José Daniel Machado

Anuncio
Comisión de Derecho Procesal Laboral
PONENCIA GENERAL
ENFOQUE ESPECÍFICO
PUNTO 3: “Los procesos urgentes y los principios
de celeridad y economía.”
Por José Daniel MACHADO
I. INTRODUCCIÓN: la celeridad en la satisfacción del crédito
alimentario.
Los créditos originados en favor de un trabajador dependiente
con motivo de su contrato de trabajo son de naturaleza alimentaria. Así se ha
entendido desde siempre, al punto de constituir tal aserto parte de la
dogmática -rústica pero propia- de la disciplina laboral. Y, aceptado dicho
rango, no corresponde ningún discernimiento en orden a verificar si,
efectivamernte y en el caso, la subsistencia del acreedor viene a depender
de su inmediata e impostergable disponibilidad.
De ese razonamiento básico se desprenden, en derivación
bastante obvia, los llamados principios del proceso laboral y, en particular,
los de celeridad y economía. Miguel Pirolo, Cecilia Murray y Ana María Otero
(“Manual de Derecho procesal del trabajo”, Astrea, 2004, pág.44), recuerdan
con cita de Palacio que “estos principios son comprensivos de todas
aquellas previsiones que tienden a la abreviación y simplificación del
proceso para evitar que su irrazonable prolongación haga inoperante la
tutela de los derechos e intereses comprometidos en el” y que los de
concentración, eventualidad y saneamiento son su consecuencia.
Nicolás Vitantonio (en Código Procesal Laboral de Santa Fe
Comentado, bajo su dirección, Nova Tesis, Rosario, 2006; I-44) nos recuerda
que la celeridad ha revistado entre los principios específicos del
procedimiento laboral desde las obras clásicas de Eduardo Stafforini,
J.Ramiro Podetti y Amadeo Allocatti, aunque en cada caso asignándole un
rol principal o derivado en su relación con otros principios. El propio
Vitantonio lo clasifica como una consecuencia del principio de concentración,
en opinión discutible ya que en realidad “se concentra y economiza para
acelerar” y no a la inversa. En fin, cualquiera sea la opinión que al respecto
se tenga, no cabe duda que la doctrina no sólo coloca un énfasis especial en
la necesidad de que el proceso laboral se defina rápidamente, sino que
vincula dicho propósito con el obvio interés del trabajador -en cuanto
necesitado- en obtener la pronta satisfacción de su crédito.
Sin embargo, hay que asumir que entendido el procedimiento
como instrumento al servicio de la concreción de los valores y principios
sustantivos de la materia, esa adecuación “medio a fin” propia de toda
herramienta útil muestra un atraso del que ya no es excesivo predicar que
roza lo escandaloso.
Tengo para mí, en idea que supongo compartida, que la
principal razón por la que arribamos al actual estado de cosas, en el que una
media nacional tentativa de duración del pleito laboral no es inferior a los 3 ó
4 años (con muchas jurisdicciones en que esa media se excede largamente),
tiene que ver con la insuficiente dotación de tribunales específicos para
responder a una demanda creciente que, además de su aspecto cuantitativo
(el mentado “aumento de la litigiosidad”), revela una complejidad cualitativa.
La regla, hoy, es que cada expediente suponga una acumulación objetiva de
muchas pretensiones dirigidas contra un costado pasivo de acumulación
subjetiva (por efecto de la subcontratación y la aceleración en los procesos
de transferencia de establecimiento). El único ámbito en que el servicio de
justicia se aproxima a lo razonable en este aspecto es el de la Justicia
Nacional del Trabajo, por la conocida circunstancia de que en los años 90 se
incrementaron sustancialmente los juzgados de primera instancia, cada uno
de los cuales recibe, en el peor de los casos, unas 500 demandas al año
contra las más de 2.000 que, por ejemplo, ingresan por cada juzgado de la
ciudad de Rosario.
Pero bien, que esta constituya la causa principal no implica que
sea la única, ni que debamos desentendernos de problemas inherentes al
proceso mismo, en su estructura y su configuración legal, ni que intentemos
nada en el sentido correcto.
El propósito de esta ponencia es, entonces, identificar las
cuestiones problemáticas que conspiran contra la idea de pronta realización
del crédito laboral y, en lo posible, la matriz conceptual equivocada que
constituye el dato común al orden de creencias que dificultan acercarse a
soluciones adecuadas.
En mi opinión y según mi experiencia toda vez que se intenta
avanzar, sea en clave de reforma legal, sea en plan de interpretación
sistemática del derecho, incorporando instrumentos que favorezcan la
agilidad y simplificación de los trámites, el innovador se encuentra con la
resistencia tabú que proviene de cierta entronización del derecho de defensa
(Cfr. Perugini, Alejandro: “Las medidas autosatisfactivas como vía de
reconocimiento de los derechos alimentarios”; en R.D.L., Actualidad, 2009-1,
Rubinzal, pág.127). Se impone entonces comenzar por ese costado.
II. LA DEFENSA EN JUICIO DE LOS DERECHOS.
La garantía constitucional de defensa incluye como contenidos
positivos imprescindibles los derechos a ser oído, a producir prueba y a
obtener una resolución motivada (Fallos 165:290; 180:148; 193:408;
297:134, entre muchísimos otros). Pero no se sigue de allí que la
instrumentación de esos contenidos tenga necesariamente que responder a
una secuencia inelástica y predeterminada, ni mucho menos que el alcance
de cada uno de ellos deba ser ilimitado.
