La modelo : (Nanette Salomon) - Universidad Autónoma de Nuevo

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COLECCIÓN
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La Bohéme, p o r E.
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El Crepúsculo, p o r Jorge Ohnet.
I n d i a n a , p o r Jorge Sand.
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K i m i Pinson, p o r Alfredo de Musset.
La M u j e r d e t r e i n t a años, p o r /-/. d e B a l a c ' •
Los M i n e r o s de P o l i g n i e s , p o r Elias Berthet. .
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SeSOrÍta
Caoheffii
Boma b a j o N e r ó n , p o r / . j . K n ^ e m k i .
•Dosia, p o r Enrique Gréville
•El Ultimo A t e n i e n s e , p o r i
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G O N C O U R T
TRADUCCION DE
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DE
^ a t i f ^ A v o o
.
El L i b r o de los Snobs, p o r w. M. Thackerav.
Las L a g r i m a s d e J u a n a , p o r Houssave.
'
M a r g o t , p o r A. de Musseí.
•
Una E n t r e t e n i d a , p o r a. Houssave
Cuentos a l Oido, p o r a.
Silvestre..
L a Modelo, p o r E.y J. de Goncourt.
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O b r a s d e E . y J de G o n c o u r t , T . Gautier,
Arsenio
Houssave.
BARCELONA
LA
EDITORIAL ARTÍSTICA
ESPAÑOLA
B. C a s t e l l á . — P r p v e h z a , 32-2
1904
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La
Modelo
(.MANETTE SALOMON)
FONDO
RICARDO COVARRUBIAS
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Enrique Blas, impresor—Consejo «le Ciento 196
Litografía " L a Editorial Artística Española,,
Corría el mes d e noviembre. La última serenidad de
ot*>ño, la radiación blanca y difusa de un sol v.-lado por
vapores de lluvia y nieve, flotaba, en pálida claridad, en
un día de invierno.
La muchedumbre, una muchedumbre particular, m e z clada, cosmopolita, compuesta de toda clase de gentes diParís, de provincias y del extranjero, y que constituye
la llamada reunión popular, iba al Jardín Botánico, subía al
laberinto.
Delante iba el g r u p o clásico de ingleses é inglesas, de
velos castaños y de lentes azules.
Detrás de los ingleses avanzaba una familia enlutada.
L u e g o seguía, arastrando la pierna, un enfermo, un
vecino del jardín, de cualquier calle cercana, calzado con
pantuflos.
Venían en seguida: un zapador, el cual, encima de sus
dos hachas, colgadas en forma de arpa del brazo, llevaba
una granada; un príncipe amarillo, recién vestido por Du—
rantoy, acompañado de una especie de lacayo de aspecto
de turco y dalmán de albanés; un peón de albañil, un aprendicillo lemosín, con sombrero de fieltro blando y camisa
reteñida.
Un poco más lejos, gateaba un interno de la Piedad,
cubierta la cabeza por una gorra, con un libro y 1111 cuaderno de apuntaciones bajo el brazo. Y casi junto á él, en la
misma hilera, veíase un obrero con levita que, regresando
6
E. Y J. 1)E (ÍOXCOt'RT
de Montparnasse, en donde acaba de s e r enterrado un c a marada, tenia todavía, del entierro, tres capullos de s i e m previvas en el ojal.
Un padre, de rudos b i g o t e s canos, miraba c o m o delante
de él corría un lindo niño, el cual vestía un traje ruso de
t e r c i o p e l o azul Con b o t o n e s plateados \ m a n g a s de tela
blanca, y s o b r e c u y o p e c h o s e agitaba un collar de ámbar.
Más allá, un matrimonio de viejos a m o r e s dejaba ver
en su rostro el g o c e prometido de la cena, e n g a b i n e t e
con ventana á la calle, en la « Torre de Plata».
Y, cerrando la marcha, un ama de g o b i e r n o tiraba y
arrastraba de la mano á un n e g r i t o , cohibido e n s u s c a l z o nes, y que parecía muy triste por haber visto monos e n jau'ados.
Caminaba esta procesión p o r la alameda que s e interna,
á través de la verdura de los á r b o l e s , en el frío bosque de
sombra húmeda, de t r o n c o s cubiertos d e m o h o , de h i e r ba color de m u s g o mojado., de yedra morenota, casi n e g r a .
Al llegar al c e d r o , el i n g l é s lo mostró, sin mirarle, á
las « m i s e s » , en la Guía; y la columna, detenida por un
momento, reanudó su marcha, subiendo el p e n o s o camino
del laberinto, por el q u e rodaban aros de muchachos, juguetes fabricados con otros aros de toneles, y corrían l o c a mente los chiquillos, haciendo saltar á su espalda c u e r n o s
de caza pintados de azul.
L a muchedumbre avanzaba lentamente, deteniéndose e n
las tiendas de o b j e t o s de perlas falsas del camino, rozando
y por momentos a p o y á n d o s e e n la rampa de hierro tendida
contra el soto de podados tejos, divirtiéndose, en la última
revuelta, con los f u l g o r e s que ocasiona la luz de las tres de
la tarde en l o s petrificados maderos que soportan el m i r a dor, guiñando los ojos para leer <1 v e r s o latino que da la
vuelta á su franja de bronce.
H o r a s non n u m e r ó nisi s e r e n a s
L u e g o , todos entraron uno á uno bajo la pequeña cúpula horadada.
París estaba á s u s p i e s , á la d e r e c h a , á la izquierda, en
todo sentido.
E n t r e las c o p a s de l o s v e r d e s á r b o l e s , allí donde s e
abría un p o c o la cortina de los pinos, s e extendían, hasta
p e r d e r s e de vista, pedazos de la g r a n ciudad. Delante de
e l l o s , l o primero que s e veía era tejados apiñados, de t e jas o b s c u r a s , formando m a s a s de un tono de orujo, en el
q u e destacaba el c o l o r rosado de los vidriados de las chimeneas. E s t a s anchas tintas de tostado tono, mostrábanse e n s o m b r e c i d a s , y s e perdían e n un n e g r o rojizo d e s c e n d i e n d o
hacia la acera. En ésta, los cuadrados de c a s a s blancas, con
las pequeñas rayas n e g r a s de s u s miles de ventanas, f o r m a ban y desarrollaban c o m o una fachada de cuartel de una
blancura borrosa y amarillenta, e n la que retrocedía á trechos s e p a r a d o s , en lo e n n e g r e c i d o de la piedra, una c o n s trucción más vieja. Más allá de esta línea limpia y clara, n o
se v e í a sino una e s p e c i e de c a o s perdido en una n o c h e aplomada, una mescolanza de tejados, de miles de tejados c u y o s
n e g r o s tubos s e e r g í a n con finura de aguja, un batiborrillo
de cimas y de c a b e z a s de casas envueltas e n la obscuridad
g r i s defla perspectiva, revueltas en el fondo del día m o r i bundo; un h o r m i g u e r o de moradas, un amasijo de líneas y de
arquitecturas, un montón de piedras semejante á la a c u m u lación de materiales resultante de la apertura-de una c a n t e ra, en el que dominaban y s e cernían el tejado y la cúpula
de una iglesia, cuya nublada solidez parecía un v a p o r c o n densado. Más lejos, en la última línea del horizonte, una
colina, en la que el ojo adivinaba una e s p e c i e de fuga de
c a s a s , semejaba v a g a m e n t e l o s e s c a l o n e s de una roca en
una niebla marina. En lo alto, amasada s o b r e todo al lado
de París que cubría, v e í a s e una gran nube, una n u b e pesada, de un violento s o m b r í o , una nube Septentrional, á la
que la respiración de horno de la gran ciudad y la vasta batalla de la vida de millones de hombres parecían prestar
c o m o p o l v o s de combate y humaredas de incendio. E s t a
nube s e e l e v a b a y acababa en a g u d o s harapos en una claridad e n que s e extinguía, en un tono rosa, un p o c o de v e r d e
pálido. L u e g o v e n í a un cielo sin transparencia y c o l o r d e
estaño, del que habíanse barrido n u e v o s p e d a z o s de o t r a s
nubes g r i s e s .
Mirando hacia la d e r e c h a , v e í a s e un g e n i o de oro s o b r e
una columna, entre la c o p a de un árbol v e r d e , que adquiría
bajo aquel cielo de invierno un color de aceituna, y las m á s
altas ramas del c e d r o , planas, extendidas, cubiertas de césp e d , s o b r e las c u a l e s los pajarillos avanzaban saltando c o mo s o b r e pelusa. Más allá de la cima de los a b e t o s , l i g e r a mente balanceados, s o b r e los cuales s e distinguía desnuda,
sin una hoja, enrojecida, casi carmínea, la gran alameda
del jardín, por encima de los inmensos tejados de v^rduzca
teja de la Piedad y sus lumbreras de blancos caballetes, e
ojo abarcaba todo el espacio comprendido entre la cúpula
de la Salpétriére y la mole del Observatorio: en primer l u gar, un gran plano de sombra semejante á una aguada,
tinta de China sobre un fondo sanguino, una zona de tonos
ardientes y bituminosos, tostados por aquellos e n r o j e c i mientos de la helada y aquellos calores invernales que se
encuentran en la paleta de acuarela de los ingleses; luego,
en la finura infinita de un tinte atenuado, alzábase un
rayo blanquecino, un vapor lechoso y nacarado, traspasado
por la claridad de los edificios nuevos, y en el que se borraban, se mezclaban, se fundían, opalizándose, un final de ciudad, extremos de arrabales, puntos de calles perdidas. La
pizarra de los tejados palidecía bajo aquel fulgor dotante
que hacía volverse negras, al tocarlas, las humaredas blancas en la sombra. A lo lejos, el Observatorio aparecía vagamente ahogado en un deslumbramiento, con el esplendor
fantástico de un asoleamiento plateado, y en el extremo de
la derecha se erguía, al límite del horizonte, el borrón del
Panteón, casi transparente en el cielo y como pintado de
un límpido azul.
Ingleses, forasteros, parisienses, miraban desde lo alto
en todas direcciones; los niños se habían subido, para ver
mejor, al banco de bronce, cuando cuatro jóvenes entraron
en el mirador.
— ¡ T o m a ! ¡si no está el hombre del anteojo!—dijo uno
acercándose el teloscopio, fijo con ayuda de una cuerda á la
balaustrada.
Buscó el punto, preparó el aparato, y
— ¡ Y a está!—exclamó—¡atención!
Volvióse luego á un g r u p o de ingleses que tenía á su
espalda y dijo, hablando á una de aquellas señoritas:
—Milady, acerqúese usted y confíeme su ojo... ¡No abusaré de él! Aproxímense ustedes, señoras y caballeros. Voy
á hacerles ver lo que verán, y algo más que ese empleado
del Jardín Botánico que tiene dos tuertas columnas á guisa
de piernas... ¡Silencio, que voy á empezar!
La inglesa, dominada por la seguridad del descriptor,
había aplicado el ojo al catalejo.
— ¡ S e ñ o r e s ! ¡nada se ha de pagar por adelantado y,
luego, lo que se quiera!... «¡Spoken here! ¡Time is money¡
¡Rule Britannia! ¡All right!» Digo ú ustedes esto, por quise que siempre es dulce encontrar su lengua en boca de un
extranjero... ¡París! ¡señores ingleses, eso es París! ¡ E s o ,
sí... todo e s o ! . . : ¡Una intrépida ciudad!... ¡En ella estoy,
y de ello me enorgullezco! ¡Una ciudadquehaceruído,lodo,
harapos, humo, gloria... y todo! ¡mármol de cartón, granos
de café con tierra inglesa, coronas de difuntos con cartelesantíguos de teatro, inmortalidad de pan de especias, ideas para
provincias, mujeres para la exportación! ¡Una ciudad que
llena el mundo... y el Odeón en ocasiones! ¡Una ciudad en
que hay dioses en los quintos pisos, educadores de l o m b r i ces en sus casas y profesores de tibetiano en libertad! ¡La
capital de la elegancia y el buen gusto! ¿Qué hacen ustedes?
¡Descúbranse!... ¡Y ahora, todos quietos! ¿Eso, Milady? ¡ Es
el cedro, el verdadero cedro del líbano, traído de un coro
de Atalía, por el señor de Jussieu, dentro de su s o m brero!... ¡El fuerte de Vicennes! ¡Mide dos leguas, señores
míos! S e derribó la encina bajo la cual San Luis ajusticiaba, para construir con ella los bancos del tribunal de Casación... El castillo fué demolido, pero se reedificó de corcho,
reinando Carlos X; está perfectamente imitado, como ustedes ven... T o d o s los días, de las doce de la mañana á las
dos de la tarde, se pueden mirar en él los manes de Mirabeau, si se dispone de protección y de un pase... ¡El Padre
Lachaisse! el arrabal de San Germán de los difuntos; está
lleno de hoteles... Miren ustedes á la derecha, á la izquierda... Enfrente tienen ustedes el monumento de Casimiro
Perier, antiguo ministro, padre del señor Guizot. Más allá
está la columna de Julio, levantada por los presos d é l a
Bastilla para dar una sorpresa á su gobernador... Primeramente se puso encima de ella el retrato de Luis Eelipe,
Enrique IV con paraguas; se le ha reemplazado por esa
máquina dorada: la libertad en fuga, copia del natural. S e
ha dicho que se le ponía una mordaza en las épocas de c a lor, en los aniversarios de las Gloriosas; he preguntado al
guarda; no es cierto... Mire usted bien, señora; junto á la
libertad hay un militar: siempre lo mismo en Francia...
¿Eso? E s o no es nada, una iglesia... Los cerros de Chatimont... Repare usted qué bien se v e la g e n t e . . . ¡Conocería
uno á sus hijos naturales!... Ahora, milady, voy á dirigir el
catalejo hacia Montmartre... La torre del telégrafo...
Montmartre, «mons mar¿yrum...»de donde viene la calle de
los mártires, así llamada porque está llena de pintores que
1(1
se e x p o n e n v o l u n t a r i a m e n t e á los a n i m a l e s t o d o s los a ñ o s ,
en la época d e la E x p o s i c i ó n . ¿Aquello, los tejados rojos?
¡Son las C a t a c u m b a s de la s e d , el Depósito de vinos, n a d a
más q u e eso, s e ñ o r i t a ! . . . ¡Aquello q u e ve u s t e d d e t r á s es
sencillamente el S e n a , un r í o conocido y m o d e s t o , q u e lava
el Hospital G e n e r a l , la p r e f e c t u r a de Policía y el I n s t i t u to!... S e dice q u e en t i e m p o s b a ñ a b a la T o r r e de N e s le... ¡ A h o r a , media vuelta á la d e r e c h a ! ¡D'eré...! Ahí está
S a n t a G e n o v e v a . . . A su lado, la t o r r e de C l o d o v e o . . . f r e c u e n t a d a p o r f a n t a s m a s q u e tocan el c u e r n o d e caza s i e m p r e q u e m u e r e un p r o f e s o r de D e r e c h o c o m p a r a d o . . . Aquello es el P a n t e ó n . . . el P a n t e ó n , milady, l e v a n t a d o p o r Soufílot, p a s t e l e r o , E s , en opinión d e todos los q u e le ven, uno
d e los p a s t e l e s d e S a b o y a más g r a n d e s del m u n d o . . . E n c i ma d e él h u b o en tiempos una rosa; se la pusieron en los
c a b e l l o s á M a r a t c u a n d o éste fué e n t e r r a d o . . . lil á r b o l d e
los sordo—mudos... un á r b o l q u e ha c r e c i d o en el silencio...
el más e l e v a d o de P a r í s . . . Dícese q u e c u a n d o hace b u e n o se
v<- desde su c o p a la solución de la cuestión de O r i e n t e . . .
¡ P e r o sólo el ministro de negocios e x t r a n j e r o s p u e d e s u b i r
á é l ! . . . ¿Ese m o n u m e n t o egipcio? S a n t a P e l a g i a , m i l a d y . . .
I na casa de c a m p o elevada p o r los a c r e e d o r e s en beneficio
de sus d e u d o r e s . . . E l edificio no tiene de n o t a b l e más q u e
el calabozo en que el señor d e J o u y , a p o d a d o «el h o m b r e
de la c a r e t a d e a l g o d ó n » , d o m e s t i c a b a e x á m e t r o s con un
o c t a v í n . . . ¡ T o d a v í a hay una pared c u b i e r t a de p r o s a s u y a ! . . .
L a P i e d a d . . . un ó m n i b u s p a r a l o s p a i s a n o s e n f e r m o s , con billete d e c o r r e s p o n d e n c i a p a r a M o n t p a r n a s s e , sin a u m e n t o
de precio, los d o m i n g o s y días festivos... 1-21 Val- d e - G r á c e ,
p a r a los s e ñ o r e s m i l i t a r e s . . . E x a m i n e usted la cúpula, e s d r
un señor M a n s a r d , q u e d e los c u a d r o s de L e b r u n t o m a b a
c a s c o s p a r a p o n é r s e l o s á s u s m o n u m e n t o s . . . En el patio hav
una e s t a t u a elevada p o r L u i s X I V al b a r ó n L a r r e y . . . E l
O b s e r v a t o r i o . . . Y a lo está u s t e d viendo, e s una linterna mág i c a . . . hay allí s a b o y a n o s , e m p l e a d o s de la casa, e n c a r g a dos d e e n s e ñ a r el Sol y la L u n a . . . Allí, á lo l a r g o de un a n teojo, está e n t e r r a d o M a t e o L a e n s b s r g . . . Y a q u e l l o . . . la
S a l p é t r i é r e , milady, d o n d e se e n c i e r r a á las m u j e r e s más
locas q u e las o t r a s . . . ¡Y se a c a b ó ! A h o r a ; ¡cada uno lo q u e
t e n g a v o l u n t a d ! — c o n c l u y ó el d e s c r i p t o r de P a r í s .
S e quitó el s o m b r e r o , lo p a s e ó p o r el auditorio, dió las
g r a c i a s p o r todo lo que caía en su vieja p r e n d a , p o r los toscos sueldos como p o r las m o n e d a s blancas, s a l u d ó y e s c a p ó
á todo c o r r e r , s e g u i d o de sus t r e s c o m p a ñ e r o s , que se ahog a b a n de r i s a , diciendo:
—-¡Ese animal de Anatolio!
E n el c e d r o , delante de un anciano s a c e r d o t e q u e leía su
b r e v i a r i o s e n t a d o en un b a n c o y r e c o s t a d o e n el á r b o l , se
d e t u v o , vertió lo q u e llevaba en el s o m b r e r o s o b r e las r o rillas del cogulla, le dijo:
— S e ñ o r c u r a , p a r a sus p o b r e s .
Y el s a c e r d o t e , a d m i r a d o al ver caer el dinero, aún lo
m i r a b a en el hueco d e su p o b r e sotana c u a n d o el d o n a n t e
e s t a b a ya lejos.
II
A la p u e r t a del J a r d í n Botánico, los c u a t r o jóvenes se
detuvieron.
—¿Dónde se c e n a ? — l i j o Anatolio.
— D o n d e tú q u i e r a s — r e s p o n d i e r o n en c o r o las t r e s
voces.
—¿Quién tien. ?—añadió Anatolio.
— Y o , no g r a n c o s a — l i j o uno.
—Yo, n a d a — a g r e g ó otro.
— E n t o n c e s p a g a r á C o r i o l i s . . . — m u r m u r ó Anatolio dirig i é n d o s e al más alto, cuyo t r a j e e l e g a n t e c o n t r a s t a b a con
los d e r r o t a d o s de los o t r o s .
— ¡ A h ! q u e r i d o , ello e s b e s t i a . . . p e r o y a me he comido
mi m e s . . . e s t o y d e vacío... A p e n a s me q u e d a p a r a p a g a r á la
p o r t e r a de Boissard lo q u e me c o r r e s p o n d e p o r el p o n c h e .
— ¿ Q u é d i a b l o ' d e idea tuviste al d a r al c u r a ese todo el
dinero?—dijo á Anatolio un m u c h a c h o de l a r g a c a b e l l e r a .
—Garnotelle, amigo mío,—respondió Anatolio—tiene
usted elevación en el d i b u j o . . . mas n o en el a l m a . . . S e ñ o res, o s invito á c o m e r en casa d e G o u r g a n s ó n . . . S o y a l g o
allí... Por s u p u e s t o , Coriolis, no e s p e r e s c o m e r d o n d e voy
á llevaros cosas t r u f a d a s , como en tu reunión del v i e r n e s . . .
^ volviéndose al que d i j e r a q u e n o tenía nada,
— S e ñ o r C h a s s a g n o l , e s p e r o me h o n r a r á u s t e d . . .
P u s i é r o n s e en m a r c h a . C o m o G a r n o t e l l e y C h a s s a g n o l
fueran delante, Coriolis dijo á Anatolio, indicándole la e s palda d e C h a s s a g n o l :
—¿Quien es ese s e ñ o r q u e tanto se p a r e c e á un viejo feto?...
— N o 1e conozco... ni remotamente... Le lie visto una
vez con discípulos de Gleyre, otra con discípulos de Rude...
Dice cosas acerca del arte, á los postres, según creo... E s
muy pegajoso.. Anda enganchado á nosotros desde hace
dos ó tres días... Va á donde comemos... Sabe divinamente
entretenerle á uno... T e suelta á la puerta de tu casa á h o ras inusitadas... T a l vez viva en algún sitio, no sé donde...
Y nada más puedo decirte.
L l e g a d o s á la calle del Infierno, los cuatro jóvenes e n traron por un pasillo en la trastienda de una lechería. En un
rincón, un muchachote n e g r o y barbudo, cubierta la cabeza
con un gran sombrero gris, comía sobre una mesita.
— ¡ A h ! ¡el hombre de los caldos!...—dijo Anatolio al
verle.
—¡Ahí tiene usted, caballero,—añadió dirigiéndose á
Chassagnol—al último de los enamorados! un hombre en el
vigor de su edad, que ha llevado la timidez, la inteligencia,
la abnegación y la carencia de dinero hasta fraccionar su
comida en un montón de comidas... lo que le permite considerar un montón de veces cada día al objeto de su adoración, la señorita que ahí ve usted...
Y con un gesto, Anatolio mostró á la señorita Gourgansón, que entraba con unas cuantas servilletas en la mano.
— ¡ H o l a ! ¡tú habías nacido para vivir en los tiempos de la
andante caballería! Déjame á mí, que conozco bien á las
mujeres... que de mi cuenta corre hacer avanzar tus asuntos... ¡Vamos... gracioso!
Y dió una amistosa palmada al joven barbudo que, quiso
hablar, tartamudeó, se puso de color púrpura, y salió.
El dueño de la casa presentóse en el (juicio de la puerta.
— ¡ S e ñ o r Gourgansón; ¡señor Gourgansón!—gritó A n a tolio— ¡Su vino más extraordinario... el d e á doce sueldos!...
y bifteacks,.. ¡de los auténticos!... para el s e ñ o r — é indicó
á Coriolis—que es hijo natural de Chevet! ¡En Seguida!...
— O y e , Coriolis— lijo Garnotelle—¿sabes que encuentro
buena, pero muy buena, tu academia última?
—¿De veras? Mira, busco... ¡pues la naturaleza!... Quiero hacer luz con colores...
— Q u e no la hacen nunca—dijo Chassagnol—Y e s muy
fácil verlo... S o b r e un espejo colocado horizontalmente,
entre la luz que le hiere y el ojo que le mira, colocad una
torta de blanco de plata: la torta de blanco, ¿saben
usted di; que color aparece? De un gris intenso, casi negro,
en medio de la luminosa claridad...
Coriolis y Garnotelle miraron despues de esa frase al
hombre que la dijera.
—¿Qué es esto?
Anatolio, buscando en su bolsillo un papel de fumar,
acaba de encontrar una carta.
— ¡ A h , sí!—añadió—la invitación de los discípulos de
Chavet... una velada en que se hande quemar todas las críticas del Salón en la caldera de las brujas de Macbeth...
El post-scriptum está bien:
« S e ruega á cada invitado que traiga una bujía.»
Y cortando una conversación sobre la Escuela alemana que s e entablaba entre Garnotelle y Chassagnol.
—¿Acaso vais á atontarnos con Córneliu's?... ¡ L o s a l e manes! ¡La pintura alemana!... Pero sabido e s como p i n tan los alemanes... Cuando han acabado su cuadro, reúnen
á toda su familia, á sus hijos, á sus hijitos... y alzan r e l i giosamente el velo que siempre cubre el lienzo... T o d o s se
arrodillan... ¡Oración en toda la línea!.,.Y entonces se e s tablece el punto visual... Ni mas ni menos. ¡Tari verdad es
e s o . . . como la historia.
— ¡ Q u é bestia eres!—dijo Coriolis á Anatolio—¿ Y s a b e s
que tus bifteacks, para ser de los buenos...?
— S í , son incomibles... Esperad... Dádmelos todos...
Y los reunió en una fuente, que ocultó oajo la mesa.
L u e g o , aprovechando una salida de la hija de Gourgansón,
desapareció por una puerta-vidriera que había en el fondo
de la sala.
— ¡ Y a está hecho!—dijo volviendo al cabo de un instante—¡Ah! es verdad, tú no c o n o c e s la costumbre de la c a sa... Aquí, cuando los bifteacks no están tiernos, se les e n casqueta en la cama de Gourgansón... Este es su castigo...
Después de todo, tal vez sea á un tiempo su salud... H e conocido un ruso que siempre tenía uno... crudo en la e s palda.
—¿Qué se hace en el hotel Pimodan?—preguntó Garnotelle á Coriolis.
—Aquello resulta muy agradable—dijoCoriolis—En primer lugar, Boissard e s muv buen muchacho... Muchas personas conocidas y divertidas... Teófilo Gautier... la cuadrilla de Meissonnier... En 1111 salón se hace música... en el
otro s e habla de pintura, de literatura... de t o d o . . . Y hay
también una antesala con e s t a t u a s . . . g é n e r o g r a n d e y n o
c a r o . . . Una comida m e n s u a l . . . h e m o s d e s e m b o l s a d o s e i s
francos cada uno por un cubierto en casa de Ruoltz...
A q u e l l o da fin casi siempre con iin p o n c h e . . . ¡ T e n e m o s allí
a M o n m e r , que e s soberbio! Ultimamente ha hecho una
c a r g a belga, los « p r e n k i r e s » . . . ¡cosa pasmosa! Y a d e m á s
r e u c h e r e s , q u e nos da imitaciones de soldado, historias d<Bride* que hacen reventar de risa. G e n t e buena y n o
demasiado i n f a m e . . . S e charla, s e rie, s e b r o m e a . . . T o d o s
sueltan palabras c h u s c a s . . . El otro día, al salir, me dijo Magimel, el litógrafo, á quien a c o m p a ñ a b a : — « ¡ A h , c ó m o he
e n v e j e c i d o ! . . . en otro tiempo, las c a l l e s e r a n e s t r e c h í s i m a s . . .
tocaba y o con las manos a m b a s p a r e d e s . . . Ahora, a p e n a s
si a g a r r o una ventana!...> ( i )
— ¡ Q u é hombre de mundo está hecho e s t e Coriolis 1 V a
a casa de Boissard. ¡ D i s p e n s a d l e ! — d i j o A n a t o l i o — P e r o te
has e q u i v o c a d o de taller, q u e r i d o . . . d e b i s t e entrar en casa
de I n g r e s . . . ¡Ya sabéis que l o s I n g r e s están en alza! ¡Se
solicitan! ¡ S ó l o ellos pueden pasar!
En contestación, el largo Coriolis c o g i ó con su ma
n o fuerte y nerviosa la cabeza de Anatolio é hizo, lucrando, la amenaza de echarla en su plato.
— ¡ Q u i é n ha visto él « P r i m e r b e s o d e C l o e » , d e B r i n c h a r d
e x p u e s t o en casa de Durand Ruel?— p r e g u n t ó
Gar1
s
notelle.
— ¡ Y o ! - - - ¡Y qué bien está!—dijo A n a t o l i o — M e recuerda el beso de H o u d ó n . . .
— ¡ O h ! ¡un b e s o ! — e x c l a m ó C h a s s a g n o l — ¡Aquello un
Deso. ¡aquella maquina de madera! ¿Un beso aquello? N o
riigo que n o lo sea. pero de una de a q u e l l a s muñecas a n t i g u a s que se ven en un armario del V a t i c a n o . . . ¡Mas no un
b e s o vivo! ¡ E s o nunca, nunca! Nada de e s t r e m e c e d o r . . . nac e lo
L
muestra aquella corriente eléctrica en los p e q u e ñ o s y los g r a n d e s focos s e n s i b l e s . . . nada de 1«, q u e
anuncia la repercusión del a b r a z o en todo el s e r . . . M e n e s ter e s que el d e s g r a c i a d o que aquello hiciera ni aun s o s p e s e lo que son l o s labios... Porque e s el caso que los labios
están revestidos de una cutícula tan fina, que un a n a t o m i s ta na podido decir que s u s papilas nerviosas n o están rea
cubiertas, sino g a s e a d a s , « g a s e a d a s » , e s su palabra, por e s -
W f *
a |U¡
'
e<inivoco:
« ¿ l . » . , en francés, significa también
e p i d e r m i s . . . Pues bit:n, e s a s papilas nerviosas, e s o s c e n t r o s
de sensibilidad procurados por los ramajes de nervios llamados de quinto par, s e comunican por a n a s t o m o s i s con
todos los n e r v i o s profundos y superficiales de la c a b e z a . . .
S e unen, uno tras otro, á los pares cervicales, que tienen
relaciones con el nervio intercostal ó el «gran simpático»,
el gran conductor de las e m o c i o n e s humanas á lo más p r o fundo, á lo más íntimo del o r g a n i s m o . . . el «gran simpático»,
que comunica con el par v a g o ó n e r v i o s de octavo par|
que abarca todas las v i s c e r a s del pecho, q u e toca al c o r a zón, ¡que toca al c o r a z ó n ! . . .
— L a s nueve y media... Me v o y — d i j o Coriolis.
— Y y o c o n t i g o — d i j o Anatolio.
Y , d e s d e la puerta, su g e s t o llamó á Garnotelle, c o m o
diciéndole: « ¡ P e r o ven a c á ! . . . »
Garnotelle quiso levantarse; pero Chassagnol le hizo tomar a s i e n t o nuevamente, c o g i é n d o l e de un botón de la levita, y continuó e x p o n i é n d o l e la sensación del beso de un extremo á otro del c u e r p o humano.
III
En aquella é p o c a , la é p o c a en que a q u e l l o s tres j ó v e n e s
entraban en el arte, hacia 1840, el gran movimiento r e v o lucionario del Romanticismo, que había visto pasar los ú l timos años de la Restauración, acababa en una e s p a c i e de
extinción y de agotamiento. H u b i é r a s e c r e í d o ver caer, desplomarse, el viento nuevo y s o b e r b i o , el hálito de porvenir
que removiera el arte. Grandes esperanzas había h e c h o
c o n c e b i r el pintor del «Nacimiento de E n r i q u e IV», E u p e nio D e v e r i a , detenido en su brillante principio. T e m p e r a mentos brillantes, ardientes, llenos de p r o m e s a s , que anunciaban el f u t u r o surgimiento de una personalidad, iban,
c o m o Chassériau, de la sombra de un m a e s t r o á la de otro,
r e c o g i e n d o de l o s jefes .le escuela, cuyas .cualidades trata ban de fusionar, un eclecticismo bastardo y un estilo inquieto.
T a l e n t o s que se habían afirmado, que habían tenido su
día de inspiración y de originalidad, desertaban del arte
para tornarse l o s o b r e r o s de e s e g r a n m u s e o de V e r s a l l e s ,
tan fatal para la pintura por lo oficial de sus asuntos y sus
e n c a r g o s , por la prisa con que habían de hacerse todos
aquellos trabajos á destajo, que debían convertir la Galería
.de n u e s t r a s g l o r i a s en la escuela y el Panteón de la pacotilla.
F u e r a d e e s t a s c a u s a s e x t e r i o r e s , las q u i e b r a s de p o r venir, las d e s e r c i o n e s , las s e d u c c i o n e s p o r los e n c a r g o s v
el d i n e r o del E s t a d o , fuera de la acción, a p o y a d a p o r la
g r a n crítica, o b r a s y h o m b r e s en lucha con el R o m a n t i c i s mo, h a b í a p a r a el debilitamiento d e la nueva e s c u e l a c a u s a s
i n t e r i o r e s , e s p e c i a l e s , d e b i d a s á las c o s t u m b r e s , á la vida,
á las a m i s t a d e s d é l o s a r t i s t a s d e 1830. Poco á p o c o el R o
manticismo, esa revolución d e la p i n t u r a , casi limitada en
sus comienzos á una l i b e r t a d de paleta, se había d e j a d o
llevur á la fiebre p o r una íntima mezcla con las l e t r a s ,
p o r el t r a t ó con el l i b r o ó el h a c e d o r d e l i b r o s , p o r u n a especie de saturación literaria, p o r una a b s o r c i ó n d e m a s i a d o
p r o l o n g a d a de poesía, p o r la e m b r i a g u e z de una a t m ó s f e r a
d e lirismo.
De ahí, de ese f r o t a m i e n t o con las i d e a s , con las e s t é ticas, habían salido p i n t o r e s d e imaginación, p i n t o r e s p o e tas. A l g u n o s n o concebían un c u a d r o sino en el m a r c o d e
un simbolismo d a n t e s c o . O t r o s , d e instinto g e r m a n o , s e d u cidos p o r los «lieds» de m á s allá del Rhin. se p e r d í a n en
b r u m a s d e ensueño, a h o g a b a n el sol d e las mitologías en la
melancolía d e lo fantástico, b u s c a b a n m u s a s en el W a l p u r gis. U n h o m b r e d e g r a n talento, A r y S c h e f f e r , c a m i n a b a á
la c a b e z a de e s t e p e q u e ñ o g r u p o . Pintaba almas, las a l m a s
b l a n c a s y l u m i n o s a s c r e a d a s p o r los p o e m a s . M o d e l a b a los
á n g e l e s d e la imaginación h u m a n a . L a s l á g r i m a s de las
o b r a s m a e s t r a s , el hálito de G o e t h e , la o r a c i ó n d e S a n
Agustín, el-Cántico de los s u f r i m i e n t o s morales, el canto d e
la pasión d e la capilla Sixtina, t o d o esto i n t e n t a b a n llevar
al lienzo, con la materialidad del d i b u j o y d e los c o l o r e s . El
«sentimentalismo» he ahí el medio p o r el cual el llorón de
las t e r n u r a s mujeriles t r a t a b a de r e j u v e n e c e r d e r e n o v a r
y de a p a s i o n a r al esplritualismo del a r t e .
L a d e s a s t r o s a influencia d e la l i t e r a t u r a s o b r e la p i n t u r a
se e n c o n t r a b a , en el o t r o e x t r e m o del m u n d o artístico, en
o t r o h o m b r e , un pintor d e p r o s a , P a b l o D e l a r o c h e , el
hábil a r r e g l a d o r teatral, el m u y d i e s t r o d i r e c t o r de e s c e n a
«le los cinco actos d e crónica, el discípulo de W a l t e r S c o t t
y de Casimiro Delavigne, c o a g u l a n d o el p a s a d o e n l a f a l s e d a d
«le un c o l o r local q u e c a r e c í a d e vida, d e movimiento, al q u e
faltaba la r e s u r r e c c i ó n de la emoción.
Tales h o m b r e s , no o b s t a n t e ía moda del m o m e n t o y la
] tasajera gloria del éxito, no e r a n en el fondo sino e s t é r i l e s
p e r s o n a l i d a d e s . Podían m o n t a r un taller,
e Z a
, S U
tener
discípulos;
tem
P?¿° l ^ j * Í T
f
P e r a m e n t o , el principio de
infecundidad de sus o b r a s , c o n d e n á b a l e s á no c r e a r escuela
S u a c a ó n , h u m a d a fatalmente á un p e q u e ñ o n ú m e r o de d i s cípulos, nunca d e b . a e l e v a r s e á a q u e l l a amplia influencia d e
los m a e s t r o s que encaminan las c o r r i e n t e s , d e t e r m i n a n la
vocación del p o r v e n i r de una g e n e r a c i ó n , hacen alzarse el
manana del a r t e de los talentos de una j u v e n t u d
P o r encima de la p i n t u r a s u p e r i o r , e n t r e los génerosc r e a d o s o r e n o v a d o s p o r el movimiento r o m á n t i c o , el p a i s a je luchaba todavía semidescc,nocido, casi s o s p e c h o s o , c o n t r a
5
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I
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A p e s a r de los
del
rad?
>' l o S P r e j u ' c , o s del Público
n o m b r e s de D u p r é , de Cabot, d e H u e t d e
Rousseau, q u e no podían f o r z a r las p u e r t a s del S a l ó n , el paisaje no tenia e n t o n c e s la a u t o r i d a d , la consideración, el l u U r
maestral ? ? ,
* a G a b a r P ° r ^ ^ t a r á fuerza «le o b f a s
m a e s t r a s ^ e s t e g e n e r o , r e p u t a d o inferior v b a j o , c o n t r a el
21J'rdevaban.las
[»asado, las desconfianzas d e
p r e s e n t e , n o tenia tentación p a r a el ¡oven talento indeciso
•In n ! m n ' e " a T 3 , ? ' S U C a m i n ° " E 1 orientalismo, nacido
on D e c a m p s y M a n l h a t , p a r e c í a a g o t a d o con ellos. L o q u e
t r a t a r a d e r e m o v e r G e r . c a u l t en la p i n t u r a f r a n c e s a parecía
m u e r t o . No se veía ninguna* tentativa, e s f u e r z o ninin.no
n i n g u n a audacia q u e b u s c a s e la v e r d a d q u e se atuviese á
inSminTd " r r , - q . U e r e V d a S f ' e n l ° S Í ó v e n e s A c i o n e s
,
! f s k c i a a c o n t e m p o r a n e i d a d , esa g r a n r a m a q u e
«-1 a r t e d e s d e ñ a r a . C o u t u r e e x p u s o entonces «F.1 hijo p r ó d i « J , su p r i m e r c u a d r o . Y ni c a b o de pocos a ñ o s sólo n
colorista s u m o d e los talentos n u e v o s ! un pintorcillo de
g e n i o n a t u r a l , d e t e m p e r a m e n t o y de g u s t o , q u e j u g a b a con
as f a n t a s m a g o r í a s del sol, dota d o del sentimiento cíela c a r n e
n r l 'V S e f u V P . a r e C ^ P a r a e n C o n t r a r al C o r r e g i ó en una
<onental>> d e V í c t o r H u g j Díaz a p o r t ó al a r t e d e -830
840 su f r a n c a y d e s l u m b r a n t e originalidad. P e r o su p i n tura e r a una p i n t u r a indiferente. No b u s c a b a ni d a b a n a d a
mas q u e la sensación de la luz de una m u j e r ó de una flor
No h a b l a b a a la pasión d e na,lie. F a l t á b a l e toda alma p a r a
c o n m o v e r y r e t e n e r f r e n t e á sí o t r a cosa q u e los ojos P
E n esta situación del a r t e , dedicado, c o n s a g r a d o á la
los d e m S P e r ' 0 r P ° r f ( | U e ' G a n S a n C Í O 6
" ^ P r e c i o de
o s d e m á s g e n e r o s , la g e n e r a c i ó n q u e nacía, el e j é r c i t o
r d i S m ^ T f T " n ^r«!™
"" ' a p i n t l i r a W s t ó S c a é
religiosa, iba fatalmente a las «los personalidades s u p e r i o r e s
v dominantes, á los dos temperamentos extremos y a b s o l u tos <iue mandaban en la Escuela de entonces en las pasiones
v en los cerebros. E s t o s pedían la inspiración al gran l u chador del Romanticismo, á su último héroe, al maestro
apasionador y atrevido, que caminaba entre la hoguera de
las réplicas v de las cóleras, al pintor de fuego que exponía,
en 1839, «Cleopatra, Hamlet y los sepultureros»; en 1840.
« L a justicia de Trajano»; en 1841, « L a entrada de los cruzad.« en Constantinopla», un «Naufragio» y una Noche
judia»: Y sólo una minoría, un pequeño escuadrón de revolucionarios, seguían y se consagraban á Delacroix, atraídos polla revelación de un Bello que podría llamarse el Bello e x presivo. La inmensa mayoría de la juventud, abrazando la
religión de las tradiciones y viendo la vía sagrada en el camino de Roma, festejaban en la calle de Montorgueil el reg r e s o de Ingres, como la vuelta del salvador de lo Bello de
Rafael. Y de este modo ocurría que porvenires, v o c a c i o nes toda la joven pintura, se volvía, en aquella época, h a c i a ' a q u e l l o s dos hombres cuyos nombres eran los dos
gritos de guerra del arte: Ingres y Delacroix.
IV
Anatolio Bazoche era hijo de una mujer que, al quedar
viuda v sin bienes de fortuna, había sabido crearse una posición gracias á una especialidad de la moda casi creada por
ella. Contratista de bordados para la alta confección, había
imaginado aquellas novedades que encantaron durante la
Restauración y los primeros años del reinado de Luis F e l i pe: los ridículos con colgantes de acero, los manguitos de
terciopelo negro con bordados representando kioscos, las
boas para la exportación, de color rosa, con bordados de
plata y recubiertas de tul negro. Además de esto, también
inventó los tocados mágicos; ella introdujo la «lentejuela»
en el traje de baile; ella hizo los primeros trajes de « c h i s pas», admirando los bailes populares de las Tullerias con
aquellas faldas y aquellos corpiños en que brillaban élitros
de insectos de las Antillas. Con este oficio de buscadora de
ideas y de dibujos ganaba de ocho á diez mil francos anuales.
Metió á Anatolio en el colegio de Enrique IV.
En las horas de clase, el joven llenó de dibujos las
márgenes de sus cuadernos. El profesor Villemereux que
se reconoció en él, al arrestarle por lo mismo, le p r o f e tizó que acabaría en la horca, predicción que rodeó á A n a tolio del respeto contagioso de las muchedumbres por los
grandes criminales y los caracteres extraordinarios. L u e g o
mas adelante, viéndole ejecutar á la pluma, rasgo por r a s g o '
línea por línea, los grabados de T o n v Johannot del «Pablo
y \ irginia» publicado por Cucmer, sus compañeros sintieron por el una especie de admiración. Inclinados s o b r e su
hombro, seguían su mano, retenían el aliento, llenos de la
religiosa atención de los niños ante aquel misterio del arte
que s e llama el milagro de la ilusión. En torno de él decíase
en voz baja: «¡Será pintor!» Y él sentía que la clase le dirigía miradas mitad orgullosas y mitad de envidia, como si le
viera ya destinado á ocupar un puesto digno del genio.
Su idea de ser pintor formóse poco á poco á causa de
esto, de la enseñanza de sus profesores, del estimulo de sus
companeros, de ese murmullo del colegio que dicta en cierto
grado el porvenir de todos. S u vocación se desprendió de
cierta facilidad natural, x de la pereza del niño de manos diestras, que dibuja alternando con sus deberes, sin el rayo
sin la iluminación súbita que hace brotar el talento al c h o que de un trozo de arte ó de una escena de naturaleza. En
el fondo, Anatolio era mucho más bien atraído por la vida
del artista que llamado por el arte. Soñaba con el taller.
Aspiraba á él con las imaginaciones del colegio y los a p e t i tos de su naturaleza. L o que veía allí eran aquellos horizontes de la Bohemia que encantan mirados de lejos: la n o vela de la Miseria, la emancipación del lazo y de la ley la
libertad, la indisciplina, lo desordenado de lá vida, el azar
lo eventual, lo imprevisto de todos los días, la huida de lá
casa bien puesta y arreglada, el sálvese quien pueda de la
familia y del fastidio de sus domingos, la fanfarronada
del burgués, todo el desconocido de voluptuosidad del m o delo de mujer, el trabajo que no molesta, el derecho á d i s Irazarse todo el año, un carnaval eterno: he ahí las i m á g e nes y las tentaciones que para él tenía la severa y rigurosa
carrera del arte.
'
Mas como casi todas las madres de aquella época, la
madre de Anatolio soñaba con un porvenir para su hijo- la
hscuela politécnica. Por la noche, mientras atizaba la lumbre, veía a su Anatolio cubierta la cabeza con un tricornio
el uniforme apretado de las caderas y la espada al lado, con
Grandyoinet, un flaco muchacho á q u i é i se apodaba
«Menos Cinco», á causa de su respuesta á los que llegaban,
que le encontraban siempre el primero en el taller y l e . d e cían:—¡Cómo! ¿Ha dado ya la hora?
— N o , caballeros, dará ilentro de cinco minutos. Gran
comprador de grabados de Poussin, excelente y dulce mozo
que no se encolerizaba sino cuando el modelo habíase o l v i dado de poner el pañuelo sobre el taburete, y robaba así
algunos minutos á la posición; el tipo del trabajador e j e m plar, cuya aplicación, cuya vocación ingrata, cuyo desesperado esfuerzo respetaban en sus chanzas, con una especie
de conmiseración, sus compañeros.
El enorme Lestrigant, detrás del cual deteníase L a n gibout, admirado y sonriente ante un detalle exagerado ó
forzado en una academia bien dibujada. «Muy bien,—le decía—muy bien amigo, usted ve así; muy bien, usted ve el
laclo c ó m i c o . . . » Lestrigant, quedebia obedecer á su verdadera vocación, abandonar pronto la historia para poner el
espíritu de Parísen la caricatura.
El pequeño Deloche, lindo mozo, de semblante espiritual y descarado, travieso, ruidosillo, que insultaba á los
modelos, haciéndose el bravo; no hacía tres meses que, al
llegar de su colegio y d e su pueblo en traje de primera c o munión, y caer súbitamente en el taller, en mitad de una
sesión de modelo femenil, habíase quedado petrificado ante
la «señora» completamente desnuda, sus ojos de muchachuelo desmesuradamente abiertos, "y dejando caer de e s t u p e facción la carpeta (pie llevaba en la mano, entre la homérica risa de los otros discípulos.
Rouvillain, un nómada, el cual, en cuanto reunía veinte
francos, daba cita al taller para que le fuese á despedir hasta la barrera de Fontainebleau; desde allí, se iba de un trote á los Pirineos, llamaba á la puerta del primer cura que
encontraba la primera noche, le hacía una cabeza de virgen
ó una pequeña restauración, y se llevaba una carta para
otro cura de más lejos; y, de recomendación en recomendación, de cura en cura, traspasaba la frontera de España, de
donde regresaba á París por las mismas etapas.
Garbuliez, un suizo, que había llevado de su país el
culto de su compañero Gros.claude v la caricatura del
pintor-Juan tíelin en el palacio del Gran Turco.
Malambic «y su sueldo de carbón», así llamado en el taller
á causa de sus interminables piernas, eternamente e n c e -
rradas en un pantalón negro, y con justicia comparadas á
los dos,pedazos de carbón que los papeleros dan por un
sueldo.
Massiquot, bello de una belleza antigua, los cabellos
rizados á la ninivita sobre una frente baja, facciones de Antinoo y sonrisa de Mefistófeles; un mozo de la madera de
donde salen los buenos escultores, pero cuyo tiempo y t a lento perdíanse en la gimnasia, los alardes de fuerza, los
excesos de ejercicio á que le arrastraba el orgullo de su
desarrollo corporal, Massiquot, el macero de los discípulos.
Lemesureur, el macero del taller, el intermediario e n tre el maestro y los discípulos, el hombre de confianza del
patrón, que recibía la cuota mensual, escribía á los m o d e los, cuidaba del moviliario y hacía pagar los taburetes y
los vidrios rotos; Lemesureur, antiguo ugier de Montargis,
casado con una uisadora de cachemiras, y que hacía en el
taller un pequeño negocio, comprando por diez francos las
cabezas bien dibujadas que revendía á sus huéspedes como
modelos.
Schulinger, un alsaciano de aspecto de cabo prusiano, giran farfullador de francés, que mostraba d e vez en
cuando, entre dos hartones «le cerv eza, un rostro que r e cordaba el gris argentino de Velazquez.
Blondulot, un granujilla de París, destetado por un a f i cionado muy conocido que, de tiempo en tiempo, creía d e s cubrir un Rafael en cualquier pintamonas como Blondulot,
y cuyas costumbres expiaba con el interesado celo de la
madre de actriz, yendo á recomendarle á los críticos, d i ciendo: « ¡ E s de los buenos de veras! ¡es un ángel!...»
Jacquillat, que no tenía talento ninguno, pero á quien
Langibout consideraba: era hijo de aquel Jacquillat que había dado lecciones de baile al señor de Clarac y e j e c u taba la estrella de ocho puntas.
Montariol, el mundano, que muy frecuentemente se desayunaba en las lecherías con los empleados de los bailes de
donde salia, el caballero del taller; pero teniendo en todas
sus elegancias soluciones de continuidad y desgarrones, y
mirando la hora en su reloj cuyo cristal roto había sido
p e g a d o con lacre,
Lamoize, el de los cabellos cortados al rape, el de lo
blanco del ojo, azul, el de india tez, siempre encerrado en
un raido traje negro; un lector, un republicano, un músico
que pintaba ideas.
D a g o u s s e t , el bizco, que hacía bizcar los ojos que p i n taba, por aquella tendencia singular y fatal que tienen casi
todos los artistas á reflejar en s u s o b r a s la enfermedad predominante de su persona.
L u e g o venía « S i s t e m a » ; S i s t e m a , al cual no s e le c o n o cía otro nombre q u e e s e apodo; S i s t e m a , que pintaba, s o b r e
un s o l o pie, con la mano izquierda, que sustentaba la p a l e ta, a p o y a d a en una varilla de hierro; Sistema, que ponía e n
su brazo cuya manga tenía levantada, el tono de carne t o mado en la paleta, y a p r o x i m á b a l e l u e g o al modelo para
comparar; Sistema, que compartía con l á v e l a s el papel de
mártir del taller.
Eli cual poseía también los d o s tipos del «estudiador» y
del «sonador» en el pintor Vivarais v el escultor Romane«.
V ivarais era un hombre que pasaba 'la vida « i m p r e g n á n d o se» sin pintar casi nunca; y Romanet fué quien dijo un día,
e n el quicio de su puerta, á A n a t o l i o : — M i r a , querido, para
hacer mi busto, sería p r e c i s o tener m á r m o l . . . — ¿ P o r q u é no
c o n tierra mojada? ¡ E s tan largo el m á r m o l ! . . . — N o , n o res u l t a n a la linea rígida, el trazo c o r t a n t e . . . Me saldría siempre llojo... n e c e s i t o mármol, solo m á r m o l . . . — B u e n o , déjamelo v e r . . . explícame tu idea... T e a s e g u r o que á nadie
d.re nada...==¿Mi busto? ¿mi mármol? Está a q u í . . . — d i j o
Komanet tocándose la frente.
Baturrillo extraño de talentos y de nulidades, de rostros
s e r i o s y g r o t e s c o s , de vocaciones v erdaderas y de a m b i c i o n e s de hijos de tenderos ávidos de una existencia lujosa;
toda clase de naturalezas y de individuos, llamados á p o r venires los mas d i v e r s o s , á fortunas las más c o n t r a r i a s / d e s tinados a acabar en l o s cuatro e x t r e m o s de la sociedad y «leí
mundo, allí donde el azar de la vida lleva las j u v e n t u d e s v
las promesas de un taller, en un rincón del Instituto, en la
g a r g a n t a de un cocodrilo del Nilo, en la g e r e n c i a d e una
lotogi afia o e n una tienda de c h o c o l a t e r o ambulante.
VI
A n a t o l i o habíase h e c h o inmediatamente el jaranero del
taller, el inventor de las farsas y de las caricaturas.
Había nacido con malicias de mono. Cuando niño, al ser
1 levado al c o l e g i o , e c h a b a á c o r r e r de pronto y se p o n í a á
gritar con todas las fuerzas de su voz de s a p o . . . « ¡ L a r e v o -
lución ha comenzado!» L a calle s e asustaba, los tenderos s e
precipitaban á s u s puertas, las ventanas s e abrían, dejando
ver s e m b l a n t e s trastornados y por las espaldas de l o s viejos,
cjue hacían una bocina de s u s manos para oir la campana de
San Merry, pasaba el e s t r e m e c i m i e n t o del rentista. D e s graciadamente, á su tercera tentativa, sintióse d i s g u s t a d o en
el placer que le procuraba toda aquella barahunda por un
enorme puntapié de t e n d e r o felipista de la calle de San J a cobo. En el c o l e g i o , s i e m p r e estaba haciendo diabluras. Un
profesor, del cual estaba quejoso, c o m e t i ó la imprudencia,
en un reparto de p r e m i o s , de comenzar así su discurso:
«Jóvenes atletas que vais á entrar e n la a r e n a . . . » — «¡Viva
la reina!» ( i ) — p ú s o s e á gritar Anatolio, v o l v i é n d o s e hacia
la reina M a r í a - A m e l i a y e n d o á ver coronar á su hijo. Una
aclamación tres v e c e s repetida a c o g i ó este j u e g o de p a l a bras, y o b l i g ó al infeliz profesor á meterse su elocuencia e n
el bolsillo.
Con la edad y la salida del c o l e g i o , esta imaginación de
travieso no había hecho más que p r o g r e s a r en Anatolio. El
sentido de lo g r o t e s c o le había dado el g e n i o de la parodia.
Caricaturizaba á las g e n t e s con una palabra. Con intrigas,
con c a s c a d a s de necedades, mezclaba zurridos, crugidOS d e
respuestas semejantes á aquellos latigazos con q u e los postillones animan á los caballos. J u g a b a con la gramática, el
diccionario, el doble sentido de los términos: lo que r e c o r daba de s u s e s t u d i o s permitíale meter en lo que d e c í a trozos
de clásicos, renovar en s u s bufonadas g r a n d e s n o m b r e s ,
versos triturados, c o s a s sublimes estropeadas; y su vena
era un «potpurrí», una macedonia, una mezcla de sal g r u e s a
y lino espíritu, el desorden más loco y más original.
En las partidas de placer, por la noche, al regresar en
los c o c h e s de los a l r e d e d o r e s de París, s e las e c h a b a de personaje provinciano; improvisaba relatos de pueblo, d e s c u bría h o g a r e s e n los que encima de v a s o s s e ven naranjas, inventaba s o c i e d a d e s de villorrio, todo un mundo que
p a r e c í a llevar de Monnier á Hoffmann, con g r a n diversión y
entre la risa loca de s u s c o m p a ñ e r o s de viaje. T e n í a la v o cación del actor y del mixtificador. S u palabra era s o s t e n i da por s u s g e s t o s , una mímica de meridional, la sucesión y
la vivacidad dé las e x p l o s i o n e s , de los momos, en su rostro,
i; E'iuivoco qtie consiste en la pronunciación ile las palabras
«la reine» (la reina) y «l'aróne» 'la aren«', qne e? igual en francés.
llexible c o m o una c a r e t a d e tela, q u e s e p r C s t a b a á todo,
d á n d o l e e l a s p e c t o d e u n h o m b r e d e cien c a r a s . A a q u e l
t e m p e r a m e n t o c ó m i c o , á t o d o s e s t o s d o n e s d e la n a t u r a l e z a ,
s e unía una a p t i . u d s i n g u l a r d e imitación, d e a s i m i l a c i ó n d e
t o d o lo qtté o í a , v e í a en el t e a t r o y en la calle ó e n las c a s a s ,
d e s d e la e n t o n a c i ó n d e N u m a h a s t a el r u i d o d e la e n a g u a d e
u n a b a i l a r i n a e s p a ñ o l a e j e c u t a n d o u n a « c a c h u c h a » , d e s d e el
t a r t a m u d e o de Mijonnet,el p r o v e e d o r de comestiblesdel taller
h a s t a la g e s t i c u l a c i ó n m u d a d e l c a b a l l e r o q u e b u s c a su bolsillo en e l ó m n i b u s . R e p r e s e n t a b a p o r sí sólo u n a e s c e n a ,
u n a o b r a : e r a el r e l e v o d e u n a d i l i g e n c i a , el p a t e a r d e l o s
m o z o s d e e s t a b l o , las p r e g u n t a s d e los v i a j e r o s a d o r m e c i d o s , el m o v i m i e n t o d e l o s c a b a l l o s , e l ¡ a r r e ! del p o s t i l l ó n ; ó
bien u n a m i s a m i l i t a r , e l « D ó m i n u s v o b i s c u m » t e m b l o r o s o del
viejo s a c e r d o t e , las c h i l l o n a s r e s p u e s t a s del m o n a g o , el ronq u i d o del s e r p e n t ó n , el g a n g u e o d e los s o c h a n t r e s , el s o n i d o
v e l a d o d e los t a m b o r e s , la t o s del p a r d e F r a n c i a s o b r e
la t u m b a del d i f u n t o . P a r o d i a b a un a r i a d e ó p e r a , un «do»
ile t e n o r . I m i t a b a el d e s p e r t a r d e un g a l l i n e r o , la c a s c a d a
b a l a d r o n a d a del g a l l o , los c l o q u e o s , los c a c a r e o s , los a r r u l l o s , t o d a la m u r m u r a d o r a c h a r l a d e los a n i m a l e s , q u e p a r e cían d e s p e r t a r b a j o su b l u s a . L o s d í a s q u e i b a al J a r d í n
B o t á n i c o á e s t u d i a r á las b e s t i a s , a p r o p i á b a s e su voz, su
c a n t o . C u a n d o q u e r í a , su n a r i z se c o n v e r t í a en una c o l e c ción d e i r r a c i o n a l e s : h a c í a s a l i r d e ella, c o m o d e u n a c a v e r na o b s c u r a , el r o n q u i d o del l e ó n , un r u g i d o tan r e a l , q u e ,
de noche, h u b i e r a confundido á Julio G e r a r d . Respecto á los
r u i d o s h u m a n o s , t o d o s los p o s e í a . I m i t a b a los a c e n t o s , los
d e j o s , l o s r u m o r e s d e la calle, e l p r e g ó n del v e n d e d o r
d e s o m b r e r o s , e l chillido d e la e x p e n d e d o r a d e e s t o y d e lo
o t r o el g r i t o del v e n d e d o r d e «¡tatos» e x t e n d i é n d o s e á lo
l a r g o del a r r a b a l , t o d o s los g r i t o s : el d e la c o n c i e n c i a ,
e r a el ú n i c o q u e , s e g ú n él m i s m o d e c í a , n o p o d í a y i n i t a r .
E l t a l l e r t e n í a en él á su a m e n i z a d o r y á su l o c o sin el
cual n o h a b í a p o d i d o p a s a r . A l final d e a q u e l l o s g r a n d e s sil e n c i o s d e t r a b a j o q u e s e h a c í a n , d e s p u é s d e un p r o l o n g a d o
r e c o g i m i e n t o d e t a n t o s j ó v e n e s d o b l a d o s s o b r e un e s t u d i o ,
c u a n d o una voz s e e l e v a b a p a r a d e c i r : «¡A v e r q u i e n i n v e n t a un c h i s t e ! » , A n a t o l i o lanza al p u n t o c u a l q u i e r f r a s e
c h u s c a , h a c i e n d o c o r r e r la r i s a c o m o una p o l v a r e d a , sac u d i e n d o la f a t i g a d e t o d o s , h a c i e n d o q u e t o d a s las c a b e z a s
s e a l z a r a n d e los c a r t o n e s , y p r o c u r a n d o á t o d a la sala un
r e c r e o d e un i n s t a n t e .
N u n c a s e le pillaba d e s p r e v e n i d o . ¡ T e n í a el t a l l e r q u e
llevar á c a b o u n a v e n g a n z a ? A n a t o l i o i n v e n t a b a a l g o en seguida; y ordinariamente, á r u e g o de sus cainaradas y r e s p o n d i e n d o á su c o n f i a n z a , él e r a el v e n g a d o r d e t o d o s . ¿Debía r e c i b i r s e á un « n u e v o » ? , ivl s e e n c a r g a b a d e h a c e r l o , d e
t r i u n f a r una v e z m á s . S e e x c e d í a e n t o n c e s en f a n t a s í a , e n
i m a g i n a c i ó n p a r a la d i r e c c i ó n d e e s c e n a .
E l r e s t o d e c r u c i f i x i ó n , la t r a d i c i ó n d e t o r t u r a , r e m i n i s c e n c i a s d e o t r o t i e m p o en las f a r s a s a r t í s t i c a s , el a t a m i e n t o
á la e s c a l e r a , la e s t r a p a d a , la b r u t a l i d a d d e a q u e l l a a s e j e c u c i o n e s q u e a c a b a b a n á v e c e s p o r la r o t u r a d e un . m i e m b r o ,
e m p e z a b a n á p a s a r d e m o d a e n los t a l l e r e s . A p e n s si el
uso d e e s t a s a n t i g u a s f e r o c i d a d e s s e c o n s e r v a b a t o d a v í a en
c a s a del e s c u l t o r D a v i d , c u y o s d i s c í p u l o s p a s e a b a n , en
a q u e l l a é p o c a , p o r t o d o el b a r r i o , un « n u e v o » a t a d o c o n t r a
una e s c a l e r a , con un c o m p a ñ e r o , á c a b a l l o s o b r e su e s t ó m a g o , t o c a n d o la g u i t a r r a . L a s iniciativas d u l c i f i c á b a n s e
p o c o á p o c o y s e c o n v e r t í a n en i n o c e n t e s p r u e b a s d e Irancm a s o n e r í a . A n a t o l i o las r e n o v ó p o r la s e r i e d a d d e la c a r i c a t u r a y la c r u e l d a d d e la c o m e d i a .
E n c u a n t o l l e g a b a un « n u e v o » c o m e n z a b a p o r h a c e r l e
d e s n u d a r , le i n s u l t a b a s u c e s i v a m e n t e t o d o s los m i e m b r o s , le
e c h a b a en c a r a su e s t r u c t u r a c a n a l l e s c a , e s t a b l e c í a , con la
voz flemática d e Q u a t r e m i e r e d e Q u i n c y , l a s p o c a s r e l a c i o n e s e x i s t e n t e s e n t r e u n a figura d e F i d í a s y a q u e l « A p o l o d e
los c a l d e r e r o s » . L u e g o le h a c í a c a n t a r , en t r a j e d e p a r a í s o ,
en ¡Misturas d e e q u i l i b r i o p e l i g r o s o , l e t r a s
imposibles
c o n u n a m ú s i c a c u y o s e c r e t o él c o n o c í a . C u a n d o el « n u e v o »
e s t a b a r o n c o y a c a t a r r a d o , le a n u n c i a b a los « s u p l i c i o s » . Y
d e r e p e n t e c a m b i a b a d e voz, d e a s p e c t o , d e r o s t r o , t e n í a
gestos de o g r o de cuentos de hadas, una entonación de rey
«le o b r a d e m a g i a «¡ue o n l e n a u n a ejecuci«>n, m o f a s d e S c h a h a b a h a m : e r a B o b e c h e y T o r q u e m a d a , la I n q u i s i c i ó n «mi
los F u n á m b u l o s . ¿Se t r a t a b a d e m a r c a r á un r e c a l c i t r a n t e ?
E s t a b a t e r r i b l e u r g a n d o el f u e g o d e la e s t u f a p a r a c a l e n t a r
los h i e r r o s hasta ponerles e n c a r n a d o s , terrible cuando e s t o s h i e r r o s , c a m b i a d o s h á b i l m e n t e e n su m a n o p o r c l a v i j a s
«le e s c u l t o r p i n t a d a s de b e r m e l l ó n , s e a p r o x i m a b a n , t e r r i b l e
c u a n d o p r o b a b a a q u e l l o s h i e r r o s , d e t r á s «leí p a c i e n t e y
c u a t r o ó c i n c o v e c e s en u n a t a b l a , m i e n t r a s a r d í a el c u e r n o
q u e h a b í a manda«l«i q u e m a r , e s p a n t o s o c u a n d o les a p l i c a b a
á la e s p a l d a del d e s g r a c i a d o c o n un « ¡ p s c h i t ! » q u e r e p r e s e n t a b a i n f e r n a l m e n t e el c h i r r i d í i «le la piel t o s t a d a . T o d o s
reían, y d casi i n s p i r a b a m i e d o . Y luego venían los c u m o l i d o s . l o s d i s c u r s o s d e recepción, los t r o z o s a c a d é m i c o s . . .
a r a cada «nuevo» inventaba u n a nueva c e r e m o n i a , b r o m a s
COm
feS^T'0
° U d e l a s sanguijuelas la
a r s a d e las s a n g u i j u e l a s que m o s t r a b a á su víctima en un
vaso, y q u e e p o m a en el h u e c o del e s t ó m a g o : la víctima
b r o m e a b a al p r o n t o , luego no b r o m e a b a : creía s e n ó r e l
p i c o r de l a s s a n g u i j u e l a s ; d e tal modo las había imitado
Anatolio con cascos d e cebolla t o s t a d o s .
E n el taller se le llamaba «la Bola».
VII
del
en l n . a t B n I a '
í™™
® P i r i t u francés, nacida
en los « d i e r e s del p a s a d o , salida d e la p a l a b r a llena d e imág e n e s del a r t i s i a , de la m d e p e n d e n c i a d e su c a r á c t e r y de
m T g r a . ' í l 0 , q u e s e m e z c l a y s e c o n f u n d e en él, p o r la
ibertad de as uleas y el c o l o r d e las p a l a b r a s , u n a ' n u u r a leza d e p u e b l o y un oficio ,le ideal; la Bola, s u r g i d a d e allí
la
* > < f a s ' <lel
la sociedad;
r l na d e
feTsS™
, "
' a S r e l i ^ o n e s , < le «as políticas, d e
os s i s t e m a s y en la conmoción d e la vieja sociedad, en la
i. diferencia de los c e r e b r o s y los c o r a z o n e s , c o n v e r t i d a en
el «C l edo» falso del escepticismo, en la rebelión p a r i s i e n s e
d e la desilusión, en la f ó r m u l a l i g e r a y tunante de la b l a s femia en la g r a n f o r m a m o d e r n a , impia y d i s c o r d a n t e , de
la d u d a universal y del p i r r o n i s m o nacional; la Bola del s i esa
- r r a n r e v o l u c i o n a r i a , la
,: fe
r I O r a
- l a m a t a d o r a ( l e r e s P e t ° ; la Bola, con
su hálito canallesco y su risa m a n c h o s a c a y e n d o s o b r e t o d o
lo q u e es h o n o r , a m o r , familia, la b a n d e r a ó la religión del
c o ^ z o n del h o m b r e ; la Bola, siguiendo las huellas -Pe la his-
„H • r t ' Y a r r T n < l ° P ° r e n c ' , n a de su h o m b r o la
^
^ a Courtille; la Bola, q u e coloca las g e m o n í a s
en I a n t i n ; la Bola, la «vis cómica»de n u e s t r a s d e c a d e n c i a s v
e n ia
d
'iuc s e
«rictus^
St 11,on > la cuchufleta del presidio, lo q u e C a b r i ó n lanza á Pipe et lo q u e el g r a n u j a r o b a á Voltaire, lo q u e va de C á n dido a J u a n H i r o u x ; la Bola, q u e es la h o r r i b l e chanza de
a s . e v o l u c i o n e s ; la Bola q u e enciende el m o r t e r e t e de la sá-
daño!»; la Bola, e s a t e r r i b l e m a d r i n a que bautiza t o d o - l o
q u e toca con e x p r e s i o n e s q u e causan miedo y frío; la Bola,
q u e sazona el pan q u e los r a t e r u e l o s van á c o m e r á la Morg u e ; la Bola, q u e sale de los labios del pilluelo y le h a c e
decir á una m u j e r e m b a r a z a d a : « T i e n e un polichinela en el
cajón»; la Bola; en la cual hay el «ni 1 a d m i r a r i » q u e es la
t r a n q u i l i d a d d e espíritu de buen sentido del s a l v a j e y del
civilizado, lo s u b l i m e del a r r o y o V la venganza del lodo, la
r e v a n c h a de l o s p e q u e ñ o s c o n t r a los g r a n d e s , p a r e c i d a al
c o r a z ó n de la m a n z a n a en la honda d e D a v i d ; la Bola, esa
c a r i c a t u r a hablada y c o r r i e n t e , esa c a r i c a t u r a v o l a n d e r a q u e
d e s c i e n d e de A r i s t ó f a n e s p o r la nariz de B o u g i n i e r ; la B o la, q u e c r e ó en un día el g e n i o de P r u d h o m m e y R o b e r t o
Mácaire; la Bola, e s a p o p u l a r filosofía d e l « ; \ míq ué?», el estoicismo con q u e la f r á g i l y enfermiza raza de una capital
se b u r l a del cielo, de la P r o v i d e n c i a , del fin del mundo, d i c i é n d o l e s e n vo'. alta: « ¡ Z a p e ! » ; l a Bola, esa b u r l o n a desverg o n z a d a d e 1 > s e r i o y d e lo triste de la vida con el momo y
el g e s t o d e P i e r r o t ; la Bola, esa insolencia d e l h e r o i s m o que
hizo encon .rar un j u e g o d e p a l a b r a s á u n p a r i s i e n s e s o b r e la
b a l s a de la « M e d u s a » ; la Bola, q u e desafía la m u e r t e ; la
Bola, q ie la p r o f a n a ; la Bola q u e h a c e m o r i r como m u r i e r a
aquel artista a m i g o de C h a r l e t , exalando, en p r e s e n c i a d e
é s t e , su último s u s p i r o en mitad de un chiste; la Bola, esa
r i s a t e r r i b l e , r a b i o s a , febril, malévola, casi diabólica, d e nino» mimados, d e niños p o d r i d o s de la vejez de una civiliza-ción; e s a r i s a q u e se ríe d e la g r a n d e z a , del t e r r o r , del p u d o r , de la santidad, de la majestad, de la poesía de todo;
e s a risa q u e diríase goza con el b a j o p l a c e r d e a q u e l l o s
h o m b r e s vestidos d e blusa q u e , en el J a r d í n Botánico
se divierten e s c u p i e n d o s o b r e la belleza de los animales y la
majestad de los leones; la Bola, tal e r a
M U C H A C H
°-
BIBLIOT •(•;.-.
