LA PARA 3.p65 - Museo de La Para

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Memorias del Pueblo
LAS MEMORIAS DE UN HOMBRE DEL CAMPO
Treinta años de permanencia en la República Argentina
Por Pablo Guglieri1
I
A mis tiempos Centenaro, pequeña fracción del
municipio de Ferriere, no era si no una muy reducida
aglomeración de casas, una villa primitiva en que los
habitantes hacían vida sencilla, como aislados del oleaje de la vida civilizada, que aún no había llegado allá
arriba, pues la civilización, así mismo que los hombres, prefiere andar a sus anchas, por sendas firmes y
holgadas.
La villa donde he nacido, el 5 de Septiembre del
año 1865, pertenece a una de las tantas desparramadas a orilla del Nure, trepando las montañas ferrizas,
las que le han valido al distrito de Ferriere el nombre
de Suiza del Placentino.
Empero es justo reconocer que el renombre es algo
merecido, pues, no obstante los seiscientos metros
que tienen las aldeas sobre el nivel del mar no ofrecen
con Suiza mayor parentesco que los fríos y las nieves
de sus largos inviernos.
El suelo allí es fértil, más exige mucho cuidado a fin
de que produzca, y eso hace que los naturales prefieran dedicarse a la ganadería, industria que, a pesar de
sus rudezas, proporciona mayor provecho que el cultivo de las tierras, limitado este último a las necesidades locales, es decir a la alimentación de los pocos
centenares de almas de aquellas tierras.
La finca de mis padres, a una milla de Crecelobbia,
consistía en un modesto lote de campo, del cual la familia apenas si sacaba los medios con que vivir. Sin embargo mis abuelos habían pasado por gente acomodada y hasta rica, luego unas desgracias o quizás una
secuela de malas cosechas, habían hecho migajas el
discreto patrimonio, así es, que cuando yo vine al mundo, no hallé trazas siquiera de las pasadas riquezas.
A pesar de haber dejado muy joven mi terruño, nunca pudo borrarse de mi mente el cuadro de esos montes y de esos valles, que serían indudablemente fuentes de grandes riquezas a ser cruzados por medios de
locomoción menos primitivos que los actuales; se
Figura 1.Vista actual de Crocelobbia di Ferriere, lugar de nacimiento de Pablo Guglieri.
1
Autobiografía de Pablo Guglieri, publicada en Buenos Aires en 1913, por Editores Albasio y Compañía; incluía
una versión en italiano. La edición original no contaba con ilustraciones; las incluidas en el presente artículo
fueron agregadas para esta edición.
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Memorias del Pueblo
empieza a hacer algo y algo se ha hecho; mas a mis
tiempos las carreteras eran las únicas vías que pusieran en comunicación las villas esparcidas entre el
Crocelobbia, el Grondana y el Lardana, torrentes que
alimentaban el Nure, atravesando los tupidos bosques
de castaños, verdes praderas en pendiente, adonde la
obstinada labor del hombre, venciendo la terquedad y
aspereza del suelo, hace crecer cereales y hortalizas.
Acá y acullá la vid trepa en los collados con sus
largos y nudosos vástagos, pintando en el otoño con
manchas verde oscuro el verdor más subido de los
bosques descollantes.
Pobre, nacido y crecido entre los campos, falto de
cultura, no era dable comprender entonces toda la belleza panorámica del lugar, que fue mi cuna, pero ¡cuantas veces, viviendo años y años en la desconsolada
soledad de las pálidas y uniformes llanuras argentinas, he recordado con nostálgica tristeza aquel cuadro
maravilloso que tenía grabado en el alma!
Como si los hubiera dejado el día antes veía ante
mí el Monte Nero y el Monte Albareto, las cuencas del
Trebbia, del Aveto y del Nure.
¡Cuantas veces he recordado los escollos rasgados de venas minerales, que brillan al sol como si
fuesen revestidos de cobre!.
Pero también ahora que escribo, después de haber vuelto a ver mi tierra, pienso con la misma tristeza
de entonces que la imprevisión de los hombres, no
menos que su difícil posición, hacen infructuosas las
minas de hierro y cobre que abundan en las cercanías
de Ferriere, al que han dado el nombre; minas que en
otro tiempo proporcionaron trabajo a unos trescientos
operarios, rindiendo anualmente hasta doscientas toneladas del metal trabajado.
Mas como las quejas a nada sirven, hay que confiar en una próxima desaparición de los obstáculos
que dificultan el reanudarse de los trabajos minerales,
de modo que los montañeses de aquel rincón del
Placentino tengan también derecho, con el auxilio de
nuevas vías de comunicación, de acercarse a la civilización de la que bien merecen por su natural rectitud,
por su despejada inteligencia y por su amor al trabajo.
Sobre mis primeros años no conservo recuerdos
que merezcan relato; no puede merecerlo mi vida de
entonces, trascurrida con los míos en la soledad de
los campos.
Recuerdo solamente que de nueve a once años
mis padres me mandaron a la escuela. Fueron estas
las únicas clases que he cursado, y creo no tener culpa de lo poco que en tan corto tiempo he podido aprender. Necesita pensar que la escuela distaba unos tres
kilómetros de mi casa, hallándose en otra villa del distrito de Bettola, llamada Farini d’Olmo.
Farini d’Olmo es una aldea muy modesta; estando
a las cifras estadísticas, el municipio cuenta con cinco
mil almas, desparramadas en un territorio vasto y desigual, de modo que la comuna, propiamente dicha, no
pasa de una villa.
Sin embargo para mí, que iba allá de Centenaro,
asumía proporciones de una gran ciudad.
El camino no era cómodo, y antes de llegar al pueblo tenía yo que recorrer mis tres kilómetros por sendas primitivas, cruzando dos torrentes; de invierno y
cuando los torrentes desbordaban, era imposible ir a
la escuela.
Para los niños de mis tiempos, la de la instrucción
no era por supuesto cosa muy fácil de conseguir; Italia
estaba hecha desde pocos años, sufría las consecuen-
Figura 2. Vista actual de la casa natal de Pablo Guglieri en Crocelobbia di Ferriere.
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cias del gran esfuerzo sostenido para construirse a
Nación y aun no había logrado remediar las muchas
faltas de los tiránicos gobiernos de antes, los cuales
no solo nada habían hecho para la instrucción del pueblo, sino también la habían obstado, por el temor de
que el pueblo, una vez alcanzada, por medio de la instrucción, su verdadera conciencia, se hubiese revelado contra las dominaciones ilegales y tiránicas.
Conviene buscar la explicación de esa llaga que
es el analfabetismo (por cuyas causas se retarda hasta ahora el adelanto de nuestra Italia y aun constituye,
si bien reducido en proporciones mínimas, un doloroso impedimento) en las condiciones en que vino a
hallarse el nuevo Estado el día siguiente de triunfar la
revolución.
Después de haber gastado, por unos sesenta
años, sus mejores energías en la reconstrucción nacional, se encontró con que había de hacerlo todo, desde sus fundamentos.
Si se piensa en el camino recorrido por nuestra
patria en medio siglo de unificación, es forzoso creer
en un milagro y sobran razones para alegrarse del buen
temple de nuestro pueblo, que supo hacer en tan poco
tiempo lo que otros por espacio de siglos y con recursos mucho mayores.
Lo que, por otra parte, no quita el enorme desnivel
que existe entre lo hecho y lo que queda para hacer.
Confiemos en el porvenir.
II
Cuando dejé por primera vez mi país natal tenía
diecisiete años. Fuí a Francia a París, en donde trabajé
de peón en una escuadrilla de albañiles.
Las limitadas condiciones económicas de la población montañesa del Placentino y el hecho de no
proporcionar aquellas villas desparramadas entre
monte y valle que una limitadísima esfera de acción al
desarrollo de las energías individuales, sin causas que
determinan una notable emigración.
No hay que excluir, entre los móviles de ese éxodo,
un marcado espíritu de aventura, un gran valor en las
adversidades y un deseo de lo nuevo; dotes peculiares de aquellas poblaciones.
Máximamente en la buena estación, es decir, desde la primavera hasta el otoño avanzado, todos los
jóvenes y buena parte de los adultos aptos al trabajo
dejan su aldea, yendo muchos de ellos al extranjero, a
Francia, a Inglaterra, a Alemania, a Suiza, o América;
quedando otros en Italia y dirigiéndose a Piamonte o
Lombardia. Hacen unos de aserraderos, otros de marchantes ambulantes, y son los llamados giróvagos;
otros en fin, ocupándose en la Lomellina de la penosa
e insalubre labranza del arrozal, o, en Garfagnana, del
trabajo de los bosques.
Así los que emigran al extranjero como los que
quedan en patria, difícilmente cambian rumbo a su
destinación, hay individuos, y hasta familias enteras,
que por diez años, veinte años seguidos, van siempre
al mismo punto durante la temporada de las labranzas; los jóvenes tras los ancianos, los hijos tras los
padres, y así de generación a generación.
De los que van al extranjero, unos vuelven a menudo, otros después de las largas ausencias, según la
distancia y las adquiridas condiciones económicas,
los que emigran por las ciudades de Italia ahorran algún dinero y luego, para los Santos y Navidad, acostumbran volver a su pueblo, menos los aserra-dores,
quienes se ausentan durante el invierno.
Por lo general se casan en la aldea, pero no conviven con sus mujeres más que una estación por año.
Los hijos nacen y crecen como Dios quiere, se hacen
grandes, y apenas sirvan para el trabajo siguen las
huellas de sus padres.
Asimismo son sanos, robustos, esbeltos, en mayoría inteligentes, lo desconocido no les acobarda.
Saben de haber nacido para el trabajo y aceptan gustosos su destino. Raza recia y sana, excelentes padres y ciudadanos.
En el extranjero hacen una vida de labor y sacrificios, con el único intento de ahorrar plata.
Yo me quedé en París cerca de dos años; pero de
aquel tiempo solo me han quedado vagas reminiscencias, en parte borradas. Lo asiduo de mi trabajo manual, lo humilde de mi condición y esa repugnancia instintiva que hace arisca a la gente del campo y la impide
mezclarse con otra más elevada, no me permitieron
hondos conocimientos de la gran capital de Francia.
Recuerdo la sensación de asombro y hasta de desaliento que me oprimía en los grandes bulevares, cuando la memoria de mi pueblo dictaba términos de comparación ante tales magnitudes. Y también recuerdo el
sobrecogimiento que experimentaba cuando en los
días de fiesta me hallaba en medio de aquel movimiento sin descanso, confundido entre el gentío apresurado, alborotado, locuaz, entre esa batahola desenfrenada, y en el vaivén de carros, tranvías, vehículos de
toda clase.
De mi vida parisiense me ha quedado una sensación parecida al enorme zumbido de un colmenar. Aquel
exagerado lujo de los negocios, aquellos inmensos
edificios deslumbrando por la noche, y las interminables hileras de faroles a lo largo de las avenidas. Todo
ese conjunto de exuberancia agobia enormemente el
espíritu de los trabajadores, que llegando a sus pobres viviendas suburbanas en plena vida parisiense,
sienten la enorme distancia que les aparta de todos, y
particularmente sienten su propia inferioridad.
Mas también, en esa nueva existencia el cerebro
se dilata. Comprende uno, paulatinamente, el valor de
los hombres y de las cosas, la vida misma parece
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Memorias del Pueblo
extenderse, enriquecerse de aquellas sensaciones
que antes se deslizaban sobre el terso cristal de la
conciencia, sin empañarlo.
Y esa esquivez, ese temor natural en el carácter de
los trabajadores de la tierra, su desconfianza hacia los
ciudadanos y la ciudad, su conciencia huraña de seres inferiores o distintos; toda aquella extraña y compleja psicología que califican de sencilla y es la base
de todo sistema de labor intelectual que se desenvuelve fuera del juicio normal y de la normal valutación de
los fenómenos de la vida, desaparece poco a poco. Se
asimila la conciencia y el pensamiento de ideas y aspiraciones que antes intimidaban; se siente la capacidad de ir adelante, desafiando todo aquello que parecía un mundo ignorado; el afán de andar, subir, elevarse de la condición de parias a la de ciudadanos; de
escoger una profesión más lucrativa que permitía llegar a ser alguien en vez que alguna cosa.
Pero este procedimiento mental, hecho a hurtadillas, para evitar que la conciencia se burlara de la comparación entre la aspiración y la realidad, traía honda
amargura en la vida diaria llena de penas, renuncias y
privaciones; amargura superada tan sólo por el vigor
del cuerpo y la rebelde gallardía de los veinte años; por
los recursos, en fin, que la juventud proporciona a la
vida del hombre.
Como era el tiempo de presentarse para prestar
servicio militar, volví a mi pueblo.
Y allí entre mis montes, sumido en la visión de los
campos, en la infinita soledad de aquellos lugares
ceñidos y casi aplastados por selvas y cumbres adonde no se percibía otro ruido que el silbido del viento,
pude comparar la vida que uno vive en el mundo con la
vida del campo. Me pareció sentirme prisionero, anonadado por todo aquel silencio, como encerrado en un
ambiente sin ventanas, que produce sofocación.
Bien sentía yo, después de mi estadía en Francia,
toda la apacible serenidad que manaba de aquellos
montes, de aquellos valles, bosques, ríos y arroyuelos;
toda la emoción que embarga el alma al oír el aúllo del
viento robles, castaños y fresnos, el murmullo de las
aguas corrientes, el cuchicheo de nidos entre los matorrales, cuando amanece; la alegre y retumbante voz
de la campana, que desde el campanario de la iglesia
anuncia el día, despertando luces y sonidos, o bien
llama a los fieles para las plegarias de la noche, con
su sonido algo triste, algo empañado por la vaga melancolía del crepúsculo... todo esto lo sentía yo, mas
sin embargo no satisfacía ya mis deseos de sacudirme, de intentar, de hacer, de crear, de ver.
Teniendo a otro hermano prestando servicio militar
fui yo exonerado del mismo, estaba, pues completamente libre de obedecer a mis impulsos. Y resolví partir para la América.
Tenía brazos robustos, una voluntad firme y mucha
confianza en mis fuerzas. Acostumbrado a vivir con
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poco, no me acobardaba la idea de las posibles privaciones que hubiese podido encontrar. Mis esperanzas, asimismo que mis aspiraciones, eran muy limitadas. No buscaba otra cosa que un ambiente propicio
para trabajar y ganar más, y si tal vez me seducía la
esperanza de ahorrar con el tiempo lo suficiente para
comprarme un lote de tierra, igual, más o menos, al
que había sido propiedad de mis abuelos y que ahora
cultivaban y poblaban mis padres, sacudía luego la
cabeza riendo de aquellos ensueños.
Una vez fijada la partida, el asunto más serio fue el
de buscar dinero. Un pasaje de tercera representaba
una suma que, si bien modesta, no cesaba de ser un
dineral para nosotros. En fin eso se arregló, lamentando no hubiesen piróscafos con cuarenta clases, sin
saber que las terceras, por lo pésimo que eran, hubiesen podido sugerir al Poeta la imagen de nuevos suplicios para los más negros pecadores de su infierno.
Las despedidas no fueron muchas ni conmovedoras, pues aquellos lugareños acostumbrados a muchos éxodos, nada tenían de triste o de particular. Unos
van, otros vuelven. Todos hacen lo mismo, sin dejar
tras de si excesivos lamentos.
Se sabia que América era mucho mas lejos que
Francia, y sobre la distancia había exageraciones, aunque vagas. Toda valutación de tiempo y lejanías desvanecía en el más allá del horizonte cerrado por aquellas
cumbres y peñascos. América ocupaba un punto indefinido en la inmensidad del espacio, eso era todo.
Pero cuando, ya en el coche del tren que salía para
Génova, empecé a darme cuenta de que el viaje hubiera podido durar Dios sabe cuanto, quizás años y años
y que yo iba al azar de un mundo desconocido de una
vida completamente distinta de la que había vivido hasta
entonces, en medio de gente y lugares desconocidos,
en aquella América que favorecía cuentos imaginarios
y terribles; cuando empecé a sentirme solo, abandonado a mi mismo y a mi destino, una enorme tristeza
se apoderó de mi alma junto a una sensación de soledad despavorida... hubiera querido volver atrás, hubiera querido que, por cualquier razón, el tren se detuviese, o que la mar que nunca yo había visto, no tuviese
suficientes aguas para el trasporte del vapor que esperaba en la dársena.
Y por de pronto, me arrepentí de mi resolución, y
juzgué hubiera sido mil veces mejor caminar tras las
huellas de mis parientes; ir todos los años a Francia,
de donde se podía volver a pie, o quedarme entre las
rocas natales, vegetando al lado de los bueyes y de las
vacas, en el círculo limitadísimo en que los míos vivían
de tiempos inmemorables.
Luego, ya a bordo, cuando me ví en aquel gran palacio flotante, y oí las primeras ásperas voces de los
marineros, y busqué inútilmente, a lo lejos, un punto
que no fuese el mar para descansar mi vista, la soledad se hizo en derredor mío más viva y agobiadora.
Memorias del Pueblo
Estuve largo rato encogido ahí, a proa, entre dos montones de cuerdas, llorando y maldiciendo mi manía
por las aventuras, la que me había inducido a partir
para América, echándome en aquel buque, entre tantos desconocidos, cuyos rostros no podían reflejar ni
una de mis angustias y de mis dudas.
Oprimido por mi pena, casi no percibí el instante en
que el vapor se destacaba del muelle. Recuerdo sin
embargo, la dolorosa sacudida que experimenté al
ruido de las cadenas removidas para levantar las anclas, y más tarde, de noche ya alta, el desaliento que
casi me sofocó viendo de lejos unos puntecillos centellantes, que indicaban la playa de Liguria, sumida casi
en las tinieblas de la noche y de la lejanía. Ultima e
inolvidable visión de la patria.
Al otro día siguiente tuve otro desaliento; el de verme circundado por gente que hablaba de un modo extraño, muy distinto del mío. Había tal diferencia entre el
dialecto cerrado del norte, que hablaba yo, y el dialecto
de los emigrantes meridionales, que parecíamos gente
de distinta y lejanas naciones.
La noche oscura, falta de estrellas, aplastaba mi
alma como una piedra, oía a mi lado el sollozo de las
mujeres y de los hombres, unas blasfemias, unas
imprecaciones. Pasaban los marineros, toscos y desdeñosos, acostumbrados a esa vida, a semejantes
escenas de dolor, repetidas en cada viaje, insensibles
a una congoja que ellos saben muy bien se atenuará
pronto, a medida que el piróscafo se distancia del punto de partida y se aproxime a la meta, volviendo a retoñar en los corazones los propósitos y las esperanzas
que determinaron la partida.
¿Es que acaso no se acerca el vapor a aquella
América fabulosamente rica, cuyas ciudades están
empedradas con piedras preciosas y tiene árboles
cargados de frutos de oro?
¿Qué importa vestir ropa grosera, no tener en el
bolsillo con que vivir una semana?... América es vasta,
hay campos en que nace toda providencia, hay oro y
trabajo para todos y para todos riquezas...
El día en que dejé Italia y vi desaparecer a lo lejos las
colinas de Liguria, era el 15 de noviembre de 1885.
Ha trascurrido más de una cuarta parte de siglo y
he recorrido América a diestro y siniestro, bajo los hielos y las canículas, desde las extensas tierras del sur
hasta el Chaco, y más allá.
No puedo en verdad quejarme del resultado, pero,
en este lapso de tiempo ¡cuantas cosas han pasado! Y
como América se reveló distinta de la que yo me había
figurado y de la que otros imaginan hoy!
Mas no precipitemos.
III
El buque en el cual me embarqué a Génova era el
Matteo Bruzzo, que se había hecho célebre por sus
peripecias, justamente en aquel tiempo.
Éramos a bordo unos 1800 pasajeros de tercera.
Ninguna pluma podría por cierto describir, ni aproximadamente, lo que era la vida a bordo de los trasatlánticos, en aquel primer período de la emigración. La higiene era un nombre falto de significación. Estábamos
amontonados como anchoas en barril, sin medios para
lavarnos, sin lugar para sentarnos, en una espantosa
promiscuidad y entre mil desconveniencias.
Mejor no hablar de los dormitorios ni de la comida,
para evitar un recuerdo de náusea.
Después de ocho días de navegación, el Matteo
Bruzzo llegó ante el puerto de Cádiz, en Andalucía, adonde tenía que anclar para cargar y descargar.
Mas el vapor no había siquiera llegado en vista del
puerto, que se nos dieron señales de pararnos y proseguir luego nuestra ruta, no permitiendo las autoridades portuenses nuestro acercamiento. Sea que el capitán quisiese acercarse todo lo que concedían las
leyes sanitarias, sea que aparentase no haber comprendido las órdenes y pretendiera entrar en puerto,
dió orden de ir adelante, pero no habíamos recorrido
mucho que del fuerte partió un cañonazo.
De seguro que el cañonazo se había disparado a
salva, pero ¿quien tenía en ese instante suficiente serenidad para distinguir un disparo a salva de un disparo a proyectil? Y tal vez la mayoría de nosotros nunca
había oído un cañonazo.
Lo que sucedió a bordo de aquel piróscafo es indescriptible. El más grande despavorimiento se apoderó de todos; se imprecaba, se suplicaba, se lloraba
y entre tanto se abría camino aquella muchedumbre
de exaltados una terrible noticia, la que daba fundamento a la prohibición de las autoridades españolas y
al cañonazo. El Matteo Bruzzo estaba sospechado infecto de cholera morbus! Y entonces algunos recordó,
los más creyeron recordar, y todos hablaron del último
viaje del Matteo Bruzzo. Habían habido verdaderamente casos de cholera, por cuya causa se le había rechazado de todos los puertos, por más el hubiese intentado anclar en algún punto.
Había llegado de ese modo en los puertos de las
repúblicas del Plata, meta de su viaje, pero también de
ahí se lo había rechazado. A bordo el contagio hacia
estragos, faltaban muchas cosas indispensables, los
enfermos no podían curarse, se dijo no encontrarse a
bordo ni siquiera un médico.
Se pidió en vano socorro a las autoridades de los
varios puertos; no se obtuvo nada, fuera las amenazas
de ser el buque echado a pique en el caso de no alejarse pronto; algunos puertos se le habían disparado
hasta cañonazos, y no de salva.
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Así, después de dos meses de una terrible, espantosa vía crucis, el buque había vuelto al punto de partida, a Génova; y a los desgraciados obreros que habían ido en los países del nuevo mundo en busca de
trabajo y porvenir, volvían más pobres, quebrantados
por las enfermedades y por los sufrimientos, locos de
terror, y muchos ya no volvieron porque hallaron el eterno descanso en los abismos del océano.
...A bordo, alguno sabía vagamente de aquel trágico viaje, pero hasta entonces nadie había pensado
mucho en lo ocurrido. Pero ahora el drama renacía,
evocado por el veto reciente de las autoridades de Cádiz
y por aquel infausto cañonazo.
Y, de pronto, el miedo del cólera invadió a todos; no
pasaría una hora, mientras el piróscafo seguía su ruta
por el amplio mar, que ya se hablaba de la presencia
del morbus, dando crédito a las más extrañas conjeturas: que hubiesen muchos enfermos a bordo, que el
buque se había parado, de noche, y varios cadáveres
envueltos en lonas y asegurados a una pesada piedra
habían sido tirados al fondo del mar. La fantasía bordó
a sus anchas, y bien pronto en aquella población amedrentada se difundió un pánico enorme. Cada cual
desconfió de su vecino, sospechándolo infecto del terrible contagio, cada cual pensaba obstinadamente en
aquellos bultos tirados por la noche al fondo de las
aguas, en aquellas piedras pesadas.
La travesía fue terrible. Pero en derredor del buque
que avanzaba, el apacible mar entonaba su himno
solemne, bordando a popa, hasta donde llegaba la
vista, una estela plateada, como una inmensa cinta
que vincula y protege a los emigrantes, uniéndolos a
su patria lejana.
Ignoro su hubieron emigrantes muertos, durante la
travesía, afirmo que sí, pero en tal caso, murieron indudablemente de miedo.
El viaje duró 26 días. Se llego en fin, una mañana
frente a Buenos Aires, extenuados por el viaje, las privaciones, los tormentos sufridos, deseando pisar tierra
como un sepultado vivo puede anhelar su liberación.
Vinieron a bordo los oficiales sanitarios, hicieron
su visita reglamentaria y se fueron; pero no se habló
siquiera de desembarcar. ¡Sé Figura cual sería nuestro suplicio! ¡Ver la tierra suspirada, invocada días y
días, y tener que seguir una vida de infierno, en aquel
buque balanceante sobre las aguas del río, mucho
más agitadas que las del océano!
Treinta horas se hizo esperar la respuesta de los
sanitarios... y ¡llegó la negativa!
A los de primera, solamente, se les concedía desembarcar, con la condición de costear ellos mismos,
contrariamente a lo estipulado, el viaje en el vapor cito
que debía llevarlos a tierra.
Para nosotros de tercera la orden era bien clara y
terminante, hacer la cuarentena, que duró siete días,
en la isla Martín García.
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Todo el mal no perjudica. Primero, los nuevos padecimientos de la travesía, desde el buque hasta la
isla, hecho por medio de botes y balsas, luego las
condiciones mucho más graves en que nos hallamos
en la isla, falto de habitaciones y de recuerdos higiénicos, asaltados por verdaderas legiones de insectos
de toda forma y color, que nos chupaban la sangre
como vampiros, nos habrían puesto a la desesperación sin el auxilio bienhechor del trabajo, que atenúo
mucho las amarguras y las dolencias.
Yo gané en Martín García los primeros sueldos.
Estaban entonces construyendo en aquella isla
algo como un muelle en piedra. Muelle que después
de veintiocho años no esta aún sistematizado; y había
que trabajar ahí de peones por un correspondiente de
dos pesos diarios.
Yo trabajé del primer día de mi arribo, pero cuando,
después de una semana, vino la orden de liberación
nadie quiso quedarse en la isla, pensando se ganaría
otro tanto, o mucho más, en Buenos Aires.
Llegué así a Buenos Aires.
La capital de la República Argentina, en aquel entonces, no era ni la centésima parte de lo que es ahora; la enorme ciudad ha ido aumentando en proporciones geométricas.
Apenas si habían unos centenares de casas de
dos pisos; la ciudad no abarcaba que pocas cuadras
más allá del puerto, el cual no existía; en efecto el desembarco se efectuaba de este modo: del buque a un
vaporcito, del vaporcito a un bote, del bote a un carrito
que esperaba en la playa; no había dársena, no había
muelle, no había nada.
Callao, la que es hoy una gran avenida aristocrática, era entonces uno de los extremos lindes del suburbio, y nadie hubiera arriesgado ir de noche hasta allá.
Tampoco de día, aquello no era muy seguro.
Las calles, exceptuadas muy pocas, apenas si estaban trazadas, las empedradas se podían numerar
con los dedos.
Había dondequiera cierto aire bonachón y sencillo,
quizás demasiado sencillo. Buenos Aires era entonces todo lo que uno puede imaginar de más colonial y
primitivo para la capital de una estado.
En Buenos Aires me ocupé enseguida; pero el sueldo corriente para los peones era muchos menos que
en Martín García; me dieron un peso y veintiocho centavos diarios, y de estos la compañía de los trabajos
retenía treinta y dos centavos para la comida que ella
se encargaba de dar a los operarios.
De este modo la ganancia iba a ser limitadísima.
En un mes se trabajaban de veintiséis a veintisiete
días, y el balance medio fue el del primer mes: $33.50
importe de los días de trabajo; $9.20 pagados por la
comida; $1 para el seguro que no aseguraba nada,
quedaban cerca de $23 con lo que había que proveer
la ropa de vestiario y lo demás. ¡A la verdad que Améri-
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ca no se presentaba demasiado... americana!
El trabajo era pesadísimo, se trabajaba por escuadrillas en las construcciones del ferrocarril al sur de
Buenos Aires, cerca de la estación Sola: desde la madrugada hasta la noche había que hacer bailar la pala
y el pico, o transportar de brazos, de las vagonetas,
largos y pesados rieles y travesaños. Era aquella una
gimnasia que desarrollaba bien los músculos, pero
hacia encorvar. Una fatiga que extenuaba.
Que clase de comida nos darían a nosotros es fácil
de imaginar si se piensa que también los jóvenes, a
quienes el apetito nunca falta, sufríamos a veces el
hambre, mas bien que tragar aquella galleta dura,
aquella carne venerable por su edad que resistía a los
dientes, aquel fideo que sabia a ceniza. Para dormir
teníamos unas casitas de madera calientes como
hornazas, pobladas de millares de insectos pertenecientes a distintas familias zoológicas, más todas igualmente voraces, y cohabitaban con nosotros otros animales roedores y repugnantes. Eran tan sucias y tan
malsanas esas casitas alineadas a lo largo del ferrocarril, que se podía pensar con envidia a las malditas
ratoneras del “Matteo Bruzzo”.
Aquella vida abrumadora, que a más de privaciones proporcionaba mortificaciones, me hizo arrepentir
duramente de haber dejado mis montañas, en las que
yo pensaba con honda nostalgia. La miseria en mi
pueblo nada era en comparación de las humillaciones
de esta nueva vida: en el pueblo habían parientes y
amigos, había la familiaridad con los árboles, los arroyos, los montes; acá, por contrario, perdido entre gente
perdida en la ilimitada llanura Argentina sin horizonte,
el corazón se contraía pasmosamente, un enorme
desaliento oprimía el espíritu, se intensificaba el deseo de acabar pronto aquella triste esclavitud.
Tuve que recurrir a toda la fuerza de mi voluntad par
no volverme a Italia, tan luego como pude ahorrar lo
suficiente para el pasaje: Me detuvo ante todo mi amor
propio, pues me parecía demostrar poquedad de alma
e incapacidad volviendo en cueros como había venido.
¿Cómo me habían de recibir mis compaesanos? ¿No
me juzgarían acaso de hombre de poca valía, incapaz
de fijar rumbo a la vida, ellos que estaban endurecidos
en el hábito de las privaciones?
A medida que procedían los trabajos las barracas
mudaban de sitio. Después de pocos meses la escuadrilla se hallaba mucho más al sur, en una estación llamada Alegre, más que, sin embargo, nada tenía de alegre. Consistía en una pequeña aglomeración de casuchas y chozas perdidas en las incultas,
inmensas llanuras argentinas. Y ahí el mismo trabajo
pesado y enervante, las mismas privaciones, la misma enorme soledad.
De la nueva estación el tren pasaba una vez por día
y se paraba solamente cuando había pasajeros que
bajasen o subiesen; pero esto no sucedía nunca, y
aquel pasaje del tren era lo único que interrumpía por
momentos la desolada uniformidad de la vida, que luego se hacia más sensible.
Jamás ninguna novedad, y tal vez ninguna esperanza, el trabajo, las privaciones, el desaliento tan solo.
Diez meses los pase de este modo, viviendo bajo
la tienda, consumiéndome los huesos en aquella tarea tan pesada, que el descanso nocturno no lograba
aliviar. Pero al cabo de un año de América pude un día
depositar en el Banco de Italia y el Río de la Plata el
fruto de mis economías: $240
Para uno que había cobrado, de su propio trabajo,
veintitrés pesos mensuales, la economía aquella no
era despreciable. Pero ¡cuan caro me costaba ese poco
dinero! Yo no gastaba nada: me pasaba los domingos
lavando y remendando mi ropa, y como esta estaba muy
limpia, no me importaba un bledo si era remendada.
Pasado el año llegué a tener un puesto de empleado en las operaciones de carga y descarga de vagones en la estación de Constitución de la Capital.
El adelanto no era extraordinario, pero sí notable.
Mis superiores me tomaron a bien, yo hacía lo posible para merecer y conservar su confianza, de manera
que después de tres meses obtuve la promoción a
guardia de furgones. Después de otros seis a conductor de trenes; después de un año, el puesto que codiciaba desde tiempo, de encargado a la vigilancia y a la
entrega de mercaderías y bagajes: trabajo que me permitía ganar algo más que mi salario, usando medios
lícitos y sin faltar a mis deberes. Lo prueban los certificados de la Compañía Ferroviaria que aún conservo.
Apenas entrado en mi nuevo cargo empecé por
hacer lo que nunca se había hecho en adelante, es
decir, avisar a los destinatarios de la mercadería que
había llegado y que estaba sujeta a deteriorarse como
ser pollos, verdura, manteca, cabritos y caza en general. Los destinatarios ganaban mucho, pues tenían la
seguridad de recibir los artículos en buenas condiciones, y ganaba también la compañía, porque los depósitos se vaciaban enseguida y no ocurría más de hallarse en todos los rincones animales muertos de hambre, y que corrompiéndose, infectaban los locales, con
grave perjuicio de la salud de todos. Yo, en fin, ganaba,
porque los consignatarios me gratificaban con muchas
propinas y la compañía apreciaba mi celo.
Tenía un horario de nueve antemeridiano a media
noche, es decir al arribo del último tren, que de regla
llegaba atrasado.
Yo recibía la mercadería, cerraba los depósitos,
entregaba las llaves al portero y luego, en vez de irme
en casa, aprovechaba el último tranvía que me llevaba
al apartado mercado del Plata, para entregar la mercadería que había llegado con el último tren, casi siempre animales o caza.
Por semejante servicio se me recompensaba con
cincuenta centavos, de los cuales gastaba diez en la
Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 11
Memorias del Pueblo
ida. La vuelta por más larga que fuera, la hacia a pie y
llegaba en casa muerto de cansancio pero contento
de haberme gastado esos pocos centavos, que, al cabo
del mes, representaban una pequeña suma, la que
iba a aumentar mis economías.
Sin embargo, aquella caminata nocturna por las
calles de Buenos Aires, si era provechosa, no dejaba
de ser divertida ni mucho menos peligrosa. Había que
pensar mucho, en ese entonces, antes de arriesgarse
en semejante empresa. De suerte que yo me salí siempre con la mía, hasta una noche en que... recuerdo
perfectamente que era el 11 de diciembre de 1888. Yo
volvía de mi gira acostumbrada al mercado del Plata,
recién había pasado el umbral de mi casa, que me
sentí ceñir a la cintura por dos brazos que parecían
tenazas. No sé lo que cruzó por mi cerebro, en ese
instante: la sorpresa me fue por supuesto poco agradable y yo no hubiera dado un céntimo por mi vida. No
obstante no perdí de valor y pude sujetar por las muñecas a aquel desconocido asaltador, y entonces no temí
más, pues también yo me sentía fuerte, y empecé a
llamar auxilio. Acudió un hermano mío, que también
había venido en América y convivía conmigo, acudieron
otros, el pobre ladrón tuvo bastante tino para simularse
ebrio; nosotros no tuvimos el valor de maltratarlo mucho y nos conformamos con empujarlo algo violentamente a la calle, avisándole de no metérsenos más
entre pies.
IV
Mi actividad y condición de empleado, me habían
ganado la confianza de muchos compatriotas, y yo hice
cuanto pude para conservarla.
Mis compatriotas me encargaban de proporcionarles pasajes de ida o vuelta para Europa.
La Compañía de Navegación, “La Veloce” me regalaba dos pesos por cada boleto que le hacía vender, y
a mí esos dos pesos me hacían provecho. Además mi
trabajo era útil a la compañía y a mis compatriotas, que
de ese modo estaban exonerados de toda molestia y
pérdida de tiempo para procurarse ellos mismo los
pasajes.
Pero una vez un tal, al cual yo había comprado el
boleto, no quiso devolverme nada, y yo perdí en aquel
asunto todas las economías del año. Era un año de
trabajo perdido. No me desanimé y seguí adelante.
Me había formado una pequeña clientela a la cual
rendía muchos servicios sacando de este trabajo extraordinario, a fin de cada mes, casi otro tanto del importe de mi salario, de manera que podía juntar cada
año una discreta suma de todos los regalos y gratificaciones que recibía de los clientes y de otras compañías a las que prestaba mis servicios, y que querían
remunerar el cuidado y la solicitud que ponía en el
12 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003.
desempeño de mis compromisos y en el cumplimiento de mi deber.
Todo eso se vino debajo de repente y tuve que empezar de nuevo, dando nuevo rumbo a mi actividad.
Era el 1888, la compañía aumentó el sueldo a casi
todos los empleados, y yo me encontré entre los pocos excluidos.
El hecho me asombró, pues yo tenía la seguridad
de ser entre los que tenían mayor derecho al aumento;
me indigné, no tanto por el daño material, que era de
20 centavos diarios, como por la injusticia que se me
hacía.
Protesté, me respondieron que aún cuando mereciera el aumento, no me lo habían dado por la simple
razón de que yo tenía la oportunidad de ganar con otros
trabajos.
Esto era cierto, pero yo hacía tales trabajos en horas extraordinarias, sacrificándome cuando otros descansaban, siendo quizás de los pocos que respetaban su horario y quedando en la oficina doce horas
diarias, a no ser más, cuando el tren llegaba con atraso. Y todo esto sin haber aprovechado los ocho días
de permiso, cada seis meses, que me correspondían
por derecho.
Por tales razones, la injusticia me pareció aun mayor cuando supe las cavilaciones de los superiores, y
así fué que diera mis dimisiones, quedando sin embargo en mi puesto ocho días, por dar tiempo a la compañía de suplirme sin perjuicio.
Se me rogó varias veces retirar mis dimisiones,
pero fué irremovible, y pocos días después me ocupé
en la compañía de transportes expresos Villalonga, en
la casa central de Balcarce. Algunos días después la
Figura 3. Pablo Guglieri durante su vida en Buenos
Aires.
Memorias del Pueblo
gerencia de la compañía me asignó el puesto en la
misma estación adonde, hasta la víspera, había estado como empleado de la compañía ferroviaria.
La cosa me satisfizo, porque venía a ser el reconocimiento de mis aptitudes y de mi buena voluntad y
también porque significaba una revancha, si bien indirecta, frente la compañía ferroviaria; más los representantes de ésta no se mostraron contentos de ningún
modo, e hicieron saber a la compañía Villalonga su
vivo deseo de que yo fuera empleado en otra parte.
Era esta una segunda injusticia. Aconsejado por el
gerente de la compañía Villalonga fuí a protestar al
gerente de la compañía ferroviaria. Pero éste me confirmó que era chocante la presencia en la estación de
un empleado de una casa particular, el cual había pertenecido antes, por tan largo tiempo, al ferrocarril; que
si lo hubiera querido yo, podía tomar nuevamente servicio, estando el puesto a mi disposición.
No acepté, me quede sin embargo satisfecho de la
franca explicación del gerente y mantuve siempre las
mejores relaciones con la compañía del ferrocarril, con
la que debía hacer más tarde tantos negocios.
La compañía Villalonga me sacó de la estación de
Constitución y me confió un puesto de mucha importancia. Fuí encargado de suplir a los empleados que
disfrutaban su turno de descanso, en el mismo asiento de la compañía, o sea a la estación central del Retiro
y a la de Palermo. Más tarde tuve también servicio en el
puerto; adonde debía estar a cada arribo de trasatlánticos, para tomar en consigna los bagajes de los pasajeros recién llegados y mandárselos luego a su nuevo domicilio.
Tuve que ir muy a menudo a Montevideo para sustituir al empleado de allá y tomar en consignación en
aquel puerto los bagajes de los llegados, disponiendo
el trabajo de entrega y distribución durante la travesía
de Montevideo a Buenos Aires.
Esta vida duró seis meses. Mi nuevo empleo estaba bien remunerado, pero los gastos habían aumentado enormemente y no podía hacer las economías
que antes, ni por consiguiente, aventajarme en nada.
Día a día me alejaba del objeto en que fundaba mi
esperanza, que era de propiciarme un porvenir mucho
mejor y prepararme, con mi trabajo, una posición independiente. Quería, esto es, que mis energías y mis
aptitudes no fueran distraídas de su fuero, ni tampoco
agotadas en provecho de otros. Sabía tener la fuerza y
las dotes necesarias para algo, y en mi cerebro se iba
paulatinamente desarrollando un plan de acción, del
cual esperaba sacar un seguro provecho para mi y los
míos, colaborando, aunque no fuese en poca medida,
a mejorar las condiciones de la colonia italiana, que
en aquel tiempo desenvolvía en la República aquel
lento y obstinado trabajo que representa hoy día tanta
parte de la riqueza y desarrollo civil del país.
No me forjaba ilusiones; sabía perfectamente que
el éxito estaba a costa de largas y escabrosas luchas
y de no pocos sacrificios; pero tenía sobrada confianza
en mi capacidad y en mi ahínco, y la esperanza de
vencer los obstáculos se convertía en un feliz presentimiento.
Vivía en la preocupación de buscar nueva sede y de
empezar a trabajar por mi cuenta, poniendo a prueba
mis calidades en la lucha que iba a trabar con lo ignoto; deseoso de ponerme a frente de mi mismo y al
mundo, de lanzarme a rienda suelta en la batahola de
la vida argentina, que estaba en los comienzos de su
gran desarrollo.
Sin embargo, como mi empleo no era despreciable, estaba en dudas si atreverme a ni a cambiar el
rumbo de mi vida.
En fin resolví obrar y pedí a la compañía un permiso
de diez días, que debían servirme para buscar algo
nuevo sin arriesgar mi posición actual, al menos, mientras no hubiera tenido alguna certeza.
La constante observación de la vida de la capital
había persuadido de que el ambiente favorable para
intentar algo con esperanza de éxito era sin duda el de
la campaña, adonde la vida estaba por iniciarse junto
al cultivo de la tierra.
Pedí, pues permiso y anduve en busca de lo nuevo,
lanzándome en la nueva fase de mi existencia.
V
Una vez obtenido el permiso, me dí prisa para buscar algo, resuelto a no dejar nada de intentado para
alcanzar mi éxito, en el cual tenía cifrada toda mi esperanza.
Estábamos en los primero días de aquel año de
1890, que debía dejar hondas huellas en la vida de la
República Argentina, con los cambios de política causados por la revolución.
Me dirigí hacia el sur, sin ningún rumbo determinado.
Iba allá obedeciendo a una intuición, más que a un
razonamiento; conociendo de la vida de la República
apenas las apariencias superficiales, como quien careciese de estudios y hubiera estado forzado a un asiduo trabajo. Presentía que en aquella zona de territorio
argentino, más que en otras, si bien atrasada con respecto a las demás, me hubiera sido más fácil aplicar
mis energías y poner mi voluntad al servicio de alguna
iniciativa.
