llegaba desde lo alto, y por otro lado los frutos mordisqueados de los robles y encinas que de vez en cuando veían a sus pies, daban fe de que la fauna del bosque debía ser abundante. Incluso en algún lugar Jordi junior señaló - con el orgullo propio de un guía experto unos a modo de senderos entre el sotobosque, diciendo que correspondían al paso de jabalíes. Caminaban los niños delante, parando de vez en cuando para esperar a los mayores y hacerles ver algún hallazgo interesante. Unas veces se trataba de un arbolillo de frutos rojos y dulces, o de una curiosa seta de más de dos palmos de altura. En otros lugares mostraban alguna huella de paso de animales, como aquellos senderos abiertos por los cerdos silvestres entre la maquia, que tanto emocionaban al niño. Y cuando llevaban caminados unos cuatro quilómetros y sus relojes marcaban cerca de las once y media, el paisaje comenzó a cambiar. Primero notaron que el sendero que venían siguiendo se hacía empinado, y que el bosque se aclaraba un poco. Vieron el cielo azul entre los troncos de los árboles, y en un momento llegaron al linde del bosque. Frente a ellos se abría ahora un verde 64 prado en el que un grupo de corderos pastaba en la hierba parsimoniosamente a un centenar de metros de allí. Aquel terreno abierto acababa como a cosa de medio quilómetro, en el muro vegetal de otra zona boscosa. Y allí lejos, junto a los árboles, vieron una pequeña casita de madera, de cuya proximidad se veía emerger una columna de humo blanquecino. -¿Es ahí donde vamos?- Preguntó Fermín. -Sí, esa es la cabaña de Quimet. -Parece que está en casa, ¿Verdad? -¡Vamos, vamos! -¡Tened cuidado con los perros! -¡Si son como dos corderitos!- Tras decir esto, Jordi junior y Sonia echaron a correr. Los demás les siguieron a buen paso, y pronto llegaron a las inmediaciones de la vivienda de Quimet. A medida que se acercaban pudieron ver que se trataba de una gran cabaña de paredes de madera, rodeada de un sistema de cercas que formaba unos espacios cerrados, en los que existían unos pequeños cobertizos, refugió para los animales durante la noche. Junto a la casa y próximo al bosque, un espacio de terreno de unos veinte metros formaba un huerto en el que crecían diversas hortalizas apoyadas en entramados formados por cañas. Además de los rumiantes que en aquel momento pastaban en el prado, un cerdo y algunos gallos y gallinas completaban la fauna que se criaba en aquel lugar. Unos ruidosos ladridos venían de la parte de atrás de la casa, y Mari Luz y los demás, cuando dieron la vuelta, vieron a los dos pequeños que estaban jugando con dos perros de largo pelaje, que saltaban de alegría a su alrededor. Un hombre mayor, casi un anciano, vestido con ropas sencillas de campesino, los miraba jugar pensativo, con una sonrisa en su cara curtida por el sol y la vida en el campo. Estaba parado de pie cerca de ellos, con una pipa entre los labios, junto a una especie de elevación hemisférica cubierta de tierra, del vértice de la cual surgía la columna de humo que antes divisaran. Vio a los demás y se dirigió hacia ellos. 65 -¡Doctor Soler y compañía! Sean bienvenidos. Estaba mirando a los niños. Como ven, mis dos perritos se alegran de verlos tanto como yo. Hacen muy buenas migas. -Hola, Quimet, me alegro de verte. ¿Cómo va todo? -Pues ya ve, como siempre. -Te voy a presentar a unos amigos. Esté es Fermín, un matasanos, como yo. -¡No fastidie! Ustedes, los doctores, son sana-enfermos, y les gusta llamarse matasanos. Mucho gusto, doctor. -Y está es Mari Luz. -Encantado, señorita. -¿Vive usted aquí? -Sí. Estaba vigilando la "carbonera". Quiero decir... eso. Señaló el lugar donde surgía el humo. - Pronto estará a punto una buena pila de carbón de encina. Es muy bueno para cocinar. -¿Nos darás algo cuando marchemos? ¡Hemos de estrenar la barbacoa!. -Claro que sí, señorita Ana. Pero, no se queden aquí, pasen a mi casa, y tómense algo. ¿Tal vez un vasito de ratafía de nueces? -Estupendo, Quimet. A mis amigos les gustará tu ratafía. Ya veréis, es uno de los tesoros más preciados de la despensa de Quimet. La elabora él mismo mediante un procedimiento secreto de fermentación de nueces y almendras. -Tampoco hay que exagerar, doctor Soler. -¿Podemos quedarnos aquí fuera con los perros? -Claro que sí. Además, sois demasiados pequeños para probar la ratafía, vosotros. Vengan por aquí. Y Quimet, tras apagar su pipa cuidadosamente, franqueó la puerta de su vivienda y les invitó a entrar. Por unas estrechas ventanas penetraba la luz suficiente para ver el rudo y sencillo mobiliario constituido por una mesa, varias sillas y taburetes, un armario grande de madera adosado a una pared y una serie de tableros colocados en la pared del fondo, con cacharros varios para el trabajo del campo. En un rincón se veía una escalera que ascendía a la parte superior, donde sin duda se hallaba el dormitorio. Junto a 66 ella se abría una puerta, a través de la cual se veía otra estancia, ligeramente iluminada por una ventana, y que era sin duda la cocina y despensa, pues tenía una gran chimenea en un costado y estaba repleta de alimentos. Unos colgaban del techo mientras que otros se apilaban en estanterías. Entre los primeros se contaban embutidos, jamones, ristras de tomates, ajos, y otros vegetales, mientras que lo que ocupaba los estantes era un ingente número de tarros de vidrio con los más variados productos. Algunos contenían azúcar, arroz o garbanzos, en tanto que otros contenían conservas caseras de tomate, pimiento, setas y frutas, algunas troceadas, otras enteras con vino tinto, y finalmente, también algunas en forma de mermelada. -Pasen ustedes por aquí. - Quimet quitó de encima de la mesa unas cajas de madera vacías y unas cestas, y colocó las sillas adecuadamente alrededor, invitando a sentarse a sus visitantes. Abrió el armario y sacó del mismo unos vasos y una botella. A continuación sirvió a todos del contenido de la misma. - Espero que les guste... y disculpen si todo está un poco desordenado, pero no les esperaba tan pronto. -Vaya, Quimet. ¿Qué quieres decir con eso de que no nos esperabas tan pronto? ¿Es que sabías que íbamos a venir por aquí? Jordi Soler hizo esta pregunta al tiempo que con un guiño llamo la atención de Fermín y Mari Luz. -Pues sí. Bien, tengo de decirles que no los esperaba a todos... pero me encanta que vengan los niños. -¿A quien esperaba usted, Quimet? -La esperaba a usted, señorita. Mari Luz abrió los ojos con asombro. Un pensamiento vago pasó por su cabeza. Tal vez aquel campesino tenía un don especial. Sin dudarlo, le preguntó: - ¿Fue mi hermano? -Su hermano se encuentra en algún lugar al otro lado de un mar muy, muy grande. Sé que está bien, y sé que usted va a marchar muy pronto hacia donde él se encuentra. -¿Cómo haces para saber esas cosas? -Ya le he dicho otras veces, doctor Soler, que no sabría ni yo mismo explicar como lo hago. Solo qué, de cuando en cuando, 67 tengo esos sueños en los que los hombrecillos me dicen cosas que van a ocurrir. -Y los has visto hace poco, ¿Verdad? -Esta noche me visitaron. Lo esperaba, porque acostumbra a coincidir con los días en que he estado trabajando hasta muy tarde. Ayer tuve que desbrozar un gran trozo de terreno y después reparar una valla rota por la caída de un árbol, y acabé tan tarde que estuve a punto de irme a dormir sin cenar. Suerte que con esta despensa tan completa, tengo siempre la posibilidad de hacerme algo potable en unos minutos. -Que curioso... -¿Le dijeron algo más de mi hermano? -Eh... no. -¿Está seguro? -Miré, señorita, yo conocí a su hermano hace algún tiempo. Estuvo aquí conmigo hace un par de años. -¡Así que Luis fue uno de los de aquel grupo! Sin duda fue uno de los invitados que se quedaron en Barcelona, y para los que organizamos aquella pequeña excursión que nos trajo hasta aquí. -¿Luis estuvo aquí? -La excursión fue precisamente por esta comarca de Las Guillerías. En esa excursión, como os he explicado antes, conocimos a Quimet. Recuerdo que fue pura casualidad que pasásemos por aquí. -Tiene razón el doctor Soler. Yo estaba recolectando frambuesas y fresas para hacer confituras, y se me acercaron. Eran como veinte personas en total. Se ve que les hizo gracia ver mi cesta repleta de frutos. Me preguntaron por las plantas y las hierbas de por aquí... y yo les expliqué todo lo que sé sobre las muchas plantas útiles que crecen por estas tierras. Su hermano se interesó mucho por diversos tipos de árboles y arbustos, y también por algunos bolets. -¿Bolets? -Quiere decir setas. 68 -Eso, setas les llamaba. Después, ¿sabe?, me hicieron muchas preguntas sobre muchos asuntos, sobre rondallas y plantas curativas... ¿Cómo se lo diría yo? Bueno, con relación a tradiciones y leyendas o dichos populares que nos hablan de las plantas de esta tierra. -Es lógico, Quimet. Esos son los temas que más interesan a los etnobotánicos. Pero, sigue, sigue contando... -Yo les hice de guía, y entre todos hicimos una gran recogida de plantas, matorrales, frutos, setas, raíces y otras cosas. Lo dejaron todo aquí, encima la mesa, por los rincones... Y al final, ¿Sabe qué ocurrió? -No. -Se olvidaron de llevarse casi todo lo que habían recogido. Así que yo hice una 'tría' y lo que creí aprovechable, lo confité para mi despensa. -Hizo muy bien, Quimet. ¿Y cómo ha sido lo de esta noche? -Como otras veces. ¿Sabe, señorita? Creo que fue a partir de la visita de su hermano que... que yo tengo los sueños estos de los hombrecitos. Y esta noche me tomaron de la mano y me llevaron a un lugar muy lejano, al otro lado de un mar muy, pero muy grande. Y allí he visto a su hermano de usted. Después me han traído de vuelta, y he visto a una señorita que se le parecía mucho entrando por la puerta de la cabaña. Cuando he despertado sabía que vendría usted. Y por el parecido supuse que era su hermana. Quimet hizo una pausa, se llevó a los labios su vaso de ratafía, y bebió pausadamente su contenido. Luego lo dejó en la mesa, y haciendo un guiño, añadió: -Lo de que va usted en busca de su hermano, y que se reunirá con él lo he deducido yo. -¿Y dice usted que está bien? -Sí. Y no está solo. Le acompañan varios hombres, y algunas mujeres y niños, que se visten con ropas muy extrañas. Algunos de ellos se adornan con plumas, de no sé que clase de pájaro. -¡Esto es extraordinario! ¡Fermín, el grabado de tu despacho! -Estoy impresionado. Yo he pensado lo mismo. 69 -¿Qué queréis decir? -Es algo complicado de explicar. Casi me entran ganas de pellizcarme para asegurarme de que estoy despierta. Parece increíble, pero todo encaja perfectamente. Yo he visto a mi hermano, he oído sus palabras, hace ya varios días, durante la noche en lo más profundo de mis sueños. Y le vi junto a unos hombres adornados con plumas, tal y como menciona Quimet. Y uno de sus acompañantes se asemeja muchísimo a un rey maya de un grabado antiguo que tiene Fermín en su despacho. -Quimet - la voz del doctor Soler sonaba seria - ¿Está usted seguro de todo lo que nos ha dicho? Piense que el hermano de esta joven desapareció durante una expedición en un país muy lejano. Ella anhela realmente encontrarlo. Hacer bromas sobre el tema no sería justo. -Mire, doctor. En primer lugar, usted sabe perfectamente que soy una persona seria. Y además, yo no me permitiría hacer coña sobre este asunto de los hombrecillos de mis sueños. Ya me he acostumbrado a sus apariciones, pero al principio me sobtaven... me sobresaltaban muchísimo. Yo les tengo un gran respeto. Y no querría que viniesen una de estas noches a quejarse en mis sueños de que he hecho bromas sobre ellos. -Le entiendo perfectamente, Quimet. Amigos míos, estoy cada vez más segura de que Luis está vivo. En otras circunstancias reconozco que no me habría tomado en serio las palabras de Quimet, pero ahora sé que mi hermano está bien, y no está solo. Está, por el contrario, acompañado por unas gentes, entre las que se halla sin duda alguien que tiene poderosas facultades de tipo... de tipo paranormal, telepático o algo así. No os riáis de mí, pero creo que Luis ha encontrado el pueblo maya que buscaba, y que con la ayuda de alguno de sus sacerdotes o chamanes ha logrado transmitirme sus pensamientos. -Me guardaría mucho de reírme, Mari Luz. Aunque resulta un poco... ¿cómo lo diría? insólito. No dudo que tu hermano se ha comunicado contigo por un procedimiento que tal vez hace cientos o miles de años fue utilizado por los jefes espirituales de algunos 70 pueblos primitivos. En realidad, la transmisión telepática es una facultad desarrollada entre algunas culturas primitivas aun hoy en día. Se ha descrito en los aborígenes de determinados archipiélagos de la Polinesia y Micronesia, y entre algunos pueblos de Nueva Guinea y Borneo. Y no es coincidencia que estos pueblos tengan en común el ser los últimos representantes de un estadio de la humanidad en el que la falta de medios de comunicación a distancia era total. Ni tan solo de la escritura estaban dotados, por lo que resulta muy lógico el que utilizasen facultades de nuestra mente que con el paso del tiempo hemos ido atrofiando y perdiendo por falta de uso. Sin duda que Fermín, como experto en el tema de los pueblos antiguos, estará de acuerdo conmigo. -Totalmente, y creo que poco más o menos podemos entender lo relativo al sueño de Mari Luz. Sin embargo, nos queda aquí un misterio sin resolver. ¿Cómo ha hecho Quimet para contactar con los hombrecillos que menciona? ¿Cómo han podido éstos llevarle en sueños junto a Luis Trévelez? -No sé que decirte. -Sea como fuese, las sorprendentes coincidencias de los contactos contigo, Mari Luz, y con usted, Quimet, por parte de Luis y sus acompañantes, parecen indicar algo que es, en definitiva, lo más importante: que Luis vive, está a salvo en algún lugar, y por lo tanto, abrigo la esperanza de que podremos y sabremos hallarle. 71 72 El viaje a Méjico I T ranscurrieron las dos semanas siguientes, y de acuerdo con los planes de Fermín terminó el curso académico y acabaron los exámenes y las evaluaciones. Y por fin llegó el día del viaje. Pablo y Fermín se reunieron aquella mañana a primera hora en el instituto, para ultimar los detalles del plan de actuaciones que habían preparado con la finalidad de que el trabajo pudiese proseguir allí con normalidad durante su ausencia. Para ello llevaron a cabo una reunión con el resto del personal del departamento, en la pequeña sala de juntas. Finalizada la misma se dirigieron al despacho de Fermín, en el que tenían ordenadamente colocado todo su equipaje: un par de voluminosas maletas, varias bolsas de viaje, dos portafolios y un pequeño maletín. Marc Olzinelles, un joven doctorando del departamento que mediante una beca de la CIRIT estaba llevando a cabo en aquellos meses una interesante tesis sobre bacterias sulfito reductoras, se ofreció a llevarles hasta el aeropuerto. El traslado decidieron hacerlo en el viejo Land Rover que, como fruto de una subvención recibida años atrás, tenían en la fundación para toda clase de usos y servicios. 73 -Vamos a ver, Marc, Pablo. Colocad, por favor, el equipaje en el todo terreno, y a continuación os podéis ir ya hacia el aeropuerto. -¿Y usted, profesor? ¿No viene con nosotros? -No, gracias, Marc. Voy a pasarme antes por mi casa. Quiero dejar el coche en el parking, y después tomaré un taxi desde allí. Nos veremos dentro de un rato en la terminal de embarque. Hasta luego. -Hasta luego, Fermín. Vamos, Marc, ayúdame. Un cuarto de hora después, entre Marc y Pablo habían colocado todos los bultos del equipaje en la parte trasera del gran todoterreno. Pablo los miró con detenimiento unos instantes, y satisfecho al parecer de su inspección visual, limpió cuidadosamente sus gruesas gafas, se las puso de nuevo y subió al vehículo. Se acomodó, cerró la puerta y dirigiéndose al joven becario que se hallaba ya sentado frente al volante le dijo: -Marc, muchacho, estamos listos. ¡En marcha! Y Marc Olzinelles, el joven becario al que le tocaría regresar después con el vehículo una vez que Pablo y el equipaje quedasen en el aeropuerto, accionó la llave del contacto. El motor se puso en marcha con una leve sacudida, y cuando su ronroneo fue lo bastante uniforme emprendieron el camino, ascendiendo por la rampa que conducía al exterior del parking subterráneo, ubicado bajo las dependencias del pequeño hospital universitario. Apenas media hora más tarde circulaban ya frente al largo edificio del aeropuerto, y poco a poco fueron acercándose a la terminal internacional. Detuvieron el vehículo junto a una de las puertas acristaladas de dicha terminal y descendieron ambos. Mientras Marc se encargaba de conseguir un par de carritos para colocar los numerosos bultos del equipaje, Pablo se dirigió hacia los puestos de control de embarque, donde vio a Fermín que llevaba esperando en aquel lugar varios minutos y le hacía señas con la mano. -¡Ah! ¡Ya estáis aquí! ¡Excelente! Hace un magnífico día para viajar, Pablo ¿No crees? 74 -Sí. Y me alegro. A parte de que prefiero volar con buen tiempo, creo que es una buena señal empezar nuestro viaje así. -Veo que por allí llega Marc con dos carros cargados de equipaje. Vamos a ayudarle con los bultos. ¿Lo has traído todo? -Por supuesto. -¿Y los billetes? -Aquí están. ¿Has traído tu pasaporte? -Sí. Hola Marc, deja que te eche una mano. -Buenas, profesor. Gracias, solo quedan un par de cosas en el Land Rover. Un maletín y un portafolios. -Ve a buscarlos, por favor. Fermín y yo nos quedamos aquí esperándote. -Supongo que el maletín es aquel pequeño en el que coloqué los protocolos de recogida de datos. -El mismo precisamente, en el que además llevamos nuestros certificados sanitarios. Aquellos que firmaste el otro día. He tenido especial cuidado en no olvidarlos. -¿Especial cuidado? -Por supuesto, Fermín. ¿Te imaginas la situación si nosotros, destacados miembros del Instituto de Medicina Tropical, en el momento de desembarcar en Mérida resulta que no llevamos los correspondientes certificados de vacunación? -Sería enojosa esa situación, sin duda. -¿Enojosa? ¡Seríamos el hazmerreír! -Para tu satisfacción debo decirte que, estando tú a cargo de los detalles de organización, esa situación en nuestro viaje cae por completo en el terreno de lo inverosímil. Mira, aquí está Marc con mi maletín y tu portafolios. Estupendo, muchacho. Acompáñanos hasta aquel mostrador que está libre. Vamos a facturar todo el equipaje, y después podrás regresar al instituto. -Y cuando llegues no te olvides de entregar las llaves del Land Rover al doctor Pons. -¿El de endocrino? -Exacto. Lo van a necesitar mañana mismo para recoger a un grupo de becarios holandeses, de la Universidad de Leiden según 75 creo, que acuden invitados al curso de diabetología que organizan estos días. Colocaron todo el equipaje en la báscula, y tras identificarlo adecuadamente, lo vieron partir lentamente sobre la cinta transportadora. Después entregaron los billetes a una sonriente señorita tocada con un gracioso sombrerito azul, la cual, tras averiguar que deseaban zona de no fumadores y que Pablo prefería un asiento de ventanilla, les hizo entrega de las dos tarjetas de embarque. Y pocos minutos más tarde se hallaban sentados en el interior del gran aeroplano que debía llevarles en primer lugar a Madrid, y desde allí a Méjico. -¿Cuál es el plan para nuestro primer día, Pablo? -Muy sencillo. En primer lugar haremos escala en Madrid, donde se incorporará a nuestra expedición Mari Luz, junto a los otros expedicionarios, aquellos que acompañaban a Luis Trévelez cuando desapareció. -¿Qué puedes decirme de ellos? -Por lo que he podido saber uno de ellos es un historiador y antropólogo de la misma universidad que el hermano de Mari Luz, en la que fue no solo su profesor sino el responsable de su vocación por el estudio de las culturas precolombinas... quizás con la salvedad de que el alumno se decantó poco a poco hacía las culturas de Mesoamérica en tanto que el maestro ha sido siempre un estudioso de las culturas incaicas. -He tenido la oportunidad de mantener esporádicos contactos por carta con el profesor Felices. Lo que ignoraba es que Luis Trévelez hubiese sido alumno suyo. ¿Y que hay de los otros? -Por lo que hace a ellos, yo creo que de no haber sido por su ayuda la expedición de Luis Trévelez a tierras de Mesoamérica no hubiese sido posible. Es fácil de entender... Las subvenciones estatales que habían obtenido, del ministerio de cultura y de la universidad entre otras, no hubiesen sido suficientes para cubrir los gastos. Piensa que antes del día en que Luis desapareció habían llevado a cabo una serie de etapas por numerosos puntos de interés 76 histórico y arqueológico, en un trayecto de varios cientos de kilómetros y durante un período de cerca de dos meses y medio. -Lo sé. He podido seguir paso a paso ese trayecto en las interesantes anotaciones del diario del hermano de Mari Luz. Pero... ¿Qué tiene que ver con ello el matrimonio Ortigosa? -Hombre, Fermín, eso está claro. ¡Son los mecenas de Luis! Son una pareja algo bohemia, aficionados al arte antiguo, y parecen de lo más sencillo del mundo... ¡Pero están forrados! Mira, aquí llevo una fotografía del palacio donde residen habitualmente. Ellos son los que están en pie, junto a la puerta principal. Tengo entendido que su interior sería la envidia de más de un museo. Antes de embarcarse en esta aventura mesoamericana estuvieron durante dos años en Egipto, y poseen algunas joyas arqueológicas de excepcional valor, fruto de su cooperación en el descubrimiento de un antiquísimo hipogeo. Fermín miró la fotografía que Pablo le mostró. Un hombre y una mujer, tomados de la mano, vestidos con una indumentaria que indicaba que probablemente acababan de regresar de uno de sus muchos viajes, posaban en pie junto a una pequeña escalinata situada frente a la puerta principal de una hermosa mansión. Algo por encima de los cincuenta años, sonrientes, con un aire campechano, pero con un toque de clase. Por su aspecto era fácil deducir que se trataba de dos personas adineradas, amables, hasta cierto punto 'bon vivants', y probablemente muy cultos. -Ya veo... Me parece que va a ser muy bueno el tener la oportunidad de conocer a un par de amantes del arte como ellos. Además, cuando acabe todo esto espero tener la oportunidad de visitar su palacete y ver su colección. ¿Nos queda alguien más? -Nadie. Los guías y transportistas los contrataron sobre el terreno. Un momento, Fermín... Veo que aquella amable señorita azafata parece andar buscándote. -¿Buscándome? ¿A mí? -¿Doctor Ceballos? ¿Doctor Fermín Ceballos? 77 -Soy yo, señorita... aquí.- Fermín puso en pie e hizo una seña a la joven azafata que iba recorriendo el pasillo central del avión mirando a uno y otro lado. -Doctor Ceballos... ¿Puede acompañarme a la cabina de mando, por favor? -¿A la cabina? Sí, claro, puedo acompañarle. Pero... -Tiene una llamada por el sistema de telefonía del avión. -¡Una llamada! -Creo que puedo explicarlo, Fermín. Como parte del sistema que he puesto en marcha para el buen funcionamiento del Instituto en nuestra ausencia, he programado una serie de mecanismos para que con la mayor brevedad posible se nos puedan localizar cuando surja algún problema. -Eso quiere decir que ahora ha surgido algún contratiempo. ¿Y qué puede haber pasado tan pronto? -Tal vez no se trate de un problema. Mis instrucciones se referían también a la posibilidad de pasarnos alguna comunicación de tipo profesional de importancia. Deduzco que las cosas van funcionando tal y como yo he dispuesto, y tienes algún mensaje o llamada que en un primer momento ha sido dirigido al Instituto. -Sea lo que sea, ahora saldremos de dudas. La sigo a usted, señorita. -Venga por aquí, doctor. Pocos minutos después Fermín estaba de vuelta junto a Pablo, que mientras tanto se había ocupado en anotar en una pequeña libretita una serie de breves impresiones y comentarios sobre la marcha del viaje y el cumplimiento de sus previsiones para el mismo. Cuando Fermín se sentó de nuevo junto a él, cerró la libreta y le preguntó: -¿Qué tal la llamada? ¿Cuál era el problema? -Por fortuna no se trataba de ningún contratiempo. Era una llamada desde el Instituto, tal y como pensaste, para transmitirme un telegrama que acababa de llegar, dirigido a mí, procedente de Bélgica, del Instituto Príncipe Leopoldo de Antwerp. -¿El doctor Van Moer? 78 -Exacto. Nuestro viejo amigo y colega belga. Le escribí la pasada semana para comunicarle que íbamos a prospectar algunos territorios de Mesoamérica, pues con motivo de mi participación en el último de los cursos que organiza su institución, me había manifestado su deseo de obtener algunos datos sobre las zoonosis de Guatemala y El Salvador. En su telegrama me dice que recientemente ha tenido la oportunidad de estar en Yucatán haciendo un stage científico muy fructífero. Aprovecha para recomendarme que me ponga en contacto con un tal doctor Campos en el Hospital Infantil de Mérida, cuya ayuda fue decisiva para el éxito de su trabajo allí. -Me parece muy bien. Pero Fermín, ¿podremos compaginar nuestra expedición a la búsqueda del desaparecido Luis Trévelez con el mínimo cumplimiento de un viaje de estudio sobre endemias mesoamericanas? -Precisamente por eso nos puede ser de gran ayuda el contactar con un experto local. No podremos hacer un estudio sistemático y profundo de las patologías de la zona, pero sí que podremos pedir la opinión del tal doctor Campos sobre las posibilidades de trabajo en la ruta que presumiblemente tendremos que seguir en nuestra búsqueda del joven arqueólogo desaparecido. -Anotaré en el plan de actuaciones inmediato a nuestra llegada a Mérida el visitar el Hospital Infantil. ¡Vaya! Parece que estamos a punto de despegar. Así era, efectivamente. El avión había enfilado ya la larga pista, y los motores subieron un par de octavas su zumbido. Sintieron como un suave empujón que les aplicaba contra sus asientos, y vieron por las ventanillas como el paisaje empezaba a correr vertiginosamente hacia atrás. Y en pocos segundos se hallaron ya en el aire. 79 II Los apenas cincuenta minutos de vuelo entre Barcelona y Madrid los pasó Fermín hojeando un par de revistas, en tanto que Pablo iba efectuando diversas anotaciones con su letra diminuta y minuciosa en aquella pequeña libreta que venía a ser su libro de ruta. De cuando en cuando interrumpía su tarea y levantaba la vista para observar a través de la ventana, tratando de identificar los accidentes geográficos que iban sobrevolando. Transcurrido el primer cuarto de hora de viaje, una excelente vista del delta del Ebro se ofreció ante sus ojos. Después, durante unos minutos pudieron seguir los amplios y suaves meandros del curso bajo del río. Pero muy pronto, con una leve inclinación apenas perceptible, el avión cambió su rumbo y el caudaloso río quedó por completo fuera del alcance de sus miradas. Cuando el avión alcanzó la altura de crucero les sirvieron un café con leche y un bizcocho, y antes de que hubiesen tenido el tiempo suficiente para acabarse aquel frugal desayuno, notaron que se iniciaban ya las maniobras de aterrizaje. Pocos minutos después el avión se detuvo completamente, aplicado a uno de los "fingers" de la terminal internacional del Aeropuerto de Barajas. Aunque debían continuar el viaje en el mismo aparato, y dado que disponían de más de una hora de tiempo, decidieron salir del aeroplano. -Vamos, Pablo. Aprovechemos para estirar las piernas... podemos llegarnos hasta la sala de espera de vuelos internacionales, donde es probable que se hallen ya los Ortigosa y el profesor Felices. Apenas se había puesto Pablo en pie, cuando vio marchar a Fermín con paso decidido dirigiéndose hacia la salida, situada en la parte delantera del fuselaje. Y mientras se disponía a seguirlo pensó que la prisa que movía a Fermín en aquel momento no era precisamente motivada por sus deseos de reunirse con el matrimonio Ortigosa o con el profesor de historia antigua. Pablo sabía perfectamente que Fermín esperaba ver de nuevo a aquella jovencita pecosa y de contagiosa sonrisa, y que este era el motivo de 80 su apresurado paso. Así que, tras tomar su portafolios y el pequeño maletín que Fermín olvidaba en el asiento, se apresuró a alcanzarle pensando que la aparición de la señorita Trévelez en la vida de Fermín había tenido efectos extraordinarios. Por lo pronto, allí estaban los dos emprendiendo un viaje a Méjico, cuando pocas semanas antes el propio Fermín había estado a punto de anular la habitual solicitud de bolsas de viaje, alegando que los trabajos que venían llevando a cabo en el Instituto, la marcha del presente curso académico y la preparación del próximo exigían que, por ese año, no dejasen la institución más que para asistir a algún congreso puntual de escasa duración. ¡Y partían ahora de viaje cuando estaban a punto de identificar el germen responsable de la disentería de Borneo! Claro está que, por lo que hacía a este punto, habiéndose completado los pasos más importantes del estudio, para la tarea que restaba podía decirse que la presencia de los dos investigadores en jefe no era ya imprescindible. En efecto, tan solo dejaban pendiente el pasar a letra escrita los resultados y prepararlos para su publicación, así como el ponerse en contacto con la delegación de la OMS de la región de Nueva Guinea - Borneo para proceder a la organización del suministro de los agentes antibacterianos más adecuados. Tras los pasos de Fermín no tardó Pablo en llegar a una amplia sala de espera donde los viajeros en tránsito de vuelos internacionales podían tomar un reconfortante refrigerio en una elegante cafetería, e incluso permitirse un breve reposo en alguna de las numerosas y confortables butacas dispuestas por toda la sala. Sentados precisamente en tres de estas butacas, situadas alrededor de una mesa sobre la que se hallaban ya vacías las tazas de sus cafés con leche, encontraron enzarzados en una animada conversación al matrimonio Ortigosa y al profesor César Felices, un hombre enjuto, de entre cincuenta y cincuenta y cinco años de edad, que con sus gafas de fina montura, su académico corte de pelo, y su formal indumentaria, daba perfectamente la imagen del intelectual andaluz. Pablo, que los vio de inmediato, se acercó a Fermín al observar que 81 éste se había quedado parado en el centro de la sala, mirando dubitativo en todas direcciones. -La señorita Trévelez no parece haber llegado todavía ¿Verdad? -¡Pablo! No sabía que estabas detrás mío... Tienes razón. No veo a Mari Luz. Pero observa. Estoy seguro de que aquella pareja de aire distinguido e informal a un tiempo son, sin duda, los Ortigosa. Y su acompañante no puede ser otro que el profesor Felices. -Iba precisamente a decirte que son ellos. -Vamos allá. Ardo en deseos de conocerles personalmente. En unos instantes se hallaron junto a la mesa en cuestión, y al punto Carlos Ortigosa, al verles, se puso en pie. -¿Doctor Ceballos? ¿Pablo? ¡Son ustedes! ¡Magnífico! Amigos míos, compartan con nosotros esta mesa. Aquí, el profesor Felices estaba comentándonos que a pesar de haber mantenido esporádicos contactos epistolares con usted, y haber estado ambos a punto de coincidir en un par de ocasiones, nunca hasta hoy había tenido la oportunidad de conocerle en persona. Y quiero decir que tanto mi esposa como yo, al igual que el profesor, estábamos precisamente comentando nuestra alegría por poder al fin saludar al autor de la "Aproximación a la Medicina en las Culturas Primitivas". -Gracias por sus palabras. Debo decirles que la satisfacción por este encuentro es mutua. Señora, sé que la arqueología les debe mucho a usted y su esposo. Pablo me ha puesto al corriente de lo mucho que su apoyo y su ayuda significaron para la expedición Osiris al Valle de los Reyes. Y a usted, profesor, ¿Qué voy a decirle? Como hemos comentado en alguna ocasión, ha llegado la oportunidad de colaborar juntos en una empresa. -¿Y que mejor empresa que la búsqueda de nuestro desaparecido Luis? -Completamente de acuerdo con usted, señora. Desde el primer momento en que Mari Luz nos habló de la desaparición de su hermano, tuvimos muy claro que debíamos hacer cuanto fuese posible por hallarle. Pablo sabe muy bien que fue así. 82 -¿Yo? Sí... Por supuesto, lo tuvimos muy, pero que muy claro. -Por cierto, Fermín. Permíteme que te trate por tu nombre de pila. -No hay inconveniente, amigo mío. -Ya sabes de mi predilección por la macro cultura sudamericana. -La conozco perfectamente. -Pues bien, desearía tu colaboración para un trabajo sobre la cultura mochica que he dejado a medias allí en la universidad. Me interesaría tu ayuda para desarrollar el tema de la medicina y el chamanismo en aquella cultura. Por supuesto, todo ello para cuando estemos de regreso tras nuestra presente expedición. -Cuenta con ello, César. -Escúchenme ustedes, doctos profesores. Dejen ahora sus proyectos y atiendan un momento. ¿No debería estar aquí ya la señorita Trévelez? -Debe estar a punto de llegar. Hace ya varios minutos que he oído por megafonía el anuncio de la llegada del vuelo procedente de Sevilla. Probablemente estará haciendo alguna compra. -Me parece que... sí, creo que es ella. Miren, aquella jovencita que ahora está pasando el control de pasajeros. ¿No es Mari Luz? -Al menos se le parece mucho. -No hay duda de que es ella. -¿Está seguro? -Segurísimo. -Pero Fermín, ese control de pasajeros está en la otra punta de la terminal, y entre nosotros y ese punto hay varios espesores de vidrio. Debe tener usted una vista excepcional. -No es cuestión de vista. Está claro que desde aquí no distingo las facciones ni los detalles, pero hay algo en la manera de actuar y moverse de algunas personas que las hace diferentes de las demás. -¿Y Mari Luz es una de esas personas excepcionales? -Puedo asegurárselo, señora Ortigosa. -Pronto saldremos de dudas, puesto que la jovencita en cuestión se dirige resueltamente hacia esta sala de espera. Y creo, 83 como usted, Fermín, que esa joven tiene algo de excepcional. No la conozco aun en persona, pero hablando por teléfono con ella pude darme cuenta de que es muy... ¿cómo le diría? -¿Vital? -Humm... No exactamente. Sin duda que lo es, claro. Pero lo que a mí me llamó la atención es como logra transmitir sus deseos y su entusiasmo. Yo diría que posee una extroversión atrayente. Y estoy seguro de que congeniará estupendamente contigo, cariño. Al decir esto, Carlos Ortigosa tomó cariñosamente la mano de su esposa, y la miró dulcemente - En realidad, Mari Luz es también para nosotros hasta cierto punto una vieja amiga. No la conocemos, pero sabemos mucho de ella por los meses que hemos pasado junto a su hermano. Yo creo que hay entre ellos dos una magnífica relación, al parecer por el hecho de ser mellizos y, como decía el propio Luis en ocasiones, por haber compartido de manera muy íntima a su madre durante nueve meses. -Bien, no hay duda de que es ella, aquí llega. ¡Señorita Trévelez! -Hola, Pablo. Hola, Fermín.- Mari Luz tomó la mano de Fermín y quedó mirándole con su cálida y contagiosa sonrisa. Fermín mantuvo en la suya la mano de ella durante unos segundos, y en sus ojos claros vio Mari Luz la franca alegría que sentía Fermín al volver a reunirse con ella. -Permíteme que te presente, Mari Luz. Bien, al profesor creo que ya le conoces. -En efecto. Es un placer volver a verle, profesor. -Y estos son los Ortigosa, Carmen y Carlos. Esta es Mari Luz, la hermana de Luis. -Me alegro muchísimo de poder al fin conocerla, señorita. Su hermano nos habló muy a menudo de usted. -Dame un abrazo, pequeña. Vaya, no puedes negar que eres hermana de Luis... sólo que en el reparto de las pecas él se quedó la mayor parte. Veamos... Deja esa bolsa aquí. ¿Has tenido un buen viaje? -Muchas gracias. Sí, ha sido un viaje estupendo. Pero se me hacía interminable. ¡Deseaba tanto llegar y reunirme con todos 84 ustedes! Ay, amigos míos, ¡No saben lo que les agradezco que estén todos hoy aquí conmigo, dispuestos a ayudarme a encontrar a mi hermano! -Sabes bien que todos estamos aquí de muy buen grado y que nuestro objetivo común es el hallar a nuestro apreciado Luis sano y salvo. -Yo, por mi parte, debo decir que no podía permanecer impasible ante la perspectiva de que un magnífico estudioso de la historia antigua como él hubiese desaparecido así sin más. Por ello acepté entusiasmado participar en este viaje, el segundo para mí en este año a las tierras mesoamericanas del Yucatán. Pero está claro que debemos estar todos agradecidos a Fermín y a Pablo, que en un plazo muy breve han puesto en marcha esta expedición. -Buena parte de vuestro agradecimiento dedicádselo a Pablo, que ha sido vital para organizar el viaje. En las dos últimas semanas sus llamadas al profesor y a ustedes, amigos Ortigosa, sus contactos con las agencias de viajes, sus gestiones con los consulados, la resolución de todos los pequeños asuntos pendientes en el Instituto, así como los preparativos de nuestra expedición, le han mantenido terriblemente ocupado. Y como es habitual en él, todo ello ha sido llevado a cabo con la eficacia y minuciosidad que le caracteriza. -Muchas gracias, Pablo. -No hagan ustedes demasiado caso de lo que dice Fermín de mí. En realidad, él me ha ayudado de manera considerable. -Amigos míos, estamos ya todos. De manera que, si os parece bien, propongo que nos dirijamos hacia la puerta de embarque. - ¿Tienes facturado ya tu equipaje hasta nuestro destino en Méjico? -Sí. -Pues en ese caso, vamos allá. Y el grupo formado por Pablo y Fermín, el matrimonio Ortigosa, el profesor Felices y la recién llegada Mari Luz, se dirigió hacia el módulo de embarque. Iban enzarzados entre ellos en animada conversación. Estaba claro que partían con el mejor de los 85 ánimos, y a todos les parecía que su expedición a la búsqueda del desaparecido Luis no podía tener otro final que el del hallazgo del hermano de Mari Luz sano y salvo en algún recóndito rincón de las selvas yucatecas. Y es que, como había dicho Fermín en su momento, si Mari Luz intuía que su hermano estaba bien, sin duda que era por que lo estaba realmente. No sabía muy bien que era ello, pero Fermín comprendía que Mari Luz sentía algo especial que le decía que Luis la esperaba allende el Atlántico. Y lo que Fermín creyó percibir con claridad era que ella deseaba su ayuda por encima de la ayuda de los demás expedicionarios. Y Fermín se sentía dispuesto a seguirle a donde hiciese falta y a ayudarle de la manera que conviniese. No podía especificar que era en concreto, pero Fermín comprendía que ella esperaba algo más de él que su simple compañía en aquella expedición. Es posible que ni ella misma lo supiese con claridad. En cualquier caso, Fermín estaba dispuesto a no defraudarle. 86 III -El viajar hacia el oeste tiene esas ventajas, profesor. Hemos salido poco antes de las doce de la mañana de Madrid, y pese a las once horas largas que nos ha llevado el trayecto, estamos a punto de tomar tierra en Mérida y son apenas las cinco de la tarde. Tentado estoy de imaginarme que, de no ser por la escala técnica en el aeropuerto de Cancún, habríamos llegado incluso antes de la hora en que salimos. -Pero ten en cuenta, Pablo, que ahora mismo son las once de la noche en España. -¡Caramba! Eso quiere decir que hoy nos acostaremos muy tarde. No muy tarde en el horario de aquí, pero sí muy tarde para nuestro reloj interno, que no sabe de meridianos ni husos horarios. -Sin duda que vamos a padecer un cierto desfase de nuestro ritmo de sueño los dos primeros días. Sin embargo, todos parecen estar de acuerdo en que en estos viajes hacia el oeste se tolera mucho mejor eso que los anglosajones llaman jet lag. -No hay mal que por bien no venga. Al menos durante dos noches no me tendrás la luz de la habitación encendida hasta las tantas. Es que, amigos míos, no sé si lo saben, a mi esposo le encanta leer algo antes de dormirse. Pero no un cuartito de hora, no. En ocasiones hasta la una, o incluso más tarde. -Cariño, sabes muy bien que no podría dormirme sin mi habitual ración de lectura. Además, creo sinceramente que en el silencio de la noche es cuando mejor puede uno asimilar la profunda penetración en los caracteres de los personajes que nos ofrecen algunos autores. No sabría como explicarlo... mi capacidad de concentración en lo que leo es máxima. Incluso les diría que es mucho más sencillo sentirse introducido en la atmósfera del relato. Prueben ustedes a leer "Los Miserables" a otra hora del día. Les aseguro que se perderán aspectos sutiles, pero esenciales. -¿Le gustan los escritores franceses? 87 -A Carlos y a mí nos va toda la literatura. No tenemos épocas ni países. Aunque debo reconocer que hay cierta diferencia en nuestros gustos. ¿Verdad, cariño? -Es cierto, es cierto. Yo soy más proclive a los que podríamos llamar "clásicos". -Por lo demás, debo decir que estoy tan plenamente adaptada a las lecturas vespertinas de Carlos, que creo que me pondría absolutamente insomne si al acostarnos una noche le diese por apagar sin más la luz de su mesilla. A parte de que me preocuparía mucho y pensaría que tal vez estuviese enfermo. -No estés preocupada, cariño. Creo que incluso hoy, aunque nos acostemos a una hora tal que, como decía Pablo, nuestro reloj biológico reclame sueño inmediato, leeré siquiera sea unos minutos. -¿Qué libro está usted leyendo ahora? -El más apropiado para las presentes circunstancias: En nuestro anterior viaje he conseguido una magnífica edición "facsímil" de la Relación de las Cosas del Yucatán, del obispo Fray Diego de Landa. Intento de alguna manera entender el esfuerzo que hizo cuando, pasados ya varios años de su llegada a Yucatán, intentó compensar de algún modo la irreparable pérdida que su actitud inicial de desconfianza hacia lo que él creía que era paganismo e idolatría, le llevó a destruir códices, ídolos y numerosas obras de arte indígena, en los primeros tiempos de su estancia en aquellas tierras. -En mi opinión su Relación sigue siendo una valiosísima fuente de información. Es absolutamente fiable por lo que hace a la vida social, la religión y las costumbres de los yucatecos a la llegada de los españoles a estas tierras. Y es cierto también que ha permitido entrever algunos de los muchos puntos obscuros y misteriosos con que nos encontramos cuando estudiamos el pasado de los pueblos indígenas mesoamericanos. Sin embargo, creo que de haber podido conservarse los veintisiete códices que ordenó quemar – cuya combustión supervisó personalmente – el pueblo maya nos parecería aun más sorprendente y extraordinario, y quizás menos misterioso. Es posible que en ellos se expusiese parte del legado 88 cultural que desde el final del período clásico debía pasar y transmitirse a las sucesivas generaciones. -Recuerda, Fermín, que a la llegada de los españoles a Mesoamérica habían transcurrido ya más de quinientos años desde el colapso de la cultura maya. Y de ese hipotético legado cultural, cuyo hallazgo motivó precisamente el viaje del hermano de Mari Luz a estas tierras, es posible que tan solo hubiese en aquellos códices remotas referencias mezcladas con leyendas y mitos más o menos elaborados, habida cuenta del tiempo transcurrido entre el esplendor del pueblo maya y la época de la conquista. -No cabe duda de que sería así. Pero yo creo que de haberlos podido analizar y estudiar en profundidad y con detenimiento, se habrían hallado esas remotas referencias entre los mitos y las deformaciones. Y tal vez con ellas las pistas para poder dirigir los esfuerzos de futuros investigadores hacia nuevos caminos, que conducirían a ese oculto lugar que Luis Trévelez deseaba encontrar. -Quizás lo ha encontrado ya. -Como dice Mari Luz, es posible que Luis esté en estos momentos en presencia de ese legado cultural. Si ello es así, cuando al final demos con él, nuestra expedición habrá compensado mucho mejor la quema de los códices que los esfuerzos de Fray Diego de Landa al redactar su Relación. -Perdonad. Observo que estamos a punto de iniciar las maniobras de aterrizaje. Si os parece bien sugiero que vayamos a colocarnos cada uno en su asiento, y que pospongamos nuestra tertulia literaria y arqueológica para cuando estemos ya en tierras mejicanas. -Pablo tiene razón. Vamos allá. ¡En breves minutos estaremos ya en la tierra de los mayas! -¡Que Yum Chaac tenga a bien guardar sus lluvias para mejor momento! Porque esos espesos nubarrones que se observan sobre el horizonte parecen dispuestos a envolvernos. -Tranquilos, eso es todo lo que queda de un desgastado ciclón que tardará aun sus buenos tres cuartos de hora en llegar a la costa. La zona del aeropuerto, hacia el sur, al otro lado de la ciudad, está 89 por ahora totalmente en manos del dios sol. Va a ser un aterrizaje en condiciones excelentes de visibilidad. Y así era, en efecto. Si bien unos kilómetros hacia el norte, en la lejanía sobre el mar del Caribe, se observaba un grueso frente de negras masas nubosas de aspecto amenazador, por el costado contrario un cielo azul brillante cubría el territorio, y les permitía ver como se iban aproximando al aeropuerto, situado al sur de ciudad de Mérida. Y la luz del sol, en aquel momento situado algo oblicuamente frente a ellos, hacía resaltar de forma extraordinaria el color blanco de los edificios de la misma. Vista desde aquella altura merecía sin duda el apelativo de "ciudad blanca" con el que algunos la conocen. 90 Mérida S I obrevolaron primero pequeños grupos de casas y algunos arbolillos, y a pocos metros por debajo de ellos vieron aproximarse la superficie de color gris de la pista de aterrizaje. En unos segundos, sin apenas advertir que sus ruedas habían contactado ya con el firme asfaltado de la misma, el reactor rodó posado sobre tierra maya. Frenó luego con cierta brusquedad, y tras avanzar lentamente un par de minutos más, quedó al fin detenido frente al edificio principal del aeropuerto internacional Crecencio Rejón. Apenas habían transcurrido otros diez minutos, cuando se hallaron todos en tierra, junto a los demás pasajeros del aeroplano, aguardando el voluminoso autobús que se dirigía hacia allí desde el mencionado edificio. -Si os parece bien, cuando lleguemos a la terminal, y una vez pasados los trámites aduaneros, nos dirigiremos a la zona de recepción de los equipajes. Y mientras aguardamos por nuestros bultos, el profesor y Pablo buscarán algún vehículo adecuado para desplazarnos a la ciudad. -Me parece muy bien. Vamos, aquí está el bus. Cuidado al abrirse las puertas. 91 Subieron a aquel viejo aparato, un añoso autobús algo desvencijado, y se colocaron todos en la plataforma central del mismo. Durante el breve trayecto fueron agitados varias veces por las irregularidades del motor diesel del vehículo, que parecía precisar de forma urgente una revisión y puesta a punto. Finalmente, pudieron apearse y penetrar en el edificio de la terminal. Los trámites burocráticos fueron breves, y toda su documentación fue hallada en regla, de manera que no eran aun las seis de la tarde cuando estaban ya todos junto a la zona de recogida de equipaje. Desde allí Pablo y el profesor Felices se dirigieron al exterior del edificio, con la intención de alquilar un coche tipo limusina o un par de taxis, Y no bien habían cruzado las puertas que daban a la avenida exterior, cuando sintieron que alguien se dirigía hacia ellos. -¡Profesor! ¡Qué maravillosa sorpresa! ¿A que debemos en Mérida de nuevo el placer de su compañía? -¡Aureliano! ¡Maravillosa y agradable sorpresa! Dame un abrazo, muchacho. Permíteme presentarte al doctor Pablo Guerreiro. Este es Aureliano. Uno de los guías de nuestra anterior expedición. Uno de los mejores, por no decir el mejor. -Es usted muy amable, profesor. Es un placer, doctor Guerreiro. -Por favor, llámame Pablo. ¿De manera que formabas parte de la expedición? -En efecto. Y no hace falta que me digan ustedes por que están aquí. Puedo adivinarlo. El ilustre profesor ha vuelto en busca de su alumno desaparecido, el bueno de don Luis. -Así es, Aureliano. Estoy de nuevo aquí, y conmigo han venido otra vez los Ortigosa. -¿Don Carlos y doñita Carmen? -Los mismos. Y venimos, en efecto, dispuestos a encontrar a Luis. Y para ayudarnos han venido con nosotros Pablo, aquí presente, y otras dos personas. Una de ellas, precisamente, es la hermana de Luis. Ella es la responsable de haber embarcado con nosotros además a alguien a quien que yo me atrevo a calificar 92 como un eminente mayólogo, el doctor Fermín Ceballos, que por su conocimiento sobre los pueblos antiguos del Yucatán, puede ser muy útil a nuestros propósitos. Él y Pablo son médicos, como habrás supuesto, y van a aprovechar nuestro viaje para estudiar también un poquito los aspectos sanitarios de vuestra tierra. -Aquí en Yucatán gozamos de un clima muy bueno, y apenas tenemos dolencias. Míreme a mí, con casi sesenta años, y estoy fuerte y dispuesto a cualquier cosa. Que le cuente el profesor, aquí presente, las veces que arrimé el hombro en su expedición. -Tiene razón. Ahí donde le ves, Aureliano es capaz de jalar, como dice él, con la fuerza de dos hombres jóvenes. -¿Y donde me dice que dejaron a los demás? -Están ahí dentro, en el aeropuerto, esperando para recoger el equipaje. Nosotros nos dirigíamos a la búsqueda de un vehículo para trasladarnos a la capital, con todos nuestros bultos, baúles y maletas. -¡Por mi madrecita, que no han de buscar ustedes más! Tengo aquí mismo estacionado un carro americano, de esos que llaman jardinera. No cualquier cosa, no. Un chevrolet en el que caben, amplios y cómodos, nueve gringos y sus valijas. -¿Cómo es eso, Aureliano? -Ya ve, profesor. Desde que quedé parado al marchar ustedes, he logrado mantener la familia con ese cacharro que compré con su generosa paga. Hago de guía turístico si conviene, o acudo al aeropuerto a recoger pasaje. -¿Eso quiere decir que puedes alquilarnos tus servicios y los de tu chevrolet para trasladarnos a todos a Mérida? -Y por ser ustedes, les voy a cobrar algunos pesos menos de lo habitual. -Pues acabas de conseguir pasaje, como tú dices. Vamos dentro, a reunirnos con los demás. -Les acompaño en un minuto. Aguarden que le echo la llave a la puerta y voy con ustedes. Les ayudaré con sus bultos. Y tras decir esto, Aureliano se dirigió a un vetusto “carro” americano de los años cincuenta, que con su amplia cabina de tipo 93 jardinera, venía a ser el equivalente yucateco de un pequeño microbús europeo. Mientras le seguía con la mirada, Pablo pensó que de no haber estado en Méjico, al ver los rasgos de aquel yucateco, sus pómulos algo marcados, su cabello lacio y negro en el que apenas apuntaban algunas canas, su esbozo de bigote y sus ojos algo rasgados, hubiese creído estar frente a un tártaro o un mogol. Verdaderamente algo de cierto debía haber en esa teoría que más de una vez le había comentado Fermín del paso de los siberianos a tierras americanas por el estrecho de Behring miles de años atrás. Fuera como fuese, ahora ellos estaban ya en tierra americana, y tenían solucionado, además, el traslado a la capital. Tal y como les había dicho, apenas un minuto tardó en estar de vuelta el enjuto guía Aureliano. Se acercó a ellos de nuevo, y sonriendo de una manera que a Pablo le pareció casi infantil, les indicó con un gesto que podían pasar al interior del aeropuerto para reunirse con el resto de la expedición. -Les sigo a ustedes. Si nos apresuramos alcanzaremos la ciudad antes de que lo hagan esos feos nubarrones. 94 II El trayecto desde el aeropuerto hasta el centro de la ciudad de Mérida, por la avenida de los Itzaes primero, y luego por las calles de la cuadrícula viaria que constituye el núcleo de la capital, les supuso poco más de veinte minutos. Pero en contra de los deseos de Aureliano, cuando llegaron al cruce entre las calles 57 y 62 y tuvieron ya a la vista la entrada del hotel, una densa capa de nubarrones alcanzó a cubrir rápidamente el cielo de la ciudad, y gruesos goterones de agua golpearon enérgicamente el techo y los cristales del vehículo. La intensidad de la lluvia fue aumentando por momentos, y cuando el chevrolet se detuvo en la zona de aparcamiento frente al hotel, justo al otro lado de la calle, caía el agua de tal manera que el golpeteo en el vehículo resultaba casi ensordecedor. -¡Qué forma de llover! -No se angustien ustedes, es solo un chaparrón. -¡Parece un diluvio! -No más lo parece. Pero verán ustedes como la lluvia cesa en pocos minutos, y lo que es más lindo, a la media hora a lo sumo, la tierra se habrá tragado toda esta agüita. -Cuesta creérselo. -Vayan ustedes al hotel, y dejen las valijas aquí. Cuando estén instalados y recepcionados, regresen no más, y podrán retomar su equipaje sin mojarse los pies. -Vayan todos, que yo les aguardo aquí con Aureliano. No, no es que no me fíe de usted, Aureliano, ni pienso que vaya a marcharse con el equipaje. -¡Después de todo lo que pasamos aquí hace un par de meses sería muy injusto por parte de usted, profesor! -Ya lo creo, Aureliano. Pero ocurre que soy de una tierra muy seca y poco adaptado, por ello, a las humedades. Si me arriesgo a atravesar el torrente en que la lluvia ha convertido la calle me expongo a atrapar un ataque de artritis. 95 -Vamos, pues. Fermín, ayuda tú a Mari Luz... Usted, Carlos, ayude a su esposa... y yo cerraré la marcha como pueda. Pablo abrió la puerta del chevrolet, y saltó fuera donde abrió un paraguas. Ayudó enseguida a salir a Mari Luz y Fermín, y les colocó bajo el paraguas abierto. A continuación hizo lo propio con un segundo paraguas y el matrimonio Ortigosa, y finalmente, tras cerrar la puerta del vehículo, se dirigió tras ellos calle a través hacia el hotel situado en el edificio frente al que se habían detenido. En un principio estuvo a punto de abrir el tercero de los paraguas con que había salido del vehículo, pero tras pensarlo mejor se lanzó a través de la intensa lluvia, inclinándose hacia delante. A decir verdad, después de todo hacía una temperatura lo bastante calurosa como para que fuese incluso apetecible aquel refrescante remojón. Puede decirse que alcanzaron justo a tiempo el hotel, puesto que apenas acababan de subir el empinado tramo de escalones situado a la entrada del edificio de aire colonial, cuando la lluvia alcanzó un paroxismo y en pocos minutos una turbulenta capa de agua de más de un palmo de espesor convirtió momentáneamente lo que fuera calle en un a modo de somero río. -Aureliano dirá lo que quiera, pero a mí me parece que de seguir así, esto acabará en una inundación. -Amigos míos, Aureliano sabe muy bien lo que se dice. El terreno en todos estos territorios de la parte norte de la península del Yucatán es de naturaleza calcárea y muy poroso, de manera que constituye un drenaje natural que substituye con creces al mejor alcantarillado. Yo tuve oportunidad de ver la eficacia de ese drenaje natural en mi primer viaje por estas tierras, y os puedo asegurar que en un par de horas, como afirma nuestro guía Aureliano, las calles volverán a estar secas de nuevo. -Espero que tengáis razón. -Puede estar usted completamente segura, señorita Trévelez. Es muy probable que Fermín tenga razón. Y además, hay algo que es mucho más importante: estoy seguro de que la palabra de nuestro guía en lo que hace a clima local es totalmente de fiar. ¿No es así, cariño? 96 -Pues claro que sí. ¡Miren! Ya ha dejado de llover, y parece que despeja el cielo por la parte de tierra adentro. - Carmen Ortigosa se dirigió hacia la parte posterior del hall del hotel, en la que se abría una gran ventana que daba a un amplio jardín lleno de árboles frutales y parterres con matas en las que apuntaban numerosas flores. Y en efecto, por encima de la pared encalada que limitaba al fondo el jardín, vieron nítidamente una claridad intensa que se abría paso desgarrando los negros nubarrones que hasta aquel momento cubrían el cielo. - ¡Miren que preciosa se ve la ciudad al recibir esa luz del sol a través del desgarro de las nubes! -Es de verdad muy hermoso el efecto que produce. - Carlos se situó junto a su esposa y la cogió afectuosamente por el hombro ¿Sabes, cariño? La luz del sol que viene tras de la tormenta tiene una belleza que va más allá de lo puramente meteorológico o paisajístico. Es como la luz que viene a veces a nuestra vida tras una fase borrascosa de la misma. -Tienes razón. Es como la luz que vendrá a la vida de nuestra querida Mari Luz cuando logremos que pueda estar de nuevo junto a su hermano Luis. Después, el recuerdo de estos días sin él quedará en su memoria como un simple mal sueño. Puedes estar segura, querida niña, que todos vamos a hacer cuanto sea posible para encontrar a tu hermano. -Le agradezco muchísimo sus palabras y toda su ayuda, señora Ortigosa. -Te ruego que me llames Carmen, y me trates como una amiga, o si lo prefieres, como una segunda madre. En realidad, a Carlos y a mí, al no habernos dado la naturaleza la oportunidad de tener descendencia, no nos resultó difícil encariñarnos con Luis. No tan solo resultó ser para nosotros un excelente compañero de expedición, sino que además vimos en él al hijo que siempre nos hubiera gustado tener. De manera que en los pocos meses que pasamos juntos tuvimos la oportunidad de apreciarle. Por ello, Mari Luz, puedes estar segura de contar con nuestra ayuda, y por supuesto, también con nuestro cariño. -Gracias, muchas gracias. 97 -Amigos, permitidme vuestros pasaportes, y mientras seguís contemplado la belleza del ocaso tras la tormenta me encargaré de los trámites de recepción. He traído conmigo el pasaporte del profesor Felices, de modo que en pocos minutos estaremos todos registrados. -Me parece perfecto, Pablo. Por supuesto, encárgate de que Mari Luz y los Ortigosa tengan las mejores habitaciones disponibles. Nosotros y el profesor podemos conformarnos con algo menos confortable. -Creo que podremos conseguir para todos excelentes habitaciones con baño. Escogí el Trinidad por su fama de hotel limpio y confortable, y en principio no habrá problema para que todos nos alojemos en habitaciones de entre las mejores del establecimiento. Esperadme aquí mientras lo tramito todo en recepción. 98 III La lluvia resultó, aunque muy intensa, de muy breve duración. De modo que, tal y como lo habían anunciado Aureliano y Fermín, la calle quedó prácticamente seca en poco más de media hora. De esta forma, el propio Aureliano y el profesor Felices pudieron incorporarse al grupo, llevando con ellos parte del equipaje. El resto lo trasladaron del chevrolet al hotel en un par de viajes, y cuando lo tuvieron todo ordenadamente colocado junto al mostrador de recepción, Pablo había acabado ya los trámites y tenía junto a él a un par de diligentes botones dispuestos a acompañarles a sus habitaciones y a ganarse, con ello, una buena propina. Para adaptarse lo antes posible al nuevo horario decidieron que tras instalarse, refrescarse y cambiarse, cenarían temprano en el propio hotel y se acostarían lo antes posible. De manera que se dirigieron a sus respectivas habitaciones, emplazándose para un par de horas después en el comedor del hotel. Y antes de despedirse de Aureliano, al que Carlos Ortigosa pagó generosamente por su servicio de transporte, le propusieron contratarle de nuevo como guía en esta segunda expedición. Aureliano aceptó con gusto volver a colaborar con ellos, y afirmó que se hubiese ofendido mucho si no hubiesen contado con él para partir en busca del bueno del señorito Luis. Subieron al primer piso del hotel, donde se hallaban las habitaciones que les habían correspondido, situadas todas en la misma ala del edificio. Pablo y el profesor Felices se introdujeron los primeros en una habitación que compartirían, ubicada junto a la escalera, en tanto que los demás fueron guiados a lo largo del pasillo por los eficientes mozos hasta sus habitaciones respectivas. En primer lugar los Ortigosa, después Mari Luz, y finalmente Fermín, que tras colocar unos pesos en la mano extendida del botones que le acababa de mostrar su habitación, indicándole de este modo que podía retirarse, se dispuso a abrir su equipaje y a instalarse en la estancia. Cerró la puerta y colocó su maleta encima de una pequeña repisa de madera. 99 -¡Fermín! Oyó la voz de Mari Luz al otro lado de la puerta, y se apresuró a abrirle. -Hola, Mari Luz. Pasa, por favor. -Gracias. Son bonitas las habitaciones ¿Verdad? -Sí que los son. ¿Estarás cómoda en la tuya? ¿Te ha escogido Pablo una buena habitación? Le insistí sobre todo... -Es magnífica. Después pasa y te la enseñaré. Tiene una terraza que da sobre el jardín del hotel. Fermín... -Dime. -Quería volver a darte las gracias. ¡Has sido tan amable aceptando participar en nuestra expedición! -Mari Luz, te aseguro que es un placer para mí el ayudarte. Quiero ayudarte a encontrar a tu hermano, quiero ayudarte porque Luis lo merece sin duda, porque todos, tú, los Ortigosa y el profesor deseáis volver a estar con él, y porque... porque me sentiré feliz si tú estás feliz. Mari Luz le miró sonriendo. -Tenía muchas ganas de volver a estar contigo, Fermín. -Yo también, Mari Luz. -Anda, no te entretengo más. Instálate, dúchate, cámbiate, y un cuarto de hora antes de la cena pasa, que te enseñaré mi habitación. Y esto diciendo, Mari Luz se inclinó hacia Fermín, apoyó la mano derecha en su brazo y le besó en la mejilla, hecho lo cual salió rápidamente de la habitación. Fermín se entretuvo unos momentos mirando a su alrededor la estancia, la cama, la pequeña mesa, la silla, una butaca, la mesita junto a la cabecera, la propia cabecera, las cortinas que cubrían la puerta acristalada que daba a la terraza. Convino en que, como había dicho Mari Luz, las habitaciones de aquel hotel eran realmente magníficas. No excesivamente lujosas, sino agradables, acogedoras y limpias. ¡Mari Luz! ¡Que muchacha más extraordinaria! Fermín recordó la primera impresión que le produjo, aquella mañana, cuando ella se presentó a primera hora en su casa. La etiquetó de inmediato como poseedora de un gran encanto, casi 100 desprovisto de coquetería. A parte de su hermosura, sus grandes ojos castaños, su cara y su figura juvenil, su atractivo residía en su gran naturalidad. Y Fermín se dio cuenta de que Mari Luz despertaba en él una tremenda simpatía. Le agradaba, en resumen. Y al salir ella de la habitación un momento antes, pasó por el pensamiento de Fermín, por un instante, la posibilidad de que ella también sintiese algo parecido respecto a él. Y al pensar en ello de nuevo y mirar, apartando la cortina, hacia el jardín y hacia el blanco paisaje urbano que desde allí se divisaba, Mérida le pareció a Fermín la ciudad más hermosa del mundo. 101 IV -No me podía dormir. Es algo que suele ocurrirme cuando viajo. Después de un día de vuelos y desplazamientos tengo un poco alterados los nervios y me siento desvelado. De modo que decidí bajar un rato al bar. Voy a probar si un trago de pulque o de algo parecido me ayuda a coger el sueño. -Pablo, yo me permitiría recomendarte que pruebes el mezcal. En nuestro anterior viaje tuve la oportunidad de sentir sus efectos, aconsejado por Aureliano, en circunstancias parecidas a las tuyas de hoy. Ya verás. Camarero, muchacho. Sírvenos dos buenos tragos de mezcal oaxaqueño. No, no... solos, sin hielo y sin agua. ¿Sal y limón? Tampoco. Gracias. Aquí tienes. -Gracias, profesor. Y usted, ¿tampoco podía dormir? -Bueno, la verdad es que ayer, temeroso de la fatiga que un largo viaje como el de hoy podría producirme, me acosté poco después de las ocho de la tarde. Y por lo visto he descansado sobradamente la pasada noche, porque ahora no me siento excesivamente fatigado. Y además... además, hay un pequeño detalle al que voy dándole vueltas en la cabeza, y sobre el que quería reflexionar antes de acostarme. -¿Un pequeño detalle? -Es algo extraño. Me refiero al libro de campo de Luis Trévelez. -¿El libro de campo? -Sí. Ese magnífico libro de trabajo con anotaciones sobre nuestros hallazgos en la pasada expedición. Ya desde mis primeros contactos con Luis, cuando era todavía estudiante, observé su apreciable meticulosidad en la elaboración y recogida de datos. Sus ficheros de bibliografía eran igualmente dignos de resaltar. -Pero... ¿Qué hay de extraño en ese libro de campo? -Fíjate, Pablo, en lo que voy a decirte. ¿Observaste la sorpresa de los Ortigosa cuando Mari Luz nos mostró ese diario, que encontró entre las pertenencias de su hermano cuando le llegaron remitidas desde Yucatán? 102 -Sí, claro. Ellos creían que Luis había marchado con su diario la noche en que desapareció. Y no recordaban haberlo visto entre todo aquello que dejó en la tienda al marchar. -Y yo he mediado diciendo que posiblemente no nos fijamos bien en su momento. -Me imagino que eso fue lo que pasó. Que no se fijaron bien. -Mira Pablo, en realidad yo he dicho eso para no dar más importancia al asunto. Pero la verdad, debo confesarte algo: estoy completamente seguro de que, cuando aquella mañana le echamos de menos, ese diario no estaba entre sus cosas. Te voy a decir aun algo más. Luis utiliza una mochila reforzada con un compartimiento estanco preparado especialmente por él, donde puede colocarlo. De ese modo queda a salvo incluso en el caso de que cayese a un torrente llevando puesta la mochila. Y ello es porque tiene por norma llevar junto a él lo que considera una valiosa herramienta de trabajo. Es cierto que toma anotaciones y borradores en hojas de papel sueltas, pero para mí que no es menos cierto que cuando Luis marchó aquella noche, lo hizo con su diario de campo. -¿Está usted seguro? -Verás, Pablo. Voy a decirte lo que opino de este asunto. Luis debió abandonar su tienda en las primeras horas de la noche, puesto que no llegó ni tan solo a acostarse. Al menos, su saco y su colchoneta plegados así permiten suponerlo. Y creo que si salió aquella noche no lo hizo únicamente con la intención de darse un paseo relajante, puesto que para ello no hubiese precisado su equipo, su cazadora y su mochila. Estoy seguro que Luis pensaba dirigirse a algún lugar en concreto. Nada nos dijo aquel día, pero podemos suponer que había descubierto algo. No sabría decir el que exactamente... tal vez unas marcas en algún lugar. Sin duda algo que le motivó lo suficiente como para salir de aquella manera por la noche. -Pero profesor, tal vez Luis no les abandonó por su propia voluntad. En realidad, pudo haber sido raptado o capturado por alguien, que le habría forzado a salir de su tienda y marchar del campamento sin poder avisarles. 103 -Al principio pensé en esa posibilidad. De entrada no podíamos descartar que le hubiesen obligado a dejar el campamento por la fuerza. Pero la verdad es que las únicas huellas que hallamos aquella mañana fueron precisamente las de las botas del propio Luis. Ninguna señal, ningún rastro de sus posibles raptores. Aquellas huellas, por cierto, mostraban claramente que se había alejado del campamento siguiendo el sendero por el que habíamos llegado el día anterior. Y de manera sorprendente, a poco más de doscientos o trescientos metros de allí las marcas de sus pisadas prácticamente desaparecían... como si se hubiese introducido en la selva a partir de aquel punto. Fuera como fuese, la falta de otras huellas parecen indicar que Luis salió por su propia voluntad aquella noche. Es por ahora imposible saber que pudo haberle ocurrido. Pudo perderse en la selva, pudo ser atacado por alguna fiera... podemos especular sobre ello si queremos. ¿Pero cómo es posible que su libro de campo haya llegado a España junto con sus pertenencias? ¿Quién y cuándo pudo ponerlo junto a sus cosas? Estas preguntas son las que están dando vueltas en mi cabeza. -Profesor Felices... -Dime, Pablo. -No se ofenda usted. Yo creo que la explicación más sencilla es la que usted mismo ha apuntado durante la cena. El diario de Luis estuvo en todo momento entre sus cosas y ustedes no se fijaron bien. Quiero decir que... ¿no cabe la posibilidad de que Luis no lo llevase consigo? -Verás, Pablo, esa es la versión que quiero que crean todos de este asunto. Pero la verdad, que queda como un pequeño secreto entre nosotros, es que de manera inexplicable ese diario marchó en la mochila de Luis y posteriormente apareció entre sus cosas. -Es curioso. Ahora que estoy al corriente de ese extraño viaje del diario del hermano de Mari Luz me doy cuenta de que ésta no es la primera circunstancia extraña o peculiar que conozco de este asunto. ¿Qué quieres decir con ello, Pablo? 104 -Uhm... Pues bien, aunque parezca raro, Mari Luz está convencida de que su hermano se encuentra a salvo. -Es un deseo natural en ella, y sin duda lo ha llevado al terreno de la convicción por su afecto hacia Luis. -Pero existe el pequeño detalle de que fue el propio Luis Trévelez el que se comunicó con su hermana durante un sueño, y la tranquilizó sobre su estado actual. -¿En un sueño? -Ya sé que suena algo raro, pero Mari Luz está convencida de que no fue un sueño normal. Y hay algo más. En su visita al instituto, en el despacho de Fermín, reconoció en un grabado policromo a tres personajes que, según ella, acompañaban a Luis durante el sueño. -¿Y cómo eran esos personajes? -Se trataba de un rey y dos sacerdotes con traje ceremonial maya. -Por lo que poco que conozco a esa chica no me parece una embaucadora. -Yo creo que es sincera en lo referente a su sueño. -En realidad, Pablo, yo no veo misterio en ese sueño. Ella desea ver a su hermano a salvo, y sabe que marchó a Yucatán en busca de restos mayas. Con esas premisas su subconsciente elabora un sueño que aplaca el sufrimiento de la incertidumbre de no saber nada de Luis. No es el primer caso de este tipo de ensoñación del que tengo noticia. -Profesor, le confieso que yo pensé lo mismo en su momento. Hasta que Fermín y Mari Luz me contaron lo de su visita al viejo Quimet. -¿Quién es ese Quimet? -Por lo visto es una especie de pastor que vive en una zona rural, cuidando animales y fabricando artesanalmente carbón vegetal. Le visitaron una mañana junto con los Soler, unos amigos de Fermín. Luis había estado un par de años atrás por aquellos lugares, y Fermín pensó que cabía la posibilidad de que ellos recordasen algo de interés con relación a sus planes futuros, algo 105 que de alguna manera sirviese de pista sobre los motivos que en definitiva llevaron al joven a marchar de la compañía de ustedes aquella noche. Pues bien, por lo que hace a esa visita hay tres detalles que me parecen ahora sumamente curiosos. -¿Cuales son esos detalles? -El primero es que Luis había estado también en la cabaña del viejo pastor durante su estancia en Cataluña dos años atrás. El pastor le recordaba muy bien. El segundo es que ese tal Quimet, al parecer, en los últimos tiempos ha descubierto una suerte de poder paranormal que le lleva a predecir hechos que ocurrirán en un futuro más o menos próximo, o a saber de personas que se hallan lejos. Y el tercero, sin duda el más peculiar, que Quimet también ha visto en sueños a Luis Trévelez. -¡No me digas! -Predijo, además, que Mari Luz pronto va a reunirse con su hermano. -Pablo, espero que hables en serio. -Profesor, yo no estuve en esa cabaña aquel día, pero Fermín me ha referido todo lo que ahora le cuento, y estoy seguro que no fabularía sobre algo así. -Mira, Pablo, no te ofendas, pero creo que esa jovencita ha influido de forma considerable sobre nuestro común amigo Fermín. Quiero decir que él está muy predispuesto a creer aquello que vaya en sintonía con las hipótesis de Mari Luz. -No, no. Es cierto que Fermín está... digamos que muy bien predispuesto hacia ella. Eso es algo que salta a la vista. Desde el primer día pude observar que congeniaron extraordinariamente. Pero en lo que hace al tema de la desaparición de Luis, Fermín no puede dejar de lado su vena de científico y estudioso. Aceptó que la intuición de Mari Luz era una buena señal, y se tomó las palabras del pastor en ese mismo sentido. Pero hay algo que aun no le he dicho. -¿Qué es ello? -Quimet afirmó por lo visto que Luis está a salvo, rodeado de unas gentes que visten con extraños trajes, algunos adornados con 106 plumas coloreadas. Por supuesto, hay que creer que ese pastor no ha oído hablar en su vida de mayas, ni incas, ni olmecas ni nada parecido. -Pero sí pudo haber visto alguna vez en el cine alguna película que mostrase gentes parecidas, y ello puede haber alimentado su imaginación. -Pero fíjese usted en la coincidencia. Mari luz nos habla de unos personajes que visten como mayas. Y Quimet refiere unas gentes que visten, también, como indios mesoamericanos. -Es curioso... sí, es curioso. Dejando de lado el punto inexplicable de como han podido ver esas cosas, nos queda esa coincidencia en las descripciones. De modo que, de creerles, tal vez Luis se encuentre en algún poblado maya. Por lo que vimos en algunos lugares del Petén de Guatemala, y luego en Méjico en el estado de Chiapas y también en Yucatán, es posible que en la espesura de la selva, en especial en las montañas, existan aldeas perdidas y prácticamente ocultas, a las que tan solo en contadas ocasiones lleguen los habitantes de las zonas civilizadas... y digo civilizadas por decirlo de alguna manera. En realidad, tan civilizados podemos considerar a los mayas de los siglos... -Un momento... ¡detrás de aquellas cortinas!. -¿Qué ocurre? -Voy a ver. Pablo se levantó bruscamente y se dirigió hacia las cortinas que cerraban una de las puertas del salón bar. Las descorrió y vio que daban a otro salón, vacío y sin luz en aquel momento. Miró en todas direcciones, y se sobresaltó al oír un ventanal que, impulsado por el ligero aire de la noche, golpeó contra su marco. Pasó un pensamiento por su mente con rapidez y corrió hacia la ventana, la abrió, y miró al exterior. No vio prácticamente nada, pues aquella ventana daba a la parte más obscura del jardín. -¿Qué ocurre? - El profesor Felices había llegado en aquel momento junto a Pablo. -Me pareció que había... Sssst... ¿Qué ha sido eso? 107 -Ha sonado como un ruido metálico ahí enfrente, en la tapia del jardín. Creo recordar que hay en ese lugar una verja con una puerta. Tal vez el viento la ha hecho golpear. -O tal vez alguien ha salido por ella. -Tal vez. Pero dime ¿qué pasaba por fin? -Si le he de decir la verdad, no estoy seguro. Pero vi por dos veces moverse la cortina mientras hablábamos. Pensé que alguien estaba tratando de escuchar nuestra conversación. -No sé a quien podría interesar nuestra plática. Supongo que fueron ramalazos del viento que entra por esta ventana los que agitaron la cortina. Vamos, volvamos a la otra sala. Regresaron de nuevo a la mesa donde habían estado sentados, próxima a la barra del pequeño bar del hotel. Pablo apuró el contenido de su vaso, y a continuación sacó de su bolsillo derecho su voluminoso reloj, aquel que había llamado la atención de Mari Luz el día en que le conoció en el instituto. Miró la hora y lo volvió a guardar. -Creo que empieza a hacerme efecto el mezcal oaxaqueño. Y se va haciendo ya bastante tarde. Sería bueno empezar a pensar en el lecho acogedor que nos aguarda en la habitación. -Va siendo hora de retirarse, es verdad. Pero antes, Pablo, podrías hacerme un favor. -Por supuesto. -He visto que llevas una pequeña agenda o libretita donde vas anotando diversas cosas. Has anotado los diversos puntos del plan de trabajo que tenemos para mañana. Refréscame, si es posible la memoria. ¿Cómo hemos quedado? ¿Qué me corresponde hacer a mí? -Muy sencillo. Veamos... Fermín y yo vamos a ir a visitar al doctor Blas Campos en el Hospital Infantil. Es muy posible que mañana ya nos esté esperando cuando nos presentemos allí, puesto que desde Barcelona deben haberle anunciado nuestra visita. Por otro lado están Mari Luz y la señora Ortigosa. Ellas van a encargarse de algunas compras. Por último, Carlos Ortigosa y usted 108 se encontrarán con Aureliano para preparar los aspectos logísticos de la expedición. -Muy bien, Pablo, gracias. Uhm... creo que tienes razón... el mezcal está haciendo su efecto, y noto los párpados cada vez más pesados. Ha llegado el momento de retirarse. 109 V La catedral de Mérida, en la que algunos han querido ver el reflejo de la influencia árabe en España, por la presencia de sus dos altas torres situadas a ambos lados de la fachada principal, se encuentra en el lado oriental de la magnífica Plaza Central. De manera que, por la mañana, una acogedora sombra mantenía el aire fresquito en la amplia acera frente a la renacentista entrada del templo. Y varios grupos de turistas, con sus planos y sus máquinas de fotos, se encontraban en aquel lugar mirando el singular edificio con aquella especial emoción que produce cualquier monumento, iglesia o paisaje cuando es visitado con motivo de unas vacaciones, pero acrecentada sin duda en este caso por la curiosidad de ver en aquellas piedras la impronta de dos culturas. En efecto, si ahora constituían en verdad un soberbio y hermoso templo de aire renacentista, no era menos cierto que antes habían formado parte de bellos monumentos mayas, de los que los españoles las habían tomado para construir la iglesia. Al servicio de Kukulkán en el pasado, al servicio de Jesucristo en el presente. Pero no todos los que se encontraban aquella mañana frente a la fachada principal de la catedral podían considerarse admiradores de su arte. En efecto, uno de ellos pasó por allí sin detenerse ni siquiera un momento a disfrutar de la belleza del edificio. El individuo en cuestión era un hombre de unos cincuenta años, algo obeso, de piel cetrina, bigote recto, vestido con un traje fresco y veraniego, de colores claros, y tocado con un sombrero "panamá". Pasó entre los grupos de turistas como si no estuviesen allí, y penetró decidido a través del amplio umbral de la catedral. Una vez dentro del recinto, tras quitarse el sombrero, se detuvo unos instantes, seguramente para dar tiempo a que su vista se adaptase a la luz, mucho más débil allí dentro que en el exterior. Tal vez por un momento pasó por su mente la razonable idea de quitarse también las gafas de sol con que cubría sus ojos, pues llevó la mano hacia las mismas. Pero tras dudar unos segundos, decidió permanecer con ellas puestas. 110 Cuando comenzó a distinguir con suficiente claridad, avanzó por uno de los corredores laterales entre las hileras de bancos de madera, hasta alcanzar la proximidad de uno de los altares. Allí, sentado en un rincón, se encontraba un hombrecillo enjuto, vestido con un vieja prenda de color blanquecino, un huipil algo ajado, que apenas guardaba ninguno de los bordados de color que en algún momento llevó en el pasado. Le cubría además el cuerpo en bandolera una pieza de vieja tela, como una amplia cinta, de color rojo y azul en bandas alternas. Y entre las manos, apoyada en sus rodillas, sostenía una prenda de forma embudiforme, con un par de cintas de colores apagados. No era otra cosa que el viejo sombrero con el que cubría su cabeza antes de llegar a aquel lugar. -¿Por qué me llamaste, viejo jaleb?- Musitó el recién llegado, tras sentarse a escasa distancia del hombrecillo. -Este viejo perro, como usted le llama, puede que merezca mejor trato que ese. Tengo noticias de algo que puede interesarle. La voz salió como un murmullo por debajo del negro bigote casi filiforme de aquel hombrecillo. -¿Tiene que ver con la antigua estela? -Pudiera, no más, estar equivocado. Ayer, casi por casualidad, sorprendí a unos extranjeros platicando sobre alguien al que van a buscar muy pronto, pues está extraviado o perdido en medio de la selva. -Uno de tantos gringos que se extravían en la selva... ¡Qué tontería! -No uno cualquiera... un profesor. -¿Un sabio? -Para usted podría ser un sabio. No para mí, que tengo solo por sabios a los ancianos y ancianas de mi pueblo. -¿Y que hay, no más, de ese wise man? -Los hombres que le van a ir a buscar hablaron de no sé que diantre de pistas, que parecen mostrarles que su manito se haya en algún sitio donde habitan mayas. Hablaron de un rey y dos sabios, sobre algo que no entendí de un grabado y un sueño. 111 -Aristeo, viejo coyote, eso que dices suena interesante. ¿Será posible que ese scholar haya logrado lo que yo no he podido conseguir en tantos años? Si fuese así... ¡Cuate! Toma, y procura averiguar más sobre ese sabio y sus amigos. Cuando te enteres de algo más concreto, me lo haces saber. -Gracias, señor. - El enjuto hombrecillo tomó los billetes que discretamente el otro le ofreció, y los colocó con presteza bajo aquella sucia bandolera que le cubría. - Confiad en vuestro fiel Aristeo. -Ándale ya, pues. Hasta pronto, Aristeo. -Hasta muy prontito, espero, señor. Y tal y como había llegado, con su "panamá" o "jipijapa" calado, con paso algo descuidado, sin volver la cabeza, aquel hombre marchó de la catedral de Mérida sin detenerse ni siquiera un instante a contemplar el recio estilo renacentista de la fachada, y sin dedicarse ni siquiera unos minutos a buscar entre sus piedras alguna de aquellas que aun hoy en día muestran en su superficie las entalladuras del relieve de algún glifo maya. 112 VI Pablo y Fermín encontraron con facilidad el Hospital Infantil de Mérida a pocos quilómetros al norte de la ciudad. Se trataba de un pequeño centro pediátrico de cuatro plantas de altura y algo más de una hectárea de extensión, complementado con dos pequeños edificios de menor alzada, situados a ambos lados del edificio principal. El edificio menor, situado a poniente, era de paredes lisas, apenas sin ventanas, y del mismo surgían una serie de chimeneas por las que emanaban leves columnas de humo. Todo hacia pensar que en aquella parte del complejo se hallaban las cocinas y los servicios de climatización. El otro edificio anexo, de una sola planta, parecía de lejos un peculiar vagón de ferrocarril, por la presencia de una serie de ventanas, todas iguales, acristaladas y cubiertas por el interior con cortinas de colores vivos. El edificio central, que era el hospital propiamente dicho, tenía capacidad para mantener hospitalizados cerca de doscientos niños. Contaba con laboratorios, quirófanos, y los demás servicios generales de un buen hospital, y tenía fama en la región de ser un lugar en el que el trato que recibían tanto los enfermitos como sus padres o familiares, era siempre muy amable y correcto. De ello se vanagloriaban los miembros del staff, y era una constante en las inquietudes del doctor Blas Campos, el director médico, que aquella fama no se echase a perder y por el contrario, se mantuviese o acrecentase cada día un poco más. Desde que acabó la construcción de aquel pequeño hospital, financiado en buena parte con fondos de la UNICEF, y destinado especialmente al estudio y al tratamiento de las enfermedades infecciosas y parasitarias en la edad infantil, el doctor Campos se había hecho cargo del laboratorio de microbiología y parasitología, y desde hacía un par de años ostentaba también la dirección médica del centro. Pablo y Fermín llegaron hasta allí poco antes de las diez de la mañana, en un taxi que les dejó frente a la gran entrada acristalada del mayor de los edificios. Entraron en el pequeño vestíbulo del hospital y se dirigieron al mostrador de recepción, donde se 113 presentaron y preguntaron a continuación por el doctor Campos. Y apenas dos minutos más tarde le vieron aparecer, bajando por la escalera desde la planta superior. De estatura regular, algo corpulento, y no más de cuarenta años de edad, era un auténtico ejemplar de mejicano, con un voluminoso bigote a lo Pancho Villa, cabello corto, negro y lacio, piel algo cetrina y unos ojillos negros de mirada viva, y en cierto modo pícara. Vestía con una camisa de elegantes dibujos coloreados, y llevaba puesta una bata blanca impecablemente lavada y planchada. -¡Mis buenos amigos! ¡Qué placer recibir la visita de ustedes! Y que honor, también. La fama de su excelente instituto allá en Barcelona nos llegó incluso a este humilde hospital de Yucatán. -¡Doctor Campos! También para nosotros es un placer el visitarle. Permítame presentarle a Pablo Guerreiro, mi segundo en el laboratorio. -Encantado, Pablo. Pero, por favor, amigos míos, llámenme Blas, así, no más, sin cumplidos. Pero vengan, vénganse conmigo. Vamos a mi despacho. Roberto, para cualquier cosa que fuera yo menester, voy a estar reunido con estos señores en mi despacho. ¿Les apetecerá que nos tomemos un café? ¿Sí? Lindo, pues. Encárganos unos cafesitos y haz que nos los lleven allí en unos minutos. Y mientras les guiaba hacia el laboratorio donde tenía ubicado su despacho, el doctor Campos fue comentándoles acerca de la ventaja de tener pacientes de prácticamente todo el país, puesto que ello le había permitido tener excelentes amigos en todas partes. Y precisamente de los padres de un niño de San Cristóbal de las Casas, ingresado el año anterior - y felizmente restablecido de una disentería - obtenía un excelente café, cultivado en el estado de Chiapas, café que en pocos minutos tendrían la fortuna de degustar. -Pasen, amigos, y tomen asiento. Y no sufran ustedes ahorita por mi trabajo. He concluido los pases de visita que hacemos conjuntamente con los médicos de planta. Así que, como quien dice, dispongo de un par de horitas largas hasta que salgan del laboratorio los primeros resultados. Tomen estas sillas... Fermín, 114 siéntate en esta... esta otra para ti, Pablo. ¡Ah! Aquí tenemos nuestros cafesitos. Ándele, muchacho, entre y déjelo todo encima de la mesa. Un joven camarero entró en la estancia, llevando en las manos una bandeja rectangular, que por su aspecto parecía hecha con tiras de henequén entrelazadas o un material similar. Sobre la bandeja portaba tres hermosas tazas de cerámica. Llevaba también un voluminoso azucarero y una jarra de la que escapaban tenues volutas de vapor con un agradable aroma a café. Colocó las tazas, cada una con su plato y cucharilla, frente a cada uno de ellos, y depositó en el centro de la mesa el azucarero y el recipiente con el café. Hecho esto, agarrando bajo un brazo la bandeja, se retiró dando cortos pasitos hacia atrás y sonriendo sin decir palabra. Hizo una leve inclinación, y desapareció tras de la puerta. -Antes que nada, amigos míos, voy a servirles una taza de este magnífico café del que les hablé. Les recomiendo que no le vayan a poner demasiado azúcar. El aroma natural y el gusto excelente de esta infusión merecen que no se les oculte. Esto diciendo, el doctor Campos sirvió una generosa ración de café en las tazas de Fermín y Pablo, y en la suya propia. Se sirvió apenas una punta de la cucharilla de azúcar, y mientras ellos lo añadían a su gusto en sus tazas, agitó suave y lentamente la negra y aromática infusión. Se detuvo al cabo de un minuto, y llevó la taza a sus labios. Bebió un trago, y paladeándolo con agrado, se recostó en su butaca. -Hablemos, amigos míos. Pocas cosas hay que me agraden tanto como los ratos de descanso en que puedo degustar un buen café, cómodamente sentado junto a mis amigos... y mantener, de este modo, lindas pláticas. -Debo confesar que este café es excepcional. Nada tiene que envidiar a los que se producen en países más al sur, como Colombia o Brasil. -Yo incluso diría, Fermín, que este agradable café supera a algunos de los que en ocasiones he probado procedentes de países 115 con tradición y fama cafetera. Realmente, amigo Blas, invita a tomarlo relajadamente. -Y como dices, es el complemento adecuado para mantener una agradable conversación, tranquilamente sentados alrededor de la humeante cafetera. Y ya que hablo de conversación, voy a exponerte el motivo de nuestra visita. No sé si te dieron detalles desde el Instituto. -Únicamente me avisaron de la llegada de ustedes hoy. Pero, dime, Fermín, en que puedo ayudarles. -Podríamos decir que este viaje era para mí una asignatura pendiente. Estuve en Yucatán en un par de ocasiones hace como diez años, con motivo del congreso de la Sociedad Internacional de Microbiología, y con ocasión de una reunión de trabajo de la comisión de Paludismo de la OMS. En aquel entonces pude dar inicio a una serie de estudios que quedaron en cierto modo incompletos. Y en los últimos años han sido numerosas las ocasiones en que me ha pasado por la mente el regresar de nuevo. Y por fin se me presentó la oportunidad de hacerlo, con motivo del viaje que nos ha traído hasta aquí a Pablo y a mí. Claro que... Bueno, debo confesarte que en principio no entraba en nuestros planes esta visita a vuestro excelente hospital. Simplemente por que yo ignoraba hasta ayer mismo que existiese este centro de referencia en medicina tropical tan cerca de Mérida. -Lo entiendo muy bien. Nuestro hospital es muy nuevito. Cuando tú estuviste aquí la última vez no estaba a buen seguro ni en proyecto. Y casi todos los chamaquitos que tenemos ahorita ingresados, ni siquiera habían nacido. -Sin embargo, y afortunadamente, nuestro ilustre colega y común amigo el profesor Van Moer nos hizo saber de ti y de tu hospital y nos recomendó esta visita. -¡Un hombre magnífico el profesor! Tuvimos el honor de tenerle aquí entre nosotros hace pocas semanas. Una estancia de provecho para todos. ¡Aun lo recuerdo, sentado ahí en la silla, platicando con su habitual agudeza, saboreando una taza de café! Fue una experiencia muy linda el tenerlo albergado entre nosotros... 116 Por cierto, ¡Qué olvido, amigos míos! ¡No había pensado en su alojamiento! ¿Tienen ustedes un buen hotel? Puedo ofrecerles una habitación en el pequeño edificio anexo al hospital. Es como un sencillo hotelito destinado a las mamás de algunos de nuestros chamaquitos. -Muchas gracias por tu ofrecimiento, pero estamos alojados junto a unos amigos en un buen hotel de la capital. -Como dice Pablo, tenemos ya solucionado ese tema. Pero creo que debo aclarar un poco las cosas con relación a nuestra visita a Yucatán. Podríamos decir que nuestro viaje es algo peculiar. No podemos por el momento realizar un stage en vuestro magnífico hospital, aunque es algo que sin duda haremos en otra ocasión con sumo agrado y provecho. Pero en este momento, ni la medicina ni la microbiología son el motivo principal que nos ha traído desde España hasta aquí. En realidad estamos embarcados en una expedición que tiene el propósito de hallar la pista de Luis Trévelez, un joven arqueólogo e historiador que desapareció hace algunas semanas en el espesor de las selvas que cubren las tierras meridionales de la península. Dado que por ese motivo teníamos que emprender este viaje, decidí que podíamos matar dos pájaros de un tiro, aprovechando para hacer algún tipo de trabajo médico durante nuestra estancia aquí, en vuestra tierra. -¿De modo que van ustedes a participar en una especie de expedición de rescate o búsqueda? -Así podríamos llamarla. Y claro está, las posibilidades de prospección de datos epidemiológicos sobre patologías locales, dependerán de la ruta que vayamos a seguir en esa expedición. Mi idea es recoger datos sobre el terreno de la presencia de determinadas parasitosis y hacer como una pequeña encuesta epidemiológica. Y aquí viene donde te pedimos tu colaboración. De acuerdo con la ruta por la que pensamos desplazarnos, podrías indicarnos cuales son las patologías que de forma más probable vamos a encontrar. -¿Cuál va a ser esa ruta? 117 -Aunque no es algo definitivo, puesto que somos varios los participantes en la expedición y debo someter a su opinión mi proyecto, mi intención es reproducir la ruta que siguió hace unos meses el propio Luis Trévelez, en su viaje de estudio arqueológico. -¿Arqueológico? ¿Cuál era la finalidad de ese viaje? -En líneas generales Luis Trévelez se proponía estudiar en detalle determinados asentamientos mayas, en especial los correspondientes al período clásico. Por lo visto buscaba lo que, en forma resumida podríamos llamar el legado cultural perdido del pueblo maya. -¡Qué interesante! Miren, amigos. Creo que antes de decidir nada más, deberían ustedes platicar con don Arcadio Botín. -¿Arcadio Botín? -Es... ¿cómo se lo diría? Es un filósofo, un humanista, un hombre muy culto. Don Arcadio, al que me honra decir que me une una buena amistad, es un eminente arqueólogo ya retirado. Dejó hace algunos años el trabajo de campo en los sitios arqueológicos, para reemplazarlo por un merecido descanso en una hermosa propiedad que disfruta en las afueras de la ciudad. De vez en cuando nos vemos al atardecer en algún café en Mérida, y les aseguro que sus pláticas son una fuente de saber y de sentido común. Tiene un gran conocimiento del pasado de nuestra tierra, de su presente, y a veces creo que también una clara visión de lo que nos puede deparar el futuro. Como estudioso activo de la arqueología del pueblo maya que fue en su momento, estoy seguro que se interesará muchísimo por ese asunto de la desaparición de un colega. Antes de embarcarse en esa expedición que dicen ustedes que van a llevar a cabo, deberían exponerle el asunto a don Arcadio. De seguro que sus consejos les han de ser de utilidad para trazarse la ruta más adecuada. Y sobre esa ruta ya nos plantearíamos después las posibilidades de estudio médico. De modo que si nos les parece mal, vamos a ver si puedo concertarles una entrevista con don Arcadio. -Nos parece una idea excelente. -¡Más que excelente, magnífica! 118 -No te sorprenda el entusiasmo de Fermín. Él no te lo ha dicho, pero es un gran aficionado al estudio de las culturas antiguas, y creo que, sin riesgo de equivocarme, puedo también calificarlo de mayólogo experto. -Meramente aficionado, Pablo. -¡Ah! En ese caso de ninguna manera podemos dejar pasar la oportunidad de que conozcas a don Arcadio. Vamos a ver... precisamente esta tarde estaba citado con él, para una de nuestras ocasionales tertulias, en un lindo café del centro de Mérida. Si vienen ustedes podríamos pasar allí un buen rato. Podríamos incluso cenar juntos. Tienen - a parte de un excelente café - una gran variedad de bebidas y comidas, y el mejor surtido de antojitos. -¿Antojitos? -Creo que ustedes les llaman tapas. -Me parece una idea excelente. Y creo que los demás van a estar de acuerdo. Cenaremos todos allí. -¿No habrá inconveniente en que vayamos todos? Quiero decir que tal vez haya que reservar mesa. -No hay problema, Pablo. ¿Cuantos son ustedes? -Nosotros dos, Mari Luz, el profesor Felices y los Ortigosa. Seis personas en total. -Ya me ocuparé de que tengamos un buen lugar. ¿Qué les parece si quedamos a eso de las siete y media? -De acuerdo. -Pues a esa hora les espero en el Café Prosperidad. De modo, amigos, que creo que podemos ahora posponer toda decisión sobre los aspectos médicos de su expedición hasta ver que resulte de nuestra reunión con don Arcadio. -De acuerdo, de acuerdo. Y... ya que estamos aquí, y puesto que no hemos de regresar a Mérida hasta mediodía, podrías enseñarnos un poquito tu laboratorio. -Naturalmente. Pero antes vamos a saborear una segunda taza de este excelente café. Y esto diciendo, el doctor Blas Campos tomó la jarra, y volvió a llenar las tres tazas con la negra y humeante infusión. A 119 continuación, echando un poco más hacia atrás el respaldo de su cómoda silla, llevó su taza a sus labios, y comenzó a beber a pequeños sorbos su café. 120 VII Cuando aquella misma mañana Carlos Ortigosa y el profesor llegaron a casa de Aureliano, éste no se hallaba allí. Su esposa, una diminuta mujer de rasgos netamente mayas, como el propio Aureliano, salió a la puerta a recibirles. Iba vestida con una sencilla blusa blanca y una larga falda de tejido basto de tono gris, y llevaba el cabello, aun totalmente obscuro, recogido en dos largas trenzas. Una sonrisa dulce iluminó su cara, en la que numerosas arrugas por todas partes daban idea de que en algunos momentos de su vida había tenido que pasar penalidades y esfuerzos notables. -¡Profesor, señorito Carlos! Pasen, por favor, pasen. Aureliano ya me dejó dicho que posiblemente vendrían ustedes. Suban a la terraza, detrás de la casa. Por aquí... Siéntense ustedes, pónganse cómodos. -¡María! ¡Qué alegría verla de nuevo! Vamos adentro, sí. Y bueno... ¿Dónde está tu marido? -Salió esta mañana muy temprano. Ha marchado con el chevrolet a Progreso, a llevar un grupo de gringos que van a pasar allí unos días. Pero no creo que tarde ya mucho en llegar. -¿Y donde se han metido vuestros nietos? -Los chamaquitos están todos en una fiesta que organizan en la escuela de la iglesia. Van a comer hoy allí. Y díganme, ¿qué les apetece tomarse? ¿Les sirvo un refresquito, o un tequila? -A mí me va el refresquito ¿De qué será? -Le puedo servir un buen vaso de pozole. -¡Perfecto! -¿Y a usted señorito Carlos? -¿Que maravilla es esa del pozole? -Póngale, póngale también a don Carlos un vaso de pozole. Vas a tener la oportunidad de probar una bebida maya, cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos. Como no podía ser de otra manera en esta tierra, en su preparación se utiliza el maíz. -¿El maíz? 121 -Así es, Carlos. El maíz, hinchado con agua y luego molido. Es como una versión yucateca de las aguas de diversos cereales que se preparan en nuestra vieja Europa desde hace milenios. Desde el primitivo kikeón griego, a nuestra habitual agua de cebada. -Ya no tan habitual. Nuestros niños y jóvenes han ido cambiando la zarzaparrilla y el agua de cebada por bebidas más modernas como la coca-cola. -Igual pasa aquí en Yucatán. Nos van invadiendo esos brebajes yanquis. Tengan, sus vasos de pozole. -Muchas gracias, María. Pero bueno, haz el favor de sentarte aquí con nosotros. Total, si tienes a los nietos colocados, no tendrás demasiado trabajo en la cocina. Y supongo que vuestros hijos deben estar, como siempre, trabajando en el campo. Recuerdo que no aparecían por aquí hasta el anochecer. -Está bien, me sentaré un ratito. Pues sí. Los dos muchachos, Manuel y Augusto, y sus dos mujeres, están ahorita mismo en las milpas. Por cierto, que en sus pocos ratos libres están construyéndose unas casitas justo aquí al lado. Miren ustedes, ahí, junto al camino. Miraron hacia donde la buena mujer les indicaba. La casa o ranchito de Aureliano y su familia, una sencilla vivienda de dos plantas, estaba situada en las afueras de la ciudad. Desde la terraza a la que habían subido para tomar los refrescos al abrigo de un toldo de hojas de palma, vieron que en el límite de la granja familiar, que rodeaba por tres cuartas partes al sencillo ranchito, se estaban edificando otras dos sencillas viviendas algo menores, y junto a ellas se veían a medio levantar una serie de vallas que indicaban que cada una de ellas contaría en el futuro con su pequeña granja, donde poder criar algún cerdo o algún ave de corral. Más allá, a pocos metros de las granjitas, se observaban amplios espacios plantados de maíz. En medio de aquellos sembrados se hallaban trabajando en aquel momento los dos hijos de Aureliano y María, junto a sus esposas. 122 -Nuestra casa se estaba haciendo pequeña ¿comprenden? Pero muy prontito tendremos ya a nuestros hijos cada uno en su propio hogar. -Los tendrán ustedes muy cerca. -¡Ah! ¡Y cuanto que me alegro de ello! Así podremos seguir ayudándoles con los nietos. ¡Y bien que se lo merecen! Desde que ellos se hicieron cargo de las milpas, Aureliano se ha podido dedicar a lo que más le agrada, a guiar a turistas y todo eso. Por cierto, creo que ustedes van a llevárselo otra vez. -María, tienes un marido que es un guía extraordinario. Resultó un magnífico colaborador en nuestro anterior viaje, cuando nuestro objetivo era simplemente el estudio de las hermosas ruinas de vuestros antepasados. -Quiere usted decir, profesor, que ahorita que lo que buscan es al señorito Luis, aun le necesitarán más. -Más o menos eso es lo que quería explicarte. -Amigos míos, don Carlos, profesor... Saben que estoy orgullosa de que mi Aureliano pueda serles útil... Y, para que engañarles, los buenos pesos que se ganó con ustedes nos fueron muy, pero que muy bien. No solo alcanzaron para la compra del chevrolet, sino que nos permitieron hacer algunas reformas. -¡Cómo me alegro! ¿Cuales fueron esas reformas? -Miren ustedes... La buena mujer les señaló un alto palo de madera, situado como a veinte metros de allí, hasta el que llegaban unos cables procedentes de la ciudad. De ese poste, tras pasar por unos grandes aisladores de cerámica blanca, los cables descendían hasta la pared de la vivienda. -¡Tienen ustedes electricidad! -Sí. Pudimos costearnos la instalación. Y no solo eso. Ahorita mismo están ustedes beneficiándose de nuestras mejoras. Su pozole está tan fresquito porque no más recién lo saqué de nuestra fresquera eléctrica. -De modo que tenéis nevera. 123 -Y más cosas. En el piso bajo, en el comedor grande donde cenamos todos juntos normalmente, en la cocina, y en las habitaciones, en todas hemos puesto luz eléctrica. -¡Eso es magnífico, María! -Mis nietos y nietas están encantados. Los mayorcitos saben leer, y a los pequeños poco les falta. Y se traen libros de la escuela, y los leen aunque sea de noche. Pero miren, miren... ahí llega Aureliano. Ya les ha visto. En un momento estará aquí arriba. ¡Virgencita! ¡No viene solo! ¡Miren, miren! ¡Doñita Carmen! ¡Y una linda joven! En efecto, Aureliano había aparcado el chevrolet a pocos metros del ranchito, y había bajado apresuradamente para poder abrir una de las puertas posteriores, y de ese modo ayudar a bajar a sus dos pasajeras, que no eran otras que Carmen Ortigosa y Mari Luz. -¡Qué agradable sorpresa! Como me alegro de poder ver también a su esposa, don Carlos. Y esa muchacha... no me digan nada... es igualita que el señorito Luis. ¿Es su hermana? -Sí, María. Ha venido con nosotros a Méjico en busca de su hermano. Pero creo que ya suben por la escalera... aquí les tenemos. Carmen Ortigosa llegó la primera, llevando a Mari Luz de la mano. Tras de ellas, Aureliano, con su sonrisa de buen niño. -Miren quienes les traigo. -Cariño, que sorpresa. No os esperábamos por aquí. Dame un beso. Señorita Trévelez, conoce ya usted a nuestro magnífico guía, Aureliano. Pues aquí tiene usted a María, la digna compañera de tan excelente hombre. -Encantada, señora. Mari Luz tendió la mano a la buena mujer, sonriendo. Y María la tomó entre las suyas y la besó. -Es usted una muchacha muy dulce y muy linda. Su hermano, el señorito Luis, me habló de usted. -¿Le habló de mí? -Sí, mi niña. Y muy bien, por cierto. Y me dijo que usted era muy linda. Pero no pensé que lo fuese tanto. 124 -También usted debe de haber sido muy hermosa de joven. Aun ahora es una hermosa mujer. -¡Ay, mi niña! Sí que fui linda... mi Aureliano se lo puede decir. Aunque ahora, a mis años... Pero, por favor. Tomen asiento todos. Les voy a traer un refresco. ¿Y les apetece algún antojito? -Trae más pozole para las señoras, y ponte tú también un vaso, María. Pero a mí tráeme un tequila... Y, sí, tienes razón, tráenos también algún antojito. Unos chiles, tomate y aguacate, por ejemplo. -Y bien, Carmen. - Carlos Ortigosa acercó unas sillas a la mesa situada en el centro de la pequeña terraza, y acomodó en ellas a las recién llegadas, al tiempo que Aureliano se sentaba en otra silla, junto al profesor, al otro lado. - ¿Cómo ha sido encontraros con Aureliano? -Nos ha recogido hace unos minutos, frente al hotel. -Sí. Estábamos a punto de entrar en el hotel, de vuelta de pasear un rato por los alrededores del mercado de Chetumalito, cuando nos vio al pasar enfrente con su chevrolet. Nos dijo que había quedado en su casa con vosotros, y que podía traernos hasta aquí. Y aquí estamos. Por cierto, que antes de subir al coche, nos vio uno de aquellos amables jóvenes botones del hotel, y salió corriendo a darnos un recado. Por lo visto, Pablo y Fermín nos han llamado esta mañana desde ese hospital que pensaban visitar. -¿Y cual era el recado? -Bien, aunque Mari Luz lo explica de esa manera, lo cierto es que Fermín había llamado y dejado un recado personal para ella. Carmen miró a Mari Luz sonriendo, y le guiñó un ojo. - No seas egoísta. Déjanos ver el mensaje. Lo llevas ahí, dentro del bolso. Mari Luz sacó un papelito de su bolso, y se lo pasó a Carmen. - Dice así: A la atención de la señorita Mari Luz Trévelez: Querida Mari Luz. Si ves a los demás - los Ortigosa o el Profesor Felices - diles, por favor, que aplacen toda decisión sobre nuestra expedición hasta que hayamos tenido esta noche una reunión de trabajo todos juntos, con el doctor Campos y un amigo suyo. Ya te daré más detalles. Fermín. 125 -Cariño, es muy lógico que Fermín haya dirigido el mensaje a nuestra querida amiga, Mari Luz. Del mismo modo que yo, en caso similar, te lo habría dirigido personalmente a ti. Ella es la persona que acudió a él un buen día y le pidió su ayuda. Ella es la persona que le ha traído a Yucatán. Fermín está aquí dispuesto a ayudarnos a todos a encontrar a un amigo. Pero yo estoy seguro, querida señorita, que fundamentalmente está aquí por usted. -Lo cual no tiene nada de extraño, pues es usted, mi niña, una muchacha muy linda. Y tendría que ser un bobo ese Fermín del que ustedes hablan si no lo hubiese notado. -Gracias, María. Y ustedes, no digan esas cosas. Fermín es una persona noble y buena, que está dispuesto a ayudar allí donde le necesiten. Hace poco que le conozco, pero estoy segura que se ha embarcado en esta expedición no solo por mí, sino también por Luis y por todos sus amigos, ustedes. -Opino como tú, Mari Luz. Fermín es una persona excelente. -Y además, sabe realmente mucho, pero mucho, sobre el pasado de los mayas. Estoy convencida que su pasión por ese antiguo pueblo, parecida a la de mi hermano, puede guiarle por caminos a los que no podemos acceder los demás. Y además, Fermín sabe lo de mi sueño, y... -Mari Luz, pequeña. No hace falta que le defiendas. Estamos de acuerdo contigo en todo sobre Fermín. -Bien. Vamos a ser prácticos. El profesor y yo habíamos venido esta mañana hasta aquí con la finalidad de comenzar a planificar nuestro viaje junto con Aureliano. Pero parece ser que, por el momento, vamos a posponer el hacer planes hasta esta próxima noche. Propongo que volvamos al Hotel, y allí encontraremos a Pablo y Fermín, que nos darán más detalles. -Yo creo, cariño, que deberíamos invitar a nuestro guía-jefe a esa reunión. -Usted me honra, doñita. ¿Lo cree necesario? -Sin duda. -Miren ustedes. Quédense unos minutos más y acábense el tomate y el aguacate que les puse. Después, mi marido les llevará de 126 vuelta al hotel, y allí podrán arreglar ustedes con él lo de esa reunión. -Creo que Maria tiene razón. Beban, amigos, beban y coman. Después, en pocos minutos les dejaré de regreso en el Trinidad. 127 VIII Pocos momentos hay a lo largo del día en que el café bar Prosperidad se encuentre medio vacío, y no se viva en él un constante ir y venir de sus vistosos y elegantes camareros, acudiendo a las numerosas mesas, en las que gentes de dentro y fuera de Mérida aprovechan para beber una cerveza o para degustar sus excelentes comidas típicas. Sin embargo, hacia las seis horas de aquella tarde el ambiente era bastante tranquilo. Es cierto que un regular número de mesas se hallaban ocupadas, pero sus ocupantes eran gentes amantes de pasar un rato relajados, degustando un café o refrescándose con alguna de aquellas bebidas frías, que los dueños del local gustan de servir siempre acompañadas de simpáticos y agradables antojitos. Tampoco estaban presentes en aquellos momentos los habituales grupos de músicos o mariachis que muchas veces, en especial a la hora de la comida o de la cena, amenizan el popular local. Posiblemente por todo ello, cuando el doctor Blas Campos llegó al café Prosperidad encontró a don Arcadio colocado en una de las mesas más apartadas hacia el fondo del local, con su silla recostada hasta la pared, un gran vaso de cerveza vacío frente a él, su sombrero panamá cubriéndole los ojos y la frente, y emitiendo unos sonidos regulares que indicaban que el ilustre mayólogo estaba aprovechando para echarse una siestecita. -A las buenas tardes, don Arcadio... -Uh... ¡Ah! ¡Amigo Campos! Ya ve, aquí estaba, tras beberme una cerveza, viajando en sueños por las selvas de nuestra península, como solía hacer años atrás. Estaba en estos momentos a punto de penetrar en una cripta extraordinaria de una hermosa pirámide, cuando me despertó usted. Pero me alegro de ello. ¡Quién sabe, amigo Campos, los peligros que me acechaban en mis sueños en el interior de esa cripta! Pero bueno, siéntese no más, y cuénteme como les va, allá por el hospital. 128 El doctor Campos tomó una silla, y se sentó frente a su viejo amigo, el veterano arqueólogo retirado, que con sus casi setenta y cinco años, mantenía una vitalidad envidiable en su enjuto y vigoroso cuerpo de explorador. Sus ojos, de bondadosa y simpática mirada, brillaban en su rostro, de piel seca y rojiza, rematado en la barbilla por una breve perilla absolutamente blanca, del mismo color que su cabello, fuerte y abundante para su edad, que llevaba cortado de modo que parecía cubrirle el cráneo un espeso cepillo de tupidas púas blancas. -No van mal las cosas. Tenemos un buen número de pequeños enfermitos a punto de marchar a su casa. Puedo decir, con gran satisfacción, que en los últimos tiempos el índice de curaciones entre nuestros chamaquitos es notable. Lejos quedan los tiempos de los brotes de cólera, y de casos de severas fiebres terciarias. Y ya que le hablo del hospital... hoy he tenido una agradable visita. Dos colegas europeos, de un excelente centro privado de investigación en medicina tropical, allá en España, han tenido la deferencia de acudir a mi modesto laboratorio, para efectuar cierta consulta.¡Pero qué curioso! Han resultado las cosas de tal manera, que en realidad, la consulta más bien iba dirigida a usted, Arcadio, que no a mí. -Explíquese usted, doctor Campos. ¿Cómo van a querer nada de mí dos colegas suyos? -Bien. El caso es que ellos han venido a Mérida con la finalidad de emprender la búsqueda de una persona, un joven historiador de su país, desaparecido semanas atrás en el sur de la península, durante una expedición arqueológica. -¡Ándele ya, amigo mío! ¿Y hacen falta dos médicos para buscar a un arqueólogo? -Por lo visto, uno de ellos, además de un buen especialista en medicina tropical, es un estudioso de las culturas primitivas, y al parecer, al menos en el campo de las teorías, un aceptable mayólogo. Y si se vino acá, a Yucatán, fue sobre todo en esa su condición de experto en las culturas de nuestros antepasados. Pero pienso que mi colega, el doctor Fermín Ceballos, no quiso dejar de 129 lado la oportunidad de traerse a su ayudante, con la finalidad de aprovechar su estancia en nuestra tierra para llevar a cabo una tarea de estudio de nuestras dolencias y enfermedades. Por ello han estado en mi laboratorio esta mañana. -¿Pero cual es realmente ese asunto que le trajo aquí? -Pues el ayudar a unos amigos suyos a dar con el paradero de un joven posgraduado en historia, que desapareció, como le digo, en las selvas del sur de Yucatán. -¿Y donde intervengo yo en ese asunto? -Con todo mi respeto, he creído que no podían ponerse en marcha sin antes consultarle a usted, don Arcadio. -Me halaga usted, amigo mío, pero... -Y además, creo que usted va a interesarse mucho cuando sepa los motivos que condujeron al arqueólogo desaparecido hasta nuestras tierras. -Se refiere usted a la leyenda... -Literalmente me dijeron que don Luis Trévelez - así se llama ese joven arqueólogo - llevaba la intención de visitar de forma muy especial los asentamientos mayas correspondientes al período clásico, ya que al parecer buscaba algo que podría resumirse como el legado cultural perdido del pueblo maya. -Uhm... No es el primero, ni será, posiblemente, el último que vaya detrás de esa leyenda. ¿Tendría noticia de la estela encontrada cerca de Tikal, en mi expedición de 1968? Esa piedra, desgraciadamente perdida, es la única prueba de que puede haber algo de cierto en esas legendarias historias que nos hablan del refugio ignorado que ocultó a los mayas junto con todo el tesoro de su elevado conocimiento. -En unos minutos podrá usted preguntarles. He quedado con mis colegas y con sus compañeros de expedición, aquí, en el Prosperidad, para cenar todos juntos esta noche. -¡Una cena aquí! ¡Excelente idea! -Y ya que vamos a reunirnos en total ocho o nueve personas, me atrevo a sugerirle que traslademos nuestra tertulia a una mesa más adecuada. 130 -Lindo asunto este. De acuerdo, de acuerdo... Creo que para mejor y más a gusto platicar, y por otro lado, para poder obsequiarles con una cena de lo más yucateca, sería bueno que nos pidiésemos una mesa en uno de los pequeños salones de aquí al fondo. -Me he tomado la libertad de hacerlo nada más llegar. Ahorita mismo nos están preparando una mesa en el mejor de ellos. Y para cena, creo que los platos de la comida corrida de hoy van a dejar nuestra cocina en un bonito lugar. Nada falta entre ellos, ni los frijoles, ni el delicioso aguacate yucateco, ni los panchos, ni las tortillas rellenas. Únicamente he convenido con el cocinero que como cosa extraordinaria nos prepare una buena cantidad de huachinango. -Muy bien. Creo que se ha merecido usted un buen trago de cerveza... en el que yo voy a acompañarle con sumo gusto. Mientras nos lo tomamos, esperaremos para pasar a la mesa que nos preparan. ¡Muchacho! Tráenos unas cervezas, aquí a mi amigo el doctor Campos y a mí. -Al momento, don Arcadio, como no. 131 IX Cuando llegaron al Prosperidad aquella noche, éste había adquirido ya su ambiente habitual. El local estaba lleno, con gente local pidiendo comida o bebida, animado y entretenido con camareros que iban y venían con su típica vestimenta, una versión larga del huipil. De modo que Mari Luz, Fermín y los demás pudieron, como bien dicen las guías turísticas, contemplar la verdadera esencia de la ciudad. Guiados por uno de aquellos activos camareros, alcanzaron el comedor semiprivado, donde don Arcadio Botín y el doctor Blas Campos les esperaban consumiendo su segunda, o tal vez su tercera cerveza. Efectuadas las presentaciones de rigor, se sentaron todos a la mesa, y mientras esperaban para la cena, dos camareros fueron sirviéndoles algunas bebidas. -Háblenme ustedes, amigos, de esa expedición en la que don Luis... ¿así me dijo usted que se llamaba, verdad...? en la que don Luis desapareció. -Mi esposa y yo, junto con el profesor Felices, formábamos parte de esa expedición. -Y Aureliano participó también en ella como guía. Es un hombre extraordinario que conoce prácticamente todos los remedios para los muchos problemas que la marcha por la selva suele plantear. No hay situación a la que no sepa encontrar salida, por complicada que parezca. -Doñita, usted me hace mucho honor. Pero creo que exagera. -No hace falta que me diga nada más sobre él, señora Ortigosa. Conocí a Aureliano hace muchos años. Él posiblemente no lo recuerda, pues era bastante joven. -¿Cuándo tuve yo el honor de conocerle, don Arcadio? -Mi buen Aureliano ¿recuerda usted la expedición a Piedras Negras, a principio de los años cincuenta, en la que estuvimos a punto de perder buena parte del material en unos rápidos del río Usumacinta? 