Z
dé l a T ' P . X ' , T 1 C T i a ; i a S t ' f l U e d í c e r ' e n ( , ° ' ; i "a p u e r t a
de las 1 u l l e n a s , al 24 d e F e b r e r o : « ¡ V u e s t r o billete, ciuda-
VIII
"ALK.v
»WÍ3.1S25 M0NT£R«Elf, MEXICO
E l taller se a b r í a p o r la mañana de seis á once, en v e r a n o , de o c h o á una en i n v i e r n o . E l miércoles h a b í a una
h o r a más d e t r a b a j o , «la h o r a del torso», p a r a a c a b a r el
t o r s o e m p e z a d o la v í s p e r a : h o r a s u p l e m e n t a r i a p a g a d a á
tanto cada uno p o r los discípulos. T r e s s e m a n a s de modelo
d e m u j e r c o m p l e t a b a n el mes.
D u r a n t e a q u e l l a s c inco h o r a s d e estudio cotidiano, d u rante a q u e l t r a b a j o del n a t u r a l c o n t i n u a d o p o r e s p a c i o d e
meses, de a ñ o s , Anatolio vió d e s f d a r los m á s bellos c u e r p o s
. l a e P ° c a ' l a e s c o g i d a humanidad q u e sirve de texto al
a r t i s t a , las e s t a t u a s vivas q u e c o n s e r v a n las leyes d e o r o porcion, e l - c a n o n » del h o m b r e y d e la m u j e r , los tipos q u e
d i b u j a n el d e s n u d o vird ó femenino, la elegancia ó la f u e r za, la delicadeza o el p o d e r , las líneas con sus oposiciones,
los c o n t o r n o s con su sexo, las f o r m a s con su estilo
A n a t o l i o d i b u j ó : hizo la l a r g a educación d e su ojo v d e
su lápiz; a p r e n d i ó á d e s a r r o l l a r una a c a d e m i a con a r r e ir lo á
todos a q u e los c u e r p o s f a m o s o s q u e han d e j a d o su m e m o r i a
en los c u a d r o s del tiempo: el c u e r p o de D u b o s c , aquel maravillóse¡ < u e r p o d e cincuenta y c i n c o a ñ o s , c,ue h a b í a c o n s e r vado la flexibilidad y el a r m o n i o s o e q u i l i b r i o d e la j u v e n t u d ;
el c u e r p o d e G i l b e r t , aquel c u e r p o todo lleno de los a g u j e r o s de una e s c u l t u r a á lo P u g e t , de G i l b e r t , el modelo p a r a
los sátiros, los convulsionistas, los « a r d i e n t e s » . D i b u j ó con
a r r e g l o a aquel c u e r p o de W a l l , e l c u e r p o d e un e f e b o f l o rentino, de t o r s o cincelado, d e p e c t o r a l e s a c u s a d o s en la
adolescencia del pecho, d e p i e r n a s finas en las q u e se veía
la flexible e l e g a n c i a , la longitud fluente d e un dibujo i t a l i a no del siglo xyi, f o r m a s d e c e r a s o b r e m ú s c u l o s d e a c e r o el c u e r p o de I ornas el Oso, a q u e l a n t i g u o l u c h a d o r «le I .vón!
d e s p e d i d o d e su r e g i m i e n t o á c a u s a de su apetito, el voraz
q u e t o m a b a cafe con leche en u n a t e r r i n a de escultor con
un pan d e «eis l i b r a s y á quien mantenían p o r piedad los
c r i a d o s df Rothschid ; un c u e r p o de c o n d e n a d o de Miguel
Angel, las e s p a l d a s d e Atlas, u n a m u s c u l a t u r a «le Crofcoo i r ^ v f ' ' T i m i l ! d , : V ; , r a A d o r y ^ y o s movimientos h a r í a n
c o i r c r olas b a j o la piel. Anatolio tuvo también los c u e r p o s
«le g r a c i a salvaje, nerviosos, on«lulantes, elásticos, del n e g r o S a . d , d e l n e g r o J o s é de la Martinica, el n e g r o d e est a t u r a de m u j e r , d e b r a z o s r e d o n d o s , q u e a l i g e r a b a las fat i g a s d e la p o s t u r a con m o n ó l o g o s á media voz, f a r f u l l a d o s
en la l e n g u a de su país. T u v o p o r fin a q u e l l o s modelos heroicos, d e constitución homérica, f o r m a d o s en el taller de
David, de p e c h o e n s a n c h a d o , cual s e ven en a q u e l l o s g r a n des henzos a n t i g u o s ; viejos d e s p o j o s de un I m p e r i o del a r t e ,
a los cuales el taller no d e j a b a de h a c e r la caridad acostumb r a d a con los viejos modelos, lo q u e se llama «un cuernect lo», una hoja de papel e n r o l l a d o p o r uno de los « n u e vos»que circula, y ' e n la q u e cada c u a l d e p o s i t a l o q u e p u e d é .
L a m u j e r , el c u e r p o d e la m u j e r , las f o r m a s d i v e r s a s y
c o n t r a r i a s d e su belleza, e n c o n t r ó l a s Anatolio en los cuerpos d e las t r e s Marix, el trío d e judias una «le las cuales
tiene su s o b e r b i a d e s n u d e z pintada en la F a m a del H e m i ciclo d e D e l a r o c h e ; en el c u e r p o d e Julia W a i l l , d e f o r m a s
llenas, de cabeza d e J u n o , d e g r a n boca r o m a n a , con los
e n o r m e s y bellos ojos de la T e j e a de P o m p e y a ; en el c u e r p o
de la s e ñ o r a L e g o i s , el tipo del modelo p a r a el d i b u j o clásico
del v i e n t r e y de las piernas; en el c u e r p o fino, n e r v i o s o ,
distinguido en la d e l g a d e z , de María Poitou, una naturaleza
de s a n t a , de m á r t i r , de mística; en el c u e r p o a n d r ó g i n o d e
C a r o l i n a la A l e m a n a , q u e sirv ió «le modelo p a r a los b r a z o s
del San Sinforiano, «le I n g r e s , e n e m i g o de los modelos d e
h o m b r e s , d e los cuales decía «que olían mal;» en el c u e r p o
de G e o r g i n a , la de talle d e a n g u i l a , d e lomos s e r p e n t i n o s , el
ideal en un tipo e g i p c i a c o de la línea de belleza p r o f e s a d o
p o r H o g a r t h ; en el c u e r p o á lo R u b e n s , d e p e c h o exuber a n t e , de p i e r n a s magníficas, «le Julieta; en el c u e r p o de
C a r o l i n a A l i b e r t , el c u e r p o ele una figura del P r i m a t i c i o ,
a l a r g a d o , afilado, con e x t r e m i d a d e s tan flexibles q u e hacía
con un movimiento q u e todos los dedos de una d e sus manos p a s a r a n u n o p o r b a j o d e o t r o ; en el c u e r p o d e l g a d u c h o ,
llaquillo, p r o l o n g a d o y e n c a n t a d o r de Colina C e r f , con sus
f o r m a s vacilantes d e niña y «1<- m u j e r , sus líneas de u n a inj e n u a de nóvela g r i e g a , la más j o v e i de las modelos, tan joven que los discípulos le p a g a b a n , p a r a m i e n t r a s p o s a b a ,
una l i b r a «le caramelo» de c e b a d a .
IX
De t a r d e en t a r d e , u n a distracción f u r i o s a , una r a b i o s a
fiesta r o m p í a la m o n o t o n í a de la vida d e taller. E n un h e r moso día todo lleno d e sol, q u e p r o m e t í a el v e r a n o , t o d o s
se p r e g u n t a b a n c u a ito h a b í a en la hucha; y c u a n d o las e n t r a d a s d e á _>5 f r a n c o s p a g a d o s p o r cada discípulo y e x i g i das r i g u r o s a m e n t e d e t o d o s , p o r L a n g i b o u t , c u a n d o estos
e n t r a d a s , llamadas las « b i e n v e n i d a s » , se elevaban á una suma de a l g u n o s cientos d e francos, conveníase en ir al c a m po á c o m e r s e la hucha. E n t o n c e s , todo el taller p a r t í a , s e g u i d o del modelo d e la s e m a n a , y se lanzaba al campo con
los t r a j e s más feroces, con las m á s r o j a s blusas, con los
s o m b r e r o s más revolucionarios, con chillones o r o p e l e s y
: r r r ; Ú m T S Í b l P S K la j u v e n t u d ' d e t o d o s s e Abordaba
en el camino; avanzaban entre g r i t o s , g e s t o s , canciones
con violenta alegría que asustaba las afueras y' violaba la
Cmb ria aba
lia cían a é 1 r-i'l ° ^
.
£
' »
" - e r o / e l ruldoque
hacían, el calor; y caminaban c o m o cazadores, animados
tumultuosos, batalladores, con aquella insolencül d e T l e g d á
golpes.
3
S
man
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y
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anSÍa<i(
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lentía
pide
A la puerta de F l e u r y , en una taberna al aire libre la
c a r i l l a poníase á comer. Y aquello e r a una francachela
paneros de viles C o g i ó a l g u n a s piedras, que tiró á la taberna de donde acababa de salir. Quería luchar. F u é m e n e s t e r
que s u s camaradas cargasen con él. T o d o s estaban admirados de su rabia de aquella necesidad q u e experimentaba
cíe compartir g o l p e s .
— ¡ C ó m o ! ¿aún no estás
¡ N o has recibido nada y has
l l e v a b a s ! . . . Yo s ó l o he dado
tomago a uno de ellos que me
e s ya b a s t a n t e . . .
satisfecho?—díjole-Anatolio—
derribado á d o s ! . . . ¡Buen paso
un lindo puntapié cerca del esfastidiaba. Pero, tumbar á dos
'
— ¡ N o , n o ! — repetía C o r i o l i s — ¡ a m i g o s viles! ¡ H e m o s
debido quitarles las g a n a s de v o l v e r ! . . . ¡Viles, d i g o q u e
s o i s unos viles!
.
UCe
ttet«^
"daSde
>'
^
a
icw
feV1
f S e c e i : ' ? u a n d o t o d o s «»aban beodos y
los mas dulces habien bebido el vino que da la cólera la
cuadnlla, cantando á grito pelado, v armada de horquillas
c o g i d a s en las viñas, se esparcía al azar en un camino en
i U rcí' e de S p a a R ' n C O n t r a , V a h O S . t Í 1 Í d a d ' c I ° d i < > d e l a l d e a n o de
c o c a de París por el parisiense. Rajo los cielos de estío
los c e l o s pesados y humeantes, rayados en n e g r o p o r n u bes de tormenta los artistas se tambalean formando s i l ü L
7
r[l
Efirt3
"-\y p r e S t a n d ° U'rr°r la
extraño de sus trajes, á la furia de sus g e s t o s , á sus sombras
fa
d e su
«S®
'- P¡pa S . se alzaba de lo que de ellos se veía
vagamente como una siniestra apariencia fantástica de bandidos legendarios- se hubiera creído ver á los truhanes del
Ideal en un horizonte de Saivator Rosa
I n e n v l n u h ^ s r ^ a b ^ ^ d "
^
*****
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natin üh»..«
£ s a b a . h n el camino se encontró un
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ehadoras. Al momento se tuo h
Un baiU
SC 0 r
Ü
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Y y
^ , l i z ó a l a ' r e übre,
con a> uda de luces compradas en casa de un tendero de ul
tramarinos, y que tenían en la mano los que 7 o bailaban
Víü,ín:
r
--nzóía m t í i ;
t-ero, en mitad del baile, los mozos del pueblo se deiarañ
caer entre los caballeros que danzaban. T r a b ó s eTa t e l e a
B t t J S f i ^
fuereños
lugareños.
aS
p"ra' ?'a
' t U ° b f ; c o « « , horquilla á dos
Por ultimo, estos, derrotados, escanaron en
P e , tCro Ín T
° o h s
N o h a b í a m á s remedío
quemaSar.
'"P'eria permanecer allí. T r a t ó á sus c o m -
Y durante todo el camino, hasta llegar á París, su largo
c u e r p o dio todas las señales de una cólera de criollo quino quiere oír nada.
Coriolis era el último v a s t a g o de una familia de P r o venza oriunda de Italia, que, cuando la revolución del 8o
se había refugiado en Borbón. Un tío, que era su tutor'
teníale asignada una pensión de seis mil francos, y debía
dejarle cuando muriera una rentita de quince mil, Aquel
nombre aristocrático, aquella pensión, aquel porvenir, que
eran una fortuna junto á la pobreza de sus camaradas la
e l e g a n t e indumentaria de Coriolis, el mundo que se decía
frecuentaba, las queridas con las cuales había sido e n c o n trado las fondas en que se le había entrevisto, ponían entre
el y el taller el frío de cierta reserva. El mismo Lan<Hbout sentíase violento Hasta cierto punto ante el «hidalgo»,
como le llamaba; había alguna amarga brusquedad ¿n la
manera como dejaba caer sobre sus e s b o z o s tan vivos y tan
colorados
las palabras; « — M u y b i e n . . . muy b i e n p e r o e s o no rae c o n o c e . . . y a sabe usted que y o no compren<lo e s o . . » b e k gastaban bromas, pero dulce', prudentemente, con malicias que no se aventuraban demasiado. S e sabía
que las caricaturas en e x c e s o intencionadas no eran de su
g u s t o . Recordábase su duelo coa Marpón, á p o c o de entrar
en el taller el du .lo en chanza, con balas, de corcho, t r a dicional en los talleres, y que poco faltó para que fuese trág i c o aquel día: Coriolis, dando un g o l p e en la mano del test i g o que iba a cargar las pistolas, hizo caer las balas
inofensivas y, sacando del bolsillo dos verdaderas e x i g i ó
una nueva y seria carga. Era, pues, respetado. Aun
cuando no fuese orgulloso, aun cuando se le tuviera
por buen muchacho, aunque tomase parte en todas las t r a vesuras, en los j u e g o s , en las borracheras y batallas del
taller, era un compañero con el que los otros discípulos no
se sentían á su gusto ni tenían sino las relaciones del taller.
Y en aquel mundo, el único amigo de Coriolis era Anatolio,
un amigo de c o l e g i o , de dos años de patio general en el de
Enrique IV*. Como su buen humor le divertía, le permitía,
le perdonaba todo, con aquella especie d ; indulgencia que
tiene un perro grande por un falderillo.
— A c o m p á ñ a m e — le dijo cuando estuvieron en París.
Cuando entraron en su casa.
— ; T e m u d a s ? — p r e g u n t ó l e Anatolio considerando el
desorden del aposento y los comienzos de empaque.
— N o , me marcho—respondió Coriolis con tono de voz
en el que ya no s e traslucía la embriaguez.
— ; T e vuelves á Borbón?
— N o , v o y á darme un paseo por Oriente.
—¡Bah!
— S í , necesito cambiar de aires... Aquí siento que no
me e s posible hacer nada... Me gusta demasiado P a r í s . . .
¡Este pilluelo de París es tan encantador, tan agradable'
tan tentador! Me conozco, y me doy miedo: París acabaría
por comérseme... Necesito a l g o que me cambie... m o v i miento... Estoy fastidiado de mí, de mi pintura, del taller,
de lo que aquí se nos canta... Me parece que estoy hecho
para a l g o más... Después de todo, siempre se cree uno
mismo... En fin, allá abajo, me figuro... ya veré si D e camps y Marillac cargaron con todo ó dejaron allí alguna
cosa para los demás... Tal vez puedan verse cosas nuevas
que ellos no vieron... Por otra parte, allí estaré s o l o . . . lo
cual e s bueno para reconocerse y juzgarse... L a s distancias
brillarán por su ausencia. ¡No más comidas de Boissard, no
más cenas, no más noches de campo!... Nada; que me veré
obligado á trabajar... El bueno de mi tío hace las cosas d i vinamente... Está encantado, ya lo supondrás, viendo que
abandono e s t o . . . ¡Y decir que tantas ideas razonables se las
debo á una mujer!... Ella me las ha dado, sí, ella misma...
poniéndome á la puerta... ¡Ah! me escribirás, ¿eh? porque,
una vez allí, tardaré en volver algún tiempo. Quisiera r e g r e sar con algo que mostrar, ser alguien cuando volviera á p o ner los pies en P a r í s . . . Ya sabes tú que cuando uno v e su
talento en algún sitio... Con frecuencia s e me ha asegurado
que tengo temperamento de colorista.,, ¡Veremos si se e n cañaron!
> ante el porvenir, ante la separación, los dos amigos
volvieron al pasado, hablaron de su amistad, del colegio
volviendo a hallar en sus recuerdos la infancia de su alecto'
Eran las tres de la mañana cuando Coriolis dijo á Anatolio:
—Quedamos, pues, en que me embarcarás el miércoles.
— S i , vendré con Garnot lie.
.
X
La comida de despedida dada por Coriolis á Anatolio v
( .arnotelle tocaba á su fin, habiendo sido triste v alegre, cor
dial y emocionante al propio tiempo. S e había bebido en ella
aquel espolazo que conmueve el corazón del que se va v de
los que se quedan. En el pequeño taller, grandes maletas
negras semejantes á las maletas de ingleses que van al fin
del mundo, cajas, sacos de noche, cobertores sujetos por
correas, hasta una reducida tienda de campaña, cuya g r u e sa tela hacía soñar, así como una vela con el reposo, con
noches lejanas y otros cielos: toda clase de objetos de viaje
esperaban dispuestos para ser cargados en el liacre, d e t e nido ya ante la puerta de la casa.
En aquel instante se abrió la puerta del aposentó, v en
el quicio presentóse una mujerque e m p u j a b a d e l a n t e d e s í á
una niña: ésta, tímida, 110 quería entrar; 110 atreviéndose á
mirar ni á dejarse ver, s e recostaba ele cara en su madre v
cogiendo con sus manitas dos lados de su falda, trata a cíe
ocultarse á medias, con un salvajismo de pájaro, como con
dos alas que intentaba juntar.
—¿Alguno de estos señores necesita un niño Jesúi?
preguntó la mujer con una sonrisa humilde; v cogiendo la
cabeza de la criatura, mostróles una niña de azules ojos.
—¡Oh! ¡encantadora!—dijo Coriolis.
^ haciendo una seña á la niña,
—Pequeña, aproxímate aquí...
Suavemente empujada por su madre, suavemente atraída
por el joven, y avanzando hacia la mirada de éste, mitad
miedosa y mitad confiada, llegó á su lado. Subiéndosele encima de las rodillas, Coriolis la hizo tomar pasteles de los
platos que estaban sobre la mesa. L u e g o , pasándole la mano por los cabellos, cabellos de niña rubia llamada á ser
morena, y recreando los dedos con aquel contacto, p e r m a -
por buen muchacho, aunque tomase parte en todas las t r a vesuras, en los j u e g o s , en las borracheras y batallas del
taller, era un compañero con el que los otros discípulos no
se sentían á su gusto ni tenían sino las relaciones del taller.
Y en aquel mundo, el único amigo de Coriolis era Anatolio,
un amigo de c o l e g i o , de dos años de patio general en el de
Enrique IV*. Como su buen humor le divertía, le permitía,
le perdonaba todo, con aquella especie d ; indulgencia que
tiene un perro grande por un falderillo.
— A c o m p á ñ a m e — le dijo cuando estuvieron en París.
Cuando entraron en su casa.
— ; T e m u d a s ? — p r e g u n t ó l e Anatolio considerando el
desorden del aposento y los comienzos de empaque.
— N o , me marcho—respondió Coriolis con tono de voz
en el que ya no s e traslucía la embriaguez.
— ; T e vuelves á Borbón?
— N o , v o y á darme un paseo por Oriente.
—¡Bah!
— S í , necesito cambiar de aires... Aquí siento que no
me e s posible hacer nada... Me gusta demasiado P a r í s . . .
¡Este pilluelo de París es tan encantador, tan agradable'
tan tentador! Me conozco, y me doy miedo: París acabaría
por comérseme... Necesito a l g o que me cambie... m o v i miento... Estoy fastidiado de mí, de mi pintura, del taller,
de lo que aquí se nos canta... Me parece que estoy hecho
para a l g o más... Después de todo, siempre se cree uno
mismo... En fin, allá abajo, me figuro... ya veré si D e camps y Marillac cargaron con todo ó dejaron allí alguna
cosa para los demás... Tal vez puedan verse cosas nuevas
que ellos no vieron... Por otra parte, allí estaré s o l o . . . lo
cual e s bueno para reconocerse y juzgarse... L a s distancias
brillarán por su ausencia. ¡No más comidas de Boissard, no
más cenas, no más noches de campo!... Nada; que me veréobligado á trabajar... El bueno de mi tío hace las cosas d i vinamente... Está encantado, ya lo supondrás, viendo que
abandono e s t o . . . ¡Y decir que tantas ideas razonables se las
debo á una mujer!... Ella me las ha dado, sí, ella misma...
poniéndome á la puerta... ¡Ah! me escribirás, ¿eh? porque,
una vez allí, tardaré en volver algún tiempo. Quisiera r e g r e sar con algo que mostrar, ser alguien cuando volviera á p o ner los pies en P a r í s . . . Ya sabes tú que cuando uno v e su
talento en algún sitio... Con frecuencia s e me ha asegurado
que tengo temperamento de colorista.,, ¡Veremos si se e n cañaron!
> ante el porvenir, ante la separación, los dos amigos
volvieron al pasado, hablaron de su amistad, del colegio
volviendo a hallar en sus recuerdos la infancia de su afecto'
Eran las tres de la mañana cuando Coriolis dijo á Anatolio:
—Quedamos, pues, en que me embarcarás el miércoles.
— S i , vendré con Garnot lie.
.
X
La comida de despedida dada por Coriolis á Anatolio v
( .arnotelle tocaba á su fin, habiendo sido triste v alegre, cor
dial y emocionante al propio tiempo. S e había bebido en ella
aquel espolazo que conmueve el corazón del que se va v de
los que se quedan. En el pequeño taller, grandes maletas
negras semejantes á las maletas de ingleses que van al fin
del mundo, cajas, sacos de noche, cobertores sujetos por
correas, hasta una reducida tienda de campaña, cuya g r u e sa tela hacía soñar, así como una vela con el reposo, con
noches lejanas y otros cielos: toda clase de objetos de viaje
esperaban dispuestos para ser cargados en el liacre, d e t e nido ya ante la puerta de la casa.
En aquel instante se abrió la puerta del aposentó, v en
el quicio presentóse una mujerque e m p u j a b a d e l a n t e d e s í á
una niña: ésta, tímida, 110 quería entrar; 110 atreviéndose á
mirar ni á dejarse ver, s e recostaba ele cara en su madre v
cogiendo con sus manitas dos lados de su falda, trata a cíe
ocultarse á medias, con un salvajismo de pájaro, como con
dos alas que intentaba juntar.
—¿Alguno de estos señores necesita un niño Jesúi?
preguntó la mujer con una sonrisa humilde; v cogiendo la
cabeza de la criatura, mostróles una niña de azules ojos.
—¡Oh! ¡encantadora!—dijo Coriolis.
^ haciendo una seña á la niña,
—Pequeña, aproxímate aquí...
Suavemente empujada por su madre, suavemente atraída
por el joven, y avanzando hacia la mirada de éste, mitad
miedosa y mitad confiada, llegó á su lado. Subiéndosele encima de las rodillas, Coriolis la hizo tomar pasteles de los
platos que estaban sobre la mesa. Luego, pasándole la mano por los cabellos, cabellos de niña rubia llamada á ser
morena, y recreando los dedos con aquel contacto, p e r m a -
necio un momento mirando aquella grande y profunda dicha
de niño que la criatura tenía en los ojos.
— ¡ E h ! ¡madre ó no sé qué!. :—dijo Anatolio—¿Quiere
usted tomar café con nosotros? Diga usted, ¿por qué usted
no hace de modela. Todavía no e s usted demasiado vieja...
— ¡ A h ! caballero, tengo una desgracia... L o s médicos
dicen que es un principio de anquilosis de la columna vertebral... Y no es esto lo que me impide... L o malo es que
hace dos años que no puedo mover las caderas...
— U n a cabecita que me hubiera convenido...—dijo C o riolis, que continuaba examinando á la niña—¡Lástima es!...
Pero, como ve usted, buena mujer me marcho... A p r o pósito, ¿qué hora es?
Miró su reloj.
—¡Diablo! ¡no nos gueda más que el tiempo preciso!
Y, levantándose, elevó á la niña por encima de la cabeza, la abrazó y la dejó en el suelo. Mas, con el movimiento,
como la niña bajara frotándole, s e enganchó á la cadena del
reloj, cuyos dijes rodaron, sonando, por tierra.
—No' la riña usted, s e ñ o r a . . . N o ha tenido ella la culpa
— lijo Coriolis recogiendo los d i j e s , — E s tonto llevar estas
tonterías, que se enganchan con la mayor facilidad... Pero,
ahora que me acuerdo... Cuando uno s e va tan lejos, no
puede estar seguro de volver... Toma Anatolio, mi pez de
o r o . . . Siempre te darán por él veinte francos en el Monte,
de Piedad... Y tú añadió hablando á Garnotelle—tú que uno
de estos días vas á coger el premio de Roma, ahí tienes un
par de cuernos de coral, para defenderte del mal de ojo en
Italia... ¡Ah! ¿y mi rupia?
Miró por tierra.
— Y a sabes que en ella he probado mi cuchillo catalán...
¡Oh! no se moleste usted señora... Si hubiera caído, ya se
vería... La habré sin duda perdido.
Entró el portero.
— E a , señor Antonio, carguemos todo eso en seguida...
¡Y en marcha!
XI
—¡Cochinillo, que no trabaja usted!—repetía Langibout
á Anatolio cuando pasaba por detrás de. él en su visita al
taller.
Langibout podía haber sido llamado el último de los romanos.
Era el superviviente y el tipo rudo de la antigua escuela.
Acababa la raza en que la independencia burguesa de los
artistas del siglo x v m se mezclaba con el culto del 89 y de
las ideas de libertad. Discípulo de David, vivía en la r e l i g i ó n de su mañana. L a s antecámaras ministeriales no le habían visto nunca mendigar ni esperar; y su.vida rígida en su
dignidad, afectaba cierta austeridad republicana, como una
santidad ruda, hoy desaparecida del mundo de las artes.
Penía a l g o del viejo gruñón y del militar á lo Charlet, con
su liberalismo regañón, sus descontentos inquietos y contenidos, su aire, su gruesa voz que mascaba las palabras, su
duro y fuerte bigote, sus cabellos cortados al rape. Cuando
entraba en el taller, el respeto y el saludo del silencio s e
producían sobre su cabeza robusta y echada á un lado, sus
sienes cubiertas de canas bajo su g o r r o g r i e g o , sus ojos de
pesados párpados, su semblante cuadrado, de r a s g o s de
obrero,y en el que se veía, bajo su aire gruñón, una bondad
de pueblo, L'ft hálito de recogimiento pasaba por toda aquella juventud, y los más traviesos sentían cierto temor e m o cionante cuando el maestro les hablaba. S e le estimaba, era
temido, venerado. En sus regañonas advertencias había un
calor de corazón, una brusquedad de vivo afecto que no s e
escapaba á sus discípulos. S e le agradecían aquellas cóleras
impotentes, aquellas rabias que disipaba en palabras g r u e sas, cuando su poca influencia en los juicios de los concursos de Roma había hecho perder á uno de sus discípulos un
premio que le arrancaban la intriga y la parcialidad de sus
c o l e g a s que tenían taller como él. S e le agradecía también
su tolerancia por los viejos usos transmitidos por los talleres de la Revolución á los talleres de Luis Felipe. L a n g i bout era indulgente para las farsas y aun para las caricaturas algo feroces. Juzgaba que aquello probaba y templaba
la virilidad de las g e n t e s , diciendo que los hombres no eran
«señoritas»; que en su tiempo se hacía más, v nadie moría
de ello; que, en el arte, era necesario acostumbrarel corazón
y la piel á un poco de todo. Y recordaba la salvaje escuela de artistas bajo la república única é indivisible, las miserias feroces en las cuales, no teniendo qué comer, s e d o r mía, mascábase una buena porción de tabaco, se bebía en
seguida un vaso de agua, y comíase la fiebre que esto p r o ducía.
Por último, Langibout era amado en el taller á causa
de la sencillez de su vida, una vida de burguesillo, paseándose cotidianamente en mangas de camisa por la acera
de la calle del Infierno, entre un «registro» de las aguas
de Arcuil y la tienda de un calderero; una vida familiar,
alegrada de vez en cuando con el vinillo que r o c i a ba los modestos y cordiales festines de amigos del d o mingo.
Langibout s¿ había dejado pillar por el encanto de Anatoiio, por la seducción que ejercía sobre todos aquel muchacho que parecía nacido para agradar, aquel joven tan b r i llante, tan simpático, del cual en sus veladas hablaban unas
con otras las madres de los demás discípulos con una especie de envidia. S u interés, su afecto,habían sido ganados por
el arrojo de aquel bromista, y también por ciertas promesas
de talento que sus estudios parecían mostrar. Mientras Anatolio había dibujado y pintado con arreglo Vi la academia,
nada había atraído sobre lo que hacía la atención de L a n giljout. Pero cuando llegó á aquellos concursos de esbozos
de la quincena, en los cuales el que ganaba recibía en p r e mio un ejemplar de las L o g i a s de Rafael ó de los S a c r a mentos del Poussin, se reveló, mostró sus aptitudes p e r s o nales, obtuvo casi todas las veces el primer puesto. Tenía
cierto sentido de la composición, del arreglo, del orden. De
muchas lecturas, había retenido como trozos de reconstitución arcaica, señales simbólicas, emblemas, el recuerdo de
animales hieráticos y designadores, la lechuza de la Minerva ateniense, el gavilán de E g i p t o . H a b í a atrapado aquí v
allá, al través de los libros hojeados, un pequeño extremó
de antigüedad, un detalle de costumbres, uno de e s o s nadas
que dan carácter y apariencia del pasado en un punto del
lienzo. Conocía el «modius,» emblema de abundancia, y el
«strophium,» corona de los dioses y de los atletas vencedores. A lo que sabía, añadía lo que inventaba, y que d e f e n día ante Langibout con citas inspiradas, con argumentos
sacados de un Homero inédito ó de una Biblia ip.verosímil,
— E s t e busca—decía inocentementemente á los otros
discípulos Langibout, confundido en su limitada ciencia de
erudición.
Además, Anatolio tenía cierto instinto del agrupamiento,
la inteligencia del instante preciso de la escena indicada y
subrayada en el programa del Concurso, una descripción
39
a l g o banal, pero a g r a d a b l e m e n t e literaria del drama tratado
S
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más
resentidos
dé ddibujo,
í h T *el ° suyo
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resentidos de
estaban dentro de la situación su decoración m o s S una
e s p e c i e d e c o l o r local, s u b o c e t o ,le c u a d r o e r a c u a d r o
Y L a n g i b o u t j u z g a b a q u e , siaquel muchacho llegaba á p o d e r
trabajar, era capaz de hacer tan bien c o m o otro c u a l c E a
taba axdmanH c a m i n o
y t e . A s í es, que siempre o e s !
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° ' T r m e n , T d 0 l e < P i n t á n d o s e d e t r á s d e él 3y
r e g a ñ á n d o l e p o r la e s p a l d a .
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° C S ' v o I u ^ t a d - Kso de no llegar nunca al fin
D e b e l a d , p e r e z a . . . N o ha l l e g a d o más q u e hasta las r ^ C
lias
A partir de e s e punto, nada... ¡Ya n o h ; i y r
Abajo, c e r o . . . ¡Piernas! ¿eso piernas ¡Nada es- ^ C a s o
e s o p u e d e tener piernas tales?'.., ¡ N o , no ha
¡ ü ¿ ¿
De la cintura abajo, ¡buenas noches!.
' Píernas-^ el sermón acaba siempre por el estribillo: « — ¡ C o c h i C a ' X T r S o ? J a K U S t e d ! > > ' q T V e r t í a e n el misino oí d a d e
. Vnatouo, t i r á n d o l e b a s t a n t e r u d a m e n t e d e los c a b e l l o s .
XII
Señor
ANATOLIO
BAZOCHE,
pintor,
Arrabal
Poissonnière,
3j
París
Francia.
Adramiti, cerca y por T r o y a
Franquéese.
(Iiiada)
« Q u e r i d o Anatolio,
t o d o e í rr ns la ^d o q U aCz ut ll; cTl a gr ° h a b i t a e n u n a c i « > a d en la q u e
^ n J
r
',
° - c e n i z a v e r d e , lila t i e r n o . . Sola3
Y S e r C S e g T e S q U C h i e r e n l a v i s t a e n cuanto sale el
sol. 1 éste no e s aquí c o m o el nuestro: se ve bien que n o
[ a
E. Y J. DE G0NC0URT
L
c u e s t a nada, lo tenemos todos los días. ¡ E n una palabra, e s t o
e s deslumbrante! Y me p a r e c e estar a l b e r g a d o e n la vitrina
de las piedras p r e c i o s a s , del m u s e o de m i n e r a l o g í a . M e n e s t e r
e s que te d i g a que las calles sirven aquí de lecho á los torrent e s q u e vienen de la montaña, lo q u e hace que constantem e n t e haya a g u a en e l l a s — c u a n d o n o e s un lodo i n f e c t o — v
las mujeres s e vean o b l i g a d a s á andar con z a n c o s y que haya
e n o r m e s pie Iras d i s p u e s t a s para poder atravesar las vías
públicas.,. ¿Permites q u e suelte mi frase? S e atasca uno en
el paisaje... P u e s , c o m o te iba diciendo, hay siempre a g u a ,
y en esta a g u a , naturalmente, s e refleja todo aquel carnaval,
y todos l o s c o l o r e s tiemblan, bailan, e s absolutamente c o m o
una ligura de f u e g o s artificiales arrojada al S e n a y vista á la
vez en el cielo y en el río... ¡Y barracas! ¡cobertizos! ¡tiendas! un movimiento c a l e i d o s c ó p i c o , .sin contar lo que s e
agita dentro, el personal del país, g e n t :s que de color turq u e s a ó bermellón, mujeres turcas, v e r d a d e r o s fantasmas
con botas, amarillas, mujeres g r i e g a s c o n a n c h o s pantalones, c a m i s a s flotantes y un tupido v e l o q u e les oculta lamitad
del rostro, m e n d i g o s . . . ¡Ah, querido, m e n d i g o s á los q u e
uno daría todo lo que tuviera por m i r a r l e s ! . . . Y además,
buenos h o m b r e s ridículos, al bardados, j o r o b a d o s , e r i z a d o s
de pistolas, de puñales, d e y a t a g a n e s , con e s c o p e t a s tres vec e s m a y o r e s que las nuestras, ( e s t o me hace pensar en el
cinturón del a l b a n é s <|ue me sirve de escolta; e s c u c h a su inventario: d o s cartucheras, una máquina para introducir las
balas, un cuchillo, y a d e m á s una petaca y un pañuelo); un
g o l p e de luz, y ¡crac! arden: hacen el r e g u e r o de pólvora,
alumbran con su batería de cocina, c o m o una luz de Ben-
» T o d o e s t o es, c o m o s a b e s , mi viejo s u e ñ o . Me entraron
d e s e o s de veri j contemplando la - Patrulla T u r c a , » de D e canips. ¡ D i a b l o de patrulla! Me l l e g ó al c o r a z ó n . . . E n fin,
h e m e aquí, e n la patria de a juel c o l o r . . . S ó l o que hay una
c o n t r a — n o s e lo d i g a s á e s o s animales de c r í t i c o s ; — e s e s t o
tan bello, tan brillante, tan superior á lo que t e n e m o s en
nuestras cajas de c o l o r e s , que m o m e n t o s hay en q u e s e a p o dera de uno un d e s a l i e n t o que divide el trabajo en d o s . S e
p r e g u n t a uno si no e s este un país c r e a d o buenamente para
s e r feliz, sin pintar, con un s a b o r de confitura de rosas en
la boca, al pie de un p e q u e ñ o k i o s c o v e r d e y g r o s e l l a , con
el azul del B o s f o r o e n lontananza, un narguilé enfrente, pensamientos de humo, de sol, de perfume, de c o s a s en la c a -
"ALFOWÉ0 RfcYEs«
I A
M£MIEEit£y, MEXIC9 - -
beza que no serían ideas sino á medias, una dulcísima e v a poración de su ser en una dicha de n u b e . . . Y el imbécil del
e u r o p e o vuelve á la gran bestia que tú c o n o c e s ; m - s i e n t o
c o g e r del cuello por la otra mitad de mí mismo, por el s e ñ o r
activo, el productor, el hombre que experimenta la n e c e s i dad de poner su nombre s o b r e pequeñas inmundicias que le
hacen s u d a r . . .
» A pesar de todo, a m i g o mío, e s mucha lástima h a c e r
cuadros, cuando continuamente s e ven aquí siempre f r e s c o s
y c o m o el q u e voy á d e s c r i b i r t e . A t e n c i ó n .
»Hallábame sentado, hace varios días, á la puerta de un
café. Delante de mí había un cobertizo de carnicero, l i s t e
con una ramita de a r b u s t o e n la mano, espantaba g r a vemente las m o s c a s de los pedazos de carne. A su" a l rededor un revoloteo de muebles y ropas usadas, de
viejos tapices multicolores; junto á criaturas de c a b e l l o s
partidos e n p e q u e ñ o s tirabuzones, perros flacos, una docena
de cabras y de c o r d e r o s apiñados y e s t r e c h á n d o s e en un
miedo común; una piedra g o t e a n d o s a n g r e , que los p e r r o s
lamían g r u ñ e n d o . Miraba e s t o , y á un cabritillo que p e r m a necía casi p e g a d o á una cabra. D e repente vi á mi carnicero
tirar su rama, dirigirse al p o b r e cabritillo, que q u i s o e s c a bullirse)- e x h a l ó d o s ó tres balidos lastimeros, los cuales fueron a h o g a d o s por los cantos y la guitarra de los m ú s i c o s de
mi caté. El carnicero había tendido al cabrito s o b r e una piedra; sacó un pequeño yatagán de su cinturón, y lo hirió en
el cuello; brotó una ola de s a n g r e , que enrojeció la piedra y
lué á hacer g r a n d e s r e d o n d e l e s en el a g u a que los p e r r o s
lamían. E n t o n c e s uno de aquellos inucliachuelos, un lindo
niño de tez florida, de ojos suaves, c o g i ó al animal p o r los
cuernos, e s p e r a n d o su último movimiento; y de vez en cuand o inclinábase un poco para morder una manzana, que tenía
en t"ia mano con el c u e r n o del cabritillo... i\ o, nunca vi nada
tan horriblemente lindo c o m o a q u e l p e q u e ñ o matarife con
su linda cabeza, sus bracil.os desnudos que sujeta :;an con
todas sus fuerzas, mordiendo su manzana" por encima de
aquella fuente de s a n g r e , s o b r e aquella agonía de otro p e queñuelo...
»Mi casa está situada e n un extremo de la ciudad, casi
e n el carneo, en un camino que conduce al llano y baja al
mar, que domina el monte Ida con la blancura eterna de
su nieve. Me siento á la puerta, y, al a n o c h e c e r , en la semiobscuriclad que coloca las cosas un p o c o más lejos de la
3
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r i h * U n n> P °f Ü " ' f ? e r c a d e l a l , n a >
á la vuelta d e los
r e b a ñ o s , E s este el p l a c e r dulce y t r i s t e q u e tu c o n o c e s q u
s e e x p e r i m e n t a en n u e s t r o país, en un p u e b l o c u á n d o
u n o s e s i e n t a á la p u e r t a d e u n a p o s a d a , s o b r e un b ^ c o
U T - e s t e d V U e te i a b l ° 3 e l ' » o m e n t o
felizdeld.a
un m o m e n t o d e p e n e t r a n t e s o l e m n i d a d . P r i m e r o
son d r o m e d a r i o s , p r e c e d i d o s s i e m p r e d e un b u e n h o m b r e ™
lio m o n t a d o en un a s n o , la h i l e r a de c a m e l l o s que A v a n z a n
l e n t a m e n t e , el u l t i m o c o n la c a m p a n i l l a al c u e l l o los n e o u e
nos corriendo libremente y tratando de m a m a r e n cuaito'sus"
m a d r e s s e p a r a n ; l u e g o las i n n u m e r a b l e s v a c a d a s ; d e s p u e s
los bufados conducidos por p a s t o r e s de cántico m e a n c ó f i c o
e p e q u e ñ a flauta a g r i d u l c e y p o r último el e j é r c i t o d e c a OVej
fe/
-n S - Y , á m e d i d a ( ! U R t o d o e s t o p a s a , los can o s
las c a m p a n i l l a s los p a t e a m i e n t o s , las m a r c h a s a r r a s t r a d o
.1 c a n s a n c i o del d í a , los" r u m o r e s , las formas q u e s e van
' h - r m i e n d o en la m a j e s t a d d e la n o c h e , ¡ b u e n o ! ¿ q u é q u i e r e
q u e te d i g a ? s e a p o d e r a d e mi una e m o c i ó n tan buena tan
buena
q u e e s e s t ú p i d o h a b l a r t e d e ella á tí.
'
» D e s p u é s de e s t o , necesario e s confesar que he l l e g a d o
aquí con el corazón abierto á todo: antes de ponerme en
marcha, existía una mujer q u e me había hecho en él un ne
q u e n o a g u j e r o para v e r q u é tenía d e n t r o . . . Ah? r e s p e c t o
a amor ¿quieres que te c o m u n i q u e ahora m i s m o m e m o r e
s t o n e s «femeniles?» H e l a s aquí. V e n d o en caique ^ T h e r a
P<i, h e pasado bajo las ventanas de un harem. Estaba aluml
brado a « g i g o r n o , » c o m o d e c í a m o s cuando teníamos d e n t r o
ssssarfáa
d e j o con e s a i m a g e n .
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o,,/™
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París d r / r i
p o r v e n i r . * te
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- E s t r e c h a la m a n o á t o d o s los
° 1 V l d a d ° - E s c r í b e m e cualquier c o s a de
ee ss oo itan
n bbien
i e n ' en
. eli °e Sx t ra an n" jge°rSo'!
necedad
e s s o b r e t o d o ; 1¡ s a b e
«Tuyo,
«X.
DE
CORIOLIS.»
XIII
L a n g i b o u t tenía razón: Anatolio no trabajaba, ó al m e nos no tenía e s a persistencia, e s a voluntad y e s e largo v a lor del trabajo q u e saca el talento del e s f u e r z o continuo del
pensamiento. N o tenía más q ie el ardor de la primera hora
y el primer f u e g o de la c o s a comenzada. Su naturaleza s e
n e g a b a á una aplicación sostenida y larga;
En todo lo que e n s a y a b a , satisfacíase á sí mismo por
la a p r o x i m a c i ó n , el e s c a m o t e o espiritual, una e s p e c i e de
copia superficial, el r o c e de un asunto. L l e v a r e l arte hasta
lo s e r i o , ahondar, registrar en un estudio, en una c o m p o sición, e r a c o s a imposible para aquel muchacho cuyo l i g e r o
s e s o estaba s i e m p r e lleno de ideas volanderas. S u i m a g i n a ción infantil y risueña, un pensamiento g r o t e s c o que la atravesaba, toda clase de nadas parecidos al cosquilleo de una
mosca en la frente de un h o m b r e ocupado, una perpétua
inspiración de travesuras, le arrancaba constantemente á la
atención, á la concentración del estudio; y á cada momento
el taller le veía dejar su academia para ir á hacer cualquier
caricatura que le brotaba de e n t r e los d e d o s , la silueta de
un c o m p a ñ e r o á lo largo del Panteón drolático que cubría la
pared.
En el L o u v r e , por la tarde, no trabajaba mucho más.
S u espíritu y sus ojos dejaban muy pronto de interrogar el
c o l o r , el dibujo de viejos lienzos q u e copiaba; y su o b s e r vación abandonaba pronto los cuadros para ir al mundo
discordante de los c o p i s t a s v a r o n e s y hembras que poblaban
las g a l e r í a s . R e g a l a b a á su malicia con todas aquellas i r o -íías vivas lanzadas á las obras maestras por el hambre, la
miseria, la necesidad, el encarnizamiento de la falsa v o c a ción; p u e b l o de p o b r e s , de un c ó m i c o que hac-? llorar, que
r e c o g e la limosna del Arte bajo los pies de s u s dioses.' L a s
ancianas de canos tirabuzones inclinadas s o b r e copias de
Boucher rosadas y desnudas, con un aire de A l e c t o i l u m i nando á Anacreón; las s e ñ o r a s de tez anaranjada, de traje sin
puños, de papalina gris s o b r e el p e c h o , encaramadas, con l o s
lentes p u e s t o s , s o b r e lo alto de la escalera guarnecida de
s a r g a v e r d e por el pudor de s u s flacas piernas; las d e s g r a ciadas fabricantes de porcelanas, con sus ojos irritados,
que g e s t i c u l a b a n mientras copiaban á la lupia « E l s e p e l i o » ,
del Piciano; los viejecillos que, con su pequeña blusa n e g r a ,
E- Y J. I)E GON'COUKT
LA MODELO
OS l a r g o s c a b e l l o s a b i e r t o s en el c e n t r o d e la c a b e z a
seme-
CÍnCUe,Ua añüS
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COn s u la
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leTino T H ^
v a d o s e'n
d vería X ;
" « " ^ b l e ridiculez,
divertía y hacia r e í r interiormente á Anatolio. En el fondo
W c M
ras 'bufonescas^ * ^
'
de cari' a t u s i b í e s s o h r , I figuraciones, t r o z o s d e a d i v i n a c i o n e s i m p o s i b l e s s o b r e el p a s a d o , el m t e r i o r , l o s p l a c e r e s , las p a s i o n e s d e a q u e l l o s s e r e s a i s l a d o s q u e e s t u d i a b a con su n e n e
t r a n t e c u r i o s i d a d ' del c ó m i c o h u m a n o , con su 0T0 s i e m n r e
o c u p a d o , q u e i b a d e un viejo s o m b r e r o
L t r o s u h o J
a r r u g a d o p e s c u e z o p o r c o r d o n e s color rosa,fías fnocente
d e c l a r a c i o n e s d e a m o r p r o p i a s del l u g a r : d o s m e l o c o t o n e s
SrXRÍ
X
Una m a n
una
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° ,deSCOn°dda
c í a de
r e s ¿Habíalo o b s e r v a d o todo y nada le q u e d a b í p o r v e r i
I .'abajaba una hora p r ó x i m a m e n t e ; l u e g o iba
iXersar
" 7
q » e l l e v a b a e'n todo t i e m p o T m T Z
vestido de bares n e g r o , m a n c h a d o de pintura, y u n a p S a
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Anatolio consistía en
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! > ° P a s i o n e s d e fe d e ? n S e n i , ' , C O n , t 0 d \ C l a s e d e P ^ b r a s e m o c i o n a n t e s al final
s e g ú n Mongin, o b s t i n á b a s e en sacudir las alfombras por e n cima de las ventanas abiertas e n que s e secaban las aguadas
v l o s planos de l o s discípulos. Y Mongin hablaba de v e n garse.
Anatolio le i n t e r r o g ó acerca de las c o s t u m b r e s , las d i s posiciones de la casa, el piso y el lujo de la actriz; l u e g o le
dijo q u e le avisara el dia q u e e s t a ñ o saliera por la noche y el
c o c h e r o estuviera ausente. Y l l e g a d o este día, s e deslizó con
Mongin en el e s t a b l o , e n v o l v i ó en g r a n d e s telas las patas
de los dos ca' allos de la actriz y l u e g o , e s c a l ó n á e s c a l ó n ,
l o s hicieron subir, c o g i é n d o l o s de las fosas nasales, hasta el tercer piso, hasta la puerta de la cómica. L l e g a d o s allí,
tiraron del c o r d ó n de la campanilla; y cuando la doncella
acudió á ver quien llama' a, s e encontró ante aquellos d o s
g r a n d e s cuadrúpedos plantados en el rellano. L o más terrible fué quitarles de allí; un caballo izado por el procedimiento de Anatolio puede subir una escalera, p e r o no debe ni aun
intentarse hacérsela bajar. T u v i e r o n necesidad de pasar la
noche cubriendo l a escale ra de artefactos, construyendo un
verdadero practicable para v o l v e r el tiro al establo. T a n t o
temió la actriz que la historia s e hiciera pública q u e n o se
quejó, y la doncella no volvió á sacudir las alfombras.
XIV
'i s e ponía á llorar, á llorar seriamente
verdaderas lá
S o b r e e x c i t a d o , puesto en vena por su triunfo, su p o p u laridad de mixtificador, Anatolio imaginaba, poco
tiempo
d e s p u é s ele ocurrir esto, una nueva venganza contra otra
mujer que había hecho caer s o b r e todos s u s camaradas y
s o b r e él una terrible reprimenda.
El caso era q u e , por un malhadado azar, en el fondo del
patio en que e s t a b a el taller de L a n g i b o u t había un establecimiento d e baños. E s t o o b l i g a b a á las infelices j ó v e n e s del
barrio, que por la mañana iban á bañarse, á pasar por e n tre una doble hilera de g r a n d e s diablos q u e guarnecían, á
la hora del d e s a y u n o , los dos lados del patio, acampados
contra la pared, con blusas encarnadas y la pipa en la b o c a .
Y cuando salían del establecimiento, encantadoras, t e m b l o rosas, acariciadas bajo s u s v e s t i d o s por el recuerdo del
a g u a y como por un hálito de frescura, veíanse o b l i g a las á
m o l e s t a r á los muchachones tumbados á través de su camino.
Pasaban r á p i d a m e n t e , d e s l i z á n d o s e ; p e r o sentían todas
aquellas miradas de hombre registrarlas, palparlas, seguirlas; sus oídos cogían al paso fragmentos de historias a l a r mantes, palabras de relatos, gritos de animales que les d a ban miedo. Los días de alegría del taller se las hacía d e t e nerse en la angustia de una detonación inminente ante un
canoncito descargado al que uno de ellos amenazaba prender la mecha con una enorme hoja de papel encendida. '
Viendo que su clientela le abandonaba, las mujeres en
estado interesante como las hijas con sus madres v aun é s tas mismas, la dueña de los baños había ido á quejarse á
Langibout, el cual, teniendo en cuenta lo justo y honrado
de sus recriminaciones, se había entregado á un acceso de
colera contra todo el taller.
Por tal motivo, Anato'lio decidió castigar á la denunciante, hiriendo á su comercio en el corazón. Y una mañana ocho baños, que había ido á encargar en un importante
establecimiento de la calle de Taranne, se detenían ante la
casa, con su dirección en las placas traseras de los ocho toneles, admirando, ocupando á los vecinos, la casa, la calle
el barrio, a todo un mundo, que se preguntaba si ya no había agua ni baños, en el establecimiento de casa de Lanu-jbout. T o d o el taller escuchaba con fruición aquel rumor que
arruinaba a los industriales de al lado, cuando la puerta se
entreabrió.
'
—¡Salud, señores!—dijo una voz hombruna, una voz que
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gangueaba y tartamudeaba.
—¡Salud señores!—repitieron al punto, en los cuatro
extr -mos del taller, cuatro ó cinco voces de jóvenes, repercutiendo el acento del hombre con la fidelidad del eco
Sonriendo con humildad, el visitante se atrevió á entrar
en el taller.
Era un hombrón deforme, de rasgos puros, regulares,
labio a l g o caído, aire ingenuo y naturalmente asustado. Una
rubia peluca de amante de teatro le cubría el cráneo. Respiraba la dulzura y la ridiculez, promovía, como ciertas
buenas naturalezas, la simpatía y la risa.
—¡Salud, caballeros!...—repitió con su misma voz e m brollada —¿Que quieren ustedes? T r a i g o cajas de carbón,
que vendo a cincuenta céntimos... traigo esfuminos... muv
bellos esfuminos de piel... también les traigo ropa blanca..'
,. a g r a n d ó s e , m.raba, con ojos temblones v metiendo
en ellos la punta de la nariz, los objetos que iba sacando de
s u caj 3..
—¿Necesitan ustedes cortaplumas de dos hojas?... A d e más, caballeros, puedo ofrecerles ahora pequeños m a n i quíes de alambre, caballeros, que yo he inventado... ¡La
exactitud misma, caballeros!... El señor Cavelier y el señor
Gigpux me han dado las medidas... Ellos contaron... Aquí
tienen ustedes, caballeros... miren ustedes... la misma d i s tancia desde la rótula hasta el maléolo que desde el maléolo
hasta el bacinete... Colocando un poco de cera aquí encima... Miren ustedes cómo s e m u e v e . . . Tienen ustedes su
hombre, tienen ustedes su conjunto, lo tienen ustedes todo...
¿Son carbones lo que usted desea, caballero Anatolio?
— S í , buen Mijonnet... deme usted dos sueldos... Pero
¿quiere usted explicarme por qué lleva esa peluca?
— D i r é á usted, señor Anatolio... Diré á usted...
Y un rubor de niño coloreó las mejillas del vendedor
ambulante.
— N o e s que me las quiera echar de j o v e n . . . ¡Oh, no!
ya me conoce usted... Siempre me estaban diciendo que tenía cabeza de benedictino... Y por esto me hice cortar los
cabellos y hasta me.esquilé aquí...
Y mostró el centro de su pecho.
— P e r o , despues de esto, el catarro no me dejaba:., no
me dejaba, pueden ustedes pensárselo... Y entonces el buen
señor Barnet, de casa del señor Delaroche, tuvo piedad de
mí: me dió esta-peluca... Ya no me ¿Catarro... Verdad que
es un poco rubia... de día especialmente... mas como, se
sabe de sobra que no me la pongo para enamorar...
— ¡ Q u é gran farsante está hecho este Mijonnet!—dijo
Anatolio.—¿ V qué hacemos del Teatro Francés?
—¿Del Teatro Francés, señor Anatolio? Pues ¡nada!
S e me había favorecido... el señor Barnet me había hecho
mi traje... Me había prestado una toga, me había enseñado
a embozarme. Hasta me había hecho sandalias ¿sabe usted?
con correas rojas... En cuanto me vieron, los caballeros del
teatro s e quedaron encantados.. En seguida me pusieron
en primera lila y de los primeros entre los comparsas...
hasta tenía que decir: «; Muera César!» Miren ustedes, me
poma de este modo—y s e embozó en su paleto—v gritaba...
—i Carbón!—gritó Anatolio con la voz de Mijonnet.
Sí, ya sé e s o , me lo han contado, mi pobre amigo. Por ello
le despidieron á usted del teatro.
— ¡ S i e m p r e será usted el mismo, señor Anatolio!
¡Siempre burlón!... ¡Siempre divirtiéndose á expensas de
la p o b r e g e n t e ! — b a l b u c e ó d u l c e y q u e j u m b r o s a m e n t e el
p a d r e M i j o n n e t . — P e r o tocio e s t o s o n h i s t o r i a s . . . J a m á s f a l t é
á l a s c o n v e n i e n c i a s en el T e a t r o F r a n c é s . . . M i r e n u s t e d e s ,
siempre grité, y muy bien, «¡Muera César!».
Y s e a r r a n c ó u n a n o t a p r o d i g i o s a : ¡el g r i t o d e J o c r i s s e
en u n a c o n s p i r a c i ó n d e B r u t o !
— H a b l a n d o formalmente, p a d r e Mijonnet, declaro que,
en e f e c t o , allí e s t a b a su p u e s t o d e u s t e d . . . P e r o h a b r í a t e nido m u c h o s e n v i d i o s o s . . . S í , u s t e d h a b í a n a c i d o p a r a la
d e c l a m a c i ó n . . . L e j u r o q u e n o m e b u r l o . . . T e n g o la c e r t e za, c a b a l l e r o s , d e q u e m u c h o s d e u s t e d e s n o han o í d o r e c i t a r al s e ñ o r M i j o n n e t « L a c a í d a d e l a s h o j a s » , d e M i l l e v o y e . . . R u é g u e n l e u s t e d e s q u e lo h a g a .
— ; A h ! s e ñ o r A n a t o l i o , o t r a vez s e b u r l a usted d e
m í , — d i j o el b u e n h o m b r e sin e n f a d a r s e , a c o s t u m b r a d o c o m o
estaba á aquella « s i e r r a » de Anatolio.
— « ¡ L a c a í d a d e l a s h o j a s ! » « ¡ L a c a í d a d e las h o j a s » , ó
d e j a m o s d e s e r s u s p a r r o q u i a n o s ! — g r i t ó el t a l l e r .
— ¿ L o exigen ustedes, caballeros?
De la dépouille de nos bois
L'aulomne avait jomchè la terre...
k .
- De la dépouille de nos bois
L'automne avait jomchè la terre...
(i)
M i j o n n e t c r e y ó q u e e r a él q u i e n r e p e t í a el v e r s o : y e r a
Anatolio.
—¡Cállese usted, señor Anatolio!... ¡Qué bestia es
esto! no sé si hablo yo ó recita usted...
P e r o A n a t o l i o c o n t i n u ó , s i e m p r e c o n la voz d e M i j o n n e t :
Le rossignol était en bois,
Bocage était au ministère.
(2)
— ¡ O h ! n o e s a s í — d i j o M i j o n n e t . — E n el l i b r o n o hav
ese v e r s o . . . N o , n o s e g u i r é . . . ¡Ah! ¡ D i o s m í o , c u á n t o s b a ñ o s ! — e x c l a m ó a l v o l v e r s e y v e r en él t a l l e r l o s o c h o b a ñ o s
l l e v a d o s d e la calle d e T a r a n n e .
(•)
K-)
De los despojos de nnes f ros bosques.
cabria otoño 1» tierra...
El ruiseñor estaba entre los Arboles,
Bocage e-a ministro...
— S o n para usted, señor Mijonnet—apresuróse á decir
Anatolio, a l u m b r a d o y t r a s p a s a d o p o r una inspiración s ú b i t a . — U n b a ñ o d e h o n o r q u e s e le o f r e c e á u s t e d . , u n a
a t e n c i ó n del t a l l e r . . . P u e d e u s t e d e l e g i r e n t r e l o s o c h o
— Me a c o m o d a . . . si ello ha d e s e r l e s á u s t e d e s a g r a d a ble, c a b a l l e r o s — d i j o M i j o n n e t , e n c a n t a d o con la i d e a d e t o m a r un b a ñ o g r a t i s .
S e d e s n u d ó y s e m e t i ó en el a g u a . Al c a b o d e a l g u n o s
m i n u t o s , f u e p r e s a e n el b a ñ o del fastidio d e las p e r s o n a s
q u e n o t i e n e n la c o s t u m b r e d e b a ñ a r s e . S e r e m o v i ó , a g i t ó
l a s m a n o s , b u s c ó u n a p o s t u r a , m i r ó t í m i d a m e n t e los b a ñ o s
q u e t e m a al lado, y a c a b ó p o r a t r e v e r s e á d e c i r , n o sin c i e r to temor:
— N o les s a b r á mal, c a b a l l e r o s , q u e p a s e á o t r o ,
dad?
¿ver-
v
— ¡ L o s o c h o s o n p a r a u s t e d ! — a u l l ó el t a l l e r con la p r e c i s i ó n y la s e r i e d a d d e un c o r o a n t i g u o .
f inco m i n u t o s d e s p u e s , c o n f o r m e M i j o n n e t s e p a s e a b a
d e un b a ñ o á o t r o , b u s c a n d o el a g u a q u e n o le f a s t i d i a r a
L a n g i b o u t e n t r ó v i o l e n t a y b r u s c a m e n t e e n el taller, con
r o s t r o de apoplético y bigotes erizados. Abalanzándose á
M i j o n n e t , q u e p e r m a n e c í a i n d e c i s o á c a b a l l o e n t r e dos b a ñ o s , y c o g i é n d o l e d e un b r a z o ,
— ¡ Q u é e s e s t o , g r a n imbécil! !Un viejo c o m o u s t e d ! .
¡ P r e s t a r s e a f a r s a s d e c h i q u i l l o ! . . . V í s t a s e u s t e d en s e g u i S 611 a l U n a 0 C a s i ó n
pies
'
^
vuelve usted á poner a q u ? l o s
M i j o n n e t , t o d o t e m b l o r o s o , c o r r i ó á su r o p a y p ú s o s e á
v e s t i r s e a t o d a p r i s a , sin s e c a r s e .
L a n g i b o u t s e p a s e a b a á g r a n d e s p a s o s p o r el t a l l e r
E s t e se e n c o n t r a b a silencioso, consternado, aplastado por
a c o l e r a m u d a del m a e s t r o . A n a t o l i o , s u m e r g i d ó en el c u e llo d e su levita, e n c o g i d o , los c o d o s p e g a d o s al c u e r p o , la
n a r i z s o b r e su e s b o z o , n o s e a t r e v í a ni á r e s p i r a r : e s p e r a b a
n o o b s t a n t e q u e t o d a la t o r m e n t a c a e r í a s o b r e M i j o n n e t
E n c u a n t o é s t e se h u b o v e s t i d o , L a n g i b o u t le e m p u j ó
h a c a f u e r a ; y . c e r r a n d o la p u e r t a t r a s él. dijo, sin v o l v e r s e , p o r e n c i m a del h o m b r o :
— S e ñ o r B a z o c h e , h á g a m e u s t e d el f a v o r d e 1p a s a r s e 1 o o r
mi c a s a . . .
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de Homero de Bitaubé. La rutina heroica le inspiraba algo
del respeto que imprime al pueblo, en un paraíso, la nobleza y la solemnidad de la representación de un tiempo oculto
en los siglos T e n í a en la boca todas las admiraciones recibidas, todos los entusiasmos tradicionales por los grandes
estilistas, los grandes coloristas; pero, en- el fondo sin
atreverse a confesárselo, sentía más y saboreaba mejor un
XV
F u é menester qu • la madre de Anatolio se pusiera su
traje de terciopelo para ir á desarmar á Langibout y decidirle á tomar otra vez á su muchacho. Y la reprimenda que
éste hubo de sufrir al entrar de nuevo en el taller y la amenaza de una expulsión al menor pecadillo, enfriaron por algún tiempo la loca alegría de Anatolio y sus traviesas invenciones. S e tornó casi razonable v aplicado. S e le veía llegar
á las seis y trabajar concienzudamente sus cinco horas de
sesión casi silencioso, grave casi. N o perdió ya los días corriendo en busca de modelos en aquellas excursiones en fiacre, de t r e s ó c u a t r o carruajes, que registraban toda la calle
de juan de Beauvais. S e aplicaba, entregábase á sus estudios, cuidaba sus esbozos más que nunca, sin moverse de su
taburete, presente siempre cuando era llegada la hora de la
lección de Langibout, en cuyo rostro gruñón trataba de
ver, con mirada temerosa y sonrisa humilde, si estaba
completamente perdonado. L o s progresos que él notaba
iba haciendo, y por los que distinguía el reconocimiento en
torno de sí, en el contento mal disimulado de Langibout y
las miradas llenas de sorpresa y curiosidad de sus ¿amara—
das, sostuvieron el esfuerzo de su trabajo por espacio de
muchos meses, al cabo de los cuales se i r g u i ó e n él, en una
oleada de vanidad, una pequeña esperanza, un gran deseo,
una ambición.
Anatolio era el ejemplo vivo del singular contraste, de
la curiosa contradicción que no es raro encontrar en el mundo de los artistas. Era el caso qye aquel bromista, aquel
paradojistá, aquel rabioso burlón, tenía para las cosas del
arte las ideas más burguesas, las religiones de un hijo de
Prudhomme. En pintura, n o v e l a más que una pintura digna
de este hombre, seria y respetable: la pintura sumisa á los
asuntos de concurso, la pintura g r i e g a y romana del Instituto. T e n í a el temperamento no clásico, pero académico,
cual la Francia. Opinaba que lo bello se encontraba entre
David y DíSjlling. El colegio, el eco impotente de las lenguas muertas y de los sombríos nombres de la historia antigua, el aplastamiento de los «pensums» y de la grandeza
de los héroes, le había sujetado el espíritu á una especie de
culto instintivo, huero y servil, no de la antigüedad, sino
I icot que un Rafael. Estas disposiciones hacían que despreciara o poco menos toda la pintura de los talentos vivos
que se apartase de ellos ó con miradas d e desprecio ó con
cumplidos de protección, y que se limitase á mirar, con furiosos ojos atentos que se le salían de la cabeza, los pequenos lienzos neo-griegos que llevaban de Aristófanes á Guígnol.
Para un hombre de tal temperamento y de estas ideas
había un grandioso sueño: el premio de Roma. Y á él iban'
encaminadas todas las aspiraciones de sus horas de trabaio
Lo que representabael premio de Roma., en el pensamiento
de Anatolio, no era la permanencia de cinco años en un museo de obras maestras; no era la educación superior de su
arte y la fecundación de su cabeza; no era la misma RomarHdn o T ,
i1"''1 d l a ' c i e
por aquel camino recorrido por todos los que eran tenidos por hombres de talento. Aquello era para el, como para el criterio biirgués v ía
opinión de las familias, el reconocimiento, la coronación de
una vocación de artista. En el premio de Roma veia esa
consagración oficial que, no obstante su exterior de independencia, las naturalezas bohemias desean con más ardor que
las otras Ve,a en Roma la capital de la consideración d d
Arte un lugar ennoblecedor y superiormente distinguido
que hasta cierto punto era para él lo que el arrabal de San
Uerinan para un pilluelo.
Asistía asiduamente á los cursos de por la noche de la
daía U e añfd e if e d "
»»a s ^ u n d a m e dalla, anadiendo con un toque espiritual, á su figura termií b ^ e t e ' Y P V " P t ant(b a q U re en si a dd, ed un in°ad e , f > - c 'e¡adas sobre un
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^ s o l u c i ó n súbita, atrevida dándolo todo a la suerte, al azar que ama á los que á
Lan ¡b0Ut
e n r i ^ r í T . SU1 P r e V e n , r
^
> s e presentó para
el primero de los tres concursos por el premio de R¿ma
Ocurría esto en abril de 1844.
|
En una fría mañana de fines de este mes, Anatolio con
SU caballete en la mano y un chorizo en el bolsillo, entraba
bravamente en la escuela, á eso de las cinco y media, con
la emoción de una mala noche. A las seis estaba ya hecho
el llamamiento de los inscritos. Las primeras medallas, en
virtud del derecho que sus medallas les concedían, tomaban
posesión de las veinte celdas; los demás se reparcíaffen las
dos celdas restantes. El profesor del mes aparecía en el
fondo del corredor y dictaba el asunto del esbozo, acentuando las palabras subrayadas qne indicaban el momento de la
escena, y que los discípulos cogían al vuelo. En seguida s e
entraba á las celdas. En las que ocupaban dos, los desconfiados apresurábanse á cubrir con a l g o su lienzo para no
ser «pescados.» Anatolio no pensó en tapar nada; se lanzó
al trabajo, comióse su chorizo sin abandonar el esbozo, trabajó hasta el postrer minuto de la última hora. En el último
cuarto de hora de claridad ya nebulosa, todavía ponía puntos luminosos á su lienzo á la luz de aquellos lugares.
XVI
jAh! ¡querido, qué suerte!—exclamó Anatolio enconrando en la esquina deluna calle á Chassagnol, á quien no
había vuelto á ver desde el día del Jardín Botánico.
Y se abalanzó á sus brazos, con una locura tal de alegría que le tuteó.
; >Jo sabes? ¡Soy el noveno en el concurso de esbozo
para el premio ele Roma!
¿El noveno?—repitió fríamente Chassagnol.
Y, cogiéndole de un brazo, lo llevó hacia un café que
esparcía sobre el pavimento la luz de sus mecheros de gas.
Llegados á la puerta, hizo pasar delante á Anatolio, con
ese "gesto de invitación que la consumación ofrece, y dejándose caer sobre la primera banqueta sin decir nada, sin
ocuparse de los mozos plantados delante de él, de l o s b u r g u :ses que miraban, sin pensar que Anatolio podía no t e ner dinero, estalló:
— ¡ E l premio de Roma!... ¡Ah, ah, ah! ¡el premio de
Roma! ¡ E s o es! ¡Al fin llegamos! ¡El premio de Roma! ¿eh?
¡El sueño de seiscientos infelices!... ¡Cada año seiscientos
infelices!
Lanzaba gritos, exclamaciones, interjecciones, m o n o s í labos, trozos de frases penosos, dolorosos. S u voz se opri-
mía, sus palabras se ahogaban. L o que quería decir g e s t i culaba en sus facciones crispadas. Con sus temblorosas manos de violinista, agitadas por encima de su cabeza, levantaba febrilmente los lánguidos mechones de sus vulgares
cabellos. S u s dedos epilépticos se atormentaban, hacían el
gesto de enganchar y de coger, zurraban el aire ante sus
ideas, removían en torno de su frente el magnetismo de sus
nervios. Golpe tras golpe, allanaba sobre su pecho la r e dondez de su chaqueta abotonada. L na risa mecánica y loca
ponía una especie de hipo en su palabra entrecortada, y se
hubiera creído ver cómo el agua llenaba de un fulgor .
turbio aquellos ojos en que se leían las miserias de
un estómago que no come todos los dias y los desórdenes
del opio.
