Tierra de brumas

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Una maravillosa novela que rescata
toda la magia, la riqueza y la
tradición de Galicia, una tierra
rebosante de misterio y belleza.
«Así somos las Mencía, niña,
apréndelo cuanto antes, o eres loca
o reina o santa o borracha».
Cuando
Valentina
se
queda
huérfana a los once años, se ve
obligada a atravesar el océano
desde su Habana natal a la Galicia
de sus antepasados para quedar al
cargo de su abuela, Bruna Mencía,
marquesa de Novoa. La matriarca
la recibe en su solitario, decadente
y majestuoso pazo y comienza a
educarla para convertirla en la
heredera de la dinastía.
Valentina conocerá a través de
Bruna la convulsa historia de su
familia y cómo la salvaje estirpe de
las mujeres Mencía, criadas por la
naturaleza en las profundidades del
bosque gallego, se unió a la
aristocrática dinastía de los Novoa,
la más rica de la región. Las
historias de amor y poder entre
ambas familias, que han pervivido
durante muchos años, marcarán el
destino de Valentina, que tendrá
que decidir si continúa o no con ese
linaje, extraño para ella, plagado
de intrigas y culpas secretas.
Una prodigiosa historia de tradición
y modernidad, de civilización y
barbarie, de espíritus y profecías,
de grelos y camelias, de reinas y
santas, de meigas y lobas, en la
que los personajes se debaten
entre tomar los caminos escogidos
para ellos o elegir libremente su
propio destino. Una maravillosa
novela que recoge toda la magia y
el misterio de una tierra de
leyenda.
Cristina López Barrio
Tierra de
brumas
ePub r1.0
libra 23.09.15
Título original: Tierra de brumas
Cristina López Barrio, 2015
Editor digital: libra
ePub base r1.2
A Manolo Yllera,
el bosque donde habito.
A mi hija Lucía,
por la cuerda mágica que nos
une.
El hombre nace libre, pero en todos
lados está encadenado.
JEAN-JACQUES ROUSSEAU,
El contrato social
El tiempo recoge las hojas dispersas
y vuelve a tejer la corona.
1
El pazo de Novoa
Valentina nunca va a olvidar la fría
tarde de octubre que llega al pazo de
Novoa para ser reina. Sube la gran
escalera de castaño alfombrada por la
decadencia, según le indica la vieja que
le ha tendido como bienvenida una mano
de circo. Petriña, niña, llámame Petriña.
Tiene en los dedos bultos como sortijas
de huesos, una jorobita bajo la bata
negra y un moño ajustado en la nuca.
Ella te espera, te esperó toda esta
mañana, y le entraron retortijones de
impaciencia. Petriña sonríe con tres
dientes en el recibidor cubierto por
sábanas blancas.
Mientras la niña asciende hacia el
último de los tres pisos del pazo,
percibe que es el tiempo y no el polvo el
que se acumula inmóvil en cada
peldaño, en cada recodo de la escalera,
sin duda fastuosa en otra época; y siente
en el estómago, donde aún tiene clavada
la náusea con que se bajó del avión que
la trajo de La Habana, que va al
encuentro de un ser mitológico.
Al final de la escalera, Valentina se
asoma por la barandilla para retrasar el
olor a tabaco que exhala la puerta
entreabierta, la voz de leopardo que le
pregunta ¿eres tú?, y descubre una
caracola de madera en descenso hacia el
abismo del recibidor.
—¿Valentina?
En una cama con proporciones de
universo, bajo la última luz violeta que
se desploma por las vidrieras de una
claraboya, Valentina ve la figura
imponente de su abuela: Bruna Mencía.
Se halla en su trono de cojines de seda
verde, recostada en la melancolía del
poder; dos trenzas blancas le caen hasta
los muslos como seres distintos de la
anciana. Viste un camisón con encajes
antiguos, y una toquilla de chantilly que
contrasta con el rouge francés de los
labios. Dos serpientes de perlas de los
años treinta le rodean el cuello.
—¿A
qué
estás
esperando?
Acércate.
A la anciana le tiemblan las manos.
En una de ellas sostiene un pedazo de
espejo oxidado, pero ya no se mira en
él. Lo ha dejado rendido sobre la
sábana. Suda, a pesar del otoño, de la
humedad burguesa que le revienta los
huesos. Tiene ganas de maldecir, de
cagarse en una vereda como cuando era
niña y para ella no había más mundo que
el bosque. Entre la bruma de cigarrillos
que la envuelve, una abeja zumba
solitaria alrededor de sus trenzas. A
Valentina le recorre la piel un escalofrío
y teme desmayarse en esa alcoba con
aroma a medicina, a colillas, a camelias
blancas cuyos pétalos se desploman
sobre una cómoda junto a la cama. Sin
moverse del umbral mira a su abuela,
aunque de soslayo, mientras la aguja de
un tocadiscos araña un vinilo de tangos.
Los ojos, aquellos de los que tanto le
habló su madre en las noches habaneras,
los ojos que hasta ese instante vivían en
los cuentos de su infancia, la escrutan, la
examinan. Uno castaño como la corteza
de árbol, otro amarillo. A pesar de todo
parece humana, piensa Valentina.
La anciana coloca un cigarro en su
boquilla de nácar y lo enciende.
—Te he traído hasta aquí para que
seas reina —le dice a su nieta, y ahueca
los cojines del trono.
—¿Reina de qué? —contesta ella
con un hilo de voz.
—De este pazo para empezar, como
yo.
—Pero usted no es reina —contesta
Valentina, y clava la mirada en sus
zapatos.
—Como si lo fuera, niña, y de las de
antes. Aquí, en mis tierras, que son
muchas, y en mis negocios, se hace lo
que yo digo. —Da una calada intensa.
—Yo no puedo ser reina porque soy
revolucionaria —dice Valentina.
—La misma monserga que tu madre,
ya se te pasará. Llevas sangre de nobles.
Y ahora enséñame el ombligo a ver si
acerté al traerte desde tan lejos.
La niña niega con la cabeza y mira al
suelo. Tiene miedo de que su abuela la
reprenda, la castigue o algo peor. En
cambio, Bruna apaga el cigarrillo, se
levanta el camisón de encaje y deja al
descubierto un vientre de pellejos
colgantes que en su tiempo fue terso
como la luna. Alrededor del ombligo se
ve una mancha en forma de orbe.
—Espero que tengas este lunar,
porque así me lo aseguraron.
Y si han mentido a Bruna Mencía lo
pagarán caro, murmura para sí. Sin
duda, la niña es la de la foto que le
enviaron desde La Habana hace unos
dos meses, recién muerta la madre, su
hija, en aquella fatídica revuelta. Pero
en persona parece más alta, como si la
pérdida le hubiera estirado los huesos
hacia lo inalcanzable, y mayor de los
once años que tiene, según le escribió la
mulata que la cuidaba en La Habana
desde que se quedó huérfana. Ha
crecido desde entonces, piensa Bruna, y
comienza a padecer el desgarbo de una
adolescencia inminente. Las piernas
largas en los vaqueros gastados, los
hombros melancólicos, el rostro
interrogante.
—Yo también tengo ese lunar, pero
no es ninguna señal burguesa.
La niña se aproxima a la anciana.
Una cuerda le ciñe a modo de cinturón
el jersey que le tejió la mulata en tres
madrugadas insomnes para abrigarla de
los fríos de Europa. Pero se lo sube sin
desatársela, al igual que la camisa que
lleva debajo de él. Su vientre es
pequeño, cálido, de piel caribeña, pero
con el mismo orbe premonitorio que su
abuela.
—Tienes
el
mundo
pintado
alrededor del ombligo. Has nacido para
ser reina —le dice Bruna con una
sonrisa en el rouge.
Valentina frunce el ceño, y se frota
un dedo por el lunar como si quisiera
borrárselo.
—Viva la revolución —susurra.
—No digas tonterías, niña. Ya
cambiarás
cuando
heredes
el
marquesado y toda mi hacienda. Y ahora
vete. Petriña te servirá la cena en la
cocina.
Le hace un gesto con la mano para
que se marche. Ya ha visto lo que tenía
que ver, ya ha comprobado lo que tenía
que comprobar. Está fatigada. La
audiencia ha terminado. Su nieta tiene
los mismos ojos pardos que lleva sin
ver más de cincuenta años, y la
hendidura en la barbilla que la sigue
hiriendo como el filo de una daga.
Valentina siente la piel erizada de
frío. No se atreve a bajar la enorme
escalera de castaño hasta la cocina
donde la espera Petriña, pero tampoco
se encuentra a gusto en el distribuidor
del último piso. Se le ocurre la idea de
que el mundo es de color amarillo, ese
color prepotente que odia. Quizá porque
está envuelta en la luz sucia y triste de
los apliques de hierro que alumbran los
peldaños. Se sienta en un cono de
sombra, huyendo del amarillo del
mundo. La alfombra de la escalera tiene
flores momificadas y la niña llora. De
pronto el lunar que yace en el estómago
de su abuela y en el suyo le parece la
triste marca de su destino; es un lunar
cuya oscuridad se hunde en sus raíces. Y
llora más. Acaricia la cuerda que lleva
atada a la cintura y murmura: mami, aquí
estoy en la tierra donde naciste. Se
limpia las lágrimas que le mojan las
mejillas, los labios, como si de pronto
se avergonzara de su llanto. Le parece
que el hombre pintado en uno de los
numerosos retratos que adornan la pared
está mirándola con desaprobación. Viste
atuendo de cazador, una escopeta
temible de dos cañones le cuelga del
hombro, lleva un cinturón con cartuchos
de bala, y bajo sus pies hay dos jabalíes
sangrientos. Y tú ¿qué miras?, si
seguramente ya serás muy viejo o
estarás muerto como casi todo aquí, le
dice Valentina sacándole la lengua. Es
corpulento y apuesto, tiene el pelo
rojizo, los ojos grandes y los labios
salvajes. La niña se pone en pie y lee el
cartel dorado del marco: JOSÉ NOVOA,
MARQUÉS DE NOVOA (1910).
Luego se fija en el retrato que está al
lado de éste. Una mujer rubia, flaca,
pero con pechos orondos y unos ojos de
gato postrados en el cielo. Lleva un
rosario entre los dedos de las manos y
da la impresión de que está orando.
AMELIA LOBEIRA, MARQUESA DE
NOVOA (1910).
Valentina echa cuentas: hace
exactamente setenta y un años de esos
dos cuadros. Desciende por la escalera
entre una sucesión de retratos de Novoa
y de Lobeira, mientras se limpia los
mocos que se le escurren de la nariz con
la manga del jersey y el frío se va
templando en sus venas. Recuerda que
su madre le habló de cómo se casaron
entre ellos durante generaciones, por eso
en el escudo de armas del marquesado
estaba el lobo de los Lobeira aullando a
la luna, y el ramo de camelias blancas
que siempre fue la flor de los Novoa.
Cuando la niña llega al recibidor
principal se topa con el retrato de una
mujer cuyas facciones le resultan
conocidas. La presencia rotunda, la
seguridad en la mirada, es la única
Mencía que cuelga de las paredes del
pazo, su abuela, Bruna Mencía,
marquesa de Novoa, la mujer más bella
y malvada que haya existido jamás. Así
fue siempre para Valentina, pues
Galicia, esa tierra de lobos y flores
donde vivieron sus antepasados, era un
lugar íntimo, misterioso, que compartió
con su madre, una tierra de parajes
verdes y húmedos, de bosques
encantados y ríos que serpenteaban entre
montañas como culebras marinas: la
tierra donde transcurrían los cuentos de
su infancia, donde las historias
sucedieron mucho tiempo atrás, donde
su abuela Bruna era capaz de atravesar
el Atlántico en un instante para
llevársela al bosque gallego con las
almas en pena, al menos eso le decía su
madre si la desobedecía y no se iba a
dormir.
Pero al final el Atlántico lo había
atravesado ella. Nada más aterrizar en
el aeropuerto de Santiago de
Compostela, Valentina había sentido que
se le venía a la garganta el gusto de su
papilla de maíz, aquella con grumos que
tomaba antes de acostarse y escuchar los
cuentos gallegos. La voz de su madre
había sustituido al ruido de las turbinas
del avión, el aroma de los jazmines que
se colaba por el patio de su barrio de La
Habana, al aire insípido de la cabina, y
la muerte se había convertido en una
fantasía. Nada había sucedido. Galicia
continuaba siendo un mundo de cuentos,
de ensueño, no se abría ante los ojos de
la niña con un cielo gris.
Llovía cuando Valentina se montó en
el Mercedes negro con un chófer calvo y
viejo que había enviado su abuela para
recogerla. El chófer miró a la niña por
el espejo retrovisor y la vio acurrucada
en un extremo del asiento, apenas
ocupando el espacio de un canario,
agarrada a la cuerda que le colgaba de
la cintura como el cordón de un fraile
triste, los ojos fijos en sus muslos, rojos
de sueño, llenos de lágrimas.
—Esta lluvia, así que parece nada,
aquí la llamamos orballo —le dijo.
Y Valentina, sin mirarlo, dejó
escapar una sonrisa delgada, temblorosa
por el frío que le había nacido en las
entrañas en cuanto abandonó La Habana.
—Orballo —repitió con su lengua
del trópico.
Se cubrió el rostro con las manos
durante un momento, tomó aire por la
nariz y mientras lo expulsaba por la
boca, las retiró para mirar el paisaje a
través de la ventanilla. No se parecía al
que solía pintar en su cuaderno en La
Habana, después de que su madre le
contara cuentos sobre él. Llovía de
forma transparente, diminuta, en la
carretera que se adentraba en los
bosques. Era la primera vez que la niña
veía el otoño que había traído octubre.
Los castaños ocres y los robles medio
desnudos, los salgueiros de hojas
incendiadas y los helechos que
acechaban en las cunetas como soldados
de bronce. Llovía sin cesar sobre las
colinas onduladas de viñas que se
precipitaban hasta el río. El perfume de
la tierra mojada penetró a chorros en el
coche mientras éste se detenía al pie de
una colina, y el chófer abría la gran
verja de hierro con una hoja mutilada.
Protegía los jardines del pazo de Novoa
una tapia de colmillos como la parte de
abajo de una mandíbula de fiera. Una
muralla hostil tomada por la humedad
negruzca y el musgo tierno.
El Mercedes avanzó bajo la arcada
de tilos y, entre una niebla repentina,
surgió en el horizonte la silueta del
pazo, una mole de sombra y piedra. Las
torres con almenas que lo flanqueaban
poseían
una
simetría
perfecta.
Atravesaron la avenida de sauces y
sicomoros con sus pináculos de
porcelana azul, los parterres y los
huertos que se percibían espectrales
bajo la niebla. Pasaron junto al estanque
donde antaño había patos y cisnes, y
flamencos africanos y pavos reales tan
esplendorosos como era el pazo en otros
tiempos, y tan distinto a como se hallaba
ahora, montaraz y salvaje en un reino de
olvido, de naturaleza prehistórica que
avanzaba tragándose toda vanidad
pasada.
El Mercedes se detuvo en una
placita circular, frente al portón de
madera rojizo con el blasón de los
Novoa y los Lobeira en lo alto.
Valentina bajó de él, escurriéndose
sobre los adoquines relucientes, y vio la
columna de una fuente con las cabezas
de diferentes dioses esculpidas ya en
moho, y el caño con su estrépito de
arroyo alimentando sin cesar un
estanquito con peces dorados que, ella
aún no lo sabía, habían marcado el
destino regio de su abuela. Calvo bajo
la lluvia, el chófer, tras tocarle un
hombro y desearle suerte, desapareció
en el Mercedes dejándola sola con una
maleta de huérfana, una cuerda de fraile
en la cintura y un jersey tejido por la
mulata que había nacido en las Antillas
Holandesas. Sola, mientras una tormenta
se envalentonaba con su desgracia, y
antes de llamar al portón, éste se abría
como por mano de fantasma y aparecía
esa vieja jorobada, Petriña, con la mano
deforme que Valentina ve ahora en la
cocina sirviéndole un plato de sopa
humeante. Y las lágrimas se le saltan
porque la sopa le sabe a la papilla de
maíz, porque le quema la garganta, y
llueve sin consuelo contra las ventanas.
—Sopla, niña, que se te va a abrasar
hasta el alma.
La voz de Petriña se hunde en la
tormenta que comienza a golpear el
pazo. Se la han quebrado los muchos
años, y el aguardiente que bebe a solas
cada noche sentada en la silla baja de
cuerda, al calor de los fogones, con una
mano en el corazón como le enseñó su
madre, que sirvió toda su vida a los
Novoa, brindando a cada trago por los
santos de la parroquia, por el descanso,
Dios bendito, protégenos de las almas
en pena, por mi señora Bruna que vive
desde hace dos años sin que la dé el sol
o el relente del bosque, confinada en el
poderío de su cama mundo.
Un trueno parece que va a romper el
cielo. Petriña se santigua y mira a
Valentina, que ha dejado de comer la
sopa. Tiene la mirada perdida en los
techos abovedados de la cocina
inmensa, dividida en tres estancias
contiguas. En una de ellas dicen las
lenguas que dormían los esclavos de los
marqueses en los tiempos de los
negreros, apretados uno contra otro,
templándose la miseria clandestina
porque en los establos se les morían de
frío con sus pieles del trópico, y se iba
al traste el negocio sobre el que dicen se
levantó la riqueza de la familia. Pero de
eso han pasado siglos. Otra de las
estancias fue reformada allá por los
años cuarenta, en la época de las fiestas
memorables, de los ingleses que
invadían el pazo con su lengua de Babel
y se bebían el jerez como si fuera agua,
del esplendor de la escalera de castaño
por la que descendía Bruna Mencía
mientras se le hundían los pies en la
primavera exultante de la alfombra,
admirada por cada hombre que la veía
pasar con sus ojos de dos colores, el
pelo recogido en un moño de diosa y las
perlas interminables con las que se
rumoreaba amaba y dormía, así desnuda,
sin más envoltorio que esas cuentas
brillantes y la camelia blanca de los
Novoa entre las piernas.
Esa estancia reformada es la única
que usa Petriña, le da miedo andar
donde los esclavos, por si aún quedan
restos de encantamientos paganos, de
maldiciones o males de ojo que son bien
difíciles de eliminar, como las marcas
que dejaron en los muros de piedra;
además, huele siempre a humedad y un
frío parecido al miedo hiela los huesos.
En cambio, las paredes de la estancia
reformada están cubiertas con azulejos
blancos y unos armarios modernos que
sustituyeron
a
las
alacenas
decimonónicas. Instalaron también una
cocina de gas con siete fogones y un
horno donde se podía asar un jabalí
entero, y para amasar el pan, cortar las
verduras o desollar perdices, trajeron
desde Italia una mesa con patas de haya
y un tablero de mármol bruto de Carrara.
Ante esa mesa está sentada Valentina, no
han abierto en su honor el comedor
principal con la mesa de caoba para
veinticuatro servicios, todos ellos con
cubertería de plata, ni siquiera el
comedor
familiar
donde
habían
almorzado en la intimidad los Novoa y
los Lobeira durante generaciones.
Petriña no tiene fuerzas para quitar sola
las telas con cataratas de polvo y nidos
de arañas que cubren muebles y
lámparas desde que su señora Bruna se
retiró del mundo para que el mundo
fuera a visitarla; de todas formas Petriña
tampoco ha recibido la orden de
hacerlo. No queda más servicio en la
casa que ella, el muchacho de cabellos
dorados como los peces del estanque
que se encarga de cuidar y el chófer que
acude cuando se le necesita: hace un año
que vive en el pueblo porque se cansó
de estar en el pazo limpiando día tras
día bujías y filtros para que luego se le
pudrieran de aburrimiento.
Petriña permanece de pie para
terminar de servir la cena a Valentina.
Aunque no se han abierto las
habitaciones nobles para la niña, no deja
de ser una Novoa, por eso la criada
respeta las distancias, no se sienta a su
lado en la mesa de mármol ni en su silla
baja de cuerda, porque allí sólo lo hace
en la intimidad de sus temores y su
aguardiente.
—Come, niña —le dice sonriendo—
que traes cara de hambre y de susto.
Anda que no llevabas miedo antes
subiendo la escalera, todavía estás
pálida, pero come que la sopa te va a
templar los huesos y las carnes flacas.
—Se me quitó el hambre —responde
Valentina, y deja la cuchara sobre la
mesa.
—¿Y eso por qué? ¿Te asustaste de
tu abuela?
La niña se encoge de hombros. Es la
hora de la siesta en La Habana, y piensa
en la hamaca indolente balanceándose
en el patio con el perfume de los
jazmines, en la limonada con
hierbabuena, en su madre arrullándole
cuentos gallegos. Se le ha cerrado el
estómago. En esa cocina huele a sombra.
De su bolso saca un cuaderno donde le
gusta dibujar el mundo y un lápiz con la
punta afilada. Petriña distingue desde
los primeros trazos que da la niña a una
mujer con largas trenzas.
—Ésta es tu abuela —le dice—,
pero no es ahora momento de pintar sino
de comer.
—¿Cuánto de vieja es mi abuela? —
le pregunta Valentina cerrando el
cuaderno con el dibujo inacabado.
—Vieja lo es un poco. —La criada
asiente con la cabeza mientras retira el
plato de sopa y le sirve a Valentina un
estofado de zorza—. Pero en una mujer
tan extraordinaria como ella los años no
cuentan. Yo era una criatura cuando
ayudé a mi madre, que era doncella, a
vestirla de novia en el dormitorio
principal del pazo. Petriña, me dijo, he
vestido de blanco a unas cuantas
Lobeira y te digo que ésta no se parece a
ninguna de ellas. Claro, madre, le
contesté, como que no es una Lobeira
sino una Mencía, la mismísima hija de
Marina la Santiña. —La vieja abre
mucho los ojos, los tiene redondos y
acuosos como un anfibio—. Ya no hay
santas de esa categoría. —Petriña se
persigna—. Fue la madre de tu abuela,
vivía en un caseto miserable a la entrada
del bosque. Cuidaba abejas y vendía su
miel. Era tu bisabuela, y como te he
dicho se llamaba Marina, pero todos le
decían la Santiña. Era hija a su vez de la
loca Tomasa. Locas como ésa tampoco
hemos tenido más en el pueblo, o eso he
oído decir porque no tengo años pa
haberla conocido, que aunque no lo
parezca los fogones me quemaron la
juventud. Qué buen linaje, fíjate…
—La loca Tomasa —repite Valentina
en voz baja.
—Tu tatarabuela… la madre de tu
bisabuela, pa entendernos. Y mírala a
ella en su cama de reina. La Bruna que
nació en un lecho de mierda de cabra,
como decía mi madre, mira hasta dónde
ha llegao.
2
Marina, la Santiña
El día de abril de 1913 que Marina
la Santiña murió de parto en su caseto
gélido atravesado por el viento, que
ululaba entre las grietas nocturnas, todo
aquel que la conocía pensó que dejaba
este mundo de forma inmerecida. No se
sabía quién la había preñado, sólo que
aquella maternidad inmensa le había
tronchado el destino de santa. Su hija
Bruna, que siempre fue una criatura
demasiado grande para su envergadura
de pájaro, le molió los huesos durante el
embarazo, le hinchó los miembros e hizo
que vomitara sus fuerzas hasta el mismo
instante del alumbramiento, cuando
abandonó el cuerpo de su madre con
tanto ímpetu, siguiendo el rastro de la
vida como un perro de presa, que le
rasgó las entrañas y la dejó muriéndose
en la calentura de un charco de sangre.
Ya en el delirio de las primeras
contracciones se despertó en Marina el
instinto de parir en el bosque sobre el
nido de musgo donde había nacido, para
acabar sus días en el mismo sitio que
habían comenzado veinte años atrás:
entre el perfume de la tierra oscura y
húmeda, de la hierba y los helechos
tiernos, entre las copas de los castaños y
los robles que enmarañaban su visión
del cielo, entre los rastros luminosos de
las babosas negras y las rocas con
líquenes. Allí donde el rocío de la
madrugada y la sombra de la noche le
inculcaron que se nacía sólo para
sobrevivir a la hermosura y la crueldad
de la naturaleza. Pero Marina apenas
pudo levantarse de su catre por el dolor
y los chorreones rosados que le mojaban
los muslos. Se mantuvo en pie durante
unos minutos, sosteniéndose con las
manos la maldición del vientre, y cayó
de rodillas sobre el suelo de barro. No
tenía quien la socorriera, quien la
ayudara a alumbrar aquella soledad
descomunal. Vivía con su hermana
mayor, Angustias, viuda, y con la hija de
ésta, Roberta, una niña de cinco años
que le dejó en herencia el difunto
marido junto con un alambique para
fabricar un orujo puro de hierbas, y
ambas habían salido bien temprano a
hacer recados a la aldea. Sólo quedaban
en el caseto dos gallinas, un gallo rojizo
y una cabra con quien las mujeres
compartían una única estancia que hacía
las veces de dormitorio, cocina,
comedor y corral. La respiración tibia
de los animales atrajo a Marina hacia
ellos, pues sentía ya la carne escarchada
por la muerte. Aunque otro propósito
escondía su alma. Se arrastró por el
suelo hasta la cerca que los impedía
rondar por donde les venía en gana,
abrió la portezuela y se tumbó junto a la
cabra. Tenía la cabeza apoyada en el
lomo y escuchaba el corazón del animal
marcando con un tictac pausado sus
últimas horas. Si no podía parir en el
bosque lo haría entre las bestias, se dijo
empecinada en que su hija no viera la
luz en un lugar civilizado como el catre
que, aunque mísero, le recordaba al
mundo de los hombres. Ésa fue la
agónica sublevación contra su propia
especie o contra la cobardía de algunos
que se regocijaban de ella. Morirse, sin
embargo, era un acto indómito. No
atendía ni a reglas ni a doma. La Santiña
de frágil figura, la Santiña de zuecos
alegres volando por las verdes
corredoiras, canta que te canta,
embelesada en el cielo de los árboles,
en los tojos amarillos de flores,
meándose en los senderos con sólo
levantarse las faldas, la Santiña que
vendía miel en frasquitos coronados de
retama…
—Santiña, dame uno para endulzar
las rebanadas del desayuno.
—Éste se lo regalo, señora Rogelia,
que ya sé yo que se le fue al traste la
cosecha y, si quiere, la ayudo con la
nueva siembra.
—¡Ay, qué santiña eres, Santiña!
Ven, que la tierra se alegra con sólo
mirarte.
Un soplo de abejas penetró por una
grieta abierta entre las piedras del
caseto, y tras él más viento helado.
Tembló Marina entre los empujones del
parto. Chilló hasta despertar a las
gallinas que dormían el sopor de la
siesta de abril. Pero poco a poco se le
fue quebrando la garganta y se
desvaneció, lánguida, en la hemorragia
de la tarde, con el pelo más verde y la
mirada más libre que nunca.
Cuando su hermana Angustias
regresó con su hija al caseto encontró a
Marina agonizando en una sopa de
sangre y excrementos de cabra. El gallo
cantaba desaforado como si el sol
rompiera el cascarón del horizonte; sin
embargo, era la cabeza de una criatura
la que se asomaba al mundo con los ojos
abiertos. Angustias la ayudó a salir del
vientre de Marina, más por librar a su
hermana de aquella carga que por su
deseo de que llegara al mundo su
sobrina, y la depositó en la sopa tibia.
Se apresuró entonces a atender a su
hermana, más necesitada que la niña con
tamaño de ternero que braceaba en los
fluidos sin soltar una lágrima. Pero de la
Santiña no quedaba más que el último
estertor de su memoria, y éste volaba
junto a su madre, la loca Tomasa: la veía
meter la nariz entre los helechos y las
matas de retama en busca del rastro de
los conejos; la veía arañar la tierra con
uñas de animal, desenterrar tubérculos,
chuparlos y reírse con la boca negra; la
veía lamer el musgo del nido para
mantener su cobijo limpio, la veía
estrujarse la leche de los pechos hasta
formar arroyuelos por los costados
donde trepaban las hormigas, porque la
locura se le había vuelto dulce en su
tiempo salvaje.
La loca Tomasa había sido una mujer
de pelo enmarañado y negro y una
mirada hosca por la bruma de los celos.
Casada desde muy joven con un leñador,
sufría por infidelidades invisibles, pues
aunque el marido no hacía más que talar
árboles, ella le contaba a las vecinas
que la engañaba con meigas que sólo
veían sus ojos. Con la primera de sus
hijas, Angustias, aún estaba lo
suficientemente cuerda como para
alumbrarla en la casa humilde del
marido. Él la quería con la abnegación
de un hombre que habla poco, trabaja
mucho y deja el vino de taberna para
después de la misa de los domingos. Por
más que le juraba su fidelidad, Tomasa
insistía en las fornicaciones mágicas, así
que cuando se quedó preñada de Marina
fue diciendo por las casas que había
llegado su momento de vengarse.
Golpeó puerta por puerta de la aldea.
—Que sepan que a la Tomasa ya no
la engaña el marido más.
—Anda, Tomasa, que el tuyo es un
hombre bueno, y que las meigas
invisibles no fornican si no es con el
diablo.
—El diablo es él, que se lo digo yo.
Pero esta vez me voy a vengar bien. Lo
que tengo aquí dentro —decía
señalándose el vientre— no lo va a
conocer él, que le paran los hijos las
brujas, a ver si ellas aguantan nuestros
dolores.
—Tomasa, vete al cura o al
algebrista a que te mire los sesos.
