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Moby Dick, o La ballena
Moby Dick, o La ballena
Herman Melville
Ilustraciones de Gabriel Pacheco
Traducción de Andrés Barba
Todos los derechos reservados.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,
transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.
Título original
Moby-Dick, or the Whale
Primera edición: 2014
Ilustraciones
© Gabriel Pacheco
Traducción
© Andrés Barba
Copyright © Editorial Sexto Piso, S.A. de C.V., 2014
París 35-A
Colonia del Carmen, Coyoacán
04100, México D. F., México
Sexto Piso España, S. L.
Calle los Madrazo, 24, semisótano izquierda
28014, Madrid, España
www.sextopiso.com
Diseño
Estudio Joaquín Gallego
Formación
Natalia Moreno
ISBN: 978-84-15601-43-2
Depósito legal: M-19836-2014
Impreso en España
ÍNDICE
etimología
13
EXTRACTOS
17
MOBY DICK
33
I. Espejismos
II. La bolsa de viaje
III. La posada El Chorro de la Ballena
IV. La colcha
V. Desayuno
VI. La calle
VII. La capilla
VIII. El púlpito
IX. El sermón
X. Un amigo del alma
XI. El camisón
XII. Biografía
XIII. La carretilla
XIV. Nantucket
XV. Cazuela
XVI. La embarcación
XVII. El ramadán
XVIII. Su marca
XIX. El profeta
XX. Todos en acción
XXI. A bordo
XXII. Feliz Navidad
XXIII. Frente a la costa, a sotavento
XXIV. El abogado
XXV. Epílogo
XXVI. Caballeros y escuderos
XXVII. Caballeros y escuderos
XXVIII. Ahab
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XXIX. Entra Ahab y tras él, Stubb
XXX. La pipa
XXXI. La reina Mab
XXXII. Cetología
XXXIII. El specksynder
XXXIV. La mesa de la cabina
XXXV. La cofa
XXXVI. La toldilla
XXXVII. La puesta de sol
XXXVIII. El ocaso
XXXIX. Primera guardia nocturna
XL. A medianoche, en el castillo de proa
XLI. Moby Dick
XLII. La blancura de la ballena
XLIII. ¡Atención!
XLIV. La carta náutica
XLV. El testimonio
XLVI. Suposiciones
XLVII. El hacedor de esteras
XLVIII. La primera bajada
XLIX. La hiena
L. El bote y los hombres de Ahab. Fedallah LI. El chorro fantasma
LII. El Goney
LIII. El gam
LIV. Historia del Town-ho
LV. Sobre las monstruosas imágenes
de las ballenas
LVI. Sobre algunos retratos de ballenas menos erróneos
y las verdaderas imágenes de las escenas de caza
LVII. Sobre ballenas pintadas: en dientes, madera,
planchas metálicas, montañas y estrellas
LVIII. Kril
LIX. El calamar
LX. La estacha
LXI. Stubb caza una ballena
LXII. El arpón
LXIII. La horqueta
LXIV. La cena de Stubb
191
195
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215
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385
393
395
397
LXV. La ballena como plato
LXVI. La masacre de los tiburones
LXVII. El despiece
LXVIII. La manta
LXIX. El funeral
LXX. La esfinge
LXXI. La historia del Jeroboam
LXXII. La cuerda de mono
LXXIII. Stubb y Flask matan una ballena y tienen
una charla sobre el asunto
LXXIV. La cabeza del cachalote: un estudio contrastado
LXXV. La cabeza de la ballena franca: un estudio contrastado
LXXVI. El ariete
LXXVII. El gran tonel de Heidelberg
LXXVIII. Cubos y cisternas
LXXIX. La pradera
LXXX. La nuez
LXXXI. El Pequod se encuentra con el Virgin
LXXXII. Honor y gloria de la caza de las ballenas
LXXXIII. Jonás desde una perspectiva histórica
LXXXIV. La lanzadera
LXXXV. La fuente
LXXXVI. La cola
LXXXVII. La gran armada
LXXXVIII. Escuelas y maestros
LXXXIX. Pez agarrado y pez suelto
XC. Cabezas o colas
XCI. El Pequod se encuentra con el Bouton de Rose
XCII. El ámbar gris
XCIII. El náufrago
XCIV. Un apretón de manos
XCV. La sotana
XCVI. Las refinerías
XCVII. La lámpara
XCVIII. Estibar y limpiar
XCIX. El doblón
C. Pierna y brazo. El Pequod de Nantucket se encuentra
con el Samuel Enderby de Londres
CI. La botella
405
409
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575
579
585
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CII. Una enredadera en las Arsácidas
CIII. Medidas del esqueleto de la ballena
CIV. La ballena fósil
CV. ¿Está disminuyendo la ballena de tamaño?
¿Se acabará extinguiendo?
CVI. La pierna de Ahab
CVII. El carpintero
CVIII. Ahab y el carpintero
CIX. Ahab y Starbuck en la cabina
CX. Queequeg en su ataúd
CXI. El Pacífico
CXII. El herrero
CXIII. La fragua
CXIV. El dorador
CXV. El Pequod se encuentra con el Bachelor
CXVI. La ballena moribunda
CXVII. La guardia ballenera
CXVIII. El cuadrante
CXIX. Las velas
CXX. La cubierta casi al final de la primera guardia nocturna
CXXI. Medianoche. Castillo de proa
CXXII. Pasada la medianoche. Truenos y relámpagos
CXXIII. El mosquete
CXXIV. La aguja
CXXV. La estacha y la corredera
CXXVI. El salvavidas
CXXVII. La cubierta
CXXVIII. El Pequod se encuentra con el Rachel
CXXIX. La cabina
CXXX. El sombrero
CXXXI. El Pequod se encuentra con el Delight
CXXXII. La sinfonía
CXXXIII. La persecución. El primer día
CXXXIV. La persecución. El segundo día
CXXXVI. La persecución. El tercer día
Epílogo
599
605
609
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717
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735
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Este libro está dedicado a Nathaniel Hawthorne,
como muestra de mi admiración por su genio.
etimología
Gentileza de un difunto bedel tísico
a una escuela de Gramática
Es como si estuviera viendo en este mismo instante a aquel viejo bedel… llevaba el traje tan desastrado como el corazón, el cuerpo y el
cerebro. Siempre estaba desempolvando viejos diccionarios y gramáticas con un excéntrico pañuelo burlonamente embellecido con las
alegres banderas de todas las naciones conocidas del mundo. Le encantaba desempolvar sus viejas gramáticas, de alguna manera le recordaba
amablemente su propia mortalidad.
Etimología
«Cuando pensáis que vuestra obligación es aleccionar a la gente y enseñarles cómo debe llamarse a una ballena en nuestra lengua y os olvidáis
por necedad de la letra h que casi otorga por sí sola todo el significado
a la palabra whale, estáis hablando con falsedad».
Hackluyt
«Whale. En sueco y danés, hual. Este animal se denomina así por su
redondez y modo de revolcarse porque en danés hualt designa arqueado
o abovedado».
Diccionario Webster
«Whale. Del holandés y alemán wallen; del anglosajón walw-ian, rodar,
revolcarse».
Diccionario Richardson
‫ תן‬
Hebreo
Χητοζ Griego
Cetus Latín
Whoel Anglosajón
Hvalt Danés
Hwal Sueco
Whale Islandés
Whale Inglés
Baleine Francés
Ballena Español
Peki-nui-nui Fiyiano
Pehi-nui-nui Erromangoano
16
EXTRACTOS
Gentileza de un sub-sub-bibliotecario
Se verá a continuación hasta qué punto este sencillo gusano agujereador de bibliotecas, este pobre sub-sub-diablo parece haber recorrido
todas las galerías vaticanas y las librerías de la tierra buscando refe­
rencias a las ballenas por muy azarosas que fueran en cualquier libro,
sagrado o profano, que se cruzara en su camino. No deberán tomarse
por tanto, al menos en todos los casos y por muy auténticos que sean,
estos extractos sumamente caóticos como si se trataran de un evangelio
de la cetología. Lejos de eso en realidad. En lo que atañe a los autores
antiguos y a los poetas que se citan aquí, los extractos son simplemente
valiosos y entretenidos y se limitan a proporcionar una ­visión general
sobre las cosas que se han dicho, pensado, imaginado y cantado sobre
el leviatán en todas las naciones y generaciones, incluyendo la nuestra.
Dios ampare a ese pobre sub-sub-diablo cuyo comentarista soy yo.
Pertenece a esa tibia y desesperanzada tribu de la tierra a la que ningún vino podrá calentar jamás; para él, el jerez más suave es demasiado
rosado y fuerte, y sin embargo sigue perteneciendo a ese grupo de personas con las que a uno le gusta sentarse de cuando en cuando para sentirse también un pobre diablo, y alegrarse entre lágrimas, y decir con
sencillez (los vasos vacíos y los ojos llenos) y un poco de tristeza algo
desagradable: «¡Ya está bien, sub-subs! ¡Cuánto más trabajos os toméis
en agradar al mundo, menor será su agradecimiento! ¡Ojalá pudiera
vaciar para vuestro disfrute Hampton Court y las Tullerías! Pero tragaos esas lágrimas y alzad los corazones hasta el palo mayor, porque todos los amigos que se han marchado antes que vosotros están dejando
libres los cielos con sus siete círculos y han expulsado a Gabriel, Miguel
y Rafael, tanto tiempo mimados. ¡Aquí brindáis con vuestros corazones
rotos, pero allí nadie podrá romper vuestros vasos!».
Extractos
«Y Dios creó a las ballenas».
Génesis
«El Leviatán deja tras de sí un rastro luminoso. Se podría pensar que
ha hecho encanecer la profundidad».
Job
«El señor había dispuesto un gran pez para que se tragara a Jonás».
Jonás
«He ahí los barcos, he ahí ese Leviatán al que has creado para que jugara en el mar».
Salmos
«Y ese día el Señor tomará su cruel y fuerte espada y castigará con ella al
Leviatán, la serpiente que se desliza, al Leviatán, la retorcida serpien­te,
y matará así al dragón del mar».
Isaías
«Sea lo que sea que acabe en el abismo de la boca de ese monstruo, ya
sea barco, animal o piedra, es devorada en un solo y terrible trago y
perece en el inconmensurable golfo de su panza».
Plutarco, Obras morales, según Holland
«Los mares de la India producen los mayores peces que existen, entre
ellos las ballenas y esos torbellinos llamados balaenae que miden una
distancia de cuatro acres o arpendes de tierra».
Plinio, según Holland
«No llevábamos ni siquiera dos días en alta mar cuando aparecieron
numerosas ballenas y otros muchos monstruos marinos al amanecer.
De entre todas ellas había una que era de un tamaño monstruoso… Se
dirigió hacia nosotros con la boca abierta y levantando olas a su alrededor, sacudiendo el mar y produciendo enormes cantidades de espuma».
Luciano, Historia verdadera, según Tooke
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«Visitó aquel país entre otras cosas con la intención de pescar ballenas cuyos dientes eran huesos de gran valor y de los que llevó algunas
muestras al rey… Las mejores ballenas se pescaban en su país y algunas de ellas llegaban a medir una distancia de entre cuarenta y cincuenta yardas. Aseguró ser uno de los seis que había conseguido matar
sesenta en dos días».