Partió conmigo un compatriota y amigo mío, llamada Bartolomé Villa.
Hicimos nuestra primer etapa en el Azul, que era
entonces poco más que una villa. Un núcleo de habitaciones edificadas a la buena de Dios, con medios y
sistemas muy rudimentarios, desparramadas en la llanura alegrada de trecho en trecho por pequeños oasis
de tierra cultivada.
Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 13
Memorias del Pueblo
En el Azul nos quedamos un par de días, mas viendo, no obstante nuestros estudios, que por entonces
nada había que hacer, emprendimos otra vez nuestra
marcha, dirigiéndonos a la estación que hoy día se
llama Pourtale, y antes La Tigra, determinados de ir a
una colonia situada tres leguas de dicha estación.
Pero acá empezaron los percances. Mi compañero
Villa sufría del corazón y apenas llegamos tuvo un terrible ataque que por dos días le puso en peligro de vida.
Estábamos aislados; como en un desierto, sin
médicos, ni farmacias. No había a nuestro alcance que
una única casa bastante incómoda para personas
sanas, ¡y figurémonos para un enfermo de gravedad!
Después de dos días mejoró algo y fue posible meterle al tren y llevarle a Pigüe, colonia muy reciente, iniciada por franceses.
Mientras que Villa se curaba yo empecé ha hacer
algo. Había llevado conmigo todos mis ahorros y compré unas cuantías de cereales, papas, forrajes, enviándolas a los posibles adquirientes de la Capital. El
negocio por ser el primero anduvo bastante bien.
Una vez restablecido mi compañero Villa, compramos a medias una casita en construcción en pleno
campo, resolviendo iniciar, aunque en pequeña escala, un matadero de cerdos y una fábrica de embutidos.
Las cosas no marcharon perfectamente, y como
suele acontecer, tuvimos que tropezar con obstáculos
imprevistos.
Teníamos el mayor interés de concluir pronto la
edificación de la casa y su sistemación, de modo que
hubiéramos podido aprovechar la estación invernal,
que se aproximaba. Con algunos sacrificios y mucha
voluntad, sin reparar en fatigas, logramos acabar todo
en tiempo, y entonces compramos las máquinas y los
utensilios necesarios.
Pero... espera hoy y espera mañana, las máquinas
no llegaban. Nos consumía la impaciencia. Ya teníamos contratados varios operarios y era forzoso pagarles sin tener trabajo para darles; en fin, acabados los
reclamos y puestos en el trance de perderlo todo, resolvimos comprar nuevamente la maquinaria.
Se empezó a trabajar, debiéndose de vencer día
por día todas las dificultades que no había sido posible preveer.
Sabiendo que las condiciones de los colonos y sus
costumbres no podían permitirnos de ningún modo
fundar ilusiones en el desarrollo de nuestra industria
allá en los campos y países limítrofes, ciframos toda
nuestra esperanza en el mercado de Buenos Aires.
Las dificultades estaban en abrirse camino, en los
comienzos, la excelente calidad de nuestra mercadería nos habría luego conquistado el mercado.
A principios de Junio de 1890 me fui a Buenos Aires, llevando conmigo dos vagones enteros de carne
trabajada.
Los negocios fueron buenos, la mercadería califi-
14 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003.
cada de excelente y pude venderla en poco tiempo en
condiciones inmejorables.
Animados por este primer éxito seguimos trabajando con mayor ahínco, y un mes más tarde yo salía
otra vez para Buenos Aires, llevando una cantidad de
embutido todavía mayor que la primera.
Pero esta vez las cosas no marcharon muy bien; al
contrario anduvieron bastante mal. Había llegado a la
capital el mismo día en que estallaba la revolución
radical, que duró cinco días y fue muy sangrienta, derribó el gobierno del presidente Juárez Celman y exaltó
al doctor Pellegrini.
Como he dicho la revolución duro cinco días, y tuve
que asistir, forzosamente, a todas sus fases, presenciar aquellas caza despiadada al “vigilante” que, sin
embargo, fue útil, porque desde entonces cesó la capital de hallarse a merced de la policía, que era el árbitro verdadero e irresponsable de la vida y de los bienes
de los ciudadanos.
Naturalmente toda la vida de la capital fue paralizada por la sublevación popular, y yo debí esperar que la
tormenta se apaciguara para retirar de la estación la
mercadería y entregarla a las casas que debían adquirirla; pero la crisis en el comercio se había producido
improvisa y enorme, y tuve que vender en condiciones
muy inferiores a lo previsto.
Como que los efectos de la revolución perduraran
amenazando prolongarse quien sabe cuanto me vi en
la necesidad de cambiar la ruta y modificar mucho el
alcance de mi iniciativa, a fin de no perder en una especulación que se presentaba llena de obstáculos, el
poco que había juntado a cuesta de trabajo y ahorro, y
al mismo tiempo para poder resistir a la crisis.
Como no fuera suficiente el contragolpe en los negocios, mi socio Villa cayó nuevamente enfermo. Comprendiendo que la única esperanza de mejoras estaba
en volver a Italia, fue decidido su retorno; pero esto me
perjudicó mucho, debiendo restituir a Villa cuanto le
pertenecía, es decir la mitad del capital social.
Para mí ayuda tomé en la hacienda a otro compatriota, que se llamaba Aquiles Garelli y residía desde
veinte años en la República Argentina.
A fin de tener en él a un colaborador activo y fiel le
prometí cointeresarle en los negocios, y me vi contento
de mantener lo prometido, habiéndole encontrado siempre honesto y trabajador, amantísimo de su deber.
Paso a paso el país se iba levantando del terrible
golpe de la revolución: mi trabajo se aventajaba y la
clientela aumentaba cada día más.
La vida no era por supuesto agradable allá, en el
pueblito, viviendo constantemente en el trabajo, vigilando día y noche, pensando continuamente en realizar nuevos planes para propiciar el porvenir.
Yo había enormemente ensanchado la esfera de
mis actividades.
Nacido en el campo, asido a la tierra por un cariño
Memorias del Pueblo
casi filial, a medida que se desarrollaba mi industria en
las carnes, se iniciaba también mi industria agrícola.
Había empezado por cultivar y hacer cultivar pequeños lotes, y a poco a poco éstos se habían agrandado,
sus productos aumentados y el comercio iba a ser
notable.
Empecé con el cultivo del forraje, luego me dediqué a los frutales y a los bosques tallares. Ninguna de
mis iniciativas falló, ninguna empresa naufragó, y esto
se debe quizás al hecho de que yo vigilaba directamente mis campos. Asistía a la siembra, al cultivo, a la
cosecha, usando de las máquinas agrícolas, que en
aquel tiempo no estaban aún generalizadas, pero que
representan, como más tarde vino a comprobarse, el
único medio racional en la labranza de inmensas extensiones como las de la República Argentina.
Y al mismo modo que la producción se hacía bajo
mi personal vigilancia, la mercadería se enviaba por
mi, directamente, a los mercados de consumo, eliminando de tal modo a todos los intermediarios, que
siempre representarán la llaga del comercio, quitando
la ganancia al productor y obligando al consumidor a
pagar cualquier artículo a precios más elevados que
su valor real.
De este modo llegué hasta el 1894.
En este año, trabajé aun más que en los anteriores, pero mi salud sufrió mucho y los médicos me aconsejaron ir algún tiempo a Italia para reponerme y fortalecer mis energías con los aires natales.
Partí. Tenía el convencimiento de no haber malgastado mi tiempo, de no haber faltado a mis propósitos
de llegar a ser útil a mi y a los demás. Tenía sobre todo,
un inmenso deseo de ver nuevamente mi país, de conocer un poco Italia, de la que todo ignoraba, sus ciudades y sus costumbres.
Pero, aun no conociéndola, la amaba, acaso, por
ese instinto que hace amar a la madre, a pesar de no
conocerla.
VI
Una vez hecho el balance de la hacienda, ésta fue
relevada por mi ayudante, el señor Garelli, quien pudo
hacerse dueño con el fruto de los ahorros realizados
mientras estuvo a mi servicio.
Hay que notar que el capital era mucho más cuantioso de lo que me había servido a mi para empezar.
Tenía, además, una numerosa clientela ya formada,
mucho crédito y la práctica en el comercio adquirida
bajo mi dirección.
Podía decirse hombre afortunado, ese señor,
Garelli, tenía delante sí el porvenir exento de temores.
Cualquiera hubiese dicho que él era en el camino de
crearse una posición envidiable. En vez... más adelante veremos.
Yo salí, pues, para Italia, y quedé ausente un año.
Ante todo fuí a mi pueblo, en el que hice restaurar una
casita que poseía en un terreno de escaso valor.
Fuí luego a visitar toda Italia, deteniéndome en los
puntos principales. Antes de partir para América no
había tenido ocasión de ver mucho de mi patria, y la
lejanía había disputado en mi el vivo deseo de conocer
las ciudades de las cuales oía tanto hablar. El fenómeno social de la emigración, demasiado vasto y complejo para juzgarse a primera vista como algunos hacen, ofrece entre sus lados buenos, la ventaja de formar conciencia nacional en el emigrante, el cual casi
siempre deja su patria no conociendo de ella y acaso
mal, que el rincón donde ha nacido. Viviendo al extranjero, Italia se presenta por primera vez, como entidad
compleja, con su pasado de gloria y poderío, con los
grandes hombres nacido en esta o aquella provincia,
con las maravillas de su resurrección política, con sus
presentes esperanzas.
El “campanilismo” que es nuestra llaga viva, o, a lo
menos, tal era hasta poco tiempo hace, se atenúa al
extranjero, no quedando de las distintas regiones mayor traza que el dialecto.
No faltan excepciones, esta bien; pero del lado de
las cualidades morales el sentimiento de la italianidad
gana enormemente.
Se experimenta la necesidad de oír hablar de la
patria lejana. Todo hecho, aunque mínimo, reviste importancia grandísima, indescriptible. Un acontecimiento o una fecha que allá pasan desapercibidos, tienen
para los italianos que viven al extranjero excepcional
significación.
El sentimiento de la patria nace, se desarrolla, se
eleva a religión.
La patria italiana ganaría muchísimo si supiera proveer a cultivar, ayudar y estimular los impulsos del sentimiento patriótico que se despiertan en el espíritu del
italiano emigrado. Yo creo sería una noble misión del
gobierno italiano la de llenar con obras de amor y de fe
aquel vacío que se produce en el alma del que ha
emigrado, cuando está invadido por la nostalgia; ese
vacío puede llegar a ser un tabernáculo en el cual el
hijo de Italia, lejos de su tierra natal y asido por un
penoso trabajo al timón de un carro extraño, podría
poner y conservar como una deidad augusta el recuerdo de la patria.
Pero nada se ha hecho nunca en este sentido y el
emigrante se encuentra demasiado a menudo aislado, desorientado, abandonado a si mismo.
No solo tenía yo el deseo de ver Italia en sus naturales encantos y en sus monumentos, sino también, y
mayormente, en sus costumbres, en los hábitos de
sus poblaciones, en las leyes y en sus aplicaciones.
Donde quiera que fuese, traté de darme razones
acerca de las condiciones de las distintas regiones,
buscando el origen de la riqueza y de la miseria, del
Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 15
Memorias del Pueblo
desarrollo más o menos acentuado de la cultura y las
industrias.
Particularmente, cuando estuve en Roma, quise
asistir a todas las reuniones del parlamento, haciéndome un exacto concepto del engranaje legislativo.
No falté poco a las audiencias de los tribunales,
sea en los procesos de la tamaña importancia, sea en
los de poca entidad. No por satisfacer un sentimiento
de curiosidad morbosa, si bien por el deseo de conocer como funcionaba en Italia el organismo judicial.
La verdad era que yo recordaba, con un sentimiento de humillación, las muchas veces que, habiendo
estado interrogado por extranjeros, acerca, de está o
aquella cosa de mi país, no había sabido que contestar, y no quería, volviendo a América, seguir estando en
semejantes condiciones de inferioridad; quería también disponer de elementos claros y persuasivos para
comparar la civilización de Italia con la de otras naciones y seguir paralelamente su desenvolvimiento.
Me formé de mi patria un concepto grandioso. Verdaderamente me sentía orgulloso de ser italiano, pues
se me imponía por los hechos la superioridad de Italia
con respecto a muchas otras tierras recorridas por mí.
Naturalmente no se me habían pasado desapercibidas unas faltas. Pereza de capitales, lentitud de iniciativas, excesiva manía de prolongar a charlas indefinidamente las cosas. Pero se acallaba frente a la grandeza del pasado y a las esperanzas certeras del porvenir.
Cuando, en 1895, volví a la Argentina, podía decir
de conocer, aunque, aunque superficialmente, toda la
vida de mi nación. Volvía contento, seguro de que aquel
año de diversión habría sido muy útil a mi porvenir por
las nociones adquiridas, en el mismo modo que me
había servido recobrar la salud y por haber vivido bajo
mi cielo, en contacto con la vida de mis semejantes.
Volvía a Pigüe, y mi primer sorpresa fue la de encontrar al señor Garelli, a quien había cedido la hacienda en excelentes condiciones, estando al borde
de la ruina.
Había sucedido esto. Aquel hombre, óptimo dependiente, carecía de las cualidades de director, faltaba de
iniciativas y de energías y también del sentido de responsabilidad, por cuyo motivo él había visto tan solo las
ventajas de su nueva posición, pero no los deberes.
Encontrándose repentinamente al frente de un ejercicio de cierta importancia, había dejado al caso de
continuar y acrecentar su desarrollo. Pero el caso de
un colaborador inconstante. Los dependientes del señor Garelli, viendo que el más directamente interesado trabajaba poco, trabajaban todavía menos. La producción disminuyó, la clientela no satisfecha empezó
a faltar. No habiendo ya una constante y severa vigilancia el capital fue distraído del principal fuero de acción,
y en el mismo tiempo el propietario, con la inconciencia
propia de los que no han nacido para guiar y mandar,
sino para ser guiados y mandados, sin darse cuenta
16 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003.
de la realidad, gastaba mucho más de lo que ganaba.
De semejante ligereza, desorden e impericia uno solo
podía ser el resultado: la ruina.
En la ruina encontré pues el hombre, a quien, un
año antes, yo había dejado en condiciones privilegiadas y sumamente favorables, y que con su trabajo hubiera podido prepararse un envidiable porvenir.
Yo volví al trabajo de los campos, que me atraía
particularmente, y del cual esperaba grandes utilidades, resuelto, como estaba a secundar activamente,
mis aptitudes de agricultor e industrial.
Inicié la industria de la agricultura en pequeña escala, compré una fracción de tierra cultivándola parte
en frutales y viñedos, parte en alfalfares. Tenía además arrendadas treinta hectáreas, que trabajaban.
Era ya 1898, cuando la compañía de los ferrocarriles del Sud empezó la construcción de la línea del
Neuquen, que debía por entonces encabezar la línea,
en la espera que la red ferroviaria se prolongase a
reanudar la República Argentina con la de Chile, cruzando la Cordillera Andina, los territorios de Neuquen y
Río Negro y la región de los lagos, en Chubut.
Se me aconsejó de preparar la proveeduría de los
tocinos para la extensa línea de los trabajos ferroviarios.
Por kilómetros y kilómetros la región que se atravesaba no tenía ganado. El consumo de tocino iba a ser
de notable importancia y, por otra parte, dada mi pericia
y competencia, el negocio habría sido remunerativo.
Esto me convenció y resolví reactivar mi industria
de embutidos.
El éxito fue brillante.
Con la empresa de ferrocarriles cerré contrato para
la proveeduría de varios artículos, principalmente forrajes y tocinos. Las comisiones eran tan importantes,
que de solo tocino tenía que enviar semanalmente un
vagón de diez mil kilos. Este trabajo duró tres años y
durante ese tiempo yo quedé proveedor de la empresa
sin incurrir en el más mínimo inconveniente o en reclamos, con perfecta satisfacción de parte de los clientes,
que eran ingleses, apegadísimos al respeto de las
condiciones contractuales.
Hay muchos, que en los negocios, tiene la ilusión
de que las ganancias sean mayores y más rápidas
engañando al otro contrayente; podrá acaecer que alguna vez esto suceda y que algunas fortunas se formen con medios ilegítimos. Pero yo estoy convencido
que la suerte acompañe más segura, aunque más lentamente, a los que cumplen por entero con sus compromisos, manteniendo a la letra todo cuanto se haya
prometido y exigiendo otro tanto de los demás: el mayor respeto a la palabra dada y el cumplimiento estricto
de las obligaciones.
Cuando uno ha hecho su deber tiene más valor para
reclamar sus derechos, y de armonía del deber con el
derecho nace el equilibrio de la vida y de las relaciones
entre el hombre y hombre, entre ciudadano y estado.
Memorias del Pueblo
Yo seguía extendiendo el círculo de mis negocios y
aumentando al mismo tiempo el capital, y esto me
satisfacía, pues veía crecer bajo mi vista el fruto de mi
trabajo; pero, a mas de este hecho material, estaba yo
contento en saber que los que hacían negocios conmigo estaban complacidos de mi modo de obrar y se
forjaban exactos juicios sobre los italianos.
Me sentía feliz de servir, si bien en mi reducida esfera,
la causa del buen nombre italiano, el cual influía luego en
las opiniones ajenas acerca de la nación italiana.
VII
En aquellos días pareció inminente e inevitable el
estallar de la guerra entre Chile y la Argentina.
Bullía la preparación militar; el país estaba como
atolondrado en la espera de cosas graves.
Ninguno de los dos estados había ordenado oficialmente la movilización de las tropas, no obstante era
notorio el trabajo de los estados mayores, y todos sabían que las tropas iban amontonándose a la frontera.
Pretexto al hastío entre las dos naciones eran los
lindes territoriales. Pretexto muy cómodo y siempre a
la mano, si se piensa en lo extenso y accidentado de
una línea de frontera, que ha de pasar necesariamente en las escarpadas de la Cordillera de los Andes.
Pero la razón verdadera del conflicto era otra, mucho
más importante: era el deseo de la República Chilena
de insinuarse en los territorios meridionales de la República Argentina, bajar la Cordillera frente a la Patagonia,
enseñorearse de ésta y lograr de tal modo un desemboque en el Atlántico. Chile anhelaba de muchos años,
anhela y anhelará siempre en hacerse país del Atlántico. Su desgraciada conformación física, faja demasiado larga y demasiado estrecha a lo largo del Pacífico,
pone el Chile en una condición de inferioridad absoluta
frente a las Repúblicas Sudamericanas, y particularmente frente a Brasil, Uruguay y Argentina situados sobre el
Atlántico, con proximidad a Europa.
Chile, que es nación rica de energías humanas, rica
por fecundidad de suelo, abundancia de minas y muchos otros recursos naturales, se halla como impedido
por su posición geográfica.
Le resulta, pues muy difícil el intercambio con Europa a través de la Argentina, sea por la necesidad de
cruzar la cordillera, medio inseguro, largo y costoso,
sea por la lentitud de la travesía marítima por el estrecho de Magallanes. Nada más natural, por consiguiente, y al mismo tiempo nada más alarmante, que Chile
busque paso al Atlántico, lo cual no puede conseguir
que a cuestas del territorio argentino, o sea quitando a
la Argentina una dilatada zona de la Patagonia: región,
esta última, que si bien actualmente descuidada por el
gobierno argentino, no deja tener delante sí un gran
porvenir económico.
Todo esto, evidentemente, no estaba admitido ni
por Chile, como intención, ni por la Argentina, como
peligro, y las diplomacias seguían con antifaces, jugando sobre la rectificación de los límites, sin ponerse
nunca de acuerdo.
El espantajo de la guerra se paseaba, amenazador en las cumbres de los Andes, mientras que en las
capitales y en las ciudades las poblaciones, embriagadas por la idea de la lucha armada, se desgañitaban
pidiendo guerra, vituperando por las calles y en los
periódicos a la nación hermana vuelta en adversaria y
al punto de volverse enemiga.
Movilización oficial no había, pero se alistaba los
voluntarios y se preparaban las legiones. Los italianos
dieron ese día una prueba de su hermandad que nunca podrá olvidarse, por más tiempo que pase, porque
hay gestos y beneficios que nunca se olvidan.
La condición de la república era cuanto de anormal quepa imaginarse.
No se pensaba que en la guerra: había quien la
deseaba y la invocaba y quien, por el contrario, la temía
y la deprecaba. Todos estaban envueltos, atolondrados por una atmósfera ficticia que se había ido formando poco a poco, desde el comienzo del conflicto, a
través los comicios, las demostraciones populares y
las intemperancias de la prensa.
El sexto regimiento de artillería, a las ordenes del
general Ramón Ruiz, vino a Pigüe con rumbo a Sud; no
se sabía a donde. Tal vez a Bahía Blanca, tal vez al
Neuquen o a San Martín de los Andes; lo que importaba es que se dirigía al Sud, hacia el punto de donde
debía venir el enemigo, o desde el cual se hubiera
iniciado una probable marcha de invasión.
El regimiento fue alojado en los depósitos de la
Sociedad “Curumalán” concedidos por el señor Miles
Pasman; pero se le hacía imposible al regimiento permanecer en Pigüe, a donde los proveedores, aprovechando la ocasión, se hacían pagar todas cosas a precios elevadísimos, especialmente leña y forrajes. En
vista de eso el general Ruiz se fué a Bahía Blanca para
buscar allí mejor alojamiento a sus soldados.
Mas, a pesar de su buena voluntad, el general no
había logrado encontrar lo que buscaba, y alarmado por
las dificultades, que hubieran podido hacerse mayores
y tener dolorosas consecuencias al estallar la guerra,
confió sus aprehensiones al ingeniero. C. Malmen, director de los trabajos del ferrocarril del Neuquen.
El ingeniero aconsejó al general de mandarme llamar, diciéndose seguro de que yo le habría sacado de
los apuros.
Llamado por el general y puesto al corriente de las
necesidades del regimiento, que debía de llenar presente la nota de los precios y me comprometí proveer
todo lo que fuese menester. El mismo día empecé la
proveeduría. Cuando, después de quince días, llegó a
Pigüe el representante del Intendente de Guerra, se-
Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 17
Memorias del Pueblo
ñor Sainz Loza, encontró regular el contrato, lo ratificó,
y yo vine a ser proveedor normal del regimiento y me
quedé con el cargo con la satisfacción de las autoridades militares, mientras que el regimiento se quedó
acuartelado en Pigüe.
Mis precios, en los que evidentemente tenía calculada una parte racional de ganancia, eran enormemente inferiores a los presentados por otros concurrentes;
y cabe aquí observar que, siendo yo un extranjero, hubiera podido no guardar consideraciones, mirando
exclusivamente en mis conveniencias.
El regimiento de artillería permaneció en Pigüe alrededor de seis meses. Durante este tiempo no solo
lo proveí de todo cuanto necesitaba, mas hice también
otras importantísimas comisiones de acuerdo con la
Intendencia de Guerra, para las tropas acuarteladas
en General Roca y Chos Malal, llenando exigencias de
la Intendencia y de los jefes.
Mientras hacía lo posible por cumplir con mis obligaciones, teniendo que trabajar muchísimo para que
todo llegase en tiempo a su destinación, varios jefes
me confiaron otros cargos, no contemplados en los
contratos, como ser el censo de los vehículos, caballos y mulas de carga de aquella zona y otros servicios:
tareas que yo desempeñe desinteresadamente para
contribuir de mi parte a ayudar al país hospital, en aquellos momentos difíciles.
Cuando fue allanado el conflicto y todo peligro de
guerra hubo desvanecido, el Intendente de Guerra,
señor Huergo, me hizo remitir una nota de agradecimiento, en la cual, después de enumerados los servicios prestados por mi a la República, decía. “Y por
tales servicios le doy gracias como se merece, satisfecho de haber constado, una vez más la solidez de los
vínculos que unen el pueblo argentino con la honorable colonia italiana”.
Aquel año en Pigüe el aniversario de la conquista
de Roma fue celebrado con particular solemnidad.
Participaron oficialmente en los festejos todos los oficiales del regimiento y los jefes de la guardia nacional.
El entusiasmo de las autoridades y de la población
hacia Italia fue indescriptible.
Y por primera vez en esa ocasión tuvo lugar en concierto vocal e instrumental al cual concurrieron todas
las señoritas de la villa, pertenecientes a la mejor sociedad.
Por mi parte estaba complacido de haber contribuido en preparar un ambiente tan favorable en Italia, y de
encontrarme no último en medio de tanta gente, habiendo llegado en mi modesta pero decorosa posición con el trabajo, la economía y la honestidad.
18 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003.
VIII
Durante esos años yo había trabajado muchísimo.
Había vigilado siempre el complejo engranaje de mis
asuntos: sea el cultivo de los campos, sea la industria
de las carnes y el despacho de las proveedurías que
se me habían comisionado.
He tenido siempre el sistema de empezar el trabajo
ante que mis dependientes y dejarlo después de ellos.
Puedo decir, sin embargo, que por estar apegado a
mis intereses, no descuidando nunca las menores
ocasiones para aumentar mis caudales y prepararme
un porvenir desahogado, jamás me he atrincherado
en egoísmos, haciendo por contrario todo el bien que
estuvo a mi alcance.
Particularmente en lo que se refería al decoro y a la
defensa del nombre italiano, puedo decir modestamente de haber cumplido con mi deber, no rehusando consejos, labor, y dinero siempre que la patria lejana reclamase ayuda y defensa de sus hijos esparcidos en
el mundo.
He sido siempre sensible a las alegrías y a los
pesares de mi patria, y he hecho todo lo posible para
recordar a mis compatriotas su origen, y para inducirles a mantenerse unidos con obras y pensamientos a
los destinos de la tierra natal.
Cuando falleció Rey Humberto quise que la colectividad italiana conmemorara dignamente y en forma
solemne al segundo soberano de Italia, y la conmemoración, en la que asistieron todas las autoridades y
las representaciones de las demás colectividades extranjeras, fue verdaderamente decorosa e inolvidable.
En el modesto, mas sincero discurso que me cupo
pronunciar en homenaje del Rey muerto, mientras hice
notar los grandes méritos que tenían los italianos en el
desarrollo civil de Pigüe, pedí al Intendente quisiera consagrar una calle al nombre de Rey Humberto. El intendente gustoso accedió y actualmente la calle Humberto
Primo es una de las más notables del pueblo.
Había fundado, siete años antes, una sociedad italiana de Socorro Mutuo y por seis años consecutivos la
había presidido, con todo, tendría que confesar ahora,
no se si con razón, que no tengo ninguna fe en las
sociedades italianas al extranjero.
Sería quizás mucho mejor reunir a los compatriotas
toda vez que se presentara la oportunidad; pero agruparles en sociedades no me parece provechoso, pues el
beneficio que se saca es muy inferior al perjuicio.
Esto, naturalmente, con respecto al campo, no
atreviéndome a juzgar lo que sucede en las sociedades italianas en las grandes ciudades, adonde los
socios son profesionistas u operarios y forman un elemento más evolucionado y apto para comprender los
medios y las aspiraciones de los Centros.
Precisa no olvidar que nuestros colonos del campo adolecen de la preparación necesaria a tales fines.
Memorias del Pueblo
Y uno no tiene el derecho de exigirles más a nuestros colonos. Ellos son muy trabajadores, tienen la virtud de ahorro y saben conformarse en privaciones y en
cualquier clima, aceptando las necesidades, rudas a
menudo, de la existencia en el campo.
Empero faltan, particularmente cuando están reunidos, de aquel sentido de proporción indispensable para
cumplir con lo que la vida social exige. En las sociedades despiertan ambiciones, vanidades, partidos personales. Y por ser la vida diaria penosa y árida sucede
que cuando si ofrece la ocasión de estar unidos y regocijados por alguna fiesta, se excede el carácter de
cada uno ostenta sus peores calidades: la intemperancia, el amor a la algazara, la alegría llevada más
allá de la corrección.
Siguiendo las costumbres de los españoles, que
han trasplantado en la América Latina sus romerías,
también los italianos llevan en largo sus fiestas, abandonándose al ambiente ficticio producido por ellas. En
resumida cuenta nada hay de mal si se considera que
también los colonos tienen el derecho a algunas diversiones para descansar de su duro y continuo trabajo.
Pero los modales exceden a las intenciones; se pasa el
justo límite; el decoro y hasta la dignidad del nombre
italiano pierden de su valor en tales fiestas que se deforman automáticamente, sin la voluntad de nadie, pero
con el concurso de todos, en verdaderos bacanales.
Perdida por algunos la noción de lo lícito y de lo
humano, la fiesta degenera a veces en pelea, y lo que
menos puede seguir con trazas de recortes, iras prolongadas y odios tan profundos como irracionales.
A mi me parecía poco digno celebrar las fechas
solemnes de nuestra patria en modo tan bochinchero,
con algazaras durante todo el día y tantas noches y me
irritaba el hecho que los italianos se dirigieran a todo
el mundo con el fin de juntar premios para sus loterías,
objeto para sus bazares, después de haber pedido
subscripciones a todos. Hacen cerrar todos los negocios formales, para que trabajen los informales.
Todo considerado, tengo la persuasión que comparándose el bien con el mal ocasionado de la existencia de esas sociedades, más valdría no hacer nada
de ellas.
Hay, en la verdad, el problema de la beneficencia y
del socorro mutuo a esto se pudiera proveer de otro
modo. Consta el hecho de que, prescindiendo de toda
asociación, jamás se rehusaron los italianos a subsidiar, en proporción de sus medios, a los compatriotas
caídos en la desgracia.
Sea que las condiciones de los colonos casi nunca eran misérrimas, sea que el espíritu de solidaridad
y hermandad patriótica clame más fuerte lejos de la
patria, se puede afirmar que ningún italiano se niega a
venir para ayudar a uno que lo necesita.
Y puesto que tal cosa se verifica, puesto que a la
beneficencia proveen las colectividades en un modo o
en otro, cae a mi juicio una de las razones más sólidas
que pudieran aconsejar la agrupación de los italianos,
al extranjero, en distintas asociaciones.
Se perfectamente que mediante las sociedades la
beneficencia y el socorro mutuo están disciplinados,
tiene carácter de estabilidad y representan para los
socios una esperanza certera; mas la verdad es que
las ventajas son todas teóricas, que la gran mayoría
de las asociaciones viven una vida penosa y raquítica;
en los pueblos donde son pocos, porque son pocos, y
donde son muchos, las sociedades se multiplican con
la facilidad de las langostas.
Y no debe creerse que tales divisiones y fracciones
respondan a distintos criterios políticos o filosóficos o
a cualquier dualismo de ideales. El primer ambicioso
que no logra ser presidente se separa con su grupo y
funda la nueva sociedad, la cual busca o inventa razones para obstaculizar y denigrar la otra sociedad.
Y el proceso de subdivisión se repite, evidentemente, en razón geométrica.
Yo confió en que, con el tiempo, las cosas irán cambiándose. No se debe olvidar que mis impresiones
datan de muchos años, y puede ser que no me haya
percibido de las mejoras ya verificadas. Las apariencias confirman mis teorías, más repito, como todo se
modifica en este mundo, puede ser muy bien que nuestros emigrantes sepan en adelante guiar con más acierto sus asociaciones. Hoy como hoy tengo sobradas
razones para creer que las sociedades italianas,
máximamente las del campo, no responden al fin por
el cual han sido creadas.
¿Me equivocaré? Mi larga experiencia, que ha ido
formándose en ambientes distintos, me hace tan solo
confiar el porvenir.
IX
En una tregua de trabajo, inducido por mi deseo de
adquirir nuevos conocimientos de la vida y del mundo,
resolví visitar Chile.
Ir a Chile por la vía de los Lagos no era emprender
un paseo, siendo muy grandes las dificultades del camino; y sí estas están compensadas de la majestuosa belleza del paisaje, hay que sobrellevar en cambio
no pocas ni leves dificultades.
Aun hoy día toda la zona preandina del territorio
argentino se presenta difícil e insegura para ser recorrida. No obstante la línea ferroviaria llegue hasta el
Neuquen y nuevos caminos se hallen trazados, sino
precisamente construidos.
Hay que reconocer que toda la zona meridional de
la República Argentina, llamada región de los Lagos,
está entre las más bellas del mundo y ostenta singularidades panorámicas, las que pueden competir con
los puntos más afanados de Italia y Suiza.
Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 19
Memorias del Pueblo
En varios puntos la Cordillera de los Andes tiene la
salvaje y solemne belleza de los Alpes.
Nada había que yo no conociera sobre la línea ferroviaria en construcción que llega hasta ahora hasta
Neuquen, pero que no pasaba entonces de General
Roca. Sin embargo, volviendo a pasar por aquellos lugares en ese tren incómodo ni mucho menor rápido, y
viendo las primeras tentativas de colonización y de cultivo, pensaba en el alcance que llegaría a tener con un
tiempo relativamente corto aquella vasta comarca del
territorio argentino, si fueron otros los criterios administrativos a los que está sometida, y si la inconsciencia de
los gobiernos y la culpable holgazanería de las clases
cultas no despilfarrasen incomprensibles pero inexorablemente los esfuerzos del pueblo trabajador.
Si los italianos, que acá han venido por millones
hubieran podido dar a Italia una décima parte de sus
energías gastadas en esta tierra; si sus incomparables virtudes de cultivadores, reproductores, creadores y conservadores de riquezas hubieran podido ser
devueltas a Italia, hoy día nuestro país sería indudablemente el más grande y el más rico del mundo, como
lo es el más hermoso.
Pero Italia es reducida y sus hijos se ven obligados a
buscar afuera el ambiente favorable al desarrollo de sus
singulares dotes de trabajo, de ahorro y de iniciativa.
Llegué, pues, con el tren a General Roca, actualmente uno de los pueblos más ricos del territorio de
Río Negro, pero en aquel entonces una pequeña villa
en formación, adonde había más chozas que ranchos,
más ranchos que casas.
Viajaban conmigo algunos ingenieros de la línea
ferroviaria, y estaban completamente de acuerdo con
mis opiniones, a la vista de tanta riqueza de suelo y
tanto abandono por parte de los gobiernos y clases
facultosas, lamentando se sustrajese a la humanidad
el beneficio incalculable que los hombres habrían podido sacar de aquella tierra capaz de producir lo necesario para abastecer a la proveeduría de todo un mundo.
Llegamos a caballo a Neuquen, a donde confluyen
los ríos Lima y Neuquen, los cuales dan vida al Río
Negro, que recorre hasta el mar y fertiliza una vastísima
zona del territorio, en la que han surgido varios pueblos
destinados a transformarse con el tiempo en grandes
centros de producción y de progreso. Aquellos pueblos
esperan, para lanzarse audazmente hacia el porvenir,
que estén acabados los grandes trabajos ejecutados
por el brazo italiano y cuya concepción se debe al genio
italiano: la creación del vastísimo lago artificial que será
llamado “Lago Carlos Pellegrini” y el gran canal destinado a frenar los periódicos aluviones que siguen los
desbordamientos del Neuquén, y a alimentar el Lago
Pellegrini servirá luego de enorme dique para la irrigación natural de todo el territorio de Río Negro.
Satisface el pensar que haya sido un italiano el ingeniero Cipolletti, al concebir una obra tan audaz, solu-
20 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003.
cionando simultáneamente un doble e importantísimo
problema: el de contener las aluviones, que destruían a
menudo todo el trabajo de los colonos, sumiendo en la
miseria pueblos enteros y haciendo a veces víctimas
humanas, y el de proveer la irrigación del territorio, librando al colono del temor aterrorizador de verse arrebatado por la sequía el trabajo de todo un año; Lo que
desgraciadamente, sucede con frecuencia.
Teníamos con nosotros, como reserva, un pequeño rebaño de caballos, y de ese modo, cruzando día y
noche la inmensa llanura accidentada por frecuentes
médanos que confieren al suelo el aspecto de un paisaje convulsionado por un reciente temblor de tierra,
sensibles a todas las voces de una naturaleza salvaje,
al hollar y al relinchar los caballos, mientras, bajando
las pendientes lejanas, las aguas del Limay corrían en
su lecho apresuradamente, pensábamos en la existencia salvaje que pocos años antes vivían en aquellos parajes los indios, no alcanzados todavía por la
civilización.
Yo evoqué la tragedia de la Sierra de la Ventana,
adonde Silvino Olivieri, el bravo coronel italiano, que tan
valerosamente había combatido por la libertad argentina, había sido matado por sus mismos soldados quienes le habían acompañado en la primer legión militar
para rechazar las invasiones indianas y fundar una nueva ciudad, que habría llevado el nombre de Nueva Roma.
Mas los soldados, intolerantes de la disciplina férrea
impuesta por Silvino Olivieri, y acaso exasperados por
su severidad en castigar las faltas, o incapaces quizás
de soportar por más tiempo las grandes asperezas de
aquella vida, en medio de las arideces de los llanos
pedregosos y escuálidos, tomaron una conjura y mataron a su jefe, que empero hizo pagar su vida bien cara.
Así languideció la hermosa idea, y ahora Nueva Roma
no es más que un pequeño agrupamiento de viviendas,
a pocos kilómetros de Bahía Blanca.
Después de doce días de viaje a caballo, costeando el Limay, llegamos al Lago Nahuel Huapi, maravilloso por la trasparencia de sus aguas, por la salubridad de sus aires, por la belleza de sus orillas, al pie de
los enormes colosos de los macizos andinos.
También muy hermoso es el lago Buenos Aires,
que visité después del Nahuel Huapi al cual volví atravesándolo en canoa, llegando al mismo pié de la cordillera, frente al monte-volcán “El Tronador”. Ascendimos a pié la montaña alta y escarpada, siguiendo un
camino trazado por las caravanas, bajamos en la otra
pendiente, hasta las márgenes del lago de Todos los
Santos, que cruzamos en bote.
Y luego, otra vez a caballo, por sendas escuálidas y
toscas, hasta Puerto Montt, en donde llegamos después de dos días de marcha a lomo de mula. En Montt
nos embarcamos, tocamos el pequeño puerto de
Valdivia para desembarcar luego en Coronel, en donde
pudimos por fin tomar el tren y llegar hasta Santiago. De
Memorias del Pueblo
ahí pasé a Valparaíso, para volver a Argentina cruzando
nuevamente la cordillera de los Andes, y tomando la vía
de Mendoza-Buenos Aires. A Buenos Aires llegue cuarenta y tres días después de mi salida de Pigüe.
Este viaje me fue utilísimo por muchas razones. Primera, la necesidad de una tregua a mi trabajo asiduo, a
fin de refrescar mis energías algo fatigadas en la excesiva aplicación. Segunda, el deseo de hacer una comparación, si bien imperfecta, de las condiciones en que
se encontraban las dos repúblicas vecinas y rivales.
Por más rápido que hubiera sido mi pasaje en las
tierras chilenas, las nociones prácticas que tenía, junto a la facilidad de juicios adquirida con la experiencia
me fueron de gran auxilio para formar opiniones que
creo ecuánimes.
El viaje fue al mismo tiempo útil a mi cultura de agricultor y ciudadano, poniéndome en contacto de otro pueblo educado con diferentes sistemas de vida, dotado de
distintas tendencias civiles y políticas, de otros métodos de cultura, de otras fuentes de actividad. A demás
me hizo conocer toda la zona argentina comprendida
entre la Capital y Mendoza, las provincias intermedias
en apariencia tan uniformes y sustancialmente tan distintas una de otra por el grado de civilización alcanzado
por cada cual, por sus diferentes grados de riqueza y
por sus esperanzas venideras.
Todo considerado, el viaje a Chile me hizo lamentar no haber tenido medios, en los años de la juventud,
de viajar mucho, pues creo que ninguna escuela es
tan útil al hombre como la de visitar cuantas más tierras y cuantos más pueblos le sea posible.
La instrucción dada por los libros es indudablemente óptima, pero la vida se aprende viviéndola.
X
Sin embargo tenía la necesidad de un mas largo
descanso y también la de satisfacer el vivo deseo de
formarme una familia.
La línea ferroviaria entre Bahía Blanca y Neuquén
estaba concluida. Yo había seguido siendo el proveedor de la línea de los artículos mencionados, y a medida que procedía ésta, iban aumentando las responsabilidades y el trabajo lo mismo que las preocupaciones, también con motivo de haber enormemente ensanchado la esfera de mis negocios, continuando yo
en cultivar mis tierras y haciendo cultivar las que tenía
arrendadas.
Comprendía que había llegado el momento de dar
a mi existencia un nuevo rumbo, de completarla, formando una familia. El hombre puede quedar solo mientras tenga que alcanzar una meta que no le consienta
vincular a la propia la existencia de otros seres, a quienes no puede ni debe imponer de compartir excesivos
riesgos y sacrificios. Pero apenas lo pueda, el hombre
normal está inclinado a crearse una familia propia, a
dar objeto a su trabajo, a obedecer a las leyes naturales de la perpetuación de la especie.
Yo había elegido, desde algún tiempo, a aquella
que debía ser la madre de mis hijos. Arreglé mis negocios y partimos para Italia en viaje de bodas.
Visité nuevamente la península y cinco meses después regrese. Estábamos en 1901.
Empezaba un siglo: yo había vivido lo suficiente para
conocer la vida, al menos en sus lados activos. Había
trabajado mucho y sufrido un poco, me había hecho
una norma de vida muy sencilla pero segura,
máximamente para uno que, como yo, no tenía y no
tiene ambiciones que excedan a la posibilidad de sus
medios y de su posición.
Uniéndome a la mujer elegida por mi, mi deber
empezaba a tener un fin bien determinado: la preparación del porvenir para los que hubieran nacido de mi
sangre y hubieran vivido en gran parte según la directiva que yo hubiese fijado en su mente.
El camino que había recorrido en la vida no había
sido mal aprovechado. Nacido en una aldea cortada
casi de la vida civilizada, perdida entre montañas, había
desafiado valerosamente a lo desconocido representado siempre por la emigración. Desde niño, puede decirse, había bastado para mi; más allá había bastado también para los otros, juntando al mismo tiempo, con la
perseverancia de una hormiguita, las migas de mi trabajo, no quitando la vista de los días venideros.
