LA URDIMBRE DE LA RELACIÓN EDUCATIVA José Manuel Esteve Zarazaga Universidad de Málaga 1. La esencia de la relación educativa. La relación educativa es esencialmente diferente a cualquier otro tipo de relación humana. Hay dos formas básicas en estas relaciones humanas: la relación intersubjetiva y la relación sujeto-objeto. En la primera de ellas, las personas que se relacionan se tratan como sujetos. Una no trata de influir sobre la otra, hay un respeto a la individualidad del otro; se reconoce la libertad y el poder de autodeterminación del otro, al que se ofrece la posibilidad de elegir. En la amistad, por ejemplo, dos personas se relacionan a través del diálogo, pero no han marcado una finalidad previa a su relación. Se ven por el simple placer de estar con el otro. En la amistad se enfrentan dos personalidades diferentes que no tratan de influirse. Cada una de ellas toma sus decisiones y se construye a sí misma, aunque a veces se acepten opiniones de la otra persona que se hacen propias. En el segundo tipo de relación, ocurre que una persona trata a la otra como objeto, imponiéndole sus criterios y sin tener en cuenta la dignidad personal de su oponente. Esta es una relación que podríamos llamar unipersonal, o sujeto-objeto, porque se suprime en una de ellas, la característica esencial que la hace persona: su capacidad de elegirse, de pensar por sí misma, de tomar sus propias decisiones. En este segundo modelo de relación, la persona no cuenta para nada, ni lo que siente, ni lo que desea. La autorrealización le está vedada. Sólo interesa de ella un producto, intelectual o material, que la aliena. La relación del amo con el esclavo sería el ejemplo más extremo de este tipo de relación. Sin embargo la educación -como señala Jaspers- es una relación intermedia, paradójica y aparentemente contradictoria: “Educar, en efecto, es tratar a un sujeto como objeto”. Aquí aparece la problemática esencial de la relación educativa, que lleva dentro de sí unas exigencias opuestas que hay que coordinar en una misma operación, pues…” esta operación –sigue diciendo Jaspers- tiene como objeto algo que no es reductible a objeto” (Millán, 1951,443). El educando es el objeto de la relación educativa, pero el educando es persona, y como tal, no puede reducirse a objeto, so pena de caer en un tipo 1 de relación, que como hemos visto, no conduce más que a la destrucción del individuo como persona. Es preciso, por tanto, reconocer en la relación educativa el carácter personal del educando al hacerlo “objeto” de la actividad educativa. Ni como educador ni como padre tengo derecho a predeterminar qué va a ser un niño, cómo va a pensar y qué va a hacer cuando sea adulto. Hay, igualmente, otro escollo en la vertiente opuesta, reduciendo la relación educativa a un enfrentamiento entre dos personalidades sin un fin predeterminado, reduciéndola a un mero intercambio de experiencias subjetivas. Desde esta perspectiva, el padre y el profesor tendrían que afirmar, como en la relación de amistad, que no tienen objetivo alguno en su relación con el educando. Todo lo más charlar… estar juntos… Pero, “en oposición al libre intercambio de influencias subjetivas, que no es propiamente una acción para Jaspers, la educación es un claro ejemplo de nuestro obrar humano sobre el mundo y todo obrar de esta especie es esencialmente teleológico; pretende una finalidad que vale de norte a guía para la misma intención que lo anima” (Ibid., 444). Tiene que haber, por tanto, un objetivo, una meta que no permite reducir la relación educativa a un mero cambio de experiencias subjetivas desprovisto de cualquier finalidad. En la educación hay una clara intencionalidad resaltada por la mayoría de los autores que tratan de definir la educación. Es el “perfeccionamiento intencional de las potencias específicamente humanas” del que nos hablaba García Hoz (1960, 23). Por otra parte, esta consideración del educando como objeto de la actividad educativa, puede llevarnos a olvidar el tipo de relación en la que estamos comprometidos, para dedicarnos a actividades de adoctrinamiento, olvidando la innegable consideración del educando como sujeto, y reduciendo nuestro hacer educativo a una relación de manipulación. “Una forma tal de comportamiento, incluso si intentase justificarse invocando el bien… implicaría siempre un trato del hombre como objeto o como una cosa. Sin embargo, lo importante en la filosofía del hombre, que es la nuestra, no es que por encima de todo alguien afirme tal cosa o adopte de hecho tal comportamiento, sino que lo haga en tanto que sujeto racional y libre, es decir, finalmente como una persona” (Beirnaert, 1960, 39). Quedan así expuestas, estas dos exigencias tan difíciles de conciliar en la relación educativa: se trata de una relación que tiene en sí una finalidad que de alguna 2 manera tiene como objeto al educando; pero que tiene que contar a cada paso con la condición de sujeto que le corresponde como persona. Corremos en cada instante el riesgo de olvidar al sujeto y hacerlo un mero objeto de condicionamiento; y al mismo tiempo, en la vertiente opuesta, el riesgo de olvidar la construcción de la personalidad, haciendo banal la relación, y olvidando dirigirla hacia una finalidad intencionalmente elegida. Una vez explicitado este equilibrio entre ambas exigencias, se plantean aquí dos problemas esenciales que será preciso resolver: cómo educar manteniendo este equilibrio y dónde situar la fuente de la que tomar esa finalidad intencional. 