Pecados Capitales - Isabel Larraburu

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Pecados Capitales
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Tuesday, 03 March 2009 16:29 - Last Updated Sunday, 28 February 2010 13:32
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Magazine La Vanguardia
La nueva ejecutiva de marketing de apabullante currículum no llegó nunca a entender la
afluencia de malas vibraciones con las que fue recibida nada más llegar a la empresa.
Personas con las que escasamente había cruzado un “buenos días” ya la ignoraban o miraban
mal.
Sentía que era objeto de críticas y antipatía. El alma cándida se flagelaba:” ¿qué habré hecho
mal? Todo lo que he intentado hasta ahora ha sido hacer méritos, portarme bien, colaborar,
trabajar 12 horas, evitar conflictos, ser simpática…” La infeliz meritoria era incapaz de sentir
ese sentimiento abyecto, comúnmente llamado envidia. A pesar de su comprobada inteligencia
académica carecía de la suficiente inteligencia emocional para identificarlo en los demás.
Sentimientos autodestructivos.
Los pecados capitales en su versión secular son vicios morales. En su traslación psicológica,
son sentimientos autodestructivos. Clásicamente, se enumeran siete: soberbia, avaricia, lujuria,
envidia, gula, ira y pereza. Algunos de ellos alcanzan la categoría de inconfesables: ni la gota
malaya lograría que los admitiéramos. Está demostrado que nos sentimos más virtuosos de lo
que somos en realidad. Nuestra propia estima se resiste a incorporarlos a la imagen que nos
atribuimos. Son aquellos llamados espirituales, ya que los considerados carnales (la gula y la
lujuria, quizá también la pereza) son objeto de una mayor condescendencia y complicidad.
Acordes con la idea de la “perdonabilidad” de los carnales (esta vida es corta), nos
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centraremos en el análisis de los dos más innobles y solapados con el fin de reconocerlos en
nosotros mismos y defendernos de sus arpones envenenados: la envidia y la ira.
La envidia corrosiva.
De todos los citados, la envidia es el vicio más perverso e imperdonable, ya que es el que
tiene el mayor poder corrosivo para el vicioso, a la vez que es demoledor para el envidiado.
Merece un apartado especial por su ubicuidad en nuestro medio y porque está enlazado con
todos los demás de diversas y tortuosas maneras. Con la envidia se vincula la ira, los celos, la
competitividad, la calumnia, la maledicencia, la rivalidad, la avaricia, el rencor, la venganza y
todo el espectro de la ruindad humana. Además, la envidia, a diferencia de los vicios restantes,
no deja demasiado espacio al placer, a excepción del placer de ver al envidiado destruido.
La tristeza por el bien ajeno (o la alegría por el mal ajeno).
La psicóloga recibe a su paciente que sigue un tratamiento por depresión. Aquél día fue
distinto, Por primera vez en mucho tiempo mostraba la sonrisa más angelical y sincera que le
hubiera visto en la cara.” ¿Parece que te encuentras mejor?”, le pregunta la terapeuta. “Mi
enemiga ha suspendido la selectividad y no podrá entrar en mi facultad,” responde la paciente
con un brillo inusual en los ojos. La envidia malsana mostraba su cara más genuina, sin
tapujos.
La envidia tiene más concordancia con la percepción interna de inferioridad, que con la
escasez objetiva. No es que la envidiosa no tuviera los medios para entrar en la universidad,
sino que se sentía inferior a la envidiada.
Para que la envidia esté presente se necesitan tres partes:
1. El envidioso (sujeto).
2. El envidiado (rival)
3. Una posesión (un bien)
El bien puede ser material o no, por ejemplo, la felicidad que el envidioso atribuye al envidiado.
Así, la envidia se define como una incomodidad, tristeza o malestar que siente el sujeto al
pensar que no posee el bien que tiene el rival. Si la envidia pasa a ser maligna, también se
desea que el rival no tenga el bien. En este caso se trata de la “envidia malsana o destructiva”.
La “envidia sana” suele estar mezclada con admiración.
Esta pasión proviene de la tendencia humana a evaluar el propio bienestar mediante la
comparación con el prójimo.
