El tesoro de Luminallia.ok:A

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EL TESORO
LUMINÄLLIA
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Primera edición, abril 2016
© Anónimo, 2016
Reservados todos los derechos
Editor: Jesús Fernández Serrano
© Obra coordinada por:
Calle Ilustración, 19, bajo izquierda
28008 Madrid
Teléfonos: 91 725 14 15
675 551 570
Fax: 91 725 14 15
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Está totalmente prohibido cualquier tipo de reproducción,
tanto de imágenes como de texto, sin el permiso del autor.
ISBN: 978-84-94514-49-4
Depósito Legal: M-14.200-2016
Impreso en papel ecológico
Impreso en España
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Todo empezó con aquel sueño;
aunque para ser más preciso quizá debería llamarlo visión,
pues de tan real y vívido de sueño parecía tener más bien poco.
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DAN
«B
AJO un cielo en llamas cubierto por nubes negras, los
relámpagos se fugaban de su prisión explotando en el
cielo cual gigantescas serpientes, siempre perseguidos por
el más temible de los rugidos. Los cielos estaban en guerra.
En el Abismo del Fin del Mundo se alzaba un castillo
alto e imponente como una montaña y tan oscuro que era
más negro que el carbón. Se encontraba anclado en un islote, conectado a tierra firme por un colosal puente de tierra y roca de unas cinco millas de longitud. La luz que de los
relámpagos emanaba descubrieron las sombras de un ejército en la base de la ciudadela. Podéis creerme si os digo que
las figuras más espantosas y tenebrosas que jamás hayáis podido imaginar se encontraban allí de pie preparadas para la
batalla. El concierto audiovisual de rayos y truenos persistía constante cuando de repente una enorme ola golpeó con
furia la costa del islote, provocando un diluvio sobre todo el
ejército sombrío. No obstante, tal sacudida no inquietó lo
más mínimo a las interminables hordas oscuras. Más bien
todo lo contrario. Uno podría distinguir las sonrisas más dia-
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bólicas en sus rostros si estuviera lo suficientemente cerca,
pero no sería necesario disponer de referencias visuales para
conocer la naturaleza demoníaca del ejército, pues se podían
escuchar desde la lejanía sus escalofriantes risas. Carcajadas
tan maléficas que helarían la sangre al más valiente de los
héroes y que solamente el retumbar de los truenos lograba
silenciar intermitentemente.
Tan miserable sinfonía se escuchaba en el otro extremo
del puente, donde otro ejército, notablemente inferior en
número, permanecía de pie oteando expectante el horizonte. A pesar del inevitable destino que los aguardaba, no
se les veía asustados. Ni las risas malignas que se multiplicaban en la lejanía por el eco, ni la envidia de Leviatán, la
diosa oscura del mar, que con su deseo de pisar tierra firme
sacudía el peñasco iracunda, consiguieron amedrentarlos.
El cielo se iluminó de nuevo por otro serpenteante destello,
descubriendo sus rostros. Gentes de todas las etnias, razas y
nacionalidades, hombres y mujeres, bravos y recios muchos
de ellos, jóvenes e inexpertos muchos otros, estaban allí reunidos perfectamente organizados y entremezclados en divisiones y grupos. Iban equipados con todo tipo de espadas y
lanzas, martillos y hachas, arcos y ballestas y todas las armas
que pudierais imaginar preparados para la gran batalla final.
De repente, el último rayo fue perseguido por el más feroz de
los estruendos, explotando al unísono con una iracunda ola
que golpeó la base del ejército humano. Tampoco se inmutaron. Permanecían imperturbables ante su aciago destino.
De la última sacudida de Leviatán unas rocas de la
parte inferior del puente se desprendieron, cayendo inevitablemente en la encrespada mar. Como por arte de magia,
posiblemente inducida por las leyes oníricas, una de las pie-
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drecillas se convirtió en una pequeña luz, hundiéndose
lentamente en el oscuro océano. Pronto los espantosos retumbos y las escalofriantes y siniestras risas se perdieron en
la profundidad del abismo. No quedó más que oscuridad y
silencio. Vacío.
Muy despacio la tenue luz descendía, balanceándose
lentamente y a medida que se hundía empezaba a desvanecerse, marchitándose progresivamente, perdiendo la vida.
De repente, el silencio se perturbó:
—¡Dan!»
Dan despertó de un sobresalto y después de unos instantes
se le revolvió el estómago de tal modo que no pudo evitar soltar la pota. Aturdido y confuso como estaba, se limpió las manos y la cara en un pequeño arroyo que pasaba cerca suyo. El
vómito se mezclaba con restos de barro y mugre y tardó un rato
en quitárselo completamente. Había dejado de llover durante la
noche y toda la mezcla de roña se había secado, quedando bastante incrustada en su ropa, piel y pelo. Su larga y negra melena, que solía lucir lacia y brillante como el azabache, no parecía
más que un estropajo lleno de mierda. Mientras se lavaba le entró otra arcada, producto de la náusea aún viva en él, y vomitó
de nuevo. Cuando ya no le quedaba más que bilis, se percató
que su camisa blanca no tenía nada de blanco y en un súbito
arrebato se la quitó, tras despojarse de su abrigo primero, y la
remojó, frotándola y removiéndola en la fría agua del río. Se
frotó a sí mismo también por sus brazos y tórax para disolver, sin
mucho éxito, todo indicio de suciedad. La camisa tampoco consiguió limpiarla a fondo, pero al menos logró quitarle la pota de
las mangas y gran parte del barro y de lo que no era barro. La
dejó instintivamente sobre una roca y limpió cuidadosamente
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un colgante que llevaba en el cuello. No era de oro ni de plata,
pero tenía mucho valor para él. Consistía en un fino cordel que
sostenía una pequeña gema.
Una vez hubo terminado se quedó ahí, en trance, mente en
blanco, sentado con las piernas cruzadas en unas rocas cerca del
agua, con las manos en el colgante y aprovechando los pocos
rayos de sol que se escurrían tras los árboles. Pero éstos eran muy
pequeños y débiles, y si bien lograron secar un poco la camisa,
a él no lograron hacerle entrar en calor y por ello, sin darse cuenta,
empezó a tiritar. El frío le estaba calando en los huesos y de seguir así mucho rato acabaría por coger un buen catarro. Sin embargo, su único movimiento era el temblor del tiriteo. Su cabeza no
estaba en ningún lugar. Con la mirada perdida seguía sentado
de piernas cruzadas agarrado al colgante.
