Cuarto Domingo de Adviento - Ciclo B San Bernardo EN ALABANZA DE LA VIRGEN MADRE HOMILIA I El ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea que se llamaba Nazaret, a una virgen prometida a un hombre de la estirpe de David, de nombre José; la virgen se llamaba María. 1. ¿Qué pretendía el evangelista al enumerar aquí tan concretamente hasta los detalles de los nombres propios? En mi opinión, evitar que escucháramos sin la debida atención lo que él quiso narrar con tanto énfasis. Efectivamente, menciona al mensajero a quien se envía, al Señor por quien es enviado, a la Virgen a quien se le envía e incluso al esposo de la Virgen, registrando también la estirpe, el pueblo y la región de ambos. Aquí subyace una intencionalidad. ¿O crees que todos estos pormenores son superfluos? De ninguna manera. Ni una sola hoja se desprende casualmente del árbol ni un solo pajarillo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre. Tampoco puedo pensar que saliera de la boca del evangelista una sola palabra injustificada, sobre todo tratándose nada menos que de la sagrada historia del Verbo. No lo creo. Todas las palabras van cargadas de sublimes misterios y cada una destila su celestial dulzura para quien las desmenuza atentamente, sabiendo sacar miel de las piedras y aceite de la durísima roca del pedernal. Ese día precisamente los montes manaron licor, los collados se deshicieron en leche y miel; los cielos destilaron al Justo, se abrió la tierra y gozosa hizo brotar al Salvador. Ese día nos dio la lluvia y nuestra tierra fue fecunda en su cosecha: y sobre el monte altísimo, monte fértil y pingüe, se encontraron la misericordia y la fidelidad, besándose la justicia y la paz. Y en aquel mismo tiempo, este santo evangelista, como si fuera un monte más encumbrado que los otros escritores, nos narró con su meliflua palabra el comienzo de nuestra salvación, tan anhelada por todos. Bajo el soplo del Espíritu, a la luz del sol de la Justicia ya presente, exhalaron sus palabras un aroma espiritual. ¡Ojalá Dios nos envíe también ahora su Palabra y ablande con ella nuestro corazón! Que sople con fuerza su espíritu y nos haga inteligibles sus palabras: que sean para nosotros más preciosas que el oro fino, más dulces que la miel de un panal que destila. 2. Comienza diciéndonos: El ángel Gabriel fue enviado por Dios. No concibo que este ángel pueda pertenecer al rango más ínfimo de los espíritus celestiales, como son los enviados para misiones de menor trascendencia. Así podemos deducirlo con toda lógica si recordamos su nombre propio, que significa Fortaleza de Dios. Y lo confirma el hecho de no haber sido enviado por otro espíritu de categoría superior, sino por el mismo Dios. Por esta razón, dice el evangelista: Fue enviado Por Dios. Tal vez hubiera otra razón: para que a nadie se le pueda ocurrir que Dios había revelado su designio a cualquiera de los santos ángeles antes que a la Virgen, exceptuado solamente el arcángel Gabriel. Tanto se destacaba dentro de su rango, que se le consideró digno de recibir este nombre y esa misión. Porque no desentona su nombre con su embajada. A Cristo, que es la Fortaleza de Dios, ¿quién podría anunciarle más dignamente que un ángel enaltecido con un nombre semejante al suyo? ¿O existe alguna diferencia entre la Fortaleza y el Poder de Dios? Tampoco puede parecernos una incongruencia o algo impropio que el Señor y su nuncio lleven un Mismo nombre, porque coinciden en el apelativo, pero no en la razón del mismo. Es evidente que Cristo y el ángel se llaman Poder o Fortaleza de Dios por motivos diferentes: al ángel se le llama así por pura denominación. Mientras Cristo se llama y es sustancialmente la Fortaleza de Dios. Efectivamente, Cristo, más intrépido, venció con su brazo al hombre fuerte y bien armado que guardaba en paz el atrio de su casa, hasta arrebatarle violentamente los bienes que se había apropiado. Mientras que al ángel se le llamó así, o porque mereció la prerrogativa de anunciar la llegada en persona de la Fortaleza de Dios, o porque tuvo que fortalecer a una virgen tímida, sencilla y pudorosa, para que no se turbara ante lo excepcional del milagro. Y así lo hizo: Tranquilízate, María, porque has hallado gracia a los ojos de Dios. Además, aunque el evangelista no lo mencione en esta ocasión, es de creer fundadamente que fuera también él quien animó a su esposo, hombre sencillo y temeroso de Dios, con estas palabras: José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte contigo a tu mujer. Por tanto, le correspondía a Gabriel su designación para este ministerio. O, quizá mejor, por habérsele encomendado este cometido, se le menciona justamente con este nombre. 