Brasil: transición democrática y crisis del Estado* José Luis Fiori** Introducción Para muchos, el inicio de la transición democrática brasileña se ubica en 1974, el año en que ARENA -el partido que representa el apoyo parlamentario al régimen militar- sufre una inesperada derrota en las elecciones parlamentarias y el nuevo presidente, el general Geisel, recientemente elegido y que apenas tomaba posesión de su cargo, declara su intención de llevar a cabo una apertura lenta y gradual del sistema político, dirigida hacia un pluralismo limitado y tutelado por los militares. Otros consideran que el proceso fue desencadenado por la intensificación del conflicto sindical ocurrido en 1978/79, poco antes de la amnistía política concedida por el gobierno Figueiredo -con la aprobación del Congreso Nacional- y de la suspensión de Al-5,' el instrumento legal aprobado para justificar el ejercicio de la arbitrariedad autoritaria. * Traducción de Ricardo Yocelevzky. ** Instituto de Economía Industrial, Universidad Federal de Río de Janeiro. Acta Institucional No. 5 de 1968, que marca la institucionalización de la dictadura militar. 97 En realidad, la derrota electoral del gobierno en las primeras elecciones directas para gobernador (en 1982), sumadas a una crisis económica que se anuncia desde 1979 y asume claras características recesivas a partir de 1981, parecen haber producido un debilitamiento de la cohesión interna del régimen y una pérdida progresiva de su capacidad para enfrentar los conflictos y controlar una crisis que se agravaba año tras año. Ahí comienza la verdadera crisis del régimen autoritario, a partir de la cual se redefinen progresivamente los pactos y las coaliciones, haciendo posible un incremento de la presencia de las fuerzas opositoras, sobre todo en el Colegio Electoral encargado de las elecciones indirectas de Presidente de la República, debida en gran parte a la descomposición de la coalición dominante y al traslado de su segmento más liberal a la coalición opositora, articulada alrededor de la candidatura presidencial de Tancredo Neves. En marzo de 1985 con la toma de posesión del vicepresidente Sarney -antiguo aliado del régimen militar- por la repentina enfermedad y posterior fallecimiento de Tancredo Neves, se inicia la etapa intermedia de aprendizaje para la transición, que culmina con la elección directa de Fernando Collor de Mello, el 17 de diciembre de 1989. Este periodo, cuyo momento decisivo fue la promulgación de la nueva Constitución, en octubre de 1988, pasó a ser conocido como "Nueva República", y a constituirse, hipotéticamente, en el punto central de una transición que ahora entraría en su fase de consolidación o institucionalización. Esa trayectoria jurídico-política se vio permanentemente atropellada o amenazada por la evolución discontinua y acelerada de una crisis económica que tenía su epicentro en la ruptura del patrón de financiamiento público. Una crisis que rebasaba el plano económico-financiero y alcanzaba el fundamento orgánico del Estado, afectando y desorganizando al mismo tiempo su pacto de sustentación y estrategia de expansión, así como su organización burocráticoadministrativa y su capacidad de gestión de los servicios y actividades productivas. Todo esto se condensó en un "horquillamiento financiero" cuyo impacto negativo sobre la dinámica macroeconómica 98 todavía perdura, que afectó decisivamente la capacidad de crecimiento de la economía y desorganizó las realizaciones de la estrategia desarrollista de las últimas décadas. La perplejidad intelectual, la incertidumbre económica y la inseguridad política que perduran en la sociedad brasileña -a pesar de la nueva constitución y de la realización de elecciones directas, universales y competitivas- se relacionan más con esta crisis que con la trayectoria lineal de la transición jurídico-política del régimen autoritario. En los últimos años, la manifestación más visible de la primera fue el descontrol de la política económica gubernamental, en tanto que la segunda quedó de manifiesto en el Congreso Nacional transformado transitoriamente en poder constituyente. Sin embargo sus trayectorias no fueron autónomas ya que ambas interactuaron con frecuencia en forma negativa, en la medida que por detrás de ellas se desplegaba, desde fines de la década de los setenta, la entropía final del Estado desarrollista, tal como fue concebido y constreñido desde los años treinta, en el "Estado Novo" de los militares de Vargas y de las varias oligarquías regionales coaligadas. La falta de comprensión de este proceso más profundo, que atraviesa en todo momento la transición jurídico-política, está relacionada con la destrucción de las expectativas asociadas al inicio de, la transición desde el autoritarismo, y a la rápida descomposición de la Alianza Democrática constituida como base político-parlamentaria de la Nueva República. También está relacionada con la fragorosa descomposición de los dos grandes partidos que se coaligaron ahí, particularmente el PMDB, frente democrático de resistencia que durante el periodo de la dictadura luchó por la redemocratización a través de la convocatoria a una constituyente y de elecciones directas. Dos objetivos alcanzados simultáneamente con la quiebra del frente democrático reunido en el PMDB. En 1985, la expectativa de una transición sin ruptura, dirigida por las élites y sin participación directa del pueblo, se apoyaba en la certeza de que la apertura del sistema político se daría sobre la base de una estructura industrial consolidada, con dinámica propia y, quizás lo más importante, dentro de un sistema de relaciones 99 económicas capaz de superar los problemas coyunturales sin comprometer el crecimiento industrial. En esta perspectiva, el peso de la deuda y la aparente vulnerabilidad externa no llegaban a disolver la creencia de que las conquistas acumuladas por la profundización del proceso de industrialización habían creado unas bases suficientemente sólidas como para impedir que las crisis financieras se convirtieran en una crisis global del Estado. La inestabilidad económica era considerada transitoria, cuando no coyuntural. La estabilidad a largo plazo del modelo desarrollista parecía asegurada por la propia complejidad de la estructura productiva y por la extensión de las relaciones de mercado que, a pesar de la miseria, incorporaban a la población económicamente activa. Tales convicciones contribuirán a explicar la forma articulada como se produjo el traspaso institucional del poder y la aceptación de la idea que el Estado de derecho contiene las condiciones necesarias para algunas reformas estructurales que serían emprendidas a mediano plazo. El paso de la expectativa a la perplejidad se dio con el fracaso de los sucesivos intentos de control del proceso inflacionario y, a continuación, de la economía en general. Las varias políticas de estabilización dejaron cada vez más en claro que el creciente endeudamiento del Estado no permitía ya la compatibilización eficiente de sus múltiples papeles y que, por otra parte, un ajuste del mismo Estado tendría altos costos políticosociales