Untitled - Instituto de Ciencias Antropológicas

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FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS
UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES
Decano
Hugo Trinchero
Vicedecana
Leonor Acuña
Secretaria de Asuntos Académicos
Graciela Morgade
Secretaria de Hacienda y Administración
Marcela Lamelza
Secretaria de Extensión Universitaria y Bienestar Estudiantil
Alejandro Valitutti
Secretario General
Jorge Gugliotta
Secretario de Investigación
Claudio Guevara
Secretario de Posgrado
Pablo Ciccolella
Subsecretaria de Bibliotecas
María Rosa Mostaccio
Subsecretario de Publicaciones
Rubén Mario Calmels
Matías Cordo
Coordinador Editorial
Diego Villarroel
Consejo Editor
Amanda Toubes���������
Lidia R. ��������
Nacuzzi
Susana Cella
Myriam Feldfeber
Silvia Delfino
Diego Villarroel
Germán Delgado
Sergio Castelo
Diseño interior y tapa: Beatriz Bellelli
E-mail: [email protected]
© Editorial de la Facultad de Filosofía y Letras
Universidad de Buenos Aires-2011
Puán 480, Ciudad Autónoma de Buenos Aires
República Argentina
ISSN: 0327-5752 (versión impresa)
ISSN: 1851-3751 (versión en línea)
MEMORIA AMERICANA
CUADERNOS DE ETNOHISTORIA
Número 20 (1 y 2)
Directora
Cora V. Bunster Editora Científica
Ingrid de Jong
Editoras Asociadas
Secretarios de Redacción
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Alejandra Ramos����������������
Luciano Literas
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Aylén Enrique���������������
Paula Irurtia
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Carina P. Lucaioli
Comité Editorial
Ana María Lorandi, Universidad de Buenos Aires (UBA) / Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), Argentina; Lidia Nacuzzi, UBA /
CONICET, Argentina; Roxana Boixadós, Universidad Nacional de Quilmes / CONICET, Argentina; Mabel Grimberg, UBA / CONICET, Argentina; Sara Mata, Universidad Nacional de Salta / CONICET, Argentina; José Luis Martínez, Universidad de
Chile, Chile; Alejandra Siffredi, UBA / CONICET, Argentina.
Comité Académico Asesor
Rossana Barragán, Universidad Mayor de San Andrés, La Paz, Bolivia; Martha
Bechis, Instituto de Investigaciones Gino Germani, UBA, Argentina; Guillaume
Boccara, Ecole des Hautes Études en Sciences Sociales / Centre National de la
Recherche Scientifique (CNRS), París, Francia; Jesús Bustamante, Consejo Superior
de Investigaciones Científicas (CSIC), Madrid, España; Antonio Escobar Ohmstede,
Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS),
México D.F., México; Noemí Goldman, Instituto de Historia Argentina y Americana
“Dr. E. Ravignani”, UBA/ CONICET, Argentina; Jorge Hidalgo Lehuedé, Universidad
de Chile, Chile; Scarlett O’Phelan Godoy, Pontificia Universidad Católica del Perú,
Perú; Silvia Palomeque, Universidad Nacional de Córdoba / CONICET, Argentina;
Ana María Presta, Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. E. Ravignani”,
UBA/CONICET, Argentina.
Sección Etnohistoria del Instituto de Ciencias Antropológicas. Facultad de Filosofía
y Letras, Universidad de Buenos Aires. Puán 480, of. 405. C1406CQJ Buenos Aires,
Argentina. Tel. 54 11 4432 0606, int. 143. Fax: 54 11 4432 0121.
E-mail:[email protected] (canje)
[email protected] (Comité Editorial)
Envío de artículos: http://ppct.caicyt.gov.ar
Memoria Americana – Cuadernos de Etnohistoria es una publicación semestral que edita la
Sección Etnohistoria del Instituto de Ciencias Antropológicas de la Universidad de Buenos
Aires. Publica artículos originales de investigación de autores nacionales y extranjeros en el
campo de la etnohistoria, la antropología histórica y la historia colonial de América Latina,
con el objetivo de difundir ampliamente los avances en la producción de conocimiento de
esas áreas disciplinares. Sus contenidos están dirigidos a especialistas, estudiantes de grado y
posgrado e investigadores de otras disciplinas afines.
ISSN: 0327-5752 (versión impresa)
ISSN: 1851-3751 (versión en línea)
Memoria Americana está indizada en Anthropological Index of the Royal Anthropological
Institute (aio.anthropology.org.uk) y DOAJ (Directory of Open Access Journals, www.doaj.
org) de Lund University Libraries. Electrónicamente se encuentra en SciELO (Scientific
Electronic Library Online, www.scielo.org.ar) y en Sistema Regional de Información en
Línea para Revistas Científicas de América Latina, el Caribe, España y Portugal (LatindexCatálogo, www.latindex.unam.mx). Números 1 (1991) a 19 (2011) disponibles en nuestra
página web:
www.seccionetnohistoria.com.ar/etnohistoria_memoam.htm
MEMORIA AMERICANA 20 (1)
enero-junio 2012
ÍNDICE
TABLE OF CONTENTS
Presentación 9-13
Reflexiones y debate
¿Etnohistoria, Antropología Histórica o simplemente Historia?
Ethnohistory, Historical Anthropology or just History?
Ana María Lorandi 17-34
Comentarios
Guillaume Boccara ¿Qué es lo “etno” en Etnohistoria? la vocación crítica de
los estudios etnohistóricos y los nuevos objetos de lucha
What does “ethno” mean in Ethnohistory? Critical vocation
of ethnohistorical studies and new objects of struggle
37-52
Cristóbal Aljovín de Losada Reflexiones sueltas respecto al escrito: ¿Etnohistoria, Antropología
Histórica o simplemente Historia? de Ana María Lorandi
Some reflexions concerning Ana María Lorandi’ s essay
‘Ethnohistory, Historical Anthropology or just History?’
53-60
Marco Curátola Petrocchi Los cincos sentidos de la Etnohistoria
Etnohistory and its five meanings
61-78
Raúl O. Fradkin la historia, la antropología y las posibilidades de una historia
de la política popular
History, Anthropology and probabilities for a history of popular
politics
79-88
Sergio Serulnikov 89-110
representaciones, prácticas, acontecimientos.
apuntes sobre la historia política andina
Representations, practices, events. Notes about Andean political history
María Regina Celestino de Almeida historia y antropología: algunas reflexiones sobre abordajes
interdisciplinarios
History and Anthropology: some reflections
about interdisciplinary approaches
111-127
Eduardo José Míguez Antropología e historia
Anthropology and History
129-136
Thomas Abercrombie The Ethnos, Histories, and Cultures of Ethnohistory: A view
from the US Academy
Los etnos, historias y culturas de la Etnohistoria:
una mirada desde la academia de ee. UU.
137-145
Walter Delrio Entrar y salir de la Etnohistoria
To Come in and to Come Out of Ethnohistory
147-171
Pablo Wright 173-181
Trabajo de campo en el tiempo: los lugares etnográficos
de la Antropología de la Historia
Field work in time: Ethnographical places of Historical Anthropology
MEMORIA AMERICANA 20 (2)
julio-diciembre 2012
ÍNDICE
TABLE OF CONTENTS
Mónica Quijada. In Memoriam, por Lidia Nacuzzi 185-186
Artículos
Articles
Arqueología y Etnohistoria: la construcción de un problema de
investigación (Abaucán, Tinogasta, Catamarca)
Archaeology & Ethnohistory: constructing a research problem
(Abaucán, Tinogasta, Catamarca)
Norma Ratto y Roxana Boixadós 187-220
Familia inserción social y comercio de exportación en Tucumán,
1780-1810. Una aproximación a partir del comerciante peninsular
Manuel Posse
Family, social integration and export trade in Tucumán, 1780-1810.
Approach based on Manuel Posse a Peninsular merchant
Francisco Bolsi 221-244
Aportes de los “intermediarios culturales” en la conformación de
los paisajes fronterizos del norte de la Patagonia a fines del siglo XVIII
Contribution of “cultural brokers” to the configuration of border
landscapes of northern Patagonia, late eighteenth century
Laura Aylén Enrique 245-271
“Hijos de la patria”: tensiones y pasiones de la inclusión en la
Nación argentina entre los afroporteños a fines del siglo XIX.
“Children of the homeland”: tensions and passions regarding the
inclusion of Afroporteños in the Argentine Nation by late 19th century
Lea Geler 273-294
Fotografía, testimonio oral y memoria. (Re)presentaciones de
indígenas e inmigrantes del Chaco (Argentina)
Photography, oral testimony and memory. (Re)presentation of
Indigenous and immigrants in Chaco (Argentina)
Mariana Giordano 295-321
Reseñas
Reviews
Urbina Carrasco, María Ximena (2009). La frontera de arriba en
Chile colonial. Interacción hispano-indígena en el territorio entre
Valdivia y Chiloé e imaginario de sus bordes geográficos,
1600-1800. Valparaíso, Ediciones Universitarias de Valparaíso/
Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.
Gabriela Landini 325-327
Lucaioli, Carina. 2011. Abipones en las fronteras del Chaco.
Una etnografía histórica sobre el siglo XVIII. Buenos Aires,
Sociedad Argentina de Antropología.
Luisina Tourres 328-330
Normas editoriales e información para los autores
Instructions for Article Contributors 331-336
Envío de artículos: http://ppct.caicyt.gov.ar
Portal de Publicaciones Científicas y Técnicas (PPCT) -Centro Argentino de Información
Científica y Tecnológica (CAICYT) - Consejo Nacional de Investigaciones Científicas
y Técnicas (CONICET)
Memoria Americana 20 (1) - enero-junio 2012: 9-13
PRESENTACIÓN
La publicación del presente volumen adquiere una especial significación, dado que Memoria Americana. Cuadernos de Etnohistoria celebra su
vigésimo aniversario. En nombre del Comité Editorial deseamos agradecer a
los numerosos colaboradores que a lo largo de estas dos décadas integraron
dicho Comité, y llevaron adelante esta revista, así como a los investigadores
que formaron parte del Comité Académico Asesor y a los que actuaron como
evaluadores de esta publicación; también a los autores por remitirnos sus
trabajos.
Cabe recordar que en 1991 se publicaba el primer ejemplar de nuestra
revista, en esta Facultad de Filosofía y Letras, bajo la dirección de la doctora
Ana María Lorandi, quien se mantuvo en dicha función hasta 2007. A partir
de ese momento la dirección de la revista fue asumida por la doctora Lidia
Rosa Nacuzzi, quien permaneció hasta 2009 y desempeñó una ingente tarea
editorial logrando incrementar la visibilización de Memoria Americana; luego
en 2010 la doctora Ingrid de Jong se hizo cargo de la misma con renovadas
energías, siempre atenta a los nuevos desafíos tecnológicos para mejorar la
calidad de nuestra publicación científica.
En esta ocasión, y por considerarlo de interés para nuestros lectores y
para la comunidad científica en general, ofrecemos una sección nueva llamada “Reflexiones y Debate”, contiene un ensayo central dedicado a un tema
o problema de interés común a la investigación etnohistórica que es comentado y discutido por diferentes investigadores. En este volumen aniversario,
presentamos como trabajo inaugural de esta sección un ensayo escrito por
la doctora Ana María Lorandi, académica considerada una figura central de
la Etnohistoria latinoamericana porque formó a numerosos investigadores
argentinos en esta disciplina e inició sus trabajos de investigación en un
momento culminante de la Etnohistoria andina por la calidad y la variedad
de su producción. Su trabajo, titulado “Etnohistoria, Antropología Histórica
o simplemente Historia”, abre una discusión acerca de los aspectos comunes
y los enfoques, metodologías y trayectorias que se han diferenciado bajo estos rótulos, con el objetivo de contribuir al debate sobre las relaciones entre
Antropología e Historia. La antropología y la historia, lo local y lo global, la
10
Presentación
configuración y el acontecimiento, el tiempo largo y el tiempo corto y los
regímenes de historicidad son, entre otros, los temas que Lorandi propone
discutir aunque, según sus propias palabras, “ninguno resulte novedoso en
sí mismo”.
Invitamos a diversos investigadores calificados y de reconocida trayectoria en el medio académico internacional, regional y local, formados en
Antropología y en Historia, para que expresaran su opinión y reflexionaran
sobre todos o varios de los temas mencionados en el citado ensayo, a partir
de los saberes y las prácticas surgidas de sus propias experiencias de investigación. Los estudiosos invitados respondieron con entusiasmo a esta
iniciativa y enviaron sus aportes, a ellos va un agradecimiento especial por
la excelente disposición con la que respondieron y por su flexibilidad para
adecuarse a los tiempos editoriales.
Los comentarios constituyen en sí mismos valiosos aportes para la reflexión sobre la trayectoria del campo disciplinar alrededor del cual se creó
nuestra revista y para la exploración de los ámbitos de convergencia metodológica y de divergencia teórica que se han producido en los últimos años.
En este volumen presentamos los aportes de los siguientes investigadores:
Guillaume Boccara (Centre National de la Recherche Scientifique, Ecole
des Hautes études en Sciences Sociales, París) en su ensayo “¿Que es lo
‘etno’ en Etnohistoria? La Vocación crítica de los Estudios Etnohistóricos y
los nuevos objetos de lucha” afirma que los Estudios Etnohistóricos deben
considerarse una manifestación latinoamericana de la crítica post-colonial
dado que rescatan el rol activo -agency- de los grupos subalternos y critican
los procedimientos de nominación, denominación y representación del
pasado colonial. También plantea que se ha producido una politización de
la cultura, convertida en terreno de lucha por los grupos dominados que
tienden no solo a repensar la historia sino a poner en tela de juicio los lugares
de memoria dominantes que han contribuido a crear lugares de no-memoria
o de olvido.
Cristóbal Aljovín de Losada (Pontificia Universidad Católica del Perú,
Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima) en “Reflexiones sueltas
respecto al escrito: ¿Etnohistoria, Antropología Histórica o simplemente
Historia? de Ana María Lorandi”; destaca que la propuesta de Lorandi forma
parte del mainstream del quehacer de un grupo de historiadores que apuesEste ensayo central y sus comentarios no fueron sometidos al sistema de evaluación utilizado por la revista dado que se trata de reflexiones sobre distintos problemas teóricos y
metodológicos que enfrentan los investigadores en su quehacer profesional. No obstante,
en la práctica el ensayo central es objeto de una suerte de evaluación por parte de los comentaristas, quienes entablan una enriquecedora discusión para el campo disciplinar.
Memoria Americana 20 (1) - enero-junio 2012: 9-13
11
tan por los estudios de la cultura, tomada como algo fundamental para una
sociedad pues a través suyo comprendemos “la realidad” y “actuamos” en
ella. Sin embargo, plantea la necesidad de una mejor comprensión de factores
no culturales, como la ecología, la salud, etc., en relación con la cultura.
Marco Curatola Petrocchi (Pontificia Universidad Católica del Perú,
Lima) en su ensayo titulado “Los cincos sentidos de la Etnohistoria” propone
un ejercicio interesante; toma cinco variables de análisis en relación con
la Etnohistoria, a partir de las cuales puede ser definida. Es decir, plantea
pensarla como subconjunto disciplinario entre etnografía, historia y
arqueología, como historia de las sociedades colonizadas por los europeos,
como etnografía histórica, como etno-etnohistoria y como historia oral. Por
último, acepta que el vocablo etnohistoria resulta démodé pero también cree
que hasta la fecha no hay una propuesta satisfactoria para reemplazarlo.
Raúl Fradkin (Universidad Nacional de Luján, Universidad de Buenos
Aires) en “La Historia, la Antropología y las posibilidades de una historia de
la política popular” circunscribe su colaboración a la relación entre Historia
y Antropología. Apoya decididamente el trabajo interdisciplinario entre
historiadores y antropólogos a fin de avanzar en estudios sobre: a) las formas
de “integración” de sujetos y grupos indígenas dentro de las plebes urbanas,
los campesinados y las clases trabajadoras durante el siglo XIX; b) los grupos
sociales no-indios, también dotados de fuerte identidad étnica, y las relaciones
entre grupos populares indios y no-indios y 3) las trayectorias, experiencias
e intervenciones de los grupos indígenas sometidos a la sociedad hispanocriolla en sus luchas y en sus prácticas políticas decimonónicas
Sergio Serulnikov (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y
Técnicas, Universidad de San Andrés) autor de “Representaciones, prácticas,
acontecimientos. Apuntes sobre la historia política andina” retoma y amplía
algunas de las problemáticas planteadas por Lorandi tomando como hilo
conductor la historia política tardo-colonial en el Alto y Bajo Perú, tema de
su especialidad. Destaca la alta politización de la sociedad colonial hispanoamericana, lo cual explica que el concepto de cultura política se constituyera
en una de las principales herramientas interpretativas. En síntesis, plantea que
el impacto desigual y combinado de la historia política, los estudios subalternos, la microhistoria, y las teorías postcoloniales dieron lugar a un notable
florecimiento de la literatura sobre los temas evocados en este ensayo.
María Regina Celestino de Almeida (Universidade Federal Fluminense,
Brasil) en “Historia y Antropología: algunas reflexiones sobre abordajes
interdisciplinarios” considera esencial el abordaje histórico-antropológico
para estudiar pueblos indígenas en contacto con sociedades envolventes, y se
refiere a su investigación sobre las aldeas coloniales de Rio de Janeiro. Alude a
la historicidad de la cultura, es decir al abandono de la tendencia esencialista
12
Presentación
para entenderla como producto histórico dinámico y flexible. Concuerda
con Lorandi en la necesidad de promover el diálogo entre historiadores y
antropólogos para articular la información y las interpretaciones producidas,
pero siempre valorando la acción y la comprensión que los propios pueblos
o individuos estudiados tienen sobre sus trayectorias. Además apoya
decididamente el debate propuesto.
Eduardo José Míguez (Universidad Nacional de Mar del Plata, Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires) en su aporte
titulado “Antropología e Historia” piensa en el estrechamiento del vínculo
entre Antropología e Historia como en un “fructífero maridaje” y, a modo
de ejemplo de este enriquecedor cruce disciplinar, se refiere a los estudios
migratorios. Plantea que allí la tradición analítica reciente en historia de las
migraciones es heredera del trabajo antropológico que mostró la pervivencia
de la etnicidad en los procesos migratorios, y la reconstitución de las identidades en las comunidades migradas. Para este estudioso la colaboración
entre ambas tradiciones -la antropológica y la histórica- resulta enriquecedora
debido a la suma diversidades que ofrece y no por el intento de gestar campos
nuevos en las intersecciones.
Thomas Abercrombie (New York University, Nueva York) en su
cometario, titulado The ethnos, histories and cultures of Ethnohistory; a
view from the US Academy, ofrece interesantes matices sobre la historia
de la etnohistoria pero desde la perspectiva del mundo académico de EE
UU. Advierte que el asunto de adquirir experiencia de investigación, es
decir cierto grado de profesionalismo, en ambas disciplinas resulta un gran
obstáculo para la reproducción de la Etnohistoria; otro inconveniente es la
tendencia de las disciplinas a mantener sus puertas cerradas a los amateurs
y a sospechar de los que cruzan las fronteras disciplinares. Subraya la
necesidad de reconstruir la memoria social, o historia vernacular, para
entender la manera en que el pasado es constituido y usado para moldear la
sociabilidad contemporánea.
Walter Delrio (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Universidad Nacional de Río Negro) en su trabajo, “Entrar y salir de la
Etnohistoria”, reflexiona sobre este campo disciplinar cuyo objetivo no es el
estudio de las etnías sino de los procesos de etnicidad para construir diferentes
estatus de subalternidad, subrayando las relaciones asimétricas implicadas
en la mismidad y la otredad y las tensiones entre marcos de interpretación
hegemónicos y alternativos. Apoya la idea de “entrar y salir” de diferentes
regímenes de valor de las cosas, las personas y las imágenes, para poder
interpretar los modos históricos y contextuales en que dichos regímenes se
entrelazan; también se declara a favor de la incorporación de la memoria social
como fuente histórica pues forma parte de procesos de identidad.
Memoria Americana 20 (1) - enero-junio 2012: 9-13
13
Por último, Pablo Wright (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas
y Técnicas, Universidad de Buenos Aires) en “Trabajo de campo en el tiempo:
los lugares etnográficos de la antropología de la historia” se focaliza en el
componente etnográfico de la etnohistoria y la antropología histórica. Opina
que en una etnografía del pasado el tiempo obra como el lugar etnográfico;
más precisamente habla del lugar etnográfico histórico -donde los conceptos
de cultura e imaginario resultan clave para dar sentido a las prácticas de los
interlocutores del pasado. Piensa que un aporte esencial de la perspectiva
antropológica es pensar la cultura como un sistema de símbolos, sentidos y
prácticas, integrados de modo a veces fragmentario y desordenado, que permea las acciones y las instituciones. Distingue claramente entre los acontecimientos para los actores sociales y para el investigador, quien los construye
mediante su enfoque teórico.
En resumen, consideramos que la propuesta de dialogar y/o discutir sobre
temas y problemas que todos los productores de la disciplina deben enfrentar ha resultado altamente positiva para lograr consenso en algunos puntos,
para advertir sobre posibles problemas y, sobre todo, para poder escuchar las
distintas voces de estos prestigiosos referentes de la disciplina, quienes nos
han brindado sus distintas y esclarecedoras perspectivas basándose en sus
singulares experiencias de investigación.
Cora Bunster
Directora
Comité Editorial Memoria Americana
Julio 2012
Memoria Americana
C uadernos
de
E tnohistoria
Instituto de Ciencias Antropológicas
Buenos Aires 2012
20
(1)
Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 17-34
17
¿Etnohistoria, Antropología Histórica
o simplemente Historia?
Ethnohistory, Historical anthropology
or just History?
Ana María Lorandi*
* Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Facultad de Filosofía y Letras,
Universidad de Buenos Aires. E-mail: [email protected]
18
Ana María Lorandi
Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 17-34
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El presente ensayo tiene el propósito de contribuir al debate sobre las
relaciones entre Antropología e Historia, para ello hemos invitado a algunos investigadores calificados para que expresen su opinión sobre todos o
varios de los temas que aquí se mencionan; es decir a partir de la viabilidad
y práctica de la convergencia epistemológica y metodológica de ambas
disciplinas.
Si aceptamos que la Historia ha sido flexible y receptiva a la influencia
de la Antropología como puede constatarlo cualquier lector, por qué los
antropólogos siguen aferrados al presente y no utilizan sus categorías y su
metodología para interrogar al pasado de las sociedades complejas recurriendo
-valga la redundancia- a un paradigma antropológico -no “sociológico”- como
lo comentaremos más abajo. A lo sumo realizan una historia de lapso corto,
apelan a la memoria oral o practican el relevamiento de un acontecimiento
contemporáneo. Surgen entonces los siguientes interrogantes: ¿por qué somos
tan pocos, en este país, los que enfocamos el pasado desde una Etnohistoria
o Antropología histórica cuya diferencia desarrollaremos más abajo?; ¿cómo
podemos revertir este desinterés por parte de los antropólogos y lograr, inversamente, que los historiadores reconozcan más abiertamente la importancia
epistemológica de la Antropología en sus cambios de paradigma?; ¿de qué
manera se pueden derribar estas barreras, más allá de los respectivos espacios
académicos que ocupan sus representantes?
Es indudable que en el título tenemos un denominador común: la Historia. Ahora bien: ¿los que hacen Etnohistoria o Antropología histórica hacen
simplemente Historia, sin más? y, ¿cuál es la diferencia entre Etnohistoria o
Antropología Histórica? Pareciera tratarse de un viejo debate que, sin embargo,
cada tanto retoma actualidad.
Hace muchos años Franklin Pease (1979-1980), en su discurso de incorporación a la Academia de Historia del Perú, propuso que la Etnohistoria
era simplemente Historia porque el pasado indígena, prehispánico, colonial
En palabras de John V. Murra: “La Antropología promete que hay soluciones diversas a
los mismos problemas humanos. Yo soy antropólogo por esa razón” (en Castro et al. 2000:
146). Esta reveladora cita es recordada por Ramos (2011: 151).
En un artículo reciente Fernando Remedi (2011) revisa las tendencias historiográficas
argentinas en las últimas décadas reconociendo el giro temático hacia los temas culturales,
pero en ningún momento lo identifica como una influencia de la Antropología.
20
Ana María Lorandi
o republicano, era parte de la historia del Perú. Unos años después Thierry
Saignes se expresaba en un sentido similar. La clave de estas opiniones
reside en entender los esfuerzos de esos investigadores por legitimar a la
sociedad indígena como un sujeto que merecía ser investigado con los mismos paradigmas teóricos y metodológicos aplicados al resto de la sociedad.
Desde el momento en que la disciplina eligió el pasado de esa sociedad como
sujeto de estudio, y para realizarlo debía recurrir a las técnicas de indagación
provistas por la Historia, simplemente se hacía Historia. Planteada en estos
términos la discusión parecía cerrada; no obstante, para retomarla es necesario
introducir otras variables. En principio, podremos considerar dos de ellas: la
identificación del término étnico con indígena o aboriginalidad, y el campo
académico construido en torno a la Etnohistoria.
Aunque es etimológicamente incorrecto, se aplica la palabra étnico/a
a cualquier estudio o manifestación cultural que lleve una impronta aborigen, también, particularmente, a situaciones de conflicto con la sociedad
hegemónica (Bechis 2010). No se utiliza el término si se estudian hábitos o
producciones atribuidas a españoles, las personas de origen europeo parecen no haber pertenecido a ninguna etnía y son identificados por su origen
nacional, como españoles, u otros europeos, criollos españoles nacidos en
América, incluso mestizos. En el caso de los criollos no se dice son de etnía
española nacidos en América”, por lo tanto desde esta perspectiva la etnohistoria americana se ocupa de los indios y nada más que de los indios, al
menos en la práctica.
¿Cuáles son las consecuencias de este tour de force etimológico?; ¿quiénes se ocupan de los indios?: los antropólogos. Por lo tanto, aquellos que se
interesan por indagar cómo vivían y qué hacían los indios en tiempos pasados eran antropólogos devenidos en historiadores. Pero también es cierto
que muchos historiadores se ocuparon de la misma temática adoptando el
paradigma epistemológico de la antropología y, como consecuencia, ambos
grupos de especialistas se articularon en torno a la dicha temática indígena
constituyendo un campo con identidad académica propia.
Esta no es una variable despreciable en el ejercicio de una disciplina pues
la diferenciación con respecto a los otros campos de las ciencias sociales varía
según las tradiciones y el devenir de la investigación en cada país. A veces
se constituye como una especialidad separada, como ocurre en Argentina,
mientras en los países andinos, cuyas poblaciones de origen indígena tienen
mayor peso demográfico y cultural, el campo presenta límites menos definidos.
Comentario personal durante un seminario.
Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 17-34
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No obstante, en todos esos países las redes de relaciones académicas operan
de manera similar para permitir una identificación profesional.
Por tal motivo, podríamos considerar a la Etnohistoria como una disciplina que se ocupa de la sociedad indígena mediante un maridaje entre
paradigmas teóricos y metodológicos de la Antropología y de la Historia.
Ahora bien: ¿cuál sería entonces la diferencia con la Antropología histórica?
Probablemente desde el punto de vista epistemológico no existe, excepto
que en la concepción actual la Antropología ya no se ocupa solamente de
las poblaciones aborígenes culturalmente no-occidentales. Una breve síntesis
del devenir de la práctica de la Etnohistoria podría venir en nuestra ayuda.
Desde las décadas de 1960 y 1970 los etnohistoriadores focalizaron su interés
en la sociedad indígena prehispánica de los últimos siglos antes de la conquista. Se trataba de reconstruir la estructura sociocultural de las poblaciones
americanas originales mediante la confluencia de la arqueología, las crónicas
y los documentos coloniales. Con el tiempo aumentó la preocupación por
observar los cambios de esos mismos grupos bajo el dominio español y, por
lo tanto, fue inevitable que entraran en el objetivo otros actores sociales que
intervenían en el proceso de colonización. Es así que la Antropología “descubre” la posibilidad de estudiar a esos otros segmentos sociales con la misma
confluencia disciplinar. En síntesis, se trató de estudiar el pasado histórico
colonial, y luego el republicano, como una configuración que no podía ser
segmentada. Otra consecuencia fue que en determinadas coyunturas y/o
problemáticas la sociedad no-indígena fue adquiriendo protagonismo por sí
misma y se transformó en legítimo sujeto de estudio para esta confluencia
disciplinar.
De allí que para algunos investigadores, entre los que me encuentro, la
Antropología histórica -tomada en el sentido otorgado por algunos autores
europeos como Le Goff (historiador) o Goody (antropólogo) que la han utilizado para estudiar el pasado histórico de su propia sociedad- nos sirve para
interrogarnos sobre la estructura cultural, las prácticas y sus significaciones,
de cualquier segmento social privilegiando el análisis de los hábitos, las actividades y los imaginarios desde una perspectiva antropológica. Se estudia
así un conjunto social que tradicionalmente era el sujeto de la investigación
histórica tradicional, preocupada, sobre todo, por caracterizar el proceso histórico desde la acción de las elites o de los gobiernos -en tanto única instancia
de agencia activa. Era una historia que se construía desde arriba hacia abajo,
no sólo en lo político sino también en lo cultural, y le atribuía un rol pasivo
al resto de la población, cualquiera fuera su origen; salvo, claro está, en el
caso de reacciones violentas a las presiones ejercidas desde arriba.
Ahora bien, ¿qué pasa con la Historia?
22
Ana María Lorandi
¿Antropología histórica o Historia antropologizada?
La diferencia principal entre Antropología social e Historia reside en que
una interroga a sujetos contemporáneos al investigador y la otra interpela a
los que solo dejaron huellas de actividades pasadas. El tiempo en el que se
ubica al sujeto parece justificar la diferencia porque la Antropología dispone
del testimonio directo del actor y la Historia necesita explorarlos mediante
la intermediación de los documentos o monumentos dejados a su paso por
el mundo de los vivos. Pero ésta es sólo una de las variables, en ambos casos
la palabra del individuo, o los individuos, no constituye por sí misma un
criterio de verdad y es necesario controlar las intenciones manifiestas del
actor, o actores, con la observación directa -etnografía- o con la búsqueda de
otros documentos -etnografía histórica- que revelen las prácticas constitutivas
de la acción social. Como veremos hay muchas otros procedimientos que
aproximan y convergen en ambas disciplinas y si se discute la forma en que
opera actualmente la Historia podremos definir el problema con más claridad. En este momento, hay una nueva modalidad de hacer Historia y tiene
la ventaja de que apela a artefactos conceptuales de varios campos del saber,
además de enriquecerse recuperando la historicidad de su propia disciplina,
y la experiencia teórica y metodológica del historiador.
El antropólogo y el historiador persiguen el mismo objetivo: conocer y
comprender a la sociedad humana. Cabe recordar que la Antropología era
definida como un conjunto de disciplinas que integraban “la ciencias del
hombre”, mientras la Historia era clasificada entre las “humanidades”. ¿Por
qué se apartaron y cuándo, si es que aparentemente están tan próximas?; ¿qué
paso con la identificación de sus respectivos campos? Los aborígenes no tenían historia, decían. Entonces los antropólogos se ocuparon de ellos, “de los
otros”, no para recuperar su historia pues no la tenían, sino para estudiar cómo
“funcionaba” un sistema cultural con “pautas” diferentes a las occidentales y
más tarde analizaron su “estructura” para recuperar la lógica del tal funcionamiento. La Sociología, preocupada por comprender los comportamientos de
los “occidentales”, interviene en este proceso de diferenciación cambiando
el foco de la Historia, hasta entonces puesto en el individuo y en el relato de
los hechos heroicos o en las instituciones con “personalidad” autónoma, y
desplazándolo al conjunto de la sociedad, la “anonimiza”. Desecha la narración de los acontecimientos y prefiere observar las prácticas recurrentes, por
encima o por fuera de dichos acontecimientos. Buscaba regularidades en los
Lorandi y Smietniansky 2004.
Por falta de espacio evitaremos discutir el problema de objetividad/ subjetividad en la
investigación.
Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 17-34
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comportamientos desde una perspectiva “científica”, los describe e interpreta
a partir de una determinada estructura de la cultura social.
El otro gran clivaje de diferenciación es el tiempo. Los aborígenes no
tienen historia porque no escriben su historia, de allí la deriva: como no
escriben Historia no tienen historicidad. Es más, el “cambio” que estudiaban los funcionalistas británicos en las poblaciones africanas era de tipo
adaptativo a algunas condiciones cambiantes, medioambientales o sociales,
no histórico en el sentido de transformaciones temporales, producto de las
experiencias de vida. Más o menos eran siempre iguales a sí mismos o marchaba en círculos.
Obviamente esta síntesis es caricaturesca y no responde estrictamente a la
realidad pero nos permite introducirnos en el problema. El último aspecto mencionado, el de la historicidad, nos da pie para desarrollar la discusión. Ahora
sabemos que no hay sociedades sin historia; sin embargo, la cuestión reside en
saber si dichas sociedades son capaces de reflexionar sobre los acontecimientos en los que participan y en sus consecuencias para la vida presente y de
convertirlos en motores del futuro. Todo depende de los distintos “regímenes
de historicidad” y retomando la noción de la “estructura de la coyuntura” de
Sahlins (1988) se pueden observar los modos de articulación entre el pasado,
el presente y el futuro como plantea François Hartog (2003).
Vayamos ahora al trabajo del historiador analizando el pasado de su
propia sociedad. Se pasó de la Historia heroica, como maestra de vida o Historia ejemplar, a una Historia social que privilegiaba los comportamientos
recurrentes. Desde comienzos del siglo XX la influencia de la Sociología fue
decisiva en lo que Jacques Revel ha llamado “el paradigma de los Annales”
(2005). Hacia mediados del siglo la Sociología parsonsniana tuvo un fuerte
impacto y apartó a los historiadores del sujeto individual o institucional y a
los antropólogos de su aldea.
A su vez no puede ignorarse que la Antropología ha provisto a la Historia
de instrumentos conceptuales de gran valor; a modo de ejemplo podemos
nombrar algunos: el concepto de cultura, la atención prestada al simbolismo,
el imaginario y lo ritual, las relaciones de parentesco, la reciprocidad y podríamos continuar. Pero hay algo aún más importante que se pone en evidencia,
sobre todo, en los últimos años y es el espacio acotado donde pueden observarse los comportamientos de sus habitantes desde una perspectiva micro,
desde su singularidad, sin eludir la opción de realizar simultáneamente un
ejercicio analítico saltando escalas para generalizar o comparar.
En este momento prefiero eludir el tema de la mito-historia que me conduciría sobre otro
flanco del problema como lo plantea Sahlins en su obra Islas de Historia (1988).
24
Ana María Lorandi
La aldea ya no es el espacio del antropólogo y su etnografía puede tener
otros sujetos de interés pero la “observación participante”, que le permite
comprender en profundidad el comportamiento de los sujetos en estudio,
continúa siendo el método característico, el cual también, como veremos, es
absorbido por la Historia. En la actualidad el historiador procura focalizarse
en problemáticas más localizadas, atendiendo a situaciones o acontecimientos que expliquen las singularidades ya no como una casuística aislada sino
dentro de una problemática más abarcativa. En otras palabras, procuran
“participar” en los hechos históricos comprendiéndolos desde “adentro”.
Un notable ejemplo sobre esta forma de operar –¿o me atrevo a decir de “observación participante”?- lo encontramos en libro de Raúl Fradkin, Historia
de una Montonera (2006), obra en donde se “visibiliza” un acontecimiento
singular -y sus implicancias socioculturales- que la Historia tradicional había
decidido prácticamente ignorar.
En concordancia con esta perspectiva antropológica la Historia, por
un lado, ya no se interesa solamente por los sujetos que ocuparon el primer
plano político sino que ahora se interroga, por ejemplo, sobre las actitudes,
el imaginario y las formas de sociabilidad de actores aparentemente menos
relevantes. Por el otro, realiza un ejercicio analítico donde la configuración
social interviene por sí misma como un actor con derecho propio, tomando
aquellos elementos o variables que le permitan discernir la importancia política de los símbolos o de los rituales, las connotaciones de determinados
sistemas de parentesco, los factores emocionales que condicionan la acción,
u otros temas similares. La configuración dejará de ser el “contexto”, o el
telón de fondo, y pasará a intervenir como una variable significativa más. Un
personaje más entre otros personajes.
El acontecimiento y los actores
Veamos entonces cómo operan los nuevos paradigmas de la historia.
Para ello retomaremos el criterio de Sahlins (1988) de la “estructura de la
coyuntura”. Previamente convendría hacer una distinción y aclarar la sutil
diferencia entre suceso -como fenómeno más o menos cotidiano- y acontecimiento -asociado a la epopeya o al acto de gran envergadura, conmocionante
(Barcia 1980). Sin embargo, hay que reconocer que el acontecimiento es raramente una construcción de los propios contemporáneos del suceso, o los
sucesos; en general es percibido como tal por las generaciones posteriores al
otorgarle nueva significación, es el futuro pasado tal como lo define Koselleck
([1979] 1993).
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Ambas situaciones -el suceso de menor proyección histórica o el acontecimiento como los define Barcia- son susceptibles de análisis histórico pues
desnudan muchos aspectos que permanecen encubiertos en el acontecer
cotidiano. Hay acontecimientos en los que la estructura social eclosiona pero
no todos provocan las mismas conmociones, ni son similares sus efectos posteriores; la apreciación de su envergadura depende de la perspectiva desde la
que se lo analice. La observación detallada de un suceso o acontecimiento
particular pone al descubierto la acción de muchos actores y el lugar que cada
uno ocupa en la configuración social, como sus relativas agentividades. El
acontecimiento permite observar de qué manera los actores se desenvuelven
respondiendo a sus prácticas y costumbres habituales pero también si ponen
en juego una creatividad que les permite responder de manera novedosa a las
presiones de la coyuntura. Como expresa claramente Sahlins “la experiencia
de los sujetos humanos, [...] implica una apropiación de los acontecimientos
en función de conceptos a priori”. El acontecimiento se inserta en la estructura de donde toma el sentido y así se hace inteligible y concluye: “no hay
acontecimiento sans sistema” (1988: 129-144).
Los autores que trabajan actualmente en lo que han llamado “cultura
política” aunque reconocen la influencia de la Antropología no se autodefinen
como practicantes de la Antropología histórica (Forte y Silva Prada 2006; Silva
Prada 2007: 38). En la obra compilada por Cristóbal Aljovín de Losada y Nils
Jacobsen (2007), titulada Cultura política en los Andes (1750-1950), el concepto de cultura política es definido como: “un conjunto maleable de símbolos,
valores y normas que constituyen el significado que une a las personas con las
comunidades sociales, étnicas, religiosas, políticas y regionales” (Jacobsen y
Aljovín de Losada 2007b: 13). Como vemos es pura y simplemente cultura,
tal como la define la Antropología. Más adelante, estos autores agregan mayor
precisión al concepto vinculándolo más estrechamente a lo político: “actitudes de personas o grupos para comprender la construcción, consolidación y
desmantelamiento de constelaciones e instituciones de poder” (Jacobsen y
Aljovín de Losada 2007a: 81). Dentro de la misma compilación Alan Knight
(2007: 41-80) cuestiona el uso excesivamente flexible del concepto, al que
considera estrechamente ligado a conductas preestablecidas, recurrentes y
subjetivas que ignoran las respuestas concretas de los sujetos históricos para
afrontar las condiciones institucionales y los acontecimientos particulares
Recordemos algunos de los debates: por ejemplo, el que planteaba si la insurgencia indígena liderada por Túpac Amaru o los Catari fue rebelión o revolución.
Para un recorrido sobre del concepto de cultura política, con las distintas tendencias y
variaciones adoptadas ver las respectivas introducciones de Aljovín de Losada y Jacobsen
(2007) y Silva Prada (2007).
26
Ana María Lorandi
de cada coyuntura histórica. En su opinión, la “conducta misma puede
incluir eventos discretos, adaptables a explicaciones bastante distintas (no
culturales) y `el marco´ nos lleva a macro-explicaciones que de igual modo
no conllevan necesariamente implicaciones `culturales´” (2007: 43). Dicho
de otro modo, para Knight el acontecimiento puede condicionar o provocar
variaciones en los comportamientos colectivos o individuales. Al incluir
este factor en el análisis es posible observar, y tal vez interpretar, las posibles
diferencias existentes entre distintos sectores y/o momentos en el devenir
de una sociedad.
Las opiniones de Knight son discutidas por Aljovín de Losada y Jacobsen
quienes sostienen que la “búsqueda racional de intereses” y la “fuerza de las
circunstancias” no son suficientes para comprender los comportamientos
sociales porque “los grupos sociales o étnicos reinterpretaron las normas
de la elite a partir de una mezcla del interés propio y su propia forma de
comprender los derechos y obligaciones basados en la tradición o en valores,
discursos e ideologías recién emergentes”. En definitiva, “[una] perspectiva
de la cultura política cuidadosamente construida toma en consideración esta
variabilidad subjetiva”, además se refieren a “una matriz cultural a través de
la cual el actor le otorga [a su circunstancia o acontecimiento] un significado
y lo comunica” (Jacobsen y Aljovín de Losada 2007a: 84-85). En tal sentido,
Silva Prada (2007) prueba que es posible atender a los dos flancos del problema
-la base cultural preexistente y las respuestas creativas- porque las huellas
de la cultura recurrente se reflejan en respuestas culturales provocadas por
acontecimientos particulares, aun cuando se desarrollen en un contexto de
crisis social. En suma, mientras Knight señala que el riesgo reside en generalizar o estabilizar un determinado arquetipo cultural, Jacobsen y Aljovín
de Losada reconocen el riesgo pero insisten en la existencia de un patrón
subyacente que guía la elección de las actitudes que deben tomarse según
las circunstancias reconociendo, al mismo tiempo, que se trata de un patrón
móvil, cambiante y en muchos casos también inestable.
En suma, la estructura se manifiesta en el acontecimiento y éste permite
desarrollar nuevas habilidades y responder a estímulos anteriormente desconocidos otorgándoles nuevos significados. Permite, además, capitalizar la
experiencia.
Ahora bien, ¿cómo hacemos para descubrir la estructura sociocultural
a través del acontecimiento? El artefacto más idóneo es la narración. Es necesario recuperar las significaciones que se pueden extraer del relato de los
sucesos, a veces menudas otras conmocionantes, que sacuden la estructura
social y que se encadenan para producir impacto y, a veces, cambios profundos en el devenir de una sociedad. Una vez que el historiador selecciona
Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 17-34
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una problemática y/o un período -y veremos la importancia de esta última
variable- se ocupa de reunir la información documental de referencia, de
procesarla y al reconstruir la trama de los sucesos puede encontrar los lineamientos básicos para interpretar -desde el futuro o sea el presente del
investigador- el o los significados que pueden otorgarse a un determinado
suceso o acontecimiento en una determinada configuración social y, según
los vínculos fácticos o ideológicos, con aspectos globales del problema
analizado.
Si un suceso o acontecimiento es segmentado, aislando sus elementos
constitutivos y organizándolos en series recurrentes, se corre el riesgo de
perder la significación que puede obtenerse analizándolo en conjunto con
otros factores que participan. Por tal motivo, la mejor solución es recurrir a
una narración que los incorpore e interrelacione; pero cabe una aclaración:
narrar no significa relatar el suceso de una manera lineal -una story- aislado de una discusión analítica. Por el contrario, la imbricación de todos los
factores identificados será la materia esencial para otorgarle sentido. Como
lo expresan John y Jean Comaroff con respecto a la Antropología histórica:
“nuestra metodología está menos preocupada por los acontecimientos que por
las prácticas significativas”, y debemos “ser capaces de capturar simultáneamente la unidad y diversidad del proceso social, la incesante convergencia
y divergencias de las formas predominantes de poder y sus significados”
(Comaroff & Comaroff 1992: 37, traducción nuestra).
Narrar significa construir una trama como lo ha discutido Ricoeur
([1985] 1998) y esa trama deberá incorporar los factores que intervienen en
el acontecimiento. Pero ¿qué factores?, el investigador siempre realiza una
selección de factores -tema sobre el que volveremos más abajo- a partir de los
cuales argumentará para sostener una interpretación que no necesariamente tiene que ser causal. Tampoco deberá estar relacionada necesariamente
con la proyección hacia el futuro o las consecuencias de un determinado
acontecimiento, más bien puede tratarse de un ejercicio para identificar las
características esenciales del mismo. Ahora bien, esto tampoco significa
que una investigación deba limitarse a relatar los hechos -individuadles
o colectivos, violentos o pacíficos- que se produjeron en un determinado
momento histórico. En resumen, es necesario que el análisis de las variables
incluya elementos generales y específicos de la configuración social recurriendo, cuando se justifique, a una metodología más científica, reveladora
de las características socioeconómicas de una determinada población en un
También se puede enfocar desde cierto tipo de instituciones, como la acción de los
Cabildos y los efectos de los Juicios de Residencia en la construcción de poder político
(Smietniansky 2009).
28
Ana María Lorandi
determinado momento histórico y a los comportamientos recurrentes en esa
sociedad. Sólo de esta manera se podrán distinguir las soluciones innovadoras puestas en práctica ante nuevas circunstancias. En otras palabras, será
la intersección entre la estructura y el acontecimiento la que alimentará la
argumentación interpretativa.
La selección de las variables descansa en la habilidad o aptitud del investigador y se vincula con la búsqueda de rasgos susceptibles de análisis en
tiempos y espacios lo más amplios posibles; a partir de allí habrá que jugar
con una variación de escalas entre el hecho singular y la configuración, y entre
el momento de lo realmente vivido y el tiempo de la narración. El tiempo
de la narración -la extensión del período- es una construcción del historiador y puede definir simultáneamente la amplitud de la configuración y “el
encadenamiento a modo de secuencia que la intriga confiere a los agentes.
[…] Comprender una historia es comprender a la vez el lenguaje del `hacer´
y la tradición cultural de la que procede la tipología de las tramas” (Ricoeur
[1985] 1998 (I): 119).
¿Qué es lo que nos pone al descubierto la narración construida con
estas consignas?: los actores -actantes en términos Ricoeur- y todos aquellos
aspectos que afectan la toma de decisión y las reacciones. Recuperar a los
actores es la herramienta que permite recuperar también la subjetividad que
interviene en el momento de producir un determinado acontecimiento y la
significación que la tradición cultural le otorga a esa agentividad. No siempre
el actor está totalmente consciente de la importancia, o la deriva, que puede
tener la acción que ejecuta; pero esta no se interpreta si no se la contempla
en la larga duración, en la problemática subyacente en los vínculos sociales y culturales que mantiene con otros grupos o con las instituciones. Un
interesante artículo de Sergio Serulnikov (2010)10 donde revisa la forma de
abordar la historia del proceso de Independencia nos alerta sobre estos problemas epistemológicos y metodológicos. Sostiene que no sólo es necesario
revisar los vínculos:
entre acontecimientos políticos y estructuras socioeconómicas […] sino
también a cuestiones que han adquirido gran relevancia en los últimos
años, tales como las mutaciones en las modalidades de sociabilidad, la
conformación de una esfera o esferas públicas, los imaginarios y lenguajes
políticos o el funcionamiento del estado y las formas de gobierno (Serulnikov 2010).
10
Para estos temas ver también los trabajos de Myers (1999); Paz (2004); Morán (2011) y
las interesantes compilaciones de Fradkin (2008), Bragoni y Mata (2009), entre otros.
Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 17-34
29
Y agrega que estos aspectos no pueden interpretarse sin enfocar también
la relación entre lo local y lo global.
La relación entre lo local, lo regional y lo global no es un tema menor
en este debate. Los detalles, muchas veces, permiten distinguir lo esencial y
lo general con mayor profundidad. Si se analiza un proceso en la larga duración y en amplios territorios siempre existirán elementos comunes, pero si
se ignoran las especificidades locales o regionales no se puede comprender
en toda su magnitud el proceso global. El permanente cambio de escala es el
mejor ejercicio para superar esa dificultad. Hace algunos años en un estudio
sobre las primeras consecuencias de la aplicación de las reformas borbónicas
en el Tucumán colonial proponíamos:
observar de cerca el comportamiento de los actores sociales en relación
con determinado acontecimiento insertos -actores y acontecimiento- en un
contexto sociopolítico particular: el de las reformas borbónicas en el espacio global y en el espacio local del Tucumán, a mediados del siglo XVIII
(Lorandi 2008: 18).
De esa manera, la dimensión política de la vida de una sociedad debe
ser analizada dentro de una totalidad para que adquiera unidad de sentido
y otorgue sentido también a la agencia humana, en tanto ésta es la que participa o influye en la toma de decisiones o se ve afectada por aquellos que
las toman.
El último párrafo conduce al tema de la agentividad colectiva, me refiero
a los actores anónimos o, en todo caso, a aquellos que no ocupan el primer
plano del escenario político. Nos referimos a los que, conjuntamente o en
forma individual, intervienen en los procesos sociales, sea de manera violenta
o pacífica. Es lo que se ha llamado historia “desde abajo”. En nuestra América
se ha privilegiado la acción de las comunidades indígenas, a veces expresadas
en motines o rebeliones u otras estrategias, que obligaron a producir cambios
en el sistema económico, jurídico, político, en la organización eclesiástica
(Adrián 2010) o incluso en el aspecto identitario. Sin embargo, el resto de la
población subalterna, mestiza, criolla o peninsular pobre, afroamericana, o
castas -urbana o rural-, ha carecido de “prensa” hasta los últimos años cuando
la plebe y las intervenciones populares, en general, concitaron cada vez más
la atención de los investigadores. En este momento nos interrogamos sobre
la lógica de la acción política de esos sectores, los cambios que puedan observarse, los intereses que los atraviesan y el grado de autonomía con el que
actúan. Como dice Serulnikov (2010) al privilegiar la acción de las elites se
ha contribuido a invisibilizar la acción de los sectores populares, y podemos
agregar también: de todos los intermediarios culturales, en muchos casos
30
Ana María Lorandi
de gran influencia, sea en la vida cotidiana, o en los momentos de crisis11.
Con frecuencia, los sectores populares o subalternos son identificados con
la plebe urbana o el campesinado rural. No obstante, si se quiere realmente
ampliar el espectro de los agentes sociales se debe incluir a los funcionarios
de rango intermedio, escribanos, curas, pequeños comerciantes, artesanos
calificados; es decir, personas que no pueden confundirse necesariamente
con la plebe y tampoco tienen la misma visibilidad que las elites pero que
no sólo forman parte de la configuración social y cultural sino que intervienen, de manera más o menos efectiva, en los destinos de una comunidad
por acción u omisión.
La perspectiva que estamos presentando propone un ejercicio crítico
desde el presente histórico del investigador, considerando que la disciplina
tiene su propia historicidad y debe ser explícitamente reconocida. Se trataría
de ejercer una crítica que no pretende restar sino sumar. En otras palabras,
la propuesta es no desvalorizar a nuestros predecesores sino avanzar a partir de ellos, apropiándonos de esa experiencia y enriqueciéndola. El exceso
de generalizaciones pudo tener sus debilidades, contemplándolas desde la
perspectiva actual, pero en muchos casos fueron trabajos pioneros, se hizo
lo que se podía hacer con los recursos teóricos y metodológicos disponible
en cada momento. La cuestión es “abrir camino al andar” y no pretender
que cada investigación sea un proceso ex nihilo porque deben considerarse
también las condiciones de producción de las prácticas del historiador y la
necesidad de recurrir a ciertas estrategias de política académica cuando se
propone abrir una nueva línea de investigación.
La Antropología y la Historia, lo local y lo global, la configuración y el
acontecimiento, tiempo largo y tiempo corto, régimen de historicidad -pasado,
presente, futuro. Estos son los temas que proponemos para discutir aunque
ninguno resulte novedoso en sí mismo.
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2010. Curas, doctrinas, reformas y conflictividad local en la provincia de
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de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires. (Ms).
11
Morán (2001) desarrolla varios ejemplos y cita trabajos que incluyen a personajes de este
tipo, civiles y militares, actuando durante las guerras de la independencia.
Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 17-34
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Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181
35
COMENTARIOS
Guillaume Boccara
Cristóbal Aljovín de Losada
Marco Curátola Petrocchi
Raúl O. Fradkin
Sergio Serulnikov
María Regina Celestino de Almeida
Eduardo José Míguez
Thomas Abercrombie
Walter Delrio
Pablo Wright
Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181
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Guillaume Boccara*
Centre National de la Recherche Scientifique, Ecole des Hautes études en
sciences sociales, Paris
¿QUé ES LO “ETNO” EN ETNOHISTORIA? LA VOCACION CRÍTICA DE LOS
ESTUDIOS ETNOHISTóRICOS Y LOS NUEVOS OBJETOS DE LUCHA
The meaning of history is also in its purpose
(Trouillot 1995)
The scandal is that the human sciences should have had a more
encompassing vision of culture and history from the beginning
(Sahlins 2010)
LA CONMEMORACIóN COMO EJERCICIO REFLEXIVO
No creo que existan momentos más propicios que otros para hacer un
balance con respecto a los aportes monográficos y teóricos de tal o cual corriente historiográfica. Puesto que el trabajo reflexivo es -o por lo menos debería
ser- una tarea permanente del científico social, no hay razones objetivas para
pensar que ha llegado el momento de detenerse para analizar “quiénes somos”,
“de dónde venimos”, “dónde estamos” y “hacia dónde vamos”. Ahora bien, es
cierto también que el quehacer cotidiano, la proliferación de las publicaciones
y la dispersión creciente de las producciones científicas nos impiden tener una
imagen global del campo en el que nos movemos. Además, nuestra posición
geográfica, social e institucional en un momento dado de nuestra trayectoria
individual tiende a determinar nuestra perspectiva, siempre relativa, parcial
y fragmentaria, sobre un campo científico dado. De ahí el interés de estos
momentos conmemorativos pues ofrecen la oportunidad de clarificar lo que
está en juego en un campo disciplinario en un momento dado de su historia,
y sobre las fronteras de este campo. Estos momentos aniversario constituyen
el escenario de unas prácticas rituales mediante las cuales una comunidad
*
E-mail: [email protected]
38
Guillaume Boccara
científica consagra autores y publicaciones e inspecciona sus limes. Son también el teatro de unas batallas rituales que tienen como meta hacer aflorar los
conflictos, así como nombrar y computar los miembros de la communitas.
Momentos efímeros durante los cuales las figuras dominantes de un campo
ordinariamente estructurado y diferenciado se someten a la evaluación crítica
de algunos miembros autorizados de su comunidad. Una comunidad que, por
un lapso de tiempo circunscrito, se imagina como una entidad igualitaria,
homogénea y fundada sobre vínculos interpersonales.
Este sucinto ejercicio reflexivo con respecto a la conmemoración no
tiene otra pretensión que desnaturalizar los mecanismos rituales mediante
los cuales se produce esta ficción real llamada “comunidad científica”. Pues
sólo tomando distancia con respecto de la illusio que anima nuestro campo es
posible sopesar lo que está en juego y lo que está fuera de juego en el espacio
disciplinario definido bajo el rótulo de etnohistoria. Inspirándome en Victor
Turner, diría que es únicamente reflexionando sobre las articulaciones entre
la estructura del campo científico y la antiestructura de la communitas que
seremos capaces de objetivar lo que, teórica y políticamente, está en juego
en las prácticas y en la fábrica de nuestras disciplinas. Desde este punto de
vista, el artículo que Ana María Lorandi somete a discusión es un punto de
partida idóneo. En primer lugar, porque ha sido redactado por una figura
de mucho peso de la etnohistoriografía latinoamericana. En segundo lugar,
porque además de haber formado varias generaciones de etnohistoriadores
argentinos esta académica ha jugado, a lo largo de varias décadas, el papel
de mediadora entre los dos lados del Atlántico, reflexionando sobre el valor
heurístico de los enfoques de la antropología histórica esencialmente francesa.
En tercer lugar, porque Ana María Lorandi ha iniciado sus investigaciones en
un momento de plena efervescencia y creatividad teórica de la etnohistoria
andina; uno de esos momentos clave en que una corriente de estudios logra
transcender los limites espacio-temporales de su propio objeto de estudio
para alcanzar un nivel de abstracción mayor.
Tomando en cuenta esas consideraciones preliminares, diría que el
artículo a partir del que se trata de desarrollar una reflexión me interesa
tanto por lo que abarca como por lo que menciona al pasar o deja afuera.
Inscribiéndome en la continuidad crítica de los planteamientos de Ana María
Lorandi, primero intentaré mostrar en qué medida los Estudios Etnohistóricos
pueden ser considerados como una manifestación latinoamericanista de la
crítica postcolonial. Aunque las principales figuras de la etnohistoriografía
no lo hayan publicitado de manera sistemática, los Estudios Etnohistóricos
Latinoamericanistas se abocaron, desde sus inicios, tanto a la restitución de
la “agentividad” de los grupos subalternos como a la crítica de los procedimientos de nominación, denominación y representación del pasado colonial.
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Luego me concentraré en las nuevas luchas de poder y de saber que se están
desplegando con respecto al carácter eurocéntrico de la etnohistoriografía
dominante. En un contexto de politización de la cultura, reconfiguración
del estado y re-imaginación de la nación, la emergencia de memorias subterráneas y de producciones historiográficas de estudiosos “subalternos” nos
constriñen a interrogarnos sobre las nuevas articulaciones entre historia,
memoria, identidad y poder.
VOCACION CRÍTICA DE LA ETNOHISTORIA: ¿UNA CORRIENTE POSTCOLONIAL “AVANT LA LETTRE”?
Por lo menos son cuatro, según mi parecer, los puntos que estructuran el
ensayo titulado “¿Etnohistoria, Antropología Histórica o simplemente Historia?”. En primer lugar, Ana María Lorandi reconoce todo el beneficio que los
etnohistoriadores sacaron al combinar las perspectivas de la historia y de la
antropología. En segundo lugar, menciona cabalmente las fuentes teóricas en
las cuales se alimentó esta corriente “híbrida” con el fin de dar cuenta tanto
de la agencia como de la historicidad de grupos sociales subalternos. En tercer
lugar, pone énfasis en la vocación de la etnohistoria de escribir una historia
“desde abajo”, tomando en cuenta las distintas lógicas de escalas y agentes.
Sugiere, finalmente, que se hace necesario considerar la propia historicidad
de las categorías y conceptos usados por el científico social y, por lo tanto,
asumir la historicidad de la propia disciplina.
Con respecto a los tres primeros puntos, creo que la mayoría de los estudiosos adhiere a la idea según la cual la etnohistoria ha contribuido tanto a
renovar como a complejizar la visión que se tenía de la historia de los pueblos
indígenas y de las dinámicas sociales coloniales. Ya no parece necesario abogar
por la colaboración entre historia y antropología en la aprehensión de las dinámicas sociales de los pueblos indígenas del Nuevo Mundo. Si nos limitamos
a la producción latinoamericanista de las últimas tres décadas verificamos la
fecundidad de una aproximación que combina los métodos y las perspectivas
de las dos disciplinas. El planteamiento según el cual es preciso devolverles
todo su espesor socio-histórico a las sociedades indígenas definitivamente
forma parte de nuestro patrimonio científico. Del mismo modo, se ha admitido
que estas sociedades son tanto el producto de una historia específica como
que han sido capaces de desarrollar estrategias de resistencia y adaptación.
Estas últimas se inscriben en la continuidad de prácticas y representaciones
anteriores a la conquista aunque desembocaron también, a través procesos
de aculturación de distinta índole, en la aparición de mundos nuevos en el
Nuevo Mundo (Boccara 2002). Por razones que remiten tanto a la evolución
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Guillaume Boccara
de nuestras disciplinas como al protagonismo de los pueblos amerindios en
tiempos de globalización neoliberal, la visión que teníamos del pasado de
estas formaciones sociales ha tendido a dinamizarse y las perspectivas, a-histórica, esencialista y arcaizante, han sido en gran parte descartadas. En fin, la
producción histórica y antropológica americanista reciente da la sensación
de que el historiador y el antropólogo han edificado un espacio común, una
suerte de middle ground. Sacando provecho de las ideas avanzadas en las
dos disciplinas y forjando nuevos objetos de estudio y enfoques, el antropólogo tomó en consideración la historicidad de las configuraciones sociales
mientras el historiador le prestó atención al carácter relativo de las categorías
y a la constitución de las identidades colectivas. El carácter construido de
las formaciones sociales y de las identidades así como el dinamismo de las
culturas llamadas “tradicionales” han sido ampliamente reconocidos. Desde la idea de “tradición inventada” a la desconstrucción del objeto étnico,
pasando por la toma en cuenta de la historia de “los pueblos sin historia”, se
manifiesta la voluntad general de escapar a la reificación de las acciones, las
relaciones y las categorías. Esta disposición hacia una relectura del pasado de
las sociedades nativas ha generado un verdadero cambio de perspectiva que se
caracteriza por: 1) tomar en cuenta el punto de vista indígena en la operación
de reconstrucción de los dinámicas históricas (Fausto y Heckenberger 2007;
Hill, ed. 1988); 2) analizar los procesos combinados de resistencia, adaptación
y cambio, dejando atrás la vieja dicotomía entre permanencia de una tradición
inmemorial por un lado y dilución de la entidad india vía un mecanismo de
aculturación impuesta, por el otro (Boccara 2008); 3) prestarle atención a la
emergencia de nuevos grupos e identidades o de new peoples, a través de los
múltiples procesos de mestizaje y etnogénesis (Salomon y Schwartz 2000).
Finalmente, esta tendencia hacia la re-inscripción de las realidades indígenas
en su contexto histórico, por un lado, y el nuevo interés por las estrategias y
los discursos elaborados por los nativo, por el otro, han conducido a romper
con un conjunto de dicotomías discutibles -mito/ historia, naturaleza/ cultura,
pureza originaria/ contaminación cultural- para buscar en las narrativas y en
los rituales indígenas, así como también en las reconfiguraciones étnicas y en
las reformulaciones identitarias, los elementos que permitan dar cuenta tanto
de las conceptualizaciones nativas relativas al tremendo choque que representaron la conquista y la colonización de América como de las capacidades
de adaptación y reformulación de las “tradiciones” que desembocaron en la
formación de Mundos Nuevos en el Nuevo Mundo (Hill 1996).
Ahora bien, si los estudios etnohistóricos se inscriben en la dinámica
renovadora que experimentaron las ciencias sociales entre las décadas de 1970
y 1980, no es únicamente por haber volcado su mirada hacia “el revés de la
conquista y colonización”. Pues si bien es cierto que pasar del lado español
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de la conquista al “otro lado del mal-encuentro” se origina en la voluntad
de romper con una tradición historiográfica marcada por el eurocentrismo,
este giro se acompañó de un esfuerzo por desarrollar una reflexión teórica
y epistemológica con respecto a los caminos a seguir para dar cuenta de la
historia de los pueblos, hasta entonces llamados “primitivos” o definidos
de manera negativa como “sin historia”. Insertándose en el debate sobre las
relaciones entre estructura y realidad empírica por un lado y entre estructuras
y tiempo histórico, por el otro, los estudios etnohistóricos demostraron que
era posible dar cuenta del devenir de las sociedades llamadas tradicionales
y, al mismo tiempo, considerar la existencia de una racionalidad estructural
independiente del tiempo. La ambición fue dar cuenta de la praxis de los
dominados. Es precisamente sobre este punto que los estudios etnohistóricos han contribuido a “reconectar los acontecimientos a las estructuras y
restituirles sentido a estas últimas reubicándolas en el flujo de la historia.”
(Wachtel 1966: 93). En resumidas cuentas, podemos afirmar que al “historizar” la antropología y “antropologizar” la historia, “no se trató solamente de
tomar en consideración el pasado sino de dar cuenta de las dinámicas sociales
internas de los grupos estudiados y de regímenes específicos de historicidad”
(Naepels 2010: 877).
Así, considero que se ha insistido poco sobre la doble ruptura epistemológica y política que ha representado la emergencia de los Estudios
Etnohistóricos pues, a mi juicio, no sólo sirvieron para visibilizar los grupos
subalternos sino que contribuyeron también a desmantelar la narrativa dominante y pusieron en tela de juicio no sólo el estatus que se les asignaba
a los distintos grupos en la historia sino también la manera de construir la
historia. Uno podría aseverar que los Estudios Etnohistóricos constituyeron
una suerte de crítica postcolonial o subalterna “avant la lettre”. Desde esta
perspectiva, lo “etno” en etnohistoria caracterizaría no tanto al estudio de
los llamados “grupos étnicos” en la historia, sino a un tipo de historia que
se interesa por los grupos cuyos saberes, historicidades o maneras de ser en
el mundo fueron sometidos a una doble colonización, tanto material como
epistémica. Al intentar restituir la agencia y la historicidad de los grupos
subalternos, los etnohistoriadores se encontraron progresivamente envueltos
en otro tipo de tarea: la de develar la manera en que el ejercicio de un poder
se encuentra siempre articulado a la producción de un saber. El proyecto
de examinar la historia de las formas culturales y las formas culturales en
la historia, considerando los distintos dispositivos hegemónicos de poder/
saber, no ha sido desmentido hasta el día de hoy. Interesarse por la historia de
“los que no tenían voz” llevó los etnohistoriadores a emprender una crítica
de los procedimientos de nominación, denominación y de representación
del pasado. Al focalizarse sobre los márgenes de la historia han tendido a
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Guillaume Boccara
desnaturalizar las grandes entidades de la modernidad: el estado, la nación, el
capitalismo, el positivismo. De suerte que el hecho de volcar la mirada hacia
los lugares periféricos de la llamada modernidad constriñó a los estudiosos
de las Américas coloniales y republicanas ocultas a interrogar los mismísimos
mecanismos de construcción de la modernidad nacional, estatal y capitalista.
Asimismo, al emprender la crítica del eurocentrismo en tanto “perspectiva
que identifica Occidente a la historia” (Prakash 1994: 1475), los Estudios
Etnohistóricos iniciaron el proceso de desconstrucción de las categorías y
clasificaciones del saber historiográfico dominante (Boccara 2003, 2008; de
Jong 2004; Escobar et al. 2010; Escolar 2007; Giudicelli 2007, 2009; Giudicelli
ed. 2010; Lucaioli 2011; Mandrini & Ortelli 1995; Martínez Cereceda 1998,
2011; Nacuzzi 1998; Ortelli 1996; Vezub 2009; Wilde 2009).
Teniendo en cuenta lo antedicho, convendría preguntarse lo siguiente:
¿por qué los Estudios Etnohistóricos no han tenido tanta influencia como
las otras corrientes historiográficas críticas? En otros términos, ¿qué es lo
que permite explicar el impacto teórico y político relativamente débil de
esta corriente afuera de su campo?; ¿a qué se debe la ausencia de referencia
al aporte de los Estudios Etnohistóricos latinoamericanistas en los grandes
debates teóricos contemporáneos?; ¿cómo interpretar que en sus reflexiones
sobre las articulaciones entre los Estudios Subalternos y las historiografías
latinoamericanas, una figura central de la academia norteamericana no mencione ni un solo trabajo etnohistórico latinoamericanista? Así, no deja de
llamar la atención que en lugar de buscar en las tradiciones historiográficas
latinoamericanas lo que podría compararse a la ruptura epistemológica operada por los Estudios Subalternos en la India Florencia Mallon se concentre,
en un trabajo “clásico”, en la manera en que esos últimos fueron usados por
algunos estudiosos de Latinoamérica:
To my knowledge, the first major public invocation of the Subaltern
Studies Group among Latin Americanists occurred in the pages of the 1990
Latin American Research Review. In an influential review article on Latin
American banditry, Gilbert Joseph suggested that the project and methods
provided by Ranajit Guha in volumes I and II of Subaltern Studies might help
the field move beyond a sterile debate over whether bandits were socially
motivated or simply complicit with the existing order. In an attempt to move
the field back toward subaltern agency, Joseph used Guha’s insights in “The
Prose of Counter-Insurgency” […] to underscore the problems of relying on
documents provided by state agencies oriented toward social control when
assessing the motives and behavior of bandits and their supporters. As an
alternative […] Joseph proposed a more flexible and multilayered approach
to rural unrest and protest that took into account the interactions among
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many forms of resistance and put bandit studies firmly back in the field of
agrarian studies. He also suggested that historians take more seriously the
power relations that underwrote all the documents on which they based
their claims” (Mallon 1994: 9).
Pero ¿qué han hecho los etnohistoriadores sino intentar dar cuenta de la
agencia de los grupos subalternos?; ¿acaso no se ha realizado una crítica de
los documentos que tomara en cuenta las relaciones de poder que determinaron su contenido?; ¿acaso no han puesto en tela de juicio las identidades
asignadas por los poderes hegemónicos a los grupos subalternos?; ¿acaso no
han examinado el peso de las representaciones en la construcción de estas imposturas legítimas que son los grupos étnicos, las tribus, el estado y la nación
sin caer en la trampa posmoderna que consiste en ver en los agentes subalternos simples efectos del discurso?; ¿no han denunciado el escándalo al que
se refiere Sahlins en el sentido de romper con el esencialismo, reconectando
las historias y adoptando una perspectiva relacional?; ¿no han participado
los Estudios Etnohistóricos en la modificación de las maneras de pensar la
cultura? Desde los trabajos pioneros de Nathan Wachtel, Thierry Saignes y
Martha Bechis hasta los más recientes citados anteriormente, el trabajo etnohistórico ha participado de la historización de las categorías analíticas de la
antropología y de la complejización de las categorías analíticas de la historia.
A la manera del proyecto de los Estudios Subalternos, han intentado hacer
de los grupos subalternos los sujetos de su propia historia. En este marco, la
deconstrucción no ha sido un fin sino un medio para denunciar el “robo de
la historia”, evocado recientemente por Jack Goody (2010). Pues el esfuerzo por rescatar la agentividad de los subalternos condujo a la crítica de las
categorías usadas por los grupos hegemónicos para clasificar, normalizar y,
“It is no exaggeration to say that anthropology, by virtue of its traditional concepts of
societies and cultures as self-organized monads, has been implicated for centuries in a
major theoretical scandal. It all began in the latter part of the eighteenth century with the
German Counter-Enlightenment ideas of national cultures and national characters. The
scandal is that while cultures were thus conceived as autonomous and sui generis, they
have always been situated in greater historical fields of cultural others and largely formed in
respect to one another. Even autonomy is a relation of heteronomy. But our major theories
of cultural order, based one and all on insular epistemologies, presuppose that societies
are all alone and that cultures as it were make themselves. Or at least such have been the
assumptions until very recently when these theories got knocked around by globalization
and postmodernism” (Sahlins 2010).
Es dable observar que los trabajos etnohistóricos latinoamericanistas están ausentes de esta
obra de Jack Goody así como del último libro de James Scott (2009) y de la síntesis sobre
los estudios postcoloniales compilada por Marie-Claude Smouts en Francia (2007).
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Guillaume Boccara
consecuentemente, invisibilizar a los grupos dominados. Al igual que en los
Estudios Postcoloniales y Subalternos, el intento de visibilizar a los grupos
subalternos se acompañó de un esfuerzo, no menos notable, por desnaturalizar los mecanismos de dominación que contribuyeron a invisibilizar a esos
grupos. La tarea de reconstrucción estuvo siempre íntimamente articulada al
trabajo de deconstrucción.
Intentar dar cuenta de “¿por qué?” los Estudios Etnohistóricos ocupan
una posición subordinada dentro del campo historiográfico actual supone
interrogarse sobre el “¿cómo?” han llegado a ocuparla. Ello implica examinar
los mecanismos que contribuyen a la constitución y estructuración de los
espacios disciplinarios a nivel nacional, continental e internacional. Aunque
esta tarea excede obviamente mis competencias y me llevaría a salir de los
límites de estas breves notas me gustaría, sin embargo, esbozar algunas pistas
de reflexión al respecto. Pues, como bien lo dice Ana María Lorandi, se trata
de “abrir caminos al andar” para imaginar, escrutando el pasando y analizando
el escenario presente, un futuro posible para los Estudios Etnohistóricos.
DE LA HISTORIA DE LOS SUBALTERNOS AL PASADO-PRESENTE
ALTER-NATIVO
Para entender cómo los Estudios Etnohistóricos llegaron a ser tan subalternos como su objeto de estudio, convendría realizar una investigación
socio-histórica que tome en cuenta las dinámicas académicas y políticas,
nacionales e internacionales, de los últimos 40 años. En espera de que esta
ardua tarea colectiva sea emprendida, y a titulo de hipótesis de trabajo, me
atrevería a colocar algunos mojones con el fin de ubicarnos en esos tiempos
de tempestad ya no sólo en Andes sino en el mundo.
La posición subordinada que ocupan los estudios etnohistóricos dentro
del campo disciplinario se debe, en primer lugar, a la “poca nobleza” de su
objeto de estudio. No se trató de estudiar las grandes instituciones coloniales desde los centros de poder sino las formaciones sociales ubicadas en los
márgenes del imperio, del estado, del mercado y de la nación. En segundo
lugar, los resultados de sus investigaciones no sirvieron para alimentar la
Resumiendo el propósito de los estudios Postcoloniales y Subalternos, Jacques
Pouchepadass escribe: “Le propos central de la critique postcoloniale qui émerge dans les
années 1980 est donc de ‘déconstruire’ le savoir colonial et ses présupposés: l’urgence est
désormais de critiquer le colonialisme sous l’angle épistémique, en tant que configuration
particulière du rapport entre savoir et pouvoir et problème de politique de la représentation”
(2007: 179).
Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181
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narrativa nacional dominante pues se trataba, precisamente, de desnaturalizar al estado y la nación. En tercer lugar, la mayor parte de la producción
etnohistoriográfica se realizó en los países llamados del “Sur”, en castellano
o en portugués, y son escasos los trabajos etnohistóricos “clásicos” que fueron
traducidos al inglés.
Ahora bien, la relativa invisibilidad de los aportes de los estudios etnohistóricos remite también a razones internas al campo regional considerado.
Se podría decir que no existe una comunidad científica per se. Se observa la
ausencia de una revista de referencia a nivel del subcontinente y las pocas
revistas de etnohistoria ocupan un lugar marginal dentro del espacio de las
revistas científicas, más aún si se considera el nuevo sistema hegemónico
de indexación ISI y Scielo. Aunque se realizan congresos internacionales de
etnohistoria, esos no han tenido la regularidad y la sistematicidad esperadas.
Además, cabe reconocer que los etnohistoriadores no se han tomado el tiempo
para detenerse a ver lo que realmente estaban haciendo. No hubo ejercicio
sistemático de reflexividad. Nunca se han dedicado a realizar síntesis y a
debatir con las otras grandes corrientes de estudios que emergían en el mismo
momento en otros lugares del mundo.