3. El ángel Gabriel fue enviado por Dios. ¿Adónde? A una ciudad de Galilea que se llamaba Nazaret. Veamos si de Nazaret puede salir algo bueno. Nazaret significa flor. Yo concibo las revelaciones y promesas hechas a los patriarcas Abrahán, Isaac y Jacob como una semilla del conocimiento de Dios esparcida desde el cielo sobre la tierra. A esa semilla se refiere la Escritura cuando dice: Si el Señor de los ejércitos no nos hubiera dejado una semilla, seríamos como Sodoma, nos pareceríamos a Gomorra. Esta semilla se desarrollaba y florecía entre las maravillas que se verificaron cuando Israel salió de Egipto, en las figuras y misterios que contempló a lo largo de toda su peregrinación hasta la tierra de la promesa. Más tarde, en las visiones y oráculos de los profetas, en la organización del reino y del sacerdocio, que culminaron con la llegada de Cristo. Con toda razón se colige que Cristo fue el fruto de esta semilla y de estas flores, como nos dice David: El Señor nos dará la lluvia y nuestra tierra dará su fruto. Y en otro lugar: Pondré sobre tu trono al fruto de tu vientre. Por eso se anuncia en Nazaret el fruto que ha de nacer, porque el fruto se espera de la flor. Mas cuando brota el fruto, se marchita la flor, pues ya no tiene razón de ser, al presentarse encarnado el que es la Verdad. Y con razón nos dice que Nazaret es una ciudad de Galilea, es decir, de la emigración. Ya que cuando nació Cristo desapareció todo lo que acabo de mencionar. Como dice el Apóstol, estas cosas sucedieron figurativamente. Y nosotros, que vivimos del fruto, comprobamos que las flores se han pasado; incluso cuando nacen sabemos que han de marchitarse. Por eso dice David: Dura un día como la hierba: florece por la mañana y se pasa; por la tarde inclina la cabeza, se deshoja y se seca. Efectivamente, por la tarde, esto es, cuando se cumplió el plazo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, sometido a la Ley, pero diciendo a su vez: Mira: todo lo hago nuevo. Las cosas viejas pasaron y desaparecieron: igual que se deshojan las flores y se secan cuando empieza a brotar el fruto. Por eso está escrito: Se agosta la hierba, se marchita la flor, pero la Palabra del Señor permanece por siempre. Sabes muy bien que la Palabra es el fruto, y esa Palabra es Cristo. 4. Excelente fruto es Cristo, que permanece por siempre. ¿Y qué fue del heno que se agostó? ¿Dónde está la flor que se marchitó? Nos responderá el profeta: Toda carne es heno y su gloria, como flor campestre. Si toda carne es heno, también el pueblo carnal de los judíos fue como el heno. Pues ese mismo pueblo se agostó, privado de la sustancia del espíritu, por aferrarse a la letra reseca. ¿Acaso no se marchitó la flor, al encallarse en el prurito que ellos ponían en la ley? Si no se marchitó la flor, ¿dónde han quedado su reino, su sacerdocio, sus profetas, su templo? ¿Dónde están? ¿A qué se han reducido aquellas maravillas de las que tanto se enorgullecían? Todo lo que oímos y aprendimos, lo que nuestros padres nos contaron, no lo ocultaremos a sus hijos, lo contaremos a la generación venidera. Esto es lo que nos ha sugerido la frase evangélica: A una ciudad de Galilea que se llamaba Nazaret. 