2. El equilibrio entre educación y condicionamiento. Nuestra acción educativa actúa sobre una persona que, como sujeto, se hace a sí mismo, viviendo. Una persona que debe elegirse a cada paso, y que se construye eligiéndose; sin poder permanecer inerme ante las situaciones de su vida, si quiere seguir siendo sujeto de su vida. Para que podamos hablar de una relación educativa es preciso centrarse sobre la persona como sujeto de su hacerse. Pero no sobre una persona con una hipotética dignidad personal intangible, y un maravilloso poder de autodeterminación, reconocidos en teoría, y que no pudo nunca llegar a ejercer, porque no pudo llegar ni a descubrirlos, enterrado en un sistema que programó toda su vida de antemano, utilizándolo y cosificándolo. Es preciso centrarse sobre la persona en un sistema que le permita descubrir que un día vino al mundo sin pedirlo, y que le haga enfrentarse, en principio, a la incertidumbre de vivirse sin saber su origen ni su fin. Una persona que, como sujeto de su vida, necesita buscar un puesto humano en el mundo. Una persona que no puede aceptar nada sin vivirlo, porque es diferente, porque nace encerrada en sí misma, y aunque lo quiera, aunque lo intente, no puede dejarse vivir ni dejar de vivirse. Alguien que se siente vivir ante un mundo que no comprende y que necesita integrar en sí la visión de su papel en el mundo. Una persona con capacidades racionales, y con un componente de afectividad que también necesita integrar en su toma de postura frente al mundo. Un componente afectivo que le hará encontrar a otras personas en una relación distinta con respecto a ella, que le hará amar y odiar, que le impulsará a reír o llorar ante esas pequeñas cosas que mueren todos los días en la vida humana, diciéndonos que también hay tiempo y muerte. Y, con todo ello, -a pesar de todo ello- la persona lucha, se busca y se construye 3 cuando se encuentra. El ser humano no se deja llevar, se da cuenta de que está, de que es, de que existe, y busca. Se busca tratando de agarrar pedazos de ese infinito que persigue. Y buscándose se va haciendo. Su búsqueda es tan irreductible a teorías como lo son sus llantos y sus alegrías. Sin embargo, esta búsqueda no siempre se hace en solitario. En la vida de las personas aparece la relación educativa ligándonos de alguna manera a la figura de alguien que se ha encontrado a sí mismo ayudando a los demás a buscarse, a hacerse; y que se ofrece en ese camino de construcción personal como alguien capaz de compartir con otro una búsqueda; sabiendo que no puede vivir por el otro, que la única manera en que puede ayudarle es haciendo que se encuentre, que se viva, que se acepte y que se construya; y que todos estos verbos son reflexivos, personales e irreductibles. En este sentido cobran todo su valor las ideas de Gusdorf: “La relación maestrodiscípulo aparece, pues, como una dimensión fundamental del mundo humano. Cada existencia se forma y se afirma por el contacto con las existencias que le rodean; constituye como un nudo en el conjunto de las relaciones humanas. Entre esas relaciones del hombre con el hombre hay algunas privilegiadas… la relación del discípulo con el maestro que le reveló el sentido de la vida y le orientó, si no en su actividad profesional, sí al menos en el descubrimiento de sus certidumbres fundamentales… La función del maestro aparece aquí como una intercesión; da a los valores figura humana. El niño, el adolescente, el que se busca a sí mismo se ven de esta forma confrontados con una encarnación de voluntades que tal vez subyacen a ellos. Y ese encuentro con lo mejor, esa confrontación con la más alta exigencia, desenmascarando una identidad que se ignoraba, permite a la personalidad convertirse en acto y elegirse a sí misma tal como lo deseaba desde siempre” (Gusdorf, 1969, 10). Nos encontramos entonces con una relación en la que dos personalidades se enfrentan, y una de ellas tiene que lograr, que la otra se haga a sí misma. Libremente, eligiéndose, como sujeto de su búsqueda de la verdad, para –una vez encontradaconstruirse sobre ella. Jaspers da solución al problema planteado por la confrontación de dos personalidades, en el mismo sentido que antes veíamos en Gusdorf. Mediante la influencia de una “personalidad vigorosa”, ya construida en unos determinados valores, sobre otra personalidad más moldeable, existiendo siempre un margen imprevisible con respecto al alcance y la reacción que provocará esta influencia. 