Relato oral de Ochter u Other, testimonio tomado por el rey Alfred,
890 a. d.
«Todo lo que entra en el temible golfo de la boca de ese monstruo (la
ballena), ya sean animales o barcos, son tragados y devorados de inmediato, pero el gobio de mar se refugia en ella con gran seguridad, y allí
se protege para dormir».
Montaigne, Apología de Raimond Sebond
«¡Larguémonos volando! Que me lleve el diablo si no es ése el Leviatán
al que describió el noble profeta Moisés en la vida del paciente Job!».
Rabelais
«El hígado de la ballena medía dos carretadas».
Stowe, Anales
«El gran Leviatán puso el mar a hervir como una cacerola».
Lord Bacon, versión de los Salmos
«No hemos llegado a saber nada con seguridad acerca del tamaño de la
orca y de la ballena. Pueden crecer hasta tener una dimensión tremenda,
y de una sola ballena puede extraerse una ingente cantidad de grasa».
Del mismo autor, Historia de la vida y la muerte
«No hay nada más conveniente para una herida interna que el aceite de
ballena».
Rey Enrique
«Muy parecido a una ballena».
Hamlet
21
«Para darle alcance no servirá de nada
ni filtro ni elixir alguno, sino regresar de nuevo
al hacedor de aquella herida que con su amado dardo
no le da tregua a su pecho
como ballena herida que se adentra en tierra».
La reina de las hadas
«Inmensos como ballenas que, con sus inmensos cuerpos en mo­
vimiento, hacen pasar el mar de la calma hasta el hervor».
Sir William Davenant, prefacio a Gondibert
«Es justo que los hombres duden de en qué consiste el espermaceti, ya
que el doctor Hosmannus en esa obra que tardó treinta años en redactar reconoce con franqueza: Nescio quid sit».
Sir T. Browne, Del espermaceti y de la
ballena espermaceti. (Vid su V. E.)
«Como el Talus de Spencer con su azote de hierro
amenaza destruirlo todo con su potente cola.
[…]
Lleva los arpones clavados en el flanco
y su costado es un bosque de lanzas».
Waller, Batalla de las islas Summer
«Por el arte se creó aquel gran Leviatán llamado República o Estado
(Civitas, en latín) para referirse a un hombre artificial».
Hobbes, frase inicial del Leviatán
«El estúpido Mansoul se lo tragó sin masticarlo, como si fuera una sardina en la boca de una ballena».
El progreso del peregrino
«Aquella bestia marina
Leviatán, a quien Dios de entre todas sus obras
hizo la mayor de las que cruzan la corriente oceánica».
Milton, Paraíso perdido
22
«Y allí el Leviatán,
la mayor de las criaturas, en la profundidad
y como si fuese un promontorio, duerme y nada
como una tierra móvil, respira
por las branquias y lanza el mar entero por un chorro».
Ibíd.
«Las poderosas ballenas nadan en un mar de agua, pero contienen un
mar de aceite en su interior».
Fuller, Estado profano y sagrado
«Y allí, tras aquel promontorio, acechaban
a sus presas los grandes leviatanes.
No perseguían a los peces; se los tragaban,
y ellos entraban a su boca desconcertados».
Dryden, Annus mirabilis
«Mientras la ballena flota a la popa del barco, le cortan la cabeza y la
arrastran con un bote todo lo cerca que pueden de la orilla, pero se encalla al llegar a los doce o trece pies de profundidad».
Thomas Edge, Diez viajes a Spitzberg, en Purchas
«En su camino se cruzaron con muchas ballenas y contemplaron cómo
jugaban lanzando agua por los tubos que la naturaleza les había puesto
en la parte superior del lomo».
Harris Collection, Viajes a Asia y a África de sir T. Herbert
«Y vieron unas manadas de ballenas tan numerosas que tuvieron que
avanzar con gran precaución por temor a que el barco colisionara con
alguna de ellas».
Schouten, Sexta circunnavegación
«Zarpamos desde el Elba con viento ne en un barco llamado Jonás en la
ballena. […]
Algunos dicen que la ballena no puede abrir la boca, pero eso no es
cierto. […]
Están casi siempre en lo alto de los mástiles tratando de avistar ballenas porque el primero que ve una recibe un ducado por el esfuerzo. […]
23
Me comentaron que en una ocasión pescaron en Shetland una ballena
que tenía en la barriga más de un barril de arenques. […]
Uno de nuestros arponeros me comentó en Spitzberg que habían pescado una ballena completamente blanca».
Harris Coll. Un viaje a Groenlandia, 1671 a. d.
«A esta costa (Fife) han llegado varias ballenas en 1652; una de unos
veinticinco metros, de las de hueso. Me informaron de que, aparte de una
gran cantidad de aceite, proporcionó 500 medidas de hueso de ballena.
Sus mandíbulas se han puesto en la puerta del jardín de Piferren».
Sibbald, Fife y Kinross
«Yo mismo estoy determinado a dominar y matar a una ballena espermaceti porque jamás he tenido noticia de que ningún hombre lo haya
logrado, tan grande es su ferocidad y agilidad».
Richard Strafford, Carta de desde las Bermudas.
Trans. Fil., 1668 a. d.
«Las ballenas del océano
obedecen la voz del Señor».
N. E. Primer
«Vimos gran abundancia de enormes ballenas. Hay muchas de ellas en
los mares del Sur, casi podría decir que en proporción de cien a una,
comparado con los mares del Norte».
Capitán Cowley, Viaje alrededor del mundo, 1729 a. d.
«… Y el aliento de la ballena contiene en sí tan insoportable olor que
produce trastornos en el cerebro».
Ulloa, Sudamérica
«A cincuenta elfos selectos de alta nota
les confiamos un oficio esencial: la falda.
Hemos sabido que muchas veces cayó hasta el séptimo muro
relleno de aros y armado de costillas de ballena».
El rizo robado
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«Si se comparan con respecto a su tamaño los animales terrestres con
los que tienen su morada en las profundidades del mar, descubriremos
que en la comparación resultan despreciables. La ballena es sin duda el
animal más grande de toda la creación».
Goldsmith, Historia natural
«Si escribiera usted una fábula para los pececillos los haría hablar como
si fuesen ballenas».
Goldsmith, dirigiéndose a Johnson
«Por la tarde avistamos lo que pensamos que era una roca y que resultó
ser una ballena muerta que habían matado unos asiáticos y que trataban de remolcar hacia la orilla. Ellos mismos se escondían detrás de la
ballena para evitar que los viésemos».
Cook, Viajes
«Atacan a las ballenas más grandes en muy rara ocasión. El temor que
les tienen es tan grande que cuando salen al mar ni siquiera se atreven a
pronunciar sus nombres y llevan consigo en los botes estiércol, madera
de junípero y otras cosas del mismo jaez, para amedrentarlas y evitar
que se acerquen demasiado».
Uno von Troil, Cartas sobre el viaje a Islandia de Banks y Solander, 1772
«El cachalote que encontraron los habitantes de Nantucket es un animal
activo y muy fiero que exige a los pescadores mucha destreza y valor».
Thomas Jefferson, Informe sobre ballenas para el ministro francés, 1788
«Decidme, señor, ¿qué hay en el mundo que se le pueda comparar?».
Edmund Burke, Discurso en el Parlamento
sobre la pesca de ballenas en Nantucket
«España… Una enorme ballena encallada en las orillas de Europa».
Edmund Burke (en alguna parte)
«La décima parte de los ingresos comunes del rey, que normalmente se
dice que está basada en su guarda y defensa de los mares contra piratas
y ladrones, es en realidad el derecho a los peces reales; la ballena y el
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esturión. Tanto si se echan en la costa como si se pescan en la orilla son
propiedad del rey».
Blackstone
«Y de inmediato las comitivas se prepararon para la muerte
Rodmond blandía sobre su cabeza
el acero afilado esperando el momento».
Falconer, El naufragio
«Relucientes brillaban los techos y las cúpulas
los cohetes volaron
dibujando su fuego accidental
en la bóveda celeste.
Y para comparar el fuego y el agua
el océano se alza hasta la altura
proyectado por el chorro de la ballena
que así expresa su desbordante alegría».
Cowper, Sobre la visita de la reina a Londres
«Con cada latido de su corazón salen disparados a gran velocidad entre
sesenta y setenta litros de sangre».
John Hunter, Informe sobre la disección
de una ballena (de pequeño tamaño)
«La aorta de una ballena tiene un diámetro superior al de la tubería
principal de la instalación hidráulica del puente de Londres y el agua que
pasa a través de ella es menor tanto en cantidad como en presión que la
sangre que pasa a través del corazón de la ballena».
Paley, Teología
«La ballena es un mamífero sin patas traseras».
Barón Cuvier
«A cuarenta grados de latitud sur vimos cachalotes, y a pesar de que el
mar estaba cubierto de ellos no cazamos ninguno hasta el 1 de mayo».
Colnett, Viaje para extender la pesca del cachalote
26
«En el libre elemento nadaban frente a mí
subiendo y bajando, divirtiéndose y batallando,
peces de todos los colores, forma y especie
que no pueden describirse con palabras y que no han visto jamás
los marineros; desde el temible Leviatán
hasta los diminutos millones que pueblan cada ola
en bancos inmensos como islas flotantes
llevados por instinto hacia la baldía
región sin senderos y por todas partes
resistiendo el ataque de hambrientos enemigos:
ballenas, tiburones, monstruos, armados en la boca o en la frente
con sierras, espadas, cuernos y garras con forma de garfio».
Montgomery, El mundo antes del diluvio
«¡Ah, Peán! Aclama
al rey de todas las criaturas con aletas.
No hay en todo el Atlántico
ballena más grande que ésta
ni en todo el océano Polar
pez de su tamaño».
Charles Lamb, Triunfo de la ballena
«En el año de 1690 había un grupo de personas en lo alto de una colina
observando cómo las ballenas echaban chorros y jugaban entre ellas
cuando uno de ellos dijo señalando al mar: “Allí se extienden unos verdes pastos a los que los nietos de nuestros hijos irán a buscar el pan”».
Obed Macy, Historia de Nantucket
«Construí una cabaña para Susan y para mí, e hice una entrada con forma de arco gótico cruzando dos huesos de mandíbula de ballena».
Hawthorne, Cuentos contados dos veces
«Ella vino a encargar un monumento para su primer amor; una ballena
le había quitado la vida en el océano Pacífico hacía no menos de cuarenta años».
Ibíd.
27
«No, señor, se trata de una auténtica ballena –contestó Tom–; la he
visto echar por el chorro un par de preciosos arcoíris tan bonitos como
los puede ver un cristiano. ¡Ese bicho es un tonel de aceite!».
Cooper, El piloto
«Trajeron los periódicos y vimos en la Gaceta de Berlín que habían introducido ballenas en escena por aquellos lugares».
Eckermann, Conversaciones con Goethe
«¡Dios mío!, señor Chace, ¿qué ha pasado?». Yo contesté: «Nos acaba
de desfondar una ballena».
