Tulán Zuivá - Creative People

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TULÁN ZUIVÁ
Josep Piqueras Carrasco
Esta obra ha sido publicada por su autor mediante el sistema de
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on-line de esta editorial. BUBOK PUBLISHING, S.L. no se
responsabiliza de los contenidos de esta obra, ni de su
distribución fuera de su plataforma on-line.
Impresa por BUBOK PUBLISHING, S.L.
© Josep Piqueras Carrasco, Barcelona 2009.
ISBN: 978-84-613-6510-4
Agradecimientos
Este relato es fruto de una serie de circunstancias
afortunadas. Aunque nació en la primavera de 1993, no me habría
planteado escribirlo de no haber sido por que en ese momento el
estudio de los hongos mágicos ocupaba ya buena parte de mi interés.
Y tengo muy claro que ese interés no se hubiese despertado de no
haber sido por aquellas circunstancias a las que me refería.
La primera ocurrió en 1985. Desde mis años de estudiante
de medicina me había interesado por las setas, y a finales de los
setenta y principios de los ochenta había encontrado en las
intoxicaciones por setas un campo extraordinario para el estudio
y la investigación. Estaba gestándose mi tesis doctoral, y en ese
contexto, un buen día apareció por el Servicio de Hematología un
representante de la empresa Izasa, Josep María Valés, para
ofrecerme un obsequio, un libro. Su tarjeta firmada decía: “Espero
que también le interesen estas setas”. Aquel libro, “Teonanacatl, hongos
alucinógenos de Europa y América”, abrió ante mí un vasto campo de
estudio. Su lectura puso ante mis ojos aspectos antes no
sospechados, en los que los hongos adquirían un papel singular
con relación a los seres humanos. Por supuesto, le estoy
sumamente agradecido.
A esta feliz circunstancia le sucedió otra de similar enjundia
pocos meses después. Una tarde, mientras estaba en el Servicio de
Análisis Clínicos, un joven becario, Joan López Hellín, al saber de
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mi interés por las setas me dejó prestados dos libros. Con uno de
ellos, “El bolet i la gènesi de les cultures”, del antropólogo catalán
Josep María Fericgla, el estremecimiento que me había producido
Teonanactl, se reprodujo y se intensificó. El otro libro,
“Alucinógenos y Chamanismo”, contribuyó a configurar mis hipótesis
iniciales sobre las relaciones entre los hongos psicoactivos y los
primitivos chamanes. Mi agradecimiento, pues, a Joan López
Hellín que fue de este modo, responsable en parte de mi interés
por el estudio de los enteógenos.
Mi deseo de profundizar en el tema de los hongos
psicoactivos quizás hubiese quedado más o menos latente de no
ser por otras tres afortunadas circunstancias.
La primera tuvo lugar a finales de los ochenta. Fui invitado a
dar una conferencia en la Universidad de Murcia, sobre el tema
“Drogas y Micología”. Le doy sinceramente las gracias al profesor
Mario Honrubia por esa invitación. Pocas oportunidades mejores
para aclarar y organizar ideas se nos pueden ofrecer que la de
exponerlas en público desde la palestra del orador. El tema me
pareció muy interesante, y creo que mi entusiasmo se transmitió
al publico, joven y universitario en su mayor parte. Al acabar mi
conferencia parafraseando a Roger Gordon Wasson, “...quizás no
necesitamos ya los hongos mágicos.... o tal vez los necesitemos más que
nunca.” se produjo el más prolongado aplauso que recuerde haber
recibido como conferenciante. Quiero agradecer ahora aquellos
magníficos minutos, aquel cálido apoyo a mis ideas.
Por aquellos días se produjeron las otras dos afortunadas
coincidencias. De una parte el IPCS (International Program for
Chemical Safety) me invitó a redactar una ficha toxicológica sobre
la Amanita muscaria. Y casi al mismo tiempo, fui invitado a
participar en un seminario en la sede de Sevilla de la Universidad
Internacional Menéndez Pelayo. El título genérico del seminario
era el de “Microbios y Sociedad”. Propuse que hablaría de las
relaciones entre los hongos y los seres humanos. Por supuesto,
mi conferencia incluyó de nuevo el tema de los hongos en el
origen de la cultura y la religión. Dado que la redacción de la ficha
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para el IPCS y la preparación de la conferencia para la Menéndez
Pelayo supusieron una fuerte motivación para adentrarme aun
más en el estudio de los hongos enteógenos, tengo un grato deber
de gratitud tanto con el doctor Pere Munnè, que me invitó a
redactar la ficha en nombre del IPCS, como con el profesor
Ricard Guerrero, que como director del seminario, me invitó a
participar en el mismo.
Ya esbozadas las primeras páginas del libro, lo que tenía que
haber sido un ensayo sobre los hongos enteógenos pasó
paulatinamente a ser el arranque de un relato de ficción. El que un
buen día mi trabajo literario diese ese giro hacia la novela, fue el
resultado de un proceso hasta cierto punto lógico y previsible. Pero
estoy seguro de que algunas personas influyeron positivamente en
mi decisión. Concretamente, mis conversaciones durante las
guardias con Paco, en el turno de noche del laboratorio de
Hematología, contribuyeron a ir consolidando mi decisión. Algunas
cosas que me relató de su estancia en unas vacaciones en Yucatán
me sirvieron para esbozar algunos hechos de la primera parte de mi
novela. Otra persona que estaba al corriente de mi singladura
literaria y había visitado también Mesoamérica, Pilar, me dejó un
librito sumamente interesante: “Una visión del Mundo Maya”. Extraje
de ese libro algunos conocimientos que me ayudaron mucho a
configurar algunos de los aspectos de la trama de mi relato. Mi
esposa y mis hijos me regalaron también algunos libros relacionados
con el tema de mi futura novela. Uno me pareció especialmente
hermoso e interesante : “Mitos y Leyendas de los Aztecas, Incas, Mayas y
Muiscas”. En él encontré nuevos datos que me permitieron
redondear y enriquecer más la trama y el argumento. Y no recuerdo
el año exacto, pero unas navidades me regalaron en casa un CD
bellísimo, con canciones y temas del folklore indígena norteamericano. Aunque mi relato tenía que ver con otras latitudes y otros
pueblos, aquella música étnica y aquellos cantos enmarcados en los
sonidos de la naturaleza pasaron a ser mis acompañantes durante
muchas y largas sesiones de escritura frente al ordenador personal.
Me transmitían serenidad y tranquilidad y me gusta pensar que
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contribuyeron a que mi mente desarrollase los personajes, los
hechos y los lugares de mi novela con mayor facilidad y, creo, con
mejores resultados. Mi agradecimiento, pues, para todos ellos.
Agradecimiento que, en el caso de mi esposa y mis hijos ha de ser
aun más grande, ya que muchas veces durante un tiempo que
podríamos haber compartido de manera más directa, tenían tan
solo constancia de mi presencia al verme, de espaldas, sentado ante
el ordenador y con los auriculares puestos, mientras mi mente
estaba en algún lejano paraje mesoamericano, al tiempo que unos
personajes cada vez más vivos iban encontrando su lugar en el
relato.
Barcelona, abril de 2009.
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Agraciado por esta y otras visiones
sagradas, mi vida se transformó y
enriqueció desmesuradamente... Me
convertí en un iniciado en los sagrados
misterios de la antigüedad, en aquello
que los antiguos griegos llamaban epoptés,
el que ha contemplado lo divino.
Jonathan Ott
Pharmacotheon
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PREÁMBULO
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12
E
l sol se ocultó tras las abruptas crestas rocosas que
cerraban el valle a poniente, sumiéndolo rápidamente en una
penumbra rojiza. El consejo, formado por los doce nobles
sacerdotes o ah konoobs, se hallaba reunido alrededor de Mahukané,
el joven Halac Vinic. Era el momento de la oración vespertina al
gran señor Tepeu Gucumatz, el creador, padre y madre de todo y
de todos.
Mahukané vestía sus mejores prendas ceremoniales. Una
túnica de tela suave de colores vivos, su capa de piel de jaguar, su
tocado de hermosas y largas plumas de quetzal, y su grueso
medallón de oro con la imagen del gran Kakulhá Hur-Akán, el
Corazón del Cielo. Se puso en pie y los doce venerables chamanes, los
nobles sacerdotes del consejo, le imitaron. Alzaron todos la mirada
hacia la majestuosa imagen del dios. Elevaron los brazos y unieron
las manos abiertas, palma con palma, frente a los ojos. A
continuación, tras inclinarse tres veces respetuosamente, iniciaron la
ceremonia. El Halac Vinic, el joven rey, entonó con su voz varonil,
clara y potente, el cántico de oración. Los chamanes del consejo
respondieron a cada uno de los salmos con las breves fórmulas
rituales.
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-Tepeu Gucumatz, creador nuestro, energía y espíritu del bien,
madre y padre de los cielos, de la tierra, de los mares, de todo lo
vivo y de lo inerte. Gracias por el universo, por la luz del sol, por las
estrellas que pueblan el cielo por la noche, por la luna que rige
nuestros meses. Gracias te damos por este mundo hermoso en el
que nos has creado, con sus montes y sus valles, con sus selvas y
llanuras... Gracias por el mar, por sus costas, y por los lagos y los
ríos... Gracias por los seres que los pueblan... Gracias por el agua de
la lluvia que generosa, riega nuestras tierras... y gracias por los frutos
que a su vez, y por ella, nos ofrece la tierra... Gracias...
Súbitamente, en medio de la plegaria, Mahukané enmudeció.
Los chamanes se miraron entre sí con extrañeza. ¿Qué le ocurría a
su joven rey? ¿Por qué llevaba sus manos a la cabeza, oprimiéndose
las sienes? ¿Por qué había interrumpido la oración?
-¡Oh, gran señor, Tepeu Gucumatz, gracias!
Esta última frase salió de la boca de Mahukané con voz débil,
casi temblorosa. A continuación, con un gesto, indicó a los
miembros del consejo que se retirasen. Y en silencio, mirándole
preocupados, los doce chamanes se dispusieron a dejar aquel lugar,
la plataforma circular de piedra sobre la que se hallaban el trono y
los doce asientos, a los pies de la gran imagen del todo poderoso
Tepeu Gucumatz.
-Quédate, Balam-Acab, por favor.
Balam-Acab tenía ya muchos años. Podría decirse que era ya
un anciano. Sin embargo, su cabello blanco y su piel llena de arrugas
no hacían más que acentuar su noble fisonomía de hombre sabio y
bondadoso. Quería al joven Halac Vinic como a un hijo propio, tal y
como en su momento había estimado al gran Mahukané Tzunultín,
el padre del joven Mahukané.
Desde la muerte de aquel magnífico rey, el propio Balam-Acab
había sido como un segundo padre para el joven. Como su tutor y
guía espiritual, le había enseñado y educado para hacer de él un
digno sucesor de su progenitor. Por todo ello se acercó a Mahukané
con preocupación.
-Hijo mío... ¿Estás bien?
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-¡Ay, venerable maestro! He vuelto a sentir las nubes y el dolor
en mi cabeza... Pero esta vez ha sido peor. He visto unas luces
volando a mi alrededor. Por un momento pensé que eran los
enviados de Xibalba, que venían a por mi espíritu.
-No digas esas cosas, Mahukané. Es una indisposición
pasajera, sin duda, que viene y se va. Muchas veces aún la luna y el
sol han de salir y ponerse, muchas primaveras han de llenar de
flores los árboles, antes de que lleguen los enviados del inframundo
a por ti. Pero será mejor que ahora nos retiremos. Vamos a palacio.
Te daré una infusión de una planta tonificante, y verás como
mejorarás muy pronto.
-Gracias, maestro, gracias. Tus palabras me consuelan. Déjame
apoyarme un poco en ti, pues aun no me siento seguro del todo.
Juntos, el venerable chamán y su discípulo, se dirigieron al
hermoso frontispicio de piedra situado junto a la plataforma
ceremonial. Penetraron en su interior, y se dirigieron a las
habitaciones.
Poco rato después, bajo el efecto de una infusión sedativa y
tonificante, el joven Mahukané quedó dormido, mientras BalamAcab le observaba con mirada preocupada.
Cuando vio profundamente dormido al joven rey, el anciano
se puso en pie y se dirigió, con gesto grave y preocupado, hacia el
exterior. Abandonó la habitación y al otro lado de la puerta vio que
dos jóvenes criados, sentados en sendas banquetas de madera
cubiertas con una sencilla estera, le miraban con curiosidad y
preocupación. Con una señal les indicó que dejasen descansar largo
rato al Halac Vinic. Salió luego al exterior del palacio y se alejó
pensativo por un sendero situado al pie de un gran muro rocoso
vertical.
Sus pasos le guiaron por aquel camino por espacio de varios
minutos, hasta que alcanzó otro sendero que, discurriendo junto a
una pequeña corriente de agua, se dirigía hacia el centro del valle
atravesando en algunos momentos pequeños grupos de espigados
árboles. Prosiguió de ese modo su marcha junto al riachuelo por
espacio de una media hora y, por fin, llegó a un lugar en el cual,
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dejando el cantarín curso de agua a su derecha, se encontró frente a
una elevada pared rocosa en la que se dejaba ver una formidable
puerta de casi tres metros de altura y un metro y medio de anchura.
El marco de esta entrada se hallaba rematado por completo con una
serie de bellas esculturas en relieve, levemente iluminadas por la
rojiza y temblorosa luz de una antorcha, situada en el interior del
obscuro corredor que arrancaba desde allí.
Aquella era la puerta de entrada al templo dedicado a Kakulhá
Hur-Akán, el venerable dios, corazón o principio del cielo y la
tierra, y copartícipe, junto a Tepeu Gucumatz, en la creación del
mundo. Como los demás del centro ceremonial, aquel templo fue
levantado en su momento, por decirlo de algún modo,
aprovechando una de las muchas cuevas que la naturaleza había
excavado en el espesor de aquel macizo montañoso.
Balam-Acab tomó la tea encendida y alumbrándose con ella
penetró hacia el interior de la montaña, siguiendo un corredor de
paredes oblicuas por el que no tardó en llegar a una amplia
estancia abierta en el espesor del macizo rocoso, cuyas altas
paredes se hallaban ornamentadas con abundantes glifos de
significado ceremonial y religioso. En el centro de aquella gran
sala se alzaba un ara o altar de piedra cubierto con una hermosa
tela de brillantes colores. Y al fondo, detrás del altar, la pared se
veía dominada por la presencia de una majestuosa estatua de
varios metros de altura, situada en lo alto de una plataforma
apoyada en gruesos pilares y adosada a la propia pared. Entre el
altar y la base de aquella escultura se hallaba un pebetero,
constituido por un cuenco o cazoleta apoyado en un pequeño
pedestal de piedra de algo menos de un metro de alto. Estaba
hecho de un mineral obscuro, y contenía unos fragmentos de un
material negro y poroso, probablemente carbón vegetal obtenido
de algún tipo de leño especialmente ligero.
A ambos lados de la ménsula que sostenía la estatua por su
base se abrían unas puertas, que conducían a las estancias donde
habitaban los sacerdotes encargados de custodiar el templo.
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Precisamente uno de ellos surgió por la puerta situada a la derecha
de la gran escultura.
-Buenas noches, venerable maestro. Los dioses os protejan.
-Buenas noches, guardián del gran señor, Kakulhá Hur-Akán.
-¿Deseáis consultar a nuestro protector?
-Sí, amigo mío. Lo deseo.
-Esperad aquí, maestro Balam-Acab.
El sacerdote o guardián del templo marchó por la misma
puerta, y Balam-Acab quedó frente al altar, contemplando la gran
imagen del dios que, a la luz de su antorcha, aparecía imponente.
En efecto, la majestuosa figura de Kakulhá Hur-Akán se erguía
formidable dominando la estancia, y nadie que la contemplase podía
substraerse a la sensación de venerable respeto que inducía su
presencia. Sobre su cabeza coronaba la faz majestuosa del dios un
tocado cilíndrico del que pendían a ambos lados unos adornos
circulares. Cubría su pecho un escudo marcado por una serie de
bandas en relieve, en tanto que la mitad inferior del cuerpo estaba
oculta por una túnica formada por un entramado continuo de
cuerdas, por debajo del cual podía distinguirse su único pie. En una
mano blandía un rayo, en la otra, dirigida hacia adelante, mantenía
una gran jarra, símbolo de los dones que de su bondad recibían los
humanos. Era, sin duda, una magnífica escultura. Y gracias al
cuidado de los sacerdotes guardianes que a lo largo de los siglos la
custodiaron, se mantenía como el mismo día en que se la esculpió y
pintó. Lo cual tenía su mérito, si se tiene en cuenta que la
antigüedad de aquel recinto se iba acercando a los mil años.
Regresó el sacerdote a los pocos minutos, seguido de dos
criados vestidos con unas sencillas túnicas de color crudo. Uno de
ellos transportaba una sólida urna rectangular, un cofre de unos
cuarenta centímetros de anchura. El otro llevaba en cada mano un
pequeño cilindro metálico hueco, rematado en un extremo por un
pie o ensanchamiento circular. Dejaron la urna en el centro del altar
y en cada extremo uno de aquellos cilindros, que debían actuar de
soportes de las teas durante la ceremonia que iba a desarrollarse. En
efecto, el sacerdote llevaba una antorcha y, tras aproximar su
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extremo encendido a los carbones situados en el pebetero, la colocó
en uno de los soportes cilíndricos. Los fragmentos de carbón se
inflamaron rápidamente y brillaron convertidos en ascuas de un
intenso color rojo. A continuación depositó cuidadosamente sobre
ellos unas láminas escamosas de un material traslucido, de color
anaranjado, que sacó de una bolsa que pendía de su cinto. Al
contacto con las brasas, comenzaron a emitir gruesas volutas de un
humo amarillento, tenue y perfumado. Extendió las manos por
encima del pebetero, con las palmas orientadas hacia abajo y, tras
musitar una breve oración, se apartó, junto a los criados, a unos
metros del ara.
Balam-Acab, tras depositar su antorcha en un extremo del
altar, en el otro cilindro o candelabro, se situó frente a la urna y
elevó su mirada hacia la figura majestuosa del dios. Las volutas del
humo del copal que ardía en el pebetero ascendían hasta ella
formando círculos y espirales, y por toda la sala se había extendido
el dulce y perfumado aroma de aquella resina vegetal. Sacó el
anciano de entre sus vestiduras una pieza de obsidiana con una serie
de entalladuras y relieves y la introdujo con cuidado en una
hendidura que se veía en la cara frontal de la urna. Aplicó un
movimiento de rotación a la pieza de obsidiana y se oyó un sonido
en el interior, como un chasquido. Al momento, liberado algún
sistema mecánico oculto que debía de accionarse con la llave, el
anciano abrió la urna, extrajo de su interior un cesto circular de
mimbre y lo depositó sobre el altar, junto a la urna abierta. El cesto
estaba lleno de unas masas aplanadas, secas y arrugadas, de color
rojo escarlata por su cara superior, y blanco amarillento por el lado
inferior.
-¡Oh, Señor, Kakulhá Hur-Akán! ¡Que tu espíritu me llene y
me guíe esta noche, señor del relámpago, corazón de la tierra y del
cielo!
Tras pronunciar estas palabras, el venerable anciano tomó tres
de aquellas masas y, postrándose de rodillas ante el dios, las
introdujo en su boca. Muy pronto sintió su sabor fuerte y dulzón.
Las masticó con lentitud, durante varios minutos, sin dejar su
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actitud reverente. Finalmente, convertidas en una masa blanda y
húmeda, las tragó y se puso en pie.
-¡Qué el todo poderoso Kakulhá Hur-Akán os sea propicio,
venerable maestro, Balam-Acab!
-Que así sea, si es su voluntad.
Cuando cerró la urna y retiró la llave de obsidiana, la gravedad
y la seriedad de la faz del venerable chamán se habían acentuado.
En su rostro bondadoso aparecía ahora una expresión de elevada
serenidad. Sin duda, el alimento divino que había ingerido
comenzaba a actuar ya sobre él.
Recogió uno de los criados los cilindros con las antorchas, y
abrió la marcha por la puerta situada a la derecha. El otro criado,
con la urna a cuestas le siguió a continuación. Y tras ellos, el
guardián y Balam-Acab penetraron en las celdas interiores del
templo.
Después de recorrer un estrecho tramo de corredor de unos
cinco metros, se detuvieron junto a la puerta de una pequeña
estancia, que por su situación quedaba justo detrás del muro que
sostenía la estatua del dios. Penetró Balam-Acab en aquella pequeña
habitación, y quedó inmóvil junto a un lecho situado próximo a la
pared. Una de las antorchas fue colocada en un soporte situado en
el corredor, junto a la puerta.
Se retiraron el guardián y los criados y quedó solo el venerable
anciano. Entonó unas oraciones con voz muy leve, casi susurrando,
y a continuación, se acostó. Y aquella noche el espíritu del gran
Kakulhá Hur-Akán visitó a Balam-Acab, y de este modo, el buen
sacerdote supo de la naturaleza de los males del joven rey, y de
como vendría el remedio para dichos males.
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PRIMERA PARTE
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Mari Luz
I
T
al vez fuese porque recordaba con cierta añoranza los
años de infancia, pasados en la vieja casona de piedra de sus padres,
rodeada de verdes prados y húmedos bosques. El caso es que desde
su llegada a Barcelona, hacía de ello ya muchos años, Fermín
siempre deseó vivir en una pequeña casa en el campo, con algo de
jardín y un porche para tomar el café al aire libre después de comer.
Y no cabe duda que, si en el futuro encontraba el tiempo para
formar una familia, algún día tendría una de esas casitas situadas a
pocos quilómetros de la ciudad, al igual que muchos de sus amigos
y de sus colegas. Pero por el momento, por razones de trabajo y por
el hecho de vivir solo y estar tan lejos de su familia, se contentaba
con ocupar un pisito acogedor en la parte alta de Barcelona, cerca
ya de las primeras estribaciones del Tibidabo. De modo que,
cuando aquella joven llamó al timbre de la puerta de su domicilio,
no vio ni jardines ni porches, sino un pulcro rellano al que daban las
puertas de dos pisos y la del ascensor, y del que arrancaban, arriba y
abajo, sendos tramos de escaleras. Sin embargo hay que decir, en
honor a la verdad, que a través de la ventana situada en la pared
opuesta a las entradas de las viviendas se podía ver una amplia
avenida con hermosas zonas ajardinadas. Ello venía a demostrar
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que, a pesar de que vivía en la ciudad, Fermín Ceballos lo hacía en
un barrio libre de la aglomeración y el bullicio.
En el momento en que accionado por aquella joven sonó el
timbre de la puerta, Fermín se disponía a salir, como todas las
mañanas, para tomar su habitual desayuno en un bar cercano a su
casa, desde el que partiría después hacia el hospital de la Fundación
en la que trabajaba. Volvió a dejar la americana en el colgador y se
dirigió al recibidor, preguntándose quien podría acudir a visitarle tan
temprano. Abrió la puerta y se encontró frente a una hermosa
joven, de poco más de veinticinco años de edad, vestida en forma
elegante pero con cierto aire informal, que algunos habrían definido
como deportivo, y que sentaba perfectamente a una persona como
ella, delgada y apenas unos centímetros más baja que el propio
Fermín.
-¡Doctor Ceballos! ¡Qué suerte que aun esté en casa!
Le tendió su mano y Fermín la estrechó, contemplando con
asombro y con agrado a su inesperada visitante. Su cabello castaño,
cortado en media melena, enmarcaba con elegancia sus hermosas y
juveniles facciones, y sus grandes ojos color avellana, sus mejillas
ligeramente pecosas, y la sonrisa que dibujaban con facilidad sus
labios completaban una imagen de juvenil naturalidad.
-Temía que hubiese salido ya. ¿Podría hablar con usted un
momento?
-Naturalmente. Pase, por favor.
Entraron y la guió a la pieza principal del piso, una sala con
una gran pared repleta de estanterías en las que se veían libros de
todos tamaños, estatuillas y otros objetos más o menos decorativos,
y junto a la cual se hallaba una sólida mesa cubierta en buena parte
de papeles y libros, junto a un pequeño ordenador. Entre la mesa y
la pared sobresalía el respaldo de una confortable silla de trabajo. La
pared opuesta estaba ocupada casi por completo por unos amplios
ventanales, por los que entraba el sol de la mañana llenando de
cálida y alegre luz la estancia. Próxima a los ventanales se hallaba
una mesa baja, y junto a ella dos butacas de piel. Ofreció asiento a la
joven en una de ellas y ocupó la otra.
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-Bien, señorita...
-Mi nombre es María de la Luz Trévelez. Pero, por favor,
llámeme Mari Luz.
-Pues bien Mari Luz, dígame, ¿En qué puedo ayudarle?
-¡Ah!- Suspiró y miró un momento hacia la amplia ventana.Ayer noche estuve escuchando su conferencia, en el Centro
Cultural de la Caixa.
-¿De veras? ¡Qué honor!
-Durante todo el tiempo que duró su exposición, no le quité
los ojos de encima. Encontré fascinante todo lo que decía, y como
lo decía. Y de inmediato supe que usted podría ayudarme.
La manera tan natural con que dijo todo esto, su franca
sonrisa, y la luz que brillaba a cada momento en sus juveniles ojos
hicieron que el doctor Ceballos pensase que aquella señorita era sin
duda una de las personas con más encanto que recordaba haber
conocido. Lo sorprendente es que la noche antes, durante la
conferencia, no hubo entre el público nadie como ella. Estaba
seguro de ello, puesto que solía observar siempre con atención a los
asistentes a sus charlas, de la misma manera que durante las clases
observaba con atención a sus alumnos y alumnas. Y por otro lado,
de haberse hallado aquella joven entre el público no le cabía duda
de que la recordaría, puesto que sus ojos y su expresión eran como
para no olvidarlos fácilmente. Decidió que debía aclarar ese punto.
-Le agradezco mucho su opinión sobre mi charla, pero quiero
preguntarle una cosa ¿Cómo es que no recuerdo haberla visto ayer
noche en el auditorio?
-En realidad yo no estaba entre el público. Le vi desde el
interior de una de las cabinas de traducción simultánea que hay al
fondo de la sala.
-¡Pero si no hubo traducción simultánea!
-No, claro que no. Me introduje en la cabina para poder
observarle.
-¿Y no podía hacerlo desde una de las butacas?
-Verá... yo no sabía, no tenía ni idea de quien iba a ser el
conferenciante. Y la verdad, si te sientas en primera o segunda fila y
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te das cuenta de que, a pesar de lo atractivo del título o lo
interesante del tema, el conferenciante no tiene nada de interés que
decir, o lo hace mal... ¡No se imagina el corte que da tener que
levantarse y marcharse!
-Creo que puedo imaginarlo. - Fermín pensó en la desazón que
tenía que producir, incluso al más curtido de los conferenciantes, el
ver levantarse de su asiento y marcharse a poco de empezar la
charla a una espectadora como aquella señorita.
-Vi anunciada su conferencia en el vestíbulo del hotel donde
me hospedo estos días. Cuando me enteré de que iba a hablar sobre
culturas precolombinas, decidí acudir a escucharle. La verdad es que
acudí a la conferencia con el vago temor de que fuese usted uno de
esos viejos profesores jubilados que explican un tema en el que
trabajaron en su época activa. ¡Por suerte me equivocaba! Estoy
segura de que podrá ayudarme, doctor Ceballos. Hubiese querido
hablar con usted ayer noche mismo, pero no paraban de hacerle
preguntas toda aquella gente. De modo que averigüé su dirección
en la secretaría del centro, y por eso esta mañana he venido
directamente del hotel hasta su casa. Quiero que me ayude a
encontrar a alguien.
Le miró como tratando de no perderse detalle de la reacción a
su propuesta.
-¿Usted cree que yo puedo ayudarle a encontrar a alguien...
realmente?
-Yo creo que usted es la persona que mejor podría hacerlo. Sus
conocimientos sobre las culturas americanas precolombinas, todo lo
que usted explicó ayer sobre los restos arqueológicos de los mayas,
su pasión por el estudio de su cultura y su religión... me emocionó
muchísimo. ¡Es extraordinario! ¡Mi hermano tiene esa misma pasión
por esos temas! - Un giro triste en su expresión le hizo comprender.
Sin duda era su hermano la persona a la que ella quería encontrar.
-¿Su hermano?
-Sí. Luis, mi hermano, es profesor del departamento de
Historia Clásica de la Universidad Católica de Sevilla, en la que
estudió la carrera de historia. Venía planeando, desde hace un par
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de años, un viaje de estudio al territorio de los mayas. Y hace varios
meses logró embarcar en su proyecto al director del departamento.
Ambos decidieron llevar a cabo una pequeña expedición al
Yucatán, y con la ayuda de los Ortigosa, un matrimonio de
millonarios, amantes entusiastas de la arqueología, pudieron partir
por fin, hace ahora ya cerca de cuatro meses. Para Luis, ese viaje
significaba algo muy especial. Tenía un deseo, yo diría que casi una
obsesión: deseaba con toda su alma encontrar algún rescoldo vivo y
auténtico de la cultura y la religión mayas, y estaba decidido a
buscarlo. Visitaron, al parecer, varios enclaves arqueológicos. Una
noche acamparon en una zona boscosa de la región meridional del
estado de Chiapas, cerca de la frontera entre Guatemala y Méjico.
Por la mañana mi hermano no estaba en su tienda. Le buscaron por
los alrededores, y durante varios días rastrearon la selva en todas
direcciones alrededor del campamento. Transcurridos diez días, tras
haber explorado en un circulo de tres o cuatro quilómetros y no
haber hallado pista ni rastro alguno de Luis, comprendieron que
encontrarle iba a ser poco menos que imposible, por lo que
decidieron desmontar el campamento y abandonar la búsqueda. De
ese modo, los compañeros de expedición de mi hermano tuvieron
que regresar a España sin él. Junto a la triste noticia de su
desaparición me trajeron algunas de sus cosas. Las que hallaron en
su tienda. Al parecer, salió a caminar con su linterna por la noche, y
se llevó su bloc de notas, su mochila y algunos alimentos, pues eso
es lo único que faltaba.
-¿Qué se ha hecho de sus amigos?
-Están decididos a ayudarme. Quieren regresar al Yucatán y
tratar de hallar la pista de Luis de nuevo. Yo sólo he hablado con el
profesor, pues los Ortigosa están estos días en su chalet en Madrid.
Pero ellos me han escrito asegurándome que están dispuestos a
hacer lo que sea necesario para encontrar a Luis. Sin embargo, están
algo desanimados. Dicen que difícilmente se podrá hace más de lo
que se hizo en los días que siguieron a su desaparición. La verdad es
que no saben por donde empezar.
-¿Y usted cree que yo puedo ser de ayuda?
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-Es... ¿Cómo decírselo? Es como una intuición. Yo sé que Luis
está vivo, lo presiento, lo siento.
-¿Y...?
-Tal vez usted, que comparte con él su pasión por la cultura
maya, pueda ayudarnos a entender lo que hizo aquella noche, por
qué salió de su tienda, qué era lo que buscaba...
-Mari Luz.
-¿Sí?
-¿Habla usted en serio?
-¿Lo duda usted?
-No. Pero me sorprende... y me admira al mismo tiempo.
¿Cómo cree usted que puedo ayudarles?
-La verdad es que no estoy segura. Había pensado que viese
algunos objetos que trajeron, que leyese las notas de viaje que
tomaron... no sé... - se quedó mirándole, perpleja y ansiosa a un
tiempo.
-Mire, Mari Luz. Voy a tratar de ayudarle. Y creo que, para
ello, lo mejor sería que nos reuniésemos con los otros componentes
de la expedición, el catedrático de Historia Clásica y los Ortigosa.
Supongo que sería bueno que tuviésemos un intercambio de
opiniones, y después...
-¿Después?
-Si no tiene usted inconveniente, creo que deberíamos ir todos
al Yucatán, para tratar de hallar allí la pista de su hermano.
-¡Oh, doctor Ceballos! ¡Pero usted es un hombre muy
ocupado! Yo no quisiera que...
-Hace tiempo que deseo tomarme unas semanas de descanso.
Además, el curso está a punto de acabar.
-Sus clases deben estar a punto de finalizar, pero está su
trabajo en el hospital. Sé que usted trabaja en el Instituto de
Medicina Tropical.
-Tengo allí buenos colaboradores, que podrán asumir mi
ausencia sin excesivos contratiempos. Y según se mire, existen
algunas enfermedades endémicas del istmo centroamericano que
me interesaría estudiar sobre el terreno. Creo que nuestro encuentro
28
ha sido providencial en ese sentido, puesto que nunca encontraba el
momento para emprender un viaje de estudio a América Central.
Estuve allí en un par de ocasiones con motivo de algún congreso,
pero de eso hace ya algunos años.
-Yo... no sé que decirle. ¿De verdad vendría usted? ¡Es
maravilloso! ¡Estoy segura que con su ayuda encontraré a Luis!
¡Muchas gracias, doctor Ceballos! ¡Le agradezco tanto que haya
aceptado ayudarme!
Era extraordinaria. Tan espontánea en su alegría, tan sincera,
tan llena de vida. El doctor Ceballos, el eminente especialista en
enfermedades tropicales y parasitarias, famoso por sus aportaciones
al conocimiento de la esquistosomiasis y las filariosis, y también
conocido por su faceta como estudioso de culturas antiguas, se
preguntó si no habría dedicado una parte excesiva de su tiempo al
estudio y al trabajo. Quien sabe si, a sus treinta y siete años, no se
había transformado un poco en algo parecido a una de aquellas
momias halladas en los pecios arqueológicos del altiplano peruano.
Ella estaba allí, emocionada, vital, y él se sentía un poco el
contrapunto. Ahora que, bien pensado, si su pasado "momificante"
podía servir para proporcionar de alguna manera ayuda a aquella
joven, cabía pensar que no había sido en vano. Decidió actuar
como hombre práctico y tratar de llevar en cierto modo la iniciativa.
-Hay que trazarse un plan de acción- se dijo.
-Para empezar: ¿En qué hotel me ha dicho que se hospeda?
-Estoy en un pequeño hotel en la calle Aragón... No se lo he
mencionado antes, pero he venido a Barcelona para visitar a un
grupo de conocidos de mi hermano, por si ellos pudiesen ayudarme
en algún sentido. Se trata de una sociedad de etnobotánica.
-¿Etnobotánica?
-Sí. Es un grupo de personas que comparten el hobby del
estudio de los usos tradicionales de las plantas. Hace dos años
organizaron un congreso sobre el uso de plantas alucinógenas en las
religiones primitivas. Mi hermano acudió a ese congreso con una
ponencia sobre unos hongos que, según me contó en alguna
ocasión, eran utilizados por los mayas.
29
-Creo que conozco a algunos de los miembros de esa
sociedad... sí, un viejo amigo, médico como yo, al que ahora por
cierto veo muy poco, me invitó en alguna ocasión a compartir sus
reuniones. ¿Y se ha visto ya con ellos?
-No. Llegué ayer a media tarde a Barcelona, y cuando me había
instalado en el hotel y me disponía a salir, vi el anuncio de su
conferencia.
-En ese caso, creo que vamos a empezar por ahí.
Verdaderamente, Mari Luz, me está usted dando la oportunidad de
hacer cosas para las que no hallaba nunca el momento adecuado.
Voy a llamar a Jordi Soler, ese amigo que le he mencionado, y nos
podríamos ver con él. Supongo que ya ha desayunado usted. ¿No es
así? Bien, en ese caso, ¿Le importaría acompañarme mientras tomo
alguna cosa? Aquí cerca hay un bar un poco cutre, pero que en el
que hacen un café muy decente.
-Le acompañaré con mucho gusto. Pero... tal vez usted tenía
sus planes para esta mañana.
-En unos minutos hablaremos de ello. No se preocupe.
Aguarde aquí mismo un instante, justo el tiempo de prepararme
para salir.
30
II
El doctor Soler miró el retrato de su esposa y sus tres hijos, y
torció ligeramente el gesto.
-Había prometido llevar a Ana y a los niños al cine hoy, y ya
sabes que para mí, la familia es lo primero... ¿Mañana? ¡Pero si
mañana es sábado!.... ¿Cómo qué que pasa el sábado? ¡Nos vamos a
pasar el fin de semana fuera!... Sí, en aquella casita que tenemos
cerca del Montseny. Por cierto, que hace tiempo que me tienes
prometido que te unirás a nosotros en alguna de nuestras salidas...
¿Un momento? Sí, espero.
Jordi Soler sonrió al recordar a su amigo Fermín Ceballos.
Hacía más de un año que no se veían, desde aquella ocasión en que
habían coincidido en el Colegio de Médicos. La verdad es que en
los últimos años se habían visto muy poco. Hubo un tiempo en que
estuvo a punto de convencerle para que se uniese a su grupo de
aficionados a la etnobotánica. Y ahora salía con que quería hablarle
acerca de un arqueólogo aficionado o algo parecido, al que tal vez
recordase pues participó en el congreso sobre plantas alucinógenas
en los pueblos primitivos. ¡Y le llamaba precisamente el viernes!
-Sí, sigo aquí. Dime... ¿Vendrás? ¡Magnífico! Por supuesto,
estás invitado... ¿No vendrás solo? ¡Vaya! No me digas que... Ah, la
acabas de conocer... la hermana del arqueólogo... Bien, pues os
quedáis los dos a pasar el fin de semana en casa... ¿No crees que
pueda? Bueno, al menos comeréis con nosotros... No, al contrario,
a Ana y los niños les encantará verte. Oye, ¿Recuerdas como se
llega a casa?... Sí, eso es. De acuerdo, Fermín... No sé, lo antes
posible... vale la pena que aprovechemos para darnos un paseo por
el bosque... Muy bien, hasta mañana. Un abrazo.
Colgó el teléfono y miró el reloj. Tenía por delante una jornada
de trabajo llena de pacientes que vendrían dispuestos a contarle
todos sus males, reales y ficticios, a los que él escucharía con su
proverbial paciencia, aquella paciencia que le había granjeado su
merecida fama de médico bondadoso, amable y comprensivo.
Luego por la tarde, cine, cena, y después, salir para el chalet, al que
31
llegarían agotados pero alegres por la perspectiva de poder pasar
dos días lejos del trabajo y del colegio. Y por la mañana recibirían por fin - la visita de su amigo el doctor Ceballos. Tendría que
hablarle de los últimos trabajos que habían llevado a cabo en la
sociedad, en relación con el uso de algunas plantas medicinales. Y el
inefable Fermín no se marcharía sin explicarles alguna de las
muchas cosas que sabía, ya fuese sobre las enfermedades del
trópico, ya fuese sobre alguna cultura extinguida, como los
cretenses o los arios. Por cierto, - pensó- ¿En qué habrían quedado
los estudios que, según le contó la última vez que se vieron, estaba
llevando a cabo para recopilar datos bibliográficos sobre el soma de
los brahmanes? Fermín creía, siguiendo los pasos del banquero
americano Roger Gordon Wasson, que algún día llegaría a probarse
definitivamente que aquella substancia embriagadora que
comunicaba a los sacerdotes arios con sus dioses era una seta.
Verdaderamente era una lástima que un estudioso como Fermín no
se incorporase plenamente a la sociedad de etnobotánica. Claro está
que aquella iba a ser sin duda una buena oportunidad para volver a
intentarlo. Porque, en verdad, era un extraño pero interesante
conjunto el de los conocimientos que se atesoraban en el cerebro de
Fermín. Uno se preguntaba si había sido su afición al estudio de las
culturas que poblaron en la antigüedad zonas como el sur de Asia o
el centro y sur de América, la que le había llevado a su pasión por el
estudio de las enfermedades propias de esas regiones, o si por el
contrario había sido su especialización en medicina tropical la que le
había conducido a interesarse por aquellas culturas. Fuera como
fuese, era indudable que en ambos campos su nivel de
conocimientos era muy grande, y la facilidad con que los sabía
transmitir en forma clara y fácilmente comprensible era también
notable, lo que hacía de él uno de los profesores de mayor éxito en
el hospital universitario en el que impartía sus clases. Sin duda
alguna las universidades oficiales lamentaban el no haber sabido
ofrecer el marco adecuado a aquel joven y entusiasta profesor, que
ahora era uno de los más distinguidos componentes del cuadro
docente de la facultad de medicina de la Fundación Doctor Ferrán,
32
en cuyo Hospital Universitario había contribuido, además, a crear el
afamado Instituto de Medicina Tropical. Aunque tal vez, al menos
esta era la opinión de Jordi Soler, la pandilla de endiosados que
ejercía por los pagos de las facultades estatales, ni siquiera tenía el
talento necesario para entender aquello. Fermín y él habían
conocido, es cierto, algunos grandes médicos y excelentes
profesores en su época de estudiantes. Pero precisamente, pensaba,
aquella había sido otra época. En aquel momento, transcurridos
apenas quince años desde que ambos acabaron su licenciatura, en
las facultades de medicina estatales, al menos según su criterio y
forma de ver las cosas, proliferaban en forma un tanto lamentable el
amiguismo y el enchufismo, y como consecuencia inevitable de
ambos, la mediocridad y la inoperancia.
-Buenos días, doctor. ¿Se puede?
Era el primer paciente, que apareció en el marco de la puerta
de la consulta interrumpiendo el curso de los pensamientos del
doctor Soler.
-Pase usted, por favor. Pase y tome asiento.
33
III
Fermín colgó el teléfono, recogió las dos monedas que le
habían sobrado, y volvió a la mesa junto a Mari Luz.
-Según me ha comentado Jordi, se editó una memoria escrita
con los resúmenes de todas las ponencias aportadas al congreso. Un
ejemplar de la misma quedó en el fondo bibliográfico del grupo de
etnobotánica. Pero además se entregó otra copia a cada uno de los
participantes. Jordi conserva su propio ejemplar, y me ha asegurado
que se lo llevará esta noche cuando salga hacia la casita donde pasa
el fin de semana con su familia. Así, cuando vayamos a visitarles,
podremos echarle un vistazo sin inconvenientes. De modo que
mañana mismo haremos una pequeña excursión y veremos si
sacamos algo en claro. Cuando menos, espero que el resumen de su
participación nos ofrezca una idea aproximada de lo que su
hermano consideraba de interés sobre la cultura maya cuando
acudió hace dos años al congreso. Y aparte de ello podremos
disfrutar de un paisaje con un encanto especial y de una comida en
familia con Jordi y los suyos, que son, se lo puedo asegurar, una
familia encantadora.
-Me parece estupendo.
-Y ahora, ¿Qué tiene usted que hacer?
-Puesto que ya me ha puesto en contacto con uno de los
componentes del grupo de etnobotánica y como que hasta mañana
no vamos a poder vernos con él, hoy tengo el día libre, como aquel
que dice. Había pensado hacer unas llamadas telefónicas y
acercarme a una oficina de turismo.
-Pues en ese caso vamos a quedar para vernos después. ¿Que
le parecería si comiésemos juntos? Podríamos hacerlo en la cafetería
del Hospital.
-Será un placer.
-Entonces la espero hacia la una menos cuarto. Además,
aprovecharemos para ver esas notas de viaje de su hermano, de las
que me ha hablado hace un rato en mi casa.
34
-En realidad me refería a una especie de diario de campo,
como una voluminosa agenda en la que Luis iba anotando con
detalle todo lo que iban explorando, acompañándolo de dibujos,
esquemas y mapas.
-Comprendo. ¿Pero no me dijo que la noche que desapareció
llevaba consigo su bloc de notas?
-Eso fue lo que me contaron. Imagino que el diario lo
elaboraba a partir de notas que debía ir tomando en un algún bloc
de bolsillo, y a eso supongo que se referían. Además, el diario es
bastante voluminoso, y pienso que normalmente debía dejarlo en el
campamento. Mire, lo traigo aquí.
Mari Luz abrió un amplio bolso de piel negra, y extrajo del
mismo aquel diario al que se había referido. Era una voluminosa
agenda, de gruesas tapas reforzadas en cuero, y con un sistema que
permitía añadirle hojas si era necesario. Fermín lo tomó en sus
manos, lo abrió, y ante sus ojos aparecieron anotaciones, diseños a
lápiz, datos numéricos de proporciones, y esbozos de mapas en los
que advirtió de inmediato que se hallaban señaladas algunas rutas y
enclaves que debían ser hallazgos del propio Luis Trévelez, pues
correspondían a zonas de selva no exploradas con anterioridad. Los
ojos de Fermín brillaron con una luz especial, lo que no pasó
inadvertido a Mari Luz.
-El trabajo de su hermano es sencillamente extraordinario. musitó Fermín. Y así era, en efecto. Ya desde sus primeras anotaciones advirtió que aquello no era el trabajo de un simple aficionado, que llevado de la moda, se había apuntado al estudio del fenómeno 'maya'. En aquellas páginas Luis Trévelez ofrecía un
análisis riguroso y sorprendentemente detallado de sus hallazgos y
observaciones. Fermín advirtió enseguida que en su método de
estudio del pueblo maya, de sus huellas, sus restos y su cultura, se
percibía una clara inquietud, la búsqueda de algo. En sus anotaciones hacía una muy clara distinción entre los vestigios del período
clásico y las primeras fases del período post-clásico de la cultura
maya y todo lo que podía considerarse posterior a esas épocas,
como si a fines prácticos considerase pueblos diferentes a unos de
35
otros, como si los mayas actuales no fuesen los sucesores de los
mayas del siglo VIII. Parecía asumir que los mayas post-colombinos
eran una prolongación de la parte más humilde y culturalmente más
pobre de los antiguos mayas. Y el objetivo último de su trabajo y de
su dedicación al estudio de la arqueología, la historia y la cultura
mayas, parecía ser el hallazgo de esa parte perdida del esplendor del
pueblo maya.
-¿Qué buscaba en realidad su hermano?
-¿A qué se refiere?
-Exploraba las magníficas ruinas de los enclaves arqueológicos
más ricos en datos sobre la cultura del pueblo maya, pero buscaba
algo diferente entre aquellas viejas piedras. Observe esta nota, tras
estas tres páginas dedicadas a precisas anotaciones sobre un grupo
monumental nuevo hallado en el área de Cobá: "Nada, tampoco, que
recuerde una entrada oculta en este emplazamiento arqueológico. Pero estoy
seguro de que ha de existir alguna en algún lugar. Detrás de todo este conjunto
de ruinas ha de hallarse lo que busco." Y mire aquí esta anotación, en
relación con el enclave de Tulum: "Nota: sin duda que estas
construcciones mayas tardías, del siglo XV, parecen herederas del esplendor
Maya del período clásico. Pero yo creo que esto es solo un reflejo de lo que fueron
los mayas en su momento de máximo esplendor." Como ve, parece ser que
su hermano buscaba algo distinto de lo que se ha encontrado hasta
ahora en Mesoamérica.
-Como le he comentado antes, aquello era casi una obsesión
para él. Así me lo confesó en alguna ocasión, era algo que anhelaba
por encima de lo razonable: encontrar algún rescoldo vivo y
auténtico de la cultura y la religión maya.
-Sin embargo, la cultura y la religión maya no han muerto. Se
siguen hablando los diferentes dialectos mayas y existen posiblemente dos o tres millones de auténticos mayas en la actualidad.
-Creo que Luis pensaba en otros mayas.
-¿Se refiere usted al pueblo maya del periodo clásico? Es
verdad que existió ese pueblo maya hace más de mil años. Sus
sacerdotes y dirigentes poseían un elevado nivel de conocimientos
sobre matemáticas y astronomía, y eran capaces de elevar
36
magníficos monumentos en piedra. Crearon, además, un perfecto
calendario para dominar el tiempo y conocer siempre de manera
adecuada el momento para el cultivo, la siembra y la cosecha. Era
un pueblo que veía a sus dioses en la madre naturaleza y les ofrecía
frutos de la tierra como ofrenda. Pero recuerde, Mari Luz, que
aquellos sabios hombres y mujeres murieron y se llevaron con ellos
la mayor parte de su sabiduría.
-Doctor Ceballos... Fermín, créame usted. Mi hermano no
buscaba restos, momias o piedras antiguas. Lo que buscaba, lo que
debe seguir buscando en estos momentos, era algo vivo. ¡Oh, sí,
estoy segura de que él está allí, en algún lugar no explorado antes,
buscando a esos mayas! ¡Un rescoldo vivo, me dijo!
-No debe tomar al pie de la letra las expresiones que,
entusiasmados, utilizamos en ocasiones los amantes de la
arqueología. Para mí, y seguro que también para su hermano, en las
ruinas de Tikal, Palenque y Copán, en las majestuosas pirámides y
templos perdidos y casi engullidos aquí y allí por la espesura de la
selva virgen, en las estelas de piedra, en todo ello, hay algo más que
materia, hay algo vivo, hay una fuerza que nos permite por un
instante imaginarnos que estamos allí, en el momento en que se
labraron o edificaron, y sentimos el ambiente de un día cualquiera
de hace más de mil años. Aquellas gentes sabían muchas cosas que
se suponen perdidas para siempre, pero estoy seguro de que no
quisieron llevarse con ellos a la tumba su sabiduría, y en algún lugar
ha de encontrarse su legado para las futuras generaciones. Ese
legado no ha sido hallado aun, y a ese legado es al que sin duda se
refiere su hermano. Pero ese legado se hallará en grabados, piedras,
esculturas y monumentos.
-¡No, no lo entiende usted! Cuando Luis... - Mari Luz dejó a
medias la frase. Su expresión era anhelante. Abrió de nuevo la boca
como para decir algo más. Sin embargo, como si hubiese cambiado
de opinión, la cerró con firmeza y permaneció pensativa unos
instantes. Después miró de nuevo hacia Fermín, y la sonrisa y la
tranquilidad habían vuelto a su expresión. A él le pareció, no
37
obstante, que ella había estado a punto de decirle algo más. Algo
que, al parecer, prefería callar por el momento.
-Tiene usted razón. Recuerdo como cuidaba alguna de las
piezas de su colección. Creo que percibía algo de la historia del
pasado donde otro cualquiera vería tan solo un fragmento de piedra
con unas entalladuras. Sin embargo... ¿Ve usted algo en todo esto
que nos pueda dar una pista sobre donde podríamos encontrarle?
-Hay algo muy claro, Mari Luz. Sus últimas anotaciones hablan
de dos nuevos restos monumentales que había vislumbrado en la
selva el último día en que aun permanecía con el resto del equipo.
Incluso tuvo tiempo de esbozarlos. Vea, uno de ellos debe ser un a
modo de templo guarnecido por medio de figuras antropomorfas
de gran tamaño, en tanto que el otro es una construcción
rectangular rematada por una pequeña pirámide. No nos dice en
que dirección los vio, ni los ha ubicado en los mapas, pero sabemos
que no han de estar lejos del lugar donde acamparon aquella noche.
Yo me pongo en lugar de su hermano. Aunque parezca una
temeridad estoy seguro de que, si supiese que no hay más que un
par de quilómetros por la selva, intentaría llegarme hasta allí por la
noche para ver de cerca, aunque fuese a la luz de la luna, aquellos
enigmáticos monumentos. Y con más razón si espero hallar en ellos
algo diferente... una pista hacia el legado maya perdido. Creo que
hay que buscar el rastro de su hermano en los alrededores de esas
dos edificaciones.
-Sin embargo, cuando se exploraron los alrededores del
campamento no hallaron nada que indicase hacia donde pudo haber
ido.
-Es posible que no se haya buscado adecuadamente. Tal vez
no deberían buscarse huellas o señales de Luis, sino algo que haya
podido llamar su atención, dentro de un radio de unos quilómetros.
Como esos dos hermosos edificios. No cabe la menor duda de que
esos restos monumentales le interesaron de manera muy especial. A
ellos se refiere su última anotación en el diario de campo, y vea lo
que dice: "A falta de situar con precisión su localización, he aquí el aspecto de
esas dos enigmáticas edificaciones, tal y como las veo mediante los prismáticos.
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Tengo la esperanza de que sean, al fin, la puerta hacia el lugar que vengo
buscando desde hace tanto tiempo." ¿Lo ve, Mari Luz? Creo que si somos
capaces de localizar su emplazamiento, estaremos en la pista de su
hermano.
-¿Cree que podremos hacerlo? No sabemos ni a que distancia
ni en que dirección hay que buscarlos.
-Buscaremos en todas direcciones. O tal vez no sea necesario...
-Fermín miraba con profunda atención el esbozo de las dos
edificaciones, dibujado con enérgico trazo en carboncillo, y junto al
cual Luis había situado un grupo de árboles cuyas copas se veían
formadas por altas ramas. - Creo que ahí está el camino que siguió
su hermano. Ahora bien... ¿a dónde esperaba llegar siguiéndolo?
Respecto a ello, es posible que mañana, a la vuelta de nuestra
excursión, podamos aventurar alguna cosa más. Excelente, Mari
Luz, guarde este diario de nuevo. Tal y como usted creía, puede
sernos de gran utilidad. - Se levantó de la mesa, y ambos se
dirigieron hacia la salida. Una vez en la calle, Fermín añadió:
-Nos veremos a la una menos cuarto en la cafetería del
hospital. La encontrará muy fácilmente. Pregunte en el mostrador
de recepción que hay a la derecha, nada más entrar en la Fundación.
Y ahora, si va a hacer llamadas telefónicas, aproveche para indicar a
los amigos de su hermano que vayan haciendo los preparativos para
regresar al Yucatán en los próximos días.
-Descuide, lo haré.
-Hasta luego, Mari Luz.
-Hasta luego, Fermín. Gracias por todo.
Mari Luz oprimió con fuerza el bolso donde llevaba el diario
de su hermano, y vio marchar con paso decidido a Fermín,
pensando que había sido una idea maravillosa el acudir en busca de
su ayuda. Por primera vez desde hacia semanas empezaba a ver una
luz de esperanza. Ella no dudaba que Luis se hallaba a salvo en
algún lugar de Centroamérica. Pero hasta aquel momento no había
tenido demasiada esperanza de poder encontrar el camino que le
llevase hacia él. Ahora era distinto. Primero fue el sueño, y después
el conocer a Fermín.
39
IV
La cafetería del pequeño hospital universitario era muy distinta
de los ruidosos bares de los grandes hospitales, en los que a todas
horas hay siempre numerosos grupos de personas conversando en
voz normalmente bastante alta -único modo de lograr entenderse
entre el confuso murmullo generado por el conjunto de
conversaciones-. En efecto, la estancia a la que llegó Mari Luz
siguiendo las indicaciones del recepcionista era, por el contrario, un
lugar silencioso y acogedor. Con una decoración elegante pero
sencilla, con una iluminación discreta y suave en conjunto pero clara
y eficaz en la superficie de las mesas, tenía éstas dispuestas en dos
niveles, y para acomodarse se hallaban de un lado unas prácticas y
funcionales sillas de tubular metálico forradas con una suave tela, y
del otro unos a modo de bancos o plataformas forrados igualmente
del mismo tejido. Una serie de columnas juiciosamente colocadas,
así como la perspectiva que producían los dos niveles del suelo,
ofrecían la sensación de que, todo y ser una única sala, había cierto
aislamiento e intimidad entre las diversas mesas.
Cuando Mari Luz entró en la cafetería tan solo se hallaban en
ella cuatro personas. En una mesa cerca de la barra observó a dos
muchachas, poco más o menos de su misma edad, acompañadas
por un sonriente joven de cabellos rizados que les contaba cosas al
parecer sumamente interesantes, y que ellas escuchaban con gran
atención. Los tres vestían bata blanca, y pensó que debían ser tres
médicos residentes comentando anécdotas del trabajo. Por un
momento se le ocurrió que tal vez pertenecían al laboratorio del
Instituto de Medicina Tropical, y que quizás fuesen los
colaboradores a los que se había referido el doctor Ceballos. Incluso
pudiese ser que estuviesen conversando acerca del propio Fermín.
Estaba segura que incluso en aquel moderno y modélico centro
existía la costumbre de referirse a los jefes con apodos y
sobrenombres. ¿Cómo le designarían sus colaboradores? ¿Tal vez
como "el jefe"? No. Eso era muy convencional. Pero Mari Luz
cambió el curso de sus pensamientos cuando observó la cuarta
40
persona que se hallaba en aquellos momentos en la cafetería. Se
trataba de un personaje llamativo, un hombre joven de unos treinta
y cinco años de edad, vestido con una bata de impecable color
blanco que, al llevarla ampliamente desabrochada, permitía ver una
camisa de color azul y una ancha corbata de colores un tanto
chillones anudada con un grueso lazo. Tenía el cabello muy
abundante, formándole un gran tupé sobre la frente, y en su cara se
notaban las huellas de un acné que pocos años atrás debía haber
sido poco menos que galopante. Llevaba unas gafas de miope de
gruesos cristales, y paseaba la vista lentamente por toda la estancia,
al tiempo que mantenía sus manos cruzadas sobre la mesa. Mari
Luz pensó que, aunque algo extraño, su aspecto resultaba
simpático. Cuando su mirada miope -y diríase que despistada- se
cruzó con la de Mari Luz, hizo una graciosa mueca que se suponía
debía pasar por un saludo, y sonrió. Mari Luz le devolvió el saludo
con un gesto, y se dispuso a sentarse en una de las diversas mesas
que había libres, cuando observó con sorpresa que aquel hombre de
las gruesas gafas se levantaba y se dirigía hacia ella.
-Señorita Trévelez... supongo.
-Sí, soy yo.
-Este... Soy Pablo Guerreiro. Soy algo así... ¿Cómo se lo diría?
El segundo de a bordo en el departamento que dirige el doctor
Ceballos. Fermín me ha encargado que la recibiese. Resulta que ha
tenido que suplir a un compañero en la clase de las doce, ¿sabe? ¿Le
apetece tomar alguna cosa?
-No, gracias, Pablo. La verdad es que ahora no me apetece
nada. ¿Así que trabaja usted con el doctor Ceballos?
-En efecto. Yo me encargo, entre otras cosas, de algunos
aspectos del departamento, poco científicos como si dijésemos,
pero de índole más bien práctica. Fermín tiene su cerebro muy
ocupado en el estudio, la investigación, y un poquito también en la
historia de los pueblos primitivos, de modo que debo ser yo quien
se ocupe de la gestión de compras, las contrataciones y los
formularios para las solicitudes de ayudas de investigación. En
definitiva, de los asuntos de papeleo y burocracia, como dice
41
Fermín. ¿De verdad no quiere usted tomar nada? En ese caso, si lo
prefiere, podemos pasar al departamento y esperar allí a que el
profesor acabe su clase. Sígame, por favor, señorita Trévelez. Por
aquí.
-Dígame, Pablo ¿Le explicó el doctor Ceballos como soy para
que me reconociese? Quiero decir si me describió.
-Tan solo me dijo que una joven estaría esperándole en la
cafetería. Me pidió que la recibiese en lugar suyo y me indicó el
nombre de usted. Sin embargo, debo decir que no me ha costado
nada reconocerla, ya que, tal y como suponía, es usted muy
hermosa... no se tome a mal esto que le digo, por favor.
-Es usted muy amable.
-Es evidente que usted le ha causado una buena impresión.
Fermín es una persona alegre. Pero la alegría con la que me habló
de usted fue catalogada inmediatamente por mi perspicaz mente
observadora como una alegría inusual. Y Fermín es persona de
buen gusto. ¿Me entiende?- al decir esto hizo un guiño que
convirtió su curiosa faz en una simpática mueca.
-Creo que sí. - contestó Mari Luz sonriendo.
-Bien, ya hemos llegado, es por aquí. Pase usted, por favor
Mari Luz dio un vistazo a su alrededor y vio una serie de
gruesas y amplias puertas de vidrio transparente, que se abrían a
diversas estancias. Unas eran diferentes tipos de laboratorio. En
uno de ellos se veían aparatos de análisis automatizados, en otro
autoclaves, estufas, neveras y varios puestos de trabajo, a modo de
cabinas, que el ayudante de Fermín mencionó como "campanas de
flujo laminar". En otro lugar observó como un pequeño zoológico
en miniatura, con jaulas y contenedores pulcramente alineados
sobre unas estanterías metálicas, en los que se veían conejos, ratas, y
otros animales. Y situado directamente frente a ellos se abría un
amplio corredor, en el que se veían a su vez numerosas puertas, en
cada una de las cuales un rótulo identificaba las estancias a las que
se podía acceder desde las mismas. Mientras se dirigían hacia el
fondo del corredor Mari Luz fue observando aquellos rótulos.
Algunos correspondían a áreas como "Auditorio", "Secretaría" y
42
"Biblioteca". Sonrió al llegar frente a una estancia en cuya puerta
abierta no necesitó mirar para adivinar que se trataba del despacho
de Fermín: diversas estatuillas, unos hermosos mapas en una de las
paredes, unos grabados policromos en otra, y una curiosa
reproducción de una escultura maya en el centro de la mesa, lo
indicaban claramente.
-Tome asiento. - Pablo miró su reloj, un voluminoso reloj que
al parecer llevaba siempre en el bolsillo. -Vaya, cuanto lo siento. Si
no le importa voy a dejarla sola aquí un par de minutos. Tengo que
ir a sacar un cultivo de una de las estufas. Se trata de un
interesantísimo proyecto que llevamos en marcha, destinado a
identificar un nuevo germen causante de una grave gastroenteritis
en Borneo. Somos el único laboratorio del planeta que ha logrado
resultados esperanzadores en el intento de identificarlo. - al decir
esto, con una voz que más parecía un susurro, Pablo miró con aire
de misterio a uno y otro lado, como si estuviese comunicando un
grave secreto de espionaje industrial - Como puede usted suponer
se trata de algo muy importante. Si sale como esperamos, nuestro
trabajo de identificación será publicado, puede estar segura, en la
revista de mayor impacto. -Volvió a mirar a ambos lados, y con un
tono de voz ya natural, añadió:
-Vuelvo enseguida-Vaya tranquilo, me quedo aquí a esperar.
Y tras hacer otro de sus guiños-muecas de complicidad, Pablo
dejó sola a la joven.
Mari Luz se levantó momentáneamente de la silla para
responder al saludo que Pablo le hizo desde la puerta antes de salir,
y volvió a sentarse de nuevo para observar el despacho del doctor
Ceballos. Todo aquello le resultaba familiar. De no haber sido por
varias estanterías ocupadas por diversos tratados de medicina y
microbiología tropical, hubiese creído estar en el estudio de su
hermano Luis. Pobre Luis. ¿Dónde estaría en aquellos momentos?
Donde quiera que fuese se encontraba a salvo. Mari Luz estaba
segura de ello. De lo que no estaba tan segura era de si se atrevería a
contar a alguien el motivo de su convencimiento. Porque ¿quien iba
43
a creer que Luis le había hablado en sueños? –Supongo que estas
cosas pueden pasar, en especial entre hermanos gemelos o mellizos
tan compenetrados como nosotros dos. - Pensó - ¡Estoy tan segura
de que no fue un sueño normal! Pero... ¿Y aquellas imágenes difusas
que le rodeaban? ¡Oh!
Mari Luz se levantó de un salto y se frotó los ojos. Miró a uno
de los grabados que adornaban la pared frente a la mesa de Fermín,
y que representaba una sala de ceremonial maya, con tres sacerdotes
frente a un pebetero de copal. El más alto de los tres, situado en el
centro, lucía un tocado de ceremonial con vistosas plumas, y de su
cuello pendía, con una gruesa cadena, un medallón en el que se veía
una imagen de un dios maya de perfil. Aquel grabado era una
imagen tomada de una escena que debía haber ocurrido cerca de
mil años atrás. Sin embargo, en su sueño, junto a Luis, Mari Luz
había visto como entre sombras una figura. ¡Había visto a aquel
sacerdote maya!
-Ya estoy de nuevo con usted.
Pablo había regresado silenciosamente y encontró a Mari Luz
abstraída mirando aquellas figuras policromas precolombinas.
-¿Le gusta ese grabado? Yo, personalmente, debo confesarle
que a mí me parece un dibujo hecho por un niño.
-Puede que tenga razón. ¿Sabe donde lo obtuvo el doctor
Ceballos?
-Ese grabado ocupaba ya esa pared el día que yo llegué aquí
por vez primera. Sin embargo, creo haberle oído a Fermín que es
una reproducción de uno de los pocos frescos coloreados que se
conservan en el Museo de Mérida, y que fue pintado por un artista
local durante su visita a dicho museo. Al parecer ese que se ve en el
centro es un poderoso rey maya, que invoca a sus dioses junto a dos
de los sacerdotes principales de su reino.
-Me ha producido la sensación de haberlo visto con
anterioridad. Por eso estaba distraída mirándolo cuando usted
regresó.
-¿Algo así como lo que llaman "dejá vi"?
44
-No exactamente...- Mari Luz sonrió al escuchar aquel término
francés que Pablo pronunció con un horrible acento - Es más
bien... ¿Cómo le diría? Tal vez lo he visto en sueños.
-¿Era una pesadilla? ¡Oh, no! Lo digo bromeando. Si Fermín
me oye calificar de pesadilla esa escena mesoamericana
precolombina es capaz de ponerme a disecar embriones de
codorniz en el laboratorio de anatomía patológica durante un mes.
-¡Qué cosas dice usted! No, no era una pesadilla. Escuche,
Pablo. ¿Qué opina usted de la telepatía? ¿Cree usted que es posible
trasmitir pensamientos, de modo que podamos captarlos durante el
sueño?
-¡No me diga que ha captado usted a los mayas esos del dibujo!
-No es eso. Hace poco soñé con una persona, a la que no veo
hace algún tiempo y... y creo que estaba junto a esos mayas.
Exactamente junto a ese que dice usted que es un rey, y que yo
tomé por un chamán.
-Pues no sé que decirle...
-Yo podría decir que el afecto que siente por su hermano y el
deseo de que esté bien le han hecho soñar con él. Y que los reyes y
sumos sacerdotes mayas tuvieron a lo largo de los siglos un aspecto
similar en sus ceremoniales. Usted no es consciente de ello, Mari
Luz, pero ha visto muchas veces, sin apenas fijarse, figuras como
esa en los libros que maneja su hermano, y su subconsciente ha
elaborado su sueño con esos recuerdos.
-Hombre, Fermín. No te oímos llegar.
-¡Fermín! No diría eso si hubiese tenido usted un sueño como
el mío. Ya sé que suena a absurdo, pero ¡sé que Luis está vivo, y
además se encuentra bien, pues él mismo me lo comunicó en uno
de los más extraños sueños que recuerdo haber tenido jamás!
-Creo que es usted totalmente sincera. Lo que no sé si creer es
que su sueño haya sido algo más que una elaboración de su
subconsciente.
-No era un sueño normal. La luz, el sonido, el ambiente...
¡todo era diferente!
45
-Pues la verdad, Mari Luz, debo aceptar que es posible. Se han
dado casos en el pasado similares al suyo. Además, Luis se halla en
el corazón de una tierra que fue cuna de una civilización que
alcanzó un alto nivel de espiritualidad. Tal vez sus pensamientos,
cuando usted está presente en ellos, puedan ser proyectados de
alguna manera por la influencia de un ambiente especial. En
cualquier caso, debo confesarle que creo sinceramente en la llamada
"intuición femenina"... no lo digo en sentido peyorativo, por favor,
sino al contrario, como una capacidad espiritual de percepción en la
que muchas veces las mujeres aventajan a los hombres. Le aseguro
que su sueño me hace sentir más optimista. Creo, como usted, que
su hermano está vivo, y estoy seguro que le encontraremos.
-Vaya, amigos míos.- Pablo los miraba con su sonrisa peculiar.Creo que ustedes dos hablarán mejor de sus asuntos sin mí, de
modo que si me disculpan, Fermín... señorita...
-No, Pablo, no te vayas. Verás, no tuve tiempo de explicártelo
antes. Mari Luz, está tratando de hallar a su hermano, desaparecido
en la península del Yucatán mientras realizaba un viaje de estudio
sobre las culturas precolombinas, y yo le he ofrecido mi
colaboración para tratar de encontrarlo. Como que ello supondrá
que marcharemos pronto de viaje a Méjico, creo que tú podrías ser
de ayuda.
-Entiendo, Fermín. Mientras estés de viaje tendré que
encargarme del laboratorio.
-No es eso exactamente. Es más, desearía que nos
acompañases. Me he acostumbrado a tu sentido práctico de las
cosas en el trabajo del instituto, y estoy seguro que puede sernos de
utilidad. Para empezar, quiero que te encargues de arreglar los
trámites para conseguir una subvención para nuestro viaje... no me
mires así, no quiero viajar a costa de la Fundación, pero
aprovecharemos nuestra estancia en Méjico y Guatemala para
estudiar sobre el terreno algunos aspectos en relación con las
enfermedades propias de aquella región. Me interesaría, además,
recolectar muestras de las plantas tóxicas y de los animales
ponzoñosos que podamos hallar.
46
-¡Pero Fermín, no podemos dejar los dos el instituto!
-Tendrá que ser posible. Ya que lo dices, encárgate también de
organizar el trabajo y disponer las cosas de la mejor manera posible
en nuestra ausencia.
-Tenía previsto ir a visitar a mis padres el próximo mes de
Junio, aprovechando mis vacaciones. Pero creo que la idea del viaje
vale la pena.
-¿Cree usted necesario privar a Pablo de sus vacaciones? No
quisiera causar molestias a nadie.
-No se preocupe por mis vacaciones, Mari Luz. A nuestra
vuelta podré disfrutarlas igualmente. Y mis padres me tienen ya
muy visto, de modo que no les importará estar unas semanas más
sin mí. Además, aprovecharé para comprarles algún regalito. Les he
llevado ya reproducciones de prácticamente todos los monumentos
de Barcelona, así que podría variar la cosa y comprarles un fetiche
maya o algo por el estilo. Después de todo, no todos los días puede
ir uno de compras por los mercados de las aldeas mayas llevando a
un experto como Fermín para evitar que le estafen con una burda
reproducción en escayola.
Mari Luz y Fermín no pudieron evitar reírse ante la ocurrencia
de Pablo y, todo hay que decirlo, ante el guiño que hizo a la primera
señalándole la estatuilla que se hallaba en el centro de la mesa.
-Pablo sabe perfectamente que la auténtica se halla en el
Museo de Antropología de Méjico, distrito federal, y que no ha
estado ni estará nunca a la venta. Bien, Pablo, ¡Ponte en marcha!
Creo que podemos acabar el curso la semana próxima, y en unos
quince días como máximo tendremos ya evaluados a todos los
estudiantes. Para entonces ha de estar todo dispuesto para nuestro
viaje. Y ahora, Mari Luz, si le parece bien, le ofrezco descubrir los
secretos del cheff de la cafetería de nuestro pequeño hospital.
-Me parece un plan perfecto, Fermín.
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48
Una excursión a las Guillerías
I
A
l día siguiente por la mañana, Fermín acudió muy
temprano al hotel donde se hospedaba Mari Luz. Cuando llegó, ella
estaba ya esperándole en el salón-bar, sentada en una silla, y situada
de manera que veía perfectamente la entrada del hotel. Hizo un
saludo con la mano y se levantó para recibirle. Fermín, al ver a la
joven, se detuvo un momento, admirado, junto al mostrador de
recepción. Si el día anterior le había parecido una joven hermosa y
dotada de un gran encanto, esta mañana tuvo que reconocer que
vestida en plan excursionista, con aquel pantalón tejano obscuro y
aquella elegante blusa blanca, y calzada con unas simples pero
bonitas zapatillas deportivas, aquella chica estaba realmente
atractiva.
-Buenos días. ¡Qué puntual es usted!
-Buenos días, Mari Luz. - Fermín miró a la joven, y le dio la
mano, sonriendo. Pensó que lo último que hubiera deseado aquella
mañana hubiese sido hacer esperar a aquella hermosa señorita.Estoy, como usted, impaciente por emprender nuestra pequeña
excursión a casa de los Soler, y leer el resumen de la comunicación
de su hermano.
49
-¿Ha desayunado usted, Fermín?
-Todavía no.
-En ese caso, tomemos algo antes de salir.
-De acuerdo, Mari Luz.
Pocos minutos después, en el pequeño utilitario blanco de
Fermín, abandonaban la ciudad por la amplia autopista en dirección
hacia el norte. Lucía un sol espléndido y el día prometía ser más
propio del verano, ya próximo, que de finales de la primavera.
Como era habitual en la mañana de los sábados, eran muy
numerosos los coches cuyos ocupantes dejaban atrás la gran ciudad
en busca del esparcimiento y la tranquilidad del campo. Y dado lo
excelente del tiempo aquel día, sin duda que muchos de ellos se
llegarían hasta las playas para disfrutar del sol y, los más audaces, de
un buen baño en las aguas - todavía bastante frías - del
Mediterráneo.
Durante algo más de media hora circularon por aquella
autopista, que debían abandonar después para tomar una carretera
comarcal que les conduciría hacia su destino. Durante todo ese
tiempo Mari Luz permaneció pensativa, con la mirada fija en los
paisajes, paulatinamente más agrestes y hermosos, por los que
discurría la ruta. Fermín conducía en silencio y respetaba a su vez el
silencio de ella. La iba mirando en ocasiones, fijándose en su
gracioso perfil, de nariz algo respingona, y por aquella cara
ligeramente pecosa vio pasar expresiones que reflejaban con
claridad que en el curso de sus pensamientos se iban alternando los
más variados estados de ánimo. En efecto, al principio Mari Luz
recordó como la noticia de la desaparición de su hermano había
llegado de improviso, como una bomba. Tuvo especial cuidado en
que sus padres, algo delicados de salud, siguiesen creyendo a su hijo
de viaje por América. En los primeros días temió lo peor. La
opinión de sus compañeros de expedición era que, en vista de que
no se había hallado rastro alguno en una amplia zona alrededor del
campamento, probablemente Luis habría caído en algún cenote o
pozo. Pero no había cenotes en aquella zona de pluviselva, que por
la solidez del terreno no resultaba adecuada para la formación de
50
tales cavidades naturales. Por otro lado, de haber sido atacado por
alguna fiera se habría hallado algún rastro del animal y algún resto
de las ropas de Luis. Tras la batida de varios días que se dio por la
selva fue imposible hallar a Luis, y tampoco se encontró el más
mínimo rastro o pista de su paradero, tal y como si se lo hubiese
tragado la tierra. Esto, sin embargo, no era malo del todo: no se
había hallado el cadáver de Luis, ni despojos humanos que pudiesen
indicar que había sufrido el ataque de fieras. En definitiva, Luis
podía seguir vivo. Mari Luz recordó como esa idea fue
adueñándose de ella paulatinamente, luchando con momentos en
que la evidencia de los hechos parecía indicarle lo contrario. Y
entonces ocurrió lo del sueño. Luis estaba bien, y se había puesto en
contacto con ella. Le oyó como si estuviese hablándole desde
dentro de su propio cerebro, con gran claridad, aunque vio su
imagen flotando entre una tenue niebla frente a ella, acompañada de
otras figuras apenas perceptibles, una de las cuales se parecía de
manera asombrosa al rey maya del grabado de Fermín.
Mientras pensaba esto, fue Mari Luz la que miró hacia él. Y
por un momento las miradas de ambos se cruzaron. ¡Qué a gusto se
sentía con Fermín! Hacía apenas poco más de un día que la había
conocido, y estaba dispuesto a acompañarla en aquella búsqueda
tras las huellas de su hermano, tal vez tras las huellas de un sueño. Y
además, aunque en esto se guiaba más bien por lo que el propio
Fermín había calificado de "intuición femenina", presentía que su
ayuda iba a ser decisiva. Cuando le vio ojear por vez primera el
diario de Luis, Mari Luz había visto en sus ojos aquella misma
expresión que viera en su propio hermano, cuando unos meses
antes le habló del objetivo de su expedición. Luis había
desaparecido en busca de algo, siguiendo una huella - algo así como
una llamada - que percibió sin duda en aquellos restos dibujados
por él en la última página del diario. Y Mari Luz estaba segura de
que Fermín sentiría esa misma llamada, y sabría hallar el camino a
seguir.
Por su parte Fermín, atento a la conducción del coche, seguía
sin embargo observando, de cuando en cuando, a su joven y
51
hermosa acompañante, y se decía así mismo que sería estupendo
hallar al desaparecido Luis Trévelez. De una parte porque,
sinceramente, deseaba ayudarles. Pero por otro lado porque le
resultaba agradable la idea de hacer un papel algo así como de héroe
frente a la joven y encantadora Mari Luz. Porque, todo hay que
decirlo, también Fermín se sentía sumamente a gusto con ella.
-¿Ve usted, Mari Luz, ese gran macizo montañoso hacia el que
nos dirigimos? Es el Montseny.
-Es precioso. ¿Es ahí donde vamos?
-Pasaremos por sus estribaciones de la parte norte, para
dirigirnos a una comarca boscosa y agreste, en cuyo centro se halla
el pueblo donde tienen su chalet mis amigos. Se trata de una tierra
con un encanto especial... leyendas de brujas y cosas por el estilo
incluidas.
-Lo de brujas no lo dirá por mis sueños...- Mari Luz hizo este
comentario con una sonrisa, y Fermín se apresuró a decir que no.
Aunque, cada vez que ella le miraba y sonreía de aquella forma,
Fermín hubiese asegurado que, sino embrujado, estaba cuando
menos encantado.
Llegaron finalmente a una desviación de la autopista, y tras
abandonar la rápida ruta, tomaron por una pintoresca carretera
rodeada de frondosos bosques mixtos, en los que los pinos y las
encinas competían por el oxígeno del aire y el humus de los suelos.
El sol apenas atravesaba las espesas copas de los árboles, y le
pareció a Mari Luz que habían penetrado en un túnel de fértil y
vernal naturaleza.
-¡Es un lugar de ensueño!- pensó.
52
II
Fermín detuvo el coche en un lugar en el que el arcén de la
carretera se ensanchaba, uniéndose con un pequeño claro del
bosque. Tomó un mapa, lo miró un momento, y volvió a dejarlo en
la guantera.
-Tenemos que estar ya muy cerca. Hace mucho tiempo que no
visito a los Soler, pero creo recordar estas dos curvas que forma
aquí el camino. Y también ese pequeño puente que se ve algo más
allá. ¿Lo ve, Mari Luz?
-Sí. Parece que alguien viene hacia aquí por el puente.
-Es cierto. Son unos niños... dos niñas y un niño. ¡Vienen a
esperarnos! Vamos, Mari Luz, bajemos del coche. Le presentaré a
los hijos de Jordi Soler.
Salieron del vehículo y tan pronto lo hicieron, los niños
apresuraron el paso y comenzaron a correr hacia ellos.
-¡Hola Fermín!- Gritó la mayor de las niñas, casi una mujercita.
-¡Jo, Fermín, aun no te has cambiado el coche!- fue el saludo
del chaval, de unos doce años de edad.
Algo rezagada respecto a su hermano y su hermana mayores,
les alcanzó enseguida una niña más pequeña, que, colocándose
entre Fermín y Mari Luz, les miró a ambos, como buscando un
parecido o un parentesco.
-Hola, Fermín. ¿Tienes una hermanita? ¿Cómo se llama?
-Hola, bonita. Me llamo Mari Luz, y soy una amiga de Fermín.
¿Cómo te llamas tú?
-Sonia. Oye, Fermín. ¿Porque has tardado tantísimo tiempo en
visitarnos? Se me murió el hámster y ni siquiera viniste a su entierro.
-Lo siento mucho, Sonia. Pero estaba muy ocupado
trabajando, y además, tuve que dar muchísimas clases a mis
alumnos.- Fermín recordó que había regalado un hámster a la niña
hacía unos tres años, como presente por su quinto cumpleaños,
coincidiendo con su última visita a los Soler.- Bueno, permitidme
que os presente a Mari Luz. Este es Jordi junior. Le llamo así para
no confundirle con su padre, claro está.
53
-Hola, Jordi. -Mari Luz le tendió la mano, y el niño la estrechó
con timidez- ¿No te gusta el coche de Fermín?
-Es un trasto. Bueno, está bien para pasear, pero no mola
nada.
-La verdad es que para lo que lo necesito me va muy bien.
Pero te prometo que si decido cambiar de coche, te pediré consejo
antes. Bien, a Sonia ya la conoces, y sólo me queda por presentarte
a Anita.
La niña, de unos catorce o quince años, miró seriamente a
Mari Luz, dudó un instante, y de pronto, como llevada de un
impulso, la saludó con un beso en cada mejilla.
-Espero que te diviertas con nosotros, Mari Luz. Es una suerte
que hayas venido, porque entre estos peques por un lado, y los
plastas de mis padres por otro, echo de menos alguien más de mi
edad para poder hablar. Ah, y puedes llamarme Ana, si quieres.
-Usted perdone, señorita Ana. Dije lo de Anita por que era
como solían llamarte tus padres.
-Eso era antes de que creciese. Ya soy una mujer.
-Te comprendo perfectamente, Ana. Y estoy segura de que
voy a pasar un día estupendo aquí con vosotros. ¿Pero dime, donde
está vuestra casa?
-Ven, es al otro lado del puente.
Y Anita - o Ana, como ella prefería que la llamasen - tomó de
la mano a Mari Luz, y ambas se dirigieron, caminando por el arcén
de la carretera cubierto de hojarasca, hacia el pequeño puentecillo
que se hallaba a unos doscientos metros de allí. Los otros tres,
Fermín y los dos pequeños, subieron al coche, y avanzaron
lentamente en la misma dirección. Mientras mantenía una marcha lo
bastante lenta para mantenerse a escasos metros de ellas, Fermín
tuvo que explicar de nuevo a Jordi junior que aquel coche, aunque
pequeño y algo antiguo, iba perfectamente y no se averiaba nunca.
Llegaron en un par de minutos a un punto en el que, de la
carretera, arrancaba un camino de tierra que se introducía en el
espesor del bosque. Tomaron todos por aquel camino, por el que el
coche avanzó sin dificultad pese a la falta de asfalto, pues el suelo de
54
tierra era compacto y firme. Y tras poco más de medio quilómetro
alcanzaron una zona en la que el bosque se aclaraba algo, y donde
se distinguían una serie de hermosas casas de una sola planta,
rodeadas de cuidados jardines, en los que los árboles habían sido en
parte substituidos por plantas ornamentales. Cada una de aquellas
casitas y sus respectivos jardines estaba aislada de las demás por una
valla de seto cuidadosamente arreglado, y en conjunto formaban
una pequeña área habitada. El camino de tierra, esmeradamente
aplanado en todo momento, pasaba frente a cada una de las
pequeñas villas, a las que se accedía por medio de amplias puertas
de madera de dos hojas, que pivotaban entre dos columnas de
piedra. Después, se alejaba para volver un poco más allá a la
carretera, por la que se podía llegar al pueblo situado a poco más de
tres quilómetros de allí.
Mari Luz y la niña abrieron una de aquellas entradas, y Fermín
condujo el coche por un camino empedrado de unos quince
metros, hasta detenerlo, siguiendo las indicaciones de los niños,
junto a la puerta del garaje del chalet. Bajaron del coche los dos
pequeños y se reunieron corriendo con su hermana y con Mari Luz,
que daban la vuelta a la casita por un sendero de gravilla enmarcado
de parterres de flores. Fermín bajó a su vez, cerró la puerta, y miró a
su alrededor. ¡Cómo había cambiado todo aquello en apenas tres
años! Cuando estuvo allí por última vez, era la primera temporada
que los Soler disfrutaban de aquella villa, y todo estaba a medio
acabar. En cambio ahora daba gusto de ver. El mismo seto,
formado entonces por delgados arbolillos se alzaba ahora como un
magnífico muro vegetal de brillante verde, en el que los brotes de
ramillas tiernas desafiaban el laborioso trabajo de poda hecho
posiblemente el pasado otoño. Respiró Fermín profundamente el
aire cargado de olor de primavera, y se dirigió tras los pasos de Mari
Luz y los niños. Rodeó la casita por el camino por el que ellos le
habían precedido y llegó a la parte delantera del chalet, donde se
habían eliminado la mayoría de los árboles para dejar un amplio
espacio cubierto por un manto verde, en el centro del cual habían
dispuesto una pequeña piscina, que en aquel momento se estaba
55
llenando de agua. Junto a ella se hallaban los niños y Mari Luz,
mirando el grueso chorro que surgía de un orificio metálico de la
pared de la piscina.
-Veo que os estáis preparando ya para el verano. ¿Dónde están
vuestros padres?
-En casa. Pero saldrán enseguida. Mira. Ahí vienen.
En efecto, Jordi Soler y su esposa salían en aquellos momentos
de la vivienda por el frontal aporchado que daba hacia la soleada
piscina. Eran los dos de la misma edad y tenían el mismo aire
juvenil. Se habían casado aun de estudiantes, y habían tenido a su
primera hija, Anita, al cabo de poco más de un año. Por ello para
quienes no les conocían resultaba sorprendente que aquella pareja,
que mantenía tras dieciséis años de matrimonio aquel aire como de
recién casados, fuesen los padres de aquellos tres personajes, Ana,
Jordi y Sonia.
-Dichosos los ojos, Fermín.
-Jordi, Ana. Me alegro mucho de veros. Esta es Mari Luz.
-Encantada. ¿Me permiten que les diga que tienen ustedes
unos hijos maravillosos?
-Esa es la impresión que producen al principio. Pero, como
todos los niños, tienen sus ratos buenos y malos. ¿Verdad?
-No hagáis caso de Jordi. Él es el primero en alabarlos y en
mimarlos. A veces siento celos de ellos.
-No le hagáis caso a ella, pues sabe que es mi preferida.
-Me dijo Fermín que son ustedes una familia muy agradable, y
creo entender porque.- dijo Mari Luz sonriendo. Estaba encantada
con aquella pareja y sus tres hijos. Le parecían todos
tremendamente naturales.
-¡Por favor, Mari Luz! No nos trates de usted.
-Aquí en nuestra casa está prohibido. Todos nos tuteamos.
-¿Os he de tutear a todos aquí?
-¡Claro!
-También al profesor...
-A él también, Mari Luz, por supuesto.
56
-¿Que opinas tú de eso, Fermín? - Mari Luz dijo esto
dirigiéndose hacia él con un gesto de fingida solemnidad, y ambos
rompieron a reír.
-Me parece perfecto.
-Bueno, familia. Pasemos todos al salón. Tenemos preparado
un almuerzo especial para esta ocasión.
57
III
Hicieron el almuerzo en la sala del chalet, en una mesa situada
de tal forma que a través de las amplias puertas correderas, hechas
totalmente de vidrio, se tenía la sensación de estar en el propio
jardín. Como que aquella mañana habían salido muy temprano de
Barcelona, Mari Luz y Fermín apenas habían desayunado. Tan solo
habían tomado un café con leche en la cafetería del hotel, cuando él
había pasado a recogerla. De manera que disfrutaron y agradecieron
el pan de payés con tomate, los embutidos, el queso tierno y los
huevos cocidos. Y cuando concluyeron el almuerzo, con unas
humeantes tazas de café recién hecho frente a ellos, Jordi se
levantó, salió un momento de la sala, y regresó con un libro. En su
portada se leía el título siguiente:
"III Reunión Española de Etnobotánica. Barcelona.
Resúmenes de Ponencias y Comunicaciones".
-Aquí tengo la memoria de la que te hablé ayer. En ella se
incluyó el resumen de la ponencia de Luis. Es todo lo que tenemos
sobre su aportación al congreso. Recuerdo que se grabaron algunas
ponencias, pero no sé que se hizo de las cintas. Por cierto, Mari
Luz, aunque estoy seguro de que coincidí en algún momento con tu
hermano, no logro recordarle.
-Luis y yo somos mellizos, aunque no nos parecemos
demasiado. Él es mucho más pecoso que yo, y tiene el cabello más
claro.
-En realidad, ahora que lo pienso, cuando habéis llegado y te
he visto por vez primera, tu cara me ha resultado familiar. Estoy
seguro que le vi, y supongo que fue en alguna excursión. Porque
como encargado del programa social tuve que dedicarme más a
las excursiones y salidas que al propio congreso. Quizás tu
hermano formaba parte de un grupo que se quedó unos días más
en Catalunya. Para ellos se organizó una excursión por esta misma
comarca de Las Guillerías. Y precisamente en aquella excursión nos
topamos con un curioso personaje, al que hemos ido a ver después
de vez en cuando.
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-¿Te refieres a Quimet, papá?
-En efecto, Jordi. Este tal Quimet es un campesino, un payés
como se dice aquí, de una edad indefinida pero que yo situaría en
los sesenta y los setenta años. Vive solo en una casita de leño, en
medio del bosque, cultiva un pequeño huerto y tiene en un cercado
algunos animales de granja. Corta leña y prepara con ella carbón
vegetal, que vende luego a una empresa que lo comercializa. Es un
personaje muy curioso.
-Es un adivino.
-Algo así, Sonia. Eso forma parte de las peculiaridades del
viejo Quimet. De un tiempo a esta parte parece que de cuando en
cuando tiene premoniciones de cosas que van a suceder, o sabe de
personas que están muy lejos. Pero no es un poder extrasensorial ni
nada parecido. Me refiero a que esa faceta suya de adivino, como
dice mi hija, es adquirida. Y adquirida al parecer hace poco tiempo,
pues él confiesa que nunca con anterioridad había tenido esa
facultad, que por otro lado no controla. Si os parece bien, podemos
ir a visitarle esta mañana.
-Es una buena idea.
Tendremos que caminar cerca de hora y media, pero ya veréis
que valdrá la pena. Primero, sin embargo, vamos a dedicar unos
minutos a la ponencia de tu hermano. Niños, preparad mientras
tanto mi mochila pequeña, y poned agua en vuestras cantimploras.
-¿Nos llevaremos la brújula?
-¿La brújula nueva, la que te regalaron los abuelos por tu
santo? Claro que sí, Jordi, ponla en la mochila.
Y mientras los dos pequeños se preparaban ilusionados para el
paseo por el bosque, Jordi tomó entre sus manos el libro de
resúmenes.
-Veamos... hacia el final del libro... aquí lo tenemos.
Abrió el libro, y mostró a los demás el resumen de la ponencia
de Luis. En poco más de dos páginas de apretado texto había
condensado el contenido de su charla. Jordi lo leyó, y los demás le
escucharon en silencio.
59
"Los Hongos Mágicos de Mesoamérica: En diversos lugares de Méjico,
Guatemala, Honduras y El Salvador, pero especialmente en las zonas ocupadas
antiguamente por el pueblo Maya, se han hallado, en diversos pecios
arqueológicos, estatuillas en forma de hongo o seta, con figuras de animales o
monstruos en su base. Estos hongos-piedra son posiblemente el símbolo de una
antigua religión en la que los sacerdotes o chamanes se comunicaban con sus
dioses por medio de estos hongos. Son a su religión lo que la Cruz para los
cristianos o la estrella de David para los judíos. Cuando los españoles llegaron a
Mesoamérica persistía todavía un uso ritual de hongos mágicos. Escritos de
historiadores nos hablan de esos hongos, conocidos como Teonanácatl, o lo que es
lo mismo, hongos divinos. El culto del hongo mágico, del divino embriagador,
estuvo a punto de desaparecer con el paso de los siglos por la persecución que se
hizo del mismo, al que se consideró idolatría. Tan solo permanecía aislado en
recónditos lugares perdidos aquí y allí. La huella, no obstante, estaba fresca, y
los trabajos de diversos antropólogos en la primera mitad de nuestro siglo (Reko,
Schultes y Weitlaner) culminaron en el descubrimiento, en los años cincuenta, de
las veladas, o ceremonias con los hongos mágicos. El matrimonio Wasson y el
micólogo francés Roger Heim sacaron a la luz este culto basado en los hongos
alucinógenos psilocibos y el químico Hofmann descubrió la naturaleza química
de sus principios activos. Pronto se descubrió que tales ritos habían permanecido
ocultos en diversos puntos de Mesoamérica, donde tras la conquista se habían
fusionado con la religión católica del conquistador. En pequeñas ermitas de
pueblos aislados se guardan en un mismo sagrario la Sagrada Forma y los
hongos llamados "Angelitos". El chamán u oficiante suele actuar en la velada
frente a un pequeño altar con imágenes de la Virgen y el niño Jesús, y a ellos
invoca antes de la ceremonia. Incluso hay un paralelismo entre la comunión del
rito, en que el chamán ofrece uno o varios pares de honguillos a cada uno de los
participantes, y la comunión de los católicos, en la que el sacerdote ofrece la
Sagrada Forma a los comulgantes.
Cuando los Europeos llegaron al continente americano e invadieron
Mesoamérica, se encontraron con una región dominada por un pueblo guerrero,
el de los Aztecas, que iba extendiendo su poderío desde el valle de Méjico. En
las zonas más alejadas de su foco central de poder persistían otras culturas, entre
ellas la cultura maya. Pero quiero señalar ahora algo importante: la cultura
maya que existía en aquel entonces era apenas poco más que un vestigio de la
60
esplendorosa cultura del pueblo Maya del período clásico. No fueron los
españoles los que acabaron con el esplendor maya, ya que éste había sido
aplastado posiblemente varios siglos antes. En realidad, todo apunta a que a
finales del primer milenio de nuestra era se haya producido algún tipo de
acontecimiento que haya segado de golpe el esplendor de un pueblo cuyo arte nos
lo muestra como un mundo de seres humanos inteligentes viviendo en una
sociedad compleja y bien organizada. Al parecer sus conocimientos y habilidades
comerciales y agrícolas mantuvieron a la población durante muchos siglos y los
estudiosos están de acuerdo en que la civilización Maya fue la más avanzada de
Mesoamérica. Pero todos las datos señalan una parada brusca de sus trabajos: a
partir del año 925 no edificaron, ni dejaron estelas de piedra grabadas con
nombres y fechas detalladas para información de generaciones futuras. ¿Qué
pasó? Fuese cual fuese el acontecimiento, fue de tal magnitud que los aspectos
más importantes del saber de aquel pueblo prodigioso se perdieron. Yo os aseguro
que los que a partir de ese momento llamamos mayas son herederos de una
mínima parte de la ciencia, del arte y de la cultura de los auténticos mayas. Sin
embargo, yo no creo que el legado de aquel pueblo de sabios se haya perdido para
siempre, y pienso que se le encontrará algún día en algún lugar de las recónditas
selvas del Mesoamérica. No quiero acabar sin aventurar una hipótesis: Hacia
finales del siglo X, y procedente del norte, apareció en el Yucatán un nuevo
pueblo, tal vez de origen chichimeca, el de los Tutul Xiu, que ocupó Chichén
Itzá. Fue la primera de sucesivas invasiones de pueblos guerreros venidos del
norte, cuyos dioses sedientos de sangre y de sacrificios contrastaban con las
deidades pacíficas de los mayas. El choque fue muy duro para aquellas gentes, y
es posible que buscasen refugio y se ocultasen en algún tipo de recónditos lugares,
ya que la naturaleza del terreno en aquella zona ha creado, por el discurrir de
las aguas y sus filtraciones, numerosos sistemas de grutas y cuevas. El día que
alguien encuentre esos refugios, habrá hallado con ellos el legado auténtico del
pueblo Maya."
-¡Es lo mismo que en las anotaciones de su diario! Esto, sin
embargo, da una idea más clara de su auténtico objetivo. Creo, Mari
Luz, que Luis buscaba algo así como unos escondrijos
subterráneos, unas a modo de catacumbas como las que dieron
refugio a los primitivos cristianos.
61
-Creo que tienes razón, Fermín. Pero si encontró tales
refugios... Quiero decir que en las catacumbas romanas, si alguien se
aventura por sus laberínticos corredores es posible que...
-¿Que se pierda, y al no poder encontrar la salida, muera en su
interior? No, Jordi, a mi hermano no puede haberle sucedido tal
cosa.
-No quise decir eso exactamente.
-Creo que todos hemos pensado en esa posibilidad por un
momento. Pero Mari Luz tiene razón. Su hermano no se
aventuraría en el interior de un eventual refugio sin haber tomado
las precauciones pertinentes. Pudo haber hallado el acceso a tal
lugar, pero no creo que emprendiese sólo la exploración del mismo.
En realidad, yo creo que la noche en que marchó del campamento y
no regresó, lo hizo con la finalidad de explorar de cerca estos dos
restos mayas - Fermín tomó el diario, que Mari Luz había traído
consigo siguiendo sus indicaciones, y lo abrió para que todos viesen
los dibujos y las anotaciones de la última página. - Supongo que su
intención era verificar si en ellos se hallaba o no la entrada a ese
supuesto refugio, para volver luego al campamento y, o bien
regresar allí de nuevo al día siguiente con todos los componentes de
la expedición, o marchar hacia otros lugares para seguir la búsqueda.
-Me parece muy lógico... pero no regresó.
-Cada vez tengo más claro que para hallar su pista tendremos
que encontrar primero esos dos monumentos que dibujó en su
diario. Pero creo que la lectura de este resumen nos ha sido de
ayuda. Aquello que hemos de encontrar se hace más concreto.
-¿No se exploraron los alrededores de esos monumentos tras
su desaparición?
-Se buscó minuciosamente en un radio aproximado de entre
tres o cuatro kilómetros alrededor del campamento. Pero no me
consta que se hallase nada parecido a esos restos que mi hermano
dibujó en su diario. A este respecto tendremos que hablar con los
demás componentes de la expedición.
Fermín miraba los dibujos con gran atención y murmuró algo
entre dientes:
62
-Creo que ya lo entiendo...
-¿A que te refieres?
-Es solo una idea. Algún día, cuando estemos allí lo
comprobaremos. Y ahora, ¿qué tal esa caminata por el bosque?
Creo que nos irá muy bien para digerir el magnífico almuerzo con el
que nos habéis obsequiado.
63
IV
Mari Luz contemplaba admirada el hermoso paisaje natural
por el que iban caminando. A ratos la bóveda vegetal formada por
el entramado de las ramas de los árboles era tan espesa, que apenas
los rayos del sol lograban atravesarla y el sendero ofrecía aquí y allí
manchas de verde musgo, al tiempo que del suelo del bosque,
recubierto por una alfombra de espesa hiedra, emergía un aroma de
hierba mezclado con olor a tierra húmeda. En otros puntos el
bosque clareaba, y en aquellos lugares en los que la luz del día
entraba con mayor fuerza surgía entre los árboles un sotobosque
formado por cistos y otros arbustos, entre los que la hiedra cedía
terreno y dejaba ver el suelo del bosque alfombrado por una gruesa
capa de hojas muertas caídas de los árboles. A veces, entre la
hojarasca asomaba el sombrerillo de alguna seta. No se veían
animales, pero de un lado el canto alegre de los pajarillos que
llegaba desde lo alto, y por otro lado los frutos mordisqueados de
los robles y encinas que de vez en cuando veían a sus pies, daban fe
de que la fauna del bosque debía ser abundante. Incluso en algún
lugar Jordi junior señaló - con el orgullo propio de un guía experto unos a modo de senderos entre el sotobosque, diciendo que
correspondían al paso de jabalíes.
Caminaban los niños delante, parando de vez en cuando para
esperar a los mayores y hacerles ver algún hallazgo interesante.
Unas veces se trataba de un arbolillo de frutos rojos y dulces, o de
una curiosa seta de más de dos palmos de altura. En otros lugares
mostraban alguna huella de paso de animales, como aquellos
senderos abiertos por los cerdos silvestres entre la maquia, que
tanto emocionaban al niño.
Y cuando llevaban caminados unos cuatro quilómetros y sus
relojes marcaban cerca de las once y media, el paisaje comenzó a
cambiar. Primero notaron que el sendero que venían siguiendo se
hacía empinado, y que el bosque se aclaraba un poco. Vieron el
cielo azul entre los troncos de los árboles, y en un momento
llegaron al linde del bosque. Frente a ellos se abría ahora un verde
64
prado en el que un grupo de corderos pastaba en la hierba
parsimoniosamente a un centenar de metros de allí. Aquel terreno
abierto acababa como a cosa de medio quilómetro, en el muro
vegetal de otra zona boscosa. Y allí lejos, junto a los árboles, vieron
una pequeña casita de madera, de cuya proximidad se veía emerger
una columna de humo blanquecino.
-¿Es ahí donde vamos?- Preguntó Fermín.
-Sí, esa es la cabaña de Quimet.
-Parece que está en casa, ¿Verdad?
-¡Vamos, vamos!
-¡Tened cuidado con los perros!
-¡Si son como dos corderitos!- Tras decir esto, Jordi junior y
Sonia echaron a correr. Los demás les siguieron a buen paso, y
pronto llegaron a las inmediaciones de la vivienda de Quimet.
A medida que se acercaban pudieron ver que se trataba de una
gran cabaña de paredes de madera, rodeada de un sistema de cercas
que formaba unos espacios cerrados, en los que existían unos
pequeños cobertizos, refugió para los animales durante la noche.
Junto a la casa y próximo al bosque, un espacio de terreno de unos
veinte metros formaba un huerto en el que crecían diversas
hortalizas apoyadas en entramados formados por cañas. Además de
los rumiantes que en aquel momento pastaban en el prado, un
cerdo y algunos gallos y gallinas completaban la fauna que se criaba
en aquel lugar. Unos ruidosos ladridos venían de la parte de atrás de
la casa, y Mari Luz y los demás, cuando dieron la vuelta, vieron a los
dos pequeños que estaban jugando con dos perros de largo pelaje,
que saltaban de alegría a su alrededor. Un hombre mayor, casi un
anciano, vestido con ropas sencillas de campesino, los miraba jugar
pensativo, con una sonrisa en su cara curtida por el sol y la vida en
el campo. Estaba parado de pie cerca de ellos, con una pipa entre
los labios, junto a una especie de elevación hemisférica cubierta de
tierra, del vértice de la cual surgía la columna de humo que antes
divisaran. Vio a los demás y se dirigió hacia ellos.
65
-¡Doctor Soler y compañía! Sean bienvenidos. Estaba mirando
a los niños. Como ven, mis dos perritos se alegran de verlos tanto
como yo. Hacen muy buenas migas.
-Hola, Quimet, me alegro de verte. ¿Cómo va todo?
-Pues ya ve, como siempre.
-Te voy a presentar a unos amigos. Esté es Fermín, un
matasanos, como yo.
-¡No fastidie! Ustedes, los doctores, son sana-enfermos, y les
gusta llamarse matasanos. Mucho gusto, doctor.
-Y está es Mari Luz.
-Encantado, señorita.
-¿Vive usted aquí?
-Sí. Estaba vigilando la "carbonera". Quiero decir... eso. Señaló el lugar donde surgía el humo. - Pronto estará a punto una
buena pila de carbón de encina. Es muy bueno para cocinar.
-¿Nos darás algo cuando marchemos? ¡Hemos de estrenar la
barbacoa!.
-Claro que sí, señorita Ana. Pero, no se queden aquí, pasen a
mi casa, y tómense algo. ¿Tal vez un vasito de ratafía de nueces?
-Estupendo, Quimet. A mis amigos les gustará tu ratafía. Ya
veréis, es uno de los tesoros más preciados de la despensa de
Quimet. La elabora él mismo mediante un procedimiento secreto
de fermentación de nueces y almendras.
-Tampoco hay que exagerar, doctor Soler.
-¿Podemos quedarnos aquí fuera con los perros?
-Claro que sí. Además, sois demasiados pequeños para probar
la ratafía, vosotros. Vengan por aquí.
Y Quimet, tras apagar su pipa cuidadosamente, franqueó la
puerta de su vivienda y les invitó a entrar. Por unas estrechas
ventanas penetraba la luz suficiente para ver el rudo y sencillo
mobiliario constituido por una mesa, varias sillas y taburetes, un
armario grande de madera adosado a una pared y una serie de
tableros colocados en la pared del fondo, con cacharros varios para
el trabajo del campo. En un rincón se veía una escalera que ascendía
a la parte superior, donde sin duda se hallaba el dormitorio. Junto a
66
ella se abría una puerta, a través de la cual se veía otra estancia,
ligeramente iluminada por una ventana, y que era sin duda la cocina
y despensa, pues tenía una gran chimenea en un costado y estaba
repleta de alimentos. Unos colgaban del techo mientras que otros se
apilaban en estanterías. Entre los primeros se contaban embutidos,
jamones, ristras de tomates, ajos, y otros vegetales, mientras que lo
que ocupaba los estantes era un ingente número de tarros de vidrio
con los más variados productos. Algunos contenían azúcar, arroz o
garbanzos, en tanto que otros contenían conservas caseras de
tomate, pimiento, setas y frutas, algunas troceadas, otras enteras con
vino tinto, y finalmente, también algunas en forma de mermelada.
-Pasen ustedes por aquí. - Quimet quitó de encima de la mesa
unas cajas de madera vacías y unas cestas, y colocó las sillas
adecuadamente alrededor, invitando a sentarse a sus visitantes.
Abrió el armario y sacó del mismo unos vasos y una botella. A
continuación sirvió a todos del contenido de la misma. - Espero que
les guste... y disculpen si todo está un poco desordenado, pero no
les esperaba tan pronto.
-Vaya, Quimet. ¿Qué quieres decir con eso de que no nos
esperabas tan pronto? ¿Es que sabías que íbamos a venir por aquí?
Jordi Soler hizo esta pregunta al tiempo que con un guiño
llamo la atención de Fermín y Mari Luz.
-Pues sí. Bien, tengo de decirles que no los esperaba a todos...
pero me encanta que vengan los niños.
-¿A quien esperaba usted, Quimet?
-La esperaba a usted, señorita.
Mari Luz abrió los ojos con asombro. Un pensamiento vago
pasó por su cabeza. Tal vez aquel campesino tenía un don especial.
Sin dudarlo, le preguntó: - ¿Fue mi hermano?
-Su hermano se encuentra en algún lugar al otro lado de un
mar muy, muy grande. Sé que está bien, y sé que usted va a marchar
muy pronto hacia donde él se encuentra.
-¿Cómo haces para saber esas cosas?
-Ya le he dicho otras veces, doctor Soler, que no sabría ni yo
mismo explicar como lo hago. Solo qué, de cuando en cuando,
67
tengo esos sueños en los que los hombrecillos me dicen cosas que
van a ocurrir.
-Y los has visto hace poco, ¿Verdad?
-Esta noche me visitaron. Lo esperaba, porque acostumbra a
coincidir con los días en que he estado trabajando hasta muy tarde.
Ayer tuve que desbrozar un gran trozo de terreno y después reparar
una valla rota por la caída de un árbol, y acabé tan tarde que estuve
a punto de irme a dormir sin cenar. Suerte que con esta despensa
tan completa, tengo siempre la posibilidad de hacerme algo potable
en unos minutos.
-Que curioso...
-¿Le dijeron algo más de mi hermano?
-Eh... no.
-¿Está seguro?
-Miré, señorita, yo conocí a su hermano hace algún tiempo.
Estuvo aquí conmigo hace un par de años.
-¡Así que Luis fue uno de los de aquel grupo! Sin duda fue uno
de los invitados que se quedaron en Barcelona, y para los que
organizamos aquella pequeña excursión que nos trajo hasta aquí.
-¿Luis estuvo aquí?
-La excursión fue precisamente por esta comarca de Las
Guillerías. En esa excursión, como os he explicado antes,
conocimos a Quimet. Recuerdo que fue pura casualidad que
pasásemos por aquí.
-Tiene razón el doctor Soler. Yo estaba recolectando
frambuesas y fresas para hacer confituras, y se me acercaron. Eran
como veinte personas en total. Se ve que les hizo gracia ver mi cesta
repleta de frutos. Me preguntaron por las plantas y las hierbas de
por aquí... y yo les expliqué todo lo que sé sobre las muchas plantas
útiles que crecen por estas tierras. Su hermano se interesó mucho
por diversos tipos de árboles y arbustos, y también por algunos
bolets.
-¿Bolets?
-Quiere decir setas.
68
-Eso, setas les llamaba. Después, ¿sabe?, me hicieron muchas
preguntas sobre muchos asuntos, sobre rondallas y plantas
curativas... ¿Cómo se lo diría yo? Bueno, con relación a tradiciones
y leyendas o dichos populares que nos hablan de las plantas de esta
tierra.
-Es lógico, Quimet. Esos son los temas que más interesan a los
etnobotánicos. Pero, sigue, sigue contando...
-Yo les hice de guía, y entre todos hicimos una gran recogida
de plantas, matorrales, frutos, setas, raíces y otras cosas. Lo dejaron
todo aquí, encima la mesa, por los rincones... Y al final, ¿Sabe qué
ocurrió?
-No.
-Se olvidaron de llevarse casi todo lo que habían recogido. Así
que yo hice una 'tría' y lo que creí aprovechable, lo confité para mi
despensa.
-Hizo muy bien, Quimet. ¿Y cómo ha sido lo de esta noche?
-Como otras veces. ¿Sabe, señorita? Creo que fue a partir de la
visita de su hermano que... que yo tengo los sueños estos de los
hombrecitos. Y esta noche me tomaron de la mano y me llevaron a
un lugar muy lejano, al otro lado de un mar muy, pero muy grande.
Y allí he visto a su hermano de usted. Después me han traído de
vuelta, y he visto a una señorita que se le parecía mucho entrando
por la puerta de la cabaña. Cuando he despertado sabía que vendría
usted. Y por el parecido supuse que era su hermana.
Quimet hizo una pausa, se llevó a los labios su vaso de ratafía,
y bebió pausadamente su contenido. Luego lo dejó en la mesa, y
haciendo un guiño, añadió:
-Lo de que va usted en busca de su hermano, y que se reunirá
con él lo he deducido yo.
-¿Y dice usted que está bien?
-Sí. Y no está solo. Le acompañan varios hombres, y algunas
mujeres y niños, que se visten con ropas muy extrañas. Algunos de
ellos se adornan con plumas, de no sé que clase de pájaro.
-¡Esto es extraordinario! ¡Fermín, el grabado de tu despacho!
-Estoy impresionado. Yo he pensado lo mismo.
69
-¿Qué queréis decir?
-Es algo complicado de explicar. Casi me entran ganas de
pellizcarme para asegurarme de que estoy despierta. Parece
increíble, pero todo encaja perfectamente. Yo he visto a mi
hermano, he oído sus palabras, hace ya varios días, durante la noche
en lo más profundo de mis sueños. Y le vi junto a unos hombres
adornados con plumas, tal y como menciona Quimet. Y uno de sus
acompañantes se asemeja muchísimo a un rey maya de un grabado
antiguo que tiene Fermín en su despacho.
-Quimet - la voz del doctor Soler sonaba seria - ¿Está usted
seguro de todo lo que nos ha dicho? Piense que el hermano de esta
joven desapareció durante una expedición en un país muy lejano.
Ella anhela realmente encontrarlo. Hacer bromas sobre el tema no
sería justo.
-Mire, doctor. En primer lugar, usted sabe perfectamente que
soy una persona seria. Y además, yo no me permitiría hacer coña
sobre este asunto de los hombrecillos de mis sueños. Ya me he
acostumbrado a sus apariciones, pero al principio me sobtaven... me
sobresaltaban muchísimo. Yo les tengo un gran respeto. Y no
querría que viniesen una de estas noches a quejarse en mis sueños
de que he hecho bromas sobre ellos.
-Le entiendo perfectamente, Quimet. Amigos míos, estoy cada
vez más segura de que Luis está vivo. En otras circunstancias
reconozco que no me habría tomado en serio las palabras de
Quimet, pero ahora sé que mi hermano está bien, y no está solo.
Está, por el contrario, acompañado por unas gentes, entre las que se
halla sin duda alguien que tiene poderosas facultades de tipo... de
tipo paranormal, telepático o algo así. No os riáis de mí, pero creo
que Luis ha encontrado el pueblo maya que buscaba, y que con la
ayuda de alguno de sus sacerdotes o chamanes ha logrado
transmitirme sus pensamientos.
-Me guardaría mucho de reírme, Mari Luz. Aunque resulta un
poco... ¿cómo lo diría? insólito. No dudo que tu hermano se ha
comunicado contigo por un procedimiento que tal vez hace cientos
o miles de años fue utilizado por los jefes espirituales de algunos
70
pueblos primitivos. En realidad, la transmisión telepática es una
facultad desarrollada entre algunas culturas primitivas aun hoy en
día. Se ha descrito en los aborígenes de determinados archipiélagos
de la Polinesia y Micronesia, y entre algunos pueblos de Nueva
Guinea y Borneo. Y no es coincidencia que estos pueblos tengan en
común el ser los últimos representantes de un estadio de la
humanidad en el que la falta de medios de comunicación a distancia
era total. Ni tan solo de la escritura estaban dotados, por lo que
resulta muy lógico el que utilizasen facultades de nuestra mente que
con el paso del tiempo hemos ido atrofiando y perdiendo por falta
de uso. Sin duda que Fermín, como experto en el tema de los
pueblos antiguos, estará de acuerdo conmigo.
-Totalmente, y creo que poco más o menos podemos entender
lo relativo al sueño de Mari Luz. Sin embargo, nos queda aquí un
misterio sin resolver. ¿Cómo ha hecho Quimet para contactar con
los hombrecillos que menciona? ¿Cómo han podido éstos llevarle
en sueños junto a Luis Trévelez?
-No sé que decirte.
-Sea como fuese, las sorprendentes coincidencias de los
contactos contigo, Mari Luz, y con usted, Quimet, por parte de
Luis y sus acompañantes, parecen indicar algo que es, en definitiva,
lo más importante: que Luis vive, está a salvo en algún lugar, y por
lo tanto, abrigo la esperanza de que podremos y sabremos hallarle.
71
72
El viaje a Méjico
I
T
ranscurrieron las dos semanas siguientes, y de acuerdo
con los planes de Fermín terminó el curso académico y acabaron
los exámenes y las evaluaciones. Y por fin llegó el día del viaje.
Pablo y Fermín se reunieron aquella mañana a primera hora en
el instituto, para ultimar los detalles del plan de actuaciones que
habían preparado con la finalidad de que el trabajo pudiese
proseguir allí con normalidad durante su ausencia. Para ello llevaron
a cabo una reunión con el resto del personal del departamento, en
la pequeña sala de juntas. Finalizada la misma se dirigieron al
despacho de Fermín, en el que tenían ordenadamente colocado
todo su equipaje: un par de voluminosas maletas, varias bolsas de
viaje, dos portafolios y un pequeño maletín.
Marc Olzinelles, un joven doctorando del departamento que
mediante una beca de la CIRIT estaba llevando a cabo en aquellos
meses una interesante tesis sobre bacterias sulfito reductoras, se
ofreció a llevarles hasta el aeropuerto. El traslado decidieron hacerlo
en el viejo Land Rover que, como fruto de una subvención recibida
años atrás, tenían en la fundación para toda clase de usos y
servicios.
73
-Vamos a ver, Marc, Pablo. Colocad, por favor, el equipaje en
el todo terreno, y a continuación os podéis ir ya hacia el aeropuerto.
-¿Y usted, profesor? ¿No viene con nosotros?
-No, gracias, Marc. Voy a pasarme antes por mi casa. Quiero
dejar el coche en el parking, y después tomaré un taxi desde allí.
Nos veremos dentro de un rato en la terminal de embarque. Hasta
luego.
-Hasta luego, Fermín. Vamos, Marc, ayúdame.
Un cuarto de hora después, entre Marc y Pablo habían
colocado todos los bultos del equipaje en la parte trasera del gran
todoterreno. Pablo los miró con detenimiento unos instantes, y
satisfecho al parecer de su inspección visual, limpió cuidadosamente
sus gruesas gafas, se las puso de nuevo y subió al vehículo. Se
acomodó, cerró la puerta y dirigiéndose al joven becario que se
hallaba ya sentado frente al volante le dijo:
-Marc, muchacho, estamos listos. ¡En marcha!
Y Marc Olzinelles, el joven becario al que le tocaría regresar
después con el vehículo una vez que Pablo y el equipaje quedasen
en el aeropuerto, accionó la llave del contacto. El motor se puso en
marcha con una leve sacudida, y cuando su ronroneo fue lo
bastante uniforme emprendieron el camino, ascendiendo por la
rampa que conducía al exterior del parking subterráneo, ubicado
bajo las dependencias del pequeño hospital universitario.
Apenas media hora más tarde circulaban ya frente al largo
edificio del aeropuerto, y poco a poco fueron acercándose a la
terminal internacional. Detuvieron el vehículo junto a una de las
puertas acristaladas de dicha terminal y descendieron ambos.
Mientras Marc se encargaba de conseguir un par de carritos
para colocar los numerosos bultos del equipaje, Pablo se dirigió
hacia los puestos de control de embarque, donde vio a Fermín que
llevaba esperando en aquel lugar varios minutos y le hacía señas con
la mano.
-¡Ah! ¡Ya estáis aquí! ¡Excelente! Hace un magnífico día para
viajar, Pablo ¿No crees?
74
-Sí. Y me alegro. A parte de que prefiero volar con buen
tiempo, creo que es una buena señal empezar nuestro viaje así.
-Veo que por allí llega Marc con dos carros cargados de
equipaje. Vamos a ayudarle con los bultos. ¿Lo has traído todo?
-Por supuesto.
-¿Y los billetes?
-Aquí están. ¿Has traído tu pasaporte?
-Sí. Hola Marc, deja que te eche una mano.
-Buenas, profesor. Gracias, solo quedan un par de cosas en el
Land Rover. Un maletín y un portafolios.
-Ve a buscarlos, por favor. Fermín y yo nos quedamos aquí
esperándote.
-Supongo que el maletín es aquel pequeño en el que coloqué
los protocolos de recogida de datos.
-El mismo precisamente, en el que además llevamos nuestros
certificados sanitarios. Aquellos que firmaste el otro día. He tenido
especial cuidado en no olvidarlos.
-¿Especial cuidado?
-Por supuesto, Fermín. ¿Te imaginas la situación si nosotros,
destacados miembros del Instituto de Medicina Tropical, en el
momento de desembarcar en Mérida resulta que no llevamos los
correspondientes certificados de vacunación?
-Sería enojosa esa situación, sin duda.
-¿Enojosa? ¡Seríamos el hazmerreír!
-Para tu satisfacción debo decirte que, estando tú a cargo de
los detalles de organización, esa situación en nuestro viaje cae por
completo en el terreno de lo inverosímil. Mira, aquí está Marc con
mi maletín y tu portafolios. Estupendo, muchacho. Acompáñanos
hasta aquel mostrador que está libre. Vamos a facturar todo el
equipaje, y después podrás regresar al instituto.
-Y cuando llegues no te olvides de entregar las llaves del Land
Rover al doctor Pons.
-¿El de endocrino?
-Exacto. Lo van a necesitar mañana mismo para recoger a un
grupo de becarios holandeses, de la Universidad de Leiden según
75
creo, que acuden invitados al curso de diabetología que organizan
estos días.
Colocaron todo el equipaje en la báscula, y tras identificarlo
adecuadamente, lo vieron partir lentamente sobre la cinta
transportadora. Después entregaron los billetes a una sonriente
señorita tocada con un gracioso sombrerito azul, la cual, tras
averiguar que deseaban zona de no fumadores y que Pablo prefería
un asiento de ventanilla, les hizo entrega de las dos tarjetas de
embarque. Y pocos minutos más tarde se hallaban sentados en el
interior del gran aeroplano que debía llevarles en primer lugar a
Madrid, y desde allí a Méjico.
-¿Cuál es el plan para nuestro primer día, Pablo?
-Muy sencillo. En primer lugar haremos escala en Madrid,
donde se incorporará a nuestra expedición Mari Luz, junto a los
otros expedicionarios, aquellos que acompañaban a Luis Trévelez
cuando desapareció.
-¿Qué puedes decirme de ellos?
-Por lo que he podido saber uno de ellos es un historiador y
antropólogo de la misma universidad que el hermano de Mari Luz,
en la que fue no solo su profesor sino el responsable de su vocación
por el estudio de las culturas precolombinas... quizás con la salvedad
de que el alumno se decantó poco a poco hacía las culturas de
Mesoamérica en tanto que el maestro ha sido siempre un estudioso
de las culturas incaicas.
-He tenido la oportunidad de mantener esporádicos contactos
por carta con el profesor Felices. Lo que ignoraba es que Luis
Trévelez hubiese sido alumno suyo. ¿Y que hay de los otros?
-Por lo que hace a ellos, yo creo que de no haber sido por su
ayuda la expedición de Luis Trévelez a tierras de Mesoamérica no
hubiese sido posible. Es fácil de entender... Las subvenciones
estatales que habían obtenido, del ministerio de cultura y de la
universidad entre otras, no hubiesen sido suficientes para cubrir los
gastos. Piensa que antes del día en que Luis desapareció habían
llevado a cabo una serie de etapas por numerosos puntos de interés
76
histórico y arqueológico, en un trayecto de varios cientos de
kilómetros y durante un período de cerca de dos meses y medio.
-Lo sé. He podido seguir paso a paso ese trayecto en las
interesantes anotaciones del diario del hermano de Mari Luz. Pero...
¿Qué tiene que ver con ello el matrimonio Ortigosa?
-Hombre, Fermín, eso está claro. ¡Son los mecenas de Luis!
Son una pareja algo bohemia, aficionados al arte antiguo, y parecen
de lo más sencillo del mundo... ¡Pero están forrados! Mira, aquí
llevo una fotografía del palacio donde residen habitualmente. Ellos
son los que están en pie, junto a la puerta principal. Tengo
entendido que su interior sería la envidia de más de un museo.
Antes de embarcarse en esta aventura mesoamericana estuvieron
durante dos años en Egipto, y poseen algunas joyas arqueológicas
de excepcional valor, fruto de su cooperación en el descubrimiento
de un antiquísimo hipogeo.
Fermín miró la fotografía que Pablo le mostró. Un hombre y
una mujer, tomados de la mano, vestidos con una indumentaria que
indicaba que probablemente acababan de regresar de uno de sus
muchos viajes, posaban en pie junto a una pequeña escalinata
situada frente a la puerta principal de una hermosa mansión. Algo
por encima de los cincuenta años, sonrientes, con un aire
campechano, pero con un toque de clase. Por su aspecto era fácil
deducir que se trataba de dos personas adineradas, amables, hasta
cierto punto 'bon vivants', y probablemente muy cultos.
-Ya veo... Me parece que va a ser muy bueno el tener la
oportunidad de conocer a un par de amantes del arte como ellos.
Además, cuando acabe todo esto espero tener la oportunidad de
visitar su palacete y ver su colección. ¿Nos queda alguien más?
-Nadie. Los guías y transportistas los contrataron sobre el
terreno. Un momento, Fermín... Veo que aquella amable señorita
azafata parece andar buscándote.
-¿Buscándome? ¿A mí?
-¿Doctor Ceballos? ¿Doctor Fermín Ceballos?
77
-Soy yo, señorita... aquí.- Fermín puso en pie e hizo una seña a
la joven azafata que iba recorriendo el pasillo central del avión
mirando a uno y otro lado.
-Doctor Ceballos... ¿Puede acompañarme a la cabina de
mando, por favor?
-¿A la cabina? Sí, claro, puedo acompañarle. Pero...
-Tiene una llamada por el sistema de telefonía del avión.
-¡Una llamada!
-Creo que puedo explicarlo, Fermín. Como parte del sistema
que he puesto en marcha para el buen funcionamiento del Instituto
en nuestra ausencia, he programado una serie de mecanismos para
que con la mayor brevedad posible se nos puedan localizar cuando
surja algún problema.
-Eso quiere decir que ahora ha surgido algún contratiempo. ¿Y
qué puede haber pasado tan pronto?
-Tal vez no se trate de un problema. Mis instrucciones se
referían también a la posibilidad de pasarnos alguna comunicación
de tipo profesional de importancia. Deduzco que las cosas van
funcionando tal y como yo he dispuesto, y tienes algún mensaje o
llamada que en un primer momento ha sido dirigido al Instituto.
-Sea lo que sea, ahora saldremos de dudas. La sigo a usted,
señorita.
-Venga por aquí, doctor.
Pocos minutos después Fermín estaba de vuelta junto a Pablo,
que mientras tanto se había ocupado en anotar en una pequeña
libretita una serie de breves impresiones y comentarios sobre la
marcha del viaje y el cumplimiento de sus previsiones para el
mismo. Cuando Fermín se sentó de nuevo junto a él, cerró la libreta
y le preguntó:
-¿Qué tal la llamada? ¿Cuál era el problema?
-Por fortuna no se trataba de ningún contratiempo. Era una
llamada desde el Instituto, tal y como pensaste, para transmitirme
un telegrama que acababa de llegar, dirigido a mí, procedente de
Bélgica, del Instituto Príncipe Leopoldo de Antwerp.
-¿El doctor Van Moer?
78
-Exacto. Nuestro viejo amigo y colega belga. Le escribí la
pasada semana para comunicarle que íbamos a prospectar algunos
territorios de Mesoamérica, pues con motivo de mi participación en
el último de los cursos que organiza su institución, me había
manifestado su deseo de obtener algunos datos sobre las zoonosis
de Guatemala y El Salvador. En su telegrama me dice que
recientemente ha tenido la oportunidad de estar en Yucatán
haciendo un stage científico muy fructífero. Aprovecha para
recomendarme que me ponga en contacto con un tal doctor
Campos en el Hospital Infantil de Mérida, cuya ayuda fue decisiva
para el éxito de su trabajo allí.
-Me parece muy bien. Pero Fermín, ¿podremos compaginar
nuestra expedición a la búsqueda del desaparecido Luis Trévelez
con el mínimo cumplimiento de un viaje de estudio sobre endemias
mesoamericanas?
-Precisamente por eso nos puede ser de gran ayuda el
contactar con un experto local. No podremos hacer un estudio
sistemático y profundo de las patologías de la zona, pero sí que
podremos pedir la opinión del tal doctor Campos sobre las
posibilidades de trabajo en la ruta que presumiblemente tendremos
que seguir en nuestra búsqueda del joven arqueólogo desaparecido.
-Anotaré en el plan de actuaciones inmediato a nuestra llegada
a Mérida el visitar el Hospital Infantil. ¡Vaya! Parece que estamos a
punto de despegar.
Así era, efectivamente. El avión había enfilado ya la larga pista,
y los motores subieron un par de octavas su zumbido. Sintieron
como un suave empujón que les aplicaba contra sus asientos, y
vieron por las ventanillas como el paisaje empezaba a correr
vertiginosamente hacia atrás. Y en pocos segundos se hallaron ya en
el aire.
79
II
Los apenas cincuenta minutos de vuelo entre Barcelona y
Madrid los pasó Fermín hojeando un par de revistas, en tanto que
Pablo iba efectuando diversas anotaciones con su letra diminuta y
minuciosa en aquella pequeña libreta que venía a ser su libro de
ruta. De cuando en cuando interrumpía su tarea y levantaba la vista
para observar a través de la ventana, tratando de identificar los
accidentes geográficos que iban sobrevolando.
Transcurrido el primer cuarto de hora de viaje, una excelente
vista del delta del Ebro se ofreció ante sus ojos. Después, durante
unos minutos pudieron seguir los amplios y suaves meandros del
curso bajo del río. Pero muy pronto, con una leve inclinación
apenas perceptible, el avión cambió su rumbo y el caudaloso río
quedó por completo fuera del alcance de sus miradas.
Cuando el avión alcanzó la altura de crucero les sirvieron un
café con leche y un bizcocho, y antes de que hubiesen tenido el
tiempo suficiente para acabarse aquel frugal desayuno, notaron que
se iniciaban ya las maniobras de aterrizaje. Pocos minutos después
el avión se detuvo completamente, aplicado a uno de los "fingers"
de la terminal internacional del Aeropuerto de Barajas. Aunque
debían continuar el viaje en el mismo aparato, y dado que disponían
de más de una hora de tiempo, decidieron salir del aeroplano.
-Vamos, Pablo. Aprovechemos para estirar las piernas...
podemos llegarnos hasta la sala de espera de vuelos internacionales,
donde es probable que se hallen ya los Ortigosa y el profesor
Felices.
Apenas se había puesto Pablo en pie, cuando vio marchar a
Fermín con paso decidido dirigiéndose hacia la salida, situada en la
parte delantera del fuselaje. Y mientras se disponía a seguirlo pensó
que la prisa que movía a Fermín en aquel momento no era
precisamente motivada por sus deseos de reunirse con el
matrimonio Ortigosa o con el profesor de historia antigua. Pablo
sabía perfectamente que Fermín esperaba ver de nuevo a aquella
jovencita pecosa y de contagiosa sonrisa, y que este era el motivo de
80
su apresurado paso. Así que, tras tomar su portafolios y el pequeño
maletín que Fermín olvidaba en el asiento, se apresuró a alcanzarle
pensando que la aparición de la señorita Trévelez en la vida de
Fermín había tenido efectos extraordinarios. Por lo pronto, allí
estaban los dos emprendiendo un viaje a Méjico, cuando pocas
semanas antes el propio Fermín había estado a punto de anular la
habitual solicitud de bolsas de viaje, alegando que los trabajos que
venían llevando a cabo en el Instituto, la marcha del presente curso
académico y la preparación del próximo exigían que, por ese año,
no dejasen la institución más que para asistir a algún congreso
puntual de escasa duración. ¡Y partían ahora de viaje cuando
estaban a punto de identificar el germen responsable de la disentería
de Borneo! Claro está que, por lo que hacía a este punto,
habiéndose completado los pasos más importantes del estudio, para
la tarea que restaba podía decirse que la presencia de los dos
investigadores en jefe no era ya imprescindible. En efecto, tan solo
dejaban pendiente el pasar a letra escrita los resultados y prepararlos
para su publicación, así como el ponerse en contacto con la
delegación de la OMS de la región de Nueva Guinea - Borneo para
proceder a la organización del suministro de los agentes
antibacterianos más adecuados.
Tras los pasos de Fermín no tardó Pablo en llegar a una amplia
sala de espera donde los viajeros en tránsito de vuelos
internacionales podían tomar un reconfortante refrigerio en una
elegante cafetería, e incluso permitirse un breve reposo en alguna de
las numerosas y confortables butacas dispuestas por toda la sala.
Sentados precisamente en tres de estas butacas, situadas alrededor
de una mesa sobre la que se hallaban ya vacías las tazas de sus cafés
con leche, encontraron enzarzados en una animada conversación al
matrimonio Ortigosa y al profesor César Felices, un hombre enjuto,
de entre cincuenta y cincuenta y cinco años de edad, que con sus
gafas de fina montura, su académico corte de pelo, y su formal
indumentaria, daba perfectamente la imagen del intelectual andaluz.
Pablo, que los vio de inmediato, se acercó a Fermín al observar que
81
éste se había quedado parado en el centro de la sala, mirando
dubitativo en todas direcciones.
-La señorita Trévelez no parece haber llegado todavía
¿Verdad?
-¡Pablo! No sabía que estabas detrás mío... Tienes razón. No
veo a Mari Luz. Pero observa. Estoy seguro de que aquella pareja
de aire distinguido e informal a un tiempo son, sin duda, los
Ortigosa. Y su acompañante no puede ser otro que el profesor
Felices.
-Iba precisamente a decirte que son ellos.
-Vamos allá. Ardo en deseos de conocerles personalmente.
En unos instantes se hallaron junto a la mesa en cuestión, y al
punto Carlos Ortigosa, al verles, se puso en pie.
-¿Doctor Ceballos? ¿Pablo? ¡Son ustedes! ¡Magnífico! Amigos
míos, compartan con nosotros esta mesa. Aquí, el profesor Felices
estaba comentándonos que a pesar de haber mantenido esporádicos
contactos epistolares con usted, y haber estado ambos a punto de
coincidir en un par de ocasiones, nunca hasta hoy había tenido la
oportunidad de conocerle en persona. Y quiero decir que tanto mi
esposa como yo, al igual que el profesor, estábamos precisamente
comentando nuestra alegría por poder al fin saludar al autor de la
"Aproximación a la Medicina en las Culturas Primitivas".
-Gracias por sus palabras. Debo decirles que la satisfacción por
este encuentro es mutua. Señora, sé que la arqueología les debe
mucho a usted y su esposo. Pablo me ha puesto al corriente de lo
mucho que su apoyo y su ayuda significaron para la expedición
Osiris al Valle de los Reyes. Y a usted, profesor, ¿Qué voy a decirle?
Como hemos comentado en alguna ocasión, ha llegado la
oportunidad de colaborar juntos en una empresa.
-¿Y que mejor empresa que la búsqueda de nuestro
desaparecido Luis?
-Completamente de acuerdo con usted, señora. Desde el
primer momento en que Mari Luz nos habló de la desaparición de
su hermano, tuvimos muy claro que debíamos hacer cuanto fuese
posible por hallarle. Pablo sabe muy bien que fue así.
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-¿Yo? Sí... Por supuesto, lo tuvimos muy, pero que muy claro.
-Por cierto, Fermín. Permíteme que te trate por tu nombre de
pila.
-No hay inconveniente, amigo mío.
-Ya sabes de mi predilección por la macro cultura
sudamericana.
-La conozco perfectamente.
-Pues bien, desearía tu colaboración para un trabajo sobre la
cultura mochica que he dejado a medias allí en la universidad. Me
interesaría tu ayuda para desarrollar el tema de la medicina y el
chamanismo en aquella cultura. Por supuesto, todo ello para
cuando estemos de regreso tras nuestra presente expedición.
-Cuenta con ello, César.
-Escúchenme ustedes, doctos profesores. Dejen ahora sus
proyectos y atiendan un momento. ¿No debería estar aquí ya la
señorita Trévelez?
-Debe estar a punto de llegar. Hace ya varios minutos que he
oído por megafonía el anuncio de la llegada del vuelo procedente de
Sevilla. Probablemente estará haciendo alguna compra.
-Me parece que... sí, creo que es ella. Miren, aquella jovencita
que ahora está pasando el control de pasajeros. ¿No es Mari Luz?
-Al menos se le parece mucho.
-No hay duda de que es ella.
-¿Está seguro?
-Segurísimo.
-Pero Fermín, ese control de pasajeros está en la otra punta de
la terminal, y entre nosotros y ese punto hay varios espesores de
vidrio. Debe tener usted una vista excepcional.
-No es cuestión de vista. Está claro que desde aquí no distingo
las facciones ni los detalles, pero hay algo en la manera de actuar y
moverse de algunas personas que las hace diferentes de las demás.
-¿Y Mari Luz es una de esas personas excepcionales?
-Puedo asegurárselo, señora Ortigosa.
-Pronto saldremos de dudas, puesto que la jovencita en
cuestión se dirige resueltamente hacia esta sala de espera. Y creo,
83
como usted, Fermín, que esa joven tiene algo de excepcional. No la
conozco aun en persona, pero hablando por teléfono con ella pude
darme cuenta de que es muy... ¿cómo le diría?
-¿Vital?
-Humm... No exactamente. Sin duda que lo es, claro. Pero lo
que a mí me llamó la atención es como logra transmitir sus deseos y
su entusiasmo. Yo diría que posee una extroversión atrayente. Y
estoy seguro de que congeniará estupendamente contigo, cariño. Al decir esto, Carlos Ortigosa tomó cariñosamente la mano de su
esposa, y la miró dulcemente - En realidad, Mari Luz es también
para nosotros hasta cierto punto una vieja amiga. No la conocemos,
pero sabemos mucho de ella por los meses que hemos pasado junto
a su hermano. Yo creo que hay entre ellos dos una magnífica
relación, al parecer por el hecho de ser mellizos y, como decía el
propio Luis en ocasiones, por haber compartido de manera muy
íntima a su madre durante nueve meses.
