textos para el comentario

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TEXTOS PARA EL COMENTARIO
TEXTO 1
La perversión del lenguaje, de Armando de Miguel
He hablado de la magia del lenguaje y hay que entenderlo en toda su literalidad. Hay ciertas palabras
que se ven tocadas especialmente de un hálito misterioso que no acertamos a saber de dónde
proviene y que no podemos eliminar. Tómese el número “dos” y sus derivados y afines. Ignoro por
qué lo que se asocia con el número dos presenta un contenido tan negativo. “Doblez” es tanto como
astucia mendaz. “Doblete” es piedra preciosa falsa. Las campanadas “doblan” a muerto. El “dos” de
la baraja es la carta de menor valor. “Nadar entre dos aguas” equivale a mantener una actitud
equívoca, de sospechosa neutralidad. “Quedarse a dos velas” es tanto como quedarse a oscuras,
como si dos velas no dieran más luz que una sola. “Encender una vela a san Miguel y otra al diablo”
es conducta taimada no muy recomendable. “Tener la lengua bífida”, esto es, partida en dos, como
la de algunas serpientes, se asocia a las más pérfidas disposiciones. En las lecturas históricas patrias
el “bienio negro” fue período execrable frente a un “trienio liberal” de feliz recordación. En cambio,
el tres es número fasto. “A la de tres” indica la buena decisión. La “Santísima Trinidad” es misterio
excelso. El “terno” o “tresillo” resumen la estética de las tres piezas. El “triángulo” ha sido símbolo de
general aceptación. El “triduo” era devoción piadosa. “Trienios” se asocia con incremento de la paga.
El “trébol” es señal de buena suerte. “No hay dos sin tres”, aseguran los divorciados recalcitrantes. El
lenguaje de la propaganda sabe sacar partido de esas connotaciones irracionales de las palabras.
TEXTO 2
Quins pecats tens?, de Arturo Pérez Reverte
Tengo en un libro una foto de unos cuantos obispos hacia el año cuarenta, saliendo de una misa o un
tedéum o algo por el estilo, todos con el brazo en alto, muy serios, en plan saludo vencedor de las
hordas rojas y demás. No sé si los obispos eran catalanes, que a lo mejor hasta lo eran; pero de lo
que estoy seguro es de que, cuando la foto, ninguno de ellos estaba exigiendo a nadie que la única
lengua oficial que se hablara en Cataluña fuese el catalán, como hicieron no hace mucho en uno de
esos comunicados que los obispos, catalanes o no, suelen difundir cuando el panorama táctico
aconseja una de cal y otra de arena.
No es difícil comprenderlo. Cada uno tiene sus puntos de vista y su memoria personal, sus filias,
fobias, intereses y sueños en la cabeza. Y comparto el desprecio de muchos catalanes, sean obispos o
no, por esa España demagógica, folletinesca y cutre, que durante varios siglos se nos estuvo
metiendo con calzador. Una España que mi viejo amigo y compadre Raúl del Pozo define, gráfica y
acertadamente, como una matrona con un laurel en la mano, un león a los pies, una bandera roja y
gualda y un rey reinando sobre un país de abanicos a las cinco de la tarde.
Uno comprende todo eso. Y comprende también que, desaparecidos el viejo argumento de la
opresión centralista, los virreyes castellanos y los culatazos de la Benemérita, la lengua sea a veces la
única bandera que queda para convocar a la gente al toque de corneta, so pena de que se dispersen
las ovejas y se desbarate el negocio. Todo eso es, tal vez, legítimo. El problema surge cuando, con los
obispos haciendo de palmeros finos y ante el rechinar de dientes de un Gobierno agarrado por las
pelotas, se procura no ya establecer el bilingüismo, sino borrar del mapa el castellano, el español, o
como carajo se diga. Y los obispos, que igual se apuntan a un cocido que a un estofado, bendicen
ahora esa represión lingüística como antes bendecían la otra, los piquetes de fusilamiento o a los
generalísimos bajo palio: sin el menor pudor, la menor memoria ni la más mínima vergüenza, en vez
de dedicarse a salvar almas, que es lo suyo.
