EDUCACIÓN AMBIENTAL Y ARTE: RE-ENCANTANDO EL MUNDO Javier Reyes Ruiz Introducción Junio del 2014. Nos movemos en una época de marcados contrastes. La globalización representa lo peor y lo mejor que le ha pasado a la humanidad, argumenta atrevidamente el filósofo Edgar Morin. Quizá resulte difícil sostener que hoy el polo negativo es peor o mayor que en otras etapas de la historia, pero no resulta ninguna temeridad afirmar que sí es más peligroso. Hoy jueves, más que ayer, el futuro de nuestra especie corre riesgos inéditos. En los andenes del futuro acechan temores nuevos. La biodiversidad está sostenida en un hilo que se quema. Lenta e implacable avanza la medusa de un clima amenazante. El cemento es una boa que tritura las florestas. La biosfera aúlla como un animal herido. La turbiedad del mar ya no permite ver botellas con mensajes. Desollar la piel y el alma del planeta se premia con dinero para luego jugarlo en los casinos. El cáncer es la reencarnación de la viruela negra. La orfandad es un estado de ánimo que se extiende como virus. Adentro del más profundo silencio de la calle, sólo se oye el ulular de las sirenas. El exilio y la marginación son esquirlas clavadas en el alma de masivas víctimas de una guerra invisible. Se escucha, tan de cerca, el golpeteo de las mandíbulas de usura que sale de las bolsas de valores. Dice Ernesto Sabato que vivimos un gran desgarramiento: hoy nos damos cuenta que dejamos de ser un simple animal, pero que no hemos llegado, ni remotamente, a ser los dioses que soñamos. Vivimos, así, entre la tierra de los animales a los que creemos ya no pertenecer y el cielo de los dioses que nunca llegaremos a ser. Y entre esa tierra y ese cielo hemos creado el desconcierto como el fenómeno más extendido entre la sociedad. 1 La poderosa civilización del conocimiento acumulado, del plástico y del microchip, de la prisa y los embotellamientos, de la imagen vertiginosa y la noticia instantánea, de las sofisticadas prótesis para el cuerpo y para el alma, de la felicidad fácil, da muestra de goteras. Pero, a pesar de todo, el agua que se filtra tiene sales de esperanza. 1. ¿Qué implica ser educador ambiental en un contexto adverso como éste? Seguramente no son pocos los que opinen que hacer educación ambiental en un mundo como el nuestro, es poco menos que inservible. Pero como dijo Cabral de Melo "entre lo inútil de hacer y lo inútil de no hacer, escogí lo inútil de hacer". Si la disyuntiva es esa, estoy seguro que los que estamos aquí nos inclinamos por la misma opción de dicho poeta brasileño. Para las y los educadores ambientales actuar pude entenderse de muy distintas maneras, pero me atrevo a decir que nos implica ejercer al menos tres funciones: a) Luchar por la vida. Y se pelea a favor de ella sintiéndola, percibiendo su latido en la existencia propia. Quien no está emocionalmente conectado con el juego de juegos que es el fluir de la vida, no puede defenderla como bien común. Combatir, diría el sociólogo francés Maffesoli, por la vida en sí misma, la vida múltiple y a la vez una. La vida que repite, siempre y de nuevo, la eternidad del mundo; ésta, me parece, debiera ser la máxima prescripción que nos toca asumir. Sin duda hay muy distintas formas de conectarse a la vida, habrá quien lo hace en la televisión o en los centros comerciales, en las oficinas o en los estadios. Sin embargo, de vez en cuando es bueno recordar que la vida también camina por donde no hay pavimento ni banquetas; es bueno aceptar que la conexión con ella sigue estando también en aquello que hemos ido olvidando: en el viento que corre libre, en los sueños colectivos, en los ojos que proyectan luz, en las voces que en medio del invierno se inventan mañanas de verano. 