Eduardo Galeano: Contrabandistas de palabras “Los pies de Yang Huanyi habían sido atrofiados desde la infancia. A los tumbos caminó su vida. Murió en el otoño del año 2004, cuando estaba por cumplir un siglo. Ella era la última conocedora del Nushu, el lenguaje secreto de las mujeres chinas. Este código femenino venía de tiempo antiguos. Expulsadas del idioma masculino, que ellas no podían escribir, habían fundado su propio idioma, clandestino, prohibido a los hombres. Nacidas para ser analfabetas, habían inventado su propio alfabeto, hecho de signos que simulaban ser adornos y eran indescifrables para los ojos de sus amos. Las mujeres dibujaban sus palabras en ropas y abanicos. Las manos que los bordaban no eran libres. Los signos, sí.” Prohibido ser curioso, Eduardo Galeano El conocimiento es pecado. Adán y Eva comieron los frutos de ese árbol; y así les fue. Algún tiempo después, Nicolás Copérnico, Giordano Bruno y Galileo Galilei sufrieron castigo por haber comprobado que la tierra gira alrededor del sol. Copérnico no se atrevió a publicar la escandalosa revelación, hasta que sintió que la muerte estaba cerca. La Iglesia Católica incluyó su obra en el Índex de los libros prohibidos. Bruno, poeta errante, divulgó por los caminos la herejía de Copérnico: el mundo no era el centro del universo, sino apenas uno de los astros del sistema solar. La Santa Inquisición lo encerró ocho años en un calabozo. Varias veces le ofreció el arrepentimiento, y varias veces Bruno se negó. Por fin este cabeza dura fue quemado, ante un gentío, en el mercado romano de Campo dei Fiori. Mientras ardía, le acercaron un crucifijo a los labios. Él volvió la cara. Unos años después, explorando los cielos con los treinta y dos lentes de aumento de su telescopio, Galileo confirmó que el condenado tenía razón. Fue preso por blasfemia. En los interrogatorios, se derrumbó. En alta voz juró que maldecía a quien creyera que el mundo se movía en torno del sol. Y por lo bajito murmuró, según dicen, la frase que le dio fama eterna. Resurrección del carnaval El sol salía de noche, los muertos huían de sus sepulturas, cualquier bufón era rey, el manicomio dictaba las leyes, los mendigos eran señores y las damas echaban llamas. Y al final, cuando llegaba el miércoles de ceniza, la gente se arrancaba las máscaras, que no mentían, y volvía a ponerse las caras, hasta el año siguiente. En el siglo dieciséis, el emperador Carlos dictó en Madrid el castigo del carnaval y sus desenfrenos: Si fuera persona baja, cien azotes públicos; si noble, lo destierren seis meses… Cuatro siglos después, el generalísimo Francisco Franco prohibió el carnaval en uno de sus primeros decretos de gobierno. Invencible fiesta pagana: cuanto más la prohibían, con más ganas volvía. Un mar de fueguitos Un hombre del pueblo de Negua, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo. A la vuelta, contó. Dijo que había contemplado, desde allá arriba, la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos. -El mundo es eso - reveló-. Un montón de gente, un mar de fueguitos. Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco, que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende. Julio Cortázar: CONTINUIDAD DE LOS PARQUES Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer. Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de 4 terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela. HISTORIA VERIDICA A un señor se le caen al suelo los anteojos, que hacen un ruido terrible al chocar con las baldosas. El señor se agacha afligidísimo porque los cristales de anteojos cuestan muy caro, pero descubre con asombro que por milagro no se le han roto. Ahora este señor se siente profundamente agradecido, y comprende que lo ocurrido vale por una advertencia amistosa, de modo que se encamina a una casa de óptica y adquiere en seguida un estuche de cuero almohadillado doble protección, a fin de curarse en salud. Una hora más tarde se le cae el estuche, y al agacharse sin mayor inquietud descubre que los anteojos se han hecho polvo. A este señor le lleva un rato comprender que los designios de la Providencia son inescrutables, y que en realidad el milagro ha ocurrido ahora INSTRUCCIONES PARA DAR CUERDA AL RELOJ Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj. VIAJES Cuando los famas salen de viaje, sus costumbres al pernoctar en una ciudad son las siguientes: Un fama va al hotel y averigua cautelosamente los precios, la calidad de las sábanas y el color de las alfombras. El segundo se traslada a la comisaría y labra un acta declarando los muebles e inmuebles de los tres, así como el inventario del contenido de sus valijas. El tercer fama va al hospital y copia las listas de los médicos de guardia y sus especialidades. Terminadas estas diligencias, los viajeros se reúnen en la plaza mayor de la ciudad, se comunican sus observaciones, y entran en el café‚ a beber un aperitivo. Pero antes se toman de las manos y danzan en ronda. Esta danza recibe el nombre de "Alegría de los famas". Cuando los cronopios van de viaje, encuentran los hoteles llenos, los trenes ya se han marchado, llueve a gritos, y los taxis no quieren llevarlos o les cobran precios altísimos. Los cronopios no se desaniman porque creen firmemente que estas cosas les ocurren a todos, y a la hora de dormir se dicen unos a otros: "La hermosa ciudad, la hermosísima ciudad". Y sueñan toda la noche que en la ciudad hay grandes fiestas y que ellos están invitados. Al otro día se levantan contentísimos, y así es como viajan los cronopios. Las esperanzas, sedentarias, se dejan viajar por las cosas y los hombres, y son como las estatuas que hay que ir a verlas porque ellas ni se molestan.