132 -Ya lo creo que la recuerdo. Ahora que lo dice... ¡Usted, don Arcadio, era el jefe del grupo de arqueólogos! ¡No me explico como no le he reconocido antes! ¡Mi buen jefesito, don Arcadio! -Treinta y tantos años han cambiado mucho mi aspecto. Mire mi cabello, ahora todo blanco. Y vea mi perilla, último vestigio de mi espléndida barba de otros tiempos. Supongo que Aureliano está ahora aquí para participar en la búsqueda de don Luis. -En efecto, así es. Debo decir que fue el mismo Luis Trévelez el que le contrató en la anterior ocasión en que estuvimos en Mérida. Con lo cual, mi alumno, además de ser un gran experto en el pasado maya, demostró ser también un buen conocedor de los mayas del presente. -Por lo que hace a nosotros, mi ayudante el doctor Pablo Guerreiro y yo mismo, hemos venido a colaborar en lo que sea posible. Por lo que a mí respecta, no voy a regatear esfuerzo alguno para que la señorita Trévelez vuelva a ver de nuevo sano y salvo a su hermano. -De manera que usted es la hermana de don Luis. Posiblemente usted pueda decirme algo sobre las intenciones de su hermano. Mi amigo, el doctor Campos me ha informado de que, según parece, su hermano buscaba un legendario refugio o algo parecido. -Podría decir que sí, pero en realidad él no me habló nunca de un refugió, sino de algo distinto. Bueno, él hablaba de un rescoldo vivo y auténtico del pueblo maya. -Sin embargo, Mari Luz, recuerda lo que dice tu hermano en la ponencia del congreso. En ella menciona unos refugios ocultos. Aquí tengo la copia, miradla, fijaos como acababa: "El día que alguien encuentre esos refugios, habrá hallado con ellos el legado auténtico del pueblo Maya.". -Tal vez si viese su diario de campo, don Arcadio podría hacerse una idea más exacta de las inquietudes de Luis. -Pablo tiene razón. Mari Luz, muéstranos otra vez ese diario. -Además, nos va a ahorrar muchas explicaciones con relación a nuestro anterior viaje. Siguiendo las anotaciones de Luis vamos a 133 poder mostrarle a usted, don Arcadio, la ruta que seguimos en aquella ocasión, y los diversos lugares arqueológicos que visitamos. Mari Luz sacó de nuevo de su amplio bolso aquella agenda forrada en piel. Miró un momento a Fermín, como dudando si debía entregar el preciado objeto, pertenencia de su querido hermano, a aquel rubicundo mejicano. Fermín le hizo un gesto afirmativo. -Lo que usted va a ver es algo fuera de lo corriente. Estoy seguro que opinará como yo. Si alguien es capaz de apreciar en su justo valor la obra de Luis Trévelez, ese alguien es sin duda usted, don Arcadio. -¿Cómo está usted tan seguro de ello, amigo mío? -Desde el momento en que el doctor Campos me habló de usted, pensé que no podía tratarse de una coincidencia. Pero claro, en ocasiones se dan esas casualidades. Pudiera ser que usted no fuese el mismo Arcadio Botín, cuyos trabajos conozco bien. Sin embargo, al poco rato de oírle hablar no me ha quedado la menor duda. Usted es el profesor Botín, el eminente arqueólogo que en numerosas ocasiones ha publicado, desde los años cincuenta hasta hace bien poco tiempo, excelentes artículos en el Journal of Archeology, y en los boletines de diversas universidades norteamericanas. Su último ensayo, en relación con las inscripciones de las estelas de Piedras Negras, con sus hipótesis relativas a una etapa de sequía al final del primer milenio me pareció tremendamente sugestivo. Mire, por favor, con detenimiento, este diario de anotaciones. Conociendo como conozco su amor por el estudio del pasado de sus gentes, y desde su perspectiva de experto mayólogo, estoy seguro que le va a agradar. -¡Ah, amigo mío! Ese artículo lo escribí ya jubilado, por encargo de mi buena amiga Mary Kilburne, profesora de historia de la universidad de Maryland. Me alegra que usted lo haya encontrado interesante. Pero... veamos ya ese diario. Y don Arcadio lo tomó entre sus manos. Lo colocó sobre la mesa frente a él con sumo cuidado, y lo abrió. Luego extrajo unas gafas de un pequeño bolsillo de su blusón, y se las colocó sobre la 134 nariz. Las ajustó adecuadamente y dirigió su mirada al diario. Leyó las notas introductorias de las primeras páginas, en las que Luis exponía en líneas generales los propósitos de su expedición. A continuación comenzó a pasar páginas lentamente. Se detuvo al ver los primeros dibujos de Luis, que representaban unas pequeñas edificaciones ruinosas halladas en las proximidades de Uxmal. -¡Es extraordinario! Es evidente que su hermano es un competente arqueólogo, señorita. Pero es, además, un artista extraordinario. Reúne, estoy seguro, dos cualidades que le hacen un perfecto ilustrador de restos arqueológicos: su sensibilidad y calidad como dibujante, y su amor por el estudio del pasado. Creo que sus ilustraciones nada tiene que envidiar a las del maestro Catherwood. ¡Cómo me gustaría que mi buen amigo don Gualberto Zapata pudiese ver este trabajo! Pero ello no es posible. Él y su esposa están en estos días de viaje. Déjenme ver más, amigos míos. -Si me lo permite, quiero llamarle la atención sobre algunas anotaciones en concreto... ¿Dónde puse mis gafas? -Las tienes en el bolsillo, César. -¡Anda! Es cierto. Vea usted, vea sus comentarios sobre este grupo monumental. Se trata de un conjunto de pequeñas edificaciones alrededor de un templo piramidal. -Siempre supe que el área de Cobá debía esconder mucho más de lo que en un primer momento parecía. Estas ruinas halladas por ustedes vienen a darme la razón. Y veo, por los comentarios que hace aquí su joven amigo, don Luis, que buscaba, en efecto, la entrada a un lugar especial. -Su inquietud se va perfilando mejor en los comentarios que hace más adelante sobre las ruinas de Tulum. Aquí están. -Uhm... En efecto, Fermín. Tiene usted razón. Veo que don Luis es partidario de la hipótesis del colapso y el ocultamiento. Creo que no conocía la leyenda, pero su preparación como historiador y su sensibilidad para los temas del mundo antiguo le habían hecho elaborar una hipótesis que, en esencia, coincide con ella. Pero sigamos leyendo y observando. 135 Por espacio de más de media hora don Arcadio repasó el diario de Luis, con Fermín a un lado y el profesor Felices al otro. Y finalmente, tras leer con detenimiento sus últimas anotaciones, lo cerró y lo entregó de nuevo a Mari Luz. -Por un momento pensé que don Luis podía estar al corriente de la vieja estela. Pero creo que no la conocía. De lo contrario habría dirigido ya de entrada la expedición al sur de la península.- El ilustre mayólogo quedó en silencio por unos instantes. Miró a todos y cada uno de sus compañeros de mesa. - Amigos míos, la cena debe estar ya a punto, y ustedes deben de estar hambrientos. Propongo, pues, que cenemos tranquilamente. Después ya tendremos tiempo de platicar acerca del diario de don Luis. Y veremos cual será el camino más conveniente para nuestra futura expedición. No me mire usted así, amigo Campos. ¿O es que me cree usted demasiado viejo para participar en esta expedición? -¿Quiere usted decir que vendrá con nosotros? -Por nada del mundo me perdería el participar con ustedes en la búsqueda de su amigo, don Luis. De modo, que si a ustedes les parece bien, me sumo a su grupo expedicionario, en calidad de curioso. O de experto consultor, si lo prefieren. -¿Está usted seguro, don Arcadio? -Completamente. Y no se preocupe usted tanto por mi salud. La verdad es que aun me siento capaz, como moderno Quijote, de efectuar una última salida. ¡Ah! Aquí llegan ya los primeros platos de nuestra cena... pasen, muchachos, pasen y vayan dejando todo eso en la mesa. 136 X En opinión de Pablo, la cena fue un éxito desde todos los puntos de vista. Los comensales se habían sentado alrededor de la mesa siguiendo en cierto modo sus indicaciones, pues llevado de su sentido del orden, no pudo por menos que tratar de organizar aquel grupo de personas que se disponían a cenar juntos en aquel agradable saloncito del café-bar Prosperidad. En la zona más próxima a la puerta, enfrente de don Arcadio, se colocó el propio Pablo, junto al doctor Campos. Y entre ellos y el anciano pero activo arqueólogo mejicano, hizo sentar a los demás, a ambos lados de la mesa. A la derecha Fermín, Mari Luz y Aureliano. A la izquierda, el profesor y los Ortigosa, Carmen y Carlos. De esta manera, y por tratarse de una mesa circular no excesivamente grande, pudieron mantener una animada conversación mientras cenaban. Por otro lado, los platos que componían el menú fueron todos recibidos con alegría, y al degustarlos, los elogios hacia la buena cocina del establecimiento fueron unánimes, así como los que se dirigieron al doctor Campos, que había tenido el acierto de encargar aquel conjunto de comidas típicas tan sabrosas. Por lo que hace a las bebidas, cada uno tomó la que de acuerdo a su carácter podía apetecerle más. Y si Fermín, Pablo y el doctor Campos regaron la cena con una magnífica y refrescante cerveza mejicana, Aureliano escogió un fuerte tequila, en tanto que don Arcadio y el profesor bebieron un rico vino de la casa. Mari Luz, por su parte, aconsejada por los Ortigosa, les acompañó en la tarea de probar un excelente vino de importación, procedente de unos afamados viñedos de California. La cena se cerró con abundantes frutas de la variada flora yucateca, todo un detalle por parte del cheff, que acudió en persona a interesarse por el resultado de la cena, y aprovechó para explicarles que, conocedor de la costumbre española de comer fruta en los postres, no había dudado que aquella gran fuente de refrescantes y jugosos frutos tropicales sería el broche más 137 adecuado para aquel ágape. Mari Luz se lo agradeció especialmente, pues en su tierra, por el clima parecido al de Mérida, era cosa corriente comer frutas tropicales o semitropicales en los postres. Por cierto, que Pablo observó con satisfacción como Fermín, pese a proceder de una tierra más fría y norteña, en la que aquel tipo de alimentos no debían ser habituales, no hizo ascos a los frutos que Mari Luz le ofreció pelados y preparados con la habilidad que el consumo cotidiano le habían proporcionado. Por el contrario, los encontró al parecer excelentes. Pablo hacía varios años que conocía a Fermín. Al principio, recién llegado Pablo de Galicia, Fermín era el único amigo que tenía en Barcelona. Fermín le presentó a muchos amigos y amigas, lo introdujo en sociedad, por decirlo de algún modo. Para expresarlo en pocas palabras, Pablo apreciaba mucho a su buen amigo, su jefe y colega. Y si bien era un par de años más joven, por su manera de ser, ordenada y juiciosa, por los avatares de su vida, que le había llevado a estudiar medicina en Santiago, y formarse como microbiólogo en Salamanca, Madrid y -durante un par de años- en Berlín, se sentía como un hermano mayor, con un aprecio casi paternal hacía Fermín. Y en los últimos tiempos Pablo había visto con preocupación como Fermín se había ido entregando más y más a la investigación en medicina tropical y al estudio de las culturas antiguas, y había ido dejando de lado la vida social. No es que se hubiese vuelto un hurón insociable. Al contrario, Fermín era una persona amable y de trato agradable. Pero lo cierto es que en los últimos meses Pablo había dejado ya casi por imposible la tarea de sacar de cuando en cuando a Fermín de entre sus libros y los autoclaves y las probetas del laboratorio. Llevarlo de tapas con el habitual grupo de amigos comunes, salir a cenar, al cine, al teatro, era cada vez más difícil. Y por fin, Pablo veía con satisfacción que en la vida de Fermín se había producido un cambio favorable. Y ello había coincidido con la aparición de aquella hermosa muchacha, Mari Luz, que había conseguido que Fermín estuviese disfrutando de una cena de amigos, nada menos que a miles de quilómetros del Instituto de Medicina Tropical. Cuando aquella 138 mañana en el instituto le habló por vez primera de aquella señorita, para pedirle que acudiese a buscarla a la cafetería, Pablo advirtió que ella había causado en Fermín una buena impresión. La ilusión que vio en los ojos de su jefe y amigo al referirse a Mari Luz, así lo indicaba. Pablo recordaba también el momento en que más tarde los vio juntos, en el despacho de Fermín, hablando ella con calor de su hermano, y contestándole él -Pablo sabía que lo decía con toda sinceridad- que su sueño le hacía sentir optimista, y que, como ella, creía que Luis debía estar vivo. En aquel momento estuvo por dejarlos solos. Y fue porque le pareció que nacía entre ellos una simpatía especial. Ahora, viéndolos juntos, alegres, compartiendo aquellas frutas tropicales, Pablo pensó que no se había equivocado. Llegó por fin el momento del café, al que se apuntaron tan solo el doctor Campos y el profesor Felices. Y cuando la mesa estuvo prácticamente libre, don Arcadio se puso en pie, y volvió a mirar a todos con sus ojillos vivos. -Ha llegado el momento de entrar en materia, mis buenos amigos. Vamos a platicar sobre nuestra expedición. Me imagino que ninguno de ustedes tendrá un mapa de la península de Yucatán... -Conociéndole como le conozco, amigo mío, me he permitido traer uno. Estaba seguro que lo requeriría usted en un momento u otro. Aquí está. Es la última edición del mapa oficial del Fondo de Cultura. Cada centímetro del mapa corresponde a ocho quilómetros en el terreno. Véanlo ustedes. El doctor Campos desplegó y colocó sobre la mesa un hermoso mapa que abarcaba la totalidad de la península del Yucatán, con buena parte del resto de las tierras de Méjico, Guatemala, Honduras, Belize y El Salvador. Abierto sobre la mesa, la gran península quedó a la vista de todos. -Díganme, amigos. ¿Cómo tenían ustedes previsto llevar a cabo la búsqueda de don Luis? ¿Tienen algún plan? -No lo habíamos decidido todavía. -Mi intención es repetir la ruta que se siguió en la primera expedición, siempre y cuando los demás estén de acuerdo conmigo. 139 Puede que de ese modo demos con algún detalle que haya podido llamar la atención de Luis Trévelez durante su viaje. -Doctor Ceballos, amigo Fermín. Permítame que le llame así... -Por supuesto, don Arcadio. -Ya me ha informado el doctor Campos de sus intenciones de aprovechar el viaje para recoger datos sobre enfermedades y dolencias de estas tierras yucatecas. Ello explica que usted haya pensado en esa ruta. Y también su condición de amante de las culturas mesoamericanas. Porque la expedición que llevaron a cabo el profesor y los señores Ortigosa, junto con don Luis Trévelez, entre febrero y abril de este año, fue, estoy seguro, una muy linda expedición. Visitaron en ella lugares muy interesantes. Vean, sino en el mapa. Uxmal, en primer lugar, y después, hacia el este, el magnífico complejo de Cobá, y el interesante enclave de Tulum. Tuvieron el detalle de detenerse en el pequeño poblado de Anohmul, pocas veces bien valorado y escasamente visitado. Y lo mismo puede decirse de su visita a las enigmáticas ruinas de Xunantunich. No hay duda de que don Luis buscaba algo fuera de lo común. Posteriormente visitaron ustedes Tikal, uno de los más interesantes, bellos y sorprendentes enclaves de los mayas del período clásico. Después regresaron a Méjico, y ya en el estado de Chiapas dedicaron unos días a interesantes estudios en la vecindad del río Usumacinta. He visto, por las anotaciones de don Luis, que en los enclaves de Yaxchilán y de Bonanpak observó algunos detalles que le llevaron a pensar que andaba por el buen camino. En ese momento decidió emprender una ruta que describiría en primer lugar una amplia curva, dirigiéndose hacia las regiones montañosas meridionales, y que después ascendería oblicuamente y de forma gradual hacia el norte y hacia el oeste. Presumiblemente llevaba la intención de alcanzar, al final de todo ese trayecto, el área de Palenque. Y en la primera parte de esa ruta, al atravesar esta zona montañosa, fue donde se separó de ustedes. Don Arcadio señaló en el mapa el lugar aproximado donde, de acuerdo con las indicaciones del diario de Luis, debían hallarse la noche de su desaparición. 140 -¿Y qué propone usted que hagamos? -Muy sencillo. Hay que ir allí directamente e iniciar la búsqueda donde se perdió su pista. Y ello por varias razones. Primero, porque no tiene sentido perder tiempo andando una ruta ya bien prospectada en la primera expedición. En segundo lugar, la zona norte de Yucatán no es geográficamente adecuada para ocultar algo como lo que buscaba don Luis. En la parte sur de la península el territorio es más elevado, existen más formaciones montañosas, se encuentran allí selvas intrincadas, y hay, por esos motivos, más posibilidades de que haya quedado oculto un pecio arqueológico fuera de serie. Hemos de considerar, además, que en la zona sur de la península de Yucatán es donde mayor esplendor alcanzó el período clásico del pueblo maya. Y por último, nos queda la vieja estela... me refiero a una hermosa estela que fue encontrada cerca de Tikal, en una expedición, dirigida por mí, en 1968. Se halló en una cripta de muy difícil acceso, y dimos con ella casi por casualidad, al producirse un derrumbamiento. Una magnífica losa, llena de bellas y enigmáticas inscripciones, que hacían referencia a un oculto refugio, lugar ignorado en el que se hallaría depositado un gran tesoro. Yo interpreto que hacía referencia a un tesoro de conocimiento, de datos sobre astronomía, cronología y cosas por el estilo. Sin embargo, por otros diversos grupos de inscripciones labrados en ella, podría pensarse que la estela hacía también referencia a otros tesoros, de tipo material, que se hallarían en ese refugio bajo la custodia de un grupo de guerreros y sacerdotes. Todo ello vendría a coincidir con una serie de confusos mitos y vagas leyendas que hemos podido recoger, en algunas de las pequeñas aldeas perdidas en medio de la espesura de la selva, en la región del Petén, en Guatemala, lo mismo que en el sudeste de Chiapas, en las proximidades de la reserva nacional de las Lagunas y en la región del río Usumacinta. La estela en cuestión viene a ser, en verdad, la única prueba material a favor de esas vagas leyendas. Aunque no precisaba el lugar exacto, daba una serie de indicaciones geográficas y astronómicas, que señalaban hacia un lugar que debería hallarse en el espesor de las intrincadas selvas que cubren las 141 últimas estribaciones de la Sierra Madre de Chiapas, o tal vez algo más hacia el norte o hacia el este. Como ven, esa es precisamente la zona por la que discurrían ustedes cuando don Luis desapareció. -¿Dónde conservan ustedes esa magnífica estela? -Por desgracia, esa maravilla arqueológica estuvo ante mis ojos solamente unas horas... las suficientes, sin embargo, para que pudiese hacer una copia aproximada de la mayoría de sus inscripciones. -¿Qué ocurrió con la estela? -Desapareció durante la noche siguiente a su descubrimiento. Tengo la sospecha de que alguien la robó. Desde entonces, nadie la ha vuelto a ver. Como es lógico, no pudimos aportar más pruebas que nuestra palabra y los dibujos que llevé a cabo aquella noche, movido por no sé que afortunada inspiración. Tal vez por eso muchas gentes creyeron que inventamos lo de la estela... Ese fue uno de los momentos más duros y desagradables de mi carrera. Primero tuve el disgusto de perder una pieza como aquella. Pero después mi disgusto fue, si cabe, mayor, al enfrentarme a la incredulidad de las gentes. Algunos que había considerado buenos amigos, se burlaron de mí en aquel entonces. Pero eso es, afortunadamente, agua pasada. Como puede usted suponer, Fermín, no pudimos publicar nada sobre ella, ni la pudimos exponer en museo alguno. Es por ello, supongo, que don Luis no tenía noticia de su hallazgo. ¡Les hubiese ahorrado a ustedes muchos quilómetros, y sin duda que les habría llevado directamente hacia la zona a la que me he referido! -Veamos, Arcadio, si le he entendido bien. ¿Usted supone que existe realmente ese... digámosle refugio perdido? ¿Y piensa usted que don Luis puede hallarse en dicho lugar? -¿Por qué no? Tal vez no haya dado con él, pero si buscaba algo de esa índole, los rumores y las pistas que recogió en los últimos días, como muy bien nos refiere en su diario, deben haberle dirigido hacia esta región. 142 -Yo creo que tiene usted razón. Cuanto antes lleguemos a la zona donde desapareció mi hermano, mucho mejor. ¿No opináis como yo? -Creo que tenéis razón, Mari Luz. Reconozco que mi idea de repetir la ruta anterior no tiene sentido. Vamos a seguir las recomendaciones de don Arcadio. ¿Por dónde le parece que empecemos? -Sugiero que nos desplacemos, en una primera etapa, a Pueblo de Palenque. Hay una noche de viaje en tren desde aquí. Una vez allí, en Santo Domingo, podríamos... ¿Eh? ¿Qué ocurre? Don Arcadio se vio interrumpido porque el doctor Campos, que ocupaba la silla más próxima a la puerta, se había puesto en pie bruscamente, y abriéndola con rapidez, había cogido por sus ajadas ropas a un hombrecillo enjuto, de aspecto sucio y miserable, que al parecer llevaba algún rato al otro lado. -¡Oiga, déjeme usted, manito! -¿Qué diantres hacía usted detrás de la puerta? -Nada malo, se lo aseguró. Estaba ahí apoyado en la pared mirando el local... Había quedado aquí con unos cuates, no más, y los esperaba tan tranquilo. -¡Pues váyase a otra parte ahorita mismo! ¡Qué no le vuelva a ver fisgoneando tras la puerta! ¿Me entendió? -Usted perdone... No se ponga así, ya me voy. -Déjele, hombre, déjele... Blas Campos soltó a aquel hombrecillo, el cual, al verse libre, atravesó el restaurante con paso apresurado, y abriendo la puerta del exterior, salió a la calle y marchó de allí. A continuación, el doctor Campos cerró la puerta del saloncito, y volvió a sentarse. -¡Tipejo impresentable! Bien, prosiga usted, don Arcadio. -Hubiera jurado que a ese hombrecillo le conozco de algo... ¡Qué casualidad! ¡Claro! ¡Es Aristeo, el viejo zorro! ¿Qué haría por aquí? No me gusta nada que nos haya estado escuchando. - Probablemente no habrá oído gran cosa. -¿Por qué le disgusta a usted ese tipejo? Parece un sujeto insignificante. 143 -Él es, desde luego, bastante insignificante. Pero no podemos decir lo mismo de su jefe. -¿Le conoce usted? -Desde hace muchos años. El tal Aristeo es el ayudante, el criado, la sombra, el alter ego de Héctor Torcillo. -¿Quién es el tal Torcillo? -Una auténtica rata. -¡Don Arcadio! -Sé lo que me digo, señora. Héctor Torcillo es un arqueólogo ambicioso y sin escrúpulos, capaz de traicionar a su propio padre. Nadie ha podido probar nada en su contra. Pero siempre que participaba en alguna expedición, junto a su inefable criado, ese pordiosero casi anciano que acaban de ver, alguna pieza de valor desaparecía de forma inexplicable. Les he hablado hace un momento de la expedición de 1968... -¿Participaba en ella ese individuo? -En aquel entonces era una joven promesa, buen conocedor de la técnica y el trabajo de campo en los sitios arqueológicos, y con una notable formación. Yo le acepté sin recelo en mi expedición. Aunque no me gustaban ni su criado, Aristeo, ni su ambición. Héctor Torcillo se había embarcado en el mundo de las prospecciones arqueológicas con la única finalidad de enriquecerse. En realidad, no me disgusté gran cosa cuando abandonaron la expedición. -¿Cree usted que fueron ellos quienes robaron la estela? -Estoy casi seguro. Sin embargo, la noche en que aquella piedra extraordinaria desapareció, Héctor Torcillo y su criado se hallaban ya muy lejos, o al menos así había que creerlo. Unos amigos suyos, con tan mal aspecto y catadura como el viejo Aristeo, afirmaron que se hallaban con ellos aquella noche, a más de cien quilómetros de nuestro campamento y sus excavaciones. -¿Qué se hizo de ellos después? -Llegó un momento en que la gente comenzó a desconfiar, pese a su gran habilidad para que no pudiese relacionárseles nunca directamente con los posibles robos. Y ya nadie les aceptó en sus 144 trabajos arqueológicos. En la actualidad ese individuo tiene un sucio establecimiento donde vende supuestas antigüedades a los turistas, en el barrio más pobre de Mérida. -Olvidemos ya a ese truhán. Por lo demás, y de acuerdo con lo que nos ha comentado usted, ni por asomo se nos ocurriría llevarle en nuestra expedición. -Volvamos a hablar de la expedición. Precisamente estaba usted sugiriendo que debíamos iniciarla marchando a Santo Domingo. ¿No es así? -En efecto. Vamos a ver si podemos trasladarnos hasta allí, a lo sumo en dos o tres días. Una vez en Pueblo de Palenque, estableceremos nuestro primer cuartel general de operaciones. Vean en el mapa. Desde ese punto, partiremos hacia el sur, hacia esta región de abundantes ríos y lagos. En su momento decidiremos la mejor manera de llevar a cabo ese traslado. Ahora lo más inmediato es prepararnos para el largo e interesante viaje en tren hasta el estado de Chiapas. 145 XI En las proximidades del centro de Mérida se pueden encontrar agradables e interesantes tiendas de antigüedades, ya sea en los alrededores del Mercado, ya en la vecindad de la plaza de Santa Lucia. En general se trata de establecimientos en los que los curiosos y los turistas pueden perderse en medio de trastos polvorientos, pero donde es posible hallar, si se tiene un mínimo de perseverancia para fisgar por su interior, algún objeto antiguo auténtico a un precio adecuado. Menos recomendables sin duda, pero quizás más típicas, eran algunas tiendecitas situadas en las afueras de la ciudad, en un barrio de calles apenas adecuadas para el paso de estrechas calesas. Entre estas sucias y obscuras tenduchas destacaba una por su sordidez y por lo mugriento de su aspecto. En su interior, apiladas con cierto desorden en numerosos anaqueles o estanterías se hallaban a la venta figurillas, jarros, objetos de madera tallada, y toda una serie de inútiles artilugios supuestamente antiguos. Aquel anochecer las puertas de aquel garito habían permanecido cerradas, ya que el hombrecillo que hacía las veces de empleado y vendedor, un tal Aristeo, había echado el cerrojo y marchado del establecimiento a eso de las siete. Sin embargo, poco antes de las diez de la noche, cuando todas las puertas y ventanas de la callejuela habían sido cerradas hacía ya mucho rato, a la tenue luz de una farola adosada en la esquina se pudo ver a aquel enjuto hombrecillo, con su peculiar forma de andar, arrastrando los pies, y encorvándose aún más de lo habitual. Llegó frente a la tenducha, y sacando una llave de entre sus ajadas ropas, abrió la puerta. Miró por un momento arriba y abajo de la calle, y entró en el local, cerrando a continuación, con cuidado, la puerta. Penetró a obscuras en el establecimiento, y con la seguridad que le daba el haber pasado muchísimas horas en aquel lugar, se dirigió con decisión y sin tropezar hacia una armario de madera situado en el fondo, junto al viejo mostrador donde llevaba a cabo los tratos y las ventas. Abrió un portón del armario, y tomó de su 146 interior una vieja lámpara de petróleo y unas cerillas. Tras colocar la lámpara sobre el mostrador, le retiró la parte superior de vidrio, y aproximó una cerilla encendida a la mecha empapada de petróleo. La llama prendió al momento, iluminando tenuemente el interior de la tenducha e impregnándola de un olor acre. Ajustó la luz lo más tenue que le fue posible, y tras colocar de nuevo la cubierta de vidrio, cogió la lámpara e iluminó con ella el suelo de la tienda, entre el mostrador y la pared del fondo. Apartó una vieja alfombra, gruesa y raída, y la depositó a una lado. Con ello puso al descubierto una argolla metálica aplanada. La agarró con cuidado, y tirando con suavidad de la misma, levantó una parte del suelo, una tapadera de madera de poco más de medio metro de ancho, que giraba por uno de sus lados. Abrió completamente aquella compuerta e iluminó el negro orificio, en el que se veían unos empinados escalones. Con cuidado, comenzó a descender por ellos, y cuando estuvo ya bastante bajo, cerró cuidadosamente la trampilla por la que acababa de pasar. Un par de escalones más le bastaron para llegar al pie de la vieja escala. Desde allí arrancaba un estrecho pasadizo o corredor, cuyo final no se percibía desde aquel punto. Con la lámpara encendida ligeramente en alto y por delante de él, aquel hombrecillo comenzó a avanzar lentamente por el estrecho pasillo subterráneo. Tardó apenas poco más de un minuto en encontrar una puerta de madera, encajada en un marco también de madera empotrado en las paredes del corredor. Empujó la puerta, que cedió con facilidad, y penetró en una amplia estancia. Accionó la lámpara para que la luz aumentase su intensidad, y la colocó sobre una mesa, situada en el centro de aquel lugar. A su alrededor quedaron a la vista numerosos objetos de arte antiguo. A diferencia de los que se hallaban a la venta en la tenducha, bastaba un mínimo de experiencia para ver que éstos eran, al menos en su mayor parte, auténticos. Algunos estaban colocados en el suelo, apoyados en la pared. Otros se apilaban en estanterías gruesas de madera. Muchos más, de pequeño tamaño, se hallaban colocados sobre varias mesas, y en el 147 interior de cajas y cajones, colocados de forma algo anárquica por todas partes. Frente por frente a la puerta por la que acababa de llegar se hallaba otra de aspecto similar, pero provista de una cerradura metálica, que permitía cerrarla e impedir de ese modo que alcanzase aquel lugar quien no tuviese la llave adecuada. Tal precaución quedaba justificada por el hecho de que, de esa forma, estaban a buen recaudo todos aquellos objetos. Porque sin duda que hubiese sido engorroso para Aristeo el tener que explicar como era el que se hallasen allí, si alguien aparte de su jefe, el señor Torcillo, o él mismo, penetraba en aquel lugar. Pues podría darse el caso de que el intruso se sorprendiese al encontrar en aquella estancia una estatuílla, una vieja cerámica, una estela, o una piedra rectangular con hermosos glifos tallados en su frontal. Y el motivo de su sorpresa habría sido el constatar que muchas de aquellas piezas eran, curiosamente, trofeos arqueológicos hallados en diversas expediciones en las que habían participado en el pasado el señor Torcillo y su fiel Aristeo, y que habían desaparecido misteriosamente en las horas o días siguientes a su descubrimiento. Aristeo miró a su alrededor frotándose las manos. De creer al señor Torcillo, algún día, gracias a aquellas antiguallas allí almacenadas, ambos serían inmensamente ricos. Y ese día podría estar ya muy próximo, pues aquellos extranjeros del hotel Trinidad parecían estar en la pista del legendario tesoro de sus antepasados. Un sonido metálico le indicó que el señor Torcillo llegaba, precisamente, en aquel momento y estaba abriendo la puerta. Aristeo se quedó quieto junto a la lámpara, esperando la entrada de su amo. Y cuando Héctor Torcillo abrió por fin la puerta y penetró en la estancia, encontró a su criado y ayudante en su habitual actitud, encorvado, y mirándole con una mirada a medio camino entre humilde y rufianesca. Héctor Torcillo se desprendió de su gabardina, que cubría aquel traje de color claro con el que le había visto Aristeo por la mañana en la catedral. Se sacó el sombrero, y colocó ambas cosas encima de una silla situada junto a la puerta. Sacó un pañuelo de un 148 bolsillo, y se secó el sudor que con gran facilidad solía cubrir su frente. Después avanzó hacia la mesa situada en el centro de la estancia, tomo una silla, y se sentó. Hizo un gesto a Aristeo, y éste se dirigió a un rincón donde, abriendo un viejo mueble de madera, tomó una botella de tequila y dos vasos y los llevó a la mesa, sentándose a continuación frente a Torcillo. -Espero que me tengas buenas noticias, Aristeo. - Héctor Torcillo dijo esto al tiempo que se servía un gran vaso de Tequila, hecho lo cual, pasó la botella a su criado. -Usted verá si lo son. Los extranjeros de los que le hablé se reunieron esta tarde en el bar Prosperidad con un viejo conocido de usted y mío, y anduvieron platicando largo rato con él. -Ándale ya, no me andes dando rodeítos. ¡Lárgame quien era, Aristeo! -Don Arcadio Botín. -¡De manera que el señor Botín tiene que ver también con ellos! Esa es buena señal. Algo de envergadura deben planear si han acudido a don Arcadio en busca de consejo. Pero dime, Aristeo... Héctor Torcillo bebió un trago de tequila, secó sus labios con el pañuelo y dejo su vaso de nuevo en la mesa. Se quitó sus obscuras gafas, y las dejó junto al vaso de tequila. A continuación se inclinó hacia Aristeo, y por el aliento y por el brillo de sus ojos, el viejo dedujo que su amo había bebido ya mucho tequila antes de dejarse caer por su garito.- Dime... ¿De qué hablaron? -Hablaron de la vieja leyenda... y de nuestra estela. Por cierto, no sé si sabía usted que don Arcadio pudo copiar casi todas las inscripciones de esa piedra antes de que nos la llevásemos. -No lo sabía, pero lo supuse siempre. Conociéndole como le conozco nada ha de extrañarme tal precaución por su parte. Pero... ¡Ja! Ellos pueden tener los datos de esa estela... pero nosotros les llevamos gran ventaja. Tenemos todo lo demás. Mira, Aristeo. Héctor Torcillo se puso en pie, tomó la lámpara, y se dirigió hacia una hermosa estela de piedra de cerca de dos metros de altura, completamente cubierta de inscripciones de diversos tipos. Se paró ante ella, y la señaló. 149 -Esta fue la primera pista. Nos habla en líneas generales de un lugar sagrado donde se ocultaron un grupo de nobles y sacerdotes con todos sus tesoros. Nos da referencias aproximadas de donde puede hallarse ese refugio o santuario... y menciona acá, y por acá también, algunas cosas que parecen no tener sentido. Pero... ¿no lo tienen realmente? ¡Claro que sí! Pero sólo para aquellos que tengan las demás pistas. -Nosotros. -¡Pues claro, Aristeo! Aquí tenemos la estatuílla, que de acuerdo con este glifo de la estela, corresponde a una figura esculpida en una importante puerta del recinto. ¡Tal vez la de la sala de los tesoros! Y observa estas dos vasijas de cerámica, halladas en lugares muy distantes, pero que ahora, juntas, permiten, con sus inscripciones, conocer cuales de los muchos relieves que sin duda se hallarán en una serie de corredores y puertas, serán aquellos que conduzcan hasta esa sala. Y esta magnífica piedra... esta es nuestra mejor baza. Contiene indicaciones que ahora nos parecen absurdas - lo mismo nos pasó al principio con la estela -, pero seguro que el día que estemos allí, resultarán tener algún sentido y alguna utilidad. Varias personas conocen la estela, otras vieron fugazmente la estatuílla, otras tuvieron en su poder por pocas horas las vasijas. Es prácticamente imposible que las hayan podido asociar... pero mejor que eso aún, ellos no han visto jamás esta piedra y sus claves. -Tuve la suerte de descubrirla sin testigos. -¡Mi bueno y fiel Aristeo, viejo zorro astuto! ¡Ese fue un día grande para nosotros! Aun suponiendo que otros llegasen al recinto del gran tesoro antes que nosotros, sin estas indicaciones posiblemente pagarían caro su intento. Estoy completamente seguro que aquí están las advertencias y consejos para evitar algún tipo de peligro que acechará al atrevido que ose acercarse al gran tesoro.- Héctor Torcillo se encaminó de nuevo a la mesa situada en el centro de la estancia, depositó sobre ella la lámpara y se sentó. Indicó con un gesto a Aristeo que tomase también asiento, y bebió otro buen trago de tequila.- Pero... dime, dime, Aristeo. ¿Conocen el lugar? ¿Han dado con el santuario? 150 -Así, como saberlo seguro, creo que no. Lo que ocurre es que el compadre al que van a buscar en la selva, parece que se extravió en algún sitio que podría, no más, coincidir con las indicaciones de la estela. -Eso es algo más bien un poco vago... -Como ya le conté, señor Torcillo, creen que su compadre se halla en presencia de sabios, e incluso de un rey o gran señor. -Algo me dijiste esta mañana. Algo de sueños. Pero bueno, vamos al grano... ¿a dónde piensan dirigirse? -Hablaron algo así como de tomar el tren hasta Palenque. -¿Palenque? ¡No es posible! Yo siempre pensé que ese soberbio enclave quedaba fuera de las indicaciones de la estela. Sin embargo... ¿Estás seguro que dijeron Palenque? -Hasta allí piensan llegarse en los próximos días. -¡Mal rayo les parta! Mira bien lo que te digo, Aristeo. No les pierdas de vista, sígueles y averigua cuanto puedas. Yo parto mañana mismo hacia Palenque. Allí nos veremos. Ya te haré llegar mi aviso en su momento. -Confíe en mí, señor Torcillo. 151 152 Santo Domingo de Palenque I T res días después de su reunión en el café Prosperidad, llegó el momento de partir. De acuerdo con los planes de don Arcadio, aquel sábado, 18 de Junio, debían de acudir por la tarde a la estación de ferrocarriles de Mérida, para tomar el tren que les llevaría hasta el estado de Chiapas. Para ello, como lo hiciesen el día de su llegada a la ciudad, iban a ir todos en el viejo chevrolet jardinera de Aureliano. Sólo que en esta ocasión tendrían que ir algo más apretados, puesto que un nuevo expedicionario, don Arcadio, se había sumado al grupo. Aureliano prometió conducir con cuidado su vehículo, con el que, a eso de las seis de la tarde, había acudido a recogerles al hotel. -Aureliano, ¿qué vas a hacer del Chevrolet cuando estemos todos en la estación? ¿Piensas facturarlo con el equipaje? -Guarde usted cuidado, profesor, que todo lo tengo preparado y previsto. Mi María, mis chamacos y el resto de la familia están esperándonos ya en la estación, para despedirnos como se merece la ocasión. Y después, uno de mis hijos guiará el carro y marcharán todos con él hasta el ranchito. ¡Ah! Doñita Carmen, señorita... Veo que se han preparado ustedes muy bien para el viaje. 153 -Por supuesto, Aureliano. No he hecho otra cosa que seguir otra vez tus consejos en ese sentido. Y hemos tenido tiempo para adiestrar y equipar a Mari Luz. Así le he evitado el disgusto que tuve yo cuando me hiciste cambiar mis vaqueros por estos cómodos pantalones de algodón, y mi calzado del desierto por las botas. -Tal vez, cariño, si algún día en el futuro nuestro buen Aureliano nos acompañase en una expedición por tierras africanas, podrías devolverle el favor, y vestirlo de la manera más adecuada para la ruta por las tierras desérticas de Nubia y Egipto. -Mucho me agradaría, don Carlos, un viaje como ese. Pero no creo que sea capaz de dejar nunca mi tierra mexicana. Aquí me siento como pez en el agua. Esta mi tierra, y yo soy parte de ella. -Bueno, estamos ya a punto. ¿No es eso? Pero, ¿dónde están Pablo y Fermín? -Han de llegar de un momento a otro. Han marchado hace cosa de media hora al rancho de don Arcadio, con un taxi, para ayudarle con su equipaje y traérselo para aquí. Creo que... ahí están. ¡Fermín! -Mari Luz, amigos... cuidado al bajar del coche, amigo Botín. Bien, veo que estamos listos. Aureliano, por favor, ayuda a Pablo con los bultos de don Arcadio. Id subiendo al coche. Voy a despedirme del personal del hotel. -Te acompaño. -Gracias, Mari Luz. ¿Llevas algunos pesos sueltos? -Si lo dices por las propinas, Carlos ya las ha prodigado generosamente al despedirse. -Magnífico. Bien, en ese caso solo falta que me despida yo también, y de paso que les agradezca las atenciones que nos han tenido. Vamos dentro. Las despedidas apenas entretuvieron a Fermín y Mari Luz un par de minutos, de manera que pudieron emprender la marcha pocos instantes después de que el reloj, situado en la torre sobre el edificio principal del hotel, señalase las seis y media. Y pocos minutos después, el grupo al completo llegó a la estación en el viejo Chevrolet. 154 En cuanto Aureliano detuvo el vehículo, se vieron rodeados por un alegre grupo de niños y niñas, acompañados de dos sonrientes jóvenes, morenos y de expresión infantil como el propio Aureliano. Y vieron además, junto a todos ellos, dos mujercitas que lo miraban todo a cierta distancia, junto a María, la esposa del buen guía. -Ha venido, como decías, tu familia en pleno. Tus hijos Augusto y Manuel, tus nueras, todos tus nietos y tu esposa, María. -Ya les dije que todos ellos iban a estar ahorita acá para despedirnos. Y miren ustedes allí, que parece que alguien más viene a sumarse a las despedidas. Miraron hacia donde señalaba Aureliano, y pudieron ver como don Arcadio, que había descendido del chevrolet, se dirigía hacia una pareja de mejicanos, elegantemente vestidos. Él, con su inconfundible bigote a lo Pancho Villa, vestía un hermoso y elegante traje, con numerosos bordados, y llevaba un bastón corto en una de sus manos. Con la otra iba tomando del brazo a una bella mujer, tocada con un bonito vestido de colores, y un hermoso chal sobre los hombros. -¡Hombre! ¡Doctor Campos! Vino usted con su esposa, cuanto me alegro. Un saludo, mi buena señora. -¡Qué difícil se hace usted de ver últimamente, Don Arcadio! Sólo sé de usted por lo que me cuenta mi esposo de sus esporádicas tertulias. -¡Lupe, mi buena amiga! ¡Tiene usted razón! Pero vengan, vengan por aquí. Presente usted, doctor Campos, su esposa Lupe a todos estos amigos. -Vamos allá, pues. Pasaron los minutos siguientes en medio de una animada algarabía. Y mientras unos se saludaban y presentaban, otros fueron a confirmar las reservas y recoger los billetes definitivos. Subieron a continuación todos al tren, y se dispusieron a buscar los departamentos que tenían reservados. Los niños disfrutaron de lo lindo corriendo por el interior de los coches, pero llegó un momento en que, por la proximidad de la salida del convoy, la 155 familia de Aureliano y el doctor Campos y su hermosa esposa tuvieron que descender del tren. Bajaron todos ellos al andén, y se colocaron junto a las ventanas de los departamentos. Y de ese modo, a través de aquellas ventanas abiertas, continuaron conversando animadamente con los expedicionarios. -¡Caramba! ¡Casi lo olvidé! Tengan ustedes, Pablo, Fermín. Unas breves anotaciones que les he preparado sobre el clima, el terreno, la fauna y la flora de la zona sur de Yucatán. Allí encontrarán áreas muy pobladas, y otras de selva tropical, húmeda y cálida, con reducidos grupos humanos en pequeñas aldeas diseminadas aquí y allá. Por lo que hace a la medicina es una región interesante. Más por lo que aun no sabemos que por lo que conocemos. Les ruego, amigos míos, que platiquen si es posible con los chamanes y curanderos de esas aldeítas, y vean que pueden averiguar de sus enfermedades y de sus remedios tradicionales. -Descuida, y dalo por hecho. Yo me encargaré especialmente de ello, pues se me figura que Fermín estará bastante atareado ocupándose de los aspectos históricos y arqueológicos de los lugares a los que nos dirigimos. En aquel momento sonó una estridente señal en el extremo del andén. Era precisamente la señal que les indicaba a todos, los viajeros y aquellos que habían acudido a despedirles, que el tren se disponía a emprender la marcha e iniciar de ese modo el viaje. Sería aquel un largo viaje que, a través de la noche, les llevaría desde Mérida, la capital del estado de Yucatán, hasta Santo Domingo, en el estado de Chiapas, atravesando en su camino una amplia extensión del estado de Campeche y una estrecha franja del estado de Tabasco. Entre el estruendo del vapor que comenzó a salir a chorros acompasados del motor de la vieja locomotora, oyeron a María, la esposa de Aureliano, que les decía: -¡Cuídense todos mucho! Y asomados a las ventanas del tren, los pasajeros vieron quedar atrás, primero poco a poco, luego de forma muy rápida, a los amigos y familiares que habían acudido a despedirles. A 156 continuación, cuando el ferrocarril corría ya por medio de campos poblados de maizales, arbolillos y grandes plantaciones de henequén, se dispusieron a situarse y acomodarse en sus departamentos. Se trataba de pasar lo mejor posible la noche entera, pues el tren no llegaría hasta Palenque sino hasta bien entrada la mañana del domingo. Afortunadamente habían reservado vagones cama de primera clase, y podrían, cuando la fatiga les venciese, acostarse en los confortables lechos del tren. Dejaron el equipaje instalado en sus departamentos respectivos, y se reunieron después en el vagón restaurante contiguo al coche cama. -¿Que vamos a hacer hasta la noche? -Podríamos quedarnos aquí mismo. Mientras dure la luz del día vamos a poder disfrutar del cambiante paisaje, y al mismo tiempo degustar algún refresco hasta el momento de la cena. -Yo me quedaré aquí con ustedes, amigo Ortigosa. Sin embargo no les acompañaré en la cena. He tomado algo de alimento en mi rancho justo antes de salir. Me bastará, por ahora, con una cervecita, pues pienso retirarme muy pronto al coche cama. -Me sumo a la idea de quedarnos aquí, como don Arcadio. -Bien dicho, profesor. ¿Y los demás? Personalmente me gustaría que Aureliano nos hiciese compañía. De ese modo, entre él y don Arcadio nos podrían adelantar algo sobre el tipo de tierras a las que nos dirigimos. Ambos las conocen bien por sus expediciones en el pasado. -Quédese, quédese, Aureliano. -Pues yo, si me lo permiten, me sumo también a la tertulia. -De acuerdo, Pablo. Siéntate aquí, junto al profesor. Pero... ¿Dónde están Fermín y Mari Luz? -Déjelos estar. Oí que Fermín le propuso a ella darse una vuelta por los vagones de segunda y tercera, para mostrarle de cerca al auténtico pueblo yucateco. -No nos preocupemos, pues, por ellos. Si van juntos, están en la mejor compañía que pudiesen desear. No me mires así, cariño. 157 Después de todo fuiste tú la que me hizo notar que esa chica y nuestro buen doctor se caen al parecer muy bien. -Pero si te lo dije no fue para que lo fueses comentando. -Mi buena señora, es evidente que esa joven y el doctor tienen muchos motivos para sentirse unidos. Él comparte las esperanzas de ella con relación a las posibilidades de hallar el paradero de su hermano. Y ella se siente apoyada por el respaldo que él le ofrece. Por otro lado, creo que ella valora de manera notable su presencia en esta expedición. Diríase que con Fermín a su lado, no duda en absoluto que se pueda hallar al desaparecido don Luis. -Respecto a ello, Arcadio, por lo que hace a la esperanza y el deseo de hallar a Luis, puedo decirle que también el profesor, y mi esposo y yo, compartimos totalmente los sentimientos de Mari Luz y Fermín. -La comprendo a usted perfectamente, señora. Pero, vamos a lo práctico. Llámenme, por favor, a ese camarero. Ardo en deseos de beberme una buena cervecita. 158 II Llegaron a Santo Domingo en plena efervescencia de su mercado dominical. Mezclados en el pequeño pueblo se encontraban aquella mañana gentes de muy variados tipos y orígenes. En efecto, si bien era cierto que estaban allí los habituales habitantes de las aldeas vecinas, las mujeres con sus hermosos corpiños adornados de puntillas, y los hombres con sus huipiles y sus guayaberas, no eran sino una parte reducida del numeroso contingente humano que recorría arriba y abajo el pueblecito, atraído por su mercado, sus cafés y sus tiendecitas de arte y curiosidades. Allí se veían, en efecto, gran número de turistas, con sus máquinas fotográficas y sus planos y guías bajo el brazo. Los había de diversos orígenes. Abundaban los españoles, pero también era considerable el número de norteamericanos, japoneses, ingleses, alemanes, franceses, italianos... En su gran mayoría correspondían al tipo de turista normal, por así decirlo, embarcado en un viaje organizado por alguna gran agencia de viajes, que en diez o quince días visita los lugares arqueológicos de mayor interés. Y las ruinas de Palenque, situadas tan solo a ocho kilómetros al oeste del pueblo, son un destino común a muchos de esos viajes turísticos. Otros muchos, sin embargo, viajaban a su aire, sin las prisas ni las servidumbres de un paquete turístico organizado. Unos pocos entre ellos eran gente adinerada, especialmente de Norteamérica, con elevado nivel cultural y social, que dedicaban semanas y aun meses, a visitar pueblos y enclaves diversos, y a estudiar la cultura mesoamericana. Pero sin duda que la mayor parte de aquellos turistas free lance la constituían jóvenes, que con espíritu aventurero, con ropas informales, y las típicas guías del "viajero en jeans", buscaban emociones nuevas en las huellas del esplendor pasado de los pueblos mesoamericanos, o esperaban hallar una fuente de sabiduría en los pueblos y aldeas indígenas, y en especial en sus chamanes, sabios y sabias. Muchos de ellos confiaban en ser lo bastante afortunados como para ganar la confianza de los indígenas 159 y ser iniciados en las veladas rituales. Sin embargo, la mayor parte probablemente debería conformarse con comprar unos miserables restos de hongos, supuestamente mágicos, en el mercado negro, y consumirlos por la noche acostados en su hamaca o en un catre de alguna fonda u hotelito barato. Y la agresión que para sus mentes y sus conciencias supondría el sucedáneo de hongo mágico les haría regresar a sus países de origen pensando que el mito de los sagrados hongos mesoamericanos no era mucho más que eso, un mito. La experiencia del engañado consumidor, tras ingerir fragmentos secos e irreconocibles de cualquier honguillo comestible, embebidos de alguna fuerte droga química, nada tendría de lo dulce o de lo extásico que se dice poder obtener con ellos. Por medio de las concurridas callejuelas del pueblo, abriéndose paso con sonoros toques de claxon, el chofer del desvencijado bus que habían tomado para desplazarse, iba llevando su vehículo, prácticamente a la misma velocidad que la de los propios viandantes, hasta el hotelito en el que tenían previsto hospedarse, situado en el extremo opuesto del poblado. Por el camino Carmen fue mostrándole a Mari Luz los diversos puestos callejeros en que las mujeres de las aldeas próximas vendían los productos de sus cultivos, o las piezas de artesanía salidas de sus pequeñas manos. Se trataba de mujeres menudas, de baja estatura, con su negro cabello recogido en largas trenzas, y vestidas con prendas coloreadas y blancos corpiños. Se veía en sus finos rostros aquella sonrisa dulce y casi infantil propia de los indígenas mayas, que ya conocían bien de verla a menudo en los miembros de la familia de Aureliano. -Esas jóvenes que ves allí son zinacantecas. Observa sus hermosos chales de color azulado. Ellas venden verduras y frutas que cosechan en sus reducidos campos de cultivo. Y un poco más allá puedes ver a sus madres, ofreciendo a buen precio hermosas flores para adornar las casas. -¡Qué cantidad de frutos! ¡Y qué colorido tienen! Algunos me son absolutamente desconocidos. Y que curioso ese maíz moreno. No recuerdo haberlo visto nunca en España. ¡Mirad, qué hermosos grupos de flores! 160 -Está claro que los mayas fueron y continúan siendo un pueblo de artistas. Fíjate, Mari Luz, en esas paraditas, donde a la sombra de una cubierta de palma esas mujeres de Amentenango venden sus preciosas vasijas y cuencos de cerámica artesanal. -Los jarros son muy bonitos, pero nada tienen que envidiarles los hermosos chales y los vestidos que lucen ellas. Hasta diría que sus tenderetes de venta, están hechos con tal gracia, que son también pequeñas obras de arte. Y aquellas otras... ¡Qué bordados! ¡Qué colores y qué dibujos! Esas prendas que venden deben de tener un valor muy grande, pues estoy segura que están hechas totalmente a mano. -Tienes razón. A mano, pero con ayuda de unos rudimentarios telares. Si tenemos un momento ya nos acercaremos más tarde por aquí y podrás comprar alguno de esos hermosos vestidos. Te sorprenderá lo baratos que puedes conseguirlos, pagando una cantidad que a ti te parecerá muy poquito, pero que hará felices a esas mujeres mayas. Por el colorido de sus vestidos y por la finura de los que venden estoy segura de que se trata de mujeres chamulanas. -¡Oh! No sé si me engaña la vista... ¡mirad esas mujeres! -Son maya-chol. Venden verduras y otros alimentos. -Ya lo veo, pero todo ese maíz que venden, el que tienen sobre una manta tendida en el suelo frente a ellas... ¡Ese maíz está echado a perder! -¿Te refieres a todas esas mazorcas deformes, llenas de curiosas excrecencias? Esas estructuras que parasitan las mazorcas, son los aparatos esporíferos de unos hongos. Cuando maduran se convierten en sacos llenos de un polvo negro. Pero cuando son jóvenes se consideran comestibles. -¿Esas cosas... son hongos? -Sí. Y constituyen una peculiaridad de la cocina mejicana. Esas panochas, infectadas por ese hongo, el hongo de la milpa o agalla del maíz, se consideran un alimento exquisito entre estas gentes. -Es cierto. Le aseguro, señorita, que pocos platos exquisitos podrá encontrar usted que se le asemejen. A ese honguito, el 161 delicioso cuitlacoche, se le conoce aquí en Méjico como el caviar azteca. Con eso se hará usted una idea del aprecio que le tenemos. -En cambio entre nuestros agricultores, allí en España, se considera al carbón del maíz un parásito perjudicial para su cosecha de cereal. -Es curioso. ¿Lo has visto, Fermín? Al parecer esta gente se come ese maíz infectado por hongos. -Yo lo he comido más de una vez en el pasado. -¿Te comiste... eso? ¿No te dio asco? -Preparado a la manera en que lo suelen hacer las mujeres yucatecas resulta un plato agradable. Además, Mari Luz, has de tener en cuenta que el maíz, junto a ese hongo, ese carbón como se le llama a veces, constituye una fuente de nutrientes mucho más rica que el maíz normal. -Quizás tengas razón, Fermín. Si se presenta la ocasión intentaré pasar por alto su aspecto algo feúcho y lo probaré yo también. -Por si les interesa les diré también que sus esporas, el polvito negro que producen una vez madurados, son utilizadas por los sabios y sabias curanderos, para aliviar irritaciones de la piel. Para ese uso preparan pomadas y ungüentos, cuyo principal ingrediente es la esporada de ese caviar azteca. -¡Qué interesante! Pablo, amigo mío, toma nota de eso. -Desde luego, Fermín. -Y ahorita, miren ustedes, amigos míos, allí a lo alto, al final de la calle. ¡Qué iglesita más linda! -Tiene usted razón, don Arcadio. Y si no me equivoco, justo al lado de esa hermosa iglesia se halla el hotel en el que nos vamos a albergar durante unos días. -No se equivoca usted, profesor. Ese es, efectivamente. Como pueden ver ustedes, les elegí un lugar perfecto. Estamos cerca del pueblo, pero al tiempo alejados del excesivo bullicio. Y vean ustedes que lindo paisaje más allá del hotel. Un simple paseo de menos de cien metros y podrán ustedes perderse en el espesor de esta selva húmeda y exuberante. 162 Tal y como decía don Arcadio, el lugar al que finalmente llegaron era un tranquilo y bonito grupo de edificaciones situado en primera línea de la selva, y un poco alejado del pueblo. Lo formaban aquella hermosa iglesia colonial, de piedra rosada y blanca, un par de ranchitos blancos, y un edificio algo mayor, el hotel, de dos plantas, con un hermoso jardín lleno de bellas flores, por medio de las cuales debía uno abrirse paso literalmente para alcanzar la entrada principal. El bus se detuvo finalmente frente a una gran puerta abierta en la valla que rodeaba el jardín del hotelito, y lo separaba del camino. El chofer bajó presuroso y abrió rápidamente las puertas, de modo que todos pudiesen apearse. Y mientras Aureliano y el propio chofer descargaban los equipajes, se dirigieron al interior del edificio. 163 III En la parte de atrás del hotelito, en un amplio patio rodeado por un muro encalado, por encima del cual se veían las altas copas de los primeros árboles de la selva, dispusieron los dueños del hotel una gran mesa para servir la comida a sus huéspedes. Unos enormes árboles frutales daban al lugar una agradable sombra y, al tiempo, un ambiente suavemente perfumado. Fue por todo ello aquella su primera comida en el hotelito una auténtica delicia. Los dueños del hotel contribuyeron, además, en buena manera. Eran un matrimonio muy propio de la región. Él, un hombre obeso y rubicundo, con negros bigotes y casi completamente calvo, vestido con un blanquísimo huipil, y su esposa, una mujer menuda, casi insignificante a su lado, pero capaz de sacar un genio tremendo, no solo a la hora de regir el restaurante y el hotelito y dar instrucciones y ordenes a los mozos y mozas allí empleados, sino también cuando creía que debía poner freno al grandón de su marido. Antiguos conocidos de don Arcadio, compartieron la sobremesa con ellos, y junto a enormes jarras de magnífico y humeante café, hicieron servir abundantes licores y bebidas espirituosas. Pulque, tequila, mezcal, diversos aguardientes, y un brebaje muy fuerte, del que, por advertencia de la sensata mujer, solo debían beber un pequeño traguito, por mucho que su marido se empeñase en hacerles creer que era de lo más suavesito. -Ándense con cuidado con el octil, y no me vayan a beber más que un traguito. Todo el espíritu del maguey está concentrado en ese licor. -Guarde usted cuidado, Rosalía, que aquí todos mis amigos saben perfectamente que este licor, hecho con el jugo fermentado del ágave o maguey, es muy bueno para echar un traguito, y es muy malo si se bebe más de un vasito. ¿O no lo sabían ustedes? Para no extendernos en una prolija explicación, podemos resumir diciendo que la sobremesa se extendió hasta bien entrada la tarde. Y no se retiraron a descansar sino tras haberse deleitado con una serie de canciones y rancheras que don José, el dueño del hotel, 164 y don Arcadio, cuya vitalidad y energía no paraba de sorprenderles, dieron en cantar a coro, acompañados por la música de unas guitarras, que en un momento dado, y como suele ocurrir siempre en esas simpáticas sobremesas de cantina y rancho, aparecieron no se sabe de donde, en manos de dos de los camareros. De modo que, cuando levantaron la mesa, don Arcadio, ligeramente afónico, se despidió de todos por aquel día. -Amigos míos... ¡Qué linda juerguita nos hemos corrido! ¡Estas ocasiones son las que dan un auténtico significado a la vida! En fin, ahora debo retirarme para recuperar energías. Ustedes síganla si quieren, o váyanse a pasear por el pueblito. Pero no se me vayan a retirar muy tarde. Tengan presente que mañana convendría que nos levantásemos muy temprano. Me gustaría que en un solo día pudiésemos dejar listos los preparativos para nuestra expedición, de manera que el martes pudiésemos partir ya en dirección hacia la selva. -¿No bajará usted a cenar alguna cosa, aunque sea a última hora? -No sé que decirle, Rosalía. Ahora tengo el buche no más muy rellenito... pero bien mirado, creo que a eso de las diez de la noche me podría sentar bien algo de fruta y alguna tortita. -Váyase usted a descansar tranquilo, don Arcadio. Cuando le apetezca cenar nos llama por el timbre de la habitación, y le subiremos alguna cosa. De ese modo no tendrá que salir de la alcoba. -¡Cómo me cuidan mi buenos amigos José y Rosalía! Se lo agradezco mucho. Lo haré como ustedes dicen. Y ahorita sí, amigos, yo ya me retiro. Que les aproveche a todos. -Gracias Don Arcadio. Que descanse. -Bueno, amigos. Si os parece bien, y si os encontráis lo bastante despiertos, propongo que vayamos a dar ese paseo por Santo Domingo. -Me parece una magnífica idea, Fermín. Carlos y yo estamos dispuestos para una visita turística de atardecer. Y tú, Mari Luz, ¿te apuntas? 165 -Por supuesto. Me gustaría ver si todavía queda algo del colorido del mercado. ¿O lo habrán retirado todo ya? -Hasta la puesta del sol no se recogen los vendedores y vendedoras. De modo que aun tenemos más de una hora para curiosear por ahí. -Tiene razón el profesor. Propongo que sin más demora vayamos todos hacia allí. ¡Santo Domingo nos aguarda!. -Vayan ustedes, vayan. -¿Volverán ustedes para cenar? -Tras la excelente comida que nos han servido usted y su esposa, dudo mucho que tengamos demasiado apetito. En cualquier caso, no se preocupe usted por nosotros, José. Algo encontraremos en los cafés y cantinas del pueblo. -Si cambiasen de idea y decidiesen volver para la cena, no guarden cuidado, que siempre tenemos abundantes platos listos para servir. -Gracias, señora. Lo tendremos presente. Alcanzaron el centro del pueblo en pocos minutos, bajando el camino por el que el pequeño bus les había traído aquella misma mañana. Cuando llegaron a las calles más céntricas, el ambiente ruidoso y multitudinario de la mañana había dado paso a una sensación de paz y de tranquilidad. Todo parecía ir ahora con más lentitud. La mayoría de los numerosos visitantes que pululaban por las calles unas horas antes habían desaparecido. Las mujeres y hombres de los puestecitos del mercado estaban conversando plácidamente entre ellos. Muy pocos compradores se les acercaban ya, pues muy poco era lo que en aquel momento quedaba por vender. No obstante, Mari Luz pudo todavía encontrar un hermoso vestido de fino tejido blanco, adornado con unos extraordinarios bordados de colores. Aunque algo corto para ella, que sobrepasaba en quince o veinte centímetros de estatura a todas aquella mujeres mayas, era lo bastante amplio como para poder ponérselo con comodidad. -Le queda a usted muy bien, señorita. Se la ve de verdad muy hermosa con él. 166 -¿Qué hago, Fermín? ¿Me lo quedo? ¿Tú crees que me queda bien? -Tiene razón la señora. Estas guapísima. Nos lo quedamos. Aquí está. Tenga... bien, envuélvalo un poco. Deja, deja, Mari Luz. Me gustaría regalártelo. -De acuerdo. Gracias, Fermín. Pero hazte ya a la idea que voy a ir con los ojos bien abiertos para corresponderte lo antes posible con alguna cosa que me parezca adecuada para un regalo. -Mi querida Mari Luz... No me niego a ello, no. Pero no puedo dejar de decirte que cuando me miras y sonríes de esa manera que lo haces, ello es ya un regalo para mi vista. -Tú te mereces mi sonrisa y muchísimo más, Fermín... -¿Qué tal las compras, mis queridos amigos? -¡Ah! Hola, Carmen. Muy bien... Muy, pero que muy bien. Ya te contaré. Vamos, Fermín, enséñale el vestido que me acabas de regalar. Tiene unos bordados preciosos. Míralo. -Te dije que encontrarías algo así. ¡La de horas de trabajo de estas buenas mujeres que debe haber tras esta hermosa prenda! 167 IV Saliendo de Santo Domingo por la ruta que se dirige hacia el hermoso sitio arqueológico de Palenque, unos cientos de metros más allá de la pequeña gasolinera y de un grupo de edificios comerciales de reciente construcción, encontraron con facilidad, como había anunciado don Arcadio, el flamante establecimiento de don Francisco Cifuentes. -Veo que los negocios le van viento en popa a mi amigo Pancho. Fíjense ustedes en ese pequeño hangar situado al lado de las oficinas. Ese fue su primer garaje y taller. Cuando estuve aquí el pasado otoño descansando unos días en Palenque, me comentó que lo conserva así como recuerdo de aquellos años en que su tallercito era el único en cientos de quilómetros a la redonda y de los pocos que podían encontrarse en el estado de Chiapas. Ahí dentro guarda todavía alguno de los viejos carros que alquilaba a los ocasionales turistas yanquis que se dejaban caer por aquí. -Pero hoy en día debe tener más competencia. -La tienen, por supuesto. Pero Pancho Cifuentes y su hijo, que es el que en realidad lleva en este momento el negocio, supieron hacerse muy pronto con la concesión o representación comercial de varias marcas de carros yanquis. Y bueno, ya les verán ustedes, son personas sumamente agradables, con los que es muy lindo hacer tratos. Saben cerrar un buen negocio, que les producirá buenos pesos, pero con la honestidad suficiente para que uno quede contento y vuelva a ellos en otra ocasión. En ese momento don Arcadio, acompañado por Fermín y el profesor Felices, llegaban a la puerta acristalada de las oficinas, en cuya superficie se veía grabado en gruesas letras el nombre de la empresa: "Francisco Cifuentes e hijo. Alquiler, venta y reparación de automóviles". Iban a franquear la puerta cuando les alcanzó un hombre joven, de unos treinta o treinta y cinco años, vestido con ropa de trabajo algo sucia, unos tejanos y una camisa de cuadros, que llevaba con las mangas subidas, dejando ver sus recios y nudosos brazos. 168 -¡Don Arcadio! Pasen, mi padre les está ya aguardando. Y disculpen que no les estreche la mano. Me pillaron ustedes dándole un retoque al cambio automático de un carro que querría tener listo hoy mismo, y llevo las manos algo sucias de grasa. Pasen, que yo me reuniré con ustedes en cuanto me las lave un poco. -Tranquilo, hijo. Vamos adentro... pasen, Fermín, profesor. Conocieron ya al hijo de mi amigo Pancho, que como ven, al igual que solía hacer su padre a su misma edad, no tiene reparo alguno en convertirse en uno más de los mecánicos del taller. Y ahorita podrán conocer al propio Pancho. Ahí viene. -¡Arcadio, mi buen amigo! ¡Qué bueno que viniste! -¡Pancho! ¡Estás mejor que nunca! Se nota que te cuidas. Permíteme que te presente a mis amigos. El doctor Fermín Ceballos, y el profesor César Felices. -Es un placer, señores. Vengan, vamos allí dentro, a mi despachito. Por aquí. Siéntense. Y bien, Arcadio. ¿Cómo van tu salud y tu vida últimamente? -Mi salud es buena. Y mi vida, como sabes, desde que perdí a mi estimada Dolores, es un poquito monótona y triste. Por eso, tal vez, me he animado a embarcarme, junto a estos amigos, en una linda e interesante expedición. -Siento lo de tu esposa, amigo mío. Pero, dime, ¿qué hay de esa marcha por la selva que me anunciaste por teléfono? -Por eso estamos aquí. -¿Qué os va hacer falta? ¿Todoterrenos, camiones, camionetas? -El punto al que nos dirigimos está como a unos doscientos o doscientos cincuenta quilómetros de aquí. Tal vez un poco más. -Tal y como dice el doctor, pensamos dirigirnos hacia esta zona. -Don Arcadio se puso en pie y señaló con la mano hacia el mapa de Chiapas que ocupaba una de las paredes del despacho de don Pancho. -Corríjame usted, profesor, si me equivoco... algo al norte y al este de las últimas estribaciones de la Sierra Madre del Sur... a poniente del curso del Usumacinta. -Ahí fue, ciertamente, donde interrumpimos la expedición el pasado mes de abril, tras una larga ruta, en la que utilizábamos 169 vehículos todoterreno. Llevábamos unas camionetas, con tracción a las cuatro ruedas y reductora en todas ellas. -Tengo unos lindos camiones de importación. Estoy seguro que no me van ustedes a creer cuando les diga la poca nafta que consumen. Los tengo recién llegados, como nuevos. Tienen, no más, un par de meses. Vean este folleto de advertisment. -Lindo carro el Ford... Pero muy grande, amigo Pancho. Mientras don Arcadio hojeaba el folleto, el joven al que habían saludado antes apareció en la puerta del pequeño despacho. -Muy buenas, don Arcadio, aquí me tienen como se los dije antes. ¿Qué hay, papá? ¿Qué se cuenta de nuevo nuestro amigo? -Pasa, hijo. ¿Conoces a estos amigos de don Arcadio? El doctor Ceballos y el profesor Felices. -Les vi hace un momento ahí fuera. Ahorita sí puedo saludarles como Dios manda. Chóquenla, amigos. -Estaba mostrándoles este folleto de los nuevos camiones de la Ford. Pero don Arcadio los encuentra algo grandes. -Estos vehículos vendrían como anillo al dedo para una larga excursión motorizada por toda la península. Pero llevo dándole vueltas a esta salida nuestra de ahora y... y no creo que nos vayan a ser de utilidad. -Pero aquí, el profesor, nos ha relatado como en su anterior expedición llevaban varias camionetas. -Lo sé, lo sé. Pero la suya fue una expedición considerablemente más larga. Por ese motivo eligieron un clásico desplazamiento con vehículos a motor todo el tiempo. Ello tiene sus ventajas pero también sus inconvenientes. No puede uno alejarse demasiado de determinadas rutas y senderos. Y nosotros, estoy seguro de ello, llegará un momento en que tendremos que adentrarnos por la selva, lejos de las rutas fáciles o habituales. Propongo una breve expedición motorizada hasta aquí. -Don Arcadio puso su dedo en el mapa, señalando un lugar hacia el sudeste- Se tratará de un solo día de viaje, y podrá hacerse con un solo vehículo. Concedo que uno de estos Ford puede ser suficiente, por ejemplo este de tipo minibús. Sin embargo, en este punto el 170 vehículo y el chofer ya no serán necesarios, y regresarán a Santo Domingo. A partir de aquí, fíjense ustedes bien, hallaremos esta zona fluvial. Ríos y algunos hermosos lagos de aguas azules y tranquilas. Nos desplazaremos sobre ellos por medio de embarcaciones que alquilaremos en alguno de estos pueblos. No hay cascadas ni rápidos por allí, de modo que no encontraremos dificultad alguna para alcanzar esta zona de selva. Y desde este punto, como ven, atravesando la propia selva llegaremos a este otro, el del último campamento de la expedición de ustedes, profesor. Y lo haremos de forma mucho más directa que por las rutas que nos veríamos obligados a seguir con los camiones. Por esta región, entre los ríos y nuestro destino, es muy probable que encontremos alguna pequeña aldea, lo que nos será útil en dos sentidos. Primero, porque podremos equiparnos y contratar algunos indígenas como guías. Y segundo porque, si es necesario, haremos averiguaciones sobre el legendario escondrijo maya. Tengan ustedes en cuenta que podría darse el caso de que, llegando al lugar donde se perdió la pista de don Luis, no diésemos con señal alguna que nos indique por donde continuar. En ese caso las indicaciones de los habitantes de esa zona de recóndita selva podrían ser una buena guía. Porque no olviden ustedes, amigos míos, que fue precisamente en las proximidades de esa región donde, por vez primera, pudimos recoger aquellos confusos mitos y vagas leyendas de los que les hablé, que hacen mención a un legendario escondrijo y sus tesoros. -Tal y como usted lo expone, parece un plan excelente. -Opino lo mismo que tú, Fermín. La verdad es que creo que, en lo que hace a este tipo de decisiones, por su edad y su experiencia, y por su innegable conocimiento del terreno, nuestro jefe de expedición debe ser siempre don Arcadio. -Cuanto le agradezco sus amables palabras, profesor. -No sea usted modesto, don Arcadio. Usted sigue siendo el mejor. Mi padre lo dice siempre. ¡Y no sabe cuanto lo alegró el enterarse de que volvía a ponerse de nuevo al trabajo! "El bueno de 171 Arcadio es capaz de descubrir otro Palenque, por lo menos", fue lo que me dijo. -Mi buen Pancho, tú también sigues siendo el mismo. Un muy buen amigo y un exagerado. -Dejemos eso, Arcadio. Ahorita vamos a ir todos a ver los camiones, y van ustedes a escogerme, por favor, el mejor de ellos. Aunque sea por un solo día, quiero que vayan ustedes bien equipados. Y por lo que hace al chofer, mi propio hijo les acompañará en esa jornada de camino hasta los ríos. -Precisamente iba ofrecerme para ello, papá. 172 V Cuando Fermín miró a Mari Luz, ella estaba abstraída ojeando un folleto turístico, que había tomado del mostrador de recepción del hotelito de don José y doña Rosalía. Se hallaba sentada junto a una ventana, en la salita contigua al patio donde comieron el día anterior, y la luz del día, que le alcanzaba por detrás, daba a su cabello castaño un brillo especial. Sus ojos, grandes, expresivos, alegres muchas veces, otras veces curiosos, pero nunca apagados, recorrían los mapas de aquel opúsculo sobre la región de Palenque. Desde donde la miraba, ella ofrecía una imagen muy bella. A Fermín le parecía que aquel perfil, con su nariz suavemente respingona, sus lindos labios, su barbilla, y su fino cuello, era como el perfil de una de aquellas hermosas hadas buenas que, según los ancianos, allí en su tierra, pueblan los bosques en la primavera. Estaba seguro, que de haber existido realmente, las anjanas no habrían podido ser más bellas que aquella encantadora joven. Mari Luz era, de hecho, como una buena anjana que había aparecido en su vida, apartándolo de una serie de rutinas y monotonías. Fermín era consciente de que admiraba a Mari Luz. Admiraba su hermosura, pero igualmente admiraba su alegría, su ánimo, su simpatía, y la enorme decisión con que se había lanzado a la aventura de la búsqueda de su hermano. Admiraba también su elegancia natural, que hacía que tanto arreglada para salir a cenar, como vestida para un largo viaje en tren, mantuviese su aire elegante y un punto deportivo. No era tan solo lo agraciado de su físico, pues era hermosa, alta y delgada, ni el acierto en la elección de las prendas. Era algo propio de su personalidad. Su forma de moverse, sus expresiones, su actitud. ¡Qué extraordinaria muchacha! Desde el principio, Fermín se sintió plenamente solidarizado con ella, y se dispuso a ayudarla confiando en poder llevar a buen término la búsqueda del joven arqueólogo desaparecido. Pero si bien en un primer momento no lo había advertido, muy pronto se dio cuenta de que independientemente de desear satisfacerla en este sentido, Fermín deseaba verla, hablar con ella, conocerla más y 173 mejor. En pocas palabras, Fermín era plenamente consciente de que deseaba que su relación con Mari Luz fuese más allá. Le hacía ilusión pensar que, una vez concluida la expedición, seguirían viéndose, que podría llevarla otras veces de excursión en su coche, que podría invitarla muchas otras veces a comer... Y cuando ella le hablaba, cuando le sonreía de aquella manera tan abierta y cordial, cuando le exponía sus opiniones o le pedía las suyas, Fermín veía que a ella no le importaba exteriorizar que también deseaba su trato y disfrutaba con él. Existía una complicidad no confesada entre ambos, como habían podido perfectamente observar sus compañeros de expedición. Se sabían unidos cada vez más por unos indefinibles lazos de mutua atracción y simpatía. Y ello hacía sentirse a Fermín muy bien. Hacia años que no sentía aquella alegría de vivir, aquel optimismo. Mari luz alzó la vista de las páginas del folleto que estaba leyendo, y miró a su alrededor. Muy pronto su mirada se cruzó con la de Fermín. -Fermín, mira esto. ¡Que curioso! Mari Luz le mostraba una página abierta de aquel folleto. Fermín se levantó de la silla que ocupaba, y se sentó en otra más próxima, frente a ella. Tomó el folleto y vio una reproducción fotográfica de una estatuílla. Se trataba de una figura antropomorfa, estilizada, de trazo sencillo y poco recargado. -¡Mari Luz! ¡Más que curioso, esto es extraordinario! Esta estatuílla - aquí dice que es de apenas medio metro - es igual que las que dibujó tu hermano en su libro de campo, en las esquinas y las puertas de aquel edificio. -¿Verdad que sí? Eso me pareció a mí. -No hay duda. ¿Qué dice el folleto sobre esta estatuílla? -No lo he leído todavía. Espera... aquí está. "Pequeña escultura hallada en un nuevo enclave arqueológico: A medio camino de la región del río Usumacinta y la reserva de los Lagos Azules, en un pequeño pero interesante grupo de viejas ruinas se ha hallado el pasado otoño esta curiosa escultura. No se sabe exactamente su significado. En estos días se expone, junto a otros interesantes objetos hallados en ese mismo enclave, en un pequeño museo situado 174 en un edificio contiguo al hotel Misol-Ha, en la Avenida de Juárez de nuestra comunidad". -Mari Luz, este puede ser un hallazgo de extraordinario valor, un indicio del camino que siguió Luis la noche de su desaparición. ¡Coge, por favor, el diario de tu hermano! ¡Vamos a ir ahora mismo al hotel Misol Ha! -Voy a mi habitación a buscarlo. ¡Oh, Fermín! ¿Será posible que hayamos dado con una pista? ¿Tendrá esta estatuílla relación con el templo que tanto interesó a Luis? ¡Sería estupendo! Aguarda, bajo en un instante. Y tal como dijo, apenas cinco minutos más tarde estaba de nuevo junto a Fermín. Llevaba con ella su amplio bolso, el que utilizaba para transportar el diario de campo de su hermano. -Vamos allá, Mari Luz. He dejado recado a nuestros amables anfitriones. Si regresan los demás durante nuestra ausencia, les comunicarán que pueden hallarnos en el museo anexo al hotel Misol Ha. En poco más de un cuarto de hora llegaron a la Avenida Juárez, y enseguida dieron con el hotel que buscaban. Tal y como venía indicado en el folleto, unos quince metros calle arriba de la entrada principal del mismo vieron un gran portalón, por el que en el pasado debían de poder entrar y salir los más grandes carruajes. A través del mismo se accedía a un patio suavemente iluminado por la luz que se filtraba a través del verde ramaje que, como un emparrado, lo cubría prácticamente en su totalidad. Penetraron en aquel recinto y vieron que tres personas se hallaban dialogando con un mozo, que debía hacer de recepcionista y vendedor de boletos para la entrada al pequeño museo. -Mira a quien tenemos aquí. ¡Don Arcadio y los Ortigosa! Al oír a Fermín se volvieron sorprendidos. -¡Mari Luz! ¡Fermín! ¿Venís por la estatuílla? -Hola, Carmen, Carlos. Un saludo, don Arcadio. Pues sí. ¿Cómo os habéis enterado de lo de esa figura de piedra? -Supongo que igual que vosotros, Mari Luz. Íbamos paseando por el centro con don Arcadio, y junto a la iglesia de Santo 175 Domingo vimos una oficina local de turismo. Solicitamos información sobre posibles lugares a visitar en la ciudad y nos hablaron de este museo. El tríptico que nos ofrecieron muestra, como veis, una foto de una curiosa estatuílla. -Y ahora, este muchacho, ¿Mario te llamas, verdad? nos estaba explicando que si aguardamos unos minutos, don Moisés Villalba en persona nos mostrará su linda colección de piedritas, y nos platicará sobre las mismas. Y créanme, amigos, les aseguro que merecerá la pena. Mi amigo Moisés es un excelente arqueólogo aficionado, un auténtico erudito en lo que hace a las leyendas de los indios lacandones, quichés y cakchiqueles. Y es lindo, lindo de verdad escucharle. Se lo digo a ustedes por experiencia. Por otro lado, ardo en deseos de abrazar de nuevo a tan excelente amigo. Fue un magnífico compañero en numerosas ocasiones. Puede decirse incluso, que le debo la vida. -¿Cómo es eso? -Fue en una de mis últimas salidas. Se incendió el poblado donde pernoctábamos, en tierras del norte de Méjico. ¿Saben ustedes ese tipo de construcción en madera que se usa también en el sur de California y Texas? El edificio donde nos hallábamos era de dos plantas, todo hecho con madera seca. Se propagó tan rápido el fuego que quedé atrapado. ¡Caramba, pero que mal rato pasé! En estas que apareció mi buen amigo, cubierto de mantas totalmente empapadas en agua, me envolvió con una de ellas, cargó conmigo y salió al exterior. Pocos minutos después se desmoronó todo. Pero véanle... ahí llega. En efecto, en el marco del portalón, resaltada su gran humanidad por el contraluz de la soleada calle, apareció un hombre corpulento, alto, elegantemente vestido. De unos sesenta o sesenta y cinco años, con un rostro varonil que habría sido sin duda hermoso de joven, y una expresión bondadosa e inteligente. -¡Arcadio Botín! ¡Me lleven los diablos! ¡Carajo! ¡Qué buen aspecto tienes, compadre! ¡Venga un abrazo! Y aquel hombretón cogiendo a don Arcadio entre sus grandes brazos, le abrazó con efusión y energía. Luego le apartó, y le miró 176 detenidamente. Y se vio en su mirada que estaba realmente feliz de volver a verle. -¡Arcadio! ¡Mi gran amigo, mi maestro! ¡Qué gran alegría! ¿Viniste a ver mi pequeña colección de aficionado? -¡Ah, Moisés! ¡Tú sí que tienes un aspecto fenomenal! Y bien, pues sí, claro está. Vinimos acá, con unos amigos, para ver tu colección. Permíteme que te presente. Estos son el matrimonio Ortigosa... Carlos y Carmen. -A sus pies, señora. Es un placer, don Carlos. -Y este par de jóvenes son el doctor Fermín Ceballos y la señorita Mari Luz Trévelez. -Es un placer señorita. Doctor, me alegro de conocerle, y puede contar conmigo como un buen amigo, pero por supuesto, no como un cliente. Mi salud es, se lo aseguro, a prueba de bomba. Pero... no se queden aquí... pasen, amigos. Les voy a mostrar cosas extraordinarias. Proceden de un territorio muy interesante, al sur de estas tierras. Y precedidos por su agradable anfitrión, pasaron al interior del museo, constituido únicamente por dos salas contiguas, en las que se hallaba dispuesta una pequeña pero muy bella colección de vasijas, esculturas, fragmentos de piedra, y algunas losas con grabados estucados. En una de las paredes, en dos amplio lienzos, se exhibían reproducciones de pinturas, probablemente tomadas de algún fresco. En el centro de la primera de las dos piezas del museo, colocada sobre una mesita, se hallaba la bella estatuílla que les había llevado a todos a visitar aquella exposición. De un par de palmos de altura, aquella figura representaba a un ser de facies mongoloide, con un espeso cabello como único adorno sobre la misma. El cuerpo y las extremidades estaban tallados con sencillez. De cintura hasta rodillas le cubría una sencilla túnica. Tenía los brazos separados del cuerpo, los codos flexionados, y las manos apoyadas en la cintura. Las piernas entreabiertas, como buscando una amplia base de sustentación. Era, sin duda, como las figuras que Luis Trévelez había dibujado en la última página de anotaciones de su diario. 177 -¿Dónde hallaste esta hermosa escultura, Moisés? -Todo lo que ustedes ven acá reunido lo obtuve en el mismo lugar. De regreso desde la región del lago Atitlán, en Guatemala, por la sierra boscosa, el pasado otoño, dimos casi por causalidad con un grupito de ruinas en medio de una zona terriblemente tupida de selva. Quedó un equipo allí, que sigue prospectando. Yo me traje acá estas cosas, a Santo Domingo, con la idea de abrir un pequeño museo. No es menester que les diga más... estamos ahorita en él. Por lo que hace a esa estatuílla, debo confesarles que existen una serie de hechos curiosos e interesantes con relación a la misma. Diríase que la rodea un halo de misterio. -¿A qué hechos o misterios se refiere usted, señor Villalba? -En primer lugar, su ubicación. No hay duda de que no pertenece propiamente al lugar arqueológico. Es decir, fue llevada en algún momento al sitio donde la hallamos, pero no fue tallada allí. Debería decir realmente que se la ocultó en aquel pueblo o recinto. Se encontró en el interior de una cámara secreta, bajo el falso suelo de una estancia interior, oculta a su vez en el espesor de una edificación de aspecto insignificante. Después fue la notable y curiosa reacción de uno de los mozos, un lacandón serio y taciturno que nos ayudaba en las excavaciones. Cuando vio que esta estatuílla era extraída de su escondrijo se sobresaltó. Estoy seguro de que por un instante dejó ver, aunque involuntariamente, un sentimiento intenso. No sabría decirles si de sorpresa, de temor, o de indignación. Tal vez una mezcla de los tres. Pero fue tan solo por breves momentos. Aquella noche, cuando le pregunté sobre ello, fingió no saber de que le hablaba. -Como usted dice, ello es muy curioso. -Pero aun hay más. -¿Y qué es ello? -A escasos quilómetros de allí teníamos establecido un campamento de enlace en una pequeña aldea. Llevamos la estatuílla, junto con otros hallazgos, hasta aquel lugar. En aquel poblado vivía un chamán muy anciano, un auténtico sabio. Se había mostrado muy interesado desde el primer momento por nuestro trabajo, y cuando 178 veía las piezas de cerámica, las figurillas, y otros objetos que se iban llevando hasta allí, los tomaba entre sus manos y los miraba con atención, al tiempo que hacía gestos de aprobación y musitaba frases ininteligibles con voz emocionada. Pero cuando vio esta estatuílla se puso serio y solemne. La miró fijamente largo rato. La dejó luego sobre una pequeña plataforma de piedra junto a un gran árbol situado en el centro de la aldea. Aquel lugar era el que solía utilizar para realizar sus rezos y ceremonias. Se apartó como un par de metros y se sentó en el suelo. A continuación cerró los ojos y comenzó a emitir un canto ritual, cadencioso y monótono. Permaneció así como unos cinco minutos. Finalmente se puso en pie, y con voz solemne nos comunicó que había sido la voluntad de los dioses que uno de los guardianes de Tulán Zuivá, saliese de su lugar oculto como respuesta a sus plegarias. Llevaba tiempo pidiendo a los dioses una señal antes de marchar de esta vida. Y esta estatuílla es la señal que tanto tiempo había esperado. La leyenda era cierta. -Moisés, amigo mío. ¿Estás seguro de que fue eso lo que dijo? -¿Sorprendente, verdad? Según las mitologías quiché y cakchiquel, Tulán Zuivá es el nombre con que se conoce al valle al que se dirigieron los cuatro primeros padres del pueblo maya, tras ser creados por los dioses del sol y del maíz. Viene a significar algo así como el valle de los siete barrancos o de las siete cuevas. -Conozco esas leyendas, recogidas en el Popol Vuh. Pero en ningún momento se habla en ese libro sagrado de posibles guardianes, centinelas o vigilantes del valle en cuestión. -Tiene usted razón, doctor. -¿Y a que leyenda se refería? -¿Les parece interesante, verdad? Verán, tras acabar su cántico, el sabio nos sonreía beatíficamente. Mirándonos con ojillos alegres, nos contó una vieja historia. ¿Recuerdas, Arcadio, la estela desaparecida? -¿La de la expedición del sesenta y ocho? -Esa misma. -¿Dijo el chamán algo sobre ella? 179 -Nos habló de mucho, muchísimo tiempo atrás. Hubo una edad en que ocurrieron cosas muy graves y muy malas para su pueblo. Por ello un grupo de elegidos marchó a un lugar oculto, con sus tesoros, sus bienes y la sabiduría infundida por sus dioses. -¡Caramba! ¡Eso es en resumen lo que contaban los glifos de la parte superior de aquella estela! Pero esa misma leyenda, con pequeñas variaciones, la hemos podido escuchar en diversas aldeas por una amplia zona del sur de la península de Yucatán. Nada de particular tiene el oírla en boca de un chamán de un pueblito no muy alejado de aquellos lugares. -¡Pero date cuenta, Arcadio, que aquella fue la primera ocasión en que oímos darle nombre a ese legendario refugio! El anciano insistió en que sus antepasados marcharon a Tulán Zuivá. No quiso dar más explicaciones en ese sentido. No logré aclarar si se trataba del valle mitológico que menciona el Popol Vuh, o de un lugar distinto al que habían dado el mismo nombre en recuerdo o memoria del otro. Pero en cambio, fue muy claro al hablarnos de los diez guardianes del valle. El ser representado en esta estatuilla es uno de ellos. -Amigos míos. ¡Qué linda idea fue la de comenzar por Santo Domingo nuestra expedición! ¡Aun sin haber llegado a aquella zona de recóndita selva a la que nos dirigimos, hemos dado con una huella, con una señal, con un indicio de considerable valor! Aquí Moisés, mi buen amigo y compañero, nos ha proporcionado la prueba de que don Luis, en efecto, no se anduvo lejos de lo que buscaba. -¡Carajo! ¡Cuánto me alegro de ello! Ahora creo, amigo Arcadio, que merezco que me expliquen en que linda aventura andan ustedes metidos. -Vamos a la búsqueda de un joven arqueólogo, don Luis, hermano de esta señorita. Por lo que he podido saber del mismo, podemos decir que andaba detrás de la leyenda en cuestión. Y creo que sus pasos iban por el buen camino... Desapareció el pasado mes de abril. Dejó el campamento y a sus compañeros, y creo que lo hizo para explorar un lindo templo que recién había descubierto en 180 la distancia ese mismo día. Muéstrenos, Mari Luz, los últimos dibujos del diario de su hermano. Prepárate para ver algo extraordinario, Moisés. Aquí está... ¿Viste algo más lindo? -¡Vean ustedes ese templo! ¡Carajo! ¡Cuatro guardas en las esquinas, y seis más en las tres puertas! -¡Los diez guardianes del valle! -¡Ven lo que les dije! ¡La estela, la leyenda, la estatuílla, el chamán, y el dibujo de don Luis! ¡Todo encaja! ¿Entienden? -¡Mi hermano está allí! ¡Estoy segura! -Es posible, es posible... ¿Por qué no? Sea como fuere, si damos con algún pueblito o aldeíta en la zona en que le perdieron ustedes, ahorita tenemos algo concreto sobre lo que preguntar, si se diese el caso de que no hallásemos rastro alguno de don Luis. Nos permitirás, amigo Moisés, que nos llevemos una pequeña replica de tu bonito e interesante hallazgo. -Como no, amigo mío. En unos minutos, Mario, mi criado, os traerá una. -Como pensé desde el primer momento en que lo vi, estoy convencido que si damos con ese templo, habremos dado con la pista de Luis. Y no dudo que seremos capaces de hallarlo. Creo que tu hermano nos dio una pista indirecta en su diario... -Se me ocurre que podríamos seguir platicando mejor sobre todo ello aquí al lado, en mi casa. Y me darán ustedes la oportunidad de invitarles a tomar un traguito. -Te lo agradeceremos mucho, Moisés. -Pues síganme todos, amigos. 181 VI Una tenue neblina cubría la selva aquella mañana y el sol apenas se entreveía como una mancha rojiza por encima de las copas de los árboles. Los primeros grupos de turistas madrugadores iban llegando a la amplia zona arqueológica. Pero en conjunto, visto desde lo alto, en el punto de arranque de la senda que desciende desde la zona alta de la selva, el enclave de Palenque ofrecía un aspecto de soledad y de quietud. Lo envolvía aquella atmósfera especial que solo se observa en los primeros momentos del día, en épocas como aquella en que las recientes lluvias habían saturado de humedad la pluviselva tropical. Sin embargo, Héctor Torcillo parecía resultar del todo insensible a lo que de poético, conmovedor o subyugante pudiesen hallar otras personas en aquel ambiente. Solo una cosa le preocupaba en aquel momento, mientras esperaba a su criado, sentado sobre una vieja piedra bajo las copas de los primeros árboles de la selva contiguos al imponente templo de las inscripciones. Cabía la posibilidad de que la expedición de don Arcadio no estuviese, al fin y al cabo, encaminada en la dirección correcta. En ese caso, el esfuerzo de seguirles habría sido en vano. La verdad era que no acababa de entender las razones que les habían llevado a iniciar la expedición en Palenque. Sabía muy bien, y don Arcadio no podía ignorarlo, que los mitos sobre el refugio perdido, sobre el tesoro oculto, no apuntaban en absoluto hacia aquel enclave arqueológico. Sin embargo, ¿tal vez se trataba de hallar allí algún dato, alguna pista o indicio que debía ser consultado previamente a la marcha hacia otros lugares? Pronto lo sabría. Ya no podía tardar en llegar su criado, Aristeo. En cuanto estuviesen juntos tomaría las medidas oportunas para que pudiesen apostarse en lugares adecuados. Convenía que los miembros de la expedición de don Arcadio no les viesen, para poder espiarles de manera eficaz. Apenas llevaba esperando unos diez minutos en aquel lugar, cuando le vio llegar. Con sorpresa, observó que, en contra de lo que era habitual en él, Aristeo venía presuroso, agitado, con aspecto 182 excitado y nervioso. Héctor Torcillo, al verle llegar de ese modo se puso en pie, extrañado. -¿Qué diantres te ocurre, Aristeo? -¡Ay, señor! ¡Qué se han marchado! -¿Qué quieres decir? -¡Que han salido de viaje esta mañana muy temprano, de madrugada casi! -¿Cómo es posible? Yo no les he visto llegar. No han venido aquí, a Palenque. ¿Qué demonios ha pasado, Aristeo? ¡No me hagas perder los estribos, explícate! -Tal y como usted me recomendó, les vigilé todo el tiempo. Me alojé en una alcoba a poco más de cien metros de su hotel. Y esta madrugada, entre sueños, creí oír el ruido de un motor. Sin apenas tiempo de llegarme hasta allí, les vi subir a un gran camión y partir. De modo que sin perder tiempo me dirigí por un atajito a través del pueblo hasta el arranque de la carretera que viene hasta aquí. Allí esperé durante largo rato, pero no les vi pasar. -¿Qué no les viste pasar? ¿Cómo es posible? -Regresé al hotel, y vi claramente marcadas en el suelo las huellas de los neumáticos de su camión. Las seguí por el camino, y comprobé que en vez de tirar lindamente a través del pueblo, tomaron una torcida y agarraron un camino hacia el sur. -¡Estúpido, inútil! ¿No me dijiste que pensaban venir a Palenque? ¿No fue eso lo que me dijiste? -Así fue, señor. -¿Cómo diantres se me ocurrió hacerte caso? ¡No tenía sentido! ¡No podía ser en modo alguno! ¡No hay nada aquí que tenga relación con los tesoros mayas! Vamos a ver. ¿Estás completamente seguro de haberle oído decir a Don Arcadio que vendrían a Palenque? -Pues verá usted, señor... en realidad... -¡En realidad qué, maldito bellaco! -Dijo que en primer lugar, iniciarían su viaje dirigiéndose a Pueblo de Palenque... y no me negará que así lo hicieron. 183 -En primer lugar... ya veo. Pero, ¿y después? ¿Cuales eran sus planes una vez llegados a Santo Domingo? -Eh... Bueno... Yo... No lo sé. -¿Cómo que no lo sabes? -Cuando ese condenado de don Arcadio iba a seguir explicando sus planes, me sorprendió ese amigo suyo médico que estaba presente en la reunión. ¡Me cogió, me zarandeó, me amenazó...! -Ya veo... y te echó de allí. -Me temo que así fue. -Vamos a ver si te entiendo. Me estás diciendo que tan solo pudiste averiguar que la expedición iba a iniciarse en Santo Domingo... -No más, mi señor. -¡Dios mío, no sé como me contengo y no te doy tu merecido! ¿Será posible tanta estupidez? ¿Te das cuenta, viejo jaleb, pedazo de animal, que ahora les hemos perdido la pista? ¡Y por tu culpa, maldito cretino! -No se altere usted más, mi señor. Sabemos que han partido hacia el sur. Tengo amigos y familiares en algunos lugares en esa dirección. -¡De poco nos servirán si son tan desastre como tú! Sin embargo... ¡Caramba! ¡Pues ya te me estás marchando como un rayo para ponerte en contacto con ellos! ¡Debes hacerlo lo antes posible! -Lo hice justo antes de venir, señor. Tal vez tardemos uno o dos días, pero puede usted estar seguro de que volveremos a encontrarles. -Por tu bien confío que así sea, Aristeo. Y de todos modos, ¿no está claro que don Arcadio conoce casi también como yo la zona a la que hacen referencia las leyendas, los mitos y los rumores? Si lo que buscan es el centro ceremonial secreto donde se supone que se ocultan los tesoros perdidos de tus lejanos antepasados, han de dirigirse a las regiones mencionadas en la estela. Por ello, aunque de buen principio no demos con ellos, creo que sabré, en cualquier caso, llegar a la región de Yucatán a la que con toda seguridad se 184 dirigen. Una vez allí, el averiguar sobre el paradero de esa condenada expedición será la cosa más sencilla. ¡Vamos, maldito bobo, Aristeo! ¡No echemos raíces aquí! ¡Regresemos a Santo Domingo! 185 186 Por los brazos de agua E I l sol oblicuo del atardecer penetraba a través de las ramas y las hojas de aquellos altos árboles que, a uno y otro lado del brazo de agua por el que se deslizaban, formaban como dos grandes muros de vegetación. Los rayos solares así tamizados, llegaban a la líquida y móvil superficie, llenándola de infinidad de pequeños reflejos oscilantes. De cuando en cuando veían saltar fuera del agua, fugazmente, algún pececillo de vientre plateado, que por un momento brillaba también al reflejar la oblicua luz solar, y que al caer de nuevo al agua, formaba una serie de ondulaciones circulares que iban ampliándose suavemente hasta desaparecer. No hacía un calor excesivo en aquellas horas casi crepusculares del atardecer, próximos ya al final del día. Podían, pues, considerar acertada la decisión tomada por Sócrates, el jefe de la expedición, y patrón de la mayor de las dos embarcaciones. Siguiendo sus consejos habían navegado durante las primeras horas de la mañana, y posteriormente se habían detenido en un tranquilo y agradable lugar en el que la espesa selva, saltando de una a otra orilla, les había ofrecido sombra y fresco cobijo durante las horas centrales del día. 187 Se habían puesto de nuevo en marcha bien entrada la tarde, y habían evitado de ese modo soportar el sol tropical de dichas horas. Para su breve viaje por aquella región de acuíferos, se distribuyeron todos ellos, así como los bultos del equipaje, entre aquellas dos anchas barcas. Las habían alquilado, tras llegar a un acuerdo sobre el precio con sus propietarios -Sócrates y familia-, en la pequeña aldea a la que llegaron el día anterior, tras un cómodo viaje en el excelente vehículo de don Pancho Cifuentes, el campechano amigo de don Arcadio. Éste, junto con el profesor y Pablo, viajaban en la barca más pequeña. En la otra, precisamente la patroneada por Sócrates, iban el matrimonio Ortigosa, Aureliano, y Mari Luz y Fermín. En aquellos momentos se deslizaban sobre aguas muy tranquilas, impulsados por aquellos hombrecillos yucatecos que, pese a su escasa estatura, se empleaban con notable energía a la tarea de ir clavando las pértigas de madera en el fondo, caminando a continuación por los laterales de las embarcaciones, y provocando de ese modo el avance de las mismas. La superficie líquida por la que navegaban no era propiamente un río, pero tampoco podía hablarse de un lago al referirse a aquella serie de brazos de agua que discurrían oblicuamente hacia el sur y hacia el este a través de la pluviselva tropical. Se trataba de una zona en la que las abundantes lluvias de la región, recogidas en las altas cumbres próximas, provocaban una inundación casi constante y habitual de las zonas más bajas de la selva, resultando de aquel modo aquella zona boscosa en la que los brazos de agua alternaban con elevaciones del terreno cubiertas por espesa arboleda. Desde las barcas podían ver en las más altas ramas de aquellos árboles una variada fauna que alegraba la selva. En algunos puntos abundantes aves tropicales de plumaje bellamente coloreado llenaban el ambiente con estridentes cantos. En otros lugares eran pequeños monos saltando entre las ramas, o colgados de las mismas, los que lo llenaban con sus agudos gritos. Y sobre la superficie del agua no faltaban hermosas variedades de mariposas, y 188 en ocasiones grandes libélulas que producían con su vuelo un sonoro zumbido. A parte de aquellos agradables insectos, inofensivos y vistosos, en algunos tramos de agua más o menos empantanada, estaban expuestos a sufrir la visita de otros artrópodos voladores más molestos, e incluso peligrosos. Atravesaban, en efecto, en algunos lugares, auténticas nubes de mosquitos. Por ese motivo se colocaban, la mayor parte del tiempo, en el interior de unas tiendas cerradas con tela de tupida mosquitera, que los indígenas habían elevado para ellos en el centro de las barcas. Fermín no estuvo tranquilo hasta que todos le aseguraron que habían comenzado a tomar la medicación que les indicó unos días antes, para prevenir un posible paludismo. Como había previsto don Arcadio, no había rápidos, corrientes turbulentas ni cascadas en aquellos parajes. Por eso la marcha se hacía de manera tranquila y sin inconvenientes, fuera del de la obligada estancia, la mayor parte del tiempo, en los refugios al abrigo de los mosquitos. El avance no parecía suponer un excesivo esfuerzo para los seis yucatecos que les habían ofrecido el trasladarles en sus amplias barcas, cuando la pasada noche se los presentó el hijo de Pancho Cifuentes a su llegada a la aldea. Desde allí, con su camión, había regresado a Santo Domingo, no sin desearles mucho éxito en su expedición, y ofrecerse para cualquier otra ocasión en el futuro en que deseasen su ayuda. Aureliano, aparentemente inmune a los ataques de los mosquitos, permanecía junto a Sócrates, el mayor de los tres tripulantes de la barcaza que compartía con los Ortigosa, Fermín y Mari Luz. Moviéndose a su lado en sus continuos desplazamientos, ayudándole en ocasiones con la percha de madera, el buen guía iba conversando con aquel menudo hombrecillo, casi un anciano, que parecía no estar demasiado entusiasmado con aquella navegación por aquellos lugares. -Mire usted, Aureliano. De no ser por la bonita suma de pesos que nos ofreció ese caballero que va ahí dentro de mi barquita, no 189 creo que hubiese podido convencer a mis parientes para que navegasen hacia esa zona a la que vamos. -¿Y eso por que? -No es bueno acercarse hacia allí. No es prudente. Así se lo hemos oído decir a nuestros padres, a nuestros abuelos, y a los abuelos de nuestros abuelos. Nadie recuerda cuando, pero hace mucho, mucho tiempo, los dioses ocultaron algo... no sé que diablos sería lo que ocultaron allá. Pero se nos dijo, y así nos lo han hecho saber nuestros sabios, que nadie debía acercarse hacia esas tierras, a las que ustedes, de manera poco prudente, piensan aproximarse. -Tenga usted en cuenta, Sócrates, que si vamos hacia aquellos parajes es porque el hermano de la señorita Mari Luz está perdido por algún sitio en esa tierra. -¡Mal hizo de llegar hasta ella! ¡Algo malo debió acaecerle por su atrevimiento! Y ustedes deberían pensárselo dos veces, si no desean seguir su misma suerte. Francamente, Aureliano, le digo con toda honestidad que me preocupan ustedes y su expedición. ¿Por qué no trata usted de convencer a sus amigos gringos de que no traspasen más allá de aquellas sierras que se ven en la lejanía? -Nada cambiaría la determinación de la señorita Mari Luz. Y los demás están tan dispuestos como ella a llegar hasta donde haga falta, tras la pista del señorito Luis. Yo mismo, que pasé casi tres meses al servicio de ese buen joven, no voy a dejar de colaborar en todo lo que pueda ser de utilidad, de acuerdo con mi experiencia y mi habilidad como guía. Y por lo que hace a ese vago temor de sus antepasados con relación a las tierras que se encuentran allí enfrente, no crea usted que vaya a detenernos. Al contrario, ello supondrá un estímulo añadido para esos sabios, el doctor, el profesor y don Arcadio. -Ustedes verán lo que hacen. Pero por mi parte, no podrán decir que no les he advertido. Y en cuanto a nuestro viaje, como hemos convenido, les vamos a llevar hasta el final de los brazos de agua. Pero una vez allá deberán ustedes espabilarse. Nosotros tomaremos las barcas y nos daremos la vuelta de inmediato. Dudo 190 que nos vean ustedes poner ni tan solo un pie en la tierra que se encuentra más allá, al final de los brazos. -Pues mire usted, le agradezco sus consejos. En mi nombre y en el de los demás. Pero dígame algo más sobre esa tierra. ¿En que cree usted que se fundamentan las advertencias de los sabios? ¿Por qué no hay que acercarse a aquellos parajes? -No sé más de los que le dije antes. Y creo que es mejor que no hablemos más de ello. Mis hijos están comenzando a preocuparse ya por lo mucho que avanzamos hacia la tierra a la que no hay que ir. -Nos llevarán ustedes, sin embargo, como hemos pactado, hasta el final de la zona del agua. En estas tierras húmedas que atravesamos no podríamos avanzar de otro modo que no fuese con las embarcaciones de ustedes. -Guarden cuidado. Mis hijos dudan, mi cuñado y mis sobrinos temen, pero yo soy quien manda. Y como hombre mayor sé lo bien que nos va a venir la platita, y la falta que nos hacen los pesos. Llegaremos hasta donde les prometimos. Pero ni un dedo más allá. -Déjeme que le ayude un poco con la percha. Así... y dígame... ¿Cuando cree que vamos a llegar a tierra seca? Le confieso, que como guía de las más variadas expediciones, he puesto mis pies en muchísimos lugares de nuestras tierras y montes, y he atravesado casi todas nuestras llanuras y selvas. Pero esta zona me es desconocida. -La marcha que llevamos es lenta, pues no más podemos avanzar, como quien dice, al ritmo en que caminamos sobre la cubierta. Pero no es mucho el camino que nos resta. Muy pronto pernoctaremos en un lugar abrigado y seguro. Y mañana antes del mediodía les dejaremos en tierra. 191 II La más pequeña de las embarcaciones, tripulada por el cuñado y los sobrinos de Sócrates, emprendió el camino de regreso tan pronto como hubieron alcanzado el pequeño embarcadero, situado en el extremo occidental del gran brazo de aguas tranquilas y obscuras por el que habían navegado un par de horas aquella mañana. En cambio, Sócrates y sus hijos accedieron a descender de su barcaza, y ayudaron a bajar los bultos y a levantar un pequeño campamento alzando las tres pequeñas tiendas. Prepararon incluso una zona de tierra limpia de ramaje y hojarasca, rodeándola con un círculo de lodo y piedras, para poder encender una pequeña fogata destinada a preparar la primera cena en su estancia en aquella zona de la selva yucateca. Sin embargo, cuando comenzó a declinar el día manifestaron su intención de abandonar aquellos lugares y se dirigieron hacia la orilla, hacia el lugar donde se hallaba amarrada su embarcación. Don Arcadio, Pablo y el profesor Felices les acompañaron hasta allí para despedirles, y para intentar siquiera una vez más convencerles de que se uniesen a la expedición. -Sócrates, amigo mío. Y ustedes, muchachos. ¿De verdad que no se animan a acompañarnos? Piensen que nos hacen falta brazos para llevar las cosas, montar y desmontar... Y...¡Caramba! Estoy seguro que mis amigos españoles estarían dispuestos a pagarles bien. -Mire usted, don Arcadio. No se lo tome a mal. Comprendemos que ustedes van a necesitar de gente para cargar con todo. Pero nosotros tenemos a nuestras mujercitas y los chamaquitos aguardándonos. Y mire usted, la barca... -Este parece un lugar adecuado para dejarla. Por unos días podrían atarla a estos árboles. Incluso podríamos entre todos sacarla a tierra firme y dejarla apoyadas en la hojarasca. -Se podría, como usted dice, doctor. No es ese el problema. Créanme, nos agradaría mucho ayudarles. Pero como Aureliano, su 192 guía, conoce bien, hay que guardar respeto y temor a las advertencias de nuestros sabios. -¿A que advertencias se refiere usted, Sócrates? -Esas tierras altas a las que ustedes piensan dirigirse son sagradas, pertenecen a los dioses. Ellos ocultaron algo allí hace siglos, muchos siglos. Nadie debe acercarse a esa sierra. Ninguno ha de osar aproximarse hasta allí. No más el mostrarse curioso sobre esos secretos ya es impuro y sacrílego. Usted, profesor, como sabio entre los suyos, ha de entender que respetemos lo que nos enseñaron nuestros sabios. -Pero Sócrates... - El profesor Felices sonrió, ante la ocurrencia de aquel buen hombre, que no dudaba en equipararlo a un sabio o chamán. -Tú no creerás realmente en esas leyendas. ¿Verdad? -Mire usted, profesor. Yo no sé que pueda ser lo que se guarda allá en aquel lugar... ni me importa tampoco. Pero sé que hay que respetarlo. No se trata de leyendas, ni de amenazas, no. Se trata solamente de que hemos de respetar a los dioses y sus mandatos. Y mis hijos y yo respetamos esa tierra sagrada. No iremos más allá. Volvemos a nuestra aldea. Por lo que hace a porteadores, no han de inquietarse ustedes. Miren acá en estos árboles. Estos cabos anudados, y estas marcas en el suelo. Sin duda que encontrarán ustedes gentes que habitan por aquí cerca, y que acuden a este lugar para pescar. Sus aldeas no han de estar a gran distancia. -Contábamos con ello, Sócrates. Pero nos hubiese agradado que ustedes se viniesen con nosotros. En cualquier caso, en nombre de mis amigos y el mío propio, les deseo a ustedes que tengan un buen viaje de regreso. Salude a su esposa de nuestra parte. Y ustedes muchachos, saluden a las suyas, y cuiden de sus chamaquitos. Y por lo que hace a su cuñado y sus sobrinos, transmítanles nuestro agradecimiento por su amabilidad en traernos hasta aquí de manera tan rápida y cómoda. A todos ustedes deseo felicitarles por su destreza en el manejo de sus embarcaciones. Cuídense mucho, amigos. -Descuide usted, don Arcadio. Y sean ustedes prudentes. No intenten saber lo que no hay que saber, ni busquen lo que no hay 193 que buscar. Vamos, hijos míos. Partamos ya. Nos reuniremos con vuestro tío y vuestros primos en el embarcadero donde hemos pasado la noche. Pocos minutos después vieron como la gran barca, impulsada por aquel buen hombre y sus dos hijos, doblaba un lejano recodo del brazo de agua por el que habían llegado hasta allí, y desaparecía de su vista. Don Arcadio, Pablo y el profesor Felices se alejaron de la orilla, para llegarse hasta el lugar donde los demás estaban ya finalizando las tareas de asentamiento. Habían escogido un claro libre de árboles situado a unos doscientos o trescientos metros hacia el interior de la selva. Mientras se dirigían hacia aquel lugar vieron como, desde el campamento, se elevaba una fina columna de humo hacia el cielo, señal de que aquella noche, por lo menos, iban a poder disfrutar de una buena cena caliente. -Amigos míos, no sé que opinarán ustedes del temor de Sócrates y los suyos hacia lo que pueda hallarse oculto en esa lejana sierra. Pero yo, personalmente, encuentro que es, cuando menos, muy interesante y prometedor. -¿Está usted seguro, Arcadio? -Sí, amigo Felices. En pasadas expediciones mías, y también en viajes de buenos colegas que me refirieron sus experiencias, hemos detectado ese temor -o ese respeto si ustedes prefieren - en toda la zona periférica a una región que correspondería más o menos a ese gran territorio elevado que se ve allá en la lejanía. En algunos casos llegaron a concretarlo como el respeto hacia un sagrado lugar. En otros nos expresaron que ese era el refugio donde su pueblo guardó sus tesoros. Son, en definitiva, variantes de la leyenda que nos habla de un lugar secreto y sagrado. De acuerdo con los relieves de aquella hermosa estela que ya les he mencionado en más de una ocasión, en algún punto de estas tierras se oculta la sabiduría y la riqueza de los antepasados de los mayas. De ese modo, ese temor y ese respeto correspondería a esas creencias. 194 -Sin embargo, si no estoy equivocado, nosotros no vamos hacia las tierras altas. Usted nos indicó en el mapa que desde aquí hemos de avanzar hacia poniente y un poco hacia el norte. -Tiene usted razón, Pablo. Porque vamos a dirigirnos en primer lugar al punto en que se perdió la pista de don Luis. Por ello vamos a rodear esa tierra de leyenda y misterio. Pero estoy completamente seguro de que cuando demos con las huellas de ese joven, nos conducirán precisamente hacia esa tierra sagrada. -¿Por qué no vamos hacia ella directamente? -El profesor tiene razón. ¿Por qué no nos dirigimos ya de entrada hacia allí? -Piensen en ello un momento, amigos. De existir ese lugar de leyenda que tanto temor y respeto infunde a los habitantes de las aldeas de las zonas limítrofes, no cabe duda de que debe ser un lugar recóndito, sumamente oculto, prácticamente inaccesible para el que no esté en el secreto de su posible entrada. Podríamos pasar días dando vueltas por esa zona montañosa y no encontrar el más mínimo rastro de ese hipotético lugar. Por el contrario, yo creo que don Luis pudo haber hallado alguna pista, algún indicio. Hemos de ver hasta donde llegó y tratar de seguir sus pasos. En ese momento, como les digo, seguramente nos encaminarán hacia esas tierras altas situadas al sudeste. Pero en ese caso, nos dirigiremos allí siguiendo una pista concreta. -Si es que damos con ella. -Esperémoslo así. En cualquier caso, vale la pena intentarlo antes de dirigir nuestros pasos a esa zona, prácticamente virgen e inexplorada. -Usted nos habló de la posibilidad de obtener datos de los habitantes que posiblemente hallemos en esta selva. -En efecto, profesor. Y tal y como Sócrates nos ha señalado, hay por aquí indicios que me hacen pensar que cuando mañana nos adentremos en el territorio, no tardaremos mucho en encontrar alguna aldea. Allí obtendremos sin duda los porteadores que necesitamos, y esos datos o indicios que esperamos. 195 Conversando de este modo llegaron al lugar donde habían levantado su campamento provisional para pasar aquella noche. Tres tiendas de campaña formando un semicírculo, y en el centro del mismo los bultos cuidadosamente alineados. Frente a ellos, una pequeña hoguera, cuidada en aquel momento por Aureliano, que estaba, además, vigilando una marmita en la que se cocía algún apetitoso alimento, a juzgar por su agradable olor. Junto a él, los Ortigosa, sentados juntos, apoyados en un voluminoso bulto, le miraban hacer distraídamente, tomados de la mano. Y de pie, entre dos de las tiendas, Mari Luz y Fermín miraban hacia la lejanía de la selva, en la dirección en que se suponía podría hallarse Luis. Pablo se ofreció a ayudar a Aureliano, el profesor se unió a Fermín y Mari Luz, y don Arcadio se sentó junto al matrimonio Ortigosa. -Con su permiso, señora, Carlos...- El anciano arqueólogo se sentó, mirando hacia ellos, encima de un paquete envuelto en fuerte lona. -Por favor, don Arcadio. Su compañía siempre es agradable. Y díganos, no ha habido, al parecer, medio humano de retener a Sócrates y los suyos. -Han de comprenderles. Ese Sócrates es un buen hombre, recto en su conducta. Nada le hubiese agradado más que trabajar para nosotros y ganarse de ese modo unos buenos pesos más. Pero respeta sus tradiciones y sus creencias. De todos modos, enseguida vamos a reunirnos todos alrededor de la hoguera, lo que aprovecharemos para degustar la excelente cena que nos preparan en estos momentos Pablo y nuestro buen guía Aureliano. Y yo les voy a exponer mis planes para mañana. Si todos están de acuerdo, mantendremos el campamento en este lugar. Tengo pensado que, como una avanzadilla, Aureliano y yo partamos mañana hacia el interior. No dudo que por aquí cerca hallaremos alguna pequeña aldea yucateca. Una vez allí no nos será difícil platicar con esas buenas gentes y conseguir su ayuda como porteadores y guías. Volveremos acá entonces a recoger el campamento. 196 -Debería ir alguien más con ustedes. Comprendo que al ser los que mejor dominan los dialectos del maya de estas tierras, son los que más posibilidades tienen de hacerse entender. Pero usted es mayor ya, y en caso de tener algún percance ... -De acuerdo. Ustedes se quedarán acá, y Pablo vendrá con nosotros. Pero vean, parece que nuestra cena está lista. Vamos, vamos allá. Veremos que les parece a los demás mi plan. Cuando se sentaron todos alrededor del fuego, reducido en aquellos momentos a un pequeño montón de brasas, el sol se hallaba ya bastante bajo. Sin embargo, quedaba todavía una hora larga de luz del día, de modo que sin prisa alguna, completada ya la instalación de aquel su primer campamento en el corazón de la pluviselva tropical, cenaron con animo relajado, comentando los diversos aspectos del viaje, y las perspectivas para el futuro. Don Arcadio expuso sus planes para el siguiente día. -En principio creo que lo que usted propone es lo más acertado. Sin embargo, Arcadio, he estado pensando en ello desde que nos adelantó usted sus planes hace unos minutos. Y opino que sería mejor que usted no fuese en esa primera avanzadilla. Déjela para nuestro guía, Aureliano, y los jóvenes. -Mi esposa tiene razón. Usted debería quedarse aquí, con nosotros y el profesor Felices. -No se preocupen ustedes por la probable fatiga que esa avanzadilla pudiese producirme. Estoy completamente seguro de que no lejos de aquí han de hallarse no una sino varias aldeítas de buenos y amables yucatecos. Por ello pueden tener por cierto que no tendremos que andar mucho por la selva. Y permítanme que insista, amigos míos, en que mis conocimientos de las lenguas y costumbres de las gentes de estas tierras pueden facilitar mucho las cosas. -Bien, bien. Como usted diga. 197 III Pablo limpió con energía sus gafas, y se las puso con cuidado. Tomó de una bolsa su reloj, aquel voluminoso reloj de bolsillo que llevaba siempre a todas partes. Observó que faltaban unos minutos para las siete de la mañana. Como que Aureliano, don Arcadio y él habían quedado precisamente en levantarse a esa hora, salió de su saco de dormir, dispuesto para iniciar el día. Observó que don Arcadio dormía todavía, de modo que salió de la tienda evitando hacer ruido. Fuera encontró a Aureliano calentando agua en un pequeño recipiente. -Buenos días, Aureliano. ¿Preparando el desayuno? -Buenos días, doctor. En un par de minutos les tendré listo un cafesito bien cargado. Nos va a venir muy bien para ponernos a tono. Vigíleme un momento aquí esta marmita... Tengo ahí detrás algo que nos va a permitir completar nuestro desayuno con muchas vitaminas. Aquí están. Las he cogido por aquí cerca, hace un ratito. -¡Qué hermosas frutas, Aureliano! ¡Y recién tomadas del árbol! Va ser el nuestro un magnífico desayuno. En más de una fonda e incluso en algún hotel lo querrían así. Solo nos faltaría un plato de 'beicon' y unos huevos escaldados para creernos en el Hilton. -Quizás no lleguemos a tanto, pero tenemos unas tortas de maíz frías y un poco de carne curada. -¡Magnífico, Aureliano! -Esto ya está listo. Comience usted, doctor Guerreiro. Voy a despertar a don Arcadio. -No va ser necesario, Aureliano. Aquí estoy listo ya para almorzar con ustedes dos. Buenos días, Pablo. -Buenos días, don Arcadio. ¿Qué tal descansó? -Pasé una linda noche. He dormido como un tronco, y me siento fresco, descansado y dispuesto a partir. Gracias, está bien así de café. ¿Me permiten, amigos, un consejo? -Como no, don Arcadio. -No más faltaría, usted sigue siendo mi jefesito, como en los buenos tiempos, y sus consejos son ordenes para mí. 198 Don Arcadio sonrió ante la ocurrencia del guía. A continuación sacó de su bolsillo una pequeña botellita metálica aplanada, y la mostró. -Pónganse un chorrito de esto en sus cafés. Les va a dar una energía considerable, a parte de que le va a mejorar mucho el sabor. -¿Qué es ello, señor? -Mira, Aureliano, si hubieses estado en España posiblemente estarías al tanto de la costumbre que tienen allá de ponerle un poco de brandy o coñac al café. En mi bodega siempre procuro tener una generosa reserva de coñac traído de allende el Atlántico. -¿De modo que trae usted coñac consigo ahora? -Si, amigo Pablo. Llevo un par de botellas en el equipaje. Pero utilizo esta botellita para llevar encima una pequeña cantidad. -Gracias, don Arcadio. Es suficiente... tiene usted razón, esto está muy bueno. Y dígame, ¿cree usted que tendremos que caminar mucho esta mañana? -Mire usted, Pablo. A esa pregunta creo que le va a poder contestar mejor Aureliano. ¿No es así? -Apenas a un par de horas de aquí encontraremos una aldea. -¿Cómo estás tan seguro? -Es muy sencillo. ¿Recuerda usted que vimos ayer noche los restos de un sitio de pesca instalado en el río? -Pues sí, los vimos. -Después, fíjese usted, doctor, en esos senderos. Vea acá, y por allá... demuestran un paso relativamente frecuente. Los habitantes de estas zonas premontañosas del sur de Chiapas suelen tener sus pueblitos cerca de los ríos, para sacarles provecho. Pesca, agua, y desplazamientos fáciles en barcas sencillas. Sin embargo, no lo bastante cerca como para sufrir las malas influencias de los miasmas que en ocasiones surgen de las aguas más o menos empantanadas. -Según eso, aunque no nos moviésemos de este lugar, simplemente aguardando aquí donde estamos acampados, no pasarían muchos días sin que fuésemos visitados por algún pescador o cazador. 199 -Es cierto, Pablo. Pero de permanecer aquí parados, nos arriesgamos a tener que esperar días y días, tal vez una semana, tal vez más. Por otro lado, pensé que acercarnos nosotros a esas buenas gentes sería mucho más cortés que aguardarles acá. De modo que amigos, en cuanto acaben ustedes con su desayuno, nos vamos a poner lindamente en marcha. -Si a usted, jefesito, no le parece mal, propongo que tomemos ese sendero que penetra en la selva hacia el noreste. -Veo que conservas tus facultades de buen guía, Aureliano. Habrás observado, amigo Pablo, que ese sendero muestra muy a las claras ser utilizado en ocasiones por gentes que arrastran pesadas cargas. Ello indica que es la ruta que les lleva de regreso a sus casas con la caza y la pesca acá capturada. ¡Ah, y que delicioso desayuno nos preparaste! Me siento lleno de energía, como en mis mejores tiempos. Y ardo en deseos de practicar de nuevo mis conocimientos de los dialectos mayas de estas regiones. De manera que... ¡En marcha! Aureliano y don Arcadio tomaron sus grandes machetes, y dieron a Pablo un pequeño fusil y un cinto de cartuchos para el mismo. Le explicaron que convenía llevarlo por si necesitaban cazar algo para la hora de comer, si se diese el caso de no haber hallado para ese momento algún pueblo o aldea. Aureliano verificó que el fuego quedase bien apagado, y se cargó a la espalda una bolsa con algo de comida. Cargó, además, cada uno de ellos con una cantimplora, y así pertrechados se pusieron en marcha. Atrás quedó el resto de los expedicionarios descansando, y como únicos testigos de su partida, numerosos pájaros y aves de vistosos colores les despidieron desde el ramaje. Pablo miró hacia las copas de los árboles y vio con agrado aquella variada fauna avícola que comenzaba a desperezarse. Y llevado tal vez de un exceso de celo de buen profesional pensó que aunque la belleza de aquellas aves era sin duda muy grande, lo que a él le parecía más fascinante de aquellos loros, cacatúas y tucanes era el que pudiesen ser vehículos de las más variadas enfermedades para los humanos. 