Ella cumplió su amenaza. Cuando
sintió que se acercaba el nacimiento de
Marina se internó en el bosque y nadie
más volvió a verla hasta que se
convirtió en un cadáver con flores. El
marido y otros hombres del pueblo la
buscaron con ahínco. Pusieron del revés
los senderos, los claros del bosque y los
lugares donde la naturaleza se adensaba
y apenas permitía la entrada de la luz
del sol. Lloraba el leñador por la mujer
perdida, por el retoño que se había
llevado con ella en las entrañas. Cuando
los hombres del pueblo dejaron de
buscarla pasadas las semanas y la
dieron por muerta junto al bebé que
esperaba, él peregrinó por las
poblaciones vecinas, por las riberas de
los ríos que infectaban de verde los
montes, por los caminos que conducían
al mar. Regresó con el corazón talado de
esperanza: jamás brotó de nuevo rama ni
hoja fresca en el pecho del leñador, que
se quedó sin fuerzas para alzar de nuevo
un hacha. Se encerró en la pobreza de un
huerto de grelos, y sucumbió a un
carrusel de pesadillas en las que soñaba
dormido con alimañas devorando niños
y despierto con fornicar con su mujer, a
la que creía muerta. Sólo se recuperaba
del sueño para cuidar de su hija
Angustias.
Mientras tanto Tomasa, la loca,
Tomasa herida por celos que hacen
sangre, halló la paz en una existencia
primitiva. Cortó con una navaja el
cordón que la unía a su hija, una niña
diminuta de apariencia quebradiza, y
con ese tajo se arrancó todo recuerdo de
la vida anterior. Buscó un refugio en lo
más profundo del bosque para que
cicatrizaran sus heridas, para proteger a
su cría del frío y de la lluvia y
amamantarla en la soledad del viento.
Encontró una antigua cueva de eremitas
caída en el olvido desde que se
derrumbó parte de ella, pues era ésa
tierra de retiro de hombres santos. De
todas formas aún permanecía en pie un
cubículo redondo semejante a un nido,
donde cabía una mujer no demasiado
alta como era Tomasa. Allí se acurrucó
junto a su hija y mandó la civilización al
carajo. Lo único que conservó como
recuerdo de ella fue la medallita de san
Estesio, el patrón de la aldea, que
llevaba colgada al cuello desde que se
la regaló el leñador el día que se
hicieron novios.
Al principio Tomasa tenía miedo de
los sonidos del bosque, de los
depredadores
nocturnos
que
la
acechaban invisibles como las meigas
de su marido. Permanecía alerta
empuñando la navaja, dispuesta a
clavarla en ellos, en las transparentes
ánimas en pena, en la hilera de cirios de
la
Santa
Compaña,
en
los
remordimientos que bostezaba en
ocasiones su conciencia. Temía a las
heladas crujientes y a las trombas de
agua inevitables que inundaban la
madriguera y la dejaban navegando en
un desconsuelo infinito, al hambre que
intentaba aplacar mamando su propia
leche. Pero, poco a poco, Tomasa fue
tomando confianza con la naturaleza,
acostumbrándose a ella. Aprendió a
alimentarse con lo que le proporcionaba
en cada una de las estaciones. Las
malvas y ortigas primaverales, las
moras y los arándanos veraniegos, las
setas y castañas otoñales, los tubérculos
y las raíces del invierno. Se le
acostumbró el paladar a los insectos, a
los saltamontes y las cigarras, que
acabaron pareciéndole un manjar, y
cuando la memoria le exigía el sabor de
la carne de antaño, inventaba trampas
para cazar conejos y, al caer la
oscuridad, a salvo de olfatos
indiscretos, los asaba. Vivía dedicada al
cuidado de Marina y a la supervivencia
de las dos, lo que no le dejaba mucho
tiempo para ocio o para nostalgias.
Lamía el cuerpecito de pez de la niña
que apretaba contra su regazo, temía que
se le escapara de entre los dedos, que se
hiciera de pronto invisible y la dejara
sola. Le enseñó, en cuanto se mantuvo en
pie, a diferenciar lo que era comestible
de lo que no, a esconderse en la cueva si
oía el aullido de un lobo, a quitarse los
parásitos que le anidaban en los
pliegues de la carne.
Tomasa descubrió un riachuelo
cercano a la madriguera que transcurría
entre piedras musgosas y chapoteaba
para aliviarse las escoceduras de la
mugre. Había dejado de reconocerse a sí
misma. Cuando se miraba en las aguas
espejadas del riachuelo ya no
vislumbraba la imagen de la loca
Tomasa, la loca, loca de celos, la mujer
vengadora del leñador, sino la de un ser
feliz, sin más complicaciones en su vida
que la propia existencia. Relegó el
lenguaje de su especie a los
pensamientos y lo sustituyó por mímica,
gruñidos guturales y el lenguaje del
bosque, que aprendió junto a su hija.
Jamás le puso nombre, cuando quería
llamarla lo hacía imitando el ulular de
las lechuzas. Sólo le enseñó a Marina
una palabra para que se dirigiera a ella:
madre.
Así vivieron durante cuatro años
comunicándose por el silbido del viento
y de la brisa, por el crujir de las estelas
de las hojas secas que imitaban con la
lengua, por el goteo del agua del
deshielo, de los manantiales y las
humedades fantasmagóricas que surgían
entre el verdín y la niebla. Hasta que una
noche de mayo, la loca Tomasa sintió
que ardía de fiebre. Llevaba varios días
ahogándose en flemas y toses,
moqueando en hojas de castaño,
aplicándose emplastos en el pecho con
ramitas de retama y eucalipto, pero en la
calentura hostil que le atacó tras ponerse
el sol, supo ver la llegada de la muerte.
Se abalanzó sobre ella la cordura que
antaño la había vuelto loca, y se empeñó
en darle un nombre civilizado a su hija,
pero le asaltaron de golpe todos los que
recordaba y fue incapaz de decidirse por
alguno en la precipitación de las últimas
horas; se empeñó también en enseñarle
el lenguaje que había marginado a sus
pensamientos antes de que se le agotara
el tiempo, que se le agotaba a cada
respiración fatigosa, a cada minuto que
abrazaba a su hija diciéndole palabras
que no le había dicho nunca: te quiero,
mi niña preciosa, mi niña con ojos de
flor de tojo, mi niña que es el sol de la
mañana. Y se la echó al hombro, en un
intento desesperado de salvarla, de no
dejarla sola con los lobos nocturnos y
las madrugadas de hielo. Caminó monte
abajo hasta donde le llegaron las
fuerzas, hasta que el horizonte se puso
rojo y entre los robles surgió la niebla
fatídica que venía a llevársela. La
muerte la encontró escondida en el
hueco del tronco de uno de ellos;
abrigaba la esperanza de que la niebla
pasara de largo, de que la dejara
continuar cuidando de su hijita. Sin
embargo, había pasado su tiempo de
locura y cordura, ahora tocaba morirse.
Marina comprendió enseguida que a
su madre le había ocurrido lo mismo que
a una coneja que encontraron una vez a
la salida de su madriguera. Estaba tiesa
y con la lengua fuera mientras sus tres
gazapos intentaban sacar las últimas
gotas de leche de las mamas secas. Ella
quiso cuidarlos, pero su madre se llevó
una mano a la boca, y esa noche
comieron carne tierna. Ahora ella era el
gazapo y debía esperar su misma suerte
en cualquier momento. Temía que fuera
un lobo de dientes grandes y que la
lastimara al morderla. Permaneció
acurrucada en el regazo de su madre
durante varios días, apretándose contra
la carne silenciosa que poco a poco, con
la humedad primaveral, se desmigaba en
violetas, en torrentes de tréboles y
ráfagas de moho. Sólo la abandonaba
para ir a un arroyo cercano a beber agua
y comerse las moras tempranas de unos
zarzales que encontró junto a sus
riberas. Pero una tarde de finales de
mayo se topó con un niño que tenía por
cabellera la mata bermeja de una ardilla
y unos ojos negros y grandes como las
noches sin luna del bosque.
3
El niño cazador y el bosque
Doce años tenía José Novoa cuando
las botas de agua que calzaba se le
hundieron en la ribera blanda del
arroyo, y entre unos matorrales
distinguió el movimiento furtivo de una
presa. Se mordió el labio inferior
apuntando hacia ellos con una escopeta
de cartuchos del calibre doce y apretó el
gatillo. El retroceso del arma le golpeó
el hombro, José se pasó la mano por la
frente mojada y disparó un segundo
cartucho. Tras el estallido que inundó el
bosque con el perfume de la pólvora, se
hizo un silencio que mantuvo al niño
alerta mientras cargaba de nuevo la
escopeta. Esperaba que saliera un jabalí
herido de los matorrales, si no había
caído ya muerto. La caza era su única
pasión, y se jactaba de tener una
puntería que muchos cazadores no
alcanzarían en toda su vida. Y un jabalí
era la presa que anhelaba porque no la
había matado nunca. José se impacientó
ante la quietud que se extendía a su
alrededor. Por un instante tuvo la
sensación de que el bosque se replegaba
sobre sí mismo, cerraba su intimidad a
los intrusos como él. Caminó hasta los
matorrales y los revolvió con la punta
del arma, pero no encontró nada entre
ellos. Cuando bajó la escopeta, Marina,
que espantada por los tiros se había
cobijado detrás de un roble cercano,
salió corriendo para ponerse a salvo
junto a su madre. A José Novoa le falló
por vez primera su instinto de cazador.
Retrocedió ante la visión de lo que
creyó una pequeña alimaña sin pelo en
las extremidades, tropezó con una piedra
y cayó al suelo. Marina detuvo la
carrera y lo miró de reojo antes de
acercarse a él mostrándole los dientes,
tal como le había enseñado su madre
que debía amenazar a los depredadores.
A unos metros del niño había quedado
sobre el fango la escopeta de cartuchos.
José Novoa, desarmado y sudoroso en la
tarde de mayo, vio frente a él la imagen
que acabaría por atormentarlo en sueños
hasta el fin de sus días: una criatura con
el pelo de helecho colgándole en
cascada hasta la cintura y, entre las
greñas que velaban su rostro, unos ojos
de animal solitario, encendidos de
amarillo como las flores del tojo. Vio la
mugre comiéndole las mejillas, la frente,
los labios que desnudaban encías
rosadas y cuentas de leche. Vio los
harapos de mujer que cubrían un cuerpo
con esqueleto de canario, enclenque y
triangular en clavículas y rodillas de
puñales. Vio cómo ella inclinaba la
cabeza hacia los lados olisqueándole el
desconcierto que se le había metido de
golpe en las entrañas. Sin escopeta entre
las manos, Marina reconocía en aquel
niño grande y alto para su edad, el
animal más semejante a ella y a su
madre que había visto hasta entonces.
José Novoa poseía una constitución
atlética de huesos anchos y generosos y
una piel tomada por batallones de pecas
que su nana inglesa trataba de eliminar
bañándolo en leche; sin embargo, sólo
consiguió una aversión del muchacho a
cualquier lácteo y que le rompiera la
nariz a su hermano mayor de un
puñetazo, cuando éste le llamó
afeminado por bañarse como una tal
Cleopatra que aparecía en un libro de
historia de la biblioteca del pazo.
Los niños permanecieron un rato
mirándose: Marina en cuclillas, huele
que te huele, mientras se le iba
dulcificando el rictus de la boca al
reconocer en José el tufo a humanidad
de la madre antes de que se la llevase la
muerte. Y él sentado en la ribera,
inmóvil, aspirando la peste a muladar de
aquella niñita que parecía debatirse
entre dos naturalezas. Extendió una
mano para tocarle la cabeza, como si
fuera a acariciar a uno de sus perros de
caza.
—Y tú ¿quién eres? ¿Y tu madre?
—Madre —repitió Marina.
Acercó la cabeza a la mano del niño,
que sintió en los dedos aquel cabello
duro donde anidaban vegetales e
insectos. Marina le cogió de la manga de
la chaqueta verde que llevaba puesta y
tiró de ella para que se levantara y la
siguiera.
—Madre —repetía sin parar.
—¿Dónde está tu madre? —le
preguntaba él sin perder de vista la
manita con uñas silvestres, negras,
estancadas de tierra, que lo reclamaba
con su aspecto de garra.
José Novoa se puso en pie y la
siguió hasta el agujero del roble.
Llevaba ya la escopeta al hombro y se
agarraba firmemente a ella para afianzar
su valor.
El cadáver de la loca Tomasa yacía
en brazos del bosque que digería
lentamente
su
descomposición
primaveral. José Novoa retrocedió
agarrándose aún más a la escopeta. Era
el primer muerto que veía sin estar
dentro de un ataúd con las manos en el
pecho y el rictus de cera. Sin embargo,
los muertos civilizados le parecieron
más tristes y contrariados por la
exhibición de su muerte que ese que se
pudría bajo un árbol sin preocuparse de
nada. No era un muerto que tuviera que
guardar las apariencias como los otros.
Aún recordaba el primero que le
obligaron a ver. Dentro de un ataúd
gigante expuesto en un palacete de
Ourense, un difunto con cara de cuervo
sobresalía de una mortaja de organdí,
cosida por las monjas clarisas, según le
contó su madre. Le horrorizó la muerte,
no por el hecho de morirse en sí, sino
por la costumbre bárbara de tener que
mostrarla al mundo para que le lloraran
y le moquearan a uno.
José tocó el hombro de la loca
Tomasa con el cañón de la escopeta, se
le movió a la muerta la maraña de
cabello negro y dejó en el bosque un
perfume a flores y líquenes podridos.
Luego, mientras la niña se acurrucaba
contra su madre con la ilusión de que
otra vez estaba viva, echó a andar en
dirección al pazo. Tenía las mejillas
coloradas por el calor que se le había
encendido en el pecho. Miraba de reojo
a aquella criatura, sus ojos amarillos
llenos de lágrimas que no le perdían de
vista. La vio abrazar a su madre
ululando como una lechuza para después
abandonarla en el hueco del roble y
comenzar a seguirlo con la tozudez de la
soledad. Imitaba cada uno de sus pasos,
si él corría, ella también, si se detenía
un instante para asegurarse de que
tomaba el sendero correcto, ella
permanecía quieta, observándole a una
distancia prudente. Presentarse con
aquella niñita sucia y medio salvaje en
el pazo, y con la noticia de que había
visto un muerto, podía salvarlo de que
su padre, el marqués de Novoa, le
azotara con el cinto en el culo. Sabía
que él o algunos sirvientes debían de
estar buscándole por el bosque. Se había
escapado de casa después de quitarle a
su hermano el regalo de cumpleaños que
le habían hecho sus padres, aquella
magnífica escopeta de caza que llevaba
al hombro. Sólo porque fuera dos años
mayor que él y el heredero de la casa de
Novoa no se la merecía. Se llamaba
Iago y era torpe, perezoso y no había
cazado ni un conejo en su vida.
Las torres del pazo se dibujaron en
el horizonte de fuego. José Novoa
avanzó por la avenida de sauces,
sicomoros y porcelanas azules entre las
que se ocultaba Marina. No vio a su
padre, el marqués, hasta que llegó a la
placita circular con la fuente de caño
sonoro. Apenas tuvo tiempo de
explicarle sus hallazgos, de mostrarle el
engendro que traía con él y hablarle del
muerto que se pudría en un roble del
bosque. Su padre le cruzó la cara de un
revés que le dejó marcado en la mejilla
el anillo de los Novoa con la camelia
labrada en oro y diamantes.
—Ya no quiero la escopeta, padre
—gritaba su hermano Iago desde el
umbral del portón rojizo—, ya la ha
estrenado él. Quiero una nueva.
Un camino de sangre se abría en el
rostro de José Novoa. Pero la
humillación de que le pegaran delante de
su hermano le dolía más que la bofetada.
La risa de Iago, que señalaba su herida
con una mueca de burla, le quemaba las
entrañas. Arrojó la escopeta al suelo, le
escupió encima y se fue corriendo a su
dormitorio. Una vez allí, se dio cuenta
de que se había olvidado de la niña.
Bajó la enorme escalera de castaño
esperando escuchar el grito de alguna
criada, de su madre o del propio Iago
tras descubrir a la criatura del bosque.
Pero en el pazo reinaba la rutina de
todos los días.
Halló a Marina al pie de un sauce,
escondida entre las ramas que se
desplomaban melancólicas sobre la
tierra, temblando. Se sentó a su lado.
Nadie nos comprende, niña salvaje,
nadie más que el bosque, le decía
mientras le acariciaba la cabeza, y
Marina dejaba de temblar para sonreírle
con sus dientecitos hermosos como
hechos de nieve. Me voy a ir de este
pazo miserable y te llevaré conmigo,
cazaré para alimentarnos, y viviremos
subidos en los árboles por si de noche
pasa la Santa Compaña y nos pilla
durmiendo, ¿entiendes lo que te digo,
niña salvaje? Se te murió la madre, pero
ya no vas a estar más sola, ni yo
tampoco, le explicaba mirándola a los
ojos amarillos, y ella, sin comprender
más que el calor de sus palabras, de su
aliento, de sus caricias, le respondió
lamiendo el corte de la mejilla donde
aún manaba en arroyo la sangre de los
Novoa, lamiendo su cuello y su pecho
por donde goteaba el agravio. José se
quedó inmóvil sobre la hierba con los
ojos perdidos en el cielo. Disfrutaba de
la caricia más íntima que le habían
hecho jamás, y sintió que de alguna
manera se hacía hombre entre la saliva
cálida de ella.
Pasaron juntos una semana en el
bosque. José se apoderó del zurrón de
caza de su padre y lo llenó de quesos y
panes y otras viandas frescas que robó
en la cocina. También cogió la bota de
vino y la escopeta más grande que
encontró en la armería, la de la herencia
familiar que llevaba grabado en la
culata el escudo de la casa de los
Novoa, pues esa aventura requería
utensilios de hombre. Se acabaron las
escopetitas que le habían dejado
disparar hasta ese momento. Él y su
puntería se merecían lo mejor. No iba a
permitir que la escopeta de la familia
acabara en las manos inútiles de su
hermano por mucho que fuera el mayor.
Marina lo esperó agazapada en el
sauce y al caer la tarde lo siguió fuera
del pazo, donde no volvería jamás.
Durante siete noches durmió enroscada
en el vientre de José Novoa, igual que
dormía con su madre, pero su olor era
distinto. Le recordaba al perfume de la
madrugada, al momento en que el
bosque parece recién alumbrado por la
naturaleza. Pero cuando empezaba a
acostumbrarse a él; cuando al amanecer
acercaba el rostro a la nariz del
muchacho para sentir la respiración
pausada que la adormecía de gusto;
cuando había aprendido a pronunciar su
nombre, José, y el nombre secreto con el
que él la bautizó: curuxa, lechuza en la
lengua gallega; cuando había probado el
gozo de comer pan y queso y beber vino
de hombres en las noches oscuras donde
se multiplicaban de pronto las estrellas;
cuando José comía malvas de primavera
y saltamontes entre un jolgorio de risas y
náuseas, y trepaba a los castaños con
Marina encaramada a su espalda para
huir de las luces espectrales de la Santa
Compaña; cuando José ululaba como
una lechuza si echaba de menos a la niña
y quería que fuera junto a él; cuando ella
rastreaba los conejos como un perro y
recogía los cartuchos para lamerlos
porque le sabía dulce el metal y el
veneno de la pólvora, y luego, al calor
del fuego que encendía José con los
fósforos del zurrón mientras Marina le
miraba como si hiciera magia,
desollaban las piezas, la niña ágil en
arrancar piel y tripas según las
enseñanzas de su madre, y el muchacho
fascinado de nuevo por la desnudez de
la muerte, por el entendimiento con
aquel ser que ni siquiera hablaba su
mismo lenguaje; cuando juntos tiritaban
en las heladas que embellecía el alba, y
jugaban a que el bosque sería para
siempre, escucharon los ladridos
feroces de la reala de su padre, el
marqués, que llevaba una semana
buscando el rastro de su hijo. El padre
de José, con el anillo del marquesado
bajo el guante de cuero, iba acompañado
de seis sirvientes y de su hijo Iago, que
portaba la escopeta de la discordia.
No había tiempo para huir, sólo para
esconderse, y aun así un latido en el
corazón le decía a José que ya era tarde.
Se rebozó en el barro formado por el
agua del deshielo que caía entre unas
rocas, y luego se restregó retama para
intentar engañar el olfato de los
sabuesos. Escondió a Marina en una
mata de helechos gigantes y se alejó
unos metros de ella. Era mediodía y el
sol se enredaba en las ramas de los
castaños. José contuvo la respiración
cuando sintió a los animales jadear
nerviosos cerca de él.
Nunca llegó a saber bien cómo
sucedió todo. La memoria le traicionaba
siempre que intentaba recordarlo con
nitidez. Los sabuesos rodeándole con las
bocas fieras, la sorpresa de Iago cuando
vio moverse los helechos donde se
escondía Marina, la escopeta que le
robó apuntando hacia ella, él gritando es
una niña, el empeño de su hermano en
disparar, el miedo cuando empuñó la
escopeta de la familia con el escudo de
los Novoa en la culata, el sudor mientras
afinaba su puntería para acertar en la
escopeta de su hermano y así desviar el
tiro, Marina fuera de su escondite
corriendo hacia él, abrazándose a sus
piernas, y el tiro de la escopeta familiar
reventando el rostro de Iago.
Después de la tragedia que acabó
con la vida de su hermano mayor y el
primogénito de la casa de Novoa, José
guió a varios hombres del pueblo hasta
el lugar donde encontró a Marina y
donde se pudría feliz la madre.
Reconocieron a la loca Tomasa por la
medallita de san Estesio, que aún
permanecía colgada de su cuello. La
niña se la dieron a su padre, el leñador,
que le puso por nombre Marina. Lo de
Santiña vino más adelante, cuando junto
a su padre y su hermana Angustias eligió
la bondad de entre todas las cualidades
que no poseía la naturaleza.
No volvió a ver a José Novoa hasta
muchos años después.
4
Angustias, la hermana
doliente
Todo el pueblo lloró con la muerte
de la Santiña aquella tarde de abril de
1913 que se la llevó un mal parto.
Decían que si la tocabas, aunque fuera la
punta de la saya, se te podían curar las
enfermedades y los males de ojo. No
necesitaba remedios ni hechizos como
los de las meigas, te curaba con su
propia santidad, ésa desaprovechada
por el amor o por lo que le hubiera
metido dentro del cuerpo a Bruna.
Decían que no paró de llover en una
semana sobre el bosque y el pueblo
porque hasta las nubes expulsaban a
chorros el luto por la Santiña. Y que esa
agua, junto a la que lloraron todos los
compungidos en un velorio apoteósico
que duró dos días, acabó por formar un
manantial con una pena perpetua que aún
hoy brota de la tierra.
Su hermana Angustias la había
metido en un ataúd de astillas dispuesto
en la cuadra, pues temía que alguno
entre pésame y lágrima le robara lo
poco que tenía en la única habitación de
la casa. Así que las gallinas, el gallo y
la cabra que habían sido testigos de la
muerte que se lloraba, campaban a sus
anchas entre los catres y la cocina
maltrecha. Marina tenía las manos en el
pecho, y entrelazados en los dedos unos
ramilletes de retama como los que
adornaban sus tarros de miel.
—Que huele a la Santiña cuando
venía por el monte, con su trotar alegre y
sus ganas de ayudar a todos —gritaban
las plañideras de negro moqueando en
sus pañuelos el desconsuelo—. Que la
retama a partir de ahora es la planta más
santa del monte por la Santiña de esta
tierra, que la mató el mal hacer de un
hombre.
Angustias le había puesto el vestido
de los domingos y los zuecos de los
andares montunos porque Marina solía
decirle siendo niña: hermana, si me
muero antes que tú, entiérrame con ellas
para subir al cielo con su clo-clo de
madera y que los ángeles me oigan
llegar y no me cierren las puertas. Pero
era su rostro lo que más impresionaba a
los que iban a despedirse. La muerte se
había erguido en escultora y le había
pulido en alabastro la frente, la barbilla,
los párpados bajo los que dormían los
ojos amarillos; en cambio había
permitido a las mejillas mantener su
lozanía y a los labios un tono rosado por
el que se asomaba el prodigio de los
dientes perfectos. Que la Santiña parece
como viva, le decían a la hermana
muchos de los que le daban el pésame.
Mientras Angustias, a sus veintiséis
años, más fría y pálida que la muerta,
resacosa del orujo y la desgracia,
sentada en una silla junto al ataúd, el
pelo negro de la loca Tomasa, su madre,
enmarañado de rabia, los ojos
suspendidos en surcos insomnes, rojos
de maldecir contra el destino, contra las
abejas que rondaban a Marina zumbando
su luto, contra la hermana que la dejó
sola con dos criaturas a su cargo en ese
mundo miserable.
—Ay, Angustias, cuánto la vas a
echar de menos —le decían tomándole
las manos de duelo, abrazándola—. Ay,
Angustias —golpeándose el pecho—,
que a nosotros quién nos va a ayudar
ahora con los quehaceres, quién nos va a
traer la miel más rica, quién nos va a
alegrar el día y curar las maldiciones
que echan esos ojos de vecino que son
puro rencor. Pero tú parece que cuanto
tienes a tu lado se te acaba muriendo.
Primero el marido y ahora la hermana
más santa que se puede tener. Que el
señorito Novoa la recuperó del monte
para alegría de tu infancia, pero Dios te
la vuelve a quitar y esta vez se la queda
para siempre.
A muchos de ellos Angustias ni
siquiera los conocía. No eran del pueblo
ni de las aldeas más próximas. A veces
su hermana tardaba días en regresar a
casa y es que estaba peregrinando por
alguna tierra más lejana con su
misericordia y sus tarritos de miel a
cuestas, que en ocasiones daba a cambio
de nada. La fama le había llegado hasta
Ourense. Por eso tardó dos días,
inagotables
para
Angustias,
en
disolverse el engrudo del velorio. No
sólo los compungidos iban a despedirse
de su santa, a intentar llevarse por las
buenas o por las malas una reliquia de
ella, que a alguno descubrió Angustias
intentando hacerse con un mechón de
pelo, sino también a pedirle que le
llevaran recados a sus muertos. Se hacía
cola para entrar en la cuadra del caseto.
Justo a la puerta había un escribidor en
una mesita improvisada, enclenque
como ala de mosca, que escribía
recados a céntimo o a pata o molleja de
gallina, en papelitos blancos.
Rosiña, que aunque me volví a
casar fue para no estar solo, y
nada más.
Paquiño, que yo sé que en el
infierno estás, qué a gusto me
quedé cuando te fuiste. Te lo
digo para que te jodas entre las
llamas.
Según iban pasando en orden a la
cuadra, empapados por el chaparrón del
luto, metían el papelito en el ataúd, con
su permiso, Angustias, le decían a la
hermana doliente. Y ella inclinaba la
cabeza, y daba un trago de orujo, y se
limpiaba los mocos. Adelante, decía,
adelante, pero le advierto que a este
paso ni con toda la eternidad le alcanza
a mi hermana para tanto recadito. Otros
se lo decían directamente a la Santiña,
bien bisbiseándole al oído, bien a viva
voz para gozo de las plañideras. Los
menos traían un objeto a modo de
exvoto, un pedacito de barco o un retal
de tela, con su permiso, Angustias.
Métalo, métalo, pero tenga en cuenta que
esto es un ataúd respetable y no un baúl
de feria. Y eso parecía después de dos
días de velatorio en los que Angustias
no se movió de la silla más que para
rellenarse la botella de orujo y orinarlo
luego junto a las penas. Dormitaba en la
silla entre recado y recado, entre trago y
trago y torrenteras de lágrimas. No veía
el momento de quedarse a solas con la
hermana, de decirle lo que pensaba de
ella a pesar de tanto revuelo de santidad
y tanto velorio de jefe de la patria. Hubo
de esperar a la segunda madrugada,
cuando un silencio cayó sobre la casa
como un diluvio. Roberta, la hija de
Angustias, dormía en el lecho mugriento
aferrada a la recién nacida, de quien no
se había ocupado más que ella, a sus
cinco años, como si todos quisieran
olvidarla por ser la causa de que se
fuera la Santiña, pero Roberta, con un
instinto temprano para la maternidad,
había mantenido viva a su prima
ordeñando la cabra y dándole su leche
mojada en un trapo que el bebé chupaba
con ansia desmesurada. Además se
encargó de ponerle nombre: Bruna te
vas a llamar, le dijo, la hambruna es muy
mala, eso dice mi madre, la hambruna
que nos pega la tripa a los huesos.
Bruna, que no tengas nunca hambruna, y
se reía y le echaba a su prima otra gota
de leche en la boca.
El ataúd a rebosar presagiaba que
sería difícil cerrarlo, pero a la Santiña
no parecía importarle, tan sonriente y
coronada de papelitos como estaba a
esas horas propicias para descargar las
almas.
—Me has dejado sola por puta —
hablaba Angustias a la hermana, botella
en mano—. Santa que te dicen, y con una
hija sin reconocer. Nunca quisiste
contarme quién te hizo la barriga, tú tan
buena, y bien que has protegido a tu
amante o al que te forzó, ¿o a quién si
no? Di, ¿quién es el padre? Habla ahora
muerta lo que no te dio la gana hablar de
viva. ¿Acaso es Bartolomé Legido, el
apicultor que vino de A Coruña para
conocer a la joven que domaba las
abejas? Tan refinado, tan culto, con el
pelo repeinao, bien de agua de colonia,
madre de Dios, si olía como una novia,
cuando un hombre ha de oler a macho y
a campo para saber que es hombre como
debe ser. Pero era guapo, eso no puedo
negártelo, Marina, zorra más que zorra,
y también fino, tenía manos de
escribiente, blancas con dedos largos,
sólo las marcas de las picaduras de
abejas se las afeaban un poco, pero
podían pasar por manos de virgen, como
si te fuera a tocar y te volviese guapa y
todo. ¿Que si me gustaba? Sí, mucho, y
tú lo sabías. —Dio un trago de orujo—.