Porque los obispos, sean catalanes o malgaches, lo que tiene que hacer es cuidar la diócesis y el latín,
que es una lengua preciosa y con mucha solera eclesiástica, y dejarse de fornicar la marrana. Y ese
comunicado exigiendo que sólo se hable catalán en su cotarro me plantea graves dudas que, a falta
de director espiritual próximo, me atrevo a plantear aquí, por si alguien es capaz de serenar mi
atribulado ánimo.
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Supongamos que yo, notorio pecador, descreído y castellanohablante, estoy un día de paso en
Cataluña. Y como soy torpe y de pocas luces –amén de mis repugnantes resabios españolistas–
resulta que, aparte el francés y algo de inglés, de lenguas peninsulares sólo hablo la que don Xabier
Arzallus llamaría, o llama, la lengua de Franco: o sea, ese instrumento abyecto de represión y vileza
que tanto daño ha hecho al mundo. Y puestos a imaginar, imaginemos que llega mi última hora, y
que Dios, en su infinita bondad, me llama al seno de Abraham en tierra catalana. Y yo, debatiéndome
en los estertores de la agonía, veo de pronto la luz y reclamo a gritos confesión, confesión, traedme
un cura, voto a tal. Y mis amigos y deudos corren raudos en busca de alguien que me garantice el
tránsito. Y acude un párroco. Y entonces, oh desdicha, cuando abro la boca para aliviar mi alma
pecadora, resulta que el dómine, que se llama Manolo Sánchez pero, por la cuenta que le trae, habla
un catalán de la hostia y no sabe decir en español más que buenas tardes y hasta luego, Lucas, me
pregunta: “Quins pecats tens, fill meu?”. Y yo le digo: ¿Mande, páter? Y él me responde: “Penedeixes,
pecador?”. Y yo, que aunque moribundo no estoy para coñas, ya no pido a gritos confesión,
confesión, sino traducción, traducción; y luego intento confesarme por señas pero mis pecados son
innúmeros –alcohol, palabrotas, mujeres malas– y no nos da tiempo. Así que al final agarro al
dómine por la estola, le mento a todos sus muertos en al lengua de Cervantes y luego a San Apucio,
el copón de Bullas y el Chápiro Verde, y muero inconfeso y blasfemando en arameo. Y me condeno
por no hablar catalán, que tiene cojones.
TEXTO 3
Maestros, de Manuel Vicent
Hasta la llegada de la imprenta de Gutenberg reinaba el argumento de autoridad. Nadie sabía leer
por la sencilla razón de que los libros no existían. El conocimiento se transmitía de forma oral. Las
cosas eran lo que eran porque así lo contaban los clérigos y maestros de viva voz en los púlpitos, en
las cátedras, a una legión de analfabetos. Lo ha dicho el maestro: ése era el argumento definitivo que
zanjaba cualquier discusión. La sabiduría se concentraba en los códices de Vitela escritos y miniados
a mano por lentísimos monjes en los monasterios, pero a ellos sólo llegaban con sus propios ojos
unos pocos iniciados. El invento de Gutenberg hizo posible que estos códices donde la teología y la
filosofía estaban herméticamente guardadas pudieran ser reproducidos en serie y puestos a merced
de lectores vulgares. La gente comenzó a leer la Biblia y los textos clásicos. Los interpretó por su
cuenta. Sacó sus propias conclusiones. Los clérigos y maestros fueron muy pronto rebatidos y al
quebrarse el argumento de autoridad se inició la cultura popular. Hoy están los maestros en el aula
explicando los textos impresos por Gutenberg, llegan los alumnos recién cebados por la televisión o
la radio y se reproduce el mismo drama, la misma revolución cultural del siglo XV. Entonces los
maestros eran contestados por alumnos que habían leído el último libro impreso; ahora son
discutidos por lo que acaban de contemplar en el vídeo de la noche anterior. La autoridad ha pasado
de manos. La interpretación de un libro de texto a cargo de un profesor es rebatida por cualquier
adolescente que acaba de oír la opinión de un imbécil por la televisión. Ésa es para él la última
verdad, el fallo inapelable. Los antiguos maestros desbancados se defendieron diciendo que había
buenas y malas lecturas. Hoy también se habla de buena televisión y de programas basura. El caso es
el mismo. Ahora cualquier exabrupto soltado por un frívolo en una tertulia o entrevista de televisión
puede destruir como entonces la labor de todos los catedráticos.
