Notas sobre historia del siglo XX

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Notas sobre historia del siglo XX
apuntes de aproximación didáctica
por Gabriel Guralnik
UBA – Facultad de Psicología
Cátedra: Informática, Educación y Sociedad
Profesor Titular: Lic.Carlos M. Neri
Octubre de 2011
INDICE
Advertencia Importante para los alumnos
3
1. Introducción
3
2. Una breve reflexión sobre la historia
4
Conceptos generales y consideraciones sobre las “edades históricas”
4
La historia como discurso
6
Nuestro recorrido
7
3. El camino hacia la Modernidad
8
4. La modernidad hasta el siglo XIX
12
5. Cinco etapas en la historia del siglo XX
18
6. La herencia colonial (1900-1914)
22
7. La Era de los Totales (1914-1945)
25
La Primera Guerra Mundial
25
El período de entreguerras: la década de 1920
27
El período de entreguerras: la década de 1930
30
La Segunda Guerra Mundial
36
La guerra racial
37
8. Guerra Fría y Carrera Espacial (1945-1979)
39
Los comienzos de la Guerra Fría
39
Computadoras y TV: la forma de “lo que vendrá”
42
Tiempo límite: la década de 1960
43
El fin de la prosperidad: la década de 1970
47
9. La “Revolución Conservadora” (1979-1995)
49
10. El triunfo de la irrealidad (1995-1999)
52
11. Conclusiones: “lo que vendrá”
54
Bibliografía
55
Gabriel Guralnik
Notas sobre historia del siglo XX. Apuntes de aproximación didáctica
Notas sobre historia del siglo XX
Apuntes de aproximación didáctica
por Gabriel Guralnik
Advertencia Importante para los alumnos
A los efectos de su uso en “Informática, Educación y Sociedad”, este apunte
está estructurado, en los capítulos 3 a 10, en orden cronológico. El siglo XX se
aborda en los capítulos 6 a 10. La lectura de los capítulos anteriores es, en
cieto modo, opcional, para quien se interese por algunos antecedentes. Los
capítulos 6 a 10 abarcan, cada uno, una etapa del siglo XX. Si el alumno se
interesa –para el trabajo que elaborará- en una sola de estas etapas, puede
centrarse en el capítulo respectivo. Por ejemplo, si se trabaja con “La Era de
los Totales” (1914-1945), corresponderá una lectura más atenta del capítulo 7.
Siempre es recomendable leer el apunte completo, pero es importante insistir
en que se preste especial atención al período que se desea abordar. Como en
todos los casos, la lectura debería una experiencia placentera. Incitar al alumno
a leer temas que no son de su interés no es un objetivo de este apunte.
1. Introducción
Estas notas no pretenden ser, ni mucho menos, un texto sobre historia, en el
sentido que a ese vocablo le daría un historiador. Son, más bien, una guía, un
mapa que ayude a comprender, junto al discurso sobre determinados hechos
(lo que un historiador llamaría “historia fáctica”), ciertas corrientes que hacen a
las representaciones sociales –en Occidente- de cada momento. Una agenda
que permita acercarse a algunos puntos del devenir del siglo, desde el punto
de vista de quien escribe. El destino de la historia es ser escrita y reescrita, en
forma constante. La resignificación del pasado forma parte del presente. Quien
crea que conoce de historia está, a nuestro juicio, tan equivocado como quien
cree que, por tomar literalmente un discurso, ya se “apropió” de lo que ese
discurso pretende reflejar, como si no hubiese un contenido no manifiesto, que,
tarde o temprano, alguien habrá de revelar.
En el marco de la Cátedra “Informática, Educación y Sociedad”, pretendemos
aquí ofrecer un marco breve histórico para facilitar el estudio de la tríada
tecnología-sujeto-sociedad. La tecnología existe desde que existe la cultura.
Toda transformación de la naturaleza lleva implícita una tecnología. Pero la
palabra “tecnología” tomó un nuevo impulso con la velocidad que las “nuevas
tecnologías” imprimieron a Occidente desde, como mínimo, fines del siglo
XVIII. Por otra parte, la tecnología no se refleja sólo en artefactos. Los efectos
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de los dispositivos de poder (también tecnologías) han sido bien estudiados por
Foucault. Remitimos, para ello, a su lectura. El atravesamiento del sujeto que
producen las “nuevas tecnologías” –de producción, de consumo, de poder- es
tan importante como para merecer un estudio especial. Más modestamente, lo
que intentamos aquí es fijar un primer “mapa”, que permita, eventualmente,
explorar algunos puntos del devenir histórico. Si con esa exploración se
descubre que este primer mapa tenía defectos, incompletudes, o inexactitudes,
que muevan a que quien lo lee profundice uno o más temas, habremos
cumplido, en parte, nuestro objetivo.
Como siempre, debo agradecer en forma especial al Profesor Carlos Neri,
Profesor Titular Regular de la Cátedra “Informática, Educación y Sociedad”,
que me mantiene junto a él (con toda la paciencia que esto implica). Y junto a
él, al cuerpo docente de la Cátedra, fuente constante de inspiración y de
conocimientos –que, siquiera en parte, trato de aprovechar. Y a los alumnos, a
quienes el texto va dirigido, y que son, en definitiva, la razón de nuestro trabajo.
2. Una breve reflexión sobre la historia
Conceptos generales y consideraciones sobre las “edades” históricas
Se ha dado en llamar “historia” al período en que la humanidad comenzó a
comunicarse en forma escrita. De esa época quedan documentos –en diveros
formatos- que se analizan como históricos. Por supuesto, la mayor parte de los
hallazgos pertenecientes a los primeros tiempos de la escritura pertenecen,
más bien, al campo de la arqueología.
Los primeros escritos se han encontrado, hasta ahora, en Mesopotamia (la
zona entre los ríos Tigris y Eufrates), en la ciudad de Uruk IV. Es decir, en la
cuarta ciudad de Uruk descubierta cuando los arqueólogos excavaron. Estos
escritos datan, por lo que nos dicen, de alrededor del año 2800 antes de Cristo.
Razonablemente, la escritura –y, con ella, nuestra reconstrucción de la historiahabría nacido entre los siglos XXIX Y XXVIII previos a nuestra era.
Se trata de tablas de arcilla cocida, grabadas con algún tipo de punta. Suele
incluirse en la escritura llamada cuneiforme. Los hallazgos considerados más
antiguos estaban en el Templo de Uruk, y se referían al registro (casi, diríamos,
la “contabilidad”) de los bienes de los que se disponía: animales y grano, por
ejemplo. No faltará quien quiera adjudicar la motivación de la escritura a un
origen económico. Sin discutir el aserto, el hecho es que la escritura fue y es
sumamente compleja, y que la falta total de contexto en los primeros mensajes
encontrados no parece dar lugar solamente a una teoría económica de la
historia universal, sino también a otras miradas posibles.
Estos documentos pueden haber sido –en su momento- mensajes triviales, o
graves anuncios. Pueden haber sido veraces –desde el punto de vista de quien
los producía- o falsos. Pero incluso su trivialidad o urgencia, incluso su
veracidad o falsedad, brindan información adicional al historiador. Esta
tendencia se mantendrá a lo largo de todo el curso de la investigación histórica,
y dará lugar a una disciplina, la hermenéutica, especializada, por diversas vías,
en interpretar, en su contexto, los documentos historicos.
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El positivismo nos dejó como herencia la obsesión por clasificar, incluso
cuando los criterios de clasificación sean, por arbitrarios, casi insostenibles.
Sostengamos, por un momento, la subdivisión en períodos historicos que nos
legara el siglo XIX. Tendríamos, asi, cuatro edades:
Edad Antigua: del inicio de la escritura a la Caída del Imperio Romano de Occidente
Período: 2800 AC al 476 DC (Uruk IV a la Caída de Roma)
Edad Media: de la Caída de Roma en Occidente a la Caída de Roma en Oriente
Período: 476 a 1453 (caída de Constantinopla en poder de los turcos)
Edad Moderna: de la Caída de Roma en Oriente a la Revolución Francesa
Período: 1453-1789 (caída de Constantinopla a la Revolución Francesa)
Edad Contemporánea: desde la Revolución Francesa hasta el presente
Período: 1789 en adelante
En un primer análisis, el absurdo salta a la vista. La historia sólo se mide en
hechos que afectan a Europa. Sobre todo, considerando que Uruk IV está en
Asia, pero fue redescubierta por investigadores europeos. ¿No habría sido más
amplio situar el fin de la Edad Media (lo que quiera que eso signifique) en 1492,
cuando el Nuevo Mundo comienza a sufrir al Viejo?
Se podría elegir, por ejemplo, como inicio de una Edad lllamada Clásica, a la
victoria de los griegos en las Guerras Médicas, y, como final, al traslado del
Emperador romano a Constantinopla, pues ya eso marcaba la decadencia de
Roma, mucho antes de su caída. Con todo derecho, una Edad Moderna II (o
sea, posterior a la tradicional) podría haberse iniciado con la Revolución
Científica de Kepler, Newton y Leibniz (en algún momento previo a 1700). Se
podría elegir como inicio de la Edad Contemporánea la Independencia de los
Estados Unidos (1776), o, con mayor convicción, el inicio de la Revolución
Industrial (ca.1760). Por otra parte, dar a una Edad el pretencioso nombre de
“Contemporánea” implica situarla casi fuera del tiempo. La contemporaneidad
implica una sincronía, que nos estaría situando como “contemporános” de las
personas del siglo XIX. Ahora bien, una vez usado ese término, ¿cómo llamar a
una Edad posterior a la Contemporánea? ¿Estaríamos viviendo ya en el futuro?
¿Y que sería, entonces, el futuro? ¿Dejamos a quienes vengan después que se
las arreglen con el tiempo verbal?
El absurdo es, de todos modos, relativo. Pensemos que la historia nace
europea, y, más precisamente, griega. Se considera que su padre es Heródoto
de Halicarnaso, que utiliza el vocablo griego historía como “pesquisa”. En cierto
modo, más una investigación policial que una lectura de documentos aburridos
en idiomas que vaya uno a saber cómo se pronunciaban. Heródoto quiere
reconstruir una hazaña sin igual en su época: la victoria de los pequeños
griegos contra el gigantesco Imperio Persa de los Aqueménidas.
En otras palabras, las Edades las inventaron estudiosos europeos, y no tiene
sentido discutirlas. En todo caso, son como puntos de referencia imprecisos,
vagos, de sitios a los que uno quisiera viajar. Carteles oxidados para indicar
caminos que nunca envejecen. Porque la historia, bien estudiada, es presente,
remite siempre a un ahora. Porque la historia es historia del ser humano, y la
escribe el ser humano. Y el ser humano es el mismo, en todas partes, en todas
las épocas. Cambia su lengua, su sociedad, su tecnología, pero sus problemas
fundantes son los mismos. El homo sapiens-sapiens nos interesa en tanto
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sujeto, y presumimos que, a igual momento histórico e iguales posibilidades, el
desarrollo ontogenético de dos sujetos tendería, estadísticamente, a ser similar.
La historia como discurso
Algunos conceptos, tanto de los párrafos precedentes como del resto del texto,
pueden ser discutidos a la luz de las discusiones en torno a lo que se ha dado
en llamar Posmodernidad. Es un debate en el que no entraremos. Ni siquiera
entraremos, cuando avancemos a lo largo de las décadas de 1980 y 1990, en
puntualizaciones sobre el posmodernismo. En ninguna de sus aristas. Por dos
razones, entre otras. Una, que presumimos que el lector está más familiarizado
con estos debates, cercanos en el tiempo, que con la “historia fáctica” del siglo
XX. Otra, que la visión posmoderna, por sí misma, estiraría el apunte mucho
más allá de lo que consideramos razonable para un apunte. Podrá o no ser
objeto de un trabajo posterior.
Sólo una aclaración, que acaso reiteremos, tiene relación con este movimiento.
La historia es un discurso. Construido, a la vez, con otros discursos. Esto, que
hoy parece trivial, fue establecido por Philippe Aries mucho antes del tiempo de
la Posmodernidad. Y fue explorado a fondo por Foucault, que en un momento
fue su discípulo. Y si es un discurso, producto de otros discursos, se puede
proceder a su deconstrucción, por diversos medios. Por ejemplo, la arqueología
del discurso. Y a distintas reconstrucciones, provisionales, también por diversos
medios. Por ejemplo, la genealogía. Es, en parte, el inmenso ejercicio que hace
Foucault. Pero la concepción de la historia como discurso de otros discursos es
también algo que no escapa a ningún historiador actual.
Al hablar de “historia fáctica” pareciera que hablamos, básicamente, de historia
de “los hechos”. La historia despertó hace rato de ese sueño positivista. No
podemos contar los “hechos”. Sólo elaborar un discurso, armado con otros
discursos, que remiten a lo que, tal vez, pudieron haber sido ciertos “hechos”.
Ni siquiera un documental filmado refleja, cabalmente, los “hechos”. Un ojo
filmó, desde su punto de vista, lo que vio de los “hechos”. Ni siquiera haber
estado en el lugar de los “hechos” da un crédito más fiable a la narración. Mil
sujetos pudieron haber estado en ese lugar, y mil versiones pueden surgir de
los mismos “hechos”. Son sujetos. La historia es una mirada subjetiva, entre
miles de miradas posibles. En esto hay mucho de Aries, y también mucho de
Braudel, y muchísimo de la Escuela de los Anales. Y no menos del aporte de la
filosofía, la antropología, las ciencias sociales y, por supuesto, el enfoque
psicosocial. La mirada posmoderna es el resultado inevitable de lo que ya
comenzó con Marc Bloch y Lucien Febvre, como mínimo. Dicho sea todo esto
sólo a título recordatorio, sin entrar en debates historiográficos que, por muy
fascinantes que sean, no forman parte de este apunte.
En el mismo sentido, todos sabemos que hay otras disciplinas en las que el
vocablo “historia” es, con toda propiedad, utilizado. Ya que el vocablo existe,
por qué no aplicarlo a cuestiones no humanas. En su hermoso libro, Stephen
Hawking aborda una historia del universo. El Plegamieno Hurónico es un hecho
fundamental en la historia de la geología. La historia de la evolución biológica
también es, en tanto estudio de hechos pretéritos y significativos, historia. No
tiene mucho sentido discutir este asunto. Y también, en todos estos casos, es
discurso. Aún con todo el crédito que las ciencias duras merecen. Discurso
cuyo destino es, como todo discurso histórico, ser escrito y reescrito.
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En nuestro caso, cuando hablamos de historia estamos hablando, de alguna
manera, de lo que Heródoto llamó historia. Aún cuando el significado que el
griego le dio a esa palabra ya haya cambiado infinidad de veces, sigue siendo
historia humana. Discurso de ciertos sujetos, que van a leer otros sujetos. Sea
con mayor énfasis en los aspectos políticos, económicos, sociales, culturales,
militares, científicos, tecnológicos, sexuales, educativos, u otros cualesquiera.
El presente es, simplemente, un discurso más.
Nuestro recorrido
Hace poco, Eric Hobsbawm afirmaba que la historia humana tiene diez mil
años. Bueno, es Hobsbawm. No vamos a discutir con él. Tendríamos que saber
lo que él sabe para hacerlo, y no es nuestro caso. Por eso nos quedamos con
la acotada definición que separa la historia de la prehistoria. Sin dejar de
advertir que, cuando se inicia la práctica de la escritura, la línea que las separa
es muy tenue. Porque sólo muy gradualmente llega la escritura a los distintos
lugares del mundo (a veces, tal vez, en forma independiente). Historia y
prehistoria se superponen durante varios siglos. Lo que no implica que no
podamos aceptar que, por ejemplo, hace diez mil años el ser humano está en
una etapa que, por convención, se llamó prehistórica. Y que hace tres mil, ya
está claramente en la etapa que, por convención, se llama histórica. Quien
estudia lo que ocurrió (o suponemos que ocurrió) hace diez mil años, tiende a
ser un arqueólogo. Quien estudia lo que ocurrió en Grecia, hace tres mil años,
suele considerarse un historiador. Lo que no impide que también los
arqueólogos se ocupen del período, ya que no todo (y, a veces, muy poco) está
en documentos escritos. Sobre todo en Grecia, que en 1000 A.C. todavía está
lejos de su esplendor clásico. Y ni siquiera cuenta, por lo que sabemos, con la
obra de Homero.
En cualquier caso, nuestro recorrido abarca un momento mucho más cercano.
Nos interesa el siglo XX, para lo cual vamos a remontarnos un poco más atrás,
a fin de tener un contexto que permita comprender por qué, en 1900, se habían
dado determinadas configuraciones que, obviamente, provienen del pasado. Si
nos vamos muy atrás, el texto se vuelve interminable. Y perdemos el foco que
nos orienta. Por otra parte, nos interesa Occidente, entendido como Europa
Occidental, los EEUU y las zonas donde su cultura estaban arraigadas, en todo
o en parte. Como es claro, a medida que avance el siglo XX, iremos abarcando
zonas del mundo más vastas, pues Occidente terminó por imponer muchas de
sus reglas, y parte de sus prácticas culturales. Ese inmenso enigma que es
Rusia, a caballo entre Europa y Asia, tampoco nos puede ser ajeno. Ni Europa
Oriental, que en gran medida miró, desde hace siglos, a Occidente. Ni mucho
menos América Latina, cuyas clases dominantes (y vastos sectores de sus
burguesías) han respondido al modelo europeo, y, luego, al norteamericano.
Comencemos, pues, con una breve panorámica que permita situarnos en los
comienzos del siglo XX, cuando un rincón del mundo insignificante, poblado en
su mayoría por descendientes de tribus guerreras primitivas, había logrado (en
forma bastante increíble) influir, y a veces controlar, y a veces someter, a casi
todo el resto del mundo.
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3. El camino hacia la Modernidad
Sin duda, la pequeña península europea no fue la que marcó el ritmo de la
historia universal durante la Edad Media. Desde la caída del Imperio Romano
de Occidente (en 476), otros pueblos fueron protagonistas. Mientras distintas
oleadas de invasiones seguían llegando a Europa desde el Este, sólo Bizancio
mantuvo cierta continuidad –bien que menguante- con la cultura clásica. En el
mundo árabe, la increíble expansión del Islam fue acompañada de una similar
expansión en las artes, el comercio, la matemática y el poderío militar. Un
crecimiento que, de todos modos, fue marcado principalmente por la fuerza
cultural de los persas. Que, ante cada invasión que sufrieron, en poco tiempo
volvieron a erigirse en el sector dominante. Fue en el mundo árabe donde tomó
auge el estudio de la medicina, la invención del álgebra, la crucial introducción
del “cero” (proveniente de la India), y hasta la traducción de los griegos, que en
la Alta Edad Media no tuvieron en Europa la importancia que tendrían siglos
después. Bizancio, punto de articulación entre Europa y el Oriente Medio, tuvo
siglos de esplendor, que expandió hacia algunas zonas del Este europeo, y
marcó una influencia duradera en lo que en el futuro sería Rusia.
Tras la etapa en la que los árabes ingresaron en Europa, conquistaron la
península ibérica y llegaron hasta Poitiers (actual Francia), los pobladores de la
actual España iniciaron una larga guerra de reconquista, que duró siglos. Pero
no dejaba de ser una guerra defensiva. El primer momento de contraataque
europeo se vivió durante las Cruzadas, entre fines del siglo XI y fines del XIII.
De todos modos, como empresa en su conjunto, sólo obtuvo resultados
parciales, y transitorios. Se ha caracterizado, muchas veces, a la llamada Edad
Media con un período oscuro. Sin duda la Alta Edad Media (“Alta” por Alte, que
en alemán significa “antiguo” o “viejo”), que suele situarse entre los siglos V y
XI de nuestra era, conoció grandes inestabilidades. Invasiones, saqueos, y la
virtual carencia transitoria de un poder político hegemónico. Muy transitoria, ya
que en fecha tan temprana como el año 800 (al filo del siglo IX), Carlomagno ya
había intentado la reunificación del Imperio Romano de Occidente, más allá de
que tras su muerte los conflictos hayan proseguido. La Baja Edad Media (“Baja”
simplemente por oposición a “Alta”), o Edad Media Avanzada, se suele situar
entre los siglos XI y XV. Aproximadamente desde el siglo XIII se observa ya
una serie de cambios que darán forma a la Modernidad. Como bien señala
Foucault (1996), un cambio en el discurso histórico se detecta ya en el siglo XIII
(cambio que derivará, tiempo después, en lo que él llama la “guerra de razas”).
En el norte de Italia (Florencia, Venecia) se alumbra un nuevo esplendor, que
con el tiempo tomará el nombre de Renacimiento. Con la puesta en marcha,
por Gutenberg, de la primera imprenta de tipos móviles (ca.1449), y el
perfeccionamiento continuo de las técnicas de navegación, entre muchísimas
otras innovaciones, Europa irá ingresando en lo que se suele denominar la
Edad Moderna.
De todos modos, suponer que entre 476 y el siglo XI no hubo avances
significativos en Europa entraña un error, y una enorme simplificación. Fue
crucial el intento de Carlomagno de reunificar el Imperio Romano (como
dijimos, en 800), y fue crucial el cambio gradual de las formas de esclavitud,
propias de la Edad Antigua, hacia formas de servidumbre que cambiaban
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sustancialmente el esquema de poder. Si bien el siervo estaba obligado a no
abandonar las tierras de su señor, no constituía ya una mercancía de compraventa. La influencia de la Iglesia fue considerable en este aspecto, ya que
resultaba contradictorio afirmar que el hombre había sido creado a imagen y
semejanza de Dios, y al mismo tiempo considerarlo un objeto (Babini,1972:32).
La Baja Edad Media vería, gradualmente, las consecuencias de este cambio,
prefigurado ya en la Alta. El Cristianismo, con su avance inexorable sobre los
pueblos que habían invadido Europa desde el Este, terminó también
constituyendo (con sus avances y retrocesos en la lucha por el poder) un factor
de unidad que, de otro modo, la heterogeneidad europea habría tornado
imposible. Y constituyó, de igual modo, un reservorio de conocimientos, que
sólo gradualmente, a comienzos de la Baja Edad Media, se trasladó a las
universidades. En general se considera que Bolonia, creada en 1089, es la
primera universidad europea.
Con el gradual cambio de discurso del que habla Foucault (siglo XIII), y con las
nuevas ideas que traen el Humanismo y el Renacimiento, Europa comienza a
recobrarse de los conflictos que hacen a su propia supervivencia como zona
independiente del mundo. Hay, sin embargo, un momento en el que la propia
supervivencia del continente estuvo en riesgo. Y no por la caída de un Imperio,
ni por disidencias internas, ni por invasiones externas, sino por causas
médicas. En el siglo XIV estallaron una serie de pestes, de las cuales las más
famosas fueron las de 1313-14 y la de 1348, que diezmaron literalmente a la
población del continente.
