Archivos

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ISSN 1668 4737
Archivos
Departamento
de Antropología Cultural
VIII - 2010
CIAFIC
ediciones
Centro de Investigaciones en Antropología Filosófica y Cultural
de la Asociación Argentina de Cultura
Archivos, Vol. VIII - 2010
ISSN 1668 4737
Directora:
Dra Ruth Corcuera
Miembros del Consejo Editorial:
Dr. Eduardo Crivelli - Universidad de Buenos Aires, Argentina
Dr. John Palmer - Brookes University, Oxford, Inglaterra
Dr. Tadashi Yanai - Universidad de Tenri, Nara, Japón
Dra. María Cristina Dasso - Universidad de Buenos Aires, Argentina
Archivos es la publicación periódica del Departamento de Antropología
Cultural del Centro de Investigaciones en Antropología Filosófica y Cultural (CIAFIC), que por este medio busca servir a la tarea del conocimiento y la reflexión sobre las culturas. Con esta finalidad, tiene como
cometido difundir las investigaciones del Departamento, publicar colaboraciones que versen sobre antropología cultural y rescatar trabajos cuyo
valor se considera meritorio para la disciplina.
8 2011 CIAFIC Ediciones
Centro de Investigaciones en Antropología Filosófica y Cultural
Asociación Argentina de Cultura
CONICET
Federico Lacroze 2100 - (1426) Buenos Aires
www.ciafic.edu.ar
e-mail: [email protected]
Dirección: Lila Blanca Archideo
Impreso en Argentina
Printed in Argentina
La presencia misionera
en algunos grupos chaqueños
LOS TOBAS DEL OESTE FORMOSEÑO
Y LOS MISIONEROS
DE LA SOUTH AMERICAN
1.
MISSIONARY SOCIETY
Cecilia Paula Gómez*
INTRODUCCIÓN
Un análisis de las relaciones entre los misioneros anglicanos
y los tobas del oeste formoseño implica acercarse al problema a
partir de un punto de vista histórico[1]. Sólo de esta forma se logrará esbozar el telón de fondo que posteriormente permite entender
ciertos comportamientos de ambos actores colectivos. Para sopesar
adecuadamente la actual disposición de este grupo étnico, así como
también algunas de sus características culturales, es indispensable
indagar en ciertas situaciones históricas que influyeron en el el proceso de desarrollo y cambio social de los tobas, pues en la región
del Pilcomayo se generó una suerte de “espacio intermedio” (middle
ground) forjado por campos de fuerzas alternativos que necesariamente alteraban las rígidas ideologías impuestas desde los centros
de poder (Boccara 1999b:15). De este modo, nuestra aproximación
etnohistórica buscará delinear los contornos de un espacio atravesado y estructurado por un desarrollo propio y particular, una región
con historias de “contacto” bien específicas. Para ello pensamos a
esta zona de frontera como un espacio singular, reformulado a medida que diversos grupos humanos lo transitan o se afincan en él
(Teruel 2005:13). A partir de esta perspectiva, por fin, podremos
tomar en consideración determinados movimientos singulares de
grupos humanos por el territorio, que a través de “diálogos” e inter-
* Doctora en Ciencias Sociales (Universidad de Buenos Aires). Agradezco a la
Dra. María Cristina Dasso, al Dr. Federico Bossert y al Dr. Diego Villar los
comentarios realizados a una primera versión de este trabajo.
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acciones diversas dejaron una huella en la actual conformación social y cosmovisional de la sociedad toba. A continuación ofrecemos,
entonces, un sumario crítico del largo proceso de la ocupación del
Chaco y de una parte del vasto espectro de relaciones que diversos
actores sociales trabaron en dicho proceso con los tobas del oeste
formoseño.
2.
EL AFIANZAMIENTO DE LA EXPANSIÓN DEL ESTADONACIÓN SOBRE EL CHACO
Al contrario de lo que sucede en otros lugares del Chaco, en
los cuales las fuentes coloniales son en cierta medida comparables
tanto en calidad como en cantidad a las de áreas culturales como los
Andes, para la región del Pilcomayo medio no alcanzan una gran
profundidad en el tiempo. La existencia de estos documentos, en
efecto, es naturalmente mucho menor en el interior del Chaco que
en sus periferias. Esto es lógico si se tiene en cuenta que las diversas
exploraciones y olas de evangelización hacia el Chaco vinieron
desde varios frentes: desde el lado andino, promovidas por la audiencia de Charcas; desde el sur, en Tucumán; desde el norte, desde
la Chiquitanía y la Amazonía (Combès, Villar y Lowrey 2010: 6870). Estas incursiones dejaron una masa considerable de fuentes escritas que, en algunos casos, permite retrotraer la lectura histórica
hasta mediados del siglo XVI. Sin embargo, la zona que aquí proponemos analizar, situada al interior del Chaco, fue una de las últimas en ser exploradas. Una de las formas en las que
específicamente se comenzó a transitar la zona, y que tuvieron
como conclusión varios fracasos prácticos, se relaciona con los diversos intentos de navegación del río Pilcomayo, sobre todo a partir
de fines del siglo XIX y principios del XX (Gordillo 2001).
Las actuales provincias de Chaco y Formosa no quedaron
bajo el dominio del estado-nación argentino sino hasta la segunda
mitad del siglo XIX (Beck 1994:7). En rigor, los límites entre Argentina y Bolivia y Paraguay se fijaron a finales del siglo XIX; pero
la ocupación efectiva –con colonos y pueblos– sucedió mucho des84
pués, como veremos en torno del hito fundamental que fue la Guerra del Chaco. Recién entonces comenzaría la etapa de la ocupación
definitiva por parte del gobierno nacional argentino –un proceso
formado por la confluencia del avance militar, la colonización agrícola ganadera y la aparición de misiones religiosas. Tales fueron, en
efecto, los tres agentes que operaban en las zonas de “frontera” con
los territorios indígenas. Para los gobiernos republicanos fue prioritaria tanto la consolidación de la soberanía en zonas fronterizas
como la extensión de la frontera productiva hacia los “desiertos”
carentes de “civilización”, que contaban con un evidente potencial
económico –mayormente pastizales para el pastoreo vacuno– aún
inactivo (Gordillo 1999: 52).
Entre fines del siglo XIX y principios del XX, los estados que
disputaban el territorio chaqueño buscaban, lógicamente, el afianzamiento de sus fronteras. Entre 1884 y 1917, el ejército nacional
argentino llevó a cabo varias campañas destinadas no ya a la persecución o el castigo del indígena –como las que tuvieron lugar a
lo largo de siglos– sino fundamentalmente a su reducción: se buscaba convertirlo, someterlo, pacificarlo. El discurso de la época afirmaba que era necesario proteger al aborigen de los abusos de los
que era víctima; que se debía reducirlo y enseñarle a labrar la tierra,
procurando que accediera luego a la propiedad de la misma. Las
discusiones más asiduas en aquellos tiempos, de hecho, planteaban
si las reducciones debían ser civiles, militares o religiosas (Beck
1994: 39-90). Fue en 1884, bajo la presidencia de Julio A. Roca,
que se realiza una campaña definitiva al Chaco bajo el mando del
general Victorica. El avance de las tropas y la consolidación de la
frontera nacional llegó hasta el río Bermejo, dejándose para un momento posterior la ocupación de la zona lindante al río Pilcomayo.
Según Beck (1994:18-23), este avance hizo que muchas bandas
aborígenes debieran reagruparse y migrar hacia el noroeste, acorralando a otros grupos que ya estaban en la zona. De esta forma el espacio para las prácticas tradicionales de caza y recolección se
reducía, añadiéndose a los ya existentes conflictos interétnicos.
85
La lógica tras la colonización, sin embargo, no era monolítica.
Dos modelos distintos fueron utilizados para intentar la sujeción de
los indígenas en la zona. El primero se ejerció hasta aproximadamente 1885 y consitió en un ejercicio violento del poder; las relaciones con el indígena estaban marcadas por el enfrentamiento
armado. El modelo que le siguió, en cambio, tenía como meta enunciada “pacificar” al indígena; y aunque el ejército intentó aprovechar esta estrategia ideológica, fueron las misiones que se instalaron
en la zona las que finalmente la pondrían en práctica. Tal como observa Boccara (1999a), esta segunda modalidad plantea identificar
espacios de pacificación en los cuales se prolonga la sujeción violenta –aunque se trate ahora, mayormente, de violencia simbólica.
En el fondo ambos modelos constituyen facetas de una misma maquinaria de poder. En el segundo no se aplicaba la sujeción por
medio de la violencia armada sino que se buscaba “civilizar” a los
indígenas mediante una labor permanente y continua sobre sus cuerpos y sus mentes, socializándolos, inculcándoles nuevas normas,
reformando aquellas costumbres consideradas como “incivilizadas”
–término equivalente a “bárbaros” o “infieles” en la literatura colonial.