TEXTO 4
Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj, de Julio Cortázar
Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de
rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente un reloj, que los cumplas muy felices, y esperamos
que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese
menudo picapedrero que te ataras a la muñeca y pasearas contigo. Te regalan -no lo saben, lo
terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es
tuyo, pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado
colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de
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darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de a atender a la hora exacta en las
vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de
perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la
seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia a comparar tu reloj con
los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del
reloj.
TEXTO 5
Las preguntas de la vida, de Fernando Savater
Quizá parezca extraño que un libro que quiere iniciar en cuestiones filosóficas se abra con un
capítulo dedicado a la muerte. ¿No desanimará un tema tan lúgubre a los neófitos? ¿No sería mejor
comenzar hablando de la libertad o del amor? Pero yo he indicado que me propongo invitar a la
filosofía a partir de mi propia experiencia intelectual y en mi caso fue la revelación de la muerte —de
mi muerte— como certidumbre lo que me hizo ponerme a pensar. Y es que la evidencia de la muerte
no solo le deja a uno pensativo, sino que le vuelve a uno pensador. Por un lado, la conciencia de la
muerte nos hace madurar personalmente: todos los niños se creen inmortales (los muy pequeños
incluso piensan que son omnipotentes y que el mundo gira a su alrededor; salvo en los países o en
las familias atroces donde los niños viven desde muy pronto amenazados por el exterminio y los ojos
infantiles sorprenden por su fatiga mortal, por su anormal veteranía...), pero luego crecemos cuando
la idea de la muerte crece dentro de nosotros. Por otro lado, la certidumbre personal de la muerte
nos humaniza, es decir, nos convierte en verdaderos humanos, en «mortales». Entre los griegos
«humano» y «mortal» se decía con la misma palabra, como debe ser.
TEXTO 6
¡Indignaos!, de Cayetana Guillén Cuervo
Escribe Stéphane Hessel, único redactor vivo de la Declaración universal de los Derechos Humanos
de 1948, que la peor actitud es la indiferencia, porque la facultad de indignación (y el compromiso
que conlleva), es una de las características que definen la excepcionalidad del ser humano. El ser
humano, que se desdibuja cuando olvida los motivos por los que merece la pena vivir, y aquellos que
definen la vida como algo cercano al infierno, y que es capaz de habituarse a cualquier cosa. A la
insoportable diferencia que existe entre los que más tienen y los que no tienen nada, cada vez más
grande. A vulnerar los Derechos Universales ya reconocidos como tales y olvidados por determinados
Estados bajo el nocivo criterio de la plena soberanía. A los campos de refugiados donde miles de
personas reorganizan sus vidas desplazadas de su lugar, encarceladas sin más explicación que una
imposición de autoridad. Hessel, a sus 94 años, reflexiona en su libro sobre el insolente poder del
dinero, sobre cómo los bancos se preocupan exclusivamente de los sueldos de los dirigentes y de los
beneficios, y de cómo los Estados sucumben al juego de la competitividad siempre en detrimento del
interés general. Miembro de la Resistencia Francesa, reconoce que hoy se cuestionan las bases de las
conquistas sociales de este movimiento fundamental. Porque todo se arrastra al servicio de una
sociedad en la que el único motor, el verdadero protagonista, el único actor real, es el dinero.
¡Indignaos!, dice, porque sólo a partir de ese sentimiento nos movemos de un lugar que
cuestionamos, empujamos a los que nos destruyen, a los que pisotean un conjunto de principios y
valores sobre los que debe construirse la democracia de nuestro país. De cualquier país. ¿Quién
manda? ¿Quién decide? Los únicos que ya han superado la crisis son los mismos que la han
provocado, y que nos han dejado nadando en ella. Se cuestiona la jubilación, la Seguridad Social, las
ayudas a la Dependencia, los derechos de los inmigrantes, pero no los paraísos fiscales ni las
operaciones de altísimo riesgo que nos dejan tiritando. Financieros que mueven la marioneta, que
sólo baila al son de sus monedas. Vencimos el fascismo, pero continúa el totalitarismo vestido con
traje de chaqueta.
El libro de Hessel lanza un mensaje tan básico como necesario. Ordena los sentimientos
contradictorios, la decepción y la impotencia. Define la realidad. Nos aconseja. Nos libera. Nos
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propone un punto de partida contra esta locura de la que somos víctimas. Indignémonos. A ver si a
partir de ahí nace alguna respuesta.