en la medida que implicase reformas administrativas y patrimoniales, un verdadero "shock" fiscal y, sobre todo, una revisión profunda de los límites y compromisos implícitos en su pacto de dominación. Así, en los primeros cinco años de la Nueva República, las dificultades económicas siempre fueron de la mano con las negociaciones políticas, sobre todo dentro de la Constituyente, donde los varios grupos de interés sectoriales, regionales y corporativos buscaban fijar en el texto de la nueva Constitución no sólo las bases del Estado de derecho sino también garantizar sus posiciones privilegiadas y sus futuros favores. Esta es la razón por la 100 cual las discontinuidades de la acción económica del ejecutivo y el compendio de particularismos en que se transformaron las "disposiciones transitorias" del nuevo texto constitucional aparecen para muchos como la explicación última del fracaso de las expectativas optimistas depositadas en una "transición sin rupturas " cuando, en realidad, eran sólo manifestaciones o consecuencias de una crisis que tiene en el endeudamiento público , externo e interno, en la aceleración inflacionaria y la desaceleración de la tasa de crecimiento las varias caras de un poliedro enigmático : una crisis política y económica cuyas manifestaciones predominantemente financieras ponen en cuestión las bases sociales y políticas , además de la organización institucional de nuestro Estado desarrollista , confirmando de alguna manera nuestra lectura de las posiciones antiestatistas defendidas por las élites empresariales en los últimos cuatro años del régimen autoritario , cuando se decía que lo más probable era que la batalla por la desestatización cubriera un largo periodo de lucha e incertidumbre, en el que se definirían las reglas de la gestión política y económica , lo cual ocurriría inevitablemente aprovechando las fronteras abiertas por los actuales horizontes tecnológicos. En ese periodo de crisis y reformas se deberían solucionar los problemas puestos por los poderes discrecionales del centralismo estatista . En el camino no era improbable un astillamiento del Estado. Por eso nuestra visión de que, todavía hoy, después de cinco años de Nueva República, la transición democrática brasileña, en un momento poselectoral, se enfrenta a un desafio cuya gravedad aumenta a cada momento , y cuya explicación va mucho más allá de lafortuna y virtude de nuestra clase política. Esa clase política tiene sus expectativas atrozmente negadas por el avance de una crisis que no fue correctamente diagnosticada y hoy amenaza de manera nefasta el proceso de democratización. Actualmente, cualquier balance de la Nueva República conjuga simultáneamente los grandes avances político-institucionales representados por el cierre de los trabajos del Congreso Constituyente, la elección del nuevo Presidente de la República, con el estrepitoso fracaso de la política 101 económica, representado por una inflación que se aproxima al 60% mensual y por una deuda pública que paralizó a la autoridad económica anunciando, de manera amenazadora, la falencia de la moneda nacional y la insolvencia del Estado. Un breve balance de la "Nueva República" Por las razones ya señaladas, cualquier juicio sobre los rumbos tomados actualmente por la transición democrática brasileña -y sobre todo en relación con las perspectivas de su futura consolidación- implica un análisis de los conflictos incorporados en el nuevo texto constitucional y de la impotencia económica del Estado. Con relación a la primera cuestión, se puede afirmar que el poder constituyente cumplió su tarea con una eficiencia razonable, llevando a buen término la reivindicación más antigua de las fuerzas democráticas. La nueva constitución y las elecciones presidenciales directas, ya realizadas, agotan el contenido básico del pacto democrático suscrito por las élites y articulado por Tancredo Neves en 1984. Si la nueva constitución es excesivamente detallista en algunos aspectos, y se cedió demasiado a los particularismos corporativistas en otros, resultó extremadamente feliz, cuando no moderna, en la definición de los derechos individuales y sociales, avanzando significativamente en el campo de los derechos laborales -derechos que todavía tendrán que ser consagrados en forma de leyes complementarias u ordinarias. Conservadora en cuanto a la organización sindical, cedió a presiones contradictorias y generó una "colcha de retazos" en los capítulos de "Orden económico", avanzando decisivamente en el campo de la reorganización del Estado. Asimismo, desde el punto de vista económico, la transición todavía no está concluida. Carece de una legislación complementaria, campo en el que se dará la lucha de verdad por transformar las normas aprobadas en derechos reconocidos y respetados. Las normas anacrónicas o inadecuadas serán, con toda seguridad, superadas por los hechos o reformadas por el mismo congreso. Desde ya 102 se puede prever un conflicto decisivo y prolongado en torno a los cambios del Estado y el sistema político contenidos en el texto constitucional. En este punto, el poder constituyente puso las bases de un conflicto inevitable en el futuro al proponer una reforma descentralizadora --en el momento en que el Estado en quiebra busca recomponerse financieramente- y al organizar una forma presidencialista de gobierno, pasando al mismo tiempo un poder inusitado al parlamento, porque no creemos que el constituyente haya dicho la última palabra en este asunto. Por el contrario, estamos seguros que lo que se promulgó intensificará, por lo menos a corto plazo, las confrontaciones y conflictos a todos los niveles, especialmente en el interior de las varias instituciones e instancias del mismo Estado, entre el gobierno central y los gobiernos locales y entre el ejecutivo y el legislativo. En otro aspecto de la Nueva República, el gobierno y su política económica fueron mucho menos eficientes: no equilibraron los problemas de corto plazo, no lograron definir una estrategia coherente y sostenida de reanudación de las inversiones y el crecimiento necesario para desbloquear la relativa estagnación económica de toda una década. Durante estos cinco años de "Nueva República", sin que hubiese alternancia en el gobierno, se articularon a través de cambios ministeriales, de duración brevísima e insustancial, varias alianzas, hilvanadas alrededor de cuatro modelos distintos -cuando no excluyentes- de política económica, conducidos sucesivamente por los ministros Francisco Dornelles, Dilson Funaro, Luis C. Bresser y Maílson da Nóbrega. Con la excepción de la época de oro del "Plan Cruzado" del ministro Funaro, en ningún otro momento el gobierno consiguió sumar el apoyo de la opinión pública y de las élites empresariales a la eficiencia necesaria para la implementación de cualquiera de las cuatro estrategias. Aun al nivel de las "macrofuerzas" socioeconómicas y de sus representaciones corporativas y políticas, no se consolidó ninguna alianza más orgánica en un segmento que combinara el combate a la inflación, ortodoxo o heterodoxo, con una propuesta de largo plazo para retomar el crecimiento económico. 