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Los relámpagos de agosto o el pedestal sin mito
Algo inusitado, y probablemente irrepetible, fue que un premio como el Casa de las Américas recayera en un mismo autor en años consecutivos como le sucedió a Ibargüengoitia
en 1963, cuando se le otorgó por su obra de teatro El atentado, y en 1964, cuando lo obtuvo por la novela Los relámpagos de agosto. Se afirma que el promotor de su triunfo en
la segunda ocasión fue nada menos que Italo Calvino por
“tres poderosas razones […] poseía un estilo propio, tenía
un blanco definido en la Revolución Mexicana y el autor se
había divertido al escribirla y el público seguramente haría
lo mismo al leerla”.1 Las revoluciones mexicana y cubana se
volvieron a unir, pero una estaba acabada por el uso y abuso de la historia oficial y la otra en su momento de esplendor, pues apenas despegaba. Escribió en 1961 Daniel Cosío
Villegas: “Sinceramente creo que el pueblo mexicano sabe
desde hace mucho tiempo que la Revolución Mexicana está
1
Gustavo Santillán, “La crítica literaria en torno a Los relámpagos de agosto. 19642000”, en Juan Villoro y Víctor Díaz Arciniega, coordinadores: Jorge Ibargüengoitia,
El atentado. Los relámpagos de agosto. Edición crítica, Colección Archivos, allca
xx, Universidad de París X, Madrid, 2002, p. 248. Contiene una muy completa
recopilación de los argumentos de las críticas publicadas.
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muerta, aunque no comprenda, o comprenda sólo a medias,
por qué se oculta este hecho en vez de difundirse”.2
Los relámpagos de agosto es una sátira al conocido género de las memorias militares, en este caso, las de un viejo
revolucionario, el general José Guadalupe Arroyo, quien responde por el mismo medio a las de otro general que lo implica en una rebelión organizada en 1928 –en obvia alusión
a la encabezada por Francisco R. Manzo y Gonzalo Escobar
en 1929. La selección del escritor volvió a resultar eficaz porque no aludía a los años heroicos del movimiento revolucionario, sino al momento de auge del criticable (alguien diría
caricaturizable) maximato callista, cuando luego del asesinato de Obregón debe hacerse recaer el gobierno en un interino –el licenciado Emilio Portes Gil– que convoque a nuevas
elecciones. Fue ese el contexto en el que se dio la rebelión
que encabezaron Manzo, en Sonora, con 5 mil soldados, y
Escobar, en Coahuila, con 3 mil 500, que fue seguida por los
generales Fausto Topete, Marcelo Caraveo, desde Chihuahua,
con 3 mil hombres, Jesús M. Aguirre, en Veracruz, con otros
3 mil 500, Claudio Fox, Roberto Cruz, Jesús M. Ferreira, Ramón E. Iturbe, Jesús Palomera López, Antonio I. Villarreal,
Francisco Urbalejo, en Durango, con 2 mil efectivos y Ramón
Yocupicio. Se dice que en total reunieron a casi 30 mil soldados de los 70 mil con los que contaba el ejército. Su único
fin: oponerse a las decisiones atropelladas de Plutarco Elías
Calles, el hombre fuerte del momento.
Se levantaron con el Plan de Hermosillo y su revuelta se
prolongó durante 75 días, produjo aproximadamente 2 mil
muertos y costó 37 millones de pesos. Froylán C. Manjarrez
dice que la rebelión apenas significó 13 millones 839 mil 608
2
La conferencia presentada en Montgomery fue publicada por University of
Nebraska Press en 1961, y en español fue incluida por Stanley R. Ross en ¿Ha muerto
la Revolución Mexicana?, Secretaría de Educación Pública, México, 1972, p. 145.
