7 - Biblioteca Digital AECID

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Cunqueiro -¡y qué portentosos nombres va incorporando a su
crónica este pasajero en Galicia!- ha escrito líneas impagables, a
raíz de un breve viaje entre Riazón y Chousán, en compañía de
fray Martín Sarmiento -que había realizado el suyo en 1754-,
cuando, al seguir los vagabundeos y meandros etimológicos del
benedictino, medita:
En verdad, un paisaje, es decir, y en el mismo sentido de la antigua pintura,
un país del que yo ignoro los nombres de los montes y los ríos, las villas y
los lugares, queda, en una de las más decisivas significaciones, en su significación humana -podría decir histórico-cultural-, poco menos que inédito.
Yo digo, con la oscura y armoniosa -por veces casi mágica- toponimia
nuestra, el país que ven mis ojos, y en la significación del topónimo traigo
el amado rostro a la luz, lo canto. Paréceme que esta composición mía no
andaba lejos de ese largo tirón de amor y nostalgia que sufre el padre Sarmiento en su viaje a Galicia, y que tantas veces le hace recitar el hermoso
romance de la galaica toponimia.
Sí, son también poderosos estímulos para el viajero la magia y
la belleza de los nombres, independientemente de la realidad que
designen. A Manuel de Lope, las sugerencias de Despeñaperros
-«nombre cruel, áspero y duro que no hace pensar en amores pastoriles sino en venganzas de pastor»- le hacen pensar que no hay
nada más tenaz que el significado de los nombres, como los de la
«región fragosa y áspera, de barrancos peligrosos», las gargantas
de la sierra de Guara, que antiguamente los pastores aragoneses
llamaban «los oscuros» -el oscuro del río Alcanadre, los oscuros
del río Vero, el oscuro de Mascúm-, fundiendo geología con poesía y transformando la función descriptiva del lenguaje en una
fuerza evocadora.
Entre estos viajeros especialmente sensibles a la toponimia
están los que buscan etimologías fantásticas, como Manuel de
Lope en Sóller, donde, a la vista de una estatua del apóstol San
Bartolomé despojado de su propia piel situada a la entrada de la
iglesia de la Plaza Mayor, se pregunta si aquel santo tendría algo
que ver con el pueblo mallorquín y si éste, Sóller, tomaría su nombre de sollar o desollar. Y es que una de las más frecuentes tentaciones del viajero es entregarse a las fantasías etimológicas por
más que a menudo no conduzcan a nada cierto, aunque pueden
dar pie a interpretaciones tan disparatadas y divertidas como las
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que recoge Julio Llamazares durante su viaje por el río Curueño
de labios de un espontáneo cicerone convertido en lingüista
improvisado, que le explica que Montuerto se llama así por algo:
«En concreto, y según a mí me han contado -le dice-, porque
hace muchos años hubo en ese castillo de ahí arriba un rey moro
que se llamaba Mon y que era tuerto. Y, como la gente le decía el
castillo de Mon el Tuerto, pues por eso este pueblo se acabó quedando con Montuerto». Poco más adelante, sobre el pueblo de
Nocedo le contará que «se llama así porque allí vivía el rey cristiano, y entonces, el rey Mon, que quería conquistarlo, iba y le
decía desde lejos: «¿Cedes o no cedes?» Y el cristiano respondía:
«No cedo». Y otra vez el moro al día siguiente: «¿Cedes o no
cedes?». Y el cristiano: «No cedo». Y, así, un día y otro día hasta
que el pueblo se quedó con Nocedo».
Nombres portadores de historias, nombres que viajan misteriosamente, y nombres que jamás han perdido esa legendaria
habilidad de las palabras para comunicar más de lo que realmente
dicen, como ocurre con el veneciano «Muelle de los Incurables»,
que para Joseph Brodsky
evoca la peste, las epidemias que solían barrer la mitad de esta ciudad, un
siglo tras otro, con la regularidad de un censor. El nombre conjura los casos
desesperados que, más que deambular, esperaban tumbados, sobre las losas
de piedra, literalmente al borde de la muerte y envueltos en sudarios, a que
los montaran en un carro o, más exactamente, los embarcaran y llevaran
lejos de allí. Antorchas, humo, mascarillas de gasa para prevenir la inhalación, roces de vestiduras y hábitos de monjes, encumbradas capas negras,
velas. Poco a poco la procesión fúnebre se convierte en un carnaval, o en un
verdadero paseo en el que habrá que llevar una máscara, porque en esta ciudad todo el mundo conoce a todo el mundo. Añadamos a esto poetas y
compositores tuberculosos; añadamos también hombres de convicciones
estúpidas o estetas locamente enamorados del lugar, y el muelle se hace
merecedor de su nombre, la realidad se alinea con el lenguaje.