Y por edad me venía mejor a mí que a ti,
y me hubiera sacado de la miseria de
viuda, cuidando de una hija y de una
hermana que se cree santa y va
regalando miel en vez de cobrarla a
buen precio, que por estar hecha con
manos celestiales se podían conseguir
buenas perras, o un pollo para comer
carne. Menos mal que de vez en cuando
te regalaban unos chorizos o un tocino, y
si te los traían a casa ésos sí que los
ponía yo a buen recaudo, que tú lo
hubieras dado todo a cualquier
miserable que te lo pidiera y hubieras
matado tu hambre con saltamontes y
raíces tiernas. Con lo que nos costó a
padre y a mí quitarte las costumbres
bárbaras de comerte lo que te enseñó la
loca de madre en tu infancia como el
cachorro de una loba. Mira que con una
madre loca en cuanto nos desmandemos
la mínima nos llaman también locas a
nosotras. Anda que no me costó
convencer a mi difunto marido de que no
le iba a parir la hija en pleno bosque.
Pero de eso no tuviste tú la culpa. Sí, en
cambio, de lo de Bartolomé Legido. De
haberte puesto en medio, y tanto paseo
para arriba por las veredas, que si la
abeja reina, Bartolomé, que si a mí no
me han picado nunca, que sí, Bartolomé,
yo las entiendo, igual que entiendo lo
que le pasa al bosque, porque siento en
las tripas hablar a las hojas. Y yo
mientras
escuchando
toda
esa
palabrería, que si la miel de los panales
se ha de recolectar de esta o de esa
forma, y él cada vez más enamoriscao,
que te miraba con ojos de ciervo herido,
y venga a insistir: Marina, que me quedo
en esta tierra para estar a tu lado y al de
tus abejas a cualquier precio,
sacrificando mi vida civilizada en A
Coruña. Hasta se fue a su casa y volvió
al poco con más equipaje y una pianola
que le había traído su padre de América,
una cosa del otro lado del mundo, ¿te
acuerdas cómo la mirábamos, Marina?
—Echó la cabeza hacia atrás con una
risa que mojaba sin cesar en el orujo—.
Aunque muchos vecinos se habían ido
para esas tierras en busca del pan,
nosotras nunca habíamos visto nada que
viniera de América. Y la pianola sonaba
como si la tocara un ángel. Nos
sentábamos a escucharla en el catre, las
gallinas y el gallo se dormían, la cabra
se meaba y hasta las pulgas se
amansaban. —Rió, rascándose los
brazos—. Él que parecía tan caballero
de ciudad, dime qué pasó, Marina,
¿quiso él y tú no quisiste? ¿Te tumbó en
la pradera donde tienes los panales, de
un solo zarpazo, que era hombre
robusto, y te hizo suya a la fuerza? ¿Por
qué desapareció con su pianola de
América, su olor tan limpio y sus manos
tan blancas? ¿Se fue huyendo por si lo
delatabas? ¿O se fue con el corazón roto
después de que tú te entregases a él, tan
tonta como eras, pensando que era
bondadoso apagar las lujurias ajenas,
las de los machos que se encienden con
el olor del bosque y de la tierra negra?
Bien que te pregunté si le querías, si te
temblaban las entrañas cuando le tenías
cerca y el bajo vientre se te abría de
gusto como una breva madura. Y tú
callada, puta, como si no supieras lo que
era el amor, a tus diecinueve, que
muchas ya tienen siete hijos, y tú como
si la santidad te hubiera aniquilado el
seso. ¿Le diste calabazas y luego te
percataste de que te había dejado
preñada? Di, bien silenciosa que sigues,
¿eh?, y ahora con la excusa de estar
muerta, como si me sirviera, ¿no eras tan
santa?, pues habla, que para ti estar
difunta no es nada. Si te hubieras casado
con Bartolomé, al menos hubiéramos
salido de pobres, pero me lo quitaste y
¿para qué?, lo desaprovechaste. Porque
que te hiciera una criatura no es más que
buscarte la ruina, a ti y a mí, y encima
mira lo que te ha pasado. Ahora estás
ahí tiesa entre papelitos pedigüeños, que
a éstos no les importan más que sus
deseos, venganzas y desgracias. Así que
te preñó Bartolomé. —Bebió otro trago
—. Me acuerdo de que cuando él se
marchó, renegando de que éramos un
pueblo de bárbaros, te entró otra vez la
manía, que tanto nos había costado
quitarte a padre y a mí, de escaparte al
bosque por las noches cuando se oía
ulular a una lechuza. Y bien que ulularon
lechuzas en ese tiempo. Había una que
parecía llamarte hacia la perdición.
Pero es que ayer, bien entrado el
mediodía y con la cuadra rebosante de
plañideras y pedigüeños tristes, la
escuché ulular más fuerte que nunca,
como si lo hiciera con dolor, como si
con ese desgarro fuera a conseguir que
te levantaras del ataúd, ante el espanto
de todos, y salieras corriendo para
internarte en el bosque. Más de uno se
hubiera llevado un disgusto si ve que
resucita su recadera. —Lanzó una
carcajada que se mezcló con el llanto
repentino de la recién nacida—. Y tú
calla, niña, no me des fatigas porque te
dejo morir. ¿Me has oído, hermana?, si
quiero acabo con tu hija, y tu muerte
habrá sido en balde. No le doy ni una
gota de leche como no me asegures
ahora mismo que te preñó el de A
Coruña. Es muy posible que no se haya
enterado de que te has quedado tiesa. Y
de que tiene una hija. Muchos otros han
venido a verte, incluso los que jamás
hubiera esperado. Si hubieses visto la
cara de las plañideras cuando se ha
presentado en la cuadra José Novoa, el
joven marqués. Al principio se me ha
encogido el estómago sólo de pensar
que venía a pedirme la renta o a
quitarme el caseto miserable y las pocas
tierras donde están tus panales y
cultivamos los grelos. Pero fíjate que de
eso no me ha dicho ni mu, de eso ni de
nada, que venía solo y como traspuesto
por un mal aire. Digo yo que había
estado cazando, porque traía las botas
manchadas de barro, la escopeta al
hombro y las cartucheras alrededor del
pecho. Olía a retama, a tu retama, como
si se hubiera estado rebozando entre las
matas. El rostro cortado por el frío del
monte, los ojos muy negros fijos donde
miran los poseídos, como dice la meiga,
que acaba siendo hacia ninguna parte
concreta y hacia todas, el pelo ese que
tiene de animal más rojo y revuelto que
en otras ocasiones, aunque en muy pocas
tengo la oportunidad de ver a un Novoa,
sobre todo después de lo que pasó,
hermana. Que muriera el primogénito de
los Novoa por culpa de una Mencía
miserable y salvaje como eras tú no nos
lo van a perdonar nunca del todo.
Bastante es que nos dejan vivir en sus
tierras, claro que para eso tuvo que
morirse el marqués anterior y el señorito
José heredar el título. Y bien que lo luce
porque le vi en el dedo el anillo ese del
marquesado, el que tiene una camelia de
piedras preciosas que antes llevaba su
padre. Si la madre no hubiera muerto,
otro gallo nos hubiera cantado. Tengo yo
grabado en la memoria cuando un día,
hace muchos años, tendrías tú unos
catorce, y ya domada la salvajería del
bosque, nos encontramos en la romería
de San Estesio, ante un puesto de pulpo,
al señorito José y a su madre. Pintón él
sin su atuendo de caza y la marquesa
más estirada que de costumbre. La buena
señora perdió los modales de su clase,
nos llamó pordioseras y se negó a que
nos vendieran ni un dulce y a que nos
compraran el orujo de mi marido
difunto. Nos arruinó la romería, la muy
asquerosa, espero que se esté pudriendo
con todos los honores de su posición. —
Angustias acercó los labios a la botella
de orujo y dio un buen trago—. Y
cuando regresábamos a casa con el rabo
entre las piernas, me contaste que el
señorito José se te había acercado en un
despiste de su madre y te había regalado
un ramillete de flores y un atadito de
pimentón dulce. Ah, y al ir tú a darle las
gracias, me dijiste que te revolvió el
pelo, que has crecido bonita, te soltó a
bocajarro, y que me gusta tu nombre,
Marina, aunque no tanto como el que yo
te puse, curuxa, te susurró al oído. No
había vuelto a verte desde que os
encontraron en el bosque. Padre y yo nos
encargamos de que los Novoa se
olvidaran de tu existencia, porque la
marquesa intentó que te sacrificaran
como si fueras un perro rabioso. No te
acordarás, claro, porque eras muy chica,
de que el padre Felicio, con su don de la
palabra trastabillado por el orujo, le
tuvo que hacer entrar en razón y decirle
que aunque sucia y primitiva, eras una
criatura de Dios. Y tenías un padre que
había recuperado la alegría y una
hermana, yo —dijo soltando una
carcajada—, Mariniña la santa, que te
ha querido como a nadie, y ahora me
dejas sola, puta. Anda, dime quién te
preñó, por el cariño que te tuve, por el
velatorio que me has hecho pasar, más
largo que una cuaresma: si no es
Bartolomé Legido, quién es el padre de
esa desgarravientres que te ha llevado a
la tumba. Mira que por un momento se
me ha ocurrido que es el marqués, el
señorito José Novoa. Mira que me ha
parecido que se le empedraba una
lágrima en el ojo cuando se ha acercado
a verte en tu caja de pobre, él que ya es
macho de burdel hace muchos años. Lo
mismo te encontró por una vereda con
tus frasquitos de miel uno de los días
que salió de caza, y como él te salvó la
vida, se ha pensado que eras suya, y se
tomó el agradecimiento por su mano.
Dime, Mariniña, si fornicaste con un
noble, o con padre Felicio que estaba
todo el día con la baba caída contigo:
ay, mi Santiña, hazme el favor de venir a
ayudarme aquí y allá. A atender a estos
niños que están enfermos y a la madre
también. Y tú como una tonta de un lado
a otro. Ay, mi Santiña, qué buena eres, la
iglesia revienta de gozo cuando te ve
entrar. Eso te decía el muy hipócrita, y
luego cuando se te notaba el buche del
embarazo, te ignoró como si fueras la
peor de las pecadoras. Y a mí eso me
sonaba a culpa, porque ni uno solo de
sus feligreses se atrevió a hacerte un mal
gesto, como si te hubiera preñado el
Santísimo o un sinvergüenza que habría
dejado tu inocencia sin mancha. Ella que
es tan buena no ha nacido para las cosas
del mundo, sino para las del cielo.
Víctima, te decían, de la lujuria y la
envidia de los hombres, tú, incapaz de
pecar. Ya sabes que muchos piensan que
el padre de lo que has parido es el hijo
de la Troucha. Esa meiga envidiosa que
le mandaba estar todo el día detrás de ti
para espiar tu santidad, porque le
estabas quitando la clientela. Que nos
podíamos haber hecho de oro con tu don
para la bondad. Sonreías cuando te
preguntaban: Santiña, ¿quién te hizo la
barriga?, que lo linchamos por falta de
respeto a una propiedad del pueblo, a su
saca favores adelante —dijo soltando
una carcajada—, qué poco les
interesaba estar a malas contigo. Y mira
que de todos los pretendientes a padre
de tu hija es el único que ha sufrido las
consecuencias. Porque fue dicho y
hecho. Cogieron unos cuantos al hijo de
la Trouchiña, el Juanchón, y le dieron
una zurra de palos que llegó a la casa de
la madre medio muerto. Ay, que casi me
lo matan, gritaba ella por todo el pueblo,
tirándose de los pelos de dolor, de
rabia, animales, verdugos, que él no la
puso la mano encima, que lo diga
Marina, pues tiene que saber quién le
dio el goce o le hizo el agravio.
»Veremos cómo se portan ahora con
esa niña que dejas en el mundo. Te digo
que lo mismo tendría que haberla
ahogado en la mierda en que nació. Sin
los dineros de tu miel me has dejado,
aunque eran pocos, y sin la compañía
que me hacías cuando no andabas de
favores o jodiendo. ¿Y ahora qué hago
yo con los panales? Porque a mí esas
desgraciadas abejas me dan más miedo
que la Santa Compaña. Y si los vendo
bien caros, al ser la miel de la santa, lo
mismo me saco un pellizco. Tengo otra
boca más que alimentar, y seguro que
tiene buen estómago porque pariste un
ejemplar que más que niña parece un
cordero. Al final es la avaricia lo que te
lleva a la tumba. —Apuró de la botella
la última gota de orujo, sonriendo.
La noche caía en la ventana del
caseto y se respiraba en ella la
intimidad que une a vivos y muertos.
Angustias se puso a sacar papelitos
del ataúd, a tirarlos al suelo con rabia.
—Pero si tú no sabes leer, ¿para qué
tanta letra? ¿Es que vas a dejar de ser
ignorante ahora que te vas a la tumba?
Serán imbéciles. Y bestias, porque si les
dejo te despedazan como a una vaca
para llevarse cada uno a casa un trozo
de su santa.
Se abrazó a la hermana y al apoyar
la cabeza en su pecho, notó algo debajo
del vestido que le servía de mortaja,
justo encima de donde antes le latía el
corazón. Le acarició los cabellos que
nunca perdieron el tono verdoso de los
helechos de sus primeros años.
Canallas, repetía llorando mientras
introducía con suavidad los dedos bajo
el vestido, ¿es que no la habéis
mancillado ya bastante? Pero cuando
sacó lo que buscaba, se le cortó de
golpe el llanto. Era un atadito en
pañuelo fino, con iniciales bordadas.
Angustias lo sostuvo entre las manos y
miró por la ventana de la granja para
encontrarse con el bosque negro, sin el
menor rastro de la luna.
Enterraron a la Santiña a la mañana
siguiente, con una comitiva que la
acompañó hasta el camposanto de negro
riguroso, santiguándose y lanzando
elegías al cielo. Pero alguien profanó su
tumba pasada la medianoche, cuando las
estrellas se comían el bosque con una
luz que deslumbraba los sueños. Lo
descubrió el enterrador al alba, cuando
fue a colocar la lápida de alabastro que
habían donado de forma anónima y que
llevaba escrito sólo el nombre de
Marina Mencía, sin ninguna referencia a
su santidad. Entró lívido en la iglesia
del pueblo que celebraba la limpieza de
un domingo, y anunció la fatal noticia
para espanto de todos los feligreses.
No tardó el camposanto en llenarse
de curiosos, agraviados y lamentadores.
El ataúd de astillas yacía medio abierto
sobre la tierra fértil. Angustias, sumida
en una resaca perpetua, llegó caminando
sobre los surcos que araban sus ojos
negros. Que nadie lo toque, ordenó con
una voz que a más de uno le congeló la
sangre. Marina, la Santiña, la de las
pupilas como la flor de tojo, la de los
cabellos verdes de helechos, la de la
piel de corteza de castaño, se hallaba
intacta en su mortaja de domingo. Sólo
la boca se le ahogaba en un pozo de
sangre seca, pues le habían arrancado
hasta el último de sus dientes.
Durante muchos años a cada
habitante del pueblo o de sus
alrededores que prosperaba o le sonreía
la suerte, se le acusaba de poseer los
dientes de la Santiña. Sin embargo,
jamás se encontró aquella reliquia de
perlas.
5
Instrucciones para ser reina
Hasta la tarde de octubre que llegó a
Galicia, el conocimiento del mundo de
Valentina Novoa se reducía al barrio
con caserones despellejados de La
Habana Vieja donde había nacido. A las
calles que amanecían a ritmo de son,
café y perros flacos, al calor azul del
Malecón, a la brisa de frijoles tostados
y libros viejos que se respiraba en la
plaza de Armas, a la yuca con lima que
le cocinaba para desayunar la mulata de
las Antillas Holandesas, cuyo nombre
era Melinda van Dyck aunque la
llamaban la Elefanta de Oro por sus
carnes totémicas, y había mimado a
Valentina, según su madre, como a una
burguesa occidental. Poco más conocía
la niña de la isla. Su madre le había
prometido llevarla a Santiago, y a las
playas de Baracoa donde las uvas caleta
y las palmeras se desparramaban como
hace siglos sobre la arena indígena.
Pero había muerto esa primavera antes
de cumplir su promesa, frente a los ojos
de Valentina, aplastada por una
avalancha en plena revuelta política. La
niña aún soñaba con ello. Se despertaba
chorreando un sudor de leche y con la
respiración ahogada en llanto. Entonces
la Elefanta la mecía en sus brazos
gigantes, en sus brazos de cayuco,
fuertes y tostados, y le hablaba en
papiamento, la lengua hecha de muchas
lenguas propia de su isla, como cuando
era una criatura, y Valentina se sentía a
salvo de la pesadilla. Por eso aquella
primera noche en el pazo de Novoa,
cuando la niña consiguió dormirse
después de muchas horas aferrada a la
cuerda de su cintura, temblando de frío y
de una oscuridad que imaginaba de
tumbas, y vio entre los hilos de su sueño
la cabellera rojiza bajo la que se
ocultaba el rostro de la madre borrado
por la barbarie, y despertó sin saber
dónde se hallaba, con las lágrimas como
un deshielo del alma, en una casa que
parecía morirse de tristeza, sumida en
los ayes quejumbrosos que se oían por
toda ella como si hubiera vagando un
ánima en pena, Valentina quiso estar en
Cuba una vez más entre el consuelo de
la mulata holandesa. Encendió la luz de
la lamparita que tenía en la mesilla de
noche y se sentó en la cama de sábanas
celestes. La pesadilla cesó, pero no los
lamentos que parecían colarse como
humo de desgracia por debajo de la
puerta. Un «ayyy» sostenido se
deslizaba entre las paredes de la
madrugada y la piel de Valentina se
encendía de miedo en aquella habitación
casi tan grande como su apartamento de
La Habana. Tenía las paredes enteladas
en arabescos granate y mostaza, un
tocador de madera oscura, un saloncito
con una mesa baja y dos sillones de
orejas, una cama con barrotes y un palio
adamascado semejante al que cubría en
ocasiones a la Virgen de Regla.
—Mamá —dijo jugando a enredarse
la cuerda de su cintura entre los dedos
—, si cierro los ojos y me duermo otra
vez, si prometo ser siempre buena, mi
abuela no vendrá a por mí para
entregarme a las almas en pena,
¿verdad? Creo que como hace frío en el
bosque y llueve, alguna se ha metido
dentro de casa. O es la propia casa que
llora porque está oscura y sola. Me
portaré bien, mami, pero yo no quiero
ser reina cuando ella se muera. Yo
quiero ser lo que tú me enseñaste,
revolucionaria. Además a mí este reino
no me gusta, no se parece al de los
cuentos que contabas, es más viejo y
más triste, y todo está muerto o a punto
de morirse. Aunque tenga jabón de
flores rosas en el baño y polvos de
talco, yo me quiero volver a La Habana.
Apagó la luz y se abrazó las rodillas
para que el miedo y los lamentos
pasaran de largo. Sólo los besos que le
daba a la cuerda, la respiración que se
iba suavizando conforme la niña
recordaba el rostro de su madre intacto,
atestiguaban que estaba viva.
Así la encontró Petriña unas horas
después, cuando entró en la habitación
con una bandeja de bizcochos y
chocolate caliente. La melena castaña
despeinada hasta los hombros y la
cuerda húmeda entre los labios.
—Buenos días —le dice la criada.
Parece más vieja y más jorobada
que el día anterior, como si se fuera
achicando con las rutinas de la vida.
Abandona la bandeja sobre la mesa del
saloncito y abre los postigos de las
ventanas.
—Arriba, niña, que tu abuela
despertó impaciente otra vez y te espera
en su alcoba.
Una niebla como trazas de espuma
acecha tras los cristales del pazo. Aún
está reciente el amanecer. El paisaje de
los jardines y las fuentes se desdibuja en
una belleza tenebrosa. Valentina se
despereza. Tiene los ojos hundidos en el
rostro flaco.
—¿Dormiste mal, niña?
Valentina se estira otra vez y habla
con la cuerda entre los labios.
—Escuché ruidos y me desperté.
—Eso es porque duermes en un
lugar extraño y muy lejano de la que fue
tu casa. Pero verás en cuanto te
acostumbres.
La piel de la niña se eriza, helada.
—Bueno, más que ruidos es que me
pareció que alguien se quejaba como si
sufriera mucho. ¿Lo escuchó, Petriña?
—Anda que fue eso. Pues nada has
de temer porque todo queda en familia.
Después de desayunar en su
dormitorio, Valentina sube al de su
abuela. Aún le quedan bigotes de
chocolate cuando entra y la ve de nuevo
recostada en la algarabía de cojines
verdes como si el tiempo se hubiera
detenido en su reinado de muerte. Se
sienta en una esquina de la cama,
silenciosa, abre el cuaderno y continúa
con el dibujo de Bruna que comenzó en
la cocina la noche pasada. La mira de
reojo, hace trazos rápidos con el
lapicero, mientras siente que en aquella
habitación no están solas, los recuerdos
son como fantasmas que pululan de un
lado a otro adensando el aire, anhelan
que alguien los escuche, los comprenda,
los libere.
—¿Qué dibujas? —le pregunta su
abuela. Aún tiene las trenzas
despeluchadas por el sueño, los ojos
hinchados y el rouge de los labios como
una sombra rosa.
—A usted —responde la niña.
—¿Y por qué?
Valentina se encoge de hombros.
—Déjame verlo.
—Aún no está acabado.
—Pues lo terminas más tarde. No te
entretengas en naderías que aquí has
venido a otra cosa. Y has de aprender
rápido lo que te voy a enseñar.
Valentina cierra el cuaderno con una
mueca de desgana.
—Dime, ¿tu madre te habló de la
familia? —le pregunta Bruna.
—¿De qué familia?
—De la nuestra. ¿Sabes quién era
Marina, la Santiña?
Valentina niega con la cabeza.
—Pues era mi madre, entérate bien,
la primera Mencía poderosa aunque ella
no lo supo nunca. Eso me decía mi tía
Angustias, que me crió tras su muerte.
Hay un manantial donde el bosque se
espesa de castaños, también habrás de
conocerlo, Valentina, porque esa agua
que brota de la tierra es para nosotras
como sangre bendita de las Mencía. Le
construyeron con el tiempo un piloncito
rosado, no se sabe quién, y le pusieron
un caño que tocan y tocan enfebrecidos
los que se acercan hasta ella. Dicen que
cura las fatigas, las fiebres y los males
del alma, que son bien simples en este
pueblo, o se tienen una envidia del
carajo y sólo buscan venganza, o un
amor que les hace apestar la carne a la
retama de mi madre. Eso me decía mi tía
Angustias, que el amor mató a mi madre,
que me cuidara de él. Yo bebía de la
fuente cuando era una cría y el bosque
mi único universo, casi mi único dios. Y
no enfermé ni una sola vez. Cuando aún
no me tenía en pie me llevaba mi prima
Roberta, que por entonces parecía mi
hermana. Muy pronto yo te llevaré a
probarla, Valentina. Comprobarás que
tiene un gusto un poco salado, a lágrima
de antepasados, como dicen en el
pueblo. En octubre, aún hoy se celebra
una romería en torno a la fuente. Se
baila la muñeira a ritmo de gaita hasta
que los pies no pueden más. Con el paso
de los años también empezó a bailarse
música para enamorados o pasodobles.
Los novios se declaran a las novias,
esperan a pedirles la mano en la romería
para que el casorio les dure para
siempre, para que la Santiña, que fue mi
madre, les bendiga desde su reino de
misericordia.
Hay
puestos
de
empanadas, de mariscos, de vinos de las
riberas de nuestra tierra, y todo tipo de
mieles para endulzar la jornada en honor
a mi madre, que la sacaba de sus
panales más rica que ninguna otra que se
haya probado jamás. De romero, retama
o de mil flores. No se sabe por qué ese
día nadie discute, y si se tiene un enfado
pendiente se reconcilia uno, pues una
fraternidad inefable se escapa como
niebla de la tierra donde mana la fuente.
Ése es el poder que tenía mi madre, ese
que la mayoría perdemos en cuanto la
vida nos malea la inocencia, el poder de
la bondad, Valentina. Pero ése no hace
reinas, sino santas, y romerías pringosas
y bailes en alpargatas húmedas y
declaraciones de amor nacidas para una
rutina perpetua, y borracheras de
hermandad donde todos se sienten
fuertes hasta amanecer con su cobardía
enroscada al día siguiente.
»Así somos las Mencía, niña,
apréndelo cuanto antes, o eres loca o
reina o santa, o borracha, para muestra,
mi tía Angustias, que se portó conmigo
como la madre que sabía ser, unos ratos
te daba abrazos que te ahogaban, otros
una paliza que te dejaba sin alma.
Dependía del humor del orujo que se
bebía hasta en sueños.
Valentina se queda mirando las
camelias blancas que cada mañana
Petriña ha de poner frescas en el jarrón
de la cómoda.
—¿Y su padre, mi bisabuelo,
también fue santo? —se atreve a
preguntar.
—No preguntes impertinencias,
muchacha, al menos hasta que seas
reina.
Bruna Mencía se come un trozo de
bizcocho bajo la luz grisácea que
atraviesa la claraboya de su alcoba.
Cada día, a las nueve en punto, Petriña
cambia las camelias y le sube el
desayuno. Suele encontrar a su señora ya
despierta, trabajando en los papeles de
sus negocios y sus dineros; la
madrugada es el momento en que su
mente se halla más lúcida. Usa unas
gafas lupa que le hacen los ojos
monstruosos y acentúan la anomalía de
los dos colores salvajes. En algunas
ocasiones Petriña la encuentra dormida.
Tiene orden de no despertarla, de
cumplir con sus cometidos y marcharse.
Está en ropa interior sobre la cama, con
el cabello de nieve largo hasta las
corvas por una promesa, el rouge
francés en vez de en los labios en la
almohada y las perlas como único
ornamento en dos vueltas alrededor del
cuello. Petriña la cubre con la colcha.
Sabe que esas noches Bruna camina por
la casa, incluso por el jardín del pazo.
Pero jamás le ha dicho nada. Sólo la
espía, la ve hablar a alguien que ya no
existe o quizá nunca existió. Deambula
por el salón de los balcones vaporosos y
baila mientras las sedas flotan al son de
la música y el viento, y bebe lo que
Petriña imagina champán, y ríe con
alguien que es invisible sólo para los
incrédulos. La criada no se ha atrevido a
seguirla cuando sale al jardín, sobre
todo si antes le ha parecido escuchar en
el horizonte campanitas de difuntos. Se
santigua y se va a dormir. Ya le tenía
dicho su madre que muchas costumbres
de los patronos son luciferinas, porque
el dinero y el vicio van de la mano. Que
cuando uno no tiene que preocuparse de
sobrevivir se abren rendijas por donde
entra el pecado.
—Yo conocí a mi madre a pesar de
que estaba muerta. Nadie tuvo que
decirme que era ella, lo supe enseguida.
La primera vez la sentí aquí dentro —
Bruna se da golpecitos en el pecho como
los del yo confieso—, cuando no era
más que una criatura de meses. ¿Cómo te
puedes acordar de ello?, te preguntarás.
—Mira los ojos melancólicos de su
nieta y ella se encoge de hombros y se
aferra a su cuerda—. No con la memoria
a la que estamos acostumbrados, no
debía de tenerla por entonces más
grande que un garbanzo, me refiero a la
otra memoria, a la del instinto que llamo
yo, esa que no pasa por la cabeza nunca,
que no se piensa, porque es como la
respiración, espontánea y vital. Mi tía
Angustias me llevó hasta los panales de
abejas, de donde mi madre sacaba la
miel, me dejó desnuda sobre la hierba
del verano y los azuzó con una vara fina,
pero bien larga para mantenerse lo más
lejos posible de ellos. Reía a
carcajadas, a carcajadas tan grandes que
parecían truenos, por eso cuando hay
tormenta me retumba en las sienes la
risa de mi tía, y su olor a orujo podrido
me revuelve el estómago. Las abejas
salieron furiosas, huérfanas, las llamaba
ella, que algo heredó de la loca de su
madre, huérfanas desgraciadas sin santa
a quien dar miel, y reía y reía como si el
mundo fuera una broma de Dios.
»Pero las abejas fueron para mí
manos de madre que me protegieron con
el algodón de sus vientres y me
arroparon con el arrullo de sus alas. Mi
prima Roberta llegó corriendo por el
campo de grelos con sus cinco años
remangados hasta los dientes. No madre,
decía, por lo que más quieras, madre,
que es mía, no la eches a las abejas, y
vino a espantármelas con la saya de
pobre que vestía entonces. Ella me dice
siempre que yo lloraba, pero me miente,
yo sé que mi aliento estaba junto al de
mi madre y no abría la boca no se me
fuera a escapar. Le picaron hasta en las
orejas. A punto estuvo de morirse, pero
mi tía Angustias la tuvo un día entero
metida en el manantial que luego sería la
fuente rosada de la Santiña y a mí con
ella, porque si nos separaban Roberta
lloraba y le salía pus verde de las
picaduras. No nos morimos de pulmonía
porque era verano o porque mi madre
era en verdad santa. A mi prima se le
curaron las heridas de las abejas,
aunque le dejaron el rostro como si le
hubiera atacado la viruela. Sólo una se
le quedó de por vida sin cicatrizar, en
medio de la frente, y le supuraba el
veneno cada vez que se enfadaba
conmigo. Dormíamos bien apretadas la
una contra la otra en su catre de pulgas.