La crisis duró unos instantes; luego, con la impetuosidad de una fuente que ha arrojado lo que la ahoga y la
pesa, vomitado su arena y sus piedras, brotó de Chassagnol
una ola libre y veloz de ideas y de palabras, que rodó en
derredor de él sobre el embotamiento. ele los bebedores de
cerveza.
—¡Insensato!... ¡Arre allá!... ¡insensato!... ¡Oh idea de
una hornada de porvenires!... ¡De porvenires! ¡Ah, ah!...
¡Cómo!... lo que hay de más distinto y de más opuesto, n a turalezas, temperamentos, aptitudes, vocaciones, todos los
modos personales de sentir, de ver, de copiar, las divergencias, los contrastes; lo que una providencia siembra de
originalidad en el artista para salvar el arte humano de la
monotonía, del aburrimiento; los contrarios absolutos que
deben hacer la contrariedad de las admiraciones, esos g é r menes enemigos y diferentes de un Rembrandt ó de un
\ ¡nci futuros... ¡todo eso! ¡encerráis todo e s o en una p e n sión, bajo la disciplina y la férula de un pasantuelo de lo
Bello! ¡Y de qué Bello! ¡De! Bello del Instituto! ¡Qué! ;me
comprendes?... ¡Tale nto!¡ !• so que si tuvieras la suerte de
contar con d<js sueldos de él, lo habrías perdido al volver
ele allá!... Porque el talento, en resumi las cuentas, el talento, ¿qué v i e n e á ser? Lo e s todo sencillamente, y esto en
todas las artes, en la pintura como en otras cosas... es la
faciiltu 1 pequeña;,ó grande de novedad, ¿entiendes? de n o vedad, que un individuo encierra en sí... Mira, por e j e m plo, en los grandes, la diferencia que hay entre Rubens y
Rembrandt, ó, si lo prefieres, de alto á bajo, de Rubens á
Jordaens, ¿estás, verdad?... Pues bien, de esa facultad, de
esa tendencia de la personalidad á no recomenzar siempre
un Sérugin, un Rafael, un Dominico, y esto con una e s p e cie de piedad china, en el tono que tienen hoy... de esa f a cultad de poner en lo que haces algo del dibujo que s o r prendes y distingues en tí mismo, y tú solo, en las líneas
presentes de la vida, la fuerza y diré el valor de aventurar
un poco el calor que ves con tu mirada de occidental, de
parisiense del s i g l o xix, con tus ojos... no puedo precisar...
de présbite ó de miope, negros ó azules... cuestión que es
un problema del que los oculistas debieran ocuparse y que
daría tal vez una ley de los coloristas... de lo que puedes,
en una palabra, poseer de disposiciones para ser «tú.» e s
decir, mucho ó un poco distinto de los otros... Pues bien,
ya verás, querido, lo qué de eso quedará despues de los
predicamientos, los tormentillos y las persecuciones. ¡Pero
serás mostrado con el dedo! Tendrás contra tí al director,
á tus camaradas, á los extranjeros, el aire de la V i l l a - M é dicis, los recuerdos, los ejemplos, los viejos calcos d e veinte años que las generaciones s e traspasan en la Escuela, el
Vaticano, las piedras del pasado, la conspiración de los individuos, de las cosas, de lo que habla, de lo que aconseja,
de lo que reprende, de lo que oprime con el recuerdo, la
tradición, la veneración, los prejuicios... ¡toda Roma, y la
atmósfera asfixiante de sus obras maestras! Un día un otro,
serás empuñado por algo blando, descolorido y dominante,
como un nadador por un pulpo... el plagio te pondrá la
mano encima, ¡y abur! N o gustarás más que de eso, no sentirás más que eso; hoy, mañana, siempre, no harás más que
eso: ¡plagios, plagios, plagios! ¡Y á un lado la vida!... ¡Tened la dorada llama en la cabeza, tened energía, empuje,
músculos y nerv ios de artista, en esa existencia de e m p l e a do pintor, en esa vida que participa de la comunidad, del
colegio y de la oficina, en esa clausura y esa regularidad
monacales, en esa pensión! «Una cocina burguesa», como
la llamó Gericault. ¡Palabras rudamente justas!... Allí e s
donde se extingue el «sur-,um corda» de la ambición punzante... ¿Tú? E s que en aquel dulzón y adormecedor b i e n estar, en la insulsez de las rutinas, ante la estupidez de-las
perspectivas calmosas, el porven r seguro, el derecho á t e ner encargos, los trabajos que no faltarán... ¿Tú? ¡La b u r guesía más ruin acabará por introducirse en tus v e n a s ! . . .
N o te atreverás á encontrar nada, á arriesgar nada... ¡Marcharás con los zapatos de cualquier vieja gloria muy p r u -
dente, y harás arte con el fin de hacerte paso! ¡Ahí; 110
sabes la resistencia, el heroísmo, la solidez que necesitaron
dos ó tres que pasaron por allá... cuatro, si quieres, pero
no más... para resistir al acuartelamiento, al enervamiento
de e s o s cinco años, al emburguesecimiento y al aplanamiento de ese medio! No, querido, aunque s e hagan todo lo que
sea posible hacer y un poco más para hacerlo ver, no e s
esa la escuela que el talento necesita: la verdadera escuela
es el estudio en plena libertad, según su gusto y á su a n t o jo. E s menester que la juventud intente, busque, luche, que
pelee con todo, con la vida, con la misma miseria, con un
ideal arduo, más elevado, más amplio, más duro y doloroso
de conseguir que el que se anuncia en un programa de e s cuela y. que se deja atrapar por los que en el tema se hallan
fuertes... ¿Y por qué una escuela de Roma, eh? Di, ¿por
qué? ¡Cómo si 110 s e debiera dejar al pintor que se forma ir
á dónde le parezca que hay abuelos, padres de su talento,
e s p e c i e de inspiraciones de familia que le l l a m a n ! - . ¿Por
qué no una escuela en Amsterdam para los que sienten lazos
de raza, una filiación con Rembrandt? ¿Porqué no una e s cuela en Madrid para los que creen tener algo de Velázquez
en las venas? ¿Por qué no una escuela de Venecia para
otros? Y por otra parte, en el fondo, ¿por qué escuelas?
¿Quieres que te diga lo que hay que hacer, lo que tal vez se
haga un día? N o más concursos, no más emulación d e escuela, viejas máquinas gastadas y de engranajes tradicionales: á la obra libre, convencida, personal, reveladora de un
pensamiento y de una inspiración, al artista joven, principiante, desconocido, que haya expuesto un cuadro notable,
dele el Estado cierta cantidad, y que con esa suma vaya á
dónde quiera... á Grecia, que tan clásica es, me parece,
como R o m a . . . , á Egipto, á Oriente, á América, á Rusia,
bajo un sol, bajo una niebla, no importa donde, ¡al diablo,
si quiere! allí donde le conduzca su instinto de ver y de encontrar... Que viaje, si tal es su deseo; que se quede, si
e s t e es su gusto; que mire, que estudie sin moverse, que
trabaje en París y sobre París... ¿Por qué no? Pincio tras
Pincio, ¿cuándo tomaría Montmartre? Si allí e s donde cree
encontrar su talento, el carácter oculto en toda cosa que se
revela al único hombre nacido para verlo, que allí s e q u e de.,. Y te a s e g u r o que aquel á cjuí n de tal modo se e s t i mule, dejándole todo entregado á sí mismo, soltando sobre
su cuello las riendas de su originalidad, aun cuando sea el
más torpe del mundo, lo que haga no será así del bello
Blondel, ni del bello Picot, ni del bello A b e l de Pujol, ni
del bello Hasse, ni del bello Drolling... ¡no será bello tan
noble, pero será algo que tendrá entrañas, movimiento,
emoción, color, vida!... ¡ah, sí! ¡que vivirá más que todas
esas absorciones de antiguas mitologías!... ¡Vaya, vaya! S i
en todas partes hubiera habido institutos con coronas, probable e s que no hubiésemos visto producirse los independientes, los inesperados, los gigantes, un Rubens, un
Rembrandt! ¡En Rafael s e nos detiene el sol! ¡Ah! ¡el premio de Roma!... Verás cómo no me engaño: se hará de tí
una respetable mediania... se hará lo que de los otros. Llegarás, ¡pardiez! á dedicar sacrificios «á las elevadas y s a nas doctrinas del arte»... ¡Doctrinas sanas y elevadas! ¡La
cosa e s divertida! Pero ¡voto á Sanes! ¿qué ha hecho tu escuela de Roma? ¿Ha hecho á Gericault? ¿Ha hecho á tu l a moso Leopoldo Robert? ¿Ha hecho á Delacroix? ¿Ha hecho
á Schefíer? ¿Ha hecho á belaroche? ¿Ha hecho á Eugenio
Deveria? ¿lia hecho á Granet? ¿Ha1 hecho á Deschamps?
¡Roma! ¡Roma! ¡siempre en Roma! ¿Roma? E s la Meca de
lo rutinario, sí, la Meca de lo rutinario. ¡Y nada más! ¿Eh?
¿no es cierto?... Pues bien, hecho está el bautismo...
Chassagnol seguía hablando, y en su elocuencia febril,
mórbida, que aumentaba exaltándose, se erguía el orador
nocturno, el hablador cuyas teorías, paradojas y estéticas
parecen embriagarse por la noche con la excitación de la
víspera y la luz del gas, un tipo de ese g e n i o de la palabra
parisiense, que se despierta, á la hora en que duermen los
otros, en un e x t r e m o d e lamesa del café, los codos sobre los
periódicos manchados y las mentiras arrugadas del día, en
un rincón del salón, á la luz de las bujías que alumbran vagamente, en el fondo de la sombra, los colchones enrollados sobre los billares por los mozos en mangas de camisa.
A la una, el dueño del café s e vió obligado á poner á la
puerta á los dos amigos. Chassagnol no dejaba de hablar.
L l e g a d o s á la puerta de casa de Anatolio, éste empezó
á subir la escalera: Chassagnol subió detrás de él, como
hombre acostumbrado á subir á casa de todo amigo con el
cual había comido una vez; s e quitó la chaqueta, que le molestaba para hablar, no o y ó dar la hora en el reloj de cuco
del aposento, púsose á fumar una pipa que á cada momento
se apagaba, miró desnudarse á Anatolio y continuó allí, hablando siempre, hasta que éste le ofreció la mitad de su
cama para obtener su silencio. Y Anatolio hubo aún de e s cuchar el lin de su periodo en uno de sus ensueños.
Durante dos días y dos noches, Chassagnol no dejó á
Anatolio, siguiéndole á todas partes, acompañándole á la
fonda, al café, viviendo de lo que él com a, compartiendo
sus no.ches y su cama, hablando constantemente, teorizando,
paradojeando, inagotable acerca del arte, sin que jamás se
le escapara una palabra respecto á sí mismo, á sus asuntos,
á la familia que podía tener; á lo que le daba para vivir, sin
que nunca llegase á salir de su boca el nombre de un padre,
de una madre, de una querida, de cualquier ser amado, ni
siquiera de un país que fuera el suyo. Podo era misterio en
aquel hombre extraño y secreto, cuya ciencia misma venía
no se sabe de donde.
Al cabo de tres noches, Chassagnol abandonó á A n a t o lio para marcharse con otro amigo cualquiera, que había
ido á sentarse á su mesa en el café. Aquella era su costumbre, una costumbre que se le había conocido siempre, de
pasar de individuo á individuo, de sociedad á sociedad, de
camarada á camarad.i, de un café á otro café, para e n g a n charse á las gentes, cuando las encontraba, como las había
dejado la víspera, para abandonarlas de nuevo algunos días
despues, y marcharse á entablar con el primer venido una
nueva amistad de medía semana.
8/BLiOrfCA
XVII
"ALFbffüQ
"Irfo. 162SM0 /VT-gf»f»£f.
Al siguiente día de esta separación, Anatolio entraba en ^
el taller á la hora de la'lección de Langibout. Tenía el aire
modestamente altivo del que espera felicitaciones.
— ¡ H o l a ! ¿es usted, miserabilucho? — l e gritó el maestro
con voz terrible al verle—¡Cómo! con lo que sabe usted, ha
tenido el atrevimiento de concurrir? ¡Y ha sido admitido
como noveno! ¡Esto es repugnante!... Pero ¿es que ha l l e gado usted á figurarse que es capaz de pintar una a c a d e mia, animalito? Será usted rechazado en el segundo c o n curso, y habrá ocupado en balde el puesto de otro que h u biera podido obtener el premio... ¡Cuando pienso que podía
usted hacérsele perder á Garnotelle, un muchacho que sabe
y que está en su último año!... ¡Ah! ¡si eso llegase á o c u rrir, le ponía á usted á la puerta!—concluyó Langibout,
avanzando hacia Anatolio, el cual bajó la cabeza sobre el
cartón, como ante la amenaza de un pestorejazo.
1 estas fueron todas las felicitaciones de Langibout.
I or otra parte, no se engañó: á la semana siguiente, en el
concurso de academia colorida, Anatolio fué rechazado.
Garnotelle fué el tercero en pasar á trabajar en celda.
Garnotelle era el ejemplo de lo que puede, en arte, la
voluntad sin el don, el esfuerzo ingrato, ese valor de la medianía que se llama la paciencia. A fuerza de aplicación, de
perseverancia, había llegado á ser un dibujante casi sabio,
el mejor de todo el taller. Pero no tenía más que el dibujo
exacto y pobre, la línea seca, un contorno, copiado, limitado y servil, en el que nada vibraba de la libertad, de la
personalidad de los grandes traductores de la forma, de lo
que, en un bello dibujo de Italia, encanta por la atribución
del caracter, la exageración magistral la misma falta en la
luerza o en la gracia. Su trazo concienzudo, sin grandeza,
sm amplitud, sin audacia, sin emoción, era por así decirlo
impersonal, En aquel dibujante, el colorista no existía, el
arreglador era medianejo y no tenía más que ideas de s e gunda mano tomadas de u n o ó d o s cuadros conocidos. Garnotelle era, en una palabra, el hombre de las cualidades n e gativas, el discípulo sin vicio de originalidad, al que una
sabiduría nativa de colorido, el respeto de la tradición de
la escuela, un precoz arcaísmo académico y una madurez
pareCÍan dar se uri(lad
Roma
S
>' prometer el premio de
N o obstante los tres chascos recibidos, Langibout tenía
la terca esperanza del triunfo para aquel discípulo persistente y benemérito, al que un doble lazo le unía: una similitud y una pandad de origen, una semejanza entre su viejo
talento y aquel joven talento ciánico. El porvenir le parecía
cosa segura, todo lo que estimaba en aquel compatriota flamenco tenía su carácter, tenía la tenacidad que Garnotelle
poma en todo, llevando aun á la broma la testarudez de ua
canuto.
I lijo de pobres obreros, Garnotelle había tenido la suerte de no nacer en París, y de encontrar, e a torno de su miserable vocación, todas las protecciones que sostienen y
y acarician en provincias á una futura gloria.
El consejo municipal le había enviado á París con doce
rancos de pensión, y, en su maternal solicitud, le había
buscado albergue en un hotel virtuoso en el que las costum-
bres de los huéspedes eran vigiladas por un patrón o b l i g a do á dar cuenta de ellas. S e (e pasaron doscientos francos
más á partir del día en que fuera admitido en la Escuela de
Bellas Artes. Cuando alcanzó la segunda medalla fué su
pensión elevada á mil novecientos francos. Una anualidad
de dos mil cuatrocientos francos le esperaba cuando fuera
enviado á Roma. Ya llegaban á él, sin que se hubiese aún
revelado, encargos, restauraciones de capilla, retratos de
personas de su pais. T r a s de sí sentía todos esos brazos de
una provincia que empujan á un hijo del que esperan honra,
ruido, todas e s a s manos que dan, al comenzar su carrera, á
un individuo de la región, las recomendaciones del obispo,
la influencia todopoderosa del diputado, el estrépito de los
e l o g i o s de.la prensa local.
N o obstante ocupar el tercer lugar, ni el favorecido ni
su maestro estaban tranquilos. Era aquel el todo por el
todo del porvenir de Garnotelle, su último año de concurso, y Langibout se representaba en vano todas las probabilidades que veía en favor de aquel talento honrado y valeroso, sus títulos para la justicia del jurado; siempre le
quedaba cierta inquietud. L e parecía que había malas c o rrientes y amenazas en el aire. Rumores de talleres, un
principio de zumbido de opinión, adelantaban los nombres
de dos ó tres jóvenes, cuyo talento nuevo, atrevido, simpático, podía imponerse al jurado y vencer sus repugnancias.
El programa del concurso de aquel año era uno de aquellos asuntos sacados de la «Selecta,» que parecen dictar regularmente al Instituto, en un sueño y todos los años, las
sombras de Caylus y de Andrés Bardón.
«Breno sitiando Roma; los ancianos, las mujeres y los
niños asisten á la partida de los jóvenes que suben al Capitolio para defenderle. Los flaminios descienden del templo
de Juno, portadores de vasos y estatuas sagradas, y r e p a r ten armas entre los guerreros, á quienes bendicen».
Garnotelle pasó setenta días en la celda haciendo su
cuadro, tiabajaban hasta p o r l a n o c h e , sin perder una hora,
con el encarnizamiento de toda su voluntad, una rabia de
aplicación y el supremo esfuerzo de todas las esperanzas de
su medianía.
Llegaba la Exposición; su cuadro ya estaba juzgado; por
que en aquel concurso, los discípulos no se habían limitado,
según costumbre, á hacer agujeros en el tabique para ver
el esbozo de su vecino; aprovechando la inexperiencia de
un guardián nuevo que se liaría hecho colocar de espalda á
las puercas de la9 celdas, su pretexto de hacer su retrato, *
los concurrentes se hablan visitado unos á otros, y con la
justicia leal y espontánea de los juicios de rivales, el premio
había sido concedido de común acuerdo á un jovencillo llamado Lamblin.
En la exposición, esta opinión fué confirmada por el
público y por la crítica, que permanecían frios ante la sabia
disposición de los flaminios de Garnotelle, la pobre simetría de -las tropas, el aire banal de las vestimentas, el movimiento muerto y amanerado de la escena, la declamación de
los g e s t o s . Dos lienzos rivales se le habían opuesto como
superiores por el sentimiento de la escena, la c o m p r e n sión de la grandeza y el patético históricos. En c u a n to al primer lugar, era incontestablemente otorgado al
lienzo de Lamblin, al que aun los más severos concedían
una rara solidez de color y el gusto más refinado de austeridad trágica.
Pero Lamblin había cometido la imprudencia de e x p o ner en el último salón un cuadro del cual se había hablado
y en torno del cual habíase establecido uno de aquellos r u mores que los profesores no gustan de oir tratándose de un
discípulo. Además, sólo tenía veinte y dos. años, el p o r v e nir se abría ante él, aún podría esperar. Darle el premio,
era arrancárselo á un trabajador honrado, concienzudo, regular, modesto, á un concurrente de último año, al cual l o s
mismos fracasos habíanle prometido: á estas consideraciones
iba unido un interés natural por un pobre diablo benemérito, y que, salido de lo más bajo, habíase elevado por el e s tudio. Recomendaciones de lioneses de- importancia contribuyeron asimismo á que la balanza se inclinase de aquel lado: Garnotelle tuvo el primer premio. S;- echó á un lado á
Lamblin, para que la proximidad de su nombre y el recuerdo de su cuadro no pesasen demasiado al favorecido; ni
aua tuvo una mención; y para dar ciertos visos al juicio, se
enviaron á los periódicos amigos varios artículos en que se
hablaba del carácter elevado y de la pureza de sentimiento
del lienzo vencedor. Mas no se engañó á nadie: era un h e cho demasiado e\ idente que el premio de Roma había sido
otorgado, no al talento y á la promesa del porvenir, sino á
la aplicación, á la asiduidad, á las buenas costumbres del
trabajo, al buen discípulo ordenado y obediente. Y la victoria de Garnotelle hizo caer el desprecio sobre la escuela,
en la protesta que inspira á la juventud una iniquidad de
jueces y de maestros.
Anatolio era una de aquellas naturalezas en e x c e s o ligeras para abrigar la menor amargura. No envidió en modo
alguno aquella victoria que tanto le hiciera soñar. Juzgó
que Garnotelle tenía suerte, y nada más. Y en la gran p a r tida de campo d e . o. tubre á San Germán, en la fiesta d e los
premios de Roma, en la cual los cincuenta y cinco aspirantes del año unidos á los del pasado ó pasados, á los amigos,
corren al bosque, en rocines de alquiler, con pantalones de
pasante de abogado levantados hasta las rodillas, A n a tolio fué siempre á la cab-za de la grotesca cabalgata. En
la comida tradicional del pabellón de Enrique I V , en la rotura de toda mesa y el ruido de dos pianos llevados por los
premios de música, dominó el ruido, el estrépito y los pianos. Y cuando regresaron, aturdió al mismo París, la noche
y el sueño del arrabal, con la canción nueva improvisada
por un arquitecto aquella noche, á los postres, y popular
al siguiente día:
¡Hay quien,
hay quien,
hay quien es un canalla de
verdadl
XVIII
Aquel fracaso curó á Anatolio de su ambición; y volvióse hacia otras ideas, hacia un deseo más modesto y de realización más fácil: quiso tener un taller que le procurara el
hogar del artista, la posibilidad de hacer retratos, de ganar
dinero; en una palabra, «establecerse» pintor.
Desgraciadamente, su madre no estaba dispuesta á proporcionarle el lujo de un taller. Decidióse no obstante á ir
á consultar á Langibout, el cual la aseguró «que las cosas
buenas podían hacerse en una bodega». Y armada con tal
respuesta, s e negó resueltamente á satisfacer el capricho de
Anatolio. ü l asunto acabó por una escena violenta, despues
de la cual el joven subió orgullosamente á su ^cuarto del
sexto piso, declarando que no volvería á comer en aquella
casa, y que se iba á vivir de su talento.
un guardián nuevo que se liaría hecho colocar de espalda á
las puercas de la9 celdas, su pretexto de hacer su retrato, *
los concurrentes se hablan visitado unos á otros, y con la
justicia leal y espontánea de los juicios de rivales, el premio
había sido concedido de común acuerdo á un jovencillo llamado Lamblin.
En la exposición, esta opinión fué confirmada por el
público y por la crítica, que permanecían frios ante la sabia
disposición de los ílaminios de Garnotelle, la pobre simetría de -las tropas, el aire banal de las vestimentas, el movimiento muerto y amanerado de la escena, la declamación de
los g e s t o s . Dos lienzos rivales se le habían opuesto como
superiores por el sentimiento de la escena, la c o m p r e n sión de la grandeza y el patético históricos. En c u a n to al primer lugar, era incontestablemente otorgado al
lienzo de Lamblin, al que aun los más severos concedían
una rara solidez de color y el gusto más refinado de austeridad trágica.
Pero Lamblin había cometido la imprudencia de e x p o ner en el último salón un cuadro del cual se había hablado
y en torno del cual habíase establecido uno de aquellos r u mores que los profesores no gustan de oir tratándose de un
discípulo. Además, sólo tenía veinte y dos. años, el p o r v e nir se abría ante él, aún podría esperar. Darle el premio,
era arrancárselo á un trabajador honrado, concienzudo, regular, modesto, á un concurrente de último año, al cual l o s
mismos fracasos habíanle prometido: á estas consideraciones
iba unido un interés natural por un pobre diablo benemérito, y que, salido de lo más bajo, habíase elevado por el e s tudio. Recomendaciones de lioneses de- importancia contribuyeron asimismo á que la balanza se inclinase de aquel lado: Garnotelle tuvo el primer premio. S;- echó á un lado á
Lamblin, para que la proximidad de su nombre y el recuerdo de su cuadro no pesasen demasiado al favorecido; ni
aun tuvo una mención; y para dar ciertos visos al juicio, se
enviaron á los periódicos amigos varios artículos en que se
hablaba del carácter elevado y de la pureza de sentimiento
del lienzo vencedor. Mas no se engañó á nadie: era un h e cho demasiado e\ idente que el premio de Roma había sido
otorgado, no al talento y á la promesa del porvenir, sino á
la aplicación, á la asiduidad, á las buenas costumbres del
trabajo, al buen discípulo ordenado y obediente. Y la victoria de Garnotelle hizo caer el desprecio sobre la escuela,
en la protesta que inspira á la juventud una iniquidad de
jueces y de maestros.
Anatolio era una de aquellas naturalezas en e x c e s o ligeras para abrigar la menor amargura. No envidió en modo
alguno aquella victoria que tanto le hiciera soñar. Juzgó
que Garnotelle tenía suerte, y nada más. Y en la gran p a r tida de campo d e . o. tubre á San Germán, en la fiesta de los
premios de Roma, en la cual los cincuenta y cinco aspirantes del año unidos á los del pasado ó pasados, á los amigos,
corren al bosque, en rocines de alquiler, con pantalones de
pasante de abogado levantados hasta las rodillas, A n a tolio fué siempre á la cabeza de la grotesca cabalgata. En
la comida tradicional del pabellón de Enrique I V , en la rotura de toda mesa y el ruido de dos pianos llevados por los
premios de música, dominó el ruido, el estrépito y los pianos. Y cuando regresaron, aturdió al mismo París, la noche
y el sueño del arrabal, con la canción nueva improvisada
por un arquitecto aquella noche, á los postres, y popular
al siguiente día:
¡Hay quien,
hay quien,
hay quien es un canalla de
verdadl
XVIII
Aquel fracaso curó á Anatolio de su ambición; y volvióse hacia otras ideas, hacia un deseo más modesto y de realización más fácil: quiso tener un taller que le procurara el
hogar del artista, la posibilidad de hacer retratos, de ganar
dinero; en una palabra, «establecerse» pintor.
Desgraciadamente, su madre no estaba dispuesta á proporcionarle el lujo de un taller. Decidióse no obstante á ir
á consultar á Langibout, el cual la aseguró «que las cosas
buenas podían hacerse en una bodega». Y armada con tal
respuesta, s e negó resueltamente á satisfacer el capricho de
Anatolio. ü l asunto acabó por una escena violenta, despues
de la cual el joven subió orgullosamente á su ^cuarto del
sexto piso, declarando que no volvería á comer en aquella
casa, y que se iba á vivir de su talento.
Efectivamente, pintando al pastel cabezas de españolas
con cabellos adornados con flores de granado, que vendía á
un comerciantillo de la calle de Nuestra Señora del S o c o rro, vivió alrededor de un mes. Y durante todo este tiempo
pasó y repasó por delante de cierto número de la calle de
Lafayette, por delante de la tablilla de un pequeño taller por
alquilar, el único del barrio en que Hillemach r aún no había hecho construir aquellos ocho grandes talleres que más
adelante hicieran de aquella calle uno de los campamentos
de la pintura de la orilla derecha.
Lo peor del caso era que se necesitaba una apariencia
de muebles para entrar allí; y Anatolio apenas ganaba lo
necesario para comer todos los días. Ordinariamente llenábale el estómago un compañero de taller con quien alternaba, un buen muchacho que había salido soldado, y al que
una recomendación de Horacio Vernet había hecho pasar á
la reserva y entrar en el V a l - d e - G r a c e como enfermero
como «canonero de la jeringa». Del cuartel, llevaba á A n a tolio la mitad de su ración en un chacó. L o cual no enfriaba
en modo alguno la firmeza de la resolución de Anatolio que
continuaba pasando todos los días por la escalera de s e r v i cio ante la cocina entreabierta de casa de su madre, sin entrar en ella, aparentando despreciar, en la altanería de un
estomago lleno, el olor del desayuno.
En tal estado, o y ó cierto día'hablar de un caballero provinciano que buscaba quien le hiciera personajes en una l i tografía. Pidió sus señas, y corrió á verle á un hotel de la
calle de Helder.
—¡Adelante!—le gritó una voz formidable cuando llamó
a la puerta indicada.
S e encontró en presencia de un Hércules enormemente
desnudo y ocupado en hacer abluciones frías.
El hombre no se molestó; siguió haciendo jugar sus
miembros de luchador, músculos feroces, haciendo rodar
unos grandes ojos en su gorda cabeza de dura barba.
• T P r ° í l e r a u ? t e d s o n a o s — d i j o á Anatolio, eme permanecía lleno de confusión.
Y cuando el joven hubo explicado el objeto de su visita
— ¡ A h — e x c l a m ó . — ¿ s a b e usted hacer litografías?
—I erfectamente—contestó con intrepidez enorme A n a tolio, que en su vida había tocado un lápiz litográfico.
— ; D o n d e vive usted?
En la calle del Arrabal Poisonniére, número 31,
— ¡ M o z o ! — g r i t ó el hombre, que á todo esto iba vistiéndose, á un camarero del hotel que hacía ruido en el cuarto
de al lado—cierre usted mi maleta y vaya en busca de un
recadero...
Anatolio no comprendía, pero sentía que un vago terror
mezclábase á sus ideas en presencia de aquel hombre i n quietante por su fuerza y su especie de modales de loco.
—¡Vámonos!—exclamó bruscamente el hombre, ya vestido del todo.
Anatolio bajó la escalera, seguido por el recadero, por
la maleta y por el hombre, que, con una inmensa piedra
bajo el brazo, concentrado, siniestro, mudo y cavernoso,
parecía enrollar bajo sus e s p e s a s cejas fruncidas feroces
meditaciones. Experimentaba el joven Ja sensación de una
pesadilla, de una aventura amenazadora y, por encima de
todo, un punzante sentimiento de vergüenza. Para él era
una idea horrible introducir á aquel extraño en su zaquizamí. S i no le hubiera dado las señas habríase escapado al
volver una esquina.
Cuando el recadero hubo depositado, no sin trabajo, la
gran maleta en el reducido aposento, y la piedra fué dejada
sobre la mesa, que cubrió el hombre, despues de medir con
la vista laaltura y la amplitud de la buhardilla, pasó su ancha
mano sobre el cobertor, y dijo estas sencillas palabras:
— E s t e e s su lecho de usted, ¿no es verdad? Bueno, pues
voy á acostarme.
Anatolio estaba completamente aturdido. Sin embargo,
comenzaba á preparar en su cabeza una tímida petición de
explicación, cuando el hombre sacó del bolsillo c u a t r o c i e n tos ó quinientos francos, que dejó sobre la mesa de noche.
El joven vio en aquel oro un deslumbramiento: ¡su f u turo taller! N o dijo una palabra.
El hombre s e había acostado; de repente, saliendo á
medias de la cama, quedó sentado en ella.
— P o r otra parte, ¿no comería usted algo? ¿no tiene usted
apetito?
— S í — c o n t e s t ó Anatolio—esta mañana 110 me acordé de
desayunarme.
— P u e s bien, haga usted que nos suban algo de la fonda.
Despues del desayuno, en el que hombre nada dijo á
Anatolio, y en el que Anatolio no se atrevió á hablarle,
— M e despertará usted á las diez—dijo el homhre v o l \ iendo á'acostarse.—¿Me ha oído usted? ¡á las diez!
65
Era la una. Anatolio fué á dar un paseo. T o d a clase de
ideas agitábanse en su cerebro. Historias de locos p e l i g r o sos que había leído vivían ante sus ojos. N o sabía qué p e n sar, qué concepto formar de aquel comisionado de a p r e mios instalado en su casa, caído de la luna sobre, sus s á banas.
A las diez despertó al hombre, que se vistió y se puso á
descubrir, con toda clase de precauciones, la piedra, en la
cual sólo se veía la indicación de un arco triunfal de ese carácter alhambresco que es el estilo especial de la pastelería:
allí debía representarse la recepción del duque de Orleáns
por la guardia nacional de San Omer, con los retratos exactos de todos los guardias nacionales, ejecutados con arreglo
á unos malos daguerreotipos contenidos en la maleta.de su
compatriota.
— t Q " é le parece á usted? ¿ponemos manos á la obra?—
dijo el hombre luego de haber dado á Anatolio todas las explicaciones del asunto.
— - P o n e r manos á la obra? El caso es que yo no tengo
la costumbre de trabajar de noche.
— ¡ C ó m o ! . . . ¡Ah! bien, muy bien.. Dormirá usted en la
cama por la noche... y o de día... N o s relevaremos.
Al cabo de doce días de tan singular trabajo, la piedra
estaba acabada. El artista—aficionado de San Omer fuese
á su país, dejando á Anatolio ciento veinticinco francos, el
estómago repleto y el recuerdo de un original muy buen
hombre que no había encontrado más que aquel raro medio
para obtener prontamente de un colaborador lo que quería
y como lo quería.
La maleta del hijo de San-Omer no llegaba á la e s q u i na, cuando Anatolio s e encaminaba hacia ía calle de L a f a yette. Desde allí corrió á casa de un trapero que, por s e tenta francos, le vendía un armario y cuatro sillones de
terciopelo de Utrecht. A estas superfluidades, Anatolio
añadía la cama y la mesa de su cuarto. Era lo suficiente
para responder de un vencimiento en un alquiler de ciento
sesenta francos. Y entró en su primer taller con cincuenta
francos de adelanto, con lo preciso para vivir un mes, treinta días, sin necesidad de la Providencia.
XIX
Taller de miseria y de juventud, verdadero granero de
esperanza era aquel taller de la calle de Lafayette, aquella
buhardilla de trabajo con su buen olor de tabaco y de pereza. La llave estaba puesta, entraba quien quería. Un abanic o de pipas de á sueldo en un plato de porcelana de Rouen,
acompañado, los días de dinero, «le una petaca de «cabo»,
esperaba á los visitantes, que siempre encontraban
para sentarse un sitio cualquiera, un brazo de sillón, un
trapo extendido en el suelo, un rincón en la cama transformada en diván, y en donde, amontonándose, cabían una
media docena. Allí iban y volvían toda clase d e amigos, de
huéspedes de una hora ó de una noche, las vagas amistades
íntimas del artista, g e n t e s á las que Anatolio tuteaba sin saber su nombre, to los los individuos á quienes la palabra
taller atrae, como el anuncio de un lugar pintoresco, cómic o y cínico: tan pronto eran camaradas de casa de Langibout, que, aquel día, habían tomado la calle de Lafayette
para ir al Louvre, como un muchacho sin taller que iba á
hacer en casa de Anatolio un esbozo para un tabernero,
c o m o un compañero de colegio acariciado por la idea de
ver un modelo de mujer, como un mozo enterrado en un e s tudio de abogado y que, aprovechando la circunstancia de
tener que pasar por el barrio, subían á dejar sus legajos en
el vacío de un busto de Psyché, ó bien, por último, un s u pernumerario evadido de un ministerio al dar las dos con
idea de corretear. S e veían también jóvenes arquitectos,
alumnos de la E s c u d a central, principiantes de todos los
oticios, aprendices de todas las artes, encontrados, e n g a n chados por Anatolio aquí y allá, en el vecindario, en el
café, no importa dónde: Anatolio no miraba esto. Aceptaba
todas las amistades que á él iban, y nada le parecía tan n a tural como ofrecer la mitad de su domicilio á un caballero
que, en la calle, había encendido su cigarro con el suyo.
Esta extremada facilidad en las relaciones no tardaba en
llevarle un compañero de cama permanente, sin que pudiera decir de donde le venía aquel camarada. S e llamaba Alejandro y le había contratado en el Circo. S u empleo ordinario era representar «el desgraciado» general Mélos. Sin
sus pies habría sido, por otra parte, un actor bastante aceptable; pero sus pies le hacían ser excepcional: se habían
5
revuelto todos los almacenes del Circo, y no había sido p o sible hallar un par de zapatos en los cuales pudiera entrar.
Además de esta animación y de frecuentación tal, el t a ller de Anatolio era visitado, generalmente por la tarde y á
las horas en que comienzan las exigencias del e s t ó m a g o ,
por algunas mujeres sin profesión que hacían la rueda á los
hombres que allí había, en la esperanza de que alguno d e
ellos tuviese la idea de no cenar solo. Ordinariamente, á las
seis, se contentaban con un escote que permitiera hacer subir del vecino café ajenjos y anisetes variados.
El movimiento, el estrépito, no cesaban en la pequeña
habitación. Surgían de ella alegrías, risas, estribillos de canciones, trozos d e ópera, aullidos de doctrinas artísticas. L o s
honrados vecinos" creían tener por encima de ellos un barracón Heno de locos. L u e g o venían j u e g o s que hacían t e m blar el pavimento s o b r é la cabeza d e los inquilinos de debajo: dos pobres diablos de dramaturgos, desgraciados como
g e n t e s á quienes se hubiera encerrado en una jaula de m o nos para encontrar situaciones. El taller pateaba, se a b i t a ba. bailaba, alborotaba. Había allí farsas rabiosas, c h o ques, caídas, derrumbamientos de c u e r p o s que hubiérase
dicho morían al caer, luchas á bofetada limpia, saltos d é
acróbata, ejercicios de fuerza. A cada momento estallaba
aquel atletismo á que invita la presencia de estatuas y el estudio del desnudo, esa gimnasia loca, rabiosa, con la cual
el taller continúa los recreos del colegio, prolonga las b a tallas, los juegos, las actividades y las elasticidades de la infancia en los artistas barbados.
L a s entradas para el Circo que el caballero Alejandro
había sembrado en el taller, aportaron muy pronto á a q u e lla furia de ejercicios una terrible sobreexcitación, A n a t o lio y sus amigos concibieron una gran idea que, apenas realizada, hizo huir de la casa á los dramaturgos. Pensaron en
ensayar en el taller las grandes e p o p e y a s militares del Circo. A las doce, ponían todas las noches el Imperio. Cada
cual representaba á su vez un poder coligado, y a l g u n o s
dos. La mesa de modelo era la capital en que se penetraba
y una tabla lirada de la estufa á la mesa simulaba el practicable de la famosa meseta de las nieves del Frioul. Para la
campaña de Rusia, la decoración era sencilla: s e abría la
ventana. Una de las señoras, que pretendía tener el talento
de Leontina, fué encargada de desempeñar el papel de cantinera, con la condición de que había de llevar el traje: s e
vistió con un pantalón, un par de botas, una blusa abierta
hasta el cuello y la tapa d e una lata ele sardinas aplicada al
sombrero de cuero de un capitán de marina, nauf ragado en
Terranova, y arrinconado en un extremo del taller? H u b o
revistas del gran ejército admirablemente pasadas por Anatolio, á caballo en una silla. Sobresalía al decir, con a r r e gl o á las tradiciones de Gobert: «¡A tí te vi en Austerlitz...
¡A caballo, señores, á caballo!» Viéronse también marchas
de ejércitos de harmonioso conjunto, en los que el redoble
de los tambores era imitado inflando los carrillos y el zumbido de los clarines simulado aplicando la boca al hueco del
brazo doblado. Pero lo que hubo de más bello fueron las
batallas encarnizadas, heroicas, en las que se dejaban oir
furiosas cargas á la bayoneta dando recios g o l p e s á unas
latas que allí había, y que coronaba la suprema lucha: ¡el
combate por la bandera! ¡Triunfo de Anatolio, que oprimiendo contra su pecho una de las maderas de su cama, luchaba, se retorcía, s e dislocaba, y acababa por hacer pasar
por debajo del mango de escoba vencedor á todos los enem i g o s de Francia!
UNIVEKS:DAD DE NUEVO LEOI\
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Dos cartas cayeron el mismo día e if
da d e Anatolio.
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«.Punaisiatia
camino d e
Magnesio
S e p t i e m b r e 1845.
«¡Tunantón! ¡Tenerme, en tanto tiempo como hace que
e s t o y aquí, sin un pedazo de carta, sin una letra! Y seguro
e s t o y de que ni aun te has muerto, lo cual sería al menos
una excusa. Por otra parte, aun cuando te escriba, no quiere decir e s t o que te perdone; muy al contrario. T e escribo
porque no puedo dormir. Sabe que me albergo, por el momento, en casa del g r i e g o Dosicles, el cual, para honrarme,
me ha dado una cama en la que las sábanas están bordadas
con flores oro de un relieve desesperante. T a n cansado e s taba esta noche, que empezaba á dormirme á pesar d e todo
estampándome, modelándome en relieve, pero dormía...
cuando de repente me percato <le que cada una de aquellas
flores oro era un cáliz,., ¡un verdadero cáliz de chinches!
Y he aquí por qué te honro con mi ¡irosa, y tanto más
cuanto que me han ocurrido percances que ine como por
referir, y que es menester que haga tragar á alguien.
«Dicho esto, sigúeme. A caballo, á las tres de la m a ñ a na, una escolta de una docena de albaneses y turcos, y, se
sobreentiende, mi fiel Ornar. Primeramente senderos, c a minos sombreados por adelfas y granados silvestres, por
entre los cuales veo pasar el joven hocico de un camello
nacido por la noche y ya grande como una cabra, que a c u día á saludarnos. A las o c h o , comenzamos á subir la m o n taña: y á partir de aquí precipicios, caídas de agua capaces
de llevárselo todo, pinos gigantescos, admirables de formas,
árboles de la época de la creación, árboles llenos de vida y
llenos de siglos, verdaderos pedazos de inmortalidad de la
tierra, que crean el respeto con la sombra en torno suyo.
N o te hablo de todo lo que hacemos huir á través de las
malezas y las hojas, serpientes, aves, ardillas, que escapan
no sin volverse para mirarnos, cual si nunca hubieran visto
animales de una especie como la nuestra, Arriba, no o b s tante el frío polar que nos hace tiritar bajo nuestros cobertores, permanecemos una hora contemplando lo que allí s e
ve: el Bosforo, las islas, la costa de T r o y a , blanca, con l a r g a s franjas de mármol, brillantes en aquel azul, el azul del
cielo y el del mar mezclados, un azul para el cual no hay
ni palabras ni color, un azul que sería una turquesa translúcida. ¿Te figuras esto?
« D e s d e allí, bajada á la llanura. Pueblos dominados por
grandes a p r e s e s , la buena bestia de abundante verdura,
como en Normandía; v e r g e l e s con manantiales bajo los pies
de nuestros caballos, árboles que s e abrazan con lo alto de
sus ramas; melocotones amarillos, ciruelas, granadas, y vas
de todo color brillando en viñedos que se confunden con
los árboles; á lo largo del camino, doquiera frutos c o l g a n tes, tentadores, llegando al alcance de la mano; entre las
claridades de árboles, campos de sandías y melones que mi
escolta divide con el yatagán y de los cuales me ofrece el
corazón. Enfin, q u e m e parecía estar en lacarretera que conduce á la gloria, animada por un pueblo d e paraíso que
parecía encantado viéndonos comer lo que le pertenecía.
Encontramos zebecks con rojos estandartes. Pasamos
pequeños ríos pisando sobre puentes o g i v a l e s , una v e r d a -
dera decoración de -cruzada. Desfilan hombres, mujeres,
todo, y hasta una familia que se marcha del país: se compcn
ne esta caravana de un pequeño asno blanco sobre el cual
va un gran diablo de negro, el cafetero, y s o b r e éste, a c u ciado, un gallo; luego un g r u e s o turco aplastando con s u
peso á un flaco animal; luego la mujer número 1, montada á
horcajadas y con un niño delante y otro atrás; luego La mujer número 2; luego un borriquillo y un cordero en l i b e r tad, que siguen á la familia poco más ó menos como q u i e r e n . . E l sol comienza á bajar: caemos en un g r u p o de p a s tores que están inmóviles y elevan los brazos al cielo, c a n tando gravemente, con la vista clavada en una mezquita: te
a s e g u r o que dibujan una valiente silueta de la «Oración
oriental.» Hasta de noche, bien de noche, no llegamos á
Ailvatissa, en donde un g r u e s o y repugnante turco, que ha
querido absolutamente albergarnos en'su casa, nos introduce en la boca, con toda clase de cortesías, las bolitas que se
toma el trabajo de hacer con sus sucios dedos. ¡Cosa por el
estilo de mi cama de flores!
«Una jornada bastante pintoresca, ¿no e s verdad? Pues
bien, aquello 110 e s nada comparado con lo que hemos visto
hoy. Imagínate un grande, inmenso oasis, un grupo de á r boles enormes y tan juntos que dan la sombra de un b o s que, plátanos gigantes que tienen en ocasiones, en torno de
su tronco muerto de vejez, cuarenta retoños cubiertos de
verdura y agarrados al suelo; imagínate l u e g o el agua, un
ruido de fuentes cantantes, un serpeo de lindos arroyos
claros, y además, en esa sombra, en esa frescura, en ese
murmullo, figúrate el efecto de un centenar de bohemios
que colgaran de las ramas su pueblo errante, que a c a m p a ran allí con sus tiendas, sus ganados, los hombres con el
torso desnudo, fabricando armas, forjando instrumentos de
jardinería s o b r e un pequeño yunque clavado en el suelo, y
encantando el sonido del hierro con el ritmo de una canción
extraña; las bellas y salvajes jóvenes, bailando no sin blandir. por encima de sus cabezas los panderos, que sombrean
su rostro; las mujeres, unas junto á las hogueras, asando
corderos enteros, que transportan en puñados de plantas
odoríficas y otras ocupadas en dar á pequeñas bocas sus
s e n o s bronceados, y los niños, completamente desnudos,
corriendo con su «tarburch» cubierto de monedas, ó bien
con su amuleto contra el mal de ojo, una cáscara de ajo en
un trocito de tela dorada, única prenda sobre su piel, p e n -
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diente del cuello; y todos chapuzándose, enfangándose, en
el bosque de agua y de sol, por correr detrás de los gansos
asustados... Y en los árboles cunas de niños, nidos de harapos de mil colores, amontonados trozo á trozo á través de
los caminos...
« P e r o ya llevo escritas cuatro páginas. Y me duermo.
Buenas noches.
»Escríbeme al consulado de Francia en Esmirna.
"Tu viejo amigo.
»N.
DE C O K I O L I S . »
XXI
«Roma, 26 de diciembre de 1844, á las dos de lamañana:
» E s t o y en Roma, estoy en la Escuela de Roma!... ¡Ah!
amigo mío, si me atreviera á hacerlo, lloraría. Pero nada
de frases. Vas á ver lo q u e e s esto.
« L l e g a m o s anoche; ya sabes, pues Charagut ha debido
escribirte esto, que hace como tres meses tomamos en Marsella un calesín. Eramos los cinco premios: Jouvency, Salarille; Froment, Gouverm-ur y Gharmond, el músico." Habíamos pasado por la Gorniche y callejeado no poco en T o s c a 11a: aquello fué encantador. Peroal fin, hoy, llegó el gran día.
A las tres nos encontrábamos en un lugar llamado Ponte
Afolle. Sabíamos que l o , ¿amaradas saldrían á recibirnos:
cuatro había. Pero ¡qué cambio! ¡mozos con los cuales nos
tuteábamos en París, qu • eran nuestrosamigos!; no puedes
hguránte lo fríos que se mostraban!... Y no solo fríos. Además tenían un aire todo disgustado, todo inquieto, todo absorto. Añade que iban vestidos como bandidos, de tal modo
perjeñados que infundían miedo. P r e g u n t é á Guérinau porque Férussac, ya sabes á quien me refiero, Férussac, el que
estuvo con nosotros, no había ido. Me respondió, como misteriosamente, que le había sido imposible; que le iba á e n contrar bastante cambiado, que tenía una n i g r a e n f e r m e d i d , que se temía a l g o por su juicio, y me advirtió no le
mtrarlara en sus ideas. Y así todo el camino, una porción
' m , a l a s noticias de unos y otros, é historias que nos pusieron a todos de mal humor. Olvidaba decirte que en Ponte
M 'lie se nos enseñaron las estatuas de Miguel Angel; y te
confesaré que ni y o ni Jouvency hemos comprendido 'esto.
I or su parte, piensan ellos que es esto lo que hiciera de
más hermoso. He de decirte algo, pero, acá para «inter nos»
te ruego me lo tengas secreto; les ha hecho aquí muy d e s gracia los una aventura acaecida á Filassier, el premio del
«José,» y del cuál te acordarás. S e g ú n parece, e s mantenido por una princesa italiana; y esto públicamente. El no s e
oculta, se ofrece en espectáculo. Comprenderás la desconsideración que esto hace caer sobre la Academia, y la falsa
posición en que nos coloca á todos en Roma.
»Entramos por una gran puerta en cuyos lados hay obeliscos, y en seguida nos llevaron alCorso á ver San Pedro.
¡Dios mío, y cuán poco aseméjase esto á la idea que uno de
ello se formara! Y o me figuraba una plaza circular con columnas delante; y parece que esto ha sido demolido por el
g o b i e r n o para hacer calles. L u e g o volvimos riendas y l l e g a m o s , al anochecer, á la villa Médicis. S e nos condujo á
nuestros aposentos. N o puedes figurarte como éstos son.
Y o ocupo uno... ¡innoble! ¡Y hemos de estar aquí, s e g ú n se
nos dice, un año! Mientras tanto, ha sonado el « A v e M a ría:» ésta se toca aquí á la hora de comer. Y hemos bajado
al comedor. El cual es lúgubre; malas velas de s e b o por
toda luz; nada de manteles; rodillas en lugar de servilletas;
cubiertos de estaño. N o s sirven dos criados, pero tan s u cios, que nos quitan el apetito antes de comer. Me percato
d< que la habitación está pintada de rojo y en el fondo hay la
Fauna, apoyada, como sabes, en su flauta, y además, a r r i ba, los retratos de los pensionados. Fleurieu me muestra
los que han fallecido: ¡hay hileras de siete de éstos! Estamos separados: cada año tiene su mesa. L o s viejos premios,
los que permanecieron en la escuela, los « p r o f e s o r e s , » como aquí se les llama, tienen una a l g o más elevada. Aquellos
a quienes conocía de tiempo me han parecido terriblemente
envejecidos; y además, tienen la tez de un horrible verde.
¿Conociste á Griinel? En la actualidad sus cabellos son
blancos. Ha llegado la sopa, y como los nuevos son aquí
servidos los últimos, la sopera viene casi vacía. Nadie se
habla. Reina siempre un helado silencio. T o d o s parecen
odiarse. L o s viejos, en torno de Grimel, tienen miradas
perdidas, cual si hubieran estado en la luna. L l e v a n algunos
capas de lana, y parecen tener frío á pesar de ellas, como
los pobres. Por último, ha salido una voz de la mesa de los
p r o f e s o r e s . — « ¡ H o l a ! — h a dicho—Ahí están los n u e v o s . . . —
¡Qué feo es ese!—¿Cuál?—Se dice que el concurso fué poco
r i g u r o s o . . . » Nosotros no sacamos la nariz de nuestro plato.
S e nos presenta una lata de sardinas en la que sólo hav espinas y aceite que huele á grasa. En la habitación hay un
gran brasero lleno de ascuas, y he aquí que v e o á uno d e
los que tiritan ,r a él, poner los pies s o b r e el marco de madera en que esta asentado y continuar allí sus temblores.
E s t o produce mala impresión. Y va otro, y otro le sigue.
í£hr°e n . C e r S e ° y e d e c í r : « ¡ C u ¡ d a < ¡ « que cargan e s o s con su
fiebre! A p e n a s resulta agradable comer con el hospital al
l a d o ! . M e n e s t e r e s decirte que los e n c a r g a d o s d e s e r v i r n o s
no hablan mas que italiano, lo cual e s cómodo. Habíamos
atrapado algunos restos de cocido, de « a l e s s o , » como aquí
dicen cuando Filassier apareció con botas, pantalón b l a n co, chaqueta de terciopelo, espuelas y un latiguillo. ¡Y qué
aire el suyo! Hacia p o s t u m a s , rechazaba lo que le presentaban como hombre que quiere d e c i r ' q u e come abro mejor
en otra parte... ¡Esto da rabia! ¡No comprendo cómo ha
podido l l e g a r á tal impudor! D e repente o i g o gritar: «¡Miguel Angel! ¡Rafael!»... N o he oído más que esto, v he visto levantarse toda una mesa para comerse á otra.
Chatehasta conservaba su cuchillo... ¡Y nadie trataba de s e pararles! L o s hombres s e convierten aquí en fieras muv faS i 0 ? 1 1 ^ . . J í e S t r ° - r ; l b a f l o r ' ( í u e e s nervioso, ha tomado
las de Villadiego, s e ha marchado á la cocina. Felizmente
s e ha mandado traer vino de marca, que, entre paréntesis
me parece peor que el ordinario, y Grimel ha propuesto
gracu,sámente beber á la salud de los nuevos: diciéndonos
que «esperaba haríamos honor á la Academia, y que reconocíamos la g e n e r o s a hospitalidad que recibíamos». Ninguno de nosotros ha tenido valor de responder. S e ha pasado
al salón. ¿Quien me había á mi dicho que en éste había
acuarelas de carnaval? E s un pequeño, muy pequeño aposento, desnudo completamente. Nos hemos visto obligados á
sentarnos en el suelo, mientras Charmoud tocaba la pieza
que le ha valido el premio, y despues se me ha conducido á
mi aposento, las cuatro paredes, amigo mío. Mi cama y mi
maleta, nada mas. T e escribo sentado en esta última. S a b e
a la vez q u e . . . »
« D e l mismo punto, Octubre de 1845.
«Encuentro, querido amigo, este viejo pedazo de carta
olvidado en un rincón, y repasándolo rio d e buena srana
ero es
menester q u e acabe de contarte mi noche
« 1 e escribía, como te d i g o sentado en mi maleta c u a n d o
¡plás! mi bujía s e apaga. La tiento: ¡fría como un difunto!
Busco cerillas: ¡ni una! Abro la puerta: 110 v e o luz. Me
aventuro en grandes diablos de escaleras y corredores inacabables. Apodérase de mi el temor de romperme el pescuezo; encuentro mi alcoba y mi cama á tiernas... Cojo mi
mueble de noche cié debajo de la cama: ¡es una regadera!
P o r fin me acuesto, voy á cerrar los o j o s . . . Y he aquí que
una franja de luz se pone á serpear por tierra, entre las
junturas de las baldosas, y sale de debajo de mi cama a l g o
como una mosca que salta. En el mismo instante se abre la
puerta, y se me arroja en mi aposento una avalancha de
muebles.
« T o d o esto es una farsa, ¿sabes? ¡una farsa desde el
principio al fin! L a s pretendidas estatuas de Miguel A n g e l ,
en Ponte Molle, son no importa qué. El San P e d r o que s e
me mostrara, es la iglesia de San C a r l o s , Férussac no
piensa más que y o en ir á Charentón. H a y dos buenas lám
paras en el comedor, y tenemos manteles. L o s cabellos
blancos de Grimel lo parecían por estar cubiertos de harina. Filassier, el honrado mozo, no es mantenido más que
por la Escuela de Roma. L o s calenturientos eran falsos calenturientos. El verdadero salón tiene realmente acuarelas
de carnaval. La disputa de la mesa era fingida. Mi aposento, no era mi aposento. El mueble de debajode mi cama esta ba roto, y mi bujía era un cabo de vela colocada sobre un nab o
respado. Y así todo lo demás. ¡Ah, tunantes, como se divertieron á e x p e n s a s mías! Porque le dan á uno, en tales ocasiones, un aposento cuyas ventanas no tienen postigos, sin cortinas, y en la que puede uno ser visto desde el balcón de la
L o g g i a . ¡Y me han visto! les he dado la comedia del hombre
que r e g r e s a d e s e s p e r a d o á su aposento, ciérrala puerta, mira,
da dos ó tres vueltas, lleva la mano á su bolsa para encontrar en ella un equilibrio en su desgracia, se quita l e n t a mente una de las mangas de su levita, busca un mueble en
que dejarla, ¡y acaba por sentarse sobre su maleta como un
condenado á cinco años de Roma! ¡Me han visto abrir mi
maleta, sacar de ella un larro de pomada y frotarme la n a riz para hacer desaparecer los efectos que el sol produce
en todo viaje; con el g e s t o imbécil que suélese poner cuando se refriega la nariz sin tener un espejo en que mirarse!
¡Me han visto engrasándome neciamente con una mano
tener y revolver en la otra, y con agitación, una carta!
Porque no había osado decírtelo todo. Había incurrido en
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la sencillez de hablarles por el camino de una italiana muy
graciosa que había encontrado en el norte de Italia y que
me había dicho iba á Roma; y al llegar á la Academia había
encontrado una carta con sello, con divisa, una carta que
olía á mujer; pero lo infernal era que aquel billetíto estaba
en italiano, en un chusco italiano de cocina que me hacía
volver la boca agua y en el que comprendía una palabra
aquí y otro allá, sin poder comprender una frase... La verdad e s que, tieso, en camisa, con la caricatura de mi s o m bra e n la pared, acercándome más cada vez á la bujía sin
dejar de mirar mi carta y embadurnándome más y más f e brilmente la nariz, ¡debía estar gracioso!
«Al siguiente día se me ha presentado á la encargada
del guardarropa de la Escuela, e s p o s a del señor Schnetz,
quien me halagó mucho habándome d e mi concurso.
«Sí, yo, y o mismo, querido, he sido trastea lo como acabo de referirte. L o cual lia de darte una idea bastante linda
del modo como aquí se entra. La verdad e s que no e s t á mal
hecha esta sierra en crescendo. Sube, sube, llega á pellizcarle á uno la nariz... ¡Y que pellizca á todos! S e ha de tener en cuenta que acaba uno de llegar, que el viaje le ha
agitado á uno, que se está cansado,'derrengado. T i e n e s e la
emoción d e la llegada, de todo lo que va á verse, de Roma.
I odo se ignora, siéntese uno lejos. H a y a l g o de extraño e a
el aire, un montón de cosas que entontecen. En resumidas
cuentas, que a ¡uello le oc.irre al más fuerte: se e s t i entonces dispuesto á tragárselo todo.
« H e de decirte q íe hay aquí un Bello al que s e siente
que no se puede llegar en se --uid.i y que aplana. T a l es la
impresión general, Según me dicen; y e s t o e s lo que me
consuela. Paréceme que aún no he abierto los ojos. Estoy
en la semiclarida 1 del primer año. Por lo visto, aquí s e e s
iluminado súbitamente. L l e g a un bello,día en que s e ve.
Grimel me ha e x p l i c a d o esto: hay un instante en que de
pronto le es á uno revelado cuanto doquiera tiene ante sus
ojos. A él esto le ocurrió estando en el balcón de la L o ^-gia.
-Mirando desde allí toda la ciudad de Roma, la columna Antonina, la columna Trajana, los muros de la ciudad, la campiña, los montes de la Sabina, la orilla del mar en el horizonte, vió, comprendió, sintió: todo se aclaró para él.
«Mientras llega este instante, trabajo de lo lindo.
{Qué e s de vosotros en París?
*
» T u buen camarada,
»GARNOTELLE.»
XXII
Transcurrieron algunos meses, un año. Anatolio c o n t i nuaba en aquella vida al día, manteniéndose de casuales
ganancias, rico una semana, sin un sueldo la siguiente,
cuando presentóse ante él la fortuna. Un editor belga qué
había ¡emprendido una falsificación de los modelos de c a b e zas de Juliano para uso de pensiones y escuelas, recurrió á
él. Decalcado el modelo en la piedra, y pasada ésta al g r a so, Anatolio no tenía que hacer más que repicar los valores
que no surgieran. Expidió cerca de 1111 centenar en el transcurso del invierno. Por cada una de estas reproducciones le
daban ochenta francos; de modo que llegó á reunir cerca de
ocho mil. E r a ésta para él un.i suma fabulosa, la e x t r a v a gancia de la prosperidad: experimentaba la impresión de
un hombre sin zapatos caminando sobre montones de Oro.
Todo fué gastado, derrochado en el pequeño taller, q u e se
convirtió en una especie de posada abierta á todos, de café
gratuito, con grandes comidas compuestas de fiambres, en
el que los cacharros de cerveza vacíos daban al fin la vuelta
á las cuatro paredes y salían á la escalera.
D e s p u e s vinieron los caprichos. Anatolio se e n t r e g ó á
adquisiciones de lujo, largo tiempo soñadas. Compró^una
tras otra varias cosas extrañas.
Compró una cabeza de muerto en cuya nariz prendió,
sobre un corcho, una mariposa.
Compró un «'Tratado de las virtudes y los vicios», del
abate de Marolle^, al que puso por señal un calcetín.
Compró 1111 marco para un estudio de Garnotelle, p i n tado un día de miseria con el aceite de una lata de sardinas.
Compró un clavicordio inútil, en el que vanamente q u i s o aprender á tocar:
Ttingo buen
tabaco...
Compró, después del clavicordio, un gran pedazo de
guipur histórico; despues del guipur una canoa que s e vendía por cualquier cosa, por proceder de un embargo, un día
del mes de enero, y que él hizo sacar de debajo de la nieve
del patio de los Tasadores.
Despues de la canoa 110 compró nada; pero tomó por
subscripcióu un ejemplar de las obras de Fourrier y se e n -
c a r g o un traje negro con forro de raso blanco: un traje que
en el taller, debía reemplazar á la música: para impedir que
cogiera polvo, Anatolio acabó por encerrarle en el clavicordio, cuyo interior arrancó.
XXIII
— ¡ M o z o ! . . . ostras... de las grandes.!, ¡como su cuna de
usted! ¡En seguida!
Era Anatolio, que, instalado en el salón principal de la
fonda de Felipe, en una mesa situada frente á la puerta de
entrada, formulaba su petición.
Aquel día—á mediados de la cuaresma—la idea de ir al
baile de la Opera s e había hecho dueña de él. Nuestro j o ven había reunido un chaleco de franela, un par de alas un
pantalón de malla color carne y un carcaj, y con esto se
había disfrazado de Amor. S ó l o una cosa le contrariaba- su
barba negra. N o queriendo despojarse de ella, resolvió
darle un acompañamiento que quitase la falta de harmonía á
su traje, y sujetó á su chaleco de franela, en el hueco del
estomago, un poco de crin que extrajo d e un colchón.
Así vestido, despues de pintarse negras gafas en torno
de los ojos y ponerse una cinta azul celeste en los cabellos
y cubiertos sus pies con unas pantuflas bordadas, habíase
puesto en marcha, callejeando en línea recta. A p e s a r de la
helada que caía, no tenía frío más que en la punta de los
dedos, y nada le fastidiaba tanto como el no poderse meter
las manos en sus bolsillos ausentes. S e detenía delante de
las tiendas en que se vendían disfraces, miraba los o r o p e l e s
carnavalescos brillar bajo la luz del g a s , avanzando t r a n quilamente en mitad de la escolta de honor de los c h i q u i llos: no tenía prisa. En el fondo, juzgaba el baile de la
Opera una diversión de una distinción a l g o burguesa un
placer de hombre de mundo; y se preguntaba si no debía ir
a un baile d e menos fuste, como Valentino ó Montesqui'eu
L l e g o a la Opera. N o estando aún completamente decidido
entro en un cafetillo vecino, encontrando en lo que allí
pasa, en el carácter de los parroquianos, en las idas y v e nidas de los dominós que les llevaban dulces, bastante interés P ^ a [.asar allí cerca de una hora. Llegado á la entrada
de la Opera, y saludado por el vocerío de los limpiabotas
que las noches de baile improvisan, hizo á clos ó tres de es-
Hi
tos barnizadores, á los cuales reconoció una linda charla, el
honor de responderles, provocando los aplausos de los grupos que atravesaba. De uno de estos g r u p o s salió por fin
un caballero que parecía conocerle y á quien no costó m u ch o llevarle á jugar una partida de billar al Gran Balcón.
El caballero apenas pudo jugar: Anatolio jugaba aquella
noche de un modo incomparable: hizo series de carambolas
que no acababan, no dejándose de admirar viendo hasta q u é
punto el traje de Amor, con la libertad que da la ligereza
de ropa, era favorable á los efectos de retroceso. Jugó así
p o r espacio de dos horas largas, en el café turbado de v e r le, al través, de su ensueño, entre las fantásticas academias
dibujadas por las posturas de aquel amor con barba, que
las miradas de los clientes del establecimiento, excepción
hecha d los amantes del juego, examinaban tan e x t r a m e n te, desde el talón hasta la nuca.
Salió de allí con el firme propósito d e ir decididamente
al baile de la Ópera; pero en el bulevar, su curiosidad se
dejaba enganchar, detener en el espectáculo del movimiento
que rodeaba el baile, en aquellas figuras que salen de e s a s
noches de placer, de todas esas industrias indirectas que
recogen monedas de cobre y puntas de cigarro detrás del
Carnaval.
Y se disponía á seguir y escoltar á una mujer que llevaba en un cubo de cocido á la hilera de cocheros de alquiler,
cuando vió en el reloj de la estación que eran las cuatro
menos cinco ..
— ¡ H o l a ! — d i j o . — ¡ E s la hora de tener hambre!
Y renunciando al baile se encaminó á casa de Felipe.
Llegaban las máscaras. Anatolio poníase á gritar— ¡ O h , esa cabeza!... ¡Buenos días, Fulano!... ¿Sigues
negociando con el clero? « L a fama del incienso de los
R e y e s Magos!...» ¡Eres el especiero del Señor! ¡Cállate,
hombre!... ¡Y te vistes de turco! ¡Esto e s iudecente!...
Y á todo el que iba llegando le obsequiaba con un p a saporte por el estilo, con un retrato g r o t e s c o en pleno rostro. L o s concurrentes s e agolpaban para oir desde más
cerca aquella lluvia de necedades, apostrofes chocarreros,
bautismos ridículos, ¡el Almanaque Bottin salido del C a t e cismo rufianesco! Formábase círculo, rodeábase á Anatolio.
Las mesas avanzaban poco á poco hacia él, soldábanse unas
I.A M O R E 1>Ó
con otras; y los que cenaban, agolpándose, hacían una cena
h s t ^ e L f < > C r S S a H , I a S d C b ° G a < , e A , l a t o l Í O — í a n con
las bote as de champagne, que pasaban de mano en mano
como s e l l o s incendiarios. S e comía, se reventaba de n í a
Los manteles bebían espuma, los hombres lloraban á fuerz,
S í S n 3 8 m U J e r e S S C ° P r Í m í a n d V Í C n t r e ' l ü S P f e « ™ se
Anatolio, exaltado, subió encima de la mesa, y desde
¡db dominando a su público, púsose á bailar la danza de
os huevos en los platos, e n s a y ó posturas de equilibrio s t
bre las bocas de las botellas, siempre hablando vomitand'7
d e v a n d o entre brindis inusitados una copa vacía y sin a c e n to, cogiendo un-pedazo «le cualquier cosa en una mesa c u l
qu.era, robando al azar un beso imprimido en el hombro de
r ,(
una mujer, gritando:
"
— ¡ A h ! esto me hace tener veinte años m e n o s . . . ¡v tres
trcs
cabellos mas!
Apuntaba el día ese día que se levanta como la palidez
de una orgia sobre las noches blancas de París. Huí . la egrura de las baldosas del salón. En la calle e m p e z a b a ^
despertar los primeros rumores d e la gran ciudad FI "a
bajador iba al trabajo, los paseantes comenzaban su e e n o
v venir. Anatolio saltó de la mesa, abrió la ventana- a
Pie de ella se veían sombras de miseria y de sueño- JTn'tes
de plaza obreros de las cinco, s i l u e t J s i n s e x o que
"
rrian, todo ese pueblo de la mañana que pasa, junto al pL
cer aun encendido, con la sed de lo que bebe el h a m b r ? t
lo que come, las ganas de lo que arriba se A l u m b r a
t P e S
Anatoliof'
- ¡ A b r Í d d pÍCO > h ¡ Í o s ™ o s ! - g r i t ó
Y cogiendo dos botellas de champagne, las vaci,', sin
m i r a r e n los gaznates v a g o s q u e bebían l o m o agujero
la fonda c-ivó T "
'""^í" 0 "' y P o r ^ tres ventanas de
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P « m o s o vino por espacio de algún tiempo y sin cesar, como arroyo de tormenta perdido s e d e s S a
por una alcantarilla. La muchedumbre se apiñaba se aore
tal*1
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—¡Cuidado, que va á caer algo!—dijo Anatolio.
d n J , a t r e p e ' l t e ' S O t a ? d ° l 3 S b o C e l l a s ' P r e s e n t ó al p ú b l i c o
qUe
nmía con u n o
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de s u s b r a z o s : uñadle e s I°PJ
tas c a b e z a s e r a la de un c a b a l l e r o vestido de n e * r o lá o ^ n
e r a la de una mu e r d i s f r a z a d a d e aldeana
* '
79
Empinándose cuanto pudo, echándose hacia afuera con
las elasticidades de un charlatán en un balcón de barraca,
púsose á hablar, con la voz exclamatoria de los sacamuelas.
— ¡ E l Parisiense, caballeros!—dijo, mostrando al h o m bre enlhtado, que trataba de escapar, reventando de risa.—
¡Vivo, caballeros! ¡¡En persona natural!!... ¡Grande como
un hombre! ¡¡¡apodado el « R e y de los franceses!!!» ¡ liste
animal!... ¡Procede de provincia?! ¡Su pelaje! ¡ E s un traje
negro! ¡No tiene más que un ojo, ya lo podéis ver! ¡Su otro
ojo... e s un monóculo! ¡Este animal, caballeros, habita en
un país... limitado por la Academia! ¡Conoce el amor... platónico! ¡No se sabe que tenga enfermedades particulares!. .
