FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES Decano Hugo Trinchero Vicedecana Leonor Acuña Secretaria de Asuntos Académicos Graciela Morgade Secretaria de Hacienda y Administración Marcela Lamelza Secretaria de Extensión Universitaria y Bienestar Estudiantil Alejandro Valitutti Secretario General Jorge Gugliotta Secretario de Investigación Claudio Guevara Secretario de Posgrado Pablo Ciccolella Subsecretaria de Bibliotecas María Rosa Mostaccio Subsecretario de Publicaciones Rubén Mario Calmels Matías Cordo Coordinador Editorial Diego Villarroel Consejo Editor Amanda Toubes��������� Lidia R. �������� Nacuzzi Susana Cella Myriam Feldfeber Silvia Delfino Diego Villarroel Germán Delgado Sergio Castelo Diseño interior y tapa: Beatriz Bellelli E-mail: [email protected] © Editorial de la Facultad de Filosofía y Letras Universidad de Buenos Aires-2011 Puán 480, Ciudad Autónoma de Buenos Aires República Argentina ISSN: 0327-5752 (versión impresa) ISSN: 1851-3751 (versión en línea) MEMORIA AMERICANA CUADERNOS DE ETNOHISTORIA Número 20 (1 y 2) Directora Cora V. Bunster Editora Científica Ingrid de Jong Editoras Asociadas Secretarios de Redacción ������������������������������� Alejandra Ramos���������������� Luciano Literas ���������������������������� Aylén Enrique��������������� Paula Irurtia ������������������ Carina P. Lucaioli Comité Editorial Ana María Lorandi, Universidad de Buenos Aires (UBA) / Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), Argentina; Lidia Nacuzzi, UBA / CONICET, Argentina; Roxana Boixadós, Universidad Nacional de Quilmes / CONICET, Argentina; Mabel Grimberg, UBA / CONICET, Argentina; Sara Mata, Universidad Nacional de Salta / CONICET, Argentina; José Luis Martínez, Universidad de Chile, Chile; Alejandra Siffredi, UBA / CONICET, Argentina. Comité Académico Asesor Rossana Barragán, Universidad Mayor de San Andrés, La Paz, Bolivia; Martha Bechis, Instituto de Investigaciones Gino Germani, UBA, Argentina; Guillaume Boccara, Ecole des Hautes Études en Sciences Sociales / Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS), París, Francia; Jesús Bustamante, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), Madrid, España; Antonio Escobar Ohmstede, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS), México D.F., México; Noemí Goldman, Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. E. Ravignani”, UBA/ CONICET, Argentina; Jorge Hidalgo Lehuedé, Universidad de Chile, Chile; Scarlett O’Phelan Godoy, Pontificia Universidad Católica del Perú, Perú; Silvia Palomeque, Universidad Nacional de Córdoba / CONICET, Argentina; Ana María Presta, Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. E. Ravignani”, UBA/CONICET, Argentina. Sección Etnohistoria del Instituto de Ciencias Antropológicas. Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires. Puán 480, of. 405. C1406CQJ Buenos Aires, Argentina. Tel. 54 11 4432 0606, int. 143. Fax: 54 11 4432 0121. E-mail:[email protected] (canje) [email protected] (Comité Editorial) Envío de artículos: http://ppct.caicyt.gov.ar Memoria Americana – Cuadernos de Etnohistoria es una publicación semestral que edita la Sección Etnohistoria del Instituto de Ciencias Antropológicas de la Universidad de Buenos Aires. Publica artículos originales de investigación de autores nacionales y extranjeros en el campo de la etnohistoria, la antropología histórica y la historia colonial de América Latina, con el objetivo de difundir ampliamente los avances en la producción de conocimiento de esas áreas disciplinares. Sus contenidos están dirigidos a especialistas, estudiantes de grado y posgrado e investigadores de otras disciplinas afines. ISSN: 0327-5752 (versión impresa) ISSN: 1851-3751 (versión en línea) Memoria Americana está indizada en Anthropological Index of the Royal Anthropological Institute (aio.anthropology.org.uk) y DOAJ (Directory of Open Access Journals, www.doaj. org) de Lund University Libraries. Electrónicamente se encuentra en SciELO (Scientific Electronic Library Online, www.scielo.org.ar) y en Sistema Regional de Información en Línea para Revistas Científicas de América Latina, el Caribe, España y Portugal (LatindexCatálogo, www.latindex.unam.mx). Números 1 (1991) a 19 (2011) disponibles en nuestra página web: www.seccionetnohistoria.com.ar/etnohistoria_memoam.htm MEMORIA AMERICANA 20 (1) enero-junio 2012 ÍNDICE TABLE OF CONTENTS Presentación 9-13 Reflexiones y debate ¿Etnohistoria, Antropología Histórica o simplemente Historia? Ethnohistory, Historical Anthropology or just History? Ana María Lorandi 17-34 Comentarios Guillaume Boccara ¿Qué es lo “etno” en Etnohistoria? la vocación crítica de los estudios etnohistóricos y los nuevos objetos de lucha What does “ethno” mean in Ethnohistory? Critical vocation of ethnohistorical studies and new objects of struggle 37-52 Cristóbal Aljovín de Losada Reflexiones sueltas respecto al escrito: ¿Etnohistoria, Antropología Histórica o simplemente Historia? de Ana María Lorandi Some reflexions concerning Ana María Lorandi’ s essay ‘Ethnohistory, Historical Anthropology or just History?’ 53-60 Marco Curátola Petrocchi Los cincos sentidos de la Etnohistoria Etnohistory and its five meanings 61-78 Raúl O. Fradkin la historia, la antropología y las posibilidades de una historia de la política popular History, Anthropology and probabilities for a history of popular politics 79-88 Sergio Serulnikov 89-110 representaciones, prácticas, acontecimientos. apuntes sobre la historia política andina Representations, practices, events. Notes about Andean political history María Regina Celestino de Almeida historia y antropología: algunas reflexiones sobre abordajes interdisciplinarios History and Anthropology: some reflections about interdisciplinary approaches 111-127 Eduardo José Míguez Antropología e historia Anthropology and History 129-136 Thomas Abercrombie The Ethnos, Histories, and Cultures of Ethnohistory: A view from the US Academy Los etnos, historias y culturas de la Etnohistoria: una mirada desde la academia de ee. UU. 137-145 Walter Delrio Entrar y salir de la Etnohistoria To Come in and to Come Out of Ethnohistory 147-171 Pablo Wright 173-181 Trabajo de campo en el tiempo: los lugares etnográficos de la Antropología de la Historia Field work in time: Ethnographical places of Historical Anthropology MEMORIA AMERICANA 20 (2) julio-diciembre 2012 ÍNDICE TABLE OF CONTENTS Mónica Quijada. In Memoriam, por Lidia Nacuzzi 185-186 Artículos Articles Arqueología y Etnohistoria: la construcción de un problema de investigación (Abaucán, Tinogasta, Catamarca) Archaeology & Ethnohistory: constructing a research problem (Abaucán, Tinogasta, Catamarca) Norma Ratto y Roxana Boixadós 187-220 Familia inserción social y comercio de exportación en Tucumán, 1780-1810. Una aproximación a partir del comerciante peninsular Manuel Posse Family, social integration and export trade in Tucumán, 1780-1810. Approach based on Manuel Posse a Peninsular merchant Francisco Bolsi 221-244 Aportes de los “intermediarios culturales” en la conformación de los paisajes fronterizos del norte de la Patagonia a fines del siglo XVIII Contribution of “cultural brokers” to the configuration of border landscapes of northern Patagonia, late eighteenth century Laura Aylén Enrique 245-271 “Hijos de la patria”: tensiones y pasiones de la inclusión en la Nación argentina entre los afroporteños a fines del siglo XIX. “Children of the homeland”: tensions and passions regarding the inclusion of Afroporteños in the Argentine Nation by late 19th century Lea Geler 273-294 Fotografía, testimonio oral y memoria. (Re)presentaciones de indígenas e inmigrantes del Chaco (Argentina) Photography, oral testimony and memory. (Re)presentation of Indigenous and immigrants in Chaco (Argentina) Mariana Giordano 295-321 Reseñas Reviews Urbina Carrasco, María Ximena (2009). La frontera de arriba en Chile colonial. Interacción hispano-indígena en el territorio entre Valdivia y Chiloé e imaginario de sus bordes geográficos, 1600-1800. Valparaíso, Ediciones Universitarias de Valparaíso/ Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Gabriela Landini 325-327 Lucaioli, Carina. 2011. Abipones en las fronteras del Chaco. Una etnografía histórica sobre el siglo XVIII. Buenos Aires, Sociedad Argentina de Antropología. Luisina Tourres 328-330 Normas editoriales e información para los autores Instructions for Article Contributors 331-336 Envío de artículos: http://ppct.caicyt.gov.ar Portal de Publicaciones Científicas y Técnicas (PPCT) -Centro Argentino de Información Científica y Tecnológica (CAICYT) - Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) Memoria Americana 20 (1) - enero-junio 2012: 9-13 PRESENTACIÓN La publicación del presente volumen adquiere una especial significación, dado que Memoria Americana. Cuadernos de Etnohistoria celebra su vigésimo aniversario. En nombre del Comité Editorial deseamos agradecer a los numerosos colaboradores que a lo largo de estas dos décadas integraron dicho Comité, y llevaron adelante esta revista, así como a los investigadores que formaron parte del Comité Académico Asesor y a los que actuaron como evaluadores de esta publicación; también a los autores por remitirnos sus trabajos. Cabe recordar que en 1991 se publicaba el primer ejemplar de nuestra revista, en esta Facultad de Filosofía y Letras, bajo la dirección de la doctora Ana María Lorandi, quien se mantuvo en dicha función hasta 2007. A partir de ese momento la dirección de la revista fue asumida por la doctora Lidia Rosa Nacuzzi, quien permaneció hasta 2009 y desempeñó una ingente tarea editorial logrando incrementar la visibilización de Memoria Americana; luego en 2010 la doctora Ingrid de Jong se hizo cargo de la misma con renovadas energías, siempre atenta a los nuevos desafíos tecnológicos para mejorar la calidad de nuestra publicación científica. En esta ocasión, y por considerarlo de interés para nuestros lectores y para la comunidad científica en general, ofrecemos una sección nueva llamada “Reflexiones y Debate”, contiene un ensayo central dedicado a un tema o problema de interés común a la investigación etnohistórica que es comentado y discutido por diferentes investigadores. En este volumen aniversario, presentamos como trabajo inaugural de esta sección un ensayo escrito por la doctora Ana María Lorandi, académica considerada una figura central de la Etnohistoria latinoamericana porque formó a numerosos investigadores argentinos en esta disciplina e inició sus trabajos de investigación en un momento culminante de la Etnohistoria andina por la calidad y la variedad de su producción. Su trabajo, titulado “Etnohistoria, Antropología Histórica o simplemente Historia”, abre una discusión acerca de los aspectos comunes y los enfoques, metodologías y trayectorias que se han diferenciado bajo estos rótulos, con el objetivo de contribuir al debate sobre las relaciones entre Antropología e Historia. La antropología y la historia, lo local y lo global, la 10 Presentación configuración y el acontecimiento, el tiempo largo y el tiempo corto y los regímenes de historicidad son, entre otros, los temas que Lorandi propone discutir aunque, según sus propias palabras, “ninguno resulte novedoso en sí mismo”. Invitamos a diversos investigadores calificados y de reconocida trayectoria en el medio académico internacional, regional y local, formados en Antropología y en Historia, para que expresaran su opinión y reflexionaran sobre todos o varios de los temas mencionados en el citado ensayo, a partir de los saberes y las prácticas surgidas de sus propias experiencias de investigación. Los estudiosos invitados respondieron con entusiasmo a esta iniciativa y enviaron sus aportes, a ellos va un agradecimiento especial por la excelente disposición con la que respondieron y por su flexibilidad para adecuarse a los tiempos editoriales. Los comentarios constituyen en sí mismos valiosos aportes para la reflexión sobre la trayectoria del campo disciplinar alrededor del cual se creó nuestra revista y para la exploración de los ámbitos de convergencia metodológica y de divergencia teórica que se han producido en los últimos años. En este volumen presentamos los aportes de los siguientes investigadores: Guillaume Boccara (Centre National de la Recherche Scientifique, Ecole des Hautes études en Sciences Sociales, París) en su ensayo “¿Que es lo ‘etno’ en Etnohistoria? La Vocación crítica de los Estudios Etnohistóricos y los nuevos objetos de lucha” afirma que los Estudios Etnohistóricos deben considerarse una manifestación latinoamericana de la crítica post-colonial dado que rescatan el rol activo -agency- de los grupos subalternos y critican los procedimientos de nominación, denominación y representación del pasado colonial. También plantea que se ha producido una politización de la cultura, convertida en terreno de lucha por los grupos dominados que tienden no solo a repensar la historia sino a poner en tela de juicio los lugares de memoria dominantes que han contribuido a crear lugares de no-memoria o de olvido. Cristóbal Aljovín de Losada (Pontificia Universidad Católica del Perú, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima) en “Reflexiones sueltas respecto al escrito: ¿Etnohistoria, Antropología Histórica o simplemente Historia? de Ana María Lorandi”; destaca que la propuesta de Lorandi forma parte del mainstream del quehacer de un grupo de historiadores que apuesEste ensayo central y sus comentarios no fueron sometidos al sistema de evaluación utilizado por la revista dado que se trata de reflexiones sobre distintos problemas teóricos y metodológicos que enfrentan los investigadores en su quehacer profesional. No obstante, en la práctica el ensayo central es objeto de una suerte de evaluación por parte de los comentaristas, quienes entablan una enriquecedora discusión para el campo disciplinar. Memoria Americana 20 (1) - enero-junio 2012: 9-13 11 tan por los estudios de la cultura, tomada como algo fundamental para una sociedad pues a través suyo comprendemos “la realidad” y “actuamos” en ella. Sin embargo, plantea la necesidad de una mejor comprensión de factores no culturales, como la ecología, la salud, etc., en relación con la cultura. Marco Curatola Petrocchi (Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima) en su ensayo titulado “Los cincos sentidos de la Etnohistoria” propone un ejercicio interesante; toma cinco variables de análisis en relación con la Etnohistoria, a partir de las cuales puede ser definida. Es decir, plantea pensarla como subconjunto disciplinario entre etnografía, historia y arqueología, como historia de las sociedades colonizadas por los europeos, como etnografía histórica, como etno-etnohistoria y como historia oral. Por último, acepta que el vocablo etnohistoria resulta démodé pero también cree que hasta la fecha no hay una propuesta satisfactoria para reemplazarlo. Raúl Fradkin (Universidad Nacional de Luján, Universidad de Buenos Aires) en “La Historia, la Antropología y las posibilidades de una historia de la política popular” circunscribe su colaboración a la relación entre Historia y Antropología. Apoya decididamente el trabajo interdisciplinario entre historiadores y antropólogos a fin de avanzar en estudios sobre: a) las formas de “integración” de sujetos y grupos indígenas dentro de las plebes urbanas, los campesinados y las clases trabajadoras durante el siglo XIX; b) los grupos sociales no-indios, también dotados de fuerte identidad étnica, y las relaciones entre grupos populares indios y no-indios y 3) las trayectorias, experiencias e intervenciones de los grupos indígenas sometidos a la sociedad hispanocriolla en sus luchas y en sus prácticas políticas decimonónicas Sergio Serulnikov (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Universidad de San Andrés) autor de “Representaciones, prácticas, acontecimientos. Apuntes sobre la historia política andina” retoma y amplía algunas de las problemáticas planteadas por Lorandi tomando como hilo conductor la historia política tardo-colonial en el Alto y Bajo Perú, tema de su especialidad. Destaca la alta politización de la sociedad colonial hispanoamericana, lo cual explica que el concepto de cultura política se constituyera en una de las principales herramientas interpretativas. En síntesis, plantea que el impacto desigual y combinado de la historia política, los estudios subalternos, la microhistoria, y las teorías postcoloniales dieron lugar a un notable florecimiento de la literatura sobre los temas evocados en este ensayo. María Regina Celestino de Almeida (Universidade Federal Fluminense, Brasil) en “Historia y Antropología: algunas reflexiones sobre abordajes interdisciplinarios” considera esencial el abordaje histórico-antropológico para estudiar pueblos indígenas en contacto con sociedades envolventes, y se refiere a su investigación sobre las aldeas coloniales de Rio de Janeiro. Alude a la historicidad de la cultura, es decir al abandono de la tendencia esencialista 12 Presentación para entenderla como producto histórico dinámico y flexible. Concuerda con Lorandi en la necesidad de promover el diálogo entre historiadores y antropólogos para articular la información y las interpretaciones producidas, pero siempre valorando la acción y la comprensión que los propios pueblos o individuos estudiados tienen sobre sus trayectorias. Además apoya decididamente el debate propuesto. Eduardo José Míguez (Universidad Nacional de Mar del Plata, Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires) en su aporte titulado “Antropología e Historia” piensa en el estrechamiento del vínculo entre Antropología e Historia como en un “fructífero maridaje” y, a modo de ejemplo de este enriquecedor cruce disciplinar, se refiere a los estudios migratorios. Plantea que allí la tradición analítica reciente en historia de las migraciones es heredera del trabajo antropológico que mostró la pervivencia de la etnicidad en los procesos migratorios, y la reconstitución de las identidades en las comunidades migradas. Para este estudioso la colaboración entre ambas tradiciones -la antropológica y la histórica- resulta enriquecedora debido a la suma diversidades que ofrece y no por el intento de gestar campos nuevos en las intersecciones. Thomas Abercrombie (New York University, Nueva York) en su cometario, titulado The ethnos, histories and cultures of Ethnohistory; a view from the US Academy, ofrece interesantes matices sobre la historia de la etnohistoria pero desde la perspectiva del mundo académico de EE UU. Advierte que el asunto de adquirir experiencia de investigación, es decir cierto grado de profesionalismo, en ambas disciplinas resulta un gran obstáculo para la reproducción de la Etnohistoria; otro inconveniente es la tendencia de las disciplinas a mantener sus puertas cerradas a los amateurs y a sospechar de los que cruzan las fronteras disciplinares. Subraya la necesidad de reconstruir la memoria social, o historia vernacular, para entender la manera en que el pasado es constituido y usado para moldear la sociabilidad contemporánea. Walter Delrio (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Universidad Nacional de Río Negro) en su trabajo, “Entrar y salir de la Etnohistoria”, reflexiona sobre este campo disciplinar cuyo objetivo no es el estudio de las etnías sino de los procesos de etnicidad para construir diferentes estatus de subalternidad, subrayando las relaciones asimétricas implicadas en la mismidad y la otredad y las tensiones entre marcos de interpretación hegemónicos y alternativos. Apoya la idea de “entrar y salir” de diferentes regímenes de valor de las cosas, las personas y las imágenes, para poder interpretar los modos históricos y contextuales en que dichos regímenes se entrelazan; también se declara a favor de la incorporación de la memoria social como fuente histórica pues forma parte de procesos de identidad. Memoria Americana 20 (1) - enero-junio 2012: 9-13 13 Por último, Pablo Wright (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Universidad de Buenos Aires) en “Trabajo de campo en el tiempo: los lugares etnográficos de la antropología de la historia” se focaliza en el componente etnográfico de la etnohistoria y la antropología histórica. Opina que en una etnografía del pasado el tiempo obra como el lugar etnográfico; más precisamente habla del lugar etnográfico histórico -donde los conceptos de cultura e imaginario resultan clave para dar sentido a las prácticas de los interlocutores del pasado. Piensa que un aporte esencial de la perspectiva antropológica es pensar la cultura como un sistema de símbolos, sentidos y prácticas, integrados de modo a veces fragmentario y desordenado, que permea las acciones y las instituciones. Distingue claramente entre los acontecimientos para los actores sociales y para el investigador, quien los construye mediante su enfoque teórico. En resumen, consideramos que la propuesta de dialogar y/o discutir sobre temas y problemas que todos los productores de la disciplina deben enfrentar ha resultado altamente positiva para lograr consenso en algunos puntos, para advertir sobre posibles problemas y, sobre todo, para poder escuchar las distintas voces de estos prestigiosos referentes de la disciplina, quienes nos han brindado sus distintas y esclarecedoras perspectivas basándose en sus singulares experiencias de investigación. Cora Bunster Directora Comité Editorial Memoria Americana Julio 2012 Memoria Americana C uadernos de E tnohistoria Instituto de Ciencias Antropológicas Buenos Aires 2012 20 (1) Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 17-34 17 ¿Etnohistoria, Antropología Histórica o simplemente Historia? Ethnohistory, Historical anthropology or just History? Ana María Lorandi* * Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires. E-mail: [email protected] 18 Ana María Lorandi Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 17-34 19 El presente ensayo tiene el propósito de contribuir al debate sobre las relaciones entre Antropología e Historia, para ello hemos invitado a algunos investigadores calificados para que expresen su opinión sobre todos o varios de los temas que aquí se mencionan; es decir a partir de la viabilidad y práctica de la convergencia epistemológica y metodológica de ambas disciplinas. Si aceptamos que la Historia ha sido flexible y receptiva a la influencia de la Antropología como puede constatarlo cualquier lector, por qué los antropólogos siguen aferrados al presente y no utilizan sus categorías y su metodología para interrogar al pasado de las sociedades complejas recurriendo -valga la redundancia- a un paradigma antropológico -no “sociológico”- como lo comentaremos más abajo. A lo sumo realizan una historia de lapso corto, apelan a la memoria oral o practican el relevamiento de un acontecimiento contemporáneo. Surgen entonces los siguientes interrogantes: ¿por qué somos tan pocos, en este país, los que enfocamos el pasado desde una Etnohistoria o Antropología histórica cuya diferencia desarrollaremos más abajo?; ¿cómo podemos revertir este desinterés por parte de los antropólogos y lograr, inversamente, que los historiadores reconozcan más abiertamente la importancia epistemológica de la Antropología en sus cambios de paradigma?; ¿de qué manera se pueden derribar estas barreras, más allá de los respectivos espacios académicos que ocupan sus representantes? Es indudable que en el título tenemos un denominador común: la Historia. Ahora bien: ¿los que hacen Etnohistoria o Antropología histórica hacen simplemente Historia, sin más? y, ¿cuál es la diferencia entre Etnohistoria o Antropología Histórica? Pareciera tratarse de un viejo debate que, sin embargo, cada tanto retoma actualidad. Hace muchos años Franklin Pease (1979-1980), en su discurso de incorporación a la Academia de Historia del Perú, propuso que la Etnohistoria era simplemente Historia porque el pasado indígena, prehispánico, colonial En palabras de John V. Murra: “La Antropología promete que hay soluciones diversas a los mismos problemas humanos. Yo soy antropólogo por esa razón” (en Castro et al. 2000: 146). Esta reveladora cita es recordada por Ramos (2011: 151). En un artículo reciente Fernando Remedi (2011) revisa las tendencias historiográficas argentinas en las últimas décadas reconociendo el giro temático hacia los temas culturales, pero en ningún momento lo identifica como una influencia de la Antropología. 20 Ana María Lorandi o republicano, era parte de la historia del Perú. Unos años después Thierry Saignes se expresaba en un sentido similar. La clave de estas opiniones reside en entender los esfuerzos de esos investigadores por legitimar a la sociedad indígena como un sujeto que merecía ser investigado con los mismos paradigmas teóricos y metodológicos aplicados al resto de la sociedad. Desde el momento en que la disciplina eligió el pasado de esa sociedad como sujeto de estudio, y para realizarlo debía recurrir a las técnicas de indagación provistas por la Historia, simplemente se hacía Historia. Planteada en estos términos la discusión parecía cerrada; no obstante, para retomarla es necesario introducir otras variables. En principio, podremos considerar dos de ellas: la identificación del término étnico con indígena o aboriginalidad, y el campo académico construido en torno a la Etnohistoria. Aunque es etimológicamente incorrecto, se aplica la palabra étnico/a a cualquier estudio o manifestación cultural que lleve una impronta aborigen, también, particularmente, a situaciones de conflicto con la sociedad hegemónica (Bechis 2010). No se utiliza el término si se estudian hábitos o producciones atribuidas a españoles, las personas de origen europeo parecen no haber pertenecido a ninguna etnía y son identificados por su origen nacional, como españoles, u otros europeos, criollos españoles nacidos en América, incluso mestizos. En el caso de los criollos no se dice son de etnía española nacidos en América”, por lo tanto desde esta perspectiva la etnohistoria americana se ocupa de los indios y nada más que de los indios, al menos en la práctica. ¿Cuáles son las consecuencias de este tour de force etimológico?; ¿quiénes se ocupan de los indios?: los antropólogos. Por lo tanto, aquellos que se interesan por indagar cómo vivían y qué hacían los indios en tiempos pasados eran antropólogos devenidos en historiadores. Pero también es cierto que muchos historiadores se ocuparon de la misma temática adoptando el paradigma epistemológico de la antropología y, como consecuencia, ambos grupos de especialistas se articularon en torno a la dicha temática indígena constituyendo un campo con identidad académica propia. Esta no es una variable despreciable en el ejercicio de una disciplina pues la diferenciación con respecto a los otros campos de las ciencias sociales varía según las tradiciones y el devenir de la investigación en cada país. A veces se constituye como una especialidad separada, como ocurre en Argentina, mientras en los países andinos, cuyas poblaciones de origen indígena tienen mayor peso demográfico y cultural, el campo presenta límites menos definidos. Comentario personal durante un seminario. Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 17-34 21 No obstante, en todos esos países las redes de relaciones académicas operan de manera similar para permitir una identificación profesional. Por tal motivo, podríamos considerar a la Etnohistoria como una disciplina que se ocupa de la sociedad indígena mediante un maridaje entre paradigmas teóricos y metodológicos de la Antropología y de la Historia. Ahora bien: ¿cuál sería entonces la diferencia con la Antropología histórica? Probablemente desde el punto de vista epistemológico no existe, excepto que en la concepción actual la Antropología ya no se ocupa solamente de las poblaciones aborígenes culturalmente no-occidentales. Una breve síntesis del devenir de la práctica de la Etnohistoria podría venir en nuestra ayuda. Desde las décadas de 1960 y 1970 los etnohistoriadores focalizaron su interés en la sociedad indígena prehispánica de los últimos siglos antes de la conquista. Se trataba de reconstruir la estructura sociocultural de las poblaciones americanas originales mediante la confluencia de la arqueología, las crónicas y los documentos coloniales. Con el tiempo aumentó la preocupación por observar los cambios de esos mismos grupos bajo el dominio español y, por lo tanto, fue inevitable que entraran en el objetivo otros actores sociales que intervenían en el proceso de colonización. Es así que la Antropología “descubre” la posibilidad de estudiar a esos otros segmentos sociales con la misma confluencia disciplinar. En síntesis, se trató de estudiar el pasado histórico colonial, y luego el republicano, como una configuración que no podía ser segmentada. Otra consecuencia fue que en determinadas coyunturas y/o problemáticas la sociedad no-indígena fue adquiriendo protagonismo por sí misma y se transformó en legítimo sujeto de estudio para esta confluencia disciplinar. De allí que para algunos investigadores, entre los que me encuentro, la Antropología histórica -tomada en el sentido otorgado por algunos autores europeos como Le Goff (historiador) o Goody (antropólogo) que la han utilizado para estudiar el pasado histórico de su propia sociedad- nos sirve para interrogarnos sobre la estructura cultural, las prácticas y sus significaciones, de cualquier segmento social privilegiando el análisis de los hábitos, las actividades y los imaginarios desde una perspectiva antropológica. Se estudia así un conjunto social que tradicionalmente era el sujeto de la investigación histórica tradicional, preocupada, sobre todo, por caracterizar el proceso histórico desde la acción de las elites o de los gobiernos -en tanto única instancia de agencia activa. Era una historia que se construía desde arriba hacia abajo, no sólo en lo político sino también en lo cultural, y le atribuía un rol pasivo al resto de la población, cualquiera fuera su origen; salvo, claro está, en el caso de reacciones violentas a las presiones ejercidas desde arriba. Ahora bien, ¿qué pasa con la Historia? 22 Ana María Lorandi ¿Antropología histórica o Historia antropologizada? La diferencia principal entre Antropología social e Historia reside en que una interroga a sujetos contemporáneos al investigador y la otra interpela a los que solo dejaron huellas de actividades pasadas. El tiempo en el que se ubica al sujeto parece justificar la diferencia porque la Antropología dispone del testimonio directo del actor y la Historia necesita explorarlos mediante la intermediación de los documentos o monumentos dejados a su paso por el mundo de los vivos. Pero ésta es sólo una de las variables, en ambos casos la palabra del individuo, o los individuos, no constituye por sí misma un criterio de verdad y es necesario controlar las intenciones manifiestas del actor, o actores, con la observación directa -etnografía- o con la búsqueda de otros documentos -etnografía histórica- que revelen las prácticas constitutivas de la acción social. Como veremos hay muchas otros procedimientos que aproximan y convergen en ambas disciplinas y si se discute la forma en que opera actualmente la Historia podremos definir el problema con más claridad. En este momento, hay una nueva modalidad de hacer Historia y tiene la ventaja de que apela a artefactos conceptuales de varios campos del saber, además de enriquecerse recuperando la historicidad de su propia disciplina, y la experiencia teórica y metodológica del historiador. El antropólogo y el historiador persiguen el mismo objetivo: conocer y comprender a la sociedad humana. Cabe recordar que la Antropología era definida como un conjunto de disciplinas que integraban “la ciencias del hombre”, mientras la Historia era clasificada entre las “humanidades”. ¿Por qué se apartaron y cuándo, si es que aparentemente están tan próximas?; ¿qué paso con la identificación de sus respectivos campos? Los aborígenes no tenían historia, decían. Entonces los antropólogos se ocuparon de ellos, “de los otros”, no para recuperar su historia pues no la tenían, sino para estudiar cómo “funcionaba” un sistema cultural con “pautas” diferentes a las occidentales y más tarde analizaron su “estructura” para recuperar la lógica del tal funcionamiento. La Sociología, preocupada por comprender los comportamientos de los “occidentales”, interviene en este proceso de diferenciación cambiando el foco de la Historia, hasta entonces puesto en el individuo y en el relato de los hechos heroicos o en las instituciones con “personalidad” autónoma, y desplazándolo al conjunto de la sociedad, la “anonimiza”. Desecha la narración de los acontecimientos y prefiere observar las prácticas recurrentes, por encima o por fuera de dichos acontecimientos. Buscaba regularidades en los Lorandi y Smietniansky 2004. Por falta de espacio evitaremos discutir el problema de objetividad/ subjetividad en la investigación. Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 17-34 23 comportamientos desde una perspectiva “científica”, los describe e interpreta a partir de una determinada estructura de la cultura social. El otro gran clivaje de diferenciación es el tiempo. Los aborígenes no tienen historia porque no escriben su historia, de allí la deriva: como no escriben Historia no tienen historicidad. Es más, el “cambio” que estudiaban los funcionalistas británicos en las poblaciones africanas era de tipo adaptativo a algunas condiciones cambiantes, medioambientales o sociales, no histórico en el sentido de transformaciones temporales, producto de las experiencias de vida. Más o menos eran siempre iguales a sí mismos o marchaba en círculos. Obviamente esta síntesis es caricaturesca y no responde estrictamente a la realidad pero nos permite introducirnos en el problema. El último aspecto mencionado, el de la historicidad, nos da pie para desarrollar la discusión. Ahora sabemos que no hay sociedades sin historia; sin embargo, la cuestión reside en saber si dichas sociedades son capaces de reflexionar sobre los acontecimientos en los que participan y en sus consecuencias para la vida presente y de convertirlos en motores del futuro. Todo depende de los distintos “regímenes de historicidad” y retomando la noción de la “estructura de la coyuntura” de Sahlins (1988) se pueden observar los modos de articulación entre el pasado, el presente y el futuro como plantea François Hartog (2003). Vayamos ahora al trabajo del historiador analizando el pasado de su propia sociedad. Se pasó de la Historia heroica, como maestra de vida o Historia ejemplar, a una Historia social que privilegiaba los comportamientos recurrentes. Desde comienzos del siglo XX la influencia de la Sociología fue decisiva en lo que Jacques Revel ha llamado “el paradigma de los Annales” (2005). Hacia mediados del siglo la Sociología parsonsniana tuvo un fuerte impacto y apartó a los historiadores del sujeto individual o institucional y a los antropólogos de su aldea. A su vez no puede ignorarse que la Antropología ha provisto a la Historia de instrumentos conceptuales de gran valor; a modo de ejemplo podemos nombrar algunos: el concepto de cultura, la atención prestada al simbolismo, el imaginario y lo ritual, las relaciones de parentesco, la reciprocidad y podríamos continuar. Pero hay algo aún más importante que se pone en evidencia, sobre todo, en los últimos años y es el espacio acotado donde pueden observarse los comportamientos de sus habitantes desde una perspectiva micro, desde su singularidad, sin eludir la opción de realizar simultáneamente un ejercicio analítico saltando escalas para generalizar o comparar. En este momento prefiero eludir el tema de la mito-historia que me conduciría sobre otro flanco del problema como lo plantea Sahlins en su obra Islas de Historia (1988). 24 Ana María Lorandi La aldea ya no es el espacio del antropólogo y su etnografía puede tener otros sujetos de interés pero la “observación participante”, que le permite comprender en profundidad el comportamiento de los sujetos en estudio, continúa siendo el método característico, el cual también, como veremos, es absorbido por la Historia. En la actualidad el historiador procura focalizarse en problemáticas más localizadas, atendiendo a situaciones o acontecimientos que expliquen las singularidades ya no como una casuística aislada sino dentro de una problemática más abarcativa. En otras palabras, procuran “participar” en los hechos históricos comprendiéndolos desde “adentro”. Un notable ejemplo sobre esta forma de operar –¿o me atrevo a decir de “observación participante”?- lo encontramos en libro de Raúl Fradkin, Historia de una Montonera (2006), obra en donde se “visibiliza” un acontecimiento singular -y sus implicancias socioculturales- que la Historia tradicional había decidido prácticamente ignorar. En concordancia con esta perspectiva antropológica la Historia, por un lado, ya no se interesa solamente por los sujetos que ocuparon el primer plano político sino que ahora se interroga, por ejemplo, sobre las actitudes, el imaginario y las formas de sociabilidad de actores aparentemente menos relevantes. Por el otro, realiza un ejercicio analítico donde la configuración social interviene por sí misma como un actor con derecho propio, tomando aquellos elementos o variables que le permitan discernir la importancia política de los símbolos o de los rituales, las connotaciones de determinados sistemas de parentesco, los factores emocionales que condicionan la acción, u otros temas similares. La configuración dejará de ser el “contexto”, o el telón de fondo, y pasará a intervenir como una variable significativa más. Un personaje más entre otros personajes. El acontecimiento y los actores Veamos entonces cómo operan los nuevos paradigmas de la historia. Para ello retomaremos el criterio de Sahlins (1988) de la “estructura de la coyuntura”. Previamente convendría hacer una distinción y aclarar la sutil diferencia entre suceso -como fenómeno más o menos cotidiano- y acontecimiento -asociado a la epopeya o al acto de gran envergadura, conmocionante (Barcia 1980). Sin embargo, hay que reconocer que el acontecimiento es raramente una construcción de los propios contemporáneos del suceso, o los sucesos; en general es percibido como tal por las generaciones posteriores al otorgarle nueva significación, es el futuro pasado tal como lo define Koselleck ([1979] 1993). Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 17-34 25 Ambas situaciones -el suceso de menor proyección histórica o el acontecimiento como los define Barcia- son susceptibles de análisis histórico pues desnudan muchos aspectos que permanecen encubiertos en el acontecer cotidiano. Hay acontecimientos en los que la estructura social eclosiona pero no todos provocan las mismas conmociones, ni son similares sus efectos posteriores; la apreciación de su envergadura depende de la perspectiva desde la que se lo analice. La observación detallada de un suceso o acontecimiento particular pone al descubierto la acción de muchos actores y el lugar que cada uno ocupa en la configuración social, como sus relativas agentividades. El acontecimiento permite observar de qué manera los actores se desenvuelven respondiendo a sus prácticas y costumbres habituales pero también si ponen en juego una creatividad que les permite responder de manera novedosa a las presiones de la coyuntura. Como expresa claramente Sahlins “la experiencia de los sujetos humanos, [...] implica una apropiación de los acontecimientos en función de conceptos a priori”. El acontecimiento se inserta en la estructura de donde toma el sentido y así se hace inteligible y concluye: “no hay acontecimiento sans sistema” (1988: 129-144). Los autores que trabajan actualmente en lo que han llamado “cultura política” aunque reconocen la influencia de la Antropología no se autodefinen como practicantes de la Antropología histórica (Forte y Silva Prada 2006; Silva Prada 2007: 38). En la obra compilada por Cristóbal Aljovín de Losada y Nils Jacobsen (2007), titulada Cultura política en los Andes (1750-1950), el concepto de cultura política es definido como: “un conjunto maleable de símbolos, valores y normas que constituyen el significado que une a las personas con las comunidades sociales, étnicas, religiosas, políticas y regionales” (Jacobsen y Aljovín de Losada 2007b: 13). Como vemos es pura y simplemente cultura, tal como la define la Antropología. Más adelante, estos autores agregan mayor precisión al concepto vinculándolo más estrechamente a lo político: “actitudes de personas o grupos para comprender la construcción, consolidación y desmantelamiento de constelaciones e instituciones de poder” (Jacobsen y Aljovín de Losada 2007a: 81). Dentro de la misma compilación Alan Knight (2007: 41-80) cuestiona el uso excesivamente flexible del concepto, al que considera estrechamente ligado a conductas preestablecidas, recurrentes y subjetivas que ignoran las respuestas concretas de los sujetos históricos para afrontar las condiciones institucionales y los acontecimientos particulares Recordemos algunos de los debates: por ejemplo, el que planteaba si la insurgencia indígena liderada por Túpac Amaru o los Catari fue rebelión o revolución. Para un recorrido sobre del concepto de cultura política, con las distintas tendencias y variaciones adoptadas ver las respectivas introducciones de Aljovín de Losada y Jacobsen (2007) y Silva Prada (2007). 26 Ana María Lorandi de cada coyuntura histórica. En su opinión, la “conducta misma puede incluir eventos discretos, adaptables a explicaciones bastante distintas (no culturales) y `el marco´ nos lleva a macro-explicaciones que de igual modo no conllevan necesariamente implicaciones `culturales´” (2007: 43). Dicho de otro modo, para Knight el acontecimiento puede condicionar o provocar variaciones en los comportamientos colectivos o individuales. Al incluir este factor en el análisis es posible observar, y tal vez interpretar, las posibles diferencias existentes entre distintos sectores y/o momentos en el devenir de una sociedad. Las opiniones de Knight son discutidas por Aljovín de Losada y Jacobsen quienes sostienen que la “búsqueda racional de intereses” y la “fuerza de las circunstancias” no son suficientes para comprender los comportamientos sociales porque “los grupos sociales o étnicos reinterpretaron las normas de la elite a partir de una mezcla del interés propio y su propia forma de comprender los derechos y obligaciones basados en la tradición o en valores, discursos e ideologías recién emergentes”. En definitiva, “[una] perspectiva de la cultura política cuidadosamente construida toma en consideración esta variabilidad subjetiva”, además se refieren a “una matriz cultural a través de la cual el actor le otorga [a su circunstancia o acontecimiento] un significado y lo comunica” (Jacobsen y Aljovín de Losada 2007a: 84-85). En tal sentido, Silva Prada (2007) prueba que es posible atender a los dos flancos del problema -la base cultural preexistente y las respuestas creativas- porque las huellas de la cultura recurrente se reflejan en respuestas culturales provocadas por acontecimientos particulares, aun cuando se desarrollen en un contexto de crisis social. En suma, mientras Knight señala que el riesgo reside en generalizar o estabilizar un determinado arquetipo cultural, Jacobsen y Aljovín de Losada reconocen el riesgo pero insisten en la existencia de un patrón subyacente que guía la elección de las actitudes que deben tomarse según las circunstancias reconociendo, al mismo tiempo, que se trata de un patrón móvil, cambiante y en muchos casos también inestable. En suma, la estructura se manifiesta en el acontecimiento y éste permite desarrollar nuevas habilidades y responder a estímulos anteriormente desconocidos otorgándoles nuevos significados. Permite, además, capitalizar la experiencia. Ahora bien, ¿cómo hacemos para descubrir la estructura sociocultural a través del acontecimiento? El artefacto más idóneo es la narración. Es necesario recuperar las significaciones que se pueden extraer del relato de los sucesos, a veces menudas otras conmocionantes, que sacuden la estructura social y que se encadenan para producir impacto y, a veces, cambios profundos en el devenir de una sociedad. Una vez que el historiador selecciona Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 17-34 27 una problemática y/o un período -y veremos la importancia de esta última variable- se ocupa de reunir la información documental de referencia, de procesarla y al reconstruir la trama de los sucesos puede encontrar los lineamientos básicos para interpretar -desde el futuro o sea el presente del investigador- el o los significados que pueden otorgarse a un determinado suceso o acontecimiento en una determinada configuración social y, según los vínculos fácticos o ideológicos, con aspectos globales del problema analizado. Si un suceso o acontecimiento es segmentado, aislando sus elementos constitutivos y organizándolos en series recurrentes, se corre el riesgo de perder la significación que puede obtenerse analizándolo en conjunto con otros factores que participan. Por tal motivo, la mejor solución es recurrir a una narración que los incorpore e interrelacione; pero cabe una aclaración: narrar no significa relatar el suceso de una manera lineal -una story- aislado de una discusión analítica. Por el contrario, la imbricación de todos los factores identificados será la materia esencial para otorgarle sentido. Como lo expresan John y Jean Comaroff con respecto a la Antropología histórica: “nuestra metodología está menos preocupada por los acontecimientos que por las prácticas significativas”, y debemos “ser capaces de capturar simultáneamente la unidad y diversidad del proceso social, la incesante convergencia y divergencias de las formas predominantes de poder y sus significados” (Comaroff & Comaroff 1992: 37, traducción nuestra). Narrar significa construir una trama como lo ha discutido Ricoeur ([1985] 1998) y esa trama deberá incorporar los factores que intervienen en el acontecimiento. Pero ¿qué factores?, el investigador siempre realiza una selección de factores -tema sobre el que volveremos más abajo- a partir de los cuales argumentará para sostener una interpretación que no necesariamente tiene que ser causal. Tampoco deberá estar relacionada necesariamente con la proyección hacia el futuro o las consecuencias de un determinado acontecimiento, más bien puede tratarse de un ejercicio para identificar las características esenciales del mismo. Ahora bien, esto tampoco significa que una investigación deba limitarse a relatar los hechos -individuadles o colectivos, violentos o pacíficos- que se produjeron en un determinado momento histórico. En resumen, es necesario que el análisis de las variables incluya elementos generales y específicos de la configuración social recurriendo, cuando se justifique, a una metodología más científica, reveladora de las características socioeconómicas de una determinada población en un También se puede enfocar desde cierto tipo de instituciones, como la acción de los Cabildos y los efectos de los Juicios de Residencia en la construcción de poder político (Smietniansky 2009). 28 Ana María Lorandi determinado momento histórico y a los comportamientos recurrentes en esa sociedad. Sólo de esta manera se podrán distinguir las soluciones innovadoras puestas en práctica ante nuevas circunstancias. En otras palabras, será la intersección entre la estructura y el acontecimiento la que alimentará la argumentación interpretativa. La selección de las variables descansa en la habilidad o aptitud del investigador y se vincula con la búsqueda de rasgos susceptibles de análisis en tiempos y espacios lo más amplios posibles; a partir de allí habrá que jugar con una variación de escalas entre el hecho singular y la configuración, y entre el momento de lo realmente vivido y el tiempo de la narración. El tiempo de la narración -la extensión del período- es una construcción del historiador y puede definir simultáneamente la amplitud de la configuración y “el encadenamiento a modo de secuencia que la intriga confiere a los agentes. […] Comprender una historia es comprender a la vez el lenguaje del `hacer´ y la tradición cultural de la que procede la tipología de las tramas” (Ricoeur [1985] 1998 (I): 119). ¿Qué es lo que nos pone al descubierto la narración construida con estas consignas?: los actores -actantes en términos Ricoeur- y todos aquellos aspectos que afectan la toma de decisión y las reacciones. Recuperar a los actores es la herramienta que permite recuperar también la subjetividad que interviene en el momento de producir un determinado acontecimiento y la significación que la tradición cultural le otorga a esa agentividad. No siempre el actor está totalmente consciente de la importancia, o la deriva, que puede tener la acción que ejecuta; pero esta no se interpreta si no se la contempla en la larga duración, en la problemática subyacente en los vínculos sociales y culturales que mantiene con otros grupos o con las instituciones. Un interesante artículo de Sergio Serulnikov (2010)10 donde revisa la forma de abordar la historia del proceso de Independencia nos alerta sobre estos problemas epistemológicos y metodológicos. Sostiene que no sólo es necesario revisar los vínculos: entre acontecimientos políticos y estructuras socioeconómicas […] sino también a cuestiones que han adquirido gran relevancia en los últimos años, tales como las mutaciones en las modalidades de sociabilidad, la conformación de una esfera o esferas públicas, los imaginarios y lenguajes políticos o el funcionamiento del estado y las formas de gobierno (Serulnikov 2010). 10 Para estos temas ver también los trabajos de Myers (1999); Paz (2004); Morán (2011) y las interesantes compilaciones de Fradkin (2008), Bragoni y Mata (2009), entre otros. Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 17-34 29 Y agrega que estos aspectos no pueden interpretarse sin enfocar también la relación entre lo local y lo global. La relación entre lo local, lo regional y lo global no es un tema menor en este debate. Los detalles, muchas veces, permiten distinguir lo esencial y lo general con mayor profundidad. Si se analiza un proceso en la larga duración y en amplios territorios siempre existirán elementos comunes, pero si se ignoran las especificidades locales o regionales no se puede comprender en toda su magnitud el proceso global. El permanente cambio de escala es el mejor ejercicio para superar esa dificultad. Hace algunos años en un estudio sobre las primeras consecuencias de la aplicación de las reformas borbónicas en el Tucumán colonial proponíamos: observar de cerca el comportamiento de los actores sociales en relación con determinado acontecimiento insertos -actores y acontecimiento- en un contexto sociopolítico particular: el de las reformas borbónicas en el espacio global y en el espacio local del Tucumán, a mediados del siglo XVIII (Lorandi 2008: 18). De esa manera, la dimensión política de la vida de una sociedad debe ser analizada dentro de una totalidad para que adquiera unidad de sentido y otorgue sentido también a la agencia humana, en tanto ésta es la que participa o influye en la toma de decisiones o se ve afectada por aquellos que las toman. El último párrafo conduce al tema de la agentividad colectiva, me refiero a los actores anónimos o, en todo caso, a aquellos que no ocupan el primer plano del escenario político. Nos referimos a los que, conjuntamente o en forma individual, intervienen en los procesos sociales, sea de manera violenta o pacífica. Es lo que se ha llamado historia “desde abajo”. En nuestra América se ha privilegiado la acción de las comunidades indígenas, a veces expresadas en motines o rebeliones u otras estrategias, que obligaron a producir cambios en el sistema económico, jurídico, político, en la organización eclesiástica (Adrián 2010) o incluso en el aspecto identitario. Sin embargo, el resto de la población subalterna, mestiza, criolla o peninsular pobre, afroamericana, o castas -urbana o rural-, ha carecido de “prensa” hasta los últimos años cuando la plebe y las intervenciones populares, en general, concitaron cada vez más la atención de los investigadores. En este momento nos interrogamos sobre la lógica de la acción política de esos sectores, los cambios que puedan observarse, los intereses que los atraviesan y el grado de autonomía con el que actúan. Como dice Serulnikov (2010) al privilegiar la acción de las elites se ha contribuido a invisibilizar la acción de los sectores populares, y podemos agregar también: de todos los intermediarios culturales, en muchos casos 30 Ana María Lorandi de gran influencia, sea en la vida cotidiana, o en los momentos de crisis11. Con frecuencia, los sectores populares o subalternos son identificados con la plebe urbana o el campesinado rural. No obstante, si se quiere realmente ampliar el espectro de los agentes sociales se debe incluir a los funcionarios de rango intermedio, escribanos, curas, pequeños comerciantes, artesanos calificados; es decir, personas que no pueden confundirse necesariamente con la plebe y tampoco tienen la misma visibilidad que las elites pero que no sólo forman parte de la configuración social y cultural sino que intervienen, de manera más o menos efectiva, en los destinos de una comunidad por acción u omisión. La perspectiva que estamos presentando propone un ejercicio crítico desde el presente histórico del investigador, considerando que la disciplina tiene su propia historicidad y debe ser explícitamente reconocida. Se trataría de ejercer una crítica que no pretende restar sino sumar. En otras palabras, la propuesta es no desvalorizar a nuestros predecesores sino avanzar a partir de ellos, apropiándonos de esa experiencia y enriqueciéndola. El exceso de generalizaciones pudo tener sus debilidades, contemplándolas desde la perspectiva actual, pero en muchos casos fueron trabajos pioneros, se hizo lo que se podía hacer con los recursos teóricos y metodológicos disponible en cada momento. La cuestión es “abrir camino al andar” y no pretender que cada investigación sea un proceso ex nihilo porque deben considerarse también las condiciones de producción de las prácticas del historiador y la necesidad de recurrir a ciertas estrategias de política académica cuando se propone abrir una nueva línea de investigación. La Antropología y la Historia, lo local y lo global, la configuración y el acontecimiento, tiempo largo y tiempo corto, régimen de historicidad -pasado, presente, futuro. Estos son los temas que proponemos para discutir aunque ninguno resulte novedoso en sí mismo. Bibliografía Adrián, Mónica 2010. Curas, doctrinas, reformas y conflictividad local en la provincia de Chayanta -segunda mitad del siglo XVIII. Tesis de doctorado. Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires. (Ms). 11 Morán (2001) desarrolla varios ejemplos y cita trabajos que incluyen a personajes de este tipo, civiles y militares, actuando durante las guerras de la independencia. Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 17-34 31 Aljovín de Losada, Cristóbal y Nils Jacobsen (eds.) 2007. Cultura política en los Andes (1750-1950). Lima, Fondo Editorial Universidad Mayor de San Marcos/ Cooperación Regional Francesa para los Países Andinos/ Instituto Francés de Estudios Andinos (IFEA). Barcia, Roque 1980. Sinónimos castellanos. Buenos Aires, Editorial Sopena. Bechis, Marta A. 2010. Piezas de Etnohistoria y de Antropología Histórica. Buenos Aires, Sociedad Argentina de Antropología (SAA). Bragoni, Beatriz y Sara Mata (comps.) 2009. Entre la colonia y la república. Insurgencias, rebeliones y cultura política en América del Sur, Buenos Aires, Prometeo Libros. 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En pocas y en muchas palabras: Una perspectiva pragmática de las culturas políticas, en especial para historia moderna de los Andes. En: Aljovín de Losada, C. y N. Jacobsen (eds.); Cultura política en los Andes (1750-1950): 81-104. Lima, Fondo Editorial Universidad Mayor de San Marcos/ Cooperación Regional Francesa para los Países Andinos/ IFEA. 2007b. Cómo los intereses y los valores difícilmente están separados, o la utilidad de una perspectiva pragmática de la cultura política. En Aljovín de Losada, C. y N. Jacobsen (eds.); Cultura política en los Andes (17501950): 13-40. Lima, Fondo Editorial Universidad Mayor de San Marcos/ Cooperación Regional Francesa para los Países Andinos/ IFEA. Knight, Alan 2007. ¿Vale la pena reflexionar sobre la cultura política? En Aljovín de Losada, C. y N. Jacobsen (eds.); Cultura política en los Andes (17501950): 41-81. Lima, Fondo Editorial Universidad Mayor de San Marcos/ Cooperación Regional Francesa para los Países Andinos/ IFEA. 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Fradkin Sergio Serulnikov María Regina Celestino de Almeida Eduardo José Míguez Thomas Abercrombie Walter Delrio Pablo Wright Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 37 Guillaume Boccara* Centre National de la Recherche Scientifique, Ecole des Hautes études en sciences sociales, Paris ¿QUé ES LO “ETNO” EN ETNOHISTORIA? LA VOCACION CRÍTICA DE LOS ESTUDIOS ETNOHISTóRICOS Y LOS NUEVOS OBJETOS DE LUCHA The meaning of history is also in its purpose (Trouillot 1995) The scandal is that the human sciences should have had a more encompassing vision of culture and history from the beginning (Sahlins 2010) LA CONMEMORACIóN COMO EJERCICIO REFLEXIVO No creo que existan momentos más propicios que otros para hacer un balance con respecto a los aportes monográficos y teóricos de tal o cual corriente historiográfica. Puesto que el trabajo reflexivo es -o por lo menos debería ser- una tarea permanente del científico social, no hay razones objetivas para pensar que ha llegado el momento de detenerse para analizar “quiénes somos”, “de dónde venimos”, “dónde estamos” y “hacia dónde vamos”. Ahora bien, es cierto también que el quehacer cotidiano, la proliferación de las publicaciones y la dispersión creciente de las producciones científicas nos impiden tener una imagen global del campo en el que nos movemos. Además, nuestra posición geográfica, social e institucional en un momento dado de nuestra trayectoria individual tiende a determinar nuestra perspectiva, siempre relativa, parcial y fragmentaria, sobre un campo científico dado. De ahí el interés de estos momentos conmemorativos pues ofrecen la oportunidad de clarificar lo que está en juego en un campo disciplinario en un momento dado de su historia, y sobre las fronteras de este campo. Estos momentos aniversario constituyen el escenario de unas prácticas rituales mediante las cuales una comunidad * E-mail: [email protected] 38 Guillaume Boccara científica consagra autores y publicaciones e inspecciona sus limes. Son también el teatro de unas batallas rituales que tienen como meta hacer aflorar los conflictos, así como nombrar y computar los miembros de la communitas. Momentos efímeros durante los cuales las figuras dominantes de un campo ordinariamente estructurado y diferenciado se someten a la evaluación crítica de algunos miembros autorizados de su comunidad. Una comunidad que, por un lapso de tiempo circunscrito, se imagina como una entidad igualitaria, homogénea y fundada sobre vínculos interpersonales. Este sucinto ejercicio reflexivo con respecto a la conmemoración no tiene otra pretensión que desnaturalizar los mecanismos rituales mediante los cuales se produce esta ficción real llamada “comunidad científica”. Pues sólo tomando distancia con respecto de la illusio que anima nuestro campo es posible sopesar lo que está en juego y lo que está fuera de juego en el espacio disciplinario definido bajo el rótulo de etnohistoria. Inspirándome en Victor Turner, diría que es únicamente reflexionando sobre las articulaciones entre la estructura del campo científico y la antiestructura de la communitas que seremos capaces de objetivar lo que, teórica y políticamente, está en juego en las prácticas y en la fábrica de nuestras disciplinas. Desde este punto de vista, el artículo que Ana María Lorandi somete a discusión es un punto de partida idóneo. En primer lugar, porque ha sido redactado por una figura de mucho peso de la etnohistoriografía latinoamericana. En segundo lugar, porque además de haber formado varias generaciones de etnohistoriadores argentinos esta académica ha jugado, a lo largo de varias décadas, el papel de mediadora entre los dos lados del Atlántico, reflexionando sobre el valor heurístico de los enfoques de la antropología histórica esencialmente francesa. En tercer lugar, porque Ana María Lorandi ha iniciado sus investigaciones en un momento de plena efervescencia y creatividad teórica de la etnohistoria andina; uno de esos momentos clave en que una corriente de estudios logra transcender los limites espacio-temporales de su propio objeto de estudio para alcanzar un nivel de abstracción mayor. Tomando en cuenta esas consideraciones preliminares, diría que el artículo a partir del que se trata de desarrollar una reflexión me interesa tanto por lo que abarca como por lo que menciona al pasar o deja afuera. Inscribiéndome en la continuidad crítica de los planteamientos de Ana María Lorandi, primero intentaré mostrar en qué medida los Estudios Etnohistóricos pueden ser considerados como una manifestación latinoamericanista de la crítica postcolonial. Aunque las principales figuras de la etnohistoriografía no lo hayan publicitado de manera sistemática, los Estudios Etnohistóricos Latinoamericanistas se abocaron, desde sus inicios, tanto a la restitución de la “agentividad” de los grupos subalternos como a la crítica de los procedimientos de nominación, denominación y representación del pasado colonial. Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 39 Luego me concentraré en las nuevas luchas de poder y de saber que se están desplegando con respecto al carácter eurocéntrico de la etnohistoriografía dominante. En un contexto de politización de la cultura, reconfiguración del estado y re-imaginación de la nación, la emergencia de memorias subterráneas y de producciones historiográficas de estudiosos “subalternos” nos constriñen a interrogarnos sobre las nuevas articulaciones entre historia, memoria, identidad y poder. VOCACION CRÍTICA DE LA ETNOHISTORIA: ¿UNA CORRIENTE POSTCOLONIAL “AVANT LA LETTRE”? Por lo menos son cuatro, según mi parecer, los puntos que estructuran el ensayo titulado “¿Etnohistoria, Antropología Histórica o simplemente Historia?”. En primer lugar, Ana María Lorandi reconoce todo el beneficio que los etnohistoriadores sacaron al combinar las perspectivas de la historia y de la antropología. En segundo lugar, menciona cabalmente las fuentes teóricas en las cuales se alimentó esta corriente “híbrida” con el fin de dar cuenta tanto de la agencia como de la historicidad de grupos sociales subalternos. En tercer lugar, pone énfasis en la vocación de la etnohistoria de escribir una historia “desde abajo”, tomando en cuenta las distintas lógicas de escalas y agentes. Sugiere, finalmente, que se hace necesario considerar la propia historicidad de las categorías y conceptos usados por el científico social y, por lo tanto, asumir la historicidad de la propia disciplina. Con respecto a los tres primeros puntos, creo que la mayoría de los estudiosos adhiere a la idea según la cual la etnohistoria ha contribuido tanto a renovar como a complejizar la visión que se tenía de la historia de los pueblos indígenas y de las dinámicas sociales coloniales. Ya no parece necesario abogar por la colaboración entre historia y antropología en la aprehensión de las dinámicas sociales de los pueblos indígenas del Nuevo Mundo. Si nos limitamos a la producción latinoamericanista de las últimas tres décadas verificamos la fecundidad de una aproximación que combina los métodos y las perspectivas de las dos disciplinas. El planteamiento según el cual es preciso devolverles todo su espesor socio-histórico a las sociedades indígenas definitivamente forma parte de nuestro patrimonio científico. Del mismo modo, se ha admitido que estas sociedades son tanto el producto de una historia específica como que han sido capaces de desarrollar estrategias de resistencia y adaptación. Estas últimas se inscriben en la continuidad de prácticas y representaciones anteriores a la conquista aunque desembocaron también, a través procesos de aculturación de distinta índole, en la aparición de mundos nuevos en el Nuevo Mundo (Boccara 2002). Por razones que remiten tanto a la evolución 40 Guillaume Boccara de nuestras disciplinas como al protagonismo de los pueblos amerindios en tiempos de globalización neoliberal, la visión que teníamos del pasado de estas formaciones sociales ha tendido a dinamizarse y las perspectivas, a-histórica, esencialista y arcaizante, han sido en gran parte descartadas. En fin, la producción histórica y antropológica americanista reciente da la sensación de que el historiador y el antropólogo han edificado un espacio común, una suerte de middle ground. Sacando provecho de las ideas avanzadas en las dos disciplinas y forjando nuevos objetos de estudio y enfoques, el antropólogo tomó en consideración la historicidad de las configuraciones sociales mientras el historiador le prestó atención al carácter relativo de las categorías y a la constitución de las identidades colectivas. El carácter construido de las formaciones sociales y de las identidades así como el dinamismo de las culturas llamadas “tradicionales” han sido ampliamente reconocidos. Desde la idea de “tradición inventada” a la desconstrucción del objeto étnico, pasando por la toma en cuenta de la historia de “los pueblos sin historia”, se manifiesta la voluntad general de escapar a la reificación de las acciones, las relaciones y las categorías. Esta disposición hacia una relectura del pasado de las sociedades nativas ha generado un verdadero cambio de perspectiva que se caracteriza por: 1) tomar en cuenta el punto de vista indígena en la operación de reconstrucción de los dinámicas históricas (Fausto y Heckenberger 2007; Hill, ed. 1988); 2) analizar los procesos combinados de resistencia, adaptación y cambio, dejando atrás la vieja dicotomía entre permanencia de una tradición inmemorial por un lado y dilución de la entidad india vía un mecanismo de aculturación impuesta, por el otro (Boccara 2008); 3) prestarle atención a la emergencia de nuevos grupos e identidades o de new peoples, a través de los múltiples procesos de mestizaje y etnogénesis (Salomon y Schwartz 2000). Finalmente, esta tendencia hacia la re-inscripción de las realidades indígenas en su contexto histórico, por un lado, y el nuevo interés por las estrategias y los discursos elaborados por los nativo, por el otro, han conducido a romper con un conjunto de dicotomías discutibles -mito/ historia, naturaleza/ cultura, pureza originaria/ contaminación cultural- para buscar en las narrativas y en los rituales indígenas, así como también en las reconfiguraciones étnicas y en las reformulaciones identitarias, los elementos que permitan dar cuenta tanto de las conceptualizaciones nativas relativas al tremendo choque que representaron la conquista y la colonización de América como de las capacidades de adaptación y reformulación de las “tradiciones” que desembocaron en la formación de Mundos Nuevos en el Nuevo Mundo (Hill 1996). Ahora bien, si los estudios etnohistóricos se inscriben en la dinámica renovadora que experimentaron las ciencias sociales entre las décadas de 1970 y 1980, no es únicamente por haber volcado su mirada hacia “el revés de la conquista y colonización”. Pues si bien es cierto que pasar del lado español Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 41 de la conquista al “otro lado del mal-encuentro” se origina en la voluntad de romper con una tradición historiográfica marcada por el eurocentrismo, este giro se acompañó de un esfuerzo por desarrollar una reflexión teórica y epistemológica con respecto a los caminos a seguir para dar cuenta de la historia de los pueblos, hasta entonces llamados “primitivos” o definidos de manera negativa como “sin historia”. Insertándose en el debate sobre las relaciones entre estructura y realidad empírica por un lado y entre estructuras y tiempo histórico, por el otro, los estudios etnohistóricos demostraron que era posible dar cuenta del devenir de las sociedades llamadas tradicionales y, al mismo tiempo, considerar la existencia de una racionalidad estructural independiente del tiempo. La ambición fue dar cuenta de la praxis de los dominados. Es precisamente sobre este punto que los estudios etnohistóricos han contribuido a “reconectar los acontecimientos a las estructuras y restituirles sentido a estas últimas reubicándolas en el flujo de la historia.” (Wachtel 1966: 93). En resumidas cuentas, podemos afirmar que al “historizar” la antropología y “antropologizar” la historia, “no se trató solamente de tomar en consideración el pasado sino de dar cuenta de las dinámicas sociales internas de los grupos estudiados y de regímenes específicos de historicidad” (Naepels 2010: 877). Así, considero que se ha insistido poco sobre la doble ruptura epistemológica y política que ha representado la emergencia de los Estudios Etnohistóricos pues, a mi juicio, no sólo sirvieron para visibilizar los grupos subalternos sino que contribuyeron también a desmantelar la narrativa dominante y pusieron en tela de juicio no sólo el estatus que se les asignaba a los distintos grupos en la historia sino también la manera de construir la historia. Uno podría aseverar que los Estudios Etnohistóricos constituyeron una suerte de crítica postcolonial o subalterna “avant la lettre”. Desde esta perspectiva, lo “etno” en etnohistoria caracterizaría no tanto al estudio de los llamados “grupos étnicos” en la historia, sino a un tipo de historia que se interesa por los grupos cuyos saberes, historicidades o maneras de ser en el mundo fueron sometidos a una doble colonización, tanto material como epistémica. Al intentar restituir la agencia y la historicidad de los grupos subalternos, los etnohistoriadores se encontraron progresivamente envueltos en otro tipo de tarea: la de develar la manera en que el ejercicio de un poder se encuentra siempre articulado a la producción de un saber. El proyecto de examinar la historia de las formas culturales y las formas culturales en la historia, considerando los distintos dispositivos hegemónicos de poder/ saber, no ha sido desmentido hasta el día de hoy. Interesarse por la historia de “los que no tenían voz” llevó los etnohistoriadores a emprender una crítica de los procedimientos de nominación, denominación y de representación del pasado. Al focalizarse sobre los márgenes de la historia han tendido a 42 Guillaume Boccara desnaturalizar las grandes entidades de la modernidad: el estado, la nación, el capitalismo, el positivismo. De suerte que el hecho de volcar la mirada hacia los lugares periféricos de la llamada modernidad constriñó a los estudiosos de las Américas coloniales y republicanas ocultas a interrogar los mismísimos mecanismos de construcción de la modernidad nacional, estatal y capitalista. Asimismo, al emprender la crítica del eurocentrismo en tanto “perspectiva que identifica Occidente a la historia” (Prakash 1994: 1475), los Estudios Etnohistóricos iniciaron el proceso de desconstrucción de las categorías y clasificaciones del saber historiográfico dominante (Boccara 2003, 2008; de Jong 2004; Escobar et al. 2010; Escolar 2007; Giudicelli 2007, 2009; Giudicelli ed. 2010; Lucaioli 2011; Mandrini & Ortelli 1995; Martínez Cereceda 1998, 2011; Nacuzzi 1998; Ortelli 1996; Vezub 2009; Wilde 2009). Teniendo en cuenta lo antedicho, convendría preguntarse lo siguiente: ¿por qué los Estudios Etnohistóricos no han tenido tanta influencia como las otras corrientes historiográficas críticas? En otros términos, ¿qué es lo que permite explicar el impacto teórico y político relativamente débil de esta corriente afuera de su campo?; ¿a qué se debe la ausencia de referencia al aporte de los Estudios Etnohistóricos latinoamericanistas en los grandes debates teóricos contemporáneos?; ¿cómo interpretar que en sus reflexiones sobre las articulaciones entre los Estudios Subalternos y las historiografías latinoamericanas, una figura central de la academia norteamericana no mencione ni un solo trabajo etnohistórico latinoamericanista? Así, no deja de llamar la atención que en lugar de buscar en las tradiciones historiográficas latinoamericanas lo que podría compararse a la ruptura epistemológica operada por los Estudios Subalternos en la India Florencia Mallon se concentre, en un trabajo “clásico”, en la manera en que esos últimos fueron usados por algunos estudiosos de Latinoamérica: To my knowledge, the first major public invocation of the Subaltern Studies Group among Latin Americanists occurred in the pages of the 1990 Latin American Research Review. In an influential review article on Latin American banditry, Gilbert Joseph suggested that the project and methods provided by Ranajit Guha in volumes I and II of Subaltern Studies might help the field move beyond a sterile debate over whether bandits were socially motivated or simply complicit with the existing order. In an attempt to move the field back toward subaltern agency, Joseph used Guha’s insights in “The Prose of Counter-Insurgency” […] to underscore the problems of relying on documents provided by state agencies oriented toward social control when assessing the motives and behavior of bandits and their supporters. As an alternative […] Joseph proposed a more flexible and multilayered approach to rural unrest and protest that took into account the interactions among Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 43 many forms of resistance and put bandit studies firmly back in the field of agrarian studies. He also suggested that historians take more seriously the power relations that underwrote all the documents on which they based their claims” (Mallon 1994: 9). Pero ¿qué han hecho los etnohistoriadores sino intentar dar cuenta de la agencia de los grupos subalternos?; ¿acaso no se ha realizado una crítica de los documentos que tomara en cuenta las relaciones de poder que determinaron su contenido?; ¿acaso no han puesto en tela de juicio las identidades asignadas por los poderes hegemónicos a los grupos subalternos?; ¿acaso no han examinado el peso de las representaciones en la construcción de estas imposturas legítimas que son los grupos étnicos, las tribus, el estado y la nación sin caer en la trampa posmoderna que consiste en ver en los agentes subalternos simples efectos del discurso?; ¿no han denunciado el escándalo al que se refiere Sahlins en el sentido de romper con el esencialismo, reconectando las historias y adoptando una perspectiva relacional?; ¿no han participado los Estudios Etnohistóricos en la modificación de las maneras de pensar la cultura? Desde los trabajos pioneros de Nathan Wachtel, Thierry Saignes y Martha Bechis hasta los más recientes citados anteriormente, el trabajo etnohistórico ha participado de la historización de las categorías analíticas de la antropología y de la complejización de las categorías analíticas de la historia. A la manera del proyecto de los Estudios Subalternos, han intentado hacer de los grupos subalternos los sujetos de su propia historia. En este marco, la deconstrucción no ha sido un fin sino un medio para denunciar el “robo de la historia”, evocado recientemente por Jack Goody (2010). Pues el esfuerzo por rescatar la agentividad de los subalternos condujo a la crítica de las categorías usadas por los grupos hegemónicos para clasificar, normalizar y, “It is no exaggeration to say that anthropology, by virtue of its traditional concepts of societies and cultures as self-organized monads, has been implicated for centuries in a major theoretical scandal. It all began in the latter part of the eighteenth century with the German Counter-Enlightenment ideas of national cultures and national characters. The scandal is that while cultures were thus conceived as autonomous and sui generis, they have always been situated in greater historical fields of cultural others and largely formed in respect to one another. Even autonomy is a relation of heteronomy. But our major theories of cultural order, based one and all on insular epistemologies, presuppose that societies are all alone and that cultures as it were make themselves. Or at least such have been the assumptions until very recently when these theories got knocked around by globalization and postmodernism” (Sahlins 2010). Es dable observar que los trabajos etnohistóricos latinoamericanistas están ausentes de esta obra de Jack Goody así como del último libro de James Scott (2009) y de la síntesis sobre los estudios postcoloniales compilada por Marie-Claude Smouts en Francia (2007). 44 Guillaume Boccara consecuentemente, invisibilizar a los grupos dominados. Al igual que en los Estudios Postcoloniales y Subalternos, el intento de visibilizar a los grupos subalternos se acompañó de un esfuerzo, no menos notable, por desnaturalizar los mecanismos de dominación que contribuyeron a invisibilizar a esos grupos. La tarea de reconstrucción estuvo siempre íntimamente articulada al trabajo de deconstrucción. Intentar dar cuenta de “¿por qué?” los Estudios Etnohistóricos ocupan una posición subordinada dentro del campo historiográfico actual supone interrogarse sobre el “¿cómo?” han llegado a ocuparla. Ello implica examinar los mecanismos que contribuyen a la constitución y estructuración de los espacios disciplinarios a nivel nacional, continental e internacional. Aunque esta tarea excede obviamente mis competencias y me llevaría a salir de los límites de estas breves notas me gustaría, sin embargo, esbozar algunas pistas de reflexión al respecto. Pues, como bien lo dice Ana María Lorandi, se trata de “abrir caminos al andar” para imaginar, escrutando el pasando y analizando el escenario presente, un futuro posible para los Estudios Etnohistóricos. DE LA HISTORIA DE LOS SUBALTERNOS AL PASADO-PRESENTE ALTER-NATIVO Para entender cómo los Estudios Etnohistóricos llegaron a ser tan subalternos como su objeto de estudio, convendría realizar una investigación socio-histórica que tome en cuenta las dinámicas académicas y políticas, nacionales e internacionales, de los últimos 40 años. En espera de que esta ardua tarea colectiva sea emprendida, y a titulo de hipótesis de trabajo, me atrevería a colocar algunos mojones con el fin de ubicarnos en esos tiempos de tempestad ya no sólo en Andes sino en el mundo. La posición subordinada que ocupan los estudios etnohistóricos dentro del campo disciplinario se debe, en primer lugar, a la “poca nobleza” de su objeto de estudio. No se trató de estudiar las grandes instituciones coloniales desde los centros de poder sino las formaciones sociales ubicadas en los márgenes del imperio, del estado, del mercado y de la nación. En segundo lugar, los resultados de sus investigaciones no sirvieron para alimentar la Resumiendo el propósito de los estudios Postcoloniales y Subalternos, Jacques Pouchepadass escribe: “Le propos central de la critique postcoloniale qui émerge dans les années 1980 est donc de ‘déconstruire’ le savoir colonial et ses présupposés: l’urgence est désormais de critiquer le colonialisme sous l’angle épistémique, en tant que configuration particulière du rapport entre savoir et pouvoir et problème de politique de la représentation” (2007: 179). Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 45 narrativa nacional dominante pues se trataba, precisamente, de desnaturalizar al estado y la nación. En tercer lugar, la mayor parte de la producción etnohistoriográfica se realizó en los países llamados del “Sur”, en castellano o en portugués, y son escasos los trabajos etnohistóricos “clásicos” que fueron traducidos al inglés. Ahora bien, la relativa invisibilidad de los aportes de los estudios etnohistóricos remite también a razones internas al campo regional considerado. Se podría decir que no existe una comunidad científica per se. Se observa la ausencia de una revista de referencia a nivel del subcontinente y las pocas revistas de etnohistoria ocupan un lugar marginal dentro del espacio de las revistas científicas, más aún si se considera el nuevo sistema hegemónico de indexación ISI y Scielo. Aunque se realizan congresos internacionales de etnohistoria, esos no han tenido la regularidad y la sistematicidad esperadas. Además, cabe reconocer que los etnohistoriadores no se han tomado el tiempo para detenerse a ver lo que realmente estaban haciendo. No hubo ejercicio sistemático de reflexividad. Nunca se han dedicado a realizar síntesis y a debatir con las otras grandes corrientes de estudios que emergían en el mismo momento en otros lugares del mundo. De manera más profunda, diría que no se ha reflexionado lo suficiente sobre el posicionamiento del etnohistoriador en las sociedades latinoamericanas actuales. En otras palabras, no se ha considerado el estatus de la producción etnohistoriográfica desde el presente político pues aunque los etnohistoriadores han intentado repensar las dinámicas coloniales, no han articulado esta tarea a la de “explorar las condiciones de posibilidad de los saberes, los procedimientos de construcción de categorías y las modalidades de legitimación de los conocimientos” (Chivallon 2007: 401). En otras palabras, no han vinculado su reflexión sobre la historia con un cuestionamiento sobre el pasado y sus usos (Traverso 2005). Desde este punto de vista, me parece que la reciente emergencia de lo que llamaría los “Estudios Históricos Alter-Nativos” abre un nuevo camino que habría que explorar con mucha atención (Marimán et al. 2006). La representación de lo indígena en el “Nuevo Mundo” es compleja, pues aunque los “indígenas” son hoy en día ciudadanos de las naciones latinoamericanas, el colonialismo y el racismo de los que son objeto se perpetúan bajo nuevas formas. El pasado parece no haber pasado y es a partir de su condición subalterna presente que los estudiosos alter-nativos hacen nuevas preguntas al pasado y deconstruyen el mito del conocimiento en tanto que contenido fijo (Trouillot 1995: 147). Lo que denuncian, por ejemplo, los estudiosos mapuche es menos el estatus del indígena en la historia que el presente racista a partir del cual las representaciones sobre el pasado están construidas (Marimán et al 2006). Desde su condición socio-histórica presente, interrogan nueva 46 Guillaume Boccara y diferentemente al pasado y proponen nuevas periodizaciones. Al no leer la historia desde el prisma de la nación chilena o argentina rompen con el finalismo o la teleología nacionalista. Aprehenden la historia de su pueblo desde otro tipo de territorialidad, el Wallmapu (Boccara 2006; Caniuqueo 2006). Interpretan los acontecimientos de fines del siglo XIX (Pacificación de la Araucanía, Conquista del desierto) desde las nociones de pérdida de soberanía, colonialismo o genocidio. Interrogan directamente la relación entre la producción y el uso del conocimiento. Se inscriben así en la continuidad de la reflexión de Michel-Rolph Trouillot, quien destacó que “el valor de un producto histórico no puede ser evaluado sin tomar en cuenta tanto el contexto de su producción como el contexto de su consumo” (Trouillot 1995: 146). Finalmente, contribuyen a derribar la dicotomía discutible y rígida entre historia y memoria. Nos obligan a vislumbrar la posibilidad de construir un saber realmente intercultural, a deshacernos del monopolio epistémico estato-nacional para valorar la “pluriversidad” (Escobar 2010). Desde la perspectiva renovadora de los Estudios Etnohistóricos Alter-Nativos, pareciera ser que el problema de los estudios etnohistóricos del último cuarto del siglo XX es que tendieron a producir el pasado como una entidad distinta, separada del presente. Los Estudios Etnohistóricos Alter-Nativos nos invitan, desde un presente donde las instituciones hasta ahora consideradas fijas empiezan a fisurarse -estado, nación, progreso, ciencia objetiva-, a posicionarnos desde la historicidad de nuestra condición humana y social aquí y ahora. Son portadores de un mensaje científico y político fuerte: el pasado no es historia (Trouillot 1995: 143); y si no queremos que la etnohistoria sea un capítulo más en la narrativa de la dominación global tenemos que tomar este contra-discurso en serio. El pasado no existe independientemente del presente; es en sí mismo una parte constitutiva de una colectividad. Por lo tanto, el hecho de saber cuándo empieza el pasado de un grupo debe ser sometido a debate. La cuestión es saber quién tiene legitimidad para recordar. Es ahí donde la tarea de escritura del pasado no puede ser desvinculada del ejercicio reflexivo con respecto de las condiciones sociales presentes de producción de la historia. La construcción del pasado es construcción de identidades en el presente. La relevancia de un acontecimiento que ocurrió en el pasado depende de lo que está en juego en el presente. Si consideramos con Trouillot que la historicidad tiene dos lados, el proceso social y lo que se cuenta de este proceso, la presencia de nuevos historiadores que, desde su condición histórica específica, narran otras historias no puede dejar de Remitimos al volumen de la revista Corpus. Archivos virtuales de la alteridad americana (Vol. 1 (2), 2011) dedicado a la cuestión del genocidio en la Argentina durante los siglos XIX y XX. Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 47 plantear nuevas preguntas pues redefinen los términos a partir de los cuales las situaciones pasadas se encuentran narradas y reconstruidas. La cuestión, por lo tanto, no es saber lo qué es la etnohistoria sino cómo funciona la etnohistoria (Trouillot 1995: 25). Lo que importa son las condiciones de producción de las narrativas y la manera como el diferencial de poder en el presente determina las representaciones del pasado. Y en la medida en que los pueblos originarios emergieron como unos agentes sociales protagónicos en la crítica de la modernidad capitalista, nacional y estatal contemporánea de América Latina, no es de extrañar que sus producciones cuestionen tanto la representación del pasado como los modos de escritura del pasado y la formación de identidades sociales, políticas y profesionales en el presente. Reconocer este hecho, no es adoptar una postura posmoderna. Es demostrar que la crítica no es una simple palabra sino una herramienta reflexiva compartida por todos los seres humanos. Es romper con las falsas jerarquías y dicotomías arbitrarias que contribuyen a reproducir la dominación pasada en el presente. El grito mapuche que nos dice: “!...Escucha winka…!” tiende a mostrar que mientras algunos discuten sobre el hecho de saber qué es o era la etnohistoria, otros toman la historia en sus manos (Trouillot 1995: 153). La historia no se escribe en el cielo puro de las ideas, siempre se inserta dentro de una narrativa nacional o regional dominante, nutre el imaginario nacional, contribuye a sacralizar las memorias y a producir lugares de memoria, por definición legítimos. Una de las nuevas tareas es, por lo tanto, entrar en diálogo con esas historias alter-nativas; no porque pensemos que estos historiadores tengan una “cultura diferente” a la “nuestra” sino porque me parece que, del mismo modo que los escritores anticoloniales de los años 1950 y 1960 -A. Césaire, F. Fanon, A. Memmi-, es desde su condición histórica específica que pueden aportar a la relectura del pasado-(presente) colonial y a la manera de reconstruirlo. Los problemas de la historicidad, de los usos del pasado y de las políticas de la memoria no son exteriores a la disciplina. Son desafíos internos puesto que existen pueblos indígenas para los cuales la representación de su historia se ha convertido en un enjeu de lucha. Existen historiadores indígenas que critican el carácter eurocéntrico de la disciplina desde los márgenes del campo académico y en tanto historiadores profesionales. La tempestad que están atravesando los estados nacionales nos propulsa hacia un nuevo periodo de re-imaginación de la nación, de reconfiguración del estado y de una redefinición de las formas de gobernar en las que las experiencias históricas de los que fueron construidos y excluidos como “Otros” tienen un rol protagónico. La cultura se ha politizado, es un terreno de lucha para los grupos dominados que tienden no sólo a repensar la historia sino a poner en tela de juicio los lugares de memoria dominantes que han contribuido a crear lugares de no-memoria o de olvido. Las memorias subalternas re-emergen y 48 Guillaume Boccara con esta reemergencia, todo el edificio historiográfico parece tambalear sobre sus bases. Las historicidades, construcciones y usos del pasado, así como las memorias se ubican definitivamente, lo quiera uno o no, en el centro de la reflexión etnohistoriográfica de hoy en día (Whitehead ed. 2003). La escritura de las historias de los indígenas ya no puede realizarse sin considerar las historias, memorias y epistemologías alter-nativas. BIBLIOGRAFíA Boccara, Guillaume 2002. Etnogénesis, etnificación y mestizaje. Un estudio comparativo. En Boccara, G. (ed.); Colonización, Resistencia, y Mestizaje en las Américas: 47-82. Lima/ Quito, Abya-Yala/ IFEA. 2003. Rethinking the Margins/ Thinking from the Margins: Culture, Power, and Place on the Frontiers of the New World. Identities: Global Studies in Culture and Power 10-1: 59-81. 2006. The Brighter Side of the Indigenous Renaissance. Nuevo Mundo/ Mundos Nuevos, http://nuevomundo.revues.org/2405. 2008. Los vencedores. Historia del pueblo mapuche en la época colonial. Santiago/ San Pedro de Atacama, Universidad de Chile/ Universidad Católica del Norte. Caniuqueo, Sergio 2006. Siglo XX en GULUMAPU: de la fragmentación del WALLMAPU a la unidad nacional Mapuche. 1880-1978. En Marimán, P., et al.; ¡… Escucha, winka…! 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Serán, sobre todo, acotaciones relacionadas a mi propia experiencia como historiador del periodo republicano temprano e interesado en la cultura política y, de igual manera, algunas curiosidades personales algo ajenas a mi trabajo como historiador del período mencionado. El texto de Lorandi expone un conjunto de lecturas cuyas posiciones teóricas y metodológicas apuestan por una convergencia entre la historia y la antropología. La propuesta presentada es parte de una tendencia de la historiografía crítica, en la mayoría de los casos, del marxismo duro de la post segunda guerra mundial, y que se ha ido desarrollando en la mayoría de los casos desde fines de la década de 1970. En mucho, la propuesta de Lorandi forma parte del mainstream del quehacer de un grupo importante de historiadores. Los autores citados en el texto de Lorandi apuestan, de un modo u otro, por la importancia de estudios de la cultura. No es una apuesta contra corriente; es, más bien, parte -como lo he dicho- del mundo académico de hoy en día. De modo claro, la Dra. Lorandi cree, como muchos de nosotros, que la cultura es fundamental para comprender una sociedad. Es a través de ella que comprendemos “la realidad” y “actuamos”. Para referirme a los temas de mi interés, la cultura política nos explica nociones de justicia, autoridad y poder, entre otras variables. En cambio, hay otros temas políticos que la cultura política no ayudaría dilucidar. Para explicar las causas de la primera o segunda guerra mundial se requiere de otro tipo de análisis, también la * E-mail: [email protected] 54 Cristóbal Aljovín de Losada derrota de Napoleón en Waterloo se explica a través de otras variables. En pocas palabras, una aproximación cultural es útil dependiendo del tema de investigación. No creo en el imperialismo cultural ni en el economicista; es decir que no todo lo explica la cultura ni la economía. Cultura Política El profesor Keith Baker (1990) tiene una definición de cultura política en la introducción de su libro Inventing the French Revolution sumamente interesante y constantemente citada que vale la pena citarla en extenso: [Este enfoque] ve la política como algo referido a la formulación de demandas; como la actividad a través de la cual las personas y grupos de cualquier sociedad expresan, negocian, implementan e imponen demandas rivales [...]. Ella comprende la definición de las posiciones relativas de los sujetos desde las cuales personas y grupos pueden (o tal vez no) legítimamente formular demandas el uno al otro, y por lo tanto de la identidad y las fronteras de la comunidad a la que pertenecen. Constituye también los significados de los términos en los cuales se enmarcan estas demandas, la naturaleza de los contextos a los cuales se refieren, y la autoridad de los principios según los cuales se las hace obligatorios. Ella da forma a las constituciones y poderes de las agencias y procedimientos a través de los cuales se resuelven las controversias... De este modo, la autoridad política es, desde esta perspectiva, esencialmente una cuestión de autoridad lingüística (Baker 1990: 4-5) En la definición de Baker se enfatiza cómo a través de la cultura política, comprendemos el mundo y actuamos enfatizando acciones de conflicto. Sin embargo, desde los estudios andinos, hay otros peligros en cómo definir cultura. De allí que el que escribe y Nils Jacobsen (2007), en el libro Cultura política en los Andes (1750-1950), definimos cultura política del siguiente modo: La cultura política asume que la cultura da un significado a las acciones humanas. La comprendemos como un conjunto maleable de símbolos, valores y normas que constituyen el significado que une a las personas con las comunidades sociales, étnicas, religiosas, políticas y regionales (Jacobsen y Aljovín de Losada 2007: 13). Al definir como “un conjunto maleable de símbolos, valores” se trata de huir de definiciones esencialistas de algún grupo humano. Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 55 El esencialismo es uno de los mayores problemas de los estudios de la cultura. Entre los indigenistas peruanos, hay varios ejemplos de una comprensión de la cultura “indígena” esencialista. Un ejemplo de ello es Luis E. Valcárcel. Entre su obra podemos citar su famoso libro Tempestad en los Andes, publicado en el año de 1927. De modo bastante naive, visto de nuestros días, Valcárcel proponía una cultura andina homogénea, sin mayores transformaciones. Es por ello que la definición de cultura como algo maleable y ligero -no pesado- resulta fundamental. Hay que dejar de imaginar las culturas en términos de pureza cultural. En caso contrario, los cambios y los intercambios son difíciles de explicar. De ese modo comprendemos -una de las inquietudes del trabajo de Lorandi- la relación entre lo local y lo global. Los medios de comunicación tienden a encasillar a grupos humanos en términos esencialistas y con categorías tajantes. En el Perú, la polémica que se generó en torno a la cultura aimara a partir del linchamiento del alcalde y de un regidor por una turba de unas 10.000 personas de la ciudad de Ilave, Puno, en el año 2004 es sumamente interesante. Los actos de violencia duraron varias horas, y los medios de comunicación alertaban al “país” de lo que ocurría; mientras el ministro del interior, Fernando Rospigliosi, no sabía cómo reaccionar. Temía que un enfrentamiento con la turba aumentara la violencia con la posibilidad de que ocurrieran varias muertes. El debate en torno a los linchamientos fue áspero en los medios de comunicación, concentrados sobre todo en la capital de Perú, Lima. Para muchos, la explicación de los hechos reside en la cultura aimara, una cultura violenta por esencia. Para otros, la falta de Estado explicaba los actos. Me interesa resaltar la primera explicación -la violencia de la cultura aimara- y cómo los medios y muchos de nosotros caemos con facilidad en la trampa de los esencialismos y dejamos de lado otro tipo de explicaciones. François Guerra y François FureT Mis trabajos y los de otros muchos han sido influenciados por los trabajos de François Guerra. Entre su obra, destaca: Modernidad e independencias: ensayos sobre las revoluciones hispánicas publicado en 1992, allí resalta temas como la sociabilidad, el imaginario político, los debates constitucionales y los cambios revolucionarios. El trabajo de Guerra estuvo relacionado con los estudios sobre la revolución francesa liderados por François Furet, cuyo referente es Pensar la revolución publicado en francés en 1978. Dichos trabajos, con otros, transformaron los estudios políticos. No fue una total 56 Cristóbal Aljovín de Losada reinvención; más bien inclinaron la balanza hacia una forma de pensar la historia política más compleja y en dialogo con otras disciplinas. El libro clásico de Marc Bloch, Los Reyes Taumaturgos de 1924, es un excelente ejemplo de una historia política con una fuerte reflexión cultural. El mismo Bloch hace referencia constante a trabajos de antropología para dilucidar el don de la curación de los reyes franceses e ingleses. Regresando a Furet, este refuerza no sólo el diálogo con las otras ciencias sociales -la sociología y la antropología-; sino también con la filosofía política. Como decía Furet, no estudió filosofía porque le parecía muy “heavy” y la historia política como la hacían sus contemporáneos era muy “light”. Por ello combinó la historia con la filosofía y escribió una suerte de historia política filosófica en aras de comprender el mundo democrático. Este último término comprendido a la manera de Alexis Tocqueville en su libro clásico Democracia en América ([1853-1840] 2000). En mucho, la historia política decimonónica tiene grandes deudas con la filosofía política. No se puede comprender los estudios de cultura política, o los de historia política en general, sin reconocer la deuda relativa al debate con la historiografía marxista. Dicho debate enriqueció la forma de estudiar la política. A partir del debate con el marxismo, se plantearon una serie de temas desde otros ángulos. Dejando de lado el espinoso tema de la cultura en el marxismo, veamos tan solo dos: el estado y la narrativa histórica. En torno al Estado; por ejemplo, se debatió la autonomía de este frente a los grupos de poder o, para ponerlo en vocabulario marxista, si el Estado expresaba tan solo a la clase dominante. El regreso al estudio del Estado implicó una cierta autonomía de éste frente a los diferentes grupos de poder. El segundo ejemplo: la narrativa histórica. La historia se comprende narrando el proceso. Un grupo de intelectuales liberales, y de otras tendencias no-marxistas, fueron duros críticos de una comprensión teleológica de la historia. Parece un tema sencillo en la actualidad. Sin embargo, en el quehacer del historiador, desde otro ángulo que el marxista, cuesta mucho comprender que lo que sucedió en el pasado no necesariamente debió ocurrir. El historiador lee el pasado desde el presente, y se olvida que cada momento de la historia es un presente con un grupo limitado de alternativas. ¿Cómo comprender la revolución francesa? Para Furet y sus seguidores, la cuestión de la Revolución es el cambio de la cultura política. Explicar las transformaciones es uno de los grandes problemas del estudio de las culturas políticas. Tengo la impresión de que muchos de los trabajos más que explicar los cambios, dan constancia de que han ocurrido dichos cambios. Cambios, mutaciones, transformaciones -como se prefiera la definición- siempre ocurren. Hay momentos de cambios sutiles y, en pocos momentos, los hay de modo abrupto, acelerado. A éstos últimos muchos historiadores los llaman Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 57 momentos revolucionarios. Desde una perspectiva de cultura política, el orden de las cosas no solo cambia sino también -y creo que es lo esencial en los estudios de la cultura política- la percepción del orden de las cosas cambia; es decir que la autoridad, la justicia, la sociedad -entre otros- son comprendidas de otro modo. Lo cultural y lo no cultural Un aspecto poco tratado en el trabajo de Lorandi es la relación entre cultura y cómo los aspectos no culturales influyen en ella. Aquí me quiero referir a tres investigadores: John Murra, Robert Fogel y Reinhart Koselleck. En Formaciones económicas y políticas del mundo andino del año 1975, John Murra, uno de los fundadores de la etnohistoria, plantea la compleja relación entre historia y geografía. El espacio andino compuesto de diversos pisos ecológicos, de algún modo, influyó en la cultura de los andinos. La población andina debió responder a la geografía. Su respuesta fue a través del control de diversos pisos ecológicos de cada grupo étnico. De este modo, controlaban una variedad de productos y se protegían de las heladas. El territorio de los grupos étnicos andinos fue una suerte de archipiélago que contenía diversos pisos ecológicos; es decir, los grupos étnicos no controlaron un territorito continuo; más bien ejercieron su dominio sobre un territorio discontinuo cuya meta era asegurar una gran variedad de productos. El libro de Robert Fogel, The Escape from Hunger and premature death, 1700-2100: Europe, America and the Third World, publicado en 2004 nos advierte cómo la salud de las personas ha cambiado durante el siglo XX. Antes de 1900, la población era muy enfermiza, con enfermedades crónicas desde una edad más temprana y con una estatura promedio menor que la actual. Las medidas de salubridad, la alimentación y la medicina han transformado radicalmente la vida humana. La perspectiva de vida ha aumentado. De igual modo, Fogel menciona que las desigualdades de salud entre ricos y pobres se han reducido: las diferencias de altura y de perspectiva de vida entre ambos grupos han disminuido notablemente. Me pregunto cómo es la relación entre salud y cultura. Una buena salud o una mala salud afectan la psicología humana, y es conocido que ciertas carencias afectan nuestra percepción de las cosas: aumentan nuestra violencia, o generan alucinaciones, etc. Aunque es un tema poco explorado por nosotros, la salud y la cultura se entrelazan. Una sensibilidad religiosa como la descrita en el libro clásico de Norman Cohn, En Pos del Milenio. Revolucionarios, milenaristas y anarquistas místicos de la edad media (1972), publicado en inglés en 1961, es más propensa en sociedades cuya población 58 Cristóbal Aljovín de Losada carece de una buena alimentación y hábitos de higiene. Esto facilita que las personas tengan alucinaciones. Durante el siglo XX, las condiciones físicas del ser humano han mejorado y, de seguro, el funcionamiento de la mente humana ha debido cambiar. En la Introducción al Diccionario histórico de conceptos político-sociales básicos en lengua alemana, Koselleck se pregunta por la relación entre lo lingüístico y lo extralingüístico. Es uno de los grandes temas de la historia conceptual, y uno de los menos trabajados. Dicha pregunta entre lo lingüístico y extralingüístico toma un fuerte cariz, en especial en momentos de aceleración de las mutaciones semánticas del lenguaje político. La pregunta se centra entre la cosa y la no existencia de un referente lingüístico claro. Koselleck considera dos métodos de estudio: el semasiológico, el más común, estudia todos los significados de un término relacionados a las estructuras políticas y sociales y sus modificaciones; mientras el método onomasiológico: considera todas las designaciones referidas a un estado de cosas determinado, sólo se tendrá en cuenta en la medida en que designaciones relacionadas y sinónimos proporcionen indicios de la multiplicidad histórica, o en la medida en que como designaciones nuevas que se imponen los proporcionen acerca de cambios sociales y políticos. Aun cuando el estudio semasiológico tiene una primacía de carácter técnico, debido a que se llega a los conceptos desde las palabras que los contienen, el estudio onomasiológico pasa a veces a primer plano porque se busca la transformación de estructuras históricas, es decir, de contenidos extralingüísticos, en el medio lingüístico (Koselleck Ms. Traducción del alemán de Luis Fernández Torres). La relación entre lo lingüístico y extralingüístico propuesta por Koselleck es muy atractiva, mencionada oralmente con pasión en seminarios; pero poco explorada en los estudios conceptuales, basados mayoritariamente en la confección de diccionarios, al estilo de los proyecto de Iber conceptos, dirigido por Javier Fernández Sebastián. Un trabajo onomasiológico demanda estudios muy difíciles por sus exigencias teóricas, metodológicas y de fuentes. Hay que tener un gran dominio del contexto, valga la redundancia de lo lingüístico y lo extralingüístico, y la transformación de ambos. Uno de los grandes problemas de los estudios de la cultura son las mutaciones. Al final, es uno de los temas espinosos del libro de Marshall Sahlins (1987), Islands of history, muy citado por Lorandi. Cfr. Fernández Sebastián, J. (dir), C. Aljovín de Losada, J. Feres Júnior et al. (2009). Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 59 Para terminar, los últimos párrafos expresan la necesidad de una mejor comprensión de factores no culturales en relación con la cultura. Obviamente, no postulo una relación al estilo marxista de dependencia aunque tampoco la cultura es un ente con vida propia. Sin embargo, y estoy convencido de ello, es a través de la cultura que comprendemos y actuamos en el mundo. Es parte fundamental de la condición humana. Bibliografía Aljovín de Losada, Cristóbal y Nils Jacobsen (eds.) 2007. Cultura política en los Andes (1750-1950). Lima, Fondo Editorial Universidad Mayor de San Marcos/ Cooperación Regional Francesa para los Países Andinos/ Instituto Francés de Estudios Andinos. Baker, Keith 1990. Inventing the French Revolution. Cambrdige, Cambridge University Press. Bloch, Marc 2006. Los Reyes Taumaturgos. México, Fondo de Cultura Económica. Cohn, Norman [1961] 1972. En pos del milenio. Revolucionarios, milenaristas y anarquistas místicos de la edad media. Madrid, Barral Editores. (Primera edición en inglés). Fernández Sebastián, Javier (dir.), C. Aljovín de Losada, J. Feres Jr, et al. 2009. Diccionario político y social del mundo iberoamericano. La era de las revoluciones, 1750-1850. Madrid, Fundación Carolina/ Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales/ Centro de Estudios Políticos Constitucionales. Fogel, Robert 2004. The Escape from Hunger and premature death, 1700-2100. Europe, America and the Third World. Cambridge, Cambridge University Press. Furet, François 1978. Penser la Révolution Françoise, Paris, Editions Gallimard. 60 Cristóbal Aljovín de Losada Guerra, François 1992. Modernidad e independencias: ensayos sobre las revoluciones hispánicas. Madrid, Mapfre. Jacobsen, Nils 2007. En pocas y en muchas palabras: una perspectiva pragmática de las culturas políticas, en especial para la historia moderna de los Andes. En Aljovín de Losada, C. y N. Jacobsen (eds.); Cultura política en los Andes (1750-1950): 13-40. Lima, Fondo Editorial Universidad Nacional Mayor de San Marcos/ Cooperación Regional Francesa para los Países Andinos/ Instituto Francés de Estudios Andinos. Koselleck, Reinhart Introducción al Diccionario histórico de conceptos político-sociales básicos en lengua alemana, seguida del prólogo al séptimo volumen de dicha obra (Traducción y notas de Luis Fernández Torres). Ms. Murra, John 1975. Formaciones económicas y políticas del mundo andino. Lima, Instituto de Estudios Peruanos. Sahlins, Marshall 1987. Islands of history. Chicago, The Chicago University Press. Tocqueville, Alexis [1853-1840] 2000. La Democracia en América. Ciencia Política. Madrid, Alianza Editorial. (Dos tomos, primera edición en francés). Valcárcel, Luis E. 1927. Tempestad de los Andes. Lima, Ed. Minerva. Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 61 Marco Curátola Petrocchi* Pontificia Universidad Católica del Perú Los cincos sentidos de la etnohistoria En el ensayo “¿Etnohistoria, antropología histórica o simplemente historia?” Ana María Lorandi hace una serie de hondas reflexiones sobre la naturaleza, los alcances epistemológicos y las relaciones recíprocas de estos campos disciplinarios, problemáticas que en parte había ya abordado en otra contribución publicada hace unos años en esta misma revista (Lorandi y Wilde 2000). De lo expresado en ambos trabajos se colige que la estudiosa, por lo demás ya coautora de un apreciable manual sobre la etnohistoria andina (Lorandi y Del Río 1992), considera a la etnohistoria como una disciplina anacrónica e inadecuada en el contexto actual de las ciencias histórico-sociales, la cual debería ser dejada de lado, a favor de la más omnicomprensiva y epistemológicamente -y políticamente- correcta antropología histórica, o sencillamente disolverse en el mare magnum de la historia, la ecuménica ciencia del pasado de la humanidad. Los cuestionamientos al nombre y a la noción misma de “etnohistoria” no son una novedad. Hace más de 60 años, cuando el término etnohistoria recién empezaba a circular en el mundo académico, el historiador y antropólogo belga Jan Vansina, desde las páginas del primer número del Journal of African History (1960), ya criticaba su uso, considerándolo del todo innecesario, y hacía un llamado a que se lo desechara y se hablara sencilla y directamente de historia, como escribía en las conclusiones de un ensayo sobre los métodos por él seguidos en el registro de las tradiciones orales de los Kuba del Kasai (Congo): History is a science which uses the results of many auxiliary sciences. In fact any science can be auxiliary in a particular case. So history in illiterate societies is not different from the pursuit of the past in literate ones, because it uses archaeological, linguistic, anthropological, and even (for dating purposes) astronomical evidence such eclipses. And there is therefore no * E-mail: [email protected] 62 Marco Curátola Petrocchi need to coin a special term, such as ethnohistory just for this reason (Vansina 1960: 53. El subrayado es nuestro). Pocos años más tarde, Henri Brunschwig en un artículo, significativamente titulado “Un faux problème: l’Etno-histoire” publicado en la prestigiosa revista de los Annales, sin medias tintas tachaba la disciplina de “mala yerba” en el campo de la historia (Brunschwig 1965: 291). Análogamente, aunque con más ponderación, Shepard Krech, en una bien documentada contribución sobre el estado de la etnohistoria a fines de la década de 1980, así como en la entrada “Ethnohistory” de la Encyclopedia of Cultural Anthropology, llegaba a la conclusión de que hubiese sido desacertado -ill-advised- seguir empleando el término “etnohistoria”, sea por sus connotaciones colonialistas y discriminatorias como por ser los conceptos de “ethnos, etnicidad y étnico” intelectualmente obscuros -murky intellectualy. Según el autor, esto debía ser por tanto “abolido” y sustituido por la denominación más neutra y menos susceptible de estigmatización de “antropología histórica” o de “historia antropológica” (Krech 1991: 364-365; 1996: 426). A pesar de las reservas y las críticas de estos y muchos otros estudiosos, la American Society for Ethnohistory, fundada en 1954 “para promover la investigación interdisciplinaria de las historias de los pueblos nativos de las Américas”, tiene alrededor de 500 miembros activos y su revista, Ethnohistory, ha llegado en 2012 a su 59° año de publicación ininterrumpida (http://www.ethnohistory.org/); en la Escuela Nacional de Antropología e Historia de Ciudad de México existe, desde 1977, una carrera de Etnohistoria que otorga grados y títulos académicos en esa especialidad (cfr. Pérez y Pérez Gollán 1987: 7-13); en junio de 2011 se celebró en La Paz el VIII Congreso Internacional de Etnohistoria; y en la Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima, se imparten regularmente cursos de Etnohistoria Andina, tanto en el pregrado como en el postgrado. Además, es consabido que internacionalmente los aportes más apreciados de la historiografía peruana del siglo XX han venido de un nutrido grupo de investigadores volcados al estudio del mundo andino antiguo y colonial -como María Rostworowki, Franklin Pease, Luis Millones, Juan Ossio, Edmundo Guillén, Waldemar Espinoza Soriano, entre otros- los cuales son colectivamente conocidos como la “escuela de etnohistoria peruana”. Hay entonces que preguntarse por qué, a pesar de las duras críticas y los múltiples cuestionamientos, la etnohistoria en tierra americana esté todavía institucionalmente tan vigente y, desde el extremo norte al extremo sur del continente, haya tantos estudiosos que declaran que “hacen” etnohistoria y se reconocen como etnohistoriadores -incluido el que escribe. Quizás la respuesta radique en la misma polisemia del término, cuyas múltiples y complementarias acepciones terminan circunscribiendo Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 63 un específico campo (inter)disciplinario, dotado de un objeto, un enfoque, una metodología y toda una tradición de estudios propios. Para intentar individuar y reseñar los caracteres específicos de la etnohistoria partiremos de su historia y su relación con la arqueología. Los orígenes de la etnohistoria y su relación con la arqueología De hecho la noción de etnohistoria se forjó y empezó a desarrollarse en estrecha conexión con la arqueología. Clark Wissler (1870-1947), al parecer el primero hace ya más de un siglo en utilizar el término etnohistoria en la forma adjetival ethno-historical (Baerreis 1961: 49), se valió de este vocablo compuesto al señalar la necesidad y la importancia, en el estudio de las antiguas culturas nativas de la región de Nueva York, de juntar las evidencias arqueológicas con las informaciones documentales. Específicamente, en la introducción de una compilación de una serie de informes, de carácter fundamentalmente arqueológico, sobre The Indian of Greater New York and the Lower Hudson (1909) Wissler escribía: In the main, all have followed the same general method of reconstructing the prehistoric culture by welding together the available ethno-historical and archaeological data, a method justified by the failure to find neither local evidences of great antiquity nor indications of successive or contemporaneous culture types (Wissler 1909: XIII). Del contexto, resulta evidente que, por “datos etno-históricos”, Wissler entendía las informaciones de carácter etnográfico que se podían hallar en documentos históricos. En la americanística -así como en la arqueología del mundo clásico o la arqueología bíblica- la práctica de recurrir a fuentes literarias, y documentales en general, para interpretar evidencias arqueológicas es aún más antigua, posiblemente tan antigua como la disciplina misma (Willey y Sabloff 1993: 126). Sin embargo, el primer estudioso que se valió con cierta sistematici Las observaciones sobre la relación entre etnohistoria y arqueología expuestas en el presente comentario fueron originalmente presentadas en la ponencia “The Use of Documentary Sources in Andean Protohistoric Archaeology: Some Different Cases”, leída en el simposio “Circa 1530: Integrating Archaeology and Ethnohistory in the Andes”, que Joanne Pillsbury organizó en el marco del 73rd Annual Meeting of the Society for American Archaeology (Vancouver, 26-30 de marzo de 2008). Nuestra participación en dicho congreso fue posible gracias al apoyo económico del Departamento de Humanidades de la Pontificia Universidad Católica del Perú. 64 Marco Curátola Petrocchi dad de documentación histórica para estudiar vestigios de civilizaciones amerindias, y en alternar e integrar la investigación de campo con el trabajo de archivo, fue Adolph Bandelier (1840-1914). No por casualidad este pionero de la etnología y la arqueología americanas, quien efectuara la primera expedición auspiciada por el Archaeological Institute of America (1880) y explorara extensamente los territorios del Suroeste americano, el México septentrional y los Andes, haciendo del survey a gran escala un medio de primaria relevancia en el desarrollo de la investigación arqueológica, llegó a apasionarse por las culturas y las antigüedades indígenas a través de la lectura de crónicas y documentos coloniales en la St. Louis Mercantile Library, y falleció en Sevilla, mientras realizaba pesquisas en el Archivo General de Indias (Lange y Riley 1996: 22-25). Tan solo para quedarnos en el ámbito de sus trabajos sobre los Andes, recordaremos cómo en The Islands of Titicaca and Koati, de 1910 -considerado un clásico de la literatura antropológica, precisamente “por su sofisticación etnohistórica” (Hyslop y Mujica 1992: 67)- Bandelier utilizara con singular rigor una serie de fuentes publicadas e inéditas de los siglos XVI y XVII. Sus pormenorizadas descripciones de las “ruinas” de las dos islas están, en efecto, provistas de un poderoso aparato de notas, con referencias a crónicas, documentos de la administración colonial española y antiguos diccionarios quechuas y aymaras, que brindan indicaciones puntuales para la comprensión de la naturaleza y la función de diferentes sitios y materiales arqueológicos. Además, Bandelier se preocupó de explicitar el procedimiento que seguía en la reconstrucción de la historia de las culturas indígenas, el cual -según sus propias palabras- consistía en proceder “desde lo conocido hacia lo desconocido, paso a paso”: a saber, desde contextos etnográficos y realidades históricas documentadas a través de testimonios escritos, al pasado precolonial difícilmente conocible únicamente a través de las evidencias materiales. Por este método de investigación interdisciplinario y “regresivo” (cfr. Wachtel 1990), desde el presente hacia el pasado, o “a contracorriente” (upstream direction) como a veces es llamado (Krech 1996: 424), Bandelier puede ser considerado un verdadero precursor, además que de la etnohistoria, también del direct historical approach, una metodología arqueológica preconizada en 1913 por Ronald B. Dixon y formalizada y aplicada con notables resultados En el discurso pronunciado como presidente de la American Anthropological Association en ocasión de su asamblea anual que tuvo lugar en Nueva York en 1913, Dixon llegó a afirmar sin medias tintas que “it is only through the known that we can comprehend the unknown, only from a study of the present that we can understand the past; and archaeological investigations therefore must be largely barren if pursued in isolation and independent of ethnology” (Dixon 1913: 565; cfr. Lyman y O’Brien 2001: 308). Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 65 en la década de 1930 por William Duncan Strong (1935, 1940) y Waldo R. Wedel (1936, 1938) en el área de las Grandes Llanuras norteamericanas. El método preveía que en el estudio de las antiguas culturas nativas se partiera de realidades etnográficas e históricas conocidas, para luego remontar, a través de la estratigrafía y/o la seriación, progresivamente hacia atrás en el tiempo hasta las épocas más antiguas. Siguiendo este orden, Strong pudo reconstruir con un alto grado de precisión la historia cultural de los nativos de las Grandes Llanuras. La etnohistoria como subconjunto disciplinario entre historia, etnografía y arqueología El direct historical approach, así como el procedimiento “regresivo” de Bandelier y el método interdisciplinario propuesto por Wissler presuponían evidentemente un alto grado de conformidad entre los rasgos de las culturas tradicionales, históricas, protohistóricas y prehistóricas de una determinada área. Y, de hecho, la continuidad cultural representa una de las premisas implícitas, cuando no un verdadero axioma, de la etnohistoria entendida como un acercamiento multi e interdisciplinario que combina y coteja fuentes documentales, orales y arqueológicas con el fin de individuar los caracteres específicos y reconstruir los procesos de reproducción y desarrollo de formaciones histórico-sociales y culturales de larga duración. Esto explica, por lo menos en parte, el porqué del gran desarrollo y difusión de los estudios etnohistóricos en México y Perú, países en donde en la antigüedad hubieron sociedades altamente organizadas y complejas, que han dejado un sinnúmero de importantes testimonios arqueológicos y cuyos descendientes siguen viviendo en los mismos territorios, hablando los mismos idiomas y manteniendo, por lo menos en parte, formas de vida y pensamiento tradicionales. Emblemático, al respecto, resulta lo expresado por uno de los más eminentes estudiosos peruanos del mundo andino, Franklin Pease, quien en un artículo de la década de 1970 escribía que la etnohistoria, en cuanto terreno de encuentro de disciplinas afines -historia, arqueología y etnología-, representaba el instrumento por excelencia para comprender la historia andina como una continuidad espacial y temporal que rebasa las fronteras coloniales y nacionales; que se refiere a un mundo que tiene una experiencia de milenios, manifestada -por ejemplo- en los criterios de acceso a la tierra y la utilización simultánea de diversos pisos ecológicos; que mantiene y elabora de nuevo cada vez su experiencia creadora para intentar un acercamiento a aquellas categorías que presidieron la 66 Marco Curátola Petrocchi vida material y la ideología de las sociedades andinas antes y después de la invasión del siglo XVI, y que son vigentes todavía en nuestros días, aun en las ciudades. (Pease 1976-1977: 217-218) Además, hay que señalar cómo la misma presencia en Mesoamérica y en los Andes de formaciones políticas y económicas autóctonas muy desarrolladas hizo que los españoles establecieran en esas regiones, desde los primeros años de la invasión, sus mayores centros de dominación colonial, se empeñaran en conocer a fondo los pueblos que allí vivían y tuvieran con ellos una intensa y prolongada interacción. Esto llevó a que, con relación a dichos pueblos, se fuera paulatinamente acumulando una enorme cantidad de material escrito -crónicas, memoriales, informes administrativos y expedientes judiciales- muy superior a la de cualquier otra población indígena del Nuevo Mundo. Definitivamente, la existencia de esta copiosa documentación colonial, con múltiples e importantes referencias a hechos y acontecimientos del pasado prehispánico, en conjunción con la presencia de un riquísimo patrimonio arqueológico, con una impresionante cantidad de vestigios arquitectónico-monumentales, a menudo teatro de eventos de la época prehispánica recordados o sencillamente aludidos en las tradiciones orales y las fuentes documentales, así como la pervivencia en el seno a las poblaciones indígenas y campesinas de los modernos estados nacionales de múltiples rasgos y manifestaciones culturales descritos en los testimonios escritos de los siglos XVI y XVII han sido factores determinantes para el desarrollo de la etnohistoria como un “subconjunto disciplinario” entre historia, etnografía y arqueología, cuya naturaleza y orientación interdisciplinaria resulta particularmente apta para el estudio de historias culturales de larga duración. La etnohistoria como historia de las sociedades colonizadas por los europeos Pero, ¿por qué la etnohistoria se aplica solo al estudio del pasado de poblaciones indígenas? Un motivo aparentemente razonable -pero a todas luces forzado- podría ser que la civilización industrial ha representado un verdadero punto de quiebre respecto de toda formación socio-cultural anterior y que, por lo tanto, en ausencia de testimonios y verificaciones de carácter etnográfico y de cualquier continuidad cultural con el presente, la etnohistoria no sería aplicable al estudio de la historia cultural europea y occidental en general. En realidad, el motivo es fundamentalmente otro y se remonta al mismo contexto histórico en el cual se ha ido desarrollando la disciplina. En efecto, al margen de consideraciones de orden heurístico y epistemológico, Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 67 el término compuesto “etno-historia” tiene también la sencilla acepción de historia de grupos étnicos o, como lo expresó sin tapujos el eminente mexicanista Charles Gibson (1962: 279), historia de los indios. No cabe duda de que el origen de esta acepción se halla en la ideología evolucionista, racista y colonialista de la segunda mitad del siglo XIX e inicios del XX, cuando la antropología se afirmó como la ciencia dedicada al estudio de los pueblos “salvajes”, “primitivos”, “arcaicos”, como en ese entonces eran llamados -y considerados- en forma indiscriminada todos los pueblos extraeuropeos de África, América y Oceanía colonizados por las grandes potencias europeas, primera entre todas la Inglaterra victoriana. Estos pueblos eran considerados ahistóricos, “sin historia”, porque se los juzgaba intrínsecamente incapaces, por su misma naturaleza, de todo desarrollo y evolución o, sencillamente, porque eran “iletrados”, “sin escritura”, esto es, faltos de un medio como la escritura alfabética que les permitiera la conservación de la memoria, la elaboración de un pensamiento reflexivo y la adquisición de alguna forma de autoconciencia y conciencia histórica. En cambio, para el estudio de las desarrolladas y complejas sociedades europeo-occidentales y su historia había disciplinas como la arqueología, la historia, la sociología; y para el de los sectores internos más tradicionales -y subalternos- de esas mismas sociedades, el folclor. Sin embargo, en el transcurso del siglo XX los antropólogos americanos fueron progresivamente tomando conciencia de que los pueblos indígenas sí tenían historia y, contextualmente, se dieron cuenta de que, en siglos de presencia europea en el Nuevo Mundo, se había ido acumulando una cuantiosa documentación escrita relativa a su pasado. Así, muchos de ellos decidieron adentrarse en el terreno incógnito de los archivos para reconstruir el pasado colonial y precolonial de las mismas poblaciones que hasta ese entonces habían estudiado solo en forma sincrónica, a través del trabajo de campo. A partir de la década de 1950, el estudio de la historia de los pueblos indígenas, llevado a cabo fundamentalmente por antropólogos -que por su misma (de)formación profesional recurrieron con sistematicidad no solo a fuentes documentales sino a las tradiciones orales y a la cultura material- se intensificó y adquirió el estatus de disciplina académica, tanto en los Estados Unidos, como en México y Perú, con el nombre de etnohistoria. Por ser esta una disciplina practicada, por lo menos en sus primeras fases de desarrollo académico, fundamentalmente por antropólogos, y por concernir -por tanto- exclusivamente a las poblaciones por ellos estudiadas, hacia 1960 William Sturtevant (1966: 6) llegó a definir a la etnohistoria como “el estudio de la historia de los pueblos normalmente estudiados por los an Para una reseña sintética sobre el desarrollo de la etnohistoria en el siglo XX véase Krech (1991: 347-348 y 1996: 423-424). 68 Marco Curátola Petrocchi tropólogos”; una definición, esta, de hecho bastante vaga y tautológica pero que tenía el mérito de obviar la de “historia de los indios”, tan eurocéntrica y tan poco acorde al sentir de la época de descolonización que siguió a la Segunda Guerra Mundial. De todas maneras, hay que acotar que la etnohistoria, en su acepción de “historia de los indios”, no puede ser considerada -y liquidada- sencillamente como un sector disciplinar anacrónico, derivado de obsoletas y artificiosas clasificaciones disciplinares decimonónicas. En efecto, precisamente en cuanto historia de los grupos étnicos, “la etnohistoria -como observó con agudeza hace unos años Pablo Macera (1977: LII)- supone el hecho colonial”, a saber, que tiene como objeto el estudio de los “pueblos colonizados” -reducidos a “indios” por los colonizadores- y como punto de referencia implícito o explícito de su horizonte cognitivo el momento de la invasión europea. Así entendida, la etnohistoria se configura como un campo temático, a la vez que un campo disciplinar -historiográfico y antropológico- específico y definido, fundamentalmente volcado a la reconstrucción (1) de los caracteres socioculturales y la situación de los grupos étnicos al momento de los primeros contactos con el mundo occidental, así como (2) de los procesos de cambio desencadenados en dicho grupos por la dominación colonial y (3) de las interacciones y articulaciones de estos con la sociedad hegemónica a lo largo del tiempo. La etnohistoria como etnografía histórica Estos últimos dos campos de investigación (puntos 2 y 3), que hoy podrían ser encuadrados en la nebulosa de los así llamados “estudios coloniales”, pueden ser vistos como una derivación-evolución de los tradicionales estudios antropológicos de aculturación de las décadas de 1930 y 1940, al punto que Bruce Trigger (1986: 257) llegó a decir, quizás en forma demasiado esquemática, que “el estudio de la aculturación fue transformado en etnohistoria”. En cuanto al estudio de las formas de organización y los rasgos culturales de las sociedades nativas al momento de la llegada de los europeos (punto 1), este se configura como una verdadera “etnografía histórica” (cf. Krech 1991: 348; 1996: 424). En efecto, consiste en la reconstrucción de los diferentes aspectos da la vida sociocultural de un determinado pueblo en un específico momento de su pasado, fundamentalmente a través del análisis de documentos escritos. Es posiblemente en este enfoque que pensaba el etnohistoriador chileno Jorge Hidalgo (2004: 655) cuando definió la etnohistoria como “una corriente historiográfica que trabaja con documentos históricos escritos, con el marco teórico y las preguntas del antropólogo”. De todas maneras, excelentes ejemplos de Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 69 esta etnohistoria/ etnografía histórica en el campo de los estudios andinos son el clásico ensayo “Inca Culture at the Time of the Spanish Conquest” que John H. Rowe publicara en 1946 en el Handbook of South American Indians, la tesis de doctorado titulada The Economic Organization of the Inca State, que John V. Murra sustentara en 1955 y publicara, en castellano, en 1978, y la monografía de Tom Zuidema sobre el sistema de los ceques del Cuzco, que apareció en 1964 en la colección International Archives of Ethnography, de la Universidad de Leiden. Dichos trabajos representan verdaderos estudios de antropología cultural, antropología social y antropología estructural respectivamente, pero basados en datos sacados de las crónicas de los siglos XVI y XVII, en lugar de informaciones recolectadas directamente sobre el terreno. En todo caso, habría que preguntarse si desde el punto de vista epistemológico existe realmente una diferencia sustancial, cualitativa, entre la utilización hoy en día de las informaciones levantadas en los Andes en el siglo XVI por cronistas muy bien documentados como Juan de Betanzos (1551-1557) y Polo de Ondegardo (1571) o en México por ese extraordinario protoetnógrafo que fue fray Bernardino de Sahagún (1590), y el uso de las observaciones etnográficas recogidas a inicios del siglo XX en las islas Trobriand por Bronislaw Malinowski, el padre de la antropología social británica, o en la Costa Noroeste de Norteamérica por Franz Boas, fundador de la antropología cultural norteamericana. Es significativo, al respecto, que Sabine MacCormack (1999) haya titulado “Ethnography in South America: the first two hundred years”, su ensayo de introducción al volumen de The Cambridge History of the Natives Peoples of the Americas, dedicado precisamente a las poblaciones indígenas de Sudamérica. En dicho ensayo, la autora traza una panorámica de las más representativas fuentes históricas de los siglos XVI y XVII relativas a las sociedades indígenas de América del Sur, reconociendo explícitamente, desde el propio título, no solo el valor etnográfico sino la misma naturaleza etnográfica de la documentación examinada. La etnohistoria como etno-etnohistoria Es igualmente significativo que el mencionado texto de MacCormack esté acompañado por otro ensayo introductorio, titulado “Testimonies: the Making and Reading of Native South American Historical Sources”, en el cual Frank Salomon (1999) reseña los textos coloniales escritos por indígenas, como por ejemplo el Manuscrito quechua de Huarochirí (ca. 1608; Taylor 1987), obra de un curaca de la etnia checa, de la sierra de Lima, y El primer nueva corónica y buen gobierno (1615) de Felipe Guaman Poma de Ayala, así como las principales crónicas y relaciones españolas que explícita 70 Marco Curátola Petrocchi o implícitamente encierran en sus páginas memorias, historias y testimonios nativos. La recuperación e interpretación de estas “voces” autóctonas -operación que requiere un trabajo de exégesis particularmente cuidadoso de los documentos, incluido su análisis linguístico- permite una aproximación al modo en que los indígenas vivieron y concibieron determinados momentos y eventos de su historia, o, por lo menos, al modo en que esos mismos fueron construyendo su discurso histórico sobre dichos acontecimientos, así como sus concepciones del tiempo y de la misma historia. Evidentemente se trata de una tarea extremadamente compleja y delicada que demanda tomar en cuidadosa cuenta el entero sistema de creencias y representaciones colectivas del pueblo estudiado, tal cual se encuentra inscrito y expresado, incluso antes que en textos escritos, en las tradiciones orales, en los rituales, en el paisaje sagrado, en las expresiones artísticas y en toda otra manifestación cultural. Este acercamiento, fundamentalmente centrado en la búsqueda de “la concepción del pasado compartida por los portadores de una determinada cultura” (Sturtevant 1964: 100, cfr. Krech 1991: 361), es el que ha sido seguido por estudiosos como Miguel León Portilla (1959) y Nathan Wachtel (1971), con sus famosas “visiones de los vencidos”, y que ha sido llamado también folk history (“historia popular”, Hudson 1966) y etno-etnohistoria (Fogelson 1974, 1989: 134). Aunque la locución “etno-etnohistoria” suene redundante y cacofónica, expresa en forma contundente esta acepción de la etnohistoria, entendida como disciplina antropológica volcada a la reconstrucción y comprensión de sucesos, situaciones y procesos históricos a partir del análisis del patrimonio de conocimientos y experiencias, del sistema de pensamiento y de los procesos lógico-empíricos que condicionaron y definieron la acción de los agentes sociales involucrados. Se trata, en última instancia, de la búsqueda del punto de vista de los indígenas sobre su pasado, su ser y estar en el mundo y su futuro, como clave para entender la lógica profunda de los acontecimientos y su dinámica. Y no cabe duda de que, para alcanzar este objetivo en el estudio histórico de poblaciones tradicionalmente o mayoritariamente ágrafas, las tradiciones orales constituyen una fuente primordial en muchos casos única e insustituible. La etnohistoria como historia oral De hecho, por lo menos en sus primeros desarrollos, la “etnohistoria” se diferenció netamente de la historiografía tradicional -en ese momento todavía profundamente permeada por el prejuicio de que allí donde no hay documentos escritos no puede haber verdadera “Historia” (Rigoli 1980: 273)- precisamente por la utilización, en la reconstrucción del pasado de las poblaciones Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 71 estudiadas, de testimonios recogidos en el campo directamente de boca de la gente. En efecto, para intentar recuperar la historia, por lo menos la más reciente, de los pueblos nativos de Norteamérica, África y Oceanía, los investigadores se vieron en muchos casos obligados, por la ausencia total o parcial de documentación escrita, a recurrir prioritariamente a las tradiciones orales -esto es a los conocimientos de hechos y situaciones del pasado transmitidos de una generación a otra mediante la palabra- así como a los recuerdos de experiencias de vida de los individuos. En el estudio de diversas sociedades tradicionales estratificadas con organización política centralizada, como ciertas monarquías africanas y hawaianas, el trabajo de estos investigadores se vio, de alguna manera, facilitado por la existencia de historias dinásticas, a menudo muy detalladas, cuya elaboración, memorización y transmisión estaba confiada a determinadas categorías de especialistas. Sin embargo, como ha sido oportunamente señalado por el antropólogo e historiador belga Jan Vansina en su clásico trabajo De la tradition orale. Essay de méthode historique (1961), informaciones parciales sobre el pasado de un grupo pueden hallarse también en toda otra manifestación de la tradición oral, desde los mitos y los cuentos hasta los cantos y las poesías, desde las fórmulas religiosas y las adivinanzas hasta las mismas denominaciones de personas y lugares. Definitivamente, la tradición oral desde los orígenes ha representado un componente medular de la etnohistoria, sea como posible fuente de informaciones sobre el pasado más o menos reciente de un determinado grupo ágrafo o como medio imprescindible y privilegiado para acceder a la visión de sus miembros sobre su propia historia individual y colectiva. Por eso, en Francia e Inglaterra la disciplina que se ocupa de la reconstrucción de la historia de los “pueblos y grupos sociales sin escritura”, esto es la etnohistoria, es comúnmente llamada historia oral. Paradójicamente, es posible que las academias de dichos países se hayan inclinado por esta denominación en el inconsciente intento de eludir la memoria -y exorcizar la responsabilidad- de ese trágico pasado colonialista que el término etnohistoria, en tanto historia de las sociedades colonizadas por los europeos, encierra y evoca. Sin embargo, el que entre los diversos posibles sinónimos del término “etnohistoria” se haya elegido el de historia oral, expresa con claridad la importancia cardinal atribuida a este tipo de fuente en el particular campo de estudios histórico-antropológicos del cual nos estamos ocupando. Aún en el caso de la etnohistoria andina -que cuenta con un consistente acervo de fuentes documentales, producto de cinco siglos de interacción de los pueblos autóctonos con el Estado colonial español, antes, y los Estados republicanos, después- una buena parte de su información de base proviene de la tradición oral. De hecho, textos fundamentales sobre los que se basan nuestros conocimientos de la sociedad y la historia inca y de los caracteres 72 Marco Curátola Petrocchi “originales” de la cultura andina, como las crónicas de Juan de Betanzos (1551), Pedro de Cieza de León (1553) y Cristóbal de Molina (1575), la Relación de Chincha de Cristóbal de Castro y Diego de Ortega Morejón (1558) o los informes de Polo de Ondegardo (1561,1571), se basan esencialmente en un atento registro tanto de tradiciones de carácter colectivo transmitidas verbalmente, a menudo con el auxilio de técnicas mnemónicas o instrumentos mnemotécnicos, de una generación a otra, como de los recuerdos personales del tiempo del Tahuantinsuyu de ancianos informantes. Asimismo, no cabe duda de que crónicas indígenas como las de Joan de Santa Cruz Pachacuti Yamqui (1613) y Felipe Guaman Poma de Ayala (1615) se fundan parcial o totalmente en relatos escuchados por sus autores en su entorno familiar y social, para no hablar del Manuscrito de Huarochirí, extraordinaria compilación de los mitos y cuentos de los checas que representa la más importante fuente existente para el estudio del sistema de creencias y representaciones colectivas de los pueblos andinos al tiempo de la llegada de los españoles (Taylor 1987). Por otro lado, la etnohistoria andina se ha alimentado constantemente también de las tradiciones orales acopiadas por los antropólogos sobre el terreno. Basta pensar en el impacto tenido en los estudios de los años de 1970 y 1980 por los mitos de Inkarrí (Ossio 1973) o en la importancia que se le atribuyen a los cuentos, las narrativas y la memoria oral en más recientes trabajos etnohistóricos como Le retour des ancêtres de Nathan Wachtel (1990) y Pathways of Memory and Power de Thomas Abercrombie (1998). Conclusiones Del conjunto de los cinco posibles significados del término “etnohistoria” que hemos venido evidenciando, se deriva que esta es una disciplina que, utilizando esencialmente fuentes documentales y tradiciones orales, está volcada a la reconstrucción tanto de los caracteres originales como de los procesos de reproducción y transformación a lo largo del tiempo de las sociedades tradicionales colonizadas por los europeos, con particular interés en su memoria histórica y su propia visión del pasado. Surgida en estrecha relación con la arqueología, que continúa siendo para ella un referente privilegiado (cfr. Spore 1980; Knapp 1992), la etnohistoria tiene, sobre todo en las Américas, una larga y consolidada tradición de estudios, la cual, aun con la extremada variedad de los aportes, se caracteriza -como hemos visto- por tener un campo de investigación específico, un enfoque fundamentalmente antropológico, una orientación metodológica marcadamente historicista y estrategias de investigación eclécticas e interdisciplinarias. De hecho, la et- Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 73 nohistoria ha contribuido al conocimiento de la historia cultural y social de los pueblos originarios de América a partir del siglo XVI más que cualquier otra disciplina y, por esto, no extraña que Hugo Nutini haya llegado a considerarla como “acaso […] la contribución […] más incomparable del Nuevo Mundo a la antropología general” (Nutini 2001: 52). Por supuesto, es posible usar otra denominación en lugar de “etnohistoria”, quizás un poco demodée, pero, a la fecha, ninguna de las que han sido propuestas como sus sustitutas nos parece más apropiada para definir el particular campo/tradición de estudios que hemos venido hasta aquí examinando y que los cinco sentidos del término “etnohistoria” circunscriben con mucha precisión. Bibliografía Abercrombie, Thomas A. 1998. Pathways of Memory and Power: Ethnography and History among an Andean People. Madison, University of Wisconsin Press. Baerreis, David A. 1961. The Ethnohistoric Approach and Archaeology. Ethnohistory 8 (1): 49-77. Bandelier, Adolph F. 1910. The Islands of Titicaca and Koati. New York, The Hispanic Society of America. Betanzos, Juan de [1551-1557] 1987 Suma y narración de los Incas. Madrid, Ediciones Atlas. (Ed. María del Carmen Martín Rubio). Brunschwig, Henry 1965. Un faux problème: l’Ethohistoire. Annales. Économies, Sociétés, Civilisations 20 (2): 291-300. 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Fradkin* Universidad Nacional de Luján, Universidad de Buenos Aires LA HISTORIA, LA ANTROPOLOGÍA Y LAS POSIBILIDADES DE UNA HISTORIA DE LA POLÍTICA POPULAR El texto que Ana María Lorandi pone en discusión plantea un conjunto de problemas cuyo tratamiento ameritaría un ensayo de una extensión y una densidad que no estoy en condiciones de afrontar. Prefiero, por tanto, circunscribir mi colaboración a solo dos de las cuestiones planteadas. Primero, aun cuando reconoce que la historiografía ha sido receptiva a las influencias de la antropología, la inquieta tanto el desinterés de los antropólogos para estudiar el pasado de sociedades complejas como el de los historiadores para reconocer abiertamente la importancia epistemológica de la antropología en sus cambios de paradigmas. Segundo, advierte cómo las perspectivas antropológicas ayudaron a afrontar la historia de la agencia colectiva indígena y cómo sólo en los últimos años también comienza a influir en el estudio de otros grupos subalternos. Me atendré a ambas cuestiones y las consideraré a partir de las evidencias suministradas por los estudios dedicados a analizar la historia de las clases populares en los territorios que habrían de formar parte de la República Argentina, durante el período colonial y el siglo XIX. Creo oportuno recordar que las relaciones entre historia y antropología no han dejado de reformularse a lo largo del siglo XX y que se han desenvuelto dentro de un campo de fuerzas más vasto y, a la vez, han estado signadas por estilos y tradiciones nacionales. Dicho de otro modo, esas relaciones siempre han sido entre muchos más que dos. En forma harto simplificada podría decirse que si hace un siglo el territorio, por excelencia, de la innovación historiográfica podía situarse en el cruce de la historia con la sociología y la geografía, ello no impedía que se produjeran innovadores préstamos desde la antropología. En este sentido, la trayectoria de la primera generación de los Annales es tan emblemática como conocida y permite advertir que la * E-nmail: [email protected] 80 Raúl O. Fradkin cuestión no puede plantearse tanto como relaciones entre las dos disciplinas sino entre modos muy peculiares de practicar una u otra. De alguna manera, ese tipo de situaciones se repitió posteriormente y hace medio siglo podía reconocerse un claro epicentro de innovación situado en el cruce de la historia con la economía aunque también había fértiles entrelazamientos con la antropología: quizás nada lo ejemplifique mejor que la centralidad que adquirieron por entonces los estudios sobre el campesinado y la economía campesina. Es claro también que desde entonces buena parte de la innovación historiográfica se ha producido a partir de una relación particularmente intensa con la antropología, como lo puso de manifiesto en su momento la microhistoria italiana; sin embargo, las mismas corrientes historiográficas que se abrían entusiasmadamente hacia la antropología hacían uso intenso -también- de nociones y enfoques provenientes de otras disciplinas sociales, como lo corroboran los múltiples usos de Elias, Bourdieu o Foucault. Lo dicho alcanza para subrayar que las recepciones historiográficas estuvieron -y están- enmarcadas y filtradas por la influencia de teorías sociales que hicieron posible la circulación interdisciplinar y, de alguna manera, determinaron sus usos. Sin embargo, no puede eludirse señalar que la historiografía se ha demostrado más proclive a incluir entre sus prácticas modos de trabajo antropológicos y etnográficos que los antropólogos a adoptar los de los historiadores. Ello parece explicarse tanto por algunas de las cuestiones que señala Lorandi como porque la historia es una disciplina más “blanda” epistemológicamente y tiende a emplear herramientas intelectuales híbridas y pocas veces sistemáticas. Me atrevería a decir que lo que define a la historia es más un conjunto de prácticas y reflexiones que una epistemología específica, y que pese a su notable profesionalización no termina de perder su condición de artesanía intelectual. Ello, por supuesto, tiene sus problemas pero no ha dejado también de ofrecer algunas ventajas. Ahora bien, los préstamos, interacciones y recepciones se produjeron en coyunturas determinadas las cuales parecen haberse definido por las coordenadas de las sucesivas modas internacionales -que delinearon el orden de la legitimidad- y las que prefiguran las tradiciones nacionales -que no dejaron de tener incidencia en las recepciones y apropiaciones historiográficas. Quizás no haya ejemplo más claro al respecto que la trayectoria de lo que genéricamente se dio en llamar “historia desde abajo”; esa corriente historiográfica debió mucho a la antropología pero sería exagerado atribuirla exclusivamente a ella; así, en el emblemático caso británico es claro que le debió tanto o más a Gramsci, y a la propia tradición cultural británica, que a una determinada escuela antropológica aunque su incidencia haya sido notablemente fructífera. Para decirlo con las palabras de Thompson: Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 81 el estímulo antropológico no surte su efecto en la construcción de modelos, sino en la localización de nuevos problemas, en la percepción de problemas antiguos con ojos nuevos, en el énfasis sobre normas o sistemas de valores y rituales, en la atención a las funciones expresivas de las diversas formas de motín y revuelta, y en las expresiones simbólicas de la autoridad, el control y la hegemonía” (Thompson 1989: 82). La cita, entonces, permite advertir cuál ha sido el modo principal de influencia de la antropología sobre la historiografía de las últimas décadas y su incidencia en la renovación y ampliación de los territorios de la historia social. ¿Es esto válido para la Argentina y, en particular, para las historias de las clases populares coloniales y post-coloniales? La cuestión ameritaría una investigación específica pero provisoriamente es posible adelantar alguna conjetura. Como hemos anotado en otra ocasión, la historiografía argentina tardó en ocuparse sistemáticamente de la historia de las clases populares y, en especial, le resultó particularmente dificultoso abordar sus intervenciones en las luchas políticas, aun en la misma coyuntura revolucionaria (Fradkin 2008). Sin embargo, un campo de estudios al respecto pudo comenzar a formarse en la convulsionada Argentina de la década de 1960 y 1970 temprana dado que era desde donde se producía la difusión en lengua castellana de algunos de los mejores textos de historia popular británicos y franceses, así como era escenario de la difusión y la reproducción creativa del pensamiento de Antonio Gramsci. Sin embargo, la historiografía colonial no siguió ese rumbo y por varios motivos; entre otros, por la influencia que al mismo tiempo cobraba tanto el estructuralismo y la historiografía de la segunda generación de los Annales, los cuales fueron inseparables del papel innovador que tuvo en nuestro ámbito la historia económica y social. A juzgar por sus contribuciones posteriores, los historiadores que se movían por entonces en ese ambiente se orientaron hacia una historia colonial que ponía un privilegiado foco de atención en las condiciones materiales de existencia del mundo campesino pero no convertirían, al menos por el momento, a la acción histórica de las clases subalternas en su principal centro de interés. De esta manera, pese a haber tenido una recepción temprana en nuestro país, la llamada “historia desde abajo” tuvo en nuestra historiografía una influencia limitada; y una consecuencia parece haber sido que ese modo de hacer historia económica y social se desarrollara lo más alejada posible de la historia política aunque abrió una fructífera senda para enriquecer notablemente el conocimiento histórico disponible sobre las clases populares. Pese a ello, fue esa misma orientación historiográfica la que de alguna manera creó las condiciones propicias para que en los últimos años comenzaran a multiplicarse diversos 82 Raúl O. Fradkin estudios históricos de las clases subalternas del período colonial y del siglo XIX y también de sus intervenciones políticas. La cuestión que, entonces, puede plantearse es doble: ¿hasta qué punto ese nuevo panorama se debe a influencias de la antropología?; y ¿qué posibilidades podría ofrecer una interacción más estrecha y fluida entre historiadores y antropólogos para desarrollar este campo de estudios? Creo que este contexto permite evaluar mejor las relaciones establecidas entre antropología e historia en torno a estas cuestiones. A fuerza de ser breve pueden reconocerse que esas relaciones se estructuraron a través de dos formas principales: por un lado, dieron lugar a la configuración de un campo específico estructurado en torno a ciertos temas y modos de trabajo dotado de una lógica propia de desarrollo y sus propias instancias institucionales; por otro, mediante un modo más difuso caracterizado por la incorporación selectiva -y muy flexible, por cierto- por parte de los historiadores de temas, problemas, enfoques, conceptos y métodos sugeridos por la antropología. La etnohistoria y la historia indígena ejemplifican la primera de estas formas. Se trata de un campo que bien podría describirse como una antropología historizada que cobró fuerte dinamismo desde la década de1980 viniendo a interpelar las visiones historiográficas y el sentido común que impregna el imaginario nacional -y el de los historiadores. Para la historia de las clases populares sus contribuciones han sido decisivas y puede reconocerse que se desarrollaron en torno a dos grandes campos temáticos. En primer lugar, la historia de los pueblos y grupos indígenas subordinados al orden colonial, muy concentrada inicialmente en el Tucumán colonial, permitió inscribir una vertiente de la historiografía argentina en el dinámico espacio de los estudios andinos y, más recientemente se ha extendido también hacia el universo guaraní del litoral. En segundo lugar, los estudios dedicados al heterogéneo conglomerado de grupos indígenas soberanos, aliados o amigos, concentrados en un principio en los territorios de Pampa y Patagonia abrió en nuestra historiografía una diálogo fructífero con la chilena y se extendió también hacia el Chaco así como hacia al universo de las múltiples relaciones fronterizas e inter-étnicas y han permitido demostrar fehacientemente la transformación de los grupos indígenas soberanos en actores claves de las luchas políticas de la sociedad hispano-criolla. A pesar de estos notables desarrollos puede decirse que una parte del ambiente historiográfico se ha demostrado bastante Una prueba de esta acumulación de conocimientos y maduración intelectual es la aparición reciente de un libro que puede dar cuenta y sintetizar las diversas historias de las clases populares, desde la conquista hasta fines del siglo XIX y abarcando el conjunto del territorio (Di Meglio 2012). Al respecto resulta particularmente iluminadora la relectura de Santamaría (1985). Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 83 reticente a tomar en cuenta los nuevos conocimientos producidos para revisar convicciones y modos de pensar muy arraigados (Mandrini 2007). Por eso, resulta particularmente interesante considerar el otro gran modo de relación entre antropología e historia. Aunque haya sido claramente más difuso y menos sistemático su incidencia es marcada en la historiografía reciente y, en general, puede decirse que se ha desarrollado de manera indirecta a través de determinadas mediaciones. Me refiero básicamente a que la influencia creciente de la antropología en nuestra historiografía no proviene tanto de los productos por ella misma generados, como de una historiografía internacional muy antropologizada en las últimas décadas. No creo que sea una característica específicamente argentina y sí que hace referencia al modo general de difusión de la innovación historiográfica: ella pareciera renovarse gracias a incentivos temáticos, teóricos y metodológicos de otras disciplinas pero se difunde, multiplica y legitima por medio de las obras producidas por historiadores consagrados. De suyo, este modo de diseminación de la antropología torna a la mayor parte de los historiadores poco proclives a la revisión explícita de sus paradigmas teóricos. El rastreo de estas influencias difusas pero evidentes sería interminable, alcanza con revisar el espectro de temas que hoy son habituales en la historiografía y hasta su mismo vocabulario. Me limitaré, entonces, a enumerar los campos temáticos abiertos y/o renovados por estas influencias vinculados a la historia de las clases populares. Por supuesto, un lugar de primer orden lo tienen los estudios históricos sobre familia, parentesco y estrategias matrimoniales. Sin embargo, la influencia antropológica ha sido mucho más abarcadora y se advierte también en la renovación de una historia rural que se ha incorporado a los estudios campesinistas latinoamericanos, abordando temas y problemas abundantemente tratados por la antropología; podría decirse que sus resultados fueron inicialmente recibidos por buena parte del campo historiográfico general con la misma reticencia que los que ofrecía la etnohistoria y, en buena medida, por motivos análogos (Fradkin 2006). De esta manera, por diferentes motivos y en base a distintos sustratos teóricos, la historia rural y la etnohistoria pampeana y chaqueña convergieron en redefinir completamente el uso de la noción de frontera y el modo de entender a los sujetos sociales implicados en las relaciones fronterizas. Por su parte, los estudios de demografía histórica vinieron a enriquecer sustancialmente el conocimiento disponible de las dinámicas y estructuras sociales adoptando enfoques microanalíticos que se demostraron muy potentes para develar rasgos opacos de los entramados sociales. Del mismo modo, la historiografía actual es muy proclive ahora a analizar las estrategias de los actores subalternos para disputar, negociar o amortiguar las exigencias del poder, una perspectiva que se debe en buena parte a la influencia de algunas 84 Raúl O. Fradkin formas de la historiografía norteamericana muy informadas de las discusiones antropológicas. A su vez, este tipo de enfoques ha servido para abordar las características de algunos grupos populares y sus prácticas, afrontar el análisis histórico de algunas formas culturales de notable arraigo y perduración y acercarnos a una comprensión más densa y compleja de una sociedad mestiza y multiétnica que había asistido tanto a la hispanización de los modos de vida indígena como la indianizaron del mundo cultural hispano-criollo, y a precisar las prácticas sociales, económicas y culturales no solo del mundo indígena sino del conjunto de las sociedades rurales. La lista podría ser mucho más amplia pero lo reseñado alcanza para poner de relieve la impronta de algunos modos de ver de la antropología que se han convertido en parte del sentido común de la historiografía. Las implicancias de estos desarrollos historiográficos todavía no han llegado a demostrarse por completo y quizás se deba a que todavía son vistos por parte del ambiente historiográfico como peculiares agregados que no fuerzan a modificar los relatos generales. Ello puede responder tanto a que esos relatos se resisten a replantear algunos de sus supuestos como a la dificultad de afrontar decididamente las implicancias de reconocer que se está estudiando la historia de una sociedad mestiza y multiétnica. Esa dificultad se advierte cuando se repasan algunos campos historiográficos que si bien se han renovado notablemente en los últimos años, replanteando muchos de los supuestos y convenciones que imperaban, han mostrado menos interés en focalizar su atención en el estudio de las clases populares y en abordar sus facetas y dimensiones étnicas. De este modo, los replanteos y las incisivas revisiones historiográficas acerca de la construcción de la nacionalidad, de las identidades políticas colectivas, de la ciudadanía o de la cultura política todavía no han afrontado decididamente las implicancias que estas evidencias pueden tener sobre sus argumentos. De la misma manera, las crecientes evidencias de activo protagonismo y de notable incidencia de grupos populares en las luchas y prácticas políticas no han derivado todavía en estudios precisos de las culturas políticas populares. Llegados a este punto, creo que puede plantearse un interrogante a cuya respuesta podría ayudar mucho la colaboración de antropólogos e historiadores: ¿habrá habido modos específicamente populares de entender, relacionarse con, e intervenir en lo político? Esa posibilidad merecería ser indagada y rastreada a pesar de la tremenda dificultad de observación documental que supone. Hacerlo supone trabajar con un concepto ampliado de lo político y, a la vez, descentrado de sus sedes habituales como se ha mostrado en otros contextos latinoamericanos. Desde mi punto de vista, esa posibilidad aparece sugerida cuando se visitan los aportes que al respecto se han realizado desde una sociología que ha hecho suya los métodos y enfoques de la etnografía Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 85 (Auyero 2001 y 2007). Traer a colación estas referencias vuelve a mostrar los modos indirectos de relación entre disciplinas y permiten registrar la existencia de prácticas, mediaciones, lógicas y quizás también tradiciones específicas de articulación de lo popular y lo político. Sin embargo, estos estudios contemporáneos no pueden dialogar fluidamente con la historia pues se carece de estudios de largo plazo al respecto. No me parece aventurado identificar en este nudo problemático una cuestión que invita y requiere la colaboración interdisciplinar, flexibilidad y creatividad para ensayar modos de aproximación y tareas colectivas: el rastreo, lo más preciso y pormenorizado posible, de la conformación de tradiciones políticas populares. Y ello parece claramente sugerido por algunas corrientes de la historiografía americanista que se han propuesto indagar la construcción histórica de los estados y sus relaciones con las clases populares poniendo el foco en sus experiencias, culturas y prácticas cotidianas de relación con los estados (Joseph y Nugent 2002). Necesariamente, ello invita y obliga a analizar los modos locales de construcción del poder y de la autoridad. Ana María Lorandi tuvo la excesiva gentileza de calificar mi pequeño libro como un ejemplo de “observación participante”. Esa calificación resulta excesiva porque advierte acerca de los límites infranqueables que enfrenta la omnipotencia del historiador y, por tanto, de los usos que darle a los enfoques etnográficos. Me parece oportuno retomarla pues me permite plantear que el rastreo de las tradiciones de la acción colectiva popular y de las culturas políticas que las sustentaron e informaron invita, si no es que obliga, a explorar las posibilidades de diversos métodos y enfoques. Allí intenté realizar una suerte de experimento que no privilegiara y no supusiera a priori un modo de aproximación como más conveniente sino que explorara diversas aproximaciones para evaluar sus posibilidades. Si como afirmaba Thompson “la historia es la disciplina del contexto y del proceso”, aquí parecen hallarse los alcances pero también los problemas del uso de los aportes de la antropología. Sin duda, la selección de espacios acotados para efectuar el tipo peculiar de observación que requiere la indagación de las acciones históricas de los sujetos populares -y, sobre todo, su comprensión- supone el empleo de recursos en cierto sentido análogos a los desarrollados por la antropología. Sin duda, también los enfoques “desde adentro” se muestran necesarios para develar los sentidos y los significados que esos sujetos asignaban a sus acciones y a los de otros actores. Pero me temo que se revelan insuficientes y de allí la necesidad de prestarle particular atención a los movimientos orgánicos de esa sociedad y a las formas que fue adoptando la acción colectiva popular de modo de poder pensarlas como parte de un repertorio que se fue estructurando dentro de un ciclo de movilización, y produciendo tradiciones que exceden cada experiencia singular (Traugot 2002). Desde esta perspectiva, los usos 86 Raúl O. Fradkin productivos y creativos que los historiadores podemos hacer de los recursos de la antropología se potencian si se combinan con los provistos por otras disciplinas y se adecúan a los atributos de esa materia prima que determina las posibilidades de ese peculiar trabajo artesanal que es el del historiador: la naturaleza y las características mismas de la evidencia documental. Como hemos planteado en otra oportunidad (Fradkin 2010) a propósito de los problemas que enfrenta el estudio de los actores sociales en el proceso revolucionario, consideramos que nuestra comprensión puede avanzar sustancialmente si procedemos a re-socializar el análisis de lo político y a anclar más firmemente el análisis de los debates y disputas políticas en el cuadro complejo y cambiante de múltiples tensiones sociales para poder advertir como ellas se canalizaron a través de las luchas políticas y como se fueron politizando. Pero la búsqueda de ese enraizamiento social de lo político no puede obviar la condición mestiza, multiétnica y plurilingüística de esta sociedad y supone la necesidad de afrontar una mayor etnificación de nuestro enfoque de lo social. Sin ello parece poco probable que podamos no solo comprender sino incluso identificar las formas que adoptó la política popular. Para esa tarea pareciera imprescindible que los historiadores obtengamos la colaboración de los antropólogos y, sobre todo, de antropólogos atentos al estudio del pasado de las sociedades complejas y sensibles al desafío inherente de todo análisis histórico, este es el de pensar y analizar sociedades en movimiento. Desde esta perspectiva será posible empezar a develar algunas cuestiones que aun no ha merecido la necesaria atención y que pueden ayudar a identificar y comprender los hilos que fueron entretejiendo la constitución de las clases populares. Me atrevo, entonces, a señalar algunos puntos que podrían focalizar esa atención compartida. En primer lugar, parece necesario avanzar más decididamente en el estudio de los modos en que durante el siglo XIX se produjo la “integración” de sujetos y grupos indígenas dentro de las plebes urbanas, los campesinados y las clases trabajadoras. En segundo lugar, habría que explorar las posibilidades de desarrollar estudios de tipo etnohistórico para grupos sociales no indios, pero también dotados de fuerte identidad étnica, así como las relaciones entre grupos populares indios y no indios. Uno y otro podrían habilitar un diálogo más intenso entre la etnohistoria y la historia social y quizás aportarían a una renovación sustantiva de ella. Pero, en tercer término, a pesar de que la etnohistoria ha demostrado las posibilidades que ofrece el uso de la antropología política todavía no han sido estudiadas las trayectorias, experiencias e intervenciones de los grupos indígenas sometidos a la sociedad hispano-criolla en sus luchas y en sus prácticas políticas decimonónicas; se trata, por cierto de un problema tremendamente elusivo y opaco a la observación histórica pero que nos ayu- Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 87 daría a enriquecer la renovada historia política rioplatense y sus modos de abordar la construcción de la ciudadanía y la representación. Por último, no puedo dejar de señalar un enorme campo de estudios que aun espera tanto un renovado aporte de los antropólogos y una atención mucho más decidida por parte de los historiadores: los materiales y evidencias reunidas por los estudiosos del folclore. Es probable que aquí pueda haber un hilo decisivo para identificar y reconstruir las formas de la memoria popular y sus modos y tradiciones mestizadas de comprender lo político así como de elaborar la experiencia histórica de su protagonismo durante el siglo XIX. Bibliografía Auyero Javier 2001. La política de los pobres. Las prácticas clientelistas del peronismo. Buenos Aires, Manantial. 