-Bien, no hay duda de que es ella, aquí llega. ¡Señorita Trévelez!
-Hola, Pablo. Hola, Fermín.- Mari Luz tomó la mano de
Fermín y quedó mirándole con su cálida y contagiosa sonrisa.
Fermín mantuvo en la suya la mano de ella durante unos segundos,
y en sus ojos claros vio Mari Luz la franca alegría que sentía Fermín
al volver a reunirse con ella.
-Permíteme que te presente, Mari Luz. Bien, al profesor creo
que ya le conoces.
-En efecto. Es un placer volver a verle, profesor.
-Y estos son los Ortigosa, Carmen y Carlos. Esta es Mari Luz,
la hermana de Luis.
-Me alegro muchísimo de poder al fin conocerla, señorita. Su
hermano nos habló muy a menudo de usted.
-Dame un abrazo, pequeña. Vaya, no puedes negar que eres
hermana de Luis... sólo que en el reparto de las pecas él se quedó la
mayor parte. Veamos... Deja esa bolsa aquí. ¿Has tenido un buen
viaje?
-Muchas gracias. Sí, ha sido un viaje estupendo. Pero se me
hacía interminable. ¡Deseaba tanto llegar y reunirme con todos
84
ustedes! Ay, amigos míos, ¡No saben lo que les agradezco que estén
todos hoy aquí conmigo, dispuestos a ayudarme a encontrar a mi
hermano!
-Sabes bien que todos estamos aquí de muy buen grado y que
nuestro objetivo común es el hallar a nuestro apreciado Luis sano y
salvo.
-Yo, por mi parte, debo decir que no podía permanecer
impasible ante la perspectiva de que un magnífico estudioso de la
historia antigua como él hubiese desaparecido así sin más. Por ello
acepté entusiasmado participar en este viaje, el segundo para mí en
este año a las tierras mesoamericanas del Yucatán. Pero está claro
que debemos estar todos agradecidos a Fermín y a Pablo, que en un
plazo muy breve han puesto en marcha esta expedición.
-Buena parte de vuestro agradecimiento dedicádselo a Pablo,
que ha sido vital para organizar el viaje. En las dos últimas semanas
sus llamadas al profesor y a ustedes, amigos Ortigosa, sus contactos
con las agencias de viajes, sus gestiones con los consulados, la
resolución de todos los pequeños asuntos pendientes en el
Instituto, así como los preparativos de nuestra expedición, le han
mantenido terriblemente ocupado. Y como es habitual en él, todo
ello ha sido llevado a cabo con la eficacia y minuciosidad que le
caracteriza.
-Muchas gracias, Pablo.
-No hagan ustedes demasiado caso de lo que dice Fermín de
mí. En realidad, él me ha ayudado de manera considerable.
-Amigos míos, estamos ya todos. De manera que, si os parece
bien, propongo que nos dirijamos hacia la puerta de embarque.
- ¿Tienes facturado ya tu equipaje hasta nuestro destino en
Méjico?
-Sí.
-Pues en ese caso, vamos allá.
Y el grupo formado por Pablo y Fermín, el matrimonio
Ortigosa, el profesor Felices y la recién llegada Mari Luz, se dirigió
hacia el módulo de embarque. Iban enzarzados entre ellos en
animada conversación. Estaba claro que partían con el mejor de los
85
ánimos, y a todos les parecía que su expedición a la búsqueda del
desaparecido Luis no podía tener otro final que el del hallazgo del
hermano de Mari Luz sano y salvo en algún recóndito rincón de las
selvas yucatecas. Y es que, como había dicho Fermín en su
momento, si Mari Luz intuía que su hermano estaba bien, sin duda
que era por que lo estaba realmente. No sabía muy bien que era
ello, pero Fermín comprendía que Mari Luz sentía algo especial que
le decía que Luis la esperaba allende el Atlántico. Y lo que Fermín
creyó percibir con claridad era que ella deseaba su ayuda por encima
de la ayuda de los demás expedicionarios. Y Fermín se sentía
dispuesto a seguirle a donde hiciese falta y a ayudarle de la manera
que conviniese. No podía especificar que era en concreto, pero
Fermín comprendía que ella esperaba algo más de él que su simple
compañía en aquella expedición. Es posible que ni ella misma lo
supiese con claridad. En cualquier caso, Fermín estaba dispuesto a
no defraudarle.
86
III
-El viajar hacia el oeste tiene esas ventajas, profesor. Hemos
salido poco antes de las doce de la mañana de Madrid, y pese a las
once horas largas que nos ha llevado el trayecto, estamos a punto de
tomar tierra en Mérida y son apenas las cinco de la tarde. Tentado
estoy de imaginarme que, de no ser por la escala técnica en el
aeropuerto de Cancún, habríamos llegado incluso antes de la hora
en que salimos.
-Pero ten en cuenta, Pablo, que ahora mismo son las once de
la noche en España.
-¡Caramba! Eso quiere decir que hoy nos acostaremos muy
tarde. No muy tarde en el horario de aquí, pero sí muy tarde para
nuestro reloj interno, que no sabe de meridianos ni husos horarios.
-Sin duda que vamos a padecer un cierto desfase de nuestro
ritmo de sueño los dos primeros días. Sin embargo, todos parecen
estar de acuerdo en que en estos viajes hacia el oeste se tolera
mucho mejor eso que los anglosajones llaman jet lag.
-No hay mal que por bien no venga. Al menos durante dos
noches no me tendrás la luz de la habitación encendida hasta las
tantas. Es que, amigos míos, no sé si lo saben, a mi esposo le
encanta leer algo antes de dormirse. Pero no un cuartito de hora,
no. En ocasiones hasta la una, o incluso más tarde.
-Cariño, sabes muy bien que no podría dormirme sin mi
habitual ración de lectura. Además, creo sinceramente que en el
silencio de la noche es cuando mejor puede uno asimilar la
profunda penetración en los caracteres de los personajes que nos
ofrecen algunos autores. No sabría como explicarlo... mi capacidad
de concentración en lo que leo es máxima. Incluso les diría que es
mucho más sencillo sentirse introducido en la atmósfera del relato.
Prueben ustedes a leer "Los Miserables" a otra hora del día. Les
aseguro que se perderán aspectos sutiles, pero esenciales.
-¿Le gustan los escritores franceses?
87
-A Carlos y a mí nos va toda la literatura. No tenemos épocas
ni países. Aunque debo reconocer que hay cierta diferencia en
nuestros gustos. ¿Verdad, cariño?
-Es cierto, es cierto. Yo soy más proclive a los que podríamos
llamar "clásicos".
-Por lo demás, debo decir que estoy tan plenamente adaptada a
las lecturas vespertinas de Carlos, que creo que me pondría
absolutamente insomne si al acostarnos una noche le diese por
apagar sin más la luz de su mesilla. A parte de que me preocuparía
mucho y pensaría que tal vez estuviese enfermo.
-No estés preocupada, cariño. Creo que incluso hoy, aunque
nos acostemos a una hora tal que, como decía Pablo, nuestro reloj
biológico reclame sueño inmediato, leeré siquiera sea unos minutos.
-¿Qué libro está usted leyendo ahora?
-El más apropiado para las presentes circunstancias: En
nuestro anterior viaje he conseguido una magnífica edición
"facsímil" de la Relación de las Cosas del Yucatán, del obispo Fray
Diego de Landa. Intento de alguna manera entender el esfuerzo que
hizo cuando, pasados ya varios años de su llegada a Yucatán,
intentó compensar de algún modo la irreparable pérdida que su
actitud inicial de desconfianza hacia lo que él creía que era
paganismo e idolatría, le llevó a destruir códices, ídolos y numerosas
obras de arte indígena, en los primeros tiempos de su estancia en
aquellas tierras.
-En mi opinión su Relación sigue siendo una valiosísima fuente
de información. Es absolutamente fiable por lo que hace a la vida
social, la religión y las costumbres de los yucatecos a la llegada de
los españoles a estas tierras. Y es cierto también que ha permitido
entrever algunos de los muchos puntos obscuros y misteriosos con
que nos encontramos cuando estudiamos el pasado de los pueblos
indígenas mesoamericanos. Sin embargo, creo que de haber podido
conservarse los veintisiete códices que ordenó quemar – cuya
combustión supervisó personalmente – el pueblo maya nos
parecería aun más sorprendente y extraordinario, y quizás menos
misterioso. Es posible que en ellos se expusiese parte del legado
88
cultural que desde el final del período clásico debía pasar y
transmitirse a las sucesivas generaciones.
-Recuerda, Fermín, que a la llegada de los españoles a
Mesoamérica habían transcurrido ya más de quinientos años desde
el colapso de la cultura maya. Y de ese hipotético legado cultural,
cuyo hallazgo motivó precisamente el viaje del hermano de Mari
Luz a estas tierras, es posible que tan solo hubiese en aquellos
códices remotas referencias mezcladas con leyendas y mitos más o
menos elaborados, habida cuenta del tiempo transcurrido entre el
esplendor del pueblo maya y la época de la conquista.
-No cabe duda de que sería así. Pero yo creo que de haberlos
podido analizar y estudiar en profundidad y con detenimiento, se
habrían hallado esas remotas referencias entre los mitos y las
deformaciones. Y tal vez con ellas las pistas para poder dirigir los
esfuerzos de futuros investigadores hacia nuevos caminos, que
conducirían a ese oculto lugar que Luis Trévelez deseaba encontrar.
-Quizás lo ha encontrado ya.
-Como dice Mari Luz, es posible que Luis esté en estos
momentos en presencia de ese legado cultural. Si ello es así, cuando
al final demos con él, nuestra expedición habrá compensado mucho
mejor la quema de los códices que los esfuerzos de Fray Diego de
Landa al redactar su Relación.
-Perdonad. Observo que estamos a punto de iniciar las
maniobras de aterrizaje. Si os parece bien sugiero que vayamos a
colocarnos cada uno en su asiento, y que pospongamos nuestra
tertulia literaria y arqueológica para cuando estemos ya en tierras
mejicanas.
-Pablo tiene razón. Vamos allá. ¡En breves minutos estaremos
ya en la tierra de los mayas!
-¡Que Yum Chaac tenga a bien guardar sus lluvias para mejor
momento! Porque esos espesos nubarrones que se observan sobre
el horizonte parecen dispuestos a envolvernos.
-Tranquilos, eso es todo lo que queda de un desgastado ciclón
que tardará aun sus buenos tres cuartos de hora en llegar a la costa.
La zona del aeropuerto, hacia el sur, al otro lado de la ciudad, está
89
por ahora totalmente en manos del dios sol. Va a ser un aterrizaje
en condiciones excelentes de visibilidad.
Y así era, en efecto. Si bien unos kilómetros hacia el norte, en
la lejanía sobre el mar del Caribe, se observaba un grueso frente de
negras masas nubosas de aspecto amenazador, por el costado
contrario un cielo azul brillante cubría el territorio, y les permitía
ver como se iban aproximando al aeropuerto, situado al sur de
ciudad de Mérida. Y la luz del sol, en aquel momento situado algo
oblicuamente frente a ellos, hacía resaltar de forma extraordinaria el
color blanco de los edificios de la misma. Vista desde aquella altura
merecía sin duda el apelativo de "ciudad blanca" con el que algunos
la conocen.
90
Mérida
S
I
obrevolaron primero pequeños grupos de casas y
algunos arbolillos, y a pocos metros por debajo de ellos vieron
aproximarse la superficie de color gris de la pista de aterrizaje. En
unos segundos, sin apenas advertir que sus ruedas habían
contactado ya con el firme asfaltado de la misma, el reactor rodó
posado sobre tierra maya. Frenó luego con cierta brusquedad, y tras
avanzar lentamente un par de minutos más, quedó al fin detenido
frente al edificio principal del aeropuerto internacional Crecencio
Rejón.
Apenas habían transcurrido otros diez minutos, cuando se
hallaron todos en tierra, junto a los demás pasajeros del aeroplano,
aguardando el voluminoso autobús que se dirigía hacia allí desde el
mencionado edificio.
-Si os parece bien, cuando lleguemos a la terminal, y una vez
pasados los trámites aduaneros, nos dirigiremos a la zona de
recepción de los equipajes. Y mientras aguardamos por nuestros
bultos, el profesor y Pablo buscarán algún vehículo adecuado para
desplazarnos a la ciudad.
-Me parece muy bien. Vamos, aquí está el bus. Cuidado al
abrirse las puertas.
91
Subieron a aquel viejo aparato, un añoso autobús algo
desvencijado, y se colocaron todos en la plataforma central del
mismo. Durante el breve trayecto fueron agitados varias veces por
las irregularidades del motor diesel del vehículo, que parecía precisar
de forma urgente una revisión y puesta a punto. Finalmente,
pudieron apearse y penetrar en el edificio de la terminal.
Los trámites burocráticos fueron breves, y toda su
documentación fue hallada en regla, de manera que no eran aun las
seis de la tarde cuando estaban ya todos junto a la zona de recogida
de equipaje. Desde allí Pablo y el profesor Felices se dirigieron al
exterior del edificio, con la intención de alquilar un coche tipo
limusina o un par de taxis, Y no bien habían cruzado las puertas que
daban a la avenida exterior, cuando sintieron que alguien se dirigía
hacia ellos.
-¡Profesor! ¡Qué maravillosa sorpresa! ¿A que debemos en
Mérida de nuevo el placer de su compañía?
-¡Aureliano! ¡Maravillosa y agradable sorpresa! Dame un
abrazo, muchacho. Permíteme presentarte al doctor Pablo
Guerreiro. Este es Aureliano. Uno de los guías de nuestra anterior
expedición. Uno de los mejores, por no decir el mejor.
-Es usted muy amable, profesor. Es un placer, doctor
Guerreiro.
-Por favor, llámame Pablo. ¿De manera que formabas parte de
la expedición?
-En efecto. Y no hace falta que me digan ustedes por que
están aquí. Puedo adivinarlo. El ilustre profesor ha vuelto en busca
de su alumno desaparecido, el bueno de don Luis.
-Así es, Aureliano. Estoy de nuevo aquí, y conmigo han venido
otra vez los Ortigosa.
-¿Don Carlos y doñita Carmen?
-Los mismos. Y venimos, en efecto, dispuestos a encontrar a
Luis. Y para ayudarnos han venido con nosotros Pablo, aquí
presente, y otras dos personas. Una de ellas, precisamente, es la
hermana de Luis. Ella es la responsable de haber embarcado con
nosotros además a alguien a quien que yo me atrevo a calificar
92
como un eminente mayólogo, el doctor Fermín Ceballos, que por
su conocimiento sobre los pueblos antiguos del Yucatán, puede ser
muy útil a nuestros propósitos. Él y Pablo son médicos, como
habrás supuesto, y van a aprovechar nuestro viaje para estudiar
también un poquito los aspectos sanitarios de vuestra tierra.
-Aquí en Yucatán gozamos de un clima muy bueno, y apenas
tenemos dolencias. Míreme a mí, con casi sesenta años, y estoy
fuerte y dispuesto a cualquier cosa. Que le cuente el profesor, aquí
presente, las veces que arrimé el hombro en su expedición.
-Tiene razón. Ahí donde le ves, Aureliano es capaz de jalar,
como dice él, con la fuerza de dos hombres jóvenes.
-¿Y donde me dice que dejaron a los demás?
-Están ahí dentro, en el aeropuerto, esperando para recoger el
equipaje. Nosotros nos dirigíamos a la búsqueda de un vehículo
para trasladarnos a la capital, con todos nuestros bultos, baúles y
maletas.
-¡Por mi madrecita, que no han de buscar ustedes más! Tengo
aquí mismo estacionado un carro americano, de esos que llaman
jardinera. No cualquier cosa, no. Un chevrolet en el que caben,
amplios y cómodos, nueve gringos y sus valijas.
-¿Cómo es eso, Aureliano?
-Ya ve, profesor. Desde que quedé parado al marchar ustedes,
he logrado mantener la familia con ese cacharro que compré con su
generosa paga. Hago de guía turístico si conviene, o acudo al
aeropuerto a recoger pasaje.
-¿Eso quiere decir que puedes alquilarnos tus servicios y los de
tu chevrolet para trasladarnos a todos a Mérida?
-Y por ser ustedes, les voy a cobrar algunos pesos menos de lo
habitual.
-Pues acabas de conseguir pasaje, como tú dices. Vamos
dentro, a reunirnos con los demás.
-Les acompaño en un minuto. Aguarden que le echo la llave a
la puerta y voy con ustedes. Les ayudaré con sus bultos.
Y tras decir esto, Aureliano se dirigió a un vetusto “carro”
americano de los años cincuenta, que con su amplia cabina de tipo
93
jardinera, venía a ser el equivalente yucateco de un pequeño
microbús europeo. Mientras le seguía con la mirada, Pablo pensó
que de no haber estado en Méjico, al ver los rasgos de aquel
yucateco, sus pómulos algo marcados, su cabello lacio y negro en el
que apenas apuntaban algunas canas, su esbozo de bigote y sus ojos
algo rasgados, hubiese creído estar frente a un tártaro o un mogol.
Verdaderamente algo de cierto debía haber en esa teoría que más de
una vez le había comentado Fermín del paso de los siberianos a
tierras americanas por el estrecho de Behring miles de años atrás.
Fuera como fuese, ahora ellos estaban ya en tierra americana, y
tenían solucionado, además, el traslado a la capital.
Tal y como les había dicho, apenas un minuto tardó en estar
de vuelta el enjuto guía Aureliano. Se acercó a ellos de nuevo, y
sonriendo de una manera que a Pablo le pareció casi infantil, les
indicó con un gesto que podían pasar al interior del aeropuerto para
reunirse con el resto de la expedición.
-Les sigo a ustedes. Si nos apresuramos alcanzaremos la ciudad
antes de que lo hagan esos feos nubarrones.
94
II
El trayecto desde el aeropuerto hasta el centro de la ciudad de
Mérida, por la avenida de los Itzaes primero, y luego por las calles
de la cuadrícula viaria que constituye el núcleo de la capital, les
supuso poco más de veinte minutos. Pero en contra de los deseos
de Aureliano, cuando llegaron al cruce entre las calles 57 y 62 y
tuvieron ya a la vista la entrada del hotel, una densa capa de
nubarrones alcanzó a cubrir rápidamente el cielo de la ciudad, y
gruesos goterones de agua golpearon enérgicamente el techo y los
cristales del vehículo. La intensidad de la lluvia fue aumentando por
momentos, y cuando el chevrolet se detuvo en la zona de
aparcamiento frente al hotel, justo al otro lado de la calle, caía el
agua de tal manera que el golpeteo en el vehículo resultaba casi
ensordecedor.
-¡Qué forma de llover!
-No se angustien ustedes, es solo un chaparrón.
-¡Parece un diluvio!
-No más lo parece. Pero verán ustedes como la lluvia cesa en
pocos minutos, y lo que es más lindo, a la media hora a lo sumo, la
tierra se habrá tragado toda esta agüita.
-Cuesta creérselo.
-Vayan ustedes al hotel, y dejen las valijas aquí. Cuando estén
instalados y recepcionados, regresen no más, y podrán retomar su
equipaje sin mojarse los pies.
-Vayan todos, que yo les aguardo aquí con Aureliano. No, no
es que no me fíe de usted, Aureliano, ni pienso que vaya a
marcharse con el equipaje.
-¡Después de todo lo que pasamos aquí hace un par de meses
sería muy injusto por parte de usted, profesor!
-Ya lo creo, Aureliano. Pero ocurre que soy de una tierra muy
seca y poco adaptado, por ello, a las humedades. Si me arriesgo a
atravesar el torrente en que la lluvia ha convertido la calle me
expongo a atrapar un ataque de artritis.
95
-Vamos, pues. Fermín, ayuda tú a Mari Luz... Usted, Carlos,
ayude a su esposa... y yo cerraré la marcha como pueda.
Pablo abrió la puerta del chevrolet, y saltó fuera donde abrió un
paraguas. Ayudó enseguida a salir a Mari Luz y Fermín, y les colocó
bajo el paraguas abierto. A continuación hizo lo propio con un
segundo paraguas y el matrimonio Ortigosa, y finalmente, tras
cerrar la puerta del vehículo, se dirigió tras ellos calle a través hacia
el hotel situado en el edificio frente al que se habían detenido. En
un principio estuvo a punto de abrir el tercero de los paraguas con
que había salido del vehículo, pero tras pensarlo mejor se lanzó a
través de la intensa lluvia, inclinándose hacia delante. A decir
verdad, después de todo hacía una temperatura lo bastante calurosa
como para que fuese incluso apetecible aquel refrescante remojón.
Puede decirse que alcanzaron justo a tiempo el hotel, puesto
que apenas acababan de subir el empinado tramo de escalones
situado a la entrada del edificio de aire colonial, cuando la lluvia
alcanzó un paroxismo y en pocos minutos una turbulenta capa de
agua de más de un palmo de espesor convirtió momentáneamente
lo que fuera calle en un a modo de somero río.
-Aureliano dirá lo que quiera, pero a mí me parece que de
seguir así, esto acabará en una inundación.
-Amigos míos, Aureliano sabe muy bien lo que se dice. El
terreno en todos estos territorios de la parte norte de la península
del Yucatán es de naturaleza calcárea y muy poroso, de manera que
constituye un drenaje natural que substituye con creces al mejor
alcantarillado. Yo tuve oportunidad de ver la eficacia de ese drenaje
natural en mi primer viaje por estas tierras, y os puedo asegurar que
en un par de horas, como afirma nuestro guía Aureliano, las calles
volverán a estar secas de nuevo.
-Espero que tengáis razón.
-Puede estar usted completamente segura, señorita Trévelez.
Es muy probable que Fermín tenga razón. Y además, hay algo que
es mucho más importante: estoy seguro de que la palabra de
nuestro guía en lo que hace a clima local es totalmente de fiar. ¿No
es así, cariño?
96
-Pues claro que sí. ¡Miren! Ya ha dejado de llover, y parece que
despeja el cielo por la parte de tierra adentro. - Carmen Ortigosa se
dirigió hacia la parte posterior del hall del hotel, en la que se abría
una gran ventana que daba a un amplio jardín lleno de árboles
frutales y parterres con matas en las que apuntaban numerosas
flores. Y en efecto, por encima de la pared encalada que limitaba al
fondo el jardín, vieron nítidamente una claridad intensa que se abría
paso desgarrando los negros nubarrones que hasta aquel momento
cubrían el cielo. - ¡Miren que preciosa se ve la ciudad al recibir esa
luz del sol a través del desgarro de las nubes!
-Es de verdad muy hermoso el efecto que produce. - Carlos se
situó junto a su esposa y la cogió afectuosamente por el hombro ¿Sabes, cariño? La luz del sol que viene tras de la tormenta tiene una
belleza que va más allá de lo puramente meteorológico o
paisajístico. Es como la luz que viene a veces a nuestra vida tras una
fase borrascosa de la misma.
-Tienes razón. Es como la luz que vendrá a la vida de nuestra
querida Mari Luz cuando logremos que pueda estar de nuevo junto
a su hermano Luis. Después, el recuerdo de estos días sin él quedará
en su memoria como un simple mal sueño. Puedes estar segura,
querida niña, que todos vamos a hacer cuanto sea posible para
encontrar a tu hermano.
-Le agradezco muchísimo sus palabras y toda su ayuda, señora
Ortigosa.
-Te ruego que me llames Carmen, y me trates como una
amiga, o si lo prefieres, como una segunda madre. En realidad, a
Carlos y a mí, al no habernos dado la naturaleza la oportunidad de
tener descendencia, no nos resultó difícil encariñarnos con Luis. No
tan solo resultó ser para nosotros un excelente compañero de
expedición, sino que además vimos en él al hijo que siempre nos
hubiera gustado tener. De manera que en los pocos meses que
pasamos juntos tuvimos la oportunidad de apreciarle. Por ello, Mari
Luz, puedes estar segura de contar con nuestra ayuda, y por
supuesto, también con nuestro cariño.
-Gracias, muchas gracias.
97
-Amigos, permitidme vuestros pasaportes, y mientras seguís
contemplado la belleza del ocaso tras la tormenta me encargaré de
los trámites de recepción. He traído conmigo el pasaporte del
profesor Felices, de modo que en pocos minutos estaremos todos
registrados.
-Me parece perfecto, Pablo. Por supuesto, encárgate de que
Mari Luz y los Ortigosa tengan las mejores habitaciones
disponibles. Nosotros y el profesor podemos conformarnos con
algo menos confortable.
-Creo que podremos conseguir para todos excelentes
habitaciones con baño. Escogí el Trinidad por su fama de hotel
limpio y confortable, y en principio no habrá problema para que
todos nos alojemos en habitaciones de entre las mejores del
establecimiento. Esperadme aquí mientras lo tramito todo en
recepción.
98
III
La lluvia resultó, aunque muy intensa, de muy breve duración.
De modo que, tal y como lo habían anunciado Aureliano y Fermín,
la calle quedó prácticamente seca en poco más de media hora. De
esta forma, el propio Aureliano y el profesor Felices pudieron
incorporarse al grupo, llevando con ellos parte del equipaje. El resto
lo trasladaron del chevrolet al hotel en un par de viajes, y cuando lo
tuvieron todo ordenadamente colocado junto al mostrador de
recepción, Pablo había acabado ya los trámites y tenía junto a él a
un par de diligentes botones dispuestos a acompañarles a sus
habitaciones y a ganarse, con ello, una buena propina.
Para adaptarse lo antes posible al nuevo horario decidieron
que tras instalarse, refrescarse y cambiarse, cenarían temprano en el
propio hotel y se acostarían lo antes posible. De manera que se
dirigieron a sus respectivas habitaciones, emplazándose para un par
de horas después en el comedor del hotel. Y antes de despedirse de
Aureliano, al que Carlos Ortigosa pagó generosamente por su
servicio de transporte, le propusieron contratarle de nuevo como
guía en esta segunda expedición. Aureliano aceptó con gusto volver
a colaborar con ellos, y afirmó que se hubiese ofendido mucho si
no hubiesen contado con él para partir en busca del bueno del
señorito Luis.
Subieron al primer piso del hotel, donde se hallaban las
habitaciones que les habían correspondido, situadas todas en la
misma ala del edificio. Pablo y el profesor Felices se introdujeron
los primeros en una habitación que compartirían, ubicada junto a la
escalera, en tanto que los demás fueron guiados a lo largo del pasillo
por los eficientes mozos hasta sus habitaciones respectivas. En
primer lugar los Ortigosa, después Mari Luz, y finalmente Fermín,
que tras colocar unos pesos en la mano extendida del botones que
le acababa de mostrar su habitación, indicándole de este modo que
podía retirarse, se dispuso a abrir su equipaje y a instalarse en la
estancia. Cerró la puerta y colocó su maleta encima de una pequeña
repisa de madera.
99
-¡Fermín!
Oyó la voz de Mari Luz al otro lado de la puerta, y se apresuró
a abrirle.
-Hola, Mari Luz. Pasa, por favor.
-Gracias. Son bonitas las habitaciones ¿Verdad?
-Sí que los son. ¿Estarás cómoda en la tuya? ¿Te ha escogido
Pablo una buena habitación? Le insistí sobre todo...
-Es magnífica. Después pasa y te la enseñaré. Tiene una terraza
que da sobre el jardín del hotel. Fermín...
-Dime.
-Quería volver a darte las gracias. ¡Has sido tan amable
aceptando participar en nuestra expedición!
-Mari Luz, te aseguro que es un placer para mí el ayudarte.
Quiero ayudarte a encontrar a tu hermano, quiero ayudarte porque
Luis lo merece sin duda, porque todos, tú, los Ortigosa y el profesor
deseáis volver a estar con él, y porque... porque me sentiré feliz si tú
estás feliz.
Mari Luz le miró sonriendo.
-Tenía muchas ganas de volver a estar contigo, Fermín.
-Yo también, Mari Luz.
-Anda, no te entretengo más. Instálate, dúchate, cámbiate, y un
cuarto de hora antes de la cena pasa, que te enseñaré mi habitación.
Y esto diciendo, Mari Luz se inclinó hacia Fermín, apoyó la
mano derecha en su brazo y le besó en la mejilla, hecho lo cual salió
rápidamente de la habitación.
Fermín se entretuvo unos momentos mirando a su alrededor
la estancia, la cama, la pequeña mesa, la silla, una butaca, la mesita
junto a la cabecera, la propia cabecera, las cortinas que cubrían la
puerta acristalada que daba a la terraza. Convino en que, como
había dicho Mari Luz, las habitaciones de aquel hotel eran
realmente magníficas. No excesivamente lujosas, sino agradables,
acogedoras y limpias. ¡Mari Luz! ¡Que muchacha más
extraordinaria! Fermín recordó la primera impresión que le produjo,
aquella mañana, cuando ella se presentó a primera hora en su casa.
La etiquetó de inmediato como poseedora de un gran encanto, casi
100
desprovisto de coquetería. A parte de su hermosura, sus grandes
ojos castaños, su cara y su figura juvenil, su atractivo residía en su
gran naturalidad. Y Fermín se dio cuenta de que Mari Luz
despertaba en él una tremenda simpatía. Le agradaba, en resumen.
Y al salir ella de la habitación un momento antes, pasó por el
pensamiento de Fermín, por un instante, la posibilidad de que ella
también sintiese algo parecido respecto a él. Y al pensar en ello de
nuevo y mirar, apartando la cortina, hacia el jardín y hacia el blanco
paisaje urbano que desde allí se divisaba, Mérida le pareció a Fermín
la ciudad más hermosa del mundo.
101
IV
-No me podía dormir. Es algo que suele ocurrirme cuando
viajo. Después de un día de vuelos y desplazamientos tengo un
poco alterados los nervios y me siento desvelado. De modo que
decidí bajar un rato al bar. Voy a probar si un trago de pulque o de
algo parecido me ayuda a coger el sueño.
-Pablo, yo me permitiría recomendarte que pruebes el mezcal.
En nuestro anterior viaje tuve la oportunidad de sentir sus efectos,
aconsejado por Aureliano, en circunstancias parecidas a las tuyas de
hoy. Ya verás. Camarero, muchacho. Sírvenos dos buenos tragos de
mezcal oaxaqueño. No, no... solos, sin hielo y sin agua. ¿Sal y
limón? Tampoco. Gracias. Aquí tienes.
-Gracias, profesor. Y usted, ¿tampoco podía dormir?
-Bueno, la verdad es que ayer, temeroso de la fatiga que un
largo viaje como el de hoy podría producirme, me acosté poco
después de las ocho de la tarde. Y por lo visto he descansado
sobradamente la pasada noche, porque ahora no me siento
excesivamente fatigado. Y además... además, hay un pequeño detalle
al que voy dándole vueltas en la cabeza, y sobre el que quería
reflexionar antes de acostarme.
-¿Un pequeño detalle?
-Es algo extraño. Me refiero al libro de campo de Luis
Trévelez.
-¿El libro de campo?
-Sí. Ese magnífico libro de trabajo con anotaciones sobre
nuestros hallazgos en la pasada expedición. Ya desde mis primeros
contactos con Luis, cuando era todavía estudiante, observé su
apreciable meticulosidad en la elaboración y recogida de datos. Sus
ficheros de bibliografía eran igualmente dignos de resaltar.
-Pero... ¿Qué hay de extraño en ese libro de campo?
-Fíjate, Pablo, en lo que voy a decirte. ¿Observaste la sorpresa
de los Ortigosa cuando Mari Luz nos mostró ese diario, que
encontró entre las pertenencias de su hermano cuando le llegaron
remitidas desde Yucatán?
102
-Sí, claro. Ellos creían que Luis había marchado con su diario
la noche en que desapareció. Y no recordaban haberlo visto entre
todo aquello que dejó en la tienda al marchar.
-Y yo he mediado diciendo que posiblemente no nos fijamos
bien en su momento.
-Me imagino que eso fue lo que pasó. Que no se fijaron bien.
-Mira Pablo, en realidad yo he dicho eso para no dar más
importancia al asunto. Pero la verdad, debo confesarte algo: estoy
completamente seguro de que, cuando aquella mañana le echamos
de menos, ese diario no estaba entre sus cosas. Te voy a decir aun
algo más. Luis utiliza una mochila reforzada con un compartimiento
estanco preparado especialmente por él, donde puede colocarlo. De
ese modo queda a salvo incluso en el caso de que cayese a un
torrente llevando puesta la mochila. Y ello es porque tiene por
norma llevar junto a él lo que considera una valiosa herramienta de
trabajo. Es cierto que toma anotaciones y borradores en hojas de
papel sueltas, pero para mí que no es menos cierto que cuando Luis
marchó aquella noche, lo hizo con su diario de campo.
-¿Está usted seguro?
-Verás, Pablo. Voy a decirte lo que opino de este asunto. Luis
debió abandonar su tienda en las primeras horas de la noche, puesto
que no llegó ni tan solo a acostarse. Al menos, su saco y su
colchoneta plegados así permiten suponerlo. Y creo que si salió
aquella noche no lo hizo únicamente con la intención de darse un
paseo relajante, puesto que para ello no hubiese precisado su
equipo, su cazadora y su mochila. Estoy seguro que Luis pensaba
dirigirse a algún lugar en concreto. Nada nos dijo aquel día, pero
podemos suponer que había descubierto algo. No sabría decir el
que exactamente... tal vez unas marcas en algún lugar. Sin duda algo
que le motivó lo suficiente como para salir de aquella manera por la
noche.
-Pero profesor, tal vez Luis no les abandonó por su propia
voluntad. En realidad, pudo haber sido raptado o capturado por
alguien, que le habría forzado a salir de su tienda y marchar del
campamento sin poder avisarles.
103
-Al principio pensé en esa posibilidad. De entrada no
podíamos descartar que le hubiesen obligado a dejar el campamento
por la fuerza. Pero la verdad es que las únicas huellas que hallamos
aquella mañana fueron precisamente las de las botas del propio
Luis. Ninguna señal, ningún rastro de sus posibles raptores.
Aquellas huellas, por cierto, mostraban claramente que se había
alejado del campamento siguiendo el sendero por el que habíamos
llegado el día anterior. Y de manera sorprendente, a poco más de
doscientos o trescientos metros de allí las marcas de sus pisadas
prácticamente desaparecían... como si se hubiese introducido en la
selva a partir de aquel punto. Fuera como fuese, la falta de otras
huellas parecen indicar que Luis salió por su propia voluntad aquella
noche. Es por ahora imposible saber que pudo haberle ocurrido.
Pudo perderse en la selva, pudo ser atacado por alguna fiera...
podemos especular sobre ello si queremos. ¿Pero cómo es posible
que su libro de campo haya llegado a España junto con sus
pertenencias? ¿Quién y cuándo pudo ponerlo junto a sus cosas?
Estas preguntas son las que están dando vueltas en mi cabeza.
-Profesor Felices...
-Dime, Pablo.
-No se ofenda usted. Yo creo que la explicación más sencilla es
la que usted mismo ha apuntado durante la cena. El diario de Luis
estuvo en todo momento entre sus cosas y ustedes no se fijaron
bien. Quiero decir que... ¿no cabe la posibilidad de que Luis no lo
llevase consigo?
-Verás, Pablo, esa es la versión que quiero que crean todos de
este asunto. Pero la verdad, que queda como un pequeño secreto
entre nosotros, es que de manera inexplicable ese diario marchó en
la mochila de Luis y posteriormente apareció entre sus cosas.
-Es curioso. Ahora que estoy al corriente de ese extraño viaje
del diario del hermano de Mari Luz me doy cuenta de que ésta no
es la primera circunstancia extraña o peculiar que conozco de este
asunto.
¿Qué quieres decir con ello, Pablo?
104
-Uhm... Pues bien, aunque parezca raro, Mari Luz está
convencida de que su hermano se encuentra a salvo.
-Es un deseo natural en ella, y sin duda lo ha llevado al terreno
de la convicción por su afecto hacia Luis.
-Pero existe el pequeño detalle de que fue el propio Luis
Trévelez el que se comunicó con su hermana durante un sueño, y la
tranquilizó sobre su estado actual.
-¿En un sueño?
-Ya sé que suena algo raro, pero Mari Luz está convencida de
que no fue un sueño normal. Y hay algo más. En su visita al
instituto, en el despacho de Fermín, reconoció en un grabado
policromo a tres personajes que, según ella, acompañaban a Luis
durante el sueño.
-¿Y cómo eran esos personajes?
-Se trataba de un rey y dos sacerdotes con traje ceremonial
maya.
-Por lo que poco que conozco a esa chica no me parece una
embaucadora.
-Yo creo que es sincera en lo referente a su sueño.
-En realidad, Pablo, yo no veo misterio en ese sueño. Ella
desea ver a su hermano a salvo, y sabe que marchó a Yucatán en
busca de restos mayas. Con esas premisas su subconsciente elabora
un sueño que aplaca el sufrimiento de la incertidumbre de no saber
nada de Luis. No es el primer caso de este tipo de ensoñación del
que tengo noticia.
-Profesor, le confieso que yo pensé lo mismo en su momento.
Hasta que Fermín y Mari Luz me contaron lo de su visita al viejo
Quimet.
-¿Quién es ese Quimet?
-Por lo visto es una especie de pastor que vive en una zona
rural, cuidando animales y fabricando artesanalmente carbón
vegetal. Le visitaron una mañana junto con los Soler, unos amigos
de Fermín. Luis había estado un par de años atrás por aquellos
lugares, y Fermín pensó que cabía la posibilidad de que ellos
recordasen algo de interés con relación a sus planes futuros, algo
105
que de alguna manera sirviese de pista sobre los motivos que en
definitiva llevaron al joven a marchar de la compañía de ustedes
aquella noche. Pues bien, por lo que hace a esa visita hay tres
detalles que me parecen ahora sumamente curiosos.
-¿Cuales son esos detalles?
-El primero es que Luis había estado también en la cabaña del
viejo pastor durante su estancia en Cataluña dos años atrás. El
pastor le recordaba muy bien. El segundo es que ese tal Quimet, al
parecer, en los últimos tiempos ha descubierto una suerte de poder
paranormal que le lleva a predecir hechos que ocurrirán en un
futuro más o menos próximo, o a saber de personas que se hallan
lejos. Y el tercero, sin duda el más peculiar, que Quimet también ha
visto en sueños a Luis Trévelez.
-¡No me digas!
-Predijo, además, que Mari Luz pronto va a reunirse con su
hermano.
-Pablo, espero que hables en serio.
-Profesor, yo no estuve en esa cabaña aquel día, pero Fermín
me ha referido todo lo que ahora le cuento, y estoy seguro que no
fabularía sobre algo así.
-Mira, Pablo, no te ofendas, pero creo que esa jovencita ha
influido de forma considerable sobre nuestro común amigo Fermín.
Quiero decir que él está muy predispuesto a creer aquello que vaya
en sintonía con las hipótesis de Mari Luz.
-No, no. Es cierto que Fermín está... digamos que muy bien
predispuesto hacia ella. Eso es algo que salta a la vista. Desde el
primer día pude observar que congeniaron extraordinariamente.
Pero en lo que hace al tema de la desaparición de Luis, Fermín no
puede dejar de lado su vena de científico y estudioso. Aceptó que la
intuición de Mari Luz era una buena señal, y se tomó las palabras
del pastor en ese mismo sentido. Pero hay algo que aun no le he
dicho.
-¿Qué es ello?
-Quimet afirmó por lo visto que Luis está a salvo, rodeado de
unas gentes que visten con extraños trajes, algunos adornados con
106
plumas coloreadas. Por supuesto, hay que creer que ese pastor no
ha oído hablar en su vida de mayas, ni incas, ni olmecas ni nada
parecido.
-Pero sí pudo haber visto alguna vez en el cine alguna película
que mostrase gentes parecidas, y ello puede haber alimentado su
imaginación.
-Pero fíjese usted en la coincidencia. Mari luz nos habla de
unos personajes que visten como mayas. Y Quimet refiere unas
gentes que visten, también, como indios mesoamericanos.
-Es curioso... sí, es curioso. Dejando de lado el punto
inexplicable de como han podido ver esas cosas, nos queda esa
coincidencia en las descripciones. De modo que, de creerles, tal vez
Luis se encuentre en algún poblado maya. Por lo que vimos en
algunos lugares del Petén de Guatemala, y luego en Méjico en el
estado de Chiapas y también en Yucatán, es posible que en la
espesura de la selva, en especial en las montañas, existan aldeas
perdidas y prácticamente ocultas, a las que tan solo en contadas
ocasiones lleguen los habitantes de las zonas civilizadas... y digo
civilizadas por decirlo de alguna manera. En realidad, tan civilizados
podemos considerar a los mayas de los siglos...
-Un momento... ¡detrás de aquellas cortinas!.
-¿Qué ocurre?
-Voy a ver.
Pablo se levantó bruscamente y se dirigió hacia las cortinas que
cerraban una de las puertas del salón bar. Las descorrió y vio que
daban a otro salón, vacío y sin luz en aquel momento. Miró en
todas direcciones, y se sobresaltó al oír un ventanal que, impulsado
por el ligero aire de la noche, golpeó contra su marco. Pasó un
pensamiento por su mente con rapidez y corrió hacia la ventana, la
abrió, y miró al exterior. No vio prácticamente nada, pues aquella
ventana daba a la parte más obscura del jardín.
-¿Qué ocurre? - El profesor Felices había llegado en aquel
momento junto a Pablo.
-Me pareció que había... Sssst... ¿Qué ha sido eso?
107
-Ha sonado como un ruido metálico ahí enfrente, en la tapia
del jardín. Creo recordar que hay en ese lugar una verja con una
puerta. Tal vez el viento la ha hecho golpear.
-O tal vez alguien ha salido por ella.
-Tal vez. Pero dime ¿qué pasaba por fin?
-Si le he de decir la verdad, no estoy seguro. Pero vi por dos
veces moverse la cortina mientras hablábamos. Pensé que alguien
estaba tratando de escuchar nuestra conversación.
-No sé a quien podría interesar nuestra plática. Supongo que
fueron ramalazos del viento que entra por esta ventana los que
agitaron la cortina. Vamos, volvamos a la otra sala.
Regresaron de nuevo a la mesa donde habían estado sentados,
próxima a la barra del pequeño bar del hotel. Pablo apuró el
contenido de su vaso, y a continuación sacó de su bolsillo derecho
su voluminoso reloj, aquel que había llamado la atención de Mari
Luz el día en que le conoció en el instituto. Miró la hora y lo volvió
a guardar.
-Creo que empieza a hacerme efecto el mezcal oaxaqueño. Y
se va haciendo ya bastante tarde. Sería bueno empezar a pensar en
el lecho acogedor que nos aguarda en la habitación.
-Va siendo hora de retirarse, es verdad. Pero antes, Pablo,
podrías hacerme un favor.
-Por supuesto.
-He visto que llevas una pequeña agenda o libretita donde vas
anotando diversas cosas. Has anotado los diversos puntos del plan
de trabajo que tenemos para mañana. Refréscame, si es posible la
memoria. ¿Cómo hemos quedado? ¿Qué me corresponde hacer a
mí?
-Muy sencillo. Veamos... Fermín y yo vamos a ir a visitar al
doctor Blas Campos en el Hospital Infantil. Es muy posible que
mañana ya nos esté esperando cuando nos presentemos allí, puesto
que desde Barcelona deben haberle anunciado nuestra visita. Por
otro lado están Mari Luz y la señora Ortigosa. Ellas van a
encargarse de algunas compras. Por último, Carlos Ortigosa y usted
108
se encontrarán con Aureliano para preparar los aspectos logísticos
de la expedición.
-Muy bien, Pablo, gracias. Uhm... creo que tienes razón... el
mezcal está haciendo su efecto, y noto los párpados cada vez más
pesados. Ha llegado el momento de retirarse.
109
V
La catedral de Mérida, en la que algunos han querido ver el
reflejo de la influencia árabe en España, por la presencia de sus dos
altas torres situadas a ambos lados de la fachada principal, se
encuentra en el lado oriental de la magnífica Plaza Central. De
manera que, por la mañana, una acogedora sombra mantenía el aire
fresquito en la amplia acera frente a la renacentista entrada del
templo. Y varios grupos de turistas, con sus planos y sus máquinas
de fotos, se encontraban en aquel lugar mirando el singular edificio
con aquella especial emoción que produce cualquier monumento,
iglesia o paisaje cuando es visitado con motivo de unas vacaciones,
pero acrecentada sin duda en este caso por la curiosidad de ver en
aquellas piedras la impronta de dos culturas. En efecto, si ahora
constituían en verdad un soberbio y hermoso templo de aire
renacentista, no era menos cierto que antes habían formado parte
de bellos monumentos mayas, de los que los españoles las habían
tomado para construir la iglesia. Al servicio de Kukulkán en el
pasado, al servicio de Jesucristo en el presente.
Pero no todos los que se encontraban aquella mañana frente a
la fachada principal de la catedral podían considerarse admiradores
de su arte. En efecto, uno de ellos pasó por allí sin detenerse ni
siquiera un momento a disfrutar de la belleza del edificio. El
individuo en cuestión era un hombre de unos cincuenta años, algo
obeso, de piel cetrina, bigote recto, vestido con un traje fresco y
veraniego, de colores claros, y tocado con un sombrero "panamá".
Pasó entre los grupos de turistas como si no estuviesen allí, y
penetró decidido a través del amplio umbral de la catedral.
Una vez dentro del recinto, tras quitarse el sombrero, se
detuvo unos instantes, seguramente para dar tiempo a que su vista
se adaptase a la luz, mucho más débil allí dentro que en el exterior.
Tal vez por un momento pasó por su mente la razonable idea de
quitarse también las gafas de sol con que cubría sus ojos, pues llevó
la mano hacia las mismas. Pero tras dudar unos segundos, decidió
permanecer con ellas puestas.
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Cuando comenzó a distinguir con suficiente claridad, avanzó
por uno de los corredores laterales entre las hileras de bancos de
madera, hasta alcanzar la proximidad de uno de los altares. Allí,
sentado en un rincón, se encontraba un hombrecillo enjuto, vestido
con un vieja prenda de color blanquecino, un huipil algo ajado, que
apenas guardaba ninguno de los bordados de color que en algún
momento llevó en el pasado. Le cubría además el cuerpo en
bandolera una pieza de vieja tela, como una amplia cinta, de color
rojo y azul en bandas alternas. Y entre las manos, apoyada en sus
rodillas, sostenía una prenda de forma embudiforme, con un par de
cintas de colores apagados. No era otra cosa que el viejo sombrero
con el que cubría su cabeza antes de llegar a aquel lugar.
-¿Por qué me llamaste, viejo jaleb?- Musitó el recién llegado,
tras sentarse a escasa distancia del hombrecillo.
-Este viejo perro, como usted le llama, puede que merezca
mejor trato que ese. Tengo noticias de algo que puede interesarle. La voz salió como un murmullo por debajo del negro bigote casi
filiforme de aquel hombrecillo.
-¿Tiene que ver con la antigua estela?
-Pudiera, no más, estar equivocado. Ayer, casi por casualidad,
sorprendí a unos extranjeros platicando sobre alguien al que van a
buscar muy pronto, pues está extraviado o perdido en medio de la
selva.
-Uno de tantos gringos que se extravían en la selva... ¡Qué
tontería!
-No uno cualquiera... un profesor.
-¿Un sabio?
-Para usted podría ser un sabio. No para mí, que tengo solo por
sabios a los ancianos y ancianas de mi pueblo.
-¿Y que hay, no más, de ese wise man?
-Los hombres que le van a ir a buscar hablaron de no sé que
diantre de pistas, que parecen mostrarles que su manito se haya en
algún sitio donde habitan mayas. Hablaron de un rey y dos sabios,
sobre algo que no entendí de un grabado y un sueño.
111
-Aristeo, viejo coyote, eso que dices suena interesante. ¿Será
posible que ese scholar haya logrado lo que yo no he podido
conseguir en tantos años? Si fuese así... ¡Cuate! Toma, y procura
averiguar más sobre ese sabio y sus amigos. Cuando te enteres de
algo más concreto, me lo haces saber.
-Gracias, señor. - El enjuto hombrecillo tomó los billetes que
discretamente el otro le ofreció, y los colocó con presteza bajo
aquella sucia bandolera que le cubría. - Confiad en vuestro fiel
Aristeo.
-Ándale ya, pues. Hasta pronto, Aristeo.
-Hasta muy prontito, espero, señor.
Y tal y como había llegado, con su "panamá" o "jipijapa"
calado, con paso algo descuidado, sin volver la cabeza, aquel
hombre marchó de la catedral de Mérida sin detenerse ni siquiera
un instante a contemplar el recio estilo renacentista de la fachada, y
sin dedicarse ni siquiera unos minutos a buscar entre sus piedras
alguna de aquellas que aun hoy en día muestran en su superficie las
entalladuras del relieve de algún glifo maya.
112
VI
Pablo y Fermín encontraron con facilidad el Hospital Infantil
de Mérida a pocos quilómetros al norte de la ciudad. Se trataba de
un pequeño centro pediátrico de cuatro plantas de altura y algo más
de una hectárea de extensión, complementado con dos pequeños
edificios de menor alzada, situados a ambos lados del edificio
principal. El edificio menor, situado a poniente, era de paredes
lisas, apenas sin ventanas, y del mismo surgían una serie de
chimeneas por las que emanaban leves columnas de humo. Todo
hacia pensar que en aquella parte del complejo se hallaban las
cocinas y los servicios de climatización. El otro edificio anexo, de
una sola planta, parecía de lejos un peculiar vagón de ferrocarril, por
la presencia de una serie de ventanas, todas iguales, acristaladas y
cubiertas por el interior con cortinas de colores vivos. El edificio
central, que era el hospital propiamente dicho, tenía capacidad para
mantener hospitalizados cerca de doscientos niños. Contaba con
laboratorios, quirófanos, y los demás servicios generales de un buen
hospital, y tenía fama en la región de ser un lugar en el que el trato
que recibían tanto los enfermitos como sus padres o familiares, era
siempre muy amable y correcto. De ello se vanagloriaban los
miembros del staff, y era una constante en las inquietudes del
doctor Blas Campos, el director médico, que aquella fama no se
echase a perder y por el contrario, se mantuviese o acrecentase cada
día un poco más. Desde que acabó la construcción de aquel
pequeño hospital, financiado en buena parte con fondos de la
UNICEF, y destinado especialmente al estudio y al tratamiento de
las enfermedades infecciosas y parasitarias en la edad infantil, el
doctor Campos se había hecho cargo del laboratorio de
microbiología y parasitología, y desde hacía un par de años
ostentaba también la dirección médica del centro.
Pablo y Fermín llegaron hasta allí poco antes de las diez de la
mañana, en un taxi que les dejó frente a la gran entrada acristalada
del mayor de los edificios. Entraron en el pequeño vestíbulo del
hospital y se dirigieron al mostrador de recepción, donde se
113
presentaron y preguntaron a continuación por el doctor Campos. Y
apenas dos minutos más tarde le vieron aparecer, bajando por la
escalera desde la planta superior. De estatura regular, algo
corpulento, y no más de cuarenta años de edad, era un auténtico
ejemplar de mejicano, con un voluminoso bigote a lo Pancho Villa,
cabello corto, negro y lacio, piel algo cetrina y unos ojillos negros de
mirada viva, y en cierto modo pícara. Vestía con una camisa de
elegantes dibujos coloreados, y llevaba puesta una bata blanca
impecablemente lavada y planchada.
-¡Mis buenos amigos! ¡Qué placer recibir la visita de ustedes! Y
que honor, también. La fama de su excelente instituto allá en
Barcelona nos llegó incluso a este humilde hospital de Yucatán.
-¡Doctor Campos! También para nosotros es un placer el
visitarle. Permítame presentarle a Pablo Guerreiro, mi segundo en el
laboratorio.
-Encantado, Pablo. Pero, por favor, amigos míos, llámenme
Blas, así, no más, sin cumplidos. Pero vengan, vénganse conmigo.
Vamos a mi despacho. Roberto, para cualquier cosa que fuera yo
menester, voy a estar reunido con estos señores en mi despacho.
¿Les apetecerá que nos tomemos un café? ¿Sí? Lindo, pues.
Encárganos unos cafesitos y haz que nos los lleven allí en unos
minutos.
Y mientras les guiaba hacia el laboratorio donde tenía ubicado
su despacho, el doctor Campos fue comentándoles acerca de la
ventaja de tener pacientes de prácticamente todo el país, puesto que
ello le había permitido tener excelentes amigos en todas partes. Y
precisamente de los padres de un niño de San Cristóbal de las
Casas, ingresado el año anterior - y felizmente restablecido de una
disentería - obtenía un excelente café, cultivado en el estado de
Chiapas, café que en pocos minutos tendrían la fortuna de degustar.
-Pasen, amigos, y tomen asiento. Y no sufran ustedes ahorita
por mi trabajo. He concluido los pases de visita que hacemos
conjuntamente con los médicos de planta. Así que, como quien
dice, dispongo de un par de horitas largas hasta que salgan del
laboratorio los primeros resultados. Tomen estas sillas... Fermín,
114
siéntate en esta... esta otra para ti, Pablo. ¡Ah! Aquí tenemos
nuestros cafesitos. Ándele, muchacho, entre y déjelo todo encima de
la mesa.
Un joven camarero entró en la estancia, llevando en las manos
una bandeja rectangular, que por su aspecto parecía hecha con tiras
de henequén entrelazadas o un material similar. Sobre la bandeja
portaba tres hermosas tazas de cerámica. Llevaba también un
voluminoso azucarero y una jarra de la que escapaban tenues
volutas de vapor con un agradable aroma a café. Colocó las tazas,
cada una con su plato y cucharilla, frente a cada uno de ellos, y
depositó en el centro de la mesa el azucarero y el recipiente con el
café. Hecho esto, agarrando bajo un brazo la bandeja, se retiró
dando cortos pasitos hacia atrás y sonriendo sin decir palabra. Hizo
una leve inclinación, y desapareció tras de la puerta.
-Antes que nada, amigos míos, voy a servirles una taza de este
magnífico café del que les hablé. Les recomiendo que no le vayan a
poner demasiado azúcar. El aroma natural y el gusto excelente de
esta infusión merecen que no se les oculte.
Esto diciendo, el doctor Campos sirvió una generosa ración de
café en las tazas de Fermín y Pablo, y en la suya propia. Se sirvió
apenas una punta de la cucharilla de azúcar, y mientras ellos lo
añadían a su gusto en sus tazas, agitó suave y lentamente la negra y
aromática infusión. Se detuvo al cabo de un minuto, y llevó la taza a
sus labios. Bebió un trago, y paladeándolo con agrado, se recostó en
su butaca.
-Hablemos, amigos míos. Pocas cosas hay que me agraden
tanto como los ratos de descanso en que puedo degustar un buen
café, cómodamente sentado junto a mis amigos... y mantener, de
este modo, lindas pláticas.
-Debo confesar que este café es excepcional. Nada tiene que
envidiar a los que se producen en países más al sur, como Colombia
o Brasil.
-Yo incluso diría, Fermín, que este agradable café supera a
algunos de los que en ocasiones he probado procedentes de países
115
con tradición y fama cafetera. Realmente, amigo Blas, invita a
tomarlo relajadamente.
-Y como dices, es el complemento adecuado para mantener
una agradable conversación, tranquilamente sentados alrededor de
la humeante cafetera. Y ya que hablo de conversación, voy a
exponerte el motivo de nuestra visita. No sé si te dieron detalles
desde el Instituto.
-Únicamente me avisaron de la llegada de ustedes hoy. Pero,
dime, Fermín, en que puedo ayudarles.
-Podríamos decir que este viaje era para mí una asignatura
pendiente. Estuve en Yucatán en un par de ocasiones hace como
diez años, con motivo del congreso de la Sociedad Internacional de
Microbiología, y con ocasión de una reunión de trabajo de la
comisión de Paludismo de la OMS. En aquel entonces pude dar
inicio a una serie de estudios que quedaron en cierto modo
incompletos. Y en los últimos años han sido numerosas las
ocasiones en que me ha pasado por la mente el regresar de nuevo.
Y por fin se me presentó la oportunidad de hacerlo, con motivo del
viaje que nos ha traído hasta aquí a Pablo y a mí. Claro que...
Bueno, debo confesarte que en principio no entraba en nuestros
planes esta visita a vuestro excelente hospital. Simplemente por que
yo ignoraba hasta ayer mismo que existiese este centro de referencia
en medicina tropical tan cerca de Mérida.
-Lo entiendo muy bien. Nuestro hospital es muy nuevito.
Cuando tú estuviste aquí la última vez no estaba a buen seguro ni
en proyecto. Y casi todos los chamaquitos que tenemos ahorita
ingresados, ni siquiera habían nacido.
-Sin embargo, y afortunadamente, nuestro ilustre colega y
común amigo el profesor Van Moer nos hizo saber de ti y de tu
hospital y nos recomendó esta visita.
-¡Un hombre magnífico el profesor! Tuvimos el honor de
tenerle aquí entre nosotros hace pocas semanas. Una estancia de
provecho para todos. ¡Aun lo recuerdo, sentado ahí en la silla,
platicando con su habitual agudeza, saboreando una taza de café!
Fue una experiencia muy linda el tenerlo albergado entre nosotros...
116
Por cierto, ¡Qué olvido, amigos míos! ¡No había pensado en su
alojamiento! ¿Tienen ustedes un buen hotel? Puedo ofrecerles una
habitación en el pequeño edificio anexo al hospital. Es como un
sencillo hotelito destinado a las mamás de algunos de nuestros
chamaquitos.
-Muchas gracias por tu ofrecimiento, pero estamos alojados
junto a unos amigos en un buen hotel de la capital.
-Como dice Pablo, tenemos ya solucionado ese tema. Pero
creo que debo aclarar un poco las cosas con relación a nuestra visita
a Yucatán. Podríamos decir que nuestro viaje es algo peculiar. No
podemos por el momento realizar un stage en vuestro magnífico
hospital, aunque es algo que sin duda haremos en otra ocasión con
sumo agrado y provecho. Pero en este momento, ni la medicina ni
la microbiología son el motivo principal que nos ha traído desde
España hasta aquí. En realidad estamos embarcados en una
expedición que tiene el propósito de hallar la pista de Luis Trévelez,
un joven arqueólogo e historiador que desapareció hace algunas
semanas en el espesor de las selvas que cubren las tierras
meridionales de la península. Dado que por ese motivo teníamos
que emprender este viaje, decidí que podíamos matar dos pájaros de
un tiro, aprovechando para hacer algún tipo de trabajo médico
durante nuestra estancia aquí, en vuestra tierra.
-¿De modo que van ustedes a participar en una especie de
expedición de rescate o búsqueda?
-Así podríamos llamarla. Y claro está, las posibilidades de
prospección de datos epidemiológicos sobre patologías locales,
dependerán de la ruta que vayamos a seguir en esa expedición. Mi
idea es recoger datos sobre el terreno de la presencia de
determinadas parasitosis y hacer como una pequeña encuesta
epidemiológica. Y aquí viene donde te pedimos tu colaboración. De
acuerdo con la ruta por la que pensamos desplazarnos, podrías
indicarnos cuales son las patologías que de forma más probable
vamos a encontrar.
-¿Cuál va a ser esa ruta?
117
-Aunque no es algo definitivo, puesto que somos varios los
participantes en la expedición y debo someter a su opinión mi
proyecto, mi intención es reproducir la ruta que siguió hace unos
meses el propio Luis Trévelez, en su viaje de estudio arqueológico.
-¿Arqueológico? ¿Cuál era la finalidad de ese viaje?
-En líneas generales Luis Trévelez se proponía estudiar en
detalle determinados asentamientos mayas, en especial los
correspondientes al período clásico. Por lo visto buscaba lo que, en
forma resumida podríamos llamar el legado cultural perdido del
pueblo maya.
-¡Qué interesante! Miren, amigos. Creo que antes de decidir
nada más, deberían ustedes platicar con don Arcadio Botín.
-¿Arcadio Botín?
-Es... ¿cómo se lo diría? Es un filósofo, un humanista, un
hombre muy culto. Don Arcadio, al que me honra decir que me
une una buena amistad, es un eminente arqueólogo ya retirado.
Dejó hace algunos años el trabajo de campo en los sitios
arqueológicos, para reemplazarlo por un merecido descanso en una
hermosa propiedad que disfruta en las afueras de la ciudad. De vez
en cuando nos vemos al atardecer en algún café en Mérida, y les
aseguro que sus pláticas son una fuente de saber y de sentido
común. Tiene un gran conocimiento del pasado de nuestra tierra, de
su presente, y a veces creo que también una clara visión de lo que
nos puede deparar el futuro. Como estudioso activo de la
arqueología del pueblo maya que fue en su momento, estoy seguro
que se interesará muchísimo por ese asunto de la desaparición de un
colega. Antes de embarcarse en esa expedición que dicen ustedes
que van a llevar a cabo, deberían exponerle el asunto a don Arcadio.
De seguro que sus consejos les han de ser de utilidad para trazarse
la ruta más adecuada. Y sobre esa ruta ya nos plantearíamos
después las posibilidades de estudio médico. De modo que si nos
les parece mal, vamos a ver si puedo concertarles una entrevista con
don Arcadio.
-Nos parece una idea excelente.
-¡Más que excelente, magnífica!
118
-No te sorprenda el entusiasmo de Fermín. Él no te lo ha
dicho, pero es un gran aficionado al estudio de las culturas antiguas,
y creo que, sin riesgo de equivocarme, puedo también calificarlo de
mayólogo experto.
-Meramente aficionado, Pablo.
-¡Ah! En ese caso de ninguna manera podemos dejar pasar la
oportunidad de que conozcas a don Arcadio. Vamos a ver...
precisamente esta tarde estaba citado con él, para una de nuestras
ocasionales tertulias, en un lindo café del centro de Mérida. Si
vienen ustedes podríamos pasar allí un buen rato. Podríamos
incluso cenar juntos. Tienen - a parte de un excelente café - una
gran variedad de bebidas y comidas, y el mejor surtido de antojitos.
-¿Antojitos?
-Creo que ustedes les llaman tapas.
-Me parece una idea excelente. Y creo que los demás van a
estar de acuerdo. Cenaremos todos allí.
-¿No habrá inconveniente en que vayamos todos? Quiero
decir que tal vez haya que reservar mesa.
-No hay problema, Pablo. ¿Cuantos son ustedes?
-Nosotros dos, Mari Luz, el profesor Felices y los Ortigosa.
Seis personas en total.
-Ya me ocuparé de que tengamos un buen lugar. ¿Qué les
parece si quedamos a eso de las siete y media?
-De acuerdo.
-Pues a esa hora les espero en el Café Prosperidad. De modo,
amigos, que creo que podemos ahora posponer toda decisión sobre
los aspectos médicos de su expedición hasta ver que resulte de
nuestra reunión con don Arcadio.
-De acuerdo, de acuerdo. Y... ya que estamos aquí, y puesto
que no hemos de regresar a Mérida hasta mediodía, podrías
enseñarnos un poquito tu laboratorio.
-Naturalmente. Pero antes vamos a saborear una segunda taza
de este excelente café.
Y esto diciendo, el doctor Blas Campos tomó la jarra, y volvió
a llenar las tres tazas con la negra y humeante infusión. A
119
continuación, echando un poco más hacia atrás el respaldo de su
cómoda silla, llevó su taza a sus labios, y comenzó a beber a
pequeños sorbos su café.
120
VII
Cuando aquella misma mañana Carlos Ortigosa y el profesor
llegaron a casa de Aureliano, éste no se hallaba allí. Su esposa, una
diminuta mujer de rasgos netamente mayas, como el propio
Aureliano, salió a la puerta a recibirles. Iba vestida con una sencilla
blusa blanca y una larga falda de tejido basto de tono gris, y llevaba
el cabello, aun totalmente obscuro, recogido en dos largas trenzas.
Una sonrisa dulce iluminó su cara, en la que numerosas arrugas por
todas partes daban idea de que en algunos momentos de su vida
había tenido que pasar penalidades y esfuerzos notables.
-¡Profesor, señorito Carlos! Pasen, por favor, pasen. Aureliano
ya me dejó dicho que posiblemente vendrían ustedes. Suban a la
terraza, detrás de la casa. Por aquí... Siéntense ustedes, pónganse
cómodos.
-¡María! ¡Qué alegría verla de nuevo! Vamos adentro, sí. Y
bueno... ¿Dónde está tu marido?
-Salió esta mañana muy temprano. Ha marchado con el
chevrolet a Progreso, a llevar un grupo de gringos que van a pasar allí
unos días. Pero no creo que tarde ya mucho en llegar.
-¿Y donde se han metido vuestros nietos?
-Los chamaquitos están todos en una fiesta que organizan en
la escuela de la iglesia. Van a comer hoy allí. Y díganme, ¿qué les
apetece tomarse? ¿Les sirvo un refresquito, o un tequila?
-A mí me va el refresquito ¿De qué será?
-Le puedo servir un buen vaso de pozole.
-¡Perfecto!
-¿Y a usted señorito Carlos?
-¿Que maravilla es esa del pozole?
-Póngale, póngale también a don Carlos un vaso de pozole.
Vas a tener la oportunidad de probar una bebida maya, cuyo origen
se pierde en la noche de los tiempos. Como no podía ser de otra
manera en esta tierra, en su preparación se utiliza el maíz.
-¿El maíz?
121
-Así es, Carlos. El maíz, hinchado con agua y luego molido. Es
como una versión yucateca de las aguas de diversos cereales que se
preparan en nuestra vieja Europa desde hace milenios. Desde el
primitivo kikeón griego, a nuestra habitual agua de cebada.
-Ya no tan habitual. Nuestros niños y jóvenes han ido
cambiando la zarzaparrilla y el agua de cebada por bebidas más
modernas como la coca-cola.
-Igual pasa aquí en Yucatán. Nos van invadiendo esos brebajes
yanquis. Tengan, sus vasos de pozole.
-Muchas gracias, María. Pero bueno, haz el favor de sentarte
aquí con nosotros. Total, si tienes a los nietos colocados, no tendrás
demasiado trabajo en la cocina. Y supongo que vuestros hijos
deben estar, como siempre, trabajando en el campo. Recuerdo que
no aparecían por aquí hasta el anochecer.
-Está bien, me sentaré un ratito. Pues sí. Los dos muchachos,
Manuel y Augusto, y sus dos mujeres, están ahorita mismo en las
milpas. Por cierto, que en sus pocos ratos libres están
construyéndose unas casitas justo aquí al lado. Miren ustedes, ahí,
junto al camino.
Miraron hacia donde la buena mujer les indicaba. La casa o
ranchito de Aureliano y su familia, una sencilla vivienda de dos
plantas, estaba situada en las afueras de la ciudad. Desde la terraza a
la que habían subido para tomar los refrescos al abrigo de un toldo
de hojas de palma, vieron que en el límite de la granja familiar, que
rodeaba por tres cuartas partes al sencillo ranchito, se estaban
edificando otras dos sencillas viviendas algo menores, y junto a ellas
se veían a medio levantar una serie de vallas que indicaban que cada
una de ellas contaría en el futuro con su pequeña granja, donde
poder criar algún cerdo o algún ave de corral. Más allá, a pocos
metros de las granjitas, se observaban amplios espacios plantados
de maíz. En medio de aquellos sembrados se hallaban trabajando en
aquel momento los dos hijos de Aureliano y María, junto a sus
esposas.
122
-Nuestra casa se estaba haciendo pequeña ¿comprenden? Pero
muy prontito tendremos ya a nuestros hijos cada uno en su propio
hogar.
-Los tendrán ustedes muy cerca.
-¡Ah! ¡Y cuanto que me alegro de ello! Así podremos seguir
ayudándoles con los nietos. ¡Y bien que se lo merecen! Desde que
ellos se hicieron cargo de las milpas, Aureliano se ha podido dedicar
a lo que más le agrada, a guiar a turistas y todo eso. Por cierto, creo
que ustedes van a llevárselo otra vez.
-María, tienes un marido que es un guía extraordinario. Resultó
un magnífico colaborador en nuestro anterior viaje, cuando nuestro
objetivo era simplemente el estudio de las hermosas ruinas de
vuestros antepasados.
-Quiere usted decir, profesor, que ahorita que lo que buscan es
al señorito Luis, aun le necesitarán más.
-Más o menos eso es lo que quería explicarte.
-Amigos míos, don Carlos, profesor... Saben que estoy
orgullosa de que mi Aureliano pueda serles útil... Y, para que
engañarles, los buenos pesos que se ganó con ustedes nos fueron
muy, pero que muy bien. No solo alcanzaron para la compra del
chevrolet, sino que nos permitieron hacer algunas reformas.
-¡Cómo me alegro! ¿Cuales fueron esas reformas?
-Miren ustedes...
La buena mujer les señaló un alto palo de madera, situado
como a veinte metros de allí, hasta el que llegaban unos cables
procedentes de la ciudad. De ese poste, tras pasar por unos grandes
aisladores de cerámica blanca, los cables descendían hasta la pared
de la vivienda.
-¡Tienen ustedes electricidad!
-Sí. Pudimos costearnos la instalación. Y no solo eso. Ahorita
mismo están ustedes beneficiándose de nuestras mejoras. Su pozole
está tan fresquito porque no más recién lo saqué de nuestra
fresquera eléctrica.
-De modo que tenéis nevera.
123
-Y más cosas. En el piso bajo, en el comedor grande donde
cenamos todos juntos normalmente, en la cocina, y en las
habitaciones, en todas hemos puesto luz eléctrica.
-¡Eso es magnífico, María!
-Mis nietos y nietas están encantados. Los mayorcitos saben
leer, y a los pequeños poco les falta. Y se traen libros de la escuela, y
los leen aunque sea de noche. Pero miren, miren... ahí llega
Aureliano. Ya les ha visto. En un momento estará aquí arriba.
¡Virgencita! ¡No viene solo! ¡Miren, miren! ¡Doñita Carmen! ¡Y una
linda joven!
En efecto, Aureliano había aparcado el chevrolet a pocos metros
del ranchito, y había bajado apresuradamente para poder abrir una
de las puertas posteriores, y de ese modo ayudar a bajar a sus dos
pasajeras, que no eran otras que Carmen Ortigosa y Mari Luz.
-¡Qué agradable sorpresa! Como me alegro de poder ver
también a su esposa, don Carlos. Y esa muchacha... no me digan
nada... es igualita que el señorito Luis. ¿Es su hermana?
-Sí, María. Ha venido con nosotros a Méjico en busca de su
hermano. Pero creo que ya suben por la escalera... aquí les tenemos.
Carmen Ortigosa llegó la primera, llevando a Mari Luz de la
mano. Tras de ellas, Aureliano, con su sonrisa de buen niño.
-Miren quienes les traigo.
-Cariño, que sorpresa. No os esperábamos por aquí. Dame un
beso. Señorita Trévelez, conoce ya usted a nuestro magnífico guía,
Aureliano. Pues aquí tiene usted a María, la digna compañera de tan
excelente hombre.
-Encantada, señora.
Mari Luz tendió la mano a la buena mujer, sonriendo. Y María
la tomó entre las suyas y la besó.
-Es usted una muchacha muy dulce y muy linda. Su hermano,
el señorito Luis, me habló de usted.
-¿Le habló de mí?
-Sí, mi niña. Y muy bien, por cierto. Y me dijo que usted era
muy linda. Pero no pensé que lo fuese tanto.
124
-También usted debe de haber sido muy hermosa de joven.
Aun ahora es una hermosa mujer.
-¡Ay, mi niña! Sí que fui linda... mi Aureliano se lo puede decir.
Aunque ahora, a mis años... Pero, por favor. Tomen asiento todos.
Les voy a traer un refresco. ¿Y les apetece algún antojito?
-Trae más pozole para las señoras, y ponte tú también un vaso,
María. Pero a mí tráeme un tequila... Y, sí, tienes razón, tráenos
también algún antojito. Unos chiles, tomate y aguacate, por
ejemplo.
-Y bien, Carmen. - Carlos Ortigosa acercó unas sillas a la mesa
situada en el centro de la pequeña terraza, y acomodó en ellas a las
recién llegadas, al tiempo que Aureliano se sentaba en otra silla,
junto al profesor, al otro lado. - ¿Cómo ha sido encontraros con
Aureliano?
-Nos ha recogido hace unos minutos, frente al hotel.
-Sí. Estábamos a punto de entrar en el hotel, de vuelta de
pasear un rato por los alrededores del mercado de Chetumalito,
cuando nos vio al pasar enfrente con su chevrolet. Nos dijo que había
quedado en su casa con vosotros, y que podía traernos hasta aquí. Y
aquí estamos. Por cierto, que antes de subir al coche, nos vio uno
de aquellos amables jóvenes botones del hotel, y salió corriendo a
darnos un recado. Por lo visto, Pablo y Fermín nos han llamado
esta mañana desde ese hospital que pensaban visitar.
-¿Y cual era el recado?
-Bien, aunque Mari Luz lo explica de esa manera, lo cierto es
que Fermín había llamado y dejado un recado personal para ella. Carmen miró a Mari Luz sonriendo, y le guiñó un ojo. - No seas
egoísta. Déjanos ver el mensaje. Lo llevas ahí, dentro del bolso.
Mari Luz sacó un papelito de su bolso, y se lo pasó a Carmen.
- Dice así: A la atención de la señorita Mari Luz Trévelez: Querida
Mari Luz. Si ves a los demás - los Ortigosa o el Profesor Felices - diles, por
favor, que aplacen toda decisión sobre nuestra expedición hasta que hayamos
tenido esta noche una reunión de trabajo todos juntos, con el doctor Campos y
un amigo suyo. Ya te daré más detalles. Fermín.
125
-Cariño, es muy lógico que Fermín haya dirigido el mensaje a
nuestra querida amiga, Mari Luz. Del mismo modo que yo, en caso
similar, te lo habría dirigido personalmente a ti. Ella es la persona
que acudió a él un buen día y le pidió su ayuda. Ella es la persona
que le ha traído a Yucatán. Fermín está aquí dispuesto a ayudarnos
a todos a encontrar a un amigo. Pero yo estoy seguro, querida
señorita, que fundamentalmente está aquí por usted.
-Lo cual no tiene nada de extraño, pues es usted, mi niña, una
muchacha muy linda. Y tendría que ser un bobo ese Fermín del que
ustedes hablan si no lo hubiese notado.
-Gracias, María. Y ustedes, no digan esas cosas. Fermín es una
persona noble y buena, que está dispuesto a ayudar allí donde le
necesiten. Hace poco que le conozco, pero estoy segura que se ha
embarcado en esta expedición no solo por mí, sino también por
Luis y por todos sus amigos, ustedes.
-Opino como tú, Mari Luz. Fermín es una persona excelente.
-Y además, sabe realmente mucho, pero mucho, sobre el
pasado de los mayas. Estoy convencida que su pasión por ese
antiguo pueblo, parecida a la de mi hermano, puede guiarle por
caminos a los que no podemos acceder los demás. Y además,
Fermín sabe lo de mi sueño, y...
-Mari Luz, pequeña. No hace falta que le defiendas. Estamos
de acuerdo contigo en todo sobre Fermín.
-Bien. Vamos a ser prácticos. El profesor y yo habíamos
venido esta mañana hasta aquí con la finalidad de comenzar a
planificar nuestro viaje junto con Aureliano. Pero parece ser que,
por el momento, vamos a posponer el hacer planes hasta esta
próxima noche. Propongo que volvamos al Hotel, y allí
encontraremos a Pablo y Fermín, que nos darán más detalles.
-Yo creo, cariño, que deberíamos invitar a nuestro guía-jefe a
esa reunión.
-Usted me honra, doñita. ¿Lo cree necesario?
-Sin duda.
-Miren ustedes. Quédense unos minutos más y acábense el
tomate y el aguacate que les puse. Después, mi marido les llevará de
126
vuelta al hotel, y allí podrán arreglar ustedes con él lo de esa
reunión.
-Creo que Maria tiene razón. Beban, amigos, beban y coman.
Después, en pocos minutos les dejaré de regreso en el Trinidad.
127
VIII
Pocos momentos hay a lo largo del día en que el café bar
Prosperidad se encuentre medio vacío, y no se viva en él un
constante ir y venir de sus vistosos y elegantes camareros,
acudiendo a las numerosas mesas, en las que gentes de dentro y
fuera de Mérida aprovechan para beber una cerveza o para degustar
sus excelentes comidas típicas.
Sin embargo, hacia las seis horas de aquella tarde el ambiente
era bastante tranquilo. Es cierto que un regular número de mesas se
hallaban ocupadas, pero sus ocupantes eran gentes amantes de
pasar un rato relajados, degustando un café o refrescándose con
alguna de aquellas bebidas frías, que los dueños del local gustan de
servir siempre acompañadas de simpáticos y agradables antojitos.
Tampoco estaban presentes en aquellos momentos los
habituales grupos de músicos o mariachis que muchas veces, en
especial a la hora de la comida o de la cena, amenizan el popular
local.
Posiblemente por todo ello, cuando el doctor Blas Campos
llegó al café Prosperidad encontró a don Arcadio colocado en una
de las mesas más apartadas hacia el fondo del local, con su silla
recostada hasta la pared, un gran vaso de cerveza vacío frente a él,
su sombrero panamá cubriéndole los ojos y la frente, y emitiendo
unos sonidos regulares que indicaban que el ilustre mayólogo estaba
aprovechando para echarse una siestecita.
-A las buenas tardes, don Arcadio...
-Uh... ¡Ah! ¡Amigo Campos! Ya ve, aquí estaba, tras beberme
una cerveza, viajando en sueños por las selvas de nuestra península,
como solía hacer años atrás. Estaba en estos momentos a punto de
penetrar en una cripta extraordinaria de una hermosa pirámide,
cuando me despertó usted. Pero me alegro de ello. ¡Quién sabe,
amigo Campos, los peligros que me acechaban en mis sueños en el
interior de esa cripta! Pero bueno, siéntese no más, y cuénteme
como les va, allá por el hospital.
128
El doctor Campos tomó una silla, y se sentó frente a su viejo
amigo, el veterano arqueólogo retirado, que con sus casi setenta y
cinco años, mantenía una vitalidad envidiable en su enjuto y
vigoroso cuerpo de explorador. Sus ojos, de bondadosa y simpática
mirada, brillaban en su rostro, de piel seca y rojiza, rematado en la
barbilla por una breve perilla absolutamente blanca, del mismo
color que su cabello, fuerte y abundante para su edad, que llevaba
cortado de modo que parecía cubrirle el cráneo un espeso cepillo de
tupidas púas blancas.
-No van mal las cosas. Tenemos un buen número de
pequeños enfermitos a punto de marchar a su casa. Puedo decir,
con gran satisfacción, que en los últimos tiempos el índice de
curaciones entre nuestros chamaquitos es notable. Lejos quedan los
tiempos de los brotes de cólera, y de casos de severas fiebres
terciarias. Y ya que le hablo del hospital... hoy he tenido una
agradable visita. Dos colegas europeos, de un excelente centro
privado de investigación en medicina tropical, allá en España, han
tenido la deferencia de acudir a mi modesto laboratorio, para
efectuar cierta consulta.¡Pero qué curioso! Han resultado las cosas
de tal manera, que en realidad, la consulta más bien iba dirigida a
usted, Arcadio, que no a mí.
-Explíquese usted, doctor Campos. ¿Cómo van a querer nada
de mí dos colegas suyos?
-Bien. El caso es que ellos han venido a Mérida con la finalidad
de emprender la búsqueda de una persona, un joven historiador de
su país, desaparecido semanas atrás en el sur de la península,
durante una expedición arqueológica.
-¡Ándele ya, amigo mío! ¿Y hacen falta dos médicos para
buscar a un arqueólogo?
-Por lo visto, uno de ellos, además de un buen especialista en
medicina tropical, es un estudioso de las culturas primitivas, y al
parecer, al menos en el campo de las teorías, un aceptable
mayólogo. Y si se vino acá, a Yucatán, fue sobre todo en esa su
condición de experto en las culturas de nuestros antepasados. Pero
pienso que mi colega, el doctor Fermín Ceballos, no quiso dejar de
129
lado la oportunidad de traerse a su ayudante, con la finalidad de
aprovechar su estancia en nuestra tierra para llevar a cabo una tarea
de estudio de nuestras dolencias y enfermedades. Por ello han
estado en mi laboratorio esta mañana.
-¿Pero cual es realmente ese asunto que le trajo aquí?
-Pues el ayudar a unos amigos suyos a dar con el paradero de
un joven posgraduado en historia, que desapareció, como le digo,
en las selvas del sur de Yucatán.
-¿Y donde intervengo yo en ese asunto?
-Con todo mi respeto, he creído que no podían ponerse en
marcha sin antes consultarle a usted, don Arcadio.
-Me halaga usted, amigo mío, pero...
-Y además, creo que usted va a interesarse mucho cuando sepa
los motivos que condujeron al arqueólogo desaparecido hasta
nuestras tierras.
-Se refiere usted a la leyenda...
-Literalmente me dijeron que don Luis Trévelez - así se llama
ese joven arqueólogo - llevaba la intención de visitar de forma muy
especial los asentamientos mayas correspondientes al período
clásico, ya que al parecer buscaba algo que podría resumirse como
el legado cultural perdido del pueblo maya.
-Uhm... No es el primero, ni será, posiblemente, el último que
vaya detrás de esa leyenda. ¿Tendría noticia de la estela encontrada
cerca de Tikal, en mi expedición de 1968? Esa piedra,
desgraciadamente perdida, es la única prueba de que puede haber
algo de cierto en esas legendarias historias que nos hablan del
refugio ignorado que ocultó a los mayas junto con todo el tesoro de
su elevado conocimiento.
-En unos minutos podrá usted preguntarles. He quedado con
mis colegas y con sus compañeros de expedición, aquí, en el
Prosperidad, para cenar todos juntos esta noche.
-¡Una cena aquí! ¡Excelente idea!
-Y ya que vamos a reunirnos en total ocho o nueve personas,
me atrevo a sugerirle que traslademos nuestra tertulia a una mesa
más adecuada.
130
-Lindo asunto este. De acuerdo, de acuerdo... Creo que para
mejor y más a gusto platicar, y por otro lado, para poder
obsequiarles con una cena de lo más yucateca, sería bueno que nos
pidiésemos una mesa en uno de los pequeños salones de aquí al
fondo.
-Me he tomado la libertad de hacerlo nada más llegar. Ahorita
mismo nos están preparando una mesa en el mejor de ellos. Y para
cena, creo que los platos de la comida corrida de hoy van a dejar
nuestra cocina en un bonito lugar. Nada falta entre ellos, ni los
frijoles, ni el delicioso aguacate yucateco, ni los panchos, ni las
tortillas rellenas. Únicamente he convenido con el cocinero que
como cosa extraordinaria nos prepare una buena cantidad de
huachinango.
-Muy bien. Creo que se ha merecido usted un buen trago de
cerveza... en el que yo voy a acompañarle con sumo gusto.
Mientras nos lo tomamos, esperaremos para pasar a la mesa que
nos preparan. ¡Muchacho! Tráenos unas cervezas, aquí a mi amigo
el doctor Campos y a mí.
-Al momento, don Arcadio, como no.
131
IX
Cuando llegaron al Prosperidad aquella noche, éste había
adquirido ya su ambiente habitual. El local estaba lleno, con gente
local pidiendo comida o bebida, animado y entretenido con
camareros que iban y venían con su típica vestimenta, una versión
larga del huipil. De modo que Mari Luz, Fermín y los demás
pudieron, como bien dicen las guías turísticas, contemplar la
verdadera esencia de la ciudad. Guiados por uno de aquellos activos
camareros, alcanzaron el comedor semiprivado, donde don Arcadio
Botín y el doctor Blas Campos les esperaban consumiendo su
segunda, o tal vez su tercera cerveza.
Efectuadas las presentaciones de rigor, se sentaron todos a la
mesa, y mientras esperaban para la cena, dos camareros fueron
sirviéndoles algunas bebidas.
-Háblenme ustedes, amigos, de esa expedición en la que don
Luis... ¿así me dijo usted que se llamaba, verdad...? en la que don
Luis desapareció.
-Mi esposa y yo, junto con el profesor Felices, formábamos
parte de esa expedición.
-Y Aureliano participó también en ella como guía. Es un
hombre extraordinario que conoce prácticamente todos los
remedios para los muchos problemas que la marcha por la selva
suele plantear. No hay situación a la que no sepa encontrar salida,
por complicada que parezca.
-Doñita, usted me hace mucho honor. Pero creo que exagera.
-No hace falta que me diga nada más sobre él, señora
Ortigosa. Conocí a Aureliano hace muchos años. Él posiblemente
no lo recuerda, pues era bastante joven.
-¿Cuándo tuve yo el honor de conocerle, don Arcadio?
-Mi buen Aureliano ¿recuerda usted la expedición a Piedras
Negras, a principio de los años cincuenta, en la que estuvimos a
punto de perder buena parte del material en unos rápidos del río
Usumacinta?
132
-Ya lo creo que la recuerdo. Ahora que lo dice... ¡Usted, don
Arcadio, era el jefe del grupo de arqueólogos! ¡No me explico como
no le he reconocido antes! ¡Mi buen jefesito, don Arcadio!
-Treinta y tantos años han cambiado mucho mi aspecto. Mire
mi cabello, ahora todo blanco. Y vea mi perilla, último vestigio de
mi espléndida barba de otros tiempos. Supongo que Aureliano está
ahora aquí para participar en la búsqueda de don Luis.
-En efecto, así es. Debo decir que fue el mismo Luis Trévelez
el que le contrató en la anterior ocasión en que estuvimos en
Mérida. Con lo cual, mi alumno, además de ser un gran experto en
el pasado maya, demostró ser también un buen conocedor de los
mayas del presente.
-Por lo que hace a nosotros, mi ayudante el doctor Pablo
Guerreiro y yo mismo, hemos venido a colaborar en lo que sea
posible. Por lo que a mí respecta, no voy a regatear esfuerzo alguno
para que la señorita Trévelez vuelva a ver de nuevo sano y salvo a
su hermano.
-De manera que usted es la hermana de don Luis.
Posiblemente usted pueda decirme algo sobre las intenciones de su
hermano. Mi amigo, el doctor Campos me ha informado de que,
según parece, su hermano buscaba un legendario refugio o algo
parecido.
-Podría decir que sí, pero en realidad él no me habló nunca de
un refugió, sino de algo distinto. Bueno, él hablaba de un rescoldo
vivo y auténtico del pueblo maya.
-Sin embargo, Mari Luz, recuerda lo que dice tu hermano en la
ponencia del congreso. En ella menciona unos refugios ocultos.
Aquí tengo la copia, miradla, fijaos como acababa: "El día que alguien
encuentre esos refugios, habrá hallado con ellos el legado auténtico del pueblo
Maya.".
-Tal vez si viese su diario de campo, don Arcadio podría
hacerse una idea más exacta de las inquietudes de Luis.
-Pablo tiene razón. Mari Luz, muéstranos otra vez ese diario.
-Además, nos va a ahorrar muchas explicaciones con relación a
nuestro anterior viaje. Siguiendo las anotaciones de Luis vamos a
133
poder mostrarle a usted, don Arcadio, la ruta que seguimos en
aquella ocasión, y los diversos lugares arqueológicos que visitamos.
Mari Luz sacó de nuevo de su amplio bolso aquella agenda
forrada en piel. Miró un momento a Fermín, como dudando si
debía entregar el preciado objeto, pertenencia de su querido
hermano, a aquel rubicundo mejicano. Fermín le hizo un gesto
afirmativo.
-Lo que usted va a ver es algo fuera de lo corriente. Estoy
seguro que opinará como yo. Si alguien es capaz de apreciar en su
justo valor la obra de Luis Trévelez, ese alguien es sin duda usted,
don Arcadio.
-¿Cómo está usted tan seguro de ello, amigo mío?
-Desde el momento en que el doctor Campos me habló de
usted, pensé que no podía tratarse de una coincidencia. Pero claro,
en ocasiones se dan esas casualidades. Pudiera ser que usted no
fuese el mismo Arcadio Botín, cuyos trabajos conozco bien. Sin
embargo, al poco rato de oírle hablar no me ha quedado la menor
duda. Usted es el profesor Botín, el eminente arqueólogo que en
numerosas ocasiones ha publicado, desde los años cincuenta hasta
hace bien poco tiempo, excelentes artículos en el Journal of
Archeology, y en los boletines de diversas universidades
norteamericanas. Su último ensayo, en relación con las inscripciones
de las estelas de Piedras Negras, con sus hipótesis relativas a una
etapa de sequía al final del primer milenio me pareció
tremendamente sugestivo. Mire, por favor, con detenimiento, este
diario de anotaciones. Conociendo como conozco su amor por el
estudio del pasado de sus gentes, y desde su perspectiva de experto
mayólogo, estoy seguro que le va a agradar.
-¡Ah, amigo mío! Ese artículo lo escribí ya jubilado, por
encargo de mi buena amiga Mary Kilburne, profesora de historia de
la universidad de Maryland. Me alegra que usted lo haya encontrado
interesante. Pero... veamos ya ese diario.
Y don Arcadio lo tomó entre sus manos. Lo colocó sobre la
mesa frente a él con sumo cuidado, y lo abrió. Luego extrajo unas
gafas de un pequeño bolsillo de su blusón, y se las colocó sobre la
134
nariz. Las ajustó adecuadamente y dirigió su mirada al diario. Leyó
las notas introductorias de las primeras páginas, en las que Luis
exponía en líneas generales los propósitos de su expedición. A
continuación comenzó a pasar páginas lentamente. Se detuvo al ver
los primeros dibujos de Luis, que representaban unas pequeñas
edificaciones ruinosas halladas en las proximidades de Uxmal.
-¡Es extraordinario! Es evidente que su hermano es un
competente arqueólogo, señorita. Pero es, además, un artista
extraordinario. Reúne, estoy seguro, dos cualidades que le hacen un
perfecto ilustrador de restos arqueológicos: su sensibilidad y calidad
como dibujante, y su amor por el estudio del pasado. Creo que sus
ilustraciones nada tiene que envidiar a las del maestro Catherwood.
¡Cómo me gustaría que mi buen amigo don Gualberto Zapata
pudiese ver este trabajo! Pero ello no es posible. Él y su esposa
están en estos días de viaje. Déjenme ver más, amigos míos.
-Si me lo permite, quiero llamarle la atención sobre algunas
anotaciones en concreto... ¿Dónde puse mis gafas?
-Las tienes en el bolsillo, César.
-¡Anda! Es cierto. Vea usted, vea sus comentarios sobre este
grupo monumental. Se trata de un conjunto de pequeñas
edificaciones alrededor de un templo piramidal.
-Siempre supe que el área de Cobá debía esconder mucho más
de lo que en un primer momento parecía. Estas ruinas halladas por
ustedes vienen a darme la razón. Y veo, por los comentarios que
hace aquí su joven amigo, don Luis, que buscaba, en efecto, la
entrada a un lugar especial.
-Su inquietud se va perfilando mejor en los comentarios que
hace más adelante sobre las ruinas de Tulum. Aquí están.
-Uhm... En efecto, Fermín. Tiene usted razón. Veo que don
Luis es partidario de la hipótesis del colapso y el ocultamiento. Creo
que no conocía la leyenda, pero su preparación como historiador y
su sensibilidad para los temas del mundo antiguo le habían hecho
elaborar una hipótesis que, en esencia, coincide con ella. Pero
sigamos leyendo y observando.
135
Por espacio de más de media hora don Arcadio repasó el
diario de Luis, con Fermín a un lado y el profesor Felices al otro. Y
finalmente, tras leer con detenimiento sus últimas anotaciones, lo
cerró y lo entregó de nuevo a Mari Luz.
-Por un momento pensé que don Luis podía estar al corriente
de la vieja estela. Pero creo que no la conocía. De lo contrario
habría dirigido ya de entrada la expedición al sur de la península.- El
ilustre mayólogo quedó en silencio por unos instantes. Miró a todos
y cada uno de sus compañeros de mesa. - Amigos míos, la cena
debe estar ya a punto, y ustedes deben de estar hambrientos.
Propongo, pues, que cenemos tranquilamente. Después ya
tendremos tiempo de platicar acerca del diario de don Luis. Y
veremos cual será el camino más conveniente para nuestra futura
expedición. No me mire usted así, amigo Campos. ¿O es que me
cree usted demasiado viejo para participar en esta expedición?
-¿Quiere usted decir que vendrá con nosotros?
-Por nada del mundo me perdería el participar con ustedes en
la búsqueda de su amigo, don Luis. De modo, que si a ustedes les
parece bien, me sumo a su grupo expedicionario, en calidad de
curioso. O de experto consultor, si lo prefieren.
-¿Está usted seguro, don Arcadio?
-Completamente. Y no se preocupe usted tanto por mi salud.
La verdad es que aun me siento capaz, como moderno Quijote, de
efectuar una última salida. ¡Ah! Aquí llegan ya los primeros platos
de nuestra cena... pasen, muchachos, pasen y vayan dejando todo
eso en la mesa.
136
X
En opinión de Pablo, la cena fue un éxito desde todos los
puntos de vista. Los comensales se habían sentado alrededor de la
mesa siguiendo en cierto modo sus indicaciones, pues llevado de su
sentido del orden, no pudo por menos que tratar de organizar aquel
grupo de personas que se disponían a cenar juntos en aquel
agradable saloncito del café-bar Prosperidad. En la zona más
próxima a la puerta, enfrente de don Arcadio, se colocó el propio
Pablo, junto al doctor Campos. Y entre ellos y el anciano pero
activo arqueólogo mejicano, hizo sentar a los demás, a ambos lados
de la mesa. A la derecha Fermín, Mari Luz y Aureliano. A la
izquierda, el profesor y los Ortigosa, Carmen y Carlos. De esta
manera, y por tratarse de una mesa circular no excesivamente
grande, pudieron mantener una animada conversación mientras
cenaban.
Por otro lado, los platos que componían el menú fueron todos
recibidos con alegría, y al degustarlos, los elogios hacia la buena
cocina del establecimiento fueron unánimes, así como los que se
dirigieron al doctor Campos, que había tenido el acierto de encargar
aquel conjunto de comidas típicas tan sabrosas. Por lo que hace a
las bebidas, cada uno tomó la que de acuerdo a su carácter podía
apetecerle más. Y si Fermín, Pablo y el doctor Campos regaron la
cena con una magnífica y refrescante cerveza mejicana, Aureliano
escogió un fuerte tequila, en tanto que don Arcadio y el profesor
bebieron un rico vino de la casa. Mari Luz, por su parte, aconsejada
por los Ortigosa, les acompañó en la tarea de probar un excelente
vino de importación, procedente de unos afamados viñedos de
California.
La cena se cerró con abundantes frutas de la variada flora
yucateca, todo un detalle por parte del cheff, que acudió en persona
a interesarse por el resultado de la cena, y aprovechó para
explicarles que, conocedor de la costumbre española de comer fruta
en los postres, no había dudado que aquella gran fuente de
refrescantes y jugosos frutos tropicales sería el broche más
137
adecuado para aquel ágape. Mari Luz se lo agradeció especialmente,
pues en su tierra, por el clima parecido al de Mérida, era cosa
corriente comer frutas tropicales o semitropicales en los postres.
Por cierto, que Pablo observó con satisfacción como Fermín, pese a
proceder de una tierra más fría y norteña, en la que aquel tipo de
alimentos no debían ser habituales, no hizo ascos a los frutos que
Mari Luz le ofreció pelados y preparados con la habilidad que el
consumo cotidiano le habían proporcionado. Por el contrario, los
encontró al parecer excelentes.
Pablo hacía varios años que conocía a Fermín. Al principio,
recién llegado Pablo de Galicia, Fermín era el único amigo que tenía
en Barcelona. Fermín le presentó a muchos amigos y amigas, lo
introdujo en sociedad, por decirlo de algún modo. Para expresarlo
en pocas palabras, Pablo apreciaba mucho a su buen amigo, su jefe
y colega. Y si bien era un par de años más joven, por su manera de
ser, ordenada y juiciosa, por los avatares de su vida, que le había
llevado a estudiar medicina en Santiago, y formarse como
microbiólogo en Salamanca, Madrid y -durante un par de años- en
Berlín, se sentía como un hermano mayor, con un aprecio casi
paternal hacía Fermín. Y en los últimos tiempos Pablo había visto
con preocupación como Fermín se había ido entregando más y más
a la investigación en medicina tropical y al estudio de las culturas
antiguas, y había ido dejando de lado la vida social. No es que se
hubiese vuelto un hurón insociable. Al contrario, Fermín era una
persona amable y de trato agradable. Pero lo cierto es que en los
últimos meses Pablo había dejado ya casi por imposible la tarea de
sacar de cuando en cuando a Fermín de entre sus libros y los
autoclaves y las probetas del laboratorio. Llevarlo de tapas con el
habitual grupo de amigos comunes, salir a cenar, al cine, al teatro,
era cada vez más difícil. Y por fin, Pablo veía con satisfacción que
en la vida de Fermín se había producido un cambio favorable. Y
ello había coincidido con la aparición de aquella hermosa
muchacha, Mari Luz, que había conseguido que Fermín estuviese
disfrutando de una cena de amigos, nada menos que a miles de
quilómetros del Instituto de Medicina Tropical. Cuando aquella
138
mañana en el instituto le habló por vez primera de aquella señorita,
para pedirle que acudiese a buscarla a la cafetería, Pablo advirtió que
ella había causado en Fermín una buena impresión. La ilusión que
vio en los ojos de su jefe y amigo al referirse a Mari Luz, así lo
indicaba. Pablo recordaba también el momento en que más tarde
los vio juntos, en el despacho de Fermín, hablando ella con calor de
su hermano, y contestándole él -Pablo sabía que lo decía con toda
sinceridad- que su sueño le hacía sentir optimista, y que, como ella,
creía que Luis debía estar vivo. En aquel momento estuvo por
dejarlos solos. Y fue porque le pareció que nacía entre ellos una
simpatía especial. Ahora, viéndolos juntos, alegres, compartiendo
aquellas frutas tropicales, Pablo pensó que no se había equivocado.
Llegó por fin el momento del café, al que se apuntaron tan
solo el doctor Campos y el profesor Felices. Y cuando la mesa
estuvo prácticamente libre, don Arcadio se puso en pie, y volvió a
mirar a todos con sus ojillos vivos.
-Ha llegado el momento de entrar en materia, mis buenos
amigos. Vamos a platicar sobre nuestra expedición. Me imagino que
ninguno de ustedes tendrá un mapa de la península de Yucatán...
-Conociéndole como le conozco, amigo mío, me he permitido
traer uno. Estaba seguro que lo requeriría usted en un momento u
otro. Aquí está. Es la última edición del mapa oficial del Fondo de
Cultura. Cada centímetro del mapa corresponde a ocho quilómetros
en el terreno. Véanlo ustedes.
El doctor Campos desplegó y colocó sobre la mesa un
hermoso mapa que abarcaba la totalidad de la península del
Yucatán, con buena parte del resto de las tierras de Méjico,
Guatemala, Honduras, Belize y El Salvador. Abierto sobre la mesa,
la gran península quedó a la vista de todos.
-Díganme, amigos. ¿Cómo tenían ustedes previsto llevar a
cabo la búsqueda de don Luis? ¿Tienen algún plan?
-No lo habíamos decidido todavía.
-Mi intención es repetir la ruta que se siguió en la primera
expedición, siempre y cuando los demás estén de acuerdo conmigo.
139
Puede que de ese modo demos con algún detalle que haya podido
llamar la atención de Luis Trévelez durante su viaje.
-Doctor Ceballos, amigo Fermín. Permítame que le llame así...
-Por supuesto, don Arcadio.
-Ya me ha informado el doctor Campos de sus intenciones de
aprovechar el viaje para recoger datos sobre enfermedades y
dolencias de estas tierras yucatecas. Ello explica que usted haya
pensado en esa ruta. Y también su condición de amante de las
culturas mesoamericanas. Porque la expedición que llevaron a cabo
el profesor y los señores Ortigosa, junto con don Luis Trévelez,
entre febrero y abril de este año, fue, estoy seguro, una muy linda
expedición. Visitaron en ella lugares muy interesantes. Vean, sino en
el mapa. Uxmal, en primer lugar, y después, hacia el este, el
magnífico complejo de Cobá, y el interesante enclave de Tulum.
Tuvieron el detalle de detenerse en el pequeño poblado de
Anohmul, pocas veces bien valorado y escasamente visitado. Y lo
mismo puede decirse de su visita a las enigmáticas ruinas de
Xunantunich. No hay duda de que don Luis buscaba algo fuera de
lo común. Posteriormente visitaron ustedes Tikal, uno de los más
interesantes, bellos y sorprendentes enclaves de los mayas del
período clásico. Después regresaron a Méjico, y ya en el estado de
Chiapas dedicaron unos días a interesantes estudios en la vecindad
del río Usumacinta. He visto, por las anotaciones de don Luis, que
en los enclaves de Yaxchilán y de Bonanpak observó algunos
detalles que le llevaron a pensar que andaba por el buen camino. En
ese momento decidió emprender una ruta que describiría en primer
lugar una amplia curva, dirigiéndose hacia las regiones montañosas
meridionales, y que después ascendería oblicuamente y de forma
gradual hacia el norte y hacia el oeste. Presumiblemente llevaba la
intención de alcanzar, al final de todo ese trayecto, el área de
Palenque. Y en la primera parte de esa ruta, al atravesar esta zona
montañosa, fue donde se separó de ustedes.
Don Arcadio señaló en el mapa el lugar aproximado donde, de
acuerdo con las indicaciones del diario de Luis, debían hallarse la
noche de su desaparición.
140
-¿Y qué propone usted que hagamos?
-Muy sencillo. Hay que ir allí directamente e iniciar la búsqueda
donde se perdió su pista. Y ello por varias razones. Primero, porque
no tiene sentido perder tiempo andando una ruta ya bien
prospectada en la primera expedición. En segundo lugar, la zona
norte de Yucatán no es geográficamente adecuada para ocultar algo
como lo que buscaba don Luis. En la parte sur de la península el
territorio es más elevado, existen más formaciones montañosas, se
encuentran allí selvas intrincadas, y hay, por esos motivos, más
posibilidades de que haya quedado oculto un pecio arqueológico
fuera de serie. Hemos de considerar, además, que en la zona sur de
la península de Yucatán es donde mayor esplendor alcanzó el
período clásico del pueblo maya. Y por último, nos queda la vieja
estela... me refiero a una hermosa estela que fue encontrada cerca de
Tikal, en una expedición, dirigida por mí, en 1968. Se halló en una
cripta de muy difícil acceso, y dimos con ella casi por casualidad, al
producirse un derrumbamiento. Una magnífica losa, llena de bellas
y enigmáticas inscripciones, que hacían referencia a un oculto
refugio, lugar ignorado en el que se hallaría depositado un gran
tesoro. Yo interpreto que hacía referencia a un tesoro de
conocimiento, de datos sobre astronomía, cronología y cosas por el
estilo. Sin embargo, por otros diversos grupos de inscripciones
labrados en ella, podría pensarse que la estela hacía también
referencia a otros tesoros, de tipo material, que se hallarían en ese
refugio bajo la custodia de un grupo de guerreros y sacerdotes.
Todo ello vendría a coincidir con una serie de confusos mitos y
vagas leyendas que hemos podido recoger, en algunas de las
pequeñas aldeas perdidas en medio de la espesura de la selva, en la
región del Petén, en Guatemala, lo mismo que en el sudeste de
Chiapas, en las proximidades de la reserva nacional de las Lagunas y
en la región del río Usumacinta. La estela en cuestión viene a ser, en
verdad, la única prueba material a favor de esas vagas leyendas.
Aunque no precisaba el lugar exacto, daba una serie de indicaciones
geográficas y astronómicas, que señalaban hacia un lugar que
debería hallarse en el espesor de las intrincadas selvas que cubren las
141
últimas estribaciones de la Sierra Madre de Chiapas, o tal vez algo
más hacia el norte o hacia el este. Como ven, esa es precisamente la
zona por la que discurrían ustedes cuando don Luis desapareció.
-¿Dónde conservan ustedes esa magnífica estela?
-Por desgracia, esa maravilla arqueológica estuvo ante mis ojos
solamente unas horas... las suficientes, sin embargo, para que
pudiese hacer una copia aproximada de la mayoría de sus
inscripciones.
-¿Qué ocurrió con la estela?
-Desapareció durante la noche siguiente a su descubrimiento.
Tengo la sospecha de que alguien la robó. Desde entonces, nadie la
ha vuelto a ver. Como es lógico, no pudimos aportar más pruebas
que nuestra palabra y los dibujos que llevé a cabo aquella noche,
movido por no sé que afortunada inspiración. Tal vez por eso
muchas gentes creyeron que inventamos lo de la estela... Ese fue
uno de los momentos más duros y desagradables de mi carrera.
Primero tuve el disgusto de perder una pieza como aquella. Pero
después mi disgusto fue, si cabe, mayor, al enfrentarme a la
incredulidad de las gentes. Algunos que había considerado buenos
amigos, se burlaron de mí en aquel entonces. Pero eso es,
afortunadamente, agua pasada. Como puede usted suponer,
Fermín, no pudimos publicar nada sobre ella, ni la pudimos
exponer en museo alguno. Es por ello, supongo, que don Luis no
tenía noticia de su hallazgo. ¡Les hubiese ahorrado a ustedes
muchos quilómetros, y sin duda que les habría llevado directamente
hacia la zona a la que me he referido!
-Veamos, Arcadio, si le he entendido bien. ¿Usted supone que
existe realmente ese... digámosle refugio perdido? ¿Y piensa usted
que don Luis puede hallarse en dicho lugar?
-¿Por qué no? Tal vez no haya dado con él, pero si buscaba
algo de esa índole, los rumores y las pistas que recogió en los
últimos días, como muy bien nos refiere en su diario, deben haberle
dirigido hacia esta región.
142
-Yo creo que tiene usted razón. Cuanto antes lleguemos a la
zona donde desapareció mi hermano, mucho mejor. ¿No opináis
como yo?
-Creo que tenéis razón, Mari Luz. Reconozco que mi idea de
repetir la ruta anterior no tiene sentido. Vamos a seguir las
recomendaciones de don Arcadio. ¿Por dónde le parece que
empecemos?
-Sugiero que nos desplacemos, en una primera etapa, a Pueblo
de Palenque. Hay una noche de viaje en tren desde aquí. Una vez
allí, en Santo Domingo, podríamos... ¿Eh? ¿Qué ocurre?
Don Arcadio se vio interrumpido porque el doctor Campos,
que ocupaba la silla más próxima a la puerta, se había puesto en pie
bruscamente, y abriéndola con rapidez, había cogido por sus ajadas
ropas a un hombrecillo enjuto, de aspecto sucio y miserable, que al
parecer llevaba algún rato al otro lado.
-¡Oiga, déjeme usted, manito!
-¿Qué diantres hacía usted detrás de la puerta?
-Nada malo, se lo aseguró. Estaba ahí apoyado en la pared
mirando el local... Había quedado aquí con unos cuates, no más, y
los esperaba tan tranquilo.
-¡Pues váyase a otra parte ahorita mismo! ¡Qué no le vuelva a
ver fisgoneando tras la puerta! ¿Me entendió?
-Usted perdone... No se ponga así, ya me voy.
-Déjele, hombre, déjele...
Blas Campos soltó a aquel hombrecillo, el cual, al verse libre,
atravesó el restaurante con paso apresurado, y abriendo la puerta
del exterior, salió a la calle y marchó de allí. A continuación, el
doctor Campos cerró la puerta del saloncito, y volvió a sentarse.
-¡Tipejo impresentable! Bien, prosiga usted, don Arcadio.
-Hubiera jurado que a ese hombrecillo le conozco de algo...
¡Qué casualidad! ¡Claro! ¡Es Aristeo, el viejo zorro! ¿Qué haría por
aquí? No me gusta nada que nos haya estado escuchando.
- Probablemente no habrá oído gran cosa.
-¿Por qué le disgusta a usted ese tipejo? Parece un sujeto
insignificante.
143
-Él es, desde luego, bastante insignificante. Pero no podemos
decir lo mismo de su jefe.
-¿Le conoce usted?
-Desde hace muchos años. El tal Aristeo es el ayudante, el
criado, la sombra, el alter ego de Héctor Torcillo.
-¿Quién es el tal Torcillo?
-Una auténtica rata.
-¡Don Arcadio!
-Sé lo que me digo, señora. Héctor Torcillo es un arqueólogo
ambicioso y sin escrúpulos, capaz de traicionar a su propio padre.
Nadie ha podido probar nada en su contra. Pero siempre que
participaba en alguna expedición, junto a su inefable criado, ese
pordiosero casi anciano que acaban de ver, alguna pieza de valor
desaparecía de forma inexplicable. Les he hablado hace un
momento de la expedición de 1968...
-¿Participaba en ella ese individuo?
-En aquel entonces era una joven promesa, buen conocedor
de la técnica y el trabajo de campo en los sitios arqueológicos, y con
una notable formación. Yo le acepté sin recelo en mi expedición.
Aunque no me gustaban ni su criado, Aristeo, ni su ambición.
Héctor Torcillo se había embarcado en el mundo de las
prospecciones arqueológicas con la única finalidad de enriquecerse.
En realidad, no me disgusté gran cosa cuando abandonaron la
expedición.
-¿Cree usted que fueron ellos quienes robaron la estela?
-Estoy casi seguro. Sin embargo, la noche en que aquella
piedra extraordinaria desapareció, Héctor Torcillo y su criado se
hallaban ya muy lejos, o al menos así había que creerlo. Unos
amigos suyos, con tan mal aspecto y catadura como el viejo Aristeo,
afirmaron que se hallaban con ellos aquella noche, a más de cien
quilómetros de nuestro campamento y sus excavaciones.
-¿Qué se hizo de ellos después?
-Llegó un momento en que la gente comenzó a desconfiar,
pese a su gran habilidad para que no pudiese relacionárseles nunca
directamente con los posibles robos. Y ya nadie les aceptó en sus
144
trabajos arqueológicos. En la actualidad ese individuo tiene un sucio
establecimiento donde vende supuestas antigüedades a los turistas,
en el barrio más pobre de Mérida.
-Olvidemos ya a ese truhán. Por lo demás, y de acuerdo con lo
que nos ha comentado usted, ni por asomo se nos ocurriría llevarle
en nuestra expedición.
-Volvamos a hablar de la expedición. Precisamente estaba
usted sugiriendo que debíamos iniciarla marchando a Santo
Domingo. ¿No es así?
-En efecto. Vamos a ver si podemos trasladarnos hasta allí, a
lo sumo en dos o tres días. Una vez en Pueblo de Palenque,
estableceremos nuestro primer cuartel general de operaciones. Vean
en el mapa. Desde ese punto, partiremos hacia el sur, hacia esta
región de abundantes ríos y lagos. En su momento decidiremos la
mejor manera de llevar a cabo ese traslado. Ahora lo más inmediato
es prepararnos para el largo e interesante viaje en tren hasta el
estado de Chiapas.
145
XI
En las proximidades del centro de Mérida se pueden encontrar
agradables e interesantes tiendas de antigüedades, ya sea en los
alrededores del Mercado, ya en la vecindad de la plaza de Santa
Lucia. En general se trata de establecimientos en los que los
curiosos y los turistas pueden perderse en medio de trastos
polvorientos, pero donde es posible hallar, si se tiene un mínimo de
perseverancia para fisgar por su interior, algún objeto antiguo
auténtico a un precio adecuado.
Menos recomendables sin duda, pero quizás más típicas, eran
algunas tiendecitas situadas en las afueras de la ciudad, en un barrio
de calles apenas adecuadas para el paso de estrechas calesas. Entre
estas sucias y obscuras tenduchas destacaba una por su sordidez y
por lo mugriento de su aspecto. En su interior, apiladas con cierto
desorden en numerosos anaqueles o estanterías se hallaban a la
venta figurillas, jarros, objetos de madera tallada, y toda una serie de
inútiles artilugios supuestamente antiguos. Aquel anochecer las
puertas de aquel garito habían permanecido cerradas, ya que el
hombrecillo que hacía las veces de empleado y vendedor, un tal
Aristeo, había echado el cerrojo y marchado del establecimiento a
eso de las siete. Sin embargo, poco antes de las diez de la noche,
cuando todas las puertas y ventanas de la callejuela habían sido
cerradas hacía ya mucho rato, a la tenue luz de una farola adosada
en la esquina se pudo ver a aquel enjuto hombrecillo, con su
peculiar forma de andar, arrastrando los pies, y encorvándose aún
más de lo habitual. Llegó frente a la tenducha, y sacando una llave
de entre sus ajadas ropas, abrió la puerta. Miró por un momento
arriba y abajo de la calle, y entró en el local, cerrando a
continuación, con cuidado, la puerta.
Penetró a obscuras en el establecimiento, y con la seguridad
que le daba el haber pasado muchísimas horas en aquel lugar, se
dirigió con decisión y sin tropezar hacia una armario de madera
situado en el fondo, junto al viejo mostrador donde llevaba a cabo
los tratos y las ventas. Abrió un portón del armario, y tomó de su
146
interior una vieja lámpara de petróleo y unas cerillas. Tras colocar la
lámpara sobre el mostrador, le retiró la parte superior de vidrio, y
aproximó una cerilla encendida a la mecha empapada de petróleo.
La llama prendió al momento, iluminando tenuemente el interior de
la tenducha e impregnándola de un olor acre. Ajustó la luz lo más
tenue que le fue posible, y tras colocar de nuevo la cubierta de
vidrio, cogió la lámpara e iluminó con ella el suelo de la tienda, entre
el mostrador y la pared del fondo. Apartó una vieja alfombra,
gruesa y raída, y la depositó a una lado. Con ello puso al descubierto
una argolla metálica aplanada. La agarró con cuidado, y tirando con
suavidad de la misma, levantó una parte del suelo, una tapadera de
madera de poco más de medio metro de ancho, que giraba por uno
de sus lados. Abrió completamente aquella compuerta e iluminó el
negro orificio, en el que se veían unos empinados escalones. Con
cuidado, comenzó a descender por ellos, y cuando estuvo ya
bastante bajo, cerró cuidadosamente la trampilla por la que acababa
de pasar.
Un par de escalones más le bastaron para llegar al pie de la
vieja escala. Desde allí arrancaba un estrecho pasadizo o corredor,
cuyo final no se percibía desde aquel punto. Con la lámpara
encendida ligeramente en alto y por delante de él, aquel hombrecillo
comenzó a avanzar lentamente por el estrecho pasillo subterráneo.
Tardó apenas poco más de un minuto en encontrar una puerta
de madera, encajada en un marco también de madera empotrado en
las paredes del corredor. Empujó la puerta, que cedió con facilidad,
y penetró en una amplia estancia. Accionó la lámpara para que la luz
aumentase su intensidad, y la colocó sobre una mesa, situada en el
centro de aquel lugar. A su alrededor quedaron a la vista numerosos
objetos de arte antiguo. A diferencia de los que se hallaban a la
venta en la tenducha, bastaba un mínimo de experiencia para ver
que éstos eran, al menos en su mayor parte, auténticos. Algunos
estaban colocados en el suelo, apoyados en la pared. Otros se
apilaban en estanterías gruesas de madera. Muchos más, de
pequeño tamaño, se hallaban colocados sobre varias mesas, y en el
147
interior de cajas y cajones, colocados de forma algo anárquica por
todas partes.
Frente por frente a la puerta por la que acababa de llegar se
hallaba otra de aspecto similar, pero provista de una cerradura
metálica, que permitía cerrarla e impedir de ese modo que alcanzase
aquel lugar quien no tuviese la llave adecuada. Tal precaución
quedaba justificada por el hecho de que, de esa forma, estaban a
buen recaudo todos aquellos objetos. Porque sin duda que hubiese
sido engorroso para Aristeo el tener que explicar como era el que se
hallasen allí, si alguien aparte de su jefe, el señor Torcillo, o él
mismo, penetraba en aquel lugar. Pues podría darse el caso de que
el intruso se sorprendiese al encontrar en aquella estancia una
estatuílla, una vieja cerámica, una estela, o una piedra rectangular
con hermosos glifos tallados en su frontal. Y el motivo de su
sorpresa habría sido el constatar que muchas de aquellas piezas
eran, curiosamente, trofeos arqueológicos hallados en diversas
expediciones en las que habían participado en el pasado el señor
Torcillo y su fiel Aristeo, y que habían desaparecido
misteriosamente en las horas o días siguientes a su descubrimiento.
Aristeo miró a su alrededor frotándose las manos. De creer al
señor Torcillo, algún día, gracias a aquellas antiguallas allí
almacenadas, ambos serían inmensamente ricos. Y ese día podría
estar ya muy próximo, pues aquellos extranjeros del hotel Trinidad
parecían estar en la pista del legendario tesoro de sus antepasados.
Un sonido metálico le indicó que el señor Torcillo llegaba,
precisamente, en aquel momento y estaba abriendo la puerta.
Aristeo se quedó quieto junto a la lámpara, esperando la entrada de
su amo. Y cuando Héctor Torcillo abrió por fin la puerta y penetró
en la estancia, encontró a su criado y ayudante en su habitual
actitud, encorvado, y mirándole con una mirada a medio camino
entre humilde y rufianesca.
Héctor Torcillo se desprendió de su gabardina, que cubría
aquel traje de color claro con el que le había visto Aristeo por la
mañana en la catedral. Se sacó el sombrero, y colocó ambas cosas
encima de una silla situada junto a la puerta. Sacó un pañuelo de un
148
bolsillo, y se secó el sudor que con gran facilidad solía cubrir su
frente. Después avanzó hacia la mesa situada en el centro de la
estancia, tomo una silla, y se sentó. Hizo un gesto a Aristeo, y éste
se dirigió a un rincón donde, abriendo un viejo mueble de madera,
tomó una botella de tequila y dos vasos y los llevó a la mesa,
sentándose a continuación frente a Torcillo.
-Espero que me tengas buenas noticias, Aristeo. - Héctor
Torcillo dijo esto al tiempo que se servía un gran vaso de Tequila,
hecho lo cual, pasó la botella a su criado.
-Usted verá si lo son. Los extranjeros de los que le hablé se
reunieron esta tarde en el bar Prosperidad con un viejo conocido de
usted y mío, y anduvieron platicando largo rato con él.
-Ándale ya, no me andes dando rodeítos. ¡Lárgame quien era,
Aristeo!
-Don Arcadio Botín.
-¡De manera que el señor Botín tiene que ver también con
ellos! Esa es buena señal. Algo de envergadura deben planear si han
acudido a don Arcadio en busca de consejo. Pero dime, Aristeo... Héctor Torcillo bebió un trago de tequila, secó sus labios con el
pañuelo y dejo su vaso de nuevo en la mesa. Se quitó sus obscuras
gafas, y las dejó junto al vaso de tequila. A continuación se inclinó
hacia Aristeo, y por el aliento y por el brillo de sus ojos, el viejo
dedujo que su amo había bebido ya mucho tequila antes de dejarse
caer por su garito.- Dime... ¿De qué hablaron?
-Hablaron de la vieja leyenda... y de nuestra estela. Por cierto,
no sé si sabía usted que don Arcadio pudo copiar casi todas las
inscripciones de esa piedra antes de que nos la llevásemos.
-No lo sabía, pero lo supuse siempre. Conociéndole como le
conozco nada ha de extrañarme tal precaución por su parte. Pero...
¡Ja! Ellos pueden tener los datos de esa estela... pero nosotros les
llevamos gran ventaja. Tenemos todo lo demás. Mira, Aristeo.
Héctor Torcillo se puso en pie, tomó la lámpara, y se dirigió
hacia una hermosa estela de piedra de cerca de dos metros de altura,
completamente cubierta de inscripciones de diversos tipos. Se paró
ante ella, y la señaló.
149
-Esta fue la primera pista. Nos habla en líneas generales de un
lugar sagrado donde se ocultaron un grupo de nobles y sacerdotes
con todos sus tesoros. Nos da referencias aproximadas de donde
puede hallarse ese refugio o santuario... y menciona acá, y por acá
también, algunas cosas que parecen no tener sentido. Pero... ¿no lo
tienen realmente? ¡Claro que sí! Pero sólo para aquellos que tengan
las demás pistas.
-Nosotros.
-¡Pues claro, Aristeo! Aquí tenemos la estatuílla, que de
acuerdo con este glifo de la estela, corresponde a una figura
esculpida en una importante puerta del recinto. ¡Tal vez la de la sala
de los tesoros! Y observa estas dos vasijas de cerámica, halladas en
lugares muy distantes, pero que ahora, juntas, permiten, con sus
inscripciones, conocer cuales de los muchos relieves que sin duda se
hallarán en una serie de corredores y puertas, serán aquellos que
conduzcan hasta esa sala. Y esta magnífica piedra... esta es nuestra
mejor baza. Contiene indicaciones que ahora nos parecen absurdas
- lo mismo nos pasó al principio con la estela -, pero seguro que el
día que estemos allí, resultarán tener algún sentido y alguna utilidad.
Varias personas conocen la estela, otras vieron fugazmente la
estatuílla, otras tuvieron en su poder por pocas horas las vasijas. Es
prácticamente imposible que las hayan podido asociar... pero mejor
que eso aún, ellos no han visto jamás esta piedra y sus claves.
-Tuve la suerte de descubrirla sin testigos.
-¡Mi bueno y fiel Aristeo, viejo zorro astuto! ¡Ese fue un día
grande para nosotros! Aun suponiendo que otros llegasen al recinto
del gran tesoro antes que nosotros, sin estas indicaciones
posiblemente pagarían caro su intento. Estoy completamente
seguro que aquí están las advertencias y consejos para evitar algún
tipo de peligro que acechará al atrevido que ose acercarse al gran
tesoro.- Héctor Torcillo se encaminó de nuevo a la mesa situada en
el centro de la estancia, depositó sobre ella la lámpara y se sentó.
Indicó con un gesto a Aristeo que tomase también asiento, y bebió
otro buen trago de tequila.- Pero... dime, dime, Aristeo. ¿Conocen el
lugar? ¿Han dado con el santuario?
150
-Así, como saberlo seguro, creo que no. Lo que ocurre es que
el compadre al que van a buscar en la selva, parece que se extravió
en algún sitio que podría, no más, coincidir con las indicaciones de
la estela.
-Eso es algo más bien un poco vago...
-Como ya le conté, señor Torcillo, creen que su compadre se
halla en presencia de sabios, e incluso de un rey o gran señor.
-Algo me dijiste esta mañana. Algo de sueños. Pero bueno,
vamos al grano... ¿a dónde piensan dirigirse?
-Hablaron algo así como de tomar el tren hasta Palenque.
-¿Palenque? ¡No es posible! Yo siempre pensé que ese
soberbio enclave quedaba fuera de las indicaciones de la estela. Sin
embargo... ¿Estás seguro que dijeron Palenque?
-Hasta allí piensan llegarse en los próximos días.
-¡Mal rayo les parta! Mira bien lo que te digo, Aristeo. No les
pierdas de vista, sígueles y averigua cuanto puedas. Yo parto
mañana mismo hacia Palenque. Allí nos veremos. Ya te haré llegar
mi aviso en su momento.
-Confíe en mí, señor Torcillo.
151
152
Santo Domingo de Palenque
I
T
res días después de su reunión en el café Prosperidad,
llegó el momento de partir. De acuerdo con los planes de don
Arcadio, aquel sábado, 18 de Junio, debían de acudir por la tarde a
la estación de ferrocarriles de Mérida, para tomar el tren que les
llevaría hasta el estado de Chiapas. Para ello, como lo hiciesen el día
de su llegada a la ciudad, iban a ir todos en el viejo chevrolet jardinera
de Aureliano. Sólo que en esta ocasión tendrían que ir algo más
apretados, puesto que un nuevo expedicionario, don Arcadio, se
había sumado al grupo. Aureliano prometió conducir con cuidado
su vehículo, con el que, a eso de las seis de la tarde, había acudido a
recogerles al hotel.
-Aureliano, ¿qué vas a hacer del Chevrolet cuando estemos
todos en la estación? ¿Piensas facturarlo con el equipaje?
-Guarde usted cuidado, profesor, que todo lo tengo preparado
y previsto. Mi María, mis chamacos y el resto de la familia están
esperándonos ya en la estación, para despedirnos como se merece la
ocasión. Y después, uno de mis hijos guiará el carro y marcharán
todos con él hasta el ranchito. ¡Ah! Doñita Carmen, señorita... Veo
que se han preparado ustedes muy bien para el viaje.
153
-Por supuesto, Aureliano. No he hecho otra cosa que seguir
otra vez tus consejos en ese sentido. Y hemos tenido tiempo para
adiestrar y equipar a Mari Luz. Así le he evitado el disgusto que tuve
yo cuando me hiciste cambiar mis vaqueros por estos cómodos
pantalones de algodón, y mi calzado del desierto por las botas.
-Tal vez, cariño, si algún día en el futuro nuestro buen
Aureliano nos acompañase en una expedición por tierras africanas,
podrías devolverle el favor, y vestirlo de la manera más adecuada
para la ruta por las tierras desérticas de Nubia y Egipto.
-Mucho me agradaría, don Carlos, un viaje como ese. Pero no
creo que sea capaz de dejar nunca mi tierra mexicana. Aquí me
siento como pez en el agua. Esta mi tierra, y yo soy parte de ella.
-Bueno, estamos ya a punto. ¿No es eso? Pero, ¿dónde están
Pablo y Fermín?
-Han de llegar de un momento a otro. Han marchado hace
cosa de media hora al rancho de don Arcadio, con un taxi, para
ayudarle con su equipaje y traérselo para aquí. Creo que... ahí están.
¡Fermín!
-Mari Luz, amigos... cuidado al bajar del coche, amigo Botín.
Bien, veo que estamos listos. Aureliano, por favor, ayuda a Pablo
con los bultos de don Arcadio. Id subiendo al coche. Voy a
despedirme del personal del hotel.
-Te acompaño.
-Gracias, Mari Luz. ¿Llevas algunos pesos sueltos?
-Si lo dices por las propinas, Carlos ya las ha prodigado
generosamente al despedirse.
-Magnífico. Bien, en ese caso solo falta que me despida yo
también, y de paso que les agradezca las atenciones que nos han
tenido. Vamos dentro.
Las despedidas apenas entretuvieron a Fermín y Mari Luz un
par de minutos, de manera que pudieron emprender la marcha
pocos instantes después de que el reloj, situado en la torre sobre el
edificio principal del hotel, señalase las seis y media. Y pocos
minutos después, el grupo al completo llegó a la estación en el viejo
Chevrolet.
154
En cuanto Aureliano detuvo el vehículo, se vieron rodeados
por un alegre grupo de niños y niñas, acompañados de dos
sonrientes jóvenes, morenos y de expresión infantil como el propio
Aureliano. Y vieron además, junto a todos ellos, dos mujercitas que
lo miraban todo a cierta distancia, junto a María, la esposa del buen
guía.
-Ha venido, como decías, tu familia en pleno. Tus hijos
Augusto y Manuel, tus nueras, todos tus nietos y tu esposa, María.
-Ya les dije que todos ellos iban a estar ahorita acá para
despedirnos. Y miren ustedes allí, que parece que alguien más viene
a sumarse a las despedidas.
Miraron hacia donde señalaba Aureliano, y pudieron ver como
don Arcadio, que había descendido del chevrolet, se dirigía hacia una
pareja de mejicanos, elegantemente vestidos. Él, con su
inconfundible bigote a lo Pancho Villa, vestía un hermoso y
elegante traje, con numerosos bordados, y llevaba un bastón corto
en una de sus manos. Con la otra iba tomando del brazo a una bella
mujer, tocada con un bonito vestido de colores, y un hermoso chal
sobre los hombros.
-¡Hombre! ¡Doctor Campos! Vino usted con su esposa, cuanto
me alegro. Un saludo, mi buena señora.
-¡Qué difícil se hace usted de ver últimamente, Don Arcadio!
Sólo sé de usted por lo que me cuenta mi esposo de sus esporádicas
tertulias.
-¡Lupe, mi buena amiga! ¡Tiene usted razón! Pero vengan,
vengan por aquí. Presente usted, doctor Campos, su esposa Lupe a
todos estos amigos.
-Vamos allá, pues.
Pasaron los minutos siguientes en medio de una animada
algarabía. Y mientras unos se saludaban y presentaban, otros fueron
a confirmar las reservas y recoger los billetes definitivos. Subieron a
continuación todos al tren, y se dispusieron a buscar los
departamentos que tenían reservados. Los niños disfrutaron de lo
lindo corriendo por el interior de los coches, pero llegó un
momento en que, por la proximidad de la salida del convoy, la
155
familia de Aureliano y el doctor Campos y su hermosa esposa
tuvieron que descender del tren. Bajaron todos ellos al andén, y se
colocaron junto a las ventanas de los departamentos. Y de ese
modo, a través de aquellas ventanas abiertas, continuaron
conversando animadamente con los expedicionarios.
-¡Caramba! ¡Casi lo olvidé! Tengan ustedes, Pablo, Fermín.
Unas breves anotaciones que les he preparado sobre el clima, el
terreno, la fauna y la flora de la zona sur de Yucatán. Allí
encontrarán áreas muy pobladas, y otras de selva tropical, húmeda y
cálida, con reducidos grupos humanos en pequeñas aldeas
diseminadas aquí y allá. Por lo que hace a la medicina es una región
interesante. Más por lo que aun no sabemos que por lo que
conocemos. Les ruego, amigos míos, que platiquen si es posible con
los chamanes y curanderos de esas aldeítas, y vean que pueden
averiguar de sus enfermedades y de sus remedios tradicionales.
-Descuida, y dalo por hecho. Yo me encargaré especialmente
de ello, pues se me figura que Fermín estará bastante atareado
ocupándose de los aspectos históricos y arqueológicos de los
lugares a los que nos dirigimos.
En aquel momento sonó una estridente señal en el extremo
del andén. Era precisamente la señal que les indicaba a todos, los
viajeros y aquellos que habían acudido a despedirles, que el tren se
disponía a emprender la marcha e iniciar de ese modo el viaje. Sería
aquel un largo viaje que, a través de la noche, les llevaría desde
Mérida, la capital del estado de Yucatán, hasta Santo Domingo, en
el estado de Chiapas, atravesando en su camino una amplia
extensión del estado de Campeche y una estrecha franja del estado
de Tabasco.
Entre el estruendo del vapor que comenzó a salir a chorros
acompasados del motor de la vieja locomotora, oyeron a María, la
esposa de Aureliano, que les decía:
-¡Cuídense todos mucho!
Y asomados a las ventanas del tren, los pasajeros vieron
quedar atrás, primero poco a poco, luego de forma muy rápida, a
los amigos y familiares que habían acudido a despedirles. A
156
continuación, cuando el ferrocarril corría ya por medio de campos
poblados de maizales, arbolillos y grandes plantaciones de
henequén, se dispusieron a situarse y acomodarse en sus
departamentos. Se trataba de pasar lo mejor posible la noche entera,
pues el tren no llegaría hasta Palenque sino hasta bien entrada la
mañana del domingo. Afortunadamente habían reservado vagones
cama de primera clase, y podrían, cuando la fatiga les venciese,
acostarse en los confortables lechos del tren.
Dejaron el equipaje instalado en sus departamentos
respectivos, y se reunieron después en el vagón restaurante
contiguo al coche cama.
-¿Que vamos a hacer hasta la noche?
-Podríamos quedarnos aquí mismo. Mientras dure la luz del
día vamos a poder disfrutar del cambiante paisaje, y al mismo
tiempo degustar algún refresco hasta el momento de la cena.
-Yo me quedaré aquí con ustedes, amigo Ortigosa. Sin
embargo no les acompañaré en la cena. He tomado algo de
alimento en mi rancho justo antes de salir. Me bastará, por ahora,
con una cervecita, pues pienso retirarme muy pronto al coche cama.
-Me sumo a la idea de quedarnos aquí, como don Arcadio.
-Bien dicho, profesor. ¿Y los demás? Personalmente me
gustaría que Aureliano nos hiciese compañía. De ese modo, entre él
y don Arcadio nos podrían adelantar algo sobre el tipo de tierras a
las que nos dirigimos. Ambos las conocen bien por sus
expediciones en el pasado.
-Quédese, quédese, Aureliano.
-Pues yo, si me lo permiten, me sumo también a la tertulia.
-De acuerdo, Pablo. Siéntate aquí, junto al profesor. Pero...
¿Dónde están Fermín y Mari Luz?
-Déjelos estar. Oí que Fermín le propuso a ella darse una
vuelta por los vagones de segunda y tercera, para mostrarle de cerca
al auténtico pueblo yucateco.
-No nos preocupemos, pues, por ellos. Si van juntos, están en
la mejor compañía que pudiesen desear. No me mires así, cariño.
157
Después de todo fuiste tú la que me hizo notar que esa chica y
nuestro buen doctor se caen al parecer muy bien.
-Pero si te lo dije no fue para que lo fueses comentando.
-Mi buena señora, es evidente que esa joven y el doctor tienen
muchos motivos para sentirse unidos. Él comparte las esperanzas
de ella con relación a las posibilidades de hallar el paradero de su
hermano. Y ella se siente apoyada por el respaldo que él le ofrece.
Por otro lado, creo que ella valora de manera notable su presencia
en esta expedición. Diríase que con Fermín a su lado, no duda en
absoluto que se pueda hallar al desaparecido don Luis.
-Respecto a ello, Arcadio, por lo que hace a la esperanza y el
deseo de hallar a Luis, puedo decirle que también el profesor, y mi
esposo y yo, compartimos totalmente los sentimientos de Mari Luz
y Fermín.
-La comprendo a usted perfectamente, señora. Pero, vamos a
lo práctico. Llámenme, por favor, a ese camarero. Ardo en deseos
de beberme una buena cervecita.
158
II
Llegaron a Santo Domingo en plena efervescencia de su
mercado dominical. Mezclados en el pequeño pueblo se
encontraban aquella mañana gentes de muy variados tipos y
orígenes. En efecto, si bien era cierto que estaban allí los habituales
habitantes de las aldeas vecinas, las mujeres con sus hermosos
corpiños adornados de puntillas, y los hombres con sus huipiles y
sus guayaberas, no eran sino una parte reducida del numeroso
contingente humano que recorría arriba y abajo el pueblecito,
atraído por su mercado, sus cafés y sus tiendecitas de arte y
curiosidades. Allí se veían, en efecto, gran número de turistas, con
sus máquinas fotográficas y sus planos y guías bajo el brazo. Los
había de diversos orígenes. Abundaban los españoles, pero también
era considerable el número de norteamericanos, japoneses, ingleses,
alemanes, franceses, italianos... En su gran mayoría correspondían al
tipo de turista normal, por así decirlo, embarcado en un viaje
organizado por alguna gran agencia de viajes, que en diez o quince
días visita los lugares arqueológicos de mayor interés. Y las ruinas
de Palenque, situadas tan solo a ocho kilómetros al oeste del
pueblo, son un destino común a muchos de esos viajes turísticos.
Otros muchos, sin embargo, viajaban a su aire, sin las prisas ni
las servidumbres de un paquete turístico organizado. Unos pocos
entre ellos eran gente adinerada, especialmente de Norteamérica,
con elevado nivel cultural y social, que dedicaban semanas y aun
meses, a visitar pueblos y enclaves diversos, y a estudiar la cultura
mesoamericana.