Permaneció en esa postura toda la mañana, y se hubiera
quedado ahí todo el día de no ser porque algo lo despertó. Un
ruido proveniente de unos arbustos lo puso en alerta. Algo apareció de entre las ramas. Y no venía en son de paz. Dan, ágil y
veloz, se incorporó con un giro de ciento ochenta grados para
alcanzar su espada y, envainada, asestó un golpe atroz a su atacante. Se trataba de un jabalí salvaje, bastante común por los
aledaños de Nueva Navolda. Solían medir no más de metro y
medio de altura, pero sus enormes y afilados colmillos, junto
con su potencia de embestida, podían llegar a ser letales. Dan logró evitar el primer trompazo y aprovechó el tiempo de recuperación del jabalí para buscar entre sus pertenencias. Mientras
tanteaba debajo de su gabán el jabalí se había recuperado ya del
aturdimiento y se abalanzaba de nuevo sobre él. Dan resbaló
con las mojadas piedras ante la inminente carga, pero logró frenarlo lanzándole esas mismas piedras. El jabalí no cesó la acometida, y si bien con menos potencia de la que hubiera deseado,
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finalmente logró embestir a Dan, quien, girándose en el último
instante, sacrificó el hombro izquierdo. La bestia se lo dislocó
con el primer choque y ahí se quedó, golpeando y clavando sus
colmillos a empujones en la espalda de Dan, que empezó a sangrar severamente. Mientras el jabalí se ensañaba con él, arrastrándolo por las piedras, Dan consiguió alcanzar un artefacto
del que emergió un punzón y con un fugaz y certero movimiento hundió el acero en la yugular del animal. Tanta fue la
sangre que del cuello brotó que le produjo a Dan la necesidad
de devolver de nuevo. Cuando pareció volver en sus cabales,
agarró al jabalí por la cabeza e intentó arrancarle los colmillos sin
éxito. Así no podría. No con el hombro en ese estado. Se limpió y curó la herida como buenamente supo y se recolocó el
hombro no sin tremendo dolor. Ahora sí, pasado un breve momento, aún doliéndose considerablemente y con gran esfuerzo,
logró arrancarle los dos colmillos, ayudándose, eso sí, de un sable
corto, ligeramente curvado y poco más largo que un palmo, más
parecido a un cuchillo o a una daga. Se frotó la frente con el
dorso de la mano que empuñaba el cuchillo y acto seguido descuartizó a la bestia. Entonces abrió el petate y sacó un tarro de
vidrio que llenó con la grasa del animal.
Después de la fría e impecable demostración de conocimientos de carnicería se volvió a limpiar en el río y cuando estuvo listo agarró la espada y con una cinta que cubría la
empuñadura la trabó en la vaina, atándola a unas pequeñas argollas en el lateral de la misma. Se puso la camisa, algo húmeda
todavía —e incluso mojada—; limpió la afilada daga en el agua,
la secó con un trapo y la envainó también. Hizo lo propio con
el artefacto del punzón y una vez limpio lo armó en su brazo como
si de un brazalete se tratara, escondido debajo de la camisa de su
antebrazo derecho. Se ciñó los cintos con sus respectivas armas
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y se atavió con su gabán negro, bastante enmugrecido por el lodo.
Fabricado con una mezcla de tejido de estambre y cáñamo, era
idóneo para cualquier estación del año ya que mantenía el calor
en invierno, pero era ligero y fresco en verano. Era largo hasta
los pies, abierto como una capa, pero entallado de cintura a los
hombros. Detrás, en el dorso del cuello, una capucha colgaba
holgadamente. Una vez vestido abrió el petate que llevaba consigo y comprobó su equipaje. Llevaba un pequeño arco plegable con un carcaj de veinte flechas, un kit médico básico, un
trapo, un pequeño neceser, una caja con fósforos y tres bengalas poro, un pequeño saco donde depositó la grasa jutno a otros
tarros de vidrio vacíos, de distintas formas y tamaños, y otros recipientes, tres cristales azulados del tamaño de un palmo, una
cantimplora y, finalmente, una libreta con un pedazo de grafito a modo de lápiz. Guardó el recipiente con la grasa dentro de
su caja, tomó la libreta y sacó de su interior un trozo de papel
que lo hipnotizó por unos segundos. Al despertar de su empanamiento lo guardó súbitamente en el bolsillo interior izquierdo
de su abrigo, rellenó la cantimplora y cargando la bolsa en su
hombro derecho abandonó el lugar.
Cruzó la espesura del bosque durante varias horas hasta que
encontró un viejo camino en dirección norte. Dan conocía bien
esa región porque la había explorado infinidad de veces desde
bien temprana niñez y sabía que el camino le llevaría hasta pasadas las minas Gruhl, que años atrás fueron explotadas por los
aldeanos para extraer minerales y metales para la construcción
y fundación de Nueva Navolda. Sin embargo, nada de eso aparecía en la cabeza de Dan. Lo cierto es que si alguien lo viera podría asegurar que no había nada en su mente. Como si estuviera
totalmente hipnotizado. Como si no fuera dueño de su propio
cuerpo, caminaba y caminaba con la mirada perdida en el denso
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corazón del bosque, movido principalmente por el instinto. Las
horas pasaban y la luz de Argus se desvanecía tras los milenarios
robles, dando paso a la oscuridad de la noche.
Argus —también conocido como Sol a secas— es la fuente principal de luz y vida en Pangea. Pero no está solo. Otro sol
otea los cielos con él: Nero. Se trata de una estrella negra, un sol
que perdió su luz y que por alguna razón no explotó para convertirse en una enana blanca, sino que se apagó, quedándose en
un estado de congelación que lo mantiene inerte en el espacio
sin función aparente. La diferencia de tamaños entre ambos es
bastante considerable, siendo Argus el más grande de los dos.
Por otro lado, aparte de los soles, Pangea posee también dos
lunas —una mayor y más cercana y la otra algo más menuda y
algo más distanciada— que giran a su alrededor en exacta órbita. Una detrás de la otra. La primera, de igual manera que sucede con Argus, también es conocida como Luna. Su nombre es
Yuna. Su hermana pequeña se llama Sancta y por alguna razón,
a pesar de estar más lejos y ser más pequeña, brilla más que su
hermana mayor como si irradiara una especie de luz propia o como
si un aura la envolviera. Ésta, no obstante, logra apreciarse en su
plena magnitud solamente en determinadas condiciones que ya
iréis descubriendo.
Argus, Nero, Yuna y Sancta, los astros principales de Pangea
—como se les conoce en la lengua común, si bien son nombrados de múltiples formas a lo largo y ancho del planeta—, conforman lo que se conoce en todo el mundo como los Cuatro
Hermanos o los Cuatro. Y si bien al principio su rol parece testimonial o inexistente, más adelante se mostrará que el papel que
desempeñan es más importante de lo que a simple vista parece.
Así pues, Dan sabiendo que Yuna y Sancta seguían ausentes debido a un eclipse total que tuvo lugar la noche anterior tomó
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la grasa del jabalí y con ella y un pedazo del trapo preparó una
antorcha para alumbrar el camino.
La luz le duró casi toda la noche, permitiéndole avanzar sin
detenerse ni una sola vez. Ni tan siquiera cuando, saliéndose del
camino principal, fue atacado por una bandada de murciélagos.