2007. La zona gris. Violencia colectiva y política partidaria en la Argentina contemporánea. Buenos Aires, Siglo XXI. De la Fuente, Ariel 2007. Los hijos de Facundo. Caudillos y montoneras en la provincia de La Rioja durante el proceso de formación del estado nacional argentino (1853-1870). Buenos Aires, Prometeo Libros. Di Meglio, Gabriel 2012. Historia de las clases populares en la Argentina. Desde 1516 hasta 1880. Buenos Aires, Sudamericana. Fradkin, Raúl O. 2006. Caminos abiertos en la pampa. Dos décadas de renovación de la historia rural rioplatense desde mediados del siglo XVIII a mediados del XIX. En Gelman, J. (coord.); La Historia Económica Argentina en la Encrucijada. Balances y Perspectivas: 189-207. Buenos Aires, Prometeo Libros/ Asociación Argentina de Historia Económica. 2008. Introducción. ¿Y el pueblo dónde está? La dificultosa tarea de construir una historia popular de la revolución rioplatense. En Fradkin, Esa posibilidad aparece claramente sugerida por dos grandes libros, tanto el impecable análisis hecho por Adolfo Prieto (1988) del papel jugado por el criollismo en la nacionalización del universo popular inmigratorio como en el uso realizado por Ariel de la Fuente (2007) de la evidencia folclórica para replantear el estudio del caudillismo. 88 Raúl O. Fradkin R. (ed.); ¿Y el pueblo dónde está? Contribuciones para una historia popular de la revolución de independencia en el Río de la Plata: 9-26. Buenos Aires, Prometeo Libros. 2010. Los actores de la revolución y el orden social. Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani 33: 79-90. Joseph, Gilbert y Daniel Nugent 2002. Aspectos cotidianos de la formación del estado. La revolución y la negociación del mando en el México moderno. México, Ed. Era. Mandrini, Raúl 2007. La historiografía argentina, los pueblos originarios y la incomodidad de los historiadores. Quinto Sol 11: 19-38. Prieto, Adolfo 1988. El discurso criollista en la formación de la Argentina moderna, Buenos Aires, Sudamericana. Santamaría, Daniel J. 1985. La historia, la etnohistoria y una sugerencia de los antropólogos. Desarrollo Económico. Revista de Ciencias Sociales 25 (99): 475-462. Thompson, Edward P. 1989. Folklore, antropología e historia social. Historia Social 3: 81102. Traugot, Mark 2002. Protesta social. Repertorios y ciclos de acción colectiva. Barcelona, Hacer Editorial. Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 89 Sergio Serulnikov* Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Universidad de San Andrés REPRESENTACIONES, PRÁCTICAS, ACONTECIMIENTOS. APUNTES SOBRE LA HISTORIA POLÍTICA ANDINA Si se piensa en algunos de los más influyentes libros sobre el siglo XVIII en los Andes aparecidos en la década de 1980 surge de inmediato la clase de inquietudes históricas y sesgo teórico que los inspiraban. En mi lista -y hay muchas otras posibles- figuran Colonialism and Agrarian Transformation in Bolivia. Cochabamba, 1550-1900 de Brooke Larson; Estructura agraria y vida rural en una región andina: Ollantaytambo entre los siglos XVI y XIX de Luis Miguel Glave y María Isabel Remy; Un siglo de rebeliones anticoloniales. Perú y Bolivia 1700-1778 de Scarlett O’Phelan Godoy; Coacción y mercado. La minería de la plata en el Potosí colonial, 1692-1826 de Enrique Tandeter; Buscando a un Inca: identidad y utopía en los Andes de Alberto Flores Galindo y La utopía tupamarista de Jan Szemiński. Bastará revisar los índices de estas obras para advertir hasta qué punto las agendas de investigación estaban signadas por un marcado interés en las estructuras sociales, el largo plazo, la historia económica cuantitativa y los grandes sistemas de creencias culturales. Lo mismo ocurre si incluyéramos en el inventario importantes volúmenes colectivos, tales como La participación indígena en los mercados surandinos. Estrategias y reproducción social. Siglos XVI a XX (Olivia Harris, Brooke Larson y Enrique Tandeter); Resistance, Rebellion, and Consciousness in the Andean Peasant World, 18th to 20th Centuries (Steve Stern); Hacienda, comercio, fiscalidad y luchas sociales (Perú Colonial) (Javier Tord Nicolini y Carlos Lazo); o Essays on the Price History of Eighteenth-Century Latin America (Lyman Johnson y Enrique Tandeter). El estimulante texto de Ana María Lorandi viene a recordarnos cuánto han cambiado las cosas desde entonces. Partiendo de la relación entre historia y antropología, recorre un abanico de temas y problemas metodológicos que * Email: [email protected] 90 Sergio Serulnikov han ido ganando cada vez mayor preponderancia en la producción historiográfica reciente. Es el caso de la política, el acontecimiento, la narración y la vinculación entre lo local y lo global, entre la corta y larga duración. Se compartirá o no lo que sobre cada uno de estas cuestiones se dice pero difícilmente se pueda negar su relevancia para comprender el estado actual de los estudios andinos. Lorandi ha puesto el dedo la llaga -en varias de ellas en verdad. En este breve ensayo, me propongo retomar y ampliar algunas de las problemáticas planteadas, tomado como hilo conductor la historia política tardocolonial. Para los fines de este trabajo, dejaré de lado la voluminosa bibliografía sobre el período de la independencia y me centraré exclusivamente en el Alto y Bajo Perú. Sin pretensión alguna de representatividad, y a riesgo de parecer autorreferencial, haré especial hincapié en aquellos campos en los que se ha desenvuelto mi propia experiencia de investigación y, por lo tanto, conozco en mayor profundidad. *** La sociedad colonial hispanoamericana era una sociedad intensamente politizada. A diferencia de lo ocurrido en otras zonas del mundo bajo control europeo, o en muchas sociedades europeas de Antiguo Régimen, las relaciones personales de dependencia ocuparon un lugar secundario en México y los Andes centrales, las áreas nucleares del imperio español en América. La temprana derrota militar de los conquistadores y los encomenderos abortó para siempre el incipiente proceso de fragmentación señorial de la soberanía y conformación de una nobleza feudal americana. Las relaciones sociales, las exacciones económicas y las formas de ejercicio del poder pasaron a estar regidas o reguladas por la Corona. El orden jurídico resultante fue tradicional y pluralista. Tradicional porque reconocía a la tradición como derecho, en contraposición con órdenes jurídicos legales que identifican el derecho con la ley; y pluralista pues estaba integrado por múltiples conjuntos normativos propios de los cuerpos políticos que componían la monarquía (Garriga 2010: 62-63). Por cierto, desde la óptica de la historia política interesa menos el orden jurídico mismo que la hermenéutica social a la que dio lugar. Pues tanto la interpretación de la tradición como el alcance de los privilegios corporativos fueron un objeto de constante tensión y litigio. Para formularlo de otro modo, las aspiraciones de los grupos sociales tendían a encontrar en el derecho una inagotable fuente de legitimación. Y nunca faltaba quien los representase antes los tribunales: un variopinto grupo de abogados, escribas, defensores de naturales y pobres, letrados varios, estaban siempre dispuestos a ofrecer sus servicios puesto que se ganaban la vida con ello. El atributo primordial del gobierno era arbitrar entre estos reclamos. El ejercicio de la justicia conmutativa, dar a cada uno lo suyo, constituía el fundamento mismo del Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 91 poder. Como es sabido, no había distinción entre las funciones judiciales y las funciones legislativas o administrativas. Todos los que ocupaban posiciones de mando eran por definición “jueces”. El Rey, en tanto máximo dispensador de justicia, era el juez supremo, árbitro y garante último del sistema. La estructura institucional que se correspondía con este orden jurídico no era menos conducente a la conflictividad política. Una compleja y extensa red de magistraturas y autoridades estaba a cargo de velar por los derechos de los particulares y los intereses de la Corona. Sus jurisdicciones con frecuencia se superponían y, en cualquier caso, todas las decisiones eran apelables ante el Consejo de Indias y el Rey. Además, las funciones gubernativas estaban repartidas en dos tipos muy diferentes de entidades: la administración regia -los virreyes, las audiencias, los corregidores, los oficiales de la real hacienday los organismos de autogobierno de las corporaciones -los ayuntamientos municipales, las comunidades indígenas, las universidades, los gremios, los consulados de comercio. La multiplicidad, superposición, amplitud de funciones y distinta naturaleza representativa de las instituciones condujo a que las mismas sirvieran tanto como mecanismo de resolución de los conflictos sociales como blanco mismo del descontento (Guerra 1998). De hecho, cuando no eran el eje primario de las disputas, casi siempre lo terminaban siendo en algún punto de las mismas. En suma, la relación entre miembros de un mismo grupo social, entre distintos grupos sociales, entre grupos sociales e instituciones de gobierno, o entre estas últimas entre sí, todo remitía a un conjunto de deberes y derechos que llamaríamos, genérica y algo anacrónicamente, de orden público. En el imaginario político de la época, toda percibida afrenta a las prerrogativas de los individuos y las corporaciones constituía una afrenta a la santidad de la tradición y a la potestad del monarca pues era de éstos que aquellas prerrogativas en última instancia emanaban. Los conflictos sociales eran por necesidad asuntos de estado. Las disputas sociales, horizontales y verticales, tendían a transmutarse en luchas políticas; y las luchas políticas a traducirse en un flujo ascendente y descendente de apelaciones a la justicia regia. La política corría por el cuerpo social como la sangre corre por las venas. La sociedad colonial era una sociedad hiperpolitizada. ¿Qué significaba hacer política en esta sociedad?, ¿cómo se ejercía en la práctica el poder?, ¿de qué manera evolucionaron las concepciones de autoridad y los modos de acción colectiva?, ¿cómo era la política de las elites y cómo la de los grupos subalternos? y ¿cuándo y en qué medida la intervención de los distintos sectores sociales en la vida pública contribuyó a reproducir o a socavar las jerarquías estamentarias? Preguntas de este tipo han concitado la creciente atención de los historiadores. No es casual que, como bien sugiere Lorandi, el concepto de cultura política se haya ido constituyendo en una de las principales herramientas interpretativas. Pero con independencia de que 92 Sergio Serulnikov consideremos este enfoque productivo o fútil, original o redundante, -véase por ejemplo el debate entre Alan Knight (2007) y Nils Jacobsen que abre el citado volumen Cultura Política en los Andes (1750-1950), de Aljovín de Losada y Jacobsen (2007)- lo menos que puede decirse es que el análisis de los procesos políticos ha proclamado su autonomía relativa frente a la tradicional historia institucional y la más moderna historia socioeconómica. La política ha dejado de pertenecer al terreno de lo efímero y lo derivativo. La reconstrucción de prolongados procesos de negociación y conflicto en torno al ejercicio y/o los fundamentos del poder, en ámbitos regionales específicos entre sujetos políticos reales, ha recobrado su predicamento como objeto legítimo de estudio. Las consecuencias de esta reorientación son vastas y sus resultados pueden ser observados en múltiples áreas de la indagación histórica. *** El simbolismo político y las formas de representación es una de estas áreas. Los estudios sobre la administración americana y las políticas imperiales habían tendido a centrarse en los aspectos formales e instrumentales de la dominación colonial y el ejercicio del gobierno. Contábamos, por lo demás, con una ilustre tradición historiográfica sobre el pensamiento político hispano -una historia de las ideas que obras como las de Anthony Pagden (1990), David Brading (1991) o Francois-Xavier Guerra (1992) han contribuido mucho a revitalizar y renovar. Sin embargo, en los últimos años el foco de atención ha ido virando de los tratados filosóficos, los textos jurídicos o las estructuras institucionales a las prácticas representativas a través de las cuales las relaciones de poder político y social se despliegan y hacen visibles. Las dramatizaciones públicas de la majestad del Rey y de las preeminencias de los magistrados civiles, los ayuntamientos, el clero y la gente de honor nos ayudan a apreciar la puesta en escena de determinados imaginarios sociales y políticos. También nos permite historizarlos. Sabemos hoy que las representaciones del monarca o el lugar de los cabildos en el ceremonial cambiaron conforme se transformaron las concepciones del poder monárquico y del estatus de las posesiones de ultramar entre los Habsburgo y los Borbones. Así pues, los trabajos de David Cahill (1996), Carolyn Dean (1999), Esther Aillón Soria (2007), Eugenia Bridhikina (2007), Alejandra Osorio (2008), Sergio Serulnikov (2008a) y Charles Walker (2008) han indagado, para los casos de Chuquisaca, Potosí, Lima y Cuzco, las estructuras de significado de eventos tales como las celebraciones de entrada de los virreyes, los funerales regios, las funciones religiosas, las fiestas populares, Corpus Christi y otras Para una discusión teórico-metodológica sobre la relación entre historia política e historia socioeconómica en el contexto colonial tardío, véase por ejemplo Van Young (2006: 23-94). Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 93 ceremonias públicas. La retórica visual -las pinturas, los arcos triunfales, los escudos de armas, la vestimenta- y los rituales colectivos -las procesiones, las misas, las corridas de toros, las reuniones callejeras de los miembros de los gremios y el bajo pueblo- comunicaban ideas respecto a la civilización americana de un orden y eficacia muy diferente al de los tratados jurídicos y las doctrinas filosóficas. Expresaban, en modos que eran por todos reconocibles y en las que todos tomaban parte, la distancia que separaba al monarca de sus vasallos, a los gobernantes de los gobernados, a las elites españolas de las castas, a las ciudades capitales de las ciudades subordinadas. El antropólogo Claudio Lomnitz (1995) en un ensayo sobre México, ha resumido bien el sitio del ritual en este tipo de sociedades: ritual is a critical arena for the construction of pragmatic political accommodations where no open, dialogic, forms of communication and decision-making exist. In other words, there is an inverse correlation between the social importance of political ritual and that of the public sphere. Moreover, one could add a culturalist argument to this sociological one: once the Spaniards abandoned all serious attempts to truly convince and assimilate Indians to their society, certain aesthetic forms were developed (the “baroque sensibility”), and these became values that permeated the society deeply, affecting family relations, forms of etiquette, and other social forms in all social strata. Thus Mexican ritual and ritualism would have deep sociological and cultural roots (Lomnitz 1995: 32-33). Por otro lado, la centralidad que en la sociedad colonial adquirió la ostentación pública del estatus, los códigos de honor, las reglas de etiqueta o el protocolo ceremonial indujo a examinar las urbes indianas como manifestaciones miméticas e idiosincrásicas de las sociedades cortesanas europeas. Sin desestimar la influencia de la antropología política -pensemos por ejemplo en la recepción de Negara: The Theatre State in 19th Century Bali de Clifford Geertz (1980) u otros autores mencionados por Lorandi-, el examen del simbolismo y el ritual político se ha construido principalmente en diálogo con modelos históricos de análisis cultural como los de ángel Rama (1995) para las ciudades americanas, los de Antonio Maravall (2002) para la España del barroco, los de Edward Muir (1981) para la Italia renacentista o los de Norbert Elías (1982) o Peter Burke (1995) para la Francia moderna. No sólo las representaciones simbólicas sino también los conflictos políticos han concitado considerable atención. Se han realizado, por ejem Sobre México, véase Curcio-Nagy (2004) y Cañeque (2004). Una reconstrucción de la nobleza de Quito en la época colonial tardía en Büschges (2007). 94 Sergio Serulnikov plo, numerosas investigaciones sobre revueltas urbanas que van más allá de las presiones fiscales y las tensiones económicas detrás de los tumultos para adentrarse en la morfología de las acciones colectivas, las particulares historias locales de confrontación y la construcción de identidades sociales. ¿Prefiguran estos movimientos la crisis del orden establecido o sirvieron como mecanismos de expresión de demandas puntuales que acabaron siendo funcionales al régimen colonial? Para responder a estos interrogantes no basta con mirar a las muy estudiadas repercusiones de las luchas por el control de los recursos económicos y el ejercicio del poder entre la administración borbónica y la sociedad americana. Igual atención amerita, por ejemplo, la naturaleza de los vínculos del patriciado urbano con los sectores plebeyos. Ambos sectores, en variados grados y modalidades, estuvieron involucrados en los estallidos de violencia; en la mayoría de los casos, aunque no en todos, la solidaridad se quebró con el paso de los días. Trabajos recientes sobre Arequipa, Quito, Chuquisaca o La Paz procuran discernir en qué medida las protestas callejeras, por episódicas que fueran, contribuyeron a reforzar o desestabilizar las tradicionales jerarquías estamentarias (Cahill 1990; Chambers 1999; McFarlane 1990; Serulnikov 2009a y 2009b; Barragán 1995). ¿Son eventos típicos de sociedades de Antiguo Régimen o generan experiencias de movilización política plebeya, y de articulación de la política plebeya con la política en general, que a comienzos del siglo XIX, en un excepcional contexto de crisis –como fue el de la abdicación de los monarcas españoles tras la invasión napoleónica a la península- adquirirían inesperadas resonancias? En la misma dirección apunta el proceso de resignificación de antiguas categorías identitarias tales como peninsulares, criollos, vecinos o patricios; el posicionamiento de los ayuntamientos como canales de representación de los intereses de la sociedad local, no sólo organismos de administración municipal; o la reivindicación pública de la memoria histórica y las prerrogativas de las ciudades americanas en ostensible oposición a los esfuerzos de uniformización y centralización del poder en curso. *** Tal vez el campo que ha concentrado mayor número de investigaciones sea el de la historia política de los pueblos indígenas. Aunque gran parte del impulso, como es previsible, provino del intenso interés en los masivos levantamientos de 1780-1782, los estudios sobre las prácticas políticas indígenas anteriores y posteriores a la revolución tupamarista han probado ser no menos iluminadores. Sabíamos, gracias fundamentalmente a los esfuerzos de Scarlett O’Phelan Godoy (1988), que el siglo XVIII se había caracterizado por la proliferación de revueltas y motines rurales. El pormenorizado examen de estos y otros tipos de conflictos que no necesariamente incluyeron el uso de la violencia nos ha enseñado mucho acerca de la cultura política de los Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 95 Andes coloniales; pues los estallidos estuvieron lejos de ser expresiones aisladas y espontáneas de protesta y siguieron definidos repertorios de acción colectiva. En primer lugar, las comunidades indígenas tendían a pensar sus demandas en términos de derechos generales puesto que los habituales motivos de descontento no obedecían a abusos particulares sino a políticas estatales y tendencias socioeconómicas globales. Los percibían, y así lo era con frecuencia, como agravios comunes a todos. Por su parte, incluso los procesos de confrontación más acotados tendían a instigar su politización debido a que éstos los empujaban a interactuar con diversos organismos de gobierno -los corregidores, las audiencias, los ministros de la real hacienda, la Iglesia, los virreyes-, a contrastar las divergencias entre normas formales y poder real y a poner a prueba sus relaciones de fuerza con las elites rurales. Dicho de otro modo: no hubo revuelta comunal que no estuviera precedida de apelaciones legales y pocas apelaciones legales que no derivaran en el uso, abierto o solapado, de la violencia. Existieron, por último, un conjunto de mecanismos de sociabilidad -movimientos migratorios entre valles y tierras altas, la mita potosina, las reuniones colectivas en los pueblos rurales con motivo de la celebración de las fiestas católicas, la participación en los mercados urbanos y circuitos comerciales regionales, los frecuentes traslados a las ciudades con el fin de litigar a los grupos locales de poder- que favorecieron las vías de comunicación y, por ende, la propagación de las protestas de una comunidad a otra. Así pues, en los Andes el propio sistema colonial inhibió la conformación de una cosmovisión que fuera definida, para el caso de México y otras áreas hispanoamericanas, como campanillismo: “la tendencia de los campesinos a ver los horizontes sociales y políticos como algo que se extendía únicamente hasta donde podía observarse desde el campanario de la Iglesia” (Van Young 2006: 847). Para transformar las condiciones de vida en sus aldeas, los pueblos andinos estaban inexorablemente forzados a tratar con el mundo que los rodeaba. Lo nuevo que ocurrió en 1780 es que creyeron que había llegado el momento de transformar el mundo que los rodeaba. La recuperación de las historias locales condujo a una profundización del diálogo entre historia y antropología, un punto que Lorandi analiza bien en su ensayo. Así pues los estudios de mediana y larga duración de las comunidades indígenas del altiplano paceño, el norte de Potosí o las provincias de Paria y Porco, han revelado la inextricable asociación entre los cambios en los sistemas andinos de autoridad y los cambios en las estructuras étnicas. Mientras la proliferación de protestas contra los caciques a lo largo del Alto Sobre prácticas políticas indígenas en el siglo XVIII véase, entre otros, Salomón (1987); Salas i Vila (1996); Stavig (1999); Walker (1999); Thomson (2002); Choque Canqui (2003); Garrett (2005); Serulnikov (2006 y 2008b); Robins (2007); Salgado Gómez (2011). 96 Sergio Serulnikov Perú había tendido a ser atribuida a la sustitución de los caciques de sangre por caciques intrusos designados discrecionalmente por los corregidores, hoy aparece con claridad que este fenómeno resultó de mutaciones estructurales más profundas: procesos de fragmentación de grandes agrupaciones políticas indígenas, emergencia de novedosas formas de pertenencia étnica en torno a los pueblos de reducción y consolidación de nociones de legitimidad cacical que procuraron cerrar las brechas -más ostensibles conforme se fueron acentuado los procesos internos de diferenciación social- entre la racionalidad económica y la racionalidad política de los sistemas comunales de gobierno. Estas mutaciones nos ayudan a explicar por qué los caciques hereditarios, los descendientes de antiguas familias de señores andinos, terminaron convirtiéndose, antes y durante los levantamientos tupamaristas, en un blanco primordial de la violencia colectiva, tanto o más que los caciques impuestos por los funcionarios españoles. Lo cual remite a su vez a un fenómeno de gran significación en la posterior evolución de las organizaciones indígenas: los principios nobiliarios, hereditarios, de poder tendieron a ser sustituidos por otras concepciones de legitimidad. La historia política de los pueblos andinos -en este caso particular su relación con los jefes comunales y a través de ellos con la sociedad colonial en su conjunto- es inescindible del análisis de las formas de organización étnica, los modos de ocupación del espacio, las medios de acceso a los recursos económicos, los derechos de tenencia de la tierra, la relaciones de parentesco y otras problemáticas que han estado en el corazón de las preocupaciones de la antropología, así como de la disciplina que examina el pasado de estas sociedades con sensibilidad etnográfica, la etnohistoria. También 1780 ha comenzado a ser mirado desde otra perspectiva. Esto obedece, en parte, a un cambio general de perspectiva que Lorandi ha identificado muy bien: el acontecimiento, en tanto tal, ha recobrado una extraordinaria prominencia como categoría histórica. Las ciencias sociales han abandonado aquella actitud epistémica que el filósofo francés Alain Badiou (2003) resumió como la proclividad a arrojar el acontecimiento al reino de la “pura empiria de lo que adviene” y reservar las construcciones conceptuales al examen de las estructuras. Se trata de reconocer, por un lado, que las “coyunturas” poseen una “estructura”, parafraseando la expresión de Marshall Sahlins (1988) citada por Lorandi; pero también que la coyuntura, ciertas coyunturas, pueden engendrar por sí mismas realidades nuevas. En un sugerente ensayo sobre la toma de la Bastilla titulado Historical events as transformations of structures, William H. Sewell (1996) escribe que: Platt (1987); Rasnake (1988); Wachtel (1992 y 2001); Abercrombie (1998); Thomson (2002); Serulnikov (2006); Adrián (2010). Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 97 While the events are sometimes the culmination of processes long underway, events typically do more than carry out a rearrangement of practices made necessary by gradual and cumulative social change. Historical events tend to transform social relations in ways that could not be fully predicted from the gradual changes that may have made them possible (Sewell 1996: 843). En otras palabras, lo que distingue un acontecimiento de otro tipo de eventos no es sólo su escala y sus repercusiones sino el estar en exceso de las condiciones que lo producen. Este es el caso de la sublevación general andina. Las insurrecciones lideradas por los amarus y los kataris pusieron en juego las premisas simbólicas del colonialismo occidental en modos que no podían ser deducidos de las causas socioeconómicas del descontento o las concepciones ideológicas de sus protagonistas. Mientras, por ejemplo, criollos e indígenas podían compartir su desazón por la voracidad fiscal de la Corona -las numerosas protestas urbanas de la época o la “revolución de los comuneros” en Nueva Granada hablan por sí mismas- la solidaridad entre ambos sectores se hizo insostenible apenas se rompieron las formas de deferencia y sujeción social que por siglos habían regido la interacción cotidiana entre personas de origen hispánico y nativo. Basta leer las elocuentes páginas del estudio de Fernando Cajías de la Vega (2004-2005) sobre la suerte de la coalición entre grupos hispánicos e indígenas en Oruro, el único escenario insurreccional donde los criollos como grupo se pusieron al frente del levantamiento tupamarista, para advertir los alcances del cataclismo cultural que representó la irrupción de un movimiento de cientos de comunidades andinas encabezadas por un autoproclamado Inca rey. Los insurgentes a lo largo de los Andes pudieron legitimar el alzamiento predicando su lealtad a la Corona, exigiendo que se reconociesen sus tradicionales derechos corporativos, reafirmando sus creencias cristianas, elevando sus reclamos ante los tribunales coloniales o buscando asociar su causa con la causa de las elites criollas. Sin embargo, al desafiar de facto su lugar subordinado en el orden natural de las cosas terminaron por conmover las relaciones coloniales de poder sobre lo que todo ello se asentaba: el empleo de la diferencia cultural como significante de inferioridad racial y el de inferioridad racial como fundamento del derecho de dominación política. Nada de esto puede ser inferido de los motivos económicos o políticos del conflicto, ni de las proclamas y declaraciones de principios de sus actores. El acontecimiento expande los límites de lo pensable, se construye en los silencios de la representación, es contingente y proteico. *** Para concluir, acaso valga la pena apuntar que la construcción de esta nueva agenda de investigación no fue un hecho aislado ni el corolario natu- 98 Sergio Serulnikov ral de la evolución del conocimiento. Respondió, como en otras mutaciones de este tipo, a transformaciones más vastas en el clima de ideas de la época y en el propio campo historiográfico. Respecto a lo primero, recordemos solamente que hacia comienzos de la década de 1990 la combinación de la trágica experiencia de Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru en el Perú y la crisis general de los movimientos socialistas que siguió a la debacle de la Unión Soviética y los países del este europeo, acabó por alertar contra toda forma, cubierta o encubierta, de esencialismo étnicocultural, por un lado, y de reduccionismo economicista, por otro. Tanto los estudios asociados a la llamada “utopía andina” y al pensamiento mesiánico y milenarista, como la historia económica cuantitativa, comenzaron a perder impulso. En muchos casos, hay que decirlo, no sin sensible perjuicio para la expansión de nuestras posibilidades analíticas. Desde un punto de vista historiográfico, el florecimiento de la historia política -entendida en el sentido más abarcador del término- sirvió para canalizar influencias originadas en distintos puntos del arco de las ciencias sociales. Por un lado, para esta época se multiplicaron los estudios sobre la “economía moral” y los usos populares de la ley, los repertorios de acción colectiva y las formas cotidianas y subrepticias de resistencia a la autoridad de los grupos subalternos, los cuales se nutrieron, entre otros, de los muy consultados ensayos de E. P. Thompson (1975, 1979, 1991) sobre los sectores populares precapitalistas, la sociología histórica de Charles Tilly (1978, 1986) o los análisis de las comunidades campesinas contemporáneas de James C. Scott (1985, 1990). También las investigaciones de Ranahit Guha (1983, 1988), Sahid Amin (1995) y otros miembros de la escuela hindú de los Estudios Subalternos mostraron las posibilidades heurísticas y hermenéuticas del examen semiótico de las protestas urbanas y rurales y del análisis textual de los diversos tipos de representaciones de elite construidas para dotarlas de sentido. Asimismo, la evolución y funcionamiento de los sistemas políticos comenzó a aparecer íntimamente imbricada a complejos procesos de cambio sociocultural. Hacia el bicentenario de la Revolución Francesa, la profusa producción sobre la progresiva crisis de la cultura política del Antiguo Régimen, la emergencia de novedosas esferas públicas burguesas y plebeyas o los aspectos rituales y festivos del republicanismo contribuyó a que este campo recobrara el antiguo esplendor que había perdido hacía tiempo a manos de Sobre la recepción de estos estudios en América Latina, véase por ejemplo Mallon (1994); Rivera Cusicanqui-Barragán (1997); Sandoval (2009). Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 99 la historia estructural. Puesto que, como bien recuerda Lorandi, la historia política de cualquier inspiración propende a hacer foco en los acontecimientos, y el examen de los acontecimientos a alguna clase de relato, uno de los efectos de este viraje temático y metodológico fue la creciente preferencia por modalidades narrativas de escritura histórica. A ello ya se había referido el historiador británico Lawrence Stone (1979) en un temprano artículo titulado, The Revival of Narrative: Reflections on a New Old History. Los latinoamericanistas que hacia la década de 1990 eligieron emprender este camino contaban por cierto con una insigne tradición de la que abrevar: The Black Jacobins: Toussaint L’Ouverture and the San Domingo Revolution de C. L. R. James (1963); Zapata and the Mexican Revolution de John Womack (1969); Revolución y Guerra. Formación de una élite dirigente en la Argentina criolla de Tulio Halperín Donghi (1972), son algunos ejemplos que vienen a la mente. Otra de las tendencias en la historiografía andina reciente -el paso de los enfoques macro-regionales a los estudios locales- se vio estimulada por el auge de la microhistoria que siguió a la publicación de El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero del siglo XVI de Carlo Ginzburg (1981) o La herencia inmaterial. La historia de un exorcista piamontés del siglo XVIII de Giovanni Levi (1990), con su énfasis en la reducción de la escala de observación, las estrategias de los actores por sobre los determinantes estructurales, el análisis cualitativo más bien que cuantitativo y su acercamiento a una concepción semiótica de la cultura que requería, según la célebre formulación de Clifford Geertz (1992: 20), “no una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa en busca de significaciones”. En el caso de los Andes, este cambio de foco pudo anclarse sobre bases firmes gracias a la riqueza de las investigaciones etnohistóricas monográficas que, como las de Thierry Saignes (1987, 1991), Silvia Rivera Cusicanqui (1992), Karen Spalding (1984), Tristan Platt (1982), Thomas Abercrombie (1998) o Luís Miguel Glave (1989), se distinguieron por su escala, uso de los archivos y sensibilidad a la contextualización histórica de los previos estudios sobre las estructuras económicas o mentales andinas. Hay que señalar, por último, que las llamadas teorías postcoloniales -provinieran de la historia, la filosofía, la crítica literaria o los estudios culturales- incitaron a ir más allá de los aspectos político-institucionales y socioeconómicos de la dominación y la resistencia. Estos fenómenos empezaron a ser situados en el contexto más amplio de los procesos de construcción de Para algunos ejemplos de esta línea de investigación, véase Hunt (1984); Baker (1990); Ozouf (1991); Chartier (1991); Farge (1992). 100 Sergio Serulnikov la alteridad y de los modos de conocimiento y representación consustanciales al colonialismo europeo. La intensa atención prestada a las maneras cómo los pueblos nativos se reapropiaron del significado de las instituciones políticas, económicas, culturales o religiosas vigentes condujo también a cuestionar imágenes binarias y reificadas del proceso de conformación de las identidades sociales. Así concebida, la política no es un acto de identidad, la exhibición de los valores específicos a un grupo, sino un acto de subjetivación: la reafirmación de su derecho de participar plenamente en la civilización a la que pertenecían (Rancière 1992). En conjunto el impacto desigual y combinado de la historia política, los estudios subalternos, la microhistoria y las teorías postcoloniales, dio lugar a un notable florecimiento de la literatura sobre los temas evocados en este ensayo. En la historiografía anglosajona, mucho menos en la latinoamericana, este cambio de paradigma suscitó acalorados debates respecto a los beneficios y limitaciones de lo que se denominó, algo genéricamente, “nueva historia cultural”. *** No quisiera finalizar este ensayo sin expresar mi agradecimiento por la invitación a participar de este Debate a los editores de Memoria Americana, publicación que tanto ha tenido que ver con el desarrollo y la sostenida vitalidad de los estudios etnohistóricos en la Argentina. Vaya un agradecimiento especial a Ana María Lorandi por compartir sus reflexiones sobre un conjunto de cuestiones que tocan tan de cerca la evolución de nuestras disciplinas y, más importante aún, nuestros intereses intelectuales. 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Sin dicho abordaje, mi primer proyecto de investigación sobre los indios y las aldeas del Río de Janeiro colonial ni siquiera se habría formulado. Historiadora por formación, mi objetivo era estudiar a los indios en contacto con la sociedad colonial como sujetos históricos. Buscaba entender sus relaciones con los no indios a partir de sus propias motivaciones e intereses, procurando identificar los diferentes significados de sus acciones y comportamientos en los procesos de conquista y colonización de la capitanía de Río de Janeiro. En 1996, cuando ingresé al Doctorado, los estudios históricos sobre los indios en Brasil eran realizados, básicamente, por antropólogos. Mi director de tesis, John Monteiro (1994), también historiador y especialista en historia indígena, no por casualidad trabajaba y aún trabaja en el Departamento de Antropología de la Universidad Estadual de Campinas (UNICAMP). De esa forma, hasta hace muy poco tiempo, la historia de los indios en Brasil, grosso modo, descuidada por los historiadores, se desarrollaba en el campo de la * E-mail: [email protected] Agradezco a Mónica Quijada por la interlocución académica e indicaciones bibliográficas y al Conselho Nacional de Desenvolvimento Científico e Tecnológico (CNPq) y a la Fundação de Amparo à Pesquisa do Estado do Rio de Janeiro (FAPERJ) por el subsidio a la investigación. Traducido al español por Adriana Camacho álvarez. Me refiero al proyecto de mi tesis de doctorado realizada en el Departamento de Antropología de la Universidad Estadual de Campinas (UNICAMP) durante 1996-2000 y publicada con el título Metamorfoses Indígenas: Identidade e cultura nas aldeias coloniais do Rio de Janeiro (2003). 112 Maria Regina Celestino de Almeida Antropología, donde surgieron las primeras iniciativas de pensar a los indios como sujetos históricos (Carneiro da Cunha 1992). Así, en el departamento de Antropología de la UNICAMP, realicé mi tesis de doctorado partiendo de un abordaje esencialmente histórico, pero construido tomando como base un intenso diálogo con los estudios antropológicos. Ese abordaje interdisciplinario, sumado a la perspectiva comparativa, sobre todo con relación a estudios de temas semejantes en la América española, fue y sigue siendo esencial en mis investigaciones. Las ideas y reflexiones que orientaron la investigación, desde la proposición de cuestiones e hipótesis, pasando por el cuestionamiento y análisis de las fuentes disponibles, hasta el desarrollo de reflexiones y argumentos que fundamentarían algunas conclusiones, no serían las mismas sin la lectura de los antropólogos, etnohistoriadores e historiadores dedicados al estudio de la temática indígena en la América española. Mis investigaciones se incluyen, por ende, en esa línea de investigación interdisciplinaria -y comparativa- que, en Brasil, desde la década de 1990, ha propiciado nuevas posibilidades de interpretación sobre la presencia y actuación de los indios en las historias regionales y, desde una perspectiva más amplia, en la propia historia de Brasil. Es, por lo tanto, desde una mirada de historiadora que paso a reflexionar sobre las posibilidades y algunas problemáticas de los abordajes interdisciplinarios para el estudio de los indios en los procesos históricos. HISTORIA Y ANTROPOLOGÍA: NUEVAS TENDENCIAS TEÓRICAS Y CONCEPTUALES SOBRE RELACIONES DE CONTACTO En las últimas décadas, el diálogo entre historiadores y antropólogos se ha ampliado con beneficios para ambos lados. De ese diálogo resultaron nuevos presupuestos teóricos y conceptuales para el análisis de las relaciones de contacto entre pueblos cultural y étnicamente distintos que han fundamentado las actuales investigaciones sobre los indios en la historia. Algunos conceptos básicos como los de cultura y etnicidad, por ejemplo, vistos como productos históricos que continuamente se construyen en las dinámicas de las complejas relaciones sociales entre grupos e individuos en contextos históricos definidos, permiten nuevas comprensiones sobre la trayectoria de pueblos que, por mucho tiempo, fueron considerados mezclados o desaparecidos (Thompson 1981; Mintz 1982; Barth 2000; Hill 1996). Partiendo de esos presupuestos, pude observar, afirmar y demostrar que los indios de diferentes etnias, insertados en las aldeas coloniales de Río de Janeiro, en vez de haber desaparecido, como solía sugerirlo la historiogra- Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 113 fía, habían reformulado identidades y culturas y se habían mantenido, así, en la condición de indios aldeanos hasta el siglo XIX (Almeida 2003). Las evidencias empíricas disponibles indicaban que, una vez instalados en las aldeas, los indios se convertían en súbditos cristianos del Rey y adquirían, además de obligaciones, algunos derechos por los cuales lucharían hasta el siglo XIX. Interpretar esas evidencias a partir de los intereses de los propios indios fue posible por la lectura de textos teóricos que discutían y problematizaban las nociones de etnicidad y de cultura y de numerosos estudios de caso que, adoptando esa misma perspectiva, analizaban situaciones semejantes aunque situadas en tiempos y lugares bastante diversos (Hill 1992,1996; Boccara 2000; Gruzinski 2003; Carneiro da Cunha 1992, 2009; Pacheco de Oliveira 1999). Así fue posible entender la “aculturación” en las aldeas como un largo proceso de cambios culturales por medio del cual diferentes grupos indígenas compartían nuevas experiencias con otros tantos grupos étnicos y sociales y rearticulaban sus culturas e identidades. La lectura de las fuentes desde una mirada antropológica, que busca los posibles significados de los comportamientos y actuaciones de los indios con relación a los diferentes segmentos sociales de la colonia, reveló nuevas posibilidades de interpretación. Los estudios sobre etnogénesis en el Brasil contemporáneo constituyen otra fuente de inspiración importante para reflexionar sobre los indios mezclados en las aldeas de Río de Janeiro. Guardando las debidas proporciones para evitar anacronismos, es posible encontrar situaciones semejantes en las problemáticas vividas entre los pueblos indígenas actuales y algunos del siglo XIX o de mediados del siglo XVIII, sobre todo en lo que se refiere a las cuestiones de disputas por tierras de las aldeas, identidades y clasificaciones étnicas. En ese sentido, cabe resaltar el trabajo del antropólogo João Pacheco de Oliveira (1999) sobre los indios mezclados del nordeste brasileño. El libro A Viagem de Volta organizado por él reúne varios artículos resultantes de tesis y disertaciones de maestría que, adoptando abordajes histórico-antropológicos, analizan las trayectorias de diferentes grupos, revelando sus reelaboraciones identitarias y culturales en procesos históricos definidos. Dichos artículos revelan diferentes trayectorias de pueblos que pasaron por experiencias diversas de desplazamientos, conflictos, negociaciones, desapariciones y reapariciones como categoría indígena. Fundamental para mi investigación fue constatar que algunos de esos grupos buscan sus orígenes en las aldeas misioneras del siglo XVIII, lo que refuerza la hipótesis central de mi tesis de que las aldeas funcionaban como un espacio posible de recreación de identidades étnicas de los varios grupos allí reunidos (Almeida 2003). Numerosos trabajos de antropólogos sobre temas contemporáneos han sido fundamentales también para pensar sobre los posibles significados de 114 Maria Regina Celestino de Almeida las actuaciones de los indios en las sociedades coloniales y postcoloniales y, sobre todo, para problematizar información contenida en las fuentes sobre las identidades indígenas y sobre las clasificaciones étnicas. Al estudiar el proceso de extinción de las aldeas coloniales del Río de Janeiro de mediados del siglo XVIII al siglo XIX, observé las innumerables contradicciones presentes en diferentes tipos de fuentes en lo que dice respecto a la clasificación de los indios de las aldeas en las categorías de indios y de mestizos (Almeida 2007). Analizar esas contradicciones a la luz de las actuales tendencias interdisciplinarias que apuntan a la idea de identidades plurales y a la percepción de que las categorías étnicas son históricamente construidas y adquieren significados distintos conforme a los tiempos, los espacios y los agentes sociales en contacto (Boccara 2000; Nacuzzi 1998; de Jong y Rodríguez 2005; Cadena 2005; Wade 2005; Mattos 2000; Viana 2007) me permitió constatar la fuerza política de dichas clasificaciones étnicas en las disputas por la tierra. Ser indio, sin dudas, aseguraba derechos sobre las tierras de las aldeas y la afirmación o negación de esa identidad fue un instrumento de lucha tanto de los indios como de los habitantes no indios (Almeida 2008, 2010). Las controversias sobre la clasificación de las poblaciones indígenas en las categorías de indios o mestizos se pueden ver, así, como disputas políticas y sociales, tal como lo resaltó Boccara (2000). Conviene recordar que las reconstrucciones identitarias de los indios en las aldeas se hicieron por medio de un intenso proceso de mestizaje en el transcurso del cual ellos compartieron intensas experiencias con otros varios grupos étnicos y sociales. Como lo han demostrado ya varios estudios en diferentes regiones de América, también en Río de Janeiro constaté las intensas relaciones interétnicas entre los indios de las aldeas y los demás segmentos sociales de la capitanía y, posteriormente, provincia de Río de Janeiro. Eso apuntó a la importancia de profundizar los estudios sobre las relaciones interétnicas y los procesos de mestizaje, enfocando más directamente actores y situaciones específicas. Afinar la mirada, pasando de los sujetos colectivos, o sea de las aldeas e indios vistos de forma más o menos genérica, al estudio de casos y agentes específicos, me permitió descubrir las intensas interacciones entre los variados agentes. El enfoque más directo sobre los actores, sus experiencias y redes de relación pone de manifiesto sus múltiples formas de acción e interacción continuamente modificadas entre acuerdos y conflictos. Así se supera la idea de pensar los grupos étnicos y sociales -indios y no indios- como bloques monolíticos que actúan de forma unívoca de conformidad con sus papeles y lugares étnicos y/o sociales atribuidos a ellos. Resalto, por lo tanto, la importancia de la tendencia actual de la historiografía en el sentido de superar generalizaciones, valorizando la dimensión micro pero de forma articulada a escalas mayores (Revel 1998). Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 115 Cabe aquí reafirmar la importancia de los estudios comparativos, no solo con respecto a temas semejantes en la América española, sino también con relación a la historiografía de la esclavitud en Brasil. Desde la década de 1980, con el enfoque histórico-antropológico, se multiplican los estudios sobre los más diversos temas involucrando africanos y sus descendientes como sujetos históricos. Además de ser estudios más avanzados que los trabajos sobre los indios en Brasil, los mismos se fundan en fuentes históricas más numerosas e informativas. Para el caso de las relaciones interétnicas, mestizajes y clasificaciones étnicas, por ejemplo, la investigación con fuentes parroquiales -bautismo, casamientos, defunciones- y notariales -inventarios, testamentos, escrituras de compraventa- son extremadamente ricas y han sido bastante explotadas en la historiografía de la esclavitud. Utilizadas también para el estudio de los indios en las sociedades hispanoamericanas (Poloni-Simard 2006; Rodríguez 2006.), esas fuentes, que recién empiezan a ser analizadas en investigaciones históricas sobre los indios en Brasil, están revelando los casamientos interétnicos entre los indios de las aldeas, los africanos y sus descendientes -esclavos y libres-, blancos, mestizos, etc. El diálogo con investigadores sobre los africanos y sus descendientes en Brasil ha sido esencial en mis investigaciones, tanto desde el punto de vista teórico-metodológico como empírico. A final de cuentas, africanos, indígenas y sus descendientes se mezclaron bastante en las aldeas, haciendas, quilombos**, sertões y ciudades, como lo informan algunos estudios recientes (Amantino 2008; Gomes 2005; Karasch 1992; Carvalho 2007; Schwartz e Langfur 2003; Moreira 2009). Las imprecisiones y contradicciones de las fuentes para clasificar pueblos e individuos como indios, negros y mestizos, incluyendo la inmensa variedad de nombres para designar a esos últimos, ha llevado a los investigadores a plantear instigadores interrogantes sobre las razones de los aparentes equívocos (Mattos 2000; Soares 2000). Reflexionar sobre esas contradicciones a la luz de la idea de identidades plurales e históricas que continuamente se transforman permite pensar en los posibles usos y apropiaciones de esas identificaciones que se pueden haber hecho tanto por interés de los registradores como de los registrados. Identificados, en general, mediante el cruce de diferentes fuentes, esos equívocos pueden apuntar a la propia fluidez y pluralidad de las identidades étnicas que continuamente se reconstruyeron en las sociedades coloniales y postcoloniales. ** N. de la T. Los quilombos eran lugares donde se reunían y vivían esclavos que huían del régimen de cautiverio. En el periodo colonial los sertões eran regiones no ocupadas por la administración portuguesa. 116 Maria Regina Celestino de Almeida Los análisis sobre relaciones de poder que involucraban a grupos subalternos, como indios y negros, en América también se han beneficiado considerablemente con los abordajes interdisciplinarios. En ese sentido, cabe resaltar la tendencia actual de la historia política de rechazar la idea de oposición rígida entre dominadores y dominados, incorporando las ideas de pacto, negociación y cultura política al análisis de las relaciones políticas y sociales entre dichos actores (Castro Gomes 2005). Se trata, a mi juicio, de una lectura antropológica de las relaciones de poder en el sentido de buscar significados distintos para acuerdos y estrategias comunes entre grupos cultural, social y étnicamente diversos. Se valoran, cada vez más, los factores subjetivos y culturales en las prácticas políticas desarrolladas por los actores por medio de análisis interdisciplinarios que permiten identificar culturas políticas de grupos subalternos construidas en las relaciones de conflictos y acuerdos con los demás agentes con los cuales interactúan (Bernstein 1998). Esa concepción de los historiadores sobre el concepto de cultura política implica la comprensión de las actuaciones políticas de actores individuales y colectivos según sus propios códigos culturales, privilegiando así sus percepciones, sus lógicas cognitivas, sus vivencias y sus sensibilidades. Desde esa perspectiva, los indios en las aldeas de Río de Janeiro, “aculturados” y “dominados”, no se anularon como agentes históricos y políticos. Se insertaron en las sociedades coloniales y postcoloniales, se mezclaron con diversos grupos étnicos y sociales e incorporaron nuevas prácticas culturales y políticas que supieron utilizar para amenizar pérdidas u obtener posibles ganancias. Asumieron, grosso modo, las culturas políticas del Antiguo Régimen y de los nuevos estados nacionales latinoamericanos, pues participaron intensamente de sus instituciones valiéndose de sus reglas y códigos para alcanzar sus propios objetivos, continuamente modificados por la dinámica de sus relaciones. Perdieron mucho, no cabe duda, pero no por eso dejaron de actuar. Todas las cuestiones señaladas aquí se fundamentan en abordajes interdisciplinarios. No obstante, historiadores y antropólogos tienen formaciones teóricas y metodológicas propias y en la difícil tarea de conjugarlas enfrentan varios desafíos. HISTORIADORES, ANTROPÓLOGOS Y ETNOHISTORIADORES: LOS DESAFÍOS DE LA INTERLOCUCIÓN El abordaje interdisciplinario suscita discusiones complejas desde el punto de vista teórico, metodológico y conceptual, como lo resaltó Lorandi en su ensayo. En términos teóricos, voy a abordar algunas cuestiones relativas a la Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 117 historicidad de la cultura y a las diferentes formas de entenderla y emplearla en análisis interdisciplinarios. Si crece, entre los antropólogos, la tendencia a abandonar las concepciones esencialistas sobre cultura y entenderla como un producto histórico, dinámico y flexible, hay diferentes formas de entender y lidiar con la historicidad. El contexto histórico y los cambios culturales son valorados, a veces, como “estados”, desconsiderándose, de cierta forma, la idea fundamental de la historia como proceso, tan bien explicitada por Marc Bloch (1965) cuando afirma que al historiador no le interesa saber lo que es ni cómo era, sino cómo lo que era pasa a ser lo que es, o sea, como una significación desliza a otra en el complejo juego de las relaciones sociales. En el ejercicio de pensar las culturas en términos históricos y antropológicos, surgen varios dilemas algunos de los cuales son básicos en las ciencias sociales ¿Cómo establecer relaciones entre estructuras sociales -y culturalesy procesos históricos; acciones autónomas de los hombres en la historia y determinaciones estructurales, y estructuras y evidencias empíricas? De acuerdo a Mackay (1981-1982: 193), el estructuralismo es un elemento que complica sobremanera la aproximación de la Antropología con respecto a la Historia, ya que establece la primacía de la teorización ahistórica en la aprehensión de la realidad social. Su método de conocimiento propone un movimiento que se hace de lo abstracto a lo concreto y, entonces, vuelve a lo abstracto. El problema central del pensamiento estructuralista es estar continuamente vacilando entre proclamar la complementariedad de los análisis históricos y estructurales y afirmar su oposición. Aunque Lévi-Strauss haya considerado el estructuralismo compatible con el materialismo histórico, porque simplemente complementaría la investigación “superestructural”, es muy difícil establecer su estatus epistemológico: ¿hasta qué punto, al final, serían las estructuras -como descubiertas por Strauss y tan valoradas por los estructuralistas- simples representaciones teóricas para revisar de acuerdo con las evidencias empíricas? (Mackay 1981-1982). Esas cuestiones han sido enfrentadas por historiadores y antropólogos que buscan cada vez más valorar los procesos históricos como elementos explicativos y transformadores de las culturas de los pueblos que estudian. Entre ellos, cabe destacar a Rosaldo y Sahlins, antropólogos de formación estructuralista, cuyos trabajos han contribuido a poner de manifiesto la importancia de establecer articulaciones entre las llamadas estructuras culturales y los procesos históricos. Rosaldo, en su estudio sobre los Ilongot observó la importancia de la perspectiva histórica en los estudios etnográficos a partir de su propia vivencia entre dicho grupo étnico, lo que enriquece su afirmación de que “la vida humana es igualmente dada y activamente construida” (Rosaldo 1980: 14). Al afirmar que la vida de los Ilongot es derivada mucho más de la acción humana que de planes socialmente dados, el autor llama la 118 Maria Regina Celestino de Almeida atención sobre la importancia de terminar con las dicotomías entre estructura y proceso, estándar cultural y transmisión cultural pues, en su estudio, demostró que la sociedad Ilongot puede ser mucho mejor comprendida en su desarrollo en el tiempo que como un sistema de estructuras eternas. Marshall Sahlins también abandonó, en parte, sus concepciones estructuralistas aunque, de cierta forma, aún se deje influir por ellas, sobre todo si comparamos su trabajo con el de Rosaldo. En su obra Ilhas de História, el autor se posicionó contra la oposición entre estructura e historia y contra la lógica cultural autónoma que, según él, no tiene sentido ante las transformaciones. No obstante, su análisis apunta más a una preocupación por notar y explicar las estructuras culturales que influyen en las acciones de los hombres que lo contrario (Sahlins 1990). En ese sentido, su trabajo es bastante diferente al de Rosaldo quien, partiendo también de un a priori teórico, demuestra una gran apertura para cuestionarlo a partir de su propia vivencia y de la realidad empírica que pudo observar en su contacto directo con los Ilongot. Al contrario de Sahlins, Rosaldo demuestra mayor interés en comprender cómo las acciones humanas actúan sobre eventos, instituciones e ideas a lo largo del tiempo, que en determinar cómo las categorías culturales previamente establecidas informan dichas acciones. Sobre esas cuestiones, cabe citar una compilación coordinada por Jonathan Hill (1988), que reúne artículos cuyo objetivo es repensar la distinción analítica entre mito e historia por medio de las narrativas, rituales y oratorias de los indios de Sudamérica como forma de reinterpretar la historia del contacto. Los varios autores de la obra buscan acabar con la idea de sociedad sin historia y cuestionar dualismos como estructura/evento y estructura/proceso, procurando observar cómo otros grupos lidian con el tiempo y cómo entienden los cambios. Así como Rosaldo, buscan repensar la etnografía tomando en cuenta una participación mayor de los actores, pero en la difícil tarea de relacionar estructura y proceso los procedimientos teóricos y metodológicos de esos investigadores varían según el amplio abanico de sus tendencias, las cuales los llevan a valorar más o menos las estructuras o los procesos históricos. Los diferentes abordajes de esos autores que, en definitiva, parten de un mismo presupuesto -la historicidad de la cultura- revelan la complejidad de la cuestión (Hill 1988: 2-17). La articulación de fuentes y metodologías históricas y antropológicas también impone algunos desafíos tanto para los historiadores como para los antropólogos. Sobre ese aspecto voy a abordar dos problemáticas que me parecen relevantes. La primera es respecto a las posibilidades de incurrir en anacronismos, al realizar comparaciones inadecuadas e injustificables, tanto entre temporalidades diversas como entre grupos indígenas culturalmente distintos. A fin de cuentas, los datos históricos y etnográficos se revisten de Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 119 significados en contextos temporales y culturales específicos. Su utilización para explicar situaciones semejantes en contextos diversos puede ser extremadamente rica, como lo han demostrado varios autores pero requiere cuidados especiales para evitar apropiaciones indebidas. Se debe recordar, sobre todo, que las culturas, las etnicidades y los significados de las acciones humanas y de los objetos son dinámicos y, por eso, las proyecciones de elementos o situaciones sociales, históricas o etnoculturales en tiempos diversos deben tomar en cuenta los procesos de cambio. Con relación a las fuentes escritas, cabe recordar que los registros sobre grupos sociales marginados, especialmente sobre los pueblos ágrafos son, grosso modo, producidos por otros y, en general, filtrados por concepciones etnocéntricas, prejuiciosas y equivocadas. Además, están marcados por la época en la que se efectuaron, o sea fueron producidos en contextos históricos específicos que influyeron sobre las formas de comprensión de los agentes registradores. Por lo tanto, compete al investigador problematizar sus contenidos e identificar los diferentes significados que objetos, clasificaciones étnicas, calificativos y comportamientos pueden comportar para los diferentes agentes sociales de acuerdo a los tiempos, espacios y las dinámicas de sus relaciones. Varios investigadores han hecho eso ya cuando, al leer en las entrelíneas de los documentos, identifican contradicciones, cuestionan afirmaciones y buscan entenderlas a la luz de los presupuestos teóricos aquí presentados y de los contextos históricos en los cuales fueron producidos los registros. Otro desafío metodológico para los investigadores en el ejercicio de los abordajes interdisciplinarios consiste en evitar análisis de yuxtaposición en el sentido de abordar por separado elementos antropológicos e históricos sobre un mismo tema, utilizando fuentes escritas y orales, en interpretaciones estancas que no se articulan. Esa práctica se puede observar, a veces, en los propios capítulos de una obra, en los cuales se distribuyen, por separado, los contenidos tratados: la trayectoria histórica de los pueblos antes considerados “sin historia”; y, posteriormente, el análisis de sus sistemas y aspectos culturales, desde una perspectiva sincrónica. Esos análisis mantienen los presupuestos dualistas entre cultura/proceso histórico; antropología/historia; abordaje sincrónico/abordaje diacrónico. No configuran, en absoluto, una investigación interdisciplinaria conforme a las nuevas perspectivas teóricas de la Antropología y de la Historia. Para eso, como señaló Trigger, no basta simplemente tener un conocimiento respetable de la metodología y de los datos históricos y antropológicos, pues “los etnohistoriadores deben dominar aun el arte de usar esos dos abordajes de forma integrada” (Trigger 1982: 1-19). Es necesario pensar la historia culturalmente y la cultura históricamente. Integrar los abordajes, como lo afirma el autor, en un solo movimiento de 120 Maria Regina Celestino de Almeida análisis por el cual el historiador procura leer las fuentes desde una mirada antropológica, buscando los significados de las acciones de los agentes a partir de sus propias culturas; y el antropólogo procura entender las culturas de los pueblos adoptando una mirada histórica y entendiéndolas como resultado de trayectorias y experiencias vividas por esos pueblos a lo largo del tiempo. Ese ha sido el camino seguido por las investigaciones actuales de la etnohistoria, sobre la cual, no obstante, hay muchas controversias, incluso sobre el propio concepto de la disciplina, como lo resaltó Lorandi. La definición tradicional de etnohistoria como reconstrucción de la historia de un pueblo que previamente no tenía historia escrita ha sido ampliamente cuestionada. De hecho, esa definición ya no se sostiene ante las nuevas perspectivas teóricas y conceptuales que fundamentan las investigaciones etnohistóricas más recientes. Es importante recordar, como lo resaltó Krech (1991), que la etnohistoria no es una novedad de nuestros días, pues sufrió igualmente un largo proceso de transformación en términos teóricos y metodológicos desde el comienzo de este siglo. Según el autor, Clarck Wissler fue el primero que usó el término en 1909 cuando pretendía reconstruir la cultura prehistórica combinando los datos disponibles de la etnohistoria y de la arqueología. Para él, heredero de las concepciones escépticas sobre el uso de las tradiciones orales como fuentes históricas, los datos etnohistóricos se resumían a los documentos producidos por no nativos. Esa fue la tendencia inicial de la disciplina: su metodología se limitaba, para antropólogos e historiadores, al uso de fuentes documentales para hablar del pasado de los indios (Krech 1991:347). En nuestros días, esas ideas ya no se sustentan. La tendencia de los etnohistoriadores de la actualidad, entre los cuales está el propio Krech, es la de considerar la propia comprensión de los pueblos sobre su historia (Krech 1991: 349). Sider afirma que la etnohistoria designa una lucha constante de los pueblos para comprender y construir sus propias historias (Sider 1994: 115). El autor se refiere a pueblos insertados en sociedades envolventes en condiciones subalternas, más específicamente a los indios y negros en América. Otros autores también asocian el conflicto a la idea de etnohistoria. Para Bechis (2010), por ejemplo, el foco de análisis de la etnohistoria serían las relaciones interétnicas conflictivas que se dan en tiempos específicos (Bechis 2010: 21). Criticando la idea de Wissler, según el cual los etnos eran sociedades primitivas que desaparecerían, la autora, basándose en las ideas de Barth ([1969] 2000), afirma que los grupos étnicos son categorías de autoatribución hechas por los propios actores. Así, Bechis enfatiza la idea de la reconstrucción identitaria en situaciones de conflicto. El etnohistoriador presta atención, según ella, a “[…] la historia de pueblos que tuvieron períodos marcados por inquietudes o relaciones conflictivas que pudieron impactarlos como para Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 121 modificar en el todo o en parte esas sociedades y culturas involucradas en el conflicto” (Bechis 2010: 12). Esas concepciones, resultado del creciente diálogo entre historiadores y antropólogos, descartan la idea de considerar la etnohistoria como la historia de los pueblos sin historia. No obstante, suscitan otras cuestiones sobre campos de estudios cuyas fronteras se van haciendo cada vez más fluidas, como lo subrayó Lorandi. Desde el punto de vista historiográfico, considero relevante abordar la problemática con respecto a la compartimentación de los estudios históricos sobre los indios en el campo de la etnohistoria. ¿Sería, entonces, la etnohistoria un campo de convergencia en el que actúan los historiadores de la temática indígena, los antropólogos interesados en abordajes diacrónicos, lingüistas, arqueólogos y otros profesionales de distintas formaciones que dialogan entre sí, articulando sus aportes teóricometodológicos para tratar el tema de los indios en situaciones de contacto? Eso parece evidente en simposios y seminarios nacionales e internacionales en los que esos profesionales se reúnen, muchas veces en el ámbito de congresos mayores, para tratar la temática indígena valorando procesos de cambio. Se observa, entonces, la compartimentación de los estudios indígenas en un campo específico de análisis que llamamos etnohistoria ¿Hasta qué punto esa compartimentación mantiene la perspectiva prejuiciosa de reservar a los indios un lugar aparte en la historia?, ¿La idea de una historia específica para los indios retoma el antiguo y prejuicioso concepto de prehistoria?, ¿Retomamos la antigua fórmula “para los occidentales, la historia; para los indios, no más la prehistoria, sino la etnohistoria”? En la década de1980, al reflexionar sobre cuestiones teórico-metodológicas de la Historia, la Antropología y la Etnohistoria, Trigger (1982) ya apuntaba a esa problemática. Considerando el prejuicio implicado en la noción de etnohistoria para el estudio de los indios en situación de contacto y, al mismo tiempo reconociendo las especificidades del tema, proponía considerar la etnohistoria no como una disciplina sino como un método que serviría para varias disciplinas. En el caso de Brasil, donde hasta hace muy poco tiempo solo los antropólogos estudiaban a los indios, esa cuestión me parece esencial. El número cada vez mayor de historiadores volcados a la temática indígena, grosso modo, dialoga entre sí o con los antropólogos que trabajan adoptando una perspectiva histórica. Reunidos en simposios específicos en el ámbito de congresos nacionales e internacionales, o participando de compilaciones dedicadas específicamente a temas indígenas, parece que actuamos de forma segregada como un grupo de historiadores exóticos que estudian temas que muchos de nuestros colegas aún consideran irrelevantes. Aunque en las últimas décadas los estudios históricos sobre los indios en Brasil se hayan ampliado considerablemente, aún son pocos los historiadores 122 Maria Regina Celestino de Almeida especializados en otros temas que incluyen a los indios en sus análisis. Ya se han incluido capítulos sobre los indios en compilaciones sobre temas más abarcadores de la historia de Brasil, a ejemplo de lo que ya ocurre en el caso de la historiografía sobre la América española hace muchas décadas. Eso apunta a lentos cambios en el sentido de valorar la presencia indígena en los procesos históricos, pero la idea de separación entre una historia indígena y otras historias aún se mantiene y constituye, a mi juicio, un reto para los historiadores. Retomando algunas cuestiones propuestas en el ensayo central, cabe preguntar si la referida separación es necesaria ¿Se situarían los indios en un campo de actividades académicas propio?, ¿Sería ese campo un espacio interdisciplinario en el que actúan historiadores y antropólogos, entre otros profesionales? En otras palabras, ¿existe una antropología y una historia propias para los indios? En el caso de la historia, me parece que existe una especificidad teórico-metodológica en virtud de la cual se acerca bastante a la historia de los africanos y de sus descendientes, que también ha sido revisada a partir de los abordajes interdisciplinarios. A fin de cuentas, además de estar lidiando con pueblos originalmente sin escritura, se trata de pueblos que fueron incorporados a las sociedades americanas en condiciones subalternas y de extrema violencia. En esas sociedades, las fuentes históricas que, grosso modo, no fueron producidas por ellos los trataban de de forma prejuiciosa. Esos factores, sumados a los antiguos presupuestos reduccionistas y también prejuiciosos de la Historia y de la Antropología -en un tiempo en el que esas disciplinas no dialogaban- contribuyeron a apartarlos de la condición de sujetos históricos por un largo tiempo. Por lo tanto, no cabe duda de que los estudios sobre los indios -y también sobre los africanos- en situaciones de contacto en América exigen abordajes teórico-metodológicos específicos que implican la interdisciplinariedad. Sin embargo, eso no nos obliga a constituir un campo aparte. En ese sentido, estoy de acuerdo con Trigger en considerar a la etnohistoria como una metodología y no como una disciplina. Me parece que el papel de los historiadores es realmente el de procurar pensar los pueblos indígenas en procesos históricos más amplios, buscando poner de manifiesto cómo su actuación contribuye a delinear sus rumbos. A fin de cuentas, como lo afirmó Jonathan Hill (1996), la historia de los indios en América se entrelazó con la Entre ellos cabe destacar a Stuart Schwartz (1988), especialista en historia colonial y sobre todo de la esclavitud africana en la América portuguesa, quien ha incluido a los indios en los procesos históricos por él analizados desde la década de 1980. Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 123 historia de los europeos desde el momento en que ellos llegaron. Así, esas historias no deben estudiarse por separado ni tampoco en oposición una con respecto a la otra. Concluyo reafirmando la importancia del diálogo creciente entre historiadores y antropólogos que articulan información e interpretaciones producidas por las dos disciplinas, analizándolas en contextos históricos y valorando la acción y la comprensión que los propios pueblos o individuos estudiados tienen sobre sus acciones, trayectorias y relaciones. Cuestionan e interpretan documentos históricos con indagaciones etnológicas; analizan culturas de diferentes pueblos procurando entenderlas en contextos históricos definidos y articulados a las relaciones sociales e interétnicas establecidas por ellos. Mantener ese diálogo, incluyendo discusiones sobre los desafíos y dificultades de la práctica interdisciplinaria, como la presente propuesta, me parece esencial para el avance de los estudios sobre los indios en situación de contacto. BIBLIOGRAFíA Almeida, M. Regina Celestino de 2003. Metamorfoses Indígenas - identidade e culturas nas aldeias coloniais do Rio de Janeiro. Rio de Janeiro, Arquivo Nacional. 2007. Política Indigenista e Etnicidade: estratégias indígenas no processo de extinção das aldeias do Rio de Janeiro-século XIX. En Ohmstede, A.; R Mandrini y S. Ortelli (coords.); Sociedades en Movimiento: los Pueblos Indígenas de América Latina en el siglo XIX: 219-233. Tandil, IEHS, Suplemento del Anuario del IEHS 1. 2008. Índios e Mestiços no Rio de Janeiro: significados plurais e cambiantes (séculos XVIII e XIX). Memoria Americana 16: 19-40. 2010. Quando é preciso ser índio: identidade étnica como força política nas aldeias do Rio de Janeiro. 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Desde luego, el cuento de los Hermanos Grimm refleja una vieja saga, que a su vez contiene un principio básico del saber humano. Nombrar algo es de alguna forma dominarlo. Darle un lugar en el orden de las cosas. Crearle una identidad de la que es posible apropiarse, al menos, cognitivamente. Aquel esfuerzo por poner un nombre a una intersección entre historia y antropología que dio lugar a denominaciones como la Etnohistoria o la Antropología Histórica podemos verlo como el intento por delimitar y apropiar un campo disciplinario. Un esfuerzo que visto en perspectiva, parece destinado al fracaso. No, desde luego, porque los trabajos que se inscribían en la Etnohistoria o en la Antropología Histórica no pudieran ocupar un lugar destacado en la producción de ciencias sociales sino porque difícilmente hayan logrado crear una trayectoria disciplinaria específica que justifique un nombre propio. Y esta frase adelanta ya un enfoque. Sensatamente, Ana María Lorandi nos recuerda que “la diferencia principal entre Antropología Social e Historia reside en que una interroga a sujetos contemporáneos al investigador y la otra a los que solo dejaron huellas de actividades pasadas”. Define así las disciplinas por su objeto, y los rasgos de ese objeto establecen las diferencias entre las disciplinas. Pero esta estrategia analítica presenta problemas. La confusión de campos temáticos está presente en toda la tradición disciplinaria, comenzando por el propio Heródoto. Y sin embargo, los departamentos de Antropología y los de Historia guardan sus terrenos en la enorme mayoría de las universidades del mundo, y no así los de Etnohistoria o Antropología Histórica. Es que aunque la delimitación del objeto es una parte sustancial de la diferenciación de las disciplinas -o lo fue en su proceso genético- estas * E-mail: [email protected] 130 Eduardo José Míguez han ido configurando tradiciones disciplinarias que le han dado su identidad a lo largo del siglo y medio en el cual han adquirido su perfil moderno. Es precisamente esto lo que hace que el cruce de la historia con la antropología sea enriquecedor. Porque en ese siglo y medio la antropología ha ido creando sus propios recursos analíticos, sus propias tradiciones disciplinarias, y la aplicación de estos instrumentos ha resultado muy productiva para el conocimiento de múltiples facetas del pasado. En el lenguaje “etnocéntrico” -el neologismo disciplinocéntrico sería en verdad muy feo- de un siglo atrás, esto convertía a la Antropología en un “ciencia auxiliar” de la historia. Infantilismo. Lo cierto es que la comprensión de los procesos históricos exige que el historiador apele a instrumentos conceptuales que han sido desarrollados por otras disciplinas. Desde luego, no pocos historiadores han contribuido al desarrollo de estos conceptos. Pero la tradición disciplinaria no otorga un lugar específico a este proceso. En historia, o bien los instrumentos conceptuales quedan asociados específicamente a procesos históricos concretos, o bien son incorporados a cuerpos conceptuales de otras disciplinas. Por ejemplo, se apela con frecuencia a la idea de feudalización del poder, aplicable en muchos contextos históricos, pero solo como metáfora; no existe un estatuto conceptual para esta idea dentro de la disciplina histórica, y los intentos por construirlo son mirados con escepticismo. En el extremo opuesto, la historia genera de manera recurrente la compulsión narrativista. La imposibilidad sintética del estudio de lo social desemboca reiteradamente en la idea de que la historia es solo una narración. Analicemos la frase previa. El problema de la síntesis se ilustra bien con ese recurrente desencuentro sobre el valor del libro en los procesos de evaluación científica entre las ciencias sociales y las físico-naturales. En las ciencias “duras”, donde los conocimientos pueden sintetizarse en fragmentos precisos de un saber conceptual, una partícula de una teoría general, nadie puede producir suficientes de ellos en una investigación como para que no puedan ser presentados en unas pocas páginas. Un libro solo puede ser la compilación de una teoría o parte de ella, conformada por muchos de estos fragmentos creados por muchas personas: una síntesis didáctica. Pero la explicación de los laberintos de la política en la década de 1880 (Alonso 2010), o la estructura y dinámica demográfica del Beauvais de antiguo régimen (Goubert 1960) o la participación popular en el proceso de la independencia Desde luego, baso esta proposición en la tradición analítica que define las disciplinas en términos de paradigmas laxos, según el clásico de Kuhn (1962) y teniendo en cuenta la inteligente crítica de Toulmin (1972). Una discusión clara y amena de estos problemas para las ciencias físico-naturales se encuentra en Chalmers (1982). Las ideas se han aplicado también, desde luego, a las ciencias sociales; un ejemplo es Barnes (1982). Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 131 de México (Van Young 2001), no puede ser reducida a un modelo sintético. Solo un libro, y en ocasiones, como estos ejemplos, extenso, puede dar cabida al resultado de esas investigaciones. Cabe una aclaración. Si bien la abstracción es parte de la síntesis, no toda abstracción puede lograr una verdadera síntesis. En la construcción de teoría se abstrae a partir de la observación, y eso las ciencias sociales lo practican con frecuencia. Pero la variabilidad de los casos es tan amplia que esa teoría solo puede ser indicativa, no una definición de la realidad. Al decir una súper nova, se sabe de qué tipo de estrella se habla, y cuál ha sido y será su evolución; al decir una monarquía absoluta, se tiene una pista de qué tipo de gobierno es pero estamos muy lejos de una comprensión del fenómeno si no se saben cosas mucho más específicas sobre el caso en cuestión. El colofón es que la imposibilidad de dar una forma univoca y ordenada al mundo social, hace que solo el relato sea capaz de dar sentido a la acción humana -una expresión clásica de este argumento en Veyne 1970. Las reverberaciones de estas ideas visitan una y otra vez al quehacer histórico, pero alteran poco la práctica de los historiadores. De hecho, ninguno de los tres ejemplos que mencioné son en realidad un relato, más allá de la menor o mayor vocación narrativista de sus autores, y el de Goubert tiene ya más de medio siglo. Por lo demás, vale la pena citar el artículo de Wikipedia sobre Veyne: Veyne impulsó la idea de que la historia sería un “relato verídico”, convirtiéndose en uno de los primeros llamados narrativistas. Su monografía El pan y el circo, sin embargo, mostraba que el concepto de Veyne sobre historia narrativa difería de su uso común, y que sus diferencias con la escuela de los Annales eran más pequeñas de lo que parecían (Disponible en Internet en: http://es.wikipedia.org) La historia nunca ha sido solo relato, y aún en las más tradicionales de las historias nacionales -Mitre, sin ir más lejos- la explicación del relato entrelaza percepciones de contextos que buscan desentrañar su lógica. Si Mitre hoy lee rancio, es, entre otras cosas, porque su sociología y su antropología -o los rudimentos conceptuales que fungían por tales- nos lo parecen, no porque estén ausentes. Vale decir, entrelazar acontecimientos y estructuras, tiempos largos y tiempos breves, hechos y cultura, han sido uno de los rasgos de la producción historiográfica. Desde luego, ha habido grandes obras que se ocuparon solo La frase “uno de los primeros” es en realidad imprecisa, solo fue una más de las numerosas expresiones de este argumento. 132 Eduardo José Míguez de una de estas dimensiones; que se limitaron a describir, por así decirlo, el contexto, la cultura, el medio. O que se limitaron a reconstruir una trama, una secuencia de acontecimientos. Es desde luego legítimo, precisamente porque la historia no es sintética. Porque no se puede reducir un acontecimiento a un tipo genérico, la opción puede ser relatarlo, y dejar a otro la tarea de explicarlo en su contexto. O se puede explicar el contexto, para que otros hagan más comprensibles los acontecimientos. Pero el oficio de historiador se ha construido como articulación entre las dos dimensiones, y en general los libros que mejor logran esta articulación sirven como paradigmas disciplinarios. En este proceso, el historiador debe recurrir a todo el instrumental que dispone la teoría social. La teoría económica, la teoría sociológica, la teoría política, la demografía, y desde luego, la antropología. Incluyendo espacios de la teoría social que deambulan en las intersecciones de estas tradiciones disciplinarias, como la producción de Anthony Giddens ó Pierre Bourdieu -en quién la historia aporta ricamente a su proceso de conceptualización-, por ejemplo. Una obra reciente ilustra esto con fuerza. El tomo inicial de una naciente Historia de la Provincia de Buenos Aires (Otero 2012), que busca ser el marco interpretativo para el relato de los tomos subsiguientes, combina trabajos geológicos, arqueológicos, demográficos, geográficos y antropológicos e históricos. La apelación a una teoría que en parte es compartida, sin embargo, no borra la especificidad de cada disciplina, de su tradición. Por ello, por ejemplo, la nueva historia económica, pergeñada por economistas, es ajena a la disciplina histórica; el maridaje que ellos producen responde a un paradigma que no es el de los historiadores. Y aunque los historiadores económicos con frecuencia aprenden mucho de la nueva historia económica y sus variantes, se trata en efecto de una disciplina distinta, con sus reglas, tradiciones y formas propias. Historiadores económicos de una y otra tradición piensan que el otro alcanza un conocimiento muy imperfecto de lo que estudia. ¿Es igual con la Antropología? Solo en parte, ya que hay mayor afinidad entre los paradigmas. La descripción de la sociedad estudiada siempre ha sido una parte importante de la antropología, y en ello se asemeja a la historia. Y si bien la historia no enfatiza un momento etnológico que siga al etnográfico, como ya señalamos, no solo encuentra en la aplicación de la teoría antropológica un instrumento útil, sino que encuentra en el relato etnográfico un terreno familiar. Si bien esto no borra las barreras, y las tradiciones disciplinares subsisten, lleva a que en la práctica de la ciencia cotidiana, cuando antropólogos e historiadores comparten un campo temático común, los límites se hacen poco notorios y los intercambios muy fluidos. Incluso, más allá de la ya eclipsada moda estructuralista, las explicaciones diacrónicas o estructurales son comunes a ambas disciplinas, y los investigadores eligen Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 133 una u otra opción, o las combinan, independientemente de que en efecto, la historia se incline con mayor frecuencia por la primera y la antropología por la segunda. Pero, hay, creo, razones adicionales para que la antropología y la historia hayan estrechado su vínculo. Cuando las limitaciones del campo antropológico más clásico, aquel en el cual se construyó su paradigmas, las llamadas, a falta de mejor término suficientemente abarcador, sociedades “primitivas”, comenzaron a restringir el desarrollo de la disciplina, esta naturalmente comenzó a emplear su rico arsenal a otros contextos, incluyendo las modernas sociedades urbanas, y las sociedades del pasado. La producción académica que de allí surgía maridaba muy bien con preocupaciones de los historiadores. Los estudios migratorios ofrecen un ejemplo muy fructífero. Toda la tradición analítica reciente en historia de las migraciones, desde luego, también en la argentina, es heredera de los trabajos antropológicos que mostraron la pervivencia de la etnicidad en los procesos migratorios, y la reconstrucción de identidades en las comunidades migradas. Vinculada con esta temática, el usufructo de la teoría de redes sociales, de origen antropológico, aplicada a muy variados contextos históricos (¿es necesario recordar aquí los aportes de Zacarías Moutoukias sobre la sociedad colonial rioplatense?) ha renovado mucho de la investigación histórica. Y los ejemplos son innumerables, sin necesidad de caer en la útil advertencia, pero de limitada eficacia, del giro posmoderno, donde también la historia ha compartido las dudas de la antropología. En breve, historia y antropología caminan de la mano, como no podría ser de otra manera. Visto desde la historia -que es necesariamente mi punto de vista-, porque la historia no puede dejar de apelar a la valiosa producción de la antropología para crear los marcos analíticos que hagan factibles sus análisis de contexto, o comprensibles la construcción de sus relatos. Y cuando los antropólogos visitan el pasado, más allá de matices, generan una visión del contexto que en general, le resultan muy amigables al historiador. Es innegable, por ejemplo, que el estudio del mundo andino, desde donde Lorandi interpela la relación, es uno de esos campos en los cuales las sinergia es tal, que lo límites se hacen difusos. Conviene aclarar que por limitaciones del campo clásico, me refiero a los costos, económicos y personales, del trabajo de campo en sociedades remotas y aisladas. Cuyo número, por otro lado, se hacía crecientemente limitativo. De todas maneras, seguramente el vuelco de la tradición antropológica al estudio de sociedades más similares a la del propio investigador, o por cierto, a su propia sociedad, estaba ya en la propia tradición de la antropología, y seguramente se hubiera desarrollado con independencia de las dificultades señaladas. 134 Eduardo José Míguez Por lo demás, la distinción entre las disciplinas no es igual a la distinción entre sus practicantes. Hay textos de historiadores con densa carga antropológica, y quizás con mayor frecuencia aún -¿o se debe a mi punto de observación?-, de antropólogos que simple y sencillamente, hacen historia. Pero claro, poco hay de novedoso en esto al comentar un texto de Lorandi, que ha vivido siempre en estas fronteras. Aún así, no veo necesidad ni conveniencia en borrar tradiciones disciplinarias, ni en gestar nuevos campos en la intersección. Dos tradiciones académicas que colaboran entre sí se enriquecen más en su diversidad que borrando sus diferencias, o intentando gestar nuevas disciplinas. En todo caso, dejemos que la propia dinámica de la investigación vaya redefiniendo, si es necesario, los campos. Entre tanto, aún hay mucho espacio para la colaboración. Quisiera cerrar este comentario con la observación de un déficit, que es a la vez una oportunidad. En los últimos años se ha creado, me atrevo a decir, el estudio histórico de las sociedades de nativos americanos autónomos de las tierras pampeano-patagónicas en los siglos XVIII y XIX. Más allá de valiosos relatos y fuentes, muy poco se había avanzado en el campo antes de la década de 1980. En él han convivido historiadores, antropólogos y hasta arqueólogos, en una rica colaboración. Pero aquello que debería ser el ABC del estudio de este tipo de sociedades desde el punto de vista antropológico brilla notablemente por su ausencia. Aparecen instrumentos conceptuales significativos en el trabajo de algunos antropólogos y también de historiadores que interrogan el tema (por ejemplo, Bechis s/f; Mandrini 1997, Nacuzzi 1998); pero son aportes ocasionales, no seguidos de manera sistemática. Quizás una parte del problema provenga de la formación local en antropología. Tengo la impresión que desarrollada tardíamente, e influida en sus orígenes por una tradición arqueológica poco estimulante, cuando la antropología argentina se consolida lo hace más en sus nuevas corrientes, que en la tradición más clásica del campo. Sea por esta o por otras razones, lo concreto es que ni historiadores ni antropólogos han puesto el esfuerzo sistemático en aplicar las nociones más clásicas de la antropología a un campo que clama por ellas. Desde luego, se han desarrollado algunas discusiones antropológicas importantes, y aparecen aquí y allá algunos instrumentos analíticos básicos, como ya hemos señalado. Pero el desarrollo de una etnografía clásica de estos pueblos poco ha progresado, por lo menos, hasta donde se refleja en esta Existen desde luego aportes fragmentarios, obras con una mirada descentrada y fragmentos de arqueólogos, antropólogos o lingüistas. Pero si se compara lo que hoy se ha producido con lo que existía 30 años atrás creo que se justifica considerarlo un campo totalmente nuevo. Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 135 renovada historiografía, desde trabajos como los de John Cooper (1946) o L.C. Faron (1961). Más aún, tampoco se hace habitualmente referencia a ellos, u otros fragmentos etnográficos, en las investigaciones recientes. Así, con frecuencia los historiadores escriben historia de estos pueblos sin discutir cual es la lógica de sus sociedades, como si esta fuera transparente en sí misma; y aunque los antropólogos son más cuidadosos, tampoco ha habido un esfuerzo por inscribir sistemáticamente los procesos sociopolíticos araucanos en una definición precisa de su lógica social. Esta omisión creo que ilustra bien mi argumento. A lo largo del aproximadamente siglo y medio que tiene la conformación de campos profesionales en las ciencias sociales, se han ido conformando tradiciones específicas, cuya lógica no deviene centralmente de una diferenciación de objetos y temas -aunque esta existe, sin duda- sino de tradiciones disciplinarias. Estas son en buena medida complementarias, más que conflictivas. Y la colaboración entre estas tradiciones enriquece nuestra labor. Por ello, creo que es muy útil colaborar en el estudio de los múltiples campos de intersección, sin necesidad de renunciar a la especificidad de cada tradición académica, pero recuperando a la vez la contribuciones de las vecinas. BIBLIOGRAFía Alonso, Paula 2010. Jardines secretos, legitimaciones públicas, Buenos Aires, Edhasa. Barnes, Barry 1982. T.S. Kuhn y las ciencias sociales. México, Fondo de Cultura Económica. Bechis, Martha s/f. Los lideratos políticos en el área araucano-pampeana en el siglo xix: ¿autoridad o poder? En http://www.naya.org.ar/etnohistoria/. Chalmers, Alan F. 1982. ¿Qué es esa cosa llamada ciencia? Madrid, Siglo XXI. Cooper, John 1946. The Araucanias. Handbook of South American Indians, Boureau of American Ethnology Bulletin 143 (2) 1946. Aparecen sí referencias a trabajos de historiadores chilenos, o de un antropólogo como Guillaume Bocara, pero la investigación suele adentrarse poco en una lógica etnográfica. 136 Eduardo José Míguez Faron, L.C. 1961. 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I will return to questions of scholarly competence, which are important in addressing some of Prof. Lorandi’s questions. Within a brief essay that nicely outlines the convergences and divergences of history and anthropology, she makes two incontestable major points: having emerged first among anthropologists, ethnohistory -in brief, the history of Indians-, has waned within the discipline, and has shifted -along with work on the intercultural formations of the colonial era and attention to urban phenomena- largely into the discipline of history; but having taken up the master theoretical framework of anthropology -a focus on culturealong with anthropology’s subject matter -Indians-, the historians have not felt it necessary to acknowledge the disciplinary source of their concern with culture. What accounts for these facts? What can anthropology do to recover its former subject matter at the disciplinary border? These are good questions, and in her genealogy of the respective fields and their zone of overlap, Prof. Lorandi goes a long way toward answering the first of them. The second is left as an open question for us all. Without aiming to provide an overall picture of Andean ethnohistory over the past forty years, or to retrace the steps of Prof. Lorandi’s essay, I would limit myself here to adding some nuances to this history of the vicissitudes of ethnohistory from the point of view of my own experience -that is, the academic world of the US. I would also portray in somewhat more detail the * E-mail: [email protected] 138 Thomas Abercrombie quirkiness of the enterprise of ethnohistory vis a vis other ‘ethno’ hyphenated specialities within anthropology. And finally, I would comment on certain problems with the anthropological concept of culture that has been adopted not just by historians, but by scholars in a variety of fields -particularly in language and literature departments-, loosely called ‘cultural studies’. For the fact is that the concept(s) of culture that drove ethnohistory, as well as the concept(s) of history that anthropology took up from the historians, inhibited the development of a more ethnographically-driven theorizing about both ‘culture’ and ‘history’, as well as about the colonial contexts that produced the concept of ethnicity and the kinds of radical alterity that were anthropology’s métier. A Personal View of the Trajectory of Andean Ethnohistory in the USA Both the Andes and ethnohistory first came to my attention as an undergraduate student at the University of Michigan in the early 1970s, when I took a course on Inca Cosmology from John Earls -who now teaches at Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP) in Lima. Earls was completing his Ph.D. under the direction of R. Tom Zuidema, but I also learned about work on the Incas by John H. Rowe, John V. Murra, and a host of Peruvian, Ecuadorean, Argentine, Chilean, British, German, and French scholars. Here I will stick with the US academy, where Zuidema, Murra, and Rowe were the leading -anthropological- stars of three strong ‘schools’ of Andean -that is, Inca- ethnohistory. Earls soon departed for Peru, not to return to the US, and I continued my training in anthropology at the University of Chicago, without any Andes-specific mentor but attuned to the intersection of anthropology and history by Marshall Sahlins, Terence Turner, Jean Comaroff, and Bernard Cohn, among others. By the time I completed my doctorate, twelve years after starting it and after eighteen months of ethnographic work and about eight months of archival work, I had accumulated the extra training in paleography and historical method, as well as Andes-centered mentoring and collegial conversation, from via the scholarly generosity of -among others Murra, Rowe, and Zuidema, plus other scholars of their generation -such as Franklin Pease, Maria Rostworowski, and Nathan Wachtel-, and a succeeding generation consisting of Antonio Acosta, Rolena Adorno, Xavier Albó, Berta Ares, Thérèse Bouysse, David Cook, Luis Miguel Glave, Catherine Julien, Ana Maria Lorandi, Sabine MacCormack, Luis Millones, Tristan Platt, Karen Powers, Ana Maria Presta, Susan Ramírez, Joanne Rappaport, Roger Rasnake, Mercedes del Rio, Gilles Riviere, Thierry Saignes, Frank Salomon, Nicolás Sánchez-Albornoz, Irene Silverblatt, Karen Spalding, Geoffrey Spurling, Steve J. Stern, Enrique Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 139 Tandeter, Gary Urton, and Rafael Varón. I did not belong to one of the three Andeanist ‘schools’ in the US, but whatever I have learned about the Andes is a product of a great deal of mentoring and scholarly debt. I have left out students of these, along with a host of scholars whose work is mainly ethnographic, and many historians whose work does not focus heavily on Indians. Some major scholars I have never had the good fortune to meet or converse with. And of course I will have forgotten to include some names There are quite a few US-based anthropologists on the above list, and some of them have trained students in Andean ethnohistory. But these days when a prospective ethnohistorian asks to what university they should apply for training in Andeanist ethnohistory, I am a bit stumped. It is possible to name places with strength in Andean ethnography, or Andean history, or at what US university one can learn Quechua or Aymara. But no doctoral program now stands out for ethnohistory per se. The explanation for that is complex, but boils down to a few key elements. US demography is one: the ‘baby boom’ generation of scholars who completed Ph.D.s in the 1970s and 1980s have scattered to the winds in a tight job market, while the shrinking of the student base -and of funding for education- has produced many fewer Ph.D.s in fields like anthropology and history since the 1990s. Another is the end of the Cold War, which translated not only into theoretical shifts -toward post-structuralist paradigms, particularly Foucault, Deleuze, and lately Agamben- and anthropology’s move into the territory of modernity and globalization, but considerable reductions in governmental funding for interdisciplinary area studies. Those funds -Title VI- had been essential in building interdisciplinary strengths for regionally-focused research -via centers for Latin American and Caribbean studies. Such centers still exist, but without their former financial leverage to hire faculty in the disciplines. A handful of joint doctoral programs in anthropology and history -at the University of Michigan, for instance- have kept this kind of interdisciplinary current flowing -though without much Andeanist emphasis-, but against a tide of disciplinary closure, especially within anthropology, which, still in flight from its condemnation as handmaiden of empire, and especially from its association with villages and ways of life that globalization theory deems to have disappeared, seems feverish in its search for new and emergent -and modern or postmodern- topics. The trend is also true among prospective students: very few over the sixteen years I have been located in NYU’s anthropology department have sought to work with me on rural indigenous topics, and even fewer on ethnohistorical ones. And then there is competition among faculty: almost 400 applicants seek admission to NYU’s doctoral program in anthropology every year, but we twenty-five or so faculty can admit fewer than ten per year, via ranking and consensus. Ethnohistory as a 140 Thomas Abercrombie proposed topic will not usually win the day in a department mainly focused on ethnographic methods. In the end, academic ethnohistorians (myself among them), especially those housed in departments of anthropology, have not reproduced themselves, an exception to this generalization, which I cannot treat in any depth here, are the intrepid archaeologists who have chosen to work on the late pre-Columbian period, for whom Spanish documentary sources can be very important. Ethnohistory has fared far better in history departments, where neither the topic -located in the distant past- nor the research methods -archival work, etc.- raise any eyebrows. Were I to list the Ph.D.s in Andeanist ethnohistory since the beginning of this millennium, almost all would be in history. Of course, for the most part students in history are urged away from ethnographic fieldwork, and most do not have the opportunity for training in comparative ethnology. Research Methods and Competence in Ethnography and History The kind of ethnohistory that involves archival research and paleographic skills, that is, use of historical research methods, has always been something of a stretch for anthropology students trained mainly in ethnographic methods. No three year program of coursework is sufficient to acquire competence in two very different disciplines. In my own case, acquiring competence as a historian was done in piecemeal fashion and added years to my dissertation research and writing, and continued through postdoctoral projects involving a few years of research in the Archivo de Indias, the Archivo General de la Nación de Argentina, and the Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia, among others. At an early stage -prior to my ethnographic fieldwork, in 1979- Tristan Platt took it upon himself to lead me through the Andean ethnohistory literature for several months -while I studied Aymara in La Paz. Without his kindness, I would likely not have entered the ethnohistorical fray. Ethnohistory for the anthropologist, that is, requires long-term dedication, luck in finding sources of funding for long-term study, and a lot of friends and colleagues from whom to learn. Were historians who focus on matters indigenous to decide to practice ethnography, they would likewise have to multiply and lengthen their apprenticeships. In practice, they usually do not. So the matter of acquiring research competence in both disciplines is a major hurdle for the reproduction of ethnohistory. Another constraint is the tendency of disciplines to, well, discipline themselves, to keep the gates closed to amateurs and to be suspicious of those who cross disciplinary lines. Of course, anthropologists could mimic the historians and skip the Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 141 interdisciplinarity: that would mean focusing on living people, and aiming to account for how the past is understood and knowledge of it transmitted within a contemporary indigenous community. I think, though, that such a project would not immediately be recognized as ethnohistory. And there lies another peculiarity of the practice. The Ethno- of Ethnohistory I follow with great interest Prof. Lorandi’s treatment of the etymology and use of the first half of the compound term that is our focus: ethno: it is certainly derived from the Greek and used broadly to characterize some form of collective alterity vis-a-vis a majoritarian understanding of nation or nation-state of reference -in the US, it has been applied or appropriated by every immigrant population that has been distinguished from the English and creole-English people who constituted there, as did Spaniards and creoleSpaniards, the hegemonic elite of empire. Certainly, such alters were long anthropology’s métier. But there is another side to the ethno- of ethnohistory: as developed by US-based anthropology, adding the term ethno as prefix to some domain of the sciences or humanities, as in ethnobotany, ethnozoology, ethnopoetics, ethnomusicology, etc, one marked out for another ‘culture and society’ a domain of knowledge analogous to those of our own disciplinary domains. Ethnozoology, for instance, is some ‘other’ people’s way of classifying and understanding animals. A brief example: Take the well-known dispute between Marvin Harris and Mary Douglas on how to understand God’s prohibition of pork for ancient Israelites as commanded in the book of Leviticus. Harris provided a cultural materialist argument: Because of their water requirements -because of the lack of sweat glands to cool themselves- pigs were ill-suited to the desert nomadism of this pastoral people. Douglas, on the other hand, forwarded a structuralist interpretation: Motivating the extensive list in Leviticus of animals both permitted and prohibited is a system of classification -animals that ‘divide the hoof’ or not, ‘chew the cud’ (ruminate) or not, swim in the water with fins and scales, or not, etc. The permitted meats come from ruminant (grass-eating) animals with divided hooves -that is, two toes rather than one-, that is, from sheep, goats, and cattle. The pig is excluded not for material-practical reason, but for reason itself, since it has a divided hoof, but is not a ruminant. Its characteristics violate the said system of classification -as do, inversely, those of the also-prohibited horse, a ruminant with a single toe. Both are classed as abominable because they invoke contradiction in what we might call the ancient Israelites’ zoology, which being very unlike 142 Thomas Abercrombie that of Linneaus -and thus alter-, we might call an ethnozoology. Certainly the clash of the resulting system of food prohibitions with the cuisine of pigidolizing Christian Europe was a potent factor leading Christian Castillians or Frenchmen or Germans to classify Jews -and also Muslims- as radical alters of one kind (ethnic) or another (race). With regard to the foregoing account of other ethno-hyphenated specialities, ethnohistory stands out. For the most part ethnohistory has been an effort to provide a narrative of the pasts of indigenous people who lacked written documents and historians to sift through them. Efforts to describe probable pre-Columbian social structures based on gleanings from colonial visitas certainly fall within the territory of ethnohistory. Ethnohistory has generally not meant, following the model of ethnozoology, ethnographic inquiry into the ways contemporary indigenous communities practice something analogous to history. If ethnohistory had developed more robustly in this direction, it would not have been appropriable by historians. The -history of Ethnohistory, and -Collective or Social- Memory What explains this strange divergence of ethnohistory from the path of ethnozoology? No doubt part of the answer is that historians, lamenting the Incas’ lack of writing, abandonned the effort to write about Inca pasts -the presence of sources written by indigenous people in Nahuatl, for instance, was what drove James Lockhart to shift his attention from the Andes to Mexico. Where historians feared to tread, anthropologists rushed in. Once they did, they read chronicles, administrative reports, etc, and aimed to sift through the Spaniards’ efforts to understand the Inca, using historians’ tools to do so. A principal goal was to understand the Inca past and to describe the succession of reigns and events in a manner analogous to a Western event history. But anthropologists also brought with them another toolkit, that of comparative ethnology, making it possible to see past the ethnocentrism of 16th-century Spaniards to imagine ways that Incas and their past(s) were not analogous to the ‘West’. Equipped with a broader set of concepts about the past and its remembrance -the kinds of social practices that Halbwachs called ‘collective memory’- it became possible to appreciate the social functionality of possibly ‘false’ or at any rate non-empirically-verifiable event genealogies (myths), and perhaps to take seriously what might be called ‘vernacular’ history, how societies confront the past and the vicissitudes of time apart from narrow domain of writing and professional historians. Of course, a key move in recognizing vernacular history or social memory in ‘other’ societies -whether of the past or the present- is first to open our eyes to its continued presence Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 143 in our own lives, and certainly among 16th-century Spaniards, for whom a wide variety of embodied and practiced techniques of memory (recalling the ancestor de solar conocido, enlisting in cofradías, marching according to social rank in Corpus Christi processions, learning how to reproduce regional cuisine, marking out the day, week, month, and year -and the social space of buena policia- according to a cyclic repetition of Christology, not to speak of song and dance) accompanied notarial records and the multi-generational curriculum vitae of relaciones. Such recognition makes it easier to see in what ways certain Inca practices diverge from, as well as resemble, European understandings of ‘history’. The Culture Concept, Boundaries of Self and Other, and Ethnographic Theory The search for Inca analogs of writing continues, as attests the special scrutiny of certain Inca practices, such as taquies, khipus, or tocapus which some scholars have called ‘writing without words’, or ‘alternative literacies’ to sharpen both the analogy and the contradiction. But a broader and less historically-bound approach to the past may emerge directly from ethnohistorical practice, one that goes beyond documents and written narratives and treats, say, the use of surnames or the inheritance of property or, perhaps, drinking sessions accompanying festival sacrifices, as a kind of historical practice. To understand what Spanish sources reveal to us about Incas, the ethnohistorian must have recourse to basic source criticism. That requires one to understand the sociocultural milieu of Spaniards who wrote chonicles and produced archives. Such an effort reveals that the colonial world very quickly became something new, attested neither in Castile nor in the pre-Columbian Andes. As Prof. Lorandi tells us, such discoveries led ethnohistorians -whether of the anthropologist or historian sort- to become interested in social process and change; to try to grasp the kinds of transformations to which indigenous societies -as well as Spanish ones- were subject in the colonial context. It also led to interests in urban society, in the genesis of ‘indios criollos’, mestizos, mulatos, and the complex, gender driven production of new kinds of social positions previously unheard of. Practicing ethnohistory of this sort led its anthropologists to think about social process and change in ways for which 1970s models of culture and society had not prepared them. Structuralist approaches to culture assume a language-like closure that even language does not possess, while structural functionalist approaches assume that achieving statis -through reproduction- is society’s principal aim. Striving to 144 Thomas Abercrombie understand what might drive rural indigenous people called to the mita to transform themselves into ‘indios criollos’ in a Potosí parish, and what kind of social and cultural forms were involved in such a transformation, requires a different way of understanding ‘culture’, one that does not assume closure and that is attuned to the shifting dynamics of power and the possibilities of resistance in a colonial context. Just as trying to understand how taquies might have served to anchor accounts of Inca pasts, thinking through the social positioning and motives for action of a colonial indio criollo demands attention to how situated interaction and performance construe and transform the webs of meaning called culture. In the end, reflexive attention to the dialogics of ethnographic practice seem much better suited for such analysis than the historian’s approach to texts. The concept of culture has indeed been appropriated by historians who continue to work the terrain of ethnohistory. But most often, it is a Saussurean understanding, whether drawn from Levi-Strauss or from the post- (but still) structuralist Foucault. What is of interest is the underlying (or overarching) meaning-paradigm, into which individuals are born and which they cannot hope to resist or transform. Mere parole (speech), for Saussure, is generally defective and non-productive in comparison to langue -language-as-a-system. As long as anthropologists have imagined ‘culture’ along such lines, as a coherent meaning system existing in abstract, intersubjective space, they have been very poor at accounting for how ‘culture’ is produced and changed, except for that externally imposed, as when one culture so conceived is displaced by another. Imagining Andean and Spanish cultural systems bumping up against one another like two relatively impermeable baloons makes it easy to account for continuity and resistance. But it obscures the dynamism that one sees best by regarding ‘culture’ as a product of social interaction. In my own work, for example en Caminos de la memoria y del poder ([1998] 2006), I have argued that the two distinct senses of ‘ethnohistory’, that involving historical methods and reconstruction of probable past event series based on empirical evidence, and that focused on understanding ‘vernacular history’ or social memory, the totality of techniques for ‘recalling’ or constructing a past suitable for present purposes, are two entirely different enterprises. One stems from the use of historical methods, and the other from anthropological ones. Of course, the two can be productively combined, by aiming to understand how Incas produced usable pasts via song and dance (taquies), or by enumerating the components of social units in the midst of acts of exchange (quipus). By widening ethnohistory’s purview to include Publicado en Boliva en 2006, Instituto Francés de Estudios Andinos/ Instituto de Estudios Bolivianos / ASDI. La primera edición es de 1988, en inglés. Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 145 efforts to understand how the past is constituted and used in the shaping of contemporary sociality, it may even be possible to imagine an ethnohistory of financial markets, science laboratories, and neoliberal globalization. It would be nice, however, if we could also continue to focus on indigenous peoples, rural or urban, past or present, in the countries linked by the chain of mountains called the Andes. Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 147 Walter Delrio* Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Universidad Nacional de Río Negro Entrar y salir de la Etnohistoria ¿Dónde van las almas de los Grandes, Ingas, Apos, Tokis, Ulmenes? -Las almas de los que mandaban no pueden morir. Entran en leones, en todo lo que es trapial, en culebras y víboras, menos en zorros. Pero pueden estar en un ñamkú, en un mañke, en un choike. En todos los animales de almas grandes se encuentran los grandes de la tierra. Pero no en los pichi uñen, los pájaros chicos. (Alonso Kintul, Adivinanzas, en: Koessler-Ilg 2006) Las situaciones que los hombres definen como reales tienen consecuencias reales (Thomas y Thomas 1928) Hacia fines del siglo XIX, un criterio de clasificación estatal de las diferentes unidades sociopolíticas indígenas de Pampa y Patagonia ha sido el modo en que cada una estaba vinculada al sistema de tratados y convenios establecidos con el gobierno argentino. En la década de 1870, las planillas elaboradas por el Ministerio de Guerra establecían un ordenamiento jerárquico de diferentes caciques -principales, secundarios, caciquillos-, su ubicación geográfica y número de personas y lanzas sobre las que cada uno de ellos ejercería su influencia. Estas planillas también indicaban el número de ganado yeguarizo y raciones que recibirían por parte del estado nacional, * ������������������������������� E-mail: [email protected] Véase como ejemplo el cuadro elaborado en el informe titulado “Estado General que manifiestan las diferentes agrupaciones de Indios que se hallan en la Patagonia e inmediaciones de los Andes” Archivo General de la Nación (AGN) Sala VII, Roca, Leg. 155, N° 593. 148 Walter Delrio de acuerdo a lo establecido por los mencionados convenios y tratados. Estos números coincidían con el rango atribuido a cada cacique, estableciendo una jerarquía entre los mismos. Este tipo de documentos permite una serie de preguntas en relación con los complejos procesos por los cuales una serie de datos son seleccionados como conocimiento práctico para el control y vigilancia del cumplimiento de una determinada política estatal; pero, al mismo tiempo, no podríamos considerarlos sólo como el resultado de dicha agencia. En ellos también se expresan complejos procesos de construcción de representación indígena a partir de los cuales se definirían quiénes, dónde, cómo y en representación de quiénes, han participado en el conjunto de parlamentos realizados entre autoridades criollas e indígenas. Habilitan preguntas sobre la agencia indígena, en relación con sus objetivos, alianzas y estrategias pero fundamentalmente, y lo que me interesa abordar aquí, con respecto a desde qué paradigmas, marcos de interpretación y conceptualizaciones de agencia y política, se llevaron adelante este tipo de relaciones. A partir de este ejemplo; es decir de lo que “el número de ganado” implica de acuerdo a los marcos de interpretación que entran en relación en dicho proceso, el objeto de este trabajo es participar en la discusión en torno a los modos en que podríamos definir un campo interdisciplinario que enfoque en las relaciones asimétricas implicadas en este tipo de procesos de construcción de mismidad y otredad; identificando que este tipo de relaciones sociales, estos procesos de construcción de subalternidad en términos de etnicidad, han concentrado las miradas y perspectivas antropológicas e historiográficas de aquello definido como Etnohistoria. Del número a la vida social de los yeguarizos La relación entre cabezas de ganado -como eufemismo para referir al conjunto de raciones implicadas en los tratados y convenios- y el poder económico y político de la persona que las posee -al menos sabemos que las debería recibir- no es unilineal. En efecto, la relación directa y proporcional entre el poder atribuido -la posición de cada cacique en la clasificación jerárquica establecida en las planillas del estado- y la cantidad de raciones recibidas es parte de una interpretación orientada por un marco determinado. Desde dicho marco las cosas recibidas tenían un valor, inicialmente establecido por el gasto en dinero que había representado para el gobierno y luego por el cálculo de la ganancia potencial que implicaría colocar esos bienes en diferentes mercados. No obstante, difícilmente podamos interpretar que el objetivo de esta política gubernamental era sencillamente Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 149 transformar a los caciques en estancieros o comerciantes de ganado. Por lo tanto, el intercambio mercantil no era el único proceso de generación de valor involucrado, ya que el efecto esperado y el objeto de esta entrega era precisamente que las cosas circularan, de acuerdo a circuitos indígenas, hecho que se suponía empoderaría a estos caciques y sería performativo de la jerarquía que se sostenía a través de la clasificación establecida por este sistema de tratados y acuerdos. Al mismo tiempo, podemos hipotetizar sobre las posibilidades de interpretación de esta relación entre número de ganado y los objetivos y procesos de la política indígena. Especialmente, estas formas de representación a través de los caciques: ¿involucraban formaciones sociopolíticas estables y duraderas más allá del contexto?; ¿qué tipo de relaciones las constituían?; ¿cómo eran consideradas las cosas que participaban de la circulación resultante? De forma paralela, tampoco aquí deberíamos considerar que aún siendo estos tratados resultado también de una política indígena, esta fuese consecuencia de una forma de concebir el mundo, homogénea y monolítica. Esta circulación y la misma performatividad de estos parlamentos, acuerdos y tratados, implicaron un valor atribuido a las cosas y un prestigio a las personas, desde otros marcos de interpretación. La premisa de enfocar en las diferentes ontologías involucradas en las asimétricas relaciones de etnicidad requiere una perspectiva y método que evite las esencializaciones; ya que la esencialización de los marcos de interpretación hegemónicos y alternativos devendría en una explicación tautológica y ahistórica de la misma relación asimétrica. Trato de seguir en esto lo que Eduardo Viveiros de Castro (1992) propone como abordaje antropológico; uno menos centrado en determinar cómo las relaciones sociales constituyen su sujeto que en preguntar qué constituyen los sujetos como relación social. Al mismo tiempo, procuro describir los particulares regímenes de valor e historicidad implicados en dichas relaciones; es decir, enfocando en los procesos de cambio, en cómo la temporalidad se inscribe diferencialmente en el discurso, en el espacio y las prácticas de intercambio Los bienes entregados no solo consistían en yeguarizos y ganado vacuno sino también en harina, yerba, aguardiente, textiles y papel, entre otros. “y á fin de conseguir vayan contentos y llenar los deseos que el señor Presidente tiene en conservar la buena relación con ellos, les he dado cuanto me han pedido en su carta, [...] pues á los nueve que componían esta misión les he dado ropa, ponchos, camisas, camisetas, calzoncillos, etc.; tabaco, yerba, papel para ellos y á más que lleven á Calfucurá de todo” Del Coronel Machado al presidente Bartolomé Mitre, 24/3/1865, Museo Mitre (ed.), Archivo del General Mitre. Buenos Aires: Gobernación de la Provincia de Buenos Aires, 1912, vol. XXIV, pp. 95-97 (en Pavez Ojeda 2008: 435). 150 Walter Delrio y rituales. En lo que Carlos Fausto y Michael Heckenberger (2007) definen como campo de la Antropología histórica, en tanto pregunta por los modos diferentes en que se producen transformaciones y en los regímenes de historicidad constituidos por esas prácticas. A partir de estas preguntas, sostienen estos autores, será posible imbuir a la historiografía con una mirada etnográfica tanto como relacionar la etnografía con la temporalidad (Fausto y Heckenberger 2007: 4). Así, tomando el caso de los bienes que circulan a través del sistema de tratados y convenios entre el gobierno argentino y los caciques podemos pensar en los diferentes regímenes de valor que intervienen en la política y las relaciones interétnicas, también a partir del abordaje de los diferentes momentos en la vida social de estas cosas. Como sostiene Appadurai (1991: 78) es en definitiva la política, en un sentido amplio, el vínculo entre los regímenes de valor y los flujos específicos de mercancías, siendo por lo tanto que las mercancías, como las personas, tienen una vida social (1991: 17). Al definir al valor como un juicio de los sujetos en relación con un objeto y no como una propiedad inherente de los objetos, Appadurai (1991: 19) afirma que las cosas o grupos de cosas circulan en ambientes culturales e históricos particulares; por lo tanto, sus significados están inscriptos en sus formas, usos y trayectorias. En consecuencia, esta perspectiva sostiene la necesidad del análisis histórico de esas trayectorias con el objeto de poder interpretar las transacciones y cálculos humanos que animan a las cosas. El mencionado autor define a este proceso como una inversión metodológica a través de la cual “son las cosas-en-movimiento las que iluminan su contexto social y humano” (Appadurai 1991: 19). Sostiene que en el propio Marx se encuentra la posibilidad de un enfoque en las mercancías desde este tipo de análisis histórico e intercultural; critica los planteamientos que conciben el intercambio de obsequios y el mercantil como fundamentalmente contrarios y mutuamente excluyentes y propone limar el contraste exagerado y reificado entre Mauss y Marx, entre obsequio y mercancía. Identifica a esto último como consecuencia de una tendencia a romantizar las sociedades en pequeña escala; desde la cual se pierde de vista tanto que las sociedades capitalistas también funcionan de acuerdo con propósitos culturales, como el subestimar Appadurai la define como las relaciones, presupuestos y luchas concernientes al poder, “es lo que une valor e intercambio en la vida social de las mercancías”. Los intercambios de la vida común son posibles porque existe “un vasto conjunto de acuerdos relativos a qué es deseable, qué implica un ‘intercambio razonable de sacrificios’, a quién está permitido ejercer qué tipo de demanda efectiva y en qué circunstancias” (1991: 77). Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 151 las características planificadoras e impersonales de las sociedades no capitalistas (Appadurai 1991:27). Abordar la vida social de las cosas implica enfocarse en cómo estas se caracterizan en situaciones determinadas a lo largo de su trayectoria social. Así, la situación mercantil en la vida social de una cosa es: la situación en la cual su intercambiabilidad -presente, pasada o futura- por alguna otra cosa se convierta en característica socialmente relevante […] las cosas pueden entrar y salir del estado mercantil y tales movimientos pueden ser lentos o rápidos, reversibles o terminales, o normativos o desviados (Appadurai 1991: 29). Lo que me interesa destacar aquí, en relación con esta propuesta, es que precisamente la idea de entrar en y salir de diferentes regímenes de valor, de las cosas al igual que de las personas y las imágenes, habilita una entrada a los modos históricos y contextuales en que dichos regímenes de valor se entrelazan. Y aquí es interesante la propuesta de Appadurai relativa a que más que un “marco cultural” que definiría la candidatura mercantil, o de obsequio de las cosas, podríamos pensar en “regímenes de valor” ya que los conjuntos de estándares compartidos pueden ser muy superficiales; es decir que “el acto de intercambio no presupone una completa comunión cultural de presuposiciones” (1991: 30). Esta definición contempla que un objeto puede tener, por ejemplo, una fase mercantil pero que esto no agota su “biografía”, la cual no está culturalmente regulada sino abierta a diferentes grados de manipulación individual. Lo que dificultaría al análisis intercultural de las mercancías y de otros aspectos de la vida social es el dualismo excesivo que define el “nosotros y ellos”, “lo materialista y lo religioso”, “la objetivación de las personas” contra “la personificación de las cosas”, o “el intercambio de mercado” contra “la reciprocidad”. Estas oposiciones parodian ambos polos y reducen de modo artificial las diferencias humanas (Appadurai 1991: 28). Se trata de una perspectiva no solo anclada en la producción sino en la trayectoria total, desde la producción hasta el consumo, lo cual ha generado desde el momento de su publicación diferentes tipos de crítica. Aunque hoy habría relativo consenso en reconocer que las cosas se producen, tienen significado y actúan sobre la vida social, no deberían desdeñarse “las determinaciones de la producción” (González Seguí 1992: 278). El trabajo de Joanne Rappaport (2006) en relación con la militancia indígena ha sido muy sugerente al respecto. Para Appadurai “la mercancía no es un tipo de cosa en vez de otro, sino una fase en la vida de algunas cosas” (1991: 33), por lo tanto los sistemas de clasificación, de acuerdo a la analogía con la zoología, no podrían ser sino politéticos. 152 Walter Delrio Así, cuando los tratados establecen “parcialidades”, o “cacicazgos principales y secundarios”, reconocidos y reconocibles por la circulación de bienes, organización militar y de información, constituyen éstos conceptos polisémicos que implican tanto la circulación y la producción de objetos como también de recuerdos y prestigios, y la persecución de la distinción social por medio de estrategias de asociación ¿Podemos considerarlos, por lo tanto, también como mecanismos de un mercado de mercancías de entrega futura; es decir un “terreno especializado para las contiendas de valor” (Appadurai 1991: 70)? Estas preguntas implícitamente proponen una relación particular entre acontecimiento y estructura. En su planteo dinámico de la política en sentido amplio, es decir no solo referida a las relaciones de privilegio y control social sino a la tensión constante entre las estructuras existentes de valor y la tendencia de las mercancías a quebrantarlas, la propuesta de Appadurai tiene un paralelo con la diferenciación que hace Rancière entre policía y política. Rancière (1996) entiende a la política como una movilización subversiva que tensiona los márgenes de la policía -entendida como arena o sistema de dominación-, hasta bien no sea eficientemente encuadrada dentro de sus marcos. La documentación disponible en los archivos históricos permite abordar tanto la mirada y estrategias estatales con respecto a los circuitos económicos y políticos de la población originaria del área pampeana y norpatagónica hacia la década de 1870, como pensar en las tensiones subyacentes en los regímenes de valor y en los márgenes de la dominación o policía estatal. Por entonces, la política del gobierno nacional incluyó la firma de diferentes “convenios” con los caciques quienes, como representantes de “tribus indias” y ya no de “naciones”; es decir, como otros internos, se comprometían a colaborar con la defensa de la frontera estableciendo tanto la entrega de raciones diferenciales como la posibilidad de vínculos comerciales con las poblaciones argentinas10. Rancière (1996) llama policía, al “conjunto de procesos mediante los cuales se efectúan los agregados y el consentimiento de las colectividades, la organización de los poderes, la distribución de los lugares y funciones y los sistemas de legitimación de esta distribución”. Entiende a la policía no tanto como un “disciplinamiento” de los cuerpos sino como una regla de su aparecer, una configuración de las ocupaciones, y las propiedades de los espacios, donde esas ocupaciones se distribuyen. Al mismo tiempo denomina como política a las disrupciones o tensiones, a los momentos en que irrumpe en la policía lo político. 10 La historia de los tratados es también una manifestación de este constante entrar y salir de las comunidades indígenas desde la perspectiva de la sociedad criolla. Abelardo Levaggi (2000) afirma que los tratados se regían por el ius gentium. Este tipo de derecho, originado en la antigua Roma, era aplicable tanto a los “ciudadanos” como a los “extranjeros”, con Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 153 Tanto la materialización de las entregas establecidas por estos convenios como los mecanismos de control -visitas de militares y científicos- para inspeccionar el territorio indígena reforzaban el modelo de ordenamiento social con el que la sociedad criolla interpretaba a los pueblos originarios. A través de los mecanismos utilizados se manifiesta un tipo determinado de historicidad por parte de las agencias del estado, desde la que se distribuyeron los cuerpos en el espacio de su visibilidad o su invisibilidad y se pusieron en concordancia los modos de ser, los modos del hacer y los modos de decir dominantes en las concepciones políticas de fines del siglo XIX (Rancière 1996). Como señala Bechis (1989) las tolderías de los caciques principales, como Sayhueque, devinieron en nodos de información, espacios donde no sólo las visitas oficiales se detenían sino donde, en adelante, frecuentemente los parlamentos indígenas serán convocados. Al mismo tiempo, el sistema de tratados se convertía en un espacio más amplio de negociación/ imposición11 en el cual cada parte llevaba adelante sus propios reclamos, tanto teniendo presente lo que otros caciques y agrupaciones obtenían o dejaban de obtener como también lo que las mismas autoridades gubernamentales recibían a cambio -no sólo como resultado político sino como beneficio comercial. Señor Coronel Usted vea que yo no quiero quebrar con Usted pues tengo muchos cuentos recibidos en contra de Usted que me han dicho que Usted esta recibiendo mucho dinero por las Cautivas que le ha entregado y hasta Caballos, que esto le da los dueños de las familias esto me parece que yo no mas sere el que trabajo debalde como que Usted y el Mayor mi ha hecho volver con las manos cruzadas a mis Comisiones12 (En Pavez Ojeda 2008: 518). La interpretación del ordenamiento sociopolítico indígena a partir de este tipo de documentación de archivo tiene su propia historia a la que me referiré muy sintéticamente. Se destacan las descripciones de los cacicazgos lo cual es equivalente al moderno derecho internacional. Tamagnini y Pérez Zavala (2002) sostienen que por esta misma razón desde 1850 el estado nacional procuró no reconocer a los indígenas como un colectivo externo sino como grupos sujetos a las leyes de la nación. En adelante utilizarán los términos “convenio” y “tribus indias” en reemplazo de “tratados” y “naciones indias”, procurando así sacar a los tratados del derecho público colocándolos en el derecho privado (2002: 133). 11 Como señala Bechis (1989), el sistema de tratados era también consecuencia de la política aborigen, de distintos proyectos de autonomía o de integración con respecto a los proyectos de “organización nacional” de los criollos. 12 Juan Kalfukura al coronel Julián Murga, Salinas Grandes, octubre de 1872. AGN, Buenos Aires. Sala VII, Fondo Museo Histórico Nacional, legajo 43, f. 6335. 154 Walter Delrio pampeanos y norpatagónicos como formas intermedias de concentración de poder a través del surgimiento de una jerarquización. Contemporánea a los enfrentamientos de fronteras, y más específicamente a las campañas de conquista militar de fines del siglo XIX, se consolidó una literatura que identificaba en la figura de los llamados caciques principales la constitución de verdaderos “estados indígenas” (Zeballos [1878] 1986, Schoo Lastra 1928). Se definió como estrategias de las sociedades sin estado la búsqueda o aprovechamiento de la vinculación con el estado (Marfany 1940, Walther 1980). Esta lectura seguía de forma bastante lineal la perspectiva de las fuentes que describían a las agrupaciones pampeanas como rapiñeros procurando bienes -ganado- a cualquier precio y modo. Esta “sociedad malonera” o del ganado era descripta sin otra vida política que a través de la figura de los grandes caciques, quienes concentraban el poder de coerción y la representación colectiva, decidían qué papel tomar en el circuito del ganado y en la política de frontera. Por lo tanto, la agencia indígena sólo era visible en términos de cómo se integraba o no un determinado cacique/ tribu a los circuitos de intercambio mediante alianzas con el estado -provincial o nacional. Desde el trabajo académico de Rex González (1979), retomado posteriormente por Mandrini (1984), la discusión en torno de la constitución de jefaturas pampeanas fue complejizada y devino en un tema central en la Etnohistoria de los últimos años. En una dirección opuesta Bechis (1999) ha sostenido que estos efectos sesgantes de las relaciones con el estado, no habrían producido un cambio sustantivo en la segmentalidad de la sociedad indígena. Ambas posiciones han tomado como elementos centrales del debate la circulación, concentración y distribución, de los bienes obtenidos en la relación con la sociedad hispanocriolla pero, fundamentalmente, han introducido la idea de agencia o iniciativa indígena. Principalmente lo han realizado a través del análisis de los procesos de conformación de los malones como empresa política y económica (Crivelli Montero 1997) y de la centralidad de los caciques principales en la representación indígena frente al estado13. Estos 13 En los últimos años una serie de trabajos han venido a profundizar y/o a discutir este cuadro. Para el caso de las parcialidades salineras véase de Jong y Ratto (2008); para el de las tehuelches del norte de la Patagonia los trabajos de Nacuzzi (1996), Villar y Jiménez (2003); Vezub (2009) y Gotta (2002) para el caso de las Manzaneras y los trabajos de Tamagnini y Pérez Zavala (2002), Villar y Jiménez (2006) para las ranqueles, entre muchos otros. También véanse las compilaciones de Nacuzzi (2002), Mandrini y Paz (2003), y Mandrini (2006). Todas estas investigaciones han otorgado densidad al análisis de la política indígena del periodo pre-conquista, a partir del análisis de una relación dialógica mucho más compleja, ya no sólo entre proyectos hegemónicos estatales y estrategias indígenas sino incorporando intereses de distintos sectores de la sociedad criolla como también proyectos hegemónicos de determinados sectores indígenas. Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 155 enfoques tanto como los de trabajos más recientes, en líneas generales, han compartido -desde el recorte temporal- el presupuesto de que la conquista estatal de 1878-1885 ha representado un momento de quiebre. En las últimas dos décadas el trabajo con la memoria social permitió formular nuevas preguntas y complejizar las ya establecidas por parte de los estudios etnohistóricos. En las narrativas de las familias mapuche y tehuelche del área pampeana y norpatagónica personajes como Sayweque, Kalfukura o Namunkura aparecen como sujetos que son evaluados de acuerdo a si respondieron o no, en sus respectivos contextos, a las enseñanzas de sus antepasados. Y no sólo en cuanto a sus relaciones con el estado sino principalmente con respecto a sus propias familias y grupos a los cuales pertenecían o representaban. El prestigio y el poder personal nunca aparecen como elementos aislados de este “hacer” como miembros de un colectivo que va más allá de la comunidad de los vivos y que los vincula con aquello que han podido recibir, en forma de consejo, enseñanza o experiencia, de sus antepasados. Así también sus decisiones y sus palabras han tenido y tendrán sus efectos en las siguientes generaciones (Ramos y Delrio 2011). La posibilidad del error, haber confiado en los bienes -dones recibidos de acuerdo a los tratados firmados- del winka14, de no haber oído a los suyos, de haber tenido dos corazones o dos palabras, forma parte de las posibles evaluaciones y también de las explicaciones de ciertos fracasos. Pero es también en la evaluación del contexto de las campañas de sometimiento -que frecuentemente son recordadas como la época de “los expedicionarios”, en la que “los extranjeros corrieron a todos”, etc.- donde aparece la revalorización del respeto a las enseñanzas de los antepasados por parte de quienes supieron cómo recibir una rogativa, cómo llevar a los suyos no sólo por el espacio físico sino principalmente en la búsqueda del nuevo equilibrio con los newen15, en un contexto de desplazamiento en el cual las “estructuras” serían desafiadas por los acontecimientos. La evaluación desde la memoria social propone otro tipo de historicidad en la cual el cambio y la agencia difieren de aquella del archivo. Así, la identificación de ciertos proyectos como personales de determinados líderes indígenas deviene en una dimensión colectiva. Desde esta construcción de sentido, por ejemplo, el “tener dos corazones”, algo que fuera atribuido a un lonko16 renombrado como Kalfukura, y que para algunos autores formara parte de la aureola de prestigio que rodeaba a la construcción de poder efectivo de dicho cacique, no podría ser interpretado como un valor positivo 14 Vocablo que significa ladrón, cristiano. En forma general se refiere a, espíritu o fuerza de las cosas. 16 Traducido frecuentemente como cacique, literalmente cabecilla o cabeza. 15 156 Walter Delrio que hable del prestigio de una persona. No obstante, puede ser considerado como algo tolerable como excepción coyuntural, especialmente cuando esto es recordado y transmitido como enseñanza. Al mismo tiempo, estos episodios de concentración de poder -o cuando se hizo necesario tolerar el “tener dos corazones”- son ubicados en el devenir como momentos que se han alternado en el tiempo, no como experiencias deseables o aconsejables a las siguientes generaciones. Podríamos preguntarnos si no es acaso una forma de describir el entrar y salir de Kalfukura de los diferentes regímenes de valor e historicidad. En una contada de Abel Kurüuinka, referida por Koessler-Ilg, se explica esto del siguiente modo: El héroe de la guerra y jefe de muchas naciones, el chao Kalfukurá, le hizo llegar a sus aliados la flecha sangrienta para llamarlos. Quería vengar un hecho y ellos tenían que ayudarlo. Llenos de gloria iban a volver. Cargados de botín volverían. Nuestros abuelos siempre decían que el Grande del cielo azul no quiere las personas que tienen dos corazones, pero que estaba haciendo una excepción con Kalfukurá, con darle esa gran memoria, nomás, y que lo quería, por el modo en que lo ayudaba siempre, que los espíritus lo cuidaban (Koessler-Ilg 2006: 266). El tener dos corazones -o dos pensamientos, entre otras cosas- deviene en que al morir su alwe iba a quedarse dando vueltas en el wuenu mapu hasta que pudiese entrar en el wuelu witraw donde residen sus ancestros17. De acuerdo con este relato, Kalfukura puede ser visto como una excepción ya que es alguien que no sólo se constituye, en tanto “héroe y jefe de la guerra”, en alguien poderoso que convoca y reúne aliados, obtiene bienes de sus tratados con el wingka sino que también -como excepción y pese a “tener dos corazones”- ha recibido del Grande del cielo azul el don de una gran memoria. De acuerdo al narrador, ésta era la explicación dada por los abuelos con respecto a la excepcionalidad de Kalfukura como héroe que llevaba a sus aliados a la gloria. El poder del lonko estaba asociado a la posesión de una piedra que se le habría presentado a su abuela preanunciándole el destino de su nieto: A él pertenezco yo, él va a ser mi amo; yo voy a ser la ayuda para que sea rico y sabio; grande va a ser, a todos va a vencer. Pero tiene que comer sobre todo carne de yegua antes de pelear con los uinka, tiene que consultar las machi cuando hay luna nueva nomás, y antes de maloquear tiene que hacer 17 Alwe: alma, wuenu mapu: significa tierra de arriba, welu witraw: constelación de las Tres Marías. (Pablo Cañumil, comunicación personal) Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 157 tocar una quijada de yegua. Si hace esto, tendrá suerte siempre. Pero a mí me tiene que mostrar a la gente una vez al año nomás, en las rogativas. Y no tiene que dejarme en otras manos si quiere dominar a la gente. Envuélvame nomás y lléveme a su casa. Nunca más voy a hablar. (Abel Kurüuinka, en Koessler-Ilg 2006: 270-271). Al mismo tiempo, la evaluación que se hace del desempeño de quienes sucedieron a Kalfukura es que esta dependencia de los bienes entregados por el gobierno, sin el correspondiente conocimiento y desempeño tradicional de aquel, condujo a que: “hasta que cambió el gobierno argentino, que no les dieron ninguna ayuda más, les quitaron tierras y derechos. Y al fin todo les quitaron para siempre, que volvieron a hacerse mala sangre” (Abel Kurüuinka, en Koessler-Ilg 2006: 270-271). Ahora quisiera detenerme en algunas conclusiones parciales sobre el método. En primer lugar, en cuanto al uso de palabras y la lengua ya que los regímenes de historicidad determinan la visibilidad de cada tipo de archivo. Así los términos utilizados, por ejemplo, en las fuentes ministeriales no han sido los únicos modos, al momento de establecer prestigios diferenciales, que hacen al ejercicio de la representación colectiva o administración de los bienes materiales e inmateriales de los grupos familiares de pertenencia. Pero hablar de “caciques” y “tribus” también hace sentido para estos últimos ya que refiere al contexto de relación con sociedades no-indígenas y desde el espacio marcado como policía, según Rancière (1996). Al mismo tiempo, ese archivo puede invisibilizar pero principalmente indiferenciar el hecho de que los agentes involucrados fuesen lonko, ulmen, toqui, apo ulmen, etc. Esto, por el contrario, desde la historicidad de la memoria social podría decirnos mucho, no sólo sobre quiénes eran representados por estas personas sino también sobre los procesos por los cuales estas personas se constituyen, en ciertas circunstancias, en representantes de un colectivo específico. En segundo lugar, comparar las diferentes lógicas de poder y prestigio que existen en el proceso de relación no implica considerarlas como dicotómicas en relación con los agentes. Este entrar y salir permite dimensionar los procesos de cambio, desde una aproximación histórica, en las formas de construcción de sentido y de valor. Tal es el caso de la evaluación del éxito puntual de algunos de los proyectos personales atribuidos a determinados “grandes caciques”, que desde la mirada de quienes se siguen reconociendo como parte del grupo social son interpretados como momentos de un ciclo -en el que se entra y sale-, algo que debió ser tolerado por el futachao del cielo azul, en un contexto particular. No es suficiente con dar cuenta cuantitativamente de la presencia de bienes provenientes del vínculo político y comercial con la sociedad hispanocriolla. Más significativo aún es poder dar cuenta de la 158 Walter Delrio vida social de los mismos, de los modos en que éstos no sólo son distribuidos sino cómo han sido pensados como consecuencia del trabajo social de una familia, casa, alianza en parlamento, etc. Y, al mismo tiempo, indagar sobre los modos en que estos circulan a lo largo del tiempo, no sólo en su dimensión material sino también simbólica18. En otras palabras, incorporar la pregunta con respecto a la evaluación que hacen las personas de aquello “recibido” en otros contextos y cómo éstos funcionan como marco de referencia para las decisiones e intercambios a futuro, ya que también el prestigio y las baquías de las personas forman parte de la herencia inmaterial de sus familias, al tiempo que pueden imponer un deber hacer a sus miembros. En tercer lugar, se hace necesario incorporar otros marcos temporales y espaciales. Los sistemas de clasificación, como el de la política de tratados, al mismo tiempo que establecían membrecías grupales mediante la fórmula “cacique-tribu”, también atribuían territorialidades fijas y líneas de descendencia/ ascendencia que serían utilizadas por parte de la descripción de la paleoetnografía académica de la primera mitad del siglo XX, como pruebas de la existencia de áreas culturales. En oposición pueden hacerse otras preguntas: ¿cuáles han sido los espacios ancestrales de ceremonia, los cementerios, los sitios marcados en la memoria social como los lugares en los cuales el antepasado fundador de la casa recibió el conocimiento de las fuerzas de la naturaleza y de sus antepasados? Las trayectorias sociales en los procesos de formación de grupo involucran criterios de adscripción y pertenencia diferentes a la fijación territorial y cultural de los esquemas occidentales. De este modo, los procesos históricos incorporan desplazamientos territoriales, transmisión de bienes inmateriales, relación con los ancestros, vinculación con las fuerzas espirituales, alianzas o pertenencias compartidas con otros grupos -hablantes de otras lenguas o habitantes de otros espacios geográficos. Antropología (histórica) e Historia de la Etnohistoria Toda la mapu es una sola alma, somos partes de ella. No podrán morir nuestras almas. Cambiar sí que pueden; pero no apagarse. Una sola alma somos, como hay un solo mundo (Abel Kurüuinka, en Koessler-Ilg 2006 (1): 66) La definición de la Etnohistoria como el estudio histórico no de las etnias sino de los procesos de etnicidad a partir de los cuales se construyen 18 En este punto ha sido pionero el trabajo de Claudia Gotta (1993). Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 159 diferentes estatus de subalternidad constituye un momento particular del desarrollo disciplinar. En nuestro medio posee una historicidad propia y ha venido a confrontar con la vigencia centenaria en nuestra sociedad de un paradigma epistemológico que no sólo ha involucrado al espacio académico. En efecto, si bien la construcción del estatus de subalternidad indígena en Argentina implica la concurrencia de diferentes procesos que deben ser analizados desde sus propias coordenadas espaciales y temporales y dentro de particulares lógicas de disputa de diferentes tipos de recursos, medios de incorporación política y categorías sociales implicadas19, es posible aún pensar en una matriz de matices -y de matices que dan forma a dicha matrizdesde la cual se ha construido -y aún construye en parte- sentido, no exento de cuestionamientos y de redefiniciones. La identificación de los pueblos indígenas -más allá de su presencia y agencia concreta- como un elemento del pasado, un obstáculo al desarrollo de las fuerzas productivas, una amenaza a la organización socio-política del país y la anunciada extinción/ desaparición de los mismos como entidades sociopolíticas y culturales, ha formado parte de dicha matriz. Esas cuestiones, devenidas en supuestos del sentido común, constituyen las premisas epistemológicas sobre las cuales, por casi un siglo, se han sustentado en una diversidad de casos políticas estatales, agencias privadas y públicas e intereses de sectores productivos en relación con los pueblos indígenas. Y también sobre la cual la agencia de éstos ha debido articular sus iniciativas. El sometimiento ha sido el presupuesto ontológico que ha permitido relacionar procesos de construcción de mismidad y alteridad, diferentes mecanismos de disciplinamiento, de construcción de conocimiento y de su patrimonialización. La apropiación y distribución del territorio y de las personas, la formación de los discursos disciplinares, la creación de los museos de etnografía, ciencias naturales e historia y la selección de los elementos culturales patrimoniables para una tradición nacional, constituyeron una parte significativa de dicho proceso histórico, no obstante complejo y heterogéneo. En esta dirección, la clasificación y tipología cultural como agenda académica antropológica permitía hacer visible la dirección del cambio al mismo tiempo que se constituía en un agente de su materialización20. La paleoetnografía 19 Al respecto véase Briones (2005). Los trabajos de Vignati (1931), Harrington (1946), Escalada (1949) y Casamiquela (1965) establecieron un ordenamiento espacial de diferentes entidades culturales/ raciales en el ámbito de Pampa y Patagonia como grupos discretos en sus características esenciales y diferenciadoras: lengua, fenotipo, tecnología y cultura material. Este modelo tiene vigencia en los libros de texto, sentido común y discursos políticos aún en el presente. 20 160 Walter Delrio a partir de testimonios y entrevistas a contemporáneos reforzaba el carácter de rescate que imbuían de inmediatez y urgencia al trabajo del investigador. En líneas generales, se trató también de una denuncia sobre el “fin de las culturas indígenas” que adaptaba el evolucionismo cultural con el discurso de la aculturación. Al mismo tiempo, la historiografía contribuyó a congelar a los pueblos originarios en un momento específico, el de constitución del estereotipo del malón -la sociedad tras el ganado- de la segunda mitad del siglo XIX. Caracterizó en líneas generales a esta última, una notable continuidad con el discurso político de sectores dominantes de fines del siglo XIX y la exclusión de los pueblos indígenas de la historia nacional, más allá del período colonial y del estereotipo del malón. Así, la historia de los pueblos originarios quedaba definida de acuerdo a una lógica histórica externa, o bien a una lógica evolutiva natural. En ambos casos, los pueblos originarios eran sujetos sin agencia o víctimas, pasivas o no, del cambio entendido en términos de aculturación y evaluado como un “dejar de ser”. El sentido de la aculturación propuesto por el histórico-culturalismo fue criticado y desafiado por nuevas perspectivas que se desarrollaron frente a esta narrativa del sometimiento. En la década de 1980, y en el contexto de recuperación de la democracia, nuevas propuestas ganaron espacio para abordar la tarea de desestructurar el modelo rígido dado a la cuestión indígena. En el contexto de Pampa y Patagonia, atacando los supuestos de nomadismo constante, extranjería, degeneramiento étnico y actividades de depredación atribuidos a las sociedades originarias. No es mi propósito dar cuenta de la historia de cada disciplina vinculada con la construcción de conocimiento sobre los pueblos indígenas. Sí me interesa señalar el telón de fondo sobre el cual deben dimensionarse los efectos que ha producido la irrupción de la Etnohistoria en nuestro medio. En particular, en el ámbito académico en Argentina la identificación de la Etnohistoria no como una historia étnica -es decir, orientada a la reconstrucción de las entidades étnicas- sino como una investigación sobre las relaciones de etnicidad ha sido un importante legado de diversos investigadores que han venido marcando el camino21. Martha Bechis lo ha propuesto como el campo de estudio del proceso histórico o presente de situaciones hegemónicas y las consecuentes relaciones dialécticas entre alteridades socioculturales colectivas (Bechis 2010: 21); identifica como su objeto no a las etnias como entidades discretas sino a los mismos procesos de su creación, modificación, mantenimiento o disolución. 21 Como Ana María Lorandi, Lidia Nacuzzi, Marta Ottonello, entre otros. Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 161 Esta perspectiva converge con las líneas desplegadas en las últimas décadas del siglo XX, y especialmente a partir del giro barthiano en los estudios sobre etnicidad e identidad22. Tanto desde perspectivas instrumentalistas como constructivistas los enfoques fueron entonces priorizando los procesos históricos de construcción de la diferencia, dando cuenta así de la etnicidad como de la constitución de relaciones asimétricas establecidas entre grupos sociales (Comaroff & Comaroff 1992). En este punto es donde la Etnohistoria en nuestro medio representa un cambio de perspectiva en relación con los postulados histórico-culturales. Los grupos étnicos ya no serían conceptuados en tanto portadores de una cultura, siendo ésta “una implicación o un resultado” (Barth 1976: 12). Esto permitiría evadir los riesgos de una clasificación morfológica de tal tipo que tempranamente advirtiera el propio Barth. Este autor sostenía la necesidad de apartarse de los puntos de vista prejuiciados orientados hacia la búsqueda de la naturaleza de la continuidad en el tiempo de las unidades culturales. Barth entendía que el investigador debía tener en cuenta las categorías y prejuicios de los actores para priorizar el análisis de la organización étnica por sobre el de las culturas. Asimismo criticaba a la Etnohistoria que hacía una crónica de la aculturación, como dinámica del cambio cultural o de la manera en que los diferentes rasgos culturales se ensamblaban diferencialmente, ya que los rasgos elegidos para establecer las diferencias no son objetivos sino aquellos que los actores mismos consideran significativos (1976: 15). Barth entiende a los grupos étnicos como una forma de organización social, por lo tanto es fundamental abordar la autoadscripción como la adscripción por otros. Al mismo tiempo esto conduce a postular que la continuidad de las unidades étnicas depende de la conservación de un límite, que subsista la dicotomía más allá de que los aspectos culturales o la misma forma de organización del grupo puedan cambiar. Así, los giros en torno a la agencia resultan indisociables de esta perspectiva sobre la identidad y los procesos de etnicidad. El discurso de las historiografías hegemónicas nacionalistas -parafraseando a Ranajit Guha (2002)- había objetivado insidiosamente al subalterno negándole su agencia. Esto se vincula con el manejo de un corpus formado por el discurso e historicidad colonial y producido tanto por hegemonías coloniales como republicanas. Ese discurso afirma una forma de gobernabilidad (Bhabha 1994) imponiendo subalternidades, produciendo al colonizado como otro -diferenciado y estereotipado- y mostrando una nación sujeto que domina y se apropia. Por lo tanto, el recaudo metodológico implica tener en cuenta los 22 Para un detallado análisis y descripción de este proceso véase Briones (1998). 