Para comenzar por el principio, digamos que uno de los rasgos
definitorios de los nuevos tiempos consiste en jerarquizar el aspecto activo
del derecho constitucional a obtener justicia. El XX Congreso Nacional de
Derecho Procesal señaló que “el debido proceso es una preciosa garantía
constitucional no sólo del demandado sino también del actor, e involucra el
derecho de este a obtener una oportuna y efectiva respuesta jurisdiccional”.
(citado por Guillermo Enderle en “El derecho a ser oído y la eficacia del
debate procesal”; en AAVV ,“Debido proceso”; Rubinzal, 2005, pág. 158). Y
Peyrano, con cita de Marcel Storme y su obra “Rumbos del proceso civil en
la Europa unificada”, destaca que el debido proceso es de doble vía y
también protege al demandante, y que ello ha quedado enturbiado ya desde
las enseñanzas de grado, donde se nos ha imbuido como estudiantes en la
equivocada idea de que es una garantía que ampara especialmente al
demandado (Peyrano, Jorge W.; “Procedimiento civil y comercial”; Juris,
2002, I-88.).
Como se explica habitualmente, el constitucionalismo liberal
tomó como paradigma la defensa contra acusaciones penales, en su
obsesión por defender al individuo contra posibles abusos coercitivos del
poder estatal. Y, por otra parte, la ciencia procesal se perfiló antes y mejor
respecto de ese ámbito represivo que en torno de las relaciones
patrimoniales privadas. De allí se sigue que el garantismo penal haya sido la
matriz desde la cual se concibieron las instituciones procesales civiles. Hay
que decir también que la codificación napoleónica y su apotegma del favor
debitoris, que no era ideológicamente neutra y que respondía a la intención
de crear un “clima de negocios” propicio a la acumulación capitalista
(disimulada durante décadas bajo el eufemismo de “las necesidades del
tráfico”), facilitó aquél tránsito de la dogmática procesal penal a la ciencia del
proceso en general.
Podría decirse que en un segundo momento (conceptual, no
histórico)
se perfilaron institutos que, siempre al servicio de la misma
finalidad, constituyeron un exabrupto, una estridencia en las creencias
originales, al habilitar instrumentos que permitían al comerciante, cuando no
al prestamista, la rápida realización de su crédito sin demasiados escrúpulos
por las garantías del deudor. Me refiero, por supuesto, a los títulos ejecutivos
que dieran origen a los juicios del mismo nombre con base en papeles
incausados o en instrumentos de preferente garantía, cuando no en ambas
cosas (como en los pagarés hipotecarios del art.3202 C.C.) También podría
referirse en este punto y en similar alineamiento, la implementación del juicio
de desalojo como un trámite diferenciado y hasta unas defensas de la
posesión que, en el límite, pueden ser ejercidas por mano propia (art. 2470
C.C.).
Estas referencias pueden parecer, en el contexto, gratuitas.
Pero no persiguen, en el acotado espacio de una ponencia, sino ilustrar
sobre el carácter eminentemente cultural y no neutral, histórico y no
ontológico de todas las concepciones sobre el proceso. Puesto en términos
casi brutales, la extensión
y los contenidos específicos del derecho de
defensa no pueden definirse – y nunca se definieron- prescindiendo de la
pregunta previa ¿la defensa de quién?
La emergencia del Estado Social de Derecho, el
ascenso de las convicciones en punto a que el sector público no es sólo
“acreedor de orden” sino también “deudor de bienestar”, en que los derechos
de propiedad no son más naturales ni inviolables en ningún sentido que los
de generaciones ulteriores, en que ni la democracia se agota en un régimen
electoral ni el bienestar general o el progreso se confunden con la evolución
de la balanza comercial, en el reconocimiento de “grupos sociales” que por
afinidad de intereses o creencias definen ámbitos de representación entre el
individuo y el Estado, y, en fin, que de todo ello derivan nuevos derechos con
titulares y contenidos distintos de los tradicionales, no puede sino aparejar
una profunda conmoción sobre la ancestral arquitectura de un proceso
pensado al servicio de otros intereses y realidades.
La hora puede definirse como el tránsito de un garantismo
constitucional adjetivo a un garantismo constitucional sustantivo.
Y es que, como destaca Jorge Rojas, ha llegado la hora de
preguntarse si lo inconstitucional no ha devenido la mantención del proceso
ordinario que, a vista de todos, no garantiza la tutela judicial efectiva toda
vez que la misma “forma parte del núcleo esencial del derecho mismo de
que se trate, que sin ella no existe o está mutilado, precisamente allí donde
la promesa constitucional se debe convertir en realidad” (en “Sistemas
cautelares atípicos”, Rubinzal, 2009, pág.555).
En cuanto nos concierne,
resulta llamativo que el Derecho
procesal laboral, ámbito propicio si los hay para la identificación de la parte
débil, y para el reconocimiento a priori
y con carácter general tanto de
urgencias en la demora como de la sensibilidad o trascendencia de los
bienes jurídicos afectados, muestre en comparación un significativo atraso
en la recepción de las nuevas tendencias sobre el proceso. Porque incluso
desde la óptica más compleja del buen derecho hay que decir que el sistema
sustantivo se basa en algunas características compatibles con la
simplificación y abreviación de los trámites, ya que: a) las responsabilidades
del empleador son en buen medida de perfiles objetivos; b) las
consecuencias resarcitorias de su obrar se encuentran prefijadas en tarifas
invariantes; c) las eximentes que tiene disponibles, al par de limitadas,
presuponen necesariamente un ingrediente de atribución subjetivo al
trabajador lo que, por así decirlo, invierte la carga de la prueba (como ocurre,
por ejemplo, con la justificación del despido).