Relato del naufragio del ballenero Essex, de Nantucket, que fue
atacado y finalmente hundido por un cachalote de gran tamaño
en el océano Pacífico. Texto de Owen Chace, de Nantucket,
primer oficial del mismo barco. Nueva York, 1821
«Un marinero se sentó cierta noche en el obenque,
el viento soplaba en libertad,
la luna en el cielo a veces brillaba y a veces estaba cubierta,
y la estela de la ballena tenía un resplandor
de fósforo sobre la corriente».
Elizabeth Oakes Smith
«La cantidad de cabo que se recogió de todos los botes que intervinieron en la captura de aquella única ballena ascendía en total a 10 000
metros, cerca de unas seis millas inglesas… En ocasiones la ballena
agitaba en el aire su impresionante cola, que restallaba como un látigo
y resonaba a una distancia de tres o cuatro millas».
Scoresby
«Enloquecido por la agonía consecuencia de los ataques, el enfurecido cachalote da vueltas y más vueltas, alza la enorme cabeza y abriendo
mucho las mandíbulas lanza bocados aquí y allá, se lanza de cabeza hacia los botes a los que empuja con enorme velocidad y a veces destruye
por completo. […]
Suele ser motivo de gran sorpresa que la consideración de las costumbres de un animal tan interesante y tan importante desde el punto
28
de vista comercial como el cachalote haya sido tan impresionantemente desatendido o haya provocado tan poca curiosidad entre los nu­
merosos observadores, muchos de ellos competentes, que han tenido
opor­tunidad de observar sus hábitos durante los últimos años».
Thomas Beale, Historia del cachalote, 1839
«El cachalote no sólo está mejor armado que la ballena (la procedente
de Groenlandia, que es la ballena propiamente dicha) gracias a las temibles armas que posee en cada extremo de su cuerpo, sino que también
se muestra mucho más proclive a utilizar sus armas de manera ofensiva y de un modo tan eficaz, atrevido y perverso, que la hace merecedora
del calificativo del ataque más peligroso en el mundo de las ballenas».
Frederick Debell Bennett, Viaje ballenero alrededor del mundo, 1840
«13 de Octubre
–¡Por allí resopla! –gritaron desde la cofa.
–¿Dónde? –preguntó el capitán.
–Tres cuartas a proa, señor.
–¡Arriba el timón! ¡Cambia!
–Cambio.
–¡Vigía! ¿Sigue el cachalote a la vista?
–¡Sí, señor! ¡Es un banco de cachalotes! ¡Por ahí resopla! ¡Ahí está!
–¿A qué distancia?
–Tres millas y media.
–¡Rayos y truenos! ¡Están aquí! ¡Todo el mundo a cubierta!».
J. Ross Browne, Bosquejo de un trayecto ballenero, 1846
«El ballenero Globe; lugar en el que sucedieron todos los espantosos
sucesos que vamos a relatar, pertenecía a las islas Nantucket».
Lay y Hussey, supervivientes, Descripción del motín del Globe, 1828
«En una ocasión estaba siendo perseguido por una ballena a la que
acababa de herir y consiguió detener el asalto durante un tiempo con
una lanza, pero finalmente el monstruo se precipitó enfurecido sobre
el bote y la única manera que encontró para salvarse fue arrojarse al
agua junto a sus compañeros».
Tyerman y Bennett, Diario misionero
29
«Nantucket mismo –dijo el señor Webster– constituye una porción
muy sorprendente y reseñable de la renta nacional. Tiene una población de entre ocho y nueve mil personas que viven en el mar y que todos
los años aumentan la riqueza nacional con el trabajo más audaz y perseverante que pueda imaginarse».
Discurso de Daniel Webster ante el Senado de los
Estados Unidos sobre la petición de construcción
de un rompeolas en Nantucket, 1828
«La ballena le cayó encima y lo más probable es que muriera en el acto».
Henry T. Cheever, La ballena y sus captores,
o Aventuras del ballenero y biografía de la ballena,
compilación en el viaje de vuelta del comodoro Preble
«Como se te ocurra hacer el más mínimo ruido –contestó Samuel– te
mando al infierno».
Vida de Samuel Comstock (el amotinado) escrita por su
hermano William C. Otra versión sobre el ballenero Globe
«Los viajes de los holandeses y los ingleses al océano del Norte para
ver si conseguían abrir una nueva ruta hacia la India fracasaron en su
objetivo principal, pero descubrieron los lugares en los que viven las
ballenas».
McCulloch, Diario comercial
«Estas cosas son recíprocas; la bola rebota para volver a caer de nuevo
ya que, ahora que han quedado al descubierto los lugares en los que
viven las ballenas, los barcos balleneros parecen haber encontrado indirectamente pistas de un nuevo y misterioso paso hacia el noroeste».
Extracto de «algo» inédito
«No es posible encontrarse con un barco ballenero sin quedar asombrado por el aspecto que tiene de cerca. El aspecto de una embarcación
con las velas acostadas y vigías en cada una de las cofias escrutando con
atención la inmensidad es muy diferente al de las embarcaciones de
viaje».
Corrientes y pesca de ballena. Un Ex. Ex. de los Estados Unidos
30
«Los paseantes de los alrededores de Londres y de otros lugares tal vez
recuerden haber visto alguna vez grandes huesos curvos clavados en la
tierra para formar arcos en entradas y accesos a miradores. Seguramen­
te les dijeron que se trataba de costillas de ballena».
Relatos de un viajero ballenero al océano Ártico
«Y no fue hasta que no regresaron los botes de su persecución de las
ballenas que los blancos se dieron cuenta de que los salvajes se habían
apoderado sangrientamente de la embarcación».
Noticia en los periódicos sobre la toma
y recuperación del ballenero Hobomack
«Es sabido por todo el mundo que de las tripulaciones de los balleneros (americanos), pocos regresan a bordo de los barcos en los que
zarparon».
Crucero en un ballenero
«De pronto, una masa descomunal emergió del agua disparada verticalmente hacia las alturas. Era la ballena».
Miriam Coffin, o El pescador de ballenas
«Es cierto que a la ballena se la arponea, pero tratad de imaginar cómo
podría montar alguien a un potro sin domar con la sencilla ayuda de
una cuerda atada a la cola».
Un capítulo sobre la pesca de la ballena en «Cuadernas y roletes»
«Pude ver en una ocasión a dos de aquellos monstruos (ballenas), probablemente macho y hembra, nadando lentamente uno tras otro a menos de un tiro de piedra de una orilla (Tierra de fuego) cubierta por las
ramas de un hayedo».
Darwin, Viaje de un naturalista
«¡Atrás a toda! –exclamó el oficial cuando giró la cabeza y vio la mandíbula de aquel cachalote junto a la proa del barco amenazando con la
destrucción inminente–. ¡Atrás a toda, por vuestra vida!».
Wharton, el cazador de ballenas
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«¡Estad alegres, compañeros, no permitáis que se desanime vuestro
corazón
cuando lancéis vuestro arpón a la ballena!».
Canción de Nantucket
«Ah, extraña y vieja ballena, entre tormentas y galernas
siempre estará tu hogar en el océano,
verdadero gigante de poder,
rey de los mares sin límite».
Canción de la ballena
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MOBY DICK
i. ESPEJISMOS
Llamadme Ismael. Hace unos años –no importa cuántos exactamente–,
me encontraba con poco o ningún dinero en el bolsillo y no tenía
nada mejor que hacer en tierra, de modo que me pareció buena idea
salir a navegar y echarle un vistazo a la parte acuosa del mundo. Es un
truco que tengo para acabar con la melancolía y facilitar la circulación:
cuando me sorprendo a mí mismo con una mueca triste en los labios,
o cuando veo que en mi alma despunta un noviembre húmedo y lluvioso, cuando me descubro parado sin motivo frente a las tiendas de
ataúdes y, sobre todo, cada vez que la hipocondría me domina hasta tal
punto que tan solo un fuerte principio moral me impide salir a la calle
a derribar los sombreros de la gente, entonces me doy cuenta de que ha
llegado la hora de hacerme a la mar lo antes posible. Para mí es como el
sustituto de la pistola y la bala. En la misma situación en la que Catón
se arroja pomposamente sobre su espada, yo me embarco en silencio.
No veo nada sorprendente en ello. Sépalo o no, la mayoría de los hombres ha albergado sentimientos muy parecidos a los míos con respecto
al océano en algún momento de sus vidas.
Ahí está la ciudad insular de los Manhattos, rodeada de muelles
como las islas indias de arrecifes de coral; el comercio la envuelve
con su flujo. A derecha e izquierda todas las calles dan al mar. El
extremo inferior lo constituye la Batería, el lugar en el que las olas bañan esa mole inmensa y llega el frescor de una brisa que unas horas antes estaba muy lejos de tierra firme. Ahí quedan todas esas multitudes
de espec­tadores del agua.
Imaginemos un paseo alrededor de la ciudad durante las primeras horas de una soñolienta tarde del día del señor. El camino desde
Corlears Hook hasta Coenties Slip, y desde allí hacia el norte por White
Hall, ¿qué puede verse? Miles y miles de criaturas mortales absortas en
sus oceánicas ensoñaciones, todos apostados como centinelas a lo largo
de una ciudad. A algunos se los ve apoyados sobre las empalizadas, a
otros sentados en los atracaderos, otros miran por encima de las murallas de embarcaciones recién llegadas desde la China, los de más allá
se han subido a los aparejos como si quisieran tener una mejor vista del
mar. Y sin embargo son todos hombres de tierra, durante la semana están encerrados todos entre tablas y yeso, tras los mostradores, atados
a los bancos y sujetos a los escritorios. ¿Qué sucede entonces? ¿Es que
se han llevado los prados verdes? ¿Qué están haciendo ahí?
Pero ¡atención!, ahí llega la multitud caminando sin detenerse hacia el agua y parece que con intención de zambullirse en el mar. ¡Qué
extraño! Es como si lo único que les agradara fuese el límite de la tierra
firme; ya no les basta pasear bajo la sombra de los comercios o estar en
el frescor de las bodegas. No. Lo que quieren es acercarse al agua tanto
como sea posible sin caerse en ella. Y se quedan allí: a lo largo de kilómetros enteros, de leguas. Llegan todos desde el interior, por avenidas
y callejuelas, por paseos y calles, desde el norte, el sur, el este y el oeste.
Ahí se reúnen. ¿Será el poder magnético de las agujas de las brújulas de
todos estos barcos lo que los atrae hasta aquí?
Probemos de nuevo. Imaginemos que estamos en el campo, en un
lugar elevado y con lagos. Yo apuesto diez a uno a que, tomemos el sendero que tomemos, acabaremos siempre valle abajo y frente a un remanso de la corriente. Es algo mágico. Pongamos al más pasmado de los
hombres en el estado más profundo de sus propios ensueños, y luego
hagamos que se levante y camine: nos llevará hasta el agua de una manera infalible, si es que hay algo de agua en la región. Es un experimento
que se puede probar cuando se tenga sed en el desierto americano, si
es que la caravana en la que se viaja está provista con algún propenso a
la metafísica, ya que, como todo el mundo sabe, la meditación y el agua
siempre han estado emparentadas.