162 Walter Delrio procesos de conformación del fondo documental mismo. El poder hegemónico describe los límites de aparición del otro, la imposibilidad de su aparición en la documentación oficial, así como las distorsiones o mediaciones para que éste pueda acceder a la cadena legitimada de discursos que conforma ese corpus de archivo. El discurso hegemónico colonial que impone subalternidades y establece un determinado piso conversacional, como sostiene Homi Bhabha (1994), utiliza un sistema de representación que es estructuralmente similar al realismo. Produce al colonizado como una realidad social, como un otro que, simultáneamente, es conocible y visible. Al mismo tiempo, construye un marco de interpretación colonial, en el cual la geometría del proceso es unidimensional y lineal. Así, lo que hemos denominado arriba como supuesto ontológico del sometimiento ha tenido por característica principal una tensión entre enfoques en los que predomina la mirada sobre el sometimiento y la dominación resultante, o bien sobre la resistencia subalterna. En este punto resulta sugerente la propuesta de ir más allá de esa dicotomía, algo que Fausto y Heckenberger (2007) denominan „geometría del espacio“ en el análisis de los procesos de cambio; y donde la incorporación del análisis de otros marcos interpretativos puede aportar otras preguntas. Como hemos señalado, la incorporación de la memoria social como fuente histórica representa un elemento resignificado a lo largo del tiempo desde la academia y, en los últimos años, ha habilitado nuevas y viejas preguntas. Antes que nada, parto de la premisa que no representa otra versión de los hechos sino otros hechos y modos de conceptualización. En la medida en que es el resultado de otras preguntas y modos de atesorar la experiencia de anteriores generaciones, la memoria social forma parte de los procesos de identidad y debe ser comprendida dentro de un particular régimen de historicidad, es decir del modo contextual en que una comunidad se relaciona con el pasado y el futuro. Esto se relaciona con la definición del campo de estudio. Es sugerente al respecto el planteo de Carneiro da Cunha (2007) quien se pregunta por el modo en que aquello denominado como situación interétnica ha demostrado ser una unidad de análisis más que compleja, en donde hay más que una dicotomía indígenas-blancos. Para el caso amazónico la autora sostiene que hay diferentes historicidades entre indígenas llamados “mansos” y “salvajes”, y que ninguna puede comprenderse sino desde la co-presencia pues en la vida de las personas y los grupos es posible entrar y salir desde una a otra. En esta dirección, la pregunta sería por las diferentes ideas del cambio y los diferentes regímenes de historicidad, desde una membrecía politéti- Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 163 ca y una geometría no lineal y dicotómica. Precisamente, advirtiendo las dificultades que conlleva proponer la común aplicación de términos como historicidad, agencia, cambio o continuidad, que podrían ser considerados como premisas ontológicas de mundos distintos23 Carneiro da Cunha (2007) propone una pregunta más general en torno a si existe en este tipo de procesos un corte claro entre vencedores y vencidos: ¿Han sido ellos asimilados o ellos han asimilado?, ¿Pueden coexistir ambas versiones y ser simultáneamente verdad? La autora sostiene que los estudios sobre los pueblos amazónicos han mostrado como la aculturación puede ser comprendida también como un modo de reproducción social, como una clase de transformación endógena, a través de la asimilación del enemigo como un modo de reproducción (Carneiro da Cunha 2007: xii). Por lo tanto, el modo de pensar ese espacio de análisis se encuentra en el centro del planteamiento ontológico. Cardoso de Oliveira (1964) propuso el concepto de fricción interétnica para enfocar las zonas intersocietales diversas culturalmente, Sahlins (2000) creyó necesario reconfigurar la usual oposición binaria incluyendo la idea de zona intercultural, Pratt (2002) desde un perspectiva lingüística la propuso como zona de contacto, Ferguson y Whitehead (1999) plantearon el concepto de zona tribal para caracterizar los espacios físicos y conceptuales que radian desde los bordes de los sistemas estatales. Desde estas propuestas se buscó complejizar la geometría del contacto. Estas metáforas espaciales como margen y/o periferia designan en todo caso un centro y representan al estado intrusivo. En este punto coincido con las preguntas que Fausto y Heckenberger realizan a esta geometría del espacio ya que supone linealidad, continuidad y localización geográfica, al mismo tiempo que un único régimen de historicidad o temporalidad, siendo que se trata de ciclos de aislamiento y contacto, retracción y re-creación, que 23 En esto también coinciden Fausto y Heckenberger, quienes llaman la atención sobre los riesgos de utilizar acríticamente conceptos como los de agencia, es decir categorías culturales contemporáneas de la conciencia social anglo-americana. Ya que esta, por ejemplo, connota la capacidad de los individuos como tales para guiar conscientemente sus vidas y actos sobre el mundo. Este concepto cultural descansa en una particular noción de persona, predicada sobre la auto-identidad y autoconciencia, en el cual la elección libre es el modelo de acción y relaciones de propiedad que caracteriza las conexiones de los agentes con sus actos. Habría que tener en cuenta otras concepciones de agencia (2007: 4). En relación con la misma idea de persona, Viveiros de Castro (1992) enfatiza en su trabajo cómo las sociedades amerindias tienen más interés en la producción y la reproducción de las personas en vez de los bienes. Por su parte, la noción de Fausto (1999) de “consumo productivo” describe los materiales y energías gastados en la producción de bienes o personas, o específicamente gastados en la transformación de los enemigos en parientes (ver también Fausto 2001: 327). 164 Walter Delrio crean una dinámica especial para el fenómeno social y cultural (Fausto y Heckenberger 2007: 17). En este sentido, podemos pensar en otras modalidades de esta geometría del espacio en base a otros regímenes de historicidad. Como señala Ramos (2012) desde el enfoque etnográfico se ha reparado tanto en las formas en que el mundo material provee un locus y un medio para la evocación de memorias (Kirshenblatt-Gimblett 1995, Josey 2003) como en las maneras en que las estrate­gias territoriales del presente se van incorporando a las memorias sociales (Rappaport 1985). Estas perspectivas orientadas al análisis de la espacialización de las memorias (Kohn 2002; Gordillo 2006) han brindado otras ideas posibles para pensar y sopesar los procesos de cambio. Especialmente, señala Ramos (2012), a través de la metáfora del camino o la trayectoria. En el abordaje de procesos que implican desplazamientos de los grupos sociales, por lo general impuestos por estados coloniales o republicanos, mediante políticas de expropiación de territorio y utilización de la fuerza de trabajo se han definido conceptos como los de memorias de marcha (Rumsey y Weiner 2001), trayectorias o caminos (Santos Granero 1998, 2006; Abercrombie 2006). Estas resguardan no sólo eventos y sitios geográficos sino que también preservan los sentidos culturales que aquellos eventos y lugares tuvieron para los grupos sometidos. Estas líneas de trabajo han abordado las memorias sobre -y constituidas en- contextos de desplazamiento, las que suelen centrarse en el movimiento, en la reestructuración de los grupos, en las relaciones de poder y, principalmente, en las conexiones culturalmente significativas con el espacio físico (Ramos 2012). Este tipo de perspectiva sobre el espacio, el cambio, la memoria y la historicidad permitiría un análisis que contemple la reconstrucción de lo que De la Cadena (2010) denomina pluriverso, complementando el multiculturalismo con el necesario multinaturalismo -en referencia con la histórica imposición del universo, separación ontológica entre naturaleza y cultura, establecida por la relación asimétrica de la modernidad colonial. Constituyen aportes significativos para pensar en una Etnohistoria que evite, como advierte Appadurai, la lineal traducción entre etnia y nativos en el sentido de que estos no sean “inmovilizados por su pertenencia a un lugar” y a un “modo de pensar” (1988: 37). Si entendemos que ningún grupo estuvo verdaderamente encorsetado en un lugar específico y confinado a un modo específico de pensamiento, podemos también pensar en que el estudio de las relaciones asimétricas también rompa con el encorsetamiento temporal. Es necesario abordar los procesos históricos de construcción de alteridad y mismidad que han establecido particulares estatus de subalternidad, contemplando, como señala Briones (1998) para esta construcción en términos de aboriginalidad, los diferentes tiempos y espacializaciones (Briones 2005). Pensar la subal- Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 165 ternidad como una formación histórica implica, como señala De la Cadena, contemplar los modos en que está “parcialmente conectada” con, y participa en, las instituciones del estado-nación, las cuales le deniegan la diferencia ontológica a través de prácticas de inclusión que usualmente establecen una conexión parcial. Es decir un circuito de conexiones más que la suma de las partes (De la Cadena 2010: 347). La Etnohistoria, por lo tanto, también podría definir este movimiento constante de entrar y salir en y de la Historia y la Antropología histórica, con el objeto de dar cuenta de las relaciones y formaciones sociales implicadas en procesos de etnicidad y de las tensiones entre marcos de interpretación hegemónicos y alternativos. Tal la dirección planteada por la idea de Sahlins (1988) de la “estructura de la coyuntura”, enfocar en la complejidad, historicidad y “pluriversidad” de la misma. Bibliografía Abercrombie, Thomas [1988] 2006. Caminos de la memoria y del poder. Etnografía e historia en una comunidad andina. La Paz, Instituto de Estudios Bolivianos. (Primera edición en inglés). Appadurai, Arjun 1988. Place and Voice in Anthropological Theory. Cultural Anthropology 3 (1): 36-49. 1991. La vida social de las cosas. Perspectiva cultural de las mercancías. México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes-Grijalbo. Barth, Fredrik [1969] 1976. Los grupos étnicos y sus fronteras. 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En América Latina la etnohistoria se ha configurado como un campo de interdisciplina nutrido por la antropología social y la etnología, por un lado, y la historia, por el otro, cuyo horizonte temporal se remonta al estudio de las sociedades coloniales e independientes y el rol e interacción de pueblos indígenas y la sociedad hispano-criolla. En otras regiones del planeta, como los EEUU y Europa, existe una creciente especialización en el estudio de la historia de los llamados pueblos sin historia, es decir las poblaciones preeuropeas y/o nativas pero también otros grupos, bajo la denominación de antropología de la historia. En términos de inclusión disciplinar, ésta sería más abarcativa que la etnohistoria, conteniéndola, aunque, por otra parte, esta última parece tener en su constitución epistemológica y metodológica una fuerte influencia de la historia como disciplina. La antropología de la historia sería una actividad donde se utilizan más específicamente las categorías y conceptos de la antropología social y la etnología, no centrándose -necesaria o exclusivamente- en la dimensión étnica que caracterizaría a la etnohistoria. Sea como fuere, se trata de un campo disciplinar convergente en donde quizás no sea necesaria una resolución terminológica sino un reconocimiento de trayectorias académicas y tradiciones disciplinares regionales con valor propio. Aquí analizaré algunas características de lo que sería el componente etnográfico tanto de la etnohistoria como de la antropología histórica. Es decir, sin profundizar en una preferencia por uno u otro término para denotar esta empresa de investigación, aunque afectivamente esté más relacionado con el primero, me dedicaré a reflexionar desde una crítica etnográfica con- * E-mail: [email protected] 174 Pablo Wright temporánea sobre el costado antropológico de esta mirada hacia el pasado. Dicho esto, es posible definirla entonces como una verdadera etnografía del tiempo, pero no de un tiempo indefinido y abstracto sino de éste transformado ontológicamente por la acción social en historia. Dentro de esta perspectiva, ya desarrollada con cierta profundidad en otro lado (cfr., Wright 1994, 1997, 2005, 2008), el análisis del trabajo de campo sobre el pasado está influido por las ideas de Michel de Certeau (1984) y de Edward Soja (1989) acerca de las relaciones entre espacio y lugar. Para ellos el espacio es una dimensión abstracta que es transformada por la práctica social en lugar; de este modo, yendo a la etnografía como actividad podemos considerar que los espacios en donde ésta se desarrolla se transforman en lugares etnográficos por la práctica. En la etnografía de sociedades vivientes, los lugares etnográficos aparecen como instancias emergentes de la acción de las tradiciones académicas que han privilegiado determinadas regiones y/o temáticas, junto con los investigadores convergiendo existencialmente con sus interlocutores, en una dimensión intersubjetiva que es a posteriori y no a priori -no es dada, es producida. Los lugares etnográficos tienen perímetros variables que dependen de la interacción que establecen investigadores con el bagaje humano y/o documental que los contiene. Es más, los lugares son producto de esa interacción, su naturaleza es relacional. Por eso, la idea, por ejemplo de “estudios de área” o las famosas “áreas culturales” de los manuales etnográficos clásicos, aparece en este contexto como una reificación institucional que condiciona la práctica concreta, es decir la interacción dialógica y dialéctica de la etnografía. Incluso, estas áreas -como el Chaco, Amazonia, Praderas de EE UU, o Tierras Altasen muchos casos perpetúan fantasmas culturales que no existen en ningún sitio concreto, alimentados por narraciones previas -e instituciones- que les brindan una legitimidad incuestionable. Después de sucesivos movimientos de crítica académica y política, llevada adelante principalmente por la antropología crítica (Scholte 1974; Fabian 1983; Hymes 1974), la crítica postcolonial (Quijano 1988; Mignolo 2000; Scott 1989), y la economía política (Comaroff & Comaroff 1992; Rigby 1985; Diamond 1974) la naturaleza relacional e históricamente situada de la etnografía quedó instaurada en el canon académico de la producción antropológica. En este contexto la ampliación de los horizontes espaciales y temporales de la etnografía como práctica central de investigación antropológica ha abierto hoy día amplios campos de discusión, desde la crítica a la escritura etnográfica, con el reciente turno literario o posmoderno, pasando por las contradicciones de la etnografía indígena y urbana -o de lo “tradicional” y lo “moderno”- a las preocupaciones por su extensión al pasado, ya sea en la etnoarqueología o en la etnohistoria. De este modo, se ha observado Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 175 un elevado grado de autoconciencia acerca de los alcances y límites de la investigación antropológica contemporánea pudiéndose definir ahora a la etnografía, superando las limitaciones de su tradición clásica, como el estudio de las culturas no occidentales o de áreas etnográficas discretas y cerradas, como un verdadero caminar por el campo del mundo, informado por la teoría antropológica (Wright 1997: 188-189). Un caminar que supone una mirada, una escucha y una escritura integradas dentro de una epistemología dialéctica y políticamente sensible (Bartolomé 2004; Cardoso de Oliveira 2004). O sea, todo el mundo es el campo. Pero ¿de qué clase de mundo estamos hablando aquí? Pues bien, se puede pensar que si todo el mundo puede ser el campo, el field, el lugar clásico de nuestra mirada y práctica serían todos los mundos sociales posibles existentes etnografiables, tanto en el presente como en el pasado. De este modo, yendo al tópico central del trabajo de Ana María Lorandi que encabeza este volumen, una etnografía del pasado supondría que en lugar del espacio como locus clave transformado en lugar o sitio etnográfico por la práctica de investigación, lo sería el tiempo, transformado en historia lato sensu por la práctica de investigación y por la agencia de los actores sociales del pasado. Entonces, este campo del tiempo sería el lugar etnográfico de una antropología que produciría una intersubjetividad entre el investigador y sus interlocutores remotos, a través de objetos culturales que son las diferentes clases de evidencias documentales disponibles -sea en la forma tanto de evidencia escrita como de imágenes, objetos y restos materiales de diverso tipo. Aquí se define un lugar de campo de ese mundo del pasado que se transforma en objeto de investigación, un sitio del tiempo circunscripto como un lugar etnográfico histórico, donde el concepto de cultura y su sucedáneo parcial de imaginario son clave para entender el marco más amplio en donde las prácticas de los interlocutores del pasado hallan sentido. Allí radicaría uno de los aportes esenciales de la perspectiva antropológica frente a la historia como disciplina: la cultura como un sistema de símbolos, sentidos y prácticas integrados de modos a veces fragmentarios y desordenados que permea las acciones de los actores sociales e instituciones, de los procesos más micro o más macro que se abordan de acuerdo con las elecciones temáticas de cada investigador. Pero no se trata de una cultura omnipresente y abstracta sino de modelos de y para que orientan estratégicamente la acción social. También es relevante la noción de que toda acción social es una acción simbólica (Ricoeur [1986] 1994: 50-53) que tiene su inteligibilidad en mundos de sentido no siempre claros y distintos, pero decididamente colectivos, sociales y, por ello, productos del devenir histórico de una sociedad o de un grupo. Así, la etnografía de estos sitios etnográficos históricos debe bucear en 176 Pablo Wright las prácticas e imaginarios sociales no como signos, supuestamente literales y/o transparentes, sino como símbolos; es decir, como fenómenos plurisémicos que nunca lo dicen todo directamente, o que agotan su sentido en la literalidad de sus manifestaciones, sean éstas linguísticas -palabras, escritos, relatos- como acciones -prácticas, rituales, rebeliones, guerras, etc. Esta etnografía debe también generar una voluntad hermenéutica simultáneamente de escucha de los materiales y acciones del pasado como de sospecha de sus aparentes sentidos primeros o literales (Ricoeur [1965] 1990: 29-35). La escucha y sospecha de los sentidos del pasado de estos lugares etnográficos sin gente viviente directamente, pero presente a través de esas evidencias particulares, posee por ello limitaciones importantes que obligan al etnógrafo a trabajar con esfuerzo sobre los modelos conceptuales que habilitan esa escucha y esa sospecha, estableciendo un rapport existencial muy sensible con los documentos de trabajo. Convergen allí lo que Ricoeur (1994) denomina el mundo del texto, que es el encuentro entre el mundo de la vida del investigador y el texto que lee e interpreta en un momento histórico dado. Los etnógrafos de sociedades actuales, por otra parte, pueden tener acceso a la voz directa de sus interlocutores y esa evidencia viva y dinámica, si bien parece ser una ventaja por la amplitud de la evidencia documental disponible, igualmente descansa en la teoría que define lo evidente para ser interpretado. No siempre más voces o más al alcance del estudioso redundan en un mejor trabajo de análisis; la abundancia de voces puede a veces saturar la escucha antropológica. Aquí entonces, la aparente carencia de voces oídas y de eventual información importante podría aguzar los dispositivos metodológicos y de interpretación de los etnógrafos del pasado. Dentro de los conceptos también parecen ser importantes los de habitus, ethos y cosmovisión, en la medida que ayudan a comprender patrones de prácticas y representaciones sociales que se repiten -siempre en forma desprolija, entrecortada y conflictiva por supuesto- y que modelan sistemas de valores sociales, códigos de honor, formas de reciprocidad, políticas rituales y sagradas, y la circulación, acumulación y disputa de capitales sociales y simbólicos tal como los definieran Clifford Geertz (1973), Victor Turner ([1967] 1980) y Pierre Bourdieu (1977), entre otros. En relación con las nociones de cultura y de imaginarios, es útil para el etnógrafo de la historia la noción de matrices de alteridad (Briones 1988; Segato 2002) que vinculan categorías de percepción socialmente construidas con relaciones de poder que estabilizan símbolos culturales como signos, como algo que ya se percibe como “natural” dentro de un sistema que determina los límites de la mismidad y la alteridad sociales. Esto permite construir analíticamente lo que pueden haber sido, por ejemplo, las matrices coloniales de alteridad o bien del período independiente, siempre teniendo en cuenta la Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 177 máxima durkheimiana de esa relación interdependiente entre percepción y clasificaciones sociales como artefactos históricos. De esta forma, en la labor etnográfica se construyen los imaginarios y las matrices de alteridad desde las evidencias documentales y materiales, y dentro de ellas se pueden proponer modos de intersubjetividad basados en hipótesis sobre relaciones de poder posibles en esos mundos sociales del pasado. La etnografía del pasado, a través de la construcción teórica y metodológica, construye un lugar etnográfico histórico que presentifica esos lugares de campo, proponiendo modos y lógicas de relaciones sociales en donde se prueban hipótesis y modelos de análisis. Influida por la práctica disciplinar de la historia construye y clasifica estos lugares etnográficos, asociando tópicos particulares con un signo de temporalidad, necesarios para legitimar el trabajo y garantizar la comunicabilidad de los resultados. Así se nos presentan temas junto con períodos de tiempo en décadas o centurias, de modo similar al énfasis espacial de la etnografía de las sociedades actuales. En ambos casos parece necesario, y es parte de la etiqueta disciplinar, aclarar la dimensión temporal del análisis -siglos o fechas discretas- o la espacial -tal estudio entre tal población, sociedad o grupo. Ambas delimitan el alcance del campo específico, aunque en la etnografía de la historia se haga mucho más evidente, y eso contribuye muy eficazmente a identificar y conocer que la cultura y los imaginarios tienen una textura temporal siempre cambiante, en donde la estabilidad semántica es frágil. Es decir, los trabajos antropológicos tienen que explicitar en qué lugar del campo etnográfico se ubican; unos anclados en una sustancia temporal mientras que los otros enfatizan principalmente lo espacial. Los lugares etnográficos de la etnohistoria se relacionan con procesos sociales en donde los actores, especialmente indígenas pero siempre en relación con otros estamentos de las sociedades coloniales y/o independientes, son protagonistas, hecho que contesta la construcción de las historias de los estados nacionales producidas por elites. En este sentido, esto representa una muy importante crítica cultural histórica junto con la visibilización de la agencia de sujetos históricos negados por aquellos relatos hegemónicos. Así, dentro de los tópicos más relevantes de estos lugares de campo encontramos estudios sobre las fronteras virreinales, nacionales y/o regionales como espacios densos de interacción social, y no como entidades cerradas. Temas como la identidad, los liderazgos, los linajes, las lógicas culturales y políticas de rebeliones indígenas, y toda una gama amplia de fenómenos socio-políticos de articulaciones interétnicas configuran los principales agendas temáticas que apuntan básicamente a una rica conexión entre la antropología política y la economía política del pasado, teniendo en cuenta los marcos amplios de sentido de la cultura y los imaginarios como sistemas simbólicos. 178 Pablo Wright Para el etnógrafo de la historia es relevante el aporte estructural-simbolista de Marshall Sahlins ([1985]: 1997: 14-15) para comprender las relaciones entre los hechos sociales que se reconstruyen en el análisis documental y su interpretación por parte de los actores. De esta forma considera que cualquier hecho o suceso empírico adquiere significación social siempre que se lo coloque dentro de una estructura de sentido informada por la cultura, lo que lo transforma en un acontecimiento. Un acontecimiento es nada más ni menos que un hecho interpretado, puesto en estructura, de algún modo abstraído de su empiricidad y colocado en un nivel más amplio de las representaciones colectivas dentro de las cuales pueden primar estructuras de interpretación más históricas o más míticas, o bien ambas, siguiendo aquí los análisis desarrollados por Jonathan Hill (1988: 5-15). Aquí lo histórico refiere al énfasis en narraciones sobre hechos del pasado que ponderan la agencia de los actores sociales dentro de una temporalidad similar a la del presente; en tanto lo mítico alude a agencias extrahumanas que intervienen en la vida social y que se dieron en tiempos diferentes al actual. Desde un punto de vista conceptual, esta distinción es útil especialmente para salir del atolladero de las viejas discusiones sobre mito y mentalidad primitiva en la antropología clásica, pudiéndose aplicar esta distinción a cualquier tiempo y sociedad, con utilidad analítica. Es importante, en la etnografía de la historia poder distinguir con claridad lo que son los acontecimientos para los actores sociales y lo que significan para el investigador, quien los construye por medio de su enfoque teórico. Un objetivo necesario es poder llegar a dialogar con esos acontecimientos del pasado, descubriendo su importancia para la gente, sus lógicas culturales y el contexto socio-histórico en el que vieron la luz. Esta tarea contribuirá a visibilizar valores, acciones y estrategias socio-políticas de sujetos de la historia que la historia occidental ha ignorado en su capacidad de agencia transformadora de la realidad. En este punto la etnografía de la historia en todas sus variantes, sea como etnohistoria o como antropología de la historia, tiene una misión importante tanto académica como política: conocer y difundir las voces de colectividades y sujetos callados por la hegemonía de los poderes coloniales y nacionales, y ampliar el caudal y dimensiones de los procesos históricos que conformaron los estados nacionales surgidos del cruce con poblaciones nativas. Su alcance es largo, ya que hace etnografía del y en el tiempo histórico y sus objetivos emancipatorios -recuperando experiencias históricas de sentido, lucha, negociación y utopías. Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181 179 Bibliografía Bartolomé, Miguel 2004. En defensa de la Etnografía. Aspectos contemporáneos de la investigación intercultural. Avá. Revista de Antropología 5: 69-89. Bourdieu, Pierre 1977. Outline of a Theory of Practice. Cambridge, Cambridge University Press. Briones, Claudia 1988. 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Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 185-186 185 MÓNICA QUIJADA. In memoriam Mónica Quijada falleció en Madrid el jueves 14 de junio de 2012; había nacido en Buenos Aires el 14 de enero de 1949 pero desde 1976 hizo de España su patria por adopción. Sin embargo, repartió sus afectos y su trabajo científico-académico en diversos países europeos y otros tantos latinoamericanos, entre ellos México y Argentina. A estos dos últimos países viajó innumerables veces para dar cursos y conferencias, presentar libros, participar en jornadas y congresos, consultar archivos y trabajar con colegas, entre los que me incluyo, quienes fuimos transformándonos en amigos y amigas de esa persona entusiasta, obstinada y generosa que era Mónica. Desde el Instituto de Historia del Consejo Superior de Investigaciones Científicas en Madrid, donde participó del Grupo de Estudios Americanos, dirigió o co-dirigió diversos programas de investigación dentro de España, “El papel de las élites intelectuales en la formación de modelos colectivos: la historiografía natural y política en el mundo hispánico, siglos XVI-XIX”, y en el extranjero, “De vasallos a ciudadanos: las agencias de transmisión y reproducción de los valores cívicos en la Hispanoamérica decimonónica. Las Juntas Patrióticas y los constructores de la Historia Nacional”. También participó en diversos proyectos, como “Raza, nación y pensamiento científico en la construcción de las identidades americanas en el tránsito de siglo, 18701930”, “Ingenieros sociales: la construcción del método y el pensamiento antropológicos en Europa e Iberoamérica, siglo XIX”, “Museos, memoria y antropología: América y otros espacios de colonización”, en España y otros en el extranjero, como“Humanidades y Tradiciones políticas en México”, “Les espaces publics, XVIII-XXèmes siècles: espaces citadins concrets; sociabilités et formation de l’opinion publique moderne”, por mencionar solo a algunos. Publicó más de setenta trabajos entre artículos en revistas especializadas y capítulos de libros, más cuatro libros y cuatro compilaciones de libros que incluyen extensos capítulos de su autoría. Dictó cuarenta conferencias sobre sus temas de interés -en Saint Gallen, Lugano, París, Roma, Viena, México, Buenos Aires, Nueva York y Stanford- y participó en congresos, jornadas y otros eventos científicos -como mesas de debate- haciendo otras cuarenta comunicaciones/presentaciones. Su labor docente se desplegó casi 186 Obituario exclusivamente en el ámbito de los posgrados especializados en historia de América Latina. Desde 2005 le dedicó especial atención y esfuerzo a la Maestría y Doctorado Europeo en Estudios Latinoamericanos, “Diversidad Cultural y Complejidad Social”, que diseñó y llevó adelante junto con colegas de la Universidad Complutense de Madrid, la Universidad Autónoma de Madrid, el Instituto de Historia del Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España, la Universidad de Toulouse-Le Mirail (Francia) y la Universidad de Torino (Italia). Fue parte del equipo editorial de Revista de Indias en diversos períodos y desde 2007 integró el Comité Académico Asesor de Memoria Americana. Sus investigaciones siguieron varias líneas. Su tesis de doctorado versó sobre las relaciones Perón-Franco y de ella se desprendieron estudios sobre las políticas económicas y de inmigración del primer peronismo en Argentina, sobre las interrelaciones sociales provocadas en Argentina por la guerra civil española y sobre cuestiones diplomáticas en América del Sur durante la Segunda Guerra. Luego se ocupó de algunas figuras de los movimientos independentistas latinoamericanos. De su particular interés fue la teoría sobre nación y, ligadas a ella, las teorías racialistas, la memoria histórica y la identidad nacional, los conceptos de comunidad imaginada, nación cívica, nación étnica y homogeneidad. Otro eje de estudio fue el que enfocó sobre las políticas aplicadas a los grupos indígenas de la Argentina en el siglo XIX; en el marco de esas políticas, fueron piezas clave los museos del presente que también recibieron su atención. Finalmente, su línea de investigación más reciente giró en torno a los procesos de ciudadanización de los grupos indígenas de Argentina, incluyendo un estudio comparativo entre Estados Unidos y Argentina. Con su esposo, Jesús Bustamante, compartió muchos de estos trabajos, proyectos y eventos. Los diseñaban juntos o los discutían en el proceso de su producción, y era muy inspirador participar de ese intercambio. Me sumo a la gran cantidad de amigos y amigas de Mónica que hoy, a uno y otro lado del Atlántico, sentimos su ausencia y la extrañamos. Lidia R. Nacuzzi Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 187-220 187 ARQUEOLOGÍA Y ETNOHISTORIA: LA CONSTRUCCIÓN DE UN PROBLEMA DE INVESTIGACIÓN (ABAUCÁN, TINOGASTA, CATAMARCA) Archaeology & Ethnohistory: Constructing a research problema (Abaucán, Tinogasta, Catamarca) Norma Ratto* y Roxana Boixadós** ∗ Museo Etnográfico, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires. E-mail: [email protected] ∗∗ Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Universidad Nacional de Quilmes. Universidad de Buenos Aires. E-mail: [email protected] 188 Norma Ratto y Roxana Boixadós RESUMEN Se trata de un trabajo interdisciplinario que articula información, interrogantes y resultados de la arqueología y la etnohistoria acerca de los pueblos nativos del sector norte de la cuenca del Abaucán en el oeste tinogasteño (Catamarca). La re-lectura de la información existente de ambos campos disciplinarios fue integrada con nuevas evidencias que consisten en: una fuente documental inédita de los comienzos del siglo XVII y nuevos contextos arqueológicos y ecológicos que dan cuenta de procesos de inestabilidad ambiental de alcance regional. Nuestro objetivo general es problematizar sobre la conformación del espacio social, tanto en momentos de la conquista incaica como española, como así también discutir el impacto que tuvieron una y otra sobre las poblaciones locales del oeste tinogasteño. Asimismo, discutimos la localización geográfica de los principales asentamientos prehispánicos que tuvieron continuidad histórica hasta el período colonial. Palabras clave: articulación arqueología y etnohistoria - siglos XV al XVIII - cuenca del Abaucán - Tinogasta, Catamarca Abstract This interdisciplinay paper combines archaeological and ethnohistorical information with questions and results about the native people located in the north sector of the Abaucan basin, west of Tinogasta area -Catamarca province. The information provided by both disciplines was reread and new evidence, consisting of an unpublished documentary source of early seventeenth century and new archaeological and ecological contexts reflecting processes of regional environmental instability, was integrated. Problematizing the construction of social space during the Inca and Spanish conquests is our general objective; we also discuss about the impact of both conquering events upon the population located west of Tinogasta. Additionally we argue about the geographical location of the main prehispanic settlements with continuity in colonial times Key words: articulation between archaeology and ethnohistory - fifteenth to eighteenth centuries - Abaucan basin - Tinogasta, Catamarca Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 187-220 189 INTRODUCCIÓN En el oeste de la provincia de Catamarca, jurisdicción de la actual Municipalidad de Fiambalá (departamento Tinogasta), se localiza el sector norte de la extensa cuenca del Abaucán que llamamos región de Fiambalá. Su relevancia en la conformación de la arqueología argentina del Noroeste Argentino (NOA) fue menor si la comparamos con otros valles orientales catamarqueños, por ejemplo los valles de Belén y Yocavil-Santa María (Fernández 1979-1980, FADA 1998, Nastri 2010). Estas tierras no registraron las prolongadas y numerosas expediciones arqueológicas realizadas por los primeros pioneros formadores de nuestra disciplina a fines del siglo XIX las que, independientemente de sus métodos y técnicas, generaron una base empírica tanto de sitios documentados como de colecciones de materiales depositados hoy día en distintos museos del país y del extranjero. Tampoco contó con proyectos de investigación de larga data, en buena medida debido a su interrupción por los avatares políticos cívicos-militares de nuestra historia reciente. Este perfil presentado a grandes rasgos nos permite postular la representación de “espacio vacío” que se materializa en los mapas de sitios arqueológicos expuestos en museos y/o en publicaciones referentes a la historia de la arqueología. En estas es llamativa la ausencia de referencias al desarrollo cultural prehispánico del sector norte de la cuenca del Abaucán que conforma la región homónima o de Fiambalá. Sin embargo, lo señalado no significa ausencia total de información sobre la ocupación de estas tierras por las poblaciones del pasado prehispánico sino que esta fue puntual, acotada espacialmente y sin la retroalimentación que en gran parte otorga la continuidad de las acciones en el tiempo. Este panorama escueto, y en apariencia poco relevante de las sociedades prehispánicas que habitaron la región, en parte se condice con la escasez de fuentes históricas del siglo XVI y comienzos del XVII que nos podrían brindar la visión mediatizada de estos espacios a través de la óptica del español. En efecto, la ubicación relativamente marginal de la zona en estudio respecto de los principales centros de colonización española explican, en primera instancia, las pocas referencias documentales sobre sus pueblos nativos. Las Cabe aclarar que la interrupción y/o discontinuidad por dichas razones también afectó a otros proyectos de investigación vinculados con el Noroeste Argentino. 190 Norma Ratto y Roxana Boixadós fundaciones españolas situadas en el oeste catamarqueño tuvieron efímera existencia, tanto por los traslados característicos de las primeras etapas de la colonización como por el accionar de los nativos durante las rebeliones -procesos que afectaron la continuidad de la producción de fuentes escritas. La historiografía colonial analizó los fragmentarios datos disponibles generando estudios en los que nuevamente la región de Abaucán, o Fiambalá, tienen escaso protagonismo. Por lo expuesto, en este trabajo procederemos a realizar una relectura de la información existente para ambos campos disciplinarios -fuentes, datos arqueológicos y bibliografía- e integrarla a nuevas evidencias que provienen tanto de una fuente documental inédita del comienzo del siglo XVII como de contextos arqueológicos y ecológicos datados, dando estos últimos cuenta de procesos de inestabilidad ambiental y de discontinuidad ocupacional. Nuestro objetivo general consiste en problematizar la conformación del espacio social tanto en momentos de la conquista incaica como de la española, como así también discutir el impacto que tuvieron una y otra sobre las poblaciones locales. Para ello nos proponemos: a) Discutir la localización de los principales asentamientos prehispánicos emplazados en el sector norte de la cuenca del Abaucán -valle de Abaucán o de Fiambalá- que tuvieron continuidad histórica hasta el período colonial. b) Discutir las implicaciones de la presencia incaica y española en la región, específicamente con referencia a la ocupación estratégica del espacio, los traslados de población, y los cambios en las sociedades locales, vinculando el proceso con los condicionamientos impuestos por los períodos de inestabilidad ambiental en la región. c) Reconsiderar las razones por las cuales el sector norte de la cuenca del Abaucán se representa en la imagen de “espacio vacío”, tanto en la producción de conocimiento de la disciplina arqueológica como etnohistórica como así también sus implicaciones para el trabajo interdisciplinario. Cabe destacar que actualmente la región en estudio pertenece al Municipio de Fiambalá con sede en la cabecera homónima y con delegaciones municipales en los pueblos de Saujil, Medanito, Tatón, Antinaco, Palo Blanco, Punta del Agua y Las Papas. Una de sus características es el emplazamiento de estos poblados en zonas de oasis en sectores del fondo del bolsón de Fiambalá o en las quebradas de la Cordillera de San Buenaventura. Los distintos pueblos están rodeados de amplias zonas desérticas, emplazándose a considerable distancias unos de otros (Figura 1). Actualmente ninguna localidad recibe el nombre de Abaucán, quedando este vocablo restringido para designar al río principal que atraviesa la región en dirección norte-sudeste. Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 187-220 191 Figura 1. Localización de ciudades, pueblos o parajes actuales de la región de Fiambalá (departamento Tinogasta, Catamarca) Arqueología de la región de Fiambalá en el sector norte de la cuenca del Abaucán Una historia de discontinuidades temporales Puede afirmarse que el papel de esta región tuvo una historia de tímidos acercamientos y largos silencios en el desarrollo cultural del NOA prehispánico, situación que se revierte recién a mediados de la década del 2000. A saber: a) A diferencia de los valles orientales, esta región no contó con las largas expediciones de los pioneros de los siglos XIX y comienzos del XX; conociéndose sólo cortas excursiones de Lafone Quevedo (1892), Lange (1892) y Weisser (1921-1926). Los trabajos se circunscribieron principalmente al sector meridional donde se emplaza el sitio Batungasta, con evidencias de ocupación inca e hispano-indígena. Luego de décadas de silencio Dreidemie (1950, 1952) 192 Norma Ratto y Roxana Boixadós genera notas periodísticas de sus intervenciones asistemáticas en cementerios del área de Medanito, emplazada 22 km al nor-nordeste de Fiambalá; de igual forma Gómez (1953) reporta en un diario de Córdoba sus excavaciones en el área de Guanchin. La devastación de los contextos funerarios continuó en la década de 1960 a cargo del Pbro. Arch, de la Parroquia de Fiambalá, quien realizó excavaciones en cementerios y sitios aledaños al río Colorado, en la zona del “camino al Tucumán” ubicada en el sector norte del valle, desconociéndose el destino de las piezas saqueadas. El común denominador de estos aportes es su restricción espacial a sectores del fondo del valle, dando como resultado la pérdida de contextos y/o la conformación de colecciones depositadas en museos extra-regionales sin asociación contextual. b) Recién a mediados de la década de 1960 se realiza una prospección sistemática que abarca sectores del amplio valle (González y Sempé 1975), se intervienen sitios específicos (Sempé 1976, 1977 a y b, 1983, 1984) y se plantea la situación de las poblaciones locales al momento de contacto con el español (Sempé 1973). De estos trabajos surge que el bolsón de Fiambalá fue ocupado por grupos con diferentes organizaciones socioeconómicas y políticas abarcando desde sociedades agro-pastoriles (Formativo) hasta la estatal (Inca), restringiéndose las intervenciones principalmente al fondo de valle. c) Luego de otro prolongado silencio, recién a mediados de la década de 2000 se retoman en forma ininterrumpida las investigaciones en la región de Fiambalá-Abaucán. Se desarrollan diferentes líneas de investigación con un fuerte énfasis interdisciplinario pues cubre aspectos sociales, económicos, políticos e ideacionales de las sociedades formativas, tardías e incaicas, como también los escenarios ambientales de desarrollo de sus prácticas (Ratto 2007, 2009). Los estudios se focalizaron en el fondo de valle, en la pre-cordillera occidental, conector natural hacia la puna transicional de Chaschuil, y recientemente en la Cordillera de San Buenaventura dando a conocer nuevas manifestaciones culturales de sociedades agro-pastoriles preestatales, como así también revalorizando la información existente (Ratto et al. 2002; Salminci 2005; Orgaz et al. 2007; Martino et al. 2006; Bonomo et al. 2010, entre otros). Perfil arqueológico actual: lo conocido más lo nuevo Tal como mencionamos en la introducción, el sector norte de la cuenca del Abaucán no ha tenido una fuerte presencia arqueológica a lo largo del desarrollo y cristalización de la arqueología del NOA, principalmente por no haber sido un espacio ocupado ininterrumpidamente a lo largo del tiempo debido a fuertes desequilibrios ambientales. Al respecto, los Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 187-220 193 estudios paleoambientales aportaron valiosa información que permitió definir largos lapsos de inestabilidad ambiental producidos por episodios de origen volcánico y sísmico, cambios en la dinámica fluvial y acarreos de material pumíceo que imposibilitaron la ocupación continua del oeste tinogasteño a lo largo del Holoceno, afectando principalmente el fondo de valle debido a la acción sinérgica de distintos agentes (Valero Garcés y Ratto 2005; Ratto 2007; Montero et al. 2009, 2010; Ratto et al. 2011). Hoy día la región se caracteriza por presentar una alta tasa de sedimentación, que actualmente es de origen eólico, formando extensas dunas que previamente fueron afectadas por corrimientos o deslaves de barro o de materiales pumíceos. Significativamente, estos últimos materiales retransportados son producto de las erupciones volcánicas ocurridas en un tiempo posterior al 4300 años calAC (Montero et al. 2009, 2010). Estos eventos arrojaron y depositaron grandes cantidades de material piroclástico no consolidado sobre la corteza terrestre variando la topografía por la conformación de grandes masas sedimentarias que fueron modificadas por otros agentes que las erosionaron y/o retransportaron a lo largo del tiempo. Sinergia es el concepto que explica este proceso dinámico, ya que aunque el primer gran cambio topográfico fue producto del evento volcánico primario luego se produjeron otras modificaciones por la retroalimentación entre los sedimentos con los agentes formadores del paisaje físico. De esta manera, se produjeron nuevos cambios en la topografía de los fondos de valle y en la dinámica fluvial regional que impactaron en forma negativa sobre las historias regionales de las sociedades agro-pastoriles produciendo largos períodos de desocupación de las tierras, una baja densidad ocupacional y/o movimientos de gentes. Estos corrimientos o deslaves del tipo de flujo de material pumíceo tuvieron gran magnitud y extensión además de repetirse en el tiempo. Al respecto, la localidad arqueológica Formativa de Palo Blanco (ca 200-900 años de la era) presenta núcleos habitacionales colmatados por dos eventos de estas características mientras que otros presentan sólo uno. El primero registrado ocurrió en un tiempo posterior al año 500 de la era, mientras que el último se produjo en algún momento posterior al año 900 (Martino et al. 2006, Ratto 2007, Bonomo et al. 2010, Ratto y Basile 2010). La piedra pómez tiene la particularidad de actuar como material cementante en contacto con el agua. Por lo tanto, si el material se deposita sobre tierras fértiles las convierte en infértiles hasta tanto no actúen otros agentes que erosionen los mantos depositados que, a su vez, son re-depositados en otros espacios dependiendo de los vientos predominantes. Estos procesos de erosión de los mantos que cubren las tierras fértiles pueden durar varias décadas o centurias dependiendo de las condiciones climáticas de cada ambiente en particular. 194 Norma Ratto y Roxana Boixadós Como puede percibirse existe una sinergia entre diferentes agentes formadores del paisaje físico que, de una u otra manera, afectaron las tierras que ocuparon las poblaciones del pasado. Hoy en día las instalaciones arqueológicas están inmersas dentro de ambientes desérticos, inhóspitos por falta de agua, sin cobertura vegetal pero con evidencia de haber tenido bosques de algarrobo o chañares, y con alta tasa de sedimentación de distinto origen, revelando profundos cambios climáticos y/o modificaciones en la topografía en los últimos 1500 años aproximadamente. La región en retrospectiva presentó un ambiente físico inestable con períodos aptos para la instalación humana y otros no. En sí, la ocupación fue discontinua presentando lapsos de desocupación y/u ocupación restringida y focalizada en determinados espacios que se comportaron como eco-refugios (Nuñez et al.1999) o huaycos, lugares que reúnen las condiciones para la reproducción social (Quiroga 2010). Es llamativa la baja densidad de sitios que además son de tamaño discreto, habiendo sido emplazados en distintas eco-zonas (fondo de valle, pre-cordillera y cordillera) pero donde estos ambientes se caracterizan por no presentar una ocupación continua dentro del lapso entre los años 200 al 1500 de la era. Al respecto, entre los años 1000 al 1250 no hay registro de ocupación en los sectores bajos (1350-1550 msnm), medios (1550-1750 msnm) y altos (1750-1950 msnm) del bolsón de Fiambalá, registrándose para ese lapso ocupación en el área de las quebradas precordilleranas norte y occidental (Figuras 2 y 3). Figura 2. Rango temporal de ocupación de las eco-zonas de la región de Fiambalá Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 187-220 195 Figura 3. Localización de sitios residenciales y funerarios con contextos Tardíos y Tardío-Inca de la región de Fiambalá Sitios Inca-Contacto= 1: Ranchillos-1; 2: Mishma-7; 3: Batungasta Sitios Tardíos= 4: Lomada de Ranchillo; 5: Quintar-1 Sitios funerarios Tardíos= 6: Lorohuasi; 7: Las Champas y Guanchincito; 8: Istataco (Dreidemié); 9: Finca Justo Pereyra; 10: Guanchín (Gómez); 11: Agua de la Cañada (Arch); 12: Bebé de La Troya, El Cauce y Los Olivares Las particularidades de la región continúan a través del registro de sitios que presentan diseños arquitectónicos y conjuntos cerámicos propios de momentos Formativos, pero con fechados que exceden el rango de su desarrollo de acuerdo con la periodización cultural del NOA catamarqueño. Este es el caso de Casa del Medio (1170±59 años calAD), emplazado en la Cordillera de San Buenaventura, que presenta un trazado disperso tipo Tafí (sensu Raffino 1988). En cambio, otros también presentan arreglos arquitectónicos propios del Formativo pero con presencia de cerámica tanto Formativa como Tardía (Ojo del Agua, 1062 ± 56 años calAD). Finalmente, Tatón I presenta técnicas constructivas características de momentos Tardíos (Nastri 2001) como, por 196 Norma Ratto y Roxana Boixadós ejemplo, rocas de formas prismáticas de casi 1 m de altura que hacen a la vez de cimiento y primera hilera de las rocas del muro; sin embargo en esta instalación sólo se recuperaron fragmentos cerámicos de estilos propios del Formativo (Salminci 2005, Ratto et al. 2008). Otra particularidad descollante es que a la fecha, y luego de intensas prospecciones, aún no se han registrado emplazamientos del Tardío (preinca) con los trazados arquitectónicos tipo conglomerado y altos factores de ocupación del suelo (FOS) como son sus características en los valles orientales (Belén y Yocavil-Santamaría). Además, tampoco se registraron espacios productivos aterrazados, desarrollándose una agricultura en canchones construidos a la vera de los ríos. Algunos sitios productivos presentan tumbas en cista en su interior que se las ubica alrededor del año 1300 de la era (Ratto et al. 2010a). A la fecha el sitio residencial Quintar I (1239 ± 26 años calAD) es el único que para momentos Tardíos no registró material cerámico incaico en asociación. Su arquitectura da cuenta de dos conjuntos separados espacialmente, conformados cada uno por escasos recintos interconectados, relacionándose ambos con un área de canchones de cultivo (Quintar II) emplazada a 1,6 km al oeste en la margen derecha del río Colorado. En este sector del bolsón es donde se encuentra la huella llamada por los pobladores locales “camino al Tucumán” (Figura 3), habiéndose registrado concentraciones de materiales artefactuales y recintos aislados en las sierras y, particularmente, un sitio de extensión considerable (200 x 80 m) pero en muy mal estado de conservación debido a factores naturales y antrópicos. Sin embargo, y en contraposición, los contextos funerarios son numerosos sumándose a los intervenidos por Dreidemie, Gómez y Arch (ver más atrás) otros descubiertos en el marco de la reanudación de las investigaciones en la región (Ratto et al. 2007). Es interesante que algunos de los contextos funerarios provengan de áreas que se encuentran muy próximas a los lugares de emplazamiento de las localidades actuales (Palo Blanco, Medanito, Anillaco) (Figura 3). Este panorama permite plantear, a modo de hipótesis, que entre los años 1000 al 1250 de la era algunas ecozonas no permitieron una ocupación humana continua y prolongada en el tiempo, particularmente el fondo del bolsón de Fiambalá. En este lapso nos encontramos con un espacio social donde distintos modos de vida son coetáneos espacial y temporalmente, caracterizados por instalaciones discretas, emplazadas en zonas altas y distanciadas unas de otras, lo que nos estaría hablando de una muy baja densidad poblacional, posiblemente relacionada con las condiciones de inestabilidad ambiental que provocaron el abandono del valle por largas décadas hasta su re-poblamiento en tiempos de la conquista incaica. Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 187-220 197 Los incas introdujeron nuevas prácticas y estrategias de dominación que dieron como consecuencia la primera desestructuración social a través del movimiento de pueblos que ejerció el estado con fines diversos -económicos, políticos, religiosos. La ausencia de registros abundantes y propios de momentos pre-incas hace pensar que la existencia de materiales cerámicos característicos del Tardío proviene de los pueblos movilizados por el estado inca en el marco de las diferentes estrategias implementadas en las regiones anexadas (D’Altroy et al. 1994, Ratto et al. 2004). Las instalaciones de la región que dan cuenta de este momento son Batungasta (Raffino et al. 1984; Sempé 1976, 1977c; Ratto et al. 2002, 2005; Salminci 2005; Orgaz et al. 2007), Mishma 7 (Sempé 1976, 1983; Orgaz et al. 2007) y Ranchillos 1 (Sempé 1976, Salminci 2005). Estas instalaciones pudieron estar relacionadas con la comunicación entre las tierras bajas y altas cordilleranas funcionando como lugares de apoyo y/o control (Ratto et al. 2002, 2010b, entre otros). A saber (Figura 3): a) Batungasta (1480 msnm) se emplaza en la margen derecha del río La Troya, afluente del Abaucán. Registra ocupación incaica, hispano-indígena y colonial de acuerdo con los fechados radiocarbónicos existentes (Ratto 2005), no descartándose una ocupación Tardía previa sobre la base de los fechados obtenidos de las estructuras de combustión -hornos- para la manufactura cerámica que se emplazan en los alrededores de la instalación (Caletti 2005, Feely et al. 2010, entre otros). El abanico aluvial del río La Troya es un sistema de depósitos complejos con numerosos pulsos de distinta naturaleza e intensidad (Valero-Garcés et al. 2011). Dos son los eventos mayores y ambos tuvieron características catastróficas; (i) el más antiguo remite a la formación del barreal sobre el que se asentó la instalación, mientras que (ii) el otro resultó en el arrastre por el agua de enormes bloques -diámetro máximo de 4 m- que aconteció luego de la construcción del sitio dado que se registraron grandes rocas depositadas por encima de los muros de la plaza incaica del sector este del sitio (Figura 4). Este flujo masivo de alta energía provocó alteraciones en la instalación, especialmente la destrucción de los pisos de ocupación de los conjuntos arquitectónicos. El conjunto cerámico posibilitó la reconstrucción parcial de un número mínimo de 75 piezas compuestas por aríbalos, aribaloides, plato pato, ollas pie de compotera, pucos, y vasijas de tamaños varios (Orgaz et al. 2007). Las piezas de filiación inca representan un 25% mientras que las Tardías alcanzan el 72%. El resto está conformado por dos piezas de estilo Diaguito-Chileno. El fechado radiocarbónico sobre gramínea utilizada en la manufactura de adobe, ubica temporalmente su construcción en 1484 ± 38 años calAD aunque también se cuenta con otros fechados que ubican al sitio en tiempo hispano-indígena (Ratto 2005). 198 Norma Ratto y Roxana Boixadós Figura 4. Sector del sitio Batungasta emplazado en la margen derecha del río La Troya, 1500 msnm. Adscripción: Inca. (a) Excavación del Rec.1 (Cjto.1). Vista de relicto de muro de adobe y por debajo cimientos pétreos de muro doble. (b) Grandes rocas transportadas por flujo masivo de agua y rocas que fueron depositadas por encima del muro norte de la plaza incaica del sector este del sitio con respecto a la RN60 b) Por su parte, en los alrededores de Mishma 7 (1750 msnm) se documentó la existencia de tocones de algarrobo o chañar, lo que hace pensar en la existencia de bosques en sus inmediaciones. El sitio pertenece a la localidad homónima donde las tareas de relevamiento en sentido este-oeste y sur-norte que abarcaron 8 y 3 km, respectivamente, registraron gran cantidad de concentraciones de material superficial debido a erosión de las matrices sedimentarias que los contenían, predominando ampliamente el material cerámico Tardío. Particularmente, en Mishma 7 se determinó la presencia de un número mínimo de 35 piezas cerámicas, donde el material incaico representa el 14,3% y el de filiación Tardía el 85,7% (Orgaz et al. 2007). Los fechados radiocarbónicos existentes ubican el desarrollo de esta instalación en los años 1419 ± 26 de la era. c) Sobre Ranchillos poco puede decirse que supere el campo de las hipótesis. El trazado arquitectónico da cuenta de una instalación de filiación incaica de grandes dimensiones (1945 m²) compuesta por un recinto de forma rectangular de mayor tamaño a cuyos laterales se ubican otros cinco de cada lado. En los relevamientos realizados se registraron: (i) evidencia de reclamación de muros; (ii) escasos y pequeños fragmentos cerámicos de filiación incaica (cuzqueño o imperial) y otros tardíos y (iii) ausencia de artefactos y ecofactos en los sondeos realizados que imposibilitó contextualizar temporalmente su construcción. Este panorama permitió plantear como hipótesis que Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 187-220 199 la instalación da cuenta de un emprendimiento imperial cuya construcción no finalizó por circunstancias desconocidas, posiblemente relacionado con la irrupción de la conquista hispana, mientras que su reclamación en el tiempo está relacionada con su uso como corral en tiempos históricos. Sobre la base del panorama expuesto puede afirmarse que esta extensa región constituyó un espacio que antes de la conquista española estuvo caracterizado por la baja densidad de instalaciones donde distintos modos de vida fueron contemporáneos en sus tiempos y con períodos de inestabilidad ambiental, producida por flujos masivos de diferente origen que afectaron principalmente a las instalaciones asentadas en el fondo del valle. Es interesante, que estos episodios se siguen registrando en la actualidad con intensidades diferenciales, destacándose corrimientos o deslaves de flujo de barro con características catastróficas que ocurrieron el 29 y 30 de enero de 1884 dando como resultado el tapado de viviendas y plantaciones de Medanito, a raíz de lo cual el pueblo fue trasladado de las barrancas del río Abaucán hacia las lomadas del oeste (Taboada et al. 1992). Etnohistoria de la región de Fiambalá EN EL SECTOR NORTE DE LA CUENCA DEL ABAUCáN Las menciones más tempranas en las fuentes coloniales acerca de los grupos nativos de la región de Abaucán se remontan a 1607, fecha de producción de la conocida “carta de Gaspar Doncel” dirigida al gobernador Alonso de Rivera. En ella Doncel da cuenta de la fundación de la ciudad de San Juan Bautista de la Rivera y de los pueblos que quedaron comprendidos en su jurisdicción. Esta carta, publicada por el P. Larrouy (1921) y analizada por Bazán (1967) constituye una primera referencia, a la que se suman las contribuciones de Montes (1959, 1961-64). Este autor recopiló y citó, aunque de manera fragmentada, documentos del Archivo Histórico de Córdoba que testimonian la cesión de encomiendas otorgadas en la región, como así también sobre el gran alzamiento diaguita en el que los pueblos nativos de nuestra zona tuvieron una importante participación. Autores como Olmos (1957) y Guzmán (1985) incorporaron y analizaron fuentes vinculadas al proceso de conquista y colonización española tomadas de obras clásicas -Lozano, Larrouy, Sempé (1976) reporta por primera vez el sitio otorgándole las funciones hipotéticas de área agrícola, corrales o ceremonial. No registró material cerámico en superficie. Para distinguir el término moderno geográfico del uso antiguo -citas de fuentes o referencias a localizaciones poco precisas- se ha utilizado en el primer caso la forma acentuada Abaucán. 200 Norma Ratto y Roxana Boixadós Lafone Quevedo, entre otros- como asimismo de documentos recabados en el Archivo Histórico de Catamarca. Desde la arqueología, los trabajos de Sempé (1977 b y c) incorporan información etnohistórica al análisis de los datos obtenidos a partir de sus excavaciones, tratándose de los primeros intentos sistemáticos de articular ambos tipos de registros para reconstruir la historia local en el largo plazo. La autora plantea interrogantes en relación a la presencia de mitimaes en la región impuestos por los incas y a los traslados de población debidos a la conquista española y a las rebeliones nativas, basándose sobre todo en las fuentes recopiladas por Aníbal Montes. A partir de la década de 1980, la etnohistoria renueva la investigación sobre los procesos de resistencia y rebeliones nativas en donde los pueblos del oeste catamarqueño adquirieron protagonismo (Lorandi 1988 a, 2000). Entre ellos se destaca el análisis propuesto por Schaposchnik (1994) que aborda la dinámica de las alianzas políticas y de parentesco de varios grupos de la zona (en particular, malfines, abaucanes y andalgalas) para hacer frente a los españoles. Más recientemente, de la Orden de Peracca (2006) ha retomado el estudio de los pueblos de indios de la región de Pomán en los siglos XVI y XVII, reconstruyendo la historia colonial de esa región. Por otro lado, Williams y Schaposchnick (1999) elaboraron un trabajo interdisciplinario combinando información arqueológica con fuentes escritas para iluminar el problema de la estructuración étnica de las poblaciones nativas del oeste catamarqueño. En base a estos antecedentes podemos plantearnos una revisión y relectura de la documentación disponible, tanto édita como inédita, a sabiendas de las limitaciones que las mismas presentan y que otros autores ya señalaron. En conjunto, las fuentes son escasas, discontinuas y fragmentarias, y se encuentran dispersas en distintos repositorios o editadas como parte de obras mayores. Los contextos de producción son muy variables -existen cartas, informaciones de méritos y servicios, cédulas de encomienda, padrones y visitas, entre otros- y de calidad dispar. La lectura y revisión crítica de estas fuentes propone analizar y comprender de qué manera los españoles fueron reconociendo la zona y a sus pobladores, cómo impusieron formas de nominación al paisaje y a los grupos locales y qué se puede atisbar a través de su análisis acerca de los procesos de cambio que la situación de conquista comenzaba a generar. Respetar el orden cronológico de la producción de las fuentes resulta fundamental para comprender el proceso de construcción y fijación de los nombres, tanto de la toponimia como de los gentilicios que se fueron aplicando a los pueblos nativos, el cual de por sí no es lineal sino que presenta una serie de dificultades que comentaremos en este trabajo. Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 187-220 201 Comenzamos por la relectura de la citada carta de Gaspar Doncel producida después de la fundación de la ciudad de San Juan Bautista de la Rivera -también conocida como Londres II-, a orillas del río Famayfil en 1607. Esta carta fija la información que los españoles tomaron de los nativos a partir de los reconocimientos realizados de los grupos contenidos en la nueva jurisdicción. Después del encabezado correspondiente de la carta, lo que sigue es un listado por zonas o áreas en cuyo interior se registraron los “pueblos que estaban de paz” y los que se mantenían en cautelosa espera. Los pueblos están ordenados según un criterio que aún no es claro, informándose en qué encomienda están contenidos y quién es su titular. Además, Doncel consignó -de manera variable en función del grado de conocimiento o contacto con los nativos- el número de tributarios en cada pueblo y los nombres de ciertos caciques. Antes de la enumeración que figura en la carta, Doncel se refirió a los nativos que habían venido a ofrecerle la paz a la ciudad, hecho que ocurrió unos veinte días después de haber efectuado la fundación de la ciudad. Y comenzó por nombrar a Tucumanahao y Fiambalá pueblos de don Francisco Maldonado tiene indios de visita ciento ochenta. Abaucan, y Singol y Aguaucan pueblos de Hernando de Arisa tiene cincuenta indios de visita. Sungingasta pueblo vaco, que pido a vuestra señoría, tiene veinte indios (Larrouy y Soria 1921:47). Doncel no precisó la localización geográfica de estos “pueblos” y no los incluyó, como a otros, en una zona o valle determinado -por ejemplo, “Capayanes”, “Yocaviles”, “valle de Londres”. Sin embargo, consignó el avenimiento al orden colonial representado a través del acto de “dar la paz”, lo que implicaba la aceptación de su integración en el régimen de encomiendas. Además de los nombrados, otros como Andalgala, Biligasta, Guacache y Guzán estaban en la misma condición. De este modo, son dos las encomiendas que Doncel registró en su carta y sobre ellas organizaremos nuestro análisis. Por un lado, la que contenía La primera fundación española en la región fue efectuada en 1558 por Juan Pérez de Zurita, por orden del gobernador de Chile y recibió el nombre de Londres de la Nueva Inglaterra. Su emplazamiento se ubicó a orillas del río Quinmivil, muy cerca de la actual localidad de Londres de Belén (Larrouy 1921, Guzmán 1985, de la Orden de Peracca 2006). En 1561 este asentamiento fue trasladado al valle de Conando, Andalgalá, por Gregorio de Castañeda, por orden de Francisco de Villagra (gobernador de Chile). Existen muy pocas referencias documentales sobre esta etapa, por lo que no sabemos qué grado de reconocimiento y contacto tuvieron los españoles con los pueblos nativos. 202 Norma Ratto y Roxana Boixadós los “pueblos” de “Tucumanahao y Fiambalá”, a los que se le agregarán posteriormente los “pueblos” de Batungasta y Antapa, no mencionados en la carta de 1607 probablemente porque aún no habían sido reconocidos. Por otro lado, la encomienda integrada por los “pueblos” de “Abaucan y Singol y Aguaucan”; este último parece una deformación de Abaucan y no vuelve a figurar en ninguna otra fuente posterior. Por su parte, Sunguingasta, “pueblo” vacante en 1607, fue incorporado a la encomienda de Abaucan y Singol conformando una unidad que quedó en manos de Arisa, en fecha y circunstancias desconocidas. Según las estimaciones de Doncel, los pueblos de Tucumanahao y Fiambalá contaban con 180 tributarios mientras que Abaucan, Singol, Aguaucan y Sunguingasta sumaban 70, sin que conozcamos el total aproximado de la población. Para ordenar la exposición, procederemos a analizar la información considerando a las encomiendas como unidades. Encomienda que incluye a Abaucan La fuente de 1607 asigna el término Abaucan a dos entidades: un grupo o “pueblo” nativo, sin localización precisa -como ya vimos-, y a una sierra. Relata Doncel casi al final de su carta: “Una legua el río arriba entra otro en este de la ciudad con muy linda agua tan buena como la de Londres que abaja de la sierra de Abaucan” (Larrouy y Soria, 1921:48). Es posible que Doncel se refiriera al río Agua Clara, que no nace en la serranía de Abaucán sino en el Cordón de Los Colorados que conforma al occidente el actual valle de Las Lajas, separado del valle de Abaucán por la Sierra de Fiambalá o Abaucán. Si Doncel no había reconocido el actual valle de Las Lajas, al menos sabía que desde la ciudad hacia el oeste se encontraba una sierra nombrada “de Abaucan”. Esta mención constituye un jalón importante en el proceso de asociación de los nombres de los grupos nativos con topónimos, en este caso una serranía y por extensión, quizá, al valle y río que lo recorre, tal como se lo conoce hoy día. La carta de Gaspar Doncel registra por primera vez a Abaucan como un grupo o “pueblo” nativo, que debió ser poco populoso. Una cédula de encomienda posterior, de 1627, nos ofrece información significativa y precisa acerca de dicho pueblo. Se trata de un padrón ordenado por don Gregorio de Luna y Cárdenas -teniente de gobernador de la ciudad de San Juan Bautista de la Rivera- y realizado por Juan Martínez Carrillo -alcalde de la Santa Archivo General de Indias, Charcas 101, nº 45. Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 187-220 203 Hermandad- con la intermediación de los intérpretes nombrados de oficio. Todos ellos se trasladaron a los asentamientos para registrar el mencionado padrón. Tampoco esta fuente nos brinda una ubicación precisa de estos poblados; sin embargo consta allí que el primer empadronamiento se realizó el 25 de mayo de 1627 en el “pueblo de Cabuil” (o Çabuil); mientras que el segundo se llevó a cabo en el “pueblo de Abaucan” el 12 de junio del mismo año. Estos datos nos permiten inferir que el “pueblo de Cabuil” se encontraba más cerca de la ciudad de San Juan Bautista de la Rivera que el “pueblo de Abaucan” debido a que fue empadronado en primer lugar. Ambos “pueblos” pertenecían a una misma encomienda que estaba en manos de doña Isabel de Palomares, viuda de Arisa en 1627. Este empadronamiento es un testimonio valioso ya que siguiendo el protocolo de la época el alcalde de la Santa Hermandad debía situarse en el asentamiento principal -“pueblo” en el sentido de ubicación espacial- para convocar a los caciques a prestar declaración a través de los intérpretes, sin que sepamos en qué idioma se expresaron. Los caciques declararon acerca de los tributarios que componían sus grupos o “pueblos” -sus “sujetos”- a quienes se inscribió en el padrón a continuación de ellos, consignándolos por sus nombres cristianos seguidos de los propios de origen nativo además de los referidos a sus familias -esposa e hijos. En el “pueblo de Cabuil” empadronaron al cacique -don Alonso Xulipca, de 60 años-, 23 tributarios -dos de ellos ausentes- y 11 reservados. Dos de éstos habían sido designados para ocupar los cargos de alcalde y fiscal cumpliendo funciones de justicia y doctrina, respectivamente. Estos datos, sumados al hecho que toda la gente había sido bautizada, permite configurar la constitución de un “pueblo de indios” al estilo colonial y siguiendo la normativa dictada por las ordenanzas de Alfaro (1612). Su ubicación podría coincidir con el actual Saujil, situado a 15 km al norte de la actual ciudad de Fiambalá. El padrón levantado en 1627 en el “pueblo de Abaucan” presenta datos importantes. Por un lado, refiere la existencia de un “pueblo” -asentamiento o aldea- que los españoles nominaron con este término aunque sin precisar su localización geográfica; este Abaucan ha desaparecido en la toponimia actual de la región. También con esta misma denominación designaron a una “parcialidad”, un segmento -en términos de los españoles- que se integraba Lamentablemente, por tratarse de un traslado en el padrón no se identifica a quienes se desempeñaron como intérpretes ni el idioma que tradujeron para confeccionar el padrón. Otra localización de Saujil persistió como pueblo de indios en el antiguo curato de Londres, actual departamento de Pomán, por lo menos hasta finales del siglo XVII (Anello 2002; de la Orden de Peracca 2006). 204 Norma Ratto y Roxana Boixadós con otro conformando una unidad. Así, la “parcialidad” de abaucan figura en la fuente presidida por un cacique, don Lorenzo Sanacha, más 25 tributarios y 5 reservados. La otra “parcialidad” registrada en el pueblo o asentamiento de Abaucan es la de Singuin, cuyos caciques eran don Gaspar Inquisina, viudo y viejo y su hijo don Miguel Lacaja, quien ejercía de manera efectiva el cacicazgo. En la “parcialidad” de singuin se empadronaron 34 indios de tasa y seis (6) reservados. El “pueblo” en su conjunto aparece gobernado por estos dos últimos caciques ya que el padrón consigna que la “parcialidad de abaucan”, “está sujeta al cacique don Gaspar Inquisina”. A primera vista, podríamos pensar que estamos ante un tipo de estructuración política muy similar a la de los pueblos de indios del sur andino: una unidad compuesta por dos mitades -en este caso parcialidades-, cada una con su cacique siendo una de ellas, la de mayor jerarquía, la que gobierna la totalidad del grupo. Esta modalidad de estructuración puede ser la local tradicional o bien estar relacionada con los cambios introducidos a partir de la presencia incaica en la región. Sin embargo, llama la atención que los españoles hayan elegido nominar a este pueblo con el nombre de Abaucan, dado que según sus propios testimonios era la parcialidad menos numerosa y además sujeta políticamente a la de Singuin. Una segunda interpretación se orienta hacia la intervención colonial, la que en veinte años podría haber aportado cambios significativos. Recordemos que Sunguingasta había sido consignado por Gaspar Doncel como un “pueblo” no integrado en la encomienda de Abaucan. En esa misma carta Doncel consignaba que: Sunguingasta pueblo vaco, que pido a vuestra Señoría, tiene veinte indios lo cual suplico a vuestra Señoría se me encomienden por yanaconas que tengo aquí un cacique llamado Yquisiena y el que está en el pueblo que es el otro cacique se llama Tinocpaymana. Este cacique Yquisiena, que estaba en la ciudad de San Juan Bautista de la Rivera en 1607 para ofrecer la paz y servidumbre a Gaspar Doncel, bien podría ser el cacique don Gaspar Inquisina que veinte años después figura en el padrón como cacique “viudo y viejo”, reservado del ejercicio efectivo del cargo pero cacique de todo el pueblo de Abaucan con sus dos parcialidades. Si esto es así, el Sunguingasta de 1607 podría ser la parcialidad nombrada como singuin en 1627 ¿Es posible que habiendo dado la paz este grupo haya sido reducido en el “pueblo de Abaucan”, para colaborar en el proceso de hispanización de los abaucanes? Recordemos que hacia 1607 apenas habían sido reconocidos -la nominación parece imprecisa, “abaucan, y singol y aguaucan”-, no mencionándose a los caciques en esa oportunidad. Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 187-220 205 Por lo que se advierte en el padrón de 1627, el “pueblo de Abaucan” tenía una clara configuración colonial no solo porque todos sus miembros fueron registrados con sus nombres españoles antepuestos a los propios nativos sino por la presencia de alcaldes y fiscales que representaban oficios de importancia, ejercidos por los mismos nativos, en la república de indios. En la parcialidad de abaucan uno de los reservados ejercía como fiscal y en la de singuin otro ocupaba el cargo de alcalde. Este oficio de gobierno nuevamente destaca la jerarquía de singuin sobre la de abaucan, al menos en función de los nuevos parámetros coloniales. Este padrón levantado en 1627 se encuentra inserto en una cédula de encomienda otorgada a favor del capitán Juan Gregorio Bazán de Pedraza en 1629, después de la muerte de Isabel de Palomares -sucesora de su esposo, el primer encomendero. No conocemos el título de la encomienda original pero el de Bazán de Pedraza, otorgado por el gobernador Albornoz comprende a “todos los indios de los pueblos y repartimientos de Abaucan con su parcialidad de sunguingasta y el pueblo de Cabuil que caen el distrito de la ciudad”. En este caso Abaucan adquiere precedencia frente a Sunguingasta, a la que se menciona como “parcialidad” de aquélla invirtiendo el orden que el padrón de 1627 nos había presentado ¿A qué se debe este cambio? Es posible que tenga relación con la tendencia de los españoles a conservar y fijar los nombres de los pueblos nativos asociados al espacio físico habitado. El nombre Abaucan también pudo haber perdurado debido al protagonismo que tuvo este grupo durante el gran alzamiento diaguita. A veces aliados de los malfines, los abaucanes opusieron una fuerte resistencia en este período (Schaposchnik 1994). Derrotados tras las campañas realizadas contra los malfines después de la muerte de Chalemín (1637) fueron desnaturalizados. La mayor parte de ellos, junto al resto de los grupos que componían la encomienda, fueron trasladados al valle de Famatina, jurisdicción de La Rioja, y asitiados en proximidades del pueblo de Anguinán, prácticamente despoblado. Encomienda que incluye Tucumanahao y Fiambalá, luego a Batungasta y Antapas La encomienda de “Tucumanahao y Fiambalá” registrada en la carta de Doncel de 1607 reunía a estos dos pueblos sin que la fuente provea in La toma de posesión se efectuó en Santiago del Estero en noviembre de ese año, “por interpretación del dicho Francisco Narváez de San Martín”, en la persona de Miguel de Aymacha “natural de pueblo de Cabuil”; esta fuente tampoco aclara en qué idioma tradujo el intérprete. 206 Norma Ratto y Roxana Boixadós formación respecto de sus localizaciones. La localidad actual de Fiambalá nos orienta acerca de la ubicación del antiguo “pueblo” de indios, sin que implique necesariamente que se trata de la misma localización -ver más adelante. Más dudas se plantean en relación a Tucumanahao dado que se registra otro “pueblo” con este nombre en el actual departamento de Pomán que no figura en la carta de 1607 (de la Orden de Peracca 2006). Es posible que la encomienda comprendiera, como sabemos de otros casos, dos pueblos situados en diferentes y distantes zonas, o bien que Tucumanahao estuviera localizada próxima al “pueblo de Fiambalá” aunque no se haya conservado el topónimo en la región actual. Sin embargo, recordemos que Doncel registró las encomiendas siguiendo un criterio regional y que mencionó a Tucumanahao en relación con Fiambalá. Como este criterio es el que Doncel aplicó a la enumeración de todos los pueblos nativos, podemos pensar que el encomendero pudo haber trasladado a los Tucumanahao a Pomán en fechas posteriores a 1607. Pero la cuestión adquiere mayor complejidad si recordamos que Tucumanahao -y Tucumangasta- son topónimos que aparecen en diferentes zonas, incluyendo el valle Calchaquí. Hace años Ana María Lorandi propuso que esta denominación correspondía a grupos de mitimaes trasladados de la región del Tucumán por orden de los incas y ubicados en diferentes sitios (Lorandi 1988b). Esto apoya la idea de que la región bajo estudio recibió población foránea en tiempos de los incas, más aún teniendo en cuenta la existencia del pueblo de Batungasta situado en las proximidades de Fiambalá, pueblo con importante evidencia arqueológica de presencia incaica. Si efectivamente los tucumanahaos que registró Doncel en 1607 en nuestra región fueron mitimaes traídos desde el lejano Tucumán cabe preguntarse qué pueblo o pueblos ocupaban. No sabemos cuándo el “pueblo” de Batungasta fue incorporado a la encomienda de Tucumanhao y Fiambalá puesto que Doncel no los registra en su carta de 1607. Quizá para entonces los españoles aún no habían efectuado su reconocimiento y tampoco los caciques del pueblo habían “bajado” a entrevistarse con ellos. Lo cierto es que Batungasta encabeza la nómina de “pueblos” incluidos en la encomienda a partir de 1635, a la que se le sumó la parcialidad de antapas, posiblemente anexada después de la pacificación. Esta información aparece cuando Gregorio de Luna y Cárdenas asumió como encomendero pues en su título consta la merced de “Batungasta, Fiambalá, Tucumanahao y Antapa”. Es interesante notar que para la toma de posesión efectuada en el valle Calchaquí -en el fuerte donde se encontraba el gobernador Albornoz-, Luna y Cárdenas presentó dos indios: don “Luis Gualimay cacique principal del pueblo de Batungasta” y Diego, “indio de Fiambalá”, que ya era ladino en lengua castellana. El texto es claro al afirmar que la posesión se hizo Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 187-220 207 “en la lengua general del Perú, que entienden y hablan los dichos indios”. Este dato es importante ya que confirmaría el contacto de estos pueblos con la dominación incaica; “entendían y hablaban” el quechua pero no era ésta su lengua originaria. Los nativos de la encomienda de Batungasta, al igual que los de Abaucan, participaron activamente en el gran alzamiento diaguita y sabemos que su encomendero, Luna y Cárdenas, cumplió un rol importante en las campañas que aseguraron su pacificación. También ellos fueron desnaturalizados de sus tierras y trasladados a la jurisdicción de La Rioja. Según se informa en la visita de 1667, entre 1635 y 1648 batungastas, fiambalás, antapas y tucumanahaos estuvieron establecidos en el antiguo “pueblo” nativo de Nonogasta donde los jesuitas tenían una estancia. Sin embargo, los religiosos se negaron a ceder tierras de su estancia a los indios para fundar un pueblo de reducción, tal como disponían las ordenanzas. De esta manera, el encomendero Luna y Cárdenas compró tierras y agua en el deshabitado “pueblo” nativo de Vichigasta, en el paraje llamado San Buenaventura, donde ubicó a sus encomendados creando así la reducción San Buenaventura de Vichigasta. Por una fuente muy posterior sabemos que el “pueblo de Fiambalá” había sido dividido en -al menos- dos partes, probablemente en tiempos del gran alzamiento. La encomienda en cuestión era de “Fiambalá, Sabuil y anexos” y pertenecía, por lo menos hacia 1635, a Catalina de Lara vecina de San Juan Bautista de la Rivera de Pomán. En 1681 el nuevo encomendero -Diego Gómez de Tula- reclamaba indios que vivían en Vichigasta como parte de su encomienda. Si bien el pleito no tuvo resolución queda constancia de que el reclamo fue sobre muy pocos tributarios, como también podría explicar la existencia del actual Saujil en el departamento de Pomán. Otro dato que aporta esta fuente es que según los testimonios e informes, levantados sobre la etapa anterior a la desnaturalización, el “pueblo” original de Fiambalá se encontraba emplazado a una legua del de Batungasta10. De ser cierta esta estimación tardía pone en duda que el “pueblo de indios de Fiambalá” coincidiera con la ubicación actual de la ciudad homónima. Hasta el momento, hemos analizado los datos que aportan los títulos de encomienda, los padrones y otras fuentes vinculadas a las mismas. Las informaciones de méritos y servicios de los soldados y capitanes que se desempeñaron durante el gran alzamiento diaguita aportan también información significativa acerca de las conductas políticas que asumieron los grupos rebeldes, y ofrecen detalles importantes sobre cómo se ordenaron y se lleva Archivo Histórico de Córdoba, escribanía 2, legajo 4, expediente 24. También en Montes (1959). 10 Archivo del Instituto Americanista de Córdoba, documento 443, 1681. 