Se deshizo de sus atacantes con más incomodidad de la deseada a causa de la aún convaleciente lesión y, recibiendo más de un
rasguño, prosiguió su camino cual autómata, sin perturbarse
por tales incidencias. Pero no se salió del camino principal por
error. Y es que Dan sabía que el camino principal daba un giro
en dirección a la entrada principal de las minas y él se dirigía en
sentido opuesto. Al nordeste.
El alba llegó con los primeros cantos del ruiseñor y el estómago de Dan rugió como un león. Hacía más de dos dias que
no comía nada y su cuerpo empezaba a llamarle la atención. Su
corazón le instaba a seguir, pero su cabeza le hizo detenerse. Encontró un pequeño claro que le resultaba familiar. Había estado allí antes, años atrás, y recordó que, aislado de criaturas
salvajes, aquella parte del bosque estaba repleta de madrigueras
de roedores, tales como conejos y castores, y también llena de nidos
de pequeñas aves de toda clase. La única amenaza que por aquí
habitaba no era de naturaleza animal, sino vegetal: hongos. Unas
setas gigantes de cabeza amarilla y marrón y tronco rojizo crecían
en derredor y que de verse amenazadas reaccionaban desprendiendo un polen somnífero que arrojaban a sus atacantes, zarandeándose de un lado a otro como si estuvieran bailando. Sin
embargo, esas setas crecían fuera de temporada, de modo que
Dan no sólo no se preocupó por ellas, sino que ni siquiera se
acordó de su existencia. En verdad tampoco se hubiera preocupado por comer, pero su estómago rugió de nuevo. Exploró
su alrededor con una simple ojeada y silenciosamente dejó su
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petate en el suelo. Lo abrió y sacó de él el arco y una de las flechas. Lo desplegó, apuntó, tensó y suavemente soltó los dedos.
La flecha voló limpia y perfecta hasta alcanzar un conejo salvaje que yacía pacíficamente a unos cien metros de distancia.
Preparó unas brasas para cocinarlo y en menos de una hora
ya hubo terminado de comer y sin dilación se preparó para continuar su viaje. En ese instante, desgraciadamente, se dio cuenta que sus músculos no respondian y que empezaba a padecer
una tremenda cansera y somnolencia. Fue entonces cuando entendió lo que estaba pasando, aunque ya era demasiado tarde
para él. Cayó redondo en un profundo estado de sueño.
Un trueno retumbó en el Abismo del Fin. La interminable telaraña de rayos iluminaba el campo de batalla mientras las olas seguían sacudiendo con fuerza. De la última
sacudida de Leviatán unas rocas de la parte inferior del puente se desprendieron, cayendo inevitablemente en la encrespada mar. Como por arte de magia, posiblemente inducida
por las leyes oníricas, una de las piedrecillas se convirtió en una
pequeña luz, hundiéndose lentamente en el oscuro océano.
Pronto los espantosos retumbos y las escalofriantes y siniestras risas se perdieron en la profundidad del abismo. No quedó más que oscuridad y silencio. Vacío.
Muy despacio, la tenue luz descendía, balanceándose
lentamente y a medida que se hundía empezaba a desvanecerse, marchitándose progresivamente, perdiendo la vida.
De repente el silencio se perturbó:
—Dan… —susurró la voz de una niña.
La luz seguía en descenso, languideciendo más y más.
Apagándose sin remedio.
—¡Dan! —repitió la voz como quebrada.
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Sin duda se trataba de una llamada de socorro. La luz,
extinguida casi en su totalidad, alcanzó finalmente el fondo, para terminar perdiendo la vida por completo. En un
último suspiro, la niña volvió a gritar. Pero esta vez no lo
hizo sola. Otra voz la acompañó. Era la voz de una mujer
y juntas lograron hacer oír su llamada.
—¡Terra! —Dan despertó de un salto y lo primero que
hizo fue agarrar el colgante que llevaba en el cuello. Parecía asustado y desorientado. Su corazón latía a toda prisa y
no podía entender a qué se debía esa extraña sensación que
notaba en su interior. Por su aspecto no parecía contar con
más de diez años. Se frotó sus dormidos ojos azules para
poder ver mejor y miró a su alrededor. Estaba en su cuarto.
Junto a él había una cama con un niño durmiendo en ella.
Se podían leer unas letras clavadas en forma de arco en la
cabecera. Zack, decían. Saltó de la cama y salió corriendo de
la habitación preocupado.
—¡Abuelo, abuelo! —gritaba, mientras cruzaba el pasillo de parqué con sus pies descalzos. Al llegar al otro extremo y abrir la puerta de un golpetazo se encontró con la
más perturbadora de las sorpresas. Su abuelo no estaba allí.
Debían ser más de las tres de la madrugada y el abuelo había
desaparecido. ¿Dónde habría podido ir en un momento como
ése? ¿Qué estaba pasando? ¿Y por qué seguía sintiendo esa
extraña sensación? ¿Qué querría decir? Todas éstas y muchas otras preguntas se le vinieron a la cabeza, pero ¿qué
podría hacer él ante tan confusa situación con tan sólo ocho
veranos? Correr. No sabía exactamente por qué, ni cómo,
pero de repente sabía dónde tenía que ir. Bajó las escaleras
de dos en dos y cruzando a toda prisa los salones y el patio
salió de la casa. Las puertas de la entrada principal que daban
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al jardín estaban abiertas, pero él ni se inmutó. Sólo tenía
una preocupación y ésa era correr. Tal era dicha preocupación, que ni siquiera se calzó al salir. Una vez fuera descendió por la Caracoloma, dirigiéndose a la salida de la villa sin
reparar en el sepulcral silencio de la villa y del bosque, ni en
el hipnotizante resplandor de Yuna y Sancta o el intermitente destello del Monrojo, ni en la brisa nocturna o el fresco perfume de la humedad en las plantas. En el extremo
más occidental de Nueva Navolda su casa se elevaba en una pequeña loma curva, por encima del Claro, donde no muchos
años atrás los mayores, huyendo de la Epidemia, lo encontraron en el mismo corazón del bosque y donde decidieron
construir su nuevo hogar. Pero dejemos la villa por ahora y
volvamos con Dan, que es él quien nos importa en este momento.
El chico seguía corriendo y pronto alcanzó la compuerta de salida. Poco se esperaba él encontrarse a alguien
allí, a esas horas, vigilando la entrada. Pero sí había alguien
y al verlo desde la lejanía su corazón se aceleró. Alguien
podría, quizá, ayudarle al fin. A medida que se acercaba le
pareció reconocer a Izan, el hijo de Antonio, el frutero, un
joven de no más de veinte años, de aspecto jovial y alegre
que siempre les regalaba cerezas y fresas a él y a Zack cuando pasaban por la frutería. Estaba salvado. O eso pensó por
un momento. Corrió hacia él con la esperanza que el joven
le acompañara o le ayudara de alguna forma. Intentó llamarle mientras corría, pero no le salía la voz. En realidad,
no le salían las palabras, pues ni en su propia cabeza podía
siquiera organizar de forma coherente las preguntas que le
acechaban. De todos modos nada de eso fue necesario. Y
es que el joven frutero no vio al chico venir porque estaba
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distraído leyendo un libro dentro de la caseta de vigilancia.