De manera más profunda, diría que no se ha reflexionado lo suficiente
sobre el posicionamiento del etnohistoriador en las sociedades latinoamericanas actuales. En otras palabras, no se ha considerado el estatus de la
producción etnohistoriográfica desde el presente político pues aunque los
etnohistoriadores han intentado repensar las dinámicas coloniales, no han
articulado esta tarea a la de “explorar las condiciones de posibilidad de los
saberes, los procedimientos de construcción de categorías y las modalidades
de legitimación de los conocimientos” (Chivallon 2007: 401). En otras palabras, no han vinculado su reflexión sobre la historia con un cuestionamiento
sobre el pasado y sus usos (Traverso 2005).
Desde este punto de vista, me parece que la reciente emergencia de lo
que llamaría los “Estudios Históricos Alter-Nativos” abre un nuevo camino
que habría que explorar con mucha atención (Marimán et al. 2006). La representación de lo indígena en el “Nuevo Mundo” es compleja, pues aunque
los “indígenas” son hoy en día ciudadanos de las naciones latinoamericanas,
el colonialismo y el racismo de los que son objeto se perpetúan bajo nuevas
formas. El pasado parece no haber pasado y es a partir de su condición subalterna presente que los estudiosos alter-nativos hacen nuevas preguntas al
pasado y deconstruyen el mito del conocimiento en tanto que contenido fijo
(Trouillot 1995: 147). Lo que denuncian, por ejemplo, los estudiosos mapuche
es menos el estatus del indígena en la historia que el presente racista a partir
del cual las representaciones sobre el pasado están construidas (Marimán
et al 2006). Desde su condición socio-histórica presente, interrogan nueva
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Guillaume Boccara
y diferentemente al pasado y proponen nuevas periodizaciones. Al no leer
la historia desde el prisma de la nación chilena o argentina rompen con el
finalismo o la teleología nacionalista. Aprehenden la historia de su pueblo
desde otro tipo de territorialidad, el Wallmapu (Boccara 2006; Caniuqueo
2006). Interpretan los acontecimientos de fines del siglo XIX (Pacificación
de la Araucanía, Conquista del desierto) desde las nociones de pérdida de
soberanía, colonialismo o genocidio. Interrogan directamente la relación
entre la producción y el uso del conocimiento. Se inscriben así en la continuidad de la reflexión de Michel-Rolph Trouillot, quien destacó que “el valor
de un producto histórico no puede ser evaluado sin tomar en cuenta tanto
el contexto de su producción como el contexto de su consumo” (Trouillot
1995: 146). Finalmente, contribuyen a derribar la dicotomía discutible y
rígida entre historia y memoria. Nos obligan a vislumbrar la posibilidad de
construir un saber realmente intercultural, a deshacernos del monopolio
epistémico estato-nacional para valorar la “pluriversidad” (Escobar 2010).
Desde la perspectiva renovadora de los Estudios Etnohistóricos Alter-Nativos, pareciera ser que el problema de los estudios etnohistóricos del último
cuarto del siglo XX es que tendieron a producir el pasado como una entidad
distinta, separada del presente. Los Estudios Etnohistóricos Alter-Nativos nos
invitan, desde un presente donde las instituciones hasta ahora consideradas
fijas empiezan a fisurarse -estado, nación, progreso, ciencia objetiva-, a posicionarnos desde la historicidad de nuestra condición humana y social aquí
y ahora. Son portadores de un mensaje científico y político fuerte: el pasado
no es historia (Trouillot 1995: 143); y si no queremos que la etnohistoria sea
un capítulo más en la narrativa de la dominación global tenemos que tomar
este contra-discurso en serio. El pasado no existe independientemente del
presente; es en sí mismo una parte constitutiva de una colectividad. Por lo
tanto, el hecho de saber cuándo empieza el pasado de un grupo debe ser sometido a debate. La cuestión es saber quién tiene legitimidad para recordar.
Es ahí donde la tarea de escritura del pasado no puede ser desvinculada
del ejercicio reflexivo con respecto de las condiciones sociales presentes de
producción de la historia. La construcción del pasado es construcción de
identidades en el presente. La relevancia de un acontecimiento que ocurrió
en el pasado depende de lo que está en juego en el presente. Si consideramos
con Trouillot que la historicidad tiene dos lados, el proceso social y lo que
se cuenta de este proceso, la presencia de nuevos historiadores que, desde
su condición histórica específica, narran otras historias no puede dejar de
Remitimos al volumen de la revista Corpus. Archivos virtuales de la alteridad americana
(Vol. 1 (2), 2011) dedicado a la cuestión del genocidio en la Argentina durante los siglos
XIX y XX.
Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181
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plantear nuevas preguntas pues redefinen los términos a partir de los cuales
las situaciones pasadas se encuentran narradas y reconstruidas. La cuestión, por lo tanto, no es saber lo qué es la etnohistoria sino cómo funciona
la etnohistoria (Trouillot 1995: 25). Lo que importa son las condiciones de
producción de las narrativas y la manera como el diferencial de poder en el
presente determina las representaciones del pasado. Y en la medida en que
los pueblos originarios emergieron como unos agentes sociales protagónicos
en la crítica de la modernidad capitalista, nacional y estatal contemporánea
de América Latina, no es de extrañar que sus producciones cuestionen tanto
la representación del pasado como los modos de escritura del pasado y la
formación de identidades sociales, políticas y profesionales en el presente.
Reconocer este hecho, no es adoptar una postura posmoderna. Es demostrar
que la crítica no es una simple palabra sino una herramienta reflexiva compartida por todos los seres humanos. Es romper con las falsas jerarquías y
dicotomías arbitrarias que contribuyen a reproducir la dominación pasada
en el presente. El grito mapuche que nos dice: “!...Escucha winka…!” tiende
a mostrar que mientras algunos discuten sobre el hecho de saber qué es o era
la etnohistoria, otros toman la historia en sus manos (Trouillot 1995: 153). La
historia no se escribe en el cielo puro de las ideas, siempre se inserta dentro
de una narrativa nacional o regional dominante, nutre el imaginario nacional,
contribuye a sacralizar las memorias y a producir lugares de memoria, por
definición legítimos. Una de las nuevas tareas es, por lo tanto, entrar en diálogo
con esas historias alter-nativas; no porque pensemos que estos historiadores
tengan una “cultura diferente” a la “nuestra” sino porque me parece que, del
mismo modo que los escritores anticoloniales de los años 1950 y 1960 -A.
Césaire, F. Fanon, A. Memmi-, es desde su condición histórica específica que
pueden aportar a la relectura del pasado-(presente) colonial y a la manera de
reconstruirlo. Los problemas de la historicidad, de los usos del pasado y de
las políticas de la memoria no son exteriores a la disciplina. Son desafíos internos puesto que existen pueblos indígenas para los cuales la representación
de su historia se ha convertido en un enjeu de lucha. Existen historiadores
indígenas que critican el carácter eurocéntrico de la disciplina desde los
márgenes del campo académico y en tanto historiadores profesionales. La
tempestad que están atravesando los estados nacionales nos propulsa hacia un
nuevo periodo de re-imaginación de la nación, de reconfiguración del estado
y de una redefinición de las formas de gobernar en las que las experiencias
históricas de los que fueron construidos y excluidos como “Otros” tienen un
rol protagónico. La cultura se ha politizado, es un terreno de lucha para los
grupos dominados que tienden no sólo a repensar la historia sino a poner en
tela de juicio los lugares de memoria dominantes que han contribuido a crear
lugares de no-memoria o de olvido. Las memorias subalternas re-emergen y
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Guillaume Boccara
con esta reemergencia, todo el edificio historiográfico parece tambalear sobre
sus bases. Las historicidades, construcciones y usos del pasado, así como las
memorias se ubican definitivamente, lo quiera uno o no, en el centro de la
reflexión etnohistoriográfica de hoy en día (Whitehead ed. 2003). La escritura
de las historias de los indígenas ya no puede realizarse sin considerar las
historias, memorias y epistemologías alter-nativas.
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53
Cristóbal Aljovín de Losada*
Pontificia Universidad Católica del Perú, Universidad Nacional Mayor de
San Marcos
Reflexiones sueltas respecto al escrito: ¿Etnohistoria,
Antropología Histórica o simplemente Historia? de Ana
María Lorandi
Mis reflexiones sobre el escrito de Ana María Lorandi no serán sistemáticas ni abarcarán el conjunto de los temas tratados. Serán, sobre todo, acotaciones relacionadas a mi propia experiencia como historiador del periodo
republicano temprano e interesado en la cultura política y, de igual manera,
algunas curiosidades personales algo ajenas a mi trabajo como historiador
del período mencionado.
El texto de Lorandi expone un conjunto de lecturas cuyas posiciones
teóricas y metodológicas apuestan por una convergencia entre la historia
y la antropología. La propuesta presentada es parte de una tendencia de la
historiografía crítica, en la mayoría de los casos, del marxismo duro de la
post segunda guerra mundial, y que se ha ido desarrollando en la mayoría
de los casos desde fines de la década de 1970. En mucho, la propuesta de
Lorandi forma parte del mainstream del quehacer de un grupo importante
de historiadores. Los autores citados en el texto de Lorandi apuestan, de un
modo u otro, por la importancia de estudios de la cultura. No es una apuesta
contra corriente; es, más bien, parte -como lo he dicho- del mundo académico
de hoy en día.
De modo claro, la Dra. Lorandi cree, como muchos de nosotros, que la
cultura es fundamental para comprender una sociedad. Es a través de ella
que comprendemos “la realidad” y “actuamos”. Para referirme a los temas
de mi interés, la cultura política nos explica nociones de justicia, autoridad
y poder, entre otras variables. En cambio, hay otros temas políticos que la
cultura política no ayudaría dilucidar. Para explicar las causas de la primera
o segunda guerra mundial se requiere de otro tipo de análisis, también la
*
E-mail: [email protected]
54
Cristóbal Aljovín de Losada
derrota de Napoleón en Waterloo se explica a través de otras variables. En
pocas palabras, una aproximación cultural es útil dependiendo del tema de
investigación. No creo en el imperialismo cultural ni en el economicista; es
decir que no todo lo explica la cultura ni la economía.
Cultura Política
El profesor Keith Baker (1990) tiene una definición de cultura política
en la introducción de su libro Inventing the French Revolution sumamente
interesante y constantemente citada que vale la pena citarla en extenso:
[Este enfoque] ve la política como algo referido a la formulación de demandas; como la actividad a través de la cual las personas y grupos de cualquier
sociedad expresan, negocian, implementan e imponen demandas rivales [...].
Ella comprende la definición de las posiciones relativas de los sujetos desde
las cuales personas y grupos pueden (o tal vez no) legítimamente formular
demandas el uno al otro, y por lo tanto de la identidad y las fronteras de la
comunidad a la que pertenecen. Constituye también los significados de los
términos en los cuales se enmarcan estas demandas, la naturaleza de los
contextos a los cuales se refieren, y la autoridad de los principios según los
cuales se las hace obligatorios. Ella da forma a las constituciones y poderes
de las agencias y procedimientos a través de los cuales se resuelven las controversias... De este modo, la autoridad política es, desde esta perspectiva,
esencialmente una cuestión de autoridad lingüística (Baker 1990: 4-5)
En la definición de Baker se enfatiza cómo a través de la cultura política, comprendemos el mundo y actuamos enfatizando acciones de conflicto.
Sin embargo, desde los estudios andinos, hay otros peligros en cómo definir
cultura. De allí que el que escribe y Nils Jacobsen (2007), en el libro Cultura
política en los Andes (1750-1950), definimos cultura política del siguiente
modo:
La cultura política asume que la cultura da un significado a las acciones
humanas. La comprendemos como un conjunto maleable de símbolos, valores y normas que constituyen el significado que une a las personas con las
comunidades sociales, étnicas, religiosas, políticas y regionales (Jacobsen y
Aljovín de Losada 2007: 13).
Al definir como “un conjunto maleable de símbolos, valores” se trata de
huir de definiciones esencialistas de algún grupo humano.
Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181
55
El esencialismo es uno de los mayores problemas de los estudios de
la cultura. Entre los indigenistas peruanos, hay varios ejemplos de una
comprensión de la cultura “indígena” esencialista. Un ejemplo de ello es
Luis E. Valcárcel. Entre su obra podemos citar su famoso libro Tempestad
en los Andes, publicado en el año de 1927. De modo bastante naive, visto
de nuestros días, Valcárcel proponía una cultura andina homogénea, sin
mayores transformaciones. Es por ello que la definición de cultura como
algo maleable y ligero -no pesado- resulta fundamental. Hay que dejar de
imaginar las culturas en términos de pureza cultural. En caso contrario, los
cambios y los intercambios son difíciles de explicar. De ese modo comprendemos -una de las inquietudes del trabajo de Lorandi- la relación entre lo
local y lo global.
Los medios de comunicación tienden a encasillar a grupos humanos en
términos esencialistas y con categorías tajantes. En el Perú, la polémica que
se generó en torno a la cultura aimara a partir del linchamiento del alcalde y
de un regidor por una turba de unas 10.000 personas de la ciudad de Ilave,
Puno, en el año 2004 es sumamente interesante. Los actos de violencia duraron varias horas, y los medios de comunicación alertaban al “país” de lo que
ocurría; mientras el ministro del interior, Fernando Rospigliosi, no sabía cómo
reaccionar. Temía que un enfrentamiento con la turba aumentara la violencia
con la posibilidad de que ocurrieran varias muertes. El debate en torno a los
linchamientos fue áspero en los medios de comunicación, concentrados sobre
todo en la capital de Perú, Lima. Para muchos, la explicación de los hechos
reside en la cultura aimara, una cultura violenta por esencia. Para otros, la
falta de Estado explicaba los actos. Me interesa resaltar la primera explicación
-la violencia de la cultura aimara- y cómo los medios y muchos de nosotros
caemos con facilidad en la trampa de los esencialismos y dejamos de lado
otro tipo de explicaciones.
François Guerra y François FureT
Mis trabajos y los de otros muchos han sido influenciados por los trabajos
de François Guerra. Entre su obra, destaca: Modernidad e independencias:
ensayos sobre las revoluciones hispánicas publicado en 1992, allí resalta
temas como la sociabilidad, el imaginario político, los debates constitucionales y los cambios revolucionarios. El trabajo de Guerra estuvo relacionado
con los estudios sobre la revolución francesa liderados por François Furet,
cuyo referente es Pensar la revolución publicado en francés en 1978. Dichos
trabajos, con otros, transformaron los estudios políticos. No fue una total
56
Cristóbal Aljovín de Losada
reinvención; más bien inclinaron la balanza hacia una forma de pensar la
historia política más compleja y en dialogo con otras disciplinas. El libro
clásico de Marc Bloch, Los Reyes Taumaturgos de 1924, es un excelente
ejemplo de una historia política con una fuerte reflexión cultural. El mismo
Bloch hace referencia constante a trabajos de antropología para dilucidar el
don de la curación de los reyes franceses e ingleses.
Regresando a Furet, este refuerza no sólo el diálogo con las otras ciencias
sociales -la sociología y la antropología-; sino también con la filosofía política. Como decía Furet, no estudió filosofía porque le parecía muy “heavy”
y la historia política como la hacían sus contemporáneos era muy “light”.
Por ello combinó la historia con la filosofía y escribió una suerte de historia
política filosófica en aras de comprender el mundo democrático. Este último
término comprendido a la manera de Alexis Tocqueville en su libro clásico
Democracia en América ([1853-1840] 2000). En mucho, la historia política
decimonónica tiene grandes deudas con la filosofía política.
No se puede comprender los estudios de cultura política, o los de historia
política en general, sin reconocer la deuda relativa al debate con la historiografía marxista. Dicho debate enriqueció la forma de estudiar la política. A
partir del debate con el marxismo, se plantearon una serie de temas desde
otros ángulos. Dejando de lado el espinoso tema de la cultura en el marxismo,
veamos tan solo dos: el estado y la narrativa histórica. En torno al Estado; por
ejemplo, se debatió la autonomía de este frente a los grupos de poder o, para
ponerlo en vocabulario marxista, si el Estado expresaba tan solo a la clase
dominante. El regreso al estudio del Estado implicó una cierta autonomía de
éste frente a los diferentes grupos de poder.
El segundo ejemplo: la narrativa histórica. La historia se comprende
narrando el proceso. Un grupo de intelectuales liberales, y de otras tendencias no-marxistas, fueron duros críticos de una comprensión teleológica
de la historia. Parece un tema sencillo en la actualidad. Sin embargo, en el
quehacer del historiador, desde otro ángulo que el marxista, cuesta mucho
comprender que lo que sucedió en el pasado no necesariamente debió ocurrir.
El historiador lee el pasado desde el presente, y se olvida que cada momento
de la historia es un presente con un grupo limitado de alternativas.
¿Cómo comprender la revolución francesa? Para Furet y sus seguidores,
la cuestión de la Revolución es el cambio de la cultura política. Explicar las
transformaciones es uno de los grandes problemas del estudio de las culturas
políticas. Tengo la impresión de que muchos de los trabajos más que explicar
los cambios, dan constancia de que han ocurrido dichos cambios. Cambios,
mutaciones, transformaciones -como se prefiera la definición- siempre ocurren. Hay momentos de cambios sutiles y, en pocos momentos, los hay de
modo abrupto, acelerado. A éstos últimos muchos historiadores los llaman
Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181
57
momentos revolucionarios. Desde una perspectiva de cultura política, el
orden de las cosas no solo cambia sino también -y creo que es lo esencial
en los estudios de la cultura política- la percepción del orden de las cosas
cambia; es decir que la autoridad, la justicia, la sociedad -entre otros- son
comprendidas de otro modo.
Lo cultural y lo no cultural
Un aspecto poco tratado en el trabajo de Lorandi es la relación entre cultura y cómo los aspectos no culturales influyen en ella. Aquí me quiero referir
a tres investigadores: John Murra, Robert Fogel y Reinhart Koselleck.
En Formaciones económicas y políticas del mundo andino del año 1975,
John Murra, uno de los fundadores de la etnohistoria, plantea la compleja
relación entre historia y geografía. El espacio andino compuesto de diversos
pisos ecológicos, de algún modo, influyó en la cultura de los andinos. La
población andina debió responder a la geografía. Su respuesta fue a través
del control de diversos pisos ecológicos de cada grupo étnico. De este modo,
controlaban una variedad de productos y se protegían de las heladas. El
territorio de los grupos étnicos andinos fue una suerte de archipiélago que
contenía diversos pisos ecológicos; es decir, los grupos étnicos no controlaron
un territorito continuo; más bien ejercieron su dominio sobre un territorio
discontinuo cuya meta era asegurar una gran variedad de productos.
El libro de Robert Fogel, The Escape from Hunger and premature death,
1700-2100: Europe, America and the Third World, publicado en 2004 nos
advierte cómo la salud de las personas ha cambiado durante el siglo XX. Antes
de 1900, la población era muy enfermiza, con enfermedades crónicas desde
una edad más temprana y con una estatura promedio menor que la actual.
Las medidas de salubridad, la alimentación y la medicina han transformado
radicalmente la vida humana. La perspectiva de vida ha aumentado. De igual
modo, Fogel menciona que las desigualdades de salud entre ricos y pobres se
han reducido: las diferencias de altura y de perspectiva de vida entre ambos
grupos han disminuido notablemente.
Me pregunto cómo es la relación entre salud y cultura. Una buena
salud o una mala salud afectan la psicología humana, y es conocido que
ciertas carencias afectan nuestra percepción de las cosas: aumentan nuestra
violencia, o generan alucinaciones, etc. Aunque es un tema poco explorado
por nosotros, la salud y la cultura se entrelazan. Una sensibilidad religiosa
como la descrita en el libro clásico de Norman Cohn, En Pos del Milenio.
Revolucionarios, milenaristas y anarquistas místicos de la edad media (1972),
publicado en inglés en 1961, es más propensa en sociedades cuya población
58
Cristóbal Aljovín de Losada
carece de una buena alimentación y hábitos de higiene. Esto facilita que las
personas tengan alucinaciones. Durante el siglo XX, las condiciones físicas
del ser humano han mejorado y, de seguro, el funcionamiento de la mente
humana ha debido cambiar.
En la Introducción al Diccionario histórico de conceptos político-sociales
básicos en lengua alemana, Koselleck se pregunta por la relación entre lo
lingüístico y lo extralingüístico. Es uno de los grandes temas de la historia
conceptual, y uno de los menos trabajados. Dicha pregunta entre lo lingüístico
y extralingüístico toma un fuerte cariz, en especial en momentos de aceleración de las mutaciones semánticas del lenguaje político. La pregunta se centra
entre la cosa y la no existencia de un referente lingüístico claro. Koselleck
considera dos métodos de estudio: el semasiológico, el más común, estudia
todos los significados de un término relacionados a las estructuras políticas
y sociales y sus modificaciones; mientras el método onomasiológico:
considera todas las designaciones referidas a un estado de cosas determinado,
sólo se tendrá en cuenta en la medida en que designaciones relacionadas y
sinónimos proporcionen indicios de la multiplicidad histórica, o en la medida en que como designaciones nuevas que se imponen los proporcionen
acerca de cambios sociales y políticos. Aun cuando el estudio semasiológico
tiene una primacía de carácter técnico, debido a que se llega a los conceptos
desde las palabras que los contienen, el estudio onomasiológico pasa a veces
a primer plano porque se busca la transformación de estructuras históricas,
es decir, de contenidos extralingüísticos, en el medio lingüístico (Koselleck
Ms. Traducción del alemán de Luis Fernández Torres).
La relación entre lo lingüístico y extralingüístico propuesta por Koselleck es muy atractiva, mencionada oralmente con pasión en seminarios; pero
poco explorada en los estudios conceptuales, basados mayoritariamente en
la confección de diccionarios, al estilo de los proyecto de Iber conceptos, dirigido por Javier Fernández Sebastián. Un trabajo onomasiológico demanda
estudios muy difíciles por sus exigencias teóricas, metodológicas y de fuentes. Hay que tener un gran dominio del contexto, valga la redundancia de lo
lingüístico y lo extralingüístico, y la transformación de ambos. Uno de los
grandes problemas de los estudios de la cultura son las mutaciones. Al final,
es uno de los temas espinosos del libro de Marshall Sahlins (1987), Islands
of history, muy citado por Lorandi.
Cfr. Fernández Sebastián, J. (dir), C. Aljovín de Losada, J. Feres Júnior et al. (2009).
Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181
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Para terminar, los últimos párrafos expresan la necesidad de una mejor
comprensión de factores no culturales en relación con la cultura. Obviamente,
no postulo una relación al estilo marxista de dependencia aunque tampoco
la cultura es un ente con vida propia. Sin embargo, y estoy convencido de
ello, es a través de la cultura que comprendemos y actuamos en el mundo.
Es parte fundamental de la condición humana.
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Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181
61
Marco Curátola Petrocchi*
Pontificia Universidad Católica del Perú
Los cincos sentidos de la etnohistoria
En el ensayo “¿Etnohistoria, antropología histórica o simplemente
historia?” Ana María Lorandi hace una serie de hondas reflexiones sobre la
naturaleza, los alcances epistemológicos y las relaciones recíprocas de estos
campos disciplinarios, problemáticas que en parte había ya abordado en otra
contribución publicada hace unos años en esta misma revista (Lorandi y Wilde 2000). De lo expresado en ambos trabajos se colige que la estudiosa, por
lo demás ya coautora de un apreciable manual sobre la etnohistoria andina
(Lorandi y Del Río 1992), considera a la etnohistoria como una disciplina
anacrónica e inadecuada en el contexto actual de las ciencias histórico-sociales, la cual debería ser dejada de lado, a favor de la más omnicomprensiva
y epistemológicamente -y políticamente- correcta antropología histórica, o
sencillamente disolverse en el mare magnum de la historia, la ecuménica
ciencia del pasado de la humanidad. Los cuestionamientos al nombre y a la
noción misma de “etnohistoria” no son una novedad. Hace más de 60 años,
cuando el término etnohistoria recién empezaba a circular en el mundo académico, el historiador y antropólogo belga Jan Vansina, desde las páginas
del primer número del Journal of African History (1960), ya criticaba su uso,
considerándolo del todo innecesario, y hacía un llamado a que se lo desechara y se hablara sencilla y directamente de historia, como escribía en las
conclusiones de un ensayo sobre los métodos por él seguidos en el registro
de las tradiciones orales de los Kuba del Kasai (Congo):
History is a science which uses the results of many auxiliary sciences. In
fact any science can be auxiliary in a particular case. So history in illiterate
societies is not different from the pursuit of the past in literate ones, because
it uses archaeological, linguistic, anthropological, and even (for dating
purposes) astronomical evidence such eclipses. And there is therefore no
*
E-mail: [email protected]
62
Marco Curátola Petrocchi
need to coin a special term, such as ethnohistory just for this reason (Vansina
1960: 53. El subrayado es nuestro).
Pocos años más tarde, Henri Brunschwig en un artículo, significativamente titulado “Un faux problème: l’Etno-histoire” publicado en la prestigiosa
revista de los Annales, sin medias tintas tachaba la disciplina de “mala yerba”
en el campo de la historia (Brunschwig 1965: 291). Análogamente, aunque
con más ponderación, Shepard Krech, en una bien documentada contribución sobre el estado de la etnohistoria a fines de la década de 1980, así como
en la entrada “Ethnohistory” de la Encyclopedia of Cultural Anthropology,
llegaba a la conclusión de que hubiese sido desacertado -ill-advised- seguir
empleando el término “etnohistoria”, sea por sus connotaciones colonialistas
y discriminatorias como por ser los conceptos de “ethnos, etnicidad y étnico”
intelectualmente obscuros -murky intellectualy. Según el autor, esto debía ser
por tanto “abolido” y sustituido por la denominación más neutra y menos
susceptible de estigmatización de “antropología histórica” o de “historia
antropológica” (Krech 1991: 364-365; 1996: 426).
A pesar de las reservas y las críticas de estos y muchos otros estudiosos,
la American Society for Ethnohistory, fundada en 1954 “para promover la
investigación interdisciplinaria de las historias de los pueblos nativos de
las Américas”, tiene alrededor de 500 miembros activos y su revista, Ethnohistory, ha llegado en 2012 a su 59° año de publicación ininterrumpida
(http://www.ethnohistory.org/); en la Escuela Nacional de Antropología e
Historia de Ciudad de México existe, desde 1977, una carrera de Etnohistoria
que otorga grados y títulos académicos en esa especialidad (cfr. Pérez y Pérez
Gollán 1987: 7-13); en junio de 2011 se celebró en La Paz el VIII Congreso
Internacional de Etnohistoria; y en la Pontificia Universidad Católica del
Perú, Lima, se imparten regularmente cursos de Etnohistoria Andina, tanto
en el pregrado como en el postgrado. Además, es consabido que internacionalmente los aportes más apreciados de la historiografía peruana del siglo
XX han venido de un nutrido grupo de investigadores volcados al estudio
del mundo andino antiguo y colonial -como María Rostworowki, Franklin
Pease, Luis Millones, Juan Ossio, Edmundo Guillén, Waldemar Espinoza Soriano, entre otros- los cuales son colectivamente conocidos como la “escuela
de etnohistoria peruana”. Hay entonces que preguntarse por qué, a pesar de
las duras críticas y los múltiples cuestionamientos, la etnohistoria en tierra
americana esté todavía institucionalmente tan vigente y, desde el extremo
norte al extremo sur del continente, haya tantos estudiosos que declaran que
“hacen” etnohistoria y se reconocen como etnohistoriadores -incluido el
que escribe. Quizás la respuesta radique en la misma polisemia del término,
cuyas múltiples y complementarias acepciones terminan circunscribiendo
Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181
63
un específico campo (inter)disciplinario, dotado de un objeto, un enfoque,
una metodología y toda una tradición de estudios propios. Para intentar individuar y reseñar los caracteres específicos de la etnohistoria partiremos de
su historia y su relación con la arqueología.
Los orígenes de la etnohistoria y su relación con la
arqueología
De hecho la noción de etnohistoria se forjó y empezó a desarrollarse en
estrecha conexión con la arqueología. Clark Wissler (1870-1947), al parecer
el primero hace ya más de un siglo en utilizar el término etnohistoria en la
forma adjetival ethno-historical (Baerreis 1961: 49), se valió de este vocablo
compuesto al señalar la necesidad y la importancia, en el estudio de las antiguas culturas nativas de la región de Nueva York, de juntar las evidencias
arqueológicas con las informaciones documentales. Específicamente, en la
introducción de una compilación de una serie de informes, de carácter fundamentalmente arqueológico, sobre The Indian of Greater New York and the
Lower Hudson (1909) Wissler escribía:
In the main, all have followed the same general method of reconstructing
the prehistoric culture by welding together the available ethno-historical and
archaeological data, a method justified by the failure to find neither local
evidences of great antiquity nor indications of successive or contemporaneous
culture types (Wissler 1909: XIII).
Del contexto, resulta evidente que, por “datos etno-históricos”, Wissler
entendía las informaciones de carácter etnográfico que se podían hallar en
documentos históricos.
En la americanística -así como en la arqueología del mundo clásico o la
arqueología bíblica- la práctica de recurrir a fuentes literarias, y documentales en general, para interpretar evidencias arqueológicas es aún más antigua,
posiblemente tan antigua como la disciplina misma (Willey y Sabloff 1993:
126). Sin embargo, el primer estudioso que se valió con cierta sistematici
Las observaciones sobre la relación entre etnohistoria y arqueología expuestas en
el presente comentario fueron originalmente presentadas en la ponencia “The Use of
Documentary Sources in Andean Protohistoric Archaeology: Some Different Cases”, leída
en el simposio “Circa 1530: Integrating Archaeology and Ethnohistory in the Andes”, que
Joanne Pillsbury organizó en el marco del 73rd Annual Meeting of the Society for American
Archaeology (Vancouver, 26-30 de marzo de 2008). Nuestra participación en dicho congreso
fue posible gracias al apoyo económico del Departamento de Humanidades de la Pontificia
Universidad Católica del Perú.
64
Marco Curátola Petrocchi
dad de documentación histórica para estudiar vestigios de civilizaciones
amerindias, y en alternar e integrar la investigación de campo con el trabajo
de archivo, fue Adolph Bandelier (1840-1914). No por casualidad este pionero de la etnología y la arqueología americanas, quien efectuara la primera
expedición auspiciada por el Archaeological Institute of America (1880) y
explorara extensamente los territorios del Suroeste americano, el México
septentrional y los Andes, haciendo del survey a gran escala un medio de
primaria relevancia en el desarrollo de la investigación arqueológica, llegó a
apasionarse por las culturas y las antigüedades indígenas a través de la lectura de crónicas y documentos coloniales en la St. Louis Mercantile Library,
y falleció en Sevilla, mientras realizaba pesquisas en el Archivo General de
Indias (Lange y Riley 1996: 22-25). Tan solo para quedarnos en el ámbito de
sus trabajos sobre los Andes, recordaremos cómo en The Islands of Titicaca
and Koati, de 1910 -considerado un clásico de la literatura antropológica,
precisamente “por su sofisticación etnohistórica” (Hyslop y Mujica 1992:
67)- Bandelier utilizara con singular rigor una serie de fuentes publicadas e
inéditas de los siglos XVI y XVII. Sus pormenorizadas descripciones de las
“ruinas” de las dos islas están, en efecto, provistas de un poderoso aparato
de notas, con referencias a crónicas, documentos de la administración colonial española y antiguos diccionarios quechuas y aymaras, que brindan
indicaciones puntuales para la comprensión de la naturaleza y la función de
diferentes sitios y materiales arqueológicos.
Además, Bandelier se preocupó de explicitar el procedimiento que
seguía en la reconstrucción de la historia de las culturas indígenas, el cual
-según sus propias palabras- consistía en proceder “desde lo conocido hacia lo
desconocido, paso a paso”: a saber, desde contextos etnográficos y realidades
históricas documentadas a través de testimonios escritos, al pasado precolonial difícilmente conocible únicamente a través de las evidencias materiales.
Por este método de investigación interdisciplinario y “regresivo” (cfr. Wachtel
1990), desde el presente hacia el pasado, o “a contracorriente” (upstream
direction) como a veces es llamado (Krech 1996: 424), Bandelier puede ser
considerado un verdadero precursor, además que de la etnohistoria, también
del direct historical approach, una metodología arqueológica preconizada en
1913 por Ronald B. Dixon y formalizada y aplicada con notables resultados
En el discurso pronunciado como presidente de la American Anthropological Association en ocasión de su asamblea anual que tuvo lugar en Nueva York en 1913, Dixon llegó
a afirmar sin medias tintas que “it is only through the known that we can comprehend
the unknown, only from a study of the present that we can understand the past; and archaeological investigations therefore must be largely barren if pursued in isolation and
independent of ethnology” (Dixon 1913: 565; cfr. Lyman y O’Brien 2001: 308).
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en la década de 1930 por William Duncan Strong (1935, 1940) y Waldo R.
Wedel (1936, 1938) en el área de las Grandes Llanuras norteamericanas. El
método preveía que en el estudio de las antiguas culturas nativas se partiera
de realidades etnográficas e históricas conocidas, para luego remontar, a
través de la estratigrafía y/o la seriación, progresivamente hacia atrás en el
tiempo hasta las épocas más antiguas. Siguiendo este orden, Strong pudo
reconstruir con un alto grado de precisión la historia cultural de los nativos
de las Grandes Llanuras.
La etnohistoria como subconjunto disciplinario entre
historia, etnografía y arqueología
El direct historical approach, así como el procedimiento “regresivo”
de Bandelier y el método interdisciplinario propuesto por Wissler presuponían evidentemente un alto grado de conformidad entre los rasgos de
las culturas tradicionales, históricas, protohistóricas y prehistóricas de una
determinada área. Y, de hecho, la continuidad cultural representa una de
las premisas implícitas, cuando no un verdadero axioma, de la etnohistoria
entendida como un acercamiento multi e interdisciplinario que combina y
coteja fuentes documentales, orales y arqueológicas con el fin de individuar
los caracteres específicos y reconstruir los procesos de reproducción y desarrollo de formaciones histórico-sociales y culturales de larga duración. Esto
explica, por lo menos en parte, el porqué del gran desarrollo y difusión de los
estudios etnohistóricos en México y Perú, países en donde en la antigüedad
hubieron sociedades altamente organizadas y complejas, que han dejado un
sinnúmero de importantes testimonios arqueológicos y cuyos descendientes
siguen viviendo en los mismos territorios, hablando los mismos idiomas y
manteniendo, por lo menos en parte, formas de vida y pensamiento tradicionales. Emblemático, al respecto, resulta lo expresado por uno de los más
eminentes estudiosos peruanos del mundo andino, Franklin Pease, quien
en un artículo de la década de 1970 escribía que la etnohistoria, en cuanto
terreno de encuentro de disciplinas afines -historia, arqueología y etnología-,
representaba el instrumento por excelencia para
comprender la historia andina como una continuidad espacial y temporal
que rebasa las fronteras coloniales y nacionales; que se refiere a un mundo
que tiene una experiencia de milenios, manifestada -por ejemplo- en los
criterios de acceso a la tierra y la utilización simultánea de diversos pisos
ecológicos; que mantiene y elabora de nuevo cada vez su experiencia creadora para intentar un acercamiento a aquellas categorías que presidieron la
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Marco Curátola Petrocchi
vida material y la ideología de las sociedades andinas antes y después de
la invasión del siglo XVI, y que son vigentes todavía en nuestros días, aun
en las ciudades. (Pease 1976-1977: 217-218)
Además, hay que señalar cómo la misma presencia en Mesoamérica y
en los Andes de formaciones políticas y económicas autóctonas muy desarrolladas hizo que los españoles establecieran en esas regiones, desde los
primeros años de la invasión, sus mayores centros de dominación colonial,
se empeñaran en conocer a fondo los pueblos que allí vivían y tuvieran con
ellos una intensa y prolongada interacción. Esto llevó a que, con relación a
dichos pueblos, se fuera paulatinamente acumulando una enorme cantidad
de material escrito -crónicas, memoriales, informes administrativos y expedientes judiciales- muy superior a la de cualquier otra población indígena del
Nuevo Mundo. Definitivamente, la existencia de esta copiosa documentación
colonial, con múltiples e importantes referencias a hechos y acontecimientos
del pasado prehispánico, en conjunción con la presencia de un riquísimo
patrimonio arqueológico, con una impresionante cantidad de vestigios arquitectónico-monumentales, a menudo teatro de eventos de la época prehispánica
recordados o sencillamente aludidos en las tradiciones orales y las fuentes
documentales, así como la pervivencia en el seno a las poblaciones indígenas
y campesinas de los modernos estados nacionales de múltiples rasgos y manifestaciones culturales descritos en los testimonios escritos de los siglos XVI
y XVII han sido factores determinantes para el desarrollo de la etnohistoria
como un “subconjunto disciplinario” entre historia, etnografía y arqueología,
cuya naturaleza y orientación interdisciplinaria resulta particularmente apta
para el estudio de historias culturales de larga duración.
La etnohistoria como historia de las sociedades colonizadas por los europeos
Pero, ¿por qué la etnohistoria se aplica solo al estudio del pasado de
poblaciones indígenas? Un motivo aparentemente razonable -pero a todas
luces forzado- podría ser que la civilización industrial ha representado un
verdadero punto de quiebre respecto de toda formación socio-cultural anterior
y que, por lo tanto, en ausencia de testimonios y verificaciones de carácter
etnográfico y de cualquier continuidad cultural con el presente, la etnohistoria no sería aplicable al estudio de la historia cultural europea y occidental
en general. En realidad, el motivo es fundamentalmente otro y se remonta al
mismo contexto histórico en el cual se ha ido desarrollando la disciplina. En
efecto, al margen de consideraciones de orden heurístico y epistemológico,
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el término compuesto “etno-historia” tiene también la sencilla acepción de
historia de grupos étnicos o, como lo expresó sin tapujos el eminente mexicanista Charles Gibson (1962: 279), historia de los indios. No cabe duda de
que el origen de esta acepción se halla en la ideología evolucionista, racista
y colonialista de la segunda mitad del siglo XIX e inicios del XX, cuando la
antropología se afirmó como la ciencia dedicada al estudio de los pueblos
“salvajes”, “primitivos”, “arcaicos”, como en ese entonces eran llamados -y
considerados- en forma indiscriminada todos los pueblos extraeuropeos de
África, América y Oceanía colonizados por las grandes potencias europeas,
primera entre todas la Inglaterra victoriana. Estos pueblos eran considerados
ahistóricos, “sin historia”, porque se los juzgaba intrínsecamente incapaces,
por su misma naturaleza, de todo desarrollo y evolución o, sencillamente,
porque eran “iletrados”, “sin escritura”, esto es, faltos de un medio como
la escritura alfabética que les permitiera la conservación de la memoria, la
elaboración de un pensamiento reflexivo y la adquisición de alguna forma
de autoconciencia y conciencia histórica. En cambio, para el estudio de las
desarrolladas y complejas sociedades europeo-occidentales y su historia
había disciplinas como la arqueología, la historia, la sociología; y para el de
los sectores internos más tradicionales -y subalternos- de esas mismas sociedades, el folclor. Sin embargo, en el transcurso del siglo XX los antropólogos
americanos fueron progresivamente tomando conciencia de que los pueblos
indígenas sí tenían historia y, contextualmente, se dieron cuenta de que, en
siglos de presencia europea en el Nuevo Mundo, se había ido acumulando
una cuantiosa documentación escrita relativa a su pasado. Así, muchos
de ellos decidieron adentrarse en el terreno incógnito de los archivos para
reconstruir el pasado colonial y precolonial de las mismas poblaciones que
hasta ese entonces habían estudiado solo en forma sincrónica, a través del
trabajo de campo. A partir de la década de 1950, el estudio de la historia de
los pueblos indígenas, llevado a cabo fundamentalmente por antropólogos
-que por su misma (de)formación profesional recurrieron con sistematicidad
no solo a fuentes documentales sino a las tradiciones orales y a la cultura
material- se intensificó y adquirió el estatus de disciplina académica, tanto
en los Estados Unidos, como en México y Perú, con el nombre de etnohistoria. Por ser esta una disciplina practicada, por lo menos en sus primeras
fases de desarrollo académico, fundamentalmente por antropólogos, y por
concernir -por tanto- exclusivamente a las poblaciones por ellos estudiadas,
hacia 1960 William Sturtevant (1966: 6) llegó a definir a la etnohistoria como
“el estudio de la historia de los pueblos normalmente estudiados por los an
Para una reseña sintética sobre el desarrollo de la etnohistoria en el siglo XX véase Krech
(1991: 347-348 y 1996: 423-424).
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Marco Curátola Petrocchi
tropólogos”; una definición, esta, de hecho bastante vaga y tautológica pero
que tenía el mérito de obviar la de “historia de los indios”, tan eurocéntrica
y tan poco acorde al sentir de la época de descolonización que siguió a la
Segunda Guerra Mundial.
De todas maneras, hay que acotar que la etnohistoria, en su acepción de
“historia de los indios”, no puede ser considerada -y liquidada- sencillamente
como un sector disciplinar anacrónico, derivado de obsoletas y artificiosas
clasificaciones disciplinares decimonónicas. En efecto, precisamente en cuanto historia de los grupos étnicos, “la etnohistoria -como observó con agudeza
hace unos años Pablo Macera (1977: LII)- supone el hecho colonial”, a saber,
que tiene como objeto el estudio de los “pueblos colonizados” -reducidos
a “indios” por los colonizadores- y como punto de referencia implícito o
explícito de su horizonte cognitivo el momento de la invasión europea. Así
entendida, la etnohistoria se configura como un campo temático, a la vez que
un campo disciplinar -historiográfico y antropológico- específico y definido,
fundamentalmente volcado a la reconstrucción (1) de los caracteres socioculturales y la situación de los grupos étnicos al momento de los primeros
contactos con el mundo occidental, así como (2) de los procesos de cambio
desencadenados en dicho grupos por la dominación colonial y (3) de las interacciones y articulaciones de estos con la sociedad hegemónica a lo largo
del tiempo.
La etnohistoria como etnografía histórica
Estos últimos dos campos de investigación (puntos 2 y 3), que hoy podrían ser encuadrados en la nebulosa de los así llamados “estudios coloniales”,
pueden ser vistos como una derivación-evolución de los tradicionales estudios
antropológicos de aculturación de las décadas de 1930 y 1940, al punto que
Bruce Trigger (1986: 257) llegó a decir, quizás en forma demasiado esquemática, que “el estudio de la aculturación fue transformado en etnohistoria”. En
cuanto al estudio de las formas de organización y los rasgos culturales de las
sociedades nativas al momento de la llegada de los europeos (punto 1), este
se configura como una verdadera “etnografía histórica” (cf. Krech 1991: 348;
1996: 424). En efecto, consiste en la reconstrucción de los diferentes aspectos
da la vida sociocultural de un determinado pueblo en un específico momento
de su pasado, fundamentalmente a través del análisis de documentos escritos.
Es posiblemente en este enfoque que pensaba el etnohistoriador chileno Jorge
Hidalgo (2004: 655) cuando definió la etnohistoria como “una corriente historiográfica que trabaja con documentos históricos escritos, con el marco teórico
y las preguntas del antropólogo”. De todas maneras, excelentes ejemplos de
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esta etnohistoria/ etnografía histórica en el campo de los estudios andinos
son el clásico ensayo “Inca Culture at the Time of the Spanish Conquest” que
John H. Rowe publicara en 1946 en el Handbook of South American Indians,
la tesis de doctorado titulada The Economic Organization of the Inca State,
que John V. Murra sustentara en 1955 y publicara, en castellano, en 1978, y
la monografía de Tom Zuidema sobre el sistema de los ceques del Cuzco, que
apareció en 1964 en la colección International Archives of Ethnography, de la
Universidad de Leiden. Dichos trabajos representan verdaderos estudios de
antropología cultural, antropología social y antropología estructural respectivamente, pero basados en datos sacados de las crónicas de los siglos XVI y
XVII, en lugar de informaciones recolectadas directamente sobre el terreno.
En todo caso, habría que preguntarse si desde el punto de vista epistemológico
existe realmente una diferencia sustancial, cualitativa, entre la utilización
hoy en día de las informaciones levantadas en los Andes en el siglo XVI por
cronistas muy bien documentados como Juan de Betanzos (1551-1557) y Polo
de Ondegardo (1571) o en México por ese extraordinario protoetnógrafo que
fue fray Bernardino de Sahagún (1590), y el uso de las observaciones etnográficas recogidas a inicios del siglo XX en las islas Trobriand por Bronislaw
Malinowski, el padre de la antropología social británica, o en la Costa Noroeste de Norteamérica por Franz Boas, fundador de la antropología cultural
norteamericana. Es significativo, al respecto, que Sabine MacCormack (1999)
haya titulado “Ethnography in South America: the first two hundred years”,
su ensayo de introducción al volumen de The Cambridge History of the
Natives Peoples of the Americas, dedicado precisamente a las poblaciones
indígenas de Sudamérica. En dicho ensayo, la autora traza una panorámica
de las más representativas fuentes históricas de los siglos XVI y XVII relativas
a las sociedades indígenas de América del Sur, reconociendo explícitamente,
desde el propio título, no solo el valor etnográfico sino la misma naturaleza
etnográfica de la documentación examinada.
La etnohistoria como etno-etnohistoria
Es igualmente significativo que el mencionado texto de MacCormack
esté acompañado por otro ensayo introductorio, titulado “Testimonies: the
Making and Reading of Native South American Historical Sources”, en el
cual Frank Salomon (1999) reseña los textos coloniales escritos por indígenas, como por ejemplo el Manuscrito quechua de Huarochirí (ca. 1608;
Taylor 1987), obra de un curaca de la etnia checa, de la sierra de Lima, y El
primer nueva corónica y buen gobierno (1615) de Felipe Guaman Poma de
Ayala, así como las principales crónicas y relaciones españolas que explícita
70
Marco Curátola Petrocchi
o implícitamente encierran en sus páginas memorias, historias y testimonios
nativos. La recuperación e interpretación de estas “voces” autóctonas -operación que requiere un trabajo de exégesis particularmente cuidadoso de los
documentos, incluido su análisis linguístico- permite una aproximación al
modo en que los indígenas vivieron y concibieron determinados momentos
y eventos de su historia, o, por lo menos, al modo en que esos mismos fueron
construyendo su discurso histórico sobre dichos acontecimientos, así como
sus concepciones del tiempo y de la misma historia. Evidentemente se trata
de una tarea extremadamente compleja y delicada que demanda tomar en
cuidadosa cuenta el entero sistema de creencias y representaciones colectivas del pueblo estudiado, tal cual se encuentra inscrito y expresado, incluso
antes que en textos escritos, en las tradiciones orales, en los rituales, en el
paisaje sagrado, en las expresiones artísticas y en toda otra manifestación
cultural. Este acercamiento, fundamentalmente centrado en la búsqueda de
“la concepción del pasado compartida por los portadores de una determinada
cultura” (Sturtevant 1964: 100, cfr. Krech 1991: 361), es el que ha sido seguido
por estudiosos como Miguel León Portilla (1959) y Nathan Wachtel (1971),
con sus famosas “visiones de los vencidos”, y que ha sido llamado también
folk history (“historia popular”, Hudson 1966) y etno-etnohistoria (Fogelson
1974, 1989: 134). Aunque la locución “etno-etnohistoria” suene redundante
y cacofónica, expresa en forma contundente esta acepción de la etnohistoria,
entendida como disciplina antropológica volcada a la reconstrucción y comprensión de sucesos, situaciones y procesos históricos a partir del análisis del
patrimonio de conocimientos y experiencias, del sistema de pensamiento y
de los procesos lógico-empíricos que condicionaron y definieron la acción
de los agentes sociales involucrados. Se trata, en última instancia, de la búsqueda del punto de vista de los indígenas sobre su pasado, su ser y estar en
el mundo y su futuro, como clave para entender la lógica profunda de los
acontecimientos y su dinámica. Y no cabe duda de que, para alcanzar este
objetivo en el estudio histórico de poblaciones tradicionalmente o mayoritariamente ágrafas, las tradiciones orales constituyen una fuente primordial
en muchos casos única e insustituible.
La etnohistoria como historia oral
De hecho, por lo menos en sus primeros desarrollos, la “etnohistoria” se
diferenció netamente de la historiografía tradicional -en ese momento todavía
profundamente permeada por el prejuicio de que allí donde no hay documentos escritos no puede haber verdadera “Historia” (Rigoli 1980: 273)- precisamente por la utilización, en la reconstrucción del pasado de las poblaciones
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estudiadas, de testimonios recogidos en el campo directamente de boca de
la gente. En efecto, para intentar recuperar la historia, por lo menos la más
reciente, de los pueblos nativos de Norteamérica, África y Oceanía, los investigadores se vieron en muchos casos obligados, por la ausencia total o parcial
de documentación escrita, a recurrir prioritariamente a las tradiciones orales
-esto es a los conocimientos de hechos y situaciones del pasado transmitidos
de una generación a otra mediante la palabra- así como a los recuerdos de
experiencias de vida de los individuos. En el estudio de diversas sociedades
tradicionales estratificadas con organización política centralizada, como
ciertas monarquías africanas y hawaianas, el trabajo de estos investigadores
se vio, de alguna manera, facilitado por la existencia de historias dinásticas,
a menudo muy detalladas, cuya elaboración, memorización y transmisión
estaba confiada a determinadas categorías de especialistas. Sin embargo, como
ha sido oportunamente señalado por el antropólogo e historiador belga Jan
Vansina en su clásico trabajo De la tradition orale. Essay de méthode historique
(1961), informaciones parciales sobre el pasado de un grupo pueden hallarse
también en toda otra manifestación de la tradición oral, desde los mitos y
los cuentos hasta los cantos y las poesías, desde las fórmulas religiosas y las
adivinanzas hasta las mismas denominaciones de personas y lugares. Definitivamente, la tradición oral desde los orígenes ha representado un componente
medular de la etnohistoria, sea como posible fuente de informaciones sobre el
pasado más o menos reciente de un determinado grupo ágrafo o como medio
imprescindible y privilegiado para acceder a la visión de sus miembros sobre
su propia historia individual y colectiva. Por eso, en Francia e Inglaterra la
disciplina que se ocupa de la reconstrucción de la historia de los “pueblos
y grupos sociales sin escritura”, esto es la etnohistoria, es comúnmente llamada historia oral. Paradójicamente, es posible que las academias de dichos
países se hayan inclinado por esta denominación en el inconsciente intento
de eludir la memoria -y exorcizar la responsabilidad- de ese trágico pasado
colonialista que el término etnohistoria, en tanto historia de las sociedades
colonizadas por los europeos, encierra y evoca. Sin embargo, el que entre los
diversos posibles sinónimos del término “etnohistoria” se haya elegido el de
historia oral, expresa con claridad la importancia cardinal atribuida a este
tipo de fuente en el particular campo de estudios histórico-antropológicos
del cual nos estamos ocupando.
Aún en el caso de la etnohistoria andina -que cuenta con un consistente
acervo de fuentes documentales, producto de cinco siglos de interacción de
los pueblos autóctonos con el Estado colonial español, antes, y los Estados
republicanos, después- una buena parte de su información de base proviene
de la tradición oral. De hecho, textos fundamentales sobre los que se basan
nuestros conocimientos de la sociedad y la historia inca y de los caracteres
72
Marco Curátola Petrocchi
“originales” de la cultura andina, como las crónicas de Juan de Betanzos
(1551), Pedro de Cieza de León (1553) y Cristóbal de Molina (1575), la Relación de Chincha de Cristóbal de Castro y Diego de Ortega Morejón (1558)
o los informes de Polo de Ondegardo (1561,1571), se basan esencialmente
en un atento registro tanto de tradiciones de carácter colectivo transmitidas
verbalmente, a menudo con el auxilio de técnicas mnemónicas o instrumentos mnemotécnicos, de una generación a otra, como de los recuerdos
personales del tiempo del Tahuantinsuyu de ancianos informantes. Asimismo, no cabe duda de que crónicas indígenas como las de Joan de Santa Cruz
Pachacuti Yamqui (1613) y Felipe Guaman Poma de Ayala (1615) se fundan
parcial o totalmente en relatos escuchados por sus autores en su entorno
familiar y social, para no hablar del Manuscrito de Huarochirí, extraordinaria compilación de los mitos y cuentos de los checas que representa la
más importante fuente existente para el estudio del sistema de creencias y
representaciones colectivas de los pueblos andinos al tiempo de la llegada
de los españoles (Taylor 1987). Por otro lado, la etnohistoria andina se ha
alimentado constantemente también de las tradiciones orales acopiadas por
los antropólogos sobre el terreno. Basta pensar en el impacto tenido en los
estudios de los años de 1970 y 1980 por los mitos de Inkarrí (Ossio 1973)
o en la importancia que se le atribuyen a los cuentos, las narrativas y la
memoria oral en más recientes trabajos etnohistóricos como Le retour des
ancêtres de Nathan Wachtel (1990) y Pathways of Memory and Power de
Thomas Abercrombie (1998).
Conclusiones
Del conjunto de los cinco posibles significados del término “etnohistoria” que hemos venido evidenciando, se deriva que esta es una disciplina
que, utilizando esencialmente fuentes documentales y tradiciones orales,
está volcada a la reconstrucción tanto de los caracteres originales como de
los procesos de reproducción y transformación a lo largo del tiempo de las
sociedades tradicionales colonizadas por los europeos, con particular interés
en su memoria histórica y su propia visión del pasado. Surgida en estrecha
relación con la arqueología, que continúa siendo para ella un referente privilegiado (cfr. Spore 1980; Knapp 1992), la etnohistoria tiene, sobre todo en
las Américas, una larga y consolidada tradición de estudios, la cual, aun con
la extremada variedad de los aportes, se caracteriza -como hemos visto- por
tener un campo de investigación específico, un enfoque fundamentalmente
antropológico, una orientación metodológica marcadamente historicista y
estrategias de investigación eclécticas e interdisciplinarias. De hecho, la et-
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nohistoria ha contribuido al conocimiento de la historia cultural y social de
los pueblos originarios de América a partir del siglo XVI más que cualquier
otra disciplina y, por esto, no extraña que Hugo Nutini haya llegado a considerarla como “acaso […] la contribución […] más incomparable del Nuevo
Mundo a la antropología general” (Nutini 2001: 52). Por supuesto, es posible
usar otra denominación en lugar de “etnohistoria”, quizás un poco demodée,
pero, a la fecha, ninguna de las que han sido propuestas como sus sustitutas
nos parece más apropiada para definir el particular campo/tradición de estudios que hemos venido hasta aquí examinando y que los cinco sentidos del
término “etnohistoria” circunscriben con mucha precisión.
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Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181
79
Raúl O. Fradkin*
Universidad Nacional de Luján, Universidad de Buenos Aires
LA HISTORIA, LA ANTROPOLOGÍA Y LAS POSIBILIDADES DE UNA
HISTORIA DE LA POLÍTICA POPULAR
El texto que Ana María Lorandi pone en discusión plantea un conjunto
de problemas cuyo tratamiento ameritaría un ensayo de una extensión y
una densidad que no estoy en condiciones de afrontar. Prefiero, por tanto, circunscribir mi colaboración a solo dos de las cuestiones planteadas.
Primero, aun cuando reconoce que la historiografía ha sido receptiva a las
influencias de la antropología, la inquieta tanto el desinterés de los antropólogos para estudiar el pasado de sociedades complejas como el de los
historiadores para reconocer abiertamente la importancia epistemológica
de la antropología en sus cambios de paradigmas. Segundo, advierte cómo
las perspectivas antropológicas ayudaron a afrontar la historia de la agencia colectiva indígena y cómo sólo en los últimos años también comienza
a influir en el estudio de otros grupos subalternos. Me atendré a ambas
cuestiones y las consideraré a partir de las evidencias suministradas por
los estudios dedicados a analizar la historia de las clases populares en los
territorios que habrían de formar parte de la República Argentina, durante
el período colonial y el siglo XIX.
Creo oportuno recordar que las relaciones entre historia y antropología
no han dejado de reformularse a lo largo del siglo XX y que se han desenvuelto
dentro de un campo de fuerzas más vasto y, a la vez, han estado signadas por
estilos y tradiciones nacionales. Dicho de otro modo, esas relaciones siempre
han sido entre muchos más que dos. En forma harto simplificada podría
decirse que si hace un siglo el territorio, por excelencia, de la innovación
historiográfica podía situarse en el cruce de la historia con la sociología y la
geografía, ello no impedía que se produjeran innovadores préstamos desde
la antropología. En este sentido, la trayectoria de la primera generación de
los Annales es tan emblemática como conocida y permite advertir que la
*
E-nmail: [email protected]
80
Raúl O. Fradkin
cuestión no puede plantearse tanto como relaciones entre las dos disciplinas
sino entre modos muy peculiares de practicar una u otra. De alguna manera,
ese tipo de situaciones se repitió posteriormente y hace medio siglo podía
reconocerse un claro epicentro de innovación situado en el cruce de la historia con la economía aunque también había fértiles entrelazamientos con
la antropología: quizás nada lo ejemplifique mejor que la centralidad que
adquirieron por entonces los estudios sobre el campesinado y la economía
campesina. Es claro también que desde entonces buena parte de la innovación historiográfica se ha producido a partir de una relación particularmente
intensa con la antropología, como lo puso de manifiesto en su momento la
microhistoria italiana; sin embargo, las mismas corrientes historiográficas
que se abrían entusiasmadamente hacia la antropología hacían uso intenso
-también- de nociones y enfoques provenientes de otras disciplinas sociales,
como lo corroboran los múltiples usos de Elias, Bourdieu o Foucault. Lo
dicho alcanza para subrayar que las recepciones historiográficas estuvieron
-y están- enmarcadas y filtradas por la influencia de teorías sociales que
hicieron posible la circulación interdisciplinar y, de alguna manera, determinaron sus usos. Sin embargo, no puede eludirse señalar que la historiografía se ha demostrado más proclive a incluir entre sus prácticas modos de
trabajo antropológicos y etnográficos que los antropólogos a adoptar los de
los historiadores. Ello parece explicarse tanto por algunas de las cuestiones
que señala Lorandi como porque la historia es una disciplina más “blanda”
epistemológicamente y tiende a emplear herramientas intelectuales híbridas
y pocas veces sistemáticas. Me atrevería a decir que lo que define a la historia es más un conjunto de prácticas y reflexiones que una epistemología
específica, y que pese a su notable profesionalización no termina de perder
su condición de artesanía intelectual. Ello, por supuesto, tiene sus problemas
pero no ha dejado también de ofrecer algunas ventajas.
Ahora bien, los préstamos, interacciones y recepciones se produjeron en
coyunturas determinadas las cuales parecen haberse definido por las coordenadas de las sucesivas modas internacionales -que delinearon el orden de la
legitimidad- y las que prefiguran las tradiciones nacionales -que no dejaron de
tener incidencia en las recepciones y apropiaciones historiográficas. Quizás
no haya ejemplo más claro al respecto que la trayectoria de lo que genéricamente se dio en llamar “historia desde abajo”; esa corriente historiográfica
debió mucho a la antropología pero sería exagerado atribuirla exclusivamente
a ella; así, en el emblemático caso británico es claro que le debió tanto o más
a Gramsci, y a la propia tradición cultural británica, que a una determinada
escuela antropológica aunque su incidencia haya sido notablemente fructífera.
Para decirlo con las palabras de Thompson:
Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181
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el estímulo antropológico no surte su efecto en la construcción de modelos,
sino en la localización de nuevos problemas, en la percepción de problemas
antiguos con ojos nuevos, en el énfasis sobre normas o sistemas de valores y
rituales, en la atención a las funciones expresivas de las diversas formas de
motín y revuelta, y en las expresiones simbólicas de la autoridad, el control
y la hegemonía” (Thompson 1989: 82).
La cita, entonces, permite advertir cuál ha sido el modo principal de
influencia de la antropología sobre la historiografía de las últimas décadas y
su incidencia en la renovación y ampliación de los territorios de la historia
social.
¿Es esto válido para la Argentina y, en particular, para las historias de
las clases populares coloniales y post-coloniales? La cuestión ameritaría una
investigación específica pero provisoriamente es posible adelantar alguna
conjetura. Como hemos anotado en otra ocasión, la historiografía argentina
tardó en ocuparse sistemáticamente de la historia de las clases populares y, en
especial, le resultó particularmente dificultoso abordar sus intervenciones en
las luchas políticas, aun en la misma coyuntura revolucionaria (Fradkin 2008).
Sin embargo, un campo de estudios al respecto pudo comenzar a formarse
en la convulsionada Argentina de la década de 1960 y 1970 temprana dado
que era desde donde se producía la difusión en lengua castellana de algunos
de los mejores textos de historia popular británicos y franceses, así como
era escenario de la difusión y la reproducción creativa del pensamiento de
Antonio Gramsci. Sin embargo, la historiografía colonial no siguió ese rumbo
y por varios motivos; entre otros, por la influencia que al mismo tiempo cobraba tanto el estructuralismo y la historiografía de la segunda generación de
los Annales, los cuales fueron inseparables del papel innovador que tuvo en
nuestro ámbito la historia económica y social. A juzgar por sus contribuciones
posteriores, los historiadores que se movían por entonces en ese ambiente
se orientaron hacia una historia colonial que ponía un privilegiado foco de
atención en las condiciones materiales de existencia del mundo campesino
pero no convertirían, al menos por el momento, a la acción histórica de las
clases subalternas en su principal centro de interés. De esta manera, pese a
haber tenido una recepción temprana en nuestro país, la llamada “historia
desde abajo” tuvo en nuestra historiografía una influencia limitada; y una
consecuencia parece haber sido que ese modo de hacer historia económica
y social se desarrollara lo más alejada posible de la historia política aunque
abrió una fructífera senda para enriquecer notablemente el conocimiento
histórico disponible sobre las clases populares. Pese a ello, fue esa misma
orientación historiográfica la que de alguna manera creó las condiciones
propicias para que en los últimos años comenzaran a multiplicarse diversos
82
Raúl O. Fradkin
estudios históricos de las clases subalternas del período colonial y del siglo
XIX y también de sus intervenciones políticas.
La cuestión que, entonces, puede plantearse es doble: ¿hasta qué punto
ese nuevo panorama se debe a influencias de la antropología?; y ¿qué posibilidades podría ofrecer una interacción más estrecha y fluida entre historiadores
y antropólogos para desarrollar este campo de estudios?
Creo que este contexto permite evaluar mejor las relaciones establecidas
entre antropología e historia en torno a estas cuestiones. A fuerza de ser breve pueden reconocerse que esas relaciones se estructuraron a través de dos
formas principales: por un lado, dieron lugar a la configuración de un campo
específico estructurado en torno a ciertos temas y modos de trabajo dotado
de una lógica propia de desarrollo y sus propias instancias institucionales;
por otro, mediante un modo más difuso caracterizado por la incorporación
selectiva -y muy flexible, por cierto- por parte de los historiadores de temas,
problemas, enfoques, conceptos y métodos sugeridos por la antropología.
La etnohistoria y la historia indígena ejemplifican la primera de estas formas. Se trata de un campo que bien podría describirse como una antropología
historizada que cobró fuerte dinamismo desde la década de1980 viniendo a
interpelar las visiones historiográficas y el sentido común que impregna el
imaginario nacional -y el de los historiadores. Para la historia de las clases
populares sus contribuciones han sido decisivas y puede reconocerse que se
desarrollaron en torno a dos grandes campos temáticos. En primer lugar, la
historia de los pueblos y grupos indígenas subordinados al orden colonial,
muy concentrada inicialmente en el Tucumán colonial, permitió inscribir una
vertiente de la historiografía argentina en el dinámico espacio de los estudios
andinos y, más recientemente se ha extendido también hacia el universo
guaraní del litoral. En segundo lugar, los estudios dedicados al heterogéneo
conglomerado de grupos indígenas soberanos, aliados o amigos, concentrados
en un principio en los territorios de Pampa y Patagonia abrió en nuestra historiografía una diálogo fructífero con la chilena y se extendió también hacia
el Chaco así como hacia al universo de las múltiples relaciones fronterizas e
inter-étnicas y han permitido demostrar fehacientemente la transformación
de los grupos indígenas soberanos en actores claves de las luchas políticas
de la sociedad hispano-criolla. A pesar de estos notables desarrollos puede
decirse que una parte del ambiente historiográfico se ha demostrado bastante
Una prueba de esta acumulación de conocimientos y maduración intelectual es la aparición reciente de un libro que puede dar cuenta y sintetizar las diversas historias de las
clases populares, desde la conquista hasta fines del siglo XIX y abarcando el conjunto del
territorio (Di Meglio 2012).
Al respecto resulta particularmente iluminadora la relectura de Santamaría (1985).
Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181
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reticente a tomar en cuenta los nuevos conocimientos producidos para revisar
convicciones y modos de pensar muy arraigados (Mandrini 2007).
Por eso, resulta particularmente interesante considerar el otro gran modo
de relación entre antropología e historia. Aunque haya sido claramente más
difuso y menos sistemático su incidencia es marcada en la historiografía
reciente y, en general, puede decirse que se ha desarrollado de manera indirecta a través de determinadas mediaciones. Me refiero básicamente a que la
influencia creciente de la antropología en nuestra historiografía no proviene
tanto de los productos por ella misma generados, como de una historiografía
internacional muy antropologizada en las últimas décadas. No creo que sea
una característica específicamente argentina y sí que hace referencia al modo
general de difusión de la innovación historiográfica: ella pareciera renovarse
gracias a incentivos temáticos, teóricos y metodológicos de otras disciplinas
pero se difunde, multiplica y legitima por medio de las obras producidas
por historiadores consagrados. De suyo, este modo de diseminación de la
antropología torna a la mayor parte de los historiadores poco proclives a la
revisión explícita de sus paradigmas teóricos.
El rastreo de estas influencias difusas pero evidentes sería interminable, alcanza con revisar el espectro de temas que hoy son habituales en la
historiografía y hasta su mismo vocabulario. Me limitaré, entonces, a enumerar los campos temáticos abiertos y/o renovados por estas influencias
vinculados a la historia de las clases populares. Por supuesto, un lugar de
primer orden lo tienen los estudios históricos sobre familia, parentesco y
estrategias matrimoniales. Sin embargo, la influencia antropológica ha sido
mucho más abarcadora y se advierte también en la renovación de una historia
rural que se ha incorporado a los estudios campesinistas latinoamericanos,
abordando temas y problemas abundantemente tratados por la antropología;
podría decirse que sus resultados fueron inicialmente recibidos por buena
parte del campo historiográfico general con la misma reticencia que los que
ofrecía la etnohistoria y, en buena medida, por motivos análogos (Fradkin
2006). De esta manera, por diferentes motivos y en base a distintos sustratos
teóricos, la historia rural y la etnohistoria pampeana y chaqueña convergieron en redefinir completamente el uso de la noción de frontera y el modo de
entender a los sujetos sociales implicados en las relaciones fronterizas. Por
su parte, los estudios de demografía histórica vinieron a enriquecer sustancialmente el conocimiento disponible de las dinámicas y estructuras sociales adoptando enfoques microanalíticos que se demostraron muy potentes
para develar rasgos opacos de los entramados sociales. Del mismo modo, la
historiografía actual es muy proclive ahora a analizar las estrategias de los
actores subalternos para disputar, negociar o amortiguar las exigencias del
poder, una perspectiva que se debe en buena parte a la influencia de algunas
84
Raúl O. Fradkin
formas de la historiografía norteamericana muy informadas de las discusiones
antropológicas. A su vez, este tipo de enfoques ha servido para abordar las
características de algunos grupos populares y sus prácticas, afrontar el análisis histórico de algunas formas culturales de notable arraigo y perduración y
acercarnos a una comprensión más densa y compleja de una sociedad mestiza
y multiétnica que había asistido tanto a la hispanización de los modos de
vida indígena como la indianizaron del mundo cultural hispano-criollo, y a
precisar las prácticas sociales, económicas y culturales no solo del mundo
indígena sino del conjunto de las sociedades rurales. La lista podría ser mucho más amplia pero lo reseñado alcanza para poner de relieve la impronta
de algunos modos de ver de la antropología que se han convertido en parte
del sentido común de la historiografía.
Las implicancias de estos desarrollos historiográficos todavía no han
llegado a demostrarse por completo y quizás se deba a que todavía son vistos por parte del ambiente historiográfico como peculiares agregados que no
fuerzan a modificar los relatos generales. Ello puede responder tanto a que
esos relatos se resisten a replantear algunos de sus supuestos como a la dificultad de afrontar decididamente las implicancias de reconocer que se está
estudiando la historia de una sociedad mestiza y multiétnica. Esa dificultad
se advierte cuando se repasan algunos campos historiográficos que si bien se
han renovado notablemente en los últimos años, replanteando muchos de los
supuestos y convenciones que imperaban, han mostrado menos interés en
focalizar su atención en el estudio de las clases populares y en abordar sus
facetas y dimensiones étnicas. De este modo, los replanteos y las incisivas
revisiones historiográficas acerca de la construcción de la nacionalidad, de
las identidades políticas colectivas, de la ciudadanía o de la cultura política
todavía no han afrontado decididamente las implicancias que estas evidencias pueden tener sobre sus argumentos. De la misma manera, las crecientes
evidencias de activo protagonismo y de notable incidencia de grupos populares en las luchas y prácticas políticas no han derivado todavía en estudios
precisos de las culturas políticas populares.
Llegados a este punto, creo que puede plantearse un interrogante a cuya
respuesta podría ayudar mucho la colaboración de antropólogos e historiadores: ¿habrá habido modos específicamente populares de entender, relacionarse
con, e intervenir en lo político? Esa posibilidad merecería ser indagada y
rastreada a pesar de la tremenda dificultad de observación documental que
supone. Hacerlo supone trabajar con un concepto ampliado de lo político y,
a la vez, descentrado de sus sedes habituales como se ha mostrado en otros
contextos latinoamericanos. Desde mi punto de vista, esa posibilidad aparece
sugerida cuando se visitan los aportes que al respecto se han realizado desde
una sociología que ha hecho suya los métodos y enfoques de la etnografía
Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181
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(Auyero 2001 y 2007). Traer a colación estas referencias vuelve a mostrar
los modos indirectos de relación entre disciplinas y permiten registrar la
existencia de prácticas, mediaciones, lógicas y quizás también tradiciones
específicas de articulación de lo popular y lo político. Sin embargo, estos estudios contemporáneos no pueden dialogar fluidamente con la historia pues
se carece de estudios de largo plazo al respecto. No me parece aventurado
identificar en este nudo problemático una cuestión que invita y requiere la
colaboración interdisciplinar, flexibilidad y creatividad para ensayar modos de
aproximación y tareas colectivas: el rastreo, lo más preciso y pormenorizado
posible, de la conformación de tradiciones políticas populares. Y ello parece
claramente sugerido por algunas corrientes de la historiografía americanista
que se han propuesto indagar la construcción histórica de los estados y sus
relaciones con las clases populares poniendo el foco en sus experiencias,
culturas y prácticas cotidianas de relación con los estados (Joseph y Nugent
2002). Necesariamente, ello invita y obliga a analizar los modos locales de
construcción del poder y de la autoridad.
Ana María Lorandi tuvo la excesiva gentileza de calificar mi pequeño
libro como un ejemplo de “observación participante”. Esa calificación resulta
excesiva porque advierte acerca de los límites infranqueables que enfrenta la
omnipotencia del historiador y, por tanto, de los usos que darle a los enfoques
etnográficos. Me parece oportuno retomarla pues me permite plantear que el
rastreo de las tradiciones de la acción colectiva popular y de las culturas políticas que las sustentaron e informaron invita, si no es que obliga, a explorar
las posibilidades de diversos métodos y enfoques. Allí intenté realizar una
suerte de experimento que no privilegiara y no supusiera a priori un modo
de aproximación como más conveniente sino que explorara diversas aproximaciones para evaluar sus posibilidades. Si como afirmaba Thompson “la
historia es la disciplina del contexto y del proceso”, aquí parecen hallarse los
alcances pero también los problemas del uso de los aportes de la antropología.
Sin duda, la selección de espacios acotados para efectuar el tipo peculiar de
observación que requiere la indagación de las acciones históricas de los sujetos populares -y, sobre todo, su comprensión- supone el empleo de recursos
en cierto sentido análogos a los desarrollados por la antropología. Sin duda,
también los enfoques “desde adentro” se muestran necesarios para develar
los sentidos y los significados que esos sujetos asignaban a sus acciones y a
los de otros actores. Pero me temo que se revelan insuficientes y de allí la
necesidad de prestarle particular atención a los movimientos orgánicos de
esa sociedad y a las formas que fue adoptando la acción colectiva popular de
modo de poder pensarlas como parte de un repertorio que se fue estructurando
dentro de un ciclo de movilización, y produciendo tradiciones que exceden
cada experiencia singular (Traugot 2002). Desde esta perspectiva, los usos
86
Raúl O. Fradkin
productivos y creativos que los historiadores podemos hacer de los recursos
de la antropología se potencian si se combinan con los provistos por otras
disciplinas y se adecúan a los atributos de esa materia prima que determina
las posibilidades de ese peculiar trabajo artesanal que es el del historiador:
la naturaleza y las características mismas de la evidencia documental.
Como hemos planteado en otra oportunidad (Fradkin 2010) a propósito
de los problemas que enfrenta el estudio de los actores sociales en el proceso revolucionario, consideramos que nuestra comprensión puede avanzar
sustancialmente si procedemos a re-socializar el análisis de lo político y a
anclar más firmemente el análisis de los debates y disputas políticas en el
cuadro complejo y cambiante de múltiples tensiones sociales para poder
advertir como ellas se canalizaron a través de las luchas políticas y como se
fueron politizando. Pero la búsqueda de ese enraizamiento social de lo político no puede obviar la condición mestiza, multiétnica y plurilingüística de
esta sociedad y supone la necesidad de afrontar una mayor etnificación de
nuestro enfoque de lo social. Sin ello parece poco probable que podamos no
solo comprender sino incluso identificar las formas que adoptó la política
popular.