Podría reconocer el olor de su cuerpo en
cualquier parte, ese olor montuno que
me oprimía contra su pecho en las
noches oscuras amenazadas por el
viento, y me besaba la cabeza
amansándome el cabello para que no
llorara, porque si despertaba a mi tía
Angustias y se había bebido el orujo
suficiente, me azotaba con un palo por
mucho que Roberta le rogase o le
mordiera las piernas, pues lo único que
conseguía es que la diese también a ella,
y nos íbamos las dos al catre con una
zurra en las costillas. Por eso al
principio de mi vida pensé que los
abrazos dolían.
»A Roberta le gustaba mojar unos
migones de pan en la leche que le
arrancaba a la única cabra que teníamos
y ponérselos en las tetas para que yo
chupara. Así jugaba a las mamás y se
consolaba de las horas que pasaba con
mi tía Angustias, ayudándola a hacer el
orujo en el alambique. Entonces los
niños trabajábamos desde muy jóvenes.
Yo también las ayudaba casi desde que
tuve edad para ponerme en pie, por eso
aborrezco el orujo, porque tengo su olor
metido en los pulmones y las entrañas.
En cuanto podía me escapaba al bosque,
que es donde yo me sentía feliz, tumbada
entre los helechos, jugando a descubrir
arroyos, a trepar a las piedras tiernas de
musgo; entonces Roberta venía a
buscarme para que no me pegara otra
vez la tía Angustias, no le gustaba verme
trotando por el bosque, y eso que
vivíamos al comienzo de él. Se quejaba
de que anidaba en mí el lado salvaje de
mi madre, que vivió cuatro años como
un animal en una cueva de eremitas junto
a mi abuela Tomasa, la Mencía loca, que
nos ha marcado para siempre. —Se
termina el café con leche de un único
sorbo.
Valentina retuerce la cuerda de su
cintura.
—¿Y su madre, aunque estaba
muerta, le hablaba? —pregunta.
—No se me apareció nunca y eso
que estás en tierra de aparecidos,
Valentina, que aquí los muertos tienen la
mala costumbre de no irse al cielo ni al
infierno, sino de quedarse vagando por
los pazos y los bosques. No los culpo.
Mi tía Angustias sí que intentó que se le
apareciera mi madre por todos los
medios cristianos y paganos. Cuando
bebía le hablaba como si la tuviera
sentada al lado. Te arrancaron los
dientes, que así fue, Valentina, pero no
la lengua, le decía. Así que contéstame
cuando te hablo que soy tu hermana
mayor, la que te acogió junto a padre y
te enseñó modales. ¿Quién fue el que te
profanó de muerta, dime si fue el mismo
que lo hizo en vida? Y bebía y bebía,
mientras me besuqueaba la cabeza, y me
acunaba en un abrazo de serpiente.
»Un día, tendría yo unos seis años y
mi prima once, le metimos en el vaso de
orujo una muela de leche que se le había
caído a Roberta. Podía haberse bebido
el licor y tragársela, pero la vio posada
en el fondo y creyó que era una señal de
su hermana para comunicar con ella. Lo
intentó todo. Rezar en la iglesia, en la
tumba, en la fuente rosada, internarse en
el bosque, pero no dio resultado. Nos
arrastró con ella. Teníamos que rezar a
su lado día y noche, y cuando se nos
quedaban secos los labios, me obligaba
a llamar a mi madre a voz en grito, como
si fuera sorda por estar muerta, pero aun
así no vino nunca. Yo la sentía presente
en el bosque, en las hojas de los robles
y los castaños cuando soplaba el viento,
en el sonido de los arroyos entre las
rocas verdes, en el zumbar de las abejas
por las flores, pero mi tía nunca lo
entendió. Ésa fue la primera vez que
hizo que Roberta y yo nos bebiéramos el
orujo que destilábamos. Recuerdo que la
cabeza me daba vueltas y reíamos en
torno a los catres y por la cuadra porque
no había espacio para mucho más. Ella
está aquí, nos decía mi tía Angustias con
los zapatos pringados de mierda de
gallina, y nos pusimos a bailar como si
fuera romería, levantándonos un poquito
la saya, cogiéndonos las manos en
círculo, dando palmas, hasta que se me
fue la vida en un vómito enorme sobre la
cabra que me había alimentado, y
Roberta me sacó fuera de casa para ver
las estrellas. Nos tumbamos en la hierba
a mirar el universo. Si tuviera alas como
los gorriones, me dijo, te subiría hasta el
cielo para que no pudiera hacerte daño.
Nos abrazamos mucho tiempo, y nos
pusimos a llorar porque en el mundo
había cosas tan bonitas como las
estrellas.
»Poco después mi tía me compró un
panal, porque los de mi madre los había
vendido para tomarse los dineros de mi
crianza, y me puso a hacer miel. No me
daban miedo las abejas, y he de decir
que al igual que a mi madre, jamás me
picó ninguna. Aprendí a recoger la miel
y a meterla en tarritos, y muy niña me
iba de casa en casa del pueblo
vendiéndola, miel de la hija de la
Santiña, decía, y me abrían las puertas
de par en par. Si se me ocurría regalar
alguno como intentaban muchos,
amparados en una generosidad que
creían hereditaria, mi tía me daba una
paliza que me dejaba tres días en cama.
No seas blanda como tu madre, me
decía, no quiero otra santa en la familia,
de una forma u otra tú habrás de
compensarme por su muerte. Poco a
poco se fue extendiendo por el pueblo
que yo no era como mi madre, también
tenía un ojo, amarillo, y eso me podía
dotar de cierta bondad, pero mi otro ojo,
castaño oscuro, que tenía que ser de mi
padre, me había dado un carácter arisco,
porque a mí no me gustaba charlar con
ellos, ni meterme en sus tierras o sus
casas a ayudarlos con las faenas; yo
quería terminar la venta de miel cuanto
antes para marcharme al bosque, que es
donde me sentía a gusto. Lo único que
me daba miedo eran los lobos.
»Así que has de aprender, Valentina,
que no importa el lugar de donde
vengas, es el destino y el carácter quien
hace a las verdaderas reinas. Y esto es
en lo primero que debes creer. Porque tu
porvenir está escrito en tu ombligo igual
que estaba escrito en el mío. Aunque
ahora te veas como una huérfana que
viene de Cuba, eres mi única nieta.
Un silencio con perfume de camelias
se desliza por la alcoba. Bruna Mencía
se levanta de la cama con el camisón
crujiente de encajes. Se escucha un
ruido que sobresalta a Valentina. Una
cámara de fotos, una vieja Leica, se ha
caído al suelo. La anciana se apresura a
recogerla, pero antes encuadra a su
nieta. Le tiemblan las manos. La niña se
asusta como si en vez de una cámara de
fotos la apuntara con una escopeta.
Como ha llorado durante la noche, y
tiene ganas de llorar a todas horas, los
ojos están siempre brillantes y cada vez
más verdes. Bruna se retira la cámara
del rostro y la guarda en un cajón de la
cómoda.
—¿Has visto los peces dorados del
estanque que está a la entrada del pazo?
—le pregunta a Valentina.
La mañana avanza en la claraboya y
la niebla se disipa, frágil.
—No —responde la niña.
—Pues por él hemos de comenzar.
Cuando veas los peces dorados
comprenderás lo que te digo.
—En Cuba hay peces de muchos
colores, los vi con mi madre cuando nos
bañábamos en la playa.
—Nada tendrán que ver con éstos.
Parece desplazarse por la alcoba
sobre bruma de fantasmas. El corazón de
Valentina late aprisa, quiere abrir de
nuevo su cuaderno y dibujarla, pero no
se atreve. Se muerde los labios. Su
abuela saca de un armario un abrigo de
visón blanco y se lo entrega a la niña
para que le ayude a ponérselo. Le da la
espalda y ella mira las trenzas que le
caen hasta las pantorrillas. Bruna las
echa a un lado y mete los brazos por las
mangas. Huele a tabaco y a jazmines.
—Tú también has de abrigarte —le
advierte a Valentina.
Pero ella se ha quedado absorta
observando las manos de Bruna, que
vaporizan perfume en el cuello con una
botellita de cristal, atusan los cabellos,
pintan los labios de rouge, colocan un
cigarrillo en la boquilla de nácar y lo
encienden como las divas de las
películas en blanco y negro que la niña
veía de contrabando con su madre y la
Elefanta.
—¿Tienes un abrigo o algo que
echarte por encima?
Bruna mira con desdén el jersey
tejido en la madrugada habanera.
—No tengo frío —responde
Valentina, pero su abuela abre su
armario y le da un chaquetón de visón
negro.
—Póntelo —le ordena.
La niña quiere negarse, no necesita
más sobre su cuerpo que el jersey de la
Elefanta, pero acaricia la piel, la
saborea triste como la mañana que se
aleja por el horizonte. Luego siente la
mirada autoritaria de su abuela con sus
dos colores de luz y sombra.
Petriña está barriendo el recibidor
de sábanas espectrales cuando escucha
crujir la escalera y las ve descender los
peldaños envueltas en pieles. Hace por
lo menos dos años que su señora no sale
de la alcoba, quitando las excursiones
nocturnas. Una lágrima se enciende en la
mejilla de la vieja. A la niña el abrigo le
está grande. No se le ven las manos y
tiene la mirada ausente. A su lado, Bruna
desciende apoyada en un bastón con
mango de plata. Pasan delante de Petriña
sin decirle nada. Ella se apresura a
abrirles la puerta y salen al jardín.
Aún huele a la tierra húmeda de
rocío. Valentina se acurruca en el visón,
siente que la naturaleza la acecha, la
vigila, como si quisiera saber quién es.
La humedad ha ennegrecido la
piedra de la fuente y el tiempo la ha
pulido hasta dejarla suave. Tres cabezas
de dioses griegos, con los mofletes
hinchados y los cabellos de bucles,
compiten por la belleza. Uno tiene la
boca abierta, como si fuera el dios del
viento, pero vomita una catarata de
hierba. Un único caño proporciona agua
al estanque trilobulado donde viven los
peces de oro. Es poco profundo, de tal
manera que el prodigio de sus
movimientos deslumbra con una simple
mirada. Varios nenúfares flotan entre sus
vidas, para que desoven junto a ellos y
se sientan eternos. El joven de cabellos
dorados que se ocupa únicamente de su
bienestar retira los cadáveres de los que
mueren para que los otros no se vean
tentados por el canibalismo, o por la
ansiedad de la muerte. Los alimenta lo
justo para no profanar su natación
perfecta. Los protege de las heladas con
una cúpula de plástico, les cambia el
agua cuando se enturbia por las lluvias o
las ráfagas de viento, les limpia las
hojas secas.
—La primera vez que entré en el
pazo de Novoa quedé maravillada
cuando los descubrí —le dice Bruna a
su nieta mientras admira los peces—. Su
hermosura no podía compararse con la
de las truchas o los pececillos de río a
los que yo estaba acostumbrada. En ese
momento pensé que si esos peces
existían todo era posible, incluso que yo
fuera reina.
—¿Y por qué quería ser reina y no
otra cosa más divertida? —pregunta
Valentina mientras se asoma al estanque.
—Porque me habían dicho que ése
era mi destino. Yo hasta entonces era
feliz en el bosque. No ambicionaba nada
más.
Valentina mira los peces dorados.
Sus sombras le parecen serpientes
deslizándose por el agua bajo el sol
delgado que despunta entre las nubes.
Abren las bocas a cada aleteo de oro
como si nada fuera capaz de saciarlos,
ni siquiera los sueños de otros.
—Dime, ¿acaso no son hermosos?
—le pregunta a la niña. De sus ojos ha
desaparecido la espuma de la vejez.
—Los había más bonitos en Cuba.
—Muchacha tonta. Mira lo que se
abre ante ti —le reprocha señalando los
jardines del pazo con la punta del
bastón.
Se adentra en la avenida delimitada
por arbustos de boj que parte de uno de
los lados de la fuente. Antaño el
jardinero los podaba hasta formar
rectángulos perfectos, sin embargo, la
única geometría que reina ahora es la
del capricho de las ramas. Tras ellos se
alzan invencibles los tilos, los
magnolios gigantes y los tejos
centenarios.
—Ahora he devuelto el jardín a su
estado natural, pero hubo un tiempo en
que fue magnífico —dice Bruna mientras
observa cómo Valentina camina a su
lado arrastrando los pies—. Jamás
podré olvidar la primera vez que lo vi.
Yo que amaba el bosque, me pareció
como si hubieran domado la naturaleza.
Para abandonar la avenida, Bruna
toma una senda asaltada por unas matas
de hortensias. A su derecha la tierra está
arada en surcos desdibujados por el
abandono. La hierbabuena se ha hecho el
ama de lo que hace años fue el huerto de
aromáticas y un perfume a menta distrae
los sentidos mientras penetra hasta el
corazón. En esos años crecía romero,
laurel, albahaca, cilantro, retama, perejil
y otras hierbas exóticas. Las cocineras
tomaban del jardín las hierbas frescas
para sus recetas.
—Eran los tiempos dorados del
pazo, Valentina, cuando venían hasta
invitados de Madrid a las grandes
fiestas que organizaba. Siempre tuve
fama de ser una anfitriona excelente. Se
colgaban farolillos de papel por la
avenida de sauces, y una hilera de luces
anaranjadas te daba la bienvenida. Los
coches más lujosos aparcaban en la
plaza alrededor de la fuente, y los
chóferes esperaban fumando hasta la
madrugada.
A mano izquierda hay un terrenito
vallado con alambre de espinos.
Valentina se queda mirándolo y una
tristeza repentina se apodera de ella.
—Éste era el jardín privado de mi
suegra, Amelia Lobeira —dice Bruna.
—Creo haber visto un retrato de ella
en la escalera.
—Lo hay. Pero es el último cuadro
de una Lobeira que verás en el pazo.
—¿Y por qué?
—Las Mencía hemos llegado para
quedarnos.
La tierra del jardín está pálida y
parece desolada.
—No hay ninguna planta —dice
Valentina.
—Nada crece en él —le explica
Bruna—, a pesar de que varios
jardineros lo han intentado con distintas
especies. Incluso con algunas semillas
que trajeron de países lejanos. Pero es
inútil. Aún eres demasiado pequeña
para comprender que en este jardín
permanece una rabia que mata todo
intento de vida.
6
Amelia, la loba con corazón
de monja
Amelia Lobeira sólo padeció dos
pasiones en su vida, y las dos influyeron
en su camino a la tumba. La primera fue
su corazón de monja; la segunda, la
belleza de los jacintos blancos.
Desde la adolescencia soñaba con la
castidad luminosa del convento, los
madrugones para orar, las jornadas en la
cocina austera cocinando rosquillas, el
silencio y la paz de los muros
conventuales donde se refugiaría de las
molestas
distracciones
mundanas.
Aunque llevaba la carga de un apellido
noble jamás le interesaron las fiestas,
los vestidos hermosos, las joyas o las
reuniones de hembras para tomar
chocolate y chismorrear. En definitiva,
soñaba con ser una esposa de Dios. Pero
había nacido en la familia equivocada.
Su padre, Andrés Lobeira, un hombre de
ojos fieros con unas patillas gruesas y
despeinadas que le llegaban hasta el
mentón, había concertado el matrimonio
de su hija, siendo aún una niña, con el
primogénito de la casa de los Novoa,
que por entonces era Iago Novoa,
continuando así con la tradición de su
estirpe. Las mujeres Lobeira nacían
destinadas a los Novoa. Los Novoa
terratenientes, los Novoa dueños de
tierras de labranza, de ganados, de cotos
de caza, de granjas con cultivos y de
campos y terrazas de vides que
arrendaban a los campesinos desde
hacía generaciones.
Amelia conoció a Iago Novoa una
tarde de verano a la edad de nueve años;
él contaba con cuatro más. Le pareció
grande y blando, un niño muñeco de
nieve que podía desmoronarse en
cualquier momento. No le dio
importancia cuando él le metió la lengua
en el oído y le susurró que iban a
casarse. Algo en su interior le dijo que
no era ése su destino. Por eso cuando un
año y medio después su padre,
apoyándose en su bastón con la
empuñadura de lobo en plata, le informó
contrariado de que su prometido había
muerto en un accidente de caza, a
Amelia no le extrañó. Estaba
convencida de que de una manera o de
otra, Dios se lo iba a quitar de encima
para allanarle el camino al convento. Lo
que Amelia nunca sospechó es que su
compromiso matrimonial iba a heredarlo
el hermano menor, José Novoa. Le
recordaba como un niño pecoso de ojos
negros, violentos, casi diabólicos. Y la
misma impresión tuvo cuando volvió a
verlo ya en la cúspide de la
adolescencia, en el pazo de Novoa. Sólo
hablaba de las piezas que había cazado,
de los jabalíes, cabras montesas, corzos
y liebres; sólo le hablaba de muerte, de
sangre, de desgarros y destripamientos
imposibles en su mundo de oraciones
ordenadas y limpias. Tenía unos labios
carnosos que le intranquilizaban el alma,
una cicatriz en la mejilla derecha que le
daba un aspecto siniestro y una forma
brusca de caminar, de coger cualquier
objeto,
de
conversar.
Además
desprendía un aroma que Amelia no
pudo identificar hasta que fue demasiado
tarde.
La boda estaba prevista para cuando
los novios, que eran de la misma edad,
cumplieran los veintidós años. Amelia
hasta el día de antes tuvo la esperanza
de que su prometido también
desapareciera. No ha de sufrir, rezaba,
ni
tampoco
morirse,
cualquier
desventura que lo deje inútil o lo aleje
del matrimonio me servirá.
Sin embargo, la salud y la suerte de
aquel ser rudo parecía a prueba de todo
rezo, de todo gesto inmaculado y
espiritual, como si fuera una fuerza de la
naturaleza destinada a corromper
porvenires. A una semana de la boda,
Amelia, que había aprendido a leer con
el libro de la vida de Juana de Arco,
decidió plantar batalla huyendo al
convento. Para que su padre se
convencieran de que no le interesaba la
vida mundana sólo llevó consigo una
maceta de jacintos blancos, que
cultivaba en el jardín e identificaba con
las lanzas que habían de luchar por la
pureza de su carne.
No le sirvió de nada. Andrés
Lobeira, aquejado de una invalidez
desde la juventud, se presentó en el
convento en su silla gestatoria que tenía
un lobo tallado en caoba. Le
acompañaba el confesor de Amelia. Los
dos hombres junto a la madre abadesa la
convencieron de que si Dios hubiera
querido que fuera monja, le hubiese
dado otro hijo Lobeira al noble para
continuar la estirpe, pero si sólo la
había tenido a ella es que el destino de
la muchacha pasaba por sacrificar sus
deseos en aras de la perpetuidad
familiar. Has de casarte, Amelia, para
cristianizar a tu futuro marido, que no
entra en la iglesia a no ser que lo lleven
de la oreja, le decía el confesor. Así la
convencieron de que había sido elegida
no para la vida apacible que ella
deseaba en el convento, sino que había
sido llamada por el viacrucis del
sacrificio, y casarse con aquella criatura
fiera era su misión.
Le sorprendió descubrir que José
Novoa tampoco tenía mucho interés en
ella. El mismo día de la boda le dijo:
esto es lo que nos toca por nacer donde
nacimos, si no otro gallo nos hubiera
cantado a los dos.
Amelia tenía el cabello rubio, la tez
celestial, la nariz recta y chata en
perfecta simetría con una boca fina de
labios rosados. Los únicos rasgos que la
hacían terriblemente humana eran unos
ojos gatunos color café y unos pechos
orondos de tabernera, impropios de su
complexión diminuta, que lograron
despertar el apetito montaraz de su
esposo la noche de bodas y
contrarrestaron la repelente peste a
jacinto que exhalaba la piel de Amelia y
él odiaba.
Una vez que iniciaron su vida en
común en el pazo de Novoa, Amelia le
pidió que le cediera un pedacito del
jardín para plantar sus jacintos blancos,
que con el paso de los años llegó a
convertirse en un vicio solitario. Nadie,
salvo ella, podía penetrar en aquel lugar
íntimo y sagrado. También pidió
permiso a José para vallarlo con una
cerquita de pino que coronó con sus
propias manos con una alambrada de
pinchos. Se hirió los dedos, pero no le
importó. Los arañazos que le supuraban
sangre y pus eran una delicia para una
beata como ella, que aún creía en la
doma del espíritu a costa del cilicio.
Cuando José se quejó de que aquello
más que un apacible jardincito de ama
de casa parecía una trinchera de guerra,
ella se limitó a sonreírle mientras se
decía para sí que ojalá fuera el cinturón
de castidad que le hubiera gustado
ceñirse de por vida. Cada día estaba
más flaca a causa del ayuno al que se
sometía para purgar los sinsabores de su
destino, y que sólo violaba para ponerse
morada con las rosquillas de azúcar y
leche cocinadas por las monjas del
convento del pueblo.
Amelia, armada con unos guantes de
hule amarillo, cuidaba cada mañana de
diario de sus jacintos, y la del domingo
asistía a misa en la capilla del pazo, sin
su marido, que siempre estaba cazando.
Plantaba los bulbos entre diciembre y
febrero con el mimo del que entierra un
tesoro secreto, los fumigaba para
librarlos del pulgón y los hongos y
cuando comenzaban a brotar las hojas
carnosas las acariciaba con ternura de
madre. En primavera, hileras de
jacintos, siempre blancos, componían
una sinfonía de pureza que contemplaba
durante horas en actitud mística. El
jardincito de jacintos blancos fue el
único acto de rebeldía que la marquesa
de Novoa había podido permitirse en su
vida; para ella simbolizaba su sexo, que
siempre
debió
de
permanecer
inmaculado y libre de toda interferencia
marital. Jamás pudo amar a José y muy
pronto perdió toda esperanza de tener
éxito con su cristianización. Le parecía
una bestia lujuriosa sacada del averno,
un neandertal entregado al goce de los
instintos primarios. Odiaba su afición
desmesurada a la caza, el olor a sangre
de animal que dejaba a su paso como
una mofeta apocalíptica anunciando la
muerte. Odiaba su risa estrepitosa y
ruda, sus manos fuertes de macho, su
gusto infame por fornicar en la
naturaleza a plena luz del día, en vez de
en la oscuridad del dormitorio, su amor
a los festines donde deglutía hasta
hartarse, su vicio por el vino y los
whiskies nocturnos. Ser su esposa era
una penitencia de la que sólo se liberaba
en su jardincito de jacintos.
Sin embargo, la afición a la caza de
su marido le mantenía largas horas
alejado del pazo y de ella, incluso
desaparecía durante días sin que nadie
le pudiera dar noticias de él. Regresaba
a casa con el rictus alegre y relajado,
incluso dulce, juzgó Amelia en alguna
ocasión, con el morral repleto de
conejos y liebres, y de otros bichos que
ella no podía reconocer; sin embargo, en
sus ojos insondables había cedido todo
atisbo de violencia. El buen humor le
duraba una temporada, pero Amelia
llegó a temerlo porque se producía un
empeoramiento de su carácter conforme
se le enfriaba la alegría. Padecía
accesos de melancolía y mal genio de
los que sólo se curaba perdiéndose otra
vez en el bosque con la escopeta que
tenía grabado en la culata el escudo de
la familia y el morral de hombre para
las viandas y las presas pequeñas.
El verano de 1912, Amelia sufrió
una escarlatina que fue la causa de su
desgracia. En un delirio de madrugada,
entre sudores y retortijones de fiebre,
confesó para los oídos del mundo el
verdadero significado del jardincito de
jacintos, y después se hundió en una
carcajada que a la doncella que trataba
de aliviarle la calentura con compresas
frías le pareció diabólica. La doncella
se lo contó a la cocinera a la mañana
siguiente, y ésta al jardinero hasta que se
corrió la voz por toda la servidumbre
del pazo y el jardincito fue llamado a
partir de entonces «el coño de la
marquesa».
No tardó José Novoa en enterarse de
que aquel trozo de tierra vallado con
pinchos no era una excentricidad de su
mujer, sino una rebelión contra sus
derechos maritales. Sufrió un acceso de
risa que, tras varias copas de vino,
terminó en cólera y profanó el coño
florido con una azada hasta hacerlo
papilla. Después arrastró a su mujer
hasta allí y la poseyó brutalmente sobre
los restos del campo de batalla, sobre
los pétalos y las hojas descuartizadas,
sobre los vientres abiertos de los
bulbos, sobre la tierra reventada de
rabia, mientras el perfume del vencido
se extendía humillante y dulce por el
jardín del pazo donde se quedaría para
siempre.
Amelia se exilió del dormitorio
conyugal, territorio del enemigo, y se
encerró en uno de invitados; jamás
volvió a dirigir la palabra a su marido,
pero se quedó preñada. Pasó el
embarazo entre las cuatro paredes de
aquella estancia que vació de todo
ornamento para que se pareciera lo más
posible a la celda austera de una
novicia. Mandó que retirasen las
cortinas de encajes, las figuritas de
porcelana, los cuadros con escenas de
caza, los butacones de terciopelo, las
alfombras de lana y seda, la colcha de
fina guata, porque no se preparaba para
ser madre sino para subir al cielo. Se
levantaba a la salida del sol y se
acostaba a su puesta, pálida como una
estatua en su desdicha, entregada a la
lectura de las sagradas escrituras y a un
odio por la humanidad que crecía en su
vientre al tiempo que el hijo del
marqués. Le fue adelgazando el cuerpo
excepto la barriga, porque se alimentaba
sólo de sopas con hilos de carne que le
llevaba la cocinera, de grelos cocidos y
naranjas ácidas para soliviantar el
escozor de las llagas de su alma.
—Como siga así se le va a morir la
criatura —le dijo la cocinera.
—Descuida que la pariré viva, será
varón y se llamara Jacinto —respondió
ante los ojos espantados de la sirvienta
—. Ése es mi último empeño en este
mundo y mi última penitencia.
Y así fue. Tardó casi dos días en
alumbrarlo y aun así lo parió con el
aspecto delicado de un capullo que no
florecería nunca. José, que había
intentado reconciliarse con ella
enviándole a través de las criadas
rosquillas conventuales, collarcitos de
perlas y una carta con una caligrafía
gruesa en la que podían leerse dos
palabras: me disculpo, no se movió de
la antesala de la estancia hasta que
escuchó el llanto raquítico de su hijo.
—Es un varón —le anunció el
médico cuando acabó de apañar a la
parturienta.
—Se llamará José, como yo, y será
el heredero de mi casa, mis bosques y
mi tierra —resopló con orgullo— y
algún día llevará en su dedo el anillo de
los Novoa —dijo contemplándolo en su
dedo anular—. Y la marquesa, ¿vivirá?
—Sólo si quiere.
—Querrá, yo me encargo de ello.
Ahora con el hijo todo será distinto.
Intentó ver a su mujer, pero ella se
negó en rotundo antes de desmayarse.
Unos días después del parto, cuando
ya al niño le llamaban José a pesar de la
risa que este nombre le provocaba a la
madre, el padre Felicio llegó al pazo
para cambiar el destino de la criatura.
Amelia le había mandado llamar
sabiendo que su marido se hallaba
cazando perdices.
—Deme la extremaunción, padre, y
bautíceme al hijo porque me muero.
El cura miró a la marquesa y vio que
había quedado reducida a unos ojos
gatunos alucinados por la determinación.
Se resistió a llevar cabo lo que le pedía,
sobre todo el echar las aguas y el aceite
al niño sin que estuviera presente el
marqués. Finalmente accedió porque
Amelia fingió un estertor que parecía
entregarla en brazos del sepulcro. El
padre Felicio, un hombretón gordo y
ensotanado, era disléxico, masón y
aficionado al orujo puro de Angustias.
Le temblaron las manos al manipular los
óleos, y le untó a la marquesa el del
nacimiento y minutos después, en la
capilla del pazo, el de los muertos al
recién nacido. El destino, ayudado por
la media borrachera y la dislexia del
cura, indicaba que ella partía hacia la
vida y él hacia la muerte. Pero no fue
ésa la única consecuencia: a partir de
entonces se abrió una comunicación
entre Jacinto Novoa y el mundo
espectral que no lo dejó dormir ni una
noche completa.
El marqués, avisado por uno de los
sirvientes, se presentó de pronto en la
capilla y quiso impedir que a su hijo lo
bautizaran con el nombre de Jacinto.
—Demasiado tarde —dijo su mujer.
Se enfrascó después en una risa que
la hizo desvanecerse en el suelo de la
capilla. No recuperó la consciencia, se
le fue el último suspiro por unos labios
que esbozaban una expresión de triunfo.
El nombre del niño era su venganza
contra su padre, contra su esposo y
contra su clase social, que podía irse a
la mierda. Dispuso que la enterraran con
el hábito de novicia, que siempre quiso
vestir, en el cementerio del convento, sin
lápida ni ningún signo que indicara
dónde se hallaba su sepultura. Prohibió
que se dieran por su alma funerales y
misas, a los que la habían jodido en vida
no les iba a dar el gusto de honrarla
muerta, y se hundió en el olvido de la
tierra anónima sin más martingalas.
7
Jacinto Novoa, el hombre
espíritu
Jacinto Novoa nunca llegó a florecer
del todo, ni siquiera en plena juventud.
Siempre fue una criatura pálida con
ojeras de muerto, un ser de apariencia
frágil y caminar de fantasma que
desprendía a su paso pequeñas ráfagas
de su nombre. Al igual que su madre, lo
único que le hacía humano eran los ojos
gatunos café con leche que había
heredado de ella para martirio de su
padre, además de unos labios nativos.
José Novoa le consideraba una
desgracia.
