EDUCACIÓN AMBIENTAL Y ARTE: RE

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EDUCACIÓN AMBIENTAL Y ARTE:
RE-ENCANTANDO EL MUNDO
Javier Reyes Ruiz
Introducción
Junio del 2014. Nos movemos en una época de marcados contrastes. La
globalización representa lo peor y lo mejor que le ha pasado a la humanidad,
argumenta atrevidamente el filósofo Edgar Morin. Quizá resulte difícil sostener que
hoy el polo negativo es peor o mayor que en otras etapas de la historia, pero no
resulta ninguna temeridad afirmar que sí es más peligroso.
Hoy jueves, más que ayer, el futuro de nuestra especie corre riesgos inéditos. En
los andenes del futuro acechan temores nuevos. La biodiversidad está sostenida en
un hilo que se quema. Lenta e implacable avanza la medusa de un clima
amenazante. El cemento es una boa que tritura las florestas. La biosfera aúlla como
un animal herido. La turbiedad del mar ya no permite ver botellas con mensajes.
Desollar la piel y el alma del planeta se premia con dinero para luego jugarlo en los
casinos.
El cáncer es la reencarnación de la viruela negra. La orfandad es un estado de
ánimo que se extiende como virus. Adentro del más profundo silencio de la calle,
sólo se oye el ulular de las sirenas. El exilio y la marginación son esquirlas clavadas
en el alma de masivas víctimas de una guerra invisible. Se escucha, tan de cerca,
el golpeteo de las mandíbulas de usura que sale de las bolsas de valores.
Dice Ernesto Sabato que vivimos un gran desgarramiento: hoy nos damos cuenta
que dejamos de ser un simple animal, pero que no hemos llegado, ni remotamente,
a ser los dioses que soñamos. Vivimos, así, entre la tierra de los animales a los que
creemos ya no pertenecer y el cielo de los dioses que nunca llegaremos a ser. Y
entre esa tierra y ese cielo hemos creado el desconcierto como el fenómeno más
extendido entre la sociedad.
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La poderosa civilización del conocimiento acumulado, del plástico y del microchip,
de la prisa y los embotellamientos, de la imagen vertiginosa y la noticia instantánea,
de las sofisticadas prótesis para el cuerpo y para el alma, de la felicidad fácil, da
muestra de goteras. Pero, a pesar de todo, el agua que se filtra tiene sales de
esperanza.
1. ¿Qué implica ser educador ambiental en un contexto adverso como éste?
Seguramente no son pocos los que opinen que hacer educación ambiental en un
mundo como el nuestro, es poco menos que inservible. Pero como dijo Cabral de
Melo "entre lo inútil de hacer y lo inútil de no hacer, escogí lo inútil de hacer". Si la
disyuntiva es esa, estoy seguro que los que estamos aquí nos inclinamos por la
misma opción de dicho poeta brasileño. Para las y los educadores ambientales
actuar pude entenderse de muy distintas maneras, pero me atrevo a decir que nos
implica ejercer al menos tres funciones:
a) Luchar por la vida. Y se pelea a favor de ella sintiéndola, percibiendo su latido en
la existencia propia. Quien no está emocionalmente conectado con el juego de
juegos que es el fluir de la vida, no puede defenderla como bien común. Combatir,
diría el sociólogo francés Maffesoli, por la vida en sí misma, la vida múltiple y a la
vez una. La vida que repite, siempre y de nuevo, la eternidad del mundo; ésta, me
parece, debiera ser la máxima prescripción que nos toca asumir.
Sin duda hay muy distintas formas de conectarse a la vida, habrá quien lo hace en
la televisión o en los centros comerciales, en las oficinas o en los estadios. Sin
embargo, de vez en cuando es bueno recordar que la vida también camina por
donde no hay pavimento ni banquetas; es bueno aceptar que la conexión con ella
sigue estando también en aquello que hemos ido olvidando: en el viento que corre
libre, en los sueños colectivos, en los ojos que proyectan luz, en las voces que en
medio del invierno se inventan mañanas de verano.
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Independientemente de dónde nos conectemos con ella, luchar por la vida significa
combatir la idea de que somos una especie no animal, y que por lo tanto no
podemos mantenernos distanciados y permanecer indiferentes ante la naturaleza.