La extraña sensación crecía en su interior y Dan seguía sin
entederla en absoluto. Lo que él sentía no habría sabido
explicarlo sino como una presión en el pecho. Y empezaba
a crecer intensamente. Como atrapado por un magnetismo su cuerpo no se detuvo y siguió corriendo, cruzando la
verja en dirección al lago, ignorando al joven vigilante. Habría pensado que no había tiempo para detenerse a hablar
si él mismo hubiera tenido tiempo para pensar, pues su cabeza estaba en blanco. O en negro, según como se mire. La
verdad es que su confusión era tal que parecería una mezcla
de ambas. Sea como sea, empujado por una fuerza interior
desconocida, siguió corriendo, adentrándose en la salceda
añil. No se dio cuenta, sin embargo, que el mozo lo oyó
pasar corriendo y salió de la caseta alarmado.
—¿¡Dan!? —gritó estupefacto. Salió corriendo tras él,
pero a pesar que el joven se conocía como uno de los más rápidos de toda la aldea, no fue capaz de alcanzarlo. Él mismo
se sorprendió que un niño de su edad pudiera correr a tal velocidad, ¡y además descalzo! Era imposible. Entonces, una espesa niebla se interpuso en su camino bloqueándole toda
visibilidad y, asustado, decidió volver a la caseta para alertar a
la aldea. De todo eso, no obstante, nada se percató Dan, quien
lo único que le pareció fue haber oído su nombre. O le hubiera parecido, pero tampoco importaba ya. Nada más le importaba. Podía escuchar los latidos de su corazón cada vez más
rápidos y fuertes. En ese momento tan sólo estaba seguro de
una cosa y era lo único que sí le importaba. Podía sentirlo en
su interior. Estaba cerca de Terra.
Dan se adentró entonces en el cada vez más denso camino. Daba la sensación que los árboles estaban más jun-
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tos y cercanos al sendero, cubriéndolo con sus largas y bajas
ramas. Pronto una fina neblina se había convertido en una
densa cortina, privándole también de toda visibilidad posible. Daba igual. No necesitaba la vista para orientarse, la
presencia de Terra era cada vez más fuerte en su corazón.
Tampoco le importaba la rugosidad de las frías piedras del
camino en sus descalzos pies. Tropezó y se rasguñó varias
veces y éstos empezaron a sangrar. Ni se percató. No había
dolor. O mejor dicho, sí había, pero el dolor que estaba
empezando a experimentar no era físico, o sí; no lo sabía
muy bien. Tan sólo sabía que se iba concentrando y acumulando en su pecho. A medida que se acercaba al lago
empezaba a ser más intenso, pero aun así no dejó de correr.
El pequeño Dan estaba experimentando por primera vez
un sinfín de emociones como la ansiedad, la confusión o el
miedo que, entremezcladas, formaban un cóctel explosivo
a punto de estallar en cualquier momento. Tanta excitación
le tejía un nudo en el estómago, aumentándole la sensación de dolor que padecía. El trayecto se le hacía eterno.
Parecía que habían pasado horas desde que se despertó asustado en mitad de la noche, cuando en realidad no habían
transcurrido ni cinco minutos. Empezó a sentir asfixia
cuando de repente, luz.
La niebla se desvaneció como por arte de magia y Dan
descubrió que había llegado. El estrecho camino se abría enfrente suyo descubriendo una hermosa y pequeña ensenada
donde principalmente sauces y secuoyas, medio hundidos por
la alta marea, convivían con el lago en perfecta armonía. Pero
Dan no se fijó en tales detalles paisajísticos, pues ahí, enfrente suyo estaba Terra. Lamentablemente no le reconfortó
el alma, sino que sus miedos se fortalecieron aún más.
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¿Quién era esa mujer? Una mujer joven, o eso parecía
desde la distancia. De tez y piel pálidas, su larga melena,
brillante como el azabache, bailaba casi imperceptiblemente
por su cuello y pecho, cubriendo ligeramente su misterioso rostro. ¿Quién era esa mujer? Estaba de pie dentro del estanque con el agua por encima de las rodillas, pues no había
mucha profundidad en la pequeña bahía ¿Quién era esa
mujer? Toda ella desprendía un aura de misterio y solemnidad, de un misticismo que Dan no supo distinguir en ese
momento, pero no era eso lo que lo inquietó. Lo que inquietaba a Dan era otra cosa. ¿Por qué esa mujer sostenía a
Terra en brazos? La doncella empezó a caminar y acercándose a él. Éste había corrido hasta la orilla y entró más de
diez metros dentro de la laguna, mojándose completamente
de cintura para abajo. Una vez estuvo lo suficientemente
cerca la dama entregó el cuerpo de Terra al pequeño Dan,
que la sujetó con vehemencia.
—¡¡Terra!! —gritó angustiado, levantando el cuerpo
inerte de su amiga. Su larga y ondulada melena carmesí,
alisada y oscurecida por el agua le tapaba todo el rostro—.
¿¡Qué ha pasado!? ¿¡Quién eres tú!? ¿¡Y qué le has hecho a
Terra!? —balbuceaba como podía, mientras intentaba despertar a su amiga. Su pecho ardía sin compasión ni comprensión y no entendía en absoluto por qué se sentía así.
Sus ojos empezaron a derramar lágrimas de impotencia y
desesperación mientras la mujer, impasible, lo escudriñaba
de arriba a abajo.
—Dan —dijo de repente ante la sorpresa de éste—.
Escucha atentamente porque no hay tiempo —hizo una
pausa, dirigiendo casi imperceptiblemente la mirada hacia la
entrada del camino. Volvió a mirarlo e hizo lo mismo con el
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cuerpo inconsciente de Terra—. Lo que has visto es el Ragnarok y eso significa que la cuenta atrás ha empezado ya.
Pero Dan estaba en tal estado de shock que no pudo
entender completamente lo que la dama le dijo a continuación.
—… aldición… le gen… metida final… siemp… acecho… universo… tiniebl… mira aquí… —nada tenía sentido en la cabeza de Dan, cuyo único interés era saber qué le
había pasado a Terra. Sin embargo, lo que le dijo a continuación sí lo retuvo—. Llegado el momento él te va a necesitar.
Tú eres el único que puede salvarle, Dan.
Entonces para más sorpresa y confusión algo sucedió
que Dan no esperaba en absoluto. Y si bien es cierto que lo
había sentido en el fondo de su corazón, todavía era demasiado joven como para saber interpretarlo o entenderlo
y por ello le causó tal sorpresa. Y es que la dama detuvo su
discurso dirigiendo su mirada a la orilla.
