Los relámpagos de agosto o el pedestal sin mito Algo inusitado, y probablemente irrepetible, fue que un premio como el Casa de las Américas recayera en un mismo autor en años consecutivos como le sucedió a Ibargüengoitia en 1963, cuando se le otorgó por su obra de teatro El atentado, y en 1964, cuando lo obtuvo por la novela Los relámpagos de agosto. Se afirma que el promotor de su triunfo en la segunda ocasión fue nada menos que Italo Calvino por “tres poderosas razones […] poseía un estilo propio, tenía un blanco definido en la Revolución Mexicana y el autor se había divertido al escribirla y el público seguramente haría lo mismo al leerla”.1 Las revoluciones mexicana y cubana se volvieron a unir, pero una estaba acabada por el uso y abuso de la historia oficial y la otra en su momento de esplendor, pues apenas despegaba. Escribió en 1961 Daniel Cosío Villegas: “Sinceramente creo que el pueblo mexicano sabe desde hace mucho tiempo que la Revolución Mexicana está 1 Gustavo Santillán, “La crítica literaria en torno a Los relámpagos de agosto. 19642000”, en Juan Villoro y Víctor Díaz Arciniega, coordinadores: Jorge Ibargüengoitia, El atentado. Los relámpagos de agosto. Edición crítica, Colección Archivos, allca xx, Universidad de París X, Madrid, 2002, p. 248. Contiene una muy completa recopilación de los argumentos de las críticas publicadas. 51 muerta, aunque no comprenda, o comprenda sólo a medias, por qué se oculta este hecho en vez de difundirse”.2 Los relámpagos de agosto es una sátira al conocido género de las memorias militares, en este caso, las de un viejo revolucionario, el general José Guadalupe Arroyo, quien responde por el mismo medio a las de otro general que lo implica en una rebelión organizada en 1928 –en obvia alusión a la encabezada por Francisco R. Manzo y Gonzalo Escobar en 1929. La selección del escritor volvió a resultar eficaz porque no aludía a los años heroicos del movimiento revolucionario, sino al momento de auge del criticable (alguien diría caricaturizable) maximato callista, cuando luego del asesinato de Obregón debe hacerse recaer el gobierno en un interino –el licenciado Emilio Portes Gil– que convoque a nuevas elecciones. Fue ese el contexto en el que se dio la rebelión que encabezaron Manzo, en Sonora, con 5 mil soldados, y Escobar, en Coahuila, con 3 mil 500, que fue seguida por los generales Fausto Topete, Marcelo Caraveo, desde Chihuahua, con 3 mil hombres, Jesús M. Aguirre, en Veracruz, con otros 3 mil 500, Claudio Fox, Roberto Cruz, Jesús M. Ferreira, Ramón E. Iturbe, Jesús Palomera López, Antonio I. Villarreal, Francisco Urbalejo, en Durango, con 2 mil efectivos y Ramón Yocupicio. Se dice que en total reunieron a casi 30 mil soldados de los 70 mil con los que contaba el ejército. Su único fin: oponerse a las decisiones atropelladas de Plutarco Elías Calles, el hombre fuerte del momento. Se levantaron con el Plan de Hermosillo y su revuelta se prolongó durante 75 días, produjo aproximadamente 2 mil muertos y costó 37 millones de pesos. Froylán C. Manjarrez dice que la rebelión apenas significó 13 millones 839 mil 608 2 La conferencia presentada en Montgomery fue publicada por University of Nebraska Press en 1961, y en español fue incluida por Stanley R. Ross en ¿Ha muerto la Revolución Mexicana?, Secretaría de Educación Pública, México, 1972, p. 145. 