En cuestión que ya roza lo sustantivo, hay que tener presente
que la justificación histórico-política del sistema de resarcimiento tarifado
resulta inescindible de la lógica de “pago inmediato” -basada precisamente
en la urgencia alimentaria del trabajador- que imponía la necesidad de
eximirlo de la prueba del daño y de su magnitud (que se presume de jure) al
par de conducir a la aplicación de
fórmulas sencillas para liquidar la
indemnización. De allí se sigue que, frustrada la justificación de última
instancia del instituto al dilatarse indebidamente el pago, pierde igualmente
legitimidad la limitación del resarcimiento que es su contrapartida
“transaccional” (Cfr. Machado, José Daniel, Ojeda, Raúl H. y Ackerman,
Mario: “Las indemnizaciones debidas por la extinción del contrato de
trabajo”, en Tratado de Derecho del Trabajo, dirigido por Mario Ackerman;
Rubinzal, 2006, IV-458).
Todas estas características, presentes en la abrumadora
mayoría de los pleitos del fuero, convierten en inexplicable la persistencia de
un molde de procedimiento que, por una parte, es único (el declarativo
sumario), y por la otra, se adapta a la creencia o interés decimonónico en
que una suerte de verdad a priori asiste al empleador demandado.
Simplificando y exagerando, pero apenas, puede predicarse
que todo operador jurídico de buena fe, que prescinda por un momento de
sus intereses concretos en cada pleito, tiene la convicción de que la
estructura tradicional del proceso se configura con un énfasis sobre el
costado pasivo de la defensa que en ocasiones resulta innecesario, y en
otras directamente absurdo. Entiéndase: no se trata meramente de un
desquicio lógico-jurídico, se trata de la frustración del sentido y propósito del
Derecho del trabajo como rama que tiende -puesto que así lo impone la
Constitución- a la protección del trabajador.
Puestos a identificar esos núcleos perversos podemos convenir
inicialmente en la necesidad de diversificar los trámites disponibles según la
mayor o menor complejidad que presenten las pretensiones. Resulta
imprescindible abandonar, siguiendo las felices expresiones de Olga
Castillejo de Arias o Jorge Rosembaum, el procedimiento “de talle único” o
“el corsé del ordinario”, para dar paso a cauces que se adapten mejor a la
sustancia jurídica del asunto. Para ejemplo, no es posible que el trabajador
que ocurre a los tribunales con un telegrama de despido inmotivado se le
impongan los mismos ritos que al que lo hace con uno en que se le imputan
hechos que, si fueran probados y calificados como graves, determinarían el
rechazo de su pretensión resarcitoria. Actualmente, según la mayoría de los
códigos, en ambos casos deberán habilitarse las oportunidades para que el
empleador sea oído, para intentar la conciliación, para que produzca la
prueba, para que alegue sobre su mérito, para que recurra, no obstante que
en el primero de los casos es difícil identificar sobre que cosa habrán de
recaer la negativa o la prueba más que sobre el acto jurídico extintivo del
pago, sin contar con que, en el ejemplo, nada hay por conciliar que no
suponga una renuncia de derechos.
Asumo que en la hipótesis elegida las cosas se
presentan de modo particularmente grosero. Pero no es la única que
muestra la inconveniencia de un proceso saturado de instancias retóricas.
En el Derecho laboral sobra, en ese sentido, tela por cortar. Un muy ligero
repaso por las instituciones sustantivas permite, a grandes rasgos, trazar las
siguientes categorías.
1) Pleitos que se fundan en un debate causalconstitutivo: Hay en ellos una controversia sobre los
hechos constitutivos del pretendido derecho. La
actora afirma circunstancias que la demandada niega
(a veces al revés, como ocurre en el despido directo
con expresión de causa).
2) Pleitos que se fundan en la discrepancia sobre
hechos que inciden en la medida del crédito: No
pocas veces la controversia radica no en la
procedencia del crédito sino en los presupuestos
fácticos relativos a su cuantificación. Por ejemplo,
sobre la categoría, antigüedad o remuneración del
trabajador en tanto bases de cálculo del rubro de que
se trate.
3) Pleitos en que las partes litigan sobre el
cumplimiento de una obligación incontrovertida: En
este escenario no se discute que el crédito procede,
ni sobre su cuantía, pero la accionada afirma haber
cancelado total o parcialmente su obligación.
4) Pleitos en que las partes litigan sobre la
identificación o interpretación del derecho aplicable al
caso: No hay en este caso desacuerdo sobre los
hechos, sino sobre el derecho que resulta aplicable al
caso, o sobre el recto sentido de las normas
concernidas.
Fácil es advertir que sólo en el primer supuesto -y
parcialmente en el segundo- queda plenamente justificado un debate causal
de estructura dialéctico-retórica. En los demás, el tránsito prolijo por cada
uno de los episodios de un procedimiento de conocimiento resulta
sobreabundante e innecesario para arribar a una solución jurisdiccional
adecuada. En cuanto al supuesto numerado 4, las declaraciones “de puro
derecho” e incluso en ciertos casos la “acción declarativa de certeza” brindan
una salida que permite prescindir al menos de la etapa probatoria, aunque
es preciso decir que los jueces laborales suelen ser inexplicablemente
reticentes a su aplicación.
Por lo demás, el segmento de pleitos en que hay al
menos una coincidencia parcial sobre los hechos y el derecho (supuesto 2) o
en que no media un desacuerdo sino en orden al cumplimiento de una
obligación cuya procedencia resulte incontrovertible (supuesto 3), es
perfectamente posible y deseable recibir un trámite abreviado. Lo que nos
importa no es un acortamiento de los plazos (de improbable aplicación real)
sino el prescindir de alguna de las etapas propias del conocimiento o
instrucción, o alterar su secuencia normal.