Lamentaba, esto si, las lagunas de mi instrucción,
sintiendo que, si en cambio de las pocas y sumarias
lecciones recibidas del maestro de la pequeña escuela rural, hubiese podido tener una cultura, si bien modesta, me hubiera sido mucho menos dificultoso abrirme camino en la vida.
De cualquier modo que sea, había pasado mi juventud y entrado en la madurez con un discreto caudal
de conocimientos prácticos y de ganancias, de las que
podía regocijarme no sólo por el valor que representaban, más también por su proveniencia, siendo el fruto
legítimo de grandes esfuerzos y algún sacrificio.
Con el nuevo siglo mi existencia emprendía también ella a recorrer nuevas etapas.
Mi último viaje a Europa, que había sido el viaje de
bodas, era como el término entre dos períodos de vida.
Comprendí luego que para mis aspiraciones no
podía quedarme en Pigüe. Todo lo que había sido posible intentar en aquella zona del territorio yo lo había hecho, y no lo hubiera hallado más en ella ambiente favorable para mis proyectos, que eran más bien vastos.
Las tierras en derredor de Pigüe estaban fraccionadas y en mano de pequeños propietarios. Ni estos
hubieran querido deshacerse de sus propiedades ni
yo hacerme dueño.
Se me imponía, pues, para desenvolver mi acción
sobre un vasto plan de colonización, llevar las tiendas
Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 21
Memorias del Pueblo
Figura 4. Fotografía del matrimonio Benigna Lebeaud y Pablo Guglieri, con sus cuatro hijos mayores: Elena, Delia,
Teo y Pablo (h.)
a otra parte. Cosa siempre muy poco grata, porque el
hombre esta vinculado a los hábitos y ama los lugares
en que ha vivido muchos años, sea por conocerlos y
por estar seguro de no tener sorpresas, en medio de
ellos, sea por esa ineludible ley de connaturalización
al ambiente, por la cual un horizonte o panorama se
hacen necesarios a nuestra vista, lo mismo que en la
vida es necesaria una casa.
Salí de Pigüe en busca del sitio que debía acoger
mi nueva morada y cobijar mi porvenir. Después de
haber visitado varios puntos de la República, opté por
una lote en las cercanías de Bolívar, a donde compré
seiscientos diez hectáreas de campo de un señor
Daireaux-Molina.
La tierra estaba, precisaba arrancarle los tesoros
que ocultaba en sus entrañas, bajo esa costra escuálida que se extendía a lo lejos, semejando un vasto
océano arenoso.
Si aconteció que de la nada surgiera una iniciativa,
eso puede ser seguramente la colonización de aquellos campos.
22 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003.
Allí no había nada, ni un solo palmo de sombra
para resguardarse de los rayos de sol. De todo lo que
iba a nacer no había, en el comienzo, que mi ardiente
esperanza y una fe absoluta de mis fuerzas y de mi
voluntad.
Necesitaba una vivienda para mi y mi familia, y tuve
que empezar con fabricar los ladrillos, y el azadón bajo
la primer vez hendiendo la tierra virgen, que por siglos
había estado azotada por lluvias y soles. La tierra fue
hendida, socavados los primeros surcos para los cimientos de la casita, y luego las barrenas, penetrando
en las entrañas, fueron a buscar el agua. Como sangre viva, por la herida profunda brotó el agua, empezándose con ella la vida, pues la tierra por primera vez
respondía a la voz del hombre. Se concluía el desierto,
la civilización balbuceaba su primera palabra. Desde
entonces se estrechaba, entre el hombre y la tierra, su
pacto de colaboración, y la tierra, nuestra grande y
augusta madre, prometía sus caudales inagotables a
quien la hubiera trabajado con fe y cariño.
Yo no se de que se componga el orgullo de las
Memorias del Pueblo
Figura 5. Estancia “La Elena” de Pablo Guglieri en las cercanías de Daireaux.
personas superiores, de las que vencen las batallas,
escriben libros, inventan nuevas aplicaciones científicas, más se que una alegría, a la que no puedo imaginar superior ninguna otra, la levantarse solos, en medio de la pampa sin confines, bajo el resplandeciente
rayo de sol, y exclamar: acá donde hay la desnudez del
desierto, yo haré nacer la vida.
Nació la vida triunfadora.
Triunfó a pesar de las desesperadas previsiones
de todos. Mis conocidos, los que vivían no muy lejos de
mis nuevos campos, estaban convencidos de que yo
hubiera hecho un negocio desastroso.
Me compadecían, afirmando que de esas tierras
arenosas no me habría sido posible sacar algo, por
más esfuerzos que hiciese. No sólo se mostraban
persuadidos de las dificultades iniciales en el cultivo
de esos campos, sino que estaban segurísimos, y lo
decían en voz alta, de que todas mis esperanzas habían de ser azotadas por la natural esterilidad del suelo. Los pronósticos no eran por supuesto halagadores, empero debo de confesar que no me afectaron en
lo más mínimo y no entibiaron mi fe en la certeza del
éxito.
Los trabajos preparatorios se cumplieron rápidamente. La casita fue edificada en pocos meses, muy
sencilla, casi rudimental, sin superfluos y quizás sin
comodidades, pues me consideraba algo como en tiempo y en estado de guerra y me conformaba con tener
un alojamiento en lugar de una casa. Esta habría venido, como vino en efecto, a batalla concluida.
Llegó mi nueva familia: se podía comenzar.
La estación era propicia. Viendo alrededor los arados que habrían entre poco abierto surcos en la tierra,
viendo a mis colaboradores listos para la obra, se me
inundaba el alma de alegría, me impelía la ansiedad
en la espera del prodigio que se había cumplido.
Tal vez en medio de tanta fe y alegría había orgullo.
¿Mas quien podría contener a los colonos, solo porque son tales, las satisfacciones juzgadas legítimas
cuando se refieren a individuos de otras profesiones?
¿Debería, pues, la labranza de los campos, que
indudablemente es la más útil entre los trabajos humanos, ser considerado inferior a los demás?
Confieso que experimenté entonces un gran orgullo. Y todavía lo experimento.
Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 23
Memorias del Pueblo
XI
Sembré en el primer año cincuenta hectáreas de
terreno con alfalfa, que es uno de los forrajes mejores
y más usados, no solo en la República, más en dondequiera, siendo grandísima su exportación.
Puede decirse que la alfalfa es uno de los géneros
de mayor producción en buena parte de la República.
En otra parte sembré ciento veinte cajones de papas.
La cosecha superó cualquier previsión y sorprendió a los que habían pronosticado la ruina. Coseché
nada menos que tres mil bolsas de papas y ocho mil
kilogramos de alfalfa.
En adelante, sembré maíz, trigo, y avena, y todo dio
resultados satisfactorios. Llegué a tener de ese modo
las seiscientas hectáreas sembradas con alfalfa, y mil
hectáreas más, que al cabo de dos años había comprado a la señora Rosello R. Viuda de Piñero.
Pude cosechar setenta mil kilogramos de simiente
de alfalfa especial, y treinta mil de calidad inferior.
Las mil seiscientas hectáreas las hacía trabajar
directamente con labradores que estaban siempre a
mi servicio y tenían salario fijo.
Mientras tanto yo había tomado en arrendamiento
once leguas de terreno, o sea trescientos setenta y
cinco kilómetros cuadrados, emprendiendo en cada
una las obras de cultivo.
Esta inmensa zona de tierra la cedí luego a otros
arrendatarios, a quienes había hecho, contrariamente
a las costumbres generales, condiciones humanas y
liberales.
Ninguno de ellos tenían la obligación, que casi todos los dueños imponen a sus colonos, de comprarme a mi los artículos de consumo para el campo y
para la familia, y ni tampoco la de venderme los productos de la tierra trabajada por ellos. Estaban completamente libres de comprar y vender a quien y de
quien y como mejor les pareciera.
Igual libertas tenían en la trilla. Yo les vendía a mis
colonos máquinas y arados, pero en su interés, pues,
siendo yo agente de las importantísimas casas
introductoras de máquinas Hasenclever, Agar Cross y
Drysdale, y percibiendo un descuento sobre las ventas, cedía este descuento a mis colonos, proporcionándoles de este modo una rebaja no indiferente.
Respecto de las cualidades de los colonos tomados a mi servicio o puestos a cultivar en arrendamiento mis campos, puedo llamarme afortunado. Nunca
tuve ocasión de graves disputas ni de graves reclamos y lo prueban el hecho de que jamás necesité el
auxilio de las autoridades para defenderme de abusos y malversaciones.
Por otra parte hay que observar que todo el colosal
trabajo de colonización se cumplía bajo mi dirección, y
que yo ejercía la más estricta vigilancia en todo, no
descuidando nada, ni las cosas insignificantes; y esto,
tanto con respecto de los campos trabajados para mi
cuenta absoluta, como con respecto de las tierras
arrendadas.
La división de los 375 kilómetros cuadrados la hice
yo mismo, sin necesidad de recurrir a la obra costosa
y no siempre perfecta de los agrimensores. Entregué
Figura 6. Interior de la Estancia “La Elena” de Pablo Guglieri.
24 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003.
Memorias del Pueblo
a cada colono su lote de tierra bien demarcado, evitando las disputas penosas que surgen comúnmente
entre los colonos por la determinación de límites en
los campos respectivos.
Y cuando, mas tarde compré otras quinientas hectáreas, parte del señor Daireaux y parte de los herederos de Piñero, fraccioné yo mismo la nueva finca en
pequeños lotes, que luego vendí para formar el nuevo
pueblo, concediendo las más amplias facilidades de
pago, y cooperando en tal sentido al surgir de un nuevo
centro de vida y de riqueza. Gracias a esta cooperación
y a otras formas de actividad de las que me complazco,
el pueblo, que era antes una muy reducida aglomeración de viviendas, se intensificó, se delineó, adquiriendo una fisonomía propia. A medida que se agrandaba
se poblaba, aumentando el movimiento del trabajo y
de los negocios.
De los terrenos que yo había emprendido a colonizar y que eran propiedad de los señores DaireauxMolina, de los herederos de E. Piñero, Martini, Echegaray
y del doctor Pirovano, obtenía solo en cereales una
producción anual de más de trescientos mil bolsas.
Pero el trabajo era inmenso. El tiempo escaseaba
para vigilar, dirigir, fijar todo; tuve que estudiar el modo
de subdividirlo sin desperdiciar una hora.
Cuatro caballos, dos de tiro, dos de silla, estaban
siempre a mis órdenes, para mi uso particular.
Muy a menudo, cuando menos me esperaban, mis
colonos me encontraban entre ellos, al amanecer, antes de empezarse los trabajos.
Les enseñaba a todos el manejo de las máquinas
de los utensilios, organizaba su trabajo, aconsejándoles lo que debían de hacer en el recíproco interés, acostumbrándoles a conservar sus máquinas en perfecto
estado. Podría decir que el primer surco, en cada finca,
lo abrí yo, con mis manos.
Y si, llegando en un campo, me apercibía que un
arado trabajaba imperfectamente, lo hacía sacar del
surco, lo examinaba y lo arreglaba yo mismo, enseñando a los colonos el modo de conservarlo y de repararlo; y todo esta era de gran ventaja para ellos, sea
porque la manutención de las máquinas venía a serles muy poco costosa, sea porque, teniéndolas siempre arregladas, podían producir con ahorro de fatiga y
con resultados incomparablemente superiores.
Lo que hacía con los arados lo hacía también con
las otras máquinas, que más lo necesitaban por ser
más complejas y más sujetas a deteriorarse, máximamente las sembradoras y las segadoras.
Uno de mis mayores cuidados era también el tratamiento hecho a las bestias del trabajo.
No solamente exigía en manera absoluta que los
colonos no maltraten las bestias, siendo yo enemigo
de toda barbarie, la que, desgraciadamente, está difundida por doquiera y se ejerce a menudo inconscientemente; sino también quería que mis colonos tu-
vieran de las bestias el mayor cuidado, pudiendo en
ese modo utilizarlas más y por más largo tiempo.
¡A la verdad que mi vida no se deslizaba en el ocio y
que mi tiempo estaba bien empleado! Y lógicamente
salta a la vista que mi condición de centro motor de tan
vasto movimiento creado por mi, me imponía otros
deberes extras a los de propietario y colonizador.
Por otra parte, no vive el hombre con solo pan, ya
que el espíritu tiene más necesidades de las estrictamente materiales.
Había que someterse, por lo tanto, a la imposición
de nuevos cuidados y preocupaciones, que sin embargo yo aceptaba de buena gana, impulsado por aquel
sentimiento que creía mi deber de hombre y de ciudadano.
XII
La población del nuevo pueblo iba aumentando
sensiblemente.
Aumentaban por consiguiente, día por día, las necesidades de la vida común, y entre los problemas
más graves se imponía el de la escuela.
Habían en el pueblo, entre todas familias, alrededor de ochenta niños en grado de aprender ya algo,
aunque fueran los primeros elementos del saber. Pero
admitiendo que la instrucción de los colonos no fuese
lo implacable que era, había que excluir en modo absoluto la posibilidad que los padres educasen a sus
hijos, absorbidos como estaban en su dura tarea, desde la madrugada hasta el anochecer.
En los países de vasto y rápido desarrollo agrícola,
como la Argentina, uno de los más arduos problemas
es el de la instrucción. Se comprende fácilmente como
los pueblos apartados de los grandes centros poblados carezcan de instituciones educativas, cuando se
reflexione que la dominación del “pueblo” es por lo
general muy vaga y abusiva, dándosela muchas veces
a un conjunto de habitantes desparramadas en la vastedad de la campiña, distantes uno de otro varios kilómetros y a veces varias leguas.
Empero, hay que reconocer, a todo elogio de la argentina, que la organización de la escuela primaria, en
las grandes ciudades y en las medianas, es perfecta,
y que se esfuerza de alcanzar cuanto más puede las
poblaciones diseminadas en la campaña.
Si a veces no logra con su intento, la culpa es de la
vastedad del territorio, de la falta de medios de comunicación y de la excesiva distancia que media entre un
pueblo y otro, entre casa y casa. No le sería posible a
un maestro ir en las distintas chacras para instruir a
los habitantes, ni estos podrían reunirse en un punto
determinado, a donde hubiese la escuela.
Pero cuando hay agrupaciones y los niños puedan
concurrir a un punto fijo, la instrucción viene impartida
Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 25
Memorias del Pueblo
y el gobierno se presta de buena gana a difundirla.
También por el hecho que desde Rivadavia hasta nuestros días, todos los grandes pensadores argentinos
han enseñado al pueblo que el secreto del adelanto
de la República está precisamente confiado a la escuela. Y no se debe olvidar que Faustino Sarmiento,
uno de los más fecundos y profundos agitadores de
ideas en Argentina, y al mismo tiempo uno de sus más
enérgicos hombres de estado, antes de ser periodista, diputado y presidente de la República, había sido
maestro elemental: más bien se pudiera decir que en
todas las fases de su vida Sarmiento quedó, sobre
todo, un maestro.
Pues bien, el pueblo se agrandaba, las familias
aumentaban, y por consiguiente aumentaban los chicos, y había que pensar en la escuela.
Hice demanda al Consejo Nacional de Educación,
que mandó allá a un inspector. Comprendió éste la
necesidad de dar una escuela a la villa, pero nos hizo
notar las graves dificultades que se imponían por falta
de un edificio apropiado. El estado, seguramente, no
habría dejado de interesarse; más no se debía contar
que el problema se resolvería con toda la urgencia
deseable. Si, por contrario, hubiese el edificio...
Entonces prometí al inspector que el edificio se levantaría cuanto antes. Y, en efecto, abrí una suscripción a la que adhirieron, quien más quien menos, todos los propietarios más holgados. Lo restante lo puse
yo, y en poco tiempo se hizo construir el edificio escolar, regalándoselo al Consejo de Educación, el cual,
de su parte, envió una maestra. De ese modo fue iniciado en el pueblo el más importante entre los servicios públicos, del cual las naciones esperan mayores
ventajas para el porvenir.
Tanto más gustoso he prestado siempre mi ayuda
al desarrollo de la escuela, en cuanto me acordaba de
mi infancia, de la deficiente instrucción recibida, del
sacrificio que debía hacer para ir de mi pueblo a otro,
adonde había ese algo al que llamábamos escuela;
en cuanto más pensaba que habiendo tenido la suerte
de nacer dotado de mucha energía y de una inteligencia ágil y asimiladora, hubiera podido hacer quizás
cosas más importantes de las hechas, habiéndome
encontrado frente a las luchas de la vida con el arma
poderosa de la cultura; y el poco bueno que puede
haber dejado y podrá dejar tras de sí mi existencia,
hubiera sido indudablemente superior.
La escuela fue, pues, un hecho con mucha satisfacción mía y de toda la población trabajadora: nuestros hijos tuvieron a un maestro, y en las casas colónicas
empezaron a aparecer los silabarios.
La marcha hacia la civilización había resueltamente principiado, porque se encaminan a ella todos los
países que sepan unir el arado con el alfabeto.
Unirlos y honrarlos.
26 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003.
XIII
Faltaba todavía al pueblo la autoridad policial. El
pueblo era tranquilo y casi nunca ocurrían incidentes
desagradables.
Pero el comercio adquiría incremento, aumentaba
la riqueza privada, y no había ley que desde afuera no
pudiesen venir mal intencionados. De todos modos
era indispensable saber que para los habitantes hubiese alguien destinado a representar la justicia y a
ejercer una directa vigilancia sobre la vida y los bienes
de los vecinos en nombre del estado, es decir en nombre de todos.
Lo que cabe decir en elogios acerca de la organización de las escuelas, en la República Argentina, no se
puede en conciencia repetirlo para la organización de
la justicia.
La justicia es lo que más sensiblemente hace falta
en la Argentina.
Todo es defectuoso en este organismo. Desde la
selección de funcionarios encargados de la vigilancia
de policía, hasta la más alta magistratura.
Se podría afirmar que, menos casos en que, por
especiales circunstancias, interviene la opinión pública para reclamar el grado de justicia que sea posible
obtener, cada sentencia responde regularmente a intereses ajenos a la justicia, y la ley sirve de complaciente servidora al que más influya o al que más le
ofrezca.
Figura 7. Monumento con el que el pueblo de Daireaux
honra a su fundador Pablo Gulglieri.
Memorias del Pueblo
Sobra observar como, siguiendo estos criterios, por
causas a menudo independientes de la voluntad de
los jueces, ir en pos de la justicia represente una enorme y casi siempre inútil fatiga.
Quedase la justicia al estado de aspiración. Y los
extranjeros no somos tratados peor que los hijos del
país, cuando éstos sean pobres y no puedan disponer
de amistades o protecciones o no tengan partidos en
que apoyarse.
La institución de la justicia en Argentina, como en la
mayoría de las repúblicas sudamericanas, es algo de
impalpable y, a veces, de aplastante. Algo que toca el
trágico, cuando no pasa del grotesco.
Si se debiera hablar de la policía se podría escribir
miles de páginas interesantísimas y todas a tintes de
tragedia tan siniestros de superar la fantasía del más
ingenioso novelista. Al trágico se mezclaría el grotesco y
el jocoso, pero con mucha prevalencia del primero.
Mas esto no entra en los modestos propósitos que
inspiran el presente librito, y por otra parte, yo ni sé, ni
quiero intentar un estudio que proyectaría otra zona
obscura en la historia de este país, el cual, no obstante
todo, es un gran país destinado a un porvenir todavía
más grande, a pesar de que los que tendrían el deber
de coadyuvar su desarrollo con honestidad de leyes y
rectitud administrativa, empleen sus medios en obstaculizar sus adelantos, sacrificando a sus pequeñas
personalidades y a sus desenfrenados apetitos los
verdaderos intereses de la Nación.
Hay sin embargo que ser justos y no olvidar que el
país este, está entre los más jóvenes de la tierra: no
cuenta que con sólo un siglo de vida autónoma, y un
siglo no representa ni la infancia en la vida de una
nación. Es deber también pensar que durante este siglo la nación argentina, que generosa y abundantemente había contribuido a la libertad e independencia
de otras tierras del Sudamérica, se encontró enredada
en una espesa red de guerras y sublevaciones y no
alcanzó su equilibrio que al través de muchísimas convulsiones políticas, incluido el largo y funesto período
de la dictadura de Rosas, al cual la historia, tal vez
injustamente, ha atribuido los delitos y las matanzas
consumadas en aquella época, mientras hubiera sido
más justiciero atribuirlas al momento histórico en que
se desataron todas las iras, todos los rencores, todas
las violentas pasiones de la joven Nación.
Volviendo a nosotros, agregaré que juzgando indispensable tener en el pueblo a un representante de la
ley, hice el pedido a las autoridades de Bolívar, de donde dependíamos. Las autoridades de Bolívar mandaron en efecto un agente. Se llamaba Gorosito y era un
ejemplar genuino del tipo argentino de antaño; exento
de todo formalismo y de todo criterio moderno sobre
las funciones y las gestiones de un agente de policía.
Buen hombre en el fondo, y de una rectitud moral superior a cualquier sospecha.
Mas era demasiado viejo, y generalmente la autoridad sin fuerza poco sirve.
Sucedía por consiguiente que en ocasión de alguna
pelea, su intervención ejercía poca influencia, por más
empeño que pusiera para apaciguar los ánimos.
Era pues una autoridad de muy poca valía. Mejor
que nada, eso sí. El pueblo era tranquilo y nunca había
que lamentar graves incidentes; pero, a suceder, nos
hubiéramos encontrado como quien se hubiese hecho guardar su casa por un lindo perro al cual le faltasen los dientes.
Una anécdota bastará para demostrar pálidamente lo que sea la policía, máximamente al campo.
Tenía a mi servicio a un contratista que cometió
una mala acción con otro. El ofendido, que no era bastante fuerte para hacerse justicia el mismo solicitó la
autoridad del viejo agente de policía, denunciando el
hecho y a su mentor.
¿Qué hacer? El delito estaba comprobado y el delincuente al alcance de la policía. Pero estaba éste a
mi servicio, es decir que dependía de la persona más
influyente del pueblo. ¿Podía ese pobre agente del orden ofenderme capturando a un dependiente mío?
¿Edad Media? No, simplemente tiempos modernos,
siglo veinte de la República Argentina.
Sin embargo, ante la denuncia formal, algo debía
hacer el agente.
Vino a verme, muy humilde, rogándome me interponga entre los dos, le hice retirar la denuncia para
que arreglase la cosa con las buenas.
Y el pobre viejo quedó aturdido viendo el modo con
que yo ajusté el asunto en un amen.
Ante todo eché en seguida el bribón, luego impuse
al viejo de cumplir en seguida y al pie de la letra con su
deber.
Era algo descomunal. Ese viejo hombre de policía,
por primera vez en su vida veía a un grande propietario
ponerse al nivel de la ley, renunciar a los privilegios del
dinero y de la posición y no solo permitir, sino imponer
que un dependiente suyo fuera arrestado y procesado
por haber faltado a la ley.
Es un hecho incontestable. En los países nuevos,
en donde, junto a la limitada vida industrial está la verdadera vida de la nación, que es la de los campos, en
los países agropecuarios el propietario de tierras que
participe de la política del gobierno, sea amigo de los
que están al poder y les ayude en los días de elecciones o en otros trances, esta automáticamente no sólo
fuera de la ley, más por encima de ella.
Si faltan los castillos al sumo de las montañas es
porque de montañas hace falta, pero puede decirse
que cada estancia es un castillo desde el cual el estanciero impera con derecho absoluto de vida y de
muerte, a condición de ser un politicastro.
El propietario en grande goza del “jus utendi et
abutendi” obtenido con un correlativo de propinas y re-
Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 27
Memorias del Pueblo
galías a jueces y comisarios, quienes, lejos de vigilar
a las aplicaciones de la ley y a la defensa de los ciudadanos, piensan en asegurarse el puchero sin apuros,
y algo más, si se les ofrezca, para adelante.
Puesta como base la superioridad del estanciero,
sobra demostrar la inmunidad de sus dependientes
frente las autoridades.
Ningún comisario se permite el arresto de un “súbdito” del patrón mengano o del padrón fulano, pues
habrá de considerarse como ofensa. De ahí la sorpresa y hasta el escándalo en saber que yo renunciaba a
la culpable inmunidad para mi y para mis subalternos;
que incitaba al representante de la autoridad a fin de
que cumpliese con su deber y declaraba que nunca
habría defendido a un culpable que hubiese violado la
ley, por más amigo que fuera.
Podrá aparecer una bagatela, y desafortunadamente, no tuvo las consecuencias que debían esperarse.
De todo modo sirvió de amonestación a mucha
gente, la cual podía creer que yo, igualmente que otros
grandes propietarios, me valdría de mi posición para
burlarme de la ley y de las autoridades.
Yo había llenado simplemente mi obligación. Sin
embargo quien conociera a fondo la estructura de la
vida de campo en Argentina, comprendería que mi acción tenía un alcance superior al de las apariencias,
aunque fuera tan sólo la afirmación de un principio. En
un país en donde, desde el último portero de policía
hasta el más alto magistrado se tiene de la ley una
idea tan vaga, tan elástica como una bolsa de goma,
renunciar a prerrogativas concedidas, aún ilícitamente,
por la posición y el dinero, es una protesta, más bien
que una afirmación. Mas un italiano, que haya quedado italiano, declaradamente italiano no obstante su
larga permanencia, no puede hacer otra cosa que protestar con los hechos en un país en que todo es
agropecuario, y más que todo la justicia.
XIV
Hablar de las condiciones de seguridad pública en
Daireaux es repetir las condiciones de toda la república.
El pueblo se desenvolvía a la vista de todos, y el
viejo agente de policía ya no podía llenar por si solo las
exigencias que iban día por día aumentando. Fue menester darle una ayuda.
Hecho el pedido a Bolívar, que, como he dicho, era la
villa principal del departamento, el comisario, señor
Hormann, contestó que no podía enviar el personal solicitado por no estar en el presupuesto el nuevo gasto;
empero, si se lo hubiera costeado nosotros mismos, el
consentirá en mandar el pedido refuerzo, es decir otro
agente y un empleado con el nombre de oficial.
Así se hizo. Con doscientos pesos, yo abrí una nueva suscripción. Llegaron los refuerzos. Mas, por decir
28 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003.
en dos palabras cual fuera para el pueblo la ventaja
que sacó, será suficiente relatar que, encontrándome
más tarde con varios amigos en un salón del París
Hotel de Bolívar, y habiéndome preguntado el Comisario si estaba satisfecho con el nuevo personal de policía, le respondí, que con la misma buena voluntad con
que había pagado doscientos pesos para tenerlo, hubiera pagado cuatrocientos para despedirlo.
Claro estaba, como suele suceder, el nuevo personal, más que atender a los intereses y a las defensa
de la colonia, cuidaba sus intereses propios; además
tenía que hacer prevalecer el partido político sobre toda
seguridad pública y toda justicia.
Los ricachos, los hacendados son los principales
responsables de todos los males que agobian la campaña argentina.
Puede clasificarse en tres categorías. Los primeros, que están en mayoría, se desinteresan completamente de la vida de los campos y no tienen más preocupación que la de explotar, la de sacar lo que más
puedan de sus haciendas.
No viven al campo. Sus tierras o son arrendadas o
están bajo la dirección de sus mayordomos.
Se hacen vivos en el caso de alguna protesta, cuando se les toque en sus intereses, o sea cuando el gobierno aumente sus impuestos y sus contribuciones.
Entonces... ¡Dios libre! Levantan gritos que llegan
al cielo, el gobierno los escucha preocupado y, por no
tenerlos de enemigos, toma nota de sus reclamos, y
acaba por cargar con nuevos gravámenes a los que se
ocupan tan solo de trabajar por enriquecer el país.
Los segundos son los que adhieren a la política
del gobierno; se llaman caudillos o dueños de la situación local, mas, a la verdad, lo son también de la vida y
de la fortuna ajena.
Para ellos no existen las leyes, no existe justicia, o
si existen, lo son únicamente para ser aplicadas en
daño de los demás.
Los terceros, cuyo número es limitado, son aquellos que tiene el valor de afrontar las consecuencias de
sus acciones y se hacen delante para combatir el triste
estado de las cosas; pero, desgraciadamente, sus sacrificios resultan estériles por falta de solidaridad.
Si en alguna parte logran librarse de camarillas, la
ventaja es momentánea, pues el gobierno se hace
cargo de la cosa y manda tipos que se prestan muy
bien para hacer la política gubernativa; de manera que
los que se habían matados en sacrificios, arriesgando
a menudo su misma vida, están recompensados con
toda clase de persecuciones. Frente a semejante estado de cosas, aquellos que se interesan del bien del
país quedan poquísimos, y sus esfuerzos se hallan
desvirtuados.
Se comprende el porqué el comisario de policía se
preocupase en saber que yo era satisfecho de aquel
oficial enviado en Daireaux en ayuda del viejo. Es cierto
Memorias del Pueblo
que yo era un extranjero, o mejor dicho un gringo, y
había siempre desdeñado abusar de mi condición, fruto de mi trabajo; pero, al fin y al cabo, era propietario y
el arrendatario de buena parte del territorio. Me hallaba, en resumida cuenta, en esas condiciones económicas y sociales que en la República Argentina pueden bastar para colocar el individuo más arriba del
derecho común.
La verdad era que a mí personalmente aquel pésimo funcionario no me había hecho ningún mal, y mis
protestas se referían a otros, estaban hechas en nombre de los humildes, de los trabajadores que traen a
esta república el tesoro de sus músculos y de su prodigiosa actividad y su admirable aptitud para la reproducción. Todos aquellos que proporcionan a la Argentina
los hijos y las riquezas, pueblan y fecundan el desierto,
producen los caudales que luego los ricos despilfarran
en las orgías de Monte Carlo y de París y los gobernantes dilapidan; los pobres, los reproductores, aquellos
que todo lo crean y no tiene algún derecho o garantía;
rebaño de siervos abandonado a la rapacidad de los
pudientes, a la corrupción de los hijos del país, a las
calumnias de sus periódicos.
Yo no, directamente, no había tenido quejas hasta
entonces, hubiese podido olvidar mi humilde origen;
mi patria italiana, las normas morales aprendidas con
los ejemplos y de la viva voz de mis parientes, pobres
campesinos perdidos entre montes, en las ferrizas tierras de Placentino, de mis pobres parientes que carecían de cultura y de todo lo que da la civilización como
necesaria barniz de la existencia, pero no obstante
esas faltas, tenían el concepto bien firme de la honradez personal, tenían su hermosa fe en Dios y no olvidaban los preceptos fundamentales de la religión cristiana, que mandan no hacer a los otros lo que queríamos fuera hecho para con nosotros, y enseñan a amar
a nuestro prójimo.
Por esto protestaba, por esto me ponía resueltamente del lado de los débiles, renunciando a todos los
odiosos privilegios de mi posición me otorgaba.
Pero mi aptitud me ponía en contra aquellos que
señoreaban en Bolívar y me arrojaba de golpe a las
competencias políticas, en ese entonces muy graves;
me ponía, mejor dicho, a la cabeza de los que estaban
cansados de una administración de bandidos, formada de pocos y cimentada con el nepotismo y la complicidad: conventículo de los mal vivientes que extendía
sus tentáculos hasta en la Capital, en el senado, en la
cámara, en el gabinete del gobernador.
Para remediar a todos los abusos y las violencias
que yo y otros habían denunciado, mandaron a Daireaux
de Bolívar a un empleado municipal, con atribución y
emolumentos mayores a los de un gobernador.
La primera cosa que hizo ese empleado fue la de
ponerse de acuerdo con el oficial de policía. Y sucedió
entonces la batahola.
Lo que hicieron aquellos dos sujetos contra la población, contra la moral y la justicia no es posible describir. Acontecimientos, peculados, violación de casas,
llegaron a cometer un delito y acusar, luego a un pobre
súbdito francés, el cual, gracias al falso testimonios
de los dos fulanos de afuera, fue condenado a varios
años de cárcel.
Por citar a un solo caso, entre los muchos acontecidos y repetidos al infinito, señalaré una quiebra que
tuvo lugar en ese tiempo.
La quiebra se había mostrado fraudulenta. El juez
de paz, después de ordenado el secuestro de la mercadería existente en el negocio, tuvo que ordenar el
arresto del comerciante declarado en quiebra. La orden fue trasmitida, naturalmente, a las autoridades
policiales.
Pues bien, sucedió esto: los funcionarios de policía avisaron al quebrante, el cual tuvo el tiempo de
liquidar la mercadería embargada y meterse en seguro, las autoridades fueron para arrestarle cuando supieron que había cambiado de residencia.
Todo reclamo era inútil, toda protesta se perdía en
el vacío, porque esos dos ruines estaban protegidos
por los que imperaban en Bolívar, cometiendo iguales
enormidades y otros tantos delitos.
Había que resignarse a sufrirlo todo, o era menester ponerse en lucha abierta contra el partido que imperaba en Bolívar y por consiguiente en Daireaux.
En fin, cuando nuestra paciencia desbordó, cuando las ilegalidades y las injusticias fueron tantas de
volver la vida imposible, se optó por la lucha, que fue
larga y peligrosa en extremo, particularmente para mi,
que iba a encontrarme en primer línea por mi posición
social y por la consideración que disfrutaba en el seno
de la población.
Entretanto la situación se agravaba de día en día.
Impuestos enormes, concesiones leoninas y arbitrarias, multas aplicadas desatinadamente, y despilfarro
innoble y vergonzoso de las entradas comunales: se
corría hacia el desastre. General era la protesta, pero
en nada servía.
La delegación municipal, o sea la camarilla criminal, ocupaba una casa de mi propiedad, por la cual no
solo no pagaba el alquiler, mas a la que una noche se
le prendió fuego. No para perjudicarme a mi, se dijo,
pero, como el edificio que yo alquilaba a la municipalidad no estaba asegurado, yo vine a cargar con todo el
daño del incendio; y es sabido que los incendios arrastran consigo otros perjuicios, a mas de los producidos
por la acción del fuego.
Así, no encontrando otros medios, la lucha fue declarada contra la mala administración. De mi parte tuve
que sostener daños no indiferentes y corrí peligro de
vida. Pero jamás me he arrepentido y recuerdo con verdadera satisfacción haber contribuido con todas mis
fuerzas a poner un término a un estado de cosas que
Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 29
Memorias del Pueblo
clamaba contra el cielo, a derribar a una camarilla de
delincuentes que habían hecho y hacían en esas desgraciadas tierras más daño que la sequía y la langosta.
XV
No teniendo otro expediente para salir de aquel
enredijo, se pensó iniciar prácticas con el fin de quitar
al pueblo de las garras de Bolívar.
El efecto que puse de acuerdo con el señor Augusto Roca, hermano del general Julio ex presidente de la
República.
Como ellos tenían allá unos establecimientos, estaban también interesados en el cambio de un estado
de cosas que se había hecho inaguantable.
Con motivo de su alta posición política, el general
Julio A. Roca, no podía intervenir directamente en la
cuestión de Bolívar. Sin embargo he de confesar que
cuanto pudo hacer en favor de la población de Daireaux
lo hizo, y contribuyó para obtener su autonomía. La villa
le quedó siempre agradecida por la acción desplegada, yo por mi parte, he sido constantemente y soy un
admirador entusiasta de aquel hombre de estado, el
cual, como supremo magistrado del pueblo, en su
doble período presidencial, y como ciudadano, en su
asidua y patriótica labor, se demostró uno de los más
iluminados hijos de Argentina.
Mi simpatía y admiración hacia el general Roca no
son ciegas. Resultan de haber seguido por varios años
su obra política, de haberle encontrado estudioso, activo, justo en el desempeño de sus altas funciones. Él es
de los pocos que conozcan bien al país, que hayan trabajado directamente para la colonización. De todos los
problemas nacionales puede hablar no por simple teoría, mas por haberlo estudiado y experimentado.
Yo aprendí a conocerle, habiendo tenido el honor de
hacer con él algunos viajes en los territorios nacionales. Tuve así la ocasión de formarme un concepto de su
alto valor, luego estudié sus métodos de vida como privado ciudadano y como hombre de gobierno.
Me es grato poder afirmar que el general Roca es un
excelente, sincero amigo de Italia y de los italianos.
Agustín Roca hizo presentar al senado la solicitud
de crear la comuna independiente; pero, los que estaban interesados a mantener el desorden, tenían su partido también en el senado; de ahí las hostilidades.
Seguros de que el proyecto lo hubiera pasado, y no
pudiendo combatirlo con razón ninguna, hicieron lo
posible a fin de que no fuera puesto en discusión.
Desgraciadamente Agustín Roca falleció y yo me
encontré solo para ocuparme del asunto.
Estaba decidido a vencer y me puse a trabajar con
ese objeto, sin dejar nada de intentado.
En el senado el proyecto había caducado. Solicité
que fuera tomado en consideración y me fue concedi-
30 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003.
do; desde entonces entre mi y los demás empezó una
lucha encarnizada que duró tres años.
Yo tenía conmigo a todo el pueblo, los demás tenían las influencias y la autoridad.
De suerte que la mayoría de las dos Cámaras apoyaba mi pedido, de manera que los adversarios se
veían obligados a recurrir a todos los medios ilegales
de que podían valerse.
Recurrían al obstruccionismo: cuando en la Cámara iba a discutirse el proyecto relativo a la creación del
municipio de Caseros, los cuatro o cinco diputados
contrarios se abstenían de asistir al Congreso por enteras sesiones, y como la Cámara no estaba en número legal, el proyecto quedaba en suspenso.
Semejante estratagema se repitió por tres veces,
pero no podía durar en eterno.
Se acercaba el día del triunfo, y entonces aquellos
señores de Bolívar, viéndose perdidos, intentaron juzgarlo por todo, y me avisaron por medio de un amigo
que estaban resueltos a quitarme de por medio, si
hubiera porfiado en mi proyecto.
La amenaza fue hecha pública en el diario de Caseros, pero la publicidad ni amedrentó ni detuvo a los cobardes: dos de ellos fueron a declararme personalmente que en reunión secreta celebrada entre los partidarios de la municipalidad de Bolívar, había sido resuelto
matarme si no me hubiera ido de Daireaux, abandonando por completo la idea de crear la nueva comuna.
La amenaza no era de las que se pueden tomar en
broma, sin embargo simulé no tomarla en consideración teniéndola mas bien como una burla, aunque conociera a esos señores capaces de hacer todavía más
de lo amenazado.
Naturalmente me convenía darles a creer que no
juzgaba de serias sus amenazas, más, siempre bromeando, les dije que admitiendo lo hicieran de veras,
sería precisamente aquel el medio más seguro por no
hacerme retroceder de mi camino. Ante todo porque
había por medio demasiados intereses comprometidos, y luego porque hubiera sido de mi parte una acción cobarde, y no estaba dispuesto a cumplirla, costase lo que costase.
Aquellos me hicieron comprender el daño que podía causarme mi actitud, a más considerando que mi
posición social y por el aprecio de que estaba circundado, yo no tenía absolutamente el porqué de la lucha
ni de mi directa participación en las competencias políticas.
Seguí tomando en broma sus palabras, llenando
de sorpresa y confusión a los que habían venido con el
propósito de aterrorizarme.
Días después tuve que ir a Buenos Aires, y a eso de
las once de la noche me fui al acostumbrado Hotel
España.
Encontré al encargado del Hotel que me esperaba
todo amedrentado y me comunicó que había sabido
Memorias del Pueblo
de un complot contra mi vida, el que se habría efectuado en el tren, a mi regreso de la capital.
La cosa empezaba a preocuparme. Resolví hacer
algo para prevenir a los delincuentes, y me fui a La
Plata a denunciar el complot al jefe de policía, haciéndole redactar un verbal con el fin de tener un documento para más tarde, y al mismo tiempo una prueba acerca de la premeditación y origen político de lo que pudiera hacerse a mi daño.
Esto aconteció en noviembre de 1909, el dos de
febrero de 1910 el atentado se puso en efecto, afortunadamente sin lograr su intento criminal.
Yo tenía lista la valija para salir la noche con rumbo
a Buenos Aires, pero un telegrama recibido horas antes me hizo aplazar el viaje. La noche, no teniendo ocupaciones urgentes y siendo día festivo, fui con algunos
amigos al Hotel Universal, a donde funcionaba a la
buena de Dios una pequeña compañía ambulante.
Al señal que anunciaba la función pasamos, de las
salas de las consumaciones, a otra en la que había un
teatrito. Apenas había tomado asiento, que un amigo
vino a avisarme que un tal Domingo Rezza, mi compadre, y jefe de la escuadrilla del gobierno deseaba consultarme de urgencia con motivo de la colocación de
unos tubos en cemento armado que yo estaba encargado de ejecutar, debiendo también vigilar a la escuadrilla.
Como el asunto me interesaba mucho fui inmediatamente, pero hube apenas saludado a mi compadre
que de la puerta de calle entraron repentinamente cinco
o seis malhechores y cumplieron su odioso atentado.
Como se desenvolvió el hecho, mejor que describirlo con mis palabras, conviene referir lo que, en esa
triste ocasión, escribieron, entre otros, los diarios de
la capital: La Nación y La Prensa. En el pueblo la indignación fue general, un sinnúmero de personas vinieron a felicitarme por haber escapado tan milagrosamente al infame atentado.
El pueblo entero se sublevó, protestando, se organizo un comité de defensa pública, se decretó el cierre
de las casas de comercio, la vida de la villa quedo
paralizada. El atentado, que se había creído no pasase de las amenazas, había hecho desbordar la paciencia del público, y ya que la municipalidad no respetaba ni siquiera nuestras vidas, tanto valía acabarla de
una vez y exigir nuestra liberación de su yugo.
Se dispuso que el cierre del comercio duraría hasta obtenida la justicia, y todos se demostraron solidales,
irremovibles, de manera que cuando llegaron un inspector de policía y varios corresponsales de los más
importantes órganos de la prensa de la capital, encontraron todo cerrado, el pueblo como muerto, y hasta
tuvieron andar a pie, habiéndose adherido a la protesta también los cocheros.
Al intendente de Bolívar yo dirigí una enérgica carta
de protesta.
Mientras tanto la sublevación se extendía en Bolívar.
