El Deseo Del Analista Y El Amor - Escuela Freudiana de Buenos Aires

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"El Deseo Del Analista Y El Amor"
(*) Coloquio De Verano “el Amor Y Sus Variantes Clínicas”, Escuela Freudiana De Buenos Aires, 6 Y 7 De Enero De 2006.
Esther Romano
Quiero ese amor que cicatriza / su propio desamor / y sabe renacer de sus ocasos, /
desoyendo amenazas, / indiferente a los desasosiegos / Un amor que distinga / en medio de
la niebla / poblada de imposibles / su nota singular / aunque desafinada. / El pentagrama /
capaz de renovarlo. / Quiero un amor / luciérnaga. (Nilda Prados)
La apuesta fundada en un creer circunscripto
El analista escucha la falla del inconsciente que produce el analizante, no cree en el signo
de amor que esta falla produce. No cree porque el signo viene a obturar alguna cuestión del
deseo del analizante. El analista no lo toma en cuenta, se sustrae de ese amor aunque lo
tolera. Al no tomar el signo y en la medida en que hay discurso, relanza a la producción
inconsciente. Del lado del analista, la falla del inconsciente implica que el saber comportará
siempre un fracaso, dada la caída del sujeto supuesto saber y con él, del signo de amor allí
fundado.
Cuando hablamos de signo de amor, consideramos la definición avanzada por J. Lacan en
el Seminario IV, en términos de “…algo que sólo vale como signo y como ninguna otra cosa. O
por ir todavía más lejos, no hay mayor don posible, mayor signo de amor, que el don de lo que
no se tiene” (1). Si bien este abordaje se modifica en los Seminarios VIII, IX, y XX, tomamos
esta referencia por considerar que es la más amplia y a la vez ajustada a la cuestión clínica
que nos interesa.
Después de haber trabajado durante mucho tiempo el concepto de inconsciente como
discurso del Otro, J. Lacan finaliza el Seminario XXI, refiriéndose al deseo del analista y dice
entonces: “... quien no está ‘enalmorado’-enamorado de la alteridad irreductible- de su
inconsciente, está en la errancia” (2); ese lazo de amor respecto de la alteridad se da a través
del interés por los lapsus, los sueños, los enigmas del goce y la manera según la cual se
enlazan, en lo singular de cada sujeto amor, deseo y goce.
Me surge una pregunta: ¿De qué modo articular el amor y el deseo del analista en el
motivo por el cual éste tolera lo que se presenta como in-mundo del goce en juego, en el
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discurso del analizante?
Habíamos dicho que el analista no toma en cuenta el signo de amor que viene a obturar
alguna cuestión del deseo del analizante, aunque no está exento de amar algo en el
dispositivo; pero sucede que ese deseo, según la lectura que avanzo aquí, tiene el recurso de
llevar al amor, como una derivación, hacia las letras que emergen del inconsciente; vale decir,
el amor acompaña al deseo del encuentro con la letra.
Esta derivación es fundadora de un saber-hacer-ahí-con (savoir-y-faire-avec) pensado en
la perspectiva del sinthôme. Se trata del amor hacia las letras que emergen del inconsciente.
De ser así, ¿cuáles son las condiciones del sinthôme?
Una primera e ineludible, es aquélla que hace a la experiencia del análisis atravesada por
el analista, donde viene a encontrar apoyo su creencia en el inconsciente, un creer puntual
que requiere una y otra vez ser recorrido, interrogado.
Una segunda condición supone admitir el estatuto del saber del que se trata, un saber
siempre en fracaso y por consiguiente, inseparable de la falla y de la falta.
Como tercera condición planteamos la que ya fuera señalada por Freud, cuando designó en
términos de “ombligo del sueño” aquello que permanece inaccesible, respecto de lo cual todo
cuanto cabe hacer es admitir el límite que traza. En estos términos, se vincula con la falta.