Para esa tarea pareciera imprescindible que los historiadores obtengamos
la colaboración de los antropólogos y, sobre todo, de antropólogos atentos al
estudio del pasado de las sociedades complejas y sensibles al desafío inherente de todo análisis histórico, este es el de pensar y analizar sociedades en
movimiento. Desde esta perspectiva será posible empezar a develar algunas
cuestiones que aun no ha merecido la necesaria atención y que pueden ayudar
a identificar y comprender los hilos que fueron entretejiendo la constitución
de las clases populares. Me atrevo, entonces, a señalar algunos puntos que
podrían focalizar esa atención compartida. En primer lugar, parece necesario
avanzar más decididamente en el estudio de los modos en que durante el
siglo XIX se produjo la “integración” de sujetos y grupos indígenas dentro de
las plebes urbanas, los campesinados y las clases trabajadoras. En segundo
lugar, habría que explorar las posibilidades de desarrollar estudios de tipo
etnohistórico para grupos sociales no indios, pero también dotados de fuerte
identidad étnica, así como las relaciones entre grupos populares indios y no
indios. Uno y otro podrían habilitar un diálogo más intenso entre la etnohistoria y la historia social y quizás aportarían a una renovación sustantiva de
ella. Pero, en tercer término, a pesar de que la etnohistoria ha demostrado
las posibilidades que ofrece el uso de la antropología política todavía no
han sido estudiadas las trayectorias, experiencias e intervenciones de los
grupos indígenas sometidos a la sociedad hispano-criolla en sus luchas y en
sus prácticas políticas decimonónicas; se trata, por cierto de un problema
tremendamente elusivo y opaco a la observación histórica pero que nos ayu-
Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181
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daría a enriquecer la renovada historia política rioplatense y sus modos de
abordar la construcción de la ciudadanía y la representación. Por último, no
puedo dejar de señalar un enorme campo de estudios que aun espera tanto
un renovado aporte de los antropólogos y una atención mucho más decidida
por parte de los historiadores: los materiales y evidencias reunidas por los
estudiosos del folclore. Es probable que aquí pueda haber un hilo decisivo
para identificar y reconstruir las formas de la memoria popular y sus modos
y tradiciones mestizadas de comprender lo político así como de elaborar la
experiencia histórica de su protagonismo durante el siglo XIX.
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Sergio Serulnikov*
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Universidad de
San Andrés
REPRESENTACIONES, PRÁCTICAS, ACONTECIMIENTOS.
APUNTES SOBRE LA HISTORIA POLÍTICA ANDINA
Si se piensa en algunos de los más influyentes libros sobre el siglo XVIII
en los Andes aparecidos en la década de 1980 surge de inmediato la clase de
inquietudes históricas y sesgo teórico que los inspiraban. En mi lista -y hay
muchas otras posibles- figuran Colonialism and Agrarian Transformation in
Bolivia. Cochabamba, 1550-1900 de Brooke Larson; Estructura agraria y vida
rural en una región andina: Ollantaytambo entre los siglos XVI y XIX de Luis
Miguel Glave y María Isabel Remy; Un siglo de rebeliones anticoloniales.
Perú y Bolivia 1700-1778 de Scarlett O’Phelan Godoy; Coacción y mercado.
La minería de la plata en el Potosí colonial, 1692-1826 de Enrique Tandeter;
Buscando a un Inca: identidad y utopía en los Andes de Alberto Flores Galindo y La utopía tupamarista de Jan Szemiński. Bastará revisar los índices
de estas obras para advertir hasta qué punto las agendas de investigación
estaban signadas por un marcado interés en las estructuras sociales, el largo
plazo, la historia económica cuantitativa y los grandes sistemas de creencias
culturales. Lo mismo ocurre si incluyéramos en el inventario importantes
volúmenes colectivos, tales como La participación indígena en los mercados
surandinos. Estrategias y reproducción social. Siglos XVI a XX (Olivia Harris,
Brooke Larson y Enrique Tandeter); Resistance, Rebellion, and Consciousness
in the Andean Peasant World, 18th to 20th Centuries (Steve Stern); Hacienda,
comercio, fiscalidad y luchas sociales (Perú Colonial) (Javier Tord Nicolini y
Carlos Lazo); o Essays on the Price History of Eighteenth-Century Latin America (Lyman Johnson y Enrique Tandeter).
El estimulante texto de Ana María Lorandi viene a recordarnos cuánto
han cambiado las cosas desde entonces. Partiendo de la relación entre historia
y antropología, recorre un abanico de temas y problemas metodológicos que
*
Email: [email protected]
90
Sergio Serulnikov
han ido ganando cada vez mayor preponderancia en la producción historiográfica reciente. Es el caso de la política, el acontecimiento, la narración y
la vinculación entre lo local y lo global, entre la corta y larga duración. Se
compartirá o no lo que sobre cada uno de estas cuestiones se dice pero difícilmente se pueda negar su relevancia para comprender el estado actual de
los estudios andinos. Lorandi ha puesto el dedo la llaga -en varias de ellas
en verdad.
En este breve ensayo, me propongo retomar y ampliar algunas de las
problemáticas planteadas, tomado como hilo conductor la historia política
tardocolonial. Para los fines de este trabajo, dejaré de lado la voluminosa bibliografía sobre el período de la independencia y me centraré exclusivamente
en el Alto y Bajo Perú. Sin pretensión alguna de representatividad, y a riesgo
de parecer autorreferencial, haré especial hincapié en aquellos campos en los
que se ha desenvuelto mi propia experiencia de investigación y, por lo tanto,
conozco en mayor profundidad.
***
La sociedad colonial hispanoamericana era una sociedad intensamente
politizada. A diferencia de lo ocurrido en otras zonas del mundo bajo control
europeo, o en muchas sociedades europeas de Antiguo Régimen, las relaciones personales de dependencia ocuparon un lugar secundario en México y
los Andes centrales, las áreas nucleares del imperio español en América. La
temprana derrota militar de los conquistadores y los encomenderos abortó
para siempre el incipiente proceso de fragmentación señorial de la soberanía
y conformación de una nobleza feudal americana. Las relaciones sociales, las
exacciones económicas y las formas de ejercicio del poder pasaron a estar
regidas o reguladas por la Corona. El orden jurídico resultante fue tradicional
y pluralista. Tradicional porque reconocía a la tradición como derecho, en
contraposición con órdenes jurídicos legales que identifican el derecho con
la ley; y pluralista pues estaba integrado por múltiples conjuntos normativos
propios de los cuerpos políticos que componían la monarquía (Garriga 2010:
62-63). Por cierto, desde la óptica de la historia política interesa menos el
orden jurídico mismo que la hermenéutica social a la que dio lugar. Pues
tanto la interpretación de la tradición como el alcance de los privilegios
corporativos fueron un objeto de constante tensión y litigio. Para formularlo
de otro modo, las aspiraciones de los grupos sociales tendían a encontrar en
el derecho una inagotable fuente de legitimación. Y nunca faltaba quien los
representase antes los tribunales: un variopinto grupo de abogados, escribas,
defensores de naturales y pobres, letrados varios, estaban siempre dispuestos
a ofrecer sus servicios puesto que se ganaban la vida con ello. El atributo primordial del gobierno era arbitrar entre estos reclamos. El ejercicio de la justicia
conmutativa, dar a cada uno lo suyo, constituía el fundamento mismo del
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poder. Como es sabido, no había distinción entre las funciones judiciales y las
funciones legislativas o administrativas. Todos los que ocupaban posiciones
de mando eran por definición “jueces”. El Rey, en tanto máximo dispensador
de justicia, era el juez supremo, árbitro y garante último del sistema.
La estructura institucional que se correspondía con este orden jurídico
no era menos conducente a la conflictividad política. Una compleja y extensa
red de magistraturas y autoridades estaba a cargo de velar por los derechos de
los particulares y los intereses de la Corona. Sus jurisdicciones con frecuencia
se superponían y, en cualquier caso, todas las decisiones eran apelables ante
el Consejo de Indias y el Rey. Además, las funciones gubernativas estaban
repartidas en dos tipos muy diferentes de entidades: la administración regia
-los virreyes, las audiencias, los corregidores, los oficiales de la real hacienday los organismos de autogobierno de las corporaciones -los ayuntamientos
municipales, las comunidades indígenas, las universidades, los gremios, los
consulados de comercio. La multiplicidad, superposición, amplitud de funciones y distinta naturaleza representativa de las instituciones condujo a que
las mismas sirvieran tanto como mecanismo de resolución de los conflictos
sociales como blanco mismo del descontento (Guerra 1998). De hecho, cuando
no eran el eje primario de las disputas, casi siempre lo terminaban siendo en
algún punto de las mismas. En suma, la relación entre miembros de un mismo
grupo social, entre distintos grupos sociales, entre grupos sociales e instituciones de gobierno, o entre estas últimas entre sí, todo remitía a un conjunto
de deberes y derechos que llamaríamos, genérica y algo anacrónicamente, de
orden público. En el imaginario político de la época, toda percibida afrenta a
las prerrogativas de los individuos y las corporaciones constituía una afrenta
a la santidad de la tradición y a la potestad del monarca pues era de éstos que
aquellas prerrogativas en última instancia emanaban. Los conflictos sociales
eran por necesidad asuntos de estado. Las disputas sociales, horizontales y
verticales, tendían a transmutarse en luchas políticas; y las luchas políticas
a traducirse en un flujo ascendente y descendente de apelaciones a la justicia regia. La política corría por el cuerpo social como la sangre corre por las
venas. La sociedad colonial era una sociedad hiperpolitizada.
¿Qué significaba hacer política en esta sociedad?, ¿cómo se ejercía en la
práctica el poder?, ¿de qué manera evolucionaron las concepciones de autoridad y los modos de acción colectiva?, ¿cómo era la política de las elites y
cómo la de los grupos subalternos? y ¿cuándo y en qué medida la intervención
de los distintos sectores sociales en la vida pública contribuyó a reproducir o
a socavar las jerarquías estamentarias? Preguntas de este tipo han concitado la
creciente atención de los historiadores. No es casual que, como bien sugiere
Lorandi, el concepto de cultura política se haya ido constituyendo en una de
las principales herramientas interpretativas. Pero con independencia de que
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Sergio Serulnikov
consideremos este enfoque productivo o fútil, original o redundante, -véase por
ejemplo el debate entre Alan Knight (2007) y Nils Jacobsen que abre el citado
volumen Cultura Política en los Andes (1750-1950), de Aljovín de Losada y
Jacobsen (2007)- lo menos que puede decirse es que el análisis de los procesos
políticos ha proclamado su autonomía relativa frente a la tradicional historia
institucional y la más moderna historia socioeconómica. La política ha dejado
de pertenecer al terreno de lo efímero y lo derivativo. La reconstrucción de
prolongados procesos de negociación y conflicto en torno al ejercicio y/o los
fundamentos del poder, en ámbitos regionales específicos entre sujetos políticos reales, ha recobrado su predicamento como objeto legítimo de estudio.
Las consecuencias de esta reorientación son vastas y sus resultados pueden
ser observados en múltiples áreas de la indagación histórica.
***
El simbolismo político y las formas de representación es una de estas
áreas. Los estudios sobre la administración americana y las políticas imperiales habían tendido a centrarse en los aspectos formales e instrumentales
de la dominación colonial y el ejercicio del gobierno. Contábamos, por lo
demás, con una ilustre tradición historiográfica sobre el pensamiento político
hispano -una historia de las ideas que obras como las de Anthony Pagden
(1990), David Brading (1991) o Francois-Xavier Guerra (1992) han contribuido
mucho a revitalizar y renovar. Sin embargo, en los últimos años el foco de
atención ha ido virando de los tratados filosóficos, los textos jurídicos o las
estructuras institucionales a las prácticas representativas a través de las cuales
las relaciones de poder político y social se despliegan y hacen visibles. Las
dramatizaciones públicas de la majestad del Rey y de las preeminencias de
los magistrados civiles, los ayuntamientos, el clero y la gente de honor nos
ayudan a apreciar la puesta en escena de determinados imaginarios sociales y
políticos. También nos permite historizarlos. Sabemos hoy que las representaciones del monarca o el lugar de los cabildos en el ceremonial cambiaron
conforme se transformaron las concepciones del poder monárquico y del
estatus de las posesiones de ultramar entre los Habsburgo y los Borbones.
Así pues, los trabajos de David Cahill (1996), Carolyn Dean (1999), Esther Aillón Soria (2007), Eugenia Bridhikina (2007), Alejandra Osorio (2008),
Sergio Serulnikov (2008a) y Charles Walker (2008) han indagado, para los
casos de Chuquisaca, Potosí, Lima y Cuzco, las estructuras de significado de
eventos tales como las celebraciones de entrada de los virreyes, los funerales
regios, las funciones religiosas, las fiestas populares, Corpus Christi y otras
Para una discusión teórico-metodológica sobre la relación entre historia política e historia socioeconómica en el contexto colonial tardío, véase por ejemplo Van Young (2006:
23-94).
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ceremonias públicas. La retórica visual -las pinturas, los arcos triunfales, los
escudos de armas, la vestimenta- y los rituales colectivos -las procesiones, las
misas, las corridas de toros, las reuniones callejeras de los miembros de los
gremios y el bajo pueblo- comunicaban ideas respecto a la civilización americana de un orden y eficacia muy diferente al de los tratados jurídicos y las
doctrinas filosóficas. Expresaban, en modos que eran por todos reconocibles
y en las que todos tomaban parte, la distancia que separaba al monarca de
sus vasallos, a los gobernantes de los gobernados, a las elites españolas de las
castas, a las ciudades capitales de las ciudades subordinadas. El antropólogo
Claudio Lomnitz (1995) en un ensayo sobre México, ha resumido bien el sitio
del ritual en este tipo de sociedades:
ritual is a critical arena for the construction of pragmatic political
accommodations where no open, dialogic, forms of communication and
decision-making exist. In other words, there is an inverse correlation between
the social importance of political ritual and that of the public sphere.
Moreover, one could add a culturalist argument to this sociological one:
once the Spaniards abandoned all serious attempts to truly convince and
assimilate Indians to their society, certain aesthetic forms were developed
(the “baroque sensibility”), and these became values that permeated the
society deeply, affecting family relations, forms of etiquette, and other social
forms in all social strata. Thus Mexican ritual and ritualism would have
deep sociological and cultural roots (Lomnitz 1995: 32-33).
Por otro lado, la centralidad que en la sociedad colonial adquirió la
ostentación pública del estatus, los códigos de honor, las reglas de etiqueta o
el protocolo ceremonial indujo a examinar las urbes indianas como manifestaciones miméticas e idiosincrásicas de las sociedades cortesanas europeas.
Sin desestimar la influencia de la antropología política -pensemos por ejemplo
en la recepción de Negara: The Theatre State in 19th Century Bali de Clifford
Geertz (1980) u otros autores mencionados por Lorandi-, el examen del simbolismo y el ritual político se ha construido principalmente en diálogo con
modelos históricos de análisis cultural como los de ángel Rama (1995) para
las ciudades americanas, los de Antonio Maravall (2002) para la España del
barroco, los de Edward Muir (1981) para la Italia renacentista o los de Norbert
Elías (1982) o Peter Burke (1995) para la Francia moderna.
No sólo las representaciones simbólicas sino también los conflictos
políticos han concitado considerable atención. Se han realizado, por ejem
Sobre México, véase Curcio-Nagy (2004) y Cañeque (2004). Una reconstrucción de la
nobleza de Quito en la época colonial tardía en Büschges (2007).
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Sergio Serulnikov
plo, numerosas investigaciones sobre revueltas urbanas que van más allá
de las presiones fiscales y las tensiones económicas detrás de los tumultos
para adentrarse en la morfología de las acciones colectivas, las particulares
historias locales de confrontación y la construcción de identidades sociales.
¿Prefiguran estos movimientos la crisis del orden establecido o sirvieron
como mecanismos de expresión de demandas puntuales que acabaron siendo
funcionales al régimen colonial? Para responder a estos interrogantes no basta
con mirar a las muy estudiadas repercusiones de las luchas por el control
de los recursos económicos y el ejercicio del poder entre la administración
borbónica y la sociedad americana. Igual atención amerita, por ejemplo, la
naturaleza de los vínculos del patriciado urbano con los sectores plebeyos.
Ambos sectores, en variados grados y modalidades, estuvieron involucrados
en los estallidos de violencia; en la mayoría de los casos, aunque no en todos, la solidaridad se quebró con el paso de los días. Trabajos recientes sobre
Arequipa, Quito, Chuquisaca o La Paz procuran discernir en qué medida las
protestas callejeras, por episódicas que fueran, contribuyeron a reforzar o
desestabilizar las tradicionales jerarquías estamentarias (Cahill 1990; Chambers 1999; McFarlane 1990; Serulnikov 2009a y 2009b; Barragán 1995). ¿Son
eventos típicos de sociedades de Antiguo Régimen o generan experiencias
de movilización política plebeya, y de articulación de la política plebeya
con la política en general, que a comienzos del siglo XIX, en un excepcional
contexto de crisis –como fue el de la abdicación de los monarcas españoles
tras la invasión napoleónica a la península- adquirirían inesperadas resonancias? En la misma dirección apunta el proceso de resignificación de antiguas
categorías identitarias tales como peninsulares, criollos, vecinos o patricios;
el posicionamiento de los ayuntamientos como canales de representación
de los intereses de la sociedad local, no sólo organismos de administración
municipal; o la reivindicación pública de la memoria histórica y las prerrogativas de las ciudades americanas en ostensible oposición a los esfuerzos
de uniformización y centralización del poder en curso.
***
Tal vez el campo que ha concentrado mayor número de investigaciones
sea el de la historia política de los pueblos indígenas. Aunque gran parte
del impulso, como es previsible, provino del intenso interés en los masivos
levantamientos de 1780-1782, los estudios sobre las prácticas políticas indígenas anteriores y posteriores a la revolución tupamarista han probado ser
no menos iluminadores. Sabíamos, gracias fundamentalmente a los esfuerzos
de Scarlett O’Phelan Godoy (1988), que el siglo XVIII se había caracterizado
por la proliferación de revueltas y motines rurales. El pormenorizado examen
de estos y otros tipos de conflictos que no necesariamente incluyeron el uso
de la violencia nos ha enseñado mucho acerca de la cultura política de los
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Andes coloniales; pues los estallidos estuvieron lejos de ser expresiones
aisladas y espontáneas de protesta y siguieron definidos repertorios de acción colectiva. En primer lugar, las comunidades indígenas tendían a pensar
sus demandas en términos de derechos generales puesto que los habituales
motivos de descontento no obedecían a abusos particulares sino a políticas
estatales y tendencias socioeconómicas globales. Los percibían, y así lo era
con frecuencia, como agravios comunes a todos. Por su parte, incluso los
procesos de confrontación más acotados tendían a instigar su politización
debido a que éstos los empujaban a interactuar con diversos organismos de
gobierno -los corregidores, las audiencias, los ministros de la real hacienda,
la Iglesia, los virreyes-, a contrastar las divergencias entre normas formales y
poder real y a poner a prueba sus relaciones de fuerza con las elites rurales.
Dicho de otro modo: no hubo revuelta comunal que no estuviera precedida
de apelaciones legales y pocas apelaciones legales que no derivaran en el uso,
abierto o solapado, de la violencia. Existieron, por último, un conjunto de
mecanismos de sociabilidad -movimientos migratorios entre valles y tierras
altas, la mita potosina, las reuniones colectivas en los pueblos rurales con
motivo de la celebración de las fiestas católicas, la participación en los mercados urbanos y circuitos comerciales regionales, los frecuentes traslados a las
ciudades con el fin de litigar a los grupos locales de poder- que favorecieron
las vías de comunicación y, por ende, la propagación de las protestas de una
comunidad a otra. Así pues, en los Andes el propio sistema colonial inhibió
la conformación de una cosmovisión que fuera definida, para el caso de
México y otras áreas hispanoamericanas, como campanillismo: “la tendencia
de los campesinos a ver los horizontes sociales y políticos como algo que se
extendía únicamente hasta donde podía observarse desde el campanario de
la Iglesia” (Van Young 2006: 847). Para transformar las condiciones de vida
en sus aldeas, los pueblos andinos estaban inexorablemente forzados a tratar
con el mundo que los rodeaba. Lo nuevo que ocurrió en 1780 es que creyeron
que había llegado el momento de transformar el mundo que los rodeaba.
La recuperación de las historias locales condujo a una profundización
del diálogo entre historia y antropología, un punto que Lorandi analiza bien
en su ensayo. Así pues los estudios de mediana y larga duración de las comunidades indígenas del altiplano paceño, el norte de Potosí o las provincias
de Paria y Porco, han revelado la inextricable asociación entre los cambios en
los sistemas andinos de autoridad y los cambios en las estructuras étnicas.
Mientras la proliferación de protestas contra los caciques a lo largo del Alto
Sobre prácticas políticas indígenas en el siglo XVIII véase, entre otros, Salomón (1987);
Salas i Vila (1996); Stavig (1999); Walker (1999); Thomson (2002); Choque Canqui (2003);
Garrett (2005); Serulnikov (2006 y 2008b); Robins (2007); Salgado Gómez (2011).
96
Sergio Serulnikov
Perú había tendido a ser atribuida a la sustitución de los caciques de sangre
por caciques intrusos designados discrecionalmente por los corregidores,
hoy aparece con claridad que este fenómeno resultó de mutaciones estructurales más profundas: procesos de fragmentación de grandes agrupaciones
políticas indígenas, emergencia de novedosas formas de pertenencia étnica
en torno a los pueblos de reducción y consolidación de nociones de legitimidad cacical que procuraron cerrar las brechas -más ostensibles conforme
se fueron acentuado los procesos internos de diferenciación social- entre la
racionalidad económica y la racionalidad política de los sistemas comunales
de gobierno. Estas mutaciones nos ayudan a explicar por qué los caciques
hereditarios, los descendientes de antiguas familias de señores andinos, terminaron convirtiéndose, antes y durante los levantamientos tupamaristas, en
un blanco primordial de la violencia colectiva, tanto o más que los caciques
impuestos por los funcionarios españoles. Lo cual remite a su vez a un fenómeno de gran significación en la posterior evolución de las organizaciones
indígenas: los principios nobiliarios, hereditarios, de poder tendieron a ser
sustituidos por otras concepciones de legitimidad. La historia política de los
pueblos andinos -en este caso particular su relación con los jefes comunales
y a través de ellos con la sociedad colonial en su conjunto- es inescindible
del análisis de las formas de organización étnica, los modos de ocupación
del espacio, las medios de acceso a los recursos económicos, los derechos de
tenencia de la tierra, la relaciones de parentesco y otras problemáticas que
han estado en el corazón de las preocupaciones de la antropología, así como
de la disciplina que examina el pasado de estas sociedades con sensibilidad
etnográfica, la etnohistoria.
También 1780 ha comenzado a ser mirado desde otra perspectiva.
Esto obedece, en parte, a un cambio general de perspectiva que Lorandi ha
identificado muy bien: el acontecimiento, en tanto tal, ha recobrado una
extraordinaria prominencia como categoría histórica. Las ciencias sociales
han abandonado aquella actitud epistémica que el filósofo francés Alain
Badiou (2003) resumió como la proclividad a arrojar el acontecimiento al
reino de la “pura empiria de lo que adviene” y reservar las construcciones
conceptuales al examen de las estructuras. Se trata de reconocer, por un lado,
que las “coyunturas” poseen una “estructura”, parafraseando la expresión de
Marshall Sahlins (1988) citada por Lorandi; pero también que la coyuntura,
ciertas coyunturas, pueden engendrar por sí mismas realidades nuevas. En
un sugerente ensayo sobre la toma de la Bastilla titulado Historical events as
transformations of structures, William H. Sewell (1996) escribe que:
Platt (1987); Rasnake (1988); Wachtel (1992 y 2001); Abercrombie (1998); Thomson (2002);
Serulnikov (2006); Adrián (2010).
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While the events are sometimes the culmination of processes long underway,
events typically do more than carry out a rearrangement of practices made
necessary by gradual and cumulative social change. Historical events tend to
transform social relations in ways that could not be fully predicted from the
gradual changes that may have made them possible (Sewell 1996: 843).
En otras palabras, lo que distingue un acontecimiento de otro tipo de
eventos no es sólo su escala y sus repercusiones sino el estar en exceso de
las condiciones que lo producen.
Este es el caso de la sublevación general andina. Las insurrecciones lideradas por los amarus y los kataris pusieron en juego las premisas simbólicas
del colonialismo occidental en modos que no podían ser deducidos de las
causas socioeconómicas del descontento o las concepciones ideológicas de
sus protagonistas. Mientras, por ejemplo, criollos e indígenas podían compartir su desazón por la voracidad fiscal de la Corona -las numerosas protestas
urbanas de la época o la “revolución de los comuneros” en Nueva Granada
hablan por sí mismas- la solidaridad entre ambos sectores se hizo insostenible
apenas se rompieron las formas de deferencia y sujeción social que por siglos
habían regido la interacción cotidiana entre personas de origen hispánico y
nativo. Basta leer las elocuentes páginas del estudio de Fernando Cajías de
la Vega (2004-2005) sobre la suerte de la coalición entre grupos hispánicos
e indígenas en Oruro, el único escenario insurreccional donde los criollos
como grupo se pusieron al frente del levantamiento tupamarista, para advertir
los alcances del cataclismo cultural que representó la irrupción de un movimiento de cientos de comunidades andinas encabezadas por un autoproclamado Inca rey. Los insurgentes a lo largo de los Andes pudieron legitimar el
alzamiento predicando su lealtad a la Corona, exigiendo que se reconociesen
sus tradicionales derechos corporativos, reafirmando sus creencias cristianas,
elevando sus reclamos ante los tribunales coloniales o buscando asociar su
causa con la causa de las elites criollas. Sin embargo, al desafiar de facto su
lugar subordinado en el orden natural de las cosas terminaron por conmover las relaciones coloniales de poder sobre lo que todo ello se asentaba: el
empleo de la diferencia cultural como significante de inferioridad racial y el
de inferioridad racial como fundamento del derecho de dominación política.
Nada de esto puede ser inferido de los motivos económicos o políticos del
conflicto, ni de las proclamas y declaraciones de principios de sus actores.
El acontecimiento expande los límites de lo pensable, se construye en los
silencios de la representación, es contingente y proteico.
***
Para concluir, acaso valga la pena apuntar que la construcción de esta
nueva agenda de investigación no fue un hecho aislado ni el corolario natu-
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Sergio Serulnikov
ral de la evolución del conocimiento. Respondió, como en otras mutaciones
de este tipo, a transformaciones más vastas en el clima de ideas de la época
y en el propio campo historiográfico. Respecto a lo primero, recordemos
solamente que hacia comienzos de la década de 1990 la combinación de la
trágica experiencia de Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario
Túpac Amaru en el Perú y la crisis general de los movimientos socialistas que
siguió a la debacle de la Unión Soviética y los países del este europeo, acabó
por alertar contra toda forma, cubierta o encubierta, de esencialismo étnicocultural, por un lado, y de reduccionismo economicista, por otro. Tanto los
estudios asociados a la llamada “utopía andina” y al pensamiento mesiánico
y milenarista, como la historia económica cuantitativa, comenzaron a perder
impulso. En muchos casos, hay que decirlo, no sin sensible perjuicio para la
expansión de nuestras posibilidades analíticas.
Desde un punto de vista historiográfico, el florecimiento de la historia
política -entendida en el sentido más abarcador del término- sirvió para
canalizar influencias originadas en distintos puntos del arco de las ciencias
sociales. Por un lado, para esta época se multiplicaron los estudios sobre la
“economía moral” y los usos populares de la ley, los repertorios de acción
colectiva y las formas cotidianas y subrepticias de resistencia a la autoridad
de los grupos subalternos, los cuales se nutrieron, entre otros, de los muy
consultados ensayos de E. P. Thompson (1975, 1979, 1991) sobre los sectores
populares precapitalistas, la sociología histórica de Charles Tilly (1978, 1986)
o los análisis de las comunidades campesinas contemporáneas de James C.
Scott (1985, 1990). También las investigaciones de Ranahit Guha (1983, 1988),
Sahid Amin (1995) y otros miembros de la escuela hindú de los Estudios
Subalternos mostraron las posibilidades heurísticas y hermenéuticas del
examen semiótico de las protestas urbanas y rurales y del análisis textual
de los diversos tipos de representaciones de elite construidas para dotarlas
de sentido.
Asimismo, la evolución y funcionamiento de los sistemas políticos comenzó a aparecer íntimamente imbricada a complejos procesos de cambio
sociocultural. Hacia el bicentenario de la Revolución Francesa, la profusa
producción sobre la progresiva crisis de la cultura política del Antiguo Régimen, la emergencia de novedosas esferas públicas burguesas y plebeyas o los
aspectos rituales y festivos del republicanismo contribuyó a que este campo
recobrara el antiguo esplendor que había perdido hacía tiempo a manos de
Sobre la recepción de estos estudios en América Latina, véase por ejemplo Mallon (1994);
Rivera Cusicanqui-Barragán (1997); Sandoval (2009).
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la historia estructural. Puesto que, como bien recuerda Lorandi, la historia
política de cualquier inspiración propende a hacer foco en los acontecimientos, y el examen de los acontecimientos a alguna clase de relato, uno de los
efectos de este viraje temático y metodológico fue la creciente preferencia
por modalidades narrativas de escritura histórica. A ello ya se había referido el historiador británico Lawrence Stone (1979) en un temprano artículo
titulado, The Revival of Narrative: Reflections on a New Old History. Los
latinoamericanistas que hacia la década de 1990 eligieron emprender este
camino contaban por cierto con una insigne tradición de la que abrevar: The
Black Jacobins: Toussaint L’Ouverture and the San Domingo Revolution de
C. L. R. James (1963); Zapata and the Mexican Revolution de John Womack
(1969); Revolución y Guerra. Formación de una élite dirigente en la Argentina
criolla de Tulio Halperín Donghi (1972), son algunos ejemplos que vienen
a la mente.
Otra de las tendencias en la historiografía andina reciente -el paso de
los enfoques macro-regionales a los estudios locales- se vio estimulada por
el auge de la microhistoria que siguió a la publicación de El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero del siglo XVI de Carlo Ginzburg (1981)
o La herencia inmaterial. La historia de un exorcista piamontés del siglo
XVIII de Giovanni Levi (1990), con su énfasis en la reducción de la escala de
observación, las estrategias de los actores por sobre los determinantes estructurales, el análisis cualitativo más bien que cuantitativo y su acercamiento
a una concepción semiótica de la cultura que requería, según la célebre
formulación de Clifford Geertz (1992: 20), “no una ciencia experimental en
busca de leyes, sino una ciencia interpretativa en busca de significaciones”.
En el caso de los Andes, este cambio de foco pudo anclarse sobre bases firmes
gracias a la riqueza de las investigaciones etnohistóricas monográficas que,
como las de Thierry Saignes (1987, 1991), Silvia Rivera Cusicanqui (1992),
Karen Spalding (1984), Tristan Platt (1982), Thomas Abercrombie (1998) o
Luís Miguel Glave (1989), se distinguieron por su escala, uso de los archivos
y sensibilidad a la contextualización histórica de los previos estudios sobre
las estructuras económicas o mentales andinas.
Hay que señalar, por último, que las llamadas teorías postcoloniales
-provinieran de la historia, la filosofía, la crítica literaria o los estudios culturales- incitaron a ir más allá de los aspectos político-institucionales y socioeconómicos de la dominación y la resistencia. Estos fenómenos empezaron
a ser situados en el contexto más amplio de los procesos de construcción de
Para algunos ejemplos de esta línea de investigación, véase Hunt (1984); Baker (1990);
Ozouf (1991); Chartier (1991); Farge (1992).
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Sergio Serulnikov
la alteridad y de los modos de conocimiento y representación consustanciales
al colonialismo europeo. La intensa atención prestada a las maneras cómo los
pueblos nativos se reapropiaron del significado de las instituciones políticas,
económicas, culturales o religiosas vigentes condujo también a cuestionar
imágenes binarias y reificadas del proceso de conformación de las identidades
sociales. Así concebida, la política no es un acto de identidad, la exhibición
de los valores específicos a un grupo, sino un acto de subjetivación: la reafirmación de su derecho de participar plenamente en la civilización a la que
pertenecían (Rancière 1992).
En conjunto el impacto desigual y combinado de la historia política, los
estudios subalternos, la microhistoria y las teorías postcoloniales, dio lugar
a un notable florecimiento de la literatura sobre los temas evocados en este
ensayo. En la historiografía anglosajona, mucho menos en la latinoamericana,
este cambio de paradigma suscitó acalorados debates respecto a los beneficios
y limitaciones de lo que se denominó, algo genéricamente, “nueva historia
cultural”.
***
No quisiera finalizar este ensayo sin expresar mi agradecimiento por la
invitación a participar de este Debate a los editores de Memoria Americana,
publicación que tanto ha tenido que ver con el desarrollo y la sostenida vitalidad de los estudios etnohistóricos en la Argentina. Vaya un agradecimiento
especial a Ana María Lorandi por compartir sus reflexiones sobre un conjunto
de cuestiones que tocan tan de cerca la evolución de nuestras disciplinas y,
más importante aún, nuestros intereses intelectuales.
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Maria Regina Celestino de Almeida*
Universidade Federal Fluminense, Brasil
HISTORIA Y ANTROPOLOGÍA:
ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE ABORDAJES INTERDISCIPLINARIOS
A partir de mi propia experiencia de investigación sobre los indios en
contacto con las sociedades colonial y postcolonial en Río de Janeiro, voy a
reflexionar sobre algunas cuestiones propuestas en la Introducción de esta
sección. El abordaje histórico-antropológico es, a mi juicio, esencial para el
estudio de los pueblos indígenas en contacto con sociedades envolventes. Sin
dicho abordaje, mi primer proyecto de investigación sobre los indios y las
aldeas del Río de Janeiro colonial ni siquiera se habría formulado. Historiadora por formación, mi objetivo era estudiar a los indios en contacto con la
sociedad colonial como sujetos históricos. Buscaba entender sus relaciones
con los no indios a partir de sus propias motivaciones e intereses, procurando
identificar los diferentes significados de sus acciones y comportamientos en
los procesos de conquista y colonización de la capitanía de Río de Janeiro.
En 1996, cuando ingresé al Doctorado, los estudios históricos sobre los
indios en Brasil eran realizados, básicamente, por antropólogos. Mi director
de tesis, John Monteiro (1994), también historiador y especialista en historia
indígena, no por casualidad trabajaba y aún trabaja en el Departamento de
Antropología de la Universidad Estadual de Campinas (UNICAMP). De esa
forma, hasta hace muy poco tiempo, la historia de los indios en Brasil, grosso
modo, descuidada por los historiadores, se desarrollaba en el campo de la
*
E-mail: [email protected]
Agradezco a Mónica Quijada por la interlocución académica e indicaciones bibliográficas
y al Conselho Nacional de Desenvolvimento Científico e Tecnológico (CNPq) y a la
Fundação de Amparo à Pesquisa do Estado do Rio de Janeiro (FAPERJ) por el subsidio a
la investigación.
Traducido al español por Adriana Camacho álvarez.
Me refiero al proyecto de mi tesis de doctorado realizada en el Departamento de Antropología de la Universidad Estadual de Campinas (UNICAMP) durante 1996-2000 y publicada
con el título Metamorfoses Indígenas: Identidade e cultura nas aldeias coloniais do Rio
de Janeiro (2003).
112
Maria Regina Celestino de Almeida
Antropología, donde surgieron las primeras iniciativas de pensar a los indios
como sujetos históricos (Carneiro da Cunha 1992).
Así, en el departamento de Antropología de la UNICAMP, realicé mi tesis
de doctorado partiendo de un abordaje esencialmente histórico, pero construido tomando como base un intenso diálogo con los estudios antropológicos.
Ese abordaje interdisciplinario, sumado a la perspectiva comparativa, sobre
todo con relación a estudios de temas semejantes en la América española,
fue y sigue siendo esencial en mis investigaciones. Las ideas y reflexiones
que orientaron la investigación, desde la proposición de cuestiones e hipótesis, pasando por el cuestionamiento y análisis de las fuentes disponibles,
hasta el desarrollo de reflexiones y argumentos que fundamentarían algunas
conclusiones, no serían las mismas sin la lectura de los antropólogos, etnohistoriadores e historiadores dedicados al estudio de la temática indígena en
la América española.
Mis investigaciones se incluyen, por ende, en esa línea de investigación
interdisciplinaria -y comparativa- que, en Brasil, desde la década de 1990,
ha propiciado nuevas posibilidades de interpretación sobre la presencia y
actuación de los indios en las historias regionales y, desde una perspectiva
más amplia, en la propia historia de Brasil. Es, por lo tanto, desde una mirada
de historiadora que paso a reflexionar sobre las posibilidades y algunas problemáticas de los abordajes interdisciplinarios para el estudio de los indios
en los procesos históricos.
HISTORIA Y ANTROPOLOGÍA: NUEVAS TENDENCIAS TEÓRICAS Y
CONCEPTUALES SOBRE RELACIONES DE CONTACTO
En las últimas décadas, el diálogo entre historiadores y antropólogos
se ha ampliado con beneficios para ambos lados. De ese diálogo resultaron
nuevos presupuestos teóricos y conceptuales para el análisis de las relaciones
de contacto entre pueblos cultural y étnicamente distintos que han fundamentado las actuales investigaciones sobre los indios en la historia. Algunos
conceptos básicos como los de cultura y etnicidad, por ejemplo, vistos como
productos históricos que continuamente se construyen en las dinámicas de
las complejas relaciones sociales entre grupos e individuos en contextos
históricos definidos, permiten nuevas comprensiones sobre la trayectoria de
pueblos que, por mucho tiempo, fueron considerados mezclados o desaparecidos (Thompson 1981; Mintz 1982; Barth 2000; Hill 1996).
Partiendo de esos presupuestos, pude observar, afirmar y demostrar que
los indios de diferentes etnias, insertados en las aldeas coloniales de Río de
Janeiro, en vez de haber desaparecido, como solía sugerirlo la historiogra-
Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181
113
fía, habían reformulado identidades y culturas y se habían mantenido, así,
en la condición de indios aldeanos hasta el siglo XIX (Almeida 2003). Las
evidencias empíricas disponibles indicaban que, una vez instalados en las
aldeas, los indios se convertían en súbditos cristianos del Rey y adquirían,
además de obligaciones, algunos derechos por los cuales lucharían hasta el
siglo XIX. Interpretar esas evidencias a partir de los intereses de los propios
indios fue posible por la lectura de textos teóricos que discutían y problematizaban las nociones de etnicidad y de cultura y de numerosos estudios
de caso que, adoptando esa misma perspectiva, analizaban situaciones
semejantes aunque situadas en tiempos y lugares bastante diversos (Hill
1992,1996; Boccara 2000; Gruzinski 2003; Carneiro da Cunha 1992, 2009;
Pacheco de Oliveira 1999).
Así fue posible entender la “aculturación” en las aldeas como un largo
proceso de cambios culturales por medio del cual diferentes grupos indígenas
compartían nuevas experiencias con otros tantos grupos étnicos y sociales y
rearticulaban sus culturas e identidades. La lectura de las fuentes desde una
mirada antropológica, que busca los posibles significados de los comportamientos y actuaciones de los indios con relación a los diferentes segmentos
sociales de la colonia, reveló nuevas posibilidades de interpretación.
Los estudios sobre etnogénesis en el Brasil contemporáneo constituyen otra
fuente de inspiración importante para reflexionar sobre los indios mezclados
en las aldeas de Río de Janeiro. Guardando las debidas proporciones para evitar
anacronismos, es posible encontrar situaciones semejantes en las problemáticas vividas entre los pueblos indígenas actuales y algunos del siglo XIX o de
mediados del siglo XVIII, sobre todo en lo que se refiere a las cuestiones de
disputas por tierras de las aldeas, identidades y clasificaciones étnicas.
En ese sentido, cabe resaltar el trabajo del antropólogo João Pacheco de
Oliveira (1999) sobre los indios mezclados del nordeste brasileño. El libro A
Viagem de Volta organizado por él reúne varios artículos resultantes de tesis y
disertaciones de maestría que, adoptando abordajes histórico-antropológicos,
analizan las trayectorias de diferentes grupos, revelando sus reelaboraciones
identitarias y culturales en procesos históricos definidos. Dichos artículos revelan diferentes trayectorias de pueblos que pasaron por experiencias diversas
de desplazamientos, conflictos, negociaciones, desapariciones y reapariciones
como categoría indígena. Fundamental para mi investigación fue constatar
que algunos de esos grupos buscan sus orígenes en las aldeas misioneras del
siglo XVIII, lo que refuerza la hipótesis central de mi tesis de que las aldeas
funcionaban como un espacio posible de recreación de identidades étnicas
de los varios grupos allí reunidos (Almeida 2003).
Numerosos trabajos de antropólogos sobre temas contemporáneos han
sido fundamentales también para pensar sobre los posibles significados de
114
Maria Regina Celestino de Almeida
las actuaciones de los indios en las sociedades coloniales y postcoloniales y,
sobre todo, para problematizar información contenida en las fuentes sobre
las identidades indígenas y sobre las clasificaciones étnicas.
Al estudiar el proceso de extinción de las aldeas coloniales del Río de
Janeiro de mediados del siglo XVIII al siglo XIX, observé las innumerables
contradicciones presentes en diferentes tipos de fuentes en lo que dice respecto a la clasificación de los indios de las aldeas en las categorías de indios
y de mestizos (Almeida 2007). Analizar esas contradicciones a la luz de las
actuales tendencias interdisciplinarias que apuntan a la idea de identidades
plurales y a la percepción de que las categorías étnicas son históricamente
construidas y adquieren significados distintos conforme a los tiempos, los
espacios y los agentes sociales en contacto (Boccara 2000; Nacuzzi 1998; de
Jong y Rodríguez 2005; Cadena 2005; Wade 2005; Mattos 2000; Viana 2007)
me permitió constatar la fuerza política de dichas clasificaciones étnicas
en las disputas por la tierra. Ser indio, sin dudas, aseguraba derechos sobre
las tierras de las aldeas y la afirmación o negación de esa identidad fue un
instrumento de lucha tanto de los indios como de los habitantes no indios
(Almeida 2008, 2010). Las controversias sobre la clasificación de las poblaciones indígenas en las categorías de indios o mestizos se pueden ver, así,
como disputas políticas y sociales, tal como lo resaltó Boccara (2000).
Conviene recordar que las reconstrucciones identitarias de los indios
en las aldeas se hicieron por medio de un intenso proceso de mestizaje en el
transcurso del cual ellos compartieron intensas experiencias con otros varios
grupos étnicos y sociales. Como lo han demostrado ya varios estudios en diferentes regiones de América, también en Río de Janeiro constaté las intensas
relaciones interétnicas entre los indios de las aldeas y los demás segmentos
sociales de la capitanía y, posteriormente, provincia de Río de Janeiro. Eso
apuntó a la importancia de profundizar los estudios sobre las relaciones interétnicas y los procesos de mestizaje, enfocando más directamente actores
y situaciones específicas.
Afinar la mirada, pasando de los sujetos colectivos, o sea de las aldeas
e indios vistos de forma más o menos genérica, al estudio de casos y agentes
específicos, me permitió descubrir las intensas interacciones entre los variados
agentes. El enfoque más directo sobre los actores, sus experiencias y redes
de relación pone de manifiesto sus múltiples formas de acción e interacción
continuamente modificadas entre acuerdos y conflictos. Así se supera la idea
de pensar los grupos étnicos y sociales -indios y no indios- como bloques
monolíticos que actúan de forma unívoca de conformidad con sus papeles
y lugares étnicos y/o sociales atribuidos a ellos. Resalto, por lo tanto, la importancia de la tendencia actual de la historiografía en el sentido de superar
generalizaciones, valorizando la dimensión micro pero de forma articulada
a escalas mayores (Revel 1998).
Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181
115
Cabe aquí reafirmar la importancia de los estudios comparativos, no solo
con respecto a temas semejantes en la América española, sino también con
relación a la historiografía de la esclavitud en Brasil. Desde la década de 1980,
con el enfoque histórico-antropológico, se multiplican los estudios sobre los
más diversos temas involucrando africanos y sus descendientes como sujetos
históricos. Además de ser estudios más avanzados que los trabajos sobre los
indios en Brasil, los mismos se fundan en fuentes históricas más numerosas
e informativas. Para el caso de las relaciones interétnicas, mestizajes y clasificaciones étnicas, por ejemplo, la investigación con fuentes parroquiales
-bautismo, casamientos, defunciones- y notariales -inventarios, testamentos,
escrituras de compraventa- son extremadamente ricas y han sido bastante
explotadas en la historiografía de la esclavitud. Utilizadas también para el
estudio de los indios en las sociedades hispanoamericanas (Poloni-Simard
2006; Rodríguez 2006.), esas fuentes, que recién empiezan a ser analizadas
en investigaciones históricas sobre los indios en Brasil, están revelando los
casamientos interétnicos entre los indios de las aldeas, los africanos y sus
descendientes -esclavos y libres-, blancos, mestizos, etc.
El diálogo con investigadores sobre los africanos y sus descendientes
en Brasil ha sido esencial en mis investigaciones, tanto desde el punto de
vista teórico-metodológico como empírico. A final de cuentas, africanos, indígenas y sus descendientes se mezclaron bastante en las aldeas, haciendas,
quilombos**, sertões y ciudades, como lo informan algunos estudios recientes (Amantino 2008; Gomes 2005; Karasch 1992; Carvalho 2007; Schwartz e
Langfur 2003; Moreira 2009).
Las imprecisiones y contradicciones de las fuentes para clasificar pueblos
e individuos como indios, negros y mestizos, incluyendo la inmensa variedad
de nombres para designar a esos últimos, ha llevado a los investigadores a
plantear instigadores interrogantes sobre las razones de los aparentes equívocos (Mattos 2000; Soares 2000). Reflexionar sobre esas contradicciones a
la luz de la idea de identidades plurales e históricas que continuamente se
transforman permite pensar en los posibles usos y apropiaciones de esas
identificaciones que se pueden haber hecho tanto por interés de los registradores como de los registrados. Identificados, en general, mediante el cruce
de diferentes fuentes, esos equívocos pueden apuntar a la propia fluidez y
pluralidad de las identidades étnicas que continuamente se reconstruyeron
en las sociedades coloniales y postcoloniales.
**
N. de la T. Los quilombos eran lugares donde se reunían y vivían esclavos que huían
del régimen de cautiverio.
En el periodo colonial los sertões eran regiones no ocupadas por la administración portuguesa.
116
Maria Regina Celestino de Almeida
Los análisis sobre relaciones de poder que involucraban a grupos
subalternos, como indios y negros, en América también se han beneficiado
considerablemente con los abordajes interdisciplinarios. En ese sentido,
cabe resaltar la tendencia actual de la historia política de rechazar la idea de
oposición rígida entre dominadores y dominados, incorporando las ideas de
pacto, negociación y cultura política al análisis de las relaciones políticas y
sociales entre dichos actores (Castro Gomes 2005). Se trata, a mi juicio, de
una lectura antropológica de las relaciones de poder en el sentido de buscar
significados distintos para acuerdos y estrategias comunes entre grupos cultural, social y étnicamente diversos. Se valoran, cada vez más, los factores
subjetivos y culturales en las prácticas políticas desarrolladas por los actores
por medio de análisis interdisciplinarios que permiten identificar culturas
políticas de grupos subalternos construidas en las relaciones de conflictos y
acuerdos con los demás agentes con los cuales interactúan (Bernstein 1998).
Esa concepción de los historiadores sobre el concepto de cultura política
implica la comprensión de las actuaciones políticas de actores individuales
y colectivos según sus propios códigos culturales, privilegiando así sus percepciones, sus lógicas cognitivas, sus vivencias y sus sensibilidades.
Desde esa perspectiva, los indios en las aldeas de Río de Janeiro, “aculturados” y “dominados”, no se anularon como agentes históricos y políticos.
Se insertaron en las sociedades coloniales y postcoloniales, se mezclaron con
diversos grupos étnicos y sociales e incorporaron nuevas prácticas culturales
y políticas que supieron utilizar para amenizar pérdidas u obtener posibles
ganancias. Asumieron, grosso modo, las culturas políticas del Antiguo Régimen y de los nuevos estados nacionales latinoamericanos, pues participaron
intensamente de sus instituciones valiéndose de sus reglas y códigos para
alcanzar sus propios objetivos, continuamente modificados por la dinámica
de sus relaciones. Perdieron mucho, no cabe duda, pero no por eso dejaron
de actuar.
Todas las cuestiones señaladas aquí se fundamentan en abordajes interdisciplinarios. No obstante, historiadores y antropólogos tienen formaciones
teóricas y metodológicas propias y en la difícil tarea de conjugarlas enfrentan
varios desafíos.
HISTORIADORES, ANTROPÓLOGOS Y ETNOHISTORIADORES: LOS
DESAFÍOS DE LA INTERLOCUCIÓN
El abordaje interdisciplinario suscita discusiones complejas desde el
punto de vista teórico, metodológico y conceptual, como lo resaltó Lorandi en
su ensayo. En términos teóricos, voy a abordar algunas cuestiones relativas a la
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historicidad de la cultura y a las diferentes formas de entenderla y emplearla
en análisis interdisciplinarios. Si crece, entre los antropólogos, la tendencia a
abandonar las concepciones esencialistas sobre cultura y entenderla como un
producto histórico, dinámico y flexible, hay diferentes formas de entender y
lidiar con la historicidad. El contexto histórico y los cambios culturales son
valorados, a veces, como “estados”, desconsiderándose, de cierta forma, la
idea fundamental de la historia como proceso, tan bien explicitada por Marc
Bloch (1965) cuando afirma que al historiador no le interesa saber lo que es
ni cómo era, sino cómo lo que era pasa a ser lo que es, o sea, como una significación desliza a otra en el complejo juego de las relaciones sociales.
En el ejercicio de pensar las culturas en términos históricos y antropológicos, surgen varios dilemas algunos de los cuales son básicos en las ciencias
sociales ¿Cómo establecer relaciones entre estructuras sociales -y culturalesy procesos históricos; acciones autónomas de los hombres en la historia y
determinaciones estructurales, y estructuras y evidencias empíricas?
De acuerdo a Mackay (1981-1982: 193), el estructuralismo es un elemento
que complica sobremanera la aproximación de la Antropología con respecto
a la Historia, ya que establece la primacía de la teorización ahistórica en la
aprehensión de la realidad social. Su método de conocimiento propone un
movimiento que se hace de lo abstracto a lo concreto y, entonces, vuelve a lo
abstracto. El problema central del pensamiento estructuralista es estar continuamente vacilando entre proclamar la complementariedad de los análisis
históricos y estructurales y afirmar su oposición. Aunque Lévi-Strauss haya
considerado el estructuralismo compatible con el materialismo histórico,
porque simplemente complementaría la investigación “superestructural”, es
muy difícil establecer su estatus epistemológico: ¿hasta qué punto, al final,
serían las estructuras -como descubiertas por Strauss y tan valoradas por los
estructuralistas- simples representaciones teóricas para revisar de acuerdo
con las evidencias empíricas? (Mackay 1981-1982).
Esas cuestiones han sido enfrentadas por historiadores y antropólogos
que buscan cada vez más valorar los procesos históricos como elementos
explicativos y transformadores de las culturas de los pueblos que estudian.
Entre ellos, cabe destacar a Rosaldo y Sahlins, antropólogos de formación
estructuralista, cuyos trabajos han contribuido a poner de manifiesto la importancia de establecer articulaciones entre las llamadas estructuras culturales
y los procesos históricos. Rosaldo, en su estudio sobre los Ilongot observó la
importancia de la perspectiva histórica en los estudios etnográficos a partir
de su propia vivencia entre dicho grupo étnico, lo que enriquece su afirmación de que “la vida humana es igualmente dada y activamente construida”
(Rosaldo 1980: 14). Al afirmar que la vida de los Ilongot es derivada mucho
más de la acción humana que de planes socialmente dados, el autor llama la
118
Maria Regina Celestino de Almeida
atención sobre la importancia de terminar con las dicotomías entre estructura y proceso, estándar cultural y transmisión cultural pues, en su estudio,
demostró que la sociedad Ilongot puede ser mucho mejor comprendida en su
desarrollo en el tiempo que como un sistema de estructuras eternas.
Marshall Sahlins también abandonó, en parte, sus concepciones estructuralistas aunque, de cierta forma, aún se deje influir por ellas, sobre todo si
comparamos su trabajo con el de Rosaldo. En su obra Ilhas de História, el autor
se posicionó contra la oposición entre estructura e historia y contra la lógica
cultural autónoma que, según él, no tiene sentido ante las transformaciones.
No obstante, su análisis apunta más a una preocupación por notar y explicar
las estructuras culturales que influyen en las acciones de los hombres que lo
contrario (Sahlins 1990). En ese sentido, su trabajo es bastante diferente al
de Rosaldo quien, partiendo también de un a priori teórico, demuestra una
gran apertura para cuestionarlo a partir de su propia vivencia y de la realidad empírica que pudo observar en su contacto directo con los Ilongot. Al
contrario de Sahlins, Rosaldo demuestra mayor interés en comprender cómo
las acciones humanas actúan sobre eventos, instituciones e ideas a lo largo
del tiempo, que en determinar cómo las categorías culturales previamente
establecidas informan dichas acciones.
Sobre esas cuestiones, cabe citar una compilación coordinada por Jonathan Hill (1988), que reúne artículos cuyo objetivo es repensar la distinción
analítica entre mito e historia por medio de las narrativas, rituales y oratorias
de los indios de Sudamérica como forma de reinterpretar la historia del contacto. Los varios autores de la obra buscan acabar con la idea de sociedad sin
historia y cuestionar dualismos como estructura/evento y estructura/proceso,
procurando observar cómo otros grupos lidian con el tiempo y cómo entienden los cambios. Así como Rosaldo, buscan repensar la etnografía tomando
en cuenta una participación mayor de los actores, pero en la difícil tarea de
relacionar estructura y proceso los procedimientos teóricos y metodológicos
de esos investigadores varían según el amplio abanico de sus tendencias, las
cuales los llevan a valorar más o menos las estructuras o los procesos históricos. Los diferentes abordajes de esos autores que, en definitiva, parten de
un mismo presupuesto -la historicidad de la cultura- revelan la complejidad
de la cuestión (Hill 1988: 2-17).
La articulación de fuentes y metodologías históricas y antropológicas
también impone algunos desafíos tanto para los historiadores como para los
antropólogos. Sobre ese aspecto voy a abordar dos problemáticas que me
parecen relevantes. La primera es respecto a las posibilidades de incurrir en
anacronismos, al realizar comparaciones inadecuadas e injustificables, tanto
entre temporalidades diversas como entre grupos indígenas culturalmente
distintos. A fin de cuentas, los datos históricos y etnográficos se revisten de
Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181
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significados en contextos temporales y culturales específicos. Su utilización
para explicar situaciones semejantes en contextos diversos puede ser extremadamente rica, como lo han demostrado varios autores pero requiere cuidados
especiales para evitar apropiaciones indebidas. Se debe recordar, sobre todo,
que las culturas, las etnicidades y los significados de las acciones humanas
y de los objetos son dinámicos y, por eso, las proyecciones de elementos o
situaciones sociales, históricas o etnoculturales en tiempos diversos deben
tomar en cuenta los procesos de cambio.
Con relación a las fuentes escritas, cabe recordar que los registros sobre
grupos sociales marginados, especialmente sobre los pueblos ágrafos son,
grosso modo, producidos por otros y, en general, filtrados por concepciones
etnocéntricas, prejuiciosas y equivocadas. Además, están marcados por la
época en la que se efectuaron, o sea fueron producidos en contextos históricos
específicos que influyeron sobre las formas de comprensión de los agentes registradores. Por lo tanto, compete al investigador problematizar sus contenidos
e identificar los diferentes significados que objetos, clasificaciones étnicas,
calificativos y comportamientos pueden comportar para los diferentes agentes
sociales de acuerdo a los tiempos, espacios y las dinámicas de sus relaciones.
Varios investigadores han hecho eso ya cuando, al leer en las entrelíneas de los
documentos, identifican contradicciones, cuestionan afirmaciones y buscan
entenderlas a la luz de los presupuestos teóricos aquí presentados y de los
contextos históricos en los cuales fueron producidos los registros.
Otro desafío metodológico para los investigadores en el ejercicio de los
abordajes interdisciplinarios consiste en evitar análisis de yuxtaposición en
el sentido de abordar por separado elementos antropológicos e históricos
sobre un mismo tema, utilizando fuentes escritas y orales, en interpretaciones
estancas que no se articulan. Esa práctica se puede observar, a veces, en los
propios capítulos de una obra, en los cuales se distribuyen, por separado, los
contenidos tratados: la trayectoria histórica de los pueblos antes considerados “sin historia”; y, posteriormente, el análisis de sus sistemas y aspectos
culturales, desde una perspectiva sincrónica. Esos análisis mantienen los
presupuestos dualistas entre cultura/proceso histórico; antropología/historia; abordaje sincrónico/abordaje diacrónico. No configuran, en absoluto,
una investigación interdisciplinaria conforme a las nuevas perspectivas
teóricas de la Antropología y de la Historia. Para eso, como señaló Trigger,
no basta simplemente tener un conocimiento respetable de la metodología y
de los datos históricos y antropológicos, pues “los etnohistoriadores deben
dominar aun el arte de usar esos dos abordajes de forma integrada” (Trigger
1982: 1-19).
Es necesario pensar la historia culturalmente y la cultura históricamente. Integrar los abordajes, como lo afirma el autor, en un solo movimiento de
120
Maria Regina Celestino de Almeida
análisis por el cual el historiador procura leer las fuentes desde una mirada
antropológica, buscando los significados de las acciones de los agentes a partir
de sus propias culturas; y el antropólogo procura entender las culturas de los
pueblos adoptando una mirada histórica y entendiéndolas como resultado de
trayectorias y experiencias vividas por esos pueblos a lo largo del tiempo.
Ese ha sido el camino seguido por las investigaciones actuales de la etnohistoria, sobre la cual, no obstante, hay muchas controversias, incluso sobre
el propio concepto de la disciplina, como lo resaltó Lorandi. La definición
tradicional de etnohistoria como reconstrucción de la historia de un pueblo
que previamente no tenía historia escrita ha sido ampliamente cuestionada. De hecho, esa definición ya no se sostiene ante las nuevas perspectivas
teóricas y conceptuales que fundamentan las investigaciones etnohistóricas
más recientes.
Es importante recordar, como lo resaltó Krech (1991), que la etnohistoria
no es una novedad de nuestros días, pues sufrió igualmente un largo proceso
de transformación en términos teóricos y metodológicos desde el comienzo
de este siglo. Según el autor, Clarck Wissler fue el primero que usó el término
en 1909 cuando pretendía reconstruir la cultura prehistórica combinando los
datos disponibles de la etnohistoria y de la arqueología. Para él, heredero de
las concepciones escépticas sobre el uso de las tradiciones orales como fuentes
históricas, los datos etnohistóricos se resumían a los documentos producidos
por no nativos. Esa fue la tendencia inicial de la disciplina: su metodología se
limitaba, para antropólogos e historiadores, al uso de fuentes documentales
para hablar del pasado de los indios (Krech 1991:347).
En nuestros días, esas ideas ya no se sustentan. La tendencia de los etnohistoriadores de la actualidad, entre los cuales está el propio Krech, es la
de considerar la propia comprensión de los pueblos sobre su historia (Krech
1991: 349). Sider afirma que la etnohistoria designa una lucha constante de
los pueblos para comprender y construir sus propias historias (Sider 1994:
115). El autor se refiere a pueblos insertados en sociedades envolventes en
condiciones subalternas, más específicamente a los indios y negros en América. Otros autores también asocian el conflicto a la idea de etnohistoria. Para
Bechis (2010), por ejemplo, el foco de análisis de la etnohistoria serían las
relaciones interétnicas conflictivas que se dan en tiempos específicos (Bechis
2010: 21). Criticando la idea de Wissler, según el cual los etnos eran sociedades primitivas que desaparecerían, la autora, basándose en las ideas de Barth
([1969] 2000), afirma que los grupos étnicos son categorías de autoatribución
hechas por los propios actores. Así, Bechis enfatiza la idea de la reconstrucción
identitaria en situaciones de conflicto. El etnohistoriador presta atención,
según ella, a “[…] la historia de pueblos que tuvieron períodos marcados por
inquietudes o relaciones conflictivas que pudieron impactarlos como para
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modificar en el todo o en parte esas sociedades y culturas involucradas en el
conflicto” (Bechis 2010: 12).
Esas concepciones, resultado del creciente diálogo entre historiadores
y antropólogos, descartan la idea de considerar la etnohistoria como la historia de los pueblos sin historia. No obstante, suscitan otras cuestiones sobre
campos de estudios cuyas fronteras se van haciendo cada vez más fluidas,
como lo subrayó Lorandi. Desde el punto de vista historiográfico, considero
relevante abordar la problemática con respecto a la compartimentación de los
estudios históricos sobre los indios en el campo de la etnohistoria.
¿Sería, entonces, la etnohistoria un campo de convergencia en el que
actúan los historiadores de la temática indígena, los antropólogos interesados
en abordajes diacrónicos, lingüistas, arqueólogos y otros profesionales de
distintas formaciones que dialogan entre sí, articulando sus aportes teóricometodológicos para tratar el tema de los indios en situaciones de contacto?
Eso parece evidente en simposios y seminarios nacionales e internacionales en
los que esos profesionales se reúnen, muchas veces en el ámbito de congresos
mayores, para tratar la temática indígena valorando procesos de cambio.
Se observa, entonces, la compartimentación de los estudios indígenas en
un campo específico de análisis que llamamos etnohistoria ¿Hasta qué punto
esa compartimentación mantiene la perspectiva prejuiciosa de reservar a los
indios un lugar aparte en la historia?, ¿La idea de una historia específica para
los indios retoma el antiguo y prejuicioso concepto de prehistoria?, ¿Retomamos la antigua fórmula “para los occidentales, la historia; para los indios, no
más la prehistoria, sino la etnohistoria”? En la década de1980, al reflexionar
sobre cuestiones teórico-metodológicas de la Historia, la Antropología y la
Etnohistoria, Trigger (1982) ya apuntaba a esa problemática. Considerando el
prejuicio implicado en la noción de etnohistoria para el estudio de los indios
en situación de contacto y, al mismo tiempo reconociendo las especificidades
del tema, proponía considerar la etnohistoria no como una disciplina sino
como un método que serviría para varias disciplinas.
En el caso de Brasil, donde hasta hace muy poco tiempo solo los antropólogos estudiaban a los indios, esa cuestión me parece esencial. El número
cada vez mayor de historiadores volcados a la temática indígena, grosso modo,
dialoga entre sí o con los antropólogos que trabajan adoptando una perspectiva histórica. Reunidos en simposios específicos en el ámbito de congresos
nacionales e internacionales, o participando de compilaciones dedicadas
específicamente a temas indígenas, parece que actuamos de forma segregada
como un grupo de historiadores exóticos que estudian temas que muchos de
nuestros colegas aún consideran irrelevantes.
Aunque en las últimas décadas los estudios históricos sobre los indios en
Brasil se hayan ampliado considerablemente, aún son pocos los historiadores
122
Maria Regina Celestino de Almeida
especializados en otros temas que incluyen a los indios en sus análisis. Ya
se han incluido capítulos sobre los indios en compilaciones sobre temas más
abarcadores de la historia de Brasil, a ejemplo de lo que ya ocurre en el caso
de la historiografía sobre la América española hace muchas décadas. Eso
apunta a lentos cambios en el sentido de valorar la presencia indígena en los
procesos históricos, pero la idea de separación entre una historia indígena
y otras historias aún se mantiene y constituye, a mi juicio, un reto para los
historiadores.
Retomando algunas cuestiones propuestas en el ensayo central, cabe
preguntar si la referida separación es necesaria ¿Se situarían los indios en
un campo de actividades académicas propio?, ¿Sería ese campo un espacio
interdisciplinario en el que actúan historiadores y antropólogos, entre otros
profesionales? En otras palabras, ¿existe una antropología y una historia
propias para los indios?
En el caso de la historia, me parece que existe una especificidad teórico-metodológica en virtud de la cual se acerca bastante a la historia de los
africanos y de sus descendientes, que también ha sido revisada a partir de
los abordajes interdisciplinarios. A fin de cuentas, además de estar lidiando con pueblos originalmente sin escritura, se trata de pueblos que fueron
incorporados a las sociedades americanas en condiciones subalternas y de
extrema violencia. En esas sociedades, las fuentes históricas que, grosso
modo, no fueron producidas por ellos los trataban de de forma prejuiciosa.
Esos factores, sumados a los antiguos presupuestos reduccionistas y también
prejuiciosos de la Historia y de la Antropología -en un tiempo en el que esas
disciplinas no dialogaban- contribuyeron a apartarlos de la condición de
sujetos históricos por un largo tiempo. Por lo tanto, no cabe duda de que los
estudios sobre los indios -y también sobre los africanos- en situaciones de
contacto en América exigen abordajes teórico-metodológicos específicos que
implican la interdisciplinariedad.
Sin embargo, eso no nos obliga a constituir un campo aparte. En ese
sentido, estoy de acuerdo con Trigger en considerar a la etnohistoria como
una metodología y no como una disciplina. Me parece que el papel de los
historiadores es realmente el de procurar pensar los pueblos indígenas en
procesos históricos más amplios, buscando poner de manifiesto cómo su actuación contribuye a delinear sus rumbos. A fin de cuentas, como lo afirmó
Jonathan Hill (1996), la historia de los indios en América se entrelazó con la
Entre ellos cabe destacar a Stuart Schwartz (1988), especialista en historia colonial y sobre
todo de la esclavitud africana en la América portuguesa, quien ha incluido a los indios en
los procesos históricos por él analizados desde la década de 1980.
Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181
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historia de los europeos desde el momento en que ellos llegaron. Así, esas
historias no deben estudiarse por separado ni tampoco en oposición una con
respecto a la otra.
Concluyo reafirmando la importancia del diálogo creciente entre
historiadores y antropólogos que articulan información e interpretaciones
producidas por las dos disciplinas, analizándolas en contextos históricos y
valorando la acción y la comprensión que los propios pueblos o individuos
estudiados tienen sobre sus acciones, trayectorias y relaciones. Cuestionan
e interpretan documentos históricos con indagaciones etnológicas; analizan
culturas de diferentes pueblos procurando entenderlas en contextos históricos
definidos y articulados a las relaciones sociales e interétnicas establecidas
por ellos. Mantener ese diálogo, incluyendo discusiones sobre los desafíos y
dificultades de la práctica interdisciplinaria, como la presente propuesta, me
parece esencial para el avance de los estudios sobre los indios en situación
de contacto.
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129
Eduardo José Míguez*
Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires, Universidad Nacional de Mar del Plata
Antropología e historia
Rumpelstiltskin era un geniecillo maléfico que amenazaba robarle su bebe
a la princesa. Había sin embargo una forma de dominarlo. Conocer su nombre.
Desde luego, el cuento de los Hermanos Grimm refleja una vieja saga, que a
su vez contiene un principio básico del saber humano. Nombrar algo es de
alguna forma dominarlo. Darle un lugar en el orden de las cosas. Crearle una
identidad de la que es posible apropiarse, al menos, cognitivamente. Aquel
esfuerzo por poner un nombre a una intersección entre historia y antropología que dio lugar a denominaciones como la Etnohistoria o la Antropología
Histórica podemos verlo como el intento por delimitar y apropiar un campo
disciplinario. Un esfuerzo que visto en perspectiva, parece destinado al fracaso. No, desde luego, porque los trabajos que se inscribían en la Etnohistoria
o en la Antropología Histórica no pudieran ocupar un lugar destacado en la
producción de ciencias sociales sino porque difícilmente hayan logrado crear
una trayectoria disciplinaria específica que justifique un nombre propio.
Y esta frase adelanta ya un enfoque. Sensatamente, Ana María Lorandi
nos recuerda que “la diferencia principal entre Antropología Social e Historia reside en que una interroga a sujetos contemporáneos al investigador y
la otra a los que solo dejaron huellas de actividades pasadas”. Define así las
disciplinas por su objeto, y los rasgos de ese objeto establecen las diferencias
entre las disciplinas. Pero esta estrategia analítica presenta problemas. La confusión de campos temáticos está presente en toda la tradición disciplinaria,
comenzando por el propio Heródoto. Y sin embargo, los departamentos de
Antropología y los de Historia guardan sus terrenos en la enorme mayoría
de las universidades del mundo, y no así los de Etnohistoria o Antropología
Histórica. Es que aunque la delimitación del objeto es una parte sustancial
de la diferenciación de las disciplinas -o lo fue en su proceso genético- estas
*
E-mail: [email protected]
130
Eduardo José Míguez
han ido configurando tradiciones disciplinarias que le han dado su identidad
a lo largo del siglo y medio en el cual han adquirido su perfil moderno.
Es precisamente esto lo que hace que el cruce de la historia con la antropología sea enriquecedor. Porque en ese siglo y medio la antropología ha ido
creando sus propios recursos analíticos, sus propias tradiciones disciplinarias,
y la aplicación de estos instrumentos ha resultado muy productiva para el
conocimiento de múltiples facetas del pasado. En el lenguaje “etnocéntrico”
-el neologismo disciplinocéntrico sería en verdad muy feo- de un siglo atrás,
esto convertía a la Antropología en un “ciencia auxiliar” de la historia. Infantilismo. Lo cierto es que la comprensión de los procesos históricos exige que
el historiador apele a instrumentos conceptuales que han sido desarrollados
por otras disciplinas. Desde luego, no pocos historiadores han contribuido al
desarrollo de estos conceptos. Pero la tradición disciplinaria no otorga un lugar
específico a este proceso. En historia, o bien los instrumentos conceptuales
quedan asociados específicamente a procesos históricos concretos, o bien
son incorporados a cuerpos conceptuales de otras disciplinas. Por ejemplo,
se apela con frecuencia a la idea de feudalización del poder, aplicable en
muchos contextos históricos, pero solo como metáfora; no existe un estatuto
conceptual para esta idea dentro de la disciplina histórica, y los intentos por
construirlo son mirados con escepticismo.
En el extremo opuesto, la historia genera de manera recurrente la compulsión narrativista. La imposibilidad sintética del estudio de lo social desemboca
reiteradamente en la idea de que la historia es solo una narración.
Analicemos la frase previa. El problema de la síntesis se ilustra bien
con ese recurrente desencuentro sobre el valor del libro en los procesos de
evaluación científica entre las ciencias sociales y las físico-naturales. En las
ciencias “duras”, donde los conocimientos pueden sintetizarse en fragmentos precisos de un saber conceptual, una partícula de una teoría general,
nadie puede producir suficientes de ellos en una investigación como para
que no puedan ser presentados en unas pocas páginas. Un libro solo puede
ser la compilación de una teoría o parte de ella, conformada por muchos de
estos fragmentos creados por muchas personas: una síntesis didáctica. Pero
la explicación de los laberintos de la política en la década de 1880 (Alonso
2010), o la estructura y dinámica demográfica del Beauvais de antiguo régimen
(Goubert 1960) o la participación popular en el proceso de la independencia
Desde luego, baso esta proposición en la tradición analítica que define las disciplinas en
términos de paradigmas laxos, según el clásico de Kuhn (1962) y teniendo en cuenta la
inteligente crítica de Toulmin (1972). Una discusión clara y amena de estos problemas para
las ciencias físico-naturales se encuentra en Chalmers (1982). Las ideas se han aplicado
también, desde luego, a las ciencias sociales; un ejemplo es Barnes (1982).
Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181
131
de México (Van Young 2001), no puede ser reducida a un modelo sintético.
Solo un libro, y en ocasiones, como estos ejemplos, extenso, puede dar cabida
al resultado de esas investigaciones.
Cabe una aclaración. Si bien la abstracción es parte de la síntesis, no toda
abstracción puede lograr una verdadera síntesis. En la construcción de teoría
se abstrae a partir de la observación, y eso las ciencias sociales lo practican
con frecuencia. Pero la variabilidad de los casos es tan amplia que esa teoría
solo puede ser indicativa, no una definición de la realidad. Al decir una
súper nova, se sabe de qué tipo de estrella se habla, y cuál ha sido y será su
evolución; al decir una monarquía absoluta, se tiene una pista de qué tipo de
gobierno es pero estamos muy lejos de una comprensión del fenómeno si no
se saben cosas mucho más específicas sobre el caso en cuestión.
El colofón es que la imposibilidad de dar una forma univoca y ordenada
al mundo social, hace que solo el relato sea capaz de dar sentido a la acción
humana -una expresión clásica de este argumento en Veyne 1970. Las reverberaciones de estas ideas visitan una y otra vez al quehacer histórico, pero
alteran poco la práctica de los historiadores. De hecho, ninguno de los tres
ejemplos que mencioné son en realidad un relato, más allá de la menor o
mayor vocación narrativista de sus autores, y el de Goubert tiene ya más de
medio siglo. Por lo demás, vale la pena citar el artículo de Wikipedia sobre
Veyne:
Veyne impulsó la idea de que la historia sería un “relato verídico”, convirtiéndose en uno de los primeros llamados narrativistas. Su monografía
El pan y el circo, sin embargo, mostraba que el concepto de Veyne sobre
historia narrativa difería de su uso común, y que sus diferencias con la
escuela de los Annales eran más pequeñas de lo que parecían (Disponible
en Internet en: http://es.wikipedia.org)
La historia nunca ha sido solo relato, y aún en las más tradicionales de
las historias nacionales -Mitre, sin ir más lejos- la explicación del relato entrelaza percepciones de contextos que buscan desentrañar su lógica. Si Mitre
hoy lee rancio, es, entre otras cosas, porque su sociología y su antropología
-o los rudimentos conceptuales que fungían por tales- nos lo parecen, no
porque estén ausentes.
Vale decir, entrelazar acontecimientos y estructuras, tiempos largos y
tiempos breves, hechos y cultura, han sido uno de los rasgos de la producción
historiográfica. Desde luego, ha habido grandes obras que se ocuparon solo
La frase “uno de los primeros” es en realidad imprecisa, solo fue una más de las numerosas expresiones de este argumento.
132
Eduardo José Míguez
de una de estas dimensiones; que se limitaron a describir, por así decirlo, el
contexto, la cultura, el medio. O que se limitaron a reconstruir una trama, una
secuencia de acontecimientos. Es desde luego legítimo, precisamente porque
la historia no es sintética. Porque no se puede reducir un acontecimiento a un
tipo genérico, la opción puede ser relatarlo, y dejar a otro la tarea de explicarlo
en su contexto. O se puede explicar el contexto, para que otros hagan más
comprensibles los acontecimientos. Pero el oficio de historiador se ha construido como articulación entre las dos dimensiones, y en general los libros
que mejor logran esta articulación sirven como paradigmas disciplinarios.
En este proceso, el historiador debe recurrir a todo el instrumental que
dispone la teoría social. La teoría económica, la teoría sociológica, la teoría
política, la demografía, y desde luego, la antropología. Incluyendo espacios
de la teoría social que deambulan en las intersecciones de estas tradiciones
disciplinarias, como la producción de Anthony Giddens ó Pierre Bourdieu
-en quién la historia aporta ricamente a su proceso de conceptualización-,
por ejemplo. Una obra reciente ilustra esto con fuerza. El tomo inicial de una
naciente Historia de la Provincia de Buenos Aires (Otero 2012), que busca ser
el marco interpretativo para el relato de los tomos subsiguientes, combina
trabajos geológicos, arqueológicos, demográficos, geográficos y antropológicos
e históricos.