He aquí a un artista. Tiene intención de pintar el lugar más de ensueño, más fresco, tranquilo y encantador de todo el valle de Saco. ¿Cuál
es el principal elemento que utiliza? Sitúa por ahí cada uno de los árboles, cada uno con su tronco hueco como si en el interior de cada uno
hubiese un ermitaño con su crucifijo, y allí sitúa la pradera y el ganado, con una casita al fondo de la que sale un humo soñoliento. En el
interior de aquellos distantes bosques asciende un zigzagueante sendero que alcanza las cimas de unas montañas arrobadas en el azul del
cielo que las envuelve. Y sin embargo, por mucho que la imagen se nos
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presente con tal ensueño, y por mucho que ese pino haga caer sus agujas como si se trataran de suspiros sobre la cabeza de ese pastor, todo
sería en vano si la mirada del pastor no estuviera fija en la mágica corriente de agua que se despliega frente a él. Si se va de excursión a los
campos en el mes de junio, por mucho que uno pueda caminar durante
veintenas de ki­lómetros sobre campos de lirios silvestres que llegan
hasta la rodilla, ¿cuál es el único encanto que falta? El agua; ¡allí no hay
ni una gota de agua! Si el Niágara fuese una catarata de arena, ¿se tomaría alguien la molestia de recorrer cientos de kilómetros para contemplarla? ¿Y por qué aquel pobre poeta de Tennessee cuando le dieron
de pronto dos puñados de plata dudó entre comprarse un abrigo, que
le hacía mucha falta, o utilizar el dinero para viajar hasta la playa de
Rockaway? ¿Por qué casi todos los jóvenes sanos y fuertes, de alma sana
y robusta, acaban volviéndose locos un día u otro por irse al mar? ¿Por
qué sentimos todos en nuestro primer día como pasajeros de un barco
un arrobamiento casi místico la primera vez que nos dicen que ya no
hay tierra a la vista? ¿Por qué los antiguos persas consideraban que
el mar era sagrado? ¿Cómo es que los griegos le dieron una divinidad
aparte, un hermano del mismísimo Júpiter? Es evidente que todas esas
cosas no pueden ser sin una razón, de la misma manera que es todavía
más profundo el sentido de la historia de Narciso que, incapaz de apresar aquella dulce imagen que veía en la fuente, se acabó sumergiendo
en ella y ahogándose. Es ésa la misma imagen que vemos nosotros en
todos los ríos y océanos, la imagen del inabarcable fantasma de la vida.
Y he ahí la clave de todo.
Ahora bien, cuando digo aquí que tengo la costumbre de zarpar
cada vez que empiezo a sentir los ojos nubosos y a ser demasiado consciente de mis pulmones, no quiero que nadie piense que lo hago como
pasajero. Para viajar como pasajero se debe tener al menos una bolsa, y
una bolsa no es más que un trapo si no lleva algo de dinero en su interior. Los pasajeros también suelen marearse o ponerse altivos, tienden
a no dormir por las noches y por lo general no se divierten demasiado;
no, yo jamás voy en condición de pasajero, nunca, y aunque estoy más
que acostumbrado a la sal tampoco voy nunca al mar en condición de
comodoro, ni de capitán, ni de cocinero. Dejo la gloria y distinción
de esos oficios para quienes los disfrutan. Por mi parte abomino de
todos los honorables y respetables trabajos, obligaciones y fatigas
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de cualquier clase. Me parece más que suficiente encargarme de mí
mismo y no molestarme por nada que tenga que ver con barcos, botes,
bergantines, goletas y todo lo que se le parezca. Y en cuanto al de cocinero
–aunque he de reconocer que se trata de un oficio respetable porque
un cocinero a bordo tiene rango de oficial– no sé por qué motivo nunca
me ha dado por ponerme a asar pollos aunque cuando lo están, y bien
untados en manteca, no se encontrará a nadie que hable de ellos con
más respeto, por no decir reverencia, que yo. Gracias a la idolatría de
los antiguos egipcios por el asado de ibis y de hipopótamo hoy podemos contemplar a esas criaturas en sus grandes hornos, las pirámides.
No, cuando zarpo voy como marinero raso, frente al mástil, al fondo
del castillo de proa o incluso arriba, en el mastelero. Es verdad que no
paran de darme órdenes y me hacen saltar de un lado a otro más que a
un saltamontes en un prado de mayo. Sobre todo al principio, ese tipo
de cosas puede llegar a ser un poco desagradable. Lo hiere a uno en el
orgullo, especialmente si proviene en tierra de una familia tradicional
y bien asentada como los Van Rensselaers o los Randolph, o los Hardicanute. Es casi peor si antes de tener que meter la mano en el cubo del
alquitrán uno ha estado trabajando como maestro rural, amedrentando
hasta a los muchachos más robustos. Es un cambio duro pasar de maestro de escuela a marinero, y se requiere una buena ración de Séneca y
de los estoicos para poder aguantarlo con una sonrisa. Pero hasta eso
se consigue con el tiempo.
Pero ¿qué sucede si un viejo capitán me manda a por la escoba y me
ordena barrer la cubierta? ¿Hasta dónde llega esa dignidad pesada en las
balanzas del Nuevo Testamento? ¿Es que acaso el arcángel Gabriel me va
a tener menos estima si no agarro la escoba a toda prisa en ese mismo
instante? ¿Quién no es un esclavo? Que alguien me lo diga. En ese caso,
por mucho que el capitán me dé órdenes, por más que me den golpes y
puñetazos, al menos tengo la satisfacción de saber que está todo bien,
que todo el mundo recibe algo parecido de una manera o de otra, quiero
decir, desde un punto de vista físico o metafísico, y que hay un puñetazo
universal que va pasando de un hombre a otro, por lo que todos los seres humanos deberían rascarse la espalda entre ellos y estar tranquilos.
Hay que añadir que siempre zarpo como marinero porque es la
única manera que existe de que le paguen a uno por la molestia y es
que, al menos que yo sepa, no se paga nunca a los pasajeros. Más bien al
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contrario: son los pasajeros los que tienen que pagar. Y hay un abismo
de diferencia entre tener que pagar y que te paguen a ti. El acto de pagar
es tal vez la aflicción más molesta de cuantas nos han legado aquellos
dos ladrones de la huerta, pero que le paguen a uno ¿con qué se podría
comparar? Resulta verdaderamente asombrosa la urbanidad con la que
un hombre se dispone para que le paguen dinero, sobre todo si creemos de verdad que es la raíz de todos los males terrenales y lo difícil
que es que un rico entre en el reino de los cielos. ¡Ah, qué alegremente
nos condenamos a la perdición!
Y finalmente siempre zarpo como marinero por el ejercicio y el
aire fresco que se respira siempre en el puente de proa. En este mundo
nuestro los vientos en contra son más frecuentes que los vientos
de popa (eso si no violamos la máxima pitagórica), y el comodoro suele
recibir una brisa ya viciada, porque le da primero a los marineros
que van en el castillo. Cree ser el primero que la respira, pero no es
así. De otras maneras parecidas acaba la comunidad guiando a sus jefes, aunque muchas veces éstos ni siquiera se dan cuenta. ¿Y cómo
es que después de haber respirado el mar tantas veces como marino
mercante se me ocurrió de pronto la idea de zarpar en un ballenero?
Supongo que eso podría explicarlo mejor que nadie ese invisible policía celestial que me vigila sin descanso, me acosa en secreto e influye
en mí de una forma indescifrable. No cabe duda de que este viaje en
ballenero formaba parte de un viaje organizado hace ya mucho tiempo
por la Providencia. Llegó bajo una naturaleza de breve interludio,
un «solo» preparado para sonar entre otras composiciones más extensas e importantes. Supongo que el programa de la noche debía de
ser más o menos así:
Gran lucha en las elecciones por la presidencia de los Estados Unidos
viaje en ballenero de un tal ismael
sangrienta batalla en afganistán
No estoy en condiciones de explicar por qué motivo esos directores de
escena celestiales me adjudicaron a mí el papel menor del viaje en el
ballenero mientras que a otros les dieron magníficos papeles en grandes tragedias, papeles sencillos y breves en comedias de salón, o papeles cómicos en farsas. No puedo determinar el motivo exacto, pero sí
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es cierto que ahora que recuerdo las circunstancias de aquella situación
creo discernir algo entre las inclinaciones y apetencias que, ocultas con
gran astucia bajo diferentes disfraces, me llevaron no sólo a representar aquel papel, sino a hacerme creer que aquella elección había nacido
de mi libre voluntad y discernimiento.
El más importante de aquellos motivos fue la extraordinaria idea
de la gran ballena. Un monstruo tan poderoso y enigmático despertaba
mi curiosidad. También estaban entre los motivos aquellos mares lejanos y salvajes en los que aquel monstruo desplazaba su masa, tan descomunal como una isla, y los indescriptibles peligros de la ballena. A
todo eso se sumaban las fantásticas maravillas que esperaba descubrir
en miles de paisajes y vientos patagónicos. Para otras personas tal vez
nada de todo eso habría sido un aliciente, pero en mí contribuyó sin
duda a alimentar el deseo. Siempre me he sentido atormentado por una
inagotable ansiedad de ver cosas remotas, me gusta surcar mares prohibidos y estar cerca de las costas bárbaras; sin llegar a ignorar el bien
percibo muy rápidamente el horror y puedo relacionarme con él –si me
lo permite–, y es que me parece correcto mantenerme en buenos términos con los que habitan en el mismo sitio que yo.
Aquéllas fueron las razones por las que zarpé en el ballenero. El
mundo abrió ante mí las grandes compuertas de las maravillas y entre las delirantes razones que me impulsaron fueron recorriendo mi
espíritu interminables procesiones de ballenas en grupos de dos. Entre todas ellas cruzó también un fantasma encubierto, como una colina
nevada en el aire.
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II. LA BOLSA DE VIAJE
Metí una camisa o dos en mi vieja bolsa de viaje, me la eché al hombro y
partí hacia el cabo de Hornos y el Pacífico. Tras de mí quedaba la buena
ciudad de Manhattos y llegué a New Bedford según lo previsto la noche
de un sábado de diciembre. Me molestó descubrir que ya había zarpado
el pequeño vapor que hacía la ruta hasta Nantucket, y que no iba a tener
otra oportunidad de llegar allí hasta el lunes siguiente. La inmensa mayoría de los candidatos a los trabajos y penurias de los balleneros suelen
detenerse en New Bedford para comenzar su viaje, pero confieso que
en mis planes no entraba hacer tal cosa. Había decidido no salir a la
mar a no ser que fuera en un barco de Nantucket, y es que había algo
agradable y misterioso en todo lo que tenía que ver con aquella famosa
isla que siempre me había atraído de una manera sorprendente. Y
además, aunque es verdad que New Bedford ha monopolizado durante
los últimos tiempos el comercio de las ballenas y la pobre y vieja Nantucket se haya quedado muy a la zaga, no es menos cierto que fue en
Nantucket donde comenzó el comercio, que ésa y no otra era la Tiro
de esa Cartago; el lugar al que había llegado la primera ballena norteamericana que había sido capturada. ¿De dónde sino de Nantucket habían salido en su día las canoas de los balleneros indígenas, aquellos
pieles rojas que dieron caza al Leviatán? ¿De dónde sino de Nantucket
salió aquella primera barca cargada de rocas importadas –eso dice la
leyenda– para arrojarlas a las ballenas a fin de asegurarse de que estaban lo bastante cerca como para arriesgar un arpón?