Y esa es una de nuestras paradojas como educadores ambientales: nos toca
colaborar en la inaplazable reconstrucción del espíritu humano, pero a la par
también recordar y recordarnos de nuestra calidad de animales, de seres que
biológicamente funcionamos de manera casi idéntica al resto de la fauna.
A veces basta, para defender la inmensidad de la vida, luchar a favor de la pequeñez
de uno de sus hilos. Preservar el agua limpia, proteger el derecho de los niños a
crecer y de los pájaros a volar, cantar una canción nueva, son también maneras,
sencillas y profundas, de erradicar el terror a no ser, de contagiar el ánimo, de
empuñar el alma.
En cada uno de nosotros se encierra parte de la memoria de la vida, olvidarlo es
desarraigarnos, suicidarnos sin saberlo. Por eso, ser educadores ambientales, más
que enseñar contenidos nos exige, con toda la modestia, propagar la convicción de
que resulta ineludible defender lo que nos hace ser: la vida.
Ser educadores ambientales también nos implica:
b) Edificar preguntas y rastrear caminos
Lo que une a un gremio dispuesto en trazar su propia ruta no son las certezas, sino
las preguntas. Preguntar es una forma de recrear el mundo. Y se formulan
interrogantes no sólo para desplegar el poder de la razón, sino para indagar, con el
corazón en mano, a sabiendas de que no existe una clave que nos permita
responderlo todo.
La educación ambiental, entonces, no tiene sólo como objetivo socializar el
conocimiento ni resolver misterios, sino inquietarnos sobre la realidad y entenderla
más como posibilidad que como problema. Son las preguntas las que nos permiten
hallar joyas extraviadas.
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Si ambiguo es el mundo y ambiguos somos nosotros como parte de él, entonces
escurridizas son nuestras certezas, por lo que una manera para intentar atrapar la
realidad es desplegando interrogantes que nos aglutinen y nos obliguen a pensar
juntos. Por eso la educación ambiental no pude vivir de juicios apriorísticos y
categóricos, menos si éstos provienen de los corsés impuestos por la moral
tradicional o los credos académicos que no aceptan disidencia. Preguntar y
preguntarse, sin piedad, es la manera de escapar de nuestros propios formalismos.
La función del poeta es esparcir la duda, decía Nicolas Calas, poeta griego.
Deberíamos compartir, como educadores ambientales, esa función con los poetas,
sobre todo en el sentido de comprender que cuestionar y cuestionarnos es una
forma de alimentar la disonancia y la rebeldía, pero también es una vía para
reflexionar sobre el campo de conocimiento que le da sentido a buena parte de
nuestro quehacer profesional. De ahí que surjan preguntas como:
¿Con qué intención hacemos educación ambiental? ¿Cuál es nuestro propósito al
escribir sobre ella? ¿Para demostrar qué? ¿Para comprometernos con quién?
¿Quiénes hacen y escriben para seguirse cuestionando y quiénes para regodearse
con sus propias convicciones? ¿En dónde está el núcleo, el sentido último de
nuestra profesión? ¿es el mismo que hace cuarenta años?
Gremio que no se autocuestiona o, peor aún, que no debate para contestarse,
muere encarcelado en sus certezas. Termina, a la vuelta del tiempo, convirtiéndose
en un cadáver sin sepelio.
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Ser educadores ambientales tiene una tercer implicación:
c) Transformar la docencia más allá de la pedagogía
Es ya lugar común señalar que no podemos cambiar el rumbo del presente proyecto
civilizatorio, siguiendo acríticamente las veredas que ya están demasiado
transitadas. No se llega a un destino distinto siguiendo el mismo sendero, se afirma
en los gimnasios de la obviedad. En este sentido, la renovación educativa no se
logrará pensando en enfoques y contenidos con la lógica de siempre.
La locomotora de la inercia sólo puede detenerse con la fuerza de la imaginación.
Toda pedagogía digna de tal nombre, dice la escritora Cécile Ladjali, constituye un
ejercicio de ingenio, una disciplina del corazón, precisamente en un momento en
que el ingenio y el corazón se hallan en un estado de extrema vulnerabilidad. Esta
misma autora suiza afirma que nunca habíamos contado con tanta tecnología, con
tantos libros de pedagogía, con tantas teorías pedagógicas y didácticas y, aún así,
nunca las cosas han estado más confusas.