103 En esa perspectiva es importante reconocer, además, que el presidente Sarney, al asumir un papel eminentemente pasivo, abrió espacio a todas las composiciones y alternativas disponibles de política económica. Pero, en la medida en que no consiguió sustentarlas políticamente en los momentos decisivos de su implementación, contribuyó al desgaste acelerado de la reserva de ideas disponibles y al descrédito de la autoridad económica. En este sentido, un balance global del periodo nos diría que las varias políticas económicas experimentadas fracasaron, mostrándose incapaces de deshacer el nudo financiero del sector público. Durante este tiempo, las deudas públicas interna y externa -sumadas a la suspensión del crédito externo y las altas tasas de inflación vigentes- hicieron imposible implementar una política fiscal y monetaria autónomas, acentuándose cada vez más la impotencia del Estado frente a la necesidad de alguna forma de consolidación de las deudas o de arbitraje de las obligaciones, para evitar que el problema de su financiamiento corriente y del servicio de su deuda terminase por asfixiar el financiamiento de largo plazo de la economía. Sin embargo, la propuesta de desvalorización o de consolidación de las deuda externas y/o internas, así como la propuesta de restricción del gasto público, suponen un poder de arbitraje y una capacidad de jerarquización de prioridades y recursos que la Nueva República no tuvo. A pesar de todo esto, y paradójicamente, el Estado, quebrado e impotente, todavía mantiene la clave del enigma: posee una deuda que lo convierte en pivote inevitable del inminente conflicto por la distribución de la riqueza, a través de la asignación de los costos de la crisis. En resumen, al gobierno de Sarney y a la "Nueva República" le tocó convivir con una dificil transición jurídico-política profundamente afectada por la crisis del Estado y el agotamiento de la estrategia desarrollista, una situación sólo en parte compartida por los demás países deudores de América Latina. Una situación única entretanto, en la medida en que -en el caso brasileño- la crisis de la década de los ochenta desorganizó el proyecto de industrialización más exitoso en América Latina impulsado por un Estado 104 modernizador, aunque "patrimonialista"2, apoyado por una alianza liberal-desarrollista abigarrada y conservadora, en proceso de descomposición o de reorganización. En este punto se encuentra la especificidad de la transición brasileña: ella coincide e interactúa de manera extremadamente compleja con una crisis orgánica del Estado, que indica el posible agotamiento del proyecto desarrollista en la forma en que fue concebido y sustentado a partir de 1930 en el Brasil. Esta no fue, sin embargo, la visión que orientó a los articuladores de la "transición sin ruptura", sea la imaginada por el general Golbery o bien la concebida por Tancredo Neves. Les faltó la percepción de la verdadera naturaleza de la crisis, encubierta por el derrumbe del autoritarismo. La forma financiera de la crisis El proyecto desarrollista de industrialización, en América Latina y también en el Brasil, estuvo siempre limitado por la condición "periférica" de nuestros Estados, sin espacio para una expansión imperial y dirigidos por élites de escasa vocación prusiana.3 Debido a esto, el proyecto desarrollista presentó, en todos los momentos de su realización, graves problemas de financiamiento, responsables en los descensos cíclicos de la economía de explosiones inflacionarias que obligaban a realizar reformas fiscales y monetarias orientadas a la reestructuración del esquema financiero, en particular del sector público, elemento central de su estrategia. Esas sucesivas reformas fiscales de emergencia y del propio patrón monetario -haciendo uso del poder arbitrario del Estado sobre el 2 Se traduce "cartorial" en el original por "patrimonialista ". Este término fue introducido por Helio Jaguaribe en la jerga del análisis político brasileño , connotando el carácter patrimonialista del Estado y aludiendo a que las notarías (cartorio) se asignan como prebenda. (N. del T.) 3 Componente esencial de nuestro patrón de modernización industrial, analizado en dos de nuestros trabajos anteriores: Lutabilidade e Crise do Estado no industrializacao brasileira, tesis para concurso de profesor titular, UFRJ, 1988; y "Leitura Política de uma Industrial izaqao Tardia", IEI-UFRJ, 1989 (Textos para discusión núm. 220). 105 "dinero y las normas"- si resolvieron las dificultades inmediatas y las necesidades de pago, nunca lograron solucionar de forma permanente el problema de financiamiento a largo plazo sin recurrir a los capitales externos en la forma de inversiones o de endeudamiento. En ausencia de un mercado de capitales y de un sistema de bancos privado, solidario con el proceso -incompleto- de monopolización del gran capital, el Estado se vio obligado a echar mano de la política cambiaría, crediticia (a través de obligaciones o de deuda interna) y del endeudamiento externo para, a través de sus capitales, programas y agencias financieras, aglutinar y aportar las masas de recursos financieros necesarios para los proyectos de gran escala y de largo plazo de maduración, sobre todo los involucrados por la industrialización pesada. Esfuerzo estatal que llevó inapelablemente, en la reversiones cíclicas, a crisis fiscales de grandes proporciones. En esos momentos, absolutamente recurrentes en nuestra trayectoria desarrollista, la crisis puede ser superada cuando la provisión de recursos externos está asegurada y en la medida que las reformas fiscales de emergencia, o los cambios del sistema tributario, aguanten el financiamiento corriente del sector público. Asimismo, durante estas "crisis de estabilización", el rigor respecto de los salarios y los recortes en el gasto afectaron fuertemente las "lealtades" verticales y las "soldaduras" horizontales de los intereses confederados. Además de lo dicho, la autonomía financiera de las empresas estatales fue constantemente afectada, alcanzando fuertemente a las inversiones convencionales responsables por la calidad de los servicios públicos y por los sistemas de transporte y comunicaciones. En esos momentos, las presiones en favor de la "socialización de las pérdidas" y el descontento de los asalariados se sumaron en un ataque pesado contra el Estado. Éste, arrinconado, teniendo que arbitrar un crédito escaso, y que administrar una moneda en crisis, buscó su solución en dos direcciones: imponiendo una nueva "credibilidad" a través de la centralización del poder -realizada generalmente de manera autoritaria- y "huyendo hacia adelante" con apoyo de recursos externos, como forma de evitar un dificil arbitraje de pérdidas o 106 la reconsideración de los compromisos situados en la base de sustentación del mismo Estado que capitaneó el proyecto desarrollista. Sin pretender afirmar hipótesis mecanicistas, hay que reconocer en nuestra historia una "incorregible" afinidad entre estas "crisis de estabilización económica" y las crisis de ingobernabilidad responsables por la desestabilización