Como explica Wright (2003), muchos indígenas se instalaron
en misiones franciscanas como Laishí y Tacaaglé (1901), y otros
en reducciones patrocinadas por el estado, como Napalpí y Bartolomé de las Casas, creadas en 1911 y 1914 respectivamente[2]. En
esta última, la intención explícita era convertirlos en agricultores
además de disciplinarlos como trabajadores estacionales. Otros grupos permanecieron en los pequeños intersticios territoriales de tierra
fiscal entre las diversas propiedades privadas.
En este contexto, es preciso señalar que evidentemente los
grupos indígenas que se encontraban hacia el Chaco Austral, y los
ubicados más hacia el este de la provincia de Formosa, sufrieron
procesos históricos distintos de los padecidos por los tobas del oeste
formoseño. Los blancos no llegaron al oeste de la actual provincia
de Formosa, donde habitan los tobas en cuestión, sino hasta fines
86
del siglo XIX, cuando se suceden los diversos intentos de exploración efectiva del Pilcomayo. Una de las causas de este tardío contacto pudo haber sido la aridez de esta región[3]. Esta zona no era
todavía atractiva económicamente y por lo tanto no hubo una inmediata expansión en ella. Por otra parte, la zona del Pilcomayo
medio estaba en el centro del Chaco, y como la expansión colonizadora avanzaba desde la periferia hacia el centro, es lógico que
haya tardado más en ocuparse.
Más allá de estos primeros contactos exploratorios, la franja
centro-occidental del Chaco permaneció bajo el dominio indígena
hasta –al menos– la campaña de 1911, dirigida por el coronel Rostagno. Fue allí, sobre todo a lo largo de las orillas del río Pilcomayo,
donde moraban las bandas tobas a las que nos referimos aquí[4].
Se trataba, claramente, de una zona muy poco explorada y conocida, que no había sido aún “pacificada”. Comenzaba, sin embargo,
a sentirse la presión militar desde el sur, impulsada entre otras razones por la creciente demanda de su fuerza de trabajo. Por varias
décadas desde la gran campaña militar al Bermejo, en 1884, los
grupos tobas del oeste formoseño no estuvieron sujetos a las reglas
impuestas por los blancos, sólo conocerían la dominación directa
del blanco a comienzos del siglo XX. Fue entonces que tuvieron
lugar cambios profundos en su vida social: el trabajo asalariado en
los ingenios azucareros, en las plantaciones de Salta y Jujuy, el conflictivo contacto con los criollos y la acción misionera anglicana
(Arenas 2003: 41-86).
3.
LA OCUPACIÓN DEL CENTRO OCCIDENTAL CHAQUEÑO
A PRINCIPIOS DEL SIGLO XX
Los enfrentamientos bélicos entre militares e indígenas que
tuvieron lugar con anterioridad, entre 1878 y 1885, no sucedieron
en la zona que aquí nos ocupa, sino al sur del río Bermejo y hacia
el este de Formosa. Tanto los tobas de las nacientes del Pilcomayo,
como los del Chaco austral y oriental, mantuvieron contacto desde
mucho antes con españoles y criollos. Pero, como hemos dicho, el
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sometimiento de los indígenas de la zona centro-occidental chaqueña recién se consolida a comienzos del siglo XX.
Por otra parte, aunque en el siglo XIX se habían multiplicado
las expediciones para comprobar la navegabilidad del río Pilcomayo[5], su geografía y la de sus alrededores no había sido explorada de forma exhaustiva a principios del siglo XX, y por tanto no
existía un dominio efectivo de sus márgenes. En esos años los indígenas que habitaban los márgenes del Pilcomayo tenían todavía
un control total sobre su territorio.
Siguiendo en parte el esquema que plantea el ingeniero hidrógrafo Olaf Storm (1892: 8-42), fue Patiño quien en 1721 encabezó una exploración por el nombrado río; sin embargo, hay cierta
polémica sobre el trayecto que realmente recorrió[6]. Posteriormente, tanto Castañares en 1741, como Azara en 1785, hicieron
más intentos de navergación del río. En su reseña sobre las exploraciones al río Pilcomayo, Storm (1892:9-12) explica que es muy
probable que el Padre Patiño haya explorado otro río, y pone en
duda su capacidad para llevar adelante semejante empresa. Por otra
parte, escribe que el padre Castañares “...entró primero en el río
Araguay, pero tuvo que retroceder y penetró por el «brazo meridional», probablemente más al sur que el P. Patiño” (1892:12). Por otra
parte, Storm añade que aunque algunos dicen que el río explorado
por Azara era otro, la “...embocadura de este río, que él llama Araguay, corresponde precisamente al Pilcomayo” (Storm 1892:12; sin
embargo, añade que su recorrido no pudo extenderse más allá de
aproximadamente 20 leguas). En 1882 Crevaux comenzó una exploración que se vió malograda por el ataque de indígenas, al punto
de que se supone que fue muerto por los toba ese mismo año
(Thouar 1886). Fue el comandante Fontana que ese mismo año
tiene mayor éxito en su expedición, y logra exponer datos sobre la
margen inferior del Pilcomayo (1881, 1883). Posteriormente, en
1883, Campos (1888) y Thouar (1886) también logran atravesar
una gran parte del río Pilcomayo. Aunque el último emprendimiento
tuvo más éxito que los anteriores, al igual que los de Ibazeta en
88
1883, Baldrich en 1889, Page en 1890 y Storm finalmente en 1890,
había muchas confusiones y dudas respecto del Pilcomayo y sus
márgenes, sobre todo respecto de su trayecto medio (F. Bossert, comunic. pers.).
Aunque hasta fines del siglo XIX el río y sus márgenes conservaban muchos enigmas, el mismo seguiría constituyendo el límite
norte entre Argentina y Paraguay según el tratado de Hayes de 1878,
y entre Argentina y Bolivia a partir de 1889. Aunque a comienzos del
siglo XX y antes de la campaña de Rostagno, en 1911, el límite norte
de la Argentina, según los tratados, era demarcado por el “brazo principal del Pilcomayo”, el río era todavía muy mal conocido. De hecho
el Pilcomayo se dividía en una multiplicidad de brazos, a los que se
sumaban los esteros y los constantes cambios de curso, lo cual provocaría conflictos entre Bolivia y sus vecinos norteños (Gordillo
2001:263,267-268)[7]. La campaña del comandante Rostagno fijaría
una línea de fortines en esta lábil frontera con Paraguay y con Bolivia.
A fines de julio de 1911, el Ministerio de Guerra argentino
elevó una carta al jefe de las operaciones en el Chaco; ordenaba realizar un reconocimiento del Chaco central con el objetivo de ocupar el límite norte de la República. La intención era llegar a dominar
la mayor extensión de los territorios de Chaco y Formosa (Rostagno
1969 [1911]:9). La empresa fue llevada a cabo y el 30 de noviembre
de ese año el comandante Rostagno informaba:
El movimiento de avance se llevó a cabo de un solo empuje,
rompiendo con la tradición de que las líneas de los inmóviles
fortines debían ser internadas con prudencia haciendo avances
progresivos de algunas pocas leguas. Las fuerzas fueron a detener
su marcha en los extremos límites del país, en el Pilcomayo,
transformándose así, de un modo radical y definitivo, no solo el
sistema de las lentas penetraciones contrario a la movilidad de las
tropas de caballería que forman la División, sino también el Chaco
mismo que, de esta manera, se entrega por entero a todas las
energías progresistas del país que quieran ensayarse en él, en
cualquiera de sus zonas, pues todo el territorio queda eficazmente
protegido (Rostagno 1969 [1911]:16).
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Rostagno explicaba que, finalmente, se habían establecido
tropas de forma permanente en regiones donde hasta entonces apenas algunos exploradores se habían internado, y que de esa forma
se daba por desaparecidas “como regiones de leyenda de hazañas y
de misterios, las selvas impenetrables, el terrible Campo del Cielo
y muchos otros puntos que al par de Estero Patiño, eran piedras de
toque para deducir de la importancia de los conocimientos topográficos chaqueños”. Se consiguió ocupar la margen derecha del río
Pilcomayo y, según Rostagno, el desarrollo de la campaña fue sumamente pacífico: las tropas no debieron hacer fuego en ninguna
ocasión[8] (Rostagno 1969 [1911]:21).¿
Luego de la campaña militar de 1911 algunos indígenas evitaron el contacto con el blanco y se recluyeron en sus tierras; otros
prosiguieron con sus viajes a los ingenios azucareros o aceptaron la
instalación de misiones religiosas. Lo importante es que, desde entonces, los criollos se instalarían progresivamente en la región (Arenas 2003:90). Sin embargo, a pesar del establecimiento de fortines
y el declarado éxito de la campaña militar, el control estatal sobre
la zona seguía siendo leve, los ataques a asentamientos criollos continuaron y se dieron nuevos levantamientos indígenas. Los tobas
de Sombrero Negro atacaron a criollos que se habían asentado en
sus tierras a fines de 1916 y principios de 1917. Por su parte, grupos
wichí que venían desde el norte del Pilcomayo también atacaban a
criollos para robar ganado. Los asaltos y levantamientos armados se
volvieron cada vez más esporádicos; pero, entre algunos grupos pilagá y nivaclé, se prolongaron hasta la década de 1930 (Gordillo
2001:270).