52 pesos con 78 centavos para el erario,3 una cantidad menor a la otra cifra que le parece exagerada para una campaña de dos meses escasos en que “probablemente los cartuchos disparados deben haber llevado balas forradas de oro porque es inexplicable la inversión de tan extraordinaria suma en relación con las operaciones que se desarrollaron”, como afirma Juan Gualberto Amaya en su relato autobiográfico Los gobiernos de Obregón, Calles y regímenes “peleles” derivados del callismo, que influyó en el estilo memorioso y el tono fársico que Ibargüengoitia buscaba para su novela, algo que resulta notorio desde las dedicatorias. Escribe el tangible Amaya: Dedicatoria A mi estimada esposa y leal compañera señora Guillermina Iffert Amaya que con tanta abnegación ha sabido compartir a mi lado las vicisitudes de mi accidentada vida en toda clase de alternativas. Para ella, que sin la más leve sombra de reproche, ha tenido en todas circunstancias la entereza necesaria para afrontar las duras pruebas a que en más de una vez me ha sujetado el infortunio, cuando mis ideas se han erguido y sublevado contra el abuso y el poder de los dictadores y tiranos. El Autor.4 Por su parte, el ficticio general de división José Guadalupe Arroyo, narrador de Los relámpagos de agosto, escribe: A Matilde, mi compañera de tantos años, espejo de mujer mexicana, que supo sobrellevar con la sonrisa en los labios 3 Ricardo Pérez Montfort, “México entre 1927 y 1929. El intento de ‘institucionalización’ y los equívocos de la rebelión. (Relato histórico en Los relámpagos de agosto de Jorge Ibargüengoitia)”, en Juan Villoro y Víctor Díaz Arciniega, op. cit., pp. 169-188. 4 Juan Gualberto Amaya, Los gobiernos de Obregón, Calles y regímenes “peleles” derivados del callismo. Tercera etapa, 1920 a 1935, s.p.i., México, 1947, p. v. 53 el cáliz amargo que significa ser la esposa de un hombre íntegro. Gral. de División José Guadalupe Arroyo5 (Sólo por agregar un dato curioso sobre la influencia conyugal en los rebeldes revolucionarios, baste mencionar que el golpista Gonzalo Escobar se hizo acompañar de su esposa a las reuniones conspiracionistas que tuvieron lugar en el Hotel Genève de la Ciudad de México, de donde salió la noche previa a la proclamación del fallido Plan de Hermosillo.)6 La narración de la novela es sencilla y sin mayor complicación, en ese estilo original, crítico y mordaz con que Ibargüengoitia plasmó su aguda reinterpretación de los hechos históricos. Se trata de una sucesión de episodios breves ordenados cronológicamente cuya ilación recae en su protagonista-narrador, el general Arroyo, quien en un afán por limpiar su nombre de sospechas e injurias de sus rivales políticos y militares relata una versión evidentemente tergiversada de los ficticios hechos históricos que condujeron su carrera a la ruina política. Otra coincidencia es la que puede observarse entre algunos episodios de Los relámpagos… y otros de El águila y la serpiente (1928), de Martín Luis Guzmán. Más aún: argumental­mente, la novela de Ibargüengoitia resulta curiosamente semejante a La sombra del caudillo, del mismo Guzmán, como si aquélla representara el reverso fársico y desmadrado –sátira más que parodia– de ésta, tanto que no resulta disparatado afirmar que quien conozca sólo alguna de las dos obras la tendrá presente –consciente o inconscientemen5 Jorge Ibargüengoitia, Los relámpagos de agosto, Joaquín Mortiz, México, 1980, p. 9. 6 Aunque se ha llegado a decir que las reuniones se realizaron en el Hotel Regis de la avenida Juárez, el hecho es que Escobar y su familia se encontraban alojados en el hotel de la calle de Liverpool en la colonia Juárez durante los días previos al levantamiento. Véase: Carlos Martínez Assad, Hotel Genève. Testigo de la Historia, Carso, México, 2008. 54 te– mientras lea la otra. Me parece que este hecho hace evidente la coincidencia en las fuentes históricas y documentales que ambos autores usaron para sus respectivas obras. Podría llegar a afirmarse, entonces, que además de las memorias de generales y los Ocho mil kilómetros en campaña de Álvaro Obregón, las novelas del escritor Chihuahuense pueden considerarse un claro antecedente de un formato que Ibargüengoitia llevó a sus últimas consecuencias. Como ya lo he mencionado, en Los relámpagos de agosto –y también en Maten al león y Los pasos de López– el lector puede reconocer a los personajes políticos desfigurados por la intención del