En síntesis, como lo establece J. Lacan en el Seminario RSI, ese saber hacer comportaría
un creer puntual, acotado a los bordes del síntoma, creencia que apuesta a la posibilidad de
que éste diga algo acerca del inconsciente y del goce allí en juego; hay entonces una palabra
que cobra valor y viene a despejar la vía de acceso para descifrarlo.
Sabemos que el síntoma lleva siempre por el camino de la repetición de un goce que
produce dolor de existir, lo inmundo, lo hostil de la vida, la falta de sentido de lo que la aqueja.
En la dirección de la cura intervenimos para que se dé un pasaje que habilite algún sentido en
la propia vida del analizante, al margen del impasse, del callejón sin salida al que condujo la
construcción del síntoma.
En el Seminario Encore J. Lacan nos dice: “El sujeto no es el que piensa. El sujeto es
propiamente aquél a quien comprometemos, no a decir todo, (...) sino a decir necedades, ahí
está el asunto.” (3)
J. Lacan deja bosquejado este saber-hacer-ahí–con en diversas ocasiones; en una de ellas
afirma: “En el discurso analítico, se trata siempre de lo siguiente: a lo que se enuncia como
significante se le da una lectura diferente de lo que significa” (4), es decir en las
intervenciones se construyen nuevas metáforas.
En esa lectura la resistencia del analista está siempre en juego: tiene que ser aquél que
recibe el impacto y por otro lado el que soporta una letra que no se dice al paciente sino
llegado el momento, por esto creo que J. Lacan nos enseña que el analista debe ser al menos
dos.
A través de la ficción de lo verdadero, sabiendo que la verdad se apoya en el discurso, se
produce un deslizamiento a otro sentido; queda habilitada así la instancia de una metáfora
nueva que permite amar de otra manera, algo de lo que da cuenta en primer término la
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transferencia y más tarde su resolución. Todo lo cual supone admitir que lo verdadero sólo se
alcanza a medias, esto es, apelando a una ficción.
Un ejemplo clínico
Se trata de un niño que llamaremos Ismael y que tiene cuatro años cuando llega a la
consulta con dos síntomas: dificultades en la articulación de la palabra y de un objeto pulsional
pregnante como es el objeto anal. El trayecto referido a estos objetos pulsionales había
sufrido diferentes avatares.
Pertenece a un medio social y cultural en el que la religión practicada constituye un referente
mayor para ambos componentes de la pareja parental. En ese contexto, tiene un valor
primordial evitar toda impureza y mantener lazos firmes con quienes comparten las mismas
creencias.
La madre acude a la primera consulta y se muestra atenta respecto de lo que está
ocurriendo, a la vez que manifiesta un sentimiento penoso, en la medida en que el síntoma de
la encopresis, esa analidad que chilla en el cuerpo del hijo, ha llegado a un punto en el que
resulta insoportable y ya no sabe qué hacer al respecto.
A su vez relata que si bien ella manifestó su preocupación al observar que a una cierta edad
en la que es de esperar que los chicos hablen su hijo aún no lo hacía, el pediatra le había
indicado que espere.
Recién hace un año ubicaron una dificultad en la audición por la cual el niño sólo llegaba a
escuchar tonos altos; sólo a partir de una operación comenzó a oír con nitidez.
El retraso que comportó esta circunstancia determinó que a la edad que tiene cuando llega
a consulta, sólo se hace entender con monosílabos, de modo que la marca en lo real suma su
peso propio, en el sentido de obstruir el pasaje de la pulsión invocante al habla.
Aun así, el mayor desvelo materno se situaba en la imposibilidad de sustraer el goce anal
instaurado en el niño, aunque sus demandas para que renunciara a él fueron formuladas de
una y mil maneras. Agrega entonces que el niño del que nos ocupamos es adoptado y que el
síntoma por el que consulta cobró cuerpo cuando le avisaron, a ella y a su esposo, que podían
adoptar otro bebé, que sería la futura hermana de nuestro paciente; éste, por su parte, afirma
con insistencia que quiere ser un bebé.