A mediados de los años 30 la Argentina llevó a cabo una política de nacionalización de los indígenas en el Chaco central, al sur
del Pilcomayo (Capdevila, Combès y Richard 2008:24). Para esta
misma época el mapa geopolítico de la zona comienza a ser violentamente modificado, pues Bolivia y Paraguay buscan expandir
y afianzar sus fronteras sobre el Chaco, lo cual desembocaría en la
guerra de 1932 a 1935. En mitad de este conflicto, hacia 1933, Mé-
90
traux conversaba con Kedoc (tigre), un indígena toba del oeste formoseño, “mientras a lo lejos rugía el cañón de los fortines bolivianos” (Métraux, 1973:101)[9].
4.
LA GUERRA DEL CHACO Y LA OCUPACIÓN DEFINITIVA
DEL ESPACIO INDÍGENA
Este conflicto aparejó, para los grupos indígenas que habitaban la zona del Pilcomayo medio, graves transformaciones. Durante
el desarrollo de la guerra, los tobas del oeste formoseño atravesaban
un proceso gradual de inserción en la economía regional. Aunque,
como plantean Córdoba y Braunstein, era “una guerra vislumbrada
desde la margen opuesta del río” (2008:146) en la cual los tobas no
tomarían partido por ninguno de los bandos en pugna, el conflicto
fue un factor entre otros tantos que definitivamente incidió en la
vida de los grupos indígenas, junto a la llegada de los misioneros,
el trabajo asalariado en los ingenios y las relaciones conflictivas
con los criollos y el ejército argentino.
De hecho, algunos acontecimientos del conflicto han quedado
arraigados en su memoria histórica. Uno de los temas recurrentes es
la huida de los bolivianos (llamados “collas”) hacia las tierras ocupadas por los tobas. Los desertores bolivianos y los fugitivos de los
campos de prisioneros paraguayos cruzaban el río hacia el sur del
Pilcomayo; muchos de ellos se establecieron tanto en la cercana ciudad de Ingeniero Juárez[10], como en las tierras habitadas por los
tobas y sus alrededores. En la actualidad, muchos de los comerciantes de la región son descendientes de aquellos inmigrantes. Por otra
parte, los territorios que los tobas dominaban al norte del Pilcomayo
(actualmente Paraguay) se volvieron zonas de difícil tránsito durante
la época de guerra; los tobas recorrían estos territorios, pero ya no
era posible instalarse en ellos. En efecto, uno de los temas de su memoria histórica es que, hacia el final de la guerra, aunque podían
existir enfrentamientos con soldados paraguayos, partían al norte del
Pilcomayo para cazar y buscar las armas que habían quedado abandonadas (Córdoba y Braunstein 2008: 136-143).
91
El conflicto reconfiguró la geografía política indígena. Otras
etnias de la zona se vieron más involucradas y padecieron consecuencias más graves que los tobas. Por ejemplo, los wichí-guisnay
del Pilcomayo medio habitaban el norte del cauce principal del río,
pero debieron abandonar definitivamente estos territorios; río abajo,
los pilagá al sur del río fueron aliados del ejército y desarrollaron
una identidad incorporando la categoría de “indígenas argentinos”,
que debían defender las fronteras ante los macá y nivaclé, identificados como “indígenas paraguayos”. Durante la guerra, tanto paraguayos como bolivianos entregaron armas a los indígenas y
aprovecharon para sus fines las rivalidades históricas entre los diversos pueblos, pero también los indígenas intentaron beneficiarse
utilizando las armas y lo que pudiera quedar en el campo de batalla
para sus propios objetivos (Córdoba y Braunstein 2009:129-131).
La actual distribución de los indígenas en el territorio fue uno
de los efectos más directos de la Guerra del Chaco. No obstante, en
el caso específico de los tobas, intervinieron también otros factores
de igual peso. El corrimiento hacia el sur y el consecuente abandono
de los territorios que están del otro lado del Pilcomayo, en el actual
Paraguay, además de ser una reestructuración instalada por la guerra
también es una consecuencia de la fundación de una misión anglicana en el territorio argentino. Este enclave religioso produjo entre
los tobas un movimiento centrípeto, provocó el asentamiento de los
indígenas a su alrededor (Córdoba y Braunstein 2008:134-145). Al
comparar la antigua y la actual ubicación de los indígenas en el territorio según los mapas disponibles, se puede ver cuanto modificó
esta guerra el espacio indígena (Capdevila, Combès & Richard
2008:51, 64).
Si se prosigue con el análisis del significado que tuvo el desarrollo de estas hostilidades más allá de lo sucedido en el Chaco
Central, y se dirige la atención hacia el norte del Pilcomayo, hacia
el Chaco Boreal, se notará que es por medio de esta guerra que finalmente los estados-nación tomaron posesión definitiva de los territorios indígenas. Cada uno de los países implicados concibió al
92
Chaco como un desierto al cual había que arribar, explorar y ocupar
para finalmente consolidar la soberanía nacional. Pero interesa destacar que, a pesar de esta aparente transparencia fantasmal de las poblaciones indígenas, los militares utilizaron su disposición en el
terreno para asentar los fortines y trazar las líneas de combate. De
esta forma, las milicias se organizaron de acuerdo con el trazado
geopolítico del Chaco indígena: “Al comienzo del conflicto, la línea
del frente correspondía simultáneamente a las fronteras indias (ayoreo-ishir, niva´kle-enlhet, niva´kle-toba) y al enfrentamiento boliviano-paraguayo” (Capdevila, Combès & Richard 2008:23).
El Chaco siguió siendo percibido, generalmente, como un lugar
deshabitado, desértico. En cierta medida, esta invisibilidad de la población indígena ocurría porque los indígenas no podían ser encasillados en los caprichosos compartimentos planteados por ambas
naciones. Los tobas del oeste formoseño se fueron adaptando a este
nuevo contexto a partir de sus propios marcos interpretativos y siguiendo diversas estrategias. A continuación se revisarán rápidamente
algunas de ellas: el trabajo de los indígenas en los ingenios y la relación
con los misioneros anglicanos de la South American Missionary Society (SAMS) en los asentamientos tobas del oeste formoseño.
5.
EL TRABAJO EN LOS INGENIOS
El interés por la ocupación definitiva del norte argentino no
es fortuito, pues toda la región se hallaba en plena expansión económica. A fines del siglo XIX ya existía un número de ingenios
azucareros como La Esperanza, Campo San Pedro, Ledesma, San
Lorenzo, Río Negro, San Ignacio y San Martín del Tabacal. Sólo a
los fines de dar cuenta de las dimensiones de los mismos, recordemos que éste último tenía una población estable de unas 8000 personas, que en épocas de zafra llegaba a triplicarse (Bossert, Combès
& Villar 2008: 218). Por otro lado, en las primeras décadas del siglo
XX comienza a llegar el ferrocarril a la región y ello genera la necesidad de mayor fuerza de trabajo. Para todos estos “núcleos de
progreso” era preciso reclutar mano de obra indígena, que en parte
93
se conseguía en los asentamientos chaqueños.
A comienzos del siglo XX, varios exploradores observaron
que en los ingenios trabajaban grupos wichí, chorote, toba y pilagá
(Gordillo 1999:79). Unos años antes, en 1898, el diácono principal
anglicano Shimield anotaba en la publicación periódica de la South
American Missionary Society (SAMS, nº XXXII) que los hermanos
Leach, dueños de la fábrica azucarera La Esperanza, solían contratar miles de indígenas. El religioso había viajado hasta allí para oficiar el matrimonio de Norman Leach y celebrar servicio religioso
para los ingleses que vivían en el lugar; y sintió curiosidad por conocer a los indígenas que trabajaban. En esta visita encontraría “chiriguanos” y “matacos”; respecto de los tobas, explicaba lo siguiente:
Me dijeron que algunas de las tribus de Tobas vienen de vez en
cuando a trabajar aquí, y puede ser que de aquí en adelante sea
conveniente acercarse a las tribus occidentales del Chaco de este
punto: los misioneros acompañando a los indios de vuelta a su
hogar. Mientras que en el trabajo están, por lo general, silenciosos
y apacibles, cuando consiguen caña a menudo las peleas y el derramamiento de sangre son el resultado (Shimield 1898: 214216)[11].
En 1892 el Reverendo anglicano de las SAMS Barbrooke
Grubb –quien dirigía en el Chaco paraguayo la misión Makthlawaya luego de la muerte de Adolpho Henricksen– le había sugerido
a Shimield la necesidad de fundar una misión en el oeste del chaqueño para trabajar con los indígenas del río Pilcomayo (Torres Fernández 2006:55-56). Esta sugerencia sería tomada en cuenta recién
hacia 1898, justamente cuando el diácono principal Shimield finalmente visitaba a los Leach en La Esperanza. En ese momento, los
misioneros anglicanos comenzaron a planear una misión cercana
al ingenio para “crear un triángulo de misiones que uniera el Chaco
paraguayo, argentino y boliviano” (Torres Fernández 2006:56). Recién en 1910, Grubb propuso a los Leach comenzar la evangelización de los indígenas que trabajaban allí, y los hermanos aceptaron
la propuesta[12].