La apelación a una teoría que en parte es compartida, sin embargo, no
borra la especificidad de cada disciplina, de su tradición. Por ello, por ejemplo, la nueva historia económica, pergeñada por economistas, es ajena a la
disciplina histórica; el maridaje que ellos producen responde a un paradigma
que no es el de los historiadores. Y aunque los historiadores económicos con
frecuencia aprenden mucho de la nueva historia económica y sus variantes, se
trata en efecto de una disciplina distinta, con sus reglas, tradiciones y formas
propias. Historiadores económicos de una y otra tradición piensan que el otro
alcanza un conocimiento muy imperfecto de lo que estudia.
¿Es igual con la Antropología? Solo en parte, ya que hay mayor afinidad entre los paradigmas. La descripción de la sociedad estudiada siempre
ha sido una parte importante de la antropología, y en ello se asemeja a la
historia. Y si bien la historia no enfatiza un momento etnológico que siga al
etnográfico, como ya señalamos, no solo encuentra en la aplicación de la teoría
antropológica un instrumento útil, sino que encuentra en el relato etnográfico un terreno familiar. Si bien esto no borra las barreras, y las tradiciones
disciplinares subsisten, lleva a que en la práctica de la ciencia cotidiana,
cuando antropólogos e historiadores comparten un campo temático común,
los límites se hacen poco notorios y los intercambios muy fluidos. Incluso,
más allá de la ya eclipsada moda estructuralista, las explicaciones diacrónicas
o estructurales son comunes a ambas disciplinas, y los investigadores eligen
Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181
133
una u otra opción, o las combinan, independientemente de que en efecto,
la historia se incline con mayor frecuencia por la primera y la antropología
por la segunda.
Pero, hay, creo, razones adicionales para que la antropología y la historia
hayan estrechado su vínculo. Cuando las limitaciones del campo antropológico más clásico, aquel en el cual se construyó su paradigmas, las llamadas,
a falta de mejor término suficientemente abarcador, sociedades “primitivas”,
comenzaron a restringir el desarrollo de la disciplina, esta naturalmente comenzó a emplear su rico arsenal a otros contextos, incluyendo las modernas
sociedades urbanas, y las sociedades del pasado. La producción académica
que de allí surgía maridaba muy bien con preocupaciones de los historiadores.
Los estudios migratorios ofrecen un ejemplo muy fructífero. Toda la tradición analítica reciente en historia de las migraciones, desde luego, también
en la argentina, es heredera de los trabajos antropológicos que mostraron la
pervivencia de la etnicidad en los procesos migratorios, y la reconstrucción
de identidades en las comunidades migradas. Vinculada con esta temática,
el usufructo de la teoría de redes sociales, de origen antropológico, aplicada
a muy variados contextos históricos (¿es necesario recordar aquí los aportes
de Zacarías Moutoukias sobre la sociedad colonial rioplatense?) ha renovado mucho de la investigación histórica. Y los ejemplos son innumerables,
sin necesidad de caer en la útil advertencia, pero de limitada eficacia, del
giro posmoderno, donde también la historia ha compartido las dudas de la
antropología.
En breve, historia y antropología caminan de la mano, como no podría
ser de otra manera. Visto desde la historia -que es necesariamente mi punto
de vista-, porque la historia no puede dejar de apelar a la valiosa producción de la antropología para crear los marcos analíticos que hagan factibles
sus análisis de contexto, o comprensibles la construcción de sus relatos. Y
cuando los antropólogos visitan el pasado, más allá de matices, generan una
visión del contexto que en general, le resultan muy amigables al historiador.
Es innegable, por ejemplo, que el estudio del mundo andino, desde donde
Lorandi interpela la relación, es uno de esos campos en los cuales las sinergia
es tal, que lo límites se hacen difusos.
Conviene aclarar que por limitaciones del campo clásico, me refiero a los costos, económicos y personales, del trabajo de campo en sociedades remotas y aisladas. Cuyo número, por
otro lado, se hacía crecientemente limitativo. De todas maneras, seguramente el vuelco de la
tradición antropológica al estudio de sociedades más similares a la del propio investigador,
o por cierto, a su propia sociedad, estaba ya en la propia tradición de la antropología, y
seguramente se hubiera desarrollado con independencia de las dificultades señaladas.
134
Eduardo José Míguez
Por lo demás, la distinción entre las disciplinas no es igual a la distinción entre sus practicantes. Hay textos de historiadores con densa carga
antropológica, y quizás con mayor frecuencia aún -¿o se debe a mi punto de
observación?-, de antropólogos que simple y sencillamente, hacen historia.
Pero claro, poco hay de novedoso en esto al comentar un texto de Lorandi,
que ha vivido siempre en estas fronteras.
Aún así, no veo necesidad ni conveniencia en borrar tradiciones disciplinarias, ni en gestar nuevos campos en la intersección. Dos tradiciones
académicas que colaboran entre sí se enriquecen más en su diversidad que
borrando sus diferencias, o intentando gestar nuevas disciplinas. En todo
caso, dejemos que la propia dinámica de la investigación vaya redefiniendo,
si es necesario, los campos.
Entre tanto, aún hay mucho espacio para la colaboración. Quisiera
cerrar este comentario con la observación de un déficit, que es a la vez una
oportunidad. En los últimos años se ha creado, me atrevo a decir, el estudio
histórico de las sociedades de nativos americanos autónomos de las tierras
pampeano-patagónicas en los siglos XVIII y XIX. Más allá de valiosos relatos
y fuentes, muy poco se había avanzado en el campo antes de la década de
1980. En él han convivido historiadores, antropólogos y hasta arqueólogos,
en una rica colaboración. Pero aquello que debería ser el ABC del estudio de
este tipo de sociedades desde el punto de vista antropológico brilla notablemente por su ausencia. Aparecen instrumentos conceptuales significativos en
el trabajo de algunos antropólogos y también de historiadores que interrogan
el tema (por ejemplo, Bechis s/f; Mandrini 1997, Nacuzzi 1998); pero son
aportes ocasionales, no seguidos de manera sistemática.
Quizás una parte del problema provenga de la formación local en antropología. Tengo la impresión que desarrollada tardíamente, e influida en sus
orígenes por una tradición arqueológica poco estimulante, cuando la antropología argentina se consolida lo hace más en sus nuevas corrientes, que en la
tradición más clásica del campo. Sea por esta o por otras razones, lo concreto
es que ni historiadores ni antropólogos han puesto el esfuerzo sistemático en
aplicar las nociones más clásicas de la antropología a un campo que clama por
ellas. Desde luego, se han desarrollado algunas discusiones antropológicas
importantes, y aparecen aquí y allá algunos instrumentos analíticos básicos,
como ya hemos señalado. Pero el desarrollo de una etnografía clásica de estos pueblos poco ha progresado, por lo menos, hasta donde se refleja en esta
Existen desde luego aportes fragmentarios, obras con una mirada descentrada y fragmentos de arqueólogos, antropólogos o lingüistas. Pero si se compara lo que hoy se ha
producido con lo que existía 30 años atrás creo que se justifica considerarlo un campo
totalmente nuevo.
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renovada historiografía, desde trabajos como los de John Cooper (1946) o L.C.
Faron (1961). Más aún, tampoco se hace habitualmente referencia a ellos, u
otros fragmentos etnográficos, en las investigaciones recientes. Así, con frecuencia los historiadores escriben historia de estos pueblos sin discutir cual
es la lógica de sus sociedades, como si esta fuera transparente en sí misma; y
aunque los antropólogos son más cuidadosos, tampoco ha habido un esfuerzo
por inscribir sistemáticamente los procesos sociopolíticos araucanos en una
definición precisa de su lógica social.
Esta omisión creo que ilustra bien mi argumento. A lo largo del aproximadamente siglo y medio que tiene la conformación de campos profesionales
en las ciencias sociales, se han ido conformando tradiciones específicas, cuya
lógica no deviene centralmente de una diferenciación de objetos y temas
-aunque esta existe, sin duda- sino de tradiciones disciplinarias. Estas son
en buena medida complementarias, más que conflictivas. Y la colaboración
entre estas tradiciones enriquece nuestra labor. Por ello, creo que es muy
útil colaborar en el estudio de los múltiples campos de intersección, sin
necesidad de renunciar a la especificidad de cada tradición académica, pero
recuperando a la vez la contribuciones de las vecinas.
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s/f. Los lideratos políticos en el área araucano-pampeana en el siglo xix:
¿autoridad o poder? En http://www.naya.org.ar/etnohistoria/.
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1982. ¿Qué es esa cosa llamada ciencia? Madrid, Siglo XXI.
Cooper, John
1946. The Araucanias. Handbook of South American Indians, Boureau
of American Ethnology Bulletin 143 (2) 1946.
Aparecen sí referencias a trabajos de historiadores chilenos, o de un antropólogo como
Guillaume Bocara, pero la investigación suele adentrarse poco en una lógica etnográfica.
136
Eduardo José Míguez
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137
Thomas Abercrombie*
University of New
��������������������
York, Nueva York
The Ethnos, Histories, and Cultures of Ethnohistory: A
View from the US Academy
Ana María Lorandi opens discussion of the present state of (Andean)
ethnohistory, a practice caught between the disciplinary gatekeepers of
history and anthropology, with a fine thumbnail sketch of the emergence of
ethnohistorical practice concerning the Andes, and a host of well-phrased
questions deserving more, and more thorough answers than space or my
own scholarly competence will allow. I will return to questions of scholarly
competence, which are important in addressing some of Prof. Lorandi’s
questions. Within a brief essay that nicely outlines the convergences and
divergences of history and anthropology, she makes two incontestable major
points: having emerged first among anthropologists, ethnohistory -in brief, the
history of Indians-, has waned within the discipline, and has shifted -along
with work on the intercultural formations of the colonial era and attention
to urban phenomena- largely into the discipline of history; but having taken
up the master theoretical framework of anthropology -a focus on culturealong with anthropology’s subject matter -Indians-, the historians have not
felt it necessary to acknowledge the disciplinary source of their concern with
culture. What accounts for these facts? What can anthropology do to recover
its former subject matter at the disciplinary border? These are good questions,
and in her genealogy of the respective fields and their zone of overlap, Prof.
Lorandi goes a long way toward answering the first of them. The second is
left as an open question for us all.
Without aiming to provide an overall picture of Andean ethnohistory
over the past forty years, or to retrace the steps of Prof. Lorandi’s essay, I would
limit myself here to adding some nuances to this history of the vicissitudes
of ethnohistory from the point of view of my own experience -that is, the
academic world of the US. I would also portray in somewhat more detail the
*
E-mail: [email protected]
138
Thomas Abercrombie
quirkiness of the enterprise of ethnohistory vis a vis other ‘ethno’ hyphenated
specialities within anthropology. And finally, I would comment on certain
problems with the anthropological concept of culture that has been adopted
not just by historians, but by scholars in a variety of fields -particularly in
language and literature departments-, loosely called ‘cultural studies’. For
the fact is that the concept(s) of culture that drove ethnohistory, as well
as the concept(s) of history that anthropology took up from the historians,
inhibited the development of a more ethnographically-driven theorizing
about both ‘culture’ and ‘history’, as well as about the colonial contexts that
produced the concept of ethnicity and the kinds of radical alterity that were
anthropology’s métier.
A Personal View of the Trajectory of Andean Ethnohistory in the USA
Both the Andes and ethnohistory first came to my attention as an
undergraduate student at the University of Michigan in the early 1970s,
when I took a course on Inca Cosmology from John Earls -who now teaches at
Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP) in Lima. Earls was completing
his Ph.D. under the direction of R. Tom Zuidema, but I also learned about
work on the Incas by John H. Rowe, John V. Murra, and a host of Peruvian,
Ecuadorean, Argentine, Chilean, British, German, and French scholars. Here
I will stick with the US academy, where Zuidema, Murra, and Rowe were the
leading -anthropological- stars of three strong ‘schools’ of Andean -that is,
Inca- ethnohistory. Earls soon departed for Peru, not to return to the US, and I
continued my training in anthropology at the University of Chicago, without
any Andes-specific mentor but attuned to the intersection of anthropology
and history by Marshall Sahlins, Terence Turner, Jean Comaroff, and Bernard
Cohn, among others. By the time I completed my doctorate, twelve years after
starting it and after eighteen months of ethnographic work and about eight
months of archival work, I had accumulated the extra training in paleography
and historical method, as well as Andes-centered mentoring and collegial
conversation, from via the scholarly generosity of -among others Murra, Rowe,
and Zuidema, plus other scholars of their generation -such as Franklin Pease,
Maria Rostworowski, and Nathan Wachtel-, and a succeeding generation
consisting of Antonio Acosta, Rolena Adorno, Xavier Albó, Berta Ares, Thérèse
Bouysse, David Cook, Luis Miguel Glave, Catherine Julien, Ana Maria Lorandi,
Sabine MacCormack, Luis Millones, Tristan Platt, Karen Powers, Ana Maria
Presta, Susan Ramírez, Joanne Rappaport, Roger Rasnake, Mercedes del Rio,
Gilles Riviere, Thierry Saignes, Frank Salomon, Nicolás Sánchez-Albornoz,
Irene Silverblatt, Karen Spalding, Geoffrey Spurling, Steve J. Stern, Enrique
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Tandeter, Gary Urton, and Rafael Varón. I did not belong to one of the three
Andeanist ‘schools’ in the US, but whatever I have learned about the Andes is a
product of a great deal of mentoring and scholarly debt. I have left out students
of these, along with a host of scholars whose work is mainly ethnographic,
and many historians whose work does not focus heavily on Indians. Some
major scholars I have never had the good fortune to meet or converse with.
And of course I will have forgotten to include some names
There are quite a few US-based anthropologists on the above list, and
some of them have trained students in Andean ethnohistory. But these days
when a prospective ethnohistorian asks to what university they should apply
for training in Andeanist ethnohistory, I am a bit stumped. It is possible to
name places with strength in Andean ethnography, or Andean history, or
at what US university one can learn Quechua or Aymara. But no doctoral
program now stands out for ethnohistory per se. The explanation for that is
complex, but boils down to a few key elements. US demography is one: the
‘baby boom’ generation of scholars who completed Ph.D.s in the 1970s and
1980s have scattered to the winds in a tight job market, while the shrinking
of the student base -and of funding for education- has produced many fewer
Ph.D.s in fields like anthropology and history since the 1990s. Another is
the end of the Cold War, which translated not only into theoretical shifts
-toward post-structuralist paradigms, particularly Foucault, Deleuze, and
lately Agamben- and anthropology’s move into the territory of modernity
and globalization, but considerable reductions in governmental funding
for interdisciplinary area studies. Those funds -Title VI- had been essential
in building interdisciplinary strengths for regionally-focused research -via
centers for Latin American and Caribbean studies. Such centers still exist, but
without their former financial leverage to hire faculty in the disciplines.
A handful of joint doctoral programs in anthropology and history -at the
University of Michigan, for instance- have kept this kind of interdisciplinary
current flowing -though without much Andeanist emphasis-, but against a
tide of disciplinary closure, especially within anthropology, which, still in
flight from its condemnation as handmaiden of empire, and especially from
its association with villages and ways of life that globalization theory deems
to have disappeared, seems feverish in its search for new and emergent -and
modern or postmodern- topics. The trend is also true among prospective
students: very few over the sixteen years I have been located in NYU’s
anthropology department have sought to work with me on rural indigenous
topics, and even fewer on ethnohistorical ones. And then there is competition
among faculty: almost 400 applicants seek admission to NYU’s doctoral
program in anthropology every year, but we twenty-five or so faculty can
admit fewer than ten per year, via ranking and consensus. Ethnohistory as a
140
Thomas Abercrombie
proposed topic will not usually win the day in a department mainly focused
on ethnographic methods.
In the end, academic ethnohistorians (myself among them), especially
those housed in departments of anthropology, have not reproduced
themselves, an exception to this generalization, which I cannot treat in any
depth here, are the intrepid archaeologists who have chosen to work on the
late pre-Columbian period, for whom Spanish documentary sources can be
very important. Ethnohistory has fared far better in history departments,
where neither the topic -located in the distant past- nor the research methods
-archival work, etc.- raise any eyebrows. Were I to list the Ph.D.s in Andeanist
ethnohistory since the beginning of this millennium, almost all would be in
history. Of course, for the most part students in history are urged away from
ethnographic fieldwork, and most do not have the opportunity for training
in comparative ethnology.
Research Methods and Competence in Ethnography and History
The kind of ethnohistory that involves archival research and paleographic
skills, that is, use of historical research methods, has always been something of
a stretch for anthropology students trained mainly in ethnographic methods.
No three year program of coursework is sufficient to acquire competence in
two very different disciplines. In my own case, acquiring competence as a
historian was done in piecemeal fashion and added years to my dissertation
research and writing, and continued through postdoctoral projects involving
a few years of research in the Archivo de Indias, the Archivo General de la
Nación de Argentina, and the Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia,
among others. At an early stage -prior to my ethnographic fieldwork, in
1979- Tristan Platt took it upon himself to lead me through the Andean
ethnohistory literature for several months -while I studied Aymara in La Paz.
Without his kindness, I would likely not have entered the ethnohistorical fray.
Ethnohistory for the anthropologist, that is, requires long-term dedication,
luck in finding sources of funding for long-term study, and a lot of friends
and colleagues from whom to learn. Were historians who focus on matters
indigenous to decide to practice ethnography, they would likewise have to
multiply and lengthen their apprenticeships. In practice, they usually do
not. So the matter of acquiring research competence in both disciplines is
a major hurdle for the reproduction of ethnohistory. Another constraint is
the tendency of disciplines to, well, discipline themselves, to keep the gates
closed to amateurs and to be suspicious of those who cross disciplinary
lines. Of course, anthropologists could mimic the historians and skip the
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interdisciplinarity: that would mean focusing on living people, and aiming
to account for how the past is understood and knowledge of it transmitted
within a contemporary indigenous community. I think, though, that such a
project would not immediately be recognized as ethnohistory. And there lies
another peculiarity of the practice.
The Ethno- of Ethnohistory
I follow with great interest Prof. Lorandi’s treatment of the etymology
and use of the first half of the compound term that is our focus: ethno: it
is certainly derived from the Greek and used broadly to characterize some
form of collective alterity vis-a-vis a majoritarian understanding of nation or
nation-state of reference -in the US, it has been applied or appropriated by
every immigrant population that has been distinguished from the English and
creole-English people who constituted there, as did Spaniards and creoleSpaniards, the hegemonic elite of empire. Certainly, such alters were long
anthropology’s métier.
But there is another side to the ethno- of ethnohistory: as developed by
US-based anthropology, adding the term ethno as prefix to some domain of
the sciences or humanities, as in ethnobotany, ethnozoology, ethnopoetics,
ethnomusicology, etc, one marked out for another ‘culture and society’ a
domain of knowledge analogous to those of our own disciplinary domains.
Ethnozoology, for instance, is some ‘other’ people’s way of classifying and
understanding animals. A brief example: Take the well-known dispute between
Marvin Harris and Mary Douglas on how to understand God’s prohibition
of pork for ancient Israelites as commanded in the book of Leviticus. Harris
provided a cultural materialist argument: Because of their water requirements
-because of the lack of sweat glands to cool themselves- pigs were ill-suited
to the desert nomadism of this pastoral people. Douglas, on the other hand,
forwarded a structuralist interpretation: Motivating the extensive list in
Leviticus of animals both permitted and prohibited is a system of classification
-animals that ‘divide the hoof’ or not, ‘chew the cud’ (ruminate) or not, swim
in the water with fins and scales, or not, etc. The permitted meats come from
ruminant (grass-eating) animals with divided hooves -that is, two toes rather
than one-, that is, from sheep, goats, and cattle. The pig is excluded not for
material-practical reason, but for reason itself, since it has a divided hoof, but
is not a ruminant. Its characteristics violate the said system of classification
-as do, inversely, those of the also-prohibited horse, a ruminant with a single
toe. Both are classed as abominable because they invoke contradiction in
what we might call the ancient Israelites’ zoology, which being very unlike
142
Thomas Abercrombie
that of Linneaus -and thus alter-, we might call an ethnozoology. Certainly
the clash of the resulting system of food prohibitions with the cuisine of pigidolizing Christian Europe was a potent factor leading Christian Castillians or
Frenchmen or Germans to classify Jews -and also Muslims- as radical alters
of one kind (ethnic) or another (race).
With regard to the foregoing account of other ethno-hyphenated
specialities, ethnohistory stands out. For the most part ethnohistory has been
an effort to provide a narrative of the pasts of indigenous people who lacked
written documents and historians to sift through them. Efforts to describe
probable pre-Columbian social structures based on gleanings from colonial
visitas certainly fall within the territory of ethnohistory. Ethnohistory has
generally not meant, following the model of ethnozoology, ethnographic
inquiry into the ways contemporary indigenous communities practice
something analogous to history. If ethnohistory had developed more robustly
in this direction, it would not have been appropriable by historians.
The -history of Ethnohistory, and -Collective or Social- Memory
What explains this strange divergence of ethnohistory from the path of
ethnozoology? No doubt part of the answer is that historians, lamenting the
Incas’ lack of writing, abandonned the effort to write about Inca pasts -the
presence of sources written by indigenous people in Nahuatl, for instance, was
what drove James Lockhart to shift his attention from the Andes to Mexico.
Where historians feared to tread, anthropologists rushed in. Once they did,
they read chronicles, administrative reports, etc, and aimed to sift through the
Spaniards’ efforts to understand the Inca, using historians’ tools to do so. A
principal goal was to understand the Inca past and to describe the succession
of reigns and events in a manner analogous to a Western event history. But
anthropologists also brought with them another toolkit, that of comparative
ethnology, making it possible to see past the ethnocentrism of 16th-century
Spaniards to imagine ways that Incas and their past(s) were not analogous
to the ‘West’. Equipped with a broader set of concepts about the past and its
remembrance -the kinds of social practices that Halbwachs called ‘collective
memory’- it became possible to appreciate the social functionality of possibly
‘false’ or at any rate non-empirically-verifiable event genealogies (myths),
and perhaps to take seriously what might be called ‘vernacular’ history, how
societies confront the past and the vicissitudes of time apart from narrow
domain of writing and professional historians. Of course, a key move in
recognizing vernacular history or social memory in ‘other’ societies -whether
of the past or the present- is first to open our eyes to its continued presence
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in our own lives, and certainly among 16th-century Spaniards, for whom
a wide variety of embodied and practiced techniques of memory (recalling
the ancestor de solar conocido, enlisting in cofradías, marching according to
social rank in Corpus Christi processions, learning how to reproduce regional
cuisine, marking out the day, week, month, and year -and the social space of
buena policia- according to a cyclic repetition of Christology, not to speak
of song and dance) accompanied notarial records and the multi-generational
curriculum vitae of relaciones. Such recognition makes it easier to see in
what ways certain Inca practices diverge from, as well as resemble, European
understandings of ‘history’.
The Culture Concept, Boundaries of Self and Other, and Ethnographic
Theory
The search for Inca analogs of writing continues, as attests the special
scrutiny of certain Inca practices, such as taquies, khipus, or tocapus which some scholars have called ‘writing without words’, or ‘alternative
literacies’ to sharpen both the analogy and the contradiction. But a broader
and less historically-bound approach to the past may emerge directly from
ethnohistorical practice, one that goes beyond documents and written
narratives and treats, say, the use of surnames or the inheritance of property
or, perhaps, drinking sessions accompanying festival sacrifices, as a kind of
historical practice.
To understand what Spanish sources reveal to us about Incas, the
ethnohistorian must have recourse to basic source criticism. That requires one
to understand the sociocultural milieu of Spaniards who wrote chonicles and
produced archives. Such an effort reveals that the colonial world very quickly
became something new, attested neither in Castile nor in the pre-Columbian
Andes. As Prof. Lorandi tells us, such discoveries led ethnohistorians -whether
of the anthropologist or historian sort- to become interested in social process
and change; to try to grasp the kinds of transformations to which indigenous
societies -as well as Spanish ones- were subject in the colonial context. It also
led to interests in urban society, in the genesis of ‘indios criollos’, mestizos,
mulatos, and the complex, gender driven production of new kinds of social
positions previously unheard of. Practicing ethnohistory of this sort led its
anthropologists to think about social process and change in ways for which
1970s models of culture and society had not prepared them. Structuralist
approaches to culture assume a language-like closure that even language
does not possess, while structural functionalist approaches assume that
achieving statis -through reproduction- is society’s principal aim. Striving to
144
Thomas Abercrombie
understand what might drive rural indigenous people called to the mita to
transform themselves into ‘indios criollos’ in a Potosí parish, and what kind
of social and cultural forms were involved in such a transformation, requires
a different way of understanding ‘culture’, one that does not assume closure
and that is attuned to the shifting dynamics of power and the possibilities
of resistance in a colonial context. Just as trying to understand how taquies
might have served to anchor accounts of Inca pasts, thinking through the
social positioning and motives for action of a colonial indio criollo demands
attention to how situated interaction and performance construe and transform
the webs of meaning called culture. In the end, reflexive attention to the
dialogics of ethnographic practice seem much better suited for such analysis
than the historian’s approach to texts.
The concept of culture has indeed been appropriated by historians who
continue to work the terrain of ethnohistory. But most often, it is a Saussurean
understanding, whether drawn from Levi-Strauss or from the post- (but still)
structuralist Foucault. What is of interest is the underlying (or overarching)
meaning-paradigm, into which individuals are born and which they cannot
hope to resist or transform. Mere parole (speech), for Saussure, is generally
defective and non-productive in comparison to langue -language-as-a-system.
As long as anthropologists have imagined ‘culture’ along such lines, as a
coherent meaning system existing in abstract, intersubjective space, they have
been very poor at accounting for how ‘culture’ is produced and changed, except
for that externally imposed, as when one culture so conceived is displaced
by another. Imagining Andean and Spanish cultural systems bumping up
against one another like two relatively impermeable baloons makes it easy
to account for continuity and resistance. But it obscures the dynamism that
one sees best by regarding ‘culture’ as a product of social interaction.
In my own work, for example en Caminos de la memoria y del poder
([1998] 2006), I have argued that the two distinct senses of ‘ethnohistory’,
that involving historical methods and reconstruction of probable past event
series based on empirical evidence, and that focused on understanding
‘vernacular history’ or social memory, the totality of techniques for ‘recalling’
or constructing a past suitable for present purposes, are two entirely different
enterprises. One stems from the use of historical methods, and the other from
anthropological ones. Of course, the two can be productively combined, by
aiming to understand how Incas produced usable pasts via song and dance
(taquies), or by enumerating the components of social units in the midst of
acts of exchange (quipus). By widening ethnohistory’s purview to include
Publicado en Boliva en 2006, Instituto Francés de Estudios Andinos/ Instituto de Estudios
Bolivianos / ASDI. La primera edición es de 1988, en inglés.
Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181
145
efforts to understand how the past is constituted and used in the shaping of
contemporary sociality, it may even be possible to imagine an ethnohistory
of financial markets, science laboratories, and neoliberal globalization. It
would be nice, however, if we could also continue to focus on indigenous
peoples, rural or urban, past or present, in the countries linked by the chain
of mountains called the Andes.
Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181
147
Walter Delrio*
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Universidad
Nacional de Río Negro
Entrar y salir de la Etnohistoria
¿Dónde van las almas de los Grandes, Ingas, Apos, Tokis, Ulmenes?
-Las almas de los que mandaban no pueden morir. Entran en leones,
en todo lo que es trapial, en culebras y víboras, menos en zorros.
Pero pueden estar en un ñamkú, en un mañke, en un choike.
En todos los animales de almas grandes se encuentran los grandes
de la tierra. Pero no en los pichi uñen, los pájaros chicos.
(Alonso Kintul, Adivinanzas, en: Koessler-Ilg 2006)
Las situaciones que los hombres definen como reales
tienen consecuencias reales
(Thomas y Thomas 1928)
Hacia fines del siglo XIX, un criterio de clasificación estatal de las diferentes unidades sociopolíticas indígenas de Pampa y Patagonia ha sido el
modo en que cada una estaba vinculada al sistema de tratados y convenios
establecidos con el gobierno argentino. En la década de 1870, las planillas
elaboradas por el Ministerio de Guerra establecían un ordenamiento jerárquico de diferentes caciques -principales, secundarios, caciquillos-, su ubicación geográfica y número de personas y lanzas sobre las que cada uno de
ellos ejercería su influencia. Estas planillas también indicaban el número
de ganado yeguarizo y raciones que recibirían por parte del estado nacional,
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E-mail: [email protected]
Véase como ejemplo el cuadro elaborado en el informe titulado “Estado General que manifiestan las diferentes agrupaciones de Indios que se hallan en la Patagonia e inmediaciones
de los Andes” Archivo General de la Nación (AGN) Sala VII, Roca, Leg. 155, N° 593.
148
Walter Delrio
de acuerdo a lo establecido por los mencionados convenios y tratados. Estos
números coincidían con el rango atribuido a cada cacique, estableciendo una
jerarquía entre los mismos.
Este tipo de documentos permite una serie de preguntas en relación con
los complejos procesos por los cuales una serie de datos son seleccionados
como conocimiento práctico para el control y vigilancia del cumplimiento
de una determinada política estatal; pero, al mismo tiempo, no podríamos
considerarlos sólo como el resultado de dicha agencia. En ellos también se
expresan complejos procesos de construcción de representación indígena a
partir de los cuales se definirían quiénes, dónde, cómo y en representación
de quiénes, han participado en el conjunto de parlamentos realizados entre
autoridades criollas e indígenas. Habilitan preguntas sobre la agencia indígena,
en relación con sus objetivos, alianzas y estrategias pero fundamentalmente, y
lo que me interesa abordar aquí, con respecto a desde qué paradigmas, marcos
de interpretación y conceptualizaciones de agencia y política, se llevaron
adelante este tipo de relaciones.
A partir de este ejemplo; es decir de lo que “el número de ganado” implica
de acuerdo a los marcos de interpretación que entran en relación en dicho
proceso, el objeto de este trabajo es participar en la discusión en torno a los
modos en que podríamos definir un campo interdisciplinario que enfoque en
las relaciones asimétricas implicadas en este tipo de procesos de construcción
de mismidad y otredad; identificando que este tipo de relaciones sociales,
estos procesos de construcción de subalternidad en términos de etnicidad,
han concentrado las miradas y perspectivas antropológicas e historiográficas
de aquello definido como Etnohistoria.
Del número a la vida social de los yeguarizos
La relación entre cabezas de ganado -como eufemismo para referir al
conjunto de raciones implicadas en los tratados y convenios- y el poder
económico y político de la persona que las posee -al menos sabemos que las
debería recibir- no es unilineal. En efecto, la relación directa y proporcional entre el poder atribuido -la posición de cada cacique en la clasificación
jerárquica establecida en las planillas del estado- y la cantidad de raciones
recibidas es parte de una interpretación orientada por un marco determinado. Desde dicho marco las cosas recibidas tenían un valor, inicialmente
establecido por el gasto en dinero que había representado para el gobierno
y luego por el cálculo de la ganancia potencial que implicaría colocar esos
bienes en diferentes mercados. No obstante, difícilmente podamos interpretar que el objetivo de esta política gubernamental era sencillamente
Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181
149
transformar a los caciques en estancieros o comerciantes de ganado. Por
lo tanto, el intercambio mercantil no era el único proceso de generación de
valor involucrado, ya que el efecto esperado y el objeto de esta entrega era
precisamente que las cosas circularan, de acuerdo a circuitos indígenas,
hecho que se suponía empoderaría a estos caciques y sería performativo de
la jerarquía que se sostenía a través de la clasificación establecida por este
sistema de tratados y acuerdos.
Al mismo tiempo, podemos hipotetizar sobre las posibilidades de interpretación de esta relación entre número de ganado y los objetivos y procesos
de la política indígena. Especialmente, estas formas de representación a través
de los caciques: ¿involucraban formaciones sociopolíticas estables y duraderas
más allá del contexto?; ¿qué tipo de relaciones las constituían?; ¿cómo eran
consideradas las cosas que participaban de la circulación resultante? De forma
paralela, tampoco aquí deberíamos considerar que aún siendo estos tratados
resultado también de una política indígena, esta fuese consecuencia de una
forma de concebir el mundo, homogénea y monolítica. Esta circulación y la
misma performatividad de estos parlamentos, acuerdos y tratados, implicaron un valor atribuido a las cosas y un prestigio a las personas, desde otros
marcos de interpretación.
La premisa de enfocar en las diferentes ontologías involucradas en
las asimétricas relaciones de etnicidad requiere una perspectiva y método
que evite las esencializaciones; ya que la esencialización de los marcos de
interpretación hegemónicos y alternativos devendría en una explicación
tautológica y ahistórica de la misma relación asimétrica. Trato de seguir
en esto lo que Eduardo Viveiros de Castro (1992) propone como abordaje
antropológico; uno menos centrado en determinar cómo las relaciones sociales constituyen su sujeto que en preguntar qué constituyen los sujetos
como relación social. Al mismo tiempo, procuro describir los particulares
regímenes de valor e historicidad implicados en dichas relaciones; es decir,
enfocando en los procesos de cambio, en cómo la temporalidad se inscribe
diferencialmente en el discurso, en el espacio y las prácticas de intercambio
Los bienes entregados no solo consistían en yeguarizos y ganado vacuno sino también
en harina, yerba, aguardiente, textiles y papel, entre otros.
“y á fin de conseguir vayan contentos y llenar los deseos que el señor Presidente tiene en
conservar la buena relación con ellos, les he dado cuanto me han pedido en su carta, [...]
pues á los nueve que componían esta misión les he dado ropa, ponchos, camisas, camisetas, calzoncillos, etc.; tabaco, yerba, papel para ellos y á más que lleven á Calfucurá de
todo” Del Coronel Machado al presidente Bartolomé Mitre, 24/3/1865, Museo Mitre (ed.),
Archivo del General Mitre. Buenos Aires: Gobernación de la Provincia de Buenos Aires,
1912, vol. XXIV, pp. 95-97 (en Pavez Ojeda 2008: 435).
150
Walter Delrio
y rituales. En lo que Carlos Fausto y Michael Heckenberger (2007) definen
como campo de la Antropología histórica, en tanto pregunta por los modos
diferentes en que se producen transformaciones y en los regímenes de historicidad constituidos por esas prácticas. A partir de estas preguntas, sostienen estos autores, será posible imbuir a la historiografía con una mirada
etnográfica tanto como relacionar la etnografía con la temporalidad (Fausto
y Heckenberger 2007: 4).
Así, tomando el caso de los bienes que circulan a través del sistema
de tratados y convenios entre el gobierno argentino y los caciques podemos
pensar en los diferentes regímenes de valor que intervienen en la política
y las relaciones interétnicas, también a partir del abordaje de los diferentes momentos en la vida social de estas cosas. Como sostiene Appadurai
(1991: 78) es en definitiva la política, en un sentido amplio, el vínculo
entre los regímenes de valor y los flujos específicos de mercancías, siendo
por lo tanto que las mercancías, como las personas, tienen una vida social
(1991: 17).
Al definir al valor como un juicio de los sujetos en relación con un
objeto y no como una propiedad inherente de los objetos, Appadurai (1991:
19) afirma que las cosas o grupos de cosas circulan en ambientes culturales
e históricos particulares; por lo tanto, sus significados están inscriptos en
sus formas, usos y trayectorias. En consecuencia, esta perspectiva sostiene
la necesidad del análisis histórico de esas trayectorias con el objeto de poder
interpretar las transacciones y cálculos humanos que animan a las cosas. El
mencionado autor define a este proceso como una inversión metodológica a
través de la cual “son las cosas-en-movimiento las que iluminan su contexto
social y humano” (Appadurai 1991: 19). Sostiene que en el propio Marx se
encuentra la posibilidad de un enfoque en las mercancías desde este tipo de
análisis histórico e intercultural; critica los planteamientos que conciben el
intercambio de obsequios y el mercantil como fundamentalmente contrarios
y mutuamente excluyentes y propone limar el contraste exagerado y reificado entre Mauss y Marx, entre obsequio y mercancía. Identifica a esto último
como consecuencia de una tendencia a romantizar las sociedades en pequeña
escala; desde la cual se pierde de vista tanto que las sociedades capitalistas
también funcionan de acuerdo con propósitos culturales, como el subestimar
Appadurai la define como las relaciones, presupuestos y luchas concernientes al poder,
“es lo que une valor e intercambio en la vida social de las mercancías”. Los intercambios
de la vida común son posibles porque existe “un vasto conjunto de acuerdos relativos a qué
es deseable, qué implica un ‘intercambio razonable de sacrificios’, a quién está permitido
ejercer qué tipo de demanda efectiva y en qué circunstancias” (1991: 77).
Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181
151
las características planificadoras e impersonales de las sociedades no capitalistas (Appadurai 1991:27).
Abordar la vida social de las cosas implica enfocarse en cómo estas se
caracterizan en situaciones determinadas a lo largo de su trayectoria social.
Así, la situación mercantil en la vida social de una cosa es:
la situación en la cual su intercambiabilidad -presente, pasada o futura- por
alguna otra cosa se convierta en característica socialmente relevante […] las
cosas pueden entrar y salir del estado mercantil y tales movimientos pueden ser lentos o rápidos, reversibles o terminales, o normativos o desviados
(Appadurai 1991: 29).
Lo que me interesa destacar aquí, en relación con esta propuesta, es que
precisamente la idea de entrar en y salir de diferentes regímenes de valor, de
las cosas al igual que de las personas y las imágenes, habilita una entrada
a los modos históricos y contextuales en que dichos regímenes de valor se
entrelazan. Y aquí es interesante la propuesta de Appadurai relativa a que
más que un “marco cultural” que definiría la candidatura mercantil, o de
obsequio de las cosas, podríamos pensar en “regímenes de valor” ya que los
conjuntos de estándares compartidos pueden ser muy superficiales; es decir
que “el acto de intercambio no presupone una completa comunión cultural de
presuposiciones” (1991: 30). Esta definición contempla que un objeto puede
tener, por ejemplo, una fase mercantil pero que esto no agota su “biografía”,
la cual no está culturalmente regulada sino abierta a diferentes grados de
manipulación individual.
Lo que dificultaría al análisis intercultural de las mercancías y de otros aspectos de la
vida social es el dualismo excesivo que define el “nosotros y ellos”, “lo materialista y lo
religioso”, “la objetivación de las personas” contra “la personificación de las cosas”, o “el
intercambio de mercado” contra “la reciprocidad”. Estas oposiciones parodian ambos polos
y reducen de modo artificial las diferencias humanas (Appadurai 1991: 28).
Se trata de una perspectiva no solo anclada en la producción sino en la trayectoria total,
desde la producción hasta el consumo, lo cual ha generado desde el momento de su publicación diferentes tipos de crítica. Aunque hoy habría relativo consenso en reconocer
que las cosas se producen, tienen significado y actúan sobre la vida social, no deberían
desdeñarse “las determinaciones de la producción” (González Seguí 1992: 278).
El trabajo de Joanne Rappaport (2006) en relación con la militancia indígena ha sido muy
sugerente al respecto.
Para Appadurai “la mercancía no es un tipo de cosa en vez de otro, sino una fase en la
vida de algunas cosas” (1991: 33), por lo tanto los sistemas de clasificación, de acuerdo a
la analogía con la zoología, no podrían ser sino politéticos.
152
Walter Delrio
Así, cuando los tratados establecen “parcialidades”, o “cacicazgos
principales y secundarios”, reconocidos y reconocibles por la circulación de
bienes, organización militar y de información, constituyen éstos conceptos
polisémicos que implican tanto la circulación y la producción de objetos
como también de recuerdos y prestigios, y la persecución de la distinción
social por medio de estrategias de asociación ¿Podemos considerarlos, por
lo tanto, también como mecanismos de un mercado de mercancías de entrega futura; es decir un “terreno especializado para las contiendas de valor”
(Appadurai 1991: 70)?
Estas preguntas implícitamente proponen una relación particular entre
acontecimiento y estructura. En su planteo dinámico de la política en sentido amplio, es decir no solo referida a las relaciones de privilegio y control
social sino a la tensión constante entre las estructuras existentes de valor y la
tendencia de las mercancías a quebrantarlas, la propuesta de Appadurai tiene
un paralelo con la diferenciación que hace Rancière entre policía y política.
Rancière (1996) entiende a la política como una movilización subversiva
que tensiona los márgenes de la policía -entendida como arena o sistema
de dominación-, hasta bien no sea eficientemente encuadrada dentro de sus
marcos.
La documentación disponible en los archivos históricos permite abordar
tanto la mirada y estrategias estatales con respecto a los circuitos económicos
y políticos de la población originaria del área pampeana y norpatagónica
hacia la década de 1870, como pensar en las tensiones subyacentes en los
regímenes de valor y en los márgenes de la dominación o policía estatal. Por
entonces, la política del gobierno nacional incluyó la firma de diferentes
“convenios” con los caciques quienes, como representantes de “tribus indias” y ya no de “naciones”; es decir, como otros internos, se comprometían
a colaborar con la defensa de la frontera estableciendo tanto la entrega de
raciones diferenciales como la posibilidad de vínculos comerciales con las
poblaciones argentinas10.
Rancière (1996) llama policía, al “conjunto de procesos mediante los cuales se efectúan
los agregados y el consentimiento de las colectividades, la organización de los poderes, la
distribución de los lugares y funciones y los sistemas de legitimación de esta distribución”.
Entiende a la policía no tanto como un “disciplinamiento” de los cuerpos sino como una
regla de su aparecer, una configuración de las ocupaciones, y las propiedades de los espacios, donde esas ocupaciones se distribuyen. Al mismo tiempo denomina como política a
las disrupciones o tensiones, a los momentos en que irrumpe en la policía lo político.
10
La historia de los tratados es también una manifestación de este constante entrar y salir
de las comunidades indígenas desde la perspectiva de la sociedad criolla. Abelardo Levaggi
(2000) afirma que los tratados se regían por el ius gentium. Este tipo de derecho, originado
en la antigua Roma, era aplicable tanto a los “ciudadanos” como a los “extranjeros”, con
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153
Tanto la materialización de las entregas establecidas por estos convenios
como los mecanismos de control -visitas de militares y científicos- para inspeccionar el territorio indígena reforzaban el modelo de ordenamiento social con
el que la sociedad criolla interpretaba a los pueblos originarios. A través de los
mecanismos utilizados se manifiesta un tipo determinado de historicidad por
parte de las agencias del estado, desde la que se distribuyeron los cuerpos en
el espacio de su visibilidad o su invisibilidad y se pusieron en concordancia
los modos de ser, los modos del hacer y los modos de decir dominantes en
las concepciones políticas de fines del siglo XIX (Rancière 1996).
Como señala Bechis (1989) las tolderías de los caciques principales,
como Sayhueque, devinieron en nodos de información, espacios donde no
sólo las visitas oficiales se detenían sino donde, en adelante, frecuentemente
los parlamentos indígenas serán convocados. Al mismo tiempo, el sistema de
tratados se convertía en un espacio más amplio de negociación/ imposición11
en el cual cada parte llevaba adelante sus propios reclamos, tanto teniendo
presente lo que otros caciques y agrupaciones obtenían o dejaban de obtener
como también lo que las mismas autoridades gubernamentales recibían a
cambio -no sólo como resultado político sino como beneficio comercial.
Señor Coronel Usted vea que yo no quiero quebrar con Usted pues tengo
muchos cuentos recibidos en contra de Usted que me han dicho que Usted esta recibiendo mucho dinero por las Cautivas que le ha entregado y
hasta Caballos, que esto le da los dueños de las familias esto me parece
que yo no mas sere el que trabajo debalde como que Usted y el Mayor mi
ha hecho volver con las manos cruzadas a mis Comisiones12 (En Pavez
Ojeda 2008: 518).
La interpretación del ordenamiento sociopolítico indígena a partir de
este tipo de documentación de archivo tiene su propia historia a la que me
referiré muy sintéticamente. Se destacan las descripciones de los cacicazgos
lo cual es equivalente al moderno derecho internacional. Tamagnini y Pérez Zavala (2002)
sostienen que por esta misma razón desde 1850 el estado nacional procuró no reconocer a
los indígenas como un colectivo externo sino como grupos sujetos a las leyes de la nación.
En adelante utilizarán los términos “convenio” y “tribus indias” en reemplazo de “tratados”
y “naciones indias”, procurando así sacar a los tratados del derecho público colocándolos
en el derecho privado (2002: 133).
11
Como señala Bechis (1989), el sistema de tratados era también consecuencia de la política
aborigen, de distintos proyectos de autonomía o de integración con respecto a los proyectos
de “organización nacional” de los criollos.
12
Juan Kalfukura al coronel Julián Murga, Salinas Grandes, octubre de 1872. AGN, Buenos
Aires. Sala VII, Fondo Museo Histórico Nacional, legajo 43, f. 6335.
154
Walter Delrio
pampeanos y norpatagónicos como formas intermedias de concentración de
poder a través del surgimiento de una jerarquización. Contemporánea a los enfrentamientos de fronteras, y más específicamente a las campañas de conquista
militar de fines del siglo XIX, se consolidó una literatura que identificaba en
la figura de los llamados caciques principales la constitución de verdaderos
“estados indígenas” (Zeballos [1878] 1986, Schoo Lastra 1928). Se definió
como estrategias de las sociedades sin estado la búsqueda o aprovechamiento
de la vinculación con el estado (Marfany 1940, Walther 1980). Esta lectura
seguía de forma bastante lineal la perspectiva de las fuentes que describían
a las agrupaciones pampeanas como rapiñeros procurando bienes -ganado- a
cualquier precio y modo. Esta “sociedad malonera” o del ganado era descripta
sin otra vida política que a través de la figura de los grandes caciques, quienes
concentraban el poder de coerción y la representación colectiva, decidían
qué papel tomar en el circuito del ganado y en la política de frontera. Por lo
tanto, la agencia indígena sólo era visible en términos de cómo se integraba
o no un determinado cacique/ tribu a los circuitos de intercambio mediante
alianzas con el estado -provincial o nacional.
Desde el trabajo académico de Rex González (1979), retomado posteriormente por Mandrini (1984), la discusión en torno de la constitución de
jefaturas pampeanas fue complejizada y devino en un tema central en la
Etnohistoria de los últimos años. En una dirección opuesta Bechis (1999)
ha sostenido que estos efectos sesgantes de las relaciones con el estado, no
habrían producido un cambio sustantivo en la segmentalidad de la sociedad
indígena. Ambas posiciones han tomado como elementos centrales del debate
la circulación, concentración y distribución, de los bienes obtenidos en la
relación con la sociedad hispanocriolla pero, fundamentalmente, han introducido la idea de agencia o iniciativa indígena. Principalmente lo han realizado
a través del análisis de los procesos de conformación de los malones como
empresa política y económica (Crivelli Montero 1997) y de la centralidad de
los caciques principales en la representación indígena frente al estado13. Estos
13
En los últimos años una serie de trabajos han venido a profundizar y/o a discutir este
cuadro. Para el caso de las parcialidades salineras véase de Jong y Ratto (2008); para el de
las tehuelches del norte de la Patagonia los trabajos de Nacuzzi (1996), Villar y Jiménez
(2003); Vezub (2009) y Gotta (2002) para el caso de las Manzaneras y los trabajos de Tamagnini y Pérez Zavala (2002), Villar y Jiménez (2006) para las ranqueles, entre muchos otros.
También véanse las compilaciones de Nacuzzi (2002), Mandrini y Paz (2003), y Mandrini
(2006). Todas estas investigaciones han otorgado densidad al análisis de la política indígena del periodo pre-conquista, a partir del análisis de una relación dialógica mucho más
compleja, ya no sólo entre proyectos hegemónicos estatales y estrategias indígenas sino
incorporando intereses de distintos sectores de la sociedad criolla como también proyectos
hegemónicos de determinados sectores indígenas.
Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181
155
enfoques tanto como los de trabajos más recientes, en líneas generales, han
compartido -desde el recorte temporal- el presupuesto de que la conquista
estatal de 1878-1885 ha representado un momento de quiebre.
En las últimas dos décadas el trabajo con la memoria social permitió
formular nuevas preguntas y complejizar las ya establecidas por parte de los
estudios etnohistóricos. En las narrativas de las familias mapuche y tehuelche
del área pampeana y norpatagónica personajes como Sayweque, Kalfukura o
Namunkura aparecen como sujetos que son evaluados de acuerdo a si respondieron o no, en sus respectivos contextos, a las enseñanzas de sus antepasados.
Y no sólo en cuanto a sus relaciones con el estado sino principalmente con
respecto a sus propias familias y grupos a los cuales pertenecían o representaban. El prestigio y el poder personal nunca aparecen como elementos
aislados de este “hacer” como miembros de un colectivo que va más allá de
la comunidad de los vivos y que los vincula con aquello que han podido
recibir, en forma de consejo, enseñanza o experiencia, de sus antepasados.
Así también sus decisiones y sus palabras han tenido y tendrán sus efectos
en las siguientes generaciones (Ramos y Delrio 2011).
La posibilidad del error, haber confiado en los bienes -dones recibidos
de acuerdo a los tratados firmados- del winka14, de no haber oído a los suyos,
de haber tenido dos corazones o dos palabras, forma parte de las posibles
evaluaciones y también de las explicaciones de ciertos fracasos. Pero es también en la evaluación del contexto de las campañas de sometimiento -que
frecuentemente son recordadas como la época de “los expedicionarios”, en
la que “los extranjeros corrieron a todos”, etc.- donde aparece la revalorización del respeto a las enseñanzas de los antepasados por parte de quienes
supieron cómo recibir una rogativa, cómo llevar a los suyos no sólo por el
espacio físico sino principalmente en la búsqueda del nuevo equilibrio con
los newen15, en un contexto de desplazamiento en el cual las “estructuras”
serían desafiadas por los acontecimientos.
La evaluación desde la memoria social propone otro tipo de historicidad en la cual el cambio y la agencia difieren de aquella del archivo. Así, la
identificación de ciertos proyectos como personales de determinados líderes
indígenas deviene en una dimensión colectiva. Desde esta construcción de
sentido, por ejemplo, el “tener dos corazones”, algo que fuera atribuido a
un lonko16 renombrado como Kalfukura, y que para algunos autores formara parte de la aureola de prestigio que rodeaba a la construcción de poder
efectivo de dicho cacique, no podría ser interpretado como un valor positivo
14
Vocablo que significa ladrón, cristiano.
En forma general se refiere a, espíritu o fuerza de las cosas.
16
Traducido frecuentemente como cacique, literalmente cabecilla o cabeza.
15
156
Walter Delrio
que hable del prestigio de una persona. No obstante, puede ser considerado
como algo tolerable como excepción coyuntural, especialmente cuando esto
es recordado y transmitido como enseñanza. Al mismo tiempo, estos episodios de concentración de poder -o cuando se hizo necesario tolerar el “tener
dos corazones”- son ubicados en el devenir como momentos que se han
alternado en el tiempo, no como experiencias deseables o aconsejables a las
siguientes generaciones. Podríamos preguntarnos si no es acaso una forma de
describir el entrar y salir de Kalfukura de los diferentes regímenes de valor
e historicidad. En una contada de Abel Kurüuinka, referida por Koessler-Ilg,
se explica esto del siguiente modo:
El héroe de la guerra y jefe de muchas naciones, el chao Kalfukurá, le hizo
llegar a sus aliados la flecha sangrienta para llamarlos. Quería vengar un
hecho y ellos tenían que ayudarlo. Llenos de gloria iban a volver. Cargados
de botín volverían. Nuestros abuelos siempre decían que el Grande del
cielo azul no quiere las personas que tienen dos corazones, pero que estaba
haciendo una excepción con Kalfukurá, con darle esa gran memoria, nomás,
y que lo quería, por el modo en que lo ayudaba siempre, que los espíritus
lo cuidaban (Koessler-Ilg 2006: 266).
El tener dos corazones -o dos pensamientos, entre otras cosas- deviene
en que al morir su alwe iba a quedarse dando vueltas en el wuenu mapu
hasta que pudiese entrar en el wuelu witraw donde residen sus ancestros17.
De acuerdo con este relato, Kalfukura puede ser visto como una excepción
ya que es alguien que no sólo se constituye, en tanto “héroe y jefe de la
guerra”, en alguien poderoso que convoca y reúne aliados, obtiene bienes
de sus tratados con el wingka sino que también -como excepción y pese a
“tener dos corazones”- ha recibido del Grande del cielo azul el don de una
gran memoria. De acuerdo al narrador, ésta era la explicación dada por los
abuelos con respecto a la excepcionalidad de Kalfukura como héroe que
llevaba a sus aliados a la gloria.
El poder del lonko estaba asociado a la posesión de una piedra que se le
habría presentado a su abuela preanunciándole el destino de su nieto:
A él pertenezco yo, él va a ser mi amo; yo voy a ser la ayuda para que sea
rico y sabio; grande va a ser, a todos va a vencer. Pero tiene que comer sobre
todo carne de yegua antes de pelear con los uinka, tiene que consultar las
machi cuando hay luna nueva nomás, y antes de maloquear tiene que hacer
17
Alwe: alma, wuenu mapu: significa tierra de arriba, welu witraw: constelación de las Tres
Marías. (Pablo Cañumil, comunicación personal)
Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181
157
tocar una quijada de yegua. Si hace esto, tendrá suerte siempre. Pero a mí
me tiene que mostrar a la gente una vez al año nomás, en las rogativas. Y no
tiene que dejarme en otras manos si quiere dominar a la gente. Envuélvame
nomás y lléveme a su casa. Nunca más voy a hablar. (Abel Kurüuinka, en
Koessler-Ilg 2006: 270-271).
Al mismo tiempo, la evaluación que se hace del desempeño de quienes
sucedieron a Kalfukura es que esta dependencia de los bienes entregados por
el gobierno, sin el correspondiente conocimiento y desempeño tradicional
de aquel, condujo a que: “hasta que cambió el gobierno argentino, que no les
dieron ninguna ayuda más, les quitaron tierras y derechos. Y al fin todo les
quitaron para siempre, que volvieron a hacerse mala sangre” (Abel Kurüuinka,
en Koessler-Ilg 2006: 270-271).
Ahora quisiera detenerme en algunas conclusiones parciales sobre el
método. En primer lugar, en cuanto al uso de palabras y la lengua ya que los
regímenes de historicidad determinan la visibilidad de cada tipo de archivo.
Así los términos utilizados, por ejemplo, en las fuentes ministeriales no han
sido los únicos modos, al momento de establecer prestigios diferenciales,
que hacen al ejercicio de la representación colectiva o administración de los
bienes materiales e inmateriales de los grupos familiares de pertenencia. Pero
hablar de “caciques” y “tribus” también hace sentido para estos últimos ya
que refiere al contexto de relación con sociedades no-indígenas y desde el
espacio marcado como policía, según Rancière (1996). Al mismo tiempo, ese
archivo puede invisibilizar pero principalmente indiferenciar el hecho de que
los agentes involucrados fuesen lonko, ulmen, toqui, apo ulmen, etc. Esto,
por el contrario, desde la historicidad de la memoria social podría decirnos
mucho, no sólo sobre quiénes eran representados por estas personas sino
también sobre los procesos por los cuales estas personas se constituyen, en
ciertas circunstancias, en representantes de un colectivo específico.
En segundo lugar, comparar las diferentes lógicas de poder y prestigio
que existen en el proceso de relación no implica considerarlas como dicotómicas en relación con los agentes. Este entrar y salir permite dimensionar
los procesos de cambio, desde una aproximación histórica, en las formas de
construcción de sentido y de valor. Tal es el caso de la evaluación del éxito
puntual de algunos de los proyectos personales atribuidos a determinados
“grandes caciques”, que desde la mirada de quienes se siguen reconociendo
como parte del grupo social son interpretados como momentos de un ciclo -en
el que se entra y sale-, algo que debió ser tolerado por el futachao del cielo
azul, en un contexto particular. No es suficiente con dar cuenta cuantitativamente de la presencia de bienes provenientes del vínculo político y comercial
con la sociedad hispanocriolla. Más significativo aún es poder dar cuenta de la
158
Walter Delrio
vida social de los mismos, de los modos en que éstos no sólo son distribuidos
sino cómo han sido pensados como consecuencia del trabajo social de una
familia, casa, alianza en parlamento, etc. Y, al mismo tiempo, indagar sobre
los modos en que estos circulan a lo largo del tiempo, no sólo en su dimensión
material sino también simbólica18. En otras palabras, incorporar la pregunta
con respecto a la evaluación que hacen las personas de aquello “recibido” en
otros contextos y cómo éstos funcionan como marco de referencia para las
decisiones e intercambios a futuro, ya que también el prestigio y las baquías
de las personas forman parte de la herencia inmaterial de sus familias, al
tiempo que pueden imponer un deber hacer a sus miembros.
En tercer lugar, se hace necesario incorporar otros marcos temporales
y espaciales. Los sistemas de clasificación, como el de la política de tratados,
al mismo tiempo que establecían membrecías grupales mediante la fórmula
“cacique-tribu”, también atribuían territorialidades fijas y líneas de descendencia/ ascendencia que serían utilizadas por parte de la descripción de la
paleoetnografía académica de la primera mitad del siglo XX, como pruebas de
la existencia de áreas culturales. En oposición pueden hacerse otras preguntas:
¿cuáles han sido los espacios ancestrales de ceremonia, los cementerios, los
sitios marcados en la memoria social como los lugares en los cuales el antepasado fundador de la casa recibió el conocimiento de las fuerzas de la naturaleza
y de sus antepasados? Las trayectorias sociales en los procesos de formación
de grupo involucran criterios de adscripción y pertenencia diferentes a la
fijación territorial y cultural de los esquemas occidentales. De este modo, los
procesos históricos incorporan desplazamientos territoriales, transmisión de
bienes inmateriales, relación con los ancestros, vinculación con las fuerzas
espirituales, alianzas o pertenencias compartidas con otros grupos -hablantes
de otras lenguas o habitantes de otros espacios geográficos.
Antropología (histórica) e Historia de la Etnohistoria
Toda la mapu es una sola alma, somos partes de ella.
No podrán morir nuestras almas.
Cambiar sí que pueden; pero no apagarse.
Una sola alma somos, como hay un solo mundo
(Abel Kurüuinka, en Koessler-Ilg 2006 (1): 66)
La definición de la Etnohistoria como el estudio histórico no de las
etnias sino de los procesos de etnicidad a partir de los cuales se construyen
18
En este punto ha sido pionero el trabajo de Claudia Gotta (1993).
Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181
159
diferentes estatus de subalternidad constituye un momento particular del
desarrollo disciplinar. En nuestro medio posee una historicidad propia y
ha venido a confrontar con la vigencia centenaria en nuestra sociedad de
un paradigma epistemológico que no sólo ha involucrado al espacio académico.
En efecto, si bien la construcción del estatus de subalternidad indígena
en Argentina implica la concurrencia de diferentes procesos que deben ser
analizados desde sus propias coordenadas espaciales y temporales y dentro
de particulares lógicas de disputa de diferentes tipos de recursos, medios
de incorporación política y categorías sociales implicadas19, es posible aún
pensar en una matriz de matices -y de matices que dan forma a dicha matrizdesde la cual se ha construido -y aún construye en parte- sentido, no exento
de cuestionamientos y de redefiniciones. La identificación de los pueblos
indígenas -más allá de su presencia y agencia concreta- como un elemento del
pasado, un obstáculo al desarrollo de las fuerzas productivas, una amenaza
a la organización socio-política del país y la anunciada extinción/ desaparición de los mismos como entidades sociopolíticas y culturales, ha formado
parte de dicha matriz. Esas cuestiones, devenidas en supuestos del sentido
común, constituyen las premisas epistemológicas sobre las cuales, por casi
un siglo, se han sustentado en una diversidad de casos políticas estatales,
agencias privadas y públicas e intereses de sectores productivos en relación
con los pueblos indígenas. Y también sobre la cual la agencia de éstos ha
debido articular sus iniciativas.
El sometimiento ha sido el presupuesto ontológico que ha permitido
relacionar procesos de construcción de mismidad y alteridad, diferentes
mecanismos de disciplinamiento, de construcción de conocimiento y de su
patrimonialización. La apropiación y distribución del territorio y de las personas, la formación de los discursos disciplinares, la creación de los museos
de etnografía, ciencias naturales e historia y la selección de los elementos
culturales patrimoniables para una tradición nacional, constituyeron una parte
significativa de dicho proceso histórico, no obstante complejo y heterogéneo.
En esta dirección, la clasificación y tipología cultural como agenda académica
antropológica permitía hacer visible la dirección del cambio al mismo tiempo
que se constituía en un agente de su materialización20. La paleoetnografía
19
Al respecto véase Briones (2005).
Los trabajos de Vignati (1931), Harrington (1946), Escalada (1949) y Casamiquela (1965)
establecieron un ordenamiento espacial de diferentes entidades culturales/ raciales en el
ámbito de Pampa y Patagonia como grupos discretos en sus características esenciales y
diferenciadoras: lengua, fenotipo, tecnología y cultura material. Este modelo tiene vigencia
en los libros de texto, sentido común y discursos políticos aún en el presente.
20
160
Walter Delrio
a partir de testimonios y entrevistas a contemporáneos reforzaba el carácter
de rescate que imbuían de inmediatez y urgencia al trabajo del investigador.
En líneas generales, se trató también de una denuncia sobre el “fin de las
culturas indígenas” que adaptaba el evolucionismo cultural con el discurso
de la aculturación.
Al mismo tiempo, la historiografía contribuyó a congelar a los pueblos
originarios en un momento específico, el de constitución del estereotipo del
malón -la sociedad tras el ganado- de la segunda mitad del siglo XIX. Caracterizó en líneas generales a esta última, una notable continuidad con el discurso
político de sectores dominantes de fines del siglo XIX y la exclusión de los
pueblos indígenas de la historia nacional, más allá del período colonial y del
estereotipo del malón. Así, la historia de los pueblos originarios quedaba definida de acuerdo a una lógica histórica externa, o bien a una lógica evolutiva
natural. En ambos casos, los pueblos originarios eran sujetos sin agencia o
víctimas, pasivas o no, del cambio entendido en términos de aculturación y
evaluado como un “dejar de ser”.
El sentido de la aculturación propuesto por el histórico-culturalismo fue
criticado y desafiado por nuevas perspectivas que se desarrollaron frente a
esta narrativa del sometimiento. En la década de 1980, y en el contexto de
recuperación de la democracia, nuevas propuestas ganaron espacio para abordar la tarea de desestructurar el modelo rígido dado a la cuestión indígena.
En el contexto de Pampa y Patagonia, atacando los supuestos de nomadismo
constante, extranjería, degeneramiento étnico y actividades de depredación
atribuidos a las sociedades originarias.
No es mi propósito dar cuenta de la historia de cada disciplina vinculada
con la construcción de conocimiento sobre los pueblos indígenas. Sí me interesa señalar el telón de fondo sobre el cual deben dimensionarse los efectos
que ha producido la irrupción de la Etnohistoria en nuestro medio.
En particular, en el ámbito académico en Argentina la identificación
de la Etnohistoria no como una historia étnica -es decir, orientada a la reconstrucción de las entidades étnicas- sino como una investigación sobre las
relaciones de etnicidad ha sido un importante legado de diversos investigadores que han venido marcando el camino21. Martha Bechis lo ha propuesto
como el campo de estudio del proceso histórico o presente de situaciones
hegemónicas y las consecuentes relaciones dialécticas entre alteridades socioculturales colectivas (Bechis 2010: 21); identifica como su objeto no a las
etnias como entidades discretas sino a los mismos procesos de su creación,
modificación, mantenimiento o disolución.
21
Como Ana María Lorandi, Lidia Nacuzzi, Marta Ottonello, entre otros.
Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181
161
Esta perspectiva converge con las líneas desplegadas en las últimas décadas del siglo XX, y especialmente a partir del giro barthiano en los estudios
sobre etnicidad e identidad22. Tanto desde perspectivas instrumentalistas
como constructivistas los enfoques fueron entonces priorizando los procesos
históricos de construcción de la diferencia, dando cuenta así de la etnicidad
como de la constitución de relaciones asimétricas establecidas entre grupos
sociales (Comaroff & Comaroff 1992). En este punto es donde la Etnohistoria
en nuestro medio representa un cambio de perspectiva en relación con los
postulados histórico-culturales. Los grupos étnicos ya no serían conceptuados
en tanto portadores de una cultura, siendo ésta “una implicación o un resultado” (Barth 1976: 12). Esto permitiría evadir los riesgos de una clasificación
morfológica de tal tipo que tempranamente advirtiera el propio Barth. Este
autor sostenía la necesidad de apartarse de los puntos de vista prejuiciados
orientados hacia la búsqueda de la naturaleza de la continuidad en el tiempo
de las unidades culturales. Barth entendía que el investigador debía tener
en cuenta las categorías y prejuicios de los actores para priorizar el análisis
de la organización étnica por sobre el de las culturas. Asimismo criticaba
a la Etnohistoria que hacía una crónica de la aculturación, como dinámica
del cambio cultural o de la manera en que los diferentes rasgos culturales se
ensamblaban diferencialmente, ya que los rasgos elegidos para establecer las
diferencias no son objetivos sino aquellos que los actores mismos consideran
significativos (1976: 15).
Barth entiende a los grupos étnicos como una forma de organización
social, por lo tanto es fundamental abordar la autoadscripción como la
adscripción por otros. Al mismo tiempo esto conduce a postular que la continuidad de las unidades étnicas depende de la conservación de un límite,
que subsista la dicotomía más allá de que los aspectos culturales o la misma
forma de organización del grupo puedan cambiar.
Así, los giros en torno a la agencia resultan indisociables de esta perspectiva sobre la identidad y los procesos de etnicidad. El discurso de las
historiografías hegemónicas nacionalistas -parafraseando a Ranajit Guha
(2002)- había objetivado insidiosamente al subalterno negándole su agencia. Esto se vincula con el manejo de un corpus formado por el discurso e
historicidad colonial y producido tanto por hegemonías coloniales como
republicanas. Ese discurso afirma una forma de gobernabilidad (Bhabha
1994) imponiendo subalternidades, produciendo al colonizado como otro
-diferenciado y estereotipado- y mostrando una nación sujeto que domina y
se apropia. Por lo tanto, el recaudo metodológico implica tener en cuenta los
22
Para un detallado análisis y descripción de este proceso véase Briones (1998).
162
Walter Delrio
procesos de conformación del fondo documental mismo. El poder hegemónico
describe los límites de aparición del otro, la imposibilidad de su aparición
en la documentación oficial, así como las distorsiones o mediaciones para
que éste pueda acceder a la cadena legitimada de discursos que conforma
ese corpus de archivo.
El discurso hegemónico colonial que impone subalternidades y establece un determinado piso conversacional, como sostiene Homi Bhabha
(1994), utiliza un sistema de representación que es estructuralmente similar
al realismo. Produce al colonizado como una realidad social, como un otro
que, simultáneamente, es conocible y visible. Al mismo tiempo, construye
un marco de interpretación colonial, en el cual la geometría del proceso es
unidimensional y lineal.
Así, lo que hemos denominado arriba como supuesto ontológico del sometimiento ha tenido por característica principal una tensión entre enfoques
en los que predomina la mirada sobre el sometimiento y la dominación resultante, o bien sobre la resistencia subalterna. En este punto resulta sugerente
la propuesta de ir más allá de esa dicotomía, algo que Fausto y Heckenberger
(2007) denominan „geometría del espacio“ en el análisis de los procesos de
cambio; y donde la incorporación del análisis de otros marcos interpretativos
puede aportar otras preguntas.
Como hemos señalado, la incorporación de la memoria social como
fuente histórica representa un elemento resignificado a lo largo del tiempo
desde la academia y, en los últimos años, ha habilitado nuevas y viejas preguntas. Antes que nada, parto de la premisa que no representa otra versión
de los hechos sino otros hechos y modos de conceptualización. En la medida
en que es el resultado de otras preguntas y modos de atesorar la experiencia
de anteriores generaciones, la memoria social forma parte de los procesos de
identidad y debe ser comprendida dentro de un particular régimen de historicidad, es decir del modo contextual en que una comunidad se relaciona
con el pasado y el futuro.
Esto se relaciona con la definición del campo de estudio. Es sugerente
al respecto el planteo de Carneiro da Cunha (2007) quien se pregunta por
el modo en que aquello denominado como situación interétnica ha demostrado ser una unidad de análisis más que compleja, en donde hay más que
una dicotomía indígenas-blancos. Para el caso amazónico la autora sostiene
que hay diferentes historicidades entre indígenas llamados “mansos” y
“salvajes”, y que ninguna puede comprenderse sino desde la co-presencia
pues en la vida de las personas y los grupos es posible entrar y salir desde
una a otra.
En esta dirección, la pregunta sería por las diferentes ideas del cambio
y los diferentes regímenes de historicidad, desde una membrecía politéti-
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163
ca y una geometría no lineal y dicotómica. Precisamente, advirtiendo las
dificultades que conlleva proponer la común aplicación de términos como
historicidad, agencia, cambio o continuidad, que podrían ser considerados
como premisas ontológicas de mundos distintos23 Carneiro da Cunha (2007)
propone una pregunta más general en torno a si existe en este tipo de procesos
un corte claro entre vencedores y vencidos: ¿Han sido ellos asimilados o ellos
han asimilado?, ¿Pueden coexistir ambas versiones y ser simultáneamente
verdad? La autora sostiene que los estudios sobre los pueblos amazónicos
han mostrado como la aculturación puede ser comprendida también como
un modo de reproducción social, como una clase de transformación endógena, a través de la asimilación del enemigo como un modo de reproducción
(Carneiro da Cunha 2007: xii).
Por lo tanto, el modo de pensar ese espacio de análisis se encuentra en
el centro del planteamiento ontológico. Cardoso de Oliveira (1964) propuso
el concepto de fricción interétnica para enfocar las zonas intersocietales
diversas culturalmente, Sahlins (2000) creyó necesario reconfigurar la usual
oposición binaria incluyendo la idea de zona intercultural, Pratt (2002) desde un perspectiva lingüística la propuso como zona de contacto, Ferguson
y Whitehead (1999) plantearon el concepto de zona tribal para caracterizar
los espacios físicos y conceptuales que radian desde los bordes de los sistemas estatales. Desde estas propuestas se buscó complejizar la geometría del
contacto. Estas metáforas espaciales como margen y/o periferia designan en
todo caso un centro y representan al estado intrusivo. En este punto coincido
con las preguntas que Fausto y Heckenberger realizan a esta geometría del
espacio ya que supone linealidad, continuidad y localización geográfica, al
mismo tiempo que un único régimen de historicidad o temporalidad, siendo
que se trata de ciclos de aislamiento y contacto, retracción y re-creación, que
23
En esto también coinciden Fausto y Heckenberger, quienes llaman la atención sobre los
riesgos de utilizar acríticamente conceptos como los de agencia, es decir categorías culturales contemporáneas de la conciencia social anglo-americana. Ya que esta, por ejemplo,
connota la capacidad de los individuos como tales para guiar conscientemente sus vidas
y actos sobre el mundo. Este concepto cultural descansa en una particular noción de
persona, predicada sobre la auto-identidad y autoconciencia, en el cual la elección libre
es el modelo de acción y relaciones de propiedad que caracteriza las conexiones de los
agentes con sus actos. Habría que tener en cuenta otras concepciones de agencia (2007: 4).
En relación con la misma idea de persona, Viveiros de Castro (1992) enfatiza en su trabajo
cómo las sociedades amerindias tienen más interés en la producción y la reproducción
de las personas en vez de los bienes. Por su parte, la noción de Fausto (1999) de “consumo productivo” describe los materiales y energías gastados en la producción de bienes o
personas, o específicamente gastados en la transformación de los enemigos en parientes
(ver también Fausto 2001: 327).
164
Walter Delrio
crean una dinámica especial para el fenómeno social y cultural (Fausto y
Heckenberger 2007: 17).
En este sentido, podemos pensar en otras modalidades de esta geometría
del espacio en base a otros regímenes de historicidad. Como señala Ramos
(2012) desde el enfoque etnográfico se ha reparado tanto en las formas en
que el mundo material provee un locus y un medio para la evocación de
memorias (Kirshenblatt-Gimblett 1995, Josey 2003) como en las maneras
en que las estrate­gias territoriales del presente se van incorporando a las
memorias sociales (Rappaport 1985). Estas perspectivas orientadas al análisis de la espacialización de las memorias (Kohn 2002; Gordillo 2006) han
brindado otras ideas posibles para pensar y sopesar los procesos de cambio.
Especialmente, señala Ramos (2012), a través de la metáfora del camino o
la trayectoria. En el abordaje de procesos que implican desplazamientos de
los grupos sociales, por lo general impuestos por estados coloniales o republicanos, mediante políticas de expropiación de territorio y utilización de la
fuerza de trabajo se han definido conceptos como los de memorias de marcha
(Rumsey y Weiner 2001), trayectorias o caminos (Santos Granero 1998, 2006;
Abercrombie 2006). Estas resguardan no sólo eventos y sitios geográficos sino
que también preservan los sentidos culturales que aquellos eventos y lugares
tuvieron para los grupos sometidos. Estas líneas de trabajo han abordado las
memorias sobre -y constituidas en- contextos de desplazamiento, las que
suelen centrarse en el movimiento, en la reestructuración de los grupos, en
las relaciones de poder y, principalmente, en las conexiones culturalmente
significativas con el espacio físico (Ramos 2012).
Este tipo de perspectiva sobre el espacio, el cambio, la memoria y la
historicidad permitiría un análisis que contemple la reconstrucción de lo
que De la Cadena (2010) denomina pluriverso, complementando el multiculturalismo con el necesario multinaturalismo -en referencia con la histórica
imposición del universo, separación ontológica entre naturaleza y cultura,
establecida por la relación asimétrica de la modernidad colonial. Constituyen
aportes significativos para pensar en una Etnohistoria que evite, como advierte
Appadurai, la lineal traducción entre etnia y nativos en el sentido de que
estos no sean “inmovilizados por su pertenencia a un lugar” y a un “modo
de pensar” (1988: 37). Si entendemos que ningún grupo estuvo verdaderamente encorsetado en un lugar específico y confinado a un modo específico
de pensamiento, podemos también pensar en que el estudio de las relaciones
asimétricas también rompa con el encorsetamiento temporal. Es necesario
abordar los procesos históricos de construcción de alteridad y mismidad que
han establecido particulares estatus de subalternidad, contemplando, como
señala Briones (1998) para esta construcción en términos de aboriginalidad,
los diferentes tiempos y espacializaciones (Briones 2005). Pensar la subal-
Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181
165
ternidad como una formación histórica implica, como señala De la Cadena,
contemplar los modos en que está “parcialmente conectada” con, y participa
en, las instituciones del estado-nación, las cuales le deniegan la diferencia
ontológica a través de prácticas de inclusión que usualmente establecen una
conexión parcial. Es decir un circuito de conexiones más que la suma de las
partes (De la Cadena 2010: 347).