52
pesos con 78 centavos para el erario,3 una cantidad menor
a la otra cifra que le parece exagerada para una campaña
de dos meses escasos en que “probablemente los cartuchos
disparados deben haber llevado balas forradas de oro porque es inexplicable la inversión de tan extraordinaria suma
en relación con las operaciones que se desarrollaron”, como
afirma Juan Gualberto Amaya en su relato autobiográfico
Los gobiernos de Obregón, Calles y regímenes “peleles” derivados del callismo, que influyó en el estilo memorioso y el
tono fársico que Ibargüengoitia buscaba para su novela, algo
que resulta notorio desde las dedicatorias. Escribe el tangible Amaya:
Dedicatoria
A mi estimada esposa y leal compañera señora Guillermina
Iffert Amaya que con tanta abnegación ha sabido compartir a
mi lado las vicisitudes de mi accidentada vida en toda clase
de alternativas.
Para ella, que sin la más leve sombra de reproche, ha tenido en todas circunstancias la entereza necesaria para afrontar
las duras pruebas a que en más de una vez me ha sujetado el
infortunio, cuando mis ideas se han erguido y sublevado contra el abuso y el poder de los dictadores y tiranos.
El Autor.4
Por su parte, el ficticio general de división José Guadalupe Arroyo, narrador de Los relámpagos de agosto, escribe:
A Matilde, mi compañera de tantos años, espejo de mujer
mexicana, que supo sobrellevar con la sonrisa en los labios
3
Ricardo Pérez Montfort, “México entre 1927 y 1929. El intento de
‘institucionalización’ y los equívocos de la rebelión. (Relato histórico en Los
relámpagos de agosto de Jorge Ibargüengoitia)”, en Juan Villoro y Víctor Díaz
Arciniega, op. cit., pp. 169-188.
4
Juan Gualberto Amaya, Los gobiernos de Obregón, Calles y regímenes “peleles”
derivados del callismo. Tercera etapa, 1920 a 1935, s.p.i., México, 1947, p. v.
53
el cáliz amargo que significa ser la esposa de un hombre
íntegro.
Gral. de División José Guadalupe Arroyo5
(Sólo por agregar un dato curioso sobre la influencia conyugal en los rebeldes revolucionarios, baste mencionar que el
golpista Gonzalo Escobar se hizo acompañar de su esposa a
las reuniones conspiracionistas que tuvieron lugar en el Hotel Genève de la Ciudad de México, de donde salió la noche
previa a la proclamación del fallido Plan de Hermosillo.)6
La narración de la novela es sencilla y sin mayor complicación, en ese estilo original, crítico y mordaz con que Ibargüengoitia plasmó su aguda reinterpretación de los hechos
históricos. Se trata de una sucesión de episodios breves ordenados cronológicamente cuya ilación recae en su protagonista-narrador, el general Arroyo, quien en un afán por limpiar
su nombre de sospechas e injurias de sus rivales políticos y
militares relata una versión evidentemente tergiversada de
los ficticios hechos históricos que condujeron su carrera a la
ruina política.
Otra coincidencia es la que puede observarse entre algunos episodios de Los relámpagos… y otros de El águila y la serpiente (1928), de Martín Luis Guzmán. Más aún:
argumental­mente, la novela de Ibargüengoitia resulta curiosamente semejante a La sombra del caudillo, del mismo Guzmán, como si aquélla representara el reverso fársico y desmadrado –sátira más que parodia– de ésta, tanto que no resulta
disparatado afirmar que quien conozca sólo alguna de las
dos obras la tendrá presente –consciente o inconscientemen5
Jorge Ibargüengoitia, Los relámpagos de agosto, Joaquín Mortiz, México, 1980,
p. 9.
6
Aunque se ha llegado a decir que las reuniones se realizaron en el Hotel Regis
de la avenida Juárez, el hecho es que Escobar y su familia se encontraban alojados
en el hotel de la calle de Liverpool en la colonia Juárez durante los días previos al
levantamiento. Véase: Carlos Martínez Assad, Hotel Genève. Testigo de la Historia,
Carso, México, 2008.
54
te– mientras lea la otra. Me parece que este hecho hace evidente la coincidencia en las fuentes históricas y documentales que ambos autores usaron para sus respectivas obras.