autor, algo que también había hecho Martín Luis Guzmán, aunque sin quitarles el carácter hierático de quien posa para la Historia, algo completamente contrario al efecto que buscaba Ibargüengoitia. A Guzmán, “que había andado en la Revolución, y quería convertirla, sin trabas morales en tema de una obra literaria, no le bastaba mirar en perspectiva el hecho revolucionario y sentir allí partícula de generosidad o de miseria, de justicia o de dolor”.7 Guzmán venía de una tradición diferente, fue no sólo espectador sino partícipe de los acontecimientos históricos y tomó partido por uno de los bandos de la lucha revolucionaria, redactó las Memorias de Pancho Villa, basadas supuestamente en los escritos del revolucionario y en su propia experiencia como secretario particular de éste. Incluso, padeció el exilio un par de veces a causa de su antipatía política por Carranza y Calles. La intención de Guzmán era, pues, denunciar las traiciones que el proceso había generado, el envilecimiento de unos ideales en los que, en principio, creyó. (Si bien esa conciencia crítica que él llegó a representar terminó engullida por la misma maquinaria del partido oficial a la que se opuso en un prin7 Martín Luis Guzmán, “Apunte sobre una personalidad. Discurso de su ingreso a la Academia de la lengua”, en Crítica y autocrítica, Emmanuel Carballo, editor, unam/Universidad de Colima, México, 1987, p. 160. 55 cipio.) En contraste, el narrador guanajuatense escribiría su gran novela desmitificadora en un momento en que el descrédito de la Revolución Mexicana crecía como la espuma y perdía cualquier legitimidad ante el uso retórico que hacía de ella el sistema político representado por el partido de Estado, mejor conocido como el pri. La frescura del relato de Ibargüengoitia radica, así, no sólo en la espontaneidad y el humor para abordar y ficcionar sus fuentes, sin importar cuánto o de qué manera responde a los modelos o hechos reales –que, sin embargo, tuvo en cuenta o al menos conoció, como revela un análisis de la novela–,8 sino en la distancia –temporal y hasta ideológica– existente entre autor y sucesos históricos. Desde esa perspectiva, su interés no coincide con el de los autores canónicos de la novela de la Revolución Mexicana, si acaso algo con la desesperanza y la corrupción de los revolucionarios que Azuela expuso por primera vez en Los de abajo. Era otro el sentido en que Ibargüengoitia se aprovechaba de la historia para recrear el humor. Una de las pistas iniciales sobre los hechos históricos en que se inspira Los relámpagos de agosto la da el narrador, en la voz del ficticio general de división José Guadalupe Arroyo (cuyas iniciales son las mismas que las de Juan Gualberto Amaya), al afirmar que todo sucedió en el año de 1928 –aunque la mayor parte del relato coincide con la ya mencionada rebelión de marzo de 1929. El muerto no es, obviamente, el general Obregón sino el general Marcos González quien muere, como aquél, siendo presidente electo, aunque no por causas violentas sino de apoplejía –¿qué mayor escarnio para un militar revolucionario que el de no morir en campaña sino en la cama de su hogar? Ese “trágico” suceso desencadena la serie de enredos y peripecias en las que se ve envuelto el ge8 El meticuloso estudio de Juan Villoro y Víctor Díaz Arciniega incluido en la Edición crítica de Los relámpagos…, varias veces citada en esta obra. 56 neral Arroyo, quien apenas había sido llamado por el finado González para ocupar el cargo de secretario particular de la Presidencia. El narrador emprende el viaje rumbo a la capital desde la ficticia ciudad de Vieyra, en el estado del mismo nombre, y llega en ferrocarril a la antigua estación Colonia para enterarse ahí de que su benefactor había muerto. Algo semejante le ocurrió al licenciado Basilio Vadillo, quien en 1928 había regresado de un cargo diplomático en Europa y había sido citado por Obregón