TEXTO 7
Chantaje en Vigo, de Arturo Pérez Reverte
Vigo. O sea, Galicia. España. Estado moderno –dicho sea lo de Estado con las cautelas oportunas–.
Democracia constitucional con supuestos derechos y libertades de cada cual. En mi casa mando yo,
resumiendo. Y mi amigo Manolo, que es un ingenuo y se lo cree, necesita cubrir un puesto de
auditor. Es una oferta seria y bien remunerada. Así que publica un anuncio en la prensa local: «Se
necesita auditor para empresa solvente». Y empieza el circo.
La cosa se encarna en inspectora de Trabajo y Asuntos Sociales, con todas sus letras. Hola, buenas,
dice la pava. ¿Cómo es que solicitan ustedes un auditor, y no un auditor o una auditora? Mi amigo,
que es hombre culto, conoce las normas de la Real Academia en particular y de la lengua española en
general, y no trinca de la corrección política ni de la gilipollez pública, como otros, argumenta que
auditor es masculino genérico, y que su uso con carácter neutro engloba el masculino y el femenino
desde Cervantes a Vargas Llosa, más o menos. No añade, porque es chico educado y tampoco quiere
broncas, que no es asunto suyo, ni de su empresa, que una pandilla de feminazis oportunistas,
crecidas por el silencio de los borregos, la ignorancia nacional y la complicidad de una clase política
prevaricadora y analfabeta, necesite justificar su negocio de subvenciones e influencias elevando la
estupidez a la categoría de norma, y violentando a su conveniencia la lógica natural de un idioma
que, aparte de ellas, hablan cuatrocientos millones de personas en todo el mundo. Olvidando, de
paso, que la norma no se impone por decreto, sino que son el uso y la sabiduría de la propia lengua
hablada y escrita los que crean esa norma; y que las academias, diccionarios, gramáticas y ortografías
se limitan a registrar el hecho lingüístico, a fijarlo y a limpiarlo para su común conocimiento y mayor
eficacia. Porque no es que, como afirman algunos tontos, las academias sean lentas y vayan detrás
de la lengua de la calle. Es que su misión es precisamente ésa: ir detrás, recogiendo la ropa tirada por
el suelo, haciendo inventario de ésta y ordenando los armarios.
Pero volvamos a Vigo. A los pocos días de la visita de la inspectora mentada, Manolo recibe un oficio,
o diligencia, donde «se requiere a la empresa la subsanación de las ofertas vigentes y la realización
de las futuras o bien en términos neutros, o bien referida simultáneamente a trabajadores de ambos
sexos». Dicho en corto –aparte la ausencia de coma tras futuras y la falta de concordancia de
referida–: o en el futuro pide auditor o auditora, con tres palabras en vez de una, en anuncios que se
cobran precisamente por palabras, o deberá atenerse a las consecuencias. Y a mi amigo, claro, se lo
llevan los diablos. «O es un chantaje feminista más –se lamenta–, o mi anuncio despista de verdad, y
algunas mujeres ignorantes o estúpidas creen que no pueden optar a ese puesto de trabajo. Lo que
sería aún más grave. Si lo que tanta idiotez de género ha conseguido es que, al final, una mujer crea
que ofrecer un trabajo de auditor es sólo para hombres y no para ella, todo esto es una puñetera
mierda.» Etcétera.
El caso es que, resuelto a defender su derecho de anunciarse en correcto castellano, Manolo se pone
en contacto con los servicios jurídicos del Ministerio de Igualdad, donde una abogada razonable,
competente y muy amable –lo hago constar para los efectos oportunos–, le dice que, con la ley de
Igualdad en la mano, la inspectora de Vigo «puede haber creído detectar» discriminación en el
anuncio, y que la empresa se expone a una sanción futura si no rectifica. «¿Entonces, la legalidad o
ilegalidad de mi anuncio depende de la opinión particular de cualquier funcionario que lo lea, por
encima de la Real Academia Española?», pregunta Manolo. «Más o menos», responde la abogada.
«¿Y qué pasaría si yo recurriese legalmente, respaldado por informes periciales de lingüistas o
académicos?», insiste mi amigo. «Pasaría –es la respuesta– que tal vez ganase usted. Pero eso
dependería del juez.»