Aún me quedaban una noche, un día y otra noche más en New Bed­
ford antes de embarcar hasta mi puerto de destino, de modo que se me
presentó el dilema de encontrar un lugar para comer y dormir mientras
tanto. Hacía una noche dudosa… no, qué digo, hacía una noche tremendamente oscura, siniestra y fría. No conocía a nadie. Me había echado la
mano ansiosamente al bolsillo, pero lo único que había encontrado eran
unas cuantas monedas de plata. «Vayas adonde vayas, Ismael –me dije
a mí mismo con mi bolsa al hombro y tratando de decidir si eran más
oscuras las tinieblas que se extendían hacia el norte que las tinieblas
que se extendían hacia el sur–, sea adonde sea que tu sabiduría te lleve
a pasar la noche, querido Ismael, ten la prudencia de preguntar antes
el precio y no seas demasiado exigente».
Recorrí las calles con paso inseguro y pasé junto a un letrero que
decía «Los arpones cruzados», pero tenía un aspecto demasiado caro
y alegre. Un poco más adelante vi cómo salían de las ventanas del Hostal Pez Espada unos rayos tan cálidos que parecían haber derretido el
hielo y la nieve que se habían amontonado frente a la casa, y es que en
cualquier otro lugar la escarcha había formado sobre el suelo una capa
tan dura como el asfalto que debía de tener unos diez centímetros de
espesor. Me hice daño al tropezar contra las piedras que sobresalían,
ya que tenía las suelas de los zapatos casi totalmente desgastadas por
el uso. Me volvió a parecer demasiado alegre y lujoso, pero me detuve
para observar el reflejo en la calle y escuchar el tintineo de los vasos en
el interior. «Vamos, Ismael –me dije al fin–, ¿no oyes acaso? Apártate
de la puerta, tus agujereadas botas impiden el paso». De modo que me
fui. Por puro instinto comencé a tomar las calles que iban en dirección
al mar porque no me cabía ni la menor duda de que allí estarían los lugares más baratos, aunque no fueran los más alegres.
¡Qué calles tan siniestras! A cada flanco, más que casas, se extendían dos bloques de oscuridad en los que de cuando en cuando brillaba
una vela como si se tratara de una luz en una tumba. A aquella hora de
la noche y ese día de la semana el barrio estaba prácticamente desier­to.
Al fin llegué hasta una pequeña sombra de humo procedente de un
edificio chato y amplio cuya puerta estaba acogedoramente abierta. El
aspecto era tan descuidado como si hubiese estado destinado al uso público, y lo primero que hice al entrar fue tropezar con una caja de cenizas que alguien había dejado en la entrada. «¡Por Dios! –pensé casi
ahogándome en mitad de aquella nube de ceniza–. ¿Acaso procederán
de Gomorra, la ciudad destruida? Si al principio de la calle estaban Los
arpones cruzados y el Hostal Pez Espada, ésta debería llamarse Fonda
La Trampa». Me repuse enseguida y, tras escuchar una voz rotunda en
el interior, abrí la segunda puerta.
Aquello parecía una reunión del Parlamento Negro en el averno.
Unas cien caras negras se dieron la vuelta un instante para mirar. A lo
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lejos se veía a un negro Ángel de las Tinieblas sacudiendo un libro sobre el púlpito. Era una iglesia negra y el sermón versaba sobre la oscuridad de las tinieblas, el llanto, los gemidos y el crujir de dientes. «Vaya,
Ismael –murmuré retrocediendo sobre mis pasos–, ¡menudo triste espectáculo el de la Fonda La Trampa!».
Continué caminando hasta encontrar un nuevo halo de luz que no
quedaba lejos de los muelles. Sonó un crujido metálico y al alzar la cabeza vi un cartel que bamboleaba sobre la puerta en el que había un dibujo blanco que representaba un chorro alto y espumoso y la leyenda:
Posada El Chorro de la Ballena – Peter Coffin.
¿Coffin? ¿Chorro de la Ballena? La asociación me pareció un poco
ominosa,* pero dicen que es un apellido común en Nantucket y supuse
que el tal Peter habría emigrado desde allí. La luz era tenue y al menos
por el momento el lugar tenía un aspecto tranquilo, parecía que habían
trasladado aquella ruinosa casa de madera desde un lugar desolado por
un incendio (por no hablar de la pobreza que conllevaba aquel chirriante letrero), de modo que me pareció el lugar más indicado para
buscar alojamiento y el mejor café de guisantes.
El lugar era de lo más extraño: se trataba de una casa prácticamente
en ruinas rematada por un alero que tenía, por decirlo de alguna manera, un lado paralítico porque estaba caído. Estaba situada en una esquina desnuda y expuesta, y por aquel motivo el impetuoso Euroclidón
aullaba con más fuerza que si estuviera azotando a Pablo sobre su barca.
Es verdad que Euroclidón puede ser también la más deliciosa de las brisas, pero para eso uno tiene que estar dentro de casa con los pies frente
a la chimenea, bien calentito y dispuesto a meterse en la cama. «A la
hora de juzgar al tempestuoso viento llamado Euroclidón –afirma un
antiguo escritor de cuya obra sólo yo poseo una copia–, es fácil adver­
tir que hay una gran diferencia si uno lo hace tras el cristal de una ventana con la nieve en el lado exterior de la misma, o si se hace desde una
ventana sin marco, con la nieve tanto dentro como fuera y la muerte
como único cristal». «Qué gran verdad –pensé al recordar aquel párrafo–: razonas con sabiduría, viejo escriba… Así es; estos ojos míos
son ventanas y este cuerpo mío es la casa. Es una pena que no hayan
tapado las grietas y que no hayan puesto hilaza por aquí y por allá, pero
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Coffin significa «ataúd». [N. del T.]
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ya es un poco tarde para todo eso. El universo está terminado, la cúpula
está en su sitio y los restos han desaparecido hace un millón de años.
Ay del pobre Lázaro al que le castañetean los dientes tirado en esa acera
que hace de almohada y sacude los harapos con cada escalofrío; no podría detener al poderoso Euroclidón ni aunque se tapara las orejas con
más trapos viejos y se metiera en la boca una mazorca». ¡Euroclidón!,
afirma el viejo Dives con su túnica de seda roja (luego tuvo otra todavía más roja). ¡Qué hermosa y gélida noche! ¡Cómo brilla Orión! ¡Qué
aurora boreal! Dejemos que se gasten los labios hablando de veranos
en el oriente y de climas benignos, y déjenme a mí el privilegio de crear
mi propio verano con carbón.
¿Y Lázaro qué opina? ¿Es que acaso puede calentarse las manos con
las auroras boreales? ¿No querría estar más bien en Sumatra? ¿No querría estar tendido sobre la línea del Ecuador? ¡Sí, oh, dioses! ¿No querría
hundirse hasta el centro de la tierra para quitarse el frío de los huesos?
La verdad es que imaginarse a Lázaro frente a la puerta de Dives
es casi tan maravilloso como imaginar un iceberg en las islas Molucas.
¿Qué hace Dives sino vivir como un sultán en un palacio de hielo construido con suspiros congelados y presidido por una sociedad de la templanza que no le permite beber más que las lágrimas de los huérfanos?
Pero ya está bien de sollozos, por el momento: nos espera la cacería de una ballena, ya habrá tiempo para las lágrimas. Saquémonos
la nieve de las botas y veamos qué aspecto tiene esta posada: El Chorro de la Ballena.
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III. LA POSADA EL CHORRO DE LA BALLENA
Nada más entrar en la posada El Chorro de la Ballena uno se encontraba en un vestíbulo amplio, bajo y discontinuo con un viejo suelo de
tablas que recordaba el casco de una embarcación decrépita. En uno
de los lados habían colgado un lienzo muy grande con una pintura al
óleo tan ahumada, sucia y oscurecida que uno tenía que mirarlo desde
varios puntos de vista y sólo tras un estudio pausado y meticuloso, y
después de preguntar a la gente que estaba alrededor, se podía llegar a
vislumbrar vagamente cuál era el tema que representaba. Las masas de
sombras y claroscuros eran tan complejas que al principio uno se sentía
inclinado a pensar que el autor debía de ser algún artista joven y atrevido que había intentado representar un caos mágico en la época de las
brujas en Nueva Inglaterra, pero cuando uno se ponía a observarlo con
verdadera atención y se molestaba también en abrir la pequeña ventana
del fondo del vestíbulo entendía finalmente que aquella idea, aunque
hubiese podido parecer un poco descabellada al principio, no estaba
tan lejos de ser cierta.
Lo que más confundía de la composición era aquella masa enorme,
negra, blanda y extraordinaria que estaba suspendida en el centro del
cuadro por encima de tres líneas azules, borrosas y verticales. No cabía
duda de que cualquier hombre de temperamento un poco nervioso habría podido perder la razón mirando aquel cuadro acuático, empapado,
pútrido, pero en él también había una especie de indeterminada sublimidad que estaba a punto de resultar un rasgo de genio y que hacía que
el observador se quedara interiormente ligado al óleo de alguna manera
tratando de descubrir qué quería decir exactamente aquella pintura maravillosa. De cuando en cuando uno tenía la sensación de que lo asaltaba una intuición repentina pero, a la vez, engañosa: «El mar Negro en
mitad de la noche», «El antinatural combate de los cuatro elementos
esenciales», «Una zarza maldita», «Una escena invernal hiperbórea»,
«La acción del tiempo al deshacer el hielo», pero ninguna de aquellas
fantasías conseguían resistir la presencia de aquella sombra que estaba
suspendida en el centro. En cuanto uno supiera lo que era aquello, el
resto resultaría evidente, pero… un segundo… ¿No tiene en realidad
cierta semejanza con un pez enorme? ¿No podría ser el Leviatán?
Aquélla y no otra parecía la intención del artista; elaboré una teoría definitiva sobre el asunto basándome también en los testimonios
de muchas personas de edad con las que hablé al respecto. El cuadro
representaba una embarcación en mitad de una tormenta en el Pacífico,
el barco estaba medio sumergido entre las aguas con los tres mástiles
desmantelados y una ballena iracunda se había empalado en los tres pequeños mástiles al tratar de dar un salto limpio sobre la embarcación.