política de varios gobiernos, cuando no del propio régimen político, coincidiendo con lo que se constató ampliamente al acentuarse dos dimensiones básicas del Estado desarrollista: 1) su dificultad para implementar políticas anticíclicas de corte keynesiano, resultado del hecho de que su acción desarrollista, al multiplicar y diversificar sus espacios de protección, cristalizó una heterogeneidad de situaciones -muchas veces "patrimonialistas"- impermeables a la acción homogénea de los instrumentos anticíclicos de la política económica, cara escondida y "patrimonialista" del desarrollismo, que se manifestó en todas las crisis, contraponiéndose con su fuerza política a la intervención reguladora del Estado; y 2) un alto grado de apropiación de sus aparatos reguladores y decisorios, transformados en los momentos de crisis en instrumentos de una lucha sin cuartel -dentro del propio Estado- entre los mismos grupos de intereses protegidos en las fases expansivas y de holganza fiscal. Lucha que condujo, en general, mucho más allá de la ineficacia, a una progresiva parálisis de la política macroeconómica. Entretanto, cuando estas crisis "fiscales" internas coincidieron con crisis financieras internacionales -como al final de los grandes ciclos de expansión capitalista- el "horquillamiento financiero" del Estado fue completo, alterando la ruta del desarrollo y modificando su patrón de financiamiento. Esos momentos parecen coincidir en la historia brasileña con crisis políticas que impusieron transformaciones del Estado profundas y radicales, alcanzando sus funciones y su misma institucionalidad, yendo más allá de los gobiernos y regímenes políticos. 107 En esos períodos se alteraron radicalmente los patrones de operación del Estado. Fueron crisis orgánicas que afectaron las dimensiones del Estado como organización y como pacto de dominación. En cada uno de aquellos momentos se rehace, rigurosamente, el Estado, reorganizando su patrón de financiamiento y su estrategia de desarrollo socio-económico. En la década de 1930, una profunda crisis económica y política abrió espacios para que la hegemonía de las ideas estatizantes y autoritarias orientase a nuestras élites en el reajuste de sus compromisos, en la construcción de un nuevo Estado extremadamente centralizado, responsable de la línea estratégica adoptada para viabilizar nuestra modernización y la industrialización desarrollista. En los años 80 se reproduce una crisis análoga en la cual las contradicciones que acompañaron a aquella estrategia parecen haber encontrado su límite. La economía brasileña pasó la década marcando el paso, después de haber crecido durante toda la época desarrollista a un promedio de 7% anual. En la raíz de esta desaceleración estuvo la ruptura del patrón de financiamiento público, acelerada por la inflación -y para el efecto- realimentada por la misma recesión, sobre todo la incorporación del peso de la crisis del Estado, dada la imposibilidad de recurrir indefinidamente al endeudamiento externo. En este sentido, mucho antes del choque externo, el mismo patrón de articulación Estado/mercado en la estrategia desarrollista brasileña contribuiría, desde los años 70, a una fragilización progresiva del sector público, a través de la multiplicación de subsidios e incentivos, de la subvalorización periódica de los precios y tarifas públicas y del constante auxilio estatal a las instituciones privadas insolventes. Fragilización encubierta por la multiplicidad de presupuestos, dispendiosos, o gastos a través de la caja negra del presupuesto monetario, y, desde el punto de vista del financiamiento, por el acceso fácil al endeudamiento externo. Con esto, ya en la década pasada, la carga tributaria líquida experimentó una reducción de 17.1 % del PIB, en 1974, a 12% en 1980. 108 Sin duda, fue la convergencia de esta crisis fiscal con el agotamiento de la capacidad de endeudamiento externo -provocado por la crisis financiera internacional- lo que acabó por estrangular definitivamente al sector público, poniendo en jaque al patrón de financiamiento de nuestra economía y desorganizando la estrategia desarrollista. Debido a la estatización progresiva de la deuda, el sector público enfrentó en estado de extrema vulnerabilidad el choque de los intereses externos de 1979, con un elevado nivel de deudas en moneda extranjera (US$ 48 mil millones), un bajísimo nivel de ahorro corriente (1.82% del PIB en 1982 frente a una media de 5.46% de los años 70) y una limitadísima capacidad de autofinanciamiento. En los tres primeros años de la década de los ochenta, la deuda externa rebasa los US$ 64 mil millones y, en respuesta, el gobierno adopta un programa de ajuste ortodoxo centrado en la contención de la demanda interna para generar excedentes exportables. Asimismo, los saldos comerciales crecientes se destinaron a cubrir los gastos del servicio de la deuda externa. La política monetaria restrictiva y la limitación del crédito contuvieron la demanda, pero también desestimularon las inversiones en un proceso llevado al límite con una interrupción de las remesas monetarias a partir de 1982, y con la retracción de las inversiones públicas como consecuencia de la desaceleración de la actividad económica. Por otro lado, esta misma desaceleración alcanzó al déficit público, obligando a un mayor endeudamiento interno, que terminó por aplastar cualquier posibilidad de inversión y alimentando las ganancias financieras del sector privado, que le permitirían su completa reorganización patrimonial. Al final de la década del 80, apenas el 30% de sus ganancias eran operacionales. La formación bruta de capital en este periodo descendió desde el 52% del PIB al que llegó en los años 70, oscilando en tomo al 17%. Para empeorar el cuadro, el país se transformó en exportador de capitales, transfiriendo al exterior recursos líquidos por valor de 3.5% del PIB. Políticamente incapaz de deshacer sus antiguos compromisos, el gobierno fue llevado a una progresiva parálisis, preso en su propia 109 trampa financiera. Teniendo en cuenta el desvío del medio circulante, las altas tasas de interés administrativo terminaron generando riqueza financiera privada, transformada en mayor liquidez y mayor inflación y presionando todavía más el déficit público financiero. En este sentido es que afirmamos que la crisis de los años 80 maximizó y fue consecuencia, al mismo tiempo, de la contradicción básica de la estrategia desarrollista de la relación del Estado con el mercado, impuesta por el compromiso asumido ya en la década del 30 entre las varias y heterogéneas fracciones de nuestro empresariado. Este factor eminentemente político es el que hace de nuestra crisis económica una crisis del Estado, y de nuestra transición democrática un lento proceso de implosión del Estado desarrollista, de tal forma que, a lo largo de los años 80, las empresas privadas se ajustaron financieramente, generando ahorros y reduciendo su endeudamiento usufructuando, como contracara perversa, del "desajuste" progresivo que llevó al sector público a la insolvencia y a la autoridad político-económica a la más completa