Como suele acontecer en circunstancias de mal
contento general, que los muchos no se levantan si
una minoría no toma la iniciativa arrastrando a los demás hechos de Daireaux sirvieron de empuje a la oleada. La población de Bolívar constituyó también su comité de defensa pública, decretó la clausura del comercio dándole como término la caída de la autoridad
municipal.
De este modo Bolívar como Caseros quedaron
paralizados por un lapso de dieciséis días, con todas
sus fuentes de trabajo y de comercio truncadas. Sobra
decir cuales cuáles y cuantos perjuicios aportaría a los
pueblos semejante estado de cosas; pero todos fueron irremovibles, todos sacrificaron sus intereses por
vencer la batalla librada; el gobierno tuvo que intervenir
y la camarilla municipal fue por fin derribada.
Para dirigir la administración pública, en sustitución de las autoridades echadas a tierra, el gobierno
nombró a un “Comisionado” para Bolívar, el cual se
ocupó enseguida de regularizar la situación también
en Daireaux.
Fue creada una “Comisión de Fomento”, o sea un
Comité por la defensa y el desarrollo de los intereses
locales, y se me confió a mi la presidencia del Comité.
De pronto todo cambió, como de la noche al día; no
solamente por las nuevas andanzas que tomó todo
ramo de actividad, puesto que cada cual trabajaba con
mejor voluntad, sintiéndose libre de la pesadilla de la
pasada situación anormal, sino también por la tranquilidad del pueblo, que fue perfecta por al seguridad
que todos tuvieron de poder vivir y prosperar sin hallarse a la merced de unos mal vivientes, que vivían perpetrando impunemente toda clase de violencia y acciones reprochables.
El feliz acontecimiento dió lugar a grandes fiestas,
particularmente en Bolívar, a las cuales el mismo gobernador se hizo representar por su secretario. Me cupo
a mi el deber de hablar, en aquella ocasión, interpretando con el mío el pensamiento de todos, pues, además de haber sido entre los más resueltos agitadores, había colaborado eficazmente al saneamiento
político, ocasionando también aquel pronunciamiento
de una enorme mayoría contra una tirana y peligrosa
oligarquía.
Algunos meses después, abiertas las sesiones
legislativas, la creación del municipio de Caseros fue
sancionada definitivamente, y alcanzamos, por fin, la
anhelada independencia.
Este hecho, que coronaba completamente tan larga lucha, dió ocasión en Daireaux a una fiesta en mi
honor.
Y yo, que siempre he sido ajeno de algarazas y he
tenido para los festejos en general una muy limitada
simpatía, no pude eximirme de aquellas demostraciones, por no pasar de ingrato, y poco sensible al cariño y
al afecto que me procesaba la entera población.
Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 31
Memorias del Pueblo
También acá, mejor de lo que pueda hacerlo yo con
mis palabras, dejaré que hablen los diarios.
La lucha estaba pues vencida. Yo me encontraba
satisfecho por haber dedicado mis fuerzas en provecho de los intereses comunes, mientras seguía atendiendo los múltiples trabajos de mi hacienda agrícola.
XVI
Se equivocaría sin embargo quien creyera que las
cosas pasaran en liso para aquel pueblo desgraciado.
El pueblo que había luchado con tanto ahínco para
obtener su independencia y librarse de todas las sanguijuelas enviadas a desangrarlo, confiaba que S. E.
el gobernador nombraría “Comisionado” a una persona del vecindario, conocedora de las necesidades locales y muy distinta de las que la había precedido. No
se pedía algo excepcional; sino alguna que fuese capaz y bien intencionada. Al contrario, S. E. el gobernador, seguramente asido a las necesidades de la política del partido y al nepotismo, que es enfermedad endémica de la Argentina, escogió desgraciadamente a
una persona la cual, a además de ser completamente
nueva de la localidad, tenía sus intereses diametralmente opuestos a los de la comunidad, ya sea materiales o morales.
En el pueblo el descontento era profundo y la
delusión irritaba a los habitantes, que se apercibían
de haber ganado bien poco con el cambio, pues la
incapacidad del nuevo Comisionado equivalía al mal
gobierno partidario de las autoridades precedentes,
derribadas a costa de terquedad y sacrificios.
Tratándose de una villa en formación, el gobernador
hubiera obrado con tino nombrando a un hombre práctico y dotado de sentimiento de responsabilidad, que
conociendo las aspiraciones del pueblo las hubiese
tenido como normas de una acertada administración.
El hombre elegido por el gobernador era uno de
esos parásitos que necesitan remachar su posición
arruinada en el juego y en las crápulas. De esos miles
de zánganos que zumban alrededor de las oficinas de
gobierno, creyéndose en el derecho de apetecer puestos lucrativos. Para ellos la idoneidad, capacidad, moralidad no existen ni cuentan para nada. Son ellos lo
grandes electores, parientes, o parientes de parientes, amigos, o amigos de los amigos de los hombres
de gobierno; y esto tan solo les da derecho a pretender
empleo, que en la mayoría de los casos es simplemente nominal, y a sus efectos no tiene que el sueldo
y todos esos gajes indirectos e ilícitos que son el suplemento normalizado de los empleos públicos.
El resultado obtenido con el nuevo Comisionado
debía ser, como fue, desastroso.
Llegado con el fin preciso de enriquecer, de reparar
las fallas producidas en su patrimonio por los despil-
32 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003.
farros de antes, no se ocupó en lo más mínimo de las
necesidades del pueblo; quiso hacer dinero valiéndose de todos los medios ilícitos, y para lograrlo con más
facilidad, se rodeó de un ejército de dilapidadores del
público dinero. Bandada de mal vivientes dotados de
un apetito formidable, los cuales, para seguir la ganga, no sólo hubieran tragado los bienes de la Comuna, mas los de la República entera.
Y como las autoridades superiores ni podían ni
querían quitar tan de pronto la pichincha a sus clientes, quien vino a pagar las migajas fue, como siempre,
el pueblo, el cual no tuvo siquiera la esperanza que el
deplorable estado acabase pronto.
Los fulanos aquellos comían por un ejército y no
estaban dispuestos a soltar la presa.
Nuestro desengaño no podía ser mayor. Ver recompensados tan mal nuestros esfuerzos por tener a una
municipalidad propia y por querer encaminarla en la
vía del bienestar y del progreso, era un dolor para todos nosotros, que veíamos destrozado todo lo bueno,
descuidado lo que revestía importancia para el acrecentamiento de la vida, mientras el abuso se convertía
en norma de la administración, y la inmoralidad en
guía de las nuevas autoridades.
Empezaron, como debía preverse, las protestas
individuales, y a medida iba acumulándose el descontento, las manifestaciones se hicieron colectivas y tuvieron lugar verdaderas sublevaciones en contra del
pésimo gobierno.
En lugar de captarse las simpatías y la benevolencia de todos, por hallar en el pueblo la colaboración
indispensable a toda pública administración, el Comisionado había logrado atraerse las generales aversiones. La población acabó por aislarlo completamente,
truncando con él relaciones de cualquier orden, de
manera que la primera autoridad del pueblo se encontró como en un país extraño, rodeado por apatías universales, señalado por el menosprecio de sus administrados, esquivado como un leproso.
Se había formado una situación algo extraña, un
dualismo inconcebible, que con el tiempo habla de llevar a graves consecuencias y que paralizaba en absoluto todas las energías, extendiendo el más triste desengaño en los ánimos, que poco antes forjaran hermosas
esperanzas con motivo de la adquirida autonomía.
La primera autoridad del pueblo no tenía ya contactos con ninguno de sus administrados. Era algo como
un tolerado que viviese en destierro, circundado por
sus acólitos, como el jefe de una banda de gitanos
que hubiera tomada un pueblo con la fuerza durante
sus correrías.
Evidentemente tal estado de cosas no podía quedar ignorado, y la prensa empezó a ocuparse del asunto, y a dilatar el escándalo; muchos ya no ocultaban
sus preocupaciones en el desenlace de aquella situación anormal, que no tardaría en producirse. El señor
Memorias del Pueblo
gobernador de la Provincia sabía lo que sucedía en el
municipio de Caseros, y no podía de seguro permanecer tranquilo.
No quería sin embargo, por razones comprensibles aunque deplorables, deshacer lo hecho, quitar
la autoridad de mano del Comisionado, que era su
amigo y uno de los fieles partidarios. Acaso por no
tener de nuevo entre pies a aquel sujeto, del cual se
había librado confiándole la dirección de nuestro desafortunado pueblo.
Con todo, las cosas no podían seguir adelante, y el
señor gobernador intuía la necesidad de hacer algo
con el fin de evitar posibles y probables levantamientos de parte de las poblaciones tan indignadamente
saqueadas y violentadas.
Sabiendo que éstas, sin distinción, me guardaban
general cariño y aprecio, y teniendo confianza en mi
mediación el gobernador me mando llamar telegráficamente en la Plata, deseando cambiar ideas conmigo, en relación de cuanto acontecía en el pueblo.
Acepté, y quienes me acompañaron a la Plata fueron cinco ciudadanos entre los más notables y el doctor Daireaux-Molina.
La entrevista que tuvimos con el gobernador fue
muy larga y no resolvió nada.
El gobernador, aun conviniendo tácitamente con las
razones de la población, trataba de excusar a su amigo, y se recomendaba a mi, en particular modo, para
que encontrase una vía de reconciliación, sabiendo
que de mi actitud habría dependido la de todo el pueblo. Así le había también confesado su amigo: el Comisionado.
Insistía el gobernador, en exigirnos a todos, y a mi
particularmente, un cambio de relaciones con aquel
señor; pero yo, que había confiado que el gobernador,
convencido por nuestras razones de la ruindad de sus
amigos, se habría prestado gustoso a librar al pueblo
de semejantes pólipos, me sentí hondamente indignado en constar lo contrario, y ante aquellas pruebas
manifiestas de odiosa complicidad ya no pude contenerme, y repuse al gobernador que por mi parte no
habría de mover un dedo para cambiar la opinión pública, que se había ido formando con bases bien firmes; pues jamás habría de hacer alianza con quien
estaba en el pueblo impulsado por el único afán de
hacer dinero a toda costa, y en lugar de custodiar y
fomentar los públicos intereses se complacía con
decentarlo todo: la moralidad, la decencia, los bienes.
Y como llevara conmigo las pruebas de cuanto afirmaba, y como también se hallaran presentes los otros
vecinos que sostenían mis palabras, el gobernador
debió pasar por cierto rato bien amargo, viendo comprometida su dignidad de jefe y su pundonor frente a
las palabras de honrados ciudadanos y lo incontestable de los hechos.
Nos prometió que algo hubiera hecho para solu-
cionar la crisis, aunque acogiéramos con mucha desconfianza sus promesas, que no eran las primeras y
no habrían tenido mayor resultado que las anteriores,
y nos suplicó nuevamente que fuéramos conciliadores, confesándonos de haber debido nombrar a aquel
señor por ser entre sus más fieles servidores, y por
hallarse al mismo tiempo en tristísimas condiciones
económicas, de manera que le sería imposible abandonarle en aquel duro trance.
De seguro el gobernador no se apercibía de confesarnos, mediante tal declaración, como el gobierno de
la Provincia estaba hecho exclusivamente para los
amigos de los gobernantes, y a costa de todos servía
los intereses de aquellos que adherían al gobierno y lo
sostenían en una inconfesable reciprocidad de acción.
Nos retiramos desilusionados.
El pueblo hubiera seguido mal gobernado y saqueado.
XVII
Empezaron las represalias.
Me hicieron saber claramente que si entendía ocuparme de las cosas del pueblo y participar del movimiento local político administrativo debía tomar la ciudadanía argentina, lo que yo no hubiera hecho de ningún modo.
Y esto no por no apreciar como merece a la Argentina, por no considerarla, como lo es en efecto, un gran
nación digna de estar a la par con cualquier otra. Mi
larga permanencia en su suelo, el hecho de haber en
él hallado vasto campo a mi labor, de haber formado
mi familia, de haber visto nacer mis hijos, todo este
hermoso conjunto de causas me hace amar esta tierra, al desarrollo de la cual he dedicado todas mis fuerzas. Pero no por eso podría renegar mi nacionalidad
de italiano, la que considero mi mayor orgullo.
Será un sentimentalismo, el mío, será lo que quieras, pero el hecho de que yo nunca pude concebir en
un hombre la posibilidad de desasirse de su patria, de
renegar su propio origen, incorporándose a otra gente,
amiga si se quiere y hasta hermana, mas siempre algo
diferente, en medio de la cual, tarde o temprano, será
considerado como bastardo.
Hablando con sinceridad, he creído siempre que
uno de los males más grandes que afectan a la Argentina consista en la efímera infiltración de elementos
extranjeros, hecha por fines políticos.
Menos raras excepciones de orden superior, la
mayoría de aquellos que toman la carta de ciudadanía
lo hacen por inconciencia, por servir los intereses de
las camarillas políticas.
La adquisición de la carta de ciudadanía lleva consigo el derecho electoral, es decir el derecho de nombrar a los gobernantes del país y a los administrado-
Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 33
Memorias del Pueblo
res de los varios centros. Pues bien, nueve veces sobre diez, estos electores no saben gobernarse a si
mismos, y acaso por eso se hacen electores en cambio de algún penoso y humilde puesto obtenido.
No cabe aquí recordar el vergonzoso fenómeno del
“ganguismo”; o sea de un solo hombre que guardaba
en su caja de hierro de cinco a seis libretas de electores
llevando el nombre de pobres italianos empleados en
las más humildes funciones de limpieza urbana, en la
capital. Italianos casi todos analfabetos y ayunos de todo
concepto de política, que podía sin embargo, por su
número, pesar inconscientemente en los destinos de
la República, puesto que sus votos iban a encauzarse,
el día de las elecciones, hacia el partido que había sabido proporcionárselos, y no gratuitamente.
Empero demasiado grave es la cuestión de la ciudadanía para que yo presuma tratarla acá, ligeramente. Me limitaré en observar que, exceptuándose algunos casos de particular trascendencia, la adquisición
de la carta de ciudadanía no sirve ni para quien la toma
ni para su país. En nuestro caso tampoco sirve a la
República, mientras no llegue a sus puertos una inmigración de intelectuales y de personas económicamente independientes.
Como sea, hoy día en la República Argentina el
derecho de voto esta concedido precisamente a aquellos que hacen de él el peor uso, y se rehúsa a los que,
por contrario, podrían digna y eficazmente contribuir al
desarrollo moral y económico de la República, por
medio de su talento, de su experiencia y de su espíritu
de iniciativa.
Este absurdo se hace más patente en la campaña
a donde, concedido e l derecho electoral a los argentinos y a los naturalizados, viene por consiguiente que
la defensa de los intereses locales esté confiada a
personas extrañas a la vida de los pueblos.
Los argentinos, generalmente, no viven en el campo. Poseen allí sus tierras, sus casas, mas viven preferentemente en la ciudad; la industria y el comercio
están en mano de extranjeros, que naturalmente, no
tienen derecho al voto. Así sucede que en la elección
de administradores y gobernantes los que se encuentran directamente interesados no tiene voz, y de tan
falsa y absurda condición de cosas nace el eterno
marasmo, origen verdadero y único de las malas administraciones, del pésimo gobierno, de las disposiciones vejatorias contra colonizadores y comerciantes,
del descontento siempre vivo y, en una palabra, de un
estado perennemente anómalo.
He dicho antes no ser acá oportuno examinar detalladamente este problema. Suficiente será haber indicado esta nueva anomalía, que retarda y obstaculiza la
marcha de la República Argentina en su afán de mejoras, con lo que se refiere a la prosperidad de la vida del
campo.
Volviendo a mis asuntos, añadiré que la lucha con-
34 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003.
tra los dilapidadores del público dinero siguió más
encarnizada que nunca.
Estábamos seguros de que el gobernador de la
Provincia, sea por su amistad con el Comisionado sea
por terquedad y pundonor, no despacharía de ninguna
manera a aquel pésimo administrador.
Por más que los diarios se ocuparan, de vez en
cuando, de la cosa, y no faltaran públicas manifestaciones de desagrado y de protesta, no se asomaba,
por entre los nubarrones, ni siquiera un rayo de pálida
esperanza respecto a la solución del problema.
Mientras tanto los administradores, sintiéndose
tranquilos bajo el amparo de la impunidad, iban de
ruindad en ruindad, habiendo hecho alianza con aquellos señores que la pública indignación habría desbancado al tiempo de la agitación por la independencia de Bolívar.
Con razón o sin ella, se consideraba a mi el factor
del movimiento de protesta, y por lo tanto me veía convertido en el blanco de las iras intendentiles. La verdad
es que mi acción se limitaba en sostener los derechos
de los habitantes y censurar duramente la conducta de
quien nos vejaba. Lo que no era posible olvidar ni descuidar, era la confianza que yo disfrutaba en el pueblo
en correlación de mi larga obra en favor del saneamiento de las gestiones públicas y del común bienestar. De suerte que, aun sin quererlo, me encontraba en
las primeras filas del combate y expuesto a los hastíos
del Comisionado y sus acólitos.
Habían estos difundido la voz, acaso por contrarrestar mi influencia, que yo atacaba al Comisionado
por codiciar el puesto de intendente municipal.
No será ocioso, a éste propósito, hacer notar que
el doctor Daireaux había tenido ocasión de declarar al
gobernador mismo que yo hubiera sido un intendente
ideal del mismo pueblo, pues nadie más que yo conocía las necesidades y gozaba mayor popularidad y simpatías. Ninguno, afirmaba el doctor Daireaux, tendría
más derecho que el señor Guglieri para ocupar ese
cargo, y el pueblo entero brindaría su ventura.
Sin embargo yo jamás hube pensado en la posibilidad de ascender a tal puesto, los adversarios solos
seguían afirmándolo.
Bien sabían la falsedad de sus asertos, pues rehusándome a renegar mi nacionalidad italiana, nunca
hubiese podido aspirar a ese cargo. No obstante, seguían sosteniéndolo a fin de convencer a los simples,
ignorantes de los requisitos necesarios a ocupar puestos públicos en la República Argentina.
Y esto acabó con irritarme y cansarme.
Mi acción, en el pueblo, se podía decir concluida.
Mis tierras ya estaban encaminadas y las condiciones
de la república ya no correspondían a las necesidades
de los cultivadores y de los colonizadores.
Se delineaba ese estado de hecho destinado a
paralizar la nación, a no ser que sobrevenga algún pro-
Memorias del Pueblo
digio. Seguir trabajando la tierra significaba lo mismo
que perder lo que estaba ganado.
Comenzaban a mostrarse las consecuencias del
desarrollo artificial de la República. Del despilfarro inaudito de los caudales públicos, de la antojadiza, irracional, absurda valorización de las tierras.
Por otra parte, la situación en Daireaux se hacía
siempre más grave, yo comprendía que en quedarme
habría cargado con un sinnúmero de responsabilidades morales que no quería afrontar, no percibiendo
algún fin claro y preciso en aquella lucha sin cuartel de
la población trabajadora y honrada contra una minoría
desbaratada, que se hacía fuerte bajo el escudo de la
legalidad, que arruinaba al pueblo y a los habitantes
en nombre de la ley o del gobierno, que desgraciadamente viene a ser la misma cosa, siendo que los gobiernos sobrepujan a las leyes, decentándolas antes
que lo restante.
Ya había resultado retirarme, sintiendo la necesidad de reposar después de mi larguísimo y penoso
trabajo. Cansado, irritado por los excesos de los administradores, harto de la lucha desleal que se me hacía
personalmente, deliberé apurar mi partida sin esperar
los meses que antes resolviera quedar aún.
Mi decisión impresionó y afectó hondamente a la
población que había ido creciendo en torno mío, que
me había visto trabajar varios años e interesarme por
el adelanto del pueblo y por el común bienestar. También sabían esos buenos y activos colonos, que yo
hubiera seguido siendo su consejero desinteresado y
su sincero amigo. Mas ¿qué hacer? Las necesidades
de mi salud y los intereses me imponían retirarme, por
otra parte, a no hacerlo enseguida, debía hacerlo indudablemente meses después. Por estas razones resolví anticipar la separación: preparé todo en poco tiempo y dí a mis negocios un arreglo definitivo.
Mas, por encima de todas razones, militaba el cruel
desencanto que había sufrido, más para el pueblo que
para mi, con motivo de la conducta, censurable del
gobernador, quien aceptaba una complicidad deshonrosa con aquellos que sin pudor despojaban y vejaban
afrentosamente a los indefensos habitantes, desmoralizaban el espíritu público e inquinaban todas las
fuentes de la vida.
Presentía el desastre.
El desastre que amenaza está a las puertas de la
República entera, y más grande será cuanto más se
retarde con artificios, engaños y actos inconscientes
que son a su vez, factores de ruina.
¡Pobre Argentina, tan rica y tan mal gobernada!
Duele anticipar pronósticos pesimistas: pero cuando se ha vivido largos años en la República, viendo
sucederse gobiernos tras gobiernos, dejando cada
cual una delusión; cuando se ha presenciado el derrumbamiento moral de tantos partidos que se habían
asomado a la vida pública agitando programas de re-
generación, y luego, a pesar de sus hermosas teorías,
resultaron iguales, a no ser aún peores de los anteriores; cuando se conoce en que verdaderamente consista la riqueza de este país, acometida día por día por
una turba de inconscientes salteadores, no puede uno
a menos de medir el abismo que se abre a los pies de
este país, el cual pudiera ser entre los más ricos y
benditos del mundo; no puede a menos convenir amargamente que ningún remedio es ya posible para sanear tan hondos males y que tan solo una crisis enorme que todo lo revolverá y cambiará, transformando
toda actual relación entre clases y gobiernos, podrá
restablecer el equilibrio perdido irremediablemente.
Se ha repetido a menudo que, para encauzar a la
Argentina en una senda de progreso real, se precisaba un gobierno honesto; pero no se considera que
todas las mejores intenciones se estrellan contra el
juego de los intereses, y que el gobierno no podrá ser
que el representante de la clase interesada para que
continúe la batahola.
De mucho tiempo preveía yo a donde la República
precipitara, y he sido buen profeta.
De las actuales condiciones de la República he
hablado en las páginas precedentes a estas sencillas
memorias de un trabajador de los campos: si aquellos pronósticos son pavorosos la culpa no es mía;
puesto que de la realidad han nacido. Yo no hice más
que decir esas verdades que casi todos conocen, pero
no quieren decir por cobardía o por interés.
XVIII
Viaje a Europa
El 10 de Junio de 1911 dejé nuevamente la Argentina, a bordo del vapor “Regina Elena”.
Volví con grande placer a mi tierra para buscar en
ella el reposo y el alivio necesarios a mis fuerzas agotadas. Allá en un verde rincón encerrado en el pintoresco marco de las montañas, que tan vivamente había
deseado en los últimos tiempos de mi estadía en Argentina.
Pero yo no he nacido para descansar. Hay en mi
una fuerza que me empuja al movimiento, a la acción
continuada. Mi mente concibe una idea y hete acá la
necesidad de ponerla en práctica. No me acobarda el
pensar que para su realización precisen meses y años,
pues mi terquedad montañesa no conoce impaciencias. Lo que me hace falta es el movimiento; he de
obrar a toda costa, y como poseo, o creo poseer, la
intuición de lo útil, sucede que en mi vida, ya larga, he
siempre actuado con acierto. Tengo la grata ilusión que
mi actividad, como me ha sido personalmente muy provechosa, no haya sido del todo inútil para mi prójimo.
Una vez llegado a mi pueblo natal, me apercibí que
allí faltaban no pocas comodidades para la vida, y es-
Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 35
Memorias del Pueblo
caseaban aún cosas indispensables. Adopté muchas
de las primeras en las casas de mi propiedad; cuanto
a las segundas, comencé por derivar, mediante una
larga conducción, el agua potable de un manantial situado en las colinas, y el agua surtió en el pueblo para
mi comodidad y para la de todos.
Trascurría tranquila la vida en el verde silencio de
los bosques y en la solemne paz de los collados: mis
fuerzas se reanimaban y yo iba madurando otros proyectos, cuando llegó una improvisa noticia a interrumpir
aquella dulce paz y la serenidad apacible de aquella
vida montañesa. ¡Italia declaraba la guerra a Turquía!
Todas las costumbres de la vida habitual fueron subvertidas: el pueblo pareció renovado; una oleada indescriptible de entusiasmo corrió de uno a otro extremo de
la Península, penetró en los valles más profundos, se
elevó en las cumbres más altas, invadió todas comarcas, todas casas, todos rincones de nuestra patria.
Los primeros días fueron llenos de ansiedad y de
entusiasmo mientras se esperaban noticias de la expedición. Se ignoraba todo, se sabía que muchos soldados partirían, que ya se habían embarcado: ¿habían
llegado ya? ¿se habían batido? El ansia dominaba a
todos.
Por fin vinieron las noticias. Los buques habían
entrado en acción en las aguas de Prevesa, hundiendo e inutilizando dos naves turcas; Cagni había desembarcado con sus marineros, ocupando Trípoli y custodiándola hasta llegar las tropas: éstas habían bajado a tierra con Cáneva...
Luego Bengasi, Derna, Sciara Sciat.
Las batallas se sucedían con las victorias, nuestros
hermanos hacían en tierra y en mar prodigios de valor.
Vivir en Italia, en aquellos días, equivalía revivir los
venturos días de los recuerdos: los días en que nuestros padres habían luchado con bravura por la redención nacional: en las banderas de los regimientos, en
los pendones de las naves que consagraban por el
mal y en la costa líbica la fuerza y el derecho de Italia
aleteaba en su fogosa gallardía el espíritu garibaldino.
Todo el mundo se quedó estupefacto, luego fue lleno de envidia, de la envidia brotó el odio, de éste la
calumnia y la detracción.
Los diarios extranjeros empezaron y siguieron una
infame y encarnizada campaña de calumnias hacia Italia, y mi corazón estaba hondamente afectado por los
ultrajes inmerecidos arrojados sin tregua en contra de
mi patria.
Ninguna acusación, ninguna calumnia se le evitó a
nuestro gobierno y a nuestro pueblo. La prensa de
Europa y América simulaba considerar la acción de
Italia como un atentado de piratería política, sin tener
en cuenta que toda nación de Europa, obedeciendo a
necesidades y a intereses de superior civilización, se
habían apoderado de una zona de África arrebatándosela a la barbarie y a la ignavia de los aborígenes y de
los turcos, no susceptibles de civilización.
La prensa americana, mientras atacaba a Italia,
olvidaba que toda la civilización americana, de Norte a
Sur y hasta en el Centro del Continente descubierto
Figura 8. Monumento a los Caídos en la Guerra, donado por Pablo Guglieri a su país, en 1914.
36 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003.
Memorias del Pueblo
por Colón, es una civilización importada e impuesta
con las conquistas y las guerras, y que, estando a la
lógica ostentada en esos días por la prensa a daño de
Italia, hubiérase debido acá en las Américas reconocer a los indios solamente el derecho de vivir, pues, a
norma de aquella misma lógica, los indios son los
verdaderos y legítimos dueños del territorio americano. Por contrario, no sólo los indios han sido casi totalmente destruidos en dondequiera, mas se les persigue inexorablemente, y las pocas tribus que sobreviven a la ráfaga destructora están consideradas como
restos de barbarie que es forzoso desaparezcan.
No pensarían los periodistas denigradores de Italia
como la civilización ya no consienta a los débiles, a los
impróvidos y a los impotentes conservar tierras y ciudades que permanecen en sus manos inutilizadas, mientras impone a los pueblos progresistas su expansión a
costa de las guerras y también de las violencias, a fin de
que pasen a su mano las tierras que han de ser transformadas en productivas, en el interés de todos.
Pero, si todo esto no hubiera pesado como razón
poderosa e indiscutible, si Italia no hubiese sido empujada a la guerra y a la conquista por fatales necesidades de su camino histórico, si ideales sumamente
civiles no le hubieran aconsejado la empresa de Libia,
quedaban siempre las indiscutibles razones del predominio de Roma en las tierras de África.
Si los que luego ocuparon el territorio hubiesen tenido capacidad de gobernarlo según las normas de
los tiempos modernos, si no lo hubiesen condenado a
la paralización más completa, seguramente habrían
constituido nuevos derechos y Europa los habría respetado.
La invasión italiana en las tierras líbicas no podía
tener, como efecto no tuvo, otra significación que la de
quitar a una raza incapaz y refractaria a toda la civilización el mal gobierno de un vasto territorio al cual la civilización no podía renunciar, mientras se hace cada día
más ineludible la necesidad de extenderse, de buscar
anhelosamente nuevos desahogos a las crecidas energías, nuevos campos para labrar, cultivar y poblar.
Hay más. Si todas las naciones de Europa, bajo el
impulso a veces violento de la civilización, se habían
enseñoreado de este o aquel jirón del litoral africano,
¿cómo presumir que Italia se quedara encerrada en si
misma, ya sofocada por otras naciones, con la amenaza de quedar del todo ahogada si otra, en lugar que
ella, hubiese ido a Trípoli?
¿Cómo presumir que el Mediterráneo, que había
sido mar italiano, hubiera de hacerse el mar de todas
las naciones, del cual las naves italianas serían excluidas?
Semejantes consideraciones hacíamos allá en Italia, mientras enardecían los denuestos contra nuestra
patria. Grande era nuestra amargura, pero, de vez en
cuando, llegaba la noticia de una victoria obtenida por
nuestros soldados y entonces nos regocijábamos,
despreciando las cobardes y vanas blasfemias de la
prensa, pagada para calumniarnos y vituperarnos.
Una cosa muy triste para mi fueron las demostraciones contra la guerra hechas en Italia.
A la verdad eran muy pocos los contrarios a la empresa, y yo tenía la convicción que si esos pocos hubieran vivido algún tiempo al extranjero, obligados a
ganarse la vida a costa de sudor, trabajo y humillaciones, en lugar de hostilizar la guerra la hubieran favorecido con todos los medios a su alcance, comprendiendo la necesidad para Italia de tener tierras propias a fin
de que sus hijos puedan seguramente, bajo el amparo de las leyes y de la bandera de la patria, labrar en
paz la tierra, arrancarle sus riquezas, multiplicarle y
prosperar, siguiendo aquel destino que primeramente
trazaron, dos mil años atrás, los ciudadanos de Roma
nacida para la eternidad.
Estoy persuadido de que aquellos italianos se habrían abstenido de cualquier manifestación hostil a la
guerra, a saber cuan duro sea y amargo el pan ganado
en casa ajena; a saber los abusos, las vejaciones y
las violencias a que van sometidos los italianos que
cruzan montes y mares en busca de un campo propicio para su actividad.
Yo, que de mi parte no tengo razones de quejas, he
visto sin embargo tantas y tantas cosas, he sufrido
tanto de los padecimientos de mis compatriotas a los
que veía desilusionados, menospreciados, ultrajados,
agotados de una manera indigna, que no solo he aplaudido, con toda alegría y conciencia, a la guerra, mas he
contribuido a ella, en el modesto límite de mis fuerzas,
con mi acción personal y mi peculio, en la certeza de
cumplir con un gran deber.
A primeros de Enero de 1912 nuestras tropas, pasando victoria en victoria, a costa de grandes sacrificios y de magníficos heroísmos, habían conquistado
buena parte de las costas de Tripolitania y Cirenáica.
En Italia se organizó entonces una comisión de investigaciones comerciales, industriales y técnicas, a
la cual se confiaba de hacer los primeros estudios del
caso para que sirviesen de norma en las futuras iniciativas del estado y de los particulares.
El proyecto me pareció excelente, y vi en él una prueba manifiesta de que esta vez se quiera proceder lógicamente, es decir con el conocimiento de lo que se
debía aplicar a los nuevos territorios a fin de que la
conquista resultase útil desde e primer momento.
Supe que varios industriales, comerciantes y agrónomos habían solicitado tomar parte en la comisión de
estudios, más que, no obstante ese considerable número de pedidos, no se habría admitido que una parte
limitadísima de ellos, por dificultades del momento.
Consideré que mi presencia en la comisión, por lo
que a las labores agrícolas correspondía, no habría
sido del todo inútil.
Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 37
Memorias del Pueblo
Mi vida pasada en el cultivo de las tierras, el hecho
de haber, durante largos años, asistido a la transformación del desierto argentino en comarcas florecientes y fecundas; mi existencia, aunque empírica, en los
complejos problemas de la agricultura y en los que a
ella se refieren, todo esto podía ser provechoso para la
comisión.
Hice por lo tanto mi demanda, sin ilusionarme de
ser entre los elegidos, dado el sinnúmero de ciudadanos que habían solicitado participar a la gira de exploración.
Tuve suerte: días después de mi demanda se me
comunicó que estaba admitido entre los comisarios.
Y el primer de febrero partí junto con los demás
miembros de la comisión, con rumbo a Trípoli.
XIX
Por decir la verdad el viaje no fue del todo feliz: había un mar agitado, impresionante, jamás, en mis largos viajes, tuve que sufrir tanto por el mar bravo.
Baste decir que, partidos de Trípoli para Homs, distante apenas ocho horas, debimos estar en mar cuatro
días y desembarcar en Tobruk, después de habernos
inútilmente acercado a los puertos de Bengasi y Derna.
La carencia de puertos hace imposible el desembarco en casi todos los principales puntos de la costa
líbica, cuando el mar esta agitado.
Se piensa con admiración a nuestros marineros y
a los soldados, que varias veces debieron efectuar
desembarcos con un mar embravecido y el enemigo
ocupando la playa.
Llegamos a Tobruk enervados: habían sufrido hasta los que pasan su vida en la mar y están acostumbrados a las tempestades. Pero, desembarcados en
Tobruk, estuvimos largamente recompensados de los
pasados sufrimientos con la cortés acogida de nuestros hermanos, a comenzar del general Signorile, comandante de la plaza.
El general fue para con nosotros una guía cortés y
eficaz.
Empezamos nuestras visitas, como era nuestro
deber, por el cementerio en el cual descansaban los
valientes soldados italianos.
El pequeño cementerio, al pie de una loma, estaba
rodeado por una muralla de piedras. Cada tumba llevaba la cruz, en la que estaba escrito el nombre, la
fecha de la muerte y el combate en el cual el soldado
había caído, cada tumba tenía su cerco vivo de flores y
otras flores estaban alrededor: gentil homenaje de los
soldados, que todos los días se acordaban de sus
heroicos compañeros caídos a su lado.
Por más de ir preparados a todas las impresiones
de la guerra, la visita al pequeño cementerio de Tobruk
nos conmovió hondamente, y ninguno pudo contener
38 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003.
las lágrimas en medio de aquellas tumbas y de aquellas flores, mientras los oficiales que nos acompañaban nos relataban los episodios de heroísmo hechos
por aquellos humildes soldados, por aquellos muertos anónimos, a quienes, menos los deudos, nadie
pensará más.
Más tarde, visitando en otros parajes, los cementerios de nuestros soldados, hemos experimentado
siempre la idéntica emoción, pues esos pequeños trozos de tierra nos recordaban a la vez el heroísmo y el
sacrificio patriótico de los caídos y la piedad de los
sobrevivientes.
En el hangar de los aviadores de Tobruk me encontré con un señor Rossi, comprovincial mío y me complació sobradamente saber de su boca muchas cosas
referentes a la vida que nuestros soldados hacían allá
abajo. Ellos mismos, por otra parte, gozaron de nuestra visita, porque en cinco meses que ahí llevaban, las
primeras caras italianas que veían eran las nuestras
Siempre acompañados de los graduados concedidos por el Comando, visitamos todo cuanto era posible
visitar: los oficiales de los distintos cuerpos nos hicieron excelente compañía y mejor tratamiento, invitándonos ya unos ya otros para la comida o el almuerzo.
En uno de esos banquetes me tocó a mi también brindar, siendo muy bien acogida mi breve improvisación.
Dije que iba desde muy lejos, de un país en donde
más que un millón de italianos participaban con toda
el alma en la empresa de la madre patria, siguiendo
con cariño y esperanza lo que acontecía en aquel pedazo de tierra africana, teatro de las maravillosas hazañas del ejército nacional.
En nombre de los italianos que vivían laboriosos
en la República Argentina, saludaba al combatiente
ejército de Italia, seguro de que con fuerzas tan disciplinadas, bien dirigidas y enardecidas de amor patrio
se debía alcanzar la más completa victoria.
Terminados nuestros estudios visitamos al almirante Faravelli y las naves de su escuadra, que hacían
frente al puerto Tobruk.
Dos días después partimos, a bordo del “Regina
D’Italia”.
Serían las nueve de la noche, los buques estaban
a luces apagadas. También el nuestro procedía a obscuras, teniendo la orden de no encender que a veinte
millas distante de la escuadra.
Contemporáneamente dejaban el puerto de Tobruk
el “Garibaldi” y el “Ferruccio”. Nadie sabía a donde iban;
se nos dijo solamente, por telégrafo Marconi, que la
escuadra turca había salido del refugio de los
Dardánelos y navegaba con rumbo desconocido. Por
cierto el “Garibaldi” y el “Ferruccio” iban en busca de la
escuadra enemiga, que hasta entonces se había escapado a la caza de nuestros buques. Entre tanto, a
bordo de las otras naves, las tripulaciones se ponían
en movimiento, prontas a toda eventualidad.
Memorias del Pueblo
Navegamos dos días y llegamos a Bengasi, desembarcando con mucha dificultad con motivo del mar
otra vez agitado
En Bengasi, lo mismo que en Tobruk, hallamos larga
hospitalidad de parte de nuestros bravos oficiales.
El general Ameglio puso a nuestra disposición un
camión automóvil, y por primera cosa fuimos a visitar
el cuartel en donde, antes del desembarco de los nuestros, residía la guarnición turca.
El cuartel está situado en la altura, y desde el techo
se domina la ciudad entera y la campiña circunstante:
a lo lejos, más claramente, se divisan las tiendas del
enemigo, y acá y allá a algún caballero beduino, que
iba de un punto a otro.
El general Ameglio nos proporcionaba él mismo
las indicaciones necesarias, y desde allá arriba nos
reconstruía la acción del desembarco, el terreno de la
batalla y los episodios de la misma. Nos explicaba los
esfuerzos de nuestros soldados por vencer la resistencia de los árabes; los actos de valor individual y la
fuga del enemigo.
En varios sitios podíamos ver los efectos del bombardeo en los edificios, que se habían desplomado
como por las consecuencias de un terremoto.
Visitamos todo lo que pudimos, a los parajes donde no se podía ir en automóvil, íbamos a caballo para
no perder tiempo.
Con todo, no nos alcanzó el tiempo para verlo todo,
habiendo el “Regina d’Italia” recibido orden de partir
inmediatamente para Homs. Tuvimos que embarcarnos aprisa; vino con nosotros el general Ciancio, jefe
del estado mayor del general Cáneva.
Unas quince millas antes de llegar a Homs encontramos el guardacostas “Coatit”: naturalmente no supimos cual sería su ruta. Las dos naves se saludaron,
cambiaron señales, y prosiguieron cada cual por su
camino.
Desembarcamos en Homs el 26 de marzo.
Por la tarde fuimos a visitar al general, pero encontrándose él ocupado, nos recibieron sus ayudantes.
Más tarde supimos que en ese momento el general estaba comunicando con Roma y concertando con
el ministro los últimos planes de la batalla, que debía
tener lugar la mañana siguiente con el objeto de conquistar el Monte Mergheb.
En Monte Mergheb se levanta a pocas millas de
Homs, en sitio muy elevado, y desde allá turcos y árabes arrojaban diariamente una lluvia de proyectiles en
la ciudad. Esos proyectiles, si no hacían mucho daño,
molestaban en extremo, y la cosa duraba desde cinco
meses.
Los nuestros desde cinco meses aguantaban, anhelando llegara la orden de tomar el monte y fugar al
enemigo. Podían hacerlo cuando quisiesen, pero el plan
de los jefes era otro y consistía en evitar, por cuanto
fuera posible, esparcimiento de sangre; y como en las
posiciones de Mergheb no habían menos de cuatro a
cinco mil enemigos, resultaba imposible batir a un número tan alto de armados sin graves pérdidas de vidas.
Pero ya la ocasión se había presentado y la conquista de Mergheb estaba ordenada. A tal efecto el guardacostas “Coatit” había sido enviado a una ensenada
poco distante de Homs, en la cual debía simular un
desembarco para atraer en ese punto, llamado
Birdesel, el mayor número de enemigos, facilitando
así la toma de la colina.
Aquel mismo día visitamos la plaza y las fortificaciones, no teniendo permiso de pasar allá del cerco,
por el constante peligro de los proyectiles. Sin embargo yo quise arriesgarme y fui más allá de la línea de
las avanzadas para recoger una bolsita de tierra de
examinar.
Nos alcanzó el general, conduciéndonos a presenciar los preparativos del combate.
Los soldados salían de los depósitos de las municiones, que estaban bajo tierra para evitar que estallasen por la acción de algún proyectil enemigo, repletos
de municiones, desfilaban en silencio; solamente uno
dijo: “Mañana, o llegaremos a conquistar esa montaña
o será nuestro último día”.
Aquellas palabras pronunciadas con extrema sencillez, nos emocionó hasta llorar. Nos retiramos de
aquel lugar sumidos en tristezas. Hubiéramos querido hablar, pero ninguno encontraba palabras capaces
de fugar tanta tristeza. Si alguien trataba de reanimarnos haciéndonos pensar en el triunfo certero, otros
nos hacían recordar todas las madres, que el día después habrían llamado en vano a sus hijos.
A la noche nos embarcamos, siendo huéspedes a
bordo. Comieron con nosotros, invitados por el señor
comandante, otros comandantes de buques que estaban en rada.
Mientras comíamos llevaron al comandante un
marconigrama. El comandante lo leyó y lo guardó sin
decir palabra. Teníamos todos un muy vivo deseo de
conocer el contenido del telegrama, habiendo en todos
como el presentimiento de alguna importante noticia;
pero nadie se atrevía de preguntárselo al comandante.
Al terminar la comida, mientras tomábamos una copa
de champagne, el comandante Basso sacó del bolsillo
el telegrama y leyó fuerte: era la noticia que el “Garibaldi”
y el “Ferruccio” habían sorprendido dos buques turcos
en el puerto de Beirut, los habían cañoneado y echado a
pique.
Es fácil de imaginar el excelente efecto producido
por aquella noticia, en semejante hora de espera,
máximamente en nosotros que, desde nuestra patria
de Tobruk, nada habíamos sabido acerca de las dos
bellas unidades italianas.