Lo anterior nos lleva a entender que la educación ambiental no se renovará sólo con
pedagogía, su revitalización está más cerca del compromiso y de la ética que de los
cambios en los procesos de enseñanza/aprendizaje. Nuestra misión está más
ligada a la necesidad de que la gente tome conciencia de sí misma y de su mundo,
que a la erudición pedagógica, aunque ésta no representa un estorbo.
"Quien no sabe enseñar se dedica a escribir manuales de pedagogía" dice con ácido
humor el pensador francés George Steiner. Y, como todos lo hemos vivido, saber
enseñar, sobre todo enseñar a pensar, no se circunscribe al dominio de una
disciplina, sino tiene que ver también, como diría el mismo Steiner, con la pasión
que se desprende en el docente.
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No podemos dejar de insistir: renovar la pedagogía nos demanda vernos al espejo.
Resulta imprescindible recorrer el trayecto que va desde el misterio del mundo al
misterio de nuestra propia interioridad. Se trata, de mirar no sólo de manera distinta
a la naturaleza, sino de mirarnos al interior. Y es tan difícil lo uno como lo otro.
Ello significa no sólo analizar nuestras obsesiones, inquietudes y preocupaciones,
que son parte del alma de cualquier educador ambiental, sino hacer una ecografía
de nuestras sombras, pues si bien, me parece, no pretendemos la perfección ni la
armonía absoluta, sí requerimos que nuestras oscuridades personales no se
apropien de nuestra labor educativa y mucho menos de nuestra condición humana.
Por otro lado, una manera de renovarse y renovar la educación es pensar a
contracorriente. Para cumplir con ello se requiere no sólo congruencia personal,
sino permanecer vigilantes como perros de rebaño ante el ejercicio del poder. Y en
tal sentido, estamos convocados a formar ciudadanía ambiental que, entre otros
elementos, impida que la clase política nos siga arrastrando hacia el abismo. Ello
nos exige entender los procesos educativos como la posibilidad de cuestionar el
status quo, de procurar cambiar, en la medida de nuestra alcance, el orden
establecido y eso nos implica ejercer una educación cuestionadora, crítica,
corrosiva. Una educación que conceda y aplauda menos y enseñe más en el sentido
de que, en una realidad como la actual, no podemos seguir multiplicando al infinito
lo mismo que nos ha metido en crisis.
Como nuestras experiencias personales nos lo enseñan: la educación no se inventa
sola, se va descubriendo en el camino; por lo tanto, la renovación depende tanto de
la imaginación y de la inspiración como de la mirada acuciosa de nuestras propias
experiencias.
2. ¿Con qué contamos los educadores ambientales?
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Más allá del conocimiento temático y del dominio pedagógico, hay otras fuentes que
nos ayudan a seguir en pie.
Contamos con la vocación. Pero no aquella que se ha convertido en un cliché, en
sinónimo de práctica circular, de impostura y de costumbre; la vocación no puede
remitirse a la expresión burocrática "no sé hacer otra cosa". Es preciso que
contemos, más bien, con la vocación que tiene en los laberintos del corazón la
convicción que nace del poder del pensamiento y de los valores del espíritu. La
vocación, entonces, entendida como aquello a lo que no puede renunciarse sin
perder esencia.
La vocación es la madera que nos hace; donde cimentamos nuestra labor educativa.
Pero resulta difícil permanecer fiel a ella; mantenerse sin claudicar. Ante una
realidad tan adversa, con frecuencia es grande la tentación de abandonar el campo
de batalla, de dimitir y quedarse con el ánimo encallado en algún fracaso. Sin
embargo, si la vocación la ponemos por delante seguramente nos harán vibrar el
reto y el misterio y no sólo los problemas.
Con los sueños. Pero no como sinónimo de fantasía que aletarga ni como desvarío
ingenuo que imagina el paraíso. Soñar no es un cataplasma frente a la derrota o la
resignación
Se sueña, más bien, para mirar una brizna de luz en el túnel más oscuro. No se
sueña por candor, sino por el hambre de futuro, por la esperanza, radical y cotidiana,
de que el mundo puede estar en un mejor lugar. Los sueños no son un escape, son
un contrapeso a la pusilanimidad.
Soñamos para construir lo inesperado, para imaginar aquello que hoy no parece
posible pero que quizá aparezca a fuerza de intentarlo. Nuestra arma no es soñar
despiertos, sino tener despiertos los sueños. Se sueña parados en el suelo pero con
la vista imaginando el horizonte.