Podría llegar a afirmarse, entonces, que además de las
memorias de generales y los Ocho mil kilómetros en campaña de Álvaro Obregón, las novelas del escritor Chihuahuense pueden considerarse un claro antecedente de un formato
que Ibargüengoitia llevó a sus últimas consecuencias. Como
ya lo he mencionado, en Los relámpagos de agosto –y también en Maten al león y Los pasos de López– el lector puede
reconocer a los personajes políticos desfigurados por la intención del autor, algo que también había hecho Martín Luis
Guzmán, aunque sin quitarles el carácter hierático de quien
posa para la Historia, algo completamente contrario al efecto
que buscaba Ibargüengoitia. A Guzmán, “que había andado
en la Revolución, y quería convertirla, sin trabas morales en
tema de una obra literaria, no le bastaba mirar en perspectiva el hecho revolucionario y sentir allí partícula de generosidad o de miseria, de justicia o de dolor”.7 Guzmán venía de
una tradición diferente, fue no sólo espectador sino partícipe
de los acontecimientos históricos y tomó partido por uno de
los bandos de la lucha revolucionaria, redactó las Memorias
de Pancho Villa, basadas supuestamente en los escritos del
revolucionario y en su propia experiencia como secretario
particular de éste. Incluso, padeció el exilio un par de veces
a causa de su antipatía política por Carranza y Calles. La intención de Guzmán era, pues, denunciar las traiciones que
el proceso había generado, el envilecimiento de unos ideales
en los que, en principio, creyó. (Si bien esa conciencia crítica que él llegó a representar terminó engullida por la misma
maquinaria del partido oficial a la que se opuso en un prin7
Martín Luis Guzmán, “Apunte sobre una personalidad. Discurso de su ingreso
a la Academia de la lengua”, en Crítica y autocrítica, Emmanuel Carballo, editor,
unam/Universidad de Colima, México, 1987, p. 160.
55
cipio.) En contraste, el narrador guanajuatense escribiría su
gran novela desmitificadora en un momento en que el descrédito de la Revolución Mexicana crecía como la espuma y
perdía cualquier legitimidad ante el uso retórico que hacía de
ella el sistema político representado por el partido de Estado,
mejor conocido como el pri.
La frescura del relato de Ibargüengoitia radica, así, no sólo
en la espontaneidad y el humor para abordar y ficcionar sus
fuentes, sin importar cuánto o de qué manera responde a los
modelos o hechos reales –que, sin embargo, tuvo en cuenta o
al menos conoció, como revela un análisis de la novela–,8 sino
en la distancia –temporal y hasta ideológica– existente entre
autor y sucesos históricos. Desde esa perspectiva, su interés
no coincide con el de los autores canónicos de la novela de la
Revolución Mexicana, si acaso algo con la desesperanza y la
corrupción de los revolucionarios que Azuela expuso por primera vez en Los de abajo. Era otro el sentido en que Ibargüengoitia se aprovechaba de la historia para recrear el humor.
Una de las pistas iniciales sobre los hechos históricos en
que se inspira Los relámpagos de agosto la da el narrador, en
la voz del ficticio general de división José Guadalupe Arroyo (cuyas iniciales son las mismas que las de Juan Gualberto
Amaya), al afirmar que todo sucedió en el año de 1928 –aunque la mayor parte del relato coincide con la ya mencionada rebelión de marzo de 1929. El muerto no es, obviamente,
el general Obregón sino el general Marcos González quien
muere, como aquél, siendo presidente electo, aunque no por
causas violentas sino de apoplejía –¿qué mayor escarnio para
un militar revolucionario que el de no morir en campaña sino
en la cama de su hogar? Ese “trágico” suceso desencadena la
serie de enredos y peripecias en las que se ve envuelto el ge8
El meticuloso estudio de Juan Villoro y Víctor Díaz Arciniega incluido en la
Edición crítica de Los relámpagos…, varias veces citada en esta obra.
56
neral Arroyo, quien apenas había sido llamado por el finado
González para ocupar el cargo de secretario particular de la
Presidencia. El narrador emprende el viaje rumbo a la capital desde la ficticia ciudad de Vieyra, en el estado del mismo
nombre, y llega en ferrocarril a la antigua estación Colonia
para enterarse ahí de que su benefactor había muerto. Algo
semejante le ocurrió al licenciado Basilio Vadillo, quien en
1928 había regresado de un cargo diplomático en Europa y
había sido citado por Obregón en su casa de la avenida Jalisco, el 17 de julio a las cinco de la tarde, para ofrecerle algún
cargo en su inminente gobierno. Cuando llegó a la cita aquella tarde, se enteró de que el presidente electo había sido asesinado y yacía recostado en un sillón de la sala de su casa.