Aún más perturbadoras resultan esas sugerencias si la magia y
la belleza de un nombre retornan desde las lecturas de la infancia
y de la adolescencia, enmarcadas en la leyenda, la poesía o el mito,
porque entonces el viajero pasea por una geografía de la memoria,
salpicada de nombres que lo envuelven con el aura de las persistencias. Los ejemplos podrían multiplicarse, y no necesariamente
se limitan a la nómina que está en la mente de cualquiera de nos-
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otros. Así, en cuanto a la fascinación y embriaguez o embrujo que
en cualquier niño suscitaba Shanghai, creo que cualquiera suscribiría estas palabras de Rafael Chirbes:
Pocos topónimos han fascinado tanto y han emborrachado tanto las cabezas de los jóvenes y adolescentes europeos de la generación del viajero
como el de Shanghai, una ciudad cuyo nombre llegaba envuelto en un celofán de aventura: traficantes, espías, pistoleros y mujeres fáciles poblaban la
ciudad fantástica del primer tercio del siglo XX, y también la real, con los
prostíbulos de luces tenues y biombos de seda, los fumaderos de opio, las
fatídicas ruletas y los sampanes de tenues velas alejándose en la bruma del
agua amarilla. De las dos ciudades, la real murió hace medio siglo derrumbada bajo el impulso de la Revolución. La ciudad de nuestros sueños adolescentes sigue flotando con ligereza de humo entre las páginas de algunos
libros y fotografías y su etérea presencia a veces es más poderosa que la de
la Shanghai contemporánea que sueña con noches de amor y Coca-Cola a
ritmo de Madonna y Michael Jackson en cualquier sala de karaoke. La
divergencia de los sueños y también su permanencia.
Asimismo, abundan los que viajaron a África a lomos de los
sueños infantiles en pos de las leyendas que los libros forjaron en
sus almas pese a sospechar que podían darse de bruces con la realidad. Sin embargo, ¿cómo no dejarse arrastrar por el poderío de
algunos nombres: Kilimanjaro, Ngorongoro, Tanganica, Mogadiscio o tantos otros? Al reflexionar sobre el hecho de que casi
todos los hombres blancos que pasaron por África y han formaron parte de su historia habían escrito un libro como si obedecieran a una necesidad incontenible, Javier Reverte se dice que «tal
vez África sea el más literario de los continentes en lo que tiene de
paraíso perdido y en la sensación de aventura que despierta [...].
Puede que África nos haga más niños, nos devuelva la sensación
primigenia de nuestra debilidad. Y nos transporte de nuevo, aunque en muchas ocasiones sea tan sólo una sensación, a la aventura». Reverte cita los casos de Alberto Moravia y de Ernest
Hemingway, a los que habría que sumar los de Conrad, Gide,
Greene. Un ejemplo muy especial nos lo ofrece Manuel de Lope
enjardines de África, libro singularísimo que ante todo es homenaje y tributo a una niñez que (imaginariamente) transcurrió en
África, al par que un sutil recuerdo y una conmovedora evocación
de la exploración real de aquel territorio de las fantasías infantiles
realizada en 1975 -«en medio de una crisis sentimental, gástrica y
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económica»-, cuando el viajero -«con mis escasísimas pertenencias en un macuto, los dólares cosidos en el cinturón y un napoleón de oro en el dobladillo»- decide partir «sin grandes pretensiones, más zarandeado por las circunstancias que conducido por
la voluntad» para llevar a cabo su particular experiencia iniciática,
su travesía por el corazón de las tinieblas, tras la cual él también
acaba atravesando su personal línea de sombra.
La magia de los nombres y también su poesía parecen mover
milagrosamente los pasos de los viajeros. La poesía y sus manifestaciones, que pueden ser mínimas y efímeras: la niebla que,
como un manto rosado y silencioso sube desde el dulce Mera a la
villa y a la que muchas noches Alvaro Cunqueiro va a ver brotar
del corazón de la ría como un fantasma de agua y luna o la peonía
en flor que va a contemplar Bruce Chatwin a la isla de Teepholm,
en el canal de Bristol, y supuestamente llevada allí como hierba
medicinal por los monjes venidos del Mediterráneo. O por el contrario, las manifestaciones de la poesía que quedaron plasmadas
de forma imperecedera en la piedra, el mito y la leyenda. En Verona, ante los lugares que fueron escenario de la tragedia shakespeariana, Heine confiese que «al poeta le gusta visitar este tipo de
sitios, por más que él mismo se sonría ante la credulidad de su
corazón». De Estella, Alvaro Cunqueiro se marcha con pena de
no haber podido visitar el palacio donde tuvo su morada Carlos,
porque si un deseo lo llevó hasta allí fue el de «ponerle estampas
a las memorias del señor marqués de Bradomín». Y es que, como
dice Unamuno (tal vez recordando el Recanati de Leopardi, cuyo
eco resuena una y otra vez en sus páginas), tan históricos son los
grandes escenarios como aquellos otros espacios más humildes e
incluso desconocidos que cantaron los poetas: «Los lugares cantados por excelsos poetas y en que éstos pusieron el escenario de
sus perdurables ficciones son tan históricos como aquellos otros
en que ocurrieron sucesos que hayan salvado los mares del olvido», afirma ya en 1902 al inicio de «La flecha», invitando al lector
a visitar ese paraje luisiano, lo mismo que los ingleses peregrinan
a los parajes cantados por los poetas lakistas, dado que si la belleza, o la conciencia de la belleza, es efecto de la sugestión artístico-literaria, serán los espacios poetizados o llevados al lienzo los
que mejor propicien la experiencia estética. De ahí el empeño del
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