Según estimaciones prudentes, de una población europea total de unos 71
millones de personas en 1300, un siglo después en Europa sólo había unas 45
millones. Recién hacia 1500 la demografía europea estaba en recuperación. Lo
que no fue obstáculo para que, ya desde el siglo XIII, se inciaran movimientos
que conmoverían los fundamentos culturales y sociopolíticos europeos. En el
siglo XV se comienzan a consolidar algunos reinos como Estados-nación (un
proceso en el que Inglaterra llevaba ventaja), lo que marca el decaimiento del
poder feudal. Las ciudades y el comercio crecen, lo que comienza a dar lugar a
una burguesía que marcará, en siglos siguientes, el ritmo de la historia. Es en
el siglo XV cuando cae Bizancio (1453), y a duras penas Europa logra frenar el
inexorable avance del Imperio Otomano, nuevo protagonista de la hegemonía
en Asia Menor.
De igual modo, en el camino hacia la Modernidad encontramos numerosísimos
inventos, desde el arnés hasta el molino de viento (traído de Persia), desde la
lente hasta los nuevos relojes, y desde la brújula (que, aún con antecedentes
en China, se puede considerar –en su uso para la navegación- una invención
europea independiente) hasta la imprenta de tipos móviles. Por tomar sólo un
ejemplo, el reemplazo del yugo por el arnés supone una revolución
fundamental, que “permite al animal ejercer un… esfuerzo de tracción triple o
cuádruple del que ejercía con el arnés antiguo [el yugo], desarrollando así una
energía equivalente a la de diez esclavos” (Babini,1972:34). A la innovación se
suma en breve el uso de la herradura. Ambas se sitúan alrededor del siglo X,
es decir, todavía durante la Alta Edad Media. Asimismo se revoluciona la
arquitectura, a partir de la construcción de las catedrales románicas (siglos XI y
XII ) y góticas (siglos XII y XIII). Los viejos templos paganos no estaban
destinados a una gran cantidad de asistentes. El Cristianismo se propone que
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la mayor cantidad de fieles posibles asistan a las iglesias. La luz debía llegar
desde lo alto, a través de grandes ventanales, pero los muros debían, a su vez,
sostener el techo de la catedral. La solución por medio de ojivas, bóvedas y
arbotantes está ya presente en la cultura árabe, pero los europeos la
perfeccionan a través de largos años de construcción, y de pruebas empíricas
(Babini,1972:47-49). La Edad Moderna deberá a la Edad Media muchos de
estos conocimientos empíricos, que sin duda serán llevados a una escala muy
superior.
Por ello, considerar, sin más, a la Edad Media como una Edad Oscura, es caer
ingenuamente en un discurso armado en el Siglo XVIII, en una “historia oficial”
del Siglo de las Luces, que hoy muy pocos podrían tomar seriamente. Muchas
invenciones pueden haber provenido, como vemos, de otras culturas (la persa,
la china). Pero sean o no originales, Europa les da un toque propio, y, en
general, las perfecciona con cierta rapidez. Es el caso del uso de la pólvora,
que no es de origen europeo, pero que Europa perfecciona en forma decisiva
con el arcabuz, cuyo uso se extiende desde el siglo XV. Para los mongoles y
para los otomanos, las armas de fuego eran complementarias. En Europa, se
irán convirtiendo en pilares fundamentales, aún cuando su uso no signifique la
desaparición de las armas blancas.
El cambio de discurso del que habla Foucault (un tipo de contradiscurso, como
él los llama), y que sitúa en el siglo XIII, nos remite a una breve reflexión. Al
tratar el problema de la legitimidad de un gobierno, Max Weber caracterizó tres
tipos de legitimidad (que hacen que una población acepte a sus gobernantes).
La legitimidad tradicional, basada en el derecho del gobernante por haber sido
protagonista de grandes hazañas, o por descender de quienes las realizó. La
legitimidad carismática, dada por la aceptación de un líder gracias a atributos
que lo vuelven popular, aunque no descienda de nadie en especia. Y la
legitimidad legal-racional, basada en que quien gobierna sea garante de leyes
racionalmente establecidas y aceptadas. Según Foucault, hasta el siglo XIII el
discurso histórico se desplegaba en función de la legitimidad tradicional. Es
decir, se ponía el acento en hazañas singulares, en hechos extraordinarios que
brindaban al rey, o al señor del feudo, el derecho a gobernar. No es casual que
Foucault tome como ejemplo a Tito Livio, un historiador romano que apelaba,
justamente, a ese tipo de discurso, con lo cual validaba el lugar de quienes
detentaban el poder político. La legitimidad tradicional continuará existiendo,
por supuesto, durante siglos, y será objeto de grandes discusiones, que en
parte verán una cesura en 1789 (aunque la Revolución Francesa no consiga
erradicar del todo esa discusión). Pero ya encontramos un líder importante que
intenta basarse en la legitimidad carismática en, por ejemplo, Oliver Cromwell,
en la Inglaterra del siglo XVII. Y los líderes carismáticos, iluminados muchas
veces de un resplandor mesiánico, seguirán siendo importantes, incluso hasta
hoy. La legitimidad legal-racional es, se supone, la que erige gobernantes que
surgen de una Constitución, de unas leyes y de unos mecanismos de selección
que (también se supone) se basan en criterios racionales.
La legitimidad tradicional instalada en la Edad Media va mucho más allá de los
lugares que ocupan el rey y el señor feudal. El hombre medieval (la mujer no
cuenta mucho en esa época) tiene el lugar que tiene, casi siempre, por derecho
hereditario. El hombre común es hijo de un hombre común. Si es un siervo, no
puede abandonar las tierras de su señor. El guerrero no puede, en general, ser
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hijo de un siervo. Es hijo de otro guerrero. Las profesiones y los oficios vienen
dados en función de distintos gremios, a los que tampoco se puede acceder si
no es, casi siempre, por derecho hereditario. Un arquero, o un ballestero, debe
dedicar toda su vida a perfeccionar el uso del arco, o de la ballesta. Es también
producto de la necesidad, porque si no se ejercita constantemente, no sirve en
batalla. Los comerciantes, que van y vienen, no son un sector especialmente
bien visto. Se los acepta por necesidad, pero no son, estrictamente, parte del
“orden establecido”. Si se lo convoca a combatir –algo que sólo ocurrirá en
caso de extrema necesidad- el hombre común es quien va al frente, con unas
pocas armas, a recibir los primeros embates del enemigo: es el infante. Y aún
así, hay diferencias entre el siervo (raramente) obligado a luchar, y el soldado
de infantería bien formado. Toda una serie de representaciones acompaña este
orden jerárquico, rígido, basado en la legitimidad tradicional. Pero el cambio no
se da sólo en los contradiscursos, o en la incipiente guerra de razas. El cambio
de mentalidad, entre los siglos XV y XVI, tendrá un componente que hoy
podríamos llamar, abusando un poco del término, tecnólogico.
En la historia militar europea hay un punto de inflexión que se puede rastrear
fácilmente. Corre el año 1525. El enfrentamiento entre Carlos I de España
(Carlos V de Austria) y Francisco I de Francia, deriva en un conflicto armado
por la posesión del ducado de Milán. Los franceses invaden Milán con 40.000
hombres. Entre ellos, los mejores caballeros armados, ballesteros y arqueros
de Europa. Los españoles retroceden y se refugian en distintas ciudades del
ducado, esperando refuerzos. En Pavía, Antonio de Leyva se atrinchera con
sólo 6.300 hombres. La ciudad es sitiada por los franceses. El 24 de febrero,
ante la llegada de 13.000 infantes de refuerzo, Leyva se decide a presentar
batalla. Los franceses contaban con 8.000 caballeros armados: la mayor y la
mejor infantería pesada de la época (además de una considerable artillería), y
de las tropas comunes. Los españoles, con 3.000 arcabuceros, que podían ser
fácilmente aplastados por la caballería francesa. El alcance del arcabuz era de
sólo 50 metros. Los hombres de los tercios españoles (el tercio era la mejor
formación de infantería liviana de la época) formaron un muro humano entre los
caballeros franceses y los arcabuceros. Con sus largas picas, los tercios
impedían que la caballería francesa alcanzara a los arcabuceros, que hacían
fuego desde atrás. En pocas horas, la más poderosa caballería pesada del
Medioevo había sido destruida por inexpertos tiradores de un arma de fuego
que –a diferencia de la ballesta y del arco- cualquiera podía aprender a usar en
pocos días. La victoria española en Pavía, el 24 de febrero de 1525, es el
símbolo del fin de una era y del comienzo de otra. El caballero armado, el
ballestero y el arquero, que debían dedicar toda una vida a aprender a usar sus
armas, eran vencidos por tiradores que podían reemplazarse con toda facilidad.
El hombre común había destruido a los guerreros de toda una vida, gracias al
empleo adecuado de una nueva tecnología. A la larga, ese simple hallazgo
cambiaría toda la relación de fuerzas entre Europa y sus vecinos. Pero esta
batalla es, en verdad, el epifenómeno de lo que estaba sucediendo en Europa.
Un hombre común, inexperto, podía adquirir conocimiento en el uso de
máquinas con gran rapidez. No sólo de armas. De cualquier tipo de máquinas.
Y no sólo un hombre de los gremios, o de la nobleza. Cualquier hombre.
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4. La Modernidad hasta el siglo XIX
Mientras los turcos conquistaban fácilmente Bizancio y cerraban los caminos
comerciales con Asia, los europeos habían desarrollado ya tecnologías de
navegación que les permitían aventurarse a grandes viajes. Las tecnologías de
navegación europeas ya venían mejorando antes de que el poderío turco se
erigiera. Pero el avance otomano y los grandes viajes están conectados. Por
eso median unas pocas décadas entre la caída de Bizancio y el viaje de Colón
hacia el oeste, donde se topa con lo que cree que es territorio de las Indias
Orientales (1492). Y otras pocas décadas hasta que Magallanes encuentra,
bordeando América, el paso entre el Atlántico y el Pacífico (1520), y Elcano (en
la misma increíble expedición de dar toda la vuelta al mundo) llega al Atlántico
desde el Índico por este, a través del el Cabo de Buena Esperanza (1522). Con
el dominio de los mares, y con la exacción de metal precioso desde América, el
siglo XVI va tornando irreversible el predominio europeo. Ya no es una mera
península del mundo a la defensiva, sino el continente que marcará, hasta el
siglo XX, el ritmo de la historia, con alcances cada vez mayores.
No es este el espacio para hablar de los enormes cambios que trae el siglo
XVI. Pero es inevitable recordar, por ejemplo, que es entonces cuando el
desarrollo matemático estalla en una producción gigantesca, y cuando se
establecen las bases de la investigación en física. “Los matemáticos europeos
produjeron mucho más entre, aproximadamente, 1550 y 1700 de lo que los
griegos habían producido en casi diez siglos. Esto se explica fácilmente por el
hecho de que, mientras las matemáticas en Grecia se habían cultivado sólo por
unos pocos, la difusión de la educación en Europa, aunque en absoluto
universal, promovió el desarrollo de matemáticos en Inglaterra, Francia,
Alemania, Holanda e Italia” (Kline,1999:516). En este proceso, una tecnología
de información y comunicación se vuelve crucial: el correo. El envío de cartas
entre filósofos y matemáticos (que habitualmente eran los mismos), produce
una revolución científica impresionante, que se incrementa en el siglo siguiente:
“…desde la época de Platón, no se había dado una intercomunicación tan
intensa entre los matemáticos como en el siglo XVII” (Boyer,1996:423). Existió
por ejemplo, en este período, “un personaje que, a título individual, sirvió como
central de información matemática gracias a sus amplios contactos por
correspondencia. Se trataba del fraile Marin Mersenne (1588-1648), muy amigo
de Descartes y de Fermat, así como de muchos otros matemáticos de la
época” (Boyer,1996:423). Faltan casi cuatro siglos para Internet. Pero no es
exagerado afirmar que Mersenne es el primer “nodo” de comunicaciones
científicas de la historia moderna. Muy pocos años antes, en 1542, Copérnico
había hecho publicar (el mismo año de su muerte) su teoría heliocéntrica, que
aunque no fuese la primera teoría heliocéntrica de la historia, fue la primera
aceptada por los científicos. Otra muestra de la concepción europea de indagar
más allá de los conocimientos tradicionales.
El siglo XVI es también origen del hecho que marcará, con tanta profundidad
como los avances científicos y la explotación de América, la historia Europea:
la Reforma. El surgimiento de los Estados-nación, con un gobierno central que
reemplaza gradualmente al de los feudos, trae también consigo una burocracia
creciente, para administrar el territorio y recaudar fondos. A su vez, esta
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burocracia, y la existencia de un ejército estatal, aumenta el gasto y obliga a
profundizar todas las formas de exacción posibles, en especial, desde el siglo
XVI, en América. En la Reforma hay fuertes condicionamientos económicos,
por la necesidad que los monarcas tienen de asegurar sus fuentes de ingresos,
y no tributar a Roma las divisas que su atadura a ella representan. En la
Contrarreforma se representa la intención inversa. Es uno de los fermentos de
las guerras de religión que atravesarán el siglo siguiente. Aunque no sea, en
modo alguno, la única. A mediados del siglo, el Cisma contra Roma iniciado por
Martín Lutero, y resignificado luego por Juan Calvino, afecta ya a gran parte de
Europa Central y a los Países Bajos, y penetra en Francia. El Vaticano lanza la
Contrarreforma, cuya expresión más emblemática es el Concilio de Trento, que
tiene lugar –con interrupciones- entre 1545 y 1563. Los intereses políticos y
económicos de los distintos monarcas, combinados con su alineación o no con
Roma, darán lugar a una escalada de conflictos, que terminará desatando, en
el siglo siguiente, una guerra generalizada.
La Guerra de Treinta Años (1618-48) es caracterizada, habitualmente, como la
primera guerra de toda Europa. Los Estados alemanes, carentes de unidad, y
no siempre involucrados directamente en el conflicto, sufren sus consecuencias
tal vez con mayor contundencia que los propios países beligerantes. En la
desunida Alemania, territorio de paso de todos los ejércitos, hay ciudades que
llegan a perder el cincuenta por ciento de su población. La Mitteleuropa
retrocede tal vez un siglo con respecto a todo lo que había logrado –en su
esplendor cultural y comercial- y en los alemanes queda una profunda huella,
que persistirá incluso hasta el siglo XX (Koenigsberger,1988).
Es una guerra general que no detiene, sin embargo, el progreso científico y
tecnológico europeo. Ya en 1609, Galileo da comienzo a sus observaciones
con el recién creado telescopio. En 1614 John Napier publica su libro sobre los
logaritmos (inicialmente ideados por Joost Bürgi, que se retrasó en publicar el
hallazgo). Las ideas y los inventos se fueron acelerando, más allá de (o junto a)
los conflictos sociopolíticos. Así, en 1642 “Pascal inventó una máquina de
calcular que hacía las sumas llevando de forma automática las cifras de las
unidades a las decenas, de las decenas a las centenas, etc. Leibniz la vio en
París e inventó a continuación una máquina de multiplicar… A finales del siglo
XVII, Samuel Morland (1625-95) inventó independientemente una máquina de
sumar y restar, y otra de multiplicar” (Kline, 1999:346). Sobre la regla de cálculo
(usada por los ingenieros hasta la aparición de las calculadoras digitales
portátiles, en 1974), basta mencionar que “procede del trabajo de Edmund
Gunter (1581-1626), que utilizó los logaritmos de Napier. William Oughtred
(1574-1660) introdujo reglas de cálculo circulares” (Kline, 1999:346).
La modelización del universo se perfecciona también en el siglo XVII. En 1602,
Johannes Kepler accede a las tablas de observación astronómica elaboradas
por Tycho Brahe, que, aún sin telescopio, eran de una precisión enorme para la
época. Pese a que hubiera deseado que –como afirmaba Copérnico- los
planetas describieran órbitas circulares (algo más adecuado a la idea de la
perfección divina), Kepler descubre que las órbitas son elípticas, con el Sol
siempre en uno de los focos. Y así lo publica en 1609, el mismo año en que
Galileo comienza a utilizar el telescopio. No mucho tiempo después, en plena
Guerra de Treinta Años, René Descartes da forma a la geometría analítica,
fundamental para la representación de figuras geométricas en ejes de
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coordenadas, y para el posterior estudio de funciones matemáticas. Y será en
1687 cuando Isaac Newton, con la publicación de sus “Principios matemáticos
de la filosofía natural”, termine dando forma a la cinemática, a la dinámica y a la
Ley de Gravitación Universal. Newton desarrolla un nuevo tipo de constructo
matemático: el cálculo infinitesimal. Leibniz, al mismo tiempo que él, llega a
conclusiones casi idénticas, pero motivadas por su sistema filosófico, y no por
consideraciones prácticas. El siglo XVII finaliza, así, con un modelo del
universo que recién será conmovido en 1905, con la Teoría de la Relatividad
Especial de Einstein.
Inglaterra participó en la Guerra de Treinta Años. Pero sus problemas internos
recorrieron casi todo el siglo XVII, e influirían luego en el resto de Europa, y en
el mundo. En 1588, los ingleses habían derrotado a la Armada Invencible de
España en el Canal de la Mancha. La victoria fue militar. Pero es inescindible
del componente psicosocial. Los ingleses tenían ya –intuitivamente- la idea de
estandarización. Un estudio de la batalla muestra cómo, esta idea, fue crucial
en el uso de la artillería. Desde entonces, la supremacía naval británica fue en
aumento, junto a un modo de colonización que, en América, se apoyaba menos
en la exacción de metal precioso que en la ocupación de territorios y la
creación de nuevos mercados. Pero la falta de metal precioso impactaba, al
mismo tiempo, en la falta de recursos para financiar los gastos del Estado. Así,
cuando se produce una rebelión en Escocia (1639-40), el Rey Carlos I queda
acuciado por las deudas que contrae para reprimir la sublevación. Cuando
convoca al Parlamento para introducir nuevos impuestos con los que
financiarse, el debate desemboca en un conflicto armado entre quienes lo
apoyan, y el nuevo bando de los “parlamentaristas”, surgido en 1642. Hacia
1646, emerge la figura de Oliver Cromwell como teniente general y segundo al
mando del Ejército. Con la victoria de los “parlamentaristas”, Cromwell había
obtenido un gran poder en el Parlamento. Pero el conflicto proseguía. En parte,
por las disidencias religiosas, emergentes de la Reforma, tras la cual Inglaterra
se debatía entre el apoyo a Roma y distintas variantes del protestantismo.
El Rey Carlos I, prisionero tras la guerra civil, fue ejecutado en 1649. Era la
primera ejecución pública de un monarca en Europa. No fue el único hecho
inédito: se declaró una República, regida por el Parlamento, cuyas divisiones
internas produjeron nuevos actos de violencia. Los conflictos militares siguieron
en 1649-50, con una campaña de Cromwell contra Irlanda (que venía de una
rebelión iniciada ya en 1641). Se ha consignado que en la campaña de Irlanda
hubo grandes atrocidades por ambos bandos. En 1650, Carlos II (hijo del
ejecutado Carlos I) desembarcó en las Islas, y fue proclamado nuevo Rey por
los escoceses. Cromwell emprendió una campaña contra la Escocia realista.
Ante los desacuerdos en el parlamento, Cromwell lo disolvió en 1653, y fue
nombrado “Lord Protector” vitalicio de la República. Es en este contexto de
guerras civiles permanentes y de amenaza constante a la seguridad pública en
el que Thomas Hobbes publica su “Leviatán” (1651), obra fundante de la
filosofía política occidental (Hobbes,2003).
Un nuevo Parlamento, reunido en 1654, fue disuelto por Cromwell en 1655. En
1658, Cromwell murió, y lo sucedió como Lord Protector su hijo, Richard
Cromwell. Carente de apoyos en el Parlamento y en el Ejército, fue obligado a
renunciar en 1659, y Carlos II fue reinstaurado como Rey, coronado en 1660.
Los problemas políticos continuaron, ya que, si bien al principio el Parlamento
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(renovado) apoyó a Carlos II, luego se distanció de él. Tampoco se resolvieron
las diferencias religiosas, aunque no se llegara al límite de las guerras civiles
previas. Tras la muerte de Carlos II, en 1685, lo sucedió su hermano Jacobo II,
de religión católica (Carlos II se convitió al catolicismo sólo en su lecho de
muerte). Las tensiones entre Jacobo II y los nobles y la población protestante lo
fueron privando de poder. Ante el nacimiento de su hijo varón, en 1688, y el
temor a que una dinastía católica gobernara Inglaterra, un grupo de nobles
protestantes socilitaron a Guillermo de Orange que invadiera las Islas con un
ejército. Confiado en sus fuerzas, Jacobo II rechazó la ayuda que le ofreció el
Rey Luis XIV desde Francia. Pero al desembarcar Guillermo de Orange, la
mayor parte de las tropas de Jacobo, de origen protestante, decidieron cambiar
de bando. Jacobo logró escapar a Francia (se dice que Guillermo lo dejó huir,
para no hacer de él un mártir católico). En 1689, considerando que al escapar
Jacobo había abdicado de hecho, Guillermo de Orange fue nombrado Rey.
El conflicto subyacente en Inglaterra era doble. Por una parte, el religioso. Por
otra, la dualidad entre el derecho divino del rey y la autoridad del Parlamento.
Ya en 1687, Jacobo II había apoyado la tolerancia religiosa, para intentar dar
fin al conflicto. La tolerancia fue mantenida por Guillermo, a quien a su vez se
impuso una Declaración de Derechos y una Constitución que, en los hechos,
ponía casi todo el poder en manos del Parlamento. Los episodios de 1688-89
se conocen como la Gloriosa Revolución y, aunque hubo combates, el cambio
de monarca (y, en rigor, de sistema) fue relativamente incruento. Si bien existió
un consenso en no permitir una dinastía católica, en Inglaterra comenzó a regir
la tolerancia religiosa, y desapareció todo vestigio de monarquía absoluta.