Es inútil añadir que, ante la perspectiva de un procedimiento judicial de incierto resultado, que iba a
costarle más que las dos palabras suplementarias del anuncio, Manolo ha cedido al chantaje, y lo de
auditor a secas se lo ha comido con patatas. «Auditor, auditora y auditoro con miembros y
miembras», creo que pone ahora. Con mayúsculas. Tampoco está el patio para defensas numantinas.
Esto es España, líder de Europa y pasmo de Occidente: el continuo disparate donde la razón vive
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indefensa y cualquier imbecilidad tiene su asiento. Como dice el pobre Manolo, «lo mismo voy a
juicio, colega, me toca una juez feminista y encima me jode vivo». Intento consolarlo diciéndole que
peor habría sido, en vez de auditor, necesitar otra cosa. Un albañil, por ejemplo. O albañila.
TEXTO 8
¿Qué es la inmigración?, de Carlos Jiménez Romero
Las migraciones son una de las principales manifestaciones de la movilidad humana, una realidad tan
antigua como la humanidad. Nos hemos pasado la vida moviéndonos de un sitio para otro y nuestra
historia como especie es el cuento de unos seres que se han trasladado incesantemente y se siguen
moviendo, cada vez más. La especie humana es la de mayor movilidad en la medida en que se ha
extendido por toda la faz de la tierra. Cada especie, vegetal o animal, vive adaptada a su
correspondiente ecosistema, pero el ser humano se ha instalado en las llanuras, bosques y desiertos,
en las estepas, polos y selvas, en la tundra, la sabana y las costas. Este hecho se debe a la extrema
adaptabilidad del ser humano, adaptabilidad no sólo de origen genético sino también cultural, junto
con el aprendizaje situacional transmitido de generación en generación.
Hablamos de necesidad, libertad y adaptación, pero las migraciones son también impuestas,
forzadas, inducidas y planificadas. Es conveniente distinguir las migraciones totalmente forzadas o
impuestas –como las realizadas con el tráfico de esclavos en distintas épocas y áreas–, de las
migraciones inducidas e impulsadas por los gobiernos –como, por ejemplo, el poblamiento en
América Latina de europeos blancos en el siglo XIX, de colonos franceses en Argelia, o del Plan
Bracero establecido entre Estados Unidos y México ya en los años cuarenta del siglo XX–, o de las
migraciones voluntarias –como los procesos migratorios contemporáneos sobre los que nos
centraremos en esta obra–, sin que este adjetivo signifique en modo alguno que se adoptan con total
libertad, sin condicionamientos o sin regulaciones oficiales.
Aunque las migraciones económicas actuales no son totalmente coercitivas –como fueron los
procesos de tráfico de mano de obra esclava– ni son inducidas y planificadas directamente desde los
gobiernos –como múltiples experiencias de temporeros–, lo cierto es que están fuertemente
condicionadas por factores económicos y sociopolíticos, e influidas por las políticas y normas de los
gobiernos.
TEXTO 9
La historia de Montag, de Almudena Grandes
Montag era bombero y su oficio consistía en provocar incendios. No quemaba cualquier cosa, sólo
libros y, excepcionalmente, como castigo ejemplar, las casas donde se escondían bibliotecas enteras.
Las autoridades habían prohibido los libros en defensa del bien común. La literatura era muy
perniciosa porque despertaba sentimientos en los ciudadanos a base de mentiras. La experiencia de
seres inventados provocaba en las personas reales un sufrimiento auténtico, porque estimulaba su
sentido crítico e inspiraba la tarea de cuestionarse su propia existencia. Los relatos de la
insatisfacción producían insatisfacción, la memoria del dolor sembraba dolor, el anhelo de amor
ponía de manifiesto la ausencia de amor, la fiebre del deseo incendiaba la conciencia de quienes
nunca habían necesitado sentirlo. La literatura perturbaba la paz social y la felicidad individual, pero
no era la única materia prohibida. La filosofía, aún más dañina, minaba los fundamentos de una
armonía basada en un sistema de respuestas que no había necesitado de preguntas previas. La
Historia, con todo, era lo peor, porque demostraba que el pasado había existido, y el pasado, con sus
preguntas y sus respuestas, era el enemigo más feroz del armonioso presente donde los bomberos
como Montag quemaban libros y detenían a los individuos antisociales que los conservaban aunque
estuvieran prohibidos por la ley.