5. A esa ciudad, pues, fue enviado el ángel Gabriel. ¿A quién fue enviado? A una virgen prometida a un hombre de la estirpe de David, de nombre José. ¿Quién es esta virgen tan digna a quien le saluda nada menos que un ángel, y tan humilde que se desposa con un artesano? Preciosa combinación ésta, en la que se asocian la virginidad y la humildad. A Dios le agrada el alma de cuya humildad se deriva la virginidad y cuya virginidad anda engalanada con la humildad. Y piensa qué veneración no se merecerá un alma, cuya fecundidad realza todavía más su humildad y cuyo parto sella su virginidad. Estás oyendo hablar de una virgen que es humilde. Si no eres capaz de imitar la virginidad de la humilde, emula al menos la humildad de esta virgen. La virginidad es una virtud encomiable, pero la humildad es una virtud imprescindible. A la primera eres invitado y te la aconsejan; a la segunda te obligan y te la prescriben. Con relación a la virginidad, se nos dice: El que pueda con eso, que lo haga. Y sobre la humildad: Si no os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Una es remunerada y la otra se nos exige. Puedes salvarte sin la virginidad, pero no sin la humildad. Puede complacer a Dios una humildad que llora la virginidad perdida; me atrevo a decir que, sin la humildad, ni la virginidad de María habría agradado a Dios. En ése pondré mis ojos: en el humilde y apacible. En el humilde, ha dicho; y no precisamente en el que es virgen. Luego si María no hubiese sido humilde no habría bajado sobre ella el Espíritu Santo. Y en ese caso no habría concebido. ¿Es que podría concebir de él sin él? Es ella misma quien así lo confirma; si engendró por él, no fue sólo en atención a su virginidad, sino porque se ha fijado en la humildad de su esclava. Es cierto que su virginidad atrajo la complacencia de Dios; pero concibió por su humildad. Queda, pues, muy claro: fue su humildad la que hizo agradable su virginidad. 6. Y tú, engreído por tu virginidad, ¿qué dices ahora? María, olvidando su virginidad, sólo se gloría de su humildad. Y tú, despreciando la humildad, ¿vives fascinado sólo por tu virginidad? Lo dice ella expresamente: Dios se ha fijado en la humildad de su esclava. ¿Qué es María? Una virgen santa, una virgen sencilla, una virgen sumisa. No me dirás que tú eres más casto que ella. Ni más sumiso. No creo que tu pudor le cautive más a Dios que la castidad de María. Y tú, sin humildad, ¿podrás complacerle sólo con tu virginidad, cuando ella no lo hubiera conseguido con la suya? Por otra parte, cuanto más te honre el don singular de la castidad, más te denigras a ti mismo mancillando tu pudor con la contaminación de la soberbia. Más te valdría no ser virgen que engreírte por tu virginidad. De hecho, es muy común la virginidad, pero muy pocos son vírgenes y humildes a la vez. Por tanto, si únicamente eres capaz de admirar la virginidad de María, esfuérzate por imitar su humildad, y te basta. Pero si eres virgen y además humilde, vives en la cumbre de lo excelente, quienquiera que seas. 7. Además encontrarás en María algo todavía más sublime que debes admirar: una fecundidad que no menoscabó su virginidad. Jamás se oyó decir que mujer alguna haya podido ser virgen y madre a la vez. Y si por añadidura tenemos en cuenta de quién es madre, ¿cómo no quedarse atónito ante tan admirable grandeza? Incluso terminarás sintiéndote incapaz de admirarla como se merece. Pues a tu juicio (y así lo pensó también el que es la Verdad misma), ¿no deberá ser encumbrada sobre todos los coros angélicos aquella mujer cuyo hijo es Dios? Porque María llama hijo suyo al Dios y Señor de los ángeles cuando con toda naturalidad le pregunta: Hijo, ¿por qué te has portado así con nosotros? ¿Qué ángel pudo tener el atrevimiento de decírselo? Es cierto que por su creación son espíritus. La gracia los elevó al rango de ángeles, y así los llama David: El hizo ángeles suyos a los espíritus. Es suficiente para considerarlos criaturas perfectísimas. Pero María, consciente de que es su madre le llama familiarmente hijo suyo a esa misma soberana majestad ante la que se postran los ángeles. Mas Dios no se ofende porque le llamen lo que él quiso ser. Pues a renglón seguido dice el evangelista: Y vivió sometido a ellos. ¿Quién y a quiénes? Dios sometido a unos hombres, Fíjate. Dios, al que obedecen los principados y potestades del cielo, obedece a María. No sólo a María, sino a José por María. Ambas cosas deben pasmarte. Pero piensa cuál de las dos te causa mayor asombro: si la benignísima condescendencia del Hijo o la excelentísima dignidad de la Madre. Las dos nos sobrecogen; ambas son una extraordinaria singularidad. Que Dios obedezca a una mujer es de una humildad incomparable; que una mujer disponga con sus órdenes de un Dios es una sublimación sin igual. Como algo singular, se canta en alabanza de los que son vírgenes: Siguen al Cordero adondequiera que vaya. ¿Y qué elogio te parecerá digno de quien los precede a todos? 