Frente a aquella pared, y en el mismo vestíbulo, otra pared estaba
decorada con una monstruosa y pagana exhibición de garrotes y arpones. Algunos de ellos tenían incrustados dientes brillantes y parecían
auténticas sierras de marfil y otros hasta estaban adornados con mechones de pelo humano; los había también con forma de guadaña y un
mango muy amplio, parecidos a los que utilizan los segadores para la
hierba. Uno sentía escalofríos con sólo imaginar al monstruo salvaje
que había salido al mundo a cosechar la muerte con semejante instrumento cortante. Mezclados y entre aquellos objetos había viejos y
oxi­dados arpones balleneros, deformados y algunos rotos. Se podía adivinar que algunas de aquellas armas tenían su historia. Aquella vieja
lanza que ahora se veía brutalmente retorcida había sido la misma con
la que Nathan Swain había matado quince ballenas en una sola jornada,
y aquel arpón que se veía en el otro lado y que tenía una forma más parecida a la de un sacacorchos que a ninguna otra cosa fue lanzado en los
mares de Java y durante años estuvo clavado en una ballena que acabó
muriendo a la altura de cabo Blanco. El hierro original se había clavado
a la altura de la cola y, como si fuese una aguja móvil en el interior del
cuerpo de un hombre, había recorrido unos buenos doce metros hasta
incrustarse en la joroba.
Después de cruzar aquel sombrío vestíbulo de arcos bajos (parecía
haber tenido en otra época la distribución de una gran chimenea central
abierta a pequeños hogares alrededor) se entraba en la sala común.
Aquel lugar era más sombrío aún y estaba techado con unas pesadas
vigas y cubierto por debajo con unos tablones tan viejos que uno tenía
la sensación de estar en la vieja enfermería de algún barco, sobre todo
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en una de esas noches en las que el viento aúlla de mala manera y el arca
que está anclada en la esquina se balancea ostensiblemente. En uno de
los lados había una mesa larga y baja que hacía las funciones de estan­
tería y estaba cubierta de frascos de cristal resquebrajado llenos de rare­
zas cubiertas de polvo y traídas desde los lugares más remotos del ancho
mundo. El bar estaba en el lado más apartado de la sala, en una especie
de guarida oscura, y estaba tallado tratando de imitar toscamente
el aspecto de la cabeza de una ballena. Ahí quedaba el enorme hueco
del arco de la mandíbula de la ballena, tan grande que casi podría pasar
un coche por debajo. El interior estaba lleno de sucias estanterías con
filas de botes, botellas y garrafas, y junto a ellas había un Jonás (nombre
por el que lo llamaban en realidad), un hombrecillo viejo y enjuto que
vendía a los marineros delirios y destrucción a cambio de su dinero.
Los vasos en los que vierte sus venenos son abominables. En el exterior son como cilindros verdes, pero en el interior de esos malvados
cilindros verdes la mirada resbala hacia abajo, hasta su fondo engañoso.
Toscamente grabadas en el cristal hay líneas geográficas de paralelos. Si
se llena hasta la señal no hay que pagar más que un penique, pero si se
sube hasta la siguiente es otro penique más, y así sucesivamente hasta
que se llena el vaso, la medida total, pasando el cabo de Hornos, que
viene a ser más o menos alrededor de un chelín.
Al entrar en aquel sitio vi a un buen número de marineros jóvenes
sentados alrededor de una mesa y estudiando bajo una luz tenue varios
especímenes de skrimshander.* Busqué al posadero, y cuando le comenté
que quería una habitación me respondió de inmediato que la casa estaba llena y que no quedaba ni una sola cama por ocupar.
–Aunque, espere un segundo –añadió al final golpeándose la
frente–, supongo que no tendrá inconveniente en compartir manta con
un arponero, ¿no? Me imagino que tiene intención de ir a cazar ballenas, así que lo mejor es que se vaya acostumbrando a estas cosas.
Le contesté que nunca me había entusiasmado compartir la cama
y que si lo hacía en alguna ocasión dependería de quién fuese el arponero, pero que, si era cierto eso de que no le quedaba ningún otro sitio
*
Skrimshander: arte de la escultura y la pintura sobre marfil o la grabación en los dientes y huesos de la mandíbula de los cachalotes. [N. del T.]
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y no había nada que reprocharle al arponero, me parecía mejor idea
compartir la cama con quien fuera que seguir vagabundeando por una
ciudad desconocida en una noche tan dura como aquélla.
–Ya me parecía a mí. Muy bien, siéntese. ¿Quiere cenar? La cena
sí puedo dársela inmediatamente.
Me senté en un viejo banco de madera totalmente tallado, como un
barco de Battery. En uno de los extremos estaba un viejo lobo de mar
adornándolo con su vieja navaja. Parecía meditabundo y estaba inclinado mientras tallaba el espacio que quedaba entre sus piernas. Intentaba tallar, sin adelantar demasiado.
Nos llamaron a cenar al menos a cuatro o cinco de los que estábamos allí a un cuarto contiguo. El lugar estaba tan frío como la mismísima Islandia, no había más fuego: el dueño de la posada nos comentó
que no se lo podía permitir. Lo único que había era un par de tenues velas de sebo envueltas en papel. Nos abrochamos de nuevo los chaquetones y nos llevamos hasta los labios con las manos medio congeladas
aquel té hirviendo. Pero la comida era de una clase realmente sustanciosa; había no sólo carne con patatas, sino también albóndigas: ¡Dios
santo! ¡Albóndigas para cenar! Un joven de chaquetón verde se abalanzó sobre las albóndigas de un modo muy voraz.
–Muchacho –dijo el dueño–, tan seguro como la muerte que esta
noche vas a tener pesadillas.
–Señor –le susurré al dueño–, no es éste el arponero, ¿verdad?
–Oh, no –respondió de lo más divertido–, el arponero es un joven de piel oscura. Jamás come albóndigas, sólo le gustan los filetes, y
crudos.
–Vaya unos gustos –respondí–. ¿Y dónde está el arponero? ¿Se encuentra aquí?
–No tardará –fue su respuesta.
No pude evitar comenzar a tener sospechas de aquel arponero «de
piel oscura». Fuera como fuera decidí que, si teníamos que dormir juntos, él debía desnudarse y meterse en la cama antes de que yo lo hiciera.
Acabó la cena y todo el mundo regresó a la sala común. Yo no tenía
nada mejor que hacer, de modo que me quedé también allí y me dediqué a observar a la gente.
En el exterior se escuchó de pronto un ruido tremendo, como de
motín. El dueño se levantó exaltado y exclamó:
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–Es la tripulación del Grampus. Esta mañana he visto la noticia; un
viaje de tres años con el barco lleno. ¡Bien, muchachos, por fin tendremos novedades de Fiyi!
En el vestíbulo se escucharon de pronto las pisadas de aquellas botas de mar y poco después se abrieron las puertas de par en par y entró un enorme grupo de marineros. Iban vestidos con los capotes de las
guardias y llevaban gorros de lana en la cabeza. Todos llevaban la ropa
remendada y medio harapienta, las barbas rígidas y heladas; parecían
una manada de osos pardos. Acababan de llegar a tierra y aquella casa
era la primera en la que entraban, por eso no era muy sorprendente que
se fueran directos a la boca de la ballena (el bar), donde aquel diminuto
y arrugado Jonás les sirvió una ronda de vasos bien llenos. Uno de ellos
se quejaba de un resfriado de cabeza y Jonás le sirvió aparte un mejunje
de color pez que consistía en una mezcla de ginebra y melaza que aseguraba que era el mejor remedio del mundo para cualquier resfriado,
por muy antiguo que fuera, aunque lo hubiese agarrado en la costa de
Labrador o a barlovento en una isla de hielo.
El alcohol no tardó en subirles a la cabeza, como es habitual en los
bebedores experimentados cuando bajan a tierra, y todos se pusieron
a armar escándalo.
Me fijé, eso sí, en que uno de ellos se mantuvo un poco al margen,
y, aunque era evidente que no quería aguar la alegría de sus camaradas con su seriedad, estaba bastante ausente y no hizo ningún ruido,
como los otros. Aquel hombre me llamó la atención inmediatamente,
y como los dioses del mar ya habían decidido que se convertiría en mi
compañero de travesía (aunque sólo fuese durante las horas de sueño
en lo que se refiere a esta historia), esbozaré aquí una breve descripción suya. Medía casi dos metros de altura y sus nobles hombros y el
pecho tenían todo el aspecto de una caja fuerte. En pocas ocasiones he
visto tanto nervios y tanto músculo en un solo hombre. La cara era tan
oscura y estaba tan tostada que sus blancos dientes ofrecían un contraste muy poderoso. En las oscuras profundidades de su mirada estaba
suspendido algún recuerdo que no parecía alegrarlo demasiado. Su voz
delataba enseguida su origen sureño y su impresionante estatura hacía
pensar que tal vez podía tratarse de uno de esos altos montañeses de los
Allegheny, en Virginia. Cuando el escándalo que estaban montando sus
camaradas llegó a su punto máximo, aquel hombre se escabulló sin que
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nadie reparara en él. No lo vi de nuevo hasta que se convirtió en mi camarada de nave, pero sus compañeros le echaron de menos a los pocos
minutos. Por algún motivo que desconocía todos parecían tenerle por
el favorito. Empezaron a gritar:
–¡Bulkington! ¡Bulkington! ¿Dónde ha ido Bulkington?
Y salieron como flechas de la posada en su busca.
Debían de ser más o menos las nueve. El cuarto estaba ensombrecido en una especie de quietud sobrenatural después de aquel alboroto,
y yo me felicitaba por un plan que había trazado antes de que entraran
los marineros.
No hay hombre al que le guste dormir junto a otro en la misma
cama. Lo cierto es que ni siquiera queremos dormir junto a nuestro
propio hermano. Si se trata no sólo de dormir con un desconocido, sino
que además es en una posada y ese hombre es un arponero, las obje­
ciones se multiplican inmediatamente por cien. No había ningún motivo por el que yo, como marinero, tuviera que compartir mi cama con
otro hombre, ya que los marineros nunca duermen juntos en los barcos,
o no lo hacen más que los reyes solteros en tierra. Es verdad que comparten el mismo espacio, pero cada uno tiene siempre su propia hamaca, está cubierto por su propia manta y envuelto en su propia piel.
Cuanto más pensaba en el dichoso arponero menos ganas tenía de
dormir con él. Parecía verosímil suponer que, siendo arponero, su ropa
interior (no importaba que fuera de lana o de algodón) no iba a ser ni
la más limpia ni la más fina del mundo. Me dio un escalofrío. Y además
era muy tarde ya: mi arponero debía de estar camino de la cama, de regreso. Si se presentaba en la cama en mitad de la noche, ¿cómo iba a
poder adivinar yo de qué terrible agujero había salido?
–¡Señor! He cambiado de idea… No dormiré con el arponero…
Creo que me las apañaré en este banco de aquí.
–Como le parezca, pero no puedo darle ningún mantel para que lo
utilice como colchón. Y además la tabla del banco es muy áspera –añadió pasando la manos por encima de los nudos y las hendiduras que
había en la madera–, pero ¡un segundo! Skrimshander… Tengo un cepillo de carpintero aquí en el bar. Espere un segundo, le prepararé un
sitio más cómodo.