Montag era bombero y su oficio consistía en provocar incendios. Todos los días buscaba libros
escondidos, los encontraba, los tocaba, los colocaba sobre una rejilla, les aplicaba el lanzallamas y los
veía arder. Pero Montag sabía leer, y todos los días, después de buscar, encontrar, tocar libros,
contemplaba los rostros de los delincuentes que se aferraban a ellos con desesperación, para
afrontar su destino con un orgullo misterioso y desafiante. Hasta que un día, cuando ninguno de sus
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compañeros podía verle, salvó un libro de la quema, se lo metió en el uniforme, lo escondió en su
casa y, por la noche, mientras su mujer dormía, se levantó para empezar a leer la vida de David
Copperfield. Había mucho dolor en aquel libro. Arbitrariedades, injusticia, soledad, desesperanza.
Pero también había amistad, lealtad, cariño, amor. Montag fue descubriéndolo poco a poco,
mientras leía por las noches. Y nunca volvió a ser el mismo.
El funcionario ejemplar empezó a sentir el uniforme del que antes había estado tan orgulloso como
una cárcel que apenas le consentía respirar. El orden a cuya defensa había destinado su juventud se
le apareció como una insoportable tiranía. Aunque los cacheaba igual que sus compañeros, dejó de
detener a las personas que llevaban libros escondidos en la ropa y empezó a sufrir en los incendios
como si el papel que ardía fuera su propia piel. Se convirtió en un clandestino mientras aún formaba
parte del sistema, y cuando ya no pudo seguir haciendo la guerra por su cuenta, huyó para seguir las
vías del tren, hasta llegar al bosque donde vivían los hombres-libro, aquellos que habían quemado su
libro favorito sólo después de aprenderlo de memoria, una biblioteca viviente dispuesta a
perpetuarse por generaciones para conservar la memoria del conocimiento humano, hasta que
llegara el momento en que pudieran dictarla para que los libros se imprimieran de nuevo.
Esta historia se titula Farenheit 451, como la temperatura a la que arde el papel y de la que toma su
nombre el cuerpo de bomberos al que Montag perteneció antes de que David Copperfield le
convirtiera en un hombre distinto. Ray Bradbury la escribió en 1953, y François Truffaut la adaptó al
cine en 1966, para inscribir su nombre en la selectísima lista de los cineastas que han conseguido
hacer una película cuyos méritos igualan -en mi opinión, incluso superan- la calidad de la novela de la
que proviene. Es, en todo caso, una historia emocionante, tan conmovedora como un espejo capaz
de reflejar con una admirable precisión lo mejor y lo peor de la condición humana.
En los últimos tiempos he pensado mucho en Montag. Los debates sobre las nuevas tecnologías, los
anuncios apocalípticos sobre el fin de mi oficio, las profecías que pretender salvar la literatura
convirtiéndola en un ejercicio domesticado, sometido a la caridad de las subvenciones, o la condenan
como un fósil prescindible de otros tiempos, me han devuelto a la serena determinación de los
hombres-libro, al heroísmo que su libertad, su voluntad seguirá labrando a la humana escala de su
memoria mientras quede un solo lector, un solo espectador de su epopeya.
Por eso los traigo aquí, ahora que el sol empieza a calentar y las calles, las plazas de tantos pequeños
pueblos y grandes ciudades de España se llenan de puestos, de carpas, de casetas abarrotadas de
libros que esperan a que un lector los tome en sus manos.
Porque ustedes no tienen más que salir de casa y dar un paseo para conjurar, en nombre de toda la
Humanidad, al demonio que atormenta el corazón de Montag.