Pero sin duda que la mayor parte de aquellos turistas free lance
la constituían jóvenes, que con espíritu aventurero, con ropas
informales, y las típicas guías del "viajero en jeans", buscaban
emociones nuevas en las huellas del esplendor pasado de los
pueblos mesoamericanos, o esperaban hallar una fuente de
sabiduría en los pueblos y aldeas indígenas, y en especial en sus
chamanes, sabios y sabias. Muchos de ellos confiaban en ser lo
bastante afortunados como para ganar la confianza de los indígenas
159
y ser iniciados en las veladas rituales. Sin embargo, la mayor parte
probablemente debería conformarse con comprar unos miserables
restos de hongos, supuestamente mágicos, en el mercado negro, y
consumirlos por la noche acostados en su hamaca o en un catre de
alguna fonda u hotelito barato. Y la agresión que para sus mentes y
sus conciencias supondría el sucedáneo de hongo mágico les haría
regresar a sus países de origen pensando que el mito de los sagrados
hongos mesoamericanos no era mucho más que eso, un mito. La
experiencia del engañado consumidor, tras ingerir fragmentos secos
e irreconocibles de cualquier honguillo comestible, embebidos de
alguna fuerte droga química, nada tendría de lo dulce o de lo
extásico que se dice poder obtener con ellos.
Por medio de las concurridas callejuelas del pueblo, abriéndose
paso con sonoros toques de claxon, el chofer del desvencijado bus
que habían tomado para desplazarse, iba llevando su vehículo,
prácticamente a la misma velocidad que la de los propios
viandantes, hasta el hotelito en el que tenían previsto hospedarse,
situado en el extremo opuesto del poblado. Por el camino Carmen
fue mostrándole a Mari Luz los diversos puestos callejeros en que
las mujeres de las aldeas próximas vendían los productos de sus
cultivos, o las piezas de artesanía salidas de sus pequeñas manos. Se
trataba de mujeres menudas, de baja estatura, con su negro cabello
recogido en largas trenzas, y vestidas con prendas coloreadas y
blancos corpiños. Se veía en sus finos rostros aquella sonrisa dulce y
casi infantil propia de los indígenas mayas, que ya conocían bien de
verla a menudo en los miembros de la familia de Aureliano.
-Esas jóvenes que ves allí son zinacantecas. Observa sus
hermosos chales de color azulado. Ellas venden verduras y frutas
que cosechan en sus reducidos campos de cultivo. Y un poco más
allá puedes ver a sus madres, ofreciendo a buen precio hermosas
flores para adornar las casas.
-¡Qué cantidad de frutos! ¡Y qué colorido tienen! Algunos me
son absolutamente desconocidos. Y que curioso ese maíz moreno.
No recuerdo haberlo visto nunca en España. ¡Mirad, qué hermosos
grupos de flores!
160
-Está claro que los mayas fueron y continúan siendo un pueblo
de artistas. Fíjate, Mari Luz, en esas paraditas, donde a la sombra de
una cubierta de palma esas mujeres de Amentenango venden sus
preciosas vasijas y cuencos de cerámica artesanal.
-Los jarros son muy bonitos, pero nada tienen que envidiarles
los hermosos chales y los vestidos que lucen ellas. Hasta diría que
sus tenderetes de venta, están hechos con tal gracia, que son
también pequeñas obras de arte. Y aquellas otras... ¡Qué bordados!
¡Qué colores y qué dibujos! Esas prendas que venden deben de
tener un valor muy grande, pues estoy segura que están hechas
totalmente a mano.
-Tienes razón. A mano, pero con ayuda de unos rudimentarios
telares. Si tenemos un momento ya nos acercaremos más tarde por
aquí y podrás comprar alguno de esos hermosos vestidos. Te
sorprenderá lo baratos que puedes conseguirlos, pagando una
cantidad que a ti te parecerá muy poquito, pero que hará felices a
esas mujeres mayas. Por el colorido de sus vestidos y por la finura
de los que venden estoy segura de que se trata de mujeres
chamulanas.
-¡Oh! No sé si me engaña la vista... ¡mirad esas mujeres!
-Son maya-chol. Venden verduras y otros alimentos.
-Ya lo veo, pero todo ese maíz que venden, el que tienen sobre
una manta tendida en el suelo frente a ellas... ¡Ese maíz está echado
a perder!
-¿Te refieres a todas esas mazorcas deformes, llenas de
curiosas excrecencias? Esas estructuras que parasitan las mazorcas,
son los aparatos esporíferos de unos hongos. Cuando maduran se
convierten en sacos llenos de un polvo negro. Pero cuando son
jóvenes se consideran comestibles.
-¿Esas cosas... son hongos?
-Sí. Y constituyen una peculiaridad de la cocina mejicana. Esas
panochas, infectadas por ese hongo, el hongo de la milpa o agalla
del maíz, se consideran un alimento exquisito entre estas gentes.
-Es cierto. Le aseguro, señorita, que pocos platos exquisitos
podrá encontrar usted que se le asemejen. A ese honguito, el
161
delicioso cuitlacoche, se le conoce aquí en Méjico como el caviar
azteca. Con eso se hará usted una idea del aprecio que le tenemos.
-En cambio entre nuestros agricultores, allí en España, se
considera al carbón del maíz un parásito perjudicial para su cosecha
de cereal.
-Es curioso. ¿Lo has visto, Fermín? Al parecer esta gente se
come ese maíz infectado por hongos.
-Yo lo he comido más de una vez en el pasado.
-¿Te comiste... eso? ¿No te dio asco?
-Preparado a la manera en que lo suelen hacer las mujeres
yucatecas resulta un plato agradable. Además, Mari Luz, has de
tener en cuenta que el maíz, junto a ese hongo, ese carbón como se
le llama a veces, constituye una fuente de nutrientes mucho más rica
que el maíz normal.
-Quizás tengas razón, Fermín. Si se presenta la ocasión
intentaré pasar por alto su aspecto algo feúcho y lo probaré yo
también.
-Por si les interesa les diré también que sus esporas, el polvito
negro que producen una vez madurados, son utilizadas por los
sabios y sabias curanderos, para aliviar irritaciones de la piel. Para ese
uso preparan pomadas y ungüentos, cuyo principal ingrediente es la
esporada de ese caviar azteca.
-¡Qué interesante! Pablo, amigo mío, toma nota de eso.
-Desde luego, Fermín.
-Y ahorita, miren ustedes, amigos míos, allí a lo alto, al final de
la calle. ¡Qué iglesita más linda!
-Tiene usted razón, don Arcadio. Y si no me equivoco, justo al
lado de esa hermosa iglesia se halla el hotel en el que nos vamos a
albergar durante unos días.
-No se equivoca usted, profesor. Ese es, efectivamente. Como
pueden ver ustedes, les elegí un lugar perfecto. Estamos cerca del
pueblo, pero al tiempo alejados del excesivo bullicio. Y vean ustedes
que lindo paisaje más allá del hotel. Un simple paseo de menos de
cien metros y podrán ustedes perderse en el espesor de esta selva
húmeda y exuberante.
162
Tal y como decía don Arcadio, el lugar al que finalmente
llegaron era un tranquilo y bonito grupo de edificaciones situado en
primera línea de la selva, y un poco alejado del pueblo. Lo
formaban aquella hermosa iglesia colonial, de piedra rosada y
blanca, un par de ranchitos blancos, y un edificio algo mayor, el
hotel, de dos plantas, con un hermoso jardín lleno de bellas flores,
por medio de las cuales debía uno abrirse paso literalmente para
alcanzar la entrada principal.
El bus se detuvo finalmente frente a una gran puerta abierta en
la valla que rodeaba el jardín del hotelito, y lo separaba del camino.
El chofer bajó presuroso y abrió rápidamente las puertas, de modo
que todos pudiesen apearse. Y mientras Aureliano y el propio
chofer descargaban los equipajes, se dirigieron al interior del
edificio.
163
III
En la parte de atrás del hotelito, en un amplio patio rodeado
por un muro encalado, por encima del cual se veían las altas copas
de los primeros árboles de la selva, dispusieron los dueños del hotel
una gran mesa para servir la comida a sus huéspedes. Unos
enormes árboles frutales daban al lugar una agradable sombra y, al
tiempo, un ambiente suavemente perfumado. Fue por todo ello
aquella su primera comida en el hotelito una auténtica delicia. Los
dueños del hotel contribuyeron, además, en buena manera. Eran un
matrimonio muy propio de la región. Él, un hombre obeso y
rubicundo, con negros bigotes y casi completamente calvo, vestido
con un blanquísimo huipil, y su esposa, una mujer menuda, casi
insignificante a su lado, pero capaz de sacar un genio tremendo, no
solo a la hora de regir el restaurante y el hotelito y dar instrucciones
y ordenes a los mozos y mozas allí empleados, sino también cuando
creía que debía poner freno al grandón de su marido. Antiguos
conocidos de don Arcadio, compartieron la sobremesa con ellos, y
junto a enormes jarras de magnífico y humeante café, hicieron
servir abundantes licores y bebidas espirituosas. Pulque, tequila,
mezcal, diversos aguardientes, y un brebaje muy fuerte, del que, por
advertencia de la sensata mujer, solo debían beber un pequeño
traguito, por mucho que su marido se empeñase en hacerles creer
que era de lo más suavesito.
-Ándense con cuidado con el octil, y no me vayan a beber más
que un traguito. Todo el espíritu del maguey está concentrado en ese
licor.
-Guarde usted cuidado, Rosalía, que aquí todos mis amigos
saben perfectamente que este licor, hecho con el jugo fermentado
del ágave o maguey, es muy bueno para echar un traguito, y es muy
malo si se bebe más de un vasito. ¿O no lo sabían ustedes?
Para no extendernos en una prolija explicación, podemos
resumir diciendo que la sobremesa se extendió hasta bien entrada la
tarde. Y no se retiraron a descansar sino tras haberse deleitado con
una serie de canciones y rancheras que don José, el dueño del hotel,
164
y don Arcadio, cuya vitalidad y energía no paraba de sorprenderles,
dieron en cantar a coro, acompañados por la música de unas
guitarras, que en un momento dado, y como suele ocurrir siempre
en esas simpáticas sobremesas de cantina y rancho, aparecieron no
se sabe de donde, en manos de dos de los camareros. De modo
que, cuando levantaron la mesa, don Arcadio, ligeramente afónico,
se despidió de todos por aquel día.
-Amigos míos... ¡Qué linda juerguita nos hemos corrido! ¡Estas
ocasiones son las que dan un auténtico significado a la vida! En fin,
ahora debo retirarme para recuperar energías. Ustedes síganla si
quieren, o váyanse a pasear por el pueblito. Pero no se me vayan a
retirar muy tarde. Tengan presente que mañana convendría que nos
levantásemos muy temprano. Me gustaría que en un solo día
pudiésemos dejar listos los preparativos para nuestra expedición, de
manera que el martes pudiésemos partir ya en dirección hacia la
selva.
-¿No bajará usted a cenar alguna cosa, aunque sea a última
hora?
-No sé que decirle, Rosalía. Ahora tengo el buche no más muy
rellenito... pero bien mirado, creo que a eso de las diez de la noche
me podría sentar bien algo de fruta y alguna tortita.
-Váyase usted a descansar tranquilo, don Arcadio. Cuando le
apetezca cenar nos llama por el timbre de la habitación, y le
subiremos alguna cosa. De ese modo no tendrá que salir de la
alcoba.
-¡Cómo me cuidan mi buenos amigos José y Rosalía! Se lo
agradezco mucho. Lo haré como ustedes dicen. Y ahorita sí,
amigos, yo ya me retiro. Que les aproveche a todos.
-Gracias Don Arcadio. Que descanse.
-Bueno, amigos. Si os parece bien, y si os encontráis lo
bastante despiertos, propongo que vayamos a dar ese paseo por
Santo Domingo.
-Me parece una magnífica idea, Fermín. Carlos y yo estamos
dispuestos para una visita turística de atardecer. Y tú, Mari Luz, ¿te
apuntas?
165
-Por supuesto. Me gustaría ver si todavía queda algo del
colorido del mercado. ¿O lo habrán retirado todo ya?
-Hasta la puesta del sol no se recogen los vendedores y
vendedoras. De modo que aun tenemos más de una hora para
curiosear por ahí.
-Tiene razón el profesor. Propongo que sin más demora
vayamos todos hacia allí. ¡Santo Domingo nos aguarda!.
-Vayan ustedes, vayan.
-¿Volverán ustedes para cenar?
-Tras la excelente comida que nos han servido usted y su
esposa, dudo mucho que tengamos demasiado apetito. En cualquier
caso, no se preocupe usted por nosotros, José. Algo encontraremos
en los cafés y cantinas del pueblo.
-Si cambiasen de idea y decidiesen volver para la cena, no
guarden cuidado, que siempre tenemos abundantes platos listos
para servir.
-Gracias, señora. Lo tendremos presente.
Alcanzaron el centro del pueblo en pocos minutos, bajando el
camino por el que el pequeño bus les había traído aquella misma
mañana. Cuando llegaron a las calles más céntricas, el ambiente
ruidoso y multitudinario de la mañana había dado paso a una
sensación de paz y de tranquilidad. Todo parecía ir ahora con más
lentitud. La mayoría de los numerosos visitantes que pululaban por
las calles unas horas antes habían desaparecido. Las mujeres y
hombres de los puestecitos del mercado estaban conversando
plácidamente entre ellos. Muy pocos compradores se les acercaban
ya, pues muy poco era lo que en aquel momento quedaba por
vender. No obstante, Mari Luz pudo todavía encontrar un hermoso
vestido de fino tejido blanco, adornado con unos extraordinarios
bordados de colores. Aunque algo corto para ella, que sobrepasaba
en quince o veinte centímetros de estatura a todas aquella mujeres
mayas, era lo bastante amplio como para poder ponérselo con
comodidad.
-Le queda a usted muy bien, señorita. Se la ve de verdad muy
hermosa con él.
166
-¿Qué hago, Fermín? ¿Me lo quedo? ¿Tú crees que me queda
bien?
-Tiene razón la señora. Estas guapísima. Nos lo quedamos.
Aquí está. Tenga... bien, envuélvalo un poco. Deja, deja, Mari Luz.
Me gustaría regalártelo.
-De acuerdo. Gracias, Fermín. Pero hazte ya a la idea que voy
a ir con los ojos bien abiertos para corresponderte lo antes posible
con alguna cosa que me parezca adecuada para un regalo.
-Mi querida Mari Luz... No me niego a ello, no. Pero no puedo
dejar de decirte que cuando me miras y sonríes de esa manera que
lo haces, ello es ya un regalo para mi vista.
-Tú te mereces mi sonrisa y muchísimo más, Fermín...
-¿Qué tal las compras, mis queridos amigos?
-¡Ah! Hola, Carmen. Muy bien... Muy, pero que muy bien. Ya
te contaré. Vamos, Fermín, enséñale el vestido que me acabas de
regalar. Tiene unos bordados preciosos. Míralo.
-Te dije que encontrarías algo así. ¡La de horas de trabajo de
estas buenas mujeres que debe haber tras esta hermosa prenda!
167
IV
Saliendo de Santo Domingo por la ruta que se dirige hacia el
hermoso sitio arqueológico de Palenque, unos cientos de metros
más allá de la pequeña gasolinera y de un grupo de edificios
comerciales de reciente construcción, encontraron con facilidad,
como había anunciado don Arcadio, el flamante establecimiento de
don Francisco Cifuentes.
-Veo que los negocios le van viento en popa a mi amigo
Pancho. Fíjense ustedes en ese pequeño hangar situado al lado de
las oficinas. Ese fue su primer garaje y taller. Cuando estuve aquí el
pasado otoño descansando unos días en Palenque, me comentó que
lo conserva así como recuerdo de aquellos años en que su tallercito
era el único en cientos de quilómetros a la redonda y de los pocos
que podían encontrarse en el estado de Chiapas. Ahí dentro guarda
todavía alguno de los viejos carros que alquilaba a los ocasionales
turistas yanquis que se dejaban caer por aquí.
-Pero hoy en día debe tener más competencia.
-La tienen, por supuesto. Pero Pancho Cifuentes y su hijo, que
es el que en realidad lleva en este momento el negocio, supieron
hacerse muy pronto con la concesión o representación comercial de
varias marcas de carros yanquis. Y bueno, ya les verán ustedes, son
personas sumamente agradables, con los que es muy lindo hacer
tratos. Saben cerrar un buen negocio, que les producirá buenos
pesos, pero con la honestidad suficiente para que uno quede
contento y vuelva a ellos en otra ocasión.
En ese momento don Arcadio, acompañado por Fermín y el
profesor Felices, llegaban a la puerta acristalada de las oficinas, en
cuya superficie se veía grabado en gruesas letras el nombre de la
empresa: "Francisco Cifuentes e hijo. Alquiler, venta y reparación
de automóviles". Iban a franquear la puerta cuando les alcanzó un
hombre joven, de unos treinta o treinta y cinco años, vestido con
ropa de trabajo algo sucia, unos tejanos y una camisa de cuadros,
que llevaba con las mangas subidas, dejando ver sus recios y
nudosos brazos.
168
-¡Don Arcadio! Pasen, mi padre les está ya aguardando. Y
disculpen que no les estreche la mano. Me pillaron ustedes dándole
un retoque al cambio automático de un carro que querría tener listo
hoy mismo, y llevo las manos algo sucias de grasa. Pasen, que yo me
reuniré con ustedes en cuanto me las lave un poco.
-Tranquilo, hijo. Vamos adentro... pasen, Fermín, profesor.
Conocieron ya al hijo de mi amigo Pancho, que como ven, al igual
que solía hacer su padre a su misma edad, no tiene reparo alguno en
convertirse en uno más de los mecánicos del taller. Y ahorita
podrán conocer al propio Pancho. Ahí viene.
-¡Arcadio, mi buen amigo! ¡Qué bueno que viniste!
-¡Pancho! ¡Estás mejor que nunca! Se nota que te cuidas.
Permíteme que te presente a mis amigos. El doctor Fermín
Ceballos, y el profesor César Felices.
-Es un placer, señores. Vengan, vamos allí dentro, a mi
despachito. Por aquí. Siéntense. Y bien, Arcadio. ¿Cómo van tu
salud y tu vida últimamente?
-Mi salud es buena. Y mi vida, como sabes, desde que perdí a
mi estimada Dolores, es un poquito monótona y triste. Por eso, tal
vez, me he animado a embarcarme, junto a estos amigos, en una
linda e interesante expedición.
-Siento lo de tu esposa, amigo mío. Pero, dime, ¿qué hay de
esa marcha por la selva que me anunciaste por teléfono?
-Por eso estamos aquí.
-¿Qué os va hacer falta? ¿Todoterrenos, camiones, camionetas?
-El punto al que nos dirigimos está como a unos doscientos o
doscientos cincuenta quilómetros de aquí. Tal vez un poco más.
-Tal y como dice el doctor, pensamos dirigirnos hacia esta
zona. -Don Arcadio se puso en pie y señaló con la mano hacia el
mapa de Chiapas que ocupaba una de las paredes del despacho de
don Pancho. -Corríjame usted, profesor, si me equivoco... algo al
norte y al este de las últimas estribaciones de la Sierra Madre del
Sur... a poniente del curso del Usumacinta.
-Ahí fue, ciertamente, donde interrumpimos la expedición el
pasado mes de abril, tras una larga ruta, en la que utilizábamos
169
vehículos todoterreno. Llevábamos unas camionetas, con tracción a
las cuatro ruedas y reductora en todas ellas.
-Tengo unos lindos camiones de importación. Estoy seguro
que no me van ustedes a creer cuando les diga la poca nafta que
consumen. Los tengo recién llegados, como nuevos. Tienen, no
más, un par de meses. Vean este folleto de advertisment.
-Lindo carro el Ford... Pero muy grande, amigo Pancho.
Mientras don Arcadio hojeaba el folleto, el joven al que habían
saludado antes apareció en la puerta del pequeño despacho.
-Muy buenas, don Arcadio, aquí me tienen como se los dije
antes. ¿Qué hay, papá? ¿Qué se cuenta de nuevo nuestro amigo?
-Pasa, hijo. ¿Conoces a estos amigos de don Arcadio? El
doctor Ceballos y el profesor Felices.
-Les vi hace un momento ahí fuera. Ahorita sí puedo
saludarles como Dios manda. Chóquenla, amigos.
-Estaba mostrándoles este folleto de los nuevos camiones de la
Ford. Pero don Arcadio los encuentra algo grandes.
-Estos vehículos vendrían como anillo al dedo para una larga
excursión motorizada por toda la península. Pero llevo dándole
vueltas a esta salida nuestra de ahora y... y no creo que nos vayan a
ser de utilidad.
-Pero aquí, el profesor, nos ha relatado como en su anterior
expedición llevaban varias camionetas.
-Lo sé, lo sé. Pero la suya fue una expedición
considerablemente más larga. Por ese motivo eligieron un clásico
desplazamiento con vehículos a motor todo el tiempo. Ello tiene
sus ventajas pero también sus inconvenientes. No puede uno
alejarse demasiado de determinadas rutas y senderos. Y nosotros,
estoy seguro de ello, llegará un momento en que tendremos que
adentrarnos por la selva, lejos de las rutas fáciles o habituales.
Propongo una breve expedición motorizada hasta aquí. -Don
Arcadio puso su dedo en el mapa, señalando un lugar hacia el
sudeste- Se tratará de un solo día de viaje, y podrá hacerse con un
solo vehículo. Concedo que uno de estos Ford puede ser suficiente,
por ejemplo este de tipo minibús. Sin embargo, en este punto el
170
vehículo y el chofer ya no serán necesarios, y regresarán a Santo
Domingo. A partir de aquí, fíjense ustedes bien, hallaremos esta
zona fluvial. Ríos y algunos hermosos lagos de aguas azules y
tranquilas. Nos desplazaremos sobre ellos por medio de
embarcaciones que alquilaremos en alguno de estos pueblos. No
hay cascadas ni rápidos por allí, de modo que no encontraremos
dificultad alguna para alcanzar esta zona de selva. Y desde este
punto, como ven, atravesando la propia selva llegaremos a este
otro, el del último campamento de la expedición de ustedes,
profesor. Y lo haremos de forma mucho más directa que por las
rutas que nos veríamos obligados a seguir con los camiones. Por
esta región, entre los ríos y nuestro destino, es muy probable que
encontremos alguna pequeña aldea, lo que nos será útil en dos
sentidos. Primero, porque podremos equiparnos y contratar
algunos indígenas como guías. Y segundo porque, si es necesario,
haremos averiguaciones sobre el legendario escondrijo maya.
Tengan ustedes en cuenta que podría darse el caso de que, llegando
al lugar donde se perdió la pista de don Luis, no diésemos con señal
alguna que nos indique por donde continuar. En ese caso las
indicaciones de los habitantes de esa zona de recóndita selva
podrían ser una buena guía. Porque no olviden ustedes, amigos
míos, que fue precisamente en las proximidades de esa región
donde, por vez primera, pudimos recoger aquellos confusos mitos y
vagas leyendas de los que les hablé, que hacen mención a un
legendario escondrijo y sus tesoros.
-Tal y como usted lo expone, parece un plan excelente.
-Opino lo mismo que tú, Fermín. La verdad es que creo que,
en lo que hace a este tipo de decisiones, por su edad y su
experiencia, y por su innegable conocimiento del terreno, nuestro
jefe de expedición debe ser siempre don Arcadio.
-Cuanto le agradezco sus amables palabras, profesor.
-No sea usted modesto, don Arcadio. Usted sigue siendo el
mejor. Mi padre lo dice siempre. ¡Y no sabe cuanto lo alegró el
enterarse de que volvía a ponerse de nuevo al trabajo! "El bueno de
171
Arcadio es capaz de descubrir otro Palenque, por lo menos", fue lo
que me dijo.
-Mi buen Pancho, tú también sigues siendo el mismo. Un muy
buen amigo y un exagerado.
-Dejemos eso, Arcadio. Ahorita vamos a ir todos a ver los
camiones, y van ustedes a escogerme, por favor, el mejor de ellos.
Aunque sea por un solo día, quiero que vayan ustedes bien
equipados. Y por lo que hace al chofer, mi propio hijo les
acompañará en esa jornada de camino hasta los ríos.
-Precisamente iba ofrecerme para ello, papá.
172
V
Cuando Fermín miró a Mari Luz, ella estaba abstraída ojeando
un folleto turístico, que había tomado del mostrador de recepción
del hotelito de don José y doña Rosalía. Se hallaba sentada junto a
una ventana, en la salita contigua al patio donde comieron el día
anterior, y la luz del día, que le alcanzaba por detrás, daba a su
cabello castaño un brillo especial. Sus ojos, grandes, expresivos,
alegres muchas veces, otras veces curiosos, pero nunca apagados,
recorrían los mapas de aquel opúsculo sobre la región de Palenque.
Desde donde la miraba, ella ofrecía una imagen muy bella. A
Fermín le parecía que aquel perfil, con su nariz suavemente
respingona, sus lindos labios, su barbilla, y su fino cuello, era como
el perfil de una de aquellas hermosas hadas buenas que, según los
ancianos, allí en su tierra, pueblan los bosques en la primavera.
Estaba seguro, que de haber existido realmente, las anjanas no
habrían podido ser más bellas que aquella encantadora joven. Mari
Luz era, de hecho, como una buena anjana que había aparecido en
su vida, apartándolo de una serie de rutinas y monotonías. Fermín
era consciente de que admiraba a Mari Luz. Admiraba su
hermosura, pero igualmente admiraba su alegría, su ánimo, su
simpatía, y la enorme decisión con que se había lanzado a la
aventura de la búsqueda de su hermano. Admiraba también su
elegancia natural, que hacía que tanto arreglada para salir a cenar,
como vestida para un largo viaje en tren, mantuviese su aire
elegante y un punto deportivo. No era tan solo lo agraciado de su
físico, pues era hermosa, alta y delgada, ni el acierto en la elección
de las prendas. Era algo propio de su personalidad. Su forma de
moverse, sus expresiones, su actitud. ¡Qué extraordinaria muchacha!
Desde el principio, Fermín se sintió plenamente solidarizado con
ella, y se dispuso a ayudarla confiando en poder llevar a buen
término la búsqueda del joven arqueólogo desaparecido. Pero si
bien en un primer momento no lo había advertido, muy pronto se
dio cuenta de que independientemente de desear satisfacerla en este
sentido, Fermín deseaba verla, hablar con ella, conocerla más y
173
mejor. En pocas palabras, Fermín era plenamente consciente de
que deseaba que su relación con Mari Luz fuese más allá. Le hacía
ilusión pensar que, una vez concluida la expedición, seguirían
viéndose, que podría llevarla otras veces de excursión en su coche,
que podría invitarla muchas otras veces a comer... Y cuando ella le
hablaba, cuando le sonreía de aquella manera tan abierta y cordial,
cuando le exponía sus opiniones o le pedía las suyas, Fermín veía
que a ella no le importaba exteriorizar que también deseaba su trato
y disfrutaba con él. Existía una complicidad no confesada entre
ambos, como habían podido perfectamente observar sus
compañeros de expedición. Se sabían unidos cada vez más por
unos indefinibles lazos de mutua atracción y simpatía. Y ello hacía
sentirse a Fermín muy bien. Hacia años que no sentía aquella alegría
de vivir, aquel optimismo.
Mari luz alzó la vista de las páginas del folleto que estaba
leyendo, y miró a su alrededor. Muy pronto su mirada se cruzó con
la de Fermín.
-Fermín, mira esto. ¡Que curioso!
Mari Luz le mostraba una página abierta de aquel folleto.
Fermín se levantó de la silla que ocupaba, y se sentó en otra más
próxima, frente a ella. Tomó el folleto y vio una reproducción
fotográfica de una estatuílla. Se trataba de una figura antropomorfa,
estilizada, de trazo sencillo y poco recargado.
-¡Mari Luz! ¡Más que curioso, esto es extraordinario! Esta
estatuílla - aquí dice que es de apenas medio metro - es igual que las
que dibujó tu hermano en su libro de campo, en las esquinas y las
puertas de aquel edificio.
-¿Verdad que sí? Eso me pareció a mí.
-No hay duda. ¿Qué dice el folleto sobre esta estatuílla?
-No lo he leído todavía. Espera... aquí está. "Pequeña escultura
hallada en un nuevo enclave arqueológico: A medio camino de la región del río
Usumacinta y la reserva de los Lagos Azules, en un pequeño pero interesante
grupo de viejas ruinas se ha hallado el pasado otoño esta curiosa escultura. No
se sabe exactamente su significado. En estos días se expone, junto a otros
interesantes objetos hallados en ese mismo enclave, en un pequeño museo situado
174
en un edificio contiguo al hotel Misol-Ha, en la Avenida de Juárez de nuestra
comunidad".
-Mari Luz, este puede ser un hallazgo de extraordinario valor,
un indicio del camino que siguió Luis la noche de su desaparición.
¡Coge, por favor, el diario de tu hermano! ¡Vamos a ir ahora mismo
al hotel Misol Ha!
-Voy a mi habitación a buscarlo. ¡Oh, Fermín! ¿Será posible
que hayamos dado con una pista? ¿Tendrá esta estatuílla relación
con el templo que tanto interesó a Luis? ¡Sería estupendo! Aguarda,
bajo en un instante.
Y tal como dijo, apenas cinco minutos más tarde estaba de
nuevo junto a Fermín. Llevaba con ella su amplio bolso, el que
utilizaba para transportar el diario de campo de su hermano.
-Vamos allá, Mari Luz. He dejado recado a nuestros amables
anfitriones. Si regresan los demás durante nuestra ausencia, les
comunicarán que pueden hallarnos en el museo anexo al hotel
Misol Ha.
En poco más de un cuarto de hora llegaron a la Avenida
Juárez, y enseguida dieron con el hotel que buscaban. Tal y como
venía indicado en el folleto, unos quince metros calle arriba de la
entrada principal del mismo vieron un gran portalón, por el que en
el pasado debían de poder entrar y salir los más grandes carruajes. A
través del mismo se accedía a un patio suavemente iluminado por la
luz que se filtraba a través del verde ramaje que, como un
emparrado, lo cubría prácticamente en su totalidad.
Penetraron en aquel recinto y vieron que tres personas se
hallaban dialogando con un mozo, que debía hacer de recepcionista
y vendedor de boletos para la entrada al pequeño museo.
-Mira a quien tenemos aquí. ¡Don Arcadio y los Ortigosa!
Al oír a Fermín se volvieron sorprendidos.
-¡Mari Luz! ¡Fermín! ¿Venís por la estatuílla?
-Hola, Carmen, Carlos. Un saludo, don Arcadio. Pues sí.
¿Cómo os habéis enterado de lo de esa figura de piedra?
-Supongo que igual que vosotros, Mari Luz. Íbamos paseando
por el centro con don Arcadio, y junto a la iglesia de Santo
175
Domingo vimos una oficina local de turismo. Solicitamos
información sobre posibles lugares a visitar en la ciudad y nos
hablaron de este museo. El tríptico que nos ofrecieron muestra,
como veis, una foto de una curiosa estatuílla.
-Y ahora, este muchacho, ¿Mario te llamas, verdad? nos estaba
explicando que si aguardamos unos minutos, don Moisés Villalba
en persona nos mostrará su linda colección de piedritas, y nos
platicará sobre las mismas. Y créanme, amigos, les aseguro que
merecerá la pena. Mi amigo Moisés es un excelente arqueólogo
aficionado, un auténtico erudito en lo que hace a las leyendas de los
indios lacandones, quichés y cakchiqueles. Y es lindo, lindo de
verdad escucharle. Se lo digo a ustedes por experiencia. Por otro
lado, ardo en deseos de abrazar de nuevo a tan excelente amigo.
Fue un magnífico compañero en numerosas ocasiones. Puede
decirse incluso, que le debo la vida.
-¿Cómo es eso?
-Fue en una de mis últimas salidas. Se incendió el poblado
donde pernoctábamos, en tierras del norte de Méjico. ¿Saben
ustedes ese tipo de construcción en madera que se usa también en
el sur de California y Texas? El edificio donde nos hallábamos era
de dos plantas, todo hecho con madera seca. Se propagó tan rápido
el fuego que quedé atrapado. ¡Caramba, pero que mal rato pasé! En
estas que apareció mi buen amigo, cubierto de mantas totalmente
empapadas en agua, me envolvió con una de ellas, cargó conmigo y
salió al exterior. Pocos minutos después se desmoronó todo. Pero
véanle... ahí llega.
En efecto, en el marco del portalón, resaltada su gran
humanidad por el contraluz de la soleada calle, apareció un hombre
corpulento, alto, elegantemente vestido. De unos sesenta o sesenta
y cinco años, con un rostro varonil que habría sido sin duda
hermoso de joven, y una expresión bondadosa e inteligente.
-¡Arcadio Botín! ¡Me lleven los diablos! ¡Carajo! ¡Qué buen
aspecto tienes, compadre! ¡Venga un abrazo!
Y aquel hombretón cogiendo a don Arcadio entre sus grandes
brazos, le abrazó con efusión y energía. Luego le apartó, y le miró
176
detenidamente. Y se vio en su mirada que estaba realmente feliz de
volver a verle.
-¡Arcadio! ¡Mi gran amigo, mi maestro! ¡Qué gran alegría!
¿Viniste a ver mi pequeña colección de aficionado?
-¡Ah, Moisés! ¡Tú sí que tienes un aspecto fenomenal! Y bien,
pues sí, claro está. Vinimos acá, con unos amigos, para ver tu
colección. Permíteme que te presente. Estos son el matrimonio
Ortigosa... Carlos y Carmen.
-A sus pies, señora. Es un placer, don Carlos.
-Y este par de jóvenes son el doctor Fermín Ceballos y la
señorita Mari Luz Trévelez.
-Es un placer señorita. Doctor, me alegro de conocerle, y
puede contar conmigo como un buen amigo, pero por supuesto, no
como un cliente. Mi salud es, se lo aseguro, a prueba de bomba.
Pero... no se queden aquí... pasen, amigos. Les voy a mostrar cosas
extraordinarias. Proceden de un territorio muy interesante, al sur de
estas tierras.
Y precedidos por su agradable anfitrión, pasaron al interior del
museo, constituido únicamente por dos salas contiguas, en las que
se hallaba dispuesta una pequeña pero muy bella colección de
vasijas, esculturas, fragmentos de piedra, y algunas losas con
grabados estucados. En una de las paredes, en dos amplio lienzos,
se exhibían reproducciones de pinturas, probablemente tomadas de
algún fresco. En el centro de la primera de las dos piezas del museo,
colocada sobre una mesita, se hallaba la bella estatuílla que les había
llevado a todos a visitar aquella exposición. De un par de palmos de
altura, aquella figura representaba a un ser de facies mongoloide,
con un espeso cabello como único adorno sobre la misma. El
cuerpo y las extremidades estaban tallados con sencillez. De cintura
hasta rodillas le cubría una sencilla túnica. Tenía los brazos
separados del cuerpo, los codos flexionados, y las manos apoyadas
en la cintura. Las piernas entreabiertas, como buscando una amplia
base de sustentación. Era, sin duda, como las figuras que Luis
Trévelez había dibujado en la última página de anotaciones de su
diario.
177
-¿Dónde hallaste esta hermosa escultura, Moisés?
-Todo lo que ustedes ven acá reunido lo obtuve en el mismo
lugar. De regreso desde la región del lago Atitlán, en Guatemala,
por la sierra boscosa, el pasado otoño, dimos casi por causalidad
con un grupito de ruinas en medio de una zona terriblemente
tupida de selva. Quedó un equipo allí, que sigue prospectando. Yo
me traje acá estas cosas, a Santo Domingo, con la idea de abrir un
pequeño museo. No es menester que les diga más... estamos ahorita
en él. Por lo que hace a esa estatuílla, debo confesarles que existen
una serie de hechos curiosos e interesantes con relación a la misma.
Diríase que la rodea un halo de misterio.
-¿A qué hechos o misterios se refiere usted, señor Villalba?
-En primer lugar, su ubicación. No hay duda de que no
pertenece propiamente al lugar arqueológico. Es decir, fue llevada
en algún momento al sitio donde la hallamos, pero no fue tallada
allí. Debería decir realmente que se la ocultó en aquel pueblo o
recinto. Se encontró en el interior de una cámara secreta, bajo el
falso suelo de una estancia interior, oculta a su vez en el espesor de
una edificación de aspecto insignificante. Después fue la notable y
curiosa reacción de uno de los mozos, un lacandón serio y taciturno
que nos ayudaba en las excavaciones. Cuando vio que esta estatuílla
era extraída de su escondrijo se sobresaltó. Estoy seguro de que por
un instante dejó ver, aunque involuntariamente, un sentimiento
intenso. No sabría decirles si de sorpresa, de temor, o de
indignación. Tal vez una mezcla de los tres. Pero fue tan solo por
breves momentos. Aquella noche, cuando le pregunté sobre ello,
fingió no saber de que le hablaba.
-Como usted dice, ello es muy curioso.
-Pero aun hay más.
-¿Y qué es ello?
-A escasos quilómetros de allí teníamos establecido un
campamento de enlace en una pequeña aldea. Llevamos la estatuílla,
junto con otros hallazgos, hasta aquel lugar. En aquel poblado vivía
un chamán muy anciano, un auténtico sabio. Se había mostrado muy
interesado desde el primer momento por nuestro trabajo, y cuando
178
veía las piezas de cerámica, las figurillas, y otros objetos que se iban
llevando hasta allí, los tomaba entre sus manos y los miraba con
atención, al tiempo que hacía gestos de aprobación y musitaba
frases ininteligibles con voz emocionada. Pero cuando vio esta
estatuílla se puso serio y solemne. La miró fijamente largo rato. La
dejó luego sobre una pequeña plataforma de piedra junto a un gran
árbol situado en el centro de la aldea. Aquel lugar era el que solía
utilizar para realizar sus rezos y ceremonias. Se apartó como un par
de metros y se sentó en el suelo. A continuación cerró los ojos y
comenzó a emitir un canto ritual, cadencioso y monótono.
Permaneció así como unos cinco minutos. Finalmente se puso en
pie, y con voz solemne nos comunicó que había sido la voluntad de
los dioses que uno de los guardianes de Tulán Zuivá, saliese de su
lugar oculto como respuesta a sus plegarias. Llevaba tiempo
pidiendo a los dioses una señal antes de marchar de esta vida. Y esta
estatuílla es la señal que tanto tiempo había esperado. La leyenda era
cierta.
-Moisés, amigo mío. ¿Estás seguro de que fue eso lo que dijo?
-¿Sorprendente, verdad? Según las mitologías quiché y
cakchiquel, Tulán Zuivá es el nombre con que se conoce al valle al
que se dirigieron los cuatro primeros padres del pueblo maya, tras
ser creados por los dioses del sol y del maíz. Viene a significar algo
así como el valle de los siete barrancos o de las siete cuevas.
-Conozco esas leyendas, recogidas en el Popol Vuh. Pero en
ningún momento se habla en ese libro sagrado de posibles
guardianes, centinelas o vigilantes del valle en cuestión.
-Tiene usted razón, doctor.
-¿Y a que leyenda se refería?
-¿Les parece interesante, verdad? Verán, tras acabar su cántico,
el sabio nos sonreía beatíficamente. Mirándonos con ojillos alegres,
nos contó una vieja historia. ¿Recuerdas, Arcadio, la estela
desaparecida?
-¿La de la expedición del sesenta y ocho?
-Esa misma.
-¿Dijo el chamán algo sobre ella?
179
-Nos habló de mucho, muchísimo tiempo atrás. Hubo una
edad en que ocurrieron cosas muy graves y muy malas para su
pueblo. Por ello un grupo de elegidos marchó a un lugar oculto,
con sus tesoros, sus bienes y la sabiduría infundida por sus dioses.
-¡Caramba! ¡Eso es en resumen lo que contaban los glifos de la
parte superior de aquella estela! Pero esa misma leyenda, con
pequeñas variaciones, la hemos podido escuchar en diversas aldeas
por una amplia zona del sur de la península de Yucatán. Nada de
particular tiene el oírla en boca de un chamán de un pueblito no
muy alejado de aquellos lugares.
-¡Pero date cuenta, Arcadio, que aquella fue la primera ocasión
en que oímos darle nombre a ese legendario refugio! El anciano
insistió en que sus antepasados marcharon a Tulán Zuivá. No quiso
dar más explicaciones en ese sentido. No logré aclarar si se trataba
del valle mitológico que menciona el Popol Vuh, o de un lugar
distinto al que habían dado el mismo nombre en recuerdo o
memoria del otro. Pero en cambio, fue muy claro al hablarnos de
los diez guardianes del valle. El ser representado en esta estatuilla es
uno de ellos.
-Amigos míos. ¡Qué linda idea fue la de comenzar por Santo
Domingo nuestra expedición! ¡Aun sin haber llegado a aquella zona
de recóndita selva a la que nos dirigimos, hemos dado con una
huella, con una señal, con un indicio de considerable valor! Aquí
Moisés, mi buen amigo y compañero, nos ha proporcionado la
prueba de que don Luis, en efecto, no se anduvo lejos de lo que
buscaba.
-¡Carajo! ¡Cuánto me alegro de ello! Ahora creo, amigo
Arcadio, que merezco que me expliquen en que linda aventura
andan ustedes metidos.
-Vamos a la búsqueda de un joven arqueólogo, don Luis,
hermano de esta señorita. Por lo que he podido saber del mismo,
podemos decir que andaba detrás de la leyenda en cuestión. Y creo
que sus pasos iban por el buen camino... Desapareció el pasado mes
de abril. Dejó el campamento y a sus compañeros, y creo que lo
hizo para explorar un lindo templo que recién había descubierto en
180
la distancia ese mismo día. Muéstrenos, Mari Luz, los últimos
dibujos del diario de su hermano. Prepárate para ver algo
extraordinario, Moisés. Aquí está... ¿Viste algo más lindo?
-¡Vean ustedes ese templo! ¡Carajo! ¡Cuatro guardas en las
esquinas, y seis más en las tres puertas!
-¡Los diez guardianes del valle!
-¡Ven lo que les dije! ¡La estela, la leyenda, la estatuílla, el
chamán, y el dibujo de don Luis! ¡Todo encaja! ¿Entienden?
-¡Mi hermano está allí! ¡Estoy segura!
-Es posible, es posible... ¿Por qué no? Sea como fuere, si
damos con algún pueblito o aldeíta en la zona en que le perdieron
ustedes, ahorita tenemos algo concreto sobre lo que preguntar, si se
diese el caso de que no hallásemos rastro alguno de don Luis. Nos
permitirás, amigo Moisés, que nos llevemos una pequeña replica de
tu bonito e interesante hallazgo.
-Como no, amigo mío. En unos minutos, Mario, mi criado, os
traerá una.
-Como pensé desde el primer momento en que lo vi, estoy
convencido que si damos con ese templo, habremos dado con la
pista de Luis. Y no dudo que seremos capaces de hallarlo. Creo que
tu hermano nos dio una pista indirecta en su diario...
-Se me ocurre que podríamos seguir platicando mejor sobre
todo ello aquí al lado, en mi casa. Y me darán ustedes la
oportunidad de invitarles a tomar un traguito.
-Te lo agradeceremos mucho, Moisés.
-Pues síganme todos, amigos.
181
VI
Una tenue neblina cubría la selva aquella mañana y el sol
apenas se entreveía como una mancha rojiza por encima de las
copas de los árboles. Los primeros grupos de turistas madrugadores
iban llegando a la amplia zona arqueológica. Pero en conjunto, visto
desde lo alto, en el punto de arranque de la senda que desciende
desde la zona alta de la selva, el enclave de Palenque ofrecía un
aspecto de soledad y de quietud. Lo envolvía aquella atmósfera
especial que solo se observa en los primeros momentos del día, en
épocas como aquella en que las recientes lluvias habían saturado de
humedad la pluviselva tropical.
Sin embargo, Héctor Torcillo parecía resultar del todo
insensible a lo que de poético, conmovedor o subyugante pudiesen
hallar otras personas en aquel ambiente. Solo una cosa le
preocupaba en aquel momento, mientras esperaba a su criado,
sentado sobre una vieja piedra bajo las copas de los primeros
árboles de la selva contiguos al imponente templo de las
inscripciones. Cabía la posibilidad de que la expedición de don
Arcadio no estuviese, al fin y al cabo, encaminada en la dirección
correcta. En ese caso, el esfuerzo de seguirles habría sido en vano.
La verdad era que no acababa de entender las razones que les
habían llevado a iniciar la expedición en Palenque. Sabía muy bien, y
don Arcadio no podía ignorarlo, que los mitos sobre el refugio
perdido, sobre el tesoro oculto, no apuntaban en absoluto hacia
aquel enclave arqueológico. Sin embargo, ¿tal vez se trataba de
hallar allí algún dato, alguna pista o indicio que debía ser consultado
previamente a la marcha hacia otros lugares? Pronto lo sabría. Ya
no podía tardar en llegar su criado, Aristeo. En cuanto estuviesen
juntos tomaría las medidas oportunas para que pudiesen apostarse
en lugares adecuados. Convenía que los miembros de la expedición
de don Arcadio no les viesen, para poder espiarles de manera eficaz.
Apenas llevaba esperando unos diez minutos en aquel lugar,
cuando le vio llegar. Con sorpresa, observó que, en contra de lo que
era habitual en él, Aristeo venía presuroso, agitado, con aspecto
182
excitado y nervioso. Héctor Torcillo, al verle llegar de ese modo se
puso en pie, extrañado.
-¿Qué diantres te ocurre, Aristeo?
-¡Ay, señor! ¡Qué se han marchado!
-¿Qué quieres decir?
-¡Que han salido de viaje esta mañana muy temprano, de
madrugada casi!
-¿Cómo es posible? Yo no les he visto llegar. No han venido
aquí, a Palenque. ¿Qué demonios ha pasado, Aristeo? ¡No me hagas
perder los estribos, explícate!
-Tal y como usted me recomendó, les vigilé todo el tiempo.
Me alojé en una alcoba a poco más de cien metros de su hotel. Y
esta madrugada, entre sueños, creí oír el ruido de un motor. Sin
apenas tiempo de llegarme hasta allí, les vi subir a un gran camión y
partir. De modo que sin perder tiempo me dirigí por un atajito a
través del pueblo hasta el arranque de la carretera que viene hasta
aquí. Allí esperé durante largo rato, pero no les vi pasar.
-¿Qué no les viste pasar? ¿Cómo es posible?
-Regresé al hotel, y vi claramente marcadas en el suelo las
huellas de los neumáticos de su camión. Las seguí por el camino, y
comprobé que en vez de tirar lindamente a través del pueblo,
tomaron una torcida y agarraron un camino hacia el sur.
-¡Estúpido, inútil! ¿No me dijiste que pensaban venir a
Palenque? ¿No fue eso lo que me dijiste?
-Así fue, señor.
-¿Cómo diantres se me ocurrió hacerte caso? ¡No tenía
sentido! ¡No podía ser en modo alguno! ¡No hay nada aquí que
tenga relación con los tesoros mayas! Vamos a ver. ¿Estás
completamente seguro de haberle oído decir a Don Arcadio que
vendrían a Palenque?
-Pues verá usted, señor... en realidad...
-¡En realidad qué, maldito bellaco!
-Dijo que en primer lugar, iniciarían su viaje dirigiéndose a
Pueblo de Palenque... y no me negará que así lo hicieron.
183
-En primer lugar... ya veo. Pero, ¿y después? ¿Cuales eran sus
planes una vez llegados a Santo Domingo?
-Eh... Bueno... Yo... No lo sé.
-¿Cómo que no lo sabes?
-Cuando ese condenado de don Arcadio iba a seguir
explicando sus planes, me sorprendió ese amigo suyo médico que
estaba presente en la reunión. ¡Me cogió, me zarandeó, me
amenazó...!
-Ya veo... y te echó de allí.
-Me temo que así fue.
-Vamos a ver si te entiendo. Me estás diciendo que tan solo
pudiste averiguar que la expedición iba a iniciarse en Santo
Domingo...
-No más, mi señor.
-¡Dios mío, no sé como me contengo y no te doy tu merecido!
¿Será posible tanta estupidez? ¿Te das cuenta, viejo jaleb, pedazo de
animal, que ahora les hemos perdido la pista? ¡Y por tu culpa,
maldito cretino!
-No se altere usted más, mi señor. Sabemos que han partido
hacia el sur. Tengo amigos y familiares en algunos lugares en esa
dirección.
-¡De poco nos servirán si son tan desastre como tú! Sin
embargo... ¡Caramba! ¡Pues ya te me estás marchando como un rayo
para ponerte en contacto con ellos! ¡Debes hacerlo lo antes posible!
-Lo hice justo antes de venir, señor. Tal vez tardemos uno o
dos días, pero puede usted estar seguro de que volveremos a
encontrarles.
-Por tu bien confío que así sea, Aristeo. Y de todos modos,
¿no está claro que don Arcadio conoce casi también como yo la
zona a la que hacen referencia las leyendas, los mitos y los rumores?
Si lo que buscan es el centro ceremonial secreto donde se supone
que se ocultan los tesoros perdidos de tus lejanos antepasados, han
de dirigirse a las regiones mencionadas en la estela. Por ello, aunque
de buen principio no demos con ellos, creo que sabré, en cualquier
caso, llegar a la región de Yucatán a la que con toda seguridad se
184
dirigen. Una vez allí, el averiguar sobre el paradero de esa
condenada expedición será la cosa más sencilla. ¡Vamos, maldito
bobo, Aristeo! ¡No echemos raíces aquí! ¡Regresemos a Santo
Domingo!
185
186
Por los brazos de agua
E
I
l sol oblicuo del atardecer penetraba a través de las
ramas y las hojas de aquellos altos árboles que, a uno y otro lado del
brazo de agua por el que se deslizaban, formaban como dos
grandes muros de vegetación. Los rayos solares así tamizados,
llegaban a la líquida y móvil superficie, llenándola de infinidad de
pequeños reflejos oscilantes. De cuando en cuando veían saltar
fuera del agua, fugazmente, algún pececillo de vientre plateado, que
por un momento brillaba también al reflejar la oblicua luz solar, y
que al caer de nuevo al agua, formaba una serie de ondulaciones
circulares que iban ampliándose suavemente hasta desaparecer.
No hacía un calor excesivo en aquellas horas casi crepusculares
del atardecer, próximos ya al final del día. Podían, pues, considerar
acertada la decisión tomada por Sócrates, el jefe de la expedición, y
patrón de la mayor de las dos embarcaciones. Siguiendo sus
consejos habían navegado durante las primeras horas de la mañana,
y posteriormente se habían detenido en un tranquilo y agradable
lugar en el que la espesa selva, saltando de una a otra orilla, les había
ofrecido sombra y fresco cobijo durante las horas centrales del día.
187
Se habían puesto de nuevo en marcha bien entrada la tarde, y
habían evitado de ese modo soportar el sol tropical de dichas horas.
Para su breve viaje por aquella región de acuíferos, se
distribuyeron todos ellos, así como los bultos del equipaje, entre
aquellas dos anchas barcas. Las habían alquilado, tras llegar a un
acuerdo sobre el precio con sus propietarios -Sócrates y familia-, en
la pequeña aldea a la que llegaron el día anterior, tras un cómodo
viaje en el excelente vehículo de don Pancho Cifuentes, el
campechano amigo de don Arcadio. Éste, junto con el profesor y
Pablo, viajaban en la barca más pequeña. En la otra, precisamente la
patroneada por Sócrates, iban el matrimonio Ortigosa, Aureliano, y
Mari Luz y Fermín.
En aquellos momentos se deslizaban sobre aguas muy
tranquilas, impulsados por aquellos hombrecillos yucatecos que,
pese a su escasa estatura, se empleaban con notable energía a la
tarea de ir clavando las pértigas de madera en el fondo, caminando a
continuación por los laterales de las embarcaciones, y provocando
de ese modo el avance de las mismas.
La superficie líquida por la que navegaban no era propiamente
un río, pero tampoco podía hablarse de un lago al referirse a aquella
serie de brazos de agua que discurrían oblicuamente hacia el sur y
hacia el este a través de la pluviselva tropical. Se trataba de una zona
en la que las abundantes lluvias de la región, recogidas en las altas
cumbres próximas, provocaban una inundación casi constante y
habitual de las zonas más bajas de la selva, resultando de aquel
modo aquella zona boscosa en la que los brazos de agua alternaban
con elevaciones del terreno cubiertas por espesa arboleda.
Desde las barcas podían ver en las más altas ramas de aquellos
árboles una variada fauna que alegraba la selva. En algunos puntos
abundantes aves tropicales de plumaje bellamente coloreado
llenaban el ambiente con estridentes cantos. En otros lugares eran
pequeños monos saltando entre las ramas, o colgados de las
mismas, los que lo llenaban con sus agudos gritos. Y sobre la
superficie del agua no faltaban hermosas variedades de mariposas, y
188
en ocasiones grandes libélulas que producían con su vuelo un
sonoro zumbido.
A parte de aquellos agradables insectos, inofensivos y vistosos,
en algunos tramos de agua más o menos empantanada, estaban
expuestos a sufrir la visita de otros artrópodos voladores más
molestos, e incluso peligrosos. Atravesaban, en efecto, en algunos
lugares, auténticas nubes de mosquitos. Por ese motivo se
colocaban, la mayor parte del tiempo, en el interior de unas tiendas
cerradas con tela de tupida mosquitera, que los indígenas habían
elevado para ellos en el centro de las barcas. Fermín no estuvo
tranquilo hasta que todos le aseguraron que habían comenzado a
tomar la medicación que les indicó unos días antes, para prevenir un
posible paludismo.
Como había previsto don Arcadio, no había rápidos,
corrientes turbulentas ni cascadas en aquellos parajes. Por eso la
marcha se hacía de manera tranquila y sin inconvenientes, fuera del
de la obligada estancia, la mayor parte del tiempo, en los refugios al
abrigo de los mosquitos. El avance no parecía suponer un excesivo
esfuerzo para los seis yucatecos que les habían ofrecido el
trasladarles en sus amplias barcas, cuando la pasada noche se los
presentó el hijo de Pancho Cifuentes a su llegada a la aldea. Desde
allí, con su camión, había regresado a Santo Domingo, no sin
desearles mucho éxito en su expedición, y ofrecerse para cualquier
otra ocasión en el futuro en que deseasen su ayuda.
Aureliano, aparentemente inmune a los ataques de los
mosquitos, permanecía junto a Sócrates, el mayor de los tres
tripulantes de la barcaza que compartía con los Ortigosa, Fermín y
Mari Luz. Moviéndose a su lado en sus continuos desplazamientos,
ayudándole en ocasiones con la percha de madera, el buen guía iba
conversando con aquel menudo hombrecillo, casi un anciano, que
parecía no estar demasiado entusiasmado con aquella navegación
por aquellos lugares.
-Mire usted, Aureliano. De no ser por la bonita suma de pesos
que nos ofreció ese caballero que va ahí dentro de mi barquita, no
189
creo que hubiese podido convencer a mis parientes para que
navegasen hacia esa zona a la que vamos.
-¿Y eso por que?
-No es bueno acercarse hacia allí. No es prudente. Así se lo
hemos oído decir a nuestros padres, a nuestros abuelos, y a los
abuelos de nuestros abuelos. Nadie recuerda cuando, pero hace
mucho, mucho tiempo, los dioses ocultaron algo... no sé que
diablos sería lo que ocultaron allá. Pero se nos dijo, y así nos lo han
hecho saber nuestros sabios, que nadie debía acercarse hacia esas
tierras, a las que ustedes, de manera poco prudente, piensan
aproximarse.
-Tenga usted en cuenta, Sócrates, que si vamos hacia aquellos
parajes es porque el hermano de la señorita Mari Luz está perdido
por algún sitio en esa tierra.
-¡Mal hizo de llegar hasta ella! ¡Algo malo debió acaecerle por
su atrevimiento! Y ustedes deberían pensárselo dos veces, si no
desean seguir su misma suerte. Francamente, Aureliano, le digo con
toda honestidad que me preocupan ustedes y su expedición. ¿Por
qué no trata usted de convencer a sus amigos gringos de que no
traspasen más allá de aquellas sierras que se ven en la lejanía?
-Nada cambiaría la determinación de la señorita Mari Luz. Y
los demás están tan dispuestos como ella a llegar hasta donde haga
falta, tras la pista del señorito Luis. Yo mismo, que pasé casi tres
meses al servicio de ese buen joven, no voy a dejar de colaborar en
todo lo que pueda ser de utilidad, de acuerdo con mi experiencia y
mi habilidad como guía. Y por lo que hace a ese vago temor de sus
antepasados con relación a las tierras que se encuentran allí
enfrente, no crea usted que vaya a detenernos. Al contrario, ello
supondrá un estímulo añadido para esos sabios, el doctor, el
profesor y don Arcadio.
-Ustedes verán lo que hacen. Pero por mi parte, no podrán
decir que no les he advertido. Y en cuanto a nuestro viaje, como
hemos convenido, les vamos a llevar hasta el final de los brazos de
agua. Pero una vez allá deberán ustedes espabilarse. Nosotros
tomaremos las barcas y nos daremos la vuelta de inmediato. Dudo
190
que nos vean ustedes poner ni tan solo un pie en la tierra que se
encuentra más allá, al final de los brazos.
-Pues mire usted, le agradezco sus consejos. En mi nombre y
en el de los demás. Pero dígame algo más sobre esa tierra. ¿En que
cree usted que se fundamentan las advertencias de los sabios? ¿Por
qué no hay que acercarse a aquellos parajes?
-No sé más de los que le dije antes. Y creo que es mejor que
no hablemos más de ello. Mis hijos están comenzando a
preocuparse ya por lo mucho que avanzamos hacia la tierra a la que
no hay que ir.
-Nos llevarán ustedes, sin embargo, como hemos pactado,
hasta el final de la zona del agua. En estas tierras húmedas que
atravesamos no podríamos avanzar de otro modo que no fuese con
las embarcaciones de ustedes.
-Guarden cuidado. Mis hijos dudan, mi cuñado y mis sobrinos
temen, pero yo soy quien manda. Y como hombre mayor sé lo bien
que nos va a venir la platita, y la falta que nos hacen los pesos.
Llegaremos hasta donde les prometimos. Pero ni un dedo más allá.
-Déjeme que le ayude un poco con la percha. Así... y dígame...
¿Cuando cree que vamos a llegar a tierra seca? Le confieso, que
como guía de las más variadas expediciones, he puesto mis pies en
muchísimos lugares de nuestras tierras y montes, y he atravesado
casi todas nuestras llanuras y selvas. Pero esta zona me es
desconocida.
-La marcha que llevamos es lenta, pues no más podemos
avanzar, como quien dice, al ritmo en que caminamos sobre la
cubierta. Pero no es mucho el camino que nos resta. Muy pronto
pernoctaremos en un lugar abrigado y seguro. Y mañana antes del
mediodía les dejaremos en tierra.
191
II
La más pequeña de las embarcaciones, tripulada por el cuñado
y los sobrinos de Sócrates, emprendió el camino de regreso tan
pronto como hubieron alcanzado el pequeño embarcadero, situado
en el extremo occidental del gran brazo de aguas tranquilas y
obscuras por el que habían navegado un par de horas aquella
mañana.
En cambio, Sócrates y sus hijos accedieron a descender de su
barcaza, y ayudaron a bajar los bultos y a levantar un pequeño
campamento alzando las tres pequeñas tiendas. Prepararon incluso
una zona de tierra limpia de ramaje y hojarasca, rodeándola con un
círculo de lodo y piedras, para poder encender una pequeña fogata
destinada a preparar la primera cena en su estancia en aquella zona
de la selva yucateca.
Sin embargo, cuando comenzó a declinar el día manifestaron
su intención de abandonar aquellos lugares y se dirigieron hacia la
orilla, hacia el lugar donde se hallaba amarrada su embarcación.
Don Arcadio, Pablo y el profesor Felices les acompañaron hasta allí
para despedirles, y para intentar siquiera una vez más convencerles
de que se uniesen a la expedición.
-Sócrates, amigo mío. Y ustedes, muchachos. ¿De verdad que
no se animan a acompañarnos? Piensen que nos hacen falta brazos
para llevar las cosas, montar y desmontar... Y...¡Caramba! Estoy
seguro que mis amigos españoles estarían dispuestos a pagarles
bien.
-Mire usted, don Arcadio. No se lo tome a mal.
Comprendemos que ustedes van a necesitar de gente para cargar
con todo. Pero nosotros tenemos a nuestras mujercitas y los
chamaquitos aguardándonos. Y mire usted, la barca...
-Este parece un lugar adecuado para dejarla. Por unos días
podrían atarla a estos árboles. Incluso podríamos entre todos
sacarla a tierra firme y dejarla apoyadas en la hojarasca.
-Se podría, como usted dice, doctor. No es ese el problema.
Créanme, nos agradaría mucho ayudarles. Pero como Aureliano, su
192
guía, conoce bien, hay que guardar respeto y temor a las
advertencias de nuestros sabios.
-¿A que advertencias se refiere usted, Sócrates?
-Esas tierras altas a las que ustedes piensan dirigirse son
sagradas, pertenecen a los dioses. Ellos ocultaron algo allí hace
siglos, muchos siglos. Nadie debe acercarse a esa sierra. Ninguno ha
de osar aproximarse hasta allí. No más el mostrarse curioso sobre
esos secretos ya es impuro y sacrílego. Usted, profesor, como sabio
entre los suyos, ha de entender que respetemos lo que nos
enseñaron nuestros sabios.
-Pero Sócrates... - El profesor Felices sonrió, ante la ocurrencia
de aquel buen hombre, que no dudaba en equipararlo a un sabio o
chamán. -Tú no creerás realmente en esas leyendas. ¿Verdad?
-Mire usted, profesor. Yo no sé que pueda ser lo que se guarda
allá en aquel lugar... ni me importa tampoco. Pero sé que hay que
respetarlo. No se trata de leyendas, ni de amenazas, no. Se trata
solamente de que hemos de respetar a los dioses y sus mandatos. Y
mis hijos y yo respetamos esa tierra sagrada. No iremos más allá.
Volvemos a nuestra aldea. Por lo que hace a porteadores, no han de
inquietarse ustedes. Miren acá en estos árboles. Estos cabos
anudados, y estas marcas en el suelo. Sin duda que encontrarán
ustedes gentes que habitan por aquí cerca, y que acuden a este lugar
para pescar. Sus aldeas no han de estar a gran distancia.
-Contábamos con ello, Sócrates. Pero nos hubiese agradado
que ustedes se viniesen con nosotros. En cualquier caso, en nombre
de mis amigos y el mío propio, les deseo a ustedes que tengan un
buen viaje de regreso. Salude a su esposa de nuestra parte. Y
ustedes muchachos, saluden a las suyas, y cuiden de sus
chamaquitos. Y por lo que hace a su cuñado y sus sobrinos,
transmítanles nuestro agradecimiento por su amabilidad en traernos
hasta aquí de manera tan rápida y cómoda. A todos ustedes deseo
felicitarles por su destreza en el manejo de sus embarcaciones.
Cuídense mucho, amigos.
-Descuide usted, don Arcadio. Y sean ustedes prudentes. No
intenten saber lo que no hay que saber, ni busquen lo que no hay
193
que buscar. Vamos, hijos míos. Partamos ya. Nos reuniremos con
vuestro tío y vuestros primos en el embarcadero donde hemos
pasado la noche.
Pocos minutos después vieron como la gran barca, impulsada
por aquel buen hombre y sus dos hijos, doblaba un lejano recodo
del brazo de agua por el que habían llegado hasta allí, y desaparecía
de su vista. Don Arcadio, Pablo y el profesor Felices se alejaron de
la orilla, para llegarse hasta el lugar donde los demás estaban ya
finalizando las tareas de asentamiento.
Habían escogido un claro libre de árboles situado a unos
doscientos o trescientos metros hacia el interior de la selva.
Mientras se dirigían hacia aquel lugar vieron como, desde el
campamento, se elevaba una fina columna de humo hacia el cielo,
señal de que aquella noche, por lo menos, iban a poder disfrutar de
una buena cena caliente.
-Amigos míos, no sé que opinarán ustedes del temor de
Sócrates y los suyos hacia lo que pueda hallarse oculto en esa lejana
sierra. Pero yo, personalmente, encuentro que es, cuando menos,
muy interesante y prometedor.
-¿Está usted seguro, Arcadio?
-Sí, amigo Felices. En pasadas expediciones mías, y también en
viajes de buenos colegas que me refirieron sus experiencias, hemos
detectado ese temor -o ese respeto si ustedes prefieren - en toda la
zona periférica a una región que correspondería más o menos a ese
gran territorio elevado que se ve allá en la lejanía. En algunos casos
llegaron a concretarlo como el respeto hacia un sagrado lugar. En
otros nos expresaron que ese era el refugio donde su pueblo guardó
sus tesoros. Son, en definitiva, variantes de la leyenda que nos habla
de un lugar secreto y sagrado. De acuerdo con los relieves de
aquella hermosa estela que ya les he mencionado en más de una
ocasión, en algún punto de estas tierras se oculta la sabiduría y la
riqueza de los antepasados de los mayas. De ese modo, ese temor y
ese respeto correspondería a esas creencias.
194
-Sin embargo, si no estoy equivocado, nosotros no vamos
hacia las tierras altas. Usted nos indicó en el mapa que desde aquí
hemos de avanzar hacia poniente y un poco hacia el norte.
-Tiene usted razón, Pablo. Porque vamos a dirigirnos en
primer lugar al punto en que se perdió la pista de don Luis. Por ello
vamos a rodear esa tierra de leyenda y misterio. Pero estoy
completamente seguro de que cuando demos con las huellas de ese
joven, nos conducirán precisamente hacia esa tierra sagrada.
-¿Por qué no vamos hacia ella directamente?
-El profesor tiene razón. ¿Por qué no nos dirigimos ya de
entrada hacia allí?
-Piensen en ello un momento, amigos. De existir ese lugar de
leyenda que tanto temor y respeto infunde a los habitantes de las
aldeas de las zonas limítrofes, no cabe duda de que debe ser un
lugar recóndito, sumamente oculto, prácticamente inaccesible para
el que no esté en el secreto de su posible entrada. Podríamos pasar
días dando vueltas por esa zona montañosa y no encontrar el más
mínimo rastro de ese hipotético lugar. Por el contrario, yo creo que
don Luis pudo haber hallado alguna pista, algún indicio. Hemos de
ver hasta donde llegó y tratar de seguir sus pasos. En ese momento,
como les digo, seguramente nos encaminarán hacia esas tierras altas
situadas al sudeste. Pero en ese caso, nos dirigiremos allí siguiendo
una pista concreta.
-Si es que damos con ella.
-Esperémoslo así. En cualquier caso, vale la pena intentarlo
antes de dirigir nuestros pasos a esa zona, prácticamente virgen e
inexplorada.
-Usted nos habló de la posibilidad de obtener datos de los
habitantes que posiblemente hallemos en esta selva.
-En efecto, profesor. Y tal y como Sócrates nos ha señalado,
hay por aquí indicios que me hacen pensar que cuando mañana nos
adentremos en el territorio, no tardaremos mucho en encontrar
alguna aldea. Allí obtendremos sin duda los porteadores que
necesitamos, y esos datos o indicios que esperamos.
195
Conversando de este modo llegaron al lugar donde habían
levantado su campamento provisional para pasar aquella noche.
Tres tiendas de campaña formando un semicírculo, y en el centro
del mismo los bultos cuidadosamente alineados. Frente a ellos, una
pequeña hoguera, cuidada en aquel momento por Aureliano, que
estaba, además, vigilando una marmita en la que se cocía algún
apetitoso alimento, a juzgar por su agradable olor. Junto a él, los
Ortigosa, sentados juntos, apoyados en un voluminoso bulto, le
miraban hacer distraídamente, tomados de la mano. Y de pie, entre
dos de las tiendas, Mari Luz y Fermín miraban hacia la lejanía de la
selva, en la dirección en que se suponía podría hallarse Luis.
Pablo se ofreció a ayudar a Aureliano, el profesor se unió a
Fermín y Mari Luz, y don Arcadio se sentó junto al matrimonio
Ortigosa.
-Con su permiso, señora, Carlos...- El anciano arqueólogo se
sentó, mirando hacia ellos, encima de un paquete envuelto en fuerte
lona.
-Por favor, don Arcadio. Su compañía siempre es agradable. Y
díganos, no ha habido, al parecer, medio humano de retener a
Sócrates y los suyos.
-Han de comprenderles. Ese Sócrates es un buen hombre,
recto en su conducta. Nada le hubiese agradado más que trabajar
para nosotros y ganarse de ese modo unos buenos pesos más. Pero
respeta sus tradiciones y sus creencias. De todos modos, enseguida
vamos a reunirnos todos alrededor de la hoguera, lo que
aprovecharemos para degustar la excelente cena que nos preparan
en estos momentos Pablo y nuestro buen guía Aureliano. Y yo les
voy a exponer mis planes para mañana. Si todos están de acuerdo,
mantendremos el campamento en este lugar. Tengo pensado que,
como una avanzadilla, Aureliano y yo partamos mañana hacia el
interior. No dudo que por aquí cerca hallaremos alguna pequeña
aldea yucateca. Una vez allí no nos será difícil platicar con esas
buenas gentes y conseguir su ayuda como porteadores y guías.
Volveremos acá entonces a recoger el campamento.
196
-Debería ir alguien más con ustedes. Comprendo que al ser los
que mejor dominan los dialectos del maya de estas tierras, son los
que más posibilidades tienen de hacerse entender. Pero usted es
mayor ya, y en caso de tener algún percance ...
-De acuerdo. Ustedes se quedarán acá, y Pablo vendrá con
nosotros. Pero vean, parece que nuestra cena está lista. Vamos,
vamos allá. Veremos que les parece a los demás mi plan.
Cuando se sentaron todos alrededor del fuego, reducido en
aquellos momentos a un pequeño montón de brasas, el sol se
hallaba ya bastante bajo. Sin embargo, quedaba todavía una hora
larga de luz del día, de modo que sin prisa alguna, completada ya la
instalación de aquel su primer campamento en el corazón de la
pluviselva tropical, cenaron con animo relajado, comentando los
diversos aspectos del viaje, y las perspectivas para el futuro. Don
Arcadio expuso sus planes para el siguiente día.
-En principio creo que lo que usted propone es lo más
acertado. Sin embargo, Arcadio, he estado pensando en ello desde
que nos adelantó usted sus planes hace unos minutos. Y opino que
sería mejor que usted no fuese en esa primera avanzadilla. Déjela
para nuestro guía, Aureliano, y los jóvenes.
-Mi esposa tiene razón. Usted debería quedarse aquí, con
nosotros y el profesor Felices.
-No se preocupen ustedes por la probable fatiga que esa
avanzadilla pudiese producirme. Estoy completamente seguro de
que no lejos de aquí han de hallarse no una sino varias aldeítas de
buenos y amables yucatecos. Por ello pueden tener por cierto que
no tendremos que andar mucho por la selva. Y permítanme que
insista, amigos míos, en que mis conocimientos de las lenguas y
costumbres de las gentes de estas tierras pueden facilitar mucho las
cosas.
-Bien, bien. Como usted diga.
197
III
Pablo limpió con energía sus gafas, y se las puso con cuidado.
Tomó de una bolsa su reloj, aquel voluminoso reloj de bolsillo que
llevaba siempre a todas partes. Observó que faltaban unos minutos
para las siete de la mañana. Como que Aureliano, don Arcadio y él
habían quedado precisamente en levantarse a esa hora, salió de su
saco de dormir, dispuesto para iniciar el día. Observó que don
Arcadio dormía todavía, de modo que salió de la tienda evitando
hacer ruido. Fuera encontró a Aureliano calentando agua en un
pequeño recipiente.
-Buenos días, Aureliano. ¿Preparando el desayuno?
-Buenos días, doctor. En un par de minutos les tendré listo un
cafesito bien cargado. Nos va a venir muy bien para ponernos a tono.
Vigíleme un momento aquí esta marmita... Tengo ahí detrás algo
que nos va a permitir completar nuestro desayuno con muchas
vitaminas. Aquí están. Las he cogido por aquí cerca, hace un ratito.
-¡Qué hermosas frutas, Aureliano! ¡Y recién tomadas del árbol!
Va ser el nuestro un magnífico desayuno. En más de una fonda e
incluso en algún hotel lo querrían así. Solo nos faltaría un plato de
'beicon' y unos huevos escaldados para creernos en el Hilton.
-Quizás no lleguemos a tanto, pero tenemos unas tortas de
maíz frías y un poco de carne curada.
-¡Magnífico, Aureliano!
-Esto ya está listo. Comience usted, doctor Guerreiro. Voy a
despertar a don Arcadio.
-No va ser necesario, Aureliano. Aquí estoy listo ya para
almorzar con ustedes dos. Buenos días, Pablo.
-Buenos días, don Arcadio. ¿Qué tal descansó?
-Pasé una linda noche. He dormido como un tronco, y me
siento fresco, descansado y dispuesto a partir. Gracias, está bien así
de café. ¿Me permiten, amigos, un consejo?
-Como no, don Arcadio.
-No más faltaría, usted sigue siendo mi jefesito, como en los
buenos tiempos, y sus consejos son ordenes para mí.
198
Don Arcadio sonrió ante la ocurrencia del guía. A
continuación sacó de su bolsillo una pequeña botellita metálica
aplanada, y la mostró. -Pónganse un chorrito de esto en sus cafés.
Les va a dar una energía considerable, a parte de que le va a mejorar
mucho el sabor.
-¿Qué es ello, señor?
-Mira, Aureliano, si hubieses estado en España posiblemente
estarías al tanto de la costumbre que tienen allá de ponerle un poco
de brandy o coñac al café. En mi bodega siempre procuro tener una
generosa reserva de coñac traído de allende el Atlántico.
-¿De modo que trae usted coñac consigo ahora?
-Si, amigo Pablo. Llevo un par de botellas en el equipaje. Pero
utilizo esta botellita para llevar encima una pequeña cantidad.
-Gracias, don Arcadio. Es suficiente... tiene usted razón, esto
está muy bueno. Y dígame, ¿cree usted que tendremos que caminar
mucho esta mañana?
-Mire usted, Pablo. A esa pregunta creo que le va a poder
contestar mejor Aureliano. ¿No es así?
-Apenas a un par de horas de aquí encontraremos una aldea.
-¿Cómo estás tan seguro?
-Es muy sencillo. ¿Recuerda usted que vimos ayer noche los
restos de un sitio de pesca instalado en el río?
-Pues sí, los vimos.
-Después, fíjese usted, doctor, en esos senderos. Vea acá, y por
allá... demuestran un paso relativamente frecuente. Los habitantes
de estas zonas premontañosas del sur de Chiapas suelen tener sus
pueblitos cerca de los ríos, para sacarles provecho. Pesca, agua, y
desplazamientos fáciles en barcas sencillas. Sin embargo, no lo
bastante cerca como para sufrir las malas influencias de los miasmas
que en ocasiones surgen de las aguas más o menos empantanadas.
-Según eso, aunque no nos moviésemos de este lugar,
simplemente aguardando aquí donde estamos acampados, no
pasarían muchos días sin que fuésemos visitados por algún
pescador o cazador.
199
-Es cierto, Pablo. Pero de permanecer aquí parados, nos
arriesgamos a tener que esperar días y días, tal vez una semana, tal
vez más. Por otro lado, pensé que acercarnos nosotros a esas
buenas gentes sería mucho más cortés que aguardarles acá. De
modo que amigos, en cuanto acaben ustedes con su desayuno, nos
vamos a poner lindamente en marcha.
-Si a usted, jefesito, no le parece mal, propongo que tomemos
ese sendero que penetra en la selva hacia el noreste.
-Veo que conservas tus facultades de buen guía, Aureliano.
Habrás observado, amigo Pablo, que ese sendero muestra muy a las
claras ser utilizado en ocasiones por gentes que arrastran pesadas
cargas. Ello indica que es la ruta que les lleva de regreso a sus casas
con la caza y la pesca acá capturada. ¡Ah, y que delicioso desayuno
nos preparaste! Me siento lleno de energía, como en mis mejores
tiempos. Y ardo en deseos de practicar de nuevo mis
conocimientos de los dialectos mayas de estas regiones. De manera
que... ¡En marcha!
Aureliano y don Arcadio tomaron sus grandes machetes, y
dieron a Pablo un pequeño fusil y un cinto de cartuchos para el
mismo. Le explicaron que convenía llevarlo por si necesitaban cazar
algo para la hora de comer, si se diese el caso de no haber hallado
para ese momento algún pueblo o aldea. Aureliano verificó que el
fuego quedase bien apagado, y se cargó a la espalda una bolsa con
algo de comida. Cargó, además, cada uno de ellos con una
cantimplora, y así pertrechados se pusieron en marcha.
Atrás quedó el resto de los expedicionarios descansando, y
como únicos testigos de su partida, numerosos pájaros y aves de
vistosos colores les despidieron desde el ramaje. Pablo miró hacia
las copas de los árboles y vio con agrado aquella variada fauna
avícola que comenzaba a desperezarse. Y llevado tal vez de un
exceso de celo de buen profesional pensó que aunque la belleza de
aquellas aves era sin duda muy grande, lo que a él le parecía más
fascinante de aquellos loros, cacatúas y tucanes era el que pudiesen
ser vehículos de las más variadas enfermedades para los humanos.
200
¡Qué de psitacosis, neumonías atípicas y otros procesos similares
podrían llegar a producir!
Con un gesto de la mano y su peculiar sonrisa, Pablo saludó a
todos aquellos animales emplumados y se apresuró a seguir a don
Arcadio y Aureliano, que comenzaban ya a alejarse por el sendero a
través de la selva.
201
202
Tzocomol
I
D
e acuerdo con las previsiones del guía y de don
Arcadio, encontraron apenas a hora y media de camino del
campamento una pequeña aldea, formada por medio centenar de
viviendas, la mayoría cabañas sencillas en su aspecto, pero muy
acogedoras y agradables en sus cuidados interiores. Destacaba en el
centro del pueblo una bonita iglesia, totalmente edificada en
madera, frente a la cual se abría una amplia zona explanada, libre de
árboles, que venía a constituir como una plazoleta. Alrededor de ella
se veían distribuidas, a mayor o menor distancia, las diversas casas o
cabañas, de las cuales destacaba una, la más alejada del centro de la
aldea, por su tamaño, pues tenía varios niveles superpuestos, y se
apoyaba sólidamente en un par de grandes y ramosos árboles.
Intercaladas aquí y allá, pero situadas en especial en las afueras
del poblado, se hallaban numerosas zonas aclaradas de selva, en las
que los cultivos de maíz alternaban con otros variados, de calabazas,
chalotes, chiles, tomates, patatas, o diversas variedades de frutales.
Aureliano llegó el primero al centro del poblado, en tanto que
don Arcadio y Pablo, que se habían quedado algo rezagados
203
conversando animadamente sobre los más variados temas, se
hallaban todavía en el camino a unos metros del linde de la aldea.
Un hombre mayor, muy enjuto pero de aspecto saludable, salió de
una vivienda situada junto a la Iglesia, y se aproximó sonriendo a
Aureliano. Tras intercambiar unos saludos muy cordiales, Aureliano
le explicó el motivo por el que él y los dos caballeros que le seguían
estaban allí. Y muy pronto, a la llamada del aldeano, salieron de su
cabaña dos muchachos y un hombre de mediana edad. Aunque
Toribio, el anciano, no lo hubiese aclarado, era evidente por el
parecido que se trataba de su hijo y sus nietos. En cuanto Pablo y
don Arcadio les alcanzaron, éste completo las explicaciones que
había iniciado el guía, asegurándoles que les pagarían bien el favor
de acompañarles hasta el campamento y ayudarles a regresar de
nuevo hasta la aldea con todos los bultos que allá tenían. Toribio
miró sonriente a su hijo y sus nietos, y afirmó que la hospitalidad de
su pueblo no necesitaba estímulos, pero que agradecerían de muy
buen grado lo que les quisiesen pagar por ayudarles.
Mientras mantenían esta conversación, de la que Pablo, pese a
no entenderles, comprendía el sentido por los gestos y expresiones,
hicieron acto de presencia numerosas mujeres y niños, procedentes
de diversas cabañas de los alrededores de la plaza, así como algunos
hombres de variadas edades. Formaron muy pronto un corro de
caras curiosas y sonrientes alrededor de los recién llegados, y muy
pronto don Arcadio advirtió que no le iban a faltar voluntarios, sino
más bien al contrario.
El círculo de hombres, mujeres y niños se abrió para dejar
paso a tres personajes, al parecer sumamente respetados y
considerados. Uno de ellos era una anciana diminuta, de cara
sumamente arrugada y con unos ojos pequeños, negros y muy
vivos. Toribio se la presentó como doña María, de la que dijo que
era la más anciana y, sin duda, la más sabia de las mujeres del
pueblo. Los otros eran dos hombres, que a diferencia del resto de
los habitantes de la aldea, no pertenecían a la etnia maya. Uno de
ellos vestía unas cómodas ropas, idénticas a las de los demás
habitantes del pueblo, pero hablaba un castellano con un acento
204
característico de las tierras del norte de Méjico, de las que procedía.
El otro se cubría con una vieja sotana, que indicaba claramente que
debía de ser el pastor de aquel rebaño humano, y que bajo su
responsabilidad se debía encontrar aquella iglesita. Se presentaron
como el padre Cosme y don Ernesto.
-Es un placer, padre, don Ernesto. Mi nombre es Botín,
Arcadio Botín. Este mi amigo es el doctor Pablo Guerreiro. Y este
es Aureliano, el guía principal de nuestra pequeña expedición. Pero,
díganme ustedes, ¿qué aldea es esta?
-Están ustedes en Tzocomol. Es posible que no hayan oído
hablar de este pueblito. Ello es debido, seguramente, a que nuestra
pequeña comunidad no ha interesado nunca a los cartógrafos y
geógrafos oficiales. No tenemos minas de metales preciosos por
aquí, ni petróleo, ni saltos de agua o embalses en los que producir
energía eléctrica. Pero tenemos caza y pesca abundante, un buen
clima, y vivimos felices y tranquilos.
-Tiene razón el padre Cosme. Hace algunos años decidí
quedarme aquí entre estas buenas gentes para siempre. Y les
aseguro que no me he arrepentido, antes al contrario. ¿De modo
que tienen ustedes un pequeño campamento junto al río?
-Justamente, a un centenar de metros de la orilla.
-Y necesitan ayuda para trasladarse hasta aquí. Pues bien, veo
que ya tienen ustedes un buen grupo de ayudantes.
En efecto, Toribio, el anciano que había sido el primero en
recibirles, había reunido mientras tanto a un grupo de hombres y
muchachos, entre los que estaban su hijo y sus dos nietos. Explicó
que estaban dispuestos para partir y ayudarles en el traslado de su
expedición. Y sin más dilación se dirigieron, guiados por Aureliano,
hacia el lugar donde el profesor Felices, los Ortigosa, Fermín y Mari
Luz debían estar aguardándoles.
Don Arcadio y Pablo se quedaron en el poblado, y
acompañados por don Ernesto y el padre Cosme, entraron en la
iglesia. En la parte posterior de la misma tenía dispuestas el clérigo
una serie de habitaciones, para casos en que, como aquel día,
205
tuviesen la visita de forasteros. De manera que su estancia en el
pueblo, aunque fuese breve, iba a ser sin duda cómoda y agradable.
Después don Ernesto les llevo a visitar diversos lugares de la
aldea, y les presentó a varias familias. Les mostró algunas de las
cabañas más recientemente edificadas. Varias de ellas tenían en todo
o parte sólidas paredes de obra de albañilería. Aquel 'refinamiento
criollo', como le definía su anfitrión, había sido aplicado únicamente
a almacenes y talleres varios. Para la vida cotidiana, lo mismo él que
los demás habitantes del pueblo preferían el tradicional sistema de
la madera y la palma.
Finalmente llegaron a la gran cabaña de la que don Ernesto era
propietario. Allí comieron junto con el Padre Cosme, que se les
unió un poco más tarde. Y cuando estaban degustando un
aromático café en la agradable terraza elevada que coronaba la
cabaña, vieron como llegaban a la plaza central del pueblo el resto
de los expedicionarios, acompañados por el grupo de aldeanos que
venía cargando con todos los bultos. Fueron de inmediato a
reunirse con ellos, y poco después estaban ya instalados
adecuadamente en las habitaciones para huéspedes anexas a la
iglesia.
La aldea de Tzocomol les pareció a todos un rincón
encantador. Sus gentes eran, en su práctica totalidad, de etnia maya,
y hablaban una dulce variante dialectal del poconchi-quichémam.
Algunos de ellos, especialmente los jóvenes, chapurreaban con
mayor o menor fortuna el español. Sus contactos con la civilización,
con el Méjico moderno de los años ochenta, eran escasos. Pasaban
en ocasiones varios meses sin que nadie procedente de algún
pueblo o ciudad importante se dejase caer por aquel simpático y
acogedor pueblito yucateco. En total habitaban allí, dedicados a la
caza, la pesca y la agricultura, unos cuatrocientos habitantes. Tan
solo dos de entre todos ellos eran nacidos lejos del lugar: Don
Ernesto y el padre Cosme. Ernesto era un hombre de unos
cincuenta y cinco años que vivía solo en la gran cabaña de tres
pisos, situada en un extremo del pueblo. Según les contó, había
llegado hasta allí varios años atrás, procedente de Veracruz,
206
formando parte de una expedición que prospectó en su momento,
sin éxito por cierto, posibles yacimientos de minerales por aquella
región. Pasó unos días con los Tzocomoles, y se encontró tan a
gusto, que viendo que ellos le aceptaban, decidió que aquel era el
lugar más adecuado para pasar el resto de sus días. Con la ayuda de
aquellas gentes se construyó una amplia cabaña, y se instaló en ella.
Pronto aprendió las artes de la pesca, y en poco tiempo sus
habilidades en su pequeña milpa le produjeron abundante maíz.
Este moderno ermitaño había introducido algunas notas de
progreso - si así puede llamarse - entre aquellas gentes. De cuando
en cuando viajaba por espacio de unas semanas hacia alguna ciudad,
unas veces de Chiapas, otras del vecino Guatemala, y regresaba con
algún que otro artefacto, que ofrecía después a sus vecinos, a
cambio de productos del campo, la pesca o la caza. De ahí que en
algunas viviendas de la aldea animasen sus ratos libres con la música
de alguna lejana emisora sintonizada en un sencillo transistor a pilas.
Y más de uno se veía siempre impecablemente afeitado gracias a
una "phillips" a cuerda, de dos cabezales, que había obtenido a
cambio de un par de chalotes, entregados al bueno de don Ernesto.
Y el último toque de civilización lo constituían un buen número de
cuadernos y lápices, un encerado y una gran cantidad de tizas
blandas. Con ellos don Ernesto había emprendido una tarea a su
entender muy necesaria en aquel pueblo. Ayudado por el padre
Cosme dedicaba los fines de semana unas horas a enseñar a leer y
escribir a los niños, y les explicaba también algunas cosas de la
historia y la geografía de su país.
En cuanto a aquel sacerdote, el padre Cosme, era un obeso y
simpático clérigo al que desde la diócesis de San Cristóbal de las
Casas habían enviado años atrás, para establecer una parroquia en
aquella zona del estado de Chiapas. Se estableció allí, y construyó
con la ayuda de unos cuantos muchachos entusiastas una pequeña
iglesita totalmente de madera y hoja de palma, a la que muy pronto
añadió su pequeña vivienda, y después aquel conjunto de
habitaciones para visitantes. En poco tiempo pasó a ser uno de los
más destacados miembros de la colectividad. Sus relaciones con
207
todos sus convecinos habían sido siempre excelentes. Y esto era
válido también para su trato con la anciana María, la sabia chamán
del pueblo, que colaboraba con él en todo lo relativo a las fiestas
religiosas, las misas y demás ceremonias. Ella no se perdía ni una de
las eucaristías de los domingos, pues era, a la manera maya, una
ferviente católica. Y aunque el bueno del padre Cosme no entendía
muy bien como era ello posible, aceptaba de buen grado el que la
venerable sabia, algunas madrugadas, invocase también a la Virgen
María y al niño Dios en su cabaña, en un pequeño altar y a la luz de
las brasas. Lo que no había logrado la anciana María era que el
sacerdote acudiese a alguna de aquellas veladas.
208
II
La llegada de los expedicionarios causó un gran revuelo en la
aldea. En las dos primeras horas tras su instalación en las
habitaciones del anexo de la iglesia fueron visitados por
prácticamente la totalidad de los tzocomoles, que expresaron con
palabras, gestos y sonrisas, sus buenos deseos y el ofrecimiento de
su hospitalidad para con los recién llegados. Por ello no les cogió
desprevenidos cuando, a eso de las siete de la tarde, se presentó don
Ernesto para comunicarles que se iba a celebrar una fiesta de
bienvenida aquella misma noche.
-Pase, amigo Ernesto, pase. Estábamos a punto de tomar un té
aquí, en mi refectorio privado. Será un placer para todos que nos
acompañe usted. Y esa fiesta, ¿supongo que se celebrará en el claro
de la selva, al extremo del pueblo, junto a su casa?
-Cómo no, allá mismo, padre. Están ya preparándolo todo.
Vamos a tener una cena al aire libre con los principales del pueblo.
Y yo sugeriría que, tras tomarnos estas tazas de té, con estas
deliciosas pastitas que le preparó su cocinera, nos dirigiésemos sin
demora al lugar de la fiesta. Así podremos disfrutar del espectáculo
de las mujeres preparando el ágape. Sepan, amigos míos, que las
mujeres de Tzocomol son unas auténticas artistas preparando
tortitas de maíz en sus comales.
-¡Magnífico! Van ustedes a saborear el ambiente agradable de
una de nuestras fiestas mayas. No sé si lo saben, pero los mayas
aprovechan cualquier excusa para celebrar fiestas. Les encanta
festejarlo todo adornando los pueblos, organizando bailes, y
disfrutando así de la vida.
-La idea de la fiesta parece entusiasmarle a usted, Arcadio.
-Tiene usted razón, señora. Le puedo asegurar, por mi larga
experiencia de tiempos pasados entre las gentes de estas tierras de
Chiapas, que sus celebraciones constituyen una experiencia que hay
que apresurarse a disfrutar. Les recomiendo que se introduzcan en
el espíritu de la fiesta, que canten y bailen como ellos.
209
-Y si no me equivoco, por lo que hace a comida y bebida va a
ser también una oportunidad de que conozcan una gastronomía
muy linda y disfruten con ella. En todos los años que llevo aquí, no
recuerdo que nadie se haya llevado un mal recuerdo de los platos
cocinados por las mujeres de la aldea.
-Nos están ustedes poniendo los dientes largos, amigos.
-Tiene razón, profesor. Oyendo a nuestros amables
anfitriones, el padre Cosme y don Ernesto, a uno se le hace la boca
agua.
-Disfrutarán también, doctor Guerreiro, del colorido de la
fiesta, de los cantos, de la compañía de estas gentes amables y
sencillas.
-Por cierto, que la primera impresión que me han producido es
la de que, por lo menos a simple vista, gozan de excelente salud.
-Tienes razón, Pablo. Me temo que como médicos vamos a
jugar un papel muy pobre entre los tzocomoles.
-No te desanimes, Fermín. Aunque como médicos Pablo y tú
no vais a poder trabajar gran cosa aquí, podréis, cuando menos,
tomar nota de sus costumbres y hábitos dietéticos. Tal vez
constituyan un sistema de vida tan saludable como el que
conocemos como la dieta mediterránea, basado en el aceite de oliva,
el pescado azul, y la costumbre de la siesta, que tantos beneficios
producen a la salud de los habitantes de la cuenca del viejo
Marenostrum.
-No andas desencaminado en eso que dices, Carlos. Por lo que
hace a la costumbre de la siesta, creo que aquí en Méjico está
también profundamente arraigada. ¿No es así?
-Así es, doctor. Especialmente en las tardes calurosas, en las
que el sol tropical eleva la temperatura del ambiente, y en las que no
apetece salir de las cabañas hasta que cae el día.
-Hablando del tema de la salud... ¿No tienen ustedes médico
aquí?
-Es muy rara la ocasión en que lo necesitamos. Normalmente
nos va muy bien con las hierbas que receta la sabia María. Por otro
lado, aquí Ernesto, que por lo visto hizo unos cursillos de primeros
210
auxilios en su juventud, sabe poner un vendajito o una ferulita si se
hace menester. Y por mi parte, en mis años pasados como
misionero en el sudeste Asiático aprendí a limpiar heridas, poner
apósitos y hacer alguna pequeña cirugía.
-En ese caso, mañana podemos reunirnos un rato con ustedes
y miraremos de rellenar unas encuestas de salud que traemos. Nos
interesaría mucho también el comentar con María el tema de las
hierbas medicinales.
-Estará encantada de colaborar con ustedes, se lo aseguro.
-Hay, por supuesto, otras cosas de las que nos agradaría
platicar con la anciana María y con los ancianos del pueblo. Como
propuso don Arcadio en su momento, será bueno conocer la
opinión de estas gentes, con relación a las antiguas leyendas de la
región.
-Pensaba que os habíais olvidado del motivo principal de
nuestra expedición. Estamos aquí por el hermano de Mari Luz.
-Gracias, Carmen. Estoy seguro que Pablo y Fermín no lo han
olvidado. Y por otro lado, es lógico que también quieran sacar fruto
de nuestra expedición desde el punto de vista de la medicina. Estoy
segura que los datos que podáis tomar sobre estas gentes te
permitirán escribir por lo menos un capítulo de tu próximo libro de
medicina tropical, Fermín.
-Eso espero, Mari Luz. Pero es cierto, no hemos de perder de
vista el motivo fundamental que nos trajo hasta aquí, que no es otro
que la búsqueda de tu hermano. En ese sentido, la opinión de los
ancianos del pueblo, en especial la de la sabia María, puede sernos
muy útil.
-Pues vénganse ustedes a las afueras de la aldea. Allí les
encontraremos ya reunidos en el centro mismo de una gran fiesta, a
la que todos ustedes están convidados, y en la que les
acompañaremos el padre Cosme y yo mismo.
-¿Y el resto de los aldeanos?
-Muchos se colocarán en los alrededores del claro donde
celebraremos la parte principal de la fiesta. Pero en realidad, ésta se
211
extenderá por el poblado. Todo Tzocomol estará de celebración.
¡Verán ustedes con que celeridad adornan todo el pueblo!
-Salgamos ya. Estoy deseando ver como y qué cocinan las
mujeres. ¿Lo harán allí mismo? Quiero decir... ¿Podremos verlas
cocinar?
-Ciertamente, señora Ortigosa. Para ello habrán instalado unas
cocinas, en las que el fuego de la leña ya estará atemperando los
comales.
-Les he oído mencionar antes los comales. ¿Qué son en
realidad?
-Son unos discos de piedra, sobre los que se cuecen las tortillas
de maíz. Podrás ver, Mari Luz, como preparan la masa con la harina
obtenida con granos de maíz molido con un grueso rodillo de
piedra. Después, a lo largo de la cena, las irán preparando a medida
que se vayan necesitando. Porque las tortitas de maíz se han de
comer, si ello es posible, recién hechas.
-Bien, vámonos. No olviden traerse la estatuílla. Veremos que
opinión le merece a la sabia María.
212
III
Llegaron a la amplia explanada situada junto a la vivienda de
don Ernesto, en las afueras del pueblo. Se trataba de una superficie
libre de arboleda, cubierta de fina hierba, de mayor tamaño que la
plaza central vecina a la iglesia. Allí encontraron dispuestas una
veintena de pequeñas sillas, situadas formando aproximadamente
como las dos terceras partes de una circunferencia. Muchas de ellas
estaban ya ocupadas por varios ancianos de aspecto entre venerable
y divertido. Les miraban con ojillos alegres, y se veía en ellos esa
sabiduría sencilla y amable, esa expresión soñadora, con un cierto
humor en la sonrisa, propio de su pueblo. Ellos estaban, sin duda,
por encima de las cosas que, a veces sin un motivo serio, preocupan
a los más jóvenes, y en especial a los ladinos y los gringos. Frente a
todas esos pequeños y grandes problemas, aquellos mayas poseían
en buen grado aquella fuerza de resistencia pasiva que había
permitido a sus padres, a sus abuelos, y a los abuelos de sus abuelos,
sobreponerse a la invasión de los pueblos conquistadores, la
ideología moderna del siglo XX, e incluso a las avalanchas del
turismo.
La veintena de asientitos ocupaban la zona del claro próxima a
la gran cabaña de don Ernesto, y se hallaban situados de manera
que rodeaban parcialmente una pequeña fogata. Hacia el otro lado
del claro se habían dispuesto otros grupos de sillas, ocupados en
aquellos momentos por diversas gentes del pueblo. Entre ellos
distinguieron a Toribio y su familia. En el centro de aquella amplia
superficie se habían dispuesto, con una rapidez que no dejó de
asombrarles, una serie de cocinas al aire libre, en las que numerosas
mujeres se hallaban cocinando, o preparando para cocinarlos,
numerosos y variados alimentos.
Muy pronto entendieron como iba a llevarse a cabo aquella
cena a la que se les invitaba: se iban a sentar y a medida que se
fuesen cocinando tortitas y los más variados platos, se los irían
sirviendo algunas jóvenes y sus madres.
213
Se les indicó donde debían sentarse, y vieron que el centro del
grupo de sillas se reservaba para la anciana chamán, María. A su
derecha se sentó don Arcadio, y a su izquierda lo hizo el padre
Cosme. Junto al arqueólogo se sentó Ernesto, y al lado del padre se
sentó Carmen Ortigosa, junto a su esposo. Fermín y Mari Luz
tomaron asiento a continuación del aventurero retirado, y junto a
ellos se sentó Pablo, en tanto que al lado de Carlos Ortigosa se
colocó el profesor Felices. Aureliano declinó el sentarse en el
circulo principal, y fue a unirse a uno de los diversos grupos que se
hallaban al otro lado del claro, precisamente en el que se encontraba
la familia de Toribio, aquel buen hombre que había sido el primer
tzocomol en recibirle por la mañana.
Empezaron a servirles unas bebidas, preparadas en unos
recipientes hechos de madera liviana, y escanciadas en vasijas
constituidas por calabazas o chalotes vacíos. Se trataba de
refrescantes zumos obtenidos de dulces frutas tropicales. Notaron
el aroma de deliciosas naranjas, dulces y amargas, de limas y
pomelos, y del agradable fruto del palmiche. Tampoco faltaba en
algunos de aquellos envases una mezcla extraordinariamente
agradable y refrescante de agua fresca, jugo de coco y una
conveniente proporción de ron. Y para los que gustaban las bebidas
fuertes, hicieron también acto de presencia en pequeños jarros el
tequila y un explosivo licor, similar al comiteco, según les comentó
Ernesto.
Muy pronto les fueron haciendo llegar alimentos de lo más
variados, que encontraron todos deliciosos. Suave carne de iguana,
acompañada con tortas de maíz. Chalotes rellenos de picado de
pescado con tomate, patatas y aguacates. Y los inefables hongos del
maíz, preparados con una excelente salsita, algo picante. Y no
faltaron tampoco las judías, los chiles, y los papayos. Finalmente,
encontraron muy agradables las lonchas suavemente asadas de
ñamé, que con su peculiar color asalmonado y su gusto dulzón les
recordó los boniatos o batatas de la península ibérica.
Mientras iban saboreando todos estos platos, don Arcadio
llevó la conversación hacia el tema de los objetivos de la expedición.
214
Conocedor del dialecto maya que hablaban aquellas gentes, explicó
a la anciana María cuales eran los motivos que les habían traído
hasta allí. Le mencionó de la necesidad que tenían de hombres para
transportar todo su equipo y seguir avanzando, y le habló a
continuación del joven Luis, desaparecido unos meses atrás por
aquellas tierras. Cuando le mencionó los motivos que habían traído
a Luis hasta allí, y le mencionó las leyendas sobre los refugios
ocultos de los mayas, la anciana sonrió.
-No son leyendas ni rumores. Es la pura verdad. Allá lejos, tras
las montañas, está Tulán Zuivá.
-¿Tulán Zuivá? Pero, mire usted, María. Yo tenía entendido
que ese era el lugar al que llegaron nuestros primeros padres, tras la
creación de los humanos.
-Ese lugar fue después el elegido para ocultarse de los
enemigos, de los invasores, de las guerras. Allí se retiraron nuestros
antepasados, a la espera de la segunda era. Ese lugar es sagrado, debe
respetarse, nadie debe acercarse hasta allí. Aunque, si es cierto lo
que yo sé sobre ello, tal y como me lo enseñó mi anciano abuelo el
sabio Juan, nadie podrá acercarse al valle, pues lo guardan diez
aguerridos guardianes.
-¿Guardianes?
-Sí. Sin embargo, yo sé que... no sé si debo decírselo... ¿Usted
que opina, padre Cosme? ¿Le parecen de fiar estos recién llegados?
-Usted. María, es, no hay duda de ello, más anciana y más sabia
que yo. Claro que, yo me fío de ellos, por supuesto.
-Gracias, padre, por su confianza.
-Ustedes son buena gente, don Arcadio, se ve enseguida. Siga,
María, siga con lo que iba a decirles.
-Hay quien afirma que entre los hombres y mujeres que
vivimos en estas tierras, entre nosotros, conviviendo con nosotros,
se encuentran enviados, gentes que han estado allí, o que provienen
de allí. Al menos, tal cosa hemos oído relatar en ocasiones al
anciano Timoteo. Véanle allá, en la última silla, lejos del fuego,
meditando. A mí me tiene todo el pueblo como la más sabía, pero
debo decirles que ese hombre, casi siempre callado y taciturno, que
215
nunca ha querido honor alguno, ha sido mi maestro en muchos
aspectos. Él y mi anciano abuelo el sabio Juan, me educaron en las
artes de las curaciones, me enseñaron las plantas beneficiosas, las
dañinas, y las que nos permiten hablar con nuestros dioses.
Timoteo me lo ha dejado ir, como el que no quiere la cosa, en
alguna ocasión. Hay algunas gentes que están al tanto del secreto
que permite que los diez guardianes les abran paso. Nadie sabe
donde están estas gentes, ni quienes son... Por otro lado, nadie, por
lo visto, les puede arrancar su secreto. Un juramento les une al
santo lugar, y les impide hablar del mismo.
-Me hace usted pensar en el joven lacandón que trabajaba en la
expedición de mi amigo Villalba. Aunque luego lo negó, el hecho de
que se descubriese la estatuílla le sobresaltó mucho. Y ya que hablo
de la estatuílla... vea, María, vea esta reproducción.
La anciana sonrió al ver aquella figurilla. La tomó en sus
manos, la estuvo contemplando largo rato, y la devolvió por fin a
don Arcadio.
-Sí. Es uno de ellos. Uno de los guardianes. Alguien quiso
conservar una imagen de este ser protector, por si en el devenir de
los siglos se perdía el recuerdo de Tulán Zuivá.
-El joven al que buscamos llegó a ver un templo adornado con
grandes estatuas del mismo aspecto que esta.
Timoteo, el anciano situado casi de espaldas a ellos,
aparentemente abstraído en sus pensamientos, se giró hacia don
Arcadio, y moviendo la cabeza en suaves oscilaciones, como si
asintiese lentamente a lo que se decía, apostilló:
-En ese caso ese amigo de ustedes llegó a vislumbrar a los
guardianes. Si su corazón es puro, si sus intenciones buenas, si su
alma es limpia... ¡Tal vez le hayan mostrado el camino! Pero quiero
que sepan una cosa. Si van a dirigirse hacia aquella tierra sagrada no
podrán contar más que con sus propias fuerzas. Ni los jóvenes, ni
sus padres, ni los padres de sus padres les acompañarán si se dirigen
hacia allá.
-En principio no es nuestra intención, amigo Timoteo. Ahora
nuestro destino se encuentra más hacia el norte y hacia el este.
216
Hacia allí. - don Arcadio señaló con la mano- Comenzaremos la
búsqueda del joven Luis en el lugar donde acampaba su expedición
la noche que desapareció.
-En ese caso seguro que contarán ustedes con la ayuda de los
tzocomoles. Veo que su guía está manteniendo una muy buena
relación con Toribio y los suyos.
En efecto, Aureliano estaba enfrascado en una alegre y
animada conversación en medio de un grupo de lugareños, entre los
que se hallaban Toribio y su hijo. Se trataba de un grupo de
hombres vestidos todos de manera similar, sentados formando un
corrillo, y manteniendo una animada tertulia, bajo los efectos
estimulantes de las cervezas y el tequila. Ernesto les indicó que eran
los miembros de la cofradía local. Y el padre Cosme les aseguró que
eran unos hombres excelentes, a lo que tan solo podía poner una
tacha: su gran afición a concluir las celebraciones totalmente
bebidos.
-Es una extendida y muy notable tradición en todas nuestras
tierras esta de las cofradías. - Comentó don Arcadio - Y por lo que
hace a la costumbre de acabar las celebraciones durmiendo
lindamente una buena cogorcita de pulque, tequila o comiteco...
¿Qué quieren que les diga? Me parece que no hacerlo sería faltar a
una de nuestras más viejas costumbres.
Rieron todos divertidos, pues el viejo arqueólogo acabó su
frase llevando a su boca, por enésima vez, el vaso. Secó sus labios a
continuación con su pañuelo y, sin duda que para tranquilizar a sus
compañeros de expedición, añadió:
-No se preocupen por nuestro viaje, amigos. Los hombres de
esta tierra estamos hechos a estas fiestas ya desde niños. Nos bastan
una noche de sueño profundo, y al levantar el siguiente día estamos
perfectamente dispuestos para lo que sea preciso, sin nada que
recuerde a una resaca. De manera que, cuando sea la hora de partir,
Aureliano y los hombres que vayan a guiarnos, lo mismo que yo,
estaremos frescos y fuertes.
Llegó por fin un momento en que cesaron de repartir comida.
Se dispusieron, sin embargo, en unas pequeñas mesas de madera
217
junto al fuego, grandes recipientes llenos de bebidas, a los que cada
uno podía acercarse en el momento en que tuviese sed.
Y durante las dos horas siguientes, tras retirar las improvisadas
cocinas y dejar tan solo en su lugar las fogatas en el suelo, pudieron
disfrutar con la actuación de diversos grupos de música. Unos muy
a lo mariachi, con guitarras y cantando cantos que uno hubiese
etiquetado de rancheras, de no ser porque se escuchaban en aquella
aldea en medio de la pluviselva tropical. Los encontraron
agradables, y de buena calidad. Sin duda que era el fruto de las
enseñanzas recibidas de don Ernesto en lo que hacía a folclore
importado. Él mismo se les unió, junto al inagotable don Arcadio,
en algunas de las piezas más populares.
Pero era evidente que los aldeanos les habían dejado para el
final lo mejor de su arte y su folclore. Se retiraron las guitarras y los
mariachis, y tras unos minutos de discretos preparativos, hicieron
acto de presencia numerosos jóvenes, vestidos con hermosos
atuendos. Pequeñas faldas de piel de jaguar u ocelote, tocados de
plumas, adornos en muñecas y manos realizados con huesos,
maderas o piedras, que emitían curiosos sonidos al mover en forma
vibrante u oscilante las extremidades. Otros ocho jóvenes se
colocaron formando un grupo a un lado. Llevaban con ellos unos
curiosos tambores hechos con maderas varias, flautas de caña que
recordaban a las de los indígenas del sur de América, y unos
instrumentos de cuerda formados por chalotes vaciados unidos a
una larga vara de madera. Por medio de tales instrumentos,
acompañaron unos bellos cantos en lengua maya y dieron ritmo a
unas hermosas danzas, en las que los jóvenes muchachos y
muchachas que habían hecho acto de presencia en primer lugar,
demostraron una elevada sensibilidad y una destreza considerable.
Admirados, reconocieron todos que aquel folklore, aquellos
bailes y aquellas dulces melodías tenían una belleza sorprendente. Y
por supuesto, ninguno de ellos recordaba haber contemplado antes
nada parecido a aquel tipo de manifestación del folklore maya. Don
Arcadio estaba entusiasmado, y no cesaba de decirles a Fermín y al
218
profesor Felices que aquellos eran vestigios del arte musical y de la
danza de los primitivos mayas.
-Hay mucho que estudiar entre estas gentes. Cuando les
comente a mis amigos del departamento de Antropología y
Etnología lo que estamos viendo hoy, no van a creerme. ¡Es
magnífico! Y que decirles, amigos míos, de este excelente licor...
páseme usted, Fermín, la jarrita esa, que voy a servirme otro
poquito.
219
IV
Acabaron por fin los bailes y cánticos, y comenzaron a
recogerse poco a poco los diversos grupos de aldeanos. Llegó un
momento en que tan solo se oían suaves conversaciones en voz
baja, procedentes de acá o de allá. La única fogata que se mantenía
encendida era la situada próxima a ellos, en el centro de su grupo de
sillas, en tanto que el resto de las fogatas del llano estaban reducidas
a meros montoncillos de brasas rojizas. Era ya bien entrada la
noche y comenzaban a pesar la fatiga, y en algunos de ellos
también, que todo hay que decirlo, el explosivo licor que tanto
había agradado a don Arcadio.
La cercana selva se veía, bajo la tenue y oscilante luz del fuego,
como un lugar misterioso y extraño. Los primeros árboles se
distinguían bien a la claridad rojiza de las llamas. Y entre ellos, en
medio de una obscuridad profunda y espesa, se adivinaban más que
se entreveían, los troncos de otros árboles, más y más alejados.
Producía un efecto peculiar, atrayente, incluso subyugante. Y esa
sensación, ese sentimiento, esa casi corporeidad del espíritu de la
pluviselva, se acentuó cuando la anciana María, tras anunciar con
cierta solemnidad que iba a entonar unos cantos de oración,
comenzó a interpretar unas hermosas melodías, con una voz
sorprendentemente cálida y bella para su edad. Mari Luz pensó que
si un día, tiempo atrás, su hermano había visto y sentido la selva de
aquel modo, nada de extraño tenía el que hubiese penetrado en ella
buscando fundirse con su encanto y su misterio.
Pensando en estas cosas, Mari Luz se puso en pie y se dirigió
hasta los primeros árboles de la selva. Penetró un par de metros en
el espesor del bosque y se detuvo. Se volvió hacia el grupo y les
miró. La anciana cantaba suavemente, mirando al fuego. Don
Arcadio dormitaba apoyado en el respaldo de su silla. Carlos y
Carmen estaban muy juntos, apoyadas sus cabezas la una en la otra,
como dos jovencitos. Pablo hablaba con el padre Cosme, y don
Ernesto conversaba con el profesor y con Fermín. Éste, pasados
unos minutos, tras decir alguna cosa y señalar hacia la selva se
220
levantó de su silla, y se dirigió hacia los árboles mirando hacia un
lado y hacia otro. Mari Luz se adelantó un poco para que Fermín la
viese fácilmente. Y en un momento le tuvo a su lado.
-¡Fermín!- Le dijo, tendiendo hacia él una mano. Fermín la
tomó enseguida y la mantuvo, a continuación, estrechada con la
suya.
-Hola, Mari Luz. ¿Qué haces? Te he visto pensativa. ¿En qué
pensabas?
-Pensaba en muchas cosas. En todas las buenas gentes que
hemos ido encontrando estos días, en los amigos que hemos ido
conociendo. Pensaba en el doctor Campos, en don Arcadio, en
Aureliano, en Sócrates y su familia, en todas estas gentes de este
simpático pueblito. Todos nos han ofrecido su ayuda. Parece que
todo nos sale bien, que todo está a nuestro favor... lo cual me
parece estupendo, y me alegra mucho. También pensaba en mi
hermano, y en todo el tiempo que llevo sin verle. Y también he
estado pensando en ti... en nosotros.
-¿Pensabas en mí?
-Sí. Te he estado observando antes un buen rato. Estabas allí,
junto a María y el padre Cosme. Después conversabas con don
Ernesto y con el profesor. He deseado que vinieses hacia mí. Y en
ese momento - Mari Luz sonrió dulcemente - has levantado la vista,
has mirado hacia todas partes, me has visto...
-Y me he apresurado a venir a tu lado, para disfrutar del
embrujo de esta noche. ¿Notas, Mari Luz, este ambiente especial?
La luz oscilante del fuego, esos profundos cantos, llenos de
espiritualidad...
-Sí que lo noto, sí. - Mari Luz oprimió con más fuerza la
mano de Fermín - Es... es una situación romántica. ¿No crees?
-Te entiendo. ¿Sabes? Creo que el ambiente ayuda. Pero lo que
contribuye a hacer más maravillosos y agradables estos momentos
es el tenerte junto a mí.
-Gracias. Me gusta que me digas eso.
Tomados de la mano se adentraron un poco más entre los
árboles. Leves destellos de la luz roja y ondulante del fuego les
221
alcanzaban por detrás, y la subyugadora melodía de los cánticos de
María parecía envolverles. Se detuvieron en un lugar donde apenas
se veían el uno al otro, a la débil luz del fuego. Fermín miraba hacia
la selva, y Mari Luz se puso frente a él. Fermín pensó que estaba
hermosísima.
-Fermín... Quiero que sepas que estoy muy, pero muy contenta
por haberte conocido... sí, ya sé que conoces mi fe en ti y en tu
ayuda. No te he engañado en ningún momento sobre ello. Confío
totalmente en tu ayuda, y sé que juntos encontraremos a Luis. Pero
ahora no me refiero a eso... me refiero a que... a que mi vida ha
cambiado desde que te conocí.
-¡Qué feliz me hace oírte, Mari Luz, cariño! - Fermín la cogió
por la cintura, y notó el tacto sumamente agradable de su fino talle.
Ella apoyó sus manos en sus hombros. Y sin decir nada más,
Fermín la atrajo hacia él y la abrazó.
Permanecieron un buen rato de aquel modo, tiernamente
abrazados. Fermín acariciaba su cabello, y sentía el cuerpo de ella
estrechamente próximo al suyo. Se separaron ligeramente y se
miraron. La luz procedente de la fogata, oscilante, rojiza,
subyugadora, iluminaba el rostro de Mari Luz. Ella le ofrecía su
mejor sonrisa, su expresión más dulce.
-Mari Luz, cariño... te quiero.
-Yo también te quiero.
Tras decir esto, sus labios se unieron a los de él.
Y arrullados por el cántico dulce y cadencioso de la anciana
María, envueltos por el embrujo de la oscilante luz rojiza que les
llegaba desde la fogata, atrapados en el romántico ambiente de la
obscura selva, Fermín y Mari Luz permanecieron largo rato
abrazados, besándose.
Cuando minutos después regresaron junto a los demás, venían
tomados de la mano, y con expresión alegre. Carmen les miró. Y
sonriéndoles, les hizo un guiño de complicidad.
222
V
Cuando se despertaron aquella mañana, el sol se hallaba
bastante alto por encima de los árboles que rodeaban la plazoleta de
la iglesia. Una suave brisa cruzaba el pueblo, y el leve susurro de las
ramas de los árboles era prácticamente el único sonido que llenaba
los aires. De cuando en cuando, no obstante, y precisamente desde
las copas de aquellos mismos árboles, llegaban los gritos de variadas
aves. Unas veces los agudos sonidos de los loros. Otras los trinos
de algunas oropéndolas. Y en algunos momentos guacharacas y
tucanes se sumaban a ellos, en una curiosa y excitada competencia,
como si quisiesen elevar sus cantos unos por encima de los otros.
Cuando aquella algarabía de graznidos, gritos y chillidos llegaba a un
punto máximo, de pronto se hacía de nuevo el silencio. Y en los
minutos siguientes comenzaban a sentirse tímidamente, aquí y allá,
los cantos aislados de algunas de aquellas aves, iniciando de ese
modo un nuevo ciclo de transición del silencio a la algarabía.
Como que la celebración de su llegada a Tzocomol había
concluido bien entrada la noche, todo el pueblo parecía dormir la
dulce resaca de la fiesta. Pero muy pronto comprobaron que
algunos aldeanos habían madrugado bastante más que ellos.
En efecto, tras asearse y vestirse, pasaron todos al refectorio de
la iglesita, el amplio comedor donde habían tomado el té la tarde
anterior. Y allí se hallaron con la grata sorpresa de que la mesa
estaba preparada con abundantes frutos tropicales, pan, tortas de
maíz, y carne curada. Y varias jarras con agua fresca, un par de
grandes botellas de cerveza y una botella de tequila demostraban
que la cocinera del padre Cosme y las jóvenes que le ayudaban
habitualmente, habían pensado en todos ellos sin excepción alguna.
Y mientras disfrutaban de su desayuno tropical, al que a poco
de empezar se les unieron don Ernesto y el padre Cosme, ultimaron
los planes para aquella mañana.
Quedó convenido que Pablo se encargaría de rellenar algunas
fichas médicas y de recopilar cuantos datos le fuese posible sobre la
medicina popular de la región. Para ello, acompañado del sacerdote,
223
se entrevistaría con la anciana María y con el venerable Timoteo.
Alguien advirtió que tal vez sería bueno que Aureliano les
acompañase con la finalidad de mediar como interprete. Pero el
padre Cosme aclaró que con el paso de los muchos años que
llevaba en la aldea, había hecho del dialecto maya su segunda
lengua. Por lo tanto, no tendría problema alguno para actuar como
interprete entre los sabios ancianos y el doctor Guerreiro.
-Me parece estupendo. Porque Aureliano debe formar parte
del grupo que negocie con los cofrades de la aldea. Como guía jefe
de la expedición, él es quien debe elegir los hombres que vayan a
ayudarnos a partir de ahora en nuestro viaje. Después de todo, el
será también quien les dirija.
-Bien. En ese caso, padre, creo que nosotros ya no somos
necesarios aquí. Podemos ponernos ya en marcha, si le parece.
Llevo aquí unos cuantos protocolos de recogida de datos
epidemiológicos. Y también, por supuesto, mi libreta de
anotaciones.
-Sería bueno que tomase usted una grabadora, y grabase con
ella la conversación con los sabios María y Timoteo. De ese modo
no andará usted preocupado en anotar, y podrá entregarse mejor a
la tarea de platicar con ellos. Con la ventaja de que bastará que el
padre Cosme le traduzca lo esencial, ya que luego con todo el
tiempo necesario, yo mismo les puedo completar el trabajo de
traducción.
-¡Excelente idea, Arcadio! Ahora que... No recuerdo haber
incluido en nuestro equipaje una grabadora. Como no sea que
Pablo se haya encargado de ello...
-La lista del equipaje la completamos juntos, Fermín.
-Por fortuna, no han de ir ustedes muy lejos para encontrar
una.
-No le entiendo a usted, Ernesto.
-Ahí tiene usted una. Tómela usted, doctor Guerreiro. Es una
grabadora portátil. Sí, esa de ahí, encima del armarito, junto a los
candelabros. Está lista, con pilas y cassette.
-¿Cómo les ha llegado hasta aquí este aparato, padre?
224
-Don Ernesto, me lo regaló el año pasado.
-¿Para que se grabe usted los sermones?
Ernesto y el padre Cosme rieron con la ocurrencia de Pablo.
-Aunque ustedes no lo crean, el padre Cosme es un entendido
naturalista. Hace tiempo le sorprendí tomando anotaciones y
trazando hermosos esquemas de los diversos animales que pueblan
la selva. Pensé que podría completar sus trabajos de zoólogo
aficionado con una recopilación de los gritos, trinos y cantos de los
bichos que pueblan nuestra tierra.
-Y un buen día, mi buen amigo apareció por aquí de regreso
de uno de sus esporádicos viajes, y me trajo el chisme ese. Bien,
doctor Guerreiro, cuando quiera. Nuestros sabios nos aguardan.
-Pues vamos a verles. Y por supuesto, me llevo la grabadora,
con el permiso de usted.
-Lo tienes todo, hijo mío. Veremos de sacarle el mejor
provecho.
Pablo y el padre Cosme dejaron la reunión, y marcharon a su
encuentro con Timoteo y María, mientras que los demás
procedieron a organizarse para llevar a cabo la visita a la cofradía.
Allí debían cerrar con Toribio y los suyos los tratos pertinentes con
relación a los tzocomoles que, a partir de ese día, iban a
acompañarles en concepto de guías y porteadores.
Decidieron que Carlos, Fermín y don Arcadio acompañarían a
Aureliano en su visita a los cofrades de Tzocomol. Don Ernesto,
como persona influyente y con ascendiente entre los aldeanos, iría
también con ellos. Finalmente, el profesor y las mujeres, Carmen y
Mari Luz, fueron invitados a visitar algunas de las familias más
distinguidas de la aldea. De manera, que poco antes de que el sol
alcanzase el punto más alto de su diurna trayectoria, estaban ya
todos fuera de la iglesia.
225
VI
Desde hacía muchísimos años los tzocomoles tenían instalada
su pequeña cofradía local en una amplia cabaña rectangular, situada
a la sombra de un frondoso grupo de grandes árboles. Y por
supuesto, la llegada del padre Cosme años atrás no alteró en modo
alguno aquella tradición local, propia de muchos de los pueblitos y
aldeas de aquellas tierras.
De hecho, algunos de los cofrades más antiguos consideraban
que su cofradía, con el pequeño altarcito al fondo y la pequeña
estatua de piedra pintada representando a San Jeremías, su santo
patrón, merecía incluso más respeto que la moderna nave sacra de
la iglesita del padre. Sin embargo, hay que reconocer que las
relaciones entre ambas instituciones religiosas habían sido siempre
cordiales. Y del mismo modo que los ritos chamánicos de la anciana
María, plenamente adaptados en cualquier caso a la religión católica,
no le impedían ser una asidua colaboradora del padre, aquellos
honrados cofrades de San Jeremías se distinguían también entre los
más devotos feligreses de la pequeña parroquia del pueblo.
En realidad aquel lugar era, para la mayoría de los hombres de
Tzocomol, un punto de reunión para platicar alegremente con los
amigos y beber unos buenos tragos de tequila. En este sentido
ejercía claramente las funciones de bar o cantina.
Por ello, cuando llegaron a la cofradía, encontraron numerosos
grupos de hombres sentados en diversas sillas alrededor de las
mesas situadas anárquicamente en el interior del local. Ernesto les
aclaró que al ser sábado, y con el motivo adicional de la celebración
llevada a cabo en la víspera, aquel día iba a ser considerado festivo a
todos los efectos en el pueblo. De lo contrario, tan solo habrían
hallado en la cofradía a los dos o tres encargados de mantener todo
aquello limpio y ordenado.
En una mesa situada junto a una gran ventana se hallaban
Toribio y su hijo, acompañados de otros tres hombres, que como
él, no pasarían de los cuarenta años. Cuando les vieron llegar se
pusieron en pie y les invitaron a sentarse con ellos.
226
No tuvieron prácticamente problema alguno para contratar
para la expedición un grupo de cinco hombres fuertes, animosos y
bien dispuestos. A ellos se sumaría Toribio, en calidad de experto
conocedor de la región. Hubo que dejar, sin embargo, muy claro
que no se dirigirían hacia aquella zona montañosa que los
tzocomoles consideraban sagrada. Tal y como se lo habían
advertido los ancianos María y Timoteo la noche anterior, de no
haber sido así se hubiesen negado en redondo a acompañarles.
Cuando se disponían a brindar con un buen trago de tequila,
un joven situado en la mesa más próxima se levantó y se acercó
hasta ellos. Dijo algo en voz baja al hijo de Toribio. Y este le
contestó brevemente, al tiempo que se encogía de hombros. El otro
insistió en preguntar algo.
-¿Qué dice ese hombre? ¿De qué hablan?
-Dice que si van a venir por el pueblo los hombres de la
tercera barca.
-¿A qué se refiere?
-Habla de una tercera embarcación. Por lo visto cree que
llegaron ustedes en tres barcas. Me imagino que debe andar
confundido.
-Nosotros hemos llegado hasta acá en dos barcas. Habrán
visto alguna barca de pesca, de la cual nosotros no nos percatamos.
-Este hombre dice que a poca distancia de ustedes, algo río
arriba, se detuvo una barca similar a aquellas en las que ustedes
navegaban. No era una de las finas canoas que utilizan por acá para
pescar.
-Es posible. Pero le aseguro a usted, amigo Ernesto, que nada
tenía que ver con nosotros. Tal vez algún grupo de excursionistas
yanquis. Son de lo más audaz y tienen una gran curiosidad. Aparte
de mucha platita.
Uno de aquellos jóvenes aldeanos, que compartía mesa con el
que se había acercado en primer lugar, y que por lo visto entendía
bastante bien el castellano, se volvió hacia ellos e interrumpió a don
Arcadio.
-No yanquis, no. Mexicanos eran, yo estoy seguro.
227
-¿Mexicanos?
-Dos hombres eran. Por su hablar del norte parecían.
-En cualquier caso, como pueden ver ustedes, esos hombres
no vienen con nosotros. Sin embargo, me intriga... creo recordar
que el departamento de Arqueología de la Universidad de
Pensilvania pensaba poner en marcha un estudio, con el apoyo de
nuestro Instituto Nacional de Antropología e Historia, que
abarcaría alguna zona de esta región. Sin embargo, no tenía noticia
de que fuesen a iniciarlo este año.
-Dejemos eso. Nada tiene que ver con nuestro viaje. Y vamos
a ver si concretamos un poco. Nuestra intención es dirigirnos hacia
la zona donde acampamos aquella noche... la última que Luis pasó
entre nosotros.
-Tiene usted razón, Carlos. Vayamos a lo práctico y veamos de
dejar listos los detalles. Desde aquí vamos a tener tres días largos de
marcha por la selva. Una vez allí iniciaremos la búsqueda de las
huellas del joven arqueólogo. Nos vendrá muy bien que nos
acompañen ustedes, ya que conocen bien la región, y además les
veo fuertes, de modo que podrán ser de ayuda para llevar nuestro
equipaje.
-Por cierto, amigo Ernesto. ¿No habría manera de conseguir
alguna bestia de carga?
-No hay ni que pensar en ello en esta tierra. Por otro lado, de
poco les iban a servir caballos o burros en su marcha por la selva.
Tengan presente que en más de un punto de su trayecto sus guías
les tendrán que abrir paso, no lo duden, a golpe de machete.
El enjuto Toribio iba escuchando todo cuanto decían, con sus
ojillos vivos y sin abandonar su sonrisa. Aureliano le iba
traduciendo, rápidamente y en forma resumida, lo que los demás
decían. Y el buen hombre inclinaba la cabeza en un simpático gesto
de asentimiento. Todo le parecía bien, por lo visto. Pero sus ojillos
brillaron todavía un poco más, y su sonrisa se acentuó, cuando don
Arcadio le tradujo a su dialecto maya las cantidades de pesos que
Carlos Ortigosa, como pago por su trabajo, pensaba ofrecerles a él,
a su hijo, y a los otros cuatro tzocomoles.
228
-Magnífico, amigo Toribio. Como que veo que estamos de
acuerdo en todos los detalles, Aureliano se pondrá en marcha
contigo y con tu hijo para completar los preparativos. Pero antes,
amigos míos, antes íbamos a brindar y quedaron nuestros vasos en
la mesa. Ahorita, definitivamente, ha llegado el momento de alzar
los vasos de nuevo. Me van a permitir que tengamos el placer de
cerrar nuestro trato con un lindo brindis acá, en nombre de su santo
patrón, San Jeremías.
-Magnífico, don Arcadio. Brindemos, brindemos por San
Jeremías. Que les bendiga y les ayude a ustedes, y que interceda a
Dios para que todo les vaya bien en su expedición. Salud, mis
buenos amigos.
-Salud, amigo Ernesto.
229
230
En las selvas yucatecas
I
L
os tres días siguientes, de marcha por la selva,
permitieron a los expedicionarios comprobar el acierto de haber
recabado la ayuda de Toribio, de su hijo Manuel y de los otros
cuatro tzocomoles. Dirigidos por Aureliano, hicieron que el camino
a través de la pluviselva, en ocasiones por terrenos abruptos y de
densa y salvaje vegetación, fuese fácil y cómodo para todos.
Siempre acertaban a tomar el sendero más adecuado, no dudaban
en recurrir a sus afilados machetes cuando la espesura lo requería, y
en más de una ocasión les libraron de la visita incómoda de alguna
fiera, a la que, con un valor rayano casi en la temeridad, hicieron
huir con gritos y gestos. Preguntado por don Arcadio, a instancias
del profesor, acerca del porque no usaban las armas contra aquellos
felinos, Toribio les respondió:
-Nuestro hermano el jaguar comparte estas selvas con
nosotros desde hace tanto tiempo, que se pierde en nuestra
memoria. Los dioses le pusieron en esta tierra por el designio de su
voluntad. Si no atenta contra nuestra vida, nosotros no debemos
atentar contra la suya.
231
-Me parece una actitud digna. En realidad, ese hermoso animal
siempre ha significado mucho para vuestros antepasados. Sin
embargo, y a pesar de ello, no siempre se le ha respetado como
ahora lo respetáis vosotros. Muchas veces los reyes de los reinos
mayas del pasado vestían sus pieles, como símbolo de poder.
-No hay contradicción en ello, profesor.
-Yo creo que sí la hay, si usted me lo permite.
-Don Arcadio tiene razón. Para las vestiduras reales se utilizó
la piel del jaguar, precisamente por el temor y el respeto que este
animal infundía. El vestir sus pieles indicaba el deseo de poseer un
poder, una energía y un valor semejantes a los de ese animal. El que
se matase ocasionalmente algún jaguar con esa finalidad demuestra
que la actitud global del pueblo maya hacia el jaguar era respetuosa.
-Pero me reconocerán que, sin embargo, alguno que otro
mataban. Claro que no podemos comparar ese hecho con las
monterías, la caza del zorro de los anglosajones o la cruel fiesta de
los toros.
-Respecto a ese tema, Cesar, ahora que lo mencionas, hay un
hecho curioso. Algunos ven en el ritual sangriento de las corridas de
toros, una muestra de respeto e incluso de amor al toro de lidia.
Dicen que su muerte en la plaza es mucho más digna y noble que
otro tipo de muerte.
-Es cierto que hay quien dice tal cosa, Fermín. Pero forma
parte de la actitud del aficionado a las corridas de toros. Y
precisamente sobre estos dos temas, el de la caza y el de los toros,
no se puede argumentar. Nunca se pondrán de acuerdo sus
detractores con sus defensores. Y por ese motivo, o se está de
acuerdo y se comparte su credo y sus ideas, o es mejor no intentar
discutir sobre ello. No he logrado convencer nunca a un cazador de
que cientos de miles de escopetas por los campos en otoño son una
barbaridad, y que salir al bosque a pegarle tiros a los animales
indefensos es un acto de innecesaria crueldad.
-Bien dices, Pablo. Del mismo modo, no lograrás que un
aficionado a los toros abandone sus ideas sobre la que ellos llaman
232
fiesta. Lo que para muchos es un rito inhumano y cruel, para otros
es un arte y una tradición.
-Veo, amigos míos, que pese a proceder todos ustedes de
España, no son aficionados a ese tipo de festejos.
-En absoluto. Respeto, no obstante, el que haya quien opine
distinto que yo en este terreno.
-Si lo dices por nosotros, Cesar, puedo tranquilizarte. Ni a
Carlos ni a mí nos gustan especialmente esas cosas. Y con relación a
todo lo que sea crueldad innecesaria con los animales, creo que
podemos decir que militamos en el mismo bando que vosotros tres,
Fermín, Pablo y tú. Por lo que hace a Mari Luz...
-No es un tema que me preocupe normalmente. No he ido
jamás a una corrida, ni he participado en una montería. Desde
pequeños, mis padres nos educaron a Luis y a mí en una serie de
valores que incluyen el amor a los demás, y también el amor y el
respeto a los animales. Pienso que donde deben estar los toros es
corriendo alegremente a su aire, en libertad, por los campos.
-Me alegro de ver que, al menos en ese punto, no vais a tener
que discutir Fermín y tú.
-¡Carmen!
-Ni en ese ni en ningún otro. Nuestros dos jóvenes amigos
están muy lejos de desear discutir. ¿O me equivoco?
-No. ¿Verdad, Mari Luz?
-¿Cómo vamos a discutirnos tú y yo, Fermín, si estamos
prácticamente de acuerdo en todo?
-De acuerdo, de acuerdo... pues no discutiremos tampoco
sobre ello.
Ante esta respuesta de Fermín, todos rieron. Era evidente que
la mutua simpatía y el afecto que unían a la joven Mari Luz y a
Fermín, no eran ya ningún secreto para sus compañeros de
expedición.
-Por cierto, y siguiendo con el tema de la fauna y los seres
vivos. ¿Habéis observado los hermosos animales que de cuando en
cuando se han puesto a tiro de nuestras miradas a lo largo de
nuestra marcha por la selva? Esta mañana pudimos ver a unos
233
escasos quince metros una familia completa de armadillos. No sé si
os fijasteis en ellos.
-¿Un grupo de pequeños animalitos del tamaño de perritos,
recubiertos de unas bandas de escamas?
-A esos me refiero.
-Sí que los vi. Pero a mí me hicieron más gracia los dos osos
hormigueros que hemos espantado poco más tarde, al irrumpir en
un pequeño claro de la selva, en el centro del cual estaban
plácidamente comiéndose a los habitantes de un termitero.
-Pues ahora mismo, si miráis a través de los árboles, por
nuestra derecha, veréis otro curioso habitante de la selva,
ramoneando pacíficamente al pie de unos grandes arbustos.
-¡Es cierto! ¡Sí qué es curioso! Parece un... una especie de oso.
O algo así.
-Observad que tiene una pequeña trompa.
-¡Un tapir!
-Un tapir, en efecto.
-¡Qué animal más agradable! ¡Parece totalmente manso!
-No es esencialmente agresivo. Sin embargo, conviene
mantenerse lejos de él. Podría ser que se sintiese molestado, o
incluso podría darse el caso de que se asustase. En ese caso no
dudaría en atacarnos.
-Dejémosle seguir tranquilamente con su almuerzo de hojas y
raíces. Como ha dicho Toribio antes, refiriéndose al jaguar, la selva
ha sido su casa desde tiempo inmemorial, y hemos de respetarlo,
puesto que al fin y al cabo, nosotros somos aquí los forasteros.
-Los que parece que van a hacer valer su calidad de inquilinos
de la selva son aquella pareja de bichos que se acercan al tapir.
¿Querrán atacarle?
-No. No lo creo. Mientras encuentren comida suficiente para
todos, convivirán pacíficamente. Miradlos escarbar en el suelo y
comer raíces, tubérculos y rizomas variados.
-¡Con que habilidad utilizan sus pezuñas y sus alargados
colmillos! ¿Son una variedad de jabalíes?
234
-Más o menos. Se trata de animales del grupo de los pecaris: se
les conoce también como ciervos almizcleros o jabalinas.
-Tienen más de cerdo que de ciervo, la verdad sea dicha.
Así era, realmente. Aquellos pecaris, con afilados colmillos en
forma de sable, recordaban a los jabalíes, los cerdos salvajes de
nuestros bosques europeos. Y como ellos, podían resultar
peligrosos si se les atacaba, y mucho más si se les hería.