200 ¡Qué de psitacosis, neumonías atípicas y otros procesos similares podrían llegar a producir! Con un gesto de la mano y su peculiar sonrisa, Pablo saludó a todos aquellos animales emplumados y se apresuró a seguir a don Arcadio y Aureliano, que comenzaban ya a alejarse por el sendero a través de la selva. 201 202 Tzocomol I D e acuerdo con las previsiones del guía y de don Arcadio, encontraron apenas a hora y media de camino del campamento una pequeña aldea, formada por medio centenar de viviendas, la mayoría cabañas sencillas en su aspecto, pero muy acogedoras y agradables en sus cuidados interiores. Destacaba en el centro del pueblo una bonita iglesia, totalmente edificada en madera, frente a la cual se abría una amplia zona explanada, libre de árboles, que venía a constituir como una plazoleta. Alrededor de ella se veían distribuidas, a mayor o menor distancia, las diversas casas o cabañas, de las cuales destacaba una, la más alejada del centro de la aldea, por su tamaño, pues tenía varios niveles superpuestos, y se apoyaba sólidamente en un par de grandes y ramosos árboles. Intercaladas aquí y allá, pero situadas en especial en las afueras del poblado, se hallaban numerosas zonas aclaradas de selva, en las que los cultivos de maíz alternaban con otros variados, de calabazas, chalotes, chiles, tomates, patatas, o diversas variedades de frutales. Aureliano llegó el primero al centro del poblado, en tanto que don Arcadio y Pablo, que se habían quedado algo rezagados 203 conversando animadamente sobre los más variados temas, se hallaban todavía en el camino a unos metros del linde de la aldea. Un hombre mayor, muy enjuto pero de aspecto saludable, salió de una vivienda situada junto a la Iglesia, y se aproximó sonriendo a Aureliano. Tras intercambiar unos saludos muy cordiales, Aureliano le explicó el motivo por el que él y los dos caballeros que le seguían estaban allí. Y muy pronto, a la llamada del aldeano, salieron de su cabaña dos muchachos y un hombre de mediana edad. Aunque Toribio, el anciano, no lo hubiese aclarado, era evidente por el parecido que se trataba de su hijo y sus nietos. En cuanto Pablo y don Arcadio les alcanzaron, éste completo las explicaciones que había iniciado el guía, asegurándoles que les pagarían bien el favor de acompañarles hasta el campamento y ayudarles a regresar de nuevo hasta la aldea con todos los bultos que allá tenían. Toribio miró sonriente a su hijo y sus nietos, y afirmó que la hospitalidad de su pueblo no necesitaba estímulos, pero que agradecerían de muy buen grado lo que les quisiesen pagar por ayudarles. Mientras mantenían esta conversación, de la que Pablo, pese a no entenderles, comprendía el sentido por los gestos y expresiones, hicieron acto de presencia numerosas mujeres y niños, procedentes de diversas cabañas de los alrededores de la plaza, así como algunos hombres de variadas edades. Formaron muy pronto un corro de caras curiosas y sonrientes alrededor de los recién llegados, y muy pronto don Arcadio advirtió que no le iban a faltar voluntarios, sino más bien al contrario. El círculo de hombres, mujeres y niños se abrió para dejar paso a tres personajes, al parecer sumamente respetados y considerados. Uno de ellos era una anciana diminuta, de cara sumamente arrugada y con unos ojos pequeños, negros y muy vivos. Toribio se la presentó como doña María, de la que dijo que era la más anciana y, sin duda, la más sabia de las mujeres del pueblo. Los otros eran dos hombres, que a diferencia del resto de los habitantes de la aldea, no pertenecían a la etnia maya. Uno de ellos vestía unas cómodas ropas, idénticas a las de los demás habitantes del pueblo, pero hablaba un castellano con un acento 204 característico de las tierras del norte de Méjico, de las que procedía. El otro se cubría con una vieja sotana, que indicaba claramente que debía de ser el pastor de aquel rebaño humano, y que bajo su responsabilidad se debía encontrar aquella iglesita. Se presentaron como el padre Cosme y don Ernesto. -Es un placer, padre, don Ernesto. Mi nombre es Botín, Arcadio Botín. Este mi amigo es el doctor Pablo Guerreiro. Y este es Aureliano, el guía principal de nuestra pequeña expedición. Pero, díganme ustedes, ¿qué aldea es esta? -Están ustedes en Tzocomol. Es posible que no hayan oído hablar de este pueblito. Ello es debido, seguramente, a que nuestra pequeña comunidad no ha interesado nunca a los cartógrafos y geógrafos oficiales. No tenemos minas de metales preciosos por aquí, ni petróleo, ni saltos de agua o embalses en los que producir energía eléctrica. Pero tenemos caza y pesca abundante, un buen clima, y vivimos felices y tranquilos. -Tiene razón el padre Cosme. Hace algunos años decidí quedarme aquí entre estas buenas gentes para siempre. Y les aseguro que no me he arrepentido, antes al contrario. ¿De modo que tienen ustedes un pequeño campamento junto al río? -Justamente, a un centenar de metros de la orilla. -Y necesitan ayuda para trasladarse hasta aquí. Pues bien, veo que ya tienen ustedes un buen grupo de ayudantes. En efecto, Toribio, el anciano que había sido el primero en recibirles, había reunido mientras tanto a un grupo de hombres y muchachos, entre los que estaban su hijo y sus dos nietos. Explicó que estaban dispuestos para partir y ayudarles en el traslado de su expedición. Y sin más dilación se dirigieron, guiados por Aureliano, hacia el lugar donde el profesor Felices, los Ortigosa, Fermín y Mari Luz debían estar aguardándoles. Don Arcadio y Pablo se quedaron en el poblado, y acompañados por don Ernesto y el padre Cosme, entraron en la iglesia. En la parte posterior de la misma tenía dispuestas el clérigo una serie de habitaciones, para casos en que, como aquel día, 205 tuviesen la visita de forasteros. De manera que su estancia en el pueblo, aunque fuese breve, iba a ser sin duda cómoda y agradable. Después don Ernesto les llevo a visitar diversos lugares de la aldea, y les presentó a varias familias. Les mostró algunas de las cabañas más recientemente edificadas. Varias de ellas tenían en todo o parte sólidas paredes de obra de albañilería. Aquel 'refinamiento criollo', como le definía su anfitrión, había sido aplicado únicamente a almacenes y talleres varios. Para la vida cotidiana, lo mismo él que los demás habitantes del pueblo preferían el tradicional sistema de la madera y la palma. Finalmente llegaron a la gran cabaña de la que don Ernesto era propietario. Allí comieron junto con el Padre Cosme, que se les unió un poco más tarde. Y cuando estaban degustando un aromático café en la agradable terraza elevada que coronaba la cabaña, vieron como llegaban a la plaza central del pueblo el resto de los expedicionarios, acompañados por el grupo de aldeanos que venía cargando con todos los bultos. Fueron de inmediato a reunirse con ellos, y poco después estaban ya instalados adecuadamente en las habitaciones para huéspedes anexas a la iglesia. La aldea de Tzocomol les pareció a todos un rincón encantador. Sus gentes eran, en su práctica totalidad, de etnia maya, y hablaban una dulce variante dialectal del poconchi-quichémam. Algunos de ellos, especialmente los jóvenes, chapurreaban con mayor o menor fortuna el español. Sus contactos con la civilización, con el Méjico moderno de los años ochenta, eran escasos. Pasaban en ocasiones varios meses sin que nadie procedente de algún pueblo o ciudad importante se dejase caer por aquel simpático y acogedor pueblito yucateco. En total habitaban allí, dedicados a la caza, la pesca y la agricultura, unos cuatrocientos habitantes. Tan solo dos de entre todos ellos eran nacidos lejos del lugar: Don Ernesto y el padre Cosme. Ernesto era un hombre de unos cincuenta y cinco años que vivía solo en la gran cabaña de tres pisos, situada en un extremo del pueblo. Según les contó, había llegado hasta allí varios años atrás, procedente de Veracruz, 206 formando parte de una expedición que prospectó en su momento, sin éxito por cierto, posibles yacimientos de minerales por aquella región. Pasó unos días con los Tzocomoles, y se encontró tan a gusto, que viendo que ellos le aceptaban, decidió que aquel era el lugar más adecuado para pasar el resto de sus días. Con la ayuda de aquellas gentes se construyó una amplia cabaña, y se instaló en ella. Pronto aprendió las artes de la pesca, y en poco tiempo sus habilidades en su pequeña milpa le produjeron abundante maíz. Este moderno ermitaño había introducido algunas notas de progreso - si así puede llamarse - entre aquellas gentes. De cuando en cuando viajaba por espacio de unas semanas hacia alguna ciudad, unas veces de Chiapas, otras del vecino Guatemala, y regresaba con algún que otro artefacto, que ofrecía después a sus vecinos, a cambio de productos del campo, la pesca o la caza. De ahí que en algunas viviendas de la aldea animasen sus ratos libres con la música de alguna lejana emisora sintonizada en un sencillo transistor a pilas. Y más de uno se veía siempre impecablemente afeitado gracias a una "phillips" a cuerda, de dos cabezales, que había obtenido a cambio de un par de chalotes, entregados al bueno de don Ernesto. Y el último toque de civilización lo constituían un buen número de cuadernos y lápices, un encerado y una gran cantidad de tizas blandas. Con ellos don Ernesto había emprendido una tarea a su entender muy necesaria en aquel pueblo. Ayudado por el padre Cosme dedicaba los fines de semana unas horas a enseñar a leer y escribir a los niños, y les explicaba también algunas cosas de la historia y la geografía de su país. En cuanto a aquel sacerdote, el padre Cosme, era un obeso y simpático clérigo al que desde la diócesis de San Cristóbal de las Casas habían enviado años atrás, para establecer una parroquia en aquella zona del estado de Chiapas. Se estableció allí, y construyó con la ayuda de unos cuantos muchachos entusiastas una pequeña iglesita totalmente de madera y hoja de palma, a la que muy pronto añadió su pequeña vivienda, y después aquel conjunto de habitaciones para visitantes. En poco tiempo pasó a ser uno de los más destacados miembros de la colectividad. Sus relaciones con 207 todos sus convecinos habían sido siempre excelentes. Y esto era válido también para su trato con la anciana María, la sabia chamán del pueblo, que colaboraba con él en todo lo relativo a las fiestas religiosas, las misas y demás ceremonias. Ella no se perdía ni una de las eucaristías de los domingos, pues era, a la manera maya, una ferviente católica. Y aunque el bueno del padre Cosme no entendía muy bien como era ello posible, aceptaba de buen grado el que la venerable sabia, algunas madrugadas, invocase también a la Virgen María y al niño Dios en su cabaña, en un pequeño altar y a la luz de las brasas. Lo que no había logrado la anciana María era que el sacerdote acudiese a alguna de aquellas veladas. 208 II La llegada de los expedicionarios causó un gran revuelo en la aldea. En las dos primeras horas tras su instalación en las habitaciones del anexo de la iglesia fueron visitados por prácticamente la totalidad de los tzocomoles, que expresaron con palabras, gestos y sonrisas, sus buenos deseos y el ofrecimiento de su hospitalidad para con los recién llegados. Por ello no les cogió desprevenidos cuando, a eso de las siete de la tarde, se presentó don Ernesto para comunicarles que se iba a celebrar una fiesta de bienvenida aquella misma noche. -Pase, amigo Ernesto, pase. Estábamos a punto de tomar un té aquí, en mi refectorio privado. Será un placer para todos que nos acompañe usted. Y esa fiesta, ¿supongo que se celebrará en el claro de la selva, al extremo del pueblo, junto a su casa? -Cómo no, allá mismo, padre. Están ya preparándolo todo. Vamos a tener una cena al aire libre con los principales del pueblo. Y yo sugeriría que, tras tomarnos estas tazas de té, con estas deliciosas pastitas que le preparó su cocinera, nos dirigiésemos sin demora al lugar de la fiesta. Así podremos disfrutar del espectáculo de las mujeres preparando el ágape. Sepan, amigos míos, que las mujeres de Tzocomol son unas auténticas artistas preparando tortitas de maíz en sus comales. -¡Magnífico! Van ustedes a saborear el ambiente agradable de una de nuestras fiestas mayas. No sé si lo saben, pero los mayas aprovechan cualquier excusa para celebrar fiestas. Les encanta festejarlo todo adornando los pueblos, organizando bailes, y disfrutando así de la vida. -La idea de la fiesta parece entusiasmarle a usted, Arcadio. -Tiene usted razón, señora. Le puedo asegurar, por mi larga experiencia de tiempos pasados entre las gentes de estas tierras de Chiapas, que sus celebraciones constituyen una experiencia que hay que apresurarse a disfrutar. Les recomiendo que se introduzcan en el espíritu de la fiesta, que canten y bailen como ellos. 209 -Y si no me equivoco, por lo que hace a comida y bebida va a ser también una oportunidad de que conozcan una gastronomía muy linda y disfruten con ella. En todos los años que llevo aquí, no recuerdo que nadie se haya llevado un mal recuerdo de los platos cocinados por las mujeres de la aldea. -Nos están ustedes poniendo los dientes largos, amigos. -Tiene razón, profesor. Oyendo a nuestros amables anfitriones, el padre Cosme y don Ernesto, a uno se le hace la boca agua. -Disfrutarán también, doctor Guerreiro, del colorido de la fiesta, de los cantos, de la compañía de estas gentes amables y sencillas. -Por cierto, que la primera impresión que me han producido es la de que, por lo menos a simple vista, gozan de excelente salud. -Tienes razón, Pablo. Me temo que como médicos vamos a jugar un papel muy pobre entre los tzocomoles. -No te desanimes, Fermín. Aunque como médicos Pablo y tú no vais a poder trabajar gran cosa aquí, podréis, cuando menos, tomar nota de sus costumbres y hábitos dietéticos. Tal vez constituyan un sistema de vida tan saludable como el que conocemos como la dieta mediterránea, basado en el aceite de oliva, el pescado azul, y la costumbre de la siesta, que tantos beneficios producen a la salud de los habitantes de la cuenca del viejo Marenostrum. -No andas desencaminado en eso que dices, Carlos. Por lo que hace a la costumbre de la siesta, creo que aquí en Méjico está también profundamente arraigada. ¿No es así? -Así es, doctor. Especialmente en las tardes calurosas, en las que el sol tropical eleva la temperatura del ambiente, y en las que no apetece salir de las cabañas hasta que cae el día. -Hablando del tema de la salud... ¿No tienen ustedes médico aquí? -Es muy rara la ocasión en que lo necesitamos. Normalmente nos va muy bien con las hierbas que receta la sabia María. Por otro lado, aquí Ernesto, que por lo visto hizo unos cursillos de primeros 210 auxilios en su juventud, sabe poner un vendajito o una ferulita si se hace menester. Y por mi parte, en mis años pasados como misionero en el sudeste Asiático aprendí a limpiar heridas, poner apósitos y hacer alguna pequeña cirugía. -En ese caso, mañana podemos reunirnos un rato con ustedes y miraremos de rellenar unas encuestas de salud que traemos. Nos interesaría mucho también el comentar con María el tema de las hierbas medicinales. -Estará encantada de colaborar con ustedes, se lo aseguro. -Hay, por supuesto, otras cosas de las que nos agradaría platicar con la anciana María y con los ancianos del pueblo. Como propuso don Arcadio en su momento, será bueno conocer la opinión de estas gentes, con relación a las antiguas leyendas de la región. -Pensaba que os habíais olvidado del motivo principal de nuestra expedición. Estamos aquí por el hermano de Mari Luz. -Gracias, Carmen. Estoy seguro que Pablo y Fermín no lo han olvidado. Y por otro lado, es lógico que también quieran sacar fruto de nuestra expedición desde el punto de vista de la medicina. Estoy segura que los datos que podáis tomar sobre estas gentes te permitirán escribir por lo menos un capítulo de tu próximo libro de medicina tropical, Fermín. -Eso espero, Mari Luz. Pero es cierto, no hemos de perder de vista el motivo fundamental que nos trajo hasta aquí, que no es otro que la búsqueda de tu hermano. En ese sentido, la opinión de los ancianos del pueblo, en especial la de la sabia María, puede sernos muy útil. -Pues vénganse ustedes a las afueras de la aldea. Allí les encontraremos ya reunidos en el centro mismo de una gran fiesta, a la que todos ustedes están convidados, y en la que les acompañaremos el padre Cosme y yo mismo. -¿Y el resto de los aldeanos? -Muchos se colocarán en los alrededores del claro donde celebraremos la parte principal de la fiesta. Pero en realidad, ésta se 211 extenderá por el poblado. Todo Tzocomol estará de celebración. ¡Verán ustedes con que celeridad adornan todo el pueblo! -Salgamos ya. Estoy deseando ver como y qué cocinan las mujeres. ¿Lo harán allí mismo? Quiero decir... ¿Podremos verlas cocinar? -Ciertamente, señora Ortigosa. Para ello habrán instalado unas cocinas, en las que el fuego de la leña ya estará atemperando los comales. -Les he oído mencionar antes los comales. ¿Qué son en realidad? -Son unos discos de piedra, sobre los que se cuecen las tortillas de maíz. Podrás ver, Mari Luz, como preparan la masa con la harina obtenida con granos de maíz molido con un grueso rodillo de piedra. Después, a lo largo de la cena, las irán preparando a medida que se vayan necesitando. Porque las tortitas de maíz se han de comer, si ello es posible, recién hechas. -Bien, vámonos. No olviden traerse la estatuílla. Veremos que opinión le merece a la sabia María. 212 III Llegaron a la amplia explanada situada junto a la vivienda de don Ernesto, en las afueras del pueblo. Se trataba de una superficie libre de arboleda, cubierta de fina hierba, de mayor tamaño que la plaza central vecina a la iglesia. Allí encontraron dispuestas una veintena de pequeñas sillas, situadas formando aproximadamente como las dos terceras partes de una circunferencia. Muchas de ellas estaban ya ocupadas por varios ancianos de aspecto entre venerable y divertido. Les miraban con ojillos alegres, y se veía en ellos esa sabiduría sencilla y amable, esa expresión soñadora, con un cierto humor en la sonrisa, propio de su pueblo. Ellos estaban, sin duda, por encima de las cosas que, a veces sin un motivo serio, preocupan a los más jóvenes, y en especial a los ladinos y los gringos. Frente a todas esos pequeños y grandes problemas, aquellos mayas poseían en buen grado aquella fuerza de resistencia pasiva que había permitido a sus padres, a sus abuelos, y a los abuelos de sus abuelos, sobreponerse a la invasión de los pueblos conquistadores, la ideología moderna del siglo XX, e incluso a las avalanchas del turismo. La veintena de asientitos ocupaban la zona del claro próxima a la gran cabaña de don Ernesto, y se hallaban situados de manera que rodeaban parcialmente una pequeña fogata. Hacia el otro lado del claro se habían dispuesto otros grupos de sillas, ocupados en aquellos momentos por diversas gentes del pueblo. Entre ellos distinguieron a Toribio y su familia. En el centro de aquella amplia superficie se habían dispuesto, con una rapidez que no dejó de asombrarles, una serie de cocinas al aire libre, en las que numerosas mujeres se hallaban cocinando, o preparando para cocinarlos, numerosos y variados alimentos. Muy pronto entendieron como iba a llevarse a cabo aquella cena a la que se les invitaba: se iban a sentar y a medida que se fuesen cocinando tortitas y los más variados platos, se los irían sirviendo algunas jóvenes y sus madres. 213 Se les indicó donde debían sentarse, y vieron que el centro del grupo de sillas se reservaba para la anciana chamán, María. A su derecha se sentó don Arcadio, y a su izquierda lo hizo el padre Cosme. Junto al arqueólogo se sentó Ernesto, y al lado del padre se sentó Carmen Ortigosa, junto a su esposo. Fermín y Mari Luz tomaron asiento a continuación del aventurero retirado, y junto a ellos se sentó Pablo, en tanto que al lado de Carlos Ortigosa se colocó el profesor Felices. Aureliano declinó el sentarse en el circulo principal, y fue a unirse a uno de los diversos grupos que se hallaban al otro lado del claro, precisamente en el que se encontraba la familia de Toribio, aquel buen hombre que había sido el primer tzocomol en recibirle por la mañana. Empezaron a servirles unas bebidas, preparadas en unos recipientes hechos de madera liviana, y escanciadas en vasijas constituidas por calabazas o chalotes vacíos. Se trataba de refrescantes zumos obtenidos de dulces frutas tropicales. Notaron el aroma de deliciosas naranjas, dulces y amargas, de limas y pomelos, y del agradable fruto del palmiche. Tampoco faltaba en algunos de aquellos envases una mezcla extraordinariamente agradable y refrescante de agua fresca, jugo de coco y una conveniente proporción de ron. Y para los que gustaban las bebidas fuertes, hicieron también acto de presencia en pequeños jarros el tequila y un explosivo licor, similar al comiteco, según les comentó Ernesto. Muy pronto les fueron haciendo llegar alimentos de lo más variados, que encontraron todos deliciosos. Suave carne de iguana, acompañada con tortas de maíz. Chalotes rellenos de picado de pescado con tomate, patatas y aguacates. Y los inefables hongos del maíz, preparados con una excelente salsita, algo picante. Y no faltaron tampoco las judías, los chiles, y los papayos. Finalmente, encontraron muy agradables las lonchas suavemente asadas de ñamé, que con su peculiar color asalmonado y su gusto dulzón les recordó los boniatos o batatas de la península ibérica. Mientras iban saboreando todos estos platos, don Arcadio llevó la conversación hacia el tema de los objetivos de la expedición. 214 Conocedor del dialecto maya que hablaban aquellas gentes, explicó a la anciana María cuales eran los motivos que les habían traído hasta allí. Le mencionó de la necesidad que tenían de hombres para transportar todo su equipo y seguir avanzando, y le habló a continuación del joven Luis, desaparecido unos meses atrás por aquellas tierras. Cuando le mencionó los motivos que habían traído a Luis hasta allí, y le mencionó las leyendas sobre los refugios ocultos de los mayas, la anciana sonrió. -No son leyendas ni rumores. Es la pura verdad. Allá lejos, tras las montañas, está Tulán Zuivá. -¿Tulán Zuivá? Pero, mire usted, María. Yo tenía entendido que ese era el lugar al que llegaron nuestros primeros padres, tras la creación de los humanos. -Ese lugar fue después el elegido para ocultarse de los enemigos, de los invasores, de las guerras. Allí se retiraron nuestros antepasados, a la espera de la segunda era. Ese lugar es sagrado, debe respetarse, nadie debe acercarse hasta allí. Aunque, si es cierto lo que yo sé sobre ello, tal y como me lo enseñó mi anciano abuelo el sabio Juan, nadie podrá acercarse al valle, pues lo guardan diez aguerridos guardianes. -¿Guardianes? -Sí. Sin embargo, yo sé que... no sé si debo decírselo... ¿Usted que opina, padre Cosme? ¿Le parecen de fiar estos recién llegados? -Usted. María, es, no hay duda de ello, más anciana y más sabia que yo. Claro que, yo me fío de ellos, por supuesto. -Gracias, padre, por su confianza. -Ustedes son buena gente, don Arcadio, se ve enseguida. Siga, María, siga con lo que iba a decirles. -Hay quien afirma que entre los hombres y mujeres que vivimos en estas tierras, entre nosotros, conviviendo con nosotros, se encuentran enviados, gentes que han estado allí, o que provienen de allí. Al menos, tal cosa hemos oído relatar en ocasiones al anciano Timoteo. Véanle allá, en la última silla, lejos del fuego, meditando. A mí me tiene todo el pueblo como la más sabía, pero debo decirles que ese hombre, casi siempre callado y taciturno, que 215 nunca ha querido honor alguno, ha sido mi maestro en muchos aspectos. Él y mi anciano abuelo el sabio Juan, me educaron en las artes de las curaciones, me enseñaron las plantas beneficiosas, las dañinas, y las que nos permiten hablar con nuestros dioses. Timoteo me lo ha dejado ir, como el que no quiere la cosa, en alguna ocasión. Hay algunas gentes que están al tanto del secreto que permite que los diez guardianes les abran paso. Nadie sabe donde están estas gentes, ni quienes son... Por otro lado, nadie, por lo visto, les puede arrancar su secreto. Un juramento les une al santo lugar, y les impide hablar del mismo. -Me hace usted pensar en el joven lacandón que trabajaba en la expedición de mi amigo Villalba. Aunque luego lo negó, el hecho de que se descubriese la estatuílla le sobresaltó mucho. Y ya que hablo de la estatuílla... vea, María, vea esta reproducción. La anciana sonrió al ver aquella figurilla. La tomó en sus manos, la estuvo contemplando largo rato, y la devolvió por fin a don Arcadio. -Sí. Es uno de ellos. Uno de los guardianes. Alguien quiso conservar una imagen de este ser protector, por si en el devenir de los siglos se perdía el recuerdo de Tulán Zuivá. -El joven al que buscamos llegó a ver un templo adornado con grandes estatuas del mismo aspecto que esta. Timoteo, el anciano situado casi de espaldas a ellos, aparentemente abstraído en sus pensamientos, se giró hacia don Arcadio, y moviendo la cabeza en suaves oscilaciones, como si asintiese lentamente a lo que se decía, apostilló: -En ese caso ese amigo de ustedes llegó a vislumbrar a los guardianes. Si su corazón es puro, si sus intenciones buenas, si su alma es limpia... ¡Tal vez le hayan mostrado el camino! Pero quiero que sepan una cosa. Si van a dirigirse hacia aquella tierra sagrada no podrán contar más que con sus propias fuerzas. Ni los jóvenes, ni sus padres, ni los padres de sus padres les acompañarán si se dirigen hacia allá. -En principio no es nuestra intención, amigo Timoteo. Ahora nuestro destino se encuentra más hacia el norte y hacia el este. 216 Hacia allí. - don Arcadio señaló con la mano- Comenzaremos la búsqueda del joven Luis en el lugar donde acampaba su expedición la noche que desapareció. -En ese caso seguro que contarán ustedes con la ayuda de los tzocomoles. Veo que su guía está manteniendo una muy buena relación con Toribio y los suyos. En efecto, Aureliano estaba enfrascado en una alegre y animada conversación en medio de un grupo de lugareños, entre los que se hallaban Toribio y su hijo. Se trataba de un grupo de hombres vestidos todos de manera similar, sentados formando un corrillo, y manteniendo una animada tertulia, bajo los efectos estimulantes de las cervezas y el tequila. Ernesto les indicó que eran los miembros de la cofradía local. Y el padre Cosme les aseguró que eran unos hombres excelentes, a lo que tan solo podía poner una tacha: su gran afición a concluir las celebraciones totalmente bebidos. -Es una extendida y muy notable tradición en todas nuestras tierras esta de las cofradías. - Comentó don Arcadio - Y por lo que hace a la costumbre de acabar las celebraciones durmiendo lindamente una buena cogorcita de pulque, tequila o comiteco... ¿Qué quieren que les diga? Me parece que no hacerlo sería faltar a una de nuestras más viejas costumbres. Rieron todos divertidos, pues el viejo arqueólogo acabó su frase llevando a su boca, por enésima vez, el vaso. Secó sus labios a continuación con su pañuelo y, sin duda que para tranquilizar a sus compañeros de expedición, añadió: -No se preocupen por nuestro viaje, amigos. Los hombres de esta tierra estamos hechos a estas fiestas ya desde niños. Nos bastan una noche de sueño profundo, y al levantar el siguiente día estamos perfectamente dispuestos para lo que sea preciso, sin nada que recuerde a una resaca. De manera que, cuando sea la hora de partir, Aureliano y los hombres que vayan a guiarnos, lo mismo que yo, estaremos frescos y fuertes. Llegó por fin un momento en que cesaron de repartir comida. Se dispusieron, sin embargo, en unas pequeñas mesas de madera 217 junto al fuego, grandes recipientes llenos de bebidas, a los que cada uno podía acercarse en el momento en que tuviese sed. Y durante las dos horas siguientes, tras retirar las improvisadas cocinas y dejar tan solo en su lugar las fogatas en el suelo, pudieron disfrutar con la actuación de diversos grupos de música. Unos muy a lo mariachi, con guitarras y cantando cantos que uno hubiese etiquetado de rancheras, de no ser porque se escuchaban en aquella aldea en medio de la pluviselva tropical. Los encontraron agradables, y de buena calidad. Sin duda que era el fruto de las enseñanzas recibidas de don Ernesto en lo que hacía a folclore importado. Él mismo se les unió, junto al inagotable don Arcadio, en algunas de las piezas más populares. Pero era evidente que los aldeanos les habían dejado para el final lo mejor de su arte y su folclore. Se retiraron las guitarras y los mariachis, y tras unos minutos de discretos preparativos, hicieron acto de presencia numerosos jóvenes, vestidos con hermosos atuendos. Pequeñas faldas de piel de jaguar u ocelote, tocados de plumas, adornos en muñecas y manos realizados con huesos, maderas o piedras, que emitían curiosos sonidos al mover en forma vibrante u oscilante las extremidades. Otros ocho jóvenes se colocaron formando un grupo a un lado. Llevaban con ellos unos curiosos tambores hechos con maderas varias, flautas de caña que recordaban a las de los indígenas del sur de América, y unos instrumentos de cuerda formados por chalotes vaciados unidos a una larga vara de madera. Por medio de tales instrumentos, acompañaron unos bellos cantos en lengua maya y dieron ritmo a unas hermosas danzas, en las que los jóvenes muchachos y muchachas que habían hecho acto de presencia en primer lugar, demostraron una elevada sensibilidad y una destreza considerable. Admirados, reconocieron todos que aquel folklore, aquellos bailes y aquellas dulces melodías tenían una belleza sorprendente. Y por supuesto, ninguno de ellos recordaba haber contemplado antes nada parecido a aquel tipo de manifestación del folklore maya. Don Arcadio estaba entusiasmado, y no cesaba de decirles a Fermín y al 218 profesor Felices que aquellos eran vestigios del arte musical y de la danza de los primitivos mayas. -Hay mucho que estudiar entre estas gentes. Cuando les comente a mis amigos del departamento de Antropología y Etnología lo que estamos viendo hoy, no van a creerme. ¡Es magnífico! Y que decirles, amigos míos, de este excelente licor... páseme usted, Fermín, la jarrita esa, que voy a servirme otro poquito. 219 IV Acabaron por fin los bailes y cánticos, y comenzaron a recogerse poco a poco los diversos grupos de aldeanos. Llegó un momento en que tan solo se oían suaves conversaciones en voz baja, procedentes de acá o de allá. La única fogata que se mantenía encendida era la situada próxima a ellos, en el centro de su grupo de sillas, en tanto que el resto de las fogatas del llano estaban reducidas a meros montoncillos de brasas rojizas. Era ya bien entrada la noche y comenzaban a pesar la fatiga, y en algunos de ellos también, que todo hay que decirlo, el explosivo licor que tanto había agradado a don Arcadio. La cercana selva se veía, bajo la tenue y oscilante luz del fuego, como un lugar misterioso y extraño. Los primeros árboles se distinguían bien a la claridad rojiza de las llamas. Y entre ellos, en medio de una obscuridad profunda y espesa, se adivinaban más que se entreveían, los troncos de otros árboles, más y más alejados. Producía un efecto peculiar, atrayente, incluso subyugante. Y esa sensación, ese sentimiento, esa casi corporeidad del espíritu de la pluviselva, se acentuó cuando la anciana María, tras anunciar con cierta solemnidad que iba a entonar unos cantos de oración, comenzó a interpretar unas hermosas melodías, con una voz sorprendentemente cálida y bella para su edad. Mari Luz pensó que si un día, tiempo atrás, su hermano había visto y sentido la selva de aquel modo, nada de extraño tenía el que hubiese penetrado en ella buscando fundirse con su encanto y su misterio. Pensando en estas cosas, Mari Luz se puso en pie y se dirigió hasta los primeros árboles de la selva. Penetró un par de metros en el espesor del bosque y se detuvo. Se volvió hacia el grupo y les miró. La anciana cantaba suavemente, mirando al fuego. Don Arcadio dormitaba apoyado en el respaldo de su silla. Carlos y Carmen estaban muy juntos, apoyadas sus cabezas la una en la otra, como dos jovencitos. Pablo hablaba con el padre Cosme, y don Ernesto conversaba con el profesor y con Fermín. Éste, pasados unos minutos, tras decir alguna cosa y señalar hacia la selva se 220 levantó de su silla, y se dirigió hacia los árboles mirando hacia un lado y hacia otro. Mari Luz se adelantó un poco para que Fermín la viese fácilmente. Y en un momento le tuvo a su lado. -¡Fermín!- Le dijo, tendiendo hacia él una mano. Fermín la tomó enseguida y la mantuvo, a continuación, estrechada con la suya. -Hola, Mari Luz. ¿Qué haces? Te he visto pensativa. ¿En qué pensabas? -Pensaba en muchas cosas. En todas las buenas gentes que hemos ido encontrando estos días, en los amigos que hemos ido conociendo. Pensaba en el doctor Campos, en don Arcadio, en Aureliano, en Sócrates y su familia, en todas estas gentes de este simpático pueblito. Todos nos han ofrecido su ayuda. Parece que todo nos sale bien, que todo está a nuestro favor... lo cual me parece estupendo, y me alegra mucho. También pensaba en mi hermano, y en todo el tiempo que llevo sin verle. Y también he estado pensando en ti... en nosotros. -¿Pensabas en mí? -Sí. Te he estado observando antes un buen rato. Estabas allí, junto a María y el padre Cosme. Después conversabas con don Ernesto y con el profesor. He deseado que vinieses hacia mí. Y en ese momento - Mari Luz sonrió dulcemente - has levantado la vista, has mirado hacia todas partes, me has visto... -Y me he apresurado a venir a tu lado, para disfrutar del embrujo de esta noche. ¿Notas, Mari Luz, este ambiente especial? La luz oscilante del fuego, esos profundos cantos, llenos de espiritualidad... -Sí que lo noto, sí. - Mari Luz oprimió con más fuerza la mano de Fermín - Es... es una situación romántica. ¿No crees? -Te entiendo. ¿Sabes? Creo que el ambiente ayuda. Pero lo que contribuye a hacer más maravillosos y agradables estos momentos es el tenerte junto a mí. -Gracias. Me gusta que me digas eso. Tomados de la mano se adentraron un poco más entre los árboles. Leves destellos de la luz roja y ondulante del fuego les 221 alcanzaban por detrás, y la subyugadora melodía de los cánticos de María parecía envolverles. Se detuvieron en un lugar donde apenas se veían el uno al otro, a la débil luz del fuego. Fermín miraba hacia la selva, y Mari Luz se puso frente a él. Fermín pensó que estaba hermosísima. -Fermín... Quiero que sepas que estoy muy, pero muy contenta por haberte conocido... sí, ya sé que conoces mi fe en ti y en tu ayuda. No te he engañado en ningún momento sobre ello. Confío totalmente en tu ayuda, y sé que juntos encontraremos a Luis. Pero ahora no me refiero a eso... me refiero a que... a que mi vida ha cambiado desde que te conocí. -¡Qué feliz me hace oírte, Mari Luz, cariño! - Fermín la cogió por la cintura, y notó el tacto sumamente agradable de su fino talle. Ella apoyó sus manos en sus hombros. Y sin decir nada más, Fermín la atrajo hacia él y la abrazó. Permanecieron un buen rato de aquel modo, tiernamente abrazados. Fermín acariciaba su cabello, y sentía el cuerpo de ella estrechamente próximo al suyo. Se separaron ligeramente y se miraron. La luz procedente de la fogata, oscilante, rojiza, subyugadora, iluminaba el rostro de Mari Luz. Ella le ofrecía su mejor sonrisa, su expresión más dulce. -Mari Luz, cariño... te quiero. -Yo también te quiero. Tras decir esto, sus labios se unieron a los de él. Y arrullados por el cántico dulce y cadencioso de la anciana María, envueltos por el embrujo de la oscilante luz rojiza que les llegaba desde la fogata, atrapados en el romántico ambiente de la obscura selva, Fermín y Mari Luz permanecieron largo rato abrazados, besándose. Cuando minutos después regresaron junto a los demás, venían tomados de la mano, y con expresión alegre. Carmen les miró. Y sonriéndoles, les hizo un guiño de complicidad. 222 V Cuando se despertaron aquella mañana, el sol se hallaba bastante alto por encima de los árboles que rodeaban la plazoleta de la iglesia. Una suave brisa cruzaba el pueblo, y el leve susurro de las ramas de los árboles era prácticamente el único sonido que llenaba los aires. De cuando en cuando, no obstante, y precisamente desde las copas de aquellos mismos árboles, llegaban los gritos de variadas aves. Unas veces los agudos sonidos de los loros. Otras los trinos de algunas oropéndolas. Y en algunos momentos guacharacas y tucanes se sumaban a ellos, en una curiosa y excitada competencia, como si quisiesen elevar sus cantos unos por encima de los otros. Cuando aquella algarabía de graznidos, gritos y chillidos llegaba a un punto máximo, de pronto se hacía de nuevo el silencio. Y en los minutos siguientes comenzaban a sentirse tímidamente, aquí y allá, los cantos aislados de algunas de aquellas aves, iniciando de ese modo un nuevo ciclo de transición del silencio a la algarabía. Como que la celebración de su llegada a Tzocomol había concluido bien entrada la noche, todo el pueblo parecía dormir la dulce resaca de la fiesta. Pero muy pronto comprobaron que algunos aldeanos habían madrugado bastante más que ellos. En efecto, tras asearse y vestirse, pasaron todos al refectorio de la iglesita, el amplio comedor donde habían tomado el té la tarde anterior. Y allí se hallaron con la grata sorpresa de que la mesa estaba preparada con abundantes frutos tropicales, pan, tortas de maíz, y carne curada. Y varias jarras con agua fresca, un par de grandes botellas de cerveza y una botella de tequila demostraban que la cocinera del padre Cosme y las jóvenes que le ayudaban habitualmente, habían pensado en todos ellos sin excepción alguna. Y mientras disfrutaban de su desayuno tropical, al que a poco de empezar se les unieron don Ernesto y el padre Cosme, ultimaron los planes para aquella mañana. Quedó convenido que Pablo se encargaría de rellenar algunas fichas médicas y de recopilar cuantos datos le fuese posible sobre la medicina popular de la región. Para ello, acompañado del sacerdote, 223 se entrevistaría con la anciana María y con el venerable Timoteo. Alguien advirtió que tal vez sería bueno que Aureliano les acompañase con la finalidad de mediar como interprete. Pero el padre Cosme aclaró que con el paso de los muchos años que llevaba en la aldea, había hecho del dialecto maya su segunda lengua. Por lo tanto, no tendría problema alguno para actuar como interprete entre los sabios ancianos y el doctor Guerreiro. -Me parece estupendo. Porque Aureliano debe formar parte del grupo que negocie con los cofrades de la aldea. Como guía jefe de la expedición, él es quien debe elegir los hombres que vayan a ayudarnos a partir de ahora en nuestro viaje. Después de todo, el será también quien les dirija. -Bien. En ese caso, padre, creo que nosotros ya no somos necesarios aquí. Podemos ponernos ya en marcha, si le parece. Llevo aquí unos cuantos protocolos de recogida de datos epidemiológicos. Y también, por supuesto, mi libreta de anotaciones. -Sería bueno que tomase usted una grabadora, y grabase con ella la conversación con los sabios María y Timoteo. De ese modo no andará usted preocupado en anotar, y podrá entregarse mejor a la tarea de platicar con ellos. Con la ventaja de que bastará que el padre Cosme le traduzca lo esencial, ya que luego con todo el tiempo necesario, yo mismo les puedo completar el trabajo de traducción. -¡Excelente idea, Arcadio! Ahora que... No recuerdo haber incluido en nuestro equipaje una grabadora. Como no sea que Pablo se haya encargado de ello... -La lista del equipaje la completamos juntos, Fermín. -Por fortuna, no han de ir ustedes muy lejos para encontrar una. -No le entiendo a usted, Ernesto. -Ahí tiene usted una. Tómela usted, doctor Guerreiro. Es una grabadora portátil. Sí, esa de ahí, encima del armarito, junto a los candelabros. Está lista, con pilas y cassette. -¿Cómo les ha llegado hasta aquí este aparato, padre? 224 -Don Ernesto, me lo regaló el año pasado. -¿Para que se grabe usted los sermones? Ernesto y el padre Cosme rieron con la ocurrencia de Pablo. -Aunque ustedes no lo crean, el padre Cosme es un entendido naturalista. Hace tiempo le sorprendí tomando anotaciones y trazando hermosos esquemas de los diversos animales que pueblan la selva. Pensé que podría completar sus trabajos de zoólogo aficionado con una recopilación de los gritos, trinos y cantos de los bichos que pueblan nuestra tierra. -Y un buen día, mi buen amigo apareció por aquí de regreso de uno de sus esporádicos viajes, y me trajo el chisme ese. Bien, doctor Guerreiro, cuando quiera. Nuestros sabios nos aguardan. -Pues vamos a verles. Y por supuesto, me llevo la grabadora, con el permiso de usted. -Lo tienes todo, hijo mío. Veremos de sacarle el mejor provecho. Pablo y el padre Cosme dejaron la reunión, y marcharon a su encuentro con Timoteo y María, mientras que los demás procedieron a organizarse para llevar a cabo la visita a la cofradía. Allí debían cerrar con Toribio y los suyos los tratos pertinentes con relación a los tzocomoles que, a partir de ese día, iban a acompañarles en concepto de guías y porteadores. Decidieron que Carlos, Fermín y don Arcadio acompañarían a Aureliano en su visita a los cofrades de Tzocomol. Don Ernesto, como persona influyente y con ascendiente entre los aldeanos, iría también con ellos. Finalmente, el profesor y las mujeres, Carmen y Mari Luz, fueron invitados a visitar algunas de las familias más distinguidas de la aldea. De manera, que poco antes de que el sol alcanzase el punto más alto de su diurna trayectoria, estaban ya todos fuera de la iglesia. 225 VI Desde hacía muchísimos años los tzocomoles tenían instalada su pequeña cofradía local en una amplia cabaña rectangular, situada a la sombra de un frondoso grupo de grandes árboles. Y por supuesto, la llegada del padre Cosme años atrás no alteró en modo alguno aquella tradición local, propia de muchos de los pueblitos y aldeas de aquellas tierras. De hecho, algunos de los cofrades más antiguos consideraban que su cofradía, con el pequeño altarcito al fondo y la pequeña estatua de piedra pintada representando a San Jeremías, su santo patrón, merecía incluso más respeto que la moderna nave sacra de la iglesita del padre. Sin embargo, hay que reconocer que las relaciones entre ambas instituciones religiosas habían sido siempre cordiales. Y del mismo modo que los ritos chamánicos de la anciana María, plenamente adaptados en cualquier caso a la religión católica, no le impedían ser una asidua colaboradora del padre, aquellos honrados cofrades de San Jeremías se distinguían también entre los más devotos feligreses de la pequeña parroquia del pueblo. En realidad aquel lugar era, para la mayoría de los hombres de Tzocomol, un punto de reunión para platicar alegremente con los amigos y beber unos buenos tragos de tequila. En este sentido ejercía claramente las funciones de bar o cantina. Por ello, cuando llegaron a la cofradía, encontraron numerosos grupos de hombres sentados en diversas sillas alrededor de las mesas situadas anárquicamente en el interior del local. Ernesto les aclaró que al ser sábado, y con el motivo adicional de la celebración llevada a cabo en la víspera, aquel día iba a ser considerado festivo a todos los efectos en el pueblo. De lo contrario, tan solo habrían hallado en la cofradía a los dos o tres encargados de mantener todo aquello limpio y ordenado. En una mesa situada junto a una gran ventana se hallaban Toribio y su hijo, acompañados de otros tres hombres, que como él, no pasarían de los cuarenta años. Cuando les vieron llegar se pusieron en pie y les invitaron a sentarse con ellos. 226 No tuvieron prácticamente problema alguno para contratar para la expedición un grupo de cinco hombres fuertes, animosos y bien dispuestos. A ellos se sumaría Toribio, en calidad de experto conocedor de la región. Hubo que dejar, sin embargo, muy claro que no se dirigirían hacia aquella zona montañosa que los tzocomoles consideraban sagrada. Tal y como se lo habían advertido los ancianos María y Timoteo la noche anterior, de no haber sido así se hubiesen negado en redondo a acompañarles. Cuando se disponían a brindar con un buen trago de tequila, un joven situado en la mesa más próxima se levantó y se acercó hasta ellos. Dijo algo en voz baja al hijo de Toribio. Y este le contestó brevemente, al tiempo que se encogía de hombros. El otro insistió en preguntar algo. -¿Qué dice ese hombre? ¿De qué hablan? -Dice que si van a venir por el pueblo los hombres de la tercera barca. -¿A qué se refiere? -Habla de una tercera embarcación. Por lo visto cree que llegaron ustedes en tres barcas. Me imagino que debe andar confundido. -Nosotros hemos llegado hasta acá en dos barcas. Habrán visto alguna barca de pesca, de la cual nosotros no nos percatamos. -Este hombre dice que a poca distancia de ustedes, algo río arriba, se detuvo una barca similar a aquellas en las que ustedes navegaban. No era una de las finas canoas que utilizan por acá para pescar. -Es posible. Pero le aseguro a usted, amigo Ernesto, que nada tenía que ver con nosotros. Tal vez algún grupo de excursionistas yanquis. Son de lo más audaz y tienen una gran curiosidad. Aparte de mucha platita. Uno de aquellos jóvenes aldeanos, que compartía mesa con el que se había acercado en primer lugar, y que por lo visto entendía bastante bien el castellano, se volvió hacia ellos e interrumpió a don Arcadio. -No yanquis, no. Mexicanos eran, yo estoy seguro. 227 -¿Mexicanos? -Dos hombres eran. Por su hablar del norte parecían. -En cualquier caso, como pueden ver ustedes, esos hombres no vienen con nosotros. Sin embargo, me intriga... creo recordar que el departamento de Arqueología de la Universidad de Pensilvania pensaba poner en marcha un estudio, con el apoyo de nuestro Instituto Nacional de Antropología e Historia, que abarcaría alguna zona de esta región. Sin embargo, no tenía noticia de que fuesen a iniciarlo este año. -Dejemos eso. Nada tiene que ver con nuestro viaje. Y vamos a ver si concretamos un poco. Nuestra intención es dirigirnos hacia la zona donde acampamos aquella noche... la última que Luis pasó entre nosotros. -Tiene usted razón, Carlos. Vayamos a lo práctico y veamos de dejar listos los detalles. Desde aquí vamos a tener tres días largos de marcha por la selva. Una vez allí iniciaremos la búsqueda de las huellas del joven arqueólogo. Nos vendrá muy bien que nos acompañen ustedes, ya que conocen bien la región, y además les veo fuertes, de modo que podrán ser de ayuda para llevar nuestro equipaje. -Por cierto, amigo Ernesto. ¿No habría manera de conseguir alguna bestia de carga? -No hay ni que pensar en ello en esta tierra. Por otro lado, de poco les iban a servir caballos o burros en su marcha por la selva. Tengan presente que en más de un punto de su trayecto sus guías les tendrán que abrir paso, no lo duden, a golpe de machete. El enjuto Toribio iba escuchando todo cuanto decían, con sus ojillos vivos y sin abandonar su sonrisa. Aureliano le iba traduciendo, rápidamente y en forma resumida, lo que los demás decían. Y el buen hombre inclinaba la cabeza en un simpático gesto de asentimiento. Todo le parecía bien, por lo visto. Pero sus ojillos brillaron todavía un poco más, y su sonrisa se acentuó, cuando don Arcadio le tradujo a su dialecto maya las cantidades de pesos que Carlos Ortigosa, como pago por su trabajo, pensaba ofrecerles a él, a su hijo, y a los otros cuatro tzocomoles. 228 -Magnífico, amigo Toribio. Como que veo que estamos de acuerdo en todos los detalles, Aureliano se pondrá en marcha contigo y con tu hijo para completar los preparativos. Pero antes, amigos míos, antes íbamos a brindar y quedaron nuestros vasos en la mesa. Ahorita, definitivamente, ha llegado el momento de alzar los vasos de nuevo. Me van a permitir que tengamos el placer de cerrar nuestro trato con un lindo brindis acá, en nombre de su santo patrón, San Jeremías. -Magnífico, don Arcadio. Brindemos, brindemos por San Jeremías. Que les bendiga y les ayude a ustedes, y que interceda a Dios para que todo les vaya bien en su expedición. Salud, mis buenos amigos. -Salud, amigo Ernesto. 229 230 En las selvas yucatecas I L os tres días siguientes, de marcha por la selva, permitieron a los expedicionarios comprobar el acierto de haber recabado la ayuda de Toribio, de su hijo Manuel y de los otros cuatro tzocomoles. Dirigidos por Aureliano, hicieron que el camino a través de la pluviselva, en ocasiones por terrenos abruptos y de densa y salvaje vegetación, fuese fácil y cómodo para todos. Siempre acertaban a tomar el sendero más adecuado, no dudaban en recurrir a sus afilados machetes cuando la espesura lo requería, y en más de una ocasión les libraron de la visita incómoda de alguna fiera, a la que, con un valor rayano casi en la temeridad, hicieron huir con gritos y gestos. Preguntado por don Arcadio, a instancias del profesor, acerca del porque no usaban las armas contra aquellos felinos, Toribio les respondió: -Nuestro hermano el jaguar comparte estas selvas con nosotros desde hace tanto tiempo, que se pierde en nuestra memoria. Los dioses le pusieron en esta tierra por el designio de su voluntad. Si no atenta contra nuestra vida, nosotros no debemos atentar contra la suya. 231 -Me parece una actitud digna. En realidad, ese hermoso animal siempre ha significado mucho para vuestros antepasados. Sin embargo, y a pesar de ello, no siempre se le ha respetado como ahora lo respetáis vosotros. Muchas veces los reyes de los reinos mayas del pasado vestían sus pieles, como símbolo de poder. -No hay contradicción en ello, profesor. -Yo creo que sí la hay, si usted me lo permite. -Don Arcadio tiene razón. Para las vestiduras reales se utilizó la piel del jaguar, precisamente por el temor y el respeto que este animal infundía. El vestir sus pieles indicaba el deseo de poseer un poder, una energía y un valor semejantes a los de ese animal. El que se matase ocasionalmente algún jaguar con esa finalidad demuestra que la actitud global del pueblo maya hacia el jaguar era respetuosa. -Pero me reconocerán que, sin embargo, alguno que otro mataban. Claro que no podemos comparar ese hecho con las monterías, la caza del zorro de los anglosajones o la cruel fiesta de los toros. -Respecto a ese tema, Cesar, ahora que lo mencionas, hay un hecho curioso. Algunos ven en el ritual sangriento de las corridas de toros, una muestra de respeto e incluso de amor al toro de lidia. Dicen que su muerte en la plaza es mucho más digna y noble que otro tipo de muerte. -Es cierto que hay quien dice tal cosa, Fermín. Pero forma parte de la actitud del aficionado a las corridas de toros. Y precisamente sobre estos dos temas, el de la caza y el de los toros, no se puede argumentar. Nunca se pondrán de acuerdo sus detractores con sus defensores. Y por ese motivo, o se está de acuerdo y se comparte su credo y sus ideas, o es mejor no intentar discutir sobre ello. No he logrado convencer nunca a un cazador de que cientos de miles de escopetas por los campos en otoño son una barbaridad, y que salir al bosque a pegarle tiros a los animales indefensos es un acto de innecesaria crueldad. -Bien dices, Pablo. Del mismo modo, no lograrás que un aficionado a los toros abandone sus ideas sobre la que ellos llaman 232 fiesta. Lo que para muchos es un rito inhumano y cruel, para otros es un arte y una tradición. -Veo, amigos míos, que pese a proceder todos ustedes de España, no son aficionados a ese tipo de festejos. -En absoluto. Respeto, no obstante, el que haya quien opine distinto que yo en este terreno. -Si lo dices por nosotros, Cesar, puedo tranquilizarte. Ni a Carlos ni a mí nos gustan especialmente esas cosas. Y con relación a todo lo que sea crueldad innecesaria con los animales, creo que podemos decir que militamos en el mismo bando que vosotros tres, Fermín, Pablo y tú. Por lo que hace a Mari Luz... -No es un tema que me preocupe normalmente. No he ido jamás a una corrida, ni he participado en una montería. Desde pequeños, mis padres nos educaron a Luis y a mí en una serie de valores que incluyen el amor a los demás, y también el amor y el respeto a los animales. Pienso que donde deben estar los toros es corriendo alegremente a su aire, en libertad, por los campos. -Me alegro de ver que, al menos en ese punto, no vais a tener que discutir Fermín y tú. -¡Carmen! -Ni en ese ni en ningún otro. Nuestros dos jóvenes amigos están muy lejos de desear discutir. ¿O me equivoco? -No. ¿Verdad, Mari Luz? -¿Cómo vamos a discutirnos tú y yo, Fermín, si estamos prácticamente de acuerdo en todo? -De acuerdo, de acuerdo... pues no discutiremos tampoco sobre ello. Ante esta respuesta de Fermín, todos rieron. Era evidente que la mutua simpatía y el afecto que unían a la joven Mari Luz y a Fermín, no eran ya ningún secreto para sus compañeros de expedición. -Por cierto, y siguiendo con el tema de la fauna y los seres vivos. ¿Habéis observado los hermosos animales que de cuando en cuando se han puesto a tiro de nuestras miradas a lo largo de nuestra marcha por la selva? Esta mañana pudimos ver a unos 233 escasos quince metros una familia completa de armadillos. No sé si os fijasteis en ellos. -¿Un grupo de pequeños animalitos del tamaño de perritos, recubiertos de unas bandas de escamas? -A esos me refiero. -Sí que los vi. Pero a mí me hicieron más gracia los dos osos hormigueros que hemos espantado poco más tarde, al irrumpir en un pequeño claro de la selva, en el centro del cual estaban plácidamente comiéndose a los habitantes de un termitero. -Pues ahora mismo, si miráis a través de los árboles, por nuestra derecha, veréis otro curioso habitante de la selva, ramoneando pacíficamente al pie de unos grandes arbustos. -¡Es cierto! ¡Sí qué es curioso! Parece un... una especie de oso. O algo así. -Observad que tiene una pequeña trompa. -¡Un tapir! -Un tapir, en efecto. -¡Qué animal más agradable! ¡Parece totalmente manso! -No es esencialmente agresivo. Sin embargo, conviene mantenerse lejos de él. Podría ser que se sintiese molestado, o incluso podría darse el caso de que se asustase. En ese caso no dudaría en atacarnos. -Dejémosle seguir tranquilamente con su almuerzo de hojas y raíces. Como ha dicho Toribio antes, refiriéndose al jaguar, la selva ha sido su casa desde tiempo inmemorial, y hemos de respetarlo, puesto que al fin y al cabo, nosotros somos aquí los forasteros. -Los que parece que van a hacer valer su calidad de inquilinos de la selva son aquella pareja de bichos que se acercan al tapir. ¿Querrán atacarle? -No. No lo creo. Mientras encuentren comida suficiente para todos, convivirán pacíficamente. Miradlos escarbar en el suelo y comer raíces, tubérculos y rizomas variados. -¡Con que habilidad utilizan sus pezuñas y sus alargados colmillos! ¿Son una variedad de jabalíes? 234 -Más o menos. Se trata de animales del grupo de los pecaris: se les conoce también como ciervos almizcleros o jabalinas. -Tienen más de cerdo que de ciervo, la verdad sea dicha. Así era, realmente. Aquellos pecaris, con afilados colmillos en forma de sable, recordaban a los jabalíes, los cerdos salvajes de nuestros bosques europeos. Y como ellos, podían resultar peligrosos si se les atacaba, y mucho más si se les hería. Afortunadamente aquel par de voluminosas jabalinas se hallaban absolutamente absortas en la tarea de proporcionarse su cotidiano alimento entre la abundante oferta vegetal de la pluviselva. 235 II Hicieron un alto en un lugar especialmente hermoso, situado a poco más de tres quilómetros del campamento principal. Numerosos campeches y miraguanos formaban una circunferencia alrededor de un espacio cubierto por pequeños matorrales. Saltando de unos árboles a otros, las numerosas enredaderas que los cubrían en su mayor parte, formaban un techo entramado, una bóveda vegetal, que a varios metros sobre sus cabezas filtraba el riguroso sol tropical. A sus pies, entre los matojos, surgían aquí y allá hermosas flores, entre las que reconocieron unos grandes y coloreados hibiscos. Eran poco más de las seis de la tarde, y llevaban caminando desde los primeros albores del día. De modo que, cuando don Arcadio lo propuso, aceptaron todos encantados el tomarse un descanso en aquel sombreado lugar. Hacía ya dos días que habían llegado a aquella zona. Ello había ocurrido a mediodía del miércoles 29 de junio, día de San Pedro y San Pablo. Los Ortigosa y el profesor no necesitaron que Aureliano les indicase que habían alcanzado, por fin, el lugar de la selva donde su expedición, todavía con Luis entre ellos, había acampado la noche del 18 abril de aquel mismo año. Recordaban muy bien los diez días pasados en aquel lugar, buscando inútilmente algún rastro del joven. Desde su llegada a aquel lugar, en las últimas cuarenta y ocho horas, habían trabajado duramente. Primero habían instalado el campamento. Y posteriormente habían iniciado una exploración de los alrededores, que deseaban fuese lo más detenida posible, y en la que se habían propuesto ir cubriendo todo el espacio de pluviselva en un círculo alrededor del campamento. Y aquella tarde, tras un agotador día de recorrido a través de la espesura, mientras descansaban en el fresco ambiente de aquel rincón sombreado, Fermín parecía estar contrariado. -¡Rayos! ¡Con tanta enredadera en lo alto, no hay manera de ver nada! -¿Que te ocurre, Fermín? 236 -No sabéis lo que lamento el que nos hallemos en un lugar desde el que nuestras miradas hacia lo alto quedan cortadas por la interposición de ese espeso techo de lianas y enredaderas. -Sin embargo, me reconocerás que es muy hermoso. -Y nos protege del sol y del calor. -Sí, es cierto. No niego que este sitio sea encantador, pero, la verdad, estoy impaciente por salir de aquí y buscar otros lugares desde los que no haya problema para mirar por encima de las copas de los árboles. -Ya que lo dices, desde que hemos llegado a esta zona del sur de Yucatán, he observado que en varias ocasiones dirigías tus miradas hacia lo alto. -El profesor tiene razón, Fermín. Y además, te noto cada vez más como... como preocupado, intrigado, inquieto... -La verdad es que, en estos momentos, después de dos días de deambular por la selva, y con la amarga certeza de que no haber hallado nada especial, creo que todos empezamos a estar preocupados. ¿No es así? -Supongo que sí. Pero, ¿qué buscas allá arriba? -Estoy esperando que en algún momento se pongan al alcance de nuestras miradas tres grandes árboles. -¿Árboles? La selva está llena de ellos. -Estos han de ser muy especiales, muy altos. Me estoy refiriendo al grupo de tres árboles que dibujó Luis junto al templo y la pirámide, en sus ilustraciones del nuevo centro o enclave arqueológico. En realidad no estoy del todo seguro de que deban de estar situados exactamente junto a las ruinas. Pudiera ser que constituyan una especie de guía o un elemento de orientación que Luis colocó como señal en su diario. En cualquier caso, debo confesaros que yo confiaba que íbamos a encontrarlos fácilmente. Tal y como los dibujó, parecen de una altura excepcional. -Pues no parece haber árboles como esos dentro del círculo que hemos explorado. -Habrá que ampliar ese circulo. Aunque ello nos lleve varios días. 237 -Andaremos cuantos días sea necesario. -Por supuesto. Ampliaremos la zona explorada, miraremos tras cada árbol, entre la maleza, lo que haga falta. Pero ahora estamos agotados. Lo mejor es que volvamos al campamento. Nos hemos merecido un buen descanso. -Tiene razón, Arcadio. Regresemos. Luego por la noche, durante la cena, discutiremos de nuevo sobre cual sea el mejor camino a seguir durante los próximos días. -Estamos todos de acuerdo, ¿es así? Pues regresemos, amigos míos. Siguiendo el consejo del anciano arqueólogo, se pusieron en marcha, emprendiendo el camino de regreso al campamento, al que llegaron, rendidos y desanimados, hacia las ocho de la tarde. Y cuando aquella noche se reunieron alrededor del fuego del campamento, a la hora de la cena, sobre sus ánimos planeaban sentimientos de inquietud y el temor al fracaso, pues no habían hecho nuevos progresos en la búsqueda de las huellas de Luis. Aquella era ya su tercera noche en la zona de acampada, y estaban tan lejos de hallar alguna pista como el día en que llegaron hasta allí. Sin embargo, les quedaba la idea propuesta por Fermín, con relación a los tres grandes árboles. Al final de la cena, volvieron a comentar el tema de aquellos tres árboles misteriosos. -He estado mirando con detenimiento el diario de Luis - dijo el profesor Felices - Y coincido con la opinión de Fermín. Esos tres árboles han de ser, efectivamente, un punto de referencia. Nada aportan a la descripción de las viejas construcciones mayas. De modo que se han dibujado con otra finalidad, probablemente para ayudar a localizar el lugar en nuevas visitas al mismo. Tanto si están allí o situados a cierta distancia de ese sitio, Luis consideró de utilidad incluirlos en su dibujo. Ambos, las ruinas y los árboles, tuvo que verlos en algún momento durante nuestro viaje, antes de llegar hasta aquí. -Sin embargo, el día en que llegamos a este lugar, el pasado mes de abril, Luis no nos hizo ningún comentario especial, ni mencionó haber visto nada fuera de lo corriente. 238 -Pues a pesar de ello, estoy seguro de que él debía haber visto los árboles y las ruinas ese mismo día. -O tal vez el día anterior. -Ahora que lo pienso... Durante nuestra marcha por la selva, precisamente aquel día, el dieciocho de abril, por un momento temimos que a Luis le hubiese podido ocurrir algo malo. -¡Es cierto! Carmen tiene razón. Fue poco después de mediodía. Nos detuvimos en una zona de la selva donde apenas había camino franqueable para las furgonetas. Permanecimos allí parados por espacio de casi una hora. Luis dijo que quería explorar un poco los alrededores, y a la hora de emprender la marcha, aun no había regresado. -Lo recuerdo perfectamente. Cuando estábamos dispuestos a enviar en su busca a Aureliano con dos de los guías, apareció por el mismo lugar por el que había marchado. -¿No notasteis nada especial en él en aquel momento? Tuvo que ser durante el tiempo que permaneció alejado del grupo cuando hizo el descubrimiento. De otro modo, todos habríais estado al corriente. -Pues ya que lo dices... sí, sí que noté algo. Claro que no le di la menor importancia. Cuando se unió a nosotros, su mirada era alegre, muy alegre. Y sonreía como un niño. Yo le pregunté si estaba bien. Él me contestó: -Mejor que nunca, Carmen-. Yo hice un gesto de extrañeza. Pareció que iba a decirme algo más, pero me guiñó un ojo sonriéndome, y sin añadir nada, marchó a sentarse en el primer vehículo, junto a Aureliano. -¡Qué curioso! ¿Y eso ocurrió en la ruta hacia este lugar, el mismo día en que llegasteis hasta aquí? -Así fue. -Pues no me cabe duda de que Luis debió ver esos árboles y esas ruinas en algún punto del camino que os trajo hacia este campamento, o en sus proximidades. -Naturalmente. -¡Cómo no lo pensé antes! ¡Hemos estado dando vueltas y vueltas por los alrededores! Tal y como hicisteis en abril, tras la 239 desaparición de Luis. Y como entonces, no hemos hallado pista alguna. ¡Es lógico! ¡Qué estúpidos hemos sido! -¿A qué te refieres? -Desde el primer momento tuvimos que tener presente que si Luis había visto algo, si había percibido una pista, unos árboles o unas ruinas, ello tenía que haber ocurrido en ruta hasta aquí. Y posiblemente más allá del límite de los tres o cuatro quilómetros que se exploraron en su día. -Tienes razón. Hemos de dejar de explorar en círculo. Estamos perdiendo el tiempo. Lo que hemos de hacer es, sencillamente, desandar el camino que nos trajo a este lugar. -Estoy de acuerdo con usted, Carlos. No hablemos más del asunto. ¡Está decidido, amigos! Mañana desandaremos ese camino. Por cierto, ¿lo recordarán ustedes, supongo? -No hay problema, Arcadio. Estoy segura de que Aureliano lo encontrará con facilidad. -Será muy sencillo. Quedan todavía muchas señales y pequeñas trazas evidentes, a pesar del tiempo transcurrido. Por otro lado, conocemos bien la dirección que veníamos trayendo de camino hacia acá aquel día. -¡Magnífico! Vamos, amigos. Retirémonos a descansar. Tengo el presentimiento de que mañana, por fin, vamos a dar con la pista del hermano de usted, señorita. -¡Dios le oiga, don Arcadio! -Creo que lo mejor será que hagamos como el día de nuestra llegada a la aldea de Tzocomol. Enviaremos una avanzadilla y ... ¿Qué ocurre, Aureliano? -Nada importante, jefesito. A lo que parece hay alguien más que nosotros de expedición por esta zona de la selva. Aquí, Toribio, me dice que su hijo Manuel, que tiene un olfato privilegiado, ha venteado el humo de un campamento situado a escasos quilómetros de aquí, en dirección a la aldea. -¿Está seguro? -Completamente. Sopla una suave brisa procedente de aquella dirección, y en esas circunstancias el joven en cuestión es capaz de 240 percibir el rastro del humo de una pequeña fogata incluso a gran distancia. -¡Qué curioso! -Eso no es nada. Incluso me afirma el muchacho que percibe con claridad el que alguien está bebiendo un fuerte tequila alrededor de esa fogata. -Me imagino que ha de tratarse de un grupo de cazadores de alguna aldea de esta región. Conviene tenerlo presente. Si mañana no tuviésemos éxito en la búsqueda de los tres árboles, nos quedaría el recurso de tratar de contactar con esos lugareños. Si son de estas tierras es posible que puedan darnos una referencia con relación a los mismos. ¿Y saben qué les digo? nuestros vecinos de selva me han dado una buena idea. Pásame, por favor, Aureliano, esa botella de buen tequila. -Tenga usted, jefesito. 241 III Tal y como habían convenido, al día siguiente emprendieron el camino siguiendo en sentido opuesto la ruta que hacía tan solo dos meses y medio, en el mes de abril de aquel mismo año, había traído hasta aquel lugar a Luis Trévelez y al profesor Felices, junto a Aureliano y los Ortigosa. Siguiendo las indicaciones de don Arcadio, no levantaron el campamento. Dejaron al cuidado de las tiendas a dos de los tzocomoles, junto con Toribio, y marcharon los demás. Si fracasaban en su intento de hallar el grupo de grandes árboles, regresarían a aquel mismo lugar antes del anochecer. Sin embargo, Fermín estaba completamente seguro de que, por fin, estaban en el buen camino. -Por dos veces, fijaos bien en ello, se ha explorado con detenimiento y en forma prácticamente exhaustiva todo el espacio de selva comprendido en un círculo de tres a cuatro quilómetros de radio alrededor de este punto donde nos hallamos ahora. Y ni vuestros esfuerzos de la primera vez, la pasada primavera, ni la meticulosa búsqueda que hemos llevado a cabo estos dos días han permitido hallar rastro alguno de Luis. La única explicación lógica para ello es aceptar que tu hermano, cuando marchó aquella noche, se dirigió a un lugar situado, como mínimo, a cuatro o cinco quilómetros de aquí. No cabe ni por un momento aceptar que marchase al azar. Tuvo que dirigirse a un lugar ya conocido. Y ello limita la zona de selva a explorar a una franja estrecha a un lado u otro de la senda por la que se llegó a este lugar en la expedición anterior. -Tienes razón, Fermín. Mari luz dijo esto mirando a Fermín, al tiempo que le cogía de las manos. -Sabía que serías capaz de entender los pasos que dio Luis. Creo que, de haber estado en su lugar, hubieses marchado aquella noche como lo hizo él. 242 -Ya te lo dije en otra ocasión, querida Mari Luz. De saber que podía hallar con facilidad el camino hacia ese enclave nuevo y misterioso, no habría dudado en partir hacia allí, como lo hizo tu hermano. Sin embargo, ¿por qué marchó de noche? -Supongo que no esperaba encontrar grandes dificultades. Más bien al contrario. Es probable que confiase en encontrar fácilmente determinadas señales. Como los tres árboles, por ejemplo. -Tienes razón, Carlos. Pero aun así... ¿Por qué de noche? ¿Y por qué marchó sólo? -A eso creo tener la respuesta. Pensaba darnos una sorpresa. -Creo que tienes razón, Carmen. Sería muy propio de Luis. -De todos modos, coincido contigo, Fermín. También a mí me parece extraño que haya abandonado el campamento de madrugada. Viendo como es esta zona de jungla tropical, me resulta como mínimo sorprendente el que tu hermano hiciese su expedición en plena noche. -He pensado en ello muchas veces, Pablo. En realidad, yo creo que es posible que mi hermano haya aprovechado las primeras luces del día para marchar. -Respecto a eso, lo cierto es que encontramos su saco de dormir y su colchoneta plegados. Ello iría más bien a favor de que hubiese pasado la noche fuera. -Sea como fuese, Luis abandonó el campamento en algún momento antes de las siete de la mañana, pues a esa hora yo me levanté y tras desayunar con Aureliano y uno de los guías, estuve entretenido ordenando mis notas de viaje apoyado en un árbol situado a pocos metros de la entrada de la tienda de Luis. -Tiene razón usted, profesor. Yo estuve cuidando el rescoldo del fuego y preparando el almuerzo, y en todo momento tuve a la vista la tienda del señorito Luis. Y desde las siete hasta las once, cuando doñita Carmen entró en la tienda extrañada de que no se hubiese levantado, no vi al muchacho en ningún momento. Y mientras iban manteniendo esta y otras conversaciones, avanzaron por espacio de una hora y media, observando con detenimiento en todas direcciones. 243 Cuando, según sus cálculos, llevaban recorridos unos cinco quilómetros, Aureliano se acercó a Fermín, se puso a su lado, y señalando hacia delante, le dijo. -Mire usted, doctor. Vea, hacia allá, siguiendo el camino. Parece que hemos hallado aquello que buscábamos. Fermín miró camino arriba, pues en aquel lugar la senda que seguían ascendía de manera muy marcada. No pudo distinguir nada mirando hacia lo alto, pues la bóveda vegetal de la jungla apenas permitía ver el cielo desde allí. Pero distinguió al momento, a unos doscientos metros, tres gruesos y formidables troncos que crecían y se perdían de vista entre el enramado de la selva. -¡Esos son, sin duda, Aureliano! ¡Por su grosor han de corresponder a tres árboles de gran altura! -¡Magnífico, amigos míos! -Don Arcadio, que venía algo rezagado, había visto también la base de los tres gruesos árboles.¡Teníamos, pues, razón! Si tienen esos gruesos corpachones de madera en su base... ¡Qué lindos árboles han de ser! ¡Vamos allá, amigos, vamos! Y con una agilidad sorprendente para su edad, don Arcadio alcanzó el primero de los tres grandes e imponentes ejemplares de la flora arbórea de la pluviselva. Se detuvo, apoyó una mano en su tronco, y mirando a los demás que se le acercaban, hizo un gracioso saludo, como si el gran árbol fuese un viejo conocido al que le alegrase volver a ver, y desease presentarlo a sus amigos. -¡Fermín, Fermín! - Los ojos de Mari Luz brillaban de alegría. -¡Los hemos hallado, cariño! ¡Aquí está la pista de Luis otra vez! - Y esto diciendo, Fermín abrió los brazos para recibir a Mari Luz, que le abrazó entusiasmada. 244 IV -Fermín... Fermín... despierta. Fermín se incorporó y abrió los ojos. -¡Pablo! ¿Qué ocurre? -Algo increíble. Hay una luz en la selva que parece hacernos señales. -¡Caramba! ¡Vamos fuera! Pablo y Fermín salieron de la tienda. Frente a ella les esperaba Aureliano, junto a uno de los guías, el más joven de los tzocomoles, casi un muchacho. -Vengan por aquí. Allá, bajo los árboles, distinguirán perfectamente la luz. Fermín siguió a los demás hacia aquel punto, al tiempo que iba pensando en todo lo acaecido el día anterior. Habían encontrado el grupo de formidables árboles a media mañana, y en pocas horas habían trasladado el campamento hasta el mismo pie de aquellos vegetales centenarios. Tal y como suponían, debían de constituir un punto o referencia para alcanzar el enclave descrito por Luis en su diario; pero no se hallaban en el mismo ni en sus proximidades. De ello no cabía duda. No habían tenido tiempo apenas de explorar los alrededores, pero en una primera avanzadilla en diversas direcciones no habían hallado el más mínimo indicio de hallarse próximos a algún edificio, templo o monumento. Fermín había mirado insistentemente varias veces las hermosas ilustraciones que Luis había dibujado en la última página de su diario, pensando que tal vez se les habría escapado algún detalle revelador. Y ciertamente, advirtió una peculiaridad en aquellos hermosos dibujos. Y es que, si bien Luis dibujó los tres árboles a la izquierda de los monumentos, las sombras que con una técnica esmeradísima de difuminado había plasmado en todo ello, seguían una orientación distinta. En realidad, por la situación que ocupaban aquellos magníficos ejemplares arbóreos en la selva, Luis había trazado un dibujo de los mismos con las sombras propias de las primeras horas de la mañana. Sí se suponía que la pirámide y el 245 templo allí representados recibían la luz del sol en la misma hora, debían estar vistos desde una perspectiva distinta. Tal vez la que se tendría de ellos desde aquel lugar, si fuese posible observarlos. Si su razonamiento fuese cierto, el enclave misterioso debía hallarse hacia poniente de aquel lugar. Y el punto hacia el que les guiaban Aureliano y el tzocomol estaba situado precisamente hacia poniente de su campamento. Pablo, al despertarle, le había mencionado una luz. Una luz que, según le había dicho a Pablo el propio Aureliano, parecía hacerles señales. ¿Se habría engañado el veterano explorador? No tardarían en saberlo. En efecto, llegaron al lugar desde donde pocos minutos antes Aureliano había visto aparecer, de súbito, aquella luz en medio de la profunda obscuridad de la noche. Miraron en la dirección que les indicó Aureliano y, efectivamente, vieron una tenue luz amarillenta en la lejanía, temblorosa y oscilante, como si procediese de la combustión de una tea o antorcha. Era prácticamente imposible calcular, ni siquiera de forma aproximada, la distancia que les separaba de aquella extraña luz. Se veía, sin embargo, muy lejana. Y como había afirmado Pablo, de cuando en cuando se desplazaba lentamente. Unas veces arriba y abajo. Otras a derecha e izquierda. Parecía que realmente se estuviesen haciendo algún tipo de señales con ella. -¿Qué puede ser esa luz? -Parece una llama lejana. Estoy seguro que procede de algún tipo de fuego. La combustión de substancias como la brea o la resina, utilizadas habitualmente en las antorchas, produce ese tipo de luz flameante. -¿Y por qué se mueve de ese modo? Si es una antorcha, parece que se halle en la mano de una persona inquieta, que no puede evitar desplazarse en ocasiones de un lado a otro por la jungla. -No me parece que sea esa la explicación de los movimientos de esa llama. Más bien diría que la persona que la sostiene la mueve a propósito hacia los lados y en sentido vertical, como siguiendo unas pautas prefijadas de desplazamientos. 246 -¿Estaría, en ese caso, tratando de transmitir algún tipo de mensaje? -Tal vez con sus movimientos lo único que pretende es llamar nuestra atención. -Ya se lo dije antes, Pablo. Al momento que la vi comprendí que esa llamita temblona no más podía ser que una señal. -¿Y a quien debe ir dirigida esa señal? ¿Qué significado puede tener? -Me pregunto si sería prudente llegarnos hasta allí... -La noche es muy obscura y la selva intrincada. Pero desde el momento en que se percibe con tal claridad esa luz, debe ser porque no hay demasiados obstáculos hasta ese punto. -¿Qué hora es? -Van a ser la cinco de la mañana. -Si les parece bien a ustedes, vamos a intentar alcanzar esa luz nosotros dos. - Aureliano señaló al joven tzocomol, que poco hábil en la comprensión del castellano, les miraba sin entender apenas nada de lo que decían. Le explicó brevemente lo que pretendían, y el buen muchacho respondió con gestos afirmativos y una sonrisa. ¡Se hubiera dicho que no deseaba otra cosa sino que emprender aquella exploración¡ Sin duda que, como perteneciente a una joven generación de su pueblo, no estaba tan influido como sus mayores por los temores de sus ancianos, y predominaba en él el espíritu aventurero. -Marco irá... irá contigo, Aureliano. Marco quiere ver que sea esa hermosa luz. Sí, irá ahora. -Está bien, Aureliano. Creo que es lo mejor que podemos hacer. Marchad hacia allí. -Llevaos una linterna encendida. De ese modo podremos ir siguiendo desde aquí vuestra marcha. -Bien pensado, Pablo. Y de ese modo, si tuviesen algún percance, bastaría con que nos hiciesen señales con ella. -De acuerdo. No se muevan ustedes de aquí. Vamos, Marco. En marcha. 247 Aureliano aseguró su machete firmemente en su cinto, y sin más dilación, entregó una ligera pero potente linterna al joven tzocomol, indicándole como debía utilizarla. Al punto, partieron los dos por el espesor de la jungla, en dirección hacia aquella fuente de luz misteriosa. Pablo y Fermín permanecieron en pie, viéndoles alejarse. Durante los primeros minutos distinguían perfectamente algunos detalles sobre los que la luz de la linterna iba incidiendo. Marco, el joven tzocomol, que abría la marcha por delante de Aureliano, iba iluminando los árboles, y el suelo de la selva, buscando el mejor camino a través de ella, sin dejar de avanzar hacia la oscilante luz. Llegó un momento en que la luz de la linterna se veía apenas como un mínimo resplandor, que incluso desaparecía en ocasiones al interponerse algún tronco voluminoso o algún apretado grupo de ramas o maleza. -¿A qué se debe este madrugón, estimados doctores? -¡Don Arcadio! -¡Carajo! ¿Qué diantres ocurre allá lejos? ¿Qué son esas luces? Don Arcadio, que había salido a tomar un poco el aire, y se había tropezado, por así decirlo, con Pablo y Fermín al pie de los árboles, fue puesto al corriente en breves palabras de lo que estaba ocurriendo. -De modo que nuestro buen guía jefe, Aureliano, anda allá lejos en pos de esa misteriosa luminaria. Pero vean, parece que están próximos a alcanzarla... se van aproximando a la luz en cuestión... pero... ¡Se ha apagado! ¡Se ha apagado! Así era. Cuando al parecer debía faltarles muy poco a Marco y Aureliano para alcanzarla, aquella luz temblorosa hizo una extraña oscilación, y o bien se apagó, o bien alguien la ocultó totalmente de su vista. -¿Qué ha ocurrido? -¿Dónde ha ido esa luz? -¡Vean! Aureliano y Marco siguen avanzando. ¿Qué significa ese movimiento de la linterna? 248 -Están corriendo... o tal vez... esperemos, amigos, esperemos. Creo que han encontrado algo... Pablo, Fermín y don Arcadio aguardaron, inquietos, sin apartar la vista ni un momento del punto en que, a gran distancia, veían los movimientos de la linterna de Marco. Durante unos minutos la perdieron totalmente de vista. Fueron minutos de ansiedad e incertidumbre. Cuando Pablo estaba a punto de avisar a alguno de los guías para partir con él en busca de los ausentes, volvieron a ver la brillante luz de la linterna. Pero esta vez, por la intensidad de su haz y por sus movimientos, comprendieron que venía en dirección hacia ellos. Sin duda que en poco rato sabrían de boca de Aureliano qué había ocurrido exactamente allá lejos en la jungla. ¿Habrían podido identificar al portador de la antorcha? ¿Le habrían podido seguir? ¿Qué había en aquel lugar al que sus pasos les habían llevado, en pos de la llama oscilante? Comenzaba ya a clarear el día. Un resplandor rojizo ganaba intensidad por momentos hacia el nordeste, precisamente en dirección opuesta a la que habían seguido Aureliano y Marco. De manera que los primeros albores debían presentarse frente a ellos en su camino de regreso hacia el campamento. Sin duda que por ese motivo, cuando vieron las primeras luces del amanecer, apagaron la linterna. Sin embargo, a don Arcadio, Pablo y Fermín les fue muy sencillo seguir su pista, puesto que Aureliano iba emitiendo, de cuando en cuando, un sonido agudo característico, que utilizaban tanto él como los tzocomoles, para localizarse a distancia en la jungla. No tardaron en ver aparecer entre las sombras a Aureliano y al joven Tzocomol. Aureliano venía sonriendo y presa de una alegría que ni quería ni podía ocultar. Venía andando con rapidez, y se diría que casi bailando, tales eran los saltitos y movimientos con los que adornaba su paso. Tras él se acercaba Marco, también con paso rápido y decidido. Pero en el caso del joven aldeano, la expresión de su rostro y su actitud, parecían diferentes. 249 -Miren, amigos míos, a ese muchacho. ¡No parece el mismo que hemos tenido junto a nosotros estos días! -Tiene usted razón, Arcadio. No sé como ha sido posible, pero parece que haya madurado. Ayer noche se le veía constantemente actuando como un chiquillo, y ahora obsérvenle... que seriedad, que serenidad, que expresión tan adulta, si me permiten la expresión. -Estoy de acuerdo contigo, Cesar. ¿Que le ha ocurrido al joven Marco? -Ese muchacho ha debido de ver algo muy grande, algo con un significado especial. Esperen a que lleguen acá con nosotros. ¡Carajo! Siento algo en mi interior... como en mis viejos tiempos, cuando estaba próximo a hacer un gran hallazgo arqueológico. Corran, Aureliano, Marco, corran... aquí les aguardamos impacientes. Apenas tuvo tiempo don Arcadio de impacientarse, pues en pocos instantes Aureliano y Marco llegaron junto a ellos. El buen guía, sonriente, les tomó de los brazos rápidamente, primero a Fermín y Pablo, y después al veterano arqueólogo. -Doctores... jefesito... ¡Lo hallamos, lo hallamos, no más! ¡Son las ruinas más lindas que vi nunca! ¡Ahí delante, en un claro de la selva, hay algo muy, muy grande! ¡Algo especial, algo distinto! -Pero Aureliano... ¿Y la antorcha? -¿La antorcha? ¡De no ser por ella tal vez nos hubiese demorado muchos días el llegar a ese lugar! Pero esas ruinas, esas piedras, mi jefesito, harán que bendiga usted el día que se unió a nuestro grupito. -Perdónenme ustedes... yo debo... debo hablar a mi maestro Toribio y a mis compañeros... aquello fuese, Aureliano bien dice, grande... ¡Yal-halcáh Tulán Zuivá! -¿Qué dices, Marco? ¿Estás seguro? -Sí, sí... Chó-ta-cí-ne Timoteo nos enseñó las señales para saber que estuviésemos en Yal-halcáh Tulán Zuivá. -Quiere decir que el sabio Timoteo... -Te creemos, Marcos, te creemos. Despertaremos a todos enseguida, y podrás hablar con Toribio y los demás tzocomoles. 250 -¿A qué se refiere Marcos? -Es cierto, Pablo, que usted no comprende los términos dialectales que utiliza el joven. Bien, él ha empleado la palabra yalhalcáh, es decir, el alba o aurora, pero yo diría que en un sentido físico o geográfico. -En efecto, Marco ha visto algo que le ha afectado mucho, si me permitís la expresión. Algo cuyo significado trascendental le ha conmovido. Es respeto, devoción y algo de temor lo que veo en él... no es de extrañar, ya que este joven ha estado - o al menos cree que así ha sido - en el albor, es decir, el umbral del lugar sagrado, de Tulán Zuivá. -Un momento, amigos, mientras vamos hacia las tiendas me gustaría que Aureliano nos aclarase lo que ocurrió con la antorcha. -Pues mire usted, Pablo, yo pienso que aquella llama era una señal. Alguien la llevaba, alguien la movía... Mientras progresábamos por la selva hacia ella, me iba yo diciendo: ¿Qué puede hacer esa tea ahí delante? Y muy pronto lo tuve claro. Ahorita estaba quieta, ahorita se movía... No más cabía una explicación. ¡Nos estaba guiando! -¡Carajo! ¿Y quien era nuestro amable guía nocturno? ¿Alcanzaron a verle, amigos míos? -En ningún momento. Cuando estábamos ya muy próximos, se nos movía un poco más allá... y siempre procuró colocarse fuera del alcance de la luz de la tea. -¿Qué pasó cuando se dejó de ver su luz? -Mire usted, jefesito... no sé si van ustedes a creerlo... -¿Qué fue lo que ocurrió? -Justo en el momento en el que llegamos al claro de la selva donde se hallan las ruinas, la luz temblona se colocó detrás del gran templo... -¿Un templo con estatuas? -Sí, sí, el templo del diario del señorito Luis. Yo corrí hacia allí, pasé al otro lado, y no vi ni oí nada, nada en absoluto. No llevaba la linterna, pero mi vista por la noche se hace aguda como la de un jaguar. 251 -¿Y la linterna? -Marco la llevó todo el tiempo. El pobre muchacho, cuando llegó al claro de la selva y vio en la penumbra de la noche lo que allí había, quedó como de piedra. No se movió de aquel lugar, y allí le encontré cuando regresé, después de rodear el gran templo. Me costó arrancarle del borde del claro, donde había quedado parado. Miraba hacia las ruinas como poseído. -Marco estuvo a punto de faltar a las leyes. Marco estuvo a punto de profanar el lugar sagrado. Marco ha visto lo que no hay que ver... -Nada malo hiciste, Marco. No te preocupes. ¿De modo, Aureliano, que en tu opinión, la persona que encendió, movió y al final ocultó esa antorcha, lo hizo con la finalidad de guiarnos? -Puede usted estar bien seguro, jefesito. -Es curioso... otro misterio... otra circunstancia curiosa y extraña... veremos que opina de esto el profesor Felices. -¿Dices algo, Pablo? -Pensaba en voz alta, Fermín... pensaba en voz alta. 252 En el umbral de Tulán Zuivá I T oribio y los otros tzocomoles, sentados todos ellos alrededor del joven Marco, escucharon con atención las explicaciones que les dio el joven aldeano. Por respeto y consideración hacia aquellos amables habitantes de la aldeíta, los demás se habían alejado a una prudente distancia y nada podían oír de lo que aquellos honrados yucatecos hablaban entre ellos. Pero pudieron observar, por los gestos que empleaban, que al parecer todos compartían las sensaciones de Marco, y parecían estar de acuerdo con cuanto les decía el muchacho. En efecto, mientras Marco relataba su experiencia de aquella madrugada, Toribio le escuchaba con expresión seria, pero iba inclinando lentamente la cabeza, asintiendo monótonamente. Los demás, de cuando en cuando, le imitaban. Después, en el breve coloquio que a continuación mantuvieron, no hubo grandes gestos ni discusiones. Tomaron la palabra por turno, poniéndose en pie uno a continuación de otro y colocándose junto a Marco, que en todo momento se había mantenido de pie frente a Toribio. Finalmente, el propio Toribio dijo unas palabras, y alzó su mano derecha. Indicó a Marco que se le acercase, y el joven se puso a su lado. Ayudándose en su brazo, se alzó y se puso en pie. A continuación, 253 lentamente, se dirigió hacia el lugar donde les observaban los demás expedicionarios. -Me temo que a partir de aquí ya no podremos contar con la ayuda de nuestros amables porteadores. Desde el momento en que Marco comentó con Toribio lo del templo, y el buen hombre me solicitó permiso para mantener esa reunión con los demás tzocomoles, comprendí que el respeto y el temor de este pueblo hacia la leyenda del lugar recóndito habían hecho aparición entre ellos. -¿Está usted seguro, Arcadio? -Mire usted, Carmen, conozco a estas gentes desde hace muchos, muchísimos años. Y les comprendo, además. Les digo esto para que me entiendan que no les voy a insistir en pedirles que nos sigan a partir de aquí si, como espero, nos manifiestan su deseo de no ir más adelante. -Muy pronto sabremos a que atenernos. Aquí llega Toribio. -Hable usted con él, Arcadio. La conversación que siguió entre don Arcadio y Toribio fue breve. Toribio expuso sus argumentos, y el viejo arqueólogo sonriendo, le tomó por los hombros y le tranquilizó. -Amigo Toribio, nada más que gratitud os debemos a ti y a los tuyos. Hasta aquí nos habéis servido y ayudado de manera generosa y amable. Muy lejos de mi intención estaría el tratar de pagaros pidiendo que faltaseis a la veneración y el respeto que las tierras de allá delante os merecen. Por ello, no os tenéis que sentir obligados a nada más. Don Carlos os pagará lo convenido por los días en que habéis colaborado en nuestra expedición. -Mi buen jefesito don Arcadio, que Dios les bendiga a todos ustedes por su comprensión. Les doy las gracias en nombre de todos nosotros. Pero no teman, que no les dejamos así, no más, abandonados en la selva. No podemos ir más adelante, eso es cierto. Pero les aguardaremos aquí. Mantendremos un campamento, viviremos perfectamente de la caza. Si es preciso, dos o tres de estos valientes muchachos marcharán a la aldea para traernos aquellas cosas que puedan precisarse para poder mantener 254 este pequeño lugar durante unas semanas. De manera que no se preocupen ustedes por el regreso. Vuelvan lo antes posible, y tráiganse consigo a ese joven al que van buscando. Aquí nos hallarán para el viaje de vuelta. -Toribio, amigo mío, permita que le llame así. Ahora mismo comunicaremos su ofrecimiento a mis compañeros de expedición. Pero no creo que acepten. Me refiero a que van a decirles que con lo que han hecho hasta ahora, han cumplido ustedes sobradamente con nosotros. No queremos que sacrifiquen más días por nosotros. Sus familias les esperan en Tzocomol. -Veo, doctor, que ha entendido usted mis palabras, pero no ha comprendido la firmeza del ofrecimiento que encierran. Por nuestro Santo Patrón Jeremías, por la virgensita y el niño de la linda iglesita del padre Cosme, por Jesucristo y todos los santos del cielo, que no nos perdonaríamos nunca si ustedes tuviesen algún percance en su regreso a Tzocomol. El señorito Carlos nos ha pagado ya tal cantidad de pesos, que ni estando con ustedes medio año nos los habríamos ganado. Aun, al parecer, piensa pagarnos alguna platita más, según lo que aquí don Arcadio ha mencionado. Por todo ello, créanme ustedes, les aguardaremos muy a gusto. Por otro lado, no van ustedes a andar cargando con todos los bultos y las cosas. Han de marchar con lo imprescindible a partir de aquí, y por fuerza han de dejar en este sitio buena parte del material. Nosotros lo vigilaremos y cuidaremos. No se hable más de ello. Y ahora, si nos lo permiten, les vamos a disponer las cosas para que puedan ustedes partir con poco peso, pero bien equipados. Pronto estuvieron todos al tanto de las intenciones de Toribio y de los demás tzocomoles. Y viendo la seriedad y generosidad con que se ofrecieron a aguardarles en aquel lugar, aceptaron sus planes. -Cuídense ustedes, amigos. Por nuestra parte, haremos cuanto este en nuestras manos por estar de vuelta con ustedes lo antes posible. Tradúzcales mis palabras, por favor. -Creo que la entienden a usted perfectamente, amiga Carmen. 255 -Así parece, cariño. Creo que estos aldeanos comprenden el castellano mucho mejor de lo que nosotros comprendemos su lengua maya. -Así es, Carlos. Y sin duda que buena parte del mérito de ese entendimiento hay que atribuírsela a don Ernesto y al padre Cosme. -Sea como fuere, si no entienden todas las palabras, si entenderán un buen apretón de manos. Esto diciendo, Pablo se acercó uno a uno a todos los tzocomoles, comenzando por Marco y acabando por Toribio, y les dedicó un efusivo y expresivo apretón de manos. -Hasta pronto... hasta pronto... hasta pronto, amigos. Bueno, y usted, profesor. ¿No tiene nada que decirles? -Vaya, Pablo... ¿Y qué quieres que les diga? Hasta la vuelta, Toribio y compañía. Pablo pensó que al profesor Felices no le acababa de sentar bien aquel plante de los aldeanos. Le pareció incluso que se había contenido para no recriminarles por no seguir adelante con la expedición. Por ello no le extrañó que, cuando los tzocomoles se alejaron de nuevo, el profesor exclamase: -Bueno, bueno... gracias amigos, hasta pronto, cuídense... ¡Tampoco hay para tanto, digo yo! Os he visto a todos casi como entusiasmados con la idea de dejar aquí a esos aldeanos. Pero... ¡Caramba! ¡Su plante no deja de ser un contratiempo! ¿Quién sabe cuantas jornadas de marcha por la selva tendremos que hacer todavía? Yo acepto el que no deseen seguir adelante y veo como un mal menor el que nos digan que aguardarán en este sitio nuestro regreso. Pero... ¡no deja de ser fastidiosa su deserción, cuando estamos ya en el buen camino! -No se lo tome usted así, profesor. Hemos localizado ya el lugar donde se hallan los monumentos del diario de mi hermano. A donde quiera que haya podido ir desde allí, tuvo que ir solo y sin porteadores. -Solo marchó aquella noche, desde luego. 256 -De modo que nosotros podremos seguir los pasos de Luis, podremos ir allá donde haya ido, aunque sea como él, sin la ayuda de los porteadores. -Dice usted bien, señorita. Y tenga usted en cuenta, profesor, que vamos a ser un grupo de ocho personas. Sin cargarnos en exceso, aun seremos capaces de llevar con nosotros todo un lindo equipo. -Está bien, Arcadio, está bien. Ya nos las arreglaremos sin Toribio y los suyos. Pero yo insisto en que, en cierto modo, nos han estafado. Les contratamos para llegar hasta el fin. -Mira, Cesar, no le des más vueltas. Ya en Tzocomol nos advirtieron que nos acompañarían de buen grado a donde quiera que fuésemos, en tanto en cuanto que no nos dirigiésemos hacia aquellas regiones que ellos tienen por sagradas, y sobre las que sus creencias han depositado un severo tabú. -Tienes razón, Fermín. Sin embargo, supongo que estarás de acuerdo conmigo en que es realmente fastidioso que hayan caído en la cuenta de que se acercan a esos lugares justo ahora. En fin, como veo que nada se gana con lamentos, voy a hacer caso de vuestros consejos. Olvidemos ya el asunto, y veamos de ponernos en camino. Tengo gran curiosidad por ver por mis propios ojos esos monumentos, que a decir de Aureliano, nos aguardan ahí enfrente. -No puede usted imaginarse, profesor, lo mucho que deseo tener ante mis ojos a los enigmáticos guardianes de Tulán Zuivá. -Don Arcadio, profesor... están ustedes expresando el sentimiento de todos nosotros. Pero en mi caso no es la belleza de las ruinas de un nuevo enclave arqueológico lo que me atrae, sino la posibilidad de hallar nuevas pistas que nos conduzcan hasta mi hermano. -Señorita Mari Luz, la comprendo muy bien. Pero precisamente he mencionado a esos guardianes, porque creo que en ellos se ha de hallar alguna indicación o señal. -¿Cree usted? -Estoy casi seguro. Verán, fueron las palabras del sabio Timoteo... ¿Qué fue lo que dijo? Sí, algo como que si su corazón 257 es limpio... ¡Tal vez los guardianes le hayan mostrado el camino! ¿Entienden? ¡Los guardianes pueden mostrar el camino! 258 II Por fin estaban en aquel misterioso y esperado lugar arqueológico. Allí estaba la pirámide representada en el diario de Luis. Y en el otro extremo del gran claro de la selva, el majestuoso templo de las estatuas. Ya no había duda. Aquellas eran las misteriosas edificaciones que tanto habían atraído al joven arqueólogo. En su diario, Luis había expresado que abrigaba la esperanza de que fuesen las puertas que le condujesen allí donde tanto tiempo hacía que deseaba llegar. Y todos coincidieron en que aquellos monumentales restos del glorioso pasado del pueblo maya eran muy hermosos. Pero es que además de impresionarles por su silencio y majestuosidad, por su solemne belleza y su sobria sencillez, parecía emerger de ellos algo incorpóreo, pero palpable al mismo tiempo. Todos notaron lo que de subyugante y atrayente tenían aquellas edificaciones, y todos coincidieron en atribuirles un misterioso halo de majestuosidad. Aunque no compartían los tabúes de los tzocomoles, comprendieron muy bien la sobrecogedora experiencia que tenía que haber sido para el joven Marco la aparición de aquellas construcciones de sus antepasados, súbitamente frente a él, en aquel claro de la selva. Si existía el lugar sagrado, aquel lugar merecía ser su umbral. Se detuvieron justo al inicio de aquel gran espacio abierto que, junto a otras pequeñas edificaciones ruinosas, albergaba los dos hermosos monumentos plasmados artísticamente por Luis en su libro de campo. Y por tenerla más próxima, decidieron acercarse en primer lugar a la hermosa pirámide, para posteriormente explorar el templo situado al otro lado del claro. Caminaron en dirección a la hermosa construcción piramidal, elevada sobre una plataforma o basamento de unos cinco metros de altura. A unos treinta o cuarenta metros de la misma, alcanzaron lo que venía a ser el acceso a la construcción: el inicio de un espacio o corredor jalonado a ambos lados por viejas columnas cilíndricas de piedra, rematadas todas ellas por una losa cuadrangular. Frente a ellos, el camino flanqueado por las columnas ofrecía una superficie 259 formada por piedras aplanadas cuidadosamente colocadas unas junto a otras, que alcanzaba, a unos veinte metros de allí, el arranque de una amplia y suave pendiente formada por varios tramos horizontales, que hacían las veces de extensos escalones, y cerrada a ambos lados por unos muros de escasa altura, adornados en su borde superior por unos hermosos relieves ondulantes, rematados en su extremo más bajo con sendas cabezas de felino. Por esta pendiente se alcanzaba la superficie de aquella amplia plataforma de piedra, que constituía la base de una construcción piramidal, bastante aguda, de unos veinticinco metros de altura, formada por la superposición de siete cuerpos y coronada en lo alto por un templete de forma cuadrangular. En la faceta del monumento que miraba frontalmente hacia ellos se veía una rampa jalonada por múltiples peldaños, una empinada escala de piedra, que desde la base permitía ascender hasta el templete del vértice de la antigua construcción maya. Este templete estaba constituido por una edificación cuadrangular de unos dos metros y medio de altura, rematada por una doble cornisa de piedra. Un detalle que sorprendió a Fermín y que excitó y alegró extraordinariamente a don Arcadio, fue el que en la base de la pirámide, a ambos lados de la empinada escala, se hallasen esculpidas unas imágenes de divinidades de extraordinaria belleza. -Estamos frente algo distinto, algo diferente. ¿Me entienden ustedes? -Hay aquí muchos detalles extraordinarios, es cierto. Esos muros que flanquean la escala inferior, la forma en que han sido esculpida la piedra, y estas imágenes sorprendentes. Son los dioses de la creación del panteón maya. ¿No es así? -Veo, Fermín, que está usted muy al corriente de la iconografía e imaginería de los primitivos pueblos yucatecos. Sí, en efecto. Pienso, como usted, que estas lindas figuras son los dioses de la creación. Pero, veamos de subir a lo alto de la pirámide. Observen allá arriba, ese hermoso templete. Vean como se abre a los cuatro puntos cardinales, por medio de puertas enmarcadas por bellos 260 elementos de piedra esculpida. Seguro que algo de interés nos aguarda allá arriba. -¿Tal vez alguna señal del paso de Luis? Porque por ahora no hemos hallado indicio alguno de que haya estado aquí. -Luis estuvo aquí, estoy segura. -¿Viste en tu sueño algo parecido a esta pirámide o al templo de las estatuas situado allí enfrente? -No. No. En realidad no vi más que una neblina que rodeaba al grupo formado por Luis y los otros hombres. Mi hermano estaba en primer plano, y detrás de él se hallaba un joven, vestido como el rey del grabado de tu despacho. Más al fondo, confundidas con la neblina, se veían las siluetas de otros hombres. Recuerdo que a Luis le vi perfectamente. Le vi muy pálido. Sí, muy pálido. Pensé que podía estar enfermo, pero al punto me habló. Bueno, fue muy curioso. Luis me miraba y oí su voz como procedente de su cerebro, ya que él no movía los labios. Me tranquilizó sobre su estado. Me dijo que estaba bien, que todo iba bien. Luego me dijo que esperaba verme de nuevo en el futuro. Que esperaba que pronto estaríamos juntos. -¿Crees que estaba de algún modo llamándote o convocándote? -¿Quieres decir que si Luis intentaba llamarme a su lado? Pues ahora que lo dices, tal vez sí. En realidad estoy segura de que quiso tranquilizarme. Pero no, no creo que su mensaje fuese una llamada de auxilio, si es a eso a lo que te refieres. Sin embargo, hubo algo raro... aunque no estoy segura de si lo imaginé. -¿Qué fue ello, señorita? -Durante mi sueño Luis me habló. Su voz sonaba, como ya os he dicho, como trasmitida directamente de su mente a la mía. Pero sentí algo más... fue algo que no puedo describir fácilmente. Sentí la presencia de otra mente tratando de ponerse en contacto conmigo, otra voluntad intentando indicarme alguna cosa. Y lo cierto es que al punto, sin plantearme ni siquiera un momento el cómo ni el por qué, nació en mí la convicción de que debía partir hacia aquellas tierras desde las que me llegaba el mensaje de Luis. 261 -¿Cuándo ocurrió lo del sueño ese de usted, señorita? -Recuerdo perfectamente la fecha. Fue la noche del nueve de mayo. Tres semanas después del día de su desaparición. -¿Y no ha vuelto a ponerse en contacto con usted? -No... creo que no. -¿No está segura? -No sé como explicarlo... han pasado cosas extrañas. Me refiero a algunas cosas que nos han ocurrido. En especial esa misteriosa luz de la pasada noche que nos ha permitido llegar hasta aquí. ¿No les parece extraña la aparición de esa luz en la selva? -¿Qué le decía, profesor? -¿A que te refieres, Pablo? -Pues que el profesor y yo habíamos ya caído en ese detalle... que no es el único. -Si ustedes me lo permiten, les voy a rogar que dejemos el tema para otra ocasión. Es cierto que hemos tenido cierta chance o suertecilla en nuestro viaje por el sur de Chiapas. Pero es que sin esa pizca de fortuna no se habrían llevado a cabo la mayoría de los más grandes hallazgos arqueológicos. Miren, nuestro guía se halla al pie de la empinada escalinata. Propongo que aprovechemos la luz del día para ascender al templete. Vengan ustedes, amigos, síganme. Ascendieron por la escala de suave pendiente que se elevaba desde el terreno llano hasta la base horizontal sobre la que se alzaba la pirámide, y en pocos instantes se reunieron con Aureliano al pie de la escalera de piedra que, como un plano inclinado, unía las aristas de los sucesivos niveles y permitía subir a lo alto de la pirámide. Formada por muchos y estrechos escalones, el subir por ella no sería precisamente sencillo. Antes de iniciar el ascenso, observaron a derecha e izquierda del arranque de la escala, en la pared del primer cuerpo de la pirámide, la presencia de aquellos misteriosos seres esculpidos que, de acuerdo con Fermín y don Arcadio, representaban a los dioses de la creación. Atendiendo a las indicaciones de Aureliano, una vez que alcanzaron el pie de aquella escalinata, ascendieron por ella 262 efectuando un zigzag amplio, y evitando mirar hacia la parte inferior. De ese modo, pese a lo empinado del trayecto y lo angosto de los escalones, lograron subir todos sin dificultad. Cuando llegaron a lo alto de la escala, pudieron dirigir la vista, admirados, en todas direcciones. Desde aquella altura, situados en la cornisa horizontal de piedra dispuesta alrededor del templete, el paisaje que se ofrecía a sus ojos era como un grabado de espectacular belleza. Dominaban perfectamente el amplio claro, adornado únicamente por matorrales de escasa altura en algunos puntos, y cubierto por una suave hierba formando grandes manchones en la mayoría de los espacios libres de edificaciones. Hacia el otro extremo de aquella zona descubierta se divisaba majestuoso y bello, misterioso y sugestivo, un macizo edificio con tres amplias puertas abiertas en la fachada principal, precisamente aquella que miraba hacia ellos. Guarnecían sus cuatro esquinas cuatro soberbias estatuas esculpidas con sencillez y sobriedad, pero dotadas de un halo de majestuosidad innegable. Seis estatuas algo menores flanqueaban las tres entradas, dos para cada una de las grandes aberturas. Y todas ellas tenían un gran parecido con aquella pequeña estatuílla, cuya reproducción llevaban consigo. No cabía duda que aquellos eran los diez guardianes de las leyendas. Más allá del límite del claro o calvero, sus miradas podían dirigirse por encima de las más altas ramas de los árboles de la pluviselva, de manera que frente a su vista se extendía una vasta superficie verde, de la que en los alrededores emergían, en algunos puntos, ruinosos restos de otras edificaciones. Sin duda que aquel enclave había constado en el pasado de un considerable número de construcciones. Parecía, no obstante, que los dos monumentos principales eran aquellos que Luis había representado en la última página de su diario de campo. Y como resaltó Fermín, tal y como se hallaban dibujados, no cabía duda de que Luis los había visto de algún modo o por algún medio, desde algún punto situado hacia el este y hacia el norte. Miraron todos en aquella dirección. Por las regiones oriental y septentrional de aquel territorio la selva cubría totalmente unas tierras paulatinamente más y más bajas. Y hasta el 263 horizonte todo lo que se veía era la magnífica masa forestal, de la que emergían claramente, a unos tres o cuatro quilómetros, los tres grandes árboles a cuyos pies había quedado el campamento de los tzocomoles. Precisamente en aquel momento brotaba de la selva una fina columna de humo, justo allá donde debían hallarse Toribio y los suyos. -Observo que nuestros amigos deben estar preparando su comida. -¿Pero por qué han encendido dos fuegos? -¿Dos fuegos? -Tienes razón, Carmen. Más alejada, hacia el norte del campamento, se puede ver otra leve columna de humo. Ya es casualidad que en esta zona de la selva, apenas explorada, se encuentren dos campamentos tan próximos. -Supongo que serán los mismos cazadores cuyo fuego venteó la otra noche el hijo de Toribio. A no ser que... -¿En que está usted pensando, Arcadio? -Fue una estúpida idea que me rondó por la cabeza, no más una idea absurda. No es posible que nadie nos haya seguido. ¡En fin! Muéstrenme un momentito los dibujos de su hermano... aquí están. Bien, bien... no me hagan demasiado caso. Tal vez hoy tengo el día poco fino y estoy dispuesto a imaginar cosas raras. Me pregunto si tal vez... -¡Diga usted lo que sea, Arcadio, dígalo ya! -Mire usted, Carlos... miren, amigos míos... estoy pensando en algo poco agradable... algo que de ser cierto tal vez lleve al traste nuestra búsqueda. -¿Qué es ello? -Como ustedes bien saben, las notas de don Luis indican que cuando dibujó estos monumentos, ese joven no estaba aun del todo seguro de su situación en el territorio. Comenta que los representa tal y como los había podido ver a través de sus prismáticos. -Es cierto. Pero en esas mismas notas afirma creer que ellos pueden abrirle el camino hacia el lugar recóndito. Y estoy seguro 264 que si nos dejó fue con la intención de encontrar este lugar donde ahora nos hallamos. -Dice usted bien, Carmen. Estoy seguro de que abandonó su tienda con tal intención. Pero me estoy preguntando si el joven llegó a estar aquí en algún momento. Cabe la posibilidad de que no haya llegado hasta este lugar, de que Luis no haya pisado nunca este claro de la selva. -¡Eso no es posible! -Repítanme ustedes lo de las huellas del joven aquel día. Ustedes las vieron perfectamente. Partían de su tienda y se dirigían por la senda en sentido opuesto al de su llegada. Ello es lógico pues deseaba desandar parte del camino... -Creo que le entiendo... las huellas de Luis eran bien visibles. Al menos para los ojos de Aureliano, ya que no para los nuestros. -¡Ay, Doñita, que tiene razón el jefesito don Arcadio! Las huellas del señorito Luis dejaron de ser claras como a medio quilómetro del campamento. Me acuerdo muy bien de aquello. -¿Qué puede significar la brusca desaparición de sus huellas? -Indudablemente no se lo tragó la tierra. Tal vez fue capturado por alguien. Que sé yo... alguien que luego lo llevó por los árboles, sin dejar rastro. -Hay una explicación más sencilla. Se encontró con alguien, no hay duda. Una o más personas, expertas conocedoras de la selva. De buen grado o a la fuerza tuvo que seguirles. Y estas personas fueron lo bastante hábiles como para hacer desaparecer su rastro, de modo que nos se les pudiese seguir. Nada nos permite asegurar que haya sido traído hasta aquí. -¡Caramba! Creo que tiene usted razón. -No, Pablo. Luis halló el camino. Luis está ahora en ese misterioso lugar, desde el que se comunicó conmigo. Y si estas ruinas son el punto de partida que lleva hacia allí, mi hermano tuvo que pasar por ellas. -Creo poder afirmar sin duda alguna que Luis estuvo aquí mismo, en lo alto de esta pirámide. -¡Profesor! 265 -Vean... he entrado un instante al interior del templete, y junto a un curioso monolito, al que les recomiendo echen un vistazo, he encontrado algo... vean, vean. El profesor Felices, que en aquel instante emergía del interior del templete, llevaba en la mano un pequeño lápiz. -¡Ese lápiz es de mi hermano! -Así es. Mari Luz tiene razón. Ella sabe que Luis los ha utilizado siempre de este tipo. Además, observo que en el extremo distal presenta una muesca característica. Tal muesca está hecha con la intención de anudar el cordelito con que suele unir sus lapiceros a una tablilla que muchas veces, sobre el terreno, utiliza para apoyar el papel en el que efectúa sus bosquejos. -Déjeme ver... ¡Magnífico, magnífico! ¡Cuánto me alegro de que hayamos dado con este lindo trocito de leño y grafito! Y ello porque es la prueba palpable de que el hermano de usted, señorita Mari Luz, estuvo aquí mismo, donde nos hallamos nosotros. Imagínenlo ustedes, aquí en lo alto de esta hermosa pirámide, y mirando, como nosotros hacemos ahora, este bellísimo paisaje tropical. Como nosotros hoy, se planteó una cuestión. ¿Por donde cae Tulán Zuivá? -Podemos descartar de entrada el territorio del que procedemos, es decir, las tierras situadas al este. -También descartaremos todo ese vasto territorio que tenemos enfrente, en dirección norte. La uniforme masa verde de la selva que se extiende hasta el límite de nuestras miradas, no muestra formaciones montañosas. Difícilmente podrá hallarse un valle en todo ese territorio. -¿Y por qué un valle? -Tulán Zuivá viene a significar el valle de los siete barrancos o de las siete cuevas, según las interpretaciones. Lo imagino en un lugar montañoso. -En ese caso, tal vez se encuentre hacia el sur. ¿Veis? Allá en la lejanía se ve un territorio montañoso. Tal y como apuntaba Carmen, en dirección meridional el territorio se elevaba lentamente, hasta que, a decenas de 266 quilómetros, la selva se aclaraba y se veían las cimas de unas elevadas montañas. -Es cierto, cariño. Es aquella una formidable cordillera, cuyas lejanas cumbres se hallan ya en tierras de Guatemala. -Muy alejadas de aquí en mi opinión. El lugar que buscamos debe estar más cerca. ¡Pero vean, vean ustedes! ¡Hacia allí, a poniente! Siguiendo sus indicaciones, miraron todos en la dirección que les señalaba don Arcadio. Hacia el oeste el terreno se elevaba notablemente, y a pocos quilómetros de allí el territorio superaba con creces los dos mil metros de altitud. Y en aquellos lejanos lugares, emergiendo en la distancia entre la espesura exuberante de la pluviselva, se veían una serie de abruptas formaciones montañosas, formando una línea o farallón muy agudo. En su conjunto constituían la primera línea de un altiplano de superficie irregular, al que sería probablemente muy difícil acceder, y por el que sería, por otro lado, muy difícil desplazarse. -Estimo que no habrá más de seis u ocho quilómetros hasta ese formidable territorio. Vean como emerge de la selva como un abrupto farallón, y más allá del mismo se eleva el territorio y se vislumbra una región de agudos picos y profundos valles. -Se ve como un territorio muy abrupto. ¡Qué formidables cárcavas pueden haberse excavado con el paso de los siglos en esa región! No cabe la menor duda, ¡Ahí está el lugar sagrado! -Pero vea usted, profesor, que tal y como divisamos ese lugar desde aquí, no parece que vaya a ser cosa fácil alcanzarlo. -Y si hay que penetrar en esa escarpada región, y desplazarse a continuación por su interior... ¡no les digo nada! -Sin embargo, estoy seguro que ha de ser allí. Esa tierra agreste parece la más indicada para albergar el legendario refugio que buscaba tu hermano. -¿Tú crees, Fermín? -Estoy completamente seguro. -¿Y qué crees que deberíamos hacer? Mari Luz miraba emocionada a Fermín. 267 -Tendremos que partir lo antes posible hacia ese altiplano montañoso. Pero... -¿Sí? -Mari Luz, cariño, estoy seguro de que estamos cada vez más cerca de tu hermano. Vamos por el buen camino. No nos desanimemos ahora. Pero seamos realistas. Sin un buen mapa nos resultará sumamente difícil desplazarnos por las estribaciones de la vecindad del macizo. Y si existen pasos o accesos hacia los valles que allí han de encontrarse, no será nada fácil dar con ellos. -Si lo que se precisa es un mapa, les recomiendo que entren en el templete y se miren con detalle el monolito que antes les mencione. No es mi especialidad la iconografía maya, pero creo que en esa piedra tenemos algo parecido a un mapa. Don Arcadio penetró en el interior del templete, siguiendo las indicaciones del profesor, y los demás le siguieron. Se aproximó a un bloque rectangular de piedra situado en el centro del recinto. Sus paredes laterales mostraban bellas imágenes estucadas, y su cara superior, horizontal, ofrecía una serie de glifos y entalladuras. -¡Mi querido profesor Felices, tiene usted razón! Esto es un mapa... pero un mapa simbólico, en cierto modo críptico o jeroglífico. -¿A qué se refiere usted, don Arcadio? -No busquen aquí escala u orientación, ni nada parecido. Han de existir unas normas prefijadas para interpretar las distancias y los símbolos. Es evidente que con las claves adecuadas, este mapa indicará donde se hallan determinados lugares y la forma de llegar a ellos. Vamos a copiar, lo mejor que podamos, este precioso conjunto de glifos. -Pero... ¿y las claves? -¿Las claves? Estoy seguro que esos lindos telamones del templo de ahí enfrente nos las ofrecerán. 268 III Acabaron la visita a la pirámide ceremonial, en cuyo interior habían hallado el sorprendente mapa del monolito, y tras descender de la misma, dirigieron sus pasos al templo de las estatuas. Don Arcadio dedicó cerca de hora y media a estudiar con detenimiento las diez estatuas, una por una, fijándose hasta en sus más mínimos detalles. Las observó primero a cierta distancia, de frente y en perspectivas laterales, a derecha e izquierda. Se acercó a continuación para estudiar su superficie. Eran prácticamente iguales en todo, excepto en los cintos que, esculpidos con una minuciosidad extraordinaria, presentaban unos relieves y símbolos distintos para cada una de ellas, y en unos adornos situados en el centro del torso, representando unos a modo de medallones. El veterano arqueólogo tomó buena nota de los glifos y grabados, y procedió después a compararlos con los del mapa. Estuvo varios minutos mirando sus anotaciones, con sus papeles extendidos sobre la superficie de un bloque de piedra rectangular situado frente al templo. Cuando acabó esta tarea, todos notaron que estaba perplejo y disgustado. Al parecer, no había hallado en los guardianes las claves que esperaba. Como estaba empezando a declinar el día, decidieron instalarse para pasar la noche en el interior del templo, justo al lado de una de sus grandes puertas. Para ello, Aureliano, ayudado por Pablo y Fermín, dispuso una mullida superficie de hierba, sobre la que colocarían después los sacos de dormir. Encendieron una fogata justo en el umbral del templo, en la que el guía se dispuso a preparar una sencilla cena. Y mientras lo hacía, se recostaron todos pensativos, sin hacer comentario alguno. Veían a don Arcadio, el jefe natural de su expedición, bastante consternado, y nadie deseaba, por el momento, interrumpirle en sus meditaciones. Y es que don Arcadio no hacía más que sacar sus notas y dibujos, los miraba durante un buen rato, y a continuación, con un gruñido, los volvía a guardar. 269 Mari Luz miraba hacer al arqueólogo retirado con cierta preocupación. En realidad, no podía dejar de agradecerle al buen anciano todo lo que estaba haciendo por ella. Se había embarcado, a pesar de su edad, en aquella larga expedición por las tierras del sur de la península. Y ponía todo su empeño en descubrir las claves que, a no dudarlo, les guiarían hacia el lugar donde tal vez Luis esperaba su ayuda. Mari Luz comprendía muy bien lo que en aquellos momentos le ocurría a don Arcadio. ¡Él estaba convencido de que los guardianes les darían algún tipo de pista o indicio! Así lo había deducido de las palabras del sabio Timoteo. Y cabía pensar que tenía que ser así. Porque cuando Luis estuvo en aquel lugar semanas atrás, consiguió de algún modo partir hacia el lugar recóndito. En aquellos momentos ninguno de ellos dudaba ya de que Luis se hallase en el legendario Tulán Zuivá. Desde allí, con toda seguridad, le habían puesto en contacto con su hermana los poderes chamánicos de sus sacerdotes. Y allí le había visto, en su sorprendente sueño, Quimet, el inefable pastor-leñador de las Guillerías. Mari Luz meditaba acerca de todos estas cosas. Y mientras lo hacía, sus miradas se dirigían hacía don Arcadio, que se hallaba sentado en el borde de la amplia escalinata, frente a la puerta central del templo. Era evidente que el anciano arqueólogo estaba perplejo y contrariado, lo cual no dejaba de ser preocupante. Y sin duda que la preocupación se reflejó también en el semblante de Mari Luz. Pues Fermín, tras haber ayudado al profesor y a los Ortigosa a instalarse y ponerse cómodos, se le acercó. -Imagino lo que pasa por tu cabeza. - La joven alzó la vista hacia Fermín, que la miraba sonriente.