En la novela, el presidente en funciones se llama Vidal
Sánchez, y es fácil identificar en él al general Plutarco Elías
Calles. Existe una coincidencia en que lo haya nombrado con
el apellido de uno de los complotistas que perdió la vida en
Huitzilac, el general Vidal, quien fuera gobernador socialista
de Chiapas, y a quien el licenciado Francisco J. Santamaría,
en uno de los pasajes de La tragedia de Cuernavaca en 1927
y mi escapatoria célebre, consideró presidenciable.
A aquello del mediodía, mientras el grueso de la muchedumbre bullanguera andaba por las calles, sin duda en expedición
de ojeo y observación, nosotros (los cuatro que juntos fuimos)
hacíamos petit comité para deliberar conciezudamente acerca
de la nueva situación, en que al siguiente día tres nos encontraríamos […]. Por fin, Peralta planteó los más interesantes puntos
para nosotros, en los términos siguientes, más o menos: –­ Vidal será un buen Presidente Provisional; ideal, ¿verdad? –Ideal.
–Nosotros tendremos que aceptar las carteras que se nos asignen, para tomar posiciones dentro del serranismo gobiernista,
a favor y para garantía de nuestro candidato.9
9
Citado en Adriana I. López Téllez, “Jorge Ibargüengoitia y los memorialistas”,
en Juan Villoro y Víctor Díaz Arciniega, op. cit., p. 223.
57
Por lo demás, el pasaje revela los intereses mezquinos y las
ambiciones materiales que movían a los supuestos revolucionarios que Ibargüengoitia retrata muy bien a lo largo de su trama. En ese sentido, Huberto Batis escribió que la novela era “la
parodia de los generales revolucionarios centrados no en los
problemas políticos sino en las disputas personales”, y puntualizaba, al igual que Calvino, que la Revolución Mexicana ya había conocido la épica y que había llegado la hora de su sátira.10
Aunque el personaje del Gordo Artajo tiene varios rasgos del general Saturnino Cedillo, se trata de una mixtura de
éste con el general Joaquín Amaro –que no era gordo, pero
sí enemigo de Obregón–, una figura militar y políticamente
más importante en la vida nacional, que debió dejar la Secretaría de la Defensa tras sufrir un accidente ¡jugando polo!, lo
que aprovechó el presidente para relevarlo nada menos que
con Plutarco Elías Calles, con lo cual “El Turco” vio acrecentar su poder.
Y a propósito de Calles, si quedara alguna duda sobre su
camuflada identidad en la de Vidal Sánchez, ésta nos es completamente desvelada cuando una vez muerto el presidente
electo, aquél declara “que México había dejado atrás la etapa de los Caudillos”,11 cita textual del discurso más reconocido de Plutarco Elías Calles luego del asesinato de Obregón.
Por su parte, Eulalio Pérez H., en quien recae la presidencia
interina tras la muerte de Marcos González, no tiene otro modelo real que el licenciado Emilio Portes Gil.
El “Partido Único” de la novela tiene como modelo evidente al Partido Nacional Revolucionario (pnr).12 Gregorio
Meléndez, quien retira su candidatura y se conforma con el
cargo de secretario de Hacienda, está inspirado en el ministro
10
Huberto Batis, “Los relámpagos de agosto”, en La Cultura en México, 4 de
noviembre de 1964, citado en Gustavo Santillán, op. cit., p. 248.
11
Jorge Ibargüengoitia, Los relámpagos de agosto, op. cit., p. 37.
12
Ver nota 4 en la página 45.