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No podemos olvidar que están corriendo fuertes vientos dominantes que tienen la
función de secuestrar y romper los sueños que compartimos, para hacernos creer
que el mejor futuro es la eterna repetición del hoy. Sin embargo, ya lo dijo Paul
Eluard: hay otro mundo pero está en este. Para encontrarlo nos corresponde, como
educadores ambientales, darle resonancia a tanto sueño que se construye por las
calles, pero también, como ha propuesto el poeta francés René Char, nos
corresponde: hacer soñar largamente a quienes por lo general no sueñan.
Contamos también con la palabra. Pero no con la palabra convertida en orgía verbal
ni en retahíla vacua e insulsa. Tampoco con la palabra que se transforma en ladrido.
Contamos, más bien, con la palabra descolonizante, creadora de sentidos; como
tentáculo para palpar y sopesar el mundo. Pensar y nombrar el mundo es una
manera de transformarnos y de transformar la realidad, nos dice Nietzsche, y no lo
podemos hacer sin el poder de la palabra. Ésta puede ser grillete enajenante, pero
también fuego emancipador y ese es el uso que nos toca darle.
Para que esto último suceda, no podemos darnos el lujo de paralizar la palabra,
pues sería una forma de matar el ánimo, porque en nuestra profesión la palabra es
acción, es llave, es conjuro. Sin la palabra la educación se nos oxida, pues nos
resulta imprescindible para darle forma a la realidad y a la utopía.
Aun en la derrota, la palabra será siempre una aliada que nos ayuda a catalogar las
ruinas para levantar de nuevo los cimientos.
Con el silencio. Pero no como alcahuetería ni como debilidad cómplice. Tampoco
como pasividad muda ni como síntoma de la parálisis.
Al contrario, con frecuencia educar principia por callar, porque al guardar silencio el
mundo empieza a invadirnos con sus piezas y no es hasta cuando las acomodamos
que mejor fluye la palabra.
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El silencio, que nos habla tanto como las ausencias, es una pradera en la que
también nacen las ideas y los sueños. El silencio une una palabra con la otra, un
argumento con el siguiente, pero sobre todo nos ayuda a distinguir un sonido del
otro. Sin el silencio no habría música y seríamos más huérfanos que nunca.
Sólo en el silencio humano se escucha el murmullo multitudinario de la naturaleza,
fabricado también por tantas cosas que no vemos o no sabemos ver. El silencio
hace hablar al cuerpo, nos tiende un puente para hallar al otro, nos significa un
contrapeso al caos. Por eso, es imposible educar sin el silencio.
Heidegger decía "quien quiera respuestas que guarde silencio; quien busque
preguntas que lea poesía". Preguntas y respuestas, poesía y silencio, ¿alguien
puede educar sin ello?
Contamos también con la emoción. Pero no entendida como sensibilidad barata ni
como anorexia cerebral. Tampoco como compasión inmóvil.
Más bien, las emociones como dedos sensibles, como ventanas que nos permiten
no sólo mirar y pensar, sino acariciar la vida en movimiento. No hay corazones
analfabetas, todos tenemos la capacidad de leer emocionalmente el mundo.
Las emociones, pegadas a la piel, nos mantienen firmes a pesar de los escalofríos
que nos provoca esta realidad, cargada con tintes desgarradoramente surrealistas.
Por eso, aun la furia, que nos invita a dejar correr la bilis, si bien hay que
amortiguarla, no la debemos extinguir, pues forma parte del carburante con el que
nos movemos. En este mismo sentido, no es bueno erosionar la accidentada y
amplia geografía de nuestras emociones, pues como nos ilustra Alain Touraine, la
emoción es la fuerza principal de la resistencia. No es el pensamiento ni la razón,
es la emoción; que implica la búsqueda de la identidad propia, de la auto-definición.
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La emoción, entonces, es un motor que nos lleva a navegar hacia adentro de uno
mismo y también a volar al exterior para encontrar a los otros. Y así, conseguir llegar
vivos a la muerte, como nos ilustra el poeta venezolano Pablo Mora,.
Con la razón. Pero no la razón entendida como una fría punta de diamante que
cercena al mundo a nombre del conocimiento y de la ciencia. Tampoco la razón
como la soberbia herramienta que pretende ser la única capaz de alcanzar la verdad
y de darle estabilidad a nuestro entendimiento del orbe.