94
El explorador sueco Erland Nordenskiöld (2002 [1912]) también refiere encuentros con indígenas en la fábrica azucarera de La
Esperanza. Durante su viaje hacia el norte, en 1908, se detuvo allí
para equiparse; en sus páginas sobre el ingenio consignó las diversas procedencias de los indígenas, quienes realizaban largos trayectos a pie para llegar hasta la zafra. Por ejemplo, los grupos
guaraní-hablantes de Bolivia llegaban hasta allí para trabajar y llamaban al lugar mbaaporenda, el lugar de trabajo. Las condiciones
laborales eran mejores que en el Chaco boliviano: para estos grupos
la paga era más atractiva, aprendían castellano y accedían a tierras
para cultivar (Bossert, Combès & Villar 2008: 218-219). El sueco
escribía que los wichí, los chorote y parte de los tobas llegaban
hasta las fábricas con sus mujeres, sus hijos, sus perros y todos los
implementos domésticos necesarios, construyendo allí una aldea de
la misma manera que en sus lugares de origen. Distinto es el caso
de los chiriguano y de los chané, que llegaban hasta el ingenio sólo
con sus mujeres y vivían en tiendas de campaña o en barracas, propiedad de los dueños. Tal vez la mayor confianza y mejor paga que
recibían los chiriguano, chané e isoseños haya estado relacionada
con su tradición agrícola; así, mientras que los hombres wichí recibían cuarenta centavos por jornal y las mujeres veinte, los indígenas
guaraní-hablantes recibían una paga equivalente a la de los blancos:
un peso y medio por jornal, casi el triple que lo que recibían los indígenas chaqueños (Nordenskiöld 2002 [1912]:6, Bossert, Combès
& Villar 2008: 219).
La migración y el trabajo en los ingenios tuvieron un importante impacto entre los grupos del Pilcomayo. Los desplazamientos
de contingentes de braceros parecen haber comenzado a mediados
de la década de 1890, cuando Astrada afirma haber encontrado a
los tobas en Ledesma (cit. en Gordillo 1999:79). En esta zona la
búsqueda de mano de obra fue iniciada por indígenas que conocían
bien la región, pero luego fueron reemplazados por expediciones
enviadas directamente desde los ingenios que contaban con una
mayor organización. Los tobas del oeste formoseño migraban para
poder acceder a bienes que de otra forma les hubiera sido imposible
95
conseguir: caballos, armas, ropa, herramientas (Arenas 2003:92).
El viaje hacia el lugar de trabajo llevaba a veces dos meses[13].
Los viajeros se exponían a muchos peligros, entre ellos los “tigres”,
todavía abundantes en esos años. Por otra parte, los wichí “montaraces”, que vivían aislados en el monte y cerca de la localidad El
Chorro, podían atacar a los viajeros cuando regresaban con su paga
(Arenas 2003:97).
La migración regular de ida y vuelta desde los territorios indígenas hasta el ingenio continuó por más de setenta años. Ofrecía,
a ojos de los indígenas, indudables atractivos; principalmente, que
el trabajo en la zafra coincidía con la época seca del ciclo anual chaqueño, el momento de mayor carestía. Asimismo, el regreso se producía
en el momento de la abundancia, la época de la algarroba. De este
modo, mientras los indígenas no estaban trabajando y no se requería
su fuerza de trabajo en los campos de caña de azúcar, se autoabastecían
en su lugar de origen; así, los tobas del oeste formoseño trabajaban
en el ingenio hasta noviembre o principios de diciembre, momento
en que tenía lugar el “arreglo grande”, recibían el pago –generalmente
en especies– y regresaban al hogar (Arenas 2003: 92-93).
Ledesma y La Esperanza fueron los primeros lugares donde
se dirigieron a trabajar, pero desde 1930 migraron sobre todo a San
Martín del Tabacal, fundado en 1920 por la familia Patrón Costa.
Este fluir de mano de obra constante hacia San Martín del Tabacal
fue interrumpido en pocas ocasiones hasta principios de los años
40’, cuando nuevamente se dirigieron a Ledesma (Gordillo
1999:150).
Ahora bien, la dura experiencia de trabajo en los ingenios, las
relaciones ambivalentes que se vieron obligados a mantener con la
sociedad del blanco que poco a poco los rodeaba, e inclusive con
aborígenes de otras parcialidades, llegados hasta su territorio, bien
pudieron haber contribuido a que finalmente los tobas permitieran
que los misioneros de la South American Missionary Society
(SAMS) instalasen una misión en sus tierras (Arenas 2003:93, Córdoba y Braunstein 2008).
96
6.
RAZÓN, PROGRESO Y DESARROLLO: LAS MISIONES DE
LA SOUTH AMERICAN MISSIONARY SOCIETY
A principios del siglo XX, y ante el avance del estado argentino hacia el Chaco occidental, los tobas del oeste formoseño se
vieron progresivamente acorralados por los criollos que se asentaban en la zona, por el ejército argentino y también por las fuerzas
armadas bolivianas y paraguayas, que operaban en las fronteras internacionales. Poco a poco veían su territorio más limitado, y esta
situación –dado el fundamento de caza-recolección de su vida social– seguramente se volvió desesperada. Diversos actores sociales
se disputaban la propiedad de la tierra, y esto finalmente llevó a los
indígenas a solicitar la protección de los misioneros anglicanos de
la South American Missionary Society (Gordillo 1999: 111, Arenas
2003: 121, Torres Fernández 2006: 72, Córdoba 2008a: 136).
La expectativa por la posible llegada de los misioneros es descripta por Métraux en varios artículos científicos (1933a:205-206,
1937:172), así como también en un pequeño texto que publicó en
la revista misionera (1933a: 79-80). El suizo brindaba allí un pequeño relato sobre sus experiencias entre los pilagá: cuando llegó
al Fortín Descanso, a fines de 1932, fue confundido con un misionero anglicano, y esto le deparó una bienvenida calurosa. Los indígenas interpretaban que con la llegada de la misión arribaba una
nueva era, en la cual serían protegidos del acoso de la milicia argentina y los criollos. Ante la desilusión que les causó saber que Métraux no era en realidad un misionero, el etnólogo los acompañó
hasta la misión más cercana para que formularan su pedido. Al llegar a la misión El Toba de Sombrero Negro y presenciar la labor de
los anglicanos, Métraux confiesa haber entendido por qué, poco a
poco, los diversos grupos indígenas de la zona reclamaban la presencia de una misión en sus tierras.
6.a. La presencia Anglicana en Argentina y en América
Los anglicanos ingresaron a América a principios del XIX
junto con las diversas oleadas de inmigrantes de diversos cultos
97
protestantes. Entre 1825 y 1850 se instalaron en Sudamérica las
iglesias metodistas, anglicanas y evangélicas de Prusia. Distintos
factores facilitaron el ingreso de estas iglesias reformadas: uno de
ellos fue el enciclopedismo, que estaba de moda en los círculos intelectuales europeos; otro fue el retiro de las antiguas órdenes religiosas; otro la francomasonería, que buscaba socavar los
fundamentos de la iglesia católica (Wright 1983:73-74, Torres Fernández 2007:49).
Con respecto al ingreso de los anglicanos a esta región, hay
que considerar que Gran Bretaña tuvo un cambio de clima político
en 1815, propiciado por la finalización de las guerras napoleónicas,
cuando comenzó un movimiento de expansión que fue prontamente
seguido por otros países europeos. Seiguer (2006:62) plantea que
una cara de este proceso expansionista, no siempre bien sopesada,
fue el rápido esparcimiento del protestantismo, que tuvo por escenario al siglo XIX como su momento de clímax.
La misma autora prosigue explicando que las estrategias de
evangelización, esencialmente, pueden dividirse en dos, dependiendo de si la zona era catalogada como “no cristianizada” o si se
trataba de un área católica urbanizada. Para el primer caso, se establecieron misiones y la prédica se hacía en el idioma local –por
ejemplo, en Tierra del Fuego y posteriormente en el Chaco. La segunda modalidad usaba el método de reparto de biblias para luego
predicar en idioma local. En 1818 La Sociedad Bíblica Británica y
Extranjera BFBS (British and Foreign Bible Society) envió al pastor
bautista James Thomson a Buenos Aires, donde ofició el primer
culto protestante en 1820; luego prosiguió con su cometido misionero de entregar biblias por el resto de Latinoamérica. Debido al
éxito de esta empresa, fueron mandados religiosos, entre los cuales
se detaca Allen Gardiner. Aquellos que predicaban en tierras catalogadas como no cristianizadas tenían tendencias ideológicas y objetivos diversos a los enarbolados por la iglesia oficial: querían crear
parroquias con pastores y congregaciones de extracción local y buscaban que sus fondos fueran independientes de la iglesia de ultra98
mar inglesa. Por otra parte, la iglesia que se ha denominado “oficial” buscaba extenderse para llegar a los lugares apartados de la
“madre patria” donde había ciudadanos expatriados.