58
Aarón Sáenz, quien ocupaba esa cartera del gobierno cuando las presiones de los callistas le obligaron a retirar su candidatura en la primera convención del naciente partido. Por
su parte, Juan Valdivia, quien mediante un “acuerdo secreto”
obtiene la candidatura, no puede estar basado en nadie más
que en el ingeniero Pascual Ortiz Rubio. De Valdivia dice el
general Arroyo lo que otros pudieron haber dicho de Ortiz
Rubio con ironía: “Juan era un candidato perfecto, tenía una
promesa para cada gente y nunca lo oí repetirse… ni lo vi
cumplir ninguna, por cierto”.13
Los únicos nombres reales que Ibargüengoitia menciona en su novela son los de los generales Eugenio Martínez y Francisco Serrano –aunque a este último se refiere
solamente por el apellido–, si bien explica que se trata del
malogrado general asesinado en un paraje de la carretera
México-Cuernavaca.14
Confusión y simulación
Tras el deceso del presidente electo, sus principales allegados se reúnen a dirimir quién deberá asumir interinamente la
presidencia. Ibargüengoitia vuelca en el episodio su mirada
sarcástica y burlona sobre unos “generalotes” revolucionarios obligados a convertirse en burócratas que reinterpretan
las leyes a su conveniencia. Cuando el general Artajo comenta que la presidencia corresponde al secretario de Gobernación, demostrando así su confusión jurídica, otro influyente
general responde:
– El párrafo de la Constitución en el que sin duda están basadas sus interesantes palabras, mi General, se refiere a la muerte
del Presidente en Funciones y el General González era Presi13
Ibidem, p. 50.
Ibidem, p. 64.
14
59
dente Electo. Ese párrafo se aplicaría si el difunto fuera el General Vidal Sánchez, lo cual, desgraciadamente, no es el caso.15
Confusión y simulación son lo que expresa también el
general Arroyo cuando, de nuevo en la coyuntura política
que significa la muerte del presidente electo, afirma que “[…]
la Constitución, nuestra Magna Carta, es una de las más altas glorias nacionales y por consiguiente, no debe ser declarada en receso; [y] siempre he creído que los diputados son
una sarta de mentecatos y que no hace falta ninguna tropa
para obligarlos a actuar de tal o cual manera”.16 La novela (o
mejor, el relato del general Arroyo) está plagada de este tipo
de apreciaciones, irónicas cuando permiten entrever lo contrario de lo que proclaman (que la Constitución no es en realidad una gloria nacional, sino letra muerta), dolorosamente
realistas cuando lo confirman (que los diputados son en verdad “una sarta de mentecatos”).
Robos simbólicos
El hurto, un rasgo característico de los “héroes” de la Revolución es reafirmado por Ibargüengoitia a lo largo de la novela,
en cuyas páginas es no sólo una constante sino un leitmotiv.
Uno de los conflictos del general Arroyo es desencadenado
por un malentendido que sugiere la corrupción de los miembros del ejército y los funcionarios de la Revolución rampante:
el supuesto robo del reloj de oro que el finado Marcos González dejara como herencia a Arroyo, y que, como se aclara en el
transcurso de la novela, es sólo una confusión de la viuda del
presidente electo, doña Soledad E. de González, quien al culpar del falso robo al intrascendente Eulalio Pérez H. (que sin
embargo más tarde será nombrado presidente interino) ayuda
15
Ibidem, p. 23.
Ibidem, p. 24.
16
60
a cavar la tumba política del narrador, cuyo destino ya ha sido
sellado. Pero el destino no obra en un solo sentido para Lupe
Arroyo: el robo de su pistola con cacha de nácar a manos de
Macedonio Gálvez que ocurre en el primer capítulo será, hacia el final de la novela, el salvoconducto para conservar su
vida. El hurto se establece así, en la novela, como un símbolo
de doble valor: lo mismo condena que salva.
La toponimia del delirio
Otro aspecto de especial interés en Los relámpagos de agosto
(pero también en el resto de la narrativa del autor) es la disparatada toponimia que Ibargüengoitia inventa para recrear su(s)
trama(s) en lugares ficticios, sí, pero que guardan una velada
relación con los sitios en los que realmente ocurrieron hechos
históricos similares a los de su(s) novela(s). Profundo conocedor de las leyes de la ficción, el guanajuatense sabía combinar
las características topográficas, sociales y culturales de diferentes sitios y regiones para hacer nacer en sus páginas lugares
imaginarios en los que, no obstante, el lector avezado puede
reconocer rasgos de ésta o aquella ciudad, aquél o ese pueblo. (En Los relámpagos…, por ejemplo, hay indicios de que
la ciudad de Vieyra, capital del mismo estado, tiene como referente la ciudad de San Luis Potosí, capital del estado del mismo nombre. La gazmoña y provinciana Cuévano, que aparece
en casi todas sus novelas, pero sobre todo en Estas ruinas que
ves, puede identificarse fácilmente como su natal Guanajuato.)