Nos hemos extendido en los sucesos de Inglaterra en el siglo XVII porque son,
en buena medida, una guía de lo que ocurrirá mucho después en el resto de
Europa. La tolerancia religiosa y la pérdida de poder absoluto del monarca son
problematizadas durante todo el siglo XVIII, sobre todo en Francia, y hacen a
un discurso que se prolongará, en parte, hasta el siglo XIX. Es hacia 1692, tras
la Gloriosa Revolución cuando John Locke publica sus “Ensayos sobre el
gobierno civil” (Locke,2003), casi la contracara –en algunos aspectos- de la
obra de Hobbes, y, poco después, sus obras proclamando la importancia de la
tolerancia religiosa. Foucault (1996) señala que al contradiscurso que toma
cuerpo en la Inglaterra del siglo XVII subyace la “guerra de razas”. De algún
modo (digamos, elípticamente), los monarcas católicos de Inglaterra,
frecuentemente vinculados en ese período con los de Francia, evocan la
invasión normanda de 1066. Las reivindicaciones de negar al Rey un derecho
de origen divino, y de limitar su poder frente al Parlamento, estarían, así,
enraizadas en la “propia y antigua ley” de los sajones, que, seis siglos después,
reivindican aún su derecho frente a reyes que perciben como de origen
“francés”.
La vida, la libertad y el derecho a la propiedad son fundantes de la nueva
sociedad británica, y serán el fermento de los contradiscursos que circularán en
Francia. Contradiscursos que cuestionan el derecho de la monarquía, pero que
son escritos, casi siempre, por miembros de la aristocracia. Discursos de
retaguardia, como los caracteriza Foucault, que pretenden otorgar al Tercer
Estado (el pueblo) los derechos de los que están privados por el monarca. Si
bien el primer gran impacto de la concepción republicana tiene lugar en
América del Norte (1776), es en Francia donde se producirá la Revolución que
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marcará todo el decurso histórico posterior. Entre 1789 (toma de la Bastilla) y
1799 (toma del poder por Napoleón), se ensayan variantes republicanas que
van del idealismo al terror, y desde allí al intento de una organización que
nunca se consolida del todo. La Revolución Francesa devora a sus creadores,
uno por uno. Pero su legado será irreversible, por muchos intentos que se haga
luego para revertirlo.
Mientras tanto, la estabilidad política que los británicos lograron desde la
Gloriosa Revolución (1688-89), junto al progresivo avance de la ciencia y de la
tecnología, es el caldo de cultivo para uno de los momentos clave en la historia
universal. La Revolución Industrial, que suele fecharse hacia 1760, surge del
ejercicio continuo de las técnicas de producción, del incremento constante del
comercio, de las innovaciones que no cesan. Los historiadores discuten, aún
hoy, por qué la Revolución Industrial se dio en Inglaterra y no, por ejemplo, en
Francia, y cuáles fueron exactamente los factores que dieron lugar a ella. Se
discute por qué comenzó hacia 1760 y no, por ejemplo, sesenta, ochenta o cien
años antes, cuando muchas condiciones tecnológicas ya estaban dadas. Pero
entrar en esa discusión no es objeto de este texto. Eric Hobsbawm publicó, en
la década de 1970, una interesante obra en torno a la industria británica y el
Imperio, que terminó dominando gran parte del mundo (e influyendo sobre el
resto) hacia fines del siglo XIX (Hobsbawm,1998). En cualquier caso, los
avances ingleses del siglo XVIII son acompañados por constantes mejoras en
las técnicas de producción. Finalmente, hacia 1760 comienza a utilizarse la
fuerza del vapor para mover máquinas. De las minas de carbón, la máquina de
vapor se traslada rápidamente a los telares, y revoluciona la industria textil. La
pérdida de las colonias de América no detiene el proceso en Inglaterra. No
pasan muchas décadas para que, iniciado el siglo XIX, se utilice la fuerza del
vapor en los ferrocarriles.
Mientras en Inglaterra tiene lugar la Revolución Industrial, en Francia tiene
lugar otra Revolución, de consecuencias igualmente duraderas. Una década
turbulenta marca el tránsito de la Toma de la Bastilla, en 1789, hacia la toma
del poder por Napoleón, en 1799. El Rey Luis XVI es ejecutado, y el llamado
Comité de Salud Pública realiza ejecuciones sumarias cada vez mayores,
hasta que su principal impulsor, Robespierre, cae víctima de su propia furia
revolucionaria. En medio se promulga una Constitución republicana, una
Declaración de Derechos heredada de la Ilustración, e innumerables medidas
progresistas, que llegan hasta el otorgamiento de la ciudadanía francesa a los
judíos. Como gran potencia, Francia continúa con sus guerras, que venían de
antes de 1789, y continúan (si bien resignificadas) tras la Revolución. En el
curso las campañas militares, se destaca el joven Napoleón Bonaparte, que
tomará el poder con un cóupe d’etat (golpe de Estado) en 1799. Los primeros
años del siglo XIX pertenecen a Napoleón, que invade la casi totalidad de
Europa. El hecho no es explicable sólo por su genio militar. En Francia se
instaura por primera vez la conscripción obligatoria. A diferencia de la leva, que
obliga a los pobladores de una región a servir como soldados, la conscripción
convoca a los ciudadanos libres de Francia a tomar las armas por su país. Sin
pretender una reducción del fenómeno a una única dimensión, es posible
imaginar que la motivación de los soldados franceses haya sido esencialmente
superior a la de sus adversarios. De hecho, aún habiéndose proclamado
Emperador, Napoleón afirma conquistar Europa en nombre de los ideales
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revolucionarios de 1789. Así, la idea de una república, de una democracia que
no requiera un monarca, de una Constitución, termina recorriendo casi toda
Europa, desde España hasta Polonia.
La superioridad naval británica es puesta a prueba. En 1805, Napoleón planea
la aventura de forzar el cruce del Canal de la Mancha, con toda la armada que
puede reunir. La batalla de Trafalgar le depara una contundente derrota. Como
en 1588, los ingleses reafirman su dominio sobre el mar. En 1812, Napoleón se
decide a invadir Rusia. Aunque llega hasta Moscú, las tropas del Zar terminan
obligándolo a una desastrosa retirada de invierno. Es el principio del fin de su
Imperio, cuya estrella se apagará definitivamente en 1814. En 1815 se organiza
el Congreso de Viena, que restaura la monarquía en Francia, e intenta planear
lo que será el curso europeo futuro. A esa altura, si bien en el continente se ha
iniciado el proceso de industrialización, la brecha entre Inglaterra y el resto de
las naciones es tan insalvable como su dominio del mar. Y la brecha entre
Europa y el resto del mundo es igualmente insalvable.
El siglo XVIII había traído avances científicos, tecnológicos y filosóficos que
consolidaban la percepción que la propia Europa tenía de sí misma, como zona
más avanzada del mundo. En Inglaterra, el enfoque geométrico de la
matemática legado por Newton produce interesantes resultados en técnicas
que, más adelante, se utilizarán en procesos tecnológicos y fabriles. En el
continente, el enfoque algebraico de Leibniz produce avances aún mayores, y
el Análisis Matemático se consolida. Laplace postula el principio de
Determinismo Causal, mientras Lavoisier (guillotinado luego por la Revolución)
prueba la Ley de Conservación de la Materia. El fundamentalismo religioso está
en retirada, y la monarquía absoluta francesa, en estado de alerta, termina
cayendo violentamente, como dijéramos, en 1789.
En un panorama fáctico, y muy general, como el que exponemos, dejamos un
poco en segundo plano una discusión fundamental, que es el filosófico. No por
no tener conciencia de su importancia, sino por considerar que, quienes leen
este texto, están familiarizados con el tema. Recordemos que, tras el crucial
planteo del cogito cartesiano, dos caminos distintos tratan de dar respuesta al
problema de la teoría del conocimiento (gnoseología). En Inglaterra, la escuela
del empirismo, que culmina en Hume. En el continente, diversas concepciones
que derivan del racionalismo, y que culminan en Kant. Hacia comienzos del
siglo XIX, aún manteniéndose de fondo la pregunta metafísica, las incógnitas
cambian sus ejes, acompañando los cambios que se producen en las
sociedades europeas. ¿Qué lugar ocupan el Estado y la sociedad en la
historia? ¿Qué lugar ocupaban en la filosofía? (Saint Simon, Hegel). Así, junto
a planteos enmarcados en el llamado “idealismo romántico alemán” (Fichte,
Schelling, Shopenhauer), surgieron estudios filosóficos que derivarían en Marx,
Durkheim y Weber, y abrirían, junto a la singular (tal vez inclasificable) obra de
Nietzsche –y el anticipatorio pensamiento de Kierkegaard– el camino a la
filosofía del siglo XX.
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5. Cinco etapas en la historia del siglo XX
Con un criterio no menos arbitrario al de la división en “edades históricas”, pero
funcional a los temas de estudio que nos ocupan, hemos decidido describir por
separado cinco momentos de la historia del siglo XX. En algunos,
coincidiremos con Eric Hobsbawm. El gran historiador británico suele hablar de
un siglo XX “corto”, iniciado en 1914 y finalizado en 1989. En cierto modo,
tratamos el período 1900-1914 como una continuidad de la segunda mitad del
siglo XX. Lo que nos lleva a una mirada similar a la de Hobsbawm. Pero en
torno al “fin” del siglo XX, no estamos tan convencidos de situarlo en 1989, con
la caída del Muro de Berlín. Ni siquiera en 1991, con la caída de la URSS. El
ocaso de lo que había comenzado, en 1917, como una utopía socialista,
marca, indudablemente, el fin de la Guerra Fría. Y marca, asimismo, la
consolidación de la versión más salvaje del capitalismo.
Pero el capitalismo salvaje ya se había desatado en 1979-80, con la llamada
“Revolución Conservadora”. La década de 1990 sólo vería la acentuación, y la
traslación al ex–bloque soviético, del neoliberalismo. Su triunfo en Occidente y
en el sudeste asiático ya había tenido lugar años atrás. La caída de la URSS,
con todo lo impresionante que resultó, no puede distraernos de dos hechos. El
primero, que el socialismo soviético, bastardeado ya por Stalin, aún habiendo
recobrado –entre 1941 y 1945- cierta mística, gracias a la lucha y el triunfo
frente a Hitler, se había vaciado de sus ideales de 1917. El imperialismo
ejercido por la URSS en Europa Oriental volvió a mostrar la verdadera cara de
estalinismo. Y cuando, en 1968, Checoslovaquia fue violentamente reprimida
por reclamar no la vuelta al capitalismo, sino su propia vía al socialismo, hasta
los cuadros del Partido Comunista soviético se cuestionaron qué clase de
“revolución” representaban, si es que representaban alguna. El segundo, que la
carrera tecnológica entre la URSS y Occidente ya venía mostrando, al menos
desde la década de 1970, un considerable desbalance. Si la rígida burocracia
soviética hubiese podido o no recuperar terreno, es algo que nunca vamos a
saber. Quienes tuvimos algún contacto con la evolución de la tecnología digital,
tendemos a creer que esa recuperación, al menos en el campo digital (tanto en
procesamiento como en comunicaciones de datos), era virtualmente imposible.
Es por ello que, en el último de los cinco períodos en los que subdividimos la
cronología del siglo XX, no coincidimos con la mayor parte de los historiadores
–al menos de los que hemos consultado. El que consideremos el año 1995
como inicio de un brevísimo período de cinco años, está fuertemente vinculado
a la popularización de Internet, en un momento en el que las PCs ya estaban,
en Occidente, increíblemente difundidas. Aquí no se trata de una periodización
política, y tal vez ni siquiera del todo económica, ya que el neoliberalismo venía
de antes, y en esos años continúa. Nuestro enfoque es, en este caso,
claramente psicosocial, y claramente orientado al impacto tecnológico en lo
psicosocial. Y se prolonga, sin duda, hasta el momento en que escribimos
estas notas. Si tuviésemos que fijar un final “no cronológico” del siglo XX, no lo
haríamos ciertamente en 1989, sino en 1995. La popularización de la Web, y
sus enormes consecuencias, nos lleva a percibir el período 1995-99 más como
perteneciente al siglo XXI que al XX.
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Notas sobre historia del siglo XX. Apuntes de aproximación didáctica
Consideramos que nuestro criterio es funcional, en la medida en que permite
detectar cambios fundamentales en la agenda psicosocial del siglo. O, más
bien, algunos cambios fundamentales, pues no pretendemos reflejarlos todos.
En este sentido, las cinco etapas pueden cobrar un mayor interés. En síntesis,
se las puede enumerar rápidamente:
•
La herencia colonial (1900-1914): Como dijimos, la continuidad entre ese
período y las últimas décadas del siglo XIX parece clara. El racismo
biológico, el delirio europeo por ocupar y explotar todas las zonas del
mundo posibles, sin importar que alli vivieran personas (justamente, una
derivación del racismo biológico), y la fe ilimitada en el positivismo y en
un “progreso continuo” (excepto en pensadores, artistas y científicos de
punta), son característicos de estos años. La mayor parte de las
innovaciones tecnológicas son, en rigor, herencia de experimentos que
ya tenían lugar a fines del siglo XIX. Tal vez el avión sea una de las
pocas excepciones. La mayor parte de las conmociones políticas y
sociales son, también, herencia directa del siglo XIX. Otra vez, puede
verse la Revolución Rusa de 1905 como una excepción. Pero su fracaso
no permite considerarla un hito articulador del período. Y, en rigor, la
Comuna de París (1871) ya había planteado una Revolución que el
propio Lenin tuvo, en 1917, como único parámetro de comparación. El
optimismo entre las clases media y alta (y ocasionalmente en algunos
sectores bajos relativamente beneficiados) es, en Europa y los EEUU,
comprensible. Menos comprensible es, en esos años, el optimismo
absurdo e ignorante de quienes pretenden manejar las fuerzas armadas
de las grandes potencias. Cuya burda actitud provoca, en gran parte, la
catástrofe de 1914.
•
La Era de los Totales (1914-1945): Mucho antes de que McLuhan usara
la expresión “aldea global”, muchísimo antes de que se usara el término
“globalización”, un fantasma recorrió Occidente. La idea de “lo Total” ya
recorría la mente de los filósofos, desde el inicio mismo de la filosofía. Y,
por supuesto, estaba presente en las religiones. Con más pretensiones,
si se quiere, dado que no se hablaba de “lo Total”, sino de lo Absoluto.
Pero es desde 1914 cuando las sociedades comprenden el alcance de
“lo Total” en la vida cotidiana. La Gran Guerra, o Primera Guerra Mundial
(1914-18) es, ya, una “Guerra Total”. Toda la sociedad vive en función
del esfuerzo bélico. La Revolución Rusa plantea, en 1917, su expansión
a Europa y, de allí, al mundo. Una Revolución Total. La reacción más
notable al bolchevismo es el régimen fascista, que se postula a sí mismo
como totalitario. El Totalitarismo implica, así, el control total sobre la vida
del sujeto por parte del Estado. La Gran Depresión económica de la
década de 1930 es, bien mirada, una Crisis Total del capitalismo. La
Segunda Guerra Mundial (1939-45) combina varios componentes. Es
una Guerra Total, más totalizadora aún que la Primera. El racismo de
Estado de Hitler plantea, a la vez, un Exterminio Total sobre la población
judía. El Totalitarismo alcanza grados inusitados en Alemania, sólo
equiparables a los que Stalin había ensayado ya en la URSS. Y en 1945
los EEUU lanzan un arma nueva sobre ciudades civiles indefensas. La
Bomba Atómica. La Era de los Totales culmina, así, con el Arma Total.
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•
Guerra Fría y Carrera Espacial (1945-1979): Caída la Alemania Nazi, se
genera una nueva división mundial. Los países occidentales vencedores,
con los EEUU a la cabeza, de un lado. Del otro, la URSS y los países de
Europa Oriental en los se impone un sistema estalinista. EEUU y la
URSS, las dos superpotencias mundiales, no se enfrentan directamente:
surge la Guerra Fría. Desde 1949, la URSS posee la Bomba Atómica, y
está aliada (hasta 1963) a la China Revolucionaria de Mao Zedong. El
armamento nuclear se multiplica, y una guerra directa derivaría en un
Holocausto Nuclear. Esto ya es claro en la década de 1950. Por ello, las
guerras serán en zonas periféricas (Corea, Indochina, Medio Oriente).
Tras la derrota nazi, los EEUU y la URSS se ubican en la punta de la
cohetería. En la misma década de 1950, los EEUU y la URSS compiten
para llegar al espacio exterior: comienza la CarreraEspacial. Nuevas
creaciones estimulan la imaginación, y también el temor: la computadora
digital, los satélites que orbitan la Tierra, la masificación de la TV. En la
década de 1960 estalla una revolución que, desde lo cultural, cuestiona
todos los moldes preexistentes. El arte pop, la psicodelia y las luchas de
liberación atraviesan Occidente. Los EEUU ganan en 1969 la Carrera
Espacial, al llevar dos hombres a la Luna. Pero la Guerra Fría prosigue.
Desde 1973, la crisis estructural del capitalismo lleva a que los fanáticos
del “mercado libre” ganen terreno, en detrimento del “estado de
bienestar” que habían logrado ciertas poblaciones de los países
centrales. Hacia fines de la década de 1970, queda cada vez más claro
que los Estados capitalistas son rehenes de las corporaciones privadas,
mientras el socialismo soviético muestra, gradualmente, un retraso
tecnológico y una cada vez más clara pérdida de rumbo.
•
La “Revolución Conservadora” (1979-1995): La llegada al poder de
Thatcher en Inglaterra (1979) y de Reagan en los EEUU (1980) marca
un punto de inflexión. El capitalismo se centrará en privatizar servicios
públicos, liberar regulaciones a las grandes corporaciones privadas (que
se hacen llamar “el mercado”, lo que confunde a muchas personas), y
descargar todos los ajustes económicos sobre la población. El avance
tecnológico sonríe al modelo neoliberal: con la introducción de la PC, en
1981, se inaugura una gigantesca rama de la economía, con no menos
gigantescas ganancias. El diseño interno de los microchips es secreto
de Estado. Su evolución exponencial, junto a redes de comunicaciones
de datos cada vez más veloces y confiables, agiganta la brecha entre
Occidente (y su socio japonés) y la URSS. Con el Proyecto “Guerra de
las Galaxias”, que pretende combinar informática, comunicaciones y
satélites para neutralizar un posible ataque soviético, la situación de la
URSS se tensa al límite. El gasto militar, para neutralizar el Proyecto, es
un cimiento por donde se quiebra la economía del “socialismo real”. Las
poblaciones de Europa Oriental, que ya acceden a noticias del mundo
capitalista, sueñan con el consumo que ven reflejados en sus vecinos de
Europa Occidental. La represión militar ya no es un camino viable para
la URSS. Cuando se intenta una reforma política (Perestroika), a fin de
“democratizar” el bloque oriental, el efecto es la ruptura de un dique
largamente reprimido. Polonia encabeza la lucha. En Alemania Oriental
(RDA) se exige la apertura de fronteras. En 1989 cae el Muro de Berlín,
símbolo de la Guerra Fría. En 1991, la URSS se disuelve. Ya China se
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había acercado a los EEUU desde 1972. El mundo pasa de ser bipolar a
la unipolaridad. El neoliberalismo impone sus reglas en todas partes. El
esquema perdura, aún hoy. Un segundo “giro tecnológico” arranca en
1990, con el Proyecto de la World Wide Web, de Tim Berners-Lee. En
1995, la Web, principal servicio público de Internet, se estandariza. Con
14 años de crecimiento de las PCs, y un crecimiento exponencial de la
capacidad de comunicación de datos, la red digital interconectada tiene
los elementos para volverse mundial. Un nuevo mundo surge, en el seno
del viejo: el “mundo virtual”.
•
El Triunfo de la “Irrealidad” (1995-1999): El poder de las corporaciones
privadas sigue creciendo. El poder político y militar de los EEUU y sus
aliados tiende a ser hegemónico. Cada vez más, los Estados encubren,
bajo la ficción de democracia representativa, su condición de rehenes (o
socios) de las grandes corporaciones. La conectividad total de la Web se
va trasladando, al principio lentamente, a la telefonía celular. El número
de usuarios de la Web crece en forma exponencial. En 1995, hay unas
decenas de millones de usuarios. Hacia 1999, se calcula que hay en el
mundo unos 200 millones. Todavía es un porcentaje menor. Pero si se
suma a la población que ya tuvo contacto con la PC, y a la población
que tiene nociones de los alcances de la PC y de la existencia de la Web
el número –aún incalculado- tiene que ser, en Occidente, considerable.
En ese contexto, una pelìcula galvaniza, hiperbólicamente, fantasías de
la época. “The Matrix” postula, en 1999, una ficción virtual intersubjetiva,
a la que vive conectada prácticamente toda la población mundial. Con
un presupuesto de 63 millones de dólares, y estrenada entre marzo y
junio en gran parte de los países, la recaudación general había llegado,
en septiembre, a 375 millones de dólares. Más allá del éxito económico,
de lo que hablan los números es del impacto masivo de la obra, en la
que la duda entre “realidad” y “representación” salta de los libros de
filosofía y se instala en una sociedad cada vez más cercada por las
grandes corporaciones y sus títeres estatales. Muchas obras tratan la
misma temática, en el mismo momento. “The Matrix”, símbolo de una
época, las condensa, y agrega, explícitamente, el control biopolítico en
función de la explotación humana a nivel global. Hoy podemos discernir
entre “realidad no virtual” y una “realidad virtual” con status ontológico de
pleno derecho, sin apelar al expediente de la “irrealidad”. En 1999, esta
diferenciación puede no haber sido tan simple para la sociedad. En más
de un sentido, el lanzamiento estandarizado y comercial de la Web, en
1995 –y la gradual explosión de la telefonía celular- anticipan problemas
que hacen, en rigor, al siglo XXI.
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UNA MIRADA SOBRE EL SIGLO XX
6. La herencia colonial (1900-1914)
Si se la observa en un globo terráqueo, Europa es una pequeña península, un
apéndice de la enorme Asia. Y de esta península, Europa Occidental es sólo
una punta, que se extiende más o menos desde Alemania hasta el estrecho de
Gibraltar. En esa punta mínima del mundo, el Reino Unido aparece como dos
islas minúsculas al noroeste. Sin embargo, Inglaterra dominaba, hacia 1900, el
50 por ciento de las tierras cultivables del mundo. Francia había ocupado tanto
espacio en el planeta como Inglaterra, si bien sus tierras eran de menor
calidad. Otros países de Europa Occidental (Alemania, Holanda, Bélgica,
Portugal, e incluso, todavía, España) ocupaban o influían en gran parte del
resto. América del Sur, políticamente independiente, era el socio comercial
minoritario de Inglaterra. En el subcontinente, Argentina era el socio principal.
Fuera de la península europea occidental, unas pocas naciones mantenían un
poderío propio. En particular, se destacaban tres: los Estados Unidos, Japón y
el Imperio Ruso. Los tres se habían fortalecido con avances tecnológicos que,
incluso cuando eran desarrollos propios, se habían originado en Europa. De los
tres, dos de ellos –Estados Unidos y Rusia- tenían, como horizonte cultural, a
Europa. Sólo Japón mantenía elementos de su cultura ancestral casi intactos,
aunque ya profundamente influidos por la dinámica capitalista de Occidente.