parálisis, expropiada del último y decisivo instrumento: la política monetaria. En este sentido, la crisis financiera es la forma de la crisis del Estado, y su solución trasciende actualmente las posibilidades de cualquier política de ajuste, ortodoxa o heterodoxa. No se trata de una mera "crisis de estabilización". Ella implica la modificación de las reglas mismas que hicieron viable en el pasado el éxito de nuestra industrialización. Su solución escapa a la autoridad económica e implica una redefinición profunda de las relaciones entre el Estado, el empresariado y la sociedad como un todo. Implica una revolución en el pacto de dominación y una reforma del Estado, más compleja y abarcadora que la que ocurrió en los años 30, al inicio del ciclo desarrollista. Hoy, una nueva centralización autoritaria del poder ya no parece una solución eficaz. Por el contrario, una nueva crisis abre las puertas a una democratización marcada por la hegemonía de las ideas antiestatistas. Pero, como en la otra, esta reorganización del Estado ya no se reduce a un mero ajuste fiscal, y el tamaño de las dificultades económicas y financieras ya no admite una inmediata "fuga 110 hacia adelante". Los márgenes de maniobra política y económica son estrechos y la parálisis del Estado es creciente . Una nueva centralización autoritaria está hoy a contramano de la historia. Al contrario de 1930, nuestras élites empresariales son cada vez más liberales y menos desarrollistas. Aun los que pudieran defender, en nombre del orden o de la credibilidad, un Estado fuerte y autoritario, lo rechazan, comprendiendo que la simple centralización del poder ya no es sustituto, en este momento , para la falta de recursos . Y si ello ocurriese bajo manu militar¡, inevitablemente atropellaría algunas cláusulas básicas de nuestro consenso antiestatista e internacionalizante. Para comenzar, a falta de recursos externos, el Estado debería realizar una reforma financiera que alcanzaría de lleno a la riqueza mobiliaria concentrada hoy en el open market, ocasionado por la deuda pública. Por otro lado, las inversiones "desarrollistas " en este momento tienen trade-offinevitable con los recursos que históricamente sellaron los compromisos "patrimonialistas". De ahí el recelo actual de nuestras élites a los militares estatizantes y la defensa intransigente de una política económica cuyo vector apunta a la apertura internacional y a la privatización de la economía. El problema, entretanto , cae más allá de la voluntad de nuestras élites, extremadamente heterogéneas . Hoy en día, todas las alternativas político-económicas parecen más difíciles debido a la incapacidad estatal para definir nuevos horizontes y para crear nuevos espacios de acumulación . Al estrangulamiento financiero se agrega el hecho que aquella función, típica del Estado desarrollista , parece estructuralmente agotada desde el momento en que se cumplió la agenda propia del patrón de industrialización de la segunda posguerra. Hasta ahora , los horizontes eran nítidos y, de alguna manera, los pasos y decisiones cruciales obedecían a un derrotero trazado por las demás industrializaciones . A partir de ahora ya no existen sectores básicos por ser constituidos , aun cuando deban ser preservados y expandidos, toda vez que la estructura industrial brasileña se encuentra prácticamente consolidada. Por eso, yendo más allá de las dificultades coyunturales e independientemente de 111 la ideología privatizante, la verdad es que la intervención estatal debe cambiar de rumbo. Pero eso tampoco parece fácil debido a la enorme heterogeneidad de una estructura económica e institucional donde cada bloque de capital y sector de actividad está constituido según patrones y reglas diferentes, lo que replantea, frente al Estado, el problema de una diversidad que ya no tiene relación alguna con la vieja cuestión de la dualidad y del "atraso", pero que continuará dificultando cualquier comportamiento homogéneo y constante por parte de las agencias reguladoras estatales. Como contracara de esto, como es obvio, el mecanismo clásico de absorción/incorporación de los intereses heterogéneos en los varios niveles del aparato estatal perdió su capacidad abarcativa, llamando la atención lo limitado de la flexibilidad de los recursos de incorporación del Estado desarrollista. En este sentido se comprende por qué todas las estrategias propuestas por nuestras élites empresariales para solucionar la crisis económico-financiera se vuelven contra el Estado, en quiebra después de realizar, en los años 80, la mayor socialización de pérdidas ocurrida en la historia del Brasil. Entretanto, esta estrategia de cuño neoliberal choca en la práctica contra la intensa resistencia que presentan varios segmentos sectoriales, regionales y corporativos, de las mismas élites empresariales, conmovidos por el ideario liberal pero viejos "aliados patrimonialistas" del pacto y de la coalición que sustentaron el desarrollo durante sus décadas de éxito. En este sentido, al atacar al Estado al mismo tiempo que impiden su reforma, nuestros empresarios revelan la naturaleza esquizofrénica de lo que fue durante estas décadas su articulación mutua. Una relación que jamás se sustentó en un proyecto conjunto, fuese éste nacional o internacional, restringiéndose a una convivencia instrumental y depredatoria. Ante la crisis actual del Estado, nuestra élite se comporta como Dorian Grey frente a su propio retrato: propone liquidar el estatismo, el clientelismo, el patrimonialismo y la corrupción, sin reconocer que estas "obsesiones" son suyas o nacieron de su peculiar relación con el Estado, mantenida durante las largas décadas del desarrollismo. 112 En esta línea parece reforzarse la hipótesis de que estamos viviendo hoy una crisis del Estado análoga a otras que dieron lugar a las grandes inflexiones del Estado brasileño, pero original, una vez que están fuertemente en jaque las bases financieras y políticas que cimentaron nuestra industrialización. De ahí la coincidencia en un mismo plano y en un mismo tiempo de una crisis de gobierno, de régimen y de Estado. Todo parece apuntar, a mediano plazo, a una erosión o astillamiento del poder central que, no obstante que venía ocurriendo en forma gradual, no consigue esconder su naturaleza cruda y violenta, hecha de luchas y arbitrajes que obedecerán, todavía por un buen tiempo, más a la fuerza bruta de cada uno de los actores que a la vigencia neutra de reglas coisensualmente aceptadas. A través de estas modestas luchas, sin gloria y sin héroes, estarán ciertamente siendo redefinidos pactos y coaliciones y un nuevo patrón de financiamiento que sustentará la forma y la estrategia futura del Estado brasileño. En esa dirección, además, la experiencia del Plan Cruzado, principal iniciativa político-económica de la Nueva República, es extremadamente ilustrativa de lo que estamos afirmando. En aquel momento las autoridades económicas apostaron el éxito de su plan a actores y comportamientos que jamás existieron en nuestro mundo real. Unos, idealizando el comportamiento racional de los empresarios, y, otros, creyendo en