- Te preocupa el que no hayamos encontrado las pistas que tenían que darnos esas hermosas estatuas. -Es cierto. Parece que esas inscripciones se resisten incluso a un gran experto como don Arcadio. -Mari Luz, no temas. Llegaremos a ese valle. No puedo explicarte el por qué, pero tengo el convencimiento de que si nos 270 dirigimos por la selva en dirección a esa región abrupta, de la que estoy completamente seguro que alberga el refugio secreto al que, creo que con propiedad podemos llamar Tulán Zuivá... si nos dirigimos, como te digo, hacia allí, estoy seguro de que daremos con alguna señal o con algún indicio, que no escapará a nuestra miradas. -Veo que en ti existe también algo, que podríamos llamar la "intuición masculina".- Ahora era Mari Luz la que sonreía.- Un día, no hace mucho, me dijiste que confiabas en mi intuición femenina. Yo ahora... -¡Cariño! -... confío en tú intuición. Bueno, en tu experiencia, en tu criterio. -Gracias. -Vamos a dar una vuelta por los alrededores ¿Quieres? -Buena idea. Aprovechemos los últimos minutos del crepúsculo. Vamos. Y tomados de la mano, Fermín y Mari Luz descendieron por la escalinata de la fachada principal del templo, y comenzaron a caminar lentamente, por el claro de la selva. Se detuvieron unos minutos para observar los restos de una pequeña edificación. En sus paredes, que apenas eran ahora poco más que unos muros truncados de un par de metros de altura, se veían hermosas inscripciones. Y en un fragmento de la pared interior del lado oeste, una superficie estucada mostraba unos frescos que conservaban aun buena parte de su color. -¿Qué significan esas pinturas? -La mayoría de los pictogramas de los mayas se resisten a nuestros intentos de darles un significado. Pero observo que hay aquí un conjunto de imágenes muy interesantes. Este es el dios de la lluvia, y aquí, bajo sus manos, se encuentra el mundo. La lluvia cae desde las manos de Yum Chaac, y fertiliza la tierra. Y estos dibujitos de aquí, en lo que representa un monte o colina son... -¡Parecen sombrillas a medio abrir! -Lo son. Representan sombrerillos de hongos mágicos. -¿Cómo los que mencionaba mi hermano en su ponencia? 271 -Exactamente. -Mira. Fermín. Aquí se ven hongos de otro tipo. Hay aquí un dios que parece haberlos arrojado sobre la tierra. -¡Qué interesante! Fíjate bien en este dios... -¡Es como una de las imágenes que hemos visto en la pirámide! Concretamente la del dios que tiene un solo pie y lleva un rayo en la mano. ¡Ya lo entiendo! Estas líneas quebradas son los rayos, y allí donde han caído los rayos, surgen estas setas rojas. -Excelente. Has entendido perfectamente el significado de estos pictogramas. Se trata de Kakulhá Hur-Akán. Su espíritu se encuentra, dicen, en estos hongos. -Veo que las dos escenas están separadas por un grupo de glifos de los que se usan para números o meses. ¿No? -Acabarás siendo una mayóloga extraordinaria... -Tengo a un maestro magnífico. -No creas que tanto. -Anda, creído... ¡Me refería a mi hermano! -Vaya... -No me hagas caso. Era una broma. ¿Qué significan estos glifos? -Son indicadores de tiempo y lugar, como bien dices. Si no los interpreto mal, vienen a señalarnos que hay una considerable distancia, un largo camino, entre las tierras que riega Yum Chaac y aquellas en las que los rayos engendran estas setas. Aquí dice que son necesarias varias semanas de viaje para llegar hasta el país donde Kakulhá Hur-Akán hace brotar su espíritu. -¡Fermín! Mari Luz acababa de salir al exterior del grupo de ruinas, y le llamaba desde allí. Su voz reflejaba una emoción especial, por lo que Fermín se apresuró a salir al exterior. La luz del día había desaparecido casi por completo, a excepción de un leve resplandor rojizo a poniente. Y precisamente hacia poniente, hacia la obscura selva que debía conducir hacia el país abrupto, se dirigía ahora la mirada de la joven. 272 -¡Mira hacia allí, Fermín! ¿Me engaña la vista? ¿Lo ves tú también, cariño? -¡Caramba! ¡Esto es extraordinario! ¡Vamos corriendo a decírselo a los demás! 273 IV Aureliano preparó una sencilla cena, y cuando la tuvo lista llamó a todos para que acudiesen a situarse alrededor del fuego. Cuando les tuvo más o menos cómodamente dispuestos a su alrededor, repartió un cacillo de sopa caliente a cada uno. -Veo que no están aquí el doctor y la señorita... -Les he visto marchar hace unos minutos. Han salido a respirar el ambiente del anochecer. No creo que tarden. Guárdales su ración. -Como usted diga, doñita. -¿Y qué más tenemos de cena, a parte de esta sopita? -Les he asado la carne de unos hermosos lagartos que pude atrapar entre las ruinas ésta mañana, recién llegados a este lugar. Vean si les gusta. -¡Uhm! ¡Excelente! ¡Tiene un gusto exquisito! -La he asado envuelta y rellena con las hojas de diversas plantas aromáticas, y lo bastante alejada del fuego para que, al prolongarse la cocción, el buen gusto de las hojas pase a la carne. Es un pequeño secreto para cocinar el filete de lagarto. Sabe mucho mejor. -Estimado Aureliano, resulta que además de un buen guía eres un magnífico cocinero. -Gracias, doctor Guerreiro, por sus elogios. Pero estoy seguro de que si ustedes encuentran tan sabrosa mi cena, es porque tienen mucho apetito. El mejor condimento es el hambre. -Reconozco que tras el ajetreo del día estaba desfallecido. Pero ello no me impide ser objetivo y elogiar como se merecen tus guisos. -Y usted, jefesito... No más se me está ahí todo callado y como quien dice, pensativo. Ándele y péguele un buen bocado al lagartito. -Tenga usted un trago de tequila, don Arcadio. Vamos, anímese. -Gracias, Carlos. Gracias, Aureliano, amigo y buen guía como pocos. Tienen ustedes razón. Denme una buena pieza de carne... y 274 como no, páseme usted el tequila. Me ocurrió que me quedé meditabundo... Miren, amigos, les voy a ser sincero. He dado vueltas y vueltas al asunto. Pensé que íbamos a encontrar lindamente acá en estas estatuas alguna pista, que sé yo, algún indicio. Pensé que ellas nos mostrarían el camino hacia Tulán Zuivá. Ahorita, tras mirar y mirar sus grabados, intentando encajarlos de algún modo en el mapa del monolito de ahí arriba, he llegado a la conclusión de que no son lo que creí. -¿Qué trata usted de decirnos? -Me temo que nunca encontraremos aquí el camino a ese lugar. -Disculpe usted, Arcadio, pero creo que no va a ser necesario. -¡Mari Luz! ¡Fermín! -¿Qué quieren decirme ustedes con eso? -Venga usted aquí fuera, al claro de la selva, y lo verá. Salieron todos al exterior, y Fermín y Mari Luz se colocaron de manera que en la obscuridad de la noche pudiesen mirar hacia el espeso bosque tropical situado hacia poniente. -Vea, don Arcadio, vea. -¡Carajo! ¡Tiene usted razón, señorita! Ahí está de nuevo. Mirando en aquella dirección pudieron distinguir todos con claridad, en un lugar indeterminado, a lo sumo a un quilómetro del templo, una luz tenue y oscilante, idéntica a la llama de una antorcha que les había guiado la noche anterior hasta el claro de la selva. -Está visto que hay alguien que está dispuesto a que lleguemos a Tulán Zuivá. Ya no hay duda alguna de que esa luz es una señal, y que esa señal tiene un destinatario... nosotros. -¡Qué cosa más extraña! -Extraña, sorprendente, misteriosa... sí, lo reconozco. Pero por otro lado, decisiva para el éxito de nuestra expedición. -¡Vamos hacia allí! -Aguarden ustedes. Hemos tenido un día agotador. Sea quien fuere ese amable guía que nos quiere señalar el camino, conoce este hecho perfectamente, y no creo que le importe que descansemos 275 aquí. Como ven ustedes, la luz no se desplaza, sino que aguarda quieta. Reposemos unas horas, y estoy seguro que cuando decidamos partir de madrugada, la luz se desplazará para guiarnos por el mejor camino. -Opino como usted, Arcadio. Descansemos hasta las tres o las cuatro de la madrugada, y después ¡Nos pondremos en marcha! -¡Tulán Zuivá nos aguarda! 276 V -¿No tenemos nada mejor para comer que esta correosa carne de iguana? -Mire, señor Torcillo, usted me ha prohibido cazar, y me ha prohibido encender fuego. De ese modo, ni el más viejo de los sabios podría conseguir otros alimentos que estos que nos quedan. -Pero bien que podrías buscar algo de fruta. ¿No hay palmiches o pomelos por aquí? -Desde que hemos dejado la selva para meternos en estos complicados desfiladeros, apenas he visto un par de árboles frutales. ¡Ya quisiera yo encontrar algo de fruta fresca! Pero note usted, patrón, que no todo son inconvenientes. A medida que subimos por estos pasos montañosos, cuanta mayor altura alcanzamos, más abundantes son los manantiales. No nos falta el agua fresca. -¡Mal rayo te parta, Aristeo! ¡Maldita la falta que me hace el agua! Yo solo sé que agoté hace dos días el tequila... ¡Y eso sí que lo echo de menos!. -Le vuelvo a ofrecer mi aguardiente de raíces... -¡Guárdate ese brebaje para...! ¡Diantres! ¡Está bien! Déjame probar tu aguardiente. -Tenga usted, jefe. Aristeo ofreció a su jefe, el señor Torcillo, un odre de piel vieja, de unos cinco litros de cabida, en el que quedaban todavía un par de litros de un explosivo licor o aguardiente que el propio Aristeo preparaba con jugo de raíces y plantas varias. Héctor Torcillo tomó el odre, y bebió un par de tragos de su contenido. -¡Ah! Sabe a rayos... pero entona, Aristeo. Siento correr su alcohol por mis venas. ¡Carajo! Esto es otra cosa. Me siento mucho mejor... vamos, acabemos la cena - si es que podemos llamar así a estos mendrugos de pan y la carne curada - y veamos de descansar un poco. Por cierto, ¿a qué distancia debemos estar de la expedición de don Arcadio? -Desde que dimos con su pista en la zona de los brazos de agua, siempre los hemos tenido como a medio día de camino. 277 -Lo recuerdo. En la barca íbamos apenas a seis u ocho quilómetros por detrás de ellos. Y en la selva siempre nos mantuvimos a escasa distancia. Pero en este sistema de desfiladeros y barrancas no estoy tan seguro de que les vayamos a la zaga lo bastante próximos. Calculo que con los incontables quiebros y giros que hemos dado, pese a llevar tres días de marcha por esta región, habremos avanzado en línea recta a lo sumo unos cinco o seis quilómetros. Está claro que nos habría sido prácticamente imposible localizar y seguir este complicado itinerario, de no andar tras los pasos de esa expedición que, por el motivo que sea, conoce bien el camino. -No tenga usted cuidado, patrón. El rastro que van dejando es fácil de seguir. Ahorita mismo es posible que estén al otro lado de esa cresta montañosa, en otro desfiladero como este, pero a mayor altura. -Por ese motivo no sería prudente hacer fuego. Ni disparar un tiro para cazar algún animal. Nos podríamos poner en evidencia. Y tengo un especial interés en que no sepan que les seguimos hasta que alcancen ese lugar de la leyenda. No dudo que allá en lo alto, en la parte más abrupta de este sistema montañoso, habrá un paso al otro lado. Y allí estará el lugar que buscamos. Puedes estar bien seguro. Héctor Torcillo y su criado, el viejo Aristeo, se hallaban en aquel momento recostados en la hierba, bajo un grupo de árboles, de una hermosa variedad de coníferas, que en aquellas altitudes habían substituido por completo a la flora arbórea tropical. Siguiendo los pasos de la expedición de don Arcadio, atravesaban una zona montañosa muy abrupta. El camino por el que les iban guiando las huellas de Aureliano, Fermín, Mari Luz y los demás, era un difícil y complicado itinerario ascendente, en el que unas veces tomaban un desfiladero, otras avanzaban por un escarpado sendero en el lateral de un imponente muro montañoso vertical, para después coger otro desfiladero o un vallecillo, cambiando constantemente de orientación, pero avanzando siempre en 278 conjunto, lentamente, en dirección a las tierras más altas situadas a poniente. No les había sido difícil, tal y como habían previsto, seguir el rastro de la expedición de don Arcadio Botín. Preguntando en las aldeas de la zona fluvial averiguaron que habían partido en dos barcazas. Alquilaron ellos otra, y les fueron siguiendo a una distancia de escasos quilómetros. Tuvieron la precaución de hacerse desembarcar un poco antes del final del canal más occidental, y de ese modo pudieron ir siguiendo los pasos de los expedicionarios a distancia, en el espesor de la selva, sin haber sido vistos por ellos en ningún momento. Mientras se hallaron en la pluviselva, Aristeo y su jefe acamparon siempre a escasa distancia del lugar en que lo hacía la expedición. No les fue preciso en aquellos momentos abstenerse de encender fuego, pues el olor del humo o el propio humo podía atribuirse a un grupo de cazadores indígenas. Sin embargo, a partir del momento en que la expedición pasó junto a un grupo de monumentos ruinosos y comenzó a aproximarse a la región montañosa, Héctor Torcillo consideró que debían extremar sus precauciones, ya que el humo de una hoguera o el sonido de un disparo podrían allí despertar sospechas. Curiosamente, en los últimos tres o cuatro días habían advertido algo muy peculiar. La expedición de don Arcadio tan solo avanzaba de noche, unas horas cada madrugada. Lo cual no dejaba de ser sorprendente en aquel terreno abrupto, tan lleno de barrancos y desfiladeros, y en el que tanto abundaban los despeñaderos. Teniendo en cuenta, además, las corrientes de agua que lo surcaban en diversos puntos, aquella forma de avanzar solo tenía una explicación: alguien que conocía bien el camino les guiaba. Lo que no entendían era porque lo hacía a esas horas de la noche. Aquella tarde, nada más llegar a lugar donde ahora acampaban, Aristeo había husmeado los restos del fuego apagado horas antes por los expedicionarios a los que seguían. Hecho esto, había afirmado que otra vez, por los indicios que allí encontraba, veía claro que don Arcadio y los suyos habían dejado el lugar bien 279 entrada la noche, ya de madrugada. Al oírle, Héctor Torcillo había lanzado uno de sus habituales exabruptos. -¡Mal rayo les parta a don Arcadio y toda esa gente! ¿Qué maldita manera de viajar por el monte es esa? Pero no iban a tardar mucho en entender los motivos por los que los expedicionarios actuaban de aquel modo. Obscureció, y acostándose sobre la hierba, se durmieron en pocos minutos. Alrededor de las tres de la madrugada, Aristeo, al que había despertado el fuerte ulular de una rapaz nocturna, distinguió un resplandor rojizo al otro lado de un empinado talud rocoso situado a su derecha. Despertó a su jefe, e inmediatamente ascendieron como pudieron por aquella pedregosa rampa, y llegaron a lo alto de la misma. Al otro lado, más que verlo, se adivinaba un profundo valle sumido en la obscuridad de la noche. En un punto algo alejado, se veía una tenue luz rojiza. Era sin duda el fuego del campamento de la expedición. Y de pronto, en la lejanía, se encendió un punto de luz oscilante. -¡Jefe! ¡Jefe! ¡Miré, allá lejos! -¿Qué hay? ¿Qué es ello? ¡Carajo! ¡Una señal! ¡Alguien les hace una señal! -Vea, vea, jefe... apagan el fuego de su campamento. Se disponen a seguir esa señal. -¡Por eso avanzan de noche! ¡Alguien les guía en la distancia, mediante una antorcha! -Y la luz de la antorcha solo se ve de noche. -Cierto, Aristeo. -¿Vamos a seguirles nosotros? -No. Estamos demasiado alejados de ellos. No quiero correr el riesgo de que caigamos por algún barranco. Mañana temprano seguiremos sus huellas. Creo, Aristeo, que estamos ya muy próximos al lugar que buscamos. Y presiento que en ese lugar nos aguarda un formidable tesoro. Sí, Aristeo, ¡la fortuna está aguardándonos allá en lo alto! Aristeo no contestó, pero por un instante en sus ojillos brilló la luz de la codicia. 280 SEGUNDA PARTE 281 282 La desaparición de Luis Trévelez I L a tarde del 18 de abril de aquel mismo año, casi dos meses antes de que Mari Luz y Fermín emprendiesen el viaje en su busca, el joven arqueólogo Luis Trévelez se hallaba junto a sus compañeros de expedición, en el espesor de la agreste selva húmeda que cubre buena parte de la región sudoriental del estado de Chiapas. Poco después de la puesta del sol habían dado por terminadas las tareas de asentamiento del pequeño campamento provisional. Para instalarlo habían escogido una pequeña porción de terreno llano, situada al pie de una cadena de suaves colinas recubiertas de exuberante arboleda. La actitud de Luis parecía completamente tranquila. Desde la hora en que se detuvieron, poco después de las seis de la tarde, hasta que anocheció, habían estado entregados a la tarea de situar las tiendas, colocar los vehículos alrededor y establecer adecuadamente el campamento. Por ello, a nadie sorprendió el que Luis se retirase muy pronto a su tienda y que, a continuación, encendiese una pequeña luz en el interior de la misma. A nadie extrañó tampoco el que mantuviese esa luz encendida durante largo rato. Pero lo cierto es que, cuando se sentó frente a su 283 diario de anotaciones y se dispuso a transcribir unos esbozos que tenía garrapateados en una cuartilla de papel, Luis se hallaba preso de una emoción especial. Por espacio de casi una hora estuvo entregado a la tarea de dibujar, con su habitual cuidado y meticulosidad, aquellas dos piezas de arquitectura maya. Por su aspecto, tal y como había podido vislumbrarlo a través de los prismáticos, parecían corresponder a aquello que venía esperando hallar en algún lugar de aquellas tierras mesoamericanas. Expresó tal posibilidad en unas breves anotaciones al margen, y acabó su trabajo añadiendo, junto a los otros dibujos, una tercera ilustración consistente en un grupo de tres árboles de altas copas fusiformes. Hecho esto, miró el pequeño reloj situado sobre la mesa portátil, junto al mapa abierto y su diario. Eran las once de la noche. A pesar de estar por debajo de los 17 grados de latitud norte y bien entrados ya en la primavera, la temperatura por las noches era bastante fresca en la selva, en aquella zona meridional de la península del Yucatán. Se hallaban considerablemente al sur del límite entre los estados de Chiapas y Tabasco, y algunos kilómetros al norte de la frontera con Guatemala. Posiblemente había que atribuir a la altitud de aquellos parajes, algo por encima de los mil doscientos metros sobre el nivel del océano, el que el clima fuese menos cálido de lo que cabría esperar de su baja latitud geográfica. Tras anotar la fecha al pie de su última entrada en el diario, lo cerró y lo colocó cuidadosamente en el compartimiento estanco que para tal fin había preparado en el interior de su mochila. Tomó su cazadora. Introdujo la brújula en uno de sus bolsillos, y en otro sus pequeños prismáticos. Cogió a continuación la linterna y una bolsa con algo de comida y verificó que la cantimplora tuviese agua. Tras cargar todo en la mochila, la dejó a continuación, junto a la cazadora, sobre la pequeña mesa plegable, dispuestas ambas para tomarlas cuando llegase el momento de partir. 284 Se sentó y respiró profundamente. Por un instante pasó por su mente la idea de salir en aquel momento. Sin embargo, comprendió que no era conveniente. El trayecto hasta la loma de los tres árboles podía seguirse con facilidad por el hecho de contar con la ayuda de las huellas dejadas por los neumáticos de los vehículos. No había inconveniente en recorrerlo en la obscuridad de la noche, y en realidad así pensaba hacerlo. Pero desde los árboles hasta aquel nuevo enclave arqueológico debería atravesar unos tres kilómetros de selva. De manera que ese segundo trayecto tendría que hacerlo con la ayuda de la primera luz del día. Por otro lado, no deseaba estar de vuelta demasiado tarde, para no alarmar en exceso a los demás. Sabía que, tras el fatigoso día de marcha por la selva y la laboriosa instalación del campamento, el profesor y los Ortigosa aprovecharían para descansar hasta bien entrada la mañana. Ello le daba un margen de algunas horas. Repasó mentalmente su plan: saldría él solo del campamento hacia las cuatro y media de la madrugada. Recorrería, bajo la luz de la luna, el trayecto de unos cuatro o cinco quilómetros que le separaban de la loma de los árboles. Llegaría a ese lugar cuando comenzase a amanecer. Con la primera luz del día se dirigiría hacia el nuevo enclave. Con algo de suerte podría estar allí hacia las siete de la mañana. Un par de horas a lo sumo le bastarían para decidir si aquel lugar y sus curiosos monumentos correspondían a lo que él esperaba de ellos. Fuera como fuese, la vuelta al campamento podría hacerla, ya de día, en un par de horas. De modo que esperaba estar de regreso con sus amigos poco después de las once de la mañana. Entreabrió ligeramente la puerta de su tienda, y miró hacia el resto del campamento. Vio una tenue luz en la tienda de los Ortigosa, y supuso que Carlos estaría entregado a su ración de lectura de algún clásico, que tan útil le resultaba al parecer para conciliar el sueño. Por un momento sintió un sentimiento como de vergüenza, al pensar que iba a marcharse sin haber hecho partícipes de su descubrimiento a sus amables protectores. Se sintió ingrato y un poco incómodo. Después de todo, era 285 innegable que sin la aportación de los Ortigosa no hubiese sido posible llevar la expedición tan lejos como lo habían hecho. No tan solo había recibido de ellos un soporte material considerable, sino que habían demostrado, además, ser los más entusiastas seguidores de sus ideas, y le habían animado constantemente en aquella búsqueda. Ellos habían sido los responsables de que hubiese continuado adelante, a pesar de no haber hallado indicios de estar cerca de aquello que buscaba en ninguno de los lugares que habían ido recorriendo. No encontró tales indicios en el norte del Yucatán. Tampoco en Quintana Roo. Los buscó sin éxito en las selvas de Belice, y después en la tierra de los cakchiqueles, el Petén de la Guatemala occidental, desde donde habían llegado hacía un par de días. Y ahora, en aquella zona de la sierra boscosa del estado de Chiapas, cuando presentía hallarse a las puertas del gran descubrimiento, tenía la intención de marchar solitario, en sigilo... Sin embargo, así debía ser. Si alguien debía llevarse un chasco o un desengaño, sería él solo. Por el contrario, si sus conjeturas eran ciertas, acudiría antes del mediodía a compartir con sus amables mecenas y con el profesor Felices la maravillosa noticia. Tomó su reloj de pulsera, dotado de un mecanismo programable de alarma que emitía un suave sonido, y lo dispuso para que sonase quince minutos antes de las cuatro y media de la madrugada. A continuación se acostó sobre el fino colchón plegable, formado por una estructura esponjosa de un par de centímetros de grueso, forrada de tela. Se echó el saco de dormir por encima, sin molestarse en abrirlo, y en pocos minutos quedó dormido. Durmió profundamente. Incluso en aquellas circunstancias, dispuesto a llevar a cabo una marcha por la selva hasta un lugar que tal vez le mostraría las huellas del legado cultural del pueblo maya, no le falló su afortunada y a veces sorprendente capacidad de relajarse y desconectar. De manera que cuando el reloj le despertó, se sentía fresco y pleno de energía. 286 Se lavó la cara y las manos, secándose a continuación. Recogió el saco de dormir y plegó la colchoneta. Se sentó unos minutos, que aprovechó para beber unos tragos de agua y comer un trozo de torta de maíz y un par de piezas de fruta. Finalmente se puso en pie y se cubrió con la cazadora. Tomó la mochila y la cargó en su espalda. Salió de la tienda. Palpó momentáneamente los bolsillos de la cazadora, y le tranquilizó el notar el sólido tacto de su brújula. Llevó después su mano a uno de los amplios bolsillos laterales de su mochila, y verificó igualmente que en su interior llevaba la linterna. Esperaba no tener que recurrir a ninguna de las dos. O cuando menos, no creía que viniesen a ser imprescindibles en su marcha. Pero pensó que era mucho más seguro llevarlas. Quizás no dependería de ellas el éxito de su excursión nocturna, pero no quería que se frustrase por no haberlas cogido. Todo estaba tranquilo en el campamento. Junto a la hoguera se hallaba, medio adormilado, uno de los guías. Luis, se planteó por un momento el acercarse hasta allí y explicarle que deseaba hacer unas averiguaciones. Podría incluso pedirle que le acompañase. Sin embargo, lo mejor sería partir solo tal y como había decidido desde un primer momento, por si se había engañado con respecto a aquellos viejos restos mayas que había visto a gran distancia. En ese caso regresaría al campamento, y habría evitado a los demás el desengaño que las expectativas de su marcha podrían producir. Se alejó en dirección hacia el sur y ligeramente hacia el este, siguiendo la senda por la que los vehículos habían llegado hasta aquel lugar pocas horas antes, y avanzó con paso firme sin dejar ni un momento de seguir las huellas de los neumáticos, que le marcaban, sin posibilidad de error, el camino que debía seguir hasta llegar a la elevada loma en la que había hecho el descubrimiento. La luz de la luna penetraba entre los árboles y hacía prácticamente innecesario el uso de la linterna, de modo que tan solo accionaba momentáneamente el interruptor de la 287 misma cuando la bóveda de ramaje se cerraba de tal forma que cubría de negra obscuridad el terreno por el que se desplazaba. Pensó que de acuerdo con sus cálculos, le llevaría algo más de una hora desandar el camino desde el campamento hasta el lugar en que, subido a uno de aquellos árboles de altas copas, había realizado el descubrimiento. Una vez en aquel lugar todo dependería de la fortuna. Sabía en que dirección se hallaban exactamente aquellos pecios, pero no estaba seguro de que existiese verdaderamente un camino fácil de franquear para llegar hasta ellos a través de la selva. Miró hacia lo alto del cielo, en dirección ligeramente oblicua con relación al camino, y vio la clara imagen de la luna. Se sintió optimista y pensó que la fortuna tendría que estar forzosamente de su parte. Aquella hermosa noche, de cielo tan despejado, y la claridad de la luna eran, sin duda, buenas señales. Un grito peculiar, un extraño alarido en la lejanía de la jungla, le alarmó por un instante. No había tomado consigo arma alguna, a excepción de su cuchillo de monte, un afilado machete que siempre llevaba consigo. Si bien en aquella zona de selva relativamente clara por la que iba avanzando no le había sido menester utilizarlo, no era infrecuente en las selvas yucatecas el tener que abrirse paso en áreas más tupidas, a través de fuertes enredaderas. De manera que con el machete como única defensa, un encuentro con algún carnívoro podría ser peligroso. En cualquier caso, los guías habían afirmado que, con toda certeza, aquella región era muy segura, pues no se daban en ella jaguares ni pumas. Pensó que posiblemente el alarido que se había dejado oír en el espesor de la selva sería tal vez el bramido de un tapir, o quizás el grito de algún otro animal, deformado por la distancia. A medida que avanzaba sentía como iba en aumento en su interior una especie de exaltación emocional. Algo, como un instinto, le decía que estaba cada vez más cerca de un gran descubrimiento. Recordó como apenas cinco años antes, en su último curso de licenciatura, entusiasmado por el estudio de los mitos y las leyendas de la vasta cultura incaica, había encontrado 288 en algunos trabajos sobre las culturas americanas precolombinas los primeros datos sobre los primitivos pueblos mesoamericanos, a los que en principio no debía prestar atención, pues no eran el motivo del trabajo de fin de carrera que el profesor César Felices le había encargado. ¡El bueno del profesor Felices! Extraordinario conocedor de los pueblos sudamericanos, y eminente experto en cultura incaica, había visto sin duda en Luis la persona idónea para seguir sus líneas de investigación. La pequeña monografía que publicaron juntos, fruto del trabajo de investigación bibliográfica y arqueológica de la tesina de Luis, así parecía indicarlo. Incluso la idea de una expedición futura de estudio de las culturas precolombinas sobre el terreno, que comenzó a forjarse en la mente de Luis unos años atrás, tenía en principio que dirigirse al Perú y al norte de Chile, a las tierras de los quechuas y los aimaraes. Sin embargo, todo cambió cuando paso por sus manos aquel libro del filósofo alemán Oswald Spengler, "Der untergang des Abenlandes". En su ensayo, Spengler compara a las civilizaciones con los seres vivos, que nacen, se desarrollan y después de forma inexorable, mueren o desaparecen. Para Spengler las civilizaciones, como formaciones naturales y biológicas, pueden alcanzar diversos grados de desarrollo, pero finalmente acaban por extinguirse. Y esta extinción ocurriría tras una etapa de decadencia más o menos prolongada, algo equivalente a la vejez. Así había ocurrido con varias de las antiguas civilizaciones que alcanzaron un alto nivel: los babilonios, los egipcios, los hindúes, los chinos, los griegos, los romanos y los árabes. A Luis muy pronto le llamó la atención un hecho con relación a la civilización y la cultura maya: parecía haber sufrido algo parecido a una muerte súbita o prematura. En pleno esplendor artístico y cultural los mayas del período clásico prácticamente desaparecieron del mapa. Después, lo que quedó no fue una paulatina decadencia, no fue la senilidad de una civilización. Fuera lo que fuese lo que segó aquella cultura floreciente – guerra, catástrofe natural, revuelta o revolución – tuvo que ser algo de extraordinaria violencia. 289 Aquello fue en su momento como una revelación para Luis. Se propuso que algún día descubriría lo que le había ocurrido en el pasado a aquel pueblo culto y sensible, adorador de la naturaleza. Y sin saber exactamente por qué, surgió en su interior el convencimiento de que en algún lugar de Mesoamérica podría hallarse depositado por aquella gente un legado cultural y científico, colocado de manera que quedase a salvo de los terribles avatares que sacudieron su pueblo a finales del primer milenio. Sin duda que por ello se trataría de un recóndito lugar, oculto de un modo u otro, y difícil de localizar. Mientras proseguía su avance por la selva bajo la luz de la luna, Luis recordó también como se acentuó su interés por el estudio del pueblo maya con la lectura de los trabajos de varios expertos en temas antropológicos americanos. Logró tener acceso a copias de los textos clásicos de los monjes Bartolomé de Las Casas y Bernardino de Sahagún, del obispo Fray Diego de Landa, y de Diego Durán. Consiguió una edición excelentemente comentada de la historia de Yucatán de Bernardo de Lizana. Finalmente, encontró sugerencias extraordinarias en el Popol Vuh, el libro sagrado que recoge la mitología conjunta de los maya-cakchiquel del Petén de Guatemala y del grupo quiché, más meridional. En ese libro, la escritura más notable de los mayas de Guatemala en dialecto quiché, se habla de la religión, las migraciones y la historia de los mayas. Y se mencionan en el mismo leyendas y mitos que parecen corresponder a los restos de una cultura anterior mucho más rica. Y así fue como, en definitiva, el profesor Felices tuvo que aceptar que su discípulo cambiase la pasión por el estudio de la macro cultura incaica por una vocación aun más apasionada por la búsqueda de las huellas de la civilización maya. Cuando llevaba algo más de una hora de marcha, hubo un momento en que tuvo que detenerse, durante el paso de un grupo de nubes frente a la luna. No deseaba agotar prematuramente las baterías de su linterna, de modo que se apoyó en un arbolillo, se sacó la mochila, y depositándola a su lado, se dispuso a esperar. 290 Calculó que debía de estar ya muy cerca del punto al que se dirigía. La inclinación del terreno, poco a poco más acentuada, le indicaba claramente que ascendía ya hacía lo más alto de la amplia loma, desde donde debería abandonar el camino y aventurarse, aprovechando las primeras luces del alba, en dirección hacia el enclave maya. Mientras aguardaba que la luna alumbrase de nuevo, y tras beber un trago de agua, extrajo la brújula del bolsillo donde la llevaba. Con un movimiento enérgico levantó la tapa, ya que a consecuencia de un golpe fortuito recibido días atrás, se abría con cierta dificultad. Vio como la aguja imantada oscilaba levemente, y quedaba fija señalando con su extremo fosforescente hacia el norte magnético. Aunque nada podía ver a través de la obscuridad, dirigió su mirada hacia la espesa negrura de la selva, en dirección a poniente y algo hacia el sur. Sabía que tendría que dirigir sus pasos muy pronto en esa dirección, en cuanto la luz de la luna le permitiese alcanzar el pie de los árboles que había tomado como referencia. Mientras intentaba ver a través de aquella intensa obscuridad, le pareció oír con toda claridad un fuerte chasquido por el camino abajo. Sobresaltado, conectó la linterna y dirigió el potente haz de luz hacia el lugar de donde había llegado aquel sonido. Sin embargo no vio otra cosa que varios árboles recortados contra el negro fondo de la noche. Nada había allí que justificase el ruido que percibió un momento antes. Permaneció iluminando aquella zona unos segundos, y súbitamente volvió a sobresaltarse, cuando un ave de gran tamaño arrancó a volar desde una de las ramas de aquellos árboles, y pasó a poca distancia junto a él, alejándose a continuación. No la pudo ver con detalle pero le pareció que su cola formaba un largo penacho de plumas. Se preguntó si no se trataría de un quetzal. Y fue algo más lejos en sus pensamientos: la brusca aparición de aquel pájaro, tal vez un ejemplar de una especie en peligro de extinción, la interpretó como una buena señal o un buen presagio. Apagó la linterna, y se dispuso a permanecer en aquel mismo lugar hasta que la masa nubosa dejase la luna al descubierto. No 291 tuvo que esperar sino un par de minutos. La luna volvió a quedar libre y arrojó otra vez su luz sobre la selva. De modo que, en cuanto volvieron a ser visibles las huellas de los vehículos, emprendió de nuevo el camino. Cargó otra vez con la mochila, y con paso presuroso se dirigió hacia delante, pues le pareció entrever a poco más de un hectómetro los gruesos troncos de aquellos árboles. En efecto, allí estaban aquellos soberbios ejemplares de la flora tropical, elevándose por encima de la jungla. Aunque la gran cantidad de lianas y enredaderas que los abrazaban hacía muy fácil el trepar por ellos, esta vez no iba a ser necesario hacerlo, ya que sabía perfectamente hacia donde debía orientar sus pasos. Dirigió su mirada hacia levante y pudo observar una tenue claridad rojiza emergiendo sobre el horizonte. En diez o quince minutos la luz del naciente día sería lo suficiente intensa como para permitirle avanzar a través de la selva. 292 II Por fin estaba en el nuevo sitio arqueológico. En un claro de la selva de algo más de cinco hectáreas de extensión se hallaban los dos monumentos que venía buscando. En realidad, no eran las únicas edificaciones de aquel lugar, ya que en otros puntos del mismo se podían observar diversas construcciones de escasa altura. Se trataba de restos mucho peor conservados, en ocasiones simples plataformas de piedra. Además, entre las copas de los árboles, en diversos lugares alrededor del claro, la rojiza luz del sol naciente le permitía entrever que aquel enclave arqueológico debía constar de otras numerosas edificaciones aparte de las dos que inicialmente descubrió. El que éstas se hallasen situadas en un amplio espacio abierto en el bosque había permitido que las descubriese oteando con sus prismáticos, subido en uno de aquellos altos árboles. Caminando a través de los matorrales herbáceos que cubrían aquel gran espacio desprovisto de arboleda, avanzó hacia las enigmáticas edificaciones, pensando que había valido la pena correr el riego de perderse. Y es que el trayecto a través de una zona desconocida de la jungla, desde la loma de los árboles hasta aquel lugar, había sido como mínimo complicado. En zonas abiertas o despejadas es fácil marcar en la lejanía algún punto o elemento del paisaje al que dirigirse de acuerdo con las indicaciones de la brújula. Pero en el espesor de la selva el seguir correctamente una dirección es más problemático, incluso contando con la ayuda del sol. Aparte de que en ocasiones hay que dejar el trayecto rectilíneo y dar rodeos, pues se encuentran grupos de árboles tan densos o zonas de vegetación tan exuberante que impiden el paso a su través. A la mitad de aquel trayecto había pasado por momentos de duda, cuando en dos o tres ocasiones tuvo que rodear zonas de espesa maleza, en las que abrirse paso con el machete le hubiera llevado un tiempo excesivo. Después de dar aquellos rodeos, intentando volver siempre a tomar la dirección inicial, hubo un 293 momento en que se sintió desorientado. Se había apartado tanto, unas veces hacia la derecha, otras a la izquierda, que la sensación de que ya no podría retomar la ruta había comenzado a apoderarse de su ánimo. Claro está que le hubiese quedado el recurso de detenerse en aquel lugar, y volver hacia atrás, hasta el largo camino marcado por las huellas de los todoterreno. Y desde allí ya no hubiese tenido problema alguno para volver al campamento. Pero ello habría supuesto regresar sin haber alcanzado su objetivo. Por otro lado, era probable que le faltase ya muy poco para llegar a las enigmáticas edificaciones. ¿Tendría que abandonar cuando estaba tan cerca? Como un relámpago, por la mente de Luis habían pasado las imágenes de todas aquellas semanas a la espera de hacer aquel gran hallazgo. Y súbitamente se había apoderado de él un instinto que le impulsó a seguir adelante. Había sido como un rapto de tremenda resolución, como la certeza de saber que a escasos metros, frente a él, le aguardaba un secreto formidable que estaba a punto de desvelársele. Y tal vez sin ser plenamente consciente de lo que hacía, había avanzado con decisión y rapidez a través de la selva. Y tras progresar apenas unos cientos de metros, el bosque tropical se había desgarrado ante sus ojos, y frente a él se habían mostrado aquellas dos grandes edificaciones que se elevaban majestuosas e impresionantes, recortando su silueta en el cielo azul obscuro del amanecer. La más próxima, quedaba algo a su derecha. Se trataba de una hermosa construcción piramidal situada sobre una espléndida plataforma y rematada por un bello templete. Más alejada, hacia el otro extremo del claro, se distinguía una singular construcción, constituida por una base de escasa altura pero considerable extensión, sobre la que se erigía un hermoso edificio de planta rectangular, curiosamente ornamentado con figuras antropomorfas de colosal tamaño, como no recordaba haberlas visto en ningún otro enclave arqueológico maya. Observó que existía una figura en cada una de las esquinas, y otras algo menores a ambos lados de las tres amplias puertas que se veían en 294 la fachada. Y entre ambas edificaciones, al igual que en otros puntos de aquella amplia zona de bosque aclarado, pudo distinguir diversos restos ruinosos de construcciones de menor tamaño. Observó con atención la más próxima de las dos edificaciones mayores. Se elevaba imponente a poco más de cincuenta metros del lugar por el que abandonase la espesura hacía unos instantes. Estaba constituida por una gran estructura o basamento cuadrangular, de unos treinta ó treinta y cinco metros de anchura. La altura de las paredes de esta base o fundamento era de aproximadamente unos cinco metros. Sobre esta estructura que hacia las veces de plataforma, se alzaba una construcción piramidal típica, constituida por la superposición de siete niveles paulatinamente más reducidos, en lo alto de la cual se observaba un pequeño templete. Rodeándola ligeramente, al aproximarse más a la construcción pudo ver una amplia rampa, de unos seis metros de ancho y de escasa inclinación. Su suave pendiente estaba formada por varios tramos horizontales de piedra, que hacían las veces de extensos escalones. La flanqueaban, a derecha e izquierda, unos curiosos muros de piedra, y permitía ascender desde el terreno llano a la plataforma principal. Una vez en ésta, tras cruzar los casi tres metros de superficie plana que rodeaban la formación piramidal, una nueva escalinata, mucho más empinada, permitía ascender hasta el templete superior. El espacio de terreno colindante se hallaba irregularmente cubierto por piedras sueltas de diversos tamaños, pero en las proximidades del arranque de la escala que llevaba a la plataforma principal, las piedras se hallaban agrupadas formando dos hileras de columnas cilíndricas, rematadas todas ellas por una piedra plana rectangular. Entre ellas dejaban un espacio libre central, como un corredor, cuya superficie estaba tapizada por grandes placas horizontales de piedra. Siguiendo aquel corredor Luis no tardó en alcanzar el primero de los viejos y extensos escalones de la rampa de acceso. Desde allí y mirando hacia delante y hacia 295 arriba, el monumento parecía aun más empinado de lo que era en realidad, al quedar recortada su silueta contra la claridad del amanecer. Observó con detenimiento la superficie de aquella rampa, y advirtió enseguida algunas peculiaridades que hacían de ella algo muy singular. El estilo y la disposición de las grandes piezas de piedra y la forma de ensamblarlas, demostraban claramente que la talla de la roca utilizada para construir aquellos escalones debía haberse hecho más de mil años atrás, en una época que coincidía con las expectativas de Luis. Sin duda que era fruto del ingenio de los mayas en su época de máximo esplendor. A derecha e izquierda, como prolongando las dos hileras de columnas, flanqueaban la escala unos muros de escasa altura, que hacían las veces de barandas o parapetos. La arista superior de los mismos estaba ornamentada con sendas figuras ondulantes, representaciones de unos seres similares a serpientes, pero cuyos extremos inferiores lucían hermosas cabezas de felino. En las paredes interiores de aquellos muros se veían esculpidos diversos motivos ornamentales. Este detalle arquitectónico singular, que no recordaba haber hallado prácticamente en ningún otro asentamiento de los muchos que habían visitado, le hizo estar todavía más seguro de que se hallaba frente a unas ruinas por completo fuera de lo corriente. Ascendió lentamente, primero junto al muro situado a su derecha, y después, tras descender de nuevo, observó del mismo modo las imágenes esculpidas en la pared opuesta. Varios de aquellos relieves le resultaron fáciles de interpretar. Hacían referencia al tiempo en que se inició, edificó, y concluyó aquel monumento. Así mismo, observó otras dataciones diversas, junto a símbolos desconocidos, pero que parecían corresponder a hechos cotidianos. Todas las fechas correspondían al período que Luis había supuesto. Situados en la parte más alta de los muros, distinguió todo un conjunto de glifos que hacían relación al sol, a la naturaleza, a la lluvia, y a las estaciones o períodos climáticos del año. 296 Sin duda que aquel lugar tenía un significado religioso ligado al tiempo y a la naturaleza. Y esto quedó todavía más claro cuando llegó a la plataforma donde se hallaba ubicada la pirámide. Allí vio esculpidas en la pared de su primer cuerpo o nivel, a ambos lados del arranque de la estrecha y empinada escalinata que ascendía hasta el templete situado en lo alto, dos hermosas figuras de unos cuatro metros de altura, realizadas con una técnica similar a la utilizada en el antiguo Egipto en las grandes superficies frontales de los pilonos de sus templos. Una de ellas, situada a la derecha, representaba un peculiar ser sobrenatural. Aunque algo desdibujada por el paso del tiempo, distinguió muy pronto que era una representación de un dios benefactor que simbolizaba las fuerzas nobles de la naturaleza. Luis vio con agrado aquella imagen. Sabía que algunos mayólogos creen que para el pueblo maya fueron diversos los dioses que representaban a los vientos, a la tierra, al sol y a la lluvia. Sin embargo, Luis apoyaba la hipótesis de un culto cuasimonoteísta entre los mayas clásicos, y esta figura, que parecía representar una deidad que vendría a englobar todos los bienes y poderes del cosmos, del mundo y de la naturaleza, entraba de lleno en la línea de sus suposiciones. Parecía ser la representación del gran dios padre y madre, creadora y protector (precisamente con esa dualidad, tal y como recordaba haberla visto mencionada en las leyendas de los cakchiqueles y los quiché, en su hermoso libro sagrado, el Popol Vuh). Esa deidad que maneja todos los hilos del entramado del mundo, la diosa naturaleza en el sentido más amplio posible, correspondería a Tepeu Gucumatz, o su equivalente en los siglos del período clásico. Y de no ser porque se le considera incorpóreo y por ello no debe ser esculpido, pintado o en forma alguna representado, podría equipararse al padre de los dioses del panteón de los mayas yucatecos, el dios Hunab Ku o Humabku, el omnipotente, del que todo procede. Posiblemente ambas denominaciones venían a referirse al mismo ser divino. ¿Estaba frente a las ruinas de un centro ceremonial en el que la concepción místico-religiosa de sus habitantes había 297 superado el temor supersticioso que les impedía representar a ese dios principal? De ser así, podría tratarse del epicentro de la sabiduría y la cultura del pueblo maya del período clásico. Y podría muy bien haber sido aquel centro ceremonial el que acogiese y posteriormente ocultase aquel legado de saber y de ciencia, poniéndolo a salvo de las terribles circunstancias, cualesquiera que fuesen, que sacudieron en el pasado aquella tierra. A continuación dedicó su atención a la otra imagen, esculpida en el lado opuesto de la escalinata. Un dios de facies serena y seria, con un gran gorro rectangular del que pendían amplios adornos a ambos lados de su rostro. Con su cuerpo protegido por un escudo rectangular, y con una extraña túnica formada por líneas trenzadas como cuerdas. En una mano un gran tarro, en la otra un relámpago, y en la parte inferior de la representación, un detalle muy característico: un solo pie. No le cupo la menor duda, aquel era el dios copartícipe junto a Tepeu Gucumatz en la obra de la creación. Aquella era una hermosa representación de Kakulhá Hur-Akán, también llamado el corazón o principio del cielo y la tierra. Observó los trazos de aquellas deidades esculpidas en la pared de la pirámide y sintió de nuevo como un escalofrío que le recorría el espinazo. Era como un presentimiento. Estaba muy cerca de algo grande, de algo distinto. Pensó que en lo alto de la pirámide hallaría otros indicios en esa misma línea, y decidió que si la escalera principal se hallaba lo bastante bien conservada, trataría de ascender hasta allí. De modo que se dirigió hacia la escalinata que permitía ascender los siete cuerpos de que constaba la pirámide a partir de aquel punto. Observó que el estado de conservación de la piedra era excelente, y con precaución inició el ascenso por aquella empinada sucesión de estrechos escalones. Calculó que cada cuerpo de los que constituían la pirámide debía tener unos tres metros de altura, por lo que el templete situado en lo alto estaría a poco menos de treinta metros sobre el nivel del terreno colindante. 298 Cuidadosamente, efectuando una serie de desplazamientos en zigzag y evitando mirar hacia abajo, fue ascendiendo por la empinada escalera. Le resultó hasta cierto punto difícil, porque la cara de la pirámide por la que subía quedaba totalmente en la sombra. Pero por fin alcanzó la parte más alta de la construcción. Una vez allí observó que alrededor del templete de planta cuadrada que la coronaba, existía una cornisa o superficie llana de un metro de amplitud que lo rodeaba por completo. Con facilidad pudo, por lo tanto, dar totalmente la vuelta alrededor de la construcción que remataba la pirámide. Comprobó que en cada una de las cuatro paredes laterales existía una abertura o puerta de algo más de un metro y medio de ancho y poco menos de dos metros de alto. Estas puertas estaban ornadas por medio de un grueso dintel que sobresalía del muro, y en el que se distinguían numerosos glifos grabados en la superficie de la piedra. Y a través de las mismas se alcanzaba el interior del templete, en cuyas paredes, iluminadas por la luz del día que penetraba libremente, observó que existían también numerosos relieves esculpidos en unas superficies estucadas, situadas de manera alternada entre unas oquedades o anaqueles abiertos en la piedra. En estos anaqueles se encontraban alojadas una serie de pequeñas estatuíllas. Apartó de algunas de ellas el fino polvo que las cubría, y comprobó que estaba hechas de un mineral obscuro finamente pulido, y que lucían incrustados adornos de jade y obsidiana. El que aquellas figurillas se hallasen allí, donde se las depositó cientos de años antes, demostraba bien a las claras que Luis era el primer extraño que ponía el pie en aquellos monumentos desde entonces. En caso contrario, no habrían escapado a la curiosidad de los científicos o al pillaje de los ladrones. En el centro geométrico del recinto observó un bloque de piedra de planta rectangular, orientado de este a oeste, de un par de metros de largo por uno de ancho, y de poco más de un metro de altura. En sus cuatro caras laterales se distinguían una serie de relieves en estuco que venían a representar cuatro diferentes 299 escenas que podían corresponder a momentos pasados de la vida del pueblo que vivió en aquel lugar. En la cara norte los hermosos relieves estucados representaban una gran cantidad de personas agrupadas al pie de una plataforma sobre la que se hallaban doce sacerdotes o chamanes. Entre estos, dejando seis a un lado y seis a otro, se veía una figura con ornamentos reales. Y dominándolo todo, una gran representación de aquel dios creador. La cara opuesta, la meridional, estaba configurada como si se tratase un extenso muro vertical, en el que se veían orificios a diversas alturas, como amplias ventanas, en cuyo interior se observaban figuras de hombres y mujeres, desarrollando diversas tareas. En la parte baja de aquel muro se abrían diversas aberturas, como puertas. En ambos extremos del muro o edificio allí representado las puertas eran de mayor tamaño, y sobre ellas se hallaban los inconfundibles relieves de las dos divinidades principales. En la cara occidental Luis vio con sorpresa algo que se salía del tono religioso y ritual de aquel lugar. Amontonada en un extremo se veía lo que quería representar una muchedumbre agolpada y retrocediendo. Frente a ellos unas figuras cuyos ornamentos eran todo tipo de armas: lanzas, porras, arcos. Las encabezaba una figura de mayor tamaño que blandía una daga y con la otra mano sostenía algo: una especie de esfera con unos tubos. Y finalmente, la cara oriental del monolito representaba una larga sucesión de personas, al frente de las cuales se hallaban los doce sacerdotes y el rey, discurriendo bajo una línea de relieves peculiares que acababa por enmarcar un recuadro en cuyo interior se hallaba de nuevo representado el dios creador. Después de estudiar con detalle las caras laterales del monolito, Luis se puso en pie para hacer lo mismo con su cara superior, que estaba curiosamente adornada por un peculiar conjunto de marcas esculpidas. De entrada, aquellos glifos parecían no tener demasiado sentido. Aquí y allá veía glifos que representaban árboles. En otros lugares se observaban otros que parecían representar ríos, cascadas y montículos. En algunos 300 lugares en la superficie de la piedra se veían pequeñas piedras de color incrustadas y alineadas marcando como sendas que uniesen algunos de los glifos. Y con gran asombro comprobó que ante sus ojos se hallaba algo que no recordaba haber visto nunca antes en ningún enclave arqueológico: aquella superficie de piedra era un mapa esquemático. Sin duda que no podía buscarse allí una reproducción real, a escala, del territorio, sino que debían de existir unas normas prefijadas para interpretar las distancias y los símbolos. Pero era evidente que, disponiendo de las claves adecuadas, aquel mapa podía indicar donde se hallaban determinados lugares y la forma de llegar a ellos. Supuso que aquella representación de un territorio muy probablemente correspondería a la zona geográfica donde se hallaba el enclave recién descubierto. Intrigado se pregunto qué podía significar aquel mapa. ¿Qué sentido tenía? ¿Era una representación meramente ornamental, o realmente debía de ser utilizado como un auténtico mapa? ¿Tal vez desde aquel templete se planificaba la explotación de algún tipo de producto que se obtuviese en aquella zona de la selva? ¿O era un mapa estratégico previsto para ocasiones de guerras o revueltas? Casi involuntariamente levantó la vista y miró a través de las puertas del templete hacia la lejanía. Hacia el norte y hacia el este la selva cubría totalmente unas tierras paulatinamente más y más bajas, y hasta el horizonte todo lo que se veía era la magnífica masa forestal. Por el sur el territorio se elevaba lentamente, hasta que, a decenas de quilómetros, la selva se aclaraba y se veían las cimas de unas elevadas montañas. Finalmente, por el lado oeste el terreno se elevaba en forma notable, de modo que a pocos quilómetros de allí superaría con facilidad los dos mil metros de altitud. Y emergiendo en la distancia entre la espesura exuberante de la pluviselva, pudo distinguir una serie de abruptas formaciones montañosas, que en su conjunto constituían la primera línea de una región repleta de agudos picos y profundos valles, a la que, probablemente, sería muy difícil acceder. Sacó los prismáticos y miró hacia aquel lugar. 301 Tal y como se intuía a simple vista, aquella región montañosa parecía abrupta y totalmente inaccesible desde el bosque situado en sus primeras estribaciones. Una idea comenzó a tomar cuerpo en sus pensamientos. No podía equivocarse en cuanto a hechos incontestables como la probable antigüedad que podía atribuirse a aquellos monumentos, edificados sin duda en el período clásico. Y las diversas singularidades que hasta aquel momento había observado en ellos, indicaban que este lugar, ciudad o santuario maya, era algo distinto de lo que se había descubierto hasta la fecha en los diversos enclaves mesoamericanos. Parecía, por todos aquellos indicios, que estaba cerca de lo que buscaba. Pero en aquel lugar, en aquel conjunto de edificaciones no parecía haber sino ruinas. Más o menos singulares, pero ruinas al fin y al cabo. Sin embargo, ¿no serían estas ruinas la antesala de otro lugar, donde tal vez se hallaría realmente el legado cultural perdido de los mayas? ¿Y no sería aquel peculiar monolito un mapa que indicaría la situación de tal lugar? Si estaba en lo cierto, era evidente que solo los que tuviesen las claves para interpretarlo podrían acceder al lugar en cuestión. Ello constituiría en realidad una lógica medida de protección, una forma de poner a buen recaudo los bienes, e incluso a las personas. Por la mente de Luis pasaron sin que él apenas se esforzase en evocarlas una serie de imágenes. Vio un reino maya situado en aquella región, que buscando su expansión amplió sus asentamientos hacia un lugar más o menos próximo. Para facilitar las comunicaciones se colocó aquel mapa, en el templete de la pirámide. Y llegaron los malos tiempos. Ocurrió algo terrible. Aquellos hombres, sus príncipes y sus sacerdotes buscaron refugió... ¿Tal vez en la abrupta región montañosa que se distinguía a poniente? Volvió a observar los relieves en estuco de las caras laterales del monolito. ¿Se había reflejado allí la historia de los hechos? ¿Sería aquella horda guerrera el peligro que amenazó en el pasado 302 a aquel noble pueblo? ¿Representaba aquella marcha bajo una línea de relieves ondulados la marcha por una ruta determinada, hacia el refugio que les había preparado su dios? ¿Y aquel conjunto de imágenes, ventanas y puertas en un elevado muro, no serían una representación de algún edificio característico de aquel lugar secreto? Y finalmente, ¿no se veía magníficamente representada en la cara norte una imagen del pueblo, los sacerdotes y su rey, dando gracias al todo poderoso Tepeu Gucumatz, una vez puestos a salvo? Luis hizo un esfuerzo para traer su mente hasta el presente. Estaba cada vez más seguro de estar en la buena pista, por lo que decidió seguir la exploración de aquel lugar. Sacó de su mochila una tablilla de madera, a la que iba unido, mediante un fino cordel, un lapicero. Colocó una hoja en blanco sobre la tablilla y se dispuso a copiar, de manera esquemática, las imágenes de los bellos estucados del monolito. En pocos minutos llevó a cabo con trazos rápidos unos esbozos de todo ello. Guardó la tablilla en la mochila, y al hacerlo, el lápiz se desprendió del cordelillo y rodó por el suelo del templete. Como llevaba otros lápices, decidió no perder tiempo buscándolo, y cargando con la mochila, salió al exterior. 303 III Tras descender con cuidado de la pirámide, y situado en la superficie de la gran plataforma sobre la que se hallaba edificada, Luis rodeó la base de la construcción, para tener una perspectiva del templo situado en el otro extremo del claro. Se detuvo con precaución junto al borde de la plataforma, y dirigió su mirada hacia allí. La hermosa construcción maya tendría unos cincuenta metros de largo y unos veinte de ancho. Los tres ángulos que podía ver desde aquel lugar estaban ocupados por unas colosales figuras antropomorfas, unas estatuas de aspecto muy singular. Por su situación, recordaban en cierto modo a los telamones del templo de la estrella de la mañana, del lejano enclave de Tula. Sin embargo, parecían, vistos desde aquella distancia, más perfectos si cabe que aquellos del arte tolteca. Y con la cálida y subyugante luz del amanecer, parecían como dotados de un misterioso halo de majestuosidad. A diferencia de los atlantes o telamones, esculpidos en bloques cilíndricos de piedra, hieráticos e inexpresivos, estas figuras eran auténticas estatuas de gran tamaño, dotadas de una facies de viva expresión, enmarcada por una amplia cabellera. Sus brazos se abrían y separaban del hercúleo torso, y sus codos se hallaban flexionados, de modo que las manos se apoyaban en la cintura. Desde ésta hasta un poco por encima de las rodillas, la piedra mostraba los pliegues de lo que representaría una sencilla túnica. Finalmente, los pies se apoyaban algo separados, como buscando una amplia base de sustentación. Por el acabado de las superficies, por el uso de los volúmenes, y por la serenidad y orgullo de las expresiones, le recordaron vagamente las bellas estatuas de gran tamaño que algunos faraones habían situado en lugares estratégicos de los templos egipcios. Algo menores pero de aspecto similar, otras seis estatuas flanqueaban las tres puertas de la fachada principal del edificio, dirigida hacia el norte y apenas iluminada por el sol naciente en aquel momento. Las puertas en cuestión se abrían como 304 negrísimos espacios entre las parejas de estatuas. A diferencia del templete de la pirámide, el interior de aquel vasto edificio sería probablemente muy obscuro, si no se daba el caso de que existiese alguna ventana en otra de sus paredes. Una densa masa nubosa avanzó por el cielo, impulsada lentamente por una suave brisa. El sol quedó oculto por ella en pocos instantes, y una luminosidad grisácea se extendió por el claro de la selva. Al mismo tiempo se levantó una brisa fresca bastante enérgica. Subió Luis hasta el cuello el cierre de su cazadora, y retrocedió un poco, ya que por acción del viento, algunas pequeñas piedras situadas a sus pies rodaron y cayeron hasta el pie de la plataforma. Decidió que no era prudente que le sorprendiese una ráfaga de viento estando tan cerca del borde de aquel basamento de cinco metros de altura. De manera que se apartó del mismo y retrocedió los tres metros que le separaban del primer cuerpo de la pirámide, hasta quedar junto a ella. Allí, tras sacarse la mochila, se sentó apoyando la espalda en la piedra. Sacó la cantimplora y unas galletas, y durante unos minutos permaneció en aquel lugar, comiendo lentamente, al tiempo que pensaba que en el templo de las estatuas tal vez podrían hallarse nuevos indicios. ¿Encontraría allí otras inscripciones que indicasen la forma de alcanzar aquel otro lugar del que estas ruinas eran probablemente tan solo la antesala? Decidió aprovechar aquel breve descanso para determinar la posición y orientación exacta de aquellas edificaciones y del lugar arqueológico. Sin levantarse, tomó la brújula. Sacó de la mochila una hoja nueva de papel blanco que colocó sobre la fina tablilla de madera a la que, por medio de un largo cordel, unió un lapicero, substituyendo al que había perdido en el templete. Situó la brújula frente a sus ojos, y se dispuso a tomar la orientación de los principales puntos a su alrededor. Levantó la tapa, cuya cara inferior estaba provista de una zona reflectante, como un espejo, que permitía ver los movimientos de la aguja imantada y dirigir al mismo tiempo la mirada hacia algún lugar situado en frente. Desde que la golpeó accidentalmente, unos días 305 antes, abrir la pequeña brújula exigía cierto esfuerzo. Y no era raro, como en aquel momento, que al forzarla, se abriese más allá de lo necesario. De modo que se encontró con la tapa de la brújula elevada casi verticalmente, y en vez de reflejar la rosa de los vientos y la oscilante aguja, pudo ver el paisaje que había a sus espaldas. Vio la plataforma de piedra, la pared del cuerpo inferior de la pirámide, y más atrás la selva. Y recortándose contra el fondo verde, al otro extremo de la plataforma le pareció ver algo sorprendente. ¡Una silueta humana! Luis dejó la brújula a un lado y se giró rápidamente. No vio a nadie. Sin embargo, estaba casi seguro de que reflejada en el espejo inferior de la tapa de su brújula, había podido ver por un instante la figura de un hombre, cubierto con una tela amplia y larga de color gris. Guardó en su mochila la brújula, la tablilla y el papel, y se dirigió rápidamente hasta la arista de la pirámide, por donde podría haber marchado quien quiera que fuese el que estuviese en aquel sitio. Llegó hasta allí en pocos segundos, y miró en todas direcciones: no había rastro alguno que hiciese pensar en la posible presencia de otro ser humano en aquel lugar. Permaneció inmóvil, pues el viento se había calmado ya, y el silencio había vuelto al claro de la selva. Escuchó con atención por si podía oír algún ruido de pasos por los alrededores. Sin embargo, el único sonido que llegó hasta él fue el canto de algún tipo de ave tropical desde el espesor de la selva. ¿Se habría engañado? ¿Habría imaginado aquella figura humana? Luis tuvo que reconocer que estaba sumamente sugestionado por el hallazgo de aquel lugar arqueológico y por el subyugante ambiente que allí se respiraba. Tal vez su exaltación le había llevado a ver algo que no existía. Quizás un movimiento de los árboles más próximos de la selva, reflejados en la brújula, le había producido la sensación de una figura humana. Tal vez... Permaneció quieto otros dos o tres minutos. Pasado este tiempo, convencido ya de que no había el más mínimo rastro de 306 vida humana a su alrededor, se puso en marcha y encaminó sus pasos hacia el majestuoso edificio de las estatuas. Se detuvo admirado a cierta distancia del hermoso templo, cuya fachada principal quedaba justamente frente a él. El cuadro que dibujaba aquella magnífica edificación, alumbrada oblicuamente por el sol del amanecer, era extraordinario. Las dos grandes estatuas de los extremos del edificio aparecían giradas unos cuarenta y cinco grados, de manera que sus miradas parecían prolongar unas teóricas líneas diagonales y se perdían en la lejanía. En cambio, las seis estatuas que enmarcaban por parejas las tres grandes aberturas frontales de la fachada principal, se hallaban enfrentadas en cada una de las puertas. Todo el que quisiese penetrar en el interior del edificio, debía forzosamente pasar entre una pareja de aquellas hermosas figuras de piedra, que por su aspecto y posición parecían vigilar y guardar sus entradas. Una amplísima escala, que iba prácticamente de un extremo a otro de la plataforma sobre la que se hallaba edificado el templo, permitía ascender desde el nivel del suelo del claro hasta la propia superficie de la plataforma. Y como que el edificio era algo menor que la gran superficie de piedra sobre la que se apoyaba, quedaba entre la escala y la línea frontal de las entradas una extensa superficie que podía considerarse como el antetemplo, un lugar donde aguardarían los asistentes a las ceremonias hasta el momento en que se les permitiese la entrada al recinto. Subió por la amplia escalinata y se situó en aquella superficie frente a las entradas del edificio. Lentamente comenzó a caminar hacia un extremo, observando con gran atención todos los detalles de la piedra esculpida. Pronto llegó a una esquina del templo. Calculó que el edificio tendría unos ocho metros de altura. La hermosa estatua situada en aquella esquina venía a ocupar seis de esos metros. Para ubicarla se había dispuesto un entrante en la arista del templo, como si hubiese sido retirada una porción prismática del mismo, dejando un espacio en el que se hallaba alojado el ser formidable allí representado, aplicado a la 307 pared oblicua que resultaba del corte. Sus pies se apoyaban a ambos lados, sobresaliendo ligeramente de las paredes. Sobre su cabeza, la porción no truncada del templo se colocaba como un techo triangular, y parecía que aquel ser cargase o soportase los dos metros superiores de la construcción, ayudado en esta tarea por los otros tres gigantes de piedra situados en las otras tres esquinas del edificio. Volvió a continuación sobre sus pasos hasta situarse frente a la primera de las tres grandes puertas. Se trataba de un gran espacio rectangular de unos ocho metros de amplitud y unos tres y medio de altura. Su borde superior estaba formado por una gruesa viga de piedra de unos veinte centímetros de grueso, colocada entre los limites laterales de la entrada. Por cada uno de sus extremos la viga se apoyaba en la cabeza de una de las dos estatuas que flanqueaban el paso, a derecha e izquierda. Por su menor altura, le fue más fácil fijarse en los detalles de aquellas esculturas. Representaban unos seres prácticamente idénticos a los gigantes de las esquinas, pero de poco más de la mitad de su tamaño. Esculpidas sobre un esquema básico general común, de diseño limpio y sencillo, representaban unos seres fuertes, hercúleos. En un primer momento parecía que todas aquellas estatuas eran idénticas. Sin embargo, existían pequeñas diferencias entre ellas. A parte de mínimas variaciones en la expresión de los rostros o en el largo y disposición del cabello, se distinguían perfectamente por un colgante o medallón que ornaba el centro de su torso, y que en cada estatua tenía una forma distinta. En los cuatro gigantes de las esquinas del templo, los ornatos que como un medallón parecían colgar de sus cuellos era los símbolos de los cuatro elementos que constituyen el mundo, mientras que las estatuas de las puertas lucían un adorno circular de piedra, con un glifo central, de forma distinta para cada una de ellas. Finalmente, para acabar de individualizar aquellos seres colosales, se hallaban sus cintos. Esculpidos con gran meticulosidad y detalle, todas ellas lucían unos anchos cintos repletos de variados glifos. Luis estuvo tentado de copiarlos en 308 aquel momento, pero decidió que habría tiempo más adelante para ello. En aquel instante era más importante completar la exploración de aquel hermoso recinto, y regresar lo antes posible con los Ortigosa y con el profesor. ¡Qué sorpresa les daría cuando les condujese hasta allí! Sin duda que, si se lo proponían, aquella misma tarde podrían tener trasladado el campamento hasta aquel hermoso enclave arqueológico. Luego, cuando estuviesen todos juntos, decidirían el modo de proseguir la búsqueda del recóndito lugar sagrado. En contra de lo que en un primer momento había pensado, existía una suave claridad en el interior del templo. Ello se debía a la existencia de una abertura de unos dos metros de diámetro, situada en el alto techo del recinto. Éste ofrecía una forma suavemente abovedada, y se apoyaba en una serie de altas columnas colocadas en tres hileras. Y precisamente en la parte central y más alta de aquel techo abovedado se había abierto aquel orificio circular, que permitía el paso de la luz del exterior, y explicaba aquella agradable y tenue iluminación. Tan solo entrar y dar un par de pasos, Luis se detuvo admirado, contemplado las maravillas que, a su alrededor, se ofrecían a su vista. Las paredes laterales estaban totalmente cubiertas por los restos de lo que habrían sido en el pasado unas magníficas pinturas o frescos. Aunque el paso de los años había echado a perder parte de los dibujos, quedaban los suficientes para entender muchos de los temas allí representados. En el muro situado a la izquierda se habían representado una serie de imágenes que simbolizaban los acontecimientos de la creación. Allí estaban de nuevo ilustrados Tepeu Gucumatz el todopoderoso, padre y madre de todo lo existente, junto al temible Kakulhá Hur-Akán, cuya ayuda requirió para la creación del universo. Más al fondo se les veía platicando con los dioses de la tierra y del maíz. Y algo más allá se veía la formación de los cuatro primeros padres y la unión con sus esposas. Pensó que lógicamente el siguiente fresco ilustraría su marcha hacia el valle 309 donde se asentarían definitivamente para dar lugar a la estirpe del género humano. Allí estaba, en efecto. Llegado a este punto, Luis no pudo reprimirse y lanzó una exclamación: -¡Vaya! ¿Qué es esto? ¿Aquí acaban las pinturas? Su sorpresa era comprensible. Allí estaba representado el momento en que parecía iniciarse el camino de los cuatro patriarcas hacia el valle. Se les veía cargados con sus cosas, y acompañados de sus esposas. Y el camino que emprendían, por el que debían avanzar en busca de su definitivo asentamiento, quedaba truncado bruscamente por la pared del fondo del recinto. Luis recordó los hermosos mitos de la creación recogidos en el Popol Vuh. Los cuatro padres del género humano y sus esposas se trasladaron a una tierra nueva, a un lugar llamado Tulán Zuivá, el valle de los siete barrancos o las siete cuevas. De acuerdo con ello, aquellos frescos debían haber representado, de algún modo, la llegada de aquellos patriarcas al mítico valle. Pero he aquí que la pared del fondo del templo se unía a la pared lateral en aquel punto y cortaba la sucesión de pinturas. ¿Quedaba Tulán Zuivá representado más allá? Ello no sería posible si aquello era el fondo del edificio. Pero... ¿y si no lo era? Tomó su linterna e iluminó directamente la línea de unión entre las dos paredes. Aunque perfectamente aplicado contra la pared lateral del templo, el muro que constituía el fondo de la estancia no estaba soldado a aquella. En algunos puntos quedaba incluso entre ambos un espacio de un par de milímetros. Sin embargo, aunque no entraba luz alguna por aquellas rendijas o hendiduras, le pareció notar, acercándose mucho a ellas, como una suave corriente de aire. Luis notó como palpitaba su corazón más aceleradamente. Intuía que allí había algo. Algo más que aquel silencioso recinto al que había entrado. Una idea comenzó a forjarse en su mente. Sacó una cajita de cerillas de un bolsillo de su cazadora, encendió una y acercó la llamita a la hendidura del ángulo entre las dos 310 paredes. Y al punto una brisa, un soplo de aire, apagó la pequeña llama. Al instante todo encajó en su mente. Lo vio todo claro. Por un momento la certeza de estar frente al gran descubrimiento le aturdió. Sintió que el mundo daba vueltas, que aquello era demasiado hermoso como para no estar ocurriendo en un sueño extraordinario. Cerró los ojos, y respiró profundamente el fresco aire del interior del templo. Se serenó un poco, y dejando la mochila a un lado, se sentó en el suelo, cruzando las piernas. Trató de encajar todo aquello que llevaba visto, en una hipótesis magnífica. Había hechos evidentes que no tenían más que una interpretación posible. Los relieves en estuco del monolito de la pirámide mostraban la marcha de un pueblo por una senda bajo una línea de relieves ondulados. Los había copiado poco antes... sí, allí estaban. Tenía ante su vista la hoja de papel en que había dibujado las imágenes representadas en aquel singular bloque de piedra. La llegada de una horda guerrera a aquellas tierras, la marcha del pueblo invadido hacia otro lugar... ¡Allí estaba! No le había dado importancia al copiarlos, pero había dos signos reveladores, situados precisamente a ambos extremos de la senda. El dibujo situado al principio era un rectángulo con uno de sus lados mayores abierto en tres puntos, y con un símbolo en cada esquina: los símbolos de los cuatro elementos. ¡Los símbolos que lucían en el pecho los cuatro gigantes de piedra! ¡El plano del gran templo! ¡Y que formidable detalle, que magnífica señal: el trazo que correspondería a la pared del fondo era un trazo nítidamente doble, dejando un espacio libre entre dos líneas! ¡Tenía que existir un espacio detrás de aquella pared! ¡Y ese espacio sería, no le cabía ya la menor duda, el inicio del camino hacia el anhelado refugio! Tal vez aquellas líneas onduladas bajo las que avanzaba aquel grupo de gentes no eran la representación del cielo o las nubes, como pensó al principio. ¿Indicaban un camino en las profundidades de la tierra? Pronto lo sabría. 311 Se puso en pie, y decidió hacer una última comprobación. Con el mayor cuidado, y dando para ello pasos de longitud lo más regular posible, calculó la profundidad de aquel recinto, desde la pared frontal de las entradas, hasta el muro posterior, que interrumpía los frescos. Estimó en unos veinte metros la profundidad o espacio entre ambos, y salió con paso decidido al exterior, dirigiéndose a un lateral del edificio. Comenzó a medir, paso a paso, la distancia desde el plano frontal, hasta llegar a la esquina posterior del templo. ¡Veinticuatro metros aproximadamente! ¡Estaba en lo cierto! ¡Había un espacio oculto! Solo le restaba encontrar un resquicio en la pared del fondo del interior del templo, y podría emprender el camino hacia el misterioso lugar que acogió a aquel pueblo magnífico hacía más de mil años... De improviso Luis sintió algo extraño. Tuvo la percepción clara e intensa de no estar solo. Además, le pareció oír unos sonidos apagados y rítmicos que se le acercaban por detrás. Se volvió bruscamente y vio, más sorprendido que asustado, un hermoso animal que avanzaba a pequeños saltos sobre la plataforma de piedra situada tras el templo, y que se acercaba hasta él. Por su tamaño y su aspecto, que recordaba al de una gineta, por sus hermosos y grandes ojos, por el bello pelaje de tono café con leche con numerosas estrías y círculos obscuros de bellas tonalidades, y por su larga cola, Luis comprendió enseguida que se trataba de un joven ocelote. Sabía que este bonito mamífero de la pluviselva húmeda solamente caza pequeñas presas y que, por su tamaño, no podía hacerle daño alguno. Pero por precaución, Luis llevó instintivamente su mano hacia el machete, y dio un paso atrás. Inadvertidamente, Luis se había colocado justo en el borde del basamento exterior que soportaba al templo, y al retroceder ligeramente, perdió pie. Intentó recuperarse, pero no pudo evitar caer hacia atrás. No era una altura excesiva - un par de metros pero el suelo al que vino a caer se hallaba cubierto de fragmentos 312 de piedra. Luis sintió un fuerte golpe en el costado y en la pierna derecha, y casi inmediatamente, un fuerte impacto en su cabeza. Sintió la cálida y húmeda sensación de la sangre en su cabello, y un dolor muy vivo en la pierna y en el pecho. Intentó moverse pero sintió que iba a desvanecerse. Unos instantes antes de perder el conocimiento le pareció ver a su lado al hermoso animal que, involuntariamente, había sido el causante de su caída. Al punto todo empezó a teñirse de negro. En el último segundo de lucidez, Luis vio inclinado sobre él a un hombre de rasgos claramente mayas, que le miraba con expresión preocupada. Durante un tiempo indeterminado, que lo mismo podrían haber sido días que semanas, Luis se sintió inmerso en una sensación irreal, como en un sueño prolongado, en el que breves momentos de consciencia se alternaban con otros en los que se sumía en un sopor profundo, del que volvía a salir de cuando en cuando. A lo largo de aquel estado de confusas sensaciones, tuvo varias veces una extraña percepción de ingravidez, y se creyó flotando suspendido en el aire, mecido de un lado a otro con suaves movimientos. Hubo también ocasiones en que sintió el contacto de un vaso o jarra junto a sus labios. En esos momentos bebía con avidez el agua fresca que se le ofrecía. En los breves intervalos en que se sentía más próximo a un estado de vigilia, le parecía sentir el sonido del agua cristalina corriendo sobre el lecho pedregoso de un riachuelo, y ello le producía una sensación especial de calma y de sosiego. En muy pocas ocasiones tuvo fuerzas para entreabrir los ojos. Y cuando lo hizo, le pareció ver árboles altos y un cielo muy azul. Y tuvo la sensación de que se desplazaba bajo las copas de aquellos árboles, como si volase lentamente en una alfombra mágica, sobre la que se le hubiese acostado boca arriba. 313 314 Tulán Zuivá I T ohukín era un hombre afable y apreciado por todos. De unos sesenta años de edad, iba vestido con las ropas propias de un aristócrata, pues era un pacífico y bondadoso bataboob, es decir, el representante y cabeza de una de las doce castas que configuraban el entramado social de su pueblo en el presente. Aquellas castas eran las descendientes de las primitivas doce tribus, que en el pasado emigraron hasta el valle. Aquellas tribus habían habitado en las doce aldeas que formaron una pacífica mancomunidad en la región oriental, en los tiempos de esplendor que su pueblo había vivido muchos siglos atrás. Sentado en un confortable sillón algo apartado del fuego, Tohukín miró al joven extranjero que yacía acostado en un jergón, colocado en un rincón de la estancia. Próximo al joven 315 herido crepitaba un fuego de leña, en un amplio hogar situado en un espacio abierto en la pared de piedra. Sobre las llamas se calentaba una marmita de cerámica, de un vivo color rojizo, adornada con bellos dibujos trazados en negro, representando animales en variadas posturas. Una hermosa joven iba colocando periódicamente puñados de unas hierbas aromáticas en el agua que, en su interior, hervía suavemente. La joven en cuestión vestía con una sencilla tela de color crudo, rematada en todos sus bordes con un fino bordado marrón en forma de líneas entrelazadas, y llevaba su bello cabello negro recogido en una trenza que, enrollada en su cabeza, la adornaba como una diadema. Con aquella marmita y las hierbas, se conseguía que el ambiente de la estancia fuese húmedo, cálido y agradable. El joven herido permanecía inconsciente y algo agitado, a pesar del efecto sedante que los vapores de aquellas hierbas debían proporcionarle. Sobre su cuello y buena parte del tórax y el abdomen se veían los apósitos de paño con los que, con sumo cuidado, el sabio Balam-Acab había cubierto los ungüentos medicinales que había depositado para conseguir la curación de las heridas. La palidez del joven paciente demostraba a las claras lo grave de aquellas heridas, que se había producido en la desgraciada caída sobre unas rocas de aristas afiladas. Sin duda había perdido mucha sangre por los desgarros abiertos por las mismas en una amplia parte del tronco y en el muslo. Un hombre con aspecto juvenil, de entre treinta y treinta y cinco años de edad, entró en la estancia. De rasgos nobles, iba vestido con una sencilla túnica ceñida con un cinturón, y su cuerpo se veía enjuto pero saludable y vigoroso. Iba cargando con un voluminoso haz de leña, sobre el que se veía un hermoso ejemplar de ave tropical de brillantes colores, que al verse dentro de la estancia voló hacia una de las paredes, hasta una repisa de madera. Se posó en ella y tras dar un par de alegres gorgogeos se puso a comer del alimento que contenía un pequeño recipiente allí situado. 316 El recién llegado era Humnkabú, el yerno de Tohukín, que acudía con su mascota, una gran cacatúa que le acompañaba a todos lados. Dejó junto al fuego el haz de leña, y saludó a la hermosa joven, su esposa, la hija de Tohukín, posando suavemente una mano en su hombro. Ella se volvió mirándole dulcemente. -Mi amor, me alegra verte. El joven extranjero está mucho mejor. Los remedios que le ha aplicado el sabio Balam-Acab parecen ser efectivos. -Me alegra oír eso, Tzuninhá, amada mía. Voy a hablar con Tohukín, tu padre. Humnkabú se acercó al bataboob, que se hallaba en aquel momento pensativo mirando hacia el herido postrado en su lecho. -¿Crees que curará de sus heridas? -Sí, hijo mío. Será un proceso largo, pero al fin, la medicina de nuestro sabio y venerable chó-ta-cí-ne hará su efecto. Preciso será, sin embargo, que permanezca este joven unas semanas, tal vez incluso unos meses, entre nosotros. Mientras no esté lo bastante fuerte sería un grave riesgo para él intentar el camino de vuelta al mundo exterior. Las agudas puntas de la roca penetraron mucho, y sus heridas podrían reabrirse si emprendiese un viaje precipitado. Como ha dicho Balam-Acab, es un milagro que resistiese el traslado en unas parihuelas hasta aquí. Sin duda que ha sido su naturaleza fuerte y joven la que lo ha permitido. Y es en esa naturaleza en la que hemos de confiar para que cure. -Balam-Acab parece tener un especial interés en este joven extranjero. -Es cierto, hijo mío. Recuerdo que no le sorprendió la noticia de la llegada de un forastero a nuestro valle. Por su primera reacción ante nueva tan insólita, pasó por mi mente la idea de que el venerable Balam-Acab no solo esperaba la llegada de un extranjero, sino que además, la deseaba. 317 -He estado con él hace unos minutos. Me ha dicho que de un momento a otro vendrá a visitarnos, y a ver, de paso, como evoluciona el herido. -Me parece que alguien se acerca al umbral... Sí, en efecto... aquí está nuestro venerable maestro. Vamos a su encuentro, Humnkabú. Y ambos, Tohukín y su yerno, se dirigieron a la entrada de la vivienda, donde se hallaba ya el anciano chamán. Les saludó con una leve inclinación de su cabeza, y ellos respondieron del mismo modo. A continuación entraron los tres en la estancia, donde Tzuninhá seguía cuidando del fuego, a poca distancia del joven herido. Al ver entrar a su padre y su esposo, en compañía del Balam-Acab, se puso en pie y se acercó hacia ellos. Balam-Acab le tendió una mano, y ella se agachó ligeramente, de modo que el anciano pudo posar su palma sobre ella. -Dulce Tzuninhá, soporte de tu padre y alegría de tu esposo, luz de esta casa. Me alegro mucho de verte. Noto en el ambiente que estás cuidando al joven forastero del modo que te indiqué. -Seáis bienvenido, como siempre. Pasad, Balam-Acab, pasad y vedle. -Aquí está... ciertamente, parece algo mejor. No vamos a tocar por ahora los vendajes. Si no presenta calenturas, prefiero que inicie la cicatrización de las heridas bajo los apósitos. Escucha, Humnkabú, hay algunas cosas que querría preguntarte con relación a este joven herido. Esta madrugada, cuando, ayudado por tu cuñado Ixquimaná, le trajiste hasta aquí, y yo acudí a la llamada de vuestro padre, no hubo apenas más tiempo que el necesario para proceder con urgencia a las primeras curas sobre sus heridas. Os he de confesar, de entrada, que la llegada de un extranjero no me ha extrañado... En realidad, debo deciros que, por el contrario, tenía fundados motivos para esperarla. No... no me preguntéis por qué, no puedo explicaros mis razones. Sin embargo, es necesario y muy importante que ponga en claro algunas cosas sobre él. En primer lugar, ¿cómo fue que le hallasteis? 318 -Como bien sabes, siguiendo tus indicaciones, Ixquimaná y yo fuimos hace pocos días a recolectar bulbos de esa planta medicinal que crece allá abajo en la selva. No habíamos tenido demasiado éxito, y un atardecer acampamos cerca de una zona despejada. Y dio la casualidad que llegaron, en varios vehículos a motor, un grupo de expedicionarios, y asentaron allí mismo su pequeño campamento. Durante el día debían de haber pasado muy cerca de las viejas ruinas del umbral, pero al parecer no las habían descubierto. -Un día u otro alguien dará con ese lugar... No obstante, cuanto más tarde llegue ese momento, mejor para todos. -Dices bien, Tohukín. Pero continua, Humnkabú, sigue contándonos lo de este joven. -Supuse que al día siguiente seguirían su camino, que les llevaría hacia el norte, y de ese modo les alejaría de estas tierras. Pero por si acaso, decidimos quedarnos cerca de aquel grupo de extranjeros. -¿Eran muchos? -Por lo que puede ver a prudente distancia, formaban ese grupo, a parte de este joven que tenemos aquí, otros dos hombres y una mujer, extranjeros como él... -¿Va una mujer con ellos? ¡Eso está muy bien! -Sí, maestro. Y un grupo de guías y porteadores, de aspecto yucateco. -¡Extraordinario! ¡Va una mujer en ese grupo! Pero sigue, sigue contándome. ¿Qué pasó después? -Aquella madrugada, tal vez una hora u hora y media antes del amanecer, me despertó Ixquimaná. Alguien había abandonado el campamento y avanzaba por la selva. -¿Ese joven? -Sí. Decidimos seguirle de la manera más discreta posible. Hubo un momento, sin embargo, en que una rama seca, inadvertidamente pisada por mí, estuvo a punto de alertarle. Por fortuna, cuando estábamos ocultos tras los árboles, Esmeralda arrancó a volar y pasó cerca del joven. De ese modo pienso que él 319 atribuyó el ruido a la presencia del ave en la selva. Entre alarmados y sorprendidos comprendimos que este joven se dirigía en forma cada vez más directa a las viejas ruinas. Le seguíamos en todo momento a cierta distancia, y tras sus pasos llegamos al lugar sagrado, al umbral del valle. Exploró la gran pirámide y después se dirigió al gran templo de los guardianes. Entró y salió al poco rato. Y estando en la fachada posterior del edificio, vimos, desde el lugar en que le espiábamos ocultos entre los árboles próximos, que se le acercaba un ágil ocelote. Tal vez porque le sobresaltó, el joven dio un paso atrás, y tuvo la desgracia de caer de espaldas desde la plataforma pétrea que soporta el templo. Salí corriendo de la selva, seguido de Ixquimaná, y llegué al lado del joven. Había caído sobre un grupo de fragmentos de piedra, de manera que comprendí al momento que podía estar malherido. Ahuyentamos al ocelote, que estaba curioseando junto al joven, y a continuación, con parte de nuestras ropas le tapamos lo mejor que pudimos las heridas, que sangraban de forma preocupante. Y tras preparar unas parihuelas con algunas ramas de los árboles del bosque, emprendimos el camino hasta aquí. -Le salvasteis la vida, no hay duda. -Dices bien, Tohukín. Tu hijo y tu yerno obraron bien al traer este joven hasta el valle. Sin embargo, Humnkabú, ¿no pensasteis que el camino hasta aquí era muy difícil y peligroso para la salud del herido, y que tal vez hubiese sido mejor llevarlo hasta el campamento donde se hallan sus compañeros de expedición? -Es cierto que esa fue nuestra intención al principio. Pero no teníamos la garantía de que entre ellos hubiese una persona con vuestra competencia y sabiduría para el tratamiento de heridas como las que se había producido ese joven. Además, el explicar nuestra presencia en la selva podía resultarnos complicado. Nos parecía que era más importante mantenernos ocultos a las miradas de aquellos extranjeros. 320 -El buen sentido guió vuestros actos, como siempre, Humnkabú. -Parece que algo más que la buena marcha de la salud del herido os hace sentir alegría por su llegada, maestro Balam-Acab. -Hay algo de cierto en tus palabras, Tohukín. Y dime una cosa, ¿sabe alguien más que está este joven aquí? -No. Solo mis hijos, Humnkabú, y yo mismo. -¿Puede ser que alguien llegue, siguiendo sus huellas, hasta el templo? -No, maestro Balam-Acab. A medida que le seguíamos nos dedicamos a ir borrando lo mejor que pudimos el rastro que iba dejando ese joven. No sé exactamente porque lo hicimos, pero... se acercaba cada vez más al templo de los guardianes. -Hiciste bien, Humnkabú. La seguridad del secreto de nuestro sagrado centro ceremonial os movió sin duda a actuar así. Aunque yo, tal vez, hubiese preferido que fuese posible seguir su pista hasta aquí. A no ser qué... -¿Qué queréis decir, venerable maestro? -A no ser que él sea el medicine man. ¡Bien pudiese ser de este modo! Amigos míos, hay algo que me interesa en forma especial. Es algo que hace relación a los objetos que traía consigo ese joven. -Allí están sus ropas y su mochila. Las he estado inspeccionando esta mañana. Llevaba una serie de objetos lógicos para una marcha por la selva: una linterna, una brújula, unos binoculares, un tarro de repelente de insectos, un machete en su funda, un envase con agua, algo de comida, unas cerillas, una tablilla de madera, varios lapiceros, un paquete de hojas blancas, algunas hojas con inscripciones y dibujos, y un curioso libro, grueso y fuerte, forrado en piel. -¿Y medicinas, plantas, algún estilete, pinzas, gasas o algo así? -No entiendo a que os referís, maestro... -A objetos o utensilios propios de un chó-ta-cí-ne blanco, de un medicine man. Pensé que él podría serlo... 321 Miraron todos hacia Luis, que permanecía inconsciente, acostado cerca del fuego. -Pudimos observarle a él y sus acompañantes aquella noche, mientras se instalaban en su campamento. No me cabe duda que se trata de un estudioso de la arquitectura, la historia y el pasado de los pueblos, un arqueólogo. Pero nada nos hizo pensar que pudiese ser medicine man. Y realmente, no hemos hallado sobre él nada que indique que lo sea. -Me habéis dicho que con él iban otros expedicionarios. Son un grupo de occidentales. -Sí, maestro. -Entre ellos va una mujer. ¿Es así? Bien... pudiera darse el caso de que otro de los extranjeros del grupo sea medicine man. Balam-Acab se dirigió hacia el rincón de la estancia donde, malherido, dormitaba Luis. Pudieron oír perfectamente como el anciano iba murmurando en voz baja. -He aquí el extranjero... un joven arqueólogo herido. El oráculo no había anunciado esto exactamente... pero estoy convencido de que él puede ser el precursor de la llegada del esperado... la profecía empieza a cumplirse. Tal vez Kakulhá HurAkán espera que pongamos algo de nuestra parte para poder llevar a buen término sus profecías. El anciano se volvió hacia donde Tohukín y su yerno le observaban. -Humnkabú, hijo mío. Muéstrame las pertenencias de este joven. -Allá están, en aquel rincón junto a la ventana. Ved, como os he dicho, su mochila y sus ropas. Aquí están los objetos que os he mencionado hace un momento. Este hermoso libro forrado en piel venía colocado en un compartimiento especial en la mochila. Mirad, aquí dentro. -¡Que curioso! Veo que este muchacho debe de apreciar mucho su libro, pues ha tomado grandes precauciones y cuidados para alojarlo de manera que no sufra daño alguno. ¿Qué hay en 322 ese libro? ¿Qué contienen sus páginas que tanto valor tienen para él? -Por lo que hemos podido apreciar, son anotaciones y dibujos del propio joven. Ni Tohukín ni yo hemos podido leerlas, pero Ixquimaná, que aprendió a leer textos en español cuando estuvo en el mundo exterior, ha comprendido que es el fruto del trabajo de la expedición en la que participaba el joven. En la última página se encuentra una representación sencilla del templo de los guardianes... aquí está. -Muy cierto, en efecto. Voy a pedirte una cosa, Tohukín. Permíteme que me quede por ahora con este libro. -Como desees, maestro. -¿Dónde se encuentra Ixquimaná en estos momentos? -Mi hijo no puede tardar en llegar. Ha salido a recolectar las plantas medicinales que le encargaste hace poco más de una hora. -¡Magnífico! Vamos a necesitar aplicar al joven herido mucha y buena medicina en los próximos días. -Puedes estar tranquilo, maestro. Tú le conoces bien. Con su natural habilidad y su conocimiento de los rincones húmedos del valle, no dudo que de un momento a otro tendremos aquí a Ixquimaná portando las valiosas plantas curativas que necesitas. -Cuando esté de regreso, enviadlo a hablar conmigo, por favor. -Se hará como deseáis, maestro Balam-Acab. ¿Os marcháis ya? -Sí, Tohukín. Debo pensar... debo pensar y ver como hemos de actuar. Todo cuanto ocurre está en los designios de nuestros dioses. Pero en ocasiones dejan algo a nuestra iniciativa. Y no podemos fallarles. -Que Tepeu Gucumatz os proteja. -Que os acompañe y proteja también a vosotros. 323 II Durante los días que siguieron, Balam-Acab acudió a la vivienda de Tohukín en diversas ocasiones para observar y controlar la evolución del joven herido. Cambió en un par de ocasiones los vendajes, y procuró que se le mantuviese alimentado con zumos y otros líquidos que él mismo preparaba. Todo ello era ingerido por Luis en un estado de semiinconsciencia, provocado por el extracto de unas plantas medicinales que el anciano incorporaba periódicamente en las bebidas. Pero llegó un momento en que el color de la piel de Luis alcanzó una intensidad muy próxima a la que sería habitual en él antes de la hemorragia. Por otro lado, había desaparecido definitivamente la agitación que en ocasiones alteraba su sueño, y que requería mantener la sedación. A partir de ese momento eliminó Balam-Acab el extracto sedante de la dieta de Luis, y anunció que pronto se produciría el despertar del paciente. Y en efecto, el viernes 29 de abril, once días después de su caída accidental, Luis sintió como si surgiese de un túnel de confusión, a lo largo del cual los intervalos de sueño se habían alternado con percepciones difusas de un entorno extraño, en el que las siluetas de algunas personas parecían moverse solícitas en su cuidado. A media mañana, Luis abrió los ojos lentamente, con dificultad. Los párpados le pesaban y necesitó intentarlo varias veces hasta que logró mantenerlos entreabiertos. Miró a su alrededor. Se sentía extraño e incómodo. Tenía la cabeza pesada, como embotada. Además, le dolían el cuello y el pecho, y notaba una sensación de acorchamiento en una de sus piernas. No estaba muy seguro de lo que le estaba ocurriendo. Se esforzó en recordar, y muy pronto vino a su memoria el instante en que, situado en el exterior del templo, había visto acercarse aquel hermoso ocelote. ¿Qué le había ocurrido en ese momento? Sí, había caído. Fue cuando intentó apartarse del animal. Notó que le faltó el suelo bajo los pies. No cabía la menor duda: había caído y 324 se había herido... tal vez de gravedad. Pero ahora, por lo que podía deducir de su estado, estaba a salvo. Miró hacia su cuerpo, y se vio tendido en un lecho, con una serie de vendajes aplicados en diversas partes del mismo. Eran unos apósitos hechos con una tela sencilla de tono beige, que comprimían unas capas de fina tela blanca. Le cubrían buena parte del pecho, el cuello, y una porción de la pelvis y uno de sus muslos, el derecho, allá donde sentía aquella extraña sensación de acorchamiento. Pensó que tal vez le habían recogido sus compañeros de expedición y estaba en un hospital. Sin embargo, una rápida mirada hasta donde alcanzaba su vista le hizo comprender que si el lugar al que le habían conducido era un hospital, debía ser un hospital muy peculiar. En realidad, lo que Luis pudo ver a su alrededor fue una amplia sala de altas paredes de piedra lisa, con aspecto de roca desnuda pero limpia y pulida. El suelo y el alto techo eran también de piedra, de las mismas características. En varios lugares de la estancia se hallaban extendidas unas hermosas alfombras. Vio también unas toscas butacas de leño sin barnizar. En un rincón de la estancia observó una pequeña repisa adosada al muro, sobre la que se veía un hermoso ídolo de pequeño tamaño. En la pared junto al mismo, pudo distinguir unas extrañas inscripciones, y junto al idolito, apoyada en la repisa, una pequeña vasija que contenía algún tipo de aceite combustible que producía una pequeña y oscilante llama amarilla. Por otro lado, en la pared más interior del lugar, apenas a un par de metros del rincón que él ocupaba, existía una amplia apertura utilizada para contener un hogar, que se cerraba hacia arriba con una especie de tiraje de chimenea. En medio del hogar se hallaban unas brasas, restos de un fuego de leña, y próxima a ellas una bella olla de cerámica apoyada en aquel momento en el suelo. A ambos lados del hogar se hallaban dispuestos unos anaqueles de madera sencillamente tallados, y en ellos una serie de utensilios muy curiosos. Algunos colgaban de salientes de madera. Otros se hallaban simplemente apoyados sobre aquellas ménsulas. Le sorprendieron mucho: 325 aquel tipo de utensilios no eran los que uno esperaría encontrar en una aldea yucateca a finales del siglo XX. Más bien eran como los que él mismo había dibujado en ocasiones, copiando los objetos de determinados hallazgos arqueológicos. Aquellos enseres eran como los que se supone que utilizaron los mayas del período clásico. En efecto, allí se veían varias calabazas secas de diversos tamaños, convertidas en envases y cerradas algunas de ellas con mazorcas de maíz utilizadas como tapones. En otro estante se hallaban ordenadamente dispuestos una serie de jarros, vasijas y pucheros, hechos en cerámica de color obscuro, y adornados con hermosos motivos en colores rojo y negro. En una estantería se habían colocado una serie de envases, jarros destinados seguramente a beber diversos tipos de licores, con forma de cabezas de ídolos, que a Luis le resultaron muy familiares. Y en los demás estantes, diversos utensilios de cocina, cuchillos de hoja curva, cucharones de madera, piedras planas y cilíndricas de superficie rugosa y de color abigarrado, que hicieron todos ellos que Luis por unos instantes dudase de si seguía viviendo en el siglo XX o si por el contrario, había sido llevado por arte de encantamiento a un lugar y un momento situados tal vez en el siglo IX ó X de nuestra era. A través de una amplia ventana abierta en la pared opuesta, justo frente al hogar, entraba la luz de un claro día de primavera. Mirando por aquella ventana se podía ver lo que podría ser un amplio espacio natural, delimitado por imponentes muros rocosos verticales. Se distinguían no lejos de allí unos esbeltos árboles con aspecto de chopos. Y a cierta distancia se destacaba el alto frontal de piedra de un edificio. En aquel momento lo iluminaba el sol, y pudo distinguir con claridad una imagen en altorrelieve que se hallaba sobre una amplia entrada abierta en el propio muro. Sin duda que correspondía a una divinidad menor. A Luis le resultaba familiar, pero no logró asociarla en aquel momento con ninguno de los nombres de dioses mayas que le venían a la mente. 326 Oyó un ruido como de pasos suaves y apagados en el exterior. Con gran esfuerzo, venciendo el fuerte dolor que le dificultaba los movimientos del cuello, giró la cabeza hasta ver una abertura o puerta, ocupada por una hermosa cortina de fibras de sisal. Los pasos parecían dirigirse hacia allí. Y en efecto, en aquel instante, alguien apartó la colgante cortina, y penetró en la estancia. Luis vio con agrado que se trataba de una hermosa joven maya que le miraba sonriente. Al verle despierto y advertir que trataba de incorporarse, le hizo un gesto con la mano, indicándole que no debía esforzarse ni moverse. Salió de la estancia, posiblemente en busca de otras personas. Entraron enseguida otros tres personajes acompañando a la joven. Uno de ellos era un anciano de pequeña estatura, pero de aspecto noble y venerable, que lucía en su pecho un medallón que le distinguía claramente como un chamán de elevado rango. Los otros dos eran un hombre joven, delgado pero de aspecto fuerte, que iba tomando de la mano a la muchacha, y otro hombre, casi anciano pero sin duda que unos años más joven que el chamán. Solo entrar se colocó a un lado, y la joven se puso junto a él tomándole del brazo. Se trataba, claro está de Balam-Acab, Humnkabú y Tohukín. Balam-Acab se acercó a Luis y le preguntó en un correcto castellano adornado con un curioso acento: -¿Cómo se encuentra usted, muchacho? -Estoy bien. -En efecto, está usted, al parecer, mucho mejor que cuando Humnkabú y su cuñado Ixquimaná le trajeron hasta aquí. Debo decirle, joven, que si está usted con vida es gracias a que aquella mañana ellos se hallaban en la selva, junto al claro. Luis miró hacia aquel hombre joven de mirada noble, situado entre el anciano que le había hablado en primer lugar y el otro, al que sus facciones señalaban claramente como el padre de la hermosa joven maya, que se hallaba a su lado tomándole del brazo. Parada sobre el hombro derecho del joven, se hallaba una hermosa ave de bellos colores, que miraba hacia Luis inclinando 327 levemente la cabeza y haciendo suaves sonidos con su fuerte pico. Aquella especie de mascota estaba dotada de una larga cola de hermosas plumas de color azul verdoso. Viéndola volar bien podría uno pensar que se tratase de un quetzal, aunque en realidad no era más que una simpática cacatúa de buen tamaño. Al punto le vino a Luis el recuerdo del momento en que, en la obscuridad de la noche, en su marcha por la selva, pasó junto a él un ave como aquella. Y comprendió que cuando oyó aquel ruido en su camino hacia la loma de los árboles, y cuando le pareció ver una figura humana reflejada en el espejito de su brújula, se trataba de aquel hombre. Había venido siguiéndole todo el tiempo, tal vez desde que dejó el campamento. Y sin duda que le vio caer desde el exterior del templo, y acudió a socorrerle. Era el suyo aquel rostro que vio momentos antes de desmayarse tras el accidente. Como si hubiese leído su pensamiento, Humnkabú le dijo: -No pudimos evitar su caída, y que se hiriese usted gravemente contra las rocas. Pero logré restañar las hemorragias y después, con la ayuda de Ixquimaná, mi cuñado, le trajimos hasta aquí. -Fue un milagro que resistiese usted el traslado por el largo camino a través de los valles y barrancos. Perdió mucha sangre. Pero primero gracias al cuidado y la celeridad con que mi hijo y Humnkabú le trajeron en un lecho portátil hasta mi casa, y después a la virtud de las medicinas que nuestro noble maestro Balam-Acab le aplicó, está usted recuperándose de forma muy satisfactoria. -Gracias a todos ustedes. Pero díganme una cosa ¿Donde estoy? Balam-Acab se aproximó a Luis, y le miró sonriente. -Estás en Tulán Zuivá, muchacho. -¿Tulán Zuivá? Luis se incorporó ligeramente. Por su mente pasó una idea. Tuvo un presentimiento que le llenó de ilusión y de alegría. Miró otra vez por la ventana y vio aquella imagen esculpida en el muro 328 de piedra. Y al instante, tuvo la certeza de que aquel era el lugar que buscaba. Aquel era el refugió, tal y como él lo imaginaba. ¡Tulán Zuivá! ¡Qué nombre más apropiado! Con aquel nombre se conocía la tierra prometida, el paraíso esperado al que habían acudido los cuatro primeros padres del género humano con sus esposas, de acuerdo con los mitos de la religión maya. Aquel debía ser el recóndito lugar donde se hallaban ocultos los sucesores de aquel pueblo noble y de altísimo nivel cultural que habitó en Mesoamérica mil años atrás, en pleno período clásico. Intentó sentarse en su lecho. Hizo un esfuerzo para ello. Pero sin duda que aun estaba demasiado débil y sus heridas muy tiernas. Notó un dolor, y al momento como un vahído. Vio como una niebla y quedó desmayado, tendido de nuevo en el lecho. -¿Qué le ocurre? - Preguntó Tohukín alarmado. -No es nada, no es nada, Tohukín. Tan solo la combinación del esfuerzo y la emoción. Veo en el color de su faz y en su postura tranquila que su salud va ahora por muy buenos derroteros. Dejémosle reposar por más tiempo. Pronto estará en condiciones de que le hablemos del lugar al que le habéis traído. 329 III Para Ixquimaná, joven y lleno de salud, el camino por los barrancos y desfiladeros desde la selva hasta el valle no suponía más que tres días completos con sus noches. Pero fue tal la urgencia que vio en las palabras de Balam-Acab cuando le hizo el encargo, que alcanzó el desfiladero de entrada a Tulán Zuivá en las primeras horas de la tercera noche de su camino de regreso. Tenía la certeza de que el chamán estaría aguardando impaciente sus noticias, por lo que en vez de dirigirse a la casa de su padre, prefirió en primer lugar acudir al lugar de recogimiento y oración donde, en ocasiones como aquella, solía pasar noches enteras el buen sacerdote. Con rapidez y sin vacilación, pues conocía perfectamente el camino, avanzó por el sendero pedregoso junto al torrente de agua cantarina que desde las altas cimas bajaba a través de un espeso bosque hasta la entrada misma del centro ceremonial. Cuando llegó al lugar donde tenían sus moradas los nobles sacerdotes de Tulán Zuivá pudo ver enseguida que una tenue luz surgía de la más alejada de todas, situada sobre una plataforma rocosa al pie de un muro vertical de más de doscientos metros de altura. Aquella era la que había escogido en el pasado el primer gran ah konoob, cuando llegó con los suyos al refugió que los dioses habían dispuesto para ellos y para las otras once aldeas emigradas del lejano valle. Alcanzó el umbral de la morada, y entró con decisión. Unos pocos metros de corredor le llevaron a la austera y sobria sala de oración, donde Balam-Acab se hallaba sentado en un sencillo sillón apoyado en la pared. Una antorcha, colocada en un soporte cerca de la ventana, le iluminaba con su débil llama de luz amarillenta. El chamán se hallaba abstraído, mirando por aquella ventana circular hacia la lejanía, a través de la obscura noche. Desde aquel lugar, durante el día, se podían ver las crestas de las montañas que cierran el valle. Y aunque en aquellos instantes no se las distinguía, podía adivinarse su presencia, ya que el 330 firmamento bellamente tachonado de estrellas quedaba interrumpido por la negra silueta de las formaciones montañosas. -Los dioses os bendigan, maestro Balam-Acab. -¡Ah! ¡Ixquimaná! Me alegra verte de regreso. Dime, muchacho. ¿Tienes noticias de los extranjeros? ¿Por ventura no estarán acercándose hacia aquí? -Me temo, maestro, que mis noticias no os van a gustar. No me ha pasado inadvertido vuestro deseo por facilitar la llegada de los extranjeros. -¿Qué deseas decirme, Ixquimaná? -Los extranjeros ya no están en la selva. -¡Qué me dices! -Se han marchado hacia el norte. Han recogido el campamento. El mismo día de mi llegada al valle, poco antes del anochecer, mantuvieron una prolongada reunión junto al fuego. Discutieron sobre la conveniencia de quedarse aun por más tiempo en aquel lugar, o por el contrario, marcharse. Aunque había quienes deseaban permanecer algunos días más en la selva, los demás les acabaron convenciendo de que por el momento ya nada más podían hacer. Concluyeron que era preferible marchar e intentar en el futuro una nueva búsqueda con más medios. -¿Renunciaron a proseguir la búsqueda del joven? -Han renunciado temporalmente. -¿Les hablaste? ¿Les enseñaste el libro? -No, maestro. Ningún medicine man iba en ese grupo. -¿Estas seguro? -Pude acercarme a uno de sus guías que se introdujo en la selva para buscar fruta. Me hice pasar por un aldeano. Le dije que iba a visitar a unos parientes en una aldea próxima, y que me dolía una pierna por un golpe fortuito. A mi sugerencia de que tal vez en su grupo hubiese un medicine man me contestó que no, pero me ofreció acompañarle para tomar un calmante del botiquín de la expedición. -¿Y qué hiciste, Ixquimaná? ¿Le seguiste? 331 -Acepté, por supuesto. De ese modo puede estar con esas gentes, sin despertar sospechas. Así fue como puede asistir a sus deliberaciones. -Mi buen alumno, Ixquimaná... Dado que no venía un medicine man con ellos, hiciste bien en mantener el secreto de tu procedencia. Pero... ¿pusiste el libro tal y como te dije, entre las cosas del joven, en su tienda? -Así lo hice, maestro. -En ese caso, ya hemos hecho todo lo que estaba en nuestras manos. ¿Qué más, sino, podríamos hacer? ¿Qué más, Ixquimaná? -Maestro, si puedo ayudaros de alguna otra forma, no tenéis más que decírmelo. -Ahora no, Ixquimaná. Déjame solo. Debo meditar sobre todo esto. Ve a la casa de los tuyos. Y que los dioses te guíen, Ixquimaná. -Que os guíen y os bendigan a vos, maestro. Ixquimaná marchó dejando de nuevo solo al venerable chamán, que quedó mirando otra vez hacia la lejanía por la pequeña ventana de su oratorio, abstraído en sus pensamientos. Permaneció así unos minutos. Finalmente se apartó de aquella ventana, y con paso lento atravesó la estancia, para situarse en la pared opuesta, en la que existía una abertura de parecido aspecto, pero orientada hacia el interior del valle, hacia el gran farallón rocoso donde se hallaba esculpida la majestuosa estatua de Tepeu Gucumatz, el padre de los dioses. La luz de las antorchas situadas junto a las entradas del templo y del palacio le indicaban claramente el lugar. -Señor, Tepeu Gucumatz. Tú, que todo lo creaste. Tú, que todo lo sabes, que diriges los destinos de todos nosotros. Tú conoces bien que tu hermano, Kakulhá Hur-Akán, el noble, el venerado corazón del cielo y de la tierra, me habló por el fruto de su espíritu y me hizo una profecía. Ahora, con la llegada de este joven extranjero hasta aquí, y con la presencia de sus amigos en la región vecina, la profecía parecía estar a punto de cumplirse. Pero 332 no ha sido así, no ha sido así... ¿Qué hemos de esperar? ¿Qué podemos hacer? Balam-Acab se apartó al fin de la ventana. Abandonó la sencilla sala de oración y penetró por el corredor que le llevaba hacia sus aposentos. Estaba dispuesto a acostarse y tratar de descansar lo que restaba de la noche. Había decidido que al día siguiente visitaría de nuevo la casa de Tohukín. En ella se hallaba el joven extranjero herido, recuperándose de sus heridas. BalamAcab estaba decidido a hablar con él. Tal vez de su conversación pudiese obtener algún dato que le orientase. En su fuero interno estaba cada vez más seguro de que, verdaderamente, Kakulhá Hur-Akán esperaba que colaborasen todos, de algún modo, para que la profecía se cumpliese. 333 IV Cuando al amanecer del día siguiente Balam-Acab abandonó sus estancias para dirigirse al centro ceremonial, el sol apenas despuntaba sobre las crestas montañosas situadas a levante del profundo valle que alberga Tulán Zuivá. Ningún ser humano discurría por la parte central de aquella formidable formación natural. Y aunque lo hubiese hecho, es posible que el venerable sabio no se hubiese percatado de ello, pues se hallaba completamente abstraído en sus pensamientos. Salió al exterior a través del austero marco de piedra y se situó en la superficie plana que permitía el acceso al umbral de su vivienda-santuario. Como las de los otros once nobles ah konoobs, estaba situada en la parte más alta de aquella porción del valle destinada a centro ceremonial. Las doce viviendas estaban adosadas a un farallón de piedra, resultado de una falla geológica, en la pared noreste del valle. Se accedía a ellas por un sendero algo empinado, desde aquel lugar en que el camino, procedente del exterior, alcanzaba el inicio del centro ceremonial. Desde allí, si se emprendía un empinado y difícil ascenso se podía avanzar hacia las vecinas cumbres, para buscar la complicada ruta que llevaba al mundo exterior. Si se deseaba, por el contrario, entrar en lo que podría considerarse el centro ceremonial propiamente dicho, no había más que seguir un camino llano de piedra, amplio y cómodo, junto al que corría en forma canalizada pero rápida y sonora, el torrente de agua que había llegado hasta allí a través del bosque, procedente de las altas cumbres situadas a levante, acompañando precisamente al sendero de entrada a Tulán Zuivá. Las doce viviendas de los sacerdotes se hallaban, por lo tanto, justo a la entrada del centro ceremonial, y desde ellas se dominaba totalmente en altura el conjunto de templos y edificaciones. BalamAcab habitaba en la más alta de ellas. Por ese motivo, cuando dirigió su mirada hacia la parte inferior y más interior del valle, tuvo ante su vista una magnífica perspectiva de aquel sagrado lugar al que tanto amaba. Jamás lo había dejado. Nunca sus pasos le habían 334 llevado más allá del límite que marcaban las crestas más altas del valle. Pese a los relatos de aquellos que en ocasiones, tras marchar al mundo exterior, regresaban de nuevo a Tulán Zuivá contando sus experiencias, Balam-Acab se resistió siempre a abandonar aquel bello y maravilloso lugar. Porque aquel era el refugio que los dioses habían regalado a sus antepasados. En él habían podido guarecerse y ocultarse, y allí esperaban la señal de la llegada de la segunda era. Lo angosto del valle, lo peculiar de su configuración geológica, la combinación de altura y vegetación sorprendentemente exuberante y fértil, conferían a Tulán Zuivá y todo su entorno natural un microclima sumamente agradable. En su momento, se habían utilizado las grandes cuevas naturales para los templos principales y los palacios. Por otro lado, la edificación de las viviendas y habitáculos se había llevado a cabo aprovechando en buena parte las magníficas depresiones que la pared rocosa ofrecía en numerosos puntos de la parte más profunda del valle. Estas disposiciones, junto con el crecimiento de la vegetación, habían venido a completar una obra de camuflaje, tal vez no intencionada, pero muy eficaz. Ello hacía que fuese muy difícil, sin duda, que nadie llegase a descubrir el centro ceremonial desde el cielo, a no ser que volase muy bajo en el interior del valle. No era de extrañar, pues, que nadie hubiese reportado el hallazgo de aquel lugar, por haberlo visto desde lo alto durante el vuelo de algún avión. Balam-Acab mantuvo unos instantes su mirada dirigida hacia Tulán Zuivá. Alzó a continuación su vista hacia la lejanía. La visión de tanta belleza natural nunca le cansó, y probablemente, nunca le cansaría. Respiró profundamente varias veces, y animado, como siempre, por el aire fresco de la mañana y las impresiones que el amanecer en el valle le producían, con una sonrisa, emprendió el camino hacia el centro ceremonial. Sus pasos le dirigieron hacia la vivienda de Tohukín, a la que llegó tras caminar lentamente por espacio de una media hora. La morada del bataboob se hallaba prácticamente en el extremo opuesto del valle, allí donde el torrente de agua se introducía en 335 las entrañas de la tierra para discurrir por el interior del macizo occidental. Afloraría, más tarde, en las selvas situadas a poniente, para buscar las cuencas fluviales de los numerosos ríos que descendían hacia las regiones septentrionales de Guatemala. Balam-Acab caminaba entre los elevados muros del desfiladero que alberga el centro ceremonial. A un lado y otro fueron quedando las construcciones y las entradas de los templos. Hacía ya muchos años que la juventud se había alejado del menudo cuerpo del chamán, por lo que su paso era lento. Pero mantenía, aunque fuese de modo inconsciente, una actitud y un porte en su marcha que delataban su rango. Había en BalamAcab una sabia mezcla de venerable autoridad y de bondadosa y amable humanidad, que le habían llevado a hacerse acreedor del apreció de todos en Tulán Zuivá. Era el jefe espiritual de una de las doce castas o familias que habitaban el centro ceremonial, y por ser el chamán de más edad, le correspondía además el papel de máxima autoridad religiosa entre los suyos. Por una antigua tradición que había conferido a su casta tal tarea, le había correspondido también el constituir el apoyo y el consejo constante del Halac Vinic, el joven rey Mahukané. Cuando pasó frente a las entradas del palacio, Balam-Acab se detuvo un momento, mirando en dirección al lugar sagrado de oración, situado al pie de la magnífica e impresionante estatua de Tepeu Gucumatz. Sus manos se unieron, y efectuó unas suaves inclinaciones con su cabeza. Miró a continuación hacia el palacio, y en su expresión se vio reflejaba una momentánea preocupación. Permaneció unos segundos frente a la entrada principal, como si dudase entre proseguir su camino o entrar en el regio lugar. Finalmente, dirigió sus pasos hacia el extremo del desfiladero. Cuando llegó a la vivienda de Tohukín, traspasó el umbral apartando suavemente la doble cortina. El bataboob no se hallaba en la amplia sala en aquel momento, ya que permanecía acostado en sus aposentos. En cambio su hijo, el joven Ixquimaná, que al parecer se había levantado temprano, se hallaba conversando animadamente con el joven extranjero. 