El ama de cría que el marqués llevó
al pazo tras la muerte de Amelia, y que
acabó siendo la tata de Jacinto toda la
vida, decía que el niño pertenecía al
mundo de los espíritus, mientras que el
padre, al de la carne y la tierra. Se
llamaba Carmiña y era una mujerona de
mejillas ásperas y rojas, curtidas por
jornadas de siega y siembra en el
campo; vestía de negro por el luto
perpetuo de los cuatro hijos que había
parido y se le habían muerto antes de
que pudieran echarse a andar; sólo le
sobrevivía la mayor, una hembra
saludable que servía de criada en una
casa acomodada de Santiago de
Compostela.
Carmiña se santiguó la primera vez
que vio a Jacinto Novoa. La criatura no
podía pegar ojo porque tenía la cuna
rodeada de espectros. Con el tiempo,
Carmiña se acostumbró a espantarlos
con un trapo como si fueran moscas.
—¡Fuera de aquí! ¿No os dais cuenta
de que es un bebé y aún no entiende
nada?
Pero le perseguían hasta en sueños
con la esperanza de que les abriera la
comunicación con los vivos. Decían que
el alma del niño dormía en la muerte
porque se levantaba más pálido que
nunca. Carmiña lo ponía enseguida al
sol, porque si entraba José y veía al
niño con el rostro que se le
transparentaban las venas, entraba en
cólera y se lo llevaba en un morral a
cazar y lo traía lloroso y salpicado de
sangre como de un rito pagano. Los días
de niebla y lluvia la nodriza le hacía
recuperar el color echándole su aliento
de campo o se sacaba un bicho del
delantal para que le picara.
José había prohibido hablar a toda
la servidumbre de espíritus, fantasmas o
ánimas en pena, porque le recordaban su
derrota frente a Amelia y la desdicha del
hijo médium. Si hubiera podido matarlos
a tiros lo hubiese hecho gustoso. Pero
tenía el inconveniente de que ya estaban
muertos, además él siempre fue incapaz
de verlos, de percibirlos hasta el día en
que vinieron a llevárselo. Conforme
Jacinto fue creciendo se propuso sacarle
los espíritus de la cabeza aunque fuera a
puñetazos. Sólo se saltaba su propia
prohibición cuando estaba ebrio de
vino, de soledad, de rabia, y le enviaba
mensajes a Amelia a través de su hijo.
—Dile a tu madre que se joda, que
mancillé su cuerpo de monja. Dile que
se meta tu nombre por el culo. Y que te
voy a hacer cazador, te vas a beber la
sangre de los conejos, y te vas a cagar
en el suelo de la capilla donde te
bautizaron.
Estallaba en una carcajada.
—¿Se lo has dicho?
El niño temblaba mientras despedía
efluvios de los jacintos de la madre.
—Sí, padre —respondía, flaco.
—¿Y qué te ha respondido?
—Que le jodan a usted. Que está
bien a gusto muerta sin tener que
soportarle. Y que si me hace sufrir
mucho le pegue un tiro como el que no
quiere la cosa.
José abría la boca envuelto en una
risa que provocaba sarpullidos en la
piel traslúcida del niño.
—Tú —decía señalándole con el
dedo—, que por mucho que te enseñe no
sabes ni sujetar derecha la escopeta.
Eres aún más inútil de lo que lo fue mi
hermano, tu tío Iago.
Jacinto Novoa se tapaba los oídos
del alma para no escuchar las
barbaridades que bufaba su madre como
respuesta; hasta se cubría los ojos para
nublar la visión transparente de Amelia
contorsionándose en insultos obscenos.
Con frecuencia el niño, tras el
intercambio de improperios de sus
progenitores, terminaba por caer al
suelo y se le convulsionaba el cuerpo
echando espuma por la boca como
bruma de difunto.
—¡Carmiña, ya quiere llevárselo
con ella, tráemelo de vuelta! —gritaba
José.
La tata le metía un palo entre los
dientes para que no se mordiera la
lengua, que se le ponía gorda y morada,
y lo acunaba entre sus pechos como
crestas de montes, y le besaba la frente,
le miraba dulce con sus ojos de roedor,
le cantaba nanas en gallego, le susurraba
viejos hechizos de meiga hasta que
Jacinto recuperaba el color y la
consciencia.
Para ocultar estos ataques que sufría
su hijo, así como su habilidad para la
mensajería espiritual, José Novoa no lo
mandó al colegio cuando tuvo la edad.
Jacinto, además, se enfriaba fácilmente y
siempre andaba Carmiña sonándole la
nariz y poniéndole cataplasmas de
mostaza en el pecho para ahuyentar las
neumonías. Estuvo a punto de morir a
los seis años cuando José se lo llevó de
caza por primera vez y lo devolvió al
pazo reventando de frío, y con la
primera falange del dedo corazón
amputada del tiro que se le escapó
manipulando la escopeta. Sangraba
lágrimas y aullaba como el lobo que
nunca llegaría a cazar.
—Ha sido en la mano izquierda —
dijo José Novoa—. Y como es diestro
podrá tirar sin ningún problema.
—Pero, señor marqués —suplicaba
Carmiña—, aún es una criatura tierna
para darse a esos menesteres de
hombres.
—A su edad yo cazaba lo que se me
ponía por delante. Que venga el
algebrista y le deje listo para llevármelo
otra vez.
Sin embargo, la salud de Jacinto no
le permitió a su padre llevarlo de caza
hasta pasados muchos meses. Cuando el
niño le veía aparecer con el pelo
bermejo que le encanecía con la soledad
y la barbarie en la que se estaba
sumiendo el pazo, las botas de cazar, el
sombrero con la pluma de faisán y la
escopeta de la familia al hombro, se
meaba sin remedio en los pantalones.
El maestro que José Novoa eligió
para su hijo era un jesuita amante de la
geografía, la teología que interpretaba a
su manera como una filosofía del alma y
las novelas de Julio Verne, aficiones que
le transmitió al pupilo. Si en un
principio José se negó a que el maestro
fuera un religioso, influido por las
interferencias que le había causado Dios
en su vida amorosa, cuando le hablaron
del padre Eusebio no dudó en
contratarlo.
Era
un
carcamal
desahuciado por su propia orden, y en
esa época José era capaz de hacer
cualquier cosa con tal de escandalizar a
la Iglesia. El padre Felicio, que de
alguna manera se sentía responsable del
porvenir de Jacinto por la confusión de
óleos que puso al niño en brazos de los
muertos, intentó disuadirlo sin éxito.
—Ya no es el padre Eusebio hombre
de la Santa Madre Apostólica, señor
marqués, casi le diría que es un
comunista.
—Mejor entonces —le respondió
José—, a lo mejor así me espabila al
niño y no cree en nada más que lo que
tiene delante y puede matar.
—¿Y si luego quiere repartir las
tierras del marquesado entre los que le
han de pagar las rentas?, ¿qué me dice
ahí, señoría?
—Que eso del comunismo es cosa
de pobres y lo de la familia en la familia
ha de quedar —sentenció José
tocándose la cicatriz de la mejilla que le
había dejado el anillo con la camelia de
brillantes.
Incluso el obispo de la diócesis de
Ourense envió una carta a José Novoa,
advirtiéndole, señor marqués, de los
peligros de que ese mal llamado jesuita
se encargue de la educación de su único
hijo. Son muchas las ideas subversivas
que puede inculcarle al espíritu inocente
del niño y algunas de ellas
irremediables en alma pura y necesitada
de instrucción. Si lo que usted quiere es
un buen maestro y de recto ideario y
proceder cristiano tengo al hombre
adecuado para esa labor. Sin embargo,
era justamente esa clase de persona la
que José Novoa no quería tener
viviendo en su pazo, estaba harto de
santas, de monjas y esas mandangas
misericordiosas, así que cuanto más le
insistían
más
disfrutaba
él
desobedeciendo. Me niego a traer a mi
casa a cualquier meapilas que me envíe
el obispo y me deje al niño más tonto de
lo que nació, informó al padre Felicio, y
terminó la discusión para siempre.
El padre Eusebio se instaló en el
pazo una mañana de septiembre.
Rondaba los sesenta y cinco, pero
caminaba como un perro viejo
apoyándose en un báculo mesiánico. Se
ladeaba todo su cuerpo delgado hacia la
izquierda, y daba la sensación, cuando
se le veía inmóvil y a distancia, de que
era un tronco retorcido de parra. Tenía
los ojos sumidos en unas cataratas
enormes y parecían flotar en nata
montada; aun así no había perdido del
todo la visión de la vida exterior, sin
embargo, se le había agudizado el ojo
interno que llamaba él, aquel que se
despeja conforme se atrofian los
sentidos. Los ciegos son los que mejor
ven, solía decirle a Jacinto, que tardó
más de treinta años en comprenderlo,
mira si no al desdichado de Edipo,
encontró la paz después de sacarse los
ojos, y vio la verdad mucho mejor que
con ellos. Alguna que otra vez estuvo a
punto Jacinto, a lo largo del tiempo que
duró su instrucción, de vaciarse las
cuencas con una cuchara como si los
globos oculares fueran melocotones en
almíbar o volutas de mantequilla. Pero
su maestro pudo detenerlo a tiempo. No,
mi querido aprendiz, no es tan fácil
como eso, es muy posible que así te
quedes sin ver absolutamente nada, ni
por dentro ni por fuera. Se trata del ojo
del espíritu y ha de abrirse cultivando
éste.
Hubo un antes y un después en la
vida de Jacinto Novoa desde que el
padre Eusebio le introdujo de la mano
de Julio Verne en la magia de la lectura.
Ya desde muy niño había encontrado
refugio a los sinsabores de su destino,
además de en las tetas agrestes de
Carmiña, en la estancia que se convirtió
en su favorita: la biblioteca. Se hallaba
en la planta baja del pazo, y junto al
salón de baile era la que tenía el techo
más alto, y acabado en una cornisa de
escayola con racimos de lilas, uvas y en
las esquinas unas bestias heráldicas que
sobresalían levemente como gárgolas
feroces. En el centro había un fresco
difuminado por los siglos que
representaba los siete días del Génesis
que Yahvé empleó en crear el mundo y
luego descansar. Se hallaba éste
rodeado por una cinta dorada con los
siete pecados capitales, en uno de sus
lados, y las siete virtudes cristianas en
el contrario. Y rematando el conjunto
pictórico, las siete trompetas del
Apocalipsis alrededor de la creación
clamando por su justo final.
La biblioteca estaba consagrada por
entero al número siete, por eso se creía
que el primer marqués de Novoa, que se
encargó de construir el pazo a mediados
del XVII, no tenía la sangre de cristiano
viejo, sino más bien de judío converso.
Se había obsesionado en repetir siete
veces siete hasta en el último de los
detalles, para demostrar así la certeza
de la totalidad y el absoluto que se abría
entre las páginas de los volúmenes
ahora centenarios. Siete eran las
librerías que se erguían desde un metro
del suelo hasta la cornisa mitológica, en
todas las paredes. Siete los estantes en
los que quedaban divididas cada una de
ellas. Siete los grupos de libros
distribuidos en los siete días de la
semana representados por los siete
planetas principales que brillaban en los
cielos del XVII.
La primera vez que el padre Eusebio
entró en la biblioteca y contempló la
magnificencia de los sietes librescos,
artísticos y esotéricos, un escalofrío de
gozo le hizo murmurar: querido pupilo,
aquí en verdad reposa la memoria y la
fantasía de la humanidad. Al principio,
Jacinto tenía que apretarse los genitales
para reprimir una meada cálida y
temerosa de aquel viejo con aspecto de
sabio satánico. Así lo veía Carmiña, que
se santiguaba cuando se cruzaba con él
por los pasillos, y retrasaba las
lecciones del niño con cualquier excusa,
para no dejarlo en sus manos
corruptoras. Es preferible que escuches
las voces de los espíritus que la de tu
maestro, le aconsejaba a Jacinto. Pero
cuando él se dio cuenta de que el padre
Eusebio deseaba enseñarle a descifrar
lo que decían los libros de la biblioteca
que tanto le gustaba hojear desde muy
pequeño, aniquiló toda barrera que le
separase del conocimiento. Aprendió a
leer con La vuelta al mundo en ochenta
días, y comprendió que existía otro
universo más allá del pazo, del jardín,
del bosque y del pueblo. Había otros
países, incluso otros continentes, que su
maestro le mostró en el atlas de tapas
verdes que había pertenecido a su padre,
aunque a José nunca le interesó lo más
mínimo. Pero sobre todo Jacinto
encontró en los libros un refugio para su
alma acostumbrada a una realidad
agotadora. Los espíritus intentaban
comunicar con él hasta en sus sueños.
Sólo en los libros dejaba de ser Jacinto
Novoa, para convertirse en otro que no
escuchaba fantasmas; sólo en los libros
jugaba a no existir, entregándose con
fervor a sus páginas para vivir las
aventuras que no le permitía la salud ni
la soledad.
Crecía sin tener contacto con ningún
niño de su edad. Se repartía los días y
los años entre las lecciones con el padre
Eusebio en la biblioteca y su vida con
Carmiña. Ella también veía los espíritus
desde que se le murió el cuarto hijo,
aunque no era capaz de comunicarse con
ellos. El luto perpetuo se le llevó la
capa gruesa que recubre el alma,
dejándosela sin más ornamentos que la
pena. Cada día a la hora de la siesta el
niño escuchaba las peticiones de las
ánimas, la gran mayoría parientes,
amigos o enemigos de los habitantes del
pueblo y sus alrededores. Hacía tiempo
que gracias principalmente a la
servidumbre del pazo se había corrido
la voz de que el marquesito, como
llamaban a Jacinto, tenía abierta la vía
de comunicación con los muertos. Pero
José Novoa había amenazado con coser
a balazos al desgraciado que se asomara
a su casa o se acercara a su hijo con
pretensiones de correo. Alguna vez en la
romería de San Estesio, una de las
escasas ocasiones en las que el niño
salía del pazo y siempre bajo la estricta
supervisión de Carmiña por si
espumajeaba por la boca delante de
todos, algún vecino había intentado
contactar con él.
—Ande, marquesito, que bien sé yo
que el Santísimo le hizo de una
naturaleza entre los dos mundos, y que
los mortos van a decirle sus quejas y
deseos, y que si no su señoría tiene voz
para llamarlos allí donde nosotros sólo
encontramos sombras.
—Apúrese en el recado, señora —la
apremiaba Carmiña—, que el marqués
nos mira, y que la Virgen nos asista
viene para acá.
—Que si mi marido —le decía la
mujer—, el mejor capadoiro de burros
que conoció esta tierra, mató en verdad
a la que dicen que mató y por ello le
dieron garrote, que no duermo de la
enjundia de rabia que me oprime la
garganta y no me deja tragar. —Y le
besaba la mano al marquesito mientras
se le caían las lágrimas.
—Yo le busco, señora, pero no llore
más.
—Bendito, bendito rapaciño —
decía ella, toda de negro, refajo y alma,
encorvada de pobreza y de la
maledicencia de los otros.
La romería envuelta en gaitas, en
vino de la tierra y bailes.
—Aléjese de nosotros que el
marqués ya viene —le avisó Carmiña.
Tiembla la tierra, se endurece el
pasto.
—¿Qué quiere, vieja, no le da
vergüenza venirle a pedir a un niño? —
José Novoa, con ojos de borracho, dio
un tiro al aire con la escopeta de los
agravios familiares—. Sabed que al que
se acerque a mi hijo con monsergas de
ánimas lo convierto en una de un solo
tiro, y si las tierras que labra son mías,
se las quito para que se muera de
hambre, y si no lo son también, ¿quedó
claro?
Se silenciaron las gaitas, se
murieron los bailes.
—Vámonos a casa, Jacintiño mío.
—Carmiña le acarició la cabeza—. Me
lo llevo, marqués.
—Sí, llévatelo, tú, que no le
proteges como debieras, desagradecida,
que te voy a echar a patadas.
—Ay, marqués, que ya le asoma al
niño por la boca la espumita blanca.
Después de aquello, Carmiña, que
solía bajar al pueblo una vez a la
semana a recoger recados y a dar
respuesta a muchos otros de la semana
anterior, aprendiéndoselos de memoria,
y con la garantía de secreto de
confesión, tuvo miedo de seguir
desempeñando el oficio de mensajera
por si la descubría el marqués y la
separaba del niño, una represalia peor
que la muerte pues lo quería como a los
cuatro hijos juntos que le habían
arrebatado las enfermedades de pobre.
Durante un tiempo se interrumpió el
correo, pero Jacinto, cuando había
cumplido ya los once años y sabía leer y
escribir a la perfección por las
lecciones del padre Eusebio, ideó un
sistema de comunicación con el pueblo
con la esperanza de dormir algunas
horas si cumplía con las peticiones que
se le iban acumulando en la memoria. En
un agujero de la tapia imponente que
rodeaba el pazo, en una hendidura
secreta para la lluvia, el granizo, el
viento, dejaban escritos los recados los
habitantes del pueblo, y los que no lo
eran, pero habían oído hablar de él. El
escribidor tomaba nota a quien no sabía
letras, que era la mayoría, con promesa
de silencio bajo pena de perder el
trabajo o la vida, que de alguno se
habían vengado con violencias, pero era
aquél casi como trabajo de cura. Jacinto
se escurría fuera del pazo, recogía las
misivas, las contestaba en las cuartillas
de sus estudios, las doblaba con
cuidado, las metía en el agujero para
que las recogiera el escribidor, si
estaban
dirigidas
a
él
como
intermediario, pues además de cura, por
el silencio sagrado, hacía las veces de
cartero.
Junto a aquel agujero Jacinto Novoa
vio por primera vez a Bruna Mencía en
febrero de 1925. Salió el niño del pazo
por la cancela trasera de hierro que
daba al bosque de castaños, se dirigía al
agujero cuando la descubrió rondando la
tapia arriba y abajo. Tenían la misma
edad, doce años, pues sus madres los
habían alumbrado en el mismo mes y
año, y ambas habían muerto después,
pero toda la lozanía y gracia que a
Jacinto Novoa le faltaba la rezumaba
Bruna, que parecía engendrada por la
naturaleza.
—¿Tú eres el niño que anda con la
mensajería de los mortos?
Jacinto se quedó callado. No supo
ponerle nombre a lo que le ocurrió al
ver a Bruna Mencía. Se le achicó la voz
y se le abrió un abismo en el estómago
que descendió hasta sus genitales. Se le
nubló toda visión de espíritus, todo
pensamiento, toda imagen que no fuera
aquella niña desgreñada dentro de un
harapo que le dejaba al descubierto un
hombro, y la clavícula saliente más
bella que él había visto jamás.
—¿No dices nada? ¿Te comió la
lenguiña un espectro? —le preguntó
Bruna sonriéndole.
—Soy el hijo del marqués de
Novoa.
La miró con los ojos gatunos y se
aguantó las ganas de orinarse los
pantalones.
—¿Y qué te pide la gente pa los
mortos? ¿Sabes secretos?
—Algunos sé.
—¿Y me los cuentas?
—Son como los de confesión de los
curas.
—¿Y si te doy un recado pa mi
madre, que no la conocí, se lo envías? A
ti te lo puedo contar porque a la gente no
se lo digo, que le gusta mal hablar, y no
quiero yo que me digan que saqué la
cabeza tonta de mi abuela. Tú aquí, en
este pazo que es como un castillo, no
habrás oído hablar de ella. Le decían la
loca Tomasa.
—Oí hablar de ella y de muchos
otros.
—Bueno, mejor te lo digo otro día.
—No te vayas.
—¿Y cómo es vivir en un palacio
como el tuyo? —Se rascó el cabello
castaño tomado por los piojos.
—Pues se vive como un príncipe,
pero yo soy un aventurero.
—¿Y eso qué es?
—Uno que vive aventuras.
—Ah.
—Cuando sea mayor me voy a
marchar a recorrer el mundo. Visitaré
China, India, Cuba, México y navegaré
por los Mares del Sur.
Bruna Mencía se asomó por los
barrotes de la cancela al jardín del pazo.
—Yo de mayor voy a ser reina.
—¿De España?
La niña se encogió de hombros.
—Eso no lo sé. Lo que sí me ha
dicho la meiga, la Troucha, ¿sabes quién
es?
—De oídas.
—Pues de su casa vengo ahora
mismo y me acaba de decir que voy a
ser reina y viviré en un pazo como éste,
y comeré dulces y carne rica y tendré
vestidos limpios y mucho poder.
—Qué aburrido. ¿Te gustaría ver
dónde está China?
—¿Está dentro del pazo?
—No. —Jacinto Novoa rió, por
primera vez se le colorearon las
mejillas con la brisa del bosque.
—Entonces no quiero ir.
Bruna le dio la espalda y agarrada a
los barrotes de la cancela continuó con
su mirada perdida en el jardín.
—¿Te gustaría que te lo enseñara?
La niña soltó la cancela y dio
palmas. Luego tomó una mano de
Jacinto, que poco a poco se fue
templando bajo aquel tacto indómito que
habría de recordar hasta su muerte.
8
Lugares para sentirse reina
Valentina y Bruna dejan atrás el
jardincito de Amelia Lobeira, y se
dirigen hacia la avenida de sauces y
sicomoros, la principal del pazo.
—De la mano de tu abuelo Jacinto
me sentí reina por primera vez —le
cuenta Bruna a su nieta—. Lo único que
no tenía de difunto eran los ojos tostados
de gato. En esos años inocentes pensaba
que te miraban con la verdad, que
siempre alberga belleza por muy terrible
que sea. Jacinto me guió como te guío yo
ahora, Valentina, hasta esta avenida con
hechuras de río gigante que se abre ante
nosotras. Entonces no había malas
hierbas entre la grava que cubre la
tierra, era toda nacarada y bajo el sol
parecía que caminabas sobre un manto
de piedras preciosas. Febrero dominaba
el jardín con su aire de primeras flores,
y en el horizonte se dibujaban
imponentes las torres del pazo. Él se
detuvo. Detente, Valentina. No puedes
atravesar la avenida de cualquier
manera, me dijo, has de hacerlo como lo
haría una reina si eso es lo que quieres
ser de mayor.
Bruna alza el brazo derecho hasta la
cintura y pone sobre su mano la palma
izquierda de la niña, que tiembla.
—Así, Valentina, ahora estás lista
para adentrarte en la avenida. Él
comenzó a andar y yo, a su lado,
enamorada de la solemnidad que de
pronto movía sus pasos, del porte que se
le escapaba altivo del pecho de
fantasma y que imité con el corazón
latiéndome por todas partes, en el
estómago, en la garganta, en las orejas,
¿sientes el tuyo, Valentina?, los sauces
inclinando sus ramas a nuestro paso,
desparramándose en cortesías hasta la
grava de nácar, melancólicos porque el
poder era nuestro, como lo será tuyo,
niña, míralos, se doblan ante ti, no es el
viento quien los mece, sino el pasar de
su reina, eso me decía Jacinto Novoa
con los ojos que aún no mentían, y a mí
me daba la risa de una felicidad que me
salía de la piel, del alma, que me pasaba
los dientes de frío sin saber por qué. Él
me sonreía con rictus de mortaja y le
sentía temblequear todo el tiempo al
igual que a ti, niña tonta. Parecía una
cría asustada de pájaro, pero seguía su
avance majestuoso sin romperse, y me
señalaba con la mano libre estos
pináculos de porcelana azul de la Real
Fábrica del Buen Retiro, Valentina, ¿los
ves erguidos sobre las columnas que son
guardianas de piedra? Y entre sauce y
pináculo, este árbol con su penacho
frondoso desmelenado en el cielo, el
sicomoro, árbol sagrado, se subió
Zaqueo para ver a Jesús entre la
multitud, y árbol de muertos. Entonces
yo no sabía lo que era un egipcio, ni un
nada, tú habrás ido al colegio allá en La
Habana, y te habrán enseñado lo que es
un faraón, casi más que un rey, un dios,
pues con la madera del sicomoro les
fabricaban los sarcófagos donde
guardaban su momia, todo esto me
contaba con una voz de hilo de agua, de
primavera tímida que busca florecer sin
atreverse a hacerlo, porque Jacinto
apenas vivía entre los vivos, sino entre
libros y muertos, y sabía con su edad lo
que la mayoría no sabrán nunca. No dejó
aquel día de relatarme historias. Años
más tarde me confesó que tenía miedo
de echar espuma por la boca si callaba,
padecía la enfermedad de guerreros y
genios, de mearse en los pantalones, de
quebrarse en el suelo como si se
desinflara el globo de su existencia. Así
que utilizó lo que había aprendido en sus
años de estudio para sobrevivir a la
vida que se abría en su carne. Pero yo
no supe verlo, me hallaba cautiva de mi
primer reinado en los jardines del pazo.
Cómo habían domado a la naturaleza,
Valentina, hoy ya no puedes apreciarlo
del todo porque el jardín está de regreso
a su estado salvaje. La habían vestido
para una fiesta en sociedad, la habían
peinado y maquillado, y estaba
espléndida. Si han sido capaces de
hacerle esto a ella, que es todopoderosa,
qué no podrán hacer conmigo, pensé.
Estos parterres que ahora ves sin flores
rebosaban, dependiendo de la estación
del año, violetas, tulipanes, azaleas,
pensamientos, entre hileras finas de boj
que delimitaban exhaustivas la extensión
de su territorio; todo era exquisito. Esta
senda más estrecha que hemos tomado y
que nos conduce a los estanques
gigantes, era la favorita de Jacinto. Aquí
bajó su brazo y yo retiré mi mano, retira
la tuya, Valentina, ¿tienes frío? No. Pues
deja de temblar y sonríe, que tienes el
mundo pintado en el ombligo y estás
visitando los que serán tus dominios.
Mira ese árbol de tronco ancho, es un
camelio centenario, el más antiguo de
toda Europa, Camellia reticulata se
llama, me dijo él, y se sonrojó por la
palabra rara, a mí me dio por reír, lleva
años enfermo, siguió explicándome,
enferma cuando sufren los Novoa y las
flores, aunque es su mes, febrero, no se
abren de soberbia o de pura tristeza.
Pasamos por debajo de su copa,
Valentina, y a la sombra de ella me
preguntó mi nombre, Bruna Mencía.
Bruna, repitió, y luego: yo, Jacinto. Ya
lo sé, contesté, sabía muy poco entonces,
niña, pero eso sí, el heredero de la casa
de Novoa, él me lo había dejado claro
nada más encontrarnos. Me extendió una
mano y se la estreché como si fuera
alguien importante, aún unidos miramos
hacia arriba sin comprender por qué y
descubrimos dos camelias rosas que
habían florecido de lo imposible. Sonrió
por primera vez como si estuviera vivo,
y un silencio me trajo a la nariz la
alfombra de camelias que alumbraba la
tierra en distintos colores, pues febrero
flaqueaba hacia marzo y había más
vencidas por su propia belleza que en
las
copas.
Pasamos
bajo
las
supervivientes amarillas y blancas,
carmín, lilas… pero en octubre no hay
más que hojas, Valentina, espera a ver su
esplendor prendido de las ramas y
después caído en un manto.
—¿Entonces se hicieron novios?
—¿Qué novios? —Bruna enciende
un cigarrillo para fumarse los recuerdos
que le despiertan los ojos pardos de su
nieta—. Jacinto me llevó a ver los
estanques. —Y el abismo se cierra—.
Son los únicos que permanecen intactos,
sólo hay más musgo y liquen en su
piedra negruzca. ¿No sientes en el rostro
el frescor del agua? ¿No la has
escuchado ronronear, Valentina? Los
estanques son sólo el principio. En el
rincón más insospechado puedes
encontrar una pequeña fuente, un salto
de agua, una acequia que la conduce a
algún vergel. El agua es la gran señora
del jardín del pazo, esas palabras
exactas me dijo Jacinto, pero yo ya me
había dado cuenta, su murmullo líquido
estaba junto a mí desde que entré en él.
Comprendí que no sólo habían domado
la vegetación, también habían logrado
civilizar el agua que yo había visto
libre, silvestre en los arroyos, en el río
gigante que baña los cañones y las
riberas de viñas, el agua que cae por las
rocas del deshielo y se desliza por los
recovecos de la tierra humedeciéndola
de helechos y hierbas sin nombre.
Cuanto Jacinto me contó después ya no
tuvo importancia. Bruna, desde que le
dije mi nombre lo utilizó todo el tiempo,
Bruna por aquí, Bruna por allá, el
Mencía se cuidó de guardárselo sólo en
la memoria. Bruna, esa barca de piedra
cuyos marineros son hortensias y navega
entre los patos, en medio del estanque
con la popa hacia el dique, representa el
barco que trajo hasta tierras gallegas el
cuerpo del apóstol Santiago desde un
puerto oriental. ¿Conoces al apóstol?,
me preguntó. Anda, claro, contesté, y
quién no. Te voy a llevar a Compostela,
Valentina, para que lo abraces, aunque
lo que has de abrazar bien es el poder
que te voy a entregar.
—Yo no quiero su poder, quédeselo
usted.
—Calla, insensata, mira ahora la
fuente que hay bajo el dique, donde cae
el agua hasta el estanque inferior, ¿ves la
cabeza de buey con la boca abierta por
donde sale el chorro?
—Me pareció una vaca.