TEXTO 10
Los buenos, de Bárbara Alpuente
El demagogo es el otro. Nosotros sólo estamos expresando nuestra sabia opinión. El energúmeno al
volante es el otro. Nuestro amigo energúmeno tiene todo el derecho a insultar a la madre que parió
al que acaba de adelantarlo. Y además el jodío lo hace con mucha gracia. La censura la ejercen los
otros. Nuestros censores sólo omiten lo que es claramente prescindible o falso. Esa chica es una
persona muy difícil. Yo, sin embargo, soy una mujer muy compleja. Mientras yo me tomo un
merecido descanso, los demás se dedican a hacer el vago. Los medios de comunicación con los que
me informo son súper mega objetivos. Los medios con los que se informan los demás sólo dicen
mentiras. Y claro, así va el país… Y hablando de país: el corrupto es el otro. Nuestro corrupto no sabía
lo que hacía. Pobre. Lo mío es “interrupción del embarazo”. Lo vuestro es aborto, que es mucho
peor. Yo no llamo porque estoy muy liada. Los demás no llaman porque van a lo suyo. Lo nuestro son
recortes. Lo vuestro son despidos. El maniático es el otro. Yo sólo soy muy ordenada: “Por favor, no
te sientes ahora que acabo de ahuecar los cojines, gracias”. Mi hijo es de constitución fuerte. El tuyo
es gordo. En Oriente son todos unos bestias. Sin embargo, en Occidente somos muy civilizados y
sabemos lo bien que lo hacemos. Los reyes magos realmente son los de mi barrio. Los de las
cabalgatas de otros barrios son todos unos farsantes. La histérica es la otra. Yo simplemente soy
expresiva y temperamental. El columnista bueno es el que suscribe punto por punto nuestra forma
de pensar. El columnista malo es ese con el que nunca estamos de acuerdo. El arte bueno es el que
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entiendo a la primera. El arte malo es el que tengo que descifrar y me hace sentir imbécil. Yo te doy
consejos. Tú me das lecciones. Lo de mi padre ha sido una muerte digna. Lo del tuyo, eutanasia. Mi
ciudad es bonita. La tuya es… No sé… simpática. Lo mío fue justicia. Lo suyo fue venganza. Yo estoy
atenta, tú estás paranoico (y además me vigilas)… Da gusto estar siempre en el lado de los buenos.
TEXTO 11
Alevosías, de Juan José Millás
Ese individuo que a las cuatro de la madrugada, armado de un cuchillo, entró furtivamente en la
vivienda de su ex esposa, carecía, por lo visto, de mala intención (alevosía, en términos técnicos).
¿Que actuó mal? De acuerdo. No se debe pisotear el cuello de una mujer hasta dejarla tetrapléjica,
mucho menos en presencia de los hijos. Ahora bien, digámoslo todo: es cierto que allanó la morada,
pero sin mala intención. Que portaba un arma blanca, pero sin mala intención. Que sorprendió a la
víctima mientras dormía, pero sin mala intención. Que la golpeó y la arrojó al suelo, pero sin mala
intención. Que le retorció el cuello hasta creerla muerta, pero sin mala intención... Por Dios, ¿qué
leen en sus horas libres los jueces del Tribunal Supremo? ¿Qué tipo de publicaciones esconden entre
las páginas de los voluminosos libros de consulta que tapizan las paredes de sus despachos? ¿Qué les
ha hecho la vida? ¿Quién los trató tan mal?
No obstante, y dada la madurez que se supone a estos profesionales de la justicia, cabe pensar que
también ellos actuaron sin mala intención (sin alevosía, en términos técnicos). Estudiaron
detenidamente el asunto, contaron las patadas propinadas a la mujer, calcularon su intensidad, quizá
el grado de emoción que puso el maltratador en todas y cada una de ellas, y determinaron, con la
mayor nobleza del mundo, que no había habido mala intención. Tal vez, añadimos nosotros, ni
siquiera hubo, pese a la hora de autos, nocturnidad. ¿Cómo es posible que una ausencia de malas
intenciones hiciera tanto daño? Si no hubo mala intención en el verdugo ni mala intención en
quienes lo juzgaron, ¿dónde deberíamos buscar el origen de todo este cúmulo de desgracias? Lo han
adivinado ustedes: en la víctima, sí, que debió de provocar de algún modo sutil a ese pobre ex
marido cargado de buenas intenciones.
TEXTO 12
¿A qué distancia estás de una tormenta?, de Jacques Goldstyn
Si entras a una habitación oscura, te frotas los pies contra la alfombra y tocas el picaporte de una
puerta, saltará una chispa que no es, ni más ni menos, que la reproducción de una minirrelámpago.
Un relámpago es una explosión de luz en el cielo que se origina por una chispa eléctrica que salta
entre nubes de tormenta, o bien entre una nube y el suelo.
Nadie sabe exactamente por qué las nubes de tormenta producen descargas eléctricas, pero la
mayoría de los científicos creen que este fenómeno está íntimamente ligado con la altura a la que se
encuentran las nubes de tormenta.