2 Independientemente de dónde nos conectemos con ella, luchar por la vida significa combatir la idea de que somos una especie no animal, y que por lo tanto no podemos mantenernos distanciados y permanecer indiferentes ante la naturaleza. Y esa es una de nuestras paradojas como educadores ambientales: nos toca colaborar en la inaplazable reconstrucción del espíritu humano, pero a la par también recordar y recordarnos de nuestra calidad de animales, de seres que biológicamente funcionamos de manera casi idéntica al resto de la fauna. A veces basta, para defender la inmensidad de la vida, luchar a favor de la pequeñez de uno de sus hilos. Preservar el agua limpia, proteger el derecho de los niños a crecer y de los pájaros a volar, cantar una canción nueva, son también maneras, sencillas y profundas, de erradicar el terror a no ser, de contagiar el ánimo, de empuñar el alma. En cada uno de nosotros se encierra parte de la memoria de la vida, olvidarlo es desarraigarnos, suicidarnos sin saberlo. Por eso, ser educadores ambientales, más que enseñar contenidos nos exige, con toda la modestia, propagar la convicción de que resulta ineludible defender lo que nos hace ser: la vida. Ser educadores ambientales también nos implica: b) Edificar preguntas y rastrear caminos Lo que une a un gremio dispuesto en trazar su propia ruta no son las certezas, sino las preguntas. Preguntar es una forma de recrear el mundo. Y se formulan interrogantes no sólo para desplegar el poder de la razón, sino para indagar, con el corazón en mano, a sabiendas de que no existe una clave que nos permita responderlo todo. La educación ambiental, entonces, no tiene sólo como objetivo socializar el conocimiento ni resolver misterios, sino inquietarnos sobre la realidad y entenderla más como posibilidad que como problema. Son las preguntas las que nos permiten hallar joyas extraviadas. 3 Si ambiguo es el mundo y ambiguos somos nosotros como parte de él, entonces escurridizas son nuestras certezas, por lo que una manera para intentar atrapar la realidad es desplegando interrogantes que nos aglutinen y nos obliguen a pensar juntos. Por eso la educación ambiental no pude vivir de juicios apriorísticos y categóricos, menos si éstos provienen de los corsés impuestos por la moral tradicional o los credos académicos que no aceptan disidencia. Preguntar y preguntarse, sin piedad, es la manera de escapar de nuestros propios formalismos. La función del poeta es esparcir la duda, decía Nicolas Calas, poeta griego. Deberíamos compartir, como educadores ambientales, esa función con los poetas, sobre todo en el sentido de comprender que cuestionar y cuestionarnos es una forma de alimentar la disonancia y la rebeldía, pero también es una vía para reflexionar sobre el campo de conocimiento que le da sentido a buena parte de nuestro quehacer profesional. De ahí que surjan preguntas como: ¿Con qué intención hacemos educación ambiental? ¿Cuál es nuestro propósito al escribir sobre ella? ¿Para demostrar qué? ¿Para comprometernos con quién? ¿Quiénes hacen y escriben para seguirse cuestionando y quiénes para regodearse con sus propias convicciones? ¿En dónde está el núcleo, el sentido último de nuestra profesión? ¿es el mismo que hace cuarenta años? Gremio que no se autocuestiona o, peor aún, que no debate para contestarse, muere encarcelado en sus certezas. Termina, a la vuelta del tiempo, convirtiéndose en un cadáver sin sepelio. 4 Ser educadores ambientales tiene una tercer implicación: c) Transformar la docencia más allá de la pedagogía Es ya lugar común señalar que no podemos cambiar el rumbo del presente proyecto civilizatorio, siguiendo acríticamente las veredas que ya están demasiado transitadas. No se llega a un destino distinto siguiendo el mismo sendero, se afirma en los gimnasios de la obviedad. En este sentido, la renovación educativa no se logrará pensando en enfoques y contenidos con la lógica de siempre. La locomotora de la inercia sólo puede detenerse con la fuerza de la imaginación. Toda pedagogía digna de tal nombre, dice la escritora Cécile Ladjali, constituye un ejercicio de ingenio, una disciplina del corazón, precisamente en un momento en que el ingenio y el corazón se hallan en un estado de extrema vulnerabilidad. Esta misma autora suiza afirma que nunca habíamos contado con tanta tecnología, con tantos libros de pedagogía, con tantas teorías pedagógicas y didácticas y, aún así, nunca las cosas han estado más confusas. Lo anterior nos lleva a entender que la educación ambiental no se renovará sólo con pedagogía, su revitalización está más cerca del compromiso y de la ética que de los cambios en los procesos de enseñanza/aprendizaje. Nuestra misión está más ligada a la necesidad de que la gente tome conciencia de sí misma y de su mundo, que a la erudición pedagógica, aunque ésta no representa un estorbo. "Quien no sabe enseñar se dedica a escribir manuales de pedagogía" dice con ácido humor el pensador francés George Steiner. Y, como todos lo hemos vivido, saber enseñar, sobre todo enseñar a pensar, no se circunscribe al dominio de una disciplina, sino tiene que ver también, como diría el mismo Steiner, con la pasión que se desprende en el docente. 