—Qué vaca, niña, buey es. Cuando
arribó a la costa el cuerpo del apóstol
gobernaba el territorio una reina a la que
llamaban Lupa, que en latín tiene que
ver con lobo, me lo contaba orgulloso
Jacinto porque su madre era una
Lobeira, Amelia la del jardincito que
acabamos de ver, al hablarme de ella le
brillaban los ojos color almendra, y
engordaba la voz como para darse aires
del noble que ya era, al menos eso me
pareció a mí. Yo soy una Mencía del
bosque, le dije. ¿Me lo enseñarás algún
día? Se puso a toser tras hacerme la
pregunta, palideció aún más y moqueó
en un pañuelo de cuadros que parecía
una sábana. Se le quedó la punta de la
nariz roja. Le toqué un hombro, por
favor, no te mueras ahora, no te vayas
con los tuyos. Pero él nunca tenía miedo
a la muerte porque siempre se hallaba
muy cerca de ella. Me quedo contigo,
sonrió a punto de quebrarse. Háblame,
le rogué para que no se muriera. Los
Novoa siempre se casan con las
Lobeira, me relató entre toses, porque
descienden de reinas y de heroínas
cristianas. ¿Y cómo pueden ser esas
lobas tantas cosas? Les cogí rabia desde
ese momento, Valentina, y por mucho
que él me contó que la reina Lupa había
presenciado cómo los discípulos del
apóstol amansaban milagrosamente a los
bueyes salvajes de la montaña del Pico
Sacro, donde ella misma les había
enviado para que las bestias acabaran
con ellos, y por eso abrió su corazón
romano al cristianismo, no cambié de
opinión. Menuda cosa, repliqué, mi
madre era santa, y más reciente que la
loba esa; además tiene una fuente de
agua milagrosa, y yo voy a ser la
primera Mencía reina. ¿Y sabes lo que
me
respondió,
Valentina,
intranquilizándome las entrañas con sus
ojos felinos? A mí no me importa lo que
seas o lo que vayas a ser, porque todos
los hombres son iguales ante Dios como
los grelos. Ningún grelo ni ningún
hombre vale más que otro, eso me dijo
con las palabras exactas.
—¿Un grelo?
—Una simple verdura, niña. Te
hartarás de comerla en el pazo.
Bruna se sienta en uno de los bancos
de piedra que hay frente a los estanques,
bajo las ramas desnudas de los frutales
que les dan sombra durante la
primavera. Fuma, juega a enredarse y
desenredarse en los dedos el collar de
perlas; le fatiga el pasado que se funde
en el presente, y por todo futuro
reconoce la muerte. Le hace una seña a
Valentina, que está tirando piedrecitas a
los patos y los cisnes que nadan en el
estanque, para que se siente a su lado.
La niña bosteza, aún es de madrugada en
Cuba, aún la noche cubre el cielo que
ella ve ahora ensuciado por las nubes.
Melinda, la Elefanta, duerme con el
regazo de cayuco vacío.
—Me hubiera reído con ganas si
Jacinto no me hubiese mirado de aquella
manera, como si sus ojos sellaran el
destino. —Fuma—. Nos sentamos en
este mismo banco, Valentina, sólo que la
tarde parecía abalanzarse sobre
nosotros. Me contó que el padre
Eusebio, su maestro, le había explicado
con un grelo la existencia de Dios a
través de las cinco vías famosas de un
santo. —Da una calada—. Jacinto era
como uno de los pajarillos que caían en
las trampas que yo desperdigaba por el
bosque. Un pajarillo con el ala rota de
los que me comía si tras varios intentos
no lograban echar a volar. No hagas
muecas, niña boba, me daban lástima,
pero si no podían ser libres mejor
muertos, y para que se los comiera la
tierra, me los comía yo. Cuando el
pajarito era tan pequeño que sólo daba
para un diente, me lo asaba en el bosque
y para mi tripa se quedaba; luego
regresaba a casa con las mejillas
reventando de vida. Tú has comido, me
decía la tía Angustias, y no me dejaba ni
meterme ya en la boca una miga de pan.
Se ponía a comer con Roberta lo mejor
que tuviera en la despensa para darme
celos, un pedazo de tocino o de jamón
salado, y luego le dejaba a mi prima
mirarse en el trozo de espejo que
guardaba como un tesoro envuelto en un
trapo viejo y que cambiaba de sitio
habitualmente para que no lo
pudiéramos encontrar. —Se humedece el
rouge francés de los labios—. Estoy
vieja, tengo la cabeza vieja. —Ríe—. Te
estaba hablando de Jacinto. Yo adoraba
inventar trampas para gazapos, roedores
o lo que cayera en ellas, era muy buena.
Llegué a cazar hasta topos, y más de un
labrador me pagó unas perras para que
le atrapara los que se le comían las
cosechas. Pasaba horas atando palitos,
trenzando tallos y hierbas porque era tan
pobre que no tenía ni para una cuerda.
Muchos roedores los mataba a pedradas
con un tirachinas.
—Yo tenía uno en La Habana —la
interrumpe Valentina—. Jugaba a
francotiradores desde las azoteas con
los chicos de mi barrio, y les ganaba
muchas veces.
—Parece que vas a tener sangre en
las venas al final. —Bruna enarca las
cejas y la mira de arriba abajo.
—Claro que tengo sangre, y
revolucionaria.
—Valentina
se
desabrocha unos botones del abrigo y
busca la cuerda de su cintura.
—¿Qué te tocas? Abrígate que vas a
coger frío. ¿Cuándo te vas a quitar ese
cordón raído de franciscano? ¿Está de
moda en Cuba?
—No es asunto suyo.
—Todo lo tuyo es asunto mío, ahora.
Soy tu abuela y además tu tutora, que es
como tu madre.
—Ya tengo una madre, no me hace
falta otra, además yo sé bien que usted
no sabe serlo, no sabe cuidar de nadie.
Los ojos de Bruna se encienden, el
amarillo se convierte en antorcha.
—Qué sabrás tú de nada, niña
insolente.
—Lo que me contó mi madre.
—Tu madre tampoco sabía nada,
bien tuve que protegerla de la verdad, y
cómo me lo pagó, pero ya entenderás,
que has de saberlo todo tarde o
temprano —dice Bruna.
Sé que usted es una vieja que se va a
morir, piensa Valentina, y mi madre está
bien viva. Pero baja la mirada y juega a
dibujar círculos en la tierra con la punta
de un zapato. Son los nuevos que le
compró la Elefanta para que la abuela
millonaria la conociera digna. Con todo
a estrenar te vas a ir para esa tierra, le
decía acunándola y besándola con los
labios grandes, que no piensen que aquí
éramos miserables, comunistas, sí, pero
nada más. Su abuela calza botas de
goma verde oscuro, dos tortugas que le
sobresalen por el abrigo blanco.
Un viento helado atraviesa la imagen
de la anciana y la niña sentadas sobre la
piedra gallega, envueltas en el fragor de
los visones antiguos, de la naftalina que
apesta el viento y les revuelve el
cabello con hojas secas, hasta que Bruna
se levanta apoyándose en la empuñadura
de plata. Posee el caminar rotundo que
no ha logrado aniquilar el tiempo.
—¿Quieres
ver
un
lugar
imprescindible en todo jardín de reina?,
recuerdo que me preguntó tu abuelo,
Valentina. —El mediodía se abre entre
las nubes con un rayo de sol—. Y si no
lo tiene, dije yo, ¿qué ocurre? Que no
eres una reina verdadera, me respondió,
sólo una mentirosa. Pues yo sólo miento
cuando me apetece, y si es pecado a mí
qué, como dice mi tía Angustias, que no
lo hubiera puesto Dios en la tierra si
quería que no lo utilizáramos, eso es
jugar sucio. La tía Angustias no tenía en
mucha estima a Dios, Valentina, le
acusaba de quitarle todo, y no se le
podía culpar pues cuanto ella tocaba
mancillaba con su soledad de borracha.
Ven a mi lado, niña, no te quedes atrás.
Estas que ves aquí son las huertas, y
ésos los grelos que crecen a su antojo
entre las cebollas que también se
multiplican sin fin. —Apunta la verdura
con el bastón—. Es Petriña quien los
planta ahora, quien los cuida a pesar de
las manos deformes y la joroba donde se
le sienta a descansar la vida. Y en ese
banco que ves al terminar la hilera de
huertas, pasada esta geometría de
hortalizas y sueños, ese que tiene en lo
alto del respaldo el escudo de los
Novoa y dibuja en las patas una pétrea
garra de fiera, a ése y no a otro, fue al
que me hizo subirme Jacinto para
divisar desde allí el territorio de reina,
que la primera vez se ha de ver desde
lontananza para apreciar su juego, su
dibujo divino donde uno se pierde y se
encuentra. Súbete al banco, Valentina,
que yo ya estoy vieja. No quiero
subirme a ningún sitio. Súbete y no me
desobedezcas. —Le tiende la mano, la
niña se la queda mirando, frunce el
ceño, su abuela la mira con dureza y
finalmente toma su mano y sube al banco
—. ¿Ves, Valentina, lo que te he
explicado?
—¿Qué he de ver?
—Esa misma pregunta le hice a tu
abuelo. Verde, verde, decía él con su
resuello de canario acariciándome la
oreja detrás de mí, en el banco, y yo con
el escalofrío en la espalda de su verdad
escuálida, de su sabiduría de pavo real.
Tienes que ver los caminos rectilíneos
que han dibujado los arbustos, insistía,
mira dónde juega una reina, Bruna, una
reina de verdad, en su laberinto de
flores y hojas. ¿Y qué carajo es un
laberinto?, pensé sin despegar los
labios, apretando la ignorancia hasta
hacerla sangrar como no había hecho en
todos mis días miserables. Jacinto me
agarró la mano que se le había puesto
otra vez de hielo y me dijo: hay que
meterse y encontrar la salida. ¿La salida
a dónde? me pregunté, mira que son
tontas las reinas, y que les gusta perder
el tiempo en vez de reinar. Baja del
banco, Valentina, ven, dame también tú
la mano. Eché a correr junto a tu abuelo
que parecía de pronto tener pulgas y es
que no se podía estar quieto, me dijo
años más tarde, con el corazón inmerso
en el delirio nuevo de vivir. Vamos por
esta senda, Bruna, insistía. Y
encontrábamos el paso cortado por una
barrera de aligustre, que es de lo que
estaba hecho el laberinto, nos dábamos
media vuelta, y a empezar otra vez,
cuánto corrimos aquella tarde de
febrero, Valentina, la primera de muchas
que pasamos juntos. Metámonos dentro
del laberinto, niña, el dibujo es el del
mosaico del suelo de la catedral de
Canterbury. Se me secaba la garganta de
tanto correr y miraba a Jacinto de reojo,
hacía al principio un ruido como el de
las gallinas cuando cloquean de muerte,
pero luego se le fue pasando, y cada vez
corríamos más deprisa de una senda a
otra, y nos reíamos de forma descomunal
y según nos cansábamos, más fuerte le
iba sintiendo a mi lado; el vestido que lo
tenía roto se me caía por el hombro y
aunque llevaba la toquilla negra atada a
la cintura dejaba libre el hueso de la
clavícula que él miraba en cuanto nos
deteníamos, hice que me lo tocara. ¿Te
gusta? Mucho, me puso la mano sobre la
suya picuda tras apartar el jersey para
abrigar difuntos. Vaya cosa, le dije
empujándole. Y salí a la carrera para
que viniera detrás, y eso hizo, por esta
senda de aquí, tú vete por la otra, a ver
si me atrapas, Valentina, corre que eres
joven o te doy con el bastón, no enfades
más a esta vieja.
La niña corre y el viento se le mete
en la boca.
—Valentina, aquel día la tarde se
convirtió en nuestra risa, yo era la de
Jacinto y él la mía, ya no queríamos
encontrar la salida del laberinto, sino
atraparnos el uno al otro, a ver si me
alcanzas ahora tú, Valentina, vamos
niñita, tirabas piedras de francotiradora
y no eres capaz de hallar a una vieja,
por aquí, por aquí, te estoy indicando
con la punta del bastón, mira hacia
arriba de los aligustres, pero ten
cuidado, tu abuelo tropezó y se fue de
bruces contra un charco porque la lluvia
de febrero había embarrado hasta las
más recónditas esperanzas, gritó y pensé
que era su fin, me puse a correr como
loca de un lado a otro, no le veía por
ninguna parte. Jacinto, le llamaba,
Jacinto, niño espíritu, que es como le
decían a veces en el pueblo. De pronto
se me apareció detrás de este seto, por
sorpresa, ahhh, Valentina, tontita, que
soy tu abuela. —Ríe con ganas, se agitan
las perlas y se le corre el rouge de los
labios—. Tampoco yo me lo esperaba,
chillé, tenía barro hasta en el alma y a él
le dio la risa, la tenía muy bonita, libre
como borboteo de deshielo, le di unos
golpes en el hombro y él reía más.
Valentina, escóndete a ver si te
encuentro, me conozco este laberinto de
memoria, por mucho que quieras no
puedes escapar de mí, Jacinto me
enseñó todos los caminos, me ataba un
hilo en una rama del primer aligustre y
así no me perdía nunca, eso era lo bueno
de su educación clásica, el hilo de una
tal Ariadna, me decía. Te veo el cabello,
niña, voy a atraparte.
—Ya verá como no —dice
Valentina.
—Jacinto me llamaba todo el rato:
Bruna, Bruna, ven a por mí; di con él en
un golpe de suerte, nos agarramos de la
mano y así me guió hasta la salida. Allí
nos esperaba un hombre que me pareció
gigante. Tenía unas botas con sangre
seca, yo conozco bien el olor de la
muerte de pólvora, el pelo como los
lomos de las ardillas, los ojos de
murciélago. Miró los mofletes de su hijo
rebosando barro, chapas rojas de
lozanía, el jersey roto, encharcado, la
garganta seca que casi no podía hablar.
Me han cambiado el hijo, se leía en su
expresión, pero el color de Jacinto
comenzó a disiparse poco a poco al ver
al padre, y se quedó mudo. ¿Quién es
esta niña?, preguntó él. Soy Bruna
Mencía, respondí para ayudarle.
Valentina, a mí no me daba miedo la
gente, pero su mirada me hizo temblar el
estómago y a Jacinto le vi apretar los
muslos. Le había espiado muchas veces
cazando en el bosque, me gustaba su
soledad primitiva. Soy Bruna Mencía,
repetí, la hija de la Santiña. Me cogió
del mentón y lo acercó a su rostro, me
tuve que poner de puntillas, yo también
jadeaba. Tienes un ojo de tu madre, me
dijo con aliento de cueva, me han
contado en el pueblo que pones trampas
para topos. Yo sé cazarlos mejor que
nadie, señor marqués, le lucía bajo el
sol del invierno el anillo de familia, este
que ahora se yergue en mi dedo con la
camelia de diamantes. Ven junto a mí,
Valentina, levanta los brazos para que te
vea y pueda guiarte, tengo la fatiga
rondándome como pretendiente celoso.
—Quiero que me enseñe los
caminos del laberinto —dice la niña.
—Habrás de conocerlos como toda
reina para que juegues, ames y maquines
entre ellos. —Sonríe con el rouge cruel.
—Este laberinto es el lugar que más
me gusta de su reino. —Valentina tiene
una risa pequeña.
—Sabes reírte, niña tonta, ya era
hora de que quitaras por un momento esa
cara mustia. Si hubieras visto como yo a
José Novoa sí que se te hubiera quitado
con motivo la sonrisa. Id a la cocina a
que os den de merendar, nos dijo aquella
tarde, porque no hablaba, ordenaba, y
luego tú te vas a tu casa por donde has
venido, me señaló con el dedo, se dio la
vuelta y me tembló el mundo en las
entrañas.
Cuando Bruna y Valentina llegan a la
salida del laberinto hay otro hombre
grande esperándolas. Las piernas
gruesas un poco abiertas en actitud de
reto, los brazos en jarras, los ojos
negros de las noches sin sueños, el
cabello veteado de rojo y blanco, las
orejas grandes y la ambición en las
mejillas. No lleva botas de caza sino
zapatos finos, pantalones verdes de lana
y gabardina beige. Huele a la colonia de
los aspirantes a reyes y sonríe con
labios de daga.
Bruna enarca las cejas y abre más
sus ojos de dos colores.
—¿Qué has venido a hacer aquí? —
le pregunta.
—He venido a llevármela —le
responde él, y mira fijamente a Valentina
al igual que Bruna.
El corazón de la niña late con fuerza,
parecía haber encontrado cierto reposo
en el laberinto junto a su abuela, pero
ahora va a entregarla a aquel
desconocido. Ella no cuidó de mi mamá,
y ahora tampoco lo hará de mí por
mucho que diga, piensa Valentina. Se
amarra a la cuerda de su cintura. Cerca
del laberinto ve una casa de hierro y
cristal, es el invernadero; corre hacia él
mientras de un árbol cercano cae un
chorro de pájaros negros.
9
Valentina, la nieta de la
cuerda mágica
Valentina, tócate el ombligo cada
vez que tengas miedo, cada vez que te
sientas sola, le decía su madre
balanceándose en la hamaca de la siesta;
la niña jugando a hundir la nariz en la
melena de amapola. Estamos unidas
para siempre por una cuerda mágica, va
de tu ombligo al mío, del mío al tuyo, en
una autopista de amor invisible. A través
de ella, mamá siempre estará contigo y
te protegerá del mundo cuando el mundo
sea malo, que a veces lo es, y hay que
perdonarlo porque lo hicieron salvaje e
injusto, pero también lindo, tierno como
este abrazo que te doy con olor a
jazmines, la hamaca balanceándose en el
patio de cáscaras de colores. Valentina
ponía un dedo en el lunar de su destino,
otro en el ombligo de su madre, no
predestinado a reinar, y se quedaba
dormida. Nada malo podía suceder, la
vida era calor, era la sombra de la ceiba
del patio, era el silencio espeso de los
jazmines, era el regazo de la piel tan
blanca comparada con la suya. Luego
balanceo, alguna mosca de la tarde, un
bostezo, la bocina lejana de un coche,
una caricia, los ojos cerrados.
La madre de Valentina sabía bien
que el mundo podía ser salvaje y sobre
todo injusto. Se llamaba Rebeca.
Rebeca del pelo rojo, periodista y
revolucionaria. Desde que era pequeña
se llevaba la plata de las vitrinas del
pazo para dársela a los pobres en las
romerías, y Bruna le daba unos azotes.
Todos los hombres somos iguales como
los grelos, eso le había enseñado
Jacinto, aunque uno sea más sabroso que
otro. Y ella así lo creía cuando se
instaló en su pequeño apartamento de La
Habana Vieja, sin más compañía que una
Remington que parecía escribir al ritmo
de los años veinte, pero corría por
entonces el año 1968, y Rebeca veía por
fin cumplido su sueño de viajar a Cuba.
Lo había anhelado desde que era
estudiante en la Universidad de Madrid,
y se echó a las calles junto con otros
compañeros el día que triunfó la
revolución cubana para gritar: libertad o
muerte, y acabó con las costillas
magulladas en un calabozo de la capital
por comunista y alterar el orden público.
En el apartamento que estaba frente
al de Rebeca, tan minúsculo como el
suyo, vivía Melinda van Dyck, la
Elefanta de Oro. Ella fue la única que
vio cómo aquellos hombres disfrazados
de hombres se llevaron a Rebeca, un
año más tarde de su llegada a La
Habana, tras derribar de una patada la
puerta del apartamento. Después los
tacones de las botas bajando la escalera,
el carraspeo de uno de ellos que escupe,
la Remington tintineando en el aire sus
últimas palabras, los escalones sucios,
la Elefanta tirada en ellos con un
puñetazo en la boca que se la ha
amordazado de sangre, un perro en el
zaguán que se lame una pata, una colilla
humeante, una palabra que flota:
traidora, traidora a la revolución que te
acogió como a una hija, en la boca torva
de uno de los hombres; después silencio.
Con Rebeca sólo se llevaron la
Remington que creían subversiva, la
Remington que no volvería a escribir
porque no regresó jamás al apartamento,
extraviada como quedó en las
burocracias carcelarias; sólo volvió
Rebeca, con la memoria rota y una hija
en el vientre. La Elefanta la envolvió
entre sus brazos de cayuco. Melinda, la
revolución no es todos los hombres que
la hacen, le susurraba Rebeca, que los
hay que la ensucian con sus actos
infames; la Elefanta la envolvió entre
hojas de palmera con un emplasto de
lima, canela y nomeolvides. Melinda,
me equivocaron con otra extranjera que
escribía
para
los
capitalistas
blasfemando sobre el hambre que aquí
se pasa como si no se pudiera vivir de
libertad la envolvió en palabras dulces.
Melinda, y luego me soltaron, pero ya
era tarde. Melinda, bórrame la memoria,
le decía Rebeca en el delirio de las
semanas siguientes, empapando el lecho
de fiebre. Melinda, quítame los pedazos
que me quedan de ella, como si fueran
los restos de un espejo roto, para que no
me hiera más. Y la Elefanta que no, mi
amor, mi periodista de pelo rojo, que es
mejor mirarse en el espejo de pedazos
unidos, y verse linda a pesar de todo.
Bórrame la memoria, insistía Rebeca, la
poca que me queda, haz que se vaya, que
no la vea nunca la criatura que llevo
dentro. La Elefanta cantaba un salmo en
papiamento, la lengua hecha de muchas
lenguas que se hablaba en sus islas,
quemaba tulipanes secos y un aliento de
invierno le salía de la boca hundiendo el
apartamento en niebla. Así, suplicaba
Rebeca, que se lleve mi memoria este
viento de muerte, que se la lleve lejos y
no la traiga jamás.
Valentina nació a los ocho meses,
escurridiza y dorada como un pez
grande, una carpa que deslumbra a sus
compañeras de río. Bajo el humo de un
sahumerio de nomeolvides, en la
calentura
del
apartamento,
una
madrugada de mayo. La mulata
holandesa la sostuvo con fuerza entre
sus manos porque vino al mundo con
prisas, su piel resbalaba de líquidos
secretos. Esta niña quiere volar, le dijo
a Rebeca, no hay forma de retenerla.
Tenía los ojos turbios de recién nacido,
pero sabios como chamanes de tribu. El
cabello de hojarasca, la nariz pequeña y
ancha, los labios gruesos. Cuando la
mulata puso a la niña en brazos de
Rebeca, ella pensó que olía a lo más
profundo de sí misma, y sintió que
olvidaba otro poco lo que ya había
olvidado. Se recreó en la calidez de su
hija, en la mirada primera, en el
amanecer de la ventana, y la acurrucó en
su pecho.
A los tres años Valentina sólo
dibujaba en el jardín de infancia unas
burbujas negras que un psicólogo
relacionó de inmediato con un trauma,
con una predisposición hostil hacia la
vida, pero cuando le preguntaron a
Valentina replicó en su media lengua que
no era otra cosa que su primer recuerdo,
la primera foto que le disparaba la
memoria de su existencia, el vientre
oscuro de Rebeca. Valentina soñaba con
él, soñaba con estar dormida dentro de
su madre. Solían jugar a ponerse cada
una en una punta del apartamento, riendo
porque casi podían escucharse la
respiración en la distancia minúscula, y
se hablaban con un dedo en el ombligo,
a través de la comunicación de la cuerda
mágica. Mami, te quiero, corto y
cambio. Y yo más, mi niñita, yo aún
más.
Valentina creció sin echar de menos
un padre, pero a partir de los cinco años
no dejaba de preguntarle a su madre por
él. Lo olvidé, le contestaba Rebeca, de
tu papá me olvidé, me dio una
enfermedad y se me murió su recuerdo.
¿Pero ya se curó, mami? Ya me curé,
pero se me fue para siempre como una
Remington que tenía por esa época, se
marchó para no volver y ahora tengo
esta Olivetti que escribe más triste. ¿Y
no se puede hacer nada, mami, para
volver a acordarse? No, Valentina, los
recuerdos no pueden vivir por sí solos
si los arrancas de la memoria. ¿Y no
habrá alguien que pueda encontrarlos?
Eso ya no lo sé.
Rebeca, en cambio, sí le hablaba a
Valentina de su padre, Jacinto. De cómo
le había enseñado a leer en la biblioteca
con las novelas de Julio Verne, sobre
sus rodillas, desvelándole también en
los descansos los misterios de los
múltiples números siete que poblaban la
habitación; de cómo le había mostrado
el mundo en un atlas de tapas verdes,
mientras su madre se convertía en la
gran Bruna Mencía y celebraba fiestas
en el pazo, lo iluminaba con farolillos, e
invitaba a los amigos ingleses de su
marido; bajaba majestuosa la escalera
con su boquilla, sus moños y sus perlas,
y Rebeca la espiaba desde el
descansillo. La veía bailar vaporosa,
beber en copas largas el líquido de oro,
y reír, y la escuchaba atragantarse con
palabras inglesas, y con nombres de
negocios que ella no comprendía ni le
interesaba. Su madre, que por aquel
tiempo había llenado el jardín del pazo
de pavos reales con la cola de abanico
abierta paseándose por donde les venía
en gana, de flamencos africanos que
teñían de rosa el horizonte del estanque
y adornaban por fuera lo que estaba
hueco por dentro.
Pero luego Jacinto se fue para no
volver jamás, le decía Rebeca a
Valentina. ¿Te abandonó tu papá?, le
preguntaba la niña. Eso creí durante
muchos años y se me secaba el corazón
sólo de pensarlo. Mi madre me envió a
un colegio interna a Madrid, donde
luego me quedé a estudiar en la
universidad y me hice revolucionaria.
Sin embargo, le contaba Rebeca a su
hija en la noche habanera, cenando en el
comedor del apartamento, una vez
durante unas vacaciones de verano se
me ocurrió disfrazarme de mi madre
mientras ella bailaba en el salón del
pazo. Subí a su dormitorio, abrí sus
cajones, rebusqué entre los armarios de
su ropa para probarme uno de sus
vestidos de seda que causaban la
admiración de los hombres, y allí las
hallé, escondidas y bien escondidas
entre las medias de cristal. ¿El qué,
mami? Termínate la yuca frita o no te lo
cuento. Valentina se mete un pedacito en
la boca. Hallé un atado de cartas que no
iban dirigidas a Bruna Mencía, sino a
Rebeca Novoa. Eran las cartas que me
había escrito mi padre a lo largo de los
años y que ella me había ocultado
haciéndome creer que él no quería saber
nada de mí. ¿Y cuántos años tenías,
mami? Come, Valentina. La noche en la
ventana con una luna gigante. Catorce
tenía, mi niña, no se me va a olvidar. Leí
todas las cartas de golpe mientras
resonaba en las paredes del pazo la
música del baile y lloré mucho. Esperé a
mi madre ovillada en su cama, con las
cartas en las manos, arrugadas de
lágrimas. Creí que soñaba cuando se
abrió la puerta y escuché su voz
adensada por el champán, y la de un
inglés que en esa lengua susurraba y reía
en el oído de mi madre. Rebeca, ella
dijo mi nombre sorprendida, y desperté
del todo. La vi con el moño medio
deshecho, el rouge trasnochado por la
madrugada y los besos ingleses. ¿Y
cómo son esos besos de las islas
Británicas? Tú termínate la cena o no te
cuento más. Los ojos de Rebeca se
pierden en la luz de la luna que entra por
la ventana. ¿Y qué te dijo, mamá? ¿Por
qué había hecho algo así? Él no te
merece, ésa fue su explicación, nada
más. Y ahora a la cama, Valentina. No
tengo sueño, mami. A la cama y no seas
desobediente. ¿Me contarás un cuento de
bosques? Pero sólo uno. Valentina se
lava los dientes, se pone el camisón y se
acuesta en su camita pequeña como de
juguete. En las profundidades del
bosque gallego, en su corazón de
castaños y robles… Allí nació la abuela
Bruna, ¿verdad, mami? Allí nació y allí
reina en su castillo de piedra, sola con
un ejército de almas en pena. Pero
mami… Ssshhh, calla, Valentina,
duérmete y no preguntes más o ella
vendrá a por ti y te entregará a los
fantasmas.
A los siete años y gracias a la
influencia de los cuentos gallegos,
donde siempre había secretos y
nostalgias que ocultar entre la bruma, y
al papá olvidado sin posibilidad de
recordar, Valentina se había convertido
en una niña observadora e imaginativa.
Continuó dibujando en cuadernos o
cuartillas que le proporcionaban su
madre o la Elefanta y, hasta los nueve
años en que comenzó su vicio de
inventar recuerdos olvidados por los
demás, pasaba las tardes pintando
padres marcianos, padres astronautas,
padres revolucionarios ataviados con la
gorra del Che, o bosques de hojas
gigantes, con ríos de aguas amarillas.
Se hizo famosa en su barrio cuando
empezó a inventar recuerdos. En el
carnaval habanero la subieron en la
carroza principal tapizada de flores que
arrastraba un burro con sombrero de
paja, cintas y cascabeles. La llevaron
así hasta la plaza del vecindario donde
había verbena en la que se bailaba, se
tocaba la guitarra, los bongos, se
cantaba el son, la guaracha, se bebía ron
entre puestos de frijoles, puerco a la
parrilla y yuca rellena y papas fritas.
Bajo un palio de lino que improvisaron
con cuatro cañas para burlar el sol del
Caribe, ella hacía uso de lo que parecía
un don, adivinar lo que los demás
olvidaban.
—Valentina, ¿dónde puse el
monedero, mijita, que no me puedo
acordar y tenía en él toda la plata? —le
preguntaba una vecina.
—Lo dejó metido en un bolso de
color blanco, el que llevaba anoche
colgadito del brazo.
—Bendita, Valentina, gracias.
Y el hombre que trabajaba de
cartero:
—Niña, por lo que más quieras,
devuélveme un trocito del recuerdo de
mi madre que se me perdió en el tiempo.
—Lo llevaba a usted a pasear al
Malecón y merendaban guanábana
mientras le contaba un cuento.
Y el cartero empedrado de lágrimas.
—Se me abrió la memoria de cuajo,
niña, tengo la fruta dulce entre los
labios, tengo el cuento de un pirata
hablándome dentro del corazón.