4 Este planteamiento, no puede considerarse como destructivo de la personalidad del educando. Educador y educando se enfrentan en una relación en la que el discípulo reconoce a su oponente como “maestro”; como alguien que ha logrado de alguna manera un ideal que él buscaba y que quería construir en sí. Es ese “encuentro con lo mejor” lo que le hace reconocerle como maestro, y aceptar de él -porque lo ha reconocido en algo “como lo mejor”-, sus principios y sus planteamientos con la intención de realizarlos también en sí. Este planteamiento supone una construcción personal. Se ha descubierto una verdad ya encontrada por otro, que se acepta como un ideal propio, sobre el que el discípulo comienza a intentar su propia construcción. Para salvar ahora al discípulo de la situación de condicionamiento, hará falta la actitud del maestro planteándole a cada paso, no la verdad ya descubierta por él, sino su propia personalidad sin construir y que debe elegir y conformar en cada momento. El maestro plantea al discípulo la larga búsqueda, con todas sus luchas, que le hizo a él descubrir lo que llegó a poseer como propio; haciéndole enfrentarse de forma personal a los peligros y dudas que él tuvo que superar, y haciéndole buscar sus propias respuestas, sus propias verdades ante ellas, que a veces serán diferentes y que, quizás algún día, llegarán a superar las verdades del maestro. “No hay que buscar la concordia, el vibrar al mismo ritmo por las mismas cosas, sino sencillamente estar vivo, latir, buscar –cada uno a su nivel- la verdad y servirla desde su propio sitio” (Cabaleiro, 1968, 298). Defiendo aquí una actitud del maestro que supone un constante planteamiento y una resolución a cada momento de la pregunta formulada por Beirnaert: “¿Cómo ayudar al sujeto humano a liberarse de todo lo que hace de él un ser eminentemente condicionable por las solicitaciones externas?... Las opiniones más corrientes sobre la educación –sigue diciendo- no tocan a fondo este problema. Ponen en primer plano la comunicación de la verdad por un maestro y lo que llaman la formación de la voluntad por el esfuerzo consciente. Pero, se trata aquí de una cuestión anterior, del mismo punto de partida de la aptitud para reconocer la verdad y para comprometerse en un esfuerzo. Razón y voluntad requieren ser liberados de todo lo que puede impedir su ejercicio” (Beirnaert, 1960, 43). Será preciso, por tanto, un cuidado especial en el maestro para desarrollar en su discípulo una capacidad y una aptitud para buscar por sí mismo, para informarse personalmente, antes de cada elección, de los pros y los contras de la situación a la que se enfrenta, antes de comprometerse en una elección que desde el momento en que la haga, quedará integrada en él, formando parte de él mismo. Y esta capacidad, esta 5 aptitud –como señala el mismo Beirnaert- no viene dada en principio al ser humano. Yo añadiría: es obra de la educación. 3. Ladjali y Pennac: dos referentes actuales de la relación educativa. La ponencia nos cita a Ladjali (2006) y Pennac (2008) como dos referentes actuales de la relación educativa; y efectivamente lo son. A la vista de las ideas expuestas hasta ahora, cabría preguntarse: ¿Qué hacen Ladjali y Pennac para conseguir contactar con sus alumnos? ¿Qué tienen en común ambos autores? La respuesta es obvia. Ladjali es la hija de los inmigrantes de segunda generación. Ella sabe qué piensan los adolescentes de los suburbios parisinos. Ella es el ejemplo de que la cultura y la belleza no son inalcanzables para los hijos de los inmigrantes; por eso les enseña que la lengua no tiene por qué reducirse al argot de los barrios bajos, que la lengua y la literatura francesas encierran referentes de valores y de belleza que ellos también pueden conquistar. Y desde esta idea introduce la literatura; no como algo muerto y ya hecho, sino como algo que sus propios alumnos también pueden crear. Con disciplina, sin topes prefijados, con una fuerte exigencia que les obliga a romper los primeros borradores imperfectos. “Pero la verdad, nos dice, es que están fascinados por la palabra, por la buena literatura, y en eso me apoyo, sobre todo, para tratar de desbloquear las cosas. El alumno se da cuenta muy rápidamente de dónde reside la belleza, y espera que alguien se lo haga notar” (Ladjali, 2006, 97). En su diálogo con Steiner, éste nos ofrece una definición del magisterio y de la auténtica relación educativa que