El predominio económico y militar de Europa, y el liderazgo mundial –entonces
indiscutible- de Inglaterra, tenía, como fundamento subyacente, un desarrollo
científico-tecnológico inédito en la historia. Las fechas de inicio siempre son
arbitrarias. Indicar que el predominio europeo se inicia en Inglaterra, con la
Primera Revolución Industrial (ca.1760) es una forma de afirmar, en todo caso,
que un largo proceso había desembocado en un modo de desarrollo capitalista
basado en la producción masiva. Con igual arbitrariedad podríamos decir que
los ingleses definen su poderío cuando derrotan a la Armada Invencible en el
Canal de la Mancha (1588). En rigor, analizar ese proceso en profundidad nos
llevaría hasta los comienzos mismos de la historia escrita. En una mirada más
superficial, deberíamos remontarnos al menos hasta el siglo XIV, cuando se
insinúan ya importantes avances tecnológicos, se produce en Europa una
revolución mercantil, y se sientan las bases para los “grandes viajes” del siglo
siguiente, que desembocarán en la llegada europea al Nuevo Mundo, por un
lado, y en el acceso por vía marítima al Lejano Oriente bordeando Africa, para
evitar al entonces poderoso Imperio Otomano.
Pero es durante el siglo XIX cuando los sectores dominantes del occidente
europeo toman conciencia de su poder. Ya Copérnico y Kepler habían probado
que la Tierra no era el centro del cosmos. Ya Descartes y Galileo habían
sentado las bases del método científico. Ya Newton había formulado un modelo
de física universal, que, con todas sus contradicciones, en 1900 permanecía
incólume. Las máquinas de vapor son el anticipo de todo lo que traerá el siglo
XIX a la vida cotidiana: el ferrocarril, el telégrafo, la producción en serie, la
fotografía, la energía eléctrica, el teléfono, las armas de fuego automáticas, la
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reproducción del sonido, el cine, son apenas una parte de todo lo que surge en
este período, en Europa y en los Estados Unidos (desde donde se traslada, de
inmediato, a Europa).
En el campo del pensamiento, los europeos tienen ya una poderosa herencia
que, retomando al clasicismo grecorromano (que llega, durante la Edad Media,
a través de la cultura árabe), emprende su propio camino. En el campo de la
política, el feudalismo cedió frente al absolutismo monárquico de los Estadosnación, y más tarde los reyes absolutos cedieron frente al crecimiento de la
burguesía. La Gloriosa Revolución de Inglaterra (1688-89) mantiene al rey. La
Revolución Francesa (1789) lo reemplaza por la segunda República moderna
(la primera es la estadounidense). La cuestión de los derechos ciudadanos se
plantea, en el siglo XIX, en la dualidad monarquía-república, pero también en la
dualidad dominante-dominado.
Algunas obras son fundamentales para comprender la forma en que Europa
constituye su propia mentalidad, y su propia idea del imperialismo. Desde 1807,
Hegel postula un modelo filosófico que, a fin de cuentas, pone a la cultura
europea por sobre todas las demás. En 1840-42, Comte plantea la doctrina
positivista: todo el saber válido proviene de hechos verificables. Sólo la ciencia,
producto europeo, es positiva. Y la ciencia positiva para conocer al hombre es,
para Comte, la sociología. En 1859, Darwin postula su teoría sobre el origen de
las especies. El culto a la ciencia y la teoría de la evolución, unidos al
impresionante avance científico-tecnológico de la época, dan sustento teórico
al poder biopolítico. La idea de que la ciencia y la tecnología avanzarán sin
cesar, y darán solución a todos los problemas (europeos), deviene en, al
menos, dos postulados. Uno, que nada es imposible. Otro, que serán los
europeos (o sus primos, los americanos del norte) quienes harán posible lo
imposible. Por supuesto, existe un consenso general –en la actualidad- en que
el europeo occidental decimonónico, al pensar en sí mismo, piensa en términos
de hombre-blanco-cristiano-europeo. La mujer ocupa un lugar fundamental –
como propagadora de la raza- pero secundario. El no-blanco, no-europeo o nocristiano, podrá, a lo sumo, disfrutar de los beneficios de Europa, que consisten
en someterse a ella. Tal vez la única excepción a esta regla sean los que
Milner llama, justamente, “judíos de excepción”. Y eso, en muy contados casos.
Superpuestos a los disciplinarios, los dispositivos biopolíticos son funcionales a
este pensamiento, y conllevan un justificativo no sólo de la producción en serie,
sino de la explotación del trabajador, la función procreadora de la mujer y el
racismo entre distintos pueblos europeos. Son, basados en el darwinismo
social, el fundamento mismo de la dominación y expoliación del resto del
mundo. Europa Occidental, como un todo, es difícil de describir. Tal vez son
muy pocos los que no perciben la dominación mundial como algo que le
corresponde a Europa por derecho. Incluso en Marx y Engels, que postulan con
precisión los mecanismos de dominación del proletariado, hay una idea de que
será en los países más industrializados (y, por ende, europeos) donde se darán
las condiciones para una revolución social. Su visión sigue siendo eurocéntrica,
con muy poco espacio para los pueblos de la periferia (que habrían de ser,
paradójicamente, los que llevarían a cabo las revoluciones; recordemos que,
aún con su enorme extensión, Rusia seguía siendo un país muy poco
industrializado, y registraba un gran retraso respecto de Europa Occidental).
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Así, hacia 1900, Europa tenía el control de gran parte del mundo, y la certeza
de que seguiría teniéndolo en las décadas siguientes. Los europeos cultos no
dudaban de que la ciencia y la técnica harían posible lo imposible. Más allá de
los conflictos sociales y políticos, Europa no conocía una guerra generalizada
desde 1814. Las matanzas de la Guerra de Secesión norteamericana (18611865) eran un eco lejano, de algo que había ocurrido en un continente aún
semi-salvaje. Las guerras europeas, como la Franco-Prusiana (1870-71) se
habían resuelto –con muy pocas excepciones, como en Crimea- en meses, o
en semanas. El siglo XX comenzaba para Europa con un panorama de
confianza y de progreso ilimitado.
En ese contexto, y casi al filo del siglo que se iniciaba, un importante grupo de
inventores buscaba dar movimiento a las fotografías. Las primeras imágenes
en movimiento que se conocen son de 1888, creadas, en Inglaterra, por el
francés Louis Aimé Augustin Le Prince. Entre 1891 y 1892, tanto Edison (en los
EEUU) como los hermanos Lumiére (en Francia) toman la delantera en sus
propias versiones de grabar y reproducir escenas. Más allá de las autorías, se
atribuye, en general, a los hermanos Lumiére la creación del cinematógrafo,
que comenzaron a mostrar al público en 1895.
Aún cuando ellos mismos no creyeran que su invento tuviese un gran futuro,
los Lumiére habían inaugurado, con las primeras exhibiciones públicas, el cine.
En sus primeros años, el cine mostraba fundamentalmente lo que llamaríamos
hoy filmaciones documentales, con diversos momentos de la vida de las
personas, individuales o en grupos. En rigor, el primero en filmar una película,
con argumento, no provenía del mundo del cine. Georges Méliès era un mago
del teatro parisino, que imaginó las posibilidades de la cámara más allá de lo
que se estaba haciendo hasta ese momento con ella.
La primera película con argumento de la historia fue, de hecho, una obra que
en el presente llamaríamos comedia de ciencia-ficción. El Viaje a la Luna,
filmada en 1902, combinaba el humor, el optimismo de lograr lo imposible, y el
racismo biológico que sustentaba la política colonial. Cuando un grupo de
personas logra visitar la Luna, se encuentra con una raza de personas-hormiga
que los recibe con hostilidad. Sin perder el tono humorístico, las personas
aniquilan tranquilamente a las personas-hormiga con explosivos. Luego de lo
cual regresan a la Tierra, y son triunfalmente recibidos. La metáfora de los
habitantes del lugar inexplorado (la Luna) como hormigas con aspecto semiantropoide, remite tan claramente a la imagen europea de los pobladores
nativos de las tierras que colonizan, que no requiere mayor elucidación.
Un año después, Méliès presenta El viaje a través de lo imposible. Aquí el título
sintetiza el optimismo europeo. También en tono de comedia, un grupo viaja,
en un tren devenido nave espacial, hasta el Sol. El problema de la enorme
temperatura de nuestra estrella es conjurado con un vagón frigorífico, donde el
capitán de la nave (Méliès) encierra a los pasajeros, hasta que se le congelan,
y debe sacarlos para volver a la Tierra. Al regresar, se atenúa la caída con un
gran paracaídas. La nave cae al mar, y se transforma en submarino. La llegada
es, esta vez, recibida con un acto que incluye desfiles y fanfarrias. Aquí no
importa que –como es presumible- nadie crea seriamente en un viaje hasta el
Sol. Lo que importa, en todo caso, es que la película pone en imágenes el
pensamiento europeo vigente: con la ciencia, ningún logro es imposible.
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La Primera Guerra Mundial (1914-18) fue tan tremenda, y su impacto hasta el
presente es tan gigantesco, que más tarde se llamó, al período previo a su
inicio, la Belle Époque. Por supuesto, quienes vivían entonces no tenían por
qué sentir que vivían una época bella. Aún cuando grandes sectores de la
población todavía no lo supieran, el edificio inconmovible de la ciencia
newtoniana había encontrado su Némesis por partida doble: Max Planck (1900)
y Albert Einstein (1905) inauguraban, respectivamente, la Física Cuántica y la
Física Relativista. Desconocido en 1900, Sigmund Freud comenzaba a recibir,
hacia 1909, reconocimiento internacional. Con el Psicoanálisis llegaban las
dudas sobre el sujeto que atravesarían, desde entonces, la cultura occidental.
Las Guerras Balcánicas de 1912 y 1913 podían poner, a los espectadores más
atentos, en estado de alerta, sobre todo considerando que las grandes
potencias se habían volcado a una carrera armamentística que, con la ciencia
aplicada y la producción en serie, parecían augurar tiempos oscuros. Otros
conflictos, como la Guerra Ruso-Japonesa (1904-05) y el intento revolucionario
en Rusia (1905), tampoco parecían buenas señales. Pero todo esto ocurría en
lugares lejanos del espacio (los Balcanes, Rusia, Japón), o del pensamiento (el
mundo científico de punta, los libros de pensadores casi desconocidos). En la
superficie, en el pensamiento general, subsistía: Europa dominaba el mundo, y
todo, en el futuro, iría mejor.
7. La Era de los Totales (1914-1945)
El prestigioso Eric Hobsbawm caracteriza, al período 1914-1945, como “La Era
de las Catástrofes”. En una visión exclusiva de lo que ocurrió en los países
centrales, su definición resulta impecable. No es tan seguro que las catástrofes
hayan cesado en 1945, en especial en los países periféricos. En sintonía con el
traslado de la sensación de “totalidad” que se dio, desde la ciencia positiva que
cedía posiciones, hacia el ámbito sociopolítico, hemos elegido a esa sensación
de “totalidad” para dar nombre a esta etapa.
Hay expresiones de la época que sugieren un posicionamiento subjetivo –casi
siempre a favor, aunque a veces en contra- vinculado a “lo total”. Guerra Total,
Revolución Mundial (y, por ende, total), gobiernos totalitarios (con pretensión
de dominio total), Crisis Total (dada por la Gran Depresión), y la culminación de
la etapa, con el uso del Arma Total (la bomba atómica). En tres décadas, el eje
del mundo se desplaza, de Europa hacia los EEUU y la URSS. Es, finalmente,
un “Cambio Total” de las relaciones de poder político, económico y militar.
La Primera Guerra Mudial
La Primera Guerra Mundial fue, al principio, una guerra europea. Enfrentaba a
Inglaterra, Francia y el Imperio Ruso (la Triple Entente) contra las llamadas
potencias centrales: el Imperio Alemán y el Imperio Austro-Húngaro. Al poco
tiempo ingresaron en la contienda Italia (del lado de la Triple Entente) y el
Imperio Otomano (del lado de las potencias centrales). Una gran parte de los
países europeos participaron en la contienda, a veces contra su voluntad, como
Bélgica, invadida por Alemania apenas iniciadas las hostilidades (julio-agosto
de 1914). Al ingresar Japón en la Guerra (junto a la Triple Entente), el conflicto,
que ya se peleaba también en las colonias africanas, se trasladó al Lejano
Oriente. En 1917, con la Revolución Rusa, Lenin insistió en una paz con
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Alemania a cualquier precio, que logró a comienzos de 1918. Como
compensación, el mismo año de 1917 los Estados Unidos entraron en la
Guerra, sumando a la Triple Entente su gigantesco poderío industrial, lo que
precipitó una desesperada ofensiva final alemana, cuyo fracaso marcó la caída
de las potencias centrales.
Regida por el mismo principio fordista-taylorista de la industria, la Primera
Guerra Mundial fue una “fábrica de muerte” en gran escala. Los beligerantes
pusieron toda su economía y todos sus recursos humanos en función de la
Guerra. Una generación entera de jóvenes fue masacrada en las trincheras,
casi siempre sin ningún resultado militar decisivo, por órdenes de generales
que movían cientos de miles de personas como piezas en un tablero. Ante la
falta de hombres, las mujeres ingresaron en el mercado laboral. Frente al
impacto que producía en la opinión pública la masacre, algunos países optaron
por llamar a nativos de las colonias a combatir en suelo europeo. Así, Francia
se nutrió con tropas africanas. Inglaterra, con soldados de la India. Por primera
vez, los colonizados veían cómo los blancos, supuestamente superiores, se
mataban entre sí con una saña lejana a toda idea de “civilización”. Por primera
vez, las mujeres eran aceptadas en trabajos tradicionalmente masculinos.
Estos dos hechos tendrían consecuencias duraderas, tanto en las luchas de
liberación de las colonias como en las luchas de liberación de la mujer.
También las innovaciones tecnológicas que trajo la guerra tendrían duraderas
consecuencias. En 1914, la transfusión de sangre (desarrollada con éxito, ese
mismo año, por el argentino Luis Agote) se traslado masivamente a los frentes
europeos. En 1915, Inglaterra introdujo el tanque de guerra (con muy poca
pericia para aprovecharlo en combate). En 1910, Fritz Haber creó el amoníaco
sintético, que permitiría a Alemania producir explosivos en serie, ante el faltante
de amoníaco natural. De la oxidación del amoníaco sintético se obtienen nitritos
y nitratos, que, a la larga, revolucionarían el campo, aplicados como los
primeros fertilizantes artificiales. Durante la Guerra se utilizó militarmente la
radio, derivada del telégrafo sin hilos (la primera transmisión de voz humana se
atribuye a Fessenden, en la Navidad de 1906). El avión, surgido (según la
versión oficial estadounidense) en 1903, se trasladó a los frentes de batalla.
Los barcos y automóviles ganaron en confiabilidad, y en velocidad.
La Guerra terminó oficialmente el 11 de noviembre de 1918. No hay cálculos
exactos, pero se estima que cayeron entre diez y quince millones de personas.
Poco tiempo después, una pandemia (la gripe española) se llevó más vidas
que las de todos los caídos en la contienda. La ciencia no pudo hacer nada
para detenerla. Fue otro golpe a la confianza en el progreso ilimitado.
Los Tratados de Paz firmados en París, en 1919, dejaron amargas huellas en
los vencidos. Circulaba, por entonces, un chiste agrio en la ciudad, que decía
que los vencedores estaban preparando “una guerra larga y duradera”
(McMillan,2005). Mientras las potencias capitalistas aún trataban de destruir a
la URSS por la vía militar, el Tratado de Versalles fijó, para Alemania,
condiciones tan duras que dejó a su población sumida en el más profundo
resentimiento. Al mismo tiempo surgían focos revolucionarios –bolcheviques y
socialistas- en Hungría, y en vastos sectores de Alemania e Italia. Se
alumbraron nuevas naciones, como Checoslovaquia y Yugoslavia, y Polonia
obtuvo la liberación de los rusos, por la que había luchado durante más de un
siglo.
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Una Revolución Soviética en Hungría (liderada, en 1920, por Bela Kun) fue
rápidamente reprimida. En la flamante República Alemana (la “República de
Weimar”), que contaba con un gobierno socialdemócrata, los focos
bolcheviques fueron violentamente erradicados. El gobierno alemán permitió la
existencia de unas millicias informales, llamadas Freikorps, formadas por ex–
combatientes de derechas, que llegaron a sumar hasta 400.000 efectivos. Su
violenta intervención fue decisiva, por ejemplo, para eliminar la República
Soviética de Baviera (1919-20). Alemania vivió los dos años posteriores a su
derrota al borde de la Guerra Civil, y sólo la tolerancia socialdemócrata hacia
los Freikorps (sin duda objetable) evitó el avance bolchevique.
El período de entreguerras: la década de 1920
En forma muy esquemática, pueden destacarse cuatro hechos que definen la
década de 1920, bautizada por sus contemporános como “los años locos”.
1) El surgimiento del fascismo
Ante la oleada de movimientos revolucionarios, el Gobierno italiano se mostró
impotente. Sólo se oponía a ellos con firmeza el recién formado Partido
Fascista (1919), con el liderazgo de Benito Mussolini. En octubre de 1922,
contando ya con el apoyo de gran parte del ejército y con la anuencia del rey
Víctor Manuel, Mussolini organizo la “Marcha sobre Roma”, tras la cual fue
nombrado Primer Ministro de Italia. El fascismo italiano intentó una conciliación
entre las clases sociales, bajo la idea de una “comunidad nacional” que debía
unir a todos los italianos. Se impusieron mejoras a la vida de los trabajadores
(Carta del Lavoro, 1929), se reconcilió a Italia con el Vaticano, separados
desde 1860 (Tratado de Letrán, 1929) y se impuso una “mística revolucionaria”,
basada en el culto de la violencia, la progresiva anulación de la oposición, los
grandes actos montados como escenografías y la militarización del Partido
Fascista, devenido en Partido oficial. Al mismo tiempo, Mussolini prometía a los
italianos una vuelta a la grandeza del Imperio Romano y un orden sociopolítico
que, sin conmover las bases del poder, daba a los trabajadores una sensación
de inclusión en la comunidad nacional.
El fascismo hacía un culto de la juventud, en parte por su propia juventud como
movimiento, en parte porque se oponía a los partidos democráticos liberales,
cuyos dirigentes pertenecían a generaciones mayores. Los ex-combatientes de
la Guerra vieron, con Mussollini, exaltados los valores de violencia y de culto al
varón que habían vivido en las trincheras. Los más jóvenes fueron contagiados
por el fervor de la voluntad de poder, el nacionalismo y el rechazo de valores
que consideraban culpables de la contienda (los intereses capitalistas, el
liberalismo, los viejos generales). Junto a ese culto de la juventud, el fascismo
italiano fomentó el modernismo en el arte, siempre y cuando se tratara de
artistas que no se opusieran (o no demasiado) al régimen.
Si bien es imposible clasificar a otros movimientos de derechas europeos como
puramente “fascistas”, los gobiernos antibolcheviques que fueron surgiendo
tenían, en general, al fascismo italiano como modelo, o al menos como
metáfora. Tal vez el primero de ellos fue el del Almirante Horthy, en Hungría
(reacción a la efímera Revolución de Bela Kun), al que fueron siguiendo otros,
tampoco necesariamente fascistas, pero sí anticomunistas, nacionalistas,
xenófobos, y, en muchos casos, con un fuerte culto al militarismo, heredado de
la Gran Guerra.
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Durante la década de 1920, la idea de una Revolución Mundial Socialista,
promovida en la URSS por León Trotsky, fue perdiendo fuerza, mientras
ganaban terreno los gobiernos autoritarios de derechas (algunos pro-fascistas,
otros conservadores). En la propia URSS, tras la muerte de Lenin (1924), fue
tomando poder Josef Stalin, quien, hacia fines de la década, ya había logrado
eliminar o expulsar a todos los viejos dirigentes de la Revolución de 1917. En la
década siguiente, fuero pocos países (entre ellos Francia, Inglaterra, Holanda,
Bélgica) los que mantuvieron firmes los regímenes democráticos.
2) La prosperidad sustentada en el capital financiero
Si bien tras la Guerra se tardó mucho tiempo en volver a los niveles de vida
previos a 1914, el capital financiero, inserto fuertemente en los sistemas
económicos europeos, fomentó una sensación de crecimiento y prosperidad,
que no necesariamente se apoyaba en mejoras concretas de la “economía
real”. Los países deudores de los EEUU recibieron altas inversiones
especulativas, basadas en excedentes financieros norteamericanos, lo que
mantuvo, unos años, la percepción de que las cosas estaban mejorando. Esta
ilusión caería en 1929, con la caída de la Bolsa de Wall Street, pero su impacto
se vería, con toda crudeza, recién en la década siguiente.
Entre los países no beneficiados por esta sensación de prosperidad estaba
Alemania. Subyugada por una deuda de guerra imposible de pagar, cercenada
en su territorio, con permanentes convulsiones políticas, apenas tuvo unos
pocos años de prosperidad (1925-29). En 1923, por la falta de pago de una de
las cuotas de la deuda de guerra con Francia, este último país invadió la zona
industrial más rica de Alemania –la Cuenca del Ruhr- para cobrarse por sí
misma el pago. El Gobierno alemán llamó a la “resistencia pasiva” de los
obreros, lo que derivó en una caída gigantesca de la producción. Para
subsanar la falta de divisas, emitió papel moneda sin respaldo en cantidades
impresionantes, lo que dio lugar a una hiperinflación nunca conocida antes en
la historia. A medida que avanzaba 1923, la desesperación se apoderaba de la
población alemana. Familias enteras de clase media llegaron a vender sus
viviendas para comer durante unos días. En medio del caos, un extremista de
Munich decidió que era hora de su propia “Marcha sobre Berlín”, al estilo
mussoliniano. El 8 de noviembre, Adolf Hitler tomó el poder en la ciudad, e
intentó extender su Golpe de Estado (Putsch) al resto de Baviera, para seguir
luego con todo el país. Fracasado su intento, el día 9 organizó una marcha
sobre la ciudad, que fue reprimida por la policía. Hitler terminó en la cárcel,
pero el Partido Nazi había dado su primer paso hacia lo que buscaría los diez
años siguientes: la toma del poder.
En Alemania la situación mejoró hacia 1924, cuando los EEUU e Inglaterra
crearon un plan para paliar la situación del país (Plan Dawes). Presionados, los
franceses dejaron de acosar a los alemanes, e intentaron un acercamiento, que
en 1925 ya había producido buenos resultados, y en 1926 le valió el Premio
Nobel de la Paz a los gobernantes de ambas naciones (Briand-Stressemann).