Pero no siempre Valentina adivinaba
gratis, en el colegio vendía a los chicos
grandes los recuerdos buenos a un
centavo, los malos a medio y los que
tenían secreto a centavo y medio. Y no
siempre su pretendida habilidad era
festejada. Lo que esta niña tiene es una
imaginación mesiánica, señora, y nada
más, le decía a Rebeca la maestra de
Valentina. No sólo va contando que su
padre es una Remington, una máquina de
escribir que se fue para no volver jamás,
que una persona puede ser engendrada
sin que medie un varón de por medio,
como
si
procediéramos
de
hermafroditas; si sólo fueran esas
barbaridades genéticas, podríamos
pasarlas por alto y compadecer a la
criatura que deja volar su mente para
curar un trauma, pero es que además
anda inventando todo el día cosas que
dice olvidaron los otros, y tiene a sus
compañeros viviendo en un estado de
fantasía perpetua que no les deja
concentrarse en las cuentas y en las
letras, que aquí los niños vienen a
aprender y no a que les hagan soñar.
Valentina, eso está mal, no inventes, le
regañaba su madre delante de la
maestra, y ella sentada en un banquito
triste, con las coletas cayéndole hasta
los hombros, y una carita que era la pura
bondad: no invento, mami, que me lo
dicen sus ojos, que lo escucho en el
vientre cuando ellos me preguntan lo que
olvidaron. Ya te dije que lo que se
olvida no se puede recuperar. Además,
señora mía, hace negocio, se quejaba la
maestra, que lleva la niña un bolsillo
cargado de monedas, vende la fantasía,
señora, y eso está peor todavía.
Valentina había empezado a cultivar
su faceta de comerciante vendiéndoles
recuerdos a los turistas. Rebeca, que
apenas escribía desde el episodio de su
Remington, había montado un puesto de
artesanía con cuadritos de arena que
pintaba de colores vivos con los
paisajes de la isla, pues apenas les daba
para sobrevivir. Solía llevarse a
Valentina, que permanecía a su lado
escrutando los ojos de los turistas. Si no
le gusta el cuadrito le vendo un recuerdo
que haya olvidado, decía la niña,
dígame de quién lo quiere, ¿de su
padre?, ¿de su madre?, ¿de su novio?
Dígame si hay algo que le atormenta,
hoy están baratos, a dólar. Y Rebeca: no
le haga caso, pero la niña insistía, y los
turistas se llevaban el recuerdo, aunque
no fuera el que en principio habían ido a
buscar. No has de hacerlo nunca más, le
regañaba Rebeca, pero esa noche había
pescado fresco para cenar en el
apartamento, mantequilla, azúcar, y con
suerte ron. Todo lo compartían con la
Elefanta.
—Ven, que la niña ya vendió —le
decía Rebeca.
Y la mulata pasaba al apartamento
con sus carnes totémicas.
Comían en una mesita redonda frente
a un televisor en blanco y negro que
sobrevivía a golpe de interferencia, pero
donde escuchaban por horas los
discursos del Comandante en Jefe que
copaba las dos únicas cadenas.
Valentina le miraba fascinada, y no se
movía de delante de la televisión hasta
que terminaba. Luego le gustaba repetir
las proclamas libertarias, porque había
comprobado que los turistas le daban
más dólares si al darles las gracias ella
contestaba, en vez de «de nada»,
liberación o muerte.
—En verdad que la niña te salió
revolucionaria, Rebeca —le decía la
mulata mientras la cogía en brazos y le
acariciaba el cabello y la llenaba de
besos.
Tenía los ojos azules y un cuerpo
tostado de Elefanta que se mantenía
firme a pesar de la gordura. Rondaba los
cuarenta y cinco. Se había hecho famosa
en su juventud bailando en los clubes
más concurridos del Caribe, con unos
huesos de contorsionista que se le
habían atrofiado en una artrosis
prematura, así que vivía de lo que fue,
exhibiendo en fiestas privadas su físico
monumental embadurnado en un
ungüento dorado, como un souvenir
inmóvil de su época de gloria, cuando
eran pocos los que la conocían por su
nombre real, Melinda van Dyck, y sí por
el artístico: la Elefanta de Oro. A
Valentina le gustaba ayudarle a
extenderse el ungüento. Había visto a su
madre
hacerlo
muchas
veces
asomándose por la rendija de la puerta
cuando ellas pensaban que dormía.
Rebeca le acariciaba las piernas de
árbol hasta más allá del final de la ingle,
la espalda donde podía tumbarse un
hombre, los pechos tersos con los
pezones de humo, las nalgas de sandía,
los brazos que habían traído a su hija al
mundo y la acunaban y protegían cuando
ella no estaba. Valentina las escuchaba
hablar, reír, ronronear como gatos. Yo te
unto de oro, Melinda, le decía, y ella: tú
dame bien por las piernas, mi amor, no
más, y con esas manitas dame masajitos
para activar la circulación, para
entretenerme el dolor y que mueva mejor
los huesos.
Enséñame a bailar, Melinda, le
pedía Valentina cuando terminaban de
ver la televisión y ella ya se había
bebido buena parte del ron que le
devolvía, por unos instantes, la dicha de
retorcerse al compás de ritmos
caribeños, con un muslo ámbar
alrededor del cuello, como una boa
gigante. Valentina la imitaba riendo, la
ventana del apartamento abierta para
que entrara la brisa nocturna de los
jazmines del patio y las palmas de las
manos convertidas en estrellas. Las tres
terminaban exhaustas. La mulata se
arrastraba a la cama de Rebeca, que
temblaba porque el ron le levantaba las
mantas de la memoria, y temía mirar los
ojos pardos de Valentina, temía que la
niña viera algo que ella intuía no debía
ver, algo que luchaba cada día por que
permaneciera en la ciénaga del olvido.
No pasa nada, mi amor, le decía la
mulata en el rumor del papiamento, tras
acostar a Valentina en la camita mueble
del salón, y la tomaba entre sus brazos y
la besaba para que en su memoria sólo
estuviera ella, Melinda, con sus carnes
doradas y su querida niña. Pero
Valentina a veces se levantaba y se
acurrucaba entre ellas: no puedo dormir,
se quejaba mañosa. Rebeca le
acariciaba el cabello y le contaba un
cuento que sucedía en un paraje
exuberante, verde, más allá del
Atlántico, donde vivía una mujer con los
ojos de colores que vendía a las niñas
mentirosas a los ogros y las ánimas en
pena.
10
Pesadillas de reina
Hace años que el invernadero del
pazo se ha convertido en una selva
íntima. Los cristales engarzados en
hierro blanco tienen agujeros por donde
entra la lluvia, pero mientras tanto yace
en su transpiración silenciosa. Respira
por sí mismo, con un perfume a
orquídeas jugosas y un latido de
humedad perenne. En otros tiempos
reinaba el orden de las manos del
jardinero, y las plantas se extendían en
filas con una belleza marcial. Ahora
crecen a su capricho. Se les ha
asilvestrado el carácter y reniegan de la
obediencia de antaño. Se extienden en
ramas dichosas por todas direcciones,
han invadido el techo, las paredes
traslúcidas, y juegan a golpear los
cristales con la punta de los tallos. A
veces parece que el invernadero va a
estallar, que los cristales no podrán
contener tanta exuberancia. La poda me
recuerda a la educación, suele pensar
Bruna; te dan forma, te doman, te indican
por dónde debes crecer, o al menos lo
intentan. Ahora mando yo, hace muchos
años que mando yo, y hasta los
fantasmas tienen que obedecerme.
Valentina se ha ocultado en el
invernadero huyendo del desconocido
grande y de su abuela, tras una mata de
orquídeas violeta. Aspira el aroma de la
planta.
—Mami —le susurra a la cuerda, la
acaricia con los labios—, este olor me
trae a la memoria cuando llovía a mares
en La Habana y la tierra se abría en
agujeros, en surcos. Mami, ven a
buscarme, mami, no me abandones. Que
no me lleve quien no conozco. Tengo
miedo de este país aunque sea el tuyo…
—Tú eres la de Cuba. Se te nota
porque tienes la piel igual que el café
con leche que se toma mi padre por las
mañanas.
Valentina da un respingo. Hay un
niño a su lado, alto como una torre de
castillo desde la que se vigila a los
enemigos del mar. Con los ojos de agua,
pecas en los pómulos, la barbilla de
yunque. No sabe de dónde ha salido. Lo
ha escupido una planta carnívora y ahora
es él quien desea morder a otros. Le
sonríe torciendo la boca. Le asoman los
colmillos de hielo. Ella retuerce la
cuerda entre los dedos y dice:
—Así que tu padre bebe niñas.
—Ja, ja. Te queda grande el abrigo.
—Y a ti el cuerpo.
—Ja, ja. Así que tú eres la que viene
a heredar, a quedarse con todo lo que
pueda. No pareces gran cosa.
—Yo no quiero nada de este reino
de muertos ni de ninguno. Así que te lo
puedes quedar, seas quien seas, que yo
nací para la revolución, nosotros no
heredamos, sino que todo nos lo
ganamos luchando.
Piensa en la escalera que sube a su
apartamento en La Habana, en las
proclamas de libertad y lucha que se ven
entre la ruina de los desconchones de
cal, piensa en la mulata con la lengua
consoladora de papiamento, en la
hamaca del patio de jazmines, en el pelo
rojo de su madre, en esa voz nocturna de
los cuentos gallegos.
El niño tiene alrededor de trece años
y un flequillo que le cae ladeado por la
frente, ocultándole en ocasiones uno de
sus ojos fríos.
—Es mi padre quien debería heredar
este pazo.
—Y a mí qué con esta casa triste…
—Se enrosca y desenrosca la cuerda
entre los dedos—. Pero ¿acaso tu padre
nació con un lunar en el ombligo?
—Anda con la que sales, niña…
Ésas son cosas de locas. Claro que tú
debes de estarlo también como muchas
mujeres de la familia, pues ¿no le
estabas hablando a esa cuerda? —La
señala con desdén.
Valentina le da una patada al niño en
la espinilla y sale corriendo del
invernadero. Quiere alejarse del
laberinto donde está ese hombre grande
con su abuela y resguardarse en algún
lugar secreto del jardín. Pero escucha a
su espalda la voz de leopardo del día de
su llegada.
—¡Valentina, ven aquí!
Siente en la piel la mirada de dos
colores, el amarillo felino, el negro
exigente. Se acerca despacio a su abuela
y al hombre, que la mira de arriba abajo
con los mismos ojos que el niño del
invernadero. Éste no tarda en llegar a su
lado.
—Papá, tenemos a otra loca. Habla
con una cuerda, mami, mami, la llamaba
—dice con gesto de burla.
Bruna mira con dureza al hombre
grande. Se llama Uxío y es el hijo de
Roberta. Vive en Ourense con ese niño
suyo que se parece tanto a él, como si
Dios se hubiera propuesto hacer un
pequeño doble de un ser que Bruna
desprecia sólo para castigarla.
—A ver si le enseñas modales a tu
hijo —le dice mientras Valentina huye
en dirección a la avenida de sauces y
sicomoros, a la avenida que recibe y
despide a las reinas.
—Te ha salido asustadiza tu nieta
cubana —responde Uxío, y sonríe con
una mueca de satisfacción.
—Está mejor educada que tu hijo, se
cree con derecho a todo.
—Y lo tiene.
—Eso ya se verá —responde Bruna
encendiéndose un cigarrillo—. Te has
dado prisa en regresar al pueblo, muy
rápido te has enterado de la llegada de
Valentina.
—Uno está bien informado. —
Sonríe otra vez—. Pero vamos al asunto
que nos ocupa: mañana sin falta me la
llevo, que esté preparada para el
mediodía. —Carraspea con autoridad y
se mete las manos en la gabardina.
—Por mí llévatela ahora mismo…
¿acaso crees que yo quiero tenerla?
Bruna echa sus trenzas hacia delante,
quedan robustas sobre el visón y el niño
retrocede. Le recuerdan a dos
serpientes, dos boas de nieve capaces
de tragarse, si no a un hombre, a un
adolescente entero.
Uxío abandona el pazo con su hijo.
Conduce un Peugeot oliva que Bruna ve
alejarse hasta desaparecer tras el arco
de los tilos. Se desabrocha el visón
blanco, está acalorada, y camina
apoyándose en el bastón con la
empuñadura de plata.
—¡Valentina, Valentina! —llama a su
nieta—. ¡Valentina, Valentina!
Su nombre retumba por todo el
jardín del pazo. La niña lo siente rebotar
en el agua helada de los estanques como
una piedra que vuela a saltos y
finalmente se hunde. Lo escucha
enredarse en los brazos largos de los
sauces, en los sicomoros que lo sellan
en su mutismo de sarcófago, Valentina,
Valentina, se enrosca en los pináculos de
porcelana azul, sobrevuela sin detenerse
el jardincito de Amelia Lobeira,
zigzaguea perdido en el laberinto de
reina, se alimenta de los grelos de la
huerta, se hace más fuerte, más colérico,
Valentina, más que un nombre es ya una
orden, un mandato, una obligación.
Valentina no quiere ser Valentina en
aquel jardín extranjero y camina por él
sin más rumbo que la huida.
Pasan varias horas hasta que la niña
se topa con la capilla del pazo, solitaria
más allá del estanque. El sol se ha
abierto camino entre las nubes, pero su
fuerza comienza a debilitarse y la luz se
encorva lentamente hacia el ocaso. Su
nombre ha desaparecido. Antes de que
se desvaneciera del todo, lo escuchó
también en la voz de la criada vieja,
Petriña, las letras eran más pequeñas y
parecían vestir el luto plañidero. Le
rogaban: rapaciña, vuelve a casa que a
tu abuela le crece cada vez más el
enfado,
vuelve,
que
no
está
acostumbrada a que la desobedezcan,
aquí hasta las camelias florecen cuando
lo dice ella, y se tiene hambre sólo si lo
manda; rapaciña, no seas así, que como
se te haga de noche se te va a helar hasta
el alma.
Ya sólo queda el silencio del jardín.
La dictadura del viento. El discurrir del
agua. Valentina siente las tripas vacías.
No ha comido desde el desayuno, y debe
de ser ya la hora de la merienda. A
pesar de que arrastra el visón negro, un
temblor siempre la acompaña. Sabe que
por mucho que se abrigue, por mucho
que busque refugio en aquella capilla de
piedra que se alza frente a ella, no
dejará de temblar hasta que regrese a La
Habana. Aun así decide aventurarse a su
interior. La puerta de madera con
tachones de hierro cede al primer
intento. Recibe a la niña una corriente
de hojas secas, una bofetada gélida en
cada mejilla. La luz que entra por las
ventanas ojivales de los muros se va
afilando conforme cae la tarde, y deja en
la estancia un color azul. Hay un rosetón
con vidrieras de arcoíris en lo más alto
de la pared opuesta a la del altar. Se
puede subir hasta él por una escalera de
caracol. En los tiempos de gloria del
pazo, aquellos en los que José Novoa
aún no había iniciado una guerra contra
Dios, era el lugar destinado al coro.
Bruna lo había formado de nuevo
durante los años de las fiestas con los
ingleses y los pavos reales y los
flamencos rosas; doce mujeronas del
pueblo y un labriego tenor, bajo la
dirección de un seminarista venido
desde Ourense, arrancaban a la
rusticidad de sus gargantas estertores
místicos. Pero sólo quedan los atriles
lisiados en una esquina, uno sobre otro,
en una montaña de abandono, y
partituras que a veces vuelan solas por
el aire secreto de la capilla junto a las
hojas secas.
Valentina sube despacio la escalera,
apenas queda claridad para distinguir
los peldaños. Cuando llega al pisito de
arriba, a la tarima de cielo que da
vistas, ve el altar y su retablo de volutas
doradas que encargó una marquesa con
caprichos barrocos; ve la pila de granito
bautismal donde el padre Felicio bautizó
a Jacinto Novoa usando los óleos de los
muertos; ve dos esculturas de santos
vestidos con terciopelos carmesí, pero
decapitados por un horror desconocido;
ve las cabezas de los santos como
pelotas de fútbol arrinconadas entre la
mugre y las telarañas, y en el suelo de
piedra gruesa, próximo al desvarío oro
del altar, unas manchas grandes y
oscuras. Valentina siente un escalofrío.
Para distraerse de las manchas, la niña
finge que se encandila con el fresco de
ángeles pintado en el techo. No da
resultado. Abandona la tarima de
aleluyas y glorias, de réquiems y
villancicos, con el único propósito de
acercarse a las manchas. Le sale vaho
de la boca y se frota las manos para
calentar la desolación que le ha caído
encima de repente. Alguien ha entrado
en la capilla recientemente, hay una vela
a la mitad en el candelabro del cirio
pascual, y una caja de cerillas de un
restaurante de carretera por la que no ha
pasado ni la humedad ni el tiempo.
Valentina enciende la vela y se
acerca a las manchas. Las observa
haciendo pucheros. Son de sangre,
sangre seca que no se puede limpiar. No
sabe si la mancha de sangre de su madre
aún resistirá en una calle de La Habana
Vieja. Los coches pasan por encima y
las suelas de los zapatos y las sandalias
de los viandantes, y las guaguas impías
de las que cuelgan racimos de gente, y
las patas de los perros callejeros y de
los perros con amo, meándose sin
ningún respeto sobre la sombra de una
muerte. Durante semanas, Valentina se
escapó del colegio para apostarse en la
calle de la tragedia. Ay, no la pise,
señor, decía, ni usted, señora, por lo que
más quiera, no me pise la mancha de mi
madre. Y se quedaba sorda de llorarlo
todo y no escuchaba los cláxones de los
coches que la esquivaban como podían
haber esquivado a su madre, esa tarde
de lluvia, la marabunta que la dejó con
el cabello rojo en abanico de desgracia.
Pues esa tarde no había coches, sólo el
mercadito de arte con los puestos de
artesanos bajo las nubes negras.
Valentina sopla la llama y la apaga. En
el delirio del pasado, siente la lluvia
caribeña dentro de la capilla y el
silencio, roto tan sólo por sus pasos, le
parece turba cubana, y las manchas
próximas al altar, de rito o sacrificio
pagano, la sangre de su madre que suele
ver en sueños. Y llora tapándose los
oídos, cantando la canción que entonaba
con la Elefanta aquella tarde aciaga
mientras jugaban a pasarse de la mano
de la una a la de la otra un cordelito
rosa, que enredaban en zigzags y
desenredaban para matar el tiempo sin
pensar que era otra la muerte que
rondaba.
Se abre la puerta de la capilla, pero
Valentina no puede oírla. Ay, mami, no
me dejes nunca. Llora, moquea, aferrada
a la cuerda que la mantiene en pie. Ay,
mami, ven a buscarme a este lugar tan
frío, a este lugar de muertos o que se van
a morir bien pronto. Ay mami, ven. Toda
hecha lágrimas, por eso no puede ver al
joven de cabellos dorados que se le
acerca y extiende hacia la niña unos
brazos sensibles, flacos. Valentina, dice
su nombre el joven, pero la niña sólo ve
la tarde de feria, la lluvia, la turba, el
rojo del cabello de su madre, el rojo del
jersey del joven, que la llama, y ella le
oye desde tan lejos que cree que él es el
sueño y la realidad, la desgracia que ha
de volver a vivir y para no vivirla más,
se desmaya.
Sale el joven de la capilla con la
niña en brazos. Le pesa porque está
acostumbrado a la ligereza de los peces
de oro. Es el joven que se ocupa del
estanque. Bruna lo ha enviado en busca
de su nieta. Casi pesa más el visón
negro que Valentina. A la niña le cuelga
un brazo y el cabello se bambolea al
ritmo de su caminar. Poco a poco se
hunden en la tarde camino de la casa.
Cuando Valentina despierta se halla
en su cama de sábanas celestes.
Reconoce la habitación y a la vieja
criada que hace calceta sentada en una
silla. Le teje bufandas y jerséis al joven
de los peces. El rojo que llevaba puesto
se lo ha hecho ella.
—Niña, no vuelvas a desobedecer a
tu abuela —le dice juntando las dos
agujas como si fueran una lanza—. Si
ella te llama, tú vas. Se ha tenido que
acostar, pero mañana la regañina no te la
quita nadie. Ay, rapaciña, con lo que ella
te ha esperado. Bueno, ¿te encuentras
mejor?
—Un poco. —Se acurruca entre las
sábanas.
—¿Y hambre tendrás?
—Hambre, sí. —Valentina se sienta
en la cama.
—Claro, como que no almorzaste.
Te he preparado un guiso de lentejas con
carne. Pero otra vez si te portas mal no
cenas, así son las cosas en esta casa.
La vieja criada guarda su calceta en
un saquito de tela y acerca a la niña una
bandeja que tenía preparada en la mesa.
Destapa la cazuela y un aroma sabroso
se extiende por la habitación
reconfortando a Valentina.
—Me lo voy a comer todo.
—Buena rapaza, así me gusta.
Petriña mira el reloj.
—Se me hizo tarde. Me voy a dar de
comer al trasno que luego no me deja
dormir.
—¿Qué es un trasno? ¿Su mascota?
Ríe Petriña y echa hacia atrás la
giba nocturna.
—El trasno es un duende.
—¿Un duende? —repite Valentina
abriendo mucho los ojos.
Petriña mira un instante por la
ventana buscando en la noche un
cómplice de la historia que se dispone a
contar. Baja la voz y se esfuerza en
ponerla ronca.
—Aquí en Galicia les decimos
trasnos a los duendes sinvergüenzas que
se meten en las casas.
—¿Y para qué se meten en las
casas? —Se lleva a la boca una
cucharada de lentejas.
—Pues yo qué sé, niña, para
molestar, para hacer la vida imposible,
porque al que anda suelto por el pazo si
no le echo bien de maíz en el suelo para
que se entretenga recogiéndolo y
comiéndoselo como una mísera gallina,
se pasa la noche haciendo travesuras:
rompe platos, golpea unas cosas contra
otras, lo que sea con tal de no dejar
dormir.
—¿Y le ha visto alguna vez, Petriña?
—¿Al trasno? De refilón. Son
tímidos encima los muy… Me voy que
se me calienta la boca, carajo de
seres…
Petriña sale de la habitación con su
saquito de calceta colgándole del brazo
y echa la llave de la puerta.
Cuando Valentina termina la cazuela
de lentejas, se levanta y comprueba que
está encerrada en la habitación. Se
acurruca de nuevo entre las sábanas
aferrándose a la cuerda de su madre
para intentar dormir. Es una prisionera.
Le da miedo ese cuarto, le pone triste
porque es tan solitario que hasta las
paredes parecen llorar. Ay, mamita, si
estuvieras a mi lado ahora para decirme
un cuento de los de antes de acostarme,
o mejor uno nuevo, mamita linda, que
ahora estoy dentro del que solías
contarme y tengo más pavor que cuando
lo escuchaba, invéntate uno en el que
pueda encontrarla, donde no se crezca,
mami, donde no pasen las cosas malas.
La niña se duerme hablando con su
madre hasta que un ruido en la puerta
hace que se despierte sobresaltada. Es
una noche de cielo blanco, como mojado
en leche. Valentina se sienta en la cama,
el ruido cesa durante un momento, pero
se escuchan en el pasillo golpecitos en
la pared, toc, toc, y de nuevo en la
puerta. ¿Y si es el trasno de Petriña?, se
pregunta, ¿y si no le ha echado
demasiado maíz y anda suelto por la
casa sin dejar dormir? La niña tiembla,
la llave gira, cri, cri, con un lamento de
animal herido, el picaporte baja, quiere
entrar: ¿el trasno de Petriña, el espectro
que le envía su abuela por portarse mal
o su propia abuela convertida en
fantasma? Se dibuja una rendija de luz
en el suelo, amarillenta, silenciosa,
luego un ayyyyyy desgarrador, la puerta
se abre del todo, Valentina chilla, se
esconde debajo de las sábanas, alguien,
algo, ríe, es una risa de piedras, de
catarata, y otro ayyyyyyyyy inmenso, y
luego una voz con aliento de tumba:
—Que se me llene la carne de
flores, que me coma enterita el bosque.
Otra carcajada le borbotea en la
garganta mientras camina hacia la cama.
Pasos en el estómago de Valentina, en el
corazón que le asoma por la camisa de
dormir, en la boca donde le brota un
ruego: mamita, venga a sacarme de este
cuento, o de esta pesadilla que me
ahoga, despiérteme, mamita, si es un
sueño o mándeme a Melinda a
buscarme, que ella tiene los brazos
fuertes. Sale de debajo de las sábanas y
por todo espectro, espíritu, duende o
fantasma, Valentina ve una cabellera
lunar, encrespada, viva, que va de la
cabeza a los pies como velo de novia.
Una mano huesuda sobresale por ella,
sostiene una palmatoria con una vela.
Bajo su resplandor quimérico, la niña
descubre los labios viejos, el rostro
envenenado por las arrugas y las hebras
de pelo, los ojos en insondables
cuencas. Valentina salta de la cama y
corre hacia la puerta. La cabellera la
sigue. Viste un camisón blanco, largo,
viste quizá vaporosa mortaja.
—Tú, que quieres quedarte con lo
que no es tuyo —increpa a la niña, y una
saliva espesa se dispersa de rabia. Y
luego ríe y canta—: ¡Que se me llene el
cuerpo de flores, que me coma enterita
el bosque, la, lará, lará, lará!
Valentina avanza por el pasillo todo
lo deprisa que le permite el miedo,
siente las piernas densas como carne de
sueño, de pesadilla inmóvil.
—Has venido aquí para quedarte
con todo, pero no es tuyo, impostora.
Vete, vete —escupe la cabellera—, la,
lará, lará, que se me llene la carne de
flores… que me coma el bosque…
Despiértame, mami, despiértame,
que la vida se me escapa de miedo.
Valentina no sabe adónde dirigirse, no
sabe dónde ponerse a salvo, tropieza
con la alfombra de la escalera de
castaño y está a punto de caerse, la
cabellera la alcanza:
—Ladrona —la señala con el dedo
de hueso—, ¿tú también crees que vas a
poder ser reina?
La noche se derrama por las
ventanas del pazo mientras Valentina
busca en el pasillo del primer piso el
dormitorio de Petriña, pero todas las
puertas que encuentra están cerradas con
llave. Dice el nombre de la criada con
voz trémula, sin obtener más respuestas
que las carcajadas de la cabellera, que
su la, lará, lará infantil. La niña baja la
escalera hasta llegar a la primera de las
estancias en las que se divide la cocina.
No se detiene, pues es la de los
esclavos, y en el frenesí le parece
escuchar los cánticos tropicales de
labios gruesos, las maldiciones y los
encantamientos primitivos que no limpió
el rencor ni el detergente de tres siglos.
—Petriña, Petriña —llama a voces a
la vieja criada.
En la segunda estancia, la de los
azulejos blancos, iluminada por el
resplandor de las brasas del hogar
donde antaño hervían los pucheros,
encuentra a Petriña en la silla baja,
durmiendo el orujo de una botella
vencida sobre las baldosas, sola, sin
más rastro del trasno que unos granos de
maíz cerca de sus pies.
—Petriña, ay, despierte que me
sigue no sé qué, Petriña, que me dice
cosas feas. —La zarandea por un
hombro, le menea la borrachera, pero la
vieja criada es inmune a toda vida que
no sea su dormir.
—Sí, ama, no, ama —murmura sin
despegar los ojos.
Valentina escucha de nuevo el la,
lará, las carcajadas. Huye de la cocina y
alcanza el recibidor. Se queda mirando
un instante el cuadro de su abuela, Bruna
Mencía, las perlas de óleo que aún le
rodean el cuello, los ojos de leyenda;
después se esconde bajo una de las
sábanas que cubren los muebles.
—Crees que no voy a poder
encontrarte porque estoy vieja, la, lara,
lará, pero te huelo, te huelo. —Entra la
cabellera en el recibidor y levanta una
sábana tras otra con una mano que ya es
garra, hasta dar con Valentina—. Te
atrapé, usurpadora. —Se estremece de
risa y bajo el camisón, los que fueron
unos pechos inmensos se desparraman
de gozo.
Ay, mamita, despiértame ya de esta
pesadilla, ruega Valentina agarrando su
cuerda. Se dirige aprisa a la escalera,
cuando frente al óleo de su abuela la
encuentra a ella, Bruna Mencía, en
camisón de encaje y perlas, peinada con
las trenzas de la civilización, con la piel
rosada en las mejillas.
Bruna de carne y hueso que abre los
brazos y Valentina se refugia en ellos.
—No temas —le dice, le acaricia el
cabello—. No temas.
La niña se acurruca en el camisón
crujiente, en el perfume de tabaco, de
camelias blancas, y por fin llora.
—¿Esto es un sueño? —pregunta
Valentina.
—¿Por qué habrías de soñar?
Estamos las dos bien despiertas. Abre
los ojos y no temas. Ella no es más que
una loca, no es más que lo que queda de
mi hermana, mi prima: Roberta.
11
Roberta, la prima que quiso
ser madre
—¿Te crees el ama del pazo, eh,
Bruna? Me regañas porque asusto a tu
nieta, a tu heredera, y quieres
encerrarme otra vez en el dormitorio de
las locas, en el más alejado de ti, pero
ni siquiera en él podrás olvidarme —
dice Roberto.
—Cállate y vete a donde te
corresponde o te pongo a dormir en el
jardín, o te saco de los pelos al bosque.
—No mandes tanto, Bruna.
—Yo mando lo que quiero.
—Ya no por mucho.
—No lo verán tus ojos que se han de
morir primero porque eres más mayor y
más malvada.
—Eso ni lo sueñes, que me agarro a
la vida con una dentellada, y serás tú la
que te vayas primero.
—Eso lo veremos, que a mí no me
gana en determinación ni la propia
muerte.
La habitación de Roberta está en el
sótano, al que se accede por unas
escaleras que parten de la cocina. Es
húmeda aunque la calienta un radiador
eléctrico. Tiene roto el termostato y hace
un ruido monótono como el de un
moscardón. Hay una cómoda con
cajones para guardar ropa y a su lado,
en la pared, la marca negra de lo que fue
un espejo grande que Bruna ha ordenado
quitar, así que te jodes sin mirarte, loca,
más que loca, los espejos son sólo míos.