Más bien, la razón como motor para transitar desde la ignorancia indiferente hasta
la conciencia activa. Sin la razón, profunda y sabia, difícilmente puede haber
plenitud. El filósofo Gastón Bachelard nos ha invitado a reflexionar sobre cómo la
razón humana, turbulenta y poderosa, resulta indispensable aún para las
revoluciones espirituales. La realidad, con todo lo que de enigmático y de etérea
tiene, no es una pieza de laboratorio para estudiarla sólo con la razón, pero sin ésta,
muere de anorexia todo intento explicativo. Así, creo yo, no basta la poesía y la
emoción para penetrar la magia de un árbol o de un atardecer, también requerimos
de la razón para interpretar el sentido de ambos, a través de la limpieza argumental
que demanda la inteligencia racional. Es decir, sin el respiradero de la razón las
emociones se asfixian, pero a la inversa sucede igual. Para la educación ambiental
esta debe ser, creo yo, una premisa básica para su teoría y su práctica.
Reconociendo su vital importancia para todo proyecto humano, sin embargo, nos
urge una razón que juzgue menos y comprenda más. Y ese es un llamado para
quienes hacemos y pensamos la educación ambiental.
Finalmente, contamos con la historia. Pero no como recuento burocrático del
pasado ni como un listado de antecedentes anodinos, ni mucho menos como una
carga insuperable.
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Más bien, la historia nos sirve para no cargar con un agujero en la memoria y, por
lo tanto, recordar que hay una larga fila de presencias no presentes, de sillas vacías
ocupadas por aquellos que nos han antecedido en el esfuerzo para educar con el
fin de que la sociedad y la naturaleza respiren sano.
El viento de la historia nos susurra que no somos los primeros en pisar los territorios
de la educación ambiental; tampoco hemos sido los únicos en imaginar un mapa
lleno de posibles. La lucha de muchos otros, antes que la nuestra, nos obliga a
recuperar y reparar recuerdos y aprender de ellos que en la cotidianeidad, no sólo
en los grandes eventos, también se generan nuevas tendencias de la historia.
¿Qué tiene que ver el arte con lo anteriormente dicho? El arte edifica sueños, le da
vitalidad a la palabra, sentido al silencio, genera sortilegios con las emociones, le
da profundidad a la razón y nos descubre renovadas miradas en la historia. El arte
es esplendor y el educador, dice Paulo Freire, debe ser un esteta, un entendido de
la belleza. En esta línea:
3. ¿Por qué incorporar el arte a la educación ambiental?
Hoy se habla de una profunda crisis no sólo del humanismo, sino de la creación
simbólica, como parte de una más amplia, que es la crisis civilizatoria. Lógico resulta
que el arte no escape a este contexto, pero ello no debe conducirnos a su desprecio
o a su abandono.
Quizá el arte no pase hoy por su mejor momento, pero sigue siendo una poderosa
fuerza que nos modela. Luz y color, espacio y movimiento, sonido y silencio,
ambigüedad que pide un intérprete; la creación artística es voz y resonancia de lo
humano, es, quizá, el mejor camino para la búsqueda de lo sublime y para entender
la belleza no como una aparición efímera, sino como un clima.
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Incorporar el arte a los procesos de educación ambiental nos permite:
Recordar lo que somos. El arte es una forma de pensarnos, con él entendemos que
somos un fragmento de la universalidad, pero que nuestra esencia crece cuando
nos conectamos con el otro y con lo otro, no sólo humano, sino más allá. El arte es
un espacio de encuentro que nos muestra que, a pesar de nuestra marcada
individualidad, en mayor medida somos un eco de los otros.
Él nos recuerda que no somos sólo razón, tampoco sólo magia y voluntad, sino que
la esencia humana despliega imaginación, instinto, sentimientos, intuición,
pasiones. Espíritu. Y esa complejidad es la que nos permite desplegar una mirada
plena. Y, así, entender que cada uno somos una totalidad de sentidos y
posibilidades.
El poder del arte, paradójicamente, también nos denuncia con frecuencia nuestra
vulnerabilidad y fragilidad, nos recuerda que sólo somos un aliento. Pero la creación
artística nos impulsa desde el lugar en el que estamos para convertir ese aliento en
energía elemental.