336 Ixquimaná I A quella mañana Ixquimaná, tras descansar apenas unas horas, se había levantado y vestido con las primeras luces del alba. Como su maestro, el joven gustaba también de madrugar. Y ni la fatiga del reciente viaje a la selva, ni el hecho de haberse acostado a muy tardía hora, fueron obstáculos que le impidiesen ponerse en pie con la habitual energía propia de su salud y de su juventud. Salió al exterior, y acudió al cercano canal de agua, donde se refrescó arrojándose agua por la cabeza y la cara. Regresó a la morada, y penetró en su interior. Y cuando se disponía a encender lumbre en el hogar, vio que Luis despertaba y le miraba con sorpresa. -Buenos días, joven extranjero. Veo que te encuentras mucho mejor. Lo cual me alegra muchísimo. -Es cierto, me encuentro muy mejorado, gracias. - Luis sonrió al pensar que aquel muchacho maya que le llamaba "joven extranjero" era, posiblemente, de su misma edad, o incluso algo 337 más joven. Notó, con cierta sorpresa, que el castellano con que se le dirigía era muy correcto. -Soy Ixquimaná, el hermano de Tzuninhá e hijo de Tohukín, el bataboob. Conozco que tu nombre es Luis, pues lo he leído en tus papeles... No, no te muevas. -Si no te importa, me gustaría incorporarme... sentarme al menos. -Pronto llegará el momento en que Balam-Acab lo autorice. Aguarda, entre tanto, hasta que él lo considere oportuno. Ha puesto mucho interés en el tratamiento de tus heridas, y creo preferible que él mismo supervise el momento en que te sentemos. Me han dicho que anteayer, con el esfuerzo, tuviste un desmayo. Luis miró con detenimiento a Ixquimaná, el joven maya, que a su vez le miraba sonriendo. Era evidente que se trataba de un claro representante de la más pura etnia maya, con su cabello lacio y negro, sus ojos ligeramente rasgados y su fina piel casi barbilampiña. Era un joven robusto, fuerte y saludable, y vestía una sencilla túnica de color beige, de mangas cortas, que le llegaba hasta los muslos, a cuyo nivel quedaba rematada por un adorno consistente en dos finas bandas de color rojizo. Por debajo de la túnica, que llevaba ceñida a la cintura con una cinta de cuero, surgían sus robustas extremidades inferiores, y completaba su vestido con un cómodo calzado que recordaba a los mocasines de piel típicos de los indígenas de los territorios más septentrionales. Pero por otro lado, en su manera de hablar, en su actitud, en sus gestos, había una curiosa impronta de civilización y modernidad. -¿Quién es Balam-Acab? ¿Es vuestro médico? Quiero decir si él es... -Te comprendo, amigo. Balam-Acab, el anciano al que tuviste ya oportunidad de conocer es, en efecto, además de un importante jefe religioso, uno de nuestros medicine men, o médicos, como decís en español. Aunque no es el único, puesto que cada una de las doce familias o tribus tiene su chó-ta-cí-ne. Pero Balam-Acab es, no hay duda alguna, el más sabio de todos ellos. Yo le tengo un gran aprecio, y no dudo en consultarle sobre los 338 más variados temas. Por otro lado, tiene una gran paciencia con nosotros, los jóvenes, que podemos aprender mucho de él. -¿Qué día es hoy? ¿Cuánto tiempo llevo en este sitio? -Llegaste a esta casa la noche del 23 de abril, según vuestro calendario. El camino hasta este lugar, herido como estabas, nos llevó a mi cuñado Humnkabú y a mí, cinco largos días... -¿Qué fue lo que me ocurrió exactamente? Recuerdo que me encontraba en la parte posterior de un hermoso templo, cuando... -Diste un paso en falso y caíste desde una altura de un par de metros. Quedaste malherido, y decidimos traerte hasta aquí. Lo cual, de acuerdo con el resultado de las curas que te hizo BalamAcab, fue una buena idea. Dudo mucho que en ningún hospital de Méjico o Guatemala te hubiesen tratado mejor. -Os agradezco mucho todo lo que habéis hecho por mí... creo que de no haber estado vosotros casualmente en aquel lugar, habría muerto, malherido, al lado del templo. -No estábamos allí por casualidad. Veníamos siguiéndote. -No lo entiendo... -Pronto entenderás muchas cosas que ahora, de entrada, pueden parecerte extrañas. Balam-Acab cree que tu convalecencia se prolongará por espacio de algunas semanas. Durante ese tiempo no sería prudente que emprendieses viaje alguno. De manera que tendrás oportunidad de aprender mucho sobre nosotros. Tan solo hace ocho días que esta casa se honra con tu presencia, amigo mío. -De manera que hoy estamos... a uno de mayo. ¡Qué rápidamente pasa el tiempo! Aun no hace tres meses de aquella lluviosa tarde del tres de febrero en que dejé mi país junto a mis amigos, los Ortigosa, y el profesor Felices. ¿Qué se habrá hecho de ellos? Los dejé en el campamento la otra noche. -Respecto a ello, creo que... - Ixquimaná dudó sobre la conveniencia de comunicarle al joven herido que sus amigos habían dejado la región. Tiempo habría para dejar claro ese punto. - ...creo que puedo decirte que, hasta donde yo sé, tus compañeros de expedición se encuentran perfectamente. 339 -Me alegra oír eso. - Luis movió sus brazos ligeramente y los miró con perplejidad. Se los palpó para asegurarse de que tenían su habitual densidad - ¡Qué sensación más extraña! Siento como si estuviese a punto de salir flotando, como si pesase menos de lo normal. Por un instante he pensado que mis brazos estaban hechos de madera de balsa o algo parecido. Ixquimaná esbozó una risita ligera. -Conozco muy bien esa sensación. Fue cuando me rompí un brazo cazando, hace un año. ¡Los tratamientos de nuestro venerable medicine man tienen esos curiosos efectos secundarios! Y mira por donde, aquí llega. Efectivamente, Balam-Acab penetraba en aquel momento en la vivienda. Se quedó un momento parado en el umbral, mirando sonriente a los dos jóvenes. -Paz y alegría haya en esta casa. Buenos días, Ixquimaná. Y Buenos días también a ti, joven intrépido que viniste de lejanas tierras a estudiar los orígenes de nuestro pueblo. Balam-Acab se acercó hasta el lecho, y mirando sonriente hacia Luis, posó las palmas de sus manos sobre el espeso cabello que cubría la cabeza del joven. Cerró los ojos unos instantes, y a continuación apartó sus manos e inclinó el rostro con gesto pensativo. -He visto que tu energía vital ha aumentado mucho. Más aun de lo que yo hubiese esperado con tan breve tiempo de recuperación. Sin embargo, la parte material de tu cuerpo apenas está empezando a fortalecerse. Bueno será que te proporcionemos abundante alimento durante estos días. -¿Estoy muy malherido? ¿Es eso lo que usted quiere decir? -Lo estuviste, no puedo negártelo. Y si bien puedo garantizarte una excelente recuperación en un futuro próximo, no puedo dejar de advertirte que tu curación total será cosa de varias semanas, en las que te pido paciencia y obediencia a las indicaciones y consejos que te dé sobre tu salud. 340 -Haré todo lo que usted me indique. Y quisiera expresarle lo mucho que les agradezco a todos cuanto han hecho por mí. En especial sus atenciones médicas. Creo que le debo a usted la vida. -He hecho lo que era mi deber. Bien, bien. Pareces muy alegre. Veo que, aparte del mal trago de tu herida, tu accidente y tu consiguiente venida hasta aquí parecen haberte satisfecho mucho. -Si este lugar es lo que creo, daré por buenas mi caída y mis heridas, y cualquier otro mal trago que me tocase pasar, si fuese preciso. -Creo que no andas desencaminado. Nos hemos tomado la libertad de ojear tu magnífico libro de trabajo. El que llevas habitualmente en tu mochila. Con la ayuda de Ixquimaná, que lee perfectamente el idioma español, he podido entender cuales son tus hipótesis respecto al pasado del pueblo maya. Ahora es pronto para adelantarte nada. Pero tiempo tendremos para proporcionarte informaciones que, estoy seguro, te interesarán mucho. -¡Mi diario de campo! En cuanto me encuentre un poco más fuerte me gustaría anotar algunas cosas sobre esta bella casa y su mobiliario. -El caso es que... no creo que puedas. -¿Por qué no? A parte de esa sensación de ligereza extrema, siento mis brazos y mis manos totalmente en forma. -Humm... - Balam-Acab miró con complicidad a Ixquimaná - Creo que debo decírtelo ya. Ixquimaná te proporcionará papel de buena calidad en abundancia. Podrás anotar con él todo aquello que creas oportuno. Pero por lo que hace a tu libro de campo, de momento no puedo devolvértelo. Por ahora preciso de ese libro. Están en juego cosas de gran valor y que aprecio mucho. Espero poder explicarte mis razones algún día, pero tendrás que aguardar algún tiempo antes de volver a verlo. Ahora lo preciso para... para un buen fin. Debo guardar secreto sobre mis motivos. No obstante, tu libro está en muy buenas manos, puedo asegurarlo. Por otro lado, estoy completamente seguro de 341 que en poco tiempo podré devolvértelo. Espero, y deseo además fervientemente, que ello ocurra lo antes posible. Entre tanto, debo rogarte que aceptes mis disculpas por haberlo tomado, y pedirte que confíes en mi palabra. Y ahora, Ixquimaná, habría que comenzar a aportar energía a nuestro herido. -Voy a traerte algo que te sentará muy bien. Espera un momento. Ixquimaná abandonó por breves momentos la estancia, por una pequeña puerta situada en la parte más obscura, al otro lado del hogar. Cuando reapareció traía en sus manos una hermosa jarra, tallada en un bello mineral de color azul obscuro, con incrustaciones de piedras de colores, que reproducía una cabeza de algún dios o ídolo. La ofreció a Luis, que la tomó en sus manos, admirado. -¡Esto es increíble! ¿Dónde conseguiste esta bella vasija? -Estas jarras y otras parecidas son las que hemos utilizado desde nuestra llegada a este lugar, hace más de un milenio. En especial para fiestas, rituales y celebraciones, pero también para beber, como vas tú a hacerlo ahora mismo, un reconfortante desayuno elaborado con zumos de algunas frutas, una pequeña cantidad de un licor especial y extracto de algunas hojas de plantas, entre ellas las de la coca. -¿Coca? ¿En este lugar? Balam-Acab tomó la jarra y se la acercó a Luis. -Se trata de una variedad diferente de la que crece más al sur. Tiene todas sus virtudes y prácticamente ninguno de sus inconvenientes. Bebe, Luis, sin miedo. Este brebaje obra milagros en el caso de fatiga y debilidad. Luis bebió aquel refrescante brebaje, que encontró delicioso, apurando hasta el fin el contenido de la jarra. -Veo, Luis, que tu recuperación será cosa sencilla si todos los remedios de nuestro noble chamán los tomas con tanto gusto y facilidad. -Es que esto estaba buenísimo. 342 -Bien, mi joven amigo, voy a dejaros de momento. Quedas con Ixquimaná. Te confió a él. Cualquier cuestión que te inquiete, cualquier duda que surja en ti sobre el lugar y las gentes entre las que te encuentras, podrás expresársela. Aunque le veas tan joven, Ixquimaná ha recibido una educación esmerada, y sus conocimientos superan a los de muchos jóvenes de su edad de las tierras vecinas. Por otro lado, como está destinado a suceder algún día en el cargo de bataboob a su padre, Tohukín, le he tenido como alumno durante mucho tiempo. Creo que os vais a llevar muy bien. 343 II Luis pudo comprobar con asombro que en aquel valle montañoso apartado del mundo, la dieta podía ser sumamente variada y resultar deliciosa y energética a un tiempo. Le ofrecieron de comer varias veces al día una serie de alimentos de excelente paladar, y que digería con suma facilidad. No faltó en las meriendas y antes de dormir, a última hora de la jornada, un excelente chocolate preparado con granos naturales de cacao molido, y endulzado con una miel suave y afrutada. En ocasiones lo aromatizaban con un polvillo que, por el aroma y el sabor, identificó con la vainilla. En las comidas principales estaban siempre presentes unas agradables tortillas de maíz, que la joven Tzuninhá preparaba en un gran comal aplanado de piedra grisácea calentado previamente en el hogar. Tzuninhá tenía una notable destreza en esa y en muchas otras tareas, aprendida de su madre, cuya prematura muerte unos años atrás la había convertido en la señora de la casa de Tohukín y los suyos. Aquellas tortillas podían rellenarse con variadas salsas y gustosas picadas de carne, de pescado, o de vegetales diversos, o podían acompañar gustosos platos en los que el picante aderezo de los pimientos o chiles destacaba por encima de todo. Con la autorización de Balam-Acab Luis pudo levantarse y sentarse a la mesa, de modo que en las comidas le acompañaban los demás habitantes de la casa. Tohukín, como hombre mayor y por tratarse, además, de un jefe o bataboob, estaba exento de colaborar en las tareas hogareñas. Sin embargo, lo mismo Humnkabú que Ixquimaná ayudaban en todo lo que podían a la hermosa Tzuninhá, ya fuese trayendo jarras de aquel agua fresca, de aspecto cristalino, límpido y transparente, que tenían a su disposición en abundancia, o ayudándola a servir los alimentos, o los zumos y licores con los que cerraban los ágapes. Y Luis comió y se alimentó con un apetito extraordinario aquellos primeros días. Parecía que su naturaleza estuviese 344 deseosa de un rápido restablecimiento. Así se lo hizo notar Balam-Acab, que aquel día se había unido a la familia para la cena. -¡Cómo me alegro de que nuestro joven amigo aprecie de tan buen grado nuestra dieta yucateca! Porque es evidente que su apetito, respuesta lógica de su naturaleza y su vigor juvenil, necesaria para su pronta recuperación, no se ve frenado ni en modo alguno inhibido por problemas en el gusto de nuestros platos. -Tenéis razón, maestro. En general aprecio todo tipo de cocina y gastronomía sin inconvenientes, pero debo reconocer que vuestra dieta tiene tal calidad, variedad y buen sabor, que supera en mucho lo que estaba acostumbrado a encontrar en esta parte de Mesoamérica. Ixquimaná miró sonriente a Luis. Siguiendo sus indicaciones, Luis se dirigía a Balam-Acab hablándole de ‘vos’, del mismo modo que lo hacían todos los jóvenes en Tulán Zuivá. -Creo que mañana no habrá inconveniente en que salgas por vez primera al exterior. Te está haciendo falta algo de sol y aire libre. De manera que, con la ayuda de Ixquimaná y Humnkabú, podrás salir por la mañana, aunque sea tan solo unos minutos. Podrás ver, de ese modo, este nuestro maravilloso centro ceremonial, al que en su día bautizamos, hace muchísimos años, con el nombre de Tulán Zuivá. -Desde el momento en que me dijeron que este lugar se llamaba así, me he estado preguntando si tenía algo que ver con el mitológico valle al que emigraron los cuatro primeros padres, según la tradición reflejada en el Popol Vuh. -¿Qué puedes contestar a nuestro joven invitado sobre ese punto, Ixquimaná? -Cuando nuestros antepasados acudieron a este valle en busca de un refugio, lo hicieron siguiendo las indicaciones y los consejos de los dioses. No sabemos muy bien si fueron los mismos dioses los que le dieron el nombre de Tulán Zuivá al valle, o si fueron los ah konoobs los que lo propusieron, en recuerdo de la tierra ofrecida a nuestros lejanos antepasados tras 345 la gran emigración. Sea como fuere, hay realmente siete grandes cuevas en este santuario. Las dos principales están situadas, de manera opuesta, en sus extremos. Las otras se hallan a ambos lados de la hondonada central, tres en la pared norte y dos en la pared sur. Existen además una serie de entrantes y oquedades en las paredes rocosas, en numerosos lugares, y otras cuevas de menor tamaño que aquellas que te he mencionado. Cuando nuestros antepasados, hace ya más de mil años, se instalaron en este lugar, dedicaron las siete mayores a nuestros dioses. Por supuesto, Tepeu Gucumatz y Kakulhá Hur-Akán merecieron las dos de mayor tamaño, en tanto que las demás se dedicaron a otros dioses menores de nuestro panteón. Durante años se modificó y adaptó el interior de las cuevas naturales, hasta dejarlas convertidas en unos extraordinarios conjuntos de corredores, salas y estancias. Una parte de los espacios así construidos se destinó a la vivienda de los sacerdotes, sus familias y sus sirvientes. Por otro lado, se utilizó la excelente disposición natural de las paredes de la hondonada central del valle para construir muros que completasen o cerrasen las múltiples oquedades y depresiones. Aparte de las residencias de nuestros sabios, formadas utilizando doce cuevas situadas al pie de un gran muro vertical allá arriba, justo en el lugar por donde se entra en el santuario, se fueron cerrando adecuadamente muchos otros lugares, para dar lugar a las viviendas de las doce familias. -Es curioso... en mi país visité hace unos años un monasterio situado al pie de un despeñadero, que en su día fue construido de manera parecida a vuestras casas y templos: una pequeña edificación cerrando una gran oquedad natural en la montaña. La verdad es que es un lugar precioso y muy visitado por turistas y viajeros. ¡Quién me iba a decir que aquí, en Mesoamérica, encontraría tal paralelismo con el ingenio de los monjes que en su día construyeron el pequeño monasterio de San Juan de la Peña! 346 III Luis, ayudado por Humnkabú e Ixquimaná, salió por primera vez de la casa con paso vacilante. La vivienda de Tohukín se hallaba situada próxima al extremo occidental del centro ceremonial. Aquella era la parte más baja y más profunda del lugar, pero no por ello la menos soleada y luminosa. Por la disposición del valle, y por ser precisamente en aquella zona donde mayor amplitud alcanzaba la hondonada, el sol la iluminaba varias horas al día. Se detuvieron unos instantes nada más traspasar el umbral, y Luis pudo contemplar a sus anchas aquel hermoso lugar. A simple vista pudo hacerse una idea de la disposición del mismo. El centro ceremonial, la parte habitada, constituía la porción más profunda de un valle muy curioso, abierto en el centro de un formidable circo montañoso. Constituía este valle una profunda hondonada de gran belleza, de unos 2 ó 3 quilómetros de largo, y de unos quinientos metros de anchura en su punto más amplio. Lo cerraban por todas partes unas formidables paredes montañosas. Y si a poniente, precisamente en la parte donde ahora se encontraban, el recinto natural era totalmente inaccesible, pues las paredes del valle eran escarpadísimas y no mostraban por parte alguna la menor posibilidad de ascenso, en el otro extremo, a partir del límite del centro ceremonial, al lado de un farallón rocoso junto al que se hallaban las viviendas de los chamanes, se veía una zona boscosa que cubría una inclinada ladera y alcanzaba las crestas orientales del gran circo montañoso. Por el espesor de aquella zona boscosa, según le había relatado Ixquimaná, se podía alcanzar, siguiendo un escarpado sendero, el camino hacia el mundo exterior. En varios lugares, aparte de aquel que albergaba el sendero, las crestas que cerraban el valle se veían cubiertas por la tupida espesura de hermosos bosques, en tanto que en otros puntos se observaban prominentes peñas rocosas, desnudas de toda forma de vegetación. 347 Un detalle que daba una nota de extraña belleza al gigantesco circo montañoso era el que en numerosos puntos se veían recubriéndolo masas de nubes espesas y de un blanco intenso. No había duda de que, por su disposición, aquel lugar poseía un microclima especial. El valle resultaba más fresco y con mayor abundancia de agua de lo que cabría esperar teniendo en cuenta su altura sobre el nivel del mar, y su situación geográfica. De no estar al corriente de que se hallaban en Mesoamérica, y a unos 1200 ó 1300 metros de altitud, su microclima habría hecho pensar en un antiguo ventisquero situado en algún punto del alto espinazo de la América del sur. Luis comprendió enseguida que por su aspecto y su disposición, aquel hermoso valle debía quedar totalmente oculto a los ojos que contemplasen desde fuera las formaciones montañosas que lo rodeaban. ¿Estaría este valle situado mas allá de aquella zona abrupta y montañosa, de aspecto inaccesible, que había podido distinguir a escasos quilómetros desde el templete de la alto de la pirámide? A Luis no le cupo la menor duda. Aquel lugar constituía un magnífico refugio, y era totalmente lógico que allí hubiesen podido permanecer ocultos los mayas. Sin embargo... ¿Se encontraría realmente en aquel lugar el legado cultural, la sabiduría y los tesoros de conocimiento de aquel magnífico pueblo que edificó pirámides y templos formidables hasta bien entrado el décimo siglo de nuestra era? Respecto a estas suposiciones, estaba dispuesto a averiguar todo lo posible mientras permaneciese en aquel lugar. -Ante ti está Tulán Zuivá. Aquí, en este hermoso y abrigado valle, hallaron refugió nuestros antepasados cuando se vieron obligados a abandonar la rica región oriental donde vivían. ¿Te encuentras con fuerza para caminar unos minutos? Bien, pues mientras caminamos te iré contando algunas cosas sobre nuestra historia y nuestro pasado. Vamos. -Veo, Ixquimaná, que Luis está lo bastante fuerte para caminar tan solo con tu apoyo, de manera que, si no te importa, voy a reunirme con Tzuninhá. 348 -¿Qué opinas, Luis? ¿Te ves capaz de caminar agarrado a mi brazo? ¿Podemos prescindir de Humnkabú? -Creo que sí. Así, muy bien. Tan solo debo tener cuidado con los movimientos de la pierna derecha. La herida del muslo me produce dolorosos tirones si piso con brusquedad. -En ese caso, os dejo. Hasta luego. Id con cuidado. -Descuida. Vamos, amigo mío. Y mientras Humnkabú retornaba al interior de la vivienda, con la parlanchina cacatúa Esmeralda apoyada en su hombro derecho, los dos jóvenes comenzaron, a paso lento, una caminata que en algo más de una hora y media les permitiría recorrer, primero en sentido ascendente y después de regreso, en suave descenso, la totalidad de la avenida central de Tulán Zuivá. Esta avenida central la constituía el fondo del valle, y estaba cubierta en muchos sitios por grupos de árboles de humedal, similares a los chopos europeos. La razón de esta flora había que buscarla, sin duda, en las corrientes de agua que surcaban el lugar. Por el centro discurría, como eje acuífero principal, un hermoso y ondulante canal de agua, formado por la afluencia de una serie de torrentes que recogían las precipitaciones de toda la zona boscosa de la parte oriental del circo montañoso. En diversos lugares, desde el norte y desde el sur, llegaban hasta él otras finas corrientes de agua, algunas sorteando mediante pequeñas cascadas algunos desniveles del terreno. A medida que avanzaban, Ixquimaná fue mostrando a Luis los diversos templos y los lugares donde se hallaban las viviendas de las principales familias del valle. En primer lugar pasaron junto al gran templo dedicado al todopoderoso Tepeu Gucumatz. La magnífica y formidable estatua, adosada a la pared, y la gran plataforma ceremonial a sus pies, con los doce asientos de piedra y el trono, situado justamente bajo la deidad, causaron una profunda impresión al joven arqueólogo. -¡Qué serenidad, qué autoridad, qué aspecto más imponente y respetable! Los escultores de vuestro pueblo son artistas consumados. Pero los que esculpieron esta magnífica 349 representación de vuestro dios principal tenían que estar inspirados por el soplo del genio de la divinidad. Es Tepeu Gucumatz, no hay duda. -¡Qué en su bondad tenga a bien guiarnos a todos! Sí, Luis. Es nuestro padre y nuestra madre, nuestro hacedor y nuestra creadora. Es bondad, sabiduría, inteligencia, poder, perdón, justicia... y sobre todo amor. Amor elevado al infinito. -Eso es algo que me agradó y sorprendió cuando abordé el estudio de los mitos y las creencias del pueblo maya. Esa dualidad explícita, tan bien expuesta en el Popol Vuh, que hace de vuestro omnipotente Tepeu Gucumatz un ser de tal calidad que no es masculino ni femenino. -Tepeu Gucumatz es más que dios o que diosa. Está por encima de esa pequeña diferencia entre los seres. -Te diré una cosa, Ixquimaná. A diferencia de lo que ocurre en la mayoría de las religiones del mundo, en las que se tiende a masculinizar al dios principal, vosotros le consideráis persona divina, ente divino, ni masculino ni femenino. Y te confieso que ello me agradó mucho. Desde muy antiguo en Europa y en Asia, ha existido una actitud global de masculinización de la cultura, de la religión, e incluso del lenguaje. Zeus -o Júpiter-, Jehová y Alá son ancianos venerables poblados de blancas barbas, sentados en su trono celestial. Únicamente en algunas religiones de oriente se ve algo parecido al caso de vuestra deidad. Brahma tiene cierta ambigüedad, en mi opinión, que me hace pensar en un parecido con Tepeu Gucumatz. -Ello no es casual. Al menos así opinan nuestros venerables maestros. Ellos nos transmiten, generación tras generación, datos sobre nuestra historia antigua. Sabemos que procedemos de un pueblo que habitó hace miles de años en Asía. -¡Eso es algo que suponemos muchos de los que estudiamos vuestra cultura, pero que nadie ha podido probar! -Puedes estar bien seguro. Uno de estos días, cuando estés más recuperado, visitaremos un lugar muy especial. Podríamos llamarle nuestra biblioteca, o tal vez, nuestra universidad. Allí 350 podrás averiguar algunas cosas sobre el origen de los pueblos olmeca y maya. -¿No podría ser hoy mismo? -¿Hoy? No. Primero debo pedir autorización a Balam-Acab. No creo que ponga inconveniente, pero antes hemos de solicitar su permiso. -No importa, Ixquimaná. Creo que hay tanto por aprender en este lugar, que el ir poco a poco me resultará bueno. Ahora mismo, por ejemplo, veo esa alta puerta abierta en la pared rocosa, enmarcada por un robusto dintel bellamente esculpido. De su posición próxima al templo de Tepeu Gucumatz y por ese gran glifo o sello real que la corona, puedo deducir que tras la alta pared rocosa junto al templo se albergan las dependencias de vuestro monarca o rey. -En efecto, Luis. Su palacio, por así llamarle, comunica ampliamente con las dependencias del lugar sagrado. En rigor, el propio palacio real merece un respeto próximo al de un lugar divino, y la figura del Halac Vinic sería, teóricamente, la de un semidiós. Pero en nuestro pueblo, por fortuna, le vemos mucho más humano y próximo a nosotros. Y no solo ahora, sino desde tiempos muy remotos. -Pero... ¿A qué te refieres cuando me hablas de vuestro pueblo? -Mira, Luis, contempla a derecha e izquierda. Allá, toda aquella zona situada bajo aquellos riscos. Y aquel muro rocoso formidable junto a aquel bosquecillo. ¿Ves las ventanas y las puertas? Y más lejos, hacia el extremo del centro ceremonial. Y allá arriba, subiendo por aquellos contrafuertes rocosos cubiertos de matorrales. ¿Ves las ventanas casi circulares de algunas viviendas? En este lugar nací, y este es mi pueblo. Pero lo son también todos los que habitan aquí desde hace más de un milenio. Porque en este valle, en este pequeño reducto natural, vivimos un reducido número de descendientes de un colectivo humano que estuvo en el pasado constituido por la unión política y social de doce aldeas, ubicadas en los valles situados a levante. 351 Los restos del principal centro religioso de aquella comunidad, lo que podríamos considerar la capital, son aquellos en que sufriste tu caída. Pero existían otras pequeñas ciudades situadas a escasa distancia en diversas direcciones, hasta un total de doce. Ya en aquellos tiempos, aunque existía la figura del rey o Halac Vinic, era una norma no escrita que para su gobierno se apoyase en el consejo y la ayuda de los doce bataboobs en los aspectos terrenos, o civiles, y en los doce jefes religiosos o ah konoobs en lo que hacía a aspectos relacionados con la religión. En realidad, ambas cosas han ido siempre muy ligadas en los asuntos de nuestro pueblo. Los dioses de la naturaleza rigen los asuntos de los humanos, de manera que son ellos los que nos ayudan y nos ofrecen todos los bienes que de la propia naturaleza recibimos. Hay, pues, que contar con ellos para tomar decisiones que tengan que ver con la siembra y la cosecha, o con la caza o la pesca. -Si entiendo bien, Ixquimaná, habéis mantenido la representación de las antiguas doce aldeas a lo largo de los siglos. Y tu padre, Tohukín, sería el jefe civil de una porción de Tulán Zuivá. -Sí. Y a mí me tocará en el futuro sucederle en ese cargo. -Me has mencionado a los dioses de la naturaleza... -En efecto. Nuestros dioses principales, y ello no ha cambiado con el paso de los siglos, representan a la propia naturaleza y sus diversos aspectos. Así tendríamos al corazón del cielo y la tierra, el señor del relámpago, Kakulhá Hur-Akán, a Yum Chaac, el dios de las lluvias, y en especial, como un compendio de todos los poderes del cosmos y del universo, al gran Tepeu Gucumatz, nuestro padre y nuestra madre a un tiempo, el creador de todo, la fuente de todo. Por otro lado, y relacionado con el sol, está su propio hijo, Itzamaná. Es un bondadoso anciano que cuida de enviar la benefactora energía del astro rey a nuestra tierra. -¿Y los dioses de la guerra? ¿Los dioses sanguinarios? ¿Llegó hasta aquí la influencia de los pueblos guerreros invasores? 352 -Creo que la presencia de esos invasores fue la principal razón de ser de Tulán Zuivá. Como te he dicho, nuestros dioses nos aman, y no nos piden otro tipo de sacrificio que no sea el de ofrecerles parte de los frutos que, por su bondad y amor, nos ofrece la naturaleza. Es por ello que hemos sido desde tiempo inmemorial un pueblo pacífico. Nada hay que abomine más a nuestra sensibilidad que los horribles sacrificios humanos que trataron de imponer los pueblos invasores venidos del lejano septentrión, con su religión basada en crueles dioses guerreros y sanguinarios. Por ello la llegada de esos pueblos supuso una amenaza para nuestro modo de vida. Aun más. Llegó un momento en que supuso una amenaza para nuestro propio pueblo. -¿Cuándo ocurrió eso exactamente? -Hace unos mil cien o mil doscientos años ocurrió la primera señal de peligro. Por culpa de muchas décadas de escasez de lluvias, las plantaciones no resultaban tan productivas como en los siglos anteriores, y muchas familias habían tenido que buscar zonas muy alejadas para disponer allí sus sembrados o milpas. Algunas de ellas habían trabajado las tierras en lugares situados a varios días de camino hacia el noroeste, a una distancia equivalente hasta unos 80 ó 100 kilómetros. Allí llegaron los rumores que hablaban del peligro. En más de una ocasión, al regresar por unos días desde las lejanas plantaciones, algunas familias traían con ellos algún hombre extranjero, enfermo, herido, con la mirada extraviada, que explicaba haber podido escapar del desastre, de la invasión. -¿Y que hicieron tus antepasados? -Sobre ello hay un misterio, un secreto. Balam-Acab me ha dicho que fueron tiempos terribles. Hay un intervalo de tiempo del que no tenemos demasiados detalles. Nuestro pueblo estuvo a punto de extinguirse. Pero providencialmente, los dioses guiaron a los supervivientes hasta aquí. -Ixquimaná, todo esto me parece maravilloso. Creo que viene a confirmar mis teorías. 353 -¿Cuales son tus teorías? -Desde mis primeros estudios sobre las culturas mesoamericanas hubo algo que me llamó la atención. Me refiero a lo que algunos denominan como el colapso. No me pareció posible que la cultura y el saber de un pueblo extraordinario desapareciese casi por completo en breves años. Creo que hubo elementos de peligro, invasores, sequías, guerras... Desde hace tiempo he sostenido la idea de que, posiblemente, el pueblo maya tuvo que refugiarse en el pasado, cuando la península del Yucatán sufrió las invasiones de pueblos venidos del norte que trataron de destruir sus tradiciones y su identidad cultural. Como siempre ocurre, el invasor intenta aniquilar la cultura, y con ella las raíces del pueblo invadido. Primero fueron los toltecas, después los chichimecas o aztecas, más tarde los españoles del período de la conquista. Sin embargo, creo, Ixquimaná, que ya pasaron los tiempos de peligro. Ya no hay invasores, ya no hay hordas guerreras. -¿Lo crees así realmente, Luis? Estás equivocado. Los tiempos mejores no han llegado todavía. Yo diría que las cosas están incluso peor que en otros momentos de nuestra historia. Tú quizás no lo has notado, Luis, pues tu atención ha estado puesta en otras cosas. Podríamos decir que mirabas al pasado, pero si hubieses prestado un poco de atención al presente habrías notado que los habitantes de esta tierra, que no han conocido la libertad en muchos siglos, que han sido maltratados y engañados, están viviendo en condiciones de pobreza, opresión y humillación. Cuando intentan defender sus derechos se les castiga, cuando reclaman justicia, se les encierra. Hay grandes injusticias, mucha corrupción. Sin embargo, nada de todo ello tiene que ver con Tulán Zuivá. Las razones últimas de nuestra ocultación van mucho más allá que la presencia de injusticia en Mesoamérica. Sobre ese tema me gustaría que fuese, un día de estos, el propio Balam-Acab quien te ilustrase. Mientras conversaban, habían avanzado considerablemente en su paseo por el centro ceremonial, y en aquellos momentos 354 alcanzaban el breve camino que conducía a las viviendassantuario de los chamanes. Se hallaban ya en el extremo oriental de Tulán Zuivá. Allí comenzaba el espeso bosque, por cuyo interior discurría el sendero que permitía salir del valle. Ixquimaná mostró a Luis las doce entradas de las estancias de los ah konoobs, abiertas en la superficie del majestuoso e impresionante farallón rocoso. Y le indicó el punto por el que, penetrando en el bosque junto a un cantarín riachuelo, se iniciaba el empinado sendero hacia el mundo exterior. -¡Qué cosa más curiosa! Luis se había fijado en que junto al arranque de la senda, y en posición opuesta al breve camino que conducía hasta las viviendas de los ancianos, el terreno se hinchaba, formando una prominencia o farallón, recubierto de espesa hierba verde en su parte superior, entre la que se veía emerger un pequeño parapeto de piedra, tal vez un resto de alguna antigua edificación. Y situado justo al pie del promontorio, apoyado sólidamente en el formidable cantil rocoso, se erguía un hermoso monolito de piedra de color gris obscuro, una bella estela de unos dos metros de alto y un metro de ancho, y de unos cuarenta centímetros de grosor. Se hallaba situada de manera que una de sus facetas, orientada a poniente, miraba al centro ceremonial. Y precisamente en esa faceta se podía observar, profundamente esculpido en la superficie de la piedra, un signo formado por una elipse atravesada por dos líneas rectas inclinadas, que pasaban por sus dos focos y se cruzaban en un punto situado sobre la propia elipse. La prolongación de las rectas dibujaba un amplio ángulo abierto hacia arriba, en cuyo interior se observaba otro glifo formado por cinco pequeñas circunferencias concéntricas. En el centro del circulo interior completaba aquel misterioso grabado un pequeño sol, con ocho radiaciones a su alrededor. -Dime, Ixquimaná, ¿qué significa ese monolito? -No lo sé a ciencia cierta. Esa piedra siempre ha estado ahí, en ese lugar donde la ves. Balam-Acab me ha dicho en alguna ocasión que si los dioses la han colocado aquí, sus motivos 355 tendrán, y que tal vez deba jugar un papel en su momento, cuando llegue la segunda era. -¿Cuándo será eso? ¿Y qué ocurrirá en esa segunda era? -Tiene que ver con la razón de ser de este lugar. Pediremos a Balam-Acab que te lo explique. Él es el más indicado para ello. -Es curioso... Luis seguía mirando intrigado a aquella piedra y la imagen esculpida en su superficie. -¿Qué es lo que te sorprende? -Tengo la sensación de que esa señal me resulta familiar. Creo haberla visto hace poco tiempo. No estoy seguro... creo que la he visto esculpida en algún lugar allá abajo en la selva, en los monumentos del enclave donde se produjo mi caída. -Es posible. ¿Qué te parece si regresamos ya? -Empiezo a estar cansado. Deja que me siente aquí unos minutos. Aprovecharé para dibujar una perspectiva de vuestro pueblo. Y sacando una cuartilla de papel y la tablilla de madera, Luis tomó asiento en un pequeño banco de piedra, frente al dintel de la primera de las viviendas, y con trazó rápido y elegante, comenzó a dibujar el valle que se abría frente a ellos. 356 IV Al día siguiente, el viernes 6 de mayo, en su segunda salida al exterior Luis pudo por fin conocer a Mahukané. Tenía gran curiosidad por conocer al Halac Vinic. Sabía, por lo que de él le habían comentado sus anfitriones, que el joven rey era poco más que un muchacho. Se vio obligado a asumir el regio cargo cuando contaba apenas doce años de edad, por la muerte prematura de su padre, el gran Halac Vinic Mahukané Tzunultín, de ello hacía ya diez años. Contó desde el primer momento con la ayuda inestimable del bondadoso Balam-Acab quien, del mismo modo que en su día había guiado y orientado a su padre en sus primeros años como rey, no vaciló en aplicarse con cariño y bondad, pero al mismo tiempo con firmeza y energía, a la tarea de hacer de aquel niño un hombre y un rey extraordinarios. Y aquella mañana Luis tuvo la oportunidad de verle a escasos metros de distancia, en una especie de audiencia o sesión pública. Había sabido, por lo que le había contado Ixquimaná, que cada mes, tras el primer cuarto de la luna, el Halac Vinic dedicaba unas horas a ese tipo de recepciones. No pudo entender todo lo que se comentó durante la audiencia, pero captó algunos fragmentos. De lo que allí se habló, Luis tuvo el convencimiento de que, con todo y ser aquel lugar un centro ceremonial oculto al mundo, no estaba ni mucho menos aislado del mismo. Algunos de los participantes en la audiencia afirmaban venir del mundo exterior. Luis tenía incluso la sospecha de que Ixquimaná debía de haber pasado algún tiempo fuera del valle. Su castellano casi perfecto y su cultura hacían pensar que pudo haber cursado estudios en alguna ciudad de Méjico o Guatemala. Para la audiencia o recepción, Mahukané se sentó en un de trono de piedra, colocado sobre una curiosa plataforma semicircular de unos dos metros de diámetro. La plataforma estaba formada por la cara superior de un gran semicono truncado de piedra, de unos tres metros de altura, adosado al pie de un alto farallón rocoso. Se ascendía hasta la misma por una 357 escala labrada en la superficie lateral del semicono. El lugar de la audiencia se hallaba situado en la parte más alta de la avenida central, próximo al templo de Kakulhá Hur-Akán. Alrededor de la plataforma, que permitía que en cualquier momento durante la recepción el rey estuviese siempre situado a un nivel mayor que sus súbditos, existían tres semicircunferencias concéntricas grabadas en el suelo. La más próxima de estas marcas rodeaba a la propia plataforma, delimitando una estrecha franja de poco más de un metro y medio, en la que, al parecer, nadie debía situarse. Entre la primera y la segunda línea, se delimitaba un espacio de unos cuatro metros de amplitud. Finalmente, la línea exterior delimitaba una superficie aun de mayor amplitud, al hallarse a unos seis metros de la segunda. De manera que entre aquellas líneas quedaban perfectamente delimitadas dos superficies de forma semilunar. En esas superficies se habían situado una serie de personas. En el semicírculo interior, el más próximo al rey, se habían colocado doce bellos asientos, tejidos con cintas entrelazadas como de mimbre. Los asientos en cuestión fueron ocupados por los doce ancianos chamanes. Balam-Acab, el bondadoso y sabio anciano, a cuya ciencia médica debía Luis el que sus heridas llevasen camino de completar una rápida curación, ocupó el asiento situado en el extremo a la derecha del joven rey Mahukané. En el semicírculo exterior, bastante más ancho, se situaron numerosos hombres y mujeres, algunos de ellos muy jóvenes, formando grupos alrededor de los doce jefes de familia. En cuanto a Luis, fue colocado en una cómoda silla en el centro de dicho semicírculo exterior, de manera que tenía al joven rey mirando prácticamente hacia él. Ixquimaná se colocó a su lado, y Humnkabú y Tzuninhá detrás de él. Luis comprobó que, tal y como le habían comentado, Mahukané era tan solo un muchacho. Le pareció encontrar en él algo de familiar. Ello era debido a que tenía cierto parecido con un compañero de curso que había tenido es su último año de licenciatura. Si no recordaba mal, se trataba de un becario 358 hondureño que estudiaba historia en Sevilla por un acuerdo entre los ministerios de educación de Honduras y España. No dejaba de ser curioso que aquel joven, hermoso y de agradable aspecto, cinco años más joven que Luis, fuese la máxima autoridad en aquel centro ceremonial, en aquel santuario perdido. Pero lo cierto es que su expresión y su mirada denotaban una personalidad adulta y madura, y un carácter bondadoso y recto. Sin duda que todo ello era fruto de la tutoría y la educación de su magnífico maestro, aquel hombre extraordinario al que todos conocían como Balam-Acab el venerable. Con la natural curiosidad de un estudioso de las culturas antiguas, Luis tuvo la oportunidad de fijarse con detalle en la vestimenta de aquellas gentes. Para la ceremonia o audiencia todos ellos vestían prendas cómodas y sencillas, y lucían variedad de adornos o complementos a los que eran, al parecer, muy aficionados. Los doce chamanes llevaban unas sencillas túnicas que les llegaban hasta las rodillas, sujetas con un grueso cordel en la cintura. Calzaban unas simples sandalias y de sus cuellos pendían unos medallones con los distintivos correspondientes a su categoría de ah konoobs. Mahukané vestía una túnica similar, de tela de algodón de vistosos colores, y ornada en todos sus márgenes con unos bellos bordados. Cubría su cabeza con un tocado de hermosas plumas de quetzal, y ceñía en una mano un pequeño cetro dorado con unos formidables rubíes y unas grandes piedras preciosas de color azul obscuro. Su calzado era algo más sofisticado que el de los demás. Sus mocasines de suave piel se prolongaban por las pantorrillas con unas cintas que zigzagueaban hasta la proximidad de las rodillas, donde quedaban sujetas por un par de brazaletes dorados. Finalmente, de acuerdo con su elevada categoría y rango, cubría su espalda una pequeña capa de piel de jaguar. Los demás asistentes, los componentes de los doce grupos sociales, los bataboobs, sus esposas, sus hijos y sus hijas, vestían con telas de diversos colores, algunas totalmente lisas, otras con hermosos dibujos y bordados, y componían un bello grupo 359 alrededor de los chamanes y del joven rey. Las mujeres llevaban en muchos casos los cabellos recogidos por medio de una gran cinta de tela, cuyos colores hacían juego con el chal que cubría sus hombros. Todas llevaban pulseras, agujas en el cabello, collares y otras joyas y adornos de obsidiana, jade o, simplemente, de madera. Algunos de los hombres se cubrían la cabeza con unos gorros o quitasoles en forma de embudo. Aunque aquellas gentes eran de estatura inferior a la que se consideraría habitual en la raza blanca, Mahukané rompía en cierto modo esta apreciación. En ningún momento pudo Luis establecer comparaciones, pues el joven rey permaneció sentado en su trono prácticamente todo el tiempo, pero le dio la impresión de que debía ser de los más altos entre los jóvenes del valle. Una cosa le quedó muy clara: aquel joven tenía ganados totalmente el respeto y el aprecio de su pueblo. Y esto último era especialmente cierto en el caso de Balam-Acab. El buen anciano quería al joven como a un hijo propio. Luis no pudo dejar de sonreírse cuando le vio aprobando en silencio con orgullo y satisfacción todas las acertadas y juiciosas intervenciones del Halac Vinic en la audiencia. Sin embargo... bien, no estaba seguro de ello, pero creyó haber visto por unos instantes temor o ansiedad en la expresión de Balam-Acab. Un sobresalto, una preocupación. Ello coincidió con unos instantes en que Mahukané, tal vez para aclarar sus ideas, había permanecido con su frente apoyada en las manos y mirando hacia el suelo. Fueron unos segundos nada más, pero le pareció ver a Balam-Acab muy preocupado. Sin embargo, al ver levantar de nuevo la cabeza al rey, y al comprobar el brillo y la viveza de su mirada, el chamán recobró la serenidad. En ese momento ocurrió, no obstante, otra cosa curiosa. Balam-Acab miró hacia Luis, y con su expresión bondadosa y su sonrisa dio la sensación de querer decirle algo. Luis pensó que más tarde, de vuelta a la casa de Tohukín, si Balam-Acab acudía con ellos hasta allí, cabía la posibilidad de que pudiese preguntarle sobre lo ocurrido. Pero en contra de sus 360 previsiones, Balam-Acab no acudió aquel día a visitarles. De manera que cuando quedó solo en la celda que le habían asignado como habitación, se sentó en la banqueta de madera junto a la tosca mesa que allí habían colocado, y tomo papel y lápiz y se dispuso a anotar sus impresiones sobre los últimos acontecimientos. De sus conversaciones con Ixquimaná había podido ir haciéndose una idea, más o menos aproximada, del significado de aquel valle, de la razón de ser del mismo. Iba comprendiendo los motivos por los que en un tiempo pasado se ocultaron allí, e iba deduciendo las razones que les llevaron a permanecer ocultos del resto del mundo, por espacio de más de mil años. De todo ello debía hablar con Balam-Acab, pues veía que cuantas más cosas iba averiguando, más seguro estaba de que aquel era el lugar que tanto tiempo había estado buscando. Sin embargo, había algo que no encajaba. No sabía precisar por qué, pero tenía la sensación de que aquellas gentes no eran tan distintas de los mayas del mundo exterior como había pensado en un primer momento. Intentaba centrarse y analizar fríamente todo aquello, pero le costaba un gran esfuerzo. Allí se hallaban, ocultos del mundo, durante más de mil años, aquellos descendientes del sabio pueblo que habitó Mesoamérica en el pasado. Pero... ¿eran los herederos del saber, de la ciencia, del conocimiento de sus antepasados? ¿Dónde estaba ese acervo de sabiduría? Algo como la vaga percepción de una respuesta a estas cuestiones parecía querer abrirse paso en sus pensamientos. Presentía que estaba a punto de comprender muchas cosas. Decidió dejar la mente en blanco y descansar. Se acostó en el lecho, cerró los ojos y, respirando pausada y profundamente relajó su cuerpo y su mente. Y muy pronto acudió el sueño reparador. Durmió profundamente aquella noche. Y en sus sueños creyó ver las escenas de un pueblo sabio y culto, organizado y práctico, que utilizaba juiciosamente los recursos naturales, que construía 361 magníficos palacios, observatorios, y acogedoras viviendas. Que tenía por principios la paz y el respeto a los demás, que rechazaba la guerra y los sacrificios humanos. Y este pueblo era regido por unos hombres bondadosos, generosos, y plenamente capaces de gobernar en forma justa y equitativa. 362 El Templo de la Memoria I T res días después de su primer paseo por la hondonada, el domingo 8 de mayo, Ixquimaná despertó a Luis muy temprano, con las primeras luces del día, y le indicó que se dispusiese para llevar a cabo una excursión que a buen seguro iba a interesarle mucho. -¡No me digas! ¿Vamos a conocer ese lugar del que me hablaste el otro día? ¿Cómo me dijiste? ¿Vuestra universidad? ¿Vuestra biblioteca? -En realidad, el lugar que vamos a visitar esta mañana es un poco de cada cosa. Lo cual tiene su lógica, después de todo. ¿O es qué puede existir una universidad sin bibliotecas? -¿Vendrá Balam-Acab con nosotros? -Hablé con nuestro maestro Balam-Acab. Está de acuerdo en que te mostremos el lugar. Y, por supuesto, nos acompañará. Llegará en unos minutos. Aprovechemos para comer y beber alguna cosa. Efectivamente, al poco rato llegó el chamán llevando con él tres sólidos bastones, elaborados con un ligero pero resistente 363 leño. Dio uno Luis y otro a Ixquimaná, guardando para él el más corto. -Vamos, muchachos. Partamos ya. ¿El por qué de los bastones? Nos serán de utilidad para nuestro camino por la senda del riachuelo. Para ti, por tu estado de convalecencia, y para mí, por mi edad. Y aunque Ixquimaná podría prescindir de su apoyo, conviene que disponga del mismo por si nos ha de ayudar en algún momento. Vamos. Salieron de la vivienda y emprendieron la marcha, no por la senda central de la hondonada, sino por un camino ligeramente pedregoso que progresaba primero al pie de las estribaciones que cierran a poniente el valle, y que se mantenía después en la proximidad de sus paredes septentrionales. A medio camino entre la vivienda de Tohukín y la parte más alta del centro ceremonial encontraron una ladera de fuerte pendiente cubierta de una espesa masa de arboleda formada por unos arbolillos de escasa altura. La inclinada ladera se extendía hacia lo alto, hasta perderse en el espesor de una densa masa de nubes algodonosas, que ocultaban su porción más alta. Aquella ladera, aquel plano inclinado del territorio, mostraba una profunda hendidura, como un tortuoso corredor natural de altísimas paredes, que se perdían a lo alto en el espesor de la masa nubosa. Seguramente era el resultado del trabajo de erosión, lento pero permanente, de una estrecha corriente de agua, apenas un riachuelo, que a lo largo de miles de años había ido excavando aquella estrecha cárcava, hasta constituir aquella húmeda y profunda hoz. Cuando llegaron a la entrada de la hendidura, penetraron en la misma y, con la ayuda de los bastones, avanzaron por un estrecho sendero, que discurría unas veces a derecha del riachuelo, otras veces a su izquierda. En los puntos en que la corriente de agua clara y cristalina cruzaba el sendero, se habían dispuesto unas piedras que permitían atravesar de un lado a otro sin mojarse los pies. El rumor del agua al discurrir sobre el 364 pedregoso lecho y al rodear aquellas piedras, era prácticamente el único sonido que se oía en aquella profunda depresión. En algunos lugares, a medida que penetraban en el espesor del macizo montañoso adentrándose por la impresionante quebrada, tuvieron que andar con cuidado de no mojarse, pues por las paredes de roca resbalaban aquí y allá pequeñas corrientes de agua, que venían a sumarse al riachuelo central. En otros puntos, por el contrario, las paredes eran menos húmedas, y daban albergue a una vegetación formada por densas frondas de magníficos helechos de color verde obscuro. Su marcha por aquel húmedo corredor natural se prolongó por espacio de unos veinte minutos, durante los cuales Luis permaneció silencioso, observando con asombro la insólita naturaleza y disposición de aquel lugar. ¡Quién podría imaginar, viendo el macizo montañoso desde la lejana selva yucateca, que en su interior se pudiese engendrar aquel microclima! ¡Quién podría tan solo llegar a suponer que en aquel valle oculto se hubiese forjado, por el trabajo de erosión de las aguas, aquel hermoso y profundo espacio natural! Había algo de irreal y fantástico en todo aquello. Era evidente que el lugar existía: Luis se hallaba en él, lo pisaba, lo veía, lo admiraba. Pero en su espíritu se manifestaban sensaciones difíciles de describir. Tenía el íntimo convencimiento de que si había podido llegar hasta allí era por una sucesión de hechos que parecían responder a un plan preconcebido. Sonrió al darse cuenta del alcance y significado de sus propios pensamientos. ¿Quién podía haber previsto y programado todo cuanto le había sucedido? ¿Los dioses? Pero... ¿es qué existen los dioses mayas? Ixquimaná interrumpió los pensamientos de Luis. Tal vez intrigado por el pensativo silencio en que veía sumido al joven, le puso una mano en el hombro, y le miró con curiosidad. -¿En qué piensas, amigo mío? ¿Dónde está tu espíritu en este momento? -¡Ay, Ixquimaná! ¡Que poderoso es el ambiente que se respira en este valle! No sabría bien como explicártelo. Por unos 365 instantes me he sentido parte de un plan. He sentido que todo cuanto nos ocurre está previsto y dispuesto por los dioses. -Es que es así en realidad. No somos nuestros dueños, ni tampoco nuestras vidas nos pertenecen. Nuestros chamanes nos lo han enseñado: se hará siempre según su voluntad. -Me refería a algo distinto. No sé como decírtelo... a algo más cercano, más directo. Balam-Acab, que venía siguiéndoles a escasa distancia, pudo alcanzarles, pues los dos jóvenes se habían detenido mientras conversaban. -Nuestro joven sabio tiene una sensibilidad especial, Ixquimaná, como ya te he hecho notar en otros momentos. No es ahora la ocasión para explicaciones detalladas, Luis. Sin embargo, quiero que sepas que esas sensaciones, esa vivencia de estar al servicio de la voluntad de nuestros divinos y amados benefactores me demuestran que eres poseedor de un alma sensible. Solo un espíritu noble, dotado de un auténtico amor por el conocimiento, lleva a un hombre a ser receptivo para esos sentimientos. Es por ello que deseo que alcancemos pronto ese lugar al que vamos, porque allí vas a ver, oír y conocer cosas que te sorprenderán. -¿Nos falta mucho aun? -Muy poco ya. Apenas unos cientos de metros. Vamos. Tal y como había dicho el sabio chamán, un poco más adelante del punto donde se habían detenido brevemente para conversar, alcanzaron finalmente el esperado lugar. De improviso la profunda hoz se abrió, la húmeda cárcava se ensanchó bruscamente, y se hallaron en un espacio abierto, levemente iluminado por la luz que procedía, tamizada y difuminada, de lo alto. Frente a ellos se mostró una pared de roca adornada por bellas esculturas dispuestas alrededor de una serie de grandes aperturas. El trabajo llevado a cabo en el pasado para esculpir aquel bellísimo frontal tuvo que ser de considerable dificultad, 366 pero el resultado tenía que haber dejado satisfechos y orgullosos a los artistas que, tal vez durante años, trabajaron allí. Lo más parecido a aquel lugar que recordaba Luis, era el misterioso y bello pórtico de las ruinas de Petra, en la antigua capital del reino de los nabateos, situada en un lejano valle entre el mar Rojo y el mar Muerto. En realidad eran diferentes sus esculturas, pues no había aquí frisos o columnas. Pero la situación, la majestuosidad, la disposición del conjunto le recordaba de una manera especial aquel otro lugar. Le ocurría como cuando se ven dos cuadros de un mismo autor, sobre temas distintos: se reconoce algo de similar en la fuerza expresiva, o en el color, o en el trazo. Sin embargo... ¿Qué podía haber en común entre unas ruinas situadas en la lejana Asía y aquel hermoso y majestuoso muro lleno de esculturas? Era evidente que sus autores no podían ser los mismos. En ese caso ¿a qué se debía aquella familiaridad en el aspecto? ¿Por qué aquel conjunto de esculturas en la pared rocosa que cerraba la profunda cárcava le recordaban a Luis, de manera casi obsesiva, unas ruinas situadas en Asía? En realidad, la hipótesis de que las civilizaciones que habitaron en el pasado lugares tan diversos como Mesoamérica, Asia Menor, e incluso Egipto, hubiesen tenido acceso a una fuentes de saber o de conocimiento comunes había sido defendida en algunas ocasiones por ciertos historiadores, a los que por ese motivo, precisamente, se les consideraba poco 'ortodoxos'. Era la suya una hipótesis tal vez descabellada, inverosímil, improbable. Pero en ningún caso podía decirse que fuese una hipótesis definitivamente falsa. Luis recordó algunas de las más claras coincidencias entre el arte y la cultura de los pueblos de la antigua Mesopotamia y otros puntos del viejo mundo, y el arte de los pueblos mesoamericanos. Un ejemplo muy claro lo constituían los zigurats, equivalente sumerio de las bellas pirámides escalonadas de los mayas. Uno podría pensar que el mismo maestro arquitecto adiestró a los pueblos mesoamericanos, a los sumerios y a los egipcios, cuya 367 pirámide escalonada de Zoser, en Sakkara, antecesora inmediata de las grandes pirámides de Gizé, respondía a un patrón similar. Y ello sin olvidar los rasgos orientales y las vestimentas de aspecto claramente asiático de muchas esculturas y altorrelieves mayas. O las representaciones de seres con cabeza de elefante en algunas estelas. O los coincidentes arcos en forma de uve invertida, presentes en varios enclaves mayas, e idénticos a otros encontrados en las ruinas de la antigua Micenas, en el Peloponeso. Todo ello llevaba a pensar que, probablemente, los artistas mesoamericanos y los artistas sumerios, cretenses y egipcios, entre otros, tenían un nexo cultural histórico común en un pasado muy lejano. Sobre este tema, precisamente, de ser cierto lo que le había adelantado Ixquimaná el día que dieron su primer paseo por el valle, su visita a aquel lugar podría resultar muy esclarecedora. Ixquimaná y Luis se habían detenido para admirar la amplia y hermosa fachada de aquel santuario. Mientras tanto, BalamAcab se adelantó hasta situarse frente a la gran entrada principal, situada en el centro del conjunto. No tardaron los dos jóvenes en seguir los pasos del anciano chamán, y situarse junto a él, al pie del arco esculpido que cerraba la parte superior de la entrada de aquel formidable y bello lugar. Dieron unos pasos más, y penetraron en el interior de un amplio espacio abierto en las entrañas del macizo montañoso. Diversos ventanales excavados en las parte más alta de la fachada frontal permitían la entrada de la luz del día, de modo que el amplio espacio interior estaba suavemente iluminado en la parte más próxima a su entrada. Sin embargo, la parte más profunda, en la que se veía el inicio de dos obscuros corredores, estaba iluminada por unas teas o antorchas colocadas en soportes fijados a las paredes. Guiados por el anciano se dirigieron hacia allí. Mientras lo hacían, Luis contempló con asombro y admiración que buena parte de las paredes interiores estaban cubiertas por un gran número de hermosas esculturas, la mayoría trabajadas en la propia piedra, en bajos y altos relieves y 368 dispuestas en numerosos grupos. Cada uno de ellos era, como si se tratase del retablo de una iglesia románica, el relato o la descripción de una serie de hechos del pasado. Comparados con ellos, los glifos en estuco de la pirámide que viese en la selva días atrás eran apenas una insignificancia. No obstante, por su singular situación en aquel enclave - el 'umbral', como lo solían llamar en el valle - aquellos debían tener un valor especial. Por el contrario, la ornamentación de los muros de este lugar no trataba de transmitir un mensaje intenso y resumido, sino que ofrecía una serie de informaciones sobre numerosos hechos y acontecimientos. Y por el carácter de algunos de los grupos escultóricos, en ocasiones se trataba de hechos que podían calificarse incluso de intrascendentes. Llegados a la parte más profunda del recinto, junto la entrada de los dos obscuros corredores, Balam-Acab se detuvo y se dio la vuelta, elevando los brazos, para señalar todo el conjunto de esculturas. -Al igual que ocurriese en otras culturas y en otros pueblos, parte de nuestra historia se ha perdido. Una parte de nuestro pasado es obscura e incierta para nosotros. Incluso contando con la ayuda de este venerable y sabio lugar, al que por su significado conocemos como el Templo de la Memoria, muy poco sabemos de lo que ocurrió en aquellos años de infortunio en los que nuestro pueblo estuvo a punto de perecer. Sabemos que los últimos supervivientes llegaron guiados hasta este valle de refugio. Pasaron entonces decenios, tal vez siglos. Fueron tiempos muy duros, de gran trabajo y esfuerzo. Hubo además en aquellos días uno o más terremotos, lo que los hizo aun más difíciles. -Pero aquí, en Tulán Zuivá, vuestros antepasados estaban a salvo. Tenían por fuerza que estarlo. -A salvo estaban, sí. -Sin embargo, en esas circunstancias... ¿Sufrieron también el colapso cultural del fin del período clásico, ese declive brusco 369 cuyas causas no son bien conocidas, y que les llevó a perder un status privilegiado de conocimiento y de sabiduría? -Lo mismo fuera que dentro de este valle los tiempos fueron muy duros. Sin embargo, hay una diferencia. Aquí, una vez recuperados, hemos vivido a salvo de invasiones y de ataques, hemos podido mantener la pureza de nuestra forma de vida, de nuestra religión y de nuestras creencias. -Pero vosotros tenéis que tenerlo... -¿A que te refieres, Luis? -Yo le comprendo, Ixquimaná. Luis se refiere al legado cultural de nuestros antepasados. -¡No puede haberse perdido! ¡Vosotros tenéis que ser sus depositarios! ¡No puede ser de otro modo! -No te apresures a sacar conclusiones, mi joven amigo. No te quepa duda de que este lugar es aquel que has buscado con esfuerzo e ilusión durante estos meses. Es cierto. Somos los depositarios de una gran cantidad de conocimientos, de formidables tesoros de sabiduría y de ciencia. -¿Y donde están? ¿Aquí en este templo? -Aquí en este lugar reside una parte de nuestro pasado y de nuestra historia. Enseguida pasaremos al interior, y podrás comprobarlo. -Tiene razón Balam-Acab. Este lugar es nuestra escuela del pasado, a la que acudimos todos para conocer la historia de nuestro pueblo. -Dejaremos que sean los sacerdotes los que te den luz sobre el pasado de Tulán Zuivá, y sobre los tiempos anteriores, sobre el pueblo que habitaba allá abajo en la selva y que halló refugio y salvación en este valle. Vamos, entremos. Balam-Acab se hizo a un lado, e indicó a los dos jóvenes que le precediesen. Ixquimaná tomo del brazo a Luis, y guiándole le llevó a través de un negro corredor. Con el anciano siguiéndoles a corta distancia, caminaron poco más de veinte metros y de forma súbita, al doblar un brusco recodo, apareció ante sus ojos un lugar sorprendente, una amplia sala circular de unos quince metros de 370 diámetro. Sus paredes, a partir de una altura de unos diez metros convergían hacia arriba en forma cónica hasta limitar un orificio circular, por el que penetraba la luz del día. Aquellas paredes estaban completamente recubiertas por una serie de urnas o alacenas de piedra, divididas en varios segmentos por unos tabiques horizontales, y cerradas por unas láminas o cubiertas de un material transparente, similar al cristal. En su interior Luis pudo distinguir, perfectamente conservados y cuidados, unos rollos de un material cuya naturaleza no acertaba a situar en el reino animal o en el vegetal. Podría tratarse de algo similar al papiro o pergamino, o tal vez fuesen derivados de pieles de animales, elaboradas de manera parecida a los famosos códices mesomaricanos. Se los veía meticulosamente ordenados y agrupados, clasificados en espacios delimitados por unos finos tabiques de madera. En la escasa superficie de los rollos que quedaba expuesta a la vista, se podían observar unos maravillosos dibujos coloreados. -Excepto por el hecho de que se hallan enrollados en vez de plegados, uno diría que estos documentos son muy parecidos a los códices. -No vas desencaminado. Esta lugar o biblioteca está a cargo de una de nuestras familias desde hace centenares de años. Cuidan de los rollos, y en caso improbable de detectar deterioros, los restauran mediante una técnica sólo por ellos conocida. -¡Que interesante! Pero Balam Acab, los pocos códices que escaparon a la ignorancia, el fanatismo o la codicia de los conquistadores, no son rollos como estos. -Explícale, Ixquimaná, lo que eran en realidad los códices. -Estos rollos son todos documentos originales. Dibujados sobre un material obtenido a partir del tallo de una planta parecida al papiro y que tiene sus mismas propiedades, resisten perfectamente el paso del tiempo. Cuando en ocasiones se deseaba obtener copias, especialmente las destinadas a ser enviadas a lugares lejanos, se utilizaba una material distinto, obtenido de pieles curtidas, que permitían un fácil plegado. Y esas 371 copias son lo que habéis dado en llamar 'códices'. Y por ello se encontraron siempre lejos de su origen. -¿Qué contienen estos documentos? -En realidad, aquí descansa buena parte de nuestra historia y de nuestra cultura. Aquí, y en las mentes de los sabios sacerdotes. -No te entiendo. -En el interior del templo, donde pasaremos a continuación, viven unos sacerdotes que, entre otras tareas, tienen a su cargo la educación y formación de los jóvenes. Periódicamente los reúnen y les relatan páginas hermosas de nuestra historia, aspectos de nuestro pasado que no deben ser olvidados. Para ello, han aprendido el contenido de los textos aquí almacenados. -¿Lo han aprendido totalmente? ¿De memoria? -Parece imposible, ¿Verdad? Bien, debo decirte que se trata de los más capacitados de nuestros chamanes, y que solo alcanzan la responsabilidad de esta tarea los más inteligentes, los mentalmente más poderosos de entre todos los chamanes de nuestro pueblo. Ellos son, además, los encargados de escribir nuevos rollos que recogen los hechos que van acaeciendo, y los incorporan al fondo cultural de la biblioteca. Por otro lado, creo que en realidad no tienen en su memoria el total contenido de sus escritos, de la misma manera que no tienen los profesores de las universidades en su mente todo el texto de los libros. Pero tendrías que oír alguna de sus pláticas: son maravillosas. Durante varias horas mantienen a los jóvenes como encantados con el relato vigoroso y claro de los hechos y de los conocimientos. Luis se acercó a una de aquellas urnas. Permaneció unos instantes mirando con atención aquellos documentos singulares. En su superficie, los hermosos dibujos coloreados parecían tener vida propia. Luis pensó en lo afortunados que eran los habitantes del valle por poseer aquel conjunto de conocimientos puesto en forma de glifos o escritura jeroglífica. Se volvió hacia Balam-Acab e Ixquimaná, que le miraban en silencio, sonrientes, viendo el profundo interés del joven arqueólogo. 372 -Creo, venerable maestro, que la existencia de estos rollos o códices ha debido facilitar mucho la transmisión del acervo cultural de vuestro pueblo, generación tras generación. Es curioso, Ixquimaná. Esto os vendría a situar en un punto intermedio entre los pueblos primitivos desprovistos de escritura y los pueblos modernos con un lenguaje escrito asequible a todos o casi todos los ciudadanos. Aquí tenéis la posibilidad de mantener en un soporte escrito, por decirlo de alguna manera, la cultura, la historia, el saber y las tradiciones del pueblo maya. Pero al quedar reservado a unos pocos el conocimiento de la interpretación de estos escritos, es precisa la presencia de los "narradores de leyendas". Esa tarea les corresponde, a lo que veo, a esos sacerdotes educadores que me habéis mencionado. -A los que podrás consultar dentro de unos minutos, joven curioso, impaciente por saber de nuestro pasado.- le contestó Balam-Acab, con una sonrisa. -¿Qué son los "narradores de leyendas"? -Supongo, Ixquimaná, que Luis se refiere a algo parecido a nuestros sacerdotes, los depositarios de la memoria. -Supongo que sí. Muchas veces en mis clases de historia antigua, al tratar del estudio de la prehistoria, he tenido la oportunidad de exponer ese tema a mis alumnos y alumnas. Son, o mejor dicho, fueron un elemento importantísimo en algunas culturas y etnias primitivas desprovistas de escritura, y podemos suponer que por extensión, jugaron un importante papel durante decenas de miles de años entre los humanos de la prehistoria. Imaginaos a los hombres del paleolítico inferior. Quiero decir, a los seres humanos que poblaban lo que hoy es Asia y Europa, hace tal vez cien o doscientos mil años. Pensad en sus tímidos progresos culturales. Un tipo de piedra que se deja tallar más fácilmente, una planta que debe ser evitada pues daña la salud, un aspecto del cielo que permite presagiar la llegada de lluvias... ¡Cuántas veces algún antepasado nuestro hacía alguno de esos descubrimientos, y su experiencia se perdía para siempre! Fue necesario que se estructurase un lenguaje hablado lo bastante 373 completo como para poder transmitir de padres a hijos los mínimos progresos de aquellos humanos primitivos. Por ello, durante uno o tal vez dos millones de años, los primitivos homínidos, los pitecántropos y demás familia, apenas progresaron culturalmente. Fue preciso que determinadas áreas de sus cerebros evolucionasen hasta permitir la articulación del lenguaje. Llegado ese momento, la transmisión del mínimo saber adquirido pudo llevarse a cabo, y lo que aprendía una generación podía ser comunicado a la generación sucesiva. Y llegó un momento en que los pueblos primitivos dispusieron de un acervo cultural considerable. Y una parte importante de este acervo la constituían los aspectos prácticos de la vida y del trabajo. Pero otra no menos importante y que daba personalidad y enjundia a aquellos pueblos era su cultura. Es decir, los primeros mitos, sus primitivas creencias, y su historia. El ser conscientes de existir desde antiguo, y tener recogidos en la memoria colectiva hechos pasados, hazañas de algún tipo. El tener raíces y cultura propia, en definitiva. Pues bien, llegado ese punto, la transmisión oral del saber, de generación a generación, constituye una necesidad fundamental y básica. Perder la cultura, olvidar las raíces, significaría perder la propia identidad como pueblo. Y el conjunto de leyendas, hechos pasados y mitos, debía transmitirse por la tradición oral. Y fue entonces cuando en muchos pueblos primitivos surgieron los "narradores de leyendas". En determinadas épocas reunían a la tribu, y durante horas llevaban a cabo los relatos épicos, recitaban las leyendas y rememoraban la historia. Para ello, al igual que los chamanes para sus contactos con los dioses, recurrían a estimulantes de origen vegetal, que les abrían páginas de la memoria subconsciente y les conferían el vigor y la resistencia necesarios. -Sin embargo, con el descubrimiento de la escritura su tarea dejó de ser importante. -En realidad, debió de transcurrir mucho tiempo a medida que iban pasando a lenguaje gráfico, cuneiforme, jeroglífico o del tipo que fuese, todo su saber. Pero ciertamente, llegó un 374 momento en que pasaron el testigo, por decirlo de alguna manera, a los escritores e historiadores, y estos fueron el elemento capital en la transmisión del saber durante muchísimos siglos, tal vez milenios. -De todas maneras, estarás de acuerdo conmigo, Luis, en que, aun en el presente, la tradición oral tiene gran valor. -Ciertamente. Existe una sabiduría popular, existen unas normas y tradiciones, que se transmiten de padres a hijos generación a generación. Pero el grueso de los conocimientos de un pueblo está seguro cuando ha sido depositado en los libros. Y como yo te comentaba al principio, Ixquimaná, si el saber depositado en las bibliotecas no es accesible directamente a todos los que deseen estudiarlo, y la interpretación de los textos se confía a una élite reducida, será preciso el papel de algunos elementos de esa élite que lleven a cabo una tarea parecida a la de los narradores de leyendas. Con la diferencia de que podrán a su criterio cribar la información, y transmitir aquello que les parezca conveniente y guardar para ellos aquello que crean que les puede conferir ventaja sobre el pueblo en un momento dado. -Puedes estar seguro de que nuestros nobles sacerdotes custodian el saber para el bien de todo Tulán Zuivá. -¿Pero fue así en toda vuestra historia? -¿A que te refieres? -Algunos estudiosos opinan que, al menos en algunas de las ciudades o reinos mayas, la clase sacerdotal dominante abusó en exceso de su poder, y acabó exacerbando en tal forma a las clases humildes y campesinas, que estas se revelaron. -Dices bien, Luis. Así ocurrió en numerosos reinos. Sus gobernantes y sus jefes religiosos dejaron de lado los nobles consejos emanados de la bondad de los dioses. Ello precipitó su caída y fue su perdición. Pero nuestro pueblo, nuestra mancomunidad, mantuvo su fidelidad a todas aquellas normas que el hijo de nuestro venerado Tepeu Gucumatz nos enseñó hace muchísimo tiempo. -¿El hijo de Tepeu Gucumatz? ¿A quien os referís, maestro? 375 -A Gucumatz, el civilizador. Pero frena, joven sabio, por unos instantes tu curiosidad. Penetremos un poco más en estos nobles lugares. Vas a poder recibir una adecuada respuesta a muchas de las cuestiones que surgen en ti en este momento, de boca de los depositarios de la memoria. Vamos. Guíanos, Ixquimaná. Tal y como le pedía el anciano, Ixquimaná se dirigió a una pequeña puerta situada en el otro extremo de la sala circular. Balam-Acab posó su mano en el brazo de Luis y le invitó a continuar el camino. 376 II Las sorpresas que aquel lugar iba ofreciendo a Luis, a medida que avanzaban por los profundos corredores, no parecían haber concluido. Las dos estancias que habían visitado le habían llenado de confusas y contradictorias sensaciones. Si bien todo parecía indicar que aquel era el lugar al que tanto había deseado llegar, iba creciendo su sospecha de que las cosas no eran totalmente como él hubiera esperado que fuesen. Estaba en el lugar de la leyenda, pero aquel no parecía ser el lugar de la leyenda. Se hallaba en el refugio de los depositarios de los tesoros, del legado de la ciencia y el saber del magnífico pueblo maya del pasado, pero aquellas buenas gentes de Tulán Zuivá no parecían poseer conocimientos mucho mayores que los de los mayas yucatecos, los lacandones o los cakchiqueles. Sin embargo, si bien allí casi todo era igual, casi todo era, al mismo tiempo, diferente. Las viviendas, su decoración y los enseres domésticos eran una interesante muestra de adaptación al siglo XX de las formas y estructuras del pasado. Tenía aun fresco en la memoria el momento en que despertó en el interior de la vivienda de sus nuevos amigos. Aquella sensación, que por unos instantes le hizo sospechar que había sido trasladado a una aldea maya del pasado, se debió a que a través de los siglos, y al abrigo del recóndito valle, habían conservado sin apenas cambios las formas de sus objetos cotidianos. Aunque, como luego pudo comprobar, habían mejorado mucho en su estructura, su acabado, y en el manejo o proceso de los materiales. Lo mismo ocurría con el entramado social y religioso de Tulán Zuivá. La existencia de los dos consejos, el religioso y el social, y la figura del rey o Halac Vinic, reproducían fielmente el sistema de gobierno de los reinos mayas del pasado. En este sentido Luis estaba seguro de que el pueblo que le había acogido procedía de un grupo, reino o colectivo muy peculiar. No le cabía duda de que en el pasado habían constituido una excepción entre los diversos reinos de la zona. Y Luis creía entender que, precisamente, el mantener su fidelidad a aquella serie de normas y 377 principios que les distinguían estuvo a punto de ser la perdición de aquellas gentes. Pudo ser también, sin embargo, la razón que les llevó a ocultarse en aquel maravilloso refugió. -¡Maestro Balam-Acab! ¡Ixquimaná! Bienvenidos seáis. Y tu también, joven extranjero, que lleno de dudas e interrogantes acudes a nosotros. Sí, es cierto que sabemos poco más o menos lo mismo que nuestros primos los lacandones. Pero hay una pequeña diferencia, un leve punto que nos distingue: nosotros somos los depositarios de las claves que en su momento permitirán el acceso a esos tesoros de saber y de conocimiento. Justo en su momento, amigo mío. Luis se detuvo, asombrado. Le había sorprendido la brusca aparición de un diminuto monje, vestido con una túnica de color rojizo, y cuya cabeza, desprovista de cabello, cubría tan solo en parte un pequeño gorro circular. Pero más que la aparición de aquel hombrecillo, cuya simpática faz surcaban por todas partes innumerables arrugas, lo que más le había sorprendido era el modo en que, con su salutación, parecía haber descubierto el curso de sus propios pensamientos. -No te extrañes, joven extranjero. Los que aquí habitamos tenemos la fortuna, o tal vez el infortunio en ocasiones, de poder leer con facilidad las mentes de los demás. Y cuando alguien llega hasta aquí, como tú, con la profunda excitación que el interés y la curiosidad producen en el estudioso y con la exaltación del ánimo que despiertan estos lugares, resulta muy sencillo sintonizar con sus pensamientos. -Estás, Luis, ante el más anciano de los maestros, ante el más antiguo de los depositarios de la memoria. Nuestro venerable y estimado hermano Huncahvitz. Sus poderes mentales son considerables, pero has de tomártelos con cierta reserva. Como hombre anciano, dotado de gran experiencia, y como gran conocedor de la naturaleza humana, es capaz de romper el hilo de nuestros pensamientos con acertadas consideraciones. Pero ello es en buena parte el fruto de su aguda capacidad de observación. 378 -Quiere ello decir que deduce de nuestras expresiones, de nuestro rostro, de nuestra actitud, aquello que con toda probabilidad estamos pensando. -Bien dices, Ixquimaná. Estaba enterado de la llegada de este joven, y sabía de sus inquietudes, por haberme hablado de él Balam-Acab. Al verle llegar, mirando en todas direcciones, unos momentos con admiración, otros con expresión de duda e incredulidad, ha sido muy sencillo intuir lo que ocupaba su mente en aquellos momentos. Pero, pasad, pasad todos a nuestra casa. Venid, amigos. Entrad todos en nuestro lugar de sabiduría y de reflexión. Siguiendo al hombrecillo franquearon un amplio dintel, de un par de metros de altura y otros tantos de anchura, por el que surgía una luz amarillenta y oscilante. Y vinieron a dar a una gran sala circular, cuyo alto techo casi no podía distinguirse, a la luz de las teas que ardían en diversos puntos del perímetro de aquel lugar, interrumpido por la existencia de dos puertas, diametralmente opuestas. Una, la que les había llevado hasta allí, y la otra, situada en el otro extremo, a unos quince metros. A medio camino entre ambas puertas, en el centro geométrico de la sala, se había colocado una curiosa mesa redonda de piedra. En realidad se trataba de una corona circular, con un pequeño espacio abierto en un lateral, que permitía penetrar en su abertura interior, de un par de metros de diámetro. A ambos lados de la mesa, ocupaban buena parte de la superficie de aquella sala circular una serie de bancos de madera concéntricos, que daban a todo el conjunto el aspecto de un aula o clase de una antigua universidad medieval. Desde el espacio interior de la mesa central, un hipotético profesor podría dirigirse fácilmente, sin apenas moverse, a cualquiera de los alumnos que tuviese sentados a su alrededor. Pero en este momento, los que ocupaban aquel espacio eran tres chamanes, tan menudos y ancianos como el que les había guiado hasta allí, que se hallaban dialogando entre ellos en animada conversación. 379 En cuanto les vieron llegar, los tres ancianos, de aspecto bondadoso, y vestidos con sencillas túnicas de color gris, se dirigieron hacia ellos con claros signos de alegría. -Balam Acab, maestro. Seáis bienvenido. -Sean bienvenidos, también, el joven Ixquimaná y el joven extranjero. -Habéis llegado, tal y como dijo Huncahvitz, con la curiosidad y la humildad del que anhela el conocer. El más sabio es aquel que conoce bien que lo que sabe es insignificante, si lo compara con lo que le queda por aprender. -He aquí los otros depositarios de la memoria. Forman, con Huncahvitz, un formidable equipo de historiadores. Ellos, mejor que yo, podrán informarte del origen, la historia y el significado de nuestro pueblo. -Bien dice el venerable maestro. Pero pasad, pasad a nuestros aposentos, y acompañadnos en nuestra comida. Mientras comemos, y luego en la sobremesa, podremos ofrecerle al joven extranjero aquella información que creemos que espera obtener de nosotros. 380 III La comida en compañía de los cuatro ancianos, y de BalamAcab e Ixquimaná, resultó sumamente agradable. A parte de las tortillas de maíz, omnipresentes en todos los ágapes en aquellas tierras, el grueso de la colación consistió en un abundante plato de productos vegetales, y un gustoso queso fresco de hermoso color blanco. Y como bebida, un excelente vino de escasa gradación. Llegó un momento en que todos, satisfechos y a gusto, se recostaron en el respaldo de sus sillas respectivas. Tenían frente a ellos un excelente café caliente, y permanecían en silencio, disfrutando de la suavidad de la agradable sobremesa. Y Luis, con esa especial sensación, que en ese tipo de situaciones nos hace que veamos todo como desde el interior de nosotros mismos, tuvo la curiosa percepción de que aquel cuadro le resultaba familiar. En realidad le recordó una experiencia que, salvando las diferencias, tenía mucho en común con la que vivía en aquellos momentos. Había sido el pasado verano. Durante un breve viaje de turismo con dos compañeros de la facultad, solteros como él, había pasado unos días en una pequeña isla del mar Egeo, la isla de Sérifos. Un atardecer, decidió subir la empinada cuesta que desde el puerto de la isla conduce hasta la pequeña aldea de Livadakia. La aldea en cuestión no es más que un hermoso conjunto de viviendas encaladas, en las que el blanco brillante de las paredes contrasta alegremente con el rojo de los tejados. Intercaladas entre las casas se cuentan como tres o cuatro pequeñas iglesias. Por su situación en lo alto de una colina, el pequeño pueblo domina la gran bahía por la que el puerto de Sérifos se abre al mar Mediterráneo. Alcanzó las primeras casitas de la aldea tras un fatigoso trayecto de más de una hora, a lo largo del cual había podido en dos ocasiones refrescarse con el agua que brotaba, al accionar sus grifos, de unas fuentes estratégicamente situadas junto al sendero. Una pequeña callejuela le condujo hasta el centro del pueblo. Allí se encontró en una 381 plazoleta rectangular, frente a una bella iglesia encalada, cuya puerta permanecía entreabierta. A un lado de la puerta, en un banco de madera, dos ancianas tomaban el sol del atardecer. Recordaba perfectamente que les preguntó si la iglesia se podía visitar, y a pesar de que le contestaron con una sonrisa e inclinando con amabilidad el rostro, en realidad no estaba seguro de que le hubiesen entendido. Recordaba igualmente la agradable mezcla de olores del interior de aquel pequeño templo, en el que se fundía el perfume de la brisa del mar con el aroma de la cera y el incienso. Y recordaba como, nada más entrar, había entablado conversación con un simpático pope de largas barbas blancas, tocado con el tradicional sombrero de los ministros de la iglesia ortodoxa, y cubierto con una especie de sotana de color negro, ceñida por la cintura con un grueso cordón gris anudado, del que pendía un rosario de cuentas de madera, con un crucifijo. De unos cincuenta y cinco o sesenta años, resultó ser un agradable conversador y una excelente fuente de información. Sin duda, lo que hacía más similar aquel encuentro con la situación presente era el hecho de que Luis, aquel anochecer, acabó cenando, invitado por el amable pope, en un fresco patio, bajo unas parras, frente a una magnífica puesta de sol sobre el azul del mar. Y ¡qué coincidencia!, la cena consistió en una abundante ensalada con tomate, lechuga, escarola, endibia, aceitunas y pepino, un magnífico queso fresco, y unos buenos tragos de retsina, aquel agradable vino helénico de color ambarino. Y si bien es cierto que el 'somí', el inefable pan de las islas del Egeo no estaba presente en Tulán Zuivá, las tortillas de maíz lo substituían perfectamente. El pater Georgios, como se hacía llamar aquel hombre, resultó ser, como el propio Luis, un amante de la historia. Aquel anochecer mantuvieron una animada conversación, un poco en italiano, un poco en francés y un poco en inglés. En sus relatos, aquel bondadoso pope le llevó en un viaje a través de los siglos, hasta los tiempos del propio Homero. Oyéndole, no le costó imaginarse al joven Perseo, que cuidado por Danae, su madre, y 382 adiestrado por Dictis, el pescador, crecía hasta hacerse un hombre en aquella pequeña porción de tierra. Por su parte, Luis tuvo la oportunidad de explicarle muchas cosas del mundo actual, del presente, ya que, al parecer, en aquel paradisíaco rincón del Mediterráneo oriental, aquel buen hombre estaba algo anclado en el pasado. Luis llevó su taza a los labios, y un gesto de sorpresa le estremeció por un instante. Se había desplazado en sus pensamientos a aquella lejana islita, y cuando pensaba que iba a degustar un café griego -aquel café a la turca, poco cargado y sin colar- inundó su boca el recio y fuerte sabor de una infusión negra y aromática de café mesoamericano. Acabaron de traerle de nuevo al presente las palabras del anciano Huncahvitz. -Ha llegado el momento, joven extranjero. Si estás dispuesto, acaba tu café, y pon, después, mucha atención a nuestras palabras. Vamos a hablarte de nuestro pasado, de nuestro presente, y de como todo ello se relaciona con nuestro futuro. -Cuando ustedes lo deseen pueden empezar. -En primer lugar, voy a pedirte que imagines un país montañoso, un altiplano en el que fértiles valles son regados por el deshielo de las nieves de altísimas cumbres. En esos valles vivían, hace ahora de ello miles y miles de años, nuestros antepasados. En los frondosos bosques de aquel alto territorio nuestro venerable benefactor, el corazón del cielo y la tierra, el todopoderoso Kakulhá Hur-Akán, vertía en forma abundante sus relámpagos, de modo que el fruto de su espíritu estaba fácilmente a la disposición de los primeros ah konoobs de nuestro pueblo. -Puedo imaginar tal país. Seguid, por favor. -Al sur de las grandes formaciones montañosas se extendía un vasto territorio, surcado por algunos ríos muy caudalosos. En esas tierras abundaban unos animales de gran tamaño, dotados de dos poderosos colmillos de marfil, y una característica trompa. Estos animales eran muy útiles a los habitantes de aquellos lugares, que los utilizaban para transportar cargas y, en ocasiones, a las propias personas. 383 -Tal y como me los estáis describiendo, vuestro pueblo debió ocupar una zona próxima a la gran cordillera del Himalaya, tal vez algo al norte de la misma. Y ese país situado al sur de los montes... ¡podría muy bien tratarse de la India! -Sabemos que nuestros antepasados ocupaban unas tierras situadas, muy posiblemente, tal y como tú mismo has dicho, en el continente que llamáis Asia, cerca de la India. Allí se formó hace decenas de miles de años nuestro linaje como humanos. -Según lo que me decís, allí habría que buscar el primitivo valle de las siete cuevas. ¿Fue allí donde llegaron guiados por los dioses vuestros primeros padres con sus esposas? El anciano Huncahvitz sonrió, arqueando las cejas de una manera que casi podría calificarse de pícara, y dirigiéndose a los otros más que al propio Luis, comentó: -Ya os lo he dicho muchas veces. El chapucero indecente que recopiló los mitos del Popol Vuh ha llenado de confusión a los estudiosos. Mira, joven, ¿cómo podría explicártelo? Ten en cuenta que todo aquello que conoces de la historia y el pasado de nuestras gentes lo has obtenido de textos, leyendas, relatos y otras fuentes que tienen el inconveniente de haber sido escritos o recopilados muchos cientos de años después de que nosotros, los depositarios de la historia auténtica, nos ocultásemos de los ojos del mundo exterior. El mismo Popol Vuh fue escrito, según tengo entendido, en el año 1550 de vuestra cuenta. -¿He de pensar que, según vuestras palabras, el Popol Vuh no es una fuente digna de crédito? -Contiene grandes errores en la cronología, y también en ciertos conceptos. Los cuatro patriarcas que desposaron y, con sus esposas se dirigieron a colonizar una tierra llamada Tulán Zuivá, simbolizan al conjunto del pueblo, que en un momento dado, fue llamado a marchar de las tierras que ocupaba, para buscar un nuevo asentamiento a miles y miles de quilómetros. En el Popol Vuh se mezcla este hecho con algo ocurrido mucho antes, con la propia creación del género humano. En cualquier 384 caso, aquí, en Mesoamérica, se hallaba la tierra que los dioses tenían reservada a nuestros antepasados. -¿Puedo hacer un comentario? -Por supuesto, Ixquimaná. -Yo querría, Luis, que pienses por un momento en otra historia, en otros mitos. Piensa en el Antiguo Testamento de vuestra religión, en el hermoso libro que llamáis el Génesis. ¿Tomarías al pie de la letra cuanto allí se dice sobre Adán y Eva y sobre el paraíso? -Entiendo muy bien lo que quieres decir. El Génesis, al igual que el Popol Vuh, no son sino relatos destinados a transmitir de forma sencilla y simplificada unos procesos que ocurrieron hace muchísimo tiempo, y que se produjeron de manera lenta y gradual a lo largo de muchos siglos. En una región de Asia, que posiblemente se correspondería con la actual Mesopotamia, se produjo hace uno o dos millones de años el gigantesco salto del simio al humano primitivo. Y sin duda que ello ocurrió de manera lenta, precisando cambios evolutivos y conductuales que implicaron a muchas generaciones de primates. -Exactamente. Adán y Eva son la simplificación de un proceso que ocurrió a muchísimos pre-homínidos, a lo largo de un período muy largo de tiempo. Del mismo modo BalamQuitzé, Balam-Acab, Mahucutáh e Iqui-Balam, junto a sus esposas, representan a un gran colectivo humano que, como ha aclarado muy bien Huncahvitz, viajó a lo largo de muchas generaciones, buscando una tierra prometida, aquí en Mesoamérica. El error del recopilador que dictó el Popol Vuh, perdonable por otra parte, es el de mezclar esos hechos con los de la creación. -Debo confesaros, maestro Balam-Acab, que cuando oí vuestro nombre por vez primera, pensé que vendría a ser como si en nuestra cultura os llamaseis Adán. Ahora sé que estaba equivocado. Posiblemente, el nombre que lleváis correspondería más bien al de Moisés. 385 -Creo, Ixquimaná, que tus aclaraciones han sido muy oportunas. Retorna, por favor, Huncahvitz, al punto en que dejaste el relato. -Balam-Acab tiene razón, continuad por favor. -Bien, bien. ¿Por donde íbamos? Uhmm... Sí. El gran viaje, el éxodo. Aunque resumido y condensado en el Popol Vuh y en nuestras tradiciones como la emigración de los cuatro patriarcas, fue sin duda algo más duradero. Tal vez te estarás preguntando el por qué de ese gran periplo. Es cierto que a partir de un foco de irradiación, situado entre la cuenca de dos grandes ríos, al sudeste del territorio ocupado por nuestros antepasados, la cultura y la civilización se habían extendido como una pacífica y generosa mancha de aceite. No cabe duda de que con el devenir de los siglos habían surgido diversos reinos florecientes en una amplia zona de aquel gran continente, de uno a otro de los vastos océanos que lo limitaban a poniente y a oriente. Sin embargo, ocurrió que, de acuerdo con lo que parecen ser las leyes inexorables que marcan la evolución de los pueblos, aquellos reinos envejecieron. Se debilitó su poder, se olvidó su ciencia, se degradó la pacífica convivencia entre unos y otros. A medida que se consumía lo mejor de su juventud en sucesivas guerras y reyertas, se iba instalando en ellos una moral decadente. Y fue entonces cuando Tepeu Gucumatz habló por medio del espíritu de su hermano, el gran Kakulhá Hur-Akán. Los dioses tenían reservada para nuestros antepasados una tierra en la que iniciar un nuevo ciclo vital. Ninguno de los componentes de aquella generación que emprendió el singular y larguísimo camino llegaría a ver aquella tierra. Pero partieron con un gran entusiasmo, natural en aquellos que, por una parte seguían los dictámenes de su bondadoso creador, pero que además veían la posibilidad de abandonar una región en la que la existencia se había convertido en algo casi odioso. Y así fue como un buen día, hace de ello unos cinco o seis mil años, nuestros antiguos antepasados llegaron a estas tierras de Mesoamérica. Alcanzaron esta región tras un largo viaje, en el que 386 se sucedieron múltiples generaciones que fueron tomando el relevo en la tarea de llegar a la tierra prometida por los dioses. Para alcanzar su destino final tuvieron que desplazarse atravesando unas veces con dificultad por espesos bosques, escalando en otros tiempos escarpadas y elevadas cumbres cubiertas de nieves perpetuas. No faltaron en su camino ríos caudalosos, profundas y casi infranqueables fallas del terreno, o extensos e inhóspitos campos de superficie helada. Hicieron altos en el camino para tomar nuevo ímpetu, y muchas veces estos altos se prolongaron por espacio de años o décadas. Algunos de ellos se adaptaron a los lugares escogidos para esas paradas, e hicieron de ellos su vivienda, su hogar. De esa manera fueron colonizando diversas tierras a lo largo del inmenso trayecto. Y de ese modo fueron dejando, en una extensa y vasta región, no solo huellas de su cultura sino también pueblos enteros formados a partir de aquellos grupos de colonos. Sin embargo, ese prologado éxodo, ese periplo duro y agotador, dejó a nuestro pueblo, por decirlo de algún modo, en un estado de gran extenuación. Tan solo llegaron a las tierras prometidas aquellos pocos que habían tenido el coraje y el valor de seguir adelante una y otra vez, a pesar de los peligros que en algunos momentos les habían cerrado el paso, y pese a la tentación que habían supuesto en otros momentos los hermosos lugares hallados en la ruta. Se instalaron definitivamente en esta vasta región, y tuvieron que comenzar de nuevo a edificar su civilización. Pero no estuvieron solos en esa tarea. Para conseguir un nuevo sistema social justo, productivo, autosostenible, civilizado y culto, en el que los valores primordiales fuesen el respeto a los demás, a su vida y su libertad, nuestro padre, nuestra madre, nuestro creador, nuestra hacedora, Tepeu Gucumatz nos envió a su propio hijo, Gucumatz el civilizador. -Perdonad que os interrumpa de nuevo. En el estado actual del conocimiento que yo tengo sobre el pasado del pueblo maya, 387 considero que Gucumatz podría ser el equivalente de Kukulkán o Quetzalcoalt, la serpiente con plumas. ¿Es así, verdad? -Dices bien, joven extranjero. Fue tan profunda y tan significativa la huella que el benefactor dejó en nuestro pueblo, fue tan grande el alcance de sus obras y de sus enseñanzas, que su recuerdo se ha mantenido con un vigor extraordinario a pesar del paso de los siglos. Es en ese punto en el que mayor rigor y veracidad tienen los mitos y las tradiciones. Sabemos que llegó un buen día, a poco de instalarnos en estas tierras, procedente de la región del sol naciente, navegando sobre el vasto océano en una embarcación que parecía deslizarse sobre el agua sin mojarse. Tenía el aspecto de un hombre sabio y venerable de tez blanca y poblada barba. Llegó acompañado por otros de aspecto similar, y permaneció durante largo tiempo entre nosotros. A parte de una gran cantidad de útiles enseñanzas sobre la construcción de edificios, sobre arquitectura, sobre cultivos, regadío y cría de animales, nos enseñó a vivir en paz, y a amar esa paz y tenerla como un valor supremo. Nos enseñó a rechazar la violencia, y considerar la vida, el honor y la libertad como valores fundamentales de los individuos. Nos enseñó a rechazar la muerte de los seres humanos y de los animales en los sacrificios. Nos legó un conjunto de sabios preceptos y normas, que siguen constituyendo el núcleo principal de nuestro actual sistema de leyes, que condena los sacrificios, a excepción de las ofrendas de frutas y flores. El anciano Huncahvitz hizo una pausa en su relato, para llenar de nuevo su taza de café. Otro de los ancianos chamanes depositarios de la memoria aprovechó aquella pausa para decir alguna cosa. -Todo cuanto somos, todo aquello que sabemos, cuanto poseemos, se lo debemos al gran patriarca, el gran civilizador. En aquellos escritos ideográficos que guardamos en nuestra biblioteca... por cierto, ¿se la habéis mostrado al joven extranjero? -Estuvimos allí antes de unirnos a vosotros. 388 -Pues bien, su aspecto se halla plasmado en diversas ilustraciones contenidas en aquellos escritos. Era un hombre blanco, de cuerpo robusto, de frente ancha, con los ojos grandes y una larga barba, así como un abundante cabello lacio. Vestía, en general una larga túnica blanca que le llegaba a los pies. Muchos consejos nos daba, muchas normas enseñaba. Pero, por encima de cualquier otra cosa, condenaba los sacrificios con víctimas humanas. Y alababa siempre la paz, como un bien supremo y deseable. Por ello algunos le conocen como el Señor de la Paz. -Sabemos de tu profundo interés por la historia de nuestro pueblo. Lo cual te agradecemos. - Huncahvitz dijo esto con una sonrisa amable que acentuó sus muchas arrugas.- Sabemos también de tu sólida preparación y tus conocimientos sobre ese tema. Poco más debo decirte, pues, sobre Gucumatz, el señor de la luz, la sabiduría y la cultura, el gran organizador, fundador de las ciudades, legislador y maestro de la ciencia del calendario. Tan solo aportarte la certeza de que existió, y dejar claro ya desde este momento que nuestro pueblo, que colonizó esta región del sur de Yucatán hace más de cinco mil años, mantuvo siempre una fiel observancia de sus enseñanzas. Y aunque llegó un día en que Gucumatz hubo de partir hacia el lugar de donde procedía, prometiendo solemnemente regresar en tiempos venideros, nos dejó tan sólidamente grabado su legado, que los habitantes de esta región del sur de Yucatán, los que formábamos la mancomunidad de doce ciudades de la que ya te ha hablado Ixquimaná, nos mantuvimos siempre fieles a cuantas normas nos enseñó. Después, como consecuencia de ello, vinieron siglos y siglos de progreso y pacífica convivencia entre nosotros. Y también, al menos durante un tiempo, con otros reinos y comunidades. -Sin embargo, hay una parte obscura y triste del pasado. La marcha de Gucumatz marcó, por decirlo de algún modo, el final de una época. -En realidad, durante mucho tiempo el liderazgo de Gucumatz y el fruto de sus enseñanzas, un orden social justo y 389 una paz que permitía el progreso sin sobresaltos, se extendieron en todas direcciones, y estas tierras albergaron pueblos prósperos y pacíficos desde los lejanos terrenos del norte, donde se asentaban los anasazii, hasta el estrecho istmo que nos separa del gran continente austral americano. Tentaciones imperialistas, ciertas mezquindades y pequeños intentos dictatoriales eran adecuadamente encarrilados y eliminados por el peso moral del gran pacificador, Gucumatz el civilizador. -Durante aquellos tiempos prósperos, la benefactora presencia de Gucumatz y sus ayudantes fue consolidando en nosotros las que constituyen las bases de nuestra religión. Supimos que aquel ser magnífico y bondadoso había sido enviado por su progenitor, el que todo lo puede, nuestra creadora, padre y madre a un tiempo de todo lo existente. Entendimos muy bien que, si por amor a nosotros, Tepeu Gucumatz había enviado a este mundo terrenal a su propio hijo, el mensaje que nos transmitía con ese hecho era incontestable y diáfano: un mensaje de amor. Y esa era en esencia la doctrina de Gucumatz, el amor. Amándonos los unos a los otros, y amando la obra de nuestro creador, la naturaleza y la vida, responderíamos a su gesto, y encontraríamos, además, el camino para el progreso y la convivencia civilizada entre los pueblos. Y de ahí surgió en esencia el núcleo de nuestro panteón maya, cuyas divinidades son seres ligados a fuerzas y poderes de la naturaleza. Desgraciadamente, vinieron malos tiempos. Han pasado tantos años, que los recuerdos que tenemos son confusos. Sin embargo, tenemos muy claro que del lejano septentrión, de las tierras de los hiperbóreos, llegaron unas gentes que eran el contrapunto de Gucumatz y los suyos. Esas gentes, belicosas, eran escasas en número, pero las lideraba un hombre cruel, dotado de poderes mágicos que recibía de los malos espíritus. Él y los suyos eran hombres combativos, violentos y de aspecto terrible. Adoraban a dioses de guerra, muerte y desolación, a los dioses de la obscuridad y el caos. Despreciaban aquello que 390 Gucumatz enseñaba, se burlaban del arte, de la paz, del amor, del progreso y de la concordia entre los pueblos. Durante algún tiempo se mantuvieron en una región situada al norte del actual Méjico, al sur de lo que llaman hoy Texas, y entre el golfo de Méjico y la que se conoce como Sierra Madre oriental. Sin embargo, muy pronto iniciaron una expansión hacia el sur, tratando de imponer, por allí donde pasaban, sus creencias, su manera de vivir, su espíritu belicoso y el culto a sus crueles divinidades, que exigían vidas como sacrificio. La presencia de Gucumatz y los suyos les frenó. Y ello fue así durante mucho tiempo. Gucumatz, que tenía ya pensado marchar, decidió prolongar su estancia entre nosotros. Y gracias a ello, cuando llegó el momento en que aquel gran hombre tuvo que partir, la huella de su presencia y el significado de sus enseñanzas fueron lo bastante fuertes como para que todos los pueblos de Mesoamérica supiesen siempre en el futuro cual era el camino correcto, cual era la forma adecuada de vivir, y quienes eran los dioses del amor y la naturaleza, a los que merecía la pena servir. Y aunque la semilla del mal, arrojada en esta tierra por aquellos seres hiperbóreos, creció en algunos lugares, el recuerdo de Gucumatz quedó como grabado a fuego entre los habitantes de esta región. Y nada pudieron entre nosotros los intentos de introducir el culto al malévolo dios de la obscuridad y la muerte, al que en tiempos posteriores se ha venido en llamar Tezcatilpoca el maligno. -Y durante siglos permanecimos, en esta parte del sur de Yucatán, alejados en la distancia y en las costumbres de aquellos que habían abandonado las enseñanzas de Gucumatz. -¡Qué magníficos tiempos aquellos! Sabemos que fue considerable el progreso en la ingeniería y la arquitectura, en la astronomía y en las matemáticas, en la filosofía y las artes. Sabemos también que los conocimientos que llegaron a tener nuestros antepasados sobre los seres vivos, animales y vegetales, fueron extraordinarios. Sobre la base de las enseñanzas de 391 Gucumatz, quien según sus propias palabras, había medido la tierra, alcanzaron un elevado nivel de civilización y de sabiduría. Los ancianos callaron. Huncahvitz observó a Luis, que les miraba con incredulidad, con una interrogación en la mirada. -¿Dudas de nuevo, como esta mañana? ¿Te estás preguntando si es posible que nosotros poseamos el legado de todo ese tesoro de saber, de ciencia y de conocimiento, que se ha dado por perdido? Pronto vamos a llegar a ese punto en nuestro relato. No obstante, como ya te adelanté en mis primeras palabras cuando hoy nos conocimos, has de entender que nosotros somos los depositarios de las claves que en su momento permitirán el acceso a esos tesoros. Pero ese momento aun no ha llegado. -Creo que ahora deberíamos narrarle al joven extranjero la sucesión de hechos que en unos tiempos desgraciados llevaron a nuestro pueblo a estar a punto de ser exterminado. -Aquellos tiempos en los que coincidieron tantas circunstancias desgraciadas. El clima adverso y la llegada, prácticamente por sorpresa, de las hordas del septentrión. -Cierto, cierto. Veamos... durante mucho tiempo fuimos conscientes de que en el norte vivían pueblos de los que nos separaban abismales diferencias sociales. La verdad es que, por lo que sabemos, a nuestros antepasados no les preocupaba gran cosa que en otros lugares a cientos o miles de quilómetros existiesen reinos en los que la práctica de los sacrificios humanos fuese cosa habitual. En estas tierras mesoamericanas, y en aquellos siglos, tener conflictos con gentes tan alejadas era casi tan improbable como tenerlos con los habitantes de la luna. -Además, hay que tener en cuenta que el conjunto de las doce ciudades que formaban nuestra comunidad se sentía razonablemente fuerte. Y por otro lado, nuestros vecinos más próximos, los reinos o ciudades situados en un radio de trescientos o cuatrocientos quilómetros, podían considerarse pacíficos, y veneraban como nosotros a Tepeu Gucumatz. -Utilizando un lenguaje del siglo XX, podemos resumir el caso diciendo que en todas estas tierras del sur de Mesoamérica 392 existían una serie de pueblos, reinos o ciudades, que se caracterizaban, entre otras cosas, por un respeto a los pueblos vecinos, con los que se convivía en paz, y por un respeto general a los derechos de los individuos. Los derechos humanos, como les llamáis en vuestra cultura. Hacia el norte, demasiado lejos para que pudiesen causar una inmediata preocupación, vivían aquellos pueblos que habían caído bajo la influencia de aquellas gentes perturbadoras, malignas y terribles. Es decir, vivían gentes gobernadas por tiranos que mantenían su poder bajo el signo del terror. -Sin embargo, y por desgracia, el reino del terror comenzó a extenderse. Y cuando nuestros antepasados quisieron reaccionar... -¿Fue demasiado tarde? -Podríamos explicarlo de ese modo. Hace ahora entre mil y mil cien años. El avance de las hordas guerreras fue al principio visto sin demasiada preocupación. Y cuando estuvieron ya muy cerca, fue muy tarde para reaccionar. Nuestro pueblo estuvo a punto de ser exterminado. -Debe decirse, no obstante, en honor a la verdad, que es posible que de no haber coincidido con una serie de calamidades y desgracias que se extendieron por toda esta región, el mal que produjo la invasión de nuestro pueblo no hubiese sido tan grave, considerándolo a escala global. Pero es que los designios inescrutables de los dioses quisieron, de algún modo, que cayese la desgracia sobre Mesoamérica en aquellos tiempos. Todo lo ocurrido en un intervalo de tiempo que va desde los primeros años novecientos (según vuestra cuenta) hasta bien entrados en los años mil doscientos, constituye una página obscura, de recuerdos imprecisos, aunque sin duda terribles y dolorosos. De modo que, en descargo de aquellos invasores hemos de decir que otras circunstancias, ajenas a ellos, contribuyeron de modo importante a hacer terribles y desgraciados aquellos años, y a hacer grandes, inconmensurables, las pérdidas y el retroceso cultural. 393 El primer factor a considerar fue un cambio climático iniciado hacia el año cuatro mil de nuestro cómputo. Como consecuencia del mismo fue disminuyendo la cantidad de lluvias de manera gradual, y poco a poco, en el curso de algunas décadas, se instaló una sequía de terribles consecuencias. Por otro lado, en algunos casos, en determinados pueblos o colectividades, en especial en aquellos regidos y gobernados por castas sacerdotales o familias gobernantes que monopolizaban la riqueza, y que no dudaban en explotar a sus súbditos en su propio beneficio, surgieron movimientos de revuelta. Las masas enfurecidas se alzaron, y en su afán de destruir a los que les habían estado oprimiendo durante siglos, se llevaron por delante también el capital de sabiduría y de conocimiento que aquellos poseían. Por lo que hace a la mancomunidad de las doce ciudades situada en la hermosa y fértil zona boscosa que se encuentra al pie de las formaciones montañosas, estuvo a punto de correr la suerte común. Fue la intervención de los dioses la que permitió que los últimos supervivientes alcanzasen este lugar de refugio. Pero aun aquí, sus primeros años fueron terribles. Sin medios apenas para construirse viviendas, hostigados por varios terremotos, malvivieron hasta que, poco a poco, fueron dando forma a lo que es hoy Tulán Zuivá. De todos modos, siempre hemos sido un pequeño núcleo humano, limitado a unas cuantas familias de cada una de las doce castas. -Algunos de nuestros hijos abandonan Tulán Zuivá. Sin embargo, pueden regresar si lo creen oportuno. Y por supuesto, allí donde van, nadie conoce el secreto de su procedencia. -¡El secreto sobre nuestro centro ceremonial, sobre nuestro refugio, es fundamental! Así lo quieren los dioses: el resto del mundo debe ignorarnos, y nosotros debemos vivir al margen del resto del mundo, hasta que llegue el día de la gran señal, el inicio de la segunda era. -¿La segunda era? -Tal vez nuestro joven amigo lo entenderá mejor si le llamamos el final del quinto sol. 394 -¡No es posible! ¿Son ciertas las hipótesis que hablan de la proximidad del fin del mundo? Algunos eruditos han interpretado determinados relatos en ese sentido. Según ellos el fin llegará cuando acabe el actual ciclo solar. -No, no. Solo mentes agoreras pueden pensar en el final definitivo. Sin embargo, es cierto que una antigua profecía habla del caos y la guerra que asolarán el mundo en ese momento. Probablemente coincidirán con un gran acontecimiento astronómico o algún cataclismo. Una gran era tocará a su fin, y será el momento del inicio de una segunda era, en la que nuevos ciclos solares volverán a sucederse a lo largo de los futuros milenios. -Hay quien supone que la fecha probable de tal desastre está prevista. Numerosas inscripciones en diversos lugares hablan de ella. Por ejemplo, la estela clasificada con el número uno en Cobá tiene inscritas cuatro fechas: las tres primeras, el 29 de enero del año 625, el 29 de junio del año 672, y el mes de agosto del 682, corresponden a hechos ya acaecidos, y que desconocemos. Sin embargo, la última, la del 21 de diciembre del año 2011, indicaría, en opinión de algunos historiadores, el momento del final del actual ciclo solar. -Tenemos noticia de esas inscripciones. Sabemos incluso, que para algunos estudiosos, que interpretan el calendario maya de forma diferente, esas estelas indican un año más tarde, el 2012. -Sea como fuere, aunque no será el fin del mundo, vendrán tiempos de caos, y tal vez de guerras o catástrofes. -Y en ese momento se nos desvelará el lugar donde, ocultos, se encuentran los tesoros del saber y del conocimiento. Porque nos tocará a partir de entonces iluminar la obscuridad que caerá sobre el mundo. Tendremos que ser un foco de luz que restablezca el antiguo orden. -Ya lo entiendo. ¿De manera que vosotros no sabéis dónde está todo ese tesoro de conocimiento? -A los nobles ah konoobs de nuestro pueblo, una vez llegados e instalados en este valle, se les reveló que ellos iban a ser los 395 depositarios de unos tesoros de incalculable valor, ocultos en algún lugar. Sin embargo ese lugar no solo no debía ser desvelado, sino que además debía ser olvidado. Y así se hizo: nadie lo recuerda, nadie lo conoce. -¿Pero ese tesoro existe, no es así? -Sí. Existe. No lo dudes. -Y el lugar donde se encuentra os será revelado en el momento en que llegue el final de la presente era, cuando dé comienzo aquel tiempo futuro al que vosotros designáis como la segunda era... -En efecto. -Por lo tanto, yo tenía razón en parte. Existen esos tesoros de conocimiento. Existe el legado cultural. Pero no es accesible. Ni siquiera a vosotros, los guardianes, los custodios del mismo. 396 IV Durante el camino de regreso, al atardecer, Luis no podía dejar de pensar en todo lo que había visto durante aquel intenso y emocionante día. Iba recordando cuanto le habían narrado Huncahvitz y los otros depositarios de la memoria, y por su mente desfilaban toda una serie de consideraciones y análisis. Viéndole totalmente abstraído, tanto Balam-Acab como Ixquimaná evitaron interrumpirle en sus meditaciones. Y es que Luis iba analizando todo cuanto le habían expuesto aquellos ancianos sabios, tratando de ver un sentido, mirando de completar sus anteriores hipótesis sobre los pueblos de Mesoamérica con los nuevos datos que ahora conocía. De una parte, tenía claro que aunque había dado realmente con los depositarios del legado del pueblo maya, este legado seguía estando tan lejano y tan inaccesible como cuando comenzó a planear su búsqueda, tiempo atrás, allá en Sevilla. No obstante, para su pasión de estudioso, desde la perspectiva de su amor por el conocimiento, su llegada a Tulán Zuivá podía considerarse como providencial. ¡Cuantos puntos obscuros quedaban ahora aclarados! ¡Qué magnífica oportunidad de obtener datos fidedignos sobre la historia de los pobladores de aquella región de Mesoamérica! Quedaban, además, plenamente probadas las hipótesis de aquellos historiadores, considerados poco 'ortodoxos' de una forma que él siempre consideró un poco precipitada e injusta. Hubo una fuente común de cultura que nació en el sur del continente asiático, y que aportó saber, ciencia, arte y civilización a numerosos pueblos de la antigüedad. Y existía ese nexo cultural entre los pueblos de Mesoamérica y los que habitaron en Asia miles de años atrás. ¡Y pensar que algunos se habían burlado de la hipótesis que sostenía que los fenicios y los mexicas tuviesen antepasados comunes, cuando se hallaron en el noreste de Méjico unas cuentas de vidrio idénticas a las halladas en algunos lugares del extremo oriental de la cuenca del Mediterráneo! 397 Por otro lado, cuanto más lo analizaba, más claro veía que el devenir de los hechos acaecidos a aquel pueblo que ahora le acogía tenía grandes paralelismos y coincidencias con la historia de los pueblos de la vieja Eurasia. Veía en el cristianismo muchos puntos de contacto con la religión maya. Tepeu Gucumatz era el mismo Dios, todo amor, sabiduría, perdón. Y ante la perspectiva del caos y del pecado, no había dudado en enviar a su propio hijo, Gucumatz, del mismo modo que fue enviado Jesucristo. Y el mensaje de ambos, dejando de lado enseñanzas técnicas, matemáticas, agrícolas o astronómicas, había venido a ser también el mismo. Amor a los demás, a la vida, a la paz, a la libertad, a la naturaleza. Igualmente, y por desgracia, el mensaje parecía haber tenido tan poco éxito a un lado como al otro del Atlántico. Si en Europa las guerras, las invasiones, las reyertas, las luchas y los combates habían sido cosa común a lo largo de los últimos veinte siglos, a pesar del mensaje de amor y paz de Jesús, en Mesoamérica, contraviniendo las enseñanzas de Gucumatz, el civilizador, se habían instaurado como práctica habitual las guerras sangrientas, las luchas entre ciudades, y los abominables sacrificios humanos. En realidad, el paralelismo iba más allá todavía. Llegaba incluso al aspecto físico. Cuando aquellos ancianos le habían descrito a Gucumatz como un hombre venerable y sabio, de cuerpo robusto, de frente ancha, con los ojos grandes y una larga barba, que vestía normalmente una larga túnica blanca que le llegaba a los pies, a Luis se le representó con claridad la imagen que de Jesús de Nazareth dan los libros y los cuadros de los artistas. La descripción de Gucumatz, lo mismo que la de Jesucristo, encajaba perfectamente en la persona, quienquiera que fuese, que yació cubierta por el santo sudario que se guarda en Turín. Y aunque es cierto que algunos no creen que se trate del auténtico sudario que cubrió a Jesús en el sepulcro, no hay duda que refleja la tipología, el aspecto y los rasgos anatómicos que la tradición cristiana atribuye a Jesús. 