¡ E s el animal del mundo! ¡del mundo! más fácil de mantener! ¡Come! ¡y bebe de todo! ¡leche filtrada! ¡vino tinto'
¡cocido económico! ¡¡¡cabrito de fonda!!! H a m hay e s p e cies en éstos que digieren ¡¡¡una comida de cuarenta s u e l dos!!! ¡Este animal, caballeros, está muy extendió' ¡Se
aclimata en todas partes, excepto en el campo! ¡De ámor
dulce, es fácil de educar! ¡Se le puede enseñar, cuando se
le caza joven, a retener un aire de órgano y á comprender
un vaudeville!... ¡Inútil, caballeros, citar aquí los rasaos de
su inteligencia! ¡¡¡ha inventado la chancla y los cuellos postizos!!! ¡Su seso, caballeros! ¡La disección nos le da á c o nocer! ¡Se encuentra en él, caballeros, se encuentra en él
el g a s de media botella de champagne! ¡un trozo de p e r i ó dico! ¡¡¡el estribillo de « L a Marsellesaü!» ¡¡¡y la nicotina
de tres mil cajetillas de cigarros!!!... ¡En cuanto á sus c o s tumbres, tiene mucho del cuclillo! ¡¡¡gusta de hacer sus pequeños en el nido ajeno!!!... ¡Y basta en lo que respecta á
e s e animal!!!... ¡Ahora, á su dama!
Y Anatolio mostró á la calle la mujer que sujetaba h a ciéndola girar como una muñeca.
— . . . ¡ L a señora de ese caballero! ¡Saludad!... ¡Una bestia. ¡desconocida! ¡¡¡una bestia!!! ¡que es la pesadilla de los
naturalistas!... ¡La Parisiense, señoras mías, salvo el r e s peto que os debo!.. ¡Pies y manos de niño! ¡dientes d e ratón. ¡pata aterciopelada! ¡¡¡y uñas de gato!!! ¡Fué traída
( el r a r a i s o terrenal, según se cuenta! ¡Aunque muy delicada, resiste a las más recias obras! ¡Puede frotar diez horas
seguidas! ¡¡¡pero en el baile!!!... ¡Esta pequeña bestia! ¡señores! ¡se alimenta generalmente! ¡de todo l o q u e es perjudicial para la salud! ¡Come ensalada! ¡¡¡y también n o v e las!!!... ¡ E s sensible al buen trato! ¡caballeros! ¡¡¡y sobre
todo al malo!!! ¡Machas personas! ¡¡¡gran número de p e r sonas!!! ¡caballeros! ¡han llegado á domesticarla! ¡dándole
alimentos! ¡casa! ¡combustible! ¡alumbrado! ¡planchadora!
¡su confianza! ¡¡¡y algunos diamantes!!!... ¡Muy fácil de
amansar! ¡Generalmente cariñosa! ¡susceptible de celos! ¡y
aun de fidelidad!... ¡Por último! ¡caballeros! ¡esta e n c a n t a dora bestiecilla! ¡qíie anda sin enlodarse! ¡es vivípara!
¡¡¡para!!! ¡¡¡para!!!... ¡Y nada más! ¡¡¡Venga música!!!
XXIV
, —¿Eh? ¿cómo?—dijo Anatolio, el domingo que
a aquel jueves, sintiéndose rudamente zarandeado
cama.
Abrió á medias los ojos y distinguió á Alejandro,
do Mélas, de r e g r e s o de Etarapes, en d o n d e ' había
trabajando.
siguió
en su
llamaestado
— ¡ H ? ! a : ¡ e l g ¿ n e r a l ! ¿tú? ¿Es de día?
Y salió á medias de entre las ropas un rostro d e s c o n o cido y que parecia una careta desteñida. El sudor había corrido por sus grandes lentes negros, y el »lanco de alba yalde, s e c o sobre su piel, dábale los fulgores del pez escamado.
— E n primer lugar, lávate—le dijo Alejandro. E s o aclarará tus ideas. Pareces un espectro que se hubiera paseado
sin paraguas... ¿Sabes, hijo, que has hech > encanecer á tu
portero?
— 0 : O ? , B u e n o > l e pintaré de nuevo, y en p a z . . .
— Figúrate que ayer hizo que te viera un médico.
—¿Qué dices?
— E l cual no te encontró calenturiento y ordenó se te de
jase dormir...
—¿Eh? ¿cómo? ¿En qué día estamos?
— E s domingo.
—¿Domingo? E n t o n c e s . . . ¡canario! Y no obstante, s e guro estoy de que el viernes por la mañana me acosté...
Y repitió «¡domingo!» para perderá: lu :go en sus reflexiones.
— ¿ L u e g o hay agujeros en el almaiaq ie?¿El año tiene
fugas?... ¡Hola! ¡se me han robado dos iías de mi vida!...
El Santo D i o s me los debe, ¡oh! me los d e b e . . .
— P e r o ¿qué estuvisteliaciendo? Por ¡ué no volviste á
casa sino el viernes por la noche, no sé á qué hora
portero no te v i ó . . .
El
— Y a lo c r e o . . . Ni yo t a m p o c o . . . ¿Te figuras que
y o me
1
J
veía?
— Entendámonos. De algo te acordarás.
— D e nada... No, allí... de nada, te l o ' a s e g u r o . . . Me
•¿cuerdo de casa de Felipe... de un balcón... de unos s e ñ o á
de
^ i t ? d e ^ , a ? : : a r ü n 31 c a f é - y
^
— P e r o ¿dónde estuviste?
— C o n seguridad que no fué en casa. Espera.
Me p a rece que s e me hizo galopar á caballo, por una alameda en
l a cual había grandes arboles, una especie de alameda de
parque, Y l u e g o . . . pues... allá, allá...
Y quiso volver á tumbarse de cara á la pared.
—¿ E s que te vas á dormir de nuevo?
— A fe mía, sí; es el único medio de acordarme... ¡Ah'
e s p e r a , me parece que ya la he c o g i d o . . . Sí, un aposento .!
muy g r a n d e . . . e n el que había retratos de familia... ¡retratos
d e familia tremendamente espantosos!... L o s había vestidos
d e negro, magistrados,., ¡con unas cejas y unas narices!
b e distinguía entre todos una dama, el mismo corte de nariz'
en traje amarillo y con unas mejillas horriblemente rojas. '
¡Y j luello eran pinturas, querido! ¡Imagínate la familia de
Barba Azul, en tiempo de Luis X V , pintada por un vidrie*
ro de pue do!.. Verdaderos Chardín bizantinos. Yo tenía
miedo tanto mas cuanto que la habitación estaba alumbrada
por el fuego de una gran chimenea... ¡Si y o tuviera parientes como a ,uellos, te aseguro que pronto les mandaba á
una . o t e n a de beneficencia! Además, creo que he soñado
que el retrato de la dama amarilla tenía cólico, y que me lo
h a c a tener a mí... Y luego, de repente, me ha parecido que
el aposento era arrastrado en un c o c h e . . .
— S í , ya estoy... se te habrá llevado á un castillo de los
alrededores de P a n s . Y luego, viéndote demasiado harto,
se te habrá hecho a :ostar y se te habrá vuelto...
— E s posible... Pero resulta fastidioso no saber de fijo
t al vez me hayan pasado cosas divertidas... ¡Tal vez había
allí grandes damas!... Además, di... Por lo menos, ¿puedo
tener la certeza de que aquellas g e n t e s no eran rateros?...
fo.
.
f c i l e s no me hayan hecho firmar letras
falsas!. Y la verdad es que, despues de todo, les voy á parecer ordinario: no podré enviarles mi tarjeta los días de
6
año n u e v o . . . F e l i z m e n t e , s i e m p r e hay el juicio final para
e n c o n t r a r s e . ¡Y b u e n a s n o c h e s ! . . . ¡Oh, déjame dormir un
p o c o m á s ! . . . Y o d u e r m o al p o r m a y o r . . . ¿No s a b e s q u e h e
p a s a d o o c h o días s e g u i d o s sin acostarme?
XXV
E n aquel año de 1846, e n mitad del despilfarro de s u
e x i s t e n c i a , A n a t o l i o tuvo una veleidad de trabajo; la idea de
hacer un cuadro, de e x p o n e r , s e le o c u r r i ó c o n f o r m e s a l í a d e l
L o u v r e , el último d í a de la e x p o s i c i ó n , i m p r e s i o n a d o por
lo que viera, la muchedumbre, el público, los c u a d r o s , la
admiración y la a g l o m e r a c i ó n ante d o s ó tres lienzos d e
o t r o s tantos c o m p a ñ e r o s de taller.
T o d a v í a q u e d á b a l e a l g ú n d i n e r o del a s u n t ó de los J u liano. L a ocasión era buena para permitirse el luto cíe h a c e r
una o b r a . Al pasar e n t r ó en c a s a de D e s f o r g e s , e n c a r g ó un
lienzo de 100, e s c o g i ó p i n c e l e s , s e p r o v e y ó de c o l o r e s . Lueg o c e n ó , de prisa, y, con la lámpara encendida, s e puso á
buscar su idea en el tanteamiento y la repeladura de un trazado al c a r b ó n . Al s i g u i e n t e día, a l g o febril, d e s d e p o r
la mañana, desde l o s c o m i e n z o s del día hasta su fin, c u b r i ó
bastantes hojas de papel con delineamientos de e s b o z o . L l a maron á su puerta, no a b r i ó .
P o r la n o c h e , en l u g a r de ir al café, fué á dar un p a s e i to p o r la plaza de la Bastilla; y una v e z en casa de r e g r e s o ,
d i ó v i v a m e n t e a l g u n a s postreras indicaciones á un g r a n d i bujo e s c o g i d o entre l o s o t r o s , y q u e había fijado en la p a red por m -dio de un clavo.
Al s i g u i e n t e día, en cuanto tuvo s u lienzo, trasladó á él,
á la tiza, su c o m p o s i c i ó n . L o s a m i g o s á q u i e n e s dejó e n t r a r
a q u e l día s e reían, bastante admirados de verle trabajar y
llamándole « e l h o m b r e que tiene una o b r a maestra en el
v i e n t r e » . A n a t o l i o l e s dejó hablar con la majestad del q u e
s e s i e n t e p o r encima de las bromas: y pasó a l g u n o s dias
más preparándolo todo á c o n c i e n c i a .
T o d o bien preparado, fumó muchos c i g a r r o s ant e su
lienzo, con una e s p e c i e dé r e c o g i m i e n t o , s e a g i t ó e n t o r n o
de s u caja de c o l o r e s , la abrió, la c e r r ó , y por fin s e p u s o
á dar al cuadro el primer fondo.
— T e n g o prisa por hacer e s t o — d i j o al camarada q u e
allí t e n í a . — Y ya v e r á s e n cuanto e n c u e n t r e modelo.
A c a b o de cuatro ó cinco días, el lienzo e s t a b a c u b i e r to, y el a s u n t o del cuadro de A n a t o l i o aparecía claro.
<|Ue d dÍSGÍ ul
o u e S ? » e"
P ° d c L a n p b o u t había
Sp,raOÓn
Cra
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P ' e c í s " ' n e n t e una p i n o ,
ra ante todo era un p e n s a m . e n t o . Salía mucho más de las
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c i a
T o Tel hhombre,
a l r V elT q uqUC
pintón
.sino
e en í él quisiera afirmarse: y el dibuio
e n t t a ' n í r 6 0 ; 0 " r PUeSt° " ,a
Ac.nel'/uaio
S
)ra
tolio í , P r
' a " t e r n a ó i á g i c a d e las o p i n i o n e s de A n a l
t o b o , la traducción figurada y colorida de s u s tendencias
d C SUS
u S ? , r a ^
; <1 '-'--trato a l e g ó r i c o V
la transfig uración de t o d a s l a s g e n e r o s a s n e c e d a d e s d e s u
corazón. Aquella e s p e c i e de tierna debilidad, que hacía su
benevolencia universal, el v a g o a b r a z o con q ( S t r e S a b
contra su p e c h o a toda la humanidad, su propensión á c o leía
V
' C l S ° d a l Í S n i ( ' '™brollado ^]ue a sorbiei a aqu, y alia e n un F o u r i e r i n c o m p l e t o y en trozos de
pape e s declamatorios, de confusas ideas de fraternTd-d
US
Z Z t k Z r
Í ° n e S t sobremesa, c o n m i s e S n e s
s e g u n d a m a n o p o r l o s p o b r e s , l o s Oprimidos, los d e s h e r e -
e c S h r » e d e p C ; U O , C , S m ° H b e r a l 7 r e ° ' u c ' o n á r i o j el « S u e L
de dicha» de P a p e t y entrevisto al través del lalansterio- he
debía E a ^ f "
humañilado»
Sa
l ^ " ' ' ' i
'°n ^
^
e
686
títuIo:
" - d ^ e
« E 1 Cristo
d o r í v m í l - ' í r í T q W e . S e . V ! í a n l o s horizontes c o n s o l a l0S
n SalLtio í .
P n n c í P i o s d e Anatolio! Imaginaos
d e ,a
ÜL IcarTde 1
solidaridad en
pezar i or el
U composición parecía emp e z a r p o r cl abate de S a m t - P i e r r e y a c a b a r por E u g e n i o
¿ r P e r U " ' d e ' r a d r ° > , a S t r e s virtude'ateoCicío en d o n d e f r s p T T t ' ^ C a r i d a d > » ™ ¿ h a n * ¿ en el
a d e
dera tricolor f a l i
J n s s e d o b l a b a en forma,le bandera tricolor las tres virtudes republicanas: la Libertad la
Igualdad, la Fraternidad. Con s u s v e s t i d o s r o L b a n u Í a especie de templo e n c l a v a d o en las nubes y en c u y o frontis s e
leía la palabra « H a r m o n í a , » a b r i g a n d o í los p o e J s y las
e s c u e l a s mutuas, el P e n s a m i e n t o y la Educacicfn P o r e n d puta d e ? ? an n Í 5 < 1 Ume eS ne t C e r T á m o d o d e - b e de T a Z he r e r o c o l ^ t n T
° ' ^ t í n g u * * á la izquierda un
n e r r e r o con los instrumentos de s u oficio pendientes de un
t £ :
; e r V T V 1 f ° n d 0 l a W a d u r e z ' l a Abundan^
cía, la M i e s , e n e s t e lado, un sol q n e salía de detrás .le una
colmena hacía resaltar la silueta de un arado. A la derecha
oraba una hermana de la Caridad, y tras de ella veíanse
hospicios, cunas, niños, ancianos. Abajo, en primer t é r m i no, varios hombres estaban arrancando una columna con
los mandamientos episcopales, un hermano d e la doctrina
cristiana mostraba su espalda fugitiva, un cardenal huía,
todo encorvado, con un cofrecito bajo el brazo; y de una
sepultura en cuyo mármol se veían las armas papales, un
gran Cristo surgía, cuya mano derecha estaba traspasada
por un triángulo de fuego en que s e leía en letras de oro:
«¡I'ax!»
Este Cristo era, naturalmente, la luz y la gran figura
del cuadro. Anatolio le había hecho bello en toda la belleza
que imaginaba. Habíale halagado con todas sus fuerzas. Había hecho lo posible por encarnar su tipo de Dios en una
especie de figura de bello obrero y de galán joven del Gólgota. Además había allí mezclado algunos recuerdos da l i tografías de Rafael, y una e s p e c i e de memoria de una loreta
á la cual había amado; y batiéndolo todo, había crea.lo un
hijo de Dios que tenía como un aire de sarga i leal: su
Cristo se asemejaba al propio tiempo á un Arturo del p a raíso y á un Melingues del cielo.
Cubierto su lienzo, Anatolio correteó algunos días; « t e nía» su cuadro. L u e g o ajustó un modelo. F u é éste al taller:
Anatolio trabajó mal y, terminada la sesión, no le dijo que
volviera.
A Anatolio no le había nunca seducido el estudio del
natural. N o conocía e s e encanto de atención p ir la vida
que provoca la mirada, el esfuerzo casi embriagador de
acosarla, la lucha encarnizada, apasionada, de la mano
del artista contra la realidad visible. N o experimentaba esas
satisfacciones que hacen retroceder a l g o al dibujante, obligándole á contemplar un moine ito, en su retroceso, lo que
cree haber sentido, interpretado,conquistado, de su modelo.
Por otra parte, tampoco le aguijaba la necesidad de interrogar, de comprobar la naturaleza: tenía el deplorable
aplomo d e la mano que c o n o : e rutinariamente la superficie
de la anatomía humana, la silueta ordinaria de las cosas. Y
desde hacía mucho tiempo ha >ía tomado la costumbre de no
trabajar más que á capricho, de pintar con arreglo á lo que
recordaba de la escuela, una costumbre de ciertos colores,
un (lujo Corriente de figuras, la tradición del viejo croquis.
Desgraciadamente era diestro, estaba dotado de aquella ele-
gancia banal que impide el progreso, la transformación \
liga al homdre á una apariencia de talento, á una proximidad del estilo ruin. Anatolio, más que ningún otro, no debí,
curar de esta triste facilidad, de esta engañosa y a l u c i n a d o
ra vocación que pone en manos de un artista la producción
de un mecánico.
Reemplazaba el modelo por una figura de barro sobre
el cual ajustaba, formando pliegues, su pañuelo mojado; y,
apañándose mejor con esto, se ponía á economizar las extremidades de sus personajes; recordaba el magnífico ejemplo
de uno de sus compañeros que, en un cuadro qué representaba el Pentecostés, había tenido el genio de no hacer más
que un par de manos para los doce apóstoles.
Sin embargo, su primer ardor había pasado, y empezaba á juzgar que era demasiado penosa la tentativa de querer
encerrar el mundo del porvenir y la religión del s i g l o XX
en un lienzo de 100. Comenzó una pequeña tabla, volvió de
vez en cuando á su gran cuadro, hizo en él toda clase de
cambios con arreglo á su capricho del momento. L u e g o le
abandonó por espacio de muchos días, de semanas, no tocándole sino á largos intervalos, y disgustándose más de él
conforme avanzaba.
L a idea de su «Cristo humanitario» palidecía por otra
parte desde hacía algún tiempo en su imaginación y daba
lugar en ella al recuerdo, á la silueta presente de Debureau,
á quien casi todas las noches iba á ver á los Funámbulos.
Era perseguido por la figura de Pierrot. Volvía á ver su
espiritual c a b e z a , s u s blancos g e s t o s bajo la cinta negra que
sujetaba sus cabellos, su traje de claro de luna, sus brazos
flotantes en sus mangas; pensaba que allí había una mina
encantadora de dibujos. Ya había hecho, con el título de
«i^os cinco sentidos», una serie de cinco Pierrots á la acuarela, cuya cromolitografía se había vendido bastante en casa
de un mercader de estampas de la calle fie San Jacobo. El
éxito le había empujado en aquel sentido. Pensaba en n u e vas series de dibujos, en cuadritos pequeños; y en su i n t e rior acariciaba la idea de crearse una especialidad, de h a cerse un nombre, de ser algún día el maestro de los P i e rrots. Y no era solo el pintor, también el hombre sentíase
en él arrastrado por una pendiente de simpatía hacia el
personaje legendario encarnado en la piel de Debureau:
entre Pierrot y él reconocía lazos, un parentesco, una c o munidad, un parecido de familia. L e amaba por su fuerza,
por su agilidad, por su manera d e dar una bofetada con
el pie. L e amaba por sus vicios de muchachuslo, sus g o l o sinas de bizcochos y de mujeres, las contrariedades de su
vida, sus aventuras, s u filosofía en la desgracia y sus farsas
en la pena. L e amaba como s e ama á aquel á quien uno se
parece, algo como á hermano, mucho como á su retrato.
Así es, que llegó á dejar completamente su Cristo por
aquel amigo, el Pierrot, al que volvió y revolvió en toda
clase de escenas y situaciones cómicas muy graciosamente
imaginadas. Y casi había olvidado su cuadro serio, cuando
un arquitecto amigo fué á encargarle, de parte de un cura
un Cristo «de pocos cuartos», para una capilla de convento
Anatolio volvió á c o g e r su lienzo, quitó de él todos los a c cesorios humanitarios y agujereó la túnica de su Cristo para
ponerle un corazón radiante; pero, á pesar de todo, el cura
no encontró á su Buen Pastor lo bastante evangélico para
el precio que contaba ponerle.
Cuando el infortunado cuadro volvió á poder suyo,
— S e ñ o r — d i j o Anatolio yendo al l i e n z o . — D í c e s e que
Judas o s vendió: á mí no me ha sido posible; y ahora, ¡ e x cusen ustedes la lejía!
¿¡Diciendo esto, embadurnó y borró todo lo pintado furiosamente, hasta que hizo salir del cuerpo divino un P i e rrot de espinazo doblado, de avispados ojos.
Algunos días despues, en el Bazar de la Buena Nueva,
el público se agolpaba enfrente de un nuevo espectáculo
de pantomima ante aquel Pierrot firmado «A. B.» ¡y que
tenía un Cristo como fondo!
XXVI
Acercábase el veraao: Anatolio pasaba de la pintura á
los placeres, á los g o c e s del agua, á la pasión parisiense
del canotaje.
Amarrada en Asniéres, la canoa que comprara en sus
tiempos de abundancia se llenó, todos los jueves y los d o mingos, de esa sociedad de amigos y desconocidos familiares que se agrupan en tornó de la lancha de un buen mu—
chachuelo y la sumerjen en el agua hasta los bordes. Caían
dentro pasajeros, pasajeras, camaradas de ambos sexos,
casi pintores, especie de artistas, vagas mujeres de las cuales no se sabía más qu • el nombre de pila, galanes jóvenes
de Grenelle, loretas sin trabajo, tentadas de pasar un día
de campo y deseosas de beber el «azulillo» de la taberna,
listas saltaban de un v a g ó n de tercera clase en la estación y
sorprendían á Anatolio y sus camaradas en su café; y si se
habían marchado ya, detenían, agitando las sombrillas en la
orilla, la embarcación aún visible. T o d o el día se reía, se
cantaba, las mangas s e levantaban hasta los sobacos, y l i n d o s brazos que se movían torpemente en aquel trabajo de
hombre, hacían brillar su color rosado entre los relámpag o s de fuego de los remos lavantados.
S e saboreaba el día, la fatiga, la velocidad, al pleno aire
libre y vibrante, la reverberación del agua, el sol que hería
la cabeza, la movediza llama de todo lo que aturde y d e s lumhra en esos paseos íluentes, en esa embriaguez casi animal de vivir que crea un gran río humeante, cegado d e luz
y de buen tiempo.
A cada instante, la canoa era presa de perezas que la
hacían abandonarse á la corriente. Y despacio, como esas
pantallas en que giran los cuadros bajo los dedos infantiles
s e desarrollaban las dos orillas, las verduras agujereadas
d e sombra, los bosquecillos limitados por una franja de hierba gastada por la marcha de los domingos; las barcas de
vivos colores sumergidas en el agua temblorosa, las o n d u lantes velas movidas por las embarcaciones, las bergas
brillantes, las orillas animadas por lanchas de lavanderas,
cargamentos de arena, carretas de blancos caballos. En los
ribazos, el día espléndido dejaba caer dulzuras d e azul
aterciopelado en los huecos sombreados y en los ver les de
los árboles; una bruma de sol borraba el Mont-Valérien; una
radiación de medio día parecía poner a l g o de Sorrento en
e l Bajo Meudón. Pequeñas islas de casas rojas con verdes
ventanas, prolongaban sus v e r g e l e s llenos de chispeantes
ropas puestas á secar. El blanco de las villas brillaba en las
alturas pendientes y el largo jardín que sube de Bellavista.
En los cenadores de las tabernas del camino de sirga,
la luz del día jugaba con los manteles, con los vasos, con la
alegría de los vestidos de verano. Postes pintados, qué i n dicaban el lugar del baño frío, ardían de claridad so -re pequeñas lenguas de arena, y en el agua, algunos chiquillos
de cuerpecillos débiles y graciosos, avanzaban, sonrientes y
temblones, dejando caer delante de ellos un rellejo de carne
sobre las arrugas de la corriente.
L o s pasajeros de la canoa echaban pie á tierra y se d i -
seminaban en ocasiones en las pequeñas ensenadas c u b i e r tas de hierba, en los lugares frescos bajo los sauces; en
el espeso prado de una orilla, la bandada se esparcía y dejaba pasar la pesadez del calor en una de esas siestas s i l e n ciosas, tendidas s o b r e la verdura, estiradas bajo sombras
de ramas, que no dejan ver de una reunión más que un
sombrero de paja, un extremo de roja vaquera, un volante
de falda, lo que fl* ita y sobrenada de un naufragio en el
Sena. L l e g a ja el despertar, la hora en que, palideciendo
en el cielo, el blanco dorado y lejano de las casas de París
hacía elevarse una clara luz. Y en seguida venía la cena, las
grandes cenas de la canoa, los barbos con manteca y las
marineras en los aposentos de los pescadores y los salones
de baile abandonados, las hambres que devoran panes de
ocho libras, la sede de cinco horas de «nado,» las s o b r e mesas desbordantes de ruido, de ternuras, de gritos, f r a ternidades, expansiones, canciones y dichas del inal v i n o . . .
XXVII
— ¡ E h ! tú, la de abajo, ángel mío, tú...—dijo un día, en
una de aquellas cenas, Anatolio, dirigiéndose á una loreta.
— A b u s a s de la marinera... Un poco de discreción, hija
mía... H e de hacerte observar que aún has de servir á tres
y que todavía vendrá o t r o . . . ¡Eh! ¡Malambic!... ¿Conoces á
Chassagnol?
—¡Pardiez! ¡A Chassagnol!... ¿Estás enterado de s u s
historias? Di.
— N o , por cierto. Le volví á encontrar ayer. Hacía
unos tres años que no le había visto; hubiérase dicho que
la víspera se había separado de mí. Me pregunta:—¿Qué
haces mañana?—Le d i g o que vendríamos á cenar aquí.—
Iré á buscaros—replica. Y s e marcha... Con Chassagnol,
no e s posible s a b e r . . . N o se explica acerca de sus asuntos
de familia...
— P u e s bien, le ha sucedido... Vete figurando. En p r i mer lugar, le ha caído del cielo una herencia de treinta mil
francos.
— ¿ D e veras? N o tenía aspecto de poder esperar e s o —
dijo Anatolio.
Y volviéndose hacia una vecina,
—Julia—añadió—va usted á tener á su lado un hombrt-
que posee treinta mil francos... N o sea usted la primera en
tutearle...
— E s que ya no los tiene... Oíd la historia—agregó Malambic.—Palpa el dinero de un tío, un cura, no s é . . L o
deposita en su maleta, no es una bola, y se marcha á ver
obras de Rembrandt en su país, el verdadero, el puro, el
Rembrandt conservado en su sitio, el Rembrandt de los neg r o s marcos. Va á Holanda, va á Alemania. Corretea m e s e s enteros en las villas en que hay cuadros... S e obsequia
con adquisiciones de baratillo entre los judíos... De los
museos de Alemania pasa á los museos de Italia; y aquí,
puedes pensarte qué c o r r e t e o . . . En los «ghettos», los c u a dros, lo churrigueresco, ¡y entusiasmos! ¡entusiasmos de
seis horas delante de un lienzo! Además, ya sabes que t i e ne la costumbre de prestar ayuda á sus admiraciones con
un pequeño toque de opio; pretende asemejarse á las p e r sonas que van á oir óperas despues de tomar hachís; é s t o s ,
son los oídos; él, lo que necesita embriagarse son los o j o s . . .
El fin de todo esto es que despues de haber adquirido un
fardo de objetos de arte, husmeado los palacios, las c o l e c ciones, las obras maestras, las ciudades, los pueblos, todos
los agujeros de Italia, rendido, saqueado, sin un céntimo,
vendiendo para vivir, en el camino, lo que tras sí arrastraba, fué á caer en casa de Rouvillain, el Rouvillain de aquí,
¿te acuerdas? que había ido allí á hacer una copia de Giotto
que su pueblo natal le había pedido. . Él, Rouvillain, me
ha contado e s t o . . . que, como verás, el fin e s lo que tiene de
más soberbio. Chassagnol se encuentra en Padua Y un
día, él, el hombre de los museos, que llevaba anteojeras por
la calle, que no hubiera podido decir si las mujeres g a s t a ban sombreros de paja ó g o r r o s de algodón, Chassagnol,
en una palabra, al atravesar el mercado, ve una joven que
vendía volátiles, pero una j o v e n . . . tú no conoces e s t o . . . la
belleza del Norte de Italia, chiquita, débil... una virgen de
primitivo, ¡maravillosa, para acabar! He visto el esbozo
que de ella hizo Rouvillain, que con aquellos volátiles, con
aquel cesto de rojas crestas, tiene bastante carácter. C h a s sagnol no se anda con rodeos: ofrece su mano. La v e n d e dora de pollos, que era la «innamorata» de un bello m u chacho más pasadero que Chassagnol, le dice que nones.
¡Y adivina lo que hace entonces Chassagnol! La niña tenía
una hermana muy fea, una verdadera caricatura de la belleza de la otra... D e desesperación, querido, y por c o g e r
seminaban en ocasiones en las pequeñas ensenadas c u b i e r tas de hierba, en los lugares frescos bajo los sauces; en
el espeso prado de una orilla, la bandada se esparcía y dejaba pasar la pesadez del calor en una de esas siestas s i l e n ciosas, tendidas s o b r e la verdura, estiradas bajo sombras
de ramas, que no dejan ver de una reunión más que un
sombrero de paja, un extremo de roja vaquera, un volante
de falda, lo que fl* ita y sobrenada de un naufragio en el
Sena. L l e g a ja el despertar, la hora en que, palideciendo
en el cielo, el blanco dorado y lejano de las casas de París
hacía elevarse una clara luz. Y en seguida venía la cena, las
grandes cenas de la canoa, los barbos con manteca y las
marineras en los aposentos de los pescadores y los salones
de baile abandonados, las hambres que devoran panes de
ocho libras, la sede de cinco horas de «nado,» las s o b r e mesas desbordantes de ruido, de ternuras, de gritos, f r a ternidades, expansiones, canciones y dichas del inal v i n o . . .
XXVII
— ¡ E h ! tú, la de abajo, ángel mío, tú...—dijo un día, en
una de aquellas cenas, Anatolio, dirigiéndose á una loreta.
— A b u s a s de la marinera... Un poco de discreción, hija
mía... H e de hacerte observar que aún has de servir á tres
y que todavía vendrá o t r o . . . ¡Eh! ¡Malambic!... ¿Conoces á
Chassagnol?
—¡Pardiez! ¡A Chassagnol!... ¿Estás enterado de s u s
historias? Di.
— N o , por cierto. Le volví á encontrar ayer. Hacía
unos tres años que no le había visto; hubiérase dicho que
la víspera se había separado de mí. Me pregunta:—¿Qué
haces mañana?—Le d i g o que vendríamos á cenar aquí.—
Iré á buscaros—replica. Y s e marcha... Con Chassagnol,
no e s posible s a b e r . . . N o se explica acerca de sus asuntos
de familia...
— P u e s bien, le ha sucedido... Vete figurando. En p r i mer lugar, le ha caído del cielo una herencia de treinta mil
francos.
— ¿ D e veras? N o tenía aspecto de poder esperar e s o —
dijo Anatolio.
Y volviéndose hacia una vecina,
—Julia—añadió—va usted á tener á su lado un hombrt-
que posee treinta mil francos... N o sea usted la primera en
tutearle...
— E s que ya no los tiene... Oíd la historia—agregó Malambic.—Palpa el dinero de un tío, un cura, no s é . . L o
deposita en su maleta, no es una bola, y se marcha á ver
obras de Rembrandt en su país, el verdadero, el puro, el
Rembrandt conservado en su sitio, el Rembrandt de los neg r o s marcos. Va á Holanda, va á Alemania. Corretea m e s e s enteros en las villas en que hay cuadros... S e obsequia
con adquisiciones de baratillo entre los judíos... De los
museos de Alemania pasa á los museos de Italia; y aquí,
puedes pensarte qué c o r r e t e o . . . En los «ghettos», los c u a dros, lo churrigueresco, ¡y entusiasmos! ¡entusiasmos de
seis horas delante de un lienzo! Además, ya sabes que t i e ne la costumbre de prestar ayuda á sus admiraciones con
un pequeño toque de opio; pretende asemejarse á las p e r sonas que van á oir óperas despues de tomar hachís; é s t o s ,
son los oídos; él, lo que necesita embriagarse son los o j o s . . .
El fin de todo esto es que despues de haber adquirido un
fardo de objetos de arte, husmeado los palacios, las c o l e c ciones, las obras maestras, las ciudades, los pueblos, todos
los agujeros de Italia, rendido, saqueado, sin un céntimo,
vendiendo para vivir, en el camino, lo que tras sí arrastraba, fué á caer en casa de Rouvillain, el Rouvillain de aquí,
¿te acuerdas? que había ido allí á hacer una copia de Giotto
que su pueblo natal le había pedido. . Él, Rouvillain, me
ha contado e s t o . . . que, como verás, el fin e s lo que tiene de
más soberbio. Chassagnol se encuentra en Padua Y un
día, él, el hombre de los museos, que llevaba anteojeras por
la calle, que no hubiera podido decir si las mujeres g a s t a ban sombreros de paja ó g o r r o s de algodón, Chassagnol,
en una palabra, al atravesar el mercado, ve una joven que
vendía volátiles, pero una j o v e n . . . tú no conoces e s t o . . . la
belleza del Norte de Italia, chiquita, débil... una virgen de
primitivo, ¡maravillosa, para acabar! He visto el esbozo
que de ella hizo Rouvillain, que con aquellos volátiles, con
aquel cesto de rojas crestas, tiene bastante carácter. C h a s sagnol no se anda con rodeos: ofrece su mano. La v e n d e dora de pollos, que era la «innamorata» de un bello m u chacho más pasadero que Chassagnol, le dice que nones.
¡Y adivina lo que hace entonces Chassagnol! La niña tenía
una hermana muy fea, una verdadera caricatura de la belleza de la otra... D e desesperación, querido, y por c o g e r
aunque solo fuera el parecido, ¡se casa con ella! Y, hecho
e s t o ha regresado sin un céntimo, con una lugareña y jambas de chimenea de mármol procedentes d e la demolición
de un palacio de Genova, casado, nada cambiado, v ; p a r diez como le estáis viendo!— lijo Malambic cortando su
frase.
Entraba Chassagnol, abotonado en aquel eterno chaqueton negro que sus más viejos amigos le habían visto s i e m pre y que parecía su segunda piel.
— A fe mía—dijo Anatolio estrechándole la mano—no
«stabamos seguros de que vendrías, y , como v e s , no s e te
lia esperado.
'
— S í , sí
no he salido del Louvre hasta las cuatro .
a se cjue llego tarde—dijo Chassagnol.
Y tornó asiento.
La comida continuó, pero el frío de aquel señor e n l u t a do que no hablaba caía s o b r e su alegría.
— ¡ A h í ¡di!—exclamó Anatolio.—¿No has estado en Ita—¿Yo?... Sí, sí, en Italia... En Italia, s í . . .
1 Chassagnol se detuvo, encerrándose en uno de e s o s
-Silencios que rechazan las preguntas. Inclinado s o b r e su
plato, parecía hallarse a cien leguas de las personas y de
las palabras de a li, parecía estar sumergido en sí mismo y
solo, ausente de la comida, ignorante de la presencia de los
-»tros S u s mismos sentidos parecían concentrados y retirad o s al interior sin contacto con una vecindad humana de
semejantes y de vivos.
La locura de la comida n o tardaba en volver, pasando
por encima de la cabeza de aquel comensal que hacía el
muerto, y al que las mujeres ni aun miraban. El café a c a baba ele ser depositado encima de la mesa cuando C h a s s a gnol, llamando, con un movimiento brusco del codo la
atención de Bazoche.
'
— M i viaje á Italia, ¿no es eso? ¿Qué decís? ¿Italia? ¡Ah
querido ¡ L o s primitivos!.. Mira, los primitivos... '¡los
«LJffiei»! ¡Florencia! ¡Ah! ¡los primitivos!
— ¡ Malambic! ¡Malambic!—gritó una voz de mujer interrumpiendo el p e r i o d o - ¡ la ronda del Bajo Meudón! .. ¡Y
todo el pueblo tras ella!. . ¡Eh, s e ñ o r i l que habla allá abalo-... ¡música! ¡A ver, dé usted en el vaso coa su cuchillo'
Cuando la ronda hubo acabado su pieza,
— ¡ H o l a ! ¡pues no-van á atontaros hablando de sus m á -
q u i n a s ! . . . — lijo una mujer, que s e levantó y arrastró á las
demás mujeres fuera, al aire, al crepúsculo, al camino, obstruido por bancos delante de la taberna.
Chassagnol había permanecido inclinado sobre Anatolio
con una frase empezada, detenida en los labios. Añadió, en
<•1 silencio creado por la fuga de las mujeres y el r e c o g i miento de los hombres, que fumaban sus pipas:
— ¡ A h ! ¡los primitivos! ¡Cimabué! Cuadros com í o r a ciones... ¡La pintura antes de la ciencia, antes de todo, a n tes del arte! Ricco de Candie... L o s bizantinos... las manos
ile virgen, que no son manos..., el Ingenuo bárbaro...
S e detuvo; y volviendo á su costumbre de hablar en
mangas de camisa, quitóse el chaquetón, y sentándose s o bre la mesa, 110 dirigiéndose exclusiva nente á Anatolio,
sino hablando á todos ios que allí esta ian, á un v a g o p ú blico, á las paredes, á las cabezas coloridas y pegadas de
través sobre la cal viva de la pieza, continuó:
— S í , el mosaico bizantino, la cátedra, la Madre de Dios
vestida de emperatriz, el pequeño Jesús porfiróforo.,. ¡adorable! Cielos de oro, nimbos... «¡Ave gratia!» una palabra
llorada que huye volando de un cuadro d e Memmi... á n g e les de orfebrería, de relicario, las alas salpicadas de rubíes.
-j.Memmi!... sueños... su ños que se diría transcurridos bajo
el gran rosal de Damasdel convento florentino de San Marc o s . . . ¡Y Gaddi! ¡Magnífico! Cascos de reyes de barba puntiaguda, en los que los pájaros mueven las alas... ¡Ga ldi! el
terror de la decoración de la Biblia, el Oriente de la B i blia... un dibujante de Babilonias... mujeres de baberos de
gasa junto á graneles ríos verdes, paisajes como el del p r i mer asesinato, firmamentos en que hay sangre de Abel bajo
la sangre del Cristo... ¡Y Gentile de Fabriano! La caballerí.i... lanzas, camellos, monos, toda la Edad Media de D e lacroix... Fiesole, la «transfiguración» predicada por S a vonarola, el ángel de la pintura al huevo... el miniaturista
del Paraíso... Santos como hostias, hostias, obleas celestes,
¿eh? ¿no e s eso?... Botcicelli... É s t e le c o g e á uno como Alberto Durero... ¡Pliegues quebrados de un estilo!... Carnes
dolientes... luces boreales... Y Lippi, el enamorado de las
rubias... Masaccio, ¡un gran buen hombre! el trazo que
une á Giotto y Rafael... La F e yendo á la Academia... el
Arte encarnándose en la humanidad... « E t homo factus
e s . . . » ¿No? ¿eh?... ¡Y sus fondos! Hileras de senadores comerciantes... perfiles vulturinos inclinados hacia la d e l i b e -
ración de los i n t e r e s e s . . . ¡Y una v a r i e d a d en t o d o s ! . . . H a y
los v i r g i l í a n o s . . . Cosimo R o s e l l i . . . ¡ C u a d r o s q u e le hacen
á u n o c a n t a r : « E n n o i a p r o g e n i e s » ! . . . B a l d o v i n e t t i . . . El
C o r p u s en un lienzo... Y l u e g o , e m b r i o n e s d e Miguel A n g e l , Pollaiolo, q u e q u i e b r a los r i ñ o n e s d e A n t e o en el m a r c o
d e una t a r j e t a de visita... ¡ H o m b r e s q u e son toda la g e s t a ción del R e n a c i m i e n t o ! . . . ¡Y G h i r l a n d a i o ! el S a n J u a n Bautista, el P r e c u r s o r . . . R e a n u d a las d o s R o m a s , lleva á Dios
al P a n t e ó n , pone f r i s o s d e a m o r en el g i n e c e o d e la N a t i v i d a d . . . P o n e el techo d e la cuna so' r e las c o l u m n a s d e un
t e m p l o , m e c e al Niño J e s ú s en el s a r c ó f a g o de un a u g u r i o . . .
G h i r l a n d a i o , ¿no e s positivamente eso? ¿eh?
Al p r o n u n c i a r C h a s s a g n o l e s t e «¿eh?», la p u e r t a se a b r i ó
v i v a m e n t e y se o y ó á las m u j e r e s g r i t a r :
— ¡A b o r d o , á b o r d o !
Y casi en el mismo instante una i r r u p c i ó n loca, c o g i e n d o
á los h o m b r e s d e los b r a z o s , alzándoles d e los t a b u r e t e s ,
les a r r a s t r ó , con C h a s s a g n o l , á la c a n o a .
— ¡ A l timón tú, G r a n d e ! — o r d e n ó Anatolio á u n a m u jer.
Y dio un r e m o á C h a s s a g n o l , á fin d e q u e é s t e n o h a blase.
, Y , a c a n o a se p u s o en m a r c h a , loca y a r d i e n t e d e la a l e g r í a del café y d e las c o p i t a s , en el t a l a r e o de un e s t r i b i l l o
d e s g a r r a d o r d e una copla p o p u l a r .
E r a n las n u e v e ; a n o c h e c í a . E l cielo, palideciendo d e un
lado, a c l a r á b a s e del o t r o con el rosa del sol extinto. N o p a recían p a s a r sino v o c e s p o r las orillas; y b a j o los á r b o l e s
de é s t a s z u m b a b a n c h a r l a s b a j a s d e g e n t e s , a m o r q u e no se
veía. T o d o se e s f u m a b a y c r e c í a en el d e s c o n o c i d o de la
s o m b r a . L a s g r a n d e s lanchas a m a r r a d a s a d q u i r í a n p e r f i l e s
e x t r a ñ o s , a m e n a z a d o r e s ; g r a n d e s n e g r o s aceitosos se e x tendían s o b r e el a g u a d o r m i d a ; los á l a m o s s e a m a s a b a n con
la e s p e s a densidad del c i p r é s , y d e r e p e n t e , en la cima d e
uno, se vió a p a r e c e r la luna, r e d o n d a , s e m e j a n t e á u n a l i n t e r n a a m a r i l l a colgada en la c o p a d e un á r b o l L e n t a m e n t e ,
el r e p o s o de la n o c h e d e s c e n d i ó y se e s p a r c i ó s o b r e el s u e ñ o
del p a i s a j e en q u e las s o n o r i d a d e s se a p a g a b a n . E l hálito
de las i n d u s t r i a s f a t i g a d a s g u a r d ó silencio' en las f á b r i c a s .
El r u i d o d e p a s o s c e s ó en el c a m i n o d e s i r g a . No se o y ó
m á s q u e un e s t r e m e c i m i e n t o d e c o r r i e n t e , un r e p i q u e , la
h o r a q u e cae d e un c a m p a n a r i o d e a r r a b a l , el fastidioso
g r a z n i d o de la r a n a , el lejano r o d a r del t r u e n o d e un t r e n
s o b r e un p u e n t e . L a luna se e l e v a b a , m a r c h a b a con la c a n o a , cual si la s i g u i e r a , j u g a b a al escondite d e t r á s de los
á r b o l e s , s u r g i e n d o al b o r d e d e ellos y r e c o r t a n d o s i s h o j a s ,
p a r a en s e g u i d a p a s a r del o t r o lado d e su mesa y brillar al
t r a v é s d e ella s e m b r a n d o su n e g r u r a d e c h i s p a s d e o r o .
Avanzando, s a l p i c a b a d e g o t a s d e r e l á m p a g o y de p l a t a un
j u n c o , la dilatada hoja d e una planta a c u á t i c a , un b r a c i t o
del r í o , una p e q u e ñ a e n s e n a d a misteriosa, u n a raíz, un
t r o n c o m u e r t o ; y á veces los r e m o s , e n t r a n d o en el a g u a ,
caían s o b r e la luz q u e de ellos caía y p a r t í a n su c a r a en
dos. E l cielo e r a s i e m p r e azul, del azul de un t r a j e de baile
c u b i e r t o d e e n c a j e s n e g r o s ; las e s t r e l l a s estivales d e j a b a n
v e r en él como un h o r m i g u e o d é llores d e f u e g o . L a t i e r r a
y su r u m o r a g o n i z a n t e m o r í a n en el p o s t r e r eco de la r e t i rada de Courbevoie. L a canoa se deslizaba, balanceada,
mecida p o r el c h a p u c e o c o n t i n u o del a g u a y p o r el g o t e a miento e s c o n d i d o de c a d a g o l p e de r e m o , como p o r una
melancólica música q u e j u m b r o s a en q u e u n a t r a s o t r a f u e r a n c a y e n d o l á g r i m a s . U n a f r e s c u r a b r o t a b a de la n o c h e
como un soplo p r o c e d e n t e d e o t r o mundo y a c a r i c i a b a los
r o s t r o s c a l e n t a d o s p o r el sol b a j o la piel. L a s r a m a s p e n d i e n t e s , q u e b a r r í a n , d e los s a u c e s , p r o d u c í a n á veces en
las mejillas cosquilieos de c a b e l l e r a . . .
Poco á poco la o b s c u r i d a d , la vacía y muda extensión
en q u e los n a v e g a n t e s s e deslizaban, la s o l e m n e d u l z u r a de
la h o r a , la m a j e s t a d d e s u e ñ o d e a q u e l bello silencio, h e l a ban en los labios la canción, la r i s a , la voz. L a N o c h e , en
el fondo d e a q u e l l a b a r c a d e Bohemia, a b r a z a b a la f r e n t e y
d i s i p a b a la e m b r i a g u e z del vino azul. I n v o l u n t a r i a m e n t e , los
o j o s s e e l e v a b a n hacia a q u e l l a a t r a c t i v a s e r e n i d a d d e lo alto,
m i r a b a n al c i e l o . . . Y a u n la misma e s t u p i d e z d e las m u j e r e s
soñaba entonces.
XXVIII
L l e g a d o el invierno, faltando los r e t r a t o s , los e n c a r g o s ,
Anatolio s e vió o b l i g a d o á d e s c e n d e r á los b a j o s oficios q u e
mantienen al h o m b r e con un pan q u e p r i n c i p i a p o r hacer
r u b o r i z a r s e al a r t i s t a y a c a b a p o r m a t a r en tantos p i n t o r e s ,
b a j o la l a b o r del o b r e r o , el primitivo o r g u l l o y la a l t a a s p i ración d e su c a r r e r a . A c e p t ó , buscó, r e c o g i ó los n e g o c i o s
de i n d u s t r i a , los t r a b a j o s d e d e s e c h o y envilecimiento: las
t i b i a s que valen un desayuno, los paisajes de Suiza q u e d a n
dinero para un par de botas. Mizo, en tan mísera esfera
todo lo que pudo hacer: retratos de muertos con arreglo á
fotografías, dibujos escotados para Rusia, figurines de m o das para Rio Janeiro. Hizo «via-crucis» con descuento, q u e
pintaba de cualquier modo, ayudado por dos ó tres c o m p a neros de taller, por el procedimiento de l o s cuadros de naturaleza muerta expuestos en el bulevar: cada uno estaba
encargado de un color, propuesto para el rojo, el verde ó
el azul. La Pasión caminaba así velozmente, y se perpetraban las «estaciones» para provincias en medio de horribles
parodias y de caricaturas de la crucifixión que ponían en
boca del Salvador el pito de Polichinela.
A pesar de todo, días había en que faltaba la moneda de
cinco francos. Pero siempre acababa por llegar una c a s u a lidad un accidente, cualquier ocasión; y, en las momentos
mas desesperados, una capita azul aparecía en el taller un
hombre providencial, singularmente informado d e las «juergas» y las «calmas» de los artistas, surgía poniendo la mano
en la cabecera de la cama en que aún dormían, y por la menor cantidad de dinero posible les compraba dos ó tres e s bozos que señalaba por detrás con una punta que le servía
para poner su nombre. El «señor de la fábrica», así se le
amaba, era un hombrecillo vestido de colores sobrios, que
llevaba polainas blancas y las lustrosas botas del neo-ociante que siempre tiene un coche para ir á hacer sus negocios
Parecíase a l g o al militar vestido de paisano, tenía, un ton.,
claro, la nar.z de un mozo de plaza napolitano, una boca sin
dibujo en una barba negra. S u principal comercio consistía
en la exportación de cuadros para los países del Nuevo
Mundo que beben champagne fabricado en Montmorencv
bu precio mas elevado eran sesenta francos; pero no se Je
daba sino a los talentos que le eran simpáticos y á los p i n tores estilistas; y de sesenta francos bajaba á cuatro para
las composiciones menores. P o r poco que creyese en el porvenir de un artista, le hacía ejecutar toda clase de cosasUevabale esbozos para que s e los acabase poniendo en ellos
pimienta, para que s e los embelleciese; y pagaba por esto
cinco francos. Hacía pintar grabados de Overbeck en lienzos de seis. En ocasiones presentábase con tablas en que
estaban litografiados asuntos pastoriles, Boucher de mampara, en los cuales no s e invertía más trabajos que el de
cubrirles. Hacía pronto los tratos, nunca se reía, tenía opi-
niones, sentábase delante de una copia, criticaba, decía palabras de arte, pedía más pliegues en los vestidos de virg e n , luces e n los ojcs, doquiera modelación, un montón de
pequeños toques «tic», así en la punta de los dedos y de la
conciencia, y ultramar en los cielos.
Para acabar, pedía tantas cosas por tan pocos cuartos,
que Anatolio prefirió al fin trabajar para el señor B e r n a r dino.
-
XXIX
El señor Bernardino, un embalsamador, el rival de
Gannal, estaba ocupado en hacer preparativos anatómicos
para el Museo Orfila. Era un preparador de gran mérito,
al que hasta entonces, para tornarse célebre, no había faltado más que la suerte de embalsamar hombres conocidos.
Había logrado conservar el peso y el volumen de la naturaleza con sus preparaciones; sólo que no podía impedir que,
con el tiempo, tomaran un color de momificación que d e s truía toda ilusión. Propuso á Anatolio que las pintara con
arreglo á los modelos que le diera. Y Anatolio fué entonces
todos los días á una bella y gran casa del Arrabal del T e m ple. Subía al piso quinto, á un pequeño aposento destinado
á la servidumbre, y encontraba allí el miembro preparado,
y, junto á él, el miembro recientemente cortado por el s e ñor Bernardino (pie había de servirle de modelo para los
tonos.
A veces, mientras trabajaba, aventuraba una mirada
hacia el patio; no estaba muy tranquilo viendo las cabezas
de todos los vecinos y el horror de los pisos vueltos hacia
su buhardilla.
Un día, habiéndose manchado los dedos d e sangre al
cambiar de sitio su modelo, quiso lavarse en una vasija
llena de un líquido cuyo color sanguinolento no distinguiera
en la sombra. Conforme sacaba la mano, vió que enredada
en los dedos extraía una cosa como una piel que no a c a baba.
— j A h ! e s o es de una joven...—dijo con indiferencia el.
señor Bernardino, que estaba preparando trabajo para el
día siguiente — S í , fué en el momento... despues del carnaval.,. el paso de las mujeres á los hospitales...
T a l estremecimiento apoderóse de Anatolio, que n o vol-
vió m a s p o r allí. L o cual a d m i r ó al s e ñ o r B e r n a r d i n o , q u e
le p a g a b a b i e n .
A l g u n a s s e m a n a s d e s p u e s d e o c u r r i r esto, s e e s p a r c i ó
p o r P a r í s el r u m o r de una m u j e r d e s p e d a z a d a , cuya c a b e z a
s e h a b í a e n c o n t r a d o en la f u e n t e del pretil d e las F l o r e s .
Anatolio "oyó llamar á su p u e r t a : e r a el s e ñ o r B e r n a r d i n o .
T e n í a el e n c a r g o d e em >alsamar a q u e l l a m u j e r q u e la policía q u e r í a se e x p u s i e r a p a r a su r e c o n o c i m i e n t o . P e r o c o m o
h a b í a e s t a d o b a s t a n t e tiempo en el a g u a y tenía m a n c h a s ,
el s e ñ o r B e r n a r d i n o , q u e q u e r í a h a c e r u n a o b r a m a e s t r a ,
d a r el g o l p e decisivo, h a b í a p e n s a d o h a c e r « r e f o r m a r » el
c a d á v e r de la infeliz; é i b a á p e d i r á Anatolio q u e p a s a r a
p o r ella sus pinceles.
— Q u e r i d o , d e p e n d e de e s t o mi p o r v e n i r — d i j o á A n a tolio.
Y le o f r e c i ó un g r a n p r e c i o .
A n a t o l i o , á q u i e n la M o r g u e h a b í a s i e m p r e a t r a í d o , y á
q u i e n n a t u r a l m e n t e i n s p i r a b a n curiosidad los g r a n d e s c r í m e n e s , d e j ó s e c o n v e n c e r . Y una media h o r a d e s p u e s , d e t r á s d e la c o r t i n a c o r r i d a d e la sala, o c u p á b a s e en c u b r i r ,
con color c a r n e , las m a n c h a s d e la m u e r t a , á la q u e el p e l u q u e r o d e la calle d e la B a r r i l e r í a , m á s blanco q u e una s á b a n a , hacía la r a y a , m i e n t r a s el s e ñ o r B e r n a r d i n o , r e t i r a n do uno t r a s o t r o de su c a b e z a s u s ojos e s m a l t a d o s , e n j u g a b a
p o r encima, con g r a n cuidado y valiéndose de su p r o p i o
pañuelo, el lodo q u e la c u b r í a .
H a y en R u s i a un plato nacional y r e l i g i o s o , el « C o r d e r o
de manteca», un c o r d e r o cuyo vellón se h a c e con m a n t e c a
c o m p r i m i d a en una rodilla, d e o j o s s a l p i c a d o s de g r a n o s d e
trufa y q u e tiene en la boca una ramita v e r d e . L o s r u s o s
•Jan m u c h a i m p o r t a n c i a á la confección a r t í s t i c a d e e s t e
c o r d e r o , q u e se sirve la n o c h e de P a s c u a . Un c o c i n e r o
f r a n c é s , jefe d e cocina en casa del p r í n c i p e P o j a r s k i . en
una e s t a n c i a del p r í n c i p e en P a r í s , h a b í a s e p u e s t o á e s t u diar en cana de un escultor de animaleá con el fin de h a c e r se especial en la modelación de tales piezas en manteca v
sebo, ü n medio d e sus estudios, p r e s a del a m o r al a r t e r e nuncio el oficio de c o c i n e r o p a r a h a c e r s e a r t i s t a . Y d e s p u e s
de c o m e r s e sus e c o n o m í a s , p o r aquella casualidad de los
e n c u e n t r o s q u e se a g a r r a á los d e s g r a c i a d o s , p o r a q u e l inst i n t o de la vida a d ú o q u e une casi s i e m p r e p o r p a r e j a s á
los p o b r e s diablos p a r a h a c e r f r e n t e á l a s d u r e z a s d e la
vida a q u e l infeliz h a b í a s e hecho c o m p a ñ e r o de Anatolio
- r , Y , r ' T d ? m e t á l Í G O s i g u i ó d u r a n t e el estío y el o t o ñ o .
I odo f a l t a b a , hasta el h o m b r e d e la f á b r i c a . B a r d o u l a t —
este e r a el n o m b r e del c o m p a ñ e r o d e A n a t o l i o — c o m e n z a b a
a o l r e c e r síntomas de desmoralización.
— ¡ E s t o es g r a c i o s o — d e c í a — e s g r a c i o s o ! H e a q u í q u e
p a r a f u m a r , t e n e m o s a h o r a q u e r e c o g e r colillas. ¡ Ah e s t o
es g r a c i o s o ! ¡el a r t e es g r a c i o s o ! A h o r a , c u a n d o s a l g o , p o r
mitad de la calle, ¿sabes? p o r q u e si t u v i e r a la d e s g r a c í a le
todoZtT
XXX
Al final de todos estos t r a b a j o s d e c h i r i p a , caía en el t a ller la miseria q u e el a r t i s t a d e s i g n a con el n o m b r e d e
«crisis metálica».
E l i n v i e r n o e m p e z ó a q u e l a ñ o en los comienzos d e l a
p r i m a v e r a . T o d o s los a b a s t e c e d o r e s del b a r r i o e s t a b a n
g a s t a d o s , « a b r a s a d o s » . Anatolio c o n d e n ó al f u e g o un viejo
sillón q u e c o j e a b a . Del sillón p a s ó á los c a j o n e s del a r m a r i o , y llegó á no d e j a r d e s u s m u e b l e s m á s q u e los dos l a dos q u e no t o c a b a n á la p a r e d . L o s a m i g o s habían huido a n t e
el f r í o y la a u s e n c i a d e t a b a c o . A l e j a n d r o s e h a b í a m a r c h a d o á Lille, en d o n d e tenía q u e t r a b a j a r . Y n o le q u e d a b a á
Anatolio m á s q u e un c a i n a r a d a , q u e h a b í a o c u p a d o en su
existencia el p u e s t o q u e d e j a r a vacío A l e j a n d r o .
¡Gh
'
m U y
? r ; l C Í O S O > muy g r a c i o s o
— Q u e r i d o — d e c í a l e Anatolio p a r a a n i m a r l e — c u l t i v a s un
g e n e r o q u e dio r e s u l t a d o en J e r u s a l e m , p e r o q u e m u r i ó con
Jeremías
¡ Q u e diablo! a ú n n o nos e n c o n t r a m o s en la m i seria d e D u c h a r m e l
D u c h a r m e l , ¿sabes? a q u e l á q u i e n s e
tía h e c h o , d e s p u e s d e su m u e r t e , un m o n u m e n t o p o r s u b s cripción
A el, la P r o v i d e n c i a le h a b í a afligido con un
hijo... ¿Sabes lo único q u e le fué posible d a r á su r o r r o un
día q u e e s t e t e m a h a m b r e ? . . . ¡Una c a j a d e o b l e a s b l a n c a s !
XXXI
P o r la n o c h e a m b o s iban á la b a r r e r a , á «la D e s e s p e r a ción», a casa de 1 i s s e r a u d el b a i l a r í n , en donde se comía
p o r n u e v e sueldos. Y con el e s t ó m a g o á medio llenar, sin un
céntimo p a r a una c o n s u m a c i ó n , m i r a n d o al t r a v é s d e los
7
c r i s t a l e s á las p e r s o n a s s e n t a d a s en el i n t e r i o r de los c a f é s ,
regresaban tristemente.
E n t o n c e s c o m e n z a b a la v e l a d a , la c h a r l a , y casi s i e m p r e
la ironía d e una c o n v e r s a c i ó n s u c u l e n t a . C u r i o s o de todo lo
q u e tenía un c a r á c t e r e x t r a ñ o , inclinado p a r o t r a p a r t e á
a q u e l l a golosina imaginativa q u e le hacía p e d i r m i r a n d o l a s
c a r t a s de las f o n d a s los m a n j a r e s d e s c o n o c i d o s y de n o m b r e s cosquillosos, Anatolio llevaba al a n t i g u o jefe d e cocina
del p r i n c i p e P o j a r s k i á su p a s a d o ; y el cocinero, a n i m á n d o s e
al l e c o r d a r el f u e g o d e sus h o r n o s , y c o m o r e c o n q u i s t a d o
p o r su p r i m e r a p r o f e s i ó n , le h a b l a b a d e g u i s o s , y d e g u i s o s
r u s o s . Brillantes los ojos, e n u m e r a b a las p e r d i c e s de los
d i s t r i t o s d e T u l y d e K u r s k , las o r t e g a s d e W a l o g d a , A i k h a n g e l , K a z a n ; los gallos s i l v e s t r e s , las c h o c h a s , los j a b a líes ile los d i s t r i t o s d e G r o d n o y d e M i n s k ; los j a m o n e s , las
p a t a s d e oso, toda la caza q u e s e c o n s e r v a helada todo el
a ñ o en l a s botillerías d e S a n P e t e r s b u r g o . D i s e r t a b a a c e r c a
d e la delicadeza d e los p e c e s q u e viven en a q u e l l o s ríos d e
liielo; los e s t i r l e t e s del V o l g a , el sollo del l a g o de L a d o g a ,
l o s s a i m o n e s del N e v a , los tímalos, q u e d o n d e m e j o r s e prep a r a n e s en la « T a b e r n a roja»; y las t r u c h a s de G a t s c h i n a ,
los c a r a s i n o s d e los a l r e d e d o r e s d e S a n P e t e r s b u r g o , los
e s p e r i n q u e s de L a d o g a , los g u b i o s , los deliciosos g u b i o s d e
Moscou, los r i a p u s c h k a , las m ú r e l a s d e P s k o f , e m p l e a d a s en
c u a r e s m a p a r a el «stchi» m a g r o y en c a r n a v a l p a r a los
«blinis». Y de la e n u m e r a c i ó n , B a r d o u l a t p a s a b a d e s p i a d a d a m e n t e á los detalles d e su a n t i g u o a r t e , con t é r m i n o s t é c nicos, explicaciones, g e s t o s q u e p a r e c í a n r e m o v e r l a s c o s a s
en la c a c e r o l a , p a l a b r a s q u e olían bien y q u e h u m e a b a n .
T a n p r o n t o e r a el p o t a j e R o s s o l n i c k como el p o t a j e de pepin o s mezclados, en el m o m e n t o d e ir á s e r p r e s e n t a d o s , con
c r e m a d o b l e y y e m a s de h u e v o , y en el cual se p o n e n los
m i e m b r o s d e dos pollos c o c i d o s en la suavidad del p o t a j e .
— ¡ L a s u a v i d a d del p o t a j e ! — r e p e t í a A n a t o l i o , c o m o
p a r a p a s a r s e p o r la l e n g u a la golosina d e la e x p r e s i ó n .
P e r o B a r d o u l a t no le oía: e s t a b a lanzado en la e x t r a v a g a n c i a d e las s o p a s : el p o t a j e d e e s t i r l e t e con h í g a d o s de
Iota, r e g a d o con vino de c h a m p a g n e , los « b o r t s c h » , los
«stschi» á la p e r e z o s a , el cocido h e c h o con a q u e l l o s e x q u i s i t o s c h a m p i ñ o n e s q u e n o se ven sino b a j o los a b e t o s ,
los p o t a j e s d e h a r i n a d e a l f o r f ó n , d e tostón, d e morilla,
d e o r t i g a s , y los p o t a j e s al p u r é de f r e s a s , p a r a los g r a n d e s
calores...
Anatolio e s c u c h a b a todo esto, a s p i r a n d o la exquisitez de
los platos q u e el o t r o e v o c a b a sin c e s a r ; parecíale e s t a r
ju 11 to al r e s p i r a d e r o d e u n a cocina en q u e C a r e m e t r a b a j a r a
p a r a Attila, y e n t r á b a n l e s u e ñ o s en el e s t ó m a g o .
— P e r o lo q u e es n e c e s a r i o c o m e r — d í j o l e una vez el a n tiguo j e l e — l o q u e c o m e r e m o s con el p r i m e r d i n e r o q u e teng a m o s , ¡yo lo h a r é , y a verás! es un faisán á la g e o r g i a n a
S e h a c e con uvas.
¡ O h ! — d i j o i n d i f e r e n t e m e n t e A n a t o l i o . — Y a los h e
visto en casa d e C h e v e t . . . ¡veinte f r a n c o s lata,- Dios mío!
— ¡ O y e ! — d i j o el j e f e d e c o c i n a .
Y p o n i é n d o s e á h a b l a r como un libro de a r t e culinario
— \ a c i a s — a n a l i ó — p a s a s p o r el f u e g o , lias tu f a i s á n . . .
le p o n e s el tocino, le d e p o s i t a s en una c a c e r o l a . . . q u e ha d e
s e r o v a l a d a . . . q u i t a s con p r e c a u c i ó n las películas á u n a s
t r e i n t a n u e c e s f r e s c a s , y las p o n e s en la c a c e r o l a .
—¡Bueno!...
— A p l a s t a s en un a l m i r e z dos l i b r a s d e u v a s y la c a r n e
-le c u a t r o n a r a n j a s . . . v i e r t e s e s t o s o b r e tu f a i s á n , a g r e d a s
un v a s o d e Malvasía y la misma c a n t i d a d d e infusión d e te
v e r d e . . . d odo esto s o b r e el f u e g o , una h o r a antes de s e r v i r
el plato; y c u a n d o e s t á todo cocido (se e n t i e n d e q u e h a b r á s
a g r e g a d o un p e d a z o del g r u e s o d e un huevo d e manteca
m a ) , p a s a s las t r e s c u a r t a s p a r t e s de la mezcla á la s e r v i lleta p a r a r e d u c i r l a con u n a buena e s p a ñ o l a . . . s i r v e s
¡Y
-si vieras q u e b u e n o es este p l a t o ! . . . ¡Oh, a m i g o mío!
— ¡ B a s t a . — d i j o A n a t o l i o con tono q u e no admitía
plica.
ré-
— S í , b a s t a — m u r m u r ó melancólicamente el a n t i c u o iefe
<le cocina del p r í n c i p e P o j a r s k i .
A m b o s c o m e n z a b a n á s u f r i r d e m a s i a d o con a q u e l s u p l i cio a b o m i n a b l e m e n t e i r r i t a n t •, t o r t u r a d e tentación p o r el
estilo d e la q u e s u f r i r l a un n á u f r a g o si, en el cielo, p o r e n cima su c a b e z a , el « P e r f e c t o Cocinero» se a b r i e r a c o n r e c e t a s e s c r i t a s en l e t r a s d e f u e g o .
XXXII
U n día d e i n t e n s o frío, en D i c i e m b r e , q u e p e r m a n e c í a n
e n la c a m a , t u m b a d o s con las blusas p u e s t a s , j u g a n d o á los
c i e n t o s , c o n c i b i e r o n la idea d e ir á c a l e n t a r s e á un l u - a r
s
publico.
1 IX)
Estaban en el bulevar, no sabiendo hacia donde encaminarse, vacilando entre el L o u v r e y una oficina de ó m n i bus, cuando Anatolio dijo:
—¿Y si fuésemos á hacer una visita la Hotel de V e n t a s
H a c e mucho tiempo que tengo ganas de comprar un m o v i liario de palo de rosa...
Bardoulat no hizo ninguna objeción. Llegaron al l a r g o
corredor de la calle de los Ayunadores, entraron en la p r i mera sala y s e sentaron en dos sillas, puestos los pies en l a
boca de un colorifero, el cuerpo recogido por el calor. N o
s e miraron hasta despues de haber pasado unos instantes.
— ¡ A h ! — dijo A n a t o l i o — U n esbozo de L e s t o n a t . . .
¡Hola!., ¡otro!.. ¡Y esto también e s de él!... ¡Y también
aquello!... Una cosa buena el boceto e s t e . . . Recuerdo que
Langibout se puso muy alegre cuando se le e n s e ñ ó . . . ¡Qué
gracioso es exponiendo e s t o ! . . . ¿Acaso es conocido, para
permitirse hacer una venta?... ¡Ah! por allí viene Grandvoinet... allá abajo, en el rincón... aquel alto... Es su m á s
intimo amigo... El nos dirá... ¡Eh, Grandvoinet!...
Granvoinet s e acercó á Anatolio.
— ¡ T o m a ! ¿eres tu? Buenos días...
— ¿ S e vende esto?
Grandvoinet no respondió más que con un triste movimiento de cabeza.
—¡Cómo! ¿Y por qué se vende?
—¿Por qué?... Según e s o . . . ¿No has leído el cartel?
—No.
— P u e s bien... se vende sencillamente porque él h a
muerto...
— ¡ H a muerto! ¿De veras?... ¡Cómo! ¡él!... ¡Diablo! ¡ L e s tonat!... un mozo el cual, en el taller, el viejo L a n g i b o u t y
todo el mundo consideraban de tanto porvenir!...
— E n efecto... mira cuál e s ahora el porvenir e s e . . .
Y Grandvoinet mostró con una mirada á Anatolio, d e b a jo de la tribuna del tasador, á una pobre joven delgaducha,
vestida con el luto limpio y humilde de la miseria, con s o m brero y cubiertos los hombros por un chai reteñido. P e r m a necía allí tiesa, sin moverse, las manos en el hueco de s u
falda, con rostro de amarilla palidez y el llanto apenas s e c o
en los ojos. A su lado, y «le fatiga recostándose en su b r a z o
á cada instante, un niño de dos ó tres años, encaramado e n
una silla demasiado alta para él, dejaba colgar sus dos piernas que movía, y , retorciéndolas, hacía girar sus pies u n o
e n torno de otro; y l u e j o miraba doquiera vagamente, con
a i r e admirado y distraído, con elaire de los niños demasiado
pequeños para explicarse la muerte y á quienes divierte
vestir «le luto.
— ¿ D í qué ha fallecido?—preguntó Anatolio.
— ¿ D e qué?... De la pintura, querido... ¡cíe ese lindo ofic i o de galeote!—dijo Grandvoinet con tono de sorda a m a r gura—Creen los burgueses que todo es color de roja en n u e s tra vida y que este perro trabajo no da la muerte T ú va
•conoces de sobra esta existencia; desde las seis de la mañana
hasta las doce, en el taller; por desayuno, dos sueldos de
pan y dos de patatas fritas; «lespues dé esto viene el Louvre
en donde s - trabaja el resto del día... Y luego, por la
•noche, otra vez la escuela, el modelo de seis á ocho, y lo que
s e hace al volver á casa... ¡A ver quien me encuentra ahí ni
-aun el tiempo necesario para comer! ¡Qué vida! la higiene,
cuando se piensa en su bodegón, en sus embrutecimientos
en susueslomamientos p o r l o s concursos, ensusaniquilamient o s de estómago, de cabeza, de trabajo, de voluntad y «le
t >do, es cosa linda... En verdad te dig-o, que se ha de tener
buena salud y firme alma para no caer!... ¡Setenta y cinco
francos!... ¡Toma! pues si es su techo para la Taunucci, el
esbozo, lo que se vende... ¡Ochenta! ¿Que te parece? ¡Ochenta y cinco! S o y capaz d e no tener nada... En realidad, he
tenido una buena idea e npeñando mi reloj y mi cadena...