en su casa de la avenida Jalisco, el 17 de julio a las cinco de la tarde, para ofrecerle algún cargo en su inminente gobierno. Cuando llegó a la cita aquella tarde, se enteró de que el presidente electo había sido asesinado y yacía recostado en un sillón de la sala de su casa. En la novela, el presidente en funciones se llama Vidal Sánchez, y es fácil identificar en él al general Plutarco Elías Calles. Existe una coincidencia en que lo haya nombrado con el apellido de uno de los complotistas que perdió la vida en Huitzilac, el general Vidal, quien fuera gobernador socialista de Chiapas, y a quien el licenciado Francisco J. Santamaría, en uno de los pasajes de La tragedia de Cuernavaca en 1927 y mi escapatoria célebre, consideró presidenciable. A aquello del mediodía, mientras el grueso de la muchedumbre bullanguera andaba por las calles, sin duda en expedición de ojeo y observación, nosotros (los cuatro que juntos fuimos) hacíamos petit comité para deliberar conciezudamente acerca de la nueva situación, en que al siguiente día tres nos encontraríamos […]. Por fin, Peralta planteó los más interesantes puntos para nosotros, en los términos siguientes, más o menos: –­ Vidal será un buen Presidente Provisional; ideal, ¿verdad? –Ideal. –Nosotros tendremos que aceptar las carteras que se nos asignen, para tomar posiciones dentro del serranismo gobiernista, a favor y para garantía de nuestro candidato.9 9 Citado en Adriana I. López Téllez, “Jorge Ibargüengoitia y los memorialistas”, en Juan Villoro y Víctor Díaz Arciniega, op. cit., p. 223. 57 Por lo demás, el pasaje revela los intereses mezquinos y las ambiciones materiales que movían a los supuestos revolucionarios que Ibargüengoitia retrata muy bien a lo largo de su trama. En ese sentido, Huberto Batis escribió que la novela era “la parodia de los generales revolucionarios centrados no en los problemas políticos sino en las disputas personales”, y puntualizaba, al igual que Calvino, que la Revolución Mexicana ya había conocido la épica y que había llegado la hora de su sátira.10 Aunque el personaje del Gordo Artajo tiene varios rasgos del general Saturnino Cedillo, se trata de una mixtura de éste con el general Joaquín Amaro –que no era gordo, pero sí enemigo de Obregón–, una figura militar y políticamente más importante en la vida nacional, que debió dejar la Secretaría de la Defensa tras sufrir un accidente ¡jugando polo!, lo que aprovechó el presidente para relevarlo nada menos que con Plutarco Elías Calles, con lo cual “El Turco” vio acrecentar su poder. Y a propósito de Calles, si quedara alguna duda sobre su camuflada identidad en la de Vidal Sánchez, ésta nos es completamente desvelada cuando una vez muerto el presidente electo, aquél declara “que México había dejado atrás la etapa de los Caudillos”,11 cita textual del discurso más reconocido de Plutarco Elías Calles luego del asesinato de Obregón. Por su parte, Eulalio Pérez H., en quien recae la presidencia interina tras la muerte de Marcos González, no tiene otro modelo real que el licenciado Emilio Portes Gil. El “Partido Único” de la novela tiene como modelo evidente al Partido Nacional Revolucionario (pnr).12 Gregorio Meléndez, quien retira su candidatura y se conforma con el cargo de secretario de Hacienda, está inspirado en el ministro 10 Huberto Batis, “Los relámpagos de agosto”, en La Cultura en México, 4 de noviembre de 1964, citado en Gustavo Santillán, op. cit., p. 248. 11 Jorge Ibargüengoitia, Los relámpagos de agosto, op. cit., p. 37. 12 Ver nota 4 en la página 45. 