—Ya está aquí… —susurró.
—¡Dan! —se oyó desde la orilla. Dan reconoció la voz
y se tornó descompuesto.
—¿¿¡¡Zack!!?? —sollozó confuso. Estaba en tal estado que
no fue capaz de pronunciar nada más. No sabía siquiera
cómo reaccionar ante tantas emociones juntas. Era demasiado para él. ¿Qué estaba haciendo Zack ahí? El menudo,
además de asustado, no parecía comprender tampoco lo
que pasaba. ¿Cómo iba a hacerlo el pobre muchacho si ya
era confuso para Dan y él era bastante más pequeño que él?
Tampoco tuvo tiempo de hacerlo porque al poco de girarse Dan y dirigirse hacia él la dama hizo lo propio con porte severo, hablando en voz alta en un idioma totalmente
desconocido para ellos. Dan, al verse adelantado por ella,
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intentó acelerar el ritmo sin éxito, pues seguía cargando con
Terra y el agua entorpecía su caminar. Entonces se dio
cuenta que podía verle los pies, bajo el largo vestido blanquecino, caminando por encima del agua. ¿Podía ser verdad? Apresuró a Zack para que saliera de la orilla y corriera,
pero éste, confuso como estaba, cayó torpemente de culo al
suelo.
—¡Dan! —gritó entre sollozos al ver a la oscura mujer
acercándosele.
—¡Déjale en paz! ¡Aléjate de él! —insistía Dan, quien
viendo que ella lo ignoraba gritó a su amigo—: ¡Zack, corre!
Zack intentó incorporarse y huir justo cuando la dama, alcanzando la orilla, lo agarró con el agua, como si pudiera dominarla a su voluntad, y lo levantó enfrente suyo,
sosteniéndolo con ésta. Zack no podía moverse y no dejaba de llorar y berrear. Dan, acercándose finalmente a la orilla, dejó a Terra en el suelo y corrió para ayudarlo, pero ella
hizo lo mismo con él. Giró la cabeza hacia Zack e hizo que
el agua lo acercara para observarlo más de cerca. El pequeño
seguía con sus sollozos y llantos, pero de repente sus almendrados ojos se detuvieron al encontrar los de ella. Por un
momento el pequeño dejó de llorar y se quedó ensimismado, como hipnotizado, mirando perdidamente los ojos de
la doncella.
Dan observaba impotente y no pudo impedir que la
dama lo poseyera. Lo envenenó con su voz y con su mirada tal y como debió haber hecho con Terra ya que el pequeño Zack parecía caer en un hechizo ante sus malévolos
susurros. No obstante, algo la detuvo, y es que con tantas
emociones juntas Dan, así como no había percibido la llegada de Zack, tampoco había reparado en el lejano sonido
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de las campanas de la aldea, ni el murmuro de las voces que
acompañaban la luz de las antorchas en el camino anunciando la llegada de refuerzos.
Un objeto arrojadizo, probablemente una flecha, había
atravesado la dama sin ocasionarle daño alguno, como si
su cuerpo no fuera más que una cortina líquida. Eso fue lo
que la hubo interrumpido y fusionándose con el agua su
rastro se disipó. Los niños cayeron al suelo entonces, una
vez desvanecida su influencia sobre el agua. Los aldeanos
habían llegado. Estaban salvados. Muchos habían venido
alarmados por el aviso de Izan, quien se encontraba entre
la multitud, más preocupado que la mayoría. Lo cierto es
que se podía haber oído cómo se iban acercando, pero ni
Dan ni Zack pudieron prestar la más mínima atención.
Cerca de cincuenta aldeanos se habían aproximado corriendo y gritando, la mayoría hombres y jóvenes, habiéndose quedado las mujeres en sus casas con los más
pequeños. Rápidamente Dan, Zack y Terra estuvieron rodeados por todos, preocupados por su estado. Los dos primeros estaban aún en shock, pero aparte de la extrema
confusión —la cual cabe decir no era poca cosa— no padecían heridas de gravedad. Terra, sin embargo, no despertaba. Entre los aldeanos se encontraba su padre, quien
corriendo hacia ella berreó tan sólo verla y cayendo de rodillas para levantar y abrazar su cuerpo inerte. Los llantos
resonaron por toda la bahía como feroces rugidos que bien
se podrían haber oído desde la villa si alguien hubiera estado
en un sitio lo suficientemente alto donde el eco pudiera alcanzarlo. Todo el bosque supo esa noche que Terra había muerto. Todos rodearon a la fallecida y a su atormentado padre
y la mayoría lloraba desconsoladamente ante tal infortu-
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nio. Hombres robustos y recios muchos de ellos, que raramente uno podría llegar a verlos llorar en toda una vida,
gemían sin consuelo.
Ésa fue la primera experiencia que Dan y Zack tuvieron directamente con la muerte. Y estaréis de acuerdo que
no es la mejor manera de conocerla sin duda. Cierto es
también que Zack quizá era todavía demasiado pequeño
para entenderlo y apenas conocía a Terra, pero Dan compartía un vínculo mucho más fuerte con ella, de modo que
él sí llegó a comprender el significado de la pérdida.
Los hombres se llevaron a los tres niños y volvieron a
la aldea. Ni Dan ni Zack llegaron a ver lo que pasó después, ya que ambos cayeron dormidos en el camino, rendidos ante la fatiga, y no se levantaron hasta el día siguiente,
ya de vuelta a casa. Al despertar se encontraron con la agradable sorpresa de ver al abuelo sentado en una silla junto a
ellos. Le acribillaron con frases entrecortadas e inacabadas
y preguntas pisadas entre sí, originando una verborrea sin
sentido en la que solamente una pregunta terminó por
coincidir en ambos.
—¿¡Dónde estabas!? —le preguntaron ansiosos, pues ante
su ausencia se vieron totalmente indefensos, abrumados y
superados por las circunstancias.
—Eso no importa ahora. Lo importante ahora es que
estáis a salvo.
No quedaron del todo satisfechos con esa respuesta e
intentaron insistirle. Sin embargo, mientras abría las persianas les instó a que se apresuraran a vestirse porque debían
acudir a la ceremonia.
—¿Qué ceremonia? —preguntó Zack. Entonces Dan
se percató que no estaban en su cuarto y un escalofrío le
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atravesó la médula espinal al recordar la noche pasada y la
experiencia vivida. Por un segundo le había parecido, al
despertar, que simplemente se había tratado de una horrible
pesadilla. Pero pronto se había dado cuenta que no era así.
El abuelo les dejó un atuendo especial para el evento y salió
de la habitación.
—Os espero fuera.