398 También estaba claro que, tratándose de los asuntos entre seres humanos, y por lo que hacía a las interacciones entre los pueblos, ni la situación geográfica ni la época o momento histórico parecían tener un valor diferencial. Prueba de ello era el que la historia parecía repetirse a un lado u otro del Atlántico. Había un denominador común a muchos momentos del devenir de los acontecimientos en los diversos pueblos del planeta, que parecían responder a un esquema común: un pueblo con cierto grado de civilización, con un 'status' más o menos avanzado de conocimientos, en general dotado de un sistema de normas o disposiciones encaminado a defender los derechos de los individuos, sufría la invasión de otro pueblo, procedente del norte. Y este invasor era, normalmente, un pueblo 'bárbaro', situado unos escalones más abajo en la escala de la civilización, del conocimiento, del arte y del progreso. Así había ocurrido con el imperio romano. Independientemente de que en su propio seno la corrupción y la decadencia hubiesen jugado un papel importante, el mazazo final lo recibió de los invasores procedentes del norte. El pueblo romano, con su avanzado derecho, con su acervo cultural y con sus tesoros de arte y literatura, que en realidad eran herencia del magnífico pueblo griego de la antigüedad, fue hostigado y vencido por los ejércitos de unos pueblos procedentes del norte, y a los que por su condición de extranjeros conocemos como 'bárbaros'. Y no escaparon a la invasión las diversas colonias que el imperio romano tenía aquí y allá. Especialmente significativo en este sentido era lo ocurrido en las lejanas Islas Británicas, expuesto de forma bella e impregnada de un profundo dramatismo, por sir Arthur Conan Doyle en su relato La última Legión. Otro ejemplo de ese tipo de acontecimientos lo constituía el caso de la conquista de Granada. A finales de la Edad Media los pueblos islámicos se habían constituido en los herederos de la riqueza artística y la sensibilidad de las civilizaciones griega y 399 romana. Entre ellos habían florecido la ciencia, las matemáticas y la medicina. Luis recordó que durante una visita a Granada unos años atrás, en el curso de una excursión que le llevó a la Alhambra y al Generalife, había sentido con toda claridad el mensaje que aquellos bellos lugares transmiten al viajero. Cómo en su día le había ocurrido a Washington Irving, no le costó esfuerzo alguno simpatizar con aquellos que habitaban allí a finales del siglo XV. Se imaginó a un pueblo culto, amante del arte y de la poesía, cultivador de la ciencia, protector de la medicina, que al despertar un buen día se encontró, a las puertas de aquella magnífica ciudad, el amenazador asentamiento de un ejército formado por rudos hombres, analfabetos e iletrados en su inmensa mayoría, dispuestos a echarles de allí por la fuerza. A pesar de lo patético de la situación, Luis sonrió al pensar en el contraste entre los habitantes de aquel paradisíaco rincón, conocedores de las ventajas y las delicias del baño en el agua que, generosa y abundante, les vertía la cercana Sierra Nevada, y aquel ejército cuyos soldados posiblemente no se bañaban jamás. Tales invasiones respondían, en realidad, en cierto modo a la lógica. A medida que se iban instalando la civilización, la democracia, la sensibilidad, el respeto a los débiles y las minorías, los pueblos iban haciéndose cada vez más vulnerables. Un pueblo en el que se hallasen profundamente arraigados los principios del pacifismo y del juego limpio en lo que hace a las relaciones con otros pueblos, era víctima fácil de un invasor al que las normas del juego le trajesen sin cuidado. Ante un grupo de semi salvajes para los que las vidas de sus enemigos tienen el mismo valor que la hierba que sus caballos aplastan a su paso, el pacifismo no era la mejor defensa. El 'fair play' de los pueblos más avanzados despertaba en los invasores sentimientos de burla y desprecio... Luis se estremeció levemente. El curso de sus pensamientos le había llevado a unas consideraciones que le causaban cierto malestar. ¿Ante las crueles lecciones de la historia, en qué quedaban las enseñanzas de Jesús, o los consejos de Gucumatz? ¿Era juicioso aceptar, como nos enseña nuestra religión, que 400 debemos amar a nuestros enemigos? ¿Y lo de ofrecer la otra mejilla si te golpean? ¿Qué sentido tenía? Luis no se consideraba un pacifista militante. Había estado siempre totalmente al margen de ese tipo de asuntos, como de muchos otros relacionados con la política. Pero en su fuero interno siempre había creído que los ejércitos más valdría suprimirlos que potenciarlos. Aunque fuese tan solo para poder utilizar el presupuesto que consumen, en otros apartados o capítulos de inversión más necesarios. Luis tenía muy claro que la historia podía leerse de muchas formas, y reconoció que había estado a punto de caer en la trampa de hacer una interpretación excesivamente simplista de algunos eventos del pasado de los pueblos. Un análisis global de la historia indicaba que los momentos en que mayor había sido el bienestar fueron aquellos en los que la civilización había logrado imponerse a la barbarie. En su largo y accidentado camino hacia un futuro mejor, la humanidad había vivido momentos de retroceso, pero había sido para salir más y más reforzada en la búsqueda de un mundo mejor para todos. En el pasado el bien, en su perenne lucha cósmica contra el mal, no siempre había resultado triunfador. Pero ya en pleno siglo XX las cosas parecían estar yendo algo mejor. Los dictadores más recalcitrantes iban siendo poco a poco derrocados, y los organismos internacionales comenzaban a estar algo más llenos de contenido. Además, aunque muchos la veían como una guerra más – mucho mayor, pero esencialmente igual que muchas otras contiendas del pasado – la segunda guerra mundial había significado, en su resultado final, la derrota de las fuerzas del mal que amenazaban la tierra. De haber triunfado el nazismo, la humanidad hubiese vivido tiempos de obscuridad y terror: para Hitler y sus acólitos los seres humanos y las pequeñas ratas de un laboratorio tenían poco más o menos el mismo valor. 401 402 La velada y el éxtasis I L as emociones de aquel extraordinario día, así como la fatiga física del desplazamiento al templo de la memoria, y el regreso al atardecer hasta el hogar de Tohukín y los suyos, se dejaron notar en cuanto que Luis, sin cenar apenas y tras beber únicamente un gran jarro de zumo de frutas, se acostó en su lecho. Cayó dormido en un sueño profundo y reparador, y cuando Ixquimaná se asomó al poco rato, le vio respirando con una muy suave cadencia, relajadamente tendido y descansando plácidamente, con una leve sonrisa en el rostro. De modo que aquella noche le dejaron que durmiese largo y tendido. Por ello, cuando despertó, plenamente recuperado de los esfuerzos físicos y emocionales del día anterior, hacía ya más de tres horas que había amanecido. Encontró junto a su lecho una gran jarra con abundante agua limpia, y un poco de jabón. Se lavó, y utilizando como espejo improvisado el espejito de su brújula, a la que unas gotitas de aceite habían devuelto la suavidad, procedió a afeitarse cuidadosamente. 403 A continuación salió al espacio común, cocina, refectorio y sala a un tiempo, en el que halló a Ixquimaná sentado en una silla, con la espalda al descubierto. De pie a su lado, e inclinada hacia él, estaba su hermana, la hermosa Tzuninhá. En aquel momento le estaba aplicando un fino polvillo negro en una pequeña herida, un rasguño de unos cinco centímetros que Ixquimaná se había hecho accidentalmente pocos día antes. Tras depositar aquel polvillo medicinal, cubrió a continuación la herida con un fino apósito de tela. -Buenos días. -Buenos días, Luis, ¿descansaste bien? -Muy bien, gracias. ¡Qué hermoso cuadro componéis los dos así, como estáis ahora! La dulce hermana mayor cuidando de su joven hermanito... Me habéis traído a la memoria gratos recuerdos. -¿Tienes, según eso, tú también una hermana? Quien hizo esta pregunta era el anciano Balam-Acab, que acababa de hacer acto de presencia y había oído los comentarios de Luis. -Sí. Tengo una hermana, quizás un par de años más joven que Tzuninhá. En realidad, mi hermana Mari Luz, y yo, tenemos la misma edad, veintisiete años. -¿Nacisteis juntos? -Sí, somos mellizos. -En el caso de hermanos que, como vosotros, viven al mismo tiempo las diversas etapas del desarrollo infantil, suelen darse dos situaciones extremas. O bien una gran afinidad y compenetración, o bien una elevada competencia, tratando de ser mejor, o al menos lo más diferente posible el uno del otro. ¿En cual de los extremos estáis vosotros? -¿Mari Luz y yo? En el primero, sin duda. Recuerdo que desde muy pequeños hemos coincidido en muchas cosas, y ha existido siempre entre nosotros una excelente armonía. Yo diría que entre Mari Luz y yo hay una buena química. Quiero mucho a mi hermana, y no tengo secretos para ella. Además, después de 404 mis padres, a los que ambos apreciamos y respetamos de la misma manera, ella es la mejor consejera que pudiese desear. Durante los preparativos de la expedición que me trajo hasta aquí vivimos los dos casi con el mismo entusiasmo todos los detalles de la organización del viaje. De manera parecida, yo la he alentado y animado cuando ha sido necesario, y sus excelentes notas en la carrera de bellas artes, y el conseguir un magnífico empleo en el departamento de diseño de un gran centro comercial, allá en Sevilla, los celebré con tanta alegría como ella. ¿Saben que solemos decir, Mari Luz y yo? que el haber compartido de manera muy íntima a nuestra madre durante nueve largos meses, ha tenido mucho que ver en nuestra magnífica compenetración. -Mi hermana Tzuninhá y yo, aunque ella es algo mayor, hemos mantenido también siempre una buena relación. Oye, me ha gustado eso que dices de la buena química. ¿Qué opinas, hermanita? -Para ti, Ixquimaná, siempre habrá un lugar en mi corazón. La hermosa joven sonrió, al tiempo que daba un cariñoso pellizco en la mejilla a su hermano. - Pero entenderás que lo mejor de mi química lo reservo para mi amado Humnkabú. -Como tiene que ser... y a ver si un día de estos esa química da su fruto. Me encantaría tener un sobrinito al que enseñar a cazar y a reconocer las plantas, a identificar las estrellas, y todo eso. -La hermosa Tzuninhá y el buen Humnkabú, a no dudar, tienen previsto darte un sobrinito en un futuro próximo, no lo dudes. - Balam-Acab dijo esto posando una mano en cada uno de los dos hermanos, y sonriendo de forma bondadosa y afable. A continuación se sentó junto a Luis, mirándole con una especial curiosidad y alegría en sus ojos. -¿Estaba al corriente tu hermana de las incidencias de tu expedición? -Cada vez que visitábamos algún pueblo o aldea, le enviaba una carta. En ocasiones un telegrama. Y cuando pasamos por 405 alguna ciudad relativamente importante pude incluso telefonearle. Sin embargo, durante la última parte de nuestra ruta, en los últimos días de marcha por la selva, ni mis compañeros ni yo pudimos enviar cartas o mensajes a nuestras familias. Mis amigos estarán muy inquietos. Es posible que me hayan dado por muerto y que hayan ya regresado a España a estas alturas. -¿Maestro...? -Puedes decírselo, Ixquimaná. -Ha ocurrido tal y como lo has dicho. Siento comunicarte, Luis, que tus amigos, tras permanecer diez días buscándote sin éxito por la selva, decidieron regresar a tu país. Ya no están allá abajo, en el campamento donde les dejaste. -No me extraña... y lo entiendo. ¡Pobre Carmen! ¡Y el bueno del profesor Felices! Estoy seguro de que ellos, y todos los demás, deben estar muy angustiados por mi suerte. -¿Crees posible que regresen en un futuro próximo para intentar encontrarte de nuevo? -Es posible... Pero ¿sabéis qué pienso, venerable maestro? -Dime. -Comprendo que estarán preocupados, que tal vez llorarán mi muerte. Sin embargo, no me preocupa mucho. En pocas semanas estaré lo bastante fuerte como para emprender yo mismo el camino de regreso, y un buen día me presentaré en España y les daré un buen susto. ¡Eso será algo formidable! -Luis, mi apreciado amigo, joven aventurero de alma limpia y noble espíritu. A propósito de lo que dices, me gustaría hacerte unas consideraciones sobre tu situación actual y futura. Una es que el secreto de nuestro valle es fundamental y nadie debe de conocerlo fuera de nosotros. Has tenido acceso a unos secretos que no deberían ser desvelados. Por lo tanto, de todo lo que puedas ver y aprender aquí, podrás en el futuro divulgar una mínima parte. Te podrá servir para completar tus estudios, pero no deberías dar a conocer en modo alguno cosas tales como el lugar donde estamos, ni el significado de este centro ceremonial, en el que vivimos los depositarios del legado de nuestros 406 antepasados. Por otro lado, tu estado de salud mejora cada día un poco más. Pero no me parece que vayas a estar todavía en condiciones de emprender el largo viaje de regreso con los tuyos en las próximas semanas. Y a mí, personalmente, no me parecería mal que tus amigos regresasen a estas tierras y organizasen una nueva expedición para venir a buscarte. Se me ocurre que... ¿Cómo dijiste que se llama tu hermana? -Mari Luz. -Se me ocurre que tu hermana Mari Luz no se quedará cruzada de brazos cuando le lleguen noticias de tu desaparición. ¿Me equivoco al pensar que, en el caso de tener alguna prueba, por pequeña que sea, de que puedes hallarte con vida en Mesoamérica, tu hermana hará lo posible para que regresen a por ti? -Estoy seguro de ello. Pero mis compañeros de viaje deben darme por muerto. -Tal vez lleven con ellos alguna prueba de que estás bien, sin saberlo. -¿Qué quieres decir, Ixquimaná? -Ixquimaná tiene razón. El no haber hallado tu cuerpo, el no poder aportar prueba alguna, definitiva y concluyente, de tu muerte, constituye a su modo, sino una prueba, al menos una puerta abierta a la especulación sobre la posibilidad de que estés vivo. Sin embargo... tal vez pudiésemos... tal vez. -¿Tenéis algún plan, maestro Balam-Acab? -Pudiera ser, Ixquimaná. Me preguntó si será prudente... Sí. Vale la pena intentarlo. Voy a marcharme ahora. Pero antes, os voy a dar unas instrucciones. Hoy mismo, al caer el día, vendré a buscarte, Luis. Haremos una pequeña salida nocturna. Hasta esta noche deseo que pases la jornada a base de zumo de frutas. Ven Tzuninhá, acompáñame un rato, pues quiero explicarte como prepararlo. 407 II Tal y como lo había anunciado, el anciano acudió al final de la tarde, justo cuando en el cielo azul obscuro del anochecer comenzaban a verse algunas estrellas. Vestía una túnica de color obscuro, con unas amplias mangas que le llegaban hasta los codos, rematadas con un bordado hecho con hilo dorado. En el pecho y en la espalda la adornaban también unos bellos dibujos bordados en colores claros. Con tal vestimenta, Balam-Acab tenía el aspecto de un ministro religioso de elevado rango que se dispusiese a celebrar alguna solemne ceremonia. Luis, siguiendo los consejos del anciano, no había ingerido nada sólido. En vez de ello, había bebido a lo largo del día un par de litros de zumo de frutas, que habían sido elaborados siguiendo las precisas instrucciones que el chamán había dado a Tzuninhá. Curiosamente, Luis percibía que aquel régimen no solo le había saciado perfectamente, sino que además había traído a su cuerpo y a su espíritu un especial estado de satisfacción. Se sentía despejado, y como interiormente limpio. Balam-Acab se acercó hacia él y le indicó que se agachase. Cuando lo hizo, el anciano miró con atención a sus ojos. Luis sintió que la mirada del anciano le producía una extraña sensación. Por breves instantes tuvo la percepción de que a través de sus ojos el anciano veía en su mente, leía sus pensamientos, y alcanzaba a ver sus emociones. -Estimado Luis... cuanto más te conozco mayor es mi certidumbre sobre tus cualidades. Veo tu interior en plácida y relajada contemplación, pero con el punto necesario de inquietud y de curiosidad. Ven, sígueme. Vas a vivir una experiencia que solo son capaces de experimentar los que han seguido el largo aprendizaje de la iniciación. Vas a alcanzar un estado al que a otros no se les permite llegar sino al final de una largo período de preparación. Tu amor por el conocimiento, tu honestidad, tu mente abierta a aceptar la verdad, cualquiera que sea su forma, y 408 tu inteligencia y bondad innatas van a suplir, estoy seguro, los ritos de la preparación. ¡Vamos! Tras decir estas palabras, el anciano se dirigió a la puerta de la vivienda, y salió al exterior. Con su andar característico, con pasos cortos y regulares, con su noble actitud, autoritaria y digna, el chamán, seguido del joven, se dirigió hacia el lugar donde unas antorchas, situadas en su base, iluminaban desde abajo la formidable estatua de Tepeu Gucumatz. Balam-Acab iba entonando una especie de cántico u oración, y a medida que se aproximaban, fue elevando poco a poco el volumen de su voz. Muy pronto Luis advirtió que otras voces, parecidas a la del anciano, se sumaban a su cántico. Y es que, desde diversos puntos del centro ceremonial, los otros chamanes acudían también hacia aquel lugar. Y como Balam-Acab, todos vestían aquellas holgadas túnicas ceremoniales. Balam-Acab llegó frente a la entrada del templo, iluminada por sendas antorchas situadas a ambos lados, y ubicada junto a la plataforma donde se realizaban las ceremonias en honor del dios. Una vez allí, se detuvo. Muy pronto se le unieron los otros once chamanes, y tras dirigir una última y respetuosa oración hacia la majestuosa estatua, se saludaron con breves palabras. Se les veía, en general, alegres y animados, por lo que Luis dedujo que, al menos para la mayoría de aquellos ah konoobs, la oportunidad de llevar a cabo la ceremonia que se disponían a celebrar, cualquiera que fuese su naturaleza, era un motivo de alegría y satisfacción. -Que en su bondad Tepeu Gucumatz nos sea propicio. -Que así sea. -Que nuestros espíritus se eleven, que nuestras almas reciban la bendición de los dioses. -Que así sea. -Entremos, pues. Tras este breve ceremonial, indicaron a Luis que entrase en el templo, lo que hizo custodiado a derecha e izquierda por dos de aquellos chamanes, que le tomaban suavemente de ambos brazos. 409 Tan solo traspasar el umbral, se hallaron en una sala circular de unos cinco metros de diámetro. Su techo abovedado se veía cubierto por hermosos frescos coloreados, y en sus paredes se abrían, a derecha, a izquierda, y al frente, tres hermosas puertas, enmarcadas por dos columnas cilíndricas unidas por arriba mediante un elegante arco. Dos hojas de madera bellamente esculpida cerraban cada uno de aquellos espacios. Y aun antes de que Balam-Acab se lo explicase, Luis pudo deducir, por el bello trabajo escultórico de talla de la madera, el sentido de cada una de las tres hermosas puertas. Una conducía a las viviendas de los cuidadores, otra comunicaba con el vecino palacio, residencia del joven rey, y la tercera, situada al fondo, llevaba a un lugar, que de acuerdo con las figuras que ornaban su entrada, debía ser una especie de capilla o santuario. Balam-Acab abrió precisamente la puerta central, y apartando a uno y otro lado las hojas de la entrada, dejó expedito el paso y se apartó a un lado. Tomó a Luis por el brazo, y le indicó que se situase en fila junto a otros seis ancianos. Los otros cinco y Balam-Acab se colocaron de idéntico modo frente a ellos, de modo que dejaron entre unos y otros un corredor. Luis comprendió al punto el sentido de aquella formación, cuando vio que una luz oscilante, amarillenta, asomaba por debajo de la puerta que comunicaba con el palacio real. La llegada de Mahukané, el joven rey, era inminente. Y tal y como suponía, la puerta se abrió, y por ella hicieron acto de presencia dos jóvenes criados, vestidos con sencillas túnicas, llevando cada uno de ellos una antorcha encendida. Detrás de ellos, apareció Mahukané. Vestía una hermosa túnica de tela de bellos colores, y cubría sus espaldas con una regia capa de piel de jaguar. Su cabeza ostentaba un magnífico ornamento de bellas plumas de quetzal, y sobre su pecho lucía un hermoso medallón de oro, en el que se veía una esquemática pero muy bella representación del poderoso Kakulhá Hur-Akán, el corazón o principio del cielo y la tierra. 410 Los dos jóvenes criados penetraron en el santuario, y a la luz de sus antorchas pudo Luis observar que se trataba de una sala espaciosa, de techo abovedado. Al fondo de la misma se veía un altar. Estaba aplicado directamente a una pared de piedra rugosa, en la que se había excavado una pequeña capilla, como un metro por encima del nivel del altar. El interior de aquella pequeña oquedad rectangular lo ocupaba una hermosa estatua de unos ochenta centímetros de altura. Pintada de bellos colores azules, verdes, nacarados, rojos y dorados, era una hermosa y sencilla representación de Yum Chaac, el dios de la lluvia. Dos grandes estatuas, de un par de metros de altura, se hallaban situadas en ambos extremos del altar. Eran la representación de dos individuos muy similares, vestidos con una túnica larga, que alcanzaba casi sus pies y se abría en los hombros, dejando ver sus sólidos brazos. Les cubría la cabeza una larga cabellera lacia, y su facies, dotada de una breve barba puntiaguda, representaba unos rasgos nobles y un punto severos, que uno habría asociado más bien a un noble caballero de la tabla redonda antes que a un bataboob mesoamericano. Cuando entraron todos en aquel lugar, siguiendo a los criados y al joven rey, se distribuyeron en dos semicírculos, alrededor del punto central del altar, frente al que se veía un pebetero de roca volcánica, apoyado en una pequeña columna cilíndrica de un metro de altura y dotada de un amplio pie. El joven Mahukané, Balam-Acab, y otros dos ancianos chamanes, quedaron en las proximidades del pebetero. Había allí cinco curiosos sillones. Estaban dotados de un respaldo inclinado y de una superficie de apoyo para las piernas, dirigida hacia delante. Forrados de suave tela, a Luis, por su forma, le recordaron vagamente la butaca del dentista al que acudía en ocasiones. Mahukané ocupó el sillón central, y a su derecha se sentó Balam-Acab, que indicó a Luis que ocupase el sillón junto a él, mientras que los otros dos ancianos se apoltronaron, cómodamente, en los sillones situados a la izquierda del rey. 411 Los nueve ah konoobs restantes se colocaron en otros nueve asientos, situados formando una semicircunferencia exterior. En cuanto estuvieron todos cómodamente sentados, los dos criados se acercaron al altar, y colocaron sus antorchas en unos soportes situados junto a cada una de las estatuas. A continuación, con paso rápido, abandonaron el santuario. Balam-Acab y Mahukané se pusieron en pie, y a continuación lo hicieron también los otros dos ah konoobs situados, como ellos, en primera línea frente al altar. El venerable anciano indicó con un gesto a Luis que no se moviese de su asiento, por lo que decidió seguir cómodamente recostado, observando con curiosidad. El joven rey se acercó al altar, y alargando la mano hasta la pared del fondo, tocó una zona de la misma, en la que se veía una pequeña depresión, justo debajo de la estatua del dios. Retiró la mano, y al hacerlo se puso al descubierto una oquedad de forma rectangular, de escasa profundidad, como una especie de sagrario excavado en la roca, forrado en todas sus paredes con una tela de color azul obscuro. En este espacio se veían, apiladas una sobre otra, dos hermosas cajitas, de poco más de un palmo y medio de anchas. Estaban elaboradas en madera noble, y adornadas con numerosas joyas incrustadas. Tomó Mahukané una de las cajas y la colocó en el altar, frente a Balam-Acab. A continuación tomó la segunda cajita, y la depositó frente a él. Abrió su cajita Balam-Acab, y tomó de su interior, con ambas manos, una pequeña cantidad de unas escamas de aspecto céreo y de color anaranjado. Volviéndose ligeramente, las depositó en el pebetero, sobre un pequeño montoncito de fragmentos de carbón vegetal. A continuación, otro de los ancianos tomó una de las antorchas, y acercó la llama. Al instante, el carbón se puso incandescente, y aquella sustancia comenzó a emitir tenues volutas de un humo blanco-amarillento, intensamente perfumado. Luis supuso que se trataba de copal, la resina aromática de algunos árboles, que se utiliza a modo de incienso en determinadas ceremonias en Mesoamérica. Y 412 efectivamente, era copal, aquella sacra substancia cuyo aromático y dulce humo permitía a los chamanes alcanzar el adecuado estado espiritual. El anciano que lo había prendido aspiró con deleite el humo, y dejó de nuevo la antorcha. Hecho esto, los dos ah konoobs se hicieron a un lado, colocándose a derecha e izquierda del pebetero. Balam-Acab se colocó, junto a Mahukané, entre el pebetero y el altar. El joven rey acababa de abrir la otra caja, y estaba tomando algo de su interior. Eran unos objetos pequeños, arrugados, de color marrón claro. Lentamente, y al tiempo que se le oía musitar una suave oración, fue llenando con ellos unos pequeños tarros, como pequeñas tacitas, que tomó del interior de la misma caja. Llenó un total de catorce. Precisamente, pensó Luis, catorce era el número de asistentes a aquella curiosa ceremonia. De modo que cabía la posibilidad de que lo que Mahukané estaba preparando fuese después repartido entre todos, en una especie de ceremonia de comunión. ¿Estaba, pues, a punto de participar en una 'velada' ritual? Sus dudas se despejaron cuando Balam-Acab le pasó uno de los tarros, mientras los otros dos chamanes repartían el resto entre sus acólitos. El joven rey, a su vez, se reservó uno, y lo colocó en el altar delante suyo. Luis tomó uno de aquellos objetos arrugados y lo miró emocionado. ¡Era un honguillo, una pequeña seta desecada! Y aunque no era experto en la identificación de los hongos, no le cupo duda alguna de que eran como los que había visto representados en las ilustraciones de algunas memorias sobre los hongos mesoamericanos. Concretamente se parecían mucho a unos hongos secos dibujados por el micólogo francés Roger Heim en las 'Nouvelles Investigations sur les champignons hallucinogènes', publicadas en 1966 en el tomo noveno de los archivos del Museo Nacional de Historia Natural de París. 413 Miró, excitado, hacia Balam-Acab, mostrándole el honguillo. El anciano, con gesto divertido, sonriendo, le tranquilizó y le indicó que podía comérselo. -El espíritu de nuestro venerado Yum Chaac, el dios de la lluvia, llegará a ti por medio de estos honguillos. Déjale entrar en tu alma y en tu cuerpo, y alcanzarás el éxtasis. -¿Son, pues, teonanácatl? -Así les llaman en lengua nahuatl... son, de verdad, nti-si-thó, los hongos divinos, los hongos mágicos, los hongos maravillosos. Son una bendición que nuestros dioses benefactores nos ofrecen. Luis miró emocionado aquellos pequeños honguillos secos. Había leído mucho sobre ellos. Sabía que se los mencionaba en los primeros escritos de los conquistadores. Conocía su existencia en los frescos coloreados de algunas paredes del templo de Quetzalcoalt en Teotihuacán, así como en los pocos códex o códices que se salvaron de la irá iconoclástica y destructora de los primeros jerarcas católicos de Yucatán. Estaba al corriente de los trabajos de aquellos que habían seguido la huella cultural y etnológica del hongo sagrado a lo largo del siglo XX. Había incluso desarrollado una pequeña monografía sobre el tema de los hongos mágicos para presentarla en el congreso de etnobotánica celebrado en Barcelona un par de años atrás. Le había ocurrido, además, en ocasiones, que al mencionar en alguna conferencia el significado que se suponía que aquellos honguillos habían tenido para los olmecas y los mayas, al parafrasear algunas de las más entusiásticas frases del etnólogo americano Roger Gordon Wasson, algunos de sus oyentes se le habían acercado después para decirle: "¡Se nota que usted los ha probado, los honguillos!". Y en realidad Luis no los había probado jamás. Tenía, sin embargo, la capacidad de hacer suyas con facilidad las emociones de aquellos que habían escrito o divulgado sobre sus experiencias con teonanácatl. Podía ponerse tanto en la piel de un investigador universitario que experimenta con las setas en busca de ampliar su conocimiento sobre los efectos de las plantas y los hongos en 414 la mente, como en la del antiguo chamán que se aproximaba al éxtasis con el respeto, el temor y la reverencia del que va a ver su alma prendida y postrada frente a la divinidad, del que va a fundir el infinito en un grano de arena, del que va a vivir la eternidad en solo una noche. Luis había emocionado muchas veces a sus oyentes al hablarles de la profunda y sobrecogedora experiencia del joven chamán, cuando probaba por primera vez los hongos. Aquella iniciación no era llevada a cabo sino tras un largo tiempo de enseñanza junto a otro chamán mayor que él, tras un tiempo de aprendizaje, de preparación, en el que la meditación, la oración, y a veces el ayuno, contribuían a alcanzar el estado espiritual adecuado para la ceremonia iniciática. Y había empleado muchas veces las palabras de Wasson al referirse a la experiencia: "¿Cómo explicar lo que sientes al que no los ha probado? Es como tratar de explicar que es la luz al ciego de nacimiento... por fin conoces que es lo inefable, y qué significa el éxtasis." Y ahora Luis iba a probar, por fin, aquellos hongos. Y no lo haría en el contexto de un entorno urbano, en un rincón de un laboratorio universitario, o en una reunión de amigos hippies en el seno de la civilización occidental. Por el contrario, iba a probarlos en un templo o santuario situado en lo más profundo de aquella formación montañosa en la tierra de los auténticos mayas, y en el contexto de una velada, en la compañía de un grupo de chamanes y su jefe espiritual, el joven rey Mahukané. ¡Sin duda que aquel era el escenario ideal, el mejor 'setting' posible! En cuanto al 'set', es decir, a su disposición de ánimo y sus expectativas personales, aquellos días pasados entre aquellas gentes, sus conversaciones con Ixquimaná y con Balam-Acab, el venerable sabio, sus meditaciones nocturnas desde su celda, teniendo a la vista el hermoso cielo estrellado cenital del valle, le habían preparado, sin ser plenamente consciente de ello, para la experiencia extásica. Ahora lo sabía, se daba cuenta de ello. Vio que todos, incluido el joven Mahukané, comenzaban a comerse aquellos honguillos, y que lo hacían de manera lenta y 415 solemne. Se los introducían uno a uno en la boca, los masticaban durante unos segundos, y los tragaban. Sin dudarlo más, les imitó, y comenzó a ingerir los suyos. Tenían un sabor ligeramente amargo, pero a medida que se los masticaba iban resultando cada vez más y más agradables. Observó que algunos de aquellos ancianos, los que habían acabado su ración de honguillos, indicaban a los criados, que había vuelto discretamente al santuario portando cada uno un gran jarro de cerámica, que se acercasen y les ofreciesen un poco del líquido contenido en los jarros. Los criados iban de un lado a otro ofreciendo de beber. Luis les hizo una señal cuando hubo acabado las doce setas que contenía su tacita. Se le acercaron y le ofrecieron de beber, llenando con aquel líquido la misma. Bebió lentamente su contenido. El brebaje que le habían servido era, sin duda, en su mayor parte, agua fresca. Pero estaba aromatizado con alguna planta de sabor dulce y suavemente perfumado, tal vez una variedad de menta. Acabaron los criados de servir la refrescante bebida y se retiraron. Al hacerlo, se llevaron con ellos las antorchas, de modo que el santuario quedó tan solo iluminado por el tenue resplandor de las brasas del pebetero, en el que el copal seguía produciendo suaves volutas de humo perfumado. Se recostaron todos en silencio, y en la postura más cómoda posible, se dispusieron a esperar el éxtasis. Luis miró hacia sus acompañantes, el joven rey y los doce ah konoobs, que tenían los ojos cerrados y la faz serena. Le sorprendió que con la tenue luz de las brasas les distinguiese con tal claridad. Pero muy pronto comprendió que aquello era parte del efecto de los hongos maravillosos. La luz de las brasas comenzó a parecerle más y más brillante, y el perfume del copal poco a poco fue manifestándose de manera más dulce, más penetrante. Muy pronto fue consciente de que veía mejor que en pleno día, y de que su olfato recogía matices nunca imaginados en el humo del copal. Pero había más: su propia respiración le sonaba como un sonido hermoso, rítmico, acompasado, con acordes de una armonía inexplicable. 416 Viendo que los demás permanecían con los ojos cerrados, comprendió que debía también cerrar los suyos, y así lo hizo. Y a partir de ese momento comenzó a vivir la sobrecogedora experiencia del éxtasis. Libres de su lastre corporal, sus sentidos le ofrecieron las sensaciones más exquisitas. Mientras su cuerpo reposaba en el butacón, su alma y su mente se expandieron y vagaron libremente. Entendió, de manera que no puede explicarse por medio de las palabras, que el universo es energía y es vida, y que todos los seres vivientes sin distinción alguna somos parte de esa vida. Tomó conciencia de la divina presencia, y de que por ella, todo lugar es sagrado, y supo, también, que toda forma de vida es sagrada. Junto a los demás se fundió con el espíritu del cosmos, y sus pensamientos abarcaron ideas y conceptos absolutos, situados más allá del bien y del mal, trascendentes, magníficos, inefables. 417 III -¿Fue telepatía? ¿Fue un viaje espiritual? -Analiza tus sentimientos, Luis. Tienes la respuesta en ellos. Conoces como ocurrió, y sabes lo que ocurrió. Pero no intentes expresar esos conceptos por medio de las palabras de nuestro limitado lenguaje, pues ello te crearía confusión. -Os comprendo, maestro. Pero si hubieseis vivido varios años, como yo, en el seno de un entorno universitario occidental, en el ambiente de una escuela que suele adentrar sus raíces más bien en el empirismo que en el idealismo, comprenderíais que para mí es más que un deseo... ¡es una necesidad! Sea como fuere, estuvimos allí, con mi hermana, sin movernos físicamente de Tulán Zuivá. Podría decir que fue posible porque estábamos sumergidos en un estado de omnipresencia, en armonía, en sintonía con todo el universo. -Podrías decirlo así... o de muchas otras maneras. Pero no hay palabras para describir el regalo de los dioses, la experiencia. -¿Sabéis, Balam-Acab? Me siento un ser privilegiado. Tengo la sensación de haber recibido un premio al que tal vez no he hecho méritos para ser merecedor. -Eres afortunado, no hay duda. Pero lo eres precisamente por tus méritos y por tus cualidades. No has recibido nada que no merecieses. No hay privilegios ni prebendas en nti-si-thó. Ellos, los humildes hijos de la tierra, los honguillos, no hacen sino despertar algo que está en nuestro interior. Pulsan fibras de nuestra sensibilidad, y evocan en nuestra mente aquello que estamos dispuestos y preparados a percibir. -¿Su efecto es, pues, diferente en unas personas que en otras? -Absolutamente. -En realidad, siempre he creído que así debía ser. -Tu actitud y tus cualidades han suplido con creces a la preparación. Pero es muy cierto que acercarse a los honguillos sin el debido respeto, sin la adecuada predisposición de ánimo, sin un 418 cierto grado de temor reverencial, sin las expectativas adecuadas para algo tan grande y maravilloso, de ninguna manera puede llevar al éxtasis. En aquellos que los prueben desde una perspectiva personal incorrecta, o sin las cualidades adecuadas, ya sea innatas o adquiridas en los ritos de iniciación, no despertarán otras experiencias que las que tal disposición de ánimo se merece. -De modo que, en contra de lo que algunos han aventurado, en forma un poco agorera, el significado y el poder de nti-si-thó no está en peligro, a pesar de que la ingestión de esos honguillos haya sido y esté siendo hedonizada de manera ridícula en la actualidad por decenas de miles de consumidores en diversos lugares del mundo, que buscan más el placer o la aventura que el conocimiento. Es cierto que en la sociedad occidental el consumo ha sido desacralizado. Pero no ha perdido, como afirman muchos, su poder y significación más profunda. -Su poder radica, precisamente, en ofrecer el éxtasis tan solo a los que lo buscan por el camino adecuado y con la actitud correcta. -Recuerdo haber leído algo con relación a la posible pérdida de poder de los honguillos, en un libro de un tal Estrada. Venía a ser la biografía de María Sabina, una chamán mazateca. Al parecer esa mujer, que introdujo a unos occidentales en los secretos de los honguillos en 1955, se lamentaba de que a partir de ese momento aquellas pequeñas setas, los niños santos creo recordar que les llamaba, ya no la elevaban. Afirmaba que habían perdido su fuerza y que ya no servirían. Algunos, como Estrada, han querido ver en esas frases un epitafio para los honguillos. Sin embargo, de acuerdo con vuestros comentarios, y si me he de atener a mi experiencia de esta pasada noche, los angelitos no han perdido su poder, ya que éste va ligado al significado que tengan para quien los ingiera. Yo me inclino a creer más bien que cierto arrepentimiento, y posiblemente también el disgusto de ver las oleadas de turistas hippies y el uso banal y superficial que hacían de los hongos, pudieron afectar a la pobre mujer, que ya no pudo 419 mantener la maravillosa relación mística que le había unido a los honguillos en el pasado. -Es posible que sea como tú lo explicas. Los honguillos pueden llegar a pulsar en ocasiones las fibras más profundas de nuestro espíritu. Poco sabemos de la influencia que los sentimientos de culpa o de arrepentimiento pueden tener sobre esas recónditas regiones de nuestra personalidad. -Sin embargo, nada malo hizo al descubrir el secreto de los hongos. Yo incluso diría que hizo un bien a la humanidad, pues puso al alcance de todos los seres humanos algo tan valioso y sublime como teonanácatl, o nti-si-thó, como aquí le llamáis. El potencial de estas pequeñas setas para el estudio y la investigación en psicología, psiquiatría y medicina es muy grande. Aparte de la posibilidad personal de poder experimentar, en el contexto de unas creencias adecuadas, la experiencia extásica. Me imagino que a la joven peruana que cuidaba de la condesa de Chinchón pudo pasarle algo parecido, cuando descubrió a los españoles las propiedades curativas de la corteza de la quina. Durante más de dos siglos los habitantes de aquellas tierras sudamericanas habían mantenido en el más estricto secreto la posibilidad de curar las fiebres intermitentes por medio de la corteza de aquel árbol. Cuando la esposa del virrey Luis Jerónimo enfermó gravemente de paludismo, la joven indígena, que la apreciaba mucho, rompió el secreto comunicando a los médicos españoles las propiedades de la planta. Y es posible que después la haya acompañado el remordimiento, como a la anciana María Sabina. -¡Qué hermoso gesto el de esa joven! El amor hacia otra persona, hacia una extraña, una extranjera, la llevó a desvelar un secreto celosamente guardado! En esos hechos, que yo desconocía, hay una excusa para la joven, que actuó movida de una buena intención. ¿Donde ocurrió eso? -En un país situado en Sudamérica, en el Perú. -He oído en alguna ocasión hablar de ese lugar al joven Ixquimaná. 420 -Maestro, quisiera preguntaros algo más con relación a los efectos de los honguillos. -¿Qué es ello? -Bajo su acción, ¿puede ocurrirnos que tengamos facultades o poderes de percepción de tipo peculiar? No sé como definirlos... paranormales, extrasensoriales... -Puede ocurrirnos, ciertamente. Durante la experiencia se despiertan en nosotros habilidades que ni siquiera sospechamos poseer. En especial la segunda visión, la percepción del mundo a través del ojo incorpóreo de la mente. Ella te permite ver, si así queremos llamarlo, cosas que se ocultan a las miradas ordinarias. -¿Cosas que aun no han sucedido? -Es posible, sí. ¿Por qué me preguntas eso, joven sabio? -No estoy seguro. Hubo un momento, cuando estábamos ya de vuelta de nuestro estado extásico, en que dirigí la mirada hacia el joven rey. De pronto el santuario se desvaneció en una tenue luz azulada, y ante mi vista se presentó nítida y clara una imagen diferente. Vi una cámara, una habitación de alto techo y bellas paredes, y en el centro de la misma un lecho regio, limitado por cuatro bellas columnas esculpidas. En el lecho se hallaba tendido Mahukané. -¿Estás seguro? -Sí. Estaba pálido, y con los ojos hundidos. Como si estuviese muy cansado. O tal vez enfermo. Una joven muy hermosa vestida con bellas prendas, con el cabello negro recogido en dos largas trenzas, le miraba con aire preocupado. A su lado una mujer mayor, se tapaba la cara con las manos. Parecía llorar. -¿Te pareció que Mahukané estaba durmiendo? ¿No estaba... no parecía haber muerto? -No. Se le veía agotado, pero abrió los ojos y miró hacia la joven, que le tomó de la mano. En ese momento ambos se volvieron hacia mí y me sonrieron. Y en ese preciso instante la imagen del dormitorio real se esfumó y volví a ver el santuario, y a Mahukané que empezaba a incorporarse de su reclinatorio. 421 Balam Acab se puso en pie, y apoyando sus manos sobre los hombros de Luis, que permanecía sentado, le miró fijamente unos instantes. -No hay duda. - Una sonrisa alegró la noble expresión del buen chamán - Tú eres el principio... siguiéndote vendrá lo demás. -No os entiendo, maestro Balam Acab. -No importa, joven sabio. Un día llegará en que recordarás nuestra conversación y comprenderás mis palabras. Ahora, con tu permiso, voy a retirarme a mi lugar de oración y reflexión. Veo que llega Ixquimaná. Aprovecha para salir un rato con él. 422 Los planes de Balam Acab I B alam Acab miraba de cuando en cuando hacia el bosque por una de las ventanas circulares de su vivienda. Podría decirse que estaba impaciente por ver aparecer al joven Ixquimaná, al que había enviado hacía casi dos semanas al mundo exterior con instrucciones bien concretas: averiguar si algún tipo de expedición se dirigía hacia aquellas tierras con la finalidad de encontrar a Luis. Pero en realidad, si bien era cierto que deseaba con gran interés el regreso del joven y las noticias que pudiese traer consigo, sería injusto calificar su actitud de impaciente, pues el chamán a lo largo de sus muchos años de vida y experiencia había aprendido que no es bueno dejarse llevar por la impaciencia. Una actitud positiva y confiante sería siempre mejor vista por los divinos benefactores, a los que podrían ofender las prisas y las desconfianzas. Los pensamientos del anciano le llevaron por un momento junto al lecho de Mahukané. En aquellos instantes el joven rey debía estar descansando, adecuadamente sedado por la infusión de unas beneficiosas plantas prescritas por el propio Balam Acab. 423 Convenía evitar que se agotasen prematuramente sus energías. La sedación parcial no le impedía alimentarse, pero le mantenía en un estado de mínimo gasto vital. Aun así su enfermedad progresaba, y poco a poco le iba consumiendo. La debilidad muscular, los momentos de delirio y la hinchazón de los tobillos que había hecho acto de presencia en los dos últimos días, eran signos preocupantes. Hacía ya casi dos meses de aquel día, el veintiocho de abril, en que los compañeros de Luis habían partido, dándole por desaparecido. Por lo tanto, si todo había salido como era de prever, ya no podía tardar mucho en llegar a Yucatán una nueva expedición. Pronto iba a saber algo más en ese sentido. Porque allá arriba, entre los últimos árboles del bosque, vio asomar al joven Ixquimaná que, saltando ágilmente sobre el riachuelo para abreviar su camino, se dirigía velozmente hacia la vivienda del anciano. Tras saludarlo a través de la ventana, se dirigió a la puerta para recibirle. Y llegó hasta allí al mismo tiempo que Ixquimaná, quien le tomó una mano con fuerza, al tiempo que una alegre sonrisa le iluminaba la expresión. -¡Qué los dioses os bendigan, maestro Balam Acab! -¡Mi buen Ixquimaná! ¡Mi espíritu se eleva como un mágico quetzal con tu llegada! Pasa, pasa dentro y cuéntame lo que has averiguado. Entraron los dos en la celda principal. Balam Acab tomó asiento en su butaca, e indicó al joven que tomase una pequeña banqueta y se sentase en ella. -Estoy seguro de que mis noticias van a agradarte, maestro. -Me alegra oírte decir eso. ¿Cuales son esas noticias? -El pasado catorce de junio, hace de ello doce días, llegaron en avión, en un vuelo procedente de su país, aquellos que acompañaban a Luis en su expedición el pasado mes de abril, cuando nosotros le trajimos herido hasta aquí. 424 -¡Magnífico! ¡La esperada expedición está, por fin, en marcha! -He sabido que les acompañan esta vez tres nuevos expedicionarios, y al parecer se les ha unido en esta ocasión un anciano arqueólogo de Mérida. Han emprendido el camino hacia nuestras tierras, pues van, efectivamente siguiendo las huellas de nuestro joven amigo. -¿Sabrán hallar ese camino? Porque, según tengo entendido, Mérida queda muy lejos de aquí. -Por ahora parecen ir bien encaminados. Y no me extraña. Ese anciano que les guía es un famoso arqueólogo retirado, que recorrió en el pasado muchas de las tierras de Yucatán y Chiapas. Tuve la oportunidad y la suerte de conocerle. -¿Cuándo fue eso, Ixquimaná? -Hace cuatro años, cuando estuve unos meses estudiando en Guatemala. Acudió en una ocasión a darnos una conferencia como profesor emérito invitado. Nos habló de una leyenda, de una estela, de unos indicios... ¡Cómo me hubiese gustado decirle que no andaba desencaminado! -Supongo que no lo hiciste. -Ni yo ni ninguno de los hijos de Tulán Zuivá que hemos optado en algún momento por la experiencia de conocer el exterior, hemos faltado jamás al precepto de guardar el secreto de nuestro origen. -¿Y dices que ese arqueólogo les conducirá hasta esta región? ¿Desde el norte de la península? -Como os digo, de momento van muy bien orientados, pues han viajado hasta Palenque, y desde allí se han dirigido a la región de los brazos de agua. Es posible que hoy estén ya en algún lugar de la zona de selva que separa aquellos acuíferos del boscoso y fértil valle de nuestros antepasados. -A partir de este momento, si ha ocurrido como tú dices, se les presenta una etapa de viaje a través de parajes casi desconocidos para ellos. No dudo, que con el hermoso libro 425 ilustrado de Luis, darán un día u otro con el templo de los guardianes. Pero una vez allí... -¿Qué os preocupa, maestro? -¡Ixquimaná, mi joven y aplicado alumno! No he podido ocultarte mis deseos de que esa expedición llegue a su destino. -Fueron para mí evidentes desde el primer momento. -Pues bien, me temo que nos queda ya muy poco tiempo. Sin embargo... si intervenimos de algún modo, nadie, absolutamente nadie aparte de nosotros, debería saber que echamos una mano a unos extranjeros, que les ayudamos de algún modo a alcanzar este lugar sagrado. -¿Qué deseáis que haga? ¿Qué esperáis de mí? -Espero, Ixquimaná, que tu buen criterio y tu inteligencia te guíen. Pero insisto. Nadie ha de saber nada de cuanto hemos hablado, nadie ha de saber nada de lo que hagas, fuera ello lo que fuese. -Creo que os comprendo, maestro. Acudiré ahora a ver a mi familia, y a Luis, mi amigo, y les comunicaré que debo partir de nuevo para diversos encargos tuyos. Después me dirigiré otra vez hacia la selva, y veremos si soy capaz de llevar a cabo lo que los dioses esperan de mí. -No lo dudes, Ixquimaná. Ahora marcha, ve a tu casa a reponer tus fuerzas y a ver a los tuyos, y regresa después a la selva. Y hazlo, por favor, lo antes posible. Como acabo de explicarte, temo que nos quede muy poco tiempo. 426 II La dulce luz del atardecer sorprendió a Luis sentado en aquella plataforma de piedra desde la que se dominaba, en una bella perspectiva, el conjunto del centro ceremonial. El subir hasta aquel punto se había convertido en algo habitual para él. No había día en que no caminase los casi cuarenta minutos que suponía el llegar desde la vivienda de Tohukín hasta allí. A parte de que advertía muy claramente lo beneficioso que aquel cotidiano ejercicio le resultaba para su recuperación, gustaba de permanecer largo rato sentado en aquella prominencia pétrea que parecía estar dispuesta a propósito para sentarse en ella y entregarse a la contemplación del hermoso valle. Cabía en lo posible que en el pasado aquel bloque de piedra hubiese formado parte de alguna edificación, ya que su forma rectangular, sus rectas aristas y la superficie de sus facetas demostraban con claridad el trabajo de un artesano picapedrero maya. Se encontraba a escasa distancia del límite del bosque, en el centro de un farallón, que como un promontorio emergía del propio bosque y se proyectaba hacia el valle. Descubrió aquel lugar la segunda vez en que, acompañado por Ixquimaná, había recorrido el centro ceremonial hasta su extremo oriental, en la mañana siguiente a su inolvidable experiencia extásica. El camino hacia el mundo exterior, a través del espeso bosque, y el riachuelo que lo acompañaba, alcanzaban el valle a través de una ladera boscosa de considerable pendiente. Y precisamente en el lugar del que arrancaba en dirección norte la breve senda que discurría por delante de las celdas de los ancianos chamanes, en sentido opuesto a ella se erguía aquella porción del terreno, al pie de la cual se hallaba la misteriosa estela de piedra. Por medio de una serie de viejos escalones se podía alcanzar con relativa facilidad la parte más elevada del promontorio, una terraza abombada, recubierta de una capa de 427 tierra apelmazada, en la que crecía un manto de espesa hierba. En el centro de aquel pequeño prado surgía el paralelepípedo de piedra que Luis gustaba de utilizar como mirador, a medio camino entre los viejos escalones de piedra y una formidable pared rocosa en la que parecía descansar la pequeña elevación del terreno. Recordaba perfectamente como, en aquella ocasión, al tratar de ver con más detalle la curiosa estela de piedra obscura, cuyos grabados le resultaban familiares, descubrió junto a ella el grupo de viejos escalones de piedra y pudo situarse, por vez primera, en aquel mirador. Y desde aquel mismo lugar, aquella tarde, transcurridos ya dos meses y medio desde su llegada a Tulán Zuivá, Luis volvió a experimentar la inagotable belleza del atardecer en el valle. La sombra de las altas cumbres situadas frente a él avanzó paulatinamente de un extremo a otro del centro ceremonial. Y al hacerlo, los últimos rayos de luz solar filtraron los manchones nubosos que parecían indisolublemente unidos a las cimas. Como consecuencia de ello, una luz rojiza, efímera pero muy hermosa, inundó brevemente el valle. En ese momento, cualquier otro día semanas atrás hubieran estado los doce ah konoobs junto a Mahukané, el joven Halac Vinic, entonando los salmos rituales de agradecimiento a Tepeu Gucumatz, al pie de la magnífica escultura junto al templo. Pero Mahukané no estaba, al parecer, en disposición de dirigir la sencilla ceremonia. No sabía que era lo que le ocurría exactamente al joven rey. Balam Acab le había dicho -- hacía de ello un par de días -- que Mahukané se había lesionado en una caída casual dentro del palacio, y que debía guardar reposo durante algunos días. Y por su categoría de rey o Halac Vinic, nadie entre sus súbditos, a excepción de su familia más directa y de su consejero espiritual, el propio Balam Acab, podían acudir a visitarle. 428 De manera que Luis tuvo que aceptar las explicaciones del buen anciano, a pesar de observar en su expresión una honda preocupación, sin duda mayor de lo que quería exteriorizar. Tal vez el anciano no lo sabía. O tal vez sí. Lo cierto es que a Luis no le resultaba difícil percibir sus sentimientos y sus preocupaciones. Como alumno aplicado se había impregnado en gran manera de la espiritualidad de su maestro. Y existía una comunicación silenciosa entre ambos. Y era gracias a esa comunicación silenciosa que Luis percibía que a Mahukané le ocurría algo más grave de lo que se decía de forma oficial. A parte de que algunos hechos recientes venían a ser muy significativos en ese sentido. Como cuando, días atrás, se había suspendido la audiencia mensual, según Balam Acab por hallarse el joven Halac Vinic indispuesto por algún alimento que le había sentado mal. ¿Tendría algo que ver todo ello con aquella visión que tuvo bajo el efecto de los honguillos? Había visto al joven Mahukané en su lecho, acompañado por dos mujeres, una muy joven y una mayor, que parecían cuidar de él. Pero, por la forma en que la joven y el rey le habían mirado y le habían sonreído, parecía poder descartarse algún sentido negativo de aquella visión. No tuvo en ningún momento la percepción de un mal pálpito, de un obscuro presentimiento. Si al menos hubiese estado Ixquimaná con él, hubiesen podido intercambiar sus sospechas y sus impresiones. Pero su joven amigo había partido días atrás hacia el mundo exterior. Llevaba ya veintiún días ausente, cumpliendo algunos encargos del anciano Balam Acab. Cual fuese la naturaleza de estos encargos era algo sobre lo que tampoco estaban las cosas demasiado claras. Ixquimaná le había confesado que no conocía a fondo las intenciones del anciano, pero que comprendía que tenía mucho interés en el asunto por el que le enviaba al exterior. Le había recomendado absoluta discreción, y en eso había incluido también a su amigo Luis. Por ello, Ixquimaná, al partir, le había dejado claro que por el momento no podía darle más explicación 429 que aquella: Balam Acab le enviaba por un asunto muy importante, del cual en el futuro le daría cumplidas aclaraciones. Y en las últimas tres semanas no había visto a su amigo Ixquimaná. Bien, en realidad sí le había visto un día, fugazmente. Llegó a media mañana, comió con gran apetito, y después, tras descansar unas horas, marchó de nuevo. De modo que tan solo había podido hablar unos minutos con él. Y de su breve conversación no había podido obtener nada más que la confirmación de que seguía cumpliendo la misión encomendada por el anciano Balam Acab. Comenzaba a obscurecer, por lo que Luis decidió regresar a la vivienda de Tohukín, donde el bataboob, junto a su hija, la hermosa Tzuninhá y su esposo, Humnkabú, estarían aguardándole para la cena. Bajó por los escalones irregularmente labrados en la piedra de aquel mogote sobre el que había permanecido largo rato sentado, y al llegar a su base, junto al peculiar monolito de piedra obscura vio, con sorpresa y con cierto sobresalto, a Ixquimaná que estaba de pie, apoyado en la gran estela, y le miraba divertido. -¡Ixquimaná! ¡Cómo me alegro de verte! Es curioso, estaba pensando en ti hace unos instantes, y de pronto, ¡apareces frente a mí! -¡Mi apreciado Luis! ¡Yo también me alegro de encontrarte! Acabo de llegar de allá arriba, del bosque, por el camino que trae del exterior. Te he visto al aproximarme hasta aquí, subido en lo alto de esa piedra y dispuesto a descender, de manera que me he apresurado a situarme aquí para sorprenderte. -Y me has sorprendido, sí. ¿Estás definitivamente de vuelta? ¿Has acabado tu misión? -Estoy a punto de completarla. Sin embargo, está noche debo regresar allá arriba una vez más. No, no voy a ir muy lejos. Justo hasta el punto culminante o más alto del camino. Ahora bien, puedes estar seguro de que esta será mi última noche fuera. -Así lo espero. Están pasando cosas que quisiera comentarte. 430 -Tiempo tendremos para ello, estoy seguro. Pero ahora Luis, joven amigo, ve a la casa de mi padre. Puedes decir, por favor, a mi familia que me has visto, y que mañana estaré, si lo consienten nuestros dioses, junto a ellos. -Salgo ahora mismo hacia allí. Suerte, Ixquimaná, y que tus dioses te guíen, amigo mío. Y mientras Luis descendía con precaución por el camino hacia el otro extremo de Tulán Zuivá, Ixquimaná se dirigió a la vivienda del anciano Balam Acab. Permaneció en ella tan solo unos minutos, y cuando las primeras estrellas comenzaban a ser nítidamente visibles en el firmamento azul obscuro, emprendió de nuevo el camino hacia el exterior por el espesor del bosque. Aquella noche, antes de dormir, Luis dedicó unos minutos a meditar sobre las idas y venidas de su joven amigo Ixquimaná. La tranquilidad que le había dado de que en un futuro cercano todas sus preguntas sobre ese tema tendrían adecuada respuesta, le hizo dejar de lado el asunto y disponerse a dormir. Y cuando estaba conciliando el sueño, pasó de nuevo por su mente una extraña sensación, que creía haber tenido ya en algún momento a lo largo del día. Sintió muy cercana la presencia de una persona espiritualmente próxima a él, de alguien a quien apreciaba. No se trataba de Balam Acab, ni de Ixquimaná... 431 III En la mañana del día siguiente, el sábado nueve de julio, Balam Acab, como era habitual en él, se levantó muy temprano, bastante antes del amanecer. Tras desayunar frugalmente llamó a uno de los jóvenes criados que atendían las viviendas de los chamanes, y le entregó un rollo de papel anudado con un cordoncillo rojo. -¿Conoces la casa de Tohukín, el bataboob? -La conozco bien, maestro. Es la última de todas, la más alejada. -Marcha, pues, hasta allí, y entrégale esto de mi parte al joven extranjero que estos días vive allí junto a Tohukín y los suyos. -Voy ahora mismo. ¿Necesitáis algo más, maestro Balam Acab? ¿Os preparo antes de marchar un buen zumo de frutas? -Nada más voy a tomar por ahora, gracias. Ve a hacer mi encargo, y que los dioses te acompañen. -Que os guíen siempre a vos, maestro. Siguiendo las instrucciones del anciano, el joven criado atravesó el centro ceremonial a buen paso. Cuando llegó a la vivienda de Tohukín comenzaba a clarear el día. Solicitó permiso para entrar y desde el interior le indicaron que pasase. Franqueó la doble cortina y halló a Tzuninhá y a Humnkabú desayunando, en tanto que el bataboob y Luis procedían, en otro lugar de la vivienda, a su primer aseo matutino. -Mirad quien tenemos aquí. Entra, amigo, entra. ¿Quieres desayunar con nosotros? -Se lo agradezco mucho, amable señora. He recibido ya un abundante y generoso alimento esta mañana, bastante antes de que Itzamaná comenzase a preparar los primeros rayos de su padre, el sol. Traigo un mensaje para el joven extranjero. -Pues llegas oportuno. Aquí viene. Luis, acércate. -Buenos días, Tzuninhá. Hola, Humnkabú. ¿Qué tenemos hoy para desayunar? 432 -Toma lo que quieras de lo que hay sobre la mesa. Pero atiende primero a este joven emisario, que te trae un mensaje. -¿Un mensaje? -Os lo envía el venerable maestro, el sabio Balam-Acab. -Veamos... -¿Cuál puede ser su mensaje? Si no lo ha traído en persona debe ser porque no desea abandonar su vivienda. -Tienes razón, Humnkabú. Me pide que acuda allí esta mañana. Y... ¡Qué curioso! -¿Qué más dice? -Afirma que ha llegado el momento en que podrá devolverme mi libro de notas. Recuerdo que en su momento me rogó que tuviese la paciencia de esperar algún tiempo para verlo de nuevo, pues él lo necesitaba para algo. Para un buen fin, me dijo. Supongo que todo ello tiene que ver con los planes que se trae entre manos en estas últimas semanas. -¿Te refieres a los asuntos por los que ha enviado al exterior a Ixquimaná? -Precisamente. -Creo que estaréis de acuerdo conmigo en que hay cosas que Balam-Acab no nos ha contado. -¿Qué cosas? -No sabría decirlo exactamente. Sin embargo, tú misma, Tzuninhá, me lo has hecho notar en ocasiones en los últimos días. Hay algo que le inquieta, algo que le preocupa. -Sea lo que sea, espero que pronto lo sabremos. Desayunaré y marcharé hacia allí. Pocos minutos después Luis dejaba la morada de sus amigos. Y como en aquella ocasión, hacía de ello ya más de dos meses, en que salió por vez primera de la casa apoyado en sus amigos, un cuadro sugestivo, hermoso y relajante se ofreció a su vista: la imagen de aquel espacio natural, resaltada su belleza por la luz del 433 amanecer. En efecto, los primeros rayos de sol desbordaban los elevados montes situados al otro extremo del valle, sobre las viviendas de los ah konoobs. Las largas sombras de los árboles más próximos llegaban a sus pies y parecían señalarle el camino. Como solía hacer cuando deseaba andar más rápido de lo habitual, tomó el bastón que guardaba desde el día de su visita a los sabios del Templo de la Memoria. Apoyándose en él le era más fácil progresar rápidamente sin riesgo de comprometer sus heridas, que por otra parte estaban ya en un notable estado de cicatrización. A lo largo del camino, a medida que iba aproximándose al extremo oriental del centro ceremonial, volvió a sentir en algunos momentos aquella sensación, aquel presentimiento que le había abordado la noche pasada antes de dormirse. Aceleró el paso hasta donde le fue posible, pues algo en su interior le decía que estaba a punto de ocurrir alguna cosa fuera de lo corriente. Cuando alcanzó la breve senda que conducía a la vivienda de Balam-Acab, el anciano e Ixquimaná le aguardaban de pie ante la puerta de entrada. Sonriendo, le indicaron que pasase al interior con ellos. Luis vio con sorpresa que ambos parecían estar excitados y muy alegres. 434 TERCERA PARTE 435 436 El encuentro I C omo ocurría la mayoría de las veces, Pablo fue el primero en ver aparecer la esperada luz que les venía guiando por aquella abrupta y montañosa región. Pero casi al mismo tiempo, también la había visto Aureliano. -Ahí está de nuevo. Puntual y fiel a su cita de cada madrugada. -Más bien parece que hoy se ha adelantado un poco, Aureliano. Apenas son las dos de la mañana. -Es cierto. Tal vez eso indique que desea que nos apresuremos. -Es muy posible. ¡Despertemos a los demás, y salgamos enseguida hacia allí! En pocos minutos estuvieron todos a punto de emprender la marcha. Encendieron por breves instantes una potente linterna, y dirigieron su brillante cono luminoso hacia el lugar desde el que les llegaba el débil resplandor de la amarillenta y oscilante llama de una antorcha. De este modo mantenían un pacto tácito, no hablado, establecido desde la segunda noche en que la vieron, cuando comprendieron que aquella luz era una señal. Una señal que les 437 ofrecía un misterioso guía, dispuesto a señalarles el camino por medio de la misma. Con la luz de la linterna, quienquiera que fuese el que se hallaba allá lejos junto a aquella tea, entendió que estaban listos para partir. Mari Luz estaba más nerviosa de lo habitual, impaciente por avanzar en pos de aquel heraldo luminoso. Fermín comprendía muy bien sus motivos: estaban llegando a la zona más alta de la región montañosa, y aquel mismo día sabrían si allá arriba existía un altiplano formidable, o por el contrario, lo cual parecía más probable, el terreno descendía hacia algún valle situado detrás de las montañas. De ser así, era muy probable - Mari Luz no tenía la menor duda de ello - que se tratase de aquel lugar legendario al que Luis debía haber llegado, tratando de hallar aquel rescoldo vivo de la cultura maya que había buscado de forma, como él mismo admitía en ocasiones, casi obsesiva. -Mari Luz, cariño. Creo que estamos muy cerca de nuestro objetivo. Y presiento que esta va a ser nuestra última etapa de marcha nocturna. -Sabes, Fermín, no es que lo espere, o lo desee, o tenga el presentimiento de ello. No, no. Estoy completamente segura. Sé que Luis está muy cerca. Ayer comencé a sentir algo, no sabría explicarte el que. Una presencia, un contacto espiritual. ¡Oh, no te rías! -No me río de ti, cariño. Es alegría, es felicidad. ¡Eres tan maravillosa, tan especial! Y yo he tenido la suerte de haberte conocido, de que hayas buscado mi ayuda, y de haber sido capaz de despertar en ti un poco de amor. -¿Un poco de amor? No te imaginas, cariño, lo mucho que te quiero. -Dame alguna pista. Mari Luz le besó, y enseguida, tomándole de la mano para que le siguiese, comenzó a caminar hacia la lejana luz, al tiempo que le decía: -¿Está claro, cielito? -Gracias, cariño. 438 -Vamos, vamos. La luz ha empezado a moverse. Fermín se apresuró a seguir a la joven, y en pocos segundos se pusieron en cabeza de la expedición, unos veinte o treinta metros por delante del grupo. Don Arcadio, cuando les vio pasar cerca de él, viéndoles tomados de la mano y tan alegres, no pudo evitar comentar con Carmen y su esposo, que aquel par de jóvenes le recordaban sus años de juventud, cuando conoció en una expedición por las selvas de Honduras a la que después, durante muchos años, había sido su amada esposa. -Oyéndole a usted, Arcadio, estoy seguro de que fueron ustedes muy felices. -Así fue, señora. Debo confesarles que mi vida, desde que ella falleció hace poco más de un año, se había convertido en algo muy duro, falto de atractivo, monótono, y a veces insoportable. Por eso la llegada de ustedes a Mérida, la perspectiva de la expedición, los preparativos, todo ello, supuso para mí una inyección de vitalidad, una excusa para poder seguir viviendo. -Nos alegramos mucho de ello. -Gracias, Carlos. ¿Saben? Hay momentos en que aun la creo entre nosotros. En especial cuando llega la noche, sentados alrededor del fuego, muchas veces me parece que voy a verla aparecer entre las sombras, trayéndome alguna estatuílla, alguna piedra, un fragmento de una jarra, que sé yo. Hasta que enfermó, hará de ello unos seis o siete años, me acompañó prácticamente siempre en todas mis expediciones. Y tenía una habilidad en verdad muy grande para hallar cosas interesantes, hurgando entre los matorrales en las cercanías de los enclaves arqueológicos. Yo no habría llegado a ser el experto que algunos amigos generosos me consideran, de no haber sido por su ayuda. -¿No tiene usted hijos o nietos? -No. ¡Mas qué lindo hubiese sido el tenerlos, especialmente por ella, que siempre lo deseó intensamente! -Lo entiendo perfectamente. A mí me ha ocurrido lo mismo. -A ambos, cariño. ¡Los dos hubiésemos disfrutando tanto siendo padres! 439 -¡Y que par de magníficos padres hubiesen sido ustedes! -¿Usted cree? -Carmen, amiga mía, me basta ver el cariño y la ilusión conque me hablan de Luis, el cual, por lo que he podido deducir, en los meses que estuvo con ustedes vino a llenar en sus vidas ese vacío, el de la falta de un hijo. Y lo deduzco también de la deferencia y el aprecio con que tratan a esa encantadora jovencita, a la que ustedes consideran, como hicieron con Luis en su momento, casi como una hija. -Me alegra mucho, Arcadio, oírle decir esas cosas de nosotros. Es bueno que nuestros amigos nos tengan en un buen concepto. -Y para mí es bueno saber que ustedes me cuentan entre sus amigos. Gracias. ¡Eh! ¡Profesor Felices! ¡César! ¿Le presté ayer noche mi botellita de brandy, verdad? -Cierto. Aquí la llevo. Tenga, Arcadio, tenga. Don Arcadio, tomando la botellita metálica, la destapó y la llevó a sus labios, para tomar un traguito de aquel fuerte coñac, que desde hacía años se hacía traer periódicamente de España, y que nunca faltaba en sus expediciones. -Por todos nosotros. ¡Ah! Bien, esto va mejor. ¿Saben? Necesitaba repostar un poquito. Los camiones de mi buen amigo Pancho, el de Santo Domingo, no pueden rodar sin su dosis de nafta. Pues bien, a mí me pasa algo parecido con este coñaquito. -¿Y si se le acaba? ¿Y si un buen día le fallan el correo o el recadero, y se queda sin brandy? -Tranquilo, César, tranquilo. Un buen tequila, un pulque, un comiteco, un mezcal... ¡por fortuna esta es una tierra rica en alternativas para mis necesidades en ese sentido! 440 II Siguiendo el camino por el que les iba guiando aquella misteriosa antorcha, se adentraron, con las primeras luces del amanecer, en un vallecillo formado por dos laderas de suave pendiente que, a ambos lados, se extendían hasta el pie de dos grandes y formidables picachos, cuyas cumbres de roca desnuda emergían de entre la espesa masa de coníferas que los cubría en su mayor parte. De cada una de aquellas cumbres alcanzaban el valle una serie de pequeñas corrientes de agua, que iban a unirse en un riachuelo que, sobre un lecho rocoso, discurría por el centro mismo del valle. En aquel lugar los árboles, de una hermosa variedad de cedro, se hallaban relativamente espaciados, permitiendo el paso sin dificultad. Además, tan solo un manto de verde hierba de escasa altura cubría el suelo, y nada parecido a zarzas o enredaderas venía a dificultar la marcha del grupo. Por el trayecto de la corriente de agua notaron que el valle mantenía una suave inclinación descendente en el sentido en que se desplazaban. -¡Estoy admirado de ver tal abundancia de humedad y de agua! -Me ocurre a mí lo mismo, profesor. No hay duda de que este es un lugar muy especial, una especie de enclave paradisíaco, donde concurren, por el capricho de la naturaleza, una serie de peculiaridades climáticas. -Así es, Pablo. Por su especial configuración, y pese a estar en esta zona de selva tropical, este macizo montañoso posee un microclima extraordinario. Las grandes masas nubosas que se ven allá arriba, encasquetando aquellas cumbres, lo indican bien claramente. -Admirable y extraordinario, tal y como decís. Pero Fermín, ¿no crees que en este lugar hay algo de misterioso, de sobrenatural incluso? -Mari Luz tiene razón. No es lógico. Se sale de lo razonable. Estamos en un territorio plenamente tropical, a una altura considerable pero en ningún caso comparable a la de la región 441 volcánica montañosa situada al sur de Méjico, la región del Nevado de Toluca y el Popocatepetl. -Pienso como vosotras, Carmen. Tan solo los designios de una voluntad todopoderosa o sobrenatural han podido configurar, mediante el manejo de los recursos y las fuerzas de la naturaleza, un lugar tan extraordinario como este. -Hombre, Fermín, nada nuevo hay en esa idea. Ante los paisajes naturales más bellos, ante la formidable inmensidad del océano, ante la quietud sobrecogedora del extenso desierto sahariano, todos solemos pensar que merecen ser la obra de un ser divino. -Carlos... Me gustaría preguntarte una cosa. Verás, ocurre que tengo curiosidad por conocer tu opinión sobre algunos hechos curiosos. -¿A qué hechos te refieres? -Pues a ciertas circunstancias extrañas, algunas... digamos que afortunadas coincidencias. -¿Coincidencias? -Yo así las llamaría. Pablo y yo hemos comentado en diversas ocasiones, a partir de una interesante conversación que mantuvimos juntos en nuestra primera noche en Mérida, que hay una serie de hechos curiosos o sorprendentes a los que no acabamos de encontrar una explicación lógica. -Tiene razón el profesor. Recuerdo que aquella noche hablamos del libro de campo de Luis Trévelez. -¿Qué hay de misterioso en ese libro? -Sencillamente, que es un libro que desaparece y aparece. -¡Qué cosas dices, César! Ya sé que al principio nos extrañó que lo tuviese Mari Luz, porque todos dábamos por seguro que Luis se lo había llevado aquella noche. Pero, dado que el libro estaba entre sus cosas, es evidente que no lo hizo. -Aunque es un tema que dejamos zanjado en su momento, debo confesarte, Carlos, que yo creo que Luis marchó con su diario de campo en la mochila. Nunca se separaba de él. Además, cuando advertimos su marcha y entramos en su tienda, esta magnífica obra 442 de recopilación, que ha merecido los elogios de nuestro amable arqueólogo jefe, por la que ha comparado a Luis con el mismísimo Catherwood... -Insisto, profesor, en que merece tal comparación. Sus lindos dibujos no van a la zaga de los del ilustre explorador, en realidad denotan una similar maestría en el trazo, un parecido amor por la historia del pueblo maya. Y en el caso del su hermano, señorita, es fácil encontrar incluso una mayor autoridad y solidez en sus conocimientos. -Pues bien, cuando entramos en su tienda el libro de campo no estaba allí, Estoy completamente seguro. Porque ante la posibilidad de que hubiese salido tan solo a meditar o a relajarse dando un paseo por la selva, lo busqué por todas partes sin éxito. Por ello, precisamente, dedujimos que Luis había marchado aquella noche dispuesto a hacer algún tipo de trabajo o descubrimiento. -Pero César, de ser así. ¿Cómo diantres pudo llegar el libro a manos de Mari Luz? -Yo recibí sus cosas embaladas en un voluminoso bulto, cuidadosamente envuelto en lona. -El mismo día en que levantamos el campamento para regresar, siguiendo las instrucciones de usted, profesor, ordené a dos de los porteadores que recogiesen las cosas del señorito Luis y las dispusiesen de ese modo. Después me encargué yo mismo de precintar y atar el paquete. -Podemos descartar el que alguno de los dos muchachos lo haya puesto en esos momentos... -No del todo. Es una posibilidad. -En ese caso, creo que tenemos una posible explicación. Uno de nuestros jóvenes guías encontró el libro de campo por los alrededores del campamento, pues cabe en lo posible que Luis lo perdiese en su marcha nocturna. Reconoció al momento el libro, y se apresuró a dejarlo entre sus cosas, en la tienda. Y allí permaneció hasta el momento en que las preparamos para el viaje de vuelta. -No sé que decirte, Carlos. Es posible. 443 -Pero, cariño, ¿y la luz? ¿y esa antorcha que nos guía? ¿También hay explicaciones para ella? -Tienes razón, Carmen. ¿Cómo explicarla? ¿O es que tenéis todavía por aquí alguno de los guías de vuestra anterior expedición para que se encargue de llevarla? Carlos Ortigosa miró hacia las dos mujeres, su esposa y la joven Mari Luz, y no pudo evitar reír con simpatía ante aquel frente común ante sus argumentos. -Bien, aceptemos los hechos misteriosos. Pero en ese caso, ¿cómo los explicáis? -Creo entender a lo que Mari Luz y Carmen se refieren. Veamos. Nos enfrentamos a un conjunto de circunstancias curiosas e inexplicables, que en definitiva han sido o son decisivas para nuestro avance. En realidad, se trata de unos hechos que comenzaron incluso antes de nuestra llegada a Yucatán, puesto que hay que incluir en los mismos el sueño que tuviste el pasado nueve de mayo, y las sorprendentes palabras de aquel hombre de campo, Quimet el leñador. Todos estáis al corriente de ellas, pues las hemos comentado en más de una ocasión. Y ahora nos hallamos con este lugar, este sorprendente y bello lugar, casi imposible de imaginar en estas latitudes tropicales. Todo ello es demasiado peculiar para responder a un conjunto de casualidades fortuitas. -Comprendo que es muy fácil dejarse llevar por la fantasía, y dejar volar nuestra imaginación. Nos diremos: ha de haber detrás de todo ello la voluntad de alguien... o de algo. Pero yo creo que en su momento descubriremos que todo tiene una lógica y sencilla explicación y nos reiremos de nuestra fantasía. -Perdone que discrepe de usted, Carlos. He caminado muchos años por las selvas, los valles y los montes de estas tierras, he visitado lugares hermosísimos donde, en las antiguas piedras y los viejos monumentos, yacía el recuerdo de otros tiempos, de un pasado que a duras penas comenzamos a conocer. Pero en este lugar se siente una extraña sensación. No se me ría usted si le digo que el pasado está aquí mucho más presente. 444 -Me guardaré mucho de reírme, Arcadio. En el fondo, debo decir que yo siento algo parecido. Y creo que todos tenemos sensaciones similares. Si no, ¿por qué no nos hemos detenido al amanecer, como veníamos haciendo hasta ahora? -El camino hacia el que nos ha dirigido esta vez nuestro amable guía nocturno no tiene posibilidad de error. He pensado en ello hace unos momentos. Podemos seguir avanzando, pues no hay posibilidad alguna de desviarse ni a uno ni a otro lado. -Es cierto, podemos seguir descendiendo. Aunque, la verdad, el hacerlo resulta cada vez más complicado. En efecto, su progresión, manteniéndose siempre cerca de aquel riachuelo de aguas claras y límpidas, se iba haciendo poco a poco más difícil. Ello era debido a que el bosque, al principio bellamente adehesado, se había ido espesando paulatinamente. No tardaron en verse obligados a avanzar por un sendero pedregoso, que en ocasiones debían abandonar para dar un rodeo por el espesor de la masa forestal, y evitar de ese modo algunos bruscos desniveles del terreno. 445 III El bosque se aclaró y pudieron ver por los amplios espacios libres que quedaban entre los troncos de los árboles, que el camino les había conducido a un hermoso valle abierto en el espacio interior de un formidable circo montañoso. A medida que se acercaban al límite de bosque los detalles de aquel lugar se hicieron más evidentes. Muy pronto distinguieron que en algunos puntos, en las paredes interiores de aquel gran espacio natural, se habían esculpido grandes figuras de piedra, junto a las que se veían lo que probablemente serían las entradas a unos obscuros recintos abiertos en el espesor de las propias paredes. Además, en diversos lugares del valle se distinguían numerosas aberturas, apenas visibles por la exuberante vegetación que las rodeaba y cubría parcialmente. Por otro lado, la porción central del valle, la parte más baja de aquel espacio natural, formaba una estrecha meseta de unos tres quilómetros de longitud, cubierta en muchos lugares por bellas aglomeraciones de árboles, con el típico aspecto de las alamedas o choperas. El riachuelo que venía guiándoles atravesaba de un extremo a otro el hermoso valle, oculto unas veces entre los árboles y a cielo abierto y perfectamente visible en otros momentos. Algunas esculturas se presentaban a su vista iluminadas por el sol oblicuo de la mañana, que acentuaba su relieve por las negras e intensas sombras que producían. Don Arcadio cuando las vio, reconoció algunas de ellas enseguida. -¡Dios mío! ¡Vean que cosa más linda! ¡Qué lugar más maravilloso! Les puedo asegurar que nunca antes he visto un lugar como este. Estamos ante los restos de un enclave bellísimo, que estuvo en su momento dedicado a las divinidades mayas del período de máximo esplendor de su cultura. Déjeme los prismáticos, Fermín... gracias. Sí, allá lejos, al final del valle, veo con claridad una magnífica escultura que representa al gran ente divino, Tepeu Gucumatz. Junto a ella veo, a ambos lados, dos formidables puertas ornadas con altorrelieves bellísimos, y... sí, un escudo real. 446 Observo que este riachuelo recorre el valle en toda su longitud, y va a sumirse en el espesor del macizo montañoso que lo cierra a poniente. Allá lejos, al pie de un elevado muro de piedra recubierto de manchones verdes, veo otra entrada a algún recinto. La recubre algo. ¿Plantas que descienden hacia el suelo? -Creo que lo hemos encontrado. -¿Está seguro, profesor? -Sí, Pablo. No hay duda: un valle, con una serie de espacios abiertos en las paredes rocosas. ¿Qué son, en definitiva, sino unas cuevas? ¿Y cómo dijimos que podía traducirse Tulán Zuivá? -¡Carajo! ¡Tiene razón, César! Ahí lo tienen, el valle de los siete barrancos o las siete cuevas: ¡Tulán Zuivá! -Aparentemente apenas hay nada que haga pensar en un recinto habitado. Sin embargo, estoy seguro de que en el pasado, en esas cuevas moraban hombres y mujeres, que encontraron en ellas refugio y espacio para sus viviendas y, posiblemente, también para sus lugares de culto y oración. -¿Qué os hace suponer que este lugar no esté habitado en la actualidad? -Bien, señorita, así de pronto, todo parece indicar que nadie vive aquí en estos momentos. A esta distancia no podemos ver con detalle, pero no me parece que haya señales de vida evidentes. -¡Mirad! ¡Mirad! Allí, junto al riachuelo, parece que arranca una senda. Vamos, un poco más abajo. ¡Magnífico! Carmen y Mari Luz se habían adelantado, y al llegar al punto en que terminaba el bosque y comenzaba el valle, se detuvieron al lado de una senda, formada por gruesos elementos de piedra, como grandes adoquines, que se dirigía hacia el norte, adosada a un formidable y altísimo muro de roca, y alcanzaba un punto en que se distinguían perfectamente doce puertas, cubiertas por cortinas de tela de bellos colores. En el espacio que las separaba, la roca se veía abierta en diversos puntos por perforaciones circulares, que por su altura correspondían a ventanales. Muchos de ellos se hallaban adornados por medio de hermosas matas llenas de flores coloreadas que crecían de una especie de macetas de cerámica. 447 Cuando todos se reunieron con Carmen y Mari Luz, ésta, sonriendo, le preguntó a don Arcadio. -¿Qué opina de estas cuevas? ¿Tienen aspecto de estar deshabitadas? -¡Oh, Dios mío! ¡No, de ningún modo! La limpieza del sendero, lo cuidado de las flores, las lindas cortinas de las puertas... ¡Aquí vive alguien, no les quepa duda! ¿Eh? ¿Qué le ocurre, señorita? Mari Luz había dejado de prestar atención a las palabras del anciano arqueólogo. Su mirada estaba fija en dirección hacia la más alejada de aquellas cuevas, y había cogido con fuerza el brazo de Fermín. -¿Qué ocurre, cariño? ¿Qué ves? -¡Mi hermano! ¡Luis! ¡Sale de aquella cueva! Todos miraron hacia donde indicaba Mari Luz. Por la más alta y alejada de las puertas, tras apartar cuidadosamente la cortina acababan de salir al exterior tres personas que, lentamente, comenzaron a dirigirse hacia ellos. Una de ellas era un joven alto y muy delgado. Una expresión dulce y una mirada viva e inteligente adornaban su rostro, curiosamente cubierto de pecas. Le acompañaban un hermoso joven y un simpático anciano, que a diferencia del primero, eran, por sus rasgos y su corta estatura, genuinos representantes del pueblo maya. El joven, con un largo cabello negro recogido con una cinta gruesa de cuero, vestido de manera sencilla con una holgada vestimenta de tela, ceñida en la cintura, y calzado con algo que bien podría designarse como un par de mocasines, sonreía de manera franca y alegre, y dirigía de cuando en cuando una simpática mirada hacia el alto y pecoso joven, que caminaba entre él y el anciano. En cuanto a éste, cubierta su cabeza por cabello blanco como la nieve y surcada su faz por innumerables arrugas, miraba atentamente hacia el grupo con unos ojos negros de mirada penetrante. Su expresión era bondadosa, y parecía estudiar con gran detenimiento a todos y cada uno de los miembros de la expedición. Cuando se hallaron a pocos metros su mirada se fijo en 448 Mari Luz y, sonriendo, con una expresión que reflejaba un gran alivio y una intensa satisfacción, preguntó: -¿Hermosa niña, eres tú Mari Luz, la hermana de Luis? -Lo es, maestro. ¡Mari Luz, hermanita, como me alegro de verte! ¡Dame un abrazo! -¡Luis! ¡Oh, Dios mío! ¿Qué te ha ocurrido? ¡Estás más delgado que nunca! ¡Sin embargo, me parece que no te había visto nunca tan saludable! -¡Tú sí que estás bien! ¡Si hasta me parece que has crecido! ¡Estás guapísima! ¡Profesor! ¡Carmen, Carlos, amigos míos! ¡Que sorpresa, que alegría! ¡Aureliano! ¡Mi buen Aureliano! Luis apenas podía dar crédito a lo que veía. Pero allí estaban sus amigos, con el fiel guía Aureliano y su querida hermana. -¿Cómo es posible? ¿Cómo habéis encontrado este sitio? Sea como sea, es maravilloso que estéis aquí. Amigos, cuando sepáis lo que es realmente este lugar... no creo que hayas imaginado, César, ni en los momentos de mayor optimismo, que podrías llegar a pisar algún día un lugar como esté. Pero antes que nada, permitidme que os presente a estos dos amigos, a los que debo agradecer, entre otras cosas, el estar vivo en estos momentos. Este joven es Ixquimaná, que algún día será un justo y buen bataboob de este lugar, y aquí tenéis a Balam-Acab, el sabio y venerable ah konoob, la máxima autoridad religiosa de este lugar, paciente con los jóvenes, excelente maestro, y casi un segundo padre para mí. En efecto, ésta es, como habéis sabido enseguida, maestro Balam-Acab, mi hermana. Estos son Carlos Ortigosa y su esposa, Carmen. Mucho más que unos buenos amigos. Y mi jefe allá en la universidad, el profesor Felices. Este hombre, descendiente de una antigua familia de mayas yucatecos, es Aureliano, hombre bueno como pocos y magnífico guía. En cuanto a los otros... -Permite que te los presente, Luis, y se los presente de paso a tus amigos. Quizás hayas oído hablar de don Arcadio Botín. -¿Botín, el arqueólogo retirado? 449 -Como ve, no del todo retirado. Aquí me tiene, embarcado junto a sus amigos en una linda aventura, que nos ha llevado felizmente al hallazgo de usted, sano y salvo. -Ha sido muy amable por su parte aceptando acompañarnos. Sus conocimientos y su experiencia han sido de gran ayuda, y su compañía y su ánimo nos han alentado muchas veces. Y estos son Pablo y Fermín. Les conocí en Barcelona, y en cuanto supieron de tu desaparición se ofrecieron inmediatamente a ayudarme. Fueron ellos quienes nos animaron a ponernos en marcha y acudir a Méjico para tratar de hallar alguna pista que nos condujese hasta ti. Y como ves, no andaban desencaminados. -Tu hermana insiste en atribuirme méritos que son exclusivamente de Fermín. Él, y nadie más que él, fue quien planeó esta expedición, quien nos puso a todos en marcha y quien me embarcó, casi a la fuerza en este viaje. Bueno, eso no es del todo cierto, ya que me apunté muy a gusto. -Es para mí un placer conoceros a todos, de verdad, Arcadio, Fermín y Pablo. Fermín, por lo que dicen de ti, debo agradecerte el que estéis ahora aquí conmigo. -Mari Luz me pidió ayuda en su momento, y dadas las dosis de persuasión que la caracterizan, me fue imposible negarme. De lo cual, por otra parte, no me arrepiento lo más mínimo, más bien al contrario. Fermín tomó a Mari Luz por la cintura, y ella a su vez, sonriendo, le rodeó con su brazo. -No hace falta que me digáis nada más. Ya veo que formáis muy buen equipo. Pero decidme, cómo fue que se os ocurrió acudir a buscarme. ¡Yo pensé que se me había dado por muerto! -Supe que estabas bien desde la noche en que me visitaste en mis sueños. -¿Qué yo te visité? -Sí. Tú y este amable anciano, y un hombre joven vestido como un rey. Aparecisteis una noche en mi mente mientras yo dormía. -¡Balam-Acab! ¡Fue durante la velada! 450 El buen chamán, mirando a Luis, asintió sonriendo, y Fermín continuó explicando los motivos que les llevaron a acudir a Mesoamérica. -Desde el momento en que tu hermana me habló de aquel sueño, y contando con el hecho importante de tener las magníficas pistas que dabas en tu libro de campo... -¿Mi libro de campo? ¿A qué libro te refieres? -A este, al tuyo. - Mari Luz sacó del bolso el hermoso libro. Al punto, Balam-Acab, se acercó a ella extendiendo las manos. -Permítame, señorita... gracias. El anciano tomó el libro, y se lo entregó a Luis. -Aquí lo tienes de nuevo, joven sabio. Tal y como te prometí. -¡Que estaba en buenas manos, me dijisteis! -¿Qué mejores manos que las de tu hermana? -Pero... ¡No es posible! ¿Cómo llegó el libro hasta ti, Mari Luz? -Yo puedo explicártelo, Luis. -¿Tú? Ixquimaná, amigo mío, no me dirás que tú... -¡Ahora lo recuerdo! He estado pensando todo el rato que me recordabas a alguien. ¡Y ahora caigo! ¡Tú eres el joven maya que nos visitó en el campamento! -¡Caramba! Tienes razón, Carmen. Este chico estuvo en nuestro campamento. Diría que fue...¡ la noche antes de nuestro regreso! Lo que ocurre es que no pudimos verle sino a la luz del fuego. Y fue muy poco rato, puesto que la mayor parte del tiempo estuvo con los guías. -Fue como usted dice, profesor. Ni usted, ni don Carlos ni doñita Carmen le vieron apenas, pues procuró mantenerse alejado de ustedes. Pero yo sí le vi, y hablé con él. Recuerdo muy bien que nos comentó que iba de paso hacia una aldea próxima y que se había golpeado en una pierna. Aunque no llevábamos ningún médico para atenderle, le dimos unos calmantes y le dejamos descansar en nuestro campamento. -Bien, ya podéis suponer el resto. Aproveché la obscuridad de la noche para depositar el libro en el interior de la tienda de Luis. Debo deciros que lo hice por indicación de nuestro venerable 451 maestro, Balam-Acab. Y si bien al principio no entendía sus motivos, luego comprendí que deseaba facilitaros las cosas para que pudieseis llegar hasta aquí. -Envié al joven Ixquimaná a vuestro campamento, mientras Luis convalecía de unas graves heridas que se produjo... Luis vio alarma y temor en la expresión de su hermana, y se apresuró a tranquilizarla. -No temas, Mari Luz. Estoy prácticamente recuperado. Me caí por accidente en unas ruinas allá abajo en la selva, pero Ixquimaná y su cuñado, Humnkabú, al que pronto vais a conocer, me trajeron a este lugar, donde los cuidados de la familia de Ixquimaná y la medicina de Balam-Acab produjeron unos resultaron casi milagrosos. Vaya... de modo que mi libro de campo os fue de ayuda para alcanzar este lugar. -Tulán Zuivá, supongo. -Así le llamamos los que aquí habitamos desde hace cientos y cientos de años. -Tu libro de campo nos ayudó a reconocer que íbamos por buen camino. En especial cuando llegamos al hermoso centro ceremonial que dibujaste en la última página. Pero a partir de allí creo que no habríamos dado con la ruta correcta de no ser por una curiosa circunstancia. -Ha sido algo increíble, Luis. Cada noche, a altas horas de la madrugada, una luz se encendía en la lejanía y nos iba guiando hasta el amanecer. -¡Ah! ¡Hijos míos, no hay duda de que los dioses han querido guiaros hasta aquí! Esa misteriosa luz os fue enviada, estoy seguro de ello, por la voluntad de nuestros amados y divinos protectores. Sea como fuere, lo importante es que ahora estáis aquí con nosotros. Y ello es para mí un motivo de alegría especial. Pero no permanezcamos más tiempo aquí parados. Os acompañaremos a la casa de Ixquimaná. Está situada hacia el otro extremo del valle, y para llegar hasta ella no hay más que seguir el curso del riachuelo. 452 IV A media mañana, pasadas poco más de dos horas desde el momento de su encuentro, estaban todos reunidos en la sala común de la vivienda de Tohukín, el bataboob. Habían dejado sus cosas en una serie de dependencias no utilizadas habitualmente, que prolongaban la propia vivienda hacia el interior de la montaña. Aquellas iban a ser, provisionalmente, las habitaciones de los recién llegados. Mientras todos, incluidos Tzuninhá y su esposo Humnkabú, conversaban animadamente sentados en una serie de sillas que habían dispuesto alrededor del hogar, Tohukín y Balam-Acab mantenían una conversación en voz baja, en un rincón de la estancia junto a una de las ventanas. -Maestro Balam-Acab, estoy seguro de que sabéis lo que hacéis y de que tenéis vuestras buenas razones para alegraros de la llegada de este grupo de extranjeros. ¿Pero no se pone con ello en peligro el secreto de nuestro santuario? -Todos ellos, sin distinción, son magníficas personas. Estoy convencido de que en el futuro, cuando marchen de aquí, guardarán bien a gusto el secreto. -De todos modos, maestro, creo que deberemos poner en conocimiento del consejo el hecho insólito y nunca antes visto de la llegada de unos extranjeros. -Tanto el consejo social como el religioso sabrán de ello, y podrán opinar todos. Pero voy a pedirte, bondadoso Tohukín, que antes de convocar a los jefes esperes unos días. Han de ocurrir - lo deseo con toda la fuerza de mi corazón y de mi espíritu - algunas cosas, que harán que todos veamos con buenos ojos la estancia de unos forasteros, de unos extraños, entre nosotros. -Será como vos dispongáis, maestro. -Ahora vamos, Tohukín, a sumarnos a las conversaciones. Creo que ha llegado el momento de que me dirija a uno de los recién llegados, para pedirle un favor muy especial. 453 El anciano chamán y Tohukín se acercaron al grupo, que comentaba en aquellos momentos algunos hechos con relación a la expedición y su magnífico éxito final. -¿Y la luz de la antorcha no faltó ya ninguna noche? -Ninguna. Allá estuvo todas las madrugadas, durante una semana completa, desde el pasado domingo, el tres de julio, en que nos guió hasta el templo, hasta hoy, sábado. Y debo decir que, lo mismo si es obra de los dioses, como ha opinado este venerable anciano, o si la enarbolaba un brazo humano, su colaboración ha sido decisiva para nuestra llegada hasta aquí. -Quien sabe, señor... en ocasiones los dioses nos utilizan, a nosotros los humanos, para sus designios. -Hablas sensatamente, como siempre, mi joven y buen discípulo, Ixquimaná. Permitidme, amigos... gracias, Humnkabú, estaría muy bien en esa silla, pero hay una misión que aguarda que la emprendamos ya sin más demora. Sé que entre vosotros ha llegado a Tulán Zuivá un notable chó-ta-cí-ne, es decir, un medicine man, un médico. -No sé como lo habéis averiguado, venerable maestro, pero es cierto. Pablo y Fermín son médicos. -En su momento, Luis, joven sabio, comprenderás que nosotros, los ancianos, sabemos muchas cosas porque los dioses tienen a bien hablarnos con mayor frecuencia que a vosotros, los jóvenes.- Balam-Acab miró dudoso unos instantes a Fermín y a Pablo. Pero de inmediato algo como un instinto le desveló que aquel hombre joven, de expresión alegre y ojos claros, al que los demás llamaban Fermín, era el 'esperado'. Juntando las manos, se le aproximó, se situó frente a él, y le saludo con una leve inclinación. -Que los dioses te iluminen, amigo. ¿Estás preparado para atender a un ser enfermo en su lecho, cuya salud espera un remedio que tan solo tú puedes aportarle, cuya vida tal vez dependerá de tu criterio y de tu ciencia? -Balam-Acab, amigo mío. Sea quien fuese vuestro paciente, podéis contar conmigo para tratar de sanarle. Sin embargo, tengo referencias de que los medicine men de vuestro pueblo, y creo que sois 454 uno de los más destacados, contáis con un amplio repertorio de plantas y remedios naturales. -Nada han logrado mis poderes y conocimientos en este caso. Si no te importa, me gustaría que me acompañases y visitases a ese enfermo. Y creo que sería bueno que Luis e Ixquimaná nos acompañasen también. -¿Quién es el paciente? ¿Y cual es su dolencia? -Muy pronto lo sabrás. Vamos, vamos, amigos. No perdamos tiempo. Luis miró a Ixquimaná con una expresión interrogante, y el joven le contestó con un leve gesto afirmativo. Los dos presentían que el buen anciano les iba a desvelar, finalmente, que era lo que le ocurría al joven rey, Mahukané. ¿A qué otro enfermo sino podía referirse? De modo que se apresuraron a atender el ruego del chamán. Fermín, cuya natural curiosidad como médico había despertado Balam-Acab con sus palabras, se dispuso también a seguir a los dos jóvenes y al anciano ah konoob. -Mari Luz, cariño, amigos, esperadnos aquí. Hay tantas cosas maravillosas que comentar sobre este bello lugar... -Tendremos tiempo para ello, Fermín. - Carmen le señaló hacia la puerta - Nuestra expedición ha cumplido el principal objetivo. Ahora no hay prisa alguna, más bien al contrario. -Es cierto. Marcha, cielito. Ese buen hombre te espera fuera, con Luis y su joven amigo. 455 456 Mahukané I B alam-Acab miró a Luis y a Ixquimaná con un gesto de aprobación. Sabía que había nacido una gran amistad entre los dos jóvenes, conocía la nobleza y la bondad de sus caracteres, y comprendía que, en los últimos días, les había tenido preocupados la salud del Halac Vinic. Ahora iban a saber del estado real del joven Mahukané. Estado que, por otra parte, preocupaba cada vez más al anciano. Era evidente que estaban ocurriendo las cosas como él las había planeado. Por otro lado, aquel medicine man parecía de fiar. Balam-Acab, cuya capacidad para ver en la expresión y en la actitud de los demás era casi tan grande como la del sabio Huncahvitz, veía en Fermín una seguridad y solidez como curador, de la que probablemente él mismo no era consciente, pero que no escapaba al perspicaz análisis del chamán. Cuando los tuvo delante a los tres, pues Fermín, que había salido el último de la vivienda de Tohukín se había apresurado a 457 alcanzarles, viéndoles expectantes e indecisos, alzó una mano y señaló hacia la entrada del palacio real. -Vamos a visitar, como supongo que ya habéis imaginado, a nuestro amado y venerado señor, el joven Halac Vinic. - BalamAcab tomó del brazo a Fermín, y mientras avanzaban siguió hablándole. - Lo aqueja una extraña enfermedad, sobre la cual solo puedo decirte que comenzó hace varios meses, de manera sutil, en forma de episodios de pérdida de fuerza, dolor de cabeza y sensación de mareo. Poco a poco se fueron haciendo más frecuentes. Hasta que la percepción de inestabilidad le obligó a mantenerse en cama. -¿Cuándo ha ocurrido eso? -Hace unos diez días. Desde entonces permanece en su lecho en el palacio, y a duras penas se incorpora para tomar algún alimento. -¿Tan mal se encuentra? -Sí, Ixquimaná.¿Por qué negarlo? Ahora ya no hay motivo para que te oculte la gravedad del estado de nuestro joven rey. -De modo, venerable maestro, que no se trataba de una caída. La verdad es que yo presentía algo así. -Y yo sabía que lo presentías, joven sabio. Bien. Ya hemos llegado. Permitidme un momento que invoque al gran Tepeu Gucumatz. Gracias, amigos. Se hallaban frente a la entrada a las dependencias reales, abierta junto al lugar de oración dominado por la formidable estatua de la deidad. El anciano chamán se colocó mirando hacia el gran ser esculpido en la pared rocosa, y musitó unas breves palabras. Se inclinó levemente tres veces, como solían hacer siempre que pasaban cerca de él, e inmediatamente, seguido por los demás, apartó la gran cortina de la entrada y avanzó por una sala rectangular. Sus paredes, completamente lisas, no eran de roca, sino de una especie de alabastro brillante, de aspecto bellamente abigarrado por la presencia de las caprichosas venosidades del mineral que las constituía. Colocados junto al zócalo de piedra negra de la sala, había en varios puntos unos pequeños basamentos 458 cuadrados de unos veinte centímetros de altura, que daban apoyó a unas bellas columnas, en las que se habían empleado los más valiosos materiales. A derecha e izquierda unas ménsulas o pequeñas mesas de piedra, soportaban dos grandes cofres oblongos de madera bellamente esculpida. Finalmente, en la pared del fondo se veía una gran puerta de madera de doble ala. Su marco era de piedra negra, similar a la del zócalo. En cuanto a la puerta en sí, por sus bellos relieves esculpidos le recordó a Luis las puertas de la antesala del templo o santuario donde se llevó a cabo en su momento aquella 'velada' en la que participó, invitado por el consejo religioso de los ah konoobs. Balam-Acab les indicó que se acercasen todos al gran cofre situado a la derecha. Cuando los tuvo junto a él, elevó con ayuda de Ixquimaná la tapa del cofre y extrajo del mismo un curioso utensilio, una especie de cetro alargado, formado por un mango cilíndrico de piedra gris, al que se hallaba sólidamente unida una pieza metálica con las formas de una sinuosa y gruesa serpiente. En su extremo, lo remataban dos pequeñas alas abiertas. Tomó el cetro por su mango y con suavidad tocó con su extremo alado la cabeza de Fermín y lo apoyó después, primero en su hombro izquierdo, después en el derecho. Repitió a continuación el ceremonial con la cabeza y los hombros de Luis. -Acabáis de ser investidos como hijos adoptivos de nuestro pueblo, con el símbolo del todopoderoso. Sólo de ese modo se permite entrar a los extraños en los aposentos del palacio real. Dejó de nuevo el cetro, y cerraron el cofre. -Ahora os pondréis un medallón ritual para materializar el acto de vuestra unión espiritual con nosotros. Venid, vamos al otro cofre... Ayúdame de nuevo, Ixquimaná. Aquí están. Éste para ti, Luis. Éste otro, para nuestro chó-ta-cí-ne, Fermín. Tal y como les había dicho, tomó del segundo cofre unos colgantes, formados cada uno por una fina cinta de cuero y un medallón elipsoidal, de unos ocho o diez centímetros, en cuya superficie metálica se veían grabados tres glifos. Ni Fermín ni Luis, 459 cuando los tuvieron sobre sus pechos y pudieron mirarlos con atención, supieron interpretarlos. -Son los antiguos símbolos de la paz, la amistad y el amor. Se grabaron hace miles de años, cuando nuestros antepasados llegaron a Mesoamérica. Es lógico que os resulten extraños. Vamos ya. Entremos en palacio. ¡Que Tepeu Gucumatz guíe nuestros pasos! ¡Y que el gran Kakulhá Hur-Akán nos ilumine! Abrieron la gran puerta de par en par y pasaron a un gran corredor, ornamentado de manera similar a la sala que dejaban, con bellas columnas situadas cada pocos metros. El corredor se abría a ambos lados, por diversas puertas situadas entre pares de semicolumnas adosada a sus paredes, y al final del mismo, dos gruesas columnas completas, situadas a un metro de cada una de las paredes, limitaban un espacio de unos quince metros cuadrados, que debía ser la antesala del aposento real. Dos muchachos, dos jóvenes criados, se hallaban sentados en dos banquetas de madera, situadas a ambos lados, aguardando, con mirada triste, por si se les requería para alguna cosa. Cuando vieron a Balam-Acab y sus acompañantes, se pusieron en pie y acudieron hasta ellos. Apoyando una rodilla en el suelo hicieron un saludo al venerable anciano, que se apresuró a poner una mano sobre la cabeza de cada uno de ellos, y les indicó a continuación que se pusiesen en pie. Precedidos por los dos criados atravesaron la antesala y llegaron a la bella puerta de la habitación del rey. Los muchachos tomaron un gran pomo colgante que había en cada una de las dos alas de la gruesa e imponente puerta, y estirando, la abrieron lo suficiente para que pudiesen pasar por ella. Entró Balam-Acab el primero, seguido por Luis e Ixquimaná. Fermín lo hizo a continuación, y notó como los criados cerraban las puertas a sus espaldas. El aposento al que habían llegado estaba suavemente iluminado por la luz que entraba por unas pequeñas ventanas situadas en una pared lateral, cubiertas por unas bellas cortinas de tela azulada y ligeramente traslúcida. 460 En el centro del aposento, cuatro bellas columnas limitaban los cuatro ángulos de un gran lecho, en el que un hombre joven, prácticamente un muchacho, parecía dormir, estirado. A su lado, sentada en una pequeña silla sin respaldo, una joven le tenía tomada una mano, y descansaba apoyada la cabeza en el brazo de él. Finalmente, una diminuta mujer, de unos cuarenta y cinco o cincuenta años, vestida como la joven con bellas telas coloreadas, y adornada su cabeza con una diadema de hermosas piedras preciosas, los miraba con expresión triste. Al oír entrar a los recién llegados, la muchacha alzó la cabeza y se volvió hacia ellos, al mismo tiempo que el joven despertaba y les miraba también. Al verles, ambos parecieron alegrase, y sus rostros se iluminaron con una bella sonrisa. Aunque afectado por su enfermedad, pudieron comprobar que Mahukané era un joven muy bello, de aspecto muy varonil, y de una estatura superior en mucho a la media de su pueblo. Y si Mahukané era un magnífico ejemplar de muchacho maya, la joven que lo acompañaba no desentonaba en absoluto a su lado. Su hermoso cabello negro recogido en dos largas y preciosas trenzas, sus bellos ojos, expresivos, brillantes, sus suaves mejillas, sus labios gruesos, su expresión dulce, hacían de ella la mujer más bella de Tulán Zuivá. Luis, cuando la joven y el rey les miraron sonrientes, comprendió que aquel momento, aquella imagen frente a sus ojos, no era nueva para él. La segunda visión, como le había llamado BalamAcab, proporcionada por los honguillos nti-si-thó, le había permitido tener una premonición de aquel instante. -Estamos aquí, Mahukané. Amigos, este es nuestro Halac Vinic. Esta muchacha que le acompaña es su joven esposa, la princesa, y junto a ellos podéis ver a Paluná, la madre de Mahukané. Acerquémonos al lecho... permítenos, bella Flor de Luna. Este es el sabio, el gran curador extranjero que os dije que llegaría algún día. Acércate, por favor, Fermín. He aquí a tu paciente, el joven Mahukané. -Majestad, es para mi un gran honor... 461 -Llámame Mahukané, por favor. Y dime, ese color de tus ojos ¿es propio de los medicine men de tu pueblo? ¿Cómo lo conseguís? -Allá de donde yo vengo no es raro que los humanos tengamos azules los ojos, Mahukané. -¡Qué curioso! Entre nosotros todos, absolutamente todos, los tenemos de colores que van del marrón al negro. -¿Cómo te encuentras? El joven Halac Vinic suspiró profundamente, y haciendo un esfuerzo, se incorporó ligeramente. -Bastante débil. -¿Es cierto que tienes mareos si te levantas? -El mundo empieza a dar vueltas, oigo zumbidos y veo unas extrañas luces... pero todo queda quieto si me acuesto. -Me vas a permitir que te explore, aunque sea un poco superficialmente. -Haz lo que creas conveniente. Has llegado a mí por deseo de mi amado mentor, Balam-Acab. Sabiendo que es él quien te ha enviado, tengo plena confianza en ti. -Pues bien, veamos, en primer lugar, tus ojos, tus pupilas. En los minutos siguientes Fermín procedió a un sencillo reconocimiento del joven rey, que completó con una detenida auscultacíon, y una metódica valoración de sus reflejos, para la cual se valió de un martillito que, como el fonendoscopio, llevaba en el pequeño maletín de primeros auxilios. Cuando acabó, abrió el maletín, y después de guardar los aparatos que había utilizado, tomó del mismo un frasquito cilíndrico lleno de pequeños comprimidos blancos y se lo mostró a Balam-Acab. -Esta es una medicina que puede aliviar los mareos del joven rey, y le permitirá incorporarse e incluso dar algunos pasos. -¿Lo hará realmente? -Así lo espero. Dadle una de estas pequeñas cositas blancas tres veces al día. -¿Y con esto le curaréis? ¿Sólo con esto? 462 -No, Balam-Acab. Para curarlo serán necesarias medicinas más poderosas. ¿Qué os parece si dejamos reposar al joven enfermo y nosotros regresamos a la vivienda? Allí os diré mi opinión sobre la enfermedad, y veremos que hay que hacer para combatirla. Mahukané, volveré pronto. Mientras tanto, procura comer alguna cosa, bebe con moderación, y tómate mi medicina, tal y como te he indicado. -Gracias, amigo. Vuelve lo antes posible. 463 II Por deseo de Fermín, se sentaron alrededor de la mesa, como un improvisado gabinete de emergencia, para deliberar sobre los resultados de su visita médica al joven Halac Vinic. A parte de Fermín y Balam-Acab, y de Ixquimaná y de Luis, que les habían acompañado al palacio real, se sumaron a la reunión Pablo, como ayudante médico de Fermín, y el profesor Felices, a ruegos del propio Luis. Los demás aprovecharon para completar su instalación en las dependencias que, en el espesor de la montaña, les habían ofrecido como alojamiento. Mari Luz y Carmen, además, se ofrecieron de inmediato para ayudar a Tzuninhá en la preparación del almuerzo. Al haber aumentado tanto el número de sus invitados, la joven agradeció encantada aquel ofrecimiento. -Venerable Balam-Acab, no os voy a engañar. El joven Mahukané está gravemente enfermo. -Lo sé... desde hace ya algún tiempo. -No voy a entrar en detalles, pero los síntomas indican un compromiso de su sistema nervioso, que ha sido evidente desde el primer momento. Pero la evolución de su dolencia en las dos o tres últimas semanas indica que también se han comprometido otros órganos. Por lo que te he comentado, Pablo, ¿cuál crees tú que es la enfermedad que padece el joven rey? -No he visto al paciente en persona, pero por la manera de iniciarse su cuadro clínico, por la evolución, y por las complicaciones aparecidas en los últimos días, se trata con toda seguridad de una rara infección no bacteriana. -No me cabe duda que lo es. -Yo diría que está en una etapa bastante avanzada de su evolución natural. Pero es muy probable que todavía pueda curarse, si se administran los fármacos adecuados. -¿Quieres decir, Pablo, que puede curarse con algún tipo especial de antibiótico? 464 -Precisamente, profesor. La respuesta a los modernos medicamentos es muy buena en estas infecciones. Y en el caso de pacientes jóvenes y previamente sanos, se acerca al cien por cien. -¡Pues a que esperamos! ¡Administradle al joven esos medicamentos milagrosos! -¡Ay, César! El problema es que no disponemos de ellos. Balam Acab, que escuchaba con expresión seria y con gran interés cuanto se iba diciendo, se puso en pie y habló, profundamente emocionado. -Por mi edad ya no estoy en condiciones de emprender viaje alguno al mundo exterior. Pero hay jóvenes valerosos y fuertes que partirán sin demora a donde haga falta, y que llegarán a donde sea menester con tal de traer remedio a nuestro estimado rey. -Yo me ofrezco voluntario, maestro Balam-Acab. Nadie más necesito conmigo para esta misión. Decidme, amigos, ¿dónde puede encontrarse esa extraña medicina de la que me habláis? -Mi amado Ixquimaná, mi alumno predilecto. Esperaba de ti este ofrecimiento. Pero tú te quedarás en Tulán Zuivá conmigo. Debes, por una parte, ayudarme en el cuidado del rey. Y debes, además, ofrecer la adecuada hospitalidad a nuestros invitados. No puedo dejar de lado, además, el que estos últimos días han tenido que ser agotadores para ti, en el cumplimiento de la misión que te encomendé en su momento. Enviaremos a otro a la busca de esa mágica medicina de la que nos han hablado nuestros amigos Fermín y Pablo. -¿Pero donde vamos a encontrar esas medicaciones? -En algún hospital. Hombre, Pablo, ya lo tengo. ¡Caramba! Me parece como si lo estuviese viendo otra vez. ¿Recuerdas el café que nos tomamos en el despacho del doctor Campos? -Claro que lo recuerdo. ¡Magnífico tueste, excelente aroma! -Yo tenía a Blas Campos en su butaca frente a mí. A su espalda, la pared estaba cubierta por una gran vitrina de vidrio en la que se apilaban ordenadamente numerosas cajas de variados fármacos. Al salir nos hizo notar que en aquel completo botiquín 465 no faltaba prácticamente nada de lo esencial para un centro de medicina tropical. -Es cierto. Antimoniales, antipalúdicos, antiparasitarios... -¿Dónde se encuentra ese tal doctor Campos? -En el hospital infantil de Mérida. -¿En Mérida? Esa ciudad está muy lejos al norte. ¿No es así, Ixquimaná? -Hay muchos días de viaje hasta allí. -¿Cómo cuantos días aproximadamente? -Contando los que se necesitan para salir del valle... Veamos... Después hay que dirigirse a la zona de los acuíferos, alcanzar Santo Domingo, y por último un día más de viaje en el ferrocarril. Unos diez días de ida y otros tantos de vuelta, en el mejor de los casos. -¡Dios mío! ¿Casi tres semanas? Me temo que sea demasiado tiempo. -¡No podemos perder ni un instante! ¡Vamos a..! -Espera, espera un momento.- El profesor Felices había tomado del brazo a un excitado Ixquimaná, que se había puesto en pie como accionado por un resorte. -¿Qué hemos de esperar? -No creo que haya que ir tan lejos. Tengo la sospecha de que podemos hallar esas medicinas en un lugar mucho más cercano. -No te entiendo, César. -Vamos a ver, Fermín. La mañana que Pablo y el padre Cosme se entrevistaron con la anciana María y el sabio Timoteo, mientras Carlos, Arcadio, Aureliano y tú, junto con don Ernesto, acudíais a la cofradía de Tzocomol, Carmen, Mari Luz y yo fuimos invitados a visitar algunas familias de la aldea. Pues bien, en una de esas visitas tuvimos la oportunidad de reconfortar a un paciente convaleciente de una grave enfermedad. Cuando te he oído comentar las dolencias del joven Halac Vinic he pensado que debía ser un proceso similar al que había estado a punto de costar la vida a aquel buen hombre. Sin embargo, se encontraba ya casi totalmente curado, gracias a unas medicinas que le había administrado el padre Cosme. Sin apenas darnos tiempo para preguntarles como las 466 habían conseguido, nos explicaron que, en sus esporádicos viajes, don Ernesto había ido trayendo, por indicación del buen fraile, una variada y gran cantidad de medicinas. ¿Podría ser que en el botiquín de la aldea el padre Cosme tenga esas medicinas que necesitáis? -¡Caramba! ¡Es muy posible! ¿Recuerdas el nombre de la enfermedad de aquel aldeano? -Creo que sí... Le pregunté después al padre y a don Ernesto. Era algo así como la enfermedad de Chagas. -Pudiera tratarse, efectivamente, de una tripanosomiasis. Si el padre tiene los medios para tratarla, es más que probable que disponga también de los fármacos que precisamos. -En ese caso, una semana para entrar y salir de Tulán Zuivá, y unos tres o cuatro días de ida y vuelta a esa aldea. La mitad de tiempo. ¿Será suficiente? -Hay que confiar en que lo sea, Ixquimaná. Cuanto más tardemos en aplicar la medicina, menor será su efecto. -Ixquimaná, ¿por qué una semana para entrar y salir del valle? ¿Tan largo es el camino? -¿No lo recuerdas? No, claro. Tú lo hiciste malherido e inconsciente. Es un largo camino por una ruta complicada. -¿No hay otro camino? -No, que yo sepa. -Luis, joven sabio. ¿Piensas que ha de existir otro camino? -Tal vez. No estoy seguro. En las ruinas de aquel lugar al que llamáis el umbral, en un antiguo monolito situado en el templo superior de una pirámide, vi representado en bellas imágenes en estuco lo que yo interpreto que puede ser el resumen de lo que ocurrió a vuestros antepasados. Tengo aquí las copias que hice de los grabados. Aquí están. Hice primero un esbozo o borrador, pero después las pasé a limpio en vuestro excelente papel blanco. Esta primera composición muestra a un colectivo humano asustado, acosado por una turba de hombres armados. Al frente a ellos se sitúa una figura de mayor tamaño que esgrime una daga y con la otra mano sostiene un curioso objeto, una especie de esfera con unos tubos. 467 -Estoy seguro que este estucado, en concreto, se hallaría en la cara occidental de ese monolito. -Sí. ¿Cómo la has sabido, Fermín? -Hacia poniente dirigen sus miradas algunas esculturas relacionadas con muertes y sacrificios. -¡Hombre, ahora que lo pienso, es lógico. ¡Poniente es la orientación hacia lo obscuro, lo maligno, lo tenebroso! -Decís bien, amigos. Pero observa, Luis, que al estar la imagen orientada al sol que muere, las hordas guerreras que aparecen a la izquierda, proceden del norte, de las regiones hiperbóreas, coincidiendo de ese modo con aquello que te explicó el sabio Huncahvitz. Voy a darte dos datos más sobre esta imagen. Ese ser horrible que comanda las crueles hordas no es otro que Tezcatilpoca el maligno, el espejo humeante. En cuanto a esa esfera con tubos... -¡Ya lo entiendo, Balam-Acab! No podía ser de otro modo. Ese objeto que lleva en su mano es el símbolo de la cruel tradición de los sacrificios humanos. ¡Es un corazón recién arrancado del pecho de una víctima! -Tan cierto como horrible, Luis. -Ahora fijaos bien es este otro dibujo: la faceta oriental del monolito, orientada al sol naciente y por lo tanto, hacia la bondad, la esperanza y la salvación, representa una larga sucesión de personas, al frente de las cuales se sitúan doce sacerdotes y un rey. Se les ve progresar bajo una línea de relieves peculiares, que acaba por enmarcar un recuadro en cuyo interior se halla representado el dios creador. ¿Me equivoco si supongo que se trata de vuestro pueblo, que acude guiado por vuestros dioses, en busca de un refugio? -No te equivocas. -Y los otros dos estucados reflejan, en ese caso, una visión de este valle, y una ceremonia de acción de gracias frente a Tepeu Gucumatz. -Estás en lo cierto. ¿Hay algo en todo ello que te haga pensar que exista otro camino hacia el exterior? 468 -La representación de vuestro pueblo marchando hacia el refugio. ¿Por qué? Vamos a ver. ¿Qué suponéis que representan estos curiosos relieves ondulados? -El cielo, las nubes, algo así. -Pudiera ser, sí, pudiera ser. Pero el camino arranca de un pequeño símbolo, este rectángulo. Es la representación de la planta del templo de los guardianes. Ved las tres puertas, y los símbolos de los cuatro elementos en las esquinas, correspondientes a las cuatro grandes estatuas de las mismas. Y aquí, un detalle fundamental: esta doble línea del fondo. Recuerdo perfectamente que, justo antes de sufrir el accidente, acababa de comprobar que el templo contenía un espacio oculto entre una doble pared. La emoción y el nerviosismo por ese descubrimiento, y la llegada por sorpresa de un pequeño felino, pueden explicar mi imprudencia al dar un paso atrás. Luego, cuando días más tarde estuve seguro de haber llegado al lugar que durante tanto tiempo había buscado, ya no me preocupó el posible camino, puesto que ya no necesitaba recorrerlo. -Es indudable que ese espacio oculto ha de ser de gran interés. Pero es posible que sea tan solo un viejo almacén del templo. O que tal vez allí se hayan ocultado objetos de valor, que en su momento se deseó poner a salvo. -Yo creo que es el arranque de un paso oculto que lleva hasta aquí. -De ser así, tendría que existir otro acceso situado aquí mismo, en Tulán Zuivá. -Es posible que exista, Ixquimaná. -¿Lo creéis así, maestro? -Sí. Creo que Luis tiene razón. Aunque no ha quedado apenas dato alguno de los primeros cien o doscientos años después de la llegada de nuestros antepasados, sabemos que se sucedieron en aquellos días varios terremotos. Tal vez se cegó la entrada al valle durante uno de ellos. Es posible que no tuviesen deseo alguno de abandonar su refugio, y no se preocupasen por ello, por lo que no hicieron nada para reabrir el paso. Luego, con el paso de los siglos, pudo incluso olvidarse que existió. 469 -Si pudiésemos encontrarlo... ¡Sería formidable! -Tenemos una pista. El grabado señala el inicio y el final de la ruta con un dibujo en cada extremo. Por un lado el templo, y por el otro esta curiosa figura. -Tienes razón, Fermín. ¡Por Dios! ¡Ahora lo recuerdo! Ixquimaná, mira esto, míralo. Te comenté que los glifos de aquella estela situada junto a las viviendas de los ah konoobs me resultaban familiares. Este pequeño rectángulo, la elipse, los cinco círculos y el pequeño sol. ¡Ya sé donde está! -¡Es cierto lo que dice Luis, maestro! Muy cerca de vuestra casa, junto al bosque y el riachuelo, se encuentra la gran estela. Esa estela cuyo significado desconocemos, y que parece haber estado en ese lugar desde tiempo inmemorial. Balam-Acab estaba pensativo, con las manos unidas apoyadas en la mesa. Durante unos segundos dio la sensación de estar valorando una serie posibilidades, y parecía que encontrados sentimientos pasaban por su mente. -Esa estela es un signo enigmático, cuyo significado no conocemos. Es cierto. Sólo nosotros, los ah konoobs, sabemos que además, es la voluntad de los dioses que esté donde está, misteriosa, inaccesible a nuestros intentos de darle un sentido. El anciano estaba serio, y su expresión era grave, incluso solemne. Inclinó la cabeza y apoyó la barbilla en su mano. -¿En qué pensáis, buen anciano? -Maestro, decidnos aquello que pasa por vuestra mente. Mahukané está enfermo, y hemos de tomar una decisión. Balam-Acab reaccionó. Sus ojos volvieron a brillar con intensidad, y con expresión alegre señaló a los dibujos de Luis. -Si existe ese paso, lo encontraremos. Tú has llegado hasta aquí, Fermín, como yo esperaba. Si tu poderosa medicina está lejos de nosotros y ese paso nos ha de facilitar el hacernos con ella, no podemos negarnos a esa posibilidad. -¿Qué esperamos pues? ¡Vamos allá! 470 El paso oculto I H icieron un rápido almuerzo para reponer fuerzas y, a continuación, Ixquimaná fue en busca de dos muchachos jóvenes, buenos amigos suyos, a los que se les encargó partir hacia la selva, hasta la aldea de Tzocomol. Si ese mismo día, antes de hacerse obscuro, encontraban el paso oculto, lo utilizarían. Si ese paso no existía o no lograban dar con él, marcharían por la ruta habitual, a través del bosque, siguiendo el riachuelo. De manera que poco después de las dos de la tarde estaban ya junto a la enigmática estela, aquel bello monolito rectangular situado en las proximidades de las viviendas de los ancianos, ubicado justo al pie del montículo sobre el que Luis solía contemplar el valle al atardecer. Los dos jóvenes, junto a Ixquimaná, habían sido los primeros en llegar, y al poco rato se les unieron los demás. Únicamente Tohukín, el bataboob, quedó en la casa, en compañía de su hija, Tzuninhá. -Esta es la estela en cuestión, amigos. -Nadie conoce su significado. 