Afortunadamente aquel par de voluminosas jabalinas se hallaban
absolutamente absortas en la tarea de proporcionarse su cotidiano
alimento entre la abundante oferta vegetal de la pluviselva.
235
II
Hicieron un alto en un lugar especialmente hermoso, situado a
poco más de tres quilómetros del campamento principal.
Numerosos campeches y miraguanos formaban una circunferencia
alrededor de un espacio cubierto por pequeños matorrales. Saltando
de unos árboles a otros, las numerosas enredaderas que los cubrían
en su mayor parte, formaban un techo entramado, una bóveda
vegetal, que a varios metros sobre sus cabezas filtraba el riguroso
sol tropical. A sus pies, entre los matojos, surgían aquí y allá
hermosas flores, entre las que reconocieron unos grandes y
coloreados hibiscos. Eran poco más de las seis de la tarde, y
llevaban caminando desde los primeros albores del día. De modo
que, cuando don Arcadio lo propuso, aceptaron todos encantados
el tomarse un descanso en aquel sombreado lugar.
Hacía ya dos días que habían llegado a aquella zona. Ello había
ocurrido a mediodía del miércoles 29 de junio, día de San Pedro y
San Pablo. Los Ortigosa y el profesor no necesitaron que Aureliano
les indicase que habían alcanzado, por fin, el lugar de la selva donde
su expedición, todavía con Luis entre ellos, había acampado la
noche del 18 abril de aquel mismo año. Recordaban muy bien los
diez días pasados en aquel lugar, buscando inútilmente algún rastro
del joven.
Desde su llegada a aquel lugar, en las últimas cuarenta y ocho
horas, habían trabajado duramente. Primero habían instalado el
campamento. Y posteriormente habían iniciado una exploración de
los alrededores, que deseaban fuese lo más detenida posible, y en la
que se habían propuesto ir cubriendo todo el espacio de pluviselva
en un círculo alrededor del campamento.
Y aquella tarde, tras un agotador día de recorrido a través de la
espesura, mientras descansaban en el fresco ambiente de aquel
rincón sombreado, Fermín parecía estar contrariado.
-¡Rayos! ¡Con tanta enredadera en lo alto, no hay manera de
ver nada!
-¿Que te ocurre, Fermín?
236
-No sabéis lo que lamento el que nos hallemos en un lugar
desde el que nuestras miradas hacia lo alto quedan cortadas por la
interposición de ese espeso techo de lianas y enredaderas.
-Sin embargo, me reconocerás que es muy hermoso.
-Y nos protege del sol y del calor.
-Sí, es cierto. No niego que este sitio sea encantador, pero, la
verdad, estoy impaciente por salir de aquí y buscar otros lugares
desde los que no haya problema para mirar por encima de las copas
de los árboles.
-Ya que lo dices, desde que hemos llegado a esta zona del sur
de Yucatán, he observado que en varias ocasiones dirigías tus
miradas hacia lo alto.
-El profesor tiene razón, Fermín. Y además, te noto cada vez
más como... como preocupado, intrigado, inquieto...
-La verdad es que, en estos momentos, después de dos días de
deambular por la selva, y con la amarga certeza de que no haber
hallado nada especial, creo que todos empezamos a estar
preocupados. ¿No es así?
-Supongo que sí. Pero, ¿qué buscas allá arriba?
-Estoy esperando que en algún momento se pongan al alcance
de nuestras miradas tres grandes árboles.
-¿Árboles? La selva está llena de ellos.
-Estos han de ser muy especiales, muy altos. Me estoy
refiriendo al grupo de tres árboles que dibujó Luis junto al templo y
la pirámide, en sus ilustraciones del nuevo centro o enclave
arqueológico. En realidad no estoy del todo seguro de que deban de
estar situados exactamente junto a las ruinas. Pudiera ser que
constituyan una especie de guía o un elemento de orientación que
Luis colocó como señal en su diario. En cualquier caso, debo
confesaros que yo confiaba que íbamos a encontrarlos fácilmente.
Tal y como los dibujó, parecen de una altura excepcional.
-Pues no parece haber árboles como esos dentro del círculo
que hemos explorado.
-Habrá que ampliar ese circulo. Aunque ello nos lleve varios
días.
237
-Andaremos cuantos días sea necesario.
-Por supuesto. Ampliaremos la zona explorada, miraremos tras
cada árbol, entre la maleza, lo que haga falta. Pero ahora estamos
agotados. Lo mejor es que volvamos al campamento. Nos hemos
merecido un buen descanso.
-Tiene razón, Arcadio. Regresemos. Luego por la noche,
durante la cena, discutiremos de nuevo sobre cual sea el mejor
camino a seguir durante los próximos días.
-Estamos todos de acuerdo, ¿es así? Pues regresemos, amigos
míos.
Siguiendo el consejo del anciano arqueólogo, se pusieron en
marcha, emprendiendo el camino de regreso al campamento, al que
llegaron, rendidos y desanimados, hacia las ocho de la tarde.
Y cuando aquella noche se reunieron alrededor del fuego del
campamento, a la hora de la cena, sobre sus ánimos planeaban
sentimientos de inquietud y el temor al fracaso, pues no habían
hecho nuevos progresos en la búsqueda de las huellas de Luis.
Aquella era ya su tercera noche en la zona de acampada, y estaban
tan lejos de hallar alguna pista como el día en que llegaron hasta allí.
Sin embargo, les quedaba la idea propuesta por Fermín, con
relación a los tres grandes árboles. Al final de la cena, volvieron a
comentar el tema de aquellos tres árboles misteriosos.
-He estado mirando con detenimiento el diario de Luis - dijo el
profesor Felices - Y coincido con la opinión de Fermín. Esos tres
árboles han de ser, efectivamente, un punto de referencia. Nada
aportan a la descripción de las viejas construcciones mayas. De
modo que se han dibujado con otra finalidad, probablemente para
ayudar a localizar el lugar en nuevas visitas al mismo. Tanto si están
allí o situados a cierta distancia de ese sitio, Luis consideró de
utilidad incluirlos en su dibujo. Ambos, las ruinas y los árboles, tuvo
que verlos en algún momento durante nuestro viaje, antes de llegar
hasta aquí.
-Sin embargo, el día en que llegamos a este lugar, el pasado
mes de abril, Luis no nos hizo ningún comentario especial, ni
mencionó haber visto nada fuera de lo corriente.
238
-Pues a pesar de ello, estoy seguro de que él debía haber visto
los árboles y las ruinas ese mismo día.
-O tal vez el día anterior.
-Ahora que lo pienso... Durante nuestra marcha por la selva,
precisamente aquel día, el dieciocho de abril, por un momento
temimos que a Luis le hubiese podido ocurrir algo malo.
-¡Es cierto! Carmen tiene razón. Fue poco después de
mediodía. Nos detuvimos en una zona de la selva donde apenas
había camino franqueable para las furgonetas. Permanecimos allí
parados por espacio de casi una hora. Luis dijo que quería explorar
un poco los alrededores, y a la hora de emprender la marcha, aun
no había regresado.
-Lo recuerdo perfectamente. Cuando estábamos dispuestos a
enviar en su busca a Aureliano con dos de los guías, apareció por el
mismo lugar por el que había marchado.
-¿No notasteis nada especial en él en aquel momento? Tuvo
que ser durante el tiempo que permaneció alejado del grupo cuando
hizo el descubrimiento. De otro modo, todos habríais estado al
corriente.
-Pues ya que lo dices... sí, sí que noté algo. Claro que no le di la
menor importancia. Cuando se unió a nosotros, su mirada era
alegre, muy alegre. Y sonreía como un niño. Yo le pregunté si
estaba bien. Él me contestó: -Mejor que nunca, Carmen-. Yo hice
un gesto de extrañeza. Pareció que iba a decirme algo más, pero me
guiñó un ojo sonriéndome, y sin añadir nada, marchó a sentarse en
el primer vehículo, junto a Aureliano.
-¡Qué curioso! ¿Y eso ocurrió en la ruta hacia este lugar, el
mismo día en que llegasteis hasta aquí?
-Así fue.
-Pues no me cabe duda de que Luis debió ver esos árboles y
esas ruinas en algún punto del camino que os trajo hacia este
campamento, o en sus proximidades.
-Naturalmente.
-¡Cómo no lo pensé antes! ¡Hemos estado dando vueltas y
vueltas por los alrededores! Tal y como hicisteis en abril, tras la
239
desaparición de Luis. Y como entonces, no hemos hallado pista
alguna. ¡Es lógico! ¡Qué estúpidos hemos sido!
-¿A qué te refieres?
-Desde el primer momento tuvimos que tener presente que si
Luis había visto algo, si había percibido una pista, unos árboles o
unas ruinas, ello tenía que haber ocurrido en ruta hasta aquí. Y
posiblemente más allá del límite de los tres o cuatro quilómetros
que se exploraron en su día.
-Tienes razón. Hemos de dejar de explorar en círculo.
Estamos perdiendo el tiempo. Lo que hemos de hacer es,
sencillamente, desandar el camino que nos trajo a este lugar.
-Estoy de acuerdo con usted, Carlos. No hablemos más del
asunto. ¡Está decidido, amigos! Mañana desandaremos ese camino.
Por cierto, ¿lo recordarán ustedes, supongo?
-No hay problema, Arcadio. Estoy segura de que Aureliano lo
encontrará con facilidad.
-Será muy sencillo. Quedan todavía muchas señales y pequeñas
trazas evidentes, a pesar del tiempo transcurrido. Por otro lado,
conocemos bien la dirección que veníamos trayendo de camino
hacia acá aquel día.
-¡Magnífico! Vamos, amigos. Retirémonos a descansar. Tengo
el presentimiento de que mañana, por fin, vamos a dar con la pista
del hermano de usted, señorita.
-¡Dios le oiga, don Arcadio!
-Creo que lo mejor será que hagamos como el día de nuestra
llegada a la aldea de Tzocomol. Enviaremos una avanzadilla y ...
¿Qué ocurre, Aureliano?
-Nada importante, jefesito. A lo que parece hay alguien más que
nosotros de expedición por esta zona de la selva. Aquí, Toribio, me
dice que su hijo Manuel, que tiene un olfato privilegiado, ha
venteado el humo de un campamento situado a escasos quilómetros
de aquí, en dirección a la aldea.
-¿Está seguro?
-Completamente. Sopla una suave brisa procedente de aquella
dirección, y en esas circunstancias el joven en cuestión es capaz de
240
percibir el rastro del humo de una pequeña fogata incluso a gran
distancia.
-¡Qué curioso!
-Eso no es nada. Incluso me afirma el muchacho que percibe
con claridad el que alguien está bebiendo un fuerte tequila alrededor
de esa fogata.
-Me imagino que ha de tratarse de un grupo de cazadores de
alguna aldea de esta región. Conviene tenerlo presente. Si mañana
no tuviésemos éxito en la búsqueda de los tres árboles, nos quedaría
el recurso de tratar de contactar con esos lugareños. Si son de estas
tierras es posible que puedan darnos una referencia con relación a
los mismos. ¿Y saben qué les digo? nuestros vecinos de selva me
han dado una buena idea. Pásame, por favor, Aureliano, esa botella
de buen tequila.
-Tenga usted, jefesito.
241
III
Tal y como habían convenido, al día siguiente emprendieron el
camino siguiendo en sentido opuesto la ruta que hacía tan solo dos
meses y medio, en el mes de abril de aquel mismo año, había traído
hasta aquel lugar a Luis Trévelez y al profesor Felices, junto a
Aureliano y los Ortigosa.
Siguiendo las indicaciones de don Arcadio, no levantaron el
campamento. Dejaron al cuidado de las tiendas a dos de los
tzocomoles, junto con Toribio, y marcharon los demás. Si
fracasaban en su intento de hallar el grupo de grandes árboles,
regresarían a aquel mismo lugar antes del anochecer.
Sin embargo, Fermín estaba completamente seguro de que,
por fin, estaban en el buen camino.
-Por dos veces, fijaos bien en ello, se ha explorado con
detenimiento y en forma prácticamente exhaustiva todo el espacio
de selva comprendido en un círculo de tres a cuatro quilómetros de
radio alrededor de este punto donde nos hallamos ahora. Y ni
vuestros esfuerzos de la primera vez, la pasada primavera, ni la
meticulosa búsqueda que hemos llevado a cabo estos dos días han
permitido hallar rastro alguno de Luis. La única explicación lógica
para ello es aceptar que tu hermano, cuando marchó aquella noche,
se dirigió a un lugar situado, como mínimo, a cuatro o cinco
quilómetros de aquí. No cabe ni por un momento aceptar que
marchase al azar. Tuvo que dirigirse a un lugar ya conocido. Y ello
limita la zona de selva a explorar a una franja estrecha a un lado u
otro de la senda por la que se llegó a este lugar en la expedición
anterior.
-Tienes razón, Fermín.
Mari luz dijo esto mirando a Fermín, al tiempo que le cogía de
las manos.
-Sabía que serías capaz de entender los pasos que dio Luis.
Creo que, de haber estado en su lugar, hubieses marchado aquella
noche como lo hizo él.
242
-Ya te lo dije en otra ocasión, querida Mari Luz. De saber que
podía hallar con facilidad el camino hacia ese enclave nuevo y
misterioso, no habría dudado en partir hacia allí, como lo hizo tu
hermano. Sin embargo, ¿por qué marchó de noche?
-Supongo que no esperaba encontrar grandes dificultades. Más
bien al contrario. Es probable que confiase en encontrar fácilmente
determinadas señales. Como los tres árboles, por ejemplo.
-Tienes razón, Carlos. Pero aun así... ¿Por qué de noche? ¿Y
por qué marchó sólo?
-A eso creo tener la respuesta. Pensaba darnos una sorpresa.
-Creo que tienes razón, Carmen. Sería muy propio de Luis.
-De todos modos, coincido contigo, Fermín. También a mí
me parece extraño que haya abandonado el campamento de
madrugada. Viendo como es esta zona de jungla tropical, me resulta
como mínimo sorprendente el que tu hermano hiciese su
expedición en plena noche.
-He pensado en ello muchas veces, Pablo. En realidad, yo creo
que es posible que mi hermano haya aprovechado las primeras luces
del día para marchar.
-Respecto a eso, lo cierto es que encontramos su saco de
dormir y su colchoneta plegados. Ello iría más bien a favor de que
hubiese pasado la noche fuera.
-Sea como fuese, Luis abandonó el campamento en algún
momento antes de las siete de la mañana, pues a esa hora yo me
levanté y tras desayunar con Aureliano y uno de los guías, estuve
entretenido ordenando mis notas de viaje apoyado en un árbol
situado a pocos metros de la entrada de la tienda de Luis.
-Tiene razón usted, profesor. Yo estuve cuidando el rescoldo
del fuego y preparando el almuerzo, y en todo momento tuve a la
vista la tienda del señorito Luis. Y desde las siete hasta las once,
cuando doñita Carmen entró en la tienda extrañada de que no se
hubiese levantado, no vi al muchacho en ningún momento.
Y mientras iban manteniendo esta y otras conversaciones,
avanzaron por espacio de una hora y media, observando con
detenimiento en todas direcciones.
243
Cuando, según sus cálculos, llevaban recorridos unos cinco
quilómetros, Aureliano se acercó a Fermín, se puso a su lado, y
señalando hacia delante, le dijo.
-Mire usted, doctor. Vea, hacia allá, siguiendo el camino.
Parece que hemos hallado aquello que buscábamos.
Fermín miró camino arriba, pues en aquel lugar la senda que
seguían ascendía de manera muy marcada. No pudo distinguir nada
mirando hacia lo alto, pues la bóveda vegetal de la jungla apenas
permitía ver el cielo desde allí. Pero distinguió al momento, a unos
doscientos metros, tres gruesos y formidables troncos que crecían y
se perdían de vista entre el enramado de la selva.
-¡Esos son, sin duda, Aureliano! ¡Por su grosor han de
corresponder a tres árboles de gran altura!
-¡Magnífico, amigos míos! -Don Arcadio, que venía algo
rezagado, había visto también la base de los tres gruesos árboles.¡Teníamos, pues, razón! Si tienen esos gruesos corpachones de
madera en su base... ¡Qué lindos árboles han de ser! ¡Vamos allá,
amigos, vamos!
Y con una agilidad sorprendente para su edad, don Arcadio
alcanzó el primero de los tres grandes e imponentes ejemplares de
la flora arbórea de la pluviselva. Se detuvo, apoyó una mano en su
tronco, y mirando a los demás que se le acercaban, hizo un gracioso
saludo, como si el gran árbol fuese un viejo conocido al que le
alegrase volver a ver, y desease presentarlo a sus amigos.
-¡Fermín, Fermín! - Los ojos de Mari Luz brillaban de alegría.
-¡Los hemos hallado, cariño! ¡Aquí está la pista de Luis otra
vez! - Y esto diciendo, Fermín abrió los brazos para recibir a Mari
Luz, que le abrazó entusiasmada.
244
IV
-Fermín... Fermín... despierta.
Fermín se incorporó y abrió los ojos.
-¡Pablo! ¿Qué ocurre?
-Algo increíble. Hay una luz en la selva que parece hacernos
señales.
-¡Caramba! ¡Vamos fuera!
Pablo y Fermín salieron de la tienda. Frente a ella les esperaba
Aureliano, junto a uno de los guías, el más joven de los tzocomoles,
casi un muchacho.
-Vengan por aquí. Allá, bajo los árboles, distinguirán
perfectamente la luz.
Fermín siguió a los demás hacia aquel punto, al tiempo que iba
pensando en todo lo acaecido el día anterior. Habían encontrado el
grupo de formidables árboles a media mañana, y en pocas horas
habían trasladado el campamento hasta el mismo pie de aquellos
vegetales centenarios. Tal y como suponían, debían de constituir un
punto o referencia para alcanzar el enclave descrito por Luis en su
diario; pero no se hallaban en el mismo ni en sus proximidades. De
ello no cabía duda. No habían tenido tiempo apenas de explorar los
alrededores, pero en una primera avanzadilla en diversas direcciones
no habían hallado el más mínimo indicio de hallarse próximos a
algún edificio, templo o monumento.
Fermín había mirado insistentemente varias veces las hermosas
ilustraciones que Luis había dibujado en la última página de su
diario, pensando que tal vez se les habría escapado algún detalle
revelador. Y ciertamente, advirtió una peculiaridad en aquellos
hermosos dibujos. Y es que, si bien Luis dibujó los tres árboles a la
izquierda de los monumentos, las sombras que con una técnica
esmeradísima de difuminado había plasmado en todo ello, seguían
una orientación distinta. En realidad, por la situación que ocupaban
aquellos magníficos ejemplares arbóreos en la selva, Luis había
trazado un dibujo de los mismos con las sombras propias de las
primeras horas de la mañana. Sí se suponía que la pirámide y el
245
templo allí representados recibían la luz del sol en la misma hora,
debían estar vistos desde una perspectiva distinta. Tal vez la que se
tendría de ellos desde aquel lugar, si fuese posible observarlos. Si su
razonamiento fuese cierto, el enclave misterioso debía hallarse hacia
poniente de aquel lugar. Y el punto hacia el que les guiaban
Aureliano y el tzocomol estaba situado precisamente hacia poniente
de su campamento.
Pablo, al despertarle, le había mencionado una luz. Una luz
que, según le había dicho a Pablo el propio Aureliano, parecía
hacerles señales. ¿Se habría engañado el veterano explorador? No
tardarían en saberlo.
En efecto, llegaron al lugar desde donde pocos minutos antes
Aureliano había visto aparecer, de súbito, aquella luz en medio de la
profunda obscuridad de la noche. Miraron en la dirección que les
indicó Aureliano y, efectivamente, vieron una tenue luz amarillenta
en la lejanía, temblorosa y oscilante, como si procediese de la
combustión de una tea o antorcha. Era prácticamente imposible
calcular, ni siquiera de forma aproximada, la distancia que les
separaba de aquella extraña luz. Se veía, sin embargo, muy lejana. Y
como había afirmado Pablo, de cuando en cuando se desplazaba
lentamente. Unas veces arriba y abajo. Otras a derecha e izquierda.
Parecía que realmente se estuviesen haciendo algún tipo de señales
con ella.
-¿Qué puede ser esa luz?
-Parece una llama lejana. Estoy seguro que procede de algún
tipo de fuego. La combustión de substancias como la brea o la
resina, utilizadas habitualmente en las antorchas, produce ese tipo
de luz flameante.
-¿Y por qué se mueve de ese modo? Si es una antorcha, parece
que se halle en la mano de una persona inquieta, que no puede
evitar desplazarse en ocasiones de un lado a otro por la jungla.
-No me parece que sea esa la explicación de los movimientos
de esa llama. Más bien diría que la persona que la sostiene la mueve
a propósito hacia los lados y en sentido vertical, como siguiendo
unas pautas prefijadas de desplazamientos.
246
-¿Estaría, en ese caso, tratando de transmitir algún tipo de
mensaje?
-Tal vez con sus movimientos lo único que pretende es llamar
nuestra atención.
-Ya se lo dije antes, Pablo. Al momento que la vi comprendí
que esa llamita temblona no más podía ser que una señal.
-¿Y a quien debe ir dirigida esa señal? ¿Qué significado puede
tener?
-Me pregunto si sería prudente llegarnos hasta allí...
-La noche es muy obscura y la selva intrincada. Pero desde el
momento en que se percibe con tal claridad esa luz, debe ser
porque no hay demasiados obstáculos hasta ese punto.
-¿Qué hora es?
-Van a ser la cinco de la mañana.
-Si les parece bien a ustedes, vamos a intentar alcanzar esa luz
nosotros dos. - Aureliano señaló al joven tzocomol, que poco hábil
en la comprensión del castellano, les miraba sin entender apenas
nada de lo que decían. Le explicó brevemente lo que pretendían, y
el buen muchacho respondió con gestos afirmativos y una sonrisa.
¡Se hubiera dicho que no deseaba otra cosa sino que emprender
aquella exploración¡ Sin duda que, como perteneciente a una joven
generación de su pueblo, no estaba tan influido como sus mayores
por los temores de sus ancianos, y predominaba en él el espíritu
aventurero.
-Marco irá... irá contigo, Aureliano. Marco quiere ver que sea
esa hermosa luz. Sí, irá ahora.
-Está bien, Aureliano. Creo que es lo mejor que podemos
hacer. Marchad hacia allí.
-Llevaos una linterna encendida. De ese modo podremos ir
siguiendo desde aquí vuestra marcha.
-Bien pensado, Pablo. Y de ese modo, si tuviesen algún
percance, bastaría con que nos hiciesen señales con ella.
-De acuerdo. No se muevan ustedes de aquí. Vamos, Marco.
En marcha.
247
Aureliano aseguró su machete firmemente en su cinto, y sin
más dilación, entregó una ligera pero potente linterna al joven
tzocomol, indicándole como debía utilizarla. Al punto, partieron los
dos por el espesor de la jungla, en dirección hacia aquella fuente de
luz misteriosa.
Pablo y Fermín permanecieron en pie, viéndoles alejarse.
Durante los primeros minutos distinguían perfectamente algunos
detalles sobre los que la luz de la linterna iba incidiendo. Marco, el
joven tzocomol, que abría la marcha por delante de Aureliano, iba
iluminando los árboles, y el suelo de la selva, buscando el mejor
camino a través de ella, sin dejar de avanzar hacia la oscilante luz.
Llegó un momento en que la luz de la linterna se veía apenas
como un mínimo resplandor, que incluso desaparecía en ocasiones
al interponerse algún tronco voluminoso o algún apretado grupo de
ramas o maleza.
-¿A qué se debe este madrugón, estimados doctores?
-¡Don Arcadio!
-¡Carajo! ¿Qué diantres ocurre allá lejos? ¿Qué son esas luces?
Don Arcadio, que había salido a tomar un poco el aire, y se
había tropezado, por así decirlo, con Pablo y Fermín al pie de los
árboles, fue puesto al corriente en breves palabras de lo que estaba
ocurriendo.
-De modo que nuestro buen guía jefe, Aureliano, anda allá
lejos en pos de esa misteriosa luminaria. Pero vean, parece que
están próximos a alcanzarla... se van aproximando a la luz en
cuestión... pero... ¡Se ha apagado! ¡Se ha apagado!
Así era. Cuando al parecer debía faltarles muy poco a Marco y
Aureliano para alcanzarla, aquella luz temblorosa hizo una extraña
oscilación, y o bien se apagó, o bien alguien la ocultó totalmente de
su vista.
-¿Qué ha ocurrido?
-¿Dónde ha ido esa luz?
-¡Vean! Aureliano y Marco siguen avanzando. ¿Qué significa
ese movimiento de la linterna?
248
-Están corriendo... o tal vez... esperemos, amigos, esperemos.
Creo que han encontrado algo...
Pablo, Fermín y don Arcadio aguardaron, inquietos, sin apartar
la vista ni un momento del punto en que, a gran distancia, veían los
movimientos de la linterna de Marco. Durante unos minutos la
perdieron totalmente de vista. Fueron minutos de ansiedad e
incertidumbre.
Cuando Pablo estaba a punto de avisar a alguno de los guías
para partir con él en busca de los ausentes, volvieron a ver la
brillante luz de la linterna. Pero esta vez, por la intensidad de su haz
y por sus movimientos, comprendieron que venía en dirección
hacia ellos. Sin duda que en poco rato sabrían de boca de Aureliano
qué había ocurrido exactamente allá lejos en la jungla. ¿Habrían
podido identificar al portador de la antorcha? ¿Le habrían podido
seguir? ¿Qué había en aquel lugar al que sus pasos les habían
llevado, en pos de la llama oscilante?
Comenzaba ya a clarear el día. Un resplandor rojizo ganaba
intensidad por momentos hacia el nordeste, precisamente en
dirección opuesta a la que habían seguido Aureliano y Marco. De
manera que los primeros albores debían presentarse frente a ellos
en su camino de regreso hacia el campamento. Sin duda que por ese
motivo, cuando vieron las primeras luces del amanecer, apagaron la
linterna. Sin embargo, a don Arcadio, Pablo y Fermín les fue muy
sencillo seguir su pista, puesto que Aureliano iba emitiendo, de
cuando en cuando, un sonido agudo característico, que utilizaban
tanto él como los tzocomoles, para localizarse a distancia en la
jungla.
No tardaron en ver aparecer entre las sombras a Aureliano y al
joven Tzocomol. Aureliano venía sonriendo y presa de una alegría
que ni quería ni podía ocultar. Venía andando con rapidez, y se diría
que casi bailando, tales eran los saltitos y movimientos con los que
adornaba su paso. Tras él se acercaba Marco, también con paso
rápido y decidido. Pero en el caso del joven aldeano, la expresión de
su rostro y su actitud, parecían diferentes.
249
-Miren, amigos míos, a ese muchacho. ¡No parece el mismo
que hemos tenido junto a nosotros estos días!
-Tiene usted razón, Arcadio. No sé como ha sido posible, pero
parece que haya madurado. Ayer noche se le veía constantemente
actuando como un chiquillo, y ahora obsérvenle... que seriedad, que
serenidad, que expresión tan adulta, si me permiten la expresión.
-Estoy de acuerdo contigo, Cesar. ¿Que le ha ocurrido al joven
Marco?
-Ese muchacho ha debido de ver algo muy grande, algo con
un significado especial. Esperen a que lleguen acá con nosotros.
¡Carajo! Siento algo en mi interior... como en mis viejos tiempos,
cuando estaba próximo a hacer un gran hallazgo arqueológico.
Corran, Aureliano, Marco, corran... aquí les aguardamos
impacientes.
Apenas tuvo tiempo don Arcadio de impacientarse, pues en
pocos instantes Aureliano y Marco llegaron junto a ellos. El buen
guía, sonriente, les tomó de los brazos rápidamente, primero a
Fermín y Pablo, y después al veterano arqueólogo.
-Doctores... jefesito... ¡Lo hallamos, lo hallamos, no más! ¡Son las
ruinas más lindas que vi nunca! ¡Ahí delante, en un claro de la selva,
hay algo muy, muy grande! ¡Algo especial, algo distinto!
-Pero Aureliano... ¿Y la antorcha?
-¿La antorcha? ¡De no ser por ella tal vez nos hubiese
demorado muchos días el llegar a ese lugar! Pero esas ruinas, esas
piedras, mi jefesito, harán que bendiga usted el día que se unió a
nuestro grupito.
-Perdónenme ustedes... yo debo... debo hablar a mi maestro
Toribio y a mis compañeros... aquello fuese, Aureliano bien dice,
grande... ¡Yal-halcáh Tulán Zuivá!
-¿Qué dices, Marco? ¿Estás seguro?
-Sí, sí... Chó-ta-cí-ne Timoteo nos enseñó las señales para saber
que estuviésemos en Yal-halcáh Tulán Zuivá.
-Quiere decir que el sabio Timoteo...
-Te creemos, Marcos, te creemos. Despertaremos a todos
enseguida, y podrás hablar con Toribio y los demás tzocomoles.
250
-¿A qué se refiere Marcos?
-Es cierto, Pablo, que usted no comprende los términos
dialectales que utiliza el joven. Bien, él ha empleado la palabra yalhalcáh, es decir, el alba o aurora, pero yo diría que en un sentido
físico o geográfico.
-En efecto, Marco ha visto algo que le ha afectado mucho, si
me permitís la expresión. Algo cuyo significado trascendental le ha
conmovido. Es respeto, devoción y algo de temor lo que veo en él...
no es de extrañar, ya que este joven ha estado - o al menos cree que
así ha sido - en el albor, es decir, el umbral del lugar sagrado, de
Tulán Zuivá.
-Un momento, amigos, mientras vamos hacia las tiendas me
gustaría que Aureliano nos aclarase lo que ocurrió con la antorcha.
-Pues mire usted, Pablo, yo pienso que aquella llama era una
señal. Alguien la llevaba, alguien la movía... Mientras progresábamos
por la selva hacia ella, me iba yo diciendo: ¿Qué puede hacer esa tea
ahí delante? Y muy pronto lo tuve claro. Ahorita estaba quieta,
ahorita se movía... No más cabía una explicación. ¡Nos estaba
guiando!
-¡Carajo! ¿Y quien era nuestro amable guía nocturno?
¿Alcanzaron a verle, amigos míos?
-En ningún momento. Cuando estábamos ya muy próximos,
se nos movía un poco más allá... y siempre procuró colocarse fuera
del alcance de la luz de la tea.
-¿Qué pasó cuando se dejó de ver su luz?
-Mire usted, jefesito... no sé si van ustedes a creerlo...
-¿Qué fue lo que ocurrió?
-Justo en el momento en el que llegamos al claro de la selva
donde se hallan las ruinas, la luz temblona se colocó detrás del gran
templo...
-¿Un templo con estatuas?
-Sí, sí, el templo del diario del señorito Luis. Yo corrí hacia allí,
pasé al otro lado, y no vi ni oí nada, nada en absoluto. No llevaba la
linterna, pero mi vista por la noche se hace aguda como la de un
jaguar.
251
-¿Y la linterna?
-Marco la llevó todo el tiempo. El pobre muchacho, cuando
llegó al claro de la selva y vio en la penumbra de la noche lo que allí
había, quedó como de piedra. No se movió de aquel lugar, y allí le
encontré cuando regresé, después de rodear el gran templo. Me
costó arrancarle del borde del claro, donde había quedado parado.
Miraba hacia las ruinas como poseído.
-Marco estuvo a punto de faltar a las leyes. Marco estuvo a
punto de profanar el lugar sagrado. Marco ha visto lo que no hay
que ver...
-Nada malo hiciste, Marco. No te preocupes. ¿De modo,
Aureliano, que en tu opinión, la persona que encendió, movió y al
final ocultó esa antorcha, lo hizo con la finalidad de guiarnos?
-Puede usted estar bien seguro, jefesito.
-Es curioso... otro misterio... otra circunstancia curiosa y
extraña... veremos que opina de esto el profesor Felices.
-¿Dices algo, Pablo?
-Pensaba en voz alta, Fermín... pensaba en voz alta.
252
En el umbral de Tulán Zuivá
I
T
oribio y los otros tzocomoles, sentados todos ellos
alrededor del joven Marco, escucharon con atención las
explicaciones que les dio el joven aldeano. Por respeto y
consideración hacia aquellos amables habitantes de la aldeíta, los
demás se habían alejado a una prudente distancia y nada podían oír
de lo que aquellos honrados yucatecos hablaban entre ellos. Pero
pudieron observar, por los gestos que empleaban, que al parecer
todos compartían las sensaciones de Marco, y parecían estar de
acuerdo con cuanto les decía el muchacho. En efecto, mientras
Marco relataba su experiencia de aquella madrugada, Toribio le
escuchaba con expresión seria, pero iba inclinando lentamente la
cabeza, asintiendo monótonamente. Los demás, de cuando en
cuando, le imitaban. Después, en el breve coloquio que a
continuación mantuvieron, no hubo grandes gestos ni discusiones.
Tomaron la palabra por turno, poniéndose en pie uno a
continuación de otro y colocándose junto a Marco, que en todo
momento se había mantenido de pie frente a Toribio. Finalmente,
el propio Toribio dijo unas palabras, y alzó su mano derecha. Indicó
a Marco que se le acercase, y el joven se puso a su lado.
Ayudándose en su brazo, se alzó y se puso en pie. A continuación,
253
lentamente, se dirigió hacia el lugar donde les observaban los demás
expedicionarios.
-Me temo que a partir de aquí ya no podremos contar con la
ayuda de nuestros amables porteadores. Desde el momento en que
Marco comentó con Toribio lo del templo, y el buen hombre me
solicitó permiso para mantener esa reunión con los demás
tzocomoles, comprendí que el respeto y el temor de este pueblo
hacia la leyenda del lugar recóndito habían hecho aparición entre
ellos.
-¿Está usted seguro, Arcadio?
-Mire usted, Carmen, conozco a estas gentes desde hace
muchos, muchísimos años. Y les comprendo, además. Les digo
esto para que me entiendan que no les voy a insistir en pedirles
que nos sigan a partir de aquí si, como espero, nos manifiestan su
deseo de no ir más adelante.
-Muy pronto sabremos a que atenernos. Aquí llega Toribio.
-Hable usted con él, Arcadio.
La conversación que siguió entre don Arcadio y Toribio fue
breve. Toribio expuso sus argumentos, y el viejo arqueólogo
sonriendo, le tomó por los hombros y le tranquilizó.
-Amigo Toribio, nada más que gratitud os debemos a ti y a los
tuyos. Hasta aquí nos habéis servido y ayudado de manera generosa
y amable. Muy lejos de mi intención estaría el tratar de pagaros
pidiendo que faltaseis a la veneración y el respeto que las tierras de
allá delante os merecen. Por ello, no os tenéis que sentir obligados a
nada más. Don Carlos os pagará lo convenido por los días en que
habéis colaborado en nuestra expedición.
-Mi buen jefesito don Arcadio, que Dios les bendiga a todos
ustedes por su comprensión. Les doy las gracias en nombre de
todos nosotros. Pero no teman, que no les dejamos así, no más,
abandonados en la selva. No podemos ir más adelante, eso es
cierto. Pero les aguardaremos aquí. Mantendremos un
campamento, viviremos perfectamente de la caza. Si es preciso, dos
o tres de estos valientes muchachos marcharán a la aldea para
traernos aquellas cosas que puedan precisarse para poder mantener
254
este pequeño lugar durante unas semanas. De manera que no se
preocupen ustedes por el regreso. Vuelvan lo antes posible, y
tráiganse consigo a ese joven al que van buscando. Aquí nos
hallarán para el viaje de vuelta.
-Toribio, amigo mío, permita que le llame así. Ahora mismo
comunicaremos su ofrecimiento a mis compañeros de expedición.
Pero no creo que acepten. Me refiero a que van a decirles que con
lo que han hecho hasta ahora, han cumplido ustedes sobradamente
con nosotros. No queremos que sacrifiquen más días por nosotros.
Sus familias les esperan en Tzocomol.
-Veo, doctor, que ha entendido usted mis palabras, pero no ha
comprendido la firmeza del ofrecimiento que encierran. Por
nuestro Santo Patrón Jeremías, por la virgensita y el niño de la linda
iglesita del padre Cosme, por Jesucristo y todos los santos del cielo,
que no nos perdonaríamos nunca si ustedes tuviesen algún percance
en su regreso a Tzocomol. El señorito Carlos nos ha pagado ya tal
cantidad de pesos, que ni estando con ustedes medio año nos los
habríamos ganado. Aun, al parecer, piensa pagarnos alguna platita
más, según lo que aquí don Arcadio ha mencionado. Por todo ello,
créanme ustedes, les aguardaremos muy a gusto. Por otro lado, no
van ustedes a andar cargando con todos los bultos y las cosas. Han
de marchar con lo imprescindible a partir de aquí, y por fuerza han
de dejar en este sitio buena parte del material. Nosotros lo
vigilaremos y cuidaremos. No se hable más de ello. Y ahora, si nos
lo permiten, les vamos a disponer las cosas para que puedan ustedes
partir con poco peso, pero bien equipados.
Pronto estuvieron todos al tanto de las intenciones de Toribio
y de los demás tzocomoles. Y viendo la seriedad y generosidad con
que se ofrecieron a aguardarles en aquel lugar, aceptaron sus planes.
-Cuídense ustedes, amigos. Por nuestra parte, haremos cuanto
este en nuestras manos por estar de vuelta con ustedes lo antes
posible. Tradúzcales mis palabras, por favor.
-Creo que la entienden a usted perfectamente, amiga Carmen.
255
-Así parece, cariño. Creo que estos aldeanos comprenden el
castellano mucho mejor de lo que nosotros comprendemos su
lengua maya.
-Así es, Carlos. Y sin duda que buena parte del mérito de ese
entendimiento hay que atribuírsela a don Ernesto y al padre Cosme.
-Sea como fuere, si no entienden todas las palabras, si
entenderán un buen apretón de manos.
Esto diciendo, Pablo se acercó uno a uno a todos los
tzocomoles, comenzando por Marco y acabando por Toribio, y les
dedicó un efusivo y expresivo apretón de manos.
-Hasta pronto... hasta pronto... hasta pronto, amigos. Bueno, y
usted, profesor. ¿No tiene nada que decirles?
-Vaya, Pablo... ¿Y qué quieres que les diga? Hasta la vuelta,
Toribio y compañía.
Pablo pensó que al profesor Felices no le acababa de sentar
bien aquel plante de los aldeanos. Le pareció incluso que se había
contenido para no recriminarles por no seguir adelante con la
expedición. Por ello no le extrañó que, cuando los tzocomoles se
alejaron de nuevo, el profesor exclamase:
-Bueno, bueno... gracias amigos, hasta pronto, cuídense...
¡Tampoco hay para tanto, digo yo! Os he visto a todos casi como
entusiasmados con la idea de dejar aquí a esos aldeanos. Pero...
¡Caramba! ¡Su plante no deja de ser un contratiempo! ¿Quién sabe
cuantas jornadas de marcha por la selva tendremos que hacer
todavía? Yo acepto el que no deseen seguir adelante y veo como un
mal menor el que nos digan que aguardarán en este sitio nuestro
regreso. Pero... ¡no deja de ser fastidiosa su deserción, cuando
estamos ya en el buen camino!
-No se lo tome usted así, profesor. Hemos localizado ya el
lugar donde se hallan los monumentos del diario de mi hermano. A
donde quiera que haya podido ir desde allí, tuvo que ir solo y sin
porteadores.
-Solo marchó aquella noche, desde luego.
256
-De modo que nosotros podremos seguir los pasos de Luis,
podremos ir allá donde haya ido, aunque sea como él, sin la ayuda
de los porteadores.
-Dice usted bien, señorita. Y tenga usted en cuenta, profesor,
que vamos a ser un grupo de ocho personas. Sin cargarnos en
exceso, aun seremos capaces de llevar con nosotros todo un lindo
equipo.
-Está bien, Arcadio, está bien. Ya nos las arreglaremos sin
Toribio y los suyos. Pero yo insisto en que, en cierto modo, nos han
estafado. Les contratamos para llegar hasta el fin.
-Mira, Cesar, no le des más vueltas. Ya en Tzocomol nos
advirtieron que nos acompañarían de buen grado a donde quiera
que fuésemos, en tanto en cuanto que no nos dirigiésemos hacia
aquellas regiones que ellos tienen por sagradas, y sobre las que sus
creencias han depositado un severo tabú.
-Tienes razón, Fermín. Sin embargo, supongo que estarás de
acuerdo conmigo en que es realmente fastidioso que hayan caído en
la cuenta de que se acercan a esos lugares justo ahora. En fin, como
veo que nada se gana con lamentos, voy a hacer caso de vuestros
consejos. Olvidemos ya el asunto, y veamos de ponernos en
camino. Tengo gran curiosidad por ver por mis propios ojos esos
monumentos, que a decir de Aureliano, nos aguardan ahí enfrente.
-No puede usted imaginarse, profesor, lo mucho que deseo
tener ante mis ojos a los enigmáticos guardianes de Tulán Zuivá.
-Don Arcadio, profesor... están ustedes expresando el
sentimiento de todos nosotros. Pero en mi caso no es la belleza de
las ruinas de un nuevo enclave arqueológico lo que me atrae, sino la
posibilidad de hallar nuevas pistas que nos conduzcan hasta mi
hermano.
-Señorita Mari Luz, la comprendo muy bien. Pero
precisamente he mencionado a esos guardianes, porque creo que en
ellos se ha de hallar alguna indicación o señal.
-¿Cree usted?
-Estoy casi seguro. Verán, fueron las palabras del sabio
Timoteo... ¿Qué fue lo que dijo? Sí, algo como que si su corazón
257
es limpio... ¡Tal vez los guardianes le hayan mostrado el camino!
¿Entienden? ¡Los guardianes pueden mostrar el camino!
258
II
Por fin estaban en aquel misterioso y esperado lugar
arqueológico. Allí estaba la pirámide representada en el diario de
Luis. Y en el otro extremo del gran claro de la selva, el majestuoso
templo de las estatuas. Ya no había duda. Aquellas eran las
misteriosas edificaciones que tanto habían atraído al joven
arqueólogo. En su diario, Luis había expresado que abrigaba la
esperanza de que fuesen las puertas que le condujesen allí donde
tanto tiempo hacía que deseaba llegar. Y todos coincidieron en que
aquellos monumentales restos del glorioso pasado del pueblo maya
eran muy hermosos. Pero es que además de impresionarles por su
silencio y majestuosidad, por su solemne belleza y su sobria
sencillez, parecía emerger de ellos algo incorpóreo, pero palpable al
mismo tiempo. Todos notaron lo que de subyugante y atrayente
tenían aquellas edificaciones, y todos coincidieron en atribuirles un
misterioso halo de majestuosidad. Aunque no compartían los
tabúes de los tzocomoles, comprendieron muy bien la
sobrecogedora experiencia que tenía que haber sido para el joven
Marco la aparición de aquellas construcciones de sus antepasados,
súbitamente frente a él, en aquel claro de la selva. Si existía el lugar
sagrado, aquel lugar merecía ser su umbral.
Se detuvieron justo al inicio de aquel gran espacio abierto que,
junto a otras pequeñas edificaciones ruinosas, albergaba los dos
hermosos monumentos plasmados artísticamente por Luis en su
libro de campo. Y por tenerla más próxima, decidieron acercarse en
primer lugar a la hermosa pirámide, para posteriormente explorar el
templo situado al otro lado del claro.
Caminaron en dirección a la hermosa construcción piramidal,
elevada sobre una plataforma o basamento de unos cinco metros de
altura. A unos treinta o cuarenta metros de la misma, alcanzaron lo
que venía a ser el acceso a la construcción: el inicio de un espacio o
corredor jalonado a ambos lados por viejas columnas cilíndricas de
piedra, rematadas todas ellas por una losa cuadrangular. Frente a
ellos, el camino flanqueado por las columnas ofrecía una superficie
259
formada por piedras aplanadas cuidadosamente colocadas unas
junto a otras, que alcanzaba, a unos veinte metros de allí, el
arranque de una amplia y suave pendiente formada por varios
tramos horizontales, que hacían las veces de extensos escalones, y
cerrada a ambos lados por unos muros de escasa altura, adornados
en su borde superior por unos hermosos relieves ondulantes,
rematados en su extremo más bajo con sendas cabezas de felino.
Por esta pendiente se alcanzaba la superficie de aquella amplia
plataforma de piedra, que constituía la base de una construcción
piramidal, bastante aguda, de unos veinticinco metros de altura,
formada por la superposición de siete cuerpos y coronada en lo alto
por un templete de forma cuadrangular.
En la faceta del monumento que miraba frontalmente hacia
ellos se veía una rampa jalonada por múltiples peldaños, una
empinada escala de piedra, que desde la base permitía ascender
hasta el templete del vértice de la antigua construcción maya. Este
templete estaba constituido por una edificación cuadrangular de
unos dos metros y medio de altura, rematada por una doble cornisa
de piedra. Un detalle que sorprendió a Fermín y que excitó y alegró
extraordinariamente a don Arcadio, fue el que en la base de la
pirámide, a ambos lados de la empinada escala, se hallasen
esculpidas unas imágenes de divinidades de extraordinaria belleza.
-Estamos frente algo distinto, algo diferente. ¿Me entienden
ustedes?
-Hay aquí muchos detalles extraordinarios, es cierto. Esos
muros que flanquean la escala inferior, la forma en que han sido
esculpida la piedra, y estas imágenes sorprendentes. Son los dioses
de la creación del panteón maya. ¿No es así?
-Veo, Fermín, que está usted muy al corriente de la iconografía
e imaginería de los primitivos pueblos yucatecos. Sí, en efecto.
Pienso, como usted, que estas lindas figuras son los dioses de la
creación. Pero, veamos de subir a lo alto de la pirámide. Observen
allá arriba, ese hermoso templete. Vean como se abre a los cuatro
puntos cardinales, por medio de puertas enmarcadas por bellos
260
elementos de piedra esculpida. Seguro que algo de interés nos
aguarda allá arriba.
-¿Tal vez alguna señal del paso de Luis? Porque por ahora no
hemos hallado indicio alguno de que haya estado aquí.
-Luis estuvo aquí, estoy segura.
-¿Viste en tu sueño algo parecido a esta pirámide o al templo
de las estatuas situado allí enfrente?
-No. No. En realidad no vi más que una neblina que rodeaba
al grupo formado por Luis y los otros hombres. Mi hermano estaba
en primer plano, y detrás de él se hallaba un joven, vestido como el
rey del grabado de tu despacho. Más al fondo, confundidas con la
neblina, se veían las siluetas de otros hombres. Recuerdo que a Luis
le vi perfectamente. Le vi muy pálido. Sí, muy pálido. Pensé que
podía estar enfermo, pero al punto me habló. Bueno, fue muy
curioso. Luis me miraba y oí su voz como procedente de su
cerebro, ya que él no movía los labios. Me tranquilizó sobre su
estado. Me dijo que estaba bien, que todo iba bien. Luego me dijo
que esperaba verme de nuevo en el futuro. Que esperaba que
pronto estaríamos juntos.
-¿Crees que estaba de algún modo llamándote o convocándote?
-¿Quieres decir que si Luis intentaba llamarme a su lado? Pues
ahora que lo dices, tal vez sí. En realidad estoy segura de que quiso
tranquilizarme. Pero no, no creo que su mensaje fuese una llamada
de auxilio, si es a eso a lo que te refieres. Sin embargo, hubo algo
raro... aunque no estoy segura de si lo imaginé.
-¿Qué fue ello, señorita?
-Durante mi sueño Luis me habló. Su voz sonaba, como ya os
he dicho, como trasmitida directamente de su mente a la mía. Pero
sentí algo más... fue algo que no puedo describir fácilmente. Sentí la
presencia de otra mente tratando de ponerse en contacto conmigo,
otra voluntad intentando indicarme alguna cosa. Y lo cierto es que
al punto, sin plantearme ni siquiera un momento el cómo ni el por
qué, nació en mí la convicción de que debía partir hacia aquellas
tierras desde las que me llegaba el mensaje de Luis.
261
-¿Cuándo ocurrió lo del sueño ese de usted, señorita?
-Recuerdo perfectamente la fecha. Fue la noche del nueve de
mayo. Tres semanas después del día de su desaparición.
-¿Y no ha vuelto a ponerse en contacto con usted?
-No... creo que no.
-¿No está segura?
-No sé como explicarlo... han pasado cosas extrañas. Me
refiero a algunas cosas que nos han ocurrido. En especial esa
misteriosa luz de la pasada noche que nos ha permitido llegar hasta
aquí. ¿No les parece extraña la aparición de esa luz en la selva?
-¿Qué le decía, profesor?
-¿A que te refieres, Pablo?
-Pues que el profesor y yo habíamos ya caído en ese detalle...
que no es el único.
-Si ustedes me lo permiten, les voy a rogar que dejemos el
tema para otra ocasión. Es cierto que hemos tenido cierta chance o
suertecilla en nuestro viaje por el sur de Chiapas. Pero es que sin esa
pizca de fortuna no se habrían llevado a cabo la mayoría de los más
grandes hallazgos arqueológicos. Miren, nuestro guía se halla al pie
de la empinada escalinata. Propongo que aprovechemos la luz del
día para ascender al templete. Vengan ustedes, amigos, síganme.
Ascendieron por la escala de suave pendiente que se elevaba
desde el terreno llano hasta la base horizontal sobre la que se alzaba
la pirámide, y en pocos instantes se reunieron con Aureliano al pie
de la escalera de piedra que, como un plano inclinado, unía las
aristas de los sucesivos niveles y permitía subir a lo alto de la
pirámide. Formada por muchos y estrechos escalones, el subir por
ella no sería precisamente sencillo.
Antes de iniciar el ascenso, observaron a derecha e izquierda
del arranque de la escala, en la pared del primer cuerpo de la
pirámide, la presencia de aquellos misteriosos seres esculpidos que,
de acuerdo con Fermín y don Arcadio, representaban a los dioses
de la creación.
Atendiendo a las indicaciones de Aureliano, una vez que
alcanzaron el pie de aquella escalinata, ascendieron por ella
262
efectuando un zigzag amplio, y evitando mirar hacia la parte
inferior. De ese modo, pese a lo empinado del trayecto y lo angosto
de los escalones, lograron subir todos sin dificultad.
Cuando llegaron a lo alto de la escala, pudieron dirigir la vista,
admirados, en todas direcciones. Desde aquella altura, situados en la
cornisa horizontal de piedra dispuesta alrededor del templete, el
paisaje que se ofrecía a sus ojos era como un grabado de
espectacular belleza. Dominaban perfectamente el amplio claro,
adornado únicamente por matorrales de escasa altura en algunos
puntos, y cubierto por una suave hierba formando grandes
manchones en la mayoría de los espacios libres de edificaciones.
Hacia el otro extremo de aquella zona descubierta se divisaba
majestuoso y bello, misterioso y sugestivo, un macizo edificio con
tres amplias puertas abiertas en la fachada principal, precisamente
aquella que miraba hacia ellos. Guarnecían sus cuatro esquinas
cuatro soberbias estatuas esculpidas con sencillez y sobriedad, pero
dotadas de un halo de majestuosidad innegable. Seis estatuas algo
menores flanqueaban las tres entradas, dos para cada una de las
grandes aberturas. Y todas ellas tenían un gran parecido con aquella
pequeña estatuílla, cuya reproducción llevaban consigo. No cabía
duda que aquellos eran los diez guardianes de las leyendas.
Más allá del límite del claro o calvero, sus miradas podían
dirigirse por encima de las más altas ramas de los árboles de la
pluviselva, de manera que frente a su vista se extendía una vasta
superficie verde, de la que en los alrededores emergían, en algunos
puntos, ruinosos restos de otras edificaciones. Sin duda que aquel
enclave había constado en el pasado de un considerable número de
construcciones. Parecía, no obstante, que los dos monumentos
principales eran aquellos que Luis había representado en la última
página de su diario de campo. Y como resaltó Fermín, tal y como se
hallaban dibujados, no cabía duda de que Luis los había visto de
algún modo o por algún medio, desde algún punto situado hacia el
este y hacia el norte. Miraron todos en aquella dirección. Por las
regiones oriental y septentrional de aquel territorio la selva cubría
totalmente unas tierras paulatinamente más y más bajas. Y hasta el
263
horizonte todo lo que se veía era la magnífica masa forestal, de la
que emergían claramente, a unos tres o cuatro quilómetros, los tres
grandes árboles a cuyos pies había quedado el campamento de los
tzocomoles. Precisamente en aquel momento brotaba de la selva
una fina columna de humo, justo allá donde debían hallarse Toribio
y los suyos.
-Observo que nuestros amigos deben estar preparando su
comida.
-¿Pero por qué han encendido dos fuegos?
-¿Dos fuegos?
-Tienes razón, Carmen. Más alejada, hacia el norte del
campamento, se puede ver otra leve columna de humo. Ya es
casualidad que en esta zona de la selva, apenas explorada, se
encuentren dos campamentos tan próximos.
-Supongo que serán los mismos cazadores cuyo fuego venteó
la otra noche el hijo de Toribio. A no ser que...
-¿En que está usted pensando, Arcadio?
-Fue una estúpida idea que me rondó por la cabeza, no más
una idea absurda. No es posible que nadie nos haya seguido. ¡En
fin! Muéstrenme un momentito los dibujos de su hermano... aquí
están. Bien, bien... no me hagan demasiado caso. Tal vez hoy tengo
el día poco fino y estoy dispuesto a imaginar cosas raras. Me
pregunto si tal vez...
-¡Diga usted lo que sea, Arcadio, dígalo ya!
-Mire usted, Carlos... miren, amigos míos... estoy pensando en
algo poco agradable... algo que de ser cierto tal vez lleve al traste
nuestra búsqueda.
-¿Qué es ello?
-Como ustedes bien saben, las notas de don Luis indican que
cuando dibujó estos monumentos, ese joven no estaba aun del todo
seguro de su situación en el territorio. Comenta que los representa
tal y como los había podido ver a través de sus prismáticos.
-Es cierto. Pero en esas mismas notas afirma creer que ellos
pueden abrirle el camino hacia el lugar recóndito. Y estoy seguro
264
que si nos dejó fue con la intención de encontrar este lugar donde
ahora nos hallamos.
-Dice usted bien, Carmen. Estoy seguro de que abandonó su
tienda con tal intención. Pero me estoy preguntando si el joven
llegó a estar aquí en algún momento. Cabe la posibilidad de que no
haya llegado hasta este lugar, de que Luis no haya pisado nunca este
claro de la selva.
-¡Eso no es posible!
-Repítanme ustedes lo de las huellas del joven aquel día.
Ustedes las vieron perfectamente. Partían de su tienda y se dirigían
por la senda en sentido opuesto al de su llegada. Ello es lógico pues
deseaba desandar parte del camino...
-Creo que le entiendo... las huellas de Luis eran bien visibles.
Al menos para los ojos de Aureliano, ya que no para los nuestros.
-¡Ay, Doñita, que tiene razón el jefesito don Arcadio! Las huellas
del señorito Luis dejaron de ser claras como a medio quilómetro del
campamento. Me acuerdo muy bien de aquello.
-¿Qué puede significar la brusca desaparición de sus huellas?
-Indudablemente no se lo tragó la tierra. Tal vez fue capturado
por alguien. Que sé yo... alguien que luego lo llevó por los árboles,
sin dejar rastro.
-Hay una explicación más sencilla. Se encontró con alguien, no
hay duda. Una o más personas, expertas conocedoras de la selva.
De buen grado o a la fuerza tuvo que seguirles. Y estas personas
fueron lo bastante hábiles como para hacer desaparecer su rastro,
de modo que nos se les pudiese seguir. Nada nos permite asegurar
que haya sido traído hasta aquí.
-¡Caramba! Creo que tiene usted razón.
-No, Pablo. Luis halló el camino. Luis está ahora en ese
misterioso lugar, desde el que se comunicó conmigo. Y si estas
ruinas son el punto de partida que lleva hacia allí, mi hermano tuvo
que pasar por ellas.
-Creo poder afirmar sin duda alguna que Luis estuvo aquí
mismo, en lo alto de esta pirámide.
-¡Profesor!
265
-Vean... he entrado un instante al interior del templete, y junto
a un curioso monolito, al que les recomiendo echen un vistazo, he
encontrado algo... vean, vean.
El profesor Felices, que en aquel instante emergía del interior
del templete, llevaba en la mano un pequeño lápiz.
-¡Ese lápiz es de mi hermano!
-Así es. Mari Luz tiene razón. Ella sabe que Luis los ha
utilizado siempre de este tipo. Además, observo que en el extremo
distal presenta una muesca característica. Tal muesca está hecha con
la intención de anudar el cordelito con que suele unir sus lapiceros a
una tablilla que muchas veces, sobre el terreno, utiliza para apoyar el
papel en el que efectúa sus bosquejos.
-Déjeme ver... ¡Magnífico, magnífico! ¡Cuánto me alegro de
que hayamos dado con este lindo trocito de leño y grafito! Y ello
porque es la prueba palpable de que el hermano de usted, señorita
Mari Luz, estuvo aquí mismo, donde nos hallamos nosotros.
Imagínenlo ustedes, aquí en lo alto de esta hermosa pirámide, y
mirando, como nosotros hacemos ahora, este bellísimo paisaje
tropical. Como nosotros hoy, se planteó una cuestión. ¿Por donde
cae Tulán Zuivá?
-Podemos descartar de entrada el territorio del que
procedemos, es decir, las tierras situadas al este.
-También descartaremos todo ese vasto territorio que tenemos
enfrente, en dirección norte. La uniforme masa verde de la selva
que se extiende hasta el límite de nuestras miradas, no muestra
formaciones montañosas. Difícilmente podrá hallarse un valle en
todo ese territorio.
-¿Y por qué un valle?
-Tulán Zuivá viene a significar el valle de los siete barrancos o
de las siete cuevas, según las interpretaciones. Lo imagino en un
lugar montañoso.
-En ese caso, tal vez se encuentre hacia el sur. ¿Veis? Allá en la
lejanía se ve un territorio montañoso.
Tal y como apuntaba Carmen, en dirección meridional el
territorio se elevaba lentamente, hasta que, a decenas de
266
quilómetros, la selva se aclaraba y se veían las cimas de unas
elevadas montañas.
-Es cierto, cariño. Es aquella una formidable cordillera, cuyas
lejanas cumbres se hallan ya en tierras de Guatemala.
-Muy alejadas de aquí en mi opinión. El lugar que buscamos
debe estar más cerca. ¡Pero vean, vean ustedes! ¡Hacia allí, a
poniente!
Siguiendo sus indicaciones, miraron todos en la dirección que
les señalaba don Arcadio. Hacia el oeste el terreno se elevaba
notablemente, y a pocos quilómetros de allí el territorio superaba
con creces los dos mil metros de altitud. Y en aquellos lejanos
lugares, emergiendo en la distancia entre la espesura exuberante de
la pluviselva, se veían una serie de abruptas formaciones
montañosas, formando una línea o farallón muy agudo. En su
conjunto constituían la primera línea de un altiplano de superficie
irregular, al que sería probablemente muy difícil acceder, y por el
que sería, por otro lado, muy difícil desplazarse.
-Estimo que no habrá más de seis u ocho quilómetros hasta
ese formidable territorio. Vean como emerge de la selva como un
abrupto farallón, y más allá del mismo se eleva el territorio y se
vislumbra una región de agudos picos y profundos valles.
-Se ve como un territorio muy abrupto. ¡Qué formidables
cárcavas pueden haberse excavado con el paso de los siglos en esa
región! No cabe la menor duda, ¡Ahí está el lugar sagrado!
-Pero vea usted, profesor, que tal y como divisamos ese lugar
desde aquí, no parece que vaya a ser cosa fácil alcanzarlo.
-Y si hay que penetrar en esa escarpada región, y desplazarse a
continuación por su interior... ¡no les digo nada!
-Sin embargo, estoy seguro que ha de ser allí. Esa tierra agreste
parece la más indicada para albergar el legendario refugio que
buscaba tu hermano.
-¿Tú crees, Fermín?
-Estoy completamente seguro.
-¿Y qué crees que deberíamos hacer?
Mari Luz miraba emocionada a Fermín.
267
-Tendremos que partir lo antes posible hacia ese altiplano
montañoso. Pero...
-¿Sí?
-Mari Luz, cariño, estoy seguro de que estamos cada vez más
cerca de tu hermano. Vamos por el buen camino. No nos
desanimemos ahora. Pero seamos realistas. Sin un buen mapa nos
resultará sumamente difícil desplazarnos por las estribaciones de la
vecindad del macizo. Y si existen pasos o accesos hacia los valles
que allí han de encontrarse, no será nada fácil dar con ellos.
-Si lo que se precisa es un mapa, les recomiendo que entren en
el templete y se miren con detalle el monolito que antes les
mencione. No es mi especialidad la iconografía maya, pero creo que
en esa piedra tenemos algo parecido a un mapa.
Don Arcadio penetró en el interior del templete, siguiendo las
indicaciones del profesor, y los demás le siguieron. Se aproximó a
un bloque rectangular de piedra situado en el centro del recinto. Sus
paredes laterales mostraban bellas imágenes estucadas, y su cara
superior, horizontal, ofrecía una serie de glifos y entalladuras.
-¡Mi querido profesor Felices, tiene usted razón! Esto es un
mapa... pero un mapa simbólico, en cierto modo críptico o
jeroglífico.
-¿A qué se refiere usted, don Arcadio?
-No busquen aquí escala u orientación, ni nada parecido. Han
de existir unas normas prefijadas para interpretar las distancias y los
símbolos. Es evidente que con las claves adecuadas, este mapa
indicará donde se hallan determinados lugares y la forma de llegar a
ellos. Vamos a copiar, lo mejor que podamos, este precioso
conjunto de glifos.
-Pero... ¿y las claves?
-¿Las claves? Estoy seguro que esos lindos telamones del
templo de ahí enfrente nos las ofrecerán.
268
III
Acabaron la visita a la pirámide ceremonial, en cuyo interior
habían hallado el sorprendente mapa del monolito, y tras descender
de la misma, dirigieron sus pasos al templo de las estatuas. Don
Arcadio dedicó cerca de hora y media a estudiar con detenimiento
las diez estatuas, una por una, fijándose hasta en sus más mínimos
detalles. Las observó primero a cierta distancia, de frente y en
perspectivas laterales, a derecha e izquierda. Se acercó a
continuación para estudiar su superficie. Eran prácticamente iguales
en todo, excepto en los cintos que, esculpidos con una
minuciosidad extraordinaria, presentaban unos relieves y símbolos
distintos para cada una de ellas, y en unos adornos situados en el
centro del torso, representando unos a modo de medallones. El
veterano arqueólogo tomó buena nota de los glifos y grabados, y
procedió después a compararlos con los del mapa. Estuvo varios
minutos mirando sus anotaciones, con sus papeles extendidos sobre
la superficie de un bloque de piedra rectangular situado frente al
templo. Cuando acabó esta tarea, todos notaron que estaba perplejo
y disgustado. Al parecer, no había hallado en los guardianes las
claves que esperaba.
Como estaba empezando a declinar el día, decidieron instalarse
para pasar la noche en el interior del templo, justo al lado de una de
sus grandes puertas. Para ello, Aureliano, ayudado por Pablo y
Fermín, dispuso una mullida superficie de hierba, sobre la que
colocarían después los sacos de dormir.
Encendieron una fogata justo en el umbral del templo, en la
que el guía se dispuso a preparar una sencilla cena. Y mientras lo
hacía, se recostaron todos pensativos, sin hacer comentario alguno.
Veían a don Arcadio, el jefe natural de su expedición, bastante
consternado, y nadie deseaba, por el momento, interrumpirle en sus
meditaciones. Y es que don Arcadio no hacía más que sacar sus
notas y dibujos, los miraba durante un buen rato, y a continuación,
con un gruñido, los volvía a guardar.
269
Mari Luz miraba hacer al arqueólogo retirado con cierta
preocupación. En realidad, no podía dejar de agradecerle al buen
anciano todo lo que estaba haciendo por ella. Se había embarcado, a
pesar de su edad, en aquella larga expedición por las tierras del sur
de la península. Y ponía todo su empeño en descubrir las claves
que, a no dudarlo, les guiarían hacia el lugar donde tal vez Luis
esperaba su ayuda.
Mari Luz comprendía muy bien lo que en aquellos momentos
le ocurría a don Arcadio. ¡Él estaba convencido de que los
guardianes les darían algún tipo de pista o indicio! Así lo había
deducido de las palabras del sabio Timoteo. Y cabía pensar que
tenía que ser así. Porque cuando Luis estuvo en aquel lugar semanas
atrás, consiguió de algún modo partir hacia el lugar recóndito. En
aquellos momentos ninguno de ellos dudaba ya de que Luis se
hallase en el legendario Tulán Zuivá. Desde allí, con toda seguridad,
le habían puesto en contacto con su hermana los poderes
chamánicos de sus sacerdotes. Y allí le había visto, en su
sorprendente sueño, Quimet, el inefable pastor-leñador de las
Guillerías.
Mari Luz meditaba acerca de todos estas cosas. Y mientras lo
hacía, sus miradas se dirigían hacía don Arcadio, que se hallaba
sentado en el borde de la amplia escalinata, frente a la puerta central
del templo. Era evidente que el anciano arqueólogo estaba perplejo
y contrariado, lo cual no dejaba de ser preocupante. Y sin duda que
la preocupación se reflejó también en el semblante de Mari Luz.
Pues Fermín, tras haber ayudado al profesor y a los Ortigosa a
instalarse y ponerse cómodos, se le acercó.
-Imagino lo que pasa por tu cabeza. - La joven alzó la vista
hacia Fermín, que la miraba sonriente.- Te preocupa el que no
hayamos encontrado las pistas que tenían que darnos esas hermosas
estatuas.
-Es cierto. Parece que esas inscripciones se resisten incluso a
un gran experto como don Arcadio.
-Mari Luz, no temas. Llegaremos a ese valle. No puedo
explicarte el por qué, pero tengo el convencimiento de que si nos
270
dirigimos por la selva en dirección a esa región abrupta, de la que
estoy completamente seguro que alberga el refugio secreto al que,
creo que con propiedad podemos llamar Tulán Zuivá... si nos
dirigimos, como te digo, hacia allí, estoy seguro de que daremos con
alguna señal o con algún indicio, que no escapará a nuestra miradas.
-Veo que en ti existe también algo, que podríamos llamar la
"intuición masculina".- Ahora era Mari Luz la que sonreía.- Un día,
no hace mucho, me dijiste que confiabas en mi intuición femenina.
Yo ahora...
-¡Cariño!
-... confío en tú intuición. Bueno, en tu experiencia, en tu
criterio.
-Gracias.
-Vamos a dar una vuelta por los alrededores ¿Quieres?
-Buena idea. Aprovechemos los últimos minutos del
crepúsculo. Vamos.
Y tomados de la mano, Fermín y Mari Luz descendieron por
la escalinata de la fachada principal del templo, y comenzaron a
caminar lentamente, por el claro de la selva. Se detuvieron unos
minutos para observar los restos de una pequeña edificación. En
sus paredes, que apenas eran ahora poco más que unos muros
truncados de un par de metros de altura, se veían hermosas
inscripciones. Y en un fragmento de la pared interior del lado oeste,
una superficie estucada mostraba unos frescos que conservaban aun
buena parte de su color.
-¿Qué significan esas pinturas?
-La mayoría de los pictogramas de los mayas se resisten a
nuestros intentos de darles un significado. Pero observo que hay
aquí un conjunto de imágenes muy interesantes. Este es el dios de la
lluvia, y aquí, bajo sus manos, se encuentra el mundo. La lluvia cae
desde las manos de Yum Chaac, y fertiliza la tierra. Y estos dibujitos
de aquí, en lo que representa un monte o colina son...
-¡Parecen sombrillas a medio abrir!
-Lo son. Representan sombrerillos de hongos mágicos.
-¿Cómo los que mencionaba mi hermano en su ponencia?
271
-Exactamente.
-Mira. Fermín. Aquí se ven hongos de otro tipo. Hay aquí un
dios que parece haberlos arrojado sobre la tierra.
-¡Qué interesante! Fíjate bien en este dios...
-¡Es como una de las imágenes que hemos visto en la
pirámide! Concretamente la del dios que tiene un solo pie y lleva un
rayo en la mano. ¡Ya lo entiendo! Estas líneas quebradas son los
rayos, y allí donde han caído los rayos, surgen estas setas rojas.
-Excelente. Has entendido perfectamente el significado de
estos pictogramas. Se trata de Kakulhá Hur-Akán. Su espíritu se
encuentra, dicen, en estos hongos.
-Veo que las dos escenas están separadas por un grupo de
glifos de los que se usan para números o meses. ¿No?
-Acabarás siendo una mayóloga extraordinaria...
-Tengo a un maestro magnífico.
-No creas que tanto.
-Anda, creído... ¡Me refería a mi hermano!
-Vaya...
-No me hagas caso. Era una broma. ¿Qué significan estos
glifos?
-Son indicadores de tiempo y lugar, como bien dices. Si no los
interpreto mal, vienen a señalarnos que hay una considerable
distancia, un largo camino, entre las tierras que riega Yum Chaac y
aquellas en las que los rayos engendran estas setas. Aquí dice que
son necesarias varias semanas de viaje para llegar hasta el país
donde Kakulhá Hur-Akán hace brotar su espíritu.
-¡Fermín!
Mari Luz acababa de salir al exterior del grupo de ruinas, y le
llamaba desde allí. Su voz reflejaba una emoción especial, por lo que
Fermín se apresuró a salir al exterior. La luz del día había
desaparecido casi por completo, a excepción de un leve resplandor
rojizo a poniente. Y precisamente hacia poniente, hacia la obscura
selva que debía conducir hacia el país abrupto, se dirigía ahora la
mirada de la joven.
272
-¡Mira hacia allí, Fermín! ¿Me engaña la vista? ¿Lo ves tú
también, cariño?
-¡Caramba! ¡Esto es extraordinario! ¡Vamos corriendo a
decírselo a los demás!
273
IV
Aureliano preparó una sencilla cena, y cuando la tuvo lista
llamó a todos para que acudiesen a situarse alrededor del fuego.
Cuando les tuvo más o menos cómodamente dispuestos a su
alrededor, repartió un cacillo de sopa caliente a cada uno.
-Veo que no están aquí el doctor y la señorita...
-Les he visto marchar hace unos minutos. Han salido a respirar
el ambiente del anochecer. No creo que tarden. Guárdales su
ración.
-Como usted diga, doñita.
-¿Y qué más tenemos de cena, a parte de esta sopita?
-Les he asado la carne de unos hermosos lagartos que pude
atrapar entre las ruinas ésta mañana, recién llegados a este lugar.
Vean si les gusta.
-¡Uhm! ¡Excelente! ¡Tiene un gusto exquisito!
-La he asado envuelta y rellena con las hojas de diversas
plantas aromáticas, y lo bastante alejada del fuego para que, al
prolongarse la cocción, el buen gusto de las hojas pase a la carne. Es
un pequeño secreto para cocinar el filete de lagarto. Sabe mucho
mejor.
-Estimado Aureliano, resulta que además de un buen guía eres
un magnífico cocinero.
-Gracias, doctor Guerreiro, por sus elogios. Pero estoy seguro
de que si ustedes encuentran tan sabrosa mi cena, es porque tienen
mucho apetito. El mejor condimento es el hambre.
-Reconozco que tras el ajetreo del día estaba desfallecido. Pero
ello no me impide ser objetivo y elogiar como se merecen tus
guisos.
-Y usted, jefesito... No más se me está ahí todo callado y como
quien dice, pensativo. Ándele y péguele un buen bocado al lagartito.
-Tenga usted un trago de tequila, don Arcadio. Vamos,
anímese.
-Gracias, Carlos. Gracias, Aureliano, amigo y buen guía como
pocos. Tienen ustedes razón. Denme una buena pieza de carne... y
274
como no, páseme usted el tequila. Me ocurrió que me quedé
meditabundo... Miren, amigos, les voy a ser sincero. He dado
vueltas y vueltas al asunto. Pensé que íbamos a encontrar
lindamente acá en estas estatuas alguna pista, que sé yo, algún
indicio. Pensé que ellas nos mostrarían el camino hacia Tulán
Zuivá. Ahorita, tras mirar y mirar sus grabados, intentando
encajarlos de algún modo en el mapa del monolito de ahí arriba, he
llegado a la conclusión de que no son lo que creí.
-¿Qué trata usted de decirnos?
-Me temo que nunca encontraremos aquí el camino a ese
lugar.
-Disculpe usted, Arcadio, pero creo que no va a ser necesario.
-¡Mari Luz! ¡Fermín!
-¿Qué quieren decirme ustedes con eso?
-Venga usted aquí fuera, al claro de la selva, y lo verá.
Salieron todos al exterior, y Fermín y Mari Luz se colocaron de
manera que en la obscuridad de la noche pudiesen mirar hacia el
espeso bosque tropical situado hacia poniente.
-Vea, don Arcadio, vea.
-¡Carajo! ¡Tiene usted razón, señorita! Ahí está de nuevo.
Mirando en aquella dirección pudieron distinguir todos con
claridad, en un lugar indeterminado, a lo sumo a un quilómetro del
templo, una luz tenue y oscilante, idéntica a la llama de una
antorcha que les había guiado la noche anterior hasta el claro de la
selva.
-Está visto que hay alguien que está dispuesto a que lleguemos
a Tulán Zuivá. Ya no hay duda alguna de que esa luz es una señal, y
que esa señal tiene un destinatario... nosotros.
-¡Qué cosa más extraña!
-Extraña, sorprendente, misteriosa... sí, lo reconozco. Pero por
otro lado, decisiva para el éxito de nuestra expedición.
-¡Vamos hacia allí!
-Aguarden ustedes. Hemos tenido un día agotador. Sea quien
fuere ese amable guía que nos quiere señalar el camino, conoce este
hecho perfectamente, y no creo que le importe que descansemos
275
aquí. Como ven ustedes, la luz no se desplaza, sino que aguarda
quieta. Reposemos unas horas, y estoy seguro que cuando
decidamos partir de madrugada, la luz se desplazará para guiarnos
por el mejor camino.
-Opino como usted, Arcadio. Descansemos hasta las tres o las
cuatro de la madrugada, y después ¡Nos pondremos en marcha!
-¡Tulán Zuivá nos aguarda!
276
V
-¿No tenemos nada mejor para comer que esta correosa carne
de iguana?
-Mire, señor Torcillo, usted me ha prohibido cazar, y me ha
prohibido encender fuego. De ese modo, ni el más viejo de los
sabios podría conseguir otros alimentos que estos que nos quedan.
-Pero bien que podrías buscar algo de fruta. ¿No hay
palmiches o pomelos por aquí?
-Desde que hemos dejado la selva para meternos en estos
complicados desfiladeros, apenas he visto un par de árboles frutales.
¡Ya quisiera yo encontrar algo de fruta fresca! Pero note usted,
patrón, que no todo son inconvenientes. A medida que subimos
por estos pasos montañosos, cuanta mayor altura alcanzamos, más
abundantes son los manantiales. No nos falta el agua fresca.
-¡Mal rayo te parta, Aristeo! ¡Maldita la falta que me hace el
agua! Yo solo sé que agoté hace dos días el tequila... ¡Y eso sí que lo
echo de menos!.
-Le vuelvo a ofrecer mi aguardiente de raíces...
-¡Guárdate ese brebaje para...! ¡Diantres! ¡Está bien! Déjame
probar tu aguardiente.
-Tenga usted, jefe.
Aristeo ofreció a su jefe, el señor Torcillo, un odre de piel
vieja, de unos cinco litros de cabida, en el que quedaban todavía un
par de litros de un explosivo licor o aguardiente que el propio
Aristeo preparaba con jugo de raíces y plantas varias. Héctor
Torcillo tomó el odre, y bebió un par de tragos de su contenido.
-¡Ah! Sabe a rayos... pero entona, Aristeo. Siento correr su
alcohol por mis venas. ¡Carajo! Esto es otra cosa. Me siento mucho
mejor... vamos, acabemos la cena - si es que podemos llamar así a
estos mendrugos de pan y la carne curada - y veamos de descansar
un poco. Por cierto, ¿a qué distancia debemos estar de la expedición
de don Arcadio?
-Desde que dimos con su pista en la zona de los brazos de
agua, siempre los hemos tenido como a medio día de camino.
277
-Lo recuerdo. En la barca íbamos apenas a seis u ocho
quilómetros por detrás de ellos. Y en la selva siempre nos
mantuvimos a escasa distancia. Pero en este sistema de desfiladeros
y barrancas no estoy tan seguro de que les vayamos a la zaga lo
bastante próximos. Calculo que con los incontables quiebros y giros
que hemos dado, pese a llevar tres días de marcha por esta región,
habremos avanzado en línea recta a lo sumo unos cinco o seis
quilómetros. Está claro que nos habría sido prácticamente
imposible localizar y seguir este complicado itinerario, de no andar
tras los pasos de esa expedición que, por el motivo que sea, conoce
bien el camino.
-No tenga usted cuidado, patrón. El rastro que van dejando es
fácil de seguir. Ahorita mismo es posible que estén al otro lado de
esa cresta montañosa, en otro desfiladero como este, pero a mayor
altura.
-Por ese motivo no sería prudente hacer fuego. Ni disparar un
tiro para cazar algún animal. Nos podríamos poner en evidencia. Y
tengo un especial interés en que no sepan que les seguimos hasta
que alcancen ese lugar de la leyenda. No dudo que allá en lo alto, en
la parte más abrupta de este sistema montañoso, habrá un paso al
otro lado. Y allí estará el lugar que buscamos. Puedes estar bien
seguro.
Héctor Torcillo y su criado, el viejo Aristeo, se hallaban en
aquel momento recostados en la hierba, bajo un grupo de árboles,
de una hermosa variedad de coníferas, que en aquellas altitudes
habían substituido por completo a la flora arbórea tropical.
Siguiendo los pasos de la expedición de don Arcadio, atravesaban
una zona montañosa muy abrupta. El camino por el que les iban
guiando las huellas de Aureliano, Fermín, Mari Luz y los demás, era
un difícil y complicado itinerario ascendente, en el que unas veces
tomaban un desfiladero, otras avanzaban por un escarpado sendero
en el lateral de un imponente muro montañoso vertical, para
después coger otro desfiladero o un vallecillo, cambiando
constantemente de orientación, pero avanzando siempre en
278
conjunto, lentamente, en dirección a las tierras más altas situadas a
poniente.
No les había sido difícil, tal y como habían previsto, seguir el
rastro de la expedición de don Arcadio Botín. Preguntando en las
aldeas de la zona fluvial averiguaron que habían partido en dos
barcazas. Alquilaron ellos otra, y les fueron siguiendo a una
distancia de escasos quilómetros. Tuvieron la precaución de hacerse
desembarcar un poco antes del final del canal más occidental, y de
ese modo pudieron ir siguiendo los pasos de los expedicionarios a
distancia, en el espesor de la selva, sin haber sido vistos por ellos en
ningún momento.
Mientras se hallaron en la pluviselva, Aristeo y su jefe
acamparon siempre a escasa distancia del lugar en que lo hacía la
expedición. No les fue preciso en aquellos momentos abstenerse de
encender fuego, pues el olor del humo o el propio humo podía
atribuirse a un grupo de cazadores indígenas. Sin embargo, a partir
del momento en que la expedición pasó junto a un grupo de
monumentos ruinosos y comenzó a aproximarse a la región
montañosa, Héctor Torcillo consideró que debían extremar sus
precauciones, ya que el humo de una hoguera o el sonido de un
disparo podrían allí despertar sospechas.
Curiosamente, en los últimos tres o cuatro días habían
advertido algo muy peculiar. La expedición de don Arcadio tan solo
avanzaba de noche, unas horas cada madrugada. Lo cual no dejaba
de ser sorprendente en aquel terreno abrupto, tan lleno de
barrancos y desfiladeros, y en el que tanto abundaban los
despeñaderos. Teniendo en cuenta, además, las corrientes de agua
que lo surcaban en diversos puntos, aquella forma de avanzar solo
tenía una explicación: alguien que conocía bien el camino les guiaba.
Lo que no entendían era porque lo hacía a esas horas de la noche.
Aquella tarde, nada más llegar a lugar donde ahora acampaban,
Aristeo había husmeado los restos del fuego apagado horas antes
por los expedicionarios a los que seguían. Hecho esto, había
afirmado que otra vez, por los indicios que allí encontraba, veía
claro que don Arcadio y los suyos habían dejado el lugar bien
279
entrada la noche, ya de madrugada. Al oírle, Héctor Torcillo había
lanzado uno de sus habituales exabruptos.
-¡Mal rayo les parta a don Arcadio y toda esa gente! ¿Qué
maldita manera de viajar por el monte es esa?
Pero no iban a tardar mucho en entender los motivos por los
que los expedicionarios actuaban de aquel modo. Obscureció, y
acostándose sobre la hierba, se durmieron en pocos minutos.
Alrededor de las tres de la madrugada, Aristeo, al que había
despertado el fuerte ulular de una rapaz nocturna, distinguió un
resplandor rojizo al otro lado de un empinado talud rocoso situado
a su derecha. Despertó a su jefe, e inmediatamente ascendieron
como pudieron por aquella pedregosa rampa, y llegaron a lo alto de
la misma. Al otro lado, más que verlo, se adivinaba un profundo
valle sumido en la obscuridad de la noche. En un punto algo
alejado, se veía una tenue luz rojiza. Era sin duda el fuego del
campamento de la expedición. Y de pronto, en la lejanía, se
encendió un punto de luz oscilante.
-¡Jefe! ¡Jefe! ¡Miré, allá lejos!
-¿Qué hay? ¿Qué es ello? ¡Carajo! ¡Una señal! ¡Alguien les hace
una señal!
-Vea, vea, jefe... apagan el fuego de su campamento. Se
disponen a seguir esa señal.
-¡Por eso avanzan de noche! ¡Alguien les guía en la distancia,
mediante una antorcha!
-Y la luz de la antorcha solo se ve de noche.
-Cierto, Aristeo.
-¿Vamos a seguirles nosotros?
-No. Estamos demasiado alejados de ellos. No quiero correr el
riesgo de que caigamos por algún barranco. Mañana temprano
seguiremos sus huellas. Creo, Aristeo, que estamos ya muy
próximos al lugar que buscamos. Y presiento que en ese lugar nos
aguarda un formidable tesoro. Sí, Aristeo, ¡la fortuna está
aguardándonos allá en lo alto!
Aristeo no contestó, pero por un instante en sus ojillos brilló la
luz de la codicia.
280
SEGUNDA
PARTE
281
282
La desaparición de Luis Trévelez
I
L
a tarde del 18 de abril de aquel mismo año, casi dos
meses antes de que Mari Luz y Fermín emprendiesen el viaje en
su busca, el joven arqueólogo Luis Trévelez se hallaba junto a sus
compañeros de expedición, en el espesor de la agreste selva
húmeda que cubre buena parte de la región sudoriental del estado
de Chiapas.
Poco después de la puesta del sol habían dado por
terminadas las tareas de asentamiento del pequeño campamento
provisional. Para instalarlo habían escogido una pequeña porción
de terreno llano, situada al pie de una cadena de suaves colinas
recubiertas de exuberante arboleda.
La actitud de Luis parecía completamente tranquila. Desde la
hora en que se detuvieron, poco después de las seis de la tarde,
hasta que anocheció, habían estado entregados a la tarea de situar
las tiendas, colocar los vehículos alrededor y establecer
adecuadamente el campamento. Por ello, a nadie sorprendió el
que Luis se retirase muy pronto a su tienda y que, a continuación,
encendiese una pequeña luz en el interior de la misma. A nadie
extrañó tampoco el que mantuviese esa luz encendida durante
largo rato. Pero lo cierto es que, cuando se sentó frente a su
283
diario de anotaciones y se dispuso a transcribir unos esbozos que
tenía garrapateados en una cuartilla de papel, Luis se hallaba
preso de una emoción especial.
Por espacio de casi una hora estuvo entregado a la tarea de
dibujar, con su habitual cuidado y meticulosidad, aquellas dos
piezas de arquitectura maya. Por su aspecto, tal y como había
podido vislumbrarlo a través de los prismáticos, parecían
corresponder a aquello que venía esperando hallar en algún lugar
de aquellas tierras mesoamericanas. Expresó tal posibilidad en
unas breves anotaciones al margen, y acabó su trabajo añadiendo,
junto a los otros dibujos, una tercera ilustración consistente en un
grupo de tres árboles de altas copas fusiformes. Hecho esto, miró
el pequeño reloj situado sobre la mesa portátil, junto al mapa
abierto y su diario. Eran las once de la noche.
A pesar de estar por debajo de los 17 grados de latitud norte
y bien entrados ya en la primavera, la temperatura por las noches
era bastante fresca en la selva, en aquella zona meridional de la
península del Yucatán. Se hallaban considerablemente al sur del
límite entre los estados de Chiapas y Tabasco, y algunos
kilómetros al norte de la frontera con Guatemala. Posiblemente
había que atribuir a la altitud de aquellos parajes, algo por encima
de los mil doscientos metros sobre el nivel del océano, el que el
clima fuese menos cálido de lo que cabría esperar de su baja
latitud geográfica.
Tras anotar la fecha al pie de su última entrada en el diario,
lo cerró y lo colocó cuidadosamente en el compartimiento
estanco que para tal fin había preparado en el interior de su
mochila.
Tomó su cazadora. Introdujo la brújula en uno de sus
bolsillos, y en otro sus pequeños prismáticos. Cogió a
continuación la linterna y una bolsa con algo de comida y verificó
que la cantimplora tuviese agua. Tras cargar todo en la mochila, la
dejó a continuación, junto a la cazadora, sobre la pequeña mesa
plegable, dispuestas ambas para tomarlas cuando llegase el
momento de partir.
284
Se sentó y respiró profundamente. Por un instante pasó por
su mente la idea de salir en aquel momento. Sin embargo,
comprendió que no era conveniente. El trayecto hasta la loma de
los tres árboles podía seguirse con facilidad por el hecho de
contar con la ayuda de las huellas dejadas por los neumáticos de
los vehículos. No había inconveniente en recorrerlo en la
obscuridad de la noche, y en realidad así pensaba hacerlo. Pero
desde los árboles hasta aquel nuevo enclave arqueológico debería
atravesar unos tres kilómetros de selva. De manera que ese
segundo trayecto tendría que hacerlo con la ayuda de la primera
luz del día. Por otro lado, no deseaba estar de vuelta demasiado
tarde, para no alarmar en exceso a los demás. Sabía que, tras el
fatigoso día de marcha por la selva y la laboriosa instalación del
campamento, el profesor y los Ortigosa aprovecharían para
descansar hasta bien entrada la mañana. Ello le daba un margen
de algunas horas. Repasó mentalmente su plan: saldría él solo del
campamento hacia las cuatro y media de la madrugada.
Recorrería, bajo la luz de la luna, el trayecto de unos cuatro o
cinco quilómetros que le separaban de la loma de los árboles.
Llegaría a ese lugar cuando comenzase a amanecer. Con la
primera luz del día se dirigiría hacia el nuevo enclave. Con algo de
suerte podría estar allí hacia las siete de la mañana. Un par de
horas a lo sumo le bastarían para decidir si aquel lugar y sus
curiosos monumentos correspondían a lo que él esperaba de
ellos. Fuera como fuese, la vuelta al campamento podría hacerla,
ya de día, en un par de horas. De modo que esperaba estar de
regreso con sus amigos poco después de las once de la mañana.
Entreabrió ligeramente la puerta de su tienda, y miró hacia el
resto del campamento. Vio una tenue luz en la tienda de los
Ortigosa, y supuso que Carlos estaría entregado a su ración de
lectura de algún clásico, que tan útil le resultaba al parecer para
conciliar el sueño. Por un momento sintió un sentimiento como
de vergüenza, al pensar que iba a marcharse sin haber hecho
partícipes de su descubrimiento a sus amables protectores. Se
sintió ingrato y un poco incómodo. Después de todo, era
285
innegable que sin la aportación de los Ortigosa no hubiese sido
posible llevar la expedición tan lejos como lo habían hecho. No
tan solo había recibido de ellos un soporte material considerable,
sino que habían demostrado, además, ser los más entusiastas
seguidores de sus ideas, y le habían animado constantemente en
aquella búsqueda. Ellos habían sido los responsables de que
hubiese continuado adelante, a pesar de no haber hallado indicios
de estar cerca de aquello que buscaba en ninguno de los lugares
que habían ido recorriendo. No encontró tales indicios en el
norte del Yucatán. Tampoco en Quintana Roo. Los buscó sin
éxito en las selvas de Belice, y después en la tierra de los
cakchiqueles, el Petén de la Guatemala occidental, desde donde
habían llegado hacía un par de días. Y ahora, en aquella zona de la
sierra boscosa del estado de Chiapas, cuando presentía hallarse a
las puertas del gran descubrimiento, tenía la intención de marchar
solitario, en sigilo... Sin embargo, así debía ser. Si alguien debía
llevarse un chasco o un desengaño, sería él solo. Por el contrario,
si sus conjeturas eran ciertas, acudiría antes del mediodía a
compartir con sus amables mecenas y con el profesor Felices la
maravillosa noticia.
Tomó su reloj de pulsera, dotado de un mecanismo
programable de alarma que emitía un suave sonido, y lo dispuso
para que sonase quince minutos antes de las cuatro y media de la
madrugada. A continuación se acostó sobre el fino colchón
plegable, formado por una estructura esponjosa de un par de
centímetros de grueso, forrada de tela. Se echó el saco de dormir
por encima, sin molestarse en abrirlo, y en pocos minutos quedó
dormido.
Durmió profundamente. Incluso en aquellas circunstancias,
dispuesto a llevar a cabo una marcha por la selva hasta un lugar
que tal vez le mostraría las huellas del legado cultural del pueblo
maya, no le falló su afortunada y a veces sorprendente capacidad
de relajarse y desconectar. De manera que cuando el reloj le
despertó, se sentía fresco y pleno de energía.
286
Se lavó la cara y las manos, secándose a continuación.
Recogió el saco de dormir y plegó la colchoneta. Se sentó unos
minutos, que aprovechó para beber unos tragos de agua y comer
un trozo de torta de maíz y un par de piezas de fruta. Finalmente
se puso en pie y se cubrió con la cazadora. Tomó la mochila y la
cargó en su espalda.
Salió de la tienda. Palpó momentáneamente los bolsillos de
la cazadora, y le tranquilizó el notar el sólido tacto de su brújula.
Llevó después su mano a uno de los amplios bolsillos laterales de
su mochila, y verificó igualmente que en su interior llevaba la
linterna. Esperaba no tener que recurrir a ninguna de las dos. O
cuando menos, no creía que viniesen a ser imprescindibles en su
marcha. Pero pensó que era mucho más seguro llevarlas. Quizás
no dependería de ellas el éxito de su excursión nocturna, pero no
quería que se frustrase por no haberlas cogido.
Todo estaba tranquilo en el campamento. Junto a la hoguera
se hallaba, medio adormilado, uno de los guías. Luis, se planteó
por un momento el acercarse hasta allí y explicarle que deseaba
hacer unas averiguaciones. Podría incluso pedirle que le
acompañase. Sin embargo, lo mejor sería partir solo tal y como
había decidido desde un primer momento, por si se había
engañado con respecto a aquellos viejos restos mayas que había
visto a gran distancia. En ese caso regresaría al campamento, y
habría evitado a los demás el desengaño que las expectativas de su
marcha podrían producir.
Se alejó en dirección hacia el sur y ligeramente hacia el este,
siguiendo la senda por la que los vehículos habían llegado hasta
aquel lugar pocas horas antes, y avanzó con paso firme sin dejar
ni un momento de seguir las huellas de los neumáticos, que le
marcaban, sin posibilidad de error, el camino que debía seguir
hasta llegar a la elevada loma en la que había hecho el
descubrimiento. La luz de la luna penetraba entre los árboles y
hacía prácticamente innecesario el uso de la linterna, de modo
que tan solo accionaba momentáneamente el interruptor de la
287
misma cuando la bóveda de ramaje se cerraba de tal forma que
cubría de negra obscuridad el terreno por el que se desplazaba.
Pensó que de acuerdo con sus cálculos, le llevaría algo más
de una hora desandar el camino desde el campamento hasta el
lugar en que, subido a uno de aquellos árboles de altas copas,
había realizado el descubrimiento. Una vez en aquel lugar todo
dependería de la fortuna. Sabía en que dirección se hallaban
exactamente aquellos pecios, pero no estaba seguro de que
existiese verdaderamente un camino fácil de franquear para llegar
hasta ellos a través de la selva. Miró hacia lo alto del cielo, en
dirección ligeramente oblicua con relación al camino, y vio la
clara imagen de la luna. Se sintió optimista y pensó que la fortuna
tendría que estar forzosamente de su parte. Aquella hermosa
noche, de cielo tan despejado, y la claridad de la luna eran, sin
duda, buenas señales.
Un grito peculiar, un extraño alarido en la lejanía de la
jungla, le alarmó por un instante. No había tomado consigo arma
alguna, a excepción de su cuchillo de monte, un afilado machete
que siempre llevaba consigo. Si bien en aquella zona de selva
relativamente clara por la que iba avanzando no le había sido
menester utilizarlo, no era infrecuente en las selvas yucatecas el
tener que abrirse paso en áreas más tupidas, a través de fuertes
enredaderas. De manera que con el machete como única defensa,
un encuentro con algún carnívoro podría ser peligroso. En
cualquier caso, los guías habían afirmado que, con toda certeza,
aquella región era muy segura, pues no se daban en ella jaguares
ni pumas. Pensó que posiblemente el alarido que se había dejado
oír en el espesor de la selva sería tal vez el bramido de un tapir, o
quizás el grito de algún otro animal, deformado por la distancia.
A medida que avanzaba sentía como iba en aumento en su
interior una especie de exaltación emocional. Algo, como un
instinto, le decía que estaba cada vez más cerca de un gran
descubrimiento. Recordó como apenas cinco años antes, en su
último curso de licenciatura, entusiasmado por el estudio de los
mitos y las leyendas de la vasta cultura incaica, había encontrado
288
en algunos trabajos sobre las culturas americanas precolombinas
los primeros datos sobre los primitivos pueblos mesoamericanos,
a los que en principio no debía prestar atención, pues no eran el
motivo del trabajo de fin de carrera que el profesor César Felices
le había encargado. ¡El bueno del profesor Felices! Extraordinario
conocedor de los pueblos sudamericanos, y eminente experto en
cultura incaica, había visto sin duda en Luis la persona idónea
para seguir sus líneas de investigación. La pequeña monografía
que publicaron juntos, fruto del trabajo de investigación
bibliográfica y arqueológica de la tesina de Luis, así parecía
indicarlo. Incluso la idea de una expedición futura de estudio de
las culturas precolombinas sobre el terreno, que comenzó a
forjarse en la mente de Luis unos años atrás, tenía en principio
que dirigirse al Perú y al norte de Chile, a las tierras de los
quechuas y los aimaraes.
Sin embargo, todo cambió cuando paso por sus manos aquel
libro del filósofo alemán Oswald Spengler, "Der untergang des
Abenlandes". En su ensayo, Spengler compara a las civilizaciones
con los seres vivos, que nacen, se desarrollan y después de forma
inexorable, mueren o desaparecen. Para Spengler las
civilizaciones, como formaciones naturales y biológicas, pueden
alcanzar diversos grados de desarrollo, pero finalmente acaban
por extinguirse. Y esta extinción ocurriría tras una etapa de
decadencia más o menos prolongada, algo equivalente a la vejez.
Así había ocurrido con varias de las antiguas civilizaciones que
alcanzaron un alto nivel: los babilonios, los egipcios, los hindúes,
los chinos, los griegos, los romanos y los árabes. A Luis muy
pronto le llamó la atención un hecho con relación a la civilización
y la cultura maya: parecía haber sufrido algo parecido a una
muerte súbita o prematura. En pleno esplendor artístico y cultural
los mayas del período clásico prácticamente desaparecieron del
mapa. Después, lo que quedó no fue una paulatina decadencia, no
fue la senilidad de una civilización. Fuera lo que fuese lo que segó
aquella cultura floreciente – guerra, catástrofe natural, revuelta o
revolución – tuvo que ser algo de extraordinaria violencia.
289
Aquello fue en su momento como una revelación para Luis. Se
propuso que algún día descubriría lo que le había ocurrido en el
pasado a aquel pueblo culto y sensible, adorador de la naturaleza.
Y sin saber exactamente por qué, surgió en su interior el
convencimiento de que en algún lugar de Mesoamérica podría
hallarse depositado por aquella gente un legado cultural y
científico, colocado de manera que quedase a salvo de los
terribles avatares que sacudieron su pueblo a finales del primer
milenio. Sin duda que por ello se trataría de un recóndito lugar,
oculto de un modo u otro, y difícil de localizar.
Mientras proseguía su avance por la selva bajo la luz de la
luna, Luis recordó también como se acentuó su interés por el
estudio del pueblo maya con la lectura de los trabajos de varios
expertos en temas antropológicos americanos. Logró tener acceso
a copias de los textos clásicos de los monjes Bartolomé de Las
Casas y Bernardino de Sahagún, del obispo Fray Diego de Landa,
y de Diego Durán. Consiguió una edición excelentemente
comentada de la historia de Yucatán de Bernardo de Lizana.
Finalmente, encontró sugerencias extraordinarias en el Popol
Vuh, el libro sagrado que recoge la mitología conjunta de los
maya-cakchiquel del Petén de Guatemala y del grupo quiché, más
meridional. En ese libro, la escritura más notable de los mayas de
Guatemala en dialecto quiché, se habla de la religión, las
migraciones y la historia de los mayas. Y se mencionan en el
mismo leyendas y mitos que parecen corresponder a los restos de
una cultura anterior mucho más rica. Y así fue como, en
definitiva, el profesor Felices tuvo que aceptar que su discípulo
cambiase la pasión por el estudio de la macro cultura incaica por
una vocación aun más apasionada por la búsqueda de las huellas
de la civilización maya.
Cuando llevaba algo más de una hora de marcha, hubo un
momento en que tuvo que detenerse, durante el paso de un grupo
de nubes frente a la luna. No deseaba agotar prematuramente las
baterías de su linterna, de modo que se apoyó en un arbolillo, se
sacó la mochila, y depositándola a su lado, se dispuso a esperar.
290
Calculó que debía de estar ya muy cerca del punto al que se
dirigía. La inclinación del terreno, poco a poco más acentuada, le
indicaba claramente que ascendía ya hacía lo más alto de la amplia
loma, desde donde debería abandonar el camino y aventurarse,
aprovechando las primeras luces del alba, en dirección hacia el
enclave maya. Mientras aguardaba que la luna alumbrase de
nuevo, y tras beber un trago de agua, extrajo la brújula del bolsillo
donde la llevaba. Con un movimiento enérgico levantó la tapa, ya
que a consecuencia de un golpe fortuito recibido días atrás, se
abría con cierta dificultad. Vio como la aguja imantada oscilaba
levemente, y quedaba fija señalando con su extremo
fosforescente hacia el norte magnético. Aunque nada podía ver a
través de la obscuridad, dirigió su mirada hacia la espesa negrura
de la selva, en dirección a poniente y algo hacia el sur. Sabía que
tendría que dirigir sus pasos muy pronto en esa dirección, en
cuanto la luz de la luna le permitiese alcanzar el pie de los árboles
que había tomado como referencia.
Mientras intentaba ver a través de aquella intensa
obscuridad, le pareció oír con toda claridad un fuerte chasquido
por el camino abajo. Sobresaltado, conectó la linterna y dirigió el
potente haz de luz hacia el lugar de donde había llegado aquel
sonido. Sin embargo no vio otra cosa que varios árboles
recortados contra el negro fondo de la noche. Nada había allí que
justificase el ruido que percibió un momento antes. Permaneció
iluminando aquella zona unos segundos, y súbitamente volvió a
sobresaltarse, cuando un ave de gran tamaño arrancó a volar
desde una de las ramas de aquellos árboles, y pasó a poca
distancia junto a él, alejándose a continuación. No la pudo ver
con detalle pero le pareció que su cola formaba un largo penacho
de plumas. Se preguntó si no se trataría de un quetzal. Y fue algo
más lejos en sus pensamientos: la brusca aparición de aquel
pájaro, tal vez un ejemplar de una especie en peligro de extinción,
la interpretó como una buena señal o un buen presagio.
Apagó la linterna, y se dispuso a permanecer en aquel mismo
lugar hasta que la masa nubosa dejase la luna al descubierto. No
291
tuvo que esperar sino un par de minutos. La luna volvió a quedar
libre y arrojó otra vez su luz sobre la selva. De modo que, en
cuanto volvieron a ser visibles las huellas de los vehículos,
emprendió de nuevo el camino. Cargó otra vez con la mochila, y
con paso presuroso se dirigió hacia delante, pues le pareció
entrever a poco más de un hectómetro los gruesos troncos de
aquellos árboles.
En efecto, allí estaban aquellos soberbios ejemplares de la
flora tropical, elevándose por encima de la jungla. Aunque la gran
cantidad de lianas y enredaderas que los abrazaban hacía muy fácil
el trepar por ellos, esta vez no iba a ser necesario hacerlo, ya que
sabía perfectamente hacia donde debía orientar sus pasos. Dirigió
su mirada hacia levante y pudo observar una tenue claridad rojiza
emergiendo sobre el horizonte. En diez o quince minutos la luz
del naciente día sería lo suficiente intensa como para permitirle
avanzar a través de la selva.
292
II
Por fin estaba en el nuevo sitio arqueológico. En un claro de
la selva de algo más de cinco hectáreas de extensión se hallaban
los dos monumentos que venía buscando. En realidad, no eran
las únicas edificaciones de aquel lugar, ya que en otros puntos del
mismo se podían observar diversas construcciones de escasa
altura. Se trataba de restos mucho peor conservados, en ocasiones
simples plataformas de piedra.
Además, entre las copas de los árboles, en diversos lugares
alrededor del claro, la rojiza luz del sol naciente le permitía
entrever que aquel enclave arqueológico debía constar de otras
numerosas edificaciones aparte de las dos que inicialmente
descubrió. El que éstas se hallasen situadas en un amplio espacio
abierto en el bosque había permitido que las descubriese oteando
con sus prismáticos, subido en uno de aquellos altos árboles.
Caminando a través de los matorrales herbáceos que cubrían
aquel gran espacio desprovisto de arboleda, avanzó hacia las
enigmáticas edificaciones, pensando que había valido la pena
correr el riego de perderse. Y es que el trayecto a través de una
zona desconocida de la jungla, desde la loma de los árboles hasta
aquel lugar, había sido como mínimo complicado. En zonas
abiertas o despejadas es fácil marcar en la lejanía algún punto o
elemento del paisaje al que dirigirse de acuerdo con las
indicaciones de la brújula. Pero en el espesor de la selva el seguir
correctamente una dirección es más problemático, incluso
contando con la ayuda del sol. Aparte de que en ocasiones hay
que dejar el trayecto rectilíneo y dar rodeos, pues se encuentran
grupos de árboles tan densos o zonas de vegetación tan
exuberante que impiden el paso a su través.
A la mitad de aquel trayecto había pasado por momentos de
duda, cuando en dos o tres ocasiones tuvo que rodear zonas de
espesa maleza, en las que abrirse paso con el machete le hubiera
llevado un tiempo excesivo. Después de dar aquellos rodeos,
intentando volver siempre a tomar la dirección inicial, hubo un
293
momento en que se sintió desorientado. Se había apartado tanto,
unas veces hacia la derecha, otras a la izquierda, que la sensación
de que ya no podría retomar la ruta había comenzado a
apoderarse de su ánimo. Claro está que le hubiese quedado el
recurso de detenerse en aquel lugar, y volver hacia atrás, hasta el
largo camino marcado por las huellas de los todoterreno. Y desde
allí ya no hubiese tenido problema alguno para volver al
campamento. Pero ello habría supuesto regresar sin haber
alcanzado su objetivo. Por otro lado, era probable que le faltase
ya muy poco para llegar a las enigmáticas edificaciones.
¿Tendría que abandonar cuando estaba tan cerca? Como un
relámpago, por la mente de Luis habían pasado las imágenes de
todas aquellas semanas a la espera de hacer aquel gran hallazgo. Y
súbitamente se había apoderado de él un instinto que le impulsó a
seguir adelante. Había sido como un rapto de tremenda
resolución, como la certeza de saber que a escasos metros, frente
a él, le aguardaba un secreto formidable que estaba a punto de
desvelársele. Y tal vez sin ser plenamente consciente de lo que
hacía, había avanzado con decisión y rapidez a través de la selva.
Y tras progresar apenas unos cientos de metros, el bosque
tropical se había desgarrado ante sus ojos, y frente a él se habían
mostrado aquellas dos grandes edificaciones que se elevaban
majestuosas e impresionantes, recortando su silueta en el cielo
azul obscuro del amanecer.
La más próxima, quedaba algo a su derecha. Se trataba de
una hermosa construcción piramidal situada sobre una espléndida
plataforma y rematada por un bello templete. Más alejada, hacia el
otro extremo del claro, se distinguía una singular construcción,
constituida por una base de escasa altura pero considerable
extensión, sobre la que se erigía un hermoso edificio de planta
rectangular,
curiosamente
ornamentado
con
figuras
antropomorfas de colosal tamaño, como no recordaba haberlas
visto en ningún otro enclave arqueológico maya. Observó que
existía una figura en cada una de las esquinas, y otras algo
menores a ambos lados de las tres amplias puertas que se veían en
294
la fachada. Y entre ambas edificaciones, al igual que en otros
puntos de aquella amplia zona de bosque aclarado, pudo
distinguir diversos restos ruinosos de construcciones de menor
tamaño.
Observó con atención la más próxima de las dos
edificaciones mayores. Se elevaba imponente a poco más de
cincuenta metros del lugar por el que abandonase la espesura
hacía unos instantes. Estaba constituida por una gran estructura o
basamento cuadrangular, de unos treinta ó treinta y cinco metros
de anchura. La altura de las paredes de esta base o fundamento
era de aproximadamente unos cinco metros. Sobre esta estructura
que hacia las veces de plataforma, se alzaba una construcción
piramidal típica, constituida por la superposición de siete niveles
paulatinamente más reducidos, en lo alto de la cual se observaba
un pequeño templete.
Rodeándola ligeramente, al aproximarse más a la
construcción pudo ver una amplia rampa, de unos seis metros de
ancho y de escasa inclinación. Su suave pendiente estaba formada
por varios tramos horizontales de piedra, que hacían las veces de
extensos escalones. La flanqueaban, a derecha e izquierda, unos
curiosos muros de piedra, y permitía ascender desde el terreno
llano a la plataforma principal. Una vez en ésta, tras cruzar los
casi tres metros de superficie plana que rodeaban la formación
piramidal, una nueva escalinata, mucho más empinada, permitía
ascender hasta el templete superior.
El espacio de terreno colindante se hallaba irregularmente
cubierto por piedras sueltas de diversos tamaños, pero en las
proximidades del arranque de la escala que llevaba a la plataforma
principal, las piedras se hallaban agrupadas formando dos hileras
de columnas cilíndricas, rematadas todas ellas por una piedra
plana rectangular. Entre ellas dejaban un espacio libre central,
como un corredor, cuya superficie estaba tapizada por grandes
placas horizontales de piedra. Siguiendo aquel corredor Luis no
tardó en alcanzar el primero de los viejos y extensos escalones de
la rampa de acceso. Desde allí y mirando hacia delante y hacia
295
arriba, el monumento parecía aun más empinado de lo que era en
realidad, al quedar recortada su silueta contra la claridad del
amanecer.
Observó con detenimiento la superficie de aquella rampa, y
advirtió enseguida algunas peculiaridades que hacían de ella algo
muy singular. El estilo y la disposición de las grandes piezas de
piedra y la forma de ensamblarlas, demostraban claramente que la
talla de la roca utilizada para construir aquellos escalones debía
haberse hecho más de mil años atrás, en una época que coincidía
con las expectativas de Luis. Sin duda que era fruto del ingenio de
los mayas en su época de máximo esplendor.
A derecha e izquierda, como prolongando las dos hileras de
columnas, flanqueaban la escala unos muros de escasa altura, que
hacían las veces de barandas o parapetos. La arista superior de los
mismos estaba ornamentada con sendas figuras ondulantes,
representaciones de unos seres similares a serpientes, pero cuyos
extremos inferiores lucían hermosas cabezas de felino. En las
paredes interiores de aquellos muros se veían esculpidos diversos
motivos ornamentales. Este detalle arquitectónico singular, que
no recordaba haber hallado prácticamente en ningún otro
asentamiento de los muchos que habían visitado, le hizo estar
todavía más seguro de que se hallaba frente a unas ruinas por
completo fuera de lo corriente.
Ascendió lentamente, primero junto al muro situado a su
derecha, y después, tras descender de nuevo, observó del mismo
modo las imágenes esculpidas en la pared opuesta. Varios de
aquellos relieves le resultaron fáciles de interpretar. Hacían
referencia al tiempo en que se inició, edificó, y concluyó aquel
monumento. Así mismo, observó otras dataciones diversas, junto
a símbolos desconocidos, pero que parecían corresponder a
hechos cotidianos. Todas las fechas correspondían al período que
Luis había supuesto. Situados en la parte más alta de los muros,
distinguió todo un conjunto de glifos que hacían relación al sol, a
la naturaleza, a la lluvia, y a las estaciones o períodos climáticos
del año.
296
Sin duda que aquel lugar tenía un significado religioso ligado
al tiempo y a la naturaleza. Y esto quedó todavía más claro
cuando llegó a la plataforma donde se hallaba ubicada la
pirámide. Allí vio esculpidas en la pared de su primer cuerpo o
nivel, a ambos lados del arranque de la estrecha y empinada
escalinata que ascendía hasta el templete situado en lo alto, dos
hermosas figuras de unos cuatro metros de altura, realizadas con
una técnica similar a la utilizada en el antiguo Egipto en las
grandes superficies frontales de los pilonos de sus templos. Una
de ellas, situada a la derecha, representaba un peculiar ser
sobrenatural. Aunque algo desdibujada por el paso del tiempo,
distinguió muy pronto que era una representación de un dios
benefactor que simbolizaba las fuerzas nobles de la naturaleza.
Luis vio con agrado aquella imagen. Sabía que algunos
mayólogos creen que para el pueblo maya fueron diversos los
dioses que representaban a los vientos, a la tierra, al sol y a la
lluvia. Sin embargo, Luis apoyaba la hipótesis de un culto cuasimonoteísta entre los mayas clásicos, y esta figura, que parecía
representar una deidad que vendría a englobar todos los bienes y
poderes del cosmos, del mundo y de la naturaleza, entraba de
lleno en la línea de sus suposiciones. Parecía ser la representación
del gran dios padre y madre, creadora y protector (precisamente
con esa dualidad, tal y como recordaba haberla visto mencionada
en las leyendas de los cakchiqueles y los quiché, en su hermoso
libro sagrado, el Popol Vuh). Esa deidad que maneja todos los
hilos del entramado del mundo, la diosa naturaleza en el sentido
más amplio posible, correspondería a Tepeu Gucumatz, o su
equivalente en los siglos del período clásico. Y de no ser porque
se le considera incorpóreo y por ello no debe ser esculpido,
pintado o en forma alguna representado, podría equipararse al
padre de los dioses del panteón de los mayas yucatecos, el dios
Hunab Ku o Humabku, el omnipotente, del que todo procede.
Posiblemente ambas denominaciones venían a referirse al mismo
ser divino. ¿Estaba frente a las ruinas de un centro ceremonial en
el que la concepción místico-religiosa de sus habitantes había
297
superado el temor supersticioso que les impedía representar a ese
dios principal? De ser así, podría tratarse del epicentro de la
sabiduría y la cultura del pueblo maya del período clásico. Y
podría muy bien haber sido aquel centro ceremonial el que
acogiese y posteriormente ocultase aquel legado de saber y de
ciencia, poniéndolo a salvo de las terribles circunstancias,
cualesquiera que fuesen, que sacudieron en el pasado aquella
tierra.
A continuación dedicó su atención a la otra imagen,
esculpida en el lado opuesto de la escalinata. Un dios de facies
serena y seria, con un gran gorro rectangular del que pendían
amplios adornos a ambos lados de su rostro. Con su cuerpo
protegido por un escudo rectangular, y con una extraña túnica
formada por líneas trenzadas como cuerdas. En una mano un
gran tarro, en la otra un relámpago, y en la parte inferior de la
representación, un detalle muy característico: un solo pie. No le
cupo la menor duda, aquel era el dios copartícipe junto a Tepeu
Gucumatz en la obra de la creación. Aquella era una hermosa
representación de Kakulhá Hur-Akán, también llamado el
corazón o principio del cielo y la tierra. Observó los trazos de
aquellas deidades esculpidas en la pared de la pirámide y sintió de
nuevo como un escalofrío que le recorría el espinazo. Era como
un presentimiento. Estaba muy cerca de algo grande, de algo
distinto. Pensó que en lo alto de la pirámide hallaría otros indicios
en esa misma línea, y decidió que si la escalera principal se hallaba
lo bastante bien conservada, trataría de ascender hasta allí. De
modo que se dirigió hacia la escalinata que permitía ascender los
siete cuerpos de que constaba la pirámide a partir de aquel punto.
Observó que el estado de conservación de la piedra era excelente,
y con precaución inició el ascenso por aquella empinada sucesión
de estrechos escalones. Calculó que cada cuerpo de los que
constituían la pirámide debía tener unos tres metros de altura, por
lo que el templete situado en lo alto estaría a poco menos de
treinta metros sobre el nivel del terreno colindante.
298
Cuidadosamente, efectuando una serie de desplazamientos
en zigzag y evitando mirar hacia abajo, fue ascendiendo por la
empinada escalera. Le resultó hasta cierto punto difícil, porque la
cara de la pirámide por la que subía quedaba totalmente en la
sombra. Pero por fin alcanzó la parte más alta de la construcción.
Una vez allí observó que alrededor del templete de planta
cuadrada que la coronaba, existía una cornisa o superficie llana de
un metro de amplitud que lo rodeaba por completo. Con facilidad
pudo, por lo tanto, dar totalmente la vuelta alrededor de la
construcción que remataba la pirámide.
Comprobó que en cada una de las cuatro paredes laterales
existía una abertura o puerta de algo más de un metro y medio de
ancho y poco menos de dos metros de alto. Estas puertas estaban
ornadas por medio de un grueso dintel que sobresalía del muro, y
en el que se distinguían numerosos glifos grabados en la
superficie de la piedra. Y a través de las mismas se alcanzaba el
interior del templete, en cuyas paredes, iluminadas por la luz del
día que penetraba libremente, observó que existían también
numerosos relieves esculpidos en unas superficies estucadas,
situadas de manera alternada entre unas oquedades o anaqueles
abiertos en la piedra. En estos anaqueles se encontraban alojadas
una serie de pequeñas estatuíllas. Apartó de algunas de ellas el
fino polvo que las cubría, y comprobó que estaba hechas de un
mineral obscuro finamente pulido, y que lucían incrustados
adornos de jade y obsidiana. El que aquellas figurillas se hallasen
allí, donde se las depositó cientos de años antes, demostraba bien
a las claras que Luis era el primer extraño que ponía el pie en
aquellos monumentos desde entonces. En caso contrario, no
habrían escapado a la curiosidad de los científicos o al pillaje de
los ladrones.
En el centro geométrico del recinto observó un bloque de
piedra de planta rectangular, orientado de este a oeste, de un par
de metros de largo por uno de ancho, y de poco más de un metro
de altura. En sus cuatro caras laterales se distinguían una serie de
relieves en estuco que venían a representar cuatro diferentes
299
escenas que podían corresponder a momentos pasados de la vida
del pueblo que vivió en aquel lugar.
En la cara norte los hermosos relieves estucados
representaban una gran cantidad de personas agrupadas al pie de
una plataforma sobre la que se hallaban doce sacerdotes o
chamanes. Entre estos, dejando seis a un lado y seis a otro, se veía
una figura con ornamentos reales. Y dominándolo todo, una gran
representación de aquel dios creador. La cara opuesta, la
meridional, estaba configurada como si se tratase un extenso
muro vertical, en el que se veían orificios a diversas alturas, como
amplias ventanas, en cuyo interior se observaban figuras de
hombres y mujeres, desarrollando diversas tareas. En la parte baja
de aquel muro se abrían diversas aberturas, como puertas. En
ambos extremos del muro o edificio allí representado las puertas
eran de mayor tamaño, y sobre ellas se hallaban los
inconfundibles relieves de las dos divinidades principales. En la
cara occidental Luis vio con sorpresa algo que se salía del tono
religioso y ritual de aquel lugar. Amontonada en un extremo se
veía lo que quería representar una muchedumbre agolpada y
retrocediendo. Frente a ellos unas figuras cuyos ornamentos eran
todo tipo de armas: lanzas, porras, arcos. Las encabezaba una
figura de mayor tamaño que blandía una daga y con la otra mano
sostenía algo: una especie de esfera con unos tubos. Y finalmente,
la cara oriental del monolito representaba una larga sucesión de
personas, al frente de las cuales se hallaban los doce sacerdotes y
el rey, discurriendo bajo una línea de relieves peculiares que
acababa por enmarcar un recuadro en cuyo interior se hallaba de
nuevo representado el dios creador.
Después de estudiar con detalle las caras laterales del
monolito, Luis se puso en pie para hacer lo mismo con su cara
superior, que estaba curiosamente adornada por un peculiar
conjunto de marcas esculpidas. De entrada, aquellos glifos
parecían no tener demasiado sentido. Aquí y allá veía glifos que
representaban árboles. En otros lugares se observaban otros que
parecían representar ríos, cascadas y montículos. En algunos
300
lugares en la superficie de la piedra se veían pequeñas piedras de
color incrustadas y alineadas marcando como sendas que uniesen
algunos de los glifos. Y con gran asombro comprobó que ante
sus ojos se hallaba algo que no recordaba haber visto nunca antes
en ningún enclave arqueológico: aquella superficie de piedra era
un mapa esquemático. Sin duda que no podía buscarse allí una
reproducción real, a escala, del territorio, sino que debían de
existir unas normas prefijadas para interpretar las distancias y los
símbolos. Pero era evidente que, disponiendo de las claves
adecuadas, aquel mapa podía indicar donde se hallaban
determinados lugares y la forma de llegar a ellos. Supuso que
aquella representación de un territorio muy probablemente
correspondería a la zona geográfica donde se hallaba el enclave
recién descubierto.
Intrigado se pregunto qué podía significar aquel mapa. ¿Qué
sentido tenía? ¿Era una representación meramente ornamental, o
realmente debía de ser utilizado como un auténtico mapa? ¿Tal
vez desde aquel templete se planificaba la explotación de algún
tipo de producto que se obtuviese en aquella zona de la selva? ¿O
era un mapa estratégico previsto para ocasiones de guerras o
revueltas? Casi involuntariamente levantó la vista y miró a través
de las puertas del templete hacia la lejanía. Hacia el norte y hacia
el este la selva cubría totalmente unas tierras paulatinamente más
y más bajas, y hasta el horizonte todo lo que se veía era la
magnífica masa forestal. Por el sur el territorio se elevaba
lentamente, hasta que, a decenas de quilómetros, la selva se
aclaraba y se veían las cimas de unas elevadas montañas.
Finalmente, por el lado oeste el terreno se elevaba en forma
notable, de modo que a pocos quilómetros de allí superaría con
facilidad los dos mil metros de altitud. Y emergiendo en la
distancia entre la espesura exuberante de la pluviselva, pudo
distinguir una serie de abruptas formaciones montañosas, que en
su conjunto constituían la primera línea de una región repleta de
agudos picos y profundos valles, a la que, probablemente, sería
muy difícil acceder. Sacó los prismáticos y miró hacia aquel lugar.
301
Tal y como se intuía a simple vista, aquella región montañosa
parecía abrupta y totalmente inaccesible desde el bosque situado
en sus primeras estribaciones.
Una idea comenzó a tomar cuerpo en sus pensamientos. No
podía equivocarse en cuanto a hechos incontestables como la
probable antigüedad que podía atribuirse a aquellos monumentos,
edificados sin duda en el período clásico. Y las diversas
singularidades que hasta aquel momento había observado en
ellos, indicaban que este lugar, ciudad o santuario maya, era algo
distinto de lo que se había descubierto hasta la fecha en los
diversos enclaves mesoamericanos.
Parecía, por todos aquellos indicios, que estaba cerca de lo
que buscaba. Pero en aquel lugar, en aquel conjunto de
edificaciones no parecía haber sino ruinas. Más o menos
singulares, pero ruinas al fin y al cabo. Sin embargo, ¿no serían
estas ruinas la antesala de otro lugar, donde tal vez se hallaría
realmente el legado cultural perdido de los mayas? ¿Y no sería
aquel peculiar monolito un mapa que indicaría la situación de tal
lugar? Si estaba en lo cierto, era evidente que solo los que
tuviesen las claves para interpretarlo podrían acceder al lugar en
cuestión. Ello constituiría en realidad una lógica medida de
protección, una forma de poner a buen recaudo los bienes, e
incluso a las personas.
Por la mente de Luis pasaron sin que él apenas se esforzase
en evocarlas una serie de imágenes. Vio un reino maya situado en
aquella región, que buscando su expansión amplió sus
asentamientos hacia un lugar más o menos próximo. Para facilitar
las comunicaciones se colocó aquel mapa, en el templete de la
pirámide. Y llegaron los malos tiempos. Ocurrió algo terrible.
Aquellos hombres, sus príncipes y sus sacerdotes buscaron
refugió... ¿Tal vez en la abrupta región montañosa que se
distinguía a poniente?
Volvió a observar los relieves en estuco de las caras laterales
del monolito. ¿Se había reflejado allí la historia de los hechos?
¿Sería aquella horda guerrera el peligro que amenazó en el pasado
302
a aquel noble pueblo? ¿Representaba aquella marcha bajo una
línea de relieves ondulados la marcha por una ruta determinada,
hacia el refugio que les había preparado su dios? ¿Y aquel
conjunto de imágenes, ventanas y puertas en un elevado muro, no
serían una representación de algún edificio característico de aquel
lugar secreto? Y finalmente, ¿no se veía magníficamente
representada en la cara norte una imagen del pueblo, los
sacerdotes y su rey, dando gracias al todo poderoso Tepeu
Gucumatz, una vez puestos a salvo?
Luis hizo un esfuerzo para traer su mente hasta el presente.
Estaba cada vez más seguro de estar en la buena pista, por lo que
decidió seguir la exploración de aquel lugar. Sacó de su mochila
una tablilla de madera, a la que iba unido, mediante un fino
cordel, un lapicero. Colocó una hoja en blanco sobre la tablilla y
se dispuso a copiar, de manera esquemática, las imágenes de los
bellos estucados del monolito. En pocos minutos llevó a cabo
con trazos rápidos unos esbozos de todo ello. Guardó la tablilla
en la mochila, y al hacerlo, el lápiz se desprendió del cordelillo y
rodó por el suelo del templete. Como llevaba otros lápices,
decidió no perder tiempo buscándolo, y cargando con la mochila,
salió al exterior.
303
III
Tras descender con cuidado de la pirámide, y situado en la
superficie de la gran plataforma sobre la que se hallaba edificada,
Luis rodeó la base de la construcción, para tener una perspectiva
del templo situado en el otro extremo del claro. Se detuvo con
precaución junto al borde de la plataforma, y dirigió su mirada
hacia allí. La hermosa construcción maya tendría unos cincuenta
metros de largo y unos veinte de ancho. Los tres ángulos que
podía ver desde aquel lugar estaban ocupados por unas colosales
figuras antropomorfas, unas estatuas de aspecto muy singular.
Por su situación, recordaban en cierto modo a los telamones del
templo de la estrella de la mañana, del lejano enclave de Tula. Sin
embargo, parecían, vistos desde aquella distancia, más perfectos si
cabe que aquellos del arte tolteca. Y con la cálida y subyugante luz
del amanecer, parecían como dotados de un misterioso halo de
majestuosidad. A diferencia de los atlantes o telamones,
esculpidos en bloques cilíndricos de piedra, hieráticos e
inexpresivos, estas figuras eran auténticas estatuas de gran
tamaño, dotadas de una facies de viva expresión, enmarcada por
una amplia cabellera. Sus brazos se abrían y separaban del
hercúleo torso, y sus codos se hallaban flexionados, de modo que
las manos se apoyaban en la cintura. Desde ésta hasta un poco
por encima de las rodillas, la piedra mostraba los pliegues de lo
que representaría una sencilla túnica. Finalmente, los pies se
apoyaban algo separados, como buscando una amplia base de
sustentación. Por el acabado de las superficies, por el uso de los
volúmenes, y por la serenidad y orgullo de las expresiones, le
recordaron vagamente las bellas estatuas de gran tamaño que
algunos faraones habían situado en lugares estratégicos de los
templos egipcios.
Algo menores pero de aspecto similar, otras seis estatuas
flanqueaban las tres puertas de la fachada principal del edificio,
dirigida hacia el norte y apenas iluminada por el sol naciente en
aquel momento. Las puertas en cuestión se abrían como
304
negrísimos espacios entre las parejas de estatuas. A diferencia del
templete de la pirámide, el interior de aquel vasto edificio sería
probablemente muy obscuro, si no se daba el caso de que
existiese alguna ventana en otra de sus paredes.
Una densa masa nubosa avanzó por el cielo, impulsada
lentamente por una suave brisa. El sol quedó oculto por ella en
pocos instantes, y una luminosidad grisácea se extendió por el
claro de la selva. Al mismo tiempo se levantó una brisa fresca
bastante enérgica. Subió Luis hasta el cuello el cierre de su
cazadora, y retrocedió un poco, ya que por acción del viento,
algunas pequeñas piedras situadas a sus pies rodaron y cayeron
hasta el pie de la plataforma. Decidió que no era prudente que le
sorprendiese una ráfaga de viento estando tan cerca del borde de
aquel basamento de cinco metros de altura. De manera que se
apartó del mismo y retrocedió los tres metros que le separaban
del primer cuerpo de la pirámide, hasta quedar junto a ella. Allí,
tras sacarse la mochila, se sentó apoyando la espalda en la piedra.
Sacó la cantimplora y unas galletas, y durante unos minutos
permaneció en aquel lugar, comiendo lentamente, al tiempo que
pensaba que en el templo de las estatuas tal vez podrían hallarse
nuevos indicios. ¿Encontraría allí otras inscripciones que
indicasen la forma de alcanzar aquel otro lugar del que estas
ruinas eran probablemente tan solo la antesala?
Decidió aprovechar aquel breve descanso para determinar la
posición y orientación exacta de aquellas edificaciones y del lugar
arqueológico. Sin levantarse, tomó la brújula. Sacó de la mochila
una hoja nueva de papel blanco que colocó sobre la fina tablilla
de madera a la que, por medio de un largo cordel, unió un
lapicero, substituyendo al que había perdido en el templete.
Situó la brújula frente a sus ojos, y se dispuso a tomar la
orientación de los principales puntos a su alrededor. Levantó la
tapa, cuya cara inferior estaba provista de una zona reflectante,
como un espejo, que permitía ver los movimientos de la aguja
imantada y dirigir al mismo tiempo la mirada hacia algún lugar
situado en frente. Desde que la golpeó accidentalmente, unos días
305
antes, abrir la pequeña brújula exigía cierto esfuerzo. Y no era
raro, como en aquel momento, que al forzarla, se abriese más allá
de lo necesario. De modo que se encontró con la tapa de la
brújula elevada casi verticalmente, y en vez de reflejar la rosa de
los vientos y la oscilante aguja, pudo ver el paisaje que había a sus
espaldas. Vio la plataforma de piedra, la pared del cuerpo inferior
de la pirámide, y más atrás la selva. Y recortándose contra el
fondo verde, al otro extremo de la plataforma le pareció ver algo
sorprendente. ¡Una silueta humana!
Luis dejó la brújula a un lado y se giró rápidamente.
No vio a nadie.
Sin embargo, estaba casi seguro de que reflejada en el espejo
inferior de la tapa de su brújula, había podido ver por un instante
la figura de un hombre, cubierto con una tela amplia y larga de
color gris. Guardó en su mochila la brújula, la tablilla y el papel, y
se dirigió rápidamente hasta la arista de la pirámide, por donde
podría haber marchado quien quiera que fuese el que estuviese en
aquel sitio.
Llegó hasta allí en pocos segundos, y miró en todas
direcciones: no había rastro alguno que hiciese pensar en la
posible presencia de otro ser humano en aquel lugar. Permaneció
inmóvil, pues el viento se había calmado ya, y el silencio había
vuelto al claro de la selva. Escuchó con atención por si podía oír
algún ruido de pasos por los alrededores. Sin embargo, el único
sonido que llegó hasta él fue el canto de algún tipo de ave tropical
desde el espesor de la selva.
¿Se habría engañado? ¿Habría imaginado aquella figura
humana? Luis tuvo que reconocer que estaba sumamente
sugestionado por el hallazgo de aquel lugar arqueológico y por el
subyugante ambiente que allí se respiraba. Tal vez su exaltación le
había llevado a ver algo que no existía. Quizás un movimiento de
los árboles más próximos de la selva, reflejados en la brújula, le
había producido la sensación de una figura humana. Tal vez...
Permaneció quieto otros dos o tres minutos. Pasado este
tiempo, convencido ya de que no había el más mínimo rastro de
306
vida humana a su alrededor, se puso en marcha y encaminó sus
pasos hacia el majestuoso edificio de las estatuas.
Se detuvo admirado a cierta distancia del hermoso templo,
cuya fachada principal quedaba justamente frente a él. El cuadro
que dibujaba aquella magnífica edificación, alumbrada
oblicuamente por el sol del amanecer, era extraordinario. Las dos
grandes estatuas de los extremos del edificio aparecían giradas
unos cuarenta y cinco grados, de manera que sus miradas
parecían prolongar unas teóricas líneas diagonales y se perdían en
la lejanía. En cambio, las seis estatuas que enmarcaban por
parejas las tres grandes aberturas frontales de la fachada principal,
se hallaban enfrentadas en cada una de las puertas. Todo el que
quisiese penetrar en el interior del edificio, debía forzosamente
pasar entre una pareja de aquellas hermosas figuras de piedra, que
por su aspecto y posición parecían vigilar y guardar sus entradas.
Una amplísima escala, que iba prácticamente de un extremo
a otro de la plataforma sobre la que se hallaba edificado el
templo, permitía ascender desde el nivel del suelo del claro hasta
la propia superficie de la plataforma. Y como que el edificio era
algo menor que la gran superficie de piedra sobre la que se
apoyaba, quedaba entre la escala y la línea frontal de las entradas
una extensa superficie que podía considerarse como el
antetemplo, un lugar donde aguardarían los asistentes a las
ceremonias hasta el momento en que se les permitiese la entrada
al recinto.
Subió por la amplia escalinata y se situó en aquella superficie
frente a las entradas del edificio. Lentamente comenzó a caminar
hacia un extremo, observando con gran atención todos los
detalles de la piedra esculpida. Pronto llegó a una esquina del
templo. Calculó que el edificio tendría unos ocho metros de
altura. La hermosa estatua situada en aquella esquina venía a
ocupar seis de esos metros. Para ubicarla se había dispuesto un
entrante en la arista del templo, como si hubiese sido retirada una
porción prismática del mismo, dejando un espacio en el que se
hallaba alojado el ser formidable allí representado, aplicado a la
307
pared oblicua que resultaba del corte. Sus pies se apoyaban a
ambos lados, sobresaliendo ligeramente de las paredes. Sobre su
cabeza, la porción no truncada del templo se colocaba como un
techo triangular, y parecía que aquel ser cargase o soportase los
dos metros superiores de la construcción, ayudado en esta tarea
por los otros tres gigantes de piedra situados en las otras tres
esquinas del edificio.
Volvió a continuación sobre sus pasos hasta situarse frente a
la primera de las tres grandes puertas. Se trataba de un gran
espacio rectangular de unos ocho metros de amplitud y unos tres
y medio de altura. Su borde superior estaba formado por una
gruesa viga de piedra de unos veinte centímetros de grueso,
colocada entre los limites laterales de la entrada. Por cada uno de
sus extremos la viga se apoyaba en la cabeza de una de las dos
estatuas que flanqueaban el paso, a derecha e izquierda. Por su
menor altura, le fue más fácil fijarse en los detalles de aquellas
esculturas. Representaban unos seres prácticamente idénticos a
los gigantes de las esquinas, pero de poco más de la mitad de su
tamaño. Esculpidas sobre un esquema básico general común, de
diseño limpio y sencillo, representaban unos seres fuertes,
hercúleos. En un primer momento parecía que todas aquellas
estatuas eran idénticas. Sin embargo, existían pequeñas
diferencias entre ellas. A parte de mínimas variaciones en la
expresión de los rostros o en el largo y disposición del cabello, se
distinguían perfectamente por un colgante o medallón que ornaba
el centro de su torso, y que en cada estatua tenía una forma
distinta. En los cuatro gigantes de las esquinas del templo, los
ornatos que como un medallón parecían colgar de sus cuellos era
los símbolos de los cuatro elementos que constituyen el mundo,
mientras que las estatuas de las puertas lucían un adorno circular
de piedra, con un glifo central, de forma distinta para cada una de
ellas. Finalmente, para acabar de individualizar aquellos seres
colosales, se hallaban sus cintos. Esculpidos con gran
meticulosidad y detalle, todas ellas lucían unos anchos cintos
repletos de variados glifos. Luis estuvo tentado de copiarlos en
308
aquel momento, pero decidió que habría tiempo más adelante
para ello. En aquel instante era más importante completar la
exploración de aquel hermoso recinto, y regresar lo antes posible
con los Ortigosa y con el profesor. ¡Qué sorpresa les daría
cuando les condujese hasta allí! Sin duda que, si se lo proponían,
aquella misma tarde podrían tener trasladado el campamento
hasta aquel hermoso enclave arqueológico. Luego, cuando
estuviesen todos juntos, decidirían el modo de proseguir la
búsqueda del recóndito lugar sagrado.
En contra de lo que en un primer momento había pensado,
existía una suave claridad en el interior del templo. Ello se debía a
la existencia de una abertura de unos dos metros de diámetro,
situada en el alto techo del recinto. Éste ofrecía una forma
suavemente abovedada, y se apoyaba en una serie de altas
columnas colocadas en tres hileras. Y precisamente en la parte
central y más alta de aquel techo abovedado se había abierto
aquel orificio circular, que permitía el paso de la luz del exterior, y
explicaba aquella agradable y tenue iluminación.
Tan solo entrar y dar un par de pasos, Luis se detuvo
admirado, contemplado las maravillas que, a su alrededor, se
ofrecían a su vista. Las paredes laterales estaban totalmente
cubiertas por los restos de lo que habrían sido en el pasado unas
magníficas pinturas o frescos. Aunque el paso de los años había
echado a perder parte de los dibujos, quedaban los suficientes
para entender muchos de los temas allí representados.