58 Aarón Sáenz, quien ocupaba esa cartera del gobierno cuando las presiones de los callistas le obligaron a retirar su candidatura en la primera convención del naciente partido. Por su parte, Juan Valdivia, quien mediante un “acuerdo secreto” obtiene la candidatura, no puede estar basado en nadie más que en el ingeniero Pascual Ortiz Rubio. De Valdivia dice el general Arroyo lo que otros pudieron haber dicho de Ortiz Rubio con ironía: “Juan era un candidato perfecto, tenía una promesa para cada gente y nunca lo oí repetirse… ni lo vi cumplir ninguna, por cierto”.13 Los únicos nombres reales que Ibargüengoitia menciona en su novela son los de los generales Eugenio Martínez y Francisco Serrano –aunque a este último se refiere solamente por el apellido–, si bien explica que se trata del malogrado general asesinado en un paraje de la carretera México-Cuernavaca.14 Confusión y simulación Tras el deceso del presidente electo, sus principales allegados se reúnen a dirimir quién deberá asumir interinamente la presidencia. Ibargüengoitia vuelca en el episodio su mirada sarcástica y burlona sobre unos “generalotes” revolucionarios obligados a convertirse en burócratas que reinterpretan las leyes a su conveniencia. Cuando el general Artajo comenta que la presidencia corresponde al secretario de Gobernación, demostrando así su confusión jurídica, otro influyente general responde: – El párrafo de la Constitución en el que sin duda están basadas sus interesantes palabras, mi General, se refiere a la muerte del Presidente en Funciones y el General González era Presi13 Ibidem, p. 50. Ibidem, p. 64. 14 59 dente Electo. Ese párrafo se aplicaría si el difunto fuera el General Vidal Sánchez, lo cual, desgraciadamente, no es el caso.15 Confusión y simulación son lo que expresa también el general Arroyo cuando, de nuevo en la coyuntura política que significa la muerte del presidente electo, afirma que “[…] la Constitución, nuestra Magna Carta, es una de las más altas glorias nacionales y por consiguiente, no debe ser declarada en receso; [y] siempre he creído que los diputados son una sarta de mentecatos y que no hace falta ninguna tropa para obligarlos a actuar de tal o cual manera”.16 La novela (o mejor, el relato del general Arroyo) está plagada de este tipo de apreciaciones, irónicas cuando permiten entrever lo contrario de lo que proclaman (que la Constitución no es en realidad una gloria nacional, sino letra muerta), dolorosamente realistas cuando lo confirman (que los diputados son en verdad “una sarta de mentecatos”). Robos simbólicos El hurto, un rasgo característico de los “héroes” de la Revolución es reafirmado por Ibargüengoitia a lo largo de la novela, en cuyas páginas es no sólo una constante sino un leitmotiv. Uno de los conflictos del general Arroyo es desencadenado por un malentendido que sugiere la corrupción de los miembros del ejército y los funcionarios de la Revolución rampante: el supuesto robo del reloj de oro que el finado Marcos González dejara como herencia a Arroyo, y que, como se aclara en el transcurso de la novela, es sólo una confusión de la viuda del presidente electo, doña Soledad E. de González, quien al culpar del falso robo al intrascendente Eulalio Pérez H. (que sin embargo más tarde será nombrado presidente interino) ayuda 15 Ibidem, p. 23. Ibidem, p. 24. 16 60 a cavar la tumba política del narrador, cuyo destino ya ha sido sellado. Pero el destino no obra en un solo sentido para Lupe Arroyo: el robo de su pistola con cacha de nácar a manos de Macedonio Gálvez que ocurre en el primer capítulo será, hacia el final de la novela, el salvoconducto para conservar su vida. El hurto se establece así, en la novela, como un símbolo de doble valor: lo mismo condena que salva. La toponimia del delirio Otro aspecto de especial interés en Los relámpagos de agosto (pero también en el resto de la narrativa del autor) es la disparatada toponimia que Ibargüengoitia inventa para recrear su(s) trama(s) en lugares ficticios, sí, pero que guardan una velada relación con los sitios en los que realmente ocurrieron hechos históricos similares a los de su(s) novela(s). Profundo conocedor de las leyes de la ficción, el guanajuatense sabía combinar las características