S i no hubiese pujado, e s e bribón d e L a p a g u é se lo hubiera
llevado todo por cualquier cosa... ¡Noventa v cinco!... Cuesta gran trabajo creer esto: no hav aquí más comerciante que
•el...
La venta se arrastraba penosamente, con el fastidio h o rrible de una vacación que no acaba. L a s miserables pujas
languidecían. Nada había llevado al público á aquella última
exposición de un pintor poco menos que desconocido de los
•aficionados, que no tenía talento más. que para l o s c o m p a ñeros y cuyos esbozos compraban los otros pintores para
inspirarse. Por otra parte, aún no existía la moda de las
ventas de artistas; y en el mercado del arte pesaban las
preocupaciones políticas de fines de 1847.
De las g e n t e s «¡ue allí había, de las veinte personas e s parcidas en torno de las mesas, la mitad habían ido, como
Anatolio y el excocinero, en busca de calor. Apenas si tres
o cuatro hacían un pequeño movimiento «le avance cuando
u a l i e n « pasaba por delante de ellos; y , en un rincón, un
u;
.
....
hombre de sombrero rojo dormía entre fuertes ronquidos.
De vez en c u a n d o , un t r a n s e ú n t e m i t a b a , d e s d e la p u e r t a
del salón, los e s b o z o s , los lienzos, los c a r t o n e s , el c a b a l l e t e ,
el m a n i q u í ; y v i e n d o tan poca g e n t e , no se a t r e v í a á e n t r a r .
El g r u e s o t a s a d o r , r e c o s t a d o en el r e s p a l d o d e su p o l t r o n a
y r a s c á n d o s e d e b a j o d e la b a r b a con su martillo de marlil,
b o s t e z a b a sin m i r a m i e n t o s ; el s u b a s t a d o r no e m p l e a b a m á s
q u e la mitad de su voz, y h a s t a las e s p a l d a s d e los c a r g a d o s
a u v e r ñ e s e s llevándose los n ú m e r o s a d j u d i c a d o s , t o d o y t o dos p a r e c í a n desprec iar aquella m e r c a n c í a q u e se vendía t a n
mal, a q u e l talento q u e el r e c l a m o de la v e n t a no h a b í a h e c h o
crecer.
L a s u b a s t a i b a p o r fin á t e r m i n a r .
L a p o b r e m u j e r c o n t i n u a b a allí, m á s d o l o r i d a , m á s h u millada á c a d a n u e v a a d j u d i c a c i ó n , como si, a n t e los p e d a zos d e la vida d e su m a r i d o vendidos á tan b a j o p r e c i o , l l o r a r a y s a n g r a r a el o r g u l l o q u e ella h a b í a b a s a d o en su talent o . E l t a s a d o r se r e a n i m a b a ; y , p a r e c i e n d o s o n r e í r á la idea
d e su comida y d e su p l a c e r d e la t a r d e , c o n t e m p l a b a a q u e l
d o l o r de viuda j o v e n con g r a n d e s o j o s s e n s u a l e s de c e l i b a t a r i o escéptico. G r i t a b a , a p r e s u r a b a las p u j a s ; decía:
—¡Caballeros, unesbozo!—ó bien:—¡ Unalindamujerdesn u d a , c a b a l l e r o s ! . . . ¿ L e s h e e n g a ñ a d o ? . . . ¿Lo han visto?...
¿No lo quieren?
E c h a b a s o b r e los lienzos, c o n f o r m e p a s a b a n , a q u e l l a s
p e s a d a s y cínicas b r o m a s d e su oficio, q u e e n t i e r r a n la o b r a
d e un m u e r t o en una p r o f a n a c i ó n de r i s o t a d a .
—¡Miserable!—dijo Grandvoinet—¡Está divirtiéndose
con la v e n t a ! . . . ¡Ah! ¡siempre q u e la p o b r e m u j e r s a q u e d e
ella lo suficiente p a r a p a g a r las d e u d a s d e su e s p o s o ! . . .
Anatolio y B a r d o u l a t s i n t i é r o n s e i m p r e s i o n a d o s p o r t a n
t r i s t e e s c e n a . Y a en la calle,
— ¡ M u y b i e n ! — d i j o B a r d o u l a t — ¡ t e n g a usted talento!
P o r la n o c h e , d e s p u é s d e c o m e r , c u a n d o Anatolio c r e í a ,
viendo q u e B a r d o u l a t q u i t á b a s e la blusa, que su a m i g o seiba á a c o s t a r , el e x c o c i n e r o c o g i ó la levita c o m ú n .
—¿Con q u é o b j e t o c o j e s n u e s t r a levita?—le d i j o .
— V o y á salir un m o m e n t o . . .
—¿A estas horas?.. ¡Tunante!
D u r a n t e la noche, m i e n t r a s d o r m í a , parecióle á A n a t o l i o
q u e el t e r m ó m e t r o b a j a b a : al día s i g u i e n t e q u e d ó muy s o r p r e n d i d o viéndose solo en su lecho. P a s ó el día sin n o t i c i a s
d e B a r d o u l a t . P o r la n o c h e , é s t e no se p r e s e n t ó . A la m a ñ a -
na s i g u i e n t e , Anatolio, inquieto, p r e g u n t á b a s e si d e b í a i r á
la M o r g u e , c u a n d o recibió una b r e v e epístola d e B a r d o u l a t .
E s t e h a b í a p e r d i d o el g u s t o p o r el a r t e y p e d í a p e r d ó n á su
a m i g o p o r h a b e r l e a b a n d o n a d o tan b r u s c a m e n t e , p e r o n o se
a t r e v í a á volver á v e r l e ; no s e c o n s i d e r a b a d i g n o d e s e r mir a d o p o r él: h a b í a s e colocado n u e v a m e n t e d e c o c i n e r o en
casa d e un r u s o q u e le hacía m a r c h a r en el c o r r e o p a r a su
país.
— ¡ V a y a un animal!—dij o A n a t o l i o — P e r o bien p o d í a
h a b e r m e t i d o en su c a r t a la levita, tanto m á s c u a n t o q u e s e
ha m a r c h a d o con los únicos c u a r e n t a s u e l d o s que h a b í a en
c a s a . . . E n fin, me a l e g r o de q u e s e me h a y a d e j a d o solo:
con sus h i s t o r i a s de c o c i n a , e r a un v e r d a d e r o s u p l i c i o . . .
XXXIII
M i e n t r a s tanto, e n t r á b a s e en el 1848, ese a ñ o tan d u r o
p a r a el a r t e , la R e v o l u c i ó n , la v e r d a d e r a crisis del d i nero.
Anatolio n o se dió c u e n t a de lo q u e o c u r r í a sino d e s p u é s
de los p r i m e r o s dias. E s t a b a o c u p a d o en h a c e r una s e r i e d e
r e t r a t o s d e los d i p u t a d o s d é l a c o n s t i t u y e n t e . P e r o , d e s p u e s d e
e s t o , s e m a n a s , meses t r a n s c u r r i e r o n sin q u e e n c o n t r a s e o t r a
cosa q u e h a c e r q u e la c a b e c e r a d e un r o m a n c e legitimista titulad o «¿Dónde está?», q u e e j e c u t ó violentando sus o p i n i o n e s r e p u b l i c a n a s . L u e g o , c o m o la p e n u r i a d e los tiempos f u e r a en
a u m e n t o , d e j ó s e e n g a t u s a r p o r un individuo q u e había t e n i d o la idea de colocar en p r o v i n c i a s l i b r o s invendibles, rincon e s d e l i b r e r í a , con la prima d e un r e l o j ó de un r e t r a t o , á
g u s t o del c o m p r a d o r . Cada r e t r a t o d e b í a valer á Anatolio
v e i n t e f r a n c o s , y se e m p e z a r í a la excursión p o r P o i s s y . Anatolio y su c o m p a ñ e r o se deslizaban en las casas f u r t i v a m e n t e , sin d e c i r el motivo d e su visita, q u e les h u b i e r a h e c h o
p o n e r á la p u e r t a ; y de r e p e n t e , Anatolio a b r í a u n a caja en
la cual llevaba un r e t r a t o y a d o p t a b a la p o s t u r a d e e s t e pon i é n d o s e á su lado, m i e n t r a s q u e el otro, alzando un p a ñ u e lo, d e j a b a v e r el reloj q u e s e r e g a l a b a , E s t a pantomima no
t u v o n i n g ú n éxito e n t r e los c a r n i c e r o s del l u g a r . No r e s u l t ó
m e j o r en las o t r a s p o b l a c i o n e s del d i s t r i t o . Y, pocos días
a n t e s de las j o r n a d a s de J u n i o , Anatolio volvió á v e r s e en
las calles d e P a r í s , tan p o b r e come, a n t e s de m a r c h a r s e . L a s
j o r n a d a s d e J u n i o d i é r o n l e la idea de h a c e r d e m e m o r i a un
falso croquis del natural del episodio de la ¡jarrera de Fontainebleau, ilel asesinato del general Brea. Un periódico
ilustrado le pagó bastante bien aquel dibujo de actualidad.
Anatolio sacó algunos cuartos más litografiando un retrato
di 1 general, d 1 que vendió por valor de unos treinta
francos.
Pero esta fué su última ganancia; los negocios cesaron
ahí. En vanó buscó, corrió, solicitó: un momento, y en el
horizonte desesperado de su mañana no vió más que el
hambre.
Miró á su alrededor. Sus efectos, su alcoba misma, h a bíanse mudado al monte de piedad. Registró maquinalmente
los bolsillos d e su chaleco: el pez d e oro de Coriólis, que
tantas veces le había adelantado algún dinero, habíase
marchado para no volver. Rebuscó en la pobreza de sus ropas y el vacío de sus muebles: nada, no quedaba nada que
pudiera ser empeñado.
ü n t >n es tuvo una idea: sus colchones conservaban aún
él lujo de sus telas; las descosió, encontró dentro la lana
1> stante unida yaplastada para poderse tumbár en ella, y corriendo á emp liarlas en la primer casa de préstateos, s a c ó
de ellas algunos sueldos. Y desde entonces comió un pan de
centeno para desayunarse y otro á g u i s a de cena. Calculaba
poder pasar, comiendo de este modo', alrededor de una s e mana. Y durmió tranquilamente sobre la lana de sus c o l chones.
Parecíale que no había motivos para inquietarse. Aquello era simplemente una situación tirante, una mala suerte
momentánea. Además, lo que le pasaba tenía una e s p e c i e
de carácter, un lado pintoresco, como una novedad de aventura que divertía su imaginación. Aquella miseria absoluta
le parecía una extremidad extravagante, casi graciosa. Por
otra parte, s¡eraore había adorado el pan de centeno: cuando en el Jardín de las Plantas compraoa uno para dárselo á
las fieras, se lo comía.
Por consiguiente, no había motivos de tristeza. Al s e gundo día, lué muy feliz ante la perspectiva de una comida
con un camarada, que le arrebató «una antigua amiga» desc a e s del ajenjo y casi á la puerta de] ligón en que iban á
entrar. Y las siguientes fechas pasaron para él semejantes,
comiendo los mismos dos panes de centeno, igualmente alucinado por encuentros de amigos «¡ue le llevaban hasta los
bordes de una comida. Anatolio soportó esta prolongación
de mala suerte y esta conjuración de contratiempos sin d e jarse abatir. S e reforzaba en su filosofía, decíase que nada
e s eterno, encontraba en sí con qué bromear á expensas de
si mismo, y ni aun tenía el pensamiento de injuriar al cielo
o de quejarse de los hombres. Esperaba con una confianza
vaga, con un recuerdo instintivo del sistema de las compensaciones de Azais que en otro tiempo hojeara en un atril
d e s d e el cual se veía la calle. Dos ó tres veces encontró, ai
volver a casa, en la puerta, escrito con el trozo de tiza d e positado al lado, en una bolsa de cuero, el nombre de a m i g o s que habían ido á verle: no fué á su casa por un pudor
de timidez, también de bella dignidad, que siempre le i m pidiera pedir prestado.
Como por fin sintiera una e s p e c i e de aburrimiento en
-' las entrañas, pensó en ir á casa de su madre, con la cual
estaba completamente reñido y á quien no veía sino el día
de Ano Nuevo. Pero pensando en el sermón que le costaría
una moneda de cinco francos, tomó el partido de esperar
unos días mas. L l e g ó de este modo al fin de sus panes de
centeno; mas, en la última digestión, fueron tan atroces los
« alambres que le cogieron, que se vió obligado á a c o s tarse.
Anochecía; y como el dolor no se calmara con la noche
sus reflexiones iban á ensombrecerse algo, cuando la llave
g i r ó en la puerta. O y ó un roce de seda y de mujer; era una
antigua amiga de sus partidas de canoa, que iba á pedirle
diez sueldos para ir á comer una ración de cocido Pero
cuando fijo la vista en el taller, se detuvo como avergonzada de ir a pedir á uno más pobre qué ella, le miró, "le e n contró el color amarillo de la ictericia, díjole que s e hiciera
una limonada, y se marchó.
Anatolio s e que ló solo, sufriendo si mpre, y dejando
que sus ideas s e entretuvieran con vilezas, con tentaciones
de dirigirse á su madre.
A eso de las diez, la mujer de antes de la comida volvió
a entrar, se quitó los guantes, registró sus bolsillos, y sacó
de ellos lo que sacara de la fonda á donde alguien habíala
llevado: el limón de las ostras y el azúcar del café. Hecha
la limonada, quísola calentar y preguntó dónde había leña:
Anatolio se e c h ó á reir. Ella reflexionó un instante, luego
salió de pronto y reapareció con aire triunfante llevando en
la mano todas las esterillas de la casa, que había ido á cog e r de la escalera. Encendió esto, puso la limonada á la
lumbre, llevó un vaso de ella á Anatolio, y le dijo:—«Él»
me espera abajo—y se marchó.
Al siguiente día, la crisis <|ue la bilis procura á la s a n g r e había pasado. Anatolio sentíase aliviado, y se dejaba
vencer por el sueño del bienestar que sigue á los g r a n d e s
sufrimientos, cuando Chassagnol entró en su cuarto.
— { Q u é e s eso? ¿Estás enfermo?
— S í , tengo la ictericia.
— j A h ! la ictericia—dijo Chassagnol—repitiendo ma—
quinalinente la palabra de Anatolio, sin parecer darle la
menor idea de importancia ó de interés.
Tenía bastante costumbre de mostrarse indiferente y
sordo á lo que sus amigos le contaban de sus asuntos, d e
sus fastidios, de sus males. Generalmente, parecía 110 e s c u char, estar lejos de lo que s e le decía y tener prisa por
cambiar de conversación, no porque abrigase malos instintos, sino porque era uno de e s o s individuos que tienen todos sus sentimientos en la cabeza. E ^ a m i g o , en aquel gran
loco di- arte, estaba siempre ausente, perdido en los e s p a cios y los ensueños de la estética, cerniéndose en los c u a dros. Aquel hombre paseábase en la vida como en una calle
gris que conduce á un museo, y en la que se encuentran
persona^ á las que s e dan, antes de entrar en él, distraídos
apretones de manos. Por otra parte, la realidad de las cosas pasaba junto á él sin penetrarle, sin tocarle. N o había
en el mundo miseria capaz de conmoverle tanto como una
«Familia desgraciada» bien pintada.
— ¡ L a ictericia! ¡No es nada eso!—añadió tranquilament e . — P e r o es preciso no molestarte... Quise venir á verte
varias v e c e s . . . mas estos días me ha terino preso Guillain;
que se ha hecho crítico de arte en un periódico serio... Y.
como no sabe una palabra de pintura... S i .se publicara en
« E l Charivari» un Alberto Durero, sin prevenirle, creeríalo un dibujo de Daumiez... Le pasa absolutamente lo que á
un hombre que, sin saber leer, se hiciera crítico literario...
Y por e s o me necesita... Me hace hablar, me extirpa mis
buenas expresiones, me sopla todo mi tecnicismo... ¡Qué
gracioso e s un hombre de talento q u e e s un bruto en arte!...
L e he enseñado una porción de palabras: Empieza á s e r virse de ellas no del todo mal...
¡ E s capaz de acabar por comprenderlas!... T e a s e g u r o
que es divertido. Le he inculcado la severidad, la rigidez...
S e r á una cascada de palizas... Le he dicho que la cuestiones
layar el templo, caer sobre las falsas vocaciones, sobre e s o s
miles de cuadros que nada dicen y tanto abundan... ¡Oh, la
pintura falsa!... ¡O el talento ó la muerte! N o hay más que
e s o . . . E s necesario desanimar á tres mil pintores cada año...
Sin esto, dentro de diez, todo el mundo será pintor, v la
pintura habrá desaparecido... ¡En toda ciudad algo limpia
y que tienda á ser higiénica, debiera haber un báratro e n
que arrojar todos los cuadros mal hechos, no viables!...
¡Vive Dios! ¡el arte debe ser como el salto mortal: cuando
se hace mal, lo de menos es que el torpe se arriñone! N o
faltará quien me d i g a : — ; S e han de morir de hambre?—Y á
ese le contesto:—Nunca s e habrán muerto bastantes de ese
modo... ¿Qué viene á ser esto? ¡'Penéis todos-los estímulos,
todas las recompensas, todos los auxilios!... Leí el otro día "
la estadística... ¡ E s cosa que horroriza!... L a s cruces, los
encargos, las copias, los retratos oficiales, las compras del
Estado, de los ministerios, del soberano cuando lo hay, de
las ciudades, de las «Sociedades de amigos de las artes'»...
¡más de un millón de balance!... ¡Y o s quejáis! Mira, s o i s
niños mimados... ¡Ni tutela, ni protección, ni estímulos, ni
auxilios!... ¡ H e ahí el régimen del arte!... N o se cultivan
los talentos como las trufas... E l arte 110 es un e s t a b l e c i miento de beneficencia... ¡Nada de sensibilería á tal r e s pecto! L o s hambrientos del arte no merecen que se les
mire... A un lado todas esas g e n t e s que hacen un montón
de suciedades, de tonterías, de indignidades, y que dicen al
público:—¡Yo he de vivir!... ¡Soy otro Argen'són; no veo la
necesidad! ¡Nada de lágrimas por los mártires ridículos y
los vencidos imbéciles! ¿Qué dejaríamos ¡jara los demás?
Por otra parte, ¿acaso tiene el arte la misión de m a n t e n e ros? ¿Es que tomasteis eso por un estado? ¿Qué auxilios s e
dan á un tendero que quiebra?... ¡Morirse de hambre, r e concho! E s el único buen ejemplo que podéis dar... ¡Así
tendrán un aviso los que os sigan!.:. ¡Cómo! ¡No os a f i r masteis, sois anónimos, lo seréis siempre... no e n c o n t r a s teis, no inventasteis, 110 creasteis nada, y porque sois un
artista todo el mundo ha de interesarse por vosotros, y la
sociedad se verá deshonrada si todos los días no os pone
un pan de cuatro libras en manos de vuestro portero!...
¡Eso e s demasiado!
Estas severas palabras, crueles sin querer serlo, sin saberlo, caían una a una como puñetazos sobre la cabeza d e
Anatolio. Parecíale oir el juicio de su vida. Aquella senten\
cia, q u e C h a s s a g n o l lanzaba al e s p a c i o p a r a o t r o s v a g a m e n t e , e r a la s u y a . P o r p r i m e r a vez sintió la a m a r g u r a d e
las m i s e r i a s m e r e c i d a s ; vió el n a d a q u e e r a en el a r t e ; su
c o n c i e n c i a m o s t r ó l e s ú b i t a m e n t e , p o r e s p a c i o de un m o m e n t o , su p a r a s i t i s m o s o b r e la t i e r r a .
— ¿ N o te p a r e c e q u e d e b e s d e j a r m e d o r m i r un p o c o ? —
d i j o , c o r t a n d o b r u s c a m e n t e el p e r í o d o d e C h a s s a g n o l .
— ¡ A h J — e x c l a m ó éste, q u e cogió su s o m b r e r o , sin a b a n d o n a r su idea y m o n o l o g u e a n d o c o n s i g o mismo.
P o c o s días d e s p u e s , Antoalio s e l e v a n t ó . Debía la vida á
s u j u v e n t u d y á una vieja s i r v i e n t e d e la casa, su vecina en
el r e l l a n o b u e n a m u j e r q u e a d o r a b a á los dos hijitos d e su
a m o , y c u y a s c a b e z a s p u s i e r a Anatolio en cua Iros de a s u n t o s religiosos. L a e x c e l e n t e c r i a t u r a h a b í a c r e í d o v e r á sus
d o s q u e r i d o s p e q u e ñ o s en el cielo; y f u é m u y feliz llevando
al e n f e r m o sus cuidados y el caldo q u e le devolvieron las
tuerzas.
D u r a n t e la convalecencia, una e n t r a d a i n e s p e r a d a , el
p a g o d e un t r a n s p a r e n t e q u e h a b í a h e c h o p a r a un baile W i llis de los a l r e d e d o r e s d e P a r í s , o c h e n t a f r a n c o s a t r a s a d o s ,
s a c á b a n l e del h a m b r e .
XXXIV
l ' n a m a ñ a n a , Anatolio e x p e r i m e n t ó i n m e n s a s o r p r e s a
v i e n d o e n t r a r en su c u a r t o á la c r i a d a d e su m a d r e q u e le
l l e v a b a una c a r t a . R o g á b a l e la a u t o r a de s u s días q u e f u e r a
á p a s a r la velada á su casa con uno d e sus tios, h e r m a n o d e
s u p a d r e , á quien no h a b í a visto, y q u e d e s e a b a c o n o c e r l e .
P o r la n o c h e , Anatolio e n c o n t r ó en casa de su m a d r e un
b a b á , te, las dos l á m p a r a s C á r c e l e n c e n d i d a s y un c a b a l l e r o
d e b a r b a n e g r a que le invitó á a l m o r z a r con él al s i g u i e n t e
día.
Y al s i g u i e n t e día, á eso d e las d o s , en un g a b i n e t e del
P e t i t - Y a f o u r , en el Palacio Real, los c o d o s a p o y a d o s s o b r e
u n a mesa en q u e se veían t r e s b o t e l l a s de P o m a r d vacías, e l
tío, con el chaleco d e s a b o t o n a d o , r e f e r í a , en la e x p a n s i ó n
del B o r g o ñ a , sus a s u n t o s á su s o b r i n o , la p a r t e q u ; tenía en
M a r s e l l a en una f á b r i c a d e p r o d u c t o s q u í m i c o s p a r a la j a b o n e r í a , sus viajes en calidad de. comisionista, la e n c a n t a d o r a excursión hecha p o r él, un año a n t e s , á E s p a ñ a , mitad
p o r su casa, mitad p o r su p l a c e r . Y al d e c i r e s t o d e j a b a
c a e r s o b r e s u s r e c u e r d o s , q u e p a r e c í a volver á v e r , g r a n d e s s o n r i s a s p e r v e r s a s ; A c t u a l m e n t e iba á C o n s t a n t i n o p l a .
L e g u s t a b a el movimiento, y e s t o le p e r m i t i r í a v e r p a í s e s .
L u e g o , un h o m b r e como él s i e m p r e h a r í a allá a l g ú n n e g o c i e j o . P o r o t r a p a r t e , c o m o accionista de los p a q u e b o t e s ,
c o n t a b a o b t e n e r p a s a j e g r a t u i t o p a r a sí p r o p i o , y tal v e z
p a r a un c o m p a ñ e r o , si e n c o n t r a b a q u i e n le a c o m p á ñ a s e .
E s t a última d a l a b r a , lanzada al a i r e , c a y ó en una s e m i e m b r i a g u e z de Anatolio, s ú b i t a m e n t e reconciliado con las
ideas de familia,^ y q u e sentía toda clase de t e r n u r a s h u m e a n t e s p o r su tío, E x c l a m ó :
— ¡ A Constantinopla!
Y m i r ó fascinado en t o r n o s u y o .
S i e m p r e h a b í a tenido un d e s e o flotante, una s o r d a c o m e zón, una e s p e c i e d e a n s i a de b u r ó c r a t a de ir á u n a lejanía
m a r a v i l l o s a . A c a r i c i a b a d e s d e hacía a l g ú n t i e m p o el p e n s a miento vago, c o n f u s o , la tentación instintiva de h a c e r un
g r a n viaje, d e ir á c o r r e t e a r á a l g u n a p a r t e , á l u g a r e s e x t r a ñ o s , á sitios c a r a c t e r í s t i c o s , á t r a v é s de paisajes c u y a
r a r e z a h a b í a r e s p i r a d o en los r e l a t o s y los d i b u j o s d e los
v i a j e r o s . L o q u e a s p i r a b a en él á lo exótico, á e s o s a t r a c t i v o s h o r i z o n t e s d e s c r i t o s en las p i n t u r a s q u e h a b í a leído, e r a
el p a r i s i e n s e h u s m e a d o r y c u r i o s o , el p a p a n a t a s con s u s
i m a g i n a c i o n e s de niño mecidas p o r « R o b i n s ó n » y « L a s Mil
y una n o c h e s . ¡Constantinopla! E s t e solo n o m b r é d e s p e r t a b a en él s u e ñ o s d e poesía y de p e r f u m e r í a en q u e se m e z c l a b a n , con las c a r t a s d e Coriolis, todas sus ideas de A g u a
de los S u l t a n e s , d e pastillas del s e r r a l l o y d e sol en las e s p a l d a s de los t u r c o s .
— B u e n o , ¿ q u i e r e s llevarme á mí?—dijo á q u e m a r r o p a .
E l tio y el s o b r i n o se t u t e a b a n d e s d e el c a f é .
— D i o s mío, ¿por q u é n o ? — r e s p o n d i ó el tío como h o m b r e d e s a r m a d o p o r lo b r u s c o d e la petición. M a s no e s t a rías preparado.
— ¿ C u á n d o te marchas?
— P u e s . . . m a ñ a n a á las cinco.
— ¡ A h ! entonces, me s o b r a un día.
Anatolio e s t u v o á la h o r a e x a c t a en la e s t a c i ó n . H a b í a
a r r a n c a d o t r e s c i e n t o s f r a n c o s á su m a d r e , c u y a vanidad d e
b u r g u e s a sentíase humillada p o r los t r a j e s con q u e su h i j o
e r a visto en P a r í s . P a g ó su billete, y m a r c h ó con su tío á
Marsella.
E n L y ó n , el hielo e s t a b a r o t o c o m p l e t a m e n t e e n t r e a m -
b >3 v i a j e r o s ; tío y s o b r i n o s e habían confiado r e c í p r o c a m e n t e las d e s g r a c i a s d e sus b u e n a s f o r t u n a s .
L l e g a d o s á M a r s e l l a , á las c i n c o , f u e r o n á h o s p e d a r s e
e n el hotel d e los E m b a j a d o r e s . S e comió en la m e s a r e d o n d a . Anatolio b e b i ó d e m a s i a d o vino d e L a m a l g u e ; un vin o g e n e r a l m e n t e fatal ¡»ara los recien llegados, y s e m a r c h ó
á la c a m a . D a r m í a c u a n d o u n a voz e s t e n t ó r e a le g r i t ó .
— ¡ A n a t o l i o ! ¡Anatolio!
E r a su tío q u e le llamaba d e s d e la c a l l e .
— ¡ E s t a r é en casa d e C o n c e p c i ó n ! E l g u í a del h o t e l t e
llevará allá...
A n a t o l i o saltó d e la c a m a , se vistió; y el g u í a le llevó al
t e r c e r piso de u n a casa d e la calle d e S u f f r e n , en la q u e s e
e n c o n t r a b a n , en t o r n o d e un bol d e p o n c h e , su tío, c u a t r o
a m i g o s d e su tío y la q u e r i d a d e su tío, la s e ñ o r i t a C o n c e p ción, u n a maltesita, m o r e n a d e nacimiento y b a i l a r i n a d e
p r o f e s i ó n en el t e a t r o p r i n c i p a l .
L o s t r e s ó c u a t r o d í a s s i g u i e n t e s p a r e c i e r o n deliciosos
á A n a t o l i o . P a s e o s p o r el P r a d o , p o r los Alamos, a l m u e r zos en la R e s e r v a , c e n a s con C o n c e p c i ó n y los a m i g o s d e
su tío, veladas en el t e a t r o , en el café del U n i v e r s o , tal e r a
s u vida. S u tío s e m o s t r a b a con él e n c a n t a d o r . S ó l o q u e
A n a t o l i o s e e x t r a ñ a b a de q u e su p a r i e n t e n o se p r e o c u p a s e
d e la m a n e r a c o m o él i b a á vivir; no h a b l a b a d e a y u d a r l e , y
110 a b r í a la boca r e s p e c t o el v i a j e á C o n s t a n t i n o p l a .
Al c a b o d e u n a s e m a n a , Anatolio e m p e z a b a á i n q u i e t a r se b a s t a n t e s e r i a m e n t e , c u a n d o el d u e ñ o del hotel f u é á d e c i r l e q u e una s e ñ o r a , q u e a c a b a b a d e l l e g a r al e s t a b l e c i miento, d e s e a b a h a b l a r c o n un p i n t o r . E s t a b u e n a m u j e r
t e n í a p o r hijo un alcalde d e un pueblo d e los a l r e d e d o r e s
q u e , en un a c c e s o d e f i e b r e a m a r i l l a , se h a b í a r a s g a d o c o n
u n a navaja d e a f e i t a r la g a r g a n t a y el v i e n t r e . L a g a n g r e n a
se h a b í a p r e s e n t a d o , los m é d i c o s d e s c o n f i a b a n d e s a l v a r l o ,
e l l a h a b í a h e c h o u n a p r o m e s a á N u e s t r a S e ñ o r a d e la
G u a r d a , y h a b i é n d o s e s a l v a d o su hijo, i b a á M a r s e l l a á
m a n d a r h a c e r el «ex-voto».
n e c e s i d a d d e i n v e n t a r una i n s u r r e c c i ó n , le fué muy bien p a g a d o . Un r e t r a t o q u e h i c i e r a d e un a g e n t e m a r í t i m o , le llevó
t o d a la s e r i e de a g e n t e s m a r í t i m o s . F i g u r a s d e odaliscas
c o n z e q u í e s , q u e e x p u s o en el e s c a p a r a t e d e R é v e s t e , y
q u e f u e r o n v e n d i d a s , le d i e r o n á c o n o c e r . D e todas p a r t e s
vínole t r a b a j o . G a n ó d i n e r o , llevó amplia y a l e g r e vida p o r
espacio de muchos meses.
S e g u í a vieiido á su tío, iba f r e c u e n t e m e n t e á c a s a d e
C o n c e p c i ó n . P e r o el tío p a r e c í a h a b e r s e e n f r i a d o p a r a c o n
él. E s t a b a i n t e r i o r m e n t e o f u s c a d o p o r el t r i u n f o d e su s o b r i n o , p o r la m a n e r a c ó m o , con su a l e g r í a , su t a l e n t o y su familiaridad, Anatolio h a b í a h e c h o efecto en su
s o c i e d a d , en el círculo, en el café, en t o d o s los sitios en
d o n d e le p r e s e n t a r a . S e n t í a s e e c l i p s a d o , r e l e g a d o á un s e g u n d o t é r m i n o p o r a q u e l sitio h e c h o al p a r i s i e n s e , a l a r t i s t a Ihs h i s t o r i a s m a r s e l l e s a s q u e t r a t a b a de r e f e r i r , d e s p u e s d e
las h i s t o r i a s d e A n a t o l i o , no hacían y a r e i r : y a n o b r i l l a b a .
A d e m á s de esto, s e n t í a s e h e r i d o p o r c i e r t a l i g e r e z a d e t o n o
q u e su s o b r i n o t o m a b a c o n él, t r a t á n d o l e d e s c o n s i d e r a d a m e n t e c o n b r o m a s de igualdad y d e c o m p a ñ e r i s m o inconven i e n t e s , llamándole, á causa" d e una v e r d e c a j a de n a r a n j o
usual en su c o m e r c i o , el tío « S c h w a n f u r t » . E n c o n t r a b a en
fin, q u e la s e ñ o r i t a C o n c e p c i ó n s e divertía d e m a s i a d o c o n
«aquel s a p o » , q u e reía con exceso c u a n d o él i b a , y q u e p a r e c í a m i r a r l e con cierto p l a c e r . T o d o lo cual hizo q u e
e m p e z a r a p o r 110 i n v i t a r á A n a t o l i o , y q u e a c a b a r a p o r
p o n e r l e un h e r m o s o día la c u e n t a d e t o d a s las c o m i d a s q u e
le h a b í a p a g a d o , haciéndole n o t a r q u e tenía la d i s c r e c i ó n
d e n o c o n t a r l e más q u e t r e s f r a n c o s p o r cada u n a . E s t a rec l a m a c i ó n llegó en el m o m e n t o q u e la v o g a del a r t i s t a d e P a rís e m p e z a b a á d e c a e r . T o d o s los a g e n t e s m a r í t i m o s s e habían h e c h o p i n t a r ; y todos los m a r s e l l e s e s q u e d e s e a b a n
u n a odalisca, h a b í a n l a ya c o m p r a d o en c a s a de R é v e s t e . L a
m a l a s e a c e r c a b a . Y e n t o n c e s e r a c u a n d o en M a r s e l l a d e c l a r á b a s e el c ó l e r a q u e h a c í a h u i r á L y ó n á la mitad d e l o s
h a b i t a n t e s , y al tío d e A n a t o l i o uno d e los p r i m e r o s .
Anatolio se a p r e s u r ó á b o s q u e j a r la a p a r i c i ó n d e la b u e na d e N u e s t r a S e ñ o r a á la m a d r e j u n t o á su hijo t e n d i d o en
la c a m a . E s t o le valió un c e n t e n a r d e f r a n c o s .
E l «ex-voto» llevóle el e n c a r g o d e un e p i s o d i o d e motín
e n las calles d e Marsella, e n c a r g o h e c h o p o r un c a b a l l e r o
q u e s e hizo r e p r e s e n t a r en f o r m a de H o r a t i u s Coclés d e l a
p r o p i e d a d , p a r a o b t e n e r la c r u z . E s t e c u a d r o , en el q u e t u v o
Anatolio d e c i d i ó q u e d a r s e allí: no tenía con q u é m a r c h a r s e . F e l i z m e n t e s e las h u b o con un h o s t e l e r o q u e s e n t í a
a ú n más miedo q u e él. E s t e h o m b r e h a b í a q u e r i d o d a r l e la
c u e n t a a l g u n o s días a n t e s del c ó l e r a . Anatolio le vió v e n i r
á sí c o n u n a c o n t r i c i ó n p i a d o s a , la n o c h e del día q u e s e e n t e r r a r a al g u í a del hotel. H a c í a ya m u c h o s d í a s q u e , o b l i g a d o á e c o n o m i z a r , A n a t o l i o iba á c o m e r al hotel de C o r r e o s
por veinticinco sueldos, con el estado mayor de l o s paquebotes. Su hostelero iba á rogarle que comiera en su casa
con él, por el mismo precio; hasta le ofreció pagar lo que
adeudaba en Correos; Anatolio aceptó, y por sus veinticinco
sueldos tuvo tres comidas, en el comedor de cien cubiertos,
desolado y solo, en la punta de la larga mesa, en la "que n o
se sentaban entonces más que cinco personas, su hostalero,
é l , y otros tres individuos que estaban como él: el pastor calculador Mondeux, cuyas representaciones se habían suspendido, y que ya no hacía dinero, ni aun en los seminarios,
el acompañante del pastor, un llamado Regnault, y la s e ñ o ra de Regnault.
S e apretaban unos contra otros para no tiritar; todos
estaban muy asustados, á excepción del pastor, que no tenía
idea de lo q u e es el cólera y se cernía en el séptimo cielo d e
los números. Cada noche uno de los cuatro llamaba á los
demás.
K1 te y el ron corrían á todas horas por la escalera: el
pastelero estaba tan trastornado que en nada reparaba. Por
último, Anatolio fué heroico á lo Gribouille: para huir de
aquellos terrores, resolvió meterse en mitad de ellos; y fué
á inscribirse á la oficina de los coléricos, para visitar á los
enfermos y auxiliarlos.
Y entonces pasó días, noches, yendo á donde se le l l a maba, á casa de pobres diablos que rabiaban porque acabara su vida ele miseria, á casa de los tísicos y de las tísicas
que se extinguían, el rostro alumbrado por las bujías d e
una capillita colocada por encima de su lecho y adornadas
con rosarios de conchas. L o s tocaba, los friccionaba, l o s
hablaba, bromeaba para tranquilizarles, á veces los s a l v a ba: con frecuencia hizo reir á la Muerte, y entonces le quitó
sus víctimas. Poco á poco, envalentonándose en aquel oficio
en que gastaba sus temores, acabó por hallar en él como un
siniestro cómico; y con su naturaleza de comediante, su inclinación á la imitación y su sentido de la caricatura, hacía en
sus momentos de valor, caricaturescas y terribles parodias
de lo que había visto, de las convulsiones que había c u i d a do, de los muertos á los cuales cerrara los ojos: ¡asemejábase aquello á la agonía mirándose en una cuchara de potaje y el cólera tirándose de la lengua ante un espejo!
Despues de la epidemia, Anatolio volvió al sueño d e
Constantinopla, que no le había abandonado. Había comido
una vez en casa de su tío con un acróbata de París, el fa-
moso Lalanae, que dirigía un circo en Marsella. 'Podas las
aficiones d e su naturaleza de c l o u n le habían impulsado
desde luego hacia el artista y el personal que con él trabajaba: el pequeño Bach, el inventor del célebre ejercicio de
la bola; Emilio Bach, que hacía valsar á su caballo obligándole a poner de dos en dos vueltas los pies delanteros' s ó b r e l a barrera de los otros; Solié, que corría de pie, en el
hipo 1 romo de Marsella, sobre uno de los treinta y dos c a ballos que hacia galopar al propio tiempo, ' l o d o s estos s e ñor es estaban contratados para ir á dar representaciones en
Constantinopla, en el circo en que la señora de Hach ganara casi una fortuna, dejando el precio de entrada á la » c nerosidad de los turcos, y haciendo la colecta ante la puerta
con un turbante.
Anatolio vió en estas g e n t e s una P r o idencia; no tenía
mas que prepararse para ir allá. T o d o estaba arregladohabiase convenido que se le tomaba por revisor; pero el revisor de la banda debía figurar en caso de necesidad en la
cuadrilla, y aun, si preciso era, reemplazar á un jinete. N o
era hombre Anatolio que retrocediera ante tan poca cosa.
Por otra parte, lo que s e le pedía entraba en su vocación
1
naturalmente un poco aeróbata. En casa de Langibout
gustaba de colgarse de la barra de la modelo por los pies.
Coclos l o s
j w - s o s , era de una elasticidad y una agilidad
maravillosas. Daba muy bien el salto mortal desde lo alto de
su estufa de taller. Tenía á la vez el temperamento y el e n tusiasmo de los ejercicios de fuerza. Con estas disposiciones
llego en algunas semanas á tenerse á caballo en pie v aun
sobre un pie: hubiera querido ir más allá, levantar los dos
p i e s del caballo, saltar las banderolas; pero al cabo de seis
meses aun no había tenido valor para ello, cuando se s u p o
que la señora de Bach había muerto. ¡Constantinopla s e le
escapaba una vez más!
Trastornado por la noticia, paseábase tristemente por
el pretil del puerto, cuando de repente un hombre cayóle
sobre el brazo al propio tiempo que un mono sobre la ca-
E1 hombre era Coriolis.
XXXV
E r a un taller de nueve metros de largo por siete de '
ancho.
por veinticinco sueldos, con el estado mayor de l o s paquebotes. Su hostelero iba á rogarle que comiera en su casa
con él, por el mismo precio; hasta le ofreció pagar lo que
adeudaba en Correos; Anatolio aceptó, y por sus veinticinco
sueldos tuvo tres comidas, en el comedor de cien cubiertos,
desolado y solo, en la punta de la larga mesa, en la'que n o
se sentaban entonces más q u e cinco personas, su hostalerO,
él,y otros tres individuos que estaban como él: el pastor calculador Mondeux, cuyas representaciones se habían suspendido, y que ya no hacía dinero, ni aun en los seminarios,
el acompañante del pastor, un llamado Regnault, y la s e ñ o ra de Regnault.
S e apretaban unos contra otros para no tiritar; todos
estaban muy asustados, á excepción del pastor, que no tenía
idea de lo q u e es el cólera y se cernía en el séptimo cielo d e
los números. Cada noche uno de los cuatro llamaba á los
demás.
K1 te y el ron corrían á todas horas por la escalera: el
pastelero estaba tan trastornado que en nada reparaba. Por
último, Anatolio fué heroico á lo Gribouille: para huir de
aquellos terrores, resolvió meterse en mitad de ellos; y fué
á inscribirse á la oficina de los coléricos, para visitar á los
enfermos y auxiliarlos.
Y entonces pasó días, noches, yendo á donde se le l l a maba, á casa de pobres diablos que rabiaban porque acabara su vida de miseria, á casa de los tísicos y de las tísicas
que se extinguían, el rostro alumbrado por las bujías d e
una capillita colocada por encima de su lecho y adornadas
con rosarios de conchas. L o s tocaba, los friccionaba, l o s
hablaba, bromeaba para tranquilizarles, á veces los s a l v a ba: con frecuencia hizo reir á la Muerte, y entonces le quitó
sus víctimas. Poco á poco, envalentonándose en aquel oficio
en que gastaba sus temores, acabó por hallar en él como un
siniestro cómico; y con su naturaleza de comediante, su inclinación á la imitación y su sentido de la caricatura, hacía en
sus momentos de valor, caricaturescas y terribles parodias
de lo que había visto, de las convulsiones que había c u i d a do, de los muertos á los cuales cerrara los ojos: ¡asemejábase aquello á la agonía mirándose en una cuchara de potaje y el cólera tirándose de la lengua ante un espejo!
Despues de la epidemia, Anatolio volvió al sueño d e
Constantinopla, que no le había abandonado. Había comido
una vez en casa de su tío con un acróbata de París, el fa-
moso Lalan.ie, que dirigía un circo en Marsella. T o d a s las
aficiones d e su naturaleza de c l o u n le habían impulsado
desde luego hacia el artista y el personal que con él trabajaba: el pequeño Bach, el inventor del célebre ejercicio de
la bola; Emilio Bach, que hacía valsar á su caballo obligándole a poner de dos en dos vueltas los pies delanteros' s ó b r e l a barrera de los otros; Solié, que corría de pie, en el
hipo 1 romo de Marsella, sobre uno de los treinta y dos c a ballos que hacia galopar al propio tiempo, ' l o d o s estos s e ñor es estaban contratados para ir á dar representaciones en
Constantinopla, en el circo en que la señora de Bach ganara casi una fortuna, dejando el precio de entrada á la » v nerosidad de los turcos, y haciendo la colecta ante la puerta
con un turbante.
Anatolio vió en estas g e n t e s una P r o idencia; no tenía
mas que prepararse para ir allá. T o d o estaba arregladohabiase convenido que se le tomaba por revisor; pero el revisor de la banda debía figurar en caso de necesidad en la
cuadrilla, y aun, si preciso era, reemplazar á un jinete. N o
era hombre Anatolio que retrocediera ante tan poca cosa.
Por otra parte, lo que s e le pedía entraba en su vocación
1
naturalmente un poco acróbata. En casa de Langibout
gustaba de colgarse de la barra de la modelo por los pies.
Coclos l o s
jw-^os, era de una elasticidad y una agilidad
maravillosas. Daba muy bien el salto mortal desde lo alto de
su estufa de taller. T e n í a á la vez el temperamento y el e n tusiasmo de los ejercicios de fuerza. Con estas disposiciones
llego en alguuas semanas á tenerse á caballo en pie v aun
sobre un pie: hubiera querido ir más allá, levantar los dos
p i e s del caballo, saltar las banderolas; p e r o al cabo de seis
meses aun no había tenido valor para ello, cuando se s u p o
que la señora de Bach había muerto. ¡Constantinopla s e le
escapaba una vez más!
Trastornado por la noticia, paseábase tristemente por
el pretil del puerto, cuando de repente un hombre cayóle
sobre el brazo al propio tiempo que un mono sobre la ca-
E1 hombre era Coriolis.
XXXV
E r a un taller de nueve metros de largo por siete de '
ancho.
S u s cuatro paredes parecían un museo y un « p a n d e m ó nium». La ostentación y el batiborrillo de un lujo e x t r a v a gante, un amontonamiento de objetos raros, exóticos, heteróclitos, recuerdos, trozos de arte, el conjunto y el c o n traste de las cosas de todos los tiempos, de todos los estilos,
de todos los colores, la mezcla de todo aquello que r e c o g e
el artista, el coleccionista, introducían allí el desorden y la
confusión de un baratillo. Doquiera sorprendentes v e c i n d a des, la promiscuidad confusa de las curiosidades y de las
reliquias: un abanico chino salía de la arcilla de una lámpara de Pompeya; entre una espada de tres tréboles en cuya
hoja decía «Penetrabit» y un casco de hipopótamo para la
caza del tigre, podía verse un sombrero de cardenal de gastada púrpura histórica; y un personaje de sombra chinesca
de Java recortado de un cuero estaba colgado junto a unas
v iejas parrillas -de hi rro forjado para la fabricación de hostias.
En una de las hojas de la puerta, ornada con arabescos
de Alhambra, una cabeza de muerto coronaba una panoplia
que dibujaba vagamente, debajo, la osteología de un cuerpo. De entre sables de pomo colocados en forma de fémur,
hojas con mangos d e marfil y de aceró niquelado, puñales
encorvados formando costas, yataganes, «khandjars» a l b a - neses, «fiissats» kabilos, cimitarras japonesas, «camas» circasianos, «khoussares» indios, «krises» malayos, surgía
una especie de esqueleto siniestro de la guerra, el espectro
del arma blanca. Por encima de la puerta pendían, cual
montados á horcajadas, de l o s dos lados de una gran máscara d e sarcófago de faz negra y ojos blancos, dos botas
marroquíes de piel roja: colocados sobre la frente del añidió" y horrible rostro, unos guantes persas de lana frisada
le daban una e s p e c i e de extraña peluca de blancos c a b e llos.
Junto á la puerta, al lado de un reloj Luis XIII con e s fera de cobre y pesas, una credencia de la Edad Media ostentaba un modelado de Higia: enfrente de ella, un pollino
de \ r eso parecía beber en un cubilete de hojalata lleno de
bermellón. Entre las piernas de un desollado se veía como
un extremo del Circo: un pequeño modelo de elefante y un
luchador antiguo atacando. L a Leda de Feuchéres, con las
piernas furiosamente c r j z a d a s en torno del cisne, al que
sus rodillas alzaban las alas, estaba delante, del Mercurio
de Pigalle, cuyo hombro cortaba la garganta á una ninfa d e
Clodión. Por encima de la credencia, un bolsillito de ébano
e n n q u e c . d o de incrustaciones de nácar, que representaba
lores de lis y delfines, ocultaba á medias un alabastro d e
ñídeJacob
XV
'' ^
Cl C,Ue C S t a b a r e
P r e s e n t ; l < 1 " el s u e -
Al otro lado de la puerta, contra otra credencia, van o s lienzos enrollados y apilados encima de marcos, o s t e n taban este letrero, en caracteres n e g r o s . «Calle de Childelb e r i , 1 a n s , Hardy Alan, fabricante de colores finos»
f i l centro de la hoja de la derecha estaba decorado con
un manojo de Oriflamas y banderas doradas, rojas y a z u l e ,
que debían haber servido para alguna representación tea^
tral y que con la fulgurancia de sur, pliegues, con sus resp andores de hoja de cobre, tenían fulgores de bóveda de
os Inválidos y de cúpula de San Marcos. Este manojo, esplendido y triunfal, salía de entre cascos, masas de armas
escudos, rodelas. Por encima, una c a b e á de león e m p a f a la, de boca abierta, de blancos colmillos, salía de la pkred
Dominaba y parecía guardar una fiera obra maestra, una
pequeña copia del tiempo del «Martirio de San Marcos» de
I mtoreto cuyo n e o marco dorado destacaba del negro
maderaje de un cofre de encina esculpido y adornado^de
p e q u e ñ o s escudos de armas pintados v clorados. En un lado
de e s e cofre, una caja de colores abierta dejaba brillar
con el brillante perla del albur, pequeños tubos de ho'afata manchados y pegajosos de color, en medio de los cuales
algunos viejos tubos vacíos y rotos ofrecían el a s p e c ^ d t
un papel de estaño arrugado. S o b r e el cofre había UmWén
"" gran p a t o h.spano-árabe, de reflejos dorados, e
el
que se veían, esparcidos, algunos dibujos, un p i s a o s e s hecho de un p,e momificado color de bronce florentino
frasquitos, un cantarito de aceite de g r é con adornos a z u les, y una gran estatua de madera de Santa Bárbara de
cuya mano colgaba, pendiente de un cordoncito, un pequeño medallón de cera, el retrato de una vieia pariente ele
J
C o n o l i s , guillotinada el 93.
' , a r u , u e cle
El resto de la pared de cada uno de los lados estaba
cubierto de y e s o s pintados, de grandes escudos Te armas
de abigarrados colores. Un perfil de Diana de Poitiers cíe
carne sonroéada, de cabellos ondulantes, bajo una relucien
1 radie, sobre un pedestal giratorio, pipas colgadas, oprim i d a s por la garganta entre dos clavos,' un f r a g m e n t o ^ !
Partenón, un relieve del v a s o B o r g e s i o ; un cetro de la Madre loca de Dijón, de madera esculpida y pintada, guarnecido de cascabeles; una taquilla cargada de botellas turcas
con rayas lloradas y azules, una «houka» ( i ) , rodeada por
la serpiente polvorienta de su tubo, un montón de pequeños
trozos de ámbar, una tabla de conchas, producían allí una
policromía atolondrada, atravesada por relámpagos de i r i saciones.
Por encima de una serie de cuadros empezados, p u e s t o s
unos ante otros, el primero en un caballete Bonliomme, el
segundo sobre el terciopelo rojo de dos sillas, el último recostado en la pared, el ojo iba á parar, pasando por alto
el lienzo de la derecha, á una máscara de Géricault s o b r e
la cual, de través, veíase un sombrero de bufón con plumas
de gallo. Más alia de la máscara se distinguía una pequeña
V i r g e n de retablo que tenía, pasada por detrás de la espalda, una rama de boj bendito y todo amarillento, traída al
taller por un modelo de mujer un D o m i n g o de Ramos. Junto á la Virgen, una delgada columnita con a r o s de oro, plata, azul y rojo, sembrada de crecientes de luna plateados y
d e flores de lis doradas, tenía en la parte alta, una bola c u bierta de dibujos astrológicos.
Detrás de la columna s e mostraba un gran lienzo oriental abandonado, en cuya parte baja veíanse escritas con tiza
señas de amigos, nombres de modelos, fechas de citas, momentos de la vida parisiense, que entraban en faldas ele a l ineas. Por encima del lienzo pendía la osamenta de una c a beza de camello, con todo su arnés de bridas salpicadas d e
piedras azules; toda una corte de sillería oriental, de e s t r i bos de mameluco, en mitad de lo cual caía un manto de piel
de un gran jefe d e los «Pies negros», con un agujero hecho
por una bala, y que había sido cambiado, en el país, p o r
veintidós jacos.
Abajo, un pequeño armario de vidriera dejaba ver, apretadas y mezcladas, telas de las que se escapaban hilos d e
oro, sederías de colores de flores, chaquetas turcas, cada
uno de cuyos botones tenía una piedra fina. Un poco más
lejos, en el suelo, las roturas metálicas de un montón de
carbón de piedra brillaban junto á la estufa, que iba á i n troducir el codo de su tubo en la pared, por encima de un
'1) Fipa tarca.
bajorelieve de .San Miguel con el diablo á sus plantas, j u n to á la inscripción filosófica, grabada en hueco en la piedra,
p o r un predecesor d : Coriolis:
Quare
Nec time
Ilic aul illic mors
Veniet.
L u e g o , entre el vaciado de la cabeza de un fogonero d e
O r g é r e s y un medallón bronceado de un furioso" aspecto á
lo Preault, pendían un par de castañuelas y unos zapatos
d e bailarina española, que tenían como una sombra de carne en el talón. La decoración continuaba por un bajoreliev e de cantarada, un asunto de premio de Roma, con el sello
e n realce, arriba, á la derecha: «Escuela Real de Bellas
Artes». Y la pared acababa por un vaciado de la Venus d e
Milo.
Un maniquí, cubierto de un sucio traje alquilado de a r lequín, estaba en pie ante la diosa, y descantillaba un gran
trozo de ésta con su posición, en la que parecía hacer el
.amor á Colombina.
El fondo del taller estaba enteramente ocupado por un
gran diván-cama que no dejaba sitio, en un rincón, sino
para un espejo con marco de caoba y pies ganchudos. Bajo
la luz de la ventana, una especie de alcoba "se escapaba e n tre dos grandes cantoneras de tapicería llena de verdura,
bajo un ancho «tendo» de tela gris, que recordaba el tono
y el gran pliegue suelto de una vela sobre una toldilla de
navio. Este «tendo» pendía de cuerdas que parecían sostener, de cada lado de la ventana, dos grandes ángeles de estilo bizantino, pintados y nimbeados ile oro. El diván estaba recubierto de pieles de pantera y de tigre Con las c a bezas secas. En los dos rincones del fondo, dos vaciados de
mujer de tamaño natural, los dos admirables vaciados de
Julia Geoffroy y de sus dos caras, por Rivière y Vittoz,
erguíanse á manera de cariátides. La vida, la presencia
real de la carne, se observaba en aquellas figuras, principalmente en la de la izquierda, que iluminaba un rayo d e
luz, aquella espalda que hería, en todos sus relieves y'en el
pleno de sus orbes, una claridad cosquillosa que iba á perderse á lo largo de la pierna, en el extremo del talón. Una
sombra flotante dormía todo-el día en aquel recinto de misterio y de pereza, en aquel pequeño santuario del taller,
q u e , con sus o l o r e s de d e s p o j o s salvajes y su c o l o r d e d e s i e r t o , p a r e c í a a b r i g a r el r e c o g i m i e n t o y el e n s u e ñ o de la
tienda.
Allí d e n t r o , en aquel taller, e s t a b a n , en p r i m e r l u g a r el
l a r g o Coriolis, q u e p i n t a b e en pie; A n a t o l i o , q u e hacía en
un á l b u m , f u m a n d o un pitillo, un c r o q u i s , con a r r e g l o un
c u e r p o t u m b a d o y p e r d i d o en la s o m b r a del d i v á n ; ' y p o r
último, el mono de Coriolis, s u b i d o en el r e s p a l d o d e la silla
d e Anatolio. A cada m o m e n t o tenía s o r p r e s a s , d e s e s p e r a ciones; p r o f e r í a p e q u e ñ o s g r i t o s d e c ó l e r a y g o l p e a b a s o b r e
el p a p e l : su lápiz se había e s c o n d i d o y no m a r c a b a . Q u e r í a
h a c e r l e salir de nuevo, y se e n c a r n i z a b a , y olía el p o r t a l á p i z
con p r e c a u c i ó n , como un i n s t r u m e n t o d e m a g i a , a c a b a n d o
p o r a l a r g á r s e l e á Anatolio.
B a j a b a el día i n s e n s i b l e m e n t e . E l azulado color de la
t a r d e c o m e n z a b a á m e z c l a r s e con el humo d e los c i g a r r o s .
Un v a p o r v a g o en q u e los o b j e t o s se p e r d í a n y se a h o g a b a n s u a v e m e n t e e s p a r c í a s e p o c o á p o c o . E n las p a r e d e s , r a y a d a s p o r el humo, e n n e g r e c i d a s con un t o n o de f u m a d e r o s
en los á n g u l o s , en los c u a t r o r i n c o n e s , s e a m a s a b a un v e l o
de n i e b l a . L a a l e g r í a de la luz m o r i b u n d a iba e x t i n g u i é n d o s e . L a s o m b r a descendía con silencio: h u b i é r a s e ' d i c h o
q u e un r e c o g i m i e n t o s e d e s p r e n d í a d e las cosas.
Coriolis tomó asiento en un t a b u r e t e a n t e su lienzo, y
p e r d i ó s e en los s u e ñ o s - q u e la h o r a d u d o s a hace p a s a r porlos o j o s del pintor a n t e su o b r a . Anatolio fué á t u m b a r s e en
el l u g a r q u e los pies del q u e d o r m í a d e j a b a n l i b r e en el
diván. El mono desapareció.
L o s c u a d r o s p a r e c í a n d e s f a l l e c e r ; e r a n p r e s a d e aquel
s u e ñ o del c r e p ú s c u l o q u e p a r e c e h a c e r d e s c e n d e r s o b r e los
cielos p i n t a d o s el cielo d e f u e r a , y r e t i r a r l e n t a m e n t e d e l o s
c o l o r e s el sol del día, que h u y e . L a melancólica m e t a m o r fosis se o p e r a b a , c o n v i r t i e n d o en los lienzos el azul matinal
«le los p a i s a j e s en las palideces e s m e r a l d a d e la t a r d e ; la
n o c h e descendía con lentttud s o b r e los c u a d r o s . P r o n t o é s tos, v i s t o s d e lado, hicieron las m a n c h a s a g o l p a d a s , e n t r e mezcladas, de un c a c h e m i r a ó de un tapiz d é E s m i r n a . El
a s p e c t o d e un s u e ñ o c a y ó s o b r e las siluetas d e las c o m p o s i ciones, q u e t o m a r o n , en la m a s a de s u s s o m b r a s , un c a r á c t e r
c o n t u s o , e x t r a ñ o , casi f a n t á s t i c o . L a s p e q u e ñ a s c o l u m n a s
e m b u t i d a s en la p a r e d , las consolas y los m á r m o l e s de las
e s t a t u a s , detenían aún a l g u n a luz, q u e j u g a b a en un h i l o
c a d a vez más d e l g a d o en s u s c o n t o r n o s . P o r e n c i m a d e l a
copia del S a n M a r c o s , la n e g r u r a había e n t r a d o en la boca
a b i e r t a del león, q u e p a r e c í a b o s t e z a r en la n o c h e .
Una n u b e b o r r o s a iba del suelo al techo. L o s y e s o s e s c a p á b a n s e al o j o . y a p a r i e n c i a s d e f o r m a s s e m i p e r d i d a s y a
n o d e j a b a n v e r sino movimientos d e c u e r p o s m o s t r a d o s p o r
un último r a y o de c l a r i d a d . E l suelo p e r d í a el reflejo d e los
m a r c o s d e m a d e r a blanca q u e se m i r a b a n en su brillo. N o
h a b í a c e s a d o aquella lluvia g r i s d e la n o c h e q u e p a r e c e polv o . E l fin de la luz a g o n i z a b a en los c u a d r o s : éstos se d e s vanecían en su sitio, decrecían sin m o v e r s e , m i s t e r i o s a mente, en la lentitud de un t r a b a j o m u e r t o y en la e s p e c i e
«le solemnidad d e una silenciosa descomposición del día. Como c a n s a d a y c a y e n d o s o b r e el h o m b r o , la cabeza de m u e r t o
p a r e c i ó i n c l i n a r s e más y d o b l a r s e s o b r e un m a n g o de y a tagán.
L u e g o vino el instante q u e media e n t r e el día y la n o c h e
y en el <¡ue no se ve más «pie lo q u e e s o r o : la s o m b r a s e
h a b í a comido toda la p a r t e b a j a del taller. No h a b í a ya
luz más q u e en los dos potecitos de la paleta d e Coriolis,
d e p o s i t a d a s o b r e una silla. L a s cosas m o s t r á b a n s e i n c i e r t a s
y no se d e j a b a n e n c o n t r a r sino á tientas p o r la m e m o r i a de
los o j o s . N e g r a s m a n c h a s c u b r i e r o n luego los c u a d r o s . L a
s o m b r a se c o l g ó «le t o d a s p a r t e s en las p a r e d e s . Del l a d o
d e los c u a d r o s , una lentejuela d e luz s u b i ó ,
empequeñeció, d e s a p a r e c i ó en el á n g u l o s u p e r i o r ; y en id taller no
q u e d ó m á s q u e un f u l g o r d e una b l a n c u r a v a g a s o b r e un
t u r b a n t e p e n d i e n t e del techo, y del «jue ya no >se veía ni la
c u e r d a ni la b o r l a de seda r o j a .
E n a q u e l momento, el c r i a d o a p a r e c i ó con un q u i n q u é .
D e s p e r t a d o p o r la luz, el «jue d o r m í a en el diván, s e e s tiró, se l e v a n t ó : e r a C a s s a g n o l .
E s t u v o un r a t o p a s e á n d o s e p o r el' tallen, con los mov i mientos, la especie d e e s t r e m e c i m i e n t o s del q u e a g i t a v s a cude la última p e r e z a de su soñolencia. V de r e p e n t e , —
¡Ingres! ¡Delacroix!—soltó esos dos grandes nombres como
si d e s p e r t a r a d e un s u e ñ o al eco dé la c h a r l a con q u e se
durmiera.
— ¡ I n g r e s ! ¡Ah! ¡sí, I n g r e s ! ¡El d i b u j o de I n g r e s ! ¡ V a ya, vaya, I n g r e s ! . . . H a y t r e s d i b u j o s : en p r i m e r l u g a r el
a b s o l u t o d e lo bello: el Pidias; l u e g o el d i b u j o italiano del
R e n a c i m i e n t o : los Rafael, los L e o n a r d o d e Yinci; l u e g o el
d i b u j o « m a c h a c ó n » , t o d a v í a bello, m a s con indicaciones,
a p o y a m i e n t o s , s u b r a y a m i e n t o s d e cosas <¡ue d e b e n p e r d e r s e
en la linea, f u n d i r s e en el ligado, el t r a z o d e todo el d i b u j o . . . Mirad, p o r e j e m p l o . . . tomad un modelo y ponedle ahí:
L e o n a r d o de Virici le d i b u j a r á con i n g e n u i d a d . . .
fielmente...
p u n t o p e r p u n t o , como un n i ñ o . . . R a f a e l p o n d r á , en la c o p i a
del natural d e su d i b u j o , el r e c u e r d o de . f o r m a s , el instinto
d e un noble s u y o . . . P u e s bien, en el Vinci como en el R a fael, en el q u e no ha h e c h o más q u e c o p i a r como en el q u e
i n t e r p r e t a r a , h a b r á más q u e el modelo, a l g o q u e sólo ellos
v e r á n . , . ¡Mirad! ahí tenéis una c a b e z a de caballo de F i d i a s . . . P u e s bien, eso p a r e c e no s e r o t r a cosa q u e la naturaleza; ¡modelad si n o una cabeza d e caballo y ponedla á su
l a d o ! . . . Ese es el misterio de todas las c o s a s bellas d é l a
a n t i g ü e d a d : p a r e c e n modeladas; p a r e c e n la v e r d a d y la realidad misma, p e r o es la realidad vista p o r la p e r s o n a l i d a d
d e g e n i o . . . ¿En I n g r e s ? N a d a d e e s t o . . . Voy á d e c i r o s lo
q u e e s I n g r e s : es el i n v e n t o r en el siglo xix d e la f o t o g r a f í a
en color p a r a la r e p r o d u c c i ó n de los P é r u g i n v los Rafaeln a d a m á s . . . Delacroiv es el o t r o p o l o . . . ¡Otro homhre!...'
La i m a g e n de la d e c a d e n c i a d e e s t o s tiempos, el e m b r o l l o ,
la confusión, la l i t e r a t u r a en la p i n t u r a , la p i n t u r a en la l i t e r a t u r a , la p r o s a e n los v e r s o s , los v e r s o s en la p r o s a , las
p a s i o n e s , los n e r d o s , las d e b i l i d a d e s de n u e s t r a época, el
t o r m e n t o m o d e r n o .. R e l á m p a g o s d e s u b l i m e en todo e s t o . . .
En el fondo', el m a y o r de los f r a c a s a d o s . . . Un h o m b r e d e
g e n i o q u e s^ ha m a n i f e s t a d o a n t e s de t i e m p o . . . L o p r o m e tió todo, lo a n u n c i ó t o d o . . . E l e s b o z o d e un m a e s t r o . . .
¿Sus cuadros? ¡ F e t o s d e o b r a s m a e s t r a s ! . . . El h o m b r e q u e ,
p o r otra p a r t e , h a r á más a p a s i o n a d o s , c o m o todo g r a n d e
incortiplet > .. Movimiento, una vida febril en lo q u e h a c e ,
u n a a g i t a c i ó n d e tumulto,; p e r o un d i b u j o loco, un a v a n c é
s o b r e el movimiento, d e s o o r d a n t e en el músculo, p e r d i é n d o s e en la busca de la b o l i l á del e s c u l t o r , el m o d e l a d o d e
t r i á n g u l o s y d • l o s a n g e s , que n o es el c o n t o r n o d e la línea
d e un c u e r p o , si.io la e x p r e s i ó n , el relieve d e su f o r m a . . .
¿El colorista? Un a r m o n i s t a d e s a c o r d e . . . sin g e n e r a l i d a d d e
a r i l j o n í a . . . c o l o r a c i o n e s d u r a s , lastimosas, c r u e l e s p a r a el
ojo, q u e necesitan al realce de tonalidades t r á g i c a s , f o n d o s
t e m p e s t u o s o s d e crucifixión, v a p o r e s d e infierno como en su
D a n t e . . . ¡ E s o un buen lienzo!... N a d a d e color, y toda e s a
violencia d e t o n o s , esa r a b i a de p a l e t a . . . No tiene s o l . . . L a
c a r n e , n o e x p r e s a la c a r n e . . . N a d a d e t r a n s p a r e n c i a . . . e n j a l b e g a d o s r o s á c e o s , rojos de u ñ a . . . Con todo e s t o hace la
vida, la animación d e la pie!... S i e m p r e v i n o s o . . . s e m i t i n t e s
enlodados
Nunca la bella p a s t a fluente, el g r a n r e g u e r o
l a v a d o d e los m a e s t r o s de la c a r n e . . . A d e m á s , un i n s o p o r table p r o c e d i m i e n t o de a l u m b r a d o d e los c u e r p o s y de los
o b j e t o s , luces h e c h a s con r a s g o s ó r e g u e r o s d e p u r o b l a n co. luces <pie n o son nunca t o m a d a s en el t o n o luminoso d e
la c o s a p i n t a d a , y q u e d e s e n t o n a n como a ñ a d i d u r a s . . . Mirad
en el D a n t e e s e brillante d e a s i e n t o de vaso colocado s o b r e
la n a l g a del h o m b r e q u e r e c h a z a con el pie el v i e n t r e -le la
m u j e r . . . ¡Delacro.x! ¡Delacroix! ¿Un g r a n maestro? S í , p a r a
tro? ¡ L a hez d e R u b e n s ! . . .
— ¡ M u y b i e n ! — d i j o A n a t o l i o — E n ese c a s o , ¿quieres decirme que pintores grandes tendremos?
— L o s paisajistas—respondió Cassagnol — l o s p a i s a Una b r u s c a d e t o n a c i ó n c o r t ó l e la p a l a b r a .
— ¡ E h ! ¿qué o c u r r e allá a b a j o ? — g r i t ó Anatolio m i r a n .1.. hacia el e x t r e m o del taller d e d o n d e el r u i d o h a b í a s a Y a c e r c á n d o s e á la mesita b a j o la c u a l s e p o n í a n las botellas de c e r v e z a , d i s t i n g u i ó al m o n o a c u c i a d o q u e , c e r r a dos los ojos, a p a r e n t a b a muy s e r i a m e n t e d o r m i r , teniendo
b'ía a b i e r t o ^ 0 0
t a p ó n de una g a r r a f a d e c e r v e z a q u e ha— ¡ B r o i n i s t a ! — d i j o Anatolio.
V le asió p o r la p a t a .
El mono se d e j ó e s t i r a r c o m o a q u e l q u e va á s e r z u r r a fio, y en el m o m e n t o en q u e Anatolio i b a á aplicarle un c o r r e c t i v o , se s a l v o p o r el a n u n c i o d e la c o m i d a .
XXXVI
Anatolio h a b í a vuelto á P a r í s , r e p a t r i a d o po'r Coriolis
q u e quiso a b s o l u t a m e n t e p a g a r s u s d e u d a s de Marsella y su
viaje. A as resistencias, á las susceptibilidades, á las o r e u llosas delicadezas de Anatolio, su a m i g o h a b í a ' r e s p o n d i d o
c o n p a l a b r a s de una b r u t a l i d a d cordial, d i c i é n d o V q u e
« a q u e l l o e r a d e m a s i a d o tonto» y q u e se le llevaba.
'
E s t a n d o C o r i o l i s en O r i e n t e , su tío h a b í a m u e r t o ; y r e g r e s a b a , d e s p u é s d e p a s a r p o r B o r b ó n á t o m a r posesión d e
su herencia. E r a rico, tenía q u i n c e mil francos- de r e n t a !