471 -Es como dices, Humnkabú. Sin embargo, este hermoso monolito está destinado a jugar en su momento un papel importante, cuando se desencadenen aquellos acontecimientos que marcarán el final de nuestra era. Ello lo sabemos pues se nos reveló de este modo. Pero precisamente por ello nunca hemos querido buscarle un sentido. -Pienso, maestro, que ahora no se trata de buscarle un sentido. Pero aun sin hacerlo, podemos averiguar si nos puede ayudar a encontrar una ruta rápida para entrar y salir de Tulán Zuivá. -Cabe la posibilidad, Ixquimaná, de que una cosa nos lleve a la otra. Sea como fuese, no vamos a dejar escapar la oportunidad que nos ofrecería un camino oculto. La salud de nuestro amado rey está en juego. -Creo que la relación de esta estela con el final de la primera era es evidente. -¿A qué era te refieres, Luis? -Debo confesar que a mí también me tienen intrigado con eso del final de una era. ¿Es un término propio de ustedes, los habitantes del valle, que hace referencia a sus ciclos históricos? -Es un término de significado mucho más amplio, señor Botín. -Dices bien, Luis. El final de la era actual, agotados los cinco primeros ciclos solares de la historia del mundo, tendrá repercusiones a escala universal, alcanzará una magnitud plenamente cósmica. -¿Se están ustedes refiriendo a los cinco ciclos solares de las leyendas y tradiciones, el último de los cuales parece llamado a concluir a principios del próximo siglo? -Trayendo consigo el fin del mundo, según dicen. -Tiempo tendremos de aclarar todas esas cosas. El final del quinto sol, y con él el agotamiento de la era actual traerá grandes cataclismos, tal vez desastres y guerras. Pero no será, estoy seguro de ello, el fin del mundo. Y veo que tienes razón, joven sabio, los cinco círculos con un sol interior situados sobre la elipse nos habrían indicado claramente, si ello no nos hubiese sido revelado, la 472 estrecha relación de la estela con los acontecimientos del final de la presente era. -De acuerdo con las inscripciones de tus dibujos este monolito ha de señalar el extremo superior de una ruta o camino que se inicia allá abajo en el templo de los guardianes. Pero, ¿veis por aquí alguna cueva, alguna oquedad de la montaña, algo que evoque la entrada a tal tipo de camino? -Nada, fuera de esas doce puertas. -Esas son las viviendas de los ah konoobs. Os puedo asegurar que ningún paso oculto tiene su origen en ellas. -Tiene razón Ixquimaná. En caso de existir, la entrada ha de estar en otro lugar. -Usted nos habló de terremotos. Con mucho sentido, creo yo, nos comentó hace un rato allá abajo que la entrada a ese paso oculto debió cegarse en algún momento en un lejano pasado. -Bien dicho, profesor. Habrá que buscar por aquí cerca, por los alrededores de la estela. Y yo me inclino a pensar que este curioso montículo pudo haber sido en su momento un amontonamiento de rocas y tierra, caídas desde esa parte más alta, como consecuencia de un movimiento sísmico. -¡Qué dices, Pablo! Si es así, podemos dejar correr el asunto. Toneladas y toneladas cubrirían en ese caso el acceso que buscamos. -Desgraciadamente así parece, Carmen. La estela está situada justo al pie del montículo, de modo que... ¡Vaya! ¿Qué es esto? Fermín se había situado detrás de la estela y había descubierto los viejos escalones de piedra. Mari Luz, que iba a su lado, subió rápidamente por ellos y se situó en la parte superior del montículo, en aquella terraza abombada, cubierta por un manto de espesa hierba, de la que salían aquí y allá hermosas flores coloreadas. -¡Este lugar es encantador! Subid todos, vale la pena. En pocos minutos estuvieron todos en lo alto de aquella curiosa elevación. Luis les mostró aquel bancal de piedra esculpida sobre el que solía sentarse por las tardes para contemplar el valle. 473 -Como veis, formó parte de alguna escultura o de algún edificio. -Recuerdo haber visto algo parecido a esta piedra rectangular. Sí. Esta especie de frontispicio corresponde a la parte superior de un pórtico maya. -¿Está usted seguro, Arcadio? -Por completo. Su arista inferior, que no vemos por estar semienterrada, se apoyaba seguramente en dos o más columnas. El conjunto debía estar más alto de lo que lo vemos en este momento. Yo diría que, efectivamente, un terremoto hundió un pequeño edificio y quedó tan solo esta estructura en pie. -El hundimiento no puede haber sido muy importante. O lo que es lo mismo, lo edificado aquí no debía ser de gran altura. -¿Por qué lo dices, Fermín? -Porque los escalones permiten alcanzar hasta un par de metros más abajo de la superficie actual de esta elevación del terreno. Desde ese punto hemos ascendido por una breve pero empinada rampa de tierra. -Lo que voy a decir quizás sea una barbaridad o una tontería... -Diga usted lo que sea, Carlos. Le escuchamos con interés. -Piensen en esta elevación del terreno, adosada por su porción oriental a las propias paredes rocosas de esta parte del valle. ¿Se edificó aquí algo como una pequeña garita, precisamente sobre el orificio de salida de un túnel, que penetraría hacia el espesor del territorio y se dirigiría hacia la región de la selva de la que hemos venido? -Es muy posible. Vamos a ver si estamos en lo cierto. Observo que la tierra está húmeda, y deduzco que la tarea de excavar junto a la base de esta piedra no será demasiado dura. De manera que, Ixquimaná, y vosotros muchachos, poned manos a la obra. -Maestro, yo también puedo ayudarles. Soy tan joven como ellos. Dadme a mí también un pico o algo con lo que excavar. En realidad, no tuvo oportunidad Luis de ayudar a los jóvenes mayas, pues apenas retirada una capa de tierra de unos treinta centímetros, dieron con el borde inferior del frontispicio de piedra. 474 Se apoyaba directamente en una especie de gruesos capiteles de bello color verde, que remataban una serie de columnas, cinco en total. Con gran facilidad pusieron al descubierto la parte superior de las columnas. Una mezcla de piedras y tierra parecía rellenar el espacio entre ellas. Y al remover algunas de aquellas piedras vieron, con sorpresa, que habían obstruido la entrada, pero no habían cegado el espacio interior. En poco menos de una hora Ixquimaná y sus dos amigos excavaron un profundo orificio frente a las columnas, al que se podía descender por un conjunto de escalones que formaron con la tierra, apretándola convenientemente. Y pocos minutos más tarde habían dejado libre un paso a través de dos de las columnas. Por él se podía penetrar en el espacio interior de la vieja edificación, cuya altura original estaba reducida a poco más de metro y medio, por el hundimiento parcial de buena parte de su techumbre. Dedicaron un buen rato a apuntalar la entrada de manera que fuese posible deslizarse por ella sin el riesgo de un nuevo derrumbamiento. Finalmente, cuando consideraron lo bastante seguro el paso, uno de los muchachos penetró hacia el interior con una potente linterna. Apenas lo hizo, lanzó una exclamación de sorpresa. -¿Qué ha dicho ese chico? El muchacho, llevado de la emoción, había gritado unas palabras en su lengua nativa. Por ello, cuando retrocedió y emergió por el orificio, miró hacia Carmen Ortigosa, cuya voz había reconocido, y se disculpó con una amplia sonrisa y un simpático movimiento de hombros. -Disculpe usted, señora. Pero hay sentimientos que solo nuestra lengua nativa nos permite expresar. ¡Es maravilloso! No lo creería si tan solo se lo explico. ¡Han de pasar todos y verlo! -¿Vamos a caber ahí dentro? -No le quepa duda, señor Botín. Hay un breve espacio o antesala de un par de metros de profundidad, desde el que se desciende después... pero mejor pase y véalo usted mismo. 475 -Como jefe científico de nuestra expedición, por su experiencia y por su veteranía, usted merece el honor de ser, junto a ese joven, el primero en introducirse en ese lugar tan maravilloso e indescriptible, si hemos de creer lo que nos dice el muchacho. Déjenos que le ayudemos. -Gracias, muchas gracias, amigos. Iba a pedírselo precisamente. ¡Oh, Dios mío! ¡Siento como pocas veces aquella sensación que me hacía presentir que iba a hacer algún formidable hallazgo! Es algo como el husmillo de la presa que excita al cazador. Gracias, Aureliano. Deja que me sujete a tu brazo. Gracias, amigos. Ya está. Ya estoy aquí dentro, junto al joven. Ilumina, muchacho, ilumina. ¡Carajo! ¡Por todos los santos! ¡Dimos con él! ¡Aquí está! 476 II El frontispicio y las columnas que lo sostenían, habían formado parte en su momento, ochocientos o novecientos años antes, de un pequeño edificio de unos dos metros y medio de altura, con un frente de unos cuatro o cinco metros, que tuvo su parte posterior muy próxima a la pared montañosa. Tal y como habían supuesto se le había construido para cubrir el acceso o entrada a un espacio subterráneo: tan solo penetrar en el interior, por el espacio abierto entre las dos columnas, observaron que, a partir de una breve antesala de un par de metros, el suelo descendía por medio de ocho amplios escalones y conducía a un gran recinto situado a mayor profundidad. Por ello la sensación de angostura que producía desde el exterior era substituida, en cuanto se ponía el pie en el primero de aquellos escalones, por la admiración ante las grandes dimensiones de aquel espacio abierto en el espesor del macizo montañoso. Y al iluminar con la linterna la admiración subía de tono al reflejarse la luz en las paredes y el techo de aquel lugar, adornadas con magníficas y bellas pinturas que habían conservado sus vivos colores. El silencio y la majestuosidad del lugar, los bellos frescos murales, y una serie de esculturas colocadas a ambos lados, espaciadas armónicamente, provocaron en todos exclamaciones de asombro. Aquel recinto en el que habían penetrado a través de los ruinosos restos de su viejo acceso era una sala de alto techo, de unos diez metros de ancho y unos dieciocho de profundidad, que en su pared más profunda mostraba cuatro grandes aberturas, de un par de metros de ancho cada una. Traspasándolas penetraron en una gran cueva, en la que la belleza de la obra de los humanos era substituida por el magnífico trabajo de la naturaleza: el agua que filtraba desde las cumbres, rezumando por las paredes y los techos había configurado con el paso de los tiempos un maravilloso conjunto de bellas estructuras: faldones calcáreos, estalagmitas, estalactitas, columnas cilíndricas, formaciones de aspecto coraliforme, abultamientos elipsoidales, prominencias cilindroides y 477 estructuras fungiformes, que en conjunto podrían competir con éxito con cualquiera de las muchas cuevas naturales que son objeto permanente de la admiración de visitantes y turistas en numerosos lugares del mundo. El agua que caía desde las partes más altas discurría por el suelo irregular de la gran cueva, y confluía hacia una laguna de agua limpísima y transparente, situada unos veinte o treinta metros más abajo, y a la que podía llegarse avanzando entre las hermosas formaciones que emergían aquí y allá del suelo. Con precaución, ayudándose con una gruesa cuerda que sujetaron en diversos puntos, descendieron todos hasta situarse junto a la tranquila superficie del agua. En aquel punto el techo o parte superior de la cueva había descendido hasta colocarse apenas a unos tres metros sobre ellos, y vieron que al otro lado del agua, la cueva se abría a las entrañas del territorio por diversos lugares. -Desde aquí parecen arrancar como mínimo cuatro sendas distintas por el espesor del macizo. Más incluso, si aquellos espacios de la derecha no son fondos de saco, como parecen a primera vista. -Es posible que todas ellas lleven hacia la selva, hasta el enclave del templo. -Vamos a tratar de averiguarlo. - Diciendo esto, Balam-Acab señaló una porción de suelo seco, liso, y fácilmente transitable, situada en el extremo izquierdo de la laguna. - Sugiero que algunos voluntarios pasen por allí y vean el aspecto que ofrecen esas cavidades que parecen adentrarse en el seno de nuestro territorio. -Vamos nosotros dos. -Ixquimaná y yo os acompañaremos. -Dejadme que vaya también con vosotros. -No, Luis, muchacho. Tus heridas han curado y tu salud es cada vez mejor, pero no quiero que te expongas a un golpe o un esfuerzo excesivo. Tu lugar está aquí, junto a tu hermana y los demás. ¡Deja que Humnkabú, Ixquimaná y sus dos amigos exploren esos negros caminos! -De acuerdo. 478 Cuando hubieron pasado al otro lado, decidieron dividirse en dos grupos, y explorar de ese modo al mismo tiempo los dos corredores centrales, precisamente los de mayor tamaño. Ixquimaná y uno de sus jóvenes amigos penetraron en uno de ellos, en tanto que Humnkabú y el otro muchacho lo hacían por el otro. Pocos minutos después Ixquimaná y su acompañante estaban de regreso. -Esta cueva esta cerrada a unos treinta o cuarenta metros de aquí. -¿Un derrumbamiento? -No, maestro. Un sólido muro edificado por nuestros antepasados. En el centro del mismo una robusta losa de piedra cierra un arco como si se tratase de una puerta, y numerosos sellos la mantienen firmemente precintada. -¿Tiene alguna inscripción? -Hay en ella tres glifos profundamente grabados. Un jaguar en la parte alta, un extraño árbol al pie de la puerta, y en el centro, el mismo símbolo del monolito, los cinco círculos y el sol. -Son una clara advertencia. El espíritu del jaguar protege esa puerta, y la tierra que nutre ese árbol guarda sus secretos. Nadie debe abrirla hasta la llegada de la señal. ¡Humnkabú! Dinos, amigo, ¿está también cerrado el paso por el camino que habéis explorado? -Lo está, venerable Balam-Acab. Una gran losa sellada por múltiples puntos, situada en el centro de un muro formado por gruesos bloques de piedra, cierran el paso por ese lugar. -Existen tres bajorrelieves esculpidos en la losa, ¿no es así? -Es cierto, maestro. Una mano cerrada sujetando un relámpago en lo alto, una extraña flor en la parte baja, y en medio de ambas... -Los cinco círculos y el sol. -¡Cierto! ¿Cómo lo sabíais? -Se reproduce un esquema similar al del otro corredor. El poderoso Kakulhá Hur-Akán es quien protege en este caso el camino. La irá del temible dios, el corazón del cielo y la tierra, se desataría ante aquellos que osasen abrir ese paso antes de la señal. 479 La flor es la esperanza de esa futura señal. Id a explorar los otros dos corredores. Si también están sellados con puertas similares, el camino al exterior tan solo puede arrancar desde una de aquellas oquedades situadas allá arriba, al fondo y a la derecha. Tal y como lo presentía el anciano, las otras dos grandes galerías conducían a otros dos gruesos muros cerrados por medio de voluminosas y pesadas puertas de piedra, selladas firmemente. En ellas se habían grabado tres grandes glifos, y como era de esperar, el glifo central en cada una era aquel mismo conjunto de cinco círculos con un sol central, situados sobre el ángulo formado por las líneas que procedían de los focos de una elipse inferior. Dos divinidades estaban representadas por sus atributos, una en cada puerta, en la parte superior, indicando el hecho de que quedaba a su cuidado el que nadie se atreviese a violar los sellos y traspasar aquellos umbrales. De hacerlo, afirmó Balam-Acab, la irá de los dioses llevaría temibles castigos a aquellos imprudentes. Completaban las puertas, como símbolos de un futuro en el que se les permitiría penetrar en aquellos profundos recintos, otros dos glifos, situados en la parte inferior. En una de ellas se trataba de un colibrí libando en una flor, en la otra dos mazorcas de maíz custodiando a derecha e izquierda un pequeño arbolito. Para el anciano estaba claro el sentido de todas aquellas inscripciones, y comprendía la razón última por la que en el pasado se habían tomado la molestia de colocar aquel conjunto de sellos, que suponía una gran dificultad en el caso de intentar abrir alguna de aquellas entradas. -Hemos tenido la fortuna de hallar este lugar, que despeja, si es que alguno entre los nuestros las tenía, las dudas o incertidumbres sobre las profecías con relación al legado mítico de nuestros antepasados. Pero está muy claro que hemos de respetar estos precintos, hemos de aguardar las señales. Cuando los dioses lo crean conveniente, nos harán saber que la hora se acerca. Mientras tanto, aunque nuestra curiosidad nos lo pidiese, aunque ello fuese nuestro deseo, aunque nuestra ambición nos impulsase a hacerlo, 480 hemos de abstenernos de explorar los misterios que puedan ocultarse al otro lado de esas puertas. -Tened por seguro que nuestra admiración por estos hallazgos va pareja con el gran respeto que nos merecen. -Dice usted bien, profesor. ¡Carajo! ¡No voy a negarles que en otras circunstancias, en otro lugar, ardería en deseos de tratar de pasar más allá de los sellos y las puertas! Creo que el tratar de entender su sentido, su razón de ser, lo justificaría. Pero creo, igualmente, que lo que son y significan es para nosotros evidente, por lo que nuestra voluntad será el respetarlos como merecen. -De hecho, Luis, tú has hallado ya lo que buscabas. Y se han confirmado, además, todas tus hipótesis. -Puedes estar segura, Carmen, de que he encontrado mucho más de lo que busqué. Pero mirad, los dos muchachos nos hacen señas desde aquella cueva. Vienen hacia aquí. Así era. Los dos jóvenes, siguiendo las indicaciones del anciano, habían acudido a explorar dos obscuras oquedades situadas en lo alto de una pequeña plataforma rocosa, en el extremo derecho de la laguna. Y ahora regresaban hasta el lugar donde se hallaba el grupo. -Hemos hallado el camino, maestro. Un profundo túnel, de suelo y paredes cuidadosamente empedrados, arranca desde allí. -Si no veis inconvenientes, partiremos por él. -Debéis llevar algo para iluminar vuestro camino.- apuntó Ixquimaná. -Veníamos bien preparados para una larga jornada por la selva. Además, como pensábamos hacer parte de la ruta esta misma noche, tenemos antorchas y lo necesario para encenderlas. -Fuera bueno que llevaseis también un mínimo equipo para cavar. -Ya lo hemos previsto. Aquí está. Nuestros machetes y estos pequeños picos. -Espero que sea suficiente. -¿A qué te refieres, Humnkabú? 481 -Cabe la posibilidad de que encontréis el camino cortado por algún otro derrumbamiento. Incluso podría ser que en su final os resulte imposible abrir un paso en las paredes del templo. -En ese caso tendríamos que retroceder de nuevo hasta aquí y habríamos perdido un tiempo precioso. -¡Caramba! Este es un dilema con el que no habíamos contado. ¿Queréis decir que sería mejor optar por la ruta habitual, la que hemos seguido estos días? ¿Cuál es vuestra opinión, venerable Balam-Acab? -Hemos de arriesgarnos. Humnkabú, Ixquimaná, ¿os puedo pedir un favor? -Maestro, haremos lo que nos pidáis. -Cuando estemos de regreso allá fuera, encargad que se vigile por turnos en la entrada, esta noche y todo el día de mañana como mínimo. Y vosotros, si a pesar de intentarlo no lográis salir del templo de los guardianes, regresaréis aquí. Si así ocurriese, quiero que haya en todo momento un relevo dispuesto a partir por el bosque. -Es una buena idea. De todas formas podéis estar tranquilo, venerable maestro. Estoy seguro que sabremos abrirnos paso y llegar a la selva a través del camino subterráneo. Acudiremos a aquella aldea y traeremos la medicina que ha de curar a nuestro rey. El joven muchacho maya, sonriendo, mostró la nota que Fermín les había escrito, para que la entregasen al padre Cosme en cuanto llegasen a Tzocomol. -Partid, pues, y que los dioses os guíen por vuestro camino. Ahora, amigos, regresemos al gran recinto de entrada por el que hemos penetrado en este bello lugar. Creo que todos deseamos poder dedicar un buen rato a ver sus pinturas y sus hermosas esculturas. 482 III En cuanto que los dos jóvenes emisarios hubieron partido por el antiguo paso secreto, que a través del macizo montañoso debía unir Tulán Zuivá con el hermoso templo de los guardianes, regresaron todos a la gran antesala de la cueva, aquella gran nave bellamente ornamentada con hermosos frescos y estucados, y algunas esculturas de artística factura. Una vez en ella, con la excepción de Humnkabú, que salió al exterior para llevar a cabo el encargo de Balam-Acab, y de Aureliano, que se ofreció para ayudarle, decidieron todos aprovechar el tiempo hasta el anochecer para disfrutar con la contemplación y el estudio de aquel magnífico lugar. Venía a ser, por sus dimensiones y disposición, algo así como la nave principal de un templo de mediano tamaño. Sus paredes y su techo, formado por dos planos inclinados que confluían en una gruesa arista longitudinal de piedra, estaban bellamente pintados en muchos lugares. En lo alto se veía con dificultad, pues la altura del lugar era en su punto máximo de unos seis metros, un variado repertorio de frescos coloreados. A lo largo de las paredes se alternaban zonas pintadas en la superficie de la piedra, con otras cubiertas de bellos estucados, pintados también con colores vivos. Separando las zonas de frescos y estucados se interponían unas semicolumnas cilíndricas, recubiertas en su totalidad por un fino trabajo escultórico, dispuesto en una serie de representaciones de hechos diversos, situadas a varios niveles. En varios puntos del lugar, a ambos lados y en forma simétrica, próximas a las paredes y apoyadas en plataformas de piedra obscura, se hallaban dispuestas un conjunto de bellas esculturas, seis a cada lado. Ixquimaná estaba sorprendido y admirado de ver a su maestro, Balam-Acab, el venerable anciano, emocionado y alegre como un niño, mirando fascinado las diversas escenas representadas en aquel lugar. El buen chamán iba pasando de un lugar a otro, con los ojos brillantes, abiertos, alegres, y sonriendo en silencio. A su lado, don 483 Arcadio, que por su edad venía a ser el equivalente del ah konoob entre los recién llegados, le iba siguiendo, con parecida ilusión, y respetando su silencio. Fermín y Mari Luz, a su vez, tomados de la mano, se situaron en el fondo de la sala, junto a las entradas que llevaban a la cueva, y en silencio, como los demás, se dedicaron a contemplar con admiración aquel magnífico conjunto de manifestaciones del arte de aquel pueblo que habitó en Mesoamérica en el pasado. Por su parte, Luis, junto al profesor Felices, y seguido de cerca por Pablo y los Ortigosa, iba recorriendo los diversos frescos coloreados, murmurando explicaciones en voz baja. Llegó un momento en que todos se encontraron al pie de un gran fresco, de unos cuatro metros de ancho y otros tantos de alto, que representaba una visión del valle de Tulán Zuivá con el aspecto que debía tener muchos siglos atrás. -¡Y pensar que este lugar ha permanecido oculto durante siglos! ¡Tanta belleza escondida, tanta historia, tanta cultura! Hemos tenido la inmensa fortuna de poder contemplar este lugar, en el que se encuentra el trabajo de un buen grupo de artistas que seguramente lo desarrollaron a lo largo de varias décadas. -Y hemos de ser conscientes, César, de que seremos de los pocos privilegiados que lo podrán contemplar. Ningún museo, ninguna colección de arte de país alguno podrá adornar sus salas con estos trabajos. -Hablas con sabiduría, Luis. Tú sabes bien, y tus amigos deben entenderlo así, que el mantener el secreto sobre la existencia de nuestro centro ceremonial es un deber sagrado que habéis adquirido los que aquí habéis llegado. Nuestros amados dioses nos lo indicaron con claridad y precisión. Hemos de permanecer ocultos, a espaldas del mundo, no debe saberse de nosotros, en tanto no lleguen las señales que nos advertirán de la proximidad de la segunda era. Pero estos días sois libres de contemplar y estudiar estas bellas pinturas, estos magníficos estucados y todo el trabajo escultórico de este lugar hermoso y entrañable. 484 -¡Bendiga Dios, amigos míos, el día en que acudieron ustedes a pedirme consejo, y me animaron con ello a esta magnífica expedición! El poder poner mis ojos sobre estas maravillas habrá sido un auténtico broche de oro a mi deambular por el mundo del estudio de la historia de nuestros antepasados. Mi retirada definitiva, tras este viaje, estará plenamente justificada. En estos dibujos, en estos altorrelieves, en estas bellas estatuas, y ¿por qué no? en el lugar que las contiene, en el hermoso valle de Tulán Zuivá, se encuentra la confirmación de las más hermosas hipótesis que, a partir del hallazgo de aquella legendaria estela surgieron en mi mente. Cierro, aquí y ahora, todo un proceso de estudio con el mejor de los finales. La leyenda era cierta, el lugar oculto, el recóndito refugio existe... ¡Y yo he estado en él, mis propios pies lo han hollado, mis propios ojos lo han visto! -Ahora podría demostrar a los que no le creyeron que lo de la estela era cierto. -No lo merecen. Sin embargo... bien, creo que podremos darnos por satisfechos con poseer nosotros la verdad. Nada publicaremos que pueda suponer una pista o un indicio razonable que hiciese pensar que es posible llegar al lugar de la leyenda. Lo que siento es no poder llevar conmigo aunque fuese un mínimo recuerdo. Un grabado, una copia... -Luis ha hecho algunos dibujos muy bellos de Tulán Zuivá y de algunos de sus monumentos. -Y espero poder copiar algunos de estos frescos también. -Aunque no tan artístico como los dibujos de nuestro estimado Luis, le puedo proporcionar, Arcadio, un pequeño recuerdo gráfico. -¡Hombre, Carlos, me gustaría mucho! ¿Y cómo va a hacerlo? -Tengo una pequeña cámara polaroid, muy sencilla pero muy fiable, que permite hacer fotografías en un formato más bien pequeño, pero con una gran nitidez. Lleva incorporado un flash, por lo que creo que podríamos intentar hacer alguna foto de este lugar. 485 -¡Venga esa polaroid, Carlos! ¡Qué magnífica idea! Aquí, este mural es el más apropiado... ¿Y estas estatuas? ¿Qué me dicen de estas estatuas? -Me queda solo un cargador ya comenzado. Podemos hacer unas cuatro o cinco fotografías, como máximo. -Cariño, yo creo Balam-Acab nos podría señalar cuales de los frescos y estucados pueden tener mayor interés para un estudioso como Arcadio, que supuso, con acierto, que este lugar existía. -Mi amada esposa, como siempre, tiene razón. -Todo lo ilustrado en este lado, estos tres grandes murales y estas tres superficies estucadas, recogen en forma sencilla y simple, pero entrañable y precisa, la historia de mi pueblo desde su llegada a los fértiles valles procedentes de lejanas tierras, hasta el momento de la invasión y la marcha hasta este lugar de refugio. Esa sería mi recomendación. Pero... ¿Cómo vais a copiar todo esto? Os llevará muchos días. -Maestro, vais a ver algo que os sorprenderá de verdad. -¿A que te refieres, Ixquimaná? -A las fotografías. Recuerdo, de mi estancia en Guatemala, aquello a lo que llamáis fotografías. Unas cajas especiales dotadas de una lente, captan las imágenes con un chasquido. Después, se lleva la caja a un lugar llamado laboratorio, y en pocos días tienes unas imágenes idénticas a lo que había frente a ti al producirse el chasquido. -En el caso de esta cámara, que así llamamos a la caja que has mencionado, no hay que esperar ni un día ni una hora. El laboratorio esta dentro de ella, y en un minuto o dos tienes lista la foto. Veamos... vamos a empezar por este conjunto pictórico. Carlos tomó su cámara, destapó el objetivo, conectó el flash, y tras esperar unos segundos para estar seguro de su carga, disparó la primera fotografía. -¡Milagro! ¡Hay un pequeño dios en ese aparato, capaz de engendrar un breve relámpago! -Bien mirado, esto de la fotografía puede considerarse algo milagroso. Pero esto no es nada. Ahora viene lo mejor. Estiraremos 486 de esta lengüeta... ya está. Tomad. No dejéis de mirar esta hojita, ahora de color blanco. Carlos entregó la foto autorevelable a Balam-Acab, que la tomó con las dos manos y la miró con curiosidad. Ixquimaná se puso a su lado. Pasados unos segundos comenzaron a exclamar, excitados. -¡Está apareciendo una imagen! -¡Son las pinturas! -¡Mirad, los verdes montes, el cielo azul! Un par de minutos más tarde la fotografía estaba totalmente revelada. Balam-Acab la miraba en silencio, sonriendo. La entregó a Carlos, al fin, diciéndole: -Veo que tu medicina y tu magia son en verdad poderosas, amigo mío. Por momentos me pasa por la cabeza el pensamiento de que el mundo exterior tal vez merezca la pena. En los minutos siguientes Carlos Ortigosa hizo otras tres fotografías de la zona que el anciano le había recomendado. -Ahora me queda tan solo una fotografía. -¡No la gastes ahora! Salgamos fuera, y como aun debe ser de día, nos podríamos hacer una foto de recuerdo con alguna vista del valle. -¡Muy buena idea! Vamos fuera. Como Carmen había supuesto, el sol aun estaba bastante alto cuando salieron al exterior. Aunque en un primer momento intentaron hacer una fotografía que tuviese el valle como fondo, finalmente, por la mejor iluminación, se colocaron todos próximos al arranque del sendero empedrado que conducía a las viviendas de los chamanes. Ixquimaná, convenientemente informado sobre como disparar la cámara, se alejó unos diez metros hacia el centro ceremonial. Se detuvo, y dirigiéndola hacia el grupo, miró por el visor. A un lado quedaba el monolito, y su color gris obscuro adquiría unos bellos tonos metálicos con la luz del atardecer. Al otro lado se veían los primeros pasos del sendero, del que les separaba el riachuelo. A espaldas del grupo, la verde masa boscosa completaba el cuadro. 487 Ixquimaná hizo el disparo, y al poco rato tenían en sus manos la última fotografía. A partir de aquel momento tendrían que recurrir a la destreza en el dibujo de Luis, si querían obtener más imágenes de recuerdo de aquel lugar. Al poco rato llegaron los dos jóvenes enviados por Humnkabú para hacer guardia en la entrada del recinto recién descubierto. Los dejaron junto al monolito y, alegres e ilusionados, con un sentimiento general de optimismo, regresaron al otro extremo del valle, donde les aguardaba Tohukín, junto a su hija y su yerno. A medida que caminaban, unas veces junto al riachuelo, otras apartados del mismo y bordeando algún pequeño bosquecillo, observaron que las masas nubosas que solían cubrir las crestas más altas del circo montañoso que los acogía, iban aumentando de tamaño. Y cuando cayó el día, la obscuridad pareció llegar más pronto que otras veces. Y en el cenit del valle no aparecieron las estrellas, ocultas tras los gruesos vapores de agua que se instalaron en el cielo aquella noche. 488 IV El siguiente día, domingo 10 de julio, amaneció con buena parte del valle cubierta de nubes. En algunos puntos la capa nubosa debía ser considerablemente gruesa, pues ofrecía un color gris plomizo muy distinto del habitual blanco algodonoso. Una suave lluvia, fina y monótona, venía cayendo desde varias horas atrás. Y aun en el espesor del bosque el agua, tras resbalar a lo largo de las hojas de los árboles, alcanzaba a caer al sotobosque. Por ese motivo Aristeo y el señor Torcillo se habían guarecido bajo un improvisado refugio preparado con una tela impermeable extendida entre cuatro arbolillos muy próximos, y aguantaban con incomodidad esperando el final de la llovizna. Desde su escondrijo, situado en una parte especialmente espesa de bosque, algo alejada del sendero y del riachuelo, podían observar el acceso al centro ceremonial, prácticamente sin riesgo de ser vistos. Desde allí, durante el día anterior, fueron testigos de las idas y venidas de los componentes de la expedición de don Arcadio. Por supuesto, cuando pusieron al descubierto, con la ayuda de unos jóvenes, el orificio de entrada a un misterioso lugar, a Héctor Torcillo se le había acelerado el corazón. Había pasado con mano temblorosa los prismáticos a su criado, diciéndole: -¡Mal rayo les parta! ¡Carajo! ¡Han ido a excavar derecho a esa estela, y han dado con la entrada a un recinto oculto! ¡Mira, mira, Aristeo! ¿Lo ves? -¡Eso es bueno, señor! ¡No hemos pasado en vano tanta fatiga! -¡Es bueno y es malo! ¡Cuánto mejor hubiese sido que, al abrigo de la noche, hubiésemos sido nosotros los que hubiésemos dado con ese lugar! Ahora será más difícil entrar allí. -De momento tendremos que esperar a que salgan. Porque han entrado todos en ese agujero. ¡Ay, señor Torcillo! ¿Y si encuentran los tesoros? -Eso no me preocupa. Para empezar, dudo que sepan cual de las cuatro puertas selladas han de tomar. En la estela hablaba de cuatro pasos ocultos, protegidos por cuatro poderes divinos. Solo 489 uno conduce a la sala de los tesoros. Con los demás datos que tenemos, nosotros podremos saber cual de las puertas es la correcta. Déjame ver... Sí, han entrado todos. Esperaremos a que hayan salido, y luego, por la noche, nos llegaremos hasta allí. Ahora aprovechemos para comer algo. Pásame un poco de carne. Y déjame echar un trago de tu maldito aguardiente. Por la noche, al intentar acercarse al recinto subterráneo recién descubierto, tuvieron el disgusto de ver que, por alguna razón, se habían apostado de manera permanente dos jóvenes, que mantenían una pequeña fogata junto a la entrada. Tuvieron que regresar de nuevo al espesor del bosque, y dejar para otro momento la exploración de aquel lugar oculto. Sin embargo, aprovecharon la incursión para que el escurridizo Aristeo se colase por la ventana de una de aquellas cuevas, en la que en aquel momento parecía no haber nadie, y robase cierta cantidad de viandas. Con gran experiencia en este tipo de maniobras, tuvo la precaución de disimular sus huellas, y dejar, por medio de un trozo de madera adecuadamente tallado y sucio de barro y tierra, unas marcas que simulaban las pisadas de algún felino. De ese modo confiaban no alertar de la presencia de extraños en las proximidades de las cuevas. Y es que tenían la intención, si era ello posible, de mantenerse ocultos y no dejarse ver. Si podían robar los valiosos tesoros que esperaban hallar en aquel lugar, o al menos una parte de los mismos, marcharían después y como nadie sabría que habían estado allí, nadie podría culparles a ellos. De manera que, si bien estaban ciertamente incómodos por la llovizna que empezó a caer de madrugada, habían por lo menos mejorado su dieta, reducida en los últimos días a trozos de carne seca y dura, y alguna raíz o algún tubérculo comestible que Aristeo encontraba de vez en cuando. Sin embargo, la permanente presencia de un par de muchachos junto a la entrada del lugar oculto iba irritando cada vez más a Héctor Torcillo. Constantemente dirigía su mirada hacia el montículo, en lo alto del cual se hallaba aquella entrada, y los veía siempre allí apostados. Unas veces sentados, otras en pie mirando 490 hacia el valle, pero siempre alerta, junto al misterioso orificio abierto en la tierra. En un par de ocasiones, desde su escondite, Aristeo y su jefe fueron testigos de un relevo y comprendieron que, por el momento, y por el motivo que fuese, los habitantes del valle estaban dispuestos a mantener aquel puesto de centinela. Por la mente de Héctor Torcillo, en aquellos momentos en que la impaciencia cedía a la curiosidad, pasaron a lo largo del día muchos interrogantes. ¿Sería aquel joven que se había añadido al grupo el arqueólogo desaparecido, el scholar que según la información obtenida por su criado, el viejo Aristeo, se había perdido meses atrás por aquellos lugares? ¿Y cómo habían podido establecer don Arcadio Botín y su grupo unas relaciones tan amistosas con los habitantes del valle? ¿Estaban al corriente de lo que podía hallarse en aquel lugar oculto cuya entrada acababan de descubrir? Peor aun, ¿tendrían los indígenas las pistas necesarias para descubrir el paso real hasta los tesoros? ¿Y aquella idea de mantener una vigilancia permanente junto a la entrada? No acababa de entenderla. ¿Sospechaban que habían sido seguidos? Respecto a este punto, estaba seguro de que en ningún momento habían podido percibir que Aristeo y él mismo les iban a la zaga. Podría ser una precaución tomada de forma general. ¿Pero no era extraño tomar tales precauciones, cuando se hallaban en un valle tan recóndito? ¿Y no quedaba prácticamente a salvo de cualquier curiosidad gracias al temor, al respeto, a la veneración que por aquellos misteriosos montes se tenía en todas las tierras limítrofes, en virtud de las antiguas leyendas? En cualquier caso, no les quedaba otro remedio que esperar algún descuido de los vigilantes. O que llegase un momento en que no creyesen necesario mantener por más tiempo aquella centinela. Era cuestión de armarse de paciencia. Llegado el momento, lo que esperaban hallar en las profundidades de aquel misterioso recinto les compensaría con creces las fatigas del viaje y la incómoda vigilia en aquel húmedo bosque. 491 V El tiempo no cambió al día siguiente, ni lo hizo tampoco el martes. Amaneció, en efecto, el día 12 de julio con el valle totalmente cubierto por nubes espesas de color plomizo. Por fortuna para Aristeo y su jefe el señor Héctor Torcillo, la lluvia había prácticamente cesado. Tan solo caía de manera intermitente una fina llovizna, que apenas llegaba a alcanzar el suelo, bajo la cubierta de los árboles. Sin embargo, y Torcillo no cesaba de lamentarse por ello, tampoco habían cambiado las cosas junto al orificio de entrada puesto al descubierto el domingo por la tarde. Invariablemente, cada cinco ó seis horas los dos hombres que lo vigilaban eran relevados por otros, que se apostaban en su lugar. Curiosamente, a media tarde, en vez del habitual relevo, llegó tan solo un joven, que tras conversar unos minutos con los dos centinelas, marchó con ellos hacia el valle, dejando completamente sola la cima del montículo. En un primer momento, Torcillo y Aristeo desconfiaron. Pero pasada media hora, y viendo que nadie hacía acto de presencia por allí, decidieron que en cuanto cayese el día se acercarían prudentemente ocultos entre los árboles. Y finalmente la luz del día comenzó a decrecer. No pudieron ver ponerse el sol, pues lo impedía la capa nubosa, pero el crepúsculo se hizo evidente y junto a la penumbra, hizo acto de presencia en el valle un ambiente frío y húmedo. -Ha llegado el momento. Vamos, Aristeo, muévete. Poco a poco, procurando no hacer el menor ruido, avanzaron entre los árboles. Dejaron el refugio del bosque, y con rapidez se dirigieron al monolito de piedra, por detrás del cual habían visto subir a los expedicionarios. Cuando lo alcanzaron, se ocultaron tras él en silencio. Esperaron unos minutos, asomándose discretamente para verificar que nadie se aproximase desde el valle ni desde las cuevas situadas cerca de allí. 492 Finalmente, seguros de no ser observados, ascendieron a la parte más alta del montículo. -¡Ahí está, señor! -Sssst... no eleves la voz, maldito bobo. Ya veo. Déjame dar una ojeada a mis notas... ese monolito es la señal, no hay duda. En el recuadro de orientación de la estela se hablaba de los cinco círculos. Supongo que por ello Botín y sus amigos han sabido que se debía cavar aquí. Después de todo, mal rayo le parta, tuvo tiempo en su día de copiar la estela. Bien. No perdamos tiempo, vamos, entremos. -¿Señor... está usted seguro? -¿Qué diantres te pasa, Aristeo? ¿Acaso tienes miedo? -No... no. Pero hay algo raro en este lugar. Siento como una advertencia. Un mal pálpito. Desde el momento en que llegamos a este lugar el cielo comenzó a cubrirse de nubes, y esas nubes son cada vez más negras. Y este extraño anochecer es terrible, el aire está como cargado, siento una opresión... -¡No digas tonterías! Vamos, el brillo del oro y de las piedras preciosas elevará pronto tu animo. Entremos. Además, ahí adentro estaremos fuera de la influencia de las nubes. A la luz de las linternas lo mismo nos va a dar que luzca la luna, que salga el sol o que llueva. Torcillo y su criado entraron, el primero con decisión, el otro a regañadientes, por el espacio abierto entre dos de las columnas. Y tras descender los primeros escalones, al dirigir la luz de la linterna hacia el gran recinto interior, se detuvieron asombrados. -¡Carajo! ¡Vamos bien, vamos bien, Aristeo! -Señor... ¿No oye usted alguna cosa? -No. Calla... Sí. Unas voces. -¡Vienen de allá dentro! -¡Mal rayo te parta! ¡Apaga la luz y calla! ¡Salgamos fuera, vamos, rápido! Apresuradamente volvieron al exterior, y como que las voces se oían cada vez más próximas, se escondieron a toda prisa, acurrucados, en la cara posterior del frontispicio. Desde su 493 escondite oyeron las voces de dos personas que conversaban, al parecer de manera alegre y desenfadada. Les pareció que correspondían a dos hombres jóvenes, pero no lograron entender lo que decían. Y efectivamente, tal y como suponían, dos muchachos salieron del orificio del recinto oculto, y sin prestar la menor atención al frontispicio, en cuya sombra se habían refugiado Aristeo y su jefe, se dirigieron camino abajo hacia el valle. Cuando se hubieron alejado lo suficiente, Torcillo se atrevió a hablar en voz baja. -¿Que diantres significa esto? ¿Quiénes son esos hombres? ¿Y que hacían ahí dentro? -Tal vez entraron sin que nos diésemos cuenta, señor. Por cierto, ¿qué extraña lengua era esa que hablaban? -Algún dialecto maya que no conozco. Aunque algunas palabras me sonaban familiares, tampoco yo les entendí. -Jefe, ¿vio usted que llevaban? -Uno de ellos cargaba con una pequeña caja. ¡Qué extraño! ¿Qué diantres pueden haber encontrado? -¡Alguna joya! -Lo dudo. Estoy seguro, completamente seguro ¿me oyes bien? de que nadie, excepto nosotros, tiene todas las claves que llevo aquí recogidas. Es imposible que alcancen los tesoros sin ellas. -Ya no se les ve. -Vamos a esperar unos minutos, Aristeo, no fuese a salir alguien más. Y después, ¡Entraremos otra vez ahí dentro! -Si usted lo cree oportuno... -¡Mal rayo te parta, Aristeo! ¡Deja los temores y las supersticiones! Cuando volvieron a introducirse por el orificio, la noche había caído ya sobre el valle. De modo que procuraron que la luz de su linterna no pudiese ser vista desde fuera, y avanzaron silenciosamente por el corredor delimitado por las dos hileras de grandes estatuas, en la majestuosa sala que conducía, a través de las cuatro grandes puertas, a la hermosa cueva interior. 494 -Cuatro pasos en este muro, se abren al interior de la montaña. No es casual este hecho. Alumbra estas notas, Aristeo. Así. En las dos jarras gemelas están los dos signos iniciales. Habrá que compararlos con un grabado situado en cada una de estas arcadas. ¿Donde pueden estar? ¡Ah! Alumbra allá arriba, sobre el arco de piedra. No, veamos la siguiente. Una por una, fueron iluminando la parte superior de cada una de las cuatro arcadas que limitaban por encima los cuatro pasos. Sobre cada una de ellas se veía, nítidamente, un hermoso dibujo. En la última, la de la derecha, se trataba de un gran triángulo de aristas gruesas de color anaranjado, en cuyo interior se veía una figura muy simple: un rectángulo apaisado, con dos hileras de seis circulitos. Algunos de los circulitos estaban resaltados en color amarillo; los demás eran simplemente unos gruesos puntos negros. Torcillo miró sus anotaciones. Superponiendo el triángulo anaranjado de una de las jarras gemelas, con el rectángulo de la otra, se completaba aquella figura. -Está claro. Encontraremos cuatro galerías. Pues bien, tendremos que seguir la de la derecha. ¿Lo ves, Aristeo? -Tiene usted razón, jefe. Pero... Aquí, en sus notas, no se ven todos esos puntos. Igual estamos equivocados. Héctor Torcillo miró con desprecio al viejo Aristeo. -No me extraña que no lo entiendas. A veces me pregunto si es que hay algo dentro de tu cabeza. Son las doce estatuas de este recinto. Algunas están resaltadas, por lo que vamos a estudiarlas con atención. Tal vez con ellas podremos completar las piezas de nuestro rompecabezas. Veamos, acerca la luz, Aristeo. Torcillo tomó un mugriento fajo de papeles, donde llevaba todas sus anotaciones, así como la copia de los diversos elementos que suponía jugarían algún papel en el sentido de indicar por donde avanzar, que precauciones tomar, y que puertas o caminos evitar. En algunos de sus dibujos habían espacios en blanco ocupados por un interrogante trazado con lápiz. -Vamos a tomarnos todo el tiempo necesario, Aristeo. No quiero que se me pase por alto ningún dato. Estoy seguro que el 495 camino hasta los tesoros estará protegido con diversas trampas. Completaremos todos los datos que poseemos con otros, que de alguna manera tendrán que deducirse del aspecto, posición o significado de esas estatuas. 496 La curación del Halac Vinic I -¿Q ué pensáis, maestro? ¿Qué es lo que os preocupa? -Hijo mío, Ixquimaná... son cerca de ochenta los años que llevo en este valle. -Lo sé bien, maestro. -He visto el sol llegar al cenit muchas veces, he visto llover, en ocasiones de forma abundante. Recuerdo momentos en que el trueno retumbó en las altas cumbres allá arriba, y el resplandor del relámpago llenó de azulada luz la obscura noche del valle. Pero no recuerdo haber visto nunca un cielo tan gris, tan obscuro, tan densamente nublado. Desde hace tres días, cuando el sábado comenzaron a crecer las nubes a media tarde, se ha ido instalando sobre nosotros un negro manto de nubes, y un frío ambiente ha ido impregnando el aire. No es normal. -La verdad es que a mí tampoco me gusta el aspecto que ha tomado el cielo. Parece que amenaza una gran tormenta, pero no 497 llega a desencadenarse. Es como si, por algún motivo, y poco a poco, el tiempo se fuese enfureciendo. -Creo, Ixquimaná, que algo ha irritado a nuestro venerado Kakulhá Hur-Akán. -¿Habrán sido... nuestros visitantes? -He pensado largo rato en ello, Ixquimaná. Luis lleva entre nosotros más de tres meses, y en ningún momento su presencia ha molestado a nuestros amados benefactores. El espíritu de Yum Chaac iluminó su mente, y ello no es fácil si no se cuenta con el beneplácito del todopoderoso. -Pero el sábado llegaron los demás. Y fue la tarde de ese mismo día cuando... -Lo sé, Ixquimaná. Pero he observado a nuestros nuevos amigos. He hablado con ellos, con todos ellos. Cada uno a su manera son gente de alma limpia, y su llegada a Tulán Zuivá, si algo ha traído ha sido la esperanza para nuestro joven rey. Pienso más bien en el antiguo recinto. Me estoy preguntando si hicimos bien en entrar en aquel venerable lugar. -Gracias al descubrimiento de ese lugar, la mágica medicina que necesita el doctor Fermín para la curación de Mahukané estará muy pronto aquí. -Eso es muy cierto, Ixquimaná... En fin, no pensemos más en ello. Por cierto, creo que los dos muchachos deben haber tenido éxito en su intento de llegar a la selva. De otro modo, habrían regresado por el paso oculto. Creo que ya no tiene sentido que tengamos un relevo a punto esperándoles. Encárgate, Ixquimaná, de que suspendan la vigilancia en el montículo. -Voy ahora mismo, maestro. Balam-Acab vio partir al joven hacia el otro extremo del valle, y quedó pensativo, a pocos metros de la entrada de la vivienda de Tohukín. A cierta distancia de allí distinguió a los dos médicos, Fermín y Pablo, que estaban dialogando junto a la pared rocosa del valle, que en aquel lugar ascendía en forma abrupta e inaccesible hasta perderse en el espesor de la negra y ominosa masa de nubes. 498 Lentamente se fue acercando hacia ellos, y a pocos metros se detuvo. Pablo tenía una pequeña planta que había tomado de la pared, y se la estaba mostrando a Fermín. -Observa esta planta, Fermín. -¿Cual? -Esta que crece en las oquedades rellenas de tierra de esta pared rocosa. Mira, sus tallos cuelgan a partir de un pequeño rizoma. ¿No te resulta familiar? -¡Caramba, Pablo! ¡Qué interesante! Es una rarísima especie de criptógama, de la familia de los culantrillos, cuya existencia algunos han puesto en duda. El naturalista Francisco Hernández, en su obra De Historia Plantorum Novae Hispaniae, menciona haber hallado esta planta, y resalta como un hecho curioso que la utilizaban los hechiceros y chamanes de algunas culturas mesoamericanas con una finalidad curativa. Sin embargo, aunque se ha mencionado su hallazgo casual en escasísimas ocasiones, la mayoría de los botánicos creen que fueron malas interpretaciones de algún tipo de variante del culantrillo vulgar. -Y esta planta que tenemos aquí, ¿será también una variante de esa especie de helecho? -No, Pablo. Hernández indicó un carácter inconfundible, que veo aquí en forma muy evidente. Observa este nervio central de las hojas, que se trifurca al alcanzar el lobulillo medio. Y por otro lado, el pequeño rizoma nos permite descartar por completo las adantiáceas conocidas. Mira, ahí está Balam-Acab. Le preguntaremos por la plantita. El anciano se había acercado hasta Fermín y Pablo, que estaban observando aquellos curiosos vegetales en la pared rocosa situada unos pasos más allá de la entrada de la vivienda. -Maestro Balam-Acab, llegáis oportuno. Estábamos conversando acerca de estas plantas que crecen en los huecos de la pared rocosa. ¿Son una mala hierba cualquiera? -No, amigos. Son uno de los muchos regalos que la naturaleza nos hace en este lugar. Cuando el corazón desfallece y el agua inunda nuestro cuerpo, o cuando algún espíritu maligno nos ha 499 enviado un mal que hay que expulsar del mismo, esta planta estimula la formación de orina, y logramos expulsar el nocivo exceso de agua o el humor que nos debilita y enferma. -¡Qué interesante! Quisiera pediros un favor, Balam-Acab. Me gustaría llevarme una de estas plantitas, una pequeña que incluya su rizoma, tallos y hojas. -No tengo inconveniente. -Haremos además una descripción detallada de sus características botánicas más notables. -Este ejemplar que has tomado de la pared nos servirá, creo yo. Vamos a la casa, allí prepararemos la plantita para nuestro herbario del instituto. Con aquella planta en las manos, Fermín, acompañado por el anciano chamán y por Pablo, entró en la vivienda apartando la hermosa cortina de henequén que cubría siempre la puerta. Penetraron en la sala común, y encontraron a Luis, con el profesor Felices y Carmen, mirando los dibujos que el joven había incorporado a su libro de campo. Carlos tenía las fotografías que había tomado con su cámara la tarde del sábado en el interior del recinto que conducía al paso subterráneo, y las estaba mirando detenidamente con una lupa. -¡Qué curioso! ¡Qué interesante! ¡Tenéis que ver esto! -¿Que hay en esa foto, cariño? Carlos Ortigosa pasó la foto y la lupa a su esposa. -Ese grupo de guerreros, esa horda invasora, al frente de la cual va ese horrible dios. Llevan unos escudos o estandartes. -Ya los veo. -Mira con la lupa. -¡Esvásticas! -¿Esvásticas? -Así es. Mira la fotografía, Fermín. -¡Es cierto! ¿Qué significan esas cruces gamadas en esos escudos? Mira, César, mira. -No os extrañe. Esta es la tercera ocasión en que veo asociado ese signo a algún tipo de representación o pintura en el continente 500 americano. La primera fue en un artículo aparecido en la revista Natural History, en el que se mencionaba el hallazgo de esvásticas en Ohio. La segunda fue en un fragmento de un códice, aun por catalogar, que nos llegó a la universidad el pasado año. Y ahora la encuentro aquí. El profesor tomó la lupa y miró con ella la fotografía. -Son, ciertamente, esvásticas. Ese símbolo es inconfundible. Tenemos, desgraciadamente, malos recuerdos asociados a esa especie de cruz inclinada con aspas. Fue el omnipresente símbolo de los movimientos fascistas y nazis. La xenofobia, la intolerancia y el racismo camparon a sus anchas por Europa, teniendo por estandarte esa cruz gamada. -Terror de estado, represión, torturas, exterminio, genocidio... para muchos europeos que vivieron los años del tercer reich y la segunda guerra mundial, las esvásticas van unidas a esos horribles conceptos. Pero hemos de tener la suficiente objetividad y sentido común para entender que si bien este símbolo, presente en diversas culturas desde la antigüedad, fue coyunturalmente utilizado por gentes indeseables, pudo en el pasado haber formado parte de la simbología de pueblos nobles, y cabe la posibilidad, incluso, de que entre ellos su uso se asociase a buenas causas. -Pienso como tú, Carlos. En realidad, simplificar demasiado las cosas puede llevarnos a conclusiones aberrantes. Veamos, por lo que yo sé, se han hallado esvásticas entre los restos y ruinas de antiquísimos asentamientos humanos en algunos lugares de Norteamérica, por ejemplo las esvásticas de cobre halladas en los túmulos de Hopewell en Ohio, que se calcula que tiene más de dos mil quinientos años. Después tenemos las representaciones de diversos tipos de tales cruces que abundan en los restos arqueológicos de los antiguos habitantes de algunas regiones de Eurasia. Sabemos que la esvástica es un característico símbolo de los arios o indoeuropeos, y fue un símbolo ornamental frecuente en los primitivos pueblos germánicos. Hay claras representaciones de esvásticas en cerámicas y pinturas halladas en diversos restos arqueológicos del viejo continente que apoyan tal relación. Ahora 501 hallamos en este lugar, en Mesoamérica, unas esvásticas representadas en estos frescos. Parecen corresponder a una serie de símbolos que hacen referencia a los hiperbóreos que invadieron estas tierras hace siglos. Finalmente, a partir de 1933 los dirigentes del tercer reich, en Alemania, la incorporan a su simbología. Así, a primera vista, parecería muy lógico pensar que la coincidencia de su uso entre los nazis del tercer reich y las hordas guerreras procedentes del norte de esta tierra, pueda tener algún sentido. Y nos llegaremos a preguntar el por qué las esvásticas han formado parte de la simbología de los pueblos que practicaron el genocidio. -¿Genocidio? -Sí. Creo que nadie duda hoy en día de que los horrores de los campos de exterminio nazi constituyeron horribles prácticas de genocidio. -De acuerdo, pero, ¿No es exagerado decir que los pueblos guerreros precolombinos que invadieron estas tierras practicaron el genocidio? -En absoluto. Con la finalidad de conquistar primero, y mantener férreamente sojuzgados después a los reinos que iban encontrando a su paso, los pueblos guerreros, cuyo último ejemplo en el tiempo lo constituyen los aztecas, procedían a unas prácticas de exterminio selectivo entre sus enemigos. Con la excusa de que así lo exigían los dioses, ordenaban el sacrificio de los jóvenes de los pueblos que invadían. Aunque estas cifras sean cuestionables, Milton y otros historiadores afirman que, por ejemplo, las víctimas sacrificadas durante el imperio azteca alcanzaban a comienzos del siglo XV la cifra de doscientas cincuenta mil. Se ha especulado sobre la finalidad de estos horribles ritos, y se ha tratado de hallar alguna explicación a tan horrible destrucción de vida humana. Algunos han sugerido que era el deseo de alimentar al tiempo, de prolongar la duración del quinto sol, de alejar la llegada del fin del mundo. Pero es evidente que lo que se buscaba era eliminar aquella parte del pueblo enemigo que podía suponer un peligro en el futuro, que podía armarse y constituirse como un ejército que se opusiese a los invasores. O incluso que, con los años, aportase 502 nuevas generaciones dispuestas a la resistencia. A los sacrificios se conducía a los jóvenes, en ocasiones a los niños. Un detalle más horrible aun es el que las muchachas del pueblo invadido se verían forzadas a unirse a jóvenes del pueblo invasor, y las generaciones sucesivas, formadas por hijos de los invasores, acabarían por borrar la identidad y las raíces culturales y étnicas del pueblo invadido. -Estoy de acuerdo con Luis en que, ciertamente, también hay que hablar de genocidio al referirse a esos ejércitos invasores y sus métodos. Aunque mezclada con otros posibles motivos de índole metafísica o religiosa, en las prácticas de los pueblos mesoamericanos que usaban con tal saña del sacrificio humano, había una clara intención en ese sentido. -Sin embargo, la presencia de esvásticas en otros pueblos o culturas a los que no podemos en modo alguno acusar de genocidio, nos ha de hacer pensar en otro significado de la cruz gamada. -A eso me refería, Fermín, al decir que no hay que simplificar demasiado. El uso que han hecho algunos pueblos de un símbolo o signo no lo ha de marcar peyorativamente. A pesar de todo, pienso que la presencia de esvásticas en lugares sumamente distantes, en el viejo mundo y en América, no creo que pueda ser interpretada como casos de invención independiente de una forma o aspecto. Ha de haber un nexo común, posiblemente de tipo religioso o místico, más bien en la génesis del propio símbolo, que no en su uso o asociación con actividades de guerra o de conquista. -Ese nexo común existiría, al menos en teoría. Y tendría que ver, efectivamente con ritos místicos o prerreligiosos. -¿Cómo es eso? -Tuve la oportunidad de contribuir a las correcciones de una pequeña parte de las pruebas de imprenta de un hermoso libro publicado hace dos años en la universidad de Yale. Mi amigo Carl Ruck, profesor de griego en la universidad de Boston colaboró en ese libro. Se trata una recopilación de ensayos sobre el papel jugado en el origen de las religiones por substancias vegetales con acción sobre la mente. Por su capacidad de engendrar en el interior de uno 503 la presencia, el conocimiento o la vivencia de la divinidad, se las conoce como enteógenos. En ese libro se analizan una serie de enteógenos, plantas u hongos, en diversas culturas del viejo y nuevo mundo. Para uno de sus autores las esvásticas serían una variedad de grecas, o lo que es lo mismo, diseños abstractos, angulares o curvos, serpenteantes, sinuosos, a veces repetidos en una banda o friso, y agradables desde un punto de vista ornamental. -¿Son esas imágenes dibujadas en viejas cerámicas de la antigua Grecia? -Exacto. De ahí el nombre de grecas. Pues bien, las esvásticas, si hemos de creer las hipótesis de aquel libro, y las grecas en general, serían características de pueblos que utilizaron enteógenos, ya que traducirían el intento de representar unas imágenes vividas en las fases iniciales de la experiencia enteogénica. Es evidente que los chamanes o druidas de los antiguos pueblos indoeuropeos y germánicos utilizaban plantas con capacidad de alterar la conciencia, capaces de producir tal experiencia. En el caso de los brahamanes se trataba del soma, que según el autor del ensayo del que os hablo sería una seta. En el caso de los pueblos del período helénico, el enteógeno que les llevaba a vivir la experiencia debió ser también un hongo, parásito de los cereales, el cornezuelo o ergot. Sus poderosos alcaloides alucinógenos pudieron ser el fundamento químico de los misterios de Eleusis. -¿Y entre los pueblos mesoamericanos, Fermín? -A eso, César, Luis puede contestarte mejor que yo. -Supongo que Fermín está al corriente de mi pequeña aportación al congreso de Barcelona de hace dos años, y conoce mi interés por el tema. Pues sí, es cierto. Hubo un uso de enteógenos entre los pueblos primitivos de Mesoamérica, que estaba ligado a su concepción religiosa de tipo chamánico, ya fuese como mediadores entre los humanos y sus dioses, ya como vehículos de unión entre este mundo y el mundo de los espíritus. Y creo, sinceramente, que tenemos hoy en día datos y evidencias suficientes para admitir que los enteógenos jugaron un papel importante en la cultura olmeca, que luego transmitió su uso a otros pueblos, como los mayas. La 504 mayoría de las veces se trataba de hongos, pero supongo que habéis oído hablar también del peyote, un cacto, y de las semillas del Ololiuhqui, una planta con hermosas flores. -Según la hipótesis que mencionas, la aparición de esvásticas en culturas tan distantes la explicaría la coincidencia en el uso de setas o plantas alucinógenas por parte de sus sabios o chamanes. Pero... ¿Cómo te explicas las cruces gamadas entre los nazis? -Muy sencillo, Carlos. Los dirigentes alemanes, en su afán por crear una parafernalia colorista cargada de símbolos relacionados con la primacía de lo que ellos llamaban 'raza aria', adoptaron ese símbolo, ya que lo consideraron muy representativo de la pureza étnica indoeuropea. -¡Naturalmente! -Perdonen que les interrumpamos. Nos tendrían que dejar la mesa libre para la cena. Tzuninhá, acompañada de Humnkabú, de Aureliano y don Arcadio, se había acercado a la gran mesa. Llevaban entre los cuatro una serie de grandes fuentes llenas de variados alimentos, cuyo aroma se extendió al momento por la gran estancia. -Verán que magnífica cena les traemos acá. Guarden los papeles y las fotografías, y dispónganse todos alrededor de la mesa. Por cierto, ¿quien se encarga de las bebidas? ¡Ah! ¡Magnífico! Cerveza y tequila, y agua abundante para todos. Tomen asiento. -Gracias, Arcadio. -¡Tzuninhá, hija mía! ¿Dónde aprendiste a cocinar estas maravillas? Este chalote relleno tiene muy buen aspecto. Y estas papas con salsa huelen a gloria. -Me disponía a preparar la cena con la ayuda de Mari Luz, cuando nuestros amigos, Arcadio Botín y Aureliano, se han ofrecido a ayudarnos. Hemos de confesar que han sido ellos los cocineros, y han tenido la amabilidad de enseñarnos algunos de sus secretos culinarios. -No podemos negar que la estancia de nuestros amigos en esta casa habrá sido beneficiosa en más de un aspecto. Pero no dejemos enfriar estos alimentos. Comed, hijos míos. 505 La experiencia gastronómica de Aureliano, complementada con los detalles culinarios que el anciano arqueólogo afirmaba haber aprendido de su amada esposa a lo largo de los numerosos y magníficos años pasados a su lado, no fueron la única sorpresa agradable de la noche. En efecto, cuando estaban ya degustando un aromático café, como broche adecuado a la agradable cena, las cortinas de la entrada se corrieron, y los dos muchachos que habían partido el sábado por el paso subterráneo, penetraron sonrientes en la estancia. Venían sudorosos, cansados, pero alegres y felices. -Encontramos, tal y como nos indicaron, al buen padre Cosme. En cuanto leyó la nota de usted, doctor, se apresuró a prepararnos las medicinas. Nos hizo tomar una buena comida caliente en su casa, nos dejó reposar unas horas, que nos sentaron de maravilla, y de inmediato nos pusimos en marcha de regreso hacia aquí. -Por cierto, el paso subterráneo está en muy buen estado, y apenas lleva unas tres horas el recorrerlo. -Aquí está la medicina, en esta caja. -¡Qué alegría más grande, hijos míos! ¡Qué el grande y todopoderoso Tepeu Gucumatz os bendiga! Por favor, Fermín, abre la caja. -Ya está. Hay una nota. El padre Cosme y don Ernesto desean que estemos todos bien, y nos envían sus saludos. Esperan que las medicinas sean útiles. Este paquete sellado debe contenerlas. Dejadme un cuchillo... ¡Ya! ¡Magnífico! Balam-Acab, esta medicina curará al joven Mahukané. -¿Estás seguro? -Lo estoy. Y vamos a empezar a dársela esta misma noche. 506 Fermín colgó de su cuello el medallón que le acreditaba ante los dioses como hijo adoptivo de Tulán Zuivá y tomó la caja con las medicinas. -Pablo, acércame el maletín médico. Gracias. Amigos, ha llegado el momento que esperábamos. Hemos tenido la fortuna de que estos antiparasitarios llegasen a nuestras manos mucho antes de lo que en un primer momento pudimos esperar. Confío en que su efecto sobre la salud del joven rey permitirá su rápida curación. -En ese caso salgamos ya hacia el palacio. Y esperemos que los dioses nos sean favorables. No, Ixquimaná, no es necesario que nos acompañes. El doctor y yo vamos a ir solos esta vez junto a Mahukané. 507 II El joven Halac Vinic estaba sentado junto a su lecho. En solo tres días parecía haber empeorado, pues se le veía más pálido y su expresión mostraba dolor y sufrimiento. Parecía, además, algo abotargado, y sus párpados abultaban más de lo normal. No obstante, al ver entrar a Fermín y al anciano Balam-Acab, se incorporó lentamente, apoyándose en la silla, y les tendió una mano sonriendo. -Seas bienvenido, tú, medicine man extranjero. Y tú también, mi amado maestro, buen Balam-Acab. Agradezco vuestra visita. -Veo que puedes estar de pie. ¿No te da vueltas todo? ¿No ves las luces a tu alrededor? -No. La medicina de este extranjero de extraños ojos azules ahuyentó las luces y me devolvió la estabilidad. Pero por otro lado, me siento muy flojo, y creo que me estoy hinchando. -¿Hinchando? -Tal y como te lo digo. Mis piernas y mis pies abultan mucho. Y parece que también le ocurre algo parecido a mi vientre. Compruébalo tú mismo. Era cierto. El vientre del joven se abultaba y parecía tenso, sus tobillos y sus pies se veían claramente hinchados, y todo él parecía sufrir una retención de líquidos. -Tal vez se deba a que desde hace dos o tres días mi cuerpo expulsa poca orina. Fermín miró con atención los pies del rey, después sus párpados abotargados. Palpó su vientre a continuación. -Balam-Acab, ¿podemos salir fuera de la habitación un momento? -¿Por qué, sabio extranjero, deseas salir de este lugar? ¿Has de decir algo a mi maestro que yo no deba oír? -Fermín, Mahukané es un joven valiente, un hombre extraordinario, un magnífico Halac Vinic. Lo que pensabas decirme ahí afuera puedes decirlo aquí mismo. Mahukané tiene derecho a conocer tus opiniones sobre su extraña enfermedad. 508 -Creo que tenéis razón los dos. Bueno, creo que la enfermedad ha avanzado bastante. Pero, por otro lado, tenemos un eficaz y potente tratamiento específico para la misma. Sin embargo... Bien, esta medicación que voy a administrar durante los próximos días a Mahukané es muy enérgica, y tiene un escaso margen terapéutico. Quiero decir que puede ser tóxica, perjudicial en si misma, si su concentración en el cuerpo del paciente va poco más allá de lo necesario para que ejerza su poder de curación. Y para que sea correctamente eliminada conviene que los riñones funcionen a pleno rendimiento. -Y tú piensas que no lo están haciendo. -No es algo habitual en esta enfermedad, pero cada persona es un caso diferente. El joven Mahukané está desarrollando una insuficiencia renal evidente. Balam-Acab miró sonriendo a Fermín. Se puso junto a Mahukané, que había vuelto a sentarse, y apoyó su brazo derecho en los hombros del joven rey. -Esta tarde me preguntaba si no habremos disgustado a nuestros amados dioses de alguna manera, dado el aspecto del cielo en el valle los últimos días. Pues bien, esta tarde mismo los dioses me han demostrado, con claridad, que están de nuestro lado. No hace aun tres horas que hemos estado hablando de una plantita medicinal que crece en las paredes rocosas próximas a la vivienda de Tohukín, el bataboob. -¡Esa variedad de culantrillo! -He tenido la oportunidad de utilizarla en algunas ocasiones en que alguno entre nosotros padecía esa retención de líquido. Como os he comentado antes a Pablo y a ti, esa planta tiene la propiedad de ayudar a la formación de orina, permitiendo así al cuerpo la expulsión de los excesos de agua o los humores que lo debilitan y enferman. Vamos a prepararle una infusión con la misma, de la que irá bebiendo a razón de un vasito cada tres o cuatro horas. Cuando lleve unas horas bajo su efecto, tú mismo podrás juzgar su resultado. Estoy seguro que podremos administrar esa mágica medicina traída desde el mundo exterior. 509 -Maestro, amigo extranjero, estoy en vuestras manos. Tomaré todas aquellas medicinas que creáis oportuno. -Estamos seguros de ello, hijo mío. Aprovecha para descansar un rato. Fermín y yo volveremos en unos minutos con la infusión medicinal. Media hora después el joven Halac Vinic bebía a pequeños sorbos el contenido de un vaso pequeño de cerámica, mientras Fermín procedía a preparar el primer vial inyectable del antiparasitario, que debía administrarle, lentamente, por una de las prominentes venas de sus brazos. Tenía tal fe en la planta diurética el buen chamán, que Fermín pensó que valía la pena no demorar el inicio del tratamiento hasta el momento en que se manifestasen los primeros indicios de la esperada mejoría de la función de los riñones. De manera que colocó un suave torniquete en la raíz del brazo derecho del joven, clavó la fina aguja, y con gran cuidado, tras retirar el torniquete, fue infundiendo el medicamento. En unos minutos el contenido de la jeringuilla había pasado a las venas de Mahukané, y Fermín retiró la aguja. Presionó a continuación con un pequeño fragmento de tela el lugar de la venopunción. Justo en aquel momento, la brillante luz de un relámpago penetró por unos instantes por las tres altas ventanas, a través de las cortinas. Y unos segundos después un profundo sonido, ondulante, grave, lejano e imponente, resonó en el valle. Balam-Acab se puso en pie, y se acercó a una de las ventanas. -Es una señal, no hay duda. Hemos hecho cuanto se esperaba de nosotros, y ahora nuestro venerado Kakulhá Hur-Akán nos hace un gesto, que estoy seguro que nos indica que la profecía se está ya cumpliendo. ¡Gracias, señor del relámpago, corazón del cielo y la tierra! ¡Gracias! 510 III Cuatro días después, a media mañana del sábado 16 de Julio, la joven Flor de Luna, acompañada de Paluná, la madre del Halac Vinic, salió del palacio por la noble entrada del mismo. Las dos mujeres se detuvieron un momento, parpadeando por la intensa luz del sol, que surgía formando un hermoso abanico de dorados rayos por un amplio espacio de cielo azul abierto entre la espesa capa nubes. Y es que a medida que transcurrían los días, aquellas parecían acumularse de forma preferente sobre la mitad oriental del valle, en tanto que dejaban algún resquicio, como el que permitía en aquel momento el paso del sol, en el extremo occidental del gran circo montañoso. La muchacha llevaba un bello colgante de oro, y vestía un sencillo pero elegante vestido de tela. Su cabello estaba recogido, como era habitual en ella, en dos largas trenzas negras, y completaba su tocado con una diadema adornada con flores naturales. La joven se volvió un momento hacia la solemne escultura situada, con la plataforma ceremonial al pie, entre la entrada del palacio y la del templo. Su expresión reflejaba una gran alegría, y miró al gran ente divino de una manera tan directa que a buen seguro no hubiese agradado a algunos de los más ancianos de los ah konoobs, que quizás no la hubiesen considerado lo bastante humilde. Pero el alma de la joven rebosaba de contento y de agradecimiento, de manera que no pudo evitar sonreír abiertamente al majestuoso Tepeu Gucumatz, al tiempo que con toda sinceridad se dirigía a él de palabra. -Gracias, madre divina, creador nuestro. ¡Gracias por devolverme a mi amado Mahukané! Tras decir esto, se volvió hacia Paluná, y la abrazó con fuerza. La pobre mujer, completamente feliz por la rápida mejoría de su hijo, viendo el amor que aquella magnífica joven demostraba por Mahukané, no pudo pronunciar palabra. Sus ojos se inundaron de 511 lágrimas, y asintiendo simplemente, señaló a Flor de Luna el camino hacia la vivienda de Tohukín. -Tienes razón, mamá. Vamos a ver a ese grande y sabio medicine man extranjero. Quiero expresarle mi agradecimiento, nuestro agradecimiento. Las dos mujeres llegaron en pocos minutos a la puerta de la vivienda de Tohukín. Casualmente, el bataboob salía en aquel momento, con un pequeño plantón en una mano, y una especie de pala de madera afilada en la otra. -¡Paluná! ¡Flor de Luna! -Que los dioses os bendigan, Tohukín. Venimos a visitaros. -¡Qué gran honor! En este momento iba a sembrar, aquí cerca, esta bonita planta que ha brotado de unas semillas que los amigos de Ixquimaná me regalaron. Pero, ¿a qué debemos vuestra visita? -Sabéis que Ixquimaná es uno de los mejores amigos de nuestro rey, por no decir el mejor de ellos. Para mí y para su madre es siempre una satisfacción visitar el hogar donde habita el que fue compañero de travesuras durante los años de infancia de Mahukané. -Bella Flor de Luna, sabes bien que Ixquimaná sigue considerando a Mahukané como su mejor amigo, aunque el protocolo los mantenga muchas veces alejados. -Lo sé, Tohukín. Bien... también nos ha movido el deseo de expresar nuestra gratitud al gran chó-ta-cí-ne extranjero al que llaman Fermín. Su mágica medicina ha hecho milagros en la salud de mi esposo, el Halac Vinic. -¿Está mejor? -¡Está mucho mejor! En tan solo tres días ha recuperado la vitalidad y el vigor. Puede ponerse en pie, caminar, y ha empezado a dictar algunas instrucciones a algunos de los más ancianos bataboobs... No, Tohukín, no os ha hecho llamar antes a vos, pues me ha expresado su deseo de recibiros esta misma tarde con vuestra familia y vuestros invitados. 512 -¡Qué magníficas noticias, Flor de Luna! ¡Paluná, permitid que os transmita mi alegría y mi satisfacción por esas buenas nuevas sobre la salud de vuestro hijo! -Gracias, Tohukín. Cuando le veáis os ocurrirá como a los otros bataboobs que ya han despachado a primera hora con él. Aunque Balam-Acab había querido mantenerlo como un secreto, la verdad es que a todos les preocupaba la salud de mi hijo. Y desde el momento en que se recluyó en palacio, todos temían lo peor. Pensaban que no le verían salir de nuevo. -Pasad, por favor, a mi humilde vivienda. Todos se alegrarán con vuestra visita. Apartaron la cortina, y pasaron a la gran sala común, donde se hallaban conversando animadamente los Ortigosa, Luis, el profesor Felices, don Arcadio y Pablo, bajo la mirada pacífica de un sonriente Aureliano, que junto a Ixquimaná se había sentado en el marco de una de las ventanas. -Amigos, permítanme que les presente a Paluná, madre de nuestro Halac Vinic, y a Flor de Luna, su joven esposa. Estos son nuestros invitados. Arcadio, Carlos y Carmen, el profesor, César, y Pablo. A Luis ya le habéis visto alguna vez... y ahí, en la ventana, junto a mi hijo, se halla Aureliano, el guía. -Me alegro mucho de conocerles. ¿No está con ustedes aquel al que llaman Fermín? -Fermín y Mari Luz han salido hace un buen rato con Tzuninhá y Humnkabú. Nos han comentado que iban a disfrutar un poco del aire fresco del valle, y han marchado conversado animadamente. No creo que tarden ya mucho. -Precisamente en este momento se dirigen hacia aquí. -Déjame verles, Ixquimaná. La hermosa joven se asomó a la ventana, y vio a la joven Tzuninhá que venía tomada de la mano de su esposo Humnkabú. Junto a ellos venía Mari Luz, tomada de la mano de Fermín. Los cuatro caminaban lentamente, y se les veía alegres. Cuando vieron que por la ventana les hacían señas, se detuvieron. 513 -¡Es Flor de Luna! ¡Vais a conocer a la esposa de nuestro Halac Vinic, la más hermosa de las jóvenes de Tulán Zuivá! -Eso sería sin contarte a ti, mi querida Tzuninhá. Vamos, creo que nos esperan... bien, supongo que en especial te esperan a ti, Fermín. -¿A mí? ¿Por qué? -Si Flor de Luna ha venido esta mañana a nuestro hogar, sin previo aviso, debe ser porque desea saludar al gran médico extranjero - ese eres tú, por supuesto - que está aplicando una mágica y milagrosa medicina a su esposo, el Halac Vinic. -Cariño, esto es formidable. ¡Toda una princesa quiere verte! ¿Ves como tengo razón cuando te digo que tú vales mucho, cielito? -No me hagas sonrojar... ¡Hola, amigos! Ya estamos de vuelta. ¡Este lugar es maravilloso! Cuanto más lo conozco más seguro estoy de que solamente los dioses pudieron escogerlo para refugio de vuestro pueblo. Entraron en la vivienda y Flor de Luna, la joven princesa, se acercó a Fermín. -Que Tepeu Gucumatz te bendiga, que Kakulhá Hur-Akán te guíe en todo momento, extranjero de claros ojos. Quiero agradecerte todo lo que has hecho por mi esposo el Halac Vinic. -Noble Flor de Luna, no hemos hecho más que darle las medicinas adecuadas. Ha sido su fuerte y saludable naturaleza y la voluntad de los dioses lo que le ha liberado de la enfermedad. A ellos hemos de dar gracias. Y tú misma, que has estado en todo momento a su lado y le has dedicado tu cariño y tus cuidados, tienes buena parte del mérito. -Quiero hacerte un obsequio. Acepta, extranjero, este medallón, como muestra de mi reconocimiento y gratitud. -No creo que... -Amigo mío, acepta el regalo. Nuestra reina te lo hace con sincero agradecimiento, y por otro lado, entre nosotros sería un insulto y un desprecio rechazar un obsequio, venga de quien venga. -Hermosa Flor de Luna. Acepto tu regalo con alegría y satisfacción. Cuando esté lejos de vosotros me traerá el recuerdo de 514 este lugar maravilloso, del noble pueblo que lo habita, y del bondadoso rey que lo dirige, junto a su dulce esposa. Y tendré la satisfacción de pensar que, aunque sea en un pequeño grado, he podido contribuir a vuestra felicidad. Flor de Luna sonrió al oír a Fermín, y sin decir palabra, se quitó el bello medallón de oro que colgaba de su cuello. Fermín se agachó lo suficiente para que ella pudiese pasar el fino cordón alrededor de su cabeza. -Tuyo es el medallón y tuya mi eterna gratitud. La joven se hizo a un lado, y acompañándola ligeramente del brazo, situó a la madre de Mahukané frente a Fermín. Aquella mujer tenía los ojos húmedos, y estaba sumamente emocionada. Tomó una mano de Fermín, y la besó. No dijo nada pero sus ojos negros, de mirada profunda, le dijeron a Fermín más que mil palabras. -Quiero que sepáis, señora, que tenéis un hijo extraordinario. No recuerdo haber visto antes, en todos mis años como médico, una respuesta tan rápida y espectacular a un tratamiento. -Nuestro venerable maestro, Balam-Acab, ve en ello una clara señal de la decidida voluntad de los dioses en favor de nuestro rey. -Creo que tiene razón, Ixquimaná. Por cierto, esta tarde, cuando el sol se ponga, Mahukané desea veros a todos en palacio. Mi esposo querría que Balam-Acab acudiese también. ¿Podrías, Ixquimaná...? -Le avisaré yo mismo, descuida, Flor de Luna. -Gracias de nuevo. Vamos, madre. Volvamos a palacio. 515 IV -¡De manera que nos va a recibir el mismísimo rey de este lugar! Desde luego, Fermín, ha sido una suerte traerte con nosotros en esta expedición. Estoy segura que este pequeño valle lo habita un grupo de buenas gentes. Pero no estoy tan segura, en cambio, de que hubiesen visto con buenos ojos la llegada de unos extranjeros, de no haber mediado la casi milagrosa curación del Halac Vinic. -Tal vez tengas razón, Carmen. Es evidente que el mantener el secreto sobre la ubicación de este lugar es de gran trascendencia para ellos. Nos lo han expresado claramente, pero podríamos haberlo deducido nada más con tener en cuenta sus esfuerzos para alejar extraños de estas tierras, a base de alimentar el temor y el respeto que emanaría de las leyendas con relación a estos lugares. -Es indudable que tanto Tohukín y su familia, como ese bondadoso anciano... -Balam-Acab. -Balam-Acab, eso es. El dejarnos marchar en los próximos días no supondría en ningún caso un problema para ellos. Pero para el resto de los jefes religiosos y civiles, para el resto de los habitantes del valle, la curación de Mahukané tiene que haber significado un formidable punto a nuestro favor. -Completamente de acuerdo, profesor. -¿Y qué tal es el joven Mahukané? ¿Tendremos que vestirnos de algún modo especial para que nos reciba? -Es un joven muy agradable. Combina de manera muy natural una sencillez y simpatía propias de un muchacho, con los rasgos de una serenidad y madurez propias de un adulto. Aparte de ello y de una innata autoridad, creo que tiene... iba a decir poderes, pero creo mejor definirlos como facultades peculiares del espíritu. Desde la perspectiva de la anodina y desacralizada civilización de la que procedemos cuesta aceptar algunas cosas que aquí, en este lugar maravilloso parecen completamente lógicas, que ocurren y nadie se exclama o se admira en exceso por ellas. Y digo esto por que el joven Mahukané parece dotado de una capacidad de elevar su 516 espíritu hacia... no sé como definirlos... hacia estados de trascendencia, de elevado misticismo. No sé si tú, Fermín, que le has tratado muy de cerca estos últimos días, opinas como yo. -Por supuesto, Luis. Y es cierto eso que dices de la influencia de este lugar. Como jefe espiritual de este recóndito centro ceremonial y del grupo de mayas que lo habita, podemos decir que actúa en ocasiones como un intermediario entre sus súbditos, por un lado, y el mundo de los dioses y los espíritus por otro. Esto, afirmado aquí, junto a estas empinadas paredes rocosas, al abrigo de este formidable circo montañoso, tiene un profundo sentido y todos estamos dispuestos no solo a entenderlo, sino también a aceptarlo como cierto, lógico y natural. -En cambio, esas mismas afirmaciones hechas en una sesión de trabajo en alguna reunión o congreso, en el mundo exterior del que procedemos, serían objeto de burlas, o como mínimo de sonrisas burlonas de aquellos que, con cierta lástima, se plantearían dudas sobre la integridad de nuestra salud mental. -No me queda, amigo Cesar, sino que recomendarte que no menciones nada con relación a las cualidades del joven Halac Vinic en tus clases de historia. -Descuida, Carlos. ¿Y sabéis que pienso? Aunque quisiésemos irnos de la lengua y divulgar la existencia de este recóndito valle, tengo la sospecha de que nadie nos iba a creer. -Mi pasada experiencia con la estela robada, en el sesenta y ocho, me hace creer que lleva usted razón, profesor. Luis, amigo, hay una cosa que deseo preguntarle... -Dígame, Arcadio. -Es sobre el sueño de su hermana. Si entendí bien, ustedes, Balam-Acab y otros ancianos, junto al joven rey, participaron en una velada. ¿Ingirió usted honguillos? Luis quedó unos instantes pensativo, al preguntarle don Arcadio por la extraordinaria experiencia de la velada. Cerró los ojos y suspiró profundamente al evocar aquellos momentos. -Sí, fui invitado a participar en una ceremonia en la que los doce ah konoobs, Mahukané y yo, vivimos la comunión espiritual del 517 éxtasis. No hay palabras para explicaros lo que ocurrió aquella noche. Vi con los ojos cerrados, y viví una experiencia inolvidable. Pero no creo que todo ello haya que atribuirlo únicamente al consumo de los honguillos y su efecto. El ambiente del templo, la predisposición de nuestros ánimos, la luz de las antorchas, la majestuosidad de las estatuas que presiden el altar de Yum Chaac, jugaron también un papel importante. -¿Confirma, pues, su experiencia, la existencia del consumo ritual, místico y religioso de hongos enteógenos entre los mayas? -Por completo. Yo, personalmente, no había dudado nunca que ese tipo de consumo existiese, incluso desde los tiempos de sus antepasados los olmecas. -Comparte usted, pues, las opiniones de Wasson, con relación al tema... -Los artículos de Wasson pusieron en evidencia la existencia de ritos con honguillos mágicos en el tiempo presente. Y creo que su velada con María Sabina es el ejemplo más claro de ello, Arcadio. Fermín escuchaba atentamente la conversación entre los dos arqueólogos, el joven y el anciano. Como aquel era un tema por el que también se había interesado en su momento, decidió aportar sus opiniones al respecto. -Un joven químico americano, entusiasta estudioso de estos temas antropológicos, afirmó en un congreso sobre los hongos mágicos celebrado en Port Townsend hace diez u once años, que Roger Gordon Wasson salvó del olvido inminente los últimos vestigios del culto basado en los honguillos. -¿Te refieres a Jonathan Ott? -Sí. -Recuerdo haber leído el libro de resúmenes de ese congreso, editado en el setenta y ocho. Efectivamente, en él se afirmaba que los hongos sagrados habían caído por completo en el olvido, y que en el siglo XX solamente quedaban vestigios del mismo en pocos y remotos lugares de Mesoamérica. -También yo lo leí, Arcadio. Sin embargo, yo creo que el mérito de Wasson, aunque innegable, se debe más bien a que 518 divulgó la existencia de los honguillos y su uso chamánico en el presente siglo, y no a que los haya salvado del olvido. Porque la existencia de los ritos con hongos en el pasado y su presencia en las costumbres de los pueblos mesoamericanos en tiempos de la conquista, eran hechos bien conocidos. En realidad, a cualquiera que hubiese estudiado el tema de los hongos en los pueblos del nuevo continente, aunque fuese de manera superficial, no le habría resultado difícil dar con numerosos datos que avalan la realidad del uso de honguillos con finalidad mágica, mística o festiva entre los mayas, los chichimecas, los aztecas, los zapotecas, los mazatecas y muchos otros grupos étnicos. El afirmar que las huellas del culto basado en el uso de tales hongos habían casi desaparecido, no es del todo correcto. En realidad, el entorno místico-religioso, o animístico-chamánico si se prefiere, había ido ocultándose de manera progresiva, bajo la presión de los gobernantes y de la iglesia. Pero tampoco es del todo cierto afirmar que el propio culto se hubiese retirado a recónditos puntos de la selva, a pequeñas aldeas apenas visitadas. El culto y sus oficiantes seguían en su sitio, pero a partir del momento en que se les proscribió y censuró, actuaban de manera totalmente invisible para los occidentales o los extraños. Lo cual es lógico, si tenemos en cuenta que el ser descubiertos entregados al rito de los honguillos les podía suponer la muerte en la hoguera, tras una parodia de juicio sumarísimo llevado a cabo por los miembros de la 'santa' inquisición. Las referencias a los hongos en los escritos de numerosos autores en los años posteriores a la llegada de los españoles a América son claras e inequívocas. Uno de los primeros en mencionarlos fue Fray Bernardino de Sahagún, en un estudio general sobre plantas narcóticas y embriagadoras. También se refirieron a ellos Francisco Hernández, Jacinto de la Serna, Molina y Hernando Ruiz de Alarcón. Y el esfuerzo por perseguir como idolatría el culto basado en los honguillos, hasta el punto de llegar a motivar la proclamación de un terrible auto de fe por parte de la inquisición en el siglo XVII, es otra prueba clara de la existencia de ese tipo de setas. 519 -Curiosamente, un científico de cierto prestigio, Safford, afirmó, a principios de siglo que tales hongos no habían existido nunca. Suponía que los españoles habían confundido el peyote con unos hongos. -Afortunadamente, Fermín, algunos no le creyeron. Entre ellos Blas Pablo Reko, que inició el camino de la búsqueda científica de los restos del antiguo culto en la sierra de Oaxaca. Su trabajo fue continuado por Richard Evans Schultes y por Roberto Weitlaner, a los que se incorporó Roger Gordon Wasson. Como os digo, por sus trabajos sabemos que existía, en pleno siglo XX, un uso ceremonial, místico, chamánico, medicinal y adivinatorio, de los hongos teonanácatl, o nti-si-thó. Sin embargo, insisto en ello, y no es para quitar mérito a sus aportaciones, las referencias a esos hongos no habían desaparecido, ni eran escasas. Como dato curioso tenemos la novela del escritor húngaro László Passuth, El Dios de la Lluvia llora sobre Méjico. Escrita antes de los viajes de Wasson, en ella se describe el uso festivo y religioso de los hongos. Passuth menciona, como de pasada, y en más de una ocasión, los hongos cocidos en miel, cuya virtud excitante y embriagadora estaba destinada a abrir el paraíso del amor. -¡Qué bonito es eso! -Realmente bonito, Mari Luz. -Estoy de acuerdo contigo, cariño. Pero fijaros que cosa más interesante. Esa observación sobre el uso de los hongos, tal y como lo menciona Passuth, nos conduce a un análisis de los resultados del consumo de los hongos y las dramáticas, profundas y considerables diferencias entre unos pueblos consumidores y otros. -Creo entender a lo que te refieres Fermín. Passuth nos habla del consumo festivo del teonanácatl entre los pueblos que habitaban las regiones vecinas al valle de Méjico. Pueblos eminentemente religiosos, con un reducido panteón de dioses basados en la bondadosa naturaleza. -¡Exacto! Los hongos mágicos inducían en ellos la visión de esos dioses bondadosos, su consumo les llevaba a un estado de bienestar extásico. En cambio, cuando llegaron a aquellas tierras las 520 hordas guerreras de otros pueblos invasores, el consumo de los hongos mágicos produjo en ellos resultados totalmente distintos. -Ello es fácil de entender, amigos míos. Los chichimecas y los aztecas, pueblos guerreros provenientes de algún misterioso lugar situado en el lejano norte, el legendario Atzlán, presentaban actitudes antagónicas con relación a la forma de vida, la religión, y las relaciones entre los humanos y entre los pueblos, si los comparamos con aquellos que habitaban desde muchos siglos antes estas tierras del sur del Yucatán. -Efectivamente, Arcadio. Pero es que las diferencias se daban también en sus creencias: sus dioses eran los dioses de la guerra y de la muerte, poderosos dioses sedientos de sangre humana. De ahí que su naturaleza fuese la de un pueblo combativo, guerrero, invasor, violento. ¿No es lógico, pues, que el uso de los honguillos despertase en ellos sensaciones acordes con su naturaleza? Por ello, aquel mágico embriagador que otros utilizaban para sus ritos religiosos, fue utilizado por esos pueblos para enardecerse y acudir al combate provistos de una insólita furia y agresividad. -Podríamos decir, Luis, parafraseando al escritor húngaro que antes mencionabas, que si en unos pueblos los honguillos estaban destinados a abrir los paraísos del amor, en otros estaban destinados a abrir épicos campos de batalla. -Así era. Y si bajo su acción los sabios y sabias de los pacíficos pueblos mayas daban con la forma de curar enfermedades o hallar a los amigos perdidos, los sacerdotes-guerreros aztecas, bajo su influencia, recibían de los dioses la orden de destruir la vida de cuantos más enemigos mejor, en cruentos y salvajes sacrificios. -¿Y qué produce el consumo de esos honguillos en un norteamericano, o un escocés o un australiano, cuando lo consume, por ejemplo, en una fiesta, en el seno de la 'civilización' occidental? Porque tengo entendido que el consumo recreativo de esos hongos se ha extendido hoy en día a numerosos lugares del mundo. -¿Es eso cierto, Carlos? -Tu hermano y Fermín te lo podrán confirmar, Mari Luz. 521 -En efecto. Se ha detectado, además, que de manera incipiente va extendiéndose cierta afición a los honguillos por algunos puntos del norte de España. -Es algo que no acabo de entender... -¿Se refiere usted, Arcadio, al consumo moderno de los honguillos? -Precisamente. Estarán ustedes de acuerdo conmigo en que la experiencia obtenida con el consumo de los hongos mágicos va a depender de muchos factores, y tendrá relación con la personalidad del consumidor, con su cultura y la de su pueblo, y también, con el ambiente, la preparación, el escenario, la dramatización del acto o velada. De ese modo, explíquenmelo ustedes, ¿Cómo espera ver a los bondadosos dioses del panteón maya quien pertenezca a una cultura desacralizada, cuyo único dios es el poder, en especial el poder económico, padre de los demás poderes? ¿Y cómo se puede esperar alcanzar el estado extásico tomando los hongos en el interior de un laboratorio universitario de alguna ciudad civilizada occidental, en el contexto del asfalto, el acero, el hormigón, la bolsa, la televisión y el football? ¿Comprenden? -Estoy de acuerdo con usted, Arcadio. Dado el significado que tuvieron estos honguillos en el pasado, ese significado que al parecer siguen teniendo aquí en el presente, ¿no es un casi un sacrilegio el consumirlos por el mero gusto de pasar un buen rato? -Veo, César, que no apruebas el uso banal y lúdico que miles de personas hacen de los hongos psilocibos hoy en día en diversos lugares del mundo. -No lo apruebo fuera de un contexto social y religioso, o del campo de la experimentación sociológica o espiritual. Sin embargo, en determinadas circunstancias, puede ser de utilidad. Por ejemplo, en manos de psicoterapeutas, psicólogos o estudiosos de la mente y la conducta. -Le entiendo perfectamente, César. Pero veo que se acerca el mediodía, y con él, el momento de preparar el almuerzo. Me pregunto, profesor, si va usted a desaprobar el uso que voy a proponerles de otros hongos. 522 -¿De otros? ¿De cuales? -Anduvimos ayer tarde Aureliano y yo platicando de nuestras pasadas expediciones, y nos llegamos a un espeso bosquecillo. Y cual fue nuestra alegría al encontrar un nutrido grupo de pancitas y varios hermosos ejemplares de águilas, o codornices, como otros les llaman. -No me diga, Arcadio, que usted clasifica las aves en el reino de los hongos. -¡Ja, ja! No, Carlos, no. Las codornices son unas hermosas setas de alto pie, con un sombrero escamoso, aplanado en los ejemplares maduros, y de muy buen sabor, como ustedes comprobarán. -¿Son setas también las pancitas? -Lo son. Y para muchos, insuperables en la cocina. De manera que ahí precisamente, en la cocina, vamos a ayudar hoy también a las mujeres. Vamos a prepararles las setas. Miren, aquí las trae Aureliano. Vean, vean. Y como son abundantes, las pondremos como acompañamiento de la carne, y también algunas de ellas como plato principal. Y con las pancitas que sobren les prepararé una bebida. -¡Arcadio, es usted extraordinario! -Gracias, Carmen, gracias. Pero no hago sino seguir costumbres y tradiciones culinarias de mi tierra. En cuanto a lo que les dije de la bebida, el único inconveniente es que tendrán que aguardar unas semanas a probarla. -Me imagino la razón. Pondrá usted las setas troceadas en maceración en algún fuerte licor, pulque o tequila. -Exactamente, Fermín. -¡Qué curioso! ¡Será algo así como un pacharán de setas! -Aureliano... -Si, jefesito. -Vamos a la cocina. 523 V Tal y como se lo había solicitado Flor de Luna, aquel anochecer acudieron todos al palacio. El joven Mahukané les recibió en una sala que quedaba fuera de los recintos que se consideraban sagrados, y de ese modo no tuvieron que pasar todos ellos por el rito ceremonial mediante el cual Balam-Acab había investido a Fermín y a Luis como hijos adoptivos del sagrado lugar. Encontraron a Mahukané sentado en un gran butacón de madera con bellas incrustaciones doradas. A su lado, en un asiento similar, le acompañaba la joven Flor de Luna. Cuando les vio entrar en el recinto, Mahukané se puso en pie y se dirigió con paso seguro y decidido hacia el anciano Balam-Acab. Se detuvo frente a él, y alzando suavemente ambas manos, exclamó: -¡Mi espíritu se eleva como un mágico quetzal! El buen chamán se quedó quieto mirando a su amado discípulo, el Halac Vinic, aquel joven hermoso, aguerrido, bueno e inteligente, al que consideraba casi como un hijo suyo. El joven puso sus manos en los hombros de Balam-Acab, y le miró con dulzura, sonriendo. -¡Mi buen Balam-Acab! ¡Mi maestro, mi guía, mi amigo, mi tutor! ¡Déjame que te abrace! Y aquel hombre magnífico, el sabio ah konoob, el jefe espiritual de Tulán Zuivá, se abrazó con fuerza a su amado Halac Vinic y cerró los ojos, de los que pugnaban por brotar dos emocionadas lágrimas. -Como ves estoy mucho mejor. Siento la vida correr de nuevo por mis venas, siento una alegría interior, unos deseos de vivir como nunca antes los tuve. Y todo gracias a estos extranjeros, que trajeron consigo su mágica medicina. -Ha sido la voluntad de nuestros dioses, hijo mío. Ellos les han guiado hasta aquí, ellos han permitido su llegada. -Acercaros todos... Mi rango me impide abrazaros como sería mi deseo, pero tened por seguro, amigos, que mi corazón y mi espíritu están llenos de alegría por causa vuestra, y que jamás, por 524 años que viva, olvidaré vuestra estancia entre nosotros. Mi esposa, la bella Flor de Luna, me ha hablado de todos vosotros, y por ella sé vuestros nombres. De manera que permitidme que os dirija unas palabras a cada uno. Fermín estaba admirado de ver al joven rey de pie, sin el menor síntoma de su pasada enfermedad, con un aspecto excelente, vestido con una sencilla túnica, y ceñido su cabello con una cinta dorada. El hermoso y varonil rostro del joven reflejaba, sin duda, salud y vitalidad. Mahukané decidió, precisamente, dirigirse hacia Fermín en primer lugar. -Veo en tu mirada, sabio medicine man, la satisfacción y también, por que no, la sorpresa. Comparto contigo, Fermín, esa sensación. Sé que tu medicina es muy poderosa. Pero su efecto sobre mi salud ha sido tan rápido, tan admirable... sí, milagroso, esa es la palabra en la que pesamos los dos. Te agradezco pues doblemente tus atenciones, por que me has administrado tu medicina, pero también por que a través de ti Tepeu Gucumatz y su hermano, Kakulhá Hur-Akán, me han infundido nueva vida. Observo que llevas nuestro medallón, con el que sé que te ha obsequiado mi amada Flor de Luna. Me siento orgulloso de que alguien como tú lleve sobre su pecho mi divisa. Mahukané miró a continuación a Mari Luz. -Hermosa Mari Luz, eres la hermana de Luis, y como él, te hallas adornada de una alma limpia y noble. Te agradezco tu empeño en buscar las huellas de tu hermano. Ha sido ese empeño el que, finalmente, os ha traído a todos hasta aquí. Carmen y Carlos, amigos de sus amigos, bondadosos y comprensivos, amantes de la cultura y admiradores del arte de nuestros antepasados. Por lo que sé, vuestro apoyo y vuestra compañía nunca faltaron a Luis, en su momento. Gracias por ayudarle en su empeño. Sin vuestro ánimo y vuestra ayuda él nunca hubiese llegado hasta este lugar. César, tu has sido el buen maestro que sembró en el joven Luis el amor por el conocimiento de la historia de los pueblos antiguos, amor que fue el que le llevó un buen día a venir a estas tierras. Gracias, también, debo darte por ello. Tú debes de ser Pablo, el segundo medicine man. 525 Sé que tu criterio y tu consejo son muy bien valorados por Fermín. Como ayudante suyo en estas circunstancias, creo que puedes atribuirte parte del mérito de mi curación. Por ello, también hay una parte de mi agradecimiento para ti. Acércate ahora tú, Aureliano, hermano... sí, permite que te llame hermano, pues con toda seguridad, en algún momento, siglos y siglos atrás, hemos compartido algún lejano antepasado. Gracias por tu pericia como guía, por el apoyo que tu conocimiento de nuestras tierras supuso para los expedicionarios en todo momento. Mahukané había ido saludando a todos, acabando sus frases con un gesto con la mano derecha alzada, que les recordaba el gesto que los pastores de las iglesias cristianas utilizan para dar la bendición. Cuando, finalmente, se puso frente a don Arcadio, el joven rey quedó unos instantes en silencio. Sus ojos parecieron ver más allá, dirigiéndose a un punto lejano, al otro lado de las paredes del salón donde les había recibido. Por un momento su expresión dejó de ser alegre. De sus labios surgieron unas palabras, apenas un susurro. -Si esa es la voluntad de los dioses... aceptaremos todo aquello que nos envíen, con alegría y amor hacia ellos. Balam-Acab que estaba junto a Fermín, le tomó del brazo. -Mahukané vuelve a ser el mismo de antes. Como representante de los poderes divinos entre nuestro pueblo, ha tenido un breve momento de trance en el que Ellos han iluminado su mente. Pero observa, Fermín, que el trance ha cesado ya. El Halac Vinic había cerrado por unos instantes los ojos. Pero los abrió enseguida, y miró cara a cara a don Arcadio. En la expresión del joven se veía una expresión de profundo agradecimiento, de serena alegría y satisfacción. Sin embargo, aunque fue tan solo durante unos momentos, les pareció ver también que una breve sombra de tristeza pasó por la mirada del Halac Vinic. -Venerable sabio, sé que tu amor por nuestra tierra, por nuestro pueblo y por nuestra cultura no tiene prácticamente límites. El que hayas podido llegar a este lugar, cuya existencia habías presentido y 526 esperado durante tantos años, me llena de satisfacción, y eleva mi espíritu. Balam-Acab ya me había preparado para el momento en que te tuviese frente a mí. Como le ocurrió a él, unos lazos de fraternidad y afecto surgen espontáneamente de mi interior hacia ti. -Gracias, joven Halac Vinic. Hace unos meses quise morir, falto de ilusión. Desesperado, harto, aburrido, me entregué a la fatalidad. Pero algo hizo que saliese adelante, y superase aquellos momentos de debilidad. ¡Y cómo me alegro ahora de ello! ¡He colmado todos mis anhelos como explorador y arqueólogo, he alcanzado la meta que durante años perseguí! Creo que aquí, en Tulán Zuivá, he puesto el mejor broche posible a mi existencia. Ya no volveré a desear la muerte. Simplemente, a partir de ahora, no me preocupará lo más mínimo. ¡Qué llegue cuando quiera, pues ahora sí que alcanzó el máximo sentido mi vida! Disfrutaré de esta paz interior, de esta felicidad, mientras dure. Y cuando llegue el momento, marcharé alegremente a la otra vida, para reunirme allí con mi amada esposa. -Que los dioses te bendigan. Mahukané se dirigió al fin a Tohukín y sus dos hijos, Tzuninhá e Ixquimaná, que junto a Humnkabú habían contemplado las emotivas escenas algo apartados. -A vosotros, amigos, os he dejado para el final, pues convenía, por cortesía, que atendiésemos primero a vuestros invitados. ¡Qué os puedo decir que no sepáis de mi afecto por vuestra familia! ¡Ixquimaná, amigo, compañero de muchos momentos difíciles de olvidar! Gracias, en nombre de estos extranjeros, por vuestra hospitalidad y atención. El joven rey, se había situado en el borde de la pequeña plataforma de piedra en la que se hallaban los dos butacones. Tenía a su lado a la bella Flor de Luna, que le tomaba una mano. Con un gesto, indicó a su esposa que se sentase, y él lo hizo a continuación. -Amigos, os he hecho venir a palacio por que no podía esperar más para expresaros mi gratitud y mi reconocimiento. Tendremos otras oportunidades de vernos, estoy seguro, antes de que marchéis de este lugar. Pero esta noche vamos a retirarnos todos ya. Balam527 Acab, maestro, ha llegado el momento de reunir el pleno del consejo. -Ha llegado, sin duda, hijo mío. -Mañana a primera hora, en el gran palacio, los ah konoobs, los bataboobs y sus familias, podrán escuchar tus palabras, Balam-Acab. Y por supuesto, también nuestros invitados. 528 VI -¿Qué has encontrado, Aristeo? -Muy poca cosa. Han estado a punto de atraparme. Eran dos personas, no las pude ver bien, pero sé que eran dos. Entraron en la cueva, conversando en voz baja en la extraña lengua que se usa en este lugar. De manera que tuve que salir a toda prisa por la ventana. Me dio tiempo, a pesar de todo, de tomar esta botella de una alacena. Tal vez sea un buen pulque, jefe ¿no cree? -Ya lo veremos ¿Estás seguro de que no te han visto? -En cuanto salí por la ventana corrí a refugiarme tras la estela. Esperé allí unos minutos, y al fin, seguro de que nadie rondaba por los alrededores, he subido al montículo, y he entrado sin encender luz alguna. ¡A punto he estado de romperme la cabeza al atravesar la sala de las estatuas! Después, ya en la cueva, me ha bastado la luz de una cerilla para llegar hasta aquí. -Está bien, está bien. Pero procura ir con más cuidado de ahora en adelante. Me falta ya muy poco para acabar de descifrar las escrituras de los sellos de la puerta, y no quisiera que se estropease todo por culpa de un descuido que nos descubriese. Ahora déjame probar de esa botella. Trae acá. -¿Puedo preguntarle algo, jefe? -¡Oh! ¡Esto es pura gloria! Bebe un trago, Aristeo. ¡Ya está bien! Trae acá la botella. ¿Qué quieres saber? -¿Por qué no volamos los sellos y la puerta? Aun no hemos echado mano a la dinamita que trajimos. -Los explosivos serían nuestro último recurso. Antes de usarlos quiero apurar el ingenio. Llevo aquí anotadas pistas suficientes. Falta tan solo ir interpretándolas de acuerdo con los pequeños glifos que cubren estos sellos. El encontrar un punto en común entre mis notas y los glifos es fundamental. Puede que esté en el trazado, en el sentido, en el color, ¡qué sé yo! Pero puedes estar seguro, Aristeo, de que si logro dar con la secuencia exacta en que hay que atacarlos, estos cierres que sellan la gran puerta caerán como si fuesen de blanda arcilla. ¡Mal rayo parta al que inventó este 529 sistema de seguridad! ¡Tuvo que ser un poderoso brujo, o un mago muy ingenioso! -Yo diría que fue un sabio, jefe. -Bueno, sea como fuese, superaremos el reto. Y después de todo, estas dificultades son una buena señal. Cuanto más grande es el valor de lo que guardas, mayores son las precauciones que tomas. Héctor Torcillo y Aristeo se habían instalado en la profundidad de una de las cuatro galerías que arrancaban del fondo de la laguna del recinto subterráneo. Precisamente de aquella situada en la proximidad de las dos pequeñas oquedades que daban al paso oculto. Claro que ellos, ignorantes del hecho de que desde allí partía un largo túnel que llevaba hasta la selva, las habían despreciado totalmente, pues vistas a cierta distancia parecían dos orificios insignificantes y aparentemente ciegos. Colocaron sus mochilas y sus cosas en un rincón, a pocos metros de un sólido muro formado por piedras poligonales, fuertemente ensambladas entre ellas, en cuya parte central se había dispuesto en el pasado el umbral de una puerta. Este umbral estaba ocupado por una gran losa de piedra negra, sobre la que se veían unos grandes bajorrelieves situados a tres niveles. A lo largo de todo su contorno, la gran puerta estaba sólidamente anclada al muro por una serie de sellos fuertemente unidos a ambos lados del dintel, al muro y a la propia puerta. Los sellos ofrecían en su superficie unos pequeños glifos cuidadosamente esculpidos, que provocaron en Torcillo, cuando los vio, una gran excitación. Aprovechando las sombras de la noche habían salido en ocasiones para buscar alimento y para recoger, en lo más espeso del bosque, gran cantidad de hojarasca que llevaron en el interior de sus sacos hasta la cueva, para prepararse un lecho en el que descansar. Y de ese modo habían pasado ya cuatro días y cuatro noches. Descansaban a ratos, y en otros momentos, a la luz de unas antorchas que preparaba el viejo Aristeo, pues no deseaban agotar las linternas por completo, se dedicaban a estudiar las inscripciones de la puerta y sus sellos. Torcillo, a quien su ambición desmedida no había hecho olvidar su condición de estudioso del pasado, no pudo 530 evitar rendirse a las bellezas de la gran nave de los frescos, los estucados y las estatuas. Cuando el análisis de los glifos y los sellos de la profunda galería le saturaba, acudía con Aristeo a aquel bello lugar. Allí pasaba largo rato contemplando las imágenes representadas en las paredes, y de vez en cuando volvía a estudiar con detenimiento las doce hermosas esculturas. En el fondo, su deseo era que no se le escapase algún detalle de las mismas que pudiese luego ser decisivo para el éxito de su planes, cuando penetrasen en el interior del sagrado recinto donde esperaban hallar los valiosos tesoros depositados allí muchos siglos atrás. Y aunque estaba seguro de tener las claves para llegar hasta aquel lugar con seguridad, buscaba con ansiedad cualquier indicio nuevo en aquellas obras de arte del noble pueblo maya. Y aquella noche, la noche del sábado 16 de julio, Héctor Torcillo estaba, tal y como le había dicho a su criado, a punto de descifrar el sentido de los glifos de los sellos. Tan solo se le resistían dos inscripciones, cuyo significado desconocía. Y no era insignificante el detalle de no poder determinar su orden exacto. De invertirlas, podría ser que un grave peligro les acechase una vez dentro del lugar al que pasarían tras liberar la puerta de los sellos. -Aristeo, vamos a descansar unas horas, pues estoy agotado y no soy capaz de seguir adelante con las inscripciones. En cuanto despertemos, acudiremos a la nave de las estatuas, y haré un último intento para encontrar estos dos dibujos, y ver en que orden se hallan representados. -¿Cree usted que lo lograremos, jefe? -No lo dudes. Y si no... ¡Pasaremos igualmente! Tomaron unos tragos de la fuerte bebida de la botella robada por el viejo Aristeo, y dejando la antorcha en un soporte improvisado sobre una piedra, durmieron largo rato en el interior de aquella profunda galería subterránea. Cuando despertaron se había consumido por completo la tea, por lo que Aristeo tuvo que preparar otra a la luz de una linterna. Torcillo miró su reloj, y al ver la hora, exclamó irritado. -¡Ya debe haber amanecido ahí fuera! ¡Date prisa, viejo inútil! 531 -Ya va, jefe. Tenga, tome esta antorcha. Y déjeme encender otra... ya está. -¡Vamos a la sala de las estatuas! ¡Rápido! Pocos minutos después estaban en el bello recinto, y tal y como había supuesto Héctor Torcillo, una leve luz entraba desde el exterior por el orificio entre las dos columnas. Era una luz gris y mortecina, y con ella parecía entrar una especie de neblina húmeda y fría. No cabía duda de que el tiempo en el exterior seguía siendo tormentoso, lluvioso y frío. Torcillo había estado meditando en los minutos anteriores, y estaba seguro de haber tenido una intuición acertada. Recordó una serie de glifos situados en el pie de una determinada estatua y se dirigió directamente hacia ella. -¡Aquí están! El pequeño insecto con el símbolo numérico en el centro apunta al círculo con un ojo central. ¿Dónde tengo los dibujos? ¡Aquí! Bien. Los dispondré sobre esta superficie, en el pie de esta estatua. Este será el orden correcto: La nube que oculta la luna, la rama con dos hojas... Torcillo fue colocando sus dibujos, hechos en cuartillas, en el orden que suponía les llevaría a reproducir un mensaje mágico. Y justo cuando colocó el último y sobre la piedra quedó reproducida la secuencia de símbolos, una luz cegadora, intensa, penetró desde el exterior, al mismo tiempo que un trueno poderoso retumbó en sus oídos. 532 Las explicaciones de Balam-Acab I L uis había visitado el formidable Templo de la Memoria, y había tenido tiempo suficiente en las pasadas semanas para hacerse una idea de lo que el ingenio y la laboriosidad de aquellas gentes habían sido capaces de llevar a cabo en los pasados siglos. Había entrado también, en varias ocasiones, en amplios templos y espaciosos palacios ubicados en el espesor de las paredes del circo montañoso. Por ello, no le sorprendió la disposición del lugar al que llegaron, unos minutos antes del amanecer, conducidos por sus anfitriones. En un lugar situado como medio quilómetro más allá del palacio y el templo de Tepeu Gucumatz, las paredes meridionales del gran circo montañoso habían sufrido muchos siglos atrás las convulsas sacudidas de un gran movimiento sísmico, y como consecuencia de ello se había abierto una gran grieta, de una treintena de metros de anchura. Aprovechando el amplio espacio natural así formado, los antepasados de Ixquimaná habían llevado a cabo la construcción de un alto y formidable muro, tras el que delimitaron una gran sala de planta trapezoidal. Posteriormente, 533 apoyado en veinticuatro columnas, un sólido techo vino a completar aquella hermosa sala de reuniones. El muro exterior y la superficie superior de la amplia techumbre ofrecieron abrigo en diversas hendiduras y en algunos orificios adecuadamente dispuestos y rellenos de fresco humus y tierra, a semillas de diversas plantas, y con el paso de los años, nadie hubiese supuesto, a cierta distancia, que aquella pequeña meseta de piedra recubierta en muchos puntos por hermosos arbustos y matorrales, y la pared en la que colgaban amplias frondas vegetales como cortinas de bellos tonos verdes, ocultaran el amplio lugar de reunión del pueblo maya. Cuando estuvieron más cerca, vieron que en el muro se abrían cuatro grandes ventanas, que quedaban parcialmente recubiertas por aquellas cortinas de vegetación. Y cuando llegaron al pie del propio muro, les sorprendió la habilidad con que se las habían ingeniado en el pasado los habitantes del valle para hacer casi invisible la entrada al lugar. Habían dejado un paso de unos tres metros de anchura, pero sumamente oblicuo. A medida que habían ido aproximándose al lugar donde se iba a llevar a cabo la reunión del pleno del consejo, habían observado que los representantes de las diversas familias iban llegando desde numerosos puntos del valle. Y un tema que parecía estar en boca de casi todo el mundo era el sorprendente aspecto del cielo en la parte oriental del circo montañoso. Y es que en aquella zona, la ominosa y negra masa de nubes seguía cerniéndose sobre las viviendas de los chamanes, el monolito y la entrada al espacio recién descubierto. Tras franquear la oblicua entrada se encontraron en el interior de un amplio foro o audiencia que, dependiendo de las circunstancias, podía utilizarse como corte, tribunal, o - como en el presente caso - sede de reuniones informativas. Porque era evidente que aquel lugar estaba dispuesto para eventos importantes. Dos gradas laterales de piedra formaban un ángulo truncado en su vértice. Se ascendía a los cinco niveles de superficie de piedra dispuestos para sentarse, por unas escalas situadas en el centro de cada una de ellas. En el fondo del palacio, una plataforma trapezoidal de unos doce metros de ancha en su frente, y de unos 534 cuatro metros de altura, ocupaba el teórico vértice. Desde el amplio espacio libre situado entre ambas gradas, se ascendía a la plataforma por dos tramos de escaleras. Sobre ella se hallaban dispuestas dos hileras curvas de doce asientos de piedra, situadas oblicuamente a ambos lados, y en el centro, elevado sobre una plataforma de medio metro de alto, se erguía un magnífico trono. Desde aquel trono, que sería ocupado después por el joven Mahukané, se dominaba totalmente la audiencia. La mayoría de los asientos estaban ocupados ya en aquellos momentos, y apenas unos cinco minutos más tarde todos los bataboobs y los ah konoobs se hallaban sentados en su lugar respectivo a derecha e izquierda del trono real. Por lo que hacía a las gradas, eran muchos ya los que habían buscado un buen sitio en ellas. Para los invitados y la familia de Tohukín que los acogía, se habían reservado los mejores lugares, en la parte más alta de la gradería de la derecha, próximos a la gran plataforma destinada al consejo y al Halac Vinic. Llegó un momento en que apenas quedaban sitios libres, lo que demostraba que la mayoría de los habitantes del valle estaba en el recinto. Se les veía a todos muy alegres, pues según les explicó Ixquimaná, las grandes reuniones como la de aquel día eran consideradas un hecho festivo, y se seguían indefectiblemente de un par de días de celebraciones. Luis miró a toda aquella gente, aquel pequeño grupo de hombres y mujeres que en su día le habían acogido, le habían cuidado y le habían ofrecido su amistad y su aprecio. Sus antepasados formaron muchos siglos atrás una gran mancomunidad de doce pequeños reinos, que habitaban en doce ciudades situadas en los fértiles valles situados a levante del macizo montañoso que alberga Tulán Zuivá. Sin embargo, en el presente, su número era más reducido, puesto que allí vivían tan solo unos cuantos representantes de cada una de las doce familias que en su día inmigraron hasta allí. Una por cada reino, cada ciudad y cada casta. Cuando llevaban allí algo más de un cuarto de hora, súbitamente se hizo el silencio en aquel lugar. Todos callaron, y se 535 pusieron en pie. En el exterior se oía el rumor de unas voces y como un murmullo de pasos. Y en pocos instantes, hizo acto de presencia el joven Halac Vinic. Venía sentado en un pequeño trono, situado sobre una estructura muy ligera, hecha con finos troncos de madera anudados sólidamente en algunos puntos. Era una especie de andamio, y lo transportaban seis jóvenes mediante unas barras de madera transversales situadas en la base de la estructura. Llegaron al fondo del recinto y se situaron entre las dos escaleras de piedra que permitían, a derecha e izquierda, subir a la plataforma. Uno de los ancianos chamanes y uno de los jefes civiles se adelantaron para recibir a Mahukané, y le acompañaron hasta el elevado trono, en el que se sentó inmediatamente. Alzó su mano derecha con la palma dirigida hacia el suelo, y con un ligero gesto descendente indicó a sus súbditos que les autorizaba a sentarse. Para aquella buena gente, los habitantes del sagrado centro ceremonial, el ver de nuevo a su rey, y verle con mejor aspecto que nunca, resultó una grata sorpresa. La ausencia del Halac Vinic de la última reunión mensual al aire libre en las proximidades del templo de Kakulhá Hur-Akán, había resultado preocupante para todos. Pese a los esfuerzos que había hecho Balam-Acab para no darle importancia, muchos habían sospechado que algo malo le ocurría al joven. Y es que los síntomas de su enfermedad en los últimos días en que se le vio fuera de palacio eran ya difíciles de disimular. Por ello la llegada de Mahukané fue acogida con murmullos de satisfacción, y con contenidas manifestaciones de alegría. Porque el joven presentaba un aspecto magnífico. Lucía sus mejores prendas de fina tela con bellos bordados de color, su larga capa de piel de jaguar, su tocado de largas plumas de quetzal, su gran medallón, pero sobre todo una expresión de vigor, salud y energía como no le habían conocido antes. Para todos estuvo claro que algo maravilloso le había ocurrido a su joven Halac Vinic. ¿Habrían sido los extranjeros los responsables de ello? -¡Que el todopoderoso Tepeu Gucumatz, nuestra madre, nuestra creadora, nuestro padre, nuestro guía, nuestro divino 536 protector, nos bendiga a todos y derrame sobre nuestro pueblo toda clase de bienes! Era el anciano Huncahvitz, que se había puesto en pie y había tomado la palabra. Luis les comentó a los demás en voz baja que aquel era el sabio del que aprendió en su momento todos los detalles de la historia y el pasado de aquel lugar. -Por deseo de nuestro amado Halac Vinic nos hemos reunido todos en este lugar. La razón de este acto es el que nuestro venerable jefe religioso, nuestro estimado ah konoob, Balam-Acab el sabio, pueda dirigirse a todos hoy, para explicarnos cosas muy importantes. -Gracias, Huncahvitz. Puedes sentarte. Me toca ahora hablar a mí. Balam-Acab se puso en pie. Como los demás ah konoobs vestía una bella túnica similar a la que llevaban la noche de la velada, es decir, el que debía ser el vestido ceremonial de los chamanes de Tulán Zuivá. Se colocó próximo al trono de Mahukané, en un lugar desde el que podía ser visto y oído por todos, y se dispuso a hablar a su Halac Vinic, a su pueblo y a sus invitados. 