Pero, ojo: Vieyra, Apapátaro, Cuévano, Salto de la Tuxpana, la isla de Arepa y el resto de la toponimia inventada
por Ibargüengoitia no existen en (la) realidad, son producto de la ficción, y como tales, son totalmente independientes
de referentes geográficos obligatorios. Lo que Ibargüengoitia
hizo en Los relámpagos… no fue redactar una crónica detallada de determinados sucesos históricos, sino escribir una
61
obra literaria con sus propias reglas, independientemente de
que ésta haya partido de acontecimientos históricos verificables. Lo importante para él no fue establecer símiles entre
tales acontecimientos y los narrados en su novela (desbordados, exagerados, desopilantes), ni entre aquella toponimia
inventada y los lugares reales en que pudo inspirarse, o entre
sus personajes esperpénticos y los héroes y próceres de carne y hueso, quizá no menos risibles que aquéllos. Es obvio
que pretendió desacralizar, burlar(se), satirizar, ridiculizar,
­incluso, un proceso que, a la luz de los gobiernos que forjó,
no se sostiene como lección ni de moral ni de honestidad.
Su objetivo final fue desmitificar desde la literatura, mediante
su humor ácido y su estilo irónico, lo que hasta entonces se
había abordado con solemnidad y grandilocuencia que derivó en una propuesta rígida y sin espontaneidad. “Con gran
habilidad y sencillez narrativa [Ibargüengoitia] cuestiona a los
héroes que nos han impuesto y termina por devolverles su
valor precisamente por haberlos hecho humanos”.17
Puede decirse que es la ironía la que mueve a ese doble
narrador, pues evidentemente es Ibargüengoitia quien transcribe lo que dicta el general Arroyo, como el propio militar
lo aclara en el prólogo de la novela “El único responsable del
libro y del título es Jorge Ibargüengoitia, un individuo que se
dice escritor mexicano”.18 Pero es también quien camufla su
malicia narrativa detrás de un personaje fársico. Así: “El juego
irónico adquiere entonces un doble sentido: va del general a
su escriba (pasivo) y de retorno del escriba (malicioso) a la
narración del general”.19
17
Sara Sefchovich, México: país de ideas, país de novelas. Una sociología de la
literatura mexicana, Enlace-Grijalbo, México, 1987, p. 168.
18
Jorge Ibargüengoitia, Los relámpagos de agosto, op. cit., p. 9.
19
Evodio Escalante, Las metáforas de la crítica, Joaquín Mortiz, México, 1998,
p. 102. Para esa afirmación, Escalante recurre a una idea de Ana Rosa Domenella
contenida en Jorge Ibargüengoitia: la transgresión por la ironía, UAM-Iztapalapa,
México, 1989, p. 75.