208 Norma Ratto y Roxana Boixadós ron a cabo las campañas de pacificación. Dado que el análisis de este tipo de fuentes -por su complejidad y extensión- excede los límites de este trabajo procederemos a sintetizar algunos aspectos que agregan material adicional para la discusión de nuestro problema. En primer lugar durante las rebeliones que sacudieron, en particular, las jurisdicciones del sur de la gobernación -La Rioja y San Juan Bautista de la Rivera-, las regiones del valle de Andalgalá y Tinogasta fueron escenario de importantes batallas entre nativos y españoles -acompañados éstos por indios amigos. La información de méritos de Pedro Nicolás de Brizuela narra las expediciones de los españoles tras los pasos de capayanes y guandacoles, nativos del oeste riojano que se habían retirado hacia el norte y “estaban metidos en el valle de Guatungasta”. Otros testimonios dan cuenta de que tanto este valle como el de Abaucán constituyeron espacios de refugio para los rebeldes confederados, especialmente malfines, andalgalás y abaucanes que mantuvieron su resistencia hasta 1646. Unos años antes, el cacique Chalemín de los malfines había atacado el valle de Famatina y los españoles salieron a perseguirlos “[…] ochenta leguas al norte hasta llegar al pie del cerro Encantado de Abaucan”, donde se produjo un importante enfrentamiento. Hasta el momento no hemos encontrado en las fuentes otras referencias sobre este “cerro Encantado” que nos permitan localizarlo. Montes (1959) ubica este lugar en las proximidades de Batungasta mientras que Bazán (1979:117) lo sitúa en el actual San José, sin que aporten datos que apoyen sus respectivas interpretaciones. En segundo lugar, la información de méritos y servicios de Brizuela permite conocer detalles acerca de cómo los abaucanes fueron obligados a rendirse y las vicisitudes que acarreó su deportación. En 1643 Brizuela recibió la orden de lograr que los abaucanes, que aún resistían en su pueblo, “bajasen” a dar la paz. Se le ordenó la conclusión de la guerra en haber enviado a llamar por medios convenientes al resto de indios abaucanes que estaban retirados en sus tierras sin querer dar la obediencia, propúsoseles que sino la daban iría con número de soldados e indios amigos para mas darles terror fue dos veces al sitio de Pituil metido la tierra adentro treinta leguas con guarnición de gente españoles y amigos con que visto las prevenciones que en su daño se hacía vinieron en dos veces 260 piezas de paz y las llevó y redujo en el valle de Famatina en el sitio de Anguinán (Archivo Histórico de Córdoba, escribanía 2, legajo 9 (II), expediente 21. 1707). Pero este relato se confunde con una descripción más minuciosa, contenida en la misma fuente que afirma que unos años después -en 1646- Brizuela Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 187-220 209 fue el encargado de trasladar desde el fuerte del Pantano a “400 piezas de las naciones de malfin y abaucan”, las que fueron llevadas primero a La Rioja, donde estuvieron tres meses, y de allí a Córdoba, donde fueron instalados en el pueblo de La Toma. Las cifras que aporta esta fuente parecen demasiado elevadas para el pueblo de abaucan, teniendo en cuenta el escaso número de tributarios que registra el padrón de 1629, al que hay que sumarle las bajas producidas por su activa participación en la rebelión. Sobre estas citas, que merecen un análisis más detenido y su contrastación con otras fuentes, podemos hacer dos comentarios. Con respecto a la primera, es posible que cuando se alude a los “abaucanes” se esté haciendo referencia a los miembros de varios grupos, los que componían la misma encomienda y quizá otros, como los tinogastas o los capayanes y guandacoles refugiados años antes en sus proximidades. Las nominaciones étnicas aparecen de manera sintetizada por el afán español de identificar y connotar a los principales grupos rebeldes, dejando de lado a los grupos menores. Con respecto a la segunda cita, podemos pensar que en el relato se confunde a los abaucanes con los andalgalás, grupo aliado y pariente de los malfines, con quienes conformaban una sola encomienda y compartieron los mismos destinos de deportación y desarraigo -ya estudiados por otros autores (Lorandi y Sosa Miatello 1991). Diálogo interdisciplinario: construcción de preguntas e hipótesis La información arqueológica y etnohistórica fue comparada, contrastada y discutida a lo largo de las diferentes etapas de este trabajo. Como síntesis queremos destacar los temas sobre los cuales el análisis resultó coincidente y los aspectos problemáticos que aún requieren mayor profundización y/o búsqueda de información. Sobre los primeros hemos construido una hipótesis que esperamos poner a prueba en las siguientes etapas de la investigación. A saber: a) La arqueología presenta un panorama de las sociedades nativas prehispánicas del sector norte de la cuenca del Abaucán que se caracteriza por la dispersión de los asentamientos, la baja densidad demográfica, el poblamiento y despoblamiento de las ecozonas -quizás al compás de las situaciones de inestabilidad ambiental imperantes en esta región por eventos de características catastróficas. El análisis de la documentación histórica permite confirmar que, en efecto, al momento de la llegada de los españoles esta extensa región registraba un conjunto discreto de asentamientos, entre los que se destacaban Batungasta, Fiambalá, Çabuil y Abaucan, junto a otros de menor relevancia cuyas localizaciones son imprecisas (tucumanahao, sunguingasta/ 210 Norma Ratto y Roxana Boixadós sunguin). Las estimaciones aproximadas de tributarios realizadas en 1607 y los padrones posteriores de 1627, aunque parciales, son siempre menores a 100 por unidad/ pueblo. Estas cifras resultan compatibles con las relevadas para los pueblos nativos de la jurisdicción de La Rioja y posiblemente para los del valle de Catamarca. Es preciso avanzar en la comparación con otras unidades/ pueblo del oeste catamarqueño que se suponen numerosas como Malfín y Andalgalá. b) Los estudios arqueológicos han revelado la existencia de al menos tres sitios en la región (Batungasta, Mishma 7, Ranchillos 1) donde el material cerámico de diferentes estilos del Tardío es predominante sobre el incaico. Consideramos que los grupos sociales locales interactuaron en un proceso dinámico con otras organizaciones socio-políticas que repoblaron la región en el marco de la estrategia de movimientos de gente implementada por el Inca. Esta conquista conllevó no sólo el ingreso de nuevas prácticas y estrategias de dominación sino también el ingreso de nuevas poblaciones a la región. Es en estos momentos donde se conforma un entramado caracterizado por la coexistencia de distintas representaciones sociales y se restringe la movilidad de los grupos cambiando la configuración de la red de interacción social a nivel regional y extra-regional. Por su parte, la etnohistoria también aporta información que de manera indirecta apoya esta interpretación. Por un lado, la posible existencia de mitimaes provenientes del Tucumán -los tucumanahaos- instalados en la región cuya localización por el momento no podemos precisar; por otro, las referencias al bilingüismo del cacique de Batungasta quien hablaba quechua. En otros casos se acreditó la necesidad de intérpretes sin que hasta ahora sepamos qué idioma traducían. El análisis de las fuentes también advierte acerca de la existencia de otros traslados de población -estudiados a partir del seguimiento de las nominaciones étnicas en distintos momentos y lugares, las duplicaciones de nombres o las semejanzas- las que podrían ser atribuidas a la intervención incaica -no hay indicios claros en las fuentes sobre este aspecto- y/o al proceso de conquista y colonización española sobre el que contamos con evidencias indirectas y contextuales. c) Muchos de los nombres de los pueblos nativos que las fuentes históricas registraron no dejaron huella en la toponimia local. Esto se relaciona con los traslados de población, particularmente aquellos que tuvieron lugar durante el período temprano de la colonización española sobre los que se conservaron pocas evidencias de primera mano. Por su parte, la arqueología también re-nominó algunos de los asentamientos relacionándolos con los nombres dados por los pobladores criollos actuales. La diversidad nominativa de la toponimia y de los pueblos nativos del valle que aparecen en las fuentes obligó a discutir y comparar la información disponible con el fin de proponer posibles localizaciones de los emplazamientos nativos prehispánicos o Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 187-220 211 coloniales tempranos que no hubieran sido sujetos de traslados. Algunos de ellos son (Figuras 1 y 3): 1. Abaucán: la ubicación de este asentamiento “desaparece” después de la desnaturalización de sus pobladores. Sin embargo, por las referencias aportadas por ambas disciplinas proponemos, de modo hipotético, que su localización corresponde al actual emplazamiento del pueblo Medanito en el sector medio del bolsón de Fiambalá. Es interesante que nuestro derrotero de investigación siguiera un camino diferente pero llegó a la misma conclusión propuesta por Adán Quiroga (1897). Es también interesante que habiéndose despoblado el asentamiento originario fuera repoblado a fines del siglo XIX y su nombre actual (Medanito) puede deberse a las características ambientales del entorno de su emplazamiento rodeado de amplísimas dunas. 2. Sabuil: posiblemente estuviera emplazado en la actual Saujil del departamento de Tinogasta. De acuerdo con el padrón de 1627 los españoles llegaron desde San Juan Bautista de la Rivera a este asentamiento antes que al de Abaucan. Consideramos que la vía de ingreso a la región desde la ciudad española se realizó a través de la Cuesta de Zapata para luego remontar el valle hacia el norte. En este recorrido el primer encuentro fue el “pueblo de Sabuil” -actual Saujil- y de ahí siguieron hacia “el pueblo de Abaucan” emplazado hipotéticamente en la actual Medanito. Aún existe un antiguo camino de carreta que une ambas localidades cuya importancia deberá reevaluarse a partir de estos resultados. 3. Fiambalá: consideramos que el emplazamiento de este asentamiento nativo no coincide con el actual de la ciudad homónima. Ya hicimos referencia a una fuente tardía que sitúa a este “pueblo” a una legua del de Batungasta, si a esto lo contextualizamos con las vías de ingreso al valle desde la ciudad de Londres, comentadas anteriormente, consideramos que el actual pueblo de Anillaco es el que reúne las condiciones para la localización en el pasado del “pueblo de indios de Fiambalá”. Hoy día las ruinas de Batungasta se encuentran a 6 km de distancia del Anillaco catamarqueño actual. Esto amerita la realización de nuevas investigaciones que tengan en cuenta esta propuesta. 4. Tucumanahao: no existe en la región ningún pueblo o localidad que conserve su nombre. Dado que en la carta de Doncel de 1607 se registra a este grupo junto con Fiambalá, y si además asumimos que se trataban de mitimaes provenientes de la región del Tucumán, podemos sostener hipotéticamente que los tucumanahaos habitaban en Fiambalá -hoy Anillaco- y que prestaban servicio en el pueblo incaico de Batungasta. Es posible también que sus funciones se extendieran a otros sectores del amplio valle ya que la toponimia actual hace referencia al “camino al Tucumán” en el sector norte de la región. 212 Norma Ratto y Roxana Boixadós En el planteo realizado sobre la localización de los antiguos pueblos nativos de la región adquiere especial prominencia el río La Troya, ya que este se convierte en el delimitador de espacios en los que se situaban los asentamientos originarios tanto al norte (Sabuil y Abaucán) como al sur (Batungasta y Fiambalá) del río. Si nuestra interpretación es correcta la asignación de encomiendas tempranas realizadas en 1607 habría respetado estas dos áreas conteniendo a los pueblos del norte en una encomienda y a los del sur en otra. Por todo lo expuesto, la discusión a partir de la re-lectura de la bibliografía y de la información proveniente de ambas disciplinas nos permite formular una hipótesis de trabajo que re-significa viejos y nuevos interrogantes sobre las sociedades pre y poshispánicas del sector norte de la amplia cuenca del Abaucán. Así, retomando la representación de “espacio vacío” con la que iniciamos este trabajo, sostenemos que la región atravesó, en un lapso relativamente corto, por procesos dinámicos de despoblación y repoblación, vinculados básicamente a tres variables: (a) la inestabilidad ambiental (despoblamiento); (b) la intervención incaica (repoblamiento), y (c) la conquista y colonización española (traslados y nuevos despoblamiento). En este sentido, la principal consecuencia de la derrota sufrida por los nativos que participaron en el gran alzamiento diaguita fue la desnaturalización y su traslado a otras jurisdicciones. Este proceso sólo será revertido a partir del siglo XVIII. Aclaramos que al referirnos a procesos de despoblamiento y su relación con la representación de la región como un “espacio vacío” no queremos implicar la inexistencia de gente en el valle, sino la ausencia de conglomerados, aldeas o pueblos cuyos habitantes mantuvieron relaciones sociales y con el entorno con sostenida continuidad en el tiempo. La región también puede ser pensada como una extensa área receptora de poblaciones en el marco de contextos dinámicos generados por los procesos de inestabilidad ambiental o de conflictividad política. De hecho, la concesión de buena parte del valle de Abaucán otorgada en merced en 1687 al maestre de Campo Juan Gregorio Bazán de Pedraza -encomendero en segunda vida de los pueblos de “Abaucan y anexos” localizados ya en La Rioja- habla a las claras de la inexistencia de “pueblos de indios” comprendidos en ella. La merced llamada de Anillaco y Guatungasta abarcaba prácticamente todo el valle e incluía las tierras de los antiguos pueblos de “Anillaco, Batungasta, Fiambalá, Abaucán, Singuil” (Guzmán 1985:80). Esta extensa propiedad fue dividida en dos grandes mayorazgos instituidos en el testamento de Bazán en 1717 (Brizuela del Moral 1990-1991). En resumen, las condiciones de inestabilidad ambiental afectaron la vida cotidiana y productiva de la gente provocando desplazamientos de poblacio- Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 187-220 213 nes y/o el despoblamiento y posterior re-poblamiento de la región cuando las condiciones ambientales se recompusieron. Esta dinámica probablemente registró contrastes y matices y sobre esta amalgama se conformó un nuevo espacio social donde algunos valores y prácticas pervivieron y otros se perdieron o se transformaron a partir de la intervención incaica en la región. La conquista española actuó sobre ella generando una nueva desestructuración social producto de la imposición del régimen de encomiendas y de los traslados de poblaciones nativas en la primera mitad del siglo XVII. Finalmente, retomamos la representación de la región como “espacio vacío” para distinguir en ella los distintos niveles de análisis que hemos considerado a lo largo de este trabajo que atraviesa la construcción del saber arqueológico, la articulación interdisciplinaria y la historia colonial. En esta dirección destacamos: (a) el escaso protagonismo que tuvo el oeste tinogasteño en el proceso de construcción de conocimiento de la arqueología del noroeste argentino; (b) los procesos de inestabilidad ambiental que influyeron en la discontinuidad de la ocupación del espacio, en las dimensiones discretas y dispersas de los asentamientos e incluso en el abandono de extensos zonas del fondo de valle por varias centurias, y por último (c) el proceso colonial que intervino agrupando en encomiendas a la escasa población nativa y posteriormente trasladándola a otras regiones una vez finalizado el proceso de rebelión. Como corolario de este extenso proceso destacamos la inexistencia de pueblos de indios jurídicamente reconocidos en la región, habilitando de esta manera la concesión de este extenso territorio “vaco y realengo” en una merced que luego se convertirá en propiedades amayorazgadas a principios del siglo XVIII. En este primer avance de investigación podemos afirmar que estos resultados redefinen la visión general de la dinámica cultural del valle para la etapa prehispánica y colonial temprana, constituyéndose en un disparador de nuevas preguntas y estrategias de indagación arqueológica y etnohistórica. Agradecimientos A Mara Basile por la confección de los mapas contenidos en el manuscrito. Una primera versión de este trabajos fue presentado en las XIII Jornadas Interescuelas Departamentos de Historia realizadas en San Fernando del Valle de Catamarca, en agosto de 2011. Agradecemos los comentarios críticos recibidos en esa oportunidad, especialmente de la Dra. Ana M. Lorandi y la Dra. Laura Quiroga, a los que se sumaron las valiosas sugerencias de dos 214 Norma Ratto y Roxana Boixadós evaluadores/as anónimos/as. Las investigaciones se enmarcaron en el PICT2007-01539 y UBACYT-F139. Fecha de recepción: 22 de diciembre de 2011 Fecha de aceptación: 4 de octubre de 2012 BIBLIOGRAFíA Anello, Alejandra 2002. Familia indígena y sociedad en el curato de Londres (Catamarca) terminando el siglo XVII. En Farberman, J. y R. Gil Montero (comps.); Los pueblos de indios del Tucumán colonial: pervivencia y desestructuración: 101-138. Buenos Aires, UdiUnju y Universidad Nacional de Quilmes Ediciones. Bazán, Armando 1967. Los indios de San Juan Bautista de la Rivera. Investigaciones y Ensayos 3: 195-213. Buenos Aires, Academia Nacional de la Historia. 1979. Historia de La Rioja. Buenos Aires, Plus Ultra. Bonomo, Néstor, Ana Osella y Norma Ratto 2010. Detecting and mapping buried buildings with GPR at an ancient village in Northwestern Argentina. Journal of Archaeological Science 37 (12): 3247 -3255. Brizuela del Moral, Félix 1990-1991. La Merced de Fiambalá y Tinogasta y los mayorazgos de don Juan G. Bazán de Pedraza y Tejeda. 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Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 221-244 221 FAMILIA, INSERCIÓN SOCIAL Y COMERCIO DE EXPORTACIÓN EN TUCUMÁN, 1780-1810. UNA APROXIMANCIÓN A PARTIR DEL COMERCIANTE PENINSULAR MANUEL POSSE FAMILY, SOCIAL INTEGRATION AND EXPORT TRADE IN TUCUMÁN, 1780-1810. APPROACH BASED ON MANUEL POSSE, A PENINSULAR MERCHANT Francisco Bolsi* * Instituto Superior de Estudios Sociales (ISES)/ Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Email: [email protected] 222 Francisco Bolsi Resumen La transición del Antiguo Régimen al proceso de revolución e independencia en el Río de la Plata ha sido ampliamente estudiada por los historiadores nacionales y locales desde diferentes perspectivas, vinculadas con la historia política, de familia, del derecho, etc. Este trabajo indaga un período de transición a partir del estudio de un comerciante peninsular -Manuel Posse- y su inserción social, sus estrategias comerciales y el comercio de exportación efectuados entre 1780 y 1810. El análisis da cuenta de la articulación de su estrategia matrimonial con su establecimiento definitivo en la ciudad, la estructuración de una red comercial en torno a su familia y los enlaces de la primera generación en el contexto tucumano. Palabras clave: familia - parentesco - comercio peninsular Abstract The transition from the Old Regime to the process of revolution and independence in the Río de la Plata has been widely studied by national and local historians and from different perspectives, related to political history, family history, judicial history, etc. This paper explores a transitional period based on Manuel Posse, a Peninsular merchant, and his social integration, business strategies and export trade between 1780 and 1810. The analysis takes into account the articulation of his matrimonial strategy with his final settlement in the city, the structuring of a commercial network around his family and the links of the first generation in the context of Tucumán. Key words: family - kinship - Peninsular trade Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 221-244 223 Introducción La producción historiográfica acerca del período tardo-colonial en América Latina es abundante y uno de los temas que generó mayores discusiones historiográficas fueron las Reformas borbónicas. En Argentina, esta temática fue ampliamente tratada por historiadores que indagaron en el proceso de orientación económica hacia el Atlántico, la expulsión de los jesuitas y la organización del virreinato del Río de la Plata; también estudiaron el surgimiento de una nueva elite a partir de los entrecruzamientos familiares de la elite tradicional con los comerciantes peninsulares -vascos, catalanes y gallegos- que emigraron en esta coyuntura histórica y dieron cuenta de las consecuencias de estas reformas en el imaginario de la elite del período tardo-colonial. En el caso de Tucumán, la reestructuración administrativa iniciada por Carlos III causó la división de la gobernación de Córdoba del Tucumán en dos partes. Tucumán pasó a ser una ciudad subalterna de la Intendencia de Salta, mientras Córdoba quedó bajo la jurisdicción del virreinato del Río de la Plata. En este contexto de reformas, un trabajo pionero desde la perspectiva de la historia de familia -que indagó en la complejidad de este proceso- fue el de Ana María Bascary (1999), quien estudió la ciudad de San Miguel de Tucumán en las últimas décadas del siglo XVIII. Esta autora profundizó en el estudio de las características de la sociedad local tomando como punto de partida la composición de la elite. Dicho enfoque confirmó procesos ocurridos en otros espacios de América Latina, referidos al impacto y la transformación que ocasionó la migración de peninsulares a fines del siglo XVIII, en la elite tucumana tradicional cuyos orígenes se remontaban, en algunos casos, a los primeros conquistadores. La metodología aplicada incorporó el estudio del ámbito de lo privado, espacio inexplorado hasta ese momento. La caracterización de este universo reflejó el significado de las diversas prácticas sociales de la elite al interior de la misma y la relevancia de las alianzas intra-familiares para mantener el prestigio en el ámbito local (Bascary 1994, 1999). Uno de los trabajos pioneros en la temática fue el de David Brading (1976), quien a partir de un estudio prosopográfico de la sociedad mexicana indagó en la significación de las redes de parentesco como herramienta para atravesar las Reformas borbónicas. Para profundizar en el tema de las reformas véase Pietschmann (1996), Gelman (1998), Latasa (2003). Al respecto pueden consultarse los trabajos de Socolow (1991), Goldman (1998) y Gil Montero (2002). 224 Francisco Bolsi Por su parte, Cristina López (2004) realizó aportes acerca de la organización de la elite tucumana entre fines del siglo XVIII y principios del XIX, y también se interesó por la historia de familia. En este sentido, a partir del estudio de la familia Alurralde -de origen vasco-navarra- indagó en las particularidades de la inmigración vasca en San Miguel de Tucumán hacia fines del siglo XVIII. El aporte de esta historiadora está relacionado con la identificación de las diferentes motivaciones y la significación de las redes de parentesco en los diferentes momentos en que estos inmigrantes se establecieron en Tucumán. Mientras los primeros en arribar a América llegaron solos a esta región, conservando remotamente los lazos familiares con sus comunidades de origen; los inmigrantes del período borbónico se destacaron por la fortaleza de sus vínculos ultramarinos y conformaron grupos regionales de amplio alcance, basando la reproducción de sus comportamientos profesionales en fuertes sentimientos de linaje. Esta diferenciación resultó un aporte metodológico sustancial para determinar las particularidades específicas de los Alurralde, cuyas redes relacionales más fuertes estuvieron asociadas a alianzas conyugales donde las uniones matrimoniales entre parientes jugaron un papel fundamental. Asimismo, la contribución de López trasciende lo puramente relacionado con las redes de parentesco pues logra vincular esta organización con los intereses económicos de los Alurralde, quienes establecieron una sólida red mercantil que mantenía negocios en una vasta región, la cual llegaba incluso a Potosí. Otro aporte referido a Tucumán es el trabajo de Pablo Iramain (2005) quien analizó un período coyuntural específico -la década de 1810- abordando la temática de la revolución mediante el estudio de la familia Aráoz y sus estrategias familiares. La originalidad de este trabajo reside en la reconstrucción de toda la red de parentesco y de solidaridades políticas-económicas de los Aráoz, estrategias que contribuyeron al éxito de este clan familiar en el período estudiado. Otro aspecto a destacar fue la metodología aplicada en esta investigación dado que fusionó las diferentes posturas de la historiografía nacional con respecto al proceso revolucionario, planteó su relación con el caso tucumano y realizó un análisis del mismo a partir del estudio de la familia Aráoz, hecho que enriqueció este trabajo. Mientras, María Lelia Calderón (2009: 25) indagó sobre el proceso de transición durante el cual la elite local se dividió en dos facciones: el sector pro-borbónico, en donde estaban las familias emparentadas con los Chávez Domínguez, y el sector tradicional dirigido por los Aráoz y su parentela. Estos En el sector de las familias Chávez y Domínguez estaban los Tejerina, quienes detentaron lugares de relevancia en la Junta de Temporalidades -institución encargada de vender a los particulares las tierras que habían sido propiedad de los jesuitas. Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 221-244 225 sectores se enfrentaron dirimiendo su poder en diversos espacios, como el cabildo y la Junta de Temporalidades, e intentaron -a partir de la impronta de su red de parentesco- influenciar en los gobernadores intendentes con la finalidad de obtener mayor poder político en este período de transición. Ahora bien, el propósito del presente trabajo es estudiar la inserción de Manuel Posse -un comerciante peninsular de origen gallego- en este contexto de transición, las estrategias de reproducción(es) social(es) utilizadas y los vínculos existentes entre las actividades comerciales y la red de parentesco que el peninsular estructuró entre 1780-1810. De acuerdo a la historiografía tucumana, la implementación de las Reformas borbónicas generó una división de la elite local en dos grupos, el pro-borbónico y el tradicional. En este contexto, cabría preguntarse ¿en qué sector de la elite se insertó Manuel Posse y cómo influyó su capital simbólico y económico al momento de contraer matrimonio?; o, en todo caso, ¿de qué manera estructuró el Peninsular su red de parentesco y qué rol jugaron sus hijos en este contexto de transición?; ¿es posible interpretar objetivos concretos al momento de las uniones matrimoniales de los descendientes de Posse, o las mismas estaban determinadas por la coyuntura de transformaciones que provocaba las reformas borbónicas? En este sentido, la red comercial que estructuró Posse podría dar cuenta de la fortaleza de los lazos de parentesco entre miembros de una misma familia, lo que facilitó la orientación de las actividades comerciales hacia la plaza porteña que se transformó en un polo de arrastre económico desde 1780. Con la finalidad de responder a los interrogantes planteados, se examinaron diferentes fuentes. En el Archivo Histórico de Tucumán (AHT) se indagó el Boletín Genealógico de Tucumán con la finalidad de obtener información referida al origen de la rama fundadora de los Posse.; se analizó la Sección Judicial Civil (SJC), allí se registraron los testamentos referidos a la familia en cuestión -a partir de los cuales se observaron las hijuelas que cada uno de los descendientes recibiera, lo que permitió su posicionamiento al momento de los enlaces matrimoniales. Además, se indagó la Sección Administrativa (SA), donde se observaron los cargos públicos ocupados por los integrantes de la familia Posse en el período estudiado. Estos datos se complementaron con las Actas del Cabildo de la ciudad de Tucumán, las cuales aportaron nueva información referida al desempeño de los integrantes de la familia en cuestión. También se relevó la Sección de Hacienda que contiene los Cuadernos de Tomas de Razón (TR), expedidos por la Tesorería de Tucumán, la sección de Comprobantes de Contaduría (CC) y la sección Oficios Varios (OV), donde se registraron las guías de exportación hacia Buenos Aires efectuadas por la familia Posse. La prospección de las fuentes se completó para el período 1786-1809 con las mismas secciones. 226 Francisco Bolsi La inmigración borbónica a fines del siglo XVIII. Orígenes de la red de parentesco e inserción social de los hermanos Posse en Buenos Aires y Tucumán En la segunda mitad del siglo XVIII, la Corona española manifestó la creciente necesidad de retomar el control de los territorios americanos ante la amenaza latente de expansionismo por parte de Inglaterra. El rey Carlos III implementó las Reformas borbónicas que fortalecieron el control administrativo y generaron la formación de milicias para defender al territorio de posibles invasiones. La elite americana se adaptó a los nuevos requerimientos de la Metrópoli sin grandes sobresaltos, implementando diversas estrategias de reproducción social y fortaleciendo su red de relaciones lo que aseguró su continuidad en el contexto local. Ante esta nueva situación la elite tucumana debió reformular sus necesidades, en virtud de esa realidad. En tal sentido, una herramienta frecuentemente utilizada por los historiadores, y sobre todo por los sociólogos, para indagar estos períodos de transición es el concepto de red, pues otorga un rol significativo a las relaciones de parentesco. Aunque estos estudios ayudaron a la compresión de la dinámica familiar, el trabajo de Bertrand (1999) y posteriormente el de Ponce Leiva y Amadori (2008) contribuyeron a esta discusión desde un sentido crítico, pues cuestionan los intentos de los historiadores por definir las redes sociales desde marcos teóricos que no les son propios, lo que provoca, en ciertas ocasiones, que atribuyan a los individuos que integran las familias comportamiento mecánicos en el establecimiento de vínculos de reciprocidad (Bertrand 1999). Por este motivo, el eje a partir del cual se indagó la red de parentesco de los Posse fue la conceptualización de Moutoukias (2000). Este autor considera que las redes construidas por los individuos se desenvuelven dentro de un marco normativo pero en la mayoría de las ocasiones su accionar está más influenciado por objetivos personales y sus capacidades y además la reciprocidad entre sus miembros resulta condicionada por los buenos resultados obtenidos. En Tucumán, en el período en estudio, las familias de la elite poseían una composición determinada por diferentes variables, en algunas El concepto de red, también conocido como social network, ha sido ampliamente estudiado; se refiere al conjunto de vínculos sociales llevados a cabo por una o más personas con la finalidad de cumplir un propósito específico, en el cual se puede identificar una cadena de mando o una cohesión entre sus miembros caracterizada, en ciertos casos, por prestar apoyo, protección política y mantener solidaridades internas. Entre los estudios que profundizaron en el análisis de las redes están los de Rosenberg (2002), Santilli (2003), Ímicoz (2004) y Amadori (2008). Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 221-244 227 ocasiones tenían como eje la institución familiar y en otras a personas que pertenecían al círculo extra-familiar, situado en determinados espacios de poder. Sin embargo, en el contexto de las reformas algunas familias reformularon sus estrategias de reproducción social para atravesar el proceso de transformación de la elite a fines del siglo XVIII. Estas reformas suscitaron la inmigración de numerosos comerciantes de diferentes orígenes -gallegos, vascos, catalanes- hacia el territorio americano, luego de la aprobación del Tratado de Libre Comercio de 1774, en búsqueda de nuevas oportunidades económicas. Algunos se lanzaron a la aventura en busca de fortuna, ya que carecían de contactos comerciales y familiares previos; mientras otros migraron alentados por las noticias de las buenas perspectivas económicas que recibieron de parientes o amigos que ya residían en el territorio americano. Estas transformaciones ocasionaron reacciones diferentes en la ciudad de San Miguel de Tucumán y en la dinámica interna de la elite; uno de los temas más conflictivos fue la expulsión de los jesuitas en 1767. El extrañamiento de los Padres de la Compañía provocó un reacomodamiento de los vecinos en torno a los funcionarios responsables de ejecutar esta medida -el sector proborbónico- y a un sector de la elite tradicional -pro-jesuita- que se manifestó contrario a la ordenanza real que impuso una nueva lógica de distribución del poder. María Lelia García Calderón (2009) indagó en la conformación de estas parcialidades en torno a la expulsión de los jesuitas e identificó al grupo ligado con las autoridades superiores borbónicas, el cual estuvo encabezado por Fermín Vicente Tejerina, su hermano Francisco Tejerina y Barreda, quien fuera regidor -oficio que investía a quien lo detentara de una alta dignidad en el gobierno de la ciudad-, un renegado de la familia Aráoz, Juan Antonio Aráoz, y Sánchez de la Madrid, Manuel Padilla y Joaquín Monzón, entre otros vecinos. El grupo de familias tradicionales que evidenció ciertos resquemores hacia la nueva política de la Corona y al extrañamiento de los jesuitas estuvo dirigido por Pedro Antonio Aráoz y Paz -la familia Aráoz, una de las más tradicionales de la ciudad, estaba vinculada con antiguos troncos colonialesde larga permanencia en las funciones capitulares. Algunas de las familias más tradicionales de Tucumán pertenecían al sector pro-jesuita, en esos casos la devoción hacia la Compañía de Jesús no se reducía simplemente a una cuestión religiosa porque los particulares mantenían negocios y realizaban transacciones comerciales con los jesuitas. Los miembros de la familia Aráoz representaban al sector tradicional de la elite tucumana y ocuparon cargos en el cabildo durante 26 años, entre 1750-1810. A partir de 1770 se observa cierta regularidad: la participación de algún Aráoz como capitular durante más de cinco años sucesivos (Bascary 1999: 192). 228 Francisco Bolsi Las reformas plantearon una puja por el poder y los espacios por dirimir estos conflictos fueron la Junta de Temporalidades y el Cabildo. Por este motivo, la elite tradicional intentó excluir a aquellos miembros que significaban una amenaza para la estabilidad política detentada a lo largo del siglo XVIII, como fue el sector pro-borbónico. En este contexto, de transformaciones y conflictos internos, se insertaron los comerciantes peninsulares que traían consigo capitales y también estrechos vínculos de parentesco, paisanaje y una aceitada red de relaciones con los comerciantes porteños (Bascary 1999: 66). Esto los situó en el seno de la sociedad local y se transformaron en la nueva elite del Tucumán tardo-colonial. En este caso, los hermanos Posse no fueron una excepción. Gerardo y Manuel -los fundadores de la rama familiar en Tucumán- eran hijos de Domingo Antonio Posse, de profesión comerciante, y de Ana María Blanco de Martínez. De acuerdo con el genealogista Crespo Pozo (1976: 237), este apellido pertenecía a un antiguo linaje familiar, con escudo y casa solar radicada en Santa María de Sada, en las inmediaciones de La Coruña, -donde ejercían señorío y jurisdicción. El padre de estos hermanos, Domingo, poseía un galeón con el que comerciaba entre La Coruña y Portugal, situación que sirvió como incentivo para que sus hijos se dedicaran a las actividades mercantiles. El proceso migratorio de estos hermanos Posse -Gerardo y Manuel- fue por etapas. En un primer momento se establecieron en la ciudad de Montevideo (1776), en donde realizaron diversas transacciones comerciales vinculadas con la importación de efectos de ultramar (Bascary 1999: 66). Poco tiempo después se trasladaron a Buenos Aires, donde residía su tío Tomás Posse y Collins -quien se desempeñaba como comerciante de la plaza local10. Sin embargo, Los conflictos entre estos sectores generaron un enfrentamiento entre el grupo que apoyaba a Fernández Campero, gobernador saliente, y Gerónimo Matorral, elegido por el virrey para ejercer este cargo. Lo interesante de este enfrentamiento es que el primero representaba al sector pro-borbónico y el segundo al pro-jesuita. Esto ocasionó el enfrentamiento entre Fermín Tejerina, responsable de la expulsión, y la familia Aráoz, que apoyaba a la Orden. Manuel Posse y Blanco, nació en el villa de Camariñas (La Coruña) el 7/ 10/ 1753, y su hermano el 21/ 5/ 1756 (Archivo Parroquial de Camariñas, La Coruña, España, Libro de Bautismos número 1, fs. 119 y 345). El padre de estos jóvenes, según el catastro del Marqués de Ensenada -levantado en 1753- poseía un galeón para el comercio de cabotaje con los puertos portugueses y gallegos. Además de esta propiedad poseía casas y cultivos y fue señalado como uno de los hombres de fortuna de la región en donde vivía. Archivo del Reino de Galicia, Catastro del Márquez de la Ensenada; San Jorge de Buria y Villa de Camariñas (Ayuntamiento de Vimianzo), año 1753 - Real Legos, f. 510-512. 10 Tomas Insúa y Posse -nacido en Torre Gallones, Sant Amet de Sarces, Galicia- se casó en Buenos Aires en 1767 con Juana Rosa Collins y Mansilla -descendiente del comerciante inglés John Collins y de María Andrea Mansilla- con quien concibió siete hijos: María Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 221-244 229 a pesar de compartir el mismo derrotero, las estrategias que implementaron los Posse fueron diferentes. En 1792, Gerardo contrajo matrimonio con su prima, María Insúa y Collins -hija de Tomás-, lo que consolidó nuevamente los vínculos familiares entre estos troncos familiares (Saguier 2007). En 1779 Manuel se radicó en Tucumán y al momento de su establecimiento tenía un patrimonio cercano a los 14.310 pesos que había acumulado de algunas transacciones mercantiles realizadas previamente a su llegada -lo que lo transformaba en un acaudalado comerciante de la ciudad11. Posse integró el grupo de comerciantes pertenecientes al Consulado de Comercio de Buenos Aires que se insertó en Tucumán y que contaba con fuertes lazos mercantiles con los principales importadores de efectos de Castilla en la plaza porteña12. Por este motivo, estableció rápidamente vínculos económicos con comerciantes del ámbito local y capitalizó estas relaciones contrayendo matrimonio en 1783 con Águeda Tejerina y Domínguez, hija de Fermín Vicente Tejerina y Barreda y Teresa Domínguez13. En este enlace matrimonial, Águeda aporto de su legítima dote 4.784 pesos y Manuel 14.310 pesos como patrimonio personal. La dote de Águeda fue fundamental en la concreción del matrimonio con Posse y no estaba compuesta en su totalidad por dinero en efectivo sino que incluía muebles, entre otras pertenencias14. A partir de este matrimonio, Manuel se integró al seno de la elite local al relacionarse por lazos de parentesco con una familia vinculada a la vida política de la ciudad, perteneciente al sector pro-borbónico y con un fuerte capital simbólico. Dado que Fermín, el padre de Águeda, fue arrendatario de la sisa en 1764 y recusado como alcalde de segundo voto en 1767 y como gobernador de armas en 177615. El hermano Joaquina, María Josefa, Manuel Norberto, Juana Paula, María Cecilia, Mónica Francisca e Ignacio Insúa (Fernández de Burzaco 1989). 11 AHT, Sección Protocolos, Serie A, 1792, f. 173. 12 Entre los comerciantes que se instalaron en Tucumán, se encontraba José Ignacio Garmendia, José Antonio Álvarez de Condarco, Salvador Alberdi y Cayetano Rodríguez, entre otros (Tío Vallejo 1998: 42). 13 Los padres de Fermín Texerina y Barreda fueron Francisco Texerina y Barreda y Laurencia García, ambos naturales de Sevilla. 14 En la concreción de las alianzas matrimoniales se ha considerado, tradicionalmente, a la dote como un factor determinante pues constituía un adelanto de la herencia que jugaba un doble papel en las estrategias matrimoniales. A través de ellas se transfería parte del patrimonio familiar a las muchachas al contraer nupcias, patrimonio que era intransferible y servía de reaseguro para las mujeres cuando enviudaran (Bascary 1999: 185). 15 Fermín estuvo a cargo del proceso de extrañamiento de los jesuitas (AHT, Sección Administrativa, vol. 6, fs. 35, 36, 37 y 38; AHT, Sección Judicial Civil, casa 25, exp. 29, f. 184 (v), caja 23, exp. 1, f. 2.) 230 Francisco Bolsi de Fermín, Francisco Tejerina Barreda, desempeñó funciones diversas -en 1783 fue Alcalde de la Santa Hermandad y Regidor XXIV; en 1785 Alcalde Ordinario de 1º voto y Regidor XXIV; en 1787 Regidor XXIV y diputado del Ramo de Sisa; y en 1788 administrador de temporalidades (Saguier 2007). En todo caso, el casamiento de Manuel resultó meritorio debido a que entre 1780 y 1810 se redujo sensiblemente el porcentaje de uniones matrimoniales de familias de la elite local con los inmigrantes peninsulares de fines del siglo XVIII. Según Ana Bascary (1999: 181) este fenómeno se atribuyó a la tendencia de las familias de la elite a cerrar filas y a estrechar lazos por medio de matrimonios endogámicos, reclutando solo a determinados peninsulares. Seguramente, lo que incentivó a Fermín Tejerina a permitir el casamiento de su hija Águeda con Manuel Posse fue el capital económico que poseía el Peninsular, además el hecho de tener fuertes conexiones mercantiles con la plaza porteña -recordemos sus estrechos vínculos con el Consulado de Buenos Aires- lo situaba entre los comerciantes más prósperos de la ciudad. El enlace matrimonial benefició a Manuel transformándolo en vecino de la ciudad y otorgándole la posibilidad de ser elegido como funcionario del Cabildo. Esto le valió desempeñarse en diferentes cargos públicos que tenían una impronta política diversa. Fue elegido Defensor de Menores (1787), Síndico Procurador de la ciudad (1788), Alcalde de Barrio (1793), Tesorero de Bulas (1801) y Alcalde Ordinario de 1º Voto (1804) (Avellaneda de Ibarreche et al. 2005). Según Bascary (1999), eran capitulares aquellos que por formación, filiación, riqueza o prestigio descollaban entre los notables. Para los peninsulares afincados en la ciudad, la muestra palpable e incuestionable de su ascenso social era ser elegidos como alcaldes, fiscales y síndicos, o mejor aún la compra de alguno de los oficios concejiles de más alto rango (Bascary 1999: 190). El caso de Posse resultó interesante debido a que accedió a los cargos de Alcalde de Barrio (1793) y Alcalde Ordinario de 1º voto (1804) a partir de la compra de dichos cargos16. En tal sentido, los comerciantes más prominentes tucumanos utilizaron su posición económica para detentar cargos en el cabildo local, hecho que les permitió tener potestad jurisdiccional en la ciudad junto a sus pares. Esta unión matrimonial consolidó de forma definitiva la posición de Posse en el seno de la elite local, y resultó una evidencia concreta de la reestructuración interna de la elite en Tucumán -con la llegada de los inmigrantes peninsulares de fines del siglo XVIII (Bascary 1999: 190). Junto a su 16 El oficio de regidor investía mayor dignidad -los regidores eran considerados los “padres” de la ciudad- además eran cargos perpetuos, “vendibles y renunciables”; en San Miguel de Tucumán había cuatro, a veces cinco y eran los siguientes: alcalde mayor provincial, alguacil mayor, fiel ejecutor, regidor 24 y alférez real (Zamora 2007). Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 221-244 231 esposa tuvieron siete hijos -seis varones y una mujer- quienes ampliaron la red de parentesco de los Posse, vinculándolos con otras familias de la elite local17. A partir de su establecimiento definitivo los Posse estructuraron una red comercial que los vinculó a diferentes comerciantes del medio local y de Buenos Aires, lo que posibilitó posteriormente el fortalecimiento de estas relaciones mediante las uniones matrimoniales. Inicios de la red comercial de Manuel Posse, circuitos comerciales de exportación y la incidencia de los vínculos de parentesco en su conformación entre 1786 y 1799 En el siglo XVIII, la situación económica de la ciudad de San Miguel de Tucumán era favorable debido a su ubicación como intermediaria en el eje Potosí-Buenos Aires. De acuerdo con López (2003), la región del Tucumán seguía caracterizándose por su producción ganadera destinada a dos mercados: a) como ganado en pie que se transportaba hacia las provincias alto peruanas -especialmente a Tarija y Cinti- y b) como productos derivados -cueros, suelas, grasa, sebo- orientados a los mercados del Litoral. Complementaban la producción local otros bienes, como los pellones, el arroz, las maderas, los muebles, las carretas, que se dirigían a la capital del Virreinato y zonas aledañas. Desde Tucumán se enviaba el ganado, los pellones y los productos de reexportación -como la yerba y el azúcar- a los mercados del Alto Perú. A cambio de sebo, grasa y quesos, se obtenía el metálico y productos manufacturados como los textiles, los sombreros y las mantas. Hacia el Litoral y el puerto de Buenos Aires se destinaban los cueros curtidos, el arroz, las maderas y las carretas. En la ciudad portuaria los comerciantes tucumanos adquirían los “efectos de Castilla”, la yerba, el azúcar y las manufacturas que no se producían en la jurisdicción y saldaban las cuentas con plata adquirida en los mercados altoperuano o en la misma capital del Virreinato (López 2003: 194). Los comerciantes locales atendían dos mercados; uno vinculado con la importación de productos -que incrementó sensiblemente en el siglo XVIII de acuerdo a diversos historiadores- consistente en la importación de efectos de la tierra y efectos de Castilla que no se producían en la región18. En lo 17 José Víctor (26/ 08/ 1785 al 24/ 05/ 1852); Simón (1790), Vicente (4/ 04/ 1796 al 09/ 08/ 1884), María del Rosario (1794), Luis (10/ 04/ 1797), Felipe (30/ 04/ 1806 al 30/ 07/ 1878), Francisco Posse -se desconoce otro dato sobre su persona- (Posse 1993: 41-48). 18 Los principales productos de importación eran los algodones y los lienzos del Alto Perú, yerba de Paraguay, azúcar de Jujuy y Río de Janeiro, aguardientes y vino de la zona de Cuyo, añil de Chile y Perú, entre otros bienes (López 1994). 232 Francisco Bolsi referente al comercio de exportación se manifestaron diferentes tendencias de acuerdo a las necesidades de los mercados consumidores. La historiografía local identificó tres circuitos: 1) Norte: constituido por la jurisdicción de Salta, la jurisdicción de Jujuy y las provincias del Perú -que incluían las ciudades de Arequipa, Chichas, Chuquisaca, Cochabamba, Cuzco, La Paz, La Plata, Charcas, Tolima, Tayna y Perú; 2) Sur: comenzaba en las ciudades de Santiago del Estero y Córdoba e incluía, en el tránsito, a San Luis y San Juan; la ciudad de Santa Fe y, ocasionalmente, a Corrientes y Paraguay; 3) Oeste: formado por las ciudades de Catamarca -con Andalgalá, Belén, Santa María, Londres-, La Rioja, San Juan y Mendoza. Desde ahí ocasionalmente se enviaban productos a Chile y Lima19. A partir de la caracterización de los circuitos mercantiles, en los cuales los comerciantes tucumanos efectuaban sus transacciones económicas, se identificaron los productos locales de exportación entre 1786 y 1799. El Gráfico 1 muestra los porcentajes de estos productos con la finalidad de indagar cuál tenía mayor participación en el mercado, sin incluir el ganado como producto exportable. GRÁFICO 1 Gráfico 1 Productos locales de exportación entre 5% 5% 1786 y 1799 2% Suelas 7% Tablas 39% Pellones Bateas 12% Arroz Sillas y Taburetes Quesos 13% Garganzos 17% Gráfico de elaboración propia (AHT, Sección comprobantes de contaduría, Libros de Toma de Razón 1786-1799) Gráfico de elaboración propia (AHT, Sección comprobantes de contaduría, Libros de Toma de Razón 1786-1799) 19 La historiografía local ha analizado mucho estos circuitos comerciales. Sin embargo, sólo citaremos aquellos trabajos que aportaron a la elaboración de esta investigación (Müller 1987; López 1999, 2002 y 2009). Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 221-244 233 En el Gráfico 1 se observa que pese a no incorporar al ganado como producto exportable, las suelas -un derivado del mismo- comprenden el 39% del total de los envíos. El segundo producto en cantidad de exportaciones son las tablas, hecho que puede relacionarse con la riqueza forestal en las sierras al oeste de San Miguel de Tucumán, de donde se extraía la madera para ser trabajada en los diferentes aserraderos de la ciudad -los que también fabricaban bateas, sillas y taburetes. A partir de estos datos, se cuantificaron los circuitos comerciales para conocer cuál de ellos concentraba la mayor cantidad de exportaciones desde Tucumán. Se observó que el circuito sur centralizaba la mayor cantidad de exportaciones, hecho que reafirmó la postura de los historiadores locales y nacionales acerca del proceso de reorientación de la economía hacía el puerto de Buenos Aires20. Este redireccionamiento significó una pérdida sustancial de la participación de las exportaciones hacía el Alto Perú, aunque de acuerdo a las fuentes relevadas todavía mantenía un 23 % del total de los envíos21. Este porcentaje se vinculó, sobre todo, con la exportación de pellones y, en menor medida, con la de otros productos como suelas y tablas. En toda esta amplia gama de productos que eran comercializados desde Tucumán, Manuel Posse se especializó en la exportación de suelas, bateas, arroz, quesos, garbanzos y tablas y tablones hacia el circuito sur y pellones hacia el circuito norte. Sin embargo, se tomaron solamente las suelas para indagar cuáles eran los destinatarios de este producto, qué grado de participación tenía la red de parentesco en la recepción de los productos en Buenos Aires entre 17891799, y cómo evolucionó la participación de Posse en este producto. El mencionado producto era requerido por la plaza porteña para su exportación a Inglaterra y su precio por unidad rondaba los catorce reales en dicha plaza (Müller 1987: 317), representando un negocio sumamente rentable para los comerciantes tucumanos. En el quinquenio 1789-1793 desde Tucumán hacia Buenos Aires se exportaron un total de 41.028 unidades de suelas en 150 envíos. De ese total, 2.161 unidades corresponden a Posse y fueron enviadas, en su totalidad, a la 20 “Es entre 1744 y 1778 que se va a reafirmar definitivamente el papel de Bs. As. como mercado, polo de arrastre y centro de distribución para un vasto conjunto regional. Es decir que la creación del virreinato del Río de la Plata en 1776, con capital en Buenos Aires y todas las medidas que lo acompañaron, fueron más que el origen, la confirmación legal de una realidad que ya empezaba a existir y que por supuesto fue así acentuada al máximo. Desde ese momento los mercaderes de Buenos Aires van a dominar indiscutiblemente sobre toda una vasta área que abarcaba desde el Paraguay hasta Chile, desde Buenos Aires hasta el Alto Perú y aún un poco más allá” (Gelman 1996: 19). 21 AHT, Sección Comprobantes de Contaduría, Libros de Toma de Razón 1789-1799. 234 Francisco Bolsi orden de su tío Tomas de Insúa22. En el quinquenio 1794-1799, la provincia exportó un total de 50.977 unidades de suelas en 133 envíos, perteneciéndole a Posse unas 2.061 unidades enviadas a la orden de Gerardo Posse y Juan Nadal -quien se desempeñaba como socio de su hermano en Buenos Aires23. Las exportaciones de suelas reflejaron la concentración, de un quinquenio a otro, de las actividades mercantiles en torno al eje de los hermanos Posse -pasando su tío a un segundo plano. Manuel Posse complementó las actividades comerciales con diversas funciones públicas; en 1787 fue elegido Defensor de Menores, en 1788 Procurador de la ciudad y en 1793 Alcalde de Barrio. La combinación de ambas actividades -la comercial y la pública- lo situaron como uno de los miembros más destacados de la elite local (Avellaneda de Ibarreche et al. 2005). Asimismo, se indagó sobre el grado de participación que tuvo el Peninsular en la exportación de suelas, en comparación con otros comerciantes del medio local. En tal sentido, se analizó quiénes eran los comerciantes que exportaban este producto, el número de envíos y recuento de las suelas por unidad, con la finalidad de identificar el peso de Posse en el total de las exportaciones. Tabla 1 Exportación de suela con destino a Buenos Aires, 1789-1799 Comerciante Número de envíos Cantidad Castro, Pedro Vicente 5 908 Alberdi, Salvador 9 2.950 Monteagudo, Francisco 11 3.841 Rodríguez, Cayetano 11 7.995 Laguna, Miguel 12 2.991 Aráoz, Francisco 13 1.837 Posse, Manuel 11 4.222 Terry, Antonio 15 10.354 García, José Gabriel 17 8.321 Ruiz de Huidobro, Julián 20 2.891 Velarde, José 20 6.014 Ponse, Alonso 29 16.101 Reboredo, Manuel 35 9.470 Otros 71 13.477 Total 212 92.005 Tabla de elaboración propia (AHT, Sección Administrativa, comprobantes de Contaduría, Oficios Varios y Libros de Toma de Razón 1789-1799) 22 23 AHT, Sección comprobantes de contaduría, Libros de Toma de Razón 1789-1793. AHT, Sección comprobantes de contaduría, Libros de Toma de Razón 1794-1799. Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 221-244 235 La Tabla 1 refleja que la cantidad de envíos no coincidía siempre con el volumen por unidad de suelas exportadas, hecho observado en el caso de Manuel Reboredo, comerciante que realizó 35 envíos exportando un total de 9.470 unidades (12 %)24. El comerciante que más suelas exportó fue Alonso Ponse, con 29 envíos y un total de 16.101 unidades (20 %) mientras Manuel Posse realizó 11 envíos que representaron 4.222 unidades (6 %) de un total de 78.528 unidades exportadas con destino Buenos Aires. En todo caso, en el período específico la participación de Manuel Posse en la exportación de suelas no fue significativa, al igual que la de otros artículos debido a que el Peninsular se había establecido en 1786 y aún no se había consolidado en la plaza local. Esto explica la centralidad de los vínculos familiares como una estrategia para progresar económicamente, hecho que favoreció el aumento progresivo de las exportaciones con el correr de los años. Comercio de exportación y enlaces matrimoniales de la primera generación de los Posse entre 1800-1810. La consolidación de la red de parentesco A comienzos del siglo XIX, el vínculo de dominación colonial se encontraba en una profunda crisis debido a la progresiva pérdida de control por parte de la Corona española de sus dominios de ultramar, el franco retroceso del imperio y los continuos enfrentamientos bélicos con el resto de las potencias coloniales -hecho que generó una constante necesidad de metálico para afrontar los gastos de la guerra. Ante esta situación la Metrópoli aumentó la presión fiscal en los territorios coloniales mediante la implementación de una serie de empréstitos voluntarios25. Una de las primeras preocupaciones se vinculó con indagar si la tendencia económica que manifestó Manuel Posse hacía Buenos Aires se mantuvo constante en la primera década del XIX. Los documentos existentes en el AHT permitieron una búsqueda pormenorizada para el período arriba enunciado. Las fuentes revelaron un aumento de los envíos al circuito sur concentrando el 82 %, aunque el total de exportaciones disminuyó de 751 a 524 en referencia al período 1789-1799. A pesar de este descenso resultó significativo que la tendencia se mantuviera constante, 24 En la Tabla 1 el parámetro para la muestra es de cinco envíos en adelante; por este motivo, 71 envíos representan unas 13.477 suelas que están por debajo de la media utilizada. 25 Los empréstitos fueron de dos tipos, voluntarios y forzosos; en los primeros, los vecinos contribuían con los montos que creían convenientes mientras que en los segundos, por los general, se prorrateaba de acuerdo al criterio impuesto por el Diputado de Comercio. 236 Francisco Bolsi en cuanto al crecimiento de la participación de la ciudad de Buenos Aires como polo de atracción económica. El circuito norte disminuyó de un 23 % -entre 1789-1799- a un 18 % para el período observado en el Gráfico, lo que indicó una pérdida progresiva en el total de las exportaciones tucumanas. Asimismo, el interés en el estudio de este primer decenio se vinculó con comprobar si Manuel Posse mantuvo el flujo de envíos hacía la ciudad de Buenos Aires o si la villa de Potosí capto la atención económica del Peninsular. Del total de exportaciones efectuadas por Manuel Posse entre 1800-1809, se realizaron 49 envíos a Buenos Aires -compuestos principalmente por suelas, arroz, bateas, lanas de guanaco, sombreros, quesos y garbanzos- y sólo 12 envíos al circuito norte -exportándose sillas y taburetes26. Posse amplió la gama de productos exportados hacia Buenos Aires incorporando sombreros, sillas y taburetes y también lana de guanaco, hecho que resultó significativo pues aunque los envíos no fueron importantes -en cuanto a cantidad- demostraron una tendencia a diversificar las exportaciones y captar nuevos mercados. La Tabla muestra que Manuel incrementó sustancialmente los envíos de suelas hacia Buenos Aires, lo cual marca una diferencia con respecto al resto de los productos que exportó pero además implica una especialización en cuanto a este artículo específico. En el caso de las suelas en particular, en el quinquenio 1800-1804 se exportaron desde Tucumán con destino a Buenos Aires un total de 44.064 suelas en 142 envíos. De ese total corresponden a Posse 6.012 suelas giradas a la orden de Gerardo Posse, quien en ese período atendió personalmente las exportaciones de su hermano hacia la plaza porteña27. En el quinquenio de 1805-1809 se exportaron 33.197 suelas en 127 envíos. En ese mismo período Posse exportó 6.518 unidades, también a la orden de su hermano Gerardo Posse28. Este segundo decenio analizado marcó una concentración de las actividades comerciales a partir del fortalecimiento del vínculo entre los hermanos Posse, debido a que sólo Gerardo recibía los envíos desde Tucumán. Siguiendo la lógica de análisis del período anterior, se indagó cuáles fueron los comerciantes que exportaron suelas con destino Buenos Aires, a fin de observar la situación de Posse en este nuevo período hecho que se reflejó en la Tabla 229. 26 AHT, Sección Administrativa, comprobantes de Contaduría, Oficios Varios y Libros de Toma de Razón 1800-1809. 27 AHT, Sección Administrativa, Comprobantes de Contaduría, Oficios Varios y Libros de Toma de Razón 1800-1804. 28 AHT, Sección Administrativa, Comprobantes de Contaduría, Oficios Varios y Libros de Toma de Razón 1805-1809. 29 En esta Tabla el parámetro de análisis utilizado es de siete envíos en adelante. Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 221-244 237 Tabla 2 Exportación de suela con destino a Buenos Aires, 1800-1809 Comerciante Número de Envíos Cantidad Aráoz, Cayetano 7 800 Aráoz, Gregorio 7 1.196 Monteagudo, Francisco 10 2.246 Ponse, Alonso 10 3.318 Zavaleta, Clemente 11 2.309 Pondal, Roque 12 2.674 Aráoz, Bernabé 12 3.095 Garmendia, José Ignacio 12 2.939 Terry, Antonio 14 8.253 Rodríguez, Cayetano 21 7.060 Reboredo, Manuel 23 11.143 Posse, Manuel 35 12.530 Otros 130 19.698 269 77.261 Total Tabla de elaboración propia (AHT, Sección Administrativa, comprobantes de Contaduría, Oficios Varios y Libros de Toma de Razón, 1800-1809) En el período que refleja la Tabla 2, Manuel Posse se transformó en el comerciante que realizó mayor cantidad de envíos -con un total de 35- exportando 12.530 unidades, lo que representa el 23 % sobre un total de 77.261 unidades enviadas a la ciudad de Buenos Aires. El segundo comerciante fue Manuel Reboredo, quien efectuó una cantidad de envíos mucho menor -solo 23-, exportando 11.143 unidades que significaron el 19% del total. Asimismo, al comparar, la producción total de los dos decenios, existe una merma significativa debido a que entre 1789-1799 se fabricaron 92.005 suelas y entre 1800-1809 la producción total llegó a 77.261. Esto se debió a una crisis en la comercialización del producto que mermó la producción y su exportación a Buenos Aires (Müller 1987). La primera década el siglo XIX marcó también el inicio de las uniones matrimoniales de los hijos del Peninsular, quienes capitalizaron las relaciones previamente establecidas por su padre con distintas familias de la elite tucumana. El primero en casarse fue José Víctor Posse, quien contrajo matrimonio con Tomasa Pereira y Aráoz, hija de Manuel Antonio Pereira, prominente español, y de Magdalena Aranguren Aráoz. Manuel Antonio Pereira estaba vinculado con el Consulado de Buenos Aires motivo por el cual ocupó el cargo de Diputado de Comercio por Tucumán en diversas ocasiones y Magdalena 238 Francisco Bolsi Aranguren Aráoz estaba emparentada con Bernabé Aráoz, quien fuera elegido como el primer gobernador propietario de la provincia de Tucumán entre 1814-1817 y presidente fundador de la República del Tucumán entre 1820182130. La consumación de este enlace evidencia, por un lado, la búsqueda del fortalecimiento de lazos entre connacionales, como Manuel Antonio Pereira y Manuel Posse emigraron al mismo momento estaban vinculados al Consulado de Comercio de Buenos Aires y desempeñaron la función de Diputados de Comercio. Por el otro, marcó el acercamiento a la tradicional familia Aráoz -cuyos orígenes se remontaban a los viejos troncos coloniales, como ya expresáramos- que pertenecía al grupo anti-borbónico.31 En este sentido, esto evidencia la reformulación de alianzas al interior de la elite que intentaba adaptarse al nuevo escenario político y social que deparaba la década de 1810. La única hija de Manuel Posse -María del Rosario- se casó en 1806 con Roque Pondal y Blanco32. En el censo de 1812 figura con 28 años de edad y en el padrón de electores de 1818 aparece con residencia en el Tercer Cuartel de la ciudad -en la zona sur- como europeo endonado de 34 años, casado y de profesión comerciante.33 Pondal se desempeñó como Procurador General (1810), Regidor Decano (1821), Alcalde Ordinario de Segundo voto (1822), Juez de Primera Nominación en lo Civil (1826) y Diputado de la Sala de Representantes (1829-1831) (Terán 2004). Este matrimonio permitió, por un lado, la inserción social de Roque Pondal en el contexto tucumano y, por el otro, resultó una prueba de los vínculos existentes entre connacionales que emigraron de las mismas regiones de la Península ibérica y que, gracias a estos casamientos, se incorporaban a las sociedades donde se radicaron34 Tanto Manuel Antonio Pereira, padre de Tomasa, como Roque Pondal mantenían un fluido contacto comercial con Gerardo Posse, quien era el 30 Aparte de ser designado Diputado de Comercio en varias oportunidades, Manuel Pereira se desempeñó como Teniente Tesorero en 1801 (Avellaneda de Ibarreche et al. 2005: 384-406). 31 La familia Aráoz era propietaria de numerosas extensiones de tierras en el departamento Monteros, ubicado al sur de la ciudad de San Miguel de Tucumán. Groussac (1981: 182) los describió como señores feudales en esas comarcas. 32 Roque Jorge Pondal y Blanco nació en Camariñas en 1783 y se encontraba radicado en la ciudad de San Miguel de Tucumán en los primeros años del siglo XIX. Pondal emigró hacia esta ciudad por los contactos existentes entre los connacionales de la zona de Camariñas, lo que llevó al Peninsular a emigrar a la zona del Río de la Plata (Terán 2004). 33 AHT, Sección Administrativa, Censo de 1812, f. 203 y Zelarayán (2003: 234). 34 En todo caso, de acuerdo a las fuentes, no sólo el vínculo entre connacionales llevó a Pondal a emigrar hacía Tucumán sino el parentesco de segundo grado a través del apellido Blanco, debido a que las madres de ambos peninsulares portaban dicho apellido. Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 221-244 239 destinatario de los productos exportados por ambos comerciantes a Buenos Aires35. En todo caso, estas uniones matrimoniales fortalecieron la red comercial de la familia Posse al incluir a dos prominentes comerciantes del medio local. Conclusiones A fines del siglo XVIII las reformas borbónicas propiciaron la migración de numerosos comerciantes peninsulares, quienes a partir de la aprobación del Tratado de Libre Comercio buscaron consolidar nuevas rutas para el tráfico mercantil entre la Metrópoli y las colonias. En el ámbito tucumano, este proceso fue ampliamente estudiado por los historiadores locales que analizaron el período tardo-colonial, transformándose el estudio de los hermanos Posse en otra prueba empírica de la inserción social de estos peninsulares, su rápida adaptación al medio y la manera en que aprovecharon su capital simbólico como herramienta para generar nuevos vínculos con la elite tucumana. Un elemento ineludible relacionado con la reconstrucción de las redes familiares de los Posse se vincula con el estudio de las pautas migratorias de estos actores sociales y su relación con redes de parentesco más amplias -de carácter transoceánico-, fenómeno analizado ampliamente en el caso del Río de la Plata para el período colonial. Esta reconstrucción de las redes realizadas por diferentes autores sirvió como herramienta para reflexionar en este caso específico. A partir de la información obtenida de las fuentes se advirtió que el proceso migratorio hacia el Río de la Plata que iniciaran Gerardo y Manuel Posse no fue casual, debido a que Tomás Insúa y Collins -tío de ambos- residía en la ciudad de Buenos Aires. Este vínculo previo fue decisivo al momento de decidir hacia qué región del territorio colonial emigrar. Las uniones matrimoniales efectuadas por los hermanos marcaron diferentes realidades. El casamiento de Gerardo con su prima María Insúa y Collins significó su inserción en el contexto comercial de la plaza porteña y la reafirmación de los lazos de parentesco entre los Posse y los Insúa; estrategia que permitió la incorporación de Gerardo a las actividades comerciales efectuadas por Tomás Insúa y le posibilitó incrementar paulatinamente sus contactos comerciales y su capital económico. A partir de este crecimiento, Gerardo se transformó en el principal destinatario de las exportaciones de 35 Manuel Antonio Pereira efectuó trece envíos hacía Buenos Aires, de los cuales ocho fueron para Posse. En cambio, todas las exportaciones de Pondal se orientaron a través de la red comercial de la familia Posse (AHT, Sección de Comprobantes de Contaduría y Oficios Varios, Cuadernos de Tomas de Razón 1800-1809). 240 Francisco Bolsi Manuel, y de otros comerciantes tucumanos, llegando a reemplazar a su tío -quien en un primer momento ocupó la centralidad de esta red comercial. Por su parte, la unión matrimonial de Manuel Posse con Águeda Tejerina y Domínguez significó la incorporación del Peninsular al sector pro- borbónico de la elite tucumana, la posibilidad de aprovechar los contactos comerciales del tío de su esposa -Diego Domínguez, propietario de una pulpería en la ciudad- y de vincularse con el mercado altoperuano que mantenía un flujo significativo de importaciones desde Tucumán, a pesar del proceso de orientación económico hacia el Río de la Plata. Las uniones matrimoniales de los hijos de Manuel Posse fortalecieron los lazos económicos previos entre los comerciantes peninsulares que se habían establecido en Tucumán y mantenían estrechas relaciones con el Consulado de Buenos Aires. En tal sentido, estos enlaces evidencian la importancia de los vínculos de parentesco para consolidar relaciones comerciales previas, pero además para fortalecer a los peninsulares que emigraron durante el proceso de Reformas borbónicas y que se transformaron en la nueva elite tucumana. Además, esta nueva elite fusionó sus intereses con los de familias tradicionales, como los Aráoz, aumentando su capital económico y prestigio simbólico. En el caso de los Posse, Manuel propició las uniones matrimoniales de sus hijos, les prestó el capital para la instalación de sus pulperías y los incorporó al aceitado circuito comercial que estructuró con su hermano Gerardo Posse. En cuanto al tema de las exportaciones tucumanas, a partir de la elaboración de gráficos y tablas se intentó ilustrar la naturaleza de los intercambios comerciales entre Tucumán y otras regiones; la tendencia hacía el circuito sur y, sobre todo, una aproximación a la realidad comercial de Manuel Posse. El estudio de las exportaciones en el caso de Manuel resultó clave para indagar en la evolución de la participación del Peninsular en un rubro específico como las suelas. Aunque solo se cuantificaron los envíos desde dos parámetros -cantidad de envíos y unidades- esto reflejó el crecimiento de Manuel, quien en el período 1800-1809 se transformó en el principal exportador de suelas de Tucumán. Asimismo, el estudio de este producto en particular sirvió para mostrar cómo se estructuró la red comercial de los hermanos Posse, en la cual Gerardo quedó transformado en el receptor de los productos enviado por Manuel. Fecha de recepción: 6 de febrero de 2012 Fecha de aceptación: 3 de noviembre de 2012 Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 221-244 241 Bibliografía Amadori, Arrigo 2008. Los análisis de redes sociales y el ejercicio del poder: América Hispana. Épocas. Revista de la Escuela de Historia 2: 35-59. 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E-mail: [email protected] 246 Laura Aylén Enrique RESUMEN A fines del siglo XVIII la Corona española envió expedicionarios a reconocer el norte de la Patagonia, un territorio dominado por grupos indígenas pero de importancia estratégica para los hispanocriollos. Los funcionarios del Virreinato del Río de la Plata que llevaron a cabo dichas exploraciones registraron sus impresiones en diarios de viaje que analizamos con el objetivo de examinar los modos en que el paisaje norpatagónico fue construido simbólicamente. Consideramos que dicho paisaje se constituyó en base a las luchas desplegadas tanto por hispanocriollos como por indígenas buscando dar sentido al territorio. Sostenemos que, en este contexto, los personajes que se desempeñaban como intérpretes ejercían un rol fundamental en la configuración del territorio, dada la ambigüedad de su posición de intermediarios en las relaciones interétnicas. Palabras clave: intermediarios culturales - conformación del paisaje frontera sur - contexto tardocolonial ABSTRACT By late eighteen century the Spanish Crown sent expedition to recognize north Patagonia, a territory dominated by indigenous groups but also of strategic importance to the Hispanic-Creole population. River Plate Viceroyalty officials in charge of the above-mentioned explorations registered their impressions in travel diaries that are thoroughly analyzed in order to discover the ways this landscape of north Patagonia was symbolically constructed. We think this mestizo landscape was the result of struggles maintained between Hispanic-Creoles and natives searching to convey meaning to the territory. Moreover, we state that in this context, the actors who served as interpreters developed a key role in the territorial configuration, given the ambiguity of their position as intermediaries of interethnic relations. Key words: “cultural brokers” - territorial configuration - South border late-colonial context Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 245-271 247 INTRODUCCIÓN A fines del siglo XVIII la zona del norte de la Patagonia se encontraba bajo control indígena pero era relevante también para la sociedad hispanocriolla. En 1779 los españoles instalaron el Fuerte del Carmen sobre las márgenes del río Negro como punto de avance y control recóndito, es decir poco después de la creación del Virreinato del Río de la Plata (1776). Hasta el momento este territorio había sido únicamente abordado por mar, pero las autoridades virreinales intentaban conocer su interior razón por la cual enviaron expedicionarios a registrar lo que encontraban a su paso. Paralelamente, la región de las sierras de la Ventana se constituyó en una especie de centro estratégico de intercambio interétnico y cría de ganado indígena, vinculándose al circuito mercantil que se conectaba con Buenos Aires por el este, con Chile por el oeste y con los tehuelches por el sur (Mandrini 1992). En este contexto, abordamos el concepto de “frontera” como espacio de interrelaciones, teniendo en cuenta los aportes de White (1991) sobre la noción de “middle ground”, los planteos de Weber (1990, 1998) y Quijada (2002a, 2002b) que lo consideran un lugar compartido por hispanocriollos e indígenas donde ambos grupos actúan y lo transgreden. Estas perspectivas complejizan los planteos que tomaban a la frontera como frente de avance militar. También retomamos la propuesta de Boccara (2005) de pensar la frontera como una construcción retórica, material e ideológica, ya que los funcionarios hispanocriollos estudiados ingresaban a los territorios indígenas traspasando el río Salado, pensado entonces como límite entre las sociedades de indios y de españoles. En relación con lo anterior, planteamos que los actores sociales que interactuaron en las expediciones gubernamentales al norte de la Patagonia a fines del siglo XVIII no pueden ser catalogados únicamente como “blancos” o “indios”. Diversos trabajos de los últimos años (Nacuzzi 1998, 2007; Irurtia 2002; Roulet 2004; Bechis 2008) han mostrado la relevancia de los análisis de fuentes documentales a nivel micro pues es una metodología que permite replantear ciertos etnónimos generalizados por la historiografía y aproximarse a una multiplicidad de grupos indígenas, y a sus estrategias de acción. En este sentido, sostenemos que es preciso atender no sólo la cuestión de la heterogeneidad indígena sino también observar quiénes fueron homogeneizados como “blancos”, “españoles” e “hispanocriollos”. 248 Laura Aylén Enrique Además, como las sociedades que interactuaban no pueden verse como mundos aislados entendemos que las significaciones que los grupos humanos otorgaban al medio geográfico circundante eran reformuladas continuamente, como construcciones sociales inmersas en contextos determinados al vincularse entre sí. Por tal motivo, consideramos que las representaciones sobre el paisaje se hallaban estrechamente ligadas a las percepciones acerca de los grupos sociales que lo habitaban (Enrique 2010a). Nos proponemos reflexionar aquí acerca de los modos en que el paisaje era construido simbólicamente en el norte de la Patagonia a fines del siglo XVIII. Pensamos que el adentrarnos en las formas en que los funcionarios del Virreinato del Río de la Plata conocían e interpretaban a dicho territorio y a sus habitantes nos permitirá mostrar la relevancia de la participación de los intermediarios culturales en las interpretaciones de los hispanocriollos sobre el paisaje. LOS DIARIOS DE VIAJE EN EL CONTEXTO TARDOCOLONIAL Dado que el Virreinato del Perú comprendía una superficie demasiado extensa como entidad administrativa en 1776 Carlos III independizó a Buenos Aires, como la capital del nuevo Virreinato del Río de la Plata, a fin de mejorar la defensa frente a los probables avances de las potencias extranjeras y de vigilar el creciente desarrollo de dicha ciudad como centro comercial y vía de acceso al continente. En el marco de esta política borbónica se modificaron los modos tradicionales para intentar controlar a los indígenas mediante agentes militares y religiosos, propiciando administraciones basadas en el comercio semejantes a las inglesas y francesas. No obstante, como explicara Weber (1998: 169), tanto los españoles como los indios “atravesaban las porosas líneas que los separaban y residían dentro de la sociedad del otro”. En dicho contexto se llevaron a cabo las primeras expediciones por vía terrestre al norte de la Patagonia, ya que hasta ese momento sólo se habían efectuado por mar. Los funcionarios gubernamentales que se aventuraban a traspasar el río Salado utilizaban como fuentes de información los documentos redactados por los jesuitas, quienes ya habían pretendido reducir a los pueblos indígenas de la pampa (Martínez Martin 2000, Irurtia 2007). El legado de los jesuitas José Cardiel y de Thomas Falkner se añadía a la experiencia de Al respecto, según Quijada (2002a) la frontera bonaerense, autoritaria y militarizada, también se caracterizaba por una movilidad escasamente disciplinada, un débil control estatal y un acceso directo a los medios de subsistencia. Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 245-271 249 Figura 1. Mapa de la región estudiada con los recorridos por vía terrestre de los viajeros mencionados. Adaptado de Martínez Sierra (1975) 250 Laura Aylén Enrique contacto hispano-indígena. El primero realizó dos viajes en 1747 y 1748, y un mapa en 1746; el segundo, continuador del trabajo cartográfico de Cardiel, dio cuenta de los recursos de interés económico y los sitios aptos para colonizar. Así, por ejemplo, Villarino ([1782] 1972) comparaba asiduamente lo que veía con los registros de Falkner Los nombres de los parajes, que jamás pudieron entender otros indios leyendo a Falkner, estos los nombran del mismo modo que su diario, y convienen con él en las noticias, diferenciándose solo en la distancia de Huechun a Valdivia, que dicho diario pone dos jornadas, y estos indios dicen cuatro (Villarino [1782] 1972: 1017). Aunque los datos para finales del siglo XVIII son escasos, hallamos información relevante para nuestra problemática en los relatos de Francisco de Viedma, Basilio Villarino y Pablo Zizur, escritos entre 1778 y 1783 mientras estaban destinados a misiones militares en el norte de la Patagonia. El relato de Viedma más extenso comienza en diciembre de 1778 y culmina en septiembre de 1780, refleja las vicisitudes de la instalación del Fuerte del Carmen sobre el río Negro y el abandono de la comitiva, realizado por Juan de la Piedra quien había sido comisionado como superior al mando. Luego de esa deserción, Viedma adoptó el cargo de superintendente del citado establecimiento y como tal recibió información sobre otras expediciones por la zona, en particular las realizadas por Villarino y Zizur, cuyos viajes fueron relatados por los mismos expedicionarios durante sus respectivas travesías. Por su parte, en las narraciones de Viedma de 1781 es posible encontrar el testimonio de uno de los recorridos de Villarino: “quedó listo don Basilio Villarino, con el bergantín de su mando, el Carmen, y las Animas, y la chalupa San Francisco de Asís, para hacer viaje al reconocimiento de la bahía de Todos los Santos y río Colorado” (Viedma [1781] 1938: 504). El propio Viedma advertía esta complementariedad de los documentos porque reseñaba que el 15 de julio se había embarcado “en el bote con don José Pérez Brito, y don Basilio Villarino, para reconocer la boca del río: omito tocar sobre este punto por cuanto con otra claridad puede comprenderse del plan y diario de este piloto a que me remito” (Viedma [1781] 1938: 528). Mientras, Basilio Villarino, piloto de la Real Armada, navegaba la desembocadura del río Colorado, la Bahía de Todos los Santos y otras zonas aledañas, sobre lo cual ya había presentado informes en 1779 y 1780. José Cardiel y Thomas Falkner fueron contemporáneos pero los escritos de este último recién fueron publicados en 1774, pese a que las referencias habían sido obtenidas dos décadas atrás. Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 245-271 251 El diario más antiguo de Villarino que hemos trabajado no ha sido publicado aún y corresponde a uno de sus viajes de reconocimiento al río Colorado desde el Fuerte del Carmen (1779), donde Viedma se desempeñaba como su superior. Las otras dos fuentes firmadas por Villarino fueron publicadas por De Angelis, la de 1781 es una narración sobre su travesía desde el Fuerte del Carmen hacia el río Colorado mientras el relato de 1782-1783 detalla la navegación de este piloto por los ríos Negro y Limay, buscando una vía de comunicación con Valdivia -Chile- e intentando verificar la posibilidad de avances extranjeros por ese curso fluvial. Los diarios de Villarino ofrecen abundante información acerca de la aptitud de las tierras para la agricultura y la ganadería, las rutas indígenas, la presencia de recursos naturales, asentamientos y sitios estratégicos -como la zona de Choele-Choel y la confluencia del río Negro con el Limay y el Neuquén. A pesar de la profusión de datos sobre la presencia o no de agua para la comitiva y las cabalgaduras, las facilidades/ dificultades para el tránsito, la existencia de leña, pastizales y sus respectivas calidades, ningún autor ha sido tan minucioso con respecto a las mediciones de latitud como Pablo Zizur. Zizur no sólo debía inspeccionar la campaña entre Buenos Aires y el Fuerte del Carmen, también debía negociar la devolución de los cautivos en manos de los indígenas y tratar las paces con el cacique de las sierras de la Ventana, Lorenzo Calpisqui. Por ser uno de los primeros hispanocriollos en transitar esos parajes, en su relato explicita constantemente la ubicación geográfica y las características climáticas y de los suelos por donde avanza, resaltando la presencia de agua, dato útil tanto para los expedicionarios como para futuros viajeros o para el ganado. Durante el trayecto, en reiteradas ocasiones su comitiva se vio perjudicada debido a las acciones del indio Chanchuelo, ambiguo personaje que habría pedido unirse a la expedición para asesinar a Lorenzo -aunque se mostraba sumamente amigable con el mencionado cacique generando confusiones poco propicias para la seguridad de los viajeros. Zizur estableció además relaciones con el cacique Negro, quien habitaba al sur del Río Colorado y mantenía vínculos con los pobladores del Fuerte del Carmen. Estos documentos históricos nos permitieron examinar los aspectos del paisaje norpatagónico que eran destacados por los expedicionarios y los modos en que estos los interpretaban y utilizaban. En este sentido, Luiz (2006) plantea que Villarino aportó a la geografía de la época una imagen del río Negro perfeccionada con respecto a la brindada por Falkner pues describe ciertas redes económicas del norte de la Patagonia y sus articulaciones con el mercado colonial. 