Nos acostamos algo más tranquilos: pero ¿cómo
dormir, sabiendo que entre pocas horas había de iniciarse la gran batalla?
Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 39
Memorias del Pueblo
XX
El movimiento de las tropas debía empezar a las
seis de la mañana, mucho más antes estábamos todos sobre cubierta en compañía del general Ciancio.
Las primeras que salieron de las líneas atrincheradas fueron las tropas de infantería: los soldados con
su uniforme gris desfilaban en silencio en la luz del día
naciente, y los veíamos emprender a subir la colina, en
grupos ordenados y compactos, como en una marcha.
El Mergheb descollaba allá arriba, más vivamente iluminado, y se le distinguía en todos sus detalles: los
céspedes, los tapiales, las fajas de tierra removida
para la excavación de las trincheras; pero ningún movimiento de hombres, ningún preparativo de batalla. Se
hubiera dicho que los árabes ignorasen completamente las intenciones de los nuestros, y que, lejos de sospechar en el amanecer de aquel día una jornada de
batalla, se hicieran sorprender en el suelo.
Entretanto nuestra infantería avanzaba, una compañía tras otra, en silencio y con el mayor orden; algunos oficiales a caballo corrían rápidamente por las filas, cambiaban unas palabras con los oficiales que
marchaban a la cabeza de las compañías: tal vez impartían órdenes.
Luego salieron las artillerías: desde el puente del
buque se veían los afustes balancear corriendo por el
territorio desigual. Luego arrojarse a la pendiente y
desaparecer en los recodos, por donde desaparecieran antes las columnas de infantería, por reaparecer
más arriba, empequeñecidos por la distancia: marchas
grises, manchas obscuras, destacando sobre el fondo azulado de las alturas y del cielo matinal, ya agitadas, en marcha; ya inmóviles, en las breves etapas.
Hasta entonces no se había visto al enemigo. Más
de pronto, cuando los nuestros podían haber llegado
poco más arriba de la mitad de la colina, vimos desde
la cumbre una gran nube de humo que salía de varias
trincheras escalonadas en el vértice, y empezó a oírse
muy vivo y obstinado el crepitar de la fusilería.
Nuestros soldados se echaron a tierra y empezaron a responder al fuego de los árabes con sus tiros
metódicos y precisos: la batalla había principiado.
Mas los árabes, disparando desde su posición elevada y protegidos por las trincheras, estaban mucho
más favorecidos que los nuestros, cuyos tiros, por acertados que fueran, no podían ser muy eficaces.
Podía considerarse el primer choque favorable a
los árabes.
Con inmensa ansiedad seguíamos, desde el buque, todo movimiento de la tropa. Mientras tanto nuestras artillerías habían tomado posición, empezando a
vomitar fuego entre las trincheras enemigas.
En la primer fase del combate había caído muerto,
de los nuestros, un oficial, y varios soldados estaban
heridos.
40 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003.
De repente vimos las primeras filas levantarse, arrojarse a la carrera cuesta arriba, con el fusil armado de
bayoneta, por la primera carga: carga sumamente difícil
por las inmejorables posiciones del enemigo, que ponían a los nuestros en condiciones palmares de inferioridad, más, sin embargo, indispensable por abrirse paso
y fugar a los árabes de las trincheras más próximas,
facilitando la subida a las tropas que seguían.
El momento fue en extremo emocionante, jamás
en mi vida estuve más conmovido.
Desde nuestro puente veíamos perfectamente el
avance de nuestra infantería y su continuo acercamiento
a las trincheras enemigas.
Desde arriba disparaban con fuego acelerado: nuestros soldados avanzaban siempre. El movimiento de
las masas se distinguía a simple vista. Pero, cuando
las dos masas fueron cuerpo a cuerpo, cuando los nuestros se echaron sobre el enemigo, ya no se pudo distinguir a los que caían: si fueran árabes o italianos.
El combate duró encarnizado una media hora, todos nuestros anteojos estaban fijos en aquel punto de
la colina, sobre aquella masa caótica que se agitaba
sin descanso; nuestros corazones no latían casi, tal
era la tensión de los nervios: ninguno era capaz de
pronunciar una palabra.
Por fin pudimos comprender que la victoria había
coronado el valor de nuestros soldados.
Las baterías de nuestra artillería ligera se lanzaron
al galope cuesta arriba, y se colocaron en la plataforma conquistada a la bayoneta por la infantería. En un
momento surgieron parapetos, levantados por nuestros soldados con millares de bolsas llenas de tierra,
ya no habría de volver al enemigo a donde pisaban los
nuestros, y fue con singular conmoción e inmensa alegría que vimos desplegarse allá arriba los tres colores
de la bandera nacional.
La primera fase del combate había terminado de
un modo espléndido.
Entretanto, al crepitar de la fusilería y al estruendo
de los cañonazos, empezaban a correr en auxilio de
los fugitivos las masas árabes que habían bajado al
mar, en la costa de Birdesel, para oponerse al supuesto desembarco del “Coatit” cuya ficción había tenido el
esperado éxito. Apercibido el engaño volvían a su puesto, arrastrando consigo otras masas de árabes, de las
llanuras circunstantes.
De tal modo, a eso de las nueve de la mañana, nuestros soldados estaban casi rodeados de enemigos,
acudidos de todas partes, y solo entonces empezó la
gran batalla, que produjo hasta las tres de la tarde, y fue
coronada por el más completo triunfo de nuestras armas. Los italianos quedaban dueños de la montaña de
Mergheb, y habían librado a Homs de las continuas
molestias ocasionadas por las granadas enemigas.
No me es posible relatar el desenvolvimiento de la
acción guerrera, porque lo que se pudo averiguar des-
Memorias del Pueblo
de el puente del buque fue poca cosa en relación a
todas las fases del combate, en el cual los italianos
tuvimos sesenta heridos y once muertos, cinco de éstos oficiales.
Esta cifra dice por sí sola el más alto elogio que se
puede hacer a nuestra oficialidad, demostrando su
valor, su audacia y su bravura en los puntos en que
más enardecía la pugna.
Es cosa muy penosa presenciar un combate, invadidos por el ansia del éxito, agitados por ese orgasmo
que pone el singular espectáculo de la batalla; pero
más penoso aún fue presenciar la medicación de los
heridos, las amputaciones, los tajos en la carne viva
para encontrar los proyectiles. Los soldados no soltaban una queja, heroicamente resignados a aquellas
desgarraduras de sus carnes, anhelosos tan solo de
conocer el éxito final de la batalla, de saber quien era
el vencedor.
A las tres de la tarde el combate había terminado, a
las nueve de la noche todos los heridos estaban
medicados, y los más graves embarcados en nuestro
buque, que era hospitalero.
Pude constar la organización perfecta de todos los
servicios y la preparación verdaderamente maravillosa de la batalla: todo el mecanismo de nuestro ejército
funcionaba en manera insuperable, y esto, sin duda
alguna, contribuyó siempre al feliz éxito de las operaciones militares de la campaña líbica.
XXI
Volvimos a Trípoli el día siguiente de la toma del
Mergheb, con las visiones de la batalla persistentes
en la retina y el alma llena de admiración hacia nuestros soldados y de alegría por el nuevo triunfo.
El general Frugoni, que comandaba interinamente
la plaza, puso de nuevo a nuestra disposición los medios de comunicación, y nuestra comisión pudo así
visitar todos los puntos de la zona tripolina que no había examinado en su primera ida.
Durante nuestra permanencia en Trípoli estuvimos
presentes, casi diariamente, en episodios de guerra,
pero no presenciamos ninguna otra batalla.
Todas las noches, acá y allá, retumbaba el cañón y
crepitaba la fusilería; en las avanzadas las escaramuzas se seguían sin intervalo, pero el enemigo pagaba
siempre bien cara su osadía.
Nosotros continuábamos con nuestras visitas y
nuestros estudios.
Yo podía examinar las peculiaridades del terreno,
las clases de cultivo más apropiadas, las especiales
condiciones atmosféricas, hallando que el suelo trípolino,
también el que está considerado de árido y estéril, tiene
muchos puntos de contacto con el suelo argentino, siendo por lo tanto más que susceptibles al cultivo.
Nos cupo la suerte de presenciar en Trípoli el arribo de la primer columna de áscaros eritreos, y la revista que pasó el señor gobernador. Experimentamos una
verdadera alegría y un gran consuelo viendo a esos
fuertes y gallardos soldados eritreos tan disciplinados,
tan fieles a Italia, viendo también con cuanta simpatía y
cariño eran acogidos por los soldados italianos.
Nuestra misión había concluido.
Recogimos todos los datos obtenidos durante
nuestra gira de estudio, juntamos todo el material preparándonos a regresar en patria.
En la ida, habíamos tocado el puerto de Siracusa
cruzando toda Sicilia; yo me había quedado gratamente
sorprendido por las grandes bellezas de aquella isla
italiana, extasiándome delante de las ruinas y de los
monumentos de la antigüedad, esparcidos en todas
las ciudades sicilianas, que todavía hablan de las antiguas civilizaciones de sus lejanos habitadores y conquistadores: griegos, sarracenos, normandos.
Y fui también a Messina, y vi las huellas del tremendo desastre, las ruinas de aquella ciudad desaparecida en el choque formidable de un feroz destino, en esa
noche fatal, que fue por largo tiempo motivo de congoja para nosotros que vivíamos lejos de la patria y leíamos doloridos los terribles telegramas, que traían los
detalles de la horrenda catástrofe.
Mas también vi la avanzada obra de reconstrucción,
la resurrección de la ciudad por mérito de todos los
italianos, que con tanta espontaneidad y patriotismo
habían afirmado los principios de la nacionalidad italiana, así como la solidaridad de todas las provincias
en la funesta hora del dolor.
Volviendo en patria, el buque nos llevó a Palermo y
de Palermo a Nápoles, a donde desembarcamos.
Mi viaje en Libia estaba terminado. Por muchos que
fueran los años que me quedan para vivir, jamás olvidaré las impresiones recibidas durante ese viaje, relativamente breve, en la zona de África septentrional en
que se afirmó la potencia de Italia y los italianos mostraron su capacidad y su preparación, y en la cual Italia
demostrará seguramente, con las artes de la paz, su
gran virtud de nación moderna, que sin embargo cuenta con el peso y el beneficio de su pasado dos veces
milenario, y está resuelta esparcir en el mundo su palabra de civilización, como la esparció un tiempo la
gran madre Roma.
Todo, en aquella guerra de Libia, fue perfecto. Los
servicios de Intendencia funcionaron de un modo tan
preciso y completo, que aquella guerra se hubiera podido llamar una guerra de lujo. Los soldados nunca carecieron de nada, estaban generalmente llenos de salud,
y por consiguiente alegres. Yo les he visto bromear las
buenas ganas durante una tregua del combate, esperando ser llamados de un momento a otro para batirse.
Cordialidad suma entre los soldados de tierra y los
marineros y plena confianza de los soldados en sus
Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 41
Memorias del Pueblo
superiores. Se podría decir que en la guerra el ejército
italiano formaba como una gran familia. En todos había muy vivo el espíritu de emulación: de ahí el celo y el
entusiasmo en el cumplimiento de su deber.
Quise repartir algunos miles de francos entre los
soldados de mi provincia, quienes se mostraron sumamente agradecidos; sin embargo me pareció que era
yo el que debía estar reconocido a tantos bravos jóvenes, que con su sacrificio honraban mi tierra, preparando un hermoso porvenir para la común patria italiana.
De Nápoles fuimos a Roma.
Fuimos antes recibidos al ministerio por el subsecretario, a quien presentamos la relación de nuestros estudios, luego quiso recibirnos también Su Majestad el Rey, y anduvimos al Quirinal.
Conversando con el Rey, experimenté la grata impresión de hallarme frente a una persona que hablaba
con perfecto conocimiento y competencia de las cuestiones relativas a nuestro viaje en Libia; de manera
que mi alegría de poder conversar con el supremo jefe
de la nación fue acrecentada por la adquirida convicción que todos elogios tributados al Rey por su saber
no eran adulaciones de cortesanos, si bien el reconocimiento de esas dotes superiores que nuestro Soberano verdaderamente posee.
Su Majestad el Rey tuvo la amabilidad de interrogarme detenidamente, y hablando de la acción desarrollada por los italianos en la República Argentina,
mostró un interés muy vivo. Él estaba al corriente de
las condiciones generales de esta República y en particular de las condiciones de los italianos.
De aquella visita guardo un recuerdo bien grato mixto
a un legítimo orgullo: ¿hubiera, acaso, jamás pensado
años antes, cuando me disponía a emigrar para hallar
lejos de mi patria un terreno apto para desenvolver mis
aptitudes de simple y modesto trabajador, que llegaría
el día en que tuviese la honra de ser elegido, con otras
distinguidas personas, para una misión tan lisonjera,
de presenciar los hechos de una guerra afortunada,
de visitar, entre los primeros, los nuevos territorios italianos de la costa mediterránea, y en fin, de exponer mi
relación sobre aquel viaje de exploración agrícola e
industrial al mismo Rey de Italia?
Regresé a Piacenza, donde me esperaba mi familia.
Acerca de mis impresiones sobre la Libia, hablé
en un modesto opúsculo, que hice imprimir. Di una
conferencia en Ferriere, mi pueblo natal, y otra en
Bettolo, con relación a lo que había visto, y tanto en la
una como en la otra, hablando de Trípoli, traje modestamente el problema de la emigración.
Y luego... luego partí nuevamente por la América, y
heme ahora aquí, donde las cosas, en general, no
marchan demasiado bien. Y esto me afecta, no por mi,
que nada he de pedir ya, mas porque, después de
Italia, amo la Argentina en donde he trabajado tanto, y
que es la patria de mis hijos.
42 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003.
XXII
La Crisis del país
La forma dialogística de esta parte del libro del Señor
Guglieri tiene sus causas en el hecho de estar constituida
con las respuestas formuladas por dicho señor en
cumplimiento de las preguntas a él dirigidas de parte
de un periodista bonaerense. Aceptada la propuesta de
compilar el libro, le pareció al Señor Guglieri, lo mismo
que a nosotros, haber cabida para una entrevista,
cuando ya estaba en curso la edición del libro.
De la seriedad de las cosas expuestas en tal entrevista
(muchas de las cuales tendrán apariencia de osadas)
hacen fe el sincero afecto del señor Guglieri hacia la
República Argentina y su profundo conocimiento sea
de los hombres como de las cosas.
(N. del E.)
Pablo Guglieri: (en adelante PG) La crisis por que
pasa la República Argentina es mucho más grave de
lo que otros puedan juzgar, y necesariamente se desenvuelve con ese crecer impresionante que yo había
previsto y que, si Ud. Recuerda, le pareció, hace un
año, sobradamente pesimista.
Siento haber sido tan buen profeta, pero no hay duda
que todo lo que ahora acontece y lo que, desgraciadamente, ha de acontecer en una mañana muy cercana,
yo lo había supuesto hace cuatro años.
No se precisaba ningún extraordinario acunen para
prever: solamente los que tienen interés por no ver no
han visto y no ven, a no ser que simulen no ver; se
pacen y pacen a los demás con el brillo de las superficialidades; y ¡ay! ¡la capa esplendorosa del oropel cubre un abismo!
La vida entera de la República Argentina está agobiada por la crisis, y todo ramo de la hacienda nacional
funciona en pura crisis, material o moral; máximamente
la agricultura, que es la principal fuente, por no decir la
única, de la vida nacional, ha entrado en aquel período
que los médicos llamarían “agónico”: si no ha muerto,
es debido a las inhalaciones de oxígeno de los artificios; pero es un enfermo sin esperanzas de sanar.
Reportero: (en adelante R) Esta es su opinión, la
cual, se seguro, reviste mucha importancia por el profundo conocimiento que Ud. tiene del país, y por haber
vivido treinta años en medio de los negocios, particularmente en contacto con el desarrollo de la agricultura
y de los demás ramos de la actividad nacional. Ud.
Mismo se ha formado una posición envidiable con su
trabajo y su actividad. Pues bien ¿por qué lo que hasta
hoy ha sido posible, no lo sería más, mañana?
PG: Por muchas razones. Me limitaré con decirle
las principales.
Empecemos por los alquileres, que eran mucho
más bajos; luego consideramos que todos los artícu-
Memorias del Pueblo
los de primer necesidad han aumentado precio de una
manera increíble: muchos géneros cuestan hoy tres o
cuatro veces lo que valían años atrás.
Por citar ejemplos: la carne nunca habría costado
más de 12 o 15 centavos el kilo; hoy no se compra en
menos de 40 y 50 centavos.
Las bolsas de tela, que antes se pagaban de 10 a
12 pesos el cien, se pagan hoy 30 y 35. las bestias de
trabajo, como ser bueyes o caballos, costaban antes de
30 a 40 pesos por cabeza, hoy han subido a 130 y a 140.
Como Ud. ve, el aumento del costo es enorme, sin
límites razonables. Y hay que pensar que el precio no
está únicamente en lo que cuesta la adquisición, más
se relaciona con la continua desvalorización: muchas
bestias mueren durante el año y las otras, especialmente los caballos, pierden cada año de su valor.
Hay que agregar que el precio de transporte de los
productos agrícolas, del campo a la estación, ha también aumentado: lo que antes costaba 10, no cuesta
ahora menos de 40, y esto es debido en gran parte al
completo abandono en el cual se dejan los caminos,
que en la República existen tan solo de nombre y a
menudo ni así siquiera.
Frente a semejante aumento de gastos, común a
todo género, y al cual conviene agregar lo fabuloso de
los impuestos gubernativos y municipales, hay que
poner el precio de los cereales: unos han subido, más
en cantidad tan insignificante, de no poder en ningún
modo compensar el aumento de los gastos, otros, de
lo contrario, han bajado de precio.
Para darle una idea de la rebaja de los productos
agrícolas, será suficiente pensar que la simiente de
alfalfa, que yo vendí un año, no de los primeros, a un
peso el kilo (y recogí entonces unos cien mil kilos) hoy
día está bien vendida en cincuenta centavos.
Como ve, la rebaja responde a la mitad del precio
anterior, y Ud. sabe que la alfalfa es uno de los mayores productos en todo el territorio nacional.
Todo esto constituye para la industria agrícola argentina una posición insostenible; no es posible comparar el presente con el pasado, aún próximo: la crisis
se hace de día en día más aguda, y mientras, pocos
años hace, teniendo buena cosecha ganaba uno lo
suficiente para seguir adelante, o perdía poco si la cosecha era mala, hoy al contrario con las mejores hipótesis, no le queda al agricultor cuanto precisa para las
necesidades más apremiantes.
Si la cosecha se pierde, si por uno u otro motivo
son más las malas cosechas que las buenas, todo se
derrumba alrededor del pobre colono, y para él ya no
hay esperanzas: queda esclavo de sus acreedores,
sumido en la miseria, hasta que un día se encuentra,
después de tanto trabajo, puesto en la calle con su
familia.
R: ¿No cree Ud. que el malestar actual puede ser
efecto de una serie de malas cosechas y sea, por lo
tanto, un fenómeno transitorio, destinado a desaparecer con el retorno de los años buenos?
Figura 9. Pablo Guglieri con su hijo menor Italo Argentino Guglieri, en su Estancia de Daireaux.
Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 43
Memorias del Pueblo
PG: Todo está en fijar las diferencias entre los años
buenos y los malos: acá se los juzga con criterios tan
distintos y variables que resulta difícil entenderse.
La cuestión no me parece bien puesta. Se necesita
considerar que las buenas cosechas lo son siempre
de un modo muy relativo y seguirán siendo así. Este
año, por ejemplo, la cosecha no ha sido mala, por lo
general, pero ¿qué resultados ha sacado la agricultura y el comercio nacional, y, sobre todo, que resultados
ha sacado el colono?
Por otra parte es forzoso convencerse de que la
tierra no puede ya rendir en la medida de antes, y quedan desilusionados los que presumen tener cosechas
abundantes como por el pasado.
La tierra argentina, después de muchos años de
rendimiento, no podrá producir como cuando aún era
virgen. Sería lo mismo que exigirle a una mujer de cuarenta años la fecundidad de una joven de veinte.
La tierra, que tanto ha producido, se ve agotada de
sus substancias, de los humores alimenticios que
contenía antes, y si las lluvias no vengan en tiempo, el
resultado de los cultivos se hará siempre más escaso. Los teóricos, los cuales sostienen que ésta es la
tierra más rica del mundo y siempre producirá, naturalmente; en las idénticas proporciones que antes, se
equivocan y perjudican la nación, pues alimentan y
mantienen ilusiones, en lugar de sugerir remedios
para los males presentes y para los venideros, aún
más graves.
Hay que reconocer, eso si, que difícilmente se hallará en todo el mundo una tierra en que se pueda tan
fácilmente hundir el arado y obtener el primer año, después de una labranza relativamente fácil, excelentes
resultados; pero asimismo no se debe olvidar que en
ninguna otra parte, cuando se pierde la labor del año,
se pierde todo, sin recoger tampoco la simiente.
Las ventajas, pues, están a la par que las desventajas, y es insensato afirmar que esta sea la mejor tierra
del mundo: buena es, sin duda, más a fin de que produzca, en el porvenir, forzoso será someter todo el sistema agrícola a una trasformación radical y completa.
R: A propósito del movimiento agrícola que otra vez
empieza agitando la campaña, alcanzando una extensión mucho mayor a la del año pasado, ¿cuál es la
opinión de UD.?
PG: Lo mismo que le dije otra vez, yo soy, en máxima, contrario a las huelgas, porque considero que sean
portadoras de calamidades más graves; sin embargo
he de confesar que la huelga agraria es una de las más
justificadas. No la creo razonable por el solo hecho que
los colonos podrán conseguir beneficios muy limitados
y superficiales aún cuando parecieran grandes.
Supongamos que los colonos lleguen a obtener
una justa rebaja en el precio de los alquileres todavía
mayor a la obtenida con la huelga del año pasado: ¿a
que servirá eso? Puesto que la tierra no rinde lo sufi-
44 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003.
ciente para la vida del colono, por más que rebaje el
alquiler siempre será demasiado alto, y es tan cierto,
que la mayoría de los colonos, a pesar de la disminución obtenida, no han logrado pagar su arrendamiento. Y entonces ¿para qué la huelga?
No ha de ignorar Ud. que a los colonos se le atribuye, en máxima parte, la culpa de caro precio de los
alquileres. Los colonos, parece, se hacen una obstinada competencia: si uno ofrece 10 a un patrón, he ahí
otro dispuesto a ofrecer 12 y 15.
Esta, créalo Ud., es una de las tantas justificaciones escogidas por los dueños por no rebajar los alquileres. No niego que algún caso, en el sentido que Ud.
dice, se haya verificado y se verifique; pero, por lo general, el asunto es bien distinto.
Le citaré un caso que se me ocurrió a mi, personalmente, para demostrarle como procedan las cosas,
pues mi caso se repite en toda la República, siendo la
verdadera causa del malestar que se abría cada vez
más, y acabará como Dios quiera... no bien, por supuesto.
Yo tenía alquilado, del señor abogado Aquiles
Pirovano, muy conocido en Buenos Aires y en toda la
República, diez mil hectáreas en el departamento de
Bolívar, pagando por el alquiler de esas tierras 40.000
pesos al año.
Vencido el contrato, se trató renovarlo, pero, no fue
posible no estando yo dispuesto aceptar un aumento
de alquiler, pues, en las condiciones actuales, mis colonos apenas si ganaban lo necesario para una vida de
trabajo y privaciones. Ahora bien: aceptando pagarle más
al señor Pirovano, yo habría debido consiguientemente
subirles el canon a mis colonos, lo que hubiera equivalido arruinarme a mi y arruinarles a ellos.
Por otra parte no podía el abogado Pirovano seguir
alquilándome en 40.000 pesos sus terrenos, puesto
que había dos señores dispuestos a ofrecerle 80.000.
¿Cuál es el propietario capaz de rehusar 40.000 pesos por un año?
Yo cesé, pues, siendo sustituido por los nuevos
arrendatarios.
Nótese que éstos no eran agricultores, sino comerciantes, y estaban prácticos de los campos igual que
yo de numismática.
Habiéndome preguntado el abogado Pirovano el
porque yo no pudiese pagar lo mismo que los otros,
que estaban bien lejos de poseer mi competencia genérica, no tenían práctica de los lugares y debían hacer
todos los gastos relativos a la colonización, que yo, por
lo contrario, ya tenía hechos, hallándose, en una palabra, en condiciones de absoluta inferioridad a mi respecto, repuse muy claro que los 40.000 pesos de aumento hubiera tenido que pagárselos yo, de mi bolsillo, mientras que los nuevos arrendatarios no se los
habrían pagado ni de lo suyo ni mucho menos de la
renta de las tierras.
Memorias del Pueblo
Y sucedió como lo había predicho. Esos señores
quebraron, no pudiendo de otro modo salir de los
apuros.
El abogado Pirovano no cobró ni los 80.000 ni los
40.000 pesos, y sesenta familias de colonos quedaron totalmente arruinadas, habiéndose visto obligadas
por sus nuevos dueños a pagar precios exorbitantes,
so pena de venir echadas de la chacra.
Los que no tenían medios suficientes para mudarse, tuvieron que aceptar forzosamente esos cánones
imposibles, sabiendo de antemano que nunca habían
de sacar de la tierra lo suficiente para pagarlos: los
demás se mudaron, yendo a la Pampa, después de
haberse costeado los gastos de la mudanza y de la
nueva instalación. También éstos, como los otros, perdieron el poco que tenían, pues, si es cierto que los
precios de arrendamiento eran mucho más bajos en
la Pampa que en otras zonas, es también cierto que
allá las cosechas fueron perdidas por una serie de
años, de manera que, a cuestas hechas, unos y otros
quedaron en la miseria. Y lo están todavía.
¡Puede uno a su antojo ir predicando a los que no
quieren ceder a las nuevas exigencias de los alquileres, la necesidad de internarse en la Pampa, a donde
los precios son aún reducidos!
La ventaja es aparente, en realidad, si el alquiler es
limitado, están crecidos en demasía los gastos. Hay
que amortizar primeramente los gastos de transporte
de un sitio a otro, tanto mayores cuanto más diste del
punto de partida la nueva morada del colono. Luego
aumentarán, en proporción de la distancia, los gastos
de acarreo para los productos del campo, y esto, entendámonos, cuando se pueda cosechar algo, pues
no hay que olvidar que las buenas cosechas escasean mucho en aquellos territorios lejanos. Si llegan
las buenas cosechas he ahí que los primeros en aprovecharse son los dueños del campo, que enseguida
aprovechan “la volada” para subir los alquileres, y los
pobres colonos, eternas victimas, se quedan siempre
con el agua en la boca.
La operación aquella, hecha, supongamos, por simple inconsideración y ligereza, por los nuevos arrendatarios del señor Pirovano, preparó la ruina a millares
de personas, no solo por el aumento fabuloso de aquellas tierras, mas también porque los nuevos cánones
sirvieron de base a los contratos posteriores, en los
parajes aquellos.
¡Y, no obstante esto, tienen unos el valor de afirmar
que los colonos son los responsables del ruinoso
aumento de las tierras!
Empero, pongamos fuera cierto, una vez que los
colonos declaran no poder seguir con las bases vigentes y dicen muy claro que ellos ya no pueden cultivar la tierra, puesto que equivaldría trabajar para el rey
de Prusia, ¿por qué los padrones, tan solícitos en subir los precios, no lo son a la par en rebajarlos?
Si así lo hiciesen, se acabaría por de pronto la agitación agraria
La verdad verdadera es otra; es que los colonos
sufren por desesperación los precios que se les imponen; la verdad verdadera es que los dueños de terreno, estimando sin criterio el valor de sus campos,
no habían pensado nunca que todo tiene su límite, que
la tierra habría rendido menos, que las cosechas no
hubieran sido prodigiosas como las de los primeros
años; ellos, los dueños, habían ya hecho su balance,
incluyendo en él todos los imaginables gastos de una
vida lujosa: teatros y fiestas en Buenos Aires, baños en
Mar del Plata y Montevideo, estación invernal en Paris y
en Montecarlo, en la plena seguridad que la pichincha
iba a durar en eterno, y en la pueril ilusión que sus
tierras habían de valorizarse constantemente.
Ahora, a fin de que la crisis agraria argentina (que
muchos aparentan ignorar) pueda tener práctica solución, es menester que los dos tercios de los propietarios se convenzan de reducir sus presupuestos y limitar
razonablemente sus pretensiones sobre la renta de los
campos. Más ¿quién sabrá resignarse a tanto?
¿Quién querrá hacer saber que se había engañado
creyéndose rico, mientras que su riqueza era ficticia e
iba poco a poco derrumbándose y engendrando al
mismo tiempo el más espantoso malestar en todo el
territorio de la República?
Nadia lo hará; la crisis se hará más aguda, los campos argentinos verán horas tristísimas, que, naturalmente, repercutirán en la vida general de la nación.
Por esto yo creo que los colonos no lograrán nada
con sus huelgas; no harán, en resumida cuenta, que
retardar un poco la fatal solución de la crisis actual, y
eso sin contar el perjuicio aportado al orden público y
el riesgo de incurrir en males mucho peores.
Si cupiera dar a nuestros colonos un buen consejo, sería el de abandonar la tierra, dejando a los dueños si pueden y saben, el cuidado de hacerla producir,
para sacar de ella el beneficio que quieren.
Verdad es que el resultado no sería muy satisfactorio para los propietarios, pues todos aquellos que lo
han intentado, en estos años, tratando de labrar ellos
mismos sus tierras, han perdido enormemente y siguen perdiendo, salvo muy pocas excepciones. Han
perdido en la agricultura y en la ganadería, y en consecuencia de esto muchísimos han liquidado su hacienda, lo mismo que varios establecimientos agrícolas o
ganaderos han cesado toda su actividad.
Lo que sin embargo no quita que esos mismos
señores pretendan imponer a sus arrendatarios, y éstos a los colonos, condiciones fantásticas. Lo que trabajando por su cuenta han perdido, exigen alquileres
que llevarían a segura ruina tanto a los arrendatarios
que a los colonos.
Puede ser que encuentren de alquilar, pero al cabo
de uno o dos años se hallarán indudablemente frente
Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 45
Memorias del Pueblo
a un arrendatario en quiebra y a centenares de pobres
familias de colonos completamente arruinadas.
A quien se preguntara lo que harían los colonos
fuera de sus campos, respondería que con mayores
ventajas podrían trabajar de peones: ganarían siempre más (por poco que fuera su sueldo) de lo que ganan ahora haciendo de dueños en tierras provisorias y
llegando a fin de año agobiados de puras deudas.
Hay que decirlo fuerte y claramente; la peor calamidad, para la industria de la colonización, consiste en
que muchos quieren hacer de dueños sin tener para
ello la menor capacidad y sin poseer capitales propios.
Los que en tales condiciones presumen trabajar
de colonos, no solo no pueden llegar a nada bueno
para sí, sino que perjudican enormemente a los demás; a los que son capaces y disponen de capitales
para emplear al efecto.
Los primeros, los incapaces, que nada arriesgan
en el juego, aceptan cualquier contrato, aunque las
condiciones sean desastrosas; no tienen vacilaciones,
pues, si mañana pierden, nada pierden de suyo, pero
al mismo tiempo, aceptando cánones imposibles, establecen una avaluación ficticia de las tierras y hacen a
los buenos una competencia desleal y desastrosa. Y
así los buenos, frente tal competencia, se encuentran
ante el dilema: o ceder a las imposiciones tiranas, o
abandonar la agricultura.
Todo esto sucede en gran parte por el crédito ilimitado acordado por las casas de campaña, que por lo
general juegan a su vez con capitales ajenos. Culpa
principal tienen las casas mayoritarias que proveen
las del campo, y culpa también tienen los Bancos, que
le hacen crédito a cualquiera, sin discernimiento, sin
conciencia de su responsabilidad.
Se ha visto por lo tanto que los dueños brotaban
como hongos. Era bastante que uno abriera un boliche para que una avalancha de corredores le llenaran
la casa de mercadería.
Inmediatamente estos comerciantes improvisados
se ponen a hacerles competencia a los buenos, para
los cuales poco sirven capacidad y honradez, debiendo competir con personas que pueden vender a 4 lo
que a ellos le cuesta 5, que pueden pagar 5 lo que vale
4; en fin, lo arreglan todo a su antojo, con un fósforo
encendido en tiempo y una quiebra declarada en momento oportuno.
Luego muchos se quejan si un colono, apremiado
por las necesidades, dispone de lo que se saca de las
cosechas dejando atrás las deudas, claro está que si
los otros obran de picardías, los colonos imiten el mal
ejemplo, pues las cosas malas pronto se aprenden, y
los hombres somos más proclives a seguir los malos
que los buenos ejemplos.
Los Bancos, decía arriba, contribuyen de su parte a
formar un ambiente de corrupción. Yo mismo he podido constar que muchos agricultores buenos, disponiendo con sus propiedades de excelentes garantías,
se vieron rehusado del Banco de la Nación un crédito
Figura 10. El matrimonio Benigna Lebeaud-Pablo Guglieri, rodeados por todos sus hijos: Delia, Teo, Elena, Pablo,
Julio, Ítalo y Dora.
46 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003.
Memorias del Pueblo
relativamente modesto, por el solo motivo que no daban movimiento a la caja y necesitaban crédito una
sola vez por año, en el período de la cosecha, mientras
se le concedía y se les concede aún crédito ilimitado a
los comerciantes, que dan mucho movimiento a la caja,
o sea cuando han pagado los 10 que debían, piden 20,
y así siguen aumentando hasta más no poder; luego
cualquier día hacen el golpe, se declaran en quiebra y
todo lo arreglan con un 10 o un 20 por ciento, y a menudo con nada... pero los Bancos se conforman con haber tenido un activo movimiento de caja.
Con la facilidad que muchos han tenido de lograr
crédito en los Bancos y en las casas mayoristas, todo
el mundo ha querido hacerse dueño comerciante y
especulador en grande, llevando las cosas al punto
insostenible a que están. Se quiere afirmar que el crédito favorece el progreso: está bien, hasta cierto límite,
pasando el cual, el progreso es puramente ficticio, y
entonces con la misma rapidez con que uno ha subido, precipita hacia el abismo. De manera que muchos,
hoy fácilmente ricos, están mañana al raso, con las
agravantes de los vicios adquiridos y el recuerdo de un
bienestar desvanecido.
Poco mal sería si esto les sucediera solamente a
los incapaces y deshonestos, mas lo peor es que la
ruina de los malos lleva consigo la de los buenos, de
aquellos, es decir, que con su capacidad y amor al
trabajo hubieran podido ser útiles a sí y al país.
Insisto en afirmar que los Bancos y las casas mayoristas son los más directos responsables en todo
aquello. Muy justo es que se les dé crédito por 10 o 20
a quien posee otro tanto, o la mitad siquiera. Pero es
injusto e irrazonable abrir créditos de millares de pesos a quien nada posee y falta de capacidad y rectitud,
pues estos, jugando desatinadamente con lo ajeno,
perjudican a los honestos comerciantes, empobrecen
un país rico. Sucede lo que en las minas de oro, que
aún siendo oro puro el metal que se extrae, aquellos
que lo recogen acaban por perder, superando los gastos el importe del oro obtenido. Igual suerte pesa hoy
sobre las tierras argentinas, los que en ellas trabajan
pierdan sus haberes, debiendo pagar a caro precio,
además de los artículos importados, los productos del
país: la carne, por ejemplo, que podría representar la
principal riqueza del país, siendo abundantísima, acaba por ser un artículo de lujo, como lo es hoy día la
tierra. El contrario sucede con los productos del país,
que por falta de población deben venderse no en lo
que valen, mas según las antojadizas imposiciones
de los exportadores.
Naturalmente el gobierno está bien lejos de intervenir en tales asuntos para remediar lo que sería remediable; el gobierno, por lo contrario, se da maña
para demostrar que todo marcha perfectamente, en
constante progreso, ilusionándose demostrarlo con la
continua valorización, sin reparar si esta sea verdade-
ra o ficticia, sin pensar que en nada ella sirve cuando
no dé rendimiento, y cuando (como hoy acontece) el
producto cuesta mucho más de lo que vale.
No se habla, ya que de la enorme valorización de la
tierra; efectivamente ella trae para sus detentadores
unas ventajas transitorias: ¿puede, acaso, esa tan alabada valorización, hacer que los campos produzcan
más trigo y más terrenos para las vacas?
El precio a que están hoy los terrenos es simplemente de afición y de capricho, como el precio de los
cuadros antiguos o de los fragmentos de mosaicos de
los palacios romanos, y tal vez la comparación no cuadra, porque, al fin y al cabo, aquellos no son objetos de
comercio; el valor verdadero, real, ha de resultar simplemente del valor medio de un año de sus productos.
Ahora bien: ¿hay proporción entre lo que cuesta la
tierra y lo que produce?
Y, bajo otro respecto y otro punto de vista: ¿qué importa que el país produzca 10, si lo que gasta ha de ser 12?
He acá lo que sucede: se gasta mucho más de lo
que se produce.
Hoy no se quiere comprenderlo, y desgraciadamente no se lo comprenderá mientras no lo demuestren
los hechos.
Confiemos que en aquel entonces ya no sea tarde.
R: También se dijo que muchos colonos no saben
trabajar y gastan en demasía.
PG: Precisamente también eso se dijo y se dice.
¡Se han dicho tantas en contra de esa pobre gente! Yo
creo que ninguna ingratitud fue más grande de la demostrada para los pobres colonos, que sin embargo
representan el mayor, a no ser el único eficiente, de la
riqueza de este país.
Verdad que muchos no saben trabajar la tierra y
mucho menos hacer de dueños, pues no conocen ningún principio administrativo y no tienen las calidades
indispensables para la labranza de los campos, según métodos racionales. Pero el hecho de la incapacidad de muchos tendría algún valor solo en el caso que
los otros, los que conocen su oficio y tienen aptitudes
de excelentes colonizadores, hubieran sacado y sacasen algún provecho de su trabajo.
La verdad es que la perdida camina al compás con
la producción, y se puede afirmar que los que más han
trabajado más han perdido, y no solamente los arrendatarios, sino también, y en mayor cuantía, los dueños
de los campos.
Hay quien pudo enriquecerse, es cierto, pero no se
debe creer que la riqueza haya venido por el rendimiento de los campos, pero sí de la valorización de las
tierras. No es lo mismo, pues, habiendo sido ficticia la
valorización, está ficticia, por consiguiente, la riqueza, y
esto es el simple motivo de la inmediata relación de la
crisis agrícola con toda la vida nacional.
Pasando a la otra acusación: los excesivos gastos
del colono, no niego que parte de ellos se hayan amol-
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Memorias del Pueblo
dado a las costumbres del país, perdiendo el criterio de
ponderar su presupuesto; no niego que haya algunos
que gastan 10 sabiendo que apenas si disponen de 5;
pero estos son muy pocos; la enorme mayoría, por lo
contrario, vive en una miseria que si sabrían imaginarla
los que van a veranear a Mar del Plata, o a Montevideo,
los que tienen abono al Colón, vaporcito al Tigre y conocen mejor Paris que Buenos Aires. Una miseria verdadera, con todos sus dolores y sus padecimientos, con
la comida escasa y bestial, los vestidos andrajosos, las
viviendas escuálidas y tristes, con la absoluta carencia
de medios para educar e instruir a los hijos y ninguna
esperanza en un porvenir menos negro.
Dicen que todos los colonos tienen en casa su barril
de vino; pero quien dice esto miente sabiendo de mentir, o no conoce la campaña argentina ni siquiera de
nombre.
¡Ojalá fuera cierto! ¿No tendrían acaso derecho los
pobres colonos de tomar un vaso de vino volviendo a
su rancho, después de transcurrir una larguísima jornada de trabajo allá en los campos?
Desgraciadamente no es así, y, salvo muy pocas
familias, las que constituyen una insignificante minoría
en la enorme masa de los colonos, nadie puede permitirse el lujo de tomar vino, tampoco el del país, que es
económico, y en tantas partes ni aguas buenas.
Extraña que la acusación de intemperancia hecha
a los colonos venga precisamente de aquellos que
consumen todo el champagne importado en la República y pagado con el fruto del trabajo de los pobres
colonos, es decir de los que han valorizado el campo y
tejido la colosal fortuna de los pocos.
Otros, hablando de la crisis agrícola, han dicho
buena parte de la miseria de los colonos es debida al
comercio, o mejor dicho a los comerciantes, que les
defraudan impunemente bajo el motivo especioso de
acordarles crédito a largo vencimiento, mientras dure
la espera de la cosecha para pagar los artículos de
primera necesidad. Y esto, en muchos casos es cierto. En lo pasado las casas comerciales han pesado
de una manera aplastadora en el balance de las familias colónicas, tomando para sí la mayor parte del producto de la tierra. De su parte, los comerciantes se
quejan de haber sido arruinados por los colonos, los
cuales se han servido en sus negocios años y años, y
luego, habiéndose perdido las cosechas, no han pagado un céntimo.
También esto tiene parte de verdad, por muchas
vueltas que demos, nos encontramos siempre en un
círculo vicioso, formado únicamente del desequilibrio
entre la producción de las tierras y las pretensiones de
sus propietarios.
Lo que se gastaba y no se poseía, el valor ficticio
dado a los campos, debían de un modo o de otro mostrar el vacío, y el vacío está hoy en la ruina general de
los campos, de los colonos y de los comerciantes.
48 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003.
Si alguna cosa real se puede demostrar es la siguiente: en la campaña, por más que uno intente ocultarlo, por más que se diga en contrario, están la mayor
parte arruinados. El comerciante, por lo menos, ha vivido con holgura, ha tenido una casa cómoda, ha instruido y educado a sus hijos, mientras que el colono ha
quedado asido a la gleba, viviendo una vida no superior a la de sus animales, trabajando como un bruto, y
hoy se encuentra sin recursos ni esperanzas, más
pobre que cuando vino, y además lleno de deudas que
nunca podrá pagar.
Y como todo esto no fuera bastante, hele ahí calumniado por aquellos que nunca hicieron nada para el país
y no obstante disfrutaron una vida rica y fastuosa.