La Etnohistoria, por lo tanto, también podría definir este movimiento
constante de entrar y salir en y de la Historia y la Antropología histórica, con
el objeto de dar cuenta de las relaciones y formaciones sociales implicadas
en procesos de etnicidad y de las tensiones entre marcos de interpretación
hegemónicos y alternativos. Tal la dirección planteada por la idea de Sahlins
(1988) de la “estructura de la coyuntura”, enfocar en la complejidad, historicidad y “pluriversidad” de la misma.
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173
Pablo Wright*
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Universidad de
Buenos Aires
Trabajo de campo en el tiempo: los lugares etnográficos
de la antropología de la historia.
En América Latina la etnohistoria se ha configurado como un campo de
interdisciplina nutrido por la antropología social y la etnología, por un lado,
y la historia, por el otro, cuyo horizonte temporal se remonta al estudio de
las sociedades coloniales e independientes y el rol e interacción de pueblos
indígenas y la sociedad hispano-criolla. En otras regiones del planeta, como
los EEUU y Europa, existe una creciente especialización en el estudio de la
historia de los llamados pueblos sin historia, es decir las poblaciones preeuropeas y/o nativas pero también otros grupos, bajo la denominación de
antropología de la historia. En términos de inclusión disciplinar, ésta sería
más abarcativa que la etnohistoria, conteniéndola, aunque, por otra parte,
esta última parece tener en su constitución epistemológica y metodológica
una fuerte influencia de la historia como disciplina. La antropología de la
historia sería una actividad donde se utilizan más específicamente las categorías y conceptos de la antropología social y la etnología, no centrándose
-necesaria o exclusivamente- en la dimensión étnica que caracterizaría a la
etnohistoria. Sea como fuere, se trata de un campo disciplinar convergente
en donde quizás no sea necesaria una resolución terminológica sino un reconocimiento de trayectorias académicas y tradiciones disciplinares regionales
con valor propio.
Aquí analizaré algunas características de lo que sería el componente
etnográfico tanto de la etnohistoria como de la antropología histórica. Es decir, sin profundizar en una preferencia por uno u otro término para denotar
esta empresa de investigación, aunque afectivamente esté más relacionado
con el primero, me dedicaré a reflexionar desde una crítica etnográfica con-
*
E-mail: [email protected]
174
Pablo Wright
temporánea sobre el costado antropológico de esta mirada hacia el pasado.
Dicho esto, es posible definirla entonces como una verdadera etnografía del
tiempo, pero no de un tiempo indefinido y abstracto sino de éste transformado
ontológicamente por la acción social en historia. Dentro de esta perspectiva,
ya desarrollada con cierta profundidad en otro lado (cfr., Wright 1994, 1997,
2005, 2008), el análisis del trabajo de campo sobre el pasado está influido
por las ideas de Michel de Certeau (1984) y de Edward Soja (1989) acerca de
las relaciones entre espacio y lugar. Para ellos el espacio es una dimensión
abstracta que es transformada por la práctica social en lugar; de este modo,
yendo a la etnografía como actividad podemos considerar que los espacios
en donde ésta se desarrolla se transforman en lugares etnográficos por la
práctica. En la etnografía de sociedades vivientes, los lugares etnográficos
aparecen como instancias emergentes de la acción de las tradiciones académicas que han privilegiado determinadas regiones y/o temáticas, junto con
los investigadores convergiendo existencialmente con sus interlocutores, en
una dimensión intersubjetiva que es a posteriori y no a priori -no es dada,
es producida.
Los lugares etnográficos tienen perímetros variables que dependen de la
interacción que establecen investigadores con el bagaje humano y/o documental que los contiene. Es más, los lugares son producto de esa interacción, su
naturaleza es relacional. Por eso, la idea, por ejemplo de “estudios de área” o
las famosas “áreas culturales” de los manuales etnográficos clásicos, aparece
en este contexto como una reificación institucional que condiciona la práctica
concreta, es decir la interacción dialógica y dialéctica de la etnografía. Incluso,
estas áreas -como el Chaco, Amazonia, Praderas de EE UU, o Tierras Altasen muchos casos perpetúan fantasmas culturales que no existen en ningún
sitio concreto, alimentados por narraciones previas -e instituciones- que les
brindan una legitimidad incuestionable.
Después de sucesivos movimientos de crítica académica y política, llevada adelante principalmente por la antropología crítica (Scholte 1974; Fabian
1983; Hymes 1974), la crítica postcolonial (Quijano 1988; Mignolo 2000; Scott
1989), y la economía política (Comaroff & Comaroff 1992; Rigby 1985; Diamond
1974) la naturaleza relacional e históricamente situada de la etnografía quedó
instaurada en el canon académico de la producción antropológica.
En este contexto la ampliación de los horizontes espaciales y temporales de la etnografía como práctica central de investigación antropológica ha
abierto hoy día amplios campos de discusión, desde la crítica a la escritura
etnográfica, con el reciente turno literario o posmoderno, pasando por las
contradicciones de la etnografía indígena y urbana -o de lo “tradicional”
y lo “moderno”- a las preocupaciones por su extensión al pasado, ya sea
en la etnoarqueología o en la etnohistoria. De este modo, se ha observado
Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181
175
un elevado grado de autoconciencia acerca de los alcances y límites de la
investigación antropológica contemporánea pudiéndose definir ahora a
la etnografía, superando las limitaciones de su tradición clásica, como el
estudio de las culturas no occidentales o de áreas etnográficas discretas y
cerradas, como un verdadero caminar por el campo del mundo, informado
por la teoría antropológica (Wright 1997: 188-189). Un caminar que supone
una mirada, una escucha y una escritura integradas dentro de una epistemología dialéctica y políticamente sensible (Bartolomé 2004; Cardoso de
Oliveira 2004).
O sea, todo el mundo es el campo. Pero ¿de qué clase de mundo estamos
hablando aquí? Pues bien, se puede pensar que si todo el mundo puede ser
el campo, el field, el lugar clásico de nuestra mirada y práctica serían todos
los mundos sociales posibles existentes etnografiables, tanto en el presente
como en el pasado. De este modo, yendo al tópico central del trabajo de Ana
María Lorandi que encabeza este volumen, una etnografía del pasado supondría que en lugar del espacio como locus clave transformado en lugar o sitio
etnográfico por la práctica de investigación, lo sería el tiempo, transformado
en historia lato sensu por la práctica de investigación y por la agencia de los
actores sociales del pasado. Entonces, este campo del tiempo sería el lugar
etnográfico de una antropología que produciría una intersubjetividad entre
el investigador y sus interlocutores remotos, a través de objetos culturales
que son las diferentes clases de evidencias documentales disponibles -sea
en la forma tanto de evidencia escrita como de imágenes, objetos y restos
materiales de diverso tipo. Aquí se define un lugar de campo de ese mundo
del pasado que se transforma en objeto de investigación, un sitio del tiempo
circunscripto como un lugar etnográfico histórico, donde el concepto de cultura y su sucedáneo parcial de imaginario son clave para entender el marco
más amplio en donde las prácticas de los interlocutores del pasado hallan
sentido. Allí radicaría uno de los aportes esenciales de la perspectiva antropológica frente a la historia como disciplina: la cultura como un sistema de
símbolos, sentidos y prácticas integrados de modos a veces fragmentarios y
desordenados que permea las acciones de los actores sociales e instituciones,
de los procesos más micro o más macro que se abordan de acuerdo con las
elecciones temáticas de cada investigador. Pero no se trata de una cultura
omnipresente y abstracta sino de modelos de y para que orientan estratégicamente la acción social.
También es relevante la noción de que toda acción social es una acción
simbólica (Ricoeur [1986] 1994: 50-53) que tiene su inteligibilidad en mundos de sentido no siempre claros y distintos, pero decididamente colectivos,
sociales y, por ello, productos del devenir histórico de una sociedad o de un
grupo. Así, la etnografía de estos sitios etnográficos históricos debe bucear en
176
Pablo Wright
las prácticas e imaginarios sociales no como signos, supuestamente literales
y/o transparentes, sino como símbolos; es decir, como fenómenos plurisémicos que nunca lo dicen todo directamente, o que agotan su sentido en la
literalidad de sus manifestaciones, sean éstas linguísticas -palabras, escritos,
relatos- como acciones -prácticas, rituales, rebeliones, guerras, etc. Esta etnografía debe también generar una voluntad hermenéutica simultáneamente
de escucha de los materiales y acciones del pasado como de sospecha de
sus aparentes sentidos primeros o literales (Ricoeur [1965] 1990: 29-35). La
escucha y sospecha de los sentidos del pasado de estos lugares etnográficos
sin gente viviente directamente, pero presente a través de esas evidencias
particulares, posee por ello limitaciones importantes que obligan al etnógrafo a trabajar con esfuerzo sobre los modelos conceptuales que habilitan esa
escucha y esa sospecha, estableciendo un rapport existencial muy sensible
con los documentos de trabajo. Convergen allí lo que Ricoeur (1994) denomina el mundo del texto, que es el encuentro entre el mundo de la vida del
investigador y el texto que lee e interpreta en un momento histórico dado.
Los etnógrafos de sociedades actuales, por otra parte, pueden tener acceso a
la voz directa de sus interlocutores y esa evidencia viva y dinámica, si bien
parece ser una ventaja por la amplitud de la evidencia documental disponible,
igualmente descansa en la teoría que define lo evidente para ser interpretado.
No siempre más voces o más al alcance del estudioso redundan en un mejor
trabajo de análisis; la abundancia de voces puede a veces saturar la escucha
antropológica. Aquí entonces, la aparente carencia de voces oídas y de eventual información importante podría aguzar los dispositivos metodológicos y
de interpretación de los etnógrafos del pasado.
Dentro de los conceptos también parecen ser importantes los de habitus,
ethos y cosmovisión, en la medida que ayudan a comprender patrones de
prácticas y representaciones sociales que se repiten -siempre en forma desprolija, entrecortada y conflictiva por supuesto- y que modelan sistemas de
valores sociales, códigos de honor, formas de reciprocidad, políticas rituales
y sagradas, y la circulación, acumulación y disputa de capitales sociales y
simbólicos tal como los definieran Clifford Geertz (1973), Victor Turner ([1967]
1980) y Pierre Bourdieu (1977), entre otros.
En relación con las nociones de cultura y de imaginarios, es útil para
el etnógrafo de la historia la noción de matrices de alteridad (Briones 1988;
Segato 2002) que vinculan categorías de percepción socialmente construidas
con relaciones de poder que estabilizan símbolos culturales como signos, como
algo que ya se percibe como “natural” dentro de un sistema que determina los
límites de la mismidad y la alteridad sociales. Esto permite construir analíticamente lo que pueden haber sido, por ejemplo, las matrices coloniales de
alteridad o bien del período independiente, siempre teniendo en cuenta la
Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181
177
máxima durkheimiana de esa relación interdependiente entre percepción y
clasificaciones sociales como artefactos históricos. De esta forma, en la labor
etnográfica se construyen los imaginarios y las matrices de alteridad desde las
evidencias documentales y materiales, y dentro de ellas se pueden proponer
modos de intersubjetividad basados en hipótesis sobre relaciones de poder
posibles en esos mundos sociales del pasado.
La etnografía del pasado, a través de la construcción teórica y metodológica, construye un lugar etnográfico histórico que presentifica esos lugares
de campo, proponiendo modos y lógicas de relaciones sociales en donde se
prueban hipótesis y modelos de análisis. Influida por la práctica disciplinar
de la historia construye y clasifica estos lugares etnográficos, asociando tópicos particulares con un signo de temporalidad, necesarios para legitimar
el trabajo y garantizar la comunicabilidad de los resultados. Así se nos presentan temas junto con períodos de tiempo en décadas o centurias, de modo
similar al énfasis espacial de la etnografía de las sociedades actuales. En
ambos casos parece necesario, y es parte de la etiqueta disciplinar, aclarar la
dimensión temporal del análisis -siglos o fechas discretas- o la espacial -tal
estudio entre tal población, sociedad o grupo. Ambas delimitan el alcance
del campo específico, aunque en la etnografía de la historia se haga mucho
más evidente, y eso contribuye muy eficazmente a identificar y conocer que
la cultura y los imaginarios tienen una textura temporal siempre cambiante,
en donde la estabilidad semántica es frágil. Es decir, los trabajos antropológicos tienen que explicitar en qué lugar del campo etnográfico se ubican;
unos anclados en una sustancia temporal mientras que los otros enfatizan
principalmente lo espacial.
Los lugares etnográficos de la etnohistoria se relacionan con procesos
sociales en donde los actores, especialmente indígenas pero siempre en relación con otros estamentos de las sociedades coloniales y/o independientes,
son protagonistas, hecho que contesta la construcción de las historias de los
estados nacionales producidas por elites. En este sentido, esto representa
una muy importante crítica cultural histórica junto con la visibilización de la
agencia de sujetos históricos negados por aquellos relatos hegemónicos. Así,
dentro de los tópicos más relevantes de estos lugares de campo encontramos
estudios sobre las fronteras virreinales, nacionales y/o regionales como espacios densos de interacción social, y no como entidades cerradas. Temas como
la identidad, los liderazgos, los linajes, las lógicas culturales y políticas de
rebeliones indígenas, y toda una gama amplia de fenómenos socio-políticos
de articulaciones interétnicas configuran los principales agendas temáticas
que apuntan básicamente a una rica conexión entre la antropología política
y la economía política del pasado, teniendo en cuenta los marcos amplios de
sentido de la cultura y los imaginarios como sistemas simbólicos.
178
Pablo Wright
Para el etnógrafo de la historia es relevante el aporte estructural-simbolista de Marshall Sahlins ([1985]: 1997: 14-15) para comprender las relaciones
entre los hechos sociales que se reconstruyen en el análisis documental y
su interpretación por parte de los actores. De esta forma considera que cualquier hecho o suceso empírico adquiere significación social siempre que se
lo coloque dentro de una estructura de sentido informada por la cultura, lo
que lo transforma en un acontecimiento. Un acontecimiento es nada más
ni menos que un hecho interpretado, puesto en estructura, de algún modo
abstraído de su empiricidad y colocado en un nivel más amplio de las representaciones colectivas dentro de las cuales pueden primar estructuras de
interpretación más históricas o más míticas, o bien ambas, siguiendo aquí
los análisis desarrollados por Jonathan Hill (1988: 5-15). Aquí lo histórico
refiere al énfasis en narraciones sobre hechos del pasado que ponderan la
agencia de los actores sociales dentro de una temporalidad similar a la del
presente; en tanto lo mítico alude a agencias extrahumanas que intervienen
en la vida social y que se dieron en tiempos diferentes al actual. Desde un
punto de vista conceptual, esta distinción es útil especialmente para salir del
atolladero de las viejas discusiones sobre mito y mentalidad primitiva en la
antropología clásica, pudiéndose aplicar esta distinción a cualquier tiempo
y sociedad, con utilidad analítica.
Es importante, en la etnografía de la historia poder distinguir con
claridad lo que son los acontecimientos para los actores sociales y lo que
significan para el investigador, quien los construye por medio de su enfoque teórico. Un objetivo necesario es poder llegar a dialogar con esos
acontecimientos del pasado, descubriendo su importancia para la gente,
sus lógicas culturales y el contexto socio-histórico en el que vieron la luz.
Esta tarea contribuirá a visibilizar valores, acciones y estrategias socio-políticas de sujetos de la historia que la historia occidental ha ignorado en su
capacidad de agencia transformadora de la realidad. En este punto la etnografía de la historia en todas sus variantes, sea como etnohistoria o como
antropología de la historia, tiene una misión importante tanto académica
como política: conocer y difundir las voces de colectividades y sujetos callados por la hegemonía de los poderes coloniales y nacionales, y ampliar
el caudal y dimensiones de los procesos históricos que conformaron los
estados nacionales surgidos del cruce con poblaciones nativas. Su alcance
es largo, ya que hace etnografía del y en el tiempo histórico y sus objetivos
emancipatorios -recuperando experiencias históricas de sentido, lucha,
negociación y utopías.
Memoria Americana 20 (1), enero-junio 2012: 35-181
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185
MÓNICA QUIJADA. In memoriam
Mónica Quijada falleció en Madrid el jueves 14 de junio de 2012; había
nacido en Buenos Aires el 14 de enero de 1949 pero desde 1976 hizo de España
su patria por adopción. Sin embargo, repartió sus afectos y su trabajo científico-académico en diversos países europeos y otros tantos latinoamericanos,
entre ellos México y Argentina. A estos dos últimos países viajó innumerables
veces para dar cursos y conferencias, presentar libros, participar en jornadas
y congresos, consultar archivos y trabajar con colegas, entre los que me incluyo, quienes fuimos transformándonos en amigos y amigas de esa persona
entusiasta, obstinada y generosa que era Mónica.
Desde el Instituto de Historia del Consejo Superior de Investigaciones
Científicas en Madrid, donde participó del Grupo de Estudios Americanos,
dirigió o co-dirigió diversos programas de investigación dentro de España,
“El papel de las élites intelectuales en la formación de modelos colectivos:
la historiografía natural y política en el mundo hispánico, siglos XVI-XIX”,
y en el extranjero, “De vasallos a ciudadanos: las agencias de transmisión
y reproducción de los valores cívicos en la Hispanoamérica decimonónica.
Las Juntas Patrióticas y los constructores de la Historia Nacional”. También
participó en diversos proyectos, como “Raza, nación y pensamiento científico
en la construcción de las identidades americanas en el tránsito de siglo, 18701930”, “Ingenieros sociales: la construcción del método y el pensamiento
antropológicos en Europa e Iberoamérica, siglo XIX”, “Museos, memoria y
antropología: América y otros espacios de colonización”, en España y otros
en el extranjero, como“Humanidades y Tradiciones políticas en México”,
“Les espaces publics, XVIII-XXèmes siècles: espaces citadins concrets; sociabilités et formation de l’opinion publique moderne”, por mencionar solo
a algunos.
Publicó más de setenta trabajos entre artículos en revistas especializadas y capítulos de libros, más cuatro libros y cuatro compilaciones de libros
que incluyen extensos capítulos de su autoría. Dictó cuarenta conferencias
sobre sus temas de interés -en Saint Gallen, Lugano, París, Roma, Viena,
México, Buenos Aires, Nueva York y Stanford- y participó en congresos,
jornadas y otros eventos científicos -como mesas de debate- haciendo otras
cuarenta comunicaciones/presentaciones. Su labor docente se desplegó casi
186
Obituario
exclusivamente en el ámbito de los posgrados especializados en historia
de América Latina. Desde 2005 le dedicó especial atención y esfuerzo a la
Maestría y Doctorado Europeo en Estudios Latinoamericanos, “Diversidad
Cultural y Complejidad Social”, que diseñó y llevó adelante junto con colegas de la Universidad Complutense de Madrid, la Universidad Autónoma
de Madrid, el Instituto de Historia del Consejo Superior de Investigaciones
Científicas de España, la Universidad de Toulouse-Le Mirail (Francia) y la
Universidad de Torino (Italia). Fue parte del equipo editorial de Revista de
Indias en diversos períodos y desde 2007 integró el Comité Académico Asesor
de Memoria Americana.
Sus investigaciones siguieron varias líneas. Su tesis de doctorado versó
sobre las relaciones Perón-Franco y de ella se desprendieron estudios sobre
las políticas económicas y de inmigración del primer peronismo en Argentina, sobre las interrelaciones sociales provocadas en Argentina por la guerra
civil española y sobre cuestiones diplomáticas en América del Sur durante
la Segunda Guerra. Luego se ocupó de algunas figuras de los movimientos
independentistas latinoamericanos. De su particular interés fue la teoría
sobre nación y, ligadas a ella, las teorías racialistas, la memoria histórica y la
identidad nacional, los conceptos de comunidad imaginada, nación cívica,
nación étnica y homogeneidad. Otro eje de estudio fue el que enfocó sobre
las políticas aplicadas a los grupos indígenas de la Argentina en el siglo XIX;
en el marco de esas políticas, fueron piezas clave los museos del presente
que también recibieron su atención. Finalmente, su línea de investigación
más reciente giró en torno a los procesos de ciudadanización de los grupos
indígenas de Argentina, incluyendo un estudio comparativo entre Estados
Unidos y Argentina.
Con su esposo, Jesús Bustamante, compartió muchos de estos trabajos,
proyectos y eventos. Los diseñaban juntos o los discutían en el proceso de
su producción, y era muy inspirador participar de ese intercambio. Me sumo
a la gran cantidad de amigos y amigas de Mónica que hoy, a uno y otro lado
del Atlántico, sentimos su ausencia y la extrañamos.
Lidia R. Nacuzzi
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 187-220
187
ARQUEOLOGÍA Y ETNOHISTORIA: LA CONSTRUCCIÓN
DE UN PROBLEMA DE INVESTIGACIÓN (ABAUCÁN,
TINOGASTA, CATAMARCA)
Archaeology & Ethnohistory: Constructing a
research problema (Abaucán, Tinogasta, Catamarca)
Norma Ratto* y Roxana Boixadós**
∗
Museo Etnográfico, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires. E-mail:
[email protected]
∗∗
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Universidad Nacional de
Quilmes. Universidad de Buenos Aires. E-mail: [email protected]
188
Norma Ratto y Roxana Boixadós
RESUMEN
Se trata de un trabajo interdisciplinario que articula información, interrogantes y resultados de la arqueología y la etnohistoria acerca de los
pueblos nativos del sector norte de la cuenca del Abaucán en el oeste
tinogasteño (Catamarca). La re-lectura de la información existente de
ambos campos disciplinarios fue integrada con nuevas evidencias que
consisten en: una fuente documental inédita de los comienzos del siglo
XVII y nuevos contextos arqueológicos y ecológicos que dan cuenta
de procesos de inestabilidad ambiental de alcance regional. Nuestro
objetivo general es problematizar sobre la conformación del espacio
social, tanto en momentos de la conquista incaica como española,
como así también discutir el impacto que tuvieron una y otra sobre
las poblaciones locales del oeste tinogasteño. Asimismo, discutimos la
localización geográfica de los principales asentamientos prehispánicos
que tuvieron continuidad histórica hasta el período colonial.
Palabras clave: articulación arqueología y etnohistoria - siglos XV al
XVIII - cuenca del Abaucán - Tinogasta, Catamarca
Abstract
This interdisciplinay paper combines archaeological and ethnohistorical
information with questions and results about the native people located
in the north sector of the Abaucan basin, west of Tinogasta area
-Catamarca province. The information provided by both disciplines was
reread and new evidence, consisting of an unpublished documentary
source of early seventeenth century and new archaeological and
ecological contexts reflecting processes of regional environmental
instability, was integrated. Problematizing the construction of social
space during the Inca and Spanish conquests is our general objective;
we also discuss about the impact of both conquering events upon the
population located west of Tinogasta. Additionally we argue about
the geographical location of the main prehispanic settlements with
continuity in colonial times
Key words: articulation between archaeology and ethnohistory - fifteenth
to eighteenth centuries - Abaucan basin - Tinogasta, Catamarca
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 187-220
189
INTRODUCCIÓN
En el oeste de la provincia de Catamarca, jurisdicción de la actual
Municipalidad de Fiambalá (departamento Tinogasta), se localiza el sector
norte de la extensa cuenca del Abaucán que llamamos región de Fiambalá.
Su relevancia en la conformación de la arqueología argentina del Noroeste
Argentino (NOA) fue menor si la comparamos con otros valles orientales
catamarqueños, por ejemplo los valles de Belén y Yocavil-Santa María (Fernández 1979-1980, FADA 1998, Nastri 2010). Estas tierras no registraron
las prolongadas y numerosas expediciones arqueológicas realizadas por los
primeros pioneros formadores de nuestra disciplina a fines del siglo XIX las
que, independientemente de sus métodos y técnicas, generaron una base
empírica tanto de sitios documentados como de colecciones de materiales
depositados hoy día en distintos museos del país y del extranjero. Tampoco
contó con proyectos de investigación de larga data, en buena medida debido
a su interrupción por los avatares políticos cívicos-militares de nuestra historia reciente. Este perfil presentado a grandes rasgos nos permite postular
la representación de “espacio vacío” que se materializa en los mapas de sitios arqueológicos expuestos en museos y/o en publicaciones referentes a la
historia de la arqueología. En estas es llamativa la ausencia de referencias al
desarrollo cultural prehispánico del sector norte de la cuenca del Abaucán
que conforma la región homónima o de Fiambalá. Sin embargo, lo señalado
no significa ausencia total de información sobre la ocupación de estas tierras por las poblaciones del pasado prehispánico sino que esta fue puntual,
acotada espacialmente y sin la retroalimentación que en gran parte otorga la
continuidad de las acciones en el tiempo.
Este panorama escueto, y en apariencia poco relevante de las sociedades
prehispánicas que habitaron la región, en parte se condice con la escasez de
fuentes históricas del siglo XVI y comienzos del XVII que nos podrían brindar
la visión mediatizada de estos espacios a través de la óptica del español. En
efecto, la ubicación relativamente marginal de la zona en estudio respecto
de los principales centros de colonización española explican, en primera
instancia, las pocas referencias documentales sobre sus pueblos nativos. Las
Cabe aclarar que la interrupción y/o discontinuidad por dichas razones también afectó
a otros proyectos de investigación vinculados con el Noroeste Argentino.
190
Norma Ratto y Roxana Boixadós
fundaciones españolas situadas en el oeste catamarqueño tuvieron efímera
existencia, tanto por los traslados característicos de las primeras etapas de
la colonización como por el accionar de los nativos durante las rebeliones
-procesos que afectaron la continuidad de la producción de fuentes escritas.
La historiografía colonial analizó los fragmentarios datos disponibles generando estudios en los que nuevamente la región de Abaucán, o Fiambalá,
tienen escaso protagonismo.
Por lo expuesto, en este trabajo procederemos a realizar una relectura
de la información existente para ambos campos disciplinarios -fuentes, datos
arqueológicos y bibliografía- e integrarla a nuevas evidencias que provienen
tanto de una fuente documental inédita del comienzo del siglo XVII como de
contextos arqueológicos y ecológicos datados, dando estos últimos cuenta de
procesos de inestabilidad ambiental y de discontinuidad ocupacional. Nuestro
objetivo general consiste en problematizar la conformación del espacio social
tanto en momentos de la conquista incaica como de la española, como así
también discutir el impacto que tuvieron una y otra sobre las poblaciones
locales. Para ello nos proponemos:
a) Discutir la localización de los principales asentamientos prehispánicos
emplazados en el sector norte de la cuenca del Abaucán -valle de Abaucán o
de Fiambalá- que tuvieron continuidad histórica hasta el período colonial.
b) Discutir las implicaciones de la presencia incaica y española en la
región, específicamente con referencia a la ocupación estratégica del espacio,
los traslados de población, y los cambios en las sociedades locales, vinculando el proceso con los condicionamientos impuestos por los períodos de
inestabilidad ambiental en la región.
c) Reconsiderar las razones por las cuales el sector norte de la cuenca del
Abaucán se representa en la imagen de “espacio vacío”, tanto en la producción
de conocimiento de la disciplina arqueológica como etnohistórica como así
también sus implicaciones para el trabajo interdisciplinario.
Cabe destacar que actualmente la región en estudio pertenece al Municipio de Fiambalá con sede en la cabecera homónima y con delegaciones
municipales en los pueblos de Saujil, Medanito, Tatón, Antinaco, Palo Blanco,
Punta del Agua y Las Papas. Una de sus características es el emplazamiento de
estos poblados en zonas de oasis en sectores del fondo del bolsón de Fiambalá
o en las quebradas de la Cordillera de San Buenaventura. Los distintos pueblos
están rodeados de amplias zonas desérticas, emplazándose a considerable
distancias unos de otros (Figura 1). Actualmente ninguna localidad recibe el
nombre de Abaucán, quedando este vocablo restringido para designar al río
principal que atraviesa la región en dirección norte-sudeste.
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 187-220
191
Figura 1. Localización de ciudades, pueblos o parajes actuales de la región de
Fiambalá (departamento Tinogasta, Catamarca)
Arqueología de la región de Fiambalá en el sector norte
de la cuenca del Abaucán
Una historia de discontinuidades temporales
Puede afirmarse que el papel de esta región tuvo una historia de tímidos
acercamientos y largos silencios en el desarrollo cultural del NOA prehispánico, situación que se revierte recién a mediados de la década del 2000.
A saber:
a) A diferencia de los valles orientales, esta región no contó con las largas
expediciones de los pioneros de los siglos XIX y comienzos del XX; conociéndose sólo cortas excursiones de Lafone Quevedo (1892), Lange (1892) y
Weisser (1921-1926). Los trabajos se circunscribieron principalmente al sector
meridional donde se emplaza el sitio Batungasta, con evidencias de ocupación
inca e hispano-indígena. Luego de décadas de silencio Dreidemie (1950, 1952)
192
Norma Ratto y Roxana Boixadós
genera notas periodísticas de sus intervenciones asistemáticas en cementerios
del área de Medanito, emplazada 22 km al nor-nordeste de Fiambalá; de igual
forma Gómez (1953) reporta en un diario de Córdoba sus excavaciones en el
área de Guanchin. La devastación de los contextos funerarios continuó en la
década de 1960 a cargo del Pbro. Arch, de la Parroquia de Fiambalá, quien
realizó excavaciones en cementerios y sitios aledaños al río Colorado, en la
zona del “camino al Tucumán” ubicada en el sector norte del valle, desconociéndose el destino de las piezas saqueadas. El común denominador de
estos aportes es su restricción espacial a sectores del fondo del valle, dando
como resultado la pérdida de contextos y/o la conformación de colecciones
depositadas en museos extra-regionales sin asociación contextual.
b) Recién a mediados de la década de 1960 se realiza una prospección
sistemática que abarca sectores del amplio valle (González y Sempé 1975),
se intervienen sitios específicos (Sempé 1976, 1977 a y b, 1983, 1984) y se
plantea la situación de las poblaciones locales al momento de contacto con el
español (Sempé 1973). De estos trabajos surge que el bolsón de Fiambalá fue
ocupado por grupos con diferentes organizaciones socioeconómicas y políticas
abarcando desde sociedades agro-pastoriles (Formativo) hasta la estatal (Inca),
restringiéndose las intervenciones principalmente al fondo de valle.
c) Luego de otro prolongado silencio, recién a mediados de la década
de 2000 se retoman en forma ininterrumpida las investigaciones en la región
de Fiambalá-Abaucán. Se desarrollan diferentes líneas de investigación con
un fuerte énfasis interdisciplinario pues cubre aspectos sociales, económicos, políticos e ideacionales de las sociedades formativas, tardías e incaicas,
como también los escenarios ambientales de desarrollo de sus prácticas
(Ratto 2007, 2009). Los estudios se focalizaron en el fondo de valle, en la
pre-cordillera occidental, conector natural hacia la puna transicional de
Chaschuil, y recientemente en la Cordillera de San Buenaventura dando a
conocer nuevas manifestaciones culturales de sociedades agro-pastoriles preestatales, como así también revalorizando la información existente (Ratto et
al. 2002; Salminci 2005; Orgaz et al. 2007; Martino et al. 2006; Bonomo et
al. 2010, entre otros).
Perfil arqueológico actual: lo conocido más lo nuevo
Tal como mencionamos en la introducción, el sector norte de la cuenca del Abaucán no ha tenido una fuerte presencia arqueológica a lo largo
del desarrollo y cristalización de la arqueología del NOA, principalmente
por no haber sido un espacio ocupado ininterrumpidamente a lo largo
del tiempo debido a fuertes desequilibrios ambientales. Al respecto, los
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 187-220
193
estudios paleoambientales aportaron valiosa información que permitió
definir largos lapsos de inestabilidad ambiental producidos por episodios
de origen volcánico y sísmico, cambios en la dinámica fluvial y acarreos
de material pumíceo que imposibilitaron la ocupación continua del oeste
tinogasteño a lo largo del Holoceno, afectando principalmente el fondo
de valle debido a la acción sinérgica de distintos agentes (Valero Garcés y
Ratto 2005; Ratto 2007; Montero et al. 2009, 2010; Ratto et al. 2011). Hoy
día la región se caracteriza por presentar una alta tasa de sedimentación,
que actualmente es de origen eólico, formando extensas dunas que previamente fueron afectadas por corrimientos o deslaves de barro o de materiales
pumíceos. Significativamente, estos últimos materiales retransportados son
producto de las erupciones volcánicas ocurridas en un tiempo posterior al
4300 años calAC (Montero et al. 2009, 2010). Estos eventos arrojaron y depositaron grandes cantidades de material piroclástico no consolidado sobre
la corteza terrestre variando la topografía por la conformación de grandes
masas sedimentarias que fueron modificadas por otros agentes que las erosionaron y/o retransportaron a lo largo del tiempo. Sinergia es el concepto
que explica este proceso dinámico, ya que aunque el primer gran cambio
topográfico fue producto del evento volcánico primario luego se produjeron
otras modificaciones por la retroalimentación entre los sedimentos con los
agentes formadores del paisaje físico. De esta manera, se produjeron nuevos cambios en la topografía de los fondos de valle y en la dinámica fluvial
regional que impactaron en forma negativa sobre las historias regionales
de las sociedades agro-pastoriles produciendo largos períodos de desocupación de las tierras, una baja densidad ocupacional y/o movimientos de
gentes. Estos corrimientos o deslaves del tipo de flujo de material pumíceo
tuvieron gran magnitud y extensión además de repetirse en el tiempo. Al
respecto, la localidad arqueológica Formativa de Palo Blanco (ca 200-900
años de la era) presenta núcleos habitacionales colmatados por dos eventos
de estas características mientras que otros presentan sólo uno. El primero
registrado ocurrió en un tiempo posterior al año 500 de la era, mientras que
el último se produjo en algún momento posterior al año 900 (Martino et al.
2006, Ratto 2007, Bonomo et al. 2010, Ratto y Basile 2010).
La piedra pómez tiene la particularidad de actuar como material cementante en contacto con el agua. Por lo tanto, si el material se deposita sobre
tierras fértiles las convierte en infértiles hasta tanto no actúen otros agentes
que erosionen los mantos depositados que, a su vez, son re-depositados en
otros espacios dependiendo de los vientos predominantes. Estos procesos
de erosión de los mantos que cubren las tierras fértiles pueden durar varias
décadas o centurias dependiendo de las condiciones climáticas de cada
ambiente en particular.
194
Norma Ratto y Roxana Boixadós
Como puede percibirse existe una sinergia entre diferentes agentes formadores del paisaje físico que, de una u otra manera, afectaron las tierras que
ocuparon las poblaciones del pasado. Hoy en día las instalaciones arqueológicas están inmersas dentro de ambientes desérticos, inhóspitos por falta
de agua, sin cobertura vegetal pero con evidencia de haber tenido bosques
de algarrobo o chañares, y con alta tasa de sedimentación de distinto origen,
revelando profundos cambios climáticos y/o modificaciones en la topografía en los últimos 1500 años aproximadamente. La región en retrospectiva
presentó un ambiente físico inestable con períodos aptos para la instalación
humana y otros no. En sí, la ocupación fue discontinua presentando lapsos
de desocupación y/u ocupación restringida y focalizada en determinados
espacios que se comportaron como eco-refugios (Nuñez et al.1999) o huaycos,
lugares que reúnen las condiciones para la reproducción social (Quiroga
2010). Es llamativa la baja densidad de sitios que además son de tamaño
discreto, habiendo sido emplazados en distintas eco-zonas (fondo de valle,
pre-cordillera y cordillera) pero donde estos ambientes se caracterizan por
no presentar una ocupación continua dentro del lapso entre los años 200
al 1500 de la era. Al respecto, entre los años 1000 al 1250 no hay registro
de ocupación en los sectores bajos (1350-1550 msnm), medios (1550-1750
msnm) y altos (1750-1950 msnm) del bolsón de Fiambalá, registrándose
para ese lapso ocupación en el área de las quebradas precordilleranas norte
y occidental (Figuras 2 y 3).
Figura 2. Rango temporal de ocupación de las eco-zonas de la región de Fiambalá
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 187-220
195
Figura 3. Localización de sitios residenciales y funerarios con contextos Tardíos
y Tardío-Inca de la región de Fiambalá
Sitios Inca-Contacto= 1: Ranchillos-1; 2: Mishma-7; 3: Batungasta
Sitios Tardíos= 4: Lomada de Ranchillo; 5: Quintar-1
Sitios funerarios Tardíos= 6: Lorohuasi; 7: Las Champas y Guanchincito; 8: Istataco
(Dreidemié); 9: Finca Justo Pereyra; 10: Guanchín (Gómez); 11: Agua de la Cañada
(Arch); 12: Bebé de La Troya, El Cauce y Los Olivares
Las particularidades de la región continúan a través del registro de sitios
que presentan diseños arquitectónicos y conjuntos cerámicos propios de momentos Formativos, pero con fechados que exceden el rango de su desarrollo
de acuerdo con la periodización cultural del NOA catamarqueño. Este es el
caso de Casa del Medio (1170±59 años calAD), emplazado en la Cordillera de
San Buenaventura, que presenta un trazado disperso tipo Tafí (sensu Raffino
1988). En cambio, otros también presentan arreglos arquitectónicos propios
del Formativo pero con presencia de cerámica tanto Formativa como Tardía
(Ojo del Agua, 1062 ± 56 años calAD). Finalmente, Tatón I presenta técnicas
constructivas características de momentos Tardíos (Nastri 2001) como, por
196
Norma Ratto y Roxana Boixadós
ejemplo, rocas de formas prismáticas de casi 1 m de altura que hacen a la
vez de cimiento y primera hilera de las rocas del muro; sin embargo en esta
instalación sólo se recuperaron fragmentos cerámicos de estilos propios del
Formativo (Salminci 2005, Ratto et al. 2008).
Otra particularidad descollante es que a la fecha, y luego de intensas
prospecciones, aún no se han registrado emplazamientos del Tardío (preinca) con los trazados arquitectónicos tipo conglomerado y altos factores
de ocupación del suelo (FOS) como son sus características en los valles
orientales (Belén y Yocavil-Santamaría). Además, tampoco se registraron
espacios productivos aterrazados, desarrollándose una agricultura en canchones construidos a la vera de los ríos. Algunos sitios productivos presentan
tumbas en cista en su interior que se las ubica alrededor del año 1300 de la
era (Ratto et al. 2010a).
A la fecha el sitio residencial Quintar I (1239 ± 26 años calAD) es el único
que para momentos Tardíos no registró material cerámico incaico en asociación. Su arquitectura da cuenta de dos conjuntos separados espacialmente,
conformados cada uno por escasos recintos interconectados, relacionándose
ambos con un área de canchones de cultivo (Quintar II) emplazada a 1,6 km
al oeste en la margen derecha del río Colorado. En este sector del bolsón es
donde se encuentra la huella llamada por los pobladores locales “camino al
Tucumán” (Figura 3), habiéndose registrado concentraciones de materiales
artefactuales y recintos aislados en las sierras y, particularmente, un sitio de
extensión considerable (200 x 80 m) pero en muy mal estado de conservación
debido a factores naturales y antrópicos. Sin embargo, y en contraposición,
los contextos funerarios son numerosos sumándose a los intervenidos por
Dreidemie, Gómez y Arch (ver más atrás) otros descubiertos en el marco de
la reanudación de las investigaciones en la región (Ratto et al. 2007). Es interesante que algunos de los contextos funerarios provengan de áreas que se
encuentran muy próximas a los lugares de emplazamiento de las localidades
actuales (Palo Blanco, Medanito, Anillaco) (Figura 3).
Este panorama permite plantear, a modo de hipótesis, que entre los años
1000 al 1250 de la era algunas ecozonas no permitieron una ocupación humana
continua y prolongada en el tiempo, particularmente el fondo del bolsón de
Fiambalá. En este lapso nos encontramos con un espacio social donde distintos modos de vida son coetáneos espacial y temporalmente, caracterizados
por instalaciones discretas, emplazadas en zonas altas y distanciadas unas
de otras, lo que nos estaría hablando de una muy baja densidad poblacional,
posiblemente relacionada con las condiciones de inestabilidad ambiental que
provocaron el abandono del valle por largas décadas hasta su re-poblamiento
en tiempos de la conquista incaica.
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 187-220
197
Los incas introdujeron nuevas prácticas y estrategias de dominación
que dieron como consecuencia la primera desestructuración social a través
del movimiento de pueblos que ejerció el estado con fines diversos -económicos, políticos, religiosos. La ausencia de registros abundantes y propios
de momentos pre-incas hace pensar que la existencia de materiales cerámicos característicos del Tardío proviene de los pueblos movilizados por el
estado inca en el marco de las diferentes estrategias implementadas en las
regiones anexadas (D’Altroy et al. 1994, Ratto et al. 2004). Las instalaciones
de la región que dan cuenta de este momento son Batungasta (Raffino et al.
1984; Sempé 1976, 1977c; Ratto et al. 2002, 2005; Salminci 2005; Orgaz et
al. 2007), Mishma 7 (Sempé 1976, 1983; Orgaz et al. 2007) y Ranchillos 1
(Sempé 1976, Salminci 2005). Estas instalaciones pudieron estar relacionadas
con la comunicación entre las tierras bajas y altas cordilleranas funcionando
como lugares de apoyo y/o control (Ratto et al. 2002, 2010b, entre otros). A
saber (Figura 3):
a) Batungasta (1480 msnm) se emplaza en la margen derecha del río La
Troya, afluente del Abaucán. Registra ocupación incaica, hispano-indígena y
colonial de acuerdo con los fechados radiocarbónicos existentes (Ratto 2005),
no descartándose una ocupación Tardía previa sobre la base de los fechados
obtenidos de las estructuras de combustión -hornos- para la manufactura
cerámica que se emplazan en los alrededores de la instalación (Caletti 2005,
Feely et al. 2010, entre otros). El abanico aluvial del río La Troya es un sistema de depósitos complejos con numerosos pulsos de distinta naturaleza e
intensidad (Valero-Garcés et al. 2011). Dos son los eventos mayores y ambos
tuvieron características catastróficas; (i) el más antiguo remite a la formación
del barreal sobre el que se asentó la instalación, mientras que (ii) el otro resultó
en el arrastre por el agua de enormes bloques -diámetro máximo de 4 m- que
aconteció luego de la construcción del sitio dado que se registraron grandes
rocas depositadas por encima de los muros de la plaza incaica del sector este
del sitio (Figura 4). Este flujo masivo de alta energía provocó alteraciones en
la instalación, especialmente la destrucción de los pisos de ocupación de los
conjuntos arquitectónicos. El conjunto cerámico posibilitó la reconstrucción
parcial de un número mínimo de 75 piezas compuestas por aríbalos, aribaloides, plato pato, ollas pie de compotera, pucos, y vasijas de tamaños varios
(Orgaz et al. 2007). Las piezas de filiación inca representan un 25% mientras
que las Tardías alcanzan el 72%. El resto está conformado por dos piezas de
estilo Diaguito-Chileno. El fechado radiocarbónico sobre gramínea utilizada
en la manufactura de adobe, ubica temporalmente su construcción en 1484
± 38 años calAD aunque también se cuenta con otros fechados que ubican al
sitio en tiempo hispano-indígena (Ratto 2005).
198
Norma Ratto y Roxana Boixadós
Figura 4. Sector del sitio Batungasta emplazado en la margen derecha del río La
Troya, 1500 msnm. Adscripción: Inca. (a) Excavación del Rec.1 (Cjto.1). Vista
de relicto de muro de adobe y por debajo cimientos pétreos de muro doble. (b)
Grandes rocas transportadas por flujo masivo de agua y rocas que fueron depositadas por encima del muro norte de la plaza incaica del sector este del sitio con
respecto a la RN60
b) Por su parte, en los alrededores de Mishma 7 (1750 msnm) se documentó la existencia de tocones de algarrobo o chañar, lo que hace pensar en
la existencia de bosques en sus inmediaciones. El sitio pertenece a la localidad homónima donde las tareas de relevamiento en sentido este-oeste y
sur-norte que abarcaron 8 y 3 km, respectivamente, registraron gran cantidad
de concentraciones de material superficial debido a erosión de las matrices
sedimentarias que los contenían, predominando ampliamente el material
cerámico Tardío. Particularmente, en Mishma 7 se determinó la presencia
de un número mínimo de 35 piezas cerámicas, donde el material incaico
representa el 14,3% y el de filiación Tardía el 85,7% (Orgaz et al. 2007). Los
fechados radiocarbónicos existentes ubican el desarrollo de esta instalación
en los años 1419 ± 26 de la era.
c) Sobre Ranchillos poco puede decirse que supere el campo de las hipótesis. El trazado arquitectónico da cuenta de una instalación de filiación
incaica de grandes dimensiones (1945 m²) compuesta por un recinto de forma
rectangular de mayor tamaño a cuyos laterales se ubican otros cinco de cada
lado. En los relevamientos realizados se registraron: (i) evidencia de reclamación de muros; (ii) escasos y pequeños fragmentos cerámicos de filiación
incaica (cuzqueño o imperial) y otros tardíos y (iii) ausencia de artefactos y
ecofactos en los sondeos realizados que imposibilitó contextualizar temporalmente su construcción. Este panorama permitió plantear como hipótesis que
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 187-220
199
la instalación da cuenta de un emprendimiento imperial cuya construcción
no finalizó por circunstancias desconocidas, posiblemente relacionado con la
irrupción de la conquista hispana, mientras que su reclamación en el tiempo
está relacionada con su uso como corral en tiempos históricos.
Sobre la base del panorama expuesto puede afirmarse que esta extensa
región constituyó un espacio que antes de la conquista española estuvo caracterizado por la baja densidad de instalaciones donde distintos modos de
vida fueron contemporáneos en sus tiempos y con períodos de inestabilidad
ambiental, producida por flujos masivos de diferente origen que afectaron
principalmente a las instalaciones asentadas en el fondo del valle. Es interesante, que estos episodios se siguen registrando en la actualidad con intensidades diferenciales, destacándose corrimientos o deslaves de flujo de barro
con características catastróficas que ocurrieron el 29 y 30 de enero de 1884
dando como resultado el tapado de viviendas y plantaciones de Medanito,
a raíz de lo cual el pueblo fue trasladado de las barrancas del río Abaucán
hacia las lomadas del oeste (Taboada et al. 1992).
Etnohistoria de la región de Fiambalá EN EL SECTOR NORTE
DE LA CUENCA DEL ABAUCáN
Las menciones más tempranas en las fuentes coloniales acerca de los
grupos nativos de la región de Abaucán se remontan a 1607, fecha de producción de la conocida “carta de Gaspar Doncel” dirigida al gobernador
Alonso de Rivera. En ella Doncel da cuenta de la fundación de la ciudad de
San Juan Bautista de la Rivera y de los pueblos que quedaron comprendidos
en su jurisdicción. Esta carta, publicada por el P. Larrouy (1921) y analizada
por Bazán (1967) constituye una primera referencia, a la que se suman las
contribuciones de Montes (1959, 1961-64). Este autor recopiló y citó, aunque
de manera fragmentada, documentos del Archivo Histórico de Córdoba que
testimonian la cesión de encomiendas otorgadas en la región, como así también sobre el gran alzamiento diaguita en el que los pueblos nativos de nuestra
zona tuvieron una importante participación. Autores como Olmos (1957) y
Guzmán (1985) incorporaron y analizaron fuentes vinculadas al proceso de
conquista y colonización española tomadas de obras clásicas -Lozano, Larrouy,
Sempé (1976) reporta por primera vez el sitio otorgándole las funciones hipotéticas de
área agrícola, corrales o ceremonial. No registró material cerámico en superficie.
Para distinguir el término moderno geográfico del uso antiguo -citas de fuentes o referencias a localizaciones poco precisas- se ha utilizado en el primer caso la forma acentuada
Abaucán.
200
Norma Ratto y Roxana Boixadós
Lafone Quevedo, entre otros- como asimismo de documentos recabados en
el Archivo Histórico de Catamarca.
Desde la arqueología, los trabajos de Sempé (1977 b y c) incorporan
información etnohistórica al análisis de los datos obtenidos a partir de sus
excavaciones, tratándose de los primeros intentos sistemáticos de articular
ambos tipos de registros para reconstruir la historia local en el largo plazo.
La autora plantea interrogantes en relación a la presencia de mitimaes en la
región impuestos por los incas y a los traslados de población debidos a la
conquista española y a las rebeliones nativas, basándose sobre todo en las
fuentes recopiladas por Aníbal Montes.
A partir de la década de 1980, la etnohistoria renueva la investigación
sobre los procesos de resistencia y rebeliones nativas en donde los pueblos
del oeste catamarqueño adquirieron protagonismo (Lorandi 1988 a, 2000).
Entre ellos se destaca el análisis propuesto por Schaposchnik (1994) que
aborda la dinámica de las alianzas políticas y de parentesco de varios grupos de la zona (en particular, malfines, abaucanes y andalgalas) para hacer
frente a los españoles. Más recientemente, de la Orden de Peracca (2006)
ha retomado el estudio de los pueblos de indios de la región de Pomán en
los siglos XVI y XVII, reconstruyendo la historia colonial de esa región. Por
otro lado, Williams y Schaposchnick (1999) elaboraron un trabajo interdisciplinario combinando información arqueológica con fuentes escritas para
iluminar el problema de la estructuración étnica de las poblaciones nativas
del oeste catamarqueño.
En base a estos antecedentes podemos plantearnos una revisión y relectura de la documentación disponible, tanto édita como inédita, a sabiendas
de las limitaciones que las mismas presentan y que otros autores ya señalaron. En conjunto, las fuentes son escasas, discontinuas y fragmentarias,
y se encuentran dispersas en distintos repositorios o editadas como parte
de obras mayores. Los contextos de producción son muy variables -existen
cartas, informaciones de méritos y servicios, cédulas de encomienda, padrones y visitas, entre otros- y de calidad dispar. La lectura y revisión crítica de
estas fuentes propone analizar y comprender de qué manera los españoles
fueron reconociendo la zona y a sus pobladores, cómo impusieron formas
de nominación al paisaje y a los grupos locales y qué se puede atisbar a
través de su análisis acerca de los procesos de cambio que la situación de
conquista comenzaba a generar. Respetar el orden cronológico de la producción de las fuentes resulta fundamental para comprender el proceso de
construcción y fijación de los nombres, tanto de la toponimia como de los
gentilicios que se fueron aplicando a los pueblos nativos, el cual de por sí
no es lineal sino que presenta una serie de dificultades que comentaremos
en este trabajo.
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 187-220
201
Comenzamos por la relectura de la citada carta de Gaspar Doncel producida después de la fundación de la ciudad de San Juan Bautista de la Rivera
-también conocida como Londres II-, a orillas del río Famayfil en 1607. Esta
carta fija la información que los españoles tomaron de los nativos a partir de
los reconocimientos realizados de los grupos contenidos en la nueva jurisdicción. Después del encabezado correspondiente de la carta, lo que sigue
es un listado por zonas o áreas en cuyo interior se registraron los “pueblos
que estaban de paz” y los que se mantenían en cautelosa espera. Los pueblos
están ordenados según un criterio que aún no es claro, informándose en qué
encomienda están contenidos y quién es su titular. Además, Doncel consignó
-de manera variable en función del grado de conocimiento o contacto con
los nativos- el número de tributarios en cada pueblo y los nombres de ciertos
caciques. Antes de la enumeración que figura en la carta, Doncel se refirió a
los nativos que habían venido a ofrecerle la paz a la ciudad, hecho que ocurrió unos veinte días después de haber efectuado la fundación de la ciudad.
Y comenzó por nombrar a
Tucumanahao y Fiambalá pueblos de don Francisco Maldonado tiene indios
de visita ciento ochenta.
Abaucan, y Singol y Aguaucan pueblos de Hernando de Arisa tiene cincuenta indios de visita.
Sungingasta pueblo vaco, que pido a vuestra señoría, tiene veinte indios
(Larrouy y Soria 1921:47).
Doncel no precisó la localización geográfica de estos “pueblos” y no
los incluyó, como a otros, en una zona o valle determinado -por ejemplo,
“Capayanes”, “Yocaviles”, “valle de Londres”. Sin embargo, consignó el
avenimiento al orden colonial representado a través del acto de “dar la paz”,
lo que implicaba la aceptación de su integración en el régimen de encomiendas. Además de los nombrados, otros como Andalgala, Biligasta, Guacache
y Guzán estaban en la misma condición.
De este modo, son dos las encomiendas que Doncel registró en su carta
y sobre ellas organizaremos nuestro análisis. Por un lado, la que contenía
La primera fundación española en la región fue efectuada en 1558 por Juan Pérez de
Zurita, por orden del gobernador de Chile y recibió el nombre de Londres de la Nueva
Inglaterra. Su emplazamiento se ubicó a orillas del río Quinmivil, muy cerca de la actual
localidad de Londres de Belén (Larrouy 1921, Guzmán 1985, de la Orden de Peracca 2006).
En 1561 este asentamiento fue trasladado al valle de Conando, Andalgalá, por Gregorio de
Castañeda, por orden de Francisco de Villagra (gobernador de Chile). Existen muy pocas
referencias documentales sobre esta etapa, por lo que no sabemos qué grado de reconocimiento y contacto tuvieron los españoles con los pueblos nativos.
202
Norma Ratto y Roxana Boixadós
los “pueblos” de “Tucumanahao y Fiambalá”, a los que se le agregarán posteriormente los “pueblos” de Batungasta y Antapa, no mencionados en la
carta de 1607 probablemente porque aún no habían sido reconocidos. Por
otro lado, la encomienda integrada por los “pueblos” de “Abaucan y Singol
y Aguaucan”; este último parece una deformación de Abaucan y no vuelve
a figurar en ninguna otra fuente posterior. Por su parte, Sunguingasta, “pueblo” vacante en 1607, fue incorporado a la encomienda de Abaucan y Singol
conformando una unidad que quedó en manos de Arisa, en fecha y circunstancias desconocidas. Según las estimaciones de Doncel, los pueblos de Tucumanahao y Fiambalá contaban con 180 tributarios mientras que Abaucan,
Singol, Aguaucan y Sunguingasta sumaban 70, sin que conozcamos el total
aproximado de la población.
Para ordenar la exposición, procederemos a analizar la información
considerando a las encomiendas como unidades.
Encomienda que incluye a Abaucan
La fuente de 1607 asigna el término Abaucan a dos entidades: un grupo
o “pueblo” nativo, sin localización precisa -como ya vimos-, y a una sierra.
Relata Doncel casi al final de su carta: “Una legua el río arriba entra otro en
este de la ciudad con muy linda agua tan buena como la de Londres que abaja
de la sierra de Abaucan” (Larrouy y Soria, 1921:48). Es posible que Doncel
se refiriera al río Agua Clara, que no nace en la serranía de Abaucán sino en
el Cordón de Los Colorados que conforma al occidente el actual valle de Las
Lajas, separado del valle de Abaucán por la Sierra de Fiambalá o Abaucán.
Si Doncel no había reconocido el actual valle de Las Lajas, al menos sabía
que desde la ciudad hacia el oeste se encontraba una sierra nombrada “de
Abaucan”. Esta mención constituye un jalón importante en el proceso de
asociación de los nombres de los grupos nativos con topónimos, en este caso
una serranía y por extensión, quizá, al valle y río que lo recorre, tal como se
lo conoce hoy día.
La carta de Gaspar Doncel registra por primera vez a Abaucan como un
grupo o “pueblo” nativo, que debió ser poco populoso. Una cédula de encomienda posterior, de 1627, nos ofrece información significativa y precisa
acerca de dicho pueblo. Se trata de un padrón ordenado por don Gregorio
de Luna y Cárdenas -teniente de gobernador de la ciudad de San Juan Bautista de la Rivera- y realizado por Juan Martínez Carrillo -alcalde de la Santa
Archivo General de Indias, Charcas 101, nº 45.
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 187-220
203
Hermandad- con la intermediación de los intérpretes nombrados de oficio.
Todos ellos se trasladaron a los asentamientos para registrar el mencionado
padrón. Tampoco esta fuente nos brinda una ubicación precisa de estos
poblados; sin embargo consta allí que el primer empadronamiento se realizó
el 25 de mayo de 1627 en el “pueblo de Cabuil” (o Çabuil); mientras que el
segundo se llevó a cabo en el “pueblo de Abaucan” el 12 de junio del mismo
año. Estos datos nos permiten inferir que el “pueblo de Cabuil” se encontraba
más cerca de la ciudad de San Juan Bautista de la Rivera que el “pueblo de
Abaucan” debido a que fue empadronado en primer lugar. Ambos “pueblos”
pertenecían a una misma encomienda que estaba en manos de doña Isabel de
Palomares, viuda de Arisa en 1627. Este empadronamiento es un testimonio
valioso ya que siguiendo el protocolo de la época el alcalde de la Santa Hermandad debía situarse en el asentamiento principal -“pueblo” en el sentido
de ubicación espacial- para convocar a los caciques a prestar declaración a
través de los intérpretes, sin que sepamos en qué idioma se expresaron. Los
caciques declararon acerca de los tributarios que componían sus grupos o
“pueblos” -sus “sujetos”- a quienes se inscribió en el padrón a continuación
de ellos, consignándolos por sus nombres cristianos seguidos de los propios
de origen nativo además de los referidos a sus familias -esposa e hijos.
En el “pueblo de Cabuil” empadronaron al cacique -don Alonso Xulipca, de 60 años-, 23 tributarios -dos de ellos ausentes- y 11 reservados. Dos
de éstos habían sido designados para ocupar los cargos de alcalde y fiscal
cumpliendo funciones de justicia y doctrina, respectivamente. Estos datos,
sumados al hecho que toda la gente había sido bautizada, permite configurar
la constitución de un “pueblo de indios” al estilo colonial y siguiendo la
normativa dictada por las ordenanzas de Alfaro (1612). Su ubicación podría
coincidir con el actual Saujil, situado a 15 km al norte de la actual ciudad
de Fiambalá.
El padrón levantado en 1627 en el “pueblo de Abaucan” presenta datos
importantes. Por un lado, refiere la existencia de un “pueblo” -asentamiento
o aldea- que los españoles nominaron con este término aunque sin precisar
su localización geográfica; este Abaucan ha desaparecido en la toponimia
actual de la región. También con esta misma denominación designaron a una
“parcialidad”, un segmento -en términos de los españoles- que se integraba
Lamentablemente, por tratarse de un traslado en el padrón no se identifica a quienes
se desempeñaron como intérpretes ni el idioma que tradujeron para confeccionar el padrón.
Otra localización de Saujil persistió como pueblo de indios en el antiguo curato de
Londres, actual departamento de Pomán, por lo menos hasta finales del siglo XVII (Anello
2002; de la Orden de Peracca 2006).
204
Norma Ratto y Roxana Boixadós
con otro conformando una unidad. Así, la “parcialidad” de abaucan figura en
la fuente presidida por un cacique, don Lorenzo Sanacha, más 25 tributarios
y 5 reservados. La otra “parcialidad” registrada en el pueblo o asentamiento
de Abaucan es la de Singuin, cuyos caciques eran don Gaspar Inquisina,
viudo y viejo y su hijo don Miguel Lacaja, quien ejercía de manera efectiva
el cacicazgo. En la “parcialidad” de singuin se empadronaron 34 indios de
tasa y seis (6) reservados. El “pueblo” en su conjunto aparece gobernado por
estos dos últimos caciques ya que el padrón consigna que la “parcialidad de
abaucan”, “está sujeta al cacique don Gaspar Inquisina”.
A primera vista, podríamos pensar que estamos ante un tipo de estructuración política muy similar a la de los pueblos de indios del sur andino:
una unidad compuesta por dos mitades -en este caso parcialidades-, cada una
con su cacique siendo una de ellas, la de mayor jerarquía, la que gobierna
la totalidad del grupo. Esta modalidad de estructuración puede ser la local
tradicional o bien estar relacionada con los cambios introducidos a partir
de la presencia incaica en la región. Sin embargo, llama la atención que los
españoles hayan elegido nominar a este pueblo con el nombre de Abaucan,
dado que según sus propios testimonios era la parcialidad menos numerosa
y además sujeta políticamente a la de Singuin.
Una segunda interpretación se orienta hacia la intervención colonial,
la que en veinte años podría haber aportado cambios significativos. Recordemos que Sunguingasta había sido consignado por Gaspar Doncel como un
“pueblo” no integrado en la encomienda de Abaucan. En esa misma carta
Doncel consignaba que:
Sunguingasta pueblo vaco, que pido a vuestra Señoría, tiene veinte indios
lo cual suplico a vuestra Señoría se me encomienden por yanaconas que
tengo aquí un cacique llamado Yquisiena y el que está en el pueblo que es
el otro cacique se llama Tinocpaymana.
Este cacique Yquisiena, que estaba en la ciudad de San Juan Bautista de
la Rivera en 1607 para ofrecer la paz y servidumbre a Gaspar Doncel, bien podría ser el cacique don Gaspar Inquisina que veinte años después figura en el
padrón como cacique “viudo y viejo”, reservado del ejercicio efectivo del cargo
pero cacique de todo el pueblo de Abaucan con sus dos parcialidades.
Si esto es así, el Sunguingasta de 1607 podría ser la parcialidad nombrada
como singuin en 1627 ¿Es posible que habiendo dado la paz este grupo haya
sido reducido en el “pueblo de Abaucan”, para colaborar en el proceso de
hispanización de los abaucanes? Recordemos que hacia 1607 apenas habían
sido reconocidos -la nominación parece imprecisa, “abaucan, y singol y
aguaucan”-, no mencionándose a los caciques en esa oportunidad.
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 187-220
205
Por lo que se advierte en el padrón de 1627, el “pueblo de Abaucan”
tenía una clara configuración colonial no solo porque todos sus miembros
fueron registrados con sus nombres españoles antepuestos a los propios nativos sino por la presencia de alcaldes y fiscales que representaban oficios de
importancia, ejercidos por los mismos nativos, en la república de indios. En
la parcialidad de abaucan uno de los reservados ejercía como fiscal y en la de
singuin otro ocupaba el cargo de alcalde. Este oficio de gobierno nuevamente
destaca la jerarquía de singuin sobre la de abaucan, al menos en función de
los nuevos parámetros coloniales.
Este padrón levantado en 1627 se encuentra inserto en una cédula de
encomienda otorgada a favor del capitán Juan Gregorio Bazán de Pedraza en
1629, después de la muerte de Isabel de Palomares -sucesora de su esposo,
el primer encomendero. No conocemos el título de la encomienda original
pero el de Bazán de Pedraza, otorgado por el gobernador Albornoz comprende a “todos los indios de los pueblos y repartimientos de Abaucan con su
parcialidad de sunguingasta y el pueblo de Cabuil que caen el distrito de la
ciudad”. En este caso Abaucan adquiere precedencia frente a Sunguingasta, a
la que se menciona como “parcialidad” de aquélla invirtiendo el orden que el
padrón de 1627 nos había presentado ¿A qué se debe este cambio? Es posible
que tenga relación con la tendencia de los españoles a conservar y fijar los
nombres de los pueblos nativos asociados al espacio físico habitado.
El nombre Abaucan también pudo haber perdurado debido al protagonismo que tuvo este grupo durante el gran alzamiento diaguita. A veces aliados
de los malfines, los abaucanes opusieron una fuerte resistencia en este período
(Schaposchnik 1994). Derrotados tras las campañas realizadas contra los malfines después de la muerte de Chalemín (1637) fueron desnaturalizados. La mayor parte de ellos, junto al resto de los grupos que componían la encomienda,
fueron trasladados al valle de Famatina, jurisdicción de La Rioja, y asitiados
en proximidades del pueblo de Anguinán, prácticamente despoblado.
Encomienda que incluye Tucumanahao y Fiambalá, luego a Batungasta y
Antapas
La encomienda de “Tucumanahao y Fiambalá” registrada en la carta
de Doncel de 1607 reunía a estos dos pueblos sin que la fuente provea in
La toma de posesión se efectuó en Santiago del Estero en noviembre de ese año, “por
interpretación del dicho Francisco Narváez de San Martín”, en la persona de Miguel de
Aymacha “natural de pueblo de Cabuil”; esta fuente tampoco aclara en qué idioma tradujo
el intérprete.
206
Norma Ratto y Roxana Boixadós
formación respecto de sus localizaciones. La localidad actual de Fiambalá
nos orienta acerca de la ubicación del antiguo “pueblo” de indios, sin que
implique necesariamente que se trata de la misma localización -ver más
adelante. Más dudas se plantean en relación a Tucumanahao dado que se
registra otro “pueblo” con este nombre en el actual departamento de Pomán
que no figura en la carta de 1607 (de la Orden de Peracca 2006). Es posible
que la encomienda comprendiera, como sabemos de otros casos, dos pueblos
situados en diferentes y distantes zonas, o bien que Tucumanahao estuviera
localizada próxima al “pueblo de Fiambalá” aunque no se haya conservado el topónimo en la región actual. Sin embargo, recordemos que Doncel
registró las encomiendas siguiendo un criterio regional y que mencionó a
Tucumanahao en relación con Fiambalá. Como este criterio es el que Doncel
aplicó a la enumeración de todos los pueblos nativos, podemos pensar que el
encomendero pudo haber trasladado a los Tucumanahao a Pomán en fechas
posteriores a 1607.
Pero la cuestión adquiere mayor complejidad si recordamos que Tucumanahao -y Tucumangasta- son topónimos que aparecen en diferentes zonas,
incluyendo el valle Calchaquí. Hace años Ana María Lorandi propuso que esta
denominación correspondía a grupos de mitimaes trasladados de la región
del Tucumán por orden de los incas y ubicados en diferentes sitios (Lorandi
1988b). Esto apoya la idea de que la región bajo estudio recibió población
foránea en tiempos de los incas, más aún teniendo en cuenta la existencia
del pueblo de Batungasta situado en las proximidades de Fiambalá, pueblo
con importante evidencia arqueológica de presencia incaica. Si efectivamente los tucumanahaos que registró Doncel en 1607 en nuestra región fueron
mitimaes traídos desde el lejano Tucumán cabe preguntarse qué pueblo o
pueblos ocupaban.
No sabemos cuándo el “pueblo” de Batungasta fue incorporado a la
encomienda de Tucumanhao y Fiambalá puesto que Doncel no los registra
en su carta de 1607. Quizá para entonces los españoles aún no habían efectuado su reconocimiento y tampoco los caciques del pueblo habían “bajado”
a entrevistarse con ellos. Lo cierto es que Batungasta encabeza la nómina de
“pueblos” incluidos en la encomienda a partir de 1635, a la que se le sumó
la parcialidad de antapas, posiblemente anexada después de la pacificación.
Esta información aparece cuando Gregorio de Luna y Cárdenas asumió como
encomendero pues en su título consta la merced de “Batungasta, Fiambalá,
Tucumanahao y Antapa”. Es interesante notar que para la toma de posesión
efectuada en el valle Calchaquí -en el fuerte donde se encontraba el gobernador
Albornoz-, Luna y Cárdenas presentó dos indios: don “Luis Gualimay cacique
principal del pueblo de Batungasta” y Diego, “indio de Fiambalá”, que ya era
ladino en lengua castellana. El texto es claro al afirmar que la posesión se hizo
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 187-220
207
“en la lengua general del Perú, que entienden y hablan los dichos indios”.
Este dato es importante ya que confirmaría el contacto de estos pueblos con
la dominación incaica; “entendían y hablaban” el quechua pero no era ésta
su lengua originaria.
Los nativos de la encomienda de Batungasta, al igual que los de Abaucan,
participaron activamente en el gran alzamiento diaguita y sabemos que su
encomendero, Luna y Cárdenas, cumplió un rol importante en las campañas
que aseguraron su pacificación. También ellos fueron desnaturalizados de sus
tierras y trasladados a la jurisdicción de La Rioja. Según se informa en la visita
de 1667, entre 1635 y 1648 batungastas, fiambalás, antapas y tucumanahaos
estuvieron establecidos en el antiguo “pueblo” nativo de Nonogasta donde
los jesuitas tenían una estancia. Sin embargo, los religiosos se negaron a ceder
tierras de su estancia a los indios para fundar un pueblo de reducción, tal como
disponían las ordenanzas. De esta manera, el encomendero Luna y Cárdenas
compró tierras y agua en el deshabitado “pueblo” nativo de Vichigasta, en el
paraje llamado San Buenaventura, donde ubicó a sus encomendados creando
así la reducción San Buenaventura de Vichigasta.
Por una fuente muy posterior sabemos que el “pueblo de Fiambalá” había
sido dividido en -al menos- dos partes, probablemente en tiempos del gran
alzamiento. La encomienda en cuestión era de “Fiambalá, Sabuil y anexos”
y pertenecía, por lo menos hacia 1635, a Catalina de Lara vecina de San
Juan Bautista de la Rivera de Pomán. En 1681 el nuevo encomendero -Diego
Gómez de Tula- reclamaba indios que vivían en Vichigasta como parte de su
encomienda. Si bien el pleito no tuvo resolución queda constancia de que
el reclamo fue sobre muy pocos tributarios, como también podría explicar
la existencia del actual Saujil en el departamento de Pomán. Otro dato que
aporta esta fuente es que según los testimonios e informes, levantados sobre
la etapa anterior a la desnaturalización, el “pueblo” original de Fiambalá
se encontraba emplazado a una legua del de Batungasta10. De ser cierta esta
estimación tardía pone en duda que el “pueblo de indios de Fiambalá” coincidiera con la ubicación actual de la ciudad homónima.
Hasta el momento, hemos analizado los datos que aportan los títulos
de encomienda, los padrones y otras fuentes vinculadas a las mismas. Las
informaciones de méritos y servicios de los soldados y capitanes que se desempeñaron durante el gran alzamiento diaguita aportan también información
significativa acerca de las conductas políticas que asumieron los grupos
rebeldes, y ofrecen detalles importantes sobre cómo se ordenaron y se lleva
Archivo Histórico de Córdoba, escribanía 2, legajo 4, expediente 24. También en Montes
(1959).
10
Archivo del Instituto Americanista de Córdoba, documento 443, 1681.
208
Norma Ratto y Roxana Boixadós
ron a cabo las campañas de pacificación. Dado que el análisis de este tipo de
fuentes -por su complejidad y extensión- excede los límites de este trabajo
procederemos a sintetizar algunos aspectos que agregan material adicional
para la discusión de nuestro problema.
En primer lugar durante las rebeliones que sacudieron, en particular,
las jurisdicciones del sur de la gobernación -La Rioja y San Juan Bautista de
la Rivera-, las regiones del valle de Andalgalá y Tinogasta fueron escenario
de importantes batallas entre nativos y españoles -acompañados éstos por
indios amigos. La información de méritos de Pedro Nicolás de Brizuela narra
las expediciones de los españoles tras los pasos de capayanes y guandacoles,
nativos del oeste riojano que se habían retirado hacia el norte y “estaban
metidos en el valle de Guatungasta”. Otros testimonios dan cuenta de que
tanto este valle como el de Abaucán constituyeron espacios de refugio para los
rebeldes confederados, especialmente malfines, andalgalás y abaucanes que
mantuvieron su resistencia hasta 1646. Unos años antes, el cacique Chalemín
de los malfines había atacado el valle de Famatina y los españoles salieron a
perseguirlos “[…] ochenta leguas al norte hasta llegar al pie del cerro Encantado de Abaucan”, donde se produjo un importante enfrentamiento. Hasta
el momento no hemos encontrado en las fuentes otras referencias sobre este
“cerro Encantado” que nos permitan localizarlo. Montes (1959) ubica este
lugar en las proximidades de Batungasta mientras que Bazán (1979:117) lo
sitúa en el actual San José, sin que aporten datos que apoyen sus respectivas
interpretaciones.
En segundo lugar, la información de méritos y servicios de Brizuela
permite conocer detalles acerca de cómo los abaucanes fueron obligados a
rendirse y las vicisitudes que acarreó su deportación. En 1643 Brizuela recibió la orden de lograr que los abaucanes, que aún resistían en su pueblo,
“bajasen” a dar la paz.
Se le ordenó la conclusión de la guerra en haber enviado a llamar por medios convenientes al resto de indios abaucanes que estaban retirados en sus
tierras sin querer dar la obediencia, propúsoseles que sino la daban iría con
número de soldados e indios amigos para mas darles terror fue dos veces
al sitio de Pituil metido la tierra adentro treinta leguas con guarnición de
gente españoles y amigos con que visto las prevenciones que en su daño
se hacía vinieron en dos veces 260 piezas de paz y las llevó y redujo en el
valle de Famatina en el sitio de Anguinán (Archivo Histórico de Córdoba,
escribanía 2, legajo 9 (II), expediente 21. 1707).
Pero este relato se confunde con una descripción más minuciosa, contenida en la misma fuente que afirma que unos años después -en 1646- Brizuela
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 187-220
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fue el encargado de trasladar desde el fuerte del Pantano a “400 piezas de las
naciones de malfin y abaucan”, las que fueron llevadas primero a La Rioja,
donde estuvieron tres meses, y de allí a Córdoba, donde fueron instalados en
el pueblo de La Toma. Las cifras que aporta esta fuente parecen demasiado
elevadas para el pueblo de abaucan, teniendo en cuenta el escaso número
de tributarios que registra el padrón de 1629, al que hay que sumarle las bajas producidas por su activa participación en la rebelión. Sobre estas citas,
que merecen un análisis más detenido y su contrastación con otras fuentes,
podemos hacer dos comentarios. Con respecto a la primera, es posible que
cuando se alude a los “abaucanes” se esté haciendo referencia a los miembros
de varios grupos, los que componían la misma encomienda y quizá otros,
como los tinogastas o los capayanes y guandacoles refugiados años antes en
sus proximidades. Las nominaciones étnicas aparecen de manera sintetizada
por el afán español de identificar y connotar a los principales grupos rebeldes,
dejando de lado a los grupos menores. Con respecto a la segunda cita, podemos pensar que en el relato se confunde a los abaucanes con los andalgalás,
grupo aliado y pariente de los malfines, con quienes conformaban una sola
encomienda y compartieron los mismos destinos de deportación y desarraigo
-ya estudiados por otros autores (Lorandi y Sosa Miatello 1991).
Diálogo interdisciplinario: construcción de preguntas e
hipótesis
La información arqueológica y etnohistórica fue comparada, contrastada
y discutida a lo largo de las diferentes etapas de este trabajo. Como síntesis
queremos destacar los temas sobre los cuales el análisis resultó coincidente
y los aspectos problemáticos que aún requieren mayor profundización y/o
búsqueda de información. Sobre los primeros hemos construido una hipótesis
que esperamos poner a prueba en las siguientes etapas de la investigación.