un Estado que sólo existía en sus sueños ideológicos. Fracasaron soñando, no importa si soñando con Alemania o con el Japón, pero desconociendo una vez más la verdadera naturaleza de la crisis y la de sus principales actores. Desconocían la naturaleza del pacto que estaban dirigiendo y no dieron la debida atención al problema central de nuestro patrón de financiamiento, cuya expansión crediticia dependió siempre de la capacidad de endeudamiento del Estado y de su poder para respaldar, en última instancia a través del aval del Tesoro, la emisión interna de dinero o de deuda. Sabiendo que nunca fuimos una economía con competitividad de mercado, ni nos industrializamos de manera prusiana ni japonesa, los formuladores del Plan Cruzado intentaron rehacer, con un máximo de voluntarismo tecnocrático, nuestro patrón de desarrollo a través de 113 un simple re-arreglo monetario, sin siquiera realinear las alianzas fundamentales responsables de aquello que se intentaba revolucionar. De esta manera, la experiencia "cruzada" explicitó de manera pedagógica lo que fue siempre una tensión congénita en el comportamiento del Estado desarrollista: dados su patrón de financiamiento y su estrategia de crecimiento con endeudamiento y estabilización periódica, se hace cada vez más dificil mantener en operación, simultánea y centralizadamente, una política de gasto e inversiones que impulsara la modernidad y amparara el atraso, asegurando la demanda efectiva y manteniendo la calidad de la infraestructura y de los servicios básicos con una moneda estable. Retomando nuestro argumento y resumiendo, en la crisis de los años 80 --compañera de nuestra transición democrática- como en la de los años 30, las dificultades estructurales y los impasses coyunturales convergen y se condensan en torno al problema de la reorganización del Estado. En los años 30 se alinearon las coordenadas de nuestra modernidad industrial y se definieron las alianzas y los compromisos responsables por el Estado desarrollista, cuya reforma es considerada imprescindible hoy por conservadores y progresistas, y cuya impotencia actual está en el epicentro de las dificultades que enfrenta nuestra transición democrática. Así piensan los conservadores cuando en varios momentos de la Nueva República afirman que "la redefinición del papel del Estado es tal vez el mayor desafio que el gobierno y la sociedad deben enfrentar en este fin de siglo" (Jornal do Brasil 5/5/1988), o cuando, en palabras de un liberal pragmático, como el profesor M. RH. Simonsen, dicen que "por encima de cualquier ideología, el papel del Estado debe ser reajustado", imponiéndose en este momento la privatización y la desregulación "no por un movimiento ideológico sino por un movimiento pragmático". Lo mismo afirma el ministro Maílson da Nóbrega, al sostener que para que el Brasil supere la crisis actual y alcance la modernidad "ha llegado la hora de echar las bases de una nueva relación entre el Estado y la sociedad". Pero también piensan así los progresistas, cuando el entonces senador F.H. Cardoso afirmaba en un discurso pronunciado en el 114 Senado Federal que es necesario "modernizar las relaciones entre Estado, empresa y sociedad" eliminando "una burocracia que en su rama tradicional es perezosa e incompetente y en su rama modernizante es tecnocrática". O cuando el profesor J.M. Cardoso de Mello, uno de los padres del Plan Cruzado, reconoce en una entrevista a Folha de Sao Páulo que el Brasil, para entrar en el nuevo ciclo de desarrollo, deberá resolver sus cuestiones básicas; "la relación del país con el capital extranjero y la redefinición de las funciones del Estado", concluyendo que "hay que desestatizar". Obviamente, si hay consenso en la necesidad de reorganizar el Estado, democratizando, privatizando (donde sea posible) y desregulando (donde sea necesario), pocos son los que están de acuerdo acerca de por dónde comenzar, a quién penalizar y hacia dónde dirigir la acción selectiva del Estado reformado. Por el contrario, es en este punto de la agenda, conservadora o progresista, que la tensión entre ideas, estrategias e intereses adquiere su mayor intensidad. Si hay en ese momento esta enorme convergencia en torno a la idea de la necesidad de reforma estatal, en su dificil encauzamiento que unos y otros se dividen internamente, serán obligados a realineamientos pragmáticos que, en su paso, convertirán muchas veces a nuestros demócratas progresistas al jacobinismo desarrollista, asociado en general al estatismo en el plano ideológico, y al populismo en el plano táctico electoral. Y a nuestros liberal-conservadores al intervencionismo económico y al autoritarismo político, asociado en general al jacobinismo militar, que fue, en última instancia, el gran artífice de nuestro Estado intervencionista, ni keynesiano ni socialdemócrata, sino desarrollista además de "patrimonialista". En este punto se esconde, en parte, la racionalidad de las incongruencias decisorias de nuestro poder constituyente, así como las sinuosidades e impotencias del gobierno de Sarney, ocurridas a pesar de la indiscutible hegemonía de que gozaban las ideas liberales en ese momento entre nuestras élites conservadoras y entre gran parte de nuestros intelectuales progresistas. Pero es en este punto también donde se encuentran las incógnitas principales sobre el desarrollo posible de nuestra transición y de la coyuntura crítica 115 inaugurada por la promulgación de la nueva Constitución brasileña y la elección directa del Presidente de la República. Dilemas y perspectivas Antes de proponer algunas hipótesis acerca de las principales líneas de conflicto que se anuncian en el futuro, es necesario hacer una breve sistematización de los trazos con que nuestra tesis caracteriza tipológicamente la transición brasileña. 1) Es imperativo redefinir nuestra "transición sin ruptura" o sin colapso, en la medida en que ella se mueve al ritmo de una ruptura profunda v endógena: en tanto se transforma el régimen, está entrando en colapso el Estado mismo. 2) Como consecuencia, debemos tener presente que la transición brasileña apunta no sólo hacia un nuevo régimen político sino también hacia una transformación orgánica del Estado, tanto en su base institucional como en su patrón de relaciones con la sociedad y con los mercados nacional e internacional. Un verdadero proceso de state building, lo cual nos plantea el problema de estar definiendo las reglas, los espacios, los instrumentos y los mecanismos de mediación de conflictos simultáneamente con la intensificación de los mismos conflictos, concentrados fuertemente en torno a los problemas de la incorporación/participación política y de la distribución del ingreso y de la riqueza. En este sentido, parte de la reforma estatal es lo que sería una condición necesaria para su buen encauzamiento en la construcción de un nuevo sistema de representación de intereses, los cuales entretanto, debido a la naturaleza de la crisis, todavía no encuentran sus verdaderas identidades y organizaciones, creando un fuerte desajuste entre partidos, coaliciones ideológicas y bloques de interés