Dijo aquello y se marchó en busca de su cepillo, limpió el polvo que
había acumulado sobre el banco con su pañuelo de seda y luego comenzó
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a cepillar mi cama vigorosamente, poniendo unas muecas que le hacían parecer un mono. Las virutas salían disparadas por aquí y por allá
y al final el cepillo chocó contra un nudo que parecía indestructible. El
posa­dero estuvo a nada de cortarse la muñeca, de modo que le pedí por
el amor de Dios que lo dejara estar; la cama era lo bastante cómoda para
mí y no sabía cómo podía convertirse en una manta una tabla de pino
por mucho que utilizara todos los cepillos del mundo. El posadero reco­
gió las virutas poniendo nuevas muecas y, tras echarlas en la enorme
estufa que se erguía en mitad de la sala, se marchó para seguir con el
resto de sus ocupaciones dejándome allí sumido en mis pensamientos.
Se me ocurrió entonces tomar las medidas del banco y descubrí que
le faltaban unos treinta centímetros de largo. Aquello se podía solucionar con una silla, pero el caso es que también le faltaban unos treinta
centímetros de ancho y el otro banco que había allí era cuarenta centímetros más alto que el que yo había elegido, por lo que no había mane­ra
humana de juntarlos. Puse el primer banco junto al único tramo libre
de la pared y dejé un corto espacio entre los dos para encajar allí la espalda. No tardé en descubrir que aquel plan era impracticable por la gélida corriente que me llegaba desde la ventana, especialmente cuando
a esa corriente se le sumaba la que llegaba de cuando en cuando desde
la puerta mal cerrada, y conformaban entre las dos una serie de remolinos en toda la sala en la que me había empeñado en pasar la noche.
«Que el diablo se lleve al arponero», pensé. Pero un momento, ¿le
podía hacer una jugarreta? ¿Acaso no podía cerrar la puerta por dentro,
meterme en la cama y no despertarme por muy violentamente que golpeara la puerta? No me pareció mala idea en absoluto, pero la rechacé
tras pensar un poco. ¿Quién me podía asegurar que no me iba a en­
contrar al arponero frente a mi puerta a la mañana siguiente, dispues­to
a darme un puñetazo?
Miré a mi alrededor y me parecieron tan escasas las posibilidades de pasar allí una noche mínimamente razonable que me resigné de
nuevo a compartir la cama de otra persona. Tal vez había pensado en el
arponero de una manera demasiado prejuiciada. «Esperemos un poco
más –pensé–, no tardará en llegar. Le echaré un buen vistazo y tal vez
no lleguemos a ser malos compañeros de cama, ¿quién puede saberlo,
después de todo?».
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El resto de los huéspedes fue llegando poco a poco en grupos de
dos y de tres, pero de mi arponero seguía sin haber ninguna señal.
–¡Posadero! –exclamé–. ¿Qué clase de persona es? ¿Suele llegar
muy tarde?
Eran casi las doce.
El posadero me miró y puso otra mueca de mono. Parecía extremadamente divertido con algo que escapaba a mi comprensión.
–No –respondió–, es un pájaro de lo más madrugador… Siempre
se levanta y se acuesta muy temprano pero esta noche ha salido a vender ciertas mercancías, ¿sabe usted? No sé por qué demonios se está
entreteniendo tanto… a no ser que no haya conseguido vender su cabeza todavía.
–¿Vender su cabeza? ¿Pero se puede saber de qué me está hablan­
­do? –grité fuera de mí–. ¿Me está usted diciendo que ese arponero está
intentando vender su cabeza por la ciudad en este bendito sábado que
ya es casi la madrugada del domingo?
–Eso es exactamente lo que acabo de decir –replicó–, aunque ya le
avisé yo de que no podría venderla aquí, la plaza está abarrotada.
–¿De qué?
–De cabezas, naturalmente, ¿o no le parece que hay demasiadas
cabezas en este mundo?
–Escúcheme, posadero –respondí yo con total tranquilidad–, hágame el favor de no contarme más historias, no soy ningún niño.
–Tal vez no lo sea –replicó él utilizando una astilla como mondadientes–, pero le aseguro que lo va tener usted muy negro si ese arponero se entera de que va usted por ahí metiéndose con su cabeza.
–¡En ese caso se la romperé! –exclamé yo abandonándome a la furia que me había provocado ya el posadero.
–Ya la tiene rota –dijo él.
–¡Rota! –exclamé–. ¿Ha dicho usted rota?
–Eso es. Y por esa razón no consigue venderla, sospecho yo.
–Posadero –le dije tan frío como el monte Hekla bajo una tormenta
de nieve–, haga el favor de sacarse ese mondadientes de la boca. Deseo
que nos entendamos usted y yo, así que deje un lado todas esas historias. Yo llego a su posada y necesito una cama, usted me dice que sólo
puede darme media porque la otra mitad la ha reservado un arponero.
Cuando le pregunto por el arponero, a quien ni siquiera he podido ver
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todavía, usted me cuenta unas historias de lo más ridículas e irritantes
para provocar en mí animadversión contra el hombre al que me destina como compañero de cama (un tipo de relación, posadero, que podría decirse que es de las más íntimas y confidenciales). Por eso ahora
le pido explicaciones para saber quién es ese arponero y si puedo tener
la seguridad de que voy a estar a salvo pasando la noche a su lado. Le
pido en primer lugar que tenga la amabilidad de desmentir esa absurda
historia sobre la venta de su cabeza porque, en el caso de ser cierta, lo
único que podría significar es que el arponero está loco como una cabra
(y no tengo precisamente intención alguna de dormir junto a un loco)
y usted, señor, usted, posadero, usted, señor mío, está cometiendo un
delito tipificado por la ley al hacerme dormir con un loco.
–¡Uf! –dijo el posadero soplando con fuerza–. Vaya un sermón que
me acaba de echar, demasiado largo me parece para un tipo como yo, a
quien le gusta siempre reír de cuando en cuando… Esté usted tranquilo.
El arponero del que le hablo acaba de llegar de los mares del Sur, donde
ha comprado un lote de «cabezas embalsamadas de Nueva Zelanda»
(una mercancía curiosa, ¿no cree?) y al parecer las ha vendido todas
menos una. Ésa es la cabeza que está intentando vender esta noche, y
es que da la casualidad de que mañana es domingo y no sería correcto
andar por la calle vendiendo cabezas cuando la gente va a la iglesia. El
domingo pasado lo intentó, pero lo detuve a tiempo en la puerta cuando
ya estaba saliendo a la calle con las cuatro cabezas ensartadas en una
cuerda como si fuese una ristra de cebollas.
Aquel discurso resolvió un misterio que habría sido incomprensible de otro modo y me demostró que el posadero, a pesar de todo lo
que había dicho, no tenía intención de burlarse de mí… pero a la vez,
¿qué podía pensar yo de un arponero que se pasaba en vela la noche del
sábado hasta acercarse al sagrado día del señor ocupando su tiempo libre en un negocio tan caníbal como el de vender las cabezas de aquellos paganos difuntos?
–Créame, posadero, ese arponero es un tipo peligroso.
–Paga religiosamente –fue su respuesta–. Pero venga aquí, será
mejor que vire de rumbo: tendrá una cama excelente. Fue en la que
dormimos Sal y yo en nuestra noche de bodas. En la cama hay espacio
suficiente como para que los dos den patadas sin molestarse, se trata
de una cama inmensa y todopoderosa. ¿Quiere saber algo? Antes de
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que dejáramos de usarla, Sal solía poner a nuestro Samuel y al pequeño
Johnny a sus pies, pero una noche en la que tuve demasiados sueños y
me puse a mover los pies y los brazos Sam acabó en el suelo. Casi se
rompe un brazo. Después de aquello Sal se empeñó en buscar una solución. Acompáñeme, se la enseñaré enseguida.
Dijo aquellas palabras, encendió una vela y acercándose a mí se
dispuso a mostrarme el camino. Yo seguía indeciso. El posadero miró
un reloj que había en uno de los rincones y exclamó:
–¡Pero si ya es domingo! Ah, no verá usted al arponero esta noche,
ha debido de echar el ancla en otro lugar… Venga usted, ¿no quiere
venir?
Reflexioné unos instantes y finalmente comenzamos a subir por la
escalera. El posadero me llevó hasta un cuarto minúsculo, frío como el
interior de un molusco y pertrechado con una cama tan prodigiosa que
podrían haber dormido en ella cuatro arponeros tendidos boca arriba.
–Aquí la tiene –dijo el posadero dejando una bujía sobre un arcón de viaje tan desportillado que cumplía la doble función de sostener la palangana y hacer de mesa principal–; póngase cómodo y pase
una buena noche.
Quité la colcha de la cama y me incliné sobre ella. No era la más
elegante que había visto en mi vida, pero superó bien el examen. A continuación eché un vistazo al resto del cuarto. Aparte de la cama y la mesa
central no encontré muchos más muebles que hubiesen sido de esperar en un lugar como aquél, salvo una tosca estantería, cuatro paredes
y una mampara de chimenea de papel pintado que representaba a un
arponero en el momento de herir a la ballena. Entre los objetos que no
habrían sido de esperar en aquel lugar había una hamaca enrollada en
un rincón y también un enorme petate marinero que contenía el guardarropa del arponero y que hacía las veces de baúl de tierra. Sobre la
repisa de la chimenea se podían ver también todo un conjunto de exóticos anzuelos realizados con huesos de pescado y un arpón enorme en
el frontal de la cama.
Pero ¿qué era aquello que estaba encima del arcón? Lo agarré, lo
acerqué a la luz, lo palpé e hice todo lo posible por adivinar en qué
consistía exactamente su naturaleza. Lo único que pude concluir fue
que se trataba de una especie de felpudo ancho y adornado en los bordes con una especie de flecos que tintineaban parecidos a unas púas
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de puercoespín alrededor de un mocasín indio. Tenía un agujero o
una hendidura justo en el medio, parecida a la de los ponchos suda­
mericanos. ¿Es que acaso era posible que un arponero se metiera dentro de aquel felpudo y paseara por las calles de una ciudad cristiana
vestido de aquella forma? Me lo puse para probarlo; era tremendamente
pesado e hirsuto y me pareció también que estaba húmedo, como si
el ar­ponero lo hubiese llevado puesto bajo una tormenta. Me acerqué
hasta un trozo de espejo que estaba anclado a la pared y jamás vi un espectáculo como aquél en mi vida. Me lo quité tan rápido que casi me
rebano el cuello.
Me senté en la cama y comencé a reflexionar sobre aquel arponero
que vendía cabezas y su felpudo. Tras reflexionar un rato me levanté, me
quité el chaquetón y me quedé de pie en mitad de la habitación, lleno
de dudas. Me quité el chaleco y me quedé un rato más en mangas de camisa, pero de inmediato me entró frío otra vez. Recordé que el posadero
me había dicho que el arponero ya no se presentaría aquella noche, así
que dejé de preocuparme, me quité los pantalones y las botas, soplé la
bujía, y me metí en la cama encomendándome a la divina protección.
No sabría decir con seguridad si el colchón estaba relleno de mazorcas de maíz o de cacharros rotos, lo que sí puedo decir es que tardé un
buen rato en dormirme y que no paré de revolverme en la cama. Ya había caído en una especie de leve somnolencia y estaba en camino hacia el
país del sueño cuando escuché unos sonoros pasos en el corredor y por
debajo de la puerta vi cómo una luz se aproximaba hacia la habitación.