A saber:
a) La arqueología presenta un panorama de las sociedades nativas prehispánicas del sector norte de la cuenca del Abaucán que se caracteriza por la
dispersión de los asentamientos, la baja densidad demográfica, el poblamiento
y despoblamiento de las ecozonas -quizás al compás de las situaciones de
inestabilidad ambiental imperantes en esta región por eventos de características catastróficas. El análisis de la documentación histórica permite confirmar que, en efecto, al momento de la llegada de los españoles esta extensa
región registraba un conjunto discreto de asentamientos, entre los que se
destacaban Batungasta, Fiambalá, Çabuil y Abaucan, junto a otros de menor
relevancia cuyas localizaciones son imprecisas (tucumanahao, sunguingasta/
210
Norma Ratto y Roxana Boixadós
sunguin). Las estimaciones aproximadas de tributarios realizadas en 1607 y
los padrones posteriores de 1627, aunque parciales, son siempre menores a
100 por unidad/ pueblo. Estas cifras resultan compatibles con las relevadas
para los pueblos nativos de la jurisdicción de La Rioja y posiblemente para
los del valle de Catamarca. Es preciso avanzar en la comparación con otras
unidades/ pueblo del oeste catamarqueño que se suponen numerosas como
Malfín y Andalgalá.
b) Los estudios arqueológicos han revelado la existencia de al menos tres
sitios en la región (Batungasta, Mishma 7, Ranchillos 1) donde el material
cerámico de diferentes estilos del Tardío es predominante sobre el incaico.
Consideramos que los grupos sociales locales interactuaron en un proceso
dinámico con otras organizaciones socio-políticas que repoblaron la región en
el marco de la estrategia de movimientos de gente implementada por el Inca.
Esta conquista conllevó no sólo el ingreso de nuevas prácticas y estrategias
de dominación sino también el ingreso de nuevas poblaciones a la región. Es
en estos momentos donde se conforma un entramado caracterizado por la coexistencia de distintas representaciones sociales y se restringe la movilidad
de los grupos cambiando la configuración de la red de interacción social a
nivel regional y extra-regional. Por su parte, la etnohistoria también aporta
información que de manera indirecta apoya esta interpretación. Por un lado,
la posible existencia de mitimaes provenientes del Tucumán -los tucumanahaos- instalados en la región cuya localización por el momento no podemos
precisar; por otro, las referencias al bilingüismo del cacique de Batungasta
quien hablaba quechua. En otros casos se acreditó la necesidad de intérpretes
sin que hasta ahora sepamos qué idioma traducían. El análisis de las fuentes
también advierte acerca de la existencia de otros traslados de población -estudiados a partir del seguimiento de las nominaciones étnicas en distintos
momentos y lugares, las duplicaciones de nombres o las semejanzas- las que
podrían ser atribuidas a la intervención incaica -no hay indicios claros en las
fuentes sobre este aspecto- y/o al proceso de conquista y colonización española
sobre el que contamos con evidencias indirectas y contextuales.
c) Muchos de los nombres de los pueblos nativos que las fuentes históricas registraron no dejaron huella en la toponimia local. Esto se relaciona
con los traslados de población, particularmente aquellos que tuvieron lugar
durante el período temprano de la colonización española sobre los que se
conservaron pocas evidencias de primera mano. Por su parte, la arqueología
también re-nominó algunos de los asentamientos relacionándolos con los
nombres dados por los pobladores criollos actuales. La diversidad nominativa
de la toponimia y de los pueblos nativos del valle que aparecen en las fuentes
obligó a discutir y comparar la información disponible con el fin de proponer posibles localizaciones de los emplazamientos nativos prehispánicos o
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 187-220
211
coloniales tempranos que no hubieran sido sujetos de traslados. Algunos de
ellos son (Figuras 1 y 3):
1. Abaucán: la ubicación de este asentamiento “desaparece” después
de la desnaturalización de sus pobladores. Sin embargo, por las referencias
aportadas por ambas disciplinas proponemos, de modo hipotético, que su
localización corresponde al actual emplazamiento del pueblo Medanito en el
sector medio del bolsón de Fiambalá. Es interesante que nuestro derrotero de
investigación siguiera un camino diferente pero llegó a la misma conclusión
propuesta por Adán Quiroga (1897). Es también interesante que habiéndose
despoblado el asentamiento originario fuera repoblado a fines del siglo XIX y
su nombre actual (Medanito) puede deberse a las características ambientales
del entorno de su emplazamiento rodeado de amplísimas dunas.
2. Sabuil: posiblemente estuviera emplazado en la actual Saujil del
departamento de Tinogasta. De acuerdo con el padrón de 1627 los españoles
llegaron desde San Juan Bautista de la Rivera a este asentamiento antes que
al de Abaucan. Consideramos que la vía de ingreso a la región desde la ciudad española se realizó a través de la Cuesta de Zapata para luego remontar
el valle hacia el norte. En este recorrido el primer encuentro fue el “pueblo
de Sabuil” -actual Saujil- y de ahí siguieron hacia “el pueblo de Abaucan”
emplazado hipotéticamente en la actual Medanito. Aún existe un antiguo
camino de carreta que une ambas localidades cuya importancia deberá reevaluarse a partir de estos resultados.
3. Fiambalá: consideramos que el emplazamiento de este asentamiento
nativo no coincide con el actual de la ciudad homónima. Ya hicimos referencia
a una fuente tardía que sitúa a este “pueblo” a una legua del de Batungasta, si
a esto lo contextualizamos con las vías de ingreso al valle desde la ciudad de
Londres, comentadas anteriormente, consideramos que el actual pueblo de
Anillaco es el que reúne las condiciones para la localización en el pasado del
“pueblo de indios de Fiambalá”. Hoy día las ruinas de Batungasta se encuentran a 6 km de distancia del Anillaco catamarqueño actual. Esto amerita la
realización de nuevas investigaciones que tengan en cuenta esta propuesta.
4. Tucumanahao: no existe en la región ningún pueblo o localidad que
conserve su nombre. Dado que en la carta de Doncel de 1607 se registra a
este grupo junto con Fiambalá, y si además asumimos que se trataban de
mitimaes provenientes de la región del Tucumán, podemos sostener hipotéticamente que los tucumanahaos habitaban en Fiambalá -hoy Anillaco- y que
prestaban servicio en el pueblo incaico de Batungasta. Es posible también
que sus funciones se extendieran a otros sectores del amplio valle ya que la
toponimia actual hace referencia al “camino al Tucumán” en el sector norte
de la región.
212
Norma Ratto y Roxana Boixadós
En el planteo realizado sobre la localización de los antiguos pueblos
nativos de la región adquiere especial prominencia el río La Troya, ya que
este se convierte en el delimitador de espacios en los que se situaban los
asentamientos originarios tanto al norte (Sabuil y Abaucán) como al sur
(Batungasta y Fiambalá) del río. Si nuestra interpretación es correcta la
asignación de encomiendas tempranas realizadas en 1607 habría respetado
estas dos áreas conteniendo a los pueblos del norte en una encomienda y a
los del sur en otra.
Por todo lo expuesto, la discusión a partir de la re-lectura de la bibliografía y de la información proveniente de ambas disciplinas nos permite formular una hipótesis de trabajo que re-significa viejos y nuevos interrogantes
sobre las sociedades pre y poshispánicas del sector norte de la amplia cuenca
del Abaucán. Así, retomando la representación de “espacio vacío” con la
que iniciamos este trabajo, sostenemos que la región atravesó, en un lapso
relativamente corto, por procesos dinámicos de despoblación y repoblación,
vinculados básicamente a tres variables: (a) la inestabilidad ambiental (despoblamiento); (b) la intervención incaica (repoblamiento), y (c) la conquista y
colonización española (traslados y nuevos despoblamiento). En este sentido, la
principal consecuencia de la derrota sufrida por los nativos que participaron
en el gran alzamiento diaguita fue la desnaturalización y su traslado a otras
jurisdicciones. Este proceso sólo será revertido a partir del siglo XVIII.
Aclaramos que al referirnos a procesos de despoblamiento y su relación
con la representación de la región como un “espacio vacío” no queremos implicar la inexistencia de gente en el valle, sino la ausencia de conglomerados,
aldeas o pueblos cuyos habitantes mantuvieron relaciones sociales y con el
entorno con sostenida continuidad en el tiempo. La región también puede
ser pensada como una extensa área receptora de poblaciones en el marco de
contextos dinámicos generados por los procesos de inestabilidad ambiental
o de conflictividad política. De hecho, la concesión de buena parte del valle
de Abaucán otorgada en merced en 1687 al maestre de Campo Juan Gregorio
Bazán de Pedraza -encomendero en segunda vida de los pueblos de “Abaucan
y anexos” localizados ya en La Rioja- habla a las claras de la inexistencia de
“pueblos de indios” comprendidos en ella. La merced llamada de Anillaco
y Guatungasta abarcaba prácticamente todo el valle e incluía las tierras de
los antiguos pueblos de “Anillaco, Batungasta, Fiambalá, Abaucán, Singuil”
(Guzmán 1985:80). Esta extensa propiedad fue dividida en dos grandes mayorazgos instituidos en el testamento de Bazán en 1717 (Brizuela del Moral
1990-1991).
En resumen, las condiciones de inestabilidad ambiental afectaron la vida
cotidiana y productiva de la gente provocando desplazamientos de poblacio-
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 187-220
213
nes y/o el despoblamiento y posterior re-poblamiento de la región cuando
las condiciones ambientales se recompusieron. Esta dinámica probablemente
registró contrastes y matices y sobre esta amalgama se conformó un nuevo
espacio social donde algunos valores y prácticas pervivieron y otros se perdieron o se transformaron a partir de la intervención incaica en la región. La
conquista española actuó sobre ella generando una nueva desestructuración
social producto de la imposición del régimen de encomiendas y de los traslados de poblaciones nativas en la primera mitad del siglo XVII.
Finalmente, retomamos la representación de la región como “espacio
vacío” para distinguir en ella los distintos niveles de análisis que hemos
considerado a lo largo de este trabajo que atraviesa la construcción del saber
arqueológico, la articulación interdisciplinaria y la historia colonial. En esta
dirección destacamos: (a) el escaso protagonismo que tuvo el oeste tinogasteño
en el proceso de construcción de conocimiento de la arqueología del noroeste
argentino; (b) los procesos de inestabilidad ambiental que influyeron en la
discontinuidad de la ocupación del espacio, en las dimensiones discretas y
dispersas de los asentamientos e incluso en el abandono de extensos zonas
del fondo de valle por varias centurias, y por último (c) el proceso colonial
que intervino agrupando en encomiendas a la escasa población nativa y
posteriormente trasladándola a otras regiones una vez finalizado el proceso
de rebelión.
Como corolario de este extenso proceso destacamos la inexistencia de
pueblos de indios jurídicamente reconocidos en la región, habilitando de
esta manera la concesión de este extenso territorio “vaco y realengo” en una
merced que luego se convertirá en propiedades amayorazgadas a principios
del siglo XVIII.
En este primer avance de investigación podemos afirmar que estos resultados redefinen la visión general de la dinámica cultural del valle para la
etapa prehispánica y colonial temprana, constituyéndose en un disparador de
nuevas preguntas y estrategias de indagación arqueológica y etnohistórica.
Agradecimientos
A Mara Basile por la confección de los mapas contenidos en el manuscrito. Una primera versión de este trabajos fue presentado en las XIII Jornadas
Interescuelas Departamentos de Historia realizadas en San Fernando del
Valle de Catamarca, en agosto de 2011. Agradecemos los comentarios críticos
recibidos en esa oportunidad, especialmente de la Dra. Ana M. Lorandi y
la Dra. Laura Quiroga, a los que se sumaron las valiosas sugerencias de dos
214
Norma Ratto y Roxana Boixadós
evaluadores/as anónimos/as. Las investigaciones se enmarcaron en el PICT2007-01539 y UBACYT-F139.
Fecha de recepción: 22 de diciembre de 2011
Fecha de aceptación: 4 de octubre de 2012
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FAMILIA, INSERCIÓN SOCIAL Y COMERCIO DE
EXPORTACIÓN EN TUCUMÁN, 1780-1810. UNA
APROXIMANCIÓN A PARTIR DEL COMERCIANTE
PENINSULAR MANUEL POSSE
FAMILY, SOCIAL INTEGRATION AND EXPORT TRADE IN
TUCUMÁN, 1780-1810. APPROACH BASED ON MANUEL POSSE,
A PENINSULAR MERCHANT
Francisco Bolsi*
*
Instituto Superior de Estudios Sociales (ISES)/ Consejo Nacional de Investigaciones
Científicas y Técnicas (CONICET). Email: [email protected]
222
Francisco Bolsi
Resumen
La transición del Antiguo Régimen al proceso de revolución e independencia en el Río de la Plata ha sido ampliamente estudiada por los
historiadores nacionales y locales desde diferentes perspectivas, vinculadas con la historia política, de familia, del derecho, etc. Este trabajo
indaga un período de transición a partir del estudio de un comerciante
peninsular -Manuel Posse- y su inserción social, sus estrategias comerciales y el comercio de exportación efectuados entre 1780 y 1810. El
análisis da cuenta de la articulación de su estrategia matrimonial con
su establecimiento definitivo en la ciudad, la estructuración de una red
comercial en torno a su familia y los enlaces de la primera generación
en el contexto tucumano.
Palabras clave: familia - parentesco - comercio peninsular
Abstract
The transition from the Old Regime to the process of revolution and
independence in the Río de la Plata has been widely studied by national
and local historians and from different perspectives, related to political
history, family history, judicial history, etc. This paper explores a
transitional period based on Manuel Posse, a Peninsular merchant,
and his social integration, business strategies and export trade between
1780 and 1810. The analysis takes into account the articulation of his
matrimonial strategy with his final settlement in the city, the structuring
of a commercial network around his family and the links of the first
generation in the context of Tucumán.
Key words: family - kinship - Peninsular trade
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 221-244
223
Introducción
La producción historiográfica acerca del período tardo-colonial en América Latina es abundante y uno de los temas que generó mayores discusiones
historiográficas fueron las Reformas borbónicas. En Argentina, esta temática
fue ampliamente tratada por historiadores que indagaron en el proceso de
orientación económica hacia el Atlántico, la expulsión de los jesuitas y la organización del virreinato del Río de la Plata; también estudiaron el surgimiento
de una nueva elite a partir de los entrecruzamientos familiares de la elite tradicional con los comerciantes peninsulares -vascos, catalanes y gallegos- que
emigraron en esta coyuntura histórica y dieron cuenta de las consecuencias
de estas reformas en el imaginario de la elite del período tardo-colonial.
En el caso de Tucumán, la reestructuración administrativa iniciada por
Carlos III causó la división de la gobernación de Córdoba del Tucumán en
dos partes. Tucumán pasó a ser una ciudad subalterna de la Intendencia de
Salta, mientras Córdoba quedó bajo la jurisdicción del virreinato del Río de
la Plata. En este contexto de reformas, un trabajo pionero desde la perspectiva
de la historia de familia -que indagó en la complejidad de este proceso- fue
el de Ana María Bascary (1999), quien estudió la ciudad de San Miguel de
Tucumán en las últimas décadas del siglo XVIII. Esta autora profundizó en
el estudio de las características de la sociedad local tomando como punto de
partida la composición de la elite. Dicho enfoque confirmó procesos ocurridos
en otros espacios de América Latina, referidos al impacto y la transformación
que ocasionó la migración de peninsulares a fines del siglo XVIII, en la elite
tucumana tradicional cuyos orígenes se remontaban, en algunos casos, a los
primeros conquistadores. La metodología aplicada incorporó el estudio del
ámbito de lo privado, espacio inexplorado hasta ese momento. La caracterización de este universo reflejó el significado de las diversas prácticas sociales de
la elite al interior de la misma y la relevancia de las alianzas intra-familiares
para mantener el prestigio en el ámbito local (Bascary 1994, 1999).
Uno de los trabajos pioneros en la temática fue el de David Brading (1976), quien a partir
de un estudio prosopográfico de la sociedad mexicana indagó en la significación de las redes
de parentesco como herramienta para atravesar las Reformas borbónicas. Para profundizar
en el tema de las reformas véase Pietschmann (1996), Gelman (1998), Latasa (2003).
Al respecto pueden consultarse los trabajos de Socolow (1991), Goldman (1998) y Gil
Montero (2002).
224
Francisco Bolsi
Por su parte, Cristina López (2004) realizó aportes acerca de la organización de la elite tucumana entre fines del siglo XVIII y principios del XIX,
y también se interesó por la historia de familia. En este sentido, a partir
del estudio de la familia Alurralde -de origen vasco-navarra- indagó en las
particularidades de la inmigración vasca en San Miguel de Tucumán hacia
fines del siglo XVIII. El aporte de esta historiadora está relacionado con la
identificación de las diferentes motivaciones y la significación de las redes
de parentesco en los diferentes momentos en que estos inmigrantes se establecieron en Tucumán. Mientras los primeros en arribar a América llegaron
solos a esta región, conservando remotamente los lazos familiares con sus
comunidades de origen; los inmigrantes del período borbónico se destacaron
por la fortaleza de sus vínculos ultramarinos y conformaron grupos regionales
de amplio alcance, basando la reproducción de sus comportamientos profesionales en fuertes sentimientos de linaje. Esta diferenciación resultó un aporte
metodológico sustancial para determinar las particularidades específicas de
los Alurralde, cuyas redes relacionales más fuertes estuvieron asociadas a
alianzas conyugales donde las uniones matrimoniales entre parientes jugaron un papel fundamental. Asimismo, la contribución de López trasciende
lo puramente relacionado con las redes de parentesco pues logra vincular
esta organización con los intereses económicos de los Alurralde, quienes
establecieron una sólida red mercantil que mantenía negocios en una vasta
región, la cual llegaba incluso a Potosí.
Otro aporte referido a Tucumán es el trabajo de Pablo Iramain (2005)
quien analizó un período coyuntural específico -la década de 1810- abordando
la temática de la revolución mediante el estudio de la familia Aráoz y sus
estrategias familiares. La originalidad de este trabajo reside en la reconstrucción de toda la red de parentesco y de solidaridades políticas-económicas
de los Aráoz, estrategias que contribuyeron al éxito de este clan familiar en
el período estudiado. Otro aspecto a destacar fue la metodología aplicada en
esta investigación dado que fusionó las diferentes posturas de la historiografía nacional con respecto al proceso revolucionario, planteó su relación con
el caso tucumano y realizó un análisis del mismo a partir del estudio de la
familia Aráoz, hecho que enriqueció este trabajo.
Mientras, María Lelia Calderón (2009: 25) indagó sobre el proceso de
transición durante el cual la elite local se dividió en dos facciones: el sector
pro-borbónico, en donde estaban las familias emparentadas con los Chávez
Domínguez, y el sector tradicional dirigido por los Aráoz y su parentela. Estos
En el sector de las familias Chávez y Domínguez estaban los Tejerina, quienes detentaron
lugares de relevancia en la Junta de Temporalidades -institución encargada de vender a
los particulares las tierras que habían sido propiedad de los jesuitas.
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 221-244
225
sectores se enfrentaron dirimiendo su poder en diversos espacios, como el
cabildo y la Junta de Temporalidades, e intentaron -a partir de la impronta
de su red de parentesco- influenciar en los gobernadores intendentes con la
finalidad de obtener mayor poder político en este período de transición.
Ahora bien, el propósito del presente trabajo es estudiar la inserción de
Manuel Posse -un comerciante peninsular de origen gallego- en este contexto
de transición, las estrategias de reproducción(es) social(es) utilizadas y los
vínculos existentes entre las actividades comerciales y la red de parentesco
que el peninsular estructuró entre 1780-1810.
De acuerdo a la historiografía tucumana, la implementación de las
Reformas borbónicas generó una división de la elite local en dos grupos, el
pro-borbónico y el tradicional. En este contexto, cabría preguntarse ¿en qué
sector de la elite se insertó Manuel Posse y cómo influyó su capital simbólico
y económico al momento de contraer matrimonio?; o, en todo caso, ¿de qué
manera estructuró el Peninsular su red de parentesco y qué rol jugaron sus
hijos en este contexto de transición?; ¿es posible interpretar objetivos concretos al momento de las uniones matrimoniales de los descendientes de Posse,
o las mismas estaban determinadas por la coyuntura de transformaciones
que provocaba las reformas borbónicas? En este sentido, la red comercial que
estructuró Posse podría dar cuenta de la fortaleza de los lazos de parentesco
entre miembros de una misma familia, lo que facilitó la orientación de las
actividades comerciales hacia la plaza porteña que se transformó en un polo
de arrastre económico desde 1780.
Con la finalidad de responder a los interrogantes planteados, se examinaron diferentes fuentes. En el Archivo Histórico de Tucumán (AHT) se indagó
el Boletín Genealógico de Tucumán con la finalidad de obtener información
referida al origen de la rama fundadora de los Posse.; se analizó la Sección
Judicial Civil (SJC), allí se registraron los testamentos referidos a la familia
en cuestión -a partir de los cuales se observaron las hijuelas que cada uno de
los descendientes recibiera, lo que permitió su posicionamiento al momento
de los enlaces matrimoniales. Además, se indagó la Sección Administrativa
(SA), donde se observaron los cargos públicos ocupados por los integrantes de
la familia Posse en el período estudiado. Estos datos se complementaron con
las Actas del Cabildo de la ciudad de Tucumán, las cuales aportaron nueva
información referida al desempeño de los integrantes de la familia en cuestión. También se relevó la Sección de Hacienda que contiene los Cuadernos
de Tomas de Razón (TR), expedidos por la Tesorería de Tucumán, la sección
de Comprobantes de Contaduría (CC) y la sección Oficios Varios (OV), donde
se registraron las guías de exportación hacia Buenos Aires efectuadas por
la familia Posse. La prospección de las fuentes se completó para el período
1786-1809 con las mismas secciones.
226
Francisco Bolsi
La inmigración borbónica a fines del siglo XVIII. Orígenes
de la red de parentesco e inserción social de los hermanos
Posse en Buenos Aires y Tucumán
En la segunda mitad del siglo XVIII, la Corona española manifestó la
creciente necesidad de retomar el control de los territorios americanos ante
la amenaza latente de expansionismo por parte de Inglaterra. El rey Carlos
III implementó las Reformas borbónicas que fortalecieron el control administrativo y generaron la formación de milicias para defender al territorio de
posibles invasiones. La elite americana se adaptó a los nuevos requerimientos
de la Metrópoli sin grandes sobresaltos, implementando diversas estrategias
de reproducción social y fortaleciendo su red de relaciones lo que aseguró su
continuidad en el contexto local. Ante esta nueva situación la elite tucumana
debió reformular sus necesidades, en virtud de esa realidad.
En tal sentido, una herramienta frecuentemente utilizada por los historiadores, y sobre todo por los sociólogos, para indagar estos períodos de
transición es el concepto de red, pues otorga un rol significativo a las relaciones de parentesco. Aunque estos estudios ayudaron a la compresión de
la dinámica familiar, el trabajo de Bertrand (1999) y posteriormente el de
Ponce Leiva y Amadori (2008) contribuyeron a esta discusión desde un sentido crítico, pues cuestionan los intentos de los historiadores por definir las
redes sociales desde marcos teóricos que no les son propios, lo que provoca,
en ciertas ocasiones, que atribuyan a los individuos que integran las familias
comportamiento mecánicos en el establecimiento de vínculos de reciprocidad
(Bertrand 1999).
Por este motivo, el eje a partir del cual se indagó la red de parentesco
de los Posse fue la conceptualización de Moutoukias (2000). Este autor considera que las redes construidas por los individuos se desenvuelven dentro
de un marco normativo pero en la mayoría de las ocasiones su accionar está
más influenciado por objetivos personales y sus capacidades y además la
reciprocidad entre sus miembros resulta condicionada por los buenos resultados obtenidos. En Tucumán, en el período en estudio, las familias de la elite
poseían una composición determinada por diferentes variables, en algunas
El concepto de red, también conocido como social network, ha sido ampliamente estudiado; se refiere al conjunto de vínculos sociales llevados a cabo por una o más personas
con la finalidad de cumplir un propósito específico, en el cual se puede identificar una
cadena de mando o una cohesión entre sus miembros caracterizada, en ciertos casos, por
prestar apoyo, protección política y mantener solidaridades internas. Entre los estudios
que profundizaron en el análisis de las redes están los de Rosenberg (2002), Santilli (2003),
Ímicoz (2004) y Amadori (2008).
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 221-244
227
ocasiones tenían como eje la institución familiar y en otras a personas que
pertenecían al círculo extra-familiar, situado en determinados espacios de
poder. Sin embargo, en el contexto de las reformas algunas familias reformularon sus estrategias de reproducción social para atravesar el proceso de
transformación de la elite a fines del siglo XVIII.
Estas reformas suscitaron la inmigración de numerosos comerciantes de
diferentes orígenes -gallegos, vascos, catalanes- hacia el territorio americano,
luego de la aprobación del Tratado de Libre Comercio de 1774, en búsqueda
de nuevas oportunidades económicas. Algunos se lanzaron a la aventura
en busca de fortuna, ya que carecían de contactos comerciales y familiares
previos; mientras otros migraron alentados por las noticias de las buenas
perspectivas económicas que recibieron de parientes o amigos que ya residían
en el territorio americano.
Estas transformaciones ocasionaron reacciones diferentes en la ciudad de
San Miguel de Tucumán y en la dinámica interna de la elite; uno de los temas
más conflictivos fue la expulsión de los jesuitas en 1767. El extrañamiento de
los Padres de la Compañía provocó un reacomodamiento de los vecinos en
torno a los funcionarios responsables de ejecutar esta medida -el sector proborbónico- y a un sector de la elite tradicional -pro-jesuita- que se manifestó
contrario a la ordenanza real que impuso una nueva lógica de distribución
del poder. María Lelia García Calderón (2009) indagó en la conformación de
estas parcialidades en torno a la expulsión de los jesuitas e identificó al grupo
ligado con las autoridades superiores borbónicas, el cual estuvo encabezado
por Fermín Vicente Tejerina, su hermano Francisco Tejerina y Barreda, quien
fuera regidor -oficio que investía a quien lo detentara de una alta dignidad
en el gobierno de la ciudad-, un renegado de la familia Aráoz, Juan Antonio
Aráoz, y Sánchez de la Madrid, Manuel Padilla y Joaquín Monzón, entre otros
vecinos. El grupo de familias tradicionales que evidenció ciertos resquemores
hacia la nueva política de la Corona y al extrañamiento de los jesuitas estuvo
dirigido por Pedro Antonio Aráoz y Paz -la familia Aráoz, una de las más
tradicionales de la ciudad, estaba vinculada con antiguos troncos colonialesde larga permanencia en las funciones capitulares.
Algunas de las familias más tradicionales de Tucumán pertenecían al sector pro-jesuita,
en esos casos la devoción hacia la Compañía de Jesús no se reducía simplemente a una
cuestión religiosa porque los particulares mantenían negocios y realizaban transacciones
comerciales con los jesuitas.
Los miembros de la familia Aráoz representaban al sector tradicional de la elite tucumana
y ocuparon cargos en el cabildo durante 26 años, entre 1750-1810. A partir de 1770 se
observa cierta regularidad: la participación de algún Aráoz como capitular durante más
de cinco años sucesivos (Bascary 1999: 192).
228
Francisco Bolsi
Las reformas plantearon una puja por el poder y los espacios por dirimir
estos conflictos fueron la Junta de Temporalidades y el Cabildo. Por este motivo, la elite tradicional intentó excluir a aquellos miembros que significaban
una amenaza para la estabilidad política detentada a lo largo del siglo XVIII,
como fue el sector pro-borbónico. En este contexto, de transformaciones y
conflictos internos, se insertaron los comerciantes peninsulares que traían
consigo capitales y también estrechos vínculos de parentesco, paisanaje y una
aceitada red de relaciones con los comerciantes porteños (Bascary 1999: 66).
Esto los situó en el seno de la sociedad local y se transformaron en la nueva
elite del Tucumán tardo-colonial.
En este caso, los hermanos Posse no fueron una excepción. Gerardo y
Manuel -los fundadores de la rama familiar en Tucumán- eran hijos de Domingo Antonio Posse, de profesión comerciante, y de Ana María Blanco de
Martínez. De acuerdo con el genealogista Crespo Pozo (1976: 237), este apellido pertenecía a un antiguo linaje familiar, con escudo y casa solar radicada
en Santa María de Sada, en las inmediaciones de La Coruña, -donde ejercían
señorío y jurisdicción. El padre de estos hermanos, Domingo, poseía un galeón
con el que comerciaba entre La Coruña y Portugal, situación que sirvió como
incentivo para que sus hijos se dedicaran a las actividades mercantiles.
El proceso migratorio de estos hermanos Posse -Gerardo y Manuel- fue
por etapas. En un primer momento se establecieron en la ciudad de Montevideo (1776), en donde realizaron diversas transacciones comerciales vinculadas
con la importación de efectos de ultramar (Bascary 1999: 66). Poco tiempo después se trasladaron a Buenos Aires, donde residía su tío Tomás Posse y Collins
-quien se desempeñaba como comerciante de la plaza local10. Sin embargo,
Los conflictos entre estos sectores generaron un enfrentamiento entre el grupo que apoyaba
a Fernández Campero, gobernador saliente, y Gerónimo Matorral, elegido por el virrey para
ejercer este cargo. Lo interesante de este enfrentamiento es que el primero representaba al
sector pro-borbónico y el segundo al pro-jesuita. Esto ocasionó el enfrentamiento entre Fermín Tejerina, responsable de la expulsión, y la familia Aráoz, que apoyaba a la Orden.
Manuel Posse y Blanco, nació en el villa de Camariñas (La Coruña) el 7/ 10/ 1753, y su
hermano el 21/ 5/ 1756 (Archivo Parroquial de Camariñas, La Coruña, España, Libro de
Bautismos número 1, fs. 119 y 345).
El padre de estos jóvenes, según el catastro del Marqués de Ensenada -levantado en
1753- poseía un galeón para el comercio de cabotaje con los puertos portugueses y gallegos. Además de esta propiedad poseía casas y cultivos y fue señalado como uno de los
hombres de fortuna de la región en donde vivía. Archivo del Reino de Galicia, Catastro
del Márquez de la Ensenada; San Jorge de Buria y Villa de Camariñas (Ayuntamiento de
Vimianzo), año 1753 - Real Legos, f. 510-512.
10
Tomas Insúa y Posse -nacido en Torre Gallones, Sant Amet de Sarces, Galicia- se casó en
Buenos Aires en 1767 con Juana Rosa Collins y Mansilla -descendiente del comerciante
inglés John Collins y de María Andrea Mansilla- con quien concibió siete hijos: María
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 221-244
229
a pesar de compartir el mismo derrotero, las estrategias que implementaron
los Posse fueron diferentes. En 1792, Gerardo contrajo matrimonio con su
prima, María Insúa y Collins -hija de Tomás-, lo que consolidó nuevamente
los vínculos familiares entre estos troncos familiares (Saguier 2007).
En 1779 Manuel se radicó en Tucumán y al momento de su establecimiento tenía un patrimonio cercano a los 14.310 pesos que había acumulado
de algunas transacciones mercantiles realizadas previamente a su llegada
-lo que lo transformaba en un acaudalado comerciante de la ciudad11. Posse
integró el grupo de comerciantes pertenecientes al Consulado de Comercio
de Buenos Aires que se insertó en Tucumán y que contaba con fuertes lazos
mercantiles con los principales importadores de efectos de Castilla en la
plaza porteña12.
Por este motivo, estableció rápidamente vínculos económicos con comerciantes del ámbito local y capitalizó estas relaciones contrayendo matrimonio
en 1783 con Águeda Tejerina y Domínguez, hija de Fermín Vicente Tejerina y
Barreda y Teresa Domínguez13. En este enlace matrimonial, Águeda aporto de
su legítima dote 4.784 pesos y Manuel 14.310 pesos como patrimonio personal.
La dote de Águeda fue fundamental en la concreción del matrimonio con Posse
y no estaba compuesta en su totalidad por dinero en efectivo sino que incluía
muebles, entre otras pertenencias14. A partir de este matrimonio, Manuel se
integró al seno de la elite local al relacionarse por lazos de parentesco con
una familia vinculada a la vida política de la ciudad, perteneciente al sector
pro-borbónico y con un fuerte capital simbólico. Dado que Fermín, el padre
de Águeda, fue arrendatario de la sisa en 1764 y recusado como alcalde de
segundo voto en 1767 y como gobernador de armas en 177615. El hermano
Joaquina, María Josefa, Manuel Norberto, Juana Paula, María Cecilia, Mónica Francisca e
Ignacio Insúa (Fernández de Burzaco 1989).
11
AHT, Sección Protocolos, Serie A, 1792, f. 173.
12
Entre los comerciantes que se instalaron en Tucumán, se encontraba José Ignacio Garmendia, José Antonio Álvarez de Condarco, Salvador Alberdi y Cayetano Rodríguez, entre
otros (Tío Vallejo 1998: 42).
13
Los padres de Fermín Texerina y Barreda fueron Francisco Texerina y Barreda y Laurencia
García, ambos naturales de Sevilla.
14
En la concreción de las alianzas matrimoniales se ha considerado, tradicionalmente, a la
dote como un factor determinante pues constituía un adelanto de la herencia que jugaba
un doble papel en las estrategias matrimoniales. A través de ellas se transfería parte del
patrimonio familiar a las muchachas al contraer nupcias, patrimonio que era intransferible
y servía de reaseguro para las mujeres cuando enviudaran (Bascary 1999: 185).
15
Fermín estuvo a cargo del proceso de extrañamiento de los jesuitas (AHT, Sección Administrativa, vol. 6, fs. 35, 36, 37 y 38; AHT, Sección Judicial Civil, casa 25, exp. 29, f. 184
(v), caja 23, exp. 1, f. 2.)
230
Francisco Bolsi
de Fermín, Francisco Tejerina Barreda, desempeñó funciones diversas -en
1783 fue Alcalde de la Santa Hermandad y Regidor XXIV; en 1785 Alcalde
Ordinario de 1º voto y Regidor XXIV; en 1787 Regidor XXIV y diputado del
Ramo de Sisa; y en 1788 administrador de temporalidades (Saguier 2007).
En todo caso, el casamiento de Manuel resultó meritorio debido a que
entre 1780 y 1810 se redujo sensiblemente el porcentaje de uniones matrimoniales de familias de la elite local con los inmigrantes peninsulares de fines
del siglo XVIII. Según Ana Bascary (1999: 181) este fenómeno se atribuyó a la
tendencia de las familias de la elite a cerrar filas y a estrechar lazos por medio
de matrimonios endogámicos, reclutando solo a determinados peninsulares.
Seguramente, lo que incentivó a Fermín Tejerina a permitir el casamiento
de su hija Águeda con Manuel Posse fue el capital económico que poseía el
Peninsular, además el hecho de tener fuertes conexiones mercantiles con
la plaza porteña -recordemos sus estrechos vínculos con el Consulado de
Buenos Aires- lo situaba entre los comerciantes más prósperos de la ciudad.
El enlace matrimonial benefició a Manuel transformándolo en vecino de la
ciudad y otorgándole la posibilidad de ser elegido como funcionario del Cabildo. Esto le valió desempeñarse en diferentes cargos públicos que tenían una
impronta política diversa. Fue elegido Defensor de Menores (1787), Síndico
Procurador de la ciudad (1788), Alcalde de Barrio (1793), Tesorero de Bulas
(1801) y Alcalde Ordinario de 1º Voto (1804) (Avellaneda de Ibarreche et al.
2005). Según Bascary (1999), eran capitulares aquellos que por formación,
filiación, riqueza o prestigio descollaban entre los notables. Para los peninsulares afincados en la ciudad, la muestra palpable e incuestionable de su
ascenso social era ser elegidos como alcaldes, fiscales y síndicos, o mejor
aún la compra de alguno de los oficios concejiles de más alto rango (Bascary
1999: 190). El caso de Posse resultó interesante debido a que accedió a los
cargos de Alcalde de Barrio (1793) y Alcalde Ordinario de 1º voto (1804) a
partir de la compra de dichos cargos16. En tal sentido, los comerciantes más
prominentes tucumanos utilizaron su posición económica para detentar cargos
en el cabildo local, hecho que les permitió tener potestad jurisdiccional en
la ciudad junto a sus pares.
Esta unión matrimonial consolidó de forma definitiva la posición de
Posse en el seno de la elite local, y resultó una evidencia concreta de la
reestructuración interna de la elite en Tucumán -con la llegada de los inmigrantes peninsulares de fines del siglo XVIII (Bascary 1999: 190). Junto a su
16
El oficio de regidor investía mayor dignidad -los regidores eran considerados los “padres”
de la ciudad- además eran cargos perpetuos, “vendibles y renunciables”; en San Miguel
de Tucumán había cuatro, a veces cinco y eran los siguientes: alcalde mayor provincial,
alguacil mayor, fiel ejecutor, regidor 24 y alférez real (Zamora 2007).
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 221-244
231
esposa tuvieron siete hijos -seis varones y una mujer- quienes ampliaron la
red de parentesco de los Posse, vinculándolos con otras familias de la elite
local17. A partir de su establecimiento definitivo los Posse estructuraron una
red comercial que los vinculó a diferentes comerciantes del medio local y
de Buenos Aires, lo que posibilitó posteriormente el fortalecimiento de estas
relaciones mediante las uniones matrimoniales.
Inicios de la red comercial de Manuel Posse, circuitos
comerciales de exportación y la incidencia de los vínculos
de parentesco en su conformación entre 1786 y 1799
En el siglo XVIII, la situación económica de la ciudad de San Miguel de
Tucumán era favorable debido a su ubicación como intermediaria en el eje
Potosí-Buenos Aires. De acuerdo con López (2003), la región del Tucumán
seguía caracterizándose por su producción ganadera destinada a dos mercados:
a) como ganado en pie que se transportaba hacia las provincias alto peruanas
-especialmente a Tarija y Cinti- y b) como productos derivados -cueros, suelas,
grasa, sebo- orientados a los mercados del Litoral. Complementaban la producción local otros bienes, como los pellones, el arroz, las maderas, los muebles,
las carretas, que se dirigían a la capital del Virreinato y zonas aledañas. Desde
Tucumán se enviaba el ganado, los pellones y los productos de reexportación
-como la yerba y el azúcar- a los mercados del Alto Perú. A cambio de sebo,
grasa y quesos, se obtenía el metálico y productos manufacturados como los
textiles, los sombreros y las mantas. Hacia el Litoral y el puerto de Buenos
Aires se destinaban los cueros curtidos, el arroz, las maderas y las carretas.
En la ciudad portuaria los comerciantes tucumanos adquirían los “efectos
de Castilla”, la yerba, el azúcar y las manufacturas que no se producían en
la jurisdicción y saldaban las cuentas con plata adquirida en los mercados
altoperuano o en la misma capital del Virreinato (López 2003: 194).
Los comerciantes locales atendían dos mercados; uno vinculado con la
importación de productos -que incrementó sensiblemente en el siglo XVIII
de acuerdo a diversos historiadores- consistente en la importación de efectos
de la tierra y efectos de Castilla que no se producían en la región18. En lo
17
José Víctor (26/ 08/ 1785 al 24/ 05/ 1852); Simón (1790), Vicente (4/ 04/ 1796 al 09/ 08/
1884), María del Rosario (1794), Luis (10/ 04/ 1797), Felipe (30/ 04/ 1806 al 30/ 07/ 1878),
Francisco Posse -se desconoce otro dato sobre su persona- (Posse 1993: 41-48).
18
Los principales productos de importación eran los algodones y los lienzos del Alto Perú,
yerba de Paraguay, azúcar de Jujuy y Río de Janeiro, aguardientes y vino de la zona de
Cuyo, añil de Chile y Perú, entre otros bienes (López 1994).
232
Francisco Bolsi
referente al comercio de exportación se manifestaron diferentes tendencias
de acuerdo a las necesidades de los mercados consumidores. La historiografía local identificó tres circuitos: 1) Norte: constituido por la jurisdicción
de Salta, la jurisdicción de Jujuy y las provincias del Perú -que incluían las
ciudades de Arequipa, Chichas, Chuquisaca, Cochabamba, Cuzco, La Paz,
La Plata, Charcas, Tolima, Tayna y Perú; 2) Sur: comenzaba en las ciudades
de Santiago del Estero y Córdoba e incluía, en el tránsito, a San Luis y San
Juan; la ciudad de Santa Fe y, ocasionalmente, a Corrientes y Paraguay; 3)
Oeste: formado por las ciudades de Catamarca -con Andalgalá, Belén, Santa
María, Londres-, La Rioja, San Juan y Mendoza. Desde ahí ocasionalmente
se enviaban productos a Chile y Lima19.
A partir de la caracterización de los circuitos mercantiles, en los cuales
los comerciantes tucumanos efectuaban sus transacciones económicas, se
identificaron los productos locales de exportación entre 1786 y 1799. El Gráfico 1 muestra los porcentajes de estos productos con la finalidad de indagar
cuál tenía mayor participación en el mercado, sin incluir el ganado como
producto exportable.
GRÁFICO 1
Gráfico 1
Productos locales de exportación entre
5%
5%
1786
y 1799
2%
Suelas
7%
Tablas
39%
Pellones
Bateas
12%
Arroz
Sillas y Taburetes
Quesos
13%
Garganzos
17%
Gráfico de elaboración propia (AHT, Sección comprobantes de contaduría,
Libros de Toma de Razón 1786-1799)
Gráfico de elaboración propia (AHT, Sección comprobantes de
contaduría, Libros de Toma de Razón 1786-1799)
19
La historiografía local ha analizado mucho estos circuitos comerciales. Sin embargo, sólo
citaremos aquellos trabajos que aportaron a la elaboración de esta investigación (Müller
1987; López 1999, 2002 y 2009).
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 221-244
233
En el Gráfico 1 se observa que pese a no incorporar al ganado como
producto exportable, las suelas -un derivado del mismo- comprenden el 39%
del total de los envíos. El segundo producto en cantidad de exportaciones
son las tablas, hecho que puede relacionarse con la riqueza forestal en las
sierras al oeste de San Miguel de Tucumán, de donde se extraía la madera
para ser trabajada en los diferentes aserraderos de la ciudad -los que también
fabricaban bateas, sillas y taburetes. A partir de estos datos, se cuantificaron
los circuitos comerciales para conocer cuál de ellos concentraba la mayor
cantidad de exportaciones desde Tucumán. Se observó que el circuito sur centralizaba la mayor cantidad de exportaciones, hecho que reafirmó la postura
de los historiadores locales y nacionales acerca del proceso de reorientación
de la economía hacía el puerto de Buenos Aires20. Este redireccionamiento
significó una pérdida sustancial de la participación de las exportaciones hacía
el Alto Perú, aunque de acuerdo a las fuentes relevadas todavía mantenía un
23 % del total de los envíos21. Este porcentaje se vinculó, sobre todo, con la
exportación de pellones y, en menor medida, con la de otros productos como
suelas y tablas. En toda esta amplia gama de productos que eran comercializados desde Tucumán, Manuel Posse se especializó en la exportación de
suelas, bateas, arroz, quesos, garbanzos y tablas y tablones hacia el circuito
sur y pellones hacia el circuito norte.
Sin embargo, se tomaron solamente las suelas para indagar cuáles eran
los destinatarios de este producto, qué grado de participación tenía la red
de parentesco en la recepción de los productos en Buenos Aires entre 17891799, y cómo evolucionó la participación de Posse en este producto. El mencionado producto era requerido por la plaza porteña para su exportación a
Inglaterra y su precio por unidad rondaba los catorce reales en dicha plaza
(Müller 1987: 317), representando un negocio sumamente rentable para los
comerciantes tucumanos.
En el quinquenio 1789-1793 desde Tucumán hacia Buenos Aires se exportaron un total de 41.028 unidades de suelas en 150 envíos. De ese total,
2.161 unidades corresponden a Posse y fueron enviadas, en su totalidad, a la
20
“Es entre 1744 y 1778 que se va a reafirmar definitivamente el papel de Bs. As. como
mercado, polo de arrastre y centro de distribución para un vasto conjunto regional. Es decir
que la creación del virreinato del Río de la Plata en 1776, con capital en Buenos Aires y
todas las medidas que lo acompañaron, fueron más que el origen, la confirmación legal de
una realidad que ya empezaba a existir y que por supuesto fue así acentuada al máximo.
Desde ese momento los mercaderes de Buenos Aires van a dominar indiscutiblemente
sobre toda una vasta área que abarcaba desde el Paraguay hasta Chile, desde Buenos Aires
hasta el Alto Perú y aún un poco más allá” (Gelman 1996: 19).
21
AHT, Sección Comprobantes de Contaduría, Libros de Toma de Razón 1789-1799.
234
Francisco Bolsi
orden de su tío Tomas de Insúa22. En el quinquenio 1794-1799, la provincia
exportó un total de 50.977 unidades de suelas en 133 envíos, perteneciéndole
a Posse unas 2.061 unidades enviadas a la orden de Gerardo Posse y Juan
Nadal -quien se desempeñaba como socio de su hermano en Buenos Aires23.
Las exportaciones de suelas reflejaron la concentración, de un quinquenio a
otro, de las actividades mercantiles en torno al eje de los hermanos Posse -pasando su tío a un segundo plano. Manuel Posse complementó las actividades
comerciales con diversas funciones públicas; en 1787 fue elegido Defensor
de Menores, en 1788 Procurador de la ciudad y en 1793 Alcalde de Barrio.
La combinación de ambas actividades -la comercial y la pública- lo situaron
como uno de los miembros más destacados de la elite local (Avellaneda de
Ibarreche et al. 2005).
Asimismo, se indagó sobre el grado de participación que tuvo el Peninsular
en la exportación de suelas, en comparación con otros comerciantes del medio
local. En tal sentido, se analizó quiénes eran los comerciantes que exportaban
este producto, el número de envíos y recuento de las suelas por unidad, con la
finalidad de identificar el peso de Posse en el total de las exportaciones.
Tabla 1
Exportación de suela con destino a Buenos Aires, 1789-1799
Comerciante
Número de envíos
Cantidad
Castro, Pedro Vicente
5
908
Alberdi, Salvador
9
2.950
Monteagudo, Francisco
11
3.841
Rodríguez, Cayetano
11
7.995
Laguna, Miguel
12
2.991
Aráoz, Francisco
13
1.837
Posse, Manuel
11
4.222
Terry, Antonio
15
10.354
García, José Gabriel
17
8.321
Ruiz de Huidobro, Julián
20
2.891
Velarde, José
20
6.014
Ponse, Alonso
29
16.101
Reboredo, Manuel
35
9.470
Otros
71
13.477
Total
212
92.005
Tabla de elaboración propia (AHT, Sección Administrativa, comprobantes de
Contaduría, Oficios Varios y Libros de Toma de Razón 1789-1799)
22
23
AHT, Sección comprobantes de contaduría, Libros de Toma de Razón 1789-1793.
AHT, Sección comprobantes de contaduría, Libros de Toma de Razón 1794-1799.
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 221-244
235
La Tabla 1 refleja que la cantidad de envíos no coincidía siempre con
el volumen por unidad de suelas exportadas, hecho observado en el caso de
Manuel Reboredo, comerciante que realizó 35 envíos exportando un total de
9.470 unidades (12 %)24. El comerciante que más suelas exportó fue Alonso
Ponse, con 29 envíos y un total de 16.101 unidades (20 %) mientras Manuel
Posse realizó 11 envíos que representaron 4.222 unidades (6 %) de un total
de 78.528 unidades exportadas con destino Buenos Aires. En todo caso, en
el período específico la participación de Manuel Posse en la exportación de
suelas no fue significativa, al igual que la de otros artículos debido a que el
Peninsular se había establecido en 1786 y aún no se había consolidado en la
plaza local. Esto explica la centralidad de los vínculos familiares como una
estrategia para progresar económicamente, hecho que favoreció el aumento
progresivo de las exportaciones con el correr de los años.
Comercio de exportación y enlaces matrimoniales de
la primera generación de los Posse entre 1800-1810. La
consolidación de la red de parentesco
A comienzos del siglo XIX, el vínculo de dominación colonial se encontraba en una profunda crisis debido a la progresiva pérdida de control por
parte de la Corona española de sus dominios de ultramar, el franco retroceso
del imperio y los continuos enfrentamientos bélicos con el resto de las potencias coloniales -hecho que generó una constante necesidad de metálico para
afrontar los gastos de la guerra. Ante esta situación la Metrópoli aumentó la
presión fiscal en los territorios coloniales mediante la implementación de una
serie de empréstitos voluntarios25. Una de las primeras preocupaciones se
vinculó con indagar si la tendencia económica que manifestó Manuel Posse
hacía Buenos Aires se mantuvo constante en la primera década del XIX.
Los documentos existentes en el AHT permitieron una búsqueda pormenorizada para el período arriba enunciado. Las fuentes revelaron un aumento
de los envíos al circuito sur concentrando el 82 %, aunque el total de exportaciones disminuyó de 751 a 524 en referencia al período 1789-1799. A pesar de
este descenso resultó significativo que la tendencia se mantuviera constante,
24
En la Tabla 1 el parámetro para la muestra es de cinco envíos en adelante; por este
motivo, 71 envíos representan unas 13.477 suelas que están por debajo de la media
utilizada.
25
Los empréstitos fueron de dos tipos, voluntarios y forzosos; en los primeros, los vecinos
contribuían con los montos que creían convenientes mientras que en los segundos, por los
general, se prorrateaba de acuerdo al criterio impuesto por el Diputado de Comercio.
236
Francisco Bolsi
en cuanto al crecimiento de la participación de la ciudad de Buenos Aires
como polo de atracción económica. El circuito norte disminuyó de un 23 %
-entre 1789-1799- a un 18 % para el período observado en el Gráfico, lo que
indicó una pérdida progresiva en el total de las exportaciones tucumanas.
Asimismo, el interés en el estudio de este primer decenio se vinculó con
comprobar si Manuel Posse mantuvo el flujo de envíos hacía la ciudad de
Buenos Aires o si la villa de Potosí capto la atención económica del Peninsular.
Del total de exportaciones efectuadas por Manuel Posse entre 1800-1809, se
realizaron 49 envíos a Buenos Aires -compuestos principalmente por suelas,
arroz, bateas, lanas de guanaco, sombreros, quesos y garbanzos- y sólo 12 envíos al circuito norte -exportándose sillas y taburetes26. Posse amplió la gama
de productos exportados hacia Buenos Aires incorporando sombreros, sillas
y taburetes y también lana de guanaco, hecho que resultó significativo pues
aunque los envíos no fueron importantes -en cuanto a cantidad- demostraron
una tendencia a diversificar las exportaciones y captar nuevos mercados. La
Tabla muestra que Manuel incrementó sustancialmente los envíos de suelas
hacia Buenos Aires, lo cual marca una diferencia con respecto al resto de los
productos que exportó pero además implica una especialización en cuanto
a este artículo específico.
En el caso de las suelas en particular, en el quinquenio 1800-1804 se
exportaron desde Tucumán con destino a Buenos Aires un total de 44.064
suelas en 142 envíos. De ese total corresponden a Posse 6.012 suelas giradas
a la orden de Gerardo Posse, quien en ese período atendió personalmente las
exportaciones de su hermano hacia la plaza porteña27. En el quinquenio de
1805-1809 se exportaron 33.197 suelas en 127 envíos. En ese mismo período
Posse exportó 6.518 unidades, también a la orden de su hermano Gerardo
Posse28. Este segundo decenio analizado marcó una concentración de las
actividades comerciales a partir del fortalecimiento del vínculo entre los
hermanos Posse, debido a que sólo Gerardo recibía los envíos desde Tucumán. Siguiendo la lógica de análisis del período anterior, se indagó cuáles
fueron los comerciantes que exportaron suelas con destino Buenos Aires,
a fin de observar la situación de Posse en este nuevo período hecho que se
reflejó en la Tabla 229.
26
AHT, Sección Administrativa, comprobantes de Contaduría, Oficios Varios y Libros de
Toma de Razón 1800-1809.
27
AHT, Sección Administrativa, Comprobantes de Contaduría, Oficios Varios y Libros de
Toma de Razón 1800-1804.
28
AHT, Sección Administrativa, Comprobantes de Contaduría, Oficios Varios y Libros de
Toma de Razón 1805-1809.
29
En esta Tabla el parámetro de análisis utilizado es de siete envíos en adelante.
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 221-244
237
Tabla 2
Exportación de suela con destino a Buenos Aires, 1800-1809
Comerciante
Número de Envíos
Cantidad
Aráoz, Cayetano
7
800
Aráoz, Gregorio
7
1.196
Monteagudo, Francisco
10
2.246
Ponse, Alonso
10
3.318
Zavaleta, Clemente
11
2.309
Pondal, Roque
12
2.674
Aráoz, Bernabé
12
3.095
Garmendia, José Ignacio
12
2.939
Terry, Antonio
14
8.253
Rodríguez, Cayetano
21
7.060
Reboredo, Manuel
23
11.143
Posse, Manuel
35
12.530
Otros
130
19.698
269
77.261
Total
Tabla de elaboración propia (AHT, Sección Administrativa, comprobantes de Contaduría, Oficios Varios y Libros de Toma de Razón, 1800-1809)
En el período que refleja la Tabla 2, Manuel Posse se transformó en el
comerciante que realizó mayor cantidad de envíos -con un total de 35- exportando 12.530 unidades, lo que representa el 23 % sobre un total de 77.261
unidades enviadas a la ciudad de Buenos Aires. El segundo comerciante fue
Manuel Reboredo, quien efectuó una cantidad de envíos mucho menor -solo
23-, exportando 11.143 unidades que significaron el 19% del total. Asimismo, al comparar, la producción total de los dos decenios, existe una merma
significativa debido a que entre 1789-1799 se fabricaron 92.005 suelas y entre
1800-1809 la producción total llegó a 77.261. Esto se debió a una crisis en la
comercialización del producto que mermó la producción y su exportación a
Buenos Aires (Müller 1987).
La primera década el siglo XIX marcó también el inicio de las uniones
matrimoniales de los hijos del Peninsular, quienes capitalizaron las relaciones
previamente establecidas por su padre con distintas familias de la elite tucumana. El primero en casarse fue José Víctor Posse, quien contrajo matrimonio
con Tomasa Pereira y Aráoz, hija de Manuel Antonio Pereira, prominente
español, y de Magdalena Aranguren Aráoz. Manuel Antonio Pereira estaba
vinculado con el Consulado de Buenos Aires motivo por el cual ocupó el cargo
de Diputado de Comercio por Tucumán en diversas ocasiones y Magdalena
238
Francisco Bolsi
Aranguren Aráoz estaba emparentada con Bernabé Aráoz, quien fuera elegido
como el primer gobernador propietario de la provincia de Tucumán entre
1814-1817 y presidente fundador de la República del Tucumán entre 1820182130. La consumación de este enlace evidencia, por un lado, la búsqueda
del fortalecimiento de lazos entre connacionales, como Manuel Antonio
Pereira y Manuel Posse emigraron al mismo momento estaban vinculados
al Consulado de Comercio de Buenos Aires y desempeñaron la función de
Diputados de Comercio. Por el otro, marcó el acercamiento a la tradicional
familia Aráoz -cuyos orígenes se remontaban a los viejos troncos coloniales,
como ya expresáramos- que pertenecía al grupo anti-borbónico.31 En este
sentido, esto evidencia la reformulación de alianzas al interior de la elite
que intentaba adaptarse al nuevo escenario político y social que deparaba la
década de 1810.
La única hija de Manuel Posse -María del Rosario- se casó en 1806 con
Roque Pondal y Blanco32. En el censo de 1812 figura con 28 años de edad y
en el padrón de electores de 1818 aparece con residencia en el Tercer Cuartel
de la ciudad -en la zona sur- como europeo endonado de 34 años, casado y
de profesión comerciante.33 Pondal se desempeñó como Procurador General
(1810), Regidor Decano (1821), Alcalde Ordinario de Segundo voto (1822),
Juez de Primera Nominación en lo Civil (1826) y Diputado de la Sala de
Representantes (1829-1831) (Terán 2004). Este matrimonio permitió, por un
lado, la inserción social de Roque Pondal en el contexto tucumano y, por el
otro, resultó una prueba de los vínculos existentes entre connacionales que
emigraron de las mismas regiones de la Península ibérica y que, gracias a estos
casamientos, se incorporaban a las sociedades donde se radicaron34
Tanto Manuel Antonio Pereira, padre de Tomasa, como Roque Pondal
mantenían un fluido contacto comercial con Gerardo Posse, quien era el
30
Aparte de ser designado Diputado de Comercio en varias oportunidades, Manuel Pereira se desempeñó como Teniente Tesorero en 1801 (Avellaneda de Ibarreche et al. 2005:
384-406).
31
La familia Aráoz era propietaria de numerosas extensiones de tierras en el departamento
Monteros, ubicado al sur de la ciudad de San Miguel de Tucumán. Groussac (1981: 182)
los describió como señores feudales en esas comarcas.
32
Roque Jorge Pondal y Blanco nació en Camariñas en 1783 y se encontraba radicado en la
ciudad de San Miguel de Tucumán en los primeros años del siglo XIX. Pondal emigró hacia
esta ciudad por los contactos existentes entre los connacionales de la zona de Camariñas,
lo que llevó al Peninsular a emigrar a la zona del Río de la Plata (Terán 2004).
33
AHT, Sección Administrativa, Censo de 1812, f. 203 y Zelarayán (2003: 234).
34
En todo caso, de acuerdo a las fuentes, no sólo el vínculo entre connacionales llevó a
Pondal a emigrar hacía Tucumán sino el parentesco de segundo grado a través del apellido
Blanco, debido a que las madres de ambos peninsulares portaban dicho apellido.
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 221-244
239
destinatario de los productos exportados por ambos comerciantes a Buenos
Aires35. En todo caso, estas uniones matrimoniales fortalecieron la red comercial de la familia Posse al incluir a dos prominentes comerciantes del
medio local.
Conclusiones
A fines del siglo XVIII las reformas borbónicas propiciaron la migración
de numerosos comerciantes peninsulares, quienes a partir de la aprobación
del Tratado de Libre Comercio buscaron consolidar nuevas rutas para el tráfico
mercantil entre la Metrópoli y las colonias. En el ámbito tucumano, este proceso fue ampliamente estudiado por los historiadores locales que analizaron
el período tardo-colonial, transformándose el estudio de los hermanos Posse
en otra prueba empírica de la inserción social de estos peninsulares, su rápida
adaptación al medio y la manera en que aprovecharon su capital simbólico
como herramienta para generar nuevos vínculos con la elite tucumana.
Un elemento ineludible relacionado con la reconstrucción de las redes
familiares de los Posse se vincula con el estudio de las pautas migratorias de
estos actores sociales y su relación con redes de parentesco más amplias -de
carácter transoceánico-, fenómeno analizado ampliamente en el caso del Río
de la Plata para el período colonial. Esta reconstrucción de las redes realizadas
por diferentes autores sirvió como herramienta para reflexionar en este caso
específico. A partir de la información obtenida de las fuentes se advirtió que
el proceso migratorio hacia el Río de la Plata que iniciaran Gerardo y Manuel
Posse no fue casual, debido a que Tomás Insúa y Collins -tío de ambos- residía
en la ciudad de Buenos Aires. Este vínculo previo fue decisivo al momento
de decidir hacia qué región del territorio colonial emigrar.
Las uniones matrimoniales efectuadas por los hermanos marcaron diferentes realidades. El casamiento de Gerardo con su prima María Insúa y
Collins significó su inserción en el contexto comercial de la plaza porteña y
la reafirmación de los lazos de parentesco entre los Posse y los Insúa; estrategia que permitió la incorporación de Gerardo a las actividades comerciales
efectuadas por Tomás Insúa y le posibilitó incrementar paulatinamente sus
contactos comerciales y su capital económico. A partir de este crecimiento,
Gerardo se transformó en el principal destinatario de las exportaciones de
35
Manuel Antonio Pereira efectuó trece envíos hacía Buenos Aires, de los cuales ocho
fueron para Posse. En cambio, todas las exportaciones de Pondal se orientaron a través
de la red comercial de la familia Posse (AHT, Sección de Comprobantes de Contaduría y
Oficios Varios, Cuadernos de Tomas de Razón 1800-1809).
240
Francisco Bolsi
Manuel, y de otros comerciantes tucumanos, llegando a reemplazar a su tío
-quien en un primer momento ocupó la centralidad de esta red comercial.
Por su parte, la unión matrimonial de Manuel Posse con Águeda Tejerina
y Domínguez significó la incorporación del Peninsular al sector pro- borbónico
de la elite tucumana, la posibilidad de aprovechar los contactos comerciales
del tío de su esposa -Diego Domínguez, propietario de una pulpería en la
ciudad- y de vincularse con el mercado altoperuano que mantenía un flujo
significativo de importaciones desde Tucumán, a pesar del proceso de orientación económico hacia el Río de la Plata.
Las uniones matrimoniales de los hijos de Manuel Posse fortalecieron los
lazos económicos previos entre los comerciantes peninsulares que se habían
establecido en Tucumán y mantenían estrechas relaciones con el Consulado
de Buenos Aires. En tal sentido, estos enlaces evidencian la importancia de
los vínculos de parentesco para consolidar relaciones comerciales previas,
pero además para fortalecer a los peninsulares que emigraron durante el
proceso de Reformas borbónicas y que se transformaron en la nueva elite
tucumana. Además, esta nueva elite fusionó sus intereses con los de familias
tradicionales, como los Aráoz, aumentando su capital económico y prestigio
simbólico. En el caso de los Posse, Manuel propició las uniones matrimoniales de sus hijos, les prestó el capital para la instalación de sus pulperías y
los incorporó al aceitado circuito comercial que estructuró con su hermano
Gerardo Posse.
En cuanto al tema de las exportaciones tucumanas, a partir de la elaboración de gráficos y tablas se intentó ilustrar la naturaleza de los intercambios
comerciales entre Tucumán y otras regiones; la tendencia hacía el circuito sur
y, sobre todo, una aproximación a la realidad comercial de Manuel Posse.
El estudio de las exportaciones en el caso de Manuel resultó clave
para indagar en la evolución de la participación del Peninsular en un rubro
específico como las suelas. Aunque solo se cuantificaron los envíos desde
dos parámetros -cantidad de envíos y unidades- esto reflejó el crecimiento
de Manuel, quien en el período 1800-1809 se transformó en el principal
exportador de suelas de Tucumán. Asimismo, el estudio de este producto
en particular sirvió para mostrar cómo se estructuró la red comercial de los
hermanos Posse, en la cual Gerardo quedó transformado en el receptor de los
productos enviado por Manuel.
Fecha de recepción: 6 de febrero de 2012
Fecha de aceptación: 3 de noviembre de 2012
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 221-244
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245
APORTES DE LOS “INTERMEDIARIOS CULTURALES” EN
LA CONFORMACION DE LOS PAISAJES FRONTERIZOS
DEL NORTE DE LA PATAGONIA A FINES DEL SIGLO XVIII
CONTRIBUTION OF “CULTURAL BROKERS” IN SHAPING
BORDER LANDSCAPES OF NORTHERN PATAGONIA, LATE
EIGHTEENTH CENTURY
Laura Aylén Enrique*
∗
Becaria de Doctorado de la Universidad de Buenos Aires. E-mail: [email protected]
246
Laura Aylén Enrique
RESUMEN
A fines del siglo XVIII la Corona española envió expedicionarios a
reconocer el norte de la Patagonia, un territorio dominado por grupos
indígenas pero de importancia estratégica para los hispanocriollos.
Los funcionarios del Virreinato del Río de la Plata que llevaron a cabo
dichas exploraciones registraron sus impresiones en diarios de viaje
que analizamos con el objetivo de examinar los modos en que el paisaje norpatagónico fue construido simbólicamente. Consideramos que
dicho paisaje se constituyó en base a las luchas desplegadas tanto por
hispanocriollos como por indígenas buscando dar sentido al territorio.
Sostenemos que, en este contexto, los personajes que se desempeñaban
como intérpretes ejercían un rol fundamental en la configuración del
territorio, dada la ambigüedad de su posición de intermediarios en las
relaciones interétnicas.
Palabras clave: intermediarios culturales - conformación del paisaje frontera sur - contexto tardocolonial
ABSTRACT
By late eighteen century the Spanish Crown sent expedition to recognize
north Patagonia, a territory dominated by indigenous groups but also
of strategic importance to the Hispanic-Creole population. River Plate
Viceroyalty officials in charge of the above-mentioned explorations
registered their impressions in travel diaries that are thoroughly
analyzed in order to discover the ways this landscape of north Patagonia
was symbolically constructed. We think this mestizo landscape was the
result of struggles maintained between Hispanic-Creoles and natives
searching to convey meaning to the territory. Moreover, we state that in
this context, the actors who served as interpreters developed a key role
in the territorial configuration, given the ambiguity of their position as
intermediaries of interethnic relations.
Key words: “cultural brokers” - territorial configuration - South border late-colonial context
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247
INTRODUCCIÓN
A fines del siglo XVIII la zona del norte de la Patagonia se encontraba bajo
control indígena pero era relevante también para la sociedad hispanocriolla.
En 1779 los españoles instalaron el Fuerte del Carmen sobre las márgenes del
río Negro como punto de avance y control recóndito, es decir poco después
de la creación del Virreinato del Río de la Plata (1776). Hasta el momento
este territorio había sido únicamente abordado por mar, pero las autoridades
virreinales intentaban conocer su interior razón por la cual enviaron
expedicionarios a registrar lo que encontraban a su paso. Paralelamente, la
región de las sierras de la Ventana se constituyó en una especie de centro
estratégico de intercambio interétnico y cría de ganado indígena, vinculándose
al circuito mercantil que se conectaba con Buenos Aires por el este, con Chile
por el oeste y con los tehuelches por el sur (Mandrini 1992).
En este contexto, abordamos el concepto de “frontera” como espacio
de interrelaciones, teniendo en cuenta los aportes de White (1991) sobre la
noción de “middle ground”, los planteos de Weber (1990, 1998) y Quijada
(2002a, 2002b) que lo consideran un lugar compartido por hispanocriollos e
indígenas donde ambos grupos actúan y lo transgreden. Estas perspectivas
complejizan los planteos que tomaban a la frontera como frente de avance
militar. También retomamos la propuesta de Boccara (2005) de pensar la
frontera como una construcción retórica, material e ideológica, ya que los
funcionarios hispanocriollos estudiados ingresaban a los territorios indígenas
traspasando el río Salado, pensado entonces como límite entre las sociedades
de indios y de españoles.
En relación con lo anterior, planteamos que los actores sociales que interactuaron en las expediciones gubernamentales al norte de la Patagonia a
fines del siglo XVIII no pueden ser catalogados únicamente como “blancos”
o “indios”. Diversos trabajos de los últimos años (Nacuzzi 1998, 2007; Irurtia
2002; Roulet 2004; Bechis 2008) han mostrado la relevancia de los análisis
de fuentes documentales a nivel micro pues es una metodología que permite
replantear ciertos etnónimos generalizados por la historiografía y aproximarse
a una multiplicidad de grupos indígenas, y a sus estrategias de acción. En
este sentido, sostenemos que es preciso atender no sólo la cuestión de la heterogeneidad indígena sino también observar quiénes fueron homogeneizados
como “blancos”, “españoles” e “hispanocriollos”.
248
Laura Aylén Enrique
Además, como las sociedades que interactuaban no pueden verse como
mundos aislados entendemos que las significaciones que los grupos humanos
otorgaban al medio geográfico circundante eran reformuladas continuamente,
como construcciones sociales inmersas en contextos determinados al vincularse entre sí. Por tal motivo, consideramos que las representaciones sobre
el paisaje se hallaban estrechamente ligadas a las percepciones acerca de los
grupos sociales que lo habitaban (Enrique 2010a).
Nos proponemos reflexionar aquí acerca de los modos en que el paisaje
era construido simbólicamente en el norte de la Patagonia a fines del siglo
XVIII. Pensamos que el adentrarnos en las formas en que los funcionarios
del Virreinato del Río de la Plata conocían e interpretaban a dicho territorio
y a sus habitantes nos permitirá mostrar la relevancia de la participación de
los intermediarios culturales en las interpretaciones de los hispanocriollos
sobre el paisaje.
LOS DIARIOS DE VIAJE EN EL CONTEXTO TARDOCOLONIAL
Dado que el Virreinato del Perú comprendía una superficie demasiado
extensa como entidad administrativa en 1776 Carlos III independizó a Buenos
Aires, como la capital del nuevo Virreinato del Río de la Plata, a fin de mejorar
la defensa frente a los probables avances de las potencias extranjeras y de
vigilar el creciente desarrollo de dicha ciudad como centro comercial y vía de
acceso al continente. En el marco de esta política borbónica se modificaron los
modos tradicionales para intentar controlar a los indígenas mediante agentes
militares y religiosos, propiciando administraciones basadas en el comercio
semejantes a las inglesas y francesas. No obstante, como explicara Weber
(1998: 169), tanto los españoles como los indios “atravesaban las porosas
líneas que los separaban y residían dentro de la sociedad del otro”.
En dicho contexto se llevaron a cabo las primeras expediciones por vía
terrestre al norte de la Patagonia, ya que hasta ese momento sólo se habían
efectuado por mar. Los funcionarios gubernamentales que se aventuraban a
traspasar el río Salado utilizaban como fuentes de información los documentos
redactados por los jesuitas, quienes ya habían pretendido reducir a los pueblos
indígenas de la pampa (Martínez Martin 2000, Irurtia 2007). El legado de
los jesuitas José Cardiel y de Thomas Falkner se añadía a la experiencia de
Al respecto, según Quijada (2002a) la frontera bonaerense, autoritaria y militarizada,
también se caracterizaba por una movilidad escasamente disciplinada, un débil control
estatal y un acceso directo a los medios de subsistencia.
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 245-271
249
Figura 1. Mapa de la región estudiada con los recorridos por vía terrestre de los
viajeros mencionados. Adaptado de Martínez Sierra (1975)
250
Laura Aylén Enrique
contacto hispano-indígena. El primero realizó dos viajes en 1747 y 1748, y un
mapa en 1746; el segundo, continuador del trabajo cartográfico de Cardiel, dio
cuenta de los recursos de interés económico y los sitios aptos para colonizar.
Así, por ejemplo, Villarino ([1782] 1972) comparaba asiduamente lo que veía
con los registros de Falkner
Los nombres de los parajes, que jamás pudieron entender otros indios leyendo a Falkner, estos los nombran del mismo modo que su diario, y convienen
con él en las noticias, diferenciándose solo en la distancia de Huechun a
Valdivia, que dicho diario pone dos jornadas, y estos indios dicen cuatro
(Villarino [1782] 1972: 1017).
Aunque los datos para finales del siglo XVIII son escasos, hallamos información relevante para nuestra problemática en los relatos de Francisco de
Viedma, Basilio Villarino y Pablo Zizur, escritos entre 1778 y 1783 mientras
estaban destinados a misiones militares en el norte de la Patagonia. El relato de
Viedma más extenso comienza en diciembre de 1778 y culmina en septiembre
de 1780, refleja las vicisitudes de la instalación del Fuerte del Carmen sobre
el río Negro y el abandono de la comitiva, realizado por Juan de la Piedra
quien había sido comisionado como superior al mando. Luego de esa deserción, Viedma adoptó el cargo de superintendente del citado establecimiento
y como tal recibió información sobre otras expediciones por la zona, en particular las realizadas por Villarino y Zizur, cuyos viajes fueron relatados por
los mismos expedicionarios durante sus respectivas travesías. Por su parte,
en las narraciones de Viedma de 1781 es posible encontrar el testimonio de
uno de los recorridos de Villarino: “quedó listo don Basilio Villarino, con el
bergantín de su mando, el Carmen, y las Animas, y la chalupa San Francisco
de Asís, para hacer viaje al reconocimiento de la bahía de Todos los Santos
y río Colorado” (Viedma [1781] 1938: 504). El propio Viedma advertía esta
complementariedad de los documentos porque reseñaba que el 15 de julio
se había embarcado “en el bote con don José Pérez Brito, y don Basilio Villarino, para reconocer la boca del río: omito tocar sobre este punto por cuanto
con otra claridad puede comprenderse del plan y diario de este piloto a que
me remito” (Viedma [1781] 1938: 528). Mientras, Basilio Villarino, piloto de
la Real Armada, navegaba la desembocadura del río Colorado, la Bahía de
Todos los Santos y otras zonas aledañas, sobre lo cual ya había presentado
informes en 1779 y 1780.
José Cardiel y Thomas Falkner fueron contemporáneos pero los escritos de este último
recién fueron publicados en 1774, pese a que las referencias habían sido obtenidas dos
décadas atrás.
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 245-271
251
El diario más antiguo de Villarino que hemos trabajado no ha sido
publicado aún y corresponde a uno de sus viajes de reconocimiento al río
Colorado desde el Fuerte del Carmen (1779), donde Viedma se desempeñaba
como su superior. Las otras dos fuentes firmadas por Villarino fueron
publicadas por De Angelis, la de 1781 es una narración sobre su travesía desde
el Fuerte del Carmen hacia el río Colorado mientras el relato de 1782-1783
detalla la navegación de este piloto por los ríos Negro y Limay, buscando una
vía de comunicación con Valdivia -Chile- e intentando verificar la posibilidad
de avances extranjeros por ese curso fluvial. Los diarios de Villarino ofrecen
abundante información acerca de la aptitud de las tierras para la agricultura
y la ganadería, las rutas indígenas, la presencia de recursos naturales,
asentamientos y sitios estratégicos -como la zona de Choele-Choel y la
confluencia del río Negro con el Limay y el Neuquén. A pesar de la profusión
de datos sobre la presencia o no de agua para la comitiva y las cabalgaduras,
las facilidades/ dificultades para el tránsito, la existencia de leña, pastizales
y sus respectivas calidades, ningún autor ha sido tan minucioso con respecto
a las mediciones de latitud como Pablo Zizur.
Zizur no sólo debía inspeccionar la campaña entre Buenos Aires y el
Fuerte del Carmen, también debía negociar la devolución de los cautivos
en manos de los indígenas y tratar las paces con el cacique de las sierras de
la Ventana, Lorenzo Calpisqui. Por ser uno de los primeros hispanocriollos
en transitar esos parajes, en su relato explicita constantemente la ubicación
geográfica y las características climáticas y de los suelos por donde avanza,
resaltando la presencia de agua, dato útil tanto para los expedicionarios como
para futuros viajeros o para el ganado. Durante el trayecto, en reiteradas
ocasiones su comitiva se vio perjudicada debido a las acciones del indio
Chanchuelo, ambiguo personaje que habría pedido unirse a la expedición
para asesinar a Lorenzo -aunque se mostraba sumamente amigable con el
mencionado cacique generando confusiones poco propicias para la seguridad
de los viajeros. Zizur estableció además relaciones con el cacique Negro, quien
habitaba al sur del Río Colorado y mantenía vínculos con los pobladores del
Fuerte del Carmen.