62
La Revolución se sube al tren
Como en la gesta revolucionaria, en la novela de Ibargüengoitia los trenes tienen un papel protagónico, ya que hace
un siglo era el medio más difundido, rápido y eficaz no sólo
para el traslado de personas y productos, sino también de las
tropas revolucionarias. Puede afirmarse sin lugar a dudas que
la Revolución se hizo en ferrocarril. Ya el general Obregón
apuntaba en un pasaje de Ocho mil kilómetros en campaña:
“…yo, con los trenes, marcharía rápidamente a Hermosillo
esparciendo la noticia, a mi paso por Nogales, de que llevaba todas mis tropas para esa capital [del país] […]. Así se
hizo, y cuando Alvarado emprendió la marcha, en la noche,
para la Morita, yo salí con todos los trenes para esa capital
[de Sonora], dejando el convoy en Estación Lomas y llegando
a Nogales únicamente yo”.20 Este episodio narra la toma del
pueblo fronterizo de Naco, Sonora, en 1913, una escaramuza
en la que siempre estuvo latente el temor por la posibilidad
(como de hecho terminó ocurriendo) de que algunas balas
de la refriega del lado mexicano cayeran en territorio de Estados Unidos por la reacción y las ulteriores consecuencias
diplomáticas que eso podría desencadenar. Este parece ser
el hecho en el que se inspira el episodio del Zirahuén narrado en la novela: advertidos por Mr. Robertson, el cónsul estadounidense, de que si uno solo de sus disparos cae en el
país vecino éste declarará la guerra a México, los generales
conjurados contra el gobierno federal idean un plan para volar la guarnición militar y tomar el pueblo de Pacotas:
Consistiría en cargar un carro de ferrocarril con dinamita,
arrastrarlo con una locomotora hasta las alturas que estaban
en el kilómetro 8 y soltarlo desde allí. La vía estaba en un de20
Adriana I. López Tellez, “Jorge Ibargüengoitia y los memorialistas” en Juan
Villoro y Víctor Díaz Arciniega, op. cit., p. 225.
63
clive que terminaba en la estación a [sic] Pacotas y calculábamos que el vehículo llegaría con suficiente ímpetu, para
meterse en la casa del Jefe de Estación y volar en pedazos al
coronel Medina y todos sus efectivos, sin causar ningún estropicio en las propiedades norteamericanas.21
Los militares enganchan el carro comedor Zirahuén cargado de dinamita a una locomotora y desde una cima lo hacen rodar cuesta abajo hacia el campamento enemigo. Pero
el plan falla varias veces y sólo se resuelve tres capítulos después, ante la sorpresa del lector que ya no se esperaba un
desenlace tan contundente.
Cabe mencionar que un episodio semejante ocurrió realmente, cuando los villistas lanzaron una locomotora cargada
de dinamita contra un tren enemigo y causaron una fuerte
explosión. Los federales huyeron hacia la ciudad de Chihuahua, abandonando casi toda su artillería a las manos de
las huestes de Villa.22
Si aun las guerras contemporáneas, con sus despliegues
de alta tecnología militar y fuerzas superentrenadas, son terreno propicio para los errores tácticos y de cálculo y las bajas humanas inesperadas (eso que eufemísticamente se ha
dado en llamar “daños colaterales”), sin duda, una guerra
como la librada en nuestro país hace un siglo entre un ejército nacional debidamente constituido y otros no profesionales, con escaso o nulo entrenamiento militar y estrategias
intuitivas en buena medida improvisadas, era el terreno propicio para cualquier cantidad de equivocaciones, malentendidos estratégicos y caprichos tácticos que Ibargüengoitia conoció por medio de sus lecturas de la literatura militar de la
época, de la que sacó todo el provecho posible.
21
Jorge Ibargüengoitia, Los relámpagos de agosto, op. cit., p. 97.
Friedrich Katz, Pancho Villa, Tomo 1, Ediciones Era, México, 1999, p. 265.
22
64
Fueron frecuentes, por ejemplo, los intercambios de balas entre contingentes de un mismo bando:
Cuando Villa informó a la guarnición carrancista que tomaría Cusihuiráchic, en Chihuahua, el coronel ordenó la retirada, pero mientras salían del pueblo vieron llegar a otras
tropas y abrieron fuego contra ellas de inmediato. Tras un
sangriento ataque descubrieron que, como ellos, aquéllas
eran también carrancistas; cuando finalmente arremetieron
contra Villa, las tropas estaban tan mermadas que éste las
derrotó.23 Algo semejante, aunque menos heroico, se relata
en el capítulo xiii de Los relámpagos de agosto: “Entonces
comprendí [cuenta Arroyo] que el shrapnel que estaba cayéndonos encima, venía nada menos que de los cañones de
mi querido amigo Germán Trenza. Afortunadamente estaban
tirando con tan mala puntería, que no nos causaba mucho
daño”.24
23
Friedrich Katz, Pancho Villa, Tomo 2, Ediciones Era, México, 1999, p. 179.
Ibargüengoitia, ibidem, p. 88.
24
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