económico. Desajuste y fluidez que, como es obvio, no sólo resucitan esquemas del pasado sino, sobre todo, develan el núcleo 116 central de todas las dificultades: el Estado y el sistema de partidos aparecen en esta transición como sujetos y objetos de la misma transformación, ya sea que ésta esté pasando por el proceso constituyente, por las políticas gubernamentales, por los procesos electorales o por los sucesivos, y hasta ahora frustrados, pactos sociales. A partir de ahí, nos parece posible identificar algunos puntos neurálgicos del futuro que se avecina. Conflictos que, si bien mantienen en todo momento la posibilidad de una reversión autoritaria, también pueden estar diseñando el perfil de una nueva modernidad democrática. En la Constitución de 1988, tres capítulos anuncian problemas especialmente agudos y recortan espacios inevitables de conflicto: los que tratan de la organización del Estado, del sistema de partidos y del orden económico. En cierto modo la Constituyente adelantó, como ya dijimos, una reforma estatal, fortaleciendo el federalismo y el poder legislativo contra un Ejecutivo que perdió gran parte de los recursos de poder que le permitían el comando de la estrategia desarrollista. Apremiada por presiones fragmentadas y discontinuas, la Constituyente cedió en esta materia ante el clima liberal y antiestatista dominante en nuestras élites políticas. Pero al hacerlo fue contradictoria, sometiéndose al mismo tiempo, al conservar el régimen presidencialista de gobierno, a la presiones de los sectores más atrasados que vieron en el parlamentarismo una amenaza al sistema "patrimonialista" amarrando al pasar el apoyo social y electoral, cuando sea necesario, del Estado desarrollista. Con esto el poder constituyente dejó plantada la semilla de un conflicto en el interior del Estado mismo, el cual debería ampliarse en la década siguiente. Por otro lado, en la medida en que la nueva Constitución mantuvo el sistema de elección proporcional exclusivamente, conservó las reglas que en el pasado condicionaron a nuestro sistema de partidos: multipartidario en la forma, pero bipolar en la realidad. Una polaridad que, por encima de las siglas, colocó casi siempre en términos plebiscitarios, en un extremo al conformismo oficialista 117 poliforme y en el otro a la gran masa de los excluidos de toda especie, aglutinados, en ausencia de partidos de masas, por una variedad de liderazgos carismáticos, de cuño progresista a veces, pero casi siempre conservador. Bipolaridad radical que, desconociendo a los partidos hace de la alternancia en el poder una incógnita responsable de la desestabilización permanente de todas nuestras experiencias democráticas. Una polaridad en fin que, habiendo usado varios lenguajes, condujo casi siempre a la disyuntiva: o las masas o el orden. Finalmente en el capítulo relacionado con el orden económico, nuestros constituyentes, más atentos a las presiones corporativas que al aparente consenso ideológico neoliberal, aprobaron un texto que consagra varias formas de proteccionismo y estatismo, que se transformarán de inmediato en obstáculos legales a la estrategia propuesta y victoriosa con el nuevo presidente recién electo (Collor de Melo). Se puede, por lo tanto, prever con razonable certeza un choque de proporciones en torno de estos temas, capaz de transformarse en una confrontación abierta entre los poderes ejecutivo y legislativo. Desde ese punto de vista, la lucha central en torno a la nueva forma, funciones y destino del Estado no termina, a nuestro entender, con la promulgación de la nueva Constitución. En nuestra perspectiva, los conflictos se agravarán con la legislación complementaria y alcanzarán su máxima intensidad en el momento en que su aplicación comience a afectar los macro intereses, públicos o privados. Confrontaciones que alcanzarán una fuerza todavía mayor en caso de acelerarse la crisis económica en la forma de hiperinflación, aumentando la incertidumbre y la ingobernabilidad. Si esto ocurre, el mismo descalabro inflacionario obligará a un "ajuste" que deberá pasar por la reforma de la Constitución y recaerá sobre los grupos más resistentes hoy que lo que fueron en el pasado, como es, notablemente, el caso de los asalariados y su organización sindical, pero es también el caso de antiguos y consolidados intereses incrustados en la burocracia estatal. Esto, porque, como dijimos, este ajuste hecho bajo la presión de una crisis del patrón de desarrollo implica, además de reformas 118 administrativas, un arbitraje que afectará de inmediato a la inmensa riqueza financiera acumulada en los años 80 e implicará, en un plazo más largo todavía, una redefinición de las reglas de valorización política del capital que tuvieron vigencia en el país durante más de medio siglo. Esta lucha tampoco terminó con las elecciones presidenciales. Proseguirá en el plano legal y en el plano económico, manteniendo un alto grado de indefinición sobre sus rumbos futuros en la medida que: 1) se desconoce el grado de lealtad a la democracia que mantendrán los grupos afectados por las políticas estabilizadoras del nuevo gobierno; 2) a pesar de la fuerte convergencia neoliberal existente entre nuestros mayores empresarios y ciertos sectores intelectuales coincidentes con las propuestas visibles del nuevo gobierno, no han conseguido trascender el plano de las ideas y los modelos para generar un plan de gobierno consistente y con amplia base de apoyo empresarial y social; 3) incluso al nivel empresarial, las identidades son poco nítidas y las coaliciones son altamente gelatinosas y defensivas, no consiguiendo destilar consenso estratégico en torno a un gran proyecto nacional de largo plazo, que incluya, esta vez, por lo menos una mayor preocupación como pueblo; 4) la redefinición del papel del Estado, que todos los victoriosos, con raras excepciones, quieren ver disminuido, resulta dificil cuando se quiere también un Estado suficientemente fuerte para proveer las consolidaciones, ajustes y transformaciones necesarios e inevitables en este mismo corto plazo. Lo cierto es que la acción del nuevo gobierno deberá moverse, como dicen, dentro del marco legal caracterizado por un Ejecutivo fragilizado y un Legislativo inseguro, moviéndose ambos según reglas nuevas y no completamente claras. En este contexto es que el nuevo Presidente de la República deberá enfrentar el problema central que, de inmediato, definirá los caminos futuros de la crisis 119 política: el descontrol de la moneda y la indefinición de nuestra próxima estrategia desarrollista. Tarea hercúlea en la medida que supone fuerza y decisión para penalizar intereses, rehacer compromisos, recomponer alianzas y remontar desde las raíces un Estado que se quiere eficiente, democrático y protector del interés general, incluyendo a la gran mayoría del pueblo, hasta hoy marginada de las formas más elementales de la ciudadanía. De inmediato Collor de Melo se enfrentará con una disyuntiva puesta por su peculiar situación de presidente electo sin una organización partidaria nacional y con una minúscula bancada parlamentaria. Si se negara, como lo viene