topográficas, sociales y culturales de diferentes sitios y regiones para hacer nacer en sus páginas lugares imaginarios en los que, no obstante, el lector avezado puede reconocer rasgos de ésta o aquella ciudad, aquél o ese pueblo. (En Los relámpagos…, por ejemplo, hay indicios de que la ciudad de Vieyra, capital del mismo estado, tiene como referente la ciudad de San Luis Potosí, capital del estado del mismo nombre. La gazmoña y provinciana Cuévano, que aparece en casi todas sus novelas, pero sobre todo en Estas ruinas que ves, puede identificarse fácilmente como su natal Guanajuato.) Pero, ojo: Vieyra, Apapátaro, Cuévano, Salto de la Tuxpana, la isla de Arepa y el resto de la toponimia inventada por Ibargüengoitia no existen en (la) realidad, son producto de la ficción, y como tales, son totalmente independientes de referentes geográficos obligatorios. Lo que Ibargüengoitia hizo en Los relámpagos… no fue redactar una crónica detallada de determinados sucesos históricos, sino escribir una 61 obra literaria con sus propias reglas, independientemente de que ésta haya partido de acontecimientos históricos verificables. Lo importante para él no fue establecer símiles entre tales acontecimientos y los narrados en su novela (desbordados, exagerados, desopilantes), ni entre aquella toponimia inventada y los lugares reales en que pudo inspirarse, o entre sus personajes esperpénticos y los héroes y próceres de carne y hueso, quizá no menos risibles que aquéllos. Es obvio que pretendió desacralizar, burlar(se), satirizar, ridiculizar, ­incluso, un proceso que, a la luz de los gobiernos que forjó, no se sostiene como lección ni de moral ni de honestidad. Su objetivo final fue desmitificar desde la literatura, mediante su humor ácido y su estilo irónico, lo que hasta entonces se había abordado con solemnidad y grandilocuencia que derivó en una propuesta rígida y sin espontaneidad. “Con gran habilidad y sencillez narrativa [Ibargüengoitia] cuestiona a los héroes que nos han impuesto y termina por devolverles su valor precisamente por haberlos hecho humanos”.17 Puede decirse que es la ironía la que mueve a ese doble narrador, pues evidentemente es Ibargüengoitia quien transcribe lo que dicta el general Arroyo, como el propio militar lo aclara en el prólogo de la novela “El único responsable del libro y del título es Jorge Ibargüengoitia, un individuo que se dice escritor mexicano”.18 Pero es también quien camufla su malicia narrativa detrás de un personaje fársico. Así: “El juego irónico adquiere entonces un doble sentido: va del general a su escriba (pasivo) y de retorno del escriba (malicioso) a la narración del general”.19 17 Sara Sefchovich, México: país de ideas, país de novelas. Una sociología de la literatura mexicana, Enlace-Grijalbo, México, 1987, p. 168. 18 Jorge Ibargüengoitia, Los relámpagos de agosto, op. cit., p. 9. 19 Evodio Escalante, Las metáforas de la crítica, Joaquín Mortiz, México, 1998, p. 102. Para esa afirmación, Escalante recurre a una idea de Ana Rosa Domenella contenida en Jorge Ibargüengoitia: la transgresión por la ironía, UAM-Iztapalapa, México, 1989, p. 75. 62 La Revolución se sube al tren Como en la gesta revolucionaria, en la novela de Ibargüengoitia los trenes tienen un papel protagónico, ya que hace un siglo era el medio más difundido, rápido y eficaz no sólo para el traslado de personas y productos, sino también de las tropas revolucionarias. Puede afirmarse sin lugar a dudas que la Revolución se hizo en ferrocarril. Ya el general Obregón apuntaba en un pasaje de Ocho mil kilómetros en campaña: “…yo, con los trenes, marcharía rápidamente a Hermosillo esparciendo la noticia, a mi paso por Nogales, de que llevaba todas mis tropas para esa capital [del país] […]. Así se hizo, y cuando Alvarado emprendió la marcha, en la noche, para la Morita, yo salí con todos los trenes para esa capital [de Sonora], dejando el convoy