Los chicos se quedaron pensativos por un instante. O
mejor dicho, Dan se quedó pensativo y Zack se quedó mirándolo. Los grandes ojos azules de Dan se habían quedado fijos en el suelo, con un brillo lagrimal que no podía
evitar, mientras Zack lo observaba en silencio. Fue de ese
modo, en silencio, que los dos se vistieron con la ropa que
el abuelo les había dejado. Se trataba de una camisa y pantalón blancos de seda kedac con motivos florales dorados
bordados en cuello y mangas y un ribete plateado en el brazo
izquierdo. La seda kedac debía su nombre a unos gusanos
de seda gigantes que habitaban los alrededores de Nueva
Navolda. Podían llegar a medir más de un metro de longitud y su seda era más fina, resistente y brillante que la convencional.
Una vez vestidos, los niños salieron de la habitación. Habían dormido en casa del doctor Quinn, el médico de Navolda, el cual estaba esperándolos en el salón hablando con el
abuelo. Era un hombre de unos cincuenta años, con el pelo
canoso y unos binóculos colgándole en el cuello sobre una
cadena. Era cándido y divertido y tenía sincera vocación por
los niños, alimentada principalmente por la nostalgia del recuerdo del suyo propio, perdido durante la Epidemia. Según
lo que le había dicho al abuelo, los niños estaban fuera de peligro. El galeno les saludó al verlos y les comprobó la tempe-
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ratura tocándoles la frente. Estaban bien. No parecían sufrir secuelas. Acto seguido salieron los cuatro de la casa para
dirigirse al funeral. Durante el camino se iban encontrando y juntando con otros aldeanos que también acudían a la
despedida. Toda la villa se presentó a pesar del desapacible
día que hacía, pues el cielo se había levantado triste también
y como uno más del pueblo parecía derramar lágrimas de
desconsuelo por la pérdida de Terra.
La ceremonia no empezó hasta que no estuvieron
todos presentes, incluidos los más pequeños. Y es que la
desgracia de Terra suponía la primera experiencia con la
muerte para los más jóvenes, ya que su funeral fue el primero desde la fundación de Nueva Navolda y sólo los adultos conocían su significado. Quizá por ello a los que más
afectados se veía era precisamente a ellos, quienes lloraban
desconsolados porque comprendían que en ese caso la pérdida era más lamentable por la prematura edad de Terra.
La mayoría de niños observaban confusos y apenados por
tanta tristeza colectiva y muchos lloraban también sólo por
ver a sus padres llorar. Dan sí lloró, sintiendo sumo dolor
en el pecho, mientras Zack lo miraba con gesto compungido. Junto a ellos, los padres de Terra se abrazaban totalmente
descompuestos. De repente Zack sintió una mano agarrar la
suya con fuerza. Se giró y a su lado vio a una niña pequeña, más o menos de su edad, llorando también. Su pelo dorado resplandecía, incluso mojado por la lluvia. Era Pira, la
hermana pequeña de Terra, y a Zack le generó tal ternura
que le devolvió el apretón con suavidad.
Finalmente, el funeral empezó. El abuelo fue el que
condujo la ceremonia, dirigiéndose al pueblo con solemnidad. Del discurso poco entendieron los más jóvenes, quie-
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nes no parecían muy atentos hasta que no empezó el ritual
de purificación.
Para ello seis aldeanos, entre los cuales no se encontraba el padre, levantaron el cuerpo de la niña, parcialmente
envuelto con un velo de seda kedac, y lo dispusieron en un
altar de madera de cerezo. El abuelo depositó una piedra
de fluorita encima del pecho e hizo que sus manos lo agarraran ligeramente. Acto seguido, los seis aldeanos rodearon
el altar y a un metro de distancia en perfecta y equidistante forma hexagonal clavaron seis estacas en el suelo. Medían
unos dos metros de altura y estaban recubiertas casi en su totalidad por fósforo poro. El fósforo poro debía su nombre a
su creador, el chamán, sabio y alquimista Pororuanga II de las
lejanas islas de Omari —hijo de Poro I, creador de las candelas sempiternas—, y a diferencia del fósforo convencional
logró inducirle una combustión más lenta, consiguiendo que
durara cien veces más. Por alguna razón que Dan desconocía, en la aldea conocían la manera de hacerlo y lo usaban
entre muchas otras cosas en las farolas para iluminar las calles y edificios del pueblo. Dadas las ventajas de la lenta combustión que Poro creó, él mismo decidió emplearlo en
superfícies de todo tipo y tamaño, obteniendo así multitud
de instrumentos cotidianos potenciados o modificados, tales
como cerillas, bengalas, antorchas u otros de distinta índole,
como espadas y otras armas.
Una vez plantadas las estacas, seis aldeanas entregaron una
antorcha a cada uno y éstos permanecieron de pie esperando.
El abuelo pronunció entonces unas últimas palabras: «Arcángeles de Sancta, encontrad esta extraviada luz y devolvedla al
Ciclo de regreso a casa», y los hombres acercaron al únisono la
antorcha a la cabeza de las estacas. Éstas desprendieron una
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luz incandescente tal que la fluorita empezó a irradiar. Dan
observaba desconsolado cómo disponían todo perfectamente
y cómo una vez terminado el proceso se preparaban para dar
su último adiós.
Al son del violín y la ocarina, uno a uno, los aldeanos
se acercaron a la pequeña, dejándole en el sepulcro nazarenos y amapolas, claveles y lirios, margaritas y rosas y jazmines y muchas otras flores, ya fueran solas o en hermosos
ramos. Entonces, para finalizar el ritual, el padre de la niña,
descompuesto por el dolor, se acercó a ella con una antorcha
en la mano, pero no tuvo fuerzas para continuar. El abuelo
se acercó a él y le consoló con la mano en la espalda: «Yo lo
haré», le dijo mientras le tomaba la antorcha. Se acercó a
ella y parecióle a Dan que le susurró algo antes de prender
el altar entero en llamas.
Según la tradición, el fuego y la fluorita servían de loclizador para que los arcángeles pudieran divisar la luz del
fallecido desde Sancta para llevarla de vuelta a la corriente
vital, el Ciclo de Luz, y poder regresar así al Reino de Luminällia, la cuna de la vida. Una vez encontrada la luz, los
ángeles apagaban las otras seis a modo de señal para que los
más allegados supieran que estaba ya de camino a casa. El
proceso hasta que localizaran la marchita luz podía durar
todo un ciclo lunar y no siempre funcionaba, pues la avaricia de las Tinieblas muchas veces la inducía a interponerse, robando y secuestrando las almas si tenía ocasión.
La villa entera permaneció allí observando el castillo de
fuego por un buen rato. Pero no esperaron a que se extinguiera. Fueron abandonando paulatinamente con suma tristeza,
despidiéndose de ella para siempre. Ahora tan sólo podían
esperar.
