Palabras de presentación de Mierda y catástrofe

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El libro del glotón
por Carlos Jiménez (crítico de arte y curador)
Comentarios al libro de Fernando Castro Flórez, Mierda y catástrofe. Síndromes
culturales del arte contemporáneo. Editorial Fórcola, Madrid, 2014.
Presentación. Ámbito Cultural de El Corte Inglés. Callao, Madrid. Martes 04.03.14.
Introducción: Creo que antes de presentar debo presentarme. Yo soy quien
está abrumado por la tarea de presentar un libro que prueba hasta la saciedad y nunca mejor dicho - que su autor es un glotón. El propio Fernando se retrata
sin quererlo, cuando en su relación de los innumerables síndromes culturales
del arte contemporáneo - que es esta enésima obra suya - detecta el siguiente:
«En última instancia, la estrategia de la obscenidad no solo ha convertido lo
banal en monumento, sino que la pulsión fetichista, el mal de archivo, ha
llevado, valga la paradoja, a la obesidad y la anorexia << estéticas >>» (p. 68).
Los que le conocemos y admiramos desde hace tanto tiempo, sabemos que
aunque ha perdido peso no ha abandonado para nada la glotonería. Sólo que ha
reemplazado - o por lo menos metido en cintura - la ingesta voraz de alimentos
y bebidas - por la intensificación superlativa de su muy antigua y envidiable
voracidad lectora. Podría decirse que ha dejado de ser Sancho Panza para
convertirse en Don Quijote, a quien, como es fama, la lectura compulsiva de
libros de caballería «le secó el cerebro». Fernando advierte al lector de su
pulsión lectora desde la dedicatoria de su golosa exploración de la mierda y la
catástrofe: «Lo confieso: sólo puedo partir de textos». Y bien que lo ha hecho en
este caso, como lo corrobora sin fisuras el hecho de que este libro dedica 83 de
sus 301 páginas a la friolera de 672 citas, impresas en una tipografía minúscula,
mientras que el índice de autores citados sobrepasa la cifra de 400, muchos de
ellos representados por varias obras. Fernando se los ha engullido a todos.
Confieso que sentí disminuida mi auto estima cuando al final comprobé que mi
nombre no figuraba en un índice onomástico en el que da la impresión que está
todo el mundo.
Y de la sequia del cerebro, que la desaforada pulsión lectora ha producido en su
privilegiado cerebro, Fernando nos ofrece un indicio igualmente revelador
cuando sentencia: «Esa es la gran catástrofe: (no tener) nada en qué pensar».
Pero ya que nos hemos metido en el patio de Cervantes digamos, además, que
Fernando comparte con el legendario hidalgo castellano el ingenio. Esa facultad,
exaltada por Baltasar Gracián y condenada por Ramón Menéndez Pidal, que, en
su caso, satisface la mayoría de las acepciones del término ofrecidas por el
Diccionario de la Real Academia de la Lengua. Las cito: «Facultad del hombre
para discurrir o inventar con prontitud y facilidad. Intuición, entendimiento,
facultades poéticas y creadoras. Industria, maña y artificio de alguien para
conseguir lo que desea. Chispa, talento para ver y mostrar rápidamente el
aspecto gracioso de las cosas». Y por último pero no por último menos
apropiado: «Máquina o artificio de guerra para atacar y defenderse».
Qué magnifica semblanza de Fernando han hecho sin saberlo ni pretenderlo los
académicos. Pero cabe mejorarla si añadimos que su intuición es especialmente
fecunda cuando se aplica a la asociación libre. En este libro suyo ofrece
innumerables ejemplos de este ejercicio. En Catástrofes a domicilio. La obra de
arte demencial en la época del terrorismo mediático, que es el título del primer
capítulo, él asocia el asunto o el tópico de la «catástrofe» con la Precipitación
fóbica, El aleteo de una mariposa, El desierto crece en casa, Destrozos
infantiles, La novedad del accidente y el atentado fundacional, Cajas negras,
pensamientos oscuros, Catarsis vomitivas, La escena del crimen, y por si fuera
poco con Estado de excepción. En Contraindicaciones y notas de un
hipocondriaco. Sobre las dolencias y los síndromes del arte contemporáneo, el
título del último capítulo, los tópicos de las «dolencias» y de los «síndromes»
son asociados, esta vez, con El realismo banal y la estupefacción mediática, Los
freaks al mando de las operaciones, Escatología para todos los públicos, El
accidente cotidiano, La anómala << función >> de lo bello, Horas de visita, La
mesa de operaciones incesantes, Todo a cien. [El derecho al << síndrome >>],
Contratiempo, Un recuerdo (ultrarápido) de la sicastenia legendaria, El arte
de la (mínima) grieta, El tratamiento Ludovico, Una vida escenificada por
idiotas, Muestra la herida, I would prefer not to… Y en Fluttering Thoughts.
[Cuando el furtivo es invitado al coto privado o los misterios superficiales de la
cultura en la era de la digitalización de las emociones], que es el tercer
capítulo, los asuntos que le preocupaban entonces Fernando los enlaza con El
viaje a ninguna parte, Para cruzar (clandestinamente la frontera),
Supervivientes digitales, Mutaciones de un consumo mediático, Daños
colaterales (informativos) de la guerra que si tuvo lugar, Yonqui de lo atroz,
Disyunciones (estratégicas) más allá de la utopía de la conexión total,
<<continuará..>> y finalmente con <<Rotten with criticism>>.