El padre de Ismael, que acudió sin previo aviso sólo a una de las entrevistas, se muestra
abiertamente descreído en cuanto a los resultados que podrían obtenerse en el alivio de los
síntomas por la vía del análisis.
Su trabajo determina que esté presente en el hogar de manera discontinua. Cuando se
encuentra allí, se hace cargo de limpiar las deposiciones de Ismael por una parte y por otra
juega con su hijo procurando hacerlo enojar.
Vemos aquí dos elementos de importancia a destacar en el perfil de la función paterna en la
medida en que, sobre ese horizonte de una presencia discontinua, el padre viene a cumplir
tareas habitualmente realizadas por la madre; por otra parte estimula en su hijo la agresividad
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imaginaria ubicándose en un plano de igual a igual, una agresividad que Ismael no está en
condiciones de significar simbólicamente. Se instala así en la línea de reforzar el erotismo
anal, obstaculizando la tramitación que el chico podría hacer al respecto por la vía edípica.
Consagrándonos a situar el síntoma, encontramos que presenta la particularidad de
manifestarse sólo en el ámbito de la casa familiar, no es así, por ejemplo en el jardín de
infantes, donde aparece la posibilidad de retener, de controlar esfínteres como ordena la
cultura. Tenemos aquí una pista sobre el carácter electivo del síntoma en el niño.
Al respecto, la madre nos cuenta lo ocurrido en una oportunidad: el niño se había escondido
debajo de una mesa y hacía su deposición; la madre lo sorprende y lo mira, su hijo le
devuelve la mirada y afirma: “A mí me gusta”.
Leemos aquí una buena escenificación del modo según el cual goza el niño: bajo la mirada
del Otro; ubicado en ese lugar desde donde se ofrecía a ella, en cuya demanda no había
operado efecto de sustracción alguno. Precisamente allí reside uno de los obstáculos por los
cuales la sustracción no se cumplió y el niño no pudo hacer el viraje hacia la posición de
objeto de intercambio.
Se plantea el enigma de saber cómo se instaló aquello que le impide tolerar como pérdida
ese objeto cesible, ese pedazo separable del propio cuerpo, situable en el límite entre lo
externo y lo interno.
¿Cuál de los aspectos de la demanda de la madre no operó allí? ¿Cómo se ubica la función
paterna en este niño?
El relato de los distintos avatares por los que fue atravesando este niño, tal como lo trae la
madre, da cuenta del hecho que ella estaba muy apegada a él, algo que relaciona con el largo
tiempo durante el cual tuvieron que esperarlo antes de lograr la adopción. Por otra parte,
como habíamos dicho, el padre de nuestro paciente viaja con mucha frecuencia por
cuestiones laborales y el modo de jugar que tiene con su hijo consiste en hacerlo enojar.
En el curso de este primer tiempo de la entrada en análisis, hacia la cuarta entrevista, le
propongo a Ismael que la madre quede fuera del ámbito donde lo recibo; llorando da a
entender que no acepta entrar en esas condiciones y me mira con cara de pocos amigos;
accedo entonces a su demanda y la madre todavía permanece en la consulta junto a él.
Después de este intento fallido de acotar un espacio/tiempo propios para Ismael, comienza
uno de sus juegos predilectos: el de cortar con las manos la plastilina en varios trozos, que así
transformados en palotes, desparrama por el suelo, con expresión gozosa en su cara; de
inmediato los lanza lejos de él, siempre en una misma dirección, a un tiempo que me mira.
Podemos decir que el objeto pulsional excremencial, a partir del momento en el que operó
en él una sustracción de goce, por vía de la transferencia, puede dar lugar a una sustitución
cuyo testimonio es el juego con la plastilina; se trata de una forma de puesta en circulación
como objeto de intercambio que lo habilita a él mismo, al menos de manera incipiente, para
circular.