Sin haber recuperado el status de potencia militar, Alemania volvió, en poco
tiempo, a ser la segunda potencia industrial del mundo. Cuando se desatara la
crisis de 1929, sería uno de los primeros países en sufrir la Gran Depresión.
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3) La primera “gran ruptura” del viejo orden
Durante la Guerra, algunos movimientos presagiaron los cambios que tendrían
lugar en la cultura de Occidente. En Suiza, el dadaísmo (surgido en 1916, con
Tristán Tzara como su exponente más representativo) exaltó el absurdo, la
burla al estilo de vida burgués tradicional, y el rechazo a la razón propuesta por
el positivismo. Apenas un año después, Apollinaire instalaba, en su obra teatral
“Las Tetas de Tiresias” el término surrealismo. Ya antes, André Breton (quien
luego sería el gran líder del movimiento) había descubierto a Freud y al
precursor Alfred Jarry, uno de los primeros en adelantarse al siglo XX. Mientras
el dadaísmo exaltaba el absurdo, el surrealismo se proponía expresar el
funcionamiento “real” del pensamiento, sin la intervención reguladora de la
razón, y exaltaba las formas de asociación libre por sobre todo otro mecanismo
psíquico. Aún siguiendo caminos a veces diversos, dadaísmo y surrealismo
compartían el desprecio por la razón positivista, y por las formas burguesas.
Como fenómeno artístico, el surrealismo llegó a contar con Buñuel, Dalí,
Éluard, Aragón, Ernst, Tzara, Arp, Miró, Magritte y Giacometti, entre muchos
otros. Como fenómeno masivo, fue uno de los fundamentos subyacentes que
rebotarían en la Revolución Pop, cuarenta años más tarde. Como fenómeno
político, con la adscripción de Breton al comunismo, produjo rupturas internas
(como la expulsión de Dalí y Éluard), y, ya a fines de la década de 1930, llevó a
Breton a firmar con Diego Rivera y Trotsky el “Manifiesto por un Arte
Revolucionario Independiente” (1938).
Estas vanguardias influyeron en la mirada de toda la época, mientras la llegada
del Psicoanálisis al gran público y la difusión cada vez mayor de nuevas formas
de música popular invitaban a romper los moldes heredados del siglo XIX. Las
nuevas formas estéticas y de pensamiento encontraron, en la década de 1920,
una fuerte adhesión en vastos sectores de la población. Desde la vestimenta
hasta la progresiva negación –abierta o velada- de las antiguas formas de
conducta, desde la música hasta la ruptura de cánones establecidos en otras
artes, no hubo prácticamente ninguna expresión socio-cultural que no haya
cambiado rotundamente durante la década. Desde los EEUU llegó el jazz, en
su versión bailable: el swing, el charleston. Las mujeres de clase media y
media alta de Europa Occidental comenzaron a reclamar no sólo la igualdad
cívica y laboral, sino la libertad sexual. Las trabajadoras, que durante 1914-18
habían ocupado el lugar de los hombres en la industria, no se resignaron
siempre a volver a ser amas de casa, y reclamaron también su lugar en el
mercado laboral.
Lo que había sido patrimonio de las vanguardias entre 1900-1918, se volvió
cada vez más accesible al gran público. El cine multiplicó su producción, y su
cantidad de expectadores. Desde 1927 se introdujo el cine sonoro comercial.
Pero ya antes se habían encarado enormes obras de arte en el cine silente
(antes llamado “mudo”). El expresionismo alemán creó una escuela que no se
volvió a repetir. La URSS realizó grandes superproducciones, exaltando la
Revolucion. Hollywood multiplicó sus realizaciones, transformando cada vez
más el espectáculo en una industria con futuro propio. Lejos de los primeros
intentos de comienzos del siglo, las películas perfeccionaron historias y
personajes, y crearon un lenguaje propio del “cine silente”, que lo transformó en
una de las artes más notables del siglo. De esta época son El Gabinete del
Doctor Caligari (Wiene,1920), Nosferatu (Murnau,1922), Doctor Mabuse (Lang,
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1922), Berlín (Ruttmann,1925), El Acorazado Potemkin (Eisenstein,1926),
Metrópolis (Lang,1927), Spione (Lang,1928), junto a una interminable lista de
otras obras.
El Psicoanálisis y el trauma de la Gran Guerra habían impactado para siempre
en la cultura occidental. En lo epistemológico, el positivismo parecía batirse en
retirada.
4) La consolidación de la cultura de masas
Junto a todo lo anterior, los movimientos masivos que habían tenido lugar en la
Guerra se trasladaban, ahora, de las trincheras y de las fábricas al mundo
cultural. El acceso masivo al gramófono y al cinematógrafo sólo fueron dos de
esas expresiones. En 1920, se estableció en Buenos Aires la primera emisora
radiofónica. Pocos años después, miles de estaciones, en todo el mundo,
emitían programas para millones de oyentes. La radio no llegaba en forma de
producto estático, como el periódico: su presencia, ubicua y permanente, la
volvía dinámica, infinitamente maleable. En los EEUU, se consolidó la cultura
de las historietas. Dentro de la ciencia ficción (CF), en 1926 vio la luz Amazing
Stories, creada por Hugo Gernsback, pionero de las revistas del género.
El automóvil recorrió su propio y particular camino. En 1900, era un vehículo
exótico. En 1908, Henry Ford construyó la primera línea de montaje, para su
modelo “T”. En poco tiempo, el automóvil fue, en ese país, accesible a casi
cualquier familia de clase media. El fenómeno se reprodujo en Europa
Occidental. Ya antes de la Guerra, los paisajes urbanos estaban cambiando.
En la década de 1920, la ciudad era del automóvil. En menos de veinte años, el
caballo había quedado relegado al campo, o a las aldeas. Muy pocos vieron
cómo este cambio, junto al del avión, revolucionarían la relación de fuerzas en
breve. Entre ellos, un ex-cabo del Ejército Alemán, de origen austríaco, que
odiaba la modernidad artística y cultural, pero veneraba todas las innovaciones
tecnológicas, llamado Adolf Hitler.
El período de entreguerras: la década de 1930
Como en el caso anterior, remitiremos esta década a un esquema, basado en
cuatro grandes focos (que, por supuesto, no agotan su complejidad):
1) La Gran Depresión
Al devenir de la historia parece no gustarle sujetarse a la exactidud de los
números. Rebelde a esa exactitud, el suceso que anticiparía la década de 1930
ocurrió en 1929. El 24 de octubre (Jueves Negro) comenzó a caer brutalmente
la Bolsa de Nueva York (emblemáticamente conocida por Wall Street). El día
29 (Martes Negro) la caída se transformó en desastre, y en desbandada
general. En los diez años anteriores, la especulación financiera había hecho
subir las acciones de la Bolsa de un modo desmesurado. Cuanto más personas
usaban sus dólares (a veces, los ahorros de toda una vida) para comprar
acciones, más subían las acciones. El valor accionario de las empresas poco
tenía que ver, muchas veces, con el valor real de las mismas (es decir: su
infraestructura, capacidad de producción, nivel de ventas, ganancias históricas
y proyectadas, calidad de su personal, y todo lo que hace a la “empresa real y
concreta”). Quienes no compraban acciones, mantenían sus ahorros en los
bancos. Pero los bancos, a su vez, usaban los depósitos de los ahorristas para
comprar acciones, y sacar beneficios adicionales de la especulación. Llegó un
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momento, finalmente, en el que la “burbuja financiera” estalló. Algunas
acciones comenzaron a bajar de precio. Sus tenedores, preocupados, salieron
a venderlas, para salvar su dinero. Las acciones bajaron aún más. El efecto se
contagió a casi todas las empresas, cuyo valor real era muy inferior a lo que
figuraba en las acciones. En una reacción masiva, también los bancos
intentaron vender las acciones que poseían, a un precio mucho menor de lo
que las habían comprado. Era el dinero de los ahorristas, que, desesperados,
acudieron a los bancos a retirar sus depósitos. Los bancos comenzaron a
quebrar, dejando a cientos de miles de personas sin sus ahorros. El Estado no
garantizaba los depósitos: quienes creían tener ahorros, se quedaron sin dinero
de la noche a la mañana. Ante la baja de las acciones, y la quiebra de los
bancos, las empresas, privadas de capital para funcionar, también comenzaron
a quebrar: sus acciones pasaron a valer cero. Millones de personas se
quedaron sin trabajo. Gran parte de ellas, también había perdido los ahorros. El
consumo cayó brutalmente. Incluso las empresas que no tenían problemas
financieros, ante la falta de ventas, fueron quebrando. Las que no quebraban,
sobrevivían sólo despidiendo a gran parte de su personal, lo que agravó el
desempleo.
La “fiesta financiera” de la década de 1920 desembocó, hacia 1930, en lo que
se conoce como la Gran Depresión. Los primeros afectados fueron los EEUU.
En septiembre de 1929, el índice Dow Jones había llegado a 381 puntos. En
julio de 1932, había bajado a poco más de 41. El efecto se reprodujo en todas
las bolsas del mundo, con similares resultados. Apenas iniciada, la Crisis
golpeó al segundo gran país industrial de Occidente: Alemania. Sólo la URSS,
aislada del mundo, siguió su camino, acosada por sus propios problemas de
hambre, baja producción y creciente represión estalinista.
La respuesta no se hizo esperar. Al clima festivo de los “años locos” siguió un
período sombrío. Colas en las calles para recibir una comida de caridad. Gente
que antes tenía una vida razonable durmiendo a la intemperie. Tasas de
suicidios que crecían. En los países no industrializados el impacto fue menor,
pero no dejó de ser perceptible. En los EEUU, en 1932, el recién electo
presidente Roosevelt planteó el “New Deal” (nuevo acuerdo). Fue la mayor
respuesta de intervención del Estado en un país caracterizado, durante toda su
historia, por dejar la economía en manos privadas. Roosevelt tomó drásticas
medidas, desde garantizar los depósitos hasta u$s 5.000 (un gran suma en ese
momento, pensada para atraer nuevamente a los ahorristas, y evitar que
quebraran más bancos) hasta generar empleo con obra pública. Años después,
en 1938, Roosevelt crearía la agencia Fannie Mae, para garantizar un flujo
financiero a la construcción, y permitir que las familias norteamericanas
accedieran a créditos accesibles para la vivienda propia. La firme respuesta del
New Deal rooseveltiano fue, acaso, un factor clave para evitar que la población
norteamericana fuese atraída por las ideas socialistas.
En tono humorístico, y no sin toques de futurismo tecnológico, Charles Chaplin
produjo una gran película de la época, que retrata la Gran Depresión. Se trata
de “Tiempos Modernos” (Chaplin,1936), donde aún acude, en pleno período
sonoro, a sus maravillosos artilugios del cine silente.
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2) La aceleración del avance tecnocientífico y de su masificación
Pese al desempleo y a la baja de producción de comienzos de la década, la
velocidad con que avanzó la tecnología siguió creciendo. En 1903 se había
registrado el vuelo del primer avión. Durante la década de 1930, las líneas
aéreas comerciales eran ya comunes en gran parte del mundo. En 1936 se
produjo la primera transmisión pública de televisión. Fue en Berlín, en ocasión
de las XI Olimpíadas. Había sólo unas decenas de receptores privados. Pero la
instalación de televisores públicos permitió que, tal vez, hasta ciento cincuenta
mil personas viesen la transmisión. La cohetería no alcanzó resultados
inmediatos, pero también registró grandes avances. La computación tuvo su
primer precursor. La ASCC (Authomatic Sequence Controlled Calculator,
conocida como Harvard Mark I), creada en los EEUU, realizaba 3 cálculos
aritméticos por segundo. No era una computadora digital –funcionaba con
mecanismos electromagnéticos- pero marcó también un comienzo. El
automóvil siguió en plena expansión. Dejando finalmente el modelo primitivo,
metáfora del carruaje de caballos (que se detecta en las formas cuadradas de
los autos hasta los años ’20), comienzan los primeros diseños aerodinámicos.
Dos genios se destacan: René Citroén, con sus innovaciones siempre audaces,
y Ferdinand Porsche, creador del famoso Volskwagen escarabajo, que aún hoy
sorprende a los aficionados a la mecánica.
El cine avanzó con la experimentación de las películas en colores (que ya se
había iniciado a comienzos del siglo XX). Como medio masivo, estaba en todas
partes. La industria de Hollywood floreció, y se nutrió con el aporte de talentos
que huían, desde 1933, de la Alemania Nazi. El tema habitual eran las
comedias ligeras: una forma de escape a la dura realidad. Un desempleado
podía pagar unos centavos para ver bailar a Fred Astaire y Ginger Rogers en
suntuosos hoteles, y olvidar un rato su desesperación. La radio se adueñó de
las casas. Las familias se reunían, alrededor de receptores, diseñados como
muebles, para escuchar los programas de los horarios centrales. Tan grande
era la audiencia de las radios, y tanto creían en ellas sus oyentes, que una
noche de 1938, cuando Orson Welles leyó pasajes de “La Guerra de los
Mundos”, de H.G.Wells, con sonidos ambientales que sugerían una invasión
marciana, cientos de miles de norteamericanos huyeros de sus hogares,
creyendo que se trataba de un hecho real. No es sorpredente, por lo tanto, que
Hitler se valiera tanto de la radio para la propaganda política: había en el Reich
6.000 altavoces, que propalaban en los lugares de trabajo los discursos
políticos. El receptor VE-301, creado para su venta masiva, estaba en más de
10 millones de hogares alemanes hacia fines de la década.
3) Las dictaduras europeas
Mientras la Gran Depresión consolidaba la fe de los norteamericanos en la
democracia, gracias al New Deal, y al acercamiento al pueblo del presidente
Roosevelt, en sus famosos mensajes radiales (“Conversaciones junto a la
chimenea”), en Alemania, la Gran Depresión llevó al camino opuesto. La
población, cansada de vivir de crisis en crisis, comenzó a volcarse hacia los
extremismos. En 1930, el hasta entonces insignificante Partido Nazi se
transformó en una poderosa fuerza electoral. En 1932, los votos del Partido
Nazi y del Partido Comunista, sumados, representaban más del 50 por ciento
del electorado. Se ha dicho que, hacia fines de 1932, la crisis había comenzado
a ceder, y que, de no haber llegado los nazis al poder, la recuperación
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económica alemana habría tenido lugar de cualquier manera. Pero los hechos
fueron distintos. Con una fuerte primera minoría en el Reichstag (Parlamento
Alemán), Hitler reclamó para sí mismo el cargo de Canciller. No fue,
ciertamente, el electorado quien lo llevó al poder. En su mejor momento, en
julio de 1932, los nazis lograron un 37% de los votos. En diciembre, su caudal
electoral había comenzado a caer. Pero una maniobra entre bambalinas,
orquestada por el ex-Canciller Franz von Papen, convenció al Presidente de la
República de Weimar, el anciano Mariscal Paul von Hindenburg, de que sólo se
controlaría la violencia nazi ofreciendo a Hitler el máximo cargo del Gobierno.
Así, el 30 de enero de 1933, Adolf Hitler juró como Canciller del Reich.
Fue el comienzo de la dictadura nazi. En pocos meses, se disolvieron todos los
partidos de oposición, incluso los de derechas. Los opositores de izquierdas
que no emigraron fueron encerrados en los primeros campos de concentración.
Haciendo caso omiso del Tratado de Versalles, Hitler comenzó una carrera
contra el tiempo para militarizar Alemania. Se profundizó, gradualmente, la
persecución contra los judíos. A pesar de haber firmado un Concordato con el
Vaticano (1933), el régimen nazi persiguió implacablemente, hasta donde pudo
(evitando contrariar, en lo posible, a la población religiosa) a la Iglesia Católica.
Al mismo tiempo, la economía alemana tuvo una espectacular recuperación.
Siguiendo los principios fascistas de “comunidad nacional”, todos los objetivos
del Gobierno se orientaron hacia el fortalecimiento de una Volksgemeinschaft
(comunidad del pueblo alemán) que no suprimía la diferencia de clases
sociales, pero integraba a los trabajadores a los objetivos nacionales. No hubo
nada parecido a un “socialismo” (en el sentido marxista), pero se tomaron
medidas sociales notables, que fueron mucho más allá de las que había
ensayado Mussolini. Alemania se transformó, en pocos años, en una temible
potencia militar.
Muy pocos países europeos pudieron sustraerse a la ola autoritaria. En 1931,
se había fundado la República Española. Luego del triunfo, en 1935, del Frente
Popular (una coalición de izquierdas), se produjo, en 1936, un Alzamiento
Nacional contra la República, liderado por los generales nacionalistas Franco,
Mola y Sanjurjo. La República resisitió, y se desató la Guerra Civil. Hitler y
Mussolini intervinieron activamente a favor de Franco, enviando armas y
tropas. Francia, envuelta en sus propios problemas (con riesgo, incluso, de
enfrentar ella misma una Guerra Civil), tuvo una tibia intervención en favor de la
República. Cuando el Partido Comunista se hizo de gran parte del poder
español (1937), gracias al apoyo sustancial que recibió la República Española
de la URSS, Inglaterra prefirió no tomar partido, y centrarse, también, en sus
propios problemas. A esa altura, ya Alemania se estaba transformando en el
problema mayor para la paz europea. La Guerra Civil Española terminó en
1939, con la victoria nacionalista. Se impuso una dictadura clerical-sindical,
liderada por el Generalísimo Franco. Cientos de miles de españoles marcharon
al exilio.
En Austria, además de los problemas económico-sociales, subsistía un duro
conflicto entre quienes deseaban unirse a Alemania y quienes preferían
mantener la independencia del país. El Partido Nazi local, réplica del alemán,
no gozaba de gran popularidad, probablemente por su carácter pagano y anticatólico. Así, cuando en 1934 fue asesinado el Canciller Dölfuss (conservadorcatólico), Hitler prefirió tomar distancia de sus adeptos austríacos. A esa altura,
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Alemania recién comenzaba el rearme. Italia, recelosa del poderío alemán (y
enemiga de Alemania en la Gran Guerra), decidió apoyar la independencia
austríaca. Mussolini llegó incuso a movilizar tropas, para prevenir un intento
alemán de anexar Austria. Paradójicamente, y a pesar de sus similitudes
ideológicas, Hitler y Mussolini tuvieron, por causa de Austria, un momento de
tensión en 1934.
En Polonia, el mariscal Pilsudski profundizó el carácter autoritario de su
gobierno, para evitar que los partidos más derechistas que el suyo reclamaran
un régimen “a la italiana”. La discriminación a los judíos tenía también, en ese
país, un carácter legal (incluso desde antes de la llegada de Hitler al poder). En
cambio, la Iglesia Católica era una poderosa institución, basada en la ferviente
fe de la población. Los polacos temían menos a Alemania que a la URSS, ya
que habían sufrido la ocupación rusa durante más de un siglo. En 1934,
firmaron un tratado de no agresión con Alemania. También Hungría y Portugal
tuvieron sus regímenes autoritarios. Llegó un momento en el cual, en Europa,
eran más las dictaduras que las democracias.
La URSS, dominada ya por Stalin, pasó de un período en el cual Revolución
implicaba libertad a una oscuridad sin límites. Se calcula que, entre 1937 y
1938, se produjeron más de un millón de asesinatos políticos, liderados por el
stalinista Ezhov (Overy,2006). Gran parte de los muertos era viejos cuadros
comunistas, que Stalin veía como enemigos potenciales. Otros millones
emprendieron el camino de la prisión en Siberia, o sufrieron la muerte bajo
condiciones de trabajo fuera de lo imaginable. Sobre los cadáveres de esas
personas, Stalin comenzó a edificar una gran potencia industrial. Impulsó la
ingeniería y las ciencias, y encaró obras de infraestructura gigantescas, donde
la mano de obra, descartable, podía ser explotada mucho más allá de lo
humanamente posible.
4) El camino hacia la Guerra
En Oriente, la Guerra se adelantó varios años, con la invasión japonesa de
China en 1931. Aún cuando se logró una paz transitoria, el Imperio Japonés
invadiría nuevamente Manchuria en 1937, e instalaría al último Emperador de
China en un gobierno títere, cambiando el nombre del país al de Manchukuo.
La colisión de intereses entre el Japón y los EEUU en el Pacífico preanunciaba
un conflicto mayor, que ambas potencias intentaron, durante un tiempo, evitar.
En Alemania, la carrera armamentista, iniciada por Hitler en 1933, fue tolerada
por Inglaterra y Francia, deseosas de evitar otra Gran Guerra. Nadie pensaba
en una “guerra preventiva” contra el Tercer Reich (como bautizó Hitler a su
régimen), y se buscó la vía de la conciliación. Así, Hitler impuso en 1935 el
servicio militar obligatorio, y creó el mismo año la Lüftwaffe (Fuerza Aérea
Militar Alemana), mientras lograba un acuerdo con Gran Bretaña para potenciar
a la Kriegsmarine (Fuerza Naval de Guerra). En los países vencedores de la
Primera Guerra Mundial, seguían al mando los viejos generales de la victoria.
En Alemania, Hitler prefirió dejar los planes militares en manos de una joven
generación, que comprendió enseguida las ventajas de utilizar los tanques de
guerra combinados con la aviación. Muy pocos militares occidentales (Basil
Lidell Hart en Inglaterra, Charles de Gaulle en Francia) trataron de advertir que
la próxima guerra sería muy diferente. En su momento, nadie los escuchó.
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Así, en 1936 Hitler ocupó con la Wehrmacht (Ejército Alemán) la zona de la
Renania, desmilitarizada por el Tratado de Versalles. A esa altura, podría haber
sido fácilmente derrotado, pero ni Inglaterra ni Francia hicieron más que una
protesta formal. El año anterior, Mussolini había invadido Abisinia (Etiopía), en
su pretensión de crear un Gran Imperio, que remedada al Imperio Romano. Los
países democráticos le impusieron a Italia sanciones económicas, que lograron
un acercamiento cada vez mayor entre el Duce y Hitler, dado que Alemania se
dispuso a apoyar a los italianos cuando Inglaterra les daba la espalda. Unidos
por la Guerra Civil Española, Italia y Alemania acuñaron una expresión que
tendría larga trascendencia: “el Eje Berlín-Roma”. Sólo era cuestión de tiempo
para que ambas potencias se unieran militarmente.