Estos documentos históricos nos permitieron examinar los aspectos
del paisaje norpatagónico que eran destacados por los expedicionarios y los
modos en que estos los interpretaban y utilizaban.
En este sentido, Luiz (2006) plantea que Villarino aportó a la geografía de la época una
imagen del río Negro perfeccionada con respecto a la brindada por Falkner pues describe
ciertas redes económicas del norte de la Patagonia y sus articulaciones con el mercado
colonial.
252
Laura Aylén Enrique
USOS Y PERCEPCIONES SOBRE EL PAISAJE
En este trabajo buscamos articular la perspectiva etnohistórica con los
aportes teóricos de la Arqueología del Paisaje, procurando evitar que el estudio se circunscriba meramente al uso de los recursos disponibles -lo cual
ha ocurrido en otros estudios centrados sólo en los aspectos materiales. En
este sentido, es posible que el concepto de paisaje dé lugar a malentendidos
al vincularlo únicamente a lo geográfico, dejando de lado las cuestiones
culturales producto de las interacciones humanas que lo conformaron; pero
tampoco puede restringirse a cuestiones puramente estéticas.
Partimos de la idea según la cual las modalidades de uso de los territorios se encontraban íntimamente relacionadas con las percepciones sobre el
mismo, en este caso ambas se evidencian en los relatos trabajados. Siguiendo a Bender (1993), consideramos que el paisaje es polisémico y que esos
distintos sentidos se conforman a medida que la gente cuestiona, re-trabaja
y se apropia del paisaje.
Entre los autores que han adscripto al marco teórico de la Arqueología
del Paisaje aparecen diferencias con respecto al uso de los conceptos de
“espacio” y “territorio”, aunque todos se refieren a un proceso semejante
de construcción social de la zona objeto de estudio. Desde este enfoque se
ha postulado que el territorio y las representaciones sobre el mismo reflejan
procesos sociales condicionados históricamente. Aplicamos a la noción de
“paisaje” la definición dada por Criado Boado (1995) para espacio, como un
concepto contextual que daría cuenta de un sistema histórico y político que
se construiría socialmente, recuperando la unidad naturaleza-cultura. Sin
embargo, restringimos la utilización del término “espacio” a las menciones
del espacio geográfico en sus aspectos físicos. Así, entendemos el paisaje como
la manifestación de las percepciones y usos de los territorios que los actores
sociales llevan a cabo, lo cual implica la interrelación de aspectos tanto “naturales” como “culturales”. En este sentido, Curtoni (2000, 2004) sostuvo que
el ordenamiento diferencial del paisaje -surgido a partir de ciertas conexiones
emocionales dadas en el espacio con el pasado personal y colectivo- generaría determinadas relaciones entre los grupos y su entorno. Por su parte,
Bayón y Pupio (2003) han propuesto que la organización espacial expresa el
esquema cognitivo y el sistema de significados de los actores sociales. Dichas
autoras afirmaron que el estudio del paisaje permitiría articular los registros
de la historia y la arqueología. Teniendo en cuenta esto, consideramos que el
marco teórico de la Arqueología del Paisaje resulta de utilidad para abordar
aspectos vinculados a la construcción del espacio norpatagónico plasmada
en las fuentes históricas.
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 245-271
253
Abordamos el estrecho vínculo entre los relatos y sus descripciones
sobre los espacios recorridos teniendo en cuenta la propuesta de Potteiger
y Purinton (1998) de considerar al paisaje como una red de narrativas,
mediante las cuales los mencionados paisajes podrían conocerse de modos
no típicamente reconocidos. Según estos autores, los lugares configurarían
narrativas mediante las cuales la gente interpretaría esos sitios. Así, partimos
de la idea de acuerdo a la cual las modalidades de utilización de los
territorios se encontrarían íntimamente relacionadas con las percepciones
sobre el mismo, siendo ambas evidenciadas en los documentos históricos.
Consideramos también que las relaciones de poder entre los grupos se
traslucían en las actividades desarrolladas en el territorio y en los modos de
representar el paisaje. En relación con esto, retomamos el trabajo de Villar
(1993) quien estudió las pugnas entre los patrones de ocupación del espacio
de indígenas e hispanocriollos centrándose en el siglo XIX. Pensamos que
resulta necesario reformular este esquema teniendo en cuenta el aporte de
Roulet (2006), relativo a que el espacio fronterizo hasta las campañas militares
de 1880 era concebido de manera tripartita: la tierra adentro controlada por
los indígenas, los pueblos hispanocriollos, y la frontera como “umbral de
transición donde cristalizaban los contactos interétnicos”.
Examinaremos los relatos de viaje con el objeto de reconocer los modos
en que las comisiones de hispanocriollos percibían los territorios, en función
del conocimiento sobre el mismo, por observaciones previas o por medio
de informantes. Resulta interesante destacar la importancia de los propios
saberes e intereses en las percepciones de los funcionarios coloniales; luego
señalaremos cómo estas se encontraban mediadas también por el sesgo de
los intermediarios culturales. En sus relatos los expedicionarios aludían,
repetidas veces, a lo que conocían de España, tierra natal de la mayoría,
pues aspiraban a que sus potenciales lectores pudieran interpretarlos. Tanto
Zizur como Villarino se refirieron a especies vegetales y animales propias
de Europa: retamas (Zizur [1781] 1973), perdices y dátiles (Villarino [1782]
1972). Villarino ([1781] 1972: 661) describió que había hallado “perdices,
leones, jabalíes y liebres. Se tendió la red y se pescaron pejerreyes, sollas, y
bacalao”. Poco después, detallaba que le había encargado al yerno del cacique
Chulilaquin la entrega de dos docenas de piñas con piñones para verlas y
luego enviarlas al fuerte del río Negro, desde donde podrían remitirse al Virrey
y la corte, “porque me parecen serían dignas de verse por su extraordinario
tamaño, según me dicen, y según la proporción que tiene los piñones de
España, pues me parece que un piñón de estos excede a uno de aquellos
en tamaño” (Villarino [1782] 1972: 1119). Retomamos aquí lo expuesto
por Rose (1995) acerca de cómo los sentidos de lugar se formarían a partir
de diversos sentimientos personales y sociales, implicando referencias a
254
Laura Aylén Enrique
otros sitios. Notamos también que los funcionarios coloniales designaban
con nuevos nombres a ciertos lugares por considerarlos carentes de ellos y,
frecuentemente, estas denominaciones se basaban en el santoral católico y
sus festividades. Por ejemplo, la expedición de Zizur denominó “Cerro de la
Navidad” a un sitio por donde pasaron el 24 de diciembre de 1781. En este
sentido, observamos una estrecha relación entre este modo de nominar y el
interés de los naturalistas de fines del siglo XVIII por clasificar el mundo
que los rodeaba. Esto nos permite destacar la relevancia del contexto de
producción en los diarios de viaje, donde se plasma el esfuerzo de la Corona
española por “aprehender” los territorios que reclamaba como propios.
Asimismo, los viajeros aludían a aquello que no les resultaba familiar
y captaba su atención. Ciertos elementos ajenos al espacio norpatagónico
fueron incluidos en los informes debido a la ignorancia de los autores sobre
los recursos autóctonos de la zona. Como mencionamos, y a fin de hacerse
entender mejor, los funcionarios coloniales aludían a animales y plantas que
los lectores podían reconocer por su acervo en común; por ejemplo, Villarino
([1780: f. 2v]) señala que no había visto en una isla ningún animal “cuadrúpedo
ni volátil sólo dos perdices de Martinete”. Además, a lo largo de los relatos
pueden observarse diversas conjeturas acerca de los elementos desconocidos
encontrados en el territorio, y cómo buscan adivinar sus nombres y procedencias. Por ejemplo, Viedma ([1781] 1938: 521) da cuenta de su desconcierto al
intentar infructuosamente conocer la denominación nativa de un vegetal de
madera muy dura presente en las sierras, cuyas matas generalmente crecían
“tendidas en el suelo, no tiene espinas y las hojas son como las de sauce poco
más anchas y largas, que no saben cómo se llama por no darle nombre los
indios, y no haberla en los campos de Buenos Aires y Montevideo”.
Además, muchas veces los expedicionarios se referían a los sitios y recursos, mediante topónimos y otros términos indígenas, lo cual entendemos
se corresponde con los intereses puestos en juego y las relaciones de poder
subyacentes (Enrique 2011). Por ejemplo, Zizur ([1781] 1973: 71) utilizaba
varios de los nombres con los cuales los indios llamaban a diversos sitios
para ubicarse en el territorio: la “Sierra de la Mesa” era también llamada
“Másanaguida”. Mientras Viedma ([1781] 1938: 543) describía “una sierra,
que llaman Pillaguenco”, y una sierra “que llaman el Calegal, cuya punta está
unida a la del Catandil” (Viedma [1781] 1938: 544).
Ahora bien, ¿por qué resulta relevante que los funcionarios del Virreinato
del Río de la Plata utilizaran términos indígenas para referirse al paisaje? En
el momento que pasaban los expedicionarios quienes estaban en determinado
territorio eran asociados más estrechamente a ese lugar y se tomaban los topónimos que utilizaban, independientemente de que otros grupos indígenas
llamaran de modo diferente al mismo sitio. Los hispanocriollos recurrían
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 245-271
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a hitos en el paisaje para orientarse y como generalmente eran guiados por
indígenas, los funcionarios aprendían esos nombres o apelaban a nombres
que aludieran a rasgos físicos característicos del terreno. Resulta relevante el
hecho de que los viajeros se refiriesen a los sitios mediante nombres indígenas
ya que consideramos que se veían forzados a usarlos para poder orientarse
debido a que ellos desconocían el terreno.
Los expedicionarios también comparaban las denominaciones que había utilizado Falkner, usándolas como referentes a pesar de que no siempre
coincidían con las que empleaban los indígenas con los que trataban. Por
ejemplo, Villarino ([1782] 1972: 1135) señalaba que había conocido
el árbol, de quien sacan los indios aquella goma o resina, semejante a nuestro
incienso, citado por Falkner, del que dice que lo tienen los indios por sagrado: y así en esto como en otras muchas cosas, padece este inglés bastantes
equivocaciones, las que puede que yo manifieste al fin de este diario. Y la
causa de ellas me parece que es, el no haber dicho Falkner andado estos
parajes, y sí, haber adquirido noticias de ellos por los indios y por el cacique
Cacapol, que habitaba en el Choelechel, cuando se retiraba de robar en las
pampas de Buenos Aires.
Observamos aquí el impacto que tuvo la obra de Falkner en la configuración de las interpretaciones sobre el paisaje, especialmente en las de Villarino
quien comparaba sus apreciaciones con los dichos del jesuita explicitando
que, por ejemplo, sus sospechas acerca de la ubicación y desagüe de los
cursos de agua contrastaban con lo registrado por Falkner, algo observable
en expresiones tales como:
Los campos que siguen tierra adentro de las barrancas, no producen pastos,
ni árboles, ni están llenos de espeso bosques, como quiere Falkner: antes
bien, en lo que he visto, por lo contrario, se hacen estos campos intransitables, a excepción de las orillas de los ríos, porque en ellos falta el agua, la
caza y el pasto para las bestias. (Villarino [1782] 1972: 1035, el destacado
es nuestro).
Dada la relevancia que adquirió Villarino como autoridad en materia de
conocimientos geográficos sobre la Patagonia, los efectos de sus deducciones y las conclusiones vinculadas con la obra de Falkner incidieron en gran
medida en la conformación de concepciones erróneas que se transmitieron
a las generaciones posteriores.
A raíz de lo expuesto, sostenemos que el uso de términos indígenas por
parte de los funcionarios coloniales, en referencia a lugares y recursos clave
256
Laura Aylén Enrique
tanto para los hispanocriollos como para indígenas, daba cuenta de las relaciones de poder plasmadas en el territorio. En tal sentido, Villarino informaba
que al enterarse de que dos marineros no habían regresado al campamento
debido a que, según la versión de un grupo de indígenas, habían perdido sus
caballos, les habría advertido
que si en el día no me traían los dos hombres, que no solo convertiría y reduciría todos aquellos toldos, sus indios, chinas y muchachos a cenizas, sino
que no quedaría cerro ni montaña en todo aquel distrito que no deshiciese
y allanase a cañonazos. Diciendo esto, di una voz de embarcar toda la gente
y a prolongar los costados de las chalupas con los toldos, con la artillería
prevenida, y las mechas en las manos. Se ejecutó esto con tanta prontitud,
que se quedaron asombrados todos los indios: y llenos de terror [… corrieron]
todos asustados a donde yo estaba, disponiendo las embarcaciones, suplicando que me sosegase un poco, que mi gente no pasaría daño alguno, y que
primero perderían ellos todos sus vidas (Villarino [1782] 1972: 1112).
Por su parte, este tipo de asimetrías de poder también se veían reflejadas
en las arengas y discursos que los expedicionarios registraban adjudicándoselas a los indígenas. Villarino relataba lo que le habría dicho el cacique
Chulilaquin al enterarse de que se marchaba el grupo de expedicionarios que
se encontraba acampando junto a él y su gente, razón por la cual temía ser
atacado por los aucas en venganza por la muerte de uno de sus jefes.
¡Ah, hermano! que Ud. no sabe la indiada que hay entre estas sierras, que son
más que hierbas que tiene el campo, y me la están jurando para la hora que
de mí se aparten los cristianos. ¿Pues qué, le parece a Ud., que ellos por mi
gente dejan de venir? No: que ellos mismos lo dicen, y me están mandando
a decir, que a mí no me tiene miedo, sino a los cristianos. (Villarino [1782]
1972: 1115; el destacado es nuestro)
Aunque en menor medida hallamos indicios más explícitos de demostraciones de fuerza por parte de los indígenas, como provocaciones directas
a los hispanocriollos. De este modo, Villarino ([1782] 1972: 1108) señalaba
que había llegado un indio “con la noticia de que decían los aucaces, que los
cristianos eran buenos esclavos”.
Por último, consideramos necesario tener en cuenta no sólo la disponibilidad de los recursos sino también el modo en que se utilizaban los mismos y su territorio. Las alusiones de los hispanocriollos a otros elementos
de uso indígena también apuntarían a esclarecer diversas modalidades de
interacción indígena en el paisaje, vinculadas a aspectos de consumo, de
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intercambio, de uso ceremonial, etc. Pensamos que las percepciones de los
expedicionarios sobre los saberes de los indios acerca de la disponibilidad
de los recursos y las diversas modalidades de su manejo evidenciaban el
conocimiento diferencial del territorio que experimentaban los distintos
grupos. Este conocimiento constituyó una herramienta estratégica de poder
que los grupos indígenas aprovecharon para obtener beneficios de los hispanocriollos, mientras los expedicionarios elaboraban pormenorizados informes
donde buscaban dar cuenta de datos que condicionaban la accesibilidad y
disponibilidad de recursos y sitios (Enrique 2010b). Así, aunque no fuera
conocido, cada elemento del territorio que pudiera resultar útil en el futuro
era cuasi inventariado y objeto de detalladas descripciones por parte de los
expedicionarios. En contraposición con la ignorancia de los comisionados,
los indígenas conocían el paisaje y no sólo podían escapar fácilmente de los
hispanocriollos, encontrar gente y lugares, sino también prever las mejores
rutas para avanzar. Por ello, la existencia de ciertos personajes que actuaban
como intermediarios entre ambas sociedades resultaba de suma importancia
tanto para unos como para otros, dado que brindaban la posibilidad de acceder
a información restringida entre los grupos.
LOS LENGUARACES Y OTROS “INTERMEDIARIOS” EN LA INTERPRETACIÓN DE LOS PAISAJES
Como personajes capaces de moverse entre “mundos” distintos, los lenguaraces ejercían un rol fundamental en las relaciones interétnicas y en las
representaciones sobre los “otros”. Al respecto, retomamos los aportes de Ratto
(2005a, 2005b) en relación con los intermediarios culturales que habitaron en
el espacio fronterizo bonaerense durante la primera mitad del siglo XIX. La
autora distingue entre los intermediarios que actuaban a nivel institucional,
por un lado, y a un nivel más informal, por el otro. En nuestro caso, Zizur
relata diversos sucesos vinculados a un personaje llamado Chanchuelo que,
en reiteradas ocasiones, se desempeñó como intermediario, “institucionalizado” hasta cierto grado, ya que era aceptado tanto por los hispanocriollos
como por los indígenas. Este individuo se habría incorporado a la comitiva
de expedicionarios que pretendía llegar hasta el Fuerte del Carmen “a fin de
demarcar su camino, para cuyo efecto venia el indio, Chanchuelo, para que
nos sirviese de baqueano” (Zizur [1781] 1973: 78). También los indígenas
recurrían a él ya que “no se fiaban del indio Luis (que nos servía de lengua
La relevancia de estos distintos grados de conocimiento sobre el territorio ha sido abordada en trabajos previos (Enrique 2010a, 2010b, 2011).
258
Laura Aylén Enrique
raz) y así que determinaban llevar al Chanchuelo a Buenos Aires para que le
sirviese a Lorenzo de lenguaraz” (Zizur [1781] 1973: 84). Progresivamente, a
lo largo del relato se incrementan las buenas relaciones de Chanchuelo con
el grupo liderado por el cacique Lorenzo Calpisqui y Zizur ([1781] 1973: 83)
advierte que “observaba en él [Chanchuelo] mucha amistad con Cayupilqui,
y una gran indiferencia, y desvío hacia nuestra parte”.
Como señalara Ratto (2005a), este personaje adoptaba una clara pertenencia étnica a pesar de su convivencia con diversos grupos sociales y de
sus confusos intereses. Sin embargo, este tipo de distinciones no resultaban
trasparentes para los exploradores hispanocriollos y, pese a que Zizur aludía
a él como al “indio Chanchuelo”, no resulta comprensible a qué grupo lo
adscribía. En este sentido, observamos una caracterización que Ratto (2005a)
efectúa sobre los intermediarios más informales, a quienes su procedencia
étnica difusa les permitía “apelar a elementos de una u otra cultura para
obtener un mejor posicionamiento cambiando su rol de acuerdo con las circunstancias”. Así, Chanchuelo le había insinuado a Zizur que
se hallaba de mala fe con el cacique Lorenzo; pues éste deseaba cogerlo para
matarlo; y en prueba de ello, se empeñó con nosotros cuando llegamos a los
primeros toldos, para que interesásemos con el cacique Lorenzo, para entrar
en su gracia, lo que así hicimos; y ahora lo hallamos tan uno con ellos, y en
particular con Cayupilqui [el hermano de Lorenzo Calpisqui] que parecen
todos unos; bien que aquí no se diferencia el cacique de otro cualquier indio.
(Zizur [1781] 1973: 84, el destacado es nuestro)
En particular, con relación a la percepción y utilización de los territorios
estos “intermediarios”, actuando como baqueanos, eran quienes -generalmente- proveían a los viajeros de información sobre el territorio, permitiéndoles
superar las dificultades de la travesía producto del desconocimiento del
espacio. Por ello consideramos relevante tener en cuenta las influencias que
los intermediarios culturales podían ejercer en las interpretaciones de los
expedicionarios sobre el paisaje. Por ejemplo, Villarino ([1782] 1972: 1087)
advertía que un grupo, conformado por un indio y cuatro chinas, entre las
cuales se encontraba una “lenguaraza”, había llegado hasta donde estaban
acampando y había repartido manzanas entre los marineros y que cuando él
los interrogó acerca de las causas de su presencia le
dijeron que a ver, y que las mandaba el cacique Francisco. Les pregunté ¿por
qué se habían venido de Choelechel, habiendo quedado conmigo en que me
esperarían en aquel sitio, para desde allí mandar un chasque al pueblo, y en
trayendo la respuesta seguir juntos río arriba? Dijo que el marinero Miguel
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 245-271
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Benites les había dicho que yo llevaba la determinación de avanzarlos, y
que esto lo había dejado de hacer antes con Francisco, y algunos indios,
porque los quería prender a todos con los toldos, caballos y lo que tuviesen,
y que por esto habían venido dos indios del Colorado, a decirle de parte
del cacique Negro a Francisco que no se fiase de nosotros, pues traíamos
intentado prenderle y matarle.
Villarino ([1782] 1972: 1136) también pretendía que una “lenguaraza”
lo informase sobre los terrenos, la distancia a Huechum o Valdivia, ciertas
maderas, frutos y ganado.
Estos caminos me los enseñó la lenguaraza, como también los del Choelechel para el Colorado; y el dicho Choelechel tiene varios caminos, en cuya
inteligencia no estuvimos hasta ahora, ni tampoco Choelechel se entiende
como un solo paraje determinado.
Incluso el piloto habría aprovechado un día en que el cacique Chulilaquin
y su hermano estuvieron a bordo gran parte de la jornada para preguntarles
sobre las características del territorio a través de la “lenguaraza”. En este sentido, destacamos la necesidad de contar con lenguaraces para poder entenderse
en las interrelaciones entre distintos grupos, teniendo en cuenta los aportes
de Roulet (2004) sobre el valor diferencial asignado por los indígenas y los
hispanocriollos a la escritura y la palabra empeñada. Los intermediarios no
sólo resultaban útiles para los funcionarios virreinales y los indígenas, unos
y otros muchas veces los llevaban en sus viajes a fin de disponer de gente de
confianza en las interpretaciones. Por ejemplo, Villarino ([1781] 1972: 682)
señalaba que varios indios y chinas que encontraron “no se pudieron entender
por no haber traído lenguaraz”.
Hallamos diversos casos en los cuales los expedicionarios dieron cuenta de la ausencia de lenguaraces, en el mismo relato Villarino ([1782] 1972:
1083) sostenía que:
como es tan fácil engañarse con las noticias de los indios, motivado por no
entenderlos, ni ellos bien entenderme, no escribo aquí las noticias que me
han dado hasta que pueda hallar lenguaraz, para por este medio escribirlas
con más verosimilitud o certeza.
Además, podemos observar las ventajas que contar con este tipo de intermediarios le proporcionaba a los expedicionarios en las interacciones. En
el caso de Zizur ([1781] 1973), recurrió al lenguaraz Medina que viajaba con
ellos para explicar que se dirigían a hacer las paces cuando unos indios, en
260
Laura Aylén Enrique
actitud amenazante, le quitaron el poncho de encima del caballo al propio
Zizur. Según el grupo de indígenas pretendían asesinarlos porque habían
matado a sus parientes, pero habrían desistido al observar que Zizur iba
acompañado por otros indios. En cuanto a Villarino, luego de informarle
acerca de los parajes de los alrededores y sobre la presencia de indígenas, la
“lenguaraza” Teresa le habría rogado por Dios que la llevase con él para que
no la mataran los aucas porque
no quería andar más entre los indios; y porque tiene una niña que dice ser
cristiana. Me pareció obra de caridad el admitirla, y también interesante,
porque sabiendo ella los designios de los indios, se puede por su medio
conseguir el saber alguna cosa que convenga, por lo cual la admití a bordo
(Villarino [1782] 1972: 1101, el destacado es nuestro).
De esta manera, el trato con los lenguaraces les facilitaba a los expedicionarios la obtención de información extra sobre las estrategias indígenas, o
acerca de potenciales avances extranjeros. Además, subrayamos la relevancia
del rol desempeñado por los baqueanos, sin los cuales los hispanocrillos se
encontraban en una situación de absoluta desventaja con respecto a los grupos
indígenas debido a su desconocimiento del territorio como mencionamos previamente. Por ejemplo, Villarino ([1782] 1972: 982) relataba que “habiéndole
El término “aucaces” -o “aucas”- se ha interpretado asociado a la idea de “rebelde” o
“alzado” y en relación con los indígenas de la región pampeano-patagónica. No obstante,
Nacuzzi (1998) cuestionó el uso de estos términos de modo generalizado, señaló que los
rótulos de “pampas” y “aucas” eran usados indistintamente en los documentos del siglo
XVIII. Por esta razón, dicha autora consideró que los gentilicios adjudicados por los viajeros
no eran completamente confiables, ya que no constaba la procedencia de los mismos -es
decir, de un miembro del grupo, de un tercero o del propio autor. Por ejemplo, para los
españoles, los grupos de las sierras de la Ventana eran “pampas” o “aucas” indistintamente;
para los indios, “auca” aludía al peligro que esa gente representaba para los españoles y
eran los amigos del cacique Calpisqui del oeste de las sierras. Además, Nacuzzi sostuvo
que los autores de los diarios de viaje trabajados buscaban facilitar la convivencia y el
trato pacífico con los indígenas, más que delimitar las agrupaciones. Así, los distintos
narradores organizaban de maneras diferentes a los grupos indígenas, sus caciques y
localizaciones respectivas, teniendo en cuenta el grado de conocimiento acerca de los
mismos que poseían.
Por su parte, la “lenguaraza” citada utilizaba el vocablo “auca” siendo ella misma de
procedencia indígena, aunque posiblemente el uso de ese término presentaba estrecha
correspondencia con el hecho de que sus interlocutores fuesen españoles. Consideramos
que la “lenguaraza” aludía a un grupo de indígenas identificándolos como “peligrosos” en
relación con la comitiva de expedicionarios a fin de obtener ciertas ventajas personales,
como lograr la protección de Basilio Villarino.
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dado a la lenguaraza bastante aguardiente, me confesó que Francisco se había
ido de miedo, pero a juntar indios, y que el viejo no había caminado con ellos
porque estaba tan enfermo que no podía montar a caballo”. Luego, el mismo
autor indicaba que un muchacho lenguaraz le había dicho que
en Chile había tenido la noticia de que nosotros teníamos establecimiento
en el río Negro, y muchos indios que frecuentan a Valdivia, he visto y conocido en el establecimiento; por esto y por otras razones, creo que todos los
habitantes de este continente, así españoles como indios, tienen noticia de
nuestra población en el río Negro (Villarino [1782] 1972: 1020).
Zizur ([1781] 1973: 84-85) sostenía que los indios de las sierras de la
Ventana habían entregado regalos a su cacique porque, según el lenguaraz,
el indio Chanchuelo los habría convencido de que los cristianos no daban
cautivos sin paga a cambio y “que los cristianos éramos ricos, y que todo lo
que pidiese le daríamos”.
De modo semejante, el hecho de que los lenguaraces contaran con información relevante para los distintos actores sociales implica que, según su
conveniencia, podían advertirles tanto a los viajeros como a los indígenas
sobre los planes del otro. En este sentido, retomamos la propuesta de Bechis
([1989] 2008) según la cual durante el siglo XIX los caciques de la zona pampeana funcionaban como nodos de información. Al respecto en nuestro caso
de estudio observamos que cuanta mayor cantidad y calidad de información
manejara el intérprete, mayores ventajas podría obtener.
Al mismo tiempo, por disponer de información los lenguaraces podían
generar temores en los distintos grupos, por ejemplo Villarino ([1782] 1972:
1102) escribía que la “lenguaraza” Teresa le había dicho que “el número de
aucaces era grandísimo, y que estos indios que paraban junto a nosotros, no
eran nada en comparación de los que vendrían a buscarlos”. Así, los comentarios de estos informantes condicionaban el accionar de los expedicionarios;
en el ejemplo citado anteriormente después de las advertencias de la “lenguaraza” Villarino hizo alejar las embarcaciones de la orilla del río lo más
posible para que nadie pudiera salir ni subir a bordo.
Aunque Ortelli (2000: 193) señaló que el rol desempeñado por los lenguaraces los colocaba en una posición de privilegio dentro de las dos sociedades
pensamos que esa ambigüedad los convertía, paralelamente, en objeto de
desconfianza, tanto en el mundo indígena como en el hispanocriollo. En tal
sentido, Villarino ([1779: f. 11]) comentaba que al descubrir que el lenguaraz
que llevaban había desertado determinó regresar a los toldos en el bote de
noche para advertirle a los indios que el prófugo “era un mal hombre que no
se fiasen de él, que si llegase por allí lo prendieran y lo entregasen al cacique
262
Laura Aylén Enrique
Julián para que lo llevase asegurado a San Julián”. Según el piloto, era una
medida precautoria para evitar que este individuo fuera “a los indios con
algunas mentiras, y darles parte de nuestros establecimientos, armas, víveres,
gentes y fines a que nos dirigíamos, y prevenidos los indios ya no le darían
tanto crédito a lo que el quisiese forzar con ellos” ([Villarino 1779: f. 11v]).
De lo expuesto, resulta que los lenguaraces eran considerados individuos que no pertenecían completamente a la sociedad indígena ni a la hispanocriolla. En relación con esto, retomamos lo expuesto por Ortelli (2000)
acerca del marginalismo en la frontera rioplatense y reflexionamos sobre los
lenguaraces como parte de esos individuos marginales. La autora sostiene
que los “individuos marginales en la sociedad blanca, se convertían en marginales en la sociedad indígena, aunque cumplían una función central como
articuladores de las relaciones interétnicas” (Ortelli 2000: 196). Consideramos
que esta ambigüedad de pertenencia hizo que no pudieran ser clasificados
dentro de mundos distintos, que se intentaba mantener “puros” y separados.
Así, la posibilidad de disfrazarse de indios o de españoles les permitía a estos
personajes híbridos atravesar fronteras sociales pero los teñía de cierta falta
de autenticidad. Por ello es interesante observar cómo son nombrados los
lenguaraces y otros intermediarios en los relatos consultados, las expresiones
utilizadas son: “china lenguaraza” (Villarino [1779]), “mulata lenguaraz” (Villarino [1781] 1972), “indio esclavo de Francisco” (Viedma [1778] 1938).
Además, en los documentos vislumbramos evidencias de que los indios
contaban con individuos que les ayudaban a obtener beneficios en cuestiones
que no manejaban completamente. Por ejemplo, Viedma ([1781] 1938: 522)
relató que unas cautivas habían afirmado que en los toldos de Lorenzo Calpisqui había un cristiano de aproximadamente veintiocho años
de buen cuerpo, buen parecido, y rubio el que está actualmente bombeando y bicheando en todos los pagos de las fronteras de Buenos Aires donde
tienen más ganado, donde hay más descuido, y buenas mozas, y en fin es el
único confidente y baqueano que tienen los indios para su entrada y robos,
sin el cual no pueden hacer nada con acierto. Que lo más del tiempo está
ocupado en esta diligencia, y cuando les avisa a los indios, inmediatamente
van a dar el golpe, pero con tanta inteligencia, acierto y seguridad que no
sucede contratiempo alguno […] Que tiene los mejores caballos, que los
indios le quieren en extremo, y no hacen nada sin él, y que hacía cinco años
que estaba entre ellos.
En este ejemplo se explicita que el cacique Francisco tenía como esclavo a otro indígena,
lo cual hecha luz sobre las relaciones de poder y desigualdad al interior de los grupos de
indios, la cuestión de la autoridad puede profundizarse en el trabajo de Bechis (2008).
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 245-271
263
Según lo que había podido averiguar Viedma ([1781] 1938: 536), este
personaje “usaba vestido completo de cristiano con lo que no lo echan de ver
ni es conocido entre los nuestros”. Quizá para los expedicionarios resultaba
más pavoroso lo que fuera semejante a ellos que un otro totalmente distinto.
Nos preguntamos cómo era percibido ese sujeto “vestido de cristiano”: ¿se
lo trataba como si fuera miembro de un grupo indígena o como a un traidor
por prestar su colaboración? En el relato sobre este personaje, Viedma ([1781]
1938: 536) agrega que utilizando dicho disfraz “este mal hombre nos hace más
daño que todos los indios juntos, pues si les faltara [a los indígenas] no habían
de dar sus avances tan seguros”. Como mencionamos anteriormente, Ortelli
(2000) sostuvo que los individuos marginales funcionaban como articuladores
de las relaciones con los grupos indígenas en los espacios fronterizos y ese
“marginalismo” resultaba “fundamental para el desarrollo de las relaciones
interétnicas y para el establecimiento de contactos que generaron influencias
mutuas y facilitaron el mestizaje, la integración de algunas pautas”. Al respecto, retomamos lo expuesto por Roulet (2006) acerca de que las sociedades
indígenas estaban más abiertas que la sociedad hispanocriolla a incorporar
individuos, dentro de una lógica mestiza que les brindaba determinados bienes
utilitarios, de intercambio y de prestigio entre otros, así como conocimientos
sobre los españoles.
Sin embargo, los hispanocriollos que vivían entre los indios no siempre
eran colaboradores voluntarios sino que debían atenerse a las circunstancias
a fin de salir airosos. Sobre este tema particular, Viedma ([1781] 1938: 520)
rememora que dos hombres habían sido perseguidos por los indígenas, quienes al apresarlos, habían matado a uno “y al otro llevaron tierra adentro, no
se sabe en qué paraje, que éste que quedó vivo tenía una pistola y enseñaba
a los indios, cómo se tiraba”. Al respecto, no sólo perduraron registros de los
cautivos en poder de los indígenas sino que también pueden vislumbrarse
datos sobre ciertos indios que habían vivido entre los hispanocriollos, sobre
quienes no siempre queda completamente claro el grado de elección que
habrían tenido o la obligación o no de permanecer allí.
Al respecto, Ortelli (2000: 194) sostuvo que durante la segunda mitad del siglo XIX, “los
cautivos eran empleados como esclavos, como parte del comercio intertribal, como rehenes, mensajeros y ofrendas de paz y eran muy valorados a la hora de obtener rescates”. En
relación con el siglo XVIII, Nacuzzi (2011) dio cuenta de las dificultades metodológicas
para conocer el devenir de la mayoría de los desertores, debido a las intenciones de los
funcionarios coloniales de desdibujar las fugas y la escasez de mano de obra frente a sus
superiores.
264
Laura Aylén Enrique
CONSIDERACIONES FINALES
En este estudio hemos presentado al espacio geográfico como paisaje
construido mediante su utilización, interpretación y apropiación, dejando de
lado la perspectiva más generalizada que lo presenta como un desdibujado
escenario de las acciones de los grupos étnicos.
Procuramos mostrar que los “intermediarios culturales” resultaron de
suma importancia en la configuración del paisaje del norte de la Patagonia,
cuyos sentidos eran puestos en juego y reelaborados continuamente por los
grupos sociales involucrados (Enrique 2010b). El abordaje etnohistórico nos
permitió examinar la cuestión reconociendo una diversidad de actores sociales
que comúnmente fue “invisibilizada” por categorías históricas tradicionales,
que homogeneizaron a los individuos desdibujando las diferencias específicas. Al respecto, es preciso subrayar que los documentos trabajados fueron
escritos por los expedicionarios para ser presentados a las autoridades del
Virreinato, de quienes dependían sus cargos, por lo cual la participación de
intermediarios como los lenguaraces se encuentra mediada no sólo por las
interpretaciones de los propios lenguajes sino por el interés de los autores
en condicionar las percepciones de sus superiores. Además, es importante
recordar que cada uno de los actores sociales respondía, en última instancia, a
sus propias intenciones más allá de los objetivos de las expediciones (Nacuzzi
y Enrique 2010). En este sentido, resultó interesante reflexionar acerca del
modo en que las interpretaciones sobre el paisaje de cada uno eran mediadas
por la visión de los intermediarios culturales.
La perspectiva de la etnohistoria nos resultó de utilidad para reflexionar
sobre los contextos histórico y político en que fueron escritos los relatos. Por
su parte, la consideración del marco teórico de la Arqueología del Paisaje nos
posibilitó pensar en el paisaje como un concepto contextual que da cuenta
de un sistema histórico y político (Criado Boado 1995). En este sentido, coincidimos con Hirsch (1995) quien propone que el contexto histórico-cultural
reviste una importancia fundamental en el análisis del paisaje, ya que éste
surgiría de un proceso cultural -muchas veces negado debido a su conceptualización como algo estático.
De este modo, subrayamos la importancia del contexto socio-histórico
para comprender las referencias brindadas por los expedicionarios y los
efectos de su relación con los “otros”. En base a esto, analizamos los modos
en que los viajeros percibían y utilizaban el territorio y reconocimos aquello
que interpretaban como “familiar” o asociaban a algo que conocían y aquello
que distinguían como ajeno a su propio entorno. Con este fin, recurrimos a las
contribuciones de Rose (1995) referidas a los vínculos entre las impresiones
sobre los lugares y la configuración identitaria.
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 245-271
265
Además, destacamos la necesidad de los viajeros de contar con baqueanos para sobrevivir, otros que conocían la región y pertenecían a los
grupos indígenas -aunque podían ser hispanocriollos refugiados entre ellos.
Ciertos intermediarios culturales como los lenguaraces y los baqueanos resultaban figuras clave para los hispanocriollos, tanto para sobrevivir como
para conocer los paisajes ajenos. Particularmente, es preciso tener en cuenta
la relevancia de los lenguaraces con respecto a sus identificaciones con los
distintos grupos en función de compartir un lenguaje en común. En relación
con este tema, consideramos sugerente reflexionar sobre el planteo de Navarro
Floria y Nacach (2004) quien expresa que “la frontera constituía un mundo
realmente desconocido, o conocido pero invisibilizado en la escritura de sus
visitantes como estrategia de construcción de un orden diferente”. Además,
sería interesante profundizar el análisis abordando las dinámicas propias
de “fronteras interiores”, teniendo en cuenta el cuestionamiento de Roulet
(2006) a esta adjetivación como modo de descalificar las fronteras entre los
distintos grupos indígenas.
Por último, este análisis nos permitió exponer la influencia que han
desempeñado los intermediarios culturales en las percepciones y usos del
paisaje de los hispanocriollos. Mostramos que las representaciones sobre el
territorio de los autores de los documentos estaban condicionadas también
por las percepciones de otros actores sociales participantes. Incluso, algunos
de estos personajes que afectaban las interpretaciones de los funcionarios
coloniales permanecían “desdibujados” en su situación ambigua, al no pertenecer completamente a la sociedad hispanocriolla ni a la indígena. Resulta
indispensable superar el análisis dicotómico e incorporar la diversidad de
personajes que funcionaban como “intermediarios culturales”, teniendo en
cuenta los aportes de Gruzinski (2000) sobre la necesidad de trascender el
sesgo biologicista para entender el mestizaje y el planteo de Ratto (2005a)
acerca de si existe algo en la frontera que no sea mestizo. Consideramos que
es preciso pensar estos territorios como espacios de negociación interétnica,
reconociendo los modos en que eran construidas las representaciones sobre
el paisaje en las fronteras mestizas tardocoloniales a través de las interrelaciones entre las distintas sociedades.
AGRADECIMIENTOS
A la Dra. Lidia Nacuzzi por su atenta lectura y los comentarios críticos
sobre el manuscrito. Agradezco también las cuidadas sugerencias de los evaluadores. Este trabajo fue realizado con el apoyo de los subsidios otorgados
266
Laura Aylén Enrique
por la Universidad de Buenos Aires (UBACyT F105) y el Consejo Nacional
de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET PIP 0026).
Fecha de recepción: 13 de octubre de 2011
Fecha de aceptación: 20 de abril de 2012
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Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 273-294
273
“HIJOS DE LA PATRIA”: TENSIONES Y PASIONES DE LA
INCLUSIÓN EN LA NACIÓN ARGENTINA ENTRE LOS
AFROPORTEÑOS A FINES DEL SIGLO XIX
“children of the homeland”: TENSIONS AND PASSIONS
REGARDING THE INCLUSION OF AFROPORTEÑOS
IN THE ARGENTINE NATION BY LATE 19th CENTURY
Lea Geler*
∗
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)/ Instituto
Interdisciplinario de Estudios de Género (IIEG), Facultad de Filosofía y Letras, Universidad
de Buenos Aires/ Taller de Estudios e Investigaciones Andino-Amazónicos (TEIAA),
Departamento de Antropología Social e Historia de América y áfrica, Universitat de
Barcelona. E-mail: [email protected]
274
Lea Geler
RESUMEN
En este trabajo se abordarán algunas instancias por las que, a finales del
siglo XIX, los afroporteños se integraban en la Nación Argentina que
se construía como homogénea, blanca y europea; así como las luchas
y tensiones que este proceso generaba. Enmarcado en la antropología
histórica, el objetivo es realizar un contrapunto entre dos procesos considerados relevantes: su participación en las milicias y su participación
electoral. Veremos cómo en ambas situaciones, en las que se descubre
el posicionamiento de los afroporteños como agentes históricos de
fundamental importancia, se ponían en juego, tanto con tensión como
con pasión, la lealtad a la patria, el compromiso político y la posibilidad de ascenso social, frente a la oportunidad de un reconocimiento
particularizado al interior del Estado -reclamado por muchos. Para
ello, se analizarán algunos de los periódicos afroporteños de finales
del siglo XIX, así como otras fuentes de la época.
Palabras clave: afroporteños - homogeneidad - siglo XIX - EstadoNación
ABSTRACT
This paper addresses some of the instances by which late nineteenth
century afroporteños were integrated into the so-called homogeneous,
modern and white Argentine Nation, as well as the struggles and
tensions these processes generated. From a historical-anthropological
approach, a counterpoint between two relevant processes is presented:
their participation in the militia and in the electoral struggles. In both
situations, we discover how afroporteños positioned themselves as
agents of fundamental historical importance. We also note how they
expressed- although with tension and passion- loyalty to the homeland,
political commitment and the possibility of social upgrading, facing
the opportunity of a particular recognition within the state -something
many asked for. In order to achieve this objective, late nineteenth
century afroporteño newspapers, together with contemporary sources
will be analyzed.
Key words: afroporteños - nation-building - homogeneity - 19th
century
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 273-294
275
INTRODUCCIÓN
En Argentina se suele esgrimir que los descendientes de esclavizados
y esclavizadas de origen africano desaparecieron, argumentándose esta idea
mediante variadas hipótesis explicativas. Y aunque éstas han sido puestas en
duda por distintos investigadores -ver especialmente Andrews 1989 y también
Goldberg 1976-, continúan ocupando un lugar arraigado en el sentido común
nacional. La desaparición se atribuye, en general, a la supuesta muerte en
gran escala debido a diversas epidemias ocurridas a lo largo del siglo XIX
y/o a la utilización en las guerras de independencia, y posteriores, de los
batallones de pardos y morenos -como carne de cañón. También, se esgrime
como causa el proceso de integración y mestizaje entre los afroargentinos y
la gran masa de inmigrantes europeos que llegaron al país desde las últimas
décadas del siglo XIX.
Sin embargo, la famosa desaparición de los negros y negras argentinos/
as debe entenderse como un complejo proceso de erosión de una alteridad
racializada interna al Estado nacional argentino, que comenzó a acentuarse
en la época de su consolidación -la década de 1880- y que dio lugar a un
sistema particular de categorizaciones y percepciones que caracterizarían a
la blanquitud argentina (Briones 2005; Frigerio 2006; Geler 2007a y 2010).
Este artículo se inscribe en el proyecto de investigación del Ministerio de Ciencia e Innovación de España, actualmente Ministerio de Economía y Competitividad, HAR2009-07094,
que se desarrolla en el TEIAA (2009SGR1400).
Este proceso no debe subestimarse. El Primer Censo Nacional de Población se llevó a
cabo en 1869, dando como resultado un país con 1.877.490 habitantes -cifra que incluía a
quienes estaban luchando en la Guerra contra el Paraguay, los habitantes de los Territorios
Nacionales y 41.000 argentinos en el extranjero. Las cifras del censo hablaban de 211.993
extranjeros en el país (12 %), la mayoría en la provincia de Buenos Aires -la cual duplicaba
la tasa de extranjeros de la provincia de Santa Fe, que le seguía en números. Así, Buenos
Aires tenía 305 extranjeros por cada 1.000 habitantes, alcanzando la cifra de 151.241 extranjeros. Para el período 1881-1890, el saldo acumulativo de inmigrantes alcanzaba las
810.493 personas (De Marco et al. 1994) y en 1895 el Segundo Censo de Población arrojaba
más de un millón de extranjeros en el país. En ese momento, en la ciudad de Buenos Aires
la mitad de la población era extranjera. Para el tema de las relaciones entre inmigrantes
europeos/as y afrodescendientes en Buenos Aires, ver Geler (2010 y 2012) y para la imagen
que sostenían los/as afroporteños/as de los Pueblos Originarios, consúltese Geler (2010).
276
Lea Geler
Ese proceso se sustentaba en el mandato estatal de creación de una nación
homogénea, en el que subyacía la ideología del progreso con la europeidad/
blanquitud como ejemplificación de lo “moderno/ civilizado” que había que
alcanzar, y que negaría toda visibilidad de la negritud. Pero, sobre todo, hay
que tener en cuenta que este largo y conflictivo proceso fue impuesto, aunque
también negociado, retomado y/o rechazado por los propios afrodescendientes (Geler 2010) que, lejos de desaparecer, habitaban el territorio argentino.
De hecho, en la misma época en que la presencia afroargentina comenzaba a
borrarse de los discursos públicos en Buenos Aires, la comunidad afroporteña
dejaba plasmados sus argumentos, discusiones y críticas en los periódicos
que poseía; los cuales circulaban por la esfera pública subalterna afroporteña -que creaban y sustentaban. Algunos de esos periódicos eran: La Broma
(1876-1882), La Juventud (1876-1879), La Perla (1878-1879) y La Igualdad
(1873-1874) -estos, junto a textos producidos en la esfera pública burguesa,
serán utilizados aquí como fuente primaria para el análisis.
Enmarcada en la antropología histórica (Comaroff & Comaroff 1992; Axel
2002) realizaré en este trabajo un contrapunto entre dos de los temas que considero más importantes a la hora de estudiar la viabilización de la inclusión
forzosa de los afrodescendientes en la nación homogénea en construcción
durante las últimas décadas del siglo XIX. Se trata de la participación en las
milicias y la participación electoral de los afrodescendientes -dejo aquí de lado
otros que considero también fundamentales, como la educación. Veremos cómo
en estas dos instancias, en las que se descubre a los afroporteños como agentes
históricos de primordial importancia, se ponían en juego, tanto con tensión
como con pasión, la lealtad a la patria, el compromiso político y la posibilidad
de ascenso social, frente a la oportunidad de un reconocimiento particularizado
al interior de una nación en construcción -que muchos reclamaban.
MILITARES Y PATRIOTAS
El 25 de octubre de 1894, La Nación -el periódico de Bartolomé Mitre- publicaba en primera plana dos extensas notas -tal vez escritas por el
Para más información sobre los periódicos afroporteños consultar Geler (2008 y 2010).
Sobre el tema de la educación ver Geler (2010).
Bartolomé Mitre (1821-1906) es considerado uno de los “prohombres” de la nación
argentina, y se le adjudica el rol de padre de la historiografía nacional. Con una vida que
alcanzó los 85 años, estuvo presente en la mayor parte de las batallas militares y políticas
que construyeron el Estado nacional a partir de la segunda mitad del siglo XIX, y ocupó
el cargo de presidente entre 1862 y 1868.
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propio Mitre- alusivas a la muerte y al funeral de Estado otorgado a José
María Morales, un reconocido militar. El cortejo fúnebre era descripto del
siguiente modo:
Como lo imponían la simpatía, la gratitud y el respeto por la memoria de un
soldado sin tacha, la inhumación de los restos del coronel José María Morales, verificada en la mañana de ayer, ha sido una elocuente demostración de
duelo. Después de celebrada una misa de cuerpo presente en la iglesia de
la Concepción, el cortejo fúnebre siguió hasta la Recoleta, donde se hallaba
formado el batallón 10º de línea mandado por su jefe el teniente coronel
Toscano, que hacía los honores de ordenanza. En el pórtico del cementerio
recibieron los restos los ministros Quintana, Costa, Terry, general Campos,
los tenientes generales Bartolomé Mitre y Nicolás Levalle, los generales
Arredondo, Viedma, Arias, Dónovan, coroneles José Mª Fernandez, Pérez,
Riveiro, Rodríguez, Guerrico, comandantes Montaña, Rawson, Kleine, Tolosa, Saraví, Nadal, Sáenz, Masson, Dres. José María Gutiérrez, Mariano Varela,
Luis V. Varela, Juan E. Torrent, Aristóbulo del Valle, Dardo Rocha, Carlos
Urien, Orma, y muchas personas más. Al bajar el ataúd del coche fúnebre,
el batallón 10º hizo una descarga. En el acto de inhumación, el Dr. Mariano
Varela improvisó breves palabras para despedir los restos del coronel Morales, haciendo su elogio como desinteresado servidor de la patria, abnegado
soldado y virtuoso ciudadano. Enseguida hablaron el Sr. José María Niño, en
nombre de los amigos de La Plata del coronel Morales, el Sr. Bonifacio Lastra
y el Sr. Stoppani. Enseguida publicamos los discursos que hacen cumplida
justicia a los altos méritos que adornaban a tan querido y meritorio jefe del
ejército argentino (La Nación, 25 de octubre de 1894).
Leer la impresionante demostración de duelo ante la muerte del coronel
Morales, nos deja la sensación de estar frente a una personalidad muy respetada del ámbito público. La presencia de representantes del poder ejecutivo,
de altos mandos del ejército y de reconocidas personalidades, entre los que
se destacaba sin duda Mitre, da cuenta de la importancia que se le dio a este
acto y de la repercusión que tuvo en la esfera pública nacional. Quienes pronunciaron los discursos tampoco eran personas anónimas; Mariano Varela,
fundador del periódico La Tribuna, era partícipe de la esfera pública porteña desde hacía varios años, Bonifacio Lastra había sido ministro durante la
gobernación de Nicolás Avellaneda, diputado nacional entre 1891 y 1894 y
veterano de la Guerra del Paraguay, y José María Niño era un cercano colaborador de Mitre, corresponsal del periódico La Nación y activo participante
del círculo intelectual de La Plata. En los discursos pronunciados por estos
hombres destaca la insistencia en las imágenes de ciudadanía que va unida a
la vida militar y política del difunto coronel. Al respecto Lastra expresaba:
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Lea Geler
El coronel Morales es el tipo noble y levantado del soldado ciudadano: listo
siempre para acudir al llamado de la patria a cumplir valientemente su deber en la primera fila; resuelto en todos los momentos, sin vacilación para
cumplir los deberes cívicos, sean cuales fueran los sacrificios que hubiera
de imponerse […] Como hombre civil, el coronel Morales tiene prestados
muchos y buenos servicios a su país, en la legislatura y en la convención de
la provincia de Buenos Aires, en su administración, como en la de la nación;
en los comités políticos, como en los comicios, sea en el ejercicio directo de
sus derechos cívicos, sea en el cumplimiento de sus deberes de funcionario
público [...] La vida del coronel Morales será siempre un elocuente ejemplo
a enseñar en la democracia argentina (La Nación, 25 de octubre de 1894,
cursivas en el original).
Efectivamente, Morales había ocupado una banca de diputado en 1878
(Ford 1899) y, según explicaba Lastra, había sido representante en varios
estamentos del Estado, recalcando asimismo su compromiso político militante. Es de destacar que en ninguno de los discursos o notas aparecidas en
el periódico se hacía mención a que el ciudadano, militar y político, Morales
había sido afrodescendiente. Esto forma parte de lo que Solomianski (2003)
llamó genocidio discursivo, es decir, la omisión continua de cualquier reconocimiento racializado por fuera del blanco -que se torna obvio e innecesario
de explicitar- para la población argentina.
Pero, además, desde un presente donde lo afro continúa ocultado y olvidado, los honores de Estado rendidos a Morales llevan a preguntarse por
el entramado que unía a algunos afroporteños con este ideal de virtuosismo
y ciudadanía militar y civil que, de hecho como explicaba Lastra, servía
como ejemplo para la ciudadanía toda; y por cómo este pudo haber jugado
para consolidar tanto la invisibilidad de lo afro como la movilidad social y
re-racialización en el blanco.
Centrando nuestra mirada en esos ejes, volvamos unos años hacia atrás, a
las décadas de 1870 y 1880. Este era un tiempo muy particular en el país ya que
se lo considera un momento-bisagra (Dalla Corte 2003), un período de rápidos
cambios en el que se aceleró -después de la conquista del territorio indígena
de norpatagonia- el camino inexorable hacia el capitalismo y el sistema económico agroexportador. También se fijó el rumbo de la construcción nacional
mediante la consolidación de un Estado fuerte, centralizado y disciplinador.
Básicamente la década de 1880 marcó una “divisoria de aguas” (Cicerchia 2001: 21). En el
plano económico, este fue el período en que las economías latinoamericanas se ajustaron a
las de los países industrializados, el resultado fueron grandes negocios e inversiones en los
sectores de importación, exportación y comercio internacional (Rock 1988). Se desarrollaron
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A través del llamado a los inmigrantes europeos para que poblaran el país,
comenzó a concretarse con éxito un proyecto y un imaginario particular de
nación (Halperin Donghi 1995), que signaría al pueblo como europeo-civilizado-blanco-moderno. Este fue, asimismo, el período que mostró las últimas
cifras oficiales sobre población “de color”: si bien en los censos nacionales
no se relevaba el “color” de la piel, en el año 1887 el censo municipal de la
ciudad de Buenos Aires aparentemente arrojó un lastimoso 2 % de población
no-blanca, quedando oficializado así el discurso de la desaparición (Otero
1997-1998) que ya venía circulando en los libros de historia, memoria o literatura, y los escritos de los hombres de Estado (Geler 2007a).
En ese contexto, la no tan pequeña comunidad afrodescendiente de
Buenos Aires -en líneas generales empobrecida y muy vívida- poseía y hacía
circular sus periódicos. Dicha circulación generaba un medio de comunicación efectivo que posibilitando la creación de una esfera pública subalterna
particular (Fraser 1992) y el sostenimiento de lazos afectivos y sociales que
los unían en formas de identificación variables y, muchas veces, en disputa
(Geler 2010). No debemos pasar por alto que, para este momento, la Constitución argentina, que regía en Buenos Aires desde 1861, y la Constitución
de la provincia de Buenos Aires, en vigencia entre 1873 y 1889, consideraba
a los hombres afrodescendientes argentinos -nativos o naturalizados- con
iguales derechos y obligaciones que el resto de los habitantes del territorio
nacional. Estos documentos, que asentaban la igualdad de todos los hombres
los puertos y los ferrocarriles, y Buenos Aires fue una de las ciudades que más llamó la
atención en este contexto (Romero [1976] 2005). En esta coyuntura se producía también
el llamamiento a “poblar” los territorios “semivacíos”, realizado por las elites argentinas
a las naciones europeas. La mencionada década también estuvo marcada por un cambio
en la esfera política, al conquistarse una “paz” que “permitió a la nueva administración
emprender con señalado éxito la transformación de la inadecuada estructura institucional”
(Gallo y Cortés Conde 2005: 71).
La Constitución nacional -antes de la Confederación Argentina- dictaminaba en los
artículos 14, 15 y 16 lo siguiente: “Artículo 14: Todos los habitantes de la Confederación
gozan de los siguientes derechos conforme a las leyes que reglamenten su ejercicio, a saber: de trabajar y ejercer toda industria lícita; de navegar y comerciar; de peticionar a las
autoridades; de entrar, permanecer, transitar y salir del territorio argentino; de publicar sus
ideas por la prensa sin censura previa; de usar y disponer de su propiedad; de asociarse
con fines útiles; de profesar libremente su culto; de enseñar y aprender. Artículo 15: En la
Confederación Argentina no hay esclavos; los pocos que hoy existen quedan libres desde
la jura de esta Constitución, y una ley especial reglará las indemnizaciones a que de lugar
esta declaración. Todo contrato de compra y venta de personas es un crimen de que serán
responsables los que lo celebrasen, y el escribano o funcionario que lo autorice. Artículo
16: La Confederación Argentina no admite prerrogativas de sangre, ni de nacimiento: no
hay en ella fueros personales ni títulos de nobleza. Todos sus habitantes son iguales ante
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Lea Geler
en la fundación jurídica de la nación y echaban por tierra las prerrogativas de
sangre, eran bien conocidos por los afroporteños. No solo esto, en los periódicos comunitarios destaca la mención constante a que los afrodescendientes
habían luchado por conseguir estos derechos para su país, lo que les daba
una plataforma de orgullo y reivindicación muy importante. Por supuesto,
los afroporteños -como el resto de los ciudadanos- estaban obligados a formar
parte de las fuerzas militares y de la Guardia Nacional, pero su participación
en las guerras y contiendas armadas les proveía, al mismo tiempo, un lugar
simbólico de aceptabilidad y prestigio en el imaginario nacional (Geler 2007a),
sin menoscabo de que se sintieran real y fuertemente compelidos a defender a
su patria. En este sentido, la importancia de la Guardia Nacional era altísima
pues se trataba de una institución estratégica utilizada por el Estado para
imbuir de espíritu republicano a los individuos y expresaba los valores del
patriotismo y la lealtad a la nación, constituyendo a sus miembros en el ideal
de ciudadano armado (Macías 2003). Así, en los periódicos afroporteños eran
comunes frases como la siguiente:
Entre nosotros no se disipa, ni se disipará jamás el amor patrio, el sentimiento
nacional; el hombre de color ha contribuido con su sangre desde la guerra de
nuestra independencia, hasta las habidas últimamente tanto nacionales como
civiles (La Broma, 25 de septiembre de 1879, cursivas en el original).
Es comprensible, entonces, que el amor patrio probado de sobra por el
sacrificio negro fuera uno de los argumentos más utilizados en los periódicos
comunitarios para legitimar reclamos o reivindicaciones, muchos de ellos
relacionados con la invisibilización que se hacía de su presencia e historia:
[...] somos hijos de la patria argentina, cuya constitución tiene escrita en su
primera página, como divisa, la palabra Libertad; y porque hace cerca de un
siglo que en los campos de batalla en esas jornadas épicas de la independencia
y en todas las contiendas donde el honor nacional ha reclamado la sangre de
sus hijos, el hombre de color, a costa de la suya, ha conquistado para el paño
azul y blanco un laurel que ha quedado oculto y olvidado en la corona de
glorias a la patria (La Perla, 6 de octubre de 1878, cursivas en el original).
Este ocultamiento y olvido solía rechazarse de dos maneras: por un
lado, se pedía la mención explícita del protagonismo negro, tanto en las
la ley, y admisibles en los empleos sin otra condición que la idoneidad. La igualdad es
la base del impuesto y de las cargas públicas”. (Constitución de la Nación Argentina de
1853). El artículo 29 de la Constitución de la Provincia de Buenos Aires, de 1873, refrendó
lo acordado en la nacional.
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batallas como en los puestos de decisión. Por el otro, se enfatizaba que los
batallones de pardos y morenos habían sido utilizados como carne de cañón
en las sucesivas guerras.
En el primer caso, en los periódicos se dejaban oír voces que exigían un
lugar visible para los “hombres de color”, como partícipes en la construcción
territorial-militar de la nación, reapropiándose de un protagonismo que se
hacía cada vez más difuso en la Historia Nacional que comenzaba a narrarse,
entre otros por Mitre
Eah! Negro generoso, tu historia está escrita en el campo de batalla. [...]
[La sociedad] no sabe que el olvido es su símbolo terrible que le estrecha
para concluir con ella o borrar de sus páginas el nombre de algunos de sus
héroes. Lorenzo Barcala, mártir sublime [...]. Y treinta dos años después, las
dos terceras partes de una generación ignoran que haya existido un hombre que, teniendo la epidermis negra, llegase a general y gobernador de la
provincia de su nacimiento. Duerme aún sobre el lecho del olvido que el
perjuro le tendió a la sociedad de color Argentina, pero los cabellos de la
aurora empiezan a iluminar la naturaleza (La Juventud, 30 de octubre de
1878, cursivas en el original).
El olvido del sacrificio negro, que parecía ser un hecho consumado y
que presentaba características de una lucha en completa desigualdad de condiciones, era uno de los reclamos que más eco encontraba en los periódicos
afroporteños.
¡Parece mentira que una sociedad tan ilustrada, tan decente, tan fina, como
lo es la nuestra, no supiera rendir culto a las tradiciones gloriosas que en
la guerra de nuestra independencia, grabaron con su sangre, en los campos
de Maipú y Chacabuco, los batallones de negros y mulatos! ¡Sí! ¡Porque
esa libertad de que gozan los que hoy los escarnecen, no se la deben a ellos
mismos, sino a los sacrificios heroicos y abnegados de esa raza indomable
que llevó su aliento de gigante hasta las nevadas crestas de los Andes! (La
Broma, 20 de noviembre de 1879).
En el segundo caso, la invisibilidad de la presencia negra en las armas se
enfatizaba con la idea de la utilización de los batallones de pardos y morenos
como carne de cañón en las batallas, imagen que ha llegado hasta nuestros
días y que constituye una de las hipótesis explicativas más significativas de la
desaparición de la población negra de Argentina (Andrews 1989) -refrendada
por los propios afroporteños. Al respecto, un periodista afroporteño decía:
“Hasta la fecha, sólo se acuerdan de nosotros en los momentos supremos
de la batalla, cuando podemos servir de carne de cañón” (La Broma, 11 de
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Lea Geler
septiembre de 1879). Mientras otro afroporteño, Rufino Corpe, expresaba algo
similar en una carta de lectores:
Como Ud. sabe, cuando las invasiones inglesas amenazaban desde el Cabo
de Buena Esperanza; cuando la gigantesca lucha de la independencia de
las provincias unidas de Sudamérica; como en las luchas sucesivas del patriotismo y la libertad contra el despotismo y la tiranía, nuestros semejantes
eran la carne de cañón. Si hombres de una clase trazaban planes, de otra los
ejecutaban (La Broma, 25 de septiembre de 1879, cursivas en el original).
Desde los periódicos comunitarios, entonces, se luchaba contra la invisibilización negra en las armas y en la historia nacional -que hasta el momento
eran lo mismo-, asentada en la no-mención de su presencia particularizada.
Simultáneamente, al defender esta presencia en situación de suma desigualdad frente al aparato de la historiografía nacional en ciernes, los afroporteños
consolidaban la idea de haber sido utilizados como carne de cañón, dando
pie a una explicación aparentemente lógica de su desaparición.
Siguiendo a Quijada (2000), hay que tener en cuenta que la Argentina
fue construida como nación-Estado a partir de la idea de unidad territorial
habitada por una comunidad política en la que residiría la soberanía, convirtiendo así al territorio en un nexo comunitario primordial y constitutivo.
Por ende, la historia de la defensa/conquista de este espacio territorializado
(Alonso 1994) se transformó en una parte fundamental de la Historia Nacional, una historia cuyos textos fundacionales -como los que escribía Mitre- no
solo se imponen como verdad (Trouillot 1995) sino que “guían la puesta en
memoria oficial de la historia patria a la vez que se proponen orientar las
prácticas políticas” (Narvaja de Arnoux 2006: 66).
Así, el territorio argentino, aquel por el que los hombres y las mujeres
afrodescendientes luchaban y morían, se entendía como la base de la nueva
familia argentina que crecía como un “árbol” regado con la sangre de los
soldados. Esta era la ideología que secundaba al afamado escritor Eduardo
Gutiérrez, cuando hizo el siguiente comentario sobre el padre del coronel
Morales y el coronel Sosa, otro famoso militar afrodescendiente:
[...] [l]os negros y mulatos, cuya sangre se ha mezclado a la nuestra en todas
las batallas por la libertad, formaron el antiguo batallón de Patricios, donde
sirvió el mismo padre de Morales, formando más tarde aquel batallón [...] al
mando del heroico coronel Sosa, en cuyas filas gloriosas hizo su aprendizaje
(Gutiérrez [1886]: 2005: 71)
También era el marco en el que el reconocido intelectual Vicente Quesada
expresó: “La raza negra se mezcló en la guerra de la independencia y derra-
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mó su sangre con el mismo brío y heroicidad que lo hizo en las invasiones
inglesas” ([1889] 1998: 85).
La constante reivindicación por el derramamiento de sangre negra
sobre el territorio nacional realizada tanto por los intelectuales, tanto afrodescendientes como no afrodescendientes, ponía nuevamente dos visiones
en disputa: la particularización que se reivindicaba versus la integración,
en un incipiente imaginario de pueblo moderno/ civilizado/ blanco. La sangre derramada permitía el crecimiento de las raíces del árbol de la familia
nacional, base de toda construcción del Estado nacional como comunidad
imaginada (Anderson 1993), uniendo a los afroporteños con el resto de la
sociedad -cuya sangre también había sido vertida en los campos de batalla.
Este proceso de integración -discursiva-emotiva, pero también corporal- denominado por Quijada (2000) como alquimia de la tierra, permitía desligarse
de ascendencias particulares y trazar lazos que también eran reivindicados
por los afroporteños: “[...] hoy es un gran día para todos los argentinos de
buena voluntad […] los verdaderos argentinos, los descendientes de Moreno,
Rivadavia, San Martín y Belgrano” (La Igualdad, 12 de abril de 1874).
Sin embargo, esta imagen era problemática y no fue tan fácilmente aceptada, como evidencian las palabras del intelectual y militar afrodescendiente
Froilán Bello cuando exclama: “[...] amo a mi sangre como a mi patria, y creo
que buscando la dignidad de una encontraré la grandeza de la otra” (La Perla,
6 de octubre de 1878). Igualmente, La Juventud reutiliza el argumento sanguíneo, pero para reprender a quienes intentaban desligarse de su ascendencia,
que “[...] en momento dado llegarían hasta negar la heredad de esa sangre con
que los antepasados tuvieron que regar los campos de batalla, para dejarnos
tan sólo las cenizas rociadas con la gloria que otros hoy disfrutan sin haberla
conquistado” (La Juventud, “Última hora”, 20 de enero de 1878).
De este modo, el reclamo de mención particularizada sugiere una fuerte
tensión entre el reconocimiento de los negros y mulatos en la historia y la
posibilidad de fusión en el imaginario nacional incoloro, y en una etnicidad/
racialidad invisible (Balibar 1991); dado que la ideología de construcción
nacional se anclaba en la conquista territorial como forma de consolidación
de la “familia nacional” y en las metáforas sanguíneas -igualando en el rojo.
Los afroporteños, por su parte, también reivindicaban: “[...] nosotros, que
somos hijos humildes del pueblo, que llevamos la sangre de los argentinos,
nos asociamos en el justo dolor que siente la República, por la pérdida [de
Alsina]” (La Broma, 3 de enero de 1878).
Para la historia argentina, Moreno, San Martín y Belgrano son héroes de la independencia.
Rivadavia, por su parte, fue el primer presidente argentino, y su relevancia aquí estriba en
que se decía que era “mulato” y su apodo era “Doctor Chocolate”.
284
Lea Geler
Puede entreverse, entonces, que la ideología de la familia nacional -que
se construía desde el Estado como homogénea -europea/ civilizada/ blanca- se
producía también desde los elementos que podrían considerarse en principio
heterogeneizantes -africanos/ bárbaros/ negros-, lo que muestra, en este caso,
un proceso de producción de identificación nacional común pero también la
existencia de un gran conflicto en los implicados.
Para los afroporteños, la carrera militar era un modo doloroso y contradictorio de asegurarse una inclusión silenciosa en la familia nacional
-evitando la temida marginalidad- y para algunos, simultáneamente, era una
manera de conseguir beneficios por prestigio y relaciones. No obstante, la
inclusión en la nación también dependía de otro deber ciudadano que los
afrodescendientes argentinos podían ejercer: el derecho a votar, aunque no
fuera obligatorio.
MILITANTES Y PATRIOTAS
Desde las primeras décadas posrevolucionarias, los afrodescendientes
estuvieron involucrados en el mundo de la política (Quijada 2000). Su ejercicio del derecho electoral estaba garantizado por la inserción en la ciudadanía
masculina amplia, que se consolidó en el río de la Plata después de la caída
de Rosas, contexto en el cual se asentaron prácticas como el clientelismo, el
caudillismo y el paternalismo -desarrolladas por líderes políticos que movilizaban votantes y milicias de sectores populares para acceder o conservar
el poder (Goldman y Salvatore 2005). En este sentido, los afroporteños se
constituían en un grupo susceptible de ser reclutado, y su importancia no
era poca. La comunidad afroporteña fue partícipe de los acontecimientos
políticos que signaron al país, apoyando a las distintas facciones en pugna,
luchando ardientemente por sus candidatos y haciendo proselitismo a través
de sus publicaciones (Geler 2007b y 2010). Al igual que sucedía con la carrera
militar, el protagonismo afro en la movilización urbana de votantes creó una
plataforma legitimada socialmente para reclamar:
Tenemos derecho incuestionable porque no sólo en los campos de batalla,
sino en las luchas pacíficas de la democracia se han utilizado nuestras fuerzas, propendiendo ellas a la fundación y consolidación de las instituciones
que nos rigen (La Perla, 6 de octubre de 1878).
Utilizo la palabra partido sobreentendiendo que se trata de una “facción”, palabra utilizada
por los periódicos de la época utilizaban para definir a la facción política, características
formaciones personalistas que no tenían una estructura programática, como tienen los
partidos políticos constituidos.
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La movilización urbana de votantes, captados del humilde mundo del
trabajo (Sábato y Palti 1990), era fundamental para el sistema electoral. Los
mecanismos fraudulentos y violentos en uso invitaban a la búsqueda continua
de votantes y, de ser necesario, gente que saliera a luchar. La precaria situación
económica de los afroporteños llevó a que este tipo de ofrecimientos -tanto de
trabajo como de dinero- resultaran interesantes. Sin embargo, el sistema de
captación de gente movilizada, basado en la extensión de redes clientelistas,
también generaba grandes críticas entre los afroporteños. Particularmente, los
periódicos comunitarios alertaban a los afroporteños contra la manipulación
de los llamados caudillos -agentes movilizadores pertenecientes a las elitesy/o de quienes denominaré punteros -agentes movilizadores afroporteños:
Hombres sin principios, sin ilustración, sin la suficiente independencia y
energía para saberse conducir en medio de las borrascas políticas, que de
manera tan inusitada como violenta suelen estallar periódicamente entre nosotros han ido a las Cámaras. ¿A qué? A vivir atados al carro tradicional de los
partidos personales, siguiendo y secundando las inspiraciones de los viejos
caudillos (y empleamos esta palabra en su verdadera acepción) para después
retirarse muy satisfechos al seno del hogar, sin haber hecho absolutamente
nada útil ni benéfico para la patria (La Juventud, 30 de julio de 1878).
Como puede observarse, en esta queja se traslucían algunas de las ventajas, no menores, que muchos punteros obtenían siguiendo a los caudillos y
fomentando la red clientelar. Aunque estos beneficios no eran tan fáciles de
conseguir. En los periódicos frecuentemente se podía leer que, cuando el tiempo electoral pasaba, muchas de las promesas hechas a los movilizados caían
en el olvido. En este sentido, los periódicos hacían denuncias directas sobre
el incumplimiento de las mismas, existen varios y elocuentes ejemplos:
Siempre hemos sido y somos despreciados por aquellos que hemos ayudado
a subir al poder. Se han servido de nosotros como de un peldaño para escalar
los puestos públicos, y una vez en ellos nos han pagado con el menosprecio
y hasta con arrebatarnos nuestros derechos de ciudadanos […]. En el club
A o B, donde sólo asiste la aristocracia del dinero (porque en nuestro país
no se reconoce la aristocracia de los pergaminos y de la sangre), donde le
era prohibida la entrada a un negro, vemos recibir con amabilidad a aquel
a quien antes se le cerraban las puertas y hasta obsequiarlo, por aquel individuo que en otra ocasión cualquiera se rebajaría de su jerarquía dirigiendo
la palabra a un negro […]. A nuestro héroe, el caballero C le ceden el mejor
sitio. El secretario da cuenta de los trabajos practicados, la mayor parte de
los cuales fueron llevados a cabo por C, todos al tener conocimiento de
ello, felicitan a C. Éste se halla anonadado al verse colmado de elogios por
286
Lea Geler
aquellos caballeros, y no sabe qué decir [...]. Las cosas siguen así, llega el día
de la elección, el candidato que defiende C triunfa, sube al poder, y una vez
en él se olvida de C y de todos los negros que contribuyeron a su elección,
y en vez de hacerlos respetar como ciudadanos que son, es el primero en
menospreciarlos. Así se cumplen las promesas de todos los que aspiran al
mando (La Broma, 21 de marzo de 1880, cursivas en el original).
En este artículo queda clara la extraordinaria importancia que se otorgaba
tanto a la participación electoral como a la movilización de la comunidad
afroporteña por parte de la “aristocracia del dinero”. También muestra que
los momentos electorales eran un espacio en donde los hombres afroporteños
podían vivir realmente la igualdad, que la constitución declaraba ley. No cabe
duda, pues, que la pasión que despertaba la política en esos tiempos entre los
afroporteños debía ser muy intensa, ya que les permitía despojarse de la marca
de la ignominia a quienes todavía no podían hacerlo porque sus pieles eran
relevadas como más oscuras, o porque sus comportamientos remitían aun a
una barbarie en expulsión o a un mundo popular en disciplinamiento10. Sin
embargo, también quedaba explicitado que los grupos hegemónicos en general
“olvidaban” los favores prestados por los afroporteños -aunque no todos- lo
que provocaba las continuas quejas de los intelectuales afroporteños:
[...] cuando presienten que el caudillo de sus afecciones está por perder el
turrón de la presidencia, o el confite de la gobernación de provincia […] no
hay gente mejor, ni más buena, ni más patriota que esos hombres del pueblo,
calificativo con que se les designan, sin duda con el objeto de que sean más
distinguidos (La Juventud, 10 de octubre de 1878).
Más allá de la visión crítica y certera que tenían los afroporteños de los
acontecimientos en que se veían envueltos, el sistema caudillista que imponían
los grupos hegemónicos, del cual los intelectuales afroporteños se quejaban, no
parecía pronto a abandonarse. Los momentos electorales permitían instaurar
erosiones de fronteras o pasajes, posibilitando a quienes antes eran negros, pasar a ser “pueblo”, un pueblo que en ese preciso momento era el soberano.
Por eso, a pesar de reconocerse insertos en una estructura de engaños y
manipulaciones, los afroporteños no podían –ni, presumo, querían- abandonar su actividad en un ámbito que los hacía imprescindibles para el sistema
y que les permitía erigirse como ciudadanos comprometidos e identificados
con diversas causas, despertando en ellos amores, desamores y en definitiva,
tal como lo solían mencionar los redactores de los periódicos, pasiones: “[...]
en el seno de esta desgraciada comunidad existen centenares de ciudadanos
10
Sobre estos temas, ver Geler (2010).
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que viven sumergidos en la oscuridad y el dolor; compelidos por el engaño
y las pasiones políticas” (La Juventud, 20 de enero de 1878).
Justamente, Mouffe relaciona la pasión política con “las diversas fuerzas
afectivas que están en el origen de las formas colectivas de identificación” (2007:
31), siendo “una de las principales fuerzas movilizadoras en el campo de la
política” (2007: 31). El hecho de votar implica una enorme carga afectiva y pone
en acción fuertes cuestiones de identificación; según sus propias palabras
Para actuar políticamente, las personas necesitan ser capaces de identificarse
con una identidad colectiva que les brinde una idea de sí mismas que puedan
valorizar. El discurso político debe ofrecer no sólo políticas, sino también
identidades que puedan ayudar a las personas a dar sentido a lo que están
experimentando y, a la vez, esperanza en el futuro (Mouffe 2007: 32).