En ese momento había una importante relación comercial
entre Argentina y Gran Bretaña, y la segunda ejercía sobre la
primera una gran influencia económica y política. En 1825 se firmó
un tratado entre las Provincias Unidas y Gran Bretaña en el cual, entre otras cuestiones, se otorgaba la libertad de culto, lo cual hizo posible que se consagrara la Iglesia Episcopal Británica de San Juan
Bautista –la cual, como capellanía consular, era mantenida por el gobierno británico además de recibir contribuciones locales. En 1829
los anglicanos compraron un terreno y comenzaron la edificación de
esa iglesia, que se inauguró en 1831. Los anglicanos constituyen la
iglesia reformada con mayor antigüedad en la Argentina. La tarea
evangélica entre los indígenas fue también temprana: en la Patagonia
se realizaron varios intentos antes de concretar la fundación de una
misión. La primera de estas tentativas, entre 1826 y 1827, no fue exitosa; luego lo intentaría Allen Gardiner, fundador de la Patagonian
Missionary Society (PMS), que a partir de 1864 fue rebautizada
como la South American Missionary Society (SAMS). En nombre
de la PMS arribó a las islas Picton (Banner Cove) en 1850, donde
los religiosos fueron recibidos con hostilidad por los indígenas –de
hecho fueron encontrados muertos al año siguiente. El secretario de
la PMS, el reverendo George Pakenham Despard, quiso proseguir
con el trabajo iniciado instalándose con su familia en 1856, pero durante 1859 los religiosos se retiraron pues, luego de tres años de estadía en los cuales creían haber conseguido establecer buenas relaciones con los indígenas, uno de sus barcos fue atacado al llegar a
Tierra del Fuego. Luego de ese episodio los anglicanos decidieron
regresar, dejando allí a un hijo adoptivo de Despard: Thomas Bridges. En 1862 otro anglicano intentaría nuevamente instalarse en la
isla Keppel: Waite H. Stirling, asistido por Thomas Bridges quien
vivía allí desde hacía seis años, hablaba fluidamente el yámana y había comenzado a compilar un diccionario. Así, finalmente, consiguieron fundar en 1869 un asentamiento permanente: un puerto na99
tural que poseía terrenos cultivables, donde actualmente se encuentra
la ciudad de Ushuaia. Allí vivió por seis meses Stirling, en una pequeña cabaña rodeado por los indígenas. La misión fue reconocida
y Stirling fue el primer obispo anglicano para la diócesis de Islas
Malvinas (Falkland Islands Diocese); su iglesia se convirtió en Catedral y tuvo jurisdicción hasta 1910 sobre toda América del Sur[14].
Bridges asumió como superintendente de la misión y se dedicó a organizarla. La idea que primaba coincidía con la esbozada por relatos
legitimadores del incipiente estado-nación. En su misión se habían
asentado indígenas yámana; lo cual implicaba sedentarismo, el primer paso hacia la civilidad, pues se consideraba que para “civilizar”
a los indígenas era preciso volverlos sedentarios y enseñarles el cultivo de huertas. Finalmente, en un poblado de la zona se establecieron tres familias misioneras junto a Bridges, quien había regresado
a Gran Bretaña dónde contrajo matrimonio (Seiguer 2006: 63-73).
A esta altura, queda claro que tanto para los misioneros como para
los representantes del poder central, civilizar y evangelizar eran dos
hechos consustanciados[15].
Así, durante el siglo XX en la Argentina se divisó una diferenciación importante al interior de la inglesa anglicana: algunos
buscaron desarrollar un sentido de pertenencia a la comunidad nacional, y otros buscaron diferenciarse. Algunos destinaban su discurso a los círculos minoritarios de inmigración anglosajona y
germana, en tanto que otros intentaron expandir su acción evangelizadora hasta abarcar a sectores más amplios de la población local.
Los primeros intentaron aislarse manteniendo como rasgo distintivo
el hecho de ser ingleses, con un culto y un idioma propios. Los segundos, en cambio, tuvieron un enfoque más integracionista, con
una acción misional orientada a incorporar a la sociedad a los más
marginados (Torres Fernández 2006: 30).
6.b. Las Misiones anglicanas en el Chaco
El asentamiento de los misioneros anglicanos en la actual
Formosa occidental respondía a un proyecto misional que, desde
100
fines del siglo XIX, los miembros de la SAMS venían desarrollando
entre los indígenas del Chaco paraguayo. Como hemos dicho, el
origen de la South American Missionary Society (SAMS) debe ubicarse en los intentos pioneros de Allen Gardiner por evangelizar a
los indígenas en el sur del continente americano. Gardiner arribó a
Sudamérica en 1838 y luego de algunos intentos frustrados en el
sur, en 1846 decidió incursionar nuevamente en el Chaco. Emprendió una exploración preliminar donde se topó cerca del Pilcomayo
con un grupo tobas, frente a los cuales retrocedió. Esta breve experiencia lo impresionó fuertemente e influenció a sus seguidores (Torres Fernández 2006: 51, Gordillo 1999: 108).
En 1888, finalmente se establecía una misión entre los indígenas lengua-mascoy, en las márgenes del río Paraguay: Makthalawaya. El objetivo era la evangelización de los indígenas del Chaco
bajo la dirección de Adolph Henricksen. Tras su muerte, este misionero fue reemplazado por el reverendo Barbrooke Grubb, quien trabaría una fluida red de relaciones con indígenas, criollos y militares
que le permitiría proyectar una forma de acercamiento exitosa. Por
otra parte, con excepción de los misioneros, el blanco no lograba
ocupar esa zona del Chaco definida como económicamente nula y
cuyos habitantes estaban, por transición, fuera de la ley. Como
hemos dicho, el Pilcomayo medio era todavía una región prácticamente inexplorada. Tal imaginario, además, hizo que la empresa
misionera con Grubb a la cabeza, adquiriera un carácter de epopeya,
una gesta civilizatoria que colocaba a los misioneros como mediadores entre dos mundos (Torres Fernández 2006: 52).
Según recordamos, recién en 1898 los misioneros anglicanos
establecieron contacto con los hermanos Leach, quienes en años
posteriores facilitaron su instalación en el norte argentino. Hacia
1911, confirmada la noticia sobre la futura evangelización de los
indígenas que trabajaban en el ingenio La Esperanza, se nombró a
un grupo de personas que compondrían una futura misión. Primero
se instalaron en Urundel, que fue un espacio de contacto intercultural; allí comenzó la evangelización entre algunos tobas. En 1912,
101
se definió un plan de acción que, en breve, suponía crear siete misiones para toda la región del Chaco (Torres Fernández 2006: 5257).
El primer paso dado fue la creación de la Misión Algarrobal,
que en 1920 contaba con un colegio equipado, dispensario, tienda,
carpintería y otras construcciones. Misión San Andrés fue otra de
las fundaciones realizadas; hacia 1928, cuando estaba a cargo del
misionero Smith, recibió la visita de un jefe toba para realizar un pedido que se repetiría innumerables veces: “El señor Smith ha sido
visitado por un jefe Toba que vive hacia el sur, él está ansioso por
asegurar la educación para sus niños y la protección de una misión
(…) el quiere algo para las futuras generaciones” (Hunt 1928:100).
Esa no fue la única solicitud:
(…) 1° de Noviembre de 1928. Hoy llegó la quinta delegación del
distrito de Sombrero Negro (a 60 millas de aquí) impacientes por
oír ciertas noticias de nuestros «grandes jefes» en Inglaterra.
9 de Noviembre de 1928. Los jefes Tobas del distrito de Sombrero
Negro llegaron hoy porque se esperaba correo (el correo llegó pero
sin novedades para ellos). (…)
8 de Diciembre de 1928. Hoy llegaron tobas de Sombrero Negro insinuando que confiaban en nuestro deseo de ayudarlos, ellos se
habían entrevistado con las autoridades locales por el terreno para
la instalación de la escuela. Ellos le informaron que les será dado
cuando obtengan una carta nuestra que diga que deseamos ese terreno. Ahora ellos quieren esa carta (la que, por supuesto, no
podrá ser dada) (SAMS 1929: 43).
Tal como plantea Arenas (2003: 121), los tobas comenzaban
a reclamar una misión para ellos: “…desde noviembre de 1928,
cuando se presentó el quinto pedido, hasta fines de enero de 1929
se contabilizaron seis visitas de jefes Tobas pertenecientes a diversos campamentos de los distritos de Sombrero Negro, Buena Vista,
Fortín Chasis y Formosa” (Torres Fernández 2006: 65-68).