Estos señores que nunca supieron como se planta
una papa, viendo hoy tramontar sus riquezas, se irritan
y se alborotan contra los colonos, que todo lo produjeron para los demás, sin pensar que en una sola estación de Mar del Plata se despilfarra entre pocos centenares de familias mucho más de cuanto se gaste en
un año en toda la República para las necesidades de
las clases trabajadoras; sin pensar que se derrocha
en vestidos lujosos, teatros, automóviles y demás cosas superfluas mucho más de cuanto se invierta en
arados y máquinas agrícolas, en salarios a los trabajadores y en los gastos inherentes al cultivo de la tierra
argentina.
Figura 11. Portada de la edición en italiano del libro de
Pablo Guglieri: Le Memorie di un uomo dei campi:
trent’anni di permanenza nella Repubblica Argentina,
1913.
Memorias del Pueblo
Ahí esta pues la llaga, el contagio de la prodigalidad, la fiebre del derroche, el despilfarro en su más
amplio sentido han penetrado hasta la médula el organismo de la sociedad argentina, desde los hombres que ocupan los puestos más altos de la escala
social hasta los más modestos operarios, cada cual
gasta a su antojo y no en proporción de sus medios.
Para los unos y para los otros cabe preguntar donde
encuentran tanto dinero, máximamente observando el
tren de vida de muchos empleados y funcionarios, que
van a su oficina algunas horas diarias, si es que van, y
a pesar del sueldo limitado que ganan, se permiten
vivir con lujo y holgura como otros tantos millones.
Y los periódicos serios, obrando con ligereza espantosa, imprimen en caracteres sesqui pedales el
precio de los vestidos para el baile y teatro importados
de Paris, el de los automóviles, cuyo número aumenta
de un modo vertiginoso, afirmando que todo eso es
índice de la riqueza nacional y de su continuo adelanto.
Luego se desatan contra los colonos y los trabajadores, gritando que lo que exigen es demasiado, que
sus salarios suben a cifras colosales; se desatan contra la inmigración golondrina, que acá viene únicamente
para la estación de la siega y se lleva luego buena
parte de las riquezas del país.
Se arraiga siempre más la leyenda, sin duda irónica, de las ganancias hechas por la inmigración
temporánea. Pero, quien tal leyenda escribe, demasiado sabe como los argentinos que pasean en Paris
gastan en un mes lo que ganan todos juntos los obreros que vienen acá para la siega.
Hablemos un poco de estas pichinchas de los
inmigrantes “golondrinas” que se van después de haber segado, trillado, embolsado y cargado los productos del suelo.
Durante ese año, en que se ha hecho tanto “bombo” para llamar gente, los trabajadores que vinieron
para la cosecha han sido pagados de un mínimo de
dos pesos y cincuenta a un máximo de cuatro pesos
diarios.
¿Quién no sabe que en épocas de cosechas y de
trilla y demás trabajos agrícolas, la jornada empieza a
las cuatro de la mañana y concluye a las nueve de la
noche? Poniendo que una hora se dedique a las comidas, que son bien frugales y ligeras, quedan dieciséis
horas de trabajo, por cuya razón les corresponde a los
obreros un salario proporcionado a 1,25 o 2 pesos
diarios sin las horas de trabajo fueran ocho, como lo
son en general para cualquier oficio, en todo el territorio de la República.
Considérese luego las malas comidas, los pésimos ranchos para dormir, la horrible vida debida a la
calor y a todas las molestias que trae el verano en la
campaña argentina.
Quitad de aquel salario los gastos para la vida diaria, quitadle el viaje de ida y vuelta por mar y el otro,
también de ida y vuelta, desde el punto de desembarco hasta la chacra, y veréis que en resumida cuenta
son muy pocos los que tengan lo suficiente para volver
a Europa.
Agréguese a esto que muchos no han cobrado, y
otros han sido pagados con vales para cobrarse en
casas que no pagan nunca, o pretenden pagar con
artículos de mercadería, sucediendo en la mayor parte
de los casos que el pobre inmigrado, no sabiendo
como salir de los apuros, vende sus vales por cualquier precio.
Se puede afirmar, sin temor de desmentida, que el
trabajo de la cosecha es el peor recompensado: solamente la obra de los trabajadores del campo se paga
hoy en toda la Argentina igual que diez años hace, con
esta diferencia, que la cosecha, en aquel tiempo, duraba más meses que semanas ahora mientras, por el
contrario, el precio de todos los géneros de absoluta
necesidad ha ido subiendo de una manera abrumadora durante este mismo lapso de tiempo.
Hay muchos ingenuos, completamente ignorantes
de las verdaderas condiciones de los colonos, que
aceptan por oro acrisolado las noticias difundidas artificiosamente por quien engaña en buena o en mala fe,
y creen que el sueldo ganado por los trabajadores en
las cosechas sea de 8 y hasta 10 pesos diarios.
¡Necesidades! Esta leyenda tiene el mismo valor
de la de ciertos vendedores de terrenos, que hacen la
“reclame” a sus lotes asegurado que el agua puesta
se encuentra a la profundidad de ocho o diez metros.
Mas si alguno un poco vivo y disponiendo medios
se tome el trabajo de ir a averiguar, antes de la compra,
si verdaderamente esté el agua tan próxima, puede
ser que la encuentre a unos cincuenta o cien metros
bajo el suelo, y no siempre potable. Asimismo, si se
dice que el campo dista dos o tres leguas de una estación, resulta por lo general una distancia doble.
He aquí, pues, lo que les toca a un sinnúmero de
pobres ilusionados: creyendo sinceras las promesas
de buenos sueldos, van a esas chacras lejanas con la
certeza de ganarse de ocho a diez pesos diarios, y se
encuentran que gracias si pueden ganar cuatro, sin
contar que a menudo acaban por no cobrar nada, o es
tan corta la temporada de trabajo que les es imposible
pagarse el viaje de retorno con la plata ahorrada.
Pues bien: si alguna vez, supongamos, encontrando un trabajo abundante y viendo que su obra necesita
en absoluto, se hacen valer y avanzan algunas pretensiones, ¿por qué no lo harían?
Ante todo están en su derecho, pues han venido
seducidos por lisonjeras promesas; secundariamente, ¿qué cosa más natural que traten de sacar del trabajo de su brazo unas mejoras a sus tristes condiciones, si esto hacen con medios lícitos?
Sin embargo se les contiende tan elemental derecho y todos se desatan contra los trabajadores, pro-
Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 49
Memorias del Pueblo
testando que quieren aprovechar las circunstancias
en lugar de contentarse con ganar menos.
Pero, veamos: procediendo con la misma lógica,
¿por qué los propietarios no venden a menor precio
sus reses, que así tendríamos la carne más barata y
podrían comerla todos?
¿Por qué no se contentan con vender un buey en
100 pesos, en lugar de venderlo en 150 y 180, cosa
que podrían hacer perfectamente a no ser aguijoneados por la fiebre de la ganancia?
Al contrario, si lo pudiesen, venderían un buey en
200 pesos y tal vez más, y esto lo juzgan lícito, mientras
juzgan de ilícito el justo afán de un obrero por ganar
con su propio trabajo lo suficiente para vivir.
Se le niega al obrero el derecho de lucrar con el
simple recurso de sus fuerzas, precisamente por aquellos que de cualquier cosa lucran y todo lo que pueden,
a empezar de las casa, que dejan cerradas meses y
años antes de rebajar el alquiler; luego en las tierras,
que pretenden arrendar por sumas anuales superiores a las de su costo total.
Algunos compradores se quejan de haber pagado
cara la tierra; esta bien: ¿pero, quien les ha obligado,
quien les obliga para que hagan contratos desastrosos? Si hacen compras desacertadas, ¿cómo pretender luego sacar de ellas una utilidad imposible?
Está el hecho que una minoría limitada quiere a
toda costa tener en su mano la mayor cantidad de tierra posible: es una especie de manía, hay personas
que parece tengan hambre de tierra. ¡Que vayan, pues,
en los desiertos, que vayan en el Sahara, y ahí tendrán
toda la tierra que apetecer!
No obstante, toda protección y todo estímulo están
para estas llagas vivas del país, mientras para los que
trabajan no hay más que críticas, contumelias y amenazas.
¡Vaya una razón de quejarse de los inmigrantes!
¡Vaya una razón de juzgar de excesivas sus ganancias!
Ironía aparte, asusta tan tamaña ligereza y tanta
ingratitud; máximamente cuando se piensa que toda
la vida de esta nación (la cual debería y podría ser
entre las más ricas del mundo) se funda en las palabras, en las ficciones, no es que una escenografía bella
quizá en la capital y otros centros de importancia, pero
horrible en las campañas.
Y acá cabe decir algo sobre las deficiencias de la
justicia en la República, pues para mí, que llevo treinta
años de experiencia y he visitado muchos lugares, la
causa principal de tantos males está precisamente en
la falta absoluta de justicia.
No hablo por afición a la crítica, si bien por el sincero cariño que profeso a esta tierra, la cual quisiera ver
grande y feliz, en marcha hacia aquel porvenir que le
corresponde, pero que, hasta ahora no es posible divisar entre las actuales incertidumbres.
En dondequiera existen pillos, estafadores y crimi-
50 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003.
nales, yo no quiero decir que acá prevalezcan, o, si así
fuera, no quiero dar la culpa a la Argentina; estoy de lo
contrario convencido que la mayor parte de ellos no
sean argentinos, mas sujetos importados.
Sin embargo, si no es de la República la culpa de
cobijar a tantos delincuentes, lo es sin duda de las
autoridades argentinas, las cuales, ocupadas en otros
asuntos, dejan a los malhechores la más amplia libertad.
Y como, en cualquier otra parte del mundo, un delincuente que salga al descubierto está puesto en condiciones de no perjudicar a nadie, o, por lo menos,
esta continuamente vigilado, todos los que puedan se
refugian aquí, sabiendo a ciencia cierta que con disponer apenas de unas recomendaciones, podrán pasársela a grandes señores, siguiendo a estafar al prójimo y cometiendo cualquier disparate, seguros de que
nunca verán la puerta del calabozo.
Pero hay una enorme diferencia de tratamiento cuando se trata de un pobre trabajador, que tal vez por una
desgracia involuntaria o por un momento de flojedad,
tropieza en la justicia, siendo a menudo víctima de sospechas infundadas: en tal caso, no solo el desgraciado verá la cárcel, mas, una vez preso, puede estar seguro que no saldrá de ella pronto, y, lo que es peor, sin
saber a quien dar las gracias por semejante hazaña.
La institución de los testigos, en este país, es algo
singular, por cuyo motivo, cuando no resulte del todo
inútil, se vuelve en factor contra produciente.
Hay veces en que los testigos, frente a un delito,
vienen a encontrarse en peores condiciones que los
delincuentes mismos.
Un delito cometido en la campaña implica el proceso hecho al centro, en el asiento de las autoridades: el
testigo, por consiguiente, tiene que descuidar sus intereses, pedir días y noches por trasladarse al centro
del departamento, y no es raro el caso que los testigos
vuelvan al pueblo con el mismo tren en que vuelve el
delincuente contra el cual han ido a deponer.
He ahí, entonces, el grave peligro de la venganza
del malhechor, que nunca falta, y se comprende que
éste pueda efectuarla fácilmente, sabiéndose protegido por la autoridad cómplice.
Naturalmente semejante estado de cosas lo envuelve todo en complicaciones y tinieblas, resultando
imposible descubrir la verdad de los crímenes perpetrados en el campo, puesto que nadie quiere deponer
delante de los jueces y todo el mundo niega haber
presenciado a este o aquel hecho. Se ahorran molestias perfectamente inútiles a los fines de la justicia, y
no se compromete uno con declarar la verdad.
Todo esto constituye norma para la justicia de la
campaña argentina, y todos los que han vivido en el
campo saben que la justicia allá ha cesado de existir
aún como esperanza; ¡tan honda es la convicción que
es imposible alcanzarla!
Memorias del Pueblo
No tienen valor las afirmaciones de los que dicen
que por ser este un país nuevo tiene todos los defectos de las naciones jóvenes, pues, cuando se habla
de grandiosidad, riqueza, belleza y otras dotes
superlativas, la comparación nunca se hace con países nuevos, pero sí con las más viejas naciones de
Europa; sacando la conclusión que la Argentina les
supera a todas. Y bien: ¿porqué, dada la manía de las
comparaciones, no se podrá hacer una con respecto
de la justicia?
No digo que en Europa la justicia sea cosa perfecta; al contrario, pienso, ha de progresar mucho para el
bien de todos; pero, a lo menos, allá en Europa, hombres de gobierno, partidos y ciudadanos, todos se preocupan constantemente de mejorar tan importante institución.
¿Por qué, pues, no se hace acá lo mismo?
Indudablemente se debe reconocer a los argentinos una inteligencia despejada, anhelos de adelantos
y orgullo de sí mismos que es siempre beneficioso
para las naciones, porque significa confianza en lo presente y en lo venidero, que mucho más importa.
No faltan acá elementos de civilización nacional,
universidades, institutos, escuelas de distintas clases
y enseñanzas: pero, si la República Argentina es tan
orgullosa de sus adelantos y diariamente ostenta, directo o indirectamente por medio de unos bien pagados agentes, esa civil excelencia que la pone al nivel
de las otras naciones, ¿por qué no se ha pensado y no
se piensa elevar la justicia nacional, sino a la altura de
aquellas naciones que tienen en su activo siglos y siglos de historia, algunos escalones, siquiera, más arriba de la justicia de las tribus bárbaras que pueblan
tierras salvajes?
Con decir que este es un país nuevo no se justifica
nada; al contrario se cae en incoherencias, por haber
antes afirmado que puede competir con cualquier otra
nación civilizada.
Podría citar ejemplos por docenas y centenas, para
demostrar lo imponderable que es aquí la justicia; más
será suficiente citar uno, que me parece singular.
Un intendente de Bolívar, patrocinado por un abogado, que es también diputado por la provincia de Buenos Aires, hizo embargar arbitrariamente a un colono,
contra el más simple sentido de ley y justicia, todos
sus haberes: cereales, utensilios agrícolas. Nótese
que la ley prohíbe terminantemente el secuestro de
los utensilios, considerado que no se puede de ninguna manera quitarle al hombre los instrumentos necesarios para ganarse la vida.
A parte eso, el secuestro constituía por si mismo
un arbitro, no respondiendo a ninguna legítima reivindicación del señor Intendente; se había aplicado por el
solo hecho que nadie se opone a la voluntad de un
Intendente, máxime cuando el abogado que le defiende es un diputado.
La injusticia era patente, y el colono, sostenido de
su buen derecho, recurrió a los tribunales.
Imposible no darle razón, aunque por dársela, la
justicia empleara cuatro años; pero en fin salió la sentencia del juez de Mercedes, en virtud de la cual se le
debía restituir al agricultor todo aquello que tan injustamente le había hecho embargar el señor Intendente.
Era lícito pensar que todo hubiera concluido, y hasta alegrarse que la justicia, si bien algo tarde, se hubiera mostrado justa.
Pero, a cuentas hechas, se vio que buena parte de
los objetos secuestrados había desaparecido, y lo que
había quedado estaba reducido en condiciones de
absoluta deterioración, que lo hacía inservible.
Ahora el pobre agricultor lucha con el dilema: o renunciar a lo propio, distraído o perdido intencionalmente,
fingiéndose no haber obtenido la victoria legal, por la
cual tanto ha sacrificado y esperado, o bien intentar otro
proceso con la esperanza de que, entre otros cuatro
años de espera y sufrimientos, se le dé razón, a no ser
que después de tan largo tiempo la sentencia no descargue la culpa sobre el depositario de las cosas secuestradas, el cual, no poseyendo nada, nada podrá
resarcir.
Ahí tiene la justicia argentina, cuando no es peor, y
he ahí el motivo por que los ciudadanos rehúsen generalmente recurrir a los jueces cuando hayan sido
ofendidos o perjudicados.
Faltando cualquier garantía de justicia, los ciudadanos prefieren aguantar con resignación los daños
sufridos, sin perder en balde su tiempo para solicitar
una justicia que les vendría negada.
Todo esto tiene por consecuencia la impunidad casi
garantida para todos los estafadores, ladrones y criminales.
¡Este es un país nuevo! De porfiar en el resabio, no
solamente el país quedará paralizado, mas volverá
hacia atrás. Pesa el constarlo.
¿Ignora acaso el gobierno, ignora la opinión pública que estas anomalías, que por sí solas condenan
un país, constituyen desgraciadamente la norma, en
esta República?
¿No son precisamente los jueces, los custodios de
la ley, los que ejecutan semejantes secuestros y quitan
a los colonos los instrumentos del trabajo, contraviniendo ellos mismos aquellas leyes que están llamadas a
defender y a hacer respetar contra toda ilegalidad y abuso? ¿Tienen ellos conciencia de su propia falta?
¿Ignoran, pues el gobierno y el país, que centenares de familias colónicas han sido echadas fuera de
las casas que habían construido sobre terrenos considerados propios, puesto que los habían pagado escrupulosamente, mas que fueron un cualquier día reivindicados por un dueño desconocido, el cual se presenta con sus títulos en plena regla y pide el inmediato
desalojamiento de los colonos?
Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 51
Memorias del Pueblo
Diga uno cuanto quiera que los colonos han sido
víctimas de estafadores, que les han vendido terrenos
ajenos; pero un país en el cual sea posible el repetirse
al infinito de semejantes estafas, (y muchas veces el
propietario del terreno está en común con el estafador)
es un país que no tiene derecho a progresar, porque
se hace encubridor y cómplice de todos los pillos, perjudicando enormemente a esos pobres labradores que
a costa de duros sacrificios han logrado, mientras enriquecían la nación con la fuerza de sus brazos, quitarse de boca lo indispensable para comprarse un
terrenito y una casucha, y el día menos pensado se
encuentran con haberlo perdido todo, extenuados por
la fatiga, faltos de recursos y toda esperanza.
Se dice: un dueño está en su derecho de reivindicar sus tierras, y no está llamado a responder de la
ingenuidad de los colonos, que le han comprado a
quien no tenía derecho a hacerlo. Está bien. ¿Mas no
tendría deber la ley de exigir que todo contrato se hiciese ante las autoridades y con las garantías requeridas? ¿No tendría la ley el deber de exigirle a todo vendedor los títulos perfectos de su propiedad?
¿Y cómo es que los dueños se acuerdan de reclamar sus propiedades únicamente cuando hayan sido
transformadas en terrenos fértiles, mientras que el
pobre colono las había comprado todavía incultas?
Aún admitiendo que el dueño no participe de la
estafa, un estafador ha habido; pues bien: ¿ se ha visto
nunca que uno de estos seres desalmados, causa de
la ruina y de los sufrimientos de tantas familias, haya
sido encarcelado? ¡Nunca!
Sin embargo están las cárceles, y bien duras, para
los pobres colonos, si cediendo a un momento de exasperación en verse despojados de aquella casa y de
aquella tierra que les habían constado sudores, se
resisten a la fuerza pública y tratan de oponerse a la
consumación de una injusticia que roza con el crimen.
No entiendo justificar con esto y mucho menos aprobar la resistencia hecha a las autoridades; creo, por lo
contrario, que todo ciudadano debería ser respetuoso
hacia las leyes y sus ejecutores, pero sostengo que
unas y otros pierden su valor e influencia moral cuando la autoridad se aplique únicamente en daño de quien
tendría mayor derecho para ser protegido y tutelado.
Repito que uno de los más graves obstáculos para
el verdadero progreso de la República ha sido la falta
absoluta de justicia, y lo será aún más en el porvenir.
Sería injusto reprocharme por criticar las ordenanzas de la Argentina, por revelar tantas deficiencias y un
estado de cosas insostenible, con la excusa pueril que
la República, en su casa, hace lo que mejor le parezca
y a quien no le gusta que se vaya.
Ante todo yo hablo por cariño a esta nación, en cuyo
suelo he trabajado treinta años, y de la cual ya no puedo considerarme extranjero por los tenaces vínculos
de hábitos, de afectos y de intereses que me tienen
52 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003.
apegado a esta tierra: mi modesta y más sincera crítica no responde a ningún deseo de demolición, sino a
los mejores anhelos de servir una buena causa, a la
esperanza de ser útil en cualquier modo al porvenir de
esta tierra, que he aprendido a amar trabajando para
su engrandecimiento, y sacando al mismo tiempo de
mi trabajo una recompensa de que ni puedo ni debo
lamentarme: yo no soy un ingrato.
Empero, por uno que puede estar satisfecho hay
miles que tienen motivos de maldecir: por estos abogo.
Abogo por ellos, porque en mayoría son italianos y
vienen acá seducidos por la propaganda hecha por
los emisarios argentinos allá en Italia, en cada pueblo,
aldea, prometiendo el Eldorado, prometiendo trabajo,
ganancia, riqueza. Todo esto es puro engaño, que los
pobres colonos pagan luego a caro precio.
Que diga, pues Argentina, la verdad, que diga cual
verdaderamente son las condiciones de su civilización
y de su justicia, diga que cada uno ha de confiar en sus
propias fuerzas y habilidad, y entonces los que vendrán sabrán de antemano lo que les espera y no tendrán motivos para quejarse luego.
Hoy se encuentran en condiciones misérrimas, no
teniendo muchos de ellos los medios necesarios para
volver a su patria, después de años y años de trabajo;
hoy están acá buscando en vano justicia, mientras
ahogan en un verdadero mar de injusticia.
Es necesario por lo tanto, en el interés de los
inmigrantes que lo es también de la República, que
alguno diga la verdad sin hastío ni malevolencia, sin
fines ocultos, con el único afán de servir a una causa
civil y cumplir con un deber de humanidad, dejando a
un lado toda consideración hacia aquellos que en ruindad se hacen escabel de todo para subir y señorear:
de la patria, de su riqueza, de su porvenir.
No se puede decir que la propaganda hecha en
Italia por atraer colonos a la Argentina se haga en buena fe, pues todos conocen las verdaderas condiciones
del país. Yo no presumo pasar de sabio, y sin embargo
desde tiempo he visto la crisis a que se encaminaba la
República, y cuando fui a Italia he dicho francamente, a
los de mi provincia que me pedían consejos, que más
valía no venir acá, no pudiendo hallar las mejoras deseadas, puesto que la Argentina actual estaba en manos de especuladores, los cuales cegados por personales intereses y desmesurada sed de ganancia, mal
inspirados y peor dirigidos por la acción gubernativa,
habían creado una vida nacional puramente ficticia. Esto
lo decía yo no por desacreditar la República, mas por
evitarle una masa de desocupados y descontentos.
En lugar de gastar tanta propaganda al exterior para
llamar gente, que ni sabe si será útil a la nación, y a la
cual no se sabrá mañana como proveer, ¿no sería preferible mejorar las condiciones de la agricultura y defender a los colonos de los abusos y de las injusticias
actuales? Si el gobierno nacional se tomara la moles-
Memorias del Pueblo
tia de enviar en las campañas a alguno de sus inspectores honrado y de responsabilidad, con el fin de averiguar en que consista la justicia, se convencería que
ésta no existe siquiera de nombre, triunfando en su vez
la mas descarada y lamentable injusticia, y se convencería al mismo tiempo de otra verdad, la cual se quiere
a todo trance ocultar, y es que hay millares de familias
sumidas en la más espantosa miseria.
Es muy fácil propagar que en Argentina no puede
haber miseria; pero no se le impide a un hecho de
existir, si es que existe, con el simple negarlo.
Tal vez no habrá hambre para aquellos que saben
montar un caballo y hacer correrías de un campo a otro
robando ganado y saqueando lo que esté a su alcance; pero, para quien no puede y no quiere dedicarse a
la industria lucrativa y por supuesto nada peligrosa del
hurto, el hambre existe, y en muchos casos horrorosa.
No se precisa, para esto, ir muy lejos de la Capital
Federal; es suficiente visitar el Departamento 25 de
Mayo, en el campo llamado El Socorro, que es propiedad de la señora Unzué, para encontrar a un centenar
de familias que no saben como quitarse el hambre.
¡Es una verdadera pena constar cuan honda y terrible
sea la miseria que agobia esas pobres familias!
Y, sin embargo, no han pasado cinco años que esos
colonos tenían su pequeño capital, y alguno casi era
rico. Ha bastado tan corto espacio de tiempo para que
esos desgraciados, a pesar de las buenas cosechas,
perdieran todo lo que tenían, reduciéndose hasta el
extremo de no tener siquiera para comer.
Verdaderamente conmueve e indigna el espectáculo de aquella pobre gente, que después de tanto
trabajo no encuentra un céntimo de crédito para ir adelante con sus familias, y más cuando se piensa que la
dueña del campo, que nunca lo vió ni sabe tal vez adonde esté, cobra todos los años más de medio millón
arrancado de aquella miseria dolorosa. Y esto no es
que un solo caso: ¡pero cuantos hay de ellos!
De semejante estado de cosas nace la necesidad
de la propaganda al extranjero, y se comprende que tal
propaganda viene a ser una verdadera trampa para el
colono, que abandona su país natal en busca de las
famosas riquezas que le fueron prometidas de los
propagandistas.
Si en cambio el gobierno y las personas a las cuales corresponde vigilar y dirigir la pública hacienda,
hubieran pensado seriamente en regularizar las cuestiones agrícolas, principales fuentes, sino únicas, de
riqueza; si los colonos encontrasen en la campaña
argentina leyes protectoras, funcionarios ecuánimes y
medios adecuados de vida, toda propaganda resultaría inútil, pues cada colono sería el mismo un propagandista entusiasta del país, que se poblaría en proporción bien distinta.
Lo que importa es ser verídicos.
La verdad solamente podrá salvar la República, a
condición de remediar los males denunciados.
Contrariamente se ha ido acá formando, bien en
las esferas gubernativas, bien en los ambientes privados, un sentimiento de falso pudor: se quiere ocultar la
verdad a toda costa, cubrir con flores la llaga viva, dejando que el cuerpo consume en la fiebre de la gangrena, que acabará por matar el organismo
Se tiene miedo de confesar las faltas, los defectos,
las incongruencias, las ilegalidades, mientras se entonan himnos de alabanza, pregonando las magnificencias y los progresos del país. Y mientras tanto la
gangrena cumple su estrago.
Justo es que los argentinos hablen bien de su
patria, si lo hicieran serían culpables y antipatrióticos.
Para un argentino ningún país del mundo ha de parecerle mejor que el suyo: y esto es justificado y digno
de elogio.
El mal es otro; es que cuando un enfermo se rehúsa
a recurrir al médico, lo hace de miedo de revelar su
enfermedad, y en nuestro caso, el mal está todo en
dejar que el país se debilite bajo el peso de sus males
sin querer sanearlos.
Recuerdo que hace pocos años vino en los campos una terrible helada, que perjudicó enormemente
la cosecha.
Impresionado con la extensión abarcada por el fenómeno meteorológico, el gerente de la compañía de
los Ferrocarriles del Sur, Mr. Gregory, se fué en tren
expreso a visitar personalmente los campos, sobre la
línea, para darse cuenta exacta de la magnitud de los
daños.
El señor gerente me mandó llamar, y yo le dije francamente que la helada había perjudicado la cosecha
en un cincuenta por ciento, más o menos; no menos,
en la mejor hipótesis, de un cuarenta por ciento.
Pues bien, el señor Gregory creyó que no supiera
estimar el daño o exagerarse intencionalmente, porque todos los comerciantes de la línea, interesados
en ocultar el desastre, lo habían persuadido que el
daño había sido de poca entidad, un diez por ciento, el
máximo.
Evidentemente estaban todos convencidos, como
yo, que cerca de la mitad de la cosecha estaba perdida, pero no lo decían por temor que, sabiéndose la
importancia del desastre, les viniera disminuido el crédito. Los comerciantes mayoristas aprendieron por los
diarios que el perjuicio de la helada había sido insignificante y continuaron abriendo créditos, con aparente y
transitorio beneficio pero con mucho daño real, pues
al momento de la cosecha pudo constarse que las
perdidas debidas a la escarcha pasaban del cincuenta por ciento, y se habían hecho por consiguiente unos
gastos inútiles, aumentando considerablemente las
deudas de los colonos.
Este caso podría repetirse a lo infinito.
¡Siempre el ficticio se lo antepone al real, siempre
Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 53
Memorias del Pueblo
se cubre la miseria con el oropelo! Esta costumbre ha
tomado arraigo en todos, se ha transformado en hábito nacional; con cuantos perjuicios para los intereses
generales, es fácil comprender.
Es esta la llaga de la Argentina: la falta de sinceridad, el amor al lujo, a las apariencias, al fantástico; la
manía de hacer creer a los demás, y tal vez a si mismos, de poseer lo que no existe, de engañar, engañándose.
Todos los medios sirven y se aprovechan, máximamente los que fornican con el arte, hay una legión de
literatos que viven latamente ofreciendo su pluma a la
incensación del país.
Poco tiempo hace, vino acá uno del viejo mundo,
con el fin de cambiar aire por plata, hasta acá ningún
mal, puesto que todos, quien más quien menos, hemos venido con el mismo objeto; con esta diferencia:
que mientras unos vienen para trabajar y dar impulsos
a las industrias y a los comercios, otros vienen para
estafar, más o menos científicamente o literalmente.
Naturalmente para estos últimos, que representan
un verdadero peligro para la República, no existen leyes de residencia, ni leyes sociales, ni medidas sanitarias; no se les mandan, a estos señores, en la isla
Martín García por las cuarentenas que hacen enfermar
a los sanos; para éstos hay fiestas, honores y... plata.
Escriben un libro o tienen un curso de conferencias; óptimas cosas desde el punto de vista literario y
estético, mas que pesan sobre la pobre República
como una invasión de langostas.
Decía, pues, que años hace, vino del viejo mundo
uno de estos literarios, habló, escribió, fue aplaudido;
dijo que esta tierra estaba en pleno desarrollo, que su
porvenir sería maravilloso, y que Argentina podía desde luego considerarse el paraíso terrenal.
Y los que escuchaban aplaudían, embelesados.
Pero yo, que tenía modesta convicción de conocer
las cosas a punto fijo, me preguntaba si sería yo que
perdía la cabeza y no comprendía nada, o si la perderían los demás.
Y si que yo había casi envejecido aquí, girando por
toda la República, asistiendo a todo su desenvolvimiento en los últimos cinco lustros, colaborando eficazmente
a la trasformación de la vida de los campos, mientras
que ese gran literato y grande orador era un recién
llegado que nada había visto, y tan solo podía saber a
raíz de lo que le habían dicho. ¿Podía equivocarme yo?
El literato aquel vino a descubrir en pocos días lo
que yo no había descubierto en veinticinco años.
El gobierno, naturalmente, debía recompensar a
ese apologista, y lo hizo concediéndole varias leguas
de campo para colonización.
El literato regresó al viejo mundo, trajo acá muchas
familias, las instaló en los nuevos terrenos y tuvo acogidas de triunfador. Aquellas familias colónicas que
habían cruzado el Atlántico para venir aquí en busca
54 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003.
del Eldorado, guardaban hacia el literato el mismo culto que merece un Dios.
Pero yo, hace meses, he tenido viajando la oportunidad de visitar a esos colonos, y he querido saber sus
verdaderas condiciones actuales.
Y bien: la verdad es que están arruinados, que lloran sus campecillos de Castilla y maldicen al literato, a
quien arreglarían, si pudiesen; y maldicen también la
Argentina sin razón, puesto que la culpa no es de la
nación, sino de los que tienen interés de engañar, demostrando que acá hay tierra para todo el mundo y
todo el mundo puede enriquecerse con los largos provechos que de ella saca.
La culpa se debe a los que especulan con la miseria y la ignorancia de los hombres, empujándose con
lisonjas maravillosas hacia esta tierra, donde les esperan las más amargas delusiones, donde encuentran unos campos que a pesar de trabajarlos ya no
rinden lo indispensable para la vida, no por carencia
de buenas calidades, mas por efecto de las condiciones generales del país, del desequilibrio entre la producción y el costo.
El orador ha vuelto al viejo mundo, y seguramente
ya no se acuerda de tantos pobres colonos que han
quedado acá sufriendo y maldiciéndole.
Y aquellos mismos que hicieron tanto ruido al derredor de su nombre y proclamaron a diestro y a siniestro que se abrían nuevas zonas para el cultivo y
que los nuevos colonos, traídos por el literato, con hacer su propia fortuna, habrían agregado otra oasis a
las muchas existentes en el territorio nacional, han
ahora enmudecido; no dicen que las tentativas han
fracasado porque era lógico y fatal que fracasasen, no
dicen que aquellos pobres agricultores engañados
están al raso, pues está convenido, ha pasado la palabra de orden que no se deba decir la verdad, la cual
podría presentar la República bajo su verdadero aspecto y no bajo aquel que el mundo ha de conocer.
Esta conjura de silencio inspirada al deseo de ocultar el mal será más dañosa cuanto más se prolongue;
y no hay duda que también será una de las causas
indirectas más eficaces del desastre nacional que se
prepara y que sucederá a no ser conjurado por la rápida aplicación de los remedios, supuesto que todavía
haya remedios.
A mi me parece excesivo el pesimismo de Ud. y
creo que la realidad sea menos espantosa de lo que
se revela de las expresiones de Ud.
Sin embargo la realidad es mucho más negra de
cómo yo la pinto, y mi pesimismo, créalo Ud., es más
profundo de lo que pueda parecer.
Tengo la convicción arraigada que nos hallemos
en los lindes de un gran desastre; estoy tan persuadido de ello, que apostaría cien contra uno y con el más
vivo deseo de perder, si no fuera un delito hablar tan
solo de apuestas cuando está en juego el porvenir de
Memorias del Pueblo
un país como la República Argentina.
A no tener tal amarga convicción ¿Cuál razón podría
inducirme a representar el papel poco simpático de
augur infausto?
Tengo acá todos mis intereses, estoy arraigado en
esta tierra por la fuerza de las costumbres y he tomado
de ella los hábitos, la lengua, las simpatías y las tendencias nacionales; tengo acá lo que pueda tener un
hombre de más querido: la familia, pues mi mujer y
mis hijos son argentinos. Ninguna razón me empuja a
ser contrario a este país; al contrario muchísimas me
impelen a serle amigo; ¿por qué, pues, debería tener
un lenguaje que sería una denigración a no ser juzgado de amonestador, si no estuviera animado del único
deseo de prevenir a quien corresponde, acerca del mal
que temo y presiento? ¿Si no me apremiara el afán de
llamar a la conciencia de aquellos que guían al pueblo
para que den su grito de alarma, a fin de que se acabe,
de una vez, con toda grandeza, prodigalidad y derroche, si no se quiere correr a la bancarrota total?
Yo hablo en la honesta confianza de llamar la atención de alguien cuya voz tenga más autoridad que la
mía, para que diga la verdad a sus compatriotas.
Después del sensible decaimiento de las industrias agrícola y ganadera, siguiendo de este paso asistiremos al decaimiento del comercio, cuyos síntomas
están ya de manifiesto y no dejan lugar para sobradas
ilusiones.
Luego le tocará el turno a los terrenos, a las casas
y a los campos.
Estos últimos disminuirán muchísimo de precio,
los terrenos disminuirán tal vez más, y no hablemos
de las casas, cuya desvalorización llegará a tal extremo que buena parte de ellas se podrá comprarlas de
nuevo por lo que pudo costar el terreno sobre el cual
fueron edificadas.
La especulación sin límites, sin base y sin escrúpulos que ha enredado toda la Argentina, logrando alcanzar sucesos fabulosos, los que, en realidad, han
preparado el malestar que lamentamos, así como en
la sombra preparan la próxima ruina; esa especulación desatinada ha reducido el ambiente en tales condiciones de falsedad y de bluff, de poner cualquier honesta iniciativa en condiciones insostenibles.
Para calcular los efectos de la especulación es bastante dar un vistazo a la capital, a donde el fraccionamiento de los terrenos y su venta por lotes han alcanzado un desarrollo que pasa de lo fantástico y novelesco.
Alrededor de Buenos Aires hay kilómetros de terreno fraccionado en pequeños lotes, aptos únicamente
para la edificación, con los cuales se podrían formar
más que un Pekín.
Si se piensa en la posibilidad de poblar toda aquella extensión, no se puede menos de calcular los siglos que serían indispensables para ello, si la suposición no fuera en sí mismo absurda.
Con pensar solamente lo que es hoy la capital federal, con observar la enorme desproporción que existe entre la metrópoli y lo sobrante de la nación, tiene
uno la impresión de hallarse frente un monstruoso fenómeno fisiológico: uno de esos organismos de dos
cabezas y cuerpo endeble. Estando a la realidad, calculando es decir la actual desproporción, la nación se
nos presenta como un feto de cuatro cabezas; el cuerpo de un raquítico recién nacido que tuviera por cabeza
la cúpula del palacio del Congreso.
Ninguna invasión de langostas sería capaz de poblar todo el territorio reservado con este fin en derredor
de la capital.
Igual fenómeno, teniendo en cuenta las debidas
proporciones, se repite en las campañas.
A cada paso se encuentra trazado un pueblo, cuenta con un reducido número de almas, pero está dispuesto como si mañana tuviera que hospedar a una
inmensa ciudad.
Para poblar todas las ciudades que están bosquejadas convendría que los hombres se multiplicaran
como langostas, mientras que para poblar a uno se
despueblan otros.
Al contrario, esos pueblos tiene vida mientras están en construcción; luego viven una existencia anémica porque las autoridades concurren a darles unas
apariencias de vida ficticia; pero la mayor parte de ellos
caen víctima de las autoridades mismas, las cuales
no solo se eximen de toda protección y ayuda a que
tendrían derecho los habitantes, en correlación con los
impuestos que pagan, mas también contribuyen a la
decadencia de esos pequeños centros con cada clase de anomalías, cual, por ejemplo, la protección de
casas de tolerancia bailes y de juego, por la simple
razón de que ellas se pueden sacar fuertes impuestos. ¿Quién supondría que las autoridades mismas
están empeñadas a vender la salud y tranquilidad de
un pueblo, o mejor dicho de un bosquejo de pueblo,
cuando les corresponde el preciso deber de vigilar por
el bien material y moral de los habitantes, combatiendo el surgir en tales centros de ciertos locales en que
la gente pierde la salud del cuerpo, y con esta todo
sentido de moralidad y previdencia?
De tal manera los unos se corrompen, los otros se
desbandan, y ninguna óptima institución social puede
tomar arraigo en esos lugares por falta de apoyos.
Pero, cualesquiera que sea la crisis que perturbe
esos pueblos, nunca les faltarán clientes a aquellas
casas de perdición, pues cualquier medio es bueno
para proporcionarse la satisfacción de los vicios. De
su parte, las autoridades se ven obligadas a tolerar y
hasta proteger a esa florescencia del vicio, pues, a
mas de sacar buenas utilidades, tienen ahí una base
segura de elementos electorales.
¿No cree Ud. que un tal estado de cosas sea sumamente grave, y que deberían preocuparse las per-
Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 55
Memorias del Pueblo
sonas a quien corresponde intervenir en ellas?
Si se venga a hablar de los campos, los precios
han subido de un modo alarmante y seguirán subiendo por las especiales condiciones del ambiente, siguiendo lo que es hoy una ley natural del país: aumentar costos continuo y progresivamente.
Naturalmente esta ley no se detendrá a pesar de la
disminución de las rentas.
Muchos dicen: “Puesto que se paga tanto, el valor
es de tanto”
Es una teoría errónea en absoluto. Para demostrar
hasta donde llegue la especulación infundada y
artificiosa, indicaré algunos casos típicos, de una elocuencia definitiva.
Yo he vendido media legua de campo muy fértil, no
pudiendo trabajarlo yo mismo no me convenía tenerlo,
porque, alquilándolo, no habría sacado siquiera el interés del precio que lo vendí, es decir doscientos pesos la hectárea: precio que yo juzgaba ni excesivo ni
muy bajo; prueba es que me resolví venderlo.
Y bien: el mismo terreno, tres meses después, se
ha revendido en trescientos pesos la hectárea, o sea un
50% en más; y quien lo compró lo hizo por pura especulación, para revenderlo otra vez, ganando aún más.
Un colono mío, que después de veinte años de trabajo había ahorrado 50 mil pesos, compró en la Pampa 1000 hectáreas de campo a razón de 60 pesos la
hectárea.
Por espacio de cuatro años labró la tierra adquirida, pasado el cual no solamente él había perdido sus
treinta mil pesos, sino que le fue forzoso abandonar la
tierra, habiendo acumulado deudas por valor de veinte
mil pesos.
Este simple hecho hubiera debido convencer a cualquiera sobre las pésimas condiciones de aquel terreno, cuyo valor, en las mejores hipótesis, debía ser inferior a la suma pagada por mi colono. Pues bien, parece
mentira, y sin embargo aquel terreno ha sido revendido
a razón de 120 pesos la hectárea, es decir, el doble
justo y cabal.
Casos parecidos a éste podría citar por millares.
Campos que, por más cosas se digan están caros
a cualquier precio, y que años hace se vendían como
estancias perdidas en vastos terrenos, pasando de un
dueño a otro, de uno a otro remate, han llegado a la
estima de 40 y 50 pesos la hectárea.
¿Cómo sucede esto? Con el engaño preparado en
daño de los adquirientes. La tierra que fue vendida en
20, se revende en 30; el precio aumenta automáticamente pasando de un propietario a otro; los pobres
colonos, seducidos por la réclame, compran, trabajan,
pierden el poco o el mucho que tenían y abandonan el
campo; el que llega después no conoce las razones que
pusieron al cultivador precedente en condiciones de dejar
sus experimentos y está dispuesto a pagar algo más
del precio obtenido de la última venta. Y así, siempre.
56 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003.
He acá el motivo por que el emigrante, el cual viene con las mejores intenciones de trabajar para
ganarse la vida y prepararse un tranquilo porvenir, está
forzoso y fatalmente destinado a la desilusión, al derrumbarse de todas las esperanzas, a la pérdida de
todo su trabajo.
Perderá tomando en arriendo el terreno y perderá
comprándolo; lo mismo en el primero que el segundo
caso vendrá a pagar mucho más de lo que corresponda
al valor real, sin tener en cuenta que todo lo referente a
la agricultura está en manos de especuladores, los cuales imponen los precios que mejor les convengan.