en Estación Lomas y llegando a Nogales únicamente yo”.20 Este episodio narra la toma del pueblo fronterizo de Naco, Sonora, en 1913, una escaramuza en la que siempre estuvo latente el temor por la posibilidad (como de hecho terminó ocurriendo) de que algunas balas de la refriega del lado mexicano cayeran en territorio de Estados Unidos por la reacción y las ulteriores consecuencias diplomáticas que eso podría desencadenar. Este parece ser el hecho en el que se inspira el episodio del Zirahuén narrado en la novela: advertidos por Mr. Robertson, el cónsul estadounidense, de que si uno solo de sus disparos cae en el país vecino éste declarará la guerra a México, los generales conjurados contra el gobierno federal idean un plan para volar la guarnición militar y tomar el pueblo de Pacotas: Consistiría en cargar un carro de ferrocarril con dinamita, arrastrarlo con una locomotora hasta las alturas que estaban en el kilómetro 8 y soltarlo desde allí. La vía estaba en un de20 Adriana I. López Tellez, “Jorge Ibargüengoitia y los memorialistas” en Juan Villoro y Víctor Díaz Arciniega, op. cit., p. 225. 63 clive que terminaba en la estación a [sic] Pacotas y calculábamos que el vehículo llegaría con suficiente ímpetu, para meterse en la casa del Jefe de Estación y volar en pedazos al coronel Medina y todos sus efectivos, sin causar ningún estropicio en las propiedades norteamericanas.21 Los militares enganchan el carro comedor Zirahuén cargado de dinamita a una locomotora y desde una cima lo hacen rodar cuesta abajo hacia el campamento enemigo. Pero el plan falla varias veces y sólo se resuelve tres capítulos después, ante la sorpresa del lector que ya no se esperaba un desenlace tan contundente. Cabe mencionar que un episodio semejante ocurrió realmente, cuando los villistas lanzaron una locomotora cargada de dinamita contra un tren enemigo y causaron una fuerte explosión. Los federales huyeron hacia la ciudad de Chihuahua, abandonando casi toda su artillería a las manos de las huestes de Villa.22 Si aun las guerras contemporáneas, con sus despliegues de alta tecnología militar y fuerzas superentrenadas, son terreno propicio para los errores tácticos y de cálculo y las bajas humanas inesperadas (eso que eufemísticamente se ha dado en llamar “daños colaterales”), sin duda, una guerra como la librada en nuestro país hace un siglo entre un ejército nacional debidamente constituido y otros no profesionales, con escaso o nulo entrenamiento militar y estrategias intuitivas en buena medida improvisadas, era el terreno propicio para cualquier cantidad de equivocaciones, malentendidos estratégicos y caprichos tácticos que Ibargüengoitia conoció por medio de sus lecturas de la literatura militar de la época, de la que sacó todo el provecho posible. 21 Jorge Ibargüengoitia, Los relámpagos de agosto, op. cit., p. 97. Friedrich Katz, Pancho Villa, Tomo 1, Ediciones Era, México, 1999, p. 265. 22 64 Fueron frecuentes, por ejemplo, los intercambios de balas entre contingentes de un mismo bando: Cuando Villa informó a la guarnición carrancista que tomaría Cusihuiráchic, en Chihuahua, el coronel ordenó la retirada, pero mientras salían del pueblo vieron llegar a otras tropas y abrieron fuego contra ellas de inmediato. Tras un sangriento ataque descubrieron que, como ellos, aquéllas eran también carrancistas; cuando finalmente arremetieron contra Villa, las tropas estaban tan mermadas que éste las derrotó.23 Algo semejante, aunque menos heroico, se relata en el capítulo xiii de Los relámpagos de agosto: “Entonces comprendí [cuenta Arroyo] que el shrapnel que estaba cayéndonos encima, venía nada menos que de los cañones de mi querido amigo Germán Trenza. Afortunadamente estaban tirando con tan mala puntería, que no nos causaba mucho daño”.24 23 Friedrich Katz, Pancho Villa, Tomo 2, Ediciones Era, México, 1999, p. 179. Ibargüengoitia, ibidem, p. 88. 24 65