H a c a intención d e a d q u i r i r un g r a n taller. Anatolio v i v i d a
en su c o m p a ñ í a ; y viviría m i e n t r a s quisiera, m i e n t r a s se e n c o n t r a r a bien, h a s t a que t u v i e r a en su vida una s u e r t e , una
s o n r i s a del hado. E l c a l ó r e l e los o f r e c i m i e n t o s d e C o r i o l i s
y su simple y r u d a amistad, h a b í a t r i u n f a d o de los e s c r ú p u los de Anatolio, q u e , d e j á n d o l e o b r a r , h a b í a s e h e c h o el
huésped d e Coriolis, en su g r a n taller de la calle de Vaugirard.
S i n s e r t i e r n o , Coriolis e r a uno de e s o s h o m b r e s q u e n o
se bastan y necesitan la p r e s e n c i a , la compañía d e a l g u i e n .
C o s t á b a l e t r a b a j o p a s a r una h o r a en un a p o s e n t o en q u e n o
h u b i e r a un s e r h u m a n o . L e e s p a n t a b a casi la idea d e v o l v e r á.
la existencia recluida d e O c c i d e n t e en una habitación en q u e
f u e r a solo, solo á v i v i r , solo á t r a b a j a r , solo á c o m e r , si mp r e en conferencia consigo mismo. S e a c o r d a b a d e su j u v e n t u d ; p a r a huir d e la s o l e d a d , s i e m p r e h a b í a tenido en
casa una m u j e r y concluido sus a m i s t a d e s p o r a p e g a m i e n t o s .
E n el c o m p a ñ e r i s m o de Anatolio veía una a l e g r e v divertida compañía de todos los i n s t a n t e s , q u e le salvaría del comp r o m i s o de una q u e r i d a , y también d e la tentación de un
fin q u e se h a b í a p r o h i b i d o : el matrimonio,
Coriolis se había p r o m e t i d o no c a s a r s e , no p o r q u e le
r e p u g n a r a el matrimonio, sino p o r q u e el m a t r i m o n i o p a r e cíale u n a dicha n e g a d a al a r t i s t a . É l t r a b a j o del a r t e , la
p e r s e c u c i ó n de la inventiva, la i n c u b a c i ó n silenciosa de la
o b r a y la c o n c e n t r a c i ó n del e s f u e r z o le p a r e c í a n i m p o s i b l e s
con la vida c o n y u g a l , j u n t o á u n a joven m u j e r c a r i ñ o s a y d i s t r a í d a , a b r i g a n d o c o n t r a el a r t e los celos d e una c o s a m á s
a m a d a q u e ella, haciendo en t o r n o del t r a b a j a d o r el r u i d o
de un niño, q u e b r a n d o sus ideas, o c u p a n d o su tiempo, l l a mándole al « f u n c i o n a r i s m o » del m a t r i m o n i o , á s u s d e b e r e s ,
á s u s p l a c e r e s , á la familia, al m u n d o , t r a t a n d o de e n c o n t r a r
á cada m o m e n t o el e s p o s o y el h o m b r e en e s a especie d e
s a l v a j e y de m o n s t r u o social, q u e es el v e r d a d e r o a r t i s t a .
S e g ú n él, el celibato e r a el único e s t a d o q u e d e j a al a r tista su l i b e r t a d , sus f u e r z a s , su c e r e b r o , su conciencia. T e nía a ú n p a r a la m u j e r , p a r a la e s p o s a , la idea d e q u e p o r
ella se d e s l i z a b a n , en t a n t o s a r t i s t a s , l a s debilidades, las
complacencias- p o r la moda, los a r r e g l o s con la g a n a n c i a y
el comercio, los r e n e g a m i e n t o s de a s p i r a c i o n e s , el triste v a lor d e d e s e r t a r del d e s i n t e r é s d e su vocación p a r a d e s c e n d e r á la p r o d u c c i ó n industrial a p r e s u r a d a y b a r b u l l a d a , al
d i n e r o q u e t a n t a s m a d r e s de familia hacen g a n a r á la verg ü e n z a y el s u d o r de un talento. A d e m á s , en el m a t r i m o n i o
h a b í a la p a t e r n i d a d , q u e , p a r a él, p e r j u d i c a b a al a r t i s t a , l e
a p a r t a b a c e la p r o d u c c i ó n e s p i r i t u a l , le aficionaba á una
c r e a c i ó n d e orden i n f e r i o r , le r e b a j a b a al o r g u l l o b u r g u é s de una p r o p i e d a d c a r n a l . Veía, en fin, toda clase de
servilismos, de a b d i c a c i o n e s y d e r e b l a n d e c i m i e n t o s p a r a el
a r t i s t a , en e s a felicidad b o n a c h o n a del matrimonio, en e s e
e s t a d o dulce, lenitivo, en esa a t m ó s f e r a emoliente en q u e s e
d e t i e n e la fiebre n e r v i o s a y en «pie se e x t i n g u e la fiebre q u e
h a c e c r e a r . Al matrimonio, casi h u b i e r a él p r e f e r i d o , p a r a
un t e m p e r a m e n t o de a r t i s t a , una d e a q u e l l a s pasiones v i o lentas, t o r m e n t o s a s , q u e hieren el talento y le hacen á veces
sangrar obras maestras.
E s t i m a b a , en s u m a , q u e la p r u d e n c i a y la r a z ó n e r a n no
p e d i r sino satisfacciones sexuales á la m u j e r , en a m i s t a d e s
sin afección, ni la s e r i e d a d d e la vida, sin a f e c t o s ni p e n s a mientos p r o f u n d o s , p a r a g u a r d a r , r e s e r v a r y d a r toda la
a b n e g a c i ó n intima de la cabeza, toda la inmaterialidad del
c o r a z ó n , el fondo d e ideal d e t o d o el s e r , al A r t e , sólo al
Arte.
•
'
XXXVII
S e n t a d o en el suelo, Anatolio p a s a b a días e n t e r o s o b s e r v a n d o al mono, q u e s e l l a m a b a Bermellón á causa del
g u s t o q u e tenía p o r las v e j i g a s d e «mínium». El animal
se e s p u l g a b a a t e n t a m e n t e , e s t i r a n d o u n a de sus p a t a s , t e niendo en u n a d e sus m a n o s su pie torcido como una raíz;
c u a n d o a c a b a b a de r a s c a r l e p e r m a n e c í a sentado, en las
inmovilidades del viejo bonzo: la nariz en la p a r e d , p a r e c í a
m e d i t a r una filosofía religiosa, s o ñ a r con el Nirvana d e los
m a c a c o s . L u e g o e r a un p e n s a m i e n t o infinitamente s e r i o é
inquieto, una p r e o c u p a c i ó n de a s u n t o p r e m e d i t a d o , a h o n d a d o como un plan d e r a t e r o , q u e le a r r u f a b a la f r e n t e y
j u n t a b a l e las manos, p u l g a r s o b r e p u l g a r . Anatolio s e g u í a
todos estos j u e g o s d e su fisonomía, las i m p r e s i o n e s f u g a c e s
y múltiples q u e a t r a v i e s a n á a q u e l l o s p e q u e ñ o s s e r e s , el
a i r e i n q u i e t a n t e del p e n s a m i e n t o q u e a b r i g a n , ese t e n e b r o s o
t r a b a j o d e malicia q u e p a r e c e n h a c e r , sus g e s t o s , sus a i r e s
r o b a d o s a la s o m b r a del h o m b r e , su m o d o g r a v e de m i r a r
con una m a n o s o b r e la c a b e z a , t o d o el misterio de las cosas
p r o n t a s a h a b l a r q u e pasa n en su g e s t o y su continuo movimiento de m a n d í b u l a s . E s a s p e q u e ñ a s 'voluntades c o r t a s
} i r e n e t i c a s d e los m o n o s p e q u e ñ o s , e s a s a n s i a s coléricas
•de un o b j e t o q u e a b a n d o n a n , en c u a n t o le tienen, p a r a
r a s c a r s e la e s p a l d a , .esos t e m b l o r e s p a l p i t a n t e s d e d e s e o y
d e avidez a r r e b a t a d o r a , e s o s a p e t i t o s de u n a lengüecilla
q u e s e m u e v e , y d e r e p e n t e e s o s olvidos, e s o s m o h i n e s en
p o s t u r a s descuidadas, d e lado, los o j o s en el vacío, las m a nos e n t r e los muslos; el c a p r i c h o d e las s e n s a c i o n e s , la
movilidad del h u m o r , los p r u r i g o s s ú b i t o s , los p a s o s d e
la g r a v e d a d á la locura, las variaciones, los saltos d e ideas
q u e , en e s t o s animales, p a r e c e n p o n e r e a u n a h o r a el c a r á c t e r de todas las e d a d e s , mezclar los d i s g u s t o s del viejo
con las e n v i d i a s del niño, la r a b i o s a a v a r i c i a c o n la s u p r e m a
indiferencia; todo esto hacia la a l e g r í a , la d i v e r s i ó n , el e s tudio y la o c u p a c i ó n d e Anatolio.
P r o n t o con su g u s t o y su talento de imitación llegó á
m o n e a r con el mono, á c o g e r l e sus g e s t o s , su c h a s q u i lo
<ie labios, s u s p e q u e ñ o s g r i t o s , su modo d e g u i ñ a r los o j o s
y d e s a c u d i r los p á r p a d o s . S e e s p u l g a b a como él, r a s c á n d o s e los p e c t o r a l e s ó la p a r t e b a j a d e una p i e r n a l e v a n t a d a
e n el a i r e . E l mono, a d m i r a d o al p r o n t o , h a b í a a c a b a d o
p o r v e r un c a m a r a d a en Anatolio. Y los d o s hacían p a r t i d a s d e j u e g o como chiquillos. De r e p e n t e , en el taller, saltos, a r r a n q u e s , una e s p e c i e d e c a r r e r a volante e n t r e el
h o m b r e y el animal, un a m o n t o n a m i e n t o , un batiborillo, un
e s t r é p i t o , g r i t o s , risas, b r i n c o s , una l u c h a f u r i o s a d e agilid a d y d e e s c a l a m i e n t o , i n t r o d u c í a n en el taller el r u i d o , el
v é r t i g o , el viento, el a t u r d i m i e n t o , el t o r b e l l i n o ele dos m o nos p e r s i g u i é n d o s e . ' L o s muebles, los y e s o s y las p a r e d e s
poníanse á tem d a r . Y los dos, al final d e la c a r r e r a , se
e n c o n t r a b a n nariz con nariz; y casi s i e m p r e o c u r r í a e s t o :
e x c i t a d o p o r el p l a c e r n e r v i o s o del ejercicio, la i r r i t a c i ó n
del j u e g o , la e m b r i a g u e z del movimiento, B e r m e l l ó n , en
c u a t r o patas, rígida la cola, c a í d a s las o r e j a s , el hocico a l a r g a d o y a r r u g a d o , a b r í a la boca con la lehtitud d e un r e s o r t e
d e muesca, y m o s t r a b a colmillos p r o n t o s á m o r d e r . P e r o
e n aquel m o m e n t o e n c o n t r a b a e n f r e n t e u n a c a b e z a q u e s e
a s e m e j a b a tanto á la s u y a , una r e p e t i c i ó n tan p e r f e c t a d e
su c ó l e r a de mono, q u e t o d o d e s o r i e n t a d o , como si se v i e r a
,en un e s p e j o , s a l t a b a t r a s d e su c u e r d a y se iba á p e n s a r en
lo alto de la e s c a l e r a en a q u e l s i n g u l a r animal q u e t a n t o se
le p a r e c í a .
E r a n un v e r d a d e r o p a r d e a m i g o s . No p o d í a n p a s a r el
u n o sin el o t r o . C u a n d o p o r casualidad Anatolio no e s t a b a
allí, Bermellón r e f u n f u ñ a b a s o l i t a r i a m e n t e e n un r i n j ó n ,
n e g á n d o s e á j u g a r con movimientos g r u ñ o n e s q u e volvían
ia espalda á las p e r s o n a s ; y si éstas insistían, imprimíales la
m a r c a de sus dientes en la piel, sin m o r d e r del todo, con
una suavidad d e a d v e r t e n c i a . Aun c u a n d o tuviera el d u r a d e r o r e c u e r d o r e n c o r o s o d e su raza, paciencias de v e n g a n z a
q u e e s p e r a b a n meses, p e r d o n a b a á Anatolio sus b r o m a s d e
mal g é n e r o , sus r e g a l o s d e nueces vacías. C u a n d o q u e r í a
a l g o , á él dirigía su p e q u e ñ o g r i t o p a r a pedirlo. A él s e
q u e j a b a c u a n d o e s t a b a a l g o e n f e r m o ; j u n t o á él s e r e f u g i a b a
p a r a p e d i r u n a intercesión, cuando h a b í a h e c h o una cosa
mal hecha y sentía al c o r r e c t i v o en el a i r e . A veces, á l a
p u e s t a del sol, tenía p e q u e ñ o s g r i t o s z a l a m e r o s q u e pedían
p a r a d o r m i r s e los b r a z o s d e Anatolio. Y e x p e r i m e n t a b a e s pecial placer en e s p u l g a r l e .
P a r e c í i q u e el mono s e sentía c o m o a c e r c a d o p o r una
vecindad d e n a t u r a l e z a á a q u e l m u c h a c h o tan flexible, tan
elástico, d e fisonomía tan movible; e n c o n t r a b a en él a l g o de
su raza; e r a un h o m b r e , p e r o casi un h o m b r e de su familia;
y nada tan curioso como v e r l e , en ocasiones, cuando A n a tolio le h a b l a b a , t r a t a r con s u s manitas de tocarle la l e n g u a ,
c o m o si h u b i e s e tenido idea de i n t e n t a r e x p l i c a r s e a q u e l
m e c a n i s m o s o r p r e n d e n t e q u e tenía aquel m o n o g r a n d e y
q u e él n o tenía.
Al c a b o d e c i e r t o tiempo, los dos a m i g o s poseían r e c í p r o c a m e n t e a l g u n a s d e sus cualidades. Si Bermellón h a b í a
d a d o a l g o del m o n o á Anatolio, éste h a b í a d a d o a l g o del
a r t i s t a á B e r m e l l ó n . A su lado, Bermellón h a b í a c o n t r a í d o
la afición á la p i n t u r a , una afición que al principio le llevara
a c o m e r s e las v e j i g a s d e c o l o r ; l u e g o , p r e s a de una r a b i a
d e e m b o r r o n a r p a p e l , se h a b í a p u e s t o á a r r a n c a r p l u m a s á
las d e s g r a c i a d a s gallinas del p o r t e r o , á m o j a r l a s en a g u a \
á p a s e a r l a s p o r c u a n t a s cosas blancas veía. A p e s a r de h a c e r mucho A n a t o l i o p a r a a n i m a r l e en e s t a s evidentes disposiciones p a r a el a r t e , Bermellón se h a b í a d e t e n i d o á
p ó c o s pasos d e allí. No h a b í a podido t r a z a r , d i b u j a n d o del
natural, más que redondeles, siempre redondeles, y e r a de
t e m e r que a q u e l g é n e r o de d i b u j o m o n ó t o n o fuese la última
p a l a b r a d e su talento.
XXXVIII
T a l e r a la feliz familia d e a r t i s t a s q u e vivían en el taller
d e la calle d e Y a u g i r a r d , excelente familia d e d o s h o m b r e s
y un mono, de los t r e s i n s e p a r a b l e s , Bermellón, A i a t o ü o y
Coriolis, los t r e s s e r e s que van á p r e s e n t a r s e .
Bermellón e r a un macaco « R h é s u s , » el m a c a c o llamado
« M e m n ó n » por Buffón. E n su piel n e g r u z c a , en las e s p a l d a s y en el p ;cho, tenía pelos azulados q u e r e c o r d a b a n el
c o l o r de la a p o n e u r o s i s . Una mancha blanca le hacía u n a
señal b a j o la b a r b a . Tenía en la c a b e z i una e s p e c i e de p e los p l a n t a d o s m u y a b a j o con una r a y a q u e caía s o b r e la
f r e n t e . E n sus g r a n d e s o j o s n e g r u z c o s , de niñas n e g r a s ,
b r i l l a b a una t r a n s p a r e n c i a d e un t o n o m a r r ó n d o r a d o . E l
pliegue d e su naricilla a p l a s t a d a m o s t r a b a como la indicación d e un r a s g o de d e s b a s t a d o r en un p e d a z o de c e r a . S i
hocico e r a g r a n o s o c o m o la piel d e u n a gallina d e s p ' u m a d a .
F i n o s t o n o s de tinte d e viejo j u g a b a n * s o b r e el s o n r o s a d o
a m a r i l l e n t o y a z u l a d o d e la piel de su r o s t r o . Al t r a v é s d e
sus orejas tiernas, a r r u g a d a s , orejas de papel, atravesadas
p o r fibrillas, la luz tenía un c a l o r a n a r a n j a d o . S u s m i n i a t u r a s d e manos, del violeta d e un h i g o del Mediodía, tenían
a l h a j a s p o r u ñ a s . Y c u a n d o q u e r í a h a b l a r , lanzaba p e q u e ñ o s
g r i t o s d e avecilla ó p e q u e ñ a s q u e j a s d e niño.
Anatolio tenía u n a c a b e z a d e m u c h a c h u e l o en q u e la miseria, las privaciones y los e x c e s o s c o m e n z a b a n á d i b u j a r
la m á s c a r a y la calvicie de una c a b e z a de filósofo cínico.
Coriolis e r a un m o z a r r ó n muy alto y muy flaco, d e caber a p e q u e ñ a , c o y u n t u r a s n u d o s a s , m a n o s a n c h a s , un mozo
q u e t r o p e z a b a con los m a r c o s d e las p u e r t a s bajas, con los
t e c h o s d e los c u p é s , con las a r a ñ a s de los salones de P a r í s ,
un mozo e m b a r a z a d o p o r sus p i e r n a s , q u e .en n i n g u n a
localidad de o r q u e s t a podían e s t a r y q u e , en sus s i e s t a s d e
h o m b r e del Mediodía, p o n í a más a l t a s q u e su c a b e z a s o b r e
los t a b l e r o s d e las c h i m e n e a s y los r e b o r d e s d e las e s t u f a s ,
-á menos que l a s a n u d a s e , c o m o s a r m i e n t o s , una en t o r n o d e
o t r a ; entonces se veía b a j o un pantalón r e m a n g a d o un p i e cecillo d e m u j e r , ele e m p e i n e a j u s t a d o á la e s p a ñ o l a . E s t e
t a m a ñ o , e s t a d e l g a d e z flotando en r o p a s a n c h a s , d a b a n á ' s u
p e r s o n a , á su a s p e c t o , una flojedad no e x e n t a de g r a c i a , u n a
e s p e c i e de c o n t o n e o l i g e r o y f a t i g a d o , q u e s e a s e m e j a b a á
una distinción de descuido. Cabellos n e g r u z c o s , ojillos n e g r o s y b r i l l a n t e s , saltones, q u e a í u m b r a u a n á la .menor imp r e s i ó n ; nariz g r a n d e , la señal de raza de su familia y d e
su n o m b r e patronímico, Naz, «naso;» un b i g o t e d u r o l a bios llenos, a l g o salientes y r o j o s en la palidez l i g e r a m e n t e
a c e c i n a d a d e su r o s t r o , d a b a n á éste un c a l o r , u n a vivaciB'B
LOTCC-U'M'
. I *
1/
"AI.Fi-ífA) KfeYtá",
rf" 1S25 MOíiftftREy, í l ^ l c i
tlad y una energía simpáticas, una especie de tierna y varonil seducción, la dulzura amorosa que s e siente en algunos
retratos italianos del siglo x v i . A este encanto uníase en
Coriolis la c&ricia del lindo acento humedecido de su país,
que se observaba en él cuando hablaba á una mujer.
En aquel gran cuerpo veíase un fondo de temperamento
femenino, un natural, de p e r e z a . d e voluptuosidad, debido
á una vida sin trabajo y de g o c e s sensuales, una v ocación
de gustos que, si no hubiera sido contrariado por una gran
actitud pictórica, se hubiera dejado llevar á una de esas carreras de observación, de mundanidad,' de placer, á uno de
e s o s puestos de salón y de diplomacia parisiense que los
ministros sabían crear, en tiempo de Luis Felipe, para este
ó aquel seductor criollo. Aun entonces, comprometido como
estaba en la lucha de sus. ambiciones, en el trabajo de aquel
arte que llenaba su vida, sin embargo de verse sostenido
p o r la conciencia de un verdadero talento, tenía que hacer
grandes esfuerzos para querer siempre. L e faltaba c o n t i nuidad en el valor y -la labor de la producción. A cada instante sentía desfallecimientos, fatigas, desalientos. Días
había en que el hombre d é l a s colonias reaparecía en el
trabajador parisiense, días que gastaba, aturdía y perdía
haciendo humo y bebiendo docenas de tazas de café. En la
dura y larga violencia que acababa de imponer á sus g u s tos en Oriente, para sostenerse había tenido el encanto del
país, la embriagadora dicha del clima; y á la vez el « f a r niente» bienaventurado de uña contemplación más ocupada
aún en mirar visiones que en pintar cuadros. Trabajador,
su temperamento hacía de él un trabajador sin constancia'
por arranques, por ímpetus, teniendo necesidad de a c a l o rarse, de empujarse, de ligarse al trabajo por la fuerza domi nado ra de una costumbre; perdido, sin esto, cayendo,
de la obra abandonada, en desesperadas i n a c c i o n e s ' d e un
mes.
XXXIX
Coriolis había regresado del Asia Menor con un talento
cuya originalidad, entonces nueva, hacía sensación en el
pequeño numero de amigos que frecuentaban el taller de la
calle de Vaugirard.
Traía un Orient- distinto del que Decamps había
mostrado a los ojos de París, un Oriente de luz con s o m -
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b r a s b l o n d a s , todo s a l p i c a d o de c o l o r e s t i e r n o s . A l a s o b j e c i o n e s d e p r i m e r a s o r p r e s a y d e a d m i r a c i ó n , él se limitaba
á r e s p o n d e r : — S i , eso es. Y s o n r e í a con los ojos á lo q u e
su lienzo volvía á h a c e r l e v e r . N o a ñ a d í a m á s . Sin e m b a r g o ,
c u a n d o se le p i c a b a , — M i r a d — d e c í a , — e s o l o s é . . . y estoy
s e g u r o de q u e lo s é . . . ¡ Tengo u n a m e m o r i a ! . . . T a l vez n o
s e a o t r a c o s a , p e r o poseo eso de p i n t o r : la m e m o r i a . . .
P u e d o p o n e r en el lienzo el t o n o j u s t o , r i g u r o s o , q u e tiene
tal p a r e d d e tal c a s a . . . ¡Mirad! ese b l a n c o q u e veis ahí, en
ese e x t r e m o del taller, ¡bueno, voy á a d m i r a r o s ! e s p r e c i s a m e n t e el valor d e l tono d e la s o m b r a en M a g n e s i o , en el
mes de J u l i o . . . V r e s u l t a la cosa matemática, o s lo a s e g u r o . . . a b s o l u t a , como dos y d o s son c u a t r o . . . Una sola \'ez,
c i e r t o día q u e la discusión e r a animada, y e i el cual, en eí
a c a l o r o de las p a l a b r a s , el e l o g i o del talento d e D e c a m p s
h a b í a a c a b a d o p o r s e r , en boca de C h a s s a g n o l , la c o n d e n a ción del O r i e n t e d e Coriolis, é s t e , s e n t a d o á la t u r c a en el
diván, el dedo d e n t r o d e su pantufla q u e le molestaba, d e j ó
c a e r una á u n a s u s ideas a c e r c a de un rival, en la forma
que sigue:
— ¡ D e c a m p s ! . . . D e c a m p s no es un c u a l q u i e r a . . . N o
llegó nueveeito a n t e la luz o r i e n t a l . . . No a p r e n d i ó el sol
allí... N o c a y ó en O r i e n t e con su educación d e p i n t o r p o r
h a c e r , con o j o s del todo s u y o s . . . E s t a b a f o r m a d o , s a b í a . . .
V i ó c o n u n a opinión c r e a d a . S e llevó c o n s i g o r e c u e r d o s ,
c o s t u m b r e s , p r o c e d i m i e n t o s . . . H a b í a s e explicado d e m a s i a d o
cómo los a n t i g u o s p i n t o r e s hacían la luz en los c u a d r o s . . .
H a b í a v i v i d o d e m a s i a d o con los v e n e c i a n o s , la escuela ing l e s a , R e m b r a n d t . . . S i e m p r e t r a t ó d e h a c e r el efecto d e
sol del R e m b r a n d t del Salón c u a d r a d o . P a r a a c a b a r , me
p a r e c e q u e c u a n d o e s t u v o allí no se e n t r e g ó , no s e olvidó,
no s e a b a n d o n ó b a s t a n t e . . . No q u i s o v e r cómo la luz que
tenía a n t e la vista se f o r m a b a y, p a r a t e n e r su luz m á s
viva, forzó, e x a j e r ó sus s o m b r a s . . . S u s c u a d r o s vienen á
s e r p i s t o l e t a z o s . . . N i n g u n a s i n c e r i d a d ; n o ha tenido la
emoción d e la n a t u r a l e z a . . . S i e m p r e d e m a s i a d o s u y o en lo
q u e h a c í a . , . N u n c a s u p o m i r a r , c o m o R o u s s e a u , s e r un
reflector p e r m a n e c i e n d o p e r s o n a l . . . L u e g o , D e c a m p s ha
h e c h o m u y p o c a cosa en plena luz... E n sus c u a d r o s no h a y
nunca luz d i f u s a . . . N o conoce los b a ñ o s del día, los s o les q u e d e s l u m h r a n , q u e se lo comen t o d o . . . L o q u e hizo
él son calles, callejones sin salida, t r o z o s de luz en d e r r e d o r
d e s o m b r a , . . ¿Decamps? ¡Nunca una fineza de tono! ¿ G r i -
ses? . B u s c a d s u s g r i s e s ! . . . ¿Sus rojos? E s s i e m p r e el r o j o
de o b l e a . . . ¿C olorista.- No, Ho e s c o l o r i s t a . . . G r i t a d t a n t o
como q u e r á i s , ¡no, no e s colorista! ¿Se e s colorista, decid
con n e g r o y blanco? G a v a r n i es un colorista en una IitograP a r t a m o s d e a h í . . . ¿Qué es lo q u e h a c e hov que una
cosa p i n t a d a con c o l o r e s , y q u e s e a d e un colorista, p a r e z c a
d e un colorista en u n a r e p r o d u c c i ó n g r a b a d a ó litografiada?
¿Que es lo q u e h a c e eso? S ó l o una cosa, a b s o l u t a m e n t e la
m i s m a cosa q u e en lo c o n c e r n i e n t e al n e g r o y blancola c o r r e s p o n d e n c i a d e los v a l o r e s . . . P o r ejemplo, h e ahí un
1
Yelazquez...
'
Y Coriolis t o m ó un p e d a z o de c a r b ó n , con el q u e r a s&g ó
una hoja de álbum.
. . . C o m b i n a r á p r i m e r o s u s v a l o r e s de s o m b r a y luz, de
n e g r o y b l a n c o . . . L o s c o m b i n a r á en u 1a cabeza, un jubón,
u n a faja, un p a n t a l ó n , un c a b a l l o - y movía el lápiz c o n f o r me h a b l a b a — L u e g o , c u a l q u i e r a q u e sea el color con q u e
p i n t e e s t a s c o s a s , n a r a n j a , amarillo, r o s a ó ^ r i s , p o d é i s
e s t a r s e g u r o s de q u e se las c o m p o n d r á s i e m p r e p a r a c o n s e r v a r los v a l o r e s d e s o m b r a y luz, d e su n e g r o y su b l a n c o
D e c a m p s n u n c a s o s p e c h ó e s t o . . . L o q u e le salvó es q u e
casi todos sus c u a d r o s son m o n o c r o m í a s l u m i n o s a s c o n
r e a l z a m i e n t o s e s p e c i e d e lápices n e g r o s l e v a n t a d o s con toq u e s de p a s t e l . . . E s o p u e d e d a r el O r i e n t e de A f r i c a el
O r i e n t e d e E g i p t o , no lo s é , no he e s t u d i a d o tales países:
p e r o en lo q u e r e s p e c t a al Asia M e n o r . . . ¡El Asia M e n o r '
¡Si v i e r a i s lo q u e aquello es! Un país de m o n t a ñ a s y de
l l a n u r a s m u n d a d a s u n a p a r t e del a ñ o . . . E s una v a p o r i z a clon c o n t i n u a . . . ¡Mirad! una e v a p o r a c i ó n d e a g u a d e p e r as.
I o d o brilla y todo es s u a v e . . . la luz es una niebla opaUd a co a .o.?do C . 0 l 0 r e S "--
COm
°
U
"
Centdle
°
dC
—
- -
XL
Al r e g r e s a r á F r a n c i a , hacia fines d e ,85o¿ Coriolis se
h a b í a e n c o n t r a d o sin tiempo p a r a e x p o n e r en el S a l ó n , q u e
a q u e l a n o se a b r í a el 30 de d i c i e m b r e . Anatolio h a b í a t r a S L 1 ° V a ° K í d e c i d i r l e á e n v i a r al Palacio Nacional v a " o s d e s u s bellos bocetos. Coriolis sentía q u e á su e d a d
ex
r i l o m"
P u e , f ° n u n c a > necesitaba empezar haciendo
r u i d o . N o q u e n a llegar a n t e el p ú b l i c o sino con t r o z o s
9
hechos, portadores <Ie todo su esfuerzo, del remate del
tiempo.
Como en 1851 no había exposición, pudo t r a b a j a r e n
tres cuadros. L o s sobeteó, los acarició, los retocó, v o l viéndoles para dejarles dormir, para volver á ellos con ojos
más fríos y exentos de la embriaguez del tono fresco, p o niendo en todos los rincones esa conciencia del artista que
quiere satisfacerse á sí mismo.
El primero de estos tres cuadros, pintados con arreglo
á sus recuerdos y croquis, era el campamento de bohemios
cuyo esbozo descriptivo enviara á Anatoiio. Una luz s e m e jante á la horda que alumbraba, errante y loca, rayos p e r didos, el desparr.imamiento del sol por los bosques, c r u z a mientos de arroyo, oropeles de hechicera y de hada, una
mezcla le gallinero, d • dormitorio y de fragua, cunas m u l ticolores, como pequeños lechos de Arlequín pendientes d e
los árboles, un rebaño de niños, de ancianas, de muchachas,
el campamento de miseria y de aventura, bajo su cúpula de
hojas, con su estrépito y su hormiguero, revivía en la pintura clara, cristalizada, chispeante, de Coriolis, llena de
revueltas de pincel, de acentuaciones que, en las masas,
realzaban un detalle, daban espíritu á una figura, á una silueta.
S u segundo lienzo ostentaba una vista de Adramiti. Con
un toque f i e s c o y ligero, con tonos de flores, la paleta de
un verdadero ramillete, Coriolis había lleVado al cuadro el
risueño deslumbramiento de aquel trozo de cielo todo azul,
de aquellas estrambóticas casas blancas, de aquellas verdes
galerías, de aquellas ropas brillantes, de aquellas lagunas
en que parece acuciarse un firmamento ahogado. Había allí
una radiación de un extremo á otro, sin sombra, sin negro,
una decoración de calor, de sol, de vapor, el Oriente fino,
tierno, brillante, mojado de polvo de agua de piedras p r e ciosas, el Oriente del Asia Menor, como le había visto y
c o m o le amaba Coriolis.
El tercero de sus cuadros representaba una caravana en
e l camino de T r o y a . Era la hora temblorosa y dulce en que
va á salir el sol; los primeros fulgores, blancos y s o n r o s a dos, desparramando la mañana en el cielo, parecían soltar
los mudables colores tiernos del nácar s o b r e el amanecer
hacia el cual, estirado el cuello, los camellos respiraban.
La víspera de su envío, Coriolis (lió esa última pincelada que los pintores dan á sus cuadros en su marco del
Salón.
XLI
tí J f 1 J U r a d ? , dr- l a , E x P ° S Í c t ó n funcionaba hacía algún
tiempo, cuando Coriolis se sintió inquieto, lleno de i m p a ciencia por saber su suerte. La ausencia de toda c a ü S de
rechazo, las promesas de recepción hechas á sus c u a d r o !
por los que les vieran, no le tranquilizaban. Anatoiio h a b í
vagamente o,do decir en una cervecería que su a ni?o e s t ^
ba rehusado, al menos en uno de sus cuadros. L a ca ,eza d e
C o n o is se puso a trabajar con los datos estos. S e i S a n siedad por salir de aquella incertidumbre que le mardrfzaba
la imaginación y los nervios. Anatoiio ¿ a c o n s e j a "era á
yer a su antiguo camarada Garnotelle, á quien no había
a S S ^ r ^
^ R°ma'
* ^
tornado un
a t.sta hecho y derecho y «atesta lo de relaciones.» Coriolis
se deci lio a ir a ver á Garnotelle.
Llegó á lai ciudad Frochot, á ese lindo f a l a n s t - ¿ o de
pintura establecido en las alturas del arrabal de San orie
alegre villa de artistas ricos, del arte feliz, «leí é x k o c u v a
pequeña acera pendiente apenas es hollada' más que por
condecorados. Hacia la mitad de la calle üamó á
una puerta enrejada, guarnecida de hiedra. Un cr ado d e
feSr
SU
,U
Í° -
-
S l e r de
En las paredes destacaban cuadros dorados trrabado«
de Marco Antonio, dibujos á la mina de p l o m e / g r i s c o n V i
nombre de Ingres en su parte baja. L o s muebles e s ¿ b a n
cubiertos de un reps gris que armonizaba s u a í e y d i S e i
mente con la pintura de la pared del taller, ¿ o s v S o s de"
farmacia italiana, con asas de serpientes enroscada
,
sobre un gran mueble con cristales de vitrina q u e dejaban
ver la colección, encuadernada en volúmenes c o T c a S dorado, de los estudios y los croquis de Garnotelle
Ln un rincón un «ficus» mostraba sus gran les hoias
barnizadas; en el de enfrente, un b a n a n e r o í a H a l e una
t o P ' S , d C f f " , h u e V e r a d e Cobre> Íl"uo
un piano a b i e r to. I odo estaba limpio, arreglado, hasta las plantas „are
cían cepilladas. Nada servía fuera de su sitio, ni un esbozo"
mi
C PÍa
.rS°'rm y
°
' n ¡ u n P i n c < : 1 - Era el gabinete d¿
i" t
a r t , elegante frio, s e n o , amablemente clásico v a r t í s t í c a !
mente burgués de un premio de Roma, que s e consagra e t
g
CS
p e e talmente á los retratos de damas de mundo
"
E n medio del taller, en lo más claro de és'te, sobre un
caballete de caoba con cuello de cisne, reposaba un retrato
enteramente acabado y barnizado. Delante de este retrato
había una alfombra, y ante la alfombra tres sillones, fatigados de un paso de personas, formaban un hemiciclo. E s tos sillones, la alfombra, el caballete, ponían allí un aire d e
exhibición religiosa y como un pequeño extremo de capilla.
Coriolis reconoció el retrato; era el de la mujer de un rico
banquero, un retrato que los periódicos habían anunciado
como debiendo figurar en el Salón.
Garnotelle, con blusa de terciopelo negro, entró en el
taller.
—¡Cómo! ¿tú aquí?—dijo, dejando ver el malestar d e
equilibrio del hombre que encuentra á un amigo olvidado.
— ¿ S a b e s que has estado mucho tiempo por allá? ¡Qué plac e r ! . . . ¡Ah! m'ras mi e x p o s i c i ó n . . .
—¿Cómo tu exposición?
— ¡ A h ! e s verdad... ¡Vienes de tan lejos! T i e n e s la inocencia de estas c o s a s . . . Pues bien, he escrito á la Dirección
que necesitaba un plazo ¡¡ara acabar... y he ahí... Y o n o
envío como los o t r o s . . . y hago aquí, como ves, mi pequeña
exposición particular... El cuadro no pasa así con la g e n e ralidad de los mártires... E s uno distinguido por la a d m i nistración .. lo cual sienta muy bien... L e enviaré el último
día, y, ya lo verás, no estará mal c o l o c a d o . . . ¡Ah! pero ¿y
tú? ¿No se me ha dicho que tenías algo?
— S í , tres cuadros de allá; y precisamente por e s o . . .
N o sé si s e me han rehusado... Y quisiera saber á qué atenerme...
— ¡ O h ! muy bien... L a cosa e s facilísima,.. T e lo diré
esta noche... ¿Dónde vives?
—Calle de Vaugirard, 23.
—¿Y cómo e s que \ i v e s allí? E s o está lejos de todo. Por
poco que frecuente uno el mundo, el hecho de atravesar los
puentes... ¿Y qué tal te parece mi retrato?
— M u y bien... muy bien... El collar de perlas... ¡Oh!
¡es sorprendente!—dijo Coriolis sin entusiasmo.
— E s un retrato serio, sin pretensiones... Si hubiera
querido... no ha mucho... La Tanucci me hizo llamar...
Eran las dos, las tres... en fin, una hora honesta para p r e sentarse en casa de una mujer que no lo e s . . . S e e n c o n t r a ba en la cama... Una alcoba de raso, fuego y oro, deslumbrante... S e entretenía haciendo rodar en un gran cofrecito
L u i s X I I I , ya sabes que e s eso, con cobre en los ángulos,
alhajas, diamantes, o r o . . . Estaba incorporada, medio fuera
del lecho, desnudos los hombros, con soberbios cabellos y
una camisa... ya me entiendes, ¡con una de esas camisas
q u e ellas usan! Me pidió su retrato como una gata... Fui
heroico, rehusé... Mira,' querido, en el fondo, e s o s retratos,
cuando s e vive de la alta sociedad, cuando se conoce á m u j e r e s de bien, son siempre un mal n e g o c i o . . . Eso echa la
desconsideración s o b r e un talento... se ha de dejar por
fuerza para o t r o s . . . ¿Me has dicho que vives...?
—-'alie de Vaugirard, 23.
— M i r a , te escribiré, para más seguridad... porque ¡teng o tantas cosas que hacer!... Y luego, quiero ir á v e r t e . . .
Me enseñarás todo lo que has traído... T e n g o verdadera
curiosidad... ¿Quieres que vayamos juntos hasta los bulevares? Estoy invitado á com r...
Llamó á su criado, púsose la levita, y cuando estuvieron
Juera,
—¿Por qué—dijo á Coriolis—no habitas en este barrio?
—¿Por qué?—respondió el o t r o . — M i r a . . . — Y mostró
una ventana enverjada.—;Ves esas bujías rosadas de ese
tocador, bujías color carne que hacen pensar en la pierna
de una bailarina con media de seda? Ves aquella criada que
va por la acera paseando aquel perrillo de la Habana? La
criada tiene blanco y el perrillo tiene rojo... ¿Sientes el
o l o r de polvo d e arroz que baja las escaleras y sale por la
puerta como si fuese el aliento de la casa?..! Pues bien,
querido, he ahí lo que me hace huir... Me da miedo e s o
Aquí flota demasiado p'acer para mí... La mujer está en el
a i r e . . . ¡sólo e s o se respira! Me conozco, necesito mi calle
d e Vaugirard, mi barrio, un barrio de estudiantes que se
asemeja al hotel Cicerón de La rabia. . Aquí volvería á ser
el criollo... y quiero hacer a l g o . . .
— ¡ A h ! pues para mí no hay más que Roma, ¡mi bella
Roma! C uando con la escuela í jamos á comprar, me a c u e r <1 > de las «Quattro Fontane,» de las naranjas y de las piñas
q u e nos llevábamos para irlas á comer á las termas de C a racalla...
Y diciendo esto Garnotelle se despidió de Coriolis con
un apretón de manos, á la puerta del café Inglés.
Al (lía siguiente por la mañana, Coriolis recibió una
tarjeta de Garnotelle en la que decía, escrito con lápiz:
« R e c i b i d o s los tres.»
XLII
¡Qué gran día e s el día de la apertura de un Salón!
T r e s mil pintores, escultores, g r a b a d o r e s y arquitectos
le han esperado sin dormir, en la ansiedad de s a b e r d o n d e
s e han colocado sus obras y la impaciencia de escuchar lo
que e s e público de primera representación va á decir. M e dallas, condecoraciones, éxitos, e n c a r g o s , compras del gobierno, gloria sonora de folletón, su porvenir, todo está
allí, detrás de aquellas puertas aúh cerradas de la E x p o s i ción. Y apenas abiertas las puertas, todos precipítanse por
ellas.
E s una muchedumbre, una mescolanza. S o n artistas en
cuadrilla, en familia, en tribu; artistas premiados dando el
b r a z o á e s p o s a s con cabellos atados en forma de castaña,
artistas con queridas de mitones negros; cabelludos r e z a g a d o s , discípulos de Natura cubierta la cabeza con un fieltro puntiagudo; luego hombres de mundo d e s e o s o s de « e s tar al tanto»; mujeres de la alta sociedad rozándose con
amistades artísticas y que e n su vida desflorada tienen a l g o
del pastel y la acuarela; burgueses que van á verse en sus
retratos y á recoger lo que los transeúntes sueltan á p r o pósito de su rostro; viejos s e ñ o r e s que miran las d e s n u d e ces con g e m e l o s de teatro de marfil; viejas pintoras de c o pias, de vestido trágico, y que s e creería cortado en la'trastienda de la señorita Duchesnois, deteniéndose, con los lentes en la nariz, para pasar rev ista á los torsos de h o m b r e s ,
que critican con palabras de anatomía. Gente de todas c l a ses: madres de artistas, enternecidas ante el cuadro filial
con lacrimosidades de portera; actrices vivarachas, curiosas
d e ver marquesas en pintura; rechazados erizados, e n cendidos, rasgando cuanto ven con verbosidad b r e v e y
juicios feroces; hermanos de la Doctrina Cristiana admirando los paisajes de un mozo á quien enseñaran á leer; y
aquí y allá, en medio de todos, cortando la ola, el andar
iamiliar y con el aire de estar en su casa, modelos y e n d o á
los cuadros, á las estatuas en que encuentran sus cuerpos,
y diciendo en voz alta: «—¡Pardiéz, heme ahí!» al oído d e
una amiga y para que todo el mundo lo o i g a . . . S ó l o se ven
narices en el aire, g e n t e s que miran con todos los modos
ordinarios y extraordinarios de mirar el arte. H a y a d m i r a c i o n e s estupefactas, religiosas, y que parecen prontas á
señalarse. H a y ojeadas de placer que dirije un concurrente
al cuadro fracasado de un compañero. Hay actitudes
que tienen la mano sobre el vientre, otras que quedan p a radas, cruzados los brazos y con el libro debajo del s o b a co. H a y bocas abiertas de par en par, abiertas en forma
da «O» ante el dorado de los marcos; hay en algunos r o s tros el embrutecimiento desolado y la fatigada aflicción que
acude á los semblantes de los infelices obligados por las
conveniencias sociales á haber visto todos los colores. H a y
los silenciosos que se pasean á lo Napoleón con las manos
á la espalda; hay los profesos q u e peroran, los anotadores
que escriben con lápiz en las márgenes del librito, los tocadores que explican un cuadro pasando su guante sucio por
el barniz apenas seco, los agitados que dibujan en el vacío
todas las líneas de un paisaje y empujan con el dedo un
horizonte. H a y aficionados que hablan solos y se m u r m u ran á sí mismos palabras como «smorfia». Hay hombres
que arrastran rebaños de mujeres ante los asuntos históricos. Hay grandes diablos con corbatas flotantes, los l a r g o s
cabellos tirados tras de las orejas, q u e serpean á través de
la multitud y escupen, corriendo, á cada lienzo, una bufonada que los bautiza. H a y talleres en pelotón, compactos y
pareciendo sostenerse por el faldón de sus doctrinas. Mayante horribles cuadros calificados al punto de feos y g r a n des cosas insolentemente mal pintadas, como pequeñas
iglesias de penetrados, g r u p o s de catecúmenos con levita,
cada cual con el brazo en el hombro del compañero, i n m ó viles; se limitan á cambiar de pie cada cinco minutos, el
g e s t o devoto, la voz baja, y perdidos en el éxtasis de una
visión de apóstoles idiotas...
¡Espectáculo variado sobre el cual s e ciernen las pasiones, las emociones, las esperanzas volantes, turbulentas, á
lo largo de aquellas paredes que.ostentan el trabajo, el e s fuerzo y la fortuna de un año!
Coriolis quiso hacerse aquel día el «hombre fuerte». Y no
adelantó la hora del desayuno, por una especie de d e f e r e n cia á la cuchufleta de Anatalio. Pero acabada la comida
empezó á ser presa de la impaciencia. Juzgaba que A n a t a lio tardaba eternidades en tomar el café. Y viéndole sorber
su copita diciendo tranquilamente,—¡Tiempo tenemos!—
arrancóle bruscamente de la mesa, lo llevó á un cupé y le
arrojó y se arrojó en el asiento. Anatolio quería detenerse
ante los cuadros, le llamaba, le retenía: Coriolis se escapaba, avanzaba siempre: quería verse.
L l e g ó á sus cuadros. S u primer lienzo dióle en el p e cho ese puñetazo que le envía á uno su obra expuesta, c o l gada, pública. T o d o desapareció; tuvo aquel primer gran
deslumbramiento de la cosa en que cadacual lee en -rruesas
letras: ¡YO!
L u e g o miró: estaba bien colocado. Sin e m b a r g o al
cabo de un instante, juzgó que aquel sitio, por muy bueno
que fuera, tenía inconvenientes, vecindades que le perjudicaban. L a luz no daba bien s o b r e el Campamento de b o h e mios; le alumbraba con alguna falsedad. Su Vista de Adramiti había sid > honrada con el Salón principal: pero el r e trato g r i s y terriblemente sobrio de Garnotelle, colocado
junto a ella, hacíala parecer algo chillona. Por otra parte
sus tres cuadros estaban s o b r e el cimacio. Sin duda que n o
era aquello lo que él hubiera querido: Coriolis era pintor
y , como todo pintor, no se hubiese creído bien colocado sí
no estando absolutamente solo en el Salón de honor. Pero
en fin, tenía motivos para estar satisfecho, no podía q u e jarse; y feliz viéndose libre de Anatolio, (pie le fuera a r r e batado por varios compañeros de taller, púsose á pasear
frente a sus cuadros aparentando mirar los que estaban
cerca de ellos, alerta el oído, tratando de c o g e r palabras
de lo que decían de él, y dejando caer miradas d e afecto
s o b r e las g e n t e s que se paraban ante su firma.
Pronto se apoderó de él una alegría que da el éxito d i recto, vivo y presente, la alegría calurosa del hombre que
se ve y se siente aplaudido por un público que toca con los
ojos y con el codo. Pasóle un cosquilleo de orgullo al oir
caminar su nombre á través de la muchedumbre. Estaba
conmovido por trozos de frases, exclamaciones, muestras
(le simpatía, nadas, g e s t o s , aprobaciones de cabeza que f e licitaban y saludaban sus lienzos, Al pasar, una banda de
pintorzuelos estalló en bravos. Un crítico se detuvo p e r maneciendo delante de uno de sus cuadros el tiempo p r e c i so para pensar un folletón sin ¡deas. Poco á poco, á m e d i da que la hora avanzaba, los concurrentes se iban a m o n t o nando; a los mirones aislados, á los pequeños g r u p o s
sucedió una reunión creciente siempre; tres hileras de e s pectadores apretados, empotrados, embutidos unos en
"tros mostrando tres líneas de esp tldas, arrugando entre
sus hombros dos ó tres vestidos de mujeres, v d e r r i bando algunas veintenas de forros de sombreros n e g r o s ,
cuya se la lustraba la luz que descendía de lo alto.
Coriolis no se habría marchado de allí si Anatalio no
hubiese ido á cogerie-del brazo diciéndole:
— ¿ E s que no tomarías algo?
Y se le llevó á un café de los bulevares en donde Coriolis, fumando su cigarro y mirando de frente, volvía á ver
todas aquellas espaldas "ante sus cuadros.
XLIII
A este triunfo del primer día no tardó en suceder una
reacción.
N o se turban impunemente las costumbres del público,
sus ideas, los prejuicios con que juzga las cosas de arte.
N o se contraría sin herirle el sueño que sus ojos se crearan
d e una forma, de un color, de un país. El público había
aceptado y adoptado el Oriente brutal, fiero y reconocido
d e Decamps. El Oriente fino, matizado, vaporoso, volatilizado, sutil, de Coriolis le desorientaba, le desconcertaba.
Aquella interpretación imprevista contrariaba el modo de
ver de todo el mundo, embargaba á la crítica, destruía sus
párrafos ya hechos de color oriental.
L u e g o , aquella pintura tenía en su contra el nombre
del autor, lo que un nombre de apariencia nobiliaria i n s pira contra una obra de prevenciones demasiado justificadas. La firma « N a z de Coriolis,» puesta al pie de sus cuadros, hacía pensar en un hidalgo, en un hombre de mundo
y de salón, ocupando sus ocios y sus descansos de baile con
el pasatiempo de un arte. A muchos jueces de g u s t o poco
fijado, yendo seguramente en busca del talento allí donde
creían encontrar el trabajo, la aplicación, la pena de todo
u n hombre y la ambición de toda una carrera de artista,
aquel nombre daba toda clase de ideas de desconfianza,
una predisposición instintiva á no ver allí más que la obra
de aficionado, de hombre rico que hacía aquello por d i s tracción.
I odas estas malas disposiciones fueron recogidas y envenenadas por la prensa de menor cuantía, que tiene sus
amistades en las cervecerías de la pintura. F u é despiadada,
feroz, para Coriolis, para aquel rentista á quien no se veía
tomar copas y que, ayer desconocido, acaparaba, á la p r i mera tentativa, el interés de una exposición. La pequeña
población de la clase baja de las artes no podía ser indul-
g e n t e con suerte tal. Así es, que,"durante dos meses, Coriotuvo
ataques de todos aquellos rincones de café en
que se bautizan las glorias embrionarias y los g r a n d e s hombres sin nombre, en que se forman e s o s éxitos de la bohemia,
a los cuales cada uno lleva la abnegación de su fidelidad!
como si él mismo fuera coronado al coronarse á uno de la
banda. S e le desgarró especialmente en el café del « C a r •denillo,» el lugar donde se reunían los «amargos». L o s
«amargos,» los amargos especiales que hace la pintura,
aquellos á quienes pone rabiosos y e x a s p e r a esa carrera
que sólo tiene dos extremos: la miseria anónima, la nada
del que no llega, ó una fortuna súbita, enorme, todas las
dichas de gloria del que llega; los amargas, todo e s e mundo
de porvenires agriados, de jóvenes talentos embriagados .le
felicitaciones de amigos y que 110 ganaban un sueldo, f u riosos contra el mundo, encolerizados contra las relaciones
la suerte y el triunfo de los otros,, llenos de odio, ulcerados,
misántropos que s e humanizarán al primer par de g u a n t e s
gris perla. L o s amargos «ejecutaron» todas las noches la
persona y el talento de Coriolis hasta la completa extinción
del g a s , apuntando la técnica del apasionamiento á dos ó
tres críticos que iban á tornar allí el mal aire del arte.
Coriolis encontraba, en fin, una última oposición en la
reacción que empezaba á hacerse contra el Oriente, en la
vuelta de los aficionados severos, reposados, al estilo del
gran paisaje, encanallado á sus ojos por un demasiado lar - o
carnaval d e turquería.
Frente á esta hostilidad casi universal, Coriolis estaba
poco menos que desarmado. Le faltaban las amistades, los
compañerismos, lo que una cadena de relaciones organiza
para la defensa de un talento discutido. L o s ocho años p a sados por él en Oriente, el perezoso salvajismo que de allí
trajera, su constancia en el trabajo, habían creado el a i s l a miento en torno de él. Sin embargo, como ocurre casi
siempre, de los odios salieron simpatías. L o que surje bajo
el choque de la injusticia y la unanimidad de las hostilidades, el sentido de combatividad y de generosidad que s e
revela en un público, introducían la disputa y la violencia
de una batalla en la discusión del nuevo Oriente de C o r i o lis. Ante la parcialidad de la negación, los elogios subían
hasta la hipérbole; y Coriolis salía de las envidias, de las
pasiones y de la crítica maltratado y conocido, con un nombre lapidado y una notoriedad arrancada á una especie d e
escándalo.
En medio de todas estas severidades, de los ataques délos periódicos, de la dureza de los folletones, Coriolis t r o pezaba casi diariamente con el elogio de Garnotelle. H a bía para su cantarada un concierto de alabanzas, un esfuerzo de admiración, una conspiración de benevolencia, de
amenidades, de frases agradables, de dulces epítetos,
de respetuosas restricciones, de observaciones encubiertas.
Casi toda la crítica, con un acuerdo que admiraba á C o r i o lis, celebraba el honrado talento de Garnotelle. S e le a l a baba con palabras que hacen justicia á un carácter. Parecía
quererse reconocer en su manera de pintar la belleza de su
alma. El blanco de plata y el negro de que hacía uso eran
el blanco de plata y el negro de un noble corazón. S e inventaba el halago de los epítetos morales para su pintura:
se decía que era «leal y verídico», que tenía la serenidad
«le las intenciones y del modo de hacer». S u gris se c o n vertía en la sobriedad. La miseria de colorido del pintor
forzado, del pobre premio de Roma, hacía imprimir que
tenía «colores gravemente castos». S e recordaba, á propósito de esta bella sabiduría, la austeridad del pincel bolo—
nés; hasta hubo un crítico que, arrastrado por el entusiasmo, llegó, por él, á tratar el color de baja, material v
viciosa satisfacción de la mirada; y aludiendo á los lienzos
«le Coriolis, que designaba como atrayendo á la muchedumbre por el sensualismo, declaraba no ver la salvación del
Arte contemporáneo más que en el dibujo de Garnotelle,
el único artista de la Exposición digno de dirigirse, capaz
de hablar «á los espíritus y á las inteligencias d e nota».
XLIV
La sorpresa de Coriolis era sencilla. Aquella viva \
casi unánime simpatía de la crítica por Garnotelle se e x p l i caban naturalmente.
Garnotelle era el hombre tras de cuyo talento la crítica
d e e s o s críticos, que 110 son otra cosa que literatos, podía
satisfacer su odio instintivo contra el «trozo pintado,» contra el extremo de lienzo ó la tabla de color brillante, contra
la página de sol y de vida que recordaban á algún gran
colorista antiguo, sin tener la excusa de la firma de su
g r a n nombre. Era sostenido, impulsado, aclamado por todo
lo que hay de impercepción y de hostilidad inconfesada, e n
g e n t e con suerte tal. Así es, que,"durante dos meses, Coriotuvo
ataques de todos aquellos rincones de café en
que se bautizan las glorias embrionarias y los g r a n d e s hombres sin nombre, en que se forman e s o s éxitos de la bohemia,
a los cuales cada uno lleva la abnegación de su fidelidad!
como si él mismo fuera coronado al coronarse á uno de la
banda. S e le desgarró especialmente en el café del « C a r •denillo,» el lugar donde se reunían los «amargos». L o s
«amargos,» los amargos especiales que hace la pintura,
aquellos á quienes pone rabiosos y e x a s p e r a esa carrera
que sólo tiene dos extremos: la miseria anónima, la nada
del que no llega, ó una fortuna súbita, enorme, todas las
dichas de gloria del que llega; los amargas, todo e s e mundo
de porvenires agriados, de jóvenes talentos embriagados .le
felicitaciones de amigos y que no ganaban un sueldo, f u riosos contra el mundo, encolerizados contra las relaciones
la suerte y el triunfo de los otros,, llenos de odio, ulcerados,
misántropos que s e humanizarán al primer par de g u a n t e s
gris perla. L o s amargos «ejecutaron» todas las noches la
persona y el talento de Coriolis hasta la completa extinción
del g a s , apuntando la técnica del apasionamiento á dos ó
tres críticos que iban á tornar allí el mal aire del arte.
Coriolis encontraba, en fin, una última oposición en la
reacción que empezaba á hacerse contra el Oriente, en la
vuelta de los aficionados severos, reposados, al estilo del
gran paisaje, encanallado á sus ojos por un demasiado lar - o
carnaval d e turquería.
Frente á esta hostilidad casi universal, Coriolis estaba
poco menos que desarmado. Le faltaban las amistades, los
compañerismos, lo que una cadena de relaciones organiza
para la defensa de un talento discutido. L o s ocho años p a sados por él en Oriente, el perezoso salvajismo que de allí
trajera, su constancia en el trabajo, habían creado el a i s l a miento en torno de él. Sin embargo, como ocurre casi
siempre, de los o d i o s salieron simpatías. L o que surje bajo
el choque de la injusticia y la unanimidad de las hostilidades, el sentido de combatividad y de generosidad que s e
revela en un público, introducían la disputa y la violencia
de una batalla en la discusión del nuevo Oriente de C o r i o lis. Ante la parcialidad de la negación, los elogios subían
hasta la hipérbole; y Coriolis salía de las envidias, de las
pasiones y de la crítica maltratado y conocido, con un nombre lapidado y una notoriedad arrancada á una especie d e
escándalo.
En medio de todas estas severidades, de los ataques délos periódicos, de la dureza de los folletones, Coriolis t r o pezaba casi diariamente con el elogio de Garnotelle. H a bía para su cantarada un concierto de alabanzas, un esfuerzo de admiración, una conspiración de benevolencia, de
amenidades, de frases agradables, de dulces epítetos,
de respetuosas restricciones, de observaciones encubiertas.
Casi toda la crítica, con un acuerdo que admiraba á C o r i o lis, celebraba el honrado talento de Garnotelle. S e le a l a baba con palabras que hacen justicia á un carácter. Parecía
quererse reconocer en su manera de pintar la belleza de su
alma. El blanco de plata y el negro de que hacía uso eran
el blanco de plata y el negro de un noble corazón. S e inventaba el halago de los epítetos morales para su pintura:
se decía que era «leal y verídico», que tenía la serenidad
«le las intenciones y del motlo de hacer». S u gris se c o n vertía en la sobriedad. La miseria de colorido del pintor
forzado, del pobre premio de Roma, hacía imprimir que
tenía «colores gravemente castos». S e recordaba, á prop<>sito de esta bella sabiduría, la austeridad del pincel bolo—
nés; hasta hubo un crítico que, arrastrado por el entusiasmo, llegó, por él, á tratar el col«>r de baja, material v
viciosa satisfacción de la mirada; y aludiendo á los lienzos
«le Coriolis, que designaba como atrayendo á la muchedumbre por el sensualismo, declaraba no ver la salvación del
Arte contemporáneo más que en el dibujo de Garnotelle,
el único artista de la Exposición digno de dirigirse, capaz
de hablar «á los espíritus y á las inteligencias d e nota».
XLIV
La sorpresa de Coriolis era sencilla. Aquella viva \
casi unánime simpatía de la crítica por Garnotelle se e x p l i caban naturalmente.
Garnotelle era el hombre tras de cuyo talento la crítica
d e e s o s críticos, que no son otra cosa que literatos, podía
satisfacer su odio instintivo contra el «trozo pintado,» contra el extremo de lienzo ó la tabla de color brillante, contra
la página de sol y de vida que recordaban á algún gran
colorista antiguo, sin tener la excusa de la firma de su
g r a n nombre. Era sostenido, impulsado, aclamado por todo
lo que hay de impercepción y de hostilidad inconfesada, e n
e e S etlCap
T -iín í l
" r ' a armonía de púrpura del
I. c a n o la fluencia de pasta de un Rui,ens, el amasijo de
un Rembrandt el toque acabado de un Velázquez el
baturrillo genial del color, el trabajo manual de l l obras
Z a d a T V V r T ' r S a t Í S l ' U - d a d > r U S C ° <lG S U S l e t r i n a s ,
U m Íh i
, l r a n r a - «'"Páticas a su temperamento, que
'a admiración y la estimación pública y la de las
^
distinguidas á cierto modo d £ pintar'terso, p r u d e n t e , liso defamado, sin pasta, sin toque, á una pintura
impersonal e inanimada apagada y pu'lida, r e f l e j a d o
vida en un espejo de alinde enfermo, fijando v sacando
el trazo que juega y s e templa en la luz d e la naturaleza
estampando e rostro humano con líneas gráficas
S
como el trazado de una diagrama, reduciendo el co or do
d e la carne a los t.ntes muertos de un viejo d a g u e r r o t i p o
P
coloreado, antiguamente, por diez francos.
Garnotelie servía de bandera y de base á la crítica
tecWas^irfp r
* "V
público que juzga á un pintor con
teorías, ideas sistemas, cierto ideal hecho de lecturas y- de
malos recuerdos de algunas líneas antiguas, la estimación
d e cierta propiedad delicada, una competencia limi aSa
e S X f f e 1 0 l*ÍT
T } C O n V e n ' d ° P a r a '<» t 0 n 0 s
rosadm
l.Hoí
i'
escuela s e n a poderosa y considerada, f o r mada por los profesores y los hombres de Pistado críticos
<lc arte, la escuela doctrinaria y filosófica de lo Bello e l
ejercito de escritores pensadores que nunca han v L o'un
t n ^ í l V 3 U n m , r á n d o l K < V « »unca saborearon ante una
sensac
C h e t t u í d S í T ?U"Zame' ^
' ó n absoluta q u e
i-hcvreul dice e s tan fuerte para el ojo como las s e n s a c i o nes de los sabores agradables para ¿1 paladar; e s o s j u e c e s
d e arte que no aprecian nunca el arte por esa impresión
espontanea que s e llama sensación, sino por ía re exión
por una operación del cerebro, por una Iplicación
H ñ
j u i c o de ideas; todos e s o s teóricos e n e m i g o s d S colorido
S S 1 L q U e
)" <lespreci° P O r
9 « e repiten que
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^
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. e l color, puede í p r e n d e r dílm
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í ' a S ; q U e - l a p m t u r a d e b e s e r sencillamente un
la Idea deben h J f T
* penSamiento'
elevación de
idea deben hacer y realizar esa cosa plástica y- de una
t
r i a l llamada
Pintura
S ^ t S í ™ f ?
5 tales eran l a s g e n t. s las teorías, las simpatías, las corrientes de opinión que
vida sü'dec
f - a n P a P f ° < i e G a r n " t e l 1 " - Su a L n 3
*ida, su decoración, pasaban por estilo; su insipidez era sa-
ludada como una idealización. S e quería encontrar en su
aire de papel pintado no sé qué de humilde, de modesto, de
religioso, el arrodillamiento de una pintura, pálida de emoción, á los pies de Rafael. Había allí un acuerdo para no
ver toda la miseria de aquel dibujo mezquino, estirado e n tre la naturaleza y el ejemplo, tímido y aplicado, q u e \ > u s caba en los personajes bajos ornamentos necios; porque
Garnotelie no sabía ni aun tomar de sus modelos la fuerte
materialidad rechoncha, la espesa magnitud de la B u r g u e sía: daba á los burgueses que pintaba el aspecto de porteros
soñadores, tratando de poetizarles, intentando poner un
fulgor de ensueño en un antiguo diputado del justo medio y
languidecer á un ventrudo con elegancia. Manejaba la v u l garidad y de este modo echaba, sobre la g r u e s a raza positiva de que era el pintor casi místico, el más divertido de
los ridículos.
Pero los retratos más aplaudidos de Garnotelie eran sus
retratos de mujer: minuciosas y laboriosas copias de rasgos
y pliegues de vestidos, imágenes pacientes de damas serias
y rígidas en flacos interiores. Reunidos, habrían hecho
dudar de la gracia, de la animación, del espíritu que tiene
toda la persona d e la parisiense del s i g l o x i x . Eran a q u e llas manos torpemente expuestas sobre las rodillas con los
dedos estirados como pinzas, fisonomías con aire de calma
durmiente y de placidez coagulada, á la cual se unía una
e s p e c i e de lúgubre mortificación, procedente de las largas
y numerosas sesiones exigidas por el concienzudo retratista. Parecía haber un trabajo penoso, muy mal alumbrado, un trabajo de prisión, en aquel doloroso dibujo, en
aquellas osteologías surgiendo de fondos aceituna, en aquellas mujeres escotadas que hubiérase dicho pasaron para el
pintor en un día de sufrimiento. Ante aquellos retratos,
nacía vagamente la ¡dea de burgueses en penitencia, en
mitad de Limbos. L o qué Garnotelie les ponía por p e n s a miento y por sombra en la frente parecía una preocupación
de familia, un cuidado adicional, ó mejor dicho aquellas reflexiones de mujer que regatea una cosa demasiado cara. A
pesar de todo, aquellos eran los retratos á la moda. L a s
mujeres, á d e s p e c h o de toda la coquetería que tienen de sí
mismas y de aquella inmortalidad de su belleza, habíanse
dejado persuadir de que aquel modo riguroso de pintarlas
tenía severidad y nobleza. L o que perdían con Garnotelie
de juventud y de picardía, pensaban recuperarlo en autori-
d a d de gracia y en seria transfiguración. Y entre las más
e l e g a n t e s , las más ricas y más lindas, los retratos de aquel
pintor, á propósito del cual tantas veces habían oído el
nombre de Rafael, se hacía un objeto de celos, de envidia,
una e x i g e n c i a impuesta á la bolsa del marido.
XLV
A ú n había otras razones para el éxito de Garnotelle.
E s t e no era la especie de salvaje tímido" que caminaba
s o b r e las huellas de Anatolio, agarrado y pegado á él, que
vivía en su compañía y á su sombra. N o era a ¡uel p o b r e
muchacho, aquel patán violento, mal educado, avergonzado
d e sí mismo, que solicitado, por casualidad, para 'decorar
un castillo, babi.i pasado en él quince días sin deja se arrancar una palabra, casi siempre con lágrimas hijas del embarazo en que se veía en los ojos, cuantío la atención de las
mujeres ocupábase de él, y tenía miedo como un aldeano
M ue quiere abrazar á una bella dama. La E scuelá de
Roma tiene un mérito que se ha de reconocer: si no hace
nada por el talento de las g e n t e s , hace mucho por su e d u cación; si no inspira la pintura, forma y pule al hombre.
Por la vida en común, la especie de roce de un club a c a démico, el perfeccionamiento de las naturalezas a b r u p tas al contacto de las naturalezas delicadas, lo que las
g e n t e s bien nacidas enseñan y hacen ganar á las o t r a . \
lo que los letrados dan y comunican de instrucción á
los ignorantes, por su salón, sus recepciones, las villa M é dicis, fabrica, en temperamentos de pueblo, una e s p e c i e de
g e n t e s de mundo que cinco años elevan, en apariencia de modales, en superficie de saber, en cortesía, al nivel de la g e neralidad de los mártires y de las exigencias de la sociedad
actual. Allí había comenzado la metamorfosis de G a r n o t e lle, animado por la benevolencia de dos ó tres salones franc e s e s y extranjeros, en los que las mimosidades de las mur
j e r e s le hacían atreverse á tomar poco á poco el aplomo
del gran mundo. S u cabeza le ayudaba y contribuía á sus
éxitos: agradaba por una belleza morena', algo común y marcada, p e r o de aquel g é n e r o que prefieren las mujeres, una
belleza vulgarmente apenada, en la que la palidez, casi la
enfermedad, un resto «le vieja malicia sanguínea, convertida e n una especie de tinte fatal, dábanle aquel carácter que
le valió el ser apodado por sus camaradas «el obrero m a l sano». En aquel físico, el gran mundo no quería ver más
que el tormento del pensamiento, los estigmas del trabajo,
la demacración de la espiritualidad. Y para los ojos de las
mujeres, Garnotelle era la figura soñada, una poética encarnación del pintoresco y novelesco personaje que pinta
con su corazón y su salud, era aquel desgraciado celestial
llamado «¡el artista!»
En París, por la amistad contraída en Roma con una
familia francesa, había entrado en un mund«j de mujeres del
alto comercio y de la alta banca, un mundo orleanista d e
mujeres serias, inteligentes, cultivatlas, partidarias de las
letras, «leí arte, conocedoras del alto fin de la opinión p ú blica por sus satanes y sus amigos de la prensa. Encontró
allí potencias protectoras, superiores á la banalidad, ardientes y efusivas en el afecto amistoso, que ponían su actividad
y su abnegación de espíritu al servicio de los íntimos de la
c a s a , que hacían de ellos, de su nombre, «le su celebridad,
«le su carrera, el interés, la ocupación, el orgullo de su vida de mujer y la pequeña gloria de su círculo. T u v o todas
las buenas suertes y todo el provecho de aquellas amistades
puras, de aquellos aficionamientos, de aquellas adopciones
«pie acaban por dejar caer sobre la cabeza del pintor el sentimentalismo conmovido de una burguesía ilustrada, apasionando sus pasos, sus plegarias, sus intrigas, todo lo que
puede una mujer en la época del salt'm para el logro de un
triunfo.