Se ha hablado mucho sobre la creación de Bancos
Agrícolas con el fin de comprar terrenos y revenderlos
a los colonos, a largos vencimientos.
Pero esto, a pesar de lo que digan los teóricos, no
sería un beneficio certero para los colonos; lo sería al
contrario, para los propietarios de tierras, los cuales
sacarían de sus propiedades mucho más del valor efectivo, mientras que los colonos, comprando, supongamos, en base de los precios actuales, por muchos
que fueran los años acordados para extinguir su deuda, no llegarían nunca a su extinción, pues, dadas las
verdaderas condiciones del mercado nacional, considerando el rendimiento de las tierras y los gastos para
la vida, no lograrían pagar siquiera los intereses del
capital a ellos confiado por los tan alabados Bancos
Agrícolas en gestación.
De todos los proyectos que se hacen ninguno responde a las exigencias de los trabajadores; de todas
las concesiones que se hacen o se quiere hacer ninguna redunda en beneficio de aquellos que bien merecerían ser favorecidos, o sea de los colonos, que
deberían ser los verdaderos dueños de la tierra, puesto que ellos son los que la cultivan, y también en beneficio de aquellos que la hacen trabajar, arriesgando de
su parte el capital y poniendo su obra de vigilancia, de
dirección y administración.
Sucede todo lo contrario: la mayor parte del territorio argentino está en mano de unos especuladores
que ni saben como está hecha la tierra y que, no obstante, con la tierra fabrican sus caudales, y mientras
tanto los colonos, que riegan la gleba de sus sudores,
acaban en la más desolada miseria. Semejante injusticia se cumple porque los que manejan las leyes haciéndolas servir para todo uso menos que para el solo
por que fueron creadas, protegen a los especuladores
y se hacen sus cómplices.
Válganme unos ejemplos a demostrar los métodos con que se aplican los impuestos y las contribuciones en la campaña.
El propietario en grande en muchos casos no paga
nada de contribuciones al estado y al municipio, y, cuando paga, lo hace en proporciones mínimas.
Por muchos que sean los carros de transporte para
cereales y frutos que posee el propietario en grande,
Memorias del Pueblo
no está sujeto a impuestos por la simple razón que los
carros no salen de sus propiedades.
Al contrario, si un colono alquila un pequeño campo, esta en seguida tasada en razón de un mínimo de
50 pesos por cada carro que posee y cuyo valor es de
500; es decir que el carro del colono está gravado del
diez por ciento de su valor real. Si el colono compra,
para su uso, un mísero sulki que vale 100 pesos, se le
aplica una nueva tasa que varía desde un máximo de
25 pesos hasta un mínimo de 15, según las localidades: es decir que el sulki está tasado con un quince
por ciento.
El gran señor nunca paga, generalmente, más de
50 pesos por cada automóvil, y como por poco que
valga un automóvil siempre vale unos 5000 pesos, resulta que la tasa aplicada al gran señor por su automóvil se reduce al uno por ciento.
La injusticia es palmar.
Los grandes propietarios de tierra no pagan impuestos, cualesquiera que sea el número de motores
de sus establecimientos y las trilladoras que poseen,
mientras el agricultor o quien sea, paga por el ejercicio
250 pesos al fisco gobernal y otros tantos al municipal,
sin calcular los muchos años en que el productor se
halla en pura pérdida.
Hay más: todos aquellos que tienen cambios comerciales con los colonos, deben pagar, fuera de sus
patentes, una tasa sobre el valor flotante, llamada tasa
sobre el capital en giro, nombre muy adecuado, puesto que hay que pagar aún cuando más no se cobre el
dinero empeñado.
Lo mismo les sucede a los que compran. Dele vueltas y rodeos, el colono es quien paga en todo caso: si
compra, si vende, si gana, si pierde, si respira... .
El gran estanciero, de lo contrario, puede vender
por cien mil pesos o por la suma que se le antoje, sin
tener la obligación de pagar más que tres pesos (digo
5), por la guía; ni más ni menos de cuanto paga el que
vende una sola vaca, o un caballo, o una oveja.
Si haya el caso de que alguien llegue a comprarse
un terrenito, lo que debe pagar constituye tal suma,
que a menudo sale el negocio aquel un verdadero clavo, a pesar de haberse presentado bueno.
Es suficiente que el colono se preocupe de trabajar
bien su pedazo de tierra, de poner unas plantas, de
embellecerlo en algo para que, en premio de su celo,
se le estime sin criterio su terrenito y se le obligue a
pagar mucho más de lo que paga su vecino, el cual no
sabe o no quiere mejorar su campo.
Es claro que habría de suceder todo al revés, es
decir que debería estar premiado, y no agobiado de
tasas. El colono que trabaja, mejora su tierra, aumenta
la producción contribuyendo eficazmente a las riquezas del país; es claro que si una recrudescencia de
impuestos ha de haber, ella deba aplicarse a los perezosos que descuidan sus terrenos, dejándolos muy
pocos productivos y aportando al país bien escasas
ventajas.
¿Cuáles son las razones, en que se fundan los
criterios de justicia que gravan el peso de las contribuciones a los que más y mejor trabajan y poseen poca
tierra, mientras son indulgentes y beneficiosas hacia
aquellos que, a pesar de poseer vastas zonas de campo, no se preocupan en lo más mínimo de hacerlas
productivas, ya por falta de afición, ya por falta de necesidad, o porque, en fin, tienen la tierra por simple afán
de especulación, a costa del que trabaja?
Yo pienso que la tierra solo habría de pertenecer a
quien la cultiva y a quien la hace cultivar; más, prescindiendo de esto, da pena constar que en esta República ninguna protección esté acordada a los colonos,
que son los principales factores de la riqueza nacional, mientras disfrutan la más descarada protección
los especuladores, que solamente engendran el común malestar y son causas de tanta ruina.
Todos los impuestos, repito, tienen que aguantarlos desgraciadamente los que desean y se preocupan
de hacer prosperar el país, y tal es la causa de las
alarmantes condiciones de la campaña y de la crisis
que va extendiéndose, por más que una extraña e inexplicable conjura de silencio trate de ocultar y hasta negar cualquier crisis.
Y a fin de que no se suponga que yo hablo sin conocimiento y sin fundadas razones, voy a referir un hecho que puede comprobar mis afirmaciones.
Hace años yo vendí en Estación Daireaux 1000 hectáreas de tierra, fraccionada en lotes de una a veinte
hectáreas.
Había comprado esa tierra de los sucesores de
las casas Daireaux-Molina y de la señora Rosello de
Piñero, los cuales pagaban, entre contribuciones directas y tasa agropecuaria, 45 centavos por hectárea:
cada hectárea era pues estimada en 45 pesos.
Ahora bien: tan luego como los colonos tomaron
posesión de la tierra comprada, esta fue sometida a
una nueva evaluación, y los pequeños propietarios se
vieron tasados en razón de 500 y 1000 pesos cada
hectárea.
Se reclamó, haciendo notar lo descomunal de semejante tasación, mas no se obtuvo nada, y solo después de largos esfuerzos, se logró hacer rebajar de 100
pesos los terrenos que se habían evaluado en 1000.
Los pobres colonos, que habían echado sus cuentas si pensar en la antojadiza imposición fiscal, se encontraron con deber pagar solo al gobierno, de 3 a 9
pesos la hectárea. Agréguese que, habiendo debido
edificar, sobre esos terrenos, unas casitas para habitación, cada una de éstas fue debidamente evaluada y
tasada, y por consiguiente vino a aumentar considerablemente el canon anual de las contribuciones. Por el
contrario, pláceme insistir en ello, los grandes estancieros tienen facultad de construir en sus tierras cuan-
Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 57
Memorias del Pueblo
tos edificios quieren sin pagar nada, resultando de tan
tamaña injusticia que el pequeño propietario el cual se
radica en su campo, cultivándolo, transformándolo en
fuente viva de riqueza nacional, se halla en condiciones
de sensible inferioridad, con respecto a los gravámenes,
frente el feudatario, y será la verdadera víctima del mal
gobierno. Pruébelo que aquellas 1000 hectáreas
revendidas por mi a los colonos, están gravadas con
tasas mayores de un lote de 30.000 hectáreas que linda con aquellas.
¿Es posible poblar, como se dice, la campaña argentina, con tales reglas de gobierno y con semejantes criterios fiscales?
Me parece, por lo contrario, que a no optar por otras
medidas, a no modificar la legislación, vamos corriendo hacia la despoblación general; no sólo se paralizará la inmigración y se verificará una corriente de éxodo
entre los extranjeros, más también los mismos colonos argentinos tendrán que buscar en otros países
medios de trabajo y subsistencia.
Buena parte de los colonos que compraron los terrenos mencionados eran argentinos: óptimos productores y honrados ciudadanos, quienes yo aprecio muchísimo y de los cuales me complazco ser apreciado;
amantes de su patria, y a pesar de poseer tan solo una
mínima parte de instrucción moderna, conservan la
típica nobleza del argentino de antaño: franco, cordial,
previsor, gente digna de mejor suerte, que empero está
condenada, como los extranjeros, a ser víctima de la
condición anómala creada de la ceguedad de los gobiernos, sufriendo la pesada cruz de la más ingrata
realidad.
Yo no me canso de preguntar: ¿no se comprende o
no se quiere acaso comprender la gravedad de la situación actual?
Todos ahora están entusiasmados con la industria
ganadera, considerado el valor que ha alcanzado, o
mejor dicho aquel que se le hizo alcanzar.
¡Cuán fácil es el entusiasmo! Como si la experiencia para nada sirviese, hemos empezado otra vez
por fabricar hermosos castillos en el aire, los cuales
evidentemente, derrumbarán al primer soplo de la
realidad.
Se está formando un ambiente de esperanzas inmoderadas, se grita a diestro y a siniestro que el país
puede hacer menos de la agricultura, puesto que por
el valor del ganado tendrá lo suficiente con campos
dedicados únicamente a la pastoricia.
¡Cuán pronto se ha olvidado la última crisis ganadera, que sin embargo no cuenta con muchos años y
fue más terrible que la actual crisis agrícola!
Recuerdo haber comprado, en aquel tiempo, reses flacas en 55 pesos por cabeza, y haber tenido
que venderlas en 48 después del engorde, y como yo
todos tuvieron que resignarse a sufrir pérdidas no
indiferentes.
58 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003.
Todo esto es sabido. Sin embargo se afirma ahora
que la cosa no se repetirá, pues Europa tendrá que
pagar la carne a precios siempre más elevados: ¡como
si la Argentina fuera la única que pueda criar ganado!
Claro está, por supuesto, que cuando un artículo
escasea y sube precio, todos gastan menos al mismo
tiempo que tratan de producirlo ellos mismos, contribuyendo de tal modo a rebajar los precios automáticamente
Y luego admitiendo que con sus personales intereses los dueños de los campos quisieran limitar la agricultura a la exclusiva cría del ganado, ¿cuál ventaja
real podría sacar la nación? Verdad que los dueños
podrían decir que a ellos nada les importa los intereses nacionales, más aún si se piensa que muchos
viven al extranjero; pero, faltando la agricultura, se volvería a las épocas primitivas, y los terrenos perderían
el valor adquirido precisamente por la agricultura. Es
cierto que la valorización fue debida a los ferrocarriles,
pero es también cierto que éstos pudieron construirse
gracias a la agricultura, faltando la cual su función no
sería ya posible, pues con el solo ganado no se costearía siquiera el carbón para las locomotoras. Haciendo seriamente esos cálculos, deberíamos pensar que
con la desaparición de la agricultura irá a producirse la
desaparición de la mayor parte de la población campesina y de las líneas ferrocarriles, y entonces las grandes feudatarios tendrán que servirse de medios de
transporte primitivos, de las famosas galeras de antaño, para ir de sus vastas posesiones, y los productos
de sus tierras no bastarían siquiera para la vecina que
hoy gastan sus lujosos automóviles.
Una última palabra sobre la crisis de las habitaciones.
Como todo lo que es ficticio, el alquiler de las casas tendrá que rebajar enormemente.
Y por una lógica y natural consecuencia de las nuevas condiciones económicas y demográficas en que
vendrá a encontrarse el país, no todas las casas, a
pesar de la rebaja de los precios, serán alquiladas.
El alquiler representa una parte del gasto de la vida,
y si se alquila un departamento lujoso o un entero palacio, significa que todos los demás gastos están proporcionados.
No se debe creer que el haber vivido con lujo durante tanto tiempo haya dependido de las ganancias realizadas o de una rentas estables, legítimas y bien seguras; nada de eso. Ha sucedido en la vida lo mismo
que en todo lo restante: se le ha dado un valor hipotético. Del mismo modo que el valor de la propiedad ha
triplicado en pocos años, han aumentado los gastos
de la vida, ignorando o simulando ignorar que la valorización era ficticia, se ha aumentado el lujo: viajes, teatros, estaciones balnearias, paseos a París; pero cuando se acabe esta bendita valorización (puesto que todo
tiene un término) ¡vaya una broma para tantos!
Memorias del Pueblo
Y no habrá otro medio que conformarse con vivir a
raíz de lo que uno verdaderamente posee, y muchos
que nunca han trabajado tendrán que trabajar a la fuerza, y miles y miles que hoy día sacan los medios de la
vida de la tumultuaria encadenación de esta sociedad
basada en el vacío de lo hipotético: todos esos corredores, martilleros y otros que sacan su provecho en
los juegos de la especulación, tendrán forzosamente
que resignarse en buscar otro empleo. Mas las nuevas ocupaciones, en armonía con la producción, ya no
ofrecerán medios suficientes por continuar en la vida
fastuosa de hoy, y los grandes palacios serán abandonados a las correrías de los ratones.
El cuadro parece pintado con tintes sombríos; las previsiones parecen pesimistas en extremo, mas desgraciadamente responden a la verdad y a la realidad.
Otra crisis se está divisando en el horizonte económico, y ya se manifiestan sus síntomas elocuentes: la
crisis de los viñedos.
El cultivo de la vid se ha extendido con notable desproporción al aumento de la población.
Los cultivadores, seducidos por las considerables
ganancias, no se han dado cuenta que un artículo vale
en relación de su consumo, o sea de los clientes que
puedan consumirlo.
Ahora bien: siendo ya, por si misma, excesiva la
producción vinícola argentina, con respecto de la potencialidad del consumo del país, resulta que esta
superabundancia de producto se acentúa cada vez más
con el malestar progresivo de la población del campo
y de la ciudad.
Sabido es que los vinos argentinos están únicamente consumidos por las clases trabajadoras; pues
bien ¿qué será de esa industria, dada la imposibilidad
de la exportación, el día en que las clases trabajadoras no puedan tomar vino ni en la medida de hoy ni en
otra mucho más limitada?
Reúna Ud. estas calamidades en acción o en potencia, quítele toda la tara que quiere, y dígame luego
si no tengo sobradas razones de pensar en lo negro,
máximamente considerando que las personas cuyo
deber les impondría buscar los remedios, tienen el
convencimiento, verdadero o fingido, que toda cosa vaya
por lo mejor, que éste sea un país ideal por la razón
muy sencilla que ellos pueden veranear en los balnearios, frecuentar las “roulettes”, los lugares de placer,
los teatros.
R: No obstante, un remedio debe haber. Una nación
siempre halla en si misma fuerzas bastantes para levantarse de sus crisis, particularmente cuando tenga a
su alcance y pueda aprovechar recursos naturales.
PG: Perfectamente. El remedio se puede encontrarlo, pero el mal está todo en el hecho que no se quiere
buscarlo, porque no se cree en su necesidad, no se
tiene conciencia del daño próximo, no se sabe renunciar al lujo, no se tiene el valor de meterse en un tren de
vida consentido por los medios de que uno dispone.
Es difícil remediar, pero no imposible. Y los remedios, a mi juicio, serían tres:
I. Renovar los sistemas administrativos, o para ser
más exactos, dar a este país una administración que
merezca llamarse como tal.
II. La Justicia. Y este será un trabajo de Hércules,
pues se tendrá que comenzar de los cimientos.
III. La Economía.
No se piense que todo eso sea de fácil alcance. Y
la prueba palmar de la dificultad que ofrecen ciertas
reformas, podemos tenerla en un hecho reciente: habiendo, poco tiempo hace, algunos ministros, en momentos que yo llamaría de lúcido intervalo, intentando
realizar unas economías del presupuesto, si vieron en
contra a todo el mundo: legisladores y pueblo.
Falta de un modo absoluto el concepto de la economía, y esta falta es debida a la persuasión que se
tiene de la inagotable riqueza del país.
La economía está considerada como una humillación, sea por parte de los gobernantes que de los particulares, y de la misma manera que ninguna familia
juzga posible renunciar a los paseos en París, a los
baños de Mar del Plata y al abono al Colón, el gobierno
no concibe la posibilidad de renunciar al despilfarro, a
la prodigalidad, a las partidas del balance que no responden y se remiendan como Dios quiere al finalizarse cada ejercicio, remitiendo vez por vez el déficit a los
ejercicios subsiguientes.
Así se explican como se gastan millones por dotar
la capital de una diagonal, que bien podría trazarse cincuenta años más tarde, sin que la ciudad percibiera la
falta, y se dejen en lugar los cuatro quintos de la población completamente inundados, si llueve dos horas
seguidas, y no se piensa a las cloacas ni al alumbrado,
no se provea a llenar las exigencias más urgentes en
los barrios no abarcados por el radio señoril de la capital: ese radio que cubre, a la par que un telón escenográfico, la fealdad y las desconveniencias de los barrios
excéntricos e inspira el estro lírico de los literatos y oradores, que escriben y hablan de la magnificencia de
Buenos Aires, previa congrua compensación.
Sin embargo la economía del presupuesto es una
de las reformas más urgentes, sin la cual será imposible intentar cualquier otra; es la llave principal de la
renovación, la reforma madre, igual que la reforma del
sistema fiscal, llamada a igualar las tasas, haciéndolas gravar sobre las clases privilegiadas, mientras hoy
día recaen casi totalmente en las clases productoras,
aplastándolas bajo su peso.
Es menester luego hablar claro al país, revelándole la verdad.
Revelarla desde el gobierno, desde el parlamento,
desde la prensa, desde la escuela.
Precisa de un golpe neto y firme desnudar la llaga,
y confesar que todas las decantadas riquezas tan solo
Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 59
Memorias del Pueblo
existían en la imaginación de los novelistas y en
réclame de los especuladores, interesados a enseñar
lo contrario de lo que hubiera verdaderamente en la
realidad.
Conociendo a punto fijo la verdad, muchos abandonarán las especulaciones y se entregarán al trabajo, proveyendo para el presente y para el porvenir, mientras que hoy, con las andanzas de cambiar blanco por
negro, solo se piensa en vivir bien la vida diaria sin la
menor preocupación por mañana.
Es necesario convencer al país que él gasta varias
veces lo que produce.
La diferencia de millones de pesos que las complacientes estadísticas hacen notar entre la importación y la
exportación, no es suficiente para pagar el lujo desenfrenado de las clases ricas que viven al extranjero.
Nada queda de activo para amortizar los urgentes
intereses de los capitales, que los sindicatos europeos envían aquí cada año, colocándolos en hipotecas, líneas ferroviarias y tranviarias, empresas eléctricas, constructoras u otro, debiéndose agregar a tales
intereses los que corresponden a las deudas del gobierno, de las provincias, municipios y particulares, y
que absorben anualmente mucho más de lo representado por el excedente de la exportación.
Se habla siempre con mucha ostentación de los
millones depositados en la Caja de Conversión, considerándolos un superávit de la riqueza nacional: la
verdad es que esos millones representen el capital
que cada año está importado de Europa, y por el cual
el país ha de pagar tantos intereses. Suficiente sería
que un solo año cesaran de afluir nuevos capitales
para ver a donde irían los millones de la Caja de Conversión.
Decir la verdad y hacer economía: causa y efecto a
la vez, he aquí dos remedios eficaces para salvar el
país. Pero ¿cuál sería el gobierno capaz de aplicarlos,
poniéndose de frente a las hostilidades de la nación
entera, la cual está convencida de ser rica en demasía
y de poder enriquecer aún más, a pesar que el criterio
fundamental de su administración sea la prodigalidad
irracional y el derroche sin límite?
Luego hay que ver la justicia, o mejor dicho la ausencia de justicia.
Este problema capital es todavía más difícil de
solucionarse.
Todos los males que afligen la República provienen de la falta de justicia: esta falta sensible ha corrompido el comercio, provocando incendios y quiebras fraudulentas; ha instigado a los estafadores, a
los malos pagadores y a los pillos; ha protegido y protege directamente a los criminales de toda especie,
los cuales en ningún otro país se encuentran a sus
anchas como en éste.
Los buenos, los trabajadores, se ven abandonados a si mismos, en la absoluta imposibilidad de lu-
60 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003.
char contra un sinnúmero de pillos y malvados.
En la gran mayoría los ciudadanos víctimas de una
vejación se rehúsan de recurrir a la justicia, en la seguridad de ahorrarse molestias que no les darían el menor resultado ni la más leve satisfacción.
Mientras que la riqueza afluía sola y abundaba el
dinero en virtud de la valorización continua de las tierras, aunque artificiosa, corrían los capitales y nadie
tenía que luchar por el peso: no se reparaba en los
abusos, en los engaños y en las estafas por la simple
razón que no costando gran cosa la riqueza no se la
cuidaba demasiado.
Pero, de hoy en adelante, puesto que todo el mundo, de buena o de mala gana, tendrá que proveer a si
mismo con el producto de su propio trabajo y sabrá,
por consiguiente, lo que cueste ganarse honradamente la vida, de hoy en adelante la falta de justicia pesará
en el país de una manera insufrible.
Naturalmente la impunidad estimula a los delincuentes para cometer nuevos crímenes, y este aumento
de delincuencia pone de manifiesto toda la responsabilidad que pesa sobre los malos aplicadores de la
justicia.
Este argumento es empero demasiado grave y complejo para ser tratado a la ligera, y suficiente será haber constado lo impagable y efímero que es la justicia
de este país, y el trabajo de completa restauración que
corresponderá a los reformadores de mañana si quieren que su obra de saneamiento revista un valor verdadero.
Por difícil que sea el renovar, por ardua que se presente la tarea de remediar la gran crisis por la cual
atraviesa la República, forzoso será que los buenos
ciudadanos la afronten cuanto antes, para salvar del
derrumbe final esta nación, sobre el porvenir de la cual
todo el mundo había basado tantas ilusiones y esperanzas.
Para concluir: estimo que los argentinos podrían
con tan solo quererlo, aplicar importantes y radicales
remedios a los males que afectan su patria y a los que
la amenazan, pues, como dije, no carecen acá hombres de inteligencia, aptos para darle al país nuevas
orientaciones; lo importante es ver si tales hombres
querrán poner su inteligencia a servicio de todos y de
la regeneración de su patria.
Para vencer las enormes dificultades, dada la asombrosa difusión del mal, se necesita una mano bien
firme, una voluntad enérgica y genial que sepa imponerse y dictar nuevos rumbos al país.
Acá sobran los gobiernos y hace falta la nación.
El primer trabajo que habría de hacerse sería el de
cambiar el sistema constitucional: transformarlo de
federal en unitario, poniendo en ejecución el proyecto
que con nobleza y seriedad de propósitos esta preparando aquel eximio pensador que es el doctor Rodolfo
Rivarola, que supo atraer en derredor suyo las simpa-
Memorias del Pueblo
tías de los más ilustrados entre los hombres de la
Argentina.
R: Muy bien. Pero el hecho capital, decisivo, no es
fácil por supuesto, y los gobernantes nunca consentirán en ello.
PG: Ninguna resistencia sería posible, si así lo quisiese el gobierno de la Nación.
R: Sin embargo eso constituiría una ilegalidad, un
hecho inconstitucional de imponerse con la violencia.
PG: ¡Vaya una excusa! Se cometen sin razón tantos
arbitrios y violencias, que bien se pudiera cometer una
a fin de bien. A demás ¿sería acaso la primera vez que
interviene el gobierno arbitrariamente en los gobiernos provinciales? ¿Sería la primera vez que, sin motivos aparentes, acomete la Constitución, clausurando
hasta el Congreso?
Y considere Ud. que ha hecho esto sin beneficio
alguno para la Nación.
¿Por qué, pues, no podría oponerse una vez a la
resistencia de los gobernadores, quienes combatirían
contra la nación?
Son demasiado inteligentes los Argentinos para no
comprender que ésta sería la reforma cardinal y al mismo tiempo el medio más fácil de llegar a condiciones
de hecho dignas de esta gran nación. Tarde o temprano han de llegar a esta conclusión, a pesar de todo.
De mi parte hago votos para que esta reforma, quitando la cual todas las demás resultarán ineficaces,
sea por de pronto un hecho realizado, y se imponga
por vías pacíficas y racionales excluyendo la violencia,
que es siempre dañina para todas las naciones así
como para los individuos.
Guardo bien firmes esperanzas de ver pronto la
República Argentina encaminada hacia sus grandes
destinos.
Fin
Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 61
Memorias del Pueblo
PABLO GUGLIERI EN GARDEY
1910-1919
Por Jorge Miglione1
Es necesario comentar algunos sucesos que se
producen desde el año 1910 y que sin duda sirven
para darle contexto y entender mejor algo de lo realizado por Pablo Guglieri en esa década.
Desde comienzos del año el país se preparaba para
celebrar los cien años de la gesta de mayo de 1810 en
un clima de controversias. Esta circunstancia pareciera ser que sirve para calmar los ánimos y pese a que
los círculos obreros siguen alterados, se consigue una
tregua tácita que permite derivar todos los esfuerzos a
la celebración.
La población argentina había crecido y rondaba los
6.500.000 habitantes, reuniéndose en Buenos Aires el
20% de la misma. Casi un millón eran italianos,
mayoritariamente llegados al país como Guglieri, esperanzados en un futuro mejor. La red ferroviaria alcanzaba casi 28.000 kilómetros de extensión,
trabajándose intensamente en nuevos recorridos que
acercaran más cereal, más carne y más lana al puerto
de Buenos Aires.
No obstante, los factores que habían desatado la
“justificada” huelga agraria –según del decir de don
Pablo- se acentúan, afectando a los numerosos colonos que habían llegado a estas latitudes y dando así
razón a sus presunciones en cuanto a que “la crisis se
hará más aguda, los campos argentinos verán horas
tristísimas, que naturalmente, repercutirán en la vida
general de la nación”. Tan acertado era este análisis
que la solución del conflicto llevará más de doce años.
En ese marco, el 10 de abril se efectúan las elecciones nacionales para decidir quien será el nuevo
presidente. Sin mayor expectativa, ya que la Unión Cívica, liderada por don Hipólito Yrigoyen no se presenta,
el doctor Roque Sáenz Peña es elegido sin oposición,
como representante de la Unión Nacional, para reemplazar a Figueroa Alcorta con mandato hasta octubre.
A mediados de ese año, el 2 de julio fue sancionada la ley Nº3244 por la cual se creó el Partido de Caseros, con Daireaux como localidad cabecera y el día 5
de julio, se hizo efectiva su autonomía. Significaba esto
Figura 12. otografía actual del local construido por Juan Gardey en 1901, frente a la estación del Ferrocarril del Sud,
fue almacén de ramos generales, hoy es centro cultural y biblioteca popular.
1
Historiador nativo de Gardey (Pcia. de Buenos Aires), Colaborador del Área de Investigaciones del Museo Histórico Municipal de La Para.
62 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003.
Memorias del Pueblo
la exitosa culminación de una etapa de dura lucha de
Guglieri.
El Anuario Kraft realiza un censo e informa que en
los alrededores de la estación Gardey -habilitada al
público el 9 de marzo de 1885 con el nombre de “Pilar”
en referencia a la estancia que desde 1852 poseía en
las inmediaciones la señora Pilar López Osornio, prima de Juan Manuel de Rosas y que cambia su denominación por la actual en 1895, ubicada sobre el Ramal Buenos Aires a Bahía Blanca y donde aún no existía un centro urbano- la mayoría de los escasos lugareños eran chacareros, poseyendo dentro de sus campos algunos negocios como herrería, lechería,
cremería, cochería y peluquería y señala a Pablo
Guglieri con un establecimiento de panadería. Es evidente entonces, que ya Guglieri estaba en la zona, y
dado que no se ha ubicado documentación que lo defina como propietario es de suponer que lo hacía en
carácter de arrendatario. En principio es válido presumir que conocía la región desde tiempo atrás, pues en
1890 cuando parte hacia el sur con rumbo a Pigüé,
permanece durante dos días en Azul recorriendo la
comarca, y Gardey se encuentra a pocos kilómetros de
allí. Otro factor a tener en cuenta es que en su juventud
había vivido durante dos años en Francia, debiendo
por ello hablar fluidamente el idioma francés y en Pigüé
encuentra, cuando él llega, una colonia recientemente
iniciada por franceses, mayoritariamente biarneses,
como lo era precisamente don Juan Gardey, antiguo
terrateniente cuya presencia había servido para identificar la comarca, como dijimos originalmente conocida como “Pilar”. Se instala así en la zona esperando la
oportunidad de concretar algo más importante.
Al año siguiente, precisamente el 10 de junio de
1911, regresa a su tierra natal “para buscar en ella el
reposo y alivio necesarios a mis fuerzas agotadas: allá,
en un verde rincón encerrado en el pintoresco marco
de las montañas, que tan vivamente había deseado en
los últimos tiempos de mi estadia en Argentina” según
su propio decir. Continúa relatando que su deseo de
descanso se ve repentinamente frustrado, pues mientras “transcurría tranquila la vida en el verde silencio
de los bosques y en la solemne paz de los collados:
mis fuerzas se reanimaban y yo iba madurando otros
proyectos, cuando llegó una improvisa noticia á interrumpir aquella dulce paz y la serenidad apacible de
aquella vida montañesa. ¡Italia declaraba guerra á Turquía!”, y en poco tiempo se involucra personalmente
integrando, junto a otros miembros, una comisión que
recorrió el campo de batalla finalizando su andanza
exponiendo orgullosamente ante el mismo Rey de Italia su relación sobre ese viaje de exploración. Luego a
mediados de 1912 retorna a Argentina.
Otra aventura lo esperaba en el sudeste de la provincia de Buenos Aires, en los alrededores de la Estación Gardey. Seguramente tenía que ver con los pro-
yectos interrumpidos durante su viaje por Italia. Afirmaba que “nada había que yo no conociera sobre la línea
ferroviaria en construcción que llega hasta Neuquen”
avizorando su potencial, y a la vez comprendiendo perfectamente lo que significaba que estratégicamente
ubicada sobre la misma se encontrara una estación
ferroviaria solitaria, sin urbanización a su alrededor,
siendo éste un factor que habrá tenido en cuenta para
su futura decisión.
Es en 1912, cuando ocurre el hundimiento del
“Titanic” y también la caída de la emblemática “Piedra
Movediza” de Tandil, que aún a casi 90 años de haberse producido continúa siendo identificatoria de la zona;
y el 25 de octubre de 1912, ante el escribano José M.
Ubici, de Lomas de Zamora, Don Adriano Dithurbide,
vende a Pablo Guglieri -con domicilio en la Capital Federal- dos fracciones de campo correspondientes al
establecimiento “Las Horquetas”, sobre la estación
Gardey ubicada en el kilómetro 356 del Ferrocarril del
Sud, partido de Tandil, con una superficie de 2.533
hectáreas 2 áreas 64 centiáreas y 25 dm2, por la cantidad de $784.250 m/n, quedando inscripto bajo el
Nº90586/D/1912. A continuación ante el mismo escribano Guglieri otorga un poder especial a don Juan
Salduna, un hombre de su confianza, a quien supuestamente conoció durante su paso por Daireaux ya que
era el Gerente de la sociedad “La Ganadera de Bolívar”, para que en su nombre y representación realice
todas las gestiones necesarias relativas a este campo, y comience a llevar adelante lo esencial para la
fundación de un pueblo en el mismo.
Resulta interesante analizar esta situación. Guglieri,
que ya llevaba al menos un par de años en la zona,
conocía la existencia de esta extensión de campo, frente a la estación cuyo propietario –en ese entonces Don
Eduardo Gardey, hijo de aquel francés Juan Gardey- por
numerosos y complicados problemas económicos había realizado una extraña enajenación del mismo. Se
puede deducir que a los ojos visionarios de Pablo
Guglieri no escapó que allí existía la posibilidad de un
excelente negocio, presentándosele así la oportunidad
que estaba esperando mediante la adquisición de esa
fracción y la fundación de un pueblo en la misma para la
posterior venta de las distintas parcelas revalorizadas,
sobre una línea férrea ya instalada, unida a Buenos Aires, a tan solo 25 kilómetros de Tandil, y que se prolongaba hacia el sur con el objetivo de llegar hasta las
mismas estribaciones de la cordillera.
Otro elemento a tener en cuenta es que varió el
concepto del emprendimiento, con respecto a sus anteriores empeños: comprendía perfectamente, la situación de los colonos que precisamente en 1912 haría crisis produciendo el levantamiento de los
chacareros arrendatarios del litoral y del sur de la provincia de Santa Fe, movimiento que se extendió rápidamente y entró en la historia bajo el nombre de “Grito
Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 63
Memorias del Pueblo
de Alcorta” iniciando una etapa de duras luchas que se
prolongó por años. Entonces resultaba más simple un
negocio de estas características, donde no quedaba
asociado a la suerte de los futuros habitantes.
También cambia la forma en que encara el proyecto, evidentemente no estaba dispuesto a soportar nuevamente el elevado esfuerzo que debió afrontar en
Daireaux. Allí la división de los 375 kilómetros cuadrados que repartió entre sus colonos la hizo él mismo,
evitando de esa manera “recurrir a la obra costosa y no
siempre perfecta de los agrimensores”, pero ahora
contrata al agrimensor Luis Monteverde para que efectúe el replanteo del pueblo que decide fundar. Fue
Monteverde un sobresaliente profesional en su materia, miles de planos de mensuras, trazados de pueblos y peritajes documentados en los archivos, atestiguan su dedicación a las tareas topográficas. En el
ámbito provincial de Buenos Aires se registran planos
suyos en numerosos partidos. Militante radical, había
sido concejal e Intendente Municipal de la Plata, Diputado y Senador Provincial, además de reconocido docente y funcionario de la Universidad Provincial y con el
tiempo llegó a ser Gobernador de la Provincia y Diputado Nacional, y es aquí donde comienza a evidenciarse
como Guglieri modifica la estrategia que aplica para
lograr su objetivo. No solo se contacta con un técnico
de primer nivel, sino que además éste es un importante hombre público, y es de suponer de cierta afinidad
política suya en algún momento, ya que es de citar su
participación en la revolución del 29 de julio de 1893
existiendo una fotografía de la época que lo muestra
luciendo junto a otros compañeros, la clásica boina
blanca, identificatoria de esa fracción política, que precisamente en ese año triunfa en las elecciones realizadas en Santa Fe, Capital Federal y diversas provincias, las primeras desde la promulgación de la ley electoral argentina que estableció el voto secreto y obligatorio. Este suceso no habrá pasado desapercibido para
Guglieri.
Lo cierto es que el 11 de marzo de 1913, Juan
Salduna en función del poder oportunamente recibido,
y dando estricto cumplimiento a las disposiciones de
la ley del 19 de junio y del decreto reglamentario del 26
de agosto de 1910, constituidos en la legislación vigente en la materia, presenta ante el Ministerio de Obras
Públicas de la provincia de Buenos Aires en nombre
de Pablo Guglieri la solicitud de autorización necesaria para fundar un centro de población en terreno de su
propiedad, situado sobre la estación Gardey del F.C.
Sud, adjuntando a dicha presentación los estudios realizados por el agrimensor Monteverde, a quien propone para efectuar el replanteo sobre el terreno. Esta es
otra muestra de la habilidad de Guglieri: capitaliza la
experiencia que había adquirido en su primer regreso
a Italia, donde se preocupó por adquirir un exacto concepto del engranaje legislativo y judicial; mejora el in-
64 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003.
tento anterior en Daireaux, ejecuta directamente los
pasos correctos ante las máximas autoridades y recurre a gente de su confianza, lo que le da seguridad
para el logro de sus objetivos.
Luego de analizada la propuesta, el 25 de marzo, el
Departamento de Ingenieros realiza una serie de observaciones –entre las cuales se mencionaba que no
se proponía el nombre con que se habría de designar
este nuevo centro- que son aceptadas por el señor
Salduna en representación de Guglieri en nota del 5
de abril, donde agrega:
“Que como nombre del centro encuentro que es
conveniente conservar el de Gardey a inmediaciones
de cuya estación (sic) esta situado.”
El Poder Ejecutivo provincial, a través del Ministerio
de Obras Públicas, el 7 de abril de 1913 emite una
resolución que expresaba en su punto 1: “Aprobar los
planos presentados por Don Pablo Guglieri para la
fundación de un pueblo en el partido de Tandil, el que
se denominará “Gardey”, exigiendo la escrituración a
favor del fisco de las reservas destinadas a usos públicos y designando al Agrimensor Monteverde para
efectuar su replanteo”. La citada fecha es considerada
como fundacional de esa localidad que originalmente
estaba previsto que contara con 97 manzanas, 21 quintas y 14 chacras que representaban una superficie de
89 hs. 57 as. 13 cs., 429 hs. 22 as. 13 cs. y 1833 hs. 79
as. 88 cs, respectivamente; con calles comunes de 15
metros de ancho, dos avenidas principales de 20 metros de ancho igual que la lateral, al costado de la vía
del ferrocarril, y las tres de circunvalación de 18 metros. Además se había ubicado una plaza principal y
dos secundarias y definidos los espacios destinados
a Dependencias Municipales y Públicas, escuelas, iglesia, comisaría, hospital y mataderos. Todas estas reservas representaban la superficie de 140 Hs. 96 as.
61 cs. y 1.125 c2. que fueron escriturados el 6 de marzo de 1915 a favor del fisco, según consta en el expediente 10.641A/471 de ese año.
Cabe aclarar como dato interesante que en abril de
1913, Guglieri solicita a la Dirección General de Salubridad Pública de la Provincia de Buenos Aires el análisis de agua de la zona del nuevo centro de población,
y el Inspector que concurre, J.F. Norrie, veintiocho años
después de la llegada del ferrocarril encuentra tan solo
tres lugares de donde tomar las muestras. Ellas eran
una casa de negocios propiedad de Peyré, Gardey y
Cía. frente a la estación –edificio construido en 1901
que aún se mantiene en pie y donde funciona un Centro Cultural con Biblioteca y que originalmente fue una
sucursal del muy importante almacén de ramos generales que Juan Gardey poseía en Tandil- de donde toma
la número uno, en un hoyo común a doce metros de
profundidad, que resultó de buena calidad; semejante
Memorias del Pueblo
a la extraída de un pozo semisurgente en la estancia
“Las Horquetas” de Pablo Guglieri. No así la muestra
número tres que evidenció ser no potable, recogida en
la propia estación Gardey, pues contenía elevada cantidad de nitratos.
Posteriormente Monteverde realiza sobre el lugar
el replanteo de pueblo, quintas y chacras en agosto de
1913, informando el Departamento de Ingenieros el 9
de setiembre que con algunas observaciones está en
condiciones de ser aprobado, hecho que ocurre por
Resolución del Poder Ejecutivo provincial del 15 de
setiembre de 1913.
Figura 13. Copia del decreto aprobando los planos del pueblo de Gardey, fundado por Pablo Guglieri.
Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 65
Memorias del Pueblo
Es destacable la presteza y seguridad con que se
moviliza toda la tramitación, lo que habla de lo acertado
de Guglieri en su manejo y de su prisa en concretar un
proyecto que habría concebido hacía años, tal vez más
precisamente desde su último tiempo en Daireaux.
Una vez amojonado Gardey, en 1914 Guglieri realiza las primeras ventas y “La Agrícola Ganadera S.A.” entidad fundada el 17 de abril de 1913, es decir tan
solo diez días después que la nueva localidad y que
con el tiempo fue una de las más importantes casas
de remates tandileras- anunciaba que el domingo 5
de abril de 1914 por cuenta y orden de su dueño Sr.
Pablo Guglieri remataría en el Pueblo Gardey, sobre la
estación del mismo nombre, a 4 leguas de la ciudad
de Tandil, sobre los mismos terrenos, después de un
almuerzo campestre, 26 manzanas y fracciones divididas en 190 solares- 6 chacras de 30 a 60 hectáreas y
22 fracciones de chacras de 3 a 7 hectáreas (quintas),
que formaban la parte que había quedado sin venderse del nuevo pueblo, destacando que era una “oportunidad única de hacerse propietario de una chacra, una
quinta o un solar, en inmejorables condiciones y con
un desembolso mínimo”. La sociedad rematadora llamaba muy especialmente la atención sobre las características de pago con financiación de hasta dos años
de plazo, que por otra parte aseguraba a Guglieri una
rápida realización de su proyecto.
Por último, se hacía referencia al empren-dimiento
de esta manera:
“El nuevo pueblo Gardey, ubicado en una de las
zonas más feraces de la Provincia, rodeada de una
campaña rica y próspera y prestigiado con todo el impulso que es capaz de darle su fundado está llamado a
ser un gran centro de población, donde la propiedad
duplicará su valor año tras año y donde los adelantos
implantados serán verdadero atractivo para nuevos
pobladores.
Sus calles bien delineadas y rodeadas de árboles
en algunas de ellas ya y en proyectos en otras: la forma
de venta que obliga a poblarse compactamente desde
un principio a fin de facilitar los servicios públicos (arreglos de calle, alumbrado, etc.) la fundación de una escuela (actualmente en construcción) y que muy pronto
funcionará y mil otras ventajas entre las que descuella
en primera línea ALUMBRADO PUBLICO que será eléctrico, y a un precio ínfimo por producirlo una turbina en
el Chapaleofú, arroyo que agrega un nuevo impulso al
futuro pueblo, todo ello descuentan como hecho establecido inmenso porvenir de las tierras que remataremos en Gardey SIN BASE con opción y con las facilidades de pago que al pie se detallan.
El campo se encuentra perfectamente amojonado
pudiendo visitarse desde ya”.