haciendo, a todo tipo de acuerdo, deberá enfrentarse al poder legislativo utilizando como arma la movilización directa de la opinión pública que le ha sido favorable. Camino tradicional de los liderazgos populistas e inorgánicos, que ya más de una vez condujeron a retrocesos autoritarios. Si, por otro lado, aceptara los acuerdos necesarios para reunir una base parlamentaria mayoritaria, es probable que disminuya su poder de arbitraje sobre grupos e intereses extremadamente fragmentados. De cualquier forma, este problema aparecerá de inmediato, en la medida que éste, como cualquier otro gobierno hoy en Brasil, o descifra la esfinge inflacionaria o se enfrenta rápidamente con una opinión pública desfavorable, dispuesta a castigarlo electoralmente en octubre de 1990, cuando se renueve parte del Senado, la totalidad del Congreso y todos los gobernadores y las cámaras estaduales. En este momento parece claro que la estrategia para enfrentar la crisis es casi rigurosamente ortodoxa o neoliberal. Propone un shock fiscal y tarifario inmediato, con desindexación de precios y salarios. Y postula reformas de mayor aliento, abarcando el fin de los subsidios, la disminución de todas las formas de protección de mercados, la liberalización de importaciones y la privatización de la mayoría de las empresas estatales, con una eventual internacionalización de acciones a cambio de deuda. Un proyecto que deberá enfrentar grandes resistencias dentro del sector público, junto a los asalariados y gran parte del empresariado "protegido" y, finalmente, en el propio Congreso Nacional. 120 En esa perspectiva se debe esperar una intensificación de los conflictos sociales, con un virtual aumento de la violencia, paralización de servicios y actividades públicas fundamentales y una creciente resistencia parlamentaria. El presidente podrá jugar todas sus fichas en la renovación del Congreso Nacional, postergando su administración hasta las nuevas elecciones; o podrá apartarse de las elecciones, volcando la responsabilidad por su eventual fracaso sobre el Congreso Nacional. Lo que parece es que la ineficacia será castigada y, por lo tanto, rigurosamente evitada. Y esta eficacia será medida en términos de tasa de inflación, mantención de los salarios y crecimiento. Cualquier cosa diferente de esto va a requerir el uso creciente de violencia, a menos que se crea en la permanencia del poder mágico del voto. El problema mayor que vemos en este momento es el aislamiento de la figura presidencial, sumado a una visión extremadamente tecnocrática que pretende ser la solución de nuestros problemas políticos. Si nuestra tesis es correcta, no se conseguirá sustituir la ausencia de un proyecto nacional por soluciones "tecnocráticas" y sin sustentación política. En este caso, en la mejor de las hipótesis, se repetirán los problemas enfrentados por los anteriores planes de estabilización. Sin un nuevo proyecto nacional seguiremos, a nuestro entender, el camino de la inflación y de la desintegración del tejido social. En este caso, habrá tres alternativas: un retorno al arbitraje militar; una experiencia innovadora de pacto social; y por último, la anticipación de una reforma constitucional que permita interrumpir el mandato del actual presidente por la sustitución del presidencialismo por una forma de gobierno parlamentario. Con relación a la alternativa militar, nos parece vetada a corto plazo. Tal vez porque todavía pesa el estigma del fracaso económico pero, sobre todo, porque también entre los militares se esparce la conciencia de la profundidad de la crisis del Estado y de la poca nitidez de las varias alternativas de solución que se perfilan en el debate político-ideológico-económico. No sólo las élites civiles y los intelectuales están perplejos. Los militares también están divididos 121 entre las distintas estrategias posibles. Y todas ellas implican transformaciones en uno de los pilares de sus varias y difusas ideologías: el Estado. Siendo que last but not least, los militares jamás fueron llamados para arbitrar una desvalorización tan grande de riquezas. En relación a la alternativa de pacto social corporativo, ella fracasó en sus varias tentativas durante el gobierno de Sarney. Puede, incluso, llegar a ser una condición indispensable de gobernabilidad cuando se agote la credibilidad bonapartista del nuevo presidente. Sin embargo, enfrenta dificultades de consideración como encauzamiento arbitral de largo plazo. Sin detenernos en un tema que justifica una discusión aparte, y sin desmerecer el carácter germinal que esta iniciativa puede tener para la reformulación de las relaciones Estado-economía en el Brasil, no podemos dejar de destacar la naturaleza todavía fragmentaria y poco representativa de muchas de las corporaciones involucradas en la discusión del pacto, además del enorme peso del mercado informal e inorgánico de trabajo. En especial, no sabemos como se podrá precisar la división interna del principal interlocutor en las negociaciones: el mismo gobierno. En cuanto a la alternativa parlamentarista, es de suponer que ella no acontecerá antes de las próximas elecciones parlamentarias y que encontrará una enorme resistencia de la Presidencia de la República y de varios otros sectores políticos. Eso podría transformar esas elecciones en un plebiscito en torno a la figura presidencial, dispensándola de participar en los detalles y acuerdos regionales que acompañan inevitablemente ese tipo de elecciones. Pero a costa de una desestabilización prolongada de la economía y la política nacionales. Todas las alternativas parecen, en este sentido, extremadamente dificiles porque nuestra transición democrática, al convivir con una crisis orgánica del Estado, replantea hoy en toda su intensidad una tensión que acompañó permanentemente a toda la historia desarrollista, entre el voto, la moneda y el crecimiento.4 4 En los comienzos de la década del 30, Lindolfo Collor, abuelo del actual presidente electo y ministro del trabajo de Getulio Vargas, analiza las divergencias internas de la 122 Hoy, en la hora final del Estado desarrollista se anuncia una exasperación de este conflicto. Pero hay una novedad en el ambiente. El antiestatismo de nuestras élites es más radical, a pesar de ser mayor que su aversión al autoritarismo, pero por eso es posible pensar ahora que nuestra naciente democracia puede sobrevivir sustentada en lo irreconciliable de sus intereses más que en su disposición real a aceptar el ejercicio de la libre competencia y la alternancia en el poder. Los empresarios tal vez se hagan o permanezcan demócratas por su odio irracional al Estado que los creó. Alianza Liberal, victoriosa en la revolución del 30, como "simples cuestiones administrativas ligadas a la cuestión del voto secreto y a la orientación de la política financiera". El mismo Vargas complementaría ocho años después, en el momento en que suprimía el voto e instauraba el "Estado Nuevo"-primera forma autoritaria de Estado desarrollista-, al decir que "ninguna política financiera podrá tener éxito sin la coexistencia paralela de una política de desarrollo económico". 123