Esta clase de recomposición o deconstrucción de los campos semánticos
habituales trastoca igualmente los significados de las palabras que, por
definición, son siempre el lugar del entrecruzamiento de distintos campos
semánticos. Si estos últimos cambian también cambian las palabras que les
conciernen. De allí que en esta obra monstruosa, palabras recurrentes en la
misma como «arte», «mirada», «ceguera», «catástrofe», «apocalipsis»,
«banalidad», «idiotez» o «estupefacción» no tengan un único significado sino
que remiten a una agrupación fortuita de significados, en el que caben incluso
los que son contradictorios entre sí. En esto consiste la anomalía de este libro y
la hospitalidad que simultáneamente ofrece a la unión de la mierda con la
catástrofe que, es algo así, como la unión del tocino con la velocidad.
¿Pero qué diablos es este libro? ¿A cuál genero pertenece? ¿Al tratado?
Rotundamente no. Y si dijera que es una colección de ensayos que comparten
ciertos propósitos me quedaría corto. Yo me arriesgaría a calificarlo, en plan de
choque, de glosario. Sólo que recuperando para este término el sentido que le
asignaron los latinos. Aclaro: me refiero a los antiguos habitantes del Lacio y no
a los cubanos o a los colombianos, esos advenedizos, esos post- neolatinos, si
acaso. Glossarium, era un término latino compuesto por glossa, que era
«palabra oscura» y el sufijo arium, que indicaba «un lugar para guardar cosas»,
en su caso «palabras que no se entienden». Porque lo que Fernando Castro
Flórez ha hecho en este libro es oscurecer o confundir palabras que en el
lenguaje común son claras y distintas. Sabemos qué es un museo, cuando
intercepta de la manera habitual los campos semánticos respectivos del arte y de
las musas. Pero su significado se oscurece cuando nos dicen que también es el
lugar de un obstinado fracaso. Y esto es precisamente lo que Fernando ha
hecho: complicar e inclusive enmarañar el significado de las palabras y las
expresiones que le importan, trayendo a cuento los varios y heterogéneos
significados que le han asignado la exorbitante nomina de autores que mencioné
antes. O asignándoles él mismo, directamente otros, inéditos.
Nueva confesión: yo todavía no me he leído enteramente este libro. Y eso que he
dedicado horas y más horas a una juiciosa lectura lineal del mismo: un capitulo
después del otro y una nota detrás de otra. Hasta que en un momento dado sentí
la misma frustración que me obligó a abandonar, siendo un adolescente
provinciano, el proyecto descabellado de aprender alemán leyendo de corrido
un diccionario de alemán. Comprendí entonces que en esta obra el curso de la
argumentación es interrumpido tan constantemente por las digresiones y las
líneas de fuga que introducen las citas, que lo mejor que podía hacer con él era
leerlo a saltos. Avanzando y retrocediendo y volviendo a avanzar, picoteando
aquí y allá, como un comensal saciado o displicente. Como cuando se navega a
la deriva en la red en busca de información e inclusive de inspiración. Decir que
el Internet ha revolucionado nuestras vidas es una banalidad que no cabe
permitirse. Pero quizás no sea tan banal llamar la atención sobre su
extraordinaria utilidad para la poesía, que cifro en las casi infinitas
posibilidades que ofrece para libre asociación. Digo, si es que asumimos la
distinción establecida por Northrop Frye entre los modos característicos de los
distintos géneros. La recurrencia de la épica – afirma el venerable crítico
literario canadiense-, la continuidad de la prosa, el decoro del drama y la
asociación de la lírica. Ya lo insinué antes, citando las definiciones de ingenio
del DRAE, y ahora lo digo con todas las letras: Fernando Castro Flórez es
ingenioso porque es sobre todo un poeta.
Y dije también que este el libro es de un bulímico. Y lo he dicho imitando el
método y la táctica aplicadas por su autor, y que hasta aquí he tratado de
explicar: la asociación libre de la tradición freudiana y surrealista y la
subversión de los campos semánticos. Pero si de la bulimia nadie es culpable, sí
que cabe responsabilizar de su éxito a lo apropiada que resulta la misma como
estrategia de supervivencia en una sociedad del exceso, como la nuestra. Si esta
es la sociedad del espectáculo, como sentenció Guy Debord, lo es también del
consumismo, el derroche, el desperdicio y es - como ya lo hemos tenido la
oportunidad de tragar - la sociedad de los bonos basura. El mundo del arte
contemporáneo no se libra evidentemente de ninguno de estos excesos. Que allí
está para comprobarlo la proliferación de museos y centros de arte, de bienales
y documentas, de mega, micro y hasta de contra exposiciones, de subastas y
ferias de arte y de auténticas cagadas que - contando con la rúbrica del arte - la
especulación financiera ha convertido en oro. O aún más: en diamantes. Y hay
que incluir en este big bang, en esta inflación desaforada a los libros de estética
y a los catálogos de arte.
¿Os habéis preguntado alguna vez qué sería del arte contemporáneo sin sus
catálogos?
Catálogos eso sí que poco o nada tienen que ver con la definición que de
catálogo ofrece el Diccionario de la Real Academia de la Lengua: «Relación
ordenada en la que se incluyen o describen de forma individual libros,
documentos, personas, objetos, etcétera, que están relacionados entre sí». Si
algún método compone los catálogos de arte contemporáneo no es ni siquiera el
método que guiaba la locura de Hamlet y si algún orden los rige es el orden del
delirio. De allí que, por definición, se nieguen a la disección, el esquema, la
clasificación y el encasillamiento.
¿Qué se puede hacer entonces sí, aparte de coleccionarlos, hay que apropiarse
de ellos? ¿Cómo librarse, por Dios, del «mal de archivo» del que nos contagian?
Fernando ha encontrado una respuesta: a los catálogos hay que engullirlos, aún
corriendo los riesgos de la indigestión y el empacho. Que no es el caso. Aclaro.
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