Hacia 1938, Hitler comenzó a atacar abiertamente el orden europeo. En marzo
ingresó con tropas alemanas en Austria, logrando el Anschluss austro-alemán
del que se venía hablando desde el siglo XIX. Mussolini, comprometido años
antes con la independencia austríaca, apoyaba ahora a Alemania (y, sin dudas,
le temía). La población austríaca recibió a los alemanes como liberadores, y a
Hitler como a un héroe. El ataque vergonzoso de los austríacos contra los
judíos de Viena fue mucho más violento de lo que había sido todo lo que la
propia Alemania Nazi había hecho hasta ese momento. En septiembre del
mismo año, Hitler presionó a Checoslovaquia, para que la zona de los Sudetes
(mayoritariamente alemana) se incorporara al Tercer Reich. En un intento
desesperado de evitar la guerra, los dirigentes de Inglaterra (Chamberlain) y
Francia (Daladier) accedieron a firmar un ominoso acuerdo –el Pacto de
Munich- donde se cedía, sin permiso de los checoslovacos, los Sudetes a
Alemania. El Pacto fue idea de Mussolini, que participó en la negociación. La
paz pareció salvada, pero sólo sirvió para que Hitler perfeccionara su aparato
militar durante un año más. Y para que, entre Austria y los Sudetes, el Tercer
Reich agregara diez millones de habitantes a su población.
En noviembre de 1938 tuvo lugar el más violento ataque a la población judía en
Alemania desde la llegada de Hitler al poder. Se trató de la Reichskristallnacht
(Noche de Cristal), donde centenares de negocios, sinagogas y viviendas de
judíos fueron incendiadas o destruídas por otros medios. En los días
siguientes, se internó a unos 20.000 judíos en campos de concentración. Por
primera vez, los campos no eran para opositores políticos, sino para personas
marcadas para la persecución por su origen étnico. Era sólo un anticipo de lo
que ocurriría unos años más tarde.
En marzo de 1939, violando abiertamente el Pacto de Munich (que él mismo
había firmado), Hitler ocupó el resto de Checoslovaquia. Su ingreso a Praga no
fue recibido con el entusiasmo que había tenido su llegada a Viena. Pero sirvió
para expandir las fronteras del Reich, y amenazar, desde allí, a Hungría,
Bulgaria y Rumania. Su siguiente objetivo era Polonia. Esta vez, Inglaterra y
Francia estaban dispuestas a no ceder. Firmaron un tratado de defensa mutua
con Polonia, que tampoco se veía dispuesta a negociar con Hitler. A diferencia
de otros pueblos y gobiernos, los polacos no temían a Hitler, ni a nadie. Pero
en forma inesperada, el 23 de agosto la Alemania Nazi y la URSS firmaron un
Pacto de no Agresión (Pacto Molotov-Ribbentrop). Dos archienemigos
ideológicos se ponían de acuerdo para desafiar a las democracias. En un
protocolo secreto del Pacto, decidían la destrución de Polonia, y su reparto
entre ambos países.
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Finalmente, el 1º de septiembre de 1939 Hitler invadió Polonia. No está muy
claro cómo pensaban ayudar Inglaterra y Francia a su aliado agredido. Pero
esta vez, trataron de poner un freno al nazismo. El 3 de septiembre, a las 11 de
la mañana, Inglaterra declaró la guerra a Alemania. El mismo día a las 17,
Francia declaró el estado de guerra con el Tercer Reich. Era el comienzo de la
mayor contienda de todos los tiempos.
La Segunda Guerra Mundial
Vista en un mapa, la Segunda Guerra Mundial muestra un extraño movimiento
sistólico. El Eje Alemania-Italia-Japón se expande enormemente entre 1939 y
1942. Los alemanes invaden Polonia (1939), Noruega, Dinamarca, Holanda y
Bélgica, y conquistan Francia, una de las mayores potencias militares de la
época (1940). Acosada por la Luftwaffe, Inglaterra logra resistir, en absoluta
soledad, una invasión nazi. El implacable bombardeo de Londres termina por
ser una ventaja para los ingleses, pues Hitler se distrae del verdadero objetivo:
destruir las fábricas de aviones y los aeropuertos. Winston Churchill, nombrado
Primer Ministro, galvaniza a la población británica con su decisión de resistir a
cualquier costo, con sus discursos vibrantes y con su presencia permanente en
las zonas bombardeadas. Mientras tanto, Italia no conquista nada. En Africa del
Norte, los británicos aniquilan a tropas fascistas muy superiores. Para mostrar
alguna iniciativa, el Duce intenta invadir Grecia. Los griegos terminan corriendo
a sus hombres. Hitler se ve obligado a intervenir, pues Grecia es una base muy
útil para los ingleses. Invade Yugoslavia y Grecia (1941), y envía una fuerza (el
Africa Korps) para revertir el retroceso masivo de Italia en Africa del Norte. La
comanda el mítico general Erwin Rommel, uno de los protagonistas de la
invasión de Francia. El 22 de junio de 1941, Hitler viola el Pacto MolotovRibbentrop, y ataca la URSS. Inglaterra, que había resistido en soledad durante
un año los ataques nazis, tiene por fin un aliado militar, aún cuando se trate de
un enemigo ideológico. Winston Churchill depone su anticomunismo, y va de
visita a Moscú, donde resiste con flema británica una recepción plagada de
banderas rojas, con una orquesta que toca “La Internacional”. Pese a todo, la
URSS parece desmoronarse: en noviembre, los alemanes están a las puertas
de Moscú, y han sitiado Leningrado. Algunos temen la rendición de Stalin: aún
no conocen lo que el Ejército Rojo es capaz de lograr. El 7 de diciembre del
mismo año, Japón ataca la base naval norteamericana de Pearl Harbor. El 11,
Hitler declara la guerra a los EEUU: la guerra abarca ya a todo el mundo. En
Europa, pocos paìses mantienen la neutralidad (Suecia, Suiza, Portugal,
España). El resto se une a Alemania, o es invadido por ella.
Pese a ser detenidos en Moscú, los alemanes reanudan su avance en 1942,
sobre el Caúcaso. A las orillas del Volga, llegan a Stalingrado. Pero es la última
ofensiva victoriosa del Eje. Enfrentados a la URSS y a los EEUU al mismo
tiempo, los nazis no tienen futuro. La expansión del Eje comienza a revertirse, y
el movimiento sistólico se volverá inexorable. En Africa del Norte, Rommel es
derrotado en El Alamein en octubre, y abandonará el continente a comienzos
del año siguiente. En Oriente, los EEUU detienen el avance japonés sobre el
Pacífico, y en Guadalcanal inician su contraofensiva. La victoria cambia de
bando en 1943. Tras una derrota fulminante en Stalingrado, en julio Hitler
intenta una última ofensiva en Kursk: una batalla donde participan cuatro mil
tanques de guerra de ambos bandos, y que se define a favor de la URSS.
Desde allí, los alemanes sólo conocerán en el Este la retirada. El mismo mes,
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los Aliados occidentales invaden Sicilia, e ingresan en la península italiana.
Mussolini es destituido por los propios fascistas, y recluido en el Hotel Sasso,
en la cumbre de una montaña. En una maniobra espectacular, un grupo
comando (guiado por Otto Skorzeny) lo rescata, y Hitler obliga al Duce a
instalar un gobierno títere en el norte de Italia (República de Saló), bajo la
represión de las temibles SS. El ahora imparable Ejército Rojo recupera
territorios, e ingresa en Ucrania. En Oriente, la flota japonesa queda
prácticamente fuera de combate: isla tras isla, los EEUU van cercando a Japón
en el Pacífico.
La Guerra termina de definirse en 1944. El 4 de junio, Roma es liberada por los
angloamericanos. El 6, se produce el desembarco militar más grande de la
historia: el “Día D”, cuando tropas conjuntas inglesas, americanas, francesas,
polacas y de otros países, ingresan a Francia por Dunkerke. En septiembre, los
rusos ya combaten en suelo polaco. En Oriente, los EEUU se van acercando a
las islas del propio Imperio Japonés. Hacia fines de ese año, las tropas de los
EEUU e Inglaterra están en las fronteras del Reich por el Oeste. El Ejército
Rojo, llega al Reich por el Este. Hitler y sus secuaces, conscientes de sus
crímenes, deciden someter al pueblo alemán a una resistencia sin sentido. En
los tres primeros meses de 1945, Alemania es devastada. El 30 de abril, con
los rusos combatiendo ya en Berlín, Hitler se suicida, tras nombrar un gobierno
que terminará rindiéndose el 7 de mayo. Mussolini fue ya ejecutado por los
partisanos italianos el 25 de abril. Es el fin del nazismo y del fascismo en
Europa. El Imperio Japonés, que resiste en forma suicida, obliga a los EEUU a
tomar isla por isla, a través del Pacífico, con enormes bajas de ambos bandos.
Finalmente, el presidente Truman (sucesor de Roosevelt, fallecido el 12 de
abril) toma una polémica decisión. Utiliza la recientemente creada Bomba
Atómica para destruir las ciudades civiles de Hiroshima (6 de agosto) y
Nagasaki (9 de agosto). Japón se rinde. Es el fin de la Segunda Guerra
Mundial, que costó, según diversos cálculos entre 35 y 50 millones de vidas.
La Guerra Racial
El racismo biológico, creciente conforme avanzaba el siglo XIX, tomó la peor
expresión de racismo de Estado en la Alemania Nazi. Con el supuesto objetivo
de proteger la pureza “aria” germánica de las consideradas “razas inferiores”, la
aspiración de segregar a otros pueblos –en especial, de origen eslavo- existió
siempre en los ideólogos nazis. Pero el objetivo primero y primordial de su odio
racial fueron los judíos. En esta categoría entraba una amplia variedad, desde
los judíos religiosos practicantes hasta personas laicas que tenían algún origen
judío, incluso cuando se hubiesen asimiliado totalmente a la cultura alemana.
En 1933 (llegada de Hitler al poder), los paramilitares nazis de la SA desataron
una ola de violencia antijudía brutal, que se detuvo cuando el propio Gobierno
nazi introdujo las primeras medidas de exclusión de los judíos de la sociedad.
En 1935, frente a otra ola de ataques violentos, Hitler reaccionó sancionando
las Leyes de Nüremberg, que prohibían, entre otras cosas, la unión sexual
entre personas “arias” y personas “judías”. En noviembre de 1938, luego de la
Reichskristallnacht (Noche de Cristal), se introdujeron nuevas leyes
discriminatorias, con las que los judíos quedaban reducidos a la categoría de
parias sociales. De los 510.000 judíos que había en el Reich en 1933, se
calcula que, hacia 1939, sólo quedaban 170.000. El resto había huído. Con la
invasión de Polonia, los nazis se encontraron con una población de más de un
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millón de judíos, a los que, ya en plena guerra, pudieron dedicarse a recluir en
ghettos, y asesinar sin mayor miramiento. En cuanto a los polacos no judíos, su
destino era, para los nazis, servir como esclavos en el nuevo régimen: toda la
clase dirigente, intelectual, artística y académica polaca fue perseguida y,
mayormente, exterminada. Los soviéticos, invasores de la zona oriental de
Polonia, no actuaron con menos brutalidad: tomados prisioneros, casi todos los
oficiales del Ejército Polaco fueron fusilados, en 1940, y ocultados en las
tristemente célebres Fosas de Katyn (recién después de 1991 Rusia reconoció
esos crímenes). La misma suerte corrieron, en la Polonia ocupada por la
URSS, intelectuales, artistas y sacerdotes.
La guerra racial se profundizó cuando Alemania invadió la URSS. En forma
explícita, Hitler ordenó que todos los hombres sospechados de formar parte del
aparato político soviético, fueran fusilados, allí donde se los encontrara (la
tristemente célebre Kommisarbehelf). Los judíos varones debían sufrir la misma
suerte. Para el resto del pueblo ruso, el destino era, como para los polacos, la
esclavitud perpetua. La situación se agravó cuando, en diciembre de 1941,
quedó claro que Hitler no conquistaría la URSS en el corto plazo. Muchos
planes previos para expulsar a los judíos hacia el Este, en “marchas de la
muerte” más allá de los Urales, quedaron sin efecto. En la Conferencia de
Wansee (enero de 1942), Reinhard Heydrich (bajo órdenes expresas de
Heinrich Himller, líder de las SS), aclaró a otros dirigentes nazis que el objetivo
era, a partir de ese momento, el exterminio físico de todos los judios de Europa.
Heydrich, delegó la organización de la masacre en un ambicioso oficial de la
SS: Adolf Eichmann. Sumando las muertes que ya se habían llevado a cabo,
se calcula que, entre 1939 y 1945, fueron masacrados entre cinco y seis
millones de judíos, provenientes de todos los países ocupados por Alemania. El
exterminio tenía lugar, generalmente, en cámaras de gas, utilizando una
versión concentrada del insecticida Zyklon-B. En ese mismo proceso fueron
eliminados miles de gitanos, y decenas o cientos de miles de rusos, opositores
en general, y homosexuales. El genocidio tuvo su pico máximo entre 1942 y
1944, donde la matanza de civiles inocentes alcanzó una eficiencia digna del
período fordista-taylorista: la muerte como línea de montaje. Increíblemente, se
logró manejar el exterminio en el mayor secreto posible. El alemán corriente,
incluso cuando en muchos casos adhiriese al nacionalsocialismo, no estaba
preparado para ser cómplice de semejante horror (algo que, según se ha
documentado, los propios genocidas reconocían). En el resto de Europa, en
general se hizo poco por proteger a los judíos. Unos pocos países se destacan
por su valentía al oponerse a los “trenes de la muerte”. Dinamarca, cuya propia
población (encabezada por la policía) evacuó en una sola noche al 90% de los
judíos de Copenhage hacia la neutral Suecia, sabiendo en que la mañana
siguiente los judíos serían deportados. Bulgaria, cuyo gobierno (aliado, por otra
parte, al nazismo) se opuso a las deportaciones, con tanta firmeza que incluso
los campesinos amenazaron con arrojarse a las vías de los “trenes de la
muerte”, si éstos llegaban a salir. Italia, donde Mussolini, aliado de Hitler, hizo
poco y nada por deportar a sus judíos (que sólo fueron asesinados cuando los
alemanes ocuparon el norte del país, hacia 1943). En Holanda y Francia hubo
intentos de proteger a los judíos, pero las opiniones estaban divididas, y no
siempre los protectores tuvieron éxito. En Hungría, el fascista mariscal Horthy
se opuso a los “trenes de la muerte”, hasta que fue reemplazado por un grupo
extremista pro-nazi (los “Cruz y Flecha”), que arrasó con la población judía.
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La culminación de la Guerra Racial, con el exterminio de millones de judíos, se
conoce como Holocausto. En rigor, muchos judíos prefieren llamarlo Shoá.
Aquí no es tan importante el nombre como el carácter inédito del genocidio.
Exterminios raciales hubo antes y después (los pobladores originarios de
América del Norte, los armenios bajo el Imperio Otomano, los islámicos de
Bosnia-Herzegovina, los tutsis de Ruanda). Pero nunca, ni antes ni después, se
utilizó el método fordista-taylorista para fabricar muerte de civiles indefensos en
semejante escala.
Así, la Era de los Totales culmina con el intento nazi de de Exterminio Total, y
con el uso norteamericano del Arma Total. El fantasma de la “totalidad” seguirá
flotando, desde entonces, en el mundo.
8. Guerra Fría y Carrera Espacial (1945-1979)
Los comienzos de la Guerra Fría
Muy poco después de la caída del Eje comenzaron a manifestarse las primeras
tensiones entre los aliados occidentales y la URSS. La mitad oriental de
Alemania pasó a control soviético. La occidental, a control aliado. Muchos
países que contaban con restaurar –o instalar- las democracias tras el infierno
nazi, se encontraron con gobiernos impuestos por la URSS. Otros, que trataron
de instaurar un régimen socialista (como Grecia) se encontraron con que la
URSS no los apoyaba, y la represión militar instaló en ellos gobiernos de tipo
capitalista. El planeta pasó a ser regido por dos superpotencias: los EEUU y la
URSS. El mundo occidental quedó dividido en dos bloques: al Oeste de
Europa, los aliados de EEUU. Al Este, los aliados de la URSS. Berlín, que cayó
del lado Este, se dividió, a su vez, en dos ciudades: la occidental, ocupada por
los EEUU, Inglaterra y Francia; la oriental, ocupada por la URSS. Mientras los
soviéticos eliminaban a los opositores al estalinismo en Europa Oriental (en
especial, a los viejos comunistas que habían resistido al nazismo), creando
“repúblicas socialistas” en Polonia, Checoslovaquia, Bulgaria, Rumania,
Hungría y Alemania Oriental (y ocupando los países bálticos: Estonia, Letonia y
Lituania), los norteamericanos iniciaban una cruzada anticomunista en su
propio territorio, y en las naciones a su alcance. En Europa, sólo Yugoslavia
mantuvo un régimen marxista independiente de Moscú, liderado por Josif Broz
(Tito), que había expulsado, con sus propias fuerzas, a los nazis (en rigor, Tito
logró tener a maltraer a los nazis casi desde que invadieron Yugoslavia, y fue el
mayor ejemplo de resistencia civil en la Guerra).
Los problemas habían comenzado en 1945, e incluso un poco antes. Polonia
fue una de las primeras víctimas del estalinismo. Con el Ejército Rojo a pocos
kilómetros de Varsovia, los polacos sublevaron la ciudad el 1º de septiembre de
1944. Stalin dejó tranquilamente que los nazis masacraran a decenas de miles
de personas en la ciudad, para dar luego la orden de tomarla. Antes del fin de
la Guerra, ya había instalado un gobierno prosoviético en Lublin, con el que se
ocupó de quitar legitimidad a los partidos políticos de Varsovia. Pero el primer
incidente que confrontó gravemente a los EEUU y la URSS se produjo en
Berlín, hacia 1948. Deseosos de expulsar de la zona occidental a sus ex–
aliados, los soviéticos bloquearon la ciudad. Los EEUU respondieron con un
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puente aéreo, que abasteció Berlín occidental hasta que la URSS desistió del
intento. Durante los siguientes 41 años, Berlín Occidental sería una isla de la
República Federal Alemana (RFA), fundada en 1949 –con capital en Bonn- en
medio de la República Democrática Alemana (RDA), fundada el mismo año.
Los EEUU habían obtenido la Bomba Atómica en 1945. La URSS logró detonar
el Arma Total en 1949. Desde ese momento, el fantasma de una Guerra
Nuclear recorrió el mundo.
Otros avances tecnológicos volvían más temible la amenaza. En 1944, Hitler
había logrado lanzar con éxito los primeros misiles balísticos de la historia (las
bombas V-1 y V-2) sobre Londres. Entre ese año y los primeros meses de
1945, Hitler mandó a combatir a los primeros aviones a reacción (el modelo
Messerschmitt-262), al lado de los cuales los veloces cazas a hélice no tenían
defensa alguna. Tanto los misiles como los aviones a reacción fueron
adoptados rápidamente por los EEUU y la URSS. A la amenaza nuclear se
sumaba la velocidad supersónica, y cohetes no tripulados que podían llevar
bombas atómicas. Con la experiencia reciente de dos Guerras Mundiales, los
europeos no podían dejar de temer una próxima Tercera Guerra Mundial. Una
Guerra Nuclear, que sería la última.
La Guerra Nuclear no estalló, y los europeos tuvieron una larga paz. Pero los
conflictos bélicos se trasladaron rápidamente al Tercer Mundo. En 1949, la
Revolución Comunista triunfó en China, liderada por Mao Zedong. Apenas un
año después, Corea del Norte (comunista), apoyada por tropas y armas chinas,
invadió Corea del Sur. La Guerra de Corea (1950-53) terminó en tablas, con las
fronteras iniciales restauradas. Pero las tensiones prosiguieron, incluso hasta el
presente. En esa guerra, los agresores fueron los comunistas, alarmados por la
alta probabilidad de que, en un plebiscito, las dos Coreas decidieran unirse
bajo un sistema capitalista. Pero no siempre serían ellos los agresores.
En 1948, tras una larga lucha de resistencia, se reconoció la independencia del
Estado de Israel. Creado al principio bajo un ideario socialista, obtuvo el apoyo
inmediato de la URSS. El problema era que los judíos, que desde 1900 venían
ocupando la zona de Palestina, bajo la doctrina sionista de Theodor Herzl, se
encontraron con que allí vivía, desde hacía siglos, una población de origen
árabe, que vio truncadas sus propias aspiraciones de independencia. Otros
países árabes se unieron para atacar al flamante Estado. En esa primera
Guerra de Medio Oriente (1949), los roles a los que la historia actual nos ha
habituado estaban invertidos. Las armas de los judíos eran checoslovacas, con
pleno apoyo de la URSS, e instrucción militar alemana. Los árabes contaban
con el visto bueno de Inglaterra, que se había opuesto con firmeza a la
creación del Estado de Israel. La victoria militar de los judíos fue ciertamente
sorprendente, pues apenas habían comenzado a existir como nación. A su vez,
en 1948 la India obtenía su independencia, luego de casi un siglo de
dominación británica. El problema de las enormes diferencias religiosas trató
de resolverse creando, al oeste de la India, el Estado de Pakistán. La decisión
traería, en el futuro, conflictos entre ambas naciones.
Por esos mismos años, Francia decidió volver a la política imperialista en sus
colonias. Reforzó su presencia en Argelia, y en cuanto terminó la Guerra envió
tropas a Indochina (hoy Vietnam, Laos y Camboya), con la excusa de expulsar
a los chinos que habían ingresado en el territorio durante la guerra con Japón.
En un principio, el líder vietnamita Ho Chi Min intentó negociar la liberación de
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su país, pero pronto descubrió que las exigencias francesas eran inaceptables.
A esa altura el Vietminh (ejército irregular vietnamita) era una fuerza respetable
y entrenada en combates contra Japón. El comunismo ya era popular en la
zona desde principios del siglo XX y, tras la Revolución de Mao, los vietnamitas
tuvieron apoyo chino. Francia, víctima de Hitler, fue victimaria en Indochina.
Pero su situación se fue complicando, tras las victorias vietnamitas de Cao
Bang (1950) y Dien Bien Phu (1954). Francia finalmente se retiró, y concentró
sus esfuerzos en reprimir la independencia de Argelia. Los EEUU, que habían
ya colaborado con Francia contra Ho Chi Min, se fueron involucrando en la
zona, hasta quedar enredados en una guerra de David contra Goliat en la
década siguiente.