252 Laura Aylén Enrique USOS Y PERCEPCIONES SOBRE EL PAISAJE En este trabajo buscamos articular la perspectiva etnohistórica con los aportes teóricos de la Arqueología del Paisaje, procurando evitar que el estudio se circunscriba meramente al uso de los recursos disponibles -lo cual ha ocurrido en otros estudios centrados sólo en los aspectos materiales. En este sentido, es posible que el concepto de paisaje dé lugar a malentendidos al vincularlo únicamente a lo geográfico, dejando de lado las cuestiones culturales producto de las interacciones humanas que lo conformaron; pero tampoco puede restringirse a cuestiones puramente estéticas. Partimos de la idea según la cual las modalidades de uso de los territorios se encontraban íntimamente relacionadas con las percepciones sobre el mismo, en este caso ambas se evidencian en los relatos trabajados. Siguiendo a Bender (1993), consideramos que el paisaje es polisémico y que esos distintos sentidos se conforman a medida que la gente cuestiona, re-trabaja y se apropia del paisaje. Entre los autores que han adscripto al marco teórico de la Arqueología del Paisaje aparecen diferencias con respecto al uso de los conceptos de “espacio” y “territorio”, aunque todos se refieren a un proceso semejante de construcción social de la zona objeto de estudio. Desde este enfoque se ha postulado que el territorio y las representaciones sobre el mismo reflejan procesos sociales condicionados históricamente. Aplicamos a la noción de “paisaje” la definición dada por Criado Boado (1995) para espacio, como un concepto contextual que daría cuenta de un sistema histórico y político que se construiría socialmente, recuperando la unidad naturaleza-cultura. Sin embargo, restringimos la utilización del término “espacio” a las menciones del espacio geográfico en sus aspectos físicos. Así, entendemos el paisaje como la manifestación de las percepciones y usos de los territorios que los actores sociales llevan a cabo, lo cual implica la interrelación de aspectos tanto “naturales” como “culturales”. En este sentido, Curtoni (2000, 2004) sostuvo que el ordenamiento diferencial del paisaje -surgido a partir de ciertas conexiones emocionales dadas en el espacio con el pasado personal y colectivo- generaría determinadas relaciones entre los grupos y su entorno. Por su parte, Bayón y Pupio (2003) han propuesto que la organización espacial expresa el esquema cognitivo y el sistema de significados de los actores sociales. Dichas autoras afirmaron que el estudio del paisaje permitiría articular los registros de la historia y la arqueología. Teniendo en cuenta esto, consideramos que el marco teórico de la Arqueología del Paisaje resulta de utilidad para abordar aspectos vinculados a la construcción del espacio norpatagónico plasmada en las fuentes históricas. Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 245-271 253 Abordamos el estrecho vínculo entre los relatos y sus descripciones sobre los espacios recorridos teniendo en cuenta la propuesta de Potteiger y Purinton (1998) de considerar al paisaje como una red de narrativas, mediante las cuales los mencionados paisajes podrían conocerse de modos no típicamente reconocidos. Según estos autores, los lugares configurarían narrativas mediante las cuales la gente interpretaría esos sitios. Así, partimos de la idea de acuerdo a la cual las modalidades de utilización de los territorios se encontrarían íntimamente relacionadas con las percepciones sobre el mismo, siendo ambas evidenciadas en los documentos históricos. Consideramos también que las relaciones de poder entre los grupos se traslucían en las actividades desarrolladas en el territorio y en los modos de representar el paisaje. En relación con esto, retomamos el trabajo de Villar (1993) quien estudió las pugnas entre los patrones de ocupación del espacio de indígenas e hispanocriollos centrándose en el siglo XIX. Pensamos que resulta necesario reformular este esquema teniendo en cuenta el aporte de Roulet (2006), relativo a que el espacio fronterizo hasta las campañas militares de 1880 era concebido de manera tripartita: la tierra adentro controlada por los indígenas, los pueblos hispanocriollos, y la frontera como “umbral de transición donde cristalizaban los contactos interétnicos”. Examinaremos los relatos de viaje con el objeto de reconocer los modos en que las comisiones de hispanocriollos percibían los territorios, en función del conocimiento sobre el mismo, por observaciones previas o por medio de informantes. Resulta interesante destacar la importancia de los propios saberes e intereses en las percepciones de los funcionarios coloniales; luego señalaremos cómo estas se encontraban mediadas también por el sesgo de los intermediarios culturales. En sus relatos los expedicionarios aludían, repetidas veces, a lo que conocían de España, tierra natal de la mayoría, pues aspiraban a que sus potenciales lectores pudieran interpretarlos. Tanto Zizur como Villarino se refirieron a especies vegetales y animales propias de Europa: retamas (Zizur [1781] 1973), perdices y dátiles (Villarino [1782] 1972). Villarino ([1781] 1972: 661) describió que había hallado “perdices, leones, jabalíes y liebres. Se tendió la red y se pescaron pejerreyes, sollas, y bacalao”. Poco después, detallaba que le había encargado al yerno del cacique Chulilaquin la entrega de dos docenas de piñas con piñones para verlas y luego enviarlas al fuerte del río Negro, desde donde podrían remitirse al Virrey y la corte, “porque me parecen serían dignas de verse por su extraordinario tamaño, según me dicen, y según la proporción que tiene los piñones de España, pues me parece que un piñón de estos excede a uno de aquellos en tamaño” (Villarino [1782] 1972: 1119). Retomamos aquí lo expuesto por Rose (1995) acerca de cómo los sentidos de lugar se formarían a partir de diversos sentimientos personales y sociales, implicando referencias a 254 Laura Aylén Enrique otros sitios. Notamos también que los funcionarios coloniales designaban con nuevos nombres a ciertos lugares por considerarlos carentes de ellos y, frecuentemente, estas denominaciones se basaban en el santoral católico y sus festividades. Por ejemplo, la expedición de Zizur denominó “Cerro de la Navidad” a un sitio por donde pasaron el 24 de diciembre de 1781. En este sentido, observamos una estrecha relación entre este modo de nominar y el interés de los naturalistas de fines del siglo XVIII por clasificar el mundo que los rodeaba. Esto nos permite destacar la relevancia del contexto de producción en los diarios de viaje, donde se plasma el esfuerzo de la Corona española por “aprehender” los territorios que reclamaba como propios. Asimismo, los viajeros aludían a aquello que no les resultaba familiar y captaba su atención. Ciertos elementos ajenos al espacio norpatagónico fueron incluidos en los informes debido a la ignorancia de los autores sobre los recursos autóctonos de la zona. Como mencionamos, y a fin de hacerse entender mejor, los funcionarios coloniales aludían a animales y plantas que los lectores podían reconocer por su acervo en común; por ejemplo, Villarino ([1780: f. 2v]) señala que no había visto en una isla ningún animal “cuadrúpedo ni volátil sólo dos perdices de Martinete”. Además, a lo largo de los relatos pueden observarse diversas conjeturas acerca de los elementos desconocidos encontrados en el territorio, y cómo buscan adivinar sus nombres y procedencias. Por ejemplo, Viedma ([1781] 1938: 521) da cuenta de su desconcierto al intentar infructuosamente conocer la denominación nativa de un vegetal de madera muy dura presente en las sierras, cuyas matas generalmente crecían “tendidas en el suelo, no tiene espinas y las hojas son como las de sauce poco más anchas y largas, que no saben cómo se llama por no darle nombre los indios, y no haberla en los campos de Buenos Aires y Montevideo”. Además, muchas veces los expedicionarios se referían a los sitios y recursos, mediante topónimos y otros términos indígenas, lo cual entendemos se corresponde con los intereses puestos en juego y las relaciones de poder subyacentes (Enrique 2011). Por ejemplo, Zizur ([1781] 1973: 71) utilizaba varios de los nombres con los cuales los indios llamaban a diversos sitios para ubicarse en el territorio: la “Sierra de la Mesa” era también llamada “Másanaguida”. Mientras Viedma ([1781] 1938: 543) describía “una sierra, que llaman Pillaguenco”, y una sierra “que llaman el Calegal, cuya punta está unida a la del Catandil” (Viedma [1781] 1938: 544). Ahora bien, ¿por qué resulta relevante que los funcionarios del Virreinato del Río de la Plata utilizaran términos indígenas para referirse al paisaje? En el momento que pasaban los expedicionarios quienes estaban en determinado territorio eran asociados más estrechamente a ese lugar y se tomaban los topónimos que utilizaban, independientemente de que otros grupos indígenas llamaran de modo diferente al mismo sitio. Los hispanocriollos recurrían Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 245-271 255 a hitos en el paisaje para orientarse y como generalmente eran guiados por indígenas, los funcionarios aprendían esos nombres o apelaban a nombres que aludieran a rasgos físicos característicos del terreno. Resulta relevante el hecho de que los viajeros se refiriesen a los sitios mediante nombres indígenas ya que consideramos que se veían forzados a usarlos para poder orientarse debido a que ellos desconocían el terreno. Los expedicionarios también comparaban las denominaciones que había utilizado Falkner, usándolas como referentes a pesar de que no siempre coincidían con las que empleaban los indígenas con los que trataban. Por ejemplo, Villarino ([1782] 1972: 1135) señalaba que había conocido el árbol, de quien sacan los indios aquella goma o resina, semejante a nuestro incienso, citado por Falkner, del que dice que lo tienen los indios por sagrado: y así en esto como en otras muchas cosas, padece este inglés bastantes equivocaciones, las que puede que yo manifieste al fin de este diario. Y la causa de ellas me parece que es, el no haber dicho Falkner andado estos parajes, y sí, haber adquirido noticias de ellos por los indios y por el cacique Cacapol, que habitaba en el Choelechel, cuando se retiraba de robar en las pampas de Buenos Aires. Observamos aquí el impacto que tuvo la obra de Falkner en la configuración de las interpretaciones sobre el paisaje, especialmente en las de Villarino quien comparaba sus apreciaciones con los dichos del jesuita explicitando que, por ejemplo, sus sospechas acerca de la ubicación y desagüe de los cursos de agua contrastaban con lo registrado por Falkner, algo observable en expresiones tales como: Los campos que siguen tierra adentro de las barrancas, no producen pastos, ni árboles, ni están llenos de espeso bosques, como quiere Falkner: antes bien, en lo que he visto, por lo contrario, se hacen estos campos intransitables, a excepción de las orillas de los ríos, porque en ellos falta el agua, la caza y el pasto para las bestias. (Villarino [1782] 1972: 1035, el destacado es nuestro). Dada la relevancia que adquirió Villarino como autoridad en materia de conocimientos geográficos sobre la Patagonia, los efectos de sus deducciones y las conclusiones vinculadas con la obra de Falkner incidieron en gran medida en la conformación de concepciones erróneas que se transmitieron a las generaciones posteriores. A raíz de lo expuesto, sostenemos que el uso de términos indígenas por parte de los funcionarios coloniales, en referencia a lugares y recursos clave 256 Laura Aylén Enrique tanto para los hispanocriollos como para indígenas, daba cuenta de las relaciones de poder plasmadas en el territorio. En tal sentido, Villarino informaba que al enterarse de que dos marineros no habían regresado al campamento debido a que, según la versión de un grupo de indígenas, habían perdido sus caballos, les habría advertido que si en el día no me traían los dos hombres, que no solo convertiría y reduciría todos aquellos toldos, sus indios, chinas y muchachos a cenizas, sino que no quedaría cerro ni montaña en todo aquel distrito que no deshiciese y allanase a cañonazos. Diciendo esto, di una voz de embarcar toda la gente y a prolongar los costados de las chalupas con los toldos, con la artillería prevenida, y las mechas en las manos. Se ejecutó esto con tanta prontitud, que se quedaron asombrados todos los indios: y llenos de terror [… corrieron] todos asustados a donde yo estaba, disponiendo las embarcaciones, suplicando que me sosegase un poco, que mi gente no pasaría daño alguno, y que primero perderían ellos todos sus vidas (Villarino [1782] 1972: 1112). Por su parte, este tipo de asimetrías de poder también se veían reflejadas en las arengas y discursos que los expedicionarios registraban adjudicándoselas a los indígenas. Villarino relataba lo que le habría dicho el cacique Chulilaquin al enterarse de que se marchaba el grupo de expedicionarios que se encontraba acampando junto a él y su gente, razón por la cual temía ser atacado por los aucas en venganza por la muerte de uno de sus jefes. ¡Ah, hermano! que Ud. no sabe la indiada que hay entre estas sierras, que son más que hierbas que tiene el campo, y me la están jurando para la hora que de mí se aparten los cristianos. ¿Pues qué, le parece a Ud., que ellos por mi gente dejan de venir? No: que ellos mismos lo dicen, y me están mandando a decir, que a mí no me tiene miedo, sino a los cristianos. (Villarino [1782] 1972: 1115; el destacado es nuestro) Aunque en menor medida hallamos indicios más explícitos de demostraciones de fuerza por parte de los indígenas, como provocaciones directas a los hispanocriollos. De este modo, Villarino ([1782] 1972: 1108) señalaba que había llegado un indio “con la noticia de que decían los aucaces, que los cristianos eran buenos esclavos”. Por último, consideramos necesario tener en cuenta no sólo la disponibilidad de los recursos sino también el modo en que se utilizaban los mismos y su territorio. Las alusiones de los hispanocriollos a otros elementos de uso indígena también apuntarían a esclarecer diversas modalidades de interacción indígena en el paisaje, vinculadas a aspectos de consumo, de Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 245-271 257 intercambio, de uso ceremonial, etc. Pensamos que las percepciones de los expedicionarios sobre los saberes de los indios acerca de la disponibilidad de los recursos y las diversas modalidades de su manejo evidenciaban el conocimiento diferencial del territorio que experimentaban los distintos grupos. Este conocimiento constituyó una herramienta estratégica de poder que los grupos indígenas aprovecharon para obtener beneficios de los hispanocriollos, mientras los expedicionarios elaboraban pormenorizados informes donde buscaban dar cuenta de datos que condicionaban la accesibilidad y disponibilidad de recursos y sitios (Enrique 2010b). Así, aunque no fuera conocido, cada elemento del territorio que pudiera resultar útil en el futuro era cuasi inventariado y objeto de detalladas descripciones por parte de los expedicionarios. En contraposición con la ignorancia de los comisionados, los indígenas conocían el paisaje y no sólo podían escapar fácilmente de los hispanocriollos, encontrar gente y lugares, sino también prever las mejores rutas para avanzar. Por ello, la existencia de ciertos personajes que actuaban como intermediarios entre ambas sociedades resultaba de suma importancia tanto para unos como para otros, dado que brindaban la posibilidad de acceder a información restringida entre los grupos. LOS LENGUARACES Y OTROS “INTERMEDIARIOS” EN LA INTERPRETACIÓN DE LOS PAISAJES Como personajes capaces de moverse entre “mundos” distintos, los lenguaraces ejercían un rol fundamental en las relaciones interétnicas y en las representaciones sobre los “otros”. Al respecto, retomamos los aportes de Ratto (2005a, 2005b) en relación con los intermediarios culturales que habitaron en el espacio fronterizo bonaerense durante la primera mitad del siglo XIX. La autora distingue entre los intermediarios que actuaban a nivel institucional, por un lado, y a un nivel más informal, por el otro. En nuestro caso, Zizur relata diversos sucesos vinculados a un personaje llamado Chanchuelo que, en reiteradas ocasiones, se desempeñó como intermediario, “institucionalizado” hasta cierto grado, ya que era aceptado tanto por los hispanocriollos como por los indígenas. Este individuo se habría incorporado a la comitiva de expedicionarios que pretendía llegar hasta el Fuerte del Carmen “a fin de demarcar su camino, para cuyo efecto venia el indio, Chanchuelo, para que nos sirviese de baqueano” (Zizur [1781] 1973: 78). También los indígenas recurrían a él ya que “no se fiaban del indio Luis (que nos servía de lengua La relevancia de estos distintos grados de conocimiento sobre el territorio ha sido abordada en trabajos previos (Enrique 2010a, 2010b, 2011). 258 Laura Aylén Enrique raz) y así que determinaban llevar al Chanchuelo a Buenos Aires para que le sirviese a Lorenzo de lenguaraz” (Zizur [1781] 1973: 84). Progresivamente, a lo largo del relato se incrementan las buenas relaciones de Chanchuelo con el grupo liderado por el cacique Lorenzo Calpisqui y Zizur ([1781] 1973: 83) advierte que “observaba en él [Chanchuelo] mucha amistad con Cayupilqui, y una gran indiferencia, y desvío hacia nuestra parte”. Como señalara Ratto (2005a), este personaje adoptaba una clara pertenencia étnica a pesar de su convivencia con diversos grupos sociales y de sus confusos intereses. Sin embargo, este tipo de distinciones no resultaban trasparentes para los exploradores hispanocriollos y, pese a que Zizur aludía a él como al “indio Chanchuelo”, no resulta comprensible a qué grupo lo adscribía. En este sentido, observamos una caracterización que Ratto (2005a) efectúa sobre los intermediarios más informales, a quienes su procedencia étnica difusa les permitía “apelar a elementos de una u otra cultura para obtener un mejor posicionamiento cambiando su rol de acuerdo con las circunstancias”. Así, Chanchuelo le había insinuado a Zizur que se hallaba de mala fe con el cacique Lorenzo; pues éste deseaba cogerlo para matarlo; y en prueba de ello, se empeñó con nosotros cuando llegamos a los primeros toldos, para que interesásemos con el cacique Lorenzo, para entrar en su gracia, lo que así hicimos; y ahora lo hallamos tan uno con ellos, y en particular con Cayupilqui [el hermano de Lorenzo Calpisqui] que parecen todos unos; bien que aquí no se diferencia el cacique de otro cualquier indio. (Zizur [1781] 1973: 84, el destacado es nuestro) En particular, con relación a la percepción y utilización de los territorios estos “intermediarios”, actuando como baqueanos, eran quienes -generalmente- proveían a los viajeros de información sobre el territorio, permitiéndoles superar las dificultades de la travesía producto del desconocimiento del espacio. Por ello consideramos relevante tener en cuenta las influencias que los intermediarios culturales podían ejercer en las interpretaciones de los expedicionarios sobre el paisaje. Por ejemplo, Villarino ([1782] 1972: 1087) advertía que un grupo, conformado por un indio y cuatro chinas, entre las cuales se encontraba una “lenguaraza”, había llegado hasta donde estaban acampando y había repartido manzanas entre los marineros y que cuando él los interrogó acerca de las causas de su presencia le dijeron que a ver, y que las mandaba el cacique Francisco. Les pregunté ¿por qué se habían venido de Choelechel, habiendo quedado conmigo en que me esperarían en aquel sitio, para desde allí mandar un chasque al pueblo, y en trayendo la respuesta seguir juntos río arriba? Dijo que el marinero Miguel Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 245-271 259 Benites les había dicho que yo llevaba la determinación de avanzarlos, y que esto lo había dejado de hacer antes con Francisco, y algunos indios, porque los quería prender a todos con los toldos, caballos y lo que tuviesen, y que por esto habían venido dos indios del Colorado, a decirle de parte del cacique Negro a Francisco que no se fiase de nosotros, pues traíamos intentado prenderle y matarle. Villarino ([1782] 1972: 1136) también pretendía que una “lenguaraza” lo informase sobre los terrenos, la distancia a Huechum o Valdivia, ciertas maderas, frutos y ganado. Estos caminos me los enseñó la lenguaraza, como también los del Choelechel para el Colorado; y el dicho Choelechel tiene varios caminos, en cuya inteligencia no estuvimos hasta ahora, ni tampoco Choelechel se entiende como un solo paraje determinado. Incluso el piloto habría aprovechado un día en que el cacique Chulilaquin y su hermano estuvieron a bordo gran parte de la jornada para preguntarles sobre las características del territorio a través de la “lenguaraza”. En este sentido, destacamos la necesidad de contar con lenguaraces para poder entenderse en las interrelaciones entre distintos grupos, teniendo en cuenta los aportes de Roulet (2004) sobre el valor diferencial asignado por los indígenas y los hispanocriollos a la escritura y la palabra empeñada. Los intermediarios no sólo resultaban útiles para los funcionarios virreinales y los indígenas, unos y otros muchas veces los llevaban en sus viajes a fin de disponer de gente de confianza en las interpretaciones. Por ejemplo, Villarino ([1781] 1972: 682) señalaba que varios indios y chinas que encontraron “no se pudieron entender por no haber traído lenguaraz”. Hallamos diversos casos en los cuales los expedicionarios dieron cuenta de la ausencia de lenguaraces, en el mismo relato Villarino ([1782] 1972: 1083) sostenía que: como es tan fácil engañarse con las noticias de los indios, motivado por no entenderlos, ni ellos bien entenderme, no escribo aquí las noticias que me han dado hasta que pueda hallar lenguaraz, para por este medio escribirlas con más verosimilitud o certeza. Además, podemos observar las ventajas que contar con este tipo de intermediarios le proporcionaba a los expedicionarios en las interacciones. En el caso de Zizur ([1781] 1973), recurrió al lenguaraz Medina que viajaba con ellos para explicar que se dirigían a hacer las paces cuando unos indios, en 260 Laura Aylén Enrique actitud amenazante, le quitaron el poncho de encima del caballo al propio Zizur. Según el grupo de indígenas pretendían asesinarlos porque habían matado a sus parientes, pero habrían desistido al observar que Zizur iba acompañado por otros indios. En cuanto a Villarino, luego de informarle acerca de los parajes de los alrededores y sobre la presencia de indígenas, la “lenguaraza” Teresa le habría rogado por Dios que la llevase con él para que no la mataran los aucas porque no quería andar más entre los indios; y porque tiene una niña que dice ser cristiana. Me pareció obra de caridad el admitirla, y también interesante, porque sabiendo ella los designios de los indios, se puede por su medio conseguir el saber alguna cosa que convenga, por lo cual la admití a bordo (Villarino [1782] 1972: 1101, el destacado es nuestro). De esta manera, el trato con los lenguaraces les facilitaba a los expedicionarios la obtención de información extra sobre las estrategias indígenas, o acerca de potenciales avances extranjeros. Además, subrayamos la relevancia del rol desempeñado por los baqueanos, sin los cuales los hispanocrillos se encontraban en una situación de absoluta desventaja con respecto a los grupos indígenas debido a su desconocimiento del territorio como mencionamos previamente. Por ejemplo, Villarino ([1782] 1972: 982) relataba que “habiéndole El término “aucaces” -o “aucas”- se ha interpretado asociado a la idea de “rebelde” o “alzado” y en relación con los indígenas de la región pampeano-patagónica. No obstante, Nacuzzi (1998) cuestionó el uso de estos términos de modo generalizado, señaló que los rótulos de “pampas” y “aucas” eran usados indistintamente en los documentos del siglo XVIII. Por esta razón, dicha autora consideró que los gentilicios adjudicados por los viajeros no eran completamente confiables, ya que no constaba la procedencia de los mismos -es decir, de un miembro del grupo, de un tercero o del propio autor. Por ejemplo, para los españoles, los grupos de las sierras de la Ventana eran “pampas” o “aucas” indistintamente; para los indios, “auca” aludía al peligro que esa gente representaba para los españoles y eran los amigos del cacique Calpisqui del oeste de las sierras. Además, Nacuzzi sostuvo que los autores de los diarios de viaje trabajados buscaban facilitar la convivencia y el trato pacífico con los indígenas, más que delimitar las agrupaciones. Así, los distintos narradores organizaban de maneras diferentes a los grupos indígenas, sus caciques y localizaciones respectivas, teniendo en cuenta el grado de conocimiento acerca de los mismos que poseían. Por su parte, la “lenguaraza” citada utilizaba el vocablo “auca” siendo ella misma de procedencia indígena, aunque posiblemente el uso de ese término presentaba estrecha correspondencia con el hecho de que sus interlocutores fuesen españoles. Consideramos que la “lenguaraza” aludía a un grupo de indígenas identificándolos como “peligrosos” en relación con la comitiva de expedicionarios a fin de obtener ciertas ventajas personales, como lograr la protección de Basilio Villarino. Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 245-271 261 dado a la lenguaraza bastante aguardiente, me confesó que Francisco se había ido de miedo, pero a juntar indios, y que el viejo no había caminado con ellos porque estaba tan enfermo que no podía montar a caballo”. Luego, el mismo autor indicaba que un muchacho lenguaraz le había dicho que en Chile había tenido la noticia de que nosotros teníamos establecimiento en el río Negro, y muchos indios que frecuentan a Valdivia, he visto y conocido en el establecimiento; por esto y por otras razones, creo que todos los habitantes de este continente, así españoles como indios, tienen noticia de nuestra población en el río Negro (Villarino [1782] 1972: 1020). Zizur ([1781] 1973: 84-85) sostenía que los indios de las sierras de la Ventana habían entregado regalos a su cacique porque, según el lenguaraz, el indio Chanchuelo los habría convencido de que los cristianos no daban cautivos sin paga a cambio y “que los cristianos éramos ricos, y que todo lo que pidiese le daríamos”. De modo semejante, el hecho de que los lenguaraces contaran con información relevante para los distintos actores sociales implica que, según su conveniencia, podían advertirles tanto a los viajeros como a los indígenas sobre los planes del otro. En este sentido, retomamos la propuesta de Bechis ([1989] 2008) según la cual durante el siglo XIX los caciques de la zona pampeana funcionaban como nodos de información. Al respecto en nuestro caso de estudio observamos que cuanta mayor cantidad y calidad de información manejara el intérprete, mayores ventajas podría obtener. Al mismo tiempo, por disponer de información los lenguaraces podían generar temores en los distintos grupos, por ejemplo Villarino ([1782] 1972: 1102) escribía que la “lenguaraza” Teresa le había dicho que “el número de aucaces era grandísimo, y que estos indios que paraban junto a nosotros, no eran nada en comparación de los que vendrían a buscarlos”. Así, los comentarios de estos informantes condicionaban el accionar de los expedicionarios; en el ejemplo citado anteriormente después de las advertencias de la “lenguaraza” Villarino hizo alejar las embarcaciones de la orilla del río lo más posible para que nadie pudiera salir ni subir a bordo. Aunque Ortelli (2000: 193) señaló que el rol desempeñado por los lenguaraces los colocaba en una posición de privilegio dentro de las dos sociedades pensamos que esa ambigüedad los convertía, paralelamente, en objeto de desconfianza, tanto en el mundo indígena como en el hispanocriollo. En tal sentido, Villarino ([1779: f. 11]) comentaba que al descubrir que el lenguaraz que llevaban había desertado determinó regresar a los toldos en el bote de noche para advertirle a los indios que el prófugo “era un mal hombre que no se fiasen de él, que si llegase por allí lo prendieran y lo entregasen al cacique 262 Laura Aylén Enrique Julián para que lo llevase asegurado a San Julián”. Según el piloto, era una medida precautoria para evitar que este individuo fuera “a los indios con algunas mentiras, y darles parte de nuestros establecimientos, armas, víveres, gentes y fines a que nos dirigíamos, y prevenidos los indios ya no le darían tanto crédito a lo que el quisiese forzar con ellos” ([Villarino 1779: f. 11v]). De lo expuesto, resulta que los lenguaraces eran considerados individuos que no pertenecían completamente a la sociedad indígena ni a la hispanocriolla. En relación con esto, retomamos lo expuesto por Ortelli (2000) acerca del marginalismo en la frontera rioplatense y reflexionamos sobre los lenguaraces como parte de esos individuos marginales. La autora sostiene que los “individuos marginales en la sociedad blanca, se convertían en marginales en la sociedad indígena, aunque cumplían una función central como articuladores de las relaciones interétnicas” (Ortelli 2000: 196). Consideramos que esta ambigüedad de pertenencia hizo que no pudieran ser clasificados dentro de mundos distintos, que se intentaba mantener “puros” y separados. Así, la posibilidad de disfrazarse de indios o de españoles les permitía a estos personajes híbridos atravesar fronteras sociales pero los teñía de cierta falta de autenticidad. Por ello es interesante observar cómo son nombrados los lenguaraces y otros intermediarios en los relatos consultados, las expresiones utilizadas son: “china lenguaraza” (Villarino [1779]), “mulata lenguaraz” (Villarino [1781] 1972), “indio esclavo de Francisco” (Viedma [1778] 1938). Además, en los documentos vislumbramos evidencias de que los indios contaban con individuos que les ayudaban a obtener beneficios en cuestiones que no manejaban completamente. Por ejemplo, Viedma ([1781] 1938: 522) relató que unas cautivas habían afirmado que en los toldos de Lorenzo Calpisqui había un cristiano de aproximadamente veintiocho años de buen cuerpo, buen parecido, y rubio el que está actualmente bombeando y bicheando en todos los pagos de las fronteras de Buenos Aires donde tienen más ganado, donde hay más descuido, y buenas mozas, y en fin es el único confidente y baqueano que tienen los indios para su entrada y robos, sin el cual no pueden hacer nada con acierto. Que lo más del tiempo está ocupado en esta diligencia, y cuando les avisa a los indios, inmediatamente van a dar el golpe, pero con tanta inteligencia, acierto y seguridad que no sucede contratiempo alguno […] Que tiene los mejores caballos, que los indios le quieren en extremo, y no hacen nada sin él, y que hacía cinco años que estaba entre ellos. En este ejemplo se explicita que el cacique Francisco tenía como esclavo a otro indígena, lo cual hecha luz sobre las relaciones de poder y desigualdad al interior de los grupos de indios, la cuestión de la autoridad puede profundizarse en el trabajo de Bechis (2008). Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 245-271 263 Según lo que había podido averiguar Viedma ([1781] 1938: 536), este personaje “usaba vestido completo de cristiano con lo que no lo echan de ver ni es conocido entre los nuestros”. Quizá para los expedicionarios resultaba más pavoroso lo que fuera semejante a ellos que un otro totalmente distinto. Nos preguntamos cómo era percibido ese sujeto “vestido de cristiano”: ¿se lo trataba como si fuera miembro de un grupo indígena o como a un traidor por prestar su colaboración? En el relato sobre este personaje, Viedma ([1781] 1938: 536) agrega que utilizando dicho disfraz “este mal hombre nos hace más daño que todos los indios juntos, pues si les faltara [a los indígenas] no habían de dar sus avances tan seguros”. Como mencionamos anteriormente, Ortelli (2000) sostuvo que los individuos marginales funcionaban como articuladores de las relaciones con los grupos indígenas en los espacios fronterizos y ese “marginalismo” resultaba “fundamental para el desarrollo de las relaciones interétnicas y para el establecimiento de contactos que generaron influencias mutuas y facilitaron el mestizaje, la integración de algunas pautas”. Al respecto, retomamos lo expuesto por Roulet (2006) acerca de que las sociedades indígenas estaban más abiertas que la sociedad hispanocriolla a incorporar individuos, dentro de una lógica mestiza que les brindaba determinados bienes utilitarios, de intercambio y de prestigio entre otros, así como conocimientos sobre los españoles. Sin embargo, los hispanocriollos que vivían entre los indios no siempre eran colaboradores voluntarios sino que debían atenerse a las circunstancias a fin de salir airosos. Sobre este tema particular, Viedma ([1781] 1938: 520) rememora que dos hombres habían sido perseguidos por los indígenas, quienes al apresarlos, habían matado a uno “y al otro llevaron tierra adentro, no se sabe en qué paraje, que éste que quedó vivo tenía una pistola y enseñaba a los indios, cómo se tiraba”. Al respecto, no sólo perduraron registros de los cautivos en poder de los indígenas sino que también pueden vislumbrarse datos sobre ciertos indios que habían vivido entre los hispanocriollos, sobre quienes no siempre queda completamente claro el grado de elección que habrían tenido o la obligación o no de permanecer allí. Al respecto, Ortelli (2000: 194) sostuvo que durante la segunda mitad del siglo XIX, “los cautivos eran empleados como esclavos, como parte del comercio intertribal, como rehenes, mensajeros y ofrendas de paz y eran muy valorados a la hora de obtener rescates”. En relación con el siglo XVIII, Nacuzzi (2011) dio cuenta de las dificultades metodológicas para conocer el devenir de la mayoría de los desertores, debido a las intenciones de los funcionarios coloniales de desdibujar las fugas y la escasez de mano de obra frente a sus superiores. 264 Laura Aylén Enrique CONSIDERACIONES FINALES En este estudio hemos presentado al espacio geográfico como paisaje construido mediante su utilización, interpretación y apropiación, dejando de lado la perspectiva más generalizada que lo presenta como un desdibujado escenario de las acciones de los grupos étnicos. Procuramos mostrar que los “intermediarios culturales” resultaron de suma importancia en la configuración del paisaje del norte de la Patagonia, cuyos sentidos eran puestos en juego y reelaborados continuamente por los grupos sociales involucrados (Enrique 2010b). El abordaje etnohistórico nos permitió examinar la cuestión reconociendo una diversidad de actores sociales que comúnmente fue “invisibilizada” por categorías históricas tradicionales, que homogeneizaron a los individuos desdibujando las diferencias específicas. Al respecto, es preciso subrayar que los documentos trabajados fueron escritos por los expedicionarios para ser presentados a las autoridades del Virreinato, de quienes dependían sus cargos, por lo cual la participación de intermediarios como los lenguaraces se encuentra mediada no sólo por las interpretaciones de los propios lenguajes sino por el interés de los autores en condicionar las percepciones de sus superiores. Además, es importante recordar que cada uno de los actores sociales respondía, en última instancia, a sus propias intenciones más allá de los objetivos de las expediciones (Nacuzzi y Enrique 2010). En este sentido, resultó interesante reflexionar acerca del modo en que las interpretaciones sobre el paisaje de cada uno eran mediadas por la visión de los intermediarios culturales. La perspectiva de la etnohistoria nos resultó de utilidad para reflexionar sobre los contextos histórico y político en que fueron escritos los relatos. Por su parte, la consideración del marco teórico de la Arqueología del Paisaje nos posibilitó pensar en el paisaje como un concepto contextual que da cuenta de un sistema histórico y político (Criado Boado 1995). En este sentido, coincidimos con Hirsch (1995) quien propone que el contexto histórico-cultural reviste una importancia fundamental en el análisis del paisaje, ya que éste surgiría de un proceso cultural -muchas veces negado debido a su conceptualización como algo estático. De este modo, subrayamos la importancia del contexto socio-histórico para comprender las referencias brindadas por los expedicionarios y los efectos de su relación con los “otros”. En base a esto, analizamos los modos en que los viajeros percibían y utilizaban el territorio y reconocimos aquello que interpretaban como “familiar” o asociaban a algo que conocían y aquello que distinguían como ajeno a su propio entorno. Con este fin, recurrimos a las contribuciones de Rose (1995) referidas a los vínculos entre las impresiones sobre los lugares y la configuración identitaria. Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 245-271 265 Además, destacamos la necesidad de los viajeros de contar con baqueanos para sobrevivir, otros que conocían la región y pertenecían a los grupos indígenas -aunque podían ser hispanocriollos refugiados entre ellos. Ciertos intermediarios culturales como los lenguaraces y los baqueanos resultaban figuras clave para los hispanocriollos, tanto para sobrevivir como para conocer los paisajes ajenos. Particularmente, es preciso tener en cuenta la relevancia de los lenguaraces con respecto a sus identificaciones con los distintos grupos en función de compartir un lenguaje en común. En relación con este tema, consideramos sugerente reflexionar sobre el planteo de Navarro Floria y Nacach (2004) quien expresa que “la frontera constituía un mundo realmente desconocido, o conocido pero invisibilizado en la escritura de sus visitantes como estrategia de construcción de un orden diferente”. Además, sería interesante profundizar el análisis abordando las dinámicas propias de “fronteras interiores”, teniendo en cuenta el cuestionamiento de Roulet (2006) a esta adjetivación como modo de descalificar las fronteras entre los distintos grupos indígenas. Por último, este análisis nos permitió exponer la influencia que han desempeñado los intermediarios culturales en las percepciones y usos del paisaje de los hispanocriollos. Mostramos que las representaciones sobre el territorio de los autores de los documentos estaban condicionadas también por las percepciones de otros actores sociales participantes. Incluso, algunos de estos personajes que afectaban las interpretaciones de los funcionarios coloniales permanecían “desdibujados” en su situación ambigua, al no pertenecer completamente a la sociedad hispanocriolla ni a la indígena. Resulta indispensable superar el análisis dicotómico e incorporar la diversidad de personajes que funcionaban como “intermediarios culturales”, teniendo en cuenta los aportes de Gruzinski (2000) sobre la necesidad de trascender el sesgo biologicista para entender el mestizaje y el planteo de Ratto (2005a) acerca de si existe algo en la frontera que no sea mestizo. Consideramos que es preciso pensar estos territorios como espacios de negociación interétnica, reconociendo los modos en que eran construidas las representaciones sobre el paisaje en las fronteras mestizas tardocoloniales a través de las interrelaciones entre las distintas sociedades. AGRADECIMIENTOS A la Dra. Lidia Nacuzzi por su atenta lectura y los comentarios críticos sobre el manuscrito. Agradezco también las cuidadas sugerencias de los evaluadores. Este trabajo fue realizado con el apoyo de los subsidios otorgados 266 Laura Aylén Enrique por la Universidad de Buenos Aires (UBACyT F105) y el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET PIP 0026). Fecha de recepción: 13 de octubre de 2011 Fecha de aceptación: 20 de abril de 2012 REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS Bayón, María Cristina y Alejandra Pupio 2003. La construcción del paisaje en el sudoeste bonaerense (1865-1879): una perspectiva arqueológica. En Mandrini, R. y C.D. 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Enmarcado en la antropología histórica, el objetivo es realizar un contrapunto entre dos procesos considerados relevantes: su participación en las milicias y su participación electoral. Veremos cómo en ambas situaciones, en las que se descubre el posicionamiento de los afroporteños como agentes históricos de fundamental importancia, se ponían en juego, tanto con tensión como con pasión, la lealtad a la patria, el compromiso político y la posibilidad de ascenso social, frente a la oportunidad de un reconocimiento particularizado al interior del Estado -reclamado por muchos. Para ello, se analizarán algunos de los periódicos afroporteños de finales del siglo XIX, así como otras fuentes de la época. Palabras clave: afroporteños - homogeneidad - siglo XIX - EstadoNación ABSTRACT This paper addresses some of the instances by which late nineteenth century afroporteños were integrated into the so-called homogeneous, modern and white Argentine Nation, as well as the struggles and tensions these processes generated. From a historical-anthropological approach, a counterpoint between two relevant processes is presented: their participation in the militia and in the electoral struggles. In both situations, we discover how afroporteños positioned themselves as agents of fundamental historical importance. We also note how they expressed- although with tension and passion- loyalty to the homeland, political commitment and the possibility of social upgrading, facing the opportunity of a particular recognition within the state -something many asked for. In order to achieve this objective, late nineteenth century afroporteño newspapers, together with contemporary sources will be analyzed. Key words: afroporteños - nation-building - homogeneity - 19th century Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 273-294 275 INTRODUCCIÓN En Argentina se suele esgrimir que los descendientes de esclavizados y esclavizadas de origen africano desaparecieron, argumentándose esta idea mediante variadas hipótesis explicativas. Y aunque éstas han sido puestas en duda por distintos investigadores -ver especialmente Andrews 1989 y también Goldberg 1976-, continúan ocupando un lugar arraigado en el sentido común nacional. La desaparición se atribuye, en general, a la supuesta muerte en gran escala debido a diversas epidemias ocurridas a lo largo del siglo XIX y/o a la utilización en las guerras de independencia, y posteriores, de los batallones de pardos y morenos -como carne de cañón. También, se esgrime como causa el proceso de integración y mestizaje entre los afroargentinos y la gran masa de inmigrantes europeos que llegaron al país desde las últimas décadas del siglo XIX. Sin embargo, la famosa desaparición de los negros y negras argentinos/ as debe entenderse como un complejo proceso de erosión de una alteridad racializada interna al Estado nacional argentino, que comenzó a acentuarse en la época de su consolidación -la década de 1880- y que dio lugar a un sistema particular de categorizaciones y percepciones que caracterizarían a la blanquitud argentina (Briones 2005; Frigerio 2006; Geler 2007a y 2010). Este artículo se inscribe en el proyecto de investigación del Ministerio de Ciencia e Innovación de España, actualmente Ministerio de Economía y Competitividad, HAR2009-07094, que se desarrolla en el TEIAA (2009SGR1400). Este proceso no debe subestimarse. El Primer Censo Nacional de Población se llevó a cabo en 1869, dando como resultado un país con 1.877.490 habitantes -cifra que incluía a quienes estaban luchando en la Guerra contra el Paraguay, los habitantes de los Territorios Nacionales y 41.000 argentinos en el extranjero. Las cifras del censo hablaban de 211.993 extranjeros en el país (12 %), la mayoría en la provincia de Buenos Aires -la cual duplicaba la tasa de extranjeros de la provincia de Santa Fe, que le seguía en números. Así, Buenos Aires tenía 305 extranjeros por cada 1.000 habitantes, alcanzando la cifra de 151.241 extranjeros. Para el período 1881-1890, el saldo acumulativo de inmigrantes alcanzaba las 810.493 personas (De Marco et al. 1994) y en 1895 el Segundo Censo de Población arrojaba más de un millón de extranjeros en el país. En ese momento, en la ciudad de Buenos Aires la mitad de la población era extranjera. Para el tema de las relaciones entre inmigrantes europeos/as y afrodescendientes en Buenos Aires, ver Geler (2010 y 2012) y para la imagen que sostenían los/as afroporteños/as de los Pueblos Originarios, consúltese Geler (2010). 276 Lea Geler Ese proceso se sustentaba en el mandato estatal de creación de una nación homogénea, en el que subyacía la ideología del progreso con la europeidad/ blanquitud como ejemplificación de lo “moderno/ civilizado” que había que alcanzar, y que negaría toda visibilidad de la negritud. Pero, sobre todo, hay que tener en cuenta que este largo y conflictivo proceso fue impuesto, aunque también negociado, retomado y/o rechazado por los propios afrodescendientes (Geler 2010) que, lejos de desaparecer, habitaban el territorio argentino. De hecho, en la misma época en que la presencia afroargentina comenzaba a borrarse de los discursos públicos en Buenos Aires, la comunidad afroporteña dejaba plasmados sus argumentos, discusiones y críticas en los periódicos que poseía; los cuales circulaban por la esfera pública subalterna afroporteña -que creaban y sustentaban. Algunos de esos periódicos eran: La Broma (1876-1882), La Juventud (1876-1879), La Perla (1878-1879) y La Igualdad (1873-1874) -estos, junto a textos producidos en la esfera pública burguesa, serán utilizados aquí como fuente primaria para el análisis. Enmarcada en la antropología histórica (Comaroff & Comaroff 1992; Axel 2002) realizaré en este trabajo un contrapunto entre dos de los temas que considero más importantes a la hora de estudiar la viabilización de la inclusión forzosa de los afrodescendientes en la nación homogénea en construcción durante las últimas décadas del siglo XIX. Se trata de la participación en las milicias y la participación electoral de los afrodescendientes -dejo aquí de lado otros que considero también fundamentales, como la educación. Veremos cómo en estas dos instancias, en las que se descubre a los afroporteños como agentes históricos de primordial importancia, se ponían en juego, tanto con tensión como con pasión, la lealtad a la patria, el compromiso político y la posibilidad de ascenso social, frente a la oportunidad de un reconocimiento particularizado al interior de una nación en construcción -que muchos reclamaban. MILITARES Y PATRIOTAS El 25 de octubre de 1894, La Nación -el periódico de Bartolomé Mitre- publicaba en primera plana dos extensas notas -tal vez escritas por el Para más información sobre los periódicos afroporteños consultar Geler (2008 y 2010). Sobre el tema de la educación ver Geler (2010). Bartolomé Mitre (1821-1906) es considerado uno de los “prohombres” de la nación argentina, y se le adjudica el rol de padre de la historiografía nacional. Con una vida que alcanzó los 85 años, estuvo presente en la mayor parte de las batallas militares y políticas que construyeron el Estado nacional a partir de la segunda mitad del siglo XIX, y ocupó el cargo de presidente entre 1862 y 1868. Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 273-294 277 propio Mitre- alusivas a la muerte y al funeral de Estado otorgado a José María Morales, un reconocido militar. El cortejo fúnebre era descripto del siguiente modo: Como lo imponían la simpatía, la gratitud y el respeto por la memoria de un soldado sin tacha, la inhumación de los restos del coronel José María Morales, verificada en la mañana de ayer, ha sido una elocuente demostración de duelo. Después de celebrada una misa de cuerpo presente en la iglesia de la Concepción, el cortejo fúnebre siguió hasta la Recoleta, donde se hallaba formado el batallón 10º de línea mandado por su jefe el teniente coronel Toscano, que hacía los honores de ordenanza. En el pórtico del cementerio recibieron los restos los ministros Quintana, Costa, Terry, general Campos, los tenientes generales Bartolomé Mitre y Nicolás Levalle, los generales Arredondo, Viedma, Arias, Dónovan, coroneles José Mª Fernandez, Pérez, Riveiro, Rodríguez, Guerrico, comandantes Montaña, Rawson, Kleine, Tolosa, Saraví, Nadal, Sáenz, Masson, Dres. José María Gutiérrez, Mariano Varela, Luis V. Varela, Juan E. Torrent, Aristóbulo del Valle, Dardo Rocha, Carlos Urien, Orma, y muchas personas más. Al bajar el ataúd del coche fúnebre, el batallón 10º hizo una descarga. En el acto de inhumación, el Dr. Mariano Varela improvisó breves palabras para despedir los restos del coronel Morales, haciendo su elogio como desinteresado servidor de la patria, abnegado soldado y virtuoso ciudadano. Enseguida hablaron el Sr. José María Niño, en nombre de los amigos de La Plata del coronel Morales, el Sr. Bonifacio Lastra y el Sr. Stoppani. Enseguida publicamos los discursos que hacen cumplida justicia a los altos méritos que adornaban a tan querido y meritorio jefe del ejército argentino (La Nación, 25 de octubre de 1894). Leer la impresionante demostración de duelo ante la muerte del coronel Morales, nos deja la sensación de estar frente a una personalidad muy respetada del ámbito público. La presencia de representantes del poder ejecutivo, de altos mandos del ejército y de reconocidas personalidades, entre los que se destacaba sin duda Mitre, da cuenta de la importancia que se le dio a este acto y de la repercusión que tuvo en la esfera pública nacional. Quienes pronunciaron los discursos tampoco eran personas anónimas; Mariano Varela, fundador del periódico La Tribuna, era partícipe de la esfera pública porteña desde hacía varios años, Bonifacio Lastra había sido ministro durante la gobernación de Nicolás Avellaneda, diputado nacional entre 1891 y 1894 y veterano de la Guerra del Paraguay, y José María Niño era un cercano colaborador de Mitre, corresponsal del periódico La Nación y activo participante del círculo intelectual de La Plata. En los discursos pronunciados por estos hombres destaca la insistencia en las imágenes de ciudadanía que va unida a la vida militar y política del difunto coronel. Al respecto Lastra expresaba: 278 Lea Geler El coronel Morales es el tipo noble y levantado del soldado ciudadano: listo siempre para acudir al llamado de la patria a cumplir valientemente su deber en la primera fila; resuelto en todos los momentos, sin vacilación para cumplir los deberes cívicos, sean cuales fueran los sacrificios que hubiera de imponerse […] Como hombre civil, el coronel Morales tiene prestados muchos y buenos servicios a su país, en la legislatura y en la convención de la provincia de Buenos Aires, en su administración, como en la de la nación; en los comités políticos, como en los comicios, sea en el ejercicio directo de sus derechos cívicos, sea en el cumplimiento de sus deberes de funcionario público [...] La vida del coronel Morales será siempre un elocuente ejemplo a enseñar en la democracia argentina (La Nación, 25 de octubre de 1894, cursivas en el original). Efectivamente, Morales había ocupado una banca de diputado en 1878 (Ford 1899) y, según explicaba Lastra, había sido representante en varios estamentos del Estado, recalcando asimismo su compromiso político militante. Es de destacar que en ninguno de los discursos o notas aparecidas en el periódico se hacía mención a que el ciudadano, militar y político, Morales había sido afrodescendiente. Esto forma parte de lo que Solomianski (2003) llamó genocidio discursivo, es decir, la omisión continua de cualquier reconocimiento racializado por fuera del blanco -que se torna obvio e innecesario de explicitar- para la población argentina. Pero, además, desde un presente donde lo afro continúa ocultado y olvidado, los honores de Estado rendidos a Morales llevan a preguntarse por el entramado que unía a algunos afroporteños con este ideal de virtuosismo y ciudadanía militar y civil que, de hecho como explicaba Lastra, servía como ejemplo para la ciudadanía toda; y por cómo este pudo haber jugado para consolidar tanto la invisibilidad de lo afro como la movilidad social y re-racialización en el blanco. Centrando nuestra mirada en esos ejes, volvamos unos años hacia atrás, a las décadas de 1870 y 1880. Este era un tiempo muy particular en el país ya que se lo considera un momento-bisagra (Dalla Corte 2003), un período de rápidos cambios en el que se aceleró -después de la conquista del territorio indígena de norpatagonia- el camino inexorable hacia el capitalismo y el sistema económico agroexportador. También se fijó el rumbo de la construcción nacional mediante la consolidación de un Estado fuerte, centralizado y disciplinador. Básicamente la década de 1880 marcó una “divisoria de aguas” (Cicerchia 2001: 21). En el plano económico, este fue el período en que las economías latinoamericanas se ajustaron a las de los países industrializados, el resultado fueron grandes negocios e inversiones en los sectores de importación, exportación y comercio internacional (Rock 1988). Se desarrollaron Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 273-294 279 A través del llamado a los inmigrantes europeos para que poblaran el país, comenzó a concretarse con éxito un proyecto y un imaginario particular de nación (Halperin Donghi 1995), que signaría al pueblo como europeo-civilizado-blanco-moderno. Este fue, asimismo, el período que mostró las últimas cifras oficiales sobre población “de color”: si bien en los censos nacionales no se relevaba el “color” de la piel, en el año 1887 el censo municipal de la ciudad de Buenos Aires aparentemente arrojó un lastimoso 2 % de población no-blanca, quedando oficializado así el discurso de la desaparición (Otero 1997-1998) que ya venía circulando en los libros de historia, memoria o literatura, y los escritos de los hombres de Estado (Geler 2007a). En ese contexto, la no tan pequeña comunidad afrodescendiente de Buenos Aires -en líneas generales empobrecida y muy vívida- poseía y hacía circular sus periódicos. Dicha circulación generaba un medio de comunicación efectivo que posibilitando la creación de una esfera pública subalterna particular (Fraser 1992) y el sostenimiento de lazos afectivos y sociales que los unían en formas de identificación variables y, muchas veces, en disputa (Geler 2010). No debemos pasar por alto que, para este momento, la Constitución argentina, que regía en Buenos Aires desde 1861, y la Constitución de la provincia de Buenos Aires, en vigencia entre 1873 y 1889, consideraba a los hombres afrodescendientes argentinos -nativos o naturalizados- con iguales derechos y obligaciones que el resto de los habitantes del territorio nacional. Estos documentos, que asentaban la igualdad de todos los hombres los puertos y los ferrocarriles, y Buenos Aires fue una de las ciudades que más llamó la atención en este contexto (Romero [1976] 2005). En esta coyuntura se producía también el llamamiento a “poblar” los territorios “semivacíos”, realizado por las elites argentinas a las naciones europeas. La mencionada década también estuvo marcada por un cambio en la esfera política, al conquistarse una “paz” que “permitió a la nueva administración emprender con señalado éxito la transformación de la inadecuada estructura institucional” (Gallo y Cortés Conde 2005: 71). La Constitución nacional -antes de la Confederación Argentina- dictaminaba en los artículos 14, 15 y 16 lo siguiente: “Artículo 14: Todos los habitantes de la Confederación gozan de los siguientes derechos conforme a las leyes que reglamenten su ejercicio, a saber: de trabajar y ejercer toda industria lícita; de navegar y comerciar; de peticionar a las autoridades; de entrar, permanecer, transitar y salir del territorio argentino; de publicar sus ideas por la prensa sin censura previa; de usar y disponer de su propiedad; de asociarse con fines útiles; de profesar libremente su culto; de enseñar y aprender. Artículo 15: En la Confederación Argentina no hay esclavos; los pocos que hoy existen quedan libres desde la jura de esta Constitución, y una ley especial reglará las indemnizaciones a que de lugar esta declaración. Todo contrato de compra y venta de personas es un crimen de que serán responsables los que lo celebrasen, y el escribano o funcionario que lo autorice. Artículo 16: La Confederación Argentina no admite prerrogativas de sangre, ni de nacimiento: no hay en ella fueros personales ni títulos de nobleza. Todos sus habitantes son iguales ante 280 Lea Geler en la fundación jurídica de la nación y echaban por tierra las prerrogativas de sangre, eran bien conocidos por los afroporteños. No solo esto, en los periódicos comunitarios destaca la mención constante a que los afrodescendientes habían luchado por conseguir estos derechos para su país, lo que les daba una plataforma de orgullo y reivindicación muy importante. Por supuesto, los afroporteños -como el resto de los ciudadanos- estaban obligados a formar parte de las fuerzas militares y de la Guardia Nacional, pero su participación en las guerras y contiendas armadas les proveía, al mismo tiempo, un lugar simbólico de aceptabilidad y prestigio en el imaginario nacional (Geler 2007a), sin menoscabo de que se sintieran real y fuertemente compelidos a defender a su patria. En este sentido, la importancia de la Guardia Nacional era altísima pues se trataba de una institución estratégica utilizada por el Estado para imbuir de espíritu republicano a los individuos y expresaba los valores del patriotismo y la lealtad a la nación, constituyendo a sus miembros en el ideal de ciudadano armado (Macías 2003). Así, en los periódicos afroporteños eran comunes frases como la siguiente: Entre nosotros no se disipa, ni se disipará jamás el amor patrio, el sentimiento nacional; el hombre de color ha contribuido con su sangre desde la guerra de nuestra independencia, hasta las habidas últimamente tanto nacionales como civiles (La Broma, 25 de septiembre de 1879, cursivas en el original). Es comprensible, entonces, que el amor patrio probado de sobra por el sacrificio negro fuera uno de los argumentos más utilizados en los periódicos comunitarios para legitimar reclamos o reivindicaciones, muchos de ellos relacionados con la invisibilización que se hacía de su presencia e historia: [...] somos hijos de la patria argentina, cuya constitución tiene escrita en su primera página, como divisa, la palabra Libertad; y porque hace cerca de un siglo que en los campos de batalla en esas jornadas épicas de la independencia y en todas las contiendas donde el honor nacional ha reclamado la sangre de sus hijos, el hombre de color, a costa de la suya, ha conquistado para el paño azul y blanco un laurel que ha quedado oculto y olvidado en la corona de glorias a la patria (La Perla, 6 de octubre de 1878, cursivas en el original). Este ocultamiento y olvido solía rechazarse de dos maneras: por un lado, se pedía la mención explícita del protagonismo negro, tanto en las la ley, y admisibles en los empleos sin otra condición que la idoneidad. La igualdad es la base del impuesto y de las cargas públicas”. (Constitución de la Nación Argentina de 1853). El artículo 29 de la Constitución de la Provincia de Buenos Aires, de 1873, refrendó lo acordado en la nacional. Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 273-294 281 batallas como en los puestos de decisión. Por el otro, se enfatizaba que los batallones de pardos y morenos habían sido utilizados como carne de cañón en las sucesivas guerras. En el primer caso, en los periódicos se dejaban oír voces que exigían un lugar visible para los “hombres de color”, como partícipes en la construcción territorial-militar de la nación, reapropiándose de un protagonismo que se hacía cada vez más difuso en la Historia Nacional que comenzaba a narrarse, entre otros por Mitre Eah! Negro generoso, tu historia está escrita en el campo de batalla. [...] [La sociedad] no sabe que el olvido es su símbolo terrible que le estrecha para concluir con ella o borrar de sus páginas el nombre de algunos de sus héroes. Lorenzo Barcala, mártir sublime [...]. Y treinta dos años después, las dos terceras partes de una generación ignoran que haya existido un hombre que, teniendo la epidermis negra, llegase a general y gobernador de la provincia de su nacimiento. Duerme aún sobre el lecho del olvido que el perjuro le tendió a la sociedad de color Argentina, pero los cabellos de la aurora empiezan a iluminar la naturaleza (La Juventud, 30 de octubre de 1878, cursivas en el original). El olvido del sacrificio negro, que parecía ser un hecho consumado y que presentaba características de una lucha en completa desigualdad de condiciones, era uno de los reclamos que más eco encontraba en los periódicos afroporteños. ¡Parece mentira que una sociedad tan ilustrada, tan decente, tan fina, como lo es la nuestra, no supiera rendir culto a las tradiciones gloriosas que en la guerra de nuestra independencia, grabaron con su sangre, en los campos de Maipú y Chacabuco, los batallones de negros y mulatos! ¡Sí! ¡Porque esa libertad de que gozan los que hoy los escarnecen, no se la deben a ellos mismos, sino a los sacrificios heroicos y abnegados de esa raza indomable que llevó su aliento de gigante hasta las nevadas crestas de los Andes! (La Broma, 20 de noviembre de 1879). En el segundo caso, la invisibilidad de la presencia negra en las armas se enfatizaba con la idea de la utilización de los batallones de pardos y morenos como carne de cañón en las batallas, imagen que ha llegado hasta nuestros días y que constituye una de las hipótesis explicativas más significativas de la desaparición de la población negra de Argentina (Andrews 1989) -refrendada por los propios afroporteños. Al respecto, un periodista afroporteño decía: “Hasta la fecha, sólo se acuerdan de nosotros en los momentos supremos de la batalla, cuando podemos servir de carne de cañón” (La Broma, 11 de 282 Lea Geler septiembre de 1879). Mientras otro afroporteño, Rufino Corpe, expresaba algo similar en una carta de lectores: Como Ud. sabe, cuando las invasiones inglesas amenazaban desde el Cabo de Buena Esperanza; cuando la gigantesca lucha de la independencia de las provincias unidas de Sudamérica; como en las luchas sucesivas del patriotismo y la libertad contra el despotismo y la tiranía, nuestros semejantes eran la carne de cañón. Si hombres de una clase trazaban planes, de otra los ejecutaban (La Broma, 25 de septiembre de 1879, cursivas en el original). Desde los periódicos comunitarios, entonces, se luchaba contra la invisibilización negra en las armas y en la historia nacional -que hasta el momento eran lo mismo-, asentada en la no-mención de su presencia particularizada. Simultáneamente, al defender esta presencia en situación de suma desigualdad frente al aparato de la historiografía nacional en ciernes, los afroporteños consolidaban la idea de haber sido utilizados como carne de cañón, dando pie a una explicación aparentemente lógica de su desaparición. Siguiendo a Quijada (2000), hay que tener en cuenta que la Argentina fue construida como nación-Estado a partir de la idea de unidad territorial habitada por una comunidad política en la que residiría la soberanía, convirtiendo así al territorio en un nexo comunitario primordial y constitutivo. Por ende, la historia de la defensa/conquista de este espacio territorializado (Alonso 1994) se transformó en una parte fundamental de la Historia Nacional, una historia cuyos textos fundacionales -como los que escribía Mitre- no solo se imponen como verdad (Trouillot 1995) sino que “guían la puesta en memoria oficial de la historia patria a la vez que se proponen orientar las prácticas políticas” (Narvaja de Arnoux 2006: 66). Así, el territorio argentino, aquel por el que los hombres y las mujeres afrodescendientes luchaban y morían, se entendía como la base de la nueva familia argentina que crecía como un “árbol” regado con la sangre de los soldados. Esta era la ideología que secundaba al afamado escritor Eduardo Gutiérrez, cuando hizo el siguiente comentario sobre el padre del coronel Morales y el coronel Sosa, otro famoso militar afrodescendiente: [...] [l]os negros y mulatos, cuya sangre se ha mezclado a la nuestra en todas las batallas por la libertad, formaron el antiguo batallón de Patricios, donde sirvió el mismo padre de Morales, formando más tarde aquel batallón [...] al mando del heroico coronel Sosa, en cuyas filas gloriosas hizo su aprendizaje (Gutiérrez [1886]: 2005: 71) También era el marco en el que el reconocido intelectual Vicente Quesada expresó: “La raza negra se mezcló en la guerra de la independencia y derra- Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 273-294 283 mó su sangre con el mismo brío y heroicidad que lo hizo en las invasiones inglesas” ([1889] 1998: 85). La constante reivindicación por el derramamiento de sangre negra sobre el territorio nacional realizada tanto por los intelectuales, tanto afrodescendientes como no afrodescendientes, ponía nuevamente dos visiones en disputa: la particularización que se reivindicaba versus la integración, en un incipiente imaginario de pueblo moderno/ civilizado/ blanco. La sangre derramada permitía el crecimiento de las raíces del árbol de la familia nacional, base de toda construcción del Estado nacional como comunidad imaginada (Anderson 1993), uniendo a los afroporteños con el resto de la sociedad -cuya sangre también había sido vertida en los campos de batalla. Este proceso de integración -discursiva-emotiva, pero también corporal- denominado por Quijada (2000) como alquimia de la tierra, permitía desligarse de ascendencias particulares y trazar lazos que también eran reivindicados por los afroporteños: “[...] hoy es un gran día para todos los argentinos de buena voluntad […] los verdaderos argentinos, los descendientes de Moreno, Rivadavia, San Martín y Belgrano” (La Igualdad, 12 de abril de 1874). Sin embargo, esta imagen era problemática y no fue tan fácilmente aceptada, como evidencian las palabras del intelectual y militar afrodescendiente Froilán Bello cuando exclama: “[...] amo a mi sangre como a mi patria, y creo que buscando la dignidad de una encontraré la grandeza de la otra” (La Perla, 6 de octubre de 1878). Igualmente, La Juventud reutiliza el argumento sanguíneo, pero para reprender a quienes intentaban desligarse de su ascendencia, que “[...] en momento dado llegarían hasta negar la heredad de esa sangre con que los antepasados tuvieron que regar los campos de batalla, para dejarnos tan sólo las cenizas rociadas con la gloria que otros hoy disfrutan sin haberla conquistado” (La Juventud, “Última hora”, 20 de enero de 1878). De este modo, el reclamo de mención particularizada sugiere una fuerte tensión entre el reconocimiento de los negros y mulatos en la historia y la posibilidad de fusión en el imaginario nacional incoloro, y en una etnicidad/ racialidad invisible (Balibar 1991); dado que la ideología de construcción nacional se anclaba en la conquista territorial como forma de consolidación de la “familia nacional” y en las metáforas sanguíneas -igualando en el rojo. Los afroporteños, por su parte, también reivindicaban: “[...] nosotros, que somos hijos humildes del pueblo, que llevamos la sangre de los argentinos, nos asociamos en el justo dolor que siente la República, por la pérdida [de Alsina]” (La Broma, 3 de enero de 1878). Para la historia argentina, Moreno, San Martín y Belgrano son héroes de la independencia. Rivadavia, por su parte, fue el primer presidente argentino, y su relevancia aquí estriba en que se decía que era “mulato” y su apodo era “Doctor Chocolate”. 284 Lea Geler Puede entreverse, entonces, que la ideología de la familia nacional -que se construía desde el Estado como homogénea -europea/ civilizada/ blanca- se producía también desde los elementos que podrían considerarse en principio heterogeneizantes -africanos/ bárbaros/ negros-, lo que muestra, en este caso, un proceso de producción de identificación nacional común pero también la existencia de un gran conflicto en los implicados. Para los afroporteños, la carrera militar era un modo doloroso y contradictorio de asegurarse una inclusión silenciosa en la familia nacional -evitando la temida marginalidad- y para algunos, simultáneamente, era una manera de conseguir beneficios por prestigio y relaciones. No obstante, la inclusión en la nación también dependía de otro deber ciudadano que los afrodescendientes argentinos podían ejercer: el derecho a votar, aunque no fuera obligatorio. MILITANTES Y PATRIOTAS Desde las primeras décadas posrevolucionarias, los afrodescendientes estuvieron involucrados en el mundo de la política (Quijada 2000). Su ejercicio del derecho electoral estaba garantizado por la inserción en la ciudadanía masculina amplia, que se consolidó en el río de la Plata después de la caída de Rosas, contexto en el cual se asentaron prácticas como el clientelismo, el caudillismo y el paternalismo -desarrolladas por líderes políticos que movilizaban votantes y milicias de sectores populares para acceder o conservar el poder (Goldman y Salvatore 2005). En este sentido, los afroporteños se constituían en un grupo susceptible de ser reclutado, y su importancia no era poca. La comunidad afroporteña fue partícipe de los acontecimientos políticos que signaron al país, apoyando a las distintas facciones en pugna, luchando ardientemente por sus candidatos y haciendo proselitismo a través de sus publicaciones (Geler 2007b y 2010). Al igual que sucedía con la carrera militar, el protagonismo afro en la movilización urbana de votantes creó una plataforma legitimada socialmente para reclamar: Tenemos derecho incuestionable porque no sólo en los campos de batalla, sino en las luchas pacíficas de la democracia se han utilizado nuestras fuerzas, propendiendo ellas a la fundación y consolidación de las instituciones que nos rigen (La Perla, 6 de octubre de 1878). Utilizo la palabra partido sobreentendiendo que se trata de una “facción”, palabra utilizada por los periódicos de la época utilizaban para definir a la facción política, características formaciones personalistas que no tenían una estructura programática, como tienen los partidos políticos constituidos. Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 273-294 285 La movilización urbana de votantes, captados del humilde mundo del trabajo (Sábato y Palti 1990), era fundamental para el sistema electoral. Los mecanismos fraudulentos y violentos en uso invitaban a la búsqueda continua de votantes y, de ser necesario, gente que saliera a luchar. La precaria situación económica de los afroporteños llevó a que este tipo de ofrecimientos -tanto de trabajo como de dinero- resultaran interesantes. Sin embargo, el sistema de captación de gente movilizada, basado en la extensión de redes clientelistas, también generaba grandes críticas entre los afroporteños. Particularmente, los periódicos comunitarios alertaban a los afroporteños contra la manipulación de los llamados caudillos -agentes movilizadores pertenecientes a las elitesy/o de quienes denominaré punteros -agentes movilizadores afroporteños: Hombres sin principios, sin ilustración, sin la suficiente independencia y energía para saberse conducir en medio de las borrascas políticas, que de manera tan inusitada como violenta suelen estallar periódicamente entre nosotros han ido a las Cámaras. ¿A qué? A vivir atados al carro tradicional de los partidos personales, siguiendo y secundando las inspiraciones de los viejos caudillos (y empleamos esta palabra en su verdadera acepción) para después retirarse muy satisfechos al seno del hogar, sin haber hecho absolutamente nada útil ni benéfico para la patria (La Juventud, 30 de julio de 1878). Como puede observarse, en esta queja se traslucían algunas de las ventajas, no menores, que muchos punteros obtenían siguiendo a los caudillos y fomentando la red clientelar. Aunque estos beneficios no eran tan fáciles de conseguir. En los periódicos frecuentemente se podía leer que, cuando el tiempo electoral pasaba, muchas de las promesas hechas a los movilizados caían en el olvido. En este sentido, los periódicos hacían denuncias directas sobre el incumplimiento de las mismas, existen varios y elocuentes ejemplos: Siempre hemos sido y somos despreciados por aquellos que hemos ayudado a subir al poder. Se han servido de nosotros como de un peldaño para escalar los puestos públicos, y una vez en ellos nos han pagado con el menosprecio y hasta con arrebatarnos nuestros derechos de ciudadanos […]. En el club A o B, donde sólo asiste la aristocracia del dinero (porque en nuestro país no se reconoce la aristocracia de los pergaminos y de la sangre), donde le era prohibida la entrada a un negro, vemos recibir con amabilidad a aquel a quien antes se le cerraban las puertas y hasta obsequiarlo, por aquel individuo que en otra ocasión cualquiera se rebajaría de su jerarquía dirigiendo la palabra a un negro […]. A nuestro héroe, el caballero C le ceden el mejor sitio. El secretario da cuenta de los trabajos practicados, la mayor parte de los cuales fueron llevados a cabo por C, todos al tener conocimiento de ello, felicitan a C. Éste se halla anonadado al verse colmado de elogios por 286 Lea Geler aquellos caballeros, y no sabe qué decir [...]. Las cosas siguen así, llega el día de la elección, el candidato que defiende C triunfa, sube al poder, y una vez en él se olvida de C y de todos los negros que contribuyeron a su elección, y en vez de hacerlos respetar como ciudadanos que son, es el primero en menospreciarlos. Así se cumplen las promesas de todos los que aspiran al mando (La Broma, 21 de marzo de 1880, cursivas en el original). En este artículo queda clara la extraordinaria importancia que se otorgaba tanto a la participación electoral como a la movilización de la comunidad afroporteña por parte de la “aristocracia del dinero”. También muestra que los momentos electorales eran un espacio en donde los hombres afroporteños podían vivir realmente la igualdad, que la constitución declaraba ley. No cabe duda, pues, que la pasión que despertaba la política en esos tiempos entre los afroporteños debía ser muy intensa, ya que les permitía despojarse de la marca de la ignominia a quienes todavía no podían hacerlo porque sus pieles eran relevadas como más oscuras, o porque sus comportamientos remitían aun a una barbarie en expulsión o a un mundo popular en disciplinamiento10. Sin embargo, también quedaba explicitado que los grupos hegemónicos en general “olvidaban” los favores prestados por los afroporteños -aunque no todos- lo que provocaba las continuas quejas de los intelectuales afroporteños: [...] cuando presienten que el caudillo de sus afecciones está por perder el turrón de la presidencia, o el confite de la gobernación de provincia […] no hay gente mejor, ni más buena, ni más patriota que esos hombres del pueblo, calificativo con que se les designan, sin duda con el objeto de que sean más distinguidos (La Juventud, 10 de octubre de 1878). Más allá de la visión crítica y certera que tenían los afroporteños de los acontecimientos en que se veían envueltos, el sistema caudillista que imponían los grupos hegemónicos, del cual los intelectuales afroporteños se quejaban, no parecía pronto a abandonarse. Los momentos electorales permitían instaurar erosiones de fronteras o pasajes, posibilitando a quienes antes eran negros, pasar a ser “pueblo”, un pueblo que en ese preciso momento era el soberano. Por eso, a pesar de reconocerse insertos en una estructura de engaños y manipulaciones, los afroporteños no podían –ni, presumo, querían- abandonar su actividad en un ámbito que los hacía imprescindibles para el sistema y que les permitía erigirse como ciudadanos comprometidos e identificados con diversas causas, despertando en ellos amores, desamores y en definitiva, tal como lo solían mencionar los redactores de los periódicos, pasiones: “[...] en el seno de esta desgraciada comunidad existen centenares de ciudadanos 10 Sobre estos temas, ver Geler (2010). Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 273-294 287 que viven sumergidos en la oscuridad y el dolor; compelidos por el engaño y las pasiones políticas” (La Juventud, 20 de enero de 1878). Justamente, Mouffe relaciona la pasión política con “las diversas fuerzas afectivas que están en el origen de las formas colectivas de identificación” (2007: 31), siendo “una de las principales fuerzas movilizadoras en el campo de la política” (2007: 31). El hecho de votar implica una enorme carga afectiva y pone en acción fuertes cuestiones de identificación; según sus propias palabras Para actuar políticamente, las personas necesitan ser capaces de identificarse con una identidad colectiva que les brinde una idea de sí mismas que puedan valorizar. El discurso político debe ofrecer no sólo políticas, sino también identidades que puedan ayudar a las personas a dar sentido a lo que están experimentando y, a la vez, esperanza en el futuro (Mouffe 2007: 32). Considero que esta comunidad estigmatizada tenía mucho que ganar cuando se movilizaba políticamente, corporizándose como “pueblo” y como ciudadanos soberanos -los hombres, al menos. Esta movilización se hacía con un altísimo grado de compromiso afectivo, como el que se ponía en juego en los cuerpos militares para defender a la patria, y con esperanzas y expectativas de futuro. De hecho, la movilización política era el modo en que la historia de las luchas de los afrodescendientes volvía a la palestra, transformada en amor a la patria y a su sistema de gobierno. Era el momento en que las castas se suprimían, en que se los buscaba y agasajaba mostrándoles que eran ciudadanos de derecho, soberanos y necesarios para que el sistema funcionara; era cuando se configuraban alianzas con los grupos de poder. Pero también era la manera en que los afroporteños adquirían experiencia de lucha -que utilizarían al igual que otros amplios sectores sociales en conformación, como el sector obrero- que podía servir de plafón para estructurar demandas compartidas, en el sentido de Laclau (2007), y sobre todo, un profundo pensamiento autorreflexivo y crítico que volcaban en sus periódicos: Creemos que es muy honroso, más aún, consideramos un deber, una obligación, el que todo ciudadano ejercite el derecho de sufragio, libre y pacíficamente, llevando al gobierno y a los parlamentos los candidatos de sus afecciones. [...] Somos partidistas [...] Estos son los títulos que tenemos para levantar nuestra humilde voz, y decirles a nuestros hermanos, a los hombres de color: “Que si bien es cierto que en el seno de los partidos se cometen algunas injusticias, ciertas iniquidades, ciertas ingratitudes que laceran el corazón de todo hombre bien intencionado y patriota, no por esto la existencia de aquellos es peligrosa, pues en circunstancias dadas, ella es necesaria, útil y benéfica para los pueblos” (La Juventud, 30 de julio de 1878, cursivas en el original). 