En el muro situado a la izquierda se habían representado una
serie de imágenes que simbolizaban los acontecimientos de la
creación. Allí estaban de nuevo ilustrados Tepeu Gucumatz el
todopoderoso, padre y madre de todo lo existente, junto al
temible Kakulhá Hur-Akán, cuya ayuda requirió para la creación
del universo. Más al fondo se les veía platicando con los dioses de
la tierra y del maíz. Y algo más allá se veía la formación de los
cuatro primeros padres y la unión con sus esposas. Pensó que
lógicamente el siguiente fresco ilustraría su marcha hacia el valle
309
donde se asentarían definitivamente para dar lugar a la estirpe del
género humano. Allí estaba, en efecto.
Llegado a este punto, Luis no pudo reprimirse y lanzó una
exclamación:
-¡Vaya! ¿Qué es esto? ¿Aquí acaban las pinturas?
Su sorpresa era comprensible. Allí estaba representado el
momento en que parecía iniciarse el camino de los cuatro
patriarcas hacia el valle. Se les veía cargados con sus cosas, y
acompañados de sus esposas. Y el camino que emprendían, por el
que debían avanzar en busca de su definitivo asentamiento,
quedaba truncado bruscamente por la pared del fondo del
recinto.
Luis recordó los hermosos mitos de la creación recogidos en
el Popol Vuh. Los cuatro padres del género humano y sus
esposas se trasladaron a una tierra nueva, a un lugar llamado
Tulán Zuivá, el valle de los siete barrancos o las siete cuevas. De
acuerdo con ello, aquellos frescos debían haber representado, de
algún modo, la llegada de aquellos patriarcas al mítico valle. Pero
he aquí que la pared del fondo del templo se unía a la pared
lateral en aquel punto y cortaba la sucesión de pinturas. ¿Quedaba
Tulán Zuivá representado más allá? Ello no sería posible si
aquello era el fondo del edificio. Pero... ¿y si no lo era?
Tomó su linterna e iluminó directamente la línea de unión
entre las dos paredes. Aunque perfectamente aplicado contra la
pared lateral del templo, el muro que constituía el fondo de la
estancia no estaba soldado a aquella. En algunos puntos quedaba
incluso entre ambos un espacio de un par de milímetros. Sin
embargo, aunque no entraba luz alguna por aquellas rendijas o
hendiduras, le pareció notar, acercándose mucho a ellas, como
una suave corriente de aire.
Luis notó como palpitaba su corazón más aceleradamente.
Intuía que allí había algo. Algo más que aquel silencioso recinto al
que había entrado. Una idea comenzó a forjarse en su mente.
Sacó una cajita de cerillas de un bolsillo de su cazadora, encendió
una y acercó la llamita a la hendidura del ángulo entre las dos
310
paredes. Y al punto una brisa, un soplo de aire, apagó la pequeña
llama.
Al instante todo encajó en su mente. Lo vio todo claro. Por
un momento la certeza de estar frente al gran descubrimiento le
aturdió. Sintió que el mundo daba vueltas, que aquello era
demasiado hermoso como para no estar ocurriendo en un sueño
extraordinario. Cerró los ojos, y respiró profundamente el fresco
aire del interior del templo. Se serenó un poco, y dejando la
mochila a un lado, se sentó en el suelo, cruzando las piernas.
Trató de encajar todo aquello que llevaba visto, en una hipótesis
magnífica. Había hechos evidentes que no tenían más que una
interpretación posible. Los relieves en estuco del monolito de la
pirámide mostraban la marcha de un pueblo por una senda bajo
una línea de relieves ondulados. Los había copiado poco antes...
sí, allí estaban. Tenía ante su vista la hoja de papel en que había
dibujado las imágenes representadas en aquel singular bloque de
piedra. La llegada de una horda guerrera a aquellas tierras, la
marcha del pueblo invadido hacia otro lugar... ¡Allí estaba! No le
había dado importancia al copiarlos, pero había dos signos
reveladores, situados precisamente a ambos extremos de la senda.
El dibujo situado al principio era un rectángulo con uno de sus
lados mayores abierto en tres puntos, y con un símbolo en cada
esquina: los símbolos de los cuatro elementos. ¡Los símbolos que
lucían en el pecho los cuatro gigantes de piedra! ¡El plano del
gran templo! ¡Y que formidable detalle, que magnífica señal: el
trazo que correspondería a la pared del fondo era un trazo
nítidamente doble, dejando un espacio libre entre dos líneas!
¡Tenía que existir un espacio detrás de aquella pared! ¡Y ese
espacio sería, no le cabía ya la menor duda, el inicio del camino
hacia el anhelado refugio!
Tal vez aquellas líneas onduladas bajo las que avanzaba aquel
grupo de gentes no eran la representación del cielo o las nubes,
como pensó al principio. ¿Indicaban un camino en las
profundidades de la tierra? Pronto lo sabría.
311
Se puso en pie, y decidió hacer una última comprobación.
Con el mayor cuidado, y dando para ello pasos de longitud lo más
regular posible, calculó la profundidad de aquel recinto, desde la
pared frontal de las entradas, hasta el muro posterior, que
interrumpía los frescos. Estimó en unos veinte metros la
profundidad o espacio entre ambos, y salió con paso decidido al
exterior, dirigiéndose a un lateral del edificio. Comenzó a medir,
paso a paso, la distancia desde el plano frontal, hasta llegar a la
esquina posterior del templo. ¡Veinticuatro metros
aproximadamente! ¡Estaba en lo cierto! ¡Había un espacio oculto!
Solo le restaba encontrar un resquicio en la pared del fondo del
interior del templo, y podría emprender el camino hacia el
misterioso lugar que acogió a aquel pueblo magnífico hacía más
de mil años...
De improviso Luis sintió algo extraño. Tuvo la percepción
clara e intensa de no estar solo. Además, le pareció oír unos
sonidos apagados y rítmicos que se le acercaban por detrás. Se
volvió bruscamente y vio, más sorprendido que asustado, un
hermoso animal que avanzaba a pequeños saltos sobre la
plataforma de piedra situada tras el templo, y que se acercaba
hasta él.
Por su tamaño y su aspecto, que recordaba al de una gineta,
por sus hermosos y grandes ojos, por el bello pelaje de tono café
con leche con numerosas estrías y círculos obscuros de bellas
tonalidades, y por su larga cola, Luis comprendió enseguida que
se trataba de un joven ocelote. Sabía que este bonito mamífero de
la pluviselva húmeda solamente caza pequeñas presas y que, por
su tamaño, no podía hacerle daño alguno. Pero por precaución,
Luis llevó instintivamente su mano hacia el machete, y dio un
paso atrás.
Inadvertidamente, Luis se había colocado justo en el borde
del basamento exterior que soportaba al templo, y al retroceder
ligeramente, perdió pie. Intentó recuperarse, pero no pudo evitar
caer hacia atrás. No era una altura excesiva - un par de metros pero el suelo al que vino a caer se hallaba cubierto de fragmentos
312
de piedra. Luis sintió un fuerte golpe en el costado y en la pierna
derecha, y casi inmediatamente, un fuerte impacto en su cabeza.
Sintió la cálida y húmeda sensación de la sangre en su cabello, y
un dolor muy vivo en la pierna y en el pecho. Intentó moverse
pero sintió que iba a desvanecerse. Unos instantes antes de perder
el conocimiento le pareció ver a su lado al hermoso animal que,
involuntariamente, había sido el causante de su caída. Al punto
todo empezó a teñirse de negro. En el último segundo de lucidez,
Luis vio inclinado sobre él a un hombre de rasgos claramente
mayas, que le miraba con expresión preocupada.
Durante un tiempo indeterminado, que lo mismo podrían
haber sido días que semanas, Luis se sintió inmerso en una
sensación irreal, como en un sueño prolongado, en el que breves
momentos de consciencia se alternaban con otros en los que se
sumía en un sopor profundo, del que volvía a salir de cuando en
cuando. A lo largo de aquel estado de confusas sensaciones, tuvo
varias veces una extraña percepción de ingravidez, y se creyó
flotando suspendido en el aire, mecido de un lado a otro con
suaves movimientos. Hubo también ocasiones en que sintió el
contacto de un vaso o jarra junto a sus labios. En esos momentos
bebía con avidez el agua fresca que se le ofrecía.
En los breves intervalos en que se sentía más próximo a un
estado de vigilia, le parecía sentir el sonido del agua cristalina
corriendo sobre el lecho pedregoso de un riachuelo, y ello le
producía una sensación especial de calma y de sosiego. En muy
pocas ocasiones tuvo fuerzas para entreabrir los ojos. Y cuando lo
hizo, le pareció ver árboles altos y un cielo muy azul. Y tuvo la
sensación de que se desplazaba bajo las copas de aquellos árboles,
como si volase lentamente en una alfombra mágica, sobre la que se
le hubiese acostado boca arriba.
313
314
Tulán Zuivá
I
T
ohukín era un hombre afable y apreciado por todos.
De unos sesenta años de edad, iba vestido con las ropas propias
de un aristócrata, pues era un pacífico y bondadoso bataboob, es
decir, el representante y cabeza de una de las doce castas que
configuraban el entramado social de su pueblo en el presente.
Aquellas castas eran las descendientes de las primitivas doce
tribus, que en el pasado emigraron hasta el valle. Aquellas tribus
habían habitado en las doce aldeas que formaron una pacífica
mancomunidad en la región oriental, en los tiempos de esplendor
que su pueblo había vivido muchos siglos atrás.
Sentado en un confortable sillón algo apartado del fuego,
Tohukín miró al joven extranjero que yacía acostado en un
jergón, colocado en un rincón de la estancia. Próximo al joven
315
herido crepitaba un fuego de leña, en un amplio hogar situado en
un espacio abierto en la pared de piedra. Sobre las llamas se
calentaba una marmita de cerámica, de un vivo color rojizo,
adornada con bellos dibujos trazados en negro, representando
animales en variadas posturas. Una hermosa joven iba colocando
periódicamente puñados de unas hierbas aromáticas en el agua
que, en su interior, hervía suavemente. La joven en cuestión
vestía con una sencilla tela de color crudo, rematada en todos sus
bordes con un fino bordado marrón en forma de líneas
entrelazadas, y llevaba su bello cabello negro recogido en una
trenza que, enrollada en su cabeza, la adornaba como una
diadema. Con aquella marmita y las hierbas, se conseguía que el
ambiente de la estancia fuese húmedo, cálido y agradable.
El joven herido permanecía inconsciente y algo agitado, a
pesar del efecto sedante que los vapores de aquellas hierbas
debían proporcionarle. Sobre su cuello y buena parte del tórax y
el abdomen se veían los apósitos de paño con los que, con sumo
cuidado, el sabio Balam-Acab había cubierto los ungüentos
medicinales que había depositado para conseguir la curación de
las heridas. La palidez del joven paciente demostraba a las claras
lo grave de aquellas heridas, que se había producido en la
desgraciada caída sobre unas rocas de aristas afiladas. Sin duda
había perdido mucha sangre por los desgarros abiertos por las
mismas en una amplia parte del tronco y en el muslo.
Un hombre con aspecto juvenil, de entre treinta y treinta y
cinco años de edad, entró en la estancia. De rasgos nobles, iba
vestido con una sencilla túnica ceñida con un cinturón, y su
cuerpo se veía enjuto pero saludable y vigoroso. Iba cargando con
un voluminoso haz de leña, sobre el que se veía un hermoso
ejemplar de ave tropical de brillantes colores, que al verse dentro
de la estancia voló hacia una de las paredes, hasta una repisa de
madera. Se posó en ella y tras dar un par de alegres gorgogeos se
puso a comer del alimento que contenía un pequeño recipiente
allí situado.
316
El recién llegado era Humnkabú, el yerno de Tohukín,
que acudía con su mascota, una gran cacatúa que le acompañaba a
todos lados. Dejó junto al fuego el haz de leña, y saludó a la
hermosa joven, su esposa, la hija de Tohukín, posando
suavemente una mano en su hombro. Ella se volvió mirándole
dulcemente.
-Mi amor, me alegra verte. El joven extranjero está mucho
mejor. Los remedios que le ha aplicado el sabio Balam-Acab
parecen ser efectivos.
-Me alegra oír eso, Tzuninhá, amada mía. Voy a hablar con
Tohukín, tu padre.
Humnkabú se acercó al bataboob, que se hallaba en aquel
momento pensativo mirando hacia el herido postrado en su
lecho.
-¿Crees que curará de sus heridas?
-Sí, hijo mío. Será un proceso largo, pero al fin, la medicina
de nuestro sabio y venerable chó-ta-cí-ne hará su efecto. Preciso
será, sin embargo, que permanezca este joven unas semanas, tal
vez incluso unos meses, entre nosotros. Mientras no esté lo
bastante fuerte sería un grave riesgo para él intentar el camino de
vuelta al mundo exterior. Las agudas puntas de la roca penetraron
mucho, y sus heridas podrían reabrirse si emprendiese un viaje
precipitado. Como ha dicho Balam-Acab, es un milagro que
resistiese el traslado en unas parihuelas hasta aquí. Sin duda que
ha sido su naturaleza fuerte y joven la que lo ha permitido. Y es
en esa naturaleza en la que hemos de confiar para que cure.
-Balam-Acab parece tener un especial interés en este joven
extranjero.
-Es cierto, hijo mío. Recuerdo que no le sorprendió la
noticia de la llegada de un forastero a nuestro valle. Por su
primera reacción ante nueva tan insólita, pasó por mi mente la
idea de que el venerable Balam-Acab no solo esperaba la llegada
de un extranjero, sino que además, la deseaba.
317
-He estado con él hace unos minutos. Me ha dicho que de
un momento a otro vendrá a visitarnos, y a ver, de paso, como
evoluciona el herido.
-Me parece que alguien se acerca al umbral... Sí, en efecto...
aquí está nuestro venerable maestro. Vamos a su encuentro,
Humnkabú.
Y ambos, Tohukín y su yerno, se dirigieron a la entrada de la
vivienda, donde se hallaba ya el anciano chamán. Les saludó con
una leve inclinación de su cabeza, y ellos respondieron del mismo
modo. A continuación entraron los tres en la estancia, donde
Tzuninhá seguía cuidando del fuego, a poca distancia del joven
herido. Al ver entrar a su padre y su esposo, en compañía del
Balam-Acab, se puso en pie y se acercó hacia ellos. Balam-Acab le
tendió una mano, y ella se agachó ligeramente, de modo que el
anciano pudo posar su palma sobre ella.
-Dulce Tzuninhá, soporte de tu padre y alegría de tu esposo,
luz de esta casa. Me alegro mucho de verte. Noto en el ambiente
que estás cuidando al joven forastero del modo que te indiqué.
-Seáis bienvenido, como siempre. Pasad, Balam-Acab, pasad
y vedle.
-Aquí está... ciertamente, parece algo mejor. No vamos a
tocar por ahora los vendajes. Si no presenta calenturas, prefiero
que inicie la cicatrización de las heridas bajo los apósitos.
Escucha, Humnkabú, hay algunas cosas que querría preguntarte
con relación a este joven herido. Esta madrugada, cuando,
ayudado por tu cuñado Ixquimaná, le trajiste hasta aquí, y yo
acudí a la llamada de vuestro padre, no hubo apenas más tiempo
que el necesario para proceder con urgencia a las primeras curas
sobre sus heridas. Os he de confesar, de entrada, que la llegada de
un extranjero no me ha extrañado... En realidad, debo deciros
que, por el contrario, tenía fundados motivos para esperarla. No...
no me preguntéis por qué, no puedo explicaros mis razones. Sin
embargo, es necesario y muy importante que ponga en claro
algunas cosas sobre él. En primer lugar, ¿cómo fue que le
hallasteis?
318
-Como bien sabes, siguiendo tus indicaciones, Ixquimaná y
yo fuimos hace pocos días a recolectar bulbos de esa planta
medicinal que crece allá abajo en la selva. No habíamos tenido
demasiado éxito, y un atardecer acampamos cerca de una zona
despejada. Y dio la casualidad que llegaron, en varios vehículos a
motor, un grupo de expedicionarios, y asentaron allí mismo su
pequeño campamento. Durante el día debían de haber pasado
muy cerca de las viejas ruinas del umbral, pero al parecer no las
habían descubierto.
-Un día u otro alguien dará con ese lugar... No obstante,
cuanto más tarde llegue ese momento, mejor para todos.
-Dices bien, Tohukín. Pero continua, Humnkabú, sigue
contándonos lo de este joven.
-Supuse que al día siguiente seguirían su camino, que les
llevaría hacia el norte, y de ese modo les alejaría de estas tierras.
Pero por si acaso, decidimos quedarnos cerca de aquel grupo de
extranjeros.
-¿Eran muchos?
-Por lo que puede ver a prudente distancia, formaban ese
grupo, a parte de este joven que tenemos aquí, otros dos hombres
y una mujer, extranjeros como él...
-¿Va una mujer con ellos? ¡Eso está muy bien!
-Sí, maestro. Y un grupo de guías y porteadores, de aspecto
yucateco.
-¡Extraordinario! ¡Va una mujer en ese grupo! Pero sigue,
sigue contándome. ¿Qué pasó después?
-Aquella madrugada, tal vez una hora u hora y media antes
del amanecer, me despertó Ixquimaná. Alguien había abandonado
el campamento y avanzaba por la selva.
-¿Ese joven?
-Sí. Decidimos seguirle de la manera más discreta posible.
Hubo un momento, sin embargo, en que una rama seca,
inadvertidamente pisada por mí, estuvo a punto de alertarle. Por
fortuna, cuando estábamos ocultos tras los árboles, Esmeralda
arrancó a volar y pasó cerca del joven. De ese modo pienso que él
319
atribuyó el ruido a la presencia del ave en la selva. Entre
alarmados y sorprendidos comprendimos que este joven se dirigía
en forma cada vez más directa a las viejas ruinas. Le seguíamos en
todo momento a cierta distancia, y tras sus pasos llegamos al
lugar sagrado, al umbral del valle. Exploró la gran pirámide y
después se dirigió al gran templo de los guardianes. Entró y salió
al poco rato. Y estando en la fachada posterior del edificio,
vimos, desde el lugar en que le espiábamos ocultos entre los
árboles próximos, que se le acercaba un ágil ocelote. Tal vez
porque le sobresaltó, el joven dio un paso atrás, y tuvo la
desgracia de caer de espaldas desde la plataforma pétrea que
soporta el templo. Salí corriendo de la selva, seguido de
Ixquimaná, y llegué al lado del joven. Había caído sobre un grupo
de fragmentos de piedra, de manera que comprendí al momento
que podía estar malherido. Ahuyentamos al ocelote, que estaba
curioseando junto al joven, y a continuación, con parte de
nuestras ropas le tapamos lo mejor que pudimos las heridas, que
sangraban de forma preocupante. Y tras preparar unas parihuelas
con algunas ramas de los árboles del bosque, emprendimos el
camino hasta aquí.
-Le salvasteis la vida, no hay duda.
-Dices bien, Tohukín. Tu hijo y tu yerno obraron bien al
traer este joven hasta el valle. Sin embargo, Humnkabú, ¿no
pensasteis que el camino hasta aquí era muy difícil y peligroso
para la salud del herido, y que tal vez hubiese sido mejor llevarlo
hasta el campamento donde se hallan sus compañeros de
expedición?
-Es cierto que esa fue nuestra intención al principio. Pero no
teníamos la garantía de que entre ellos hubiese una persona con
vuestra competencia y sabiduría para el tratamiento de heridas
como las que se había producido ese joven. Además, el explicar
nuestra presencia en la selva podía resultarnos complicado. Nos
parecía que era más importante mantenernos ocultos a las
miradas de aquellos extranjeros.
320
-El buen sentido guió vuestros actos, como siempre,
Humnkabú.
-Parece que algo más que la buena marcha de la salud del
herido os hace sentir alegría por su llegada, maestro Balam-Acab.
-Hay algo de cierto en tus palabras, Tohukín. Y dime una
cosa, ¿sabe alguien más que está este joven aquí?
-No. Solo mis hijos, Humnkabú, y yo mismo.
-¿Puede ser que alguien llegue, siguiendo sus huellas, hasta el
templo?
-No, maestro Balam-Acab. A medida que le seguíamos nos
dedicamos a ir borrando lo mejor que pudimos el rastro que iba
dejando ese joven. No sé exactamente porque lo hicimos, pero...
se acercaba cada vez más al templo de los guardianes.
-Hiciste bien, Humnkabú. La seguridad del secreto de
nuestro sagrado centro ceremonial os movió sin duda a actuar así.
Aunque yo, tal vez, hubiese preferido que fuese posible seguir su
pista hasta aquí. A no ser qué...
-¿Qué queréis decir, venerable maestro?
-A no ser que él sea el medicine man. ¡Bien pudiese ser de
este modo! Amigos míos, hay algo que me interesa en forma
especial. Es algo que hace relación a los objetos que traía consigo
ese joven.
-Allí están sus ropas y su mochila. Las he estado
inspeccionando esta mañana. Llevaba una serie de objetos lógicos
para una marcha por la selva: una linterna, una brújula, unos
binoculares, un tarro de repelente de insectos, un machete en su
funda, un envase con agua, algo de comida, unas cerillas, una
tablilla de madera, varios lapiceros, un paquete de hojas blancas,
algunas hojas con inscripciones y dibujos, y un curioso libro,
grueso y fuerte, forrado en piel.
-¿Y medicinas, plantas, algún estilete, pinzas, gasas o algo
así?
-No entiendo a que os referís, maestro...
-A objetos o utensilios propios de un chó-ta-cí-ne blanco, de
un medicine man. Pensé que él podría serlo...
321
Miraron todos hacia Luis, que permanecía inconsciente,
acostado cerca del fuego.
-Pudimos observarle a él y sus acompañantes aquella noche,
mientras se instalaban en su campamento. No me cabe duda que
se trata de un estudioso de la arquitectura, la historia y el pasado
de los pueblos, un arqueólogo. Pero nada nos hizo pensar que
pudiese ser medicine man. Y realmente, no hemos hallado sobre
él nada que indique que lo sea.
-Me habéis dicho que con él iban otros expedicionarios. Son
un grupo de occidentales.
-Sí, maestro.
-Entre ellos va una mujer. ¿Es así? Bien... pudiera darse el
caso de que otro de los extranjeros del grupo sea medicine man.
Balam-Acab se dirigió hacia el rincón de la estancia donde,
malherido, dormitaba Luis. Pudieron oír perfectamente como el
anciano iba murmurando en voz baja.
-He aquí el extranjero... un joven arqueólogo herido. El
oráculo no había anunciado esto exactamente... pero estoy
convencido de que él puede ser el precursor de la llegada del
esperado... la profecía empieza a cumplirse. Tal vez Kakulhá HurAkán espera que pongamos algo de nuestra parte para poder
llevar a buen término sus profecías.
El anciano se volvió hacia donde Tohukín y su yerno le
observaban.
-Humnkabú, hijo mío. Muéstrame las pertenencias de este
joven.
-Allá están, en aquel rincón junto a la ventana. Ved, como os
he dicho, su mochila y sus ropas. Aquí están los objetos que os he
mencionado hace un momento. Este hermoso libro forrado en
piel venía colocado en un compartimiento especial en la mochila.
Mirad, aquí dentro.
-¡Que curioso! Veo que este muchacho debe de apreciar
mucho su libro, pues ha tomado grandes precauciones y cuidados
para alojarlo de manera que no sufra daño alguno. ¿Qué hay en
322
ese libro? ¿Qué contienen sus páginas que tanto valor tienen para
él?
-Por lo que hemos podido apreciar, son anotaciones y
dibujos del propio joven. Ni Tohukín ni yo hemos podido leerlas,
pero Ixquimaná, que aprendió a leer textos en español cuando
estuvo en el mundo exterior, ha comprendido que es el fruto del
trabajo de la expedición en la que participaba el joven. En la
última página se encuentra una representación sencilla del templo
de los guardianes... aquí está.
-Muy cierto, en efecto. Voy a pedirte una cosa, Tohukín.
Permíteme que me quede por ahora con este libro.
-Como desees, maestro.
-¿Dónde se encuentra Ixquimaná en estos momentos?
-Mi hijo no puede tardar en llegar. Ha salido a recolectar las
plantas medicinales que le encargaste hace poco más de una hora.
-¡Magnífico! Vamos a necesitar aplicar al joven herido mucha
y buena medicina en los próximos días.
-Puedes estar tranquilo, maestro. Tú le conoces bien. Con su
natural habilidad y su conocimiento de los rincones húmedos del
valle, no dudo que de un momento a otro tendremos aquí a
Ixquimaná portando las valiosas plantas curativas que necesitas.
-Cuando esté de regreso, enviadlo a hablar conmigo, por
favor.
-Se hará como deseáis, maestro Balam-Acab. ¿Os marcháis
ya?
-Sí, Tohukín. Debo pensar... debo pensar y ver como hemos
de actuar. Todo cuanto ocurre está en los designios de nuestros
dioses. Pero en ocasiones dejan algo a nuestra iniciativa. Y no
podemos fallarles.
-Que Tepeu Gucumatz os proteja.
-Que os acompañe y proteja también a vosotros.
323
II
Durante los días que siguieron, Balam-Acab acudió a la
vivienda de Tohukín en diversas ocasiones para observar y
controlar la evolución del joven herido. Cambió en un par de
ocasiones los vendajes, y procuró que se le mantuviese alimentado
con zumos y otros líquidos que él mismo preparaba. Todo ello era
ingerido por Luis en un estado de semiinconsciencia, provocado
por el extracto de unas plantas medicinales que el anciano
incorporaba periódicamente en las bebidas.
Pero llegó un momento en que el color de la piel de Luis
alcanzó una intensidad muy próxima a la que sería habitual en él
antes de la hemorragia. Por otro lado, había desaparecido
definitivamente la agitación que en ocasiones alteraba su sueño, y
que requería mantener la sedación. A partir de ese momento
eliminó Balam-Acab el extracto sedante de la dieta de Luis, y
anunció que pronto se produciría el despertar del paciente.
Y en efecto, el viernes 29 de abril, once días después de su
caída accidental, Luis sintió como si surgiese de un túnel de
confusión, a lo largo del cual los intervalos de sueño se habían
alternado con percepciones difusas de un entorno extraño, en el
que las siluetas de algunas personas parecían moverse solícitas en
su cuidado.
A media mañana, Luis abrió los ojos lentamente, con
dificultad. Los párpados le pesaban y necesitó intentarlo varias
veces hasta que logró mantenerlos entreabiertos. Miró a su
alrededor. Se sentía extraño e incómodo. Tenía la cabeza pesada,
como embotada. Además, le dolían el cuello y el pecho, y notaba
una sensación de acorchamiento en una de sus piernas. No estaba
muy seguro de lo que le estaba ocurriendo. Se esforzó en
recordar, y muy pronto vino a su memoria el instante en que,
situado en el exterior del templo, había visto acercarse aquel
hermoso ocelote. ¿Qué le había ocurrido en ese momento? Sí,
había caído. Fue cuando intentó apartarse del animal. Notó que le
faltó el suelo bajo los pies. No cabía la menor duda: había caído y
324
se había herido... tal vez de gravedad. Pero ahora, por lo que
podía deducir de su estado, estaba a salvo. Miró hacia su cuerpo,
y se vio tendido en un lecho, con una serie de vendajes aplicados
en diversas partes del mismo. Eran unos apósitos hechos con una
tela sencilla de tono beige, que comprimían unas capas de fina
tela blanca. Le cubrían buena parte del pecho, el cuello, y una
porción de la pelvis y uno de sus muslos, el derecho, allá donde
sentía aquella extraña sensación de acorchamiento. Pensó que tal
vez le habían recogido sus compañeros de expedición y estaba en
un hospital.
Sin embargo, una rápida mirada hasta donde alcanzaba su
vista le hizo comprender que si el lugar al que le habían
conducido era un hospital, debía ser un hospital muy peculiar.
En realidad, lo que Luis pudo ver a su alrededor fue una
amplia sala de altas paredes de piedra lisa, con aspecto de roca
desnuda pero limpia y pulida. El suelo y el alto techo eran
también de piedra, de las mismas características. En varios lugares
de la estancia se hallaban extendidas unas hermosas alfombras.
Vio también unas toscas butacas de leño sin barnizar. En un
rincón de la estancia observó una pequeña repisa adosada al
muro, sobre la que se veía un hermoso ídolo de pequeño tamaño.
En la pared junto al mismo, pudo distinguir unas extrañas
inscripciones, y junto al idolito, apoyada en la repisa, una pequeña
vasija que contenía algún tipo de aceite combustible que producía
una pequeña y oscilante llama amarilla. Por otro lado, en la pared
más interior del lugar, apenas a un par de metros del rincón que él
ocupaba, existía una amplia apertura utilizada para contener un
hogar, que se cerraba hacia arriba con una especie de tiraje de
chimenea. En medio del hogar se hallaban unas brasas, restos de
un fuego de leña, y próxima a ellas una bella olla de cerámica
apoyada en aquel momento en el suelo. A ambos lados del hogar
se hallaban dispuestos unos anaqueles de madera sencillamente
tallados, y en ellos una serie de utensilios muy curiosos. Algunos
colgaban de salientes de madera. Otros se hallaban simplemente
apoyados sobre aquellas ménsulas. Le sorprendieron mucho:
325
aquel tipo de utensilios no eran los que uno esperaría encontrar
en una aldea yucateca a finales del siglo XX. Más bien eran como
los que él mismo había dibujado en ocasiones, copiando los
objetos de determinados hallazgos arqueológicos. Aquellos
enseres eran como los que se supone que utilizaron los mayas del
período clásico. En efecto, allí se veían varias calabazas secas de
diversos tamaños, convertidas en envases y cerradas algunas de
ellas con mazorcas de maíz utilizadas como tapones. En otro
estante se hallaban ordenadamente dispuestos una serie de jarros,
vasijas y pucheros, hechos en cerámica de color obscuro, y
adornados con hermosos motivos en colores rojo y negro. En
una estantería se habían colocado una serie de envases, jarros
destinados seguramente a beber diversos tipos de licores, con
forma de cabezas de ídolos, que a Luis le resultaron muy
familiares. Y en los demás estantes, diversos utensilios de cocina,
cuchillos de hoja curva, cucharones de madera, piedras planas y
cilíndricas de superficie rugosa y de color abigarrado, que hicieron
todos ellos que Luis por unos instantes dudase de si seguía
viviendo en el siglo XX o si por el contrario, había sido llevado
por arte de encantamiento a un lugar y un momento situados tal
vez en el siglo IX ó X de nuestra era.
A través de una amplia ventana abierta en la pared opuesta,
justo frente al hogar, entraba la luz de un claro día de primavera.
Mirando por aquella ventana se podía ver lo que podría ser un
amplio espacio natural, delimitado por imponentes muros
rocosos verticales. Se distinguían no lejos de allí unos esbeltos
árboles con aspecto de chopos. Y a cierta distancia se destacaba el
alto frontal de piedra de un edificio. En aquel momento lo
iluminaba el sol, y pudo distinguir con claridad una imagen en
altorrelieve que se hallaba sobre una amplia entrada abierta en el
propio muro. Sin duda que correspondía a una divinidad menor.
A Luis le resultaba familiar, pero no logró asociarla en aquel
momento con ninguno de los nombres de dioses mayas que le
venían a la mente.
326
Oyó un ruido como de pasos suaves y apagados en el
exterior. Con gran esfuerzo, venciendo el fuerte dolor que le
dificultaba los movimientos del cuello, giró la cabeza hasta ver
una abertura o puerta, ocupada por una hermosa cortina de fibras
de sisal. Los pasos parecían dirigirse hacia allí. Y en efecto, en
aquel instante, alguien apartó la colgante cortina, y penetró en la
estancia. Luis vio con agrado que se trataba de una hermosa joven
maya que le miraba sonriente. Al verle despierto y advertir que
trataba de incorporarse, le hizo un gesto con la mano, indicándole
que no debía esforzarse ni moverse. Salió de la estancia,
posiblemente en busca de otras personas.
Entraron enseguida otros tres personajes acompañando a la
joven. Uno de ellos era un anciano de pequeña estatura, pero de
aspecto noble y venerable, que lucía en su pecho un medallón que
le distinguía claramente como un chamán de elevado rango. Los
otros dos eran un hombre joven, delgado pero de aspecto fuerte,
que iba tomando de la mano a la muchacha, y otro hombre, casi
anciano pero sin duda que unos años más joven que el chamán.
Solo entrar se colocó a un lado, y la joven se puso junto a él
tomándole del brazo. Se trataba, claro está de Balam-Acab,
Humnkabú y Tohukín. Balam-Acab se acercó a Luis y le
preguntó en un correcto castellano adornado con un curioso
acento:
-¿Cómo se encuentra usted, muchacho?
-Estoy bien.
-En efecto, está usted, al parecer, mucho mejor que cuando
Humnkabú y su cuñado Ixquimaná le trajeron hasta aquí. Debo
decirle, joven, que si está usted con vida es gracias a que aquella
mañana ellos se hallaban en la selva, junto al claro.
Luis miró hacia aquel hombre joven de mirada noble,
situado entre el anciano que le había hablado en primer lugar y el
otro, al que sus facciones señalaban claramente como el padre de
la hermosa joven maya, que se hallaba a su lado tomándole del
brazo. Parada sobre el hombro derecho del joven, se hallaba una
hermosa ave de bellos colores, que miraba hacia Luis inclinando
327
levemente la cabeza y haciendo suaves sonidos con su fuerte
pico. Aquella especie de mascota estaba dotada de una larga cola
de hermosas plumas de color azul verdoso. Viéndola volar bien
podría uno pensar que se tratase de un quetzal, aunque en
realidad no era más que una simpática cacatúa de buen tamaño.
Al punto le vino a Luis el recuerdo del momento en que, en la
obscuridad de la noche, en su marcha por la selva, pasó junto a él
un ave como aquella. Y comprendió que cuando oyó aquel ruido
en su camino hacia la loma de los árboles, y cuando le pareció ver
una figura humana reflejada en el espejito de su brújula, se trataba
de aquel hombre. Había venido siguiéndole todo el tiempo, tal
vez desde que dejó el campamento. Y sin duda que le vio caer
desde el exterior del templo, y acudió a socorrerle. Era el suyo
aquel rostro que vio momentos antes de desmayarse tras el
accidente.
Como si hubiese leído su pensamiento, Humnkabú le dijo:
-No pudimos evitar su caída, y que se hiriese usted
gravemente contra las rocas. Pero logré restañar las hemorragias y
después, con la ayuda de Ixquimaná, mi cuñado, le trajimos hasta
aquí.
-Fue un milagro que resistiese usted el traslado por el largo
camino a través de los valles y barrancos. Perdió mucha sangre.
Pero primero gracias al cuidado y la celeridad con que mi hijo y
Humnkabú le trajeron en un lecho portátil hasta mi casa, y
después a la virtud de las medicinas que nuestro noble maestro
Balam-Acab le aplicó, está usted recuperándose de forma muy
satisfactoria.
-Gracias a todos ustedes. Pero díganme una cosa ¿Donde
estoy?
Balam-Acab se aproximó a Luis, y le miró sonriente.
-Estás en Tulán Zuivá, muchacho.
-¿Tulán Zuivá?
Luis se incorporó ligeramente. Por su mente pasó una idea.
Tuvo un presentimiento que le llenó de ilusión y de alegría. Miró
otra vez por la ventana y vio aquella imagen esculpida en el muro
328
de piedra. Y al instante, tuvo la certeza de que aquel era el lugar
que buscaba. Aquel era el refugió, tal y como él lo imaginaba.
¡Tulán Zuivá! ¡Qué nombre más apropiado! Con aquel nombre se
conocía la tierra prometida, el paraíso esperado al que habían
acudido los cuatro primeros padres del género humano con sus
esposas, de acuerdo con los mitos de la religión maya. Aquel
debía ser el recóndito lugar donde se hallaban ocultos los
sucesores de aquel pueblo noble y de altísimo nivel cultural que
habitó en Mesoamérica mil años atrás, en pleno período clásico.
Intentó sentarse en su lecho. Hizo un esfuerzo para ello.
Pero sin duda que aun estaba demasiado débil y sus heridas muy
tiernas. Notó un dolor, y al momento como un vahído. Vio como
una niebla y quedó desmayado, tendido de nuevo en el lecho.
-¿Qué le ocurre? - Preguntó Tohukín alarmado.
-No es nada, no es nada, Tohukín. Tan solo la combinación
del esfuerzo y la emoción. Veo en el color de su faz y en su
postura tranquila que su salud va ahora por muy buenos
derroteros. Dejémosle reposar por más tiempo. Pronto estará en
condiciones de que le hablemos del lugar al que le habéis traído.
329
III
Para Ixquimaná, joven y lleno de salud, el camino por los
barrancos y desfiladeros desde la selva hasta el valle no suponía más
que tres días completos con sus noches. Pero fue tal la urgencia que
vio en las palabras de Balam-Acab cuando le hizo el encargo, que
alcanzó el desfiladero de entrada a Tulán Zuivá en las primeras
horas de la tercera noche de su camino de regreso. Tenía la certeza
de que el chamán estaría aguardando impaciente sus noticias, por lo
que en vez de dirigirse a la casa de su padre, prefirió en primer lugar
acudir al lugar de recogimiento y oración donde, en ocasiones como
aquella, solía pasar noches enteras el buen sacerdote.
Con rapidez y sin vacilación, pues conocía perfectamente el
camino, avanzó por el sendero pedregoso junto al torrente de
agua cantarina que desde las altas cimas bajaba a través de un
espeso bosque hasta la entrada misma del centro ceremonial.
Cuando llegó al lugar donde tenían sus moradas los nobles
sacerdotes de Tulán Zuivá pudo ver enseguida que una tenue luz
surgía de la más alejada de todas, situada sobre una plataforma
rocosa al pie de un muro vertical de más de doscientos metros de
altura. Aquella era la que había escogido en el pasado el primer
gran ah konoob, cuando llegó con los suyos al refugió que los
dioses habían dispuesto para ellos y para las otras once aldeas
emigradas del lejano valle.
Alcanzó el umbral de la morada, y entró con decisión. Unos
pocos metros de corredor le llevaron a la austera y sobria sala de
oración, donde Balam-Acab se hallaba sentado en un sencillo
sillón apoyado en la pared. Una antorcha, colocada en un soporte
cerca de la ventana, le iluminaba con su débil llama de luz
amarillenta. El chamán se hallaba abstraído, mirando por aquella
ventana circular hacia la lejanía, a través de la obscura noche.
Desde aquel lugar, durante el día, se podían ver las crestas de las
montañas que cierran el valle. Y aunque en aquellos instantes no
se las distinguía, podía adivinarse su presencia, ya que el
330
firmamento bellamente tachonado de estrellas quedaba
interrumpido por la negra silueta de las formaciones montañosas.
-Los dioses os bendigan, maestro Balam-Acab.
-¡Ah! ¡Ixquimaná! Me alegra verte de regreso. Dime,
muchacho. ¿Tienes noticias de los extranjeros? ¿Por ventura no
estarán acercándose hacia aquí?
-Me temo, maestro, que mis noticias no os van a gustar. No
me ha pasado inadvertido vuestro deseo por facilitar la llegada de
los extranjeros.
-¿Qué deseas decirme, Ixquimaná?
-Los extranjeros ya no están en la selva.
-¡Qué me dices!
-Se han marchado hacia el norte. Han recogido el
campamento. El mismo día de mi llegada al valle, poco antes del
anochecer, mantuvieron una prolongada reunión junto al fuego.
Discutieron sobre la conveniencia de quedarse aun por más
tiempo en aquel lugar, o por el contrario, marcharse. Aunque
había quienes deseaban permanecer algunos días más en la selva,
los demás les acabaron convenciendo de que por el momento ya
nada más podían hacer. Concluyeron que era preferible marchar e
intentar en el futuro una nueva búsqueda con más medios.
-¿Renunciaron a proseguir la búsqueda del joven?
-Han renunciado temporalmente.
-¿Les hablaste? ¿Les enseñaste el libro?
-No, maestro. Ningún medicine man iba en ese grupo.
-¿Estas seguro?
-Pude acercarme a uno de sus guías que se introdujo en la
selva para buscar fruta. Me hice pasar por un aldeano. Le dije que
iba a visitar a unos parientes en una aldea próxima, y que me dolía
una pierna por un golpe fortuito. A mi sugerencia de que tal vez
en su grupo hubiese un medicine man me contestó que no, pero
me ofreció acompañarle para tomar un calmante del botiquín de
la expedición.
-¿Y qué hiciste, Ixquimaná? ¿Le seguiste?
331
-Acepté, por supuesto. De ese modo puede estar con esas
gentes, sin despertar sospechas. Así fue como puede asistir a sus
deliberaciones.
-Mi buen alumno, Ixquimaná... Dado que no venía un
medicine man con ellos, hiciste bien en mantener el secreto de tu
procedencia. Pero... ¿pusiste el libro tal y como te dije, entre las
cosas del joven, en su tienda?
-Así lo hice, maestro.
-En ese caso, ya hemos hecho todo lo que estaba en nuestras
manos. ¿Qué más, sino, podríamos hacer? ¿Qué más, Ixquimaná?
-Maestro, si puedo ayudaros de alguna otra forma, no tenéis
más que decírmelo.
-Ahora no, Ixquimaná. Déjame solo. Debo meditar sobre
todo esto. Ve a la casa de los tuyos. Y que los dioses te guíen,
Ixquimaná.
-Que os guíen y os bendigan a vos, maestro.
Ixquimaná marchó dejando de nuevo solo al venerable
chamán, que quedó mirando otra vez hacia la lejanía por la
pequeña ventana de su oratorio, abstraído en sus pensamientos.
Permaneció así unos minutos. Finalmente se apartó de aquella
ventana, y con paso lento atravesó la estancia, para situarse en la
pared opuesta, en la que existía una abertura de parecido aspecto,
pero orientada hacia el interior del valle, hacia el gran farallón
rocoso donde se hallaba esculpida la majestuosa estatua de Tepeu
Gucumatz, el padre de los dioses. La luz de las antorchas situadas
junto a las entradas del templo y del palacio le indicaban
claramente el lugar.
-Señor, Tepeu Gucumatz. Tú, que todo lo creaste. Tú, que
todo lo sabes, que diriges los destinos de todos nosotros. Tú
conoces bien que tu hermano, Kakulhá Hur-Akán, el noble, el
venerado corazón del cielo y de la tierra, me habló por el fruto de
su espíritu y me hizo una profecía. Ahora, con la llegada de este
joven extranjero hasta aquí, y con la presencia de sus amigos en la
región vecina, la profecía parecía estar a punto de cumplirse. Pero
332
no ha sido así, no ha sido así... ¿Qué hemos de esperar? ¿Qué
podemos hacer?
Balam-Acab se apartó al fin de la ventana. Abandonó la
sencilla sala de oración y penetró por el corredor que le llevaba
hacia sus aposentos. Estaba dispuesto a acostarse y tratar de
descansar lo que restaba de la noche. Había decidido que al día
siguiente visitaría de nuevo la casa de Tohukín. En ella se hallaba
el joven extranjero herido, recuperándose de sus heridas. BalamAcab estaba decidido a hablar con él. Tal vez de su conversación
pudiese obtener algún dato que le orientase. En su fuero interno
estaba cada vez más seguro de que, verdaderamente, Kakulhá
Hur-Akán esperaba que colaborasen todos, de algún modo, para
que la profecía se cumpliese.
333
IV
Cuando al amanecer del día siguiente Balam-Acab abandonó
sus estancias para dirigirse al centro ceremonial, el sol apenas
despuntaba sobre las crestas montañosas situadas a levante del
profundo valle que alberga Tulán Zuivá. Ningún ser humano
discurría por la parte central de aquella formidable formación
natural. Y aunque lo hubiese hecho, es posible que el venerable
sabio no se hubiese percatado de ello, pues se hallaba
completamente abstraído en sus pensamientos. Salió al exterior a
través del austero marco de piedra y se situó en la superficie plana
que permitía el acceso al umbral de su vivienda-santuario. Como
las de los otros once nobles ah konoobs, estaba situada en la parte
más alta de aquella porción del valle destinada a centro
ceremonial. Las doce viviendas estaban adosadas a un farallón de
piedra, resultado de una falla geológica, en la pared noreste del
valle. Se accedía a ellas por un sendero algo empinado, desde
aquel lugar en que el camino, procedente del exterior, alcanzaba el
inicio del centro ceremonial. Desde allí, si se emprendía un
empinado y difícil ascenso se podía avanzar hacia las vecinas
cumbres, para buscar la complicada ruta que llevaba al mundo
exterior. Si se deseaba, por el contrario, entrar en lo que podría
considerarse el centro ceremonial propiamente dicho, no había
más que seguir un camino llano de piedra, amplio y cómodo,
junto al que corría en forma canalizada pero rápida y sonora, el
torrente de agua que había llegado hasta allí a través del bosque,
procedente de las altas cumbres situadas a levante, acompañando
precisamente al sendero de entrada a Tulán Zuivá.
Las doce viviendas de los sacerdotes se hallaban, por lo tanto,
justo a la entrada del centro ceremonial, y desde ellas se dominaba
totalmente en altura el conjunto de templos y edificaciones. BalamAcab habitaba en la más alta de ellas. Por ese motivo, cuando
dirigió su mirada hacia la parte inferior y más interior del valle, tuvo
ante su vista una magnífica perspectiva de aquel sagrado lugar al que
tanto amaba. Jamás lo había dejado. Nunca sus pasos le habían
334
llevado más allá del límite que marcaban las crestas más altas del
valle. Pese a los relatos de aquellos que en ocasiones, tras marchar al
mundo exterior, regresaban de nuevo a Tulán Zuivá contando sus
experiencias, Balam-Acab se resistió siempre a abandonar aquel
bello y maravilloso lugar. Porque aquel era el refugio que los dioses
habían regalado a sus antepasados. En él habían podido guarecerse
y ocultarse, y allí esperaban la señal de la llegada de la segunda era.
Lo angosto del valle, lo peculiar de su configuración
geológica, la combinación de altura y vegetación
sorprendentemente exuberante y fértil, conferían a Tulán Zuivá y
todo su entorno natural un microclima sumamente agradable. En
su momento, se habían utilizado las grandes cuevas naturales para
los templos principales y los palacios. Por otro lado, la edificación
de las viviendas y habitáculos se había llevado a cabo
aprovechando en buena parte las magníficas depresiones que la
pared rocosa ofrecía en numerosos puntos de la parte más
profunda del valle. Estas disposiciones, junto con el crecimiento
de la vegetación, habían venido a completar una obra de
camuflaje, tal vez no intencionada, pero muy eficaz. Ello hacía
que fuese muy difícil, sin duda, que nadie llegase a descubrir el
centro ceremonial desde el cielo, a no ser que volase muy bajo en
el interior del valle. No era de extrañar, pues, que nadie hubiese
reportado el hallazgo de aquel lugar, por haberlo visto desde lo
alto durante el vuelo de algún avión.
Balam-Acab mantuvo unos instantes su mirada dirigida hacia
Tulán Zuivá. Alzó a continuación su vista hacia la lejanía. La
visión de tanta belleza natural nunca le cansó, y probablemente,
nunca le cansaría. Respiró profundamente varias veces, y
animado, como siempre, por el aire fresco de la mañana y las
impresiones que el amanecer en el valle le producían, con una
sonrisa, emprendió el camino hacia el centro ceremonial.
Sus pasos le dirigieron hacia la vivienda de Tohukín, a la que
llegó tras caminar lentamente por espacio de una media hora. La
morada del bataboob se hallaba prácticamente en el extremo
opuesto del valle, allí donde el torrente de agua se introducía en
335
las entrañas de la tierra para discurrir por el interior del macizo
occidental. Afloraría, más tarde, en las selvas situadas a poniente,
para buscar las cuencas fluviales de los numerosos ríos que
descendían hacia las regiones septentrionales de Guatemala.
Balam-Acab caminaba entre los elevados muros del
desfiladero que alberga el centro ceremonial. A un lado y otro
fueron quedando las construcciones y las entradas de los templos.
Hacía ya muchos años que la juventud se había alejado del
menudo cuerpo del chamán, por lo que su paso era lento. Pero
mantenía, aunque fuese de modo inconsciente, una actitud y un
porte en su marcha que delataban su rango. Había en BalamAcab una sabia mezcla de venerable autoridad y de bondadosa y
amable humanidad, que le habían llevado a hacerse acreedor del
apreció de todos en Tulán Zuivá. Era el jefe espiritual de una de
las doce castas o familias que habitaban el centro ceremonial, y
por ser el chamán de más edad, le correspondía además el papel
de máxima autoridad religiosa entre los suyos. Por una antigua
tradición que había conferido a su casta tal tarea, le había
correspondido también el constituir el apoyo y el consejo
constante del Halac Vinic, el joven rey Mahukané.
Cuando pasó frente a las entradas del palacio, Balam-Acab se
detuvo un momento, mirando en dirección al lugar sagrado de
oración, situado al pie de la magnífica e impresionante estatua de
Tepeu Gucumatz. Sus manos se unieron, y efectuó unas suaves
inclinaciones con su cabeza. Miró a continuación hacia el palacio,
y en su expresión se vio reflejaba una momentánea preocupación.
Permaneció unos segundos frente a la entrada principal, como si
dudase entre proseguir su camino o entrar en el regio lugar.
Finalmente, dirigió sus pasos hacia el extremo del desfiladero.
Cuando llegó a la vivienda de Tohukín, traspasó el umbral
apartando suavemente la doble cortina. El bataboob no se hallaba en
la amplia sala en aquel momento, ya que permanecía acostado en
sus aposentos. En cambio su hijo, el joven Ixquimaná, que al
parecer se había levantado temprano, se hallaba conversando
animadamente con el joven extranjero.
336
Ixquimaná
I
A
quella mañana Ixquimaná, tras descansar apenas unas
horas, se había levantado y vestido con las primeras luces del alba.
Como su maestro, el joven gustaba también de madrugar. Y ni la
fatiga del reciente viaje a la selva, ni el hecho de haberse acostado
a muy tardía hora, fueron obstáculos que le impidiesen ponerse
en pie con la habitual energía propia de su salud y de su juventud.
Salió al exterior, y acudió al cercano canal de agua, donde se
refrescó arrojándose agua por la cabeza y la cara. Regresó a la
morada, y penetró en su interior. Y cuando se disponía a
encender lumbre en el hogar, vio que Luis despertaba y le miraba
con sorpresa.
-Buenos días, joven extranjero. Veo que te encuentras
mucho mejor. Lo cual me alegra muchísimo.
-Es cierto, me encuentro muy mejorado, gracias. - Luis
sonrió al pensar que aquel muchacho maya que le llamaba "joven
extranjero" era, posiblemente, de su misma edad, o incluso algo
337
más joven. Notó, con cierta sorpresa, que el castellano con que se
le dirigía era muy correcto.
-Soy Ixquimaná, el hermano de Tzuninhá e hijo de Tohukín,
el bataboob. Conozco que tu nombre es Luis, pues lo he leído en
tus papeles... No, no te muevas.
-Si no te importa, me gustaría incorporarme... sentarme al
menos.
-Pronto llegará el momento en que Balam-Acab lo autorice.
Aguarda, entre tanto, hasta que él lo considere oportuno. Ha
puesto mucho interés en el tratamiento de tus heridas, y creo
preferible que él mismo supervise el momento en que te
sentemos. Me han dicho que anteayer, con el esfuerzo, tuviste un
desmayo.
Luis miró con detenimiento a Ixquimaná, el joven maya, que
a su vez le miraba sonriendo. Era evidente que se trataba de un
claro representante de la más pura etnia maya, con su cabello
lacio y negro, sus ojos ligeramente rasgados y su fina piel casi
barbilampiña. Era un joven robusto, fuerte y saludable, y vestía
una sencilla túnica de color beige, de mangas cortas, que le llegaba
hasta los muslos, a cuyo nivel quedaba rematada por un adorno
consistente en dos finas bandas de color rojizo. Por debajo de la
túnica, que llevaba ceñida a la cintura con una cinta de cuero,
surgían sus robustas extremidades inferiores, y completaba su
vestido con un cómodo calzado que recordaba a los mocasines de
piel típicos de los indígenas de los territorios más septentrionales.
Pero por otro lado, en su manera de hablar, en su actitud, en sus
gestos, había una curiosa impronta de civilización y modernidad.
-¿Quién es Balam-Acab? ¿Es vuestro médico? Quiero decir si él es...
-Te comprendo, amigo. Balam-Acab, el anciano al que
tuviste ya oportunidad de conocer es, en efecto, además de un
importante jefe religioso, uno de nuestros medicine men, o
médicos, como decís en español. Aunque no es el único, puesto
que cada una de las doce familias o tribus tiene su chó-ta-cí-ne. Pero
Balam-Acab es, no hay duda alguna, el más sabio de todos ellos.
Yo le tengo un gran aprecio, y no dudo en consultarle sobre los
338
más variados temas. Por otro lado, tiene una gran paciencia con
nosotros, los jóvenes, que podemos aprender mucho de él.
-¿Qué día es hoy? ¿Cuánto tiempo llevo en este sitio?
-Llegaste a esta casa la noche del 23 de abril, según vuestro
calendario. El camino hasta este lugar, herido como estabas, nos
llevó a mi cuñado Humnkabú y a mí, cinco largos días...
-¿Qué fue lo que me ocurrió exactamente? Recuerdo que me
encontraba en la parte posterior de un hermoso templo, cuando...
-Diste un paso en falso y caíste desde una altura de un par de
metros. Quedaste malherido, y decidimos traerte hasta aquí. Lo
cual, de acuerdo con el resultado de las curas que te hizo BalamAcab, fue una buena idea. Dudo mucho que en ningún hospital
de Méjico o Guatemala te hubiesen tratado mejor.
-Os agradezco mucho todo lo que habéis hecho por mí...
creo que de no haber estado vosotros casualmente en aquel lugar,
habría muerto, malherido, al lado del templo.
-No estábamos allí por casualidad. Veníamos siguiéndote.
-No lo entiendo...
-Pronto entenderás muchas cosas que ahora, de entrada,
pueden parecerte extrañas. Balam-Acab cree que tu convalecencia
se prolongará por espacio de algunas semanas. Durante ese
tiempo no sería prudente que emprendieses viaje alguno. De
manera que tendrás oportunidad de aprender mucho sobre
nosotros. Tan solo hace ocho días que esta casa se honra con tu
presencia, amigo mío.
-De manera que hoy estamos... a uno de mayo. ¡Qué
rápidamente pasa el tiempo! Aun no hace tres meses de aquella
lluviosa tarde del tres de febrero en que dejé mi país junto a mis
amigos, los Ortigosa, y el profesor Felices. ¿Qué se habrá hecho
de ellos? Los dejé en el campamento la otra noche.
-Respecto a ello, creo que... - Ixquimaná dudó sobre la
conveniencia de comunicarle al joven herido que sus amigos
habían dejado la región. Tiempo habría para dejar claro ese
punto. - ...creo que puedo decirte que, hasta donde yo sé, tus
compañeros de expedición se encuentran perfectamente.
339
-Me alegra oír eso. - Luis movió sus brazos ligeramente y los
miró con perplejidad. Se los palpó para asegurarse de que tenían
su habitual densidad - ¡Qué sensación más extraña! Siento como
si estuviese a punto de salir flotando, como si pesase menos de lo
normal. Por un instante he pensado que mis brazos estaban
hechos de madera de balsa o algo parecido.
Ixquimaná esbozó una risita ligera.
-Conozco muy bien esa sensación. Fue cuando me rompí un
brazo cazando, hace un año. ¡Los tratamientos de nuestro
venerable medicine man tienen esos curiosos efectos secundarios!
Y mira por donde, aquí llega.
Efectivamente, Balam-Acab penetraba en aquel momento en
la vivienda. Se quedó un momento parado en el umbral, mirando
sonriente a los dos jóvenes.
-Paz y alegría haya en esta casa. Buenos días, Ixquimaná. Y
Buenos días también a ti, joven intrépido que viniste de lejanas
tierras a estudiar los orígenes de nuestro pueblo.
Balam-Acab se acercó hasta el lecho, y mirando sonriente
hacia Luis, posó las palmas de sus manos sobre el espeso cabello
que cubría la cabeza del joven. Cerró los ojos unos instantes, y a
continuación apartó sus manos e inclinó el rostro con gesto
pensativo.
-He visto que tu energía vital ha aumentado mucho. Más aun
de lo que yo hubiese esperado con tan breve tiempo de
recuperación. Sin embargo, la parte material de tu cuerpo apenas
está empezando a fortalecerse. Bueno será que te
proporcionemos abundante alimento durante estos días.
-¿Estoy muy malherido? ¿Es eso lo que usted quiere decir?
-Lo estuviste, no puedo negártelo. Y si bien puedo
garantizarte una excelente recuperación en un futuro próximo, no
puedo dejar de advertirte que tu curación total será cosa de varias
semanas, en las que te pido paciencia y obediencia a las
indicaciones y consejos que te dé sobre tu salud.
340
-Haré todo lo que usted me indique. Y quisiera expresarle lo
mucho que les agradezco a todos cuanto han hecho por mí. En
especial sus atenciones médicas. Creo que le debo a usted la vida.
-He hecho lo que era mi deber. Bien, bien. Pareces muy
alegre. Veo que, aparte del mal trago de tu herida, tu accidente y
tu consiguiente venida hasta aquí parecen haberte satisfecho
mucho.
-Si este lugar es lo que creo, daré por buenas mi caída y mis
heridas, y cualquier otro mal trago que me tocase pasar, si fuese
preciso.
-Creo que no andas desencaminado. Nos hemos tomado la
libertad de ojear tu magnífico libro de trabajo. El que llevas
habitualmente en tu mochila. Con la ayuda de Ixquimaná, que lee
perfectamente el idioma español, he podido entender cuales son
tus hipótesis respecto al pasado del pueblo maya. Ahora es
pronto para adelantarte nada. Pero tiempo tendremos para
proporcionarte informaciones que, estoy seguro, te interesarán
mucho.
-¡Mi diario de campo! En cuanto me encuentre un poco más
fuerte me gustaría anotar algunas cosas sobre esta bella casa y su
mobiliario.
-El caso es que... no creo que puedas.
-¿Por qué no? A parte de esa sensación de ligereza extrema,
siento mis brazos y mis manos totalmente en forma.
-Humm... - Balam-Acab miró con complicidad a Ixquimaná
- Creo que debo decírtelo ya. Ixquimaná te proporcionará papel
de buena calidad en abundancia. Podrás anotar con él todo
aquello que creas oportuno. Pero por lo que hace a tu libro de
campo, de momento no puedo devolvértelo. Por ahora preciso de
ese libro. Están en juego cosas de gran valor y que aprecio
mucho. Espero poder explicarte mis razones algún día, pero
tendrás que aguardar algún tiempo antes de volver a verlo. Ahora
lo preciso para... para un buen fin. Debo guardar secreto sobre
mis motivos. No obstante, tu libro está en muy buenas manos,
puedo asegurarlo. Por otro lado, estoy completamente seguro de
341
que en poco tiempo podré devolvértelo. Espero, y deseo además
fervientemente, que ello ocurra lo antes posible. Entre tanto,
debo rogarte que aceptes mis disculpas por haberlo tomado, y
pedirte que confíes en mi palabra. Y ahora, Ixquimaná, habría que
comenzar a aportar energía a nuestro herido.
-Voy a traerte algo que te sentará muy bien. Espera un
momento.
Ixquimaná abandonó por breves momentos la estancia, por
una pequeña puerta situada en la parte más obscura, al otro lado
del hogar. Cuando reapareció traía en sus manos una hermosa
jarra, tallada en un bello mineral de color azul obscuro, con
incrustaciones de piedras de colores, que reproducía una cabeza
de algún dios o ídolo. La ofreció a Luis, que la tomó en sus
manos, admirado.
-¡Esto es increíble! ¿Dónde conseguiste esta bella vasija?
-Estas jarras y otras parecidas son las que hemos utilizado
desde nuestra llegada a este lugar, hace más de un milenio. En
especial para fiestas, rituales y celebraciones, pero también para
beber, como vas tú a hacerlo ahora mismo, un reconfortante
desayuno elaborado con zumos de algunas frutas, una pequeña
cantidad de un licor especial y extracto de algunas hojas de
plantas, entre ellas las de la coca.
-¿Coca? ¿En este lugar?
Balam-Acab tomó la jarra y se la acercó a Luis.
-Se trata de una variedad diferente de la que crece más al sur.
Tiene todas sus virtudes y prácticamente ninguno de sus
inconvenientes. Bebe, Luis, sin miedo. Este brebaje obra milagros
en el caso de fatiga y debilidad.
Luis bebió aquel refrescante brebaje, que encontró delicioso,
apurando hasta el fin el contenido de la jarra.
-Veo, Luis, que tu recuperación será cosa sencilla si todos los
remedios de nuestro noble chamán los tomas con tanto gusto y
facilidad.
-Es que esto estaba buenísimo.
342
-Bien, mi joven amigo, voy a dejaros de momento. Quedas
con Ixquimaná. Te confió a él. Cualquier cuestión que te inquiete,
cualquier duda que surja en ti sobre el lugar y las gentes entre las
que te encuentras, podrás expresársela. Aunque le veas tan joven,
Ixquimaná ha recibido una educación esmerada, y sus
conocimientos superan a los de muchos jóvenes de su edad de las
tierras vecinas. Por otro lado, como está destinado a suceder
algún día en el cargo de bataboob a su padre, Tohukín, le he tenido
como alumno durante mucho tiempo. Creo que os vais a llevar
muy bien.
343
II
Luis pudo comprobar con asombro que en aquel valle
montañoso apartado del mundo, la dieta podía ser sumamente
variada y resultar deliciosa y energética a un tiempo. Le ofrecieron
de comer varias veces al día una serie de alimentos de excelente
paladar, y que digería con suma facilidad. No faltó en las
meriendas y antes de dormir, a última hora de la jornada, un
excelente chocolate preparado con granos naturales de cacao
molido, y endulzado con una miel suave y afrutada. En ocasiones
lo aromatizaban con un polvillo que, por el aroma y el sabor,
identificó con la vainilla. En las comidas principales estaban
siempre presentes unas agradables tortillas de maíz, que la joven
Tzuninhá preparaba en un gran comal aplanado de piedra
grisácea calentado previamente en el hogar. Tzuninhá tenía una
notable destreza en esa y en muchas otras tareas, aprendida de su
madre, cuya prematura muerte unos años atrás la había
convertido en la señora de la casa de Tohukín y los suyos.
Aquellas tortillas podían rellenarse con variadas salsas y gustosas
picadas de carne, de pescado, o de vegetales diversos, o podían
acompañar gustosos platos en los que el picante aderezo de los
pimientos o chiles destacaba por encima de todo.
Con la autorización de Balam-Acab Luis pudo levantarse y
sentarse a la mesa, de modo que en las comidas le acompañaban
los demás habitantes de la casa. Tohukín, como hombre mayor y
por tratarse, además, de un jefe o bataboob, estaba exento de
colaborar en las tareas hogareñas. Sin embargo, lo mismo
Humnkabú que Ixquimaná ayudaban en todo lo que podían a la
hermosa Tzuninhá, ya fuese trayendo jarras de aquel agua fresca,
de aspecto cristalino, límpido y transparente, que tenían a su
disposición en abundancia, o ayudándola a servir los alimentos, o
los zumos y licores con los que cerraban los ágapes.
Y Luis comió y se alimentó con un apetito extraordinario
aquellos primeros días. Parecía que su naturaleza estuviese
344
deseosa de un rápido restablecimiento. Así se lo hizo notar
Balam-Acab, que aquel día se había unido a la familia para la cena.
-¡Cómo me alegro de que nuestro joven amigo aprecie de tan
buen grado nuestra dieta yucateca! Porque es evidente que su
apetito, respuesta lógica de su naturaleza y su vigor juvenil,
necesaria para su pronta recuperación, no se ve frenado ni en
modo alguno inhibido por problemas en el gusto de nuestros
platos.
-Tenéis razón, maestro. En general aprecio todo tipo de
cocina y gastronomía sin inconvenientes, pero debo reconocer
que vuestra dieta tiene tal calidad, variedad y buen sabor, que
supera en mucho lo que estaba acostumbrado a encontrar en esta
parte de Mesoamérica.
Ixquimaná miró sonriente a Luis. Siguiendo sus indicaciones,
Luis se dirigía a Balam-Acab hablándole de ‘vos’, del mismo
modo que lo hacían todos los jóvenes en Tulán Zuivá.
-Creo que mañana no habrá inconveniente en que salgas por
vez primera al exterior. Te está haciendo falta algo de sol y aire
libre. De manera que, con la ayuda de Ixquimaná y Humnkabú,
podrás salir por la mañana, aunque sea tan solo unos minutos.
Podrás ver, de ese modo, este nuestro maravilloso centro
ceremonial, al que en su día bautizamos, hace muchísimos años,
con el nombre de Tulán Zuivá.
-Desde el momento en que me dijeron que este lugar se
llamaba así, me he estado preguntando si tenía algo que ver con el
mitológico valle al que emigraron los cuatro primeros padres,
según la tradición reflejada en el Popol Vuh.
-¿Qué puedes contestar a nuestro joven invitado sobre ese
punto, Ixquimaná?
-Cuando nuestros antepasados acudieron a este valle en
busca de un refugio, lo hicieron siguiendo las indicaciones y los
consejos de los dioses. No sabemos muy bien si fueron los
mismos dioses los que le dieron el nombre de Tulán Zuivá al
valle, o si fueron los ah konoobs los que lo propusieron, en
recuerdo de la tierra ofrecida a nuestros lejanos antepasados tras
345
la gran emigración. Sea como fuere, hay realmente siete grandes
cuevas en este santuario. Las dos principales están situadas, de
manera opuesta, en sus extremos. Las otras se hallan a ambos
lados de la hondonada central, tres en la pared norte y dos en la
pared sur. Existen además una serie de entrantes y oquedades en
las paredes rocosas, en numerosos lugares, y otras cuevas de
menor tamaño que aquellas que te he mencionado. Cuando
nuestros antepasados, hace ya más de mil años, se instalaron en
este lugar, dedicaron las siete mayores a nuestros dioses. Por
supuesto, Tepeu Gucumatz y Kakulhá Hur-Akán merecieron las
dos de mayor tamaño, en tanto que las demás se dedicaron a
otros dioses menores de nuestro panteón. Durante años se
modificó y adaptó el interior de las cuevas naturales, hasta
dejarlas convertidas en unos extraordinarios conjuntos de
corredores, salas y estancias. Una parte de los espacios así
construidos se destinó a la vivienda de los sacerdotes, sus familias
y sus sirvientes.
Por otro lado, se utilizó la excelente disposición natural de
las paredes de la hondonada central del valle para construir muros
que completasen o cerrasen las múltiples oquedades y
depresiones. Aparte de las residencias de nuestros sabios,
formadas utilizando doce cuevas situadas al pie de un gran muro
vertical allá arriba, justo en el lugar por donde se entra en el
santuario, se fueron cerrando adecuadamente muchos otros
lugares, para dar lugar a las viviendas de las doce familias.
-Es curioso... en mi país visité hace unos años un monasterio
situado al pie de un despeñadero, que en su día fue construido de
manera parecida a vuestras casas y templos: una pequeña
edificación cerrando una gran oquedad natural en la montaña. La
verdad es que es un lugar precioso y muy visitado por turistas y
viajeros. ¡Quién me iba a decir que aquí, en Mesoamérica,
encontraría tal paralelismo con el ingenio de los monjes que en su
día construyeron el pequeño monasterio de San Juan de la Peña!
346
III
Luis, ayudado por Humnkabú e Ixquimaná, salió por primera
vez de la casa con paso vacilante. La vivienda de Tohukín se hallaba
situada próxima al extremo occidental del centro ceremonial.
Aquella era la parte más baja y más profunda del lugar, pero no por
ello la menos soleada y luminosa. Por la disposición del valle, y por
ser precisamente en aquella zona donde mayor amplitud alcanzaba
la hondonada, el sol la iluminaba varias horas al día.
Se detuvieron unos instantes nada más traspasar el umbral, y
Luis pudo contemplar a sus anchas aquel hermoso lugar. A
simple vista pudo hacerse una idea de la disposición del mismo.
El centro ceremonial, la parte habitada, constituía la porción más
profunda de un valle muy curioso, abierto en el centro de un
formidable circo montañoso. Constituía este valle una profunda
hondonada de gran belleza, de unos 2 ó 3 quilómetros de largo, y
de unos quinientos metros de anchura en su punto más amplio.
Lo cerraban por todas partes unas formidables paredes
montañosas. Y si a poniente, precisamente en la parte donde
ahora se encontraban, el recinto natural era totalmente
inaccesible, pues las paredes del valle eran escarpadísimas y no
mostraban por parte alguna la menor posibilidad de ascenso, en el
otro extremo, a partir del límite del centro ceremonial, al lado de
un farallón rocoso junto al que se hallaban las viviendas de los
chamanes, se veía una zona boscosa que cubría una inclinada
ladera y alcanzaba las crestas orientales del gran circo montañoso.
Por el espesor de aquella zona boscosa, según le había relatado
Ixquimaná, se podía alcanzar, siguiendo un escarpado sendero, el
camino hacia el mundo exterior.
En varios lugares, aparte de aquel que albergaba el sendero,
las crestas que cerraban el valle se veían cubiertas por la tupida
espesura de hermosos bosques, en tanto que en otros puntos se
observaban prominentes peñas rocosas, desnudas de toda forma
de vegetación.
347
Un detalle que daba una nota de extraña belleza al gigantesco
circo montañoso era el que en numerosos puntos se veían
recubriéndolo masas de nubes espesas y de un blanco intenso.
No había duda de que, por su disposición, aquel lugar poseía un
microclima especial. El valle resultaba más fresco y con mayor
abundancia de agua de lo que cabría esperar teniendo en cuenta
su altura sobre el nivel del mar, y su situación geográfica. De no
estar al corriente de que se hallaban en Mesoamérica, y a unos
1200 ó 1300 metros de altitud, su microclima habría hecho pensar
en un antiguo ventisquero situado en algún punto del alto
espinazo de la América del sur. Luis comprendió enseguida que
por su aspecto y su disposición, aquel hermoso valle debía quedar
totalmente oculto a los ojos que contemplasen desde fuera las
formaciones montañosas que lo rodeaban. ¿Estaría este valle
situado mas allá de aquella zona abrupta y montañosa, de aspecto
inaccesible, que había podido distinguir a escasos quilómetros
desde el templete de la alto de la pirámide? A Luis no le cupo la
menor duda. Aquel lugar constituía un magnífico refugio, y era
totalmente lógico que allí hubiesen podido permanecer ocultos
los mayas. Sin embargo... ¿Se encontraría realmente en aquel lugar
el legado cultural, la sabiduría y los tesoros de conocimiento de
aquel magnífico pueblo que edificó pirámides y templos
formidables hasta bien entrado el décimo siglo de nuestra era?
Respecto a estas suposiciones, estaba dispuesto a averiguar todo
lo posible mientras permaneciese en aquel lugar.
-Ante ti está Tulán Zuivá. Aquí, en este hermoso y abrigado
valle, hallaron refugió nuestros antepasados cuando se vieron
obligados a abandonar la rica región oriental donde vivían. ¿Te
encuentras con fuerza para caminar unos minutos? Bien, pues
mientras caminamos te iré contando algunas cosas sobre nuestra
historia y nuestro pasado. Vamos.
-Veo, Ixquimaná, que Luis está lo bastante fuerte para
caminar tan solo con tu apoyo, de manera que, si no te importa,
voy a reunirme con Tzuninhá.
348
-¿Qué opinas, Luis? ¿Te ves capaz de caminar agarrado a mi
brazo? ¿Podemos prescindir de Humnkabú?
-Creo que sí. Así, muy bien. Tan solo debo tener cuidado
con los movimientos de la pierna derecha. La herida del muslo
me produce dolorosos tirones si piso con brusquedad.
-En ese caso, os dejo. Hasta luego. Id con cuidado.
-Descuida. Vamos, amigo mío.
Y mientras Humnkabú retornaba al interior de la vivienda,
con la parlanchina cacatúa Esmeralda apoyada en su hombro
derecho, los dos jóvenes comenzaron, a paso lento, una caminata
que en algo más de una hora y media les permitiría recorrer,
primero en sentido ascendente y después de regreso, en suave
descenso, la totalidad de la avenida central de Tulán Zuivá. Esta
avenida central la constituía el fondo del valle, y estaba cubierta
en muchos sitios por grupos de árboles de humedal, similares a
los chopos europeos. La razón de esta flora había que buscarla,
sin duda, en las corrientes de agua que surcaban el lugar. Por el
centro discurría, como eje acuífero principal, un hermoso y
ondulante canal de agua, formado por la afluencia de una serie de
torrentes que recogían las precipitaciones de toda la zona boscosa
de la parte oriental del circo montañoso. En diversos lugares,
desde el norte y desde el sur, llegaban hasta él otras finas
corrientes de agua, algunas sorteando mediante pequeñas
cascadas algunos desniveles del terreno.
A medida que avanzaban, Ixquimaná fue mostrando a Luis
los diversos templos y los lugares donde se hallaban las viviendas
de las principales familias del valle. En primer lugar pasaron junto
al gran templo dedicado al todopoderoso Tepeu Gucumatz. La
magnífica y formidable estatua, adosada a la pared, y la gran
plataforma ceremonial a sus pies, con los doce asientos de piedra
y el trono, situado justamente bajo la deidad, causaron una
profunda impresión al joven arqueólogo.
-¡Qué serenidad, qué autoridad, qué aspecto más imponente
y respetable! Los escultores de vuestro pueblo son artistas
consumados. Pero los que esculpieron esta magnífica
349
representación de vuestro dios principal tenían que estar
inspirados por el soplo del genio de la divinidad. Es Tepeu
Gucumatz, no hay duda.
-¡Qué en su bondad tenga a bien guiarnos a todos! Sí, Luis.
Es nuestro padre y nuestra madre, nuestro hacedor y nuestra
creadora. Es bondad, sabiduría, inteligencia, poder, perdón,
justicia... y sobre todo amor. Amor elevado al infinito.
-Eso es algo que me agradó y sorprendió cuando abordé el
estudio de los mitos y las creencias del pueblo maya. Esa dualidad
explícita, tan bien expuesta en el Popol Vuh, que hace de vuestro
omnipotente Tepeu Gucumatz un ser de tal calidad que no es
masculino ni femenino.
-Tepeu Gucumatz es más que dios o que diosa. Está por
encima de esa pequeña diferencia entre los seres.
-Te diré una cosa, Ixquimaná. A diferencia de lo que ocurre
en la mayoría de las religiones del mundo, en las que se tiende a
masculinizar al dios principal, vosotros le consideráis persona
divina, ente divino, ni masculino ni femenino. Y te confieso que
ello me agradó mucho. Desde muy antiguo en Europa y en Asia,
ha existido una actitud global de masculinización de la cultura, de
la religión, e incluso del lenguaje. Zeus -o Júpiter-, Jehová y Alá
son ancianos venerables poblados de blancas barbas, sentados en
su trono celestial. Únicamente en algunas religiones de oriente se
ve algo parecido al caso de vuestra deidad. Brahma tiene cierta
ambigüedad, en mi opinión, que me hace pensar en un parecido
con Tepeu Gucumatz.
-Ello no es casual. Al menos así opinan nuestros venerables
maestros. Ellos nos transmiten, generación tras generación, datos
sobre nuestra historia antigua. Sabemos que procedemos de un
pueblo que habitó hace miles de años en Asía.
-¡Eso es algo que suponemos muchos de los que estudiamos
vuestra cultura, pero que nadie ha podido probar!
-Puedes estar bien seguro. Uno de estos días, cuando estés
más recuperado, visitaremos un lugar muy especial. Podríamos
llamarle nuestra biblioteca, o tal vez, nuestra universidad. Allí
350
podrás averiguar algunas cosas sobre el origen de los pueblos
olmeca y maya.
-¿No podría ser hoy mismo?
-¿Hoy? No. Primero debo pedir autorización a Balam-Acab.
No creo que ponga inconveniente, pero antes hemos de solicitar
su permiso.
-No importa, Ixquimaná. Creo que hay tanto por aprender
en este lugar, que el ir poco a poco me resultará bueno. Ahora
mismo, por ejemplo, veo esa alta puerta abierta en la pared
rocosa, enmarcada por un robusto dintel bellamente esculpido.
De su posición próxima al templo de Tepeu Gucumatz y por ese
gran glifo o sello real que la corona, puedo deducir que tras la alta
pared rocosa junto al templo se albergan las dependencias de
vuestro monarca o rey.
-En efecto, Luis. Su palacio, por así llamarle, comunica
ampliamente con las dependencias del lugar sagrado. En rigor, el
propio palacio real merece un respeto próximo al de un lugar
divino, y la figura del Halac Vinic sería, teóricamente, la de un
semidiós. Pero en nuestro pueblo, por fortuna, le vemos mucho
más humano y próximo a nosotros. Y no solo ahora, sino desde
tiempos muy remotos.
-Pero... ¿A qué te refieres cuando me hablas de vuestro
pueblo?
-Mira, Luis, contempla a derecha e izquierda. Allá, toda
aquella zona situada bajo aquellos riscos. Y aquel muro rocoso
formidable junto a aquel bosquecillo. ¿Ves las ventanas y las
puertas? Y más lejos, hacia el extremo del centro ceremonial. Y
allá arriba, subiendo por aquellos contrafuertes rocosos cubiertos
de matorrales. ¿Ves las ventanas casi circulares de algunas
viviendas? En este lugar nací, y este es mi pueblo. Pero lo son
también todos los que habitan aquí desde hace más de un
milenio. Porque en este valle, en este pequeño reducto natural,
vivimos un reducido número de descendientes de un colectivo
humano que estuvo en el pasado constituido por la unión política
y social de doce aldeas, ubicadas en los valles situados a levante.
351
Los restos del principal centro religioso de aquella comunidad, lo
que podríamos considerar la capital, son aquellos en que sufriste
tu caída. Pero existían otras pequeñas ciudades situadas a escasa
distancia en diversas direcciones, hasta un total de doce. Ya en
aquellos tiempos, aunque existía la figura del rey o Halac Vinic,
era una norma no escrita que para su gobierno se apoyase en el
consejo y la ayuda de los doce bataboobs en los aspectos terrenos,
o civiles, y en los doce jefes religiosos o ah konoobs en lo que hacía
a aspectos relacionados con la religión. En realidad, ambas cosas
han ido siempre muy ligadas en los asuntos de nuestro pueblo.
Los dioses de la naturaleza rigen los asuntos de los humanos, de
manera que son ellos los que nos ayudan y nos ofrecen todos los
bienes que de la propia naturaleza recibimos. Hay, pues, que
contar con ellos para tomar decisiones que tengan que ver con la
siembra y la cosecha, o con la caza o la pesca.
-Si entiendo bien, Ixquimaná, habéis mantenido la
representación de las antiguas doce aldeas a lo largo de los siglos.
Y tu padre, Tohukín, sería el jefe civil de una porción de Tulán
Zuivá.
-Sí. Y a mí me tocará en el futuro sucederle en ese cargo.
-Me has mencionado a los dioses de la naturaleza...
-En efecto. Nuestros dioses principales, y ello no ha
cambiado con el paso de los siglos, representan a la propia
naturaleza y sus diversos aspectos. Así tendríamos al corazón del
cielo y la tierra, el señor del relámpago, Kakulhá Hur-Akán, a
Yum Chaac, el dios de las lluvias, y en especial, como un
compendio de todos los poderes del cosmos y del universo, al
gran Tepeu Gucumatz, nuestro padre y nuestra madre a un
tiempo, el creador de todo, la fuente de todo. Por otro lado, y
relacionado con el sol, está su propio hijo, Itzamaná. Es un
bondadoso anciano que cuida de enviar la benefactora energía del
astro rey a nuestra tierra.
-¿Y los dioses de la guerra? ¿Los dioses sanguinarios? ¿Llegó
hasta aquí la influencia de los pueblos guerreros invasores?
352
-Creo que la presencia de esos invasores fue la principal
razón de ser de Tulán Zuivá. Como te he dicho, nuestros dioses
nos aman, y no nos piden otro tipo de sacrificio que no sea el de
ofrecerles parte de los frutos que, por su bondad y amor, nos
ofrece la naturaleza. Es por ello que hemos sido desde tiempo
inmemorial un pueblo pacífico. Nada hay que abomine más a
nuestra sensibilidad que los horribles sacrificios humanos que
trataron de imponer los pueblos invasores venidos del lejano
septentrión, con su religión basada en crueles dioses guerreros y
sanguinarios. Por ello la llegada de esos pueblos supuso una
amenaza para nuestro modo de vida. Aun más. Llegó un
momento en que supuso una amenaza para nuestro propio
pueblo.
-¿Cuándo ocurrió eso exactamente?
-Hace unos mil cien o mil doscientos años ocurrió la primera
señal de peligro. Por culpa de muchas décadas de escasez de
lluvias, las plantaciones no resultaban tan productivas como en
los siglos anteriores, y muchas familias habían tenido que buscar
zonas muy alejadas para disponer allí sus sembrados o milpas.
Algunas de ellas habían trabajado las tierras en lugares situados a
varios días de camino hacia el noroeste, a una distancia
equivalente hasta unos 80 ó 100 kilómetros. Allí llegaron los
rumores que hablaban del peligro. En más de una ocasión, al
regresar por unos días desde las lejanas plantaciones, algunas
familias traían con ellos algún hombre extranjero, enfermo,
herido, con la mirada extraviada, que explicaba haber podido
escapar del desastre, de la invasión.
-¿Y que hicieron tus antepasados?
-Sobre ello hay un misterio, un secreto. Balam-Acab me ha
dicho que fueron tiempos terribles. Hay un intervalo de tiempo
del que no tenemos demasiados detalles. Nuestro pueblo estuvo a
punto de extinguirse. Pero providencialmente, los dioses guiaron
a los supervivientes hasta aquí.
-Ixquimaná, todo esto me parece maravilloso. Creo que
viene a confirmar mis teorías.
353
-¿Cuales son tus teorías?
-Desde mis primeros estudios sobre las culturas
mesoamericanas hubo algo que me llamó la atención. Me refiero
a lo que algunos denominan como el colapso. No me pareció
posible que la cultura y el saber de un pueblo extraordinario
desapareciese casi por completo en breves años. Creo que hubo
elementos de peligro, invasores, sequías, guerras... Desde hace
tiempo he sostenido la idea de que, posiblemente, el pueblo maya
tuvo que refugiarse en el pasado, cuando la península del Yucatán
sufrió las invasiones de pueblos venidos del norte que trataron de
destruir sus tradiciones y su identidad cultural. Como siempre
ocurre, el invasor intenta aniquilar la cultura, y con ella las raíces
del pueblo invadido. Primero fueron los toltecas, después los
chichimecas o aztecas, más tarde los españoles del período de la
conquista. Sin embargo, creo, Ixquimaná, que ya pasaron los
tiempos de peligro. Ya no hay invasores, ya no hay hordas
guerreras.
-¿Lo crees así realmente, Luis? Estás equivocado. Los
tiempos mejores no han llegado todavía. Yo diría que las cosas
están incluso peor que en otros momentos de nuestra historia. Tú
quizás no lo has notado, Luis, pues tu atención ha estado puesta
en otras cosas. Podríamos decir que mirabas al pasado, pero si
hubieses prestado un poco de atención al presente habrías notado
que los habitantes de esta tierra, que no han conocido la libertad
en muchos siglos, que han sido maltratados y engañados, están
viviendo en condiciones de pobreza, opresión y humillación.
Cuando intentan defender sus derechos se les castiga, cuando
reclaman justicia, se les encierra. Hay grandes injusticias, mucha
corrupción. Sin embargo, nada de todo ello tiene que ver con
Tulán Zuivá. Las razones últimas de nuestra ocultación van
mucho más allá que la presencia de injusticia en Mesoamérica.
Sobre ese tema me gustaría que fuese, un día de estos, el propio
Balam-Acab quien te ilustrase.
Mientras conversaban, habían avanzado considerablemente
en su paseo por el centro ceremonial, y en aquellos momentos
354
alcanzaban el breve camino que conducía a las viviendassantuario de los chamanes. Se hallaban ya en el extremo oriental
de Tulán Zuivá. Allí comenzaba el espeso bosque, por cuyo
interior discurría el sendero que permitía salir del valle.
Ixquimaná mostró a Luis las doce entradas de las estancias
de los ah konoobs, abiertas en la superficie del majestuoso e
impresionante farallón rocoso. Y le indicó el punto por el que,
penetrando en el bosque junto a un cantarín riachuelo, se iniciaba
el empinado sendero hacia el mundo exterior.
-¡Qué cosa más curiosa!
Luis se había fijado en que junto al arranque de la senda, y
en posición opuesta al breve camino que conducía hasta las
viviendas de los ancianos, el terreno se hinchaba, formando una
prominencia o farallón, recubierto de espesa hierba verde en su
parte superior, entre la que se veía emerger un pequeño parapeto
de piedra, tal vez un resto de alguna antigua edificación. Y situado
justo al pie del promontorio, apoyado sólidamente en el
formidable cantil rocoso, se erguía un hermoso monolito de
piedra de color gris obscuro, una bella estela de unos dos metros
de alto y un metro de ancho, y de unos cuarenta centímetros de
grosor. Se hallaba situada de manera que una de sus facetas,
orientada a poniente, miraba al centro ceremonial. Y
precisamente en esa faceta se podía observar, profundamente
esculpido en la superficie de la piedra, un signo formado por una
elipse atravesada por dos líneas rectas inclinadas, que pasaban por
sus dos focos y se cruzaban en un punto situado sobre la propia
elipse. La prolongación de las rectas dibujaba un amplio ángulo
abierto hacia arriba, en cuyo interior se observaba otro glifo
formado por cinco pequeñas circunferencias concéntricas. En el
centro del circulo interior completaba aquel misterioso grabado
un pequeño sol, con ocho radiaciones a su alrededor.
-Dime, Ixquimaná, ¿qué significa ese monolito?
-No lo sé a ciencia cierta. Esa piedra siempre ha estado ahí,
en ese lugar donde la ves. Balam-Acab me ha dicho en alguna
ocasión que si los dioses la han colocado aquí, sus motivos
355
tendrán, y que tal vez deba jugar un papel en su momento,
cuando llegue la segunda era.
-¿Cuándo será eso? ¿Y qué ocurrirá en esa segunda era?
-Tiene que ver con la razón de ser de este lugar. Pediremos a
Balam-Acab que te lo explique. Él es el más indicado para ello.
-Es curioso...
Luis seguía mirando intrigado a aquella piedra y la imagen
esculpida en su superficie.
-¿Qué es lo que te sorprende?
-Tengo la sensación de que esa señal me resulta familiar.
Creo haberla visto hace poco tiempo. No estoy seguro... creo que
la he visto esculpida en algún lugar allá abajo en la selva, en los
monumentos del enclave donde se produjo mi caída.
-Es posible. ¿Qué te parece si regresamos ya?
-Empiezo a estar cansado. Deja que me siente aquí unos
minutos. Aprovecharé para dibujar una perspectiva de vuestro
pueblo.
Y sacando una cuartilla de papel y la tablilla de madera, Luis
tomó asiento en un pequeño banco de piedra, frente al dintel de
la primera de las viviendas, y con trazó rápido y elegante,
comenzó a dibujar el valle que se abría frente a ellos.
356
IV
Al día siguiente, el viernes 6 de mayo, en su segunda salida al
exterior Luis pudo por fin conocer a Mahukané. Tenía gran
curiosidad por conocer al Halac Vinic. Sabía, por lo que de él le
habían comentado sus anfitriones, que el joven rey era poco más
que un muchacho. Se vio obligado a asumir el regio cargo cuando
contaba apenas doce años de edad, por la muerte prematura de su
padre, el gran Halac Vinic Mahukané Tzunultín, de ello hacía ya
diez años. Contó desde el primer momento con la ayuda
inestimable del bondadoso Balam-Acab quien, del mismo modo
que en su día había guiado y orientado a su padre en sus primeros
años como rey, no vaciló en aplicarse con cariño y bondad, pero
al mismo tiempo con firmeza y energía, a la tarea de hacer de
aquel niño un hombre y un rey extraordinarios. Y aquella mañana
Luis tuvo la oportunidad de verle a escasos metros de distancia,
en una especie de audiencia o sesión pública. Había sabido, por lo
que le había contado Ixquimaná, que cada mes, tras el primer
cuarto de la luna, el Halac Vinic dedicaba unas horas a ese tipo de
recepciones. No pudo entender todo lo que se comentó durante
la audiencia, pero captó algunos fragmentos. De lo que allí se
habló, Luis tuvo el convencimiento de que, con todo y ser aquel
lugar un centro ceremonial oculto al mundo, no estaba ni mucho
menos aislado del mismo. Algunos de los participantes en la
audiencia afirmaban venir del mundo exterior. Luis tenía incluso
la sospecha de que Ixquimaná debía de haber pasado algún
tiempo fuera del valle. Su castellano casi perfecto y su cultura
hacían pensar que pudo haber cursado estudios en alguna ciudad
de Méjico o Guatemala.
Para la audiencia o recepción, Mahukané se sentó en un de
trono de piedra, colocado sobre una curiosa plataforma
semicircular de unos dos metros de diámetro. La plataforma
estaba formada por la cara superior de un gran semicono
truncado de piedra, de unos tres metros de altura, adosado al pie
de un alto farallón rocoso. Se ascendía hasta la misma por una
357
escala labrada en la superficie lateral del semicono. El lugar de la
audiencia se hallaba situado en la parte más alta de la avenida
central, próximo al templo de Kakulhá Hur-Akán. Alrededor de
la plataforma, que permitía que en cualquier momento durante la
recepción el rey estuviese siempre situado a un nivel mayor que
sus súbditos, existían tres semicircunferencias concéntricas
grabadas en el suelo. La más próxima de estas marcas rodeaba a la
propia plataforma, delimitando una estrecha franja de poco más
de un metro y medio, en la que, al parecer, nadie debía situarse.
Entre la primera y la segunda línea, se delimitaba un espacio de
unos cuatro metros de amplitud. Finalmente, la línea exterior
delimitaba una superficie aun de mayor amplitud, al hallarse a
unos seis metros de la segunda. De manera que entre aquellas
líneas quedaban perfectamente delimitadas dos superficies de
forma semilunar. En esas superficies se habían situado una serie
de personas. En el semicírculo interior, el más próximo al rey, se
habían colocado doce bellos asientos, tejidos con cintas
entrelazadas como de mimbre. Los asientos en cuestión fueron
ocupados por los doce ancianos chamanes. Balam-Acab, el
bondadoso y sabio anciano, a cuya ciencia médica debía Luis el
que sus heridas llevasen camino de completar una rápida
curación, ocupó el asiento situado en el extremo a la derecha del
joven rey Mahukané.
En el semicírculo exterior, bastante más ancho, se situaron
numerosos hombres y mujeres, algunos de ellos muy jóvenes,
formando grupos alrededor de los doce jefes de familia. En
cuanto a Luis, fue colocado en una cómoda silla en el centro de
dicho semicírculo exterior, de manera que tenía al joven rey
mirando prácticamente hacia él. Ixquimaná se colocó a su lado, y
Humnkabú y Tzuninhá detrás de él.
Luis comprobó que, tal y como le habían comentado,
Mahukané era tan solo un muchacho. Le pareció encontrar en él
algo de familiar. Ello era debido a que tenía cierto parecido con
un compañero de curso que había tenido es su último año de
licenciatura. Si no recordaba mal, se trataba de un becario
358
hondureño que estudiaba historia en Sevilla por un acuerdo entre
los ministerios de educación de Honduras y España.
No dejaba de ser curioso que aquel joven, hermoso y de
agradable aspecto, cinco años más joven que Luis, fuese la
máxima autoridad en aquel centro ceremonial, en aquel santuario
perdido. Pero lo cierto es que su expresión y su mirada denotaban
una personalidad adulta y madura, y un carácter bondadoso y
recto. Sin duda que todo ello era fruto de la tutoría y la educación
de su magnífico maestro, aquel hombre extraordinario al que
todos conocían como Balam-Acab el venerable.
Con la natural curiosidad de un estudioso de las culturas
antiguas, Luis tuvo la oportunidad de fijarse con detalle en la
vestimenta de aquellas gentes. Para la ceremonia o audiencia
todos ellos vestían prendas cómodas y sencillas, y lucían variedad
de adornos o complementos a los que eran, al parecer, muy
aficionados. Los doce chamanes llevaban unas sencillas túnicas
que les llegaban hasta las rodillas, sujetas con un grueso cordel en
la cintura. Calzaban unas simples sandalias y de sus cuellos
pendían unos medallones con los distintivos correspondientes a
su categoría de ah konoobs. Mahukané vestía una túnica similar, de
tela de algodón de vistosos colores, y ornada en todos sus
márgenes con unos bellos bordados. Cubría su cabeza con un
tocado de hermosas plumas de quetzal, y ceñía en una mano un
pequeño cetro dorado con unos formidables rubíes y unas
grandes piedras preciosas de color azul obscuro. Su calzado era
algo más sofisticado que el de los demás. Sus mocasines de suave
piel se prolongaban por las pantorrillas con unas cintas que
zigzagueaban hasta la proximidad de las rodillas, donde quedaban
sujetas por un par de brazaletes dorados. Finalmente, de acuerdo
con su elevada categoría y rango, cubría su espalda una pequeña
capa de piel de jaguar.
Los demás asistentes, los componentes de los doce grupos
sociales, los bataboobs, sus esposas, sus hijos y sus hijas, vestían
con telas de diversos colores, algunas totalmente lisas, otras con
hermosos dibujos y bordados, y componían un bello grupo
359
alrededor de los chamanes y del joven rey. Las mujeres llevaban
en muchos casos los cabellos recogidos por medio de una gran
cinta de tela, cuyos colores hacían juego con el chal que cubría
sus hombros. Todas llevaban pulseras, agujas en el cabello,
collares y otras joyas y adornos de obsidiana, jade o, simplemente,
de madera. Algunos de los hombres se cubrían la cabeza con
unos gorros o quitasoles en forma de embudo.
Aunque aquellas gentes eran de estatura inferior a la que se
consideraría habitual en la raza blanca, Mahukané rompía en
cierto modo esta apreciación. En ningún momento pudo Luis
establecer comparaciones, pues el joven rey permaneció sentado
en su trono prácticamente todo el tiempo, pero le dio la
impresión de que debía ser de los más altos entre los jóvenes del
valle.
Una cosa le quedó muy clara: aquel joven tenía ganados
totalmente el respeto y el aprecio de su pueblo. Y esto último era
especialmente cierto en el caso de Balam-Acab. El buen anciano
quería al joven como a un hijo propio. Luis no pudo dejar de
sonreírse cuando le vio aprobando en silencio con orgullo y
satisfacción todas las acertadas y juiciosas intervenciones del
Halac Vinic en la audiencia. Sin embargo... bien, no estaba seguro
de ello, pero creyó haber visto por unos instantes temor o
ansiedad en la expresión de Balam-Acab. Un sobresalto, una
preocupación. Ello coincidió con unos instantes en que
Mahukané, tal vez para aclarar sus ideas, había permanecido con
su frente apoyada en las manos y mirando hacia el suelo. Fueron
unos segundos nada más, pero le pareció ver a Balam-Acab muy
preocupado. Sin embargo, al ver levantar de nuevo la cabeza al
rey, y al comprobar el brillo y la viveza de su mirada, el chamán
recobró la serenidad. En ese momento ocurrió, no obstante, otra
cosa curiosa. Balam-Acab miró hacia Luis, y con su expresión
bondadosa y su sonrisa dio la sensación de querer decirle algo.
Luis pensó que más tarde, de vuelta a la casa de Tohukín, si
Balam-Acab acudía con ellos hasta allí, cabía la posibilidad de que
pudiese preguntarle sobre lo ocurrido. Pero en contra de sus
360
previsiones, Balam-Acab no acudió aquel día a visitarles. De
manera que cuando quedó solo en la celda que le habían asignado
como habitación, se sentó en la banqueta de madera junto a la
tosca mesa que allí habían colocado, y tomo papel y lápiz y se
dispuso a anotar sus impresiones sobre los últimos
acontecimientos.
De sus conversaciones con Ixquimaná había podido ir
haciéndose una idea, más o menos aproximada, del significado de
aquel valle, de la razón de ser del mismo. Iba comprendiendo los
motivos por los que en un tiempo pasado se ocultaron allí, e iba
deduciendo las razones que les llevaron a permanecer ocultos del
resto del mundo, por espacio de más de mil años. De todo ello
debía hablar con Balam-Acab, pues veía que cuantas más cosas
iba averiguando, más seguro estaba de que aquel era el lugar que
tanto tiempo había estado buscando.
Sin embargo, había algo que no encajaba. No sabía precisar
por qué, pero tenía la sensación de que aquellas gentes no eran
tan distintas de los mayas del mundo exterior como había
pensado en un primer momento. Intentaba centrarse y analizar
fríamente todo aquello, pero le costaba un gran esfuerzo. Allí se
hallaban, ocultos del mundo, durante más de mil años, aquellos
descendientes del sabio pueblo que habitó Mesoamérica en el
pasado. Pero... ¿eran los herederos del saber, de la ciencia, del
conocimiento de sus antepasados? ¿Dónde estaba ese acervo de
sabiduría?
Algo como la vaga percepción de una respuesta a estas
cuestiones parecía querer abrirse paso en sus pensamientos.
Presentía que estaba a punto de comprender muchas cosas.
Decidió dejar la mente en blanco y descansar.
Se acostó en el lecho, cerró los ojos y, respirando pausada y
profundamente relajó su cuerpo y su mente. Y muy pronto
acudió el sueño reparador.
Durmió profundamente aquella noche. Y en sus sueños creyó
ver las escenas de un pueblo sabio y culto, organizado y práctico,
que utilizaba juiciosamente los recursos naturales, que construía
361
magníficos palacios, observatorios, y acogedoras viviendas. Que
tenía por principios la paz y el respeto a los demás, que rechazaba la
guerra y los sacrificios humanos. Y este pueblo era regido por unos
hombres bondadosos, generosos, y plenamente capaces de
gobernar en forma justa y equitativa.
362
El Templo de la Memoria
I
T
res días después de su primer paseo por la
hondonada, el domingo 8 de mayo, Ixquimaná despertó a Luis
muy temprano, con las primeras luces del día, y le indicó que se
dispusiese para llevar a cabo una excursión que a buen seguro iba
a interesarle mucho.
-¡No me digas! ¿Vamos a conocer ese lugar del que me
hablaste el otro día? ¿Cómo me dijiste? ¿Vuestra universidad?
¿Vuestra biblioteca?
-En realidad, el lugar que vamos a visitar esta mañana es un
poco de cada cosa. Lo cual tiene su lógica, después de todo. ¿O es
qué puede existir una universidad sin bibliotecas?
-¿Vendrá Balam-Acab con nosotros?
-Hablé con nuestro maestro Balam-Acab. Está de acuerdo
en que te mostremos el lugar. Y, por supuesto, nos acompañará.
Llegará en unos minutos. Aprovechemos para comer y beber
alguna cosa.
Efectivamente, al poco rato llegó el chamán llevando con él
tres sólidos bastones, elaborados con un ligero pero resistente
363
leño. Dio uno Luis y otro a Ixquimaná, guardando para él el más
corto.
-Vamos, muchachos. Partamos ya. ¿El por qué de los
bastones? Nos serán de utilidad para nuestro camino por la senda
del riachuelo. Para ti, por tu estado de convalecencia, y para mí,
por mi edad. Y aunque Ixquimaná podría prescindir de su apoyo,
conviene que disponga del mismo por si nos ha de ayudar en
algún momento. Vamos.
Salieron de la vivienda y emprendieron la marcha, no por la
senda central de la hondonada, sino por un camino ligeramente
pedregoso que progresaba primero al pie de las estribaciones que
cierran a poniente el valle, y que se mantenía después en la
proximidad de sus paredes septentrionales.
A medio camino entre la vivienda de Tohukín y la parte más
alta del centro ceremonial encontraron una ladera de fuerte
pendiente cubierta de una espesa masa de arboleda formada por
unos arbolillos de escasa altura. La inclinada ladera se extendía
hacia lo alto, hasta perderse en el espesor de una densa masa de
nubes algodonosas, que ocultaban su porción más alta.
Aquella ladera, aquel plano inclinado del territorio, mostraba
una profunda hendidura, como un tortuoso corredor natural de
altísimas paredes, que se perdían a lo alto en el espesor de la masa
nubosa. Seguramente era el resultado del trabajo de erosión, lento
pero permanente, de una estrecha corriente de agua, apenas un
riachuelo, que a lo largo de miles de años había ido excavando
aquella estrecha cárcava, hasta constituir aquella húmeda y
profunda hoz.
Cuando llegaron a la entrada de la hendidura, penetraron en
la misma y, con la ayuda de los bastones, avanzaron por un
estrecho sendero, que discurría unas veces a derecha del
riachuelo, otras veces a su izquierda. En los puntos en que la
corriente de agua clara y cristalina cruzaba el sendero, se habían
dispuesto unas piedras que permitían atravesar de un lado a otro
sin mojarse los pies. El rumor del agua al discurrir sobre el
364
pedregoso lecho y al rodear aquellas piedras, era prácticamente el
único sonido que se oía en aquella profunda depresión.
En algunos lugares, a medida que penetraban en el espesor
del macizo montañoso adentrándose por la impresionante
quebrada, tuvieron que andar con cuidado de no mojarse, pues
por las paredes de roca resbalaban aquí y allá pequeñas corrientes
de agua, que venían a sumarse al riachuelo central. En otros
puntos, por el contrario, las paredes eran menos húmedas, y
daban albergue a una vegetación formada por densas frondas de
magníficos helechos de color verde obscuro.
Su marcha por aquel húmedo corredor natural se prolongó
por espacio de unos veinte minutos, durante los cuales Luis
permaneció silencioso, observando con asombro la insólita
naturaleza y disposición de aquel lugar. ¡Quién podría imaginar,
viendo el macizo montañoso desde la lejana selva yucateca, que
en su interior se pudiese engendrar aquel microclima! ¡Quién
podría tan solo llegar a suponer que en aquel valle oculto se
hubiese forjado, por el trabajo de erosión de las aguas, aquel
hermoso y profundo espacio natural! Había algo de irreal y
fantástico en todo aquello. Era evidente que el lugar existía: Luis
se hallaba en él, lo pisaba, lo veía, lo admiraba. Pero en su espíritu
se manifestaban sensaciones difíciles de describir. Tenía el íntimo
convencimiento de que si había podido llegar hasta allí era por
una sucesión de hechos que parecían responder a un plan
preconcebido. Sonrió al darse cuenta del alcance y significado de
sus propios pensamientos. ¿Quién podía haber previsto y
programado todo cuanto le había sucedido? ¿Los dioses? Pero...
¿es qué existen los dioses mayas?
Ixquimaná interrumpió los pensamientos de Luis. Tal vez
intrigado por el pensativo silencio en que veía sumido al joven, le
puso una mano en el hombro, y le miró con curiosidad.
-¿En qué piensas, amigo mío? ¿Dónde está tu espíritu en este
momento?
-¡Ay, Ixquimaná! ¡Que poderoso es el ambiente que se
respira en este valle! No sabría bien como explicártelo. Por unos
365
instantes me he sentido parte de un plan. He sentido que todo
cuanto nos ocurre está previsto y dispuesto por los dioses.
-Es que es así en realidad. No somos nuestros dueños, ni
tampoco nuestras vidas nos pertenecen. Nuestros chamanes nos
lo han enseñado: se hará siempre según su voluntad.
-Me refería a algo distinto. No sé como decírtelo... a algo
más cercano, más directo.
Balam-Acab, que venía siguiéndoles a escasa distancia, pudo
alcanzarles, pues los dos jóvenes se habían detenido mientras
conversaban.
-Nuestro joven sabio tiene una sensibilidad especial,
Ixquimaná, como ya te he hecho notar en otros momentos. No
es ahora la ocasión para explicaciones detalladas, Luis. Sin
embargo, quiero que sepas que esas sensaciones, esa vivencia de
estar al servicio de la voluntad de nuestros divinos y amados
benefactores me demuestran que eres poseedor de un alma
sensible. Solo un espíritu noble, dotado de un auténtico amor por
el conocimiento, lleva a un hombre a ser receptivo para esos
sentimientos. Es por ello que deseo que alcancemos pronto ese
lugar al que vamos, porque allí vas a ver, oír y conocer cosas que
te sorprenderán.
-¿Nos falta mucho aun?
-Muy poco ya. Apenas unos cientos de metros. Vamos.
Tal y como había dicho el sabio chamán, un poco más
adelante del punto donde se habían detenido brevemente para
conversar, alcanzaron finalmente el esperado lugar. De improviso
la profunda hoz se abrió, la húmeda cárcava se ensanchó
bruscamente, y se hallaron en un espacio abierto, levemente
iluminado por la luz que procedía, tamizada y difuminada, de lo
alto.
Frente a ellos se mostró una pared de roca adornada por
bellas esculturas dispuestas alrededor de una serie de grandes
aperturas. El trabajo llevado a cabo en el pasado para esculpir
aquel bellísimo frontal tuvo que ser de considerable dificultad,
366
pero el resultado tenía que haber dejado satisfechos y orgullosos a
los artistas que, tal vez durante años, trabajaron allí.
Lo más parecido a aquel lugar que recordaba Luis, era el
misterioso y bello pórtico de las ruinas de Petra, en la antigua
capital del reino de los nabateos, situada en un lejano valle entre
el mar Rojo y el mar Muerto. En realidad eran diferentes sus
esculturas, pues no había aquí frisos o columnas. Pero la
situación, la majestuosidad, la disposición del conjunto le
recordaba de una manera especial aquel otro lugar. Le ocurría
como cuando se ven dos cuadros de un mismo autor, sobre
temas distintos: se reconoce algo de similar en la fuerza expresiva,
o en el color, o en el trazo. Sin embargo... ¿Qué podía haber en
común entre unas ruinas situadas en la lejana Asía y aquel
hermoso y majestuoso muro lleno de esculturas? Era evidente
que sus autores no podían ser los mismos. En ese caso ¿a qué se
debía aquella familiaridad en el aspecto? ¿Por qué aquel conjunto
de esculturas en la pared rocosa que cerraba la profunda cárcava
le recordaban a Luis, de manera casi obsesiva, unas ruinas
situadas en Asía?
En realidad, la hipótesis de que las civilizaciones que
habitaron en el pasado lugares tan diversos como Mesoamérica,
Asia Menor, e incluso Egipto, hubiesen tenido acceso a una
fuentes de saber o de conocimiento comunes había sido
defendida en algunas ocasiones por ciertos historiadores, a los
que por ese motivo, precisamente, se les consideraba poco
'ortodoxos'. Era la suya una hipótesis tal vez descabellada,
inverosímil, improbable. Pero en ningún caso podía decirse que
fuese una hipótesis definitivamente falsa.
Luis recordó algunas de las más claras coincidencias entre el
arte y la cultura de los pueblos de la antigua Mesopotamia y otros
puntos del viejo mundo, y el arte de los pueblos mesoamericanos.
Un ejemplo muy claro lo constituían los zigurats, equivalente
sumerio de las bellas pirámides escalonadas de los mayas. Uno
podría pensar que el mismo maestro arquitecto adiestró a los
pueblos mesoamericanos, a los sumerios y a los egipcios, cuya
367
pirámide escalonada de Zoser, en Sakkara, antecesora inmediata
de las grandes pirámides de Gizé, respondía a un patrón similar.
Y ello sin olvidar los rasgos orientales y las vestimentas de
aspecto claramente asiático de muchas esculturas y altorrelieves
mayas. O las representaciones de seres con cabeza de elefante en
algunas estelas. O los coincidentes arcos en forma de uve
invertida, presentes en varios enclaves mayas, e idénticos a otros
encontrados en las ruinas de la antigua Micenas, en el
Peloponeso. Todo ello llevaba a pensar que, probablemente, los
artistas mesoamericanos y los artistas sumerios, cretenses y
egipcios, entre otros, tenían un nexo cultural histórico común en
un pasado muy lejano. Sobre este tema, precisamente, de ser
cierto lo que le había adelantado Ixquimaná el día que dieron su
primer paseo por el valle, su visita a aquel lugar podría resultar
muy esclarecedora.
Ixquimaná y Luis se habían detenido para admirar la amplia
y hermosa fachada de aquel santuario. Mientras tanto, BalamAcab se adelantó hasta situarse frente a la gran entrada principal,
situada en el centro del conjunto. No tardaron los dos jóvenes en
seguir los pasos del anciano chamán, y situarse junto a él, al pie
del arco esculpido que cerraba la parte superior de la entrada de
aquel formidable y bello lugar. Dieron unos pasos más, y
penetraron en el interior de un amplio espacio abierto en las
entrañas del macizo montañoso.
Diversos ventanales excavados en las parte más alta de la
fachada frontal permitían la entrada de la luz del día, de modo
que el amplio espacio interior estaba suavemente iluminado en la
parte más próxima a su entrada. Sin embargo, la parte más
profunda, en la que se veía el inicio de dos obscuros corredores,
estaba iluminada por unas teas o antorchas colocadas en soportes
fijados a las paredes. Guiados por el anciano se dirigieron hacia
allí. Mientras lo hacían, Luis contempló con asombro y
admiración que buena parte de las paredes interiores estaban
cubiertas por un gran número de hermosas esculturas, la mayoría
trabajadas en la propia piedra, en bajos y altos relieves y
368
dispuestas en numerosos grupos. Cada uno de ellos era, como si
se tratase del retablo de una iglesia románica, el relato o la
descripción de una serie de hechos del pasado. Comparados con
ellos, los glifos en estuco de la pirámide que viese en la selva días
atrás eran apenas una insignificancia. No obstante, por su singular
situación en aquel enclave - el 'umbral', como lo solían llamar en
el valle - aquellos debían tener un valor especial. Por el contrario,
la ornamentación de los muros de este lugar no trataba de
transmitir un mensaje intenso y resumido, sino que ofrecía una
serie de informaciones sobre numerosos hechos y
acontecimientos. Y por el carácter de algunos de los grupos
escultóricos, en ocasiones se trataba de hechos que podían
calificarse incluso de intrascendentes.
Llegados a la parte más profunda del recinto, junto la
entrada de los dos obscuros corredores, Balam-Acab se detuvo y
se dio la vuelta, elevando los brazos, para señalar todo el conjunto
de esculturas.
-Al igual que ocurriese en otras culturas y en otros pueblos,
parte de nuestra historia se ha perdido. Una parte de nuestro
pasado es obscura e incierta para nosotros. Incluso contando con
la ayuda de este venerable y sabio lugar, al que por su significado
conocemos como el Templo de la Memoria, muy poco sabemos
de lo que ocurrió en aquellos años de infortunio en los que
nuestro pueblo estuvo a punto de perecer. Sabemos que los
últimos supervivientes llegaron guiados hasta este valle de
refugio. Pasaron entonces decenios, tal vez siglos. Fueron
tiempos muy duros, de gran trabajo y esfuerzo. Hubo además en
aquellos días uno o más terremotos, lo que los hizo aun más
difíciles.
-Pero aquí, en Tulán Zuivá, vuestros antepasados estaban a
salvo. Tenían por fuerza que estarlo.
-A salvo estaban, sí.
-Sin embargo, en esas circunstancias... ¿Sufrieron también
el colapso cultural del fin del período clásico, ese declive brusco
369
cuyas causas no son bien conocidas, y que les llevó a perder un
status privilegiado de conocimiento y de sabiduría?
-Lo mismo fuera que dentro de este valle los tiempos fueron
muy duros. Sin embargo, hay una diferencia. Aquí, una vez
recuperados, hemos vivido a salvo de invasiones y de ataques,
hemos podido mantener la pureza de nuestra forma de vida, de
nuestra religión y de nuestras creencias.
-Pero vosotros tenéis que tenerlo...
-¿A que te refieres, Luis?
-Yo le comprendo, Ixquimaná. Luis se refiere al legado
cultural de nuestros antepasados.
-¡No puede haberse perdido! ¡Vosotros tenéis que ser sus
depositarios! ¡No puede ser de otro modo!
-No te apresures a sacar conclusiones, mi joven amigo. No
te quepa duda de que este lugar es aquel que has buscado con
esfuerzo e ilusión durante estos meses. Es cierto. Somos los
depositarios de una gran cantidad de conocimientos, de
formidables tesoros de sabiduría y de ciencia.
-¿Y donde están? ¿Aquí en este templo?
-Aquí en este lugar reside una parte de nuestro pasado y de
nuestra historia. Enseguida pasaremos al interior, y podrás
comprobarlo.
-Tiene razón Balam-Acab. Este lugar es nuestra escuela del
pasado, a la que acudimos todos para conocer la historia de
nuestro pueblo.
-Dejaremos que sean los sacerdotes los que te den luz sobre
el pasado de Tulán Zuivá, y sobre los tiempos anteriores, sobre el
pueblo que habitaba allá abajo en la selva y que halló refugio y
salvación en este valle. Vamos, entremos.
Balam-Acab se hizo a un lado, e indicó a los dos jóvenes que
le precediesen. Ixquimaná tomo del brazo a Luis, y guiándole le
llevó a través de un negro corredor. Con el anciano siguiéndoles a
corta distancia, caminaron poco más de veinte metros y de forma
súbita, al doblar un brusco recodo, apareció ante sus ojos un lugar
sorprendente, una amplia sala circular de unos quince metros de
370
diámetro. Sus paredes, a partir de una altura de unos diez metros
convergían hacia arriba en forma cónica hasta limitar un orificio
circular, por el que penetraba la luz del día. Aquellas paredes
estaban completamente recubiertas por una serie de urnas o
alacenas de piedra, divididas en varios segmentos por unos
tabiques horizontales, y cerradas por unas láminas o cubiertas de
un material transparente, similar al cristal. En su interior Luis
pudo distinguir, perfectamente conservados y cuidados, unos
rollos de un material cuya naturaleza no acertaba a situar en el
reino animal o en el vegetal. Podría tratarse de algo similar al
papiro o pergamino, o tal vez fuesen derivados de pieles de
animales, elaboradas de manera parecida a los famosos códices
mesomaricanos. Se los veía meticulosamente ordenados y
agrupados, clasificados en espacios delimitados por unos finos
tabiques de madera. En la escasa superficie de los rollos que
quedaba expuesta a la vista, se podían observar unos maravillosos
dibujos coloreados.
-Excepto por el hecho de que se hallan enrollados en vez de
plegados, uno diría que estos documentos son muy parecidos a
los códices.
-No vas desencaminado. Esta lugar o biblioteca está a cargo
de una de nuestras familias desde hace centenares de años.
Cuidan de los rollos, y en caso improbable de detectar deterioros,
los restauran mediante una técnica sólo por ellos conocida.
-¡Que interesante! Pero Balam Acab, los pocos códices que
escaparon a la ignorancia, el fanatismo o la codicia de los
conquistadores, no son rollos como estos.
-Explícale, Ixquimaná, lo que eran en realidad los códices.
-Estos rollos son todos documentos originales. Dibujados
sobre un material obtenido a partir del tallo de una planta
parecida al papiro y que tiene sus mismas propiedades, resisten
perfectamente el paso del tiempo. Cuando en ocasiones se
deseaba obtener copias, especialmente las destinadas a ser
enviadas a lugares lejanos, se utilizaba una material distinto,
obtenido de pieles curtidas, que permitían un fácil plegado. Y esas
371
copias son lo que habéis dado en llamar 'códices'. Y por ello se
encontraron siempre lejos de su origen.
-¿Qué contienen estos documentos?
-En realidad, aquí descansa buena parte de nuestra historia y
de nuestra cultura. Aquí, y en las mentes de los sabios sacerdotes.
-No te entiendo.
-En el interior del templo, donde pasaremos a continuación,
viven unos sacerdotes que, entre otras tareas, tienen a su cargo la
educación y formación de los jóvenes. Periódicamente los reúnen
y les relatan páginas hermosas de nuestra historia, aspectos de
nuestro pasado que no deben ser olvidados. Para ello, han
aprendido el contenido de los textos aquí almacenados.
-¿Lo han aprendido totalmente? ¿De memoria?
-Parece imposible, ¿Verdad? Bien, debo decirte que se trata
de los más capacitados de nuestros chamanes, y que solo alcanzan
la responsabilidad de esta tarea los más inteligentes, los
mentalmente más poderosos de entre todos los chamanes de
nuestro pueblo. Ellos son, además, los encargados de escribir
nuevos rollos que recogen los hechos que van acaeciendo, y los
incorporan al fondo cultural de la biblioteca. Por otro lado, creo
que en realidad no tienen en su memoria el total contenido de sus
escritos, de la misma manera que no tienen los profesores de las
universidades en su mente todo el texto de los libros. Pero
tendrías que oír alguna de sus pláticas: son maravillosas. Durante
varias horas mantienen a los jóvenes como encantados con el
relato vigoroso y claro de los hechos y de los conocimientos.
Luis se acercó a una de aquellas urnas. Permaneció unos
instantes mirando con atención aquellos documentos singulares.
En su superficie, los hermosos dibujos coloreados parecían tener
vida propia. Luis pensó en lo afortunados que eran los habitantes
del valle por poseer aquel conjunto de conocimientos puesto en
forma de glifos o escritura jeroglífica. Se volvió hacia Balam-Acab
e Ixquimaná, que le miraban en silencio, sonrientes, viendo el
profundo interés del joven arqueólogo.
372
-Creo, venerable maestro, que la existencia de estos rollos o
códices ha debido facilitar mucho la transmisión del acervo
cultural de vuestro pueblo, generación tras generación. Es
curioso, Ixquimaná. Esto os vendría a situar en un punto
intermedio entre los pueblos primitivos desprovistos de escritura
y los pueblos modernos con un lenguaje escrito asequible a todos
o casi todos los ciudadanos. Aquí tenéis la posibilidad de
mantener en un soporte escrito, por decirlo de alguna manera, la
cultura, la historia, el saber y las tradiciones del pueblo maya. Pero
al quedar reservado a unos pocos el conocimiento de la
interpretación de estos escritos, es precisa la presencia de los
"narradores de leyendas". Esa tarea les corresponde, a lo que veo,
a esos sacerdotes educadores que me habéis mencionado.
-A los que podrás consultar dentro de unos minutos, joven
curioso, impaciente por saber de nuestro pasado.- le contestó
Balam-Acab, con una sonrisa.
-¿Qué son los "narradores de leyendas"?
-Supongo, Ixquimaná, que Luis se refiere a algo parecido a
nuestros sacerdotes, los depositarios de la memoria.
-Supongo que sí. Muchas veces en mis clases de historia
antigua, al tratar del estudio de la prehistoria, he tenido la
oportunidad de exponer ese tema a mis alumnos y alumnas. Son,
o mejor dicho, fueron un elemento importantísimo en algunas
culturas y etnias primitivas desprovistas de escritura, y podemos
suponer que por extensión, jugaron un importante papel durante
decenas de miles de años entre los humanos de la prehistoria.
Imaginaos a los hombres del paleolítico inferior. Quiero decir, a
los seres humanos que poblaban lo que hoy es Asia y Europa,
hace tal vez cien o doscientos mil años. Pensad en sus tímidos
progresos culturales. Un tipo de piedra que se deja tallar más
fácilmente, una planta que debe ser evitada pues daña la salud, un
aspecto del cielo que permite presagiar la llegada de lluvias...
¡Cuántas veces algún antepasado nuestro hacía alguno de esos
descubrimientos, y su experiencia se perdía para siempre! Fue
necesario que se estructurase un lenguaje hablado lo bastante
373
completo como para poder transmitir de padres a hijos los
mínimos progresos de aquellos humanos primitivos. Por ello,
durante uno o tal vez dos millones de años, los primitivos
homínidos, los pitecántropos y demás familia, apenas progresaron
culturalmente. Fue preciso que determinadas áreas de sus
cerebros evolucionasen hasta permitir la articulación del lenguaje.
Llegado ese momento, la transmisión del mínimo saber adquirido
pudo llevarse a cabo, y lo que aprendía una generación podía ser
comunicado a la generación sucesiva. Y llegó un momento en que
los pueblos primitivos dispusieron de un acervo cultural
considerable. Y una parte importante de este acervo la constituían
los aspectos prácticos de la vida y del trabajo. Pero otra no menos
importante y que daba personalidad y enjundia a aquellos pueblos
era su cultura. Es decir, los primeros mitos, sus primitivas
creencias, y su historia. El ser conscientes de existir desde
antiguo, y tener recogidos en la memoria colectiva hechos
pasados, hazañas de algún tipo. El tener raíces y cultura propia,
en definitiva. Pues bien, llegado ese punto, la transmisión oral del
saber, de generación a generación, constituye una necesidad
fundamental y básica. Perder la cultura, olvidar las raíces,
significaría perder la propia identidad como pueblo. Y el conjunto
de leyendas, hechos pasados y mitos, debía transmitirse por la
tradición oral. Y fue entonces cuando en muchos pueblos
primitivos surgieron los "narradores de leyendas". En
determinadas épocas reunían a la tribu, y durante horas llevaban a
cabo los relatos épicos, recitaban las leyendas y rememoraban la
historia. Para ello, al igual que los chamanes para sus contactos
con los dioses, recurrían a estimulantes de origen vegetal, que les
abrían páginas de la memoria subconsciente y les conferían el
vigor y la resistencia necesarios.
-Sin embargo, con el descubrimiento de la escritura su tarea
dejó de ser importante.
-En realidad, debió de transcurrir mucho tiempo a medida
que iban pasando a lenguaje gráfico, cuneiforme, jeroglífico o del
tipo que fuese, todo su saber. Pero ciertamente, llegó un
374
momento en que pasaron el testigo, por decirlo de alguna
manera, a los escritores e historiadores, y estos fueron el
elemento capital en la transmisión del saber durante muchísimos
siglos, tal vez milenios.
-De todas maneras, estarás de acuerdo conmigo, Luis, en
que, aun en el presente, la tradición oral tiene gran valor.
-Ciertamente. Existe una sabiduría popular, existen unas
normas y tradiciones, que se transmiten de padres a hijos
generación a generación. Pero el grueso de los conocimientos de
un pueblo está seguro cuando ha sido depositado en los libros. Y
como yo te comentaba al principio, Ixquimaná, si el saber
depositado en las bibliotecas no es accesible directamente a todos
los que deseen estudiarlo, y la interpretación de los textos se
confía a una élite reducida, será preciso el papel de algunos
elementos de esa élite que lleven a cabo una tarea parecida a la de
los narradores de leyendas. Con la diferencia de que podrán a su
criterio cribar la información, y transmitir aquello que les parezca
conveniente y guardar para ellos aquello que crean que les puede
conferir ventaja sobre el pueblo en un momento dado.
-Puedes estar seguro de que nuestros nobles sacerdotes
custodian el saber para el bien de todo Tulán Zuivá.
-¿Pero fue así en toda vuestra historia?
-¿A que te refieres?
-Algunos estudiosos opinan que, al menos en algunas de las
ciudades o reinos mayas, la clase sacerdotal dominante abusó en
exceso de su poder, y acabó exacerbando en tal forma a las clases
humildes y campesinas, que estas se revelaron.
-Dices bien, Luis. Así ocurrió en numerosos reinos. Sus
gobernantes y sus jefes religiosos dejaron de lado los nobles
consejos emanados de la bondad de los dioses. Ello precipitó su
caída y fue su perdición. Pero nuestro pueblo, nuestra
mancomunidad, mantuvo su fidelidad a todas aquellas normas
que el hijo de nuestro venerado Tepeu Gucumatz nos enseñó
hace muchísimo tiempo.
-¿El hijo de Tepeu Gucumatz? ¿A quien os referís, maestro?
375
-A Gucumatz, el civilizador. Pero frena, joven sabio, por
unos instantes tu curiosidad. Penetremos un poco más en estos
nobles lugares. Vas a poder recibir una adecuada respuesta a
muchas de las cuestiones que surgen en ti en este momento, de
boca de los depositarios de la memoria. Vamos. Guíanos,
Ixquimaná.
Tal y como le pedía el anciano, Ixquimaná se dirigió a una
pequeña puerta situada en el otro extremo de la sala circular.
Balam-Acab posó su mano en el brazo de Luis y le invitó a
continuar el camino.
376
II
Las sorpresas que aquel lugar iba ofreciendo a Luis, a medida
que avanzaban por los profundos corredores, no parecían haber
concluido. Las dos estancias que habían visitado le habían llenado
de confusas y contradictorias sensaciones. Si bien todo parecía
indicar que aquel era el lugar al que tanto había deseado llegar, iba
creciendo su sospecha de que las cosas no eran totalmente como
él hubiera esperado que fuesen. Estaba en el lugar de la leyenda,
pero aquel no parecía ser el lugar de la leyenda. Se hallaba en el
refugio de los depositarios de los tesoros, del legado de la ciencia
y el saber del magnífico pueblo maya del pasado, pero aquellas
buenas gentes de Tulán Zuivá no parecían poseer conocimientos
mucho mayores que los de los mayas yucatecos, los lacandones o
los cakchiqueles. Sin embargo, si bien allí casi todo era igual, casi
todo era, al mismo tiempo, diferente. Las viviendas, su
decoración y los enseres domésticos eran una interesante muestra
de adaptación al siglo XX de las formas y estructuras del pasado.
Tenía aun fresco en la memoria el momento en que despertó en
el interior de la vivienda de sus nuevos amigos. Aquella sensación,
que por unos instantes le hizo sospechar que había sido
trasladado a una aldea maya del pasado, se debió a que a través de
los siglos, y al abrigo del recóndito valle, habían conservado sin
apenas cambios las formas de sus objetos cotidianos. Aunque,
como luego pudo comprobar, habían mejorado mucho en su
estructura, su acabado, y en el manejo o proceso de los
materiales. Lo mismo ocurría con el entramado social y religioso
de Tulán Zuivá. La existencia de los dos consejos, el religioso y el
social, y la figura del rey o Halac Vinic, reproducían fielmente el
sistema de gobierno de los reinos mayas del pasado. En este
sentido Luis estaba seguro de que el pueblo que le había acogido
procedía de un grupo, reino o colectivo muy peculiar. No le cabía
duda de que en el pasado habían constituido una excepción entre
los diversos reinos de la zona. Y Luis creía entender que,
precisamente, el mantener su fidelidad a aquella serie de normas y
377
principios que les distinguían estuvo a punto de ser la perdición
de aquellas gentes. Pudo ser también, sin embargo, la razón que
les llevó a ocultarse en aquel maravilloso refugió.
-¡Maestro Balam-Acab! ¡Ixquimaná! Bienvenidos seáis. Y tu
también, joven extranjero, que lleno de dudas e interrogantes
acudes a nosotros. Sí, es cierto que sabemos poco más o menos
lo mismo que nuestros primos los lacandones. Pero hay una
pequeña diferencia, un leve punto que nos distingue: nosotros
somos los depositarios de las claves que en su momento
permitirán el acceso a esos tesoros de saber y de conocimiento.
Justo en su momento, amigo mío.
Luis se detuvo, asombrado. Le había sorprendido la brusca
aparición de un diminuto monje, vestido con una túnica de color
rojizo, y cuya cabeza, desprovista de cabello, cubría tan solo en
parte un pequeño gorro circular. Pero más que la aparición de
aquel hombrecillo, cuya simpática faz surcaban por todas partes
innumerables arrugas, lo que más le había sorprendido era el
modo en que, con su salutación, parecía haber descubierto el
curso de sus propios pensamientos.
-No te extrañes, joven extranjero. Los que aquí habitamos
tenemos la fortuna, o tal vez el infortunio en ocasiones, de poder
leer con facilidad las mentes de los demás. Y cuando alguien llega
hasta aquí, como tú, con la profunda excitación que el interés y la
curiosidad producen en el estudioso y con la exaltación del ánimo
que despiertan estos lugares, resulta muy sencillo sintonizar con
sus pensamientos.
-Estás, Luis, ante el más anciano de los maestros, ante el más
antiguo de los depositarios de la memoria. Nuestro venerable y
estimado hermano Huncahvitz. Sus poderes mentales son
considerables, pero has de tomártelos con cierta reserva. Como
hombre anciano, dotado de gran experiencia, y como gran
conocedor de la naturaleza humana, es capaz de romper el hilo de
nuestros pensamientos con acertadas consideraciones. Pero ello
es en buena parte el fruto de su aguda capacidad de observación.
378
-Quiere ello decir que deduce de nuestras expresiones, de
nuestro rostro, de nuestra actitud, aquello que con toda
probabilidad estamos pensando.
-Bien dices, Ixquimaná. Estaba enterado de la llegada de este
joven, y sabía de sus inquietudes, por haberme hablado de él
Balam-Acab. Al verle llegar, mirando en todas direcciones, unos
momentos con admiración, otros con expresión de duda e
incredulidad, ha sido muy sencillo intuir lo que ocupaba su mente
en aquellos momentos. Pero, pasad, pasad todos a nuestra casa.
Venid, amigos. Entrad todos en nuestro lugar de sabiduría y de
reflexión.
Siguiendo al hombrecillo franquearon un amplio dintel, de
un par de metros de altura y otros tantos de anchura, por el que
surgía una luz amarillenta y oscilante. Y vinieron a dar a una gran
sala circular, cuyo alto techo casi no podía distinguirse, a la luz de
las teas que ardían en diversos puntos del perímetro de aquel
lugar, interrumpido por la existencia de dos puertas,
diametralmente opuestas. Una, la que les había llevado hasta allí, y
la otra, situada en el otro extremo, a unos quince metros. A
medio camino entre ambas puertas, en el centro geométrico de la
sala, se había colocado una curiosa mesa redonda de piedra. En
realidad se trataba de una corona circular, con un pequeño
espacio abierto en un lateral, que permitía penetrar en su abertura
interior, de un par de metros de diámetro.
A ambos lados de la mesa, ocupaban buena parte de la
superficie de aquella sala circular una serie de bancos de madera
concéntricos, que daban a todo el conjunto el aspecto de un aula
o clase de una antigua universidad medieval. Desde el espacio
interior de la mesa central, un hipotético profesor podría dirigirse
fácilmente, sin apenas moverse, a cualquiera de los alumnos que
tuviese sentados a su alrededor. Pero en este momento, los que
ocupaban aquel espacio eran tres chamanes, tan menudos y
ancianos como el que les había guiado hasta allí, que se hallaban
dialogando entre ellos en animada conversación.
379
En cuanto les vieron llegar, los tres ancianos, de aspecto
bondadoso, y vestidos con sencillas túnicas de color gris, se
dirigieron hacia ellos con claros signos de alegría.
-Balam Acab, maestro. Seáis bienvenido.
-Sean bienvenidos, también, el joven Ixquimaná y el joven
extranjero.
-Habéis llegado, tal y como dijo Huncahvitz, con la
curiosidad y la humildad del que anhela el conocer. El más sabio
es aquel que conoce bien que lo que sabe es insignificante, si lo
compara con lo que le queda por aprender.
-He aquí los otros depositarios de la memoria. Forman, con
Huncahvitz, un formidable equipo de historiadores. Ellos, mejor
que yo, podrán informarte del origen, la historia y el significado
de nuestro pueblo.
-Bien dice el venerable maestro. Pero pasad, pasad a
nuestros aposentos, y acompañadnos en nuestra comida.
Mientras comemos, y luego en la sobremesa, podremos ofrecerle
al joven extranjero aquella información que creemos que espera
obtener de nosotros.
380
III
La comida en compañía de los cuatro ancianos, y de BalamAcab e Ixquimaná, resultó sumamente agradable. A parte de las
tortillas de maíz, omnipresentes en todos los ágapes en aquellas
tierras, el grueso de la colación consistió en un abundante plato de
productos vegetales, y un gustoso queso fresco de hermoso color
blanco. Y como bebida, un excelente vino de escasa gradación.
Llegó un momento en que todos, satisfechos y a gusto, se
recostaron en el respaldo de sus sillas respectivas. Tenían frente a
ellos un excelente café caliente, y permanecían en silencio,
disfrutando de la suavidad de la agradable sobremesa. Y Luis, con
esa especial sensación, que en ese tipo de situaciones nos hace
que veamos todo como desde el interior de nosotros mismos,
tuvo la curiosa percepción de que aquel cuadro le resultaba
familiar. En realidad le recordó una experiencia que, salvando las
diferencias, tenía mucho en común con la que vivía en aquellos
momentos.
Había sido el pasado verano. Durante un breve viaje de
turismo con dos compañeros de la facultad, solteros como él,
había pasado unos días en una pequeña isla del mar Egeo, la isla
de Sérifos. Un atardecer, decidió subir la empinada cuesta que
desde el puerto de la isla conduce hasta la pequeña aldea de
Livadakia. La aldea en cuestión no es más que un hermoso
conjunto de viviendas encaladas, en las que el blanco brillante de
las paredes contrasta alegremente con el rojo de los tejados.
Intercaladas entre las casas se cuentan como tres o cuatro
pequeñas iglesias. Por su situación en lo alto de una colina, el
pequeño pueblo domina la gran bahía por la que el puerto de
Sérifos se abre al mar Mediterráneo. Alcanzó las primeras casitas
de la aldea tras un fatigoso trayecto de más de una hora, a lo largo
del cual había podido en dos ocasiones refrescarse con el agua
que brotaba, al accionar sus grifos, de unas fuentes
estratégicamente situadas junto al sendero. Una pequeña callejuela
le condujo hasta el centro del pueblo. Allí se encontró en una
381
plazoleta rectangular, frente a una bella iglesia encalada, cuya
puerta permanecía entreabierta. A un lado de la puerta, en un
banco de madera, dos ancianas tomaban el sol del atardecer.
Recordaba perfectamente que les preguntó si la iglesia se podía
visitar, y a pesar de que le contestaron con una sonrisa e
inclinando con amabilidad el rostro, en realidad no estaba seguro
de que le hubiesen entendido.
Recordaba igualmente la agradable mezcla de olores del
interior de aquel pequeño templo, en el que se fundía el perfume
de la brisa del mar con el aroma de la cera y el incienso. Y
recordaba como, nada más entrar, había entablado conversación
con un simpático pope de largas barbas blancas, tocado con el
tradicional sombrero de los ministros de la iglesia ortodoxa, y
cubierto con una especie de sotana de color negro, ceñida por la
cintura con un grueso cordón gris anudado, del que pendía un
rosario de cuentas de madera, con un crucifijo. De unos
cincuenta y cinco o sesenta años, resultó ser un agradable
conversador y una excelente fuente de información. Sin duda, lo
que hacía más similar aquel encuentro con la situación presente
era el hecho de que Luis, aquel anochecer, acabó cenando,
invitado por el amable pope, en un fresco patio, bajo unas parras,
frente a una magnífica puesta de sol sobre el azul del mar. Y ¡qué
coincidencia!, la cena consistió en una abundante ensalada con
tomate, lechuga, escarola, endibia, aceitunas y pepino, un
magnífico queso fresco, y unos buenos tragos de retsina, aquel
agradable vino helénico de color ambarino. Y si bien es cierto que
el 'somí', el inefable pan de las islas del Egeo no estaba presente
en Tulán Zuivá, las tortillas de maíz lo substituían perfectamente.