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Ese día empezaban las fiestas de la Aparición, pero
todos los actos fueron cancelados. Los mayores, en su lugar,
habían convocado a la noche una asamblea extraordinaria
para dilucidar las causas de lo sucedido entre otros asuntos
que querían declarar y que a la postre aparentemente terminaría por marcar el destino de la pequeña aldea. Antes de
eso, el abuelo se llevó a los dos chiquillos de excursión. Los
chicos no parecían estar muy animados al respecto, pero el
abuelo supo convencerlos fácilmente. Ni siquiera hizo falta
pasar por casa porque ya había dispuesto con antelación,
en una cesta de mimbre, todo lo que necesitaba.
Así pues, los tres emprendieron finalmente su marcha.
Se dirigieron al Monrojo, una pronunciada colina que se
elevaba en el extremo oriental de la villa. Rodearon la base
hasta alcanzar la ladera sur, donde encontraron un estrecho
camino que accedía a la cima caracoleando la colina y bifurcándose un par de veces. Entendió Dan, por primera vez,
mientras subían, por qué lo llamaban Monrojo, si bien nunca
antes se lo había planteado. El suelo estaba formado principalmente por arcilla rojiza, las rocas del rededor eran mayoritariamente compilaciones de piritas rojas y los árboles
—cerezos mayoritariamente—, plantas y arbustos que allí
crecían poseían también hojas y frutos de una amplia gama
de bermejos, granates y morados.
Al poco tiempo llegaron por fin a la cima. Allí los niños empezaron a correr, ya que encontraron un mirador
desde donde podían vislumbrar la aldea y todo el valle con
el gran lago azul extendiéndose en el oeste. El mirador no
era sino una pequeña explanada de arcilla con matojos de
hierba y flores silvestres aquí y allá, rodeado por el espeso
bosque de norte a sur y un gran peñasco al oeste, que se
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elevaba de tal forma que uno se podía sentar allí y permanecer cómodo durante mucho rato. Y eso hicieron. El abuelo sacó un mantel de la cesta y lo extendió en una roca
plana como si fuera una mesa. En un momento los tres
habían preparado un perfecto e improvisado picnic. No
obstante, al principio ninguno de los niños tenía hambre.
O dicho de otro modo, no tenían la cabeza para comer en
ese momento. Todo era aún muy reciente.
—Entiendo por lo que estáis pasando, pero no es bueno darle demasiadas vueltas al asunto. De nada sirve tener
la cabeza llena si se tiene el estómago vacío. Comer ayuda a
ver las cosas de otro modo. Comamos primero y hablemos
después —les dijo.
Los niños se quedaron pensativos, indecisos, pero de repente el estómago de Dan rugió. Éste se avergonzó y Zack se
rió, pero acto seguido sus tripas decidieron tronar de igual
modo y Dan le devolvió la burla mientras éste callaba sonrojado. El abuelo reía también con ellos y entonces, para sorpresa de los dos, su barriga también gimió, provocando la
mayor de las carcajadas en ambos niños y a él mismo. Después de eso quedó claro que tenían que comer.
El almuerzo consistía en unas bolas de arroz, una ensalada, croquetas de setas, un surtido de embutidos, jamón
y quesos curados, un revoltijo de patatas y huevo, un poco
de pan para acompañar y una tarta de manzana de postre.
Para beber el abuelo trajo en la cesta una jarra con agua
fresca. Tanta era la hambruna que padecían que se lo comieron todo sin dejar ni una sola miga de pan.
Una vez terminado el almuerzo, los niños permanecieron callados por un rato, oteando el horizonte. Dan se
estremeció. Sentía en su interior un sinfín de sensaciones
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que no era capaz de comprender; un sinfín de preguntas
rondaban su cabeza, pero estaba tan confuso que no sabía
cómo formularlas. Entonces habló:
—Abuelo…
—Dime, hijo.
—¿Por qué le ha pasado esto a Terra? ¿Por qué? ¿Por qué
a ella? —preguntó Dan desolado—. Hoy era su cumpleaños… —dijo al cabo de un silencio.
—Lo sé —respondió el abuelo afligido.
—¿Quién era la mujer del lago, abuelo? ¿Por qué sabía
mi nombre? ¿Y qué es el Ramanok? ¿Qué me está pasando?
—soltó de repente, disparado y casi sin vocalizar—. Me
duele aquí… —terminó apretándose el pecho. El abuelo se
giró hacia él y le acarició la cabeza con ternura, mientras
Zack lo miraba con sorpresa.
—Despacio, hijo, cada pregunta requiere su respuesta,
pero no todas las puedes encontrar cuando quieres o crees
que lo necesitas. Toda respuesta requiere su tiempo. El
Tiempo es un ser muy poderoso y sólo él conoce todos los
veredictos. Tenemos la nefasta necesidad de querer saberlo
todo ya, ahora, y, sin embargo, él no suele concedernos tales favores, más bien al contrario, suele ser muy cauteloso
a la hora de desvelar sus respuestas. Veamos, ¿qué es lo que
más te preocupa? —Dan, un poco aturdido por la confusa
réplica, no sabía muy bien por dónde empezar.
—Anoche… —empezó finalmente—, anoche tuve un
sueño muy extraño —a Zack se le abrieron los ojos como
platos al oir eso, pero tímido y discreto decidió seguir escuchando. Dan ni se percató de ello, pues su mirada estaba
fijada en el horizonte, concretamente en el gran lago. Describió como mejor supo la visión del campo de batalla y
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de la desvaneciente luz—. Creo…, creo que Terra me llamó
—espetó de repente—. Creo que me estaba llamando…,
me estaba pidiendo auxilio y si la hubiera oído antes quizá
esa mujer no habría…
—Dan —interrumpió el abuelo viendo que el chico
empezaba a llorar—. Lo que le ha pasado a Terra no ha sido
culpa tuya. No cargues sobre tus hombros un pesar que no
te corresponde, sólo te puede traer dolor innecesario. Además… aún no sabemos con certeza qué fue lo que le pasó.
—Pero… —insistió Dan ante la mirada atenta de
Zack— esta mañana, antes de venir aquí, oí lo que dijeron
en la aldea sobre ella: que era una bruja, una sirena o una
ondina que secuestraba a niños llamándolos en la noche
para luego ahogarlos y comerse su alma y…
—¿Quién ha dicho eso? —interrumpió sorprendido,
soltando una sonora carcajada que sorprendió a Dan.
—Uhm…, no sé…, se lo escuché a los mayores… —dijo
tímidamente.
—Mmm… hijo, ¿quieres un consejo? —preguntó con
cariño—. No te creas siempre todo lo que te decimos los
adultos. Nosotros no siempre sabemos la verdad, pero aun
sabiéndola no siempre la vamos a revelar. La mayoría de veces nos pensamos que os protegemos, que es por vuestro
bien, sin plantearnos siquiera si sois suficientemente maduros como para entenderla o soportarla. Lo que hayas podido escuchar en la plaza seguramente son tan sólo meras
especulaciones basadas en la ignorancia de la gente para
que, mediante el miedo, vosotros, los niños…
—Pero… —volvió a insistir Dan, cortando al abuelo—
¡la mujer sabía mi nombre! ¿Cómo podía saberlo? Y luego
me dijo todas esas cosas…
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—¿Qué cosas?