En resumen, varios actores sociales se disputaban por aquel
entonces la propiedad de la tierra (indígenas, criollos, militares) y
esto llevó a los tobas a realizar una persistente solicitud de protec102
ción a los misioneros anglicanos (Gordillo 1999: 111, Torres Fernández 2006: 72, Arenas 2003: 121). La imagen de una nueva era
de paz está claramente articulada como una protección concedida
por los misioneros ante las experiencias de terror anteriores: la misión aparece como una salvaguarda. Esta figura tuvo que ver, si
duda, con el terror que todavía en 1930 sentían los tobas por la acción del ejército[16].
6.c. Misión El Toba
El 28 de Mayo de 1929, Barbrooke Grubb y Alfred Leake se
acercaron a la región de Sombrero Negro y en el camino se encontraron con una delegación de 30 tobas que iban a Misión San Andrés para hacer un nuevo pedido. Una vez en Sombrero Negro,
muchos tobas salieron entusiasmados a recibirlos. Intentaron establecer algún diálogo con ellos pero las barreras idiomáticas eran un
límite infranqueable: no era posible la traducción porque ninguno
de los presentes entendía wichí o español. Sin embargo Grubb interpretó la solicitud: consideró que pedían educación y un protector
que abogara por ellos ante las amenazas que los rodeaban. Según
Grubb, estos indígenas estaban dispuestos a recibir las enseñanzas
del Evangelio en tanto se atendieran al mismo tiempo sus propios
objetivos inmediatos (Grubb 1929: 94-95). Finalmente el 30 de octubre de 1930, luego de dos años de peticiones, la misión El Toba
se fundaba en Sombrero Negro. Los tobas del oeste formoseño comenzaron a llegar a la misión y se asentaron bajo la tutela del misionero Alfred Leake. Tal como escribía Smith (1931:22):
Durante la última semana de Octubre vio su comienzo la largamente dilatada y muchas veces pospuesta Misión para los Tobas
(…) Al principio, hasta que no fuera sancionada por el Comité de
nuestro Hogar (Home Committee), no podía ofrecerse ninguna
promesa firme (…) Ellos no perdieron la esperanza.
Al instalarse la misión se creaba una nueva dinámica social,
un nuevo circuito económico y cultural. En efecto, la educación era
la preocupación principal de la misión; el tratamiento médico pro103
porcionado por los misioneros era también de gran importancia,
pues buena parte de la confianza que tenían los indígenas en ellos
parece haber radicado en sus poderes de curación. El propio Leake
(1931:52) comentaba que la gente confiaba en sus remedios, y los
pioGo´nak (que caracterizaba como witch-doctors, “médicos brujos”) estaban celosos aunque todavía no habían mostrado una oposición explícita. Los misioneros también proveían de trabajo
irregular, por medio del llamado departamento industrial de la misión -que implicaba la construcción de edificios, un taller de carpintería y el empleo de algunas mujeres como sirvientas (Leake 1931:
51-52). A pesar de esto, el sustento de los tobas, salvo que estuvieran trabajando en las plantaciones, todavía provenía fundamentalmente de la pesca, la caza y la horticultura de subsistencia. En los
primeros años de la misión, Leake (1932/33:67) escribía:
En los comienzos nos pidieron hacer cosas muy variadas; expulsar
el hechizo realizado por un médico-brujo (witch-doctor) que causaba la muerte, recuperar artículos robados; expulsar a todos los
colonos de Argentina que ocupan el territorio de los Tobas, hacer
llover; y éstos y otros incidentes pronto parecieron demostrar que,
a los ojos de los indios, estábamos embebidos de extraños y maravillosos poderes. La palabra que utilizaron al dirigirse a nosotros,
“Kaditá”, significa “nuestro padre”, es igual a la que se utiliza
para nombrar a Dios.
Por varias razones, en definitiva, los misioneros se transformaron en grandes protectores de los tobas ante el avance de los
criollos y del ejército[17]. En estas circunstancias, no extraña que
durante los primeros años de misión los religiosos fueran llamados
kade´ta (nuestro padre) como generalmente se llama a Dios (Gordillo 1999: 61-62, 114-122)[18].
6.d. El proyecto misionero
Como hemos mostrado, evangelizar y civilizar eran dos hechos consustanciados. Si se evangelizaba, inevitablemente se “civilizaría” a los indígenas. Estos intentos de evangelización en el
Chaco seguían una metodología que en muchos sentidos coincidía
104
con la llevada a cabo por la SAMS en Tierra del Fuego (Seiguer
2006:70-74). Allí la forma de establecer el asentamiento misional
fue similar y obviamente había una política común. La tarea primordial era difundir el evangelio; el resto de los emprendimientos
(trabajo industrial, servicio educacional, médico) buscaba enseñarles a los indígenas, de forma directa, las ventajas del cambio cultural. De esta forma, se buscaba convencerlos de las ventajas que les
deparaban estos cambios y así de “las ventajas de la civilización
occidental” (Seiguer 2006:70).
Métraux advirtió que la modalidad de evangelización anglicana no se caracterizaba por la imposición sino por la persuasión,
que no exigía la abolición de las creencias tradicionales para inculcar las nuevas (Métraux 1933a: 207-208). El misionero convivía
con los indígenas ganando su confianza. Con el tiempo se rodeaba
de un grupo de fieles y se establecía la misión. Como se dijo anteriormente, los primeros misioneros tenían varias funciones: aparte
de predicar, en efecto, hacían las veces de maestro, médico, traductor, agente de policía y juez (Leake 1967, cit. en Wright 1983: 75).
De este modo, si el misionero lograba entablar contacto con un
grupo indígena el paso siguiente era aprender sus costumbres e
idioma; luego, la misión se organizaba como un pequeño enclave
autárquico con economía propia y un trabajo planificado en talleres.
A su vez, la comunidad contaba con una escuela, un dispensario,
una tienda y una iglesia. Este modelo era la representación física y
espacial de una política misionera orientada a la educación, la salud,
el trabajo y la expansión del mensaje religioso. La idea era formar
nativos evangelistas que predicaran el mensaje de Cristo entre los
suyos. Esto lo expresa apropiadamente Leake (1932/33:68) cuando
describe el trabajo que comienza a realizarse en su misión:
La Misión adoptó la misma política que utilizaron sucesivamente
en otras Misiones de nuestra Sociedad - i.e. con las cuatro ramas
o departamentos principales: Evangelista, Educacional, Médica e
Industrial. Primero y sobre todo viene la Evangélica. Sin embargo
de paso podemos decir que también reconocemos la gran importancia de las otras, se continúa con ellas con el objeto de ayudar
105
a la gente y atraerlos para que tengan un contacto más estrecho
con nosotros para permitirnos traerles el hogar del Evangelio por
medio del servicio práctico como también predicando y adecuarlos
al servicio cristiano.
Según las palabras de Leake (1932/33:68), el trabajo medico
facilitaba a los misioneros un contacto con gente que de otra forma
no se hubiera acercado, por medio del trabajo educativo establecían
lazos de amistad con las mujeres y hombres jóvenes, mientras que
el departamento industrial permitía conocer a los hombres más ancianos y hablar con ellos de cosas importantes.
La política misional se orientó también a generar una
identidad cristiana por encima de las antiguas pertenencias étnicas.
Aún hoy los tobas del oeste recuerdan cómo los misioneros les
enseñaron a vivir en paz y a no pelearse entre ellos (Córdoba y
Braunstein 2008). Estas estrategias se mantendrán en el proceso de
evangelización anglicana a través de todo el Chaco (Torres
Fernández 2006). Como ejemplo de uno de los primeros éxitos de
esta política, podemos recordar un escrito del misionero Hunt, quien
alegremente constataba que un toba estaba dispuestos a dejar sus
niños entre los wichí, sus antiguos enemigos, y en la escuela de la
misión:
El jefe dijo que él sabía que la misión no está para criar ganado o hacer dinero, pero que quiere algo para las futuras
generaciones. Mientras tanto, ha hecho preparativos para
enviar algunos de sus niños al señor Smith. Para tener una
noción del significado de esto: un jefe de otra tribu, que habla
otra lengua, ha dejado a sus niños con los Matacos [wichí]
bajo el cuidado de la misión mientras él vive lejos de aquí. Es
una de las cosas más interesantes que ha sucedido en nuestra
Misión y demuestra que el trabajo de la escuela es de gran
importancia (Hunt 1928:100).
El caso constituye un ejemplo de uno de los primeros éxitos
generados por dicha política. Otro ejemplo: durante la Guerra del
Chaco, la misión el Toba recibió la visita de chulupíes (nivaclé)
106
que, a pesar de ser enemigos acérrimos de los tobas, se asentaron
por un tiempo en la misión (Leake 1932/33:116).
Otro de los “progresos” atañe a los elementos cotidianos que
poco a poco fueron incorporados a la vida social indígena: la casa,
el mobiliario, los nuevos alimentos y los utensilios, que también
hacían las veces de símbolos identitarios y que los aproximaban a
la “vida civilizada”[19]. Queda claro, entonces, el modo en que los
tobas fueron teniendo acceso y apropiándose de esos instrumentos
que, a la vez, eran marcas de civilidad.