Europa, devastada tras la Guerra de Hitler, comenzó un gradual proceso de
reconstrucción. Bélgica, Holanda y Luxemburgo formaron una unión económica
(BeNeLux). A estos países se sumaron Francia e Italia, en la creación de una
Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA). Poco después, Alemania
Occidental (RFA) también fue admitida. Era el inicio de un largo camino hacia
la Unidad Europea. Los EEUU promovieron el otorgamiento de subsidios y
créditos blandos para la reconstrucción de Europa, bajo el denominado Plan
Marshall. Si bien al principio la URSS consideró aceptar la ayuda, finalmente la
rechazó, y, junto con ella, todos los países bajo su órbita. A la larga, la
economía socialista soviética, centrada en el esfuerzo militar para igualar a los
EEUU, y en una economía planificada de distribución de la riqueza, perdería la
carrera económica contra Occidente. Por el momento, una rebelión en Hungría,
que no aceptaba el dominio soviético, fue brutalmente aplastada (1956).
En Medio Oriente, la situación había cambiado radicalmente. Con la llegada de
Gamal Abdel Nasser al poder en Egipto (1953), comenzó un período donde la
milenaria nación decidió recuperar su orgullo nacional, y encarar un esfuerzo
de modernización. Cuando Nasser nacionalizó el Canal de Suez (1956), para
procurarse financiamiento con el que construir la Represa de Asuán, Inglaterra
y Francia, con ayuda de Israel, atacaron Egipto. Los EEUU y la URSS forzaron
la paz, y la retirada de los tres países atacantes, pero al mismo tiempo se
consolidó la Guerra Fría en Medio Oriente. Israel, originalmente socialista, se
alineó con los EEUU. Egipto se acercó a la URSS, aún cuando, ya en 1955,
había fundado –junto a la Yugoslavia de Tito y a la India del Pandit Nehru- el
Movimiento de Países No Alineados. Nasser unió a su país con Siria –donde,
en 1952, había tomado el poder el partido Baaz- en la efímera República Arabe
Unida (R.A.U.), fundada en 1958, pero disuelta de hecho pocos años más
tarde. El Baaz sirio tenía en sus orígenes cierto ideario socialista, que devino
finalmente en una violenta dictadura nepotista que duraría décadas.
Con los avances en cohetería alemanes que los EEUU y la URSS habían
adoptado, pronto el proyectil V-2 se adaptó para vencer la gravedad terrestre, y
se comenzaron a diseñar los primeros satélites artificiales. En 1957, la URSS
lanzó el Sputnik-1, primer objeto creado por el hombre que orbitó el espacio
exterior. Apenas un mes después, lanzó el Sputnik-2. Los EEUU respondieron,
a comienzos de 1958, con el Explorer I. Con el prestigio logrado por el Ejército
Rojo contra Hitler, la incorporación de China al comunismo, el firme dominio
político de Europa Oriental y el liderazgo soviético en el espacio, el primer
round de la Guerra Fría pareció ganado por los soviéticos.
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Computadoras y TV: la forma de “lo que vendrá”
El espectacular avance soviético tuvo su correlato en un avance menos visible,
o al menos no tan dramático, que tuvo lugar en los EEUU. En efecto, en 1946
se puso en marcha en ese país la primera computadora digital de la historia. La
ENIAC tenía 2 Kilobytes de memoria, 18.000 válvulas, y un peso de veintisiete
toneladas. Pero marcaba un camino que ya no se revirtió. A los pocos años,
Von Neumann postuló el esquema clásico de una CPU. Alan Turing había
creado ya, en 1937, el método teórico para resolver cualquier algoritmo en una
computadora. A comienzos de la década de 1950 aparecieron las primeras
computadoras comerciales y académicas. El liderazgo en este campo de los
norteamericanos –que nunca disminuyó- tendría enormes consecuencias en la
historia. El liderazgo en este campo se consolidaría con notables algoritmos
para resolver problemas de optimización, como el método Simplex (1949).
En 1947, mientras ya funcionaba la ENIAC, en los EEUU se presentó el primer
transistor. El invento no tardó mucho en reemplazar a las viejas y enormes
válvulas. Hacia 1953, la Universidad de Manchester puso en marcha una
computadora que ya contaba con transistores. En 1954, la TRADIC, de Bell
Laboratories, estaba ya altamente transistorizada. En 1956, la Metrovick 950 se
convirtió, según algunas fuentes, en la primera computadora en funcionar
totalmente a transistores. El transistor también se trasladó a la radio, que se
hizo portátil: la Regency TR-1, que salió al mercado en 1954, fue el primer
modelo comercial. Un año después, Sony lanzó la TR-55, primera radio portátil
fabricada en Japón, que contaba con una fidelidad y portabilidad muy superior
a la TR-1, que fue pronto desplazada. El transistor pasó a formar parte de la
vida cotidiana, y se volvió un símbolo de la miniaturización y del progreso
tecnológico. Hacia fines de la década, el transistor intervenía ya en disminuir el
tamaño y el precio de los receptores de lo que se estaba convirtiendo en el
nuevo medio de comunicación masiva: la televisión.
La televisión tuvo un largo desarrollo. Ya alrededor de 1910 existían prototipos
mecánicos de reproducción de imagen televisiva. En 1925, el escocés John
Baird creó una cámara de televisión que permitía emitir y recibir imágenes. La
primera transmisión de TV la efectuó, en 1927, la BBC en Londres, si bien se
trataba de una transmisión de circuito cerrado. Aún cuando en Inglaterra y en
los EEUU hubo algunas transmisiones esporádicas, se suele considerar que la
primera transmisión pública de TV fue el acto de inauguración, en 1936, de las
XI Olimpíadas en Berlín, donde Hitler dio el discurso de apertura. Las primeras
emisiones programadas se suelen atribuir a los EEUU, iniciadas el 30 de abril
de 1939, con motivo de la Exposición Universal de Nueva York. En 1941, el
NTSC (Comité Nacional de Sistemas de Televisión) estableció, en los EEUU,
los estándares técnicos televisivos. Pero fue tras la Segunda Guerra Mundial
cuando crecieron los canales con programación regular y continua. Reducida al
principio, la audiencia creció en pocos años. A medida que avanzaba la década
de 1950 se multiplicó la venta de receptores, todavía caros, pero ya accesibles
a la clase media. El perfeccionamiento del tubo de rayos catódicos (CRT)
permitió la producción en serie de televisores de gran tamaño, aptos para que
toda la familia se reuniera a ver los programas (las primeras pantallas eran muy
pequeñas, y no invitaban a la socialización). En la misma década se logró
transmitir programas de TV en colores, compatibles para que también pudieran
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ser vistos en aparatos en blanco y negro. En los EEUU, la televisión comenzó a
tener millones de espectadores.
El enorme prestigio de la URSS (incrementado por China) ocultaba a la mayor
parte del mundo una realidad: de todo el Producto Bruto mundial, más de la
mitad correspondía sólo a los EEUU. En otras palabras: la economía
norteamericana, por sí sola, creaba más bienes y servicios que todo el resto de
las economías del mundo sumadas. El inmenso excedente de riqueza fomentó
en los EEUU un consumo masivo que en ninguna otra parte se podía igualar.
El predominio norteamericano en América Latina –con la única excepción de la
Argentina de Perón- era indiscutido. También Japón fue remodelado, a imagen
y semejanza de una democracia capitalista. Sus industrias comenzaron a
copiar, con éxito, las invenciones de los EEUU. Su honor se mantuvo íntegro,
al respetarse la figura del Emperador, que mantuvo la cohesión de la cultura
japonesa. El país pasó de ser un enemigo a constituir el principal aliado de los
EEUU en Oriente, y aportó su enorme capacidad de miniaturización y mejora
en los productos tecnológicos. Otros inventos, como el horno de microondas y
el rayo láser, tuvieron lugar también en los EEUU. Faltaban décadas para su
aplicación comercial, pero de inmediato cautivaron la imaginación de las
personas que, gradualmente, se iban enterando de su existencia. En 1956,
Ampex presentó el VR-1000, primer equipo de grabación de video en cinta que
se utilizó en forma masiva en la industria televisiva. El 30 de noviembre de ese
año, se transmitio el primer programa en cadena diferido, grabado en una cinta
magnética de video.
Por supuesto, el poderío y el liderazgo tecnológico de los EEUU no disminuía el
temor por la Guerra Fría, y, en particular, por la posible penetración comunista
en el país. El mediocre y perverso senador McCarthy se dedicó a una “caza de
brujas” entre actores y escritores de Hollywood. Envuelto en escándalos de
corrupción, su estrella se apagó hacia 1954, pero dejó una huella indeleble de
atropello a las libertades, en un país que se preciaba de defenderas a cualquier
precio.
Tiempo límite: la década de 1960
1) Las crisis político-militares en los dos bloques de poder
El año 1959 comenzó con una novedad que tendría larga trascendencia. En
Cuba, a sólo 150 kilómetros de los EEUU, tuvo lugar una Revolución liderada
por Fidel Castro. Si bien al principio el Gobierno norteamericano supuso que se
trataría de una clásica revolución nacionalista, la firme defensa de los intereses
cubanos de Castro, frente a las pretensiones de control de los EEUU, llevó al
primero a dar un giro ideológico, y alinearse con la URSS. Hacia 1960, Cuba ya
era vista como una amenaza para los intereses de su gigantesco vecino. En
1961 se fomentó una invasión de la isla por parte de opositores a Castro, con
armas y aviones norteamericanos. La invasión fue un fracaso, y acercó aún
más a Fidel Castro a la URSS. El asunto se complicó en 1962. Los EEUU
habían instalado bases militares en Turquía, desde donde podían apuntar
misiles nucleares al corazón de la URSS. En respuesta, los soviéticos iniciaron
la instalación de bases de misiles en Cuba. El presidente Kennedy declaró el
bloqueo naval a la isla, y dio la orden de atacar a los barcos soviéticos que
cruzaran la zona de exclusión declarada por su Gobierno. Durante algunos días
el mundo estuvo en vilo, creyendo que, si los barcos soviéticos cruzaban la
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línea (algo que Kruschev, premier soviético, sostuvo al principio que harían),
los norteamericanos abrirían fuego, y comenzaría la Tercera Guerra Mundial.
En realidad, ni Kennedy ni Kruschev querian una guerra que nadie podía ganar.
Fueron días de negociaciones, en el curso de los cuales los EEUU decidieron
retirar los misiles de Turquía (con la excusa de que eran obsoletos), y la URSS
aceptó que sus barcos dieran vuelta y regresaran, como paso previo a retirar
las bases de Cuba. El peligro fue mayor en los EEUU, pues Kennedy no podía,
en un sistema democrático, mostrar debilidad frente al público. Kruschev no
tenía esos problemas: en la URSS, la opinión pública no contaba. Sólo debía
mostrar conciliación, sin mayores explicaciones dentro de su país.
La “Crisis de los misiles” de Cuba ocurrió mientras se iba complicando la
situación en el otro extremo del mundo. Hacía varios años que Francia se
había retirado de Indochina. Pero en la recientemente liberada Vietnam, la
situación era, a fines de la década de 1950, inversa a la que había tenido lugar
en Corea. Según todo parece indicar, si hubiese tenido lugar un plebiscito, los
vietnamitas habría elegido tener un país unificado, bajo un sistema de tipo
marxista-leninista. La retirada francesa sólo era un desplazamiento de fuerzas,
para combatir el movimiento de liberación de Argelia, contra el cual los
franceses cometieron atroces actos de represión. La tensión entre la derecha
francesa (con gran parte del Ejército a la cabeza) y la izquierda, había llevado a
Francia al borde de un grave conflicto interno, que sólo pudo resolver el
prestigio del general De Gaulle, quien dio los pasos para salir de Argelia con el
menor desprestigio posible. Para Francia, volver a poner un pie en Indochina
era impensable. La intervención en Vietnam quedó en manos de los EEUU,
que ya se habían comenzado a involucrar cuando Francia todavía tenía allí sus
tropas. En los primeros años de la década de 1960 los EEUU aumentaron su
presencia en Vietnam, hasta verse gradualmente envueltos, desde 1963-65, en
una guerra de desgaste. Como el bíblico Goliat, el Gigante del Norte se
enfrentó, cada vez más abiertamente, con el pequeño David, que no carecía de
valor, pero nunca hubiese podido ganar una guerra total. El optimismo militar
norteamericano, sustentado con bombas incendiarias napalm y con un terrible
químico para destruir la vegetación (el llamado agente naranja), que causaron
millones de muertos vietnamitas, se vio sorprendido en enero de 1968 con la
ofensiva del Tet. Un ataque coordinado de Vietnam del Norte, en el momento
en que los EEUU creían que los comunistas no tenían ya forma de
contraatacar. Si bien para Vietnam del Norte la ofensiva fue una derrota táctica,
terminó siendo una victoria estratégica. Sólo mil soldados estadounidenses
murieron en el combate, pero el escándalo que se generó en los EEUU, unido
a la certeza que ahora tenían los mandos militares de que Vietnam del Norte no
se rendiría en ningún caso, fue el punto de inflexión para que el Gobierno de
los EEUU comenzara a pensar seriamente en retirarse de un conflicto que sólo
podía ganar exterminando a toda la población, al más puro estilo hitlerista.
2) La era del pop y la psicodelia – El “Mayo Francés”
Suele sostenerse que los grandes artistas, la “cultura consagrada” del siglo XIX
sobrevivió, bajo diversas formas, hasta mediados del siglo XX. Por supuesto,
ya en la primera mitad del siglo habían surgido multitud de movimientos que
cuestionaban lo “consagrado”, y proponían expresiones de vanguardia. Pero el
momento en que cambió, radicalmente, la estética de la modernidad, debe
situarse en la década de 1960. En la música, los años 1950 habían visto la
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consagración del rock and roll, acompañada de una actitud desafiante de los
jóvenes hacia la rígida represión sexual y generacional, sobre todo en los
EEUU. Entre 1963 (con la consagración de los Beatles) y 1966 (con la llegada
de los hippies californianos), el mercado de consumo y las aspiraciones de
quienes buscaban una ruptura con “lo viejo” convergieron. La psicodelia, el uso
de drogas experimentales y la nueva música derivaron en un duradero cambio,
que no sólo afectó a las formas. Basta con ver las fotos de los Beatles de 1963,
y compararlas con los mismos músicos en 1969. De la balada inglesa a la
música inspirada por un gurú de la India, del saco y la corbata a la ropa
multicolor, los jóvenes fueron protagonistas de una ruptura estética y cultural
que incluyó el replanteo de la represión sexual. El movimiento osciló entre
Inglaterra, los EEUU, Francia, la RFA y Holanda, y terminó invadiendo el
mundo occidental. En plena escalada estadounidense contra Vietnam, el
pacifismo se transformó, en los EEUU, en una lucha de retaguardia, donde no
faltaron episodios de represión.
La psicodelia se apoderó de las imágenes, y de los sonidos. No se trataba de
algo nuevo, en la medida en que ya a comienzos del siglo XX las vanguardias
proponían un cambio rotundo no sólo en el pensamiento, sino en las formas
artísticas. Hemos visto ya la influencia del dadaísmo y el surrealismo, a los que
se podrían sumar muchas otras rupturas de las primeras décadas del siglo: los
expresionistas alemanes, Virginia Woolf, James Joyce, William Faulkner, Franz
Kafka, son sólo algunos nombres de una lista interminable. Un director como
Alfred Hitchcock ya experimentaba con la psicodelia en “Vértigo” (1958). Pero
en esta década el movimiento se volvió popular, y así quedó resumido: el arte
pop. No se trata aquí de evaluar la calidad artística, ni de compararla con la de
períodos anteriores, sino de mostrar cómo, esos cambios, modificaron para
siempre la estética y los modos de relación psicosociales. El rock surgió
también, a fines de los ’60, como una propuesta contracultural, aunque poco
después fuese también absorbido por el mercado. La ruptura entre la joven
generación de la década de 1960 y la generación anterior fue total, y sus
efectos más duraderos que los de las rupturas producidas en la década de
1920. En la Era de los Totales, ser joven era un “valor político” (usado,
habitualmente, por los mayores). En la década de 1960, ser joven se convirtió
en un “valor en sí mismo”. Para esos jóvenes, era más fácil incluso entenderse
con sus abuelos (los jóvenes de los años ’20) que con sus padres.
Las aspiraciones de renovación cultural y generacional tuvieron su correlato en
las luchas político-sociales. Ya en los EEUU venían creciendo las luchas de la
población afroamericana por sus derechos civiles. Desde el episodio de Little
Rock (1957) y el desafío al racista gobernador Wallace para que en Alabama
los afroamericanos pudiesen cursar carreras en “universidades de blancos”, el
Movimiento por los Derechos Civiles fue creciendo, no sin sufrir atroces actos
de represión. En los EEUU, el racismo es un problema endémico que, aún en
el siglo XXI, no está resuelto, más allá de lo que muestre Hollywood. Pero la
década de 1960 vio surgir una lucha de la que muchos mártires –de los cuales
el más famoso fue el doctor Martin Luther King- dan testimonio.
En los mismos años, Europa Occidental vio surgir lo que Milner caracteriza
como la primera revolución global del capitalismo desde 1848. Los sucesos del
Mayo Francés, en 1968, se extendieron a casi todos los países, y repercutieron
incluso en otros continentes, como América Latina. Creemos que sería difícil
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imaginar los movimientos pacifistas y antirracistas en los EEUU, o la fugaz pero
impactante alianza de estudiantes y obreros en Francia, sin los movimientos
culturales que marcaron toda la época. Una consigna estudiantil recorrió el
mundo: “Seamos realistas: pidamos lo imposible”. Lo “imposible” no era ya el
viaje al Sol de Georges Méliès. No habría de ser sólo patrimonio europeo. Pero
era en Francia, nuevamente, donde se afirmaba que lo imposible era posible. Y
en esto, el legado de 1789 permanecía intacto.
3) Guerra Fría: la Primavera de Praga y la Carrera Espacial
En Europa Oriental, un país se destacó por pedir, como los jóvenes franceses
de Mayo, “lo imposible”. Praga se transformó en el centro de una revolución
checoslovaca, donde se pretendía no tanto una ruptura con el socialismo como
la libertad de construirlo conforme a los deseos de la población. Liderado por
Alexander Dubcêc, el movimiento restauró la libertad de prensa y de expresión,
y comenzó a pensar en una economía mixta entre el Estado y el mercado, a la
vez que permitía, de a poco, que otras expresiones políticas tuvieran lugar.
Tras unos pocos intentos de negociar por parte de Leonid Brezhnev (líder de la
URSS desde 1964), los soviéticos, bajo el paraguas del “Pacto de Varsovia”
(contracara soviética de la OTAN, organización militar que unía a Europa
Occidental con los EEUU), impulsaron la invasión de Checoslovaquia. El 21 de
agosto de 1968, ejércitos de la URSS, Polonia, Bulgaria y Hungría (estimados
en no menos de 200.000 tropas y 2.300 tanques) ingresaron en el país, y
encerraron al Ejército checo en sus cuarteles, para prevenir toda resistencia.
Temiendo que si el Ejército checo intervenía la situación terminara en una
sangrienta guerra, Dubcêc llamó a su pueblo a no intervenir. De todos modos,
en la represión hubo más de 70 muertos, y unos 700 heridos. El régimen fue
sometido nuevamente al control de la URSS, y Dubcêc terminó recluido como
“inspector forestal”. Muy pocos países occidentales protestaron. Los EEUU,
más preocupados por tener las manos libres en Vietnam, se abstuvieron de
presionar. Hay quienes opinan que el “socialismo con rostro humano” que
proponía Dubcêc era una amenaza a la mística occidental de la Guerra Fría: si
Checoslovaquia tenía éxito con su nuevo sistema, el mundo podría entender
que el socialismo no era “el mal absoluto”. Recién a fines de la década de
1980, con Mikhail Gorbachov liderando las reformas de la URSS, se reconoció
que la Primavera de Praga había sido reprimida por pura brutalidad. Al caer el
socialismo prosoviético en 1989, tomó el Gobierno Václav Havel, y Dubcêc fue
electo Presidente de la Asamblea Federal, cargo que ocupó hasta su muerte,
en 1992. En el pacto tácito de no confrontar sino a través de sus países de
influencia, los EEUU no hicieron, en 1968, más que una tibia protesta, a cambio
de lo cual, unos años después, la URSS haría lo mismo cuando desde los
EEUU se impulsara la instauración de brutales dictaduras latinoamericanas.
El único ámbito de confrontación abierta era el tecnocientífico. El campo de
batalla fue, en esta década, el Espacio. Rusos y norteamericanos se disputaron
la prioridad de ser los primeros en los distintos pasos de la Carrera Espacial. El
primer hombre en órbita (Yuri Gagarin) fue soviético. También la primera mujer
(Valentina Tereshkova). De todos modos, no fue la raza humana la primera en
ir al espacio, sino la canina: los rusos enviaron a la perra Laika, que debe haber
sido muy feliz al volver a la Tierra. Sin embargo, la Carrera quedó dirimida en
julio de 1969, cuando la nave Apolo XI llegó a la Luna, y los norteamericanos
Neil Armstrong y Edwin Aldrin caminaron por su superficie, antes de regresar a
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la Tierra. Las misiones Apolo continuaron hasta entrada la década de 1970.
Los rusos, que habían ganado varios rounds en la carrera espacial, terminaron
derrotados. Más allá de la victoria política, el salto tecnológico que supuso el
envío de personas a la Luna, sustentado en una enorme inversión, también se
trasladaría al mercado en los años siguientes.
El fin de la prosperidad: la década de 1970
El contenido político de la Carrera Espacial fue tan obvio, que una vez que los
EEUU llegaron a la Luna no hubo prácticamente ninguna gran hazaña nueva.
Tal vez transcurran cincuenta años, o más, antes de que el ser humano vuelva
a caminar por su satélite natural. Mientras tanto, desde 1945 los EEUU habían
vivido una prosperidad sin límites. Bajo el paradigma de que la energía era
infinita, todo se centraba en el consumo, cada vez más gigantesco. También
Europa vivió, contra lo que se creía en un principio, un período de gran
prosperidad. Desde la década de 1950, con la reconstrucción de posguerra, se
fue consolidando un estilo de vida cada vez más confortable en el occidente
europeo. Con medidas generalmente de corte social (incluso en gobiernos no
socialistas, como la democracia cristiana), se garantizó un buen nivel de vida
para casi todas las poblaciones. El período se conoce, generalmente, como el
“estado de bienestar”. Las empresas crecían, la población consumía, y quienes
no tenían trabajo recibían apoyo de sus Estados (incluso, aunque en menor
medida, en los EEUU).
Sería errado atribuir sólo a la “crisis del petróleo de 1973”, de la que se habla
más adelante, la sucesión de crisis económico-sociales que marcaron las
últimas décadas del siglo. Sin duda la crisis tuvo sus efectos, pero muchos de
los factores que llevarían al Neoliberalismo ya estaban prefigurados. Por una
parte, la aceleración tecnológica en las industrias, que inexorablemente iban en
detrimento de la cantidad de trabajadores, por automatización de los procesos.