III. ETAPAS O ASPECTOS QUE EN OCASIONES PUEDEN RESULTAR
PRESCINDIBLES:
audiencia
de
conciliación,
prueba
testimonial,
confesional del trabajador, multiplicidad de traslados.
Un contacto liminar con el derecho de fondo nos permite
sostener que una gran cantidad de pretensiones laborales no son
consistentes con la posibilidad de su transacción. El art.12 LCT declara la
nulidad de todo convenio por el que el trabajador renuncie a derechos, y
cualquier polémica sobre sus alcances deja siempre al margen aquéllos que
reúnan la doble calidad de ser ciertos y adquiridos.
El art.15 LCT debe
entenderse entonces como la habilitación de un espacio para la transacción
de pretensiones, no de derechos, esto es, de obligaciones litigiosas o
dudosas en el sentido del art.832 del C.C., bien entendido que la expresión
“litigiosas” no refiere a la mera circunstancia procesal (incluidas en un litigio)
sino a la controversia de fondo sobre la procedencia o improcedencia del
crédito. Por ende, todas las pretensiones en torno a las cuales no haya res
dubia no pueden ser objeto de negocios jurídicos extintivos distintos del
pago.
En
tal
caso,
las
conciliaciones,
sean
endoprocesales
o
extraprocesales, carecen de cualquier sentido práctico. En el límite,
podemos aceptar que las audiencias que persigan dicha finalidad sean
dispuestas por el oficio, o solicitadas por las partes, pero no que les sean
impuestas como estación necesaria del proceso.
Tampoco resulta concebible que en tales casos estén
disponibles todos los medios de prueba. Muchos, y acusadamente la
testimonial (que en tanto determina la fijación de audiencias, es la que más
dificulta o demora el avance del procedimiento), han de resultar
verdaderamente impertinentes o superfluas en tanto carecen de idoneidad
-aunque resultaran favorables a quien las ofrece- para alterar la suerte del
pleito. Los arts.138 y 142 de la LCT son claros en que el pago de créditos
laborales se acredita mediante recibo, e incluso que la prueba supletoria o
complementaria es también de base documental.
Hay que tener presente en tal sentido que el derecho a “ofrecer
prueba” como componente de la defensa no tiene alcance ilimitado y, como
dice Roland Arazi (“en “Debido proceso”, cit, pág.306), ni la denuncia de
denegación de prueba, ni la oposición a prueba admitida o despachado
oficiosamente, pueden prosperar sin invocación de perjuicio concreto, y
entre ellos no cuenta como interés tutelado el de que la verdad sea
conocida.
Otro de los medios cuya subsistencia en los códigos rituales ha
sido recientemente cuestionada es la absolución de posiciones del
trabajador. Elffman y Cassina (“Los principios del Derecho del trabajo en el
Derecho procesal del trabajo””, R.D.L. 2007-1, Rubinzal, pág.18) destacan al
respecto que la prueba de confesión se basa en el presupuesto de igualdad
liberal, atribuyendo por ende idéntica eficacia tanto a la expresa como a la
ficta de ambas partes sin atender al hecho evidente de la disparidad sociocultural, de comprensión y utilización del lenguaje técnico-jurídico, de apegodespego a la verdad (que para uno conserva su significado “mágico”
primitivo y para el otro es meramente un rito profesional de negación).
Incluso de la posibilidad o dificultad de concurrir a la audiencia.
Por fin, en orden a la exigencia de tener la oportunidad de “ser
oído”, suele predicarse que la misma ha de ser suficiente. Pero esa
suficiencia, desde luego, no puede analizarse en abstracto ni desprendida
del contenido de la pretensión articulada en la demanda. Cuando la misma
se perfila con fundamentos de hecho y abono de prueba que encastran de
modo patente en el molde abstracto de normas que, a la vez, consagran
derechos con prescindencia de cualquier indagación causal, de tal suerte
que, en conjunto, la suerte del pleito está virtualmente definida ab initio, no
parece que esté justificada una sobredosis de audiencia. En tales casos las
defensas pensables son limitadas (prescripción, extinción de la obligación) y
paralelamente limitada debe ser la posibilidad procesal de oponerlas. Un
proceso justo (entiéndase: para ambas partes) debe simplificar el trance
habilitando -en una suerte de aplicación del principio de eventualidad- una
sola oportunidad en que el demandado exponga todas sus defensas y
excepciones.
Al par de limitada, esa bilateralidad puede perfectamente
ser diferida. Si rompemos el molde de una constitución de la litis basada en
la negativa del demandado como estadio introductorio imprescindible al
proceso y verdadera génesis de la controversia (que en realidad precede a
la demanda y se originó en el incumplimiento contractual, no en la negativa
procesal) la topografía de aquélla oportunidad de ser oído bien pude
alterarse para simplificar el procedimiento. En síntesis: en todos aquéllos
supuestos en que lo que esté en juego desde una perspectiva sustancial es
si el demandado cumplió o no con una obligación prima facie indiscutible,
bastará con un emplazamiento común de múltiple objeto en que, al par de
intimárselo a pagar, pueda argumentar y probar que por el motivo que fuere
la obligación no existe, o en su caso que se extinguió.