Desde la visión de los misioneros, el aprendizaje del mensaje
de Jesús era el único medio para progresar y salir de un estado de
“oscuridad”. Tal era, por supuesto, la misión prioritaria de la SAMS,
y lo que les otorgaba el rédito y apoyo frente a las élites hegemónicas; pues junto con el mensaje se diseminaba un ethos estrechamente relacionado con las ideas y objetivos prioritarios de éstas: el
progreso y la civilización (Torres Fernández 2006: 50). La meta era
asimilar a los indígenas a la sociedad de cristianos evangélicos y a
la vida de la nación: “civilizarlos” mediante un control permanente
de las actividades; “disciplinarlos” reformando las costumbres, instaurando un nuevo modelo económico y transformando la organización sociopolítica; “normalizarlos” extirpando las viejas
creencias y reeducando los cuerpos (Boccara 1999a: 80-94).
Como se dijo, los misioneros arribaron en un momento en el
cual la influencia política y económica de los británicos en la Argentina era grande. Para los actores políticos locales el desarrollo del
protestantismo anglicano implicaba un valor agregado, vinculado a
los ideales ilustrados de razón, progreso y desarrollo. Las élites políticas veían en estos grupos protestantes y su metodología de evangelización el potencial cultural necesario para el desarrollo del país,
así como también una forma concreta de minar la influencia de la
Iglesia Católica. Recordemos, además, que se buscaba afianzar la
frontera y “pacificar” a los grupos que todavía no se sometían al
blanco, y que estos grupos misioneros lograron poco a poco un
hecho inédito: incursionar en la región del Pilcomayo medio. La
107
SAMS se encargó de emprender el trabajo misionero en esta zona
del Chaco que había quedado al margen de las empresas católicas.
Su lema era “dar luz a aquellos que viven en la oscuridad”, una anhelo armónicamente congruente con las aspiraciones de llevar el
progreso y la civilización a las zonas fronterizas. Pero también tuvieron que justificar su misión ante el Estado argentino, demostrando el éxito de su proyecto de civilización.
De esta forma, en 1930 los misioneros comenzaron a inculcar
las responsabilidades ciudadanas, expresando un discurso cívico
nacional que ambiguamente podía acoplarse a un discurso cristiano
universal. Esta reorientación del proyecto misionero también representaba una adecuación a la nueva realidad socioeconómica que estaba formándose en el Chaco. La llegada del ferrocarril, el
desarrollo de la industria petrolera y la ocupación ganadera introducían nuevas condiciones de vida en la vida indígena. Los indígenas debían demostrar un compromiso con el estado-nación
argentino; así, cuando el gobernador de Formosa visitó la misión El
Toba, expresó su aprobación por el trabajo que los anglicanos realizaban (Everitt 1931:138)[20]. Asimismo, cada vez que un militar
o un personaje importante llegaba a la misión, “se hacía que los
niños de la escuela cantaran el himno nacional argentino delante de
ellos” (Gordillo 1999:125). Hubo entonces, a través de los anglicanos, un aumento de la presencia del Estado en la región, que imponía la necesidad de que la población de la zona fuera identificada y
reconocida como “argentina”. Los misioneros se hicieron cargo de
esta empresa e intentaron incluirla en su labor, lo cual sin dudas legitimó el trabajo de este grupo religioso de nacionalidad inglesa
frente al estado argentino. Sin embargo, como estrategia, esta empresa ponía de manifiesto la intención de los misioneros de lograr
que los indígenas tuvieran derechos ciudadanos y estuvieran registrados, estimulando así un sentido de pertenencia nacional (Torres
Fernández 2007). Así, también se encargaron de llevar a cabo trámites relacionados con el registro civil. En la política misional la
promoción de ciertos deberes y derechos cívicos que les correspondían por ser ahora ciudadanos argentinos estuvo supeditada a la in108
tención de crear una Iglesia Protestante Nativa (Torres Fernández
2007). Sin embargo, en 1944 el gobierno formoseño solicitó a los
anglicanos que cesaran de dictar clases a los aborígenes, ya que la
Constitución argentina prescribía la enseñanza del catolicismo
apostólico romano[21]. En conclusión, los misioneros debieron
guardar un delicado equilibrio entre la confianza de los tobas y las
leyes del estado[22]. A esto último deben añadirse sus conflictivas
relaciones con los criollos locales, que muchas veces los acusaron
de perjudicarlos a favor de los indígenas.
7.
PALABRAS FINALES
Así como el Estado Nación y los misioneros anglicanos de la
South American Missionary Society llevaban a cabo sus planes para
la consecución de sus fines, no debemos dejar de tomar en cuenta
la estrategia que parecen haber llevado a cabo los tobas, que resultó
en el pedido y consecuente aceptación de la misión. Los sucesos
analizados dan una idea del acorralamiento progresivo que los tobas
iban sufriendo y cómo su antigua organización social iba perdiendo
su eficacia tradicional. Es por ello que los tobas buscaron una
“alianza” o la “protección” de los misioneros, siguiendo de algún
modo sus patrones tradicionales, que algunas veces los llevaron a
buscar líderes fuera de su grupo si no había forma de encontrarlos
dentro de él. Antiguamente, en efecto, si no se encontraba a alguien
apto para cumplir las funciones de liderazgo entre los que en ese
momento conformaban el grupo, se buscaba al nuevo haliaGa´nek
(líder) en otra banda. Aquí parece haber operado la misma lógica:
buscar afuera para entretejer nuevas alianzas que de alguna forma
garanticen la continuidad del grupo. En esta perspectiva, no sorprende que los tobas del oeste hayan decidido no sólo aceptar sino
pedir una misión. Muchas razones nos hacen pensar que el misionero encargado de la misión El Toba, Alfred Leake, era considerado
líder, dado que en muchos sentidos cumplía buena parte de las condiciones que debía tener un tradicional haliaGa´nek. No parece
errado pensar que al solicitar tantas veces una misión los tobas bus109
casen algo que les proporcionara la forma de lidiar con una nueva
situación histórica, en la cual la guerra, tal como estaba planteada
con sus enemigos indígenas preferenciales, ya no era eficaz como
forma de intercambio (Córdoba y Braunstein 2008). Por otra parte,
para ser un haliaGa´nek era evidente que en las nuevas circunstancias se necesitarían otras aptitudes, que acaso percibieron los tobas
en los anglicanos.
La hipótesis es pues que los misioneros, de alguna forma, tomaron las funciones, o al menos parte de las mismas, que antes desempeñaban los antiguos haliaGa´nek. Para ello contaban con
algunas de las aptitudes necesarias para establecer la autoridad
desde la óptica toba: asumían la protección de la gente y el territorio, se inmiscuían en las tareas de subsistencia, y predicando el
evangelio y aprendiendo el idioma parecían gozar del don de la oratoria. A lo anterior se suma que, según los tobas, los religiosos eran
poseedores de extrañas capacidades: de hecho, el mismo Alfred
Leake explica que los indígenas pensaban que los religiosos estaban
“embebidos de extraños y maravillosos poderes” (Leake 1932/33:
67). Hasta hoy en día, un toba dice escuchar a David Leake[23]
“como si fuera un anciano”, y recordemos que la ancianidad proporciona un estatus destacado en esta sociedad.
No es casual, en estas circunstancias, que la Misión El Toba
haya funcionado exitosamente por tanto tiempo. En efecto, la misión siguió funcionando hasta que, durante la inundación de 1975
y 1976, la ribera del río Pilcomayo fue destruida. Hasta ese tiempo
los anglicanos aún tenían un misionero destacado en la misión. El
religioso sugirió a los indígenas que se mudaran hacia un sitio más
alto y seguro, llamado Vaca Perdida; así fueron surgiendo los asentamientos tobas que encontramos en la actualidad. Poco a poco los
misioneros se apartaron de la misión y la importancia de la institución en la zona parece haber decrecido, sobre todo luego de la guerra de Malvinas en 1982, cuando los misioneros se retiraron
definitivamente (Arenas 2003: 124).
110
A medida que creció el contacto con la sociedad global, fueron desarrollándose nuevos tipos de representantes políticos entre
los tobas: influyó mucho tanto el trabajo en los ingenios como la llegada de los misioneros anglicanos. Poco a poco las aptitudes guerreras fueron cediendo paso a la capacidad de los líderes para
negociar con la sociedad mayor. Este desarrollo se percibe en los
cuatro momentos o ejes fundamentales que vertebran la memoria
oral de los toba. En principio, nos hablaron de los antiguos haliaGa´nek. En segundo lugar, de aquellos intermediarios que se fueron delineando cuando iban a trabajar a los ingenios. En tercer
lugar, del papel importante que desempeñaron los misioneros como
líderes y protectores. Finalmente, los testimonios mencionan la coyuntura contemporánea en la que se desempeñan las autoridades
actuales. En definitiva, los tobas del oeste formoseño atravesaron
una compleja dinámica de reestructuración y de redefinición de su
propia identidad; a juzgar por su estado actual, podemos afirmar
que elaboraron estrategias de negociación ante el nuevo sistema impuesto tanto desde la acción estatal como desde la labor de los misioneros, para seguir reproduciéndose y adaptándose a los nuevos
desafíos.