El pater Georgios, como se hacía llamar aquel hombre,
resultó ser, como el propio Luis, un amante de la historia. Aquel
anochecer mantuvieron una animada conversación, un poco en
italiano, un poco en francés y un poco en inglés. En sus relatos,
aquel bondadoso pope le llevó en un viaje a través de los siglos,
hasta los tiempos del propio Homero. Oyéndole, no le costó
imaginarse al joven Perseo, que cuidado por Danae, su madre, y
382
adiestrado por Dictis, el pescador, crecía hasta hacerse un
hombre en aquella pequeña porción de tierra. Por su parte, Luis
tuvo la oportunidad de explicarle muchas cosas del mundo actual,
del presente, ya que, al parecer, en aquel paradisíaco rincón del
Mediterráneo oriental, aquel buen hombre estaba algo anclado en
el pasado.
Luis llevó su taza a los labios, y un gesto de sorpresa le
estremeció por un instante. Se había desplazado en sus
pensamientos a aquella lejana islita, y cuando pensaba que iba a
degustar un café griego -aquel café a la turca, poco cargado y sin
colar- inundó su boca el recio y fuerte sabor de una infusión
negra y aromática de café mesoamericano. Acabaron de traerle de
nuevo al presente las palabras del anciano Huncahvitz.
-Ha llegado el momento, joven extranjero. Si estás dispuesto,
acaba tu café, y pon, después, mucha atención a nuestras palabras.
Vamos a hablarte de nuestro pasado, de nuestro presente, y de
como todo ello se relaciona con nuestro futuro.
-Cuando ustedes lo deseen pueden empezar.
-En primer lugar, voy a pedirte que imagines un país
montañoso, un altiplano en el que fértiles valles son regados por
el deshielo de las nieves de altísimas cumbres. En esos valles
vivían, hace ahora de ello miles y miles de años, nuestros
antepasados. En los frondosos bosques de aquel alto territorio
nuestro venerable benefactor, el corazón del cielo y la tierra, el
todopoderoso Kakulhá Hur-Akán, vertía en forma abundante sus
relámpagos, de modo que el fruto de su espíritu estaba fácilmente
a la disposición de los primeros ah konoobs de nuestro pueblo.
-Puedo imaginar tal país. Seguid, por favor.
-Al sur de las grandes formaciones montañosas se extendía
un vasto territorio, surcado por algunos ríos muy caudalosos. En
esas tierras abundaban unos animales de gran tamaño, dotados de
dos poderosos colmillos de marfil, y una característica trompa.
Estos animales eran muy útiles a los habitantes de aquellos
lugares, que los utilizaban para transportar cargas y, en ocasiones,
a las propias personas.
383
-Tal y como me los estáis describiendo, vuestro pueblo
debió ocupar una zona próxima a la gran cordillera del Himalaya,
tal vez algo al norte de la misma. Y ese país situado al sur de los
montes... ¡podría muy bien tratarse de la India!
-Sabemos que nuestros antepasados ocupaban unas tierras
situadas, muy posiblemente, tal y como tú mismo has dicho, en el
continente que llamáis Asia, cerca de la India. Allí se formó hace
decenas de miles de años nuestro linaje como humanos.
-Según lo que me decís, allí habría que buscar el primitivo
valle de las siete cuevas. ¿Fue allí donde llegaron guiados por los
dioses vuestros primeros padres con sus esposas?
El anciano Huncahvitz sonrió, arqueando las cejas de una
manera que casi podría calificarse de pícara, y dirigiéndose a los
otros más que al propio Luis, comentó:
-Ya os lo he dicho muchas veces. El chapucero indecente
que recopiló los mitos del Popol Vuh ha llenado de confusión a
los estudiosos. Mira, joven, ¿cómo podría explicártelo? Ten en
cuenta que todo aquello que conoces de la historia y el pasado de
nuestras gentes lo has obtenido de textos, leyendas, relatos y otras
fuentes que tienen el inconveniente de haber sido escritos o
recopilados muchos cientos de años después de que nosotros, los
depositarios de la historia auténtica, nos ocultásemos de los ojos
del mundo exterior. El mismo Popol Vuh fue escrito, según
tengo entendido, en el año 1550 de vuestra cuenta.
-¿He de pensar que, según vuestras palabras, el Popol Vuh
no es una fuente digna de crédito?
-Contiene grandes errores en la cronología, y también en
ciertos conceptos. Los cuatro patriarcas que desposaron y, con
sus esposas se dirigieron a colonizar una tierra llamada Tulán
Zuivá, simbolizan al conjunto del pueblo, que en un momento
dado, fue llamado a marchar de las tierras que ocupaba, para
buscar un nuevo asentamiento a miles y miles de quilómetros. En
el Popol Vuh se mezcla este hecho con algo ocurrido mucho
antes, con la propia creación del género humano. En cualquier
384
caso, aquí, en Mesoamérica, se hallaba la tierra que los dioses
tenían reservada a nuestros antepasados.
-¿Puedo hacer un comentario?
-Por supuesto, Ixquimaná.
-Yo querría, Luis, que pienses por un momento en otra
historia, en otros mitos. Piensa en el Antiguo Testamento de vuestra
religión, en el hermoso libro que llamáis el Génesis. ¿Tomarías al
pie de la letra cuanto allí se dice sobre Adán y Eva y sobre el
paraíso?
-Entiendo muy bien lo que quieres decir. El Génesis, al igual
que el Popol Vuh, no son sino relatos destinados a transmitir de
forma sencilla y simplificada unos procesos que ocurrieron hace
muchísimo tiempo, y que se produjeron de manera lenta y
gradual a lo largo de muchos siglos. En una región de Asia, que
posiblemente se correspondería con la actual Mesopotamia, se
produjo hace uno o dos millones de años el gigantesco salto del
simio al humano primitivo. Y sin duda que ello ocurrió de manera
lenta, precisando cambios evolutivos y conductuales que
implicaron a muchas generaciones de primates.
-Exactamente. Adán y Eva son la simplificación de un
proceso que ocurrió a muchísimos pre-homínidos, a lo largo de
un período muy largo de tiempo. Del mismo modo BalamQuitzé, Balam-Acab, Mahucutáh e Iqui-Balam, junto a sus
esposas, representan a un gran colectivo humano que, como ha
aclarado muy bien Huncahvitz, viajó a lo largo de muchas
generaciones, buscando una tierra prometida, aquí en
Mesoamérica. El error del recopilador que dictó el Popol Vuh,
perdonable por otra parte, es el de mezclar esos hechos con los
de la creación.
-Debo confesaros, maestro Balam-Acab, que cuando oí
vuestro nombre por vez primera, pensé que vendría a ser como si
en nuestra cultura os llamaseis Adán. Ahora sé que estaba
equivocado. Posiblemente, el nombre que lleváis correspondería
más bien al de Moisés.
385
-Creo, Ixquimaná, que tus aclaraciones han sido muy
oportunas. Retorna, por favor, Huncahvitz, al punto en que
dejaste el relato.
-Balam-Acab tiene razón, continuad por favor.
-Bien, bien. ¿Por donde íbamos? Uhmm... Sí. El gran viaje, el
éxodo. Aunque resumido y condensado en el Popol Vuh y en
nuestras tradiciones como la emigración de los cuatro patriarcas,
fue sin duda algo más duradero. Tal vez te estarás preguntando el
por qué de ese gran periplo. Es cierto que a partir de un foco de
irradiación, situado entre la cuenca de dos grandes ríos, al sudeste
del territorio ocupado por nuestros antepasados, la cultura y la
civilización se habían extendido como una pacífica y generosa
mancha de aceite. No cabe duda de que con el devenir de los
siglos habían surgido diversos reinos florecientes en una amplia
zona de aquel gran continente, de uno a otro de los vastos
océanos que lo limitaban a poniente y a oriente. Sin embargo,
ocurrió que, de acuerdo con lo que parecen ser las leyes
inexorables que marcan la evolución de los pueblos, aquellos
reinos envejecieron. Se debilitó su poder, se olvidó su ciencia, se
degradó la pacífica convivencia entre unos y otros. A medida que
se consumía lo mejor de su juventud en sucesivas guerras y
reyertas, se iba instalando en ellos una moral decadente.
Y fue entonces cuando Tepeu Gucumatz habló por medio
del espíritu de su hermano, el gran Kakulhá Hur-Akán. Los
dioses tenían reservada para nuestros antepasados una tierra en la
que iniciar un nuevo ciclo vital. Ninguno de los componentes de
aquella generación que emprendió el singular y larguísimo camino
llegaría a ver aquella tierra. Pero partieron con un gran
entusiasmo, natural en aquellos que, por una parte seguían los
dictámenes de su bondadoso creador, pero que además veían la
posibilidad de abandonar una región en la que la existencia se
había convertido en algo casi odioso.
Y así fue como un buen día, hace de ello unos cinco o seis
mil años, nuestros antiguos antepasados llegaron a estas tierras de
Mesoamérica. Alcanzaron esta región tras un largo viaje, en el que
386
se sucedieron múltiples generaciones que fueron tomando el
relevo en la tarea de llegar a la tierra prometida por los dioses.
Para alcanzar su destino final tuvieron que desplazarse
atravesando unas veces con dificultad por espesos bosques,
escalando en otros tiempos escarpadas y elevadas cumbres
cubiertas de nieves perpetuas. No faltaron en su camino ríos
caudalosos, profundas y casi infranqueables fallas del terreno, o
extensos e inhóspitos campos de superficie helada. Hicieron altos
en el camino para tomar nuevo ímpetu, y muchas veces estos
altos se prolongaron por espacio de años o décadas. Algunos de
ellos se adaptaron a los lugares escogidos para esas paradas, e
hicieron de ellos su vivienda, su hogar. De esa manera fueron
colonizando diversas tierras a lo largo del inmenso trayecto. Y de
ese modo fueron dejando, en una extensa y vasta región, no solo
huellas de su cultura sino también pueblos enteros formados a
partir de aquellos grupos de colonos.
Sin embargo, ese prologado éxodo, ese periplo duro y
agotador, dejó a nuestro pueblo, por decirlo de algún modo, en
un estado de gran extenuación. Tan solo llegaron a las tierras
prometidas aquellos pocos que habían tenido el coraje y el valor
de seguir adelante una y otra vez, a pesar de los peligros que en
algunos momentos les habían cerrado el paso, y pese a la
tentación que habían supuesto en otros momentos los hermosos
lugares hallados en la ruta.
Se instalaron definitivamente en esta vasta región, y tuvieron
que comenzar de nuevo a edificar su civilización. Pero no
estuvieron solos en esa tarea. Para conseguir un nuevo sistema
social justo, productivo, autosostenible, civilizado y culto, en el
que los valores primordiales fuesen el respeto a los demás, a su
vida y su libertad, nuestro padre, nuestra madre, nuestro creador,
nuestra hacedora, Tepeu Gucumatz nos envió a su propio hijo,
Gucumatz el civilizador.
-Perdonad que os interrumpa de nuevo. En el estado actual
del conocimiento que yo tengo sobre el pasado del pueblo maya,
387
considero que Gucumatz podría ser el equivalente de Kukulkán o
Quetzalcoalt, la serpiente con plumas. ¿Es así, verdad?
-Dices bien, joven extranjero. Fue tan profunda y tan
significativa la huella que el benefactor dejó en nuestro pueblo,
fue tan grande el alcance de sus obras y de sus enseñanzas, que su
recuerdo se ha mantenido con un vigor extraordinario a pesar del
paso de los siglos. Es en ese punto en el que mayor rigor y
veracidad tienen los mitos y las tradiciones. Sabemos que llegó un
buen día, a poco de instalarnos en estas tierras, procedente de la
región del sol naciente, navegando sobre el vasto océano en una
embarcación que parecía deslizarse sobre el agua sin mojarse.
Tenía el aspecto de un hombre sabio y venerable de tez blanca y
poblada barba. Llegó acompañado por otros de aspecto similar, y
permaneció durante largo tiempo entre nosotros. A parte de una
gran cantidad de útiles enseñanzas sobre la construcción de
edificios, sobre arquitectura, sobre cultivos, regadío y cría de
animales, nos enseñó a vivir en paz, y a amar esa paz y tenerla
como un valor supremo. Nos enseñó a rechazar la violencia, y
considerar la vida, el honor y la libertad como valores
fundamentales de los individuos. Nos enseñó a rechazar la
muerte de los seres humanos y de los animales en los sacrificios.
Nos legó un conjunto de sabios preceptos y normas, que siguen
constituyendo el núcleo principal de nuestro actual sistema de
leyes, que condena los sacrificios, a excepción de las ofrendas de
frutas y flores.
El anciano Huncahvitz hizo una pausa en su relato, para
llenar de nuevo su taza de café. Otro de los ancianos chamanes
depositarios de la memoria aprovechó aquella pausa para decir
alguna cosa.
-Todo cuanto somos, todo aquello que sabemos, cuanto
poseemos, se lo debemos al gran patriarca, el gran civilizador. En
aquellos escritos ideográficos que guardamos en nuestra
biblioteca... por cierto, ¿se la habéis mostrado al joven extranjero?
-Estuvimos allí antes de unirnos a vosotros.
388
-Pues bien, su aspecto se halla plasmado en diversas
ilustraciones contenidas en aquellos escritos. Era un hombre
blanco, de cuerpo robusto, de frente ancha, con los ojos grandes
y una larga barba, así como un abundante cabello lacio. Vestía, en
general una larga túnica blanca que le llegaba a los pies. Muchos
consejos nos daba, muchas normas enseñaba. Pero, por encima
de cualquier otra cosa, condenaba los sacrificios con víctimas
humanas. Y alababa siempre la paz, como un bien supremo y
deseable. Por ello algunos le conocen como el Señor de la Paz.
-Sabemos de tu profundo interés por la historia de nuestro
pueblo. Lo cual te agradecemos. - Huncahvitz dijo esto con una
sonrisa amable que acentuó sus muchas arrugas.- Sabemos
también de tu sólida preparación y tus conocimientos sobre ese
tema. Poco más debo decirte, pues, sobre Gucumatz, el señor de
la luz, la sabiduría y la cultura, el gran organizador, fundador de
las ciudades, legislador y maestro de la ciencia del calendario. Tan
solo aportarte la certeza de que existió, y dejar claro ya desde este
momento que nuestro pueblo, que colonizó esta región del sur de
Yucatán hace más de cinco mil años, mantuvo siempre una fiel
observancia de sus enseñanzas. Y aunque llegó un día en que
Gucumatz hubo de partir hacia el lugar de donde procedía,
prometiendo solemnemente regresar en tiempos venideros, nos
dejó tan sólidamente grabado su legado, que los habitantes de
esta región del sur de Yucatán, los que formábamos la
mancomunidad de doce ciudades de la que ya te ha hablado
Ixquimaná, nos mantuvimos siempre fieles a cuantas normas nos
enseñó. Después, como consecuencia de ello, vinieron siglos y
siglos de progreso y pacífica convivencia entre nosotros. Y
también, al menos durante un tiempo, con otros reinos y
comunidades.
-Sin embargo, hay una parte obscura y triste del pasado. La
marcha de Gucumatz marcó, por decirlo de algún modo, el final
de una época.
-En realidad, durante mucho tiempo el liderazgo de
Gucumatz y el fruto de sus enseñanzas, un orden social justo y
389
una paz que permitía el progreso sin sobresaltos, se extendieron
en todas direcciones, y estas tierras albergaron pueblos prósperos
y pacíficos desde los lejanos terrenos del norte, donde se
asentaban los anasazii, hasta el estrecho istmo que nos separa del
gran continente austral americano. Tentaciones imperialistas,
ciertas mezquindades y pequeños intentos dictatoriales eran
adecuadamente encarrilados y eliminados por el peso moral del
gran pacificador, Gucumatz el civilizador.
-Durante aquellos tiempos prósperos, la benefactora
presencia de Gucumatz y sus ayudantes fue consolidando en
nosotros las que constituyen las bases de nuestra religión.
Supimos que aquel ser magnífico y bondadoso había sido enviado
por su progenitor, el que todo lo puede, nuestra creadora, padre y
madre a un tiempo de todo lo existente. Entendimos muy bien
que, si por amor a nosotros, Tepeu Gucumatz había enviado a
este mundo terrenal a su propio hijo, el mensaje que nos
transmitía con ese hecho era incontestable y diáfano: un mensaje
de amor. Y esa era en esencia la doctrina de Gucumatz, el amor.
Amándonos los unos a los otros, y amando la obra de nuestro
creador, la naturaleza y la vida, responderíamos a su gesto, y
encontraríamos, además, el camino para el progreso y la
convivencia civilizada entre los pueblos. Y de ahí surgió en
esencia el núcleo de nuestro panteón maya, cuyas divinidades son
seres ligados a fuerzas y poderes de la naturaleza.
Desgraciadamente, vinieron malos tiempos. Han pasado
tantos años, que los recuerdos que tenemos son confusos. Sin
embargo, tenemos muy claro que del lejano septentrión, de las
tierras de los hiperbóreos, llegaron unas gentes que eran el
contrapunto de Gucumatz y los suyos. Esas gentes, belicosas,
eran escasas en número, pero las lideraba un hombre cruel,
dotado de poderes mágicos que recibía de los malos espíritus. Él
y los suyos eran hombres combativos, violentos y de aspecto
terrible. Adoraban a dioses de guerra, muerte y desolación, a los
dioses de la obscuridad y el caos. Despreciaban aquello que
390
Gucumatz enseñaba, se burlaban del arte, de la paz, del amor, del
progreso y de la concordia entre los pueblos.
Durante algún tiempo se mantuvieron en una región situada
al norte del actual Méjico, al sur de lo que llaman hoy Texas, y
entre el golfo de Méjico y la que se conoce como Sierra Madre
oriental. Sin embargo, muy pronto iniciaron una expansión hacia
el sur, tratando de imponer, por allí donde pasaban, sus creencias,
su manera de vivir, su espíritu belicoso y el culto a sus crueles
divinidades, que exigían vidas como sacrificio.
La presencia de Gucumatz y los suyos les frenó. Y ello fue
así durante mucho tiempo. Gucumatz, que tenía ya pensado
marchar, decidió prolongar su estancia entre nosotros. Y gracias a
ello, cuando llegó el momento en que aquel gran hombre tuvo
que partir, la huella de su presencia y el significado de sus
enseñanzas fueron lo bastante fuertes como para que todos los
pueblos de Mesoamérica supiesen siempre en el futuro cual era el
camino correcto, cual era la forma adecuada de vivir, y quienes
eran los dioses del amor y la naturaleza, a los que merecía la pena
servir.
Y aunque la semilla del mal, arrojada en esta tierra por
aquellos seres hiperbóreos, creció en algunos lugares, el recuerdo
de Gucumatz quedó como grabado a fuego entre los habitantes
de esta región. Y nada pudieron entre nosotros los intentos de
introducir el culto al malévolo dios de la obscuridad y la muerte,
al que en tiempos posteriores se ha venido en llamar Tezcatilpoca
el maligno.
-Y durante siglos permanecimos, en esta parte del sur de
Yucatán, alejados en la distancia y en las costumbres de aquellos
que habían abandonado las enseñanzas de Gucumatz.
-¡Qué magníficos tiempos aquellos! Sabemos que fue
considerable el progreso en la ingeniería y la arquitectura, en la
astronomía y en las matemáticas, en la filosofía y las artes.
Sabemos también que los conocimientos que llegaron a tener
nuestros antepasados sobre los seres vivos, animales y vegetales,
fueron extraordinarios. Sobre la base de las enseñanzas de
391
Gucumatz, quien según sus propias palabras, había medido la
tierra, alcanzaron un elevado nivel de civilización y de sabiduría.
Los ancianos callaron. Huncahvitz observó a Luis, que les
miraba con incredulidad, con una interrogación en la mirada.
-¿Dudas de nuevo, como esta mañana? ¿Te estás
preguntando si es posible que nosotros poseamos el legado de
todo ese tesoro de saber, de ciencia y de conocimiento, que se ha
dado por perdido? Pronto vamos a llegar a ese punto en nuestro
relato. No obstante, como ya te adelanté en mis primeras palabras
cuando hoy nos conocimos, has de entender que nosotros somos
los depositarios de las claves que en su momento permitirán el
acceso a esos tesoros. Pero ese momento aun no ha llegado.
-Creo que ahora deberíamos narrarle al joven extranjero la
sucesión de hechos que en unos tiempos desgraciados llevaron a
nuestro pueblo a estar a punto de ser exterminado.
-Aquellos tiempos en los que coincidieron tantas
circunstancias desgraciadas. El clima adverso y la llegada,
prácticamente por sorpresa, de las hordas del septentrión.
-Cierto, cierto. Veamos... durante mucho tiempo fuimos
conscientes de que en el norte vivían pueblos de los que nos
separaban abismales diferencias sociales. La verdad es que, por lo
que sabemos, a nuestros antepasados no les preocupaba gran
cosa que en otros lugares a cientos o miles de quilómetros
existiesen reinos en los que la práctica de los sacrificios humanos
fuese cosa habitual. En estas tierras mesoamericanas, y en
aquellos siglos, tener conflictos con gentes tan alejadas era casi
tan improbable como tenerlos con los habitantes de la luna.
-Además, hay que tener en cuenta que el conjunto de las
doce ciudades que formaban nuestra comunidad se sentía
razonablemente fuerte. Y por otro lado, nuestros vecinos más
próximos, los reinos o ciudades situados en un radio de
trescientos o cuatrocientos quilómetros, podían considerarse
pacíficos, y veneraban como nosotros a Tepeu Gucumatz.
-Utilizando un lenguaje del siglo XX, podemos resumir el
caso diciendo que en todas estas tierras del sur de Mesoamérica
392
existían una serie de pueblos, reinos o ciudades, que se
caracterizaban, entre otras cosas, por un respeto a los pueblos
vecinos, con los que se convivía en paz, y por un respeto general
a los derechos de los individuos. Los derechos humanos, como
les llamáis en vuestra cultura. Hacia el norte, demasiado lejos para
que pudiesen causar una inmediata preocupación, vivían aquellos
pueblos que habían caído bajo la influencia de aquellas gentes
perturbadoras, malignas y terribles. Es decir, vivían gentes
gobernadas por tiranos que mantenían su poder bajo el signo del
terror.
-Sin embargo, y por desgracia, el reino del terror comenzó a
extenderse. Y cuando nuestros antepasados quisieron reaccionar...
-¿Fue demasiado tarde?
-Podríamos explicarlo de ese modo. Hace ahora entre mil y
mil cien años. El avance de las hordas guerreras fue al principio
visto sin demasiada preocupación. Y cuando estuvieron ya muy
cerca, fue muy tarde para reaccionar. Nuestro pueblo estuvo a
punto de ser exterminado.
-Debe decirse, no obstante, en honor a la verdad, que es
posible que de no haber coincidido con una serie de calamidades
y desgracias que se extendieron por toda esta región, el mal que
produjo la invasión de nuestro pueblo no hubiese sido tan grave,
considerándolo a escala global. Pero es que los designios
inescrutables de los dioses quisieron, de algún modo, que cayese
la desgracia sobre Mesoamérica en aquellos tiempos. Todo lo
ocurrido en un intervalo de tiempo que va desde los primeros
años novecientos (según vuestra cuenta) hasta bien entrados en
los años mil doscientos, constituye una página obscura, de
recuerdos imprecisos, aunque sin duda terribles y dolorosos.
De modo que, en descargo de aquellos invasores hemos de
decir que otras circunstancias, ajenas a ellos, contribuyeron de
modo importante a hacer terribles y desgraciados aquellos años, y
a hacer grandes, inconmensurables, las pérdidas y el retroceso
cultural.
393
El primer factor a considerar fue un cambio climático
iniciado hacia el año cuatro mil de nuestro cómputo. Como
consecuencia del mismo fue disminuyendo la cantidad de lluvias
de manera gradual, y poco a poco, en el curso de algunas décadas,
se instaló una sequía de terribles consecuencias. Por otro lado, en
algunos casos, en determinados pueblos o colectividades, en
especial en aquellos regidos y gobernados por castas sacerdotales
o familias gobernantes que monopolizaban la riqueza, y que no
dudaban en explotar a sus súbditos en su propio beneficio,
surgieron movimientos de revuelta. Las masas enfurecidas se
alzaron, y en su afán de destruir a los que les habían estado
oprimiendo durante siglos, se llevaron por delante también el
capital de sabiduría y de conocimiento que aquellos poseían.
Por lo que hace a la mancomunidad de las doce ciudades
situada en la hermosa y fértil zona boscosa que se encuentra al pie
de las formaciones montañosas, estuvo a punto de correr la
suerte común. Fue la intervención de los dioses la que permitió
que los últimos supervivientes alcanzasen este lugar de refugio.
Pero aun aquí, sus primeros años fueron terribles. Sin medios
apenas para construirse viviendas, hostigados por varios
terremotos, malvivieron hasta que, poco a poco, fueron dando
forma a lo que es hoy Tulán Zuivá. De todos modos, siempre
hemos sido un pequeño núcleo humano, limitado a unas cuantas
familias de cada una de las doce castas.
-Algunos de nuestros hijos abandonan Tulán Zuivá. Sin
embargo, pueden regresar si lo creen oportuno. Y por supuesto,
allí donde van, nadie conoce el secreto de su procedencia.
-¡El secreto sobre nuestro centro ceremonial, sobre nuestro
refugio, es fundamental! Así lo quieren los dioses: el resto del
mundo debe ignorarnos, y nosotros debemos vivir al margen del
resto del mundo, hasta que llegue el día de la gran señal, el inicio
de la segunda era.
-¿La segunda era?
-Tal vez nuestro joven amigo lo entenderá mejor si le
llamamos el final del quinto sol.
394
-¡No es posible! ¿Son ciertas las hipótesis que hablan de la
proximidad del fin del mundo? Algunos eruditos han interpretado
determinados relatos en ese sentido. Según ellos el fin llegará
cuando acabe el actual ciclo solar.
-No, no. Solo mentes agoreras pueden pensar en el final
definitivo. Sin embargo, es cierto que una antigua profecía habla
del caos y la guerra que asolarán el mundo en ese momento.
Probablemente coincidirán con un gran acontecimiento
astronómico o algún cataclismo. Una gran era tocará a su fin, y
será el momento del inicio de una segunda era, en la que nuevos
ciclos solares volverán a sucederse a lo largo de los futuros
milenios.
-Hay quien supone que la fecha probable de tal desastre está
prevista. Numerosas inscripciones en diversos lugares hablan de
ella. Por ejemplo, la estela clasificada con el número uno en Cobá
tiene inscritas cuatro fechas: las tres primeras, el 29 de enero del
año 625, el 29 de junio del año 672, y el mes de agosto del 682,
corresponden a hechos ya acaecidos, y que desconocemos. Sin
embargo, la última, la del 21 de diciembre del año 2011, indicaría,
en opinión de algunos historiadores, el momento del final del
actual ciclo solar.
-Tenemos noticia de esas inscripciones. Sabemos incluso,
que para algunos estudiosos, que interpretan el calendario maya
de forma diferente, esas estelas indican un año más tarde, el 2012.
-Sea como fuere, aunque no será el fin del mundo, vendrán
tiempos de caos, y tal vez de guerras o catástrofes.
-Y en ese momento se nos desvelará el lugar donde, ocultos,
se encuentran los tesoros del saber y del conocimiento. Porque
nos tocará a partir de entonces iluminar la obscuridad que caerá
sobre el mundo. Tendremos que ser un foco de luz que
restablezca el antiguo orden.
-Ya lo entiendo. ¿De manera que vosotros no sabéis dónde
está todo ese tesoro de conocimiento?
-A los nobles ah konoobs de nuestro pueblo, una vez llegados
e instalados en este valle, se les reveló que ellos iban a ser los
395
depositarios de unos tesoros de incalculable valor, ocultos en
algún lugar. Sin embargo ese lugar no solo no debía ser
desvelado, sino que además debía ser olvidado. Y así se hizo:
nadie lo recuerda, nadie lo conoce.
-¿Pero ese tesoro existe, no es así?
-Sí. Existe. No lo dudes.
-Y el lugar donde se encuentra os será revelado en el
momento en que llegue el final de la presente era, cuando dé
comienzo aquel tiempo futuro al que vosotros designáis como la
segunda era...
-En efecto.
-Por lo tanto, yo tenía razón en parte. Existen esos tesoros
de conocimiento. Existe el legado cultural. Pero no es accesible.
Ni siquiera a vosotros, los guardianes, los custodios del mismo.
396
IV
Durante el camino de regreso, al atardecer, Luis no podía
dejar de pensar en todo lo que había visto durante aquel intenso y
emocionante día. Iba recordando cuanto le habían narrado
Huncahvitz y los otros depositarios de la memoria, y por su
mente desfilaban toda una serie de consideraciones y análisis.
Viéndole totalmente abstraído, tanto Balam-Acab como
Ixquimaná evitaron interrumpirle en sus meditaciones.
Y es que Luis iba analizando todo cuanto le habían expuesto
aquellos ancianos sabios, tratando de ver un sentido, mirando de
completar sus anteriores hipótesis sobre los pueblos de
Mesoamérica con los nuevos datos que ahora conocía. De una
parte, tenía claro que aunque había dado realmente con los
depositarios del legado del pueblo maya, este legado seguía
estando tan lejano y tan inaccesible como cuando comenzó a
planear su búsqueda, tiempo atrás, allá en Sevilla. No obstante,
para su pasión de estudioso, desde la perspectiva de su amor por
el conocimiento, su llegada a Tulán Zuivá podía considerarse
como providencial. ¡Cuantos puntos obscuros quedaban ahora
aclarados! ¡Qué magnífica oportunidad de obtener datos
fidedignos sobre la historia de los pobladores de aquella región de
Mesoamérica!
Quedaban, además, plenamente probadas las hipótesis de
aquellos historiadores, considerados poco 'ortodoxos' de una
forma que él siempre consideró un poco precipitada e injusta.
Hubo una fuente común de cultura que nació en el sur del
continente asiático, y que aportó saber, ciencia, arte y civilización
a numerosos pueblos de la antigüedad. Y existía ese nexo cultural
entre los pueblos de Mesoamérica y los que habitaron en Asia
miles de años atrás. ¡Y pensar que algunos se habían burlado de la
hipótesis que sostenía que los fenicios y los mexicas tuviesen
antepasados comunes, cuando se hallaron en el noreste de Méjico
unas cuentas de vidrio idénticas a las halladas en algunos lugares
del extremo oriental de la cuenca del Mediterráneo!
397
Por otro lado, cuanto más lo analizaba, más claro veía que el
devenir de los hechos acaecidos a aquel pueblo que ahora le
acogía tenía grandes paralelismos y coincidencias con la historia
de los pueblos de la vieja Eurasia. Veía en el cristianismo muchos
puntos de contacto con la religión maya. Tepeu Gucumatz era el
mismo Dios, todo amor, sabiduría, perdón. Y ante la perspectiva
del caos y del pecado, no había dudado en enviar a su propio hijo,
Gucumatz, del mismo modo que fue enviado Jesucristo. Y el
mensaje de ambos, dejando de lado enseñanzas técnicas,
matemáticas, agrícolas o astronómicas, había venido a ser
también el mismo. Amor a los demás, a la vida, a la paz, a la
libertad, a la naturaleza. Igualmente, y por desgracia, el mensaje
parecía haber tenido tan poco éxito a un lado como al otro del
Atlántico. Si en Europa las guerras, las invasiones, las reyertas, las
luchas y los combates habían sido cosa común a lo largo de los
últimos veinte siglos, a pesar del mensaje de amor y paz de Jesús,
en Mesoamérica, contraviniendo las enseñanzas de Gucumatz, el
civilizador, se habían instaurado como práctica habitual las
guerras sangrientas, las luchas entre ciudades, y los abominables
sacrificios humanos.
En realidad, el paralelismo iba más allá todavía. Llegaba
incluso al aspecto físico. Cuando aquellos ancianos le habían
descrito a Gucumatz como un hombre venerable y sabio, de
cuerpo robusto, de frente ancha, con los ojos grandes y una larga
barba, que vestía normalmente una larga túnica blanca que le
llegaba a los pies, a Luis se le representó con claridad la imagen
que de Jesús de Nazareth dan los libros y los cuadros de los
artistas. La descripción de Gucumatz, lo mismo que la de
Jesucristo, encajaba perfectamente en la persona, quienquiera que
fuese, que yació cubierta por el santo sudario que se guarda en
Turín. Y aunque es cierto que algunos no creen que se trate del
auténtico sudario que cubrió a Jesús en el sepulcro, no hay duda
que refleja la tipología, el aspecto y los rasgos anatómicos que la
tradición cristiana atribuye a Jesús.
398
También estaba claro que, tratándose de los asuntos entre
seres humanos, y por lo que hacía a las interacciones entre los
pueblos, ni la situación geográfica ni la época o momento
histórico parecían tener un valor diferencial. Prueba de ello era el
que la historia parecía repetirse a un lado u otro del Atlántico.
Había un denominador común a muchos momentos del devenir
de los acontecimientos en los diversos pueblos del planeta, que
parecían responder a un esquema común: un pueblo con cierto
grado de civilización, con un 'status' más o menos avanzado de
conocimientos, en general dotado de un sistema de normas o
disposiciones encaminado a defender los derechos de los
individuos, sufría la invasión de otro pueblo, procedente del
norte. Y este invasor era, normalmente, un pueblo 'bárbaro',
situado unos escalones más abajo en la escala de la civilización,
del conocimiento, del arte y del progreso.
Así había ocurrido con el imperio romano.
Independientemente de que en su propio seno la corrupción y la
decadencia hubiesen jugado un papel importante, el mazazo final
lo recibió de los invasores procedentes del norte. El pueblo
romano, con su avanzado derecho, con su acervo cultural y con
sus tesoros de arte y literatura, que en realidad eran herencia del
magnífico pueblo griego de la antigüedad, fue hostigado y
vencido por los ejércitos de unos pueblos procedentes del norte,
y a los que por su condición de extranjeros conocemos como
'bárbaros'.
Y no escaparon a la invasión las diversas colonias que el
imperio romano tenía aquí y allá. Especialmente significativo en
este sentido era lo ocurrido en las lejanas Islas Británicas,
expuesto de forma bella e impregnada de un profundo
dramatismo, por sir Arthur Conan Doyle en su relato La última
Legión.
Otro ejemplo de ese tipo de acontecimientos lo constituía el
caso de la conquista de Granada. A finales de la Edad Media los
pueblos islámicos se habían constituido en los herederos de la
riqueza artística y la sensibilidad de las civilizaciones griega y
399
romana. Entre ellos habían florecido la ciencia, las matemáticas y
la medicina. Luis recordó que durante una visita a Granada unos
años atrás, en el curso de una excursión que le llevó a la
Alhambra y al Generalife, había sentido con toda claridad el
mensaje que aquellos bellos lugares transmiten al viajero. Cómo
en su día le había ocurrido a Washington Irving, no le costó
esfuerzo alguno simpatizar con aquellos que habitaban allí a
finales del siglo XV. Se imaginó a un pueblo culto, amante del
arte y de la poesía, cultivador de la ciencia, protector de la
medicina, que al despertar un buen día se encontró, a las puertas
de aquella magnífica ciudad, el amenazador asentamiento de un
ejército formado por rudos hombres, analfabetos e iletrados en su
inmensa mayoría, dispuestos a echarles de allí por la fuerza. A
pesar de lo patético de la situación, Luis sonrió al pensar en el
contraste entre los habitantes de aquel paradisíaco rincón,
conocedores de las ventajas y las delicias del baño en el agua que,
generosa y abundante, les vertía la cercana Sierra Nevada, y aquel
ejército cuyos soldados posiblemente no se bañaban jamás.
Tales invasiones respondían, en realidad, en cierto modo a la
lógica. A medida que se iban instalando la civilización, la
democracia, la sensibilidad, el respeto a los débiles y las minorías,
los pueblos iban haciéndose cada vez más vulnerables. Un pueblo
en el que se hallasen profundamente arraigados los principios del
pacifismo y del juego limpio en lo que hace a las relaciones con
otros pueblos, era víctima fácil de un invasor al que las normas
del juego le trajesen sin cuidado. Ante un grupo de semi salvajes
para los que las vidas de sus enemigos tienen el mismo valor que
la hierba que sus caballos aplastan a su paso, el pacifismo no era
la mejor defensa. El 'fair play' de los pueblos más avanzados
despertaba en los invasores sentimientos de burla y desprecio...
Luis se estremeció levemente. El curso de sus pensamientos
le había llevado a unas consideraciones que le causaban cierto
malestar. ¿Ante las crueles lecciones de la historia, en qué
quedaban las enseñanzas de Jesús, o los consejos de Gucumatz?
¿Era juicioso aceptar, como nos enseña nuestra religión, que
400
debemos amar a nuestros enemigos? ¿Y lo de ofrecer la otra
mejilla si te golpean? ¿Qué sentido tenía?
Luis no se consideraba un pacifista militante. Había estado
siempre totalmente al margen de ese tipo de asuntos, como de
muchos otros relacionados con la política. Pero en su fuero
interno siempre había creído que los ejércitos más valdría
suprimirlos que potenciarlos. Aunque fuese tan solo para poder
utilizar el presupuesto que consumen, en otros apartados o
capítulos de inversión más necesarios.
Luis tenía muy claro que la historia podía leerse de muchas
formas, y reconoció que había estado a punto de caer en la trampa
de hacer una interpretación excesivamente simplista de algunos
eventos del pasado de los pueblos. Un análisis global de la historia
indicaba que los momentos en que mayor había sido el bienestar
fueron aquellos en los que la civilización había logrado imponerse a
la barbarie. En su largo y accidentado camino hacia un futuro
mejor, la humanidad había vivido momentos de retroceso, pero
había sido para salir más y más reforzada en la búsqueda de un
mundo mejor para todos. En el pasado el bien, en su perenne lucha
cósmica contra el mal, no siempre había resultado triunfador. Pero
ya en pleno siglo XX las cosas parecían estar yendo algo mejor. Los
dictadores más recalcitrantes iban siendo poco a poco derrocados, y
los organismos internacionales comenzaban a estar algo más llenos
de contenido. Además, aunque muchos la veían como una guerra
más – mucho mayor, pero esencialmente igual que muchas otras
contiendas del pasado – la segunda guerra mundial había
significado, en su resultado final, la derrota de las fuerzas del mal
que amenazaban la tierra. De haber triunfado el nazismo, la
humanidad hubiese vivido tiempos de obscuridad y terror: para
Hitler y sus acólitos los seres humanos y las pequeñas ratas de un
laboratorio tenían poco más o menos el mismo valor.
401
402
La velada y el éxtasis
I
L
as emociones de aquel extraordinario día, así como la
fatiga física del desplazamiento al templo de la memoria, y el
regreso al atardecer hasta el hogar de Tohukín y los suyos, se
dejaron notar en cuanto que Luis, sin cenar apenas y tras beber
únicamente un gran jarro de zumo de frutas, se acostó en su
lecho. Cayó dormido en un sueño profundo y reparador, y
cuando Ixquimaná se asomó al poco rato, le vio respirando con
una muy suave cadencia, relajadamente tendido y descansando
plácidamente, con una leve sonrisa en el rostro.
De modo que aquella noche le dejaron que durmiese largo y
tendido. Por ello, cuando despertó, plenamente recuperado de los
esfuerzos físicos y emocionales del día anterior, hacía ya más de
tres horas que había amanecido.
Encontró junto a su lecho una gran jarra con abundante
agua limpia, y un poco de jabón. Se lavó, y utilizando como
espejo improvisado el espejito de su brújula, a la que unas gotitas
de aceite habían devuelto la suavidad, procedió a afeitarse
cuidadosamente.
403
A continuación salió al espacio común, cocina, refectorio y
sala a un tiempo, en el que halló a Ixquimaná sentado en una silla,
con la espalda al descubierto. De pie a su lado, e inclinada hacia
él, estaba su hermana, la hermosa Tzuninhá. En aquel momento
le estaba aplicando un fino polvillo negro en una pequeña herida,
un rasguño de unos cinco centímetros que Ixquimaná se había
hecho accidentalmente pocos día antes. Tras depositar aquel
polvillo medicinal, cubrió a continuación la herida con un fino
apósito de tela.
-Buenos días.
-Buenos días, Luis, ¿descansaste bien?
-Muy bien, gracias. ¡Qué hermoso cuadro componéis los dos
así, como estáis ahora! La dulce hermana mayor cuidando de su
joven hermanito... Me habéis traído a la memoria gratos
recuerdos.
-¿Tienes, según eso, tú también una hermana?
Quien hizo esta pregunta era el anciano Balam-Acab, que
acababa de hacer acto de presencia y había oído los comentarios
de Luis.
-Sí. Tengo una hermana, quizás un par de años más joven
que Tzuninhá. En realidad, mi hermana Mari Luz, y yo, tenemos
la misma edad, veintisiete años.
-¿Nacisteis juntos?
-Sí, somos mellizos.
-En el caso de hermanos que, como vosotros, viven al
mismo tiempo las diversas etapas del desarrollo infantil, suelen
darse dos situaciones extremas. O bien una gran afinidad y
compenetración, o bien una elevada competencia, tratando de ser
mejor, o al menos lo más diferente posible el uno del otro. ¿En
cual de los extremos estáis vosotros?
-¿Mari Luz y yo? En el primero, sin duda. Recuerdo que
desde muy pequeños hemos coincidido en muchas cosas, y ha
existido siempre entre nosotros una excelente armonía. Yo diría
que entre Mari Luz y yo hay una buena química. Quiero mucho a
mi hermana, y no tengo secretos para ella. Además, después de
404
mis padres, a los que ambos apreciamos y respetamos de la
misma manera, ella es la mejor consejera que pudiese desear.
Durante los preparativos de la expedición que me trajo hasta aquí
vivimos los dos casi con el mismo entusiasmo todos los detalles
de la organización del viaje. De manera parecida, yo la he
alentado y animado cuando ha sido necesario, y sus excelentes
notas en la carrera de bellas artes, y el conseguir un magnífico
empleo en el departamento de diseño de un gran centro
comercial, allá en Sevilla, los celebré con tanta alegría como ella.
¿Saben que solemos decir, Mari Luz y yo? que el haber
compartido de manera muy íntima a nuestra madre durante nueve
largos meses, ha tenido mucho que ver en nuestra magnífica
compenetración.
-Mi hermana Tzuninhá y yo, aunque ella es algo mayor,
hemos mantenido también siempre una buena relación. Oye, me
ha gustado eso que dices de la buena química. ¿Qué opinas,
hermanita?
-Para ti, Ixquimaná, siempre habrá un lugar en mi corazón. La hermosa joven sonrió, al tiempo que daba un cariñoso pellizco
en la mejilla a su hermano. - Pero entenderás que lo mejor de mi
química lo reservo para mi amado Humnkabú.
-Como tiene que ser... y a ver si un día de estos esa química
da su fruto. Me encantaría tener un sobrinito al que enseñar a
cazar y a reconocer las plantas, a identificar las estrellas, y todo
eso.
-La hermosa Tzuninhá y el buen Humnkabú, a no dudar,
tienen previsto darte un sobrinito en un futuro próximo, no lo
dudes. - Balam-Acab dijo esto posando una mano en cada uno de
los dos hermanos, y sonriendo de forma bondadosa y afable. A
continuación se sentó junto a Luis, mirándole con una especial
curiosidad y alegría en sus ojos.
-¿Estaba al corriente tu hermana de las incidencias de tu
expedición?
-Cada vez que visitábamos algún pueblo o aldea, le enviaba
una carta. En ocasiones un telegrama. Y cuando pasamos por
405
alguna ciudad relativamente importante pude incluso telefonearle.
Sin embargo, durante la última parte de nuestra ruta, en los
últimos días de marcha por la selva, ni mis compañeros ni yo
pudimos enviar cartas o mensajes a nuestras familias. Mis amigos
estarán muy inquietos. Es posible que me hayan dado por muerto
y que hayan ya regresado a España a estas alturas.
-¿Maestro...?
-Puedes decírselo, Ixquimaná.
-Ha ocurrido tal y como lo has dicho. Siento comunicarte,
Luis, que tus amigos, tras permanecer diez días buscándote sin
éxito por la selva, decidieron regresar a tu país. Ya no están allá
abajo, en el campamento donde les dejaste.
-No me extraña... y lo entiendo. ¡Pobre Carmen! ¡Y el bueno
del profesor Felices! Estoy seguro de que ellos, y todos los demás,
deben estar muy angustiados por mi suerte.
-¿Crees posible que regresen en un futuro próximo para
intentar encontrarte de nuevo?
-Es posible... Pero ¿sabéis qué pienso, venerable maestro?
-Dime.
-Comprendo que estarán preocupados, que tal vez llorarán
mi muerte. Sin embargo, no me preocupa mucho. En pocas
semanas estaré lo bastante fuerte como para emprender yo
mismo el camino de regreso, y un buen día me presentaré en
España y les daré un buen susto. ¡Eso será algo formidable!
-Luis, mi apreciado amigo, joven aventurero de alma limpia y
noble espíritu. A propósito de lo que dices, me gustaría hacerte
unas consideraciones sobre tu situación actual y futura. Una es
que el secreto de nuestro valle es fundamental y nadie debe de
conocerlo fuera de nosotros. Has tenido acceso a unos secretos
que no deberían ser desvelados. Por lo tanto, de todo lo que
puedas ver y aprender aquí, podrás en el futuro divulgar una
mínima parte. Te podrá servir para completar tus estudios, pero
no deberías dar a conocer en modo alguno cosas tales como el
lugar donde estamos, ni el significado de este centro ceremonial,
en el que vivimos los depositarios del legado de nuestros
406
antepasados. Por otro lado, tu estado de salud mejora cada día un
poco más. Pero no me parece que vayas a estar todavía en
condiciones de emprender el largo viaje de regreso con los tuyos
en las próximas semanas. Y a mí, personalmente, no me parecería
mal que tus amigos regresasen a estas tierras y organizasen una
nueva expedición para venir a buscarte. Se me ocurre que...
¿Cómo dijiste que se llama tu hermana?
-Mari Luz.
-Se me ocurre que tu hermana Mari Luz no se quedará
cruzada de brazos cuando le lleguen noticias de tu desaparición.
¿Me equivoco al pensar que, en el caso de tener alguna prueba,
por pequeña que sea, de que puedes hallarte con vida en
Mesoamérica, tu hermana hará lo posible para que regresen a por
ti?
-Estoy seguro de ello. Pero mis compañeros de viaje deben
darme por muerto.
-Tal vez lleven con ellos alguna prueba de que estás bien, sin
saberlo.
-¿Qué quieres decir, Ixquimaná?
-Ixquimaná tiene razón. El no haber hallado tu cuerpo, el no
poder aportar prueba alguna, definitiva y concluyente, de tu
muerte, constituye a su modo, sino una prueba, al menos una
puerta abierta a la especulación sobre la posibilidad de que estés
vivo. Sin embargo... tal vez pudiésemos... tal vez.
-¿Tenéis algún plan, maestro Balam-Acab?
-Pudiera ser, Ixquimaná. Me preguntó si será prudente... Sí.
Vale la pena intentarlo. Voy a marcharme ahora. Pero antes, os
voy a dar unas instrucciones. Hoy mismo, al caer el día, vendré a
buscarte, Luis. Haremos una pequeña salida nocturna. Hasta esta
noche deseo que pases la jornada a base de zumo de frutas. Ven
Tzuninhá, acompáñame un rato, pues quiero explicarte como
prepararlo.
407
II
Tal y como lo había anunciado, el anciano acudió al final de la
tarde, justo cuando en el cielo azul obscuro del anochecer
comenzaban a verse algunas estrellas. Vestía una túnica de color
obscuro, con unas amplias mangas que le llegaban hasta los codos,
rematadas con un bordado hecho con hilo dorado. En el pecho y
en la espalda la adornaban también unos bellos dibujos bordados en
colores claros. Con tal vestimenta, Balam-Acab tenía el aspecto de
un ministro religioso de elevado rango que se dispusiese a celebrar
alguna solemne ceremonia.
Luis, siguiendo los consejos del anciano, no había ingerido
nada sólido. En vez de ello, había bebido a lo largo del día un par
de litros de zumo de frutas, que habían sido elaborados siguiendo
las precisas instrucciones que el chamán había dado a Tzuninhá.
Curiosamente, Luis percibía que aquel régimen no solo le había
saciado perfectamente, sino que además había traído a su cuerpo
y a su espíritu un especial estado de satisfacción. Se sentía
despejado, y como interiormente limpio.
Balam-Acab se acercó hacia él y le indicó que se agachase.
Cuando lo hizo, el anciano miró con atención a sus ojos. Luis
sintió que la mirada del anciano le producía una extraña
sensación. Por breves instantes tuvo la percepción de que a través
de sus ojos el anciano veía en su mente, leía sus pensamientos, y
alcanzaba a ver sus emociones.
-Estimado Luis... cuanto más te conozco mayor es mi
certidumbre sobre tus cualidades. Veo tu interior en plácida y
relajada contemplación, pero con el punto necesario de inquietud
y de curiosidad. Ven, sígueme. Vas a vivir una experiencia que
solo son capaces de experimentar los que han seguido el largo
aprendizaje de la iniciación. Vas a alcanzar un estado al que a
otros no se les permite llegar sino al final de una largo período de
preparación. Tu amor por el conocimiento, tu honestidad, tu
mente abierta a aceptar la verdad, cualquiera que sea su forma, y
408
tu inteligencia y bondad innatas van a suplir, estoy seguro, los
ritos de la preparación. ¡Vamos!
Tras decir estas palabras, el anciano se dirigió a la puerta de
la vivienda, y salió al exterior. Con su andar característico, con
pasos cortos y regulares, con su noble actitud, autoritaria y digna,
el chamán, seguido del joven, se dirigió hacia el lugar donde unas
antorchas, situadas en su base, iluminaban desde abajo la
formidable estatua de Tepeu Gucumatz. Balam-Acab iba
entonando una especie de cántico u oración, y a medida que se
aproximaban, fue elevando poco a poco el volumen de su voz.
Muy pronto Luis advirtió que otras voces, parecidas a la del
anciano, se sumaban a su cántico. Y es que, desde diversos
puntos del centro ceremonial, los otros chamanes acudían
también hacia aquel lugar. Y como Balam-Acab, todos vestían
aquellas holgadas túnicas ceremoniales.
Balam-Acab llegó frente a la entrada del templo, iluminada
por sendas antorchas situadas a ambos lados, y ubicada junto a la
plataforma donde se realizaban las ceremonias en honor del dios.
Una vez allí, se detuvo. Muy pronto se le unieron los otros once
chamanes, y tras dirigir una última y respetuosa oración hacia la
majestuosa estatua, se saludaron con breves palabras. Se les veía,
en general, alegres y animados, por lo que Luis dedujo que, al
menos para la mayoría de aquellos ah konoobs, la oportunidad de
llevar a cabo la ceremonia que se disponían a celebrar, cualquiera
que fuese su naturaleza, era un motivo de alegría y satisfacción.
-Que en su bondad Tepeu Gucumatz nos sea propicio.
-Que así sea.
-Que nuestros espíritus se eleven, que nuestras almas reciban
la bendición de los dioses.
-Que así sea.
-Entremos, pues.
Tras este breve ceremonial, indicaron a Luis que entrase en
el templo, lo que hizo custodiado a derecha e izquierda por dos
de aquellos chamanes, que le tomaban suavemente de ambos
brazos.
409
Tan solo traspasar el umbral, se hallaron en una sala circular
de unos cinco metros de diámetro. Su techo abovedado se veía
cubierto por hermosos frescos coloreados, y en sus paredes se
abrían, a derecha, a izquierda, y al frente, tres hermosas puertas,
enmarcadas por dos columnas cilíndricas unidas por arriba
mediante un elegante arco. Dos hojas de madera bellamente
esculpida cerraban cada uno de aquellos espacios. Y aun antes de
que Balam-Acab se lo explicase, Luis pudo deducir, por el bello
trabajo escultórico de talla de la madera, el sentido de cada una de
las tres hermosas puertas. Una conducía a las viviendas de los
cuidadores, otra comunicaba con el vecino palacio, residencia del
joven rey, y la tercera, situada al fondo, llevaba a un lugar, que de
acuerdo con las figuras que ornaban su entrada, debía ser una
especie de capilla o santuario.
Balam-Acab abrió precisamente la puerta central, y
apartando a uno y otro lado las hojas de la entrada, dejó expedito
el paso y se apartó a un lado. Tomó a Luis por el brazo, y le
indicó que se situase en fila junto a otros seis ancianos. Los otros
cinco y Balam-Acab se colocaron de idéntico modo frente a ellos,
de modo que dejaron entre unos y otros un corredor.
Luis comprendió al punto el sentido de aquella formación,
cuando vio que una luz oscilante, amarillenta, asomaba por
debajo de la puerta que comunicaba con el palacio real. La llegada
de Mahukané, el joven rey, era inminente.
Y tal y como suponía, la puerta se abrió, y por ella hicieron
acto de presencia dos jóvenes criados, vestidos con sencillas
túnicas, llevando cada uno de ellos una antorcha encendida.
Detrás de ellos, apareció Mahukané. Vestía una hermosa túnica
de tela de bellos colores, y cubría sus espaldas con una regia capa
de piel de jaguar. Su cabeza ostentaba un magnífico ornamento
de bellas plumas de quetzal, y sobre su pecho lucía un hermoso
medallón de oro, en el que se veía una esquemática pero muy
bella representación del poderoso Kakulhá Hur-Akán, el corazón
o principio del cielo y la tierra.
410
Los dos jóvenes criados penetraron en el santuario, y a la luz
de sus antorchas pudo Luis observar que se trataba de una sala
espaciosa, de techo abovedado. Al fondo de la misma se veía un
altar. Estaba aplicado directamente a una pared de piedra rugosa,
en la que se había excavado una pequeña capilla, como un metro
por encima del nivel del altar. El interior de aquella pequeña
oquedad rectangular lo ocupaba una hermosa estatua de unos
ochenta centímetros de altura. Pintada de bellos colores azules,
verdes, nacarados, rojos y dorados, era una hermosa y sencilla
representación de Yum Chaac, el dios de la lluvia.
Dos grandes estatuas, de un par de metros de altura, se
hallaban situadas en ambos extremos del altar. Eran la
representación de dos individuos muy similares, vestidos con una
túnica larga, que alcanzaba casi sus pies y se abría en los hombros,
dejando ver sus sólidos brazos. Les cubría la cabeza una larga
cabellera lacia, y su facies, dotada de una breve barba puntiaguda,
representaba unos rasgos nobles y un punto severos, que uno
habría asociado más bien a un noble caballero de la tabla redonda
antes que a un bataboob mesoamericano.
Cuando entraron todos en aquel lugar, siguiendo a los
criados y al joven rey, se distribuyeron en dos semicírculos,
alrededor del punto central del altar, frente al que se veía un
pebetero de roca volcánica, apoyado en una pequeña columna
cilíndrica de un metro de altura y dotada de un amplio pie.
El joven Mahukané, Balam-Acab, y otros dos ancianos
chamanes, quedaron en las proximidades del pebetero. Había allí
cinco curiosos sillones. Estaban dotados de un respaldo inclinado
y de una superficie de apoyo para las piernas, dirigida hacia
delante. Forrados de suave tela, a Luis, por su forma, le
recordaron vagamente la butaca del dentista al que acudía en
ocasiones. Mahukané ocupó el sillón central, y a su derecha se
sentó Balam-Acab, que indicó a Luis que ocupase el sillón junto a
él, mientras que los otros dos ancianos se apoltronaron,
cómodamente, en los sillones situados a la izquierda del rey.
411
Los nueve ah konoobs restantes se colocaron en otros nueve
asientos, situados formando una semicircunferencia exterior.
En cuanto estuvieron todos cómodamente sentados, los dos
criados se acercaron al altar, y colocaron sus antorchas en unos
soportes situados junto a cada una de las estatuas. A
continuación, con paso rápido, abandonaron el santuario.
Balam-Acab y Mahukané se pusieron en pie, y a
continuación lo hicieron también los otros dos ah konoobs
situados, como ellos, en primera línea frente al altar. El venerable
anciano indicó con un gesto a Luis que no se moviese de su
asiento, por lo que decidió seguir cómodamente recostado,
observando con curiosidad.
El joven rey se acercó al altar, y alargando la mano hasta la
pared del fondo, tocó una zona de la misma, en la que se veía una
pequeña depresión, justo debajo de la estatua del dios. Retiró la
mano, y al hacerlo se puso al descubierto una oquedad de forma
rectangular, de escasa profundidad, como una especie de sagrario
excavado en la roca, forrado en todas sus paredes con una tela de
color azul obscuro. En este espacio se veían, apiladas una sobre
otra, dos hermosas cajitas, de poco más de un palmo y medio de
anchas. Estaban elaboradas en madera noble, y adornadas con
numerosas joyas incrustadas. Tomó Mahukané una de las cajas y
la colocó en el altar, frente a Balam-Acab. A continuación tomó
la segunda cajita, y la depositó frente a él.
Abrió su cajita Balam-Acab, y tomó de su interior, con
ambas manos, una pequeña cantidad de unas escamas de aspecto
céreo y de color anaranjado. Volviéndose ligeramente, las
depositó en el pebetero, sobre un pequeño montoncito de
fragmentos de carbón vegetal. A continuación, otro de los
ancianos tomó una de las antorchas, y acercó la llama. Al instante,
el carbón se puso incandescente, y aquella sustancia comenzó a
emitir tenues volutas de un humo blanco-amarillento,
intensamente perfumado. Luis supuso que se trataba de copal, la
resina aromática de algunos árboles, que se utiliza a modo de
incienso en determinadas ceremonias en Mesoamérica. Y
412
efectivamente, era copal, aquella sacra substancia cuyo aromático
y dulce humo permitía a los chamanes alcanzar el adecuado
estado espiritual.
El anciano que lo había prendido aspiró con deleite el humo,
y dejó de nuevo la antorcha. Hecho esto, los dos ah konoobs se
hicieron a un lado, colocándose a derecha e izquierda del
pebetero. Balam-Acab se colocó, junto a Mahukané, entre el
pebetero y el altar. El joven rey acababa de abrir la otra caja, y
estaba tomando algo de su interior. Eran unos objetos pequeños,
arrugados, de color marrón claro.
Lentamente, y al tiempo que se le oía musitar una suave
oración, fue llenando con ellos unos pequeños tarros, como
pequeñas tacitas, que tomó del interior de la misma caja. Llenó un
total de catorce. Precisamente, pensó Luis, catorce era el número
de asistentes a aquella curiosa ceremonia. De modo que cabía la
posibilidad de que lo que Mahukané estaba preparando fuese
después repartido entre todos, en una especie de ceremonia de
comunión. ¿Estaba, pues, a punto de participar en una 'velada'
ritual?
Sus dudas se despejaron cuando Balam-Acab le pasó uno de
los tarros, mientras los otros dos chamanes repartían el resto
entre sus acólitos. El joven rey, a su vez, se reservó uno, y lo
colocó en el altar delante suyo.
Luis tomó uno de aquellos objetos arrugados y lo miró
emocionado. ¡Era un honguillo, una pequeña seta desecada! Y
aunque no era experto en la identificación de los hongos, no le
cupo duda alguna de que eran como los que había visto
representados en las ilustraciones de algunas memorias sobre los
hongos mesoamericanos. Concretamente se parecían mucho a
unos hongos secos dibujados por el micólogo francés Roger
Heim en las 'Nouvelles Investigations sur les champignons
hallucinogènes', publicadas en 1966 en el tomo noveno de los
archivos del Museo Nacional de Historia Natural de París.
413
Miró, excitado, hacia Balam-Acab, mostrándole el honguillo.
El anciano, con gesto divertido, sonriendo, le tranquilizó y le
indicó que podía comérselo.
-El espíritu de nuestro venerado Yum Chaac, el dios de la
lluvia, llegará a ti por medio de estos honguillos. Déjale entrar en
tu alma y en tu cuerpo, y alcanzarás el éxtasis.
-¿Son, pues, teonanácatl?
-Así les llaman en lengua nahuatl... son, de verdad, nti-si-thó,
los hongos divinos, los hongos mágicos, los hongos maravillosos.
Son una bendición que nuestros dioses benefactores nos ofrecen.
Luis miró emocionado aquellos pequeños honguillos secos.
Había leído mucho sobre ellos. Sabía que se los mencionaba en
los primeros escritos de los conquistadores. Conocía su existencia
en los frescos coloreados de algunas paredes del templo de
Quetzalcoalt en Teotihuacán, así como en los pocos códex o
códices que se salvaron de la irá iconoclástica y destructora de los
primeros jerarcas católicos de Yucatán. Estaba al corriente de los
trabajos de aquellos que habían seguido la huella cultural y
etnológica del hongo sagrado a lo largo del siglo XX. Había
incluso desarrollado una pequeña monografía sobre el tema de
los hongos mágicos para presentarla en el congreso de
etnobotánica celebrado en Barcelona un par de años atrás.
Le había ocurrido, además, en ocasiones, que al mencionar
en alguna conferencia el significado que se suponía que aquellos
honguillos habían tenido para los olmecas y los mayas, al
parafrasear algunas de las más entusiásticas frases del etnólogo
americano Roger Gordon Wasson, algunos de sus oyentes se le
habían acercado después para decirle: "¡Se nota que usted los ha
probado, los honguillos!".
Y en realidad Luis no los había probado jamás. Tenía, sin
embargo, la capacidad de hacer suyas con facilidad las emociones
de aquellos que habían escrito o divulgado sobre sus experiencias
con teonanácatl. Podía ponerse tanto en la piel de un investigador
universitario que experimenta con las setas en busca de ampliar
su conocimiento sobre los efectos de las plantas y los hongos en
414
la mente, como en la del antiguo chamán que se aproximaba al
éxtasis con el respeto, el temor y la reverencia del que va a ver su
alma prendida y postrada frente a la divinidad, del que va a fundir
el infinito en un grano de arena, del que va a vivir la eternidad en
solo una noche.
Luis había emocionado muchas veces a sus oyentes al
hablarles de la profunda y sobrecogedora experiencia del joven
chamán, cuando probaba por primera vez los hongos. Aquella
iniciación no era llevada a cabo sino tras un largo tiempo de
enseñanza junto a otro chamán mayor que él, tras un tiempo de
aprendizaje, de preparación, en el que la meditación, la oración, y
a veces el ayuno, contribuían a alcanzar el estado espiritual
adecuado para la ceremonia iniciática. Y había empleado muchas
veces las palabras de Wasson al referirse a la experiencia: "¿Cómo
explicar lo que sientes al que no los ha probado? Es como tratar
de explicar que es la luz al ciego de nacimiento... por fin conoces
que es lo inefable, y qué significa el éxtasis."
Y ahora Luis iba a probar, por fin, aquellos hongos. Y no lo
haría en el contexto de un entorno urbano, en un rincón de un
laboratorio universitario, o en una reunión de amigos hippies en
el seno de la civilización occidental. Por el contrario, iba a
probarlos en un templo o santuario situado en lo más profundo
de aquella formación montañosa en la tierra de los auténticos
mayas, y en el contexto de una velada, en la compañía de un
grupo de chamanes y su jefe espiritual, el joven rey Mahukané.
¡Sin duda que aquel era el escenario ideal, el mejor 'setting' posible!
En cuanto al 'set', es decir, a su disposición de ánimo y sus
expectativas personales, aquellos días pasados entre aquellas
gentes, sus conversaciones con Ixquimaná y con Balam-Acab, el
venerable sabio, sus meditaciones nocturnas desde su celda,
teniendo a la vista el hermoso cielo estrellado cenital del valle, le
habían preparado, sin ser plenamente consciente de ello, para la
experiencia extásica. Ahora lo sabía, se daba cuenta de ello.
Vio que todos, incluido el joven Mahukané, comenzaban a
comerse aquellos honguillos, y que lo hacían de manera lenta y
415
solemne. Se los introducían uno a uno en la boca, los masticaban
durante unos segundos, y los tragaban. Sin dudarlo más, les imitó,
y comenzó a ingerir los suyos. Tenían un sabor ligeramente
amargo, pero a medida que se los masticaba iban resultando cada
vez más y más agradables.
Observó que algunos de aquellos ancianos, los que habían
acabado su ración de honguillos, indicaban a los criados, que
había vuelto discretamente al santuario portando cada uno un
gran jarro de cerámica, que se acercasen y les ofreciesen un poco
del líquido contenido en los jarros. Los criados iban de un lado a
otro ofreciendo de beber. Luis les hizo una señal cuando hubo
acabado las doce setas que contenía su tacita. Se le acercaron y le
ofrecieron de beber, llenando con aquel líquido la misma.
Bebió lentamente su contenido. El brebaje que le habían
servido era, sin duda, en su mayor parte, agua fresca. Pero estaba
aromatizado con alguna planta de sabor dulce y suavemente
perfumado, tal vez una variedad de menta.
Acabaron los criados de servir la refrescante bebida y se
retiraron. Al hacerlo, se llevaron con ellos las antorchas, de modo
que el santuario quedó tan solo iluminado por el tenue resplandor
de las brasas del pebetero, en el que el copal seguía produciendo
suaves volutas de humo perfumado.
Se recostaron todos en silencio, y en la postura más cómoda
posible, se dispusieron a esperar el éxtasis. Luis miró hacia sus
acompañantes, el joven rey y los doce ah konoobs, que tenían los
ojos cerrados y la faz serena. Le sorprendió que con la tenue luz
de las brasas les distinguiese con tal claridad. Pero muy pronto
comprendió que aquello era parte del efecto de los hongos
maravillosos. La luz de las brasas comenzó a parecerle más y más
brillante, y el perfume del copal poco a poco fue manifestándose
de manera más dulce, más penetrante. Muy pronto fue consciente
de que veía mejor que en pleno día, y de que su olfato recogía
matices nunca imaginados en el humo del copal. Pero había más:
su propia respiración le sonaba como un sonido hermoso,
rítmico, acompasado, con acordes de una armonía inexplicable.
416
Viendo que los demás permanecían con los ojos cerrados,
comprendió que debía también cerrar los suyos, y así lo hizo. Y a
partir de ese momento comenzó a vivir la sobrecogedora
experiencia del éxtasis. Libres de su lastre corporal, sus sentidos le
ofrecieron las sensaciones más exquisitas. Mientras su cuerpo
reposaba en el butacón, su alma y su mente se expandieron y
vagaron libremente. Entendió, de manera que no puede
explicarse por medio de las palabras, que el universo es energía y
es vida, y que todos los seres vivientes sin distinción alguna
somos parte de esa vida. Tomó conciencia de la divina presencia,
y de que por ella, todo lugar es sagrado, y supo, también, que toda
forma de vida es sagrada. Junto a los demás se fundió con el
espíritu del cosmos, y sus pensamientos abarcaron ideas y
conceptos absolutos, situados más allá del bien y del mal,
trascendentes, magníficos, inefables.
417
III
-¿Fue telepatía? ¿Fue un viaje espiritual?
-Analiza tus sentimientos, Luis. Tienes la respuesta en ellos.
Conoces como ocurrió, y sabes lo que ocurrió. Pero no intentes
expresar esos conceptos por medio de las palabras de nuestro
limitado lenguaje, pues ello te crearía confusión.
-Os comprendo, maestro. Pero si hubieseis vivido varios
años, como yo, en el seno de un entorno universitario occidental,
en el ambiente de una escuela que suele adentrar sus raíces más
bien en el empirismo que en el idealismo, comprenderíais que
para mí es más que un deseo... ¡es una necesidad! Sea como fuere,
estuvimos allí, con mi hermana, sin movernos físicamente de
Tulán Zuivá. Podría decir que fue posible porque estábamos
sumergidos en un estado de omnipresencia, en armonía, en
sintonía con todo el universo.
-Podrías decirlo así... o de muchas otras maneras. Pero no
hay palabras para describir el regalo de los dioses, la experiencia.
-¿Sabéis, Balam-Acab? Me siento un ser privilegiado. Tengo
la sensación de haber recibido un premio al que tal vez no he
hecho méritos para ser merecedor.
-Eres afortunado, no hay duda. Pero lo eres precisamente
por tus méritos y por tus cualidades. No has recibido nada que no
merecieses. No hay privilegios ni prebendas en nti-si-thó. Ellos, los
humildes hijos de la tierra, los honguillos, no hacen sino despertar
algo que está en nuestro interior. Pulsan fibras de nuestra
sensibilidad, y evocan en nuestra mente aquello que estamos
dispuestos y preparados a percibir.
-¿Su efecto es, pues, diferente en unas personas que en
otras?
-Absolutamente.
-En realidad, siempre he creído que así debía ser.
-Tu actitud y tus cualidades han suplido con creces a la
preparación. Pero es muy cierto que acercarse a los honguillos sin
el debido respeto, sin la adecuada predisposición de ánimo, sin un
418
cierto grado de temor reverencial, sin las expectativas adecuadas
para algo tan grande y maravilloso, de ninguna manera puede
llevar al éxtasis. En aquellos que los prueben desde una
perspectiva personal incorrecta, o sin las cualidades adecuadas, ya
sea innatas o adquiridas en los ritos de iniciación, no despertarán
otras experiencias que las que tal disposición de ánimo se merece.
-De modo que, en contra de lo que algunos han aventurado,
en forma un poco agorera, el significado y el poder de nti-si-thó no
está en peligro, a pesar de que la ingestión de esos honguillos
haya sido y esté siendo hedonizada de manera ridícula en la
actualidad por decenas de miles de consumidores en diversos
lugares del mundo, que buscan más el placer o la aventura que el
conocimiento. Es cierto que en la sociedad occidental el consumo
ha sido desacralizado. Pero no ha perdido, como afirman
muchos, su poder y significación más profunda.
-Su poder radica, precisamente, en ofrecer el éxtasis tan solo
a los que lo buscan por el camino adecuado y con la actitud
correcta.
-Recuerdo haber leído algo con relación a la posible pérdida
de poder de los honguillos, en un libro de un tal Estrada. Venía a
ser la biografía de María Sabina, una chamán mazateca. Al parecer
esa mujer, que introdujo a unos occidentales en los secretos de
los honguillos en 1955, se lamentaba de que a partir de ese
momento aquellas pequeñas setas, los niños santos creo recordar
que les llamaba, ya no la elevaban. Afirmaba que habían perdido
su fuerza y que ya no servirían. Algunos, como Estrada, han
querido ver en esas frases un epitafio para los honguillos. Sin
embargo, de acuerdo con vuestros comentarios, y si me he de
atener a mi experiencia de esta pasada noche, los angelitos no han
perdido su poder, ya que éste va ligado al significado que tengan
para quien los ingiera. Yo me inclino a creer más bien que cierto
arrepentimiento, y posiblemente también el disgusto de ver las
oleadas de turistas hippies y el uso banal y superficial que hacían
de los hongos, pudieron afectar a la pobre mujer, que ya no pudo
419
mantener la maravillosa relación mística que le había unido a los
honguillos en el pasado.
-Es posible que sea como tú lo explicas. Los honguillos
pueden llegar a pulsar en ocasiones las fibras más profundas de
nuestro espíritu. Poco sabemos de la influencia que los
sentimientos de culpa o de arrepentimiento pueden tener sobre
esas recónditas regiones de nuestra personalidad.
-Sin embargo, nada malo hizo al descubrir el secreto de los
hongos. Yo incluso diría que hizo un bien a la humanidad, pues
puso al alcance de todos los seres humanos algo tan valioso y
sublime como teonanácatl, o nti-si-thó, como aquí le llamáis. El
potencial de estas pequeñas setas para el estudio y la investigación
en psicología, psiquiatría y medicina es muy grande. Aparte de la
posibilidad personal de poder experimentar, en el contexto de
unas creencias adecuadas, la experiencia extásica. Me imagino que
a la joven peruana que cuidaba de la condesa de Chinchón pudo
pasarle algo parecido, cuando descubrió a los españoles las
propiedades curativas de la corteza de la quina. Durante más de
dos siglos los habitantes de aquellas tierras sudamericanas habían
mantenido en el más estricto secreto la posibilidad de curar las
fiebres intermitentes por medio de la corteza de aquel árbol.
Cuando la esposa del virrey Luis Jerónimo enfermó gravemente
de paludismo, la joven indígena, que la apreciaba mucho, rompió
el secreto comunicando a los médicos españoles las propiedades
de la planta. Y es posible que después la haya acompañado el
remordimiento, como a la anciana María Sabina.
-¡Qué hermoso gesto el de esa joven! El amor hacia otra
persona, hacia una extraña, una extranjera, la llevó a desvelar un
secreto celosamente guardado! En esos hechos, que yo
desconocía, hay una excusa para la joven, que actuó movida de
una buena intención. ¿Donde ocurrió eso?
-En un país situado en Sudamérica, en el Perú.
-He oído en alguna ocasión hablar de ese lugar al joven
Ixquimaná.
420
-Maestro, quisiera preguntaros algo más con relación a los
efectos de los honguillos.
-¿Qué es ello?
-Bajo su acción, ¿puede ocurrirnos que tengamos facultades
o poderes de percepción de tipo peculiar? No sé como
definirlos... paranormales, extrasensoriales...
-Puede ocurrirnos, ciertamente. Durante la experiencia se
despiertan en nosotros habilidades que ni siquiera sospechamos
poseer. En especial la segunda visión, la percepción del mundo a
través del ojo incorpóreo de la mente. Ella te permite ver, si así
queremos llamarlo, cosas que se ocultan a las miradas ordinarias.
-¿Cosas que aun no han sucedido?
-Es posible, sí. ¿Por qué me preguntas eso, joven sabio?
-No estoy seguro. Hubo un momento, cuando estábamos ya
de vuelta de nuestro estado extásico, en que dirigí la mirada hacia
el joven rey. De pronto el santuario se desvaneció en una tenue
luz azulada, y ante mi vista se presentó nítida y clara una imagen
diferente. Vi una cámara, una habitación de alto techo y bellas
paredes, y en el centro de la misma un lecho regio, limitado por
cuatro bellas columnas esculpidas. En el lecho se hallaba tendido
Mahukané.
-¿Estás seguro?
-Sí. Estaba pálido, y con los ojos hundidos. Como si
estuviese muy cansado. O tal vez enfermo. Una joven muy
hermosa vestida con bellas prendas, con el cabello negro recogido
en dos largas trenzas, le miraba con aire preocupado. A su lado
una mujer mayor, se tapaba la cara con las manos. Parecía llorar.
-¿Te pareció que Mahukané estaba durmiendo? ¿No estaba...
no parecía haber muerto?
-No. Se le veía agotado, pero abrió los ojos y miró hacia la
joven, que le tomó de la mano. En ese momento ambos se
volvieron hacia mí y me sonrieron. Y en ese preciso instante la
imagen del dormitorio real se esfumó y volví a ver el santuario, y
a Mahukané que empezaba a incorporarse de su reclinatorio.
421
Balam Acab se puso en pie, y apoyando sus manos sobre los
hombros de Luis, que permanecía sentado, le miró fijamente
unos instantes.
-No hay duda. - Una sonrisa alegró la noble expresión del
buen chamán - Tú eres el principio... siguiéndote vendrá lo
demás.
-No os entiendo, maestro Balam Acab.
-No importa, joven sabio. Un día llegará en que recordarás
nuestra conversación y comprenderás mis palabras. Ahora, con tu
permiso, voy a retirarme a mi lugar de oración y reflexión. Veo que
llega Ixquimaná. Aprovecha para salir un rato con él.
422
Los planes de Balam Acab
I
B
alam Acab miraba de cuando en cuando hacia el
bosque por una de las ventanas circulares de su vivienda. Podría
decirse que estaba impaciente por ver aparecer al joven
Ixquimaná, al que había enviado hacía casi dos semanas al mundo
exterior con instrucciones bien concretas: averiguar si algún tipo
de expedición se dirigía hacia aquellas tierras con la finalidad de
encontrar a Luis. Pero en realidad, si bien era cierto que deseaba
con gran interés el regreso del joven y las noticias que pudiese
traer consigo, sería injusto calificar su actitud de impaciente, pues
el chamán a lo largo de sus muchos años de vida y experiencia
había aprendido que no es bueno dejarse llevar por la
impaciencia. Una actitud positiva y confiante sería siempre mejor
vista por los divinos benefactores, a los que podrían ofender las
prisas y las desconfianzas.
Los pensamientos del anciano le llevaron por un momento
junto al lecho de Mahukané. En aquellos instantes el joven rey
debía estar descansando, adecuadamente sedado por la infusión
de unas beneficiosas plantas prescritas por el propio Balam Acab.
423
Convenía evitar que se agotasen prematuramente sus energías. La
sedación parcial no le impedía alimentarse, pero le mantenía en
un estado de mínimo gasto vital. Aun así su enfermedad
progresaba, y poco a poco le iba consumiendo. La debilidad
muscular, los momentos de delirio y la hinchazón de los tobillos
que había hecho acto de presencia en los dos últimos días, eran
signos preocupantes.
Hacía ya casi dos meses de aquel día, el veintiocho de abril,
en que los compañeros de Luis habían partido, dándole por
desaparecido. Por lo tanto, si todo había salido como era de
prever, ya no podía tardar mucho en llegar a Yucatán una nueva
expedición.
Pronto iba a saber algo más en ese sentido. Porque allá
arriba, entre los últimos árboles del bosque, vio asomar al joven
Ixquimaná que, saltando ágilmente sobre el riachuelo para
abreviar su camino, se dirigía velozmente hacia la vivienda del
anciano.
Tras saludarlo a través de la ventana, se dirigió a la puerta
para recibirle. Y llegó hasta allí al mismo tiempo que Ixquimaná,
quien le tomó una mano con fuerza, al tiempo que una alegre
sonrisa le iluminaba la expresión.
-¡Qué los dioses os bendigan, maestro Balam Acab!
-¡Mi buen Ixquimaná! ¡Mi espíritu se eleva como un mágico
quetzal con tu llegada! Pasa, pasa dentro y cuéntame lo que has
averiguado.
Entraron los dos en la celda principal. Balam Acab tomó
asiento en su butaca, e indicó al joven que tomase una pequeña
banqueta y se sentase en ella.
-Estoy seguro de que mis noticias van a agradarte, maestro.
-Me alegra oírte decir eso. ¿Cuales son esas noticias?
-El pasado catorce de junio, hace de ello doce días, llegaron
en avión, en un vuelo procedente de su país, aquellos que
acompañaban a Luis en su expedición el pasado mes de abril,
cuando nosotros le trajimos herido hasta aquí.
424
-¡Magnífico! ¡La esperada expedición está, por fin, en
marcha!
-He sabido que les acompañan esta vez tres nuevos
expedicionarios, y al parecer se les ha unido en esta ocasión un
anciano arqueólogo de Mérida. Han emprendido el camino hacia
nuestras tierras, pues van, efectivamente siguiendo las huellas de
nuestro joven amigo.
-¿Sabrán hallar ese camino? Porque, según tengo entendido,
Mérida queda muy lejos de aquí.
-Por ahora parecen ir bien encaminados. Y no me extraña.
Ese anciano que les guía es un famoso arqueólogo retirado, que
recorrió en el pasado muchas de las tierras de Yucatán y Chiapas.
Tuve la oportunidad y la suerte de conocerle.
-¿Cuándo fue eso, Ixquimaná?
-Hace cuatro años, cuando estuve unos meses estudiando en
Guatemala. Acudió en una ocasión a darnos una conferencia
como profesor emérito invitado. Nos habló de una leyenda, de
una estela, de unos indicios... ¡Cómo me hubiese gustado decirle
que no andaba desencaminado!
-Supongo que no lo hiciste.
-Ni yo ni ninguno de los hijos de Tulán Zuivá que hemos
optado en algún momento por la experiencia de conocer el
exterior, hemos faltado jamás al precepto de guardar el secreto de
nuestro origen.
-¿Y dices que ese arqueólogo les conducirá hasta esta región?
¿Desde el norte de la península?
-Como os digo, de momento van muy bien orientados, pues
han viajado hasta Palenque, y desde allí se han dirigido a la región
de los brazos de agua. Es posible que hoy estén ya en algún lugar
de la zona de selva que separa aquellos acuíferos del boscoso y
fértil valle de nuestros antepasados.
-A partir de este momento, si ha ocurrido como tú dices, se
les presenta una etapa de viaje a través de parajes casi
desconocidos para ellos. No dudo, que con el hermoso libro
425
ilustrado de Luis, darán un día u otro con el templo de los
guardianes. Pero una vez allí...
-¿Qué os preocupa, maestro?
-¡Ixquimaná, mi joven y aplicado alumno! No he podido
ocultarte mis deseos de que esa expedición llegue a su destino.
-Fueron para mí evidentes desde el primer momento.
-Pues bien, me temo que nos queda ya muy poco tiempo.
Sin embargo... si intervenimos de algún modo, nadie,
absolutamente nadie aparte de nosotros, debería saber que
echamos una mano a unos extranjeros, que les ayudamos de
algún modo a alcanzar este lugar sagrado.
-¿Qué deseáis que haga? ¿Qué esperáis de mí?
-Espero, Ixquimaná, que tu buen criterio y tu inteligencia te
guíen. Pero insisto. Nadie ha de saber nada de cuanto hemos
hablado, nadie ha de saber nada de lo que hagas, fuera ello lo que
fuese.
-Creo que os comprendo, maestro. Acudiré ahora a ver a mi
familia, y a Luis, mi amigo, y les comunicaré que debo partir de
nuevo para diversos encargos tuyos. Después me dirigiré otra vez
hacia la selva, y veremos si soy capaz de llevar a cabo lo que los
dioses esperan de mí.
-No lo dudes, Ixquimaná. Ahora marcha, ve a tu casa a
reponer tus fuerzas y a ver a los tuyos, y regresa después a la
selva. Y hazlo, por favor, lo antes posible. Como acabo de
explicarte, temo que nos quede muy poco tiempo.
426
II
La dulce luz del atardecer sorprendió a Luis sentado en aquella
plataforma de piedra desde la que se dominaba, en una bella
perspectiva, el conjunto del centro ceremonial.
El subir hasta aquel punto se había convertido en algo
habitual para él. No había día en que no caminase los casi
cuarenta minutos que suponía el llegar desde la vivienda de
Tohukín hasta allí. A parte de que advertía muy claramente lo
beneficioso que aquel cotidiano ejercicio le resultaba para su
recuperación, gustaba de permanecer largo rato sentado en
aquella prominencia pétrea que parecía estar dispuesta a
propósito para sentarse en ella y entregarse a la contemplación del
hermoso valle.
Cabía en lo posible que en el pasado aquel bloque de piedra
hubiese formado parte de alguna edificación, ya que su forma
rectangular, sus rectas aristas y la superficie de sus facetas
demostraban con claridad el trabajo de un artesano picapedrero
maya. Se encontraba a escasa distancia del límite del bosque, en el
centro de un farallón, que como un promontorio emergía del
propio bosque y se proyectaba hacia el valle.
Descubrió aquel lugar la segunda vez en que, acompañado
por Ixquimaná, había recorrido el centro ceremonial hasta su
extremo oriental, en la mañana siguiente a su inolvidable
experiencia extásica.
El camino hacia el mundo exterior, a través del espeso
bosque, y el riachuelo que lo acompañaba, alcanzaban el valle a
través de una ladera boscosa de considerable pendiente. Y
precisamente en el lugar del que arrancaba en dirección norte la
breve senda que discurría por delante de las celdas de los
ancianos chamanes, en sentido opuesto a ella se erguía aquella
porción del terreno, al pie de la cual se hallaba la misteriosa estela
de piedra. Por medio de una serie de viejos escalones se podía
alcanzar con relativa facilidad la parte más elevada del
promontorio, una terraza abombada, recubierta de una capa de
427
tierra apelmazada, en la que crecía un manto de espesa hierba. En
el centro de aquel pequeño prado surgía el paralelepípedo de
piedra que Luis gustaba de utilizar como mirador, a medio
camino entre los viejos escalones de piedra y una formidable
pared rocosa en la que parecía descansar la pequeña elevación del
terreno.
Recordaba perfectamente como, en aquella ocasión, al tratar
de ver con más detalle la curiosa estela de piedra obscura, cuyos
grabados le resultaban familiares, descubrió junto a ella el grupo
de viejos escalones de piedra y pudo situarse, por vez primera, en
aquel mirador.
Y desde aquel mismo lugar, aquella tarde, transcurridos ya
dos meses y medio desde su llegada a Tulán Zuivá, Luis volvió a
experimentar la inagotable belleza del atardecer en el valle. La
sombra de las altas cumbres situadas frente a él avanzó
paulatinamente de un extremo a otro del centro ceremonial. Y al
hacerlo, los últimos rayos de luz solar filtraron los manchones
nubosos que parecían indisolublemente unidos a las cimas. Como
consecuencia de ello, una luz rojiza, efímera pero muy hermosa,
inundó brevemente el valle.
En ese momento, cualquier otro día semanas atrás hubieran
estado los doce ah konoobs junto a Mahukané, el joven Halac
Vinic, entonando los salmos rituales de agradecimiento a Tepeu
Gucumatz, al pie de la magnífica escultura junto al templo.
Pero Mahukané no estaba, al parecer, en disposición de
dirigir la sencilla ceremonia. No sabía que era lo que le ocurría
exactamente al joven rey. Balam Acab le había dicho -- hacía de
ello un par de días -- que Mahukané se había lesionado en una
caída casual dentro del palacio, y que debía guardar reposo
durante algunos días. Y por su categoría de rey o Halac Vinic,
nadie entre sus súbditos, a excepción de su familia más directa y
de su consejero espiritual, el propio Balam Acab, podían acudir a
visitarle.
428
De manera que Luis tuvo que aceptar las explicaciones del
buen anciano, a pesar de observar en su expresión una honda
preocupación, sin duda mayor de lo que quería exteriorizar.
Tal vez el anciano no lo sabía. O tal vez sí. Lo cierto es que a
Luis no le resultaba difícil percibir sus sentimientos y sus
preocupaciones. Como alumno aplicado se había impregnado en
gran manera de la espiritualidad de su maestro. Y existía una
comunicación silenciosa entre ambos. Y era gracias a esa
comunicación silenciosa que Luis percibía que a Mahukané le
ocurría algo más grave de lo que se decía de forma oficial. A parte
de que algunos hechos recientes venían a ser muy significativos
en ese sentido. Como cuando, días atrás, se había suspendido la
audiencia mensual, según Balam Acab por hallarse el joven Halac
Vinic indispuesto por algún alimento que le había sentado mal.
¿Tendría algo que ver todo ello con aquella visión que tuvo
bajo el efecto de los honguillos? Había visto al joven Mahukané
en su lecho, acompañado por dos mujeres, una muy joven y una
mayor, que parecían cuidar de él. Pero, por la forma en que la
joven y el rey le habían mirado y le habían sonreído, parecía
poder descartarse algún sentido negativo de aquella visión. No
tuvo en ningún momento la percepción de un mal pálpito, de un
obscuro presentimiento.
Si al menos hubiese estado Ixquimaná con él, hubiesen
podido intercambiar sus sospechas y sus impresiones. Pero su
joven amigo había partido días atrás hacia el mundo exterior.
Llevaba ya veintiún días ausente, cumpliendo algunos encargos
del anciano Balam Acab. Cual fuese la naturaleza de estos
encargos era algo sobre lo que tampoco estaban las cosas
demasiado claras. Ixquimaná le había confesado que no conocía a
fondo las intenciones del anciano, pero que comprendía que tenía
mucho interés en el asunto por el que le enviaba al exterior. Le
había recomendado absoluta discreción, y en eso había incluido
también a su amigo Luis. Por ello, Ixquimaná, al partir, le había
dejado claro que por el momento no podía darle más explicación
429
que aquella: Balam Acab le enviaba por un asunto muy
importante, del cual en el futuro le daría cumplidas aclaraciones.
Y en las últimas tres semanas no había visto a su amigo
Ixquimaná. Bien, en realidad sí le había visto un día, fugazmente.
Llegó a media mañana, comió con gran apetito, y después, tras
descansar unas horas, marchó de nuevo. De modo que tan solo
había podido hablar unos minutos con él. Y de su breve
conversación no había podido obtener nada más que la
confirmación de que seguía cumpliendo la misión encomendada
por el anciano Balam Acab.
Comenzaba a obscurecer, por lo que Luis decidió regresar a
la vivienda de Tohukín, donde el bataboob, junto a su hija, la
hermosa Tzuninhá y su esposo, Humnkabú, estarían
aguardándole para la cena.
Bajó por los escalones irregularmente labrados en la piedra
de aquel mogote sobre el que había permanecido largo rato
sentado, y al llegar a su base, junto al peculiar monolito de piedra
obscura vio, con sorpresa y con cierto sobresalto, a Ixquimaná
que estaba de pie, apoyado en la gran estela, y le miraba divertido.
-¡Ixquimaná! ¡Cómo me alegro de verte! Es curioso, estaba
pensando en ti hace unos instantes, y de pronto, ¡apareces frente
a mí!
-¡Mi apreciado Luis! ¡Yo también me alegro de encontrarte!
Acabo de llegar de allá arriba, del bosque, por el camino que trae
del exterior. Te he visto al aproximarme hasta aquí, subido en lo
alto de esa piedra y dispuesto a descender, de manera que me he
apresurado a situarme aquí para sorprenderte.
-Y me has sorprendido, sí. ¿Estás definitivamente de vuelta?
¿Has acabado tu misión?
-Estoy a punto de completarla. Sin embargo, está noche
debo regresar allá arriba una vez más. No, no voy a ir muy lejos.
Justo hasta el punto culminante o más alto del camino. Ahora
bien, puedes estar seguro de que esta será mi última noche fuera.
-Así lo espero. Están pasando cosas que quisiera comentarte.
430
-Tiempo tendremos para ello, estoy seguro. Pero ahora Luis,
joven amigo, ve a la casa de mi padre. Puedes decir, por favor, a
mi familia que me has visto, y que mañana estaré, si lo consienten
nuestros dioses, junto a ellos.
-Salgo ahora mismo hacia allí. Suerte, Ixquimaná, y que tus
dioses te guíen, amigo mío.
Y mientras Luis descendía con precaución por el camino
hacia el otro extremo de Tulán Zuivá, Ixquimaná se dirigió a la
vivienda del anciano Balam Acab. Permaneció en ella tan solo
unos minutos, y cuando las primeras estrellas comenzaban a ser
nítidamente visibles en el firmamento azul obscuro, emprendió
de nuevo el camino hacia el exterior por el espesor del bosque.
Aquella noche, antes de dormir, Luis dedicó unos minutos a
meditar sobre las idas y venidas de su joven amigo Ixquimaná. La
tranquilidad que le había dado de que en un futuro cercano todas
sus preguntas sobre ese tema tendrían adecuada respuesta, le hizo
dejar de lado el asunto y disponerse a dormir. Y cuando estaba
conciliando el sueño, pasó de nuevo por su mente una extraña
sensación, que creía haber tenido ya en algún momento a lo largo
del día. Sintió muy cercana la presencia de una persona
espiritualmente próxima a él, de alguien a quien apreciaba. No se
trataba de Balam Acab, ni de Ixquimaná...
431
III
En la mañana del día siguiente, el sábado nueve de julio,
Balam Acab, como era habitual en él, se levantó muy temprano,
bastante antes del amanecer. Tras desayunar frugalmente llamó a
uno de los jóvenes criados que atendían las viviendas de los
chamanes, y le entregó un rollo de papel anudado con un
cordoncillo rojo.
-¿Conoces la casa de Tohukín, el bataboob?
-La conozco bien, maestro. Es la última de todas, la más
alejada.
-Marcha, pues, hasta allí, y entrégale esto de mi parte al joven
extranjero que estos días vive allí junto a Tohukín y los suyos.
-Voy ahora mismo. ¿Necesitáis algo más, maestro Balam
Acab? ¿Os preparo antes de marchar un buen zumo de frutas?
-Nada más voy a tomar por ahora, gracias. Ve a hacer mi
encargo, y que los dioses te acompañen.
-Que os guíen siempre a vos, maestro.
Siguiendo las instrucciones del anciano, el joven criado
atravesó el centro ceremonial a buen paso. Cuando llegó a la
vivienda de Tohukín comenzaba a clarear el día. Solicitó permiso
para entrar y desde el interior le indicaron que pasase.
Franqueó la doble cortina y halló a Tzuninhá y a Humnkabú
desayunando, en tanto que el bataboob y Luis procedían, en otro
lugar de la vivienda, a su primer aseo matutino.
-Mirad quien tenemos aquí. Entra, amigo, entra. ¿Quieres
desayunar con nosotros?
-Se lo agradezco mucho, amable señora. He recibido ya un
abundante y generoso alimento esta mañana, bastante antes de
que Itzamaná comenzase a preparar los primeros rayos de su
padre, el sol. Traigo un mensaje para el joven extranjero.
-Pues llegas oportuno. Aquí viene. Luis, acércate.
-Buenos días, Tzuninhá. Hola, Humnkabú. ¿Qué tenemos
hoy para desayunar?
432
-Toma lo que quieras de lo que hay sobre la mesa. Pero
atiende primero a este joven emisario, que te trae un mensaje.
-¿Un mensaje?
-Os lo envía el venerable maestro, el sabio Balam-Acab.
-Veamos...
-¿Cuál puede ser su mensaje? Si no lo ha traído en persona
debe ser porque no desea abandonar su vivienda.
-Tienes razón, Humnkabú. Me pide que acuda allí esta
mañana. Y... ¡Qué curioso!
-¿Qué más dice?
-Afirma que ha llegado el momento en que podrá
devolverme mi libro de notas. Recuerdo que en su momento me
rogó que tuviese la paciencia de esperar algún tiempo para verlo
de nuevo, pues él lo necesitaba para algo. Para un buen fin, me
dijo. Supongo que todo ello tiene que ver con los planes que se
trae entre manos en estas últimas semanas.
-¿Te refieres a los asuntos por los que ha enviado al exterior
a Ixquimaná?
-Precisamente.
-Creo que estaréis de acuerdo conmigo en que hay cosas que
Balam-Acab no nos ha contado.
-¿Qué cosas?
-No sabría decirlo exactamente. Sin embargo, tú misma,
Tzuninhá, me lo has hecho notar en ocasiones en los últimos días.
Hay algo que le inquieta, algo que le preocupa.
-Sea lo que sea, espero que pronto lo sabremos. Desayunaré
y marcharé hacia allí.
Pocos minutos después Luis dejaba la morada de sus amigos.
Y como en aquella ocasión, hacía de ello ya más de dos meses, en
que salió por vez primera de la casa apoyado en sus amigos, un
cuadro sugestivo, hermoso y relajante se ofreció a su vista: la
imagen de aquel espacio natural, resaltada su belleza por la luz del
433
amanecer. En efecto, los primeros rayos de sol desbordaban los
elevados montes situados al otro extremo del valle, sobre las
viviendas de los ah konoobs. Las largas sombras de los árboles más
próximos llegaban a sus pies y parecían señalarle el camino.
Como solía hacer cuando deseaba andar más rápido de lo
habitual, tomó el bastón que guardaba desde el día de su visita a
los sabios del Templo de la Memoria. Apoyándose en él le era
más fácil progresar rápidamente sin riesgo de comprometer sus
heridas, que por otra parte estaban ya en un notable estado de
cicatrización.
A lo largo del camino, a medida que iba aproximándose al
extremo oriental del centro ceremonial, volvió a sentir en algunos
momentos aquella sensación, aquel presentimiento que le había
abordado la noche pasada antes de dormirse. Aceleró el paso
hasta donde le fue posible, pues algo en su interior le decía que
estaba a punto de ocurrir alguna cosa fuera de lo corriente.
Cuando alcanzó la breve senda que conducía a la vivienda de
Balam-Acab, el anciano e Ixquimaná le aguardaban de pie ante la
puerta de entrada. Sonriendo, le indicaron que pasase al interior
con ellos. Luis vio con sorpresa que ambos parecían estar
excitados y muy alegres.
434
TERCERA
PARTE
435
436
El encuentro
I
C
omo ocurría la mayoría de las veces, Pablo fue el
primero en ver aparecer la esperada luz que les venía guiando por
aquella abrupta y montañosa región. Pero casi al mismo tiempo,
también la había visto Aureliano.
-Ahí está de nuevo. Puntual y fiel a su cita de cada madrugada.
-Más bien parece que hoy se ha adelantado un poco,
Aureliano. Apenas son las dos de la mañana.
-Es cierto. Tal vez eso indique que desea que nos apresuremos.
-Es muy posible. ¡Despertemos a los demás, y salgamos
enseguida hacia allí!
En pocos minutos estuvieron todos a punto de emprender la
marcha. Encendieron por breves instantes una potente linterna, y
dirigieron su brillante cono luminoso hacia el lugar desde el que les
llegaba el débil resplandor de la amarillenta y oscilante llama de una
antorcha. De este modo mantenían un pacto tácito, no hablado,
establecido desde la segunda noche en que la vieron, cuando
comprendieron que aquella luz era una señal. Una señal que les
437
ofrecía un misterioso guía, dispuesto a señalarles el camino por
medio de la misma. Con la luz de la linterna, quienquiera que fuese
el que se hallaba allá lejos junto a aquella tea, entendió que estaban
listos para partir.
Mari Luz estaba más nerviosa de lo habitual, impaciente por
avanzar en pos de aquel heraldo luminoso. Fermín comprendía
muy bien sus motivos: estaban llegando a la zona más alta de la
región montañosa, y aquel mismo día sabrían si allá arriba existía un
altiplano formidable, o por el contrario, lo cual parecía más
probable, el terreno descendía hacia algún valle situado detrás de las
montañas. De ser así, era muy probable - Mari Luz no tenía la
menor duda de ello - que se tratase de aquel lugar legendario al que
Luis debía haber llegado, tratando de hallar aquel rescoldo vivo de
la cultura maya que había buscado de forma, como él mismo
admitía en ocasiones, casi obsesiva.
-Mari Luz, cariño. Creo que estamos muy cerca de nuestro
objetivo. Y presiento que esta va a ser nuestra última etapa de
marcha nocturna.
-Sabes, Fermín, no es que lo espere, o lo desee, o tenga el
presentimiento de ello. No, no. Estoy completamente segura. Sé
que Luis está muy cerca. Ayer comencé a sentir algo, no sabría
explicarte el que. Una presencia, un contacto espiritual. ¡Oh, no te
rías!
-No me río de ti, cariño. Es alegría, es felicidad. ¡Eres tan
maravillosa, tan especial! Y yo he tenido la suerte de haberte
conocido, de que hayas buscado mi ayuda, y de haber sido capaz de
despertar en ti un poco de amor.
-¿Un poco de amor? No te imaginas, cariño, lo mucho que te
quiero.
-Dame alguna pista.
Mari Luz le besó, y enseguida, tomándole de la mano para que
le siguiese, comenzó a caminar hacia la lejana luz, al tiempo que le
decía:
-¿Está claro, cielito?
-Gracias, cariño.
438
-Vamos, vamos. La luz ha empezado a moverse.
Fermín se apresuró a seguir a la joven, y en pocos segundos se
pusieron en cabeza de la expedición, unos veinte o treinta metros
por delante del grupo. Don Arcadio, cuando les vio pasar cerca de
él, viéndoles tomados de la mano y tan alegres, no pudo evitar
comentar con Carmen y su esposo, que aquel par de jóvenes le
recordaban sus años de juventud, cuando conoció en una
expedición por las selvas de Honduras a la que después, durante
muchos años, había sido su amada esposa.
-Oyéndole a usted, Arcadio, estoy seguro de que fueron
ustedes muy felices.
-Así fue, señora. Debo confesarles que mi vida, desde que ella
falleció hace poco más de un año, se había convertido en algo muy
duro, falto de atractivo, monótono, y a veces insoportable. Por eso
la llegada de ustedes a Mérida, la perspectiva de la expedición, los
preparativos, todo ello, supuso para mí una inyección de vitalidad,
una excusa para poder seguir viviendo.
-Nos alegramos mucho de ello.
-Gracias, Carlos. ¿Saben? Hay momentos en que aun la creo
entre nosotros. En especial cuando llega la noche, sentados
alrededor del fuego, muchas veces me parece que voy a verla
aparecer entre las sombras, trayéndome alguna estatuílla, alguna
piedra, un fragmento de una jarra, que sé yo. Hasta que enfermó,
hará de ello unos seis o siete años, me acompañó prácticamente
siempre en todas mis expediciones. Y tenía una habilidad en verdad
muy grande para hallar cosas interesantes, hurgando entre los
matorrales en las cercanías de los enclaves arqueológicos. Yo no
habría llegado a ser el experto que algunos amigos generosos me
consideran, de no haber sido por su ayuda.
-¿No tiene usted hijos o nietos?
-No. ¡Mas qué lindo hubiese sido el tenerlos, especialmente
por ella, que siempre lo deseó intensamente!
-Lo entiendo perfectamente. A mí me ha ocurrido lo mismo.
-A ambos, cariño. ¡Los dos hubiésemos disfrutando tanto
siendo padres!
439
-¡Y que par de magníficos padres hubiesen sido ustedes!
-¿Usted cree?
-Carmen, amiga mía, me basta ver el cariño y la ilusión conque
me hablan de Luis, el cual, por lo que he podido deducir, en los
meses que estuvo con ustedes vino a llenar en sus vidas ese vacío, el
de la falta de un hijo. Y lo deduzco también de la deferencia y el
aprecio con que tratan a esa encantadora jovencita, a la que ustedes
consideran, como hicieron con Luis en su momento, casi como una
hija.
-Me alegra mucho, Arcadio, oírle decir esas cosas de nosotros.
Es bueno que nuestros amigos nos tengan en un buen concepto.
-Y para mí es bueno saber que ustedes me cuentan entre sus
amigos. Gracias. ¡Eh! ¡Profesor Felices! ¡César! ¿Le presté ayer
noche mi botellita de brandy, verdad?
-Cierto. Aquí la llevo. Tenga, Arcadio, tenga.
Don Arcadio, tomando la botellita metálica, la destapó y la
llevó a sus labios, para tomar un traguito de aquel fuerte coñac, que
desde hacía años se hacía traer periódicamente de España, y que
nunca faltaba en sus expediciones.
-Por todos nosotros. ¡Ah! Bien, esto va mejor. ¿Saben?
Necesitaba repostar un poquito. Los camiones de mi buen amigo
Pancho, el de Santo Domingo, no pueden rodar sin su dosis de
nafta. Pues bien, a mí me pasa algo parecido con este coñaquito.
-¿Y si se le acaba? ¿Y si un buen día le fallan el correo o el
recadero, y se queda sin brandy?
-Tranquilo, César, tranquilo. Un buen tequila, un pulque, un
comiteco, un mezcal... ¡por fortuna esta es una tierra rica en
alternativas para mis necesidades en ese sentido!
440
II
Siguiendo el camino por el que les iba guiando aquella
misteriosa antorcha, se adentraron, con las primeras luces del
amanecer, en un vallecillo formado por dos laderas de suave
pendiente que, a ambos lados, se extendían hasta el pie de dos
grandes y formidables picachos, cuyas cumbres de roca desnuda
emergían de entre la espesa masa de coníferas que los cubría en su
mayor parte. De cada una de aquellas cumbres alcanzaban el valle
una serie de pequeñas corrientes de agua, que iban a unirse en un
riachuelo que, sobre un lecho rocoso, discurría por el centro mismo
del valle. En aquel lugar los árboles, de una hermosa variedad de
cedro, se hallaban relativamente espaciados, permitiendo el paso sin
dificultad. Además, tan solo un manto de verde hierba de escasa
altura cubría el suelo, y nada parecido a zarzas o enredaderas venía a
dificultar la marcha del grupo.
Por el trayecto de la corriente de agua notaron que el valle
mantenía una suave inclinación descendente en el sentido en que se
desplazaban.
-¡Estoy admirado de ver tal abundancia de humedad y de agua!
-Me ocurre a mí lo mismo, profesor. No hay duda de que este
es un lugar muy especial, una especie de enclave paradisíaco, donde
concurren, por el capricho de la naturaleza, una serie de
peculiaridades climáticas.
-Así es, Pablo. Por su especial configuración, y pese a estar en
esta zona de selva tropical, este macizo montañoso posee un
microclima extraordinario. Las grandes masas nubosas que se ven
allá arriba, encasquetando aquellas cumbres, lo indican bien
claramente.
-Admirable y extraordinario, tal y como decís. Pero Fermín,
¿no crees que en este lugar hay algo de misterioso, de sobrenatural
incluso?
-Mari Luz tiene razón. No es lógico. Se sale de lo razonable.
Estamos en un territorio plenamente tropical, a una altura
considerable pero en ningún caso comparable a la de la región
441
volcánica montañosa situada al sur de Méjico, la región del Nevado
de Toluca y el Popocatepetl.
-Pienso como vosotras, Carmen. Tan solo los designios de una
voluntad todopoderosa o sobrenatural han podido configurar,
mediante el manejo de los recursos y las fuerzas de la naturaleza, un
lugar tan extraordinario como este.
-Hombre, Fermín, nada nuevo hay en esa idea. Ante los
paisajes naturales más bellos, ante la formidable inmensidad del
océano, ante la quietud sobrecogedora del extenso desierto
sahariano, todos solemos pensar que merecen ser la obra de un ser
divino.
-Carlos... Me gustaría preguntarte una cosa. Verás, ocurre que
tengo curiosidad por conocer tu opinión sobre algunos hechos
curiosos.
-¿A qué hechos te refieres?
-Pues a ciertas circunstancias extrañas, algunas... digamos que
afortunadas coincidencias.
-¿Coincidencias?
-Yo así las llamaría. Pablo y yo hemos comentado en diversas
ocasiones, a partir de una interesante conversación que mantuvimos
juntos en nuestra primera noche en Mérida, que hay una serie de
hechos curiosos o sorprendentes a los que no acabamos de
encontrar una explicación lógica.
-Tiene razón el profesor. Recuerdo que aquella noche
hablamos del libro de campo de Luis Trévelez.
-¿Qué hay de misterioso en ese libro?
-Sencillamente, que es un libro que desaparece y aparece.
-¡Qué cosas dices, César! Ya sé que al principio nos extrañó
que lo tuviese Mari Luz, porque todos dábamos por seguro que
Luis se lo había llevado aquella noche. Pero, dado que el libro
estaba entre sus cosas, es evidente que no lo hizo.
-Aunque es un tema que dejamos zanjado en su momento,
debo confesarte, Carlos, que yo creo que Luis marchó con su diario
de campo en la mochila. Nunca se separaba de él. Además, cuando
advertimos su marcha y entramos en su tienda, esta magnífica obra
442
de recopilación, que ha merecido los elogios de nuestro amable
arqueólogo jefe, por la que ha comparado a Luis con el mismísimo
Catherwood...
-Insisto, profesor, en que merece tal comparación. Sus lindos
dibujos no van a la zaga de los del ilustre explorador, en realidad
denotan una similar maestría en el trazo, un parecido amor por la
historia del pueblo maya. Y en el caso del su hermano, señorita, es
fácil encontrar incluso una mayor autoridad y solidez en sus
conocimientos.
-Pues bien, cuando entramos en su tienda el libro de campo no
estaba allí, Estoy completamente seguro. Porque ante la posibilidad
de que hubiese salido tan solo a meditar o a relajarse dando un
paseo por la selva, lo busqué por todas partes sin éxito. Por ello,
precisamente, dedujimos que Luis había marchado aquella noche
dispuesto a hacer algún tipo de trabajo o descubrimiento.
-Pero César, de ser así. ¿Cómo diantres pudo llegar el libro a
manos de Mari Luz?
-Yo recibí sus cosas embaladas en un voluminoso bulto,
cuidadosamente envuelto en lona.
-El mismo día en que levantamos el campamento para
regresar, siguiendo las instrucciones de usted, profesor, ordené a
dos de los porteadores que recogiesen las cosas del señorito Luis y
las dispusiesen de ese modo. Después me encargué yo mismo de
precintar y atar el paquete.
-Podemos descartar el que alguno de los dos muchachos lo
haya puesto en esos momentos...
-No del todo. Es una posibilidad.
-En ese caso, creo que tenemos una posible explicación. Uno
de nuestros jóvenes guías encontró el libro de campo por los
alrededores del campamento, pues cabe en lo posible que Luis lo
perdiese en su marcha nocturna. Reconoció al momento el libro, y
se apresuró a dejarlo entre sus cosas, en la tienda. Y allí permaneció
hasta el momento en que las preparamos para el viaje de vuelta.
-No sé que decirte, Carlos. Es posible.
443
-Pero, cariño, ¿y la luz? ¿y esa antorcha que nos guía?
¿También hay explicaciones para ella?
-Tienes razón, Carmen. ¿Cómo explicarla? ¿O es que tenéis
todavía por aquí alguno de los guías de vuestra anterior expedición
para que se encargue de llevarla?
Carlos Ortigosa miró hacia las dos mujeres, su esposa y la
joven Mari Luz, y no pudo evitar reír con simpatía ante aquel frente
común ante sus argumentos.
-Bien, aceptemos los hechos misteriosos. Pero en ese caso,
¿cómo los explicáis?
-Creo entender a lo que Mari Luz y Carmen se refieren.
Veamos. Nos enfrentamos a un conjunto de circunstancias curiosas
e inexplicables, que en definitiva han sido o son decisivas para
nuestro avance. En realidad, se trata de unos hechos que
comenzaron incluso antes de nuestra llegada a Yucatán, puesto que
hay que incluir en los mismos el sueño que tuviste el pasado nueve
de mayo, y las sorprendentes palabras de aquel hombre de campo,
Quimet el leñador. Todos estáis al corriente de ellas, pues las hemos
comentado en más de una ocasión. Y ahora nos hallamos con este
lugar, este sorprendente y bello lugar, casi imposible de imaginar en
estas latitudes tropicales. Todo ello es demasiado peculiar para
responder a un conjunto de casualidades fortuitas.
-Comprendo que es muy fácil dejarse llevar por la fantasía, y
dejar volar nuestra imaginación. Nos diremos: ha de haber detrás de
todo ello la voluntad de alguien... o de algo. Pero yo creo que en su
momento descubriremos que todo tiene una lógica y sencilla
explicación y nos reiremos de nuestra fantasía.
-Perdone que discrepe de usted, Carlos. He caminado muchos
años por las selvas, los valles y los montes de estas tierras, he
visitado lugares hermosísimos donde, en las antiguas piedras y los
viejos monumentos, yacía el recuerdo de otros tiempos, de un
pasado que a duras penas comenzamos a conocer. Pero en este
lugar se siente una extraña sensación. No se me ría usted si le digo
que el pasado está aquí mucho más presente.
444
-Me guardaré mucho de reírme, Arcadio. En el fondo, debo
decir que yo siento algo parecido. Y creo que todos tenemos
sensaciones similares. Si no, ¿por qué no nos hemos detenido al
amanecer, como veníamos haciendo hasta ahora?
-El camino hacia el que nos ha dirigido esta vez nuestro
amable guía nocturno no tiene posibilidad de error. He pensado en
ello hace unos momentos. Podemos seguir avanzando, pues no hay
posibilidad alguna de desviarse ni a uno ni a otro lado.
-Es cierto, podemos seguir descendiendo. Aunque, la verdad,
el hacerlo resulta cada vez más complicado.
En efecto, su progresión, manteniéndose siempre cerca de
aquel riachuelo de aguas claras y límpidas, se iba haciendo poco a
poco más difícil. Ello era debido a que el bosque, al principio
bellamente adehesado, se había ido espesando paulatinamente. No
tardaron en verse obligados a avanzar por un sendero pedregoso,
que en ocasiones debían abandonar para dar un rodeo por el
espesor de la masa forestal, y evitar de ese modo algunos bruscos
desniveles del terreno.
445
III
El bosque se aclaró y pudieron ver por los amplios espacios
libres que quedaban entre los troncos de los árboles, que el camino
les había conducido a un hermoso valle abierto en el espacio
interior de un formidable circo montañoso.
A medida que se acercaban al límite de bosque los detalles de
aquel lugar se hicieron más evidentes. Muy pronto distinguieron
que en algunos puntos, en las paredes interiores de aquel gran
espacio natural, se habían esculpido grandes figuras de piedra, junto
a las que se veían lo que probablemente serían las entradas a unos
obscuros recintos abiertos en el espesor de las propias paredes.
Además, en diversos lugares del valle se distinguían numerosas
aberturas, apenas visibles por la exuberante vegetación que las
rodeaba y cubría parcialmente.
Por otro lado, la porción central del valle, la parte más baja de
aquel espacio natural, formaba una estrecha meseta de unos tres
quilómetros de longitud, cubierta en muchos lugares por bellas
aglomeraciones de árboles, con el típico aspecto de las alamedas o
choperas. El riachuelo que venía guiándoles atravesaba de un
extremo a otro el hermoso valle, oculto unas veces entre los árboles
y a cielo abierto y perfectamente visible en otros momentos.
Algunas esculturas se presentaban a su vista iluminadas por el
sol oblicuo de la mañana, que acentuaba su relieve por las negras e
intensas sombras que producían. Don Arcadio cuando las vio,
reconoció algunas de ellas enseguida.
-¡Dios mío! ¡Vean que cosa más linda! ¡Qué lugar más
maravilloso! Les puedo asegurar que nunca antes he visto un lugar
como este. Estamos ante los restos de un enclave bellísimo, que
estuvo en su momento dedicado a las divinidades mayas del
período de máximo esplendor de su cultura. Déjeme los
prismáticos, Fermín... gracias. Sí, allá lejos, al final del valle, veo con
claridad una magnífica escultura que representa al gran ente divino,
Tepeu Gucumatz. Junto a ella veo, a ambos lados, dos formidables
puertas ornadas con altorrelieves bellísimos, y... sí, un escudo real.
446
Observo que este riachuelo recorre el valle en toda su longitud, y va
a sumirse en el espesor del macizo montañoso que lo cierra a
poniente. Allá lejos, al pie de un elevado muro de piedra recubierto
de manchones verdes, veo otra entrada a algún recinto. La recubre
algo. ¿Plantas que descienden hacia el suelo?
-Creo que lo hemos encontrado.
-¿Está seguro, profesor?
-Sí, Pablo. No hay duda: un valle, con una serie de espacios
abiertos en las paredes rocosas. ¿Qué son, en definitiva, sino unas
cuevas? ¿Y cómo dijimos que podía traducirse Tulán Zuivá?
-¡Carajo! ¡Tiene razón, César! Ahí lo tienen, el valle de los siete
barrancos o las siete cuevas: ¡Tulán Zuivá!
-Aparentemente apenas hay nada que haga pensar en un
recinto habitado. Sin embargo, estoy seguro de que en el pasado, en
esas cuevas moraban hombres y mujeres, que encontraron en ellas
refugio y espacio para sus viviendas y, posiblemente, también para
sus lugares de culto y oración.
-¿Qué os hace suponer que este lugar no esté habitado en la
actualidad?
-Bien, señorita, así de pronto, todo parece indicar que nadie
vive aquí en estos momentos. A esta distancia no podemos ver con
detalle, pero no me parece que haya señales de vida evidentes.
-¡Mirad! ¡Mirad! Allí, junto al riachuelo, parece que arranca una
senda. Vamos, un poco más abajo. ¡Magnífico!
Carmen y Mari Luz se habían adelantado, y al llegar al punto
en que terminaba el bosque y comenzaba el valle, se detuvieron al
lado de una senda, formada por gruesos elementos de piedra, como
grandes adoquines, que se dirigía hacia el norte, adosada a un
formidable y altísimo muro de roca, y alcanzaba un punto en que se
distinguían perfectamente doce puertas, cubiertas por cortinas de
tela de bellos colores. En el espacio que las separaba, la roca se veía
abierta en diversos puntos por perforaciones circulares, que por su
altura correspondían a ventanales. Muchos de ellos se hallaban
adornados por medio de hermosas matas llenas de flores coloreadas
que crecían de una especie de macetas de cerámica.
447
Cuando todos se reunieron con Carmen y Mari Luz, ésta,
sonriendo, le preguntó a don Arcadio.
-¿Qué opina de estas cuevas? ¿Tienen aspecto de estar
deshabitadas?
-¡Oh, Dios mío! ¡No, de ningún modo! La limpieza del
sendero, lo cuidado de las flores, las lindas cortinas de las puertas...
¡Aquí vive alguien, no les quepa duda! ¿Eh? ¿Qué le ocurre,
señorita?
Mari Luz había dejado de prestar atención a las palabras del
anciano arqueólogo. Su mirada estaba fija en dirección hacia la más
alejada de aquellas cuevas, y había cogido con fuerza el brazo de
Fermín.
-¿Qué ocurre, cariño? ¿Qué ves?
-¡Mi hermano! ¡Luis! ¡Sale de aquella cueva!
Todos miraron hacia donde indicaba Mari Luz. Por la más alta
y alejada de las puertas, tras apartar cuidadosamente la cortina
acababan de salir al exterior tres personas que, lentamente,
comenzaron a dirigirse hacia ellos. Una de ellas era un joven alto y
muy delgado. Una expresión dulce y una mirada viva e inteligente
adornaban su rostro, curiosamente cubierto de pecas. Le
acompañaban un hermoso joven y un simpático anciano, que a
diferencia del primero, eran, por sus rasgos y su corta estatura,
genuinos representantes del pueblo maya. El joven, con un largo
cabello negro recogido con una cinta gruesa de cuero, vestido de
manera sencilla con una holgada vestimenta de tela, ceñida en la
cintura, y calzado con algo que bien podría designarse como un par
de mocasines, sonreía de manera franca y alegre, y dirigía de cuando
en cuando una simpática mirada hacia el alto y pecoso joven, que
caminaba entre él y el anciano. En cuanto a éste, cubierta su cabeza
por cabello blanco como la nieve y surcada su faz por innumerables
arrugas, miraba atentamente hacia el grupo con unos ojos negros de
mirada penetrante. Su expresión era bondadosa, y parecía estudiar
con gran detenimiento a todos y cada uno de los miembros de la
expedición. Cuando se hallaron a pocos metros su mirada se fijo en
448
Mari Luz y, sonriendo, con una expresión que reflejaba un gran
alivio y una intensa satisfacción, preguntó:
-¿Hermosa niña, eres tú Mari Luz, la hermana de Luis?
-Lo es, maestro. ¡Mari Luz, hermanita, como me alegro de
verte! ¡Dame un abrazo!
-¡Luis! ¡Oh, Dios mío! ¿Qué te ha ocurrido? ¡Estás más
delgado que nunca! ¡Sin embargo, me parece que no te había visto
nunca tan saludable!
-¡Tú sí que estás bien! ¡Si hasta me parece que has crecido!
¡Estás guapísima! ¡Profesor! ¡Carmen, Carlos, amigos míos! ¡Que
sorpresa, que alegría! ¡Aureliano! ¡Mi buen Aureliano!
Luis apenas podía dar crédito a lo que veía. Pero allí estaban
sus amigos, con el fiel guía Aureliano y su querida hermana.
-¿Cómo es posible? ¿Cómo habéis encontrado este sitio? Sea
como sea, es maravilloso que estéis aquí. Amigos, cuando sepáis lo
que es realmente este lugar... no creo que hayas imaginado, César, ni
en los momentos de mayor optimismo, que podrías llegar a pisar
algún día un lugar como esté. Pero antes que nada, permitidme que
os presente a estos dos amigos, a los que debo agradecer, entre
otras cosas, el estar vivo en estos momentos. Este joven es
Ixquimaná, que algún día será un justo y buen bataboob de este lugar,
y aquí tenéis a Balam-Acab, el sabio y venerable ah konoob, la
máxima autoridad religiosa de este lugar, paciente con los jóvenes,
excelente maestro, y casi un segundo padre para mí. En efecto, ésta
es, como habéis sabido enseguida, maestro Balam-Acab, mi
hermana. Estos son Carlos Ortigosa y su esposa, Carmen. Mucho
más que unos buenos amigos. Y mi jefe allá en la universidad, el
profesor Felices. Este hombre, descendiente de una antigua familia
de mayas yucatecos, es Aureliano, hombre bueno como pocos y
magnífico guía. En cuanto a los otros...
-Permite que te los presente, Luis, y se los presente de paso a
tus amigos. Quizás hayas oído hablar de don Arcadio Botín.
-¿Botín, el arqueólogo retirado?
449
-Como ve, no del todo retirado. Aquí me tiene, embarcado
junto a sus amigos en una linda aventura, que nos ha llevado
felizmente al hallazgo de usted, sano y salvo.
-Ha sido muy amable por su parte aceptando acompañarnos.
Sus conocimientos y su experiencia han sido de gran ayuda, y su
compañía y su ánimo nos han alentado muchas veces. Y estos son
Pablo y Fermín. Les conocí en Barcelona, y en cuanto supieron de
tu desaparición se ofrecieron inmediatamente a ayudarme. Fueron
ellos quienes nos animaron a ponernos en marcha y acudir a Méjico
para tratar de hallar alguna pista que nos condujese hasta ti. Y como
ves, no andaban desencaminados.
-Tu hermana insiste en atribuirme méritos que son
exclusivamente de Fermín. Él, y nadie más que él, fue quien planeó
esta expedición, quien nos puso a todos en marcha y quien me
embarcó, casi a la fuerza en este viaje. Bueno, eso no es del todo
cierto, ya que me apunté muy a gusto.
-Es para mí un placer conoceros a todos, de verdad, Arcadio,
Fermín y Pablo. Fermín, por lo que dicen de ti, debo agradecerte el
que estéis ahora aquí conmigo.
-Mari Luz me pidió ayuda en su momento, y dadas las dosis de
persuasión que la caracterizan, me fue imposible negarme. De lo
cual, por otra parte, no me arrepiento lo más mínimo, más bien al
contrario.
Fermín tomó a Mari Luz por la cintura, y ella a su vez,
sonriendo, le rodeó con su brazo.
-No hace falta que me digáis nada más. Ya veo que formáis
muy buen equipo. Pero decidme, cómo fue que se os ocurrió acudir
a buscarme. ¡Yo pensé que se me había dado por muerto!
-Supe que estabas bien desde la noche en que me visitaste en
mis sueños.
-¿Qué yo te visité?
-Sí. Tú y este amable anciano, y un hombre joven vestido
como un rey. Aparecisteis una noche en mi mente mientras yo
dormía.
-¡Balam-Acab! ¡Fue durante la velada!
450
El buen chamán, mirando a Luis, asintió sonriendo, y Fermín
continuó explicando los motivos que les llevaron a acudir a
Mesoamérica.
-Desde el momento en que tu hermana me habló de aquel
sueño, y contando con el hecho importante de tener las magníficas
pistas que dabas en tu libro de campo...
-¿Mi libro de campo? ¿A qué libro te refieres?
-A este, al tuyo. - Mari Luz sacó del bolso el hermoso libro. Al
punto, Balam-Acab, se acercó a ella extendiendo las manos.
-Permítame, señorita... gracias.
El anciano tomó el libro, y se lo entregó a Luis.
-Aquí lo tienes de nuevo, joven sabio. Tal y como te prometí.
-¡Que estaba en buenas manos, me dijisteis!
-¿Qué mejores manos que las de tu hermana?
-Pero... ¡No es posible! ¿Cómo llegó el libro hasta ti, Mari Luz?
-Yo puedo explicártelo, Luis.
-¿Tú? Ixquimaná, amigo mío, no me dirás que tú...
-¡Ahora lo recuerdo! He estado pensando todo el rato que me
recordabas a alguien. ¡Y ahora caigo! ¡Tú eres el joven maya que nos
visitó en el campamento!
-¡Caramba! Tienes razón, Carmen. Este chico estuvo en
nuestro campamento. Diría que fue...¡ la noche antes de nuestro
regreso! Lo que ocurre es que no pudimos verle sino a la luz del
fuego. Y fue muy poco rato, puesto que la mayor parte del tiempo
estuvo con los guías.
-Fue como usted dice, profesor. Ni usted, ni don Carlos ni
doñita Carmen le vieron apenas, pues procuró mantenerse alejado
de ustedes. Pero yo sí le vi, y hablé con él. Recuerdo muy bien que
nos comentó que iba de paso hacia una aldea próxima y que se
había golpeado en una pierna. Aunque no llevábamos ningún
médico para atenderle, le dimos unos calmantes y le dejamos
descansar en nuestro campamento.
-Bien, ya podéis suponer el resto. Aproveché la obscuridad de
la noche para depositar el libro en el interior de la tienda de Luis.
Debo deciros que lo hice por indicación de nuestro venerable
451
maestro, Balam-Acab. Y si bien al principio no entendía sus
motivos, luego comprendí que deseaba facilitaros las cosas para que
pudieseis llegar hasta aquí.
-Envié al joven Ixquimaná a vuestro campamento, mientras
Luis convalecía de unas graves heridas que se produjo...
Luis vio alarma y temor en la expresión de su hermana, y se
apresuró a tranquilizarla.
-No temas, Mari Luz. Estoy prácticamente recuperado. Me caí
por accidente en unas ruinas allá abajo en la selva, pero Ixquimaná y
su cuñado, Humnkabú, al que pronto vais a conocer, me trajeron a
este lugar, donde los cuidados de la familia de Ixquimaná y la
medicina de Balam-Acab produjeron unos resultaron casi
milagrosos. Vaya... de modo que mi libro de campo os fue de ayuda
para alcanzar este lugar.
-Tulán Zuivá, supongo.
-Así le llamamos los que aquí habitamos desde hace cientos y
cientos de años.
-Tu libro de campo nos ayudó a reconocer que íbamos por
buen camino. En especial cuando llegamos al hermoso centro
ceremonial que dibujaste en la última página. Pero a partir de allí
creo que no habríamos dado con la ruta correcta de no ser por una
curiosa circunstancia.
-Ha sido algo increíble, Luis. Cada noche, a altas horas de la
madrugada, una luz se encendía en la lejanía y nos iba guiando hasta
el amanecer.
-¡Ah! ¡Hijos míos, no hay duda de que los dioses han querido
guiaros hasta aquí! Esa misteriosa luz os fue enviada, estoy seguro
de ello, por la voluntad de nuestros amados y divinos protectores.
Sea como fuere, lo importante es que ahora estáis aquí con
nosotros. Y ello es para mí un motivo de alegría especial. Pero no
permanezcamos más tiempo aquí parados. Os acompañaremos a la
casa de Ixquimaná. Está situada hacia el otro extremo del valle, y
para llegar hasta ella no hay más que seguir el curso del riachuelo.
452
IV
A media mañana, pasadas poco más de dos horas desde el
momento de su encuentro, estaban todos reunidos en la sala común
de la vivienda de Tohukín, el bataboob. Habían dejado sus cosas en
una serie de dependencias no utilizadas habitualmente, que
prolongaban la propia vivienda hacia el interior de la montaña.
Aquellas iban a ser, provisionalmente, las habitaciones de los recién
llegados.
Mientras todos, incluidos Tzuninhá y su esposo Humnkabú,
conversaban animadamente sentados en una serie de sillas que
habían dispuesto alrededor del hogar, Tohukín y Balam-Acab
mantenían una conversación en voz baja, en un rincón de la
estancia junto a una de las ventanas.
-Maestro Balam-Acab, estoy seguro de que sabéis lo que hacéis
y de que tenéis vuestras buenas razones para alegraros de la llegada
de este grupo de extranjeros. ¿Pero no se pone con ello en peligro el
secreto de nuestro santuario?
-Todos ellos, sin distinción, son magníficas personas. Estoy
convencido de que en el futuro, cuando marchen de aquí, guardarán
bien a gusto el secreto.
-De todos modos, maestro, creo que deberemos poner en
conocimiento del consejo el hecho insólito y nunca antes visto de la
llegada de unos extranjeros.
-Tanto el consejo social como el religioso sabrán de ello, y
podrán opinar todos. Pero voy a pedirte, bondadoso Tohukín, que
antes de convocar a los jefes esperes unos días. Han de ocurrir - lo
deseo con toda la fuerza de mi corazón y de mi espíritu - algunas
cosas, que harán que todos veamos con buenos ojos la estancia de
unos forasteros, de unos extraños, entre nosotros.
-Será como vos dispongáis, maestro.
-Ahora vamos, Tohukín, a sumarnos a las conversaciones.
Creo que ha llegado el momento de que me dirija a uno de los
recién llegados, para pedirle un favor muy especial.
453
El anciano chamán y Tohukín se acercaron al grupo, que
comentaba en aquellos momentos algunos hechos con relación a la
expedición y su magnífico éxito final.
-¿Y la luz de la antorcha no faltó ya ninguna noche?
-Ninguna. Allá estuvo todas las madrugadas, durante una
semana completa, desde el pasado domingo, el tres de julio, en que
nos guió hasta el templo, hasta hoy, sábado. Y debo decir que, lo
mismo si es obra de los dioses, como ha opinado este venerable
anciano, o si la enarbolaba un brazo humano, su colaboración ha
sido decisiva para nuestra llegada hasta aquí.
-Quien sabe, señor... en ocasiones los dioses nos utilizan, a
nosotros los humanos, para sus designios.
-Hablas sensatamente, como siempre, mi joven y buen
discípulo, Ixquimaná. Permitidme, amigos... gracias, Humnkabú,
estaría muy bien en esa silla, pero hay una misión que aguarda que la
emprendamos ya sin más demora. Sé que entre vosotros ha llegado
a Tulán Zuivá un notable chó-ta-cí-ne, es decir, un medicine man, un
médico.
-No sé como lo habéis averiguado, venerable maestro, pero es
cierto. Pablo y Fermín son médicos.
-En su momento, Luis, joven sabio, comprenderás que
nosotros, los ancianos, sabemos muchas cosas porque los dioses
tienen a bien hablarnos con mayor frecuencia que a vosotros, los
jóvenes.- Balam-Acab miró dudoso unos instantes a Fermín y a
Pablo. Pero de inmediato algo como un instinto le desveló que
aquel hombre joven, de expresión alegre y ojos claros, al que los
demás llamaban Fermín, era el 'esperado'. Juntando las manos, se le
aproximó, se situó frente a él, y le saludo con una leve inclinación.
-Que los dioses te iluminen, amigo. ¿Estás preparado para
atender a un ser enfermo en su lecho, cuya salud espera un remedio
que tan solo tú puedes aportarle, cuya vida tal vez dependerá de tu
criterio y de tu ciencia?
-Balam-Acab, amigo mío. Sea quien fuese vuestro paciente,
podéis contar conmigo para tratar de sanarle. Sin embargo, tengo
referencias de que los medicine men de vuestro pueblo, y creo que sois
454
uno de los más destacados, contáis con un amplio repertorio de
plantas y remedios naturales.
-Nada han logrado mis poderes y conocimientos en este caso.
Si no te importa, me gustaría que me acompañases y visitases a ese
enfermo. Y creo que sería bueno que Luis e Ixquimaná nos
acompañasen también.
-¿Quién es el paciente? ¿Y cual es su dolencia?
-Muy pronto lo sabrás. Vamos, vamos, amigos. No perdamos
tiempo.
Luis miró a Ixquimaná con una expresión interrogante, y el
joven le contestó con un leve gesto afirmativo. Los dos presentían
que el buen anciano les iba a desvelar, finalmente, que era lo que le
ocurría al joven rey, Mahukané. ¿A qué otro enfermo sino podía
referirse? De modo que se apresuraron a atender el ruego del
chamán.
Fermín, cuya natural curiosidad como médico había
despertado Balam-Acab con sus palabras, se dispuso también a
seguir a los dos jóvenes y al anciano ah konoob.
-Mari Luz, cariño, amigos, esperadnos aquí. Hay tantas cosas
maravillosas que comentar sobre este bello lugar...
-Tendremos tiempo para ello, Fermín. - Carmen le señaló
hacia la puerta - Nuestra expedición ha cumplido el principal
objetivo. Ahora no hay prisa alguna, más bien al contrario.
-Es cierto. Marcha, cielito. Ese buen hombre te espera fuera,
con Luis y su joven amigo.
455
456
Mahukané
I
B
alam-Acab miró a Luis y a Ixquimaná con un gesto de
aprobación. Sabía que había nacido una gran amistad entre los dos
jóvenes, conocía la nobleza y la bondad de sus caracteres, y
comprendía que, en los últimos días, les había tenido preocupados
la salud del Halac Vinic. Ahora iban a saber del estado real del joven
Mahukané. Estado que, por otra parte, preocupaba cada vez más al
anciano.
Era evidente que estaban ocurriendo las cosas como él las
había planeado. Por otro lado, aquel medicine man parecía de fiar.
Balam-Acab, cuya capacidad para ver en la expresión y en la actitud
de los demás era casi tan grande como la del sabio Huncahvitz, veía
en Fermín una seguridad y solidez como curador, de la que
probablemente él mismo no era consciente, pero que no escapaba
al perspicaz análisis del chamán.
Cuando los tuvo delante a los tres, pues Fermín, que había
salido el último de la vivienda de Tohukín se había apresurado a
457
alcanzarles, viéndoles expectantes e indecisos, alzó una mano y
señaló hacia la entrada del palacio real.
-Vamos a visitar, como supongo que ya habéis imaginado, a
nuestro amado y venerado señor, el joven Halac Vinic. - BalamAcab tomó del brazo a Fermín, y mientras avanzaban siguió
hablándole. - Lo aqueja una extraña enfermedad, sobre la cual solo
puedo decirte que comenzó hace varios meses, de manera sutil, en
forma de episodios de pérdida de fuerza, dolor de cabeza y
sensación de mareo. Poco a poco se fueron haciendo más
frecuentes. Hasta que la percepción de inestabilidad le obligó a
mantenerse en cama.
-¿Cuándo ha ocurrido eso?
-Hace unos diez días. Desde entonces permanece en su lecho
en el palacio, y a duras penas se incorpora para tomar algún
alimento.
-¿Tan mal se encuentra?
-Sí, Ixquimaná.¿Por qué negarlo? Ahora ya no hay motivo para
que te oculte la gravedad del estado de nuestro joven rey.
-De modo, venerable maestro, que no se trataba de una caída.
La verdad es que yo presentía algo así.
-Y yo sabía que lo presentías, joven sabio. Bien. Ya hemos
llegado. Permitidme un momento que invoque al gran Tepeu
Gucumatz. Gracias, amigos.
Se hallaban frente a la entrada a las dependencias reales, abierta
junto al lugar de oración dominado por la formidable estatua de la
deidad. El anciano chamán se colocó mirando hacia el gran ser
esculpido en la pared rocosa, y musitó unas breves palabras. Se
inclinó levemente tres veces, como solían hacer siempre que
pasaban cerca de él, e inmediatamente, seguido por los demás,
apartó la gran cortina de la entrada y avanzó por una sala
rectangular. Sus paredes, completamente lisas, no eran de roca, sino
de una especie de alabastro brillante, de aspecto bellamente
abigarrado por la presencia de las caprichosas venosidades del
mineral que las constituía. Colocados junto al zócalo de piedra
negra de la sala, había en varios puntos unos pequeños basamentos
458
cuadrados de unos veinte centímetros de altura, que daban apoyó a
unas bellas columnas, en las que se habían empleado los más
valiosos materiales. A derecha e izquierda unas ménsulas o
pequeñas mesas de piedra, soportaban dos grandes cofres oblongos
de madera bellamente esculpida. Finalmente, en la pared del fondo
se veía una gran puerta de madera de doble ala. Su marco era de
piedra negra, similar a la del zócalo. En cuanto a la puerta en sí, por
sus bellos relieves esculpidos le recordó a Luis las puertas de la
antesala del templo o santuario donde se llevó a cabo en su
momento aquella 'velada' en la que participó, invitado por el consejo
religioso de los ah konoobs.