IV. EL PROCEDIMIENTO DE ESTRUCTURA MONITORIA.
Juan Pablo Descalzi, analizando en reciente obra la reforma
procesal civil en La Pampa, sintetiza el “espíritu” de los procesos monitorios
afirmando que su finalidad es dotar al acreedor de un título ejecutivo, frente
a deudas exigibles no impugnadas, trasladando al deudor la responsabilidad
de instar el contradictorio, constituyendo su clave técnica la “eventualidad de
la posible oposición”. Sus beneficios, agrega, consisten en evitar los costos y
demoras de un juicio ordinario y desalentar las defensas abusivas. (en
“Reforma procesal civil”, AAVV, Eduardo Oteiza -coordinador-; RubinzalCulzoni, 2010, 454.)
En cuanto a su naturaleza debe tenerse en claro que se
trata de un juicio declarativo y de condena, que tiene entre sus finalidades
habilitar la ejecución de modo expedito, pero no es una ejecución en sí.
Lo singular de su estructura es que las fases o episodios
del procedimiento tradicional aquí se desorganizan y reordenan al par que
asumen modalidades y matices en consonancia con su objetivo central:
prescindir de lo redundante para agilizar la declaración del crédito. Así, la
sentencia no es el “corolario lógico” de un proceso previo de información y
verificación (debate y prueba) sino un acto procesal dictado a mera moción
del actor, inaudita parte, sobre la base de la fuerte probabilidad de ser ciertos
los extremos de hecho y derecho que configuran su pretensión, según se
desprende de base documental acompañada a la demanda. Por lo mismo, le
informa cierta provisionalidad o condicionalidad dado que sólo pasará en
autoridad de cosa juzgada, eventualmente, según sea la actitud del
demandado.
La bilateralidad aparece diferida ya que el proceso se inicia con
dicha sentencia y, luego, conjuntamente con la intimación a cumplirla, se
habilita un plazo en que el demandado tiene la oportunidad de ser oído y
ofrecer prueba idónea para destruir o poner en crisis (inducir al juez a la
duda seria) la convicción inicial por la que se habilitó la vía. En la regulación
del instituto en el reforma del C.P.L de Santa Fe, el demandado (en realidad,
ya condenado a cumplir) puede oponer la prescripción, la excepción de pago
u otro modo de extinción de la obligación, la de falsedad extrínseca de los
documentos que se le atribuyeron en la demanda (y de la recepción o envío
de las piezas postales vinculadas a la controversia). Por supuesto, también
puede pagar, allanarse expresamente sin pagar (con lo cual se pasa a la
fase propiamente ejecutiva) o quedar en rebeldía, en cuyo caso se consolida
la sentencia inicial produciendo efectos de cosa juzgada formal y material.
Puede asimismo ofrecer un convenio de pago total en cuotas, del que se
corre traslado al actor y, aceptado por este, no requiere homologación. Pero
lo interesante del tema es que, en la misma oportunidad, puede oponerse a
la procedencia de la vía con argumentos de derecho o pruebas
documentadas sobre los hechos que “apreciados estrictamente por el juez”
reviertan la probabilidad inicialmente ponderada por este y lo convenzan de
la conveniencia de remitir la especie al trámite ordinario.
En cuanto a la prueba, tanto la actora como la
demandada pueden valerse solamente de la documental y, supletoriamente,
de las informativas o pericias tendentes a establecer su autenticidad si
estuviere cuestionada. Las controversias puramente aritméticas, si las
hubiere, se dilucidan en la fase ejecutiva.
Una relativa extravagancia del proceso -siempre en su
regulación santafesina- es que si bien se optó por la estructura monitoria
documental se exime a la actora de cualquier diligencia preparatoria
tendente a obtener su reconocimiento o declaración de autenticidad. Sólo se
requiere que los instrumentos se atribuyan al demandado confiriéndole una
credibilidad a priori y, en todo caso, es este el que en su oportunidad de
audiencia podrá cuestionarla. Por supuesto, hay sanciones económicas para
el caso de negativas falsas. Para así legislar se tuvo en cuenta, por una
parte, que no es nada habitual en la práctica que el trabajador traiga a juicio
documental apócrifa y, por la otra, las experiencias de ensayos similares en
las Provincias de Mendoza o Córdoba que revelaron que las diligencias
previas
de
reconocimiento
de
documental
se
incidentalizaban
excesivamente.
Otro aspecto verdaderamente novedoso de la regulación
en comentario consiste en que la promoción del abreviado es compatible
con el reclamo en juicio ordinario de los mejores derechos que entienda le
asisten al trabajador por otros rubros o por los mismos reclamados en el
abreviado. En menos palabras, se elimina la posibilidad de oponer
litispendencia. Para así decidir, se tuvo en miras que, ordinariamente, el
pleito laboral incluye aspectos controversiales y otros que no lo son respecto
del mismo ítem (por ejemplo, un despido incausado de trabajador con
antigüedad post-datada en los recibos), de modo que el tener que
proponerlos consecutivamente podría desalentar al abogado a la utilización
del abreviado.
En cuanto a las condiciones de admisibilidad de la vía
que determinan el dictado de la sentencia por el juez, corresponde distinguir
los dos ingredientes de la causa petendi:
a) en cuanto a los fundamentos de derecho ha de
tratarse de asuntos que apreciados en sustancia no ameriten prima facie
ningún debate causal sobre la procedencia del crédito, lo cual guarda
estricto correlato con la ya mentada objetividad o automaticidad del sistema
de responsabilidades patronales en materia de pago de las remuneraciones
e indemnizaciones;
b) en cuanto a los fundamentos de hecho de los que
depende la adquisición de aquél derecho, deben desprenderse de la prueba
documental acompañada o individualizada con la demanda.