Se observa en el texto de promoción la influencia
66 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003.
de un fogoso pionero, como Guglieri, que asegura su
promisorio futuro y además fortalecía el mismo
priorizando la instalación de una escuela que él mismo hizo construir sobre un terreno que estaba en trámite de donación al Fisco (recién concretada en 1915).
La construcción era de ladrillo y cal, y este establecimiento identificado como “Escuela Provincial Nº19”
abrió sus puertas el 1º de octubre de 1914, siendo el
primer día de clase el 16 de diciembre de dicho mes,
cuando se toma asistencia, concurriendo diez alumnos y estando otros dieciséis ausentes y el personal
docente estaba compuesto solamente por un joven
maestro, el señor Ciro Tapia de veintidós años que
tomó posesión del cargo el 8 de octubre de 1914. En
cuanto al alumbrado público, la turbina que se instaló
en el arroyo Chapaleofú, uno de los límites del
emprendimiento, solamente abasteció de energía eléctrica al casco de la estancia “Las Horquetas”.
En ese año, el país que contaba con una población
de casi ocho millones de habitantes registra la muerte
del teniente general Julio Argentino Roca, ex presidente de la Nación y destacado terrateniente en Daireaux
ya que había recibido tierras en La Larga (una de sus
localidades más importantes) como premio por los
servicios prestados a la Patria; y que contribuyó con
Guglieri para obtener su autonomía. Con respecto a él,
don Pablo confesaba;
“yo, de mi parte, he sido constantemente y soy un
admirador entusiasta de aquel hombre de estado, el
cual, como supremo magistrado del pueblo, en su doble período presidencial, y como ciudadano, en su asidua y patriótica labor, se demostró uno de los más iluminados hijos de Argentina.
Yo aprendí á conocerle, habiendo tenido el honor
de hacer con él algunos viajes en los territorios nacionales: tuve así la ocasión de formarme un concepto de
su alto valor; luego estudié sus métodos de vida como
privado ciudadano y como hombre de gobierno”.
Como vemos, don Pablo lo admiraba, pero sugestivamente nada dice en cuanto a compartir su filiación
política.
Pero también en 1914, el dispositivo de la Primera
Guerra Mundial comienza a moverse. A mediados de
ese año se desató la mayor carnicería humana conocida hasta entonces e Italia es uno de los países implicados. Allí acudió Guglieri en ayuda de sus paisanos. En
sus campos en Gardey, parte de los que mantendría
arrendados y supuestamente en la porción que no había aún vendido, que comprendía las chacras donde se
ubicaba el casco de “Las Horquetas”, continuaba manteniendo su preferencia agrícola, por lo que realizó importantes cosechas, parte de las cuales se transformaron en cargamentos de trigo enviados como asistencia
a su tierra natal durante los años de conflicto. Eso le
valió que “Sua Maestá Vittorio Emanuele III” lo nombrara
Memorias del Pueblo
a este agricultor residente en Buenos Aires “Cavalieri”
en 1915, “Officiale” en 1917 y “Commendatore
dell’Ordine della Corona d’Italia” en 1922.
En tanto proseguía con las ventas en Gardey, el 16
de mayo de 1916 nació Italo, su hijo menor, en su casa
de la calle Larrea entre Santa Fe y Arenales, ubicada
en uno de los barrios más aristocráticos de la Capital
Federal y donde a la fecha funcionan ciertas dependencias de la Embajada de México.
Llegado el año 1918 Buenos Aires recibe una de
sus mayores sorpresas: el 22 de junio entre las 17 y
18 horas una nevada pone blancos a los techos y a las
calles. Un júbilo semejante pero de distinto contenido
explota el día en que se conoce el fin de la gran guerra.
La celebración dura varios días, pero ninguno de estos acontecimientos atenúan los graves problemas que
soportaba la sociedad argentina, en especial la clase
obrera. Se suceden las huelgas de ferrocarriles, de
correos, etc., y se producen enfrentamientos entre distintas entidades de lucha, tanto obreras como patronales teniendo como epicentro la Capital Federal. En
enero de 1919 se produce lo que tal vez haya hecho
pensar a Guglieri que nuevamente era momento de
cambiar: el día 3 el malestar social adquiere formas
de singular violencia en los sucesos conocidos bajo la
denominación genérica de “La semana trágica de Enero”. A partir del conflicto generado en los talleres metalúrgicos Vasena y su posterior represión, la FORA decreta una huelga general y el país queda paralizado.
En horas la ciudad se convierte en escenario de una
guerra entre obreros y tropas de línea. Buenos Aires
parece una ciudad ocupada. El silbido de las balas
perfora la quietud ciudadana y los muertos se amontonan, hasta que por fin la FORA levanta la huelga general y la calma renace. Pero ya habían quedado heridas
abiertas muy difíciles de cerrar. Continúan numerosos
conflictos menores llegando el presidente Yrigoyen
durante este año a enfrentar 367 huelgas.
Todos estos episodios asociados a que las ventas
en Gardey continuaban lentamente, no concretándose
básicamente en la parte de chacras, y que la explotación agraria entraba en un momento de recesión ya
que los valores de los cereales que desde 1915 aproximadamente habían tenido una excelente evolución especialmente el del trigo que se incrementó en dicho
período alrededor de un 50%- detenían su pendiente
de crecimiento, preanunciando así importantes modificaciones en la estructura socio-económica agraria
pampeana –donde se inserta Gardey-, situación conocida como la etapa del “estancamiento del agro
pampeano”, predecesora de la gran depresión y posterior crisis en dicho sector.
En ese marco, Guglieri –que era considerado uno
de los estancieros locales más importantes vende a
Indalecio Mendiberri, la parte principal de “Las
Horquetas” que aún mantenía en su poder, una superficie de 1245 hectáreas 56 centiáreas 88 áreas y 02
dm2. continuando con las ventas en el sector urbano,
hasta aproximadamente 1932. Como resultado económico de esta serie de compras y ventas, había obte-
Figura 14. Edifico que hizo construir Pablo Guglieri en 1914 para que funcionara allí la primera escuela de Gardey.
En la actualidad pertenece a la Cooperadora Escolar y se utiliza como garage para los micros que realizan el
servicio de trasnsporte de alumnos.
Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 67
Memorias del Pueblo
nido una utilidad aproximada de $ 240.000, que representa un 30% del capital inicialmente invertido, pero
para dimensionar correctamente el resultado económico que este negocio le dejó, es necesario adicionarle el beneficio logrado de la explotación agraria del
establecimiento y el valor de algunas parcelas que aún
retenía.
Y es entonces cuando inicia su etapa en el norte
cordobés, abandonaba el sur pampeano en el que tanto había emprendido durante 29 años, desde aquel
año 1890 cuando partió de Buenos Aires junto a su
compatriota y amigo Bartolomé Villa obedeciendo a
una intuición, más que a un razonamiento. Presentía
en ese entonces que en aquella zona de territorio argentino, más que en otras –según su propio testimonio- si bien atrasada con respecto a las demás, le sería más fácil aplicar sus energías y poner su voluntad
al servicio de alguna iniciativa, y ahora en 1919 habiendo cambiado totalmente el escenario, se retiraba dejando dos pueblos fundados y marchando, con rumbo
a un nuevo emprendimiento que sin duda ya lo tenía
en mente.
Hoy, a poco más de ochenta y ocho años de su
fundación, Gardey cuenta con una población de 632
habitantes y unas 220 viviendas edificadas en su planta urbana. No se han construido, tal como estaba originariamente previsto, el hospital, el cementerio y el
matadero. Tampoco se han abierto muchas de las calles que figuran en el trazado que realizó Monteverde y
solamente cuenta con una plaza céntrica, sin haberse
habilitado las otras dos previstas. El servicio ferroviario dejó de funcionar hace aproximadamente 20 años,
lo que produjo una profunda crisis en la localidad atenuado cuando se habilitó en 1993 el único camino
pavimentado de acceso a la localidad. Tiene una Capilla Parroquial consagrada a San Antonio de Padua,
patrono del pueblo, inaugurada el 29 de enero de 1933
donde un sacerdote de Tandil realiza los oficios solamente el primer sábado de cada mes. Como servicios
públicos cuenta con agua corriente y energía eléctrica,
careciendo de cloacas y de una red de gas.
Institucionalmente, su máxima autoridad local es un
Delegado Municipal que es designado directamente
por el Intendente de Tandil y posee un destacamento
policial dotado de dos suboficiales. En todos estos
aspectos, es evidente que no respondió a las expectativas expresadas en 1914, pero en lo atinente a lo educacional –que tanta importancia le dió Guglieri- lo ha
superado plenamente, ya que de la primitiva escuela
se ha pasado en marzo de 1980 a un sistema de Concentración escolar, que mediante un servicio de transporte implementado al efecto, reúne diariamente 450
alumnos provenientes de zonas rurales aledañas, desde el inicial Jardín de Infantes hasta el nivel previo a la
68 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003.
Universidad, contando además con un Centro de Educación de Adultos, destinado a quienes deseen completar sus estudios primarios. Este sistema ha reemplazado casi en su totalidad el antiguo de escuelas
rurales, dispersas y con muy pocos alumnos en cada
una de ellas. Por último la calle 10, una de las céntricas, por la Ordenanza Municipal Nº7856 promulgada
el 2 de diciembre de 1999 recuerda a su fundador, don
Pablo Guglieri, pero acaso es el único homenaje para
este pionero, ya que en general su obra y su personalidad es totalmente desconocida.
Conclusión
Es evidente que en esos años en que Pablo Guglieri
centró su actividad en la provincia de Buenos, supo
relacionarse con las personas necesarias en el momento oportuno, condición que ya había evidenciado
con los funcionarios del ferrocarril y luego con el General Ruiz y otros altos militares en 1898. Cuando los
sucesos de Daireaux se contacta con la familia de quien
fuera presidente de la república por dos períodos y
uno de los hombres más fuertes del momento, con
quien luego comparte algunos viajes. Ello le reportaría
manejar información excelente y por supuesto pingües
resultados.
También es de destacar la excelente lectura de los
sucesos que hizo, reportándole tomar decisiones económicamente acertadas. Cuando se aleja de Daireaux
describía la crisis que en ese momento enfrentaban
los colonos situación que tantos años les llevaría mejorar, abandonando por tal motivo su afán colonizador
para emprender la fundación de Gardey como un negocio totalmente alejado del régimen de colonización,
utilizando su apego a la agricultura en el momento
apropiado. En su condición de empresario rural medio, de acuerdo a las características de su establecimiento (extensión y particularidades productivas
mayoritariamente agrícolas) explota la coyuntura exacta cuando los precios evolucionan favorablemente,
apartándose del mismo en la ocasión justa previa al
comienzo de una de las dificultades más importantes
que el sector rural pampeano bonaerense enfrentaría
durante años, llevando a la quiebra a infinidad de productores.
Por último, abandona Buenos Aires, en un período
de tremenda convulsión y violencia, para escribir otras
historias en el norte cordobés, que el excelente cuerpo
de investigadores del Museo Histórico Municipal de La
Para ha analizado durante un tiempo prolongado, y sin
duda lo expondrán tan ajustadamente como todos sus
trabajos.
Fin
Memorias del Pueblo
UN GRINGO EMPRENDEDOR EN LA PARA: PABLO GUGLIERI
(1920-1953)
Por Carlos Alfredo Ferreyra1
Prólogo
El presente trabajo surgió a partir de una inquietud
personal para con la vida y obra de un personaje de
nuestro pueblo: don Pablo Guglieri.
Desde que comenzamos a colaborar en el Museo
de La Para, donde hace varios años se viene nombrando y recolectando información sobre este habitante de nuestra zona, nos surgió la inquietud por conocer
más detalladamente a este inmigrante emprendedor.
Aprovechando la oportunidad que nos da el Museo
Histórico Municipal “La Para” de poder investigar y difundir, contando con la gran cantidad de fuentes que
en él se resguardan y conociendo la inquietud de gran
parte de la población parense, es como nos decidimos a desarrollar este tema.
Deseamos expresar nuestros agradecimientos
hacia todos aquellos que colaboraron, de una u otra
manera, en la recolección de las fuentes.
Este trabajo no hubiera sido posible sin el apoyo
material y espiritual de nuestra común amiga Belén
Priotti y de la Municipalidad de La Para.
A todos ellos: muchas gracias.
Introducción
En este trabajo de investigación intentaremos introducirnos en algunos aspectos la vida y obra de uno
de los personajes parenses de mayor trascendencia
histórica: don Pablo Guglieri.
El objeto de nuestra investigación será entonces la
vida pública de este personaje, cuyo significado en la
vida cotidiana de los habitantes de La Para y región,
nos ha llamado la atención desde que comenzamos
con el trabajo.
Ya que no es nuestra inquietud explicar el por qué
de cada una de las acciones de Guglieri, nos limitaremos a describir su trayectoria histórica en la zona de
La Para (1920-1953).
Sobre su vida anterior, el lector tiene a su alcance
en esta misma publicación las Memorias de Guglieri y
1
el trabajo de investigación de Jorge Miglione, reproducidos en esta misma publicación.
Cuando empezamos nuestra investigación nos
sorprendió en principio la gran cantidad y la variedad
de fuentes; así en el archivo del museo parense encontramos documentos oficiales, correspondencia privada, reportajes orales, fotografías y publicaciones de
época, planos y mapas, mensuras, además de bibliografía que nos puso al tanto del estado actual de las
investigaciones.
Las fuentes fueron utilizadas luego de un profundo
análisis crítico que nos permitió dilucidar las contradicciones en que algunas veces caían unas y otras.
Gracias a una importante preparación previa sobre teoría y metodología de las fuentes orales, hemos podido
extraer de los reportajes información fehaciente. La
bibliografía existente sobre nuestro personaje de estudio es escasa, y el lector la encontrará al final del
trabajo.
Nuestro trabajo constituye una biografía descriptiva; de allí el título de crónica con el que encabezamos
la investigación. Con el término gringo, nos referimos
al inmigrante del Norte de Italia (o sus descendientes),
si bien sabemos que no se trata de un término científico es el que más se adapta al lenguaje de nuestra
población para describir a este tipo cultural.
La importancia del trabajo radica en que don Pablo Guglieri puede a partir de ella, ser considerado un
gringo emprendedor; con esta investigación pretendemos confirmar que este personaje fue un verdadero pionero del progreso en cada lugar donde vivió.
Con esto tratamos de contribuir con un grano de
arena para que el parense continúe descubriendo y
desarrollando una identidad dinámica, multicultural y
compleja.
Su llegada a la Mar Chiquita
Hacia 1920, el pequeño núcleo urbano de PuebloEstación La Para, ve llegar a un inmigrante que tenía
dos características distintivas del resto de los hijos de
Director del Museo Histórico Municipal de La Para, Licenciado en Historia (U.N.C.)
Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 69
Memorias del Pueblo
Italia, que habían llegado al lugar: primero, su avanzada edad, 55 años; segundo, su riqueza.
En general, según los testimonios existentes en el
archivo de historia oral del Museo de La Para, la mayor
parte de la inmigración italiana que llegó a la zona,
tenía las características de provenir del centro y del
sudeste del vecino departamento de San Justo, y del
noroeste de Santa Fe. Siendo estos “gringos” medieros
o arrendatarios de los grandes terratenientes de aquella zona, que habiendo logrado un buen nivel de acumulación de capital, se independizaban y adquirían
terrenos en áreas marginales como lo era esta zona.
Además, algunas de estas familias de inmigrantes o
sus descendientes que ya eran propietarios en aquellas zonas, sufrían el desprendimiento de alguno de
sus miembros que buscaban la independencia económica.
La mayoría eran jóvenes, recién casados o de mediana edad, y de posición económica media, quienes
se trasladaban tratando de lograr el sueño tan anhelado de ser propietarios.
Desde su llegada, Guglieri se diferenció pronto del
resto de la población; no en lo cultural sino fundamentalmente en lo social.
La heterogénea comunidad local de aquel enton-
ces –integrada por descendientes de criollos, españoles, indígenas, africanos, europeos del este e italianos- contó entonces con un personaje activo y
movilizador.
Según testimonios, Pablo Guglieri, habría llegado
fatigado y con su salud quebrantada. El clima y las
aguas minerales alcalinas que encontró en esta región, de la Laguna Mar Chiquita, le habrían servido
para mejorar notablemente su salud1.
Probablemente Guglieri llega a nuestra zona antes
de 1920; la documentación escrita existente en el museo parense, nos indica que a partir de 1919 es cuando realiza importantes inversiones en la región, indudablemente con miras a establecerse definitivamente
en estos lugares.
Comienza comprando en 1919 “La Vicenta” en
Cotagaita y Brinkmann2 y “El Ojo de Agua” de 811 has.
“La Juanita” de 2400 has. en 1921. “Los Acequiones” de
285 has. en 1926; y un sinnúmero de pequeñas parcelas a pequeños propietarios. Mas tarde, en 1937 compra “Costa de Ansenuza o Toros Muerto” de 2149 has.3
En el anuario de Córdoba de 1940, figura como
colonizador de las estancias “La Elisa” y “La Fortuna”
de más de 1.500 has. cada una. Estamos mencionando los campos que compra cercanos a La Para, y que
Figura 16. Vista de uno de los criaderos de nutrias blancas en Villa Mar Chiquita al norte de La Para
1
Diario Los Principios, 9-12-26, p. 5
GHINAUDO, Roberto: “Estancia La Vicenta y la familia de Gualterio Spirandelli”, Brinkmann, inédito, 1999.
3
Todos estos expedientes se encuentran en el Archivo de la Dirección General de Catastro de la Provincia de
Córdoba, con copias en el Archivo del Museo Histórico Municipal “La Para”.
4
Diario Los Principios; cit.
5
Reportaje a Francisco Laurentti, Archivo de Historia Oral del M. H. M. “La Para”
6
Reportaje a Francisco Laurentti, Archivo Oral M.H. M.
2
70 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003.
Memorias del Pueblo
tienen en su gran mayoría un linde con la Laguna Mar
Chiquita; los que inmediatamente ponía a trabajar. Se
convierte en el terrateniente más grande, y con una de
las fortunas más sólidas de Córdoba, con propiedades en los departamentos Río I, Río Seco y Tulumba4.
Tanto en los testimonios orales, como los documentales coinciden en afirmar que ponía a trabajar en
sus tierras a colonos que asociaba, y a los cuales remuneraba muy bien.5
En sus campos del norte de La Para, se dedicó no
sólo a la explotación de los montes y a la producción
tradicional de trigo, maíz, sorgo y alfalfa, sino que desde su misma llegada comenzó a experimentar con plantaciones de olivos, cítricos, y la cría de pejerreyes, ranas y coipos (nutrias)6.
Desafortunadamente no podemos conocer la cronología exacta de todos estos emprendimientos, ni los
resultados exactos de los mismos, lo que sí podemos
deducir es que, salvo la crianza de nutrias, ninguno de
estos proyectos alternativos produjo los resultados que
él podía haber esperado.
Como ya dijimos, Guglieri poseía una de las más
grandes extensiones de tierras en la provincia de Córdoba, lindando con la laguna. Siendo éste personaje
activo, innovador, emprendedor y tenaz, poco tardó en
considerar privilegiada a la tierra que había llegado,
encontrando en la costa de la laguna manantiales de
aguas incomparables en minerales alcalinos del tipo
de los más renombrados, que a él le devolvieron en
poco tiempo la salud, como ya dijimos.
El Savoy Hotel
Inmediatamente después de radicarse en La Para,
comienza a proyectar y elaborar la obra más grande,
breve y representativa de éste en la zona, la construcción del Savoy Hotel en las playas de la Mar Chiquita.
Como no podía ser de otra manera viniendo de este
hombre con un raro temple, y una energía particular
esta obra que iniciaba no era una más, sino un cambio
una consagración, un establecimiento que se consideró único en su género en la zona.
En el año 1922, comenzaron con los desmontes y
picadas hasta el lugar donde se iba a construir el hotel, que desde el pueblo de La Para medían 17 Km.,
distancia que se salvó construyendo un ferrocarril económico, tipo Decauville de su propiedad.7 Este ferrocarril contaba con un desvío en el campo de la Familia
Folli a unos 10 Km. de su recorrido utilizado para cargar leña, carbón y otros productos.8
En un principio para tender esta línea particular tuvo
que sortear algunos obstáculos, desde la oposición
de algunos propietarios de tierras hasta la cuestión
legal; siendo discutida la autorización para establecer
y explotar por su cuenta el ferrocarril en la Cámara de
Senadores, en donde el Senador del Departamento
Río Primero muestra su interés por defender la concesión. En la discusión arguye, que obras como las realizadas por Guglieri deben ser estimuladas en toda
forma a objeto de propender al “adelanto” de los pueblos, dice que conociendo personalmente a éste es
considerado en la zona como un hombre de gran generosidad y altruismo. 9
El ferrocarril ya estaba construido, había sido autorizado por el Poder Ejecutivo provisoriamente hasta que
la legislatura prestara su asentamiento.
Este se debe haber utilizado para transportar los
materiales para la construcción del hotel, que en lo
posible fueron utilizados los producidos en la región y
de la provincia, importándose aquellos que no se producían aquí.
En 1924, se comenzó a construir el hotel, se puso
en marcha el sueño de don Pablo de alzar en pleno
monte y playa un edificio maravilloso de dos plantas,
réplica del Savoy de Buenos Aires; pero éste estaría
rodeado de una naturaleza agreste, la laguna con sus
flamencos rosados, patos, cisnes de cuello negro y
cuantas aves pudiéramos imaginarnos.
Dos años tardó en la construcción del hotel, en diciembre de 1926 se inauguró; el edificio abarcaba una
superficie de una hectárea, contando con una distribución muy funcional.
En el frente, de dos plantas, estaban los dormitorios y salón de fiestas en la alta; y en la parte baja se
encontraba el salón comedor, bar, vestíbulos, salón de
lectura, salón de fumar y toilets. Además, según testimonios de quienes lo conocieron, el Hotel contaba con
una habitación destinada a Capilla para San Antonio y
con teléfono privado que comunicaba el hotel con la
punta de rieles en La Para.10
En el centro estaban instaladas las cocinas, las
cuales habían sido objeto de especial cuidado, siendo
amplias y ventiladas, toda su batería era de níquel y
había sido especialmente fabricado en Austria. Había
pastelería y panadería que elaboraban el pan y las
masas para el consumo, y un frigorífico, éstos estaban
independientes del resto del edificio.
En los costados y parte media, tenía dormitorios y
baños comunicados por amplios corredores.
En la parte posterior del edificio, estaban instalados los garajes, y dormitorios para el personal de servicio; en su comienzo todo el personal desde los administradores, la gerencia, el chef, maitre d’hotel, mozos,
etc. que eran alrededor de cien personas procedían
del Savoy Hotel de Buenos Aires.11
Se había instalado una usina propia, mediante la
cual suministraban luz y energía eléctrica, de esta forma se podía mantener el frigorífico y la fabrica de hielo.12
El hotel contaba como ya dijimos con salón de fiestas y de baile, bar, billares, peluquería, orquesta per-
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Memorias del Pueblo
manente, cancha de tenis y crocquet.13
El edificio tenía 130 habitaciones. Y un estilo
ecléctico, con rasgos de arquitectura espontánea de la
inmigración italiana.
La construcción tuvo un costo aproximado de
$1.200.000.14 Fue el hotel que demando la inversión
más grande hasta entonces realizada en ese rubro en
Córdoba.15
La playa sobre la que estaba edificado el hotel era
la más amplia y resguardada que tenía la laguna, tenía
un muelle que penetraba al mar de una extensión de
cien metros. 16
Había dos piletas de natación, una de agua dulce
de 2 mts. de profundidad, alimentada con cinco pozos
surgentes; y la otra de agua salada construida dentro
del mar, alimentada por este. Además había 80 casillas particulares para baños de mar.
En el citado artículo del diario Los Principios se
hace el comentario del espectáculo delicado que ofrecía la mar contemplada desde el Savoy Hotel, ya sea
de noche “cuando la marejada se recostaba en la playa, o en la mañana cuando como nubes rosadas recortaban el horizonte los flamencos que se movían a la
distancia”.
Aparte de ofrecer las comodidades del hotel, se
promocionaban las propiedades curativas de las aguas
de Mar Chiquita, y de su barro radioactivo, de los
surgentes naturales de aguas térmicas a 30ºC, aguas
sulfatadas, cloruradas, con proporción de sales de hierro, yodo arsénico, vanadio, según se hicieron análisis
químicos en la Capital Federal. También se ofrecían
baños de fango con marcadas propiedades radioactivas y baños de sol donde se trataba reuma, gota y
otras afecciones.17
Según testimonios de quienes lo conocieron, el
Savoy Hotel tuvo temporadas de auge y de decadencia
alternadas y cíclicas18; en fotografías de la época podemos observar las piletas con mucha gente; y las
fiestas dadas en los salones son todavía recordadas;
y es muy mencionado el hobby de don Pablo que cantaba y bailaba subido a unos zancos; tenía también
afición al automovilismo, y otros deportes u entretenimientos típicos de los estratos sociales más altos.
En 1927, ocurre un hecho desagradable para
Guglieri, muere su hija Delia en un accidente
aeronáutico en Mar Chiquita; siendo ésta la primera
mujer que fallece en este tipo de tragedia en Argentina19.
Cabe recordar que en 1926, siguiendo su espíritu
político, y su interés por impulsar el desarrollo del pueblo, ocupa el cargo de intendente; siendo el primero ya
que en este año es cuando se convierte en municipio
las comisiones de fomento.20 Comienza esta tarea
demarcando calles, la plaza pública y el cementerio.
Sus inquietudes se plasman en el Acta Nº1 de las Sesiones del Consejo Deliberante, donde se propone el
Figura 17. Una de las locomotoras utilizadas por Guglieri para unir la Estación La Para con el Savoy Hotel.
7
8
9
PEBETA,1923; Biblioteca Popular “Martín Fierro”, Balnearia.
Reportaje a Teresa Gaiano de Folli, Archivo de Historia Oral M.H.M. “La Para”.
Honorable Cámara de Senadores; Diario de Sesiones, 1925, 18º Sesión plenaria y 18º Sesión de Prórroga.
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Memorias del Pueblo
Figura 18. Vista del Savoy Hotel en construcción. Puede apreciarse el tren cargado de materiales.
cobro de impuestos:
Para la reparación, alcantarillado y conservación
de las calles y plaza del pueblo, se cobrará a cada
propietario de terreno situado en la planta urbana, edificado o baldío, un impuesto anual de 0,25 por cada
metro. El producto de dicho impuesto tendrá ingreso a
una cuenta especial “Fondos de Vialidad” y sus recursos no podrán invertirse en otro destino que el expresado.21
Está en la intendencia desde 1926 hasta 1928; y
en 1930 reasume al cargo de intendente esta vez como
interventor y aparentemente deja el cargo en 1932.
Guglieri pertenecía al partido Demócrata Nacional, y
tenía importantes conexiones con el gobierno provincial.
Es en este período (1926), que don Pablo da forma
a otro de sus proyectos quijotescos, la fundación de un
pueblo: Villa Mar, al borde de la laguna, en la zona
donde se encontraba el hotel. Hace el loteo de una
parte de sus tierras, 285 manzanas proyectadas, de lo
que sería según su imaginación un gran pueblo a la
altura de los grandes centros turísticos del momento.
22
Y en la realidad este lugar llegó a tener en la década
del ’30 alrededor de 300 habitantes, subcomisaría y
telégrafo, escuela y comercios, siendo su base económica los criaderos de nutrias (comunes y blancas), las
plantaciones de frutales y quintas.23
En agosto de 1934, algunos habitantes de La Para,
gestionan ante la Cámara de Diputados la posibilidad
de un cambio en la denominación del pueblo por el de
Mar Chiquita.
Se determina después de la sesión que este proyecto volverá nuevamente a comisión24. Ese mismo día
llega un telegrama destinado al Presidente de la Cámara de Diputados, remitido por Guglieri donde dice:
“El cambio de nombre de La Para por Mar Chiquita no
me interesa ni es de mi conveniencia.”25
Es sugestivo que esta ley por el cambio de nombre
del pueblo haya sido girada en Comisión, y de allí archivado, luego de comprobar que en la nota de solicitud del proyecto no figura la firma de Guglieri, y que
llega el telegrama en el que éste implícitamente solicita se deje de tratar el tema.
Es durante el curso de esta sesión, en que se hace
referencia, por parte de algunos diputados a las obras
de Guglieri, que sin haber recibido nada del Estado, ha
Figura 19. Una de las máquinas que poseía el ferrocarril privado de Guglieri, en los primeros años el maquinista fue el Sr. Teumacco. En la fotografía, está posando Julio Guglieri, hijo de Pablo.
10
Reportajes a Olga Valverde y Neri Barotto, Archivo de Historia Oral del M.H.M. “La Para”.
Diario Los Principios, 9-12-26, p.5
12
Diario Los Principios; 9-12-26, p. 5
13
Propaganda gráfica del Savoy Hotel De Mar Chiquita, Documentario VIII, A. M. H. M. “La Para”.
11
Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 73
Memorias del Pueblo
Figura 20. Tarjeta Postal con la imagen del frente del Savoy Hotel de Mar Chiquita
hecho semejante hotel considerándose el
emprendimiento más importante de la zona, diciéndose aquí que -puesto en funcionamiento el mismo- su
dueño perdió más de 36.000 pesos en la primer tem-
porada.
En el año 1936, el tren había dejado de funcionar, la
época de auge había menguado, el turismo al Hotel
Savoy fue disminuyendo, y mantener el pequeño ferro-
Figura 21. Vista de la playa del Savoy Hotel con sus instalaciones
14
PEBETA, Nro. Extraordinario, Nº1.074, Julio de l947, A. M. H. M.
Reportaje a Andrés Berga, Archivo de Historia Oral del M.H.M. “La Para”.
16
Diario Los Principios, 9-12-26. P. 5.
15
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Memorias del Pueblo
carril ya no era conveniente26.
Aproximadamente en 1937, hubo un avance de las
aguas de la laguna, que llega hasta el hotel; luego
retrocede pero produciendo daños en el edificio, con
altos costos de mantenimiento.
En 1938, la panadería y el frigorífico ya no producían para autoabastecerse, los productos eran llevados desde el La Para.27
Aparentemente estas causas (telúricas y económicas), hacen que Guglieri venda en crédito el hotel a la
familia Bertero, quienes con el ánimo de ponerlo en
condiciones, hacerlo funcionar y revenderlo a mejor
precio lo trabajan por un par de años; pero el proyecto
no dio los resultados esperados, no pudiendo la familia Bertero pagarlo, ni menos venderlo.
Y en el año 1940, Guglieri llevó gente a trabajar,
bajo las órdenes de Antonio Bertero (que era quien
tenía a su cargo el hotel) y les ordenó que lo demolieran28. La noticia no tardó en llegar al pueblo, y a la tarde
estaba el lugar lleno de gente comprando lo que salía
de la destrucción. “Una vez más nadie entendía nada.
Todo se aceptaba”29.
El gran Savoy Hotel comenzaba a quedar simplemente en la memoria; como un niño creativo jugando
había construido su sueño, ahora también como un
niño jugando lo mandaba a demoler.
En ese mismo año también se levantaron los rieles del ferrocarril.30
Retorno a la mesura
En el período que media entre la demolición del
Savoy Hotel y la construcción del Nuevo Hotel Savoy
(en 1945) a la que nos referiremos luego, Guglieri continuó con sus producciones de las que hablábamos al
principio de este capítulo, pero desmantelando progresivamente las experimentaciones (cítricos, ranas,
nutrias) e invirtiendo más en la agricultura y ganadería
tradicional; terminando la construcción de algunos de
sus cascos de estancias.
Terminada la demolición del Savoy su lugar de residencia, este se retira al edificio de construcción
semisubterránea, que poseía en una de sus estancias, a un costado del desemboque del Río Primero,
en Laguna del Plata.
Durante toda su vida en la región de La Para realizó, además, una importante red caminera que recorría
Figura 22. Pablo Guglieri practicando uno de sus entretenimientos favoritos: andar en zancos
todas sus propiedades y aprovechaba las características del terreno; así hizo también el célebre “diquecito”
(como hoy se le llama), que es un verdadero dique de
contención de las aguas de Laguna del Plata para que
no fluyan hacia Mar Chiquita, sirviendo además de
puente.
Muchas de las construcciones realizadas por don
Pablo aún se mantienen en pie.
En el 1945, comenzó la construcción de lo que se
llamaba Nuevo Hotel Savoy en la costa sur de la Laguna del Plata (subsidiaria de Mar Chiquita) a orillas del
Ferrocarril Belgrano y el Camino Provincial Nro.17.
Este en realidad era un bar, con un salón de baile y
una gran pista al aire libre, aquí también Guglieri había
construido una pileta de agua dulce alimentada por
surgentes, casillas y vestuarios. Allí los fines de semana se reunía la gente de la zona a bailar con orquestas
en vivo31.
17
Anuario Guía de Córdoba, Tomo IV, 1938, p. 579.
Reportajes a Berga, Barotto y Valverde; aún que no todos coinciden en esa afirmación. Para la Sra. Valverde el
Hotel Savoy siempre funcionó muy bien en temporada alta.
19
AVIACION, Nro. 59, 27-2-27, p.20.
20
ALEGRE, Rosa: Recordarnos, Bohemia y Figura, Córdoba, 1986, p. 41
21
Libro de Actas Nº 1, 1927–1933, Honorable Consejo Deliberante de la Municipalidad de La Para.
18
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Memorias del Pueblo
Don Pablo Guglieri, se traslada a la ciudad de Córdoba en el año 1952, donde fallece por causas naturales, el 26 de setiembre de 1953.
Conclusiones:
el gringo emprendedor
Después de descripta la vida de don Pablo Guglieri,
creemos que queda ampliamente comprobada nuestra hipótesis anunciada en la introducción, cuando decíamos que este personaje fue un verdadero gringo
emprendedor.
Dentro del proyecto modernizador encarado por el
Figura 23. Turistas en la pileta de agua salada del Savoy Hotel de Mar Chiquita.
Estado argentino, desde mediados del siglo XIX, los
inmigrantes debían cumplir con un doble rol bien definido: trabajar para la modernización y el desarrollo de
una Argentina que deseaba integrarse al moderno sistema mundial capitalista y servir de ejemplo de trabajo
y tenacidad al resto de los habitantes del país.
Ocurre que dentro de ese proyecto los inmigrantes
no debían pasar de ser los formadores de una clase
media, constituida por pequeños y medianos propietarios, cuentapropistas y obreros especializados.32
Pero ocurre que don Pablo Guglieri cumplió todo lo
proyectado para los inmigrantes y un poco más: fue
obrero raso, especializado, pequeño propietario, en
principio no intervino en la política (ámbito sagrado de
la elite criolla), trabajó duramente, sirvió de ejemplo
para otros inmigrantes y para los habitantes del país;
pero desde un momento de su vida como vimos, fue
22
más allá de ese limitado papel: fue terrateniente, empresario y político.
Así es como, creemos que Guglieri es el ejemplo
más acabado del gringo emprendedor y progresista:
sólo la muerte logró frenar su catarata de proyectos, los
cuales nunca quedaron archivados, en todo caso algunos fracasaron, siempre miró a cada uno de los lugares de su residencia como un lugar potencial para iniciar todo tipo de empresas. Además buscó siempre el
progreso social, especialmente para sus compatriotas,
siendo un tanto más despectivo hacia los nativos.
Creemos entonces haber comprobado nuestra hipótesis central.
Finalmente, debemos aclarar que esta investigación es solo un principio, es solo el primer acercamiento hacia la vida de Pablo Guglieri, por lo que no es
un trabajo concluido, por el contrario deseamos que
genere inquietudes y preguntas en la comunidad y en
Según plano de Villa Mar, A. M. H. M. “La Para”
Comunicación personal con Antonio Cardo, nativo de Villa Mar.
24
Honorable Cámara de Diputados, Provincia de Córdoba; Diario de Sesiones. 1934, p.p. 101 y 995-1018
25
Honorable Cámara de Diputados, Provincia de Córdoba, Notas y Proyectos, 1934, Tomo 1, Folio 85
26
Reportaje a Andrés Berga, Archivo de Historia Oral del M. H. M.
27
Reportaje a Alfredo y Ernesta Scovasso, Archivo de Historia Oral del M.H.M.
23
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Memorias del Pueblo
Figura 24. Los empleados del Savoy Hotel durante su época de mayor esplendor.
todos aquellos que busquen indagar sobre el interesante pasado de la región.
Queda mucho por investigar sobre Guglieri: su pensamiento, su acción política, su actuación en otras
partes del país, su relación con el gobierno de Mussolini
en Italia, etc.
De lo que estamos seguros es que nadie podrá
prescindir de la vida de Pablo Guglieri cuando se indague en la historia contemporánea de La Para.
Figura 25. Estado actual de la vivienda particular de
Guglieri conocida como “El Subterráneo”
28
AVEDANO, Sergio: Los cordobitas: símbolos de un sueño. Cap. 1 Pablo Guglieri. Bohemia y figura, Córdoba, l998, p.32
Ibídem.
30
Aún que algunos testigos afirman que los rieles fueron levantados en 1939 y no en 1942.
31
Comunicación personal con Carlos Navarrete e Irma Gudiño y Reportaje a Dante Candusso, quien fuese el
primer concesionario del Nuevo Hotel Savoy en 1950, Archivo de Historia Oral del M.H.M “La Para”.
29
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Memorias del Pueblo
Figura 26. Estado actual del casco de la gran estancia
“Los Surgentes” de Guglieri.
Figura 27. La pileta del Nuevo Hotel Savoy, a principios de la década de 1950.
32
HALPERIN DONGHI, Tulio: Una nación para el desierto argentino; CEAL, Buenos Aires; 1988, passim.
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Memorias del Pueblo
Figura 28. Una vista de las ruinas del Savoy Hotel, hacia la década de 1960. El lugar aún era utilizado por los
veraneantes para disfrutar de las aguas de la Mar Chiquita.
Figura 29. Pablo Guglieri y algunos visitantes en sus criaderos de nutrias en Mar Chiquita.
Figura 31. Uno de los 120 toilletes que poseía el Savoy
Hotel. Casi todo el mobiliario había sido fabricado en
La Para.
Figura 30. Boleto del Ferrocarril Económico particular
de Pablo Guglieri.
Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 79
Memorias del Pueblo
Figura 29. Publicidad del Savoy Hotel aparecida en el Anuario Guía de Córdoba en 1938.
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Memorias del Pueblo
Figura 32. Mapa en el que puede observarse la ubicación del Savoy Hotel y de Villa Mar, al Norte de La Para.
Figura 33. Factura de la Barraca y colchonería
de Rivero Hnos. de La Para, donde se detalla
la confección de colchones, almohadas y almohadones, 1926.
Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 81
Memorias del Pueblo
Bibliografía
ALEGRE, Ángela Rosa: Recordarnos: 75mo. Aniversario
de La Para; Bohemia y Figura; Córdoba; 1986.
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Colección Crónicas Noveladas Nº1; Universitas;
Córdoba; 2002.
CANDUSSO, Elder: La Para Siglo XXI, s/e, La Para, 2001.
GHINAUDO, Roberto: “Estancia ‘La Vicenta’ y la Familia
de Gualterio Spirandelli”, Brinkmann, 1999, Inédito.
GUGLIERI, Pablo: Las memorias de un hombre del campo: treinta años de permanencia en la República Argentina; Albacio; Buenos Aires; 1913.
HALPERÍN DONGHI, Tulio: Una Nación para el Desierto Argentino; CEAL; Buenos Aires, 1988.
ROMERO, José Luis: Breve Historia Contemporánea de
la Argentina; FCE; Buenos Aires, 1993.
SILVESTRE, Saúl: Puesto del Medio – La Para: sus orígenes; s/e; Córdoba; 2000.
Fuentes Editas
AVIACION; No. 59; febrero de 1927.
ANUARIO GUIA DE CORDOBA; 1938; 1939 y 1940;
Diario Córdoba; Córdoba; 1938, 1939, 1940.
LA PRENSA: 03/01/1910.
LA NACION: 4, 5, 6 y 8/01/1910.
LOS PRINCIPIOS: 09/12/1926 y 13/03/1931.
HONORABLE CAMARA DE DIPUTADOS DE LA PROVINCIA DE CORDOBA: Diario de Sesiones;
1934.
HONORABLE CAMARA DE SENADORES DE LA PROVINCIA DE CORDOBA: Diario de Sesiones;
1925.
PEBETA; Nº1074; Julio 2 de 1947; Balnearia; Córdoba.
Fuentes Inéditas
Documentarios Nos. V, VI, VII, VIII, IX, X y XII del Archivo
del Museo Histórico Municipal “La Para”. En estos documentarios hay reprografias de fotografías y documentos existentes en archivos provinciales y nacionales.
Archivo Municipal de La Para; Libro de Decretos 1.
Archivo Municipal de La Para; Libro de Ordenanzas Nº1.
Archivo de Historia Oral del Museo Histórico Municipal
“La Para”; reportajes a: BERGA, Andrés;
CANDUSSO, Dante; BAROTTO, Neri;
LAURENTTI, Francisco; GAIANO, Teresa;
SCOVASSO, Ernesta; SCOVASSO, Alfredo;
CAPINNI, Oreste; ALVANO, Emma; MERLO, Marta; GUGLIERI, Italo; VALVERDE, Olga.
Comunicaciones personales con CARDO, Antonio;
GUDIÑO, Irma; NAVARRETE, Carlos.
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Memorias del Pueblo
La dirección de la revista recibió esta contribución espontánea de cultura popular:
una poesía dedicada a Guglieri, escrita por la Prof. Alia Diva Ferreyra. A ella nuestro
agradecimiento por su colaboración.
El Visionario
El Gran visionario
quedó deslumbrado
por las aguas plateadas
del Mar de Ansenuza,
y forjó en su mente
la obra maestra
y plasmó en cemento
su hermoso sueño.
Don Pablo Gulglieri,
hizo un gran hotel,
con salones espaciosos sorprendiendo a la gente
de nuestro pueblo naciente.
Visitada por veraneantes
de lejanos lugares,
se decían fascistas
que dejaban enterrados
aquí sus tesoros.
Instaló un trencito
que desde La Para
trasladaba a los turistas
a la floreciente obra de la Mar.
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