537 II -Respetables amigos, miembros del consejo religioso y social. Y vosotros, componentes de las doce familias que forman nuestro pueblo en el presente. Y tú, mi amado Halac Vinic, joven Mahukané, milagrosamente recuperado de tus graves dolencias. Y también vosotros, extranjeros, invitados nuestros en estos días, que habéis tenido el privilegio de hallar el lugar recóndito de las leyendas. Sé que esperáis todos mis palabras con curiosidad. Pues bien, sí, ha llegado el momento... ahora todo puede saberse ya. Voy a contaros cosas que han estado ocurriendo en los últimos tiempos, de las que yo, solamente yo, por designio de nuestro venerado señor el gran Kakulhá Hur-Akán, conocía su significado y su importancia. Creo que hemos actuado todos de la manera que nuestros amados dioses esperaban. La profecía se cumplió al fin. Pero dejadme que os exponga las cosas desde su inicio. Hace ahora unos cuatro o cinco meses, paseando en una ocasión después del anochecer junto a nuestro Halac Vinic, me confesó que estaba preocupado por algo que le venía ocurriendo desde hacía unas semanas. Me refirió que en ocasiones notaba una sensación de debilidad, una gran fatiga, y se veía obligado a sentarse y descansar durante unos momentos. Aquella sensación desaparecía en unos minutos y enseguida volvía a sentir todo su vigor y su habitual energía. Al principio no le dimos importancia, pues pasaban días, y aun semanas sin que la extraña debilidad se manifestase, y por otro lado, era algo muy pasajero, que no parecía dejar huella ni secuela alguna en su salud. Pero a primeros del pasado mes de abril los episodios de debilidad tomaron un carácter más preocupante, pues se acompañaron de una sensación como de percepción de una niebla, y de un breve pero intenso dolor de cabeza. A mediados de aquel mismo mes, coincidiendo con las oraciones de la puesta del sol, Mahukané tuvo un nuevo acceso de dolor y debilidad, pero esta vez se acompañó de signos más 538 alarmantes, pues me describió con gran claridad una inestabilidad y la percepción de unas luces que volaban a su alrededor. El acceso duró tan solo unos minutos, pero me preocupó mucho. Dejé a Mahukané descansando en palacio, y decidí que aquella misma noche consultaría a nuestro venerado Kakulhá HurAkán. Sabéis todos que han de ser muy importantes las razones, muy serios y graves los motivos, para que acudamos al oráculo del grande, magnífico y bondadoso corazón del cielo y la tierra. Pero no me cabía duda que la naturaleza de los síntomas que presentaba Mahukané justificaban plenamente mi consulta. Tal y como lo esperaba, el espíritu de Kakulhá Hur-Akán tuvo a bien iluminarme, y me visitó aquella noche. Su mensaje fue claro para mí. En mi alma y en mi mente penetró el conocimiento de que una grave dolencia estaba mermando la salud de nuestro joven y amado Mahukané. Una grave enfermedad que podría llevarle a la muerte... Las palabras de Balam Acab despertaron un murmullo en las asistentes al acto. Los ah konoobs y los bataboobs se miraron entre sí con gesto serio. -Pero del mismo modo en que se me reveló la naturaleza del mal que le atacaba, supe que el fatídico final no se llegaría a producir si se cumplía una extraña condición, una sorprendente circunstancia. Kakulhá Hur-Akán habló en mi interior con claridad. Si un chó-ta-cí-ne, un medicine man extranjero llegaba a Tulán Zuivá, y llegaba guiado por una mujer, ese sabio extranjero traería la curación para Mahukané. Podéis imaginaros mi estado de ánimo cuando, aquella mañana, tras el oráculo, desperté en la celda sagrada del templo del señor del relámpago. Por una parte sentía alegría al saber que el término fatal de la enfermedad de Mahukané podría ser evitado. Pero por otro lado estaba desolado por la condición impuesta en la predicción del dios. ¿Cómo iba a llegar un extranjero a nuestro recóndito e inaccesible centro ceremonial? ¿No es Tulán Zuivá un lugar secreto, desconocido para los que no han nacido en él, y a 539 cuya vecindad nadie se acerca desde los pueblos y aldeas próximos, por el temor y el respeto de antiguas leyendas y tradiciones? Pasé todo el día meditando sobre el complicado asunto. Por mi cabeza pasaron los más variados planes y las más peregrinas ideas. Pensé, en algún momento, enviar al mundo exterior a uno de nuestros hijos, algún muchacho bien dispuesto, para que buscase un medicine man en algún país lejano y lo hiciese venir. Pero comprendí enseguida que si no le guiaba una mujer, de ninguna forma podría ser el esperado. Por otro lado estaba el mandato divino, la imposición de nuestros dioses, que dejaron en su momento a nuestro cargo este sagrado lugar, y los tesoros que en algún lugar del mismo se ocultan. Debemos permanecer ocultos, el mundo debe ignorarnos. Somos una reserva espiritual y cultural, somos los guardianes del saber, del arte, del conocimiento, que ha de permanecer oculto hasta la llegada de la segunda era. Y si yo hacía venir hasta aquí a un extranjero... ¿no estaría contraviniendo las sagradas instrucciones que en su día fueron dadas a nuestros antepasados? Claro está que si la llegada de un extranjero era la condición que debía producirse para que Mahukané curase, ello sería porque nuestros divinos protectores entendían que con ello no se pondría en peligro el secreto de nuestro valle... o así había que suponerlo, por lo menos. En realidad no tuve mucho tiempo para darle vueltas al complicado asunto. La siguiente noche, cuando me hallaba meditando de madrugada en mi lugar de oración, recibí la sorprendente visita del joven Ixquimaná. Él y su cuñado, el noble Humnkabú, acababan de llegar del mundo exterior, a donde yo mismo les había enviado días atrás para recolectar una apreciada planta medicinal que solo crece allá abajo, en la lejana selva. Y en su regreso a Tulán Zuivá habían traído con ellos... ¡a un extranjero! Por lo visto estaba malherido y requerían mi ayuda para atenderle y tratar de sanarle. Cuando Ixquimaná me comunicó la sorprendente noticia, el corazón me dio un vuelco. ¿Sería aquel el medicine man extranjero de la profecía? 540 Sin demora, partimos hacia la vivienda de Tohukín, donde habían dejado al joven herido. Le practiqué unas primeras curas sobre los desgarros y heridas que presentaba, y aunque estaba sumido en un profundo sopor, posiblemente como consecuencia de un fuerte golpe en su cabeza, logramos que bebiese una infusión medicinal. Recuerdo que en aquellos momentos apenas cruzamos palabra alguna. Ixquimaná y su cuñado me miraban en silencio mientras me ayudaban en las curas, y Tohukín, el bataboob, nos veía hacer con preocupación. De modo que les recomendé a todos que aprovechasen para descansar las escasas horas que restaban hasta el alba, y les prometí acudir de nuevo al día siguiente. Lleno de una luz de esperanza, mi espíritu se relajó y logré dormir profundamente algunas horas, con la mente en blanco, dando reposo a mis pensamientos y a mi corazón. Cuando por la mañana acudí a la casa de Tohukín, mi primera impresión fue de satisfacción, pues el aspecto del joven me demostró enseguida que estaba fuera de peligro. Sin embargo, cuando pedí examinar las pertenencias del joven, nada hallé en ellas que hiciese pensar que fuese un medicine man. Pensé, sin embargo, que alguno de sus compañeros de expedición, allá en la selva, podría serlo. Además, Ixquimaná y Humnkabú me contaron un detalle muy curioso: una mujer iba entre el grupo de expedicionarios, que permanecía acampado en la selva, en el mismo lugar del que había marchado el joven la noche en que se lesionó. Tras breve meditación, decidí que había que arriesgarse. Si un médico, como ellos le dicen, se hallaba entre aquellas gentes, era necesario que acudiese a nuestro valle. De manera que envié a Ixquimaná al exterior, y le hice llevar consigo un hermoso libro de trabajo, que encontramos entre las pertenencias del joven. Este libro serviría para convencerles de que realmente Luis estaba entre nosotros. El anciano miró con una sonrisa a Luis que, como los demás, escuchaba con gran atención las explicaciones del chamán. -Sin embargo, cuando Ixquimaná estuvo de regreso pocos días después... ¡Qué decepción, que gran decepción significaron para mí 541 sus palabras! No iba un médico en la expedición, y además, desanimados, tristes, y sin esperanza de hallar al que daban por desaparecido, sus compañeros habían marchado hacia el norte. Previendo que algo así podía ocurrir, Ixquimaná, siguiendo mis instrucciones, había dejado el libro de Luis entre sus cosas. ¿Por qué? Bien, no creo que al principio fuese plenamente consciente de ello, pero al poco tiempo fui teniendo cada vez más claro que la llegada de Luis era solo un primer paso... Luis era el heraldo involuntario de otros que vendrían más adelante. ¿Y por qué iban a acudir otros expedicionarios de nuevo? Bueno, estaba seguro de que no teniendo pruebas de que Luis hubiese muerto, cabía la posibilidad de que en el futuro retornasen a buscarlo... en especial si tenían alguna prueba, algún indicio, alguna señal, por leve que fuese, de que su amigo y compañero podía estar vivo. ¡Y que mejor prueba que hallar, de forma que casi milagrosa, el libro de campo entre sus cosas! A parte de que, en el propio libro, nuestro joven y estimado amigo Luis había dibujado en forma esquemática las bellas ruinas del umbral de Tulán Zuivá. Si lograban dar con ellas, entraba dentro de lo posible que fuesen capaces de acercarse hacia nuestra abrupta región exterior. En los días siguientes fueron ocurriendo varias cosas. De una parte, la salud del joven fue mejorando notablemente. Por otro lado, muy pronto descubrí en él a un ser humano inteligente, bondadoso, despierto, curioso, ávido de saber y de comprender. ¡Un excelente discípulo, capaz de llegar a ser en su momento un gran ah konoob si hubiese sido uno de los jóvenes de nuestro pueblo! Desde el primer momento comprendí que la llegada de Luis a Tulán Zuivá no pondría nunca en peligro el secreto de este sacro lugar. Por último, y con relación a la enfermedad de Mahukané, fue progresando y al mismo tiempo que su salud empeoraba, crecía mi preocupación. Porque la presencia del libro de Luis entre sus cosas... ¿sería interpretada como yo había esperado? ¿No cabía la posibilidad de que no le diesen mayor importancia? En ese caso... La sola posibilidad de que sus amigos hubiesen dado a Luis por muerto o definitivamente perdido me ponía enfermo. 542 Pero un día, en una conversación casual, Luis me contó algo aparentemente sin importancia. Me habló de su hermana, una joven muy unida a él, muy compenetrada con él. No me cupo duda alguna de que si su hermana tenía un indicio, una simple sospecha, una prueba, por pequeña o insignificante que fuese, de que existía la posibilidad de que Luis se hallase vivo en algún lugar de estas tierras, haría lo posible por acudir a buscarle. ¿Y no entra dentro de lo razonable suponer que algún médico, amigo o conocido suyo, la acompañase en la expedición? Os he hablado en ocasiones de las cualidades de Luis. Su noble carácter, su bondad, su curiosidad, su pragmatismo, su ecuanimidad, su amor por la historia, insisto de nuevo en ello, harían de él un gran sabio. Bien, existía una forma de enviar a su hermana una señal, una prueba. Podía no salir bien, pero había que intentarlo. Y lo hicimos. ¡Y quisieron nuestro amados y divinos benefactores que saliese bien! Luis participó en una ceremonia en el templo de Yum Chaac, y el venerable dios de la lluvia bendijo su espíritu. Fundido en la divina omnipresencia del cosmos, sin moverse físicamente de Tulán Zuivá, su espíritu viajó hasta alcanzar los pensamientos de su hermana. Ella recibió nuestra visita extásica en sus sueños, y de ese modo supo que Luis estaba bien, y se animó a acudir a buscarle. Mari Luz, la hermana de Luis, esta bella joven extranjera que tenemos la suerte y el placer de tener ahora entre nosotros... Balam-Acab señaló elevando ligeramente su mano hacia ella, y la miró. Su mirada estaba llena de alegría y de agradecimiento. Mari Luz respondió con una sonrisa y un discreto gesto con la mano. Mari luz decidió que debía acudir a estas tierras, en busca de su hermano. Y una de las personas a las que solicitó ayuda para llevar a cabo sus deseos es ese hombre que se sienta a su lado. Él, al que sus amigos llaman Fermín, es un poderoso sabio, un gran medicine man, poseedor del don de curar las enfermedades más extrañas, que combate por medio de mágicas medicinas que introduce en la sangre de los enfermos... 543 Un murmullo de reconocimiento y satisfacción recorrió la gran sala del consejo. Todos miraron sonrientes hacia Fermín y Mari Luz. Los ancianos chamanes inclinaron levemente sus cabezas como reconocimiento y admiración por los poderes de aquel al que ellos veían como un alto chamán extranjero, que llevaba el color del oro en sus cabellos y los matices del océano en sus ojos. Mari Luz le dio un suave y discreto golpe con el codo. Acercándose a él, le susurro: -¡Te has quedado con ellos, Fermín! -¡Anda ya! Deja, deja, que Balam-Acab va a proseguir su relato. En efecto. El anciano esperó que todos volviesen a guardar silencio, y siguió con sus explicaciones. -La expedición se puso en marcha. Volaron en uno de esos extraños pájaros de hierro que a veces, allá en lo alto, vemos surcar el cielo, y llegaron por fin a estas tierras. Y con el paso de los días fueron aproximándose a nosotros. Pero... ¡Ay! En los últimos días de junio la salud de Mahukané comenzó a deteriorarse rápidamente. Supe que el esperado estaba ya de camino, pero temí que no llegase a tiempo. Ixquimaná se reunió conmigo una noche, y decidí enviarle al exterior... Sí, sé que lo más sencillo hubiese sido que fuese al encuentro de la expedición, y les guiase hasta aquí. Sin embargo, por mi mente volvieron a pasar ciertos temores... Quizás me equivocaba, pero de hacerlo, temía que se llegase a saber que habíamos ayudado a unos extranjeros a alcanzar nuestro sagrado centro ceremonial, y que ello se nos pudiese censurar en el futuro. Dejé el asunto a la discreción del joven Ixquimaná, pero le di a entender que teníamos poco tiempo. Y mi joven e inteligente discípulo partió hacia el exterior. Me atrevo a asegurar que los dioses le iluminaron, y le inspiraron la idea de guiar a los expedicionarios por las noches. Ixquimaná, aquella luz misteriosa que guió a nuestros invitados hasta aquí... ¿era tu brazo el que la enarbolaba? Ixquimaná se puso en pie, sonriendo. Dirigió una mirada a todos los miembros del consejo. -Ya os lo dije en su momento. En ocasiones los dioses nos utilizan a nosotros, los humanos, para sus designios. 544 -Hiciste bien, Ixquimaná. Lo cierto es que, sin duda que con el beneplácito de nuestros amados y divinos benefactores, la expedición llegó hace ocho días a nuestro valle. Y como yo esperaba, el sabio chó-ta-cí-ne extranjero visitó a nuestro Halac Vinic, y dictaminó aquello que era necesario hacer para curarle. Yo le he visto, en los últimos cuatro días, aplicar la mágica medicina en el cuerpo de nuestro joven Mahukané... y los resultados de su magia poderosa han sido milagrosos. Si hubieseis visto al Halac Vinic días atrás, entenderíais el prodigio. Ahora que ya está todo aclarado, solo me queda que agradecer de nuevo a nuestros invitados su llegada, que trajo la salud a nuestro joven rey. Sé que tienen previsto partir pronto hacia sus tierras de origen, y sé que, con toda seguridad, el secreto de nuestro pueblo, de nuestro valle y de nuestro centro ceremonial está completamente seguro en sus manos. Todos me han dado su palabra de que lo guardarán celosamente, como juramentados. Nadie sabrá por ellos donde está el lugar recóndito. Ni siquiera que es posible llegar hasta él. Luis, Fermín, Mari Luz... acercaos. Vosotros también, amigos míos, Carlos y Carmen. También mi estimado hermano... permite a este anciano que te llame así, amigo Arcadio. Por tu origen y por tu amor a nuestro pueblo se han establecido entre nosotros unos lazos de fraternidad indisoluble. Pablo, profesor, acercaos también. Y tú Aureliano. Que Tepeu Gucumatz os bendiga y os llene de ventura. Que Kakulhá Hur-Akán ilumine vuestros pasos. Recibid mi bendición. El chamán abrazó a todos de uno en uno. Cuando acabó, se dispuso a dar por concluida la reunión del consejo. Pero en ese momento, la voz de unos de los ancianos ah konoobs resonó en la gran sala. -¿Y esas negras nubes, venerable maestro? ¿Por qué siguen ahí arriba? -Anhomil dice bien. ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué intenta decirnos el grande y venerable corazón del cielo y la tierra? Porque no me negaréis que ese extraño fenómeno ha de ser una señal divina. Y si nos atenemos al frío y húmedo ambiente que se vive en la vecindad 545 de nuestras moradas, yo diría que Kakulhá Hur-Akán no parece estar precisamente contento. -¿Consideráis que deberíamos consultar el oráculo? -No creo que haga falta, Balam-Acab. Ese extraño fenómeno se inició el mismo día en que llegaron los extranjeros... creo que la relación con su llegada es evidente. Han de marchar lo antes posible, pues su llegada al valle irritó al poderoso dios, padre del relámpago y de la tormenta. -Así parecería a primera vista, Anhomil. Pero si recuerdo bien, nuestros invitados llegaron poco después de nacer el día, y esas amenazadoras nubes crecieron hacia el anochecer. -Reconozco que fue así, Huncahvitz. Pero explicadme, en ese caso, qué fue lo que ocurrió ese anochecer. -Lo que ocurrió fue... -¡Yo os lo diré a todos! ¡Que hicimos caso omiso de las advertencias de nuestros dioses! ¡Se excavó junto a la estela, buscando lo que no debía buscarse! No se aguardó hasta la llegada de la señal, y se abrió antes de hora el recinto oculto. Eso es lo que ocurrió. -He pensado en esa posibilidad estos días, Anhomil. También yo pensé al principio, como tú ahora, que habíamos hecho mal abriendo el paso hacia ese espacio oculto. Pero las inscripciones que nuestros antepasados dejaron en las profundas galerías que allí se encuentran recuerdan las sagradas normas e imposiciones. Nadie debe ir más allá de las grandes y sólidas puertas de piedra. Estaba, según esto, previsto el que alguno de nosotros pudiese alcanzar ese lugar mucho antes de la llegada de la segunda era. Si no, ¿qué sentido tendrían las inscripciones de aquellos formidables muros? Nada malo hay en penetrar en ese hermoso recinto, nada hay de ofensivo para nuestros divinos protectores en el uso del paso oculto para alcanzar el mundo exterior. Sin dificultad pudieron hacerlo dos de nuestros jóvenes, y sin dificultad retornaron por él, trayendo la mágica medicina que este sabio extranjero necesitaba para la curación de Mahukané. -En ese caso, Balam-Acab, ¿Qué está ocurriendo? 546 -¡Silencio! ¡Oídme todos! Mahukané, que había escuchado con gran atención la conversación entre los tres ancianos ah konoobs, se había puesto en pie, alzando la mano derecha con el índice apuntando al frente y hacia lo alto. -No es por causa de ninguno de los que aquí se encuentran. No está aquí, en este recinto, la razón por la que el poderoso dios está acumulando la energía de sus relámpagos en el espesor de la gran nube negra, allá arriba. El joven Halac Vinic cerró los ojos y se cubrió la cara con ambas manos durante unos instantes. A continuación, sin abrir los ojos, proyectó sus manos hacia lo alto y hacia delante, y pareció mirar a un punto elevado en la lejanía, a través de sus párpados. Curiosamente, viéndole de aquella manera, totalmente erguido, les pareció a todos que su joven rey era más alto aun que antes de su enfermedad. Balam-Acab le contemplaba admirado. Su hijo adoptivo, su amado Mahukané había alcanzado de manera milagrosa la madurez de un gran jefe espiritual, y de forma espontánea y natural dominaba los mecanismos de la comunicación con los dioses. El joven mantuvo aquella postura poco más de un minuto, rodeado del silencio y la admiración de su pueblo. Bajó después los brazos, y con expresión grave y seria se dirigió a los ancianos. -Hay unos intrusos... dos forasteros de alma impía. Están a punto de violar los sagrados espacios interiores. En aquel instante, precisamente coincidiendo con el momento en que Héctor Torcillo y Aristeo acababan de descifrar la totalidad de los símbolos representados en los glifos de la puerta sellada de la profunda galería, cayó un gran relámpago, cuya luz penetró a través de las frondas de vegetación que cubrían las grandes ventanas, y resonó en el valle un trueno profundo y sobrecogedor. 547 III Un ah konoob, relativamente joven para el sagrado cargo que ostentaba, rompió el silencio en el que todos habían caído tras las palabras de Mahukané y el subsiguiente relámpago y el poderoso trueno que parecían haberles hecho eco. -¡Unos intrusos! Entonces... eso lo explica todo, Balam-Acab. Los pequeños hurtos en los últimos días, cuyo autor o autores han intentado que los atribuyésemos a animales de rapiña, de una forma un poco simple, por el antiguo método de simular huellas de garras. Aunque yo sospeché al principio de nuestros invitados, resultaba casi imposible que ellos hubiesen sido los ladrones. Y debo decir que estaba ya por creer en una invasión de animalillos inteligentes y amigos de lo ajeno, cuando ayer tuvimos la certeza de que nos enfrentamos a seres humanos. De una parte por la desaparición de una botella de licor... no parece que nuestros destilados les puedan interesar en exceso a los animales del bosque. Y por otro lado, porque creo que pudimos ver, por unos instantes, a alguien que saltaba fuera de nuestra casa por una ventana, y corría a perderse rápidamente en la obscuridad. Ayer pensamos que se trataba de una sombra o de un efecto de la luz, pero ahora estoy seguro de que era uno de ellos. -Yo he visto a los dos intrusos. El que había hablado era un anciano alto y muy enjuto, cuyo largo cabello blanco llevaba recogido detrás de la cabeza en una larga cola. Sus ojos, curiosamente prominentes, parecían no mirar, de la misma manera en que los ojos de los ciegos parecen no estar viendo lo que tienen frente a ellos, sino aquello que están imaginando. Y ello se debía, sin duda, a que estaba afecto de una gran miopía, que le impedía, literalmente, ver más allá de sus narices. -¿Cómo es posible, venerable Balhcocom? ¿Tú, que no puedes ver más que aquello que se sitúa justo frente a tus ojos, has visto a los dos intrusos? 548 -Estuve en la casa del noble Tohukín, hace dos noches, para platicar con él sobre los detalles de la aplazada audiencia de nuestro joven Halac Vinic, que pronto vamos a poder celebrar, dado su buen estado de salud. Allí vi a los dos impíos. -¡No es posible! ¡En mi casa estaban tan solo mis invitados, los aquí presentes! -No los vi como los veis vosotros, por supuesto. -¿Qué quieres decir? ¿Cómo los vistes? -Gracias a la magia del que llamáis Carlos. Tuvo a bien enseñarme un insólito objeto, en el que me dijo que podría ver un grupo de personas -los invitados- junto a Balam-Acab, situados al pie del bosque, cerca del monolito. Y en efecto, puso ante mis ojos algo... no sabría deciros lo qué era, pero su tacto era el de una gruesa hojita de papel satinado. Sin embargo, pude verles perfectamente. Y a los intrusos también. -Amigo Ortigosa, no sabía que tuviese usted una bola mágica de cristal. Porque no se me ocurre que otra cosa podría usted haberle enseñado a ese anciano que le permitiese ver lo que dice haber visto. -¡Qué cosas dice usted, Arcadio! No la tengo, por supuesto. Lo único que le enseñe a este buen hombre fue la fotografía que nos hicimos en grupo la otra tarde. Viéndole gran miope, supuse que sería capaz de vernos si se la acercaba mucho a los ojos, y de ese modo se haría una idea de como somos... al menos en nuestro aspecto exterior. -Yo disparé esa foto, y no había intrusos en el grupo. -¿Tiene usted aquí la foto? -Pues casualmente sí. La llevo en la cartera. Aquí está. -Déjemela ver... aquí, en la masa verde sobre el grupito que formábamos en aquel momento, parece que se ve una manchita. -¿Está seguro, Arcadio? -Ya lo creo. Véala usted mismo, Fermín. -¿Tenéis una lupa a mano? Gracias... ¡Es cierto! Bueno, parece que se ven dos personas, medio ocultas entre la arboleda. Sin 549 embargo, el grano de la fotografía no da para mucho más. Mírala tú mismo, Carlos. -Es cierto, veo un individuo corpulento... con algo que parece un sombrero. Y a su lado alguien mucho más delgado, más bajo, y de rostro muy obscuro. -¡Carajo¡ ¡No es posible! -¿Qué le ocurre, Arcadio? -Que creo saber quienes son esos individuos... uno es un hombre algo obeso, alto, y suele ir con sombrero. El otro es su criado, un enjuto miserable, indigno representante de la etnia a la que pertenece. -¡Héctor Torcillo! ¡Aristeo! -A ellos me refiero. -¿Qué hacen aquí? ¿Cómo han llegado hasta este lugar? -Me temo que nos han seguido... -¡No es posible! -Sí, estoy seguro. ¡Han estado siguiéndonos desde el primer momento! Recuerden ustedes nuestra cena en el Prosperidad. Cuando aquella noche, en Mérida, sorprendimos a ese viejo miserable, tuve el presentimiento de que él y su jefe nos iban a traer problemas más tarde o más temprano. -¿Y qué problemas pueden traernos? -Para empezar, su sola presencia en este lugar es un serio inconveniente. Ya saben ustedes la gran importancia que nuestros anfitriones dan al hecho de que este valle permanezca oculto y por completo desconocido para el resto del mundo. Habiendo alcanzado ese par de rufianes el valle sagrado, pueden estar seguros de que el secreto será transgredido y que tras ellos, en busca de tesoros, piedras o riquezas llegarán otros incluso de peor calaña. -¡No será así! ¡Para estas buenas gentes es primordial el mantener en secreto su existencia y la de este valle que les acoge! -Lamentablemente, habiendo llegado ese malvado de Torcillo hasta aquí, Tulán Zuivá ha dejado de ser un mito legendario. De nada han servido tantos siglos de esfuerzo para mantener vivo el 550 temor sobre el lugar oculto en las mentes de las gentes que habitan en las zonas más o menos próximas. -¡Dios mío! ¡Es horrible pensar que en parte ha sido por nuestra culpa! De no haber acudido a este valle, no habrían podido seguirnos Torcillo y su criado. -Nada hemos de censurarnos. Nuestro empeño en hallar a Luis sano y salvo es lógico y natural, y estaba plenamente justificado. -Por otro lado nuestra llegada a este valle ha sido providencial para Mahukané. De no haber acudido Fermín a este lugar posiblemente el joven rey habría muerto ya, consumido por su grave enfermedad. -Si lo veis bajo la perspectiva de Balam Acab, nuestra venida a Tulán Zuivá ha sido la condición necesaria para la curación de Mahukané. Hizo todo lo posible para que se cumpliesen aquellas circunstancias que, según el oráculo de Kakulhá Hur-Akán, eran necesarias para que el joven no pereciese víctima de su enfermedad. De modo, que si formábamos parte de los planes de las divinidades, no podemos culparnos de que, como resultado de nuestro viaje hasta aquí, ese individuo y su criado hayan dado, en mala hora, con este valle. -Vuestra llegada a Tulán Zuivá fue posible porque entraba en los planes del poderoso dios del relámpago. Podéis estar seguros de ello. Por lo tanto, amigo, nada hay por lo que tengáis que censuraros. Os han movido nobles fines. -Sin embargo, Balam Acab, hemos de ser conscientes que hemos puesto en un serio peligro los fines y la esencia del refugio de vuestro pueblo. -No vayáis tan rápido... ¿Quien nos asegura que ese tal Torcillo podrá salir de Tulán Zuivá? -¿Qué estás insinuando, César? -¿Podrían retenerlo aquí por la fuerza estas pacíficas gentes? -Ellos no, por supuesto. Pero estoy seguro que aquellos que dispusieron las cosas en el pasado habrán tomado sus precauciones para evitar que se violen o profanen los tesoros que se guardan allá 551 abajo. Creo que ha sido una grave imprudencia por parte de ese Torcillo el haber penetrado en aquel sagrado recinto. -¡Ay, mi querido profesor Felices, como se nota que no conoce usted la catadura de ese hombre! Para que se hagan ustedes una idea, se trata de un auténtico profanador de tumbas, de un arqueólogo sin escrúpulos, capaz de vender a sus propios padres, de un ser miserable, obsesionado por la leyenda mítica de los tesoros del pueblo maya. -No le demos más vueltas al asunto, amigos. Hemos de ir hasta allí enseguida, y tratar de evitar que esos individuos profanen los sagrados espacios ocultos. -Creo, Balam-Acab, que sería bueno que llevásemos nuestras armas. Trajimos con nosotros unos pequeños fusiles que prácticamente nunca utilizamos, como no fuese para cazar algún animal con la finalidad de variar nuestra dieta de plantas y frutos tropicales. Yo nunca he tomado en mis manos una de esas armas, pero Pablo y Aureliano me han demostrado gran destreza en su uso. -No, Arcadio, hermano mío. - Balam-Acab, que desde a poco de llegar al valle don Arcadio había establecido con el veterano arqueólogo unas sinceras relaciones de fraternidad, sin duda motivadas por su pasión por el estudio del pasado y por su similar edad, se acercó y le cogió suavemente por un brazo. - ¡No fuese el caso que irritásemos a nuestros dioses con esos símbolos de violencia! Confiemos en nuestros divinos protectores, ellos son nuestra mejor arma. -Como usted prefiera. Pero tenga por seguro que ese miserable y su criado, van a buen seguro armados. -Sus armas nada pueden contra los sabios designios de los dioses. Vamos allá, amigos. La mayoría de las gentes habían abandonado la gran sala de la audiencia, en la que no quedaba prácticamente nadie más, a parte de los ah konoobs, los bataboobs, Tohukín, su familia y sus invitados, que permanecían aun sobre la plataforma alrededor del joven rey, junto 552 al cual, discretamente, se había situado la bella princesa Flor de Luna. Mahukané, que había permanecido en silencio, descendió del trono y quedó en pie, mirándoles a todos. -Balam-Acab, Ixquimaná. Vosotros y los extranjeros, nuestros invitados, acudiréis conmigo ahora al recinto sagrado al que se penetra por el lugar señalado por la gran estela gris. Veremos de evitar que esos intrusos hagan algo de lo que tuviésemos después que arrepentirnos todos. Tohukín, Anhomil, Huncahvitz... Vosotros os quedaréis aquí, en este lugar, junto a los demás patriarcas y chamanes. Elevaréis vuestro espíritu hacia el todopoderoso, para que nuestros problemas alcancen la mejor posible de las soluciones. Tzuninhá, tú acompañaras al exterior del recinto a mi esposa. Flor de Luna, amor mío, te ruego que aguardes en palacio nuestro regreso. -Mahukané, hijo mío, no es prudente que nos acompañes. Tú debes recogerte también en palacio. Voy a avisar a los jóvenes para que te lleven en el trono portátil hasta allí. -No, Balam-Acab. Debo ir. Y no tengas cuidado por mí. ¿Habrían hecho los dioses todo lo que han hecho para que se alcanzase mi milagrosa curación, si supiesen que ahora podía correr algún peligro? Por supuesto que no. ¡Vamos! El joven Halac Vinic hizo una señal, y dos muchachos que habían permanecido durante todo el acto al pie de los dos tramos de escalones que ascendían hacia la plataforma del trono, subieron ágilmente hasta ponerse frente a Mahukané. -Tomad... Mi capa y mi tocado de plumas. No voy a necesitarlos. Llevadlos a palacio. Y ahora no perdamos más tiempo, seguidme todos. Mahukané descendió por la escala de la derecha, y con paso decidido se dirigió hacia la salida del gran recinto de ceremonias. Tras él lo hicieron también Ixquimaná y Balam-Acab, Fermín, Mari Luz y los demás expedicionarios. Tan solo salir al exterior se les sumaron los seis jóvenes que aguardaban allí para transportar de nuevo el trono portátil. Al ver 553 salir a su joven rey a pie, se le acercaron sin decir palabra. Un solo gesto de Mahukané bastó para que comprendiesen que no iban a llevarle de nuevo en lo alto de aquella cómoda estructura, y que debían, por el contrario, custodiarles a partir de aquel momento. Emprendieron la marcha por el camino que, junto al riachuelo, conducía hacia el extremo oriental del centro ceremonial. Y pudieron observar que la corriente de agua corría con mayor fuerza que otras veces. Ello era debido a que en la zona del circo montañoso hacia la que se encaminaban, la formidable y ominosa masa de grandes y espesos nubarrones obscuros, alimentaba desde hacía ya varios días las altas fuentes en que se originaba aquel torrente. Y a medida que fueron acercándose al lugar donde, en la proximidad de las viviendas de los chamanes, el majestuoso monolito señalaba el acceso al paso oculto, sintieron sobre sus cuerpos y sobre sus ánimos el peso opresivo de un ambiente frío y húmedo. Tuvieron una percepción peculiar. Como le había ocurrido al enjuto Aristeo la primera vez que se acercó a la entrada del recinto oculto, percibieron que aquel aire cargado les oprimía. 554 La ira de Kakulhá Hur-Akán I A lcanzaron el monolito, y siguiendo las indicaciones de Ixquimaná, Mahukané ascendió por los viejos escalones hasta situarse frente a la entrada abierta entre las dos columnas. Allí aguardó en silencio a que todos estuviesen a su lado. Cuando les vio expectantes a su alrededor, dio un paso adelante, pero Balam-Acab le tomó del brazo y le detuvo. -Mahukané, hijo mío. ¿Estás seguro? ¿Crees que hemos de entrar ahí? ¿No sería mejor aguardar el retorno de los impíos aquí fuera? -Noble maestro, Balam-Acab, no tenemos alternativa. Si esos ladrones han logrado penetrar en los sagrados recintos que debían permanecer cerrados hasta el momento de la gran señal y han tomado algún objeto de los tesoros allí depositados, hemos de convencerles de que lo devuelvan. -Aquí fuera podremos igualmente convencerles, señor. 555 -Si algún objeto, cualquiera que sea, tomado de esos tesoros, es sacado al exterior, la irá de los dioses se desatará sobre nosotros, sobre nuestro pueblo y sobre el mundo. Hemos de impedir por todos los medios que traspasen este umbral, que salgan por este espacio abierto entre las dos columnas, llevando con ellos algún objeto robado del sagrado recinto. -¡Qué nos protejan los dioses! ¡Ahora te entiendo, Mahukané! ¡Entremos ya! -¡Quietos! ¡Silencio! ¡Alguien viene hacia aquí! -¡No es posible! -¡Héctor Torcillo! ¡Miserable! ¡No des un paso más! Eran, efectivamente, el viejo Aristeo y su jefe, el señor Torcillo. Estaban tan entusiasmados con los tesoros que llevaban con ellos que no habían advertido que al salir al exterior les aguardaban don Arcadio, los otros expedicionarios, y varios de los habitantes del valle. Torcillo se detuvo justo en el dintel entre las dos columnas, y Aristeo, colocado detrás de él, asomó con curiosidad la cabeza. Llevaba cada uno de ellos en una bolsa numerosos objetos de oro puro, y además en una mochila colocada sobre su espalda, Torcillo transportaba, al parecer, otras piezas robadas del tesoro de los antepasados de Ixquimaná. -¡Ja, ja, ja! Miren ustedes a quien tenemos aquí. ¡Don Arcadio Botín y sus amigos.! -¡En mala hora se les ocurrió venir a ustedes dos hasta aquí! No tiene usted, Torcillo, la más mínima idea del significado y el valor de esos tesoros que está tratando de llevarse. Jamás podrá disfrutar de ese oro. Antes bien, la maldición caerá sobre ustedes si tratan de marchar llevándoselo. -Mire usted, Arcadio, no me sea estúpido. Ahí abajo hay más riquezas de las que jamás hubiese imaginado. Déjennos marchar, y les aseguro que les quedarán a ustedes cien veces más de lo que mi criado y yo nos llevamos. Y piense que con el poco oro que hemos recogido, simplemente vendido a peso, sin considerar su valor 556 artístico, me llevo lo suficiente para retirarme como millonario para el resto de mis días. -¡No lo entiende usted, maldita sea! ¡No pueden llevarse ustedes nada de este lugar! ¡Este lugar es sagrado! ¡Desatarán la ira de los dioses si marchan de aquí con una sola pieza de los tesoros! -No me diga que cree usted esas bobadas que dice. ¡Y... que carajo, si no se apartan ustedes, les voy a apartar yo por la fuerza! Torcillo tomó un revolver de grueso calibre que llevaba en el cinto, y apunto con él hacia Mahukané. -Voy a salir de aquí, con mi criado Aristeo, y vamos a ir hacia el bosque sin que nadie nos lo impida. ¡Apártense todos, o mato a su joven rey! ¡Fuera, voy a salir! -¡No lo permitirán nuestros dioses, impío! ¡Vuelve a dejar lo que has robado en su lugar, y te prometo que luego podrás marchar sin daño alguno! Mahukané se había situado frente a Torcillo, a unos tres metros de aquel rufián, que había salido, seguido del miserable Aristeo, del espacio excavado frente a las columnas, y pretendía dirigirse a los escalones que le permitirían, en caso de poder bajarlos, alcanzar el camino hacia el exterior del valle. -¡Apártate, joven rey! ¡Apártate, o lo pagarás caro! -¡Vuelve atrás, impío! ¡No oses tentar al todopoderoso Kakulhá Hur-Akán! ¡Atrás! El joven y valiente Halac Vinic estaba como transfigurado. Su voz sonaba fuerte y poderosa, y todo él transmitía una sensación de poder y autoridad. Dio un paso hacia Torcillo, alzando la mano, dispuesto a hacer retroceder a los dos ladrones. -¡Quieto ahí, estúpido! ¡Quieto o disparo! ¡Quieto he dicho! El dedo de Torcillo había finalmente oprimido el gatillo de su revolver, y el disparo resonó como un profundo estampido. Balam-Acab dio un grito y se dirigió hacia Mahukané. Pero el joven rey seguía en pie, con la mano derecha en alto, señalando hacia las nubes. Y a sus pies, malherido, sangrando por una herida recibida en el pecho, yacía el bueno de don Arcadio, que en el último momento, viendo en peligro la vida del Halac Vinic, se había 557 colocado, con aquella agilidad y rapidez suya que a veces les sorprendía, como un escudo humano frente a Mahukané. Torcillo estaba como loco, y alzó el revolver hacia el cielo, gritando como un poseso. -¡Maldito viejo! ¡Él lo ha buscado! ¡Apartaros de mi camino! ¡Apartaros o de lo contrario os mataré a todos! ¿Eh? ¿Qué ocurre? ¿Qué es esto? Torcillo se hallaba justo en el borde de la reciente excavación, y Aristeo, a su lado, se había arrojado al suelo, temblando como un azogado. Y es que, alrededor del revolver que Torcillo blandía hacia lo alto, se había formado una bola de luz azulada, que en pocos instantes creció hasta abarcar su mano y el antebrazo. Y en aquel instante ocurrió algo terrible: un relámpago intenso, poderoso, surco el cielo y cayó sobre el malvado y su criado, y penetró a continuación por el espacio abierto entre las dos columnas. Y al sonido seco, impactante y poderoso del trueno, se sumó una sorda y tremenda explosión subterránea. Más tarde comentarían que les había parecido como si se abriese la tierra, para tragarse a los dos impíos. Y es que ocurrió realmente así: toda la parte del montículo que quedaba entre la pared montañosa y el límite de la excavación hecha días atrás se desmoronó, se hundió, se colapsó, y dejó totalmente enterrada aquella parte del paso recién hallado, arrastrando en su colapso los restos del antiguo edificio de entrada, con sus columnas y su frontispicio, y a aquellos dos miserables a los que su ambición había costado la vida. Inmediatamente después, cuando parecía que aun se sentían los ecos del formidable estruendo allá lejos en el valle, se abrió un enorme desgarro en la espesa masa de obscuros nubarrones, y la intensa luz de los rayos del sol cayó sobre el lugar. -¡Jefesito! ¡Mi buen jefesito! Aureliano se había arrodillado junto a don Arcadio, y trataba, con su gran pañuelo de cubrir la herida, por la que rezumaba tal cantidad de sangre que hacía temer por la vida del veterano arqueólogo. 558 -¡Don Arcadio! ¡Oh, Dios mío! ¡Haced algo, Fermín, Pablo! ¡No le dejéis morir! -Tranquilízate, Carmen. Vamos a trasladarle con cuidado a la vivienda más próxima, y allí veremos que podemos hacer. -Un momento, César. No le movamos todavía. Dejadme ver la herida... bueno, parece que con el pañuelo de Aureliano casi se ha detenido la hemorragia. Pero me temo que debe haber perdido mucha sangre. Solo hay que ver como están de empapadas sus ropas. -¿Crees, Fermín, que si estos muchachos preparan rápidamente unas parihuelas o una camilla improvisada, podríamos trasladarlo a una de esas cuevas? -Creo que sí… indicadles que lo hagan, por favor. Voy a tratar de mejorar el apósito. Cambiaremos el pañuelo por una tela limpia. Mahukané había permanecido silencioso, mirando gravemente las primeras atenciones y auxilios que recibía el pobre anciano, que había caído malherido prácticamente frente a él. Dio unos pasos y se colocó al otro lado. Fermín había puesto una manta doblada bajo la cabeza de don Arcadio para tenerlo un poco incorporado, y con el agua fresca que le habían traído en un gran jarro, estaba lavando cuidadosamente la herida. Y si bien el valeroso arqueólogo había permanecido inconsciente hasta aquel momento, ocurrió que al desplazarse el Halac Vinic, se colocó frente al sol, que brillaba cada vez con más fuerza, y su sombra cayó sobre Fermín y don Arcadio. En ese momento el buen hombre entreabrió los ojos, y al ver recortada frente a él la silueta del joven rey, sonrió y se le oyó preguntar con voz débil. -¿Estáis bien, Mahukané? ¿No os ha herido ese miserable? -Estoy vivo gracias a ti. Don Arcadio emitió un suspiro de alivio, y cerró los ojos. El joven Mahukané tenía a su lado a Balam-Acab, que como él miraba preocupado al herido tendido en tierra. Le tomó suavemente de un brazo y comentó: 559 -Jamás olvidaré que este hombre magnífico y bueno me ha salvado la vida. Por los siglos será recordado su gesto heroico. Balam-Acab, maestro, voy a retirarme. Procura que todo cuanto necesite el sabio chó-ta-cí-ne Fermín le sea proporcionado. Y ruega porque nuestros divinos protectores y su medicina alivien a nuestro venerable hermano, al que llaman Arcadio. 560 II El estado de salud de don Arcadio era muy preocupante. A pesar de haber podido extraer la bala del pulmón donde se había alojado, y del limpio drenaje que Balam-Acab había dejado en la herida para que no cerrase en falso, una elevada fiebre hizo acto de presencia aquella misma noche. Ello, sumado a la gran debilidad que la enorme pérdida de sangre había producido, llenó de preocupación a Fermín, que junto a Pablo y Balam-Acab, no se apartaba ni un instante del lecho en el que yacía el pobre anciano, y le aplicaba cuantos cuidados estaban en sus manos. -Amigos, veo cercano el final de nuestro hermano. -¿Estáis seguro, Balam-Acab? -Quiero creer que hay esperanza. Pero... no veo que más podemos hacer por él. -Yo voy a rezar por su alma. -Ixquimaná me ha hablado de tus orígenes, doctor Guerreiro. Sé que procedes de un pueblo profundamente religioso, y entiendo tus deseos de orar por nuestro hermano Arcadio. Yo voy también a retirarme a orar. Enviaremos quien te ayude a cuidar de él, Fermín. Mañana a primera hora volveré aquí, junto a nuestro paciente. -Gracias, venerable maestro. -Posiblemente tendré nuevas que comunicaros. Tal vez serán malas noticias, es lo más probable. Si por el contrario, existe un resquicio para la esperanza, si hay algún remedio que pueda ayudarnos en nuestro empeño de salvarle, esta madrugada lo sabré. -Vais a consultar el oráculo. -En efecto. Quiero conocer la voluntad de nuestros amados dioses. Buenas noches, Pablo, Fermín. -Que los dioses os iluminen, buen Balam-Acab. La noche transcurrió sin apenas cambios en la evolución del herido. En algunos momentos, cuando cedía la fiebre, en parte por la aplicación de paños húmedos en la frente, pero también por el 561 efecto de la medicación antitérmica que Fermín administraba esporádicamente, don Arcadio descansaba de manera que parecía más tranquila. Llegó incluso en algún momento a abrir los ojos, y mirando a Fermín, tomándole con fuerza de la mano, sonreía unos instantes y volvía a cerrarlos. Finalmente, al amanecer, Fermín regresó junto al enfermo tras descansar unas horas en las que había sido relevado por Pablo y los Ortigosa. Le acompañaba Mari luz, y en cuanto que ambos penetraron en la estancia que se había habilitado como enfermería, comprendieron que las cosas iban peor. En efecto, la fiebre ya no cedía, y don Arcadio estaba entrando en un estado de confuso delirio. En ocasiones, sin abrir los ojos, tarareaba con voz entrecortada y débil alguna vieja tonada que debía haber aprendido en su juventud. No tardaron en estar todos reunidos alrededor del lecho del enfermo, viendo como poco a poco la vida escapaba de su cuerpo anciano pero hasta poco antes vigoroso. Y a eso de las diez de la mañana Balam-Acab apareció en el dintel de la puerta. Sin decir palabra se acercó a la cabecera de la cama. Alzó la mano derecha, y musitando unas breves palabras, colocó su mano sobre la frente de don Arcadio. Transcurridos unos instantes, retiró la mano, y miró hacia la puerta, en la que se recortaba la luminosa y brillante luz del día. Y en ese momento ocurrió algo que les emocionó a todos: don Arcadio abrió los ojos, y haciendo un gran esfuerzo, se incorporó y miró, como el chamán, hacia la puerta. Su expresión se lleno de dulzura y serenidad, y un par de gruesas lágrimas brotaron de sus ojos. -¡Cariño! ¡Mi amada Dolores! Estás ahí... has venido a buscarme. Gracias, amor mío. Ya estoy listo, ya estoy a punto. ¿La ven, amigos? Es ella, mi amada esposa. Debo marchar con ella... ¿Me entienden ustedes, verdad? Me aguarda allá al otro lado... Voy, cariño... Don Arcadio, que les había mirado a todos con ojos febriles, volvió a dirigir su mirada hacia la puerta. Y sonriendo dulcemente, 562 cayó hacia atrás y quedó tendido. Sus ojos parecían buscar el infinito y su expresión era de paz y descanso. Había muerto. Balam-Acab cerró los ojos del viejo explorador, y les miró a todos en silencio durante unos instantes. Tomó a continuación el hermoso cubrecamas de fina tela, adornado con bellos bordados, que hasta aquel momento había permanecido cubriendo tan solo hasta la cintura del enfermo, y lo extendió de modo que le ocultase por completo. -Amigos, nuestro estimado hermano, aquel al que llamabais Arcadio, se ha reunido ya con aquellos que le amaron en el pasado y le aguardaban en el mundo de los espíritus, en el más allá. Fue la voluntad de Kakulhá Hur-Akán que partiese hacia allí, toda vez que durante su vida entre nosotros se habían completado y realizado todas sus expectativas y deseos. El todopoderoso corazón del cielo y la tierra, el señor del relámpago, me ha expresado esta pasada noche su deseo de que acompañase a don Arcadio en sus últimos momentos, para mostrarle la puerta hacia el mundo de los difuntos. En el umbral de la misma le aguardaba su esposa, y ahora están juntos de nuevo, en el húmedo valle de la otra vida. Allí, extendiendo las palmas a lo alto, les caerán las gotas de la fértil lluvia con la que Yum Chaac mantiene eternamente verde ese paraíso. -Gracias por vuestras hermosas palabras, venerable maestro. La pérdida de don Arcadio es un golpe muy duro para todos nosotros. ¡Sabe Dios lo mucho que hemos de agradecer de su bondad, de su experiencia y de su ayuda! Y que haya muerto... ¡Oh, es algo muy triste, muy triste! Sin embargo, vuestras palabras nos traen un gran consuelo. Carmen Ortigosa había expresado un sentimiento que todos percibían: el gran dolor por la pérdida de aquel buen amigo quedaba mitigado por la certidumbre de que en sus últimos momentos, don Arcadio había sido consciente de que le aguardaba el más allá, y de que allí iba a encontrarse con su amada esposa. En el fondo era el 563 mismo consuelo que la fe ofrece a los creyentes en estas circunstancias. -Amigos, voy a comunicar a nuestro rey la triste nueva. Después me reuniré con vosotros en la casa de Tohukín, para comentar los detalles de los actos que vamos a celebrar en honor de este hombre magnífico. 564 III Aquella misma tarde, Luis, que miraba pensativo por la ventana principal de la sala común, vio que tres personas se dirigían hacia allí. -Observo que el sabio Huncahvitz nos va a honrar con su compañía. Le veo acudir hacia aquí, junto a Balam-Acab y otro de los ancianos chamanes del lugar. En efecto, Balam-Acab acudía junto a otros dos ah konoobs, uno de los cuales había reconocido Luis fácilmente, y no solo por su cabeza sin cabello y el gorrito rojo circular que la cubría en parte, sino también por la mirada profunda y penetrante de sus pequeños y vivos ojos negros. Tohukín miró por la ventana, y salió al exterior a recibirles. Cuando llegaron frente a la puerta les saludó y les invitó a entrar. Buscaron los asientos más cómodos, se los ofrecieron a los tres ancianos chamanes, y se sentaron todos a su alrededor, dispuestos a oírles. Tzuninhá les ofreció a cada uno un pequeño jarro de cerámica, en forma de pequeño ídolo, que contenía como medio decilitro de un fuerte aguardiente de aloe. Los tres sabios comenzaron a beber a pequeños sorbos, y el diminuto Huncahvitz tomó la palabra. -Mis buenos amigos, habéis sido testigos del poder formidable del temible corazón del cielo y la tierra, del señor del relámpago. Pudisteis ver todos ayer mismo como la ira de Kakulhá Hur-Akán se desató sobre aquellos que osaron violar los sagrados lugares. Con ellos la tierra ha sepultado también la entrada a esos lugares. Hemos de aceptar el hecho de que de nuevo para entrar y salir de nuestro hermoso valle haya que usar el largo camino por los bosques y los montes. En realidad, desde hace centenares de años ese fue el único camino… de modo que no vemos excesivo inconveniente en ello. Me parece a mí, además, que esa circunstancia es más adecuada para la seguridad de Tulán Zuivá, y más conveniente para seguir ocultos e ignorados del resto del mundo. 565 -Dice bien el venerable Huncahvitz. Fue la voluntad de los dioses que hallásemos una puerta al paso oculto, por la que pudo llegar a tiempo el maravilloso remedio que ha devuelto la salud a nuestro Halac Vinic. Del mismo modo, ellos han dispuesto que ese paso vuelva a ser impracticable. Y soy de la opinión que lo mejor es dejar las cosas como están, y no tratar de excavar de nuevo, ni buscar otra vez la entrada. Creo además, por la magnitud de la explosión subterránea, que los daños en el interior habrán sido considerables, y posiblemente hayan quedado cegadas todas las galerías. -Ya que lo mencionáis, Balam-Acab, ¿a qué atribuís la formidable explosión subterránea? ¿Pudo el relámpago provocarla? -Todo lo pueden los dioses, Carlos, si está en su intención. Sin embargo, debo decir que a mí también me ha sorprendido. Penetró el rayo en las entrañas de la tierra y se produjo tal estampido que noté por unos instantes como temblaba el suelo bajo nuestros pies. ¡Fue como si se hubiese colocado un formidable explosivo en el interior de la cueva! -¿Me permiten mi opinión? -¡Cómo no, Aureliano! Dinos que opinas tú sobre eso. -El maldito señor Torcillo, como otros ladrones de tumbas que conocimos en el pasado, llevaba en ocasiones algunos cartuchos de dinamita, que no vacilaba en usar si le ahorraban algunos días de trabajo de pico y pala. -¡Qué bruto! -Esa es una buena explicación, Aureliano. Estoy seguro de que, para poder cargar con el máximo de piezas de oro, decidieron dejar aquello que ya no les era útil. De manera que si la llevaban, debieron dejar la dinamita en el interior de la galería. -¡Maldito Torcillo, y maldito su criado, Aristeo! ¡Ya lo presentía el pobre jefesito! ¡Nos traerán problemas, decía! Y vaya si los trajeron. -Han pagado sus malas acciones con la vida. -Cierto. Sepultados junto a los tesoros que trataban de robar, han recibido el justo castigo que merecían. 566 -Don Arcadio se alegraría de saber que esos truhanes han muerto. Más que lo que pudiesen robar, a él le preocupó el que pudiesen marchar de este lugar. -Y ya que hablamos de don Arcadio... Mañana, en el lugar de reunión próximo al templo de Kakulhá Hur-Akán, llevaremos a cabo la ceremonia funeraria en su honor. El fuego sagrado consumirá su cuerpo, y nuestros cánticos y oraciones guiarán su espíritu. Y ahora, amigos, vamos a dejaros. Los demás ah konoobs nos aguardan en el templo. -Antes de retirarme, déjame, Tohukín, que presente mis disculpas a vuestros invitados. -Buen anciano... ¿Anhomil se llama usted, verdad? No hace falta que diga nada. Era lógico que todos ustedes, los habitantes del valle, tuviesen sus dudas sobre nosotros. Al no saber nada de los dos intrusos, todo hacía pensar que nuestra presencia era la responsable de las anomalías en el cielo del valle. -Dice bien el sabio cho-tá-ci-né Fermín. Yo mismo dudé en algún momento. -Pero yo he de disculparme de todas maneras. Aun después de la milagrosa curación de nuestro amado rey, estaba convencido de que debíamos expulsar a los invitados, pues creía firmemente que su presencia irritaba a los dioses. ¡Qué equivocado estaba! ¡Dos veces bendita ha sido vuestra llegada y vuestra estancia entre nosotros, pues dos veces, en pocos días, habéis salvado la vida de nuestro Halac Vinic! Aceptad, por favor, mis disculpas, y también, mi agradecimiento. -Aceptamos todo ello de buen grado. -Muchas gracias, señora. Que los dioses les bendigan. Cuando estaban a punto de abandonar la casa de Tohukín, Ixquimaná, que llevaba algún rato pensativo, se acercó a BalamAcab. -Maestro, hay algo que me preocupa. -¿Qué es ello? -Cuando llegue el final, el cambio de los tiempos... ¿Cómo vamos a alcanzar los sagrados lugares ocultos? 567 -No hemos de preocuparnos por ello. Los tesoros y el legado están a salvo, tal y como lo estuvieron por cientos de años. Y en su día los dioses harán lo que convenga para que podamos penetrar de nuevo allá donde se encuentran. No lo dudes, Ixquimaná. 568 IV -¡Qué terrible lo que ha ocurrido! ¡Era tan bondadoso y tan amable! -Comprendo lo que sientes, cariño. Todos estamos igual de consternados. Parece mentira que haya muerto. No sé por qué, pero siento como si tuviese que verle aparecer por la puerta, con su aire aventurero, su piel rubicunda, con un vaso de tequila en la mano, y con una sonrisa. -Mi hermano me ha dicho que considera un gran honor el haber tenido la oportunidad de conocerle y convivir unos días con él. Conocía algunos de sus trabajos, y sabía que era considerado por muchos como una eminencia. -Estoy de acuerdo con Luis. Era una persona extraordinaria, y todos, sin excepción, le vamos a recordar siempre con cariño. Sí, yo también creo que fue una suerte el haberle tenido como compañero de expedición. -No diría eso él de nosotros. En realidad, de no habernos conocido tal vez ahora viviría todavía. Pero quiso el destino que nos cruzásemos en su camino, y el conocernos le llevó a la muerte. Vino aquí por ayudarme. -No pienses esas cosas, cariño. Junto a nosotros descubrió este valle y el maravilloso centro ceremonial que alberga, y eso fue lo más grande que podía ocurrirle. Él mismo nos lo dijo en un par de ocasiones. Al conocernos pudo dar de nuevo sentido a su vida, y le ofrecimos la oportunidad de volver a sus años de arqueólogo y explorador en activo. ¿Y sabes qué pienso, Mari Luz? Creo que en estos últimos días él esperaba algo como lo que ocurrió, incluso lo deseaba. -¡Qué dios le bendiga! ¡Caramba, y que cambio ha hecho el tiempo en un solo día! Salgamos un poco fuera. Creo que el aire libre nos sentará bien. ¿Quieres, cielito? -Buena idea. Vamos. Salieron al exterior y vieron a Luis, que se hallaba junto al riachuelo, contemplando el bello panorama que, a la luz del sol del 569 atardecer, se ofrecía a sus ojos. Y es que el azul intenso del cielo, el blanco brillante de las pequeñas masas nubosas, junto a los diversos tonos de verde de las variadas especies arbóreas y el gris obscuro de algunos picachos desnudos configuraban un cuadro muy hermoso. -Hola, Fermín. ¿Qué tal, Mari Luz? -Supongo que como tú, buscando en el frescor de la tarde un alivio a nuestro dolor. -¿Sabéis que pensaba en este momento? -No. -Pensaba en ese dios poderoso... ¿Veis allá, como a un par de quilómetros, entre dos lenguas de bosque que parecen entrar en el valle, un muro rocoso de piedra rojiza? -Se ve perfectamente desde aquí. Y si distingo bien, hay varias entradas abiertas en la pared. -Aunque desde fuera no lo parece, existe en aquel lugar una profunda cavidad interior. A partir de una gran cueva se construyeron y delimitaron una serie de espacios, por medio de muros y separaciones, de manera que constituye hoy en día algo que podría muy bien compararse a un monasterio. Es el templo de Kakulhá Hur-Akán. -¿Es allí donde se consulta el oráculo? -Supongo que sí. -Fermín, Luis, ¿qué es ese oráculo? Balam-Acab lo ha mencionado varias veces. Sabemos que lo consultó cuando la enfermedad de Mahukané, y por lo visto lo consultó anoche, mientras el pobre Arcadio estaba agonizando. -No estoy seguro. Pero ahora que lo dices, es ese un tema que me gustaría aclarar. He de preguntarle a Balam-Acab sobre eso. Al principio, cuando oí mencionar ese oráculo por primera vez, hace varias semanas, pensé que utilizaban el estímulo químico de los honguillos. Sin embargo, tengo mis dudas. Es cierto que Ixquimaná me ha comentado en alguna ocasión que la consulta al dios se hace ingiriendo el propio espíritu de Kakulhá Hur-Akán, pero no creo que se refiera a esas pequeñas setas... 570 -Esta noche podrás preguntarle al buen anciano sobre ello. Le he oído comentar a Tzuninhá que vendrá a cenar con nosotros. Por cierto, le hemos pedido a Aureliano que nos traiga algunas de aquellas setas tan gustosas. -¿Las pancitas? -Sí. -Se me ocurre una cosa. Conozco el bosque donde Aureliano y don Arcadio encontraron esas setas. Si vamos hacia allí es posible que encontremos a nuestro guía entregado a la caza de las setas. -¡Oh, sí, es una buena idea, Luis! Vamos, cielito. 571 V Tal y como lo había previsto Tzuninhá, cuando Mari Luz y ella colocaron en el centro de la mesa la gran plata con variadas frutas tropicales que ambas habían preparado para acompañar la cena, vieron a Balam-Acab, que conversaba en voz baja con el profesor Felices y los Ortigosa. No había aquella noche alrededor de la mesa la habitual alegría de otros días. La reciente pérdida del anciano arqueólogo, todavía de cuerpo presente, pesaba en el ánimo de todos y era la responsable de que nadie elevase la voz más allá de un tono prudente y comedido. Sin embargo, y por consejo de Balam-Acab, decidieron que debían esforzarse y tratar de poner a un lado la tristeza, y cenar en medio de un ambiente más alegre. -Tiene razón el venerable Balam-Acab. Hemos de estar a la altura de nuestro estimado Arcadio. Y estoy seguro que desde el más allá se reunirá más a gusto a una tertulia de alegres camaradas que se encuentran para cenar, que no a un grupo de deprimidos en plan velorio. -Bien dicho, César. ¡Vamos, amigos! ¡Alegremos las caras! -Propongo que comencemos brindando, a la salud de todos y a la memoria de don Arcadio. -¡Claro que sí, Pablo! ¡Brindemos! Cuando al poco rato se sirvieron las 'pancitas', acompañadas de unas tortillas recién hechas, Luis ensartó en un fino palillo una de aquellas setas, un ejemplar pequeño y regordete, y se quedó pensativo mirándola. -Maestro… Balam-Acab. -Dime, joven sabio. -Me estaba preguntando algo… me refiero al oráculo. Cuando invocáis al poderoso dios al que llamáis Kakulhá Hur-Akán, ¿utilizáis honguillos, ingerís nti-si-thó? -Para cumplir con el ritual del oráculo hay que ingerir el fruto del relámpago, el espíritu del dios. Después, durante la noche, si el todopoderoso corazón del cielo y la tierra ve con buenos ojos nuestra 572 súplica, nos visita en nuestros sueños y nos comunica aquello que cree que debemos conocer y que nos puede ser de utilidad para tomar nuestras decisiones. -Pero el fruto del relámpago, como vos le llamáis, no son los pequeños honguillos teonanácatl... -Por supuesto que no. Sin embargo, el fruto del relámpago es, como ellos, fruto también de la tierra. -¿Queréis decir que se trata igualmente de una seta? -Es posible, Fermín, que vosotros le llamaseis de ese modo. -Maestro Balam-Acab, sería bueno que explicaseis a nuestros invitados el origen del culto a Kakulhá Hur-Akán, el dios de un solo pie. -Opino como tú, Tohukín. Hemos de remontarnos en ese caso a nuestros antepasados, aquellos que hace miles y miles de años habitaban en aquel lejano continente al que vosotros llamáis Asia. A ellos se manifestó por vez primera el dios. ¿Qué cómo lo hizo? Muy sencillo: desató un buen día en los altos bosques de aquel lejano país una formidable tormenta. Y los que allí habitaban fueron testigos de un hecho extraordinario: terribles relámpagos cayeron desde el cielo, y a su sólo contacto con la húmeda tierra provocaran el crecimiento de unos extraños seres en forma de sombrilla, de color rojizo, cubiertos de manchas blancas. Los sabios de aquel pueblo sintieron la llamada de la divinidad, y supieron que debían ingerir aquellos extraños seres que, de forma mágica, habían brotado de la tierra. Y sus mentes se iluminaron, y vieron la verdad: lo que comieron no eran otra cosa que los frutos del espíritu del formidable dios, el corazón del cielo y la tierra, el grande, todopoderoso, venerado, temido y respetado, Kakulhá Hur-Akán. Desde entonces y por los siglos venideros decidieron que, cuando deseasen ser iluminados por la presencia espiritual del dios, ingerirían aquellos frutos de su espíritu. -¡Extraordinario! Esa descripción de los frutos del relámpago coincide con la que se hace en un contexto parecido en antiguos escritos relativos al chamanismo de los primitivos pueblos indoeuropeos. Es curioso, pero a mí me hace reflexionar bastante, y 573 creo que es algo que debería merecer un profundo estudio por parte de historiadores y antropólogos, ese común significado divino del relámpago en diversos contextos, en diferentes momentos, y en distintos pueblos del planeta. Porque la teoría, llamémosle de los relámpagos, esa teoría fue elaborada por pueblos tan diversos como los antiguos griegos y los romanos, los mayas y los filipinos. -Estoy completamente de acuerdo contigo Luis. Algo más que su natural majestuosidad ha de haber detrás de esos fenómenos atmosféricos para que en las más variadas culturas y religiones se les atribuya un significado divino o se les asocie con las divinidades. Basta con recordar, como ejemplo, a Júpiter lanzando sus relámpagos. -También podemos referirnos, César, el hecho que el dios Shangó, de los santeros cubanos, no es otro que el dios del relámpago. ¿Es así, verdad, cariño? -Así es, Carmen. Pero amigos, hemos interrumpido a nuestro amable maestro, Balam-Acab… -No importa, Carlos. Han sido las vuestras unas observaciones muy interesantes. Y a ellas solo puedo añadir que, como yo veo las cosas, no hay duda que el grande y bondadoso Kakulhá Hur-Akán ha debido de manifestarse en el pasado en diversas ocasiones, pero lo hizo bajo nombres distintos de acuerdo con el lenguaje de los diversos pueblos. Pues bien, cuando nuestros antepasados llevaron a cabo la larga emigración que les trajo finalmente hasta estas tierras de Mesoamérica, mantuvieron un uso ceremonial y sacro del fruto del relámpago. A lo largo de los miles y miles de kilómetros, y durante los cientos y cientos de años que duró su viaje, fueron recolectándolo. Unas veces en espesos bosques de frondosos y formidables árboles, en el seno de profundos y serenos valles. Otras veces junto a los últimos vestigios de arboleda, al pie de altísimas cumbres cubiertas de nieve perpetua. Algunos sostienen que no solo era utilizado para las tareas de adivinación, es decir, para la consulta del oráculo, sino que permitía viajar al mundo de los espíritus y regresar de allí trayendo igualmente la respuesta. 574 -Estoy seguro de saber lo que es eso a lo que llamáis el fruto del relámpago, y que consideráis el soporte material del espíritu de Kakulhá Hur-Akán. Pero después ya veremos si estoy en lo cierto. Seguid, Balam-Acab. -Voy a resumir ya, Luis, diciendo que el culto a Kakulhá HurAkán vino con nosotros desde las lejanas tierras de Asia, donde nació y se desarrolló en su momento. Y creo interesante que sepáis que a nuestra llegada a este continente estuvo a punto de abandonarse y desaparecer. -¿Cómo es posible? ¿Por qué? -Ocurrió que a partir de nuestra llegada al norte de estas tierras, tras atravesar una gran superficie del océano cubierta por una sólida capa de hielo, y a medida que nuestros antepasados se desplazaban hacia el sur, fue haciéndose más y más difícil el recolectar los frutos del señor. Y ocurrió algo peor: el efecto sobre las mentes y los espíritus de nuestros ah konoobs era cada vez menor. Llegó un momento en que en muy contadas ocasiones se lograba la respuesta de nuestro divino benefactor tras consultarle ritualmente mediante el tradicional consumo del fruto de su espíritu. Tan solo algunos de entre ellos, dotados de una personalidad profundamente mística, lograban alcanzar el esperado contacto. Por ello estuvo a punto de abandonarse su uso. En especial cuando Yum Chaac comenzó a ofrecer en forma generosa y abundante los divinos embriagadores, los pequeños honguillos nti-sithó. Debo deciros, también, que el mantener el oráculo nos supone un esfuerzo, un sacrificio. Periódicamente, al final del verano, algunos de nuestros jóvenes parten a un largo viaje que les lleva a los dos o tres lugares donde es posible recolectar el fruto de Kakulhá Hur-Akán. Hay varias semanas de viaje hasta allí. -¿Van hacia el norte, supongo? -Hacia allí van, joven sabio. Habitualmente lo encuentran en los espesos bosques de árboles siempre verdes, que pueblan las orillas de unos grandes lagos. Si allí fracasan, lo buscan en otros lugares del lejano septentrión. En un país que Ixquimaná conoce bien, pues el pasado año viajó hasta allí. 575 -Tiene razón Balam-Acab. Pronto hará un año de mi viaje. Las lluvias habían escaseado en las tierras de los Ojibway, en la región de los lagos Superior y Míchigan. De modo que tuve que viajar hasta el noroeste del Canadá. Allí, en las tierras de los Drogib Athabascan, en las espesas laderas boscosas de los montes Makenzie pude recolectar abundantes ejemplares del fruto del dios. Secados con calor suave, aun pesaban en total más de dos kilos. Completé después, de regreso, mi abundante cosecha con más ejemplares en unos hermosísimos bosques situados en la vecindad de un lago magnífico, al que llaman el Gran Lago del Esclavo. Y no fue el mío el más largo viaje con ese motivo. Algunos amigos fueron, hace de eso dos o tres años, hasta las tierras de los Algonkinos, en pleno territorio de un lejano país septentrional que algunos conocen como Terranova. -¡Tenéis que dar un valor extraordinario a esos frutos del relámpago y la tierra, si viajáis a tal distancia para obtenerlos! -Lo tienen: son el fundamento, el soporte, la razón de ser de una antigua comunicación espiritual con uno de nuestros creadores. Sin esos misteriosos seres que brotan de la tierra, se acabarían para siempre nuestras consultas al poderoso dios del relámpago y de la tormenta. -Por cierto, he observado que tiene un solo pie. -Es cierto. Los artistas que lo han representado, a lo largo de los siglos, siempre le han dado ese aspecto, en referencia al relámpago que cae de las altas nubes. En realidad nadie sabe que aspecto debe tener en realidad, puesto que nadie le ha visto realmente. -¿No le veis en el oráculo? ¿No os visita durante vuestros sueños? -Su espíritu ilumina nuestras mentes, sus respuestas acuden a nosotros, pero para ello adopta una forma humanizada. Podríamos expresarlo diciendo que nos envía unos emisarios que transmiten sus pensamientos, sus palabras, sus deseos, sus respuestas. Esos emisarios son... 576 -¿No serán, tal vez, unos hombres diminutos, de poco menos de un metro de estatura? -¡Es extraordinario! Luis, joven sabio, no dejas de sorprenderme. Sí, los emisarios de Kakulhá Hur-Akán, los que nos visitan en nuestro sueño para comunicarnos aquello que el poderoso dios desea que sepamos, son unos seres diminutos. -¡Unos enanos! ¡Caramba, creo que empiezo a entenderlo! Mejor dicho. Todo encaja perfectamente. Vuestros antepasados descubrieron el más antiguo enteógeno conocido por la humanidad, el soma de los antiguos himnos védicos, que ponía a los brahamanes en contacto con la suprema divinidad. Miles de años después, en el siglo XVII y XVIII seguía utilizándose todavía en las tierras septentrionales de Asia, en Siberia, y en especial en la región próxima al extremo del viejo continente, en la península de Kamchatka y sus aledaños. -Estoy completamente de acuerdo contigo, Luis. No hay duda que el fruto del relámpago, el espíritu de Kakulhá Hur-Akán, no es otra cosa que la seta Amanita muscaria. -¡Qué cosa más interesante! ¡Está claro! El soma, el maravilloso alimento de los brahamanes, sería, de acuerdo con las teorías de Roger Gordon Wasson, una seta. Concretamente esa hermosa seta roja, cuyo sombrero aparece siempre ornamentado por diminutas y pequeñas verrugas de color blanco. Y ahora entiendo que no es un hecho casual el que muchas veces se la haya representado junto a pequeños gnomos o enanitos. ¡Ellos son los enviados del dios del relámpago! -Dice usted bien, profesor. El fruto del poderoso Kakulhá Hur-Akán tiene la forma de una pequeña sombrilla, en la que el blanco inmaculado del pie y de la cara inferior del parasol, se dispersa en múltiples y pequeñas manchas sobre el rojo escarlata del sombrerillo. -Es tal y como lo dice Ixquimaná. Para la invocación del dios deben usarse aquellos frutos recogidos en los meses anteriores, y que tras ser secados por completo al sol, se guardan en una urna en 577 el sagrado recinto del templo. Cuando llevan algún tiempo en ese estado, no es raro que adopten ciertas tonalidades amarillentas. -Y para llevar a cabo la consulta... -Ingerimos, tras masticarlos cuidadosamente, tres de los frutos del relámpago. -Nuestra estancia en Tulán Zuivá nos ha proporcionado otra gran satisfacción, venerable maestro. ¡Hemos hallado las pruebas de un culto vivo y actual basado en la seta enteógena Amanita muscaria! Y por vuestras palabras parece ser que ese culto llegó con vuestros antepasados, procedente de Asia. De manera que, como algunos habían sugerido, esta seta pudo ser el antiguo soma de los pueblos indoeuropeos. -Es cierto, Luis. Wasson y su esposa, la pediatra rusa Valentina Paulovna, en un bello libro al que titularon 'Mushrooms, Russia and History' expusieron los diversos argumentos lingüísticos, culturales y religiosos que les llevaron a estar prácticamente seguros de que esa seta es, efectivamente, el soma. Entre otras cosas, se basaron en algunos versos de los antiguos escritos védicos. En concreto en una muy antigua y lejana mención del soma de los brahamanes que se hace en el Rig Veda. En sus versos lo encontramos mencionado como el Aja ekapãd, es decir, "el no nacido, de un solo pie". No nacido porque no nace de semilla sino milagrosamente del relámpago, y de un solo pie porque la seta tiene un solo pie o estípite. -Lo cual supone, Fermín, una total coincidencia con el nombre maya del dios del relámpago: Hur-Akán quiere decir, precisamente, 'un solo pie'. -Sin embargo, hasta hoy, esas teorías no han sido acogidas con demasiado entusiasmo. Son muchos, entre historiadores, antropólogos y estudiosos de sánscrito, los que no han aceptado las hipótesis del matrimonio Wasson. -Es cierto profesor. Pero ahora nosotros hemos tenido el privilegio de conocer hechos y datos que constituyen pruebas definitivas de que ese hongo enteógeno, la Amanita muscaria, fue el auténtico soma de los arios. No tienen ya razón de ser las dudas de 578 los lingüistas expertos en sánscrito, de los historiadores y de los antropólogos. Todo encaja perfectamente en aquella hipótesis apuntada hace ya muchos años por el matrimonio Wasson. Desde hace milenios nuestros primitivos antepasados adoraron esa seta, que les ponía en contacto con los dioses. En los hermosos versos del Rig Veda se habla de ella como fruto de la madre tierra fecundada por el relámpago. Y cuando los indoeuropeos alcanzaron el continente americano por el estrecho de Behring, hace de ello entre cinco y diez mil años, trajeron con ellos el conjunto de creencias que giran alrededor del hongo sagrado. Lo que ocurrió en años posteriores podemos deducirlo de una peculiaridad de la seta. Cuanto más meridionales son las tierras en que crece, menor parece ser su efecto sobre las mentes de los que la consumen. Y ello se observa a uno y otro lado del Atlántico. Al parecer, la Amanita muscaria que crece en las zonas templadas o en regiones más próximas al ecuador, carece de propiedades psicoactivas, en tanto que los hongos recolectados en la vecindad del círculo ártico son poderosos enteógenos. Así, es en Siberia oriental, y en especial en la península de Kamchatka donde estas setas conocen un mayor uso chamánico bien documentado. A medida que avanzaban en su emigración, aquellos pueblos llegados de Asia fueron colonizando y ocupando tierras más y más meridionales. Y les ocurrió que las Amanitas muscarias que encontraban eran cada vez menos activas. Por ello, cuando alcanzaron estas tierras de Mesoamérica y descubrieron las abundantes formas de pequeños hongos psilocibos, estuvieron a punto de abandonar el uso del que podemos llamar, en rigor, el soma. Sin embargo, como Balam-Acab nos ha comentado, aun a expensas del considerable esfuerzo que supone el tener que viajar a lejanas tierras del norte del continente para conseguirlo, no han dejado de adorar, respetar y utilizar el hongo sacro de sus antepasados. Quizás contribuyese a evitar el definitivo abandono del uso chamánico de la Amanita muscaria el que algunos hombres privilegiados, dotados de una especial sensibilidad hacia los agentes psicoactivos del hongo, fuesen capaces de lograr la experiencia 579 enteogénica aun incluso con los ejemplares de las tierras meridionales. -Es muy probable que fuese así, Luis. -Puedes estar seguro de ello, Carlos. 580 El regreso I L a ceremonia funeraria se llevó a cabo con la asistencia de todos los jefes religiosos y civiles. Balam-Acab y Mahukané presidieron el rito, en el que se dedicaron a don Arcadio los mismos honores que a un Bataboob. Mahukané tuvo cálidas palabras de agradecimiento para todos ellos, y en especial, su discurso fue un sentido homenaje a don Arcadio. La pira funeraria ardió por espacio de varias horas, y finalmente, las cenizas, único resto material de aquel hombre bondadoso, alegre e inteligente, fueron colocadas en una pequeña urna, para poder llevarlas de regreso a Mérida, donde reposarían junto a los restos de la que en tiempos fue la amante esposa del buen arqueólogo. Y aquel atardecer, al mismo tiempo que el sol se recogía al otro lado de las crestas rocosas occidentales del valle, Mari Luz, Fermín y 581 los demás expedicionarios, ahora sin la compañía del bondadoso Arcadio, se recogieron para pasar su última noche en el sagrado valle de Tulán Zuivá. Se prepararon una cena ligera, y pasaron después unas horas ordenando los bultos de su escaso equipaje. Finalmente, se acostaron todos, agotados por las intensas emociones de los últimos días, y durmieron profundamente, en las habitaciones de la vivienda de Tohukín, el buen Bataboob, abiertas en el espesor de la pared rocosa del valle. Y en lo alto del majestuoso circo montañoso se veía la bóveda del firmamento, de un negro profundo, casi aterciopelado, tachonada por cientos de estrellas, que brillando de un modo como hacía mucho tiempo que no se veía en el valle, demostraban de forma evidente que allá en las alturas los divinos benefactores se habían reconciliado de nuevo con los humanos. Llegó el amanecer del siguiente día, el miércoles 20 de Julio. Con los primeros rayos del sol naciente partieron todos por el camino junto al arroyo. Y a medida que se iban desplazando hacia el extremo oriental del valle, para tomar desde allí el sendero que, a través de los bosques, les conduciría al exterior del santuario, se les fueron uniendo grupos de hombres, mujeres y niños, de las diversas familias. De manera que cada vez eran más numerosos los que les acompañaban. Cuando alcanzaron el punto en que, junto al monolito de piedra gris les aguardaban los doce sabios ah konoobs, podía decirse que la práctica totalidad de los habitantes de Tulán Zuivá estaba allí para expresarles su aprecio y sus mejores deseos. -Ixquimaná, hijo mío. Y tú también, noble Humnkabú. Siguiendo los impulsos de vuestros bondadosos corazones, con sumo cuidado trajisteis hasta aquí al joven Luis, malherido. Ahora Luis debe dejarnos, y como fuese que junto a vosotros alcanzó este 582 lugar, es lógico que ahora les guiéis, a él y a sus amigos, en su camino de regreso al mundo exterior. Balam-Acab volvió a abrazarles a todos, profundamente emocionado, y tras haber encomendado a Ixquimaná y a Humnkabú que guiasen y acompañasen a los expedicionarios hasta el templo del umbral, quedó en pie, mirando hacia el bosque. Y así permaneció hasta que todos desaparecieron por completo de su vista en el espesor de la verde masa forestal. Durante los cuatro días siguientes volvieron a recorrer el hermoso pero complicado trayecto por el que, tres semanas atrás, habían llegado a Tulán Zuivá siguiendo la luz de la antorcha con la que Ixquimaná les había señalado el camino cada madrugada. En su regreso hacia el mundo exterior, sin embargo, aprovecharon la luz del día para desplazarse, y descansaron durante las noches. Ello hizo que aparte de ser mucho más sencilla y cómoda su marcha, pudiesen apreciar mucho mejor la belleza de los agrestes parajes por los que el tortuoso sendero les iba llevando. De ese modo pudieron hacerse una mejor idea de lo complicado y difícil que tenía que ser el discurrir por aquella ruta, de no contar con un guía que conociese muy bien el camino. Era evidente que las probabilidades que tendría un viajero, procedente de las regiones vecinas, de hallar el camino de acceso al sagrado recinto del que se alejaban cada vez más, eran mínimas, por no decir nulas, de no contar con la ayuda inestimable de alguien que conociese el difícil y complicado camino. Aun hubo más. Cuando se hallaron en la selva, a escasa distancia del extenso claro donde se elevaban la pirámide y el bello templo de los guardianes, se detuvieron para mirar hacia atrás, y tener de ese modo una última perspectiva del formidable farallón montañoso que a escasos quilómetros cerraba el paisaje a poniente. Y era tal la disposición de los árboles de la selva y la superposición de las primeras elevaciones del terreno, que se tenía desde allí la 583 sensación, mirando hacia occidente, de que no podía existir camino alguno que llevase hacia la región abrupta que se dejaba entrever por medio de las altas copas de los árboles en la lejanía. Era como una extraña ilusión óptica: parecía que no existía el camino por el que acaban de llegar. -¡Es algo extraordinario! Acabamos de llegar a través de una senda abierta en un conjunto de valles, barrancos y desfiladeros formidables... ¡Y visto desde aquí parece que no exista nada de ello! -¡Caramba! Es cierto. Es como salir a la calle desde el interior de un edificio, dar unos pasos, y al volverte, contemplar una pared lisa y uniforme sin señal alguna del umbral que acabas de traspasar. -Eso que dices, cariño, me recuerda una película que vimos hace algunos años. Unos hombres estaban perdidos entre las nieves perpetuas de una región montañosa próxima al Tíbet, en la región del Himalaya. De pronto caían contra una pared de nieve, que se abría y les permitía llegar a un santuario, al otro lado de la montaña. Era un lugar con un clima agradable, con hermosos jardines, con fuentes y templos, y habitado por unos bondadosos monjes budistas, que les ayudaban y les daban lo necesario para su viaje de regreso a la civilización. Cuando salían de aquel lugar maravilloso, traspasaban el umbral, se hallaban de nuevo entre las nieves, y mirando hacia atrás, no veían paso alguno. -Recuerdo muy bien esa película, Carmen, cariño. La vimos en un cine de la Gran Vía una noche de sábado, tras cenar en un elegante restaurante del centro. Ese santuario se llamaba algo así como Sangri-Lá. -Yo también recuerdo haber visto esa película, Carlos. Y ya que lo mencionáis, creo que de verdad, guardando las distancias, el parecido de Sangri-Lá con Tulán Zuivá es notable. Ambos son, esencialmente, un centro ceremonial, sin una entrada aparente, al que solamente llegan, guiados por designios divinos, unos pocos elegidos en determinados momentos. Y también coinciden ambos en ofrecer un extraordinario contraste climático. En los inhóspitos montes cubiertos de nieves perpetuas, Sangri-La se abre como un lugar temperado, y aquí, en las selvas tropicales de Mesoamérica, 584 Tulán Zuivá posee un microclima paradisíaco. Solo nos falta aceptar que en ambos casos exista una influencia sobrenatural como causa de su misterio, su inaccesibilidad y sus encantos. -No sé donde se halla ese otro lugar del que habláis, profesor, pero en cuanto a nuestro valle, lo que decís es la pura verdad. Es la voluntad de los dioses que solo a los elegidos se les abran las puertas del camino hasta Tulán Zuivá. -Mi joven cuñado tiene razón. Nunca hubieses dado con el valle de no haberos guiado él con su antorcha. Pero mirad, mirad todos, allá entre los árboles... nuestros caminos deben separarse en este lugar. Ixquimaná y yo regresaremos junto a los nuestros. Humnkabú señaló hacia delante, y mirando en aquella dirección vieron sobresalir entre las copas de los árboles, a unos cientos de metros, el hermoso templete de una pirámide. Comprendieron que estaban a punto de pisar de nuevo las ruinas del umbral, pues tenían al alcance de la vista el gran claro de la selva en el que se elevaban las dos hermosas edificaciones, el templo de los guardianes y aquella pirámide en cuyo vértice creyeron tener semanas atrás, en el mapa esculpido en piedra, las claves para seguir los pasos de Luis. -Ixquimaná, amigo mío, no te olvidaré nunca. -Tampoco yo te olvidaré, joven amigo. -Vuestra visita a nuestro pueblo será recordada siempre por todos los que allí vivimos. Pero no perdáis tiempo. Anochecerá en un par de horas, y si os apresuráis alcanzaréis el campamento donde os aguardan vuestros amigos, los Tzocomoles, antes de que caigan las sombras de la noche. - Humnkabú tiene razón. Partid ya. Adiós amigos, hasta siempre. El joven maya permaneció mirando a sus amigos, que se alejaban haciendo gestos de despedida con la mano. A su lado, el noble Humnkabú, agitaba su brazo también. En su hombro, Esmeralda, la gran cacatúa de bellos colores, veía partir a aquellos amigos con los que había llegado a familiarizarse en los últimos días. Súbitamente, guiada tal vez por un instinto que le decía que aquellos 585 extranjeros ya no regresarían, arrancó a volar y en pocos instantes estuvo junto a Luis, que la recibió elevando el antebrazo, como Humnkabú le habían enseñado. -¡Esmeralda! ¡Has querido también despedirte de nosotros! Fijaros, este hermoso animal fue el primer ser vivo de Tulán Zuivá que vieron mis ojos, en la obscura noche en la selva. Toma, Esmeralda, llevo aquí unos granos de maíz en el bolsillo... le encanta el maíz tierno, como veis. Ahora ella ha querido darme el último saludo de despedida. Gracias. ¡Vuelve con Humnkabú! 586 II El camino de regreso hasta la aldea de Tzocomol, en compañía de Toribio y los otros tzocomoles, que habían aguardado su retorno tal y como prometieron en su momento, fue llevado a cabo en un par de días sin apenas dificultades. Toribio y los suyos tuvieron un gran disgusto cuando supieron lo ocurrido al anciano arqueólogo. Pero cuando Aureliano les dio cumplidos detalles del heroico comportamiento de don Arcadio, así como de los últimos momentos de aquel gran hombre y de la manera en que había partido, con una sonrisa, al encuentro con la muerte, aquellos buenos aldeanos con su filosofía natural, propia de los pueblos animistas, entonaron un alegre canto a los dioses con el que festejaron la marcha de aquel buen hermano al mundo de los espíritus. Una vez en la aldea, donde fueron objeto de un cariñoso y popular recibimiento, volvieron a repetirse los comentarios de pena por la pérdida del anciano. Sin embargo todos, sin excepción, se alegraron de ver entre los expedicionarios a Luis, el joven desaparecido y en buena hora encontrado. Su primera preocupación fue enviar emisarios en busca de una barcaza. Calcularon que tendrían una disponible en unos 10 ó 15 días. Y aunque don Ernesto y el padre Cosme, al igual que el resto de los aldeanos, hubiesen deseado que la estancia entre ellos se hubiese prolongado por espacio de varias semanas más, decidieron que partirían por la zona de los acuíferos hacia Santo Domingo de Palenque en cuanto estuviese lista la embarcación. Por supuesto, fueron aquellos unos días gratos y agradables, en los que en largas pláticas al atardecer en la terraza de don Ernesto, los diversos avatares e incidencias de la expedición pudieron ser comentados y analizados, al tiempo que todos degustaban sus bebidas favoritas. Es decir, algunos aquellos frescos zumos de frutas tropicales propios de la región, los otros buena cerveza mexicana, y el excelente guía, Aureliano, un magnífico 587 tequila, que muchas veces llevaba a la boca mirando hacia la lejana selva, y murmurando: -¡A su salud, mi jefesito, don Arcadio! Cuando se mencionó la posibilidad de que alguien, en el futuro, tratase de alcanzar los lugares recónditos, todos estuvieron de acuerdo en que, habiendo quedado inutilizado el paso subterráneo, y no existiendo otro camino que la difícil y complicada ruta por la abrupta zona exterior, era muy poco probable, por no decir del todo imposible que alguien lograse llegar al secreto lugar. En este sentido, los ancianos de la aldea, así como Toribio y los demás miembros de la cofradía local, opinaban que el camino que llevaba al hermoso valle estaba protegido por los dioses. Si ellos habían logrado seguirlo había sido únicamente porque formaron parte de los planes divinos. Y por supuesto, en el futuro iban a seguir manteniendo el respeto y la veneración que siempre le habían dedicado a aquella montañosa región. Y llegó el momento en que estuvieron listos para partir. En el origen del gran brazo de agua les aguardaba una sólida barcaza, similar a aquellas en las que Sócrates y su familia les habían traído hasta aquel lugar. En esta ocasión el joven Marco, junto a Manuel, el hijo de Toribio, y otros dos muchachos, serían los encargados de llevarles hasta la lejana aldea que les aguardaba al otro extremo de la zona de bellos acuíferos, desde la que avisarían por teléfono para que don Pancho Cifuentes les enviase a su hijo con el camión para transportarles de nuevo, esta vez de regreso a Santo Domingo. Tres días más tarde, el viernes 12 de agosto, al caer el sol, llegaron a la entrada del lindo jardín del hotelito de don José y doña Rosalía. Allí estaba aguardándoles Moisés Villalba, junto al simpático matrimonio dueño del establecimiento, pues había sido convenientemente avisado de la llegada de los expedicionarios. La noticia de la muerte de don Arcadio le produjo un gran disgusto, y afirmó que con su buen amigo la humanidad había perdido uno de los mejores estudiosos y conocedores de la historia de Mesoamérica, así como a una de las más bellas personas que habían 588 habitado sobre aquellas tierras. Y que él, personalmente, había perdido posiblemente al mejor amigo que tuvo jamás. Tuvieron tiempo, en el par de días que pasaron en Santo Domingo, de asistir al solemne funeral que mandó organizar aquel buen hombre, y de rendir, de ese modo, junto a él, los Cifuentes, don José y doña Rosalía, y muchos otros buenos amigos que don Arcadio dejaba en aquella hermosa población, un sentido homenaje al anciano arqueólogo. Y tras una noche de viaje en tren, la mañana del lunes 15 de agosto, fiesta de la Virgen María, se encontraron de nuevo en la blanca y bella ciudad de Mérida. El doctor Campos se reunió con ellos, como habían convenido telefónicamente desde Palenque, aquella misma tarde en el Prosperidad. Les había gestionado la compra de los billetes, tal y como le habían solicitado, y había iniciado los trámites necesarios para que, siguiendo las indicaciones del testamento de don Arcadio, depositado en el registro del notario local, su colección arqueológica fuese a parar al museo de Historia de Mérida, y sus pertenencias económicas y el producto de la venta de su rancho fuesen a incrementar los fondos del pequeño hospital infantil. Fue la de aquella noche una cena con momentos de alegría, pero también, sin duda, con algún momento de dolor. En ella, Lupe, la hermosa esposa del doctor Blas Campos, les comentó el gran disgusto que habían tenido al conocer la noticia de la muerte de su gran amigo, de aquel compañero entrañable de tantas veladas, en las que a parte de ofrecerles su grata compañía, no les había privado nunca de sus sabios consejos y acertadas opiniones, cualquiera que fuese el tema sobre el que platicasen. En los pocos días que permanecieron en Mérida, Fermín y Pablo acudieron en diversas ocasiones al pequeño hospital infantil, donde analizaron, junto con el doctor Campos, los diversos datos que Pablo había ido recopilando en las pasadas semanas. Entregaron la grabación de la entrevista que en su momento habían mantenido el propio Pablo y el padre Cosme con María, la anciana chamán de Tzocomol, y el venerable y sabio Timoteo, parcialmente 589 traducida por don Arcadio. El doctor Campos y sus ayudantes se encargarían de elaborar todo aquel conjunto de aportaciones sobre la medicina tradicional maya, y por su parte, Fermín y Pablo tomaron los datos suficientes para elaborar una breve memoria que presentarían al patronato de la fundación, como resultado provisional de la expedición en su vertiente científica. Y por supuesto, ante la insistente invitación de su colega mexicano, quedó establecido que en un plazo razonable, posiblemente en la siguiente primavera, regresarían otra vez a Mérida, para pasar una par de semanas colaborando con el equipo del doctor Campos. Por su parte, Blas Campos les prometió a su vez acudir en un futuro próximo a Barcelona. Sin embargo, ello no podría ser antes de tres o cuatro años, pues iban a entrar en un proceso de ampliaciones funcionales y orgánicas del pequeño hospital, y además, en un alarde de previsión extraordinario, las autoridades regionales de la OMS le acababan de encargar la organización de un congreso internacional a tres años vista. -Pues bien, Blas, en ese caso mucho mejor todavía. Desde este momento puedes darte ya por invitado. Quedas emplazado a acudir a Barcelona dentro de cuatro años, con todos los gastos pagados, así como el viaje, por supuesto. Ya lo organizaremos todo con tiempo para que puedas visitarnos, junto a tu esposa Lupe, durante el mes de Julio. Tendréis de ese modo la oportunidad de asistir a un evento excepcional y único, que se va a celebrar ese verano en Barcelona. Me refiero, claro está, a los juegos olímpicos del noventa y dos. -¡Caramba, y que magnífica idea! Cuenten con nosotros, por supuesto. Será un placer poder compartir con ustedes algo tan importante como unos juegos olímpicos. ¡Que alegría le voy a dar a mi esposa cuando le comunique la invitación de ustedes! ¡No faltaríamos por nada del mundo! Y ahora, amigos... ¿Les apetecería tomar un lindo cafesito? -¡Magnífica idea! Venga ese café. -Nos lo van a traer en un momento. Por cierto, que no se me olvide. Les he encargado a mis proveedores habituales, los padres 590 de aquel chamaquito... ¿Les conté, verdad? Pues bien, hoy o mañana a más tardar me van a entregar varios kilos de su insuperable grano tostado, con los que voy a obsequiarles, para que allá en su país hagan ustedes propaganda de nuestro café, y disfruten tomándoselo a nuestra salud. -¡Qué detalle por tu parte!- Exclamó Fermín. -Muchas gracias, Blas. Tendré la satisfacción de llevar su aroma hasta los confines de mi Galicia natal. Una vez allá prometo reunirme una noche alrededor de la mesa con mis padres, mis hermanos y mis sobrinos, y nos tomaremos una tacita de tú magnífico café, como colofón de una gran queimada en la que pondremos también, como no, algunos granos enteros. Y efectivamente, como les había dicho el doctor Campos, cuando un par de días más tarde, el viernes 19 de agosto, embarcaron todos en el gran avión de Iberia que les iba a llevar de regreso a España, formaban parte de su equipaje cuatro pequeños saquitos envueltos herméticamente y al vacío en sendas fundas de plástico. Cada uno de ellos contenía dos kilos de aquel buen café cultivado en el estado de Chiapas, y del que regularmente se abastecía el doctor Campos desde el día en que, un par de años atrás, había tenido la fortuna de tratar - y curar - a un chamaquito, hijo de los hacendados cultivadores de aquel excelente fruto del cafeto. 591 592 EPÍLOGO 593 594 E l profesor, desde la puerta de la estación de Francia vio llegar Pablo, y le llamó agitando la mano. -¡Aquí, Pablo! -¡Hombre, profesor! ¿Cómo ha ido el viaje? -Perfecto. He dormido muy a gusto en el coche cama. ¡Con el runruneo del tren no me ha hecho falta recurrir al mezcal oaxaqueño! -¡Ah, pero qué bien nos fue aquella primera noche en Mérida! Vaya, se nota que ha descansado, pues tiene usted un aspecto excelente. -Gracias. Lo mismo te digo, Pablo. ¿Qué tal te fue por Galicia? -Muy bien. Encontré a mis padres un poquito más abuelos, pero muy saludables. Y usted, ¿cómo ha pasado estas semanas? -Trabajando, Pablo. Escribiendo y estudiando. Eso sí, relajadamente y sin sobresaltos. Me retiré a un pequeño chalet que tengo a pocos quilómetros de Sevilla, donde he podido aislarme y dedicarme a completar unos ensayos que dejé a medias antes de salir de viaje con vosotros. Oye, Pablo, ¿Tú sabes como ir a la casa de esos amigos de Fermín, verdad? -Por supuesto. ¿Dónde tiene su maleta? 595 -Vamos a recogerla. La dejé en la consigna, al otro extremo de la estación. Aunque parezca mentira, mi tren ha llegado tan puntual que he aprovechado para dar una vuelta por los alrededores. -En ese caso, cojamos un carrito de esos para llevarla luego hasta el coche. -Estupendo. Oye... ¿Llegaron ya los Ortigosa? -Están en Barcelona desde ayer por la tarde. Esta noche pasada se han alojado en un pequeño y acogedor hotel, en el que aguardan que pasemos a recogerles. De manera que dentro de un rato nos reuniremos con ellos. Desde allí marcharemos después los cuatro para reunirnos con los demás en el chalet de los Soler. -¡Magnífico! ¿Y te han dicho qué planes tienen para los próximos días? ¿Se quedarán en Barcelona? -¡Caramba, César! ¿No está usted al corriente de los planes de Fermín y los Soler? -Hombre, claro que sí. Hoy vamos a cenar en su chalet, todos juntos… -¡Y vamos a quedarnos a pasar el fin de semana! -¡Ah! Vaya… supongo que debe ser un casa muy grande. -Por lo visto lo han organizado todo de manera que algunos de nosotros nos alojaremos en un chalet contiguo, cuyos propietarios, unos amigos suyos, están estos días de viaje por la Costa del Sol. -Bueno, me parece un plan formidable. En ese caso, antes de recoger la maleta déjame que compre unas flores aquí al lado, para llevárselas a la señora Soler. He traído para obsequiarles un cajita con tres botellas de un magnífico vino generoso, pero dado que vamos a albergarnos en su casa, creo que la cortesía impone algo más de nuestra parte. ¿No crees? -Si no le importa, podríamos comprarle una de estas hermosas plantas… esa tan alta y que da esas bonitas flores. De ese modo podrían luego transplantarla a su jardín, y el recuerdo de nuestro obsequio sería más duradero. Ello si es que no le importa a usted que vayamos a medias en el asunto. -Iba precisamente a proponértelo, Pablo. Vamos, entremos en la tienda. 596 Habían transcurrido ya casi dos meses desde su regreso a España. Fermín había pasado unas semanas en Sevilla, invitado por Mari Luz y Luis en la casa de sus padres, y había regresado después a Barcelona para reincorporarse a sus tareas en la fundación. Pablo había podido pasar sus aplazadas vacaciones en Galicia, junto a sus padres, y había visitado a sus hermanos y hermanas, y había conocido de ese modo a la menor de sus sobrinas, nacida la pasada primavera. Por su parte los Ortigosa, Carlos y Carmen, en vez de regresar directamente a España habían aprovechado para visitar a varios amigos y conocidos que tenían en la costa Este de Estados Unidos. De hecho, apenas habían tenido tiempo de pasar por su chalet, situado en los alrededores de Madrid, pues habían regresado de Boston aquella misma semana. Y es que la idea de reunirse de nuevo todos para recordar sus recientes experiencias en Mesoamérica tuvo una unánime aceptación. Ya en el mismo aeropuerto de Mérida, antes de salir, decidieron que la cita se concretaría en un par de meses como máximo. Como era de esperar, aunque trataron de convencerle por todos los medios, el bueno de Aureliano, que había acudido con toda su familia a despedirles, declinó la invitación que le hicieron de acudir junto con su esposa a la cita común, ni aunque fuese con todos los gastos pagados. Cuando vieron el recelo con que María se miraba los aeroplanos aparcados en las asfaltadas pistas, comprendieron que, probablemente, jamás se vería a la esposa del buen guía a bordo de uno de aquellos monstruos de metal. De modo que iban a reunirse todos otra vez, pero a la triste ausencia del fallecido Arcadio habría que sumar la de Aureliano. En el caso de este último les quedaba el consuelo de saber que permanecía bien, allende el Atlántico en su tierra yucateca, y que tal vez algún día en el futuro podrían acudir allá de nuevo y encontrarse con él y su simpática familia. 597 Fermín y Mari luz, junto con Luis, habían sido los primeros invitados en llegar al chalet de la familia Soler. Prácticamente habían llegado al mismo tiempo que sus anfitriones, de modo que se ofrecieron de inmediato para ayudarles en los preparativos de la casa para el fin de semana. Procedieron a abrir los porticones de madera de las ventanas y las propias ventanas, para ventilar adecuadamente la acogedora vivienda. Y a continuación acudieron al trastero situado junto al garaje para conectar la luz y abrir el agua. Así mismo, alzando una tapadera metálica situada en un rincón del jardín, tras haber retirado previamente una cobertura de hierba artificial, abrieron la llave de paso del propano contenido en un gran depósito, que les permitiría ducharse y lavarse con agua caliente, y si convenía en algún momento calentarse con la moderna calefacción del chalet. Los tres hijos de Jordi Soler, como les ocurrió en su momento con Mari Luz, congeniaron enseguida con Luis. Y aunque Ana prefirió quedarse con sus padres en la casa, los dos pequeños, Sonia y Jordi junior, partieron en compañía de Luis y provistos de abundantes bocadillos, fruta y unos refrescos, de excursión hacia la cabaña del pastor-leñador Quimet, para acompañarle de vuelta después por la tarde hasta el chalet puesto que le habían invitado también a cenar y pasar la noche con ellos. Poco después de las cuatro y media de la tarde de aquel viernes catorce de octubre, cuando los Ortigosa y el profesor Felices llegaron a la finca en el coche de Pablo, conducido por él mismo, hallaron a Jordi y Ana, con Mari Luz y Fermín, sentados en unas cómodas sillas de jardín, alrededor de una pequeña mesa blanca de plástico, tomando unos aromáticos cafés, y disfrutando de una agradable sobremesa a la sombra de un grupo de árboles junto al frontal aporchado del salón del chalet. Y junto a ellos vieron a Ana, la hija mayor de los Soler, que acostada en una tumbona, trataba de aprovechar al máximo el sol de la tarde, con aquella ilusión propia de las adolescentes de adquirir un bello color bronceado de la piel. Tras los saludos y presentaciones de rigor, y después de bajar los equipajes y dejarlos momentáneamente en el descansillo o 598 recibidor, salieron todos al jardín. La bonita planta que habían comprado en la estación quedó colocada junto a unos parterres situados a lo largo del muro encalado del chalet, a la espera de que Quimet, con su larga experiencia, les orientase sobre el mejor modo y lugar para replantarla. La caja de madera envejecida, con las tres botellas de fino andaluz que había traído el profesor desde su tierra, fue llevada a la cocina y de inmediato se las colocó en la nevera. En cuanto al hermoso centro de mesa, formado por bellas plantas y frutos secos, obsequio traído por los Ortigosa, lo colocaron provisionalmente sobre una mesilla en un rincón del salón, a la espera de situarlo sobre la mesa cuando la dispusiesen para la cena. Hecho todo ello, otras cuatro sillas, sacadas del salón del chalet, permitieron a los recién llegados sumarse a la sobremesa. De modo que se sentaron todos en el porche, junto a la piscina. Jordi Soler, ayudado por Fermín, colocó en un pequeño carrito tazas para todos, y prepararon una gran cafetera de humeante y aromático café. Al sacar el carrito al porche y colocar las tazas y la cafetera en la mesa, en cuanto aspiraron el fuerte y agradable olor a buen café supieron que estaba hecho con el excelente grano tostado con que les obsequió el doctor Campos. En efecto, Fermín se había cuidado de hacer traer un tarro hermético lleno de aquel excelente producto, para poder compartirlo con los Soler y sus invitados durante aquel fin de semana. Y en medio de una animada tertulia transcurrieron las dos horas siguientes, hasta que, próximo ya el atardecer, decidieron interrumpirla para que los Ortigosa, Pablo y César Felices se acomodasen en sus habitaciones y se cambiasen y aseasen si lo deseaban. Por un paso abierto en el seto que les separaba del chalet contiguo, que se cerraba únicamente con una puerta baja de madera fijada en unos soportes metálicos, Jordi les acompañó hasta la vecina vivienda, en la que se iban a alojar las noches del viernes y el sábado. Por su parte, Mari Luz y Fermín, que ya se habían instalado en el propio chalet de los Soler aquel mediodía antes de la comida, salieron a pasear un poco por los alrededores. 599 Avanzaron unos minutos por un bonito sendero que se dirigía hacia un punto en que el terreno se elevaba, formando una colina de suave pendiente. En la parte más alta de la misma existía una pequeña torre de madera, con un mirador en lo alto. En parte era fruto de la maña y la habilidad de Jordi, pero la experiencia en el trabajo de los troncos y la madera del bueno de Quimet, en alguna de sus esporádicas visitas a los Soler, había sido determinante para el bello acabado de aquel sencillo mirador, al que los niños, y en ocasiones también los padres, solían acudir a pasar buenos ratos, ya fuese observando el vuelo de lejanas rapaces, ya fuese contemplando la luna y el cielo estrellado en claras noches de verano. Mari Luz y Fermín se detuvieron al pie del mirador. Frente a ellos y por encima del bosque, el cielo, parcialmente cubierto por pequeñas nubecillas algodonosas, se iba tiñendo de un bello color rojizo. Fermín la tomó por la cintura y ella se le aproximó cariñosamente. -¡Qué lugar más bonito! -Estando a tu lado cualquier lugar me parece maravilloso, Mari Luz. -Gracias, cielito. Tú si que eres maravilloso. Mira todos esos árboles... ¡qué colores más agradables los del otoño! Estos bosques tenían un aspecto magnífico en primavera, pero no podía imaginar que ahora, en octubre, se inflamasen de amarillos, dorados y rojizos como lo hacen. -Con la luz del atardecer se ven increíbles. Permanecieron unos minutos contemplando la bella puesta de sol, muy juntos, y cuando al fin decidieron regresar al chalet, se dieron cuenta de que, en silencio, a pocos metros, y como ellos mirando hacía el crepúsculo, se encontraban los dos niños, Luis y el bonachón de Quimet. -¡Anda ya! ¿Qué hacíais ahí tan callados? Jordi Junior y su hermanita, Sonia, se esforzaron para no reír. -¡Os estábamos espiando! Ji,ji... 600 -Buenas tardes, doctor, señorita. No hagan caso de los niños. Estábamos, como ustedes, viendo caer el día. -Hola, hermanita, Fermín... ¡Este Quimet es extraordinario! Cuando le conocimos... vamos, cuando el congreso..., me pareció ya un pozo de sabiduría popular. Pero éramos tantos los que estuvimos con él aquella tarde, que no me había hecho una idea exacta de lo que usted vale, Quimet. -Veo que usted, Luis, es como el doctor Soler. Les gusta exagerar. Usted, que es prácticamente un chaval, sabe muchísimo más de lo que yo pueda llegar nunca a aprender. No, no. Lo digo en serio. Yo sé algunas cosas porque tengo ya muchos años, y he tenido siempre los ojos y las orejas bien abiertos. -No se reste usted méritos, Quimet. Muchos hombres en sus circunstancias no estarían a su nivel. Tiene usted unas cualidades innatas que la naturaleza concede a muy pocas personas. Mientras conversaban habían llegado a la entrada del jardín, donde, los Ortigosa, Pablo y el profesor, estaban recogiendo las sillas para llevarlas de nuevo al interior del chalet, en cuyo salóncomedor los Soler, con la ayuda de su hija mayor, estaban arreglando ya la mesa para la cena. Quimet fue debidamente presentado a los que aun no le conocían. Y por la manera en que todos le brindaron su simpatía, por la familiaridad con que todos se le dirigieron, y por la satisfacción que, de forma unánime, todos mostraron al conocerle, al buen hombre le pareció que el doctor Soler ya habría estado contando las mil y una alabanzas de su persona y de su ratafía de nueces. En cuanto a este punto podría dejar las cosas en su justo y sensato sitio, pues había traído consigo, en una bolsa, una botella de la misma, junto a dos tarros de sus mejores conservas de setas. -¡Muchas gracias, Quimet! No hacía falta que te molestases. Bien, la ratafía la sacaremos a la mesa para los postres. En cuanto a las setas... ¿Qué clase de setas son? Parecen amanitas cesáreas, ¿verdad? Las setas las guardaremos en la despensa para otro día, porque hoy tenemos ya la cena hecha. 601 Ana Soler tomó los dos tarros de vidrio, de medio litro cada uno, llenos de setas de un color rojo anaranjado, resultado de la habilidad de Quimet para la preparación de conservas caseras, y los guardó en un armario en la cocina. Mientras se acababan de cocinar los tres grandes besugos que debían constituir el plato principal de la cena, se sirvieron, como aperitivo, unos vasos del excelente fino andaluz traído por el profesor. Sentados todos alrededor del hogar de la chimenea, en el que un par de troncos secos se consumían lentamente, convertidos en un montón de brasas, hablaron de variados temas. Pero muy pronto Quimet pasó a ser el tema central de la conversación. Era innegable que sus predicciones, hechas cuando le visitaron en primavera, se habían cumplido felizmente. En aquella ocasión Jordi le había preguntado como hacía para saber aquellas cosas. Y como aquella vez, el bueno de Quimet confesó no tener explicación alguna para ello. -Miren ustedes, todo comenzó uno... uno o dos meses después de aquella tarde en que recibí la visita de este joven, acompañado de aquel grupo de personas. ¿Por qué me ocurrió? ¿Por qué me ha ocurrido otras veces? No lo sé. -Yo pienso, a ver que opináis todos de esto, que Quimet es un hombre profundamente unido al medio rural, a la naturaleza. Ello me hace pensar que tiene que poseer por fuerza esa cualidad innata que caracteriza al... digámosle chamán. No sé si me explico... -Perfectamente, César. Además, Quimet pasa su vida en este formidable entorno natural de las Guillerías. Yo también soy de la opinión de que usted, Quimet, como persona muy arraigada al medio natural tiene cualidades para ser un chamán. -¿Un chamán? -Un sabio, un bondadoso adivino que sabe leer en las páginas sin letras del viento, las nubes, los árboles, el sol, la luna y las estrellas. 602 -Mire, joven, todos tendrían que fijarse más en esas cosas. Es muy normal que no cortemos los árboles si la luna no es la adecuada. Si lo hacemos, tenga por seguro que las vigas que hagamos después con ellos no tardarán en convertirse en serradures... por la carcoma, ¿sabe? Y si el color del cielo a última hora nos presagia vientos, haremos bien en no quemar rastrojos esa noche. Eso no es adivinar, es tener seny. Y no sé que relación puede haber entre eso y los hombrecillos que desde hace un par de años me visitan de tanto en tanto en mis sueños. -Algo habrá cambiado en sus costumbres, Quimet...¿no fumará usted esas noches, antes de acostarse, alguna planta... digamos peculiar? No sé, como el beleño... ¿sabe usted lo que es? -No, joven, no. Si le he de decir la verdad, sí que he notado una cosa. Suele ocurrirme... lo de las adivinaciones, quiero decir... suele ocurrirme los días en que por algún motivo, sabe usted, he tenido que trabajar mucho, hasta muy tarde. -Entonces está claro. Es el trabajo lo que estimula su mente chamánica. -No, doctor Soler. No lo creo yo así. Precisamente, hace unos días tuve tanta faena como no recuerdo haberla tenido en varios años. Acabé deslomado, cansado, casi de madrugada. Había llovido muchísimo... debía ser eso que llaman la gota fría... ¡Se me inundó la casa y los corrales! Pues mire usted, esa noche no hubo sueños ni hombrecillos. -En ese caso... -Mire si estaba agotado, que por una vez en la vida, perdoné la cena. -¿Se acostó usted sin cenar, Quimet? -¡Un momento! ¿Qué cena usted normalmente? -Mire, siempre que puedo como y ceno de la forma más sana. Verduras, ensaladas, pescado y carne y mucha fruta. Algún trozo de queso a veces, pan, agua fresca y un vasito de vino algunos días. -Y esos días en que, por el motivo que sea, trabaja usted hasta muy tarde... 603 -Son pocos esos días, la verdad. Si no tengo tiempo de hacerme una cena como Dios manda, me preparo algo rápido. Con un par de huevos batidos me hago un revuelto... me gusta mucho hacerlos con bolets. Tengo siempre muchos en conserva, ¿sabe? Me los como con un trozo de pan, un trozo de queso, un buen vaso de vino y una pieza de fruta. -Con tu despensa, Quimet, no has de tener problemas. Y esas setas que nos has traído... ¿son como las que usas en los revueltos? -Cualquier buen bolet vale para ello. Tiempo atrás usaba varias clases de setas, ya sabe, robellóns, rossinyols, carlets... pero desde que los amigos de este joven me enseñaron a encontrarlos, los ous de reig, se han convertido en los reyes de mi despensa. -¿Mis amigos? -Supongo, Luis, que se refiere a los que te acompañaban el día que conocisteis a Quimet. -Eso es, doctor Soler. Los que se dejaron aquella tarde en mi cabaña toda su cosecha de plantas aromáticas, y también varios kilos de esas bonitas setas. -¡No es posible! Claro que... eso lo explicaría todo. -¿Qué te ocurre, Luis? -Cuando visitamos aquella tarde a Quimet, guiados por Jordi, que nos iba enseñando la comarca, venía en el grupo un médico hematólogo muy interesado en determinados tipo de setas... en especial las setas tóxicas. Según nos contó, estaba a punto de leer su tesis doctoral sobre intoxicaciones por setas. Usted, Quimet, ¿recuerda? nos prestó algunas de sus grandes cestas. Y recuerdo muy bien como acabó llenando una con gran cantidad de setas. Me comentó que aquellos hongos no le interesaban especialmente como toxicólogo, sino desde el punto de vista de la antropología y la etnología. Cuando marchamos luego al anochecer, como no teníamos donde llevarnos todos nuestros trofeos de la caminata por los bosques, los dejamos en la casa de Quimet, que nos aseguró que tomaría lo que fuese aprovechable, y que luego se encargaría de depositar en el bosque todo lo sobrante, para que la naturaleza se encargase de reciclarlo. 604 -¡Tienes razón, Luis! ¡Recuerdo muy bien al médico en cuestión! Creo que dejó con cierto pesar la hermosa cosecha sobre la mesa de Quimet... aunque recuerdo que se llevó dos ejemplares medianos, envueltos en papel de aluminio, para poder analizarlos, si tenía oportunidad más adelante. -Por consejo suyo yo me llevé también algunas de aquellas setas... Bien, creo que todos os estáis imaginando ya que clase de setas son esas que de vez en cuando cena nuestro amigo Quimet, y le traen la visita de unos hombrecitos... Sí, Fermín, las setas que recolectamos aquel día y luego quedaron en casa de Quimet eran, efectivamente, Amanitas muscarias. -¡El espíritu de Kakulhá Hur-Akán! -Tienes razón, Carlos. El maravilloso fruto del dios del relámpago, el secreto del oráculo de nuestros amigos, los mayas de Tulán Zuivá. -De ese modo, César, queda probada tu hipótesis de que Quimet es un chamán en potencia, y que en su mente, en su cerebro, la química de la muscaria actúa del mismo modo que actuó en los antiguos chamanes de las tribus de Siberia. -Pero Cariño, ¿No dijisteis que esas setas solo son activas si crecen en las proximidades de las zonas árticas? -Tiene razón su esposa, Carlos. No es que estemos en los trópicos, pero Siberia queda, la verdad, muy lejos de aquí. -¿Qué explicación mejor se os ocurre en ese caso? -Yo creo que la explicación radica al mismo tiempo en esas curiosas setas y en nuestro buen amigo Quimet. -¿Qué quieres decir, Fermín? -Estoy pensando en nuestra tertulia durante la cena, la penúltima noche que pasamos en Tulán Zuivá. Recuerdo que alguno de vosotros, creo que fuiste tú, Luis, aventuró la hipótesis de que para algunos hombres privilegiados, especialmente sensibles a los hongos, era posible alcanzar la experiencia enteogénica incluso con los ejemplares de las zonas más templadas. -No me cabe la menor duda de que Quimet es uno de esos hombres privilegiados. Una excepción que confirma la regla de que 605 en Cataluña, y en general en España, esas setas son prácticamente inertes desde el punto de vista de la estimulación del espíritu. Había quedado aclarado de ese modo el misterio de las predicciones del pastor-leñador, y estaba ya, además, la cena en su punto. Un agradable olor a excelente pescado al horno salía de la cocina, por lo que decidieron dirigirse todos a la mesa. Y mientras los demás se dirigían hacia sus sillas, Quimet se acercó a Mari Luz y Fermín, que habían entrado juntos en la cocina para ayudar a Ana a trasladar las platas con los entremeses. -¿Me permite que le diga algo sobre su futuro, señorita? Quimet dijo esto con una simpática sonrisa. -Claro que sí, Quimet. Diga, diga.. -Si es un secreto les dejo... -No, doctor, no. Quédese aquí... lo que voy a decirle a la señorita tiene que ver con usted. - Quimet hizo un guiñó a Mari Luz, y dejó ir, con cierto tono solemne, la siguiente frase: -Veo que usted va a unirse a otra persona muy pronto. En su futuro aparece un hombre, es un médico. Y veo que sin tardar mucho tiempo, sus vidas se unirán para siempre. -¡Caramba, Quimet! ¡Es usted tremendo! Es cierto, he pedido a Mari Luz que se case conmigo, y pensamos hacerlo el año próximo, en primavera. La verdad es que teníamos previsto comunicarlo a todos a la hora de los postres. -Quimet... ¿Todo eso se lo han dicho los hombrecillos de las setas? -No me han hecho falta, señorita Mari Luz. Verá usted, me ha llamado la atención ese hermoso anillo que lleva usted en la mano, y que no traía puesto cuando estuvo en mi casa. Y... bueno, ¡no he podido evitar observarles un par de minutos a los dos ahí fuera viendo la puesta del sol! 606 Índice ................................................. 5 Preámbulo ............................................................. Primera Parte ..................................................... 11 Agradecimientos Mari Luz ......................................................................... Una excursión a las Guillerías ....................................... El Viaje a Méjico ........................................................... Mérida ............................................................................ Santo Domingo de Palenque ........................................ Por los brazos de agua ................................................... Tzocomol ....................................................................... En las selvas yucatecas .................................................. En el umbral de Tulán Zuivá ........................................ Segunda Parte ................................................... La desaparición de Luis Trévelez ................................. Tulán Zuivá .................................................................... Ixquimaná ...................................................................... El templo de la memoria ............................................... La velada y el éxtasis ..................................................... Los planes de Balam Acab ............................................ Tercera Parte ...................................................... El encuentro ................................................................... Mahukané ...................................................................... El paso oculto ................................................................ La curación del Halac Vinic .......................................... Las Explicaciones de Balam Acab ................................ La ira de Kakulhá Hur-Akán ......................................... El regreso ....................................................................... Epílogo .................................................................... Índice .......................................................................... 607 21 23 49 73 91 153 187 203 231 253 281 283 315 337 363 403 423 435 437 457 471 497 533 555 581 593 607 608