Si bien la norma incluye luego un catálogo de supuestos
en que “especialmente procede” el trámite abreviado (salarios en mora,
despidos directos sin invocación de causa, o en que la causa mencionada no
se explicite claramente, o no reúna las calidades requeridas por la doctrina
de la injuria, despidos indirectos por falta de pago de haberes previamente
intimados sin éxito, indemnizaciones por extinción en los casos en que sólo
dependa de la acreditación de un hecho -la muerte del trabajador o el
empleador, la incapacidad superior al 66%- o que se funde en la supuesta
falta o disminución de trabajo respecto del tramo que, por esta vía, queda
reconocido), explícitamente aclara que la nómina es meramente ejemplar.
En disposiciones especiales, también se prevé que el
trámite está disponible para: a) reinstalación de representantes gremiales
que acrediten con la demanda las exigencias formales de la ley 23.551
(constancia de la entidad sindical, notificación escrita de la investidura al
empleador, comunicación al representante del acto prohibido), en cuyo caso
el emplazamiento se reduce a tres días;
b) entrega de certificados de
trabajo y capacitación; c) resarcimiento tarifado de accidentes de trabajo y
enfermedades profesionales, cuando esté incontrovertida su ocurrencia y
naturaleza laboral y sólo reste pendiente establecer el porcentaje de
incapacidad o las aplicación al caso de los baremos y factores de
ponderación del sistema.
Ya Calamadrei en su clásica obra “El proceso monitorio”
y Cabiedes (en “Aspectos históricos y dogmáticos del proceso ejecutivo y
monitorio en España”, Revista de Derecho Procesal Panamericano, 1972,
548-580) alertaban sobre el posible desincentivo que para su utilización
práctica podía tener -y de hecho había tenido- la circunstancia de que el
abogado recondujera hacia el ordinario el reclamo por falta de atractivos
económicos para él. Es decir, el modo en que se trate la cuestión de costas y
honorarios debe ser consecuencialmente analizado para evitar que, por ese
flanco, la institución caiga en desuso o en una utilización sub-óptima. Y el
asunto, a su vez, es más complejo, ya que también debe contemplar, al par
del interés consignado, el de estimular a los demandados a que no articulen
oposiciones artificiosas o dilatorias. En este sentido, el C.P.L de Santa Fe
dedica a la cuestión un artículo en que se aclara que en caso de rechazo de
la oposición se regularán honorarios equivalentes a los de un juicio de
conocimiento completo y que, “en todos los demás”, se estará a los criterios
normales en la imposición de costas (entiéndase: al vencido) pero con
reducción de las escalas de honorarios a un 50%. Esta solución parece
consultar más al segundo interés que al primero, esto es, “penaliza” las
oposiciones livianas o infundadas aunque no genera un estímulo para que
los abogados del trabajador propongan el abreviado. De cualquier manera,
no parece menor el beneficio que resultaría de acceder a honorarios con
menor esfuerzo, más rápido y más seguro.
V. LOS PROCESOS URGENTES.
Cuantos miembros se quiera o crea que integran la
“familia” de los llamados procesos urgentes, lo cierto es que todos ellos
comparten como dato genético el requerimiento que les brinda su apellido,
esto es, la “urgencia”, como un estándar jurídico no demasiado novedoso en
que cuenta decisivamente el dato temporal (la impostergable necesidad de
una respuesta en tiempo útil) y el correlativo peligro en que el retardo frustre
la efectividad del derecho concernido. La predicada falta de novedad resulta
del obvio parentesco con el periculum in mora como exigencia tradicional de
los despachos meramente cautelares.
Pero, cuando se emancipan del tronco común ciertos
procesos con la pretensión de obtener decisiones definitivas, tal cual ocurre
con las “medidas autosatisfactivas” o el amparo mismo, aquél estándar de
urgencia, además del elemento temporal que necesariamente evoca, viene a
concurrir con otro de carácter material que involucra a la trascendencia del
bien jurídico concernido.
Y es que en realidad, si prescindiéramos de la
importancia de lo que está en juego en cada asunto, si nos basáramos
únicamente en las variables “duración ordinaria del pleito” y “peligro
consecuente de frustración del derecho”, prácticamente no habría acreedor
que no reclamara para sí el acceso a tutelas efectivas inmediatas. Sin
embargo, la doctrina coincide, no sin matices, en que los procesos urgentes
no cautelares poseen un carácter más bien excepcional o de “última ratio”.
Ya con el amparo constitucional, tras la ampliación de
sus fronteras por la reforma constitucional de 1994, luego de una euforia
inicial en la que se pretendió que todo era materia propicia para intentarlo,
doctrina y jurisprudencia reaccionaron limitativamente destacando que no
había perdido con el nuevo texto su carácter de “remedio heroico” reservado
para ius-patologías graves. Más allá de otro orden de justificaciones, lo cierto
es que el razonamiento que presidió este reflujo ha sido eminentemente de
razón práctica. Se dijo: “en la medida en que todo sea materia de amparo, el
amparo -como vía de tramitación y resolución acelerada- se habrá
convertido en nada”, dadas las limitadas capacidades del sistema judiciario
para procesar todas las cuestiones a velocidad preferente. En la Provincia
de Santa Fe la Corte Suprema impuso en tal sentido un quietus al
recomendar a los magistrados a hacer una “selección inteligente” de los
supuestos de admisibilidad a fin de evitar la desnaturalización del
instrumento (causa “Bachetta”; en A. y S. 132-64), y Néstor Sagües
(“Amparo, habeas corpus y habeas data en la reforma constitucional”; L.L.,
del 07.10.94) anticipó ya en 1994 que cabía prevenirse contra la idea de que
el amparo constituía un remedio ordinario, “lo que generaría su correlativa
devaluación institucional y sociológica, puesto que terminaría como un
proceso regular más”. En similares términos se han ido pronunciando otros
superiores tribunales de provincia (“Jurisprudencia de las Cortes y
Superiores Tribunales de Provincia. Juicio de amparo”, T. IV, Abeledo Perrot,
1997).