Fuera de e s t e mundo, Garnotelle iba asimismo á a l g u nos salones de la alta aristocracia extranjera, en donde encontraba g r a n d e s nombres con los cuales podía tener i n fluencia e n el ministerio, mujeres d e d e s e o despc'itico, acostumbradas á «juererlo todo en su país y que en Francia no
habían per«lido más que un poco de esta costumbre. Para
Garnotelle era un recreo y un descanso aquel mundo amigo
«leí placer, de la libertád, de los artistas. Sentíase r o d e a <lo de la sencilla admiración de los extranjeros por un talento de París: era el pintor, el francés, el hombre c é l e b r e
<(ue las mujeres, las jóvenes, cortejaban con la vivacidad de
la ingenuidad encantadora de las coqueterías rusas. S e le
ensalzaba, se le enguirnaldaba. Era el introductor de los
placeres, la fiesta de las veladas, el invitado anunciado y
prometido. Las sociedades s e le disputaban, s e le arrancarban, con cek>s femeninos y disputas graciosas que c o s q u i -
«44
E. Y J. DE GON'COURT
lleaban y regocijaban hasta el fondo su vanidad. Estaba allí
como en una deliciosa atmósfera de amoroso encanto. N o
se le veía en aquellos salones sino enmascarado por una falda, la cabeza alzada á medias detrás de un sillón de mujer,
mezclado con los vestidos femeninos, siempre en una i n t i midad de paréntesis, en una posición de niño mimado, d i s creto, ahogando pequeñas risas, medias palabras, c u c h i cheos, lo que murmura bajo en torno de un secreto, de
una confidencia, con muequecillas, silencios, c o n t e m p l a c i o nes, ojos de admiración, todo un j u e g o de adoración de un
hombro, de un brazo, de un pie, conmoviendo á las mujeres
como el platonicismo y el suspiro de un amor que les hiciera la corte á todas. También á los hombres sabía agradar y
parecer divertido con un nada de aquel espiritualismo q u e
todo pintor recoge en la \ ida de taller. ¿Y se trataba de la
compra de uno de aquellos cuadros por un opulento banquero? En la sombra s e organizaba una conspiración de simpatías, y no s ó l o la mujer, sino también los expertos, los
íntimos, aun el mismo médico, trabajaban en favor suyo para forzar la mano al Millón.
A p o y a d o en relaciones y protecciones tales, persuadido
de que todo lo que quisiera pedir al gobierno sería r e c o mendado por exijencias de lindas mujeres y transacciones d e
mujeres influyentes, Garnotelle que, bajo su piel de hombre
de mundo, había conservado la sagacidaz y la malicia del
lugareño; estimaba que era inútil, casi peligroso, pasar por
un a m i g o del gobierno. N o s e dejaba ver en las veladas oficiales, aparentaba disgustarse por los ascensos, fingiendo la
reserva y la frialdad del hombre perteneciente al Instituto
y adicto á sus doctrinas.
Con el maestro de los maestros, tenía perfecta humildad.
Con su nombre y su posición, solicitaba ayudarle en sus
trabajos; s e ofrecía para pintarle fondos, para cubrirle c i e los, terrenos, para otras mil cosas, «por cariño y por aprender,» como él decía. S e informaba, como de una ceremonia
sagrada, del día que tenía exposición en su casa. Y ante
el cuadro, al que parecía no osar acercarse demasiado
permanecía en muda contemplación. En aquella especie d e
admiración derrengada, aplastada, la única que podía s e ducir al maestro condecorado en la pantomima entusiasta,
con los espasmos, los alzamientos de ojos, los monosílabos
entrecortados, había imaginado una invención sublime, que
á su porvenir había valido la protección del grande hombre.
I
4
5
En una exposición íntima, había guardado ante «la obra» un
lúgubre silencio; luego, de regreso en casa, había escrito ai
maestro una carta en que dejaba sencillamente escapar su
desánimo, s e decía desesperado por aquella perfección,
aquella grandeza, aquella p u r e z a , q u e lequitaban la esperanza de hacer nunca nada, casi la fuerza de seguir trabajando;
y haciendo propagar por sus amigos el rumor de su desaliento, había esperado, encerrado en su taller, hasta que una carta del maestro reanimara su valor con elogios, le impulsara
á vivir y á pintar.
Además, Garnotelle era uno d e los concurrentes más asiduos de la sociedad « L a Cebolla,» que reunía y ligaba á
los antiguos premios d e Roma con dos grandes comidas
anuales y algunos pequeños banquetes subsidiarios; de aquella especie de francmasonería de la protee* ión, en donde se
daban los trabajos, los encargos, los voto., del Instituto, e n tre la pera y el queso, entre las composiciones poéticas en
honor de las glorias académicas y las sátiras contra las otras
glorias.
Era fríamente cortés con la prensa. No mimaba á los c r í ticos con cartas ni esbozos, no les buscaba, y se mantenía á
cierta distancia de los que encontraba en los salones, d e s pues de un apretón de manos en que les alargaba un dedo ó
dos. Esta actitud reservada habíale valido el respeto con que
la mayoría de los folletones hablaban de su talento.
De este modo adulado, respetado, protejido, con la renta del dinero de sus retratos, con la renta del dinero de su
taller, un taller aristocrático de jóvenes y ricos extranjeros
que pagaban cien francos mensuales y se comprometían penséis meses, rico y llegado á todas las felicidades, colmado en
sus deseos y sus ambiciones, el Garnotelle del éxito, el Garnotelle de las camisas bordadas y de los perfumes á base
de musgo, no teniendo de su pasado más que sus melenas,
que conservaba como una aureola de artista, Garnotelle
mostrábase á v e c e s envuelto en una vaga tristeza. Parecía
tener el noble y solemne fondo de sufrimiento de un h o m bre alejado «del objeto de su culto». S e quejaba con medias
palabras de no estar allí donde estaban sus recuerdos y su
amor; y de vez en cuando dejaba escapar con voz tierna y
mirada de aspiración religiosa un «¡Querida Roma! ¿Dónde
estás?», que inspiraba compasión en torno de él á un público d e imbéciles por aquella pobre alma sombría de d e s t e rrado.
XLVI
El talento, la ambición y la energía de Coriolis salían
de estas contradicciones, da la contestación, impelidos y
aguijoneados. La batalla en torno de sus cuadros, de su
nombre, de su Oriente, aquel levantamiento de cóleras s ú bitas y de enemigos desconocidos le ocasionaban la s o b r e excitación de la lucha, le empujaban á la voluntad de una
gran cosa, de una de esas obras que arrancan al público
el pleno reconocimiento de un hombre.
N o se le conocía más que como colorista pintoresco.
Quería revelarse con las poderosas cualidades del pintor,
mostrar la fuerza y la ciencia del dibujante, amasadas en él
por estudios pacientes y encarnizados de la naturaleza, que
ponían en su ; menores croquis el acento y el sello de su
personalidad.
Abandonando el lienzo de caballete, atacó el desnudo
en un cuadro en que podía hacer mover la grandeza del
cuerpo humano. La decoración d e su escena era un «Baño
turco». S o b r e la piedra mojada de la estufa, sobre el g r a nito húmedo, dobló una mujer, saliendo como de la a v a l a n cha de una nube de la espuma de jabón blanco arrojado s o bre ella por una negra casi desnu la, los lomos sujetos por
un «futah» de \ ivos colores. Senta la, la mujer presentábase
de frente. Estaba, graciosamente recogida y redondeada
en la linea de un disco: se la hubiera creído sentada en la
C de un creciente de luna. Sus dos manos se cruzaban en
sus cabellos al extremo de sus brazos levantados, que d i b u jaban un asa y una corona. Su cabeza, colgante, s e inclinaba con suavidad, con un cosquilleo de sombra, sobre su garganta inflamada. S u torso tenía los dos contornos encantadores y contrarios de aquella actitud de abandono: o p r i m i do de un lado, apretado entre el seno y la cadera, se estiraba del otro, desenrollaba el dibujo de'su elegancia; y hasta
la punta de las dos piernas, una a l g o replegada, la otra bien
estirada, la oposición de las líneas continuaba en la ondulación de un balanceo. Detrás de aquel cuerpo esbozado,
marcado en el lienzo al pastel, Coriolis había colocado en el
fondo grupos de mujeres que s e entreveían en una nube v a porosa, en un aérea perspectiva de estufa alumbrada por
rayos de sol que hacían barras en sus paredes.
En los comienzos del invierno, Coriolis había acabado
aquel cuadro. Anatolio, que no cumplimentaba con frecuen-
cia y á quien no inspiraban mucha simpatía los asuntos
orientales, no pudo menos de exclamar, ante el lienzo a c a bado:
— ¡ M u y bien hecho tu cuerpo de mujer!... ¡Muy bien!
Coriolis sentía el horror de ciertos pintores por la f e l i citación falsa, que alaba una cualidad que no se tiene ó una
parte de la obra que se siente no es la buena de la obra.
Por sincero que fuese, un e l o g i o causaba en Cariolis t r e mendas cóleras de niño.
— « ¡ M u y bien!»—dijo volviéndose con un g e s t o violento
— ¡ A h ! ¿te parece que e s o está bien?... ¡Pero si e s v u l g a rísimo! N o es e s e el cuerpo que y o quiero... Spis semanas
hace que trabajo e n él, y . . . H a s hecho perfectamente en decirme que está bien... Mas, te lo diré, e s tonto... tonto c o mo una academia de parisiense... y retorcido... Mira, arrastra so ore las losas una Venus de Goltzius... con perlas en
las orejas, con palomas volando á su alrededor... y v e r á s . . .
¡Bien decía y o que era malo!... ¡Pero, aguarda!
Y Coriolis empezó á borrar su figura. Anatolio trató de
detenerle, le insultó, le llamó «imbécil y animalucho d é
buscador». Coriolis siguió borrando, á la vez que decía:
— D e s p u e s de esto, ¡es infernal! un torso que da rabia...
La verdad e s que hoy... ¡No hay un cuerpo en París!... A
ver, ¿no hace seis meses que no hemos podido encontrar un
modelo decente?... Una mujer que tenga un sueldo de raza,
d e distinción, un conjunto no vulgar... ¿En dónde se e n cuentra eso? ¿Sabes dónele? ¡Oh, los modelos! E s una e s p e cie agotada... Rachel empezó á perderles con el Conservatorio... ¡Ya no hay modelos! Ahora se os dan dos s e s i o n e s . . .
y de repente, á la tercera, encontráis á vuestro estudio en
un cupé, vestida elegantemente, saludándoos con un «¡Buenos días!...» Y una vez lanzada, ninguna mujer se exhibe.
En cuanto á las que se tiene la suerte de c o g e r , ¿son modelos? N o saben conservar la posición, no tienen tendones...
¡no «crispan»!... ¡no!...
XLVII
El invierno de París tiene días grises, d e un gris l ú g u bre, infinito, desesperado. El gris' llena el cielo, bajo é
insípido, sin un fulgor, sin chispa de azul. Una tristeza
g r i s flota en el aire. Lo que hay de día e s como el cadáver
del día. Una fría luz, que se diría filtrada al través de v i e -
jas cortinas de tul, pone su claridad amarilla y sucia en las
cosas indecisas. L o s colores s e duermen como en la sombra
del pasado y el velo del marchitamiento. En el taller, un
melancólico obscurecimiento quita la luz al lienzo, s e pasca
por el recinto, una e s p e c i e de aburrimiento helado, polar,
se desliza del y e s o , que pierde sus líneas, á la paleta, que
pierde sus tonos, y acaba por reemplazar, en mano del pintor, los pinceles por la pipa.
En tales días veíase á Bermellón en actitudes perezosas,
entontecidas, inquietas y apenadas. Penetrado por el malestar de aquel mal tiempo, teniendo como el frío de la n i e v e en el fondo de sí mismo, se echaba junto á la estufa, y
allí pasaba medias horas, inmóvil, en equilibrio s o b r e los
muslos y calentándose las patas entre las manos. 'Poda su
atención parecía concentrada en el rojo de la estufa. Pasada
la media hora, volvía la cabeza, miraba al soslayo, con
desconfianza, la placa de falsa luz que blanqueaba la ventana, se rascaba la parte baja de un muslo, dejaba escapar un
pequeño grito, volvía á mirar al cielo, y no reconociéndole,
parecía buscar por un segundo el recuerdo de a l g o desaparecido. L u e g o volvía al calor de la estufa, s e sumía en una
e s p e c i e de nostalgia profunda y de meditación concentrada,
con un aire confundido, aquella especie de miedo de ver el
sol muerto que los naturalistas han observado en los monos
en invierno.
fluido de oro la silueta de los seres y de las campiñas; se
perdía en aquel azul en que s e escondían las floraciones
rosadas de los árboles, en aquel esmalte azul que engastaba
las flores de nieve de los melocotoneros y los almendros, en
aquellas grandes puestas de sol carmesíes, de las que parten los rayos de una rueda sangrienta, en el esplendor de
aquellos astros despuntados por el vuelo de las grullas
errantes. El invierno, el g r i s del día, el pobre cielo temblón
de París, eran por érolvidados al borde de aquellos mares
límpidos como el cielo, en aquellos campos de rocas de lapislázuli, en aqu ;l verdeo de plantas de troncos mojados,
junto á aquellos bambúes, al lado de aquellos árboles f l o recientes que hacen una muralla con grandes ramilletes.
Ante él se desarrollaba aquel país de las casas rojas, de las
paredes de biombo, de los aposentos pintados, del arte n a tural tan vivo y tan sencillo, de los interiores reverberantes,
salpicados, amenizados con todos los reflejos que hacen los
barnices de las maderas, el esmalte de las porcelanas, del
oro de las lacas, el fiero brillo de los bronces tonkin Y de
repente, en lo que miraba, una página floreciente parecía
un herbazal del mes de mayo, un puñado de primavera, recientemente arrancado, aíuarelado en el brotamiento y la
j o v e n ternura de su color. Eran s e r p e o s de ramas, ó bien
gotas de calor llorando en lágrimas sobre el papel, ó lluvias
de caracteres jugando y descendiendo como enjambres de
A su lado, Anatolio hacía lo que el mono, calentábase
los pies, apelotonábase junto á la estufa, mirábase fumar;
entre dos cigarrillos, trataba de hacer cosquillas en la planta del pie á Bermellón. Pero éste, g r a v e y preocupado, rechazaba sus jugueteos.
En cuanto á Coriolis, despues d e algunos intentos de
trabajo forzado, de algunas pinceladas, tomaba de una c r e dencia unos cuantos álbums de pastas abigarradas, e s t a m padas, punteadas ó picadas de oro, cerrados por cordones
de seda, y dejándoles en el suelo tendíase junto á ellos, boca
abajo, empinado sobre los codos, las dos manos en los c a bellos, y miraba, hojeándolas, aquellas páginas semejantes
á paletas de marfil cargadas de los colores de Oriente, manchadas y matizadas, brillantes de púrpura, de ultramar, de
verde esmeralda. Y un día de país fantástico, un día sin
sombra y quq sólo era luz, surgía para él de aquellos á l bums de dibujos japoneses. Su mirada entraba en lo p r o fundo de aquellos firmamentos color paja, bañando en un
insectos en el arco iris del di >ujo matizado. Aquí y allá, las
orillas mostraban playas deslumbrantes de blancura y l l e nas de langostines; una puerta amarilla, un enrejado de
bambú, empalizadas de campanillas azules, dejaban adivinar
el jardín de una casa; caprichos de paisajes ponían t e m plos en el cielo, en lo alto del pico de un volcán sagrado;
todas las fantasías de la tierra, d e la vegetación, de la a r quitectura, de la roca, desgarraban el horizonte con aspecto
pintoresco. Del fondo de los boncerios, partían y s e dilataban rayos, relámpagos, glorias amarillas palpitantes de
vuelos de abejas. Y aparecían divinidades con la cabeza en
el nimbo de la rama de un sauce y el cuerpo desvanecido en
la caída de las ramas.
Coriolis seguía hojeando; y ante él pasaban mujeres, unas
devanando seda cereza, otras pulimentando abanicos; mujer e s bebiendo á pequeños tragos en tazas de laca roja; m u jeres interrogando á cacharros mágicos; mujeres d e s l i z á n d o s e en lanchas por los ríos, descuidadamente inclinadas
sobre la poesía y la fugitividad del agua. Tenían vestidos
deslumbrantes y suaves, cuyos colores parecían morir a b a jo, vestidos blancos con escamas, en los que flotaba como
la sombra de un monstruo ahogado, vestidos bordados de
peonías y de grifos, vestidos de plumas, de seda, de flores
y de aves, vestidos extraños, que se abrían y se mostraban
en la espalda en forma de alas de mariposa, hacían v a g o s
remolinos en torno de las piernas, chapeaban el cuerpo ó
bien se envolvían en él vistiéndole con la quimérica fantasía
de un dibujo heráldico. Con antenas de escama picadas en
los cabellos, aquellas mujeres mostraban su rostro pálido de
párpados afeitados, sus ojos levantados de un lado como una
sonrisa; y asomadas á los balcones, la barba en el revés de
la mano, mudas, pensativas, con el pensamiento solapado de
un Debureau en una pantomina, parecían roer su vida, mordiendo un extremo de su vestido.
Y otros álbums hacían ver á Coriolis una pajarera llena
de ramilletes, de aves de oro picoteando frutos de carmín,
cuando caía, en aquellas visiones del Japón, la luz de la
realidad, el sol de los inviernos de París, el quinqué i n t r o ducido en el taller.
XLVIII
— ¡ L a Bastilla! ¡el Odeón! ¡Mcntmartre! ¡San Lorenzo!
¡las correspondencias!... ¿Nadie tiene correspondencias?
— ¡ D e m o n i o ! ¿Sabes q u e lo haces bien?—dijo Anatolio,.
sorprendido de oir una imitación en boca del g r a v e Coriolis.
— . . . Y el ómnibus s e vuelve á poner en marcha... Una
serie de desdichas toda la tarde... Mala comida en casa de
(iarnotelle... ¡lluvia, ni un coche! ¡y el ómnibus!... T a l vez
sea por falta de costumbre, pero el caso e s que el ómnibus,
esa mecánica que parece avanzar y siempre está parada,
paréceine mortal. S e v e que las personas que pasan por la
acera van más aprisa que el carruaje... ¡Y aunque no fuera
más que por el olor!... El ómnibus huele siempre á g a t o
mojado... En resumidas cuentas, me fastidiaba... Había.acabado de leer los anuncios que lleva uno por encima, las bug í a s de la Estrella, la bencina Collas... Miraba e s t ú p i d a mente casas, calles, grandes máquinas de sombra, c o s a s
alumbradas, mecheros de gas, vitrinas, un zapatito rosado
d e mujer en una muestra, s o b r e una taquilla de cristal, ton-
terías, nada, lo que pasaba... Había llegado á seguir m e c á nicamente, en las puertas de las tiendas cerradas^ la sombra
de las gentes del ómnibus, que recomienza eternamente...
una serie de siluetas... Ni un buen hombre curioso .. todas
eran cabezas de g e n t e s hechas á ir en ómnibus... Mujeres...
mujeres sin sexo, costales .. ¡Tin! el timbre del conductor,
¡un viajero más!... ¡Tin! ¡una viajera!... ¡Lleno! Enfrenté
de mí iba un señor con anteojos que se obstinaba en leer
un periódico... Siempre había reflejos en sus lentes... E s t o
me hizo volver los ojos hacia la mujer que acababa de s u bir... Miraba á los caballos por encima de la linterna,la frente casi contra el cristal del c o c h e . . . una postura de j o v e n cilla... el aire de una mujer a l g o violenta en un lugar lleno
de hombres... Y o miraba otra c o s a . . . ¿Has notado que las
mujeres parecen de noche, en carruaje, misteriosamente
lindas?... Sombra, fantasma, dominó, yo no s é . . . tienen de
todo e s t o . . . un aire velado, un exterior voluptuoso, cosas de
aquellas que se adivinan y que no s e ven, un tinte v a g o ,
una sonrisa nocturna, con aquellas luces que les tiemblan
en las facciones, todos aquellos reflejos que les flotan bajo
el sombrero, aquellos g r a n d e s toques de negro que tienen
en los ojos, su falda misma agitada por s o m b r a s . . . — ¡ L a
Magdalena! ¡el bulevar! ¡la Bastilla! ¡Sin c o r r e s p o n d e n cia!... Mira, estaba a s í . . . vuelta, mirando, a l g o inclinada...
La luz de la linterna dábale en la frente... era como un brillante de marfil... y ponía un verdadero polvo de luz en la
raiz de sus cabellos, cabellos flojos como soleados... tres toques de claridad en la línea de la nariz, en un lado de la mejilla, en la punta de la barba, y en sombras todo lo d e m á s . . .
¿Sabes? ¡Una mujer encantadorísima... y, ¡tiene esto gracia!
no parisiense... Mangas cortas, sin guantes, sin manguitos,
la piel al aire... un tocado... nada se veía de su "tocado... y
sobre e s t o . . . un porte de griseta y de burguesa, con a l g o
en toda su persona que desconcierta, que no i ra ni de una
ni de otra. .—Auteuil! ¡Bercy! ¡Charentón! ¡Palacio Real!
¡ Vaugirard! ¡Número 17! ¡número 18! ¡número 19!...—Aquí,
un eclipse... ha vuelto la espalda á la linterna... su rostro,
que está en frente de mí, e s una sombra negra, un verdadero pedazo de obscuridad... y además un g o l p e de luz en un
extremo de su sien y en la punta de su oreja, de la que pende un pequeño diamante que despide un fulgor infernal...
El ómnibus s i g u e andando... El Coso, el Pretil, el Sena,
un puente en cuyo parepeto hay y e s o s de saboyano... luego
I52
E. Y J. DE GONCOURT
negras calles en c|ue se distinguen planchadoras que trabajan... N o la veo más que por relámpagos,., siempre en la
misma posición... su oreja y el pequeño diamante... Y de
pronto, á la esquina d e la fea calle del Palomar Viejo, hace
una seña al c o c h e r o . . . Querido, pasó por delante de mí con
un andar... Gesto de estatua, palabra de h o n o r . . . ¡Y no e s
fácil á una hembra tener estilo en ómnibus!... Ñola vi a l g o
sino en aquel momento... Me pareció tener un tipo, un t i po... Entró en un sucio almacén en cuyo escaparate hay g a las de marfil y de plaqué.
—¿Gafas? ¿En el 27 ó el 29?
— ¡ A h í respecto el número, nada puedo decirte.
— ¡ B u e n o , un almacén de viejo nuevo!... Morena y de
ojos azules, tu mujer, ¿no e s eso?
— M e parece...
— ¡ O h ! ¡esta es buena! ¡La Salomón!...
—¿Salomón? Pero, si mal no recuerdo, hace tiempo comprábamos perfumería á una vieja así llamada...
— A q u e l l a vieja es la madre... q u e ha hecho hijos... T o dos se exhiben... la madre en el almacén, cambalachando...
Ella, e s la hija, su último vástago... diez y ocho abriles... L o
que te conviene, á fe mía... ¡Qué burro soy! ¡No haber pensado en ella!... Manette... Manette Salomón e s su nombre...
— S i la escribieses de mi parte diciéndola que venga,
¿eh? que venga el lunes, vería si me sirve...
— P e r f e c t a m e n t e . . . ¡Ah! no hay papel... ¿Qué es esto?
La esquela fúnebre dé Paillardin... En la página en blanco...
Sí, el 27 ó 29. . La madre se la dará... Creo que no viven
juntas.
XLIX
-Manette Salomón no fué el lunes. Coriolis la e s p e r ó el
día siguiente y los demás de la semana: no s e presentó, no
escribió, 110 mandó ningún recado. Coriolis se decidió á
buscar otra modelo.
Pasó revista á los cuerpos conocidos. Hizo exhibirse á
todo lo q u e s e presentaba en su taller, á las modelos de
ocasión y de miseria, hasta á una pobre mujer que subió á
la mesa en traje de Eva, con su sombrero, su velo y un a v e
de paraíso en la cabeza. Ninguno de aquellos cortes de mujer tenía el carácter de líneas que buscaba; y, desanimado,
entregándose al tiempo, á algún feliz encuentro para hallar
LA
MODELO
la inspiración natural que quería, abandonó su figura p r i n cipal y se puso á trabajar en el resto del cuadro.
Una noche que Anatalio y él recorrían los bulevares,
en una velada sin objeto, Anatolio detúvose ante el cartel de
un gran baile en el salón Bartolomé.
—¡Diantre!—dijo—¡Estamos en el Carnaval de los .judíos!... ¿Quieies que entremos?
Entraron por la calle del Castillo de A g u a en el salón
en que la fiesta de la «Purísima»—el viejo aniversario de la
caída de Amán y la liberación de los judíos por E s t h e r —
era celebrada por un baile público.
Algunos pobres trajes, oropeles de guardarropía, viejas
americanas de armadiero color pasa de Corinto gastado,
saltaban en medio de los paletos y las levitas. La familia y
la honestidad aparecían aquí y allá en grupos, á los lados
«leí baile, en los extremos en que s e elevaba un como mas—
cullamiento de mal alemán, una jerga medio francesa s a l p i cada de consonantes tudescos, en hileras de viejas que m o vían la cabeza al compás de la música, las manos de plano
sobre las rodillas con la rigidez de estatuas de Egipto, en
g r u p o s d e niños esparcidos por los bancos, sonriendo y
bailando con los ojos, moviendo á medias los brazos. Era
un baile que se asemejaba, á primera vista, á los demás
bailes parisienses en que el cancán constituye el placer. Sin
embargo, á las dos ó tres vueltas, Coriolis empezaba á e n contrar allí un carácter. Aquella muchedumbre, parecida
por la superficie y el conjunto á todas las muchedumbres,
aquellos hombres, aquellas mujeres sin particularidad n o table, vestidos con trajes, con aires de París, y parisienses
al parecer, dejaron ver pronto á su ojo d e pintor y de etnógrafo el tipo borroso, pero aún visible, los rasgos de o r i gen, la fatalidad de señales en que sobrevive la raza. R e paró en rostros obscuros, en los cuales mezclábase el corte
fiero de perfil de los pueblos de desierto con-locas humildades de tratos dudosos de gran ciudad, tintes plomizos á la
vez á causa de un antiguo sol y por una reberveración de
viejo oro, jóvenes de cabellos lanudos, de cabeza de c a r n e ro, semblantes con cabellos rizados, de grueso diamante
falso e n la camisa, ostentando aquel lujo de terciopelo b u r do que gusta á los negociantes de cosas sospechosas, los
ojillos encendidos de la fiebre del lucro, y sonrisas de á r a b e s en barbas de crin. Reconoció, bajo los capuchones y
las palatinas, á mujeres de aquellas que había visto al aire
libre en el T e m p l e y en las tiendas de la calle del Pequeño
I houars. Eran rubias de Alsacia, de un rubio dorado de
trigo maduro, con cabelleras negras y crespas, narices re—
pulgadas, óvalos que huían en las palideces ámbar d e
mejilla y de cuello en que destacaba el rosado lóbulo de la
oreja, extremos de labios sombreados, de pelos juguetones
bocas impelidas hacia adelante como por un soplo; hombros
escotados que tenían una sombra de vello en el hueco de
la espalda. En todas veía e s o s ojos cercanos á la nariz con
ojeras color de ollín, e s o s ojos encendidos como de mujeres empolvadas, e s o s ojos vivos de animal con pestañas
sin dulzura que dejaban desnudo el n e g r o de una mirada
admirada, v a g a á v e c e s .
—¡Diablo! ¡la Manette!...—dijo de pronto Anatolio.
Y mostró á Coriolis una mujer que miraba desde la g a lería alta cómo bailaban en el salón.
Coriolis distinguió un brazo envuelto en un chai suelto,
un codo apoyado en la balaustrada, una mano que sostenía
una cabeza, un lado de perfil, un cordón color fuego s u j e tando unos cabellos presos en una redecilla de perlas de
acero. Inmóvil, Manette dejaba que el baile fuera á sus ojos,
con un aire de satisfacción perezosa y de distracción i n d i ferente.
— H u e n o — d i j o Coriolis á su a m i g o . — S u b e á p r e g u n tarle por qué no ha ido.
Anatolio bajó de la galería al cabo de unos instantes.
—Querido, está furiosa... P a r e c e que nuestra carta no
iba firmada... Me ha dicho que sólo á los perros s e les e s cribe sin poner uno su nombre... Además, s e siente o f e n dida de que no le hayamos hecho el honor de un p l i e g o de
papel nuevo... S e lo he contado todo para volverla á la
dulzura
En una palabra, si la quieres conseguir, vamos
alia arriba... N o tienes más que excusarte... Échame la
culpa, di que luí yo, llámame cualquier cosa... En el fondo,
creo que ella tiene g a n a s dé i r . . . S ó l o que s u dignidad...
¿comprendes?... ¡la dignidad de la señorita!... E n fin, m e
ha preguntado si eras tú la persona de quien los periódicos
1
1
han hablado...
ría
Y
CUand
°
subían
la
escalerilla que conducía á la g a l e -
— ¡ A h ! vas á verla—añadió Anatolio—en compañía de
dos sibilas... verdaderas descendientes de Moisés v de P o lichinela.
Manette estaba sentada ante una mesa en que había
tres vasos de cerveza á medio vaciar, en compañía de d o s
ancianas. Una, de ojos turbios y bizcos, de rostro lleno y
desproporcionado por una nariz enorme y ganchuda, t e nía el aire de una terrible caricatura dentro del marco de
la negra colmena de un inmenso bonete sujeto bajo su barba de vieja; un pañuelo «le seda, con ramajes de madrás,
de un amarillt) de clavellina de judías, cruzábase en su cuello descarnado. L o s ojos, la boca, las ventanas de la nariz,
llenas del n e g r o que tienen las cabezas secas, el rostro
ennegrecido como por la pelambre horrible de una mona,
la otra anciana llevaba, echado atrás sobre cabellos de n e gra, un sombrero blanco de revendedora adornado por una
rosa de igual color; y pelos d e cabra deshilacliados pendían
d e las hombreras de su vestido.
Anatolio hizo la presentación y se sentó con su a m i g o
á la mesa de las tres mujeres, «jue s e apretaron para dejarles sitio. Coriolis habló á Manette, s e excusó. Manette le
dejó hablar sin interrumpirle, sin oirle al parecer; luego,
cuanilo él hubo acabado, volviendo hacia él una de aquellas
miradas «gran señora» que cuando quieren tienen todos l o s
ojos de mujer, le midió desde la punta de los pies á la raíz
«le los cabellos,'apartó la cabeza y, d e s p u e s de una pausa,
s e decidió á decirle «jue aceptaba, <|ue iría á «tomar la p o sición» el siguiente lunes. Y casi en seguida, sacando de
su cinturón un relojito pendiente de la cailena de oro que
g o l p e a b a su vestido de seda negro, se levantó, saludó á
Coriolis y desapareció, segukla de sus dos monstruosas
guardianes.
L
Manette fué exacta aquel lunes. D e s p u e s de algunas palabras, comenzó á desnudarse lentamente, colocando con
orden sobre el diván las prendas que s e quitaba. L u e g o
subió á la mesa del modelo con la camisa levantada sobre el
pecho y cuyo festón superior tenía entre los dientes, en el
movimiento recogido, púdico, de la mujer honrada que
cambia de camisa.
Porque, no obstante su oficio y su costumbre, estas mujeres tienen vergüenzas de estas. La criatura pronto pública que va entregarse toda entera á las miradas de los hombres, tiene los rubores del instinto mientras su talón n o
toca el pedestal de madera que hace de la mujer, cuando s e
y e r g u e en él, una estatua de la naturaleza, inmóvil y fría,
cuyo s e x o no e s más que una forma. Hasta entonces, hasta
ese momento en que la camisa caída hace surgir de la d e s nudez absoluta de la mujer la pureza rígida de un mármol
siempre queda alguna pudicicia en la modelo. El desnudo'
el deslizamiento de sus vestidos sobre ella, la idea de los
pedazos de su piel descubiertos uno á uno, la curiosidad d e •
aquellos ojos de hombre que esperan, el taller en que aún
no se ha descendido á la severidad del estudio, todo da á la
que s e exhibe una vaga é involuntaria timidez femenil que la
hace velarse en sus g e s t o s y envolverse eñ sus posiciones.
L u e g o , acabada la sesión, vuelve la mujer, se encuentra á
medida que se viste. Dijérase que s e pone su pudor al p o nerse la camisa. Y la que, hace un instante, daba á todos la
vista de toda su pierna, s e volverá para que no s e le vea p o nerse la liga.
E n la posición e s únicamente cuando la mujer no e s mujer y cuando, para ella, los hombres no son hombres. La
representación de su persona la deja sin molestia y sin vergüenza. S e ve mirada por ojos de artistas; s e ve' desnuda
ante el lápiz, la paleta, desnuda para el arte, con esa d e s nude/. casi sagrada que hac callar los sentidos. L o q u e
vaga en ella y en los más íntimos secretos de su carne, es la
atención apasionada y absorta del pintor, del dibujante, del
escultor, ante el trozo de Verdad que e s su cuerpo; s e siente
ser para ellos lo que buscan y lo que trabajan en ella, la
vida de la línea que hace soñar el dibujo.
De ahí también, en las modelos, esas repugnancias, esa
defensa contra la curiosidad de los amigos, de los conocidos
que visitan al pintor, esos miedos, esas alarmas ante las gentes que no son del oficio, esa turbación bajo las miradas comprometedoras de intrusos que miran por mirar, y que hacen
q u e de pronto, en mitad de una sesión, un cuerpo de mujer
note que está desnudo y s e encuentre sin v e l o s . — U n día, en
el taller de Ingres, una mujer s e exhibía ante treinta discípulos treinta bares de ojos; de repente se ta vio precipitarse
«le la mesa de modelo, asustada, temblorosa, avergonzada
®u P > y corriendo á sus ropas á cubrirse en seguida de
cualquier modo con la primer prenda que encontró. ;Qué
había visto? Un albañil que la miraba desde un tejado v e c i no, por la ventana.situada por encima de ella.
Esta vergüenza de mujer duró un segundo en Manette.
« 1 . D A 0 BE Nli£VU Lcuf
* 'OTFW u n i t a r i a
"•!F
larkS"
LA
MODELO
l57
De pronto dejó caer de sus dientes apretados la fina tela, que
se deslizó á lo largo de su cuerpo, pasó los lomos y cayó de
un solo golpe, yendo á formar á sus pies como una espuma
Manette la rechazó con un flojo puntapié, la echó atrás, así
como una punta de su vestido; luego, después de bajar sobre
si misma una mirada de un momento, una mirada en que
había amor, caricia, victoria, anudando los brazos por encima de la cabeza, cargando su cuerpo sobre una cadera
ofrecióse á Coriolis en la posición de aquel mármol del
Louvre llamado el «Genio del reposo eterno.»
L.
II
leí
La Naturaleza e s una gran artista desproporcionada.
1 lene miles, millones de cuerpos que parece apenas pulimentar, que lanza á la vida á medio formar, y que parecen
llevar el sello de la vulgaridad, de la prisa, del descuido de
una creación productiva y de una fabricación banal. D e la
pasta humana, dijérase que saca, como un obrero rendido
de trabajo, pueblos de fealdad, multitud de vivos esbozos,
de seres incompletos, especie de imágenes groseras del
hombre y de la mujer. L u e g o , de vez en cuando, en medio
<le toda esa pacotilla de humanidad, elige al azar un ser,
como para impedir que muera el ejemplo de lo Bello. T o m a
un cuerpo que acaba y pule con amor, con orgullo. Y un
verdadero-y divino ser de arte sale entonces de las manos
artistas ele la Naturaleza.
El cuerpo de Manette era uno de estos cuerpos: en el
taller, su desnudez había introducido de pronto la radiación
de una obra maestra.
Su mano derecha, puesta sobre su cabeza semivuelta y
algo inclinada, caía en forma de racimo sobre sus cabellos'su mano izquierda, replegada sobre su brazo derecho, algo
mas arriba de la muñeca, dejaba deslizar contra él tres de
sus doblados dedos, l'na de sus piernas, cruzadas por delante, no reposaba sino sobre la punta de un pie semialzado, el talón en el aire; la otra pierna, recta y el pie asentado, sostenía el equilibrio de toda la actitud. Así puesta v
apoyada sobre sí misma, mostraba aquellas bellas líneas
estiradas y ascendentes de la mujer que se corona con sus
brazos. Y se hubiera creído ver que la luz la acariciaba de
la cabeza a los pies: la invisible vibración de la vida de los
contornos parecía hacer temblar todo el dibujo de la mujer
esparcir, en torno de ella, un poco del borde y de la luz dé
su cuerpo.
Coriolis aún no había visto formas tan jóvenes y Un
1 enas tal elegancia esbelta y serpentina, tan gran d e l i c a deza de raya conservando en las coyunturas de la mujer, en
sus muñecas, en sus tobillos, la fragilidad y la delgadez de
Uras de
n i ñ ü
- , f e r d i ^ P - - un instante en el
deslumbramiento de aquella mujer, de aquella carne, una
carne de morena, mate y que absorbía la claridad, blanca
con la calida blancura del Mediodía que borra las blancuras nacaradas del Occidente, una de aquellas carnes de sol
ámbar" 2
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caloración tan rica
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idealizar con un rosa banal é insípido; abrazaban L ü e l l a s
fugitivas transparencias, aquellas ternéras y aquellas t r ec e s de colores que apenas llegan á ser c í l o L , aquellas
imperceptibles apariencias de un azul, de un verde cas
i X ' i l' SOmb; e f n d »
"na adorable palidez las diafanid a d e s l e c h o s a s de la carne, todo ese delicioso no sé qué de
la
defala dTL
? ' qUC ™ f í 1 * h ü c h o
P ^ t é baja
del a a de las palomas, con el interior de las rosas blancas
con la blanca transparencia del agua sobre un cuerpo
Lentamente, el artista estudiaba aquellos brazos .redondos
de codos encarnados que, alzados, blanqueaban s o b r e s u s
a í u en n t e f f r l Z C O S '. a q U C l I , O S b r a x o < e n
I> a r t e ¡ n f e r S r
la luz entrando en la sombra del sobaco, mostraba hilos de
b í a V o T ¿ ° P r ^ daridfd¡
Plano del pecho
blanco y azulado por venícuhs; luego aquella garganta más
osada que la garganta de las rubias y en la cp,e el p r i n c í
pío del seno era el matiz naciente de la hortensia
'
o e g u i a la indicación casi serpeada de los lados, la línea
V P comor1mid; Ua < i e
^ ' *
- a cónteS
y comprimido en su gracia, semimaduro, apretado en su
juventud como en la envoltura de un botón. Ún tal e á m e dio formar, Ubre, redondo, feliz, co no el talle de las m d e í n d i c ' a S r : ? 3 h a " l l e V a d ° C ° r s é ' 1 6 n i O S t r a b a aquella" da
indicación suave y s i n corte, la cintura natural marcada
por un seno de amor en el bronce y el mármol de las esUn? e e S " t a U e , ' SU m i r " d a i b a a l ^ U e a d o monfleXl0aes
vuelS' 1
, ' a l o s contornos, á la redondez e n y volu
v,ri?n'
, ^
P t u o s a ondulación de un vientre de
si m o r ¿
í e r t r V n ° C e n t e - c a s i i n f a n t i l > esculpido en
su morbidez y delicadamente dibujado en la suavidad de su
carne: una pequeña luz, semioculta en el borde del ombligo, parecía una gota de rocío deslizándose en la sombra y
el corazón de una flor. Iba á aquel bajo vientre, en el cual
había la convexidad de una concha y la penetración de una
ola, al arco de las caderas, á aquellos muslos carnudos,
acariciados, sobre el suave grano de su piel, de blancuras
tranquilas y dormidos fulgores, á aquellas rodillas mórbidas, delicadas y elegantes, que tan coquetamente ocultaban
bajo sus hoyuelos el broche de los músculos y el nudo de
los huesos, á aquellas piernas pulidas y lustrosas, que p a recían c o n s e r v a r e n Manette, como en ciertas mujeres, el
brillo de una media de seda, á aquel hoyuelo del tobillo, á
aquellos maleólos de niña, á los que se unía un pequeñísimo pie, delgado y largo, el dedo pulgar saliente, los demás
y éste rosados á la punta...
Bajo aquella atención que parecía no trabajar, Manette
sintió al fin cierto embarazo. Dejando caer los brazos y
descruzando las piernas, pareció pedir á Coriolis que le
indicase la posición.
— ¡ Voto á San!—exclamó Anatolio en un arranque de
admiración.
Y poniéndose en las rodillas un cartón en blanco, e m pezó á sacar punta á un pedazo de carbón.
—¡Cómo! ¿Piensas «tú» hacer un estudio?—díjole C o riolis con un «tú» bastante duramente acentuado.
— A l g o hay de e s o . . . No te he dicho... Un fabricante de
papel de fumar... Me ha pedido una Fama de tamaño n a tural...
Sin responderle, Coriolis se acercó á Manette, la colocó
en la posición, volvió á su sitio y se puso á trabajar. De
vez en cuando se detenía, se estiraba y retorcía el bigote y
miraba hacia donde estaba Anatolio, al cual acabó por
decir:
—¿Sabes que eres cargante con tu mueca?
Anatolio había tomado la chusca costumbre, cuando
pintaba ó dibujaba, de morderse un lado de la lengua que
llevaba á un extremo de la boca, como un perro de caza.
— T e volveré la espalda, y todo estará arreglado...
— N o , mira, déjame... vete, ¿quieres? H o y . . . no sé qué
tengo... necesito estar solo para hacer algo...
Al siguiente día y los que siguieron, todo el mes, A n a tolio se fué á pasear mientras la sesión de Manette: habíase
decidido á hacer su Fama «á capricho.»
LI
— ¿ Q u é hiciste a y e r ? — d e c í a una m a ñ a n a al finalizar el
d e s a y u n o Coriolis, d i r i g i é n d o s e á A n a t o l i o .
— ¿ A y e r ? F u i al P a d r e L a c h a i s e .
— ¿ Y hoy?
— P o d r í a v o l v e r . . . me p a r e c e a q u e l l o muy d i v e r t i d o c o mo paseo.
— ¿ N o p i e n s a s allí en la m u e r t e ?
— ¡ O h ! en la d e los • t r o s . . . no en la m í a . . . — d i j o A n a t o lio con u n a f r a s e en la c u a l e s t a b a él t o d o e n t e r o .
H u b o u n a p a u s a . L a s i d e a s d e Coriolis p a r e c i e r o n p e r d e r s e en el h u m o d e su pipa; l u e g o d e j ó e s c a p a r , como si
p e n s a r a en alta voz, e s t a s p a l a b r a s :
— ¡ Q u é s e r tan r a r o ! H e a q u í q u e a p r e n d o . . . N u n c a h a b í a
visto u n a m u j e r como e l l a . . .
Y volviéndose hacia Anatolio.
— F i g ú r a t e u n a m u j e r q u e t r a b a j a c o n t i g o h a s t a caer en
tu p o s i c i ó n . . . Y u n a vez en ella, ¡es s o b e r b i a c o s a ! . . . n o s e
m o v e r í a ni a u n q u e si le e s t u v i e s e a p a l e a n d o d u r a n t e dos h o r a s . . . ¡Y es q u e p a r e c e i n t e r e s a r s e de tal m o d o en lo q u e u n o
h a c e ! . . . ¡Oh! q u e r i d o , e s s o r p r e n d e n t e . . . S e n o t a e s t o c u a n d o
s e p a r a . . . T i e n e e n t o n c e s n a d a s . . . un m o v i m i e n t o de labios,
un g e s t o . . . U n o s e p o n e n e r v i o s o , siente i n q u i e t u d e s en el
c u e r p o . . . E n fin, s e n o t a . . . P u e s b i e n , e s t a m a ñ a n a , c u a n d o
veía q u e me p a r a b a , p a r e c í a t e n e r el a s p e c t o d e fastidio de
mi p i n t u r a . . . Y l u e g o , ¡ q u é a i r e de c o n t e n t o c u a n d o vió q u e
volví á e m p e z a r con a r d o r ! Me p a r e c í a q u e se r e g o c i j a b a . . .
O y e , v o y á d e c i r t e a l g o d e e s t ú p i d o ¡ H u b i é r a s e dicho q u e
su piel e r a feliz!... ¡De v e r a s ! veía el reflejo de mi lienzo en
su c u e r p o , y me p a r e c í a q u e sentía un c o s q u i l l e o en el l u g a r
d o n d e yo ponía el p i n c e l . . . U n a n e c e d a d , te d i g o . . . a l g o d e
e x t r a ñ o c o m o el m a g n e t i s m o , la c o r r i e n t e d e caricia de un
r e t r a t o á u n a figura... Y l u e g o , á cada d e s c a n s o , ¡si tú h u b i e r a s visto su comedia! Mira, a s í . . . con la e n a g u a á medio
p o n e r , la camisa a p r e t a d a con a m b a s m a n o s c o n t r a el p e c h o ,
en montón, como un p a ñ u e l o d e bolsillo... v e n í a á m i r a r ]
inclinándose, con u n a p e q u e ñ a m u e c a . . . No decía n a d a . . . s é
m i r a b a . . . lo mismo q u e u n a m u j e r q u e s e ve en un e s p e j o . . .
Y c u a n d o a c a b a b a , se iba con un s a t i s f e c h o movimiento de
h o m b r o s . . . C a m i n a b a con los pies d e n t r o d e los z a p a t o s ,
p e r o sin m e t e r los t a l o n e s . . . E s g r a c i o s a una m u j e r c o j e a n d o , s a l t a n d o a s í . . . ¡ R a r a m u c h a c h a , te lo a s e g u r o ! . . . C u a n -
do la h a g o a l m o r z a r , m>- h a b l a c o n s t a n t e m e n t e d e los c u a d r o s en q u e e s t á , de los a s u n t o s en q u e ha s e r v i d o d e m o d e l o . . . ¡Oh! y ha de t e n e r s e en cuenta q u e a u n q u e n o d i e s e
más q u e una sesión, a u n c u a n d o d e s p u e s d e ella h u b i e r a n
s e r v i d o o t r a s diez m u j e r e s , en el c u a d r o no hay más q u e
ella, sólo ella... R e s p e c t o á e s t e p u n t o n o es posible c o n t r a r i a r l a , ¡le a r a ñ a r í a á uno! ¡ T i e n e unos celos a c e r c a del
a s u n t o ! .. ¡Y criticona! T e a s e g u r o q u e r e s u l t a d i v e r t i d o
oiría d e s o l l a r á sus c o m p a ñ e r a s . . . ¡ H a c e u n o s r e t r a t o s !
¡ L a m a l i g n a ha r e t e n i d o n o m b r e s d e músculos p a r a d e s t r o zarlas!. .. U n a v e r d a d e r a vanidad, ¡una vanidad c ó m i c a ! . . .
E n p r i m e r l u g a r , s i e m p r e fué ella la q u e e n c o n t r ó el m o v i m i e n t o . . . E s t i p e r s u a d i d a d e q u e es su c u e r p o el q u e h a c e
los c u a d r o s . . . H a y m u j e r e s q u e s e ven i n m o r t a l e s , no i m p o r ta donde, en el cielo, en el p a r a í s o , en l o ; niños, en la memoria de a l g u i e n . . . ¡Ella es en el lienzo! N o tiene más
i d e a . . . ¿Sabes lo q u e me hizo el o t r o día? N e c e s i t a b a un
p l i e g u e d e v e s t i d o . . . Y c u a n d o c o l o q u é s o b r e ella un t r a p o
p a r a o b t e n e r el e f e c t o . . . vi q u e ponía u n a c a r a . . . ¡una c a r a ! . . . ¡ I m a g í n a t e una r e i n a á q u i e n s e i n s u l t a ! . . . Yo no
c o m p r e n d í al p r o n t o . . . ¡ P e r o s e hizo l u e g o tan v i s i b l e ! . . .
T e n í a h a s t a "tal punto el a i r e de decir: ¿ P o r q u i é n m e
toma usted? ¿Acaso soy yo un maniquí? No tiene u s t e d d e r e c h o m á s q u e á mi d e s n u d e z p o r cinco f r a n c o s . . . Y s e p o nía tan mal y con un r o s t r o tan r a r o . . . q u e me vi o b l i g a d o á
desistir de mi p r o p ó s i t o . . H a b r é d e t o m a r o t r a p a r a los
v e s t i d o s . . . A d e m á s , me dijo q u e ella no se e x h i b í a p o r eso,
q u e n o s e h a b í a a t r e v i d o á d e c í r m e l o . . . ¡Y si v i e r a s con q u e
t o n o p r o n u n c i ó el « p o r e s o ! . . . » C o n s i d e r a b a positivamente
q u e la h a b í a f a l t a d o . . . ¡Yo e r a p a r a ella el h o m b r e q u e h a ría una p e r c h a de la V e n u s de Milo!
LII
A q u e l día, Coriolis había dicho á A n a t o l i o q u e n o le e s p e r a s e . D e b í a c o m e r f u e r a y 110 volver h a s t a muy t a r d e , si
volvía.
E n c o n t r á n d o s e solo, Anatolio fué á p a s a r la v e l a d a al
c a f é de F l e u r u s .
E l café de F l e u r u s , en la calle d e este n o m b r e , en la esq u i n a del j a r d í n del L u x e m b u r g o , e r a e n t o n c e s u n a e s p e c i e
de círculo a r t í s t i c o f u n d a d o p o r F r a n ç a i s , A c h a r d , N a z ó n ,
Schulzenberger, Lambert y algunos otros paisajistas, á
los cuales se habían unido los pintores de g é n e r o y de h i s toria Hamón, Toulmouche, Géróme. En el salón, decorado
con pinturas de los concurrentes y adornado con una figura
de la gran Victoria rodeada de la alegoría de sus amores
una de las comidas de los viernes habíase organizado baj:'>
el nombre de «comida de los grandes hombres». El banqueta, limitado al principio á un corto número de pintores, lueg o abierto á médicos, á internos de hospitales, pronto fué
alegrado por la sorpresa de una lotería, que s e tiraba á c a da sobremesa, y en la que se imponía al que ganaba la
obligación de dar una prenda para la comida siguiente. D e
ahí una sucesión de lotes d e artistas, de objetos de arte,
de muebles ridículos, de dibujos, de bronces, de cuadros*
<1 : g o r r o s riego una tómbola de recuerdos y mixtifica*<: n e s que hacían estallar en carcajadas. Poco á poco, la
mesa se ensanchaba, se prolongaba: llegaba á contar c i n cuenta comensales cuando el r e g r e s o de la banda pompeyana, despues del cierre de la «Lata de te,» ese ensayo de
falansterio d e arte en los terrenos de Nuestra S e ñ o r a de los
("ampos, licenciado, dispersado por el matrimonio, la huida
de unos y otros. Aquella comida, la costumbre de todas las
noches, había hecho del café una especie de club aleare
espiritual, en el que la cordialidad se respiraba en una reunión de camaradas y de g e n t e s de talento. Anatolio iba allí
Con frecuencia; Coriolis s e dejaba ver entre ellos de v e z
en cuando.
— F i g u r a o s — d e c í a uno de los asiduos—¡figuraos!... En
cierta ocasión me salió un burgués que me dijo: «Caballero
quisiera ser pintado bajo la inspiración de Dios...—¿Cómo
bajo la inspiración de Dios?—Sí... despues de o i r á R u b i 111... Me gusta mucho la música... ¿Podría usted interpretar eso?...» ¿Creéis que aquí acaba el cuento? Cuando le
pinté bajo la inspiración de Dios me llevó á su sastre... Sí
me llevó á Staub, para comprobar en el retrato el picado
de su chaleco... ¡Nunca se dirá hasta que punto son bestias
los burgueses!
Despues de esta historia, vino otra. Cada cual soltaba
su anécdota, su palabra, su frase; y cada relato era saludado con hurras, carcajadas, gruñidos, risas rabiosas, un salvajismo de entusiasmo que parecía querer comerse la b u r guesía. Huhiérase creído estar oyendo todos los odios i n s tintivos del arte, todos los desprecios, todos los rencores
todas las rebeliones de sangre y de raza del pueblo de los
talleres, todas sus antipatías profundas y nacionales alzarse
e n un clamor furioso contra ese monstruo cómico que s e conoce con el nombre de burgués, caído en aquella fosa de artistas q u e se repartían sus ridículos.
Y á cada paso repetíase el estribillo.
— ¡ N u n c a s e dirá hasta qué punto son bestias los b u r gueses!
— ¡ H o l a ! — e x c l a m ó Anatolio mirando entrar á Coriolis
q u e dejaba v e r u n aire mal disimulado He humor de perros
— ¿ E r e s tú?—añadió—¿Qué tomas?
—Nada...
Y Coriolis guardó silencio, tocando con las uñas, sobre
e l mármol de la mesa, junto á su amigo, un compás d e c ó lera.
— : Q u é tienes?—le preguntó Anatolio al cabo d e unos
instantes.
—¿Que
tengo?... Estaba con una mujer en l¿i Puer
ta d e San Martín... S e ha separado de mí á las diez... para
llegar á su casa á las diez y media... por que quiere c o n servar la consideración de su portero. .'Comprendes? ¡ E s o
me ocurre!
— ¡ Y a y a una g r a c i o s a ! . . . ¿Y quién es?—dijo Anatolio.
Coriolis no respondió, y tomando parte en una discusión
entablada en la mesa vecina, admiró al café por una d e f e n s a apasionada de la «momia,» con voces terribles una a r gumentación agresiva y violenta y un acento de contradicción vibrante, que molestaba, que hería. Sepultó el «betún»
c o m o a un enemigo personal, como á alguien del cual h u biera querido tomar venganza; y dejó á su defensor, el inofensivo y plácido Buchelet, aturdido, aplastado, no s a b i e n d o lo que había hecho presa en Coriolis, de donde venía
aquella súbita animosidad, tejante y febril, de pronto a p a recida en las palabras de su contrincante.
LUI
Algunas semanas despues de esta escena, Coriolis y
Anatolio, regresando de casa del almacenista de coloré)
Desforges, y sorprendidos en el Palacio Real por un c h a ¡>arrón de primavera, s e paseaban bajo las galerías e s p e rando el hn del chubasco. Dieron una vuelta, dos; l u e g o
Coriolis, a p o y á n d o s e c o n t r a la v e r j a del j a r d í n , p ú s o s e á
m i r a r d e l a n t e , con a i r e d i s t r a í d o y a b s o r t o .
L a lluvia s e g u í a c a y e n d o , u n a lluvia s u a v e , t i e r n a , p e n e t r a n t e , f e c u n d a d o r a . E l h o r i z o n t e , r a y a d o p o r el a g u a ,
t e n í a a l g o d e a q u e l azul violeta con q u e el p i n t o r imita la
t r a n s p a r e n c i a del cristal g r u e s o . E n a q u e l día d e n e u t r o
altinte líquido, el c h o r r o de a g u a p a r e c í a un r a m i l l e t e d e
luz b l a n c a , y el b l a n c o q u e vestía los n i ñ o s tenía la d u l z u r a
d i f u s a d e u n a r a d i a c i ó n . L a s e d a d e los p a r a g u a s g i r a n d o
en las m a n o s p r o d u c í a un r e l á m p a g o aquí y allá. 1.a p r i m e r a s o n r i s a viva d e la v e r d u r a c o m e n z a b a en las n e g r a s
r a m a s d e los á r b o l e s , en d o n d e c r e í a n v e r s e , cual p i n c e l a d a s , t o q u e s p r i m a v e r a l e s s e m b r a n d o ligeros tintes de ceniza
v e r d e . Y en el f o n d o , el j a r d í n , los t r a n s e ú n t e s , el b r o n c e
m a n c h a d o d e la C a z a d o r a , la p i e d r a y las escultui a s del
palacio, a p a r e c í a n e s f u m á n d o s e en u n a l e j a n í a m o j a d a , e m p a p á n d o s e en una n i e b l a de cristal, con t r a n s p a r e n c i a s suaves d e i m á g e n e s s u m e r g i d a s .
Anatolio, q u e e m p e z a b a á f a s t i d i a r s e v i e n d o á su c o m p a ñ e r o p l a n t a d o allí sin m o v e r s e , t r a t ó d e i n t r o d u c i r a l g u nas p a l a b r a s en su c o n t e m p l a c i ó n . Coriolis n o p a r e c i ó o i r l e .
A n a t o l i o , c o g i é n d o l e al fin p o r el b r a z o , le a r r a s t r ó hacia
un c o c h e del q u e b a j a b a g e n t e , á la e n t r a d a d e un p a s a j e
de la calle de Valois. Coriolis s u b i ó á él m a q u i n a l m e n t e , y
d e j ó c a e r en el silencio las p a l a b r a s d e A n a t o l i o .
— ¡ V a y a , v a y a , q u e r i d o ! — e x c l a m ó é s t e al c a b o de un
i n s t a n t e , lleno ya d e i m p a c i e n c i a — ¿ S a b e s q u e me vas h a c i e n d o el e f e c t o de un chiflado?
—¿Yo?—dijo Coriolis.
— T ú m i s m o . . . p o r e s a p e q u e ñ a . . . ¡Y p e n s a r q u e E u chelet la l o g r ó á la s e g u n d a s e s i ó n ! . . . ¡Buchelet! ¿Qué t e
parece?
— N o ha sido sólo B u c h e l e t — r e s p o n d i ó C o r i o l i s .
— ¡ A h ! — e x c l a m ó A n a t o l i o m i r á n d o l e . — E n t o n c e s . . . ¿qué
más quieres?
— E n t o n c e s . . . e n t o n c e s . . . — d i j o Coriolis con voz s o r d a .
Y d e t e n i é n d o s e con el e s i u e r z o del h o m b r e a c o s t u m b r a d o á g u a r d a r s u s p e n s a m i e n t o s , á e s c o n d e r sus e m o c i o n e s ,
á e n c e r r a r el c o r a z ó n en el p e c h o ,
— E n t o n c e s . . . M i r a , d é j a m e t r a n q u i l o , ¿eh? y h a b l e m o s
d e o t r a cosa.
C o m o a c a b a b a de decirlo á A n a t o l i o , Coriolis h a b í a s i d o
tan p r o n t o y tan fácilmente feliz cc mo el p e q u e ñ o B u c h e l e t .
P e r o a q u e l c a p r i c h o , q u e él c r e í a g a s t a r s a t i s f a c i é n d o l e ,
u n a vez s a t i s f e c h o , h a b í a s e inflamado. S e h a b í a c o n v e r t i d o
e n u n a e s p e c i e de apetito a r d i e n t e , i r r i t a d o , a p a s i o n a d o , d e
a q u e l l a m u j e r ; y d e s d e el s i g u i e n t e día, Coriolis se sintió
volver celoso d e a q u e l m o d e l o , del p a s a d o y del p r e s e n t e
d e aquel c u e r p o público q u e s e o f r e c í a al a r t e y s o b r e el
c u a l veía sin q u e r e r v e r l e s los ojos d e los d e m á s . C ó l e r a s
d e las q u e sus a m i g o s n a d a se explicaban le a n i m a b a n c o n t r a los q u e hicieran e x h i b i r s e á a q u e l l a m u j e r a n t e s q u e él
N e g a b a su talento, los discutía, h a b l a b a d e ellos con u n a inj u s t i c i a r e n c o r o s a , como d e g e n t e s q u e , tomándole p o r adelantado en s u s figuras a l g o d é l a belleza d e aquella m u j e r
le h a b í a n e n g a ñ a d o en s u s c u a d r o s .
P a r a q u i t á r s e l a á los d e m á s , h a b í a p e n s a d o en l l a m a r l a
todos los días, en t e n e r l a en el taller, sin necesitarla, u t i l i zándola poco ó n a d a como m o d e l o : p a g á b a l e s e s i o n e s en
q u e no d a b a más q u e a c u n a s p i n c e l a d a s . P e r o M a n e t t e
c o m p r e n d i ó p r o n t o a q u e l j u e g o , en el q u e veía una e s p e c i e
d e humillación; inventó p r e t e x t o s , faltó á citas de Coriolis,
p a r a ir á c a s a de o t r o s a r t i s t a s á q u i e n e s veía t r a b a j a r realm e n t e é i n s p i r a r s e en ella. Y e n t o n c e s comenzó p a r a C o riolis ese suplicio cuyo t o r m e n t o ha podido e s t u d i a r más d e
u n a vez el m u n d o de los talleres, el s u p l i c i o del h o m b r e
aficionado á u n a m u j e r q u e es poseída p o r las m i r a d a s d e
cualquiera.
— S í , eso e s — d i j o C o r i o l i s cuando l l e g ó , en el r o d a r del
c o c h e , al fin d e s u s p e n s a m i e n t o s , y como si se les h u b i e r a
confiado á Anatolio—eso es...
Y volviéndose n e r v i o s a m e n t e hacia él.
— E l m a r i d o q u e q u i s i e r a impedir q u e su m u j e r s e escot a s e p a r a ir á un salón del g r a n m u n d o , t r o p e z a r í a con men o s dificultades q u e yo p a r a impedir q u e M a n e t t e se q u i t e
la c a m i s a y s e d e j e v e r . . .
LIV
Coriolis h u b i e r a q u e r i d o q u e M a n e t t e le p e r t e n e c i e r a
p o r e n t e r o , que. viviese con él. Ella h a b í a r e s i s t i d o á s u s
súplicas, á sus p r o m e s a s . A n t e las p r o p o s i c i o n e s q u e la
hiciera, la d i c h a d e m u j e r q u e la h a b í a o f r e c i d o , la p l á t i c a
f a m i l i a r , u n a vida m i m a d a , v a r a alta e n la casa, el g o b i e r n o
d e su h o g a r de soltero, mucho le a d m i r ó e n c o n t r a r l a t a n
p o c o t e n t a d a . S e r í a su a m a n t e m i e n t r a s él q u i s i e r a ; m a s n o
quería renunciar á «su casita,» la casita que se había f o r mado con el dinero delsu trabajo. T e n í a en todo la idea d e
pertenecerse, de conservar su punto de libertad. N o c o m prendía la vida sino con la independencia, el derecho d e
poder hacer lo que se quiere, el permiso aun para las c o s a s
d e que no se tienen d e s e o s . Era una d e aquellas n a t u r a l e zas sombrías que guardan un carácter de lindo salvajismo
testarudo y no quieren lo que Ies es fácil lograr: á Coriolis
le pareció que retrocedía ante sus ofertas como un sagaz y
nervioso animal d e instintos libres que no quiere entrar e n
una jaula.
- Coriolis no veía ningún medio de vencer aquélla d e c i sión de .Manette de conservar su libertad. N o parecía a m biciosa. Para unirla á sí, no podía usar el recurso tan g a s tado en París por el amante rico con la muchacha, el r e c u r r o
de embriagarla de lujo, de placer y de todo lo que esclaviza
a un hombre las coqueterías y los sensualismos de una q u e rida. .Manette no tenía los pequeños sentidos g o l o s o s de la
mujer. De su raza, de esa raza sin borrachos, mostraba
la sobriedad, una especie de indiferencia por la bebida y la
comida. En cuanto á coquetería, no conocía más que la'de
su cuerpo. Carecía en absoluto de la otra. Por una extraña
excepción, era insensible á las alhajas, á la seda, al terciopelo a lo que pone el lujo en la mujer. Querida de C o r i o lis, había conservado su modesta manera de vestir de obren l l a honrada, de griseta. Llevaba vestidos de lana, pobres
p e q u e ñ o s chales imitando á los de cachemira, uno de arpíen o s atavíos limpios, de colores sombríos y de corte más q u e
modesto que ordinariamente envuelven la delgadez de las
modistillas. Por otra parte, la ropa sentábale mal: en su
admirable cuerpo, la moda siempre formaba falsos p l i e g u e s
como sobre un mármol. Muchas v e c e s , al pasar por dejármele un escaparate, Coriolis comprábale un traje de seda.
Manette le daba las gracias, se llevaba el vestido, y le encerraba por hacer en un armario.
Carecía paralelamente d e casi todos los g u s t o s de l a
mujer Era perezosa para desear las distracciones. N o l e
gustaba ni el placer, ni el teatro, ni el baile. La confusión
el movimiento, la vida agitada que necesitan los nervios de
la parisiense parecíanle una fatiga. Era menester que-otra
voluntad y no la suya la indujera á divertirse, y si se trataba
de una partida de campo, siempre estaba dispuesta á decir:
«IJespues de todo, mejor fuera que no fuésemos.» Su natu-
raleza apatica y sin capricho se contenuiba con saborear
una especie de tranquila dicha inmóvil. Parecía que había en
ella a l g o del humor casero y rumiante de esas mujeres del
Mediodía que s e alimentan y s e mecen con un cielo, un c l i ma de pereza. Viven en un sitio, sin moverse, en una serenidad de bienestar físico, en el armonioso equilibrio de una
posición semiadormecida, con ropa blanca y lina sobre la
piel; tai era toda su dicha, una dicha que podía darse con el
dinero que ganaba haciendo de modelo, y sin necesidad de
Coriolis.
LV
Como criollo, Coriolis tenía el corazón y los sentidos
del criollo.
En estos hombres ele las colonias, de naturaleza sutil,
delicada, refinada, que pone <*n los cuidados de su cuerpo,
en sus perfumes, en el aceite de sus cabellos, en su tocado,
una desnudez que sobrepuja las coqueterías viriles y casi
les saca de su sexo, en e s o s hombres de apetitos de capricho y de especias, á los que no gusta la carne, que s e a l i mentan de excitantes y de cosas azucaradas, hay, fuera de
las varoniles energías v de las cóleras a l g o salvajes, una
analogía tan grande con la mujer, tan íntimas afinidades con
el temperamento femenino, que el amor casi parece en ellos
el amor de la mujer. Estos hombres aman, más que los otros
hombres, con instintos de abnegación y de costumbre t i e r na, con el gusto de abandonarse y de sentirse poseído, una
e s p e c i e de necesidad de v e r s e acariciados, envueltos c o n t i nuamente en amor, enrollados por él, impregnándose en
sus dulzuras, perdiéndose en e l l a s e n u n a e s p e c i e de pureza,
d e adoración y de ligero servilismo feliz.
De ahí las predisposiciones naturales, fatales, del c r i o llo á la vida que mezcla al amante con la querida, á la vida
del concubinato. Coriolis no escapó de ellas, ( asi todas las
amistades de su juventud s e habían vuelto c a d e n í s . Y e n contraba sus antiguas debilidades ante aquella vulgar y
sencilla aventura, ante aquella mujer de una especie q u é
tanto conocía: ¡la modelo!
Y entonces se veía ligado por un afecto nuevo, que no
conoció con ninguna de sus otras queridas. A su amor se
unía el amor de su vida, el amor de su arte. El artista amaba con el hombre. Amaba á aquella n.ujer por su cuerpo,
quería renunciar á «su casita,» la casita que se había f o r mado con el dinero delsu trabajo. T e n i a en todo la idea d e
pertenecerse, de conservar su punto de libertad. N o c o m prendía la vida sino con la independencia, el derecho d e
poder hacer lo que se quiere, el permiso aun para las c o s a s
d e que no se tienen d e s e o s . Era una d e aquellas n a t u r a l e zas sombrías que guardan un carácter de lindo salvajismo
testarudo y no quieren lo que Ies es fácil lograr: á Coriolis
le pareció que retrocedía ante sus ofertas como un sagaz y
nervtoso animal d e instintos libres que no quiere entrar e n
una jaula.
- Coriolis no veía ningún medio de vencer aquella d e c i sión de Manette de conservar su libertad. N o parecía a m biciosa. Para unirla á sí, no podía usar el recurso tan g a s tado en París por el amante rico con la muchacha, el r e c u r r o
de embriagarla de lujo, de placer y de todo lo que esclaviza
a un hombre las coqueterías y los sensualismos de una q u e rida. .Manette no tenía los pequeños sentidos g o l o s o s de la
mujer. De su raza, de esa raza sin borrachos, mostraba
la sobriedad, una especie de indiferencia por la bebida y la
comida. En cuanto á coquetería, no conocía más que la'de
su cuerpo. Carecía en absoluto de la otra. Por una extraña
excepción, era insensible á las alhajas, á la seda, al terciopelo a lo que pone el lujo en la mujer. Querida de C o r i o lis, había conservado su modesta manera de vestir de obren l l a honrada, de griseta. Llevaba vestidos de lana, pobres
p e q u e ñ o s chales imitando á los de cachemira, uno de arpíen o s atavíos limpios, de colores sombríos y de corte más q u e
modesto que ordinariamente envuelven la delgadez de las
modistillas. Por otra parte, la ropa sentábale mal: en su
admirable cuerpo, la moda siempre formaba falsos p l i e g u e s
como sobre un mármol. Muchas v e c e s , al pasar por deianud e un escaparate, Coriolis comprábale un traje de seda.
Manette le daba las gracias, se llevaba el vestido, y le encerraba por hacer en un armario.
Carecía paralelamente d e casi todos los g u s t o s de l a
mujer Era perezosa para desear las distracciones. N o l e
gustaba ni el placer, ni el teatro, ni el baile. La confusión
el movimiento, la vida agitada que necesitan los nervios de
la parisiense parecíanle una fatiga. Era menester que-otra
voluntad y no la suya la indujera á divertirse, y si se trataba
de una partida de campo, siempre estaba dispuesta á decir:
« D e s p u e s de todo, mejor fuera que no fuésemos.» Su natu-
raleza apatica y sin capricho se contentaba con saborear
una especie de tranquila dicha inmóvil. Parecía que había en
ella a l g o del humor casero y rumiante de esas mujeres del
Mediodía que s e alimentan y s e mecen con un cielo, un c l i ma de pereza. Viven en un sitio, sin moverse, en una serenidad de bienestar físico, en el armonioso equilibrio de una
posición semiadormecida, con ropa blanca y lina sobre la
piel; tal era toda su dicha, una dicha que podía darse con el
dinero que ganaba haciendo de modelo, y sin necesidad de
Coriolis.
LV
Como criollo, Coriolis tenía el corazón y los sentidos
del criollo.