Por otra, el movimiento multinacional de las empresas, que tornó cada vez más
viable el traslado de industrias desde países ricos hacia países pobres, en la
medida en que las tecnologías de información y de comunicaciones permitían
el control, incluso a grandes distancias. Este movimiento, que sin duda aceleró
la producción y estimuló el consumo, tenía implícita una premisa obvia para el
capitalismo: si en un país la mano de obra era más barata, no había razón
alguna para no implantar una industria en ese país, y despedir a los
trabajadores que cobraban más caro en las naciones centrales. En tercer lugar,
el gasto público creciente (más social en Europa, más militar en los EEUU)
generaba, en Occidente, un desequilibrio que en cualquier momento podía
estallar.
En 1967, el Medio Oriente había vivido su tercera guerra. Las diminutas pero
increíblemente avanzadas fuerzas armadas de Israel vencieron, en menos de
una semana, a Egipto, Jordania, Irak y Siria al mismo tiempo. En su victoria,
ocuparon territorios que consideraban vitales para su seguridad, pero que los
vencidos nunca dejaron de reclamar. Tras la muerte de Nasser en Egipto, su
sucesor, Anwar El Sadat, profundizó la tecnificación del Ejército egipcio. Así, en
1973 lanzó un ataque, coordinado con Siria, cuyo objetivo era, como mínimo, la
recuperación de los territorios ocupados por Israel. En su ofensiva sobre la
península de Sinaí desplegó, probablemente, hasta cinco mil tanques de guerra
(un número superior al de cualquier batalla de la Segunda Guerra Mundial).
Pero esta vez la crisis no fue local, sino global. Los países árabes, englobados
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en la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), declararon el
embargo petrolero a los EEUU, aliados de Israel, e, indirectamente, afectaron a
Europa Occidental.
La guerra duró sólo unos días, pero el efecto fue más allá. El petróleo, hasta
entonces considerado de bajo costo, se disparó a precios astronómicos. Los
EEUU, deseosos de no agotar sus propias reservas, y Europa Occidental, que
ni siquiera contaba con gran cantidad de ellas, se vieron forzados a negociar.
Lo que comenzó como un embargo derivó en crisis energética, y se transformó
en crisis económica. A su vez, la fortuna de los gobernantes árabes se elevó a
límites impensados. En algunos casos, como Kuwait, se llegó a otorgar a la
población servicios públicos gratuitos. En otros, la población siguió tan mal
como siempre. Las medidas tomadas por Occidente –búsqueda de nuevas
reservas de petróleo, mejoras tecnológicas para bajar el consumo, negociación
permanente con otros grandes productores, como Venezuela- hicieron bajar,
gradualmente, los precios. Sin embargo, los factores de crisis mencionados
anteriormente no disminuyeron, sino que siguieron creciento. El excedente
financiero que se generó en esos años –con los llamados “petrodólares”- movió
al gran capital a generar nuevos negocios. Esto impulsó a que los países
occidentales (con los EEUU a la cabeza) promovieran préstamos a tasas
bajísimas, destinados a los países del Tercer Mundo. Al calor de las dictaduras,
la deuda externa latinoamericana creció en forma desmesurada. En las clases
medias de América Latina se generó una falsa sensación de prosperidad, y una
tendencia hacia la especulación financiera y hacia la libre importación, que
hacía volver las divisas a los países que las habían prestado.
En medio de este proceso, tuvo lugar la primera derrota militar en la historia de
los EEUU. En 1975 se evacuaron las últimas tropas norteamericanas de
Vietnam, y los vietnamitas del Norte se unificaron con los del Sur en un único
país socialista. Los EEUU transformaron, andando el tiempo, la derrota en una
cuasi-victoria, con personajes inexistentes, como Rambo. Que, si hubieran
existido, sin duda habrían ganado la guerra ellos solos.
Al finalizar la década, un nuevo suceso sacudió los débiles cimientos del
sistema financiero occidental. En 1978, el Shá de Irán, Mohamed Reza Pahleví,
fue destituido por una Revolución Islámica, liderada por el Ayatollah Ruhollah
Khomeini. La Revolución instaló en el gobierno a los chiítas, mayoritarios en
Irán, pero minoritarios en el mundo islámico, donde el predominio corresponde
a los sunnitas. Esto fue explotado al principio por los EEUU, que, al verse
confrontados por Irán –uno de los grandes productores de petróleo- decidieron
brindar armamentos e instrucción militar a su aliado Irak, liderado por Saddam
Hussein. En 1979, Hussein atacó Irán, a fin de provocar la caída de Khomeini.
El resultado fue una larga guerra de desgaste, que volvió a disparar el precio
del petróleo. Entre 1980 y 1982, los préstamos blandos que se habían otorgado
a los países del Tercer Mundo se endurecieron. Las tasas de interés, pactadas
como variables, subieron de forma tal que ningún país deudor podía pagar sus
obligaciones. Se desató en América Latina una crisis por la deuda externa,
mientras Occidente buscaba volver a equilibrar el precio del petróleo, y los
EEUU intentaban salir del nuevo atolladero en el que se habían metido.
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9. La Revolución Conservadora (1979-1995)
En 1979, Margaret Thatcher fue nombrada Primera Ministra de Inglaterra. Un
año después, Ronald Reagan fue electo Presidente de los EEUU. Ambos
tenían objetivos en común: retirar al Estado de la economía, dar vía libre a las
empresas privadas, y –en el caso inglés- eliminar, en todo lo que fuera posible,
la asistencia estatal a la población de menores recursos. En el caso de Reagan
el compromiso iba más allá: acentuar la carrera armamentista contra la URSS,
a fin de que ésta llegara a los límites de su ya debilitada capacidad económica.
El proyecto incluía, en las Islas, la privatización de tantas empresas estatales
como fuera posible. Los sectores de negocios, y los medios que se hicieron eco
de ellos, celebraron la nueva etapa y la llamaron “la Revolución Conservadora”.
Fue la consolidación de lo que se conoce como Neoliberalismo.
La década de 1980 se inició, al mismo tiempo, con una de las innovaciones
más importanes del siglo. Con la llegada al mercado de la PC, en 1981, se
inauguraba una nueva etapa, cuyos alcances llegan hasta hoy. La producción
en serie de chips (circuitos integrados de larga escala, compuestos por miles o
decenas de miles de microtransistores), tan poderosos como para que la otrora
gigantesca computadora pudiese caber en un escritorio, mostraba ya un
desbalance tenológico –no sólo entre los EEUU y la URSS, sino entre los
EEUU y el resto del mundo- que difícilmente podía ser alcanzado. A medida
que los chips aumentaban en velocidad y en capacidad, y agigantaban el
alcance de las PCs, los propios chips de la generación anterior (que podían
ser, de hecho, de un año atrás) se volvían tan obsoletos que los EEUU
comenzaron a permitir su fabricación en el exterior. Primero en Japón (siempre
interesado en miniaturizar los dispositivos), luego en países del sudeste
asiático, que desde comienzos de la década de 1970 se empeñaban en
industrializarse. El gigantesco salto en ventas de las PCs, primero usadas
como apoyo en oficinas, pero enseguida adoptadas por la población en los
hogares, generó un nuevo y próspero mercado, que creó nuevos gigantes
(Microsoft) y consolidó otros existentes (Intel). IBM, la gran empresa
tecnológica nacida ya en el siglo XIX (como Hollerith Machines), siguió
especializada en grandes equipos, de millones de dólares, cuyo objeto no era
competir con las PCs (en cuyo mercado IBM también era poderosa), sino
complementarlas. El principio era simple: los jóvenes “genios” de las PCs, que
dominaban el uso de los chips y el MS/DOS, no se metían con los mainframes
(grandes equipos) de IBM. A su vez, los técnicos e ingenieros de mayor edad,
expertos en mainframes, no siempre tenían interés en incursionar en el mundo
de las PCs. Ambos sectores tenían cotos de caza diferentes, y sólo
ocasionalmente buscaban la misma presa.
Así, mientras la ola privatizadora arrasaba Inglaterra, y los (pocos) beneficios
sociales de los EEUU estaban en duda, las ganancias de las empresas en
estos dos países crecía, y se socavaban ideológicamente los cimientos de
ayuda social que seguían vigentes en Europa Occidental. En esos mismos
años, la solidez política del bloque de la URSS comenzaba a tambalear. Tras la
Primavera de Praga, los propios dirigentes del “socialismo real” habían perdido
el rumbo. En Polonia, Lech Walesa enfrentaba, cada vez más abiertamente, al
régimen prosoviético. Con el mayor alcance de las comunicaciones masivas,
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cada vez más personas se atrevían a sintonizar en la RDA canales televisivos
o radios de la RFA. La distancia tecnológica se iba haciendo tan insalvable
como la económica. Consciente de la situación, y alejada de la URSS desde
1963, China ya había emprendido, incluso en la década de 1970, un primer
acercamiento al capitalismo. Durante los años ’80, la producción china se
comenzó a disparar.
El poder de las grandes corporaciones fue creciendo, mientras la solidez del
bloque europeo oriental se diluía. En un intento de salvar al socialismo, Mikhail
Gorbachov, premier de la URSS desde 1985, impulsó la Perestroika (Reforma)
del sistema soviético, con el objetivo de mejorar el nivel de vida de la población,
y reducir los niveles de burocracia y corrupción en el Gobierno. En 1988 se
reconocieron los derechos humanos en la URSS, en el marco de la glásnost
(transparencia), que permitía la libertad de expresión y de opinión. Al mismo
tiempo, entre 1985 y 1988 se intentó negociar con Reagan, a fin de reducir los
armamentos en ambas superpotencias (un epifenómeno de lo que realmente
ocurría en la URSS, donde el gasto militar era incompatible con la mejora en el
nivel del vida). El sustento a los regímenes represivos de Europa Oriental era
contrario a la nueva política de la URSS, por lo que pronto surgieron
expresiones opositoras en la región. Una fecha histórica, por lo emblemática,
fue el 9 de noviembre de 1989. En la noche de ese día cayó el Muro de Berlín
(construido por la RDA en 1961), emblema de la separación entre las dos
Alemanias. Tras 44 años de división, Alemania volvía a unificarse. A partir de
entonces, el “socialismo real” instaurado por la URSS en Europa Oriental tenía
los días contados.
¿Cuánto incidió en este cambio el ideario capitalista? En líneas generales, no
se trataba de que las poblaciones europeas orientales quisieran perder sus
derechos sociales, sino de que, cautivadas por el consumo y el nivel de vida de
sus vecinos occidentales, pretendían vivir de modo similar. La brecha se había
ampliado demasiado, y los cambios tecnológicos eran sólo una expresión más
de ese desbalance. Por supuesto, ese deseo de vivir como occidentales puede
verse, también, como un epifenómeno. Las poblaciones de Europa Oriental no
habían perdido sus identidades, ni su resentimiento ante regímenes que solían
apelar a la represión política. Y pronto los nacionalismos, e incluso los
regionalismos, habrían de demostrarlo.
La crisis del “socialismo real” se fue profundizando, conforme los distintos
países reclamaban para sí el derecho a la democracia liberal. En 1991, fue el
turno de la URSS. Si bien Gorbachov fue electo en 1990 para el nuevo cargo
de Presidente, en las elecciones locales y regionales ganaron los partidarios de
Boris Yeltsin, inclinado hacia reformas aún más radicales. El 18 de agosto de
1991, estando Gorbachov de vacaciones, los sectores conservadores, la KGB y
algunos jefes militares ejecutaron un golpe de Estado, con el que pretendían
volver a la situación previa a las reformas. Boris Yeltsin se hizo cargo de la
resistencia, llamando a la desobediencia civil y a la huelga general. El golpe fue
conjurado el 21 de agosto. Si bien Gorbachov apoyó la resistencia de Yeltsin,
este último surgió como el nuevo gran líder. Antes de finalizar el año, la URSS
estaba disuelta. En su lugar, se creó la Comunidad de Estados Independientes
(CEI), integrada inicialmente por Rusia, Bielorrusia y Ucrania. Andando el
tiempo, gran parte de las ex–repúblicas de la URSS, incluyendo Ucrania, se
separarían de la CEI, que subsistiría como Federación Rusa. Así, Rusia volvió
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al capitalismo, y los símbolos del comunismo fueron abolidos. Entre ellos, la
ciudad de Leningrado, que volvió a llamarse San Petersburgo.
La era de Reagan había terminado en 1988, pero su política fue seguida cuatro
años más por George Bush. Se abrían nuevos desafíos, que en la década de
1990 se corresponderían con conflictos de distinto grado, que pasaron por la
disolución de países por vía plebiscitaria (como Checoslovaquia, que se dividió
entre la República Checa y Eslovaquia) y derivaron, al menos en un caso, en
una tremenda guerra civil (cuando Serbia trató de impedir, en 1992, que otros
pueblos de la ex-Yugoslavia adquirieran su independencia). Al mismo tiempo,
la afluencia de pobladores de países pobres de Europa Oriental a naciones
occidentales, planteó el serio problema social de su aceptación (incluyendo
reacciones xenófobas), y llevó a replantear, en muchas partes, los beneficios
que el Estado estaba dispuesto a brindar a la población de menores recursos.
También en este aspecto, el Neoliberalismo avanzaba. Tampoco debe
soslayarse, en este proceso, la emigración hacia Europa de personas que
vivían en las ex-colonias, a quienes correspondía por derecho la ciudadanía
francesa o inglesa. Esas poblaciones trajeron a Europa una diversidad cultural
y étnica que muchos celebraron, o al menos aceptaron, pero que otros aún
repudian. En algún sentido, los descendientes de los colonizados “devolvían el
favor” a sus colonizadores, en un movimiento que habría causado horror a los
racistas biológicos de 1900.
La guerra entre Irán e Irak terminó en 1988, tras una resistencia tenaz de los
fundamentalistas islámicos iraníes, que recuperaron todo el territorio perdido al
principio. Hacia 1990, Saddam Hussein, antiguo aliado de los EEUU, cambió
de bando: invadió Kuwait, y recibió, como retribución, una coalición de países
occidentales –liderados por EEUU- que expulsaron a los iraquíes de ese país, y
pusieron en jaque a Irak. Saddam Hussein tenía ya los días contados.
La Federación Rusa aceptó la secesión de algunos pueblos (como Armenia,
Azerbaiján, Khazajstán), pero se negó en otros casos, como en Chechenia, que
comenzó a mostrar signos de rebelión terrorista. Era sólo el preludio de lo que
ocurriría en el siglo XXI, cuando el mundo islámico, desde donde también
podían emigrar por derecho muchos ciudadanos, exportó técnicas de ataques
terroristas a Occidente, propulsadas por gobiernos o grupos fundamentalistas
religiosos, muchos de los cuales habían sido apoyados y armados, durante la
Guerra Fría, por los propios EEUU y la URSS.
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10. El triunfo de la Irrealidad (1995-1999)
La crisis del capitalismo desatada a comienzos de los años ’70 tuvo momentos
de distinta intensidad, pero nunca desapareció. En 1987, colapsaron las bolsas
de valores en los EEUU. Algunos atribuyeron el fenómeno a una falla en los
sistemas informáticos, lo que equivalía a culpar al paraguas por la lluvia. Nadie
se atrevió, en los sucesivos colapsos financieros de 1980-2000, a comparar la
situación con la Gran Depresión de 1930. Tal vez no hacía falta: “La historia de
los veinte años que siguieron a 1973 es la historia de un mundo que perdió su
rumbo y se deslizó hacia la inestabilidad y la crisis” (Hobsbawm,2005:403).
Esta afirmación, realizada en 1994, sigue vigente en 2011. En 1993, un
promedio de veintitres mil personas por día durmieron a la intemperie en Nueva
York. En el Reino Unido, en 1989, había 400.000 habitantes calificados como
“personas sin hogar”. El paisaje de los llamados homeless (sin hogar) se volvió
familiar. En Europa Occidental, en el último lustro del siglo, se veía ya la
afluencia de inmigrantes del ex–bloque oriental, que no siempre encontraban
un lugar en la sociedad. Para los alemanes occidentales, los osties (alemanes
orientales) dejaron de ser hermanos en la desgracia para convertirse en una
sombra de amenaza a su prosperidad. Los westies (alemanes occidentales)
mantenían, a fines del siglo, cierto sentimiento de superioridad frente a sus
connacionales orientales.
Con la caída de la URSS, la mística revolucionaria terminó de languidecer (ya
venía languideciendo al menos desde Stalin, con una breve recuperación por el
heroico Ejército Rojo en 1941-45, y algunas esperanzas fallidas en la China de
Mao, la Cuba de Castro o el Vietnam de Ho Chi Min). El marxismo perdió
adeptos políticos, aunque los aportes de Marx se siguieran reconociendo en el
ámbito académico. Caída en Occidente la fe religiosa durante la modernidad,
era el momento de la caída de la fe en una Revolución. Algunos voceros del
capitalismo celebraron el “fin de las ideologías”, y hasta el “fin de la historia”. El
absurdo era tan grande que ni siquiera debería haber sido tenido en cuenta.
Que se haya convertido en objeto de discusión, muestra hasta qué punto los
propios intelectuales del capitalismo estaban perdiendo el rumbo.
En la década de 1990 comenzó a prevalecer el recurso a la salvación individual
(en general, económica), el culto del consumo, la volatilidad del discurso. El
posmodernismo, anunciado décadas atrás por pensadores como Jürgen
Habermas, pasó a ser objeto de comentarios periodísticos. Algunos prefirieron
darle otros nombres, como el de “modernidad líquida” (Baumann). En cualquier
caso, la única fe que sobrevivió fue la vinculada al progreso tecnológico. Que,
en definitiva, se traduce en fe en el complejo tecnocientífico. Desde 1945, el
fundamento del poder biopolítico fue virando del racismo hacia el consumo. La
“masa biológica” es útil, en términos de la sociedad de mercado, como “masa
consumidora”. La incipiente robotización de los procesos industriales será una
amenaza, en un futuro no muy lejano, incluso en los países donde la mano de
obra sea más barata. La dinámica de la opresión al trabajador, los efectos de la
plusvalía, corren el riesgo de quedarse sin trabajadores a los que aplicarse, al
menos en la industria.
En este proceso, aún incipiente, una nueva realidad tecnológica conmovió al
mundo. Surgida de la red de defensa norteamericana ArpaNet, nutrida por la
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estandarización del protocolo TCP/IP, la red Internet (red de redes) comenzó,
en 1995, a brindar un servicio masivo, a todos quienes conectaran su PC, a
través de la World Wide Web (www). Las comunicaciones adquirieron pronto
velocidades astronómicas. La Web anticipaba una “conectividad total”, donde
cualquier sujeto de la Tierra pudiera interactuar con otro desde su pantalla. El
crecimiento de usuarios de la Web (a través de Internet) fue exponencial. Hacia
1997, el negocio de las empresas que operaban a través de la Web comenzó a
expandirse (las llamadas .com). En un mundo que ya no tenía más que ofrecer
que un consumo acelerado, la inmersión en la virtualidad de la Web comenzó a
plantear una “realidad alternativa”. El efecto se vio ponteciado por la difusión de
las todavía primitivas técnicas de “realidad virtual”, una de cuyas derivaciones
lógicas podría ser la conectividad a la Web no ya de algunos sentidos, sino de
todo el cuerpo. En rigor, aún la persona que viviera en las condiciones más
humildes, podría, con sólo contar con una conexión a la Web y un dispositivo
de “realidad virtual” (cuando éste exista), vivir una fantasía colectiva en la que
muchas de sus aspiraciones fuesen satisfechas. Con la religión en retirada, la
conectividad total, combinada con la realildad virtual total, podría perfectamente
ser una nueva forma de mantener tranquilos a vastos sectores de la población.
Sin las ventajas que proporcionan la fe religiosa, o, al menos, la fe política.
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11. Conclusiones: “lo que vendrá”
Estas notas son, por definición, incompletas. No hemos abordado, por ejemplo,
el largo camino en la lucha de las mujeres por sus derechos, ni la no menos
prolongada lucha de las minorías étnicas. Las luchas que las ex–colonias se
vieron obligadas a entablar fueron tratadas sólo al pasar. Tampoco hemos
tratado cuestiones fundamentales de género, ni hemos incursionado en las
difíciles relaciones entre Occidente y el Islam.
Cuando comenzamos el estudio de estos temas, hacia 2005, no teníamos una
noción precisa de que el período 1995-1999 terminaría pareciéndose más a lo
que va del siglo XXI que a lo que fue el XX. Por supuesto, en historia los temas
se superponen unos a otros, y siguen, a su modo, vigentes. De eso se trata, en
gran medida, la significatividad histórica (y, por supuesto, la resignificación de
la historia). La herencia del siglo XX sigue tan vigente, en el XXI, como la de
siglos anteriores. En cualquier caso, entre los muchos desafíos del presente,
que a su tiempo también será historia, está el de qué forma tomará un mundo y
una sociedad en la que ya hay 2000 millones de usuarios en la Web, frente a
los 200 millones que había en 1999. Replanteos en la educación, indagaciones
sobre nuevos atravesamientos de la subjetividad, conflictos sociales, y hasta
una “guerra digital” en ciernes, forman parte del presente. Aún cuando la
conectividad total no vaya a ocurrir en breve, todo parece indicar que el camino
está avanzado.
La promesa de conectividad total y de una realidad virtual aumentada indica ya
la necesidad de mirar con atención ciertos fenómenos. Algo que, en 2011, se
ve con mucha mayor claridad que en 1995. En el conurbano bonaerense, o en
ciertas zonas de Buenos Aires, los jóvenes de bajos recursos económicos
todavía asisten a cibercafés cuya tecnología se empobrece año tras año, y se
sumergen en juegos en red, o individuales, que no siempre pueden jugar en
sus casas. El futuro de esos cibercafés tal vez sea efímero. Pronto la
conectividad y el acceso a la PC, o a celulares con funciones Web integrales,
pueden ser tan baratos como para superar incluso las más bajas barreras
económicas. Existen, a la vez, planes para el reparto de netbooks a todos los
estudiantes (y esto en varios países del mundo). Se trata de una oportunidad
para acercar contenidos, usos tecnológicos y habilidades a sectores
socioculturales postergados. Pero sigue vigente una pregunta: ¿podrá la
inmersión tecnológica cambiar los paradigmas actuales que hacen a la forma
en que la población percibe al mercado? ¿Será la reclusión en una pantalla el
nuevo opio que reemplace a los anteriores? ¿O podrá, como otras veces en la
historia, generar su propia dinámica, y terminar generando cuestionamientos a
los nuevos dispositivos de poder?
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Gabriel Guralnik
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