Cabe además tener presente que en el leading case que
usualmente se menciona para certificar la adecuación constitucional del
“anticipo de jurisdicción” (me refiero, por supuesto, a la causa “Camacho
Acosta, Máximo c/Grafi Graf SRL”, del 07.08.97, en L.L., 1997-E-652 y E.D.,
del 05.02.98 con nota de Augusto Morello: “La tutela anticipada en la Corte”)
el Alto Tribunal de la Nación ponderó expresamente que debía atenderse a
la índole del agravio -que en el caso recaía en la integridad física y psíquica
de la víctima- con cuanto la apertura del remedio aparece inexorablemente
ligada a bienes jurídicos de superior trascendencia.
Se suma a ello, por supuesto, una apreciación calificada
del fumus bonis iuris que ya no habrá de depender de la verosimilitud del
planteo (como se exige en materia cautelar) sino que demandará la
“probabilidad
cierta”
(expresión
que
no
deja
de
parecerme
auto-
contradictoria) o, mejor, una “fuerte probabilidad” de que asiste razón sobre
la pretensión. Es común requerir que la antijuridicidad de la conducta que se
intenta hacer cesar sea equiparable a una “vía de hecho”. Dice Henín,
analizando la experiencia de Chaco, que “todo lo autosatisfactivo es urgente,
pero no todo lo urgente es autosatisfactivo” (en “Reforma procesal civil”;
AAVV, Eduardo Oteiza -coordinador-, Rubinzal, 2010, pág.423), expresión
que entiendo asimilable a lo que he querido significar en estos párrafos y
que es, en realidad, una paráfrasis del apotegma de Jorge W.Peyrano “todo
lo cautelar es urgente, pero no todo lo urgente es cautelar” (en “Medidas
autosatisfactivas”, cit., pág.19).
Cuando concurren los extremos de hecho y derecho
hasta aquí consignados, y en esto consiste propiamente un proceso urgente
de carácter auto-satisfactivo, el Juez puede librar una orden inaudita parte, o
precedida en su caso de un contradictorio abreviado (una audiencia
inmediata), que se diferencia de los despachos cautelares en tanto no
accede a ningún proceso principal ni está imbuido de la mutabilidad y
provisionalidad inherente a los mismos. La sentencia urgente consume el
objeto de la controversia y, desde el punto de vista práctico del peticionante,
torna innecesaria la promoción o continuidad del juicio. El obligado puede, a
su vez, apelar (con efecto devolutivo) o iniciar un declarativo sumario a fin de
contradecir lo ya decidido. Puede también, prestando contracautela, pedir la
suspensión provisoria de la medida si demostrase liminarmente que
cumplirla le acarrearía un perjuicio de difícil reparación ulterior.
VI. LO URGENTE EN EL ÁMBITO LABORAL.
He intentado perfilar suscintamente en el título anterior
las exigencias y límites para la admisibilidad de procesos urgentes,
singularmente las medidas autosatisfactivas, en el ámbito del proceso civil.
Trataré en lo que sigue de analizar si es posible, y como, adaptar su
viabilidad al ámbito procesal y sustantivo específicamente laboral.
Comencemos por aclarar que ninguna cuestión de
principios ni conceptual impide la aplicación de las distintas modalidades de
procesos urgentes en el fuero del trabajo. Interpretar que la existencia de un
rito especial deroga la admisibilidad de normas y criterios provenidos del
“régimen procesal general”, aunque estos últimos resulten más favorables a
la tutela judicial efectiva, implica un yerro del tipo que la C.S.J.N descalificara
en sus decisiones desde el año 2004, y claramente en “Aquino c/Cargo” (del
21.09.04). A saber, que el trabajador es sujeto de preferente tutela
constitucional y que, por ende, todo tratamiento normativo diferente sólo se
justifica a la luz de la Carta Magna si supone una afirmación del principio
protectorio (esto es, una ventaja comparativa o discriminación positiva) y
nunca si conduce a establecer un trato peyorativo, o que redunde en negar
derechos que le asisten a cualquier habitante sin distinción de clase o
condición. Huelga aclarar que esta directriz no agota su contenido en el
campo sustantivo.
Sin embargo una primera limitación -o interpretación
limitativa- salta inmediatamente a la vista. El factor tiempo siempre opera en
perjuicio del trabajador y sus créditos son -por definición- alimentarios o de
subsistencia, camino por el cual la urgencia habrá de concurrir en la
abrumadora mayoría de los casos laborales, dado que normalmente se
traducen o reflejan, allende su causa, en el pago de una suma de dinero. Por
cuanto la primera tentación a soslayar, si se quieren evitar reacciones
limitativas de la jurisdicción (originadas en el ya mentado criterio de
selección tendente a evitar que al ser todo perentorio, todo se lentifique) es
convertir a cualquier tipo de reclamo en asunto urgente.
Pero,
¿es
posible
jerarquizar
las
urgencias?
La
incipiente praxis de los tribunales laborales en esta materia permite
responder afirmativamente. Las cuestiones vinculadas a la salud o
integridad psicofísica del dependiente, por ejemplo, tanto sean de carácter
preventivo (como cuando se demanda la adecuación del ámbito de trabajo a
condiciones de seguridad) o de carácter restitutivo (como cuando se reclama
la prestación de atención médica ante el siniestro ya producido), parecen
tener un cierto orden de precedencia por sobre las meramente patrimoniales.