288 Lea Geler Pese a saber que los caudillos manipulaban y que en los partidos no todo era igualdad y fraternidad, muchos afroporteños se sentían absolutamente vinculados con las formas y los espacios políticos. Entendían el participar como un servicio a su patria y una legitimación democrática, que les permitía ejercer su derecho ciudadano y también la soberanía, que como pueblo les pertenecía. Así, las elecciones en particular y la política en general ponían en juego pasiones e identificaciones que eran muy importantes para esta comunidad. Los afroporteños podían corporizarse en el ciudadano argentino que luchaba por su patria y por los derechos que ellos mismos, o sus antepasados, habían conquistado en los campos de batalla. A esto hay que agregar que, a pesar de que los afroporteños denunciaran las prácticas habituales de los caudillos y gente de la “aristocracia”, la alianza política con los grupos de poder dejaba beneficios no solo en plano simbólico-afectivo sino también, y no menos importante en tanto estamos frente a una comunidad en general muy pobre, en el material. Por ejemplo, la composición de la comisión directiva del Club Unión Autonomista -que apoyaba la candidatura presidencial de Julio Argentino Roca en 1880- incluía a gran parte de los impulsores de la red asociativa afroporteña, mucehos de los que pueden verse allí tenían puestos estables en distintas reparticiones del Estado (Geler 2010), algo en esa época habitualmente se obtenían como pago de favores políticos. Además, cuando el intelectual afroporteño Santiago Elejalde publicó varios de sus escritos, en uno de los periódicos comunitarios se brindó la siguiente información: Saben ya nuestros lectores que nuestro amigo Elejalde ha publicado en folleto sus producciones [...]. Pues bien, el Gobierno de la Nación, haciendo justicia a la dedicación de Elejalde [...] se ha suscripto a cien ejemplares de su folleto. Es este un hecho que por primera vez sucede entre nosotros y le honra tanto al que lo recibe como al que lo practica. Por esto La Broma [...] quiere agradecer al Gobierno, y en particular al Dr. Lastra, por cuyo Ministerio se ha dictado la resolución a que aludimos, por el honor dispensado a uno de nuestros hermanos, con tal conducta él se hace acreedor a las simpatías de todos, su proceder es digno del verdadero hombre de Estado que sabe interpretar la Constitución (La Broma, 6 de diciembre de 1878). Existen también varias descripciones -especialmente las de Mitre11- sobre ciertos personajes conocidos de la comunidad afroporteña en las cuales se 11 Según Gesualdo (1982), este lloró ante el sepulcro de Casildo Thompson. Con respecto a Manuel Posadas, según Ford (1899) colaboraba como periodista en el diario de Mitre, La Nación. Unos años antes, en 1856, el coronel Domingo Sosa -cuya carrera militar ejemplifica la posibilidad de ascenso social a través de las armas para los africanos y afroargentinoshabía obtenido una banca de diputado por la provincia de Buenos Aires, después de haber luchado junto a Mitre (agradezco a Mónica Quijada por este último dato). Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 273-294 289 alude a ellos como sobresalientes militares a los que se les rindió homenaje público -como el caso de Morales-, y cuya lealtad fue recompensada mediante las deferencias y los beneficios que de estas relaciones se podían obtener. De este modo, las alianzas políticas de los afroporteños con los grupos hegemónicos derivaban en palpables beneficios y en espaldarazos simbólicos y económicos importantes. Y aunque lo hicieran a desgana y con cuentagotas -posiblemente de forma acotada a los períodos electorales-, los hombres de la “aristocracia” se mostraban respaldando a los afroporteños cuando era necesario. Esto sucedió, por ejemplo, cuando el ministro del interior, Laspiur, bendijo el panteón de la hermandad del Rosario, mayormente compuesta por afroargentinos; también cuando Estrada, secretario de la municipalidad de Buenos Aires, bendijo el estandarte de la sociedad mutual afroporteña La Protectora (Geler 2010). En contrapartida, los grupos hegemónicos afianzaban su poder, al mismo tiempo que se reforzaban al Estado y sus instituciones, en las que muchos afroporteños trabajaban y que, a la vez, sustentaban y consolidaban. Para Gramsci (en Hall 1985), la construcción de hegemonía -siempre inestable- resulta de un gran nivel de consentimiento popular a un liderazgo ético, una autoridad que se impone, pero que se propaga socialmente mediante el consenso. Esa hegemonía no se ve representada por una clase dominante sino por un bloque histórico, compuesto por ciertas fracciones o la totalidad de las clases económicas dominantes pero asociadas con ciertos grupos subalternos o clases dominadas, que obtienen concesiones y compromisos específicos de parte de los grupos de poder, aunque en un rol subordinado. Estas alianzas constituyen una formación hegemónica que tiene su propia y específica composición y configuración. Creo posible pensar que la comunidad afroporteña participaba de la formación hegemónica de la República Argentina -que consolidaba un Estado que sustentaba su proyecto económico-, como grupo subordinado. En este sentido, la conquista del territorio nacional y el apoyo político-electoral a los diversos grupos en el poder estatal constituyeron vías de alianza en las que los afroporteños se vieron envueltos, accionando según sus posibilidades e intereses. La práctica política tanto como la militar habrían sido algunos de los mecanismos más importantes de imbricación material y afectiva en el tejido e imaginario social de los heterogéneos grupos que iban construyendo la nación homogénea. PALABRAS FINALES Para los afroporteños, tanto la carrera militar como la lucha política eran vías donde expresar amor por su patria y por principios e ideas con las que 290 Lea Geler estaban comprometidos, y que defendían. Pero además, ambas instancias abrían el camino a muchos afroporteños para constituirse en el ideal del ciudadano argentino militar y político, haciéndose artífices reales de los destinos del país y conformándose como ejemplos para el resto de la población. Si la conquista del territorio nacional permitió a los afroporteños conformarse como argentinos de pura cepa, la lucha política fue fundamental para afianzar esa identificación con la de ciudadano. Asimismo, les permitía acceder a múltiples beneficios, como prestigio, poder e incluso un mejoramiento la situación económica a través de la obtención de cargos en el Estado -algunos de ellos de representación. Simultáneamente, los grupos hegemónicos, poseedores de la tierra conquistada, se aseguraban el proyecto económico agro-exportador y el control político del aparato estatal en consolidación. En ese contexto, cualquier visibilización de lo negro quedaría vedada, ocultada, olvidada, activándose la idea de desaparición por carne de cañón y consolidándose aquella fundamental de pueblo soberano, que contenía la sangre mezclada de quienes habían luchado por la patria y que permitiría a los afroporteños integrarse en el invisible racial, cuando comenzaba a gestarse la paulatina esencialización de la nación (Bertoni 2001). Como vimos en el caso de José María Morales, no se escatimaron esfuerzos para honrar a los afroporteños que sobresalían en el ámbito militar y/o político, aunque no se explicitara que se trataba de afrodescendientes y que, paradójicamente, esta participación sentara la base discursiva de su desaparición. Esta negociación en desigualdad de condiciones promovió la inserción de los afroporteños en las ideologías de la nación; sin embargo, no impidió que estos cuestionaran, debatieran y propusieran alternativas sobre cómo incluirse en esta nación que los obligaba a ocultar y a olvidar su propia historia. Se descubre así el proceso de imposición hegemónica de la ideología dominante (Williams 1980), pero también se observa cómo muchos afroporteños, al contrario de lo que suele indicarse y aun dentro de un marco de desigualdad radical, se convirtieron en fundamentales agentes históricos en el forjamiento o modificación del proyecto territorial y económico de la nación argentina moderna-homogénea blanca/ europea, aun vigente. Fecha de recepción: 29 de marzo de 2012 Fecha de aceptación: 3 de septiembre de 2012 FUENTES La Broma (1876-1882). Biblioteca Nacional Argentina, Sala del Tesoro. La Igualdad (1873-1874). Biblioteca Nacional Argentina, Sala del Tesoro. Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 273-294 291 La Juventud (1876-1879). Biblioteca Nacional Argentina, Sala del Tesoro. La Perla (1878-1879). Biblioteca Nacional Argentina, Sala del Tesoro. BIBLIOGRAFíA Alonso, Ana María 1994. The Politics of Space, Time and Substance: State Formation, Nationalism, and Ethnicity. 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Las lecturas actuales de ese corpus fotográfico, desde experiencias de recepción, permiten que el testimonio oral actualice las percepciones históricas. Con ello buscamos explorar, por un lado, cómo es representado cada grupo socio-étnico y de qué modo esas representaciones se convierten en memorias visuales de sus comunidades. Por el otro, procuramos indagar sobre las correspondencias y/o contradicciones entre lo que las narrativas fotográficas históricas (re)presentan, como referentes de memorias visuales, y lo que los receptores actuales identifican o (des)conocen, como parte de memorias identitarias en construcción, en una Provincia que desde el discurso político-cultural se busca mostrar como un crisol de razas. Palabras clave: fotografía indígena - inmigrante - Chaco - memoria Abstract This paper analyses the visual representations of indigenous and immigrants located on Territorio Nacional del Chaco (National Territory of Chaco), Argentina, based on traces of enunciation and visual narratives constructed in/ through photography. The current readings of this photographic material, from experiences of reception, allowed the updating of historical perceptions through the oral testimony. In this way, we first explore how each ethnic group is represented and how these representations became visual memories of their communities. Furthermore, we search for correlations or contradictions between what the historical photographic narratives (re)presented, as references of visual memory, and what current receivers identify o do not acknowledge as part of their identities and memories under construction, in a Province considered a melting pot by the political and cultural discourse. Key words: indigenous photography - immigrant - Chaco - memory Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 295-321 297 Introducción El Territorio Nacional del Chaco -actual provincia del Chaco, Argentina- ha sido visualizado a partir de dos universos étnicos considerados históricamente como antagónicos: el indígena y el inmigrante, los que se han presentado en el imaginario social como dos mundos homogéneos, opuestos y estáticos. Este trabajo propone un análisis complementario y/o contrastante de las representaciones fotográficas de ambos universos a partir de conjuntos de imágenes de fines del siglo XIX y primeras cuatro décadas del siglo XX que puedan poner en discusión conceptos como los de memorias en o del contacto atendiendo al eslogan crisol de razas que, desde los ámbitos políticoculturales, se ha buscado legitimar a partir de la década de 1960. El trabajo se articula en dos grandes campos; por un lado, el análisis de las huellas de enunciación de los universos visuales de indígenas e inmigrantes, atendiendo a las narrativas visuales y los modelos de relato que se construyeron sobre ellos -es decir, cómo se representa. Por otro lado, indagamos acerca de las lecturas actuales de ese corpus fotográfico -las “experiencias del ver” (Didi-Huberman 2006 y Belting 2007)- de indígenas e inmigrantes, donde los testimonios orales actualizan los imaginarios visuales Ubicada en el nordeste de la República Argentina, forma parte del Gran Chaco, amplia región que comparten Paraguay, Bolivia y Argentina. La actual provincia del Chaco está limitada al norte por el río Pilcomayo, al este por los ríos Paraná y Paraguay, al oeste por las estribaciones de las sierras subandinas y al sur por los territorios que se hallan entre los ríos Salado y Dulce. Aunque abordaremos más adelante algunos ejemplos que, desde el ámbito cultural y político, buscaron legitimar este imaginario del crisol de razas, vale señalar que pese a que el concepto de raza había sido una categoría abolida hacía tiempo desde la biología y la antropología, permanecía vigente como representación social en el contexto chaqueño. Sobre la permanencia de este concepto como representación social véase Segato (2007:132). Al referirnos a las huellas de enunciación involucramos el punto de vista del fotógrafo, la ideología implícita en la construcción visual, las convenciones iconográficas que la sustentan, la visión de mundo que buscan construir en su individualidad o en una lectura de paquetes textuales. Estas huellas de enunciación se vinculan con la “construcción visual del campo social” (Mitchell 2003: 24) que trataremos más adelante. Los testimonios orales permiten, por un lado, una reflexión y mirada de/sobre las imágenes de los actores involucrados en ellas -aún cuando no hayan sido sus comitentes, como en el caso de los indígenas- cuya subjetividad en los sentidos atribuidos, contribuye a 298 Mariana Giordano históricos, identificándose o alejándose de las huellas de enunciación que en ellos habíamos identificado, (de)construyendo las memorias visuales y las fronteras interétnicas. Con ello buscamos explorar las correspondencias y/o contradicciones entre lo que las narrativas fotográficas históricas (re)presentan, como referentes de memorias visuales desde la lectura de un cientista social, y lo que los receptores actuales identifican o (des)conocen como parte de memorias identitarias en construcción. Para ello debemos atender -desde el rol de la imagen- a las relaciones intra e interétnicas resultantes del escenario económico, político y cultural en que se convirtió el Chaco. De tal forma, afirmamos que los modos en que históricamente fueron (re)presentados indígenas e inmigrantes del Territorio Nacional del Chaco en la fotografía, se orientan a referenciar universos y memorias compactos y homogéneos que invisibilizaron las diversidades interétnicas y contribuyeron a construir fronteras visuales, según modelos hegemónicos de representación. Esos universos son (de)construidos por el testimonio oral a partir de una propuesta dialógica con referentes actuales, recuperando memorias individuales, familiares y comunitarias, y redefiniendo fronteras interétnicas que en nuestro análisis intrafotográfico suponían una narrativa unívoca, o que se habían invisibilizado. En la producción de la imagen del indígena, el fotógrafo es un interlocutor de muchas miradas previas, de imaginarios que proceden incluso de la época hispánica, y que instauraron ciertas marcas de representación de ese “otro” como expresión clara de un colonialismo visual. Pero en esas miradas, no participaron los sujetos que constituyen el referente de la imagen: es que ellos no fueron “sujetos” del proceso dialógico sino meros “objetos” de representación. En la producción de la imagen del inmigrante, los sujetos (re)presentados son, a la vez, sujetos de interacción. Aunque generalmente la imagen no es producida por ellos mismos, intervienen en su enunciación en tanto se trata de un modo de representación que ha constituido una forma de construir su propia identidad y de perpetuar la memoria, lo que implicaba una complejizar el análisis. Por otro lado, permiten posicionar las imágenes en un contexto en el cual el testimoniante -o su grupo social, o familia- ha sido protagonista y cuyos códigos culturales le son cercanos, desagregando, desarticulando y rompiendo la linealidad de elementos del contexto que, tanto desde la historiografía como desde nuestra aproximación analítica sobre el corpus fotográfico, pueden derivar en una interpretación unívoca de las representaciones de familia. Sobre una aproximación a las construcciones conceptuales de grupo étnico, etnicidad y relaciones interétnicas véase, Ringuelet (1986); Briones (1998); Bari (2002), entre otros. Más adelante volveremos sobre este aspecto. Sobre la representación del indígena chaqueño consúltese Giordano (2004, 2007), entre otros. Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 295-321 299 mirada al futuro pues confiaban en que “ella nos sobrevivirá” (Didi-Huberman 2006: 12). Así, el objeto de representación participa en la densidad significante de la imagen, de ahí lo propio que esta visualidad afirma. En todos los casos, lejos de asumir a la fotografía como una ventana al mundo, la consideramos como una puesta en escena cuyos códigos y marcas de identificación logran una significación diferencial, según se trate de la presencia de los objetos en tanto sujetos de enunciación -tal el caso de los inmigrantes- o, por el contrario, desde una posición de colonización del ser (Quijano 2004) -en el caso de los indígenas- donde la narrativa visual producida no los contempla como sujetos de enunciación. En este trabajo se cruzan análisis que proceden de la historia de la fotografía, la iconografía, la historia cultural con los estudios sociales sobre la representación y recepción vinculados a los estudios visuales. Siguiendo a Mitchell (2003), ello nos permitirá describir las relaciones entre la visión y las prácticas culturales específicas sin caer en una posición iconoclasta, que considere a la imagen como el único elemento en la construcción de lo social. En tal sentido, también interesa tener en cuenta la “vida” de las imágenes, cómo ellas nos “devuelven la mirada” (Mitchell 2003: 35); cómo esa vida se transforma en “muchas vidas” (Mason 2001), cómo se produce la “movilidad” de las imágenes, donde se articula una “construcción visual del campo social” (Mitchell 2003: 34). El hecho de trabajar en dos contextos, el de producción y el de recepción, supone abordajes teórico-metodológicos particulares a la imagen: en el primero de los casos, se plantea un análisis iconográfico sobre las huellas de producción, centrando en lo intrafotográfico y vinculado al campo fotográfico. Ello supone partir de diferentes enfoques que aluden a la imagen como portadora de sentidos, significados y poder, como constructo cultural y estético, como instrumento de un proceso de dominación y de delineación de una memoria propia o alterna. Por su parte, la recepción implica la utilización de la fotografía como herramienta, es decir como “disparador” de memoria. Desde el concepto de economía visual Poole (1997) aborda la producción visual del mundo andino a través del análisis del nivel de producción, circulación y consumo. En otras oportunidades hemos tratado sobre estos niveles para el tratamiento de la imagen del indígena. En este caso, nos centraremos en la producción y recepción, sin analizar los diferentes contextos iconográficos en que estas imágenes han circulado, sólo atendiendo a la guarda/ conservación de ellas. El campo fotográfico se define como el espacio representado en la materialidad de la imagen que constituye la expresión plena del espacio de la representación fotográfica, pero la compresión e interpretación del campo visual presupone siempre la existencia de un fuera de campo que opera en forma contigua, y constituye también el sustento de aquel. Véase Dubois (1986). 300 Mariana Giordano Al respecto, podríamos relacionarla con el concepto de “foto elicitación”, utilizado desde la sociología visual por Harper (2002: 13) quien plantea que esta técnica se basa en la simple idea de insertar fotografías en la entrevista de investigación10. Así, en la entrevista con imágenes es donde se hace presente la oralidad. Según da Silva Catela et al: entre la imagen y la palabra se dan relaciones de reciprocidad. En cada construcción narrativa de testimonios, en cada acto de memoria y proceso de recordación, lenguaje e imagen se nutren de intercambios fundamentales para la construcción de las representaciones sobre lo que allí sucedió” (da Silva Catela, et al. 2010: 12). De esta manera, la instancia de recepción se enmarca dentro de una metodología dialógica con las imágenes, retomando las huellas de enunciación que habíamos analizado previamente, a partir de la lectura que indígenas e inmigrantes han realizado de este imaginario11. Dada la cantidad de imágenes existentes, acotaremos el análisis en la instancia de producción a aquellas que provienen de fines del siglo XIX y las cuatro primeras décadas del siglo XX; y en el caso de los indígenas, a las que fueron realizadas por fotógrafos comerciales12. En las instancias de 10 La utilización de esta técnica podría ser discutida en tanto se supone que las imágenes deben representar dimensiones íntimas de la experiencia personal de los sujetos informantes/testimoniantes, o cuando el objetivo del investigador es el descubrimiento de definiciones y categorías culturales (Harper 1988: 66). Si la dimensión íntima puede afirmarse en las fotografías de inmigrantes, en el caso de las representaciones del indígena no podemos afirmar a priori que las imágenes que les acercamos -desconocidas por ellos- puedan suponer una respuesta de identificación sensible a las mismas, ni que las reconozcan como parte de su memoria familiar o social. Además, no es objetivo de este trabajo el descubrimiento de categorías culturales, por ello afirmamos que el testimonio oral se acerca a la entrevista de la foto-elicitación desde un sentido más amplio, ya que este recurso es aplicable a aquellas imágenes que en el diálogo entre investigador e informante asumen un sentido para estos últimos -que puede ser de reconocimiento o de amenidad. 11 Las experiencias de recepción con indígenas se realizaron de forma continua entre 2005 y 2011 con los tres grupos étnicos chaqueños, mientras con los inmigrantes se iniciaron en 2008, retomándose en 2011, por lo tanto lo aquí expuesto corresponde a los primeros resultados obtenidos de esta investigación dialógica a partir de las imágenes. 12 En trabajos previos hemos analizado tanto éstos productores de imágenes fotográficas como otros procedentes del ámbito religioso y hemos abarcado producciones que tienen como referentes a grupos étnicos del Gran Chaco (Giordano y Méndez 2011; Giordano 2006), de agentes del Estado Nacional (Giordano, 2011c), de fotógrafos comerciales y artistas (Giordano y Reyero 2010) y de múltiples emisores (Giordano 2004; 2007; 2011b Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 295-321 301 recepción, hemos trabajado con entrevistas individuales o colectivas a partir de ese corpus previamente seleccionado y analizado. Estas experiencias de recepción, se realizaron con indígenas de las localidades de Nueva Pompeya y Colonia Aborígen, espacios donde los grupos indígenas fueron sometidos a diferentes procesos de sedentarización, disciplinamiento y cambio cultural13. Las instancias de recepción planteadas para la fotografía de inmigrantes se realizaron en las localidades de Las Breñas y Villa Ángela; la primera, asumió el carácter de Capital provincial del inmigrante desde 1974, dado que concentró la mayor cantidad de nacionalidades en la provincia del Chaco14. La segunda, en el sudoeste chaqueño, además de contar con una importante colectividad italiana, también española, húngara, judía, polaca y alemana, se encuentra ligada, por su ubicación, a la colonia indígena El Pastoril y otros asentamientos mocovíes del norte de la Provincia de Santa Fe. Sobre la producción de fotografías de indígenas e inmigrantes en el Chaco La fotografía se introduce en el Chaco a partir del avance progresivo de la frontera norte que el Estado Nacional argentino realiza desde la década de 1870, y que encuentra sus puntos culminantes en las grandes campañas militares de 1884 y 1911-1912. La población indígena sufrió un proceso de sometimiento, sedentarización y fue insertada compulsivamente como mano de obra en el nuevo sistema económico. A la vez, los mecanismos de territorialización y diferenciación aplicados por el Estado Nacional implicaron y 2012), entre otros. Por su parte, es amplia la bibliografía de contexto histórico-institucional que nos permite referir al rol del Estado en las empresas colonizadoras, como a las relaciones interétnicas que se dieron no solo en lo que fueron los Territorios Nacionales de Chaco y Formosa sino en una dimensión ampliada al Gran Chaco. Algunos de los textos de importancia son: Lagos (2000); Trinchero (2000); Teruel (2005); Gordillo (2006) e Iñigo Carrera (2011). 13 Nueva Pompeya fue una Misión Franciscana de Propaganda Fide instalada en 1900 en el Impenetrable chaqueño con indígenas wichis y tobas. Colonia Aborigen es la antigua reducción indígena de Napalpí creada en 1912 con grupos tobas, mocovíes y una pequeña cantidad de vilelas, trasladados al lugar desde las cercanías de Resistencia, capital del entonces Territorio Nacional del Chaco. 14 Se afirma que son 27 las nacionalidades que desde 1915 comenzaron a ubicarse en las cercanías de lo que en 1914, con la llegada del ferrocarril, se dio en llamar Las Breñas -aunque la oficialización de la creación del poblado data de 1921. En la región había indígenas de la etnia toba (qom) y, a pocos kilómetros en dirección sur y suroeste, grupos mocovíes (moqoit). 302 Mariana Giordano la incorporación progresiva de población inmigrante, factor significativo en las relaciones interétnicas (Segato 2007: 71-72) y parte del proyecto de crisolizar a la población15. Los grupos indígenas que habitaban lo que pasó a denominarse Territorio Nacional del Chaco16 también fueron capturados por las cámaras de fotógrafos profesionales, que acompañaban las expediciones militares y a los misioneros que se internaron en la región, los viajeros, los agentes estatales, y por fotógrafos comerciales (Giordano, 2004; 2007, 2011a, 2011b, 2011c y 2012). De este corpus existente, en el presente análisis tomaremos las imágenes producidas por fotógrafos comerciales, que circularon en postales, álbumes y otros contextos iconográficos a fines del siglo XIX y principios del siglo XX. Contemporáneamente, y en correspondencia con el proyecto nacional de “poblar y colonizar”, comenzaron a ingresar a este territorio inmigrantes, en principio italianos. Posteriormente se incorporaron españoles y, en menor cantidad, franceses y paraguayos; a partir de la década de 1920, además de nuevos grupos de españoles e italianos, se sumaron importantes contingentes procedentes de Europa del este: alemanes, polacos, ucranianos, montenegrinos, serbios, eslovenos, checos, búlgaros y húngaros, entre otros17. Las primeras imágenes de los grupos de inmigrantes proceden, en contraposición a las de los de indígenas, del propio interés de retratarse y los fotógrafos fueron, por lo general, miembros de alguna de las colectividades. La fotografía actuaba, siguiendo la concepción de la cultura occidental, como depositaria de una 15 El proyecto del crisol de razas surge de los ideales de la Generación del ochenta en la Argentina, perseguía la búsqueda de una identidad cívica nacional sobre poblaciones nativas e inmigrantes a costa de la supresión de las identidades étnicas originarias. Durante la primera mitad del siglo XX se siguió sosteniendo, desde diferentes ámbitos, este afán crisolizador como símbolo de la argentinidad y con una fuerte argumentación racial (García Fanlo 2010). A partir de la década del 1960 la pluralidad comenzó a visualizarse como un valor en la conformación social y étnica argentina. En forma contemporánea, en el Chaco se afirmó la representación social del crisol de razas. 16 Desde 1884 se organizó al Chaco como Territorio Nacional, su Provincialización data de 1951. En los primero años de su condición territorial, coincidente con el control estatal sobre la región, se fueron configurando sus límites en relación a las provincias históricas que lo lindaban. Los grupos indígenas que lo habitaban -tobas o qom y mocovíes o moqoit pertenecientes a la familia lingüística guaycurú, junto a mataco o wichi y vilelas- sufrieron no sólo la sedentarización y desplazamiento de regiones que ancestralmente ocupaban sino también la afectación a unos límites geográficos y políticos que los separaban de sus pares, como había ocurrido con la creación de las fronteras a partir de la creación de los Estados Nacionales. Los vínculos de parentesco fueron afectados por esta nueva configuración geo-política. 17 Sobre el tema de la inmigración al Chaco ver Beck (2001). Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 295-321 303 historia y una identidad individual, familiar y colectiva, también cumplía el rol de “puente referencial” con los familiares que permanecieron en el Viejo Mundo. Al respecto, Bourdieu señala que “la dispersión geográfica de parientes exige más que nunca la consolidación periódica de los lazos de parentesco; y la fotografía cumple esa función mucho mejor que el simple intercambio de cartas” (2003: 64). A la par, desde las primeras décadas del siglo XX, fotógrafos radicados en Buenos Aires comenzaron a arribar al Chaco para obtener imágenes de los indígenas, las que comenzaron a comercializarse en formato postal18, y que alimentaron también la industria editorial de álbumes en torno al Centenario de la emancipación y la independencia argentinas (1910-1916), pasando a integrar el corpus que analizaremos. De tal forma, podemos advertir claramente dos contextos de producción que hicieron a la construcción de dos universos visuales compactos, sin fisuras19, y que generaron, a su vez, dos modos de circulación y guarda de las imágenes. Como los indígenas desconocían el medio fotográfico, no solicitaron las mismas y se convirtieron en sujetos pasivos de representación, mientras los inmigrantes fueron los comitentes de las imágenes. Las fotografías de indígenas fueron desconocidas por las propias comunidades, más allá del momento de captura de la imagen, y sus imágenes permanecieron lejos de su espacio vital20. Las imágenes de inmigrantes permanecieron en el ámbito familiar y se constituyeron, en algunos casos, en nexo con los grupos familiares que permanecieron en Europa, integrando los acervos de museos locales o comunitarios que las familias inmigrantes fueron donando a la institución -los cuales no poseen fotos de indígenas. El hecho que los inmigrantes cuenten con las imágenes en sus archivos personales no indica “simplemente un intento de atrapar la referencialidad de algo ‘sucedido’, acuñado como huella en la memoria, sino que es constitutivo de la dinámica misma de la identidad” (Arfuch 2005: 27). 18 Los misioneros franciscanos también editaron, a través de la Unión Misionera Franciscana, fotografías en formato postal que resultaban de su labor misional, véase Giordano y Méndez (2011). 19 Ello no implica que al interior de los mismos la heterogeneidad era notable pero en las imágenes se buscaba un ideal homogeneizador. Sobre las relaciones sociales véase Beck (2001). 20 La mayor cantidad de fotografías de indígenas chaqueños se encuentran en colecciones de Buenos Aires y La Plata (Argentina) y en diversos repositorios de Europa y Estados Unidos. 304 Mariana Giordano Lo otro, lo propio, lo diverso. Huellas visuales de la enunciación Cuando analizamos las imágenes de los indígenas producidas a fines del siglo XIX y principios del siglo XX por fotógrafos aficionados y comerciales, nos muestran un ejercicio de la mirada del sujeto (fotógrafo) sobre el objeto (fotografiado) desde posiciones hegemónicas y colonizadoras que no podemos dejar de tener en cuenta, aún cuando, como señala Mitchell, no se debe singularizar en la visualidad y en la imagen la tiranía política (2003: 33). Esta colonización se advierte en una relación asimétrica de poder entre unos y otros -sujetos y objetos- y se fundamenta tanto en el hecho de tratarse de un sujeto que posee un instrumento -la cámara-, generalmente desconocido por los sujetos representados, como en que captura al objeto por intereses propios/ personales/ institucionales, sustentados en un modo de representación que procede de su visión singular y subjetiva sobre el otro-objeto y en el que este último no aporta ningún elemento. Entre las marcas significativas, se distinguen: las escenas étnicas construidas desde la mirada primitivista del fotógrafo -desnudez, taparrabos, arco y flecha, toldos como fondo-, que respondían al ideal exotista que se esperaba de los grupos indígenas, considerados reliquias vivientes de un mundo en extinción y que correspondían con una idea de mitificación de lo étnico: valoro aquello que desconozco. Bhabha (1986) señala la ambivalencia del discurso colonial, porque el otro es objeto de desprecio y deseo a la vez, supone la negación e identificación con el otro. Los retratos grupales o individuales no solamente se componían en función de los modos hegemónicos de representación de este género, y por consiguiente, buscaban (re)presentar una identidad del objeto representado, sino que en ciertas ocasiones también aludían a las pautas culturales del fotógrafo, proyectándolas al sujeto/objeto como, por ejemplo, cuando se representaba una familia indígena compuesta por una pareja y dos o tres hijos21. Sea en ambientes naturales como en tomas en estudio, los retratos seguían los parámetros burgueses y las escenografías que se construían en estudio tenían poca relación con los contextos vivenciales de los grupos representados. Podríamos afirmar que estas huellas de la enunciación responden a una creciente ficcionalización de lo nativo22, donde el sujeto se transforma en 21 Ello supone una consideración occidental de la familia nuclear, mientras los diferentes grupos étnicos chaqueños poseían una noción de familia extendida. Sobre los modos de visualizar la familia indígena chaqueña a través de la fotografía ver Giordano y Méndez (2005). 22 Para el tema de la ficcionalización de lo nativo, véase Alvarado y Mason (2001), Alvarado (2007), Giordano (2011b) entre otros. Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 295-321 305 actor, y los actos de vestir y desvestir se convierten en recursos frecuentes en este tipo de toma -según los intereses del fotógrafo. En imágenes difundidas en postales y revistas durante la década de 1930, vinculadas a dichos actos de vestir y desvestir, se avanza hacia una erotización de los cuerpos, donde se sintetizan la mitificación de lo nativo -el ideario primitivista- y una ficcionalización que remiten a poses tomadas de la iconografía occidental, como las Tres Gracias y la Maja, entre otras. Otro aspecto de esta construcción del objeto visual es su homogeneización, ya que todos son uno; la diversidad se sintetiza en lo indio, sin interesar la identificación étnica ni la diferenciación intergrupal, porque la visión se sustentaba en principios raciales y en la construcción de tipos sociales23, motivo por el cual no solo la afiliación étnica se negaba sino también el mismo nombre del retratado24. Imagen 1. Fotógrafo s/identificar “Indio toba”, c.1900. Archivo General de la Nación, Argentina 23 Cabe señalar que desde fines del siglo XIX la difusión de imágenes de diversos tipos sociales tuvo una impronta homogeneizante, sea por filiación racial o por el oficio representado las imágenes postales referían a “indios”, “gauchos”, “Cigarrero”, “Organillero”, etc., o simplemente a “tipos populares”. 24 Es verdad que esta huella vincula las imágenes con su descripción y, en relación a ella, con su circulación: el anonimato del retratado ha hecho que una misma imagen presentada en diversos contextos iconográficos fuera adjudicada a lo largo de su “vida” a diversos grupos étnicos (Alvarado y Giordano 2007). 306 Mariana Giordano Imagen 2. Gino de Passera (atribuida) “S/t”, 1935. Colección Müller Si nos dirigimos al otro gran conjunto de imágenes, el que existe sobre los inmigrantes, indagamos en las huellas de enunciación en el primer corpus construido por los inmigrantes italianos que arribaron al Chaco25 -contemporáneas de aquellas producidas por los fotógrafos comerciales sobre el indígena- y en colecciones privadas de inmigrantes arribados en el período de entreguerras -que conservan ellos mismos o sus descendientes. Las imágenes de italianos de fines del siglo XIX y principios del siglo XX demuestran con claridad su afán progresista y la necesidad de visualizarlo para el futuro y para sus familiares en Europa (Giordano y Méndez 2005; Reyero y Sudar Klappenbach 2010). En el caso de los inmigrantes arribados en el período de entreguerras, tanto las imágenes sueltas como las que se encuentran en álbumes, tienen su punto de partida en fotos obtenidas en Europa. En su mayoría son retratos de estudio, también hay retratos de familiares que participaron en la Primera Guerra mundial -algunos obtenidos en estudios, otros en las barricadas del campo de batalla. En este sentido, dos álbumes interesantes son los pertenecientes a Slava Drganc de Pasic, de descendencia eslovena y nacida en el Chaco a los tres años de arribados sus padres a la zona de Las Breñas. Los artefactos visuales que conserva Slava, iniciados por su madre, no siguen una lógica lineal en el 25 Estas fotos fueron obtenidas por un fotógrafo aficionado que integró el primer grupo de inmigrantes arribado al Chaco: el italiano Juan Bautista Simoni. Las imágenes en papel fueron donadas por diversas familias al primer Museo Escolar de la ciudad de Resistencia, el Museo Ichoalay -aspecto que pone de manifiesto el interés de presentarse como los fundadores de la historia chaqueña-, donde se conservan como Fotografías de Inmigrantes y los negativos de vidrio de su colección fueron entregados por su familia al NEDIM (IIGHICONICET/ UNNE) para su conservación y uso en estudios científicos. Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 295-321 307 relato: aunque al principio de ambos se encuentran imágenes pertenecientes a Europa, durante el recorrido de los mismos reaparecen imágenes de la Guerra europea que se intercalan con retratos o escenas sociales obtenidas en el Chaco, después de varios años de arribados al mismo. Luego hay fotos de su hermano en el ejército argentino, las que se presentan conjuntamente con otras recibidas de familiares o amigas de su madre, residentes en Eslovenia, más adelante nos encontrarnos con la primera casa que tuvieron sus padres en el campo26. En estos álbumes es importante, por un lado, la pluralidad de registros, de miradas y de marcas culturales e identitarias, pero también la organización de las mismas en relatos fragmentarios que Slava reconstruirá oralmente. Imagen 3. Página de uno de los álbumes de Slava Drgnac 26 Las imágenes no están siempre dispuestas en una misma dirección de lectura, también se advierten muchas fotos despegadas del álbum. 308 Mariana Giordano En relación a aquellas fotografías obtenidas en el Chaco podemos plantear ciertos géneros que se comparten con el indígena, en particular el retrato individual y grupal. Tanto los retratos de indígenas como de inmigrantes se sustentan en las convenciones formales del retrato burgués, pero en las imágenes de los inmigrantes se observa una intención de acudir al fotógrafo para su obtención. El mismo cumplía diferentes funciones: en primer lugar, la perpetuación del representado, rasgo característico del retrato burgués, erigiéndose en vehículo de memoria; en segundo lugar, la constatación de cierto estatus social alcanzado en el Nuevo Mundo -recordemos que muchas de estas imágenes eran enviadas a los familiares que permanecieron en Europa. Aún cuando los relatos orales y los escritos de estos inmigrantes se refieran a la pobreza en que debieron desenvolverse en un ámbito inhóspito, los retratos constituyeron verdaderas ficcionalizaciones de la vida en el Nuevo Mundo, donde posaban con las mejores vestimentas y se improvisaba un mobiliario o un fondo neutro. En tercer lugar, el retrato grupal se orientó a la representación de la familia extendida, que se extiende a la colectividad, donde es posible advertir la cohesión grupal como las relaciones de parentesco que se produjeron en estos ámbitos. Un elemento claramente distintivo en los retratos grupales, y en fotografías que aludían al trabajo del inmigrante en el Chaco, es la contextualización de los mismos en el ambiente natural o construido. El ambiente natural se mostraba como “domesticado” -lo que podríamos atribuir a un interés por demostrar que ese Chaco ya no es “impenetrable”-, y aún las precarias construcciones que se advierten, son claramente atribuibles al ideal de progreso que pretendían demostrar(se) estos grupos. Podemos afirmar que se veían como los iniciadores del progreso del Chaco y, en tal sentido, buscaban dejar ciertas huellas visuales de tal apreciación. El sostenimiento de las tradiciones fue un tema prioritario en las representaciones fotográficas de las décadas de 1930 y 1940; las imágenes reflejan el afán por la permanencia de ciertas pautas culturales, los conjuntos de danza, de teatro y los coros, permitieron no solo la práctica de ciertas actividades que algunos de ellos realizaban en Europa sino la persistencia de la lengua nativa, la escenificación de los contextos de origen en las obras de danza y de teatro, y la construcción de fronteras interétnicas. Las imágenes de la banda alemana, el ballet y el coro ucraniano, el elenco búlgaro-macedónico, los gaiteros gallegos27 en Las Breñas, entre otros, coexistían en un mismo espacio. 27 Los gaiteros procedían de Buenos Aires o Rosario, su presencia fue promovida desde la década de 1940 por la colectividad española de Las Breñas, su presencia constituyó un hito sociocultural de envergadura en esa comunidad, por varias décadas. Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 295-321 309 Las distintas actividades agrícolas pero también escenas de conmemoraciones familiares, fiestas patrias -referidas a su lugar de origen-, construcciones comunales -algunas incluso donde aparece la bandera con la cruz esvástica en la Escuela alemana de Las Breñas-, o composiciones donde se preparaban para acudir a una huelga algodonera de 1936 -imagen que presenta un manejo excepcional de la técnica fotográfica realizada por el fotógrafo búlgaro Asen Georgeff-, van construyendo un modelo de relato lineal-progresista de su vida en el Chaco y también de su actitud y protagonismo en sucesos centrales de la vida económica y política chaqueña28. Tanto en las colecciones donde las fotografías se conservan sueltas, como en aquellas donde el álbum ha estructurado el relato, es posible advertir este interés implícito de mostrar el trabajo como símbolo del progreso, las construcciones como la materialidad del mismo y la organización cooperativa o la lucha gremial como sustento de sus aspiraciones. Imagen 4. Asen Georgeff. Búlgaros que se dirigen a la huelga campesina de 1936. Colección Omar Zenoff 28 Los movimientos campesinos, o huelgas algodoneras, se produjeron en 1934 y 1936; Las Breñas tuvo un rol protagónico en los sucesos de 1936, porque en esa localidad funcionaba la sede de la Junta Territorial que dirigía el movimiento, y porque allí se manifestó un alto grado de activismo y protagonismo de mayorías anónimas rurales (Herrera 2009). 310 Mariana Giordano En todas ellas, la vestimenta de los sujetos representados es sumamente significativa; en la imagen teatralizada de un grupo de búlgaros prontos a dirigirse a la huelga campesina de 1936, hombres, mujeres y niños posan ante la cámara con atuendos que no los vincula al trabajo agrícola, excepto por el contexto y el carro en que algunos de los protagonistas se ubican. La utilización de la imagen como herramienta de memoria, la ficcionalización de una vida burguesa en el medio de un ámbito campesino, la visualización de pautas y prácticas culturales, el ideal de progreso que la imagen buscaba vehiculizar, son algunas de las huellas de enunciación de las imágenes producidas por los inmigrantes. La narrativa en álbumes constituye un caso significativo en tanto construye un modelo de relato visual que nos puede parecer fragmentario, disperso, desorganizado, pero que la oralidad, como veremos más adelante, le atribuye una linealidad propia del relato histórico occidental. Otro elemento a resaltar, se refiere a que las huellas de la enunciación en las fotografías de inmigrantes es la distinción interétnica; las imágenes buscan la diferenciación dentro del universo inmigratorio, para asumir y reforzar las particularidades étnicas rompiendo con el universo compacto de inmigrantes para aludir, desde estas representaciones, a lo nacional de cada una de las nacionalidades constituidas en colectividades. Experiencias del “ver”: construcción oral de una narrativa visual La experiencia del ver supone no sólo la recepción sino el diálogo con las imágenes, donde la oralidad se hace presente a través del testimonio de los entrevistados con imágenes. La lectura sobre el corpus por parte de los entrevistados es retomada en este estudio, a partir de las huellas de enunciación identificadas en nuestro análisis de lo intrafotográfico. En el caso de las imágenes de indígenas, donde nosotros hablábamos de ficcionalización, los receptores indígenas asumieron que lo representado “fue así”. Asumían actitudes de cercanía o ajenidad respecto de los retratos realizados por fotógrafos a principios del siglo XX en función de ciertos rasgos fisonómicos, afirmando: “pueden ser de por acá, no sé” o “fijate la frente ancha, no son de acá, son más del norte, de la zona de Formosa”, y marcando también, a partir de la vestimenta y adornos, las diferenciaciones étnicas que los epígrafes de las imágenes habían generalizado. Por ello, aunque aceptaron que “eso fue”, marcaron las diferencias interétnicas que las descripciones de las imágenes en su circulación habían ocultado. Las fotos que les presentamos no les permitieron reconstruir historias Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 295-321 311 personales, ni siquiera comunitarias -como sí ocurrió con las obtenidas en 1924 por Lehmann Nitsche en Napalpí-Colonia Aborigen (Giordano 2011a). Las lecturas fueron fragmentarias, como las imágenes, pero hallaron huellas en la enunciación que hacían a elementos etnográficos que nuestras miradas no habían reconocido: Argentina, una artesana wichí, pasó varios minutos observando una postal de principios de siglo XX donde posaban dos mujeres con torso desnudo y ´vestidas´ con un chiripá tejido desde la cintura29. Luego, nos solicitó esa imagen “porque yo tejo, y no conocía ese diseño, por eso me interesa”30. A Argentina no le originó una reflexión la desnudez de las mujeres retratadas sino que le otorgó un valor al diseño textil, diferente al que el espectador de principios de siglo podía ver pero también distinto a nuestro propio análisis e interés en esa imagen. Imagen 5. Imagen publicada en un artículo de Arnott (1935: 301), identificada como Dos muchachas tobas, John Arnott. “Indias matacos”, c. 1935. Colección Müller 29 30 Imagen 6. Argentina, artesana wichi en una “experiencia del ver” Esta imagen, además del formato postal, fue publicada por John Arnott (1935). Entrevista a Argentina, Nueva Pompeya 5/8/2007. 312 Mariana Giordano Las respuestas, en general, tendían a desacralizar un mundo idealizado en cuanto a los artefactos y viviendas que veían “antes” y las que tenían “ahora”, desconociendo en algunos casos el desnudo como una práctica cultural de su pueblo y remitiendo esa marca a otras etnías o al “pasado”: desnudez, arco y flecha, faldellín, arte plumario, vasijas, cestería y textiles se observaban en la distancia, como si fuera de “otros”. En la mayoría de los casos, la imagen era valorada desde una actitud nostálgica, en tanto consideraban esa vida pasada que el referente aludía como una etapa mejor de la vida comunitaria: “ahí [en la foto] se ve que la gente está bien [...] que todos tenían qué comer”31. En los receptores inmigrantes, cada imagen, o el conjunto que conservaban, se convertía en disparador de largos relatos de historias de vida, de historias comunitarias y de historias del Chaco. Slava reconstruyó su historia familiar desde la partida de sus padres de Eslovenia a partir de las imágenes de los álbumes que conservaba, en las que no encontrábamos un hilo conductor. Carmen, aragonesa que cumplía 100 años el día de nuestra última entrevista, a partir de fotos sueltas también reconstruía su historia de vida, donde el dolor, el desarraigo y la pobreza, que tanto ella como la mayoría de los inmigrantes enunciaban, se contrastaba en muchos casos con los retratos burgueses que conservaban. La teatralización que habíamos señalado en estos casos, no era abiertamente reconocida por los receptores, aunque Carmen, al relatar su historia familiar, dio la clave de tal puesta en escena de un retrato con su padre y dos hermanas: [...] mi padre había venido a la Argentina con mi hermana y nos dejó a 6 hijos en España, y no volvió. Mis dos hermanas y yo vinimos a buscarlo, trabajamos varios años en Buenos Aires como empleadas domésticas [...] lo encontramos en el Chaco [...] cuando lo vimos parecía un pordiosero [...] lo llevamos, lo bañamos, le compramos ropa, y le sacamos una foto para mandarle a mamá [...]Y lo mandamos a España a buscar al resto de la familia32. Las imágenes de las bandas musicales, grupos teatrales, etc., no sólo fueron leídas por los inmigrantes como la persistencia de pautas culturales propias en tierras tan lejanas sino también como el inicio de un Chaco progresista. Con respecto a una foto de su padre en una banda musical en Eslovenia, Slava decía: “esto acá no había cuando vinimos, si esto [el Chaco] era un desierto [señalando las fotos]. El Chaco se empezó a hacer aquí. El Chaco no era 31 32 Entrevista a Juan Raúl Alejo, Nueva Pompeya 5/8/2007. Entrevista a Carmen Irriguible de Lobera, Villa ángela 25/7/2008. Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 295-321 313 nada: montes y caminitos de caballo [...] Pero se podía trabajar”33. Mientras la ucraniana Nadia, que arribó en 1927 con tres años a la Argentina, expresaba: “desde muy joven yo participé en el teatro. Mi esposo también, estaba entre los sableros ucranianos [...] Cuando hacíamos las funciones venían muchos argentinos y nos aplaudían”34. Imagen 7. Fotógrafo s/identificar. “Valentín Irriguible y sus hijas”, 1933. Col. Carmen Irriguible 33 34 Entevista a Slava Drganc de Pasic, Las Breñas 4/7/2011. Entrevista a Nadia Korovaichuk de Sasowski, 4/7/2011. 314 Mariana Giordano Imagen 8. Américo Agoston. “Grupo de teatro ucraniano”, 1936. Colección Nadia K. de Sasowski El factor progresista que sentían haber impuesto al Chaco era también enfatizado al mostrar las imágenes de viviendas precarias en los primeros años de su estancia, y luego las construcciones de mayor envergadura cuando se trasladaron del campo al pueblo. Este elemento progresista también era entendido desde su rol activo en las luchas agrarias -aún cuando la imagen que mencionamos sobre una familia preparándose a asistir a una huelga obrera no muestra referentes conflictivos. Un descendiente de la familia búlgara que se encuentra en la imagen señalaba: “toda esta gente trabajó mucho, luchó mucho [...] Mirá en la foto, papá ya tenía una bicicleta, ¡vos sabés lo que es tener una bici en esa época!”35. La invisibilidad del indígena que se advertía en las fotografías de las tres mujeres inmigrantes entrevistadas -como en las otras colecciones a las 35 Entrevista a Omar Zenoff, Las Breñas 4/7/2011. Zenoff es periodista y ha escrito varios libros sobre la historia de Las Breñas (1994), centrados en el rol de las comunidades de inmigrantes en la conformación de esta sociedad. Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 295-321 315 que accedimos-, se repetía en algunos casos en la oralidad; tanto Slava como Nadia dijeron “no haber visto nunca un indio”, lo que parecía extraño en una región donde había población indígena en la zona rural, más aún cuando ellas vivieron en la colonia agrícola36. En cambio, Carmen, quien se dedicó a la actividad ganadera en la zona del Chaco santafesino, señaló: “con los indios no teníamos problemas. Venían siempre a comprar cosas al boliche37, o a intercambiar algunas cosas”38. En las experiencias de recepción por parte de indígenas en las que se les mostró imágenes de inmigrantes hubo, por lo general, una clara definición de la diferencia que no se manifestó como conflictiva. Nicanor, de la etnía toba (qom) de Colonia Aborigen, nos decía respecto del inmigrante: “como en todos lados, hay gente buena y gente mala [...] Esa gente vino a trabajar, no para otra cosa”39. Mientras Hipólito, de la misma etnía y poblador del área rural de Colonia, rodeado de sus nietos expresaba: “y qué te puedo decir de los inmigrantes [...] si mi hija se casó con un gringo40. Mirá aquel [señalando a uno de los niños], el coloradito, ése es el hijo de mi hija con el gringo. Pero habla toba”41. Conclusiones Las producciones fotográficas de indígenas e inmigrantes en el Chaco deben entenderse en el campo de su producción, ya que siguiendo a Moxey, “es necesario atribuir un valor existencial a los artefactos visuales, lo cual implica que poseen un status cargado de significado, algo anterior al encuentro con el espectador” (2009: 21). La existencia de ciertas invariantes visuales respecto de otros grupos de inmigrantes ubicados en la Argentina (James y Lobato 2003) guarda, en este caso, la peculiaridad de insertarse en un ámbito geográfico y étnico donde residía una importante población indígena. Así como a principios de siglo XX los fotógrafos procedentes de Buenos Aires encontraron en el indígena un sujeto/objeto comercializable por las marcas 36 Cuando les consultamos sobre la mano de obra que utilizaban para las labores agrícolas, ambas coincidieron en que eran santiagueños que venían en tren -se referían a personas procedentes de la vecina Provincia de Santiago del Estero, Argentina. 37 Con este concepto se hace alusión a los pequeños almacenes de campo. 38 Entrevista a Carmen Irriguible de Lobera., Villa Ángela, 25/7/2008. Se estaba refiriendo a la época en que vivió en forma permanente en la región de La Viruela, entre 1935 y 1941, y luego se estableció en Villa Ángela, al sudoeste de la Provincia del Chaco. 39 Entrevista a Nicanor Fernández, Colonia Aborigen 13/4/2011. 40 En el Chaco al inmigrante se lo denomina de forma genérica como gringo. 41 Entrevista a Hipólito César, Colonia Aborigen, lote 38, 11/5/2007. 316 Mariana Giordano de exotismo que el imaginario social esperaba del mismo, y por ello ficcionalizaron su contexto mientras invisibilizaron en esta producción al inmigrante, en el caso de las fotografías obtenidas por los mismos inmigrantes, el indígena no fue de interés en su representación, y su invisibilidad se manifiesta incluso en imágenes vinculadas al trabajo agrícola42 cuando sabemos de su utilización en tal sentido. Los actos de recepción de las fotografías permiten lecturas complementarias y, en oportunidades, contrastantes de los imaginarios históricos y de las lecturas académicas, dado que resignifican las huellas de la enunciación a partir de las relaciones sociales y de la interacción que se dio en un campo común de comunicación entre los grupos étnicos involucrados. Las percepciones de semejanzas y diferencias se vuelven condiciones necesarias para la interacción, para el establecimiento de identidades y alteridades, que se dieron en la construcción visual del campo socio-étnico chaqueño. Al analizar las huellas de enunciación en el corpus analizado -fotos de indígenas difundidas en el comercio postal y editorial, y de inmigrantes conservadas en archivos institucionales o dentro del ámbito familiar de los descendientes- no se advierten construcciones visuales que denoten el contacto ni el conflicto entre indígenas e inmigrantes. Aún cuando las imágenes de inmigrantes sostienen una distinción entre las colectividades, la demarcación de los límites étnicos surge como una vía de construcción enunciativa de un “nosotros” global que simbolizaba el “futuro del Chaco”. Pero ello sólo puede deducirse al contrastar estos corpus con el de indígenas, a partir de ciertas lógicas de enunciar la diferencia, entre ellas, indígenas sin nombre o con inscripciones generalizadoras vs. individualización del inmigrante. Así, las relaciones intra e interétnicas se muestran reveladoras en la instancia de recepción de las imágenes y permiten acercarnos a la transmisión de memorias entre generaciones, ancladas en las historias y situaciones que generaron esas capturas fotográficas. Por su parte, y en el marco de una idea racial de las relaciones interétnicas, el concepto de crisol de razas con que socialmente se alude al Chaco, remite a su vez a la mezcla, la idea de fundir en uno la variedad, aspectos que no se advierten en estos fragmentos visuales que modelizan un tiempo, un contexto y los sujetos que participan como referentes visuales43. Tampoco 42 Existen escasos ejemplos de inmigrantes que obtuvieron fotografías de indígenas en esta época; tal el caso de las imágenes logradas por empleados franceses del ingenio azucarero de Las Palmas y las obtenidas por Jacobo Garber, de la colectividad judía de Villa Ángela, sobre indígenas de El Pastoril a mediados de la década de 1940. 43 Beck (2001) analiza, en el caso de los inmigrantes, la fuerte endogamia existente. En Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 295-321 317 surgen en las memorias que la (re)construcción del diálogo, a partir de las imágenes, permite hilvanar o (de)construir de aquellos fragmentos. Así, este análisis permite contrastar otra representación social que, insistentemente, se ha instalado en el Chaco a partir de la década de 1970 y que tiene una actualidad en los discursos político-culturales locales, la del crisol44. Ello deja abierta una línea de análisis vinculada a este ideario crisolizador a lo largo de todo el siglo XX. Fecha de recepción: 26 de abril de 2012 Fecha de aceptación: 24 de octubre de 2012 Bibliografía Alvarado, Margarita 2007. Vestidura, investidura y despojo del nativo fueguino. Dispositivos y procedimientos visuales en la fotografía de Tierra del Fuego (18801930). En Alvarado, M. et al.; Fueguinos. Fotografías Siglos XIX y XX: Imágenes e imaginarios del fin del mundo: 21-36. Santiago, Pehuén. Alvarado, Margarita y Mariana Giordano 2007. 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Revista Geográfica Americana 26: 293-303. las representaciones fotográficas sólo hemos hallado una imagen de un matrimonio tobafrancés (Giordano y Méndez 2005). 44 Cuando en el ámbito nacional este concepto comienza a ser abandonado se retoma en el ámbito local con más fuerza, en particular a partir de la adopción del poema Razachaco del poeta local Adolfo Cristaldo (1973), el cual es tomado como símbolo de una fusión que nunca existió: “Nos caminan en la sangre cantares tobas, designios gringos, soñar mataco/ en crisoles razachaco fúndense los eslavos, los guaraníes, tobas, furlanos/ Razachaco: pueblo lapacho, fibra algarrobo, temple quebracho…”. 318 Mariana Giordano Arfuch, Leonor 2005. Identidades, sujetos, subjetividades, Buenos Aires, Prometeo. Bhabha, Homi 1986. The Other Question: Discrimination and the Discourse of Colonialism. En Baker F. (ed.); Literature, Politics, and Theory: Papers for the Essex Conference, 1976-1984: 148-172. Londres, Methuen. Bari, María Cristina 2002. 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En objetivo del libro es describir pormenorizadamente una región que ha sido marginada por la historiografía chilena, tema sobre el cual Urbina Carrasco ha realizado su tesis doctoral. Se trata específicamente del área entre el río Toltén y el canal del Chacao que separa el continente de la isla grande de Chiloé, la cual estaba habitada por diversas parcialidades indígenas, entre las que se destaca la huilliche grupo que se diferenciaba -como bien marca la autora- de los mapuches que predominaban en la frontera del Bío Bío. Esta área ha quedado opacada por la atención puesta sobre la mejor conocida zona de la Araucanía o frontera “de arriba”, como era nombrada en los documentos de la época por encontrarse distante al sur del centro del reino -es decir, “subiendo” en latitud. El marco cronológico abarca los siglos XVII y XVIII, espacio temporal dentro del cual se distinguen diferentes períodos en función del carácter que predomina en las interacciones entre españoles e indígenas. Esta esquematización en períodos no es tomada en forma ligera, surge en realidad como una conclusión de la investigación planteada. Así, aunque la autora distingue entre períodos en los que predominaron las relaciones más “pacíficas” de otros con tendencia al enfrentamiento directo, en ningún momento deja de señalar que la frontera implicó un abanico de relaciones que no se agotaban en la maloca o la misión religiosa. El estudio de las instituciones a través de las cuales se lleva adelante la entrada y ocupación del territorio fronterizo -las más conocidas son las misiones y el ejército- es complementado con el del papel desplegado por personajes propios y específicos que actuaban en la frontera; el rol de estos “intermediarios” -como capitanes de amigos y comisarios de naciones- resulta de vital importancia para el análisis estas áreas. El libro muestra cómo fueron evolucionando las relaciones entre españoles e indígenas en esta zona entre Valdivia y Chiloé y la manera que encontra- 326 Reseñas ron los primeros para ocupar, recuperar y vertebrar el espacio. Comienza por la conocida rebelión mapuche-huilliche que destruyó las ciudades del sur del reino entre 1598 y 1604 y recorre unos 200 años dando cuenta de la historia de las interacciones -y de las facetas por las que atravesaron. En ocasiones iban del enfrentamiento directo al aislamiento de los asentamientos hispanos sobrevivientes; y luego de la negociación, los intercambios pacíficos, a la violencia nuevamente. La autora destaca la idea de este espacio fronterizo como “territorio apropiable” en el período que estudia. El relato termina con la vertebración del espacio a partir de la “pacificación” de los indígenas, y la dificultad que presenta la construcción de un camino entre dichos poblados y la repoblación de Osorno. En cuanto a las fuentes empleadas, Urbina Carrasco apela a un amplio acervo documental el cual incluye tanto papeles provenientes de archivos españoles y chilenos como documentos impresos -de jesuitas y viajeros. El resultado de esta investigación es un trabajo profundo y complejo, sólidamente apoyado en fuentes primarias de diversa índole, que logra dar cuenta de los cambios y permanencias en las relaciones interétnicas, tanto entre indígenas como entre éstos y los hispano-criollos y que además refleja las pujas y diferencias al interior de este segundo grupo. La consideración que reciben algunas temáticas que suelen pasar desapercibidas en los estudios historiográficos es algo que deseamos destacar. Al respecto, ciertos tópicos que generalmente son analizados de manera aislada o marginal son retomados aquí con un interés y profundidad enriquecedores, no como complementarios del tema central de la obra. Uno es la famosa búsqueda de la “ciudad de los Césares” realizada por los españoles, pues aún cuando para algunos parezca un asunto meramente mítico cobra relevancia dado que resulta un importante incentivo para las exploraciones que llevaron a un mayor conocimiento geográfico de la región. Otro es el tratamiento que recibe el área de Nahuelhuapi, tema al que Urbina Carrasco le dedica un capítulo entero. La mencionada área -actualmente en territorio argentino- tenía valor estratégico para la jurisdicción colonial de la Capitanía de Chile, motivo por el cual se enviaban incursiones armadas y misiones. En consecuencia, se trata de un aporte relevante de la autora a los estudios fronterizos de áreas que han quedado relegadas. Además, la fragmentación en torno a las delimitaciones territoriales actuales presente en los trabajos académicos ha llevado a que áreas en la cordillera de los Andes como ésta sean marginales, tanto para Chile como para Argentina. En conclusión la autora aborda la problemática con la profundidad y la complejidad que se merece; el resultado es un trabajo que no se limita al análisis de un área poco estudiada sino que adquiere sentido en el contexto fronterizo del Chile colonial de los siglos XVII y XVIII. Además, es un aporte Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 323-330 327 valioso no solo para el área circunscripta de su investigación sino porque contribuye a una mayor integración regional en el conocimiento de la frontera mapuche, e incluso en el área allende la Cordillera. Gabriela Landini Investigadora estudiante, UBACYT F215. Sección Etnohistoria, Instituto de Ciencias Antropológicas. Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires. E-mail: [email protected] 328 Reseñas Lucaioli, Carina. 2011. Abipones en las fronteras del Chaco. Una etnografía histórica sobre el siglo XVIII. Buenos Aires, Sociedad Argentina de Antropología. 351 páginas. Este libro, producto de una investigación realizada para una tesis doctoral se inscribe en el campo de los estudios de frontera -dentro de la antropología histórica. Su autora explora las diversas modalidades de relación interétnica de las que participaron los grupos abipones a lo largo del siglo XVIII, particularmente en el contexto de las reducciones de indios fundadas por los jesuitas en el Chaco austral. A partir de la exhaustiva lectura de un extenso corpus documental -que incluye relatos de viajeros y agentes militares, actas de cabildos, cartas anuas jesuitas y correspondencia entre diversos funcionarios, entre otros- Lucaioli se sumerge en la realidad cotidiana del espacio fronterizo chaqueño adoptando una perspectiva micro y dinámica que, a modo de una etnografía histórica, pone el foco en las trayectorias particulares e históricamente situadas de determinados personajes concretos y así puede delinear las singularidades de los procesos de interacción colonial. La autora comienza reconociendo que las múltiples relaciones entabladas con el exterior -de las cuales las establecidas con la sociedad colonial son sólo una forma- constituyen un elemento estructural de la reproducción interna de la sociedad abipona. Retoma principalmente los trabajos de Marta Bechis, Guillaume Boccara y Lidia Nacuzzi acerca de los grupos indígenas cazadoresrecolectores de la región pampeano-patagónica -frontera sur del imperio colonial español-,como también los de autores clásicos de la antropología y la sociología y los estudios sobre los indígenas chaqueños, para identificar y reconstruir las estrategias originales de interacción social, económica y política que abipones e hispanocriollos desplegaron en los espacios fronterizos del Chaco, particularmente durante el período reduccional. El primer capítulo, “Los abipones en el Chaco austral: representaciones, recursos y usos del espacio” ,es una presentación del espacio chaqueño y de los grupos abipones que introduce al lector en la especificidad de un mundo colonial altamente heterogéneo, donde numerosos actores y sectores sociales -indígenas, funcionarios civiles, militares y eclesiásticos, estancieros hispanocriollos, etc.- desarrollaron diversos imaginarios, formas Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 323-330 329 de interacción y usos del espacio en función de sus intereses particulares. La autora afirma que una de las principales estrategias de resistencia desplegadas por los abipones a fin de conservar su autonomía frente al avance colonial fue el uso racional de la ventaja adaptativa que implicaba su conocimiento del medio chaqueño, así como la práctica del nomadismo. En el capítulo 2, “Las reducciones jesuitas de abipones: estrategias, interacción e intercambios”, Lucaioli recorre exhaustivamente las trayectorias de fundación de las cuatro reducciones jesuitas de indios abipones, las cuales involucraron diversas relaciones e intereses, tales como lazos de amistad-enemistad y voluntad de venganza entre diversos actores, búsqueda de refugio o caciques interesados en obtener determinados bienes de prestigio. La autora entiende a las reducciones como versátiles sitios de interacción entre indígenas y sectores hispanocriollos, espacios fronterizos a partir de los cuales cada grupo elaboró sus propias estrategias. En este contexto, la reducción de determinados grupos abipones no implicó una derrota en la guerra colonial sino que fue una estrategia, entre otras, orientada a la producción y reproducción activa de su autonomía. “Pactar las paces” con una ciudad no fue en ningún momento irreversible -ya que la población de las reducciones fue altamente oscilante- tampoco implicó la renuncia a dinámicas sociopolíticas propias de los abipones, como el nomadismo y el ciclo de movilidad estacional, la organización segmental, y la fluctuación de las adscripciones a un determinado cacique. Es decir, los abipones retomaron en el contexto colonial su propia cultura, historia e intereses para generar respuestas originales. En el capítulo 3, “El liderazgo indígena: formas de autoridad”, la autora indaga acerca del desarrollo de determinadas funciones de liderazgo entre los abipones durante el período reduccional, al tiempo que participa de algunas discusiones teóricas clásicas en los estudios de cazadores-recolectores en espacios coloniales fronterizos. Plantea que durante el período reduccional no se produjo una centralización política que generara una organización del tipo jefatura -en tanto siguieron vigentes las formas tradicionales de autoridad en las que primaban el consenso grupal, las características y méritos individuales de los líderes, las demostraciones de prestigio y la ausencia de capacidad coercitiva. Además, al cuestionar algunas visiones clásicas sobre la guerra primitiva y el ethos guerrero entre los indígenas chaqueños realiza una contribución significativa a los modelos generales de comprensión de las relaciones interétnicas en las fronteras coloniales. En especial, al interpretar el rótulo de caciques principales como una nueva dimensión del liderazgo indígena -anteriormente invisibilizada- que tendría funciones diplomáticas sobre territorios más extensos que los liderazgos guerreros. Por último, en el capítulo 4, “Relaciones interétnicas al calor de las armas: amigos, enemigos, aliados y cautivos”, Lucaioli establece una tipología de las 330 Reseñas formas de violencia fronteriza: robos y saqueos, guerra colonial -tanto entradas punitivas hispano-criollas como malones indígenas- y guerra interna o guerra entre abipones. Estas formas de violencia constituyen estrategias particulares de acción e interacción política, ligadas a determinados intereses -como ejercer presión, debilitar las fuerzas materiales del enemigo, imponer situaciones de tregua o negociación. De este modo, interpreta a la guerra y la paz como dos modalidades de interacción, no excluyentes sino superpuestas y ligadas a la resistencia al invasor hispanocriollo y a la búsqueda de determinados beneficios materiales y simbólicos. En resumen esta etnografía histórica logra restituir a los grupos abipones su especificidad y su activo protagonismo en el período colonial, des-cubriendo una agencia indígena largamente invisibilizada y silenciada y evidenciando la complejidad y heterogeneidad de los espacios de frontera. En tal sentido, la autora afirma que durante el período abordado los grupos abipones escaparon a la sujeción política, la explotación económica y la conquista territorial debido a la flexibilidad de sus instituciones y a las trayectorias personales de aquellos caciques cuyas decisiones estratégicas marcaron la historia de sus seguidores. Su posibilidad de quebrar las “paces”, las alianzas y los pactos de amistad -mediante la guerra- es también un indicador de la libertad de acción que estos grupos efectivamente poseían, aún frente a la presencia hispanocriolla alrededor de sus territorios tradicionales. Luisina Tourres Investigadora estudiante, UBACYT F 215, Sección Etnohistoria, Instituto de Ciencias Antropológicas. Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires. E-mail: [email protected] 331 MEMORIA AMERICANA. CUADERNOS DE ETNOHISTORIA Revista de la Sección Etnohistoria del Instituto de Ciencias Antropológicas. Facultad de Filosofía de la Universidad de Buenos Aires Puán 480, piso 4°, of. 416. C1406CQJ Buenos Aires, Argentina. Fax: +54 11 4432 0121 e-mail del Comité Editorial: [email protected] e-mail para canje: [email protected] Envío de artículos para su publicación: htpp://ppct.caicyt.gov.ar NORMAS EDITORIALES E INFORMACION PARA LOS AUTORES Memoria Americana – Cuadernos de Etnohistoria (MACE) es una revista científica que publica la Sección Etnohistoria del Instituto de Ciencias Antropológicas de la Universidad de Buenos Aires, Argentina. Aparece semestralmente en línea y una vez al año en papel. MACE recibe: a) artículos originales que sean resultados de investigaciones científicas originales o de discusiones y puestas al día sobre diversos temas referidos a la etnohistoria, la antropología histórica o la historia colonial de América (de una extensión de hasta 25 páginas), b) reseñas de libros cuya temática esté relacionada con las de la revista y se hayan publicado en los dos años previos a la edición del número (de una extensión de hasta 3 páginas), c) discusiones sobre artículos aparecidos previamente en la revista (de una extensión de hasta 10 páginas). En todos los casos, el número de páginas incluye notas, cuadros, figuras y bibliografía. Los manuscritos que se envíen para su eventual publicación a MACE, deben ser presentados en soporte informático en un procesador de textos compatible con Windows. Deberán ser subidos al portal on-line de edición de Memoria Americana en la dirección htpp://ppct.caicyt.gov.ar/index.php./memoria-americana. Para consultas rogamos dirigirse a nuestra dirección de e-mail: [email protected]. Los manuscritos serán sometidos a un proceso de evaluación que se desarrollará en varias etapas. En primer lugar, los artículos recibidos serán objeto de una evaluación preliminar por el Comité Editorial y la Directora de MACE, quienes determinarán si cumplen con los requisitos temáticos y formales que se explicitan en estas instrucciones y decidirán su envío a dos pares consultores externos. Luego, le requerirá al autor la firma de un compromiso de originalidad, y los pares externos -que serán anónimos- determinarán si el manuscrito es: a) aceptado sin modificaciones, b) aceptado con modificaciones menores, c) aceptado con modificaciones de fondo, o d) rechazado. Finalmente, se le dará un plazo al autor para que introduzca las modificaciones sugeridas y recién entonces el Comité Editorial de MACE se expedirá sobre su aceptación enviando una certificación a el/la autor/a o autores. En caso de discrepancia en las opiniones de ambos evaluadores, el manuscrito será enviado a un tercer par consultor para decidir o no su publicación. Los resultados del proceso de evaluación académica son inapelables en todos los casos. Se explicitan a continuación los requisitos formales que indefectiblemente deben cumplir los manuscritos para ser considerados por el Comité Editorial de MACE. 332 Todas las colaboraciones deberán ajustarse al siguiente formato: - Deben estar escritas con interlineado 1 y 1/2 en todas sus secciones, en hojas numeradas de tamaño A4. La fuente debe ser Arial, tamaño 12 y los márgenes inferior y superior de 2,5 cm e izquierdo y derecho de 3 cm. - Orden de las secciones: 1) Título en español (o portugués) y en inglés, en mayúsculas, centralizado, sin subrayar. 2) Autor/es, en el margen derecho, con llamada a pie de página (del tipo *) indicando lugar de trabajo y/o pertenencia institucional o académica y dirección electrónica. 3) Resumen de aproximadamente ciento cincuenta palabras en español (o portugués) y en inglés. Palabras clave en español (o portugués) y en inglés, hasta cuatro. 4) Texto, con subtítulos primarios en el margen izquierdo, en mayúsculas y en negrita, sin subrayar; subtítulos secundarios en el margen izquierdo, en minúsculas y cursiva. Cada subtítulo estará separado del texto anterior y del que le sigue por interlineado doble. Se dejarán sangrías al comienzo de cada uno los párrafos. El margen derecho puede estar justificado o no, pero no deben separarse las palabras en sílabas. La barra espaciadora debe usarse sólo para separar palabras. Para tabular, usar la tecla correspondiente. La tecla “Enter”, “Intro” o “Return” sólo debe usarse al finalizar un párrafo, cuando se utiliza punto y aparte. No usar subrayados. Se escribirán en cursiva las palabras en latín o en lenguas extranjeras, o frases que el autor crea necesario destacar. De todos modos, se aconseja no abusar de este recurso, como tampoco del encomillado y/o las palabras en negrita. Las tablas, cuadros, figuras y mapas no se incluirán en el texto, pero se indicará en cada caso su ubicación en el mismo. Deben subirse al portal de edición numerados según el orden en que deban aparecer en el texto, con sus títulos y/o epígrafes presentados en archivo aparte. Las figuras y mapas deben llevar escala, y estar en formato jpg o tif en 300 dpi. No deben exceder las medidas de caja de la publicación (12 x 17 cm), y deben estar citados en el texto. Las referencias bibliográficas irán en el texto siguiendo el sistema Autor año. Ejemplos: * (Rodríguez 1980) o (Rodríguez 1980, 1983) o (Rodríguez 1980a y 1980b) o “como Rodríguez (1980) sostiene, etc.”. * Se citan hasta dos autores; si son más de dos, se nombra al primer autor y se agrega et al. En la lista bibliográfica aparecerá el nombre de todos los autores. * Citas con páginas, figuras o tablas: (Rodríguez 1980: 13), (Rodríguez 1980: figura 3), (Rodríguez 1980: tabla 2), etc. 333 Nótese que no se usa coma entre el nombre del autor y el año. Las citas textuales de hasta tres líneas se incluirán en el texto, encomilladas, con la referencia (Autor año: página). Las citas textuales de más de tres líneas deben escribirse en párrafos sangrados a la izquierda con un tabulado, y estarán separadas del resto del texto por doble interlineado antes y después, no se utilizan comillas al comienzo ni al final. Al finalizar la cita textual se mencionará (Autor año: páginas). No utilizar nota para este tipo de referencia bibliográfica. En los casos en que las citas textuales provengan de fuentes documentales inéditas, las referencias sí deberán escribirse en nota al pié de página. Ejemplos: Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires (en adelante AHPBA). Juzgados de Paz, Leg. 39-1-1, doc.385, f.2. 1 2 Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia (en adelante ABNB). Correspondencia Audiencia de Charcas 940, Carta del Gobernador Felipe de Albornoz al Rey. Salta, 17/3/1634. Se sugiere el uso de la siguiente notación para este tipo de referencias: Legajo: Leg.; Expediente: Exp.; Documento: doc.; folio o foja/s: f. ó fs. Se aconseja preservar la ortografía y redacción originales de los documentos citados. No obstante, indicar si se ha modernizado algún aspecto del documento en las citas transcriptas en los artículos. Las notas al pie deben escribirse con el comando correspondiente del procesador de textos que utilice el autor. No deben aparecer al final del archivo de texto ni es necesario crear un archivo aparte para las mismas. 5) Agradecimientos. 6) Fuentes documentales citadas Se indicarán aquí las fuentes no editadas que hayan sido referidas en el texto. Ejemplos: Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia (ABNB), Escrituras Públicas, Leg. 7, 8 y 9. La Plata, 1562-1569. Revisita al pueblo de Jesús de Machaca. Archivo General de la Nación, Sala XIII, Leg. 17-10-4, 1620. 7) Bibliografía citada. Todas las referencias citadas en el texto y en las notas deben aparecer en la lista bibliográfica y viceversa. La lista bibliográfica debe ser alfabética, ordenada de acuerdo con el apellido del primer autor. Dos o más trabajos del mismo autor, ordenados cronológicamente. Trabajos del mismo año, con el agregado de una letra minúscula: a, b, c, etc. 334 Se contemplará el siguiente orden: Autor/es [sangría] Fecha. Título. Publicación volumen (número): páginas. Lugar, Editorial. Nótese: el punto después del año. Deben ir en cursiva los títulos de los libros o los nombres de las publicaciones. No se deben encomillar los títulos de artículos o capítulos de libros. No se usan las palabras “volumen”, “tomo” o “número” sino que se pone directamente el número de volumen, tomo, etc. Tampoco se usa la abreviatura “pp.” para indicar páginas sino que se ponen las páginas separadas por guiones. Si el autor lo considera importante puede citar entre corchetes la fecha de la edición original de la obra en cuestión, sobre todo en el caso de viajes y/o memorias. Ejemplo de cita en el texto: Lista ([1878] 1975), lo que deberá coincidir con la forma de citar en la lista de bibliografía citada. Ejemplo de lista bibliográfica: Eidheim, Harald 1976. Cuando la identidad étnica es un estigma social. En Barth, F. (comp.); Los grupos étnicos y sus fronteras: 50-74. México, FCE. Ottonello, Marta y Ana María Lorandi 1987. 10.000 años de Historia Argentina. Introducción a la Arqueología y Etnología. 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