En un ensayo magistral sobre la envidia, el filósofo Alfonso Tresguerres elabora un retrato del
envidioso y del envidiado y concluye afirmando que no es necesario que exista una
superioridad real del envidiado ni tampoco la posesión de algo que le haga aparecer de
inmediato como superior. Solo hace falta que el envidioso lo vea como tal. El envidioso se
siente inferior al envidiado y es la envidia el rasgo que desvela este sentimiento. Por esta
misma razón, el envidioso no está dispuesto a reconocerlo ni siquiera ante sí mismo. Por eso
también la envidia se oculta y se niega tenazmente. Añade, por último una frase de
Rochefoucauld: “A menudo se hace ostentación de las pasiones, aunque sean las más
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criminales, pero la envidia es una pasión cobarde y vergonzosa, que nadie se atreve nunca a
admitir”. Sería como admitir la propia inferioridad.
Perfil del envidioso
- Triste y pesaroso por el éxito del envidiado y alegre por sus fracasos y desdichas.
- Pasivamente descontento. Su odio se activa fácilmente ante circunstancias favorables.
- Colérico y rencoroso.
- Calumniador y maledicente.
- Se compara continuamente al envidiado y es competitivo.
- Siente inferioridad respecto al envidiado y no es capaz de admitirlo ni siquiera ante si mismo.
Perfil del envidiado. - Alguien cercano, no necesariamente en el espacio sino en el tiempo.
Coetáneo o de edad similar. (El joven no suele envidiar al viejo porque puede pensar que
dispone de mucho tiempo para llegar dónde ha llegado el viejo y a éste le queda el consuelo de
pensar que eso nunca será así.)
- El envidiado desea lo mismo que desea el envidioso. Tiene los mismos objetivos. Existe una
paridad en las aspiraciones entre envidiado y envidioso.
- El envidiado tiene algo que el envidioso ve factible llegar a poseer o hacer. Por eso es más
frecuente que el pobre envidie a otro pobre que que envidie al rico. El envidioso necesita
compararse a un modelo próximo. El envidiado nunca es alguien demasiado superior con quién
el envidioso no pueda competir.
- El envidiado está cercano en el espacio (es el vecino, el cuñado). Con esto se alimenta la
competencia y se aviva constantemente el fuego de la envidia.
La ira mortífera.
Tres amigas están reunidas abandonándose a los brazos de Baco y degustando selectas
exquisiteces con total despreocupación por el efecto potencial sobre sus figuras. Pero el motivo
lo justifica. Están pasando los momentos más placenteros y gratificantes de los últimos
tiempos. En plena tempestad de ideas, emerge un flujo exuberante de imágenes perversas, sin
censura, un festín de fantasías descabelladas que las transportan al nirvana, la felicidad total
derivada de la sensación de poseer un poder infinito. El motivo de tal satisfacción es la
planificación de una sofisticada venganza, anónima, impune y definitiva contra un elemento
innombrable y repugnante que casualmente era el marido de una de ellas. El reptil fue
descubierto por la traicionada yaciendo en el propio tálamo conyugal con una compañera de
trabajo. La escena podría recordar el club de las primeras esposas.
Los ensueños no están sujetos a las normas de la moral, son la manifestación más
espontánea y libre de la mente humana. Nada está prohibido ni nada es deshonesto, piensan.
¿Por qué no abandonarse a las quimeras de la venganza y disfrutar de las mieles del poder
imaginario?
La venganza es la respuesta instintiva natural ante el insulto y la ofensa que hace que la
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persona se sienta “empatada” con quién la agredió.