El arte nos es útil también para revelar las grandes esencias que están contenidas
en el corazón humano. El arte no sustituye a la vida, tampoco la sobrevuela sin
compromiso, busca iluminarla para que podemos visualizar esencias que de otra
manera no sería posible.
Dado que la médula de lo humano no está hecha sólo de virtudes, sino también de
errores y defectos, hay pinturas, películas, óperas, obras de teatro, que nos develan
que con frecuencia la vida duele o denuncian la indigencia espiritual que campea
por una sociedad cuya fuerza centrípeta está en el mercado.
Pero el arte, al explorar lo impenetrable, a la vez nos muestra, como chispazos
geniales, que la humanidad también amasa arco iris, fabrica trayectos para
encontrar amaneceres; y nos muestra también que en el fondo, a veces muy en el
fondo, la esencia que nos define se inclina por celebrar la vida.
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También el arte puede incorporarse a la educación ambiental para liberarnos.
Quedar cautivados por él, implica un proceso de liberación; nos hace levantar la
cabeza para ver el horizonte cuando nos pensamos acorralados. Dice la filósofa
española Carmen López que el arte se nutre de una racionalidad específica, la
racionalidad estética, y se dirige a la verdad y la búsqueda de la verdad es una
forma de liberación. Dicha autora retoma a Marcuse para enfatizar que el arte es un
preservador de la utopía de la felicidad y un producto humano que aporta a la
emancipación de la subjetividad alienada por la razón tecnológica.
El arte, entonces, nos enseña que no hay puertas cerradas. Cuestionar, indagar e
insubordinarse es la manera de romper con los dogmas, con la imposición de una
sociedad que no enseña poco a pensar y mucho más a movernos por inercia.
Sin embargo, a pesar de lo expresado anteriormente, el arte como producto humano
no se debe sacralizar; la sacralización conlleva a la generación de élites. Viñals
apostilla: Vale decir que, cuando la sociedad sacraliza a la obra de arte, consigue,
entre otras cosas, exaltar el poder y la autoridad que le reconoce al arte. ¿no?
Pareciera que en lugar de restarle poder, le añadiera poder. El filósofo Raúl Páramo,
por su parte, señala: la sacralización es el viejo instrumento legitimador de cualquier
poder, y también de cualquier esclavitud. Declarar algo como sagrado es llevarlo a
la categoría de ordenador total, artífice mágico de la significación total, otorgador
primario y gratuito del sentido de la realidad (...) Su punto de partida es declarar lo
sacro como lo incuestionable, lo superior y lo impune por definición: lo que no tiene
que dar cuenta a nadie. Lo divino, lo sacro, es lo que subsiste por sí mismo, sin
justificación ni explicación alguna".
Y sí, hay que sumar con alegría y de manera extendida el arte a la educación
ambiental, pero cuidando de no sacralizarlo, pues si bien la obra de los artistas
resulta indispensable para crear salidas a la realidad que hoy vivimos, no hay que
considerarla la mejor y única palabra.
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FINAL
Concluyo: la educación ambiental es un territorio en el que no cesan hallazgos y
desaciertos, periplos e invenciones, rebeldías y concordancias. Y detrás, una
considerable cantidad de nombres que se desplazan entre identidades únicas y
mixturas multicolores, cuyos sueños desembocan siempre en el deseo de construir
mejores proyectos de existencia que no surgirán de la nada, sino de la lucha del
pensamiento y la sensibilidad.
Sólo me queda enfatizar: nada de lo que he dicho me pertenece, mis palabras son
apenas pequeños espejos de los otros, es decir, de ustedes. En el trayecto
implacable del caos que hoy vivimos, el encuentro con los otros siempre es un oasis
y una posibilidad. Hacer partícipes a los otros en los procesos educativos no es un
asunto que se restrinja a lo metodológico, es mucho más que ello, es la necesidad
ontológica de la convergencia, de la búsqueda conjunta, de descascararse uno
mismo para acercarse a los demás.
La confluencia de educadores ambientales, accidental o buscada, es un elemento
capital para reconocer y asumir la pluralidad y, cuando sea necesario, hacer sonar
una sola voz. Y este Coloquio, estoy seguro, es un excelente escenario para
hacerlo.
Muchas gracias
Conferencia presentada en el IV Coloquio Nacional de Estudiantes y Egresados de Programas de
Educación Ambiental, realizado del 19 al 21 de junio del 2014 en la UPN 095 de la ciudad de México.
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