8. Aprende, pues, hombre, a obedecer. Aprende, tierra, a someterte. Aprende, polvo, a sujetarte. Refiriéndose a tu Creador, dice el evangelista: Vivía sometido a ellos: a María y a José. Avergüénzate, ceniza soberbia. Se humilla Dios, ¿y te enorgulleces tú? Dios se somete a los hombres, ¿y tú te crees superior a tu Creador con tu afán de dominar a los hombres? Si terminara pensando yo así, ojalá se dignase Dios increparme Como al Apóstol: Quítate de mi vista, Satanás, porque tu idea no es la de Dios. Pues siempre que deseo estar al frente, pretendo ir delante de mi Dios, y es entonces cuando mi idea no es realmente la de Dios. Porque de él está escrito: Vivía sometido a ellos. Si tú, un pobre hombre, no te avienes a seguir el ejemplo e otro hombre, al menos no te parecerá indigno seguir el de tu Creador. Si no puedes seguirle adondequiera que vaya, síguele al menos donde él quiso descender por ti. Quiero decirte que, si no puedes caminar por la sublime senda de la virginidad, síguele a Dios siquiera por el camino trillado de la humildad. Pues incluso los que son vírgenes, si se apartan de ese camino, tampoco podrán seguir al Cordero adondequiera que vaya. Le siguen, ciertamente, el humilde impuro y el virgen soberbio. Pero ninguno de los dos adondequiera que vaya. El primero no podrá ascender a la cumbre límpida del Cordero sin mancha. Y el segundo no será capaz de descender al grado de humildad de quien enmudeció sumisamente, no sólo ante el esquilador, sino delante del mismo que le mataba. Ahora bien: en cualquiera de los casos, el pecador está más cerca de la salvación con su humildad que el soberbio con su virginidad. Una penitencia humilde limpia la inmundicia; pero la soberbia mancha la castidad. 9. Por eso es feliz María. A ella siempre le acompañaron la humildad y la virginidad. Virginidad singular la suya, que no tembló, sino que se sintió honrada ante su fecundidad. Especialísima su humildad, que fue capaz de no resentirse, sino de verse sublimada por su fecunda virginidad. Y además fue incomparable su fecundidad, siempre asociada con su virginidad y humildad. En ella, cualquiera de estas tres virtudes resulta admirable, incomparable y singular. Mucho me extrañaría que, si te detienes a compararlas entre sí, no te quedes perplejo para decidir cuál deberías admirar más o cuál te deja más sobrecogido. ¿Su fecundidad quedándose virgen? ¿Su integridad después de haber sido Madre? ¿Su extraordinaria dignidad por el Hijo que dio a luz? ¿Su humildad, a pesar de ser ella tan sublime? También podrías llegar a esta otra conclusión: es más sorprendente la conjunción de todas ellas en la misma persona que cada una por separado. Ya el hecho de haberlas recibido todas, y no alguna de ellas, es incomparablemente más perfecto y más ventajoso. ¿Por qué hemos de asombrarnos si Dios, a quien contemplamos obrando maravillas en la Escritura y entre sus santos, quiso mostrarse aún más maravilloso con su Madre? Vosotros, los cónyuges, venerad la integridad de la carne en un cuerpo incorruptible. Vosotras, las vírgenes sagradas, abismaos ante la fecundidad de esta virgen. Y vosotros, hombres todos, imitad la humildad de la Madre de Dios. Ángeles santos, rendid honores a la Madre de vuestro Rey. Y hacedlo precisamente vosotros, los que adoráis al Hijo de nuestra Virgen, que es a la vez Rey vuestro y Rey nuestro: porque así ha rehabilitado nuestro linaje y ha restaurado vuestra corte. A él, que es tan excelso para vosotros y tan humilde para nosotros, le debemos reverencia por su dignidad. Y por su condescendencia, démosle todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. (San Bernardo, Obras Completas II, Ed. bilingüe, BAC, Madrid, 1984, pp. 601-613)