Considero que esta comunidad estigmatizada tenía mucho que ganar
cuando se movilizaba políticamente, corporizándose como “pueblo” y como
ciudadanos soberanos -los hombres, al menos. Esta movilización se hacía con
un altísimo grado de compromiso afectivo, como el que se ponía en juego en
los cuerpos militares para defender a la patria, y con esperanzas y expectativas
de futuro. De hecho, la movilización política era el modo en que la historia
de las luchas de los afrodescendientes volvía a la palestra, transformada en
amor a la patria y a su sistema de gobierno. Era el momento en que las castas
se suprimían, en que se los buscaba y agasajaba mostrándoles que eran ciudadanos de derecho, soberanos y necesarios para que el sistema funcionara;
era cuando se configuraban alianzas con los grupos de poder. Pero también
era la manera en que los afroporteños adquirían experiencia de lucha -que
utilizarían al igual que otros amplios sectores sociales en conformación,
como el sector obrero- que podía servir de plafón para estructurar demandas
compartidas, en el sentido de Laclau (2007), y sobre todo, un profundo pensamiento autorreflexivo y crítico que volcaban en sus periódicos:
Creemos que es muy honroso, más aún, consideramos un deber, una
obligación, el que todo ciudadano ejercite el derecho de sufragio, libre y
pacíficamente, llevando al gobierno y a los parlamentos los candidatos de
sus afecciones. [...] Somos partidistas [...] Estos son los títulos que tenemos
para levantar nuestra humilde voz, y decirles a nuestros hermanos, a los
hombres de color: “Que si bien es cierto que en el seno de los partidos se
cometen algunas injusticias, ciertas iniquidades, ciertas ingratitudes que
laceran el corazón de todo hombre bien intencionado y patriota, no por
esto la existencia de aquellos es peligrosa, pues en circunstancias dadas,
ella es necesaria, útil y benéfica para los pueblos” (La Juventud, 30 de julio
de 1878, cursivas en el original).
288
Lea Geler
Pese a saber que los caudillos manipulaban y que en los partidos no todo
era igualdad y fraternidad, muchos afroporteños se sentían absolutamente
vinculados con las formas y los espacios políticos. Entendían el participar
como un servicio a su patria y una legitimación democrática, que les permitía
ejercer su derecho ciudadano y también la soberanía, que como pueblo les
pertenecía. Así, las elecciones en particular y la política en general ponían en
juego pasiones e identificaciones que eran muy importantes para esta comunidad. Los afroporteños podían corporizarse en el ciudadano argentino que
luchaba por su patria y por los derechos que ellos mismos, o sus antepasados,
habían conquistado en los campos de batalla. A esto hay que agregar que,
a pesar de que los afroporteños denunciaran las prácticas habituales de los
caudillos y gente de la “aristocracia”, la alianza política con los grupos de
poder dejaba beneficios no solo en plano simbólico-afectivo sino también, y no
menos importante en tanto estamos frente a una comunidad en general muy
pobre, en el material. Por ejemplo, la composición de la comisión directiva
del Club Unión Autonomista -que apoyaba la candidatura presidencial de
Julio Argentino Roca en 1880- incluía a gran parte de los impulsores de la red
asociativa afroporteña, mucehos de los que pueden verse allí tenían puestos
estables en distintas reparticiones del Estado (Geler 2010), algo en esa época
habitualmente se obtenían como pago de favores políticos.
Además, cuando el intelectual afroporteño Santiago Elejalde publicó
varios de sus escritos, en uno de los periódicos comunitarios se brindó la
siguiente información:
Saben ya nuestros lectores que nuestro amigo Elejalde ha publicado en folleto sus producciones [...]. Pues bien, el Gobierno de la Nación, haciendo
justicia a la dedicación de Elejalde [...] se ha suscripto a cien ejemplares de
su folleto. Es este un hecho que por primera vez sucede entre nosotros y le
honra tanto al que lo recibe como al que lo practica. Por esto La Broma [...]
quiere agradecer al Gobierno, y en particular al Dr. Lastra, por cuyo Ministerio
se ha dictado la resolución a que aludimos, por el honor dispensado a uno
de nuestros hermanos, con tal conducta él se hace acreedor a las simpatías
de todos, su proceder es digno del verdadero hombre de Estado que sabe
interpretar la Constitución (La Broma, 6 de diciembre de 1878).
Existen también varias descripciones -especialmente las de Mitre11- sobre
ciertos personajes conocidos de la comunidad afroporteña en las cuales se
11
Según Gesualdo (1982), este lloró ante el sepulcro de Casildo Thompson. Con respecto
a Manuel Posadas, según Ford (1899) colaboraba como periodista en el diario de Mitre, La
Nación. Unos años antes, en 1856, el coronel Domingo Sosa -cuya carrera militar ejemplifica
la posibilidad de ascenso social a través de las armas para los africanos y afroargentinoshabía obtenido una banca de diputado por la provincia de Buenos Aires, después de haber
luchado junto a Mitre (agradezco a Mónica Quijada por este último dato).
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 273-294
289
alude a ellos como sobresalientes militares a los que se les rindió homenaje
público -como el caso de Morales-, y cuya lealtad fue recompensada mediante
las deferencias y los beneficios que de estas relaciones se podían obtener.
De este modo, las alianzas políticas de los afroporteños con los grupos
hegemónicos derivaban en palpables beneficios y en espaldarazos simbólicos
y económicos importantes. Y aunque lo hicieran a desgana y con cuentagotas
-posiblemente de forma acotada a los períodos electorales-, los hombres de
la “aristocracia” se mostraban respaldando a los afroporteños cuando era
necesario. Esto sucedió, por ejemplo, cuando el ministro del interior, Laspiur,
bendijo el panteón de la hermandad del Rosario, mayormente compuesta
por afroargentinos; también cuando Estrada, secretario de la municipalidad
de Buenos Aires, bendijo el estandarte de la sociedad mutual afroporteña La
Protectora (Geler 2010). En contrapartida, los grupos hegemónicos afianzaban
su poder, al mismo tiempo que se reforzaban al Estado y sus instituciones,
en las que muchos afroporteños trabajaban y que, a la vez, sustentaban y
consolidaban.
Para Gramsci (en Hall 1985), la construcción de hegemonía -siempre
inestable- resulta de un gran nivel de consentimiento popular a un liderazgo
ético, una autoridad que se impone, pero que se propaga socialmente mediante
el consenso. Esa hegemonía no se ve representada por una clase dominante
sino por un bloque histórico, compuesto por ciertas fracciones o la totalidad
de las clases económicas dominantes pero asociadas con ciertos grupos
subalternos o clases dominadas, que obtienen concesiones y compromisos
específicos de parte de los grupos de poder, aunque en un rol subordinado.
Estas alianzas constituyen una formación hegemónica que tiene su propia y
específica composición y configuración. Creo posible pensar que la comunidad
afroporteña participaba de la formación hegemónica de la República Argentina
-que consolidaba un Estado que sustentaba su proyecto económico-, como
grupo subordinado. En este sentido, la conquista del territorio nacional y el
apoyo político-electoral a los diversos grupos en el poder estatal constituyeron
vías de alianza en las que los afroporteños se vieron envueltos, accionando
según sus posibilidades e intereses. La práctica política tanto como la militar
habrían sido algunos de los mecanismos más importantes de imbricación
material y afectiva en el tejido e imaginario social de los heterogéneos grupos
que iban construyendo la nación homogénea.
PALABRAS FINALES
Para los afroporteños, tanto la carrera militar como la lucha política eran
vías donde expresar amor por su patria y por principios e ideas con las que
290
Lea Geler
estaban comprometidos, y que defendían. Pero además, ambas instancias
abrían el camino a muchos afroporteños para constituirse en el ideal del ciudadano argentino militar y político, haciéndose artífices reales de los destinos
del país y conformándose como ejemplos para el resto de la población. Si la
conquista del territorio nacional permitió a los afroporteños conformarse como
argentinos de pura cepa, la lucha política fue fundamental para afianzar esa
identificación con la de ciudadano. Asimismo, les permitía acceder a múltiples beneficios, como prestigio, poder e incluso un mejoramiento la situación
económica a través de la obtención de cargos en el Estado -algunos de ellos
de representación. Simultáneamente, los grupos hegemónicos, poseedores de
la tierra conquistada, se aseguraban el proyecto económico agro-exportador
y el control político del aparato estatal en consolidación.
En ese contexto, cualquier visibilización de lo negro quedaría vedada,
ocultada, olvidada, activándose la idea de desaparición por carne de cañón
y consolidándose aquella fundamental de pueblo soberano, que contenía la
sangre mezclada de quienes habían luchado por la patria y que permitiría a
los afroporteños integrarse en el invisible racial, cuando comenzaba a gestarse
la paulatina esencialización de la nación (Bertoni 2001). Como vimos en el
caso de José María Morales, no se escatimaron esfuerzos para honrar a los
afroporteños que sobresalían en el ámbito militar y/o político, aunque no se
explicitara que se trataba de afrodescendientes y que, paradójicamente, esta
participación sentara la base discursiva de su desaparición. Esta negociación
en desigualdad de condiciones promovió la inserción de los afroporteños en
las ideologías de la nación; sin embargo, no impidió que estos cuestionaran,
debatieran y propusieran alternativas sobre cómo incluirse en esta nación
que los obligaba a ocultar y a olvidar su propia historia.
Se descubre así el proceso de imposición hegemónica de la ideología
dominante (Williams 1980), pero también se observa cómo muchos afroporteños, al contrario de lo que suele indicarse y aun dentro de un marco de
desigualdad radical, se convirtieron en fundamentales agentes históricos en el
forjamiento o modificación del proyecto territorial y económico de la nación
argentina moderna-homogénea blanca/ europea, aun vigente.
Fecha de recepción: 29 de marzo de 2012
Fecha de aceptación: 3 de septiembre de 2012
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Fotografía, testimonio oral y memoria.
(Re)presentaciones de indígenas e inmigrantes
del Chaco (Argentina)
PHOTOGRAPHY, ORAL TESTIMONY AND MEMORY.
(RE) PRESENTATION OF INDIGENOUS AND IMMIGRANTS
IN CHACO (ARGENTINA)
Mariana Giordano*
∗
Instituto de Investigaciones Neohistóricas, Consejo de Investigaciones Científicas y Técnicas
(CONICET)/ Universidad Nacional del Nordeste. E-mail: [email protected]
296
Mariana Giordano
Resumen
Este artículo propone un análisis de las representaciones visuales sobre
indígenas e inmigrantes del Territorio Nacional del Chaco (Argentina),
a partir de las huellas de enunciación y las narrativas visuales que se
construyeron en/a través de la fotografía. Las lecturas actuales de ese
corpus fotográfico, desde experiencias de recepción, permiten que el
testimonio oral actualice las percepciones históricas. Con ello buscamos
explorar, por un lado, cómo es representado cada grupo socio-étnico y
de qué modo esas representaciones se convierten en memorias visuales
de sus comunidades. Por el otro, procuramos indagar sobre las correspondencias y/o contradicciones entre lo que las narrativas fotográficas
históricas (re)presentan, como referentes de memorias visuales, y lo
que los receptores actuales identifican o (des)conocen, como parte de
memorias identitarias en construcción, en una Provincia que desde el
discurso político-cultural se busca mostrar como un crisol de razas.
Palabras clave: fotografía indígena - inmigrante - Chaco - memoria
Abstract
This paper analyses the visual representations of indigenous and
immigrants located on Territorio Nacional del Chaco (National Territory
of Chaco), Argentina, based on traces of enunciation and visual
narratives constructed in/ through photography. The current readings
of this photographic material, from experiences of reception, allowed
the updating of historical perceptions through the oral testimony.
In this way, we first explore how each ethnic group is represented
and how these representations became visual memories of their
communities. Furthermore, we search for correlations or contradictions
between what the historical photographic narratives (re)presented,
as references of visual memory, and what current receivers identify
o do not acknowledge as part of their identities and memories under
construction, in a Province considered a melting pot by the political
and cultural discourse.
Key words: indigenous photography - immigrant - Chaco - memory
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297
Introducción
El Territorio Nacional del Chaco -actual provincia del Chaco, Argentina-
ha sido visualizado a partir de dos universos étnicos considerados
históricamente como antagónicos: el indígena y el inmigrante, los que se han
presentado en el imaginario social como dos mundos homogéneos, opuestos
y estáticos. Este trabajo propone un análisis complementario y/o contrastante
de las representaciones fotográficas de ambos universos a partir de conjuntos
de imágenes de fines del siglo XIX y primeras cuatro décadas del siglo XX
que puedan poner en discusión conceptos como los de memorias en o del
contacto atendiendo al eslogan crisol de razas que, desde los ámbitos políticoculturales, se ha buscado legitimar a partir de la década de 1960.
El trabajo se articula en dos grandes campos; por un lado, el análisis
de las huellas de enunciación de los universos visuales de indígenas e
inmigrantes, atendiendo a las narrativas visuales y los modelos de relato
que se construyeron sobre ellos -es decir, cómo se representa. Por otro lado,
indagamos acerca de las lecturas actuales de ese corpus fotográfico -las
“experiencias del ver” (Didi-Huberman 2006 y Belting 2007)- de indígenas e
inmigrantes, donde los testimonios orales actualizan los imaginarios visuales
Ubicada en el nordeste de la República Argentina, forma parte del Gran Chaco, amplia
región que comparten Paraguay, Bolivia y Argentina. La actual provincia del Chaco está
limitada al norte por el río Pilcomayo, al este por los ríos Paraná y Paraguay, al oeste por
las estribaciones de las sierras subandinas y al sur por los territorios que se hallan entre
los ríos Salado y Dulce.
Aunque abordaremos más adelante algunos ejemplos que, desde el ámbito cultural y
político, buscaron legitimar este imaginario del crisol de razas, vale señalar que pese a que
el concepto de raza había sido una categoría abolida hacía tiempo desde la biología y la antropología, permanecía vigente como representación social en el contexto chaqueño. Sobre
la permanencia de este concepto como representación social véase Segato (2007:132).
Al referirnos a las huellas de enunciación involucramos el punto de vista del fotógrafo,
la ideología implícita en la construcción visual, las convenciones iconográficas que la sustentan, la visión de mundo que buscan construir en su individualidad o en una lectura de
paquetes textuales. Estas huellas de enunciación se vinculan con la “construcción visual
del campo social” (Mitchell 2003: 24) que trataremos más adelante.
Los testimonios orales permiten, por un lado, una reflexión y mirada de/sobre las imágenes de los actores involucrados en ellas -aún cuando no hayan sido sus comitentes, como
en el caso de los indígenas- cuya subjetividad en los sentidos atribuidos, contribuye a
298
Mariana Giordano
históricos, identificándose o alejándose de las huellas de enunciación que en
ellos habíamos identificado, (de)construyendo las memorias visuales y las
fronteras interétnicas. Con ello buscamos explorar las correspondencias y/o
contradicciones entre lo que las narrativas fotográficas históricas (re)presentan,
como referentes de memorias visuales desde la lectura de un cientista social,
y lo que los receptores actuales identifican o (des)conocen como parte de
memorias identitarias en construcción. Para ello debemos atender -desde el
rol de la imagen- a las relaciones intra e interétnicas resultantes del escenario
económico, político y cultural en que se convirtió el Chaco.
De tal forma, afirmamos que los modos en que históricamente fueron
(re)presentados indígenas e inmigrantes del Territorio Nacional del Chaco
en la fotografía, se orientan a referenciar universos y memorias compactos y
homogéneos que invisibilizaron las diversidades interétnicas y contribuyeron
a construir fronteras visuales, según modelos hegemónicos de representación.
Esos universos son (de)construidos por el testimonio oral a partir de
una propuesta dialógica con referentes actuales, recuperando memorias
individuales, familiares y comunitarias, y redefiniendo fronteras interétnicas
que en nuestro análisis intrafotográfico suponían una narrativa unívoca, o
que se habían invisibilizado.
En la producción de la imagen del indígena, el fotógrafo es un interlocutor de muchas miradas previas, de imaginarios que proceden incluso de la
época hispánica, y que instauraron ciertas marcas de representación de ese
“otro” como expresión clara de un colonialismo visual. Pero en esas miradas, no participaron los sujetos que constituyen el referente de la imagen: es
que ellos no fueron “sujetos” del proceso dialógico sino meros “objetos” de
representación. En la producción de la imagen del inmigrante, los sujetos
(re)presentados son, a la vez, sujetos de interacción. Aunque generalmente la
imagen no es producida por ellos mismos, intervienen en su enunciación en
tanto se trata de un modo de representación que ha constituido una forma de
construir su propia identidad y de perpetuar la memoria, lo que implicaba una
complejizar el análisis. Por otro lado, permiten posicionar las imágenes en un contexto en
el cual el testimoniante -o su grupo social, o familia- ha sido protagonista y cuyos códigos
culturales le son cercanos, desagregando, desarticulando y rompiendo la linealidad de
elementos del contexto que, tanto desde la historiografía como desde nuestra aproximación
analítica sobre el corpus fotográfico, pueden derivar en una interpretación unívoca de las
representaciones de familia.
Sobre una aproximación a las construcciones conceptuales de grupo étnico, etnicidad y
relaciones interétnicas véase, Ringuelet (1986); Briones (1998); Bari (2002), entre otros.
Más adelante volveremos sobre este aspecto.
Sobre la representación del indígena chaqueño consúltese Giordano (2004, 2007), entre
otros.
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 295-321
299
mirada al futuro pues confiaban en que “ella nos sobrevivirá” (Didi-Huberman
2006: 12). Así, el objeto de representación participa en la densidad significante
de la imagen, de ahí lo propio que esta visualidad afirma. En todos los casos,
lejos de asumir a la fotografía como una ventana al mundo, la consideramos
como una puesta en escena cuyos códigos y marcas de identificación logran
una significación diferencial, según se trate de la presencia de los objetos en
tanto sujetos de enunciación -tal el caso de los inmigrantes- o, por el contrario, desde una posición de colonización del ser (Quijano 2004) -en el caso de
los indígenas- donde la narrativa visual producida no los contempla como
sujetos de enunciación.
En este trabajo se cruzan análisis que proceden de la historia de la
fotografía, la iconografía, la historia cultural con los estudios sociales sobre
la representación y recepción vinculados a los estudios visuales. Siguiendo
a Mitchell (2003), ello nos permitirá describir las relaciones entre la visión
y las prácticas culturales específicas sin caer en una posición iconoclasta,
que considere a la imagen como el único elemento en la construcción de
lo social. En tal sentido, también interesa tener en cuenta la “vida” de las
imágenes, cómo ellas nos “devuelven la mirada” (Mitchell 2003: 35); cómo
esa vida se transforma en “muchas vidas” (Mason 2001), cómo se produce
la “movilidad” de las imágenes, donde se articula una “construcción visual
del campo social” (Mitchell 2003: 34).
El hecho de trabajar en dos contextos, el de producción y el de recepción, supone abordajes teórico-metodológicos particulares a la imagen: en
el primero de los casos, se plantea un análisis iconográfico sobre las huellas
de producción, centrando en lo intrafotográfico y vinculado al campo fotográfico. Ello supone partir de diferentes enfoques que aluden a la imagen
como portadora de sentidos, significados y poder, como constructo cultural y
estético, como instrumento de un proceso de dominación y de delineación de
una memoria propia o alterna. Por su parte, la recepción implica la utilización
de la fotografía como herramienta, es decir como “disparador” de memoria.
Desde el concepto de economía visual Poole (1997) aborda la producción visual del
mundo andino a través del análisis del nivel de producción, circulación y consumo. En
otras oportunidades hemos tratado sobre estos niveles para el tratamiento de la imagen
del indígena. En este caso, nos centraremos en la producción y recepción, sin analizar los
diferentes contextos iconográficos en que estas imágenes han circulado, sólo atendiendo
a la guarda/ conservación de ellas.
El campo fotográfico se define como el espacio representado en la materialidad de la
imagen que constituye la expresión plena del espacio de la representación fotográfica, pero
la compresión e interpretación del campo visual presupone siempre la existencia de un
fuera de campo que opera en forma contigua, y constituye también el sustento de aquel.
Véase Dubois (1986).
300
Mariana Giordano
Al respecto, podríamos relacionarla con el concepto de “foto elicitación”,
utilizado desde la sociología visual por Harper (2002: 13) quien plantea que
esta técnica se basa en la simple idea de insertar fotografías en la entrevista
de investigación10.
Así, en la entrevista con imágenes es donde se hace presente la oralidad.
Según da Silva Catela et al:
entre la imagen y la palabra se dan relaciones de reciprocidad. En cada
construcción narrativa de testimonios, en cada acto de memoria y proceso
de recordación, lenguaje e imagen se nutren de intercambios fundamentales
para la construcción de las representaciones sobre lo que allí sucedió” (da
Silva Catela, et al. 2010: 12).
De esta manera, la instancia de recepción se enmarca dentro de una metodología dialógica con las imágenes, retomando las huellas de enunciación
que habíamos analizado previamente, a partir de la lectura que indígenas e
inmigrantes han realizado de este imaginario11.
Dada la cantidad de imágenes existentes, acotaremos el análisis en la
instancia de producción a aquellas que provienen de fines del siglo XIX y
las cuatro primeras décadas del siglo XX; y en el caso de los indígenas, a
las que fueron realizadas por fotógrafos comerciales12. En las instancias de
10
La utilización de esta técnica podría ser discutida en tanto se supone que las imágenes
deben representar dimensiones íntimas de la experiencia personal de los sujetos informantes/testimoniantes, o cuando el objetivo del investigador es el descubrimiento de definiciones
y categorías culturales (Harper 1988: 66). Si la dimensión íntima puede afirmarse en las fotografías de inmigrantes, en el caso de las representaciones del indígena no podemos afirmar
a priori que las imágenes que les acercamos -desconocidas por ellos- puedan suponer una
respuesta de identificación sensible a las mismas, ni que las reconozcan como parte de
su memoria familiar o social. Además, no es objetivo de este trabajo el descubrimiento de
categorías culturales, por ello afirmamos que el testimonio oral se acerca a la entrevista de
la foto-elicitación desde un sentido más amplio, ya que este recurso es aplicable a aquellas
imágenes que en el diálogo entre investigador e informante asumen un sentido para estos
últimos -que puede ser de reconocimiento o de amenidad.
11
Las experiencias de recepción con indígenas se realizaron de forma continua entre 2005
y 2011 con los tres grupos étnicos chaqueños, mientras con los inmigrantes se iniciaron
en 2008, retomándose en 2011, por lo tanto lo aquí expuesto corresponde a los primeros
resultados obtenidos de esta investigación dialógica a partir de las imágenes.
12
En trabajos previos hemos analizado tanto éstos productores de imágenes fotográficas
como otros procedentes del ámbito religioso y hemos abarcado producciones que tienen
como referentes a grupos étnicos del Gran Chaco (Giordano y Méndez 2011; Giordano
2006), de agentes del Estado Nacional (Giordano, 2011c), de fotógrafos comerciales y
artistas (Giordano y Reyero 2010) y de múltiples emisores (Giordano 2004; 2007; 2011b
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 295-321
301
recepción, hemos trabajado con entrevistas individuales o colectivas a partir
de ese corpus previamente seleccionado y analizado. Estas experiencias de
recepción, se realizaron con indígenas de las localidades de Nueva Pompeya
y Colonia Aborígen, espacios donde los grupos indígenas fueron sometidos a
diferentes procesos de sedentarización, disciplinamiento y cambio cultural13.
Las instancias de recepción planteadas para la fotografía de inmigrantes
se realizaron en las localidades de Las Breñas y Villa Ángela; la primera,
asumió el carácter de Capital provincial del inmigrante desde 1974, dado que
concentró la mayor cantidad de nacionalidades en la provincia del Chaco14.
La segunda, en el sudoeste chaqueño, además de contar con una importante
colectividad italiana, también española, húngara, judía, polaca y alemana, se
encuentra ligada, por su ubicación, a la colonia indígena El Pastoril y otros
asentamientos mocovíes del norte de la Provincia de Santa Fe.
Sobre la producción de fotografías de indígenas e
inmigrantes en el Chaco
La fotografía se introduce en el Chaco a partir del avance progresivo de
la frontera norte que el Estado Nacional argentino realiza desde la década
de 1870, y que encuentra sus puntos culminantes en las grandes campañas
militares de 1884 y 1911-1912. La población indígena sufrió un proceso
de sometimiento, sedentarización y fue insertada compulsivamente como
mano de obra en el nuevo sistema económico. A la vez, los mecanismos de
territorialización y diferenciación aplicados por el Estado Nacional implicaron
y 2012), entre otros. Por su parte, es amplia la bibliografía de contexto histórico-institucional que nos permite referir al rol del Estado en las empresas colonizadoras, como a las
relaciones interétnicas que se dieron no solo en lo que fueron los Territorios Nacionales de
Chaco y Formosa sino en una dimensión ampliada al Gran Chaco. Algunos de los textos
de importancia son: Lagos (2000); Trinchero (2000); Teruel (2005); Gordillo (2006) e Iñigo
Carrera (2011).
13
Nueva Pompeya fue una Misión Franciscana de Propaganda Fide instalada en 1900 en
el Impenetrable chaqueño con indígenas wichis y tobas. Colonia Aborigen es la antigua
reducción indígena de Napalpí creada en 1912 con grupos tobas, mocovíes y una pequeña
cantidad de vilelas, trasladados al lugar desde las cercanías de Resistencia, capital del
entonces Territorio Nacional del Chaco.
14
Se afirma que son 27 las nacionalidades que desde 1915 comenzaron a ubicarse en las
cercanías de lo que en 1914, con la llegada del ferrocarril, se dio en llamar Las Breñas
-aunque la oficialización de la creación del poblado data de 1921. En la región había indígenas de la etnia toba (qom) y, a pocos kilómetros en dirección sur y suroeste, grupos
mocovíes (moqoit).
302
Mariana Giordano
la incorporación progresiva de población inmigrante, factor significativo
en las relaciones interétnicas (Segato 2007: 71-72) y parte del proyecto de
crisolizar a la población15.
Los grupos indígenas que habitaban lo que pasó a denominarse
Territorio Nacional del Chaco16 también fueron capturados por las cámaras
de fotógrafos profesionales, que acompañaban las expediciones militares
y a los misioneros que se internaron en la región, los viajeros, los agentes
estatales, y por fotógrafos comerciales (Giordano, 2004; 2007, 2011a, 2011b,
2011c y 2012). De este corpus existente, en el presente análisis tomaremos las
imágenes producidas por fotógrafos comerciales, que circularon en postales,
álbumes y otros contextos iconográficos a fines del siglo XIX y principios del
siglo XX.
Contemporáneamente, y en correspondencia con el proyecto nacional
de “poblar y colonizar”, comenzaron a ingresar a este territorio inmigrantes,
en principio italianos. Posteriormente se incorporaron españoles y, en menor
cantidad, franceses y paraguayos; a partir de la década de 1920, además de
nuevos grupos de españoles e italianos, se sumaron importantes contingentes
procedentes de Europa del este: alemanes, polacos, ucranianos, montenegrinos,
serbios, eslovenos, checos, búlgaros y húngaros, entre otros17. Las primeras
imágenes de los grupos de inmigrantes proceden, en contraposición a las de
los de indígenas, del propio interés de retratarse y los fotógrafos fueron, por
lo general, miembros de alguna de las colectividades. La fotografía actuaba,
siguiendo la concepción de la cultura occidental, como depositaria de una
15
El proyecto del crisol de razas surge de los ideales de la Generación del ochenta en la
Argentina, perseguía la búsqueda de una identidad cívica nacional sobre poblaciones nativas e inmigrantes a costa de la supresión de las identidades étnicas originarias. Durante
la primera mitad del siglo XX se siguió sosteniendo, desde diferentes ámbitos, este afán
crisolizador como símbolo de la argentinidad y con una fuerte argumentación racial (García
Fanlo 2010). A partir de la década del 1960 la pluralidad comenzó a visualizarse como un
valor en la conformación social y étnica argentina. En forma contemporánea, en el Chaco
se afirmó la representación social del crisol de razas.
16
Desde 1884 se organizó al Chaco como Territorio Nacional, su Provincialización data de
1951. En los primero años de su condición territorial, coincidente con el control estatal
sobre la región, se fueron configurando sus límites en relación a las provincias históricas
que lo lindaban. Los grupos indígenas que lo habitaban -tobas o qom y mocovíes o moqoit
pertenecientes a la familia lingüística guaycurú, junto a mataco o wichi y vilelas- sufrieron
no sólo la sedentarización y desplazamiento de regiones que ancestralmente ocupaban
sino también la afectación a unos límites geográficos y políticos que los separaban de sus
pares, como había ocurrido con la creación de las fronteras a partir de la creación de los
Estados Nacionales. Los vínculos de parentesco fueron afectados por esta nueva configuración geo-política.
17
Sobre el tema de la inmigración al Chaco ver Beck (2001).
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 295-321
303
historia y una identidad individual, familiar y colectiva, también cumplía
el rol de “puente referencial” con los familiares que permanecieron en el
Viejo Mundo. Al respecto, Bourdieu señala que “la dispersión geográfica de
parientes exige más que nunca la consolidación periódica de los lazos de
parentesco; y la fotografía cumple esa función mucho mejor que el simple
intercambio de cartas” (2003: 64).
A la par, desde las primeras décadas del siglo XX, fotógrafos radicados
en Buenos Aires comenzaron a arribar al Chaco para obtener imágenes de los
indígenas, las que comenzaron a comercializarse en formato postal18, y que
alimentaron también la industria editorial de álbumes en torno al Centenario
de la emancipación y la independencia argentinas (1910-1916), pasando a
integrar el corpus que analizaremos.
De tal forma, podemos advertir claramente dos contextos de producción
que hicieron a la construcción de dos universos visuales compactos, sin
fisuras19, y que generaron, a su vez, dos modos de circulación y guarda de las
imágenes. Como los indígenas desconocían el medio fotográfico, no solicitaron
las mismas y se convirtieron en sujetos pasivos de representación, mientras
los inmigrantes fueron los comitentes de las imágenes. Las fotografías de
indígenas fueron desconocidas por las propias comunidades, más allá del
momento de captura de la imagen, y sus imágenes permanecieron lejos de
su espacio vital20. Las imágenes de inmigrantes permanecieron en el ámbito
familiar y se constituyeron, en algunos casos, en nexo con los grupos familiares
que permanecieron en Europa, integrando los acervos de museos locales o
comunitarios que las familias inmigrantes fueron donando a la institución -los
cuales no poseen fotos de indígenas. El hecho que los inmigrantes cuenten con
las imágenes en sus archivos personales no indica “simplemente un intento
de atrapar la referencialidad de algo ‘sucedido’, acuñado como huella en la
memoria, sino que es constitutivo de la dinámica misma de la identidad”
(Arfuch 2005: 27).
18
Los misioneros franciscanos también editaron, a través de la Unión Misionera Franciscana, fotografías en formato postal que resultaban de su labor misional, véase Giordano
y Méndez (2011).
19
Ello no implica que al interior de los mismos la heterogeneidad era notable pero en las
imágenes se buscaba un ideal homogeneizador. Sobre las relaciones sociales véase Beck
(2001).
20
La mayor cantidad de fotografías de indígenas chaqueños se encuentran en colecciones
de Buenos Aires y La Plata (Argentina) y en diversos repositorios de Europa y Estados
Unidos.
304
Mariana Giordano
Lo otro, lo propio, lo diverso. Huellas visuales de la
enunciación
Cuando analizamos las imágenes de los indígenas producidas a fines del
siglo XIX y principios del siglo XX por fotógrafos aficionados y comerciales,
nos muestran un ejercicio de la mirada del sujeto (fotógrafo) sobre el objeto
(fotografiado) desde posiciones hegemónicas y colonizadoras que no podemos dejar de tener en cuenta, aún cuando, como señala Mitchell, no se debe
singularizar en la visualidad y en la imagen la tiranía política (2003: 33). Esta
colonización se advierte en una relación asimétrica de poder entre unos y
otros -sujetos y objetos- y se fundamenta tanto en el hecho de tratarse de un
sujeto que posee un instrumento -la cámara-, generalmente desconocido por
los sujetos representados, como en que captura al objeto por intereses propios/
personales/ institucionales, sustentados en un modo de representación que
procede de su visión singular y subjetiva sobre el otro-objeto y en el que este
último no aporta ningún elemento.
Entre las marcas significativas, se distinguen: las escenas étnicas construidas desde la mirada primitivista del fotógrafo -desnudez, taparrabos,
arco y flecha, toldos como fondo-, que respondían al ideal exotista que se
esperaba de los grupos indígenas, considerados reliquias vivientes de un
mundo en extinción y que correspondían con una idea de mitificación de lo
étnico: valoro aquello que desconozco. Bhabha (1986) señala la ambivalencia
del discurso colonial, porque el otro es objeto de desprecio y deseo a la vez,
supone la negación e identificación con el otro.
Los retratos grupales o individuales no solamente se componían en
función de los modos hegemónicos de representación de este género, y por
consiguiente, buscaban (re)presentar una identidad del objeto representado,
sino que en ciertas ocasiones también aludían a las pautas culturales del
fotógrafo, proyectándolas al sujeto/objeto como, por ejemplo, cuando se representaba una familia indígena compuesta por una pareja y dos o tres hijos21.
Sea en ambientes naturales como en tomas en estudio, los retratos seguían
los parámetros burgueses y las escenografías que se construían en estudio
tenían poca relación con los contextos vivenciales de los grupos representados. Podríamos afirmar que estas huellas de la enunciación responden a una
creciente ficcionalización de lo nativo22, donde el sujeto se transforma en
21
Ello supone una consideración occidental de la familia nuclear, mientras los diferentes
grupos étnicos chaqueños poseían una noción de familia extendida. Sobre los modos de visualizar la familia indígena chaqueña a través de la fotografía ver Giordano y Méndez (2005).
22
Para el tema de la ficcionalización de lo nativo, véase Alvarado y Mason (2001), Alvarado
(2007), Giordano (2011b) entre otros.
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 295-321
305
actor, y los actos de vestir y desvestir se convierten en recursos frecuentes en
este tipo de toma -según los intereses del fotógrafo. En imágenes difundidas
en postales y revistas durante la década de 1930, vinculadas a dichos actos
de vestir y desvestir, se avanza hacia una erotización de los cuerpos, donde
se sintetizan la mitificación de lo nativo -el ideario primitivista- y una ficcionalización que remiten a poses tomadas de la iconografía occidental, como
las Tres Gracias y la Maja, entre otras.
Otro aspecto de esta construcción del objeto visual es su homogeneización, ya que todos son uno; la diversidad se sintetiza en lo indio, sin interesar
la identificación étnica ni la diferenciación intergrupal, porque la visión se
sustentaba en principios raciales y en la construcción de tipos sociales23, motivo por el cual no solo la afiliación étnica se negaba sino también el mismo
nombre del retratado24.
Imagen 1. Fotógrafo s/identificar “Indio toba”, c.1900. Archivo General de la
Nación, Argentina
23
Cabe señalar que desde fines del siglo XIX la difusión de imágenes de diversos tipos
sociales tuvo una impronta homogeneizante, sea por filiación racial o por el oficio representado las imágenes postales referían a “indios”, “gauchos”, “Cigarrero”, “Organillero”,
etc., o simplemente a “tipos populares”.
24
Es verdad que esta huella vincula las imágenes con su descripción y, en relación a ella,
con su circulación: el anonimato del retratado ha hecho que una misma imagen presentada
en diversos contextos iconográficos fuera adjudicada a lo largo de su “vida” a diversos
grupos étnicos (Alvarado y Giordano 2007).
306
Mariana Giordano
Imagen 2. Gino de Passera (atribuida) “S/t”, 1935. Colección Müller
Si nos dirigimos al otro gran conjunto de imágenes, el que existe sobre
los inmigrantes, indagamos en las huellas de enunciación en el primer corpus construido por los inmigrantes italianos que arribaron al Chaco25 -contemporáneas de aquellas producidas por los fotógrafos comerciales sobre el
indígena- y en colecciones privadas de inmigrantes arribados en el período
de entreguerras -que conservan ellos mismos o sus descendientes.
Las imágenes de italianos de fines del siglo XIX y principios del siglo XX
demuestran con claridad su afán progresista y la necesidad de visualizarlo para
el futuro y para sus familiares en Europa (Giordano y Méndez 2005; Reyero
y Sudar Klappenbach 2010). En el caso de los inmigrantes arribados en el
período de entreguerras, tanto las imágenes sueltas como las que se encuentran
en álbumes, tienen su punto de partida en fotos obtenidas en Europa. En
su mayoría son retratos de estudio, también hay retratos de familiares que
participaron en la Primera Guerra mundial -algunos obtenidos en estudios,
otros en las barricadas del campo de batalla.
En este sentido, dos álbumes interesantes son los pertenecientes a Slava
Drganc de Pasic, de descendencia eslovena y nacida en el Chaco a los tres
años de arribados sus padres a la zona de Las Breñas. Los artefactos visuales
que conserva Slava, iniciados por su madre, no siguen una lógica lineal en el
25
Estas fotos fueron obtenidas por un fotógrafo aficionado que integró el primer grupo de
inmigrantes arribado al Chaco: el italiano Juan Bautista Simoni. Las imágenes en papel
fueron donadas por diversas familias al primer Museo Escolar de la ciudad de Resistencia,
el Museo Ichoalay -aspecto que pone de manifiesto el interés de presentarse como los fundadores de la historia chaqueña-, donde se conservan como Fotografías de Inmigrantes y
los negativos de vidrio de su colección fueron entregados por su familia al NEDIM (IIGHICONICET/ UNNE) para su conservación y uso en estudios científicos.
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 295-321
307
relato: aunque al principio de ambos se encuentran imágenes pertenecientes
a Europa, durante el recorrido de los mismos reaparecen imágenes de la
Guerra europea que se intercalan con retratos o escenas sociales obtenidas en
el Chaco, después de varios años de arribados al mismo. Luego hay fotos de
su hermano en el ejército argentino, las que se presentan conjuntamente con
otras recibidas de familiares o amigas de su madre, residentes en Eslovenia,
más adelante nos encontrarnos con la primera casa que tuvieron sus padres
en el campo26. En estos álbumes es importante, por un lado, la pluralidad de
registros, de miradas y de marcas culturales e identitarias, pero también la
organización de las mismas en relatos fragmentarios que Slava reconstruirá
oralmente.
Imagen 3. Página de uno de los álbumes de Slava Drgnac
26
Las imágenes no están siempre dispuestas en una misma dirección de lectura, también
se advierten muchas fotos despegadas del álbum.
308
Mariana Giordano
En relación a aquellas fotografías obtenidas en el Chaco podemos plantear ciertos géneros que se comparten con el indígena, en particular el retrato
individual y grupal. Tanto los retratos de indígenas como de inmigrantes
se sustentan en las convenciones formales del retrato burgués, pero en las
imágenes de los inmigrantes se observa una intención de acudir al fotógrafo
para su obtención. El mismo cumplía diferentes funciones: en primer lugar,
la perpetuación del representado, rasgo característico del retrato burgués, erigiéndose en vehículo de memoria; en segundo lugar, la constatación de cierto
estatus social alcanzado en el Nuevo Mundo -recordemos que muchas de estas
imágenes eran enviadas a los familiares que permanecieron en Europa. Aún
cuando los relatos orales y los escritos de estos inmigrantes se refieran a la
pobreza en que debieron desenvolverse en un ámbito inhóspito, los retratos
constituyeron verdaderas ficcionalizaciones de la vida en el Nuevo Mundo,
donde posaban con las mejores vestimentas y se improvisaba un mobiliario
o un fondo neutro. En tercer lugar, el retrato grupal se orientó a la representación de la familia extendida, que se extiende a la colectividad, donde es
posible advertir la cohesión grupal como las relaciones de parentesco que se
produjeron en estos ámbitos.
Un elemento claramente distintivo en los retratos grupales, y en fotografías que aludían al trabajo del inmigrante en el Chaco, es la contextualización
de los mismos en el ambiente natural o construido. El ambiente natural se
mostraba como “domesticado” -lo que podríamos atribuir a un interés por
demostrar que ese Chaco ya no es “impenetrable”-, y aún las precarias construcciones que se advierten, son claramente atribuibles al ideal de progreso
que pretendían demostrar(se) estos grupos. Podemos afirmar que se veían
como los iniciadores del progreso del Chaco y, en tal sentido, buscaban dejar
ciertas huellas visuales de tal apreciación.
El sostenimiento de las tradiciones fue un tema prioritario en las representaciones fotográficas de las décadas de 1930 y 1940; las imágenes reflejan el
afán por la permanencia de ciertas pautas culturales, los conjuntos de danza,
de teatro y los coros, permitieron no solo la práctica de ciertas actividades que
algunos de ellos realizaban en Europa sino la persistencia de la lengua nativa,
la escenificación de los contextos de origen en las obras de danza y de teatro,
y la construcción de fronteras interétnicas. Las imágenes de la banda alemana, el ballet y el coro ucraniano, el elenco búlgaro-macedónico, los gaiteros
gallegos27 en Las Breñas, entre otros, coexistían en un mismo espacio.
27
Los gaiteros procedían de Buenos Aires o Rosario, su presencia fue promovida desde
la década de 1940 por la colectividad española de Las Breñas, su presencia constituyó un
hito sociocultural de envergadura en esa comunidad, por varias décadas.
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309
Las distintas actividades agrícolas pero también escenas de conmemoraciones familiares, fiestas patrias -referidas a su lugar de origen-, construcciones
comunales -algunas incluso donde aparece la bandera con la cruz esvástica
en la Escuela alemana de Las Breñas-, o composiciones donde se preparaban
para acudir a una huelga algodonera de 1936 -imagen que presenta un manejo
excepcional de la técnica fotográfica realizada por el fotógrafo búlgaro Asen
Georgeff-, van construyendo un modelo de relato lineal-progresista de su
vida en el Chaco y también de su actitud y protagonismo en sucesos centrales
de la vida económica y política chaqueña28. Tanto en las colecciones donde
las fotografías se conservan sueltas, como en aquellas donde el álbum ha
estructurado el relato, es posible advertir este interés implícito de mostrar el
trabajo como símbolo del progreso, las construcciones como la materialidad
del mismo y la organización cooperativa o la lucha gremial como sustento
de sus aspiraciones.
Imagen 4. Asen Georgeff. Búlgaros que se dirigen a la huelga campesina de 1936.
Colección Omar Zenoff
28
Los movimientos campesinos, o huelgas algodoneras, se produjeron en 1934 y 1936; Las
Breñas tuvo un rol protagónico en los sucesos de 1936, porque en esa localidad funcionaba
la sede de la Junta Territorial que dirigía el movimiento, y porque allí se manifestó un alto
grado de activismo y protagonismo de mayorías anónimas rurales (Herrera 2009).
310
Mariana Giordano
En todas ellas, la vestimenta de los sujetos representados es sumamente
significativa; en la imagen teatralizada de un grupo de búlgaros prontos a dirigirse a la huelga campesina de 1936, hombres, mujeres y niños posan ante
la cámara con atuendos que no los vincula al trabajo agrícola, excepto por el
contexto y el carro en que algunos de los protagonistas se ubican.
La utilización de la imagen como herramienta de memoria, la ficcionalización de una vida burguesa en el medio de un ámbito campesino, la
visualización de pautas y prácticas culturales, el ideal de progreso que la
imagen buscaba vehiculizar, son algunas de las huellas de enunciación de las
imágenes producidas por los inmigrantes. La narrativa en álbumes constituye
un caso significativo en tanto construye un modelo de relato visual que nos
puede parecer fragmentario, disperso, desorganizado, pero que la oralidad,
como veremos más adelante, le atribuye una linealidad propia del relato
histórico occidental.
Otro elemento a resaltar, se refiere a que las huellas de la enunciación
en las fotografías de inmigrantes es la distinción interétnica; las imágenes
buscan la diferenciación dentro del universo inmigratorio, para asumir y
reforzar las particularidades étnicas rompiendo con el universo compacto de
inmigrantes para aludir, desde estas representaciones, a lo nacional de cada
una de las nacionalidades constituidas en colectividades.
Experiencias del “ver”: construcción oral de una narrativa
visual
La experiencia del ver supone no sólo la recepción sino el diálogo con
las imágenes, donde la oralidad se hace presente a través del testimonio de
los entrevistados con imágenes. La lectura sobre el corpus por parte de los
entrevistados es retomada en este estudio, a partir de las huellas de enunciación identificadas en nuestro análisis de lo intrafotográfico.
En el caso de las imágenes de indígenas, donde nosotros hablábamos
de ficcionalización, los receptores indígenas asumieron que lo representado
“fue así”. Asumían actitudes de cercanía o ajenidad respecto de los retratos
realizados por fotógrafos a principios del siglo XX en función de ciertos rasgos fisonómicos, afirmando: “pueden ser de por acá, no sé” o “fijate la frente
ancha, no son de acá, son más del norte, de la zona de Formosa”, y marcando
también, a partir de la vestimenta y adornos, las diferenciaciones étnicas que
los epígrafes de las imágenes habían generalizado. Por ello, aunque aceptaron
que “eso fue”, marcaron las diferencias interétnicas que las descripciones de
las imágenes en su circulación habían ocultado.
Las fotos que les presentamos no les permitieron reconstruir historias
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 295-321
311
personales, ni siquiera comunitarias -como sí ocurrió con las obtenidas en
1924 por Lehmann Nitsche en Napalpí-Colonia Aborigen (Giordano 2011a).
Las lecturas fueron fragmentarias, como las imágenes, pero hallaron huellas
en la enunciación que hacían a elementos etnográficos que nuestras miradas
no habían reconocido: Argentina, una artesana wichí, pasó varios minutos
observando una postal de principios de siglo XX donde posaban dos mujeres con torso desnudo y ´vestidas´ con un chiripá tejido desde la cintura29.
Luego, nos solicitó esa imagen “porque yo tejo, y no conocía ese diseño, por
eso me interesa”30. A Argentina no le originó una reflexión la desnudez de
las mujeres retratadas sino que le otorgó un valor al diseño textil, diferente
al que el espectador de principios de siglo podía ver pero también distinto a
nuestro propio análisis e interés en esa imagen.
Imagen 5. Imagen publicada en
un artículo de Arnott (1935: 301),
identificada como Dos muchachas
tobas, John Arnott. “Indias matacos”, c. 1935. Colección Müller
29
30
Imagen 6. Argentina, artesana wichi en
una “experiencia del ver”
Esta imagen, además del formato postal, fue publicada por John Arnott (1935).
Entrevista a Argentina, Nueva Pompeya 5/8/2007.
312
Mariana Giordano
Las respuestas, en general, tendían a desacralizar un mundo idealizado en
cuanto a los artefactos y viviendas que veían “antes” y las que tenían “ahora”,
desconociendo en algunos casos el desnudo como una práctica cultural de su
pueblo y remitiendo esa marca a otras etnías o al “pasado”: desnudez, arco
y flecha, faldellín, arte plumario, vasijas, cestería y textiles se observaban en
la distancia, como si fuera de “otros”.
En la mayoría de los casos, la imagen era valorada desde una actitud
nostálgica, en tanto consideraban esa vida pasada que el referente aludía
como una etapa mejor de la vida comunitaria: “ahí [en la foto] se ve que la
gente está bien [...] que todos tenían qué comer”31.
En los receptores inmigrantes, cada imagen, o el conjunto que conservaban, se convertía en disparador de largos relatos de historias de vida,
de historias comunitarias y de historias del Chaco. Slava reconstruyó su
historia familiar desde la partida de sus padres de Eslovenia a partir de las
imágenes de los álbumes que conservaba, en las que no encontrábamos un
hilo conductor.
Carmen, aragonesa que cumplía 100 años el día de nuestra última
entrevista, a partir de fotos sueltas también reconstruía su historia de vida,
donde el dolor, el desarraigo y la pobreza, que tanto ella como la mayoría de
los inmigrantes enunciaban, se contrastaba en muchos casos con los retratos
burgueses que conservaban. La teatralización que habíamos señalado en estos
casos, no era abiertamente reconocida por los receptores, aunque Carmen, al
relatar su historia familiar, dio la clave de tal puesta en escena de un retrato
con su padre y dos hermanas:
[...] mi padre había venido a la Argentina con mi hermana y nos dejó a 6 hijos
en España, y no volvió. Mis dos hermanas y yo vinimos a buscarlo, trabajamos
varios años en Buenos Aires como empleadas domésticas [...] lo encontramos
en el Chaco [...] cuando lo vimos parecía un pordiosero [...] lo llevamos, lo
bañamos, le compramos ropa, y le sacamos una foto para mandarle a mamá
[...]Y lo mandamos a España a buscar al resto de la familia32.
Las imágenes de las bandas musicales, grupos teatrales, etc., no sólo
fueron leídas por los inmigrantes como la persistencia de pautas culturales
propias en tierras tan lejanas sino también como el inicio de un Chaco progresista. Con respecto a una foto de su padre en una banda musical en Eslovenia,
Slava decía: “esto acá no había cuando vinimos, si esto [el Chaco] era un desierto [señalando las fotos]. El Chaco se empezó a hacer aquí. El Chaco no era
31
32
Entrevista a Juan Raúl Alejo, Nueva Pompeya 5/8/2007.
Entrevista a Carmen Irriguible de Lobera, Villa ángela 25/7/2008.
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 295-321
313
nada: montes y caminitos de caballo [...] Pero se podía trabajar”33. Mientras la
ucraniana Nadia, que arribó en 1927 con tres años a la Argentina, expresaba:
“desde muy joven yo participé en el teatro. Mi esposo también, estaba entre
los sableros ucranianos [...] Cuando hacíamos las funciones venían muchos
argentinos y nos aplaudían”34.
Imagen 7. Fotógrafo s/identificar. “Valentín Irriguible y sus hijas”, 1933. Col.
Carmen Irriguible
33
34
Entevista a Slava Drganc de Pasic, Las Breñas 4/7/2011.
Entrevista a Nadia Korovaichuk de Sasowski, 4/7/2011.
314
Mariana Giordano
Imagen 8. Américo Agoston. “Grupo de teatro ucraniano”, 1936. Colección Nadia
K. de Sasowski
El factor progresista que sentían haber impuesto al Chaco era también
enfatizado al mostrar las imágenes de viviendas precarias en los primeros
años de su estancia, y luego las construcciones de mayor envergadura cuando
se trasladaron del campo al pueblo. Este elemento progresista también era
entendido desde su rol activo en las luchas agrarias -aún cuando la imagen
que mencionamos sobre una familia preparándose a asistir a una huelga obrera
no muestra referentes conflictivos. Un descendiente de la familia búlgara que
se encuentra en la imagen señalaba: “toda esta gente trabajó mucho, luchó
mucho [...] Mirá en la foto, papá ya tenía una bicicleta, ¡vos sabés lo que es
tener una bici en esa época!”35.
La invisibilidad del indígena que se advertía en las fotografías de las
tres mujeres inmigrantes entrevistadas -como en las otras colecciones a las
35
Entrevista a Omar Zenoff, Las Breñas 4/7/2011. Zenoff es periodista y ha escrito varios
libros sobre la historia de Las Breñas (1994), centrados en el rol de las comunidades de
inmigrantes en la conformación de esta sociedad.
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 295-321
315
que accedimos-, se repetía en algunos casos en la oralidad; tanto Slava como
Nadia dijeron “no haber visto nunca un indio”, lo que parecía extraño en
una región donde había población indígena en la zona rural, más aún cuando
ellas vivieron en la colonia agrícola36. En cambio, Carmen, quien se dedicó
a la actividad ganadera en la zona del Chaco santafesino, señaló: “con los
indios no teníamos problemas. Venían siempre a comprar cosas al boliche37,
o a intercambiar algunas cosas”38.
En las experiencias de recepción por parte de indígenas en las que se les
mostró imágenes de inmigrantes hubo, por lo general, una clara definición
de la diferencia que no se manifestó como conflictiva. Nicanor, de la etnía
toba (qom) de Colonia Aborigen, nos decía respecto del inmigrante: “como
en todos lados, hay gente buena y gente mala [...] Esa gente vino a trabajar,
no para otra cosa”39. Mientras Hipólito, de la misma etnía y poblador del área
rural de Colonia, rodeado de sus nietos expresaba: “y qué te puedo decir de
los inmigrantes [...] si mi hija se casó con un gringo40. Mirá aquel [señalando
a uno de los niños], el coloradito, ése es el hijo de mi hija con el gringo. Pero
habla toba”41.
Conclusiones
Las producciones fotográficas de indígenas e inmigrantes en el Chaco
deben entenderse en el campo de su producción, ya que siguiendo a Moxey,
“es necesario atribuir un valor existencial a los artefactos visuales, lo cual
implica que poseen un status cargado de significado, algo anterior al encuentro
con el espectador” (2009: 21). La existencia de ciertas invariantes visuales
respecto de otros grupos de inmigrantes ubicados en la Argentina (James y
Lobato 2003) guarda, en este caso, la peculiaridad de insertarse en un ámbito
geográfico y étnico donde residía una importante población indígena. Así
como a principios de siglo XX los fotógrafos procedentes de Buenos Aires
encontraron en el indígena un sujeto/objeto comercializable por las marcas
36
Cuando les consultamos sobre la mano de obra que utilizaban para las labores agrícolas,
ambas coincidieron en que eran santiagueños que venían en tren -se referían a personas
procedentes de la vecina Provincia de Santiago del Estero, Argentina.
37
Con este concepto se hace alusión a los pequeños almacenes de campo.
38
Entrevista a Carmen Irriguible de Lobera., Villa Ángela, 25/7/2008. Se estaba refiriendo a
la época en que vivió en forma permanente en la región de La Viruela, entre 1935 y 1941,
y luego se estableció en Villa Ángela, al sudoeste de la Provincia del Chaco.
39
Entrevista a Nicanor Fernández, Colonia Aborigen 13/4/2011.
40
En el Chaco al inmigrante se lo denomina de forma genérica como gringo.
41
Entrevista a Hipólito César, Colonia Aborigen, lote 38, 11/5/2007.
316
Mariana Giordano
de exotismo que el imaginario social esperaba del mismo, y por ello ficcionalizaron su contexto mientras invisibilizaron en esta producción al inmigrante,
en el caso de las fotografías obtenidas por los mismos inmigrantes, el indígena no fue de interés en su representación, y su invisibilidad se manifiesta
incluso en imágenes vinculadas al trabajo agrícola42 cuando sabemos de su
utilización en tal sentido.
Los actos de recepción de las fotografías permiten lecturas complementarias y, en oportunidades, contrastantes de los imaginarios históricos y de
las lecturas académicas, dado que resignifican las huellas de la enunciación
a partir de las relaciones sociales y de la interacción que se dio en un campo
común de comunicación entre los grupos étnicos involucrados. Las percepciones de semejanzas y diferencias se vuelven condiciones necesarias para
la interacción, para el establecimiento de identidades y alteridades, que se
dieron en la construcción visual del campo socio-étnico chaqueño.
Al analizar las huellas de enunciación en el corpus analizado -fotos
de indígenas difundidas en el comercio postal y editorial, y de inmigrantes
conservadas en archivos institucionales o dentro del ámbito familiar de los
descendientes- no se advierten construcciones visuales que denoten el contacto ni el conflicto entre indígenas e inmigrantes. Aún cuando las imágenes
de inmigrantes sostienen una distinción entre las colectividades, la demarcación de los límites étnicos surge como una vía de construcción enunciativa
de un “nosotros” global que simbolizaba el “futuro del Chaco”. Pero ello sólo
puede deducirse al contrastar estos corpus con el de indígenas, a partir de
ciertas lógicas de enunciar la diferencia, entre ellas, indígenas sin nombre o
con inscripciones generalizadoras vs. individualización del inmigrante. Así,
las relaciones intra e interétnicas se muestran reveladoras en la instancia de
recepción de las imágenes y permiten acercarnos a la transmisión de memorias entre generaciones, ancladas en las historias y situaciones que generaron
esas capturas fotográficas.
Por su parte, y en el marco de una idea racial de las relaciones interétnicas, el concepto de crisol de razas con que socialmente se alude al Chaco,
remite a su vez a la mezcla, la idea de fundir en uno la variedad, aspectos
que no se advierten en estos fragmentos visuales que modelizan un tiempo,
un contexto y los sujetos que participan como referentes visuales43. Tampoco
42
Existen escasos ejemplos de inmigrantes que obtuvieron fotografías de indígenas en esta
época; tal el caso de las imágenes logradas por empleados franceses del ingenio azucarero
de Las Palmas y las obtenidas por Jacobo Garber, de la colectividad judía de Villa Ángela,
sobre indígenas de El Pastoril a mediados de la década de 1940.
43
Beck (2001) analiza, en el caso de los inmigrantes, la fuerte endogamia existente. En
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 295-321
317
surgen en las memorias que la (re)construcción del diálogo, a partir de las
imágenes, permite hilvanar o (de)construir de aquellos fragmentos. Así, este
análisis permite contrastar otra representación social que, insistentemente,
se ha instalado en el Chaco a partir de la década de 1970 y que tiene una
actualidad en los discursos político-culturales locales, la del crisol44. Ello
deja abierta una línea de análisis vinculada a este ideario crisolizador a lo
largo de todo el siglo XX.
Fecha de recepción: 26 de abril de 2012
Fecha de aceptación: 24 de octubre de 2012
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44
Cuando en el ámbito nacional este concepto comienza a ser abandonado se retoma en el
ámbito local con más fuerza, en particular a partir de la adopción del poema Razachaco
del poeta local Adolfo Cristaldo (1973), el cual es tomado como símbolo de una fusión que
nunca existió: “Nos caminan en la sangre cantares tobas, designios gringos, soñar mataco/
en crisoles razachaco fúndense los eslavos, los guaraníes, tobas, furlanos/ Razachaco:
pueblo lapacho, fibra algarrobo, temple quebracho…”.
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Reseñas
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 323-330
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Urbina Carrasco, María Ximena (2009). La frontera de arriba en Chile
colonial. Interacción hispano-indígena en el territorio entre Valdivia y
Chiloé e imaginario de sus bordes geográficos, 1600-1800. Valparaíso,
Ediciones Universitarias de Valparaíso/ Pontificia Universidad Católica
de Valparaíso. 354 páginas.
En objetivo del libro es describir pormenorizadamente una región que
ha sido marginada por la historiografía chilena, tema sobre el cual Urbina
Carrasco ha realizado su tesis doctoral. Se trata específicamente del área
entre el río Toltén y el canal del Chacao que separa el continente de la isla
grande de Chiloé, la cual estaba habitada por diversas parcialidades indígenas, entre las que se destaca la huilliche grupo que se diferenciaba -como
bien marca la autora- de los mapuches que predominaban en la frontera del
Bío Bío. Esta área ha quedado opacada por la atención puesta sobre la mejor
conocida zona de la Araucanía o frontera “de arriba”, como era nombrada
en los documentos de la época por encontrarse distante al sur del centro del
reino -es decir, “subiendo” en latitud.
El marco cronológico abarca los siglos XVII y XVIII, espacio temporal
dentro del cual se distinguen diferentes períodos en función del carácter
que predomina en las interacciones entre españoles e indígenas. Esta esquematización en períodos no es tomada en forma ligera, surge en realidad
como una conclusión de la investigación planteada. Así, aunque la autora
distingue entre períodos en los que predominaron las relaciones más “pacíficas” de otros con tendencia al enfrentamiento directo, en ningún momento
deja de señalar que la frontera implicó un abanico de relaciones que no se
agotaban en la maloca o la misión religiosa. El estudio de las instituciones
a través de las cuales se lleva adelante la entrada y ocupación del territorio
fronterizo -las más conocidas son las misiones y el ejército- es complementado con el del papel desplegado por personajes propios y específicos que
actuaban en la frontera; el rol de estos “intermediarios” -como capitanes
de amigos y comisarios de naciones- resulta de vital importancia para el
análisis estas áreas.
El libro muestra cómo fueron evolucionando las relaciones entre españoles e indígenas en esta zona entre Valdivia y Chiloé y la manera que encontra-
326
Reseñas
ron los primeros para ocupar, recuperar y vertebrar el espacio. Comienza por
la conocida rebelión mapuche-huilliche que destruyó las ciudades del sur del
reino entre 1598 y 1604 y recorre unos 200 años dando cuenta de la historia
de las interacciones -y de las facetas por las que atravesaron. En ocasiones
iban del enfrentamiento directo al aislamiento de los asentamientos hispanos sobrevivientes; y luego de la negociación, los intercambios pacíficos, a
la violencia nuevamente. La autora destaca la idea de este espacio fronterizo
como “territorio apropiable” en el período que estudia. El relato termina con
la vertebración del espacio a partir de la “pacificación” de los indígenas, y la
dificultad que presenta la construcción de un camino entre dichos poblados
y la repoblación de Osorno.
En cuanto a las fuentes empleadas, Urbina Carrasco apela a un amplio
acervo documental el cual incluye tanto papeles provenientes de archivos
españoles y chilenos como documentos impresos -de jesuitas y viajeros. El
resultado de esta investigación es un trabajo profundo y complejo, sólidamente apoyado en fuentes primarias de diversa índole, que logra dar cuenta
de los cambios y permanencias en las relaciones interétnicas, tanto entre
indígenas como entre éstos y los hispano-criollos y que además refleja las
pujas y diferencias al interior de este segundo grupo.
La consideración que reciben algunas temáticas que suelen pasar desapercibidas en los estudios historiográficos es algo que deseamos destacar.
Al respecto, ciertos tópicos que generalmente son analizados de manera
aislada o marginal son retomados aquí con un interés y profundidad enriquecedores, no como complementarios del tema central de la obra. Uno es la
famosa búsqueda de la “ciudad de los Césares” realizada por los españoles,
pues aún cuando para algunos parezca un asunto meramente mítico cobra
relevancia dado que resulta un importante incentivo para las exploraciones
que llevaron a un mayor conocimiento geográfico de la región. Otro es el
tratamiento que recibe el área de Nahuelhuapi, tema al que Urbina Carrasco
le dedica un capítulo entero. La mencionada área -actualmente en territorio
argentino- tenía valor estratégico para la jurisdicción colonial de la Capitanía
de Chile, motivo por el cual se enviaban incursiones armadas y misiones.
En consecuencia, se trata de un aporte relevante de la autora a los estudios
fronterizos de áreas que han quedado relegadas. Además, la fragmentación
en torno a las delimitaciones territoriales actuales presente en los trabajos
académicos ha llevado a que áreas en la cordillera de los Andes como ésta
sean marginales, tanto para Chile como para Argentina.
En conclusión la autora aborda la problemática con la profundidad y
la complejidad que se merece; el resultado es un trabajo que no se limita al
análisis de un área poco estudiada sino que adquiere sentido en el contexto
fronterizo del Chile colonial de los siglos XVII y XVIII. Además, es un aporte
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 323-330
327
valioso no solo para el área circunscripta de su investigación sino porque
contribuye a una mayor integración regional en el conocimiento de la frontera
mapuche, e incluso en el área allende la Cordillera.
Gabriela Landini
Investigadora estudiante, UBACYT F215. Sección Etnohistoria, Instituto de Ciencias
Antropológicas. Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires. E-mail:
[email protected]
328
Reseñas
Lucaioli, Carina. 2011. Abipones en las fronteras del Chaco. Una etnografía
histórica sobre el siglo XVIII. Buenos Aires, Sociedad Argentina de
Antropología. 351 páginas.
Este libro, producto de una investigación realizada para una tesis
doctoral se inscribe en el campo de los estudios de frontera -dentro de la
antropología histórica. Su autora explora las diversas modalidades de relación
interétnica de las que participaron los grupos abipones a lo largo del siglo
XVIII, particularmente en el contexto de las reducciones de indios fundadas
por los jesuitas en el Chaco austral. A partir de la exhaustiva lectura de un
extenso corpus documental -que incluye relatos de viajeros y agentes militares,
actas de cabildos, cartas anuas jesuitas y correspondencia entre diversos
funcionarios, entre otros- Lucaioli se sumerge en la realidad cotidiana del
espacio fronterizo chaqueño adoptando una perspectiva micro y dinámica que,
a modo de una etnografía histórica, pone el foco en las trayectorias particulares
e históricamente situadas de determinados personajes concretos y así puede
delinear las singularidades de los procesos de interacción colonial.
La autora comienza reconociendo que las múltiples relaciones entabladas
con el exterior -de las cuales las establecidas con la sociedad colonial son sólo
una forma- constituyen un elemento estructural de la reproducción interna
de la sociedad abipona. Retoma principalmente los trabajos de Marta Bechis,
Guillaume Boccara y Lidia Nacuzzi acerca de los grupos indígenas cazadoresrecolectores de la región pampeano-patagónica -frontera sur del imperio
colonial español-,como también los de autores clásicos de la antropología y
la sociología y los estudios sobre los indígenas chaqueños, para identificar
y reconstruir las estrategias originales de interacción social, económica y
política que abipones e hispanocriollos desplegaron en los espacios fronterizos
del Chaco, particularmente durante el período reduccional.
El primer capítulo, “Los abipones en el Chaco austral: representaciones,
recursos y usos del espacio” ,es una presentación del espacio chaqueño
y de los grupos abipones que introduce al lector en la especificidad de
un mundo colonial altamente heterogéneo, donde numerosos actores y
sectores sociales -indígenas, funcionarios civiles, militares y eclesiásticos,
estancieros hispanocriollos, etc.- desarrollaron diversos imaginarios, formas
Memoria Americana 20 (2), julio-diciembre 2012: 323-330
329
de interacción y usos del espacio en función de sus intereses particulares. La
autora afirma que una de las principales estrategias de resistencia desplegadas
por los abipones a fin de conservar su autonomía frente al avance colonial
fue el uso racional de la ventaja adaptativa que implicaba su conocimiento
del medio chaqueño, así como la práctica del nomadismo.
En el capítulo 2, “Las reducciones jesuitas de abipones: estrategias, interacción e intercambios”, Lucaioli recorre exhaustivamente las trayectorias
de fundación de las cuatro reducciones jesuitas de indios abipones, las cuales
involucraron diversas relaciones e intereses, tales como lazos de amistad-enemistad y voluntad de venganza entre diversos actores, búsqueda de refugio o
caciques interesados en obtener determinados bienes de prestigio. La autora
entiende a las reducciones como versátiles sitios de interacción entre indígenas y sectores hispanocriollos, espacios fronterizos a partir de los cuales cada
grupo elaboró sus propias estrategias. En este contexto, la reducción de determinados grupos abipones no implicó una derrota en la guerra colonial sino
que fue una estrategia, entre otras, orientada a la producción y reproducción
activa de su autonomía. “Pactar las paces” con una ciudad no fue en ningún
momento irreversible -ya que la población de las reducciones fue altamente
oscilante- tampoco implicó la renuncia a dinámicas sociopolíticas propias de
los abipones, como el nomadismo y el ciclo de movilidad estacional, la organización segmental, y la fluctuación de las adscripciones a un determinado
cacique. Es decir, los abipones retomaron en el contexto colonial su propia
cultura, historia e intereses para generar respuestas originales.
En el capítulo 3, “El liderazgo indígena: formas de autoridad”, la autora
indaga acerca del desarrollo de determinadas funciones de liderazgo entre los
abipones durante el período reduccional, al tiempo que participa de algunas
discusiones teóricas clásicas en los estudios de cazadores-recolectores en
espacios coloniales fronterizos. Plantea que durante el período reduccional
no se produjo una centralización política que generara una organización del
tipo jefatura -en tanto siguieron vigentes las formas tradicionales de autoridad en las que primaban el consenso grupal, las características y méritos
individuales de los líderes, las demostraciones de prestigio y la ausencia de
capacidad coercitiva. Además, al cuestionar algunas visiones clásicas sobre
la guerra primitiva y el ethos guerrero entre los indígenas chaqueños realiza
una contribución significativa a los modelos generales de comprensión de las
relaciones interétnicas en las fronteras coloniales. En especial, al interpretar
el rótulo de caciques principales como una nueva dimensión del liderazgo
indígena -anteriormente invisibilizada- que tendría funciones diplomáticas
sobre territorios más extensos que los liderazgos guerreros.
Por último, en el capítulo 4, “Relaciones interétnicas al calor de las armas:
amigos, enemigos, aliados y cautivos”, Lucaioli establece una tipología de las
330
Reseñas
formas de violencia fronteriza: robos y saqueos, guerra colonial -tanto entradas
punitivas hispano-criollas como malones indígenas- y guerra interna o guerra
entre abipones. Estas formas de violencia constituyen estrategias particulares
de acción e interacción política, ligadas a determinados intereses -como ejercer
presión, debilitar las fuerzas materiales del enemigo, imponer situaciones
de tregua o negociación. De este modo, interpreta a la guerra y la paz como
dos modalidades de interacción, no excluyentes sino superpuestas y ligadas
a la resistencia al invasor hispanocriollo y a la búsqueda de determinados
beneficios materiales y simbólicos.
En resumen esta etnografía histórica logra restituir a los grupos abipones
su especificidad y su activo protagonismo en el período colonial, des-cubriendo
una agencia indígena largamente invisibilizada y silenciada y evidenciando la
complejidad y heterogeneidad de los espacios de frontera. En tal sentido, la
autora afirma que durante el período abordado los grupos abipones escaparon
a la sujeción política, la explotación económica y la conquista territorial
debido a la flexibilidad de sus instituciones y a las trayectorias personales de
aquellos caciques cuyas decisiones estratégicas marcaron la historia de sus
seguidores. Su posibilidad de quebrar las “paces”, las alianzas y los pactos
de amistad -mediante la guerra- es también un indicador de la libertad de
acción que estos grupos efectivamente poseían, aún frente a la presencia
hispanocriolla alrededor de sus territorios tradicionales.
Luisina Tourres
Investigadora estudiante, UBACYT F 215, Sección Etnohistoria, Instituto de Ciencias
Antropológicas. Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires. E-mail:
[email protected]
331
MEMORIA AMERICANA. CUADERNOS DE ETNOHISTORIA
Revista de la Sección Etnohistoria del Instituto de Ciencias Antropológicas.
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“como Rodríguez (1980) sostiene, etc.”.
* Se citan hasta dos autores; si son más de dos, se nombra al primer autor y se
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* Citas con páginas, figuras o tablas: (Rodríguez 1980: 13), (Rodríguez 1980:
figura 3), (Rodríguez 1980: tabla 2), etc.
333
Nótese que no se usa coma entre el nombre del autor y el año.
Las citas textuales de hasta tres líneas se incluirán en el texto, encomilladas,
con la referencia (Autor año: página). Las citas textuales de más de tres líneas deben
escribirse en párrafos sangrados a la izquierda con un tabulado, y estarán separadas
del resto del texto por doble interlineado antes y después, no se utilizan comillas al
comienzo ni al final. Al finalizar la cita textual se mencionará (Autor año: páginas).
No utilizar nota para este tipo de referencia bibliográfica.
En los casos en que las citas textuales provengan de fuentes documentales inéditas, las referencias sí deberán escribirse en nota al pié de página. Ejemplos:
Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires (en adelante AHPBA). Juzgados de Paz, Leg. 39-1-1, doc.385, f.2.
1
2
Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia (en adelante ABNB). Correspondencia Audiencia de Charcas 940, Carta del Gobernador Felipe de Albornoz al Rey.
Salta, 17/3/1634.
Se sugiere el uso de la siguiente notación para este tipo de referencias: Legajo:
Leg.; Expediente: Exp.; Documento: doc.; folio o foja/s: f. ó fs.
Se aconseja preservar la ortografía y redacción originales de los documentos
citados. No obstante, indicar si se ha modernizado algún aspecto del documento en
las citas transcriptas en los artículos.
Las notas al pie deben escribirse con el comando correspondiente del procesador
de textos que utilice el autor. No deben aparecer al final del archivo de texto ni es
necesario crear un archivo aparte para las mismas.
5) Agradecimientos.
6) Fuentes documentales citadas
Se indicarán aquí las fuentes no editadas que hayan sido referidas en el texto.
Ejemplos:
Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia (ABNB), Escrituras Públicas, Leg. 7, 8 y
9. La Plata, 1562-1569.
Revisita al pueblo de Jesús de Machaca. Archivo General de la Nación, Sala XIII, Leg.
17-10-4, 1620.
7) Bibliografía citada. Todas las referencias citadas en el texto y en las notas deben
aparecer en la lista bibliográfica y viceversa.
La lista bibliográfica debe ser alfabética, ordenada de acuerdo con el apellido
del primer autor. Dos o más trabajos del mismo autor, ordenados cronológicamente.
Trabajos del mismo año, con el agregado de una letra minúscula: a, b, c, etc.
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Se contemplará el siguiente orden:
Autor/es
[sangría] Fecha. Título. Publicación volumen (número): páginas. Lugar, Editorial.
Nótese: el punto después del año. Deben ir en cursiva los títulos de los libros o
los nombres de las publicaciones. No se deben encomillar los títulos de artículos o
capítulos de libros. No se usan las palabras “volumen”, “tomo” o “número” sino que
se pone directamente el número de volumen, tomo, etc. Tampoco se usa la abreviatura
“pp.” para indicar páginas sino que se ponen las páginas separadas por guiones.
Si el autor lo considera importante puede citar entre corchetes la fecha de la
edición original de la obra en cuestión, sobre todo en el caso de viajes y/o memorias.
Ejemplo de cita en el texto: Lista ([1878] 1975), lo que deberá coincidir con la forma
de citar en la lista de bibliografía citada.
Ejemplo de lista bibliográfica:
Eidheim, Harald
1976. Cuando la identidad étnica es un estigma social. En Barth, F. (comp.); Los
grupos étnicos y sus fronteras: 50-74. México, FCE.
Ottonello, Marta y Ana María Lorandi
1987. 10.000 años de Historia Argentina. Introducción a la Arqueología y Etnología. Buenos Aires, EUDEBA.
Presta, Ana María
1988. Una hacienda tarijeña en el siglo XVII: La Viña de “La Angostura”. Historia
y Cultura 14: 35-50.
1990. Hacienda y comunidad. Un estudio en la provincia de Pilaya y Paspaya,
siglos XVI-XVII. Andes 1: 31-45.
Quevedo, Roberto
1979. Ruy Díaz de Guzmán, el hombre y su tiempo. En Tres estudios sobre Ruy
Díaz de Guzmán y su obra. Biblioteca Virtual del Paraguay.
http://bvp.org.py/biblio_htm/guzman/notas_biograficas.htm
MACE requiere a los autores que concedan la propiedad de sus derechos de autor
para que su artículo y materiales sean reproducidos, publicados, editados, fijados,
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El Comité Editorial
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