5 No podemos dejar de insistir: renovar la pedagogía nos demanda vernos al espejo. Resulta imprescindible recorrer el trayecto que va desde el misterio del mundo al misterio de nuestra propia interioridad. Se trata, de mirar no sólo de manera distinta a la naturaleza, sino de mirarnos al interior. Y es tan difícil lo uno como lo otro. Ello significa no sólo analizar nuestras obsesiones, inquietudes y preocupaciones, que son parte del alma de cualquier educador ambiental, sino hacer una ecografía de nuestras sombras, pues si bien, me parece, no pretendemos la perfección ni la armonía absoluta, sí requerimos que nuestras oscuridades personales no se apropien de nuestra labor educativa y mucho menos de nuestra condición humana. Por otro lado, una manera de renovarse y renovar la educación es pensar a contracorriente. Para cumplir con ello se requiere no sólo congruencia personal, sino permanecer vigilantes como perros de rebaño ante el ejercicio del poder. Y en tal sentido, estamos convocados a formar ciudadanía ambiental que, entre otros elementos, impida que la clase política nos siga arrastrando hacia el abismo. Ello nos exige entender los procesos educativos como la posibilidad de cuestionar el status quo, de procurar cambiar, en la medida de nuestra alcance, el orden establecido y eso nos implica ejercer una educación cuestionadora, crítica, corrosiva. Una educación que conceda y aplauda menos y enseñe más en el sentido de que, en una realidad como la actual, no podemos seguir multiplicando al infinito lo mismo que nos ha metido en crisis. Como nuestras experiencias personales nos lo enseñan: la educación no se inventa sola, se va descubriendo en el camino; por lo tanto, la renovación depende tanto de la imaginación y de la inspiración como de la mirada acuciosa de nuestras propias experiencias. 2. ¿Con qué contamos los educadores ambientales? 6 Más allá del conocimiento temático y del dominio pedagógico, hay otras fuentes que nos ayudan a seguir en pie. Contamos con la vocación. Pero no aquella que se ha convertido en un cliché, en sinónimo de práctica circular, de impostura y de costumbre; la vocación no puede remitirse a la expresión burocrática "no sé hacer otra cosa". Es preciso que contemos, más bien, con la vocación que tiene en los laberintos del corazón la convicción que nace del poder del pensamiento y de los valores del espíritu. La vocación, entonces, entendida como aquello a lo que no puede renunciarse sin perder esencia. La vocación es la madera que nos hace; donde cimentamos nuestra labor educativa. Pero resulta difícil permanecer fiel a ella; mantenerse sin claudicar. Ante una realidad tan adversa, con frecuencia es grande la tentación de abandonar el campo de batalla, de dimitir y quedarse con el ánimo encallado en algún fracaso. Sin embargo, si la vocación la ponemos por delante seguramente nos harán vibrar el reto y el misterio y no sólo los problemas. Con los sueños. Pero no como sinónimo de fantasía que aletarga ni como desvarío ingenuo que imagina el paraíso. Soñar no es un cataplasma frente a la derrota o la resignación Se sueña, más bien, para mirar una brizna de luz en el túnel más oscuro. No se sueña por candor, sino por el hambre de futuro, por la esperanza, radical y cotidiana, de que el mundo puede estar en un mejor lugar. Los sueños no son un escape, son un contrapeso a la pusilanimidad. Soñamos para construir lo inesperado, para imaginar aquello que hoy no parece posible pero que quizá aparezca a fuerza de intentarlo. Nuestra arma no es soñar despiertos, sino tener despiertos los sueños. Se sueña parados en el suelo pero con la vista imaginando el horizonte. 