—Pues… no sé…, no lo recuerdo muy bien… Dijo algo
de una cuenta atrás —Dan iba haciendo pausas intentando recordar sin mucho éxito—. Una maldición creo… legen,
legen…, ¿legendaria? ¿Maldición legendaria?
—¿La maldición de los Lehen quizá?
—No sé… ¡Ah!, y me dijo que había visto el ramanok,
¿tarmanok? o ¿gatnarok?
—¿Ragnarok? —volvió a interrumpir el abuelo— ¿Quieres decir el Ragnarok? —preguntó desinteresadamente.
—¡Siií! ¡Esoo! ¿Qué es?
—¿Qué más te dijo? —preguntó tras una pausa en la
que susurró para sí mismo algo que Dan no pudo comprender. El pequeño titubeó descolocado, pues esperaba
una respuesta y no otra pregunta. Pero intentando hacer
memoria recordó las palabras de la dama. Sin saber qué podían querer decir exactamente, ni de si realmente podían ir
referidas a él, Dan miró a Zack y calló mientras éste observaba sorprendido y confuso.
—Nada más. No sé. No me acuerdo… Habló unas palabras muy raras que jamás había oído antes.
—Está bien, hijo. No te preocupes —el abuelo puso su
mano sobre la cabeza de los niños y los acarició con ternura—. Decidme, no os he hablado aún del Reino de Luminällia, y el nacimiento de las estrellas, ni de la princesa
Khriställina, hija de la luz, ¿verdad que no?
Dan abrió los ojos y se vio tumbado en el suelo, boca abajo, en mitad del bosque. Antes de levantarse decidió ojear a su
alrededor mientras recordaba lo que pasó. Había encendido una
hoguera para almorzar y de repente cayó dormido. Dan hizo
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cálculos entonces y entendió lo que había sucedido. El fuego,
claro. La hoguera fue interpretada como una amenaza por los
hongos que produjeron el polen somnífero. Había estado tan
absorto que ni siquiera se acordó de su existencia. Se levantó
lentamente, observando su alrededor. Parecía que estaba todo
en calma. Acercó la mano a las brasas. Estaban frías. Más de un
día, quizá dos. Demasiado tiempo dormido. Hizo una mueca de
descontento, agarró todos sus bártulos, incluida la flecha que
usó para cazar el conejo, y prosiguió su camino. Dirección
noreste.
Decidió correr para recuperar el tiempo perdido y así también desentumecer un poco sus adormecidos músculos; sin embargo, no le resultó nada cómodo por el dolor del hombro
todavía vivo en él. Al poco tiempo entendió que no podría continuar así, de modo que detuvo la marcha. Por el momento no
había opción de correr, así que tuvo que proseguir andando. Lo
que en condiciones normales habría tardado en recorrer en pocos
días le llevó algo más de una semana.
Pasados unos días se dio cuenta que el terreno y la vegetación empezaban a cambiar. El suelo se endurecía y rocas, piedras
y pizarras empezaban a abundar entre la flora. Se acercaba al
umbral del bosque explorado. Delante suyo se alzaban las montañas que presuntamente separaban el corazón del bosque,
donde tan pacíficamente había vivido toda su vida, del inexplorado y desconocido mundo exterior. Más allá de las montañas nadie de la aldea había puesto pie jamás desde la fundación
de la aldea, y sólo entonces llegaron algunos hasta donde él se
encontraba en busca de nuevas grutas o minas u otros recursos
que explotar. Después de mucho tiempo los túneles quedaron
abandonados durante varios años hasta aquel incidente. Dan
estuvo allí y pronto reconoció el paradero en el que se encontraba,
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pues precisamente estaba muy cerca de allí. Había sido algunos
años atrás cuando Zack se aventuró en las minas. El recuerdo,
no obstante, no le produjo reacción alguna. Seguía impasible,
directo en su propósito, sin detenerse más que por necesidad.
Dormía tan sólo unas pocas horas y comía solamente una vez al
día distintas frutas que iba recolectando o a veces ni eso. Varias
criaturas y bestias salvajes se interpusieron en su camino, resultando en todos los casos igual: una verdadera molestia. Monstruos,
que en circunstancias normales despacharía con insultante facilidad, incluso si le asaltaran en grupo, le terminaban por ocasionar,
a la postre, verdaderos dolores de cabeza con magulladuras, heridas y lesiones de todo tipo.
Finalmente llegó al pie de las montañas. Un pequeño cerro
se alzaba por encima de los árboles y Dan subió a él para divisar
mejor su nuevo y desconocido camino.
En el Oeste, desde el Sur hasta el Norte, el frondoso bosque
cubría hasta donde la vista lograba alcanzar. Sin embargo, de
Norte a Este se levantaba por encima de los árboles una cordillera
de picos montañosos y rocosos que nacía a cientos de kilómetros al Norte y se extendía por casi todo el continente hasta llegar al Extremo Oriental, cerca del océano. Decían los más
ancianos de la aldea que el pico más alto lograba tocar el cielo.
Otros comentaban que fueron levantadas mucho antes de las
primeras edades de los hombres, durante las primeras guerras
de los Lehen. Sea como fuera, Dan necesitaba atravesarlas, ya sea
bien por debajo o bien por arriba, pero en ningún caso podía
plantearse rodearlas ya que le llevaría mucho más tiempo.
Sacó del petate la libreta y la punta de lápiz y trazó sobre él un
esbozo cartográfico de la sierra que le aguardaba, con sus picos, laderas y valles. El abuelo les había enseñado, tanto a él como a Zack,
geografía y cartografía, entre muchas otras disciplinas y materias,
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y con el tiempo ambos desarrollaron una enorme capacidad para
reconocer y analizar el entorno. Así, con casi toda la vastedad del
bosque ante ellos, pudieron poner en práctica todos sus conociemientos, convirtiéndose los dos, cada cual en lo que más le gustaba, pero ambos dominando perfectamente todos los aspectos, en
expertos exploradores. De Norte a Sur y de Este a Oeste, hasta
donde les era permitido, recorrieron el bosque toda su vida, y
una manera de aprenderse los más recónditos recovecos fue dibujando mapas y planos. Y eso fue lo que hizo Dan ahora. De
ese modo le resultaría más fácil reubicarse en caso de perderse,
pues como dije anteriormente de ese tramo en adelante el escenario se desplegaba totalmente desconocido para él. Analizó un
plan de ruta estando ahí arriba, decidiéndose a cruzar las montañas por las estrechas laderas antes que internarse por los túneles sabiendo los peligros que la oscuridad del interior de las
montañas aguardaba.
La noche se había alzado y Dan decidió acampar en la colina y emprender su marcha al alba. Antes de acostarse sacó de
su bolsillo el papel y se quedó observándolo durante un buen rato. Descontento, lo guardó y se acostó.
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