Y, respecto de estas últimas, puede incluso distinguirse entre las que
conducen a una privación total de ingresos alimentarios de aquéllas que
implican una merma no sustancial sobre el quantum. Nicolás Vitantonio, en
un primer análisis sobre los rubros compatibles con su reclamo por esta vía,
mencionaba ya hace una década a los haberes impagos, a la indemnización
por despido ad nutum y a la entrega de certificados de trabajo (en “Medidas
autosatisfactivas”, cit.; pág.565). José Luis Sedita, en la misma obra
(pág.549), considera también que en caso de incumplimiento a los arts.75
(deber de seguridad) y 78 (deber de ocupación efectiva) de la LCT, cuando
el trabajador prefiere no direccionarlos hacia el despido indirecto, puede
resultar pertinente el dictado de una tutela anticipada.
Cabe mencionar, entre los precedentes que pueden
genera opiniones encontradas, el fallo del Tribunal del Trabajo N° 2 de Mar
del Plata, del 01.04.08, en la causa “Pereyra, Elda c/Mapfre Argentina S.A.”.
En el caso, se hizo lugar a la medida autosatisfactiva promovida por la viuda
e hijos de un trabajador fallecido en accidente de trabajo en procura de la
prestación complementaria del art.18.1 de la LRT ponderando la naturaleza
alimentaria del crédito, que se trataba de un derecho adquirido e
incuestionable y “la impostergable necesidad de evitar los daños que
provocaría de manera irreparable la dilación en la percepción de la
prestación” ya que de ser remitida la demandante al trámite sumario
“significaría condenarla a vivir a nivel de pobreza durante ese tiempo,
contrariando cláusulas nacionales e internacionales que conforman el orden
público laboral”. Alejando Perugini (en R.D.L., Actualidad, 2009-1, pág.130)
critica la solución en base al argumento que transita esta ponencia, esto es,
que en verdad es difícil encontrar un crédito laboral que no responda a
lineamientos semejantes y que no provoque parecidas angustias a las
consideradas en el caso, con lo cual la vía auto-satisfactiva adquiriría, de
compartirse la postura del fallo, el carácter de remedio general u ordinario.
Hay, además, un tercer género que en realidad ya
cuenta con trámites más expeditos, que resulta de la afectación de algunos
derechos fundamentales como es el caso en que se conduzca el trámite por
la vía de los arts.47/52 L.A.S-de libertad sindical- o en que se invoque como
fuente la Ley 23.592 -de anti-discriminación-. Sin embargo, sea que en la
jurisdicción local se lo regule como sumario o como sumarísimo, o de un
modo especial, el dato común es que se trata de procedimientos
contradictorios que corrientemente se “ordinarizan” y prolongan cuando hay
ofrecimiento de pruebas. En estos esquemas, si bien es posible el dictado de
medidas cautelares (las que muchas veces agotan o autosatisfacen el objeto
del pleito) las mismas quedan de algún modo limitadas por el carácter
mudable y por la accesión a un pleito principal. De allí que, si la condición
misma de admisibilidad del amparo según el art.43 C.N es que el juez esté
en presencia de una “arbitrariedad o ilegalidad manifiesta” -exigencia todavía
más rigurosa que la fuerte probabilidad- no vemos inconveniente teórico a
que en tales casos se despache una medida autosatisfactiva (lo que sería
una vía procesal más idónea).
Por supuesto, ya lo vimos, la urgencia no alcanza por sí
misma para habilitar un proceso atípico en tanto no concurra de manera
liminar -o sobrevenida en momento temprano del procedimiento- la fuerte
probabilidad de la existencia del derecho.
El concepto, o mas bien la terminología, ha merecido
crítica de Jorge Rojas (op.cit.; pág.309) con cita de Michelle Taruffo (“La
prueba de los hechos”; Trotta, Madrid, 2002, 185 y siguientes), con base en
que introduce un innecesario tertium entre la verosimilitud (que ya implica
probabilidad) y la certeza. Según lo entiendo, más allá de los aspectos
linguísticos y hasta filosóficos del asunto, lo que parece preocuparle es que
induce o puede inducir a una mayor exigencia probatoria de la que es
corriente en los despachos cautelares, máxime si se le agrega el adjetivo
“fuerte”. En cambio la defensa de su utilidad ha sido destacada por AraziKaminker (“Algunas reflexiones sobre la anticipación de tutela y las medidas
de satisfacción inmediata”; en “Medidas autosatisfactivas”, AAVV, dirigido por
Jorge Peyrano, pág.44) con el argumento de que introduce un matiz acorde
con los diferentes grados de convicción que pueden asistir al juez en los
estadios iniciales del proceso, donde entre lo verosímil (como creíble) y lo
cierto (como resultado de la verificación) se insinúa lo “probable” como
alternativa más plausible entre el ancho abanico de lo posible. Me inclino por
dar razón a esta última taxonomía (entiéndase: la juzgo útil) ya que, desde la
perspectiva del práctico del Derecho, no es difícil entender el mensaje y su
congruencia con la necesaria armonía entre los dos costados -activo y
pasivo- del debido proceso legal. Es que si se va a avanzar en la restricción
de los derechos de audiencia y prueba del demandado no parece excesivo
que el proceso urgente se habilite si -y solo si- las partes arriman al juez
elementos de convicción que superen los de la verosimilitud. Es que este
estándar aparece históricamente ligado al de los despachos cautelares
stricto sensu y hay consenso sobre que -en el caso- se requiere un grado
más próximo a la evidencia en consonancia con la especial índole del trámite
y sus consecuencias virtualmente definitivas.
Descargar