7 No podemos olvidar que están corriendo fuertes vientos dominantes que tienen la función de secuestrar y romper los sueños que compartimos, para hacernos creer que el mejor futuro es la eterna repetición del hoy. Sin embargo, ya lo dijo Paul Eluard: hay otro mundo pero está en este. Para encontrarlo nos corresponde, como educadores ambientales, darle resonancia a tanto sueño que se construye por las calles, pero también, como ha propuesto el poeta francés René Char, nos corresponde: hacer soñar largamente a quienes por lo general no sueñan. Contamos también con la palabra. Pero no con la palabra convertida en orgía verbal ni en retahíla vacua e insulsa. Tampoco con la palabra que se transforma en ladrido. Contamos, más bien, con la palabra descolonizante, creadora de sentidos; como tentáculo para palpar y sopesar el mundo. Pensar y nombrar el mundo es una manera de transformarnos y de transformar la realidad, nos dice Nietzsche, y no lo podemos hacer sin el poder de la palabra. Ésta puede ser grillete enajenante, pero también fuego emancipador y ese es el uso que nos toca darle. Para que esto último suceda, no podemos darnos el lujo de paralizar la palabra, pues sería una forma de matar el ánimo, porque en nuestra profesión la palabra es acción, es llave, es conjuro. Sin la palabra la educación se nos oxida, pues nos resulta imprescindible para darle forma a la realidad y a la utopía. Aun en la derrota, la palabra será siempre una aliada que nos ayuda a catalogar las ruinas para levantar de nuevo los cimientos. Con el silencio. Pero no como alcahuetería ni como debilidad cómplice. Tampoco como pasividad muda ni como síntoma de la parálisis. Al contrario, con frecuencia educar principia por callar, porque al guardar silencio el mundo empieza a invadirnos con sus piezas y no es hasta cuando las acomodamos que mejor fluye la palabra. 8 El silencio, que nos habla tanto como las ausencias, es una pradera en la que también nacen las ideas y los sueños. El silencio une una palabra con la otra, un argumento con el siguiente, pero sobre todo nos ayuda a distinguir un sonido del otro. Sin el silencio no habría música y seríamos más huérfanos que nunca. Sólo en el silencio humano se escucha el murmullo multitudinario de la naturaleza, fabricado también por tantas cosas que no vemos o no sabemos ver. El silencio hace hablar al cuerpo, nos tiende un puente para hallar al otro, nos significa un contrapeso al caos. Por eso, es imposible educar sin el silencio. Heidegger decía "quien quiera respuestas que guarde silencio; quien busque preguntas que lea poesía". Preguntas y respuestas, poesía y silencio, ¿alguien puede educar sin ello? Contamos también con la emoción. Pero no entendida como sensibilidad barata ni como anorexia cerebral. Tampoco como compasión inmóvil. Más bien, las emociones como dedos sensibles, como ventanas que nos permiten no sólo mirar y pensar, sino acariciar la vida en movimiento. No hay corazones analfabetas, todos tenemos la capacidad de leer emocionalmente el mundo. Las emociones, pegadas a la piel, nos mantienen firmes a pesar de los escalofríos que nos provoca esta realidad, cargada con tintes desgarradoramente surrealistas. Por eso, aun la furia, que nos invita a dejar correr la bilis, si bien hay que amortiguarla, no la debemos extinguir, pues forma parte del carburante con el que nos movemos. En este mismo sentido, no es bueno erosionar la accidentada y amplia geografía de nuestras emociones, pues como nos ilustra Alain Touraine, la emoción es la fuerza principal de la resistencia. No es el pensamiento ni la razón, es la emoción; que implica la búsqueda de la identidad propia, de la auto-definición. 9 La emoción, entonces, es un motor que nos lleva a navegar hacia adentro de uno mismo y también a volar al exterior para encontrar a los otros. Y así, conseguir llegar vivos a la muerte, como nos ilustra el poeta venezolano Pablo Mora,. Con la razón. Pero no la razón entendida como una fría punta de diamante que cercena al mundo a nombre del conocimiento y de la ciencia. Tampoco la razón como la soberbia herramienta que pretende ser la única capaz de alcanzar la verdad y de darle estabilidad a nuestro entendimiento del orbe. Más bien, la razón como motor para transitar desde la ignorancia indiferente hasta la conciencia activa. Sin