En una encuesta realizada por la revista Psychology Today (1983) se hizo la siguiente
pregunta: “Si usted pudiera, anónimamente, apretar un botón y eliminar con eso a alguna
persona sin sufrir las consecuencias, ¿lo haría?” Un 69% de hombres y un 56% de las mujeres
dijo sí. Se aniquilarían jefes, ex-maridos/esposas, ex –novios/as, la antigua pareja de los
compañeros actuales, la actual pareja del ex…El número de asesinatos superaría de modo
grotesco las cifras actuales. Es aterrador pensar que muchos de nosotros, en condiciones
adecuadas, podemos potencialmente desarrollar una tolerancia o racionalización ante la
injusticia. Parece ser que la hostilidad es un mal demasiado frecuente y, además, para algunos
los agravios no prescriben. El mundo donde vivimos nos valida reiteradamente las reacciones
de ira y sus derivados. La sociedad está llena de modelos de cólera y venganza. El
presidente/emperador George W. Bush se dirige a nosotros, impotentes espectadores de su
política exterior, para convencernos de la necesidad y pertinencia de su cruzada contra el “mal”
y hablarnos de las “lecciones” que debe dar al “enemigo”. Nos racionaliza la venganza. Intenta
legitimar lo ilegitimable. Exhibe la violencia como algo moral y justo. Salirse de este patrón
aprendido de defensa es todo un aprendizaje de empatía y perdón.
Ideas y creencias del vengativo.
- “Equilibrar la balanza”: La persona vengativa hasta puede pensar que su procedimiento es
moral. Buscan la justicia.
- “Dar una lección” al agresor: hacerle ver que no va a tolerar otra ofensa y que el agresor no
va a quedar impune. En este caso la función moral / educativa de la venganza va dirigida
directamente al agresor.
- “Salvar la dignidad”: Esta idea pretende demostrar al agresor y a todo testigo de la agresión,
que es una persona que no se va a dejar avasallar y que tiene su propia valía y dignidad.
Las caretas de la rabia.
El graciosillo (pasivo-agresivo) de las fiestas y verbenas se deleita a sí mismo haciendo de los
demás objeto de sus bromitas. Los privilegiados inspiradores de sus gracias perciben su agrio
sentido del humor de modo diverso. Unos ya lo conocen y están familiarizados con su peculiar
jocosidad, otros ni esbozan sonrisa, pero, indefectiblemente, todos se preguntan si a él no le
importaría reírse de si mismo de vez en cuando y para variar un poco.
Pareciera que cuánto más “civilizada” se hace una sociedad, más disfraces utiliza la hostilidad.
La ira se nutre de todos los otros vicios. La envidia puede ser un preludio de la ira, así como los
celos, la competitividad, la avaricia, la soberbia y el orgullo. Estas aflicciones, a su vez, se
traducen mediante las múltiples caretas de la ira: hostilidad, irritabilidad, ironía, rencor,
sarcasmo, bromas pesadas, resentimiento, amargura, venganza, susceptibilidad, ataques de
rabia y violencia verbal o física.
La rabia nace de la percepción de ver amenazado nuestro bienestar o sentir que se frustran
nuestras expectativas de alguna forma. El organismo responde automáticamente preparándose
para la lucha. En la profundidad de nuestras creencias, esta emoción proviene de ver
vulnerado nuestro sentido de la justicia.
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Pensamientos hostiles.
Los estudios sobre la hostilidad humana se han desarrollado desde los tiempos de Freud en el
ámbito de la psicología. Han surgido teorías encontradas: por un lado están los que afirman
(coincidiendo con la convicción general) que solo existen dos derivaciones de la rabia: ventilar
la rabia para su superación, o suprimirla, volviéndola hacia dentro, lo que puede terminar en
depresión y resentimiento. Algunos trabajos han demostrado recientemente que la descarga de
la ira incrementa la excitación emocional del cerebro causando más irritación en la persona y
que de ningún modo la catarsis es terapéutica. Para la psicología cognitiva, la ira es producida
por el estrés más la activación originada por pensamientos tendenciosos y poco objetivos que
añaden leña al fuego. No son los hechos los que nos producen rabia, sino cómo los
interpretamos. Pero en realidad el rabioso es el único responsable de su sentimiento aunque él
no esté de acuerdo: él se lo guisa y se lo come. La solución consiste en dejar de fabricar
irritación. Convenimos con esta última teoría.