En estos hombres de las colonias, de naturaleza sutil,
delicada, refinada, que pone en los cuidados de su cuerpo,
en sus perfumes, en el aceite de sus cabellos, en su tocado,
una desnudez que sobrepuja las coqueterías viriles y casi
les saca de su sexo, en e s o s hombres de apetitos de capricho y de especias, á los que no gusta la carne, que s e a l i mentan de excitantes y de cosas azucaradas, hay, fuera de
las varoniles energías v de las cóleras a l g o salvajes, una
analogía tan grande con la mujer, tan íntimas afinidades con
el temperamento femenino, que el amor casi parece en ellos
el amor de la mujer. Estos hombres aman, más que los otros
hombres, con instintos de abnegación y de costumbre t i e r na, con el gusto de abandonarse y de sentirse poseído, una
e s p e c i e de necesidad de v e r s e acariciados, envueltos c o n t i nuamente en amor, enrollados por él, impregnándose en
sus dulzuras, perdiéndose en e l l a s e n u n a e s p e c i e de pureza,
d e adoración y de ligero servilismo feliz.
De ahí las predisposiciones naturales, fatales, del c r i o llo á la vida que mezcla al amante con la querida, á la vida
del concubinato. Coriolis no escapó de ellas, ( asi todas las
amistades de su juventud s e habían vuelto c a d e n í s . Y e n contraba sus antiguas debilidades ante aquella vulgar y
sencilla aventura, ante aquella mujer de una especie que
tanto conocía: ¡la modelo!
Y entonces se veía ligado por un afecto nuevo, que no
conoció con ninguna de sus otras queridas. A su amor se
unía el amor d e su vida, el amor de su arte. El artista amaba con el hoa.bre. Amaba á aquella n.ujer por su cuerpo,
por sus lineas, por uu tono que tenía e n un lugar de la piel.
La amaba co no si entreviera en ella una de aquellas d i v i nas soberanas del dibujo y del colorido de un pintor cuyo
encuentro providencial pone en los cuadros de los m a e s tros un tipo nuevo del «eterno femenino». La amaba por
sentir ante ella una inspiración y una revelación de su t a lento La amaba porque le ponía delante de los ojos e s e
Ideal de naturaleza, esa materia de obras maestras- esa
presencia real y viva del Bello que le mostraba su belleza
LVI
A fuerza de obstinación, de súplicas, de ardiente i n s i s tencia, C o n o h s acabó por obtener de Manette que fuera á
habitar con el. L e hizo tan feliz esta victoria co.no una conquista de su querida. Tenía su vida ya. T o d o lo que ella
hiciera se.-ia de'ante de él, bajo sus ojos. Le pertenecería
mejor y mas de c e r c a á todas, horas. S e r í a la mujer, la companera, que comparte con el domicilio la existencia de su
amante.
Sin embargo, -Manette, al instalarse en su casa, no quis o renunciar a su pequeño piso de la calle de la Higuera de
han Pablo. Coriolis veía en esto, por su parte, una idea de
desconfianza, una reserva de su libertad, la guardia de un
pie a tierra, la amenaza de no hacer aquello' eterno. L u e g o , aquel piso le desagradaba también por ser la causa de
las ausencias de Manette: bajo pretexto d e limpiarle v de
estar al i mientras lo blanqueaban, iba á pasar en él un día
cada ocho Pero, por más que hiciera, no pudo él decidirla a abandonar este capricho.
Lra pues, casi del todo suya. Habíala arrancado á sus
costumbres, á su interior. La habia acercado á sí por una
intima comunidad de vida; pero siempre a l g o de esta mujer
que estrechaba contra su pecho, le parecía pertenecer á los
demás: se exhibía. Su cuerpo estaba pronto para el cuadro
de un gran nombre del arte. Cuando trató de obtener de ella
el sacrificio de no mostrarse, el renunciamiento al orgullo
de aparecer desnuda y bella ante los hombres «pie pintan
ella le había «lieho sencillamente que aquello era imposible'
y su mirada, al decir esto, le había lanzado a l g o del desdén
del artista a quien se propusiera hacerse tendero. Él quiso
exigir, amenazar: ella se había erguido como mujer pronta
á la lucha; y ante el movimiento de rebelión que hiciera,
alborotando sus cabellos sobre las sienes con un rápido
paso de manos, Coriolis había retrocedido. Entonces la hipocresía de sus celos había recurrido á miserables medios
de mala fe, exclusiones de tal ó cual pintor, de camaradas
á quienes conocía y á cuyas casas no quería que Manette
fuese. Y de prohibiciones en prohibiciones, de e x c l u s i o nes en exclusiones, llegaba al ridículo de no permitirle más
que algunos viejos del Instituto. L u e g o , cansado de aquellas
estratagemas indignas de él, estallaba, abríase á Manette,
la confesaba sus falsas vergüenzas, sus torturas, las mentiras bajo las cuales sangraba su corazón; y envolviéndole
en súplicas, en palabras ardientes, en besos en que pasaba
la rabia de sus cóleras y de sus sufrimientos, la suplicaba
que aquello acabase.
Al cabo de cierto tiempo, Manette pareció sentir a l g u na piedad. Aun continuando obstinadamente sirviendo de
modelo y exhibiéndose donde quería, mostraba una e s p e c i e
de aparente condescendencia ante sus exigencias, parecía
acceder á ellas, haciéndole promesas, como se accede á lo
q u e pide un niño mimado que llora. Pero esta compasión
exasperaba los celos de Coriolis en vez de apaciguarlos.
Cuando Manette salía, una inquietud que se convertía
< n obsesión apoderábase de él de pronto. Llegaba corriendo al taller de un conocido en que suponía estaría ella, y
cerrando tras sí la puerta como un agente de policía que
persigue á una loreta, inspeccionaba todos los rincones del
taller, urgaba, buscaba, y cuando todo lo había mirado sin
encontrar nada, huía, para ir á visitar á otro pintor. S u
manía era conocida, v ya no causaba risa. Bajas envidias
de saber apoderábanse de él: pensaba en los hombres de la
»•alie de Jerusalém, de los cuales habíasele hablado, que
siguen á una mujer por cinco francos dados por el marido
que sospecha. En los talleres de los amigos, deteníase ante
dibujos, esbozos que le ponían bruscamente el fruncimiento
d e una arruga en mitad de la frente, y ante los cuales p e r manecía en una absorción rabiosa. Uno de ellos había tenido la delicada piedad de comprenderle; había retirado un
estudio que Coriolis, siempre que iba, miraba dolorosainente, con ojos amargos. Pero había en otras paredes
otros estudios que atormentaban la mirada de Coriolis, que
le daban en pleno rostro con la publicidad de su querida.
La encontraba en todas partes, siempre, y aun donde no
estaba; p o r q u e poc<» á poco s e había hecho en él una i d - a
fija, una locura, una alucinación, el querer verla en lienzos,
en lineas para las cuales no se había exhibido; todos los
cuerpos acababan por no mostrarle más que aquel cuerpo
y todas las desnudeces le herían, como si fueran todas la
desnudez de aquella sola mujer.
Su sangre se alborotaba al pensar que s e g u í a exhibiéndose. N o la había sorprendido, nadie s e lo había dicho.
I odos sus amigos guard iban en torno de él el secreto de
su querida. Mas cuando la decía: «¿Has estado en casa de
t ulano?» ella le contestaba con un « N o » que le daba g a n a s
de matarla, y que aún prefería á un sí.
LVII
Comían. A Coriolis le pareció que Manette tenía prisa
p o r acabar. Servidos los postres, levantóse de la mesa fué
a su aposento y v o l v i ó de él con su chai y su sombrero.
Coriolis creyó ver no s é qué esmero en su atavío. Notó q ú e
su sombrero era nuevo.
T u v o g a n a s de preguntarle á donde iba. «Ella me lo
dirá,» pensó luego.
Ante el espejo, Manette arreglaba los ajustes «le su
sombrero, daba aire á su nudo de cordones, alisaba con el
dedo sus cabellos sobre las sienes, hacía aquel lindo m o v i miento de las mujeres que miran, volviéndose, si su chai
cuya punta alzan con el talón de sus botinas, cae bien.
Coriolis la miraba, interrogaba á su espalda, á su chai,
y toda clase de pensamientos atravesaban su cerebro
h-n la cabeza tenía como el zumbido de esta idea- « ; A
donde ya?»
Esperaba á que Manette acabase.—¿A dónde vas^—Tema su frase pronta en los labios.
Manette «Jió un g o l p e c i t o en una arruga de su vestido.
— M e voy—dijo sencillamente.
Coriolis no tuvo valor para murmurar una palabra. L a
o y ó hacer en la antesala el ruido de la mujer que se a u senta, hablar a los criados, volver por última vez, c e r r a r l a
puerta... S e había marchado.
Dejó la pipa s o b r e la mesa, delante de Anatolio que le
rmaba sorprendido, v o l v i ó á cogerla, «lió dos chupadas,
tumo a dejarla encima de un plato, y, bruscamente, c o g i ó
norsombrero y se e c h ó á la calle.
Manette estaba á unos quince pasos de la casa. Andaba
con alguna prisa, con un aire á la vez distraído y recogido,
sin mirar á ninguna parte. Entró en la calle de Hautefeuille: no iba á casa de su madre. Pasó por delante de un
punto de c o c h e s de la plaza de San Andrés de las Artes; no
se detuvo. T o m ó por el puente de San Miguel, por el
puente del Cambio. Coriolis la seguía. H u b o un momento
en que un hombre s e puso á andar detrás d e ella, hablándola en e l cuello: ella pareció no oirle. Coriolis hubiera
querido que mostrara sentirse más insultada. En la e s q u i na d e la calle de Rambuteau compró un ramillete de violetas. Coriolis tuvo la idea de que llevaba aquello á un amante; vió el ramillete en poder de un hombre, sobre una c h i menea, en un vaso de agua. Manette tomó por la calle d e
S a n Martín, la de los Areneros, la de Vaucansón, la d e
\ olta. Rostros de mujeres y de hombres pasaban que á
Coriolis parecieron judíos, y á los q u e Manette hacía al
pasar un pequeño saludo. D e repente, al salir de la «le
Vertbois, dió vuelta á la esquina de una ancha calle a p r e tando el paso. Entró por una puerta encima de la cual había
una bandera tricolor, que Coriolis no vió entonces. El joven
entró tras ella, y, al cabo de unos pasos, s e encontró en un
pequeño patio extraño, un «patio» ( i ) de casa de Oriente,
una e s p e c i e de claustro alhambresco: Manette no estaba
allí.
I uvo el sentimiento de una pesadilla, de una alucinación
e n pleno París, á pocos pasos del bulevar. Le pareció d i s tinguir una puerta con puntos de luz en el fondo. F u é á
esta puerta; entró; en un salón sombrío, distinguió un gran
candelero en torno del cual cabezas «le hombres y de m u j e res con tocas negras, con valonas de encaje, salmodiaban
sobre g r a n d e s libros, con v o c e s .nocturnas, cánticos de t i nieblas.
Estaba en la s i n a g o g a de la calle de Nuestra Señora de
Nazareth.
l ' n a luz alumbraba una tribuna abierta: la primera mujer á quien vió allí fué Manette.
Respiró, y lleno de la alegría de no sospechar ya, con
el corazón aligerado de un gran peso, súbitamente dichos«»
con la dicha del hombrc.de quien huye un mal pensamiento, dejó que todo lo que había de libre en él se sumergiera
{1} Asi en el o r i g i n a l .
suavemente en aquella media noche, en aquel murmurador
zumbido de un pueblo q u é reza, en el misterio ondulante y
acariciador de aquellos semiruidos y aquellas medias luces
que, identilicándose, casándose, penetrándose, parecían
cantar en voz baja en la s i n a g o g a como una suspiradora y
religiosa melodía de claroscuro.
S u s ojos se abandonaban á aquella sombra crepuscular
procedente de lo alto y teñida por el azul de los cristales
que la tarde atravesaba; avanzaban hacia los fulgores de la
moribunda policromía borrosa de las paredes sombreadas
y sennocultas, á los rosados reflejos de las lámparas y las
bugias que.ardían aquí y allá en el n e g r o de las tinieblas
a los pequeños toques de blanco, que estallaban, de un
banco a otro, en la lana d e un «taleth». Y su mirada se o l vida en algo semejante á la visión de un cuadro.de k e m brandt que se pusiera á vivir y cuya fiera noche dorada s e
animase. V olvía á la tribuna, á las figuras de mujeres, á
aquellas cabezas que, bajo las grandes negruras hijas de la
•sombra, ya no parecían cabezas de parisienses, sino q u e
semejaban retroceder al Antiguo Testamento. Y por i n s tantes, en el murmullo de las plegarias, oía surgir trinos d e
silabas guturales que le llevaban al oído sonidos de leíanos
J
países...
L u e g o , poco á poco, entre las sensaciones despertadas
e n el por aquel culto, aquella lengua, que no eran ni su
lengua ni su culto, aquellas oraciones, aquellos cánticos,
aquellos rostros, aquel medio de un pueblo extranjero y tan
lejano de París en París mismo, se deslizó e n Coriolis el
.sentimiento, primero indeterminado y confuso, de algo s o bre lo cual aún no s e había decidido, de a l g o que hasta entonces había para él existido como si no existiere, v como
s. ignorase que existiere. Era la primera vez q u e le ocurría
ver en-Manette una judía, sin embargo de s a b e r desde el
primer día que lo era Y con la idea esta, remontábase á
recuerdos de los cuales no tenía conciencia, á p e q u e ñ o s
nadas de Manette que no le habían sorprendido en el m o mento y que entonces reaparecían ante sus ojos. S e acordaba de que en cierta ocasión había llevado al taller un pan
sin levadura; luego cómo una noche, subiendo detrás d e
ella, de repente, en mitad de la escalera, dejara ella la vela
sobre un escalón, sin querer, hasta la puesta del sol del
siguiente día, tocar á nada que fuese fuego.
"i conforme recordaba, encontraba en ella la judía, y s e
desprendía de él, del fondo del hombre y del católico, de
los instintos del criollo, de aquella sangre orgullosa que
hacen las colonias, una impresión indefinible.
LVIII
— ; A h ! Garnotelle ha estado aquí,—dijo Anatolio á su
a m i g o . — C r e o que deseaba hablarte .. ¿Y sabes que el tal
Garnotelle empieza á oler mal? H e m o s tenido una pequeña
riña... ¡oh¡-sin pasar á mayores... ¡Es que resulta muy bestia que haga el señor conmigo!... Cuando s e ha sido c o m o
nosotros... ¿Te acuerdas del taller?... ¡Esto es demasiado!...
Me dijo, tomando asiento, con a i r e . . . va sabes, con un aire
perdido en obras maestras, con su voz lánguida: «¿Sigues
siempre con la pintura?» «¿Y tú?» le dije y o . . . Y luego, ¡le
cogí, voto á S a n ! . . . «¿Continúas frecuentando el gran mundo?... ¡El Rafael de la corbata blanca!... ¡Ah! he visto un
retrato d e mujer hecho por ti... Muy bien hecho, en v e r dad... aquella portera seráfica llamando á la.puerta del Paraíso...» «¿Siempre has de ser bromista?» «¡Qué quieres!
yo no tengo g e n i o . . . y me he de consolar...» «¿Y qué tal
d e trabajo, mi pobre Bazoche.» «¡Su pobre!» «¡Ah! ¡trabaj o ! — l e dije.—¡Más de lo que quisiera! V o y á tomar o b r e ros... H e de hacer todos los retratos del Tribunal de C o mercio... ¡Bellas cabezas!... Y luego, tengo una idea de
cuadro... .Si con este no triunfo, si no impresiono al público, al verdadero público, al tuyo... O se e s ó no s e es espiritualista, ¿no te parece? P u e s ' b i e n , he aquí mi cuadro. E s
un niño, un niño á quien s e ha dejado solo, y que se va á
quemar con cerillas químicas... A su lado está su ángel de
la guarda, que le c o g e las cerillas químicas y le da otras
sin cabeza... ¡Salvado, Dios mío!... Y pintaré esto con el
corazón, como lo que tú pintas... ¡Ah! ¡no se escapó ileso
e s e polluelo del Instituto! Estaba verde, lo cual no fué obstáculo para que me dijera al marcharse que celebraba h a berme encontrado siempre el mismo, tan joven, el Bazoche
d e los buenos tiempos...
— ¡ O h ! ya sabes, y o . . . Garnotelle... Nunca me inspiró
gran simpatía... L e trataba más bien por ti, que eras su
íntimo... Además, s e portó bien conmigo cuando la Exposición... y no quisiera enfadarme...
— N o temas... tú e r e s un hombre, tienes una posición...
Garnotelle no se_enfadará nunca c o n t i g o . . .
Y Anatol,O volvió al ejercicio que había suspendido al
• ° r n ° a l a n z a r c o n u n a a b a t a n a guisantes
secos a Bermellón, que, en lo alto del taller, gruñía sobre
un madero negándose á bajar. Anatolio insistía, enviábate
guisante tras guisante, como un hombre que se vengara de
una humillación en un amigo intimo. El mono gesticulaba
amenazaba, se sacudía bajo los disparos como un animal
mojado despedía pequeños gritos de molestia enseñando
los dientes, y su colera acababa por tener cólico
En esto entró la criada con una carta para Coriolis
—¡Atención, Manette!... ¡Apuesto á qué es de una m u Í T ¡ Z ? J O A n a t ° l l 0 u a Manette que, por respuesta, e n c o g i ó se ligeramente de hombros.
^
, , ~ ' T o n ? a . ' s i e s s " y a . . . de Garnotelle!—dijo Coriolis —
Me invita a ,r ver su capilla de la Iglesia de San Maturiño
que se descubre mañana...
'
—¿Irás?
ir..r^re¿erUía!a.rta "
Calur
°3a-
puedo, dejar de
—¡Qué malicioso e s con su capilla!... Ha sentido, en su
r , e n V r R ° m a ' q u e n ° t i e n e a í » a " a s para la' gran
pintura... la que se arriesga en plena exposición junto á
Wioscamaradas
y tiene su saloncito... Además, e s
comodo decir que la luz era mala, que la disposición arquitect mica no permitió ser sublime, que se ha hecho una c i s a
insípida para la edificación de los fieles, y gris para que no
resulte la obra chillona en el momento. Por otra'parte naSa
de publico... Amigos, invitados .. ¡Es soberbio!... ¡Malicioso Garnotelle!
'
Al siguiente día á la una, Coriolis llegaba á la puerta
de la pequeña iglesia, en el viejo barrio pobre admirado
conmovido por los carruajes burgueses y ios fiacres p a a bres
n 3 a t - V f r j a ' a , a d ° d C l 0 S e s c a l o n e s , por los h o m bres bien vestidos y las mu eres elegantes. En la iglesia
la pequeña capilla estaba llena de gente. Veíanse allí f S
m 1 C O S , ' P e r s o n a J e s de la Fábrica, ancianos de
corbata blanca, con los lentes sobre las pechinas, mujeres
Z
fíTCaS,
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profesoral y
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J J ! ? r U G > íl u = ? í a b a d e f r a c ' avanzó al encuentro de
miento«'
^ í ^ 0 ' h '' Z ° l e V C r t 0 ( , 0 s ^ comparrimlentos por el decorados, le pidió su parecer, solicitó su
C
severidad sobre todo lo que le pareciera incompleto en su
obra. Coriolis le hizo dos ó tres críticas: Garnotelle las
aceptó. Llegaban señoras. R o g ó á Coriolis que le esperase,
guió á las damas y volvió á él. Salieron juntos. Y, en el
camino, Garnotelle fué cordial, casi afectuoso. Se quejó del
alejamiento que engendra la vida, de la frialdad de su vieja
amistad del taller, de la rareza de sus encuentros. Hizo á
Coriolis esos cumplidos de buen muchacho, algo brutales y
como involuntarios que llegan al corazón de un talento. L e
indicó un artículo laudatorio que Coriolis no había leído.
Representó el hombre sencillo, franco, abandonado, llegó
hasta á felicitar á Coriolis por tener en su casa, á su lado,
la alegría de aquel bravo mozo de Anatolio, recordó las
leyendas de casa de Langibout, las farsas, las risas, las mil
ocurrencias... Y , haciéndose el Garnotelle que fuera, llegó
á serlo de pronto.
Coriolis acababa de comprar londres é iba á pagarlos.
Garnotelle cogió uno de la caja, diciéndole:
— Y a lo sabes, soy un cochino.
Coriolis no pudo menos de reir. Volvía á ver al hombre
ac istumbrado á ocultar sus pequeñas avaricias convirtiéndolas en bromas, á adelantarse y parar con una fanfarronada la fanfarronada de los otros, á cubrir su ratería con
cinismo; al Garnotelle que, rico y ganando dinero, s e g u í a
diciendo: «Yo, ya lo sabes, soy un cochino,» y continuaba,
proclamándose avaro, haciendo bravamente en la vida todas
las pequeñas economías de la avaricia.
LIX
Manette se asemejaba á las judías de París. En ella, la
judía estaba casi borrada; poco á poco habíase olvidado,
perdido, gastado con el roce de la vida de Occidei (te, de
los medios europeos, al contacto de todo lo que fusiona una
raza desterrada en un pueblo absorbiente, antes de tocar á
las facciones y de alterar por completo el tipo de esta
raza.
Por encima de la orienta', había, en su persona, una
parisiense. De sus languideces indolentes, despertábase en
ocasiones con pilladas. Instantes había en que su bella cabeza morena se animaba con la ironía de un hijo del arrabal; y en el desprecio, la cólera, la burla, pasaban de
p r o n t o , p o r la p u r a y t r a n q u i l a e s c u l t u r a de su s e m b l a n t e
a i r e s d e t e m e r i d a d y d e p e q u e ñ a resolución r a b i o s a , la
malevolencia d e las m a l a s c a b e c i l l a s en los b a r r i o s p o b r e s n u b l e r a s e d i c h o , en c i e r t o s minutos, «pie la calle se m o s t r a b a y a m e n a z a b a en su r o s t r o .
Con esta e x p r e s i ó n e s t a b a p i n t a d a en un r e t r a t o q u e
h a b í a q u e r i d o llevar á Coriolis; s i n g u l a r r e t r a t o en el cual
en un c a p r i c h o d e a r t i s t a , su p r i m e r a m a n t e la h a b í a r e í
p r e s e n t a d o vestida de chicuelo, con una g o r r i l l a en la c a b e za, la blusilla al h o m b r o , el dedo en el g a t i l l o d e u n a esc«>p e t a d e caza, m i r a n d o p o r e n c i m a d e u n a b a r r i c a d a , con
m i r a d a a t r e v i d a y homicida, la m i r a d a de un mamón d e
q u i n c e anos, r a b i o s o y frío, ( | u e busca ün oficial p a r a d e r r i b a r l e . L a p i n t u r a i m p r e s i o n a b a : , q u e d a d a en los o j o s en
la c a b e z a , a q u e l l a m u j e r con blusa, en medio del a r r o y o y
q u e p a r e c í a el g e n i o del motín en t r a j e d e T i t í .
' '
Coriolis d e t e s t a b a e s t e r e t r a t o . N o s ó l o e n c o n t r a b a en
el el r e c u e r d o p u n z a n t e d e o t r o h o m b r e ; r e c o n o c í a allí á
p e s a r s u y o y q u e r i é n d o s e l o n e g a r , un p a r e c i d o malo, u n a
e x p r e s i ó n d e a l g o q u e no le g u s t a b a v e r , y q u e p a r e c í a
p o n e r s e e n t r e él y M a n e t t e , c u a n d o m i r a b a á M a n e t t e d e s p u é s de m i r a r el lienzo. E n vano h a b í a t r a t a d o de «lecidir
a M a n e t t e a s e p a r a r s e de él, á q u e se lo d i e r a a su m a d r e
L a j o v e n d e c í a «,ue le q u e r í a p a r a sí. E n t o n c e s i n t e n t ó
h a c e r un r e t r a t o de ella, p a r a o l v i d a r aquel; p e r o s i e m p r e ,
d e t e n i é n d o s e d e p r o n t o , h a b í a d e j a d o los lienzos e s b o z a d o s
A v e c e s le o c u r r í a v o l v e r á ellos. S e d e t e n í a en la a n i m a ción y el c a l o r d e un t r a b a j o , i b a á uno d e s u s bocetos, le
c o l o c a b a en el t r a v e s a n o del caballete v, con la p a l e t a en
la m a n o y a c a b e z a a l g o i n c l i n a d a de l a d o s o b r e su t i e n t o ,
miraba a Manette.
Cabellos c a s t a ñ o s r e v o l o t e a b a n s o b r e la f r e n t e de ésta
u n a f r e n t e c i l l a q u e huía p o r su p a r t e s u p e r i o r . Ba¡o c e i a s
muy a r q u e a d a s , d i b u j a d a s con la c l a r i d a d d e un t r a z o y d e
una pincelada, t e n í a los o j o s h u n d i d o s y a l a r g a d o s , ojos en
cuyo e x t r e m o se o c u l t a b a la m i r a d a , m i s t e r i o s o s o j o s a z u les q u e , en a fijeza, i n t r o d u c í a n , con su pupila c o n t r a í d a v
«jhica como la c a b e z a de un alfiler n e g r o , n o se s a b í a q u é
<Ie p r o f u n d o , d e t r a s p a s a d o r , d e c l a r o y d e a g u d o . Bajo la
palidez calida d e su tez, t r a s l u c í a s e a q u e l r o s a d e la s a n g r e q u e p a r e c e f l o r e c e r y e m p a s t e l a r d e c a r m í n las mejillas
d e las judias, e s e f u l g o r r o j o en lo alto d e los p ó m u l o s s e m e j a n t e a lo q u e r e s t a l u e g o de e n j u g a r s e d e lo q u e u n a
I i
actriz se p o n e bajo el ojo. T o d o el rostro aquel, la frente
hundiéndose á raíz de la nariz, ésta delicadamente arqueada, las ventanas empinadas, mostraba un modelaje cincelado de rasgos. L a boca, fruncida y arrugada, ligeramente
caída de los lados y desdeñosa, semiallojada, hacía pensar
en la boca respirante, soñadora, casi dolorosa, de los muchachos en los bellos retratos italianos.
Coriolis quería pintar esta cabeza, esta fisonomía con
lo que en ella veía de otro país, de otra naturaleza, el encanto perezoso, raro y fascinador, de aquella sensualidad
animal que el bautismo parece matar en la mujer. Quería
pintar á Manette en una de aquellas actitudes suyas, cuando, con la barba apoyada en el revés de su mano puesta
s o b r e el respaldo de una silla, el cuello estirado, v a g a l a
mirada, mostraba coqueterías de cabra y de serpiente,
como las otras mujeres muestran coqueterías d • gata y de
paloma.
— ¡ A h ! tú—acababa él por decirla soltando la paleta—
tú eres como la flor que los que hacen acuarelas llaman la
«desesperación de los pintores.»
Y sonreía. Pero su sonrisa era de contrariedad.
LX
Una noche, á su r e g r e s o , Coriolis encontró á Manette
acostada. Todavía no dormía, pero estaba en ese primer
entorpecimiento en que el pensamiento empieza á soñar.
Con los ojos aún a l g o abiertos é inmóviles, le miró, sin
moverse, sin pronunciar palabra. Coriolis tampoco habló:
volviéndole la espalda, púsose á fumar junto á la chimenea
con ese aire que tiene por detrás el mal humor de un hombre enfadado por una mujer.
L u e g o , de pronto, con un brusco movimiento, tirando
el cigarro á la lumbre, se levantó, se acercó á la cama, cog i ó por el respaldo una sillita dorada sobre la cual habían
caído el traje y las enaguas de Manette. Ésta no s e movió.
S e g u í a con aquella mirada q u e miraba y soñaba, con aquellos ojos tranquilos y fijos que nadan á medias en la dicha
y la paz del sueño. S u cabeza, a l g o vuelta sobre la almohada, mostraba la línea de su rostro fugitivo. L a luz de una
lámpara con pantalla colocada encima de la chimenea moría
sobre la dulzura de su perfil perdido; sus facciones expira-
ban bajo una c a n e a de sombra en que sólo s e dibujaban
dos pequeños toques de luz semejantes á la húmeda huella
de un beso: la parte inferior del párpado reflejándose en lo
alto de la pupila, la rosada parte inferior del labio superior
mojando los dientes con un reflejo de perla; y bajo la ropa
su cuerpo se adivinaba, obscuro y encantador c o m o s j
rostro, velado y dulce, todo recogido y apelotonado en su
g r a c i , nocturna, como si hasta durmiendo se exhibirá
Ante aquel lecho, ante aquella mujer, Corioiis permaneció mudo; luego su mano soltó la silla, y el palo de ésta
que había oprimido su mano, cayó roto sobre la alfombra'
. A 1 S ' ^ ' ^ d . a , arreglando la ropa de Corioiis, q u e
aun no s e había levantado, Manette encontró entre ella una
..ograf.a de mujer d e s n u d a , - q u e era ella m i s m a - u n a
i.irjeta q e se había dejado hacer, pensando que Corioiis
nada s a b n a . S e explicó la rabia de su amante, v o h i ó á
e Sta , a a , , U e l , e t r a t
t o X c ^
° >* e s ' " r ó - P i a r a d a í
todo. Comenzo, para estar pronta á marcharse, á ordenar
a escondidas su ropa, todos sus chismes. Pero Corioiis parecía haber olvidado que la joven estaba allí; huhiérase
I Z " 2 T T a V' í a - , 3 U r a n t " d a l m U C r z ° n o <H Í 0 ""a p a labra. A la hora de comer, puso el periódico delante de la
copa y leyó mientras comía... Manette esperaba, muda
impaciente, o tendida y humillada por aquel silencio, con
mordiscos de labios, con aquella mirada que en ella á K
menor contrariedad, se cargaba de implacabilidad, con'toda
aquella malevolencia de mujer en que sabía envolverse v
que esparc¡a en torno suyo para hacer brotar el choque
y la centella de una explicación.
• ,Ue
—¿Quién te ha dado esto?—díjole de pronto Corioiis
regresando de su aposento, á donde había ido á ? b u s c Í
Y le mostraba una monedita de oro que había recogido
en el desorden de sus cachivaches, sacados de los a r m a !
- — — r e s p o n d i ó M a n e t t e — E r a y o muy p e q u e ña
Mama me levaba á los talleres para los Niños J e s ú s .
Era rubia, s e g ú n parece, en aquella é p o c a . . . ¡Ah! sí
me
agarre a la cadena de un caballero, á la cadena de su' e IOJ... y entonces...
— E s e caballero era y o , — d i j o Corioiis.
—¿Tú? ¿De veras? ¿tú?
Y los ojos de Manette claváronse en el suelo. Perma-
necio un instante seria, sin decir una palabra. Por su c e r e bro cruzaban pensamientos. Hubiérase creído que veía
con sus ideas de oriental, como la voluntad divina de una
fatalidad en aquel lazo de su pasado y aquellos esponsales
tan lejanos de su unión.
— ¡ E l ! — r e p i t i ó s e á sí misma.
Y sus miradas iban casi religiosamente de la moneda
d e oro á Corioiis y de Corioiis á la moneda de oro, desmesuradamente abiertos, admirados y vencidos.
L u e g o s e alzó lenta, gravemente; y yendo con una esp e c i e de solemnidad á Corioiis, pasóle los brazos por d e trás del cuello, y levantando a l g o su cabeza, con gr.'n
•dulzura, le dió el beso de seda de sus labios en el oído para
decirle:
'
— ¡ N u n c a más!... T e lo prometo...
nadie!...
¡Nunca más!
¡para
"
LXI
El cuadro «El Baño turco» estaba por completo terminado. A m i g o s , conocidos y críticos fueron á verle, y todos
admiraban, s e extasiaban. El lienzo arrancaba gritos á unos
folletones á otros. « — A q u e l l o era un acierto, era s o b e r bio... Verdadera carne... ¡admirable!... Hacía calor en el
c u a d r o . . . Estaba dibujado con la propia luz... E l famoso
colorista Fulano estaba aplastado». S ó l o esto s e oía. Algun o s miraban por espacio de un cuarto de hora, é iban lueg o á estrechar las manos de Corioiis con una fuerza r a b i o s a que hacía daño en los huesos de los dedos.
A todos los cumplidos, Corioiis se limitaba á co testar:
— ¿ E s vuestra opinión?
Y nada añadía.
Cuando estaba fuera, sentándose en los lügares en que
hacía sol, permanecía cuartos de hora con ios ojos fijos en
un trozo de cuello, en una parte del brazo de Manette en
un sitio de su carne sobre el q u e daba un rayo. Estudiaba
la piel, las mallas del tejido reticular, ese fuego v i v o y brillante sobre la epidermis, e s e salpicamiento expléndido de
a luz, esa alegría que corre por todo el cuerpo que la
b e b e , esa llama de blancura, ese maravilloso color de vida
junto al cual palidece aun el «Antiopes» del Corregio
ese
1
triunfo de carne.
— O y e , Chassagnol—dijo un día volviéndose hacia el
diván en que el noctámbulo s e entregaba, cuando iba, á
pequeñas siestas—¿qué opinas acerca de la luz del Norte e n
la pintura?
—¿Eh? ¿cómo? [¡Ah!... ¡la luz del Norte!... pintura...
¿Eh?—gruñó despertándose Chassagnol—¿Qué dices? ¿Qué
preguntabas?... ¿Que qué pienso de la luz Norte? Nada...
¡Ah! ¿la luz del Norte?... Pues bien, la luz del N o r t e . . . ¡Todos los talleres, luz del Norte! ¡Todos los artistas, luz del
Norte! ¡Todos los cuadros, luz del Norte!... ¿Mi parecer?
¡Mi parecer! ¡Aun cuando le gritara á los cuatro vientos!...
Bien, ¿y qué? ¡ L a s ideas adquiridas, querido, las ideas a d quiridas! ¡Cómo! sois pintores, e s decir un montón de pobres infelices, de enfermos, con todos los trabajos del mundo para atrapar la naturaleza en su poder deslumbrante...
N o hay que decir que siempre quedáis por bajo del tono...
Pues bien, cuando tal necesidad tenéis de distinguiros...
¡Cómo! para hacer color, para aclarar la p i d , la" tela, n o
importa qué, para hacer ver algo, ¡jara pintar, en fin,
¡para pintar!... tomáis una luz... ¡ese cadáver de luz!... un
día purificado, clarificado, destilado, en el q u e nada queda
y a , nada del anaranjado del brillo del sol, nada de su o r o . . .
a l g o ya filtrado... ¡ E s o es pálido, e s o e s gris, e s o es frío,
e s o está muerto!... Y luego, la luz del Norte de París, ¡la
luz de París! un crepúsculo, un resplandor de eclipse, una
reverberación de paredes sucias... ¿Eso e s luz? ¡Que g r a cia que hacen las teorías, las banalidades, la necesidad de
una luz neutra de una luz «abstracta», ¡Una luz abstracta!
Y luego, el sol descompone el dibujo... está q u í m i c a mente demostrado... Además... además... Dicen también
que eso deja en libertad á los coloristas, que el colorista
es siempre colorista, que se pinta lo que s e vió, no lo
que s e ve; que el color es una impresión encontrada...
¡qué s e y o qué más! un montón de razones... Pardiez,
claro está que un señor que nada de esto tiene en la m a s a de la sangre, no encontrará relámpagos en su paleta
ni aunque se le ponga delante al R e g e n t e en una luz de
Bengala... P e r o respondo de que un gran pintor que pinte
con una luz viva, un pintor que pinte en un sol v e r dadero, en un día coloreado por el sol, en la luz n o r mal, en fin, verá y pintará otra cosa que si pintara en e s e
lindo pequeño frío de luz, en e s e matizado mixto y sin b r i llantez... E s t o e s tal vez lo que ha hecho la superioridad d e
l o s paisajistas... Estos pintan, ó al menos esbozan e n plena
luz la naturaleza... ¡Ah, querido! tal vez, si se supiera la
disposición de los talleres del Renacimiento... Mira, los artistas italianos... Desgraciadamente, no hay ningún documento justihcatorio... Oye, ¿te figuras... tomemos á los
g r a n d e s hombres, al Veronés y el T i c i a n o , si q u i e r e s p o r
ejemplo... te figuras que pintaban en las condiciones q u e
hoy s e pinta, y tan contra natura?... ¿Sabes una cosa tú
una cosa que y o he descubierto? Y he de advertirte q u é sí
otro hubiera escrito esto en un libro habría entrado en e l
Instituto... Pues es que Rembrandt, mi maestro y el Dios
del color— lijo Chassagnol d e s c u b r i é n d o s e — e s que R e m brandt tenía un taller en pleno mediodía... Me parece estarle viendo... con j u e g o s de cortinajes hacía la luz que
d e s e a b a . . . Pero ¡mira todos sus cuadros! ¡Es evidente « ue
aquel hombre hacía servir de modelo al Sol!
—¿Acaso el taller de Delacroix, situado en la calle de
h urstemberg, no está al mediodía?
Chassagnol hizo un ligero movimiento que parecía indicar la poca importancia que concedía á aquel detalle.
Al siguiente día, Coriolis tenía albañiles en una eran
habitación- de que disponía en lo alto de la casa y que miraba contra el norte. L o s albañiles convirtieron la ventana
en un ventanal de taller.
Y allí, a l g u n o s días despues, el joven volvía á trabajar
e n el cuerpo de una odalisca, con arreglo al cuerpo de Manette, a la luz del sol.
LXII
Fiel á la promesa que había hecho á Coriolis, Manette
ya no visitaba á los demás pintores.
Cuando Coriolis salía y ella sabía que tardaría a l g u n a s
h o r s s en volver, quedábase inmóvil mirando el reloj, e s p e rando durante cierto tiempo, que contaba. L u e g o , levantándose, iba á la puerta del taller cuya llave quitaba y sacaba de un cofre pequeños haces de madera de enel ro, que
e c h a b a en la estufa, mirando á su alrededor como una niña
q u e esta sola y hace una cosa prohibida.
Comenzaba á descalzarse, pero suavemente, poco á
p o c o , con una lentitud en que ponía como una p e r e z o s a y
prolongada coquetería, escuchando complaciente el c r u g i d o
la s e d a (le s u
m
edia,
que arrancaba con dulzura de su
p i e r n a . D e s p o j a d a d e las medias, tftmaba u n o t r a s o t r o e n t r e sus m a n o s sus dos pies, u n o s pies d e o r i e n t a l , q u e p a r e c í a n o t r a s m a n o s en sus m a n o s ; l u e g o , volviéndolos al
suelo, s e p u l t á b a l e s , a l z á n d o s e , en la a l f o m b r a d e E s m i r n a ;
la p u n t a d e sus r o s a d a s u ñ a s b l a n q u e a b a , y un poco d e c a r n e s e e l e v a b a p o r encima d e ellos. L e v a n t a n d o e n t o n c e s s u
e n a g u a con las d o s m a n o s , M a n e t t e se i n c l i n a b a , y p e r m a n e c í a a l g ú n t i e m p o m i r a n d o p o r b a j o d e ella sus pies d e s n u d o s y su l a r g o p u l g a r , a p a r t a d o c o m o el p u l g a r d e un
pie d e m á r m o l .
L u e g o iba al d i v á n . S e q u i t a b a la p e i n e t a , q u e d e j a b a
c a e r á medias s o b r e su n u c a , la ola d e s u s c a b e l l o s . D e s a b r o c h á b a s e el p e i n a d o r , d e j a b a c a e r su camisa de fina b a tista: e s t e l u j o s o b r e la piel, la b a t i s t a d e su c a m i s a y la
s e d a d e sus m e d i a s , e r a su único y n u e v o lujo.
E s t a b a d e s n u d a , n o e r a m á s q u e ella.
I b a á d e s l i z a r s e s o b r e las pieles q u e g u a r n e c í a n el d i v á n , s e t u m b a b a f r o t á n d o s e en su r u d e z a a l g o g a s t a d a , y
allí t e n d i d a , se a c a r i c i a b a con u n a m i r a d a h a s t a la p u n t a d e
los pies, p e r s i g u i é n d o s e a ú n más lejos, en un e s p e j o coloc a d o a n t e el d i v á n , q u e le devolvía en pleno su r a d i a n t e
f i g u r a . Y c u a n d o , en sus d e d o s , sus o j o s d i s t i n g u í a n sus.
s o r t i j a s , se las q u i t a b a cual si se d e s p o j a r a d e los g u a n t e s ,
y las d e j a b a , sin m i r a r l a s , s o b r e la a l f o m b r a .
E n t o n c e s c o m e n z a b a á b u s c a r las bellezas, las v o l u p t u o s i d a d e s , la g r a c i a d e s n u d a d e la m u j e r . S e p r o d u c í a , s o b r e
los d i b u j o s de las pieles, u n a a g i t a c i ó n casi invisible, u n
t r a b a j o q u i e t o y q u e p a r e c í a inmóvil, a v a n c e s y r e t i r a d a s
d e m ú s c u l o s a p e n a s p e r c e p t i b l e s , i n s e n s i b l e s inflexiones d e
contornos, lentos desenrollamientos, resbalamientos d e
m i e m b r o s , d e s l i z a m i e n t o s s e r p e n t i n o s , m o v i m i e n t o s quth u b i é r a s e dicho r e d o n d e a d o s p o r el s u e ñ o . Y al fin, c o m o
b a j o un l a r g o m o d e l a j e d e u n a v o l u n t a d a r t i s t a , d e la f o r m a
o n d u l a n t e y flexible se a l z a b a u n a e s t a t u a a d m i r a b l e d e un
momento...
D u r a n t e un i n s t a n t e , M a n e t t e se c o n t e m p l a b a y se p o seía en e s t a v i c t o r i a de su posición: se a m a b a . L a c a b e z a
a l g o inclinada h a c i a a d e l a n t e , el p e c h o a p e n a s l e v a n t a d o
p o r la r e s p i r a c i ó n , p e r m a n e c í a en u n a inmovilidad d e é x t a sis q u e p a r e c í a t e n e r m i e d o d e m o l e s t a r á a l g o divino.
Y en el b o r d e d e sus labios, p a l a b r a s d e t r i u n f o , los c u m p l i d o s d e u n a m u j e r q u e m u r m u r a en voz b a j a á su b e l l e z a ,
p a r e c í a n s u b i r y m o r i r , e x p i r a r sin voz en el d i b u j o p a r lante d e su boca.
L u e g o , de r e p e n t e , r o m p í a e s t o con el c a p r i c h o d e un
nrno q u e d e s g a r r a un c r o m o .
Y d e j á n d o s e c a e r o t r a vez s o b r e el d i v á n , r e a n u d a b a su
a m o r o s o t r a b a j o . El a r o m a s u a v e m e n t e c a r g a n t e del e n e b r o
q u e a r d í a se e s p a r c í a en el c a l o r del taller: M a n e t t e r e c o m e n z a b a a q u e l l a p a c i e n t e creación d e una actitud, a q u e l l a
e n t a y g r a d u a l realización de las-líneas q u e e s b o z a b a , sob a b a , c o r r e g í a , c o n q u i s t a b a con el t a n t e o d e un p i n t o r q u e
busca el c o n j u n t o , el a c u e r d o y la euritmia d e una figura.
L a h o r a q u e p a s a b a , el f u e g o q u e caía, n a d a podía a r r a n c a r l a de a q u e l e n c a n t o de h a c e r t r a n s f o r m a c i o n e s d e su
c u e r p o como un M u s e o d e su d e s n u d e z ; nada podía a r r a n c a r l a a la a d o r a c i ó n de a q u e l e s p e c t á c u l o de sí misma, al
q u e iban c a d a vez m á s fijamente s u s dos pupilas-, s e m e j a n t e s
a d o s p e q u e ñ o s p u n t o s n e g r o s en el azul a g u d o de sus
A
OJOS.
E n m á s de u n a ocasión, Coriolis, r e g r e s a n d o c u a n d o
el:a m e n o s p e n s a b a y a b r i e n d o la p u e r t a con su llave, habíala s o r p r e n d i d o . No p r o n u n c i a b a una sola p a l a b r a . P e r o
Manette se apresuraba á decirle:
— ¡ T o n t o ! ¡puesto q u e sólo el e s p e j o p u e d e v e r m e ! . . .
'
LXIII
L l e g a b a la E x p o s i c i ó n de i 8 5 3 . E l « B a ñ o T u r c o » d e
C oriolis o b t e n í a en ella un g r k n d e y f r a n c o éxito.
L o s q u e no h a b í a n q u e r i d o v e r en él más q u e un lindo
« h a c e d o r d e m a n c h a s , » veíanse o b l i g a d o s á r e c o n o c e r al
p i n t o r , al c o l o r i s t a p o t e n t e , a f i r m á n d o s e en un lienzo c u y a s
dimensiones no habían sido a b o r d a d a s , p a r a tales a s u n t o s
sino p o r D e l a c r o i * y C h a s s e r i a u . T o d o el p ú b l i c o e s t a b a
s o r p r e n d i d o a n t e el e n s o l e a m i e n t o d e a q u e l c u e r p o d e m u j e r de cierto color luminoso q u e Coriolis había s a c a d o p a r a
su ultimo t r a b a j o del r e s p l a n d o r del día. L o s p r i m e r o s a d m i r a d o r e s del p i n t o r , o r g u l l o s o s de h a b e r l e p r e s e n t i d o v
p r o l e t i z a d o , se deshacían en e n t u s i a s m o , y la p e r s i s t e n c i a
oe a l g u n a s injusticias r e n c o r o s a s a p a s i o n a r o n los elogios.
r u é el s u y o el n o m b r e n u e v o , y él fué el «león» del Salón. E l g o b i e r n o a d q u i r i ó su c u a d r o p a r a el M u s e o del
L u x e m b u r g o , y los p e r i ó d i c o s d i e r o n la noticia casi oficial
d e su c o n d e c o r a c i ó n .
'¡3LKÍTECA UNJV'*»
"ALFOftdS
..¿'ttS 1 *
vedo. 1825 MONTERREY, MEXICt
LXIV
E l t r i u n f o d e Coriolis p r o d u j o un g r a n c a m b i o en las
ideas y los s e n t i m i e n t o s de M a n e t t e .
H a b í a l e a c e p t a d o p o r a m a n t e sin a m a r l e . H a b í a l e e n c o n t r a d o en un m o m e n t o en q u e n o c o n t a b a con nadie.
A b a n d o n a d a p o r Bouchelet, le h a b í a t o m a d o c o m o u n a m u j e r q u e tiene la c o s t u m b r e del h o m b r e toma el q u e la
ocasión le o f r e c e y q u e su g u s t o no r e c h a z a . Coriolis no l a
h a b í a a g r a d a d o ni d e s a g r a d a d o : no h a b í a visto en él m á s
q u e u n a cosa, q u e e r a a r t i s t a , e s t o es, un h o m b r e d e su
m u n d o , y le p a r e c í a n a t u r a l c o n o c e r l e . P e n s a b a á e s t e r e s p e c t o c o m o m u c h a s m u j e r e s d e su p r o f e s i ó n , q u e s e miran
c o m o e x c l u s i v a m e n t e d e s t i n a d a s á la c o r p o r a c i ó n y n o c o n c i b e n el a m o r f u e r a del taller. A sus ojos, el u n i v e r s o s e
dividía en dos clases d e h o m b r e s : los a r t i s t a s , y los o t r o s .
Y los o t r o s , p e r t e n e c i e r a n á la clase q u e p e r t e n e c i e r a n ,
f u e r a n no s é q u é d e g r a n d e y de oficial en la s o c i e d a d ,
ministros, e m b a j a d o r e s , mariscales d e F r a n c i a , no e r a n
n a d a p a r a ella: n o existían. L a m u j e r n o e r a en ella i n s e n s i b l e sino al n o m b r e d e a r t e , á un talento, á u n a r e p u t a c i ó n
de a r t i s t a .
E d u c a d a en P a r í s , en un medio en q u e las lecciones de
inocencia habían p a r a ella e s c a s e a d o un p o c o , no h a b í a
tenido ni la idea d e la v i r t u d ni el instinto d e sus r e m o r d i mientos; c a r e c í a en a b s o l u t o d e la c o n c i e n c i a d e q u e e s t u viese mal h e c h o a l g o d e lo q u e hacía. T e n e r un a m a n t e ,
c o n tal q u e fuese p i n t o r ó e s c u l t o r , le p a r e c í a tan c o n v e n i e n t e y tan h o n r a d o corno e s t a r c a s a d a . Y p a r a ella, m e n e s t e r e s d e c i r l o , la unión e r a u n a e s p e c i e d e c o m p r o m i s o
v de contrato. Manette era de aquellas mujeres que ponen
la h o n r a d e z del m a t r i m o n i o en el c o n c u b i n a t o . E r a d e a cuellas m u j e r e s p a r a q u i e n e s e s un h o n o r s e r fieles h a s t a el
d í a q u e a m a n á o t r o . C u a n d o l l e g a e s t e día, no e n g a ñ a n al
h o m b r e con q u i e n viven; le a b a n d o n a n y s e m a r c h a n con
su n u e v o a m o r . E s t a lealtad e r a un p r i n c i p i o en ella.
T e n i a aún otros rasgos de honradez relatifa, ciertas
e l e v a c i o n e s d e alma. S e d a b a sin cálculo, sin s e g u n d a i n tención. No p e n s a b a nunca en el d i n e r o del h o m b r e .
L a s d u l z u r a s , los mimos d e Coriolis la h a b í a n d e j a d o
b a s t a n t e f r í a . L a d i c h a d e q u e él q u e r í a r o d e a r l a , las c a r i cias q u e p o n í a en su vida d e todos los días, lo a g r a d a b l e
d e las cosas en t o r n o de ella, no h a b í a n h e c h o n a c e r en la
j o v e n ni el e n t e r n e c i m i e n t o ni la g r a t i t u d . S e n t í a s e , s í , conm o v e r s e p o r su amistad p o r Coriolis, p e r o sólo p o r su
a m i s t a d . S e aficionaba á él como á un b u e n m u c h a c h o , á un
c a m a r a d a , á una c r i a t u r a a m a b l e p a r a ella. L o q u e le f a l t a b a p a r a a m a r l e e r a c r e e r en él, t e n e r fe en él. A c o s t u m b r a d a h a s t a e n t o n c e s á v i v i r con h o m b r e s b r u s c o s , caballer o s b a s t a n t e poco t r a t a b l e s , casi b r u t a l e s , veía en Coriolis
c o s t u m b r e s , tono, p a l a b r a s de h o m b r e d e m u n d o : s e p r e g u n t a b a si e r a d e la misma raza, y s e d e j a b a s e d u c i r p o r la
i d e a d e q u e e s t a b a d e m a s i a d o bien e d u c a d o p a r a s e r nunca
c é l e b r e c o m o las g e n t e s c é l e b r e s q u e h a b í a conocido. E l
t r i u n f o d e Coriolis cayó s o b r e ella como un r a y o d e luz.
C u a n d o vió a q u e l l a unanimidad d e e l o g i o s , los p e r i ó d i cos, los folletones, c u a n d o tocó a q u e l l a g l o r i a , e m b r i a g a d a
c o n el p r e s e n t e , con el p o r v e n i r , con a q u e l r u m o r d e p o p u l a r i d a d q u e c o m e n z a b a , el o r g u l l o d e s e r la q u e r i d a d e
un a r t i s t a conocido, hizo nacer en su corazón un c a l o r , u n a
llama, a m o r casi.
LXV
Sin educación, M inette tenía l a p u r a i g n o r a n c i a del
niño, d e la m u j e r d e la calle y del p u e b l o . P e r o e s t a ignor a n c i a o r i g i n a l y v i r g e n d e una q u e r i d a , tan o f e n s i v a o r d i n a r i a m e n t e p a r a el a m o r p r o p i o d e un h o m b r e , no i r r i t a b a
á Coriolis. A p e n a s si l l e g a b a á a l c a n z a r l e : r e s b a l a b a y p a s a b a s o b r e él sin d a r l e un movimiento d e impaciencia, sin
i n s p i r a r l e u n a d e a q u e l l a s reflexiones, u n a d e a q u e l l a s r e p u g n a n c i a s en q u e el a m o r humillado s e siente r u b o r i z a r
p o r su p r o p i o a m o r .
Coriolis e r a a r t i s t a , y los h o m b r e s c o m o él, los a r t e s a n o s del ideal, los o b r e r o s d e la i m a g i n a c i ó n y d e la i n v e n ción, los e n g e n d r a d o r e s d e l i b r o s , de c u a d r o s , d e e s t a t u a s ,
s o n s i e m p r e i n d u l g e n t e s p a r a tales c r i a t u r a s . No les d e s a g r a d a vivir con i n t e l i g e n c i a s d e m u j e r i n c a p a c e s d e l l e g a r
á lo q u e ellos b u s c a n , á lo q u e i n t e n t a n . S u p e n s a m i e n t o
p u e d e vivir solo y h a c e r s e c o m p a ñ í a . U n a q u e r i d a q u e no
r e s p o n d e á nada d e lo q u e tienen en la c a b e z a , u n a q u e r i d a
q u e es ú n i c a m e n t e u n a c o m p a ñ e r a p a r a los r a t o s d e d e s c a n s o
v las t r e g u a s del e s p í r i t u , u n a q u e r i d a q u e p o n e , en t o r n o
d e lo q u e h a c e n y lo q u e s u e ñ a n , u n a e s p e c i e d e i n c o m p r e n sión s u m i s a é instintiv a m e n t e r e s p e t u o s a , es b a s t a n t e p a r a
e l l o s . L a m u j e r , en g e n e r a l , n o les p a r e c e h a l l a r s e al nivel
d e su cerebro. L e s parece q u e puede ser la igual, la semeJ
e
''
* l , r c s h ' a Y vulgar, la «mitad» de
P e r ° J . U Z S f n 9 u e . P a r a ellos, no hay compañera que pueda sostenerles, ayudarles, animarles en el esluerzo y e mal de crear; y á las torpezas con que no deia-
un hnr n S
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' p rno
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d«le
e bes
.a de
medita.
todos
llegaron
á esto
e s verdad, s m o después de las ilusiones mundanas, de los
ensayos de pasión espiritual; soñaron la mujer asociada á
su carrera, mezclada en sus obras maestras, en su porveSoI>,nen¿ una
Alb
an? Y S P r e "
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- n ' o r a de
;, ' b r i >.-. Y 11 c a e r i n a S'uliados, heridos, de cualquier gran
foven r i l ' S P a S a
' , U e ; ' 1 a f ' U e l i a a c t r í z a ' " ' bella, aún
Se
^
Preguntaba por q u é no tenía por amantes
sino las mas bajas personas del t e a t r o . — « P o r que son mis
i n f e r i o r e s , » - r e s p o n d i ó ella con una frase profunda.
hnmi r a m ° r C ° ?
^ ^ r , e s ^ c i r , el amor en que el
hombre pone a l g o de la autoridad del superior y halla en
la mujer el ligero y agradable aroma de servilismo de una
especie de criada sentada á su mesa, el amor que p e r m i t í
la d e s p r e o c u p a c ó n del vestido y de la palabra, q u e E e n sa de las exigencias y las molestias del mundo v no toca ni
i r t m - r ' a t f m C K , í d a d e S d e l A b a j a d o r , el amor c "
modo, familiar, domestico y siempre á mano, es la explicación, el s e c r e t o de e s a s amistades de bajeza! De a h í ' e n í l
arte, esas uniones d e tantos hombres distinguidos con muJ
enc?niU1rfer,0reS
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t
en r r
á
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fl0S'
s
y solitarios en la región
cierne s o b r e el puchero.
Coriolis era de estos
francos por que Manette
a su q u e n d a como era y
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" 'l" e « e n e f p í a e S o s el
i d e a i
>de
de las nubes en que
el arte see
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hombres. N o hubiera dado veinte
aprendiera ortografía. Tomaban
por lo que era, una bestia
chocal)a
las n o ¿ s T r Í ° d ^ f X p r e S a r r n °
más que
las notas d e un pajardlo sin educar. L e gustaba también
aquella linda naturaleza indómita por ciertos 7 a s g o Í d e espontaneidad graciosa y de sencillez personal: X c o n t r n M
en su fresca inocencia una originalidad infantil, una g r a c i "
joven. Y á veces, por las noches, al acostarse p o n í a s e "
--eir a carcajadas de una palabra que Manette había dejado
momento
C
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*
" ^
-
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L a joven, por otra parte, compensaba su insuficiencia
espiritual por una cualidad que, á los ojos de Coriolis, todo
lo excusaba en una mujer, y sin la cual no hubiera podido
vivir con una querida. Ofrecía una seducción que, además
de su belleza, había aficionado á Coriolis y teníale á ella
ligado. Poseía lo que salva á las criaturas humildes de lo
común y de lo ruin: había nacido con el carácter de rareza
y de elegancia, esa señal de raza, la marca de elección que
s u e l e poner, contra los azares del rango y del destino de
las fortunas, la primera de las aristocracias de la mujer, la
aristocracia natural, en cualquier hija del pueblo: la d i s tinción.
LXVI
El nuevo afecto de Manette por Coriolis tuvo pronto
ocasión de mostrarse y de consagrarse, como las pasiones
«le las mujeres, con la abnegacum.
L a fatiga domada y vencida por Coriolis durante su ú l timo mes de trabajo, su esfuerzo enorme é inquieto á fin d e
llegar á tiempo, habíanle producido un abatimiento, un
v a g o malestar. Un resfriado «jue cogiera le puso del todo
enfermo.
Coriolis había siempre tenido extraños modos de pasar
sus malestares. S e acostaba, no hablaba, miraba á las g e n t e s sin responderlas, y cuando las g e n t e s permanecían allí,
volvíalas la espalda y «juedaba inmóvil. 'Pal era su manera
«le cuidarse; y al cabo «le dos, tres, cuatro, á veces cinco
«lías, sin una palabra ni un vaso «le tisana, s e lev antaba
como de costumbre y volvía al trabajo sin hablar de nada,
sin cjuerer que se le hablase de nada.
Pero aquella vez no pudo cuidarse á su guisa. Al s e g u n d o día, Anatolio le vió tan malo que fué en busca de un
médico, el médico ordinario del mundo del arte y á quien
la n.itad de los literatos y los artistas trataban como á 1111
amigo. S i n g u l a r personaje, con su cabeza maliciosa y s o n riente de jorobado, su ojo siempre guiñado, sus plega«los
párpados de lagarto: cuando estaba allí, sentado á los p i e s
«le la cama de su enfermo, tomaba un inquietante aspecto
de viejo juez que mirara sufrir. Parecía estar contento «le
tener á un hombre de talento, á un hombre conocido á su
discreción, de poderle auscultar la parte moral, palpar sus
temores, sus bajezas ante la enfermedad; y por su rostro
paternal y meloso pasaban pequeños relámpagos fríos en
q u e se distinguían juntos el odio implacable de una carrera
errada, de una y,da fracasada, herida en beneficio d e T . s
demás, y la curiosidad de un estudio impío v feroz en lucha
c o n el u s t i n t o de curar de una gran ciencia médica
— ¡ A h ! ¡dtantre, mi pobre mozo!—dijo á Coriolis—¡poca
suerte tienes! Decir que tu reputación iba tan biénAvanzabas, avanzabas... Comenzabas á atontar á no poca¡
1
personas... ¡Ya te hallabas en camino!...
riolfsegU,aelefeCt°deSUS
Palabras
en
eI
rostro de C o -
—¿Estoy mal, eh?—dijo Coriolis a l z a i d o s o b r e él los
lüa
OJOS con valentía.
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El médico no contestó al punto. Parecía muy ocupado
e n tomar el pulso á Coriolis, en contar todos los latidos Y
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E o t i r 1 ! 0 8
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l e n c o y de lucha al cabo del cual el galeno sintió d e b i l i t a r s e su mirada bajoa blal a mirada
clavada
en la suya
de e s o ?
ho
í
- e - ^ m ó con aire de buen
h o u b r e . — i ero te a s e g u r o que ya era hora... T i e n e s una
falsa fluxión de pecho de las mejorcitas
Y s e puso á escribir una terrible receta.
Cuando Manette le acompañaba á la puerta muda sin
atreverse a decirle: ¿Qué tal?
'
'
— ¡ A h , ah! ¡miren el mozo!—dijo tomando de encima de
un taburete su sombrero de fieltro! de anchas a U s ?
tas íedesnbgo'zos
"
° J e a d a ¿ ^ p a r e d e S d e l talle <"
— S e haría aquí una venta bastante linda... si... si
Y despues de decir estas palabras, saludó á Manette con
Se ! - l ° r r ? S C U , n b r a d a á d E j a r C a e r
desesperaciones
d e la mujer las avaricias de la querida
Hajo la impresión de esta visita, bajo los agudos s u f r i mientos de la enfermedad y el d e b i l i i n i i e n t o S e as s a n grías, Coriolis se creyó perdido. S e dispuso á morir- y e n contró, para dejar la vida, despedidas de una e x t r á ^ d u l -
g t a e l mal natural d e los países cálidos
Siempre h a b 7
follaje de Asia. El Oriente le había siempre llamado,
tentado. Gustábale respirarle en las cosas procedentes d e
ultramar, que traen su color, su aroma, su hálito. S u sueño,
su dicha, la iluminación y la vocación de su talento, la n a turalización d e sus gustos, su patria de pintor, todo e s t o
lo había encontrado allá abajo. Moribundo, quiso hallar
su agonía en lo que había encantado su existencia, y n o
tuvo más que este pensamiento de suprema aspiración:
¡el Oriente! Hubiérase dicho que, como en las religiones
de sus pueblos de luz, volvía su muerte hacia el sol.
Quería tener al pie de la cama los pedazos de tela q u e
había traido de allá, tejidos con adornos de plata, s e d a s
azafranadas con hilos de oro; y , con la cabeza a l g o hundida
en las almohadas, con las largas miradas de los m o r i b u n dos, miraba estas cosas queridas. -De vez en cuando cerraba
un instante los ojos para ver en sí mismo, como bebedor q u e
saborea las delicias de un vino; luego los volvía á abrir, v ,
no pudiendo hartarles, seguía así hasta p o r la noche todos
los pasos del día sobre el explendor de las sedas. Y lo q u e
veía, aquellas telas, aquellos oros, aquellos rayos, e n v o l viéndole poco á poco, sacábale de la hora, deí aposento,
de la cama en que estaba. N o sentía latir su vida sino en el
corazón de sus recuerdos. L o s colores que tenía delante
tornábanse s u s ' i d e a s y le llevaban á su país. Estaba allí
abajo; volvía á ver aquel cielo, aquellos paisajes, aquellas
poblaciones, aquellos bazares, aquellas caravanas, aquellas
flores, aquellas aves rosadas, aquellas ruinas blancas; y recordaba en un zumbido de debilidad la charla de las m u j e res á quienes oyera hablar en T i c h i m - B r a h é .
En las manos se hacía poner amuletos, pequeños f r a s cos de esencia, bolsas, alhajas, granos de collar, y con sus
dedos estirados, que resbalaban por encima de todos estos
objetos y que apenas podían coger, los palpaba, los r e v o l vía, los tocaba durante horas, lentamente, con tanteos amorosos y devotos que parecían pasar las cuentas de un r o sario y acariciar reliquias. S u s ojos cerrábanse casi; y con
los labios dulcemente rozados pop una semisonrisa feliz, seguía siempre palpando vagamente. Y cuando Manette q u e n a quitarle todo aquello á fin de que durmiese, él lo e s t r e chaba con sus débiles manos con una fuerza de niño.
A v e c e s aproximaba á su nariz el perfume evaporado
que resta á estos objetos, y al olerlos rozábales con sus
labios empalidecidos como para poner en una última c o m u -
nión el b e s o de su agonía sobre la adoración de su vida
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' n o s e acostaba. Le cuidaba como una m u i e r q u e
o qmero que s e muera. Anatolio la ayudaba adm r a b i e !
mente y d e la mejor gana: también él tenía atenciones d e
Coriolis se salvó.
LXVII
T r u n f g m Ó d a , i H , ,° S a U ° S m e n u t l o s . agachándose d e v e z
en cuando, mirándole por debajo, considerándole w n a J n
c o n profunda, meditativa, casi científica
cas esparcidas s o b r e los muebles; y de vez en cuando
p i o b a b a , sonriendo, trozos de vestid», de O n V n t ,
„„„Ti?1
es eso?
— ¡ B e r m e l l ó n ! — g r i t ó con imperio Anátolio.
El mono s e inclinó, rascóse la cabeza, se lanzó á l a
cuerda, bajo vivamente hasta el centro, y se d e t u v o a f i a n
zandose, como un clown, por medio de una vue U de u n í
pierna, en el cánamo. Anatolio agitó la cuerda el monoTe
c a y o sobre el hombro, y desde allí, saltando á i e r r a p í s o se d e s d e lejos agachado y apoyado en revés de sus manos
a mirar a aquel animal imprevisto que no
l e n n ¡
una vuelta e n t o r n o de él: el cochinillo se p u s o l andar é
¿<?ué "os trae usted ahí?
Z~
n
dijo Ma
mmi»i
lleno. ,!»
¡te S i ^
—i I u estas loco!—Jijo Coriolis.
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animal... E s ¿ e s dulce e s b a c i l o
> übra de la t e n t a c i S
sera una compañía para Bermellón
presentársele .. ¡Eh, Bermellón!
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P ^ p o s i t o , voy á
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- | M i hijo adoptivo!
m e í r í e nueTo
eí
Z™ó l
muer, voivio a
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ocultarse
tu feo
exclamó A n a t o l i o . - ¡ G r a c i a s <
l0tG'
ia;suli^ría más gracioso.'
antes ^ L a ^ r
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J
" i o n o ? - d i j o Ma-
e
huei7rfieTuckaaXÍda M~dÍj0
la entrada del C o c h X ^
vivamente.
s t a a o de la operación
¿Etts&é
Y voh i
°
, ¡a t U 8 C o r i o l i s .
volviéndose hacia Anatolio,
nette?
u e r t e
•
* * *
SÍ
A n a t o l i o
U
"
a
dorioS-No
C°mÍda
«
-La
comida
si
Mas ¿ qué s e
^pre
hará
— S e h a r á lo q u e se q u i e r a . . . música r e l i g i o s a . . . ¡ U n a
idea! ¿Qué o p i n a s d e un t e m b l o r d e p i e r n a s ?
— ¡ M u y bien! P o r d e p r o n t o , yo, si s e baila, me p o n d r é
e s t o — d i j o M a n e t t e , q u e a c a b a b a de p r o b a r s e un m a g n í f i c o
traje de esmirniota.
— P e r o , q u e r i d a , ¿no p i e n s a s q u e no e s t a m o s e n ' l a é p o ca d e los bailes d e m á s c a r a ? . . .
— ¡ B a h ! si eso le d i v i e r t e . . . — d i j o A n a t o l i o . Dale es.i peq u e ñ a fiesta... L a m e r e c e . . . No s e ha d i v e r t i d o mucho e s t o s
últimos d í a s . . . G a r n o t e l l e conoce a l p r e f e c t o d e policía,
a c a b a d e hacer su r e t r a t o . . . N o s a l c a n z a r á un p e r m i s o . . .
T e n d r e m o s un municipal á la p u e r t a . . . L l a m a r e m o s la a t e n c i ó n . . . ¡ S e p u l t a d o s los b u r g u e s e s !
Sin d e c i r nada, M a n e t t e se, p u s o a n t e Coriolis v e s t i d a
del t o d o .
—¡Concedido!—dijo éste,—¡baile y cena! Pero, Anatolio, tú te h a s de e n c a r g a r d e t o d o . . . ¡Ah! ¡canalla d e B e r mellón !
Y los t r e s e s t a l l a r o n en u n a c a r c a j a d a .
D e s p u e s de h a b e r s e e n c a r n i z a d o en q u e r e r e n d e r e z a r
la cola del cochinillo, d e s p u e s de h a b e r t r a t a d o i n ú t i l m e n t e
d e s u b í r s e l e á los lomos, B e r m e l l ó n h a b í a p a r e c i d o d e j a r en
p a z á su víctima. S u b i é n d o s e en un c o f r e , allí p e r m a n e c í a
muy s e r e n o , p a r e c i e n d o n o p e n s a r en n a d a , hasta q u e g o zoso, t r a n q u i l i z a d o , p a r ó en su p a s e o d e investigación p r e c i s a m e n t e p o r b a j o de él. E n t o n c e s h a b í a a s i d o el m o m e n to, calculado bien el s a l t o y a r r o j á n d o s e j u s t a m e n t e s o b r e
el p o b r e animal, q u e , d e t e r r o r , se a b a n d o n a b a en c í r c u l o s
p e r d i d o s , cual si se h u b i e r a hallado en un circo, á u n a c a r r e r a q u e a g u i j o n e a b a n las u ñ a s d e B e r m e l l ó n , e n g a n c h a do, p o r miedo á c a e r , á la piel d e la p o b r e b e s t i a . Y el
cochinillo, con las o r e j a s caídas s o b r e los o j o s , veloz, d e s b o c a d o cual si llevara un d i a b l e j o á la g r u p a , y el m o n o
con sus nerv iosas i n q u i e t u d e s , con su faz de l a d r ó n , a c u c i a d o , a p l a s t a d o , p e g a d o s o b r e el lomo del g r a s i e n t o a n i m a lejo, r e a f i r m á n d o s e y r e e n g a n c h á n d o s e en c o n t i n u a s p é r d i d a s d e e q u i l i b r i o , p r o p o r c i o n a b a n un e s p e c t á c u l o del m á s
bello cómico, del q u e un filósofo h a b r í a p o d i d o d e c i r q u e
h a b í a visto al E s p í r i t u m o n t a d o s o b r e la C a r n e , a r r e b a t a d o
p o r ella.
FIN
DEL TOMO
PRIMERO
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