Balam-Acab les indicó que se acercasen todos al gran cofre
situado a la derecha. Cuando los tuvo junto a él, elevó con ayuda de
Ixquimaná la tapa del cofre y extrajo del mismo un curioso
utensilio, una especie de cetro alargado, formado por un mango
cilíndrico de piedra gris, al que se hallaba sólidamente unida una
pieza metálica con las formas de una sinuosa y gruesa serpiente. En
su extremo, lo remataban dos pequeñas alas abiertas. Tomó el cetro
por su mango y con suavidad tocó con su extremo alado la cabeza
de Fermín y lo apoyó después, primero en su hombro izquierdo,
después en el derecho. Repitió a continuación el ceremonial con la
cabeza y los hombros de Luis.
-Acabáis de ser investidos como hijos adoptivos de nuestro
pueblo, con el símbolo del todopoderoso. Sólo de ese modo se
permite entrar a los extraños en los aposentos del palacio real.
Dejó de nuevo el cetro, y cerraron el cofre.
-Ahora os pondréis un medallón ritual para materializar el acto
de vuestra unión espiritual con nosotros. Venid, vamos al otro
cofre... Ayúdame de nuevo, Ixquimaná. Aquí están. Éste para ti,
Luis. Éste otro, para nuestro chó-ta-cí-ne, Fermín.
Tal y como les había dicho, tomó del segundo cofre unos
colgantes, formados cada uno por una fina cinta de cuero y un
medallón elipsoidal, de unos ocho o diez centímetros, en cuya
superficie metálica se veían grabados tres glifos. Ni Fermín ni Luis,
459
cuando los tuvieron sobre sus pechos y pudieron mirarlos con
atención, supieron interpretarlos.
-Son los antiguos símbolos de la paz, la amistad y el amor. Se
grabaron hace miles de años, cuando nuestros antepasados llegaron
a Mesoamérica. Es lógico que os resulten extraños. Vamos ya.
Entremos en palacio. ¡Que Tepeu Gucumatz guíe nuestros pasos!
¡Y que el gran Kakulhá Hur-Akán nos ilumine!
Abrieron la gran puerta de par en par y pasaron a un gran
corredor, ornamentado de manera similar a la sala que dejaban, con
bellas columnas situadas cada pocos metros. El corredor se abría a
ambos lados, por diversas puertas situadas entre pares de
semicolumnas adosada a sus paredes, y al final del mismo, dos
gruesas columnas completas, situadas a un metro de cada una de las
paredes, limitaban un espacio de unos quince metros cuadrados,
que debía ser la antesala del aposento real. Dos muchachos, dos
jóvenes criados, se hallaban sentados en dos banquetas de madera,
situadas a ambos lados, aguardando, con mirada triste, por si se les
requería para alguna cosa. Cuando vieron a Balam-Acab y sus
acompañantes, se pusieron en pie y acudieron hasta ellos.
Apoyando una rodilla en el suelo hicieron un saludo al venerable
anciano, que se apresuró a poner una mano sobre la cabeza de cada
uno de ellos, y les indicó a continuación que se pusiesen en pie.
Precedidos por los dos criados atravesaron la antesala y
llegaron a la bella puerta de la habitación del rey. Los muchachos
tomaron un gran pomo colgante que había en cada una de las dos
alas de la gruesa e imponente puerta, y estirando, la abrieron lo
suficiente para que pudiesen pasar por ella.
Entró Balam-Acab el primero, seguido por Luis e Ixquimaná.
Fermín lo hizo a continuación, y notó como los criados cerraban las
puertas a sus espaldas.
El aposento al que habían llegado estaba suavemente
iluminado por la luz que entraba por unas pequeñas ventanas
situadas en una pared lateral, cubiertas por unas bellas cortinas de
tela azulada y ligeramente traslúcida.
460
En el centro del aposento, cuatro bellas columnas limitaban
los cuatro ángulos de un gran lecho, en el que un hombre joven,
prácticamente un muchacho, parecía dormir, estirado. A su lado,
sentada en una pequeña silla sin respaldo, una joven le tenía tomada
una mano, y descansaba apoyada la cabeza en el brazo de él.
Finalmente, una diminuta mujer, de unos cuarenta y cinco o
cincuenta años, vestida como la joven con bellas telas coloreadas, y
adornada su cabeza con una diadema de hermosas piedras
preciosas, los miraba con expresión triste.
Al oír entrar a los recién llegados, la muchacha alzó la cabeza y
se volvió hacia ellos, al mismo tiempo que el joven despertaba y les
miraba también. Al verles, ambos parecieron alegrase, y sus rostros
se iluminaron con una bella sonrisa. Aunque afectado por su
enfermedad, pudieron comprobar que Mahukané era un joven muy
bello, de aspecto muy varonil, y de una estatura superior en mucho
a la media de su pueblo. Y si Mahukané era un magnífico ejemplar
de muchacho maya, la joven que lo acompañaba no desentonaba en
absoluto a su lado. Su hermoso cabello negro recogido en dos
largas y preciosas trenzas, sus bellos ojos, expresivos, brillantes, sus
suaves mejillas, sus labios gruesos, su expresión dulce, hacían de ella
la mujer más bella de Tulán Zuivá.
Luis, cuando la joven y el rey les miraron sonrientes,
comprendió que aquel momento, aquella imagen frente a sus ojos,
no era nueva para él. La segunda visión, como le había llamado BalamAcab, proporcionada por los honguillos nti-si-thó, le había permitido
tener una premonición de aquel instante.
-Estamos aquí, Mahukané. Amigos, este es nuestro Halac
Vinic. Esta muchacha que le acompaña es su joven esposa, la
princesa, y junto a ellos podéis ver a Paluná, la madre de Mahukané.
Acerquémonos al lecho... permítenos, bella Flor de Luna. Este es el
sabio, el gran curador extranjero que os dije que llegaría algún día.
Acércate, por favor, Fermín. He aquí a tu paciente, el joven
Mahukané.
-Majestad, es para mi un gran honor...
461
-Llámame Mahukané, por favor. Y dime, ese color de tus ojos
¿es propio de los medicine men de tu pueblo? ¿Cómo lo conseguís?
-Allá de donde yo vengo no es raro que los humanos
tengamos azules los ojos, Mahukané.
-¡Qué curioso! Entre nosotros todos, absolutamente todos, los
tenemos de colores que van del marrón al negro.
-¿Cómo te encuentras?
El joven Halac Vinic suspiró profundamente, y haciendo un
esfuerzo, se incorporó ligeramente.
-Bastante débil.
-¿Es cierto que tienes mareos si te levantas?
-El mundo empieza a dar vueltas, oigo zumbidos y veo unas
extrañas luces... pero todo queda quieto si me acuesto.
-Me vas a permitir que te explore, aunque sea un poco
superficialmente.
-Haz lo que creas conveniente. Has llegado a mí por deseo de
mi amado mentor, Balam-Acab. Sabiendo que es él quien te ha
enviado, tengo plena confianza en ti.
-Pues bien, veamos, en primer lugar, tus ojos, tus pupilas.
En los minutos siguientes Fermín procedió a un sencillo
reconocimiento del joven rey, que completó con una detenida
auscultacíon, y una metódica valoración de sus reflejos, para la cual
se valió de un martillito que, como el fonendoscopio, llevaba en el
pequeño maletín de primeros auxilios.
Cuando acabó, abrió el maletín, y después de guardar los
aparatos que había utilizado, tomó del mismo un frasquito
cilíndrico lleno de pequeños comprimidos blancos y se lo mostró a
Balam-Acab.
-Esta es una medicina que puede aliviar los mareos del joven
rey, y le permitirá incorporarse e incluso dar algunos pasos.
-¿Lo hará realmente?
-Así lo espero. Dadle una de estas pequeñas cositas blancas
tres veces al día.
-¿Y con esto le curaréis? ¿Sólo con esto?
462
-No, Balam-Acab. Para curarlo serán necesarias medicinas más
poderosas. ¿Qué os parece si dejamos reposar al joven enfermo y
nosotros regresamos a la vivienda? Allí os diré mi opinión sobre la
enfermedad, y veremos que hay que hacer para combatirla.
Mahukané, volveré pronto. Mientras tanto, procura comer alguna
cosa, bebe con moderación, y tómate mi medicina, tal y como te he
indicado.
-Gracias, amigo. Vuelve lo antes posible.
463
II
Por deseo de Fermín, se sentaron alrededor de la mesa, como
un improvisado gabinete de emergencia, para deliberar sobre los
resultados de su visita médica al joven Halac Vinic.
A parte de Fermín y Balam-Acab, y de Ixquimaná y de Luis,
que les habían acompañado al palacio real, se sumaron a la reunión
Pablo, como ayudante médico de Fermín, y el profesor Felices, a
ruegos del propio Luis. Los demás aprovecharon para completar su
instalación en las dependencias que, en el espesor de la montaña, les
habían ofrecido como alojamiento. Mari Luz y Carmen, además, se
ofrecieron de inmediato para ayudar a Tzuninhá en la preparación
del almuerzo. Al haber aumentado tanto el número de sus
invitados, la joven agradeció encantada aquel ofrecimiento.
-Venerable Balam-Acab, no os voy a engañar. El joven
Mahukané está gravemente enfermo.
-Lo sé... desde hace ya algún tiempo.
-No voy a entrar en detalles, pero los síntomas indican un
compromiso de su sistema nervioso, que ha sido evidente desde el
primer momento. Pero la evolución de su dolencia en las dos o tres
últimas semanas indica que también se han comprometido otros
órganos. Por lo que te he comentado, Pablo, ¿cuál crees tú que es la
enfermedad que padece el joven rey?
-No he visto al paciente en persona, pero por la manera de
iniciarse su cuadro clínico, por la evolución, y por las
complicaciones aparecidas en los últimos días, se trata con toda
seguridad de una rara infección no bacteriana.
-No me cabe duda que lo es.
-Yo diría que está en una etapa bastante avanzada de su
evolución natural. Pero es muy probable que todavía pueda curarse,
si se administran los fármacos adecuados.
-¿Quieres decir, Pablo, que puede curarse con algún tipo
especial de antibiótico?
464
-Precisamente, profesor. La respuesta a los modernos
medicamentos es muy buena en estas infecciones. Y en el caso de
pacientes jóvenes y previamente sanos, se acerca al cien por cien.
-¡Pues a que esperamos! ¡Administradle al joven esos
medicamentos milagrosos!
-¡Ay, César! El problema es que no disponemos de ellos.
Balam Acab, que escuchaba con expresión seria y con gran
interés cuanto se iba diciendo, se puso en pie y habló,
profundamente emocionado.
-Por mi edad ya no estoy en condiciones de emprender viaje
alguno al mundo exterior. Pero hay jóvenes valerosos y fuertes que
partirán sin demora a donde haga falta, y que llegarán a donde sea
menester con tal de traer remedio a nuestro estimado rey.
-Yo me ofrezco voluntario, maestro Balam-Acab. Nadie más
necesito conmigo para esta misión. Decidme, amigos, ¿dónde
puede encontrarse esa extraña medicina de la que me habláis?
-Mi amado Ixquimaná, mi alumno predilecto. Esperaba de ti
este ofrecimiento. Pero tú te quedarás en Tulán Zuivá conmigo.
Debes, por una parte, ayudarme en el cuidado del rey. Y debes,
además, ofrecer la adecuada hospitalidad a nuestros invitados. No
puedo dejar de lado, además, el que estos últimos días han tenido
que ser agotadores para ti, en el cumplimiento de la misión que te
encomendé en su momento. Enviaremos a otro a la busca de esa
mágica medicina de la que nos han hablado nuestros amigos Fermín
y Pablo.
-¿Pero donde vamos a encontrar esas medicaciones?
-En algún hospital. Hombre, Pablo, ya lo tengo. ¡Caramba! Me
parece como si lo estuviese viendo otra vez. ¿Recuerdas el café que
nos tomamos en el despacho del doctor Campos?
-Claro que lo recuerdo. ¡Magnífico tueste, excelente aroma!
-Yo tenía a Blas Campos en su butaca frente a mí. A su
espalda, la pared estaba cubierta por una gran vitrina de vidrio en la
que se apilaban ordenadamente numerosas cajas de variados
fármacos. Al salir nos hizo notar que en aquel completo botiquín
465
no faltaba prácticamente nada de lo esencial para un centro de
medicina tropical.
-Es cierto. Antimoniales, antipalúdicos, antiparasitarios...
-¿Dónde se encuentra ese tal doctor Campos?
-En el hospital infantil de Mérida.
-¿En Mérida? Esa ciudad está muy lejos al norte. ¿No es así,
Ixquimaná?
-Hay muchos días de viaje hasta allí.
-¿Cómo cuantos días aproximadamente?
-Contando los que se necesitan para salir del valle... Veamos...
Después hay que dirigirse a la zona de los acuíferos, alcanzar Santo
Domingo, y por último un día más de viaje en el ferrocarril. Unos
diez días de ida y otros tantos de vuelta, en el mejor de los casos.
-¡Dios mío! ¿Casi tres semanas? Me temo que sea demasiado
tiempo.
-¡No podemos perder ni un instante! ¡Vamos a..!
-Espera, espera un momento.- El profesor Felices había
tomado del brazo a un excitado Ixquimaná, que se había puesto en
pie como accionado por un resorte.
-¿Qué hemos de esperar?
-No creo que haya que ir tan lejos. Tengo la sospecha de que
podemos hallar esas medicinas en un lugar mucho más cercano.
-No te entiendo, César.
-Vamos a ver, Fermín. La mañana que Pablo y el padre Cosme
se entrevistaron con la anciana María y el sabio Timoteo, mientras
Carlos, Arcadio, Aureliano y tú, junto con don Ernesto, acudíais a la
cofradía de Tzocomol, Carmen, Mari Luz y yo fuimos invitados a
visitar algunas familias de la aldea. Pues bien, en una de esas visitas
tuvimos la oportunidad de reconfortar a un paciente convaleciente
de una grave enfermedad. Cuando te he oído comentar las
dolencias del joven Halac Vinic he pensado que debía ser un
proceso similar al que había estado a punto de costar la vida a aquel
buen hombre. Sin embargo, se encontraba ya casi totalmente
curado, gracias a unas medicinas que le había administrado el padre
Cosme. Sin apenas darnos tiempo para preguntarles como las
466
habían conseguido, nos explicaron que, en sus esporádicos viajes,
don Ernesto había ido trayendo, por indicación del buen fraile, una
variada y gran cantidad de medicinas. ¿Podría ser que en el botiquín
de la aldea el padre Cosme tenga esas medicinas que necesitáis?
-¡Caramba! ¡Es muy posible! ¿Recuerdas el nombre de la
enfermedad de aquel aldeano?
-Creo que sí... Le pregunté después al padre y a don Ernesto.
Era algo así como la enfermedad de Chagas.
-Pudiera tratarse, efectivamente, de una tripanosomiasis. Si el
padre tiene los medios para tratarla, es más que probable que
disponga también de los fármacos que precisamos.
-En ese caso, una semana para entrar y salir de Tulán Zuivá, y
unos tres o cuatro días de ida y vuelta a esa aldea. La mitad de
tiempo. ¿Será suficiente?
-Hay que confiar en que lo sea, Ixquimaná. Cuanto más
tardemos en aplicar la medicina, menor será su efecto.
-Ixquimaná, ¿por qué una semana para entrar y salir del valle?
¿Tan largo es el camino?
-¿No lo recuerdas? No, claro. Tú lo hiciste malherido e
inconsciente. Es un largo camino por una ruta complicada.
-¿No hay otro camino?
-No, que yo sepa.
-Luis, joven sabio. ¿Piensas que ha de existir otro camino?
-Tal vez. No estoy seguro. En las ruinas de aquel lugar al que
llamáis el umbral, en un antiguo monolito situado en el templo
superior de una pirámide, vi representado en bellas imágenes en
estuco lo que yo interpreto que puede ser el resumen de lo que
ocurrió a vuestros antepasados. Tengo aquí las copias que hice de
los grabados. Aquí están. Hice primero un esbozo o borrador, pero
después las pasé a limpio en vuestro excelente papel blanco. Esta
primera composición muestra a un colectivo humano asustado,
acosado por una turba de hombres armados. Al frente a ellos se
sitúa una figura de mayor tamaño que esgrime una daga y con la
otra mano sostiene un curioso objeto, una especie de esfera con
unos tubos.
467
-Estoy seguro que este estucado, en concreto, se hallaría en la
cara occidental de ese monolito.
-Sí. ¿Cómo la has sabido, Fermín?
-Hacia poniente dirigen sus miradas algunas esculturas
relacionadas con muertes y sacrificios.
-¡Hombre, ahora que lo pienso, es lógico. ¡Poniente es la
orientación hacia lo obscuro, lo maligno, lo tenebroso!
-Decís bien, amigos. Pero observa, Luis, que al estar la imagen
orientada al sol que muere, las hordas guerreras que aparecen a la
izquierda, proceden del norte, de las regiones hiperbóreas,
coincidiendo de ese modo con aquello que te explicó el sabio
Huncahvitz. Voy a darte dos datos más sobre esta imagen. Ese ser
horrible que comanda las crueles hordas no es otro que
Tezcatilpoca el maligno, el espejo humeante. En cuanto a esa esfera
con tubos...
-¡Ya lo entiendo, Balam-Acab! No podía ser de otro modo.
Ese objeto que lleva en su mano es el símbolo de la cruel tradición
de los sacrificios humanos. ¡Es un corazón recién arrancado del
pecho de una víctima!
-Tan cierto como horrible, Luis.
-Ahora fijaos bien es este otro dibujo: la faceta oriental del
monolito, orientada al sol naciente y por lo tanto, hacia la bondad,
la esperanza y la salvación, representa una larga sucesión de
personas, al frente de las cuales se sitúan doce sacerdotes y un rey.
Se les ve progresar bajo una línea de relieves peculiares, que acaba
por enmarcar un recuadro en cuyo interior se halla representado el
dios creador. ¿Me equivoco si supongo que se trata de vuestro
pueblo, que acude guiado por vuestros dioses, en busca de un
refugio?
-No te equivocas.
-Y los otros dos estucados reflejan, en ese caso, una visión de
este valle, y una ceremonia de acción de gracias frente a Tepeu
Gucumatz.
-Estás en lo cierto. ¿Hay algo en todo ello que te haga pensar
que exista otro camino hacia el exterior?
468
-La representación de vuestro pueblo marchando hacia el
refugio. ¿Por qué? Vamos a ver. ¿Qué suponéis que representan
estos curiosos relieves ondulados?
-El cielo, las nubes, algo así.
-Pudiera ser, sí, pudiera ser. Pero el camino arranca de un
pequeño símbolo, este rectángulo. Es la representación de la planta
del templo de los guardianes. Ved las tres puertas, y los símbolos de
los cuatro elementos en las esquinas, correspondientes a las cuatro
grandes estatuas de las mismas. Y aquí, un detalle fundamental: esta
doble línea del fondo. Recuerdo perfectamente que, justo antes de
sufrir el accidente, acababa de comprobar que el templo contenía
un espacio oculto entre una doble pared. La emoción y el
nerviosismo por ese descubrimiento, y la llegada por sorpresa de un
pequeño felino, pueden explicar mi imprudencia al dar un paso
atrás. Luego, cuando días más tarde estuve seguro de haber llegado
al lugar que durante tanto tiempo había buscado, ya no me
preocupó el posible camino, puesto que ya no necesitaba recorrerlo.
-Es indudable que ese espacio oculto ha de ser de gran interés.
Pero es posible que sea tan solo un viejo almacén del templo. O que
tal vez allí se hayan ocultado objetos de valor, que en su momento
se deseó poner a salvo.
-Yo creo que es el arranque de un paso oculto que lleva hasta
aquí.
-De ser así, tendría que existir otro acceso situado aquí mismo,
en Tulán Zuivá.
-Es posible que exista, Ixquimaná.
-¿Lo creéis así, maestro?
-Sí. Creo que Luis tiene razón. Aunque no ha quedado apenas
dato alguno de los primeros cien o doscientos años después de la
llegada de nuestros antepasados, sabemos que se sucedieron en
aquellos días varios terremotos. Tal vez se cegó la entrada al valle
durante uno de ellos. Es posible que no tuviesen deseo alguno de
abandonar su refugio, y no se preocupasen por ello, por lo que no
hicieron nada para reabrir el paso. Luego, con el paso de los siglos,
pudo incluso olvidarse que existió.
469
-Si pudiésemos encontrarlo... ¡Sería formidable!
-Tenemos una pista. El grabado señala el inicio y el final de la
ruta con un dibujo en cada extremo. Por un lado el templo, y por el
otro esta curiosa figura.
-Tienes razón, Fermín. ¡Por Dios! ¡Ahora lo recuerdo!
Ixquimaná, mira esto, míralo. Te comenté que los glifos de aquella
estela situada junto a las viviendas de los ah konoobs me resultaban
familiares. Este pequeño rectángulo, la elipse, los cinco círculos y el
pequeño sol. ¡Ya sé donde está!
-¡Es cierto lo que dice Luis, maestro! Muy cerca de vuestra
casa, junto al bosque y el riachuelo, se encuentra la gran estela. Esa
estela cuyo significado desconocemos, y que parece haber estado en
ese lugar desde tiempo inmemorial.
Balam-Acab estaba pensativo, con las manos unidas apoyadas
en la mesa. Durante unos segundos dio la sensación de estar
valorando una serie posibilidades, y parecía que encontrados
sentimientos pasaban por su mente.
-Esa estela es un signo enigmático, cuyo significado no
conocemos. Es cierto. Sólo nosotros, los ah konoobs, sabemos que
además, es la voluntad de los dioses que esté donde está, misteriosa,
inaccesible a nuestros intentos de darle un sentido.
El anciano estaba serio, y su expresión era grave, incluso
solemne. Inclinó la cabeza y apoyó la barbilla en su mano.
-¿En qué pensáis, buen anciano?
-Maestro, decidnos aquello que pasa por vuestra mente.
Mahukané está enfermo, y hemos de tomar una decisión.
Balam-Acab reaccionó. Sus ojos volvieron a brillar con
intensidad, y con expresión alegre señaló a los dibujos de Luis.
-Si existe ese paso, lo encontraremos. Tú has llegado hasta
aquí, Fermín, como yo esperaba. Si tu poderosa medicina está lejos
de nosotros y ese paso nos ha de facilitar el hacernos con ella, no
podemos negarnos a esa posibilidad.
-¿Qué esperamos pues? ¡Vamos allá!
470
El paso oculto
I
H
icieron un rápido almuerzo para reponer fuerzas y, a
continuación, Ixquimaná fue en busca de dos muchachos jóvenes,
buenos amigos suyos, a los que se les encargó partir hacia la selva,
hasta la aldea de Tzocomol. Si ese mismo día, antes de hacerse
obscuro, encontraban el paso oculto, lo utilizarían. Si ese paso no
existía o no lograban dar con él, marcharían por la ruta habitual, a
través del bosque, siguiendo el riachuelo.
De manera que poco después de las dos de la tarde estaban ya
junto a la enigmática estela, aquel bello monolito rectangular situado
en las proximidades de las viviendas de los ancianos, ubicado justo
al pie del montículo sobre el que Luis solía contemplar el valle al
atardecer. Los dos jóvenes, junto a Ixquimaná, habían sido los
primeros en llegar, y al poco rato se les unieron los demás.
Únicamente Tohukín, el bataboob, quedó en la casa, en compañía de
su hija, Tzuninhá.
-Esta es la estela en cuestión, amigos.
-Nadie conoce su significado.
471
-Es como dices, Humnkabú. Sin embargo, este hermoso
monolito está destinado a jugar en su momento un papel
importante, cuando se desencadenen aquellos acontecimientos que
marcarán el final de nuestra era. Ello lo sabemos pues se nos reveló
de este modo. Pero precisamente por ello nunca hemos querido
buscarle un sentido.
-Pienso, maestro, que ahora no se trata de buscarle un sentido.
Pero aun sin hacerlo, podemos averiguar si nos puede ayudar a
encontrar una ruta rápida para entrar y salir de Tulán Zuivá.
-Cabe la posibilidad, Ixquimaná, de que una cosa nos lleve a la
otra. Sea como fuese, no vamos a dejar escapar la oportunidad que
nos ofrecería un camino oculto. La salud de nuestro amado rey está
en juego.
-Creo que la relación de esta estela con el final de la primera
era es evidente.
-¿A qué era te refieres, Luis?
-Debo confesar que a mí también me tienen intrigado con eso
del final de una era. ¿Es un término propio de ustedes, los
habitantes del valle, que hace referencia a sus ciclos históricos?
-Es un término de significado mucho más amplio, señor Botín.
-Dices bien, Luis. El final de la era actual, agotados los cinco
primeros ciclos solares de la historia del mundo, tendrá
repercusiones a escala universal, alcanzará una magnitud
plenamente cósmica.
-¿Se están ustedes refiriendo a los cinco ciclos solares de las
leyendas y tradiciones, el último de los cuales parece llamado a
concluir a principios del próximo siglo?
-Trayendo consigo el fin del mundo, según dicen.
-Tiempo tendremos de aclarar todas esas cosas. El final del
quinto sol, y con él el agotamiento de la era actual traerá grandes
cataclismos, tal vez desastres y guerras. Pero no será, estoy seguro
de ello, el fin del mundo. Y veo que tienes razón, joven sabio, los
cinco círculos con un sol interior situados sobre la elipse nos
habrían indicado claramente, si ello no nos hubiese sido revelado, la
472
estrecha relación de la estela con los acontecimientos del final de la
presente era.
-De acuerdo con las inscripciones de tus dibujos este monolito
ha de señalar el extremo superior de una ruta o camino que se inicia
allá abajo en el templo de los guardianes. Pero, ¿veis por aquí alguna
cueva, alguna oquedad de la montaña, algo que evoque la entrada a
tal tipo de camino?
-Nada, fuera de esas doce puertas.
-Esas son las viviendas de los ah konoobs. Os puedo asegurar
que ningún paso oculto tiene su origen en ellas.
-Tiene razón Ixquimaná. En caso de existir, la entrada ha de
estar en otro lugar.
-Usted nos habló de terremotos. Con mucho sentido, creo yo,
nos comentó hace un rato allá abajo que la entrada a ese paso
oculto debió cegarse en algún momento en un lejano pasado.
-Bien dicho, profesor. Habrá que buscar por aquí cerca, por
los alrededores de la estela. Y yo me inclino a pensar que este
curioso montículo pudo haber sido en su momento un
amontonamiento de rocas y tierra, caídas desde esa parte más alta,
como consecuencia de un movimiento sísmico.
-¡Qué dices, Pablo! Si es así, podemos dejar correr el asunto.
Toneladas y toneladas cubrirían en ese caso el acceso que
buscamos.
-Desgraciadamente así parece, Carmen. La estela está situada
justo al pie del montículo, de modo que... ¡Vaya! ¿Qué es esto?
Fermín se había situado detrás de la estela y había descubierto
los viejos escalones de piedra. Mari Luz, que iba a su lado, subió
rápidamente por ellos y se situó en la parte superior del montículo,
en aquella terraza abombada, cubierta por un manto de espesa
hierba, de la que salían aquí y allá hermosas flores coloreadas.
-¡Este lugar es encantador! Subid todos, vale la pena.
En pocos minutos estuvieron todos en lo alto de aquella
curiosa elevación. Luis les mostró aquel bancal de piedra esculpida
sobre el que solía sentarse por las tardes para contemplar el valle.
473
-Como veis, formó parte de alguna escultura o de algún
edificio.
-Recuerdo haber visto algo parecido a esta piedra rectangular.
Sí. Esta especie de frontispicio corresponde a la parte superior de
un pórtico maya.
-¿Está usted seguro, Arcadio?
-Por completo. Su arista inferior, que no vemos por estar
semienterrada, se apoyaba seguramente en dos o más columnas. El
conjunto debía estar más alto de lo que lo vemos en este momento.
Yo diría que, efectivamente, un terremoto hundió un pequeño
edificio y quedó tan solo esta estructura en pie.
-El hundimiento no puede haber sido muy importante. O lo
que es lo mismo, lo edificado aquí no debía ser de gran altura.
-¿Por qué lo dices, Fermín?
-Porque los escalones permiten alcanzar hasta un par de
metros más abajo de la superficie actual de esta elevación del
terreno. Desde ese punto hemos ascendido por una breve pero
empinada rampa de tierra.
-Lo que voy a decir quizás sea una barbaridad o una tontería...
-Diga usted lo que sea, Carlos. Le escuchamos con interés.
-Piensen en esta elevación del terreno, adosada por su porción
oriental a las propias paredes rocosas de esta parte del valle. ¿Se
edificó aquí algo como una pequeña garita, precisamente sobre el
orificio de salida de un túnel, que penetraría hacia el espesor del
territorio y se dirigiría hacia la región de la selva de la que hemos
venido?
-Es muy posible. Vamos a ver si estamos en lo cierto. Observo
que la tierra está húmeda, y deduzco que la tarea de excavar junto a
la base de esta piedra no será demasiado dura. De manera que,
Ixquimaná, y vosotros muchachos, poned manos a la obra.
-Maestro, yo también puedo ayudarles. Soy tan joven como
ellos. Dadme a mí también un pico o algo con lo que excavar.
En realidad, no tuvo oportunidad Luis de ayudar a los jóvenes
mayas, pues apenas retirada una capa de tierra de unos treinta
centímetros, dieron con el borde inferior del frontispicio de piedra.
474
Se apoyaba directamente en una especie de gruesos capiteles de
bello color verde, que remataban una serie de columnas, cinco en
total. Con gran facilidad pusieron al descubierto la parte superior de
las columnas. Una mezcla de piedras y tierra parecía rellenar el
espacio entre ellas. Y al remover algunas de aquellas piedras vieron,
con sorpresa, que habían obstruido la entrada, pero no habían
cegado el espacio interior.
En poco menos de una hora Ixquimaná y sus dos amigos
excavaron un profundo orificio frente a las columnas, al que se
podía descender por un conjunto de escalones que formaron con la
tierra, apretándola convenientemente. Y pocos minutos más tarde
habían dejado libre un paso a través de dos de las columnas. Por él
se podía penetrar en el espacio interior de la vieja edificación, cuya
altura original estaba reducida a poco más de metro y medio, por el
hundimiento parcial de buena parte de su techumbre.
Dedicaron un buen rato a apuntalar la entrada de manera que
fuese posible deslizarse por ella sin el riesgo de un nuevo
derrumbamiento. Finalmente, cuando consideraron lo bastante
seguro el paso, uno de los muchachos penetró hacia el interior con
una potente linterna. Apenas lo hizo, lanzó una exclamación de
sorpresa.
-¿Qué ha dicho ese chico?
El muchacho, llevado de la emoción, había gritado unas
palabras en su lengua nativa. Por ello, cuando retrocedió y emergió
por el orificio, miró hacia Carmen Ortigosa, cuya voz había
reconocido, y se disculpó con una amplia sonrisa y un simpático
movimiento de hombros.
-Disculpe usted, señora. Pero hay sentimientos que solo
nuestra lengua nativa nos permite expresar. ¡Es maravilloso! No lo
creería si tan solo se lo explico. ¡Han de pasar todos y verlo!
-¿Vamos a caber ahí dentro?
-No le quepa duda, señor Botín. Hay un breve espacio o
antesala de un par de metros de profundidad, desde el que se
desciende después... pero mejor pase y véalo usted mismo.
475
-Como jefe científico de nuestra expedición, por su experiencia
y por su veteranía, usted merece el honor de ser, junto a ese joven,
el primero en introducirse en ese lugar tan maravilloso e
indescriptible, si hemos de creer lo que nos dice el muchacho.
Déjenos que le ayudemos.
-Gracias, muchas gracias, amigos. Iba a pedírselo
precisamente. ¡Oh, Dios mío! ¡Siento como pocas veces aquella
sensación que me hacía presentir que iba a hacer algún formidable
hallazgo! Es algo como el husmillo de la presa que excita al cazador.
Gracias, Aureliano. Deja que me sujete a tu brazo. Gracias, amigos.
Ya está. Ya estoy aquí dentro, junto al joven. Ilumina, muchacho,
ilumina. ¡Carajo! ¡Por todos los santos! ¡Dimos con él! ¡Aquí está!
476
II
El frontispicio y las columnas que lo sostenían, habían
formado parte en su momento, ochocientos o novecientos años
antes, de un pequeño edificio de unos dos metros y medio de altura,
con un frente de unos cuatro o cinco metros, que tuvo su parte
posterior muy próxima a la pared montañosa.
Tal y como habían supuesto se le había construido para cubrir
el acceso o entrada a un espacio subterráneo: tan solo penetrar en el
interior, por el espacio abierto entre las dos columnas, observaron
que, a partir de una breve antesala de un par de metros, el suelo
descendía por medio de ocho amplios escalones y conducía a un
gran recinto situado a mayor profundidad. Por ello la sensación de
angostura que producía desde el exterior era substituida, en cuanto
se ponía el pie en el primero de aquellos escalones, por la
admiración ante las grandes dimensiones de aquel espacio abierto
en el espesor del macizo montañoso. Y al iluminar con la linterna la
admiración subía de tono al reflejarse la luz en las paredes y el techo
de aquel lugar, adornadas con magníficas y bellas pinturas que
habían conservado sus vivos colores. El silencio y la majestuosidad
del lugar, los bellos frescos murales, y una serie de esculturas
colocadas a ambos lados, espaciadas armónicamente, provocaron
en todos exclamaciones de asombro.
Aquel recinto en el que habían penetrado a través de los
ruinosos restos de su viejo acceso era una sala de alto techo, de
unos diez metros de ancho y unos dieciocho de profundidad, que
en su pared más profunda mostraba cuatro grandes aberturas, de un
par de metros de ancho cada una. Traspasándolas penetraron en
una gran cueva, en la que la belleza de la obra de los humanos era
substituida por el magnífico trabajo de la naturaleza: el agua que
filtraba desde las cumbres, rezumando por las paredes y los techos
había configurado con el paso de los tiempos un maravilloso
conjunto de bellas estructuras: faldones calcáreos, estalagmitas,
estalactitas, columnas cilíndricas, formaciones de aspecto
coraliforme, abultamientos elipsoidales, prominencias cilindroides y
477
estructuras fungiformes, que en conjunto podrían competir con
éxito con cualquiera de las muchas cuevas naturales que son objeto
permanente de la admiración de visitantes y turistas en numerosos
lugares del mundo.
El agua que caía desde las partes más altas discurría por el
suelo irregular de la gran cueva, y confluía hacia una laguna de agua
limpísima y transparente, situada unos veinte o treinta metros más
abajo, y a la que podía llegarse avanzando entre las hermosas
formaciones que emergían aquí y allá del suelo.
Con precaución, ayudándose con una gruesa cuerda que
sujetaron en diversos puntos, descendieron todos hasta situarse
junto a la tranquila superficie del agua. En aquel punto el techo o
parte superior de la cueva había descendido hasta colocarse apenas
a unos tres metros sobre ellos, y vieron que al otro lado del agua, la
cueva se abría a las entrañas del territorio por diversos lugares.
-Desde aquí parecen arrancar como mínimo cuatro sendas
distintas por el espesor del macizo. Más incluso, si aquellos espacios
de la derecha no son fondos de saco, como parecen a primera vista.
-Es posible que todas ellas lleven hacia la selva, hasta el enclave
del templo.
-Vamos a tratar de averiguarlo. - Diciendo esto, Balam-Acab
señaló una porción de suelo seco, liso, y fácilmente transitable,
situada en el extremo izquierdo de la laguna. - Sugiero que algunos
voluntarios pasen por allí y vean el aspecto que ofrecen esas
cavidades que parecen adentrarse en el seno de nuestro territorio.
-Vamos nosotros dos.
-Ixquimaná y yo os acompañaremos.
-Dejadme que vaya también con vosotros.
-No, Luis, muchacho. Tus heridas han curado y tu salud es
cada vez mejor, pero no quiero que te expongas a un golpe o un
esfuerzo excesivo. Tu lugar está aquí, junto a tu hermana y los
demás. ¡Deja que Humnkabú, Ixquimaná y sus dos amigos exploren
esos negros caminos!
-De acuerdo.
478
Cuando hubieron pasado al otro lado, decidieron dividirse en
dos grupos, y explorar de ese modo al mismo tiempo los dos
corredores centrales, precisamente los de mayor tamaño. Ixquimaná
y uno de sus jóvenes amigos penetraron en uno de ellos, en tanto
que Humnkabú y el otro muchacho lo hacían por el otro.
Pocos minutos después Ixquimaná y su acompañante estaban
de regreso.
-Esta cueva esta cerrada a unos treinta o cuarenta metros de
aquí.
-¿Un derrumbamiento?
-No, maestro. Un sólido muro edificado por nuestros
antepasados. En el centro del mismo una robusta losa de piedra
cierra un arco como si se tratase de una puerta, y numerosos sellos
la mantienen firmemente precintada.
-¿Tiene alguna inscripción?
-Hay en ella tres glifos profundamente grabados. Un jaguar en
la parte alta, un extraño árbol al pie de la puerta, y en el centro, el
mismo símbolo del monolito, los cinco círculos y el sol.
-Son una clara advertencia. El espíritu del jaguar protege esa
puerta, y la tierra que nutre ese árbol guarda sus secretos. Nadie
debe abrirla hasta la llegada de la señal. ¡Humnkabú! Dinos, amigo,
¿está también cerrado el paso por el camino que habéis explorado?
-Lo está, venerable Balam-Acab. Una gran losa sellada por
múltiples puntos, situada en el centro de un muro formado por
gruesos bloques de piedra, cierran el paso por ese lugar.
-Existen tres bajorrelieves esculpidos en la losa, ¿no es así?
-Es cierto, maestro. Una mano cerrada sujetando un
relámpago en lo alto, una extraña flor en la parte baja, y en medio
de ambas...
-Los cinco círculos y el sol.
-¡Cierto! ¿Cómo lo sabíais?
-Se reproduce un esquema similar al del otro corredor. El
poderoso Kakulhá Hur-Akán es quien protege en este caso el
camino. La irá del temible dios, el corazón del cielo y la tierra, se
desataría ante aquellos que osasen abrir ese paso antes de la señal.
479
La flor es la esperanza de esa futura señal. Id a explorar los otros
dos corredores. Si también están sellados con puertas similares, el
camino al exterior tan solo puede arrancar desde una de aquellas
oquedades situadas allá arriba, al fondo y a la derecha.
Tal y como lo presentía el anciano, las otras dos grandes
galerías conducían a otros dos gruesos muros cerrados por medio
de voluminosas y pesadas puertas de piedra, selladas firmemente.
En ellas se habían grabado tres grandes glifos, y como era de
esperar, el glifo central en cada una era aquel mismo conjunto de
cinco círculos con un sol central, situados sobre el ángulo formado
por las líneas que procedían de los focos de una elipse inferior. Dos
divinidades estaban representadas por sus atributos, una en cada
puerta, en la parte superior, indicando el hecho de que quedaba a su
cuidado el que nadie se atreviese a violar los sellos y traspasar
aquellos umbrales. De hacerlo, afirmó Balam-Acab, la irá de los
dioses llevaría temibles castigos a aquellos imprudentes.
Completaban las puertas, como símbolos de un futuro en el que se
les permitiría penetrar en aquellos profundos recintos, otros dos
glifos, situados en la parte inferior. En una de ellas se trataba de un
colibrí libando en una flor, en la otra dos mazorcas de maíz
custodiando a derecha e izquierda un pequeño arbolito. Para el
anciano estaba claro el sentido de todas aquellas inscripciones, y
comprendía la razón última por la que en el pasado se habían
tomado la molestia de colocar aquel conjunto de sellos, que suponía
una gran dificultad en el caso de intentar abrir alguna de aquellas
entradas.
-Hemos tenido la fortuna de hallar este lugar, que despeja, si es
que alguno entre los nuestros las tenía, las dudas o incertidumbres
sobre las profecías con relación al legado mítico de nuestros
antepasados. Pero está muy claro que hemos de respetar estos
precintos, hemos de aguardar las señales. Cuando los dioses lo
crean conveniente, nos harán saber que la hora se acerca. Mientras
tanto, aunque nuestra curiosidad nos lo pidiese, aunque ello fuese
nuestro deseo, aunque nuestra ambición nos impulsase a hacerlo,
480
hemos de abstenernos de explorar los misterios que puedan
ocultarse al otro lado de esas puertas.
-Tened por seguro que nuestra admiración por estos hallazgos
va pareja con el gran respeto que nos merecen.
-Dice usted bien, profesor. ¡Carajo! ¡No voy a negarles que en
otras circunstancias, en otro lugar, ardería en deseos de tratar de
pasar más allá de los sellos y las puertas! Creo que el tratar de
entender su sentido, su razón de ser, lo justificaría. Pero creo,
igualmente, que lo que son y significan es para nosotros evidente,
por lo que nuestra voluntad será el respetarlos como merecen.
-De hecho, Luis, tú has hallado ya lo que buscabas. Y se han
confirmado, además, todas tus hipótesis.
-Puedes estar segura, Carmen, de que he encontrado mucho
más de lo que busqué. Pero mirad, los dos muchachos nos hacen
señas desde aquella cueva. Vienen hacia aquí.
Así era. Los dos jóvenes, siguiendo las indicaciones del
anciano, habían acudido a explorar dos obscuras oquedades
situadas en lo alto de una pequeña plataforma rocosa, en el extremo
derecho de la laguna. Y ahora regresaban hasta el lugar donde se
hallaba el grupo.
-Hemos hallado el camino, maestro. Un profundo túnel, de
suelo y paredes cuidadosamente empedrados, arranca desde allí.
-Si no veis inconvenientes, partiremos por él.
-Debéis llevar algo para iluminar vuestro camino.- apuntó
Ixquimaná.
-Veníamos bien preparados para una larga jornada por la selva.
Además, como pensábamos hacer parte de la ruta esta misma
noche, tenemos antorchas y lo necesario para encenderlas.
-Fuera bueno que llevaseis también un mínimo equipo para
cavar.
-Ya lo hemos previsto. Aquí está. Nuestros machetes y estos
pequeños picos.
-Espero que sea suficiente.
-¿A qué te refieres, Humnkabú?
481
-Cabe la posibilidad de que encontréis el camino cortado por
algún otro derrumbamiento. Incluso podría ser que en su final os
resulte imposible abrir un paso en las paredes del templo.
-En ese caso tendríamos que retroceder de nuevo hasta aquí y
habríamos perdido un tiempo precioso.
-¡Caramba! Este es un dilema con el que no habíamos contado.
¿Queréis decir que sería mejor optar por la ruta habitual, la que
hemos seguido estos días? ¿Cuál es vuestra opinión, venerable
Balam-Acab?
-Hemos de arriesgarnos. Humnkabú, Ixquimaná, ¿os puedo
pedir un favor?
-Maestro, haremos lo que nos pidáis.
-Cuando estemos de regreso allá fuera, encargad que se vigile
por turnos en la entrada, esta noche y todo el día de mañana como
mínimo. Y vosotros, si a pesar de intentarlo no lográis salir del
templo de los guardianes, regresaréis aquí. Si así ocurriese, quiero
que haya en todo momento un relevo dispuesto a partir por el
bosque.
-Es una buena idea. De todas formas podéis estar tranquilo,
venerable maestro. Estoy seguro que sabremos abrirnos paso y
llegar a la selva a través del camino subterráneo. Acudiremos a
aquella aldea y traeremos la medicina que ha de curar a nuestro rey.
El joven muchacho maya, sonriendo, mostró la nota que
Fermín les había escrito, para que la entregasen al padre Cosme en
cuanto llegasen a Tzocomol.
-Partid, pues, y que los dioses os guíen por vuestro camino.
Ahora, amigos, regresemos al gran recinto de entrada por el que
hemos penetrado en este bello lugar. Creo que todos deseamos
poder dedicar un buen rato a ver sus pinturas y sus hermosas
esculturas.
482
III
En cuanto que los dos jóvenes emisarios hubieron partido por
el antiguo paso secreto, que a través del macizo montañoso debía
unir Tulán Zuivá con el hermoso templo de los guardianes,
regresaron todos a la gran antesala de la cueva, aquella gran nave
bellamente ornamentada con hermosos frescos y estucados, y
algunas esculturas de artística factura.
Una vez en ella, con la excepción de Humnkabú, que salió al
exterior para llevar a cabo el encargo de Balam-Acab, y de
Aureliano, que se ofreció para ayudarle, decidieron todos
aprovechar el tiempo hasta el anochecer para disfrutar con la
contemplación y el estudio de aquel magnífico lugar.
Venía a ser, por sus dimensiones y disposición, algo así como
la nave principal de un templo de mediano tamaño. Sus paredes y
su techo, formado por dos planos inclinados que confluían en una
gruesa arista longitudinal de piedra, estaban bellamente pintados en
muchos lugares. En lo alto se veía con dificultad, pues la altura del
lugar era en su punto máximo de unos seis metros, un variado
repertorio de frescos coloreados. A lo largo de las paredes se
alternaban zonas pintadas en la superficie de la piedra, con otras
cubiertas de bellos estucados, pintados también con colores vivos.
Separando las zonas de frescos y estucados se interponían unas
semicolumnas cilíndricas, recubiertas en su totalidad por un fino
trabajo escultórico, dispuesto en una serie de representaciones de
hechos diversos, situadas a varios niveles.
En varios puntos del lugar, a ambos lados y en forma
simétrica, próximas a las paredes y apoyadas en plataformas de
piedra obscura, se hallaban dispuestas un conjunto de bellas
esculturas, seis a cada lado.
Ixquimaná estaba sorprendido y admirado de ver a su maestro,
Balam-Acab, el venerable anciano, emocionado y alegre como un
niño, mirando fascinado las diversas escenas representadas en aquel
lugar. El buen chamán iba pasando de un lugar a otro, con los ojos
brillantes, abiertos, alegres, y sonriendo en silencio. A su lado, don
483
Arcadio, que por su edad venía a ser el equivalente del ah konoob
entre los recién llegados, le iba siguiendo, con parecida ilusión, y
respetando su silencio.
Fermín y Mari Luz, a su vez, tomados de la mano, se situaron
en el fondo de la sala, junto a las entradas que llevaban a la cueva, y
en silencio, como los demás, se dedicaron a contemplar con
admiración aquel magnífico conjunto de manifestaciones del arte de
aquel pueblo que habitó en Mesoamérica en el pasado.
Por su parte, Luis, junto al profesor Felices, y seguido de cerca
por Pablo y los Ortigosa, iba recorriendo los diversos frescos
coloreados, murmurando explicaciones en voz baja.
Llegó un momento en que todos se encontraron al pie de un
gran fresco, de unos cuatro metros de ancho y otros tantos de alto,
que representaba una visión del valle de Tulán Zuivá con el aspecto
que debía tener muchos siglos atrás.
-¡Y pensar que este lugar ha permanecido oculto durante
siglos! ¡Tanta belleza escondida, tanta historia, tanta cultura! Hemos
tenido la inmensa fortuna de poder contemplar este lugar, en el que
se encuentra el trabajo de un buen grupo de artistas que
seguramente lo desarrollaron a lo largo de varias décadas.
-Y hemos de ser conscientes, César, de que seremos de los
pocos privilegiados que lo podrán contemplar. Ningún museo,
ninguna colección de arte de país alguno podrá adornar sus salas
con estos trabajos.
-Hablas con sabiduría, Luis. Tú sabes bien, y tus amigos deben
entenderlo así, que el mantener el secreto sobre la existencia de
nuestro centro ceremonial es un deber sagrado que habéis adquirido
los que aquí habéis llegado. Nuestros amados dioses nos lo
indicaron con claridad y precisión. Hemos de permanecer ocultos, a
espaldas del mundo, no debe saberse de nosotros, en tanto no
lleguen las señales que nos advertirán de la proximidad de la
segunda era. Pero estos días sois libres de contemplar y estudiar
estas bellas pinturas, estos magníficos estucados y todo el trabajo
escultórico de este lugar hermoso y entrañable.
484
-¡Bendiga Dios, amigos míos, el día en que acudieron ustedes a
pedirme consejo, y me animaron con ello a esta magnífica
expedición! El poder poner mis ojos sobre estas maravillas habrá
sido un auténtico broche de oro a mi deambular por el mundo del
estudio de la historia de nuestros antepasados. Mi retirada definitiva,
tras este viaje, estará plenamente justificada. En estos dibujos, en
estos altorrelieves, en estas bellas estatuas, y ¿por qué no? en el lugar
que las contiene, en el hermoso valle de Tulán Zuivá, se encuentra
la confirmación de las más hermosas hipótesis que, a partir del
hallazgo de aquella legendaria estela surgieron en mi mente. Cierro,
aquí y ahora, todo un proceso de estudio con el mejor de los finales.
La leyenda era cierta, el lugar oculto, el recóndito refugio existe... ¡Y yo he
estado en él, mis propios pies lo han hollado, mis propios ojos lo
han visto!
-Ahora podría demostrar a los que no le creyeron que lo de la
estela era cierto.
-No lo merecen. Sin embargo... bien, creo que podremos
darnos por satisfechos con poseer nosotros la verdad. Nada
publicaremos que pueda suponer una pista o un indicio razonable
que hiciese pensar que es posible llegar al lugar de la leyenda. Lo
que siento es no poder llevar conmigo aunque fuese un mínimo
recuerdo. Un grabado, una copia...
-Luis ha hecho algunos dibujos muy bellos de Tulán Zuivá y
de algunos de sus monumentos.
-Y espero poder copiar algunos de estos frescos también.
-Aunque no tan artístico como los dibujos de nuestro
estimado Luis, le puedo proporcionar, Arcadio, un pequeño
recuerdo gráfico.
-¡Hombre, Carlos, me gustaría mucho! ¿Y cómo va a hacerlo?
-Tengo una pequeña cámara polaroid, muy sencilla pero muy
fiable, que permite hacer fotografías en un formato más bien
pequeño, pero con una gran nitidez. Lleva incorporado un flash,
por lo que creo que podríamos intentar hacer alguna foto de este
lugar.
485
-¡Venga esa polaroid, Carlos! ¡Qué magnífica idea! Aquí, este
mural es el más apropiado... ¿Y estas estatuas? ¿Qué me dicen de
estas estatuas?
-Me queda solo un cargador ya comenzado. Podemos hacer
unas cuatro o cinco fotografías, como máximo.
-Cariño, yo creo Balam-Acab nos podría señalar cuales de los
frescos y estucados pueden tener mayor interés para un estudioso
como Arcadio, que supuso, con acierto, que este lugar existía.
-Mi amada esposa, como siempre, tiene razón.
-Todo lo ilustrado en este lado, estos tres grandes murales y
estas tres superficies estucadas, recogen en forma sencilla y simple,
pero entrañable y precisa, la historia de mi pueblo desde su llegada a
los fértiles valles procedentes de lejanas tierras, hasta el momento de
la invasión y la marcha hasta este lugar de refugio. Esa sería mi
recomendación. Pero... ¿Cómo vais a copiar todo esto? Os llevará
muchos días.
-Maestro, vais a ver algo que os sorprenderá de verdad.
-¿A que te refieres, Ixquimaná?
-A las fotografías. Recuerdo, de mi estancia en Guatemala,
aquello a lo que llamáis fotografías. Unas cajas especiales dotadas de
una lente, captan las imágenes con un chasquido. Después, se lleva
la caja a un lugar llamado laboratorio, y en pocos días tienes unas
imágenes idénticas a lo que había frente a ti al producirse el
chasquido.
-En el caso de esta cámara, que así llamamos a la caja que has
mencionado, no hay que esperar ni un día ni una hora. El
laboratorio esta dentro de ella, y en un minuto o dos tienes lista la
foto. Veamos... vamos a empezar por este conjunto pictórico.
Carlos tomó su cámara, destapó el objetivo, conectó el flash, y
tras esperar unos segundos para estar seguro de su carga, disparó la
primera fotografía.
-¡Milagro! ¡Hay un pequeño dios en ese aparato, capaz de
engendrar un breve relámpago!
-Bien mirado, esto de la fotografía puede considerarse algo
milagroso. Pero esto no es nada. Ahora viene lo mejor. Estiraremos
486
de esta lengüeta... ya está. Tomad. No dejéis de mirar esta hojita,
ahora de color blanco.
Carlos entregó la foto autorevelable a Balam-Acab, que la
tomó con las dos manos y la miró con curiosidad. Ixquimaná se
puso a su lado. Pasados unos segundos comenzaron a exclamar,
excitados.
-¡Está apareciendo una imagen!
-¡Son las pinturas!
-¡Mirad, los verdes montes, el cielo azul!
Un par de minutos más tarde la fotografía estaba totalmente
revelada. Balam-Acab la miraba en silencio, sonriendo. La entregó a
Carlos, al fin, diciéndole:
-Veo que tu medicina y tu magia son en verdad poderosas, amigo
mío. Por momentos me pasa por la cabeza el pensamiento de que el
mundo exterior tal vez merezca la pena.
En los minutos siguientes Carlos Ortigosa hizo otras tres
fotografías de la zona que el anciano le había recomendado.
-Ahora me queda tan solo una fotografía.
-¡No la gastes ahora! Salgamos fuera, y como aun debe ser de
día, nos podríamos hacer una foto de recuerdo con alguna vista del
valle.
-¡Muy buena idea! Vamos fuera.
Como Carmen había supuesto, el sol aun estaba bastante alto
cuando salieron al exterior. Aunque en un primer momento
intentaron hacer una fotografía que tuviese el valle como fondo,
finalmente, por la mejor iluminación, se colocaron todos próximos
al arranque del sendero empedrado que conducía a las viviendas de
los chamanes. Ixquimaná, convenientemente informado sobre
como disparar la cámara, se alejó unos diez metros hacia el centro
ceremonial. Se detuvo, y dirigiéndola hacia el grupo, miró por el
visor. A un lado quedaba el monolito, y su color gris obscuro
adquiría unos bellos tonos metálicos con la luz del atardecer. Al
otro lado se veían los primeros pasos del sendero, del que les
separaba el riachuelo. A espaldas del grupo, la verde masa boscosa
completaba el cuadro.
487
Ixquimaná hizo el disparo, y al poco rato tenían en sus manos
la última fotografía. A partir de aquel momento tendrían que
recurrir a la destreza en el dibujo de Luis, si querían obtener más
imágenes de recuerdo de aquel lugar.
Al poco rato llegaron los dos jóvenes enviados por Humnkabú
para hacer guardia en la entrada del recinto recién descubierto. Los
dejaron junto al monolito y, alegres e ilusionados, con un
sentimiento general de optimismo, regresaron al otro extremo del
valle, donde les aguardaba Tohukín, junto a su hija y su yerno.
A medida que caminaban, unas veces junto al riachuelo, otras
apartados del mismo y bordeando algún pequeño bosquecillo,
observaron que las masas nubosas que solían cubrir las crestas más
altas del circo montañoso que los acogía, iban aumentando de
tamaño. Y cuando cayó el día, la obscuridad pareció llegar más
pronto que otras veces. Y en el cenit del valle no aparecieron las
estrellas, ocultas tras los gruesos vapores de agua que se instalaron
en el cielo aquella noche.
488
IV
El siguiente día, domingo 10 de julio, amaneció con buena
parte del valle cubierta de nubes. En algunos puntos la capa nubosa
debía ser considerablemente gruesa, pues ofrecía un color gris
plomizo muy distinto del habitual blanco algodonoso.
Una suave lluvia, fina y monótona, venía cayendo desde varias
horas atrás. Y aun en el espesor del bosque el agua, tras resbalar a lo
largo de las hojas de los árboles, alcanzaba a caer al sotobosque. Por
ese motivo Aristeo y el señor Torcillo se habían guarecido bajo un
improvisado refugio preparado con una tela impermeable extendida
entre cuatro arbolillos muy próximos, y aguantaban con
incomodidad esperando el final de la llovizna.
Desde su escondrijo, situado en una parte especialmente
espesa de bosque, algo alejada del sendero y del riachuelo, podían
observar el acceso al centro ceremonial, prácticamente sin riesgo de
ser vistos. Desde allí, durante el día anterior, fueron testigos de las
idas y venidas de los componentes de la expedición de don Arcadio.
Por supuesto, cuando pusieron al descubierto, con la ayuda de
unos jóvenes, el orificio de entrada a un misterioso lugar, a Héctor
Torcillo se le había acelerado el corazón. Había pasado con mano
temblorosa los prismáticos a su criado, diciéndole:
-¡Mal rayo les parta! ¡Carajo! ¡Han ido a excavar derecho a esa
estela, y han dado con la entrada a un recinto oculto! ¡Mira, mira,
Aristeo! ¿Lo ves?
-¡Eso es bueno, señor! ¡No hemos pasado en vano tanta fatiga!
-¡Es bueno y es malo! ¡Cuánto mejor hubiese sido que, al
abrigo de la noche, hubiésemos sido nosotros los que hubiésemos
dado con ese lugar! Ahora será más difícil entrar allí.
-De momento tendremos que esperar a que salgan. Porque
han entrado todos en ese agujero. ¡Ay, señor Torcillo! ¿Y si
encuentran los tesoros?
-Eso no me preocupa. Para empezar, dudo que sepan cual de
las cuatro puertas selladas han de tomar. En la estela hablaba de
cuatro pasos ocultos, protegidos por cuatro poderes divinos. Solo
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uno conduce a la sala de los tesoros. Con los demás datos que
tenemos, nosotros podremos saber cual de las puertas es la
correcta. Déjame ver... Sí, han entrado todos. Esperaremos a que
hayan salido, y luego, por la noche, nos llegaremos hasta allí. Ahora
aprovechemos para comer algo. Pásame un poco de carne. Y
déjame echar un trago de tu maldito aguardiente.
Por la noche, al intentar acercarse al recinto subterráneo recién
descubierto, tuvieron el disgusto de ver que, por alguna razón, se
habían apostado de manera permanente dos jóvenes, que
mantenían una pequeña fogata junto a la entrada. Tuvieron que
regresar de nuevo al espesor del bosque, y dejar para otro momento
la exploración de aquel lugar oculto. Sin embargo, aprovecharon la
incursión para que el escurridizo Aristeo se colase por la ventana de
una de aquellas cuevas, en la que en aquel momento parecía no
haber nadie, y robase cierta cantidad de viandas. Con gran
experiencia en este tipo de maniobras, tuvo la precaución de
disimular sus huellas, y dejar, por medio de un trozo de madera
adecuadamente tallado y sucio de barro y tierra, unas marcas que
simulaban las pisadas de algún felino. De ese modo confiaban no
alertar de la presencia de extraños en las proximidades de las cuevas.
Y es que tenían la intención, si era ello posible, de mantenerse
ocultos y no dejarse ver. Si podían robar los valiosos tesoros que
esperaban hallar en aquel lugar, o al menos una parte de los
mismos, marcharían después y como nadie sabría que habían estado
allí, nadie podría culparles a ellos.
De manera que, si bien estaban ciertamente incómodos por la
llovizna que empezó a caer de madrugada, habían por lo menos
mejorado su dieta, reducida en los últimos días a trozos de carne
seca y dura, y alguna raíz o algún tubérculo comestible que Aristeo
encontraba de vez en cuando.
Sin embargo, la permanente presencia de un par de
muchachos junto a la entrada del lugar oculto iba irritando cada vez
más a Héctor Torcillo. Constantemente dirigía su mirada hacia el
montículo, en lo alto del cual se hallaba aquella entrada, y los veía
siempre allí apostados. Unas veces sentados, otras en pie mirando
490
hacia el valle, pero siempre alerta, junto al misterioso orificio abierto
en la tierra.
En un par de ocasiones, desde su escondite, Aristeo y su jefe
fueron testigos de un relevo y comprendieron que, por el momento,
y por el motivo que fuese, los habitantes del valle estaban
dispuestos a mantener aquel puesto de centinela.
Por la mente de Héctor Torcillo, en aquellos momentos en
que la impaciencia cedía a la curiosidad, pasaron a lo largo del día
muchos interrogantes. ¿Sería aquel joven que se había añadido al
grupo el arqueólogo desaparecido, el scholar que según la
información obtenida por su criado, el viejo Aristeo, se había
perdido meses atrás por aquellos lugares? ¿Y cómo habían podido
establecer don Arcadio Botín y su grupo unas relaciones tan
amistosas con los habitantes del valle? ¿Estaban al corriente de lo
que podía hallarse en aquel lugar oculto cuya entrada acababan de
descubrir? Peor aun, ¿tendrían los indígenas las pistas necesarias
para descubrir el paso real hasta los tesoros? ¿Y aquella idea de
mantener una vigilancia permanente junto a la entrada? No acababa
de entenderla. ¿Sospechaban que habían sido seguidos? Respecto a
este punto, estaba seguro de que en ningún momento habían
podido percibir que Aristeo y él mismo les iban a la zaga. Podría ser
una precaución tomada de forma general. ¿Pero no era extraño
tomar tales precauciones, cuando se hallaban en un valle tan
recóndito? ¿Y no quedaba prácticamente a salvo de cualquier
curiosidad gracias al temor, al respeto, a la veneración que por
aquellos misteriosos montes se tenía en todas las tierras limítrofes,
en virtud de las antiguas leyendas?
En cualquier caso, no les quedaba otro remedio que esperar
algún descuido de los vigilantes. O que llegase un momento en que
no creyesen necesario mantener por más tiempo aquella centinela.
Era cuestión de armarse de paciencia. Llegado el momento, lo que
esperaban hallar en las profundidades de aquel misterioso recinto
les compensaría con creces las fatigas del viaje y la incómoda vigilia
en aquel húmedo bosque.
491
V
El tiempo no cambió al día siguiente, ni lo hizo tampoco el
martes. Amaneció, en efecto, el día 12 de julio con el valle
totalmente cubierto por nubes espesas de color plomizo. Por
fortuna para Aristeo y su jefe el señor Héctor Torcillo, la lluvia
había prácticamente cesado. Tan solo caía de manera intermitente
una fina llovizna, que apenas llegaba a alcanzar el suelo, bajo la
cubierta de los árboles.
Sin embargo, y Torcillo no cesaba de lamentarse por ello,
tampoco habían cambiado las cosas junto al orificio de entrada
puesto al descubierto el domingo por la tarde. Invariablemente,
cada cinco ó seis horas los dos hombres que lo vigilaban eran
relevados por otros, que se apostaban en su lugar.
Curiosamente, a media tarde, en vez del habitual relevo, llegó
tan solo un joven, que tras conversar unos minutos con los dos
centinelas, marchó con ellos hacia el valle, dejando completamente
sola la cima del montículo. En un primer momento, Torcillo y
Aristeo desconfiaron. Pero pasada media hora, y viendo que nadie
hacía acto de presencia por allí, decidieron que en cuanto cayese el
día se acercarían prudentemente ocultos entre los árboles.
Y finalmente la luz del día comenzó a decrecer. No pudieron
ver ponerse el sol, pues lo impedía la capa nubosa, pero el
crepúsculo se hizo evidente y junto a la penumbra, hizo acto de
presencia en el valle un ambiente frío y húmedo.
-Ha llegado el momento. Vamos, Aristeo, muévete.
Poco a poco, procurando no hacer el menor ruido, avanzaron
entre los árboles. Dejaron el refugio del bosque, y con rapidez se
dirigieron al monolito de piedra, por detrás del cual habían visto
subir a los expedicionarios. Cuando lo alcanzaron, se ocultaron tras
él en silencio. Esperaron unos minutos, asomándose discretamente
para verificar que nadie se aproximase desde el valle ni desde las
cuevas situadas cerca de allí.
492
Finalmente, seguros de no ser observados, ascendieron a la
parte más alta del montículo.
-¡Ahí está, señor!
-Sssst... no eleves la voz, maldito bobo. Ya veo. Déjame dar
una ojeada a mis notas... ese monolito es la señal, no hay duda. En
el recuadro de orientación de la estela se hablaba de los cinco
círculos. Supongo que por ello Botín y sus amigos han sabido que
se debía cavar aquí. Después de todo, mal rayo le parta, tuvo tiempo
en su día de copiar la estela. Bien. No perdamos tiempo, vamos,
entremos.
-¿Señor... está usted seguro?
-¿Qué diantres te pasa, Aristeo? ¿Acaso tienes miedo?
-No... no. Pero hay algo raro en este lugar. Siento como una
advertencia. Un mal pálpito. Desde el momento en que llegamos a
este lugar el cielo comenzó a cubrirse de nubes, y esas nubes son
cada vez más negras. Y este extraño anochecer es terrible, el aire
está como cargado, siento una opresión...
-¡No digas tonterías! Vamos, el brillo del oro y de las piedras
preciosas elevará pronto tu animo. Entremos. Además, ahí adentro
estaremos fuera de la influencia de las nubes. A la luz de las
linternas lo mismo nos va a dar que luzca la luna, que salga el sol o
que llueva.
Torcillo y su criado entraron, el primero con decisión, el otro a
regañadientes, por el espacio abierto entre dos de las columnas. Y
tras descender los primeros escalones, al dirigir la luz de la linterna
hacia el gran recinto interior, se detuvieron asombrados.
-¡Carajo! ¡Vamos bien, vamos bien, Aristeo!
-Señor... ¿No oye usted alguna cosa?
-No. Calla... Sí. Unas voces.
-¡Vienen de allá dentro!
-¡Mal rayo te parta! ¡Apaga la luz y calla! ¡Salgamos fuera,
vamos, rápido!
Apresuradamente volvieron al exterior, y como que las voces
se oían cada vez más próximas, se escondieron a toda prisa,
acurrucados, en la cara posterior del frontispicio. Desde su
493
escondite oyeron las voces de dos personas que conversaban, al
parecer de manera alegre y desenfadada. Les pareció que
correspondían a dos hombres jóvenes, pero no lograron entender
lo que decían.
Y efectivamente, tal y como suponían, dos muchachos salieron
del orificio del recinto oculto, y sin prestar la menor atención al
frontispicio, en cuya sombra se habían refugiado Aristeo y su jefe,
se dirigieron camino abajo hacia el valle.
Cuando se hubieron alejado lo suficiente, Torcillo se atrevió a
hablar en voz baja.
-¿Que diantres significa esto? ¿Quiénes son esos hombres? ¿Y
que hacían ahí dentro?
-Tal vez entraron sin que nos diésemos cuenta, señor. Por
cierto, ¿qué extraña lengua era esa que hablaban?
-Algún dialecto maya que no conozco. Aunque algunas
palabras me sonaban familiares, tampoco yo les entendí.
-Jefe, ¿vio usted que llevaban?
-Uno de ellos cargaba con una pequeña caja. ¡Qué extraño!
¿Qué diantres pueden haber encontrado?
-¡Alguna joya!
-Lo dudo. Estoy seguro, completamente seguro ¿me oyes
bien? de que nadie, excepto nosotros, tiene todas las claves que
llevo aquí recogidas. Es imposible que alcancen los tesoros sin ellas.
-Ya no se les ve.
-Vamos a esperar unos minutos, Aristeo, no fuese a salir
alguien más. Y después, ¡Entraremos otra vez ahí dentro!
-Si usted lo cree oportuno...
-¡Mal rayo te parta, Aristeo! ¡Deja los temores y las
supersticiones!
Cuando volvieron a introducirse por el orificio, la noche había
caído ya sobre el valle. De modo que procuraron que la luz de su
linterna no pudiese ser vista desde fuera, y avanzaron
silenciosamente por el corredor delimitado por las dos hileras de
grandes estatuas, en la majestuosa sala que conducía, a través de las
cuatro grandes puertas, a la hermosa cueva interior.
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-Cuatro pasos en este muro, se abren al interior de la montaña.
No es casual este hecho. Alumbra estas notas, Aristeo. Así. En las
dos jarras gemelas están los dos signos iniciales. Habrá que
compararlos con un grabado situado en cada una de estas arcadas.
¿Donde pueden estar? ¡Ah! Alumbra allá arriba, sobre el arco de
piedra. No, veamos la siguiente.
Una por una, fueron iluminando la parte superior de cada una
de las cuatro arcadas que limitaban por encima los cuatro pasos.
Sobre cada una de ellas se veía, nítidamente, un hermoso dibujo. En
la última, la de la derecha, se trataba de un gran triángulo de aristas
gruesas de color anaranjado, en cuyo interior se veía una figura muy
simple: un rectángulo apaisado, con dos hileras de seis circulitos.
Algunos de los circulitos estaban resaltados en color amarillo; los
demás eran simplemente unos gruesos puntos negros.
Torcillo miró sus anotaciones. Superponiendo el triángulo
anaranjado de una de las jarras gemelas, con el rectángulo de la otra,
se completaba aquella figura.
-Está claro. Encontraremos cuatro galerías. Pues bien,
tendremos que seguir la de la derecha. ¿Lo ves, Aristeo?
-Tiene usted razón, jefe. Pero... Aquí, en sus notas, no se ven
todos esos puntos. Igual estamos equivocados.
Héctor Torcillo miró con desprecio al viejo Aristeo.
-No me extraña que no lo entiendas. A veces me pregunto si
es que hay algo dentro de tu cabeza. Son las doce estatuas de este
recinto. Algunas están resaltadas, por lo que vamos a estudiarlas con
atención. Tal vez con ellas podremos completar las piezas de
nuestro rompecabezas. Veamos, acerca la luz, Aristeo.
Torcillo tomó un mugriento fajo de papeles, donde llevaba
todas sus anotaciones, así como la copia de los diversos elementos
que suponía jugarían algún papel en el sentido de indicar por donde
avanzar, que precauciones tomar, y que puertas o caminos evitar.
En algunos de sus dibujos habían espacios en blanco ocupados por
un interrogante trazado con lápiz.
-Vamos a tomarnos todo el tiempo necesario, Aristeo. No
quiero que se me pase por alto ningún dato. Estoy seguro que el
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camino hasta los tesoros estará protegido con diversas trampas.
Completaremos todos los datos que poseemos con otros, que de
alguna manera tendrán que deducirse del aspecto, posición o
significado de esas estatuas.
496
La curación del Halac Vinic
I
-¿Q
ué pensáis, maestro? ¿Qué es lo que os preocupa?
-Hijo mío, Ixquimaná... son cerca de ochenta los años que
llevo en este valle.
-Lo sé bien, maestro.
-He visto el sol llegar al cenit muchas veces, he visto llover, en
ocasiones de forma abundante. Recuerdo momentos en que el
trueno retumbó en las altas cumbres allá arriba, y el resplandor del
relámpago llenó de azulada luz la obscura noche del valle. Pero no
recuerdo haber visto nunca un cielo tan gris, tan obscuro, tan
densamente nublado. Desde hace tres días, cuando el sábado
comenzaron a crecer las nubes a media tarde, se ha ido instalando
sobre nosotros un negro manto de nubes, y un frío ambiente ha ido
impregnando el aire. No es normal.
-La verdad es que a mí tampoco me gusta el aspecto que ha
tomado el cielo. Parece que amenaza una gran tormenta, pero no
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llega a desencadenarse. Es como si, por algún motivo, y poco a
poco, el tiempo se fuese enfureciendo.
-Creo, Ixquimaná, que algo ha irritado a nuestro venerado
Kakulhá Hur-Akán.
-¿Habrán sido... nuestros visitantes?
-He pensado largo rato en ello, Ixquimaná. Luis lleva entre
nosotros más de tres meses, y en ningún momento su presencia ha
molestado a nuestros amados benefactores. El espíritu de Yum
Chaac iluminó su mente, y ello no es fácil si no se cuenta con el
beneplácito del todopoderoso.
-Pero el sábado llegaron los demás. Y fue la tarde de ese
mismo día cuando...
-Lo sé, Ixquimaná. Pero he observado a nuestros nuevos
amigos. He hablado con ellos, con todos ellos. Cada uno a su
manera son gente de alma limpia, y su llegada a Tulán Zuivá, si
algo ha traído ha sido la esperanza para nuestro joven rey. Pienso
más bien en el antiguo recinto. Me estoy preguntando si hicimos
bien en entrar en aquel venerable lugar.
-Gracias al descubrimiento de ese lugar, la mágica medicina que
necesita el doctor Fermín para la curación de Mahukané estará muy
pronto aquí.
-Eso es muy cierto, Ixquimaná... En fin, no pensemos más en
ello. Por cierto, creo que los dos muchachos deben haber tenido
éxito en su intento de llegar a la selva. De otro modo, habrían
regresado por el paso oculto. Creo que ya no tiene sentido que
tengamos un relevo a punto esperándoles. Encárgate, Ixquimaná,
de que suspendan la vigilancia en el montículo.
-Voy ahora mismo, maestro.
Balam-Acab vio partir al joven hacia el otro extremo del valle,
y quedó pensativo, a pocos metros de la entrada de la vivienda de
Tohukín. A cierta distancia de allí distinguió a los dos médicos,
Fermín y Pablo, que estaban dialogando junto a la pared rocosa del
valle, que en aquel lugar ascendía en forma abrupta e inaccesible
hasta perderse en el espesor de la negra y ominosa masa de nubes.
498
Lentamente se fue acercando hacia ellos, y a pocos metros se
detuvo. Pablo tenía una pequeña planta que había tomado de la
pared, y se la estaba mostrando a Fermín.
-Observa esta planta, Fermín.
-¿Cual?
-Esta que crece en las oquedades rellenas de tierra de esta
pared rocosa. Mira, sus tallos cuelgan a partir de un pequeño
rizoma. ¿No te resulta familiar?
-¡Caramba, Pablo! ¡Qué interesante! Es una rarísima especie de
criptógama, de la familia de los culantrillos, cuya existencia algunos
han puesto en duda. El naturalista Francisco Hernández, en su obra
De Historia Plantorum Novae Hispaniae, menciona haber hallado esta
planta, y resalta como un hecho curioso que la utilizaban los
hechiceros y chamanes de algunas culturas mesoamericanas con una
finalidad curativa. Sin embargo, aunque se ha mencionado su
hallazgo casual en escasísimas ocasiones, la mayoría de los
botánicos creen que fueron malas interpretaciones de algún tipo de
variante del culantrillo vulgar.
-Y esta planta que tenemos aquí, ¿será también una variante de
esa especie de helecho?
-No, Pablo. Hernández indicó un carácter inconfundible, que
veo aquí en forma muy evidente. Observa este nervio central de las
hojas, que se trifurca al alcanzar el lobulillo medio. Y por otro lado,
el pequeño rizoma nos permite descartar por completo las
adantiáceas conocidas. Mira, ahí está Balam-Acab. Le
preguntaremos por la plantita.
El anciano se había acercado hasta Fermín y Pablo, que
estaban observando aquellos curiosos vegetales en la pared rocosa
situada unos pasos más allá de la entrada de la vivienda.
-Maestro Balam-Acab, llegáis oportuno. Estábamos
conversando acerca de estas plantas que crecen en los huecos de la
pared rocosa. ¿Son una mala hierba cualquiera?
-No, amigos. Son uno de los muchos regalos que la naturaleza
nos hace en este lugar. Cuando el corazón desfallece y el agua
inunda nuestro cuerpo, o cuando algún espíritu maligno nos ha
499
enviado un mal que hay que expulsar del mismo, esta planta
estimula la formación de orina, y logramos expulsar el nocivo
exceso de agua o el humor que nos debilita y enferma.
-¡Qué interesante! Quisiera pediros un favor, Balam-Acab. Me
gustaría llevarme una de estas plantitas, una pequeña que incluya su
rizoma, tallos y hojas.
-No tengo inconveniente.
-Haremos además una descripción detallada de sus
características botánicas más notables.
-Este ejemplar que has tomado de la pared nos servirá, creo
yo. Vamos a la casa, allí prepararemos la plantita para nuestro
herbario del instituto.
Con aquella planta en las manos, Fermín, acompañado por el
anciano chamán y por Pablo, entró en la vivienda apartando la
hermosa cortina de henequén que cubría siempre la puerta.
Penetraron en la sala común, y encontraron a Luis, con el profesor
Felices y Carmen, mirando los dibujos que el joven había
incorporado a su libro de campo. Carlos tenía las fotografías que
había tomado con su cámara la tarde del sábado en el interior del
recinto que conducía al paso subterráneo, y las estaba mirando
detenidamente con una lupa.
-¡Qué curioso! ¡Qué interesante! ¡Tenéis que ver esto!
-¿Que hay en esa foto, cariño?
Carlos Ortigosa pasó la foto y la lupa a su esposa.
-Ese grupo de guerreros, esa horda invasora, al frente de la
cual va ese horrible dios. Llevan unos escudos o estandartes.
-Ya los veo.
-Mira con la lupa.
-¡Esvásticas!
-¿Esvásticas?
-Así es. Mira la fotografía, Fermín.
-¡Es cierto! ¿Qué significan esas cruces gamadas en esos
escudos? Mira, César, mira.
-No os extrañe. Esta es la tercera ocasión en que veo asociado
ese signo a algún tipo de representación o pintura en el continente
500
americano. La primera fue en un artículo aparecido en la revista
Natural History, en el que se mencionaba el hallazgo de esvásticas en
Ohio. La segunda fue en un fragmento de un códice, aun por
catalogar, que nos llegó a la universidad el pasado año. Y ahora la
encuentro aquí.
El profesor tomó la lupa y miró con ella la fotografía.
-Son, ciertamente, esvásticas. Ese símbolo es inconfundible.
Tenemos, desgraciadamente, malos recuerdos asociados a esa
especie de cruz inclinada con aspas. Fue el omnipresente símbolo
de los movimientos fascistas y nazis. La xenofobia, la intolerancia y
el racismo camparon a sus anchas por Europa, teniendo por
estandarte esa cruz gamada.
-Terror de estado, represión, torturas, exterminio, genocidio...
para muchos europeos que vivieron los años del tercer reich y la
segunda guerra mundial, las esvásticas van unidas a esos horribles
conceptos. Pero hemos de tener la suficiente objetividad y sentido
común para entender que si bien este símbolo, presente en diversas
culturas desde la antigüedad, fue coyunturalmente utilizado por
gentes indeseables, pudo en el pasado haber formado parte de la
simbología de pueblos nobles, y cabe la posibilidad, incluso, de que
entre ellos su uso se asociase a buenas causas.
-Pienso como tú, Carlos. En realidad, simplificar demasiado las
cosas puede llevarnos a conclusiones aberrantes. Veamos, por lo
que yo sé, se han hallado esvásticas entre los restos y ruinas de
antiquísimos asentamientos humanos en algunos lugares de
Norteamérica, por ejemplo las esvásticas de cobre halladas en los
túmulos de Hopewell en Ohio, que se calcula que tiene más de dos
mil quinientos años. Después tenemos las representaciones de
diversos tipos de tales cruces que abundan en los restos
arqueológicos de los antiguos habitantes de algunas regiones de
Eurasia. Sabemos que la esvástica es un característico símbolo de
los arios o indoeuropeos, y fue un símbolo ornamental frecuente en
los primitivos pueblos germánicos. Hay claras representaciones de
esvásticas en cerámicas y pinturas halladas en diversos restos
arqueológicos del viejo continente que apoyan tal relación. Ahora
501
hallamos en este lugar, en Mesoamérica, unas esvásticas
representadas en estos frescos. Parecen corresponder a una serie de
símbolos que hacen referencia a los hiperbóreos que invadieron
estas tierras hace siglos. Finalmente, a partir de 1933 los dirigentes
del tercer reich, en Alemania, la incorporan a su simbología. Así, a
primera vista, parecería muy lógico pensar que la coincidencia de su
uso entre los nazis del tercer reich y las hordas guerreras
procedentes del norte de esta tierra, pueda tener algún sentido. Y
nos llegaremos a preguntar el por qué las esvásticas han formado
parte de la simbología de los pueblos que practicaron el genocidio.
-¿Genocidio?
-Sí. Creo que nadie duda hoy en día de que los horrores de los
campos de exterminio nazi constituyeron horribles prácticas de
genocidio.
-De acuerdo, pero, ¿No es exagerado decir que los pueblos
guerreros precolombinos que invadieron estas tierras practicaron el
genocidio?
-En absoluto. Con la finalidad de conquistar primero, y
mantener férreamente sojuzgados después a los reinos que iban
encontrando a su paso, los pueblos guerreros, cuyo último ejemplo
en el tiempo lo constituyen los aztecas, procedían a unas prácticas
de exterminio selectivo entre sus enemigos. Con la excusa de que
así lo exigían los dioses, ordenaban el sacrificio de los jóvenes de los
pueblos que invadían. Aunque estas cifras sean cuestionables,
Milton y otros historiadores afirman que, por ejemplo, las víctimas
sacrificadas durante el imperio azteca alcanzaban a comienzos del
siglo XV la cifra de doscientas cincuenta mil. Se ha especulado
sobre la finalidad de estos horribles ritos, y se ha tratado de hallar
alguna explicación a tan horrible destrucción de vida humana.
Algunos han sugerido que era el deseo de alimentar al tiempo, de
prolongar la duración del quinto sol, de alejar la llegada del fin del
mundo. Pero es evidente que lo que se buscaba era eliminar aquella
parte del pueblo enemigo que podía suponer un peligro en el
futuro, que podía armarse y constituirse como un ejército que se
opusiese a los invasores. O incluso que, con los años, aportase
502
nuevas generaciones dispuestas a la resistencia. A los sacrificios se
conducía a los jóvenes, en ocasiones a los niños. Un detalle más
horrible aun es el que las muchachas del pueblo invadido se verían
forzadas a unirse a jóvenes del pueblo invasor, y las generaciones
sucesivas, formadas por hijos de los invasores, acabarían por borrar
la identidad y las raíces culturales y étnicas del pueblo invadido.
-Estoy de acuerdo con Luis en que, ciertamente, también hay
que hablar de genocidio al referirse a esos ejércitos invasores y sus
métodos. Aunque mezclada con otros posibles motivos de índole
metafísica o religiosa, en las prácticas de los pueblos
mesoamericanos que usaban con tal saña del sacrificio humano,
había una clara intención en ese sentido.
-Sin embargo, la presencia de esvásticas en otros pueblos o
culturas a los que no podemos en modo alguno acusar de
genocidio, nos ha de hacer pensar en otro significado de la cruz
gamada.
-A eso me refería, Fermín, al decir que no hay que simplificar
demasiado. El uso que han hecho algunos pueblos de un símbolo o
signo no lo ha de marcar peyorativamente. A pesar de todo, pienso
que la presencia de esvásticas en lugares sumamente distantes, en el
viejo mundo y en América, no creo que pueda ser interpretada
como casos de invención independiente de una forma o aspecto.
Ha de haber un nexo común, posiblemente de tipo religioso o
místico, más bien en la génesis del propio símbolo, que no en su
uso o asociación con actividades de guerra o de conquista.
-Ese nexo común existiría, al menos en teoría. Y tendría que
ver, efectivamente con ritos místicos o prerreligiosos.
-¿Cómo es eso?
-Tuve la oportunidad de contribuir a las correcciones de una
pequeña parte de las pruebas de imprenta de un hermoso libro
publicado hace dos años en la universidad de Yale. Mi amigo Carl
Ruck, profesor de griego en la universidad de Boston colaboró en
ese libro. Se trata una recopilación de ensayos sobre el papel jugado
en el origen de las religiones por substancias vegetales con acción
sobre la mente. Por su capacidad de engendrar en el interior de uno
503
la presencia, el conocimiento o la vivencia de la divinidad, se las
conoce como enteógenos. En ese libro se analizan una serie de
enteógenos, plantas u hongos, en diversas culturas del viejo y nuevo
mundo. Para uno de sus autores las esvásticas serían una variedad
de grecas, o lo que es lo mismo, diseños abstractos, angulares o
curvos, serpenteantes, sinuosos, a veces repetidos en una banda o
friso, y agradables desde un punto de vista ornamental.
-¿Son esas imágenes dibujadas en viejas cerámicas de la antigua
Grecia?
-Exacto. De ahí el nombre de grecas. Pues bien, las esvásticas,
si hemos de creer las hipótesis de aquel libro, y las grecas en general,
serían características de pueblos que utilizaron enteógenos, ya que
traducirían el intento de representar unas imágenes vividas en las
fases iniciales de la experiencia enteogénica. Es evidente que los
chamanes o druidas de los antiguos pueblos indoeuropeos y
germánicos utilizaban plantas con capacidad de alterar la conciencia,
capaces de producir tal experiencia. En el caso de los brahamanes se
trataba del soma, que según el autor del ensayo del que os hablo sería
una seta. En el caso de los pueblos del período helénico, el
enteógeno que les llevaba a vivir la experiencia debió ser también
un hongo, parásito de los cereales, el cornezuelo o ergot. Sus
poderosos alcaloides alucinógenos pudieron ser el fundamento
químico de los misterios de Eleusis.
-¿Y entre los pueblos mesoamericanos, Fermín?
-A eso, César, Luis puede contestarte mejor que yo.
-Supongo que Fermín está al corriente de mi pequeña
aportación al congreso de Barcelona de hace dos años, y conoce mi
interés por el tema. Pues sí, es cierto. Hubo un uso de enteógenos
entre los pueblos primitivos de Mesoamérica, que estaba ligado a su
concepción religiosa de tipo chamánico, ya fuese como mediadores
entre los humanos y sus dioses, ya como vehículos de unión entre
este mundo y el mundo de los espíritus. Y creo, sinceramente, que
tenemos hoy en día datos y evidencias suficientes para admitir que
los enteógenos jugaron un papel importante en la cultura olmeca,
que luego transmitió su uso a otros pueblos, como los mayas. La
504
mayoría de las veces se trataba de hongos, pero supongo que habéis
oído hablar también del peyote, un cacto, y de las semillas del
Ololiuhqui, una planta con hermosas flores.
-Según la hipótesis que mencionas, la aparición de esvásticas
en culturas tan distantes la explicaría la coincidencia en el uso de
setas o plantas alucinógenas por parte de sus sabios o chamanes.
Pero... ¿Cómo te explicas las cruces gamadas entre los nazis?
-Muy sencillo, Carlos. Los dirigentes alemanes, en su afán por
crear una parafernalia colorista cargada de símbolos relacionados
con la primacía de lo que ellos llamaban 'raza aria', adoptaron ese
símbolo, ya que lo consideraron muy representativo de la pureza
étnica indoeuropea.
-¡Naturalmente!
-Perdonen que les interrumpamos. Nos tendrían que dejar la
mesa libre para la cena.
Tzuninhá, acompañada de Humnkabú, de Aureliano y don
Arcadio, se había acercado a la gran mesa. Llevaban entre los cuatro
una serie de grandes fuentes llenas de variados alimentos, cuyo
aroma se extendió al momento por la gran estancia.
-Verán que magnífica cena les traemos acá. Guarden los
papeles y las fotografías, y dispónganse todos alrededor de la mesa.
Por cierto, ¿quien se encarga de las bebidas? ¡Ah! ¡Magnífico!
Cerveza y tequila, y agua abundante para todos. Tomen asiento.
-Gracias, Arcadio.
-¡Tzuninhá, hija mía! ¿Dónde aprendiste a cocinar estas
maravillas? Este chalote relleno tiene muy buen aspecto. Y estas
papas con salsa huelen a gloria.
-Me disponía a preparar la cena con la ayuda de Mari Luz,
cuando nuestros amigos, Arcadio Botín y Aureliano, se han
ofrecido a ayudarnos. Hemos de confesar que han sido ellos los
cocineros, y han tenido la amabilidad de enseñarnos algunos de sus
secretos culinarios.
-No podemos negar que la estancia de nuestros amigos en esta
casa habrá sido beneficiosa en más de un aspecto. Pero no dejemos
enfriar estos alimentos. Comed, hijos míos.
505
La experiencia gastronómica de Aureliano, complementada
con los detalles culinarios que el anciano arqueólogo afirmaba haber
aprendido de su amada esposa a lo largo de los numerosos y
magníficos años pasados a su lado, no fueron la única sorpresa
agradable de la noche.
En efecto, cuando estaban ya degustando un aromático café,
como broche adecuado a la agradable cena, las cortinas de la
entrada se corrieron, y los dos muchachos que habían partido el
sábado por el paso subterráneo, penetraron sonrientes en la
estancia. Venían sudorosos, cansados, pero alegres y felices.
-Encontramos, tal y como nos indicaron, al buen padre
Cosme. En cuanto leyó la nota de usted, doctor, se apresuró a
prepararnos las medicinas. Nos hizo tomar una buena comida
caliente en su casa, nos dejó reposar unas horas, que nos sentaron
de maravilla, y de inmediato nos pusimos en marcha de regreso
hacia aquí.
-Por cierto, el paso subterráneo está en muy buen estado, y
apenas lleva unas tres horas el recorrerlo.
-Aquí está la medicina, en esta caja.
-¡Qué alegría más grande, hijos míos! ¡Qué el grande y
todopoderoso Tepeu Gucumatz os bendiga! Por favor, Fermín,
abre la caja.
-Ya está. Hay una nota. El padre Cosme y don Ernesto desean
que estemos todos bien, y nos envían sus saludos. Esperan que las
medicinas sean útiles. Este paquete sellado debe contenerlas.
Dejadme un cuchillo... ¡Ya! ¡Magnífico! Balam-Acab, esta medicina
curará al joven Mahukané.
-¿Estás seguro?
-Lo estoy. Y vamos a empezar a dársela esta misma noche.
506
Fermín colgó de su cuello el medallón que le acreditaba ante
los dioses como hijo adoptivo de Tulán Zuivá y tomó la caja con las
medicinas.
-Pablo, acércame el maletín médico. Gracias. Amigos, ha
llegado el momento que esperábamos. Hemos tenido la fortuna de
que estos antiparasitarios llegasen a nuestras manos mucho antes de
lo que en un primer momento pudimos esperar. Confío en que su
efecto sobre la salud del joven rey permitirá su rápida curación.
-En ese caso salgamos ya hacia el palacio. Y esperemos que los
dioses nos sean favorables. No, Ixquimaná, no es necesario que nos
acompañes. El doctor y yo vamos a ir solos esta vez junto a
Mahukané.
507
II
El joven Halac Vinic estaba sentado junto a su lecho. En solo
tres días parecía haber empeorado, pues se le veía más pálido y su
expresión mostraba dolor y sufrimiento. Parecía, además, algo
abotargado, y sus párpados abultaban más de lo normal. No
obstante, al ver entrar a Fermín y al anciano Balam-Acab, se
incorporó lentamente, apoyándose en la silla, y les tendió una mano
sonriendo.
-Seas bienvenido, tú, medicine man extranjero. Y tú también, mi
amado maestro, buen Balam-Acab. Agradezco vuestra visita.
-Veo que puedes estar de pie. ¿No te da vueltas todo? ¿No ves
las luces a tu alrededor?
-No. La medicina de este extranjero de extraños ojos azules
ahuyentó las luces y me devolvió la estabilidad. Pero por otro lado,
me siento muy flojo, y creo que me estoy hinchando.
-¿Hinchando?
-Tal y como te lo digo. Mis piernas y mis pies abultan mucho.
Y parece que también le ocurre algo parecido a mi vientre.
Compruébalo tú mismo.
Era cierto. El vientre del joven se abultaba y parecía tenso, sus
tobillos y sus pies se veían claramente hinchados, y todo él parecía
sufrir una retención de líquidos.
-Tal vez se deba a que desde hace dos o tres días mi cuerpo
expulsa poca orina.
Fermín miró con atención los pies del rey, después sus
párpados abotargados. Palpó su vientre a continuación.
-Balam-Acab, ¿podemos salir fuera de la habitación un
momento?
-¿Por qué, sabio extranjero, deseas salir de este lugar? ¿Has de
decir algo a mi maestro que yo no deba oír?
-Fermín, Mahukané es un joven valiente, un hombre
extraordinario, un magnífico Halac Vinic. Lo que pensabas decirme
ahí afuera puedes decirlo aquí mismo. Mahukané tiene derecho a
conocer tus opiniones sobre su extraña enfermedad.
508
-Creo que tenéis razón los dos. Bueno, creo que la enfermedad
ha avanzado bastante. Pero, por otro lado, tenemos un eficaz y
potente tratamiento específico para la misma. Sin embargo... Bien,
esta medicación que voy a administrar durante los próximos días a
Mahukané es muy enérgica, y tiene un escaso margen terapéutico.
Quiero decir que puede ser tóxica, perjudicial en si misma, si su
concentración en el cuerpo del paciente va poco más allá de lo
necesario para que ejerza su poder de curación. Y para que sea
correctamente eliminada conviene que los riñones funcionen a
pleno rendimiento.
-Y tú piensas que no lo están haciendo.
-No es algo habitual en esta enfermedad, pero cada persona es
un caso diferente. El joven Mahukané está desarrollando una
insuficiencia renal evidente.
Balam-Acab miró sonriendo a Fermín. Se puso junto a
Mahukané, que había vuelto a sentarse, y apoyó su brazo derecho
en los hombros del joven rey.
-Esta tarde me preguntaba si no habremos disgustado a
nuestros amados dioses de alguna manera, dado el aspecto del cielo
en el valle los últimos días. Pues bien, esta tarde mismo los dioses
me han demostrado, con claridad, que están de nuestro lado. No
hace aun tres horas que hemos estado hablando de una plantita
medicinal que crece en las paredes rocosas próximas a la vivienda
de Tohukín, el bataboob.
-¡Esa variedad de culantrillo!
-He tenido la oportunidad de utilizarla en algunas ocasiones en
que alguno entre nosotros padecía esa retención de líquido. Como
os he comentado antes a Pablo y a ti, esa planta tiene la propiedad
de ayudar a la formación de orina, permitiendo así al cuerpo la
expulsión de los excesos de agua o los humores que lo debilitan y
enferman. Vamos a prepararle una infusión con la misma, de la que
irá bebiendo a razón de un vasito cada tres o cuatro horas. Cuando
lleve unas horas bajo su efecto, tú mismo podrás juzgar su
resultado. Estoy seguro que podremos administrar esa mágica
medicina traída desde el mundo exterior.
509
-Maestro, amigo extranjero, estoy en vuestras manos. Tomaré
todas aquellas medicinas que creáis oportuno.
-Estamos seguros de ello, hijo mío. Aprovecha para descansar
un rato. Fermín y yo volveremos en unos minutos con la infusión
medicinal.
Media hora después el joven Halac Vinic bebía a pequeños
sorbos el contenido de un vaso pequeño de cerámica, mientras
Fermín procedía a preparar el primer vial inyectable del
antiparasitario, que debía administrarle, lentamente, por una de las
prominentes venas de sus brazos. Tenía tal fe en la planta diurética
el buen chamán, que Fermín pensó que valía la pena no demorar el
inicio del tratamiento hasta el momento en que se manifestasen los
primeros indicios de la esperada mejoría de la función de los
riñones.
De manera que colocó un suave torniquete en la raíz del brazo
derecho del joven, clavó la fina aguja, y con gran cuidado, tras
retirar el torniquete, fue infundiendo el medicamento. En unos
minutos el contenido de la jeringuilla había pasado a las venas de
Mahukané, y Fermín retiró la aguja. Presionó a continuación con un
pequeño fragmento de tela el lugar de la venopunción.
Justo en aquel momento, la brillante luz de un relámpago
penetró por unos instantes por las tres altas ventanas, a través de las
cortinas. Y unos segundos después un profundo sonido, ondulante,
grave, lejano e imponente, resonó en el valle.
Balam-Acab se puso en pie, y se acercó a una de las ventanas.
-Es una señal, no hay duda. Hemos hecho cuanto se esperaba
de nosotros, y ahora nuestro venerado Kakulhá Hur-Akán nos hace
un gesto, que estoy seguro que nos indica que la profecía se está ya
cumpliendo. ¡Gracias, señor del relámpago, corazón del cielo y la
tierra! ¡Gracias!
510
III
Cuatro días después, a media mañana del sábado 16 de Julio, la
joven Flor de Luna, acompañada de Paluná, la madre del Halac
Vinic, salió del palacio por la noble entrada del mismo. Las dos
mujeres se detuvieron un momento, parpadeando por la intensa luz
del sol, que surgía formando un hermoso abanico de dorados rayos
por un amplio espacio de cielo azul abierto entre la espesa capa
nubes. Y es que a medida que transcurrían los días, aquellas
parecían acumularse de forma preferente sobre la mitad oriental del
valle, en tanto que dejaban algún resquicio, como el que permitía en
aquel momento el paso del sol, en el extremo occidental del gran
circo montañoso.
La muchacha llevaba un bello colgante de oro, y vestía un
sencillo pero elegante vestido de tela. Su cabello estaba recogido,
como era habitual en ella, en dos largas trenzas negras, y
completaba su tocado con una diadema adornada con flores
naturales.
La joven se volvió un momento hacia la solemne escultura
situada, con la plataforma ceremonial al pie, entre la entrada del
palacio y la del templo. Su expresión reflejaba una gran alegría, y
miró al gran ente divino de una manera tan directa que a buen
seguro no hubiese agradado a algunos de los más ancianos de los ah
konoobs, que quizás no la hubiesen considerado lo bastante humilde.
Pero el alma de la joven rebosaba de contento y de agradecimiento,
de manera que no pudo evitar sonreír abiertamente al majestuoso
Tepeu Gucumatz, al tiempo que con toda sinceridad se dirigía a él
de palabra.
-Gracias, madre divina, creador nuestro. ¡Gracias por
devolverme a mi amado Mahukané!
Tras decir esto, se volvió hacia Paluná, y la abrazó con fuerza.
La pobre mujer, completamente feliz por la rápida mejoría de su
hijo, viendo el amor que aquella magnífica joven demostraba por
Mahukané, no pudo pronunciar palabra. Sus ojos se inundaron de
511
lágrimas, y asintiendo simplemente, señaló a Flor de Luna el camino
hacia la vivienda de Tohukín.
-Tienes razón, mamá. Vamos a ver a ese grande y sabio medicine
man extranjero. Quiero expresarle mi agradecimiento, nuestro
agradecimiento.
Las dos mujeres llegaron en pocos minutos a la puerta de la
vivienda de Tohukín. Casualmente, el bataboob salía en aquel
momento, con un pequeño plantón en una mano, y una especie de
pala de madera afilada en la otra.
-¡Paluná! ¡Flor de Luna!
-Que los dioses os bendigan, Tohukín. Venimos a visitaros.
-¡Qué gran honor! En este momento iba a sembrar, aquí cerca,
esta bonita planta que ha brotado de unas semillas que los amigos
de Ixquimaná me regalaron. Pero, ¿a qué debemos vuestra visita?
-Sabéis que Ixquimaná es uno de los mejores amigos de
nuestro rey, por no decir el mejor de ellos. Para mí y para su madre
es siempre una satisfacción visitar el hogar donde habita el que fue
compañero de travesuras durante los años de infancia de
Mahukané.
-Bella Flor de Luna, sabes bien que Ixquimaná sigue
considerando a Mahukané como su mejor amigo, aunque el
protocolo los mantenga muchas veces alejados.
-Lo sé, Tohukín. Bien... también nos ha movido el deseo de
expresar nuestra gratitud al gran chó-ta-cí-ne extranjero al que llaman
Fermín. Su mágica medicina ha hecho milagros en la salud de mi
esposo, el Halac Vinic.
-¿Está mejor?
-¡Está mucho mejor! En tan solo tres días ha recuperado la
vitalidad y el vigor. Puede ponerse en pie, caminar, y ha empezado a
dictar algunas instrucciones a algunos de los más ancianos
bataboobs... No, Tohukín, no os ha hecho llamar antes a vos, pues
me ha expresado su deseo de recibiros esta misma tarde con vuestra
familia y vuestros invitados.
512
-¡Qué magníficas noticias, Flor de Luna! ¡Paluná, permitid que
os transmita mi alegría y mi satisfacción por esas buenas nuevas
sobre la salud de vuestro hijo!
-Gracias, Tohukín. Cuando le veáis os ocurrirá como a los
otros bataboobs que ya han despachado a primera hora con él.
Aunque Balam-Acab había querido mantenerlo como un secreto, la
verdad es que a todos les preocupaba la salud de mi hijo. Y desde el
momento en que se recluyó en palacio, todos temían lo peor.
Pensaban que no le verían salir de nuevo.
-Pasad, por favor, a mi humilde vivienda. Todos se alegrarán
con vuestra visita.
Apartaron la cortina, y pasaron a la gran sala común, donde se
hallaban conversando animadamente los Ortigosa, Luis, el profesor
Felices, don Arcadio y Pablo, bajo la mirada pacífica de un
sonriente Aureliano, que junto a Ixquimaná se había sentado en el
marco de una de las ventanas.
-Amigos, permítanme que les presente a Paluná, madre de
nuestro Halac Vinic, y a Flor de Luna, su joven esposa. Estos son
nuestros invitados. Arcadio, Carlos y Carmen, el profesor, César, y
Pablo. A Luis ya le habéis visto alguna vez... y ahí, en la ventana,
junto a mi hijo, se halla Aureliano, el guía.
-Me alegro mucho de conocerles. ¿No está con ustedes aquel
al que llaman Fermín?
-Fermín y Mari Luz han salido hace un buen rato con
Tzuninhá y Humnkabú. Nos han comentado que iban a disfrutar
un poco del aire fresco del valle, y han marchado conversado
animadamente. No creo que tarden ya mucho.
-Precisamente en este momento se dirigen hacia aquí.
-Déjame verles, Ixquimaná.
La hermosa joven se asomó a la ventana, y vio a la joven
Tzuninhá que venía tomada de la mano de su esposo Humnkabú.
Junto a ellos venía Mari Luz, tomada de la mano de Fermín. Los
cuatro caminaban lentamente, y se les veía alegres. Cuando vieron
que por la ventana les hacían señas, se detuvieron.
513
-¡Es Flor de Luna! ¡Vais a conocer a la esposa de nuestro Halac
Vinic, la más hermosa de las jóvenes de Tulán Zuivá!
-Eso sería sin contarte a ti, mi querida Tzuninhá. Vamos, creo
que nos esperan... bien, supongo que en especial te esperan a ti,
Fermín.
-¿A mí? ¿Por qué?
-Si Flor de Luna ha venido esta mañana a nuestro hogar, sin
previo aviso, debe ser porque desea saludar al gran médico
extranjero - ese eres tú, por supuesto - que está aplicando una
mágica y milagrosa medicina a su esposo, el Halac Vinic.
-Cariño, esto es formidable. ¡Toda una princesa quiere verte!
¿Ves como tengo razón cuando te digo que tú vales mucho, cielito?
-No me hagas sonrojar... ¡Hola, amigos! Ya estamos de vuelta.
¡Este lugar es maravilloso! Cuanto más lo conozco más seguro
estoy de que solamente los dioses pudieron escogerlo para refugio
de vuestro pueblo.
Entraron en la vivienda y Flor de Luna, la joven princesa, se
acercó a Fermín.
-Que Tepeu Gucumatz te bendiga, que Kakulhá Hur-Akán te
guíe en todo momento, extranjero de claros ojos. Quiero
agradecerte todo lo que has hecho por mi esposo el Halac Vinic.
-Noble Flor de Luna, no hemos hecho más que darle las
medicinas adecuadas. Ha sido su fuerte y saludable naturaleza y la
voluntad de los dioses lo que le ha liberado de la enfermedad. A
ellos hemos de dar gracias. Y tú misma, que has estado en todo
momento a su lado y le has dedicado tu cariño y tus cuidados,
tienes buena parte del mérito.
-Quiero hacerte un obsequio. Acepta, extranjero, este
medallón, como muestra de mi reconocimiento y gratitud.
-No creo que...
-Amigo mío, acepta el regalo. Nuestra reina te lo hace con
sincero agradecimiento, y por otro lado, entre nosotros sería un
insulto y un desprecio rechazar un obsequio, venga de quien venga.
-Hermosa Flor de Luna. Acepto tu regalo con alegría y
satisfacción. Cuando esté lejos de vosotros me traerá el recuerdo de
514
este lugar maravilloso, del noble pueblo que lo habita, y del
bondadoso rey que lo dirige, junto a su dulce esposa. Y tendré la
satisfacción de pensar que, aunque sea en un pequeño grado, he
podido contribuir a vuestra felicidad.
Flor de Luna sonrió al oír a Fermín, y sin decir palabra, se
quitó el bello medallón de oro que colgaba de su cuello. Fermín se
agachó lo suficiente para que ella pudiese pasar el fino cordón
alrededor de su cabeza.
-Tuyo es el medallón y tuya mi eterna gratitud.
La joven se hizo a un lado, y acompañándola ligeramente del
brazo, situó a la madre de Mahukané frente a Fermín. Aquella
mujer tenía los ojos húmedos, y estaba sumamente emocionada.
Tomó una mano de Fermín, y la besó. No dijo nada pero sus ojos
negros, de mirada profunda, le dijeron a Fermín más que mil
palabras.
-Quiero que sepáis, señora, que tenéis un hijo extraordinario.
No recuerdo haber visto antes, en todos mis años como médico,
una respuesta tan rápida y espectacular a un tratamiento.
-Nuestro venerable maestro, Balam-Acab, ve en ello una clara
señal de la decidida voluntad de los dioses en favor de nuestro rey.
-Creo que tiene razón, Ixquimaná. Por cierto, esta tarde,
cuando el sol se ponga, Mahukané desea veros a todos en palacio.
Mi esposo querría que Balam-Acab acudiese también. ¿Podrías,
Ixquimaná...?
-Le avisaré yo mismo, descuida, Flor de Luna.
-Gracias de nuevo. Vamos, madre. Volvamos a palacio.
515
IV
-¡De manera que nos va a recibir el mismísimo rey de este
lugar! Desde luego, Fermín, ha sido una suerte traerte con nosotros
en esta expedición. Estoy segura que este pequeño valle lo habita un
grupo de buenas gentes. Pero no estoy tan segura, en cambio, de
que hubiesen visto con buenos ojos la llegada de unos extranjeros,
de no haber mediado la casi milagrosa curación del Halac Vinic.
-Tal vez tengas razón, Carmen. Es evidente que el mantener el
secreto sobre la ubicación de este lugar es de gran trascendencia
para ellos. Nos lo han expresado claramente, pero podríamos
haberlo deducido nada más con tener en cuenta sus esfuerzos para
alejar extraños de estas tierras, a base de alimentar el temor y el
respeto que emanaría de las leyendas con relación a estos lugares.
-Es indudable que tanto Tohukín y su familia, como ese
bondadoso anciano...
-Balam-Acab.
-Balam-Acab, eso es. El dejarnos marchar en los próximos días
no supondría en ningún caso un problema para ellos. Pero para el
resto de los jefes religiosos y civiles, para el resto de los habitantes
del valle, la curación de Mahukané tiene que haber significado un
formidable punto a nuestro favor.
-Completamente de acuerdo, profesor.
-¿Y qué tal es el joven Mahukané? ¿Tendremos que vestirnos
de algún modo especial para que nos reciba?
-Es un joven muy agradable. Combina de manera muy natural
una sencillez y simpatía propias de un muchacho, con los rasgos de
una serenidad y madurez propias de un adulto. Aparte de ello y de
una innata autoridad, creo que tiene... iba a decir poderes, pero creo
mejor definirlos como facultades peculiares del espíritu. Desde la
perspectiva de la anodina y desacralizada civilización de la que
procedemos cuesta aceptar algunas cosas que aquí, en este lugar
maravilloso parecen completamente lógicas, que ocurren y nadie se
exclama o se admira en exceso por ellas. Y digo esto por que el
joven Mahukané parece dotado de una capacidad de elevar su
516
espíritu hacia... no sé como definirlos... hacia estados de
trascendencia, de elevado misticismo. No sé si tú, Fermín, que le
has tratado muy de cerca estos últimos días, opinas como yo.
-Por supuesto, Luis. Y es cierto eso que dices de la influencia
de este lugar. Como jefe espiritual de este recóndito centro
ceremonial y del grupo de mayas que lo habita, podemos decir que
actúa en ocasiones como un intermediario entre sus súbditos, por
un lado, y el mundo de los dioses y los espíritus por otro. Esto,
afirmado aquí, junto a estas empinadas paredes rocosas, al abrigo de
este formidable circo montañoso, tiene un profundo sentido y
todos estamos dispuestos no solo a entenderlo, sino también a
aceptarlo como cierto, lógico y natural.
-En cambio, esas mismas afirmaciones hechas en una sesión
de trabajo en alguna reunión o congreso, en el mundo exterior del
que procedemos, serían objeto de burlas, o como mínimo de
sonrisas burlonas de aquellos que, con cierta lástima, se plantearían
dudas sobre la integridad de nuestra salud mental.
-No me queda, amigo Cesar, sino que recomendarte que no
menciones nada con relación a las cualidades del joven Halac Vinic
en tus clases de historia.
-Descuida, Carlos. ¿Y sabéis que pienso? Aunque quisiésemos
irnos de la lengua y divulgar la existencia de este recóndito valle,
tengo la sospecha de que nadie nos iba a creer.
-Mi pasada experiencia con la estela robada, en el sesenta y
ocho, me hace creer que lleva usted razón, profesor. Luis, amigo,
hay una cosa que deseo preguntarle...
-Dígame, Arcadio.
-Es sobre el sueño de su hermana. Si entendí bien, ustedes,
Balam-Acab y otros ancianos, junto al joven rey, participaron en
una velada. ¿Ingirió usted honguillos?
Luis quedó unos instantes pensativo, al preguntarle don
Arcadio por la extraordinaria experiencia de la velada. Cerró los
ojos y suspiró profundamente al evocar aquellos momentos.
-Sí, fui invitado a participar en una ceremonia en la que los
doce ah konoobs, Mahukané y yo, vivimos la comunión espiritual del
517
éxtasis. No hay palabras para explicaros lo que ocurrió aquella
noche. Vi con los ojos cerrados, y viví una experiencia inolvidable.
Pero no creo que todo ello haya que atribuirlo únicamente al
consumo de los honguillos y su efecto. El ambiente del templo, la
predisposición de nuestros ánimos, la luz de las antorchas, la
majestuosidad de las estatuas que presiden el altar de Yum Chaac,
jugaron también un papel importante.
-¿Confirma, pues, su experiencia, la existencia del consumo
ritual, místico y religioso de hongos enteógenos entre los mayas?
-Por completo. Yo, personalmente, no había dudado nunca
que ese tipo de consumo existiese, incluso desde los tiempos de sus
antepasados los olmecas.
-Comparte usted, pues, las opiniones de Wasson, con relación
al tema...
-Los artículos de Wasson pusieron en evidencia la existencia
de ritos con honguillos mágicos en el tiempo presente. Y creo que
su velada con María Sabina es el ejemplo más claro de ello, Arcadio.
Fermín escuchaba atentamente la conversación entre los dos
arqueólogos, el joven y el anciano. Como aquel era un tema por el
que también se había interesado en su momento, decidió aportar
sus opiniones al respecto.
-Un joven químico americano, entusiasta estudioso de estos
temas antropológicos, afirmó en un congreso sobre los hongos
mágicos celebrado en Port Townsend hace diez u once años, que
Roger Gordon Wasson salvó del olvido inminente los últimos
vestigios del culto basado en los honguillos.
-¿Te refieres a Jonathan Ott?
-Sí.
-Recuerdo haber leído el libro de resúmenes de ese congreso,
editado en el setenta y ocho. Efectivamente, en él se afirmaba que
los hongos sagrados habían caído por completo en el olvido, y que
en el siglo XX solamente quedaban vestigios del mismo en pocos y
remotos lugares de Mesoamérica.
-También yo lo leí, Arcadio. Sin embargo, yo creo que el
mérito de Wasson, aunque innegable, se debe más bien a que
518
divulgó la existencia de los honguillos y su uso chamánico en el
presente siglo, y no a que los haya salvado del olvido. Porque la
existencia de los ritos con hongos en el pasado y su presencia en las
costumbres de los pueblos mesoamericanos en tiempos de la
conquista, eran hechos bien conocidos. En realidad, a cualquiera
que hubiese estudiado el tema de los hongos en los pueblos del
nuevo continente, aunque fuese de manera superficial, no le habría
resultado difícil dar con numerosos datos que avalan la realidad del
uso de honguillos con finalidad mágica, mística o festiva entre los
mayas, los chichimecas, los aztecas, los zapotecas, los mazatecas y
muchos otros grupos étnicos. El afirmar que las huellas del culto
basado en el uso de tales hongos habían casi desaparecido, no es del
todo correcto. En realidad, el entorno místico-religioso, o
animístico-chamánico si se prefiere, había ido ocultándose de
manera progresiva, bajo la presión de los gobernantes y de la iglesia.
Pero tampoco es del todo cierto afirmar que el propio culto se
hubiese retirado a recónditos puntos de la selva, a pequeñas aldeas
apenas visitadas. El culto y sus oficiantes seguían en su sitio, pero a
partir del momento en que se les proscribió y censuró, actuaban de
manera totalmente invisible para los occidentales o los extraños. Lo
cual es lógico, si tenemos en cuenta que el ser descubiertos
entregados al rito de los honguillos les podía suponer la muerte en
la hoguera, tras una parodia de juicio sumarísimo llevado a cabo por
los miembros de la 'santa' inquisición.
Las referencias a los hongos en los escritos de numerosos
autores en los años posteriores a la llegada de los españoles a
América son claras e inequívocas. Uno de los primeros en
mencionarlos fue Fray Bernardino de Sahagún, en un estudio
general sobre plantas narcóticas y embriagadoras. También se
refirieron a ellos Francisco Hernández, Jacinto de la Serna, Molina y
Hernando Ruiz de Alarcón. Y el esfuerzo por perseguir como
idolatría el culto basado en los honguillos, hasta el punto de llegar a
motivar la proclamación de un terrible auto de fe por parte de la
inquisición en el siglo XVII, es otra prueba clara de la existencia de
ese tipo de setas.
519
-Curiosamente, un científico de cierto prestigio, Safford,
afirmó, a principios de siglo que tales hongos no habían existido
nunca. Suponía que los españoles habían confundido el peyote con
unos hongos.
-Afortunadamente, Fermín, algunos no le creyeron. Entre ellos
Blas Pablo Reko, que inició el camino de la búsqueda científica de
los restos del antiguo culto en la sierra de Oaxaca. Su trabajo fue
continuado por Richard Evans Schultes y por Roberto Weitlaner, a
los que se incorporó Roger Gordon Wasson. Como os digo, por
sus trabajos sabemos que existía, en pleno siglo XX, un uso
ceremonial, místico, chamánico, medicinal y adivinatorio, de los
hongos teonanácatl, o nti-si-thó. Sin embargo, insisto en ello, y no es
para quitar mérito a sus aportaciones, las referencias a esos hongos
no habían desaparecido, ni eran escasas. Como dato curioso
tenemos la novela del escritor húngaro László Passuth, El Dios de la
Lluvia llora sobre Méjico. Escrita antes de los viajes de Wasson, en ella
se describe el uso festivo y religioso de los hongos. Passuth
menciona, como de pasada, y en más de una ocasión, los hongos
cocidos en miel, cuya virtud excitante y embriagadora estaba
destinada a abrir el paraíso del amor.
-¡Qué bonito es eso!
-Realmente bonito, Mari Luz.
-Estoy de acuerdo contigo, cariño. Pero fijaros que cosa más
interesante. Esa observación sobre el uso de los hongos, tal y como
lo menciona Passuth, nos conduce a un análisis de los resultados del
consumo de los hongos y las dramáticas, profundas y considerables
diferencias entre unos pueblos consumidores y otros.
-Creo entender a lo que te refieres Fermín. Passuth nos habla
del consumo festivo del teonanácatl entre los pueblos que habitaban
las regiones vecinas al valle de Méjico. Pueblos eminentemente
religiosos, con un reducido panteón de dioses basados en la
bondadosa naturaleza.
-¡Exacto! Los hongos mágicos inducían en ellos la visión de
esos dioses bondadosos, su consumo les llevaba a un estado de
bienestar extásico. En cambio, cuando llegaron a aquellas tierras las
520
hordas guerreras de otros pueblos invasores, el consumo de los
hongos mágicos produjo en ellos resultados totalmente distintos.
-Ello es fácil de entender, amigos míos. Los chichimecas y los
aztecas, pueblos guerreros provenientes de algún misterioso lugar
situado en el lejano norte, el legendario Atzlán, presentaban
actitudes antagónicas con relación a la forma de vida, la religión, y
las relaciones entre los humanos y entre los pueblos, si los
comparamos con aquellos que habitaban desde muchos siglos antes
estas tierras del sur del Yucatán.
-Efectivamente, Arcadio. Pero es que las diferencias se daban
también en sus creencias: sus dioses eran los dioses de la guerra y de
la muerte, poderosos dioses sedientos de sangre humana. De ahí
que su naturaleza fuese la de un pueblo combativo, guerrero,
invasor, violento. ¿No es lógico, pues, que el uso de los honguillos
despertase en ellos sensaciones acordes con su naturaleza? Por ello,
aquel mágico embriagador que otros utilizaban para sus ritos
religiosos, fue utilizado por esos pueblos para enardecerse y acudir
al combate provistos de una insólita furia y agresividad.
-Podríamos decir, Luis, parafraseando al escritor húngaro que
antes mencionabas, que si en unos pueblos los honguillos estaban
destinados a abrir los paraísos del amor, en otros estaban destinados
a abrir épicos campos de batalla.
-Así era. Y si bajo su acción los sabios y sabias de los pacíficos
pueblos mayas daban con la forma de curar enfermedades o hallar a
los amigos perdidos, los sacerdotes-guerreros aztecas, bajo su
influencia, recibían de los dioses la orden de destruir la vida de
cuantos más enemigos mejor, en cruentos y salvajes sacrificios.
-¿Y qué produce el consumo de esos honguillos en un
norteamericano, o un escocés o un australiano, cuando lo consume,
por ejemplo, en una fiesta, en el seno de la 'civilización' occidental?
Porque tengo entendido que el consumo recreativo de esos hongos
se ha extendido hoy en día a numerosos lugares del mundo.
-¿Es eso cierto, Carlos?
-Tu hermano y Fermín te lo podrán confirmar, Mari Luz.
521
-En efecto. Se ha detectado, además, que de manera incipiente
va extendiéndose cierta afición a los honguillos por algunos puntos
del norte de España.
-Es algo que no acabo de entender...
-¿Se refiere usted, Arcadio, al consumo moderno de los
honguillos?
-Precisamente. Estarán ustedes de acuerdo conmigo en que la
experiencia obtenida con el consumo de los hongos mágicos va a
depender de muchos factores, y tendrá relación con la personalidad
del consumidor, con su cultura y la de su pueblo, y también, con el
ambiente, la preparación, el escenario, la dramatización del acto o
velada. De ese modo, explíquenmelo ustedes, ¿Cómo espera ver a
los bondadosos dioses del panteón maya quien pertenezca a una
cultura desacralizada, cuyo único dios es el poder, en especial el
poder económico, padre de los demás poderes? ¿Y cómo se puede
esperar alcanzar el estado extásico tomando los hongos en el
interior de un laboratorio universitario de alguna ciudad civilizada
occidental, en el contexto del asfalto, el acero, el hormigón, la bolsa,
la televisión y el football? ¿Comprenden?
-Estoy de acuerdo con usted, Arcadio. Dado el significado que
tuvieron estos honguillos en el pasado, ese significado que al
parecer siguen teniendo aquí en el presente, ¿no es un casi un
sacrilegio el consumirlos por el mero gusto de pasar un buen rato?
-Veo, César, que no apruebas el uso banal y lúdico que miles
de personas hacen de los hongos psilocibos hoy en día en diversos
lugares del mundo.
-No lo apruebo fuera de un contexto social y religioso, o del
campo de la experimentación sociológica o espiritual. Sin embargo,
en determinadas circunstancias, puede ser de utilidad. Por ejemplo,
en manos de psicoterapeutas, psicólogos o estudiosos de la mente y
la conducta.
-Le entiendo perfectamente, César. Pero veo que se acerca el
mediodía, y con él, el momento de preparar el almuerzo. Me
pregunto, profesor, si va usted a desaprobar el uso que voy a
proponerles de otros hongos.
522
-¿De otros? ¿De cuales?
-Anduvimos ayer tarde Aureliano y yo platicando de nuestras
pasadas expediciones, y nos llegamos a un espeso bosquecillo. Y
cual fue nuestra alegría al encontrar un nutrido grupo de pancitas y
varios hermosos ejemplares de águilas, o codornices, como otros les
llaman.
-No me diga, Arcadio, que usted clasifica las aves en el reino
de los hongos.
-¡Ja, ja! No, Carlos, no. Las codornices son unas hermosas setas
de alto pie, con un sombrero escamoso, aplanado en los ejemplares
maduros, y de muy buen sabor, como ustedes comprobarán.
-¿Son setas también las pancitas?
-Lo son. Y para muchos, insuperables en la cocina. De manera
que ahí precisamente, en la cocina, vamos a ayudar hoy también a
las mujeres. Vamos a prepararles las setas. Miren, aquí las trae
Aureliano. Vean, vean. Y como son abundantes, las pondremos
como acompañamiento de la carne, y también algunas de ellas
como plato principal. Y con las pancitas que sobren les prepararé
una bebida.
-¡Arcadio, es usted extraordinario!
-Gracias, Carmen, gracias. Pero no hago sino seguir
costumbres y tradiciones culinarias de mi tierra. En cuanto a lo que
les dije de la bebida, el único inconveniente es que tendrán que
aguardar unas semanas a probarla.
-Me imagino la razón. Pondrá usted las setas troceadas en
maceración en algún fuerte licor, pulque o tequila.
-Exactamente, Fermín.
-¡Qué curioso! ¡Será algo así como un pacharán de setas!
-Aureliano...
-Si, jefesito.
-Vamos a la cocina.
523
V
Tal y como se lo había solicitado Flor de Luna, aquel
anochecer acudieron todos al palacio. El joven Mahukané les
recibió en una sala que quedaba fuera de los recintos que se
consideraban sagrados, y de ese modo no tuvieron que pasar todos
ellos por el rito ceremonial mediante el cual Balam-Acab había
investido a Fermín y a Luis como hijos adoptivos del sagrado lugar.
Encontraron a Mahukané sentado en un gran butacón de
madera con bellas incrustaciones doradas. A su lado, en un asiento
similar, le acompañaba la joven Flor de Luna. Cuando les vio entrar
en el recinto, Mahukané se puso en pie y se dirigió con paso seguro
y decidido hacia el anciano Balam-Acab. Se detuvo frente a él, y
alzando suavemente ambas manos, exclamó:
-¡Mi espíritu se eleva como un mágico quetzal!
El buen chamán se quedó quieto mirando a su amado
discípulo, el Halac Vinic, aquel joven hermoso, aguerrido, bueno e
inteligente, al que consideraba casi como un hijo suyo.
El joven puso sus manos en los hombros de Balam-Acab, y le
miró con dulzura, sonriendo.
-¡Mi buen Balam-Acab! ¡Mi maestro, mi guía, mi amigo, mi
tutor! ¡Déjame que te abrace!
Y aquel hombre magnífico, el sabio ah konoob, el jefe espiritual
de Tulán Zuivá, se abrazó con fuerza a su amado Halac Vinic y
cerró los ojos, de los que pugnaban por brotar dos emocionadas
lágrimas.
-Como ves estoy mucho mejor. Siento la vida correr de nuevo
por mis venas, siento una alegría interior, unos deseos de vivir
como nunca antes los tuve. Y todo gracias a estos extranjeros, que
trajeron consigo su mágica medicina.
-Ha sido la voluntad de nuestros dioses, hijo mío. Ellos les han
guiado hasta aquí, ellos han permitido su llegada.
-Acercaros todos... Mi rango me impide abrazaros como sería
mi deseo, pero tened por seguro, amigos, que mi corazón y mi
espíritu están llenos de alegría por causa vuestra, y que jamás, por
524
años que viva, olvidaré vuestra estancia entre nosotros. Mi esposa,
la bella Flor de Luna, me ha hablado de todos vosotros, y por ella sé
vuestros nombres. De manera que permitidme que os dirija unas
palabras a cada uno.
Fermín estaba admirado de ver al joven rey de pie, sin el
menor síntoma de su pasada enfermedad, con un aspecto excelente,
vestido con una sencilla túnica, y ceñido su cabello con una cinta
dorada. El hermoso y varonil rostro del joven reflejaba, sin duda,
salud y vitalidad. Mahukané decidió, precisamente, dirigirse hacia
Fermín en primer lugar.
-Veo en tu mirada, sabio medicine man, la satisfacción y también,
por que no, la sorpresa. Comparto contigo, Fermín, esa sensación.
Sé que tu medicina es muy poderosa. Pero su efecto sobre mi salud
ha sido tan rápido, tan admirable... sí, milagroso, esa es la palabra en
la que pesamos los dos. Te agradezco pues doblemente tus
atenciones, por que me has administrado tu medicina, pero también
por que a través de ti Tepeu Gucumatz y su hermano, Kakulhá
Hur-Akán, me han infundido nueva vida. Observo que llevas
nuestro medallón, con el que sé que te ha obsequiado mi amada
Flor de Luna. Me siento orgulloso de que alguien como tú lleve
sobre su pecho mi divisa.
Mahukané miró a continuación a Mari Luz.
-Hermosa Mari Luz, eres la hermana de Luis, y como él, te
hallas adornada de una alma limpia y noble. Te agradezco tu
empeño en buscar las huellas de tu hermano. Ha sido ese empeño
el que, finalmente, os ha traído a todos hasta aquí. Carmen y Carlos,
amigos de sus amigos, bondadosos y comprensivos, amantes de la
cultura y admiradores del arte de nuestros antepasados. Por lo que
sé, vuestro apoyo y vuestra compañía nunca faltaron a Luis, en su
momento. Gracias por ayudarle en su empeño. Sin vuestro ánimo y
vuestra ayuda él nunca hubiese llegado hasta este lugar. César, tu
has sido el buen maestro que sembró en el joven Luis el amor por
el conocimiento de la historia de los pueblos antiguos, amor que fue
el que le llevó un buen día a venir a estas tierras. Gracias, también,
debo darte por ello. Tú debes de ser Pablo, el segundo medicine man.
525
Sé que tu criterio y tu consejo son muy bien valorados por Fermín.
Como ayudante suyo en estas circunstancias, creo que puedes
atribuirte parte del mérito de mi curación. Por ello, también hay una
parte de mi agradecimiento para ti. Acércate ahora tú, Aureliano,
hermano... sí, permite que te llame hermano, pues con toda
seguridad, en algún momento, siglos y siglos atrás, hemos
compartido algún lejano antepasado. Gracias por tu pericia como
guía, por el apoyo que tu conocimiento de nuestras tierras supuso
para los expedicionarios en todo momento.
Mahukané había ido saludando a todos, acabando sus frases
con un gesto con la mano derecha alzada, que les recordaba el gesto
que los pastores de las iglesias cristianas utilizan para dar la
bendición. Cuando, finalmente, se puso frente a don Arcadio, el
joven rey quedó unos instantes en silencio. Sus ojos parecieron ver
más allá, dirigiéndose a un punto lejano, al otro lado de las paredes
del salón donde les había recibido. Por un momento su expresión
dejó de ser alegre. De sus labios surgieron unas palabras, apenas un
susurro.
-Si esa es la voluntad de los dioses... aceptaremos todo aquello
que nos envíen, con alegría y amor hacia ellos.
Balam-Acab que estaba junto a Fermín, le tomó del brazo.
-Mahukané vuelve a ser el mismo de antes. Como
representante de los poderes divinos entre nuestro pueblo, ha
tenido un breve momento de trance en el que Ellos han iluminado
su mente. Pero observa, Fermín, que el trance ha cesado ya.
El Halac Vinic había cerrado por unos instantes los ojos. Pero
los abrió enseguida, y miró cara a cara a don Arcadio. En la
expresión del joven se veía una expresión de profundo
agradecimiento, de serena alegría y satisfacción. Sin embargo,
aunque fue tan solo durante unos momentos, les pareció ver
también que una breve sombra de tristeza pasó por la mirada del
Halac Vinic.
-Venerable sabio, sé que tu amor por nuestra tierra, por nuestro
pueblo y por nuestra cultura no tiene prácticamente límites. El que
hayas podido llegar a este lugar, cuya existencia habías presentido y
526
esperado durante tantos años, me llena de satisfacción, y eleva mi
espíritu. Balam-Acab ya me había preparado para el momento en
que te tuviese frente a mí. Como le ocurrió a él, unos lazos de
fraternidad y afecto surgen espontáneamente de mi interior hacia ti.
-Gracias, joven Halac Vinic. Hace unos meses quise morir,
falto de ilusión. Desesperado, harto, aburrido, me entregué a la
fatalidad. Pero algo hizo que saliese adelante, y superase aquellos
momentos de debilidad. ¡Y cómo me alegro ahora de ello! ¡He
colmado todos mis anhelos como explorador y arqueólogo, he
alcanzado la meta que durante años perseguí! Creo que aquí, en
Tulán Zuivá, he puesto el mejor broche posible a mi existencia. Ya
no volveré a desear la muerte. Simplemente, a partir de ahora, no
me preocupará lo más mínimo. ¡Qué llegue cuando quiera, pues
ahora sí que alcanzó el máximo sentido mi vida! Disfrutaré de esta
paz interior, de esta felicidad, mientras dure. Y cuando llegue el
momento, marcharé alegremente a la otra vida, para reunirme allí
con mi amada esposa.
-Que los dioses te bendigan.
Mahukané se dirigió al fin a Tohukín y sus dos hijos, Tzuninhá
e Ixquimaná, que junto a Humnkabú habían contemplado las
emotivas escenas algo apartados.
-A vosotros, amigos, os he dejado para el final, pues convenía,
por cortesía, que atendiésemos primero a vuestros invitados. ¡Qué
os puedo decir que no sepáis de mi afecto por vuestra familia!
¡Ixquimaná, amigo, compañero de muchos momentos difíciles de
olvidar! Gracias, en nombre de estos extranjeros, por vuestra
hospitalidad y atención.
El joven rey, se había situado en el borde de la pequeña
plataforma de piedra en la que se hallaban los dos butacones. Tenía
a su lado a la bella Flor de Luna, que le tomaba una mano. Con un
gesto, indicó a su esposa que se sentase, y él lo hizo a continuación.
-Amigos, os he hecho venir a palacio por que no podía esperar
más para expresaros mi gratitud y mi reconocimiento. Tendremos
otras oportunidades de vernos, estoy seguro, antes de que marchéis
de este lugar. Pero esta noche vamos a retirarnos todos ya. Balam527
Acab, maestro, ha llegado el momento de reunir el pleno del
consejo.
-Ha llegado, sin duda, hijo mío.
-Mañana a primera hora, en el gran palacio, los ah konoobs, los
bataboobs y sus familias, podrán escuchar tus palabras, Balam-Acab.
Y por supuesto, también nuestros invitados.
528
VI
-¿Qué has encontrado, Aristeo?
-Muy poca cosa. Han estado a punto de atraparme. Eran dos
personas, no las pude ver bien, pero sé que eran dos. Entraron en la
cueva, conversando en voz baja en la extraña lengua que se usa en
este lugar. De manera que tuve que salir a toda prisa por la ventana.
Me dio tiempo, a pesar de todo, de tomar esta botella de una
alacena. Tal vez sea un buen pulque, jefe ¿no cree?
-Ya lo veremos ¿Estás seguro de que no te han visto?
-En cuanto salí por la ventana corrí a refugiarme tras la estela.
Esperé allí unos minutos, y al fin, seguro de que nadie rondaba por
los alrededores, he subido al montículo, y he entrado sin encender
luz alguna. ¡A punto he estado de romperme la cabeza al atravesar
la sala de las estatuas! Después, ya en la cueva, me ha bastado la luz
de una cerilla para llegar hasta aquí.
-Está bien, está bien. Pero procura ir con más cuidado de
ahora en adelante. Me falta ya muy poco para acabar de descifrar las
escrituras de los sellos de la puerta, y no quisiera que se estropease
todo por culpa de un descuido que nos descubriese. Ahora déjame
probar de esa botella. Trae acá.
-¿Puedo preguntarle algo, jefe?
-¡Oh! ¡Esto es pura gloria! Bebe un trago, Aristeo. ¡Ya está
bien! Trae acá la botella. ¿Qué quieres saber?
-¿Por qué no volamos los sellos y la puerta? Aun no hemos
echado mano a la dinamita que trajimos.
-Los explosivos serían nuestro último recurso. Antes de
usarlos quiero apurar el ingenio. Llevo aquí anotadas pistas
suficientes. Falta tan solo ir interpretándolas de acuerdo con los
pequeños glifos que cubren estos sellos. El encontrar un punto en
común entre mis notas y los glifos es fundamental. Puede que esté
en el trazado, en el sentido, en el color, ¡qué sé yo! Pero puedes
estar seguro, Aristeo, de que si logro dar con la secuencia exacta en
que hay que atacarlos, estos cierres que sellan la gran puerta caerán
como si fuesen de blanda arcilla. ¡Mal rayo parta al que inventó este
529
sistema de seguridad! ¡Tuvo que ser un poderoso brujo, o un mago
muy ingenioso!
-Yo diría que fue un sabio, jefe.
-Bueno, sea como fuese, superaremos el reto. Y después de
todo, estas dificultades son una buena señal. Cuanto más grande es
el valor de lo que guardas, mayores son las precauciones que tomas.
Héctor Torcillo y Aristeo se habían instalado en la
profundidad de una de las cuatro galerías que arrancaban del fondo
de la laguna del recinto subterráneo. Precisamente de aquella situada
en la proximidad de las dos pequeñas oquedades que daban al paso
oculto. Claro que ellos, ignorantes del hecho de que desde allí partía
un largo túnel que llevaba hasta la selva, las habían despreciado
totalmente, pues vistas a cierta distancia parecían dos orificios
insignificantes y aparentemente ciegos.
Colocaron sus mochilas y sus cosas en un rincón, a pocos
metros de un sólido muro formado por piedras poligonales,
fuertemente ensambladas entre ellas, en cuya parte central se había
dispuesto en el pasado el umbral de una puerta. Este umbral estaba
ocupado por una gran losa de piedra negra, sobre la que se veían
unos grandes bajorrelieves situados a tres niveles. A lo largo de todo
su contorno, la gran puerta estaba sólidamente anclada al muro por
una serie de sellos fuertemente unidos a ambos lados del dintel, al
muro y a la propia puerta. Los sellos ofrecían en su superficie unos
pequeños glifos cuidadosamente esculpidos, que provocaron en
Torcillo, cuando los vio, una gran excitación.
Aprovechando las sombras de la noche habían salido en
ocasiones para buscar alimento y para recoger, en lo más espeso del
bosque, gran cantidad de hojarasca que llevaron en el interior de sus
sacos hasta la cueva, para prepararse un lecho en el que descansar.
Y de ese modo habían pasado ya cuatro días y cuatro noches.