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Notas
[1] Este grupo ha sido llamado de diversas formas, como por ejemplo
“tobas-pilagá” (Métraux 1937), “tobas del Pilcomayo medio”, “tobas de
Sombrero Negro” o “tobas ñachilamole#ek” (Arenas 2003), de aquí en
adelante, salvo que se especifique lo contrario, cuando se escriba “toba”
se estará haciendo referencia a este grupo específico.
[2] No es el caso de los tobas del oeste formoseño, quienes recién en 1930
formaron parte de la misión anglicana “El Toba”, establecida hacia la orilla del Pilcomayo. Para más detalles ver luego el apartado sobre las misiones de la South American Missionary Society (SAMS).
[3] La subregión occidental de la actual provincia de Formosa está sujeta
a condiciones particulares de aridez, y está cubierta de formaciones vegetales cerradas, de escaso valor económico (Borrini 1991: 8, 82).
[4] La mayor parte de las tierras permanecieron como propiedad de la
provincia de Salta, y las que estaban en el actual territorio de la provincia
de Formosa eran propiedad del gobierno nacional; la actual Formosa dejó
de ser territorio nacional recién en 1955.
[5] La navegación del río deparaba a los exploradores grandes obstáculos,
entre ellos la presencia de bañados. Por supuesto que a esto último se sumaba la resistencia de los indígenas de la región (Gordillo 2001:266).
[6] Storm (1892:8) escribe que, ya en 1556, el Pilcomayo era mencionado
por misioneros, aunque explica que la primera tentativa seria de explorarlo
fue la del Padre Patiño. Gordillo (2001:263) también nombra una expedición
anterior, la de Armenta y Zárate, que parte desde Tarija en 1673; sin embargo,
también hay controversias sobre hasta dónde llegaron dichos exploradores.
[7] Luego de la guerra del Chaco, en 1935, Argentina y Paraguay firmaron
un convenio ad referéndum para intentar dar solución al conflicto de límites en el estero Patiño y el límite definitivo fue establecido en 1945.
Este fue el último tratado en el que se termina de establecer el trazado de
la frontera internacional en la región del Pilcomayo.
[8] Es probable que, por lo que ya se conocía de los enfrentamientos que
habían tenido lugar a fines del siglo XIX con el Ejército Argentino, y dada
la suerte corrida por los grupos asentados más al sur, sobre todo tras la
campaña de Victorica, los indígenas de esa zona hayan tenido especial
cuidado en evitar el contacto con Rostagno y su grupo.
116
[9] Recién entre la primera y la tercera década del siglo XX se tienen las
primeras noticias por parte de misioneros anglicanos y etnógrafos de la
unidad sociopolítica conformada por los tobas del oeste formoseño. Entre
quienes escribieron sobre ellos se encuentran Métraux (1937), Palavecino
(1933), Arnott (1934a, 1934b), Alfred Leake y Tebboth, entre otros misioneros.
[10] Hay que decir que esta localidad se vio económicamente favorecida
por el conflicto bélico. Ingeniero Juárez fue un centro comercial muy importante en el área, en el cual se instalaron muchos negocios que
acrecentaron el movimiento mercantil. En 1932, al inicio de las hostilidades,
se habilitó el puerto Yrigoyen, que al estar frente al Fortín Linares (Bolivia)
incrementó el intercambio con éste último. En el puerto se almacenaban
mercaderías con las que se proveía a los bolivianos. Sin embargo, este intercambio concluyó en 1934, por una protesta del gobierno paraguayo. Los
puertos fueron cerrados y la mercadería boliviana que quedaba fue quemada
por decisión del gobierno boliviano en la playa del ferrocarril, ante la custodia
de soldados del ejército argentino y boliviano. Al finalizar la guerra, muchos
ex combatientes se radicaron en Juárez (Torres, 1975: 111-114).
[11] Todas las traducciones del inglés son nuestras
[12] La misión que fundarán allí se llamará Urundeles. En los apartados
que siguen se trabajará específicamente sobre las misiones anglicanas,
sobre todo la que funcionó a partir de 1930 entre los tobas del oeste formoseño.
[13] Primero se iba hacia el cauce superior del río Pilcomayo, se cruzaba
parte del Chaco pasando por poblados criollos como El Chorro y Los
Blancos hasta llegar al río Bermejo, donde se seguía su cauce hacia su
naciente en el Valle de San Francisco. Cuando arribaban a Pichanal, podían montarse en un tren que en pocas horas los llevaba hasta los ingenios
Ledesma o La Esperanza (Arenas 2003).
[14] Dado el gran crecimiento de la colectividad en Buenos Aires, se crea
en 1910 la Diócesis de Argentina y Sudamérica Oriental (Anglican Diocese in Argentina and Eastern South America), independiente de la Diócesis de Islas Malvinas. La iglesia de San Juan se convirtió en pro-catedral
(Seiguer 2006:73).
[15] Ha de subrayarse que posteriormente Thomas Bridges renunciaría a
su puesto de superintendente de la misión debido a los crecientes des117
acuerdos entre él y la SAMS. La institución fomentaba el trabajo religioso
expresando que de la vida secular debía ocuparse el gobierno de la región.
Bridges, en cambio, sostenía que debía ofrecerse formación e inserción laboral a los indígenas. El ex-misionero pretendía construir una estancia y
generar trabajo para los indígenas, y para esto necesitaba la autorización
del gobierno del presidente Roca. El presidente prometió otorgarle los territorios, pero para que esta promesa fuera llevada a cabo, la cuestión
debía ser discutida en la cámara de diputados. La moción fue presentada
el 27 de septiembre de 1886, y la siguió un debate acalorado en el cual se
expresaron opiniones opuestas al respecto del otorgamiento (Seiguer
2006).
[16] Juan Mc Lean, en su Informe sobre exploración al Chaco, escribía:
“Nuestro indio chaqueño tiene horror al uniforme militar, dispara a los
montes a su vista”. Boletín del Ministerio de Agricultura, Buenos Aires,
Taller de Publicaciones de la Oficina Meteorológica Argentina de Mayojunio de 1908, tomo IX, nros. 5 y 6, pp. 244-259 (cit. en Beck 1994: 62,
194). Para otro ejemplo, años más tarde (1911) el comandante Rostagno
(1969 [1911]:33) expresaba: “La penetración pacífica, conquistadora de
nuevas regiones de colonización, no debe degenerar en el exterminio por
hambre del indígena que huya hacia el Paraguay o Bolivia al ver el avance
del Ejército al que tanto temor tiene”.
[17] En los años ’30, el ejército argentino todavía se enfrentaba con los
pilagá y los nivaclé, que a veces cruzaban el Pilcomayo hacia el lado Argentino. Había mucha tensión por lo tanto con todos los grupos indígenas
de la zona. Todo indica, pues, que las masacres cometidas por los militares
crearon una sensación de terror que se vio alimentada por la guerra del
Chaco (Córdoba y Braunstein 2008).
[18] Igualmente, los misioneros trataron de desalentar que se los llamara
así. Con respecto al término am kade´ta, hasta el día de hoy los tobas del
oeste dicen am (segunda persona del singular: tu) kade’ta (nuestro padre)
al inicio de la oración del Padrenuestro.
[19] Un ejemplo actual procedente de nuestro propio trabajo de campo:
un toba lleva un diario en el cual deja registrado todo aquello que desde
su óptica es importante para su comunidad y allí incluyó una foto de su
padre porque correspondía al momento en que aquel había descubierto la
silla. Así, este hombre mostraba con orgullo cómo su padre, luego de la
llegada de los anglicanos, había conocido ese mueble y se sentaba tal
118
como los anglicanos lo hacían, lo cual había sido evidentemente un hito
importante de la historia de la familia.
[20] Hace referencia a Misión San Andrés.
[21] De allí en adelante la SAMS no pudo volver a crear nuevas misiones
en el Chaco Argentino (Torres Fernández 2007).
[22] En enero de 1937, los militares capturaron a nueve pilagá de la misión Pilagá, los desarmaron y les dispararon. Sólo dos sobrevivieron. Esto
minó la confianza de los indígenas con respecto a los misioneros, a pesar
de las quejas que los religiosos elevaron hacia las autoridades militares y
civiles. A esto se le sumó que un pilagá culpó a uno de los misioneros por
el asesinato. Luego de una decadencia gradual, hacia el final de 1939 la
misión de Laguna los Pájaros fue abandonada, y los pilagá volvieron a sus
viejos territorios en el Sudeste (Gordillo 1999: 26).
[23] David Leake es un misionero anglicano, hijo de Alfred Leake, fundador de la misión El Toba; nacido y criado entre los tobas habla su
idioma a la perfección; por lo tanto, no extraña que actualmente sea una
figura de referencia insoslayable entre los tobas.
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