la razón, profunda y sabia, difícilmente puede haber plenitud. El filósofo Gastón Bachelard nos ha invitado a reflexionar sobre cómo la razón humana, turbulenta y poderosa, resulta indispensable aún para las revoluciones espirituales. La realidad, con todo lo que de enigmático y de etérea tiene, no es una pieza de laboratorio para estudiarla sólo con la razón, pero sin ésta, muere de anorexia todo intento explicativo. Así, creo yo, no basta la poesía y la emoción para penetrar la magia de un árbol o de un atardecer, también requerimos de la razón para interpretar el sentido de ambos, a través de la limpieza argumental que demanda la inteligencia racional. Es decir, sin el respiradero de la razón las emociones se asfixian, pero a la inversa sucede igual. Para la educación ambiental esta debe ser, creo yo, una premisa básica para su teoría y su práctica. Reconociendo su vital importancia para todo proyecto humano, sin embargo, nos urge una razón que juzgue menos y comprenda más. Y ese es un llamado para quienes hacemos y pensamos la educación ambiental. Finalmente, contamos con la historia. Pero no como recuento burocrático del pasado ni como un listado de antecedentes anodinos, ni mucho menos como una carga insuperable. 10 Más bien, la historia nos sirve para no cargar con un agujero en la memoria y, por lo tanto, recordar que hay una larga fila de presencias no presentes, de sillas vacías ocupadas por aquellos que nos han antecedido en el esfuerzo para educar con el fin de que la sociedad y la naturaleza respiren sano. El viento de la historia nos susurra que no somos los primeros en pisar los territorios de la educación ambiental; tampoco hemos sido los únicos en imaginar un mapa lleno de posibles. La lucha de muchos otros, antes que la nuestra, nos obliga a recuperar y reparar recuerdos y aprender de ellos que en la cotidianeidad, no sólo en los grandes eventos, también se generan nuevas tendencias de la historia. ¿Qué tiene que ver el arte con lo anteriormente dicho? El arte edifica sueños, le da vitalidad a la palabra, sentido al silencio, genera sortilegios con las emociones, le da profundidad a la razón y nos descubre renovadas miradas en la historia. El arte es esplendor y el educador, dice Paulo Freire, debe ser un esteta, un entendido de la belleza. En esta línea: 3. ¿Por qué incorporar el arte a la educación ambiental? Hoy se habla de una profunda crisis no sólo del humanismo, sino de la creación simbólica, como parte de una más amplia, que es la crisis civilizatoria. Lógico resulta que el arte no escape a este contexto, pero ello no debe conducirnos a su desprecio o a su abandono. Quizá el arte no pase hoy por su mejor momento, pero sigue siendo una poderosa fuerza que nos modela. Luz y color, espacio y movimiento, sonido y silencio, ambigüedad que pide un intérprete; la creación artística es voz y resonancia de lo humano, es, quizá, el mejor camino para la búsqueda de lo sublime y para entender la belleza no como una aparición efímera, sino como un clima. 11 Incorporar el arte a los procesos de educación ambiental nos permite: Recordar lo que somos. El arte es una forma de pensarnos, con él entendemos que somos un fragmento de la universalidad, pero que nuestra esencia crece cuando nos conectamos con el otro y con lo otro, no sólo humano, sino más allá. El arte es un espacio de encuentro que nos muestra que, a pesar de nuestra marcada individualidad, en mayor medida somos un eco de los otros. Él nos recuerda que no somos sólo razón, tampoco sólo magia y voluntad, sino que la esencia humana despliega imaginación, instinto, sentimientos, intuición, pasiones. Espíritu. Y esa complejidad es la que nos permite desplegar una mirada plena. Y, así, entender que cada uno somos una totalidad de sentidos y posibilidades. El poder del arte, paradójicamente, también nos denuncia con frecuencia nuestra vulnerabilidad y fragilidad, nos recuerda que sólo somos un aliento. Pero la creación artística nos impulsa desde el lugar en el que estamos para convertir ese aliento en energía elemental. El arte nos es útil también para revelar las grandes esencias que están contenidas en el corazón humano. El arte no sustituye a la vida, tampoco la sobrevuela sin