En efecto, estas nubes son mucho más grandes que las nubes de lluvia comunes. Cuando una nube
cargada de electricidad se acerca a otra de carga contraria, o desciende muy cerca del suelo, puede
saltar una inmensa chispa entre las dos. Como el aire es un buen aislante, la chispa tiene que llevar
mucha energía para poderlo atravesar. Un solo relámpago contiene más de quince millones de
voltios y puede medir ¡hasta trece kilómetros de largo! En su recorrido, el relámpago calienta el aire
que atraviesa y, por consiguiente, lo dilata y lo hace chocar contra el aire frío que lo rodea.
La sacudida produce el ruido que conocemos como tueno. Como las ondas luminosas viajan a más
velocidad que las ondas sonoras, vemos primero el relámpago y después oímos el trueno. Este
fenómeno nos permite calcular a qué distancia se encuentra la tormenta.
Se necesita un poco más de tres segundos para que el sonido recorra un kilómetro; por lo tanto, para
saber a qué distancia está la tormenta, debes contar el tiempo desde que veas el relámpago hasta
que oigas el trueno y dividir entre tres para calcular la distancia, en kilómetros, que te separa de la
tormenta.
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TEXTO 13
Un amor imposible, de Javier Barquín
Reconozco que perdí la cabeza, pero era tan atractiva, tan gentil, tan inteligente, tan perfecta...
En la oficina ocupaba el lugar situado frente al viejo escritorio de madera carcomida donde dejé
cerca de dieciséis años de mi arruinada vida.
Aún recuerdo el día que la vi por primera vez, entrando por la puerta, rodeada por el jefe de sección,
por el mismo subdirector, por los jefes del departamento... Ciertamente despertó la admiración de
toda la planta.
Desde aquel instante yo me enamoré perdidamente de ella.
Durante aquellas tediosas tardes invernales en las que la lluvia, como un espesa cortina, se deslizaba
constantemente por los cristales de las ventanas, ella y yo llegábamos a una extraña forma de
comunicación. Ella me guiñaba sus grandes ojos, me hacía señas seductoras, yo le escribía cartas
apasionadas que, cuando nadie nos veía, depositaba con disimulo ante su mirada. Fingiendo tareas
de última hora, o con la excusa de un paquete de cigarrillos olvidado sobre la mesa, solía hacerme el
rezagado y, cuando todos mis colegas habían abandonado la oficina, le susurraba poemas de amor.
Día con día mi pasión por ella iba en aumento, y con la llegada de la primavera no pude contenerme
más. Huimos juntos, abandonamos la oficina, la cuidad e iniciamos una vida de clandestinidad que se
prolongaría durante tres años –sin duda, la etapa más excitante de mi existencia.
Provistos de falsa documentación, viajábamos de motel en motel sin conocer el descanso. No es mi
intención relatar aquí la larga cadena de delitos que hube de cometer para alimentarla: estafas,
atracos, secuestros, robos sigilosos perpetrados introduciéndome como un felino en las más lujosas
mansiones bajo la protección de la oscuridad de la noche...
Cualquier procedimiento era bueno con tal de mantenerla contenta.
Y acto seguido cambiar de ciudad, de identidad, de apariencia física, alquilar un sórdido cuartucho en
un hotel de carretera.
El primer año que pasamos así fue el más feliz de mi vida, pero poco a poco, casi inadvertidamente,
me fui entregando a la bebida.
Tanto la amaba, que cuando, ebrio perdido, llegaba a la habitación después de cometer alguna
fechoría, la golpeaba con apasionada brutalidad. Estas palizas eran cada vez más frecuentes, a
medida que el alcoholismo echaba raíces más y más profundas en mi persona, hasta que por fin, una
noche, en medio de una turbia borrachera, cegado por un injustificado ataque de celos, descargué
una y otra vez un hacha de desmesuradas proporciones sobre ella con inusitada violencia. Estaba
fuera de mí, vi cómo saltaban sus planchas de metal dejando al descubierto sus cables multicolores y
sus circuitos impresos; me ensañé con sus cintas magnéticas y sus tarjetas perforadas se
desparramaron por la moqueta.
Después de machacarla por completo mi ira se aplacó, y sólo entonces me di cuenta de lo que había
hecho.
Desesperado, deambulé por las calles sin saber qué determinación tomar.
Finalmente, con las primeras brumas del amanecer, decidí entregarme, me dirigí a la comisaría de
policía y confesé mi crimen.
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