Descansaban a ratos, y en otros momentos, a la luz de unas
antorchas que preparaba el viejo Aristeo, pues no deseaban agotar
las linternas por completo, se dedicaban a estudiar las inscripciones
de la puerta y sus sellos. Torcillo, a quien su ambición desmedida no
había hecho olvidar su condición de estudioso del pasado, no pudo
530
evitar rendirse a las bellezas de la gran nave de los frescos, los
estucados y las estatuas. Cuando el análisis de los glifos y los sellos
de la profunda galería le saturaba, acudía con Aristeo a aquel bello
lugar. Allí pasaba largo rato contemplando las imágenes
representadas en las paredes, y de vez en cuando volvía a estudiar
con detenimiento las doce hermosas esculturas. En el fondo, su
deseo era que no se le escapase algún detalle de las mismas que
pudiese luego ser decisivo para el éxito de su planes, cuando
penetrasen en el interior del sagrado recinto donde esperaban hallar
los valiosos tesoros depositados allí muchos siglos atrás. Y aunque
estaba seguro de tener las claves para llegar hasta aquel lugar con
seguridad, buscaba con ansiedad cualquier indicio nuevo en aquellas
obras de arte del noble pueblo maya.
Y aquella noche, la noche del sábado 16 de julio, Héctor
Torcillo estaba, tal y como le había dicho a su criado, a punto de
descifrar el sentido de los glifos de los sellos. Tan solo se le resistían
dos inscripciones, cuyo significado desconocía. Y no era
insignificante el detalle de no poder determinar su orden exacto. De
invertirlas, podría ser que un grave peligro les acechase una vez
dentro del lugar al que pasarían tras liberar la puerta de los sellos.
-Aristeo, vamos a descansar unas horas, pues estoy agotado y
no soy capaz de seguir adelante con las inscripciones. En cuanto
despertemos, acudiremos a la nave de las estatuas, y haré un último
intento para encontrar estos dos dibujos, y ver en que orden se
hallan representados.
-¿Cree usted que lo lograremos, jefe?
-No lo dudes. Y si no... ¡Pasaremos igualmente!
Tomaron unos tragos de la fuerte bebida de la botella robada
por el viejo Aristeo, y dejando la antorcha en un soporte
improvisado sobre una piedra, durmieron largo rato en el interior
de aquella profunda galería subterránea.
Cuando despertaron se había consumido por completo la tea,
por lo que Aristeo tuvo que preparar otra a la luz de una linterna.
Torcillo miró su reloj, y al ver la hora, exclamó irritado.
-¡Ya debe haber amanecido ahí fuera! ¡Date prisa, viejo inútil!
531
-Ya va, jefe. Tenga, tome esta antorcha. Y déjeme encender
otra... ya está.
-¡Vamos a la sala de las estatuas! ¡Rápido!
Pocos minutos después estaban en el bello recinto, y tal y
como había supuesto Héctor Torcillo, una leve luz entraba desde el
exterior por el orificio entre las dos columnas. Era una luz gris y
mortecina, y con ella parecía entrar una especie de neblina húmeda
y fría. No cabía duda de que el tiempo en el exterior seguía siendo
tormentoso, lluvioso y frío.
Torcillo había estado meditando en los minutos anteriores, y
estaba seguro de haber tenido una intuición acertada. Recordó una
serie de glifos situados en el pie de una determinada estatua y se
dirigió directamente hacia ella.
-¡Aquí están! El pequeño insecto con el símbolo numérico en
el centro apunta al círculo con un ojo central. ¿Dónde tengo los
dibujos? ¡Aquí! Bien. Los dispondré sobre esta superficie, en el pie
de esta estatua. Este será el orden correcto: La nube que oculta la
luna, la rama con dos hojas...
Torcillo fue colocando sus dibujos, hechos en cuartillas, en el
orden que suponía les llevaría a reproducir un mensaje mágico. Y
justo cuando colocó el último y sobre la piedra quedó reproducida
la secuencia de símbolos, una luz cegadora, intensa, penetró desde
el exterior, al mismo tiempo que un trueno poderoso retumbó en
sus oídos.
532
Las explicaciones de Balam-Acab
I
L
uis había visitado el formidable Templo de la Memoria,
y había tenido tiempo suficiente en las pasadas semanas para
hacerse una idea de lo que el ingenio y la laboriosidad de aquellas
gentes habían sido capaces de llevar a cabo en los pasados siglos.
Había entrado también, en varias ocasiones, en amplios templos y
espaciosos palacios ubicados en el espesor de las paredes del circo
montañoso. Por ello, no le sorprendió la disposición del lugar al que
llegaron, unos minutos antes del amanecer, conducidos por sus
anfitriones.
En un lugar situado como medio quilómetro más allá del
palacio y el templo de Tepeu Gucumatz, las paredes meridionales
del gran circo montañoso habían sufrido muchos siglos atrás las
convulsas sacudidas de un gran movimiento sísmico, y como
consecuencia de ello se había abierto una gran grieta, de una
treintena de metros de anchura. Aprovechando el amplio espacio
natural así formado, los antepasados de Ixquimaná habían llevado a
cabo la construcción de un alto y formidable muro, tras el que
delimitaron una gran sala de planta trapezoidal. Posteriormente,
533
apoyado en veinticuatro columnas, un sólido techo vino a
completar aquella hermosa sala de reuniones. El muro exterior y la
superficie superior de la amplia techumbre ofrecieron abrigo en
diversas hendiduras y en algunos orificios adecuadamente
dispuestos y rellenos de fresco humus y tierra, a semillas de diversas
plantas, y con el paso de los años, nadie hubiese supuesto, a cierta
distancia, que aquella pequeña meseta de piedra recubierta en
muchos puntos por hermosos arbustos y matorrales, y la pared en
la que colgaban amplias frondas vegetales como cortinas de bellos
tonos verdes, ocultaran el amplio lugar de reunión del pueblo maya.
Cuando estuvieron más cerca, vieron que en el muro se abrían
cuatro grandes ventanas, que quedaban parcialmente recubiertas
por aquellas cortinas de vegetación. Y cuando llegaron al pie del
propio muro, les sorprendió la habilidad con que se las habían
ingeniado en el pasado los habitantes del valle para hacer casi
invisible la entrada al lugar. Habían dejado un paso de unos tres
metros de anchura, pero sumamente oblicuo.
A medida que habían ido aproximándose al lugar donde se iba
a llevar a cabo la reunión del pleno del consejo, habían observado
que los representantes de las diversas familias iban llegando desde
numerosos puntos del valle. Y un tema que parecía estar en boca de
casi todo el mundo era el sorprendente aspecto del cielo en la parte
oriental del circo montañoso. Y es que en aquella zona, la ominosa
y negra masa de nubes seguía cerniéndose sobre las viviendas de los
chamanes, el monolito y la entrada al espacio recién descubierto.
Tras franquear la oblicua entrada se encontraron en el interior
de un amplio foro o audiencia que, dependiendo de las
circunstancias, podía utilizarse como corte, tribunal, o - como en el
presente caso - sede de reuniones informativas. Porque era evidente
que aquel lugar estaba dispuesto para eventos importantes. Dos
gradas laterales de piedra formaban un ángulo truncado en su
vértice. Se ascendía a los cinco niveles de superficie de piedra
dispuestos para sentarse, por unas escalas situadas en el centro de
cada una de ellas. En el fondo del palacio, una plataforma
trapezoidal de unos doce metros de ancha en su frente, y de unos
534
cuatro metros de altura, ocupaba el teórico vértice. Desde el amplio
espacio libre situado entre ambas gradas, se ascendía a la plataforma
por dos tramos de escaleras. Sobre ella se hallaban dispuestas dos
hileras curvas de doce asientos de piedra, situadas oblicuamente a
ambos lados, y en el centro, elevado sobre una plataforma de medio
metro de alto, se erguía un magnífico trono. Desde aquel trono, que
sería ocupado después por el joven Mahukané, se dominaba
totalmente la audiencia.
La mayoría de los asientos estaban ocupados ya en aquellos
momentos, y apenas unos cinco minutos más tarde todos los
bataboobs y los ah konoobs se hallaban sentados en su lugar respectivo
a derecha e izquierda del trono real.
Por lo que hacía a las gradas, eran muchos ya los que habían
buscado un buen sitio en ellas. Para los invitados y la familia de
Tohukín que los acogía, se habían reservado los mejores lugares, en
la parte más alta de la gradería de la derecha, próximos a la gran
plataforma destinada al consejo y al Halac Vinic.
Llegó un momento en que apenas quedaban sitios libres, lo
que demostraba que la mayoría de los habitantes del valle estaba en
el recinto. Se les veía a todos muy alegres, pues según les explicó
Ixquimaná, las grandes reuniones como la de aquel día eran
consideradas un hecho festivo, y se seguían indefectiblemente de un
par de días de celebraciones.
Luis miró a toda aquella gente, aquel pequeño grupo de
hombres y mujeres que en su día le habían acogido, le habían
cuidado y le habían ofrecido su amistad y su aprecio. Sus
antepasados formaron muchos siglos atrás una gran mancomunidad
de doce pequeños reinos, que habitaban en doce ciudades situadas
en los fértiles valles situados a levante del macizo montañoso que
alberga Tulán Zuivá. Sin embargo, en el presente, su número era
más reducido, puesto que allí vivían tan solo unos cuantos
representantes de cada una de las doce familias que en su día
inmigraron hasta allí. Una por cada reino, cada ciudad y cada casta.
Cuando llevaban allí algo más de un cuarto de hora,
súbitamente se hizo el silencio en aquel lugar. Todos callaron, y se
535
pusieron en pie. En el exterior se oía el rumor de unas voces y
como un murmullo de pasos. Y en pocos instantes, hizo acto de
presencia el joven Halac Vinic. Venía sentado en un pequeño trono,
situado sobre una estructura muy ligera, hecha con finos troncos de
madera anudados sólidamente en algunos puntos. Era una especie
de andamio, y lo transportaban seis jóvenes mediante unas barras
de madera transversales situadas en la base de la estructura.
Llegaron al fondo del recinto y se situaron entre las dos escaleras de
piedra que permitían, a derecha e izquierda, subir a la plataforma.
Uno de los ancianos chamanes y uno de los jefes civiles se
adelantaron para recibir a Mahukané, y le acompañaron hasta el
elevado trono, en el que se sentó inmediatamente. Alzó su mano
derecha con la palma dirigida hacia el suelo, y con un ligero gesto
descendente indicó a sus súbditos que les autorizaba a sentarse.
Para aquella buena gente, los habitantes del sagrado centro
ceremonial, el ver de nuevo a su rey, y verle con mejor aspecto que
nunca, resultó una grata sorpresa. La ausencia del Halac Vinic de la
última reunión mensual al aire libre en las proximidades del templo
de Kakulhá Hur-Akán, había resultado preocupante para todos.
Pese a los esfuerzos que había hecho Balam-Acab para no darle
importancia, muchos habían sospechado que algo malo le ocurría al
joven. Y es que los síntomas de su enfermedad en los últimos días
en que se le vio fuera de palacio eran ya difíciles de disimular.
Por ello la llegada de Mahukané fue acogida con murmullos de
satisfacción, y con contenidas manifestaciones de alegría. Porque el
joven presentaba un aspecto magnífico. Lucía sus mejores prendas
de fina tela con bellos bordados de color, su larga capa de piel de
jaguar, su tocado de largas plumas de quetzal, su gran medallón,
pero sobre todo una expresión de vigor, salud y energía como no le
habían conocido antes. Para todos estuvo claro que algo
maravilloso le había ocurrido a su joven Halac Vinic. ¿Habrían sido
los extranjeros los responsables de ello?
-¡Que el todopoderoso Tepeu Gucumatz, nuestra madre,
nuestra creadora, nuestro padre, nuestro guía, nuestro divino
536
protector, nos bendiga a todos y derrame sobre nuestro pueblo toda
clase de bienes!
Era el anciano Huncahvitz, que se había puesto en pie y había
tomado la palabra. Luis les comentó a los demás en voz baja que
aquel era el sabio del que aprendió en su momento todos los detalles
de la historia y el pasado de aquel lugar.
-Por deseo de nuestro amado Halac Vinic nos hemos reunido
todos en este lugar. La razón de este acto es el que nuestro
venerable jefe religioso, nuestro estimado ah konoob, Balam-Acab el
sabio, pueda dirigirse a todos hoy, para explicarnos cosas muy
importantes.
-Gracias, Huncahvitz. Puedes sentarte. Me toca ahora hablar a
mí.
Balam-Acab se puso en pie. Como los demás ah konoobs vestía
una bella túnica similar a la que llevaban la noche de la velada, es
decir, el que debía ser el vestido ceremonial de los chamanes de
Tulán Zuivá. Se colocó próximo al trono de Mahukané, en un lugar
desde el que podía ser visto y oído por todos, y se dispuso a hablar
a su Halac Vinic, a su pueblo y a sus invitados.
537
II
-Respetables amigos, miembros del consejo religioso y social.
Y vosotros, componentes de las doce familias que forman nuestro
pueblo en el presente. Y tú, mi amado Halac Vinic, joven
Mahukané, milagrosamente recuperado de tus graves dolencias. Y
también vosotros, extranjeros, invitados nuestros en estos días, que
habéis tenido el privilegio de hallar el lugar recóndito de las leyendas.
Sé que esperáis todos mis palabras con curiosidad. Pues bien, sí, ha
llegado el momento... ahora todo puede saberse ya. Voy a contaros
cosas que han estado ocurriendo en los últimos tiempos, de las que
yo, solamente yo, por designio de nuestro venerado señor el gran
Kakulhá Hur-Akán, conocía su significado y su importancia. Creo
que hemos actuado todos de la manera que nuestros amados dioses
esperaban. La profecía se cumplió al fin. Pero dejadme que os
exponga las cosas desde su inicio.
Hace ahora unos cuatro o cinco meses, paseando en una
ocasión después del anochecer junto a nuestro Halac Vinic, me
confesó que estaba preocupado por algo que le venía ocurriendo
desde hacía unas semanas. Me refirió que en ocasiones notaba una
sensación de debilidad, una gran fatiga, y se veía obligado a sentarse
y descansar durante unos momentos. Aquella sensación desaparecía
en unos minutos y enseguida volvía a sentir todo su vigor y su
habitual energía.
Al principio no le dimos importancia, pues pasaban días, y aun
semanas sin que la extraña debilidad se manifestase, y por otro lado,
era algo muy pasajero, que no parecía dejar huella ni secuela alguna
en su salud. Pero a primeros del pasado mes de abril los episodios
de debilidad tomaron un carácter más preocupante, pues se
acompañaron de una sensación como de percepción de una niebla,
y de un breve pero intenso dolor de cabeza.
A mediados de aquel mismo mes, coincidiendo con las
oraciones de la puesta del sol, Mahukané tuvo un nuevo acceso de
dolor y debilidad, pero esta vez se acompañó de signos más
538
alarmantes, pues me describió con gran claridad una inestabilidad y
la percepción de unas luces que volaban a su alrededor.
El acceso duró tan solo unos minutos, pero me preocupó
mucho. Dejé a Mahukané descansando en palacio, y decidí que
aquella misma noche consultaría a nuestro venerado Kakulhá HurAkán. Sabéis todos que han de ser muy importantes las razones,
muy serios y graves los motivos, para que acudamos al oráculo del
grande, magnífico y bondadoso corazón del cielo y la tierra. Pero no me
cabía duda que la naturaleza de los síntomas que presentaba
Mahukané justificaban plenamente mi consulta.
Tal y como lo esperaba, el espíritu de Kakulhá Hur-Akán tuvo
a bien iluminarme, y me visitó aquella noche. Su mensaje fue claro
para mí. En mi alma y en mi mente penetró el conocimiento de que
una grave dolencia estaba mermando la salud de nuestro joven y
amado Mahukané. Una grave enfermedad que podría llevarle a la
muerte...
Las palabras de Balam Acab despertaron un murmullo en las
asistentes al acto. Los ah konoobs y los bataboobs se miraron entre sí
con gesto serio.
-Pero del mismo modo en que se me reveló la naturaleza del
mal que le atacaba, supe que el fatídico final no se llegaría a producir
si se cumplía una extraña condición, una sorprendente
circunstancia. Kakulhá Hur-Akán habló en mi interior con claridad.
Si un chó-ta-cí-ne, un medicine man extranjero llegaba a Tulán Zuivá, y
llegaba guiado por una mujer, ese sabio extranjero traería la
curación para Mahukané.
Podéis imaginaros mi estado de ánimo cuando, aquella
mañana, tras el oráculo, desperté en la celda sagrada del templo del
señor del relámpago. Por una parte sentía alegría al saber que el término
fatal de la enfermedad de Mahukané podría ser evitado. Pero por
otro lado estaba desolado por la condición impuesta en la
predicción del dios. ¿Cómo iba a llegar un extranjero a nuestro
recóndito e inaccesible centro ceremonial? ¿No es Tulán Zuivá un
lugar secreto, desconocido para los que no han nacido en él, y a
539
cuya vecindad nadie se acerca desde los pueblos y aldeas próximos,
por el temor y el respeto de antiguas leyendas y tradiciones?
Pasé todo el día meditando sobre el complicado asunto. Por
mi cabeza pasaron los más variados planes y las más peregrinas
ideas. Pensé, en algún momento, enviar al mundo exterior a uno de
nuestros hijos, algún muchacho bien dispuesto, para que buscase un
medicine man en algún país lejano y lo hiciese venir. Pero comprendí
enseguida que si no le guiaba una mujer, de ninguna forma podría
ser el esperado.
Por otro lado estaba el mandato divino, la imposición de
nuestros dioses, que dejaron en su momento a nuestro cargo este
sagrado lugar, y los tesoros que en algún lugar del mismo se ocultan.
Debemos permanecer ocultos, el mundo debe ignorarnos. Somos
una reserva espiritual y cultural, somos los guardianes del saber, del
arte, del conocimiento, que ha de permanecer oculto hasta la llegada
de la segunda era. Y si yo hacía venir hasta aquí a un extranjero...
¿no estaría contraviniendo las sagradas instrucciones que en su día
fueron dadas a nuestros antepasados? Claro está que si la llegada de
un extranjero era la condición que debía producirse para que
Mahukané curase, ello sería porque nuestros divinos protectores
entendían que con ello no se pondría en peligro el secreto de
nuestro valle... o así había que suponerlo, por lo menos.
En realidad no tuve mucho tiempo para darle vueltas al
complicado asunto. La siguiente noche, cuando me hallaba
meditando de madrugada en mi lugar de oración, recibí la
sorprendente visita del joven Ixquimaná. Él y su cuñado, el noble
Humnkabú, acababan de llegar del mundo exterior, a donde yo
mismo les había enviado días atrás para recolectar una apreciada
planta medicinal que solo crece allá abajo, en la lejana selva. Y en su
regreso a Tulán Zuivá habían traído con ellos... ¡a un extranjero! Por
lo visto estaba malherido y requerían mi ayuda para atenderle y
tratar de sanarle.
Cuando Ixquimaná me comunicó la sorprendente noticia, el
corazón me dio un vuelco. ¿Sería aquel el medicine man extranjero de
la profecía?
540
Sin demora, partimos hacia la vivienda de Tohukín, donde
habían dejado al joven herido. Le practiqué unas primeras curas
sobre los desgarros y heridas que presentaba, y aunque estaba
sumido en un profundo sopor, posiblemente como consecuencia
de un fuerte golpe en su cabeza, logramos que bebiese una infusión
medicinal. Recuerdo que en aquellos momentos apenas cruzamos
palabra alguna. Ixquimaná y su cuñado me miraban en silencio
mientras me ayudaban en las curas, y Tohukín, el bataboob, nos veía
hacer con preocupación. De modo que les recomendé a todos que
aprovechasen para descansar las escasas horas que restaban hasta el
alba, y les prometí acudir de nuevo al día siguiente.
Lleno de una luz de esperanza, mi espíritu se relajó y logré
dormir profundamente algunas horas, con la mente en blanco,
dando reposo a mis pensamientos y a mi corazón.
Cuando por la mañana acudí a la casa de Tohukín, mi primera
impresión fue de satisfacción, pues el aspecto del joven me
demostró enseguida que estaba fuera de peligro. Sin embargo,
cuando pedí examinar las pertenencias del joven, nada hallé en ellas
que hiciese pensar que fuese un medicine man. Pensé, sin embargo,
que alguno de sus compañeros de expedición, allá en la selva,
podría serlo. Además, Ixquimaná y Humnkabú me contaron un
detalle muy curioso: una mujer iba entre el grupo de
expedicionarios, que permanecía acampado en la selva, en el mismo
lugar del que había marchado el joven la noche en que se lesionó.
Tras breve meditación, decidí que había que arriesgarse. Si un
médico, como ellos le dicen, se hallaba entre aquellas gentes, era
necesario que acudiese a nuestro valle. De manera que envié a
Ixquimaná al exterior, y le hice llevar consigo un hermoso libro de
trabajo, que encontramos entre las pertenencias del joven. Este
libro serviría para convencerles de que realmente Luis estaba entre
nosotros.
El anciano miró con una sonrisa a Luis que, como los demás,
escuchaba con gran atención las explicaciones del chamán.
-Sin embargo, cuando Ixquimaná estuvo de regreso pocos días
después... ¡Qué decepción, que gran decepción significaron para mí
541
sus palabras! No iba un médico en la expedición, y además,
desanimados, tristes, y sin esperanza de hallar al que daban por
desaparecido, sus compañeros habían marchado hacia el norte.
Previendo que algo así podía ocurrir, Ixquimaná, siguiendo mis
instrucciones, había dejado el libro de Luis entre sus cosas. ¿Por
qué? Bien, no creo que al principio fuese plenamente consciente de
ello, pero al poco tiempo fui teniendo cada vez más claro que la
llegada de Luis era solo un primer paso... Luis era el heraldo
involuntario de otros que vendrían más adelante. ¿Y por qué iban a
acudir otros expedicionarios de nuevo? Bueno, estaba seguro de
que no teniendo pruebas de que Luis hubiese muerto, cabía la
posibilidad de que en el futuro retornasen a buscarlo... en especial si
tenían alguna prueba, algún indicio, alguna señal, por leve que fuese,
de que su amigo y compañero podía estar vivo. ¡Y que mejor
prueba que hallar, de forma que casi milagrosa, el libro de campo
entre sus cosas! A parte de que, en el propio libro, nuestro joven y
estimado amigo Luis había dibujado en forma esquemática las bellas
ruinas del umbral de Tulán Zuivá. Si lograban dar con ellas, entraba
dentro de lo posible que fuesen capaces de acercarse hacia nuestra
abrupta región exterior.
En los días siguientes fueron ocurriendo varias cosas. De una
parte, la salud del joven fue mejorando notablemente. Por otro
lado, muy pronto descubrí en él a un ser humano inteligente,
bondadoso, despierto, curioso, ávido de saber y de comprender.
¡Un excelente discípulo, capaz de llegar a ser en su momento un
gran ah konoob si hubiese sido uno de los jóvenes de nuestro pueblo!
Desde el primer momento comprendí que la llegada de Luis a
Tulán Zuivá no pondría nunca en peligro el secreto de este sacro
lugar. Por último, y con relación a la enfermedad de Mahukané, fue
progresando y al mismo tiempo que su salud empeoraba, crecía mi
preocupación. Porque la presencia del libro de Luis entre sus
cosas... ¿sería interpretada como yo había esperado? ¿No cabía la
posibilidad de que no le diesen mayor importancia? En ese caso...
La sola posibilidad de que sus amigos hubiesen dado a Luis por
muerto o definitivamente perdido me ponía enfermo.
542
Pero un día, en una conversación casual, Luis me contó algo
aparentemente sin importancia. Me habló de su hermana, una joven
muy unida a él, muy compenetrada con él. No me cupo duda
alguna de que si su hermana tenía un indicio, una simple sospecha,
una prueba, por pequeña o insignificante que fuese, de que existía la
posibilidad de que Luis se hallase vivo en algún lugar de estas
tierras, haría lo posible por acudir a buscarle. ¿Y no entra dentro de
lo razonable suponer que algún médico, amigo o conocido suyo, la
acompañase en la expedición?
Os he hablado en ocasiones de las cualidades de Luis. Su noble
carácter, su bondad, su curiosidad, su pragmatismo, su
ecuanimidad, su amor por la historia, insisto de nuevo en ello,
harían de él un gran sabio. Bien, existía una forma de enviar a su
hermana una señal, una prueba. Podía no salir bien, pero había que
intentarlo. Y lo hicimos. ¡Y quisieron nuestro amados y divinos
benefactores que saliese bien! Luis participó en una ceremonia en el
templo de Yum Chaac, y el venerable dios de la lluvia bendijo su
espíritu. Fundido en la divina omnipresencia del cosmos, sin
moverse físicamente de Tulán Zuivá, su espíritu viajó hasta alcanzar
los pensamientos de su hermana. Ella recibió nuestra visita extásica
en sus sueños, y de ese modo supo que Luis estaba bien, y se animó
a acudir a buscarle.
Mari Luz, la hermana de Luis, esta bella joven extranjera que
tenemos la suerte y el placer de tener ahora entre nosotros... Balam-Acab señaló elevando ligeramente su mano hacia ella, y la
miró. Su mirada estaba llena de alegría y de agradecimiento. Mari
Luz respondió con una sonrisa y un discreto gesto con la mano. Mari luz decidió que debía acudir a estas tierras, en busca de su
hermano. Y una de las personas a las que solicitó ayuda para llevar a
cabo sus deseos es ese hombre que se sienta a su lado. Él, al que sus
amigos llaman Fermín, es un poderoso sabio, un gran medicine man,
poseedor del don de curar las enfermedades más extrañas, que
combate por medio de mágicas medicinas que introduce en la sangre
de los enfermos...
543
Un murmullo de reconocimiento y satisfacción recorrió la gran
sala del consejo. Todos miraron sonrientes hacia Fermín y Mari
Luz. Los ancianos chamanes inclinaron levemente sus cabezas
como reconocimiento y admiración por los poderes de aquel al que
ellos veían como un alto chamán extranjero, que llevaba el color del
oro en sus cabellos y los matices del océano en sus ojos. Mari Luz le
dio un suave y discreto golpe con el codo. Acercándose a él, le
susurro: -¡Te has quedado con ellos, Fermín!
-¡Anda ya! Deja, deja, que Balam-Acab va a proseguir su relato.
En efecto. El anciano esperó que todos volviesen a guardar
silencio, y siguió con sus explicaciones.
-La expedición se puso en marcha. Volaron en uno de esos
extraños pájaros de hierro que a veces, allá en lo alto, vemos surcar
el cielo, y llegaron por fin a estas tierras. Y con el paso de los días
fueron aproximándose a nosotros. Pero... ¡Ay! En los últimos días
de junio la salud de Mahukané comenzó a deteriorarse rápidamente.
Supe que el esperado estaba ya de camino, pero temí que no llegase a
tiempo. Ixquimaná se reunió conmigo una noche, y decidí enviarle
al exterior... Sí, sé que lo más sencillo hubiese sido que fuese al
encuentro de la expedición, y les guiase hasta aquí. Sin embargo,
por mi mente volvieron a pasar ciertos temores... Quizás me
equivocaba, pero de hacerlo, temía que se llegase a saber que
habíamos ayudado a unos extranjeros a alcanzar nuestro sagrado
centro ceremonial, y que ello se nos pudiese censurar en el futuro.
Dejé el asunto a la discreción del joven Ixquimaná, pero le di a
entender que teníamos poco tiempo. Y mi joven e inteligente
discípulo partió hacia el exterior. Me atrevo a asegurar que los
dioses le iluminaron, y le inspiraron la idea de guiar a los
expedicionarios por las noches. Ixquimaná, aquella luz misteriosa
que guió a nuestros invitados hasta aquí... ¿era tu brazo el que la
enarbolaba?
Ixquimaná se puso en pie, sonriendo. Dirigió una mirada a
todos los miembros del consejo.
-Ya os lo dije en su momento. En ocasiones los dioses nos
utilizan a nosotros, los humanos, para sus designios.
544
-Hiciste bien, Ixquimaná. Lo cierto es que, sin duda que con el
beneplácito de nuestros amados y divinos benefactores, la
expedición llegó hace ocho días a nuestro valle. Y como yo
esperaba, el sabio chó-ta-cí-ne extranjero visitó a nuestro Halac Vinic, y
dictaminó aquello que era necesario hacer para curarle. Yo le he
visto, en los últimos cuatro días, aplicar la mágica medicina en el
cuerpo de nuestro joven Mahukané... y los resultados de su magia
poderosa han sido milagrosos. Si hubieseis visto al Halac Vinic días
atrás, entenderíais el prodigio.
Ahora que ya está todo aclarado, solo me queda que agradecer
de nuevo a nuestros invitados su llegada, que trajo la salud a nuestro
joven rey. Sé que tienen previsto partir pronto hacia sus tierras de
origen, y sé que, con toda seguridad, el secreto de nuestro pueblo,
de nuestro valle y de nuestro centro ceremonial está completamente
seguro en sus manos. Todos me han dado su palabra de que lo
guardarán celosamente, como juramentados. Nadie sabrá por ellos
donde está el lugar recóndito. Ni siquiera que es posible llegar hasta él.
Luis, Fermín, Mari Luz... acercaos. Vosotros también, amigos míos,
Carlos y Carmen. También mi estimado hermano... permite a este
anciano que te llame así, amigo Arcadio. Por tu origen y por tu
amor a nuestro pueblo se han establecido entre nosotros unos lazos
de fraternidad indisoluble. Pablo, profesor, acercaos también. Y tú
Aureliano. Que Tepeu Gucumatz os bendiga y os llene de ventura.
Que Kakulhá Hur-Akán ilumine vuestros pasos. Recibid mi
bendición.
El chamán abrazó a todos de uno en uno. Cuando acabó, se
dispuso a dar por concluida la reunión del consejo. Pero en ese
momento, la voz de unos de los ancianos ah konoobs resonó en la
gran sala.
-¿Y esas negras nubes, venerable maestro? ¿Por qué siguen ahí
arriba?
-Anhomil dice bien. ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué intenta decirnos
el grande y venerable corazón del cielo y la tierra? Porque no me
negaréis que ese extraño fenómeno ha de ser una señal divina. Y si
nos atenemos al frío y húmedo ambiente que se vive en la vecindad
545
de nuestras moradas, yo diría que Kakulhá Hur-Akán no parece
estar precisamente contento.
-¿Consideráis que deberíamos consultar el oráculo?
-No creo que haga falta, Balam-Acab. Ese extraño fenómeno
se inició el mismo día en que llegaron los extranjeros... creo que la
relación con su llegada es evidente. Han de marchar lo antes
posible, pues su llegada al valle irritó al poderoso dios, padre del
relámpago y de la tormenta.
-Así parecería a primera vista, Anhomil. Pero si recuerdo bien,
nuestros invitados llegaron poco después de nacer el día, y esas
amenazadoras nubes crecieron hacia el anochecer.
-Reconozco que fue así, Huncahvitz. Pero explicadme, en ese
caso, qué fue lo que ocurrió ese anochecer.
-Lo que ocurrió fue...
-¡Yo os lo diré a todos! ¡Que hicimos caso omiso de las
advertencias de nuestros dioses! ¡Se excavó junto a la estela,
buscando lo que no debía buscarse! No se aguardó hasta la llegada
de la señal, y se abrió antes de hora el recinto oculto. Eso es lo que
ocurrió.
-He pensado en esa posibilidad estos días, Anhomil. También
yo pensé al principio, como tú ahora, que habíamos hecho mal
abriendo el paso hacia ese espacio oculto. Pero las inscripciones que
nuestros antepasados dejaron en las profundas galerías que allí se
encuentran recuerdan las sagradas normas e imposiciones. Nadie
debe ir más allá de las grandes y sólidas puertas de piedra. Estaba,
según esto, previsto el que alguno de nosotros pudiese alcanzar ese
lugar mucho antes de la llegada de la segunda era. Si no, ¿qué
sentido tendrían las inscripciones de aquellos formidables muros?
Nada malo hay en penetrar en ese hermoso recinto, nada hay de
ofensivo para nuestros divinos protectores en el uso del paso oculto
para alcanzar el mundo exterior. Sin dificultad pudieron hacerlo dos
de nuestros jóvenes, y sin dificultad retornaron por él, trayendo la
mágica medicina que este sabio extranjero necesitaba para la
curación de Mahukané.
-En ese caso, Balam-Acab, ¿Qué está ocurriendo?
546
-¡Silencio! ¡Oídme todos!
Mahukané, que había escuchado con gran atención la
conversación entre los tres ancianos ah konoobs, se había puesto en
pie, alzando la mano derecha con el índice apuntando al frente y
hacia lo alto.
-No es por causa de ninguno de los que aquí se encuentran.
No está aquí, en este recinto, la razón por la que el poderoso dios
está acumulando la energía de sus relámpagos en el espesor de la
gran nube negra, allá arriba.
El joven Halac Vinic cerró los ojos y se cubrió la cara con
ambas manos durante unos instantes. A continuación, sin abrir los
ojos, proyectó sus manos hacia lo alto y hacia delante, y pareció
mirar a un punto elevado en la lejanía, a través de sus párpados.
Curiosamente, viéndole de aquella manera, totalmente erguido, les
pareció a todos que su joven rey era más alto aun que antes de su
enfermedad.
Balam-Acab le contemplaba admirado. Su hijo adoptivo, su
amado Mahukané había alcanzado de manera milagrosa la madurez
de un gran jefe espiritual, y de forma espontánea y natural
dominaba los mecanismos de la comunicación con los dioses.
El joven mantuvo aquella postura poco más de un minuto,
rodeado del silencio y la admiración de su pueblo. Bajó después los
brazos, y con expresión grave y seria se dirigió a los ancianos.
-Hay unos intrusos... dos forasteros de alma impía. Están a
punto de violar los sagrados espacios interiores.
En aquel instante, precisamente coincidiendo con el momento
en que Héctor Torcillo y Aristeo acababan de descifrar la totalidad
de los símbolos representados en los glifos de la puerta sellada de la
profunda galería, cayó un gran relámpago, cuya luz penetró a través
de las frondas de vegetación que cubrían las grandes ventanas, y
resonó en el valle un trueno profundo y sobrecogedor.
547
III
Un ah konoob, relativamente joven para el sagrado cargo que
ostentaba, rompió el silencio en el que todos habían caído tras las
palabras de Mahukané y el subsiguiente relámpago y el poderoso
trueno que parecían haberles hecho eco.
-¡Unos intrusos! Entonces... eso lo explica todo, Balam-Acab.
Los pequeños hurtos en los últimos días, cuyo autor o autores han
intentado que los atribuyésemos a animales de rapiña, de una forma
un poco simple, por el antiguo método de simular huellas de garras.
Aunque yo sospeché al principio de nuestros invitados, resultaba
casi imposible que ellos hubiesen sido los ladrones. Y debo decir
que estaba ya por creer en una invasión de animalillos inteligentes y
amigos de lo ajeno, cuando ayer tuvimos la certeza de que nos
enfrentamos a seres humanos. De una parte por la desaparición de
una botella de licor... no parece que nuestros destilados les puedan
interesar en exceso a los animales del bosque. Y por otro lado,
porque creo que pudimos ver, por unos instantes, a alguien que
saltaba fuera de nuestra casa por una ventana, y corría a perderse
rápidamente en la obscuridad. Ayer pensamos que se trataba de una
sombra o de un efecto de la luz, pero ahora estoy seguro de que era
uno de ellos.
-Yo he visto a los dos intrusos.
El que había hablado era un anciano alto y muy enjuto, cuyo
largo cabello blanco llevaba recogido detrás de la cabeza en una
larga cola. Sus ojos, curiosamente prominentes, parecían no mirar,
de la misma manera en que los ojos de los ciegos parecen no estar
viendo lo que tienen frente a ellos, sino aquello que están
imaginando. Y ello se debía, sin duda, a que estaba afecto de una
gran miopía, que le impedía, literalmente, ver más allá de sus
narices.
-¿Cómo es posible, venerable Balhcocom? ¿Tú, que no puedes
ver más que aquello que se sitúa justo frente a tus ojos, has visto a
los dos intrusos?
548
-Estuve en la casa del noble Tohukín, hace dos noches, para
platicar con él sobre los detalles de la aplazada audiencia de nuestro
joven Halac Vinic, que pronto vamos a poder celebrar, dado su
buen estado de salud. Allí vi a los dos impíos.
-¡No es posible! ¡En mi casa estaban tan solo mis invitados, los
aquí presentes!
-No los vi como los veis vosotros, por supuesto.
-¿Qué quieres decir? ¿Cómo los vistes?
-Gracias a la magia del que llamáis Carlos. Tuvo a bien
enseñarme un insólito objeto, en el que me dijo que podría ver un
grupo de personas -los invitados- junto a Balam-Acab, situados al
pie del bosque, cerca del monolito. Y en efecto, puso ante mis ojos
algo... no sabría deciros lo qué era, pero su tacto era el de una
gruesa hojita de papel satinado. Sin embargo, pude verles
perfectamente. Y a los intrusos también.
-Amigo Ortigosa, no sabía que tuviese usted una bola mágica
de cristal. Porque no se me ocurre que otra cosa podría usted
haberle enseñado a ese anciano que le permitiese ver lo que dice
haber visto.
-¡Qué cosas dice usted, Arcadio! No la tengo, por supuesto. Lo
único que le enseñe a este buen hombre fue la fotografía que nos
hicimos en grupo la otra tarde. Viéndole gran miope, supuse que
sería capaz de vernos si se la acercaba mucho a los ojos, y de ese
modo se haría una idea de como somos... al menos en nuestro
aspecto exterior.
-Yo disparé esa foto, y no había intrusos en el grupo.
-¿Tiene usted aquí la foto?
-Pues casualmente sí. La llevo en la cartera. Aquí está.
-Déjemela ver... aquí, en la masa verde sobre el grupito que
formábamos en aquel momento, parece que se ve una manchita.
-¿Está seguro, Arcadio?
-Ya lo creo. Véala usted mismo, Fermín.
-¿Tenéis una lupa a mano? Gracias... ¡Es cierto! Bueno, parece
que se ven dos personas, medio ocultas entre la arboleda. Sin
549
embargo, el grano de la fotografía no da para mucho más. Mírala tú
mismo, Carlos.
-Es cierto, veo un individuo corpulento... con algo que parece
un sombrero. Y a su lado alguien mucho más delgado, más bajo, y
de rostro muy obscuro.
-¡Carajo¡ ¡No es posible!
-¿Qué le ocurre, Arcadio?
-Que creo saber quienes son esos individuos... uno es un
hombre algo obeso, alto, y suele ir con sombrero. El otro es su
criado, un enjuto miserable, indigno representante de la etnia a la
que pertenece.
-¡Héctor Torcillo! ¡Aristeo!
-A ellos me refiero.
-¿Qué hacen aquí? ¿Cómo han llegado hasta este lugar?
-Me temo que nos han seguido...
-¡No es posible!
-Sí, estoy seguro. ¡Han estado siguiéndonos desde el primer
momento! Recuerden ustedes nuestra cena en el Prosperidad.
Cuando aquella noche, en Mérida, sorprendimos a ese viejo
miserable, tuve el presentimiento de que él y su jefe nos iban a traer
problemas más tarde o más temprano.
-¿Y qué problemas pueden traernos?
-Para empezar, su sola presencia en este lugar es un serio
inconveniente. Ya saben ustedes la gran importancia que nuestros
anfitriones dan al hecho de que este valle permanezca oculto y por
completo desconocido para el resto del mundo. Habiendo
alcanzado ese par de rufianes el valle sagrado, pueden estar seguros
de que el secreto será transgredido y que tras ellos, en busca de
tesoros, piedras o riquezas llegarán otros incluso de peor calaña.
-¡No será así! ¡Para estas buenas gentes es primordial el
mantener en secreto su existencia y la de este valle que les acoge!
-Lamentablemente, habiendo llegado ese malvado de Torcillo
hasta aquí, Tulán Zuivá ha dejado de ser un mito legendario. De
nada han servido tantos siglos de esfuerzo para mantener vivo el
550
temor sobre el lugar oculto en las mentes de las gentes que habitan
en las zonas más o menos próximas.
-¡Dios mío! ¡Es horrible pensar que en parte ha sido por
nuestra culpa! De no haber acudido a este valle, no habrían podido
seguirnos Torcillo y su criado.
-Nada hemos de censurarnos. Nuestro empeño en hallar a
Luis sano y salvo es lógico y natural, y estaba plenamente
justificado.
-Por otro lado nuestra llegada a este valle ha sido providencial
para Mahukané. De no haber acudido Fermín a este lugar
posiblemente el joven rey habría muerto ya, consumido por su
grave enfermedad.
-Si lo veis bajo la perspectiva de Balam Acab, nuestra venida a
Tulán Zuivá ha sido la condición necesaria para la curación de
Mahukané. Hizo todo lo posible para que se cumpliesen aquellas
circunstancias que, según el oráculo de Kakulhá Hur-Akán, eran
necesarias para que el joven no pereciese víctima de su enfermedad.
De modo, que si formábamos parte de los planes de las divinidades,
no podemos culparnos de que, como resultado de nuestro viaje
hasta aquí, ese individuo y su criado hayan dado, en mala hora, con
este valle.
-Vuestra llegada a Tulán Zuivá fue posible porque entraba en
los planes del poderoso dios del relámpago. Podéis estar seguros de
ello. Por lo tanto, amigo, nada hay por lo que tengáis que
censuraros. Os han movido nobles fines.
-Sin embargo, Balam Acab, hemos de ser conscientes que
hemos puesto en un serio peligro los fines y la esencia del refugio
de vuestro pueblo.
-No vayáis tan rápido... ¿Quien nos asegura que ese tal Torcillo
podrá salir de Tulán Zuivá?
-¿Qué estás insinuando, César?
-¿Podrían retenerlo aquí por la fuerza estas pacíficas gentes?
-Ellos no, por supuesto. Pero estoy seguro que aquellos que
dispusieron las cosas en el pasado habrán tomado sus precauciones
para evitar que se violen o profanen los tesoros que se guardan allá
551
abajo. Creo que ha sido una grave imprudencia por parte de ese
Torcillo el haber penetrado en aquel sagrado recinto.
-¡Ay, mi querido profesor Felices, como se nota que no conoce
usted la catadura de ese hombre! Para que se hagan ustedes una
idea, se trata de un auténtico profanador de tumbas, de un
arqueólogo sin escrúpulos, capaz de vender a sus propios padres, de
un ser miserable, obsesionado por la leyenda mítica de los tesoros
del pueblo maya.
-No le demos más vueltas al asunto, amigos. Hemos de ir
hasta allí enseguida, y tratar de evitar que esos individuos profanen
los sagrados espacios ocultos.
-Creo, Balam-Acab, que sería bueno que llevásemos nuestras
armas. Trajimos con nosotros unos pequeños fusiles que
prácticamente nunca utilizamos, como no fuese para cazar algún
animal con la finalidad de variar nuestra dieta de plantas y frutos
tropicales. Yo nunca he tomado en mis manos una de esas armas,
pero Pablo y Aureliano me han demostrado gran destreza en su
uso.
-No, Arcadio, hermano mío. - Balam-Acab, que desde a poco
de llegar al valle don Arcadio había establecido con el veterano
arqueólogo unas sinceras relaciones de fraternidad, sin duda
motivadas por su pasión por el estudio del pasado y por su similar
edad, se acercó y le cogió suavemente por un brazo. - ¡No fuese el
caso que irritásemos a nuestros dioses con esos símbolos de
violencia! Confiemos en nuestros divinos protectores, ellos son
nuestra mejor arma.
-Como usted prefiera. Pero tenga por seguro que ese miserable
y su criado, van a buen seguro armados.
-Sus armas nada pueden contra los sabios designios de los
dioses. Vamos allá, amigos.
La mayoría de las gentes habían abandonado la gran sala de la
audiencia, en la que no quedaba prácticamente nadie más, a parte de
los ah konoobs, los bataboobs, Tohukín, su familia y sus invitados, que
permanecían aun sobre la plataforma alrededor del joven rey, junto
552
al cual, discretamente, se había situado la bella princesa Flor de
Luna.
Mahukané, que había permanecido en silencio, descendió del
trono y quedó en pie, mirándoles a todos.
-Balam-Acab, Ixquimaná. Vosotros y los extranjeros, nuestros
invitados, acudiréis conmigo ahora al recinto sagrado al que se
penetra por el lugar señalado por la gran estela gris. Veremos de
evitar que esos intrusos hagan algo de lo que tuviésemos después
que arrepentirnos todos. Tohukín, Anhomil, Huncahvitz...
Vosotros os quedaréis aquí, en este lugar, junto a los demás
patriarcas y chamanes. Elevaréis vuestro espíritu hacia el
todopoderoso, para que nuestros problemas alcancen la mejor
posible de las soluciones. Tzuninhá, tú acompañaras al exterior del
recinto a mi esposa. Flor de Luna, amor mío, te ruego que aguardes
en palacio nuestro regreso.
-Mahukané, hijo mío, no es prudente que nos acompañes. Tú
debes recogerte también en palacio. Voy a avisar a los jóvenes para
que te lleven en el trono portátil hasta allí.
-No, Balam-Acab. Debo ir. Y no tengas cuidado por mí.
¿Habrían hecho los dioses todo lo que han hecho para que se
alcanzase mi milagrosa curación, si supiesen que ahora podía correr
algún peligro? Por supuesto que no. ¡Vamos!
El joven Halac Vinic hizo una señal, y dos muchachos que
habían permanecido durante todo el acto al pie de los dos tramos
de escalones que ascendían hacia la plataforma del trono, subieron
ágilmente hasta ponerse frente a Mahukané.
-Tomad... Mi capa y mi tocado de plumas. No voy a
necesitarlos. Llevadlos a palacio. Y ahora no perdamos más tiempo,
seguidme todos.
Mahukané descendió por la escala de la derecha, y con paso
decidido se dirigió hacia la salida del gran recinto de ceremonias.
Tras él lo hicieron también Ixquimaná y Balam-Acab, Fermín, Mari
Luz y los demás expedicionarios.
Tan solo salir al exterior se les sumaron los seis jóvenes que
aguardaban allí para transportar de nuevo el trono portátil. Al ver
553
salir a su joven rey a pie, se le acercaron sin decir palabra. Un solo
gesto de Mahukané bastó para que comprendiesen que no iban a
llevarle de nuevo en lo alto de aquella cómoda estructura, y que
debían, por el contrario, custodiarles a partir de aquel momento.
Emprendieron la marcha por el camino que, junto al riachuelo,
conducía hacia el extremo oriental del centro ceremonial. Y
pudieron observar que la corriente de agua corría con mayor fuerza
que otras veces. Ello era debido a que en la zona del circo
montañoso hacia la que se encaminaban, la formidable y ominosa
masa de grandes y espesos nubarrones obscuros, alimentaba desde
hacía ya varios días las altas fuentes en que se originaba aquel
torrente.
Y a medida que fueron acercándose al lugar donde, en la
proximidad de las viviendas de los chamanes, el majestuoso
monolito señalaba el acceso al paso oculto, sintieron sobre sus
cuerpos y sobre sus ánimos el peso opresivo de un ambiente frío y
húmedo. Tuvieron una percepción peculiar. Como le había
ocurrido al enjuto Aristeo la primera vez que se acercó a la entrada
del recinto oculto, percibieron que aquel aire cargado les oprimía.
554
La ira de Kakulhá Hur-Akán
I
A
lcanzaron el monolito, y siguiendo las indicaciones de
Ixquimaná, Mahukané ascendió por los viejos escalones hasta
situarse frente a la entrada abierta entre las dos columnas. Allí
aguardó en silencio a que todos estuviesen a su lado. Cuando les vio
expectantes a su alrededor, dio un paso adelante, pero Balam-Acab
le tomó del brazo y le detuvo.
-Mahukané, hijo mío. ¿Estás seguro? ¿Crees que hemos de
entrar ahí? ¿No sería mejor aguardar el retorno de los impíos aquí
fuera?
-Noble maestro, Balam-Acab, no tenemos alternativa. Si esos
ladrones han logrado penetrar en los sagrados recintos que debían
permanecer cerrados hasta el momento de la gran señal y han
tomado algún objeto de los tesoros allí depositados, hemos de
convencerles de que lo devuelvan.
-Aquí fuera podremos igualmente convencerles, señor.
555
-Si algún objeto, cualquiera que sea, tomado de esos tesoros, es
sacado al exterior, la irá de los dioses se desatará sobre nosotros,
sobre nuestro pueblo y sobre el mundo. Hemos de impedir por
todos los medios que traspasen este umbral, que salgan por este
espacio abierto entre las dos columnas, llevando con ellos algún
objeto robado del sagrado recinto.
-¡Qué nos protejan los dioses! ¡Ahora te entiendo, Mahukané!
¡Entremos ya!
-¡Quietos! ¡Silencio! ¡Alguien viene hacia aquí!
-¡No es posible!
-¡Héctor Torcillo! ¡Miserable! ¡No des un paso más!
Eran, efectivamente, el viejo Aristeo y su jefe, el señor
Torcillo. Estaban tan entusiasmados con los tesoros que llevaban
con ellos que no habían advertido que al salir al exterior les
aguardaban don Arcadio, los otros expedicionarios, y varios de los
habitantes del valle.
Torcillo se detuvo justo en el dintel entre las dos columnas, y
Aristeo, colocado detrás de él, asomó con curiosidad la cabeza.
Llevaba cada uno de ellos en una bolsa numerosos objetos de oro
puro, y además en una mochila colocada sobre su espalda, Torcillo
transportaba, al parecer, otras piezas robadas del tesoro de los
antepasados de Ixquimaná.
-¡Ja, ja, ja! Miren ustedes a quien tenemos aquí. ¡Don Arcadio
Botín y sus amigos.!
-¡En mala hora se les ocurrió venir a ustedes dos hasta aquí!
No tiene usted, Torcillo, la más mínima idea del significado y el
valor de esos tesoros que está tratando de llevarse. Jamás podrá
disfrutar de ese oro. Antes bien, la maldición caerá sobre ustedes si
tratan de marchar llevándoselo.
-Mire usted, Arcadio, no me sea estúpido. Ahí abajo hay más
riquezas de las que jamás hubiese imaginado. Déjennos marchar, y
les aseguro que les quedarán a ustedes cien veces más de lo que mi
criado y yo nos llevamos. Y piense que con el poco oro que hemos
recogido, simplemente vendido a peso, sin considerar su valor
556
artístico, me llevo lo suficiente para retirarme como millonario para
el resto de mis días.
-¡No lo entiende usted, maldita sea! ¡No pueden llevarse
ustedes nada de este lugar! ¡Este lugar es sagrado! ¡Desatarán la ira
de los dioses si marchan de aquí con una sola pieza de los tesoros!
-No me diga que cree usted esas bobadas que dice. ¡Y... que
carajo, si no se apartan ustedes, les voy a apartar yo por la fuerza!
Torcillo tomó un revolver de grueso calibre que llevaba en el
cinto, y apunto con él hacia Mahukané.
-Voy a salir de aquí, con mi criado Aristeo, y vamos a ir hacia
el bosque sin que nadie nos lo impida. ¡Apártense todos, o mato a
su joven rey! ¡Fuera, voy a salir!
-¡No lo permitirán nuestros dioses, impío! ¡Vuelve a dejar lo
que has robado en su lugar, y te prometo que luego podrás marchar
sin daño alguno!
Mahukané se había situado frente a Torcillo, a unos tres
metros de aquel rufián, que había salido, seguido del miserable
Aristeo, del espacio excavado frente a las columnas, y pretendía
dirigirse a los escalones que le permitirían, en caso de poder
bajarlos, alcanzar el camino hacia el exterior del valle.
-¡Apártate, joven rey! ¡Apártate, o lo pagarás caro!
-¡Vuelve atrás, impío! ¡No oses tentar al todopoderoso
Kakulhá Hur-Akán! ¡Atrás!
El joven y valiente Halac Vinic estaba como transfigurado. Su
voz sonaba fuerte y poderosa, y todo él transmitía una sensación de
poder y autoridad. Dio un paso hacia Torcillo, alzando la mano,
dispuesto a hacer retroceder a los dos ladrones.
-¡Quieto ahí, estúpido! ¡Quieto o disparo! ¡Quieto he dicho!
El dedo de Torcillo había finalmente oprimido el gatillo de su
revolver, y el disparo resonó como un profundo estampido.
Balam-Acab dio un grito y se dirigió hacia Mahukané. Pero el
joven rey seguía en pie, con la mano derecha en alto, señalando
hacia las nubes. Y a sus pies, malherido, sangrando por una herida
recibida en el pecho, yacía el bueno de don Arcadio, que en el
último momento, viendo en peligro la vida del Halac Vinic, se había
557
colocado, con aquella agilidad y rapidez suya que a veces les
sorprendía, como un escudo humano frente a Mahukané.
Torcillo estaba como loco, y alzó el revolver hacia el cielo,
gritando como un poseso.
-¡Maldito viejo! ¡Él lo ha buscado! ¡Apartaros de mi camino!
¡Apartaros o de lo contrario os mataré a todos! ¿Eh? ¿Qué ocurre?
¿Qué es esto?
Torcillo se hallaba justo en el borde de la reciente excavación,
y Aristeo, a su lado, se había arrojado al suelo, temblando como un
azogado. Y es que, alrededor del revolver que Torcillo blandía hacia
lo alto, se había formado una bola de luz azulada, que en pocos
instantes creció hasta abarcar su mano y el antebrazo.
Y en aquel instante ocurrió algo terrible: un relámpago intenso,
poderoso, surco el cielo y cayó sobre el malvado y su criado, y
penetró a continuación por el espacio abierto entre las dos
columnas. Y al sonido seco, impactante y poderoso del trueno, se
sumó una sorda y tremenda explosión subterránea.
Más tarde comentarían que les había parecido como si se
abriese la tierra, para tragarse a los dos impíos. Y es que ocurrió
realmente así: toda la parte del montículo que quedaba entre la
pared montañosa y el límite de la excavación hecha días atrás se
desmoronó, se hundió, se colapsó, y dejó totalmente enterrada
aquella parte del paso recién hallado, arrastrando en su colapso los
restos del antiguo edificio de entrada, con sus columnas y su
frontispicio, y a aquellos dos miserables a los que su ambición había
costado la vida.
Inmediatamente después, cuando parecía que aun se sentían
los ecos del formidable estruendo allá lejos en el valle, se abrió un
enorme desgarro en la espesa masa de obscuros nubarrones, y la
intensa luz de los rayos del sol cayó sobre el lugar.
-¡Jefesito! ¡Mi buen jefesito!
Aureliano se había arrodillado junto a don Arcadio, y trataba,
con su gran pañuelo de cubrir la herida, por la que rezumaba tal
cantidad de sangre que hacía temer por la vida del veterano
arqueólogo.
558
-¡Don Arcadio! ¡Oh, Dios mío! ¡Haced algo, Fermín, Pablo!
¡No le dejéis morir!
-Tranquilízate, Carmen. Vamos a trasladarle con cuidado a la
vivienda más próxima, y allí veremos que podemos hacer.
-Un momento, César. No le movamos todavía. Dejadme ver la
herida... bueno, parece que con el pañuelo de Aureliano casi se ha
detenido la hemorragia. Pero me temo que debe haber perdido
mucha sangre. Solo hay que ver como están de empapadas sus
ropas.
-¿Crees, Fermín, que si estos muchachos preparan
rápidamente unas parihuelas o una camilla improvisada, podríamos
trasladarlo a una de esas cuevas?
-Creo que sí… indicadles que lo hagan, por favor. Voy a tratar
de mejorar el apósito. Cambiaremos el pañuelo por una tela limpia.
Mahukané había permanecido silencioso, mirando gravemente
las primeras atenciones y auxilios que recibía el pobre anciano, que
había caído malherido prácticamente frente a él. Dio unos pasos y
se colocó al otro lado. Fermín había puesto una manta doblada bajo
la cabeza de don Arcadio para tenerlo un poco incorporado, y con
el agua fresca que le habían traído en un gran jarro, estaba lavando
cuidadosamente la herida.
Y si bien el valeroso arqueólogo había permanecido
inconsciente hasta aquel momento, ocurrió que al desplazarse el
Halac Vinic, se colocó frente al sol, que brillaba cada vez con más
fuerza, y su sombra cayó sobre Fermín y don Arcadio. En ese
momento el buen hombre entreabrió los ojos, y al ver recortada
frente a él la silueta del joven rey, sonrió y se le oyó preguntar con
voz débil.
-¿Estáis bien, Mahukané? ¿No os ha herido ese miserable?
-Estoy vivo gracias a ti.
Don Arcadio emitió un suspiro de alivio, y cerró los ojos.
El joven Mahukané tenía a su lado a Balam-Acab, que como él
miraba preocupado al herido tendido en tierra. Le tomó
suavemente de un brazo y comentó:
559
-Jamás olvidaré que este hombre magnífico y bueno me ha
salvado la vida. Por los siglos será recordado su gesto heroico.
Balam-Acab, maestro, voy a retirarme. Procura que todo cuanto
necesite el sabio chó-ta-cí-ne Fermín le sea proporcionado. Y ruega
porque nuestros divinos protectores y su medicina alivien a nuestro
venerable hermano, al que llaman Arcadio.
560
II
El estado de salud de don Arcadio era muy preocupante. A
pesar de haber podido extraer la bala del pulmón donde se había
alojado, y del limpio drenaje que Balam-Acab había dejado en la
herida para que no cerrase en falso, una elevada fiebre hizo acto de
presencia aquella misma noche. Ello, sumado a la gran debilidad
que la enorme pérdida de sangre había producido, llenó de
preocupación a Fermín, que junto a Pablo y Balam-Acab, no se
apartaba ni un instante del lecho en el que yacía el pobre anciano, y
le aplicaba cuantos cuidados estaban en sus manos.
-Amigos, veo cercano el final de nuestro hermano.
-¿Estáis seguro, Balam-Acab?
-Quiero creer que hay esperanza. Pero... no veo que más
podemos hacer por él.
-Yo voy a rezar por su alma.
-Ixquimaná me ha hablado de tus orígenes, doctor Guerreiro.
Sé que procedes de un pueblo profundamente religioso, y entiendo
tus deseos de orar por nuestro hermano Arcadio. Yo voy también a
retirarme a orar. Enviaremos quien te ayude a cuidar de él, Fermín.
Mañana a primera hora volveré aquí, junto a nuestro paciente.
-Gracias, venerable maestro.
-Posiblemente tendré nuevas que comunicaros. Tal vez serán
malas noticias, es lo más probable. Si por el contrario, existe un
resquicio para la esperanza, si hay algún remedio que pueda
ayudarnos en nuestro empeño de salvarle, esta madrugada lo sabré.
-Vais a consultar el oráculo.
-En efecto. Quiero conocer la voluntad de nuestros amados
dioses. Buenas noches, Pablo, Fermín.
-Que los dioses os iluminen, buen Balam-Acab.
La noche transcurrió sin apenas cambios en la evolución del
herido. En algunos momentos, cuando cedía la fiebre, en parte por
la aplicación de paños húmedos en la frente, pero también por el
561
efecto de la medicación antitérmica que Fermín administraba
esporádicamente, don Arcadio descansaba de manera que parecía
más tranquila. Llegó incluso en algún momento a abrir los ojos, y
mirando a Fermín, tomándole con fuerza de la mano, sonreía unos
instantes y volvía a cerrarlos.
Finalmente, al amanecer, Fermín regresó junto al enfermo tras
descansar unas horas en las que había sido relevado por Pablo y los
Ortigosa. Le acompañaba Mari luz, y en cuanto que ambos
penetraron en la estancia que se había habilitado como enfermería,
comprendieron que las cosas iban peor.
En efecto, la fiebre ya no cedía, y don Arcadio estaba entrando
en un estado de confuso delirio. En ocasiones, sin abrir los ojos,
tarareaba con voz entrecortada y débil alguna vieja tonada que debía
haber aprendido en su juventud.
No tardaron en estar todos reunidos alrededor del lecho del
enfermo, viendo como poco a poco la vida escapaba de su cuerpo
anciano pero hasta poco antes vigoroso. Y a eso de las diez de la
mañana Balam-Acab apareció en el dintel de la puerta. Sin decir
palabra se acercó a la cabecera de la cama. Alzó la mano derecha, y
musitando unas breves palabras, colocó su mano sobre la frente de
don Arcadio.
Transcurridos unos instantes, retiró la mano, y miró hacia la
puerta, en la que se recortaba la luminosa y brillante luz del día. Y
en ese momento ocurrió algo que les emocionó a todos: don
Arcadio abrió los ojos, y haciendo un gran esfuerzo, se incorporó y
miró, como el chamán, hacia la puerta. Su expresión se lleno de
dulzura y serenidad, y un par de gruesas lágrimas brotaron de sus
ojos.
-¡Cariño! ¡Mi amada Dolores! Estás ahí... has venido a
buscarme. Gracias, amor mío. Ya estoy listo, ya estoy a punto. ¿La
ven, amigos? Es ella, mi amada esposa. Debo marchar con ella...
¿Me entienden ustedes, verdad? Me aguarda allá al otro lado... Voy,
cariño...
Don Arcadio, que les había mirado a todos con ojos febriles,
volvió a dirigir su mirada hacia la puerta. Y sonriendo dulcemente,
562
cayó hacia atrás y quedó tendido. Sus ojos parecían buscar el
infinito y su expresión era de paz y descanso. Había muerto.
Balam-Acab cerró los ojos del viejo explorador, y les miró a
todos en silencio durante unos instantes. Tomó a continuación el
hermoso cubrecamas de fina tela, adornado con bellos bordados,
que hasta aquel momento había permanecido cubriendo tan solo
hasta la cintura del enfermo, y lo extendió de modo que le ocultase
por completo.
-Amigos, nuestro estimado hermano, aquel al que llamabais
Arcadio, se ha reunido ya con aquellos que le amaron en el pasado y
le aguardaban en el mundo de los espíritus, en el más allá. Fue la
voluntad de Kakulhá Hur-Akán que partiese hacia allí, toda vez que
durante su vida entre nosotros se habían completado y realizado
todas sus expectativas y deseos. El todopoderoso corazón del cielo y la
tierra, el señor del relámpago, me ha expresado esta pasada noche su
deseo de que acompañase a don Arcadio en sus últimos momentos,
para mostrarle la puerta hacia el mundo de los difuntos. En el
umbral de la misma le aguardaba su esposa, y ahora están juntos de
nuevo, en el húmedo valle de la otra vida. Allí, extendiendo las
palmas a lo alto, les caerán las gotas de la fértil lluvia con la que
Yum Chaac mantiene eternamente verde ese paraíso.
-Gracias por vuestras hermosas palabras, venerable maestro.
La pérdida de don Arcadio es un golpe muy duro para todos
nosotros. ¡Sabe Dios lo mucho que hemos de agradecer de su
bondad, de su experiencia y de su ayuda! Y que haya muerto... ¡Oh,
es algo muy triste, muy triste! Sin embargo, vuestras palabras nos
traen un gran consuelo.
Carmen Ortigosa había expresado un sentimiento que todos
percibían: el gran dolor por la pérdida de aquel buen amigo quedaba
mitigado por la certidumbre de que en sus últimos momentos, don
Arcadio había sido consciente de que le aguardaba el más allá, y de
que allí iba a encontrarse con su amada esposa. En el fondo era el
563
mismo consuelo que la fe ofrece a los creyentes en estas
circunstancias.
-Amigos, voy a comunicar a nuestro rey la triste nueva.
Después me reuniré con vosotros en la casa de Tohukín, para
comentar los detalles de los actos que vamos a celebrar en honor de
este hombre magnífico.
564
III
Aquella misma tarde, Luis, que miraba pensativo por la
ventana principal de la sala común, vio que tres personas se dirigían
hacia allí.
-Observo que el sabio Huncahvitz nos va a honrar con su
compañía. Le veo acudir hacia aquí, junto a Balam-Acab y otro de
los ancianos chamanes del lugar.
En efecto, Balam-Acab acudía junto a otros dos ah konoobs,
uno de los cuales había reconocido Luis fácilmente, y no solo por
su cabeza sin cabello y el gorrito rojo circular que la cubría en parte,
sino también por la mirada profunda y penetrante de sus pequeños
y vivos ojos negros.
Tohukín miró por la ventana, y salió al exterior a recibirles.
Cuando llegaron frente a la puerta les saludó y les invitó a entrar.
Buscaron los asientos más cómodos, se los ofrecieron a los tres
ancianos chamanes, y se sentaron todos a su alrededor, dispuestos a
oírles.
Tzuninhá les ofreció a cada uno un pequeño jarro de cerámica,
en forma de pequeño ídolo, que contenía como medio decilitro de
un fuerte aguardiente de aloe. Los tres sabios comenzaron a beber a
pequeños sorbos, y el diminuto Huncahvitz tomó la palabra.
-Mis buenos amigos, habéis sido testigos del poder formidable
del temible corazón del cielo y la tierra, del señor del relámpago.
Pudisteis ver todos ayer mismo como la ira de Kakulhá Hur-Akán
se desató sobre aquellos que osaron violar los sagrados lugares. Con
ellos la tierra ha sepultado también la entrada a esos lugares. Hemos
de aceptar el hecho de que de nuevo para entrar y salir de nuestro
hermoso valle haya que usar el largo camino por los bosques y los
montes. En realidad, desde hace centenares de años ese fue el único
camino… de modo que no vemos excesivo inconveniente en ello.
Me parece a mí, además, que esa circunstancia es más adecuada para
la seguridad de Tulán Zuivá, y más conveniente para seguir ocultos
e ignorados del resto del mundo.
565
-Dice bien el venerable Huncahvitz. Fue la voluntad de los
dioses que hallásemos una puerta al paso oculto, por la que pudo
llegar a tiempo el maravilloso remedio que ha devuelto la salud a
nuestro Halac Vinic. Del mismo modo, ellos han dispuesto que ese
paso vuelva a ser impracticable. Y soy de la opinión que lo mejor es
dejar las cosas como están, y no tratar de excavar de nuevo, ni
buscar otra vez la entrada. Creo además, por la magnitud de la
explosión subterránea, que los daños en el interior habrán sido
considerables, y posiblemente hayan quedado cegadas todas las
galerías.
-Ya que lo mencionáis, Balam-Acab, ¿a qué atribuís la
formidable explosión subterránea? ¿Pudo el relámpago provocarla?
-Todo lo pueden los dioses, Carlos, si está en su intención. Sin
embargo, debo decir que a mí también me ha sorprendido. Penetró
el rayo en las entrañas de la tierra y se produjo tal estampido que
noté por unos instantes como temblaba el suelo bajo nuestros pies.
¡Fue como si se hubiese colocado un formidable explosivo en el
interior de la cueva!
-¿Me permiten mi opinión?
-¡Cómo no, Aureliano! Dinos que opinas tú sobre eso.
-El maldito señor Torcillo, como otros ladrones de tumbas
que conocimos en el pasado, llevaba en ocasiones algunos
cartuchos de dinamita, que no vacilaba en usar si le ahorraban
algunos días de trabajo de pico y pala.
-¡Qué bruto!
-Esa es una buena explicación, Aureliano. Estoy seguro de
que, para poder cargar con el máximo de piezas de oro, decidieron
dejar aquello que ya no les era útil. De manera que si la llevaban,
debieron dejar la dinamita en el interior de la galería.
-¡Maldito Torcillo, y maldito su criado, Aristeo! ¡Ya lo presentía
el pobre jefesito! ¡Nos traerán problemas, decía! Y vaya si los trajeron.
-Han pagado sus malas acciones con la vida.
-Cierto. Sepultados junto a los tesoros que trataban de robar,
han recibido el justo castigo que merecían.
566
-Don Arcadio se alegraría de saber que esos truhanes han
muerto. Más que lo que pudiesen robar, a él le preocupó el que
pudiesen marchar de este lugar.
-Y ya que hablamos de don Arcadio... Mañana, en el lugar de
reunión próximo al templo de Kakulhá Hur-Akán, llevaremos a
cabo la ceremonia funeraria en su honor. El fuego sagrado
consumirá su cuerpo, y nuestros cánticos y oraciones guiarán su
espíritu. Y ahora, amigos, vamos a dejaros. Los demás ah konoobs
nos aguardan en el templo.
-Antes de retirarme, déjame, Tohukín, que presente mis
disculpas a vuestros invitados.
-Buen anciano... ¿Anhomil se llama usted, verdad? No hace
falta que diga nada. Era lógico que todos ustedes, los habitantes del
valle, tuviesen sus dudas sobre nosotros. Al no saber nada de los
dos intrusos, todo hacía pensar que nuestra presencia era la
responsable de las anomalías en el cielo del valle.
-Dice bien el sabio cho-tá-ci-né Fermín. Yo mismo dudé en
algún momento.
-Pero yo he de disculparme de todas maneras. Aun después de
la milagrosa curación de nuestro amado rey, estaba convencido de
que debíamos expulsar a los invitados, pues creía firmemente que
su presencia irritaba a los dioses. ¡Qué equivocado estaba! ¡Dos
veces bendita ha sido vuestra llegada y vuestra estancia entre
nosotros, pues dos veces, en pocos días, habéis salvado la vida de
nuestro Halac Vinic! Aceptad, por favor, mis disculpas, y también,
mi agradecimiento.
-Aceptamos todo ello de buen grado.
-Muchas gracias, señora. Que los dioses les bendigan.
Cuando estaban a punto de abandonar la casa de Tohukín,
Ixquimaná, que llevaba algún rato pensativo, se acercó a BalamAcab.
-Maestro, hay algo que me preocupa.
-¿Qué es ello?
-Cuando llegue el final, el cambio de los tiempos... ¿Cómo
vamos a alcanzar los sagrados lugares ocultos?
567
-No hemos de preocuparnos por ello. Los tesoros y el legado
están a salvo, tal y como lo estuvieron por cientos de años. Y en su
día los dioses harán lo que convenga para que podamos penetrar de
nuevo allá donde se encuentran. No lo dudes, Ixquimaná.
568
IV
-¡Qué terrible lo que ha ocurrido! ¡Era tan bondadoso y tan
amable!
-Comprendo lo que sientes, cariño. Todos estamos igual de
consternados. Parece mentira que haya muerto. No sé por qué,
pero siento como si tuviese que verle aparecer por la puerta, con su
aire aventurero, su piel rubicunda, con un vaso de tequila en la
mano, y con una sonrisa.
-Mi hermano me ha dicho que considera un gran honor el
haber tenido la oportunidad de conocerle y convivir unos días con
él. Conocía algunos de sus trabajos, y sabía que era considerado por
muchos como una eminencia.
-Estoy de acuerdo con Luis. Era una persona extraordinaria, y
todos, sin excepción, le vamos a recordar siempre con cariño. Sí, yo
también creo que fue una suerte el haberle tenido como compañero
de expedición.
-No diría eso él de nosotros. En realidad, de no habernos
conocido tal vez ahora viviría todavía. Pero quiso el destino que nos
cruzásemos en su camino, y el conocernos le llevó a la muerte. Vino
aquí por ayudarme.
-No pienses esas cosas, cariño. Junto a nosotros descubrió este
valle y el maravilloso centro ceremonial que alberga, y eso fue lo
más grande que podía ocurrirle. Él mismo nos lo dijo en un par de
ocasiones. Al conocernos pudo dar de nuevo sentido a su vida, y le
ofrecimos la oportunidad de volver a sus años de arqueólogo y
explorador en activo. ¿Y sabes qué pienso, Mari Luz? Creo que en
estos últimos días él esperaba algo como lo que ocurrió, incluso lo
deseaba.
-¡Qué dios le bendiga! ¡Caramba, y que cambio ha hecho el
tiempo en un solo día! Salgamos un poco fuera. Creo que el aire
libre nos sentará bien. ¿Quieres, cielito?
-Buena idea. Vamos.
Salieron al exterior y vieron a Luis, que se hallaba junto al
riachuelo, contemplando el bello panorama que, a la luz del sol del
569
atardecer, se ofrecía a sus ojos. Y es que el azul intenso del cielo, el
blanco brillante de las pequeñas masas nubosas, junto a los diversos
tonos de verde de las variadas especies arbóreas y el gris obscuro de
algunos picachos desnudos configuraban un cuadro muy hermoso.
-Hola, Fermín. ¿Qué tal, Mari Luz?
-Supongo que como tú, buscando en el frescor de la tarde un
alivio a nuestro dolor.
-¿Sabéis que pensaba en este momento?
-No.
-Pensaba en ese dios poderoso... ¿Veis allá, como a un par de
quilómetros, entre dos lenguas de bosque que parecen entrar en el
valle, un muro rocoso de piedra rojiza?
-Se ve perfectamente desde aquí. Y si distingo bien, hay varias
entradas abiertas en la pared.
-Aunque desde fuera no lo parece, existe en aquel lugar una
profunda cavidad interior. A partir de una gran cueva se
construyeron y delimitaron una serie de espacios, por medio de
muros y separaciones, de manera que constituye hoy en día algo que
podría muy bien compararse a un monasterio. Es el templo de
Kakulhá Hur-Akán.
-¿Es allí donde se consulta el oráculo?
-Supongo que sí.
-Fermín, Luis, ¿qué es ese oráculo? Balam-Acab lo ha
mencionado varias veces. Sabemos que lo consultó cuando la
enfermedad de Mahukané, y por lo visto lo consultó anoche,
mientras el pobre Arcadio estaba agonizando.
-No estoy seguro. Pero ahora que lo dices, es ese un tema que
me gustaría aclarar. He de preguntarle a Balam-Acab sobre eso. Al
principio, cuando oí mencionar ese oráculo por primera vez, hace
varias semanas, pensé que utilizaban el estímulo químico de los
honguillos. Sin embargo, tengo mis dudas. Es cierto que Ixquimaná
me ha comentado en alguna ocasión que la consulta al dios se hace
ingiriendo el propio espíritu de Kakulhá Hur-Akán, pero no creo
que se refiera a esas pequeñas setas...
570
-Esta noche podrás preguntarle al buen anciano sobre ello. Le
he oído comentar a Tzuninhá que vendrá a cenar con nosotros. Por
cierto, le hemos pedido a Aureliano que nos traiga algunas de
aquellas setas tan gustosas.
-¿Las pancitas?
-Sí.
-Se me ocurre una cosa. Conozco el bosque donde Aureliano y
don Arcadio encontraron esas setas. Si vamos hacia allí es posible
que encontremos a nuestro guía entregado a la caza de las setas.
-¡Oh, sí, es una buena idea, Luis! Vamos, cielito.
571
V
Tal y como lo había previsto Tzuninhá, cuando Mari Luz y ella
colocaron en el centro de la mesa la gran plata con variadas frutas
tropicales que ambas habían preparado para acompañar la cena,
vieron a Balam-Acab, que conversaba en voz baja con el profesor
Felices y los Ortigosa. No había aquella noche alrededor de la mesa
la habitual alegría de otros días. La reciente pérdida del anciano
arqueólogo, todavía de cuerpo presente, pesaba en el ánimo de
todos y era la responsable de que nadie elevase la voz más allá de un
tono prudente y comedido.
Sin embargo, y por consejo de Balam-Acab, decidieron que
debían esforzarse y tratar de poner a un lado la tristeza, y cenar en
medio de un ambiente más alegre.
-Tiene razón el venerable Balam-Acab. Hemos de estar a la
altura de nuestro estimado Arcadio. Y estoy seguro que desde el
más allá se reunirá más a gusto a una tertulia de alegres camaradas
que se encuentran para cenar, que no a un grupo de deprimidos en
plan velorio.
-Bien dicho, César. ¡Vamos, amigos! ¡Alegremos las caras!
-Propongo que comencemos brindando, a la salud de todos y
a la memoria de don Arcadio.
-¡Claro que sí, Pablo! ¡Brindemos!
Cuando al poco rato se sirvieron las 'pancitas', acompañadas de
unas tortillas recién hechas, Luis ensartó en un fino palillo una de
aquellas setas, un ejemplar pequeño y regordete, y se quedó
pensativo mirándola.
-Maestro… Balam-Acab.
-Dime, joven sabio.
-Me estaba preguntando algo… me refiero al oráculo. Cuando
invocáis al poderoso dios al que llamáis Kakulhá Hur-Akán,
¿utilizáis honguillos, ingerís nti-si-thó?
-Para cumplir con el ritual del oráculo hay que ingerir el fruto
del relámpago, el espíritu del dios. Después, durante la noche, si el
todopoderoso corazón del cielo y la tierra ve con buenos ojos nuestra
572
súplica, nos visita en nuestros sueños y nos comunica aquello que
cree que debemos conocer y que nos puede ser de utilidad para
tomar nuestras decisiones.
-Pero el fruto del relámpago, como vos le llamáis, no son los
pequeños honguillos teonanácatl...
-Por supuesto que no. Sin embargo, el fruto del relámpago es,
como ellos, fruto también de la tierra.
-¿Queréis decir que se trata igualmente de una seta?
-Es posible, Fermín, que vosotros le llamaseis de ese modo.
-Maestro Balam-Acab, sería bueno que explicaseis a nuestros
invitados el origen del culto a Kakulhá Hur-Akán, el dios de un solo
pie.
-Opino como tú, Tohukín. Hemos de remontarnos en ese
caso a nuestros antepasados, aquellos que hace miles y miles de
años habitaban en aquel lejano continente al que vosotros llamáis
Asia. A ellos se manifestó por vez primera el dios. ¿Qué cómo lo
hizo? Muy sencillo: desató un buen día en los altos bosques de
aquel lejano país una formidable tormenta. Y los que allí habitaban
fueron testigos de un hecho extraordinario: terribles relámpagos
cayeron desde el cielo, y a su sólo contacto con la húmeda tierra
provocaran el crecimiento de unos extraños seres en forma de
sombrilla, de color rojizo, cubiertos de manchas blancas.
Los sabios de aquel pueblo sintieron la llamada de la divinidad,
y supieron que debían ingerir aquellos extraños seres que, de forma
mágica, habían brotado de la tierra. Y sus mentes se iluminaron, y
vieron la verdad: lo que comieron no eran otra cosa que los frutos
del espíritu del formidable dios, el corazón del cielo y la tierra, el grande,
todopoderoso, venerado, temido y respetado, Kakulhá Hur-Akán.
Desde entonces y por los siglos venideros decidieron que, cuando
deseasen ser iluminados por la presencia espiritual del dios,
ingerirían aquellos frutos de su espíritu.
-¡Extraordinario! Esa descripción de los frutos del relámpago
coincide con la que se hace en un contexto parecido en antiguos
escritos relativos al chamanismo de los primitivos pueblos
indoeuropeos. Es curioso, pero a mí me hace reflexionar bastante, y
573
creo que es algo que debería merecer un profundo estudio por parte
de historiadores y antropólogos, ese común significado divino del
relámpago en diversos contextos, en diferentes momentos, y en
distintos pueblos del planeta. Porque la teoría, llamémosle de los
relámpagos, esa teoría fue elaborada por pueblos tan diversos como
los antiguos griegos y los romanos, los mayas y los filipinos.
-Estoy completamente de acuerdo contigo Luis. Algo más que
su natural majestuosidad ha de haber detrás de esos fenómenos
atmosféricos para que en las más variadas culturas y religiones se les
atribuya un significado divino o se les asocie con las divinidades.
Basta con recordar, como ejemplo, a Júpiter lanzando sus
relámpagos.
-También podemos referirnos, César, el hecho que el dios
Shangó, de los santeros cubanos, no es otro que el dios del
relámpago. ¿Es así, verdad, cariño?
-Así es, Carmen. Pero amigos, hemos interrumpido a nuestro
amable maestro, Balam-Acab…
-No importa, Carlos. Han sido las vuestras unas observaciones
muy interesantes. Y a ellas solo puedo añadir que, como yo veo las
cosas, no hay duda que el grande y bondadoso Kakulhá Hur-Akán
ha debido de manifestarse en el pasado en diversas ocasiones, pero
lo hizo bajo nombres distintos de acuerdo con el lenguaje de los
diversos pueblos.
Pues bien, cuando nuestros antepasados llevaron a cabo la
larga emigración que les trajo finalmente hasta estas tierras de
Mesoamérica, mantuvieron un uso ceremonial y sacro del fruto del
relámpago. A lo largo de los miles y miles de kilómetros, y durante
los cientos y cientos de años que duró su viaje, fueron
recolectándolo. Unas veces en espesos bosques de frondosos y
formidables árboles, en el seno de profundos y serenos valles. Otras
veces junto a los últimos vestigios de arboleda, al pie de altísimas
cumbres cubiertas de nieve perpetua. Algunos sostienen que no
solo era utilizado para las tareas de adivinación, es decir, para la
consulta del oráculo, sino que permitía viajar al mundo de los
espíritus y regresar de allí trayendo igualmente la respuesta.
574
-Estoy seguro de saber lo que es eso a lo que llamáis el fruto
del relámpago, y que consideráis el soporte material del espíritu de
Kakulhá Hur-Akán. Pero después ya veremos si estoy en lo cierto.
Seguid, Balam-Acab.
-Voy a resumir ya, Luis, diciendo que el culto a Kakulhá HurAkán vino con nosotros desde las lejanas tierras de Asia, donde
nació y se desarrolló en su momento. Y creo interesante que sepáis
que a nuestra llegada a este continente estuvo a punto de
abandonarse y desaparecer.
-¿Cómo es posible? ¿Por qué?
-Ocurrió que a partir de nuestra llegada al norte de estas
tierras, tras atravesar una gran superficie del océano cubierta por
una sólida capa de hielo, y a medida que nuestros antepasados se
desplazaban hacia el sur, fue haciéndose más y más difícil el
recolectar los frutos del señor. Y ocurrió algo peor: el efecto sobre
las mentes y los espíritus de nuestros ah konoobs era cada vez menor.
Llegó un momento en que en muy contadas ocasiones se lograba la
respuesta de nuestro divino benefactor tras consultarle ritualmente
mediante el tradicional consumo del fruto de su espíritu. Tan solo
algunos de entre ellos, dotados de una personalidad profundamente
mística, lograban alcanzar el esperado contacto.
Por ello estuvo a punto de abandonarse su uso. En especial
cuando Yum Chaac comenzó a ofrecer en forma generosa y
abundante los divinos embriagadores, los pequeños honguillos nti-sithó. Debo deciros, también, que el mantener el oráculo nos supone
un esfuerzo, un sacrificio. Periódicamente, al final del verano,
algunos de nuestros jóvenes parten a un largo viaje que les lleva a
los dos o tres lugares donde es posible recolectar el fruto de
Kakulhá Hur-Akán. Hay varias semanas de viaje hasta allí.
-¿Van hacia el norte, supongo?
-Hacia allí van, joven sabio. Habitualmente lo encuentran en los
espesos bosques de árboles siempre verdes, que pueblan las orillas
de unos grandes lagos. Si allí fracasan, lo buscan en otros lugares del
lejano septentrión. En un país que Ixquimaná conoce bien, pues el
pasado año viajó hasta allí.
575
-Tiene razón Balam-Acab. Pronto hará un año de mi viaje. Las
lluvias habían escaseado en las tierras de los Ojibway, en la región
de los lagos Superior y Míchigan. De modo que tuve que viajar
hasta el noroeste del Canadá. Allí, en las tierras de los Drogib
Athabascan, en las espesas laderas boscosas de los montes
Makenzie pude recolectar abundantes ejemplares del fruto del dios.
Secados con calor suave, aun pesaban en total más de dos kilos.
Completé después, de regreso, mi abundante cosecha con más
ejemplares en unos hermosísimos bosques situados en la vecindad
de un lago magnífico, al que llaman el Gran Lago del Esclavo. Y no
fue el mío el más largo viaje con ese motivo. Algunos amigos
fueron, hace de eso dos o tres años, hasta las tierras de los
Algonkinos, en pleno territorio de un lejano país septentrional que
algunos conocen como Terranova.
-¡Tenéis que dar un valor extraordinario a esos frutos del
relámpago y la tierra, si viajáis a tal distancia para obtenerlos!
-Lo tienen: son el fundamento, el soporte, la razón de ser de
una antigua comunicación espiritual con uno de nuestros creadores.
Sin esos misteriosos seres que brotan de la tierra, se acabarían para
siempre nuestras consultas al poderoso dios del relámpago y de la
tormenta.
-Por cierto, he observado que tiene un solo pie.
-Es cierto. Los artistas que lo han representado, a lo largo de
los siglos, siempre le han dado ese aspecto, en referencia al
relámpago que cae de las altas nubes. En realidad nadie sabe que
aspecto debe tener en realidad, puesto que nadie le ha visto
realmente.
-¿No le veis en el oráculo? ¿No os visita durante vuestros
sueños?
-Su espíritu ilumina nuestras mentes, sus respuestas acuden a
nosotros, pero para ello adopta una forma humanizada. Podríamos
expresarlo diciendo que nos envía unos emisarios que transmiten
sus pensamientos, sus palabras, sus deseos, sus respuestas. Esos
emisarios son...
576
-¿No serán, tal vez, unos hombres diminutos, de poco menos
de un metro de estatura?
-¡Es extraordinario! Luis, joven sabio, no dejas de
sorprenderme. Sí, los emisarios de Kakulhá Hur-Akán, los que nos
visitan en nuestro sueño para comunicarnos aquello que el
poderoso dios desea que sepamos, son unos seres diminutos.
-¡Unos enanos! ¡Caramba, creo que empiezo a entenderlo!
Mejor dicho. Todo encaja perfectamente. Vuestros antepasados
descubrieron el más antiguo enteógeno conocido por la humanidad, el
soma de los antiguos himnos védicos, que ponía a los brahamanes
en contacto con la suprema divinidad. Miles de años después, en el
siglo XVII y XVIII seguía utilizándose todavía en las tierras
septentrionales de Asia, en Siberia, y en especial en la región
próxima al extremo del viejo continente, en la península de
Kamchatka y sus aledaños.
-Estoy completamente de acuerdo contigo, Luis. No hay duda
que el fruto del relámpago, el espíritu de Kakulhá Hur-Akán, no es
otra cosa que la seta Amanita muscaria.
-¡Qué cosa más interesante! ¡Está claro! El soma, el maravilloso
alimento de los brahamanes, sería, de acuerdo con las teorías de
Roger Gordon Wasson, una seta. Concretamente esa hermosa seta
roja, cuyo sombrero aparece siempre ornamentado por diminutas y
pequeñas verrugas de color blanco. Y ahora entiendo que no es un
hecho casual el que muchas veces se la haya representado junto a
pequeños gnomos o enanitos. ¡Ellos son los enviados del dios del
relámpago!
-Dice usted bien, profesor. El fruto del poderoso Kakulhá
Hur-Akán tiene la forma de una pequeña sombrilla, en la que el
blanco inmaculado del pie y de la cara inferior del parasol, se
dispersa en múltiples y pequeñas manchas sobre el rojo escarlata del
sombrerillo.
-Es tal y como lo dice Ixquimaná. Para la invocación del dios
deben usarse aquellos frutos recogidos en los meses anteriores, y
que tras ser secados por completo al sol, se guardan en una urna en
577
el sagrado recinto del templo. Cuando llevan algún tiempo en ese
estado, no es raro que adopten ciertas tonalidades amarillentas.
-Y para llevar a cabo la consulta...
-Ingerimos, tras masticarlos cuidadosamente, tres de los frutos
del relámpago.
-Nuestra estancia en Tulán Zuivá nos ha proporcionado otra
gran satisfacción, venerable maestro. ¡Hemos hallado las pruebas de
un culto vivo y actual basado en la seta enteógena Amanita muscaria!
Y por vuestras palabras parece ser que ese culto llegó con vuestros
antepasados, procedente de Asia. De manera que, como algunos
habían sugerido, esta seta pudo ser el antiguo soma de los pueblos
indoeuropeos.
-Es cierto, Luis. Wasson y su esposa, la pediatra rusa Valentina
Paulovna, en un bello libro al que titularon 'Mushrooms, Russia and
History' expusieron los diversos argumentos lingüísticos, culturales y
religiosos que les llevaron a estar prácticamente seguros de que esa
seta es, efectivamente, el soma. Entre otras cosas, se basaron en
algunos versos de los antiguos escritos védicos. En concreto en una
muy antigua y lejana mención del soma de los brahamanes que se
hace en el Rig Veda. En sus versos lo encontramos mencionado
como el Aja ekapãd, es decir, "el no nacido, de un solo pie". No
nacido porque no nace de semilla sino milagrosamente del
relámpago, y de un solo pie porque la seta tiene un solo pie o
estípite.
-Lo cual supone, Fermín, una total coincidencia con el nombre
maya del dios del relámpago: Hur-Akán quiere decir, precisamente,
'un solo pie'.
-Sin embargo, hasta hoy, esas teorías no han sido acogidas con
demasiado entusiasmo. Son muchos, entre historiadores,
antropólogos y estudiosos de sánscrito, los que no han aceptado las
hipótesis del matrimonio Wasson.
-Es cierto profesor. Pero ahora nosotros hemos tenido el
privilegio de conocer hechos y datos que constituyen pruebas
definitivas de que ese hongo enteógeno, la Amanita muscaria, fue el
auténtico soma de los arios. No tienen ya razón de ser las dudas de
578
los lingüistas expertos en sánscrito, de los historiadores y de los
antropólogos. Todo encaja perfectamente en aquella hipótesis
apuntada hace ya muchos años por el matrimonio Wasson. Desde
hace milenios nuestros primitivos antepasados adoraron esa seta,
que les ponía en contacto con los dioses. En los hermosos versos
del Rig Veda se habla de ella como fruto de la madre tierra
fecundada por el relámpago. Y cuando los indoeuropeos alcanzaron
el continente americano por el estrecho de Behring, hace de ello
entre cinco y diez mil años, trajeron con ellos el conjunto de
creencias que giran alrededor del hongo sagrado.
Lo que ocurrió en años posteriores podemos deducirlo de una
peculiaridad de la seta. Cuanto más meridionales son las tierras en
que crece, menor parece ser su efecto sobre las mentes de los que la
consumen. Y ello se observa a uno y otro lado del Atlántico. Al
parecer, la Amanita muscaria que crece en las zonas templadas o en
regiones más próximas al ecuador, carece de propiedades
psicoactivas, en tanto que los hongos recolectados en la vecindad
del círculo ártico son poderosos enteógenos. Así, es en Siberia
oriental, y en especial en la península de Kamchatka donde estas
setas conocen un mayor uso chamánico bien documentado.
A medida que avanzaban en su emigración, aquellos pueblos
llegados de Asia fueron colonizando y ocupando tierras más y más
meridionales. Y les ocurrió que las Amanitas muscarias que
encontraban eran cada vez menos activas. Por ello, cuando
alcanzaron estas tierras de Mesoamérica y descubrieron las
abundantes formas de pequeños hongos psilocibos, estuvieron a
punto de abandonar el uso del que podemos llamar, en rigor, el
soma. Sin embargo, como Balam-Acab nos ha comentado, aun a
expensas del considerable esfuerzo que supone el tener que viajar a
lejanas tierras del norte del continente para conseguirlo, no han
dejado de adorar, respetar y utilizar el hongo sacro de sus
antepasados. Quizás contribuyese a evitar el definitivo abandono
del uso chamánico de la Amanita muscaria el que algunos hombres
privilegiados, dotados de una especial sensibilidad hacia los agentes
psicoactivos del hongo, fuesen capaces de lograr la experiencia
579
enteogénica aun incluso con los ejemplares de las tierras
meridionales.
-Es muy probable que fuese así, Luis.
-Puedes estar seguro de ello, Carlos.
580
El regreso
I
L
a ceremonia funeraria se llevó a cabo con la asistencia
de todos los jefes religiosos y civiles. Balam-Acab y Mahukané
presidieron el rito, en el que se dedicaron a don Arcadio los mismos
honores que a un Bataboob. Mahukané tuvo cálidas palabras de
agradecimiento para todos ellos, y en especial, su discurso fue un
sentido homenaje a don Arcadio.
La pira funeraria ardió por espacio de varias horas, y
finalmente, las cenizas, único resto material de aquel hombre
bondadoso, alegre e inteligente, fueron colocadas en una pequeña
urna, para poder llevarlas de regreso a Mérida, donde reposarían
junto a los restos de la que en tiempos fue la amante esposa del
buen arqueólogo.
Y aquel atardecer, al mismo tiempo que el sol se recogía al otro
lado de las crestas rocosas occidentales del valle, Mari Luz, Fermín y
581
los demás expedicionarios, ahora sin la compañía del bondadoso
Arcadio, se recogieron para pasar su última noche en el sagrado
valle de Tulán Zuivá.
Se prepararon una cena ligera, y pasaron después unas horas
ordenando los bultos de su escaso equipaje. Finalmente, se
acostaron todos, agotados por las intensas emociones de los últimos
días, y durmieron profundamente, en las habitaciones de la vivienda
de Tohukín, el buen Bataboob, abiertas en el espesor de la pared
rocosa del valle. Y en lo alto del majestuoso circo montañoso se
veía la bóveda del firmamento, de un negro profundo, casi
aterciopelado, tachonada por cientos de estrellas, que brillando de
un modo como hacía mucho tiempo que no se veía en el valle,
demostraban de forma evidente que allá en las alturas los divinos
benefactores se habían reconciliado de nuevo con los humanos.
Llegó el amanecer del siguiente día, el miércoles 20 de Julio.
Con los primeros rayos del sol naciente partieron todos por el
camino junto al arroyo. Y a medida que se iban desplazando hacia el
extremo oriental del valle, para tomar desde allí el sendero que, a
través de los bosques, les conduciría al exterior del santuario, se les
fueron uniendo grupos de hombres, mujeres y niños, de las diversas
familias. De manera que cada vez eran más numerosos los que les
acompañaban.
Cuando alcanzaron el punto en que, junto al monolito de
piedra gris les aguardaban los doce sabios ah konoobs, podía decirse
que la práctica totalidad de los habitantes de Tulán Zuivá estaba allí
para expresarles su aprecio y sus mejores deseos.
-Ixquimaná, hijo mío. Y tú también, noble Humnkabú.
Siguiendo los impulsos de vuestros bondadosos corazones, con
sumo cuidado trajisteis hasta aquí al joven Luis, malherido. Ahora
Luis debe dejarnos, y como fuese que junto a vosotros alcanzó este
582
lugar, es lógico que ahora les guiéis, a él y a sus amigos, en su
camino de regreso al mundo exterior.
Balam-Acab volvió a abrazarles a todos, profundamente
emocionado, y tras haber encomendado a Ixquimaná y a
Humnkabú que guiasen y acompañasen a los expedicionarios hasta
el templo del umbral, quedó en pie, mirando hacia el bosque. Y así
permaneció hasta que todos desaparecieron por completo de su
vista en el espesor de la verde masa forestal.
Durante los cuatro días siguientes volvieron a recorrer el
hermoso pero complicado trayecto por el que, tres semanas atrás,
habían llegado a Tulán Zuivá siguiendo la luz de la antorcha con la
que Ixquimaná les había señalado el camino cada madrugada. En su
regreso hacia el mundo exterior, sin embargo, aprovecharon la luz
del día para desplazarse, y descansaron durante las noches. Ello
hizo que aparte de ser mucho más sencilla y cómoda su marcha,
pudiesen apreciar mucho mejor la belleza de los agrestes parajes por
los que el tortuoso sendero les iba llevando. De ese modo pudieron
hacerse una mejor idea de lo complicado y difícil que tenía que ser
el discurrir por aquella ruta, de no contar con un guía que conociese
muy bien el camino. Era evidente que las probabilidades que tendría
un viajero, procedente de las regiones vecinas, de hallar el camino
de acceso al sagrado recinto del que se alejaban cada vez más, eran
mínimas, por no decir nulas, de no contar con la ayuda inestimable
de alguien que conociese el difícil y complicado camino.
Aun hubo más. Cuando se hallaron en la selva, a escasa
distancia del extenso claro donde se elevaban la pirámide y el bello
templo de los guardianes, se detuvieron para mirar hacia atrás, y
tener de ese modo una última perspectiva del formidable farallón
montañoso que a escasos quilómetros cerraba el paisaje a poniente.
Y era tal la disposición de los árboles de la selva y la superposición
de las primeras elevaciones del terreno, que se tenía desde allí la
583
sensación, mirando hacia occidente, de que no podía existir camino
alguno que llevase hacia la región abrupta que se dejaba entrever
por medio de las altas copas de los árboles en la lejanía. Era como
una extraña ilusión óptica: parecía que no existía el camino por el
que acaban de llegar.
-¡Es algo extraordinario! Acabamos de llegar a través de una
senda abierta en un conjunto de valles, barrancos y desfiladeros
formidables... ¡Y visto desde aquí parece que no exista nada de ello!
-¡Caramba! Es cierto. Es como salir a la calle desde el interior
de un edificio, dar unos pasos, y al volverte, contemplar una pared
lisa y uniforme sin señal alguna del umbral que acabas de traspasar.
-Eso que dices, cariño, me recuerda una película que vimos
hace algunos años. Unos hombres estaban perdidos entre las nieves
perpetuas de una región montañosa próxima al Tíbet, en la región
del Himalaya. De pronto caían contra una pared de nieve, que se
abría y les permitía llegar a un santuario, al otro lado de la montaña.
Era un lugar con un clima agradable, con hermosos jardines, con
fuentes y templos, y habitado por unos bondadosos monjes
budistas, que les ayudaban y les daban lo necesario para su viaje de
regreso a la civilización. Cuando salían de aquel lugar maravilloso,
traspasaban el umbral, se hallaban de nuevo entre las nieves, y
mirando hacia atrás, no veían paso alguno.
-Recuerdo muy bien esa película, Carmen, cariño. La vimos en
un cine de la Gran Vía una noche de sábado, tras cenar en un
elegante restaurante del centro. Ese santuario se llamaba algo así
como Sangri-Lá.
-Yo también recuerdo haber visto esa película, Carlos. Y ya
que lo mencionáis, creo que de verdad, guardando las distancias, el
parecido de Sangri-Lá con Tulán Zuivá es notable. Ambos son,
esencialmente, un centro ceremonial, sin una entrada aparente, al
que solamente llegan, guiados por designios divinos, unos pocos
elegidos en determinados momentos. Y también coinciden ambos
en ofrecer un extraordinario contraste climático. En los inhóspitos
montes cubiertos de nieves perpetuas, Sangri-La se abre como un
lugar temperado, y aquí, en las selvas tropicales de Mesoamérica,
584
Tulán Zuivá posee un microclima paradisíaco. Solo nos falta
aceptar que en ambos casos exista una influencia sobrenatural como
causa de su misterio, su inaccesibilidad y sus encantos.
-No sé donde se halla ese otro lugar del que habláis, profesor,
pero en cuanto a nuestro valle, lo que decís es la pura verdad. Es la
voluntad de los dioses que solo a los elegidos se les abran las
puertas del camino hasta Tulán Zuivá.
-Mi joven cuñado tiene razón. Nunca hubieses dado con el
valle de no haberos guiado él con su antorcha. Pero mirad, mirad
todos, allá entre los árboles... nuestros caminos deben separarse en
este lugar. Ixquimaná y yo regresaremos junto a los nuestros.
Humnkabú señaló hacia delante, y mirando en aquella
dirección vieron sobresalir entre las copas de los árboles, a unos
cientos de metros, el hermoso templete de una pirámide.
Comprendieron que estaban a punto de pisar de nuevo las ruinas
del umbral, pues tenían al alcance de la vista el gran claro de la selva
en el que se elevaban las dos hermosas edificaciones, el templo de
los guardianes y aquella pirámide en cuyo vértice creyeron tener
semanas atrás, en el mapa esculpido en piedra, las claves para seguir
los pasos de Luis.
-Ixquimaná, amigo mío, no te olvidaré nunca.
-Tampoco yo te olvidaré, joven amigo.
-Vuestra visita a nuestro pueblo será recordada siempre por
todos los que allí vivimos. Pero no perdáis tiempo. Anochecerá en
un par de horas, y si os apresuráis alcanzaréis el campamento donde
os aguardan vuestros amigos, los Tzocomoles, antes de que caigan
las sombras de la noche.
- Humnkabú tiene razón. Partid ya. Adiós amigos, hasta
siempre.
El joven maya permaneció mirando a sus amigos, que se
alejaban haciendo gestos de despedida con la mano. A su lado, el
noble Humnkabú, agitaba su brazo también. En su hombro,
Esmeralda, la gran cacatúa de bellos colores, veía partir a aquellos
amigos con los que había llegado a familiarizarse en los últimos días.
Súbitamente, guiada tal vez por un instinto que le decía que aquellos
585
extranjeros ya no regresarían, arrancó a volar y en pocos instantes
estuvo junto a Luis, que la recibió elevando el antebrazo, como
Humnkabú le habían enseñado.
-¡Esmeralda! ¡Has querido también despedirte de nosotros!
Fijaros, este hermoso animal fue el primer ser vivo de Tulán Zuivá
que vieron mis ojos, en la obscura noche en la selva. Toma,
Esmeralda, llevo aquí unos granos de maíz en el bolsillo... le encanta
el maíz tierno, como veis. Ahora ella ha querido darme el último
saludo de despedida. Gracias. ¡Vuelve con Humnkabú!
586
II
El camino de regreso hasta la aldea de Tzocomol, en compañía
de Toribio y los otros tzocomoles, que habían aguardado su retorno
tal y como prometieron en su momento, fue llevado a cabo en un
par de días sin apenas dificultades.
Toribio y los suyos tuvieron un gran disgusto cuando supieron
lo ocurrido al anciano arqueólogo. Pero cuando Aureliano les dio
cumplidos detalles del heroico comportamiento de don Arcadio, así
como de los últimos momentos de aquel gran hombre y de la
manera en que había partido, con una sonrisa, al encuentro con la
muerte, aquellos buenos aldeanos con su filosofía natural, propia de
los pueblos animistas, entonaron un alegre canto a los dioses con el
que festejaron la marcha de aquel buen hermano al mundo de los
espíritus.
Una vez en la aldea, donde fueron objeto de un cariñoso y
popular recibimiento, volvieron a repetirse los comentarios de pena
por la pérdida del anciano. Sin embargo todos, sin excepción, se
alegraron de ver entre los expedicionarios a Luis, el joven
desaparecido y en buena hora encontrado.
Su primera preocupación fue enviar emisarios en busca de una
barcaza. Calcularon que tendrían una disponible en unos 10 ó 15
días. Y aunque don Ernesto y el padre Cosme, al igual que el resto
de los aldeanos, hubiesen deseado que la estancia entre ellos se
hubiese prolongado por espacio de varias semanas más, decidieron
que partirían por la zona de los acuíferos hacia Santo Domingo de
Palenque en cuanto estuviese lista la embarcación.
Por supuesto, fueron aquellos unos días gratos y agradables,
en los que en largas pláticas al atardecer en la terraza de don
Ernesto, los diversos avatares e incidencias de la expedición
pudieron ser comentados y analizados, al tiempo que todos
degustaban sus bebidas favoritas. Es decir, algunos aquellos frescos
zumos de frutas tropicales propios de la región, los otros buena
cerveza mexicana, y el excelente guía, Aureliano, un magnífico
587
tequila, que muchas veces llevaba a la boca mirando hacia la lejana
selva, y murmurando:
-¡A su salud, mi jefesito, don Arcadio!
Cuando se mencionó la posibilidad de que alguien, en el
futuro, tratase de alcanzar los lugares recónditos, todos estuvieron
de acuerdo en que, habiendo quedado inutilizado el paso
subterráneo, y no existiendo otro camino que la difícil y complicada
ruta por la abrupta zona exterior, era muy poco probable, por no
decir del todo imposible que alguien lograse llegar al secreto lugar.
En este sentido, los ancianos de la aldea, así como Toribio y
los demás miembros de la cofradía local, opinaban que el camino
que llevaba al hermoso valle estaba protegido por los dioses. Si ellos
habían logrado seguirlo había sido únicamente porque formaron
parte de los planes divinos. Y por supuesto, en el futuro iban a
seguir manteniendo el respeto y la veneración que siempre le habían
dedicado a aquella montañosa región.
Y llegó el momento en que estuvieron listos para partir. En el
origen del gran brazo de agua les aguardaba una sólida barcaza,
similar a aquellas en las que Sócrates y su familia les habían traído
hasta aquel lugar. En esta ocasión el joven Marco, junto a Manuel,
el hijo de Toribio, y otros dos muchachos, serían los encargados de
llevarles hasta la lejana aldea que les aguardaba al otro extremo de la
zona de bellos acuíferos, desde la que avisarían por teléfono para
que don Pancho Cifuentes les enviase a su hijo con el camión para
transportarles de nuevo, esta vez de regreso a Santo Domingo.
Tres días más tarde, el viernes 12 de agosto, al caer el sol,
llegaron a la entrada del lindo jardín del hotelito de don José y doña
Rosalía. Allí estaba aguardándoles Moisés Villalba, junto al
simpático matrimonio dueño del establecimiento, pues había sido
convenientemente avisado de la llegada de los expedicionarios. La
noticia de la muerte de don Arcadio le produjo un gran disgusto, y
afirmó que con su buen amigo la humanidad había perdido uno de
los mejores estudiosos y conocedores de la historia de
Mesoamérica, así como a una de las más bellas personas que habían
588
habitado sobre aquellas tierras. Y que él, personalmente, había
perdido posiblemente al mejor amigo que tuvo jamás.
Tuvieron tiempo, en el par de días que pasaron en Santo
Domingo, de asistir al solemne funeral que mandó organizar aquel
buen hombre, y de rendir, de ese modo, junto a él, los Cifuentes,
don José y doña Rosalía, y muchos otros buenos amigos que don
Arcadio dejaba en aquella hermosa población, un sentido homenaje
al anciano arqueólogo.
Y tras una noche de viaje en tren, la mañana del lunes 15 de
agosto, fiesta de la Virgen María, se encontraron de nuevo en la
blanca y bella ciudad de Mérida. El doctor Campos se reunió con
ellos, como habían convenido telefónicamente desde Palenque,
aquella misma tarde en el Prosperidad. Les había gestionado la
compra de los billetes, tal y como le habían solicitado, y había
iniciado los trámites necesarios para que, siguiendo las indicaciones
del testamento de don Arcadio, depositado en el registro del notario
local, su colección arqueológica fuese a parar al museo de Historia
de Mérida, y sus pertenencias económicas y el producto de la venta
de su rancho fuesen a incrementar los fondos del pequeño hospital
infantil.
Fue la de aquella noche una cena con momentos de alegría,
pero también, sin duda, con algún momento de dolor. En ella,
Lupe, la hermosa esposa del doctor Blas Campos, les comentó el
gran disgusto que habían tenido al conocer la noticia de la muerte
de su gran amigo, de aquel compañero entrañable de tantas veladas,
en las que a parte de ofrecerles su grata compañía, no les había
privado nunca de sus sabios consejos y acertadas opiniones,
cualquiera que fuese el tema sobre el que platicasen.
En los pocos días que permanecieron en Mérida, Fermín y
Pablo acudieron en diversas ocasiones al pequeño hospital infantil,
donde analizaron, junto con el doctor Campos, los diversos datos
que Pablo había ido recopilando en las pasadas semanas.
Entregaron la grabación de la entrevista que en su momento habían
mantenido el propio Pablo y el padre Cosme con María, la anciana
chamán de Tzocomol, y el venerable y sabio Timoteo, parcialmente
589
traducida por don Arcadio. El doctor Campos y sus ayudantes se
encargarían de elaborar todo aquel conjunto de aportaciones sobre
la medicina tradicional maya, y por su parte, Fermín y Pablo
tomaron los datos suficientes para elaborar una breve memoria que
presentarían al patronato de la fundación, como resultado
provisional de la expedición en su vertiente científica. Y por
supuesto, ante la insistente invitación de su colega mexicano, quedó
establecido que en un plazo razonable, posiblemente en la siguiente
primavera, regresarían otra vez a Mérida, para pasar una par de
semanas colaborando con el equipo del doctor Campos.
Por su parte, Blas Campos les prometió a su vez acudir en un
futuro próximo a Barcelona. Sin embargo, ello no podría ser antes
de tres o cuatro años, pues iban a entrar en un proceso de
ampliaciones funcionales y orgánicas del pequeño hospital, y
además, en un alarde de previsión extraordinario, las autoridades
regionales de la OMS le acababan de encargar la organización de un
congreso internacional a tres años vista.
-Pues bien, Blas, en ese caso mucho mejor todavía. Desde este
momento puedes darte ya por invitado. Quedas emplazado a acudir
a Barcelona dentro de cuatro años, con todos los gastos pagados,
así como el viaje, por supuesto. Ya lo organizaremos todo con
tiempo para que puedas visitarnos, junto a tu esposa Lupe, durante
el mes de Julio. Tendréis de ese modo la oportunidad de asistir a un
evento excepcional y único, que se va a celebrar ese verano en
Barcelona. Me refiero, claro está, a los juegos olímpicos del noventa
y dos.
-¡Caramba, y que magnífica idea! Cuenten con nosotros, por
supuesto. Será un placer poder compartir con ustedes algo tan
importante como unos juegos olímpicos. ¡Que alegría le voy a dar a
mi esposa cuando le comunique la invitación de ustedes! ¡No
faltaríamos por nada del mundo! Y ahora, amigos... ¿Les apetecería
tomar un lindo cafesito?
-¡Magnífica idea! Venga ese café.
-Nos lo van a traer en un momento. Por cierto, que no se me
olvide. Les he encargado a mis proveedores habituales, los padres
590
de aquel chamaquito... ¿Les conté, verdad? Pues bien, hoy o
mañana a más tardar me van a entregar varios kilos de su
insuperable grano tostado, con los que voy a obsequiarles, para que
allá en su país hagan ustedes propaganda de nuestro café, y
disfruten tomándoselo a nuestra salud.
-¡Qué detalle por tu parte!- Exclamó Fermín.
-Muchas gracias, Blas. Tendré la satisfacción de llevar su aroma
hasta los confines de mi Galicia natal. Una vez allá prometo
reunirme una noche alrededor de la mesa con mis padres, mis
hermanos y mis sobrinos, y nos tomaremos una tacita de tú
magnífico café, como colofón de una gran queimada en la que
pondremos también, como no, algunos granos enteros.
Y efectivamente, como les había dicho el doctor Campos,
cuando un par de días más tarde, el viernes 19 de agosto,
embarcaron todos en el gran avión de Iberia que les iba a llevar de
regreso a España, formaban parte de su equipaje cuatro pequeños
saquitos envueltos herméticamente y al vacío en sendas fundas de
plástico. Cada uno de ellos contenía dos kilos de aquel buen café
cultivado en el estado de Chiapas, y del que regularmente se
abastecía el doctor Campos desde el día en que, un par de años
atrás, había tenido la fortuna de tratar - y curar - a un chamaquito,
hijo de los hacendados cultivadores de aquel excelente fruto del
cafeto.
591
592
EPÍLOGO
593
594
E
l profesor, desde la puerta de la estación de Francia vio
llegar Pablo, y le llamó agitando la mano.
-¡Aquí, Pablo!
-¡Hombre, profesor! ¿Cómo ha ido el viaje?
-Perfecto. He dormido muy a gusto en el coche cama. ¡Con el
runruneo del tren no me ha hecho falta recurrir al mezcal
oaxaqueño!
-¡Ah, pero qué bien nos fue aquella primera noche en Mérida!
Vaya, se nota que ha descansado, pues tiene usted un aspecto
excelente.
-Gracias. Lo mismo te digo, Pablo. ¿Qué tal te fue por Galicia?
-Muy bien. Encontré a mis padres un poquito más abuelos,
pero muy saludables. Y usted, ¿cómo ha pasado estas semanas?
-Trabajando, Pablo. Escribiendo y estudiando. Eso sí,
relajadamente y sin sobresaltos. Me retiré a un pequeño chalet que
tengo a pocos quilómetros de Sevilla, donde he podido aislarme y
dedicarme a completar unos ensayos que dejé a medias antes de
salir de viaje con vosotros. Oye, Pablo, ¿Tú sabes como ir a la casa
de esos amigos de Fermín, verdad?
-Por supuesto. ¿Dónde tiene su maleta?
595
-Vamos a recogerla. La dejé en la consigna, al otro extremo de
la estación. Aunque parezca mentira, mi tren ha llegado tan puntual
que he aprovechado para dar una vuelta por los alrededores.
-En ese caso, cojamos un carrito de esos para llevarla luego
hasta el coche.
-Estupendo. Oye... ¿Llegaron ya los Ortigosa?
-Están en Barcelona desde ayer por la tarde. Esta noche
pasada se han alojado en un pequeño y acogedor hotel, en el que
aguardan que pasemos a recogerles. De manera que dentro de un
rato nos reuniremos con ellos. Desde allí marcharemos después los
cuatro para reunirnos con los demás en el chalet de los Soler.
-¡Magnífico! ¿Y te han dicho qué planes tienen para los
próximos días? ¿Se quedarán en Barcelona?
-¡Caramba, César! ¿No está usted al corriente de los planes de
Fermín y los Soler?
-Hombre, claro que sí. Hoy vamos a cenar en su chalet, todos
juntos…
-¡Y vamos a quedarnos a pasar el fin de semana!
-¡Ah! Vaya… supongo que debe ser un casa muy grande.
-Por lo visto lo han organizado todo de manera que algunos de
nosotros nos alojaremos en un chalet contiguo, cuyos propietarios,
unos amigos suyos, están estos días de viaje por la Costa del Sol.
-Bueno, me parece un plan formidable. En ese caso, antes de
recoger la maleta déjame que compre unas flores aquí al lado, para
llevárselas a la señora Soler. He traído para obsequiarles un cajita
con tres botellas de un magnífico vino generoso, pero dado que
vamos a albergarnos en su casa, creo que la cortesía impone algo
más de nuestra parte. ¿No crees?
-Si no le importa, podríamos comprarle una de estas hermosas
plantas… esa tan alta y que da esas bonitas flores. De ese modo
podrían luego transplantarla a su jardín, y el recuerdo de nuestro
obsequio sería más duradero. Ello si es que no le importa a usted
que vayamos a medias en el asunto.
-Iba precisamente a proponértelo, Pablo. Vamos, entremos en
la tienda.
596
Habían transcurrido ya casi dos meses desde su regreso a
España. Fermín había pasado unas semanas en Sevilla, invitado por
Mari Luz y Luis en la casa de sus padres, y había regresado después
a Barcelona para reincorporarse a sus tareas en la fundación. Pablo
había podido pasar sus aplazadas vacaciones en Galicia, junto a sus
padres, y había visitado a sus hermanos y hermanas, y había
conocido de ese modo a la menor de sus sobrinas, nacida la pasada
primavera.
Por su parte los Ortigosa, Carlos y Carmen, en vez de regresar
directamente a España habían aprovechado para visitar a varios
amigos y conocidos que tenían en la costa Este de Estados Unidos.
De hecho, apenas habían tenido tiempo de pasar por su chalet,
situado en los alrededores de Madrid, pues habían regresado de
Boston aquella misma semana.
Y es que la idea de reunirse de nuevo todos para recordar sus
recientes experiencias en Mesoamérica tuvo una unánime
aceptación. Ya en el mismo aeropuerto de Mérida, antes de salir,
decidieron que la cita se concretaría en un par de meses como
máximo. Como era de esperar, aunque trataron de convencerle por
todos los medios, el bueno de Aureliano, que había acudido con
toda su familia a despedirles, declinó la invitación que le hicieron de
acudir junto con su esposa a la cita común, ni aunque fuese con
todos los gastos pagados. Cuando vieron el recelo con que María se
miraba los aeroplanos aparcados en las asfaltadas pistas,
comprendieron que, probablemente, jamás se vería a la esposa del
buen guía a bordo de uno de aquellos monstruos de metal. De
modo que iban a reunirse todos otra vez, pero a la triste ausencia
del fallecido Arcadio habría que sumar la de Aureliano. En el caso
de este último les quedaba el consuelo de saber que permanecía
bien, allende el Atlántico en su tierra yucateca, y que tal vez algún
día en el futuro podrían acudir allá de nuevo y encontrarse con él y
su simpática familia.
597
Fermín y Mari luz, junto con Luis, habían sido los primeros
invitados en llegar al chalet de la familia Soler. Prácticamente habían
llegado al mismo tiempo que sus anfitriones, de modo que se
ofrecieron de inmediato para ayudarles en los preparativos de la
casa para el fin de semana. Procedieron a abrir los porticones de
madera de las ventanas y las propias ventanas, para ventilar
adecuadamente la acogedora vivienda. Y a continuación acudieron
al trastero situado junto al garaje para conectar la luz y abrir el agua.
Así mismo, alzando una tapadera metálica situada en un rincón del
jardín, tras haber retirado previamente una cobertura de hierba
artificial, abrieron la llave de paso del propano contenido en un gran
depósito, que les permitiría ducharse y lavarse con agua caliente, y si
convenía en algún momento calentarse con la moderna calefacción
del chalet.
Los tres hijos de Jordi Soler, como les ocurrió en su momento
con Mari Luz, congeniaron enseguida con Luis. Y aunque Ana
prefirió quedarse con sus padres en la casa, los dos pequeños, Sonia
y Jordi junior, partieron en compañía de Luis y provistos de
abundantes bocadillos, fruta y unos refrescos, de excursión hacia la
cabaña del pastor-leñador Quimet, para acompañarle de vuelta
después por la tarde hasta el chalet puesto que le habían invitado
también a cenar y pasar la noche con ellos.
Poco después de las cuatro y media de la tarde de aquel viernes
catorce de octubre, cuando los Ortigosa y el profesor Felices
llegaron a la finca en el coche de Pablo, conducido por él mismo,
hallaron a Jordi y Ana, con Mari Luz y Fermín, sentados en unas
cómodas sillas de jardín, alrededor de una pequeña mesa blanca de
plástico, tomando unos aromáticos cafés, y disfrutando de una
agradable sobremesa a la sombra de un grupo de árboles junto al
frontal aporchado del salón del chalet. Y junto a ellos vieron a Ana,
la hija mayor de los Soler, que acostada en una tumbona, trataba de
aprovechar al máximo el sol de la tarde, con aquella ilusión propia
de las adolescentes de adquirir un bello color bronceado de la piel.
Tras los saludos y presentaciones de rigor, y después de bajar
los equipajes y dejarlos momentáneamente en el descansillo o
598
recibidor, salieron todos al jardín. La bonita planta que habían
comprado en la estación quedó colocada junto a unos parterres
situados a lo largo del muro encalado del chalet, a la espera de que
Quimet, con su larga experiencia, les orientase sobre el mejor modo
y lugar para replantarla. La caja de madera envejecida, con las tres
botellas de fino andaluz que había traído el profesor desde su tierra,
fue llevada a la cocina y de inmediato se las colocó en la nevera. En
cuanto al hermoso centro de mesa, formado por bellas plantas y
frutos secos, obsequio traído por los Ortigosa, lo colocaron
provisionalmente sobre una mesilla en un rincón del salón, a la
espera de situarlo sobre la mesa cuando la dispusiesen para la cena.
Hecho todo ello, otras cuatro sillas, sacadas del salón del
chalet, permitieron a los recién llegados sumarse a la sobremesa. De
modo que se sentaron todos en el porche, junto a la piscina. Jordi
Soler, ayudado por Fermín, colocó en un pequeño carrito tazas para
todos, y prepararon una gran cafetera de humeante y aromático
café. Al sacar el carrito al porche y colocar las tazas y la cafetera en
la mesa, en cuanto aspiraron el fuerte y agradable olor a buen café
supieron que estaba hecho con el excelente grano tostado con que
les obsequió el doctor Campos. En efecto, Fermín se había cuidado
de hacer traer un tarro hermético lleno de aquel excelente producto,
para poder compartirlo con los Soler y sus invitados durante aquel
fin de semana.
Y en medio de una animada tertulia transcurrieron las dos
horas siguientes, hasta que, próximo ya el atardecer, decidieron
interrumpirla para que los Ortigosa, Pablo y César Felices se
acomodasen en sus habitaciones y se cambiasen y aseasen si lo
deseaban. Por un paso abierto en el seto que les separaba del chalet
contiguo, que se cerraba únicamente con una puerta baja de madera
fijada en unos soportes metálicos, Jordi les acompañó hasta la
vecina vivienda, en la que se iban a alojar las noches del viernes y el
sábado.
Por su parte, Mari Luz y Fermín, que ya se habían instalado en
el propio chalet de los Soler aquel mediodía antes de la comida,
salieron a pasear un poco por los alrededores.
599
Avanzaron unos minutos por un bonito sendero que se dirigía
hacia un punto en que el terreno se elevaba, formando una colina
de suave pendiente. En la parte más alta de la misma existía una
pequeña torre de madera, con un mirador en lo alto. En parte era
fruto de la maña y la habilidad de Jordi, pero la experiencia en el
trabajo de los troncos y la madera del bueno de Quimet, en alguna
de sus esporádicas visitas a los Soler, había sido determinante para
el bello acabado de aquel sencillo mirador, al que los niños, y en
ocasiones también los padres, solían acudir a pasar buenos ratos, ya
fuese observando el vuelo de lejanas rapaces, ya fuese
contemplando la luna y el cielo estrellado en claras noches de
verano.
Mari Luz y Fermín se detuvieron al pie del mirador. Frente a
ellos y por encima del bosque, el cielo, parcialmente cubierto por
pequeñas nubecillas algodonosas, se iba tiñendo de un bello color
rojizo. Fermín la tomó por la cintura y ella se le aproximó
cariñosamente.
-¡Qué lugar más bonito!
-Estando a tu lado cualquier lugar me parece maravilloso, Mari
Luz.
-Gracias, cielito. Tú si que eres maravilloso. Mira todos esos
árboles... ¡qué colores más agradables los del otoño! Estos bosques
tenían un aspecto magnífico en primavera, pero no podía imaginar
que ahora, en octubre, se inflamasen de amarillos, dorados y rojizos
como lo hacen.
-Con la luz del atardecer se ven increíbles.
Permanecieron unos minutos contemplando la bella puesta de
sol, muy juntos, y cuando al fin decidieron regresar al chalet, se
dieron cuenta de que, en silencio, a pocos metros, y como ellos
mirando hacía el crepúsculo, se encontraban los dos niños, Luis y el
bonachón de Quimet.
-¡Anda ya! ¿Qué hacíais ahí tan callados?
Jordi Junior y su hermanita, Sonia, se esforzaron para no reír.
-¡Os estábamos espiando! Ji,ji...
600
-Buenas tardes, doctor, señorita. No hagan caso de los niños.
Estábamos, como ustedes, viendo caer el día.
-Hola, hermanita, Fermín... ¡Este Quimet es extraordinario!
Cuando le conocimos... vamos, cuando el congreso..., me pareció ya
un pozo de sabiduría popular. Pero éramos tantos los que
estuvimos con él aquella tarde, que no me había hecho una idea
exacta de lo que usted vale, Quimet.
-Veo que usted, Luis, es como el doctor Soler. Les gusta
exagerar. Usted, que es prácticamente un chaval, sabe muchísimo
más de lo que yo pueda llegar nunca a aprender. No, no. Lo digo en
serio. Yo sé algunas cosas porque tengo ya muchos años, y he
tenido siempre los ojos y las orejas bien abiertos.
-No se reste usted méritos, Quimet. Muchos hombres en sus
circunstancias no estarían a su nivel. Tiene usted unas cualidades
innatas que la naturaleza concede a muy pocas personas.
Mientras conversaban habían llegado a la entrada del jardín,
donde, los Ortigosa, Pablo y el profesor, estaban recogiendo las
sillas para llevarlas de nuevo al interior del chalet, en cuyo salóncomedor los Soler, con la ayuda de su hija mayor, estaban
arreglando ya la mesa para la cena.
Quimet fue debidamente presentado a los que aun no le
conocían. Y por la manera en que todos le brindaron su simpatía,
por la familiaridad con que todos se le dirigieron, y por la
satisfacción que, de forma unánime, todos mostraron al conocerle,
al buen hombre le pareció que el doctor Soler ya habría estado
contando las mil y una alabanzas de su persona y de su ratafía de
nueces. En cuanto a este punto podría dejar las cosas en su justo y
sensato sitio, pues había traído consigo, en una bolsa, una botella de
la misma, junto a dos tarros de sus mejores conservas de setas.
-¡Muchas gracias, Quimet! No hacía falta que te molestases.
Bien, la ratafía la sacaremos a la mesa para los postres. En cuanto a
las setas... ¿Qué clase de setas son? Parecen amanitas cesáreas,
¿verdad? Las setas las guardaremos en la despensa para otro día,
porque hoy tenemos ya la cena hecha.
601
Ana Soler tomó los dos tarros de vidrio, de medio litro cada
uno, llenos de setas de un color rojo anaranjado, resultado de la
habilidad de Quimet para la preparación de conservas caseras, y los
guardó en un armario en la cocina.
Mientras se acababan de cocinar los tres grandes besugos que
debían constituir el plato principal de la cena, se sirvieron, como
aperitivo, unos vasos del excelente fino andaluz traído por el
profesor. Sentados todos alrededor del hogar de la chimenea, en el
que un par de troncos secos se consumían lentamente, convertidos
en un montón de brasas, hablaron de variados temas. Pero muy
pronto Quimet pasó a ser el tema central de la conversación. Era
innegable que sus predicciones, hechas cuando le visitaron en
primavera, se habían cumplido felizmente.
En aquella ocasión Jordi le había preguntado como hacía para
saber aquellas cosas. Y como aquella vez, el bueno de Quimet
confesó no tener explicación alguna para ello.
-Miren ustedes, todo comenzó uno... uno o dos meses después
de aquella tarde en que recibí la visita de este joven, acompañado de
aquel grupo de personas. ¿Por qué me ocurrió? ¿Por qué me ha
ocurrido otras veces? No lo sé.
-Yo pienso, a ver que opináis todos de esto, que Quimet es un
hombre profundamente unido al medio rural, a la naturaleza. Ello
me hace pensar que tiene que poseer por fuerza esa cualidad innata
que caracteriza al... digámosle chamán. No sé si me explico...
-Perfectamente, César. Además, Quimet pasa su vida en este
formidable entorno natural de las Guillerías. Yo también soy de la
opinión de que usted, Quimet, como persona muy arraigada al
medio natural tiene cualidades para ser un chamán.
-¿Un chamán?
-Un sabio, un bondadoso adivino que sabe leer en las páginas
sin letras del viento, las nubes, los árboles, el sol, la luna y las
estrellas.
602
-Mire, joven, todos tendrían que fijarse más en esas cosas. Es
muy normal que no cortemos los árboles si la luna no es la
adecuada. Si lo hacemos, tenga por seguro que las vigas que
hagamos después con ellos no tardarán en convertirse en serradures...
por la carcoma, ¿sabe? Y si el color del cielo a última hora nos
presagia vientos, haremos bien en no quemar rastrojos esa noche.
Eso no es adivinar, es tener seny. Y no sé que relación puede haber
entre eso y los hombrecillos que desde hace un par de años me
visitan de tanto en tanto en mis sueños.
-Algo habrá cambiado en sus costumbres, Quimet...¿no
fumará usted esas noches, antes de acostarse, alguna planta...
digamos peculiar? No sé, como el beleño... ¿sabe usted lo que es?
-No, joven, no. Si le he de decir la verdad, sí que he notado
una cosa. Suele ocurrirme... lo de las adivinaciones, quiero decir...
suele ocurrirme los días en que por algún motivo, sabe usted, he
tenido que trabajar mucho, hasta muy tarde.
-Entonces está claro. Es el trabajo lo que estimula su mente
chamánica.
-No, doctor Soler. No lo creo yo así. Precisamente, hace unos
días tuve tanta faena como no recuerdo haberla tenido en varios
años. Acabé deslomado, cansado, casi de madrugada. Había llovido
muchísimo... debía ser eso que llaman la gota fría... ¡Se me inundó
la casa y los corrales! Pues mire usted, esa noche no hubo sueños ni
hombrecillos.
-En ese caso...
-Mire si estaba agotado, que por una vez en la vida, perdoné la
cena.
-¿Se acostó usted sin cenar, Quimet?
-¡Un momento! ¿Qué cena usted normalmente?
-Mire, siempre que puedo como y ceno de la forma más sana.
Verduras, ensaladas, pescado y carne y mucha fruta. Algún trozo de
queso a veces, pan, agua fresca y un vasito de vino algunos días.
-Y esos días en que, por el motivo que sea, trabaja usted hasta
muy tarde...
603
-Son pocos esos días, la verdad. Si no tengo tiempo de
hacerme una cena como Dios manda, me preparo algo rápido. Con
un par de huevos batidos me hago un revuelto... me gusta mucho
hacerlos con bolets. Tengo siempre muchos en conserva, ¿sabe? Me
los como con un trozo de pan, un trozo de queso, un buen vaso de
vino y una pieza de fruta.
-Con tu despensa, Quimet, no has de tener problemas. Y esas
setas que nos has traído... ¿son como las que usas en los revueltos?
-Cualquier buen bolet vale para ello. Tiempo atrás usaba varias
clases de setas, ya sabe, robellóns, rossinyols, carlets... pero desde que los
amigos de este joven me enseñaron a encontrarlos, los ous de reig, se
han convertido en los reyes de mi despensa.
-¿Mis amigos?
-Supongo, Luis, que se refiere a los que te acompañaban el día
que conocisteis a Quimet.
-Eso es, doctor Soler. Los que se dejaron aquella tarde en mi
cabaña toda su cosecha de plantas aromáticas, y también varios
kilos de esas bonitas setas.
-¡No es posible! Claro que... eso lo explicaría todo.
-¿Qué te ocurre, Luis?
-Cuando visitamos aquella tarde a Quimet, guiados por Jordi,
que nos iba enseñando la comarca, venía en el grupo un médico
hematólogo muy interesado en determinados tipo de setas... en
especial las setas tóxicas. Según nos contó, estaba a punto de leer su
tesis doctoral sobre intoxicaciones por setas. Usted, Quimet,
¿recuerda? nos prestó algunas de sus grandes cestas. Y recuerdo
muy bien como acabó llenando una con gran cantidad de setas. Me
comentó que aquellos hongos no le interesaban especialmente
como toxicólogo, sino desde el punto de vista de la antropología y
la etnología. Cuando marchamos luego al anochecer, como no
teníamos donde llevarnos todos nuestros trofeos de la caminata por
los bosques, los dejamos en la casa de Quimet, que nos aseguró que
tomaría lo que fuese aprovechable, y que luego se encargaría de
depositar en el bosque todo lo sobrante, para que la naturaleza se
encargase de reciclarlo.
604
-¡Tienes razón, Luis! ¡Recuerdo muy bien al médico en
cuestión! Creo que dejó con cierto pesar la hermosa cosecha sobre
la mesa de Quimet... aunque recuerdo que se llevó dos ejemplares
medianos, envueltos en papel de aluminio, para poder analizarlos, si
tenía oportunidad más adelante.
-Por consejo suyo yo me llevé también algunas de aquellas
setas... Bien, creo que todos os estáis imaginando ya que clase de
setas son esas que de vez en cuando cena nuestro amigo Quimet, y
le traen la visita de unos hombrecitos... Sí, Fermín, las setas que
recolectamos aquel día y luego quedaron en casa de Quimet eran,
efectivamente, Amanitas muscarias.
-¡El espíritu de Kakulhá Hur-Akán!
-Tienes razón, Carlos. El maravilloso fruto del dios del
relámpago, el secreto del oráculo de nuestros amigos, los mayas de
Tulán Zuivá.
-De ese modo, César, queda probada tu hipótesis de que
Quimet es un chamán en potencia, y que en su mente, en su
cerebro, la química de la muscaria actúa del mismo modo que
actuó en los antiguos chamanes de las tribus de Siberia.
-Pero Cariño, ¿No dijisteis que esas setas solo son activas si
crecen en las proximidades de las zonas árticas?
-Tiene razón su esposa, Carlos. No es que estemos en los
trópicos, pero Siberia queda, la verdad, muy lejos de aquí.
-¿Qué explicación mejor se os ocurre en ese caso?
-Yo creo que la explicación radica al mismo tiempo en esas
curiosas setas y en nuestro buen amigo Quimet.
-¿Qué quieres decir, Fermín?
-Estoy pensando en nuestra tertulia durante la cena, la
penúltima noche que pasamos en Tulán Zuivá. Recuerdo que
alguno de vosotros, creo que fuiste tú, Luis, aventuró la hipótesis de
que para algunos hombres privilegiados, especialmente sensibles a
los hongos, era posible alcanzar la experiencia enteogénica incluso
con los ejemplares de las zonas más templadas.
-No me cabe la menor duda de que Quimet es uno de esos
hombres privilegiados. Una excepción que confirma la regla de que
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en Cataluña, y en general en España, esas setas son prácticamente
inertes desde el punto de vista de la estimulación del espíritu.
Había quedado aclarado de ese modo el misterio de las
predicciones del pastor-leñador, y estaba ya, además, la cena en su
punto. Un agradable olor a excelente pescado al horno salía de la
cocina, por lo que decidieron dirigirse todos a la mesa.
Y mientras los demás se dirigían hacia sus sillas, Quimet se
acercó a Mari Luz y Fermín, que habían entrado juntos en la cocina
para ayudar a Ana a trasladar las platas con los entremeses.
-¿Me permite que le diga algo sobre su futuro, señorita?
Quimet dijo esto con una simpática sonrisa.
-Claro que sí, Quimet. Diga, diga..
-Si es un secreto les dejo...
-No, doctor, no. Quédese aquí... lo que voy a decirle a la
señorita tiene que ver con usted. - Quimet hizo un guiñó a Mari
Luz, y dejó ir, con cierto tono solemne, la siguiente frase: -Veo que
usted va a unirse a otra persona muy pronto. En su futuro aparece
un hombre, es un médico. Y veo que sin tardar mucho tiempo, sus
vidas se unirán para siempre.
-¡Caramba, Quimet! ¡Es usted tremendo! Es cierto, he pedido a
Mari Luz que se case conmigo, y pensamos hacerlo el año próximo,
en primavera. La verdad es que teníamos previsto comunicarlo a
todos a la hora de los postres.
-Quimet... ¿Todo eso se lo han dicho los hombrecillos de las
setas?
-No me han hecho falta, señorita Mari Luz. Verá usted, me ha
llamado la atención ese hermoso anillo que lleva usted en la mano, y
que no traía puesto cuando estuvo en mi casa. Y... bueno, ¡no he
podido evitar observarles un par de minutos a los dos ahí fuera
viendo la puesta del sol!
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Índice
.................................................
5
Preámbulo .............................................................
Primera Parte .....................................................
11
Agradecimientos
Mari Luz .........................................................................
Una excursión a las Guillerías .......................................
El Viaje a Méjico ...........................................................
Mérida ............................................................................
Santo Domingo de Palenque ........................................
Por los brazos de agua ...................................................
Tzocomol .......................................................................
En las selvas yucatecas ..................................................
En el umbral de Tulán Zuivá ........................................
Segunda Parte ...................................................
La desaparición de Luis Trévelez .................................
Tulán Zuivá ....................................................................
Ixquimaná ......................................................................
El templo de la memoria ...............................................
La velada y el éxtasis .....................................................
Los planes de Balam Acab ............................................
Tercera Parte ......................................................
El encuentro ...................................................................
Mahukané ......................................................................
El paso oculto ................................................................
La curación del Halac Vinic ..........................................
Las Explicaciones de Balam Acab ................................
La ira de Kakulhá Hur-Akán .........................................
El regreso .......................................................................
Epílogo ....................................................................
Índice ..........................................................................
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