compromiso, busca iluminarla para que podemos visualizar esencias que de otra manera no sería posible. Dado que la médula de lo humano no está hecha sólo de virtudes, sino también de errores y defectos, hay pinturas, películas, óperas, obras de teatro, que nos develan que con frecuencia la vida duele o denuncian la indigencia espiritual que campea por una sociedad cuya fuerza centrípeta está en el mercado. Pero el arte, al explorar lo impenetrable, a la vez nos muestra, como chispazos geniales, que la humanidad también amasa arco iris, fabrica trayectos para encontrar amaneceres; y nos muestra también que en el fondo, a veces muy en el fondo, la esencia que nos define se inclina por celebrar la vida. 12 También el arte puede incorporarse a la educación ambiental para liberarnos. Quedar cautivados por él, implica un proceso de liberación; nos hace levantar la cabeza para ver el horizonte cuando nos pensamos acorralados. Dice la filósofa española Carmen López que el arte se nutre de una racionalidad específica, la racionalidad estética, y se dirige a la verdad y la búsqueda de la verdad es una forma de liberación. Dicha autora retoma a Marcuse para enfatizar que el arte es un preservador de la utopía de la felicidad y un producto humano que aporta a la emancipación de la subjetividad alienada por la razón tecnológica. El arte, entonces, nos enseña que no hay puertas cerradas. Cuestionar, indagar e insubordinarse es la manera de romper con los dogmas, con la imposición de una sociedad que no enseña poco a pensar y mucho más a movernos por inercia. Sin embargo, a pesar de lo expresado anteriormente, el arte como producto humano no se debe sacralizar; la sacralización conlleva a la generación de élites. Viñals apostilla: Vale decir que, cuando la sociedad sacraliza a la obra de arte, consigue, entre otras cosas, exaltar el poder y la autoridad que le reconoce al arte. ¿no? Pareciera que en lugar de restarle poder, le añadiera poder. El filósofo Raúl Páramo, por su parte, señala: la sacralización es el viejo instrumento legitimador de cualquier poder, y también de cualquier esclavitud. Declarar algo como sagrado es llevarlo a la categoría de ordenador total, artífice mágico de la significación total, otorgador primario y gratuito del sentido de la realidad (...) Su punto de partida es declarar lo sacro como lo incuestionable, lo superior y lo impune por definición: lo que no tiene que dar cuenta a nadie. Lo divino, lo sacro, es lo que subsiste por sí mismo, sin justificación ni explicación alguna". Y sí, hay que sumar con alegría y de manera extendida el arte a la educación ambiental, pero cuidando de no sacralizarlo, pues si bien la obra de los artistas resulta indispensable para crear salidas a la realidad que hoy vivimos, no hay que considerarla la mejor y única palabra. 13 FINAL Concluyo: la educación ambiental es un territorio en el que no cesan hallazgos y desaciertos, periplos e invenciones, rebeldías y concordancias. Y detrás, una considerable cantidad de nombres que se desplazan entre identidades únicas y mixturas multicolores, cuyos sueños desembocan siempre en el deseo de construir mejores proyectos de existencia que no surgirán de la nada, sino de la lucha del pensamiento y la sensibilidad. Sólo me queda enfatizar: nada de lo que he dicho me pertenece, mis palabras son apenas pequeños espejos de los otros, es decir, de ustedes. En el trayecto implacable del caos que hoy vivimos, el encuentro con los otros siempre es un oasis y una posibilidad. Hacer partícipes a los otros en los procesos educativos no es un asunto que se restrinja a lo metodológico, es mucho más que ello, es la necesidad ontológica de la convergencia, de la búsqueda conjunta, de descascararse uno mismo para acercarse a los demás. La confluencia de educadores ambientales, accidental o buscada, es un elemento capital para reconocer y asumir la pluralidad y, cuando sea necesario, hacer sonar una sola voz. Y este Coloquio, estoy seguro, es un excelente escenario para hacerlo. Muchas gracias Conferencia presentada en el IV Coloquio Nacional de Estudiantes y Egresados de Programas de Educación Ambiental, realizado del 19 al 21 de junio del 2014 en la UPN 095 de la ciudad de México. 14