«Que Dios me ampare –pensé–, debe de ser el arponero, ese infernal vendedor de cabezas». Permanecí inmóvil y tomé la decisión de no
decir nada hasta que él me hablara a mí. El extraño entró en la habitación
con una luz en una mano y en la otra la famosa cabeza de Nueva Zelanda;
ni siquiera miró en dirección a la cama, dejó la vela en el suelo y comen­zó
a trastear con los nudos del petate del que ya he hablado. Yo moría
de ganas de verle la cara, pero el recién llegado se mantuvo de espaldas
durante todo el rato que estuvo intentando abrir su petate. Cuando por
fin lo consiguió y se dio la vuelta… ¡Dios, qué visión! ¡Qué rostro! Era
de un color oscuro, púrpura y casi amarillento, con enormes parches
negruzcos repartidos por aquí y por allá. Exactamente lo que había temido: un terrible compañero de cama. «Ha debido de tener una pelea
–me dije–, le han cortado de mala manera y aquí regresa, directo de la
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casa del cirujano», pero en aquel momento el extraño volvió la cabeza
directamente hacia la luz y pude ver perfectamente que aquellos parches negros de su cara no eran vendas en realidad. Eran manchas, pero
resultaba imposible determinar su naturaleza. Al principio no sabía qué
pensar, pero de pronto se me ocurrió una cosa; recordé aquella historia
de un blanco, también ballenero, que había caído preso en manos de
unos caníbales que le habían tatuado toda la cara. Supuse que también
aquel arponero tenía que haber vivido durante alguno de sus viajes una
aventura parecida. «¡Qué más da! –pensé–. No es otra cosa que su aspecto externo». Un hombre puede ser honrado bajo cualquier tipo de
piel, pero qué decir de aquella epidermis inhumana, me refiero a aquella parte de piel que rodeaba los tatuajes y que parecía absolutamente
independiente de ellos. No cabía duda de que era una buena capa de piel
morena producida por el sol del trópico, pero jamás había escuchado
que la acción del sol provocara en la piel de un hombre aquel tono amarillento y purpúreo. Jamás había viajado a los mares del Sur, de modo
que no podía saber si el sol de aquellas latitudes provocaba ese efecto
en la piel. Mientras todas aquellas extravagantes ideas me asediaban la
imaginación me di cuenta también de que el arponero ni siquiera había reparado en mi presencia. Tras haber abierto con alguna dificultad
su petate comenzó a rebuscar en él y sacó un hacha india y una tabaquera de piel de foca en la que todavía quedaba pelo adherido, puso las
dos cosas sobre el arcón que había en el centro de la habitación y a continuación sacó la cabeza de Nueva Zelanda –un espectáculo espantoso,
por cierto– y la metió en el interior del petate. Se quitó el sombrero (un
sombrero nuevo, de piel de castor) y casi estuve a punto de no poder
contener una exclamación ante lo que contemplaron mis ojos. Aquel
sujeto no tenía en la cabeza ni un solo pelo, o al menos ninguno del que
mereciera la pena hablar, con excepción de un mechón recogido sobre
la frente. Aquella cabeza rapada y cobriza tenía todo el aspecto de un
cráneo enmohecido, y si aquel tipo no se hubiese interpuesto entre la
cama y la puerta me habría precipitado hacia allí con más prisa aún de
la que suelo emplear al abalanzarme sobre la comida.
Incluso llegué a pensar en la posibilidad de arrojarme por la ventana, pero estábamos en un segundo piso. No soy un hombre cobarde,
pero la presencia de aquel vendedor de cabezas superaba mi ánimo,
aquel bandido purpúreo. La ignorancia es siempre la madre del miedo
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y yo en aquel momento estaba totalmente estupefacto y confundido por
la presencia del extranjero. He de confesar que en aquel instante tenía
tanto miedo como si el mismísimo diablo hubiese irrumpido en mitad
de la noche en aquella habitación. Tenía tanto miedo que ni siquiera
era capaz de reunir el suficiente valor como para dirigirle la palabra y
pedirle una respuesta razonable para tantas cosas que parecían no tener explicación.
Mientras yo pensaba todo aquello el extranjero continuó desvistiéndose y por fin mostró el pecho y los brazos. Tan cierto como que estoy vivo que todas esas partes que habían estado cubiertas hasta aquel
instante estaban también marcadas con los mismos parches que la cara.
Los tenía hasta en la espalda. Era como si aquel sujeto acabara de llegar de la Guerra de los Treinta Años y hubiera escapado de ella con una
camisa cubierta de parches… Es más, hasta las piernas las tenía marcadas; una legión de ranas color verde oscuro parecían trepar por esos
troncos de jóvenes palmeras. Ya no me cabía duda de que se trataba de
un espantoso aborigen que había embarcado en un ballenero de los mares del Sur y que finalmente había acabado en un país cristiano. Sentí
un escalofrío al pensar eso… ¡Y por si fuera poco era vendedor de cabezas! Tal vez eran las cabezas de sus propios hermanos… Y no era improbable que se encaprichara de pronto de la mía… ¡Dios Santo, había
que estar atento a esa hacha!
Pero no tuve demasiado tiempo para temblar, porque en aquel momento el salvaje se entregó a una fascinante tarea que acabó por convencerme por completo de que se trataba de un pagano. Se dirigió hasta
su pesado abrigo, o capote, o coraza (que colgaba de su silla), rebuscó en
los bolsillos y finalmente extrajo de ellos una pequeña figurita defor­me
con una joroba en la espalda y el mismo color de una criatura congoleña
de tres días de edad. Pensé en la cabeza embalsamada y a con­tinuación
me vino a la mente la posibilidad de que aquel muñeco negro pudiera
ser un niño de verdad conservado con una técnica parecida, pero ense­
guida deduje que se trataba de un ídolo de madera por su rigidez y la
forma que tenía de brillar. El salvaje se aproximó hasta la chimenea
vacía, quitó de en medio la mampara de cartón y puso aquella figurilla entre los hierros de la chimenea, como si se tratara de uno de esos
maderos con los que se juega a los bolos. La chimenea y el interior de
ladrillo estaban tan tiznados que aquel hueco me produjo de pronto la
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ilusión de que era un pequeño templo o una capilla adecuada para el
ídolo congoleño.
Lleno de miedo observé con atención la figurilla medio oculta y esperé a ver qué sucedía a continuación. El salvaje sacó del bolsillo de su
chaquetón un par de puñados de virutas y las puso con un cuidado extremo frente al ídolo; a continuación puso sobre ellas un trozo de galleta marinera, acercó la llama de la vela y prendió las virutas como si
se tratara de una hoguera sacrificial. Tras abanicar velozmente con la
mano y retirar los dedos con presteza en más de una ocasión (con lo que
indicaba que se había quemado terriblemente), logró sacar por fin la
galleta y, quitándole de encima las cenizas con un soplido, se la ofreció
educadamente al ídolo. El pequeño ídolo no pareció muy entusiasmado
por el ofrecimiento, ni siquiera abrió los labios. He olvidado decir que
todo aquel ritual estuvo acompañado en todo momento por los ruidos
guturales más extraños que puedan imaginarse en un devoto. Parecía
rezar una canción o cantar algún tipo de salmo pagano y, cuando lo hacía, contraía la expresión de una manera insólita. Cuando acabó, apagó
el fuego, recogió el ídolo ya sin ceremonia y volvió a meterlo en el bolsillo del chaquetón con tanto descuido como un cazador mete en su morral un ave muerta.
Aquel cúmulo de extravagancias hicieron que mi inquietud se multiplicara, y cuando vi que el salvaje terminaba sus tareas y se disponía
a meterse en la cama conmigo pensé que era el momento, ahora o
nunca, y antes de que apagara la luz, de romper aquella influencia que
me había mantenido paralizado durante todo el rato.
Pero puede decirse también que aquel intervalo que dejé pasar resultó ser fatal. El salvaje tomó el hacha de la mesa, examinó de nuevo su
cabeza, acercó la luz, pegó los labios al mango y echó un par de enormes bocanadas de humo de tabaco. Un segundo más tarde se apagó la
luz, y el salvaje caníbal se metió en la cama conmigo con el hacha entre
los dientes. Aquella vez no pude contenerme y pegué un grito. El salvaje gruñó y comenzó a tantearme con las manos.
Me aparté de él en la cama en dirección a la pared mientras le conjuraba para que se quedase quieto, me dejara levantarme y encendiera
de nuevo la luz, pero sus respuestas guturales me hicieron creer que
apenas entendía lo que le estaba diciendo.
–¿Quién demonios tú? –gritó al fin–. ¡No hablar! ¡Yo matarte!
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Mientras decía aquellas palabras el hacha encendida revoloteaba
frente a mí en la oscuridad.
–¡Posadero! ¡Por el amor de Dios, Peter Coffin! –grité yo–. ¡Posadero! ¡Dios! ¡Que alguien me ayude!
–¡Habla tú! ¡Decir tú quién eres o yo matarte! –rugió de nuevo el
caníbal mientras aquellos espantosos vuelos del hacha incandescente
hacían caer sobre mi cabeza restos de cenizas de tabaco. Me dio miedo
que se pusieran a arder las sábanas. Gracias a Dios el posadero entró en
la habitación con la luz en la mano. Yo salté de la cama y corrí hacia él.
–No tenga usted miedo –me dijo sin parar de reír–. Queequeg no
le va a tocar ni un pelo.
–¡Deje de reírse! –grité yo–. ¿Por qué no me dijo que este infernal arponero era un caníbal?
–Supuse que se había dado cuenta… ¿no le dije que vendía cabezas
por la ciudad? Dese la vuelta y duérmase. Queequeg, escúchame: tú entender mí, yo entender ti… este hombre quiere dormir, ¿entender tú?
–Yo entender perfectamente –gruñó Queequeg chupando su pipa
y sentándose de nuevo en la cama–. Y ahora tú meterte aquí –añadió
apuntándome con el hacha y abriendo de nuevo las sábanas. Aquel gesto
lo hizo no sólo cortésmente, sino con un gesto casi bondadoso y caritativo. No podía dejar de mirarlo. A pesar de todos aquellos tatuajes era
un caníbal apuesto, y hasta bueno. «Menudo escándalo he organizado»,
me dije a mí mismo. Este hombre es tan humano como yo y tiene tantos
motivos para temerme a mí como yo para temerlo a él. Prefiero dormir
con un caníbal sobrio que con un cristiano borracho.
–Posadero –dije–, pídale que deje ese hacha o pipa o lo que quiera
que sea, que deje de fumar y me meteré en la cama con él, no me entusiasma que alguien fume en la cama a mi lado, es peligroso y yo no estoy asegurado.
Mi mensaje le fue transmitido a Queequeg, que obedeció al punto
y volvió a pedirme con gentileza que me metiera en la cama mientras
se apartaba hacia un lado como si me quisiera dar a entender: «No le
tocaré ni una pierna».
–Buenas noches, posadero –dije–, ya puede marcharse.
Me metí en la cama y dormí como nunca jamás en mi vida.
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