La toxicidad de la ira
La rabia en sus diversas manifestaciones es un veneno para el cuerpo. Produce niveles
elevados de testosterona en los hombres, adrenalina, noradrenalina y cortisol. Los niveles altos
y crónicos de testosterona y cortisol favorecen la arteriosclerosis, que es la causa más común
de enfermedad arterial coronaria. El cortisol debilita el sistema inmunitario y reduce la
capacidad de combatir las infecciones. Se eleva la presión sanguínea, lo cual obliga al corazón
a trabajar con mayor intensidad, aumentando su tamaño y disminuyendo su eficiencia. La ira
crónica contribuye al desarrollo de enfermedades tales como: trastornos digestivos, úlcera,
hipertensión, enfermedad coronaria, susceptibilidad a las infecciones, erupciones, dolores de
cabeza, y más.
El personaje hostil.
- Piensa que es “la gente” que le hace enfadar, sin embargo son sus propios pensamientos
hostiles los que generan su ira.
- Cree que alguien está actuando injustamente o algo es injusto. Percibe maldad e
intencionalidad.
- Considera que sus conceptos de verdad, justicia y equidad deben ser compartidos por todos.
No contempla que los otros puedan tener su propia visión de la justicia y de la moralidad.
Carece de empatía.
- No tiene en cuenta que los demás no creen merecer sus “lecciones”. Entiende que sus
revanchas van a tener un resultado positivo para “enseñar” a sus semejantes.
- No tolera la crítica, ni que estén en desacuerdo con él, ni que no se comporten como él
espera. Estas conductas despiertan en él sentimientos defensivos por temor a perder su auto
estima.
- Su frustración proviene de sus expectativas no realistas, muchas de ellas están basadas en
lo que los psicólogos llamamos los “deberías”. Entre estas se pueden citar las siguientes:
1. Merezco las cosas que deseo (amor, felicidad, éxito profesional). Falacia de tener derecho.
2. Si me esfuerzo, debería tener éxito.
3. Los demás deberían ser como yo y creer en mi concepto de justicia y rectitud. Falacia de
cambio.
4. Debería ser capaz de resolver cualquier problema con rapidez y facilidad.
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5. Si soy buena persona, la gente debería apreciarme. Falacia de la justicia.
6. La gente debería pensar y actuar como yo.
7. Si soy amable y atento con alguien, esa persona debería tratarme igual.
Los efectos saludables de la virtud.
El filósofo Comte-Sponville define la virtud como una fuerza que actúa o que tiene la
potencialidad de actuar. La virtud de una planta o de un medicamento es curar; la de un
cuchillo, cortar; la de un hombre, actuar humanamente.
Tenemos cada vez más evidencia de que aprender a sanear nuestros sentimientos auto y
hetero destructivos es mucho más saludable que mantenerlos cociéndose en el interior. Los
beneficios del perdón y del amor han sido ampliamente predicados por las distintas religiones a
lo largo de los tiempos, pero solo recientemente la psicología les ha prestado la debida
atención.
Varios estudios confirman que el que sabe perdonar recibe recompensas para su salud en
esta vida, además de las espirituales.
Perdonar puede mejorar la calidad de vida, la presión arterial, el sistema inmune y prevenir la
depresión y la ansiedad. Tiene la propiedad de revertir todas las consecuencias físicas de la
hostilidad. Tanto es así que ahora proliferan en los EEUU los seminarios para aprender a
perdonar con el fin de preservar la salud. El perdón, en términos psicológicos se define como
una reducción en la motivación de dañar al agresor y, simultáneamente, un aumento de la
motivación de actuar de modo favorable para el agresor. Quizá el objetivo sea demasiado
ambicioso, pero lo que sí es cierto es que el que perdona sale tan favorecido como el
perdonado.
Sería alentador que estos estudios sobre el perdón y la hostilidad tuvieran una influencia cada
vez mayor sobre la interacción humana cotidiana.
El monje zen Thich Nhat Hanh dedica una parte de sus enseñanzas al conocimiento y
superación de la ira. Estas son sus palabras:
“Todo necesita alimento para vivir y crecer, incluidos nuestro amor y nuestro odio. El amor es
algo vivo, al igual que el odio. Si no nutrimos nuestro amor, este puede morir. Si cortamos el
alimento a nuestra violencia, ella también morirá.”
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