coincide casi literalmente con la de Gusdorf: “Así pues, siempre he sabido lo que era un maestro casi desde el principio. Sencillamente, alguien que goza de un aura casi física y en quien resulta casi tangible la pasión que desprende. Alguien de quien se puede decir:”nunca llegaré a ser como él, pero me gustaría que algún día, llegase a tomarme en serio”” (Ibid., 129). Por su parte, Pennac se relaciona con sus alumnos desde la experiencia de Pennacchioni: el zoquete, el inútil, el avergonzado niño torpe señalado por todos. Pennac sabe lo que significa ser el tonto oficial de la clase, conoce la parálisis del niño y del adolescente que han interiorizado el mensaje repetido por sus profesores de que nunca servirán para nada. Como él mismo nos dice, parte del conocimiento del dolor de no comprender y de sus daños colaterales: “la soledad y la vergüenza del alumno que no comprende, perdido en un mundo donde todos los demás comprenden” (Pennac, 2008,36). 6 Y precisamente porque comprende al zoquete, porque se identifica con el mal alumno de su infancia, elogia el auténtico magisterio de los profesores que lo rescataron de la ignorancia y la ignominia: “los profesores que me salvaron –y que hicieron de mí un profesor- no estaban formados para hacerlo. No se preocuparon de los orígenes de mi incapacidad escolar. No perdieron el tiempo buscando sus causas ni tampoco sermoneándome. Eran adultos enfrentados a adolescentes en peligro. Se dijeron que era urgente. Se zambulleron. No lograron atraparme. Se zambulleron de nuevo, día tras día, más y más… Y acabaron sacándome de allí. Y a muchos otros conmigo. Literalmente, nos repescaron. Les debemos la vida” (Ibid, 36). Su descripción del magisterio vuelve a las mismas ideas: “Di con tres más de estos genios entre los catorce y los dieciocho… un profesor de matemáticas que era las matemáticas, una pasmosa profesora de historia que practicaba como nadie el arte de la encarnación histórica, y un profesor de filosofía a quien mi admiración sorprende hoy tanto más cuanto no guarda recuerdo alguno de mí… Esos cuatro profesores me salvaron de mí mismo” (Ibid, 85). Como vemos en todos estos ejemplos, el magisterio es aquella relación que se establece entre alguien perdido, y la persona que le enseña el camino para encontrarse a sí mismo. Por eso el auténtico maestro sabe que su influencia debe ser transitoria; que una vez iniciado en sus propios descubrimientos, el discípulo debe caminar solo. “Si el fin de la educación, es el de promover el advenimiento de la humanidad en el hombre, la educación debería organizarse en función de esta experiencia espiritual fundamental. No tiene por qué forzar las cosas, ya que sólo el interesado puede descubrir y ejecutar las certidumbres que son exclusivamente suyas. Pero el maestro debe estar atento al acontecimiento; debe hacer preguntas y a veces debe sugerir las respuestas, permaneciendo siempre a una respetuosa distancia”1. El maestro guía al educando hacia sus certidumbres personales, como iniciador, como presentador, nunca como opresor. En esta búsqueda de la verdad humana, el discípulo se va haciendo, se descubre a sí mismo, se hace capaz de tomar decisiones por sí mismo, y aprende poco a poco a buscar su propia verdad. En este momento desaparece el discípulo y desaparece el maestro. El maestro era tal, porque tenía algo 1 Gusdorf, Georges. Opus cit., p. 78. 7 que aportar al discípulo, que si era discípulo, era porque reconocía en el maestro algo que él buscaba y que su maestro ya había encontrado. Ahora ya es capaz de proseguir su propia búsqueda, y en su camino debe ir más allá del maestro, su carrera hacia la verdad le llevará, si puede, a superarlo. “El maestro se impone como maestro porque revelaba al discípulo el sentido de la verdad, pero cuando acaba su misión, aparece como una pantalla que oculta la verdad. El último favor en el que puede tomar la iniciativa, es en desaparecer; gesto supremo y el más difícil, en el cual se consuma el auténtico magisterio”(Gusdorf, 1969, 178) BIBLIOGRAFÍA Beirnaert, L. (1960). Conditionner ou former l´homme ? I. (Études, 93, 306, 207-214). Beirnaert, L. (1960). Conditionner ou former l´homme ? II. (Études, 93, 307, 39-49). Cabaleiro, E. (1968). Poder y autoridad en el oficio de educar. (Nuestro Tiempo, 165, 290- 313). García Hoz, V. (1960). Principios de Pedagogía Sistemática. Madrid, Rialp. Gusdorf, G. (1969) ¿Para qué los profesores? Madrid, Cuadernos para el diálogo. Kierkegaard, S. (1940). Points de vue explicatif de mon oeuvre. París, Bazogues-enPareds. Ladjali, C. y Steiner, G. (2006). Elogio de la transmisión. Madrid, Siruela. Millán Puelles, A. (1951). Los límites de la educación en K. Jaspers. (Revista Española de Pedagogía., 9, 35, 439-449). Pennac, D. (2008). Mal de escuela. Barcelona, Mondadori. 8