Procedo entonces a una intervención según entiendo en lo Real. Dispongo en esta ocasión
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un recipiente destinado a recibir los trozos de plastilina lanzados. Ismael se enoja y me dice:
‘mala’, a un tiempo que me los lanza con fuerza a mi cara.
Registro el desprendimiento de la plastilina como el germen de un encuentro amoroso, por
vía transferencial, en la medida en que las palabras de amor se dicen en la cara, golpean en
los ojos y en el alma; recordemos que Cupido, Dios del Amor en la mitología romana,
equivalente de Eros en la mitología griega, procede a lanzar flechas dirigidas al corazón de
los humanos y es por esa vía que logra despertar el amor en algunos de ellos.
La vía de mi deseo como analista buscará circunscribir la falla en su estructura singular;
encuentra un soporte en las variantes que introduzco en el campo de juego, de cuyo registro
dan cuenta, por ejemplo, la expresión de enojo o el odio contenido en la palabra ‘mala’. Al
respecto, facilitando mi lectura de este enojo sin enojarme, cuento por mi parte con el
antecedente del tipo de juego que el padre realiza con él.
El representante del objeto pulsional entró en el discurso por la vía de la palabra ‘mala’,
que nos reenvía al odio; éste es, como sabemos, previo al amor y sin embargo comporta ya
una cierta elaboración. Mis intervenciones lo propiciaron aquí cuando se orientaron en la
perspectiva de facilitar la separación del niño y la posibilidad del hallazgo de significaciones
sustitutas.
En una entrevista ulterior, la madre relata que su hijo siempre llora cuando tiene que
separarse de ella; de común acuerdo decidimos esta vez que Ismael habría de ingresar solo
al consultorio, mientras la mamá lo espera fuera de ese ámbito.
La intervención pasó por decir ‘no’ a la demanda del niño, vale decir, en esta ocasión, que
su madre se retire, para introducir que alguien haga falta. Queda habilitada así una vía,
apoyada en la transferencia, para ubicar a Ismael como objeto cesible, capaz de
desprenderse. Se produce entonces el efecto de sustracción de goce en el punto donde opera
el representante de la pulsión, enlazado en la significación ‘mala’ y en el juego con la
plastilina.
Esa intervención se fundamenta en poder leer cuál es la lógica a la que responde el
síntoma; apuntando a un movimiento de sustracción respecto del goce donde está instalado el
niño; ese movimiento, sostenido en el efecto separador del odio, procura despejar la vía para
que el sujeto se deje atravesar por el deseo, liberándose del lugar de objeto al que está
identificado y desde el cual sostiene al Otro. Esto no excluye la presencia, por vía
transferencial, de ese germen del amor que se hace evidente en el juego de arrojar los trozos
de plastilinas.
Planteamos así que el deseo del analista debe operar para promover la interrogación de
aquellos puntos de identificación con el ideal que pueden llegar a estar funcionando como
obturadores, del lado del analista, esto es, determinando que su saber se instale en el lugar
de la verdad. Es reportándose a su propio deseo como el analista logra sustraerse a los
aspectos engañosos del amor e impide que estos hagan signo, se cristalicen.
NOTAS:
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(1) - Lacan, Jacques, Seminario IV, “La relación de objeto”, clase 23/1/1957, Pág. 142,
Ediciones Paidós, Buenos Aires, 1996.
(2) - Lacan, Jacques, Seminario XXI, “Los desengañados se engañan”, clase 11/6/74,
inédito.
(3) - Lacan, Jacques, Seminario XX, “Aun”, clase 19/12/72, Pág. 31, Ediciones Paidós,
Buenos Aires, 1989.
(4) - Lacan, Jacques, Seminario XX, clase 9/1/73, Pág. 49, Op. Cit.
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