Bruna encierra a Roberta en la
habitación y sube a la cocina. Ha dejado
a su nieta junto a Petriña, a quien ha
despertado de un grito, despejándole la
borrachera. Toma a la niña de la mano y
la lleva a dormir con ella. La acuesta en
su cama mundo una vez que ha retirado
los cojines del trono, la arropa con las
sábanas de hilo, le acaricia las mejillas,
le dibuja caracolas, espirales, así le
hacía a tu mamá hasta que se dormía
cuando era muy chica, así le hacía en sus
cabellos rojos hasta que el sueño la
vencía.
Mientras tanto en la habitación del
sótano, tumbada en su lecho pequeño,
frente a una ventana por la que se ve la
hierba del jardín, Roberta se arropa con
su cabellera blanca.
—Si ya no quieres hablarme ni
hacerme compañía en la noche amarga,
qué me importa, Bruna —dice
poniéndose de lado en el lecho—. Yo te
hablo aunque no estés y te cuento lo que
me da la gana. Con lo viejas que
estamos, míranos esta noche al lado de
esa niña, pero la ternura que me da
verte. —Sonríe con las encías
sanguinolentas y sin dientes—. A veces
me pregunto qué hubiera sido de
nosotras, Bruna, mi prima, que te traté
como a una hija y te quise como a una
hermana, si nunca hubiéramos ido
aquella tarde a la meiga. Si mi madre, tu
tía Angustias, no se hubiese empeñado
en que nos dijera la ofensa de nuestros
destinos que ella quería convertir en
suyos. Que la mujer desciende también
de la estirpe de Caín, y por mucha
costilla que pretendan llamarnos bien
sabemos empuñar un arma. Cuántas
veces me he lamentado en los últimos
años de lo sucedido, cuántas hasta que
se me derritió la memoria en el fango de
la locura. Consciente soy de ello en
momentos de lucidez como éste donde
me da tregua, y la razón me dice por
dentro: loca, loca, loca, que alguna tuvo
que heredar la maldición de la abuela
Tomasa, y a mí me tocó todo lo que tú no
quisiste o lo que no hubieras querido
nunca.
»¿Recuerdas, Bruna, lo que le dijo
mi madre a la meiga?: Trouchiña,
échales las cartas a mi hija y a mi
sobrina, a ver si alguna me va a quitar la
miseria que tengo encima y va a ser algo
más que una borracha como yo. —Ríe a
carcajadas—. Aunque la Troucha era la
meiga del pueblo, vivía y ejercía el
oficio en esa casa de piedra
desvencijada del claro de robles. Era
mujer vieja y de sabiduría aprendida de
la vida, de la naturaleza, del mucho
tratar con las personas y observar sus
ojos, sus manos o sus almas en busca de
destinos, eso decía madre. Contaban,
acuérdate, que tenía un olfato
privilegiado para la desgracia, la olía en
las miradas y en las carnes como se
huelen los guisos sabrosos o las mierdas
de vaca, ella misma lo decía riéndose
con la boca abierta que sólo le
aguantaba ese único diente carnívoro.
Llevaba tantos años en la profesión de
los hados y las magias que muchos la
creían inmortal. Sólo el Juanchón, ese
hijo que adoraba, le recordaba que fue
mujer con ocupación distinta a la de
rebuscar en la vida de otros. Pero ya
sabes que se rumoreaba que el marido
era mal hombre y de los que dejan los
huesos rotos al decir adiós.
»Era la tarde del 26 de febrero, lo sé
bien, del año, echa tú las cuentas, doce
tenías tú y yo diecisiete, cuando la
Troucha vio entrar en su casa a
Angustias, la del orujo puro, como
llamaban a madre, con nosotras dos, las
rapazas que le había entregado un mal
destino. Lo primero que se le pasó por
la cabeza a la buena meiga, eso te lo
garantizo, Bruna, fue la venganza.
Habían pasado los doce años que lucías,
la niña con los ojos de dos colores y el
cabello con las ondas como las hojas de
roble. Pero al Juanchón no se le había
pasado ni se le pasaría nunca la cojera
que le dejó el linchamiento del pueblo, y
el ojo tuerto por haber sido sospechoso
de catar sin permiso de ellos, o de Dios,
las mieles carnales de tu madre, la
Santiña, que finalmente la llevaron con
tu nacimiento a la muerte.
»—Mira que tú no me defendiste —
le dijo a madre mascando el diente de
rencor.
»—Y qué iba a hacer yo, Trouchiña
—respondió ella—, más que grité que el
Juanchón era inocente de violar a mi
hermana no lo gritó nadie, pero tú sabes
que cuando el pueblo se pone en marcha
es como un río desbordado, se les
enciende la bilis de sangre y el furor que
alberga sus entrañas les sale a
borbotones de palos. Pero te traigo
dineros para que lo olvides todo.
»—A buenas horas, doce años
después, Angustias, que ya se me podía
haber muerto el hijo, o habérseme
olvidado la pena, que no ha sido así.
»—Ay, meiguiña, tú que eres
cartuxeira —le lloraba la lagarta de
madre— y la mejor que se conoce…
»—Déjate de adulaciones, Angustias
y enséñame cuántos son esos dineros.
»—Éstos —dijo madre sacándose
del bolsillo de la saya un puñado de
monedas—, y esta botella del mejor
orujo que se ha visto en esta tierra. —Y
me dio un empujón para que le entregara
todo a la meiga.
»—Esta muchacha tuya, Roberta se
llama, ¿no?
»—Hija de mis entrañas es.
»—Pues tu Roberta ha heredado tu
mismo cabello y el de tu madre, la loca
Tomasa —le dijo la Troucha mirándome
con sus ojos de animal muerto.
Roberta ríe mientras se acaricia la
cabellera que le sirve de manta. Siempre
tuvo el pelo crespo como la espuma de
un perro rabioso, negro y bien negro en
la juventud, que le creaba alrededor del
rostro una aureola de oscuridad, en
cambio ahora parece caldo de nieve. Su
nariz es ancha y los ojos grandes y
redondos de cuentas de collar, con la
mirada triste en la época que fue con
Bruna y su madre a ver a la meiga. Por
entonces tenía la barbilla cuadrada de
hombre, del leñador que fue su padre,
pero el cuello fino como antesala de
unos pechos rebosantes, preparados
desde su nacimiento para la maternidad,
pechos de carne blanca, dura, que se le
salían de la blusa si se descuidaba.
—Qué miedo me dio la meiga,
Bruna, cuando la miré de frente tras
empujarme madre a sus fauces —dice
Roberta mirando por la ventana del
dormitorio del sótano—. Pero ya desde
el primer instante le habías interesado
más tú, hija de santa y de padre
desconocido, que el Juanchón era un
infeliz y además indigno de emparentar
contigo, con lo hermosa que yo te había
criado hasta que me dejaste, pronto
quisiste volar de mis manos como si tu
padre hubiera sido el viento y tú pájaro
que vas a encontrarlo, cuánto te he
querido, si la Troucha te llega a hacer
daño por vengarse en tu carne del
pecado de tu madre, por no quitarle
culpa al Juanchón que le costó el
linchamiento y confesar de quién eras tú,
la hubiera estampado la botella de orujo
en la cabeza, la hubiera ahogado con mis
dedos ásperos que eran instrumentos de
campo, por mucho temor que me causara
su diente depredador, su mirada
maquiavélica de barro, pero cogió el
orujo, me hizo a un lado y se dirigió a ti.
»—Empiezo por ésta, Angustias —
dijo.
»Y madre:
»—¿Has olido desgracias?
»—Desgracia y gracia casi a partes
iguales.
»La casa de la Troucha sí que olía a
todo lo vivo y todo lo muerto, Bruna —
dice Roberta riéndose nuevo—. Ojalá
quisieras escucharme. Qué más quisiera
yo que compartir mis ratos de cordura y
nostalgia contigo. —Suspira—. Había
en casa de la meiga ratones colgados de
unas cuerdas por las cabezas, ahorcados
para meterlos en hechizos, y una pata de
cabra mohosa, y sapos sujetos en hilera
por las ancas secas y ramas de tojo en
abanicos floridos de una pupila tuya.
Humeaba en el hogar una cena donde
nosotras imaginábamos flotar pedazos
de difuntos, y no habría más que
judiones, digo yo, y algún cachelo para
hacerlos más deliciosos, pero a esa
primera hora de la tarde, por las
ventanas pequeñas de la casa, se
escurría una claridad marchita, el humo
del puchero era neblina que lo
impregnaba todo y el fuego del hogar
dibujaba sombras en las paredes sucias
de lluvia. Se nos cruzaron los ojos en
una mirada de hermanas, de esas que
dicen me tienes si hace falta, no temas, y
la otra se acuna en las palabras sin voz,
sin letras, estamos juntas, nos
consolábamos, y por la noche, si
sobrevivimos a esta Troucha y madre no
nos muele a palos, vamos a ver las
estrellas del cielo tan bonitas que no
pueden existir, o sólo existen para
nosotras. Luego la meiga te ordenó que
te sentaras en una silla mugrienta frente
a la mesa, que era el pilar de la estancia.
La mesa con manchas de recetas
domésticas donde partía el hambre de
ella y de su hijo, y el de gentes como mi
madre, hambrientas de saber lo que no
se debe porque te puede costar un
precio, donde había plumas de gallina, o
de pollo y restos de hierbas y pegotes de
bálsamos que fabricaba con el esmero
de la codicia. Mi recuerdo es fresco
ahora de vieja, más que de joven, y
escapa a la contaminación de la locura.
La Troucha: con los pelos amarillentos
como si la vejez los tiñera de grasa de
animal, hebrosos, la nariz de garrote y
las manos dentro de aquellos guantes de
lana de oveja que le dejaban las yemas
fuera, las uñas de puñal, de garra de
bestia, cogió una baraja de cartas, que
para eso era cartuxeira. En los naipes
veía mejor que nadie lo que está por
llegar o lo que ya llegó y no se olvida.
En sus naipes acartonados con dibujos
de animales retorcidos, animales de
leyenda, y seres cuya existencia nos
parecía imposible. Te hizo cortar la
baraja y poner sobre ella la palma de la
mano derecha. Desea, desea, te dijo con
la mirada encendida por el ritual, desea
lo que para ti habrá de ser o será, y te
sonrió saliéndosele el diente entre los
labios. Madre se frotó las manos, espero
que lo que la vaya a ocurrir haga honor a
su procedencia, le dijo con sus anhelos
de duros y perras. Echó la meiga una
carta tras otra, distribuyéndolas en tiras
de destino, hum, decía, y otro hum, y tú
con la mirada puesta en ella, en mí, en
madre que se frotaba la impaciencia.
¿Qué, qué ves, Trouchiña sabia?, le
preguntaba madre, ¿hice bien en no
matarla? La meiga le chistó para que se
callara, y siguió carta tras carta.
Ladeaba la cabeza, se rascaba la
barbilla con pelos de chivo. Sacó un
naipe de una mujer de otra época, de
otro mundo que no era el nuestro,
ornamentada con la fantasía de la
riqueza.
»—Ajá, enséñame el ombligo —te
ordenó la meiga—. Tiene una señal, la
tiene, ¿verdad? —le preguntaba a
madre.
»Y ella qué iba a saber si no te bañó
en su vida, Bruna. Si era yo la que te
metía en el barreño o te pasaba un paño
para que no te comiera la mugre de estar
viva, para que no hedieras como las
gallinas y los lobos te confundieran con
ellas.
»—Vamos, enséñame el ombligo,
pequeña —insistía.
»Doce años tenías y las teticas te
iban creciendo de a poco. En esa época
parecían las de una perra. Madre te bajó
el vestido roto hasta que surgió tu
ombligo, ansiosa, buscando lo que ella
no había visto hasta entonces. Te
brillaron las teticas bajo el fuego del
hogar, te las templó la bruma del
puchero, pero nada eran comparadas con
el lunar redondo, piojoso, como una luna
negra. La Troucha se mojó la yema
derecha del dedo corazón en su saliva
viscosa, y la frotó por tu ombligo
dejándotelo pegajoso, de caracol, pero
limpio para que resplandeciera tu señal
oscura como abismo.
»—¿Desde cuándo tiene la marca?,
¿nació con ella, verdad?
»Madre se apoyaba en su silencio
mientras la Troucha te tocaba y retocaba
el lunar de tu destino, así que respondí
yo, que era quien sabía todo sobre ti: lo
tiene desde que la alumbró su madre,
Marina, la Santiña, bien que le froté por
si era la mierda de cabra seca sobre la
que había nacido, pero no se le fue, a no
ser que se le metiera el excremento en la
piel, y dejara allí por siempre su dibujo
de miseria.
»—Miseria le queda poca por vivir
—respondió la meiga—, tienes el
mundo pintado alrededor del ombligo —
te dijo echándote una mirada de gloria.
»Y luego a madre:
»—Ésta te va a sacar de pobre. Ésta
va a ser reina.
»Madre
se
quedó
idiota,
boquiabierta.
»—¿Como la reina de España? —
preguntó.
»—No, mujer, es un decir, pero
lleva la ambición escrita en uno de sus
ojos, el más oscuro, el amarillo le hará
flaquear a veces, pero está bien claro en
el ombligo, en los naipes, y huele a la
desgracia opulenta, a la desgracia de los
grandes, a semillas tostadas y pimentón
rancio. Poca hambre vas ya a pasar —te
decía la meiga—, comerás asados y
dulces.
»—¿Todas las veces al día que yo
quiera? —le preguntaste tú, y te
brillaban los ojos.
»—Hasta hartarte —te aseguraba la
Troucha—. Y tendrás vestidos nuevos y
bonitos, y joyas como las que lucen las
princesas y vivirás en un castillo de
reina.
»—¿En
un
castillo?
—le
preguntaste.
»Se te veían ya, Bruna, las teticas
erizadas de gusto, apuntando al futuro
con la determinación del pasado.
»—En uno con torres y almenas —te
aseguraba ella— como el pazo del señor
marqués. El pazo de Novoa, ¿lo has
visto alguna vez?
»Y tú negaste con la cabeza. Saber
sabías que existía un noble que cazaba y
al que muchas veces ibas detrás de su
pista, pero qué te importaba a ti dónde
vivía si hasta que la Troucha no te abrió
la ambición como una naranja a la mitad
y le sacó el jugo que sería zumo de tu
desgracia sólo te importaba el bosque,
Bruna, mi hija, mi prima, mi hermana.
»—¿Y qué más? —apremiaste a la
meiga.
»Aún no tenías la riqueza descrita
entre tus manos y ya te parecía poca.
Anhelabas acumular aunque sólo fueran
predicciones, la avaricia te hizo subirte
el vestido como si te hubiera robado de
pronto la inocencia, y las teticas
quedaron ocultas por los harapos que
vestías consciente de que les quedaba
tan poca vida como a tus tripas vacías.
»—Ahora la otra —dijo la meiga.
»Yo, Bruna, pero a nadie parecía
importarle lo que iba a ser de mí. Madre
te abrazó y te cubrió de besos sin estar
borracha.
»—Ya decía yo que mi hermana era
una santa —clamaba la muy falsa—. Te
moriste, Marina, pero me dejaste el
regalo de una sobrina para una vejez de
rica. Mariniña, querida, cuánto te echo
de menos —aullaba como plañidera.
»—Calle, madre —le dije—, que
aún falto yo.
»Y te ordené que te levantaras, sin
embargo bien que te costaba dejar la
silla, perrona, egoísta. Comenzó a
latirme en la frente la picadura de abeja
que nunca me había curado del todo, la
pus al quite para salirse a la mínima de
la carne como lava de volcán, hasta que
te levantaste y yo me vi frente a la meiga
y los naipes sucios. Hice el mismo juego
de cortar y poner la palma y desear tanto
o más que lo que habías obtenido tú.
Muy pocas cartas tuvo que poner la
bruja sobre la mesa, muy pocas hasta
formar la hilera miserable donde leyó
guiándose con la uña:
»—Y tú, Roberta, has nacido para
servirla.
»Me reventó de pus la picadura. ¿Y
qué había hecho yo desde que naciste
sino velar por ti? Aun así se me ocurrió
preguntar si yo sería reina.
»—Servirás a una que es como tu
hermana —respondió.
»Que mi futuro fuera un esclavo del
tuyo te gustó tanto, Bruna. Te reíste y de
tu boca salió, para que yo me
desbordara en pus, que ya tenías tu
primera sirvienta, y que esa noche te iba
a lavar la ropa en el río.
»—Lo poco que era tu padre se
muestra en lo poco que me dio —le
escuché murmurar a mi madre, y ese
poco era yo.
»—¿Y no ve alguna otra cosa? —le
insistí a la Troucha.
»¿Se me puede culpar, hermana, por
anhelar también un porvenir de oro?
Ella me vio con la frente en charco y con
los pechos latientes tras la blusa,
orondos por ofensa de madre, así que
sacó otra carta, y vi que era una bestia
amamantando crías. Se chupó la meiga
el dedo corazón de la mano izquierda, y
me lo metió en el surco que se abría
entre mis tetas.
»—No serás reina, pero sí madre de
reyes —me dijo para regocijo mío.
»—Como mi madre has sido muchas
veces, yo voy a ser reina. —Eso se te
ocurrió decirme, Bruna, con la inocencia
a medio corromper.
»—Pero la carta dice madre de
varones y tú eres hembra —replicó la
meiga.
»—¿Y los hijos que yo tenga? —
replicaste molesta.
»—Supongo que los tendrás. —La
Troucha se encogió de hombros—. Sin
embargo nada dice la baraja sobre ellos.
»Ay, que me entraron ganas de
llamarte
teticas
estériles,
amamantadoras de criaturas sin futuro
dorado. Se te puso un mohín en los
labios…
»—No te preocupes, Bruna, tú
brillarás con la luz de mil descendientes
—te soltó la muy desgraciada—.
Acuérdate entonces de esta meiguiña
que te ha dado la buenaventura, pues
seré vieja y necesitaré templar los
huesos con alguna comodidad que otra.
»—Anda que no eres pedigüeña,
meiga —intervino madre—. Ya te he
pagado hoy bien pagada, no inclines a la
niña a dar que ya tuve bastante con su
madre santa, y ella gracias a Dios no ha
salido tan generosa.
»Abandonamos la casa de la
Troucha y te escapaste bosque abajo.
Madre te llevaba de la mano. Ven aquí,
mi reina, te decía, y te mesaba el cabello
como solía hacerlo yo en las noches en
las que te consolaba de sus palizas de
borracha. Se había creído que era tan
fácil hacerte suya. No, madre, que es
mía y muy mía, qué te has pensado. Pero
tú echaste a correr.
»—¿Adónde vas? —te preguntó
madre con la cara verde de pensar que
se le escapaba la riqueza ahora que la
tenía tan cerca—. Yo que todo te lo di,
no pienses que sin mí vas a llegar a
nada, vuelve, Bruna, vuelve.
»Tú te alejabas con el trotar
silvestre que aún te proporcionaba la
pobreza, la esperanza de lo que
sucederá, y de pronto el viento nos
devolvió tus palabras.
»—Voy a ver dónde viviré de reina.
»Te ibas al pazo de Novoa, lo supe
desde el primer momento. Conmigo te
quedas, le dije a madre para joderla el
alma, tu hija soy yo y con eso has de
conformarte. Me reí, Bruna, como la
loca que soy ahora, loca, loca, loca,
recordando el veneno que nos alimenta
esta noche clara. Cuánto deseé por un
instante que no volvieras, que te tragara
el bosque y sólo le quedara yo a madre y
a sus sueños de grandeza. Yo con mis
pechiños orondos, destartalados de
tristeza, blancos de jugosas motas rosas,
yo con mi pelo de herencia maldita, y
mis ojos de precipicio por los que a mis
diecisiete sólo había querido asomarse
un chico que me rondaba y era como
casi todos los de la zona, afiladoiro.
Manoliño le decían, dejaba los cuchillos
y las tijeras convertidos en asesinos,
cercenaban hasta los suspiros ocultos en
el aire, las sombras y las malas
palabras, descabezaban cerdos de un
tajo, y cortaban como mantequilla
hogazas. Iba con su bicicleta por el
pueblo, y luego de un pueblo a otro de la
parroquia soplando el chiflo de boj. Lo
que a ti te gustaba burlarte de mí, Bruna,
y decirme: mira que ya te viene el novio
por el sendero del bosque con su
silbido, sal a verle que te va a afilar el
corazón de tanto amor hasta que la punta
se te salga del pecho. Tontita, qué
sabrías tú del Manoliño que respetaba
demasiado y la pasión la pulía como
navaja por la rueda de la bici. Había
cumplido los veinte, feo no era, tampoco
guapo, pero me rondaba con entereza,
los ojos los tenía de ferrocarril, vivos
que le chuflaban como la locomotora
cuando te contaba las cosas, y te decía
por lo bajito: te quiero, Robertiña, mi
tijerita afilada, y luego grises de reguero
de humo, el cabello, hojarasca, rubiasco
y cobre, y eso sí, flaco, famélico porque
ni la vida ni los chorizos ni los pucheros
de grelos y garbanzos lo engordaban. La
mano se le va a escurrir el día que
quiera ir a agarrarte las carnes, se le cae
de puro nada, se burlaba madre, qué
poca cosiña, hija, qué poca, pa un diente
y no más. ¿Cómo me iba a dar
Manoliño, el afiladoiro, los hijos reyes?
Eso debió de pensar madre cuando la
Troucha ofendió con mi destino,
monarcas alfeñiques, ¿de dónde iba a
sacar el Manoliño la majestad y las
riquezas? ¿Pedaleando día tras día por
los caminos y los montes haciendo filos
a otros y cobrándolos ni a perra? Ni en
siete vidas habría ahorrado para ser
noble y menos de la realeza. Que el
Manoliño no era para mí o para mi
porvenir de madre me hizo daño, tú
sabes, Bruna, que a mí me gustaba el
muchacho, y mucho, primero porque me
hacía caso, que yo era morenaza y de
tetas grandes, pero más bien pavisosa.
Tenía una conversación amena, me
relataba las anécdotas que le pasaban
yendo por los pueblos vecinos y lo hacía
con una gracia que se me olvidaban
todas las penas, me daba alegría con que
sólo me mirara, y luego estaba la ternura
escondida entre los huesos y el pellejo
que sacaba en los momentos íntimos, y
en los no tanto, como cuando me decía
que se iba a Madrid a ganar duros y a
traerlos de vuelta para casarse conmigo.
Muchos de los suyos emigraban a la
capital que allí, entre tantos habitantes,
había mucho que afilar; se pasaban unos
años y si no los cazaban las de la ciudad
volvían con camisas de cuello duro. Tú,
Bruna, poco sabías de novios y
tocamientos y besos apretados en la
espesura del bosque o donde pillara el
arrebato y no hubiera por las cercanías
un adulto, al menos eso pensaba yo hasta
que regresaste aquella tarde de febrero
que nos echó la predicción la meiga del
pazo de Novoa hablando de torres y
castillos, de avenidas de sauces que te
hacían reverencias con la languidez de
sus ramas, de la naturaleza convertida
no ya en princesa sino en reina como
ibas a ser tú, presumida, de las aguas
del jardín manejadas con una docilidad
muy bella, de unos peces de oro, y de un
niño, tan famélico como mi Manoliño,
pero con el mayor hambre de mundo que
habías visto jamás, de un mundo que
para ti era desconocido. Qué sabíamos
nosotras de lo que había más allá de las
montañas y el río, A Coruña, Santiago, y
hacia abajo Madrid. Se te habían subido
a la cabeza los aires de reina como se
nos subía el orujo, y bailábamos con
madre celebrando nuestra miseria y
mirábamos las estrellas sin más
pronósticos que la felicidad de esa
madrugada. No paraste de hablar de él
cuando madre se fue a dormir, que no te
pegó por escaparte o por la tardanza de
las horas a las que llegaste a casa, a ver
si a esas alturas iba a mancillar tu piel
elegida para majestuosa, y aunque
venías con signos evidentes de que
habías comido: las comisuras de los
labios llenas de azúcar y de una mancha
marrón que resultó ser chocolate, ay, eso
me dio más envidia que nada, habías
merendado chocolate caliente y
rosquillas en el pazo de un noble, en la
cocina, bien era verdad, pero sólo
representaba un primer paso para la
conquista del territorio, pero a lo que
iba, que se me enreda la cabeza loca,
más loca si no me gustara recordar entre
estas luces y estas sombras lo que nos
ocurrió, Bruna, contártelo como si
estuvieras presente me consuela de este
sabor a vacío que tiene el perder la
cabeza, la boca te sabe a madriguera
cuando vuelves en sí, y sólo me queda
esperarte y luego, juntas, a la muerte.
Pero aquella noche madre te dejó comer
a pesar de todo, te dio un pedazo de
tocino que a mí no me había dejado ni
catarlo, y después de que lo engulleras
como si mi hambre también tuviera que
servirte, mirándome de reojo con la
complicidad que sólo atañe a uno y a su
vanidad, pasaste a mi lado disimulando
y me diste una miga que te habías
guardado para consolarme, una miga,
cuando tu boca reventaba de tocino, y
hacía unas horas de rosquillas y
chocolate. Las tetas se me escapaban de
enojo, que ellas estaban más vivas que
yo y eran las mensajeras de mi alma, y
para mayor escarnio madre sacó el trozo
de espejo de un rincón de la alacena, el
espejo que nos devolvía la imagen de
quienes éramos, esa que los charcos o el
río hacía temblar, y para aprendérnosla
nos tocábamos el pecho mientras
decíamos yo, yo, ésta soy yo, y ésa tú, y
jugábamos a pestañear y a ahuecarnos
los cabellos, pero esa vez madre te dejó
mirarte sólo a ti, para que fueras
entrenando la coquetería que forma parte
del reinado, y te deleitaste en lo que
eras e ibas a ser. Yo me acerqué con el
sigilo del que sufre y me vi detrás de tu
reflejo petulante, en una esquina, medio
ojo mío asomándose al lado de tu
cabello siempre en primer lugar, castaño
como las avellanas, y tus ojos que nadie
entendía, ni siquiera tú, sol era uno y
otro abismo, y cuando estuviste saciada
de ti le devolviste el espejo a madre,
que se había bebido para celebrar la
cosecha de orujo que destilábamos en
tres días, y roncaba sobre el catre
vestida y una sonrisa de al final te voy a
joder, miseria, así que aprovechamos
para salir a ver las estrellas, pero
aquella noche hasta el firmamento te
parecía poco. Te vi desdeñarlas por
primera vez como si no fueran más que
cagadas luminosas de cabra, era tu
propio brillo el que mirabas y el que te
esforzabas por que mirase yo.
»—¿Y cuál es, que se me olvida por
torpe y pobre, el nombre del hijo del
marqués? —te pregunté.
»—Jacinto Novoa —me respondiste
tocándote coqueta una clavícula—. Y me
ha dicho que mañana regrese al pazo
sobre las cuatro de la tarde, pues ya
habrá terminado los estudios y su padre
duerme entonces una siesta grande. Me
va a esperar en la puerta trasera donde
lo encontré hoy. Ay, yo quiero que me
espere, Roberta, quiero entrar de nuevo
en ese pazo de sueños, y que me peinen
como a la naturaleza y que me vistan
como a las flores; ay, que me espere,
para merendar chocolate, para ver el
agua dar saltitos como una oveja
amaestrada, y que me lleve a su lugar
favorito, eso me ha dicho, asustado
como un pájaro, Roberta, que me espera
para enseñarme su mundo que digo yo
será el de los ricos, el de los reyes.
»Y te esperó porque no había dejado
de pensar en ti mientras estuvo
despierto, eso me confesó años más
tarde. Lo mató la ansiedad de la vida
hasta altas horas de la noche y tuvo que
ir Carmiña a dormirlo en su regazo
ancestral, para que dejara de babear la
madrugada con un llantito de amor que
lo había enfermado a pesar de los pocos
años. La nodriza lo acunó entre sus
senos, donde él halló reposo
regocijándose con el recuerdo de otros
tiempos. Comió poco tras desperezarse
entre las carnes protectoras, estudió
menos de lo habitual con ese jesuita
desahuciado que tenía por maestro, y a
las cuatro, cuando la casa dormía su
memoria, acudió a buscarte a la puerta
trasera. Yo te seguí. Me moría de ganas
de ver a ese noblecito escuálido, a ese
Jacinto que decían clarividente porque
es el preferido de los muertos. Reía por
la corredoira de tojos silvestres que
descendía hacia la propiedad de los
Novoa. No tardé en verle caminar arriba
y abajo por fuera de la tapia gigante,
indiferente a las almenas de colmillo
que atestiguaban su alcurnia; el corazón
no le aguantaba la impaciencia del
encuentro, parecía un pajarillo tras un
chaparrón de lluvia, Bruna, cuánta razón
tenías, pero con la tragedia de la
adolescencia encima, me recordaba a lo
que tuvo que ser el Manoliño de crío,
me dieron ganas de ponérmelo a un
pecho para curarle el aire de
desconsuelo, y a ti te hubiera puesto al
otro, entre la brisa de mi carne, de
donde nunca debiste salir, mi hija, mi
prima, mi hermana, así te hubiera
protegido también del padre, José
Novoa, que bien de miedo te daba y otro
tanto te gustaba, quizá de esta forma no
nos hubiera pasado lo que nos pasó y yo
no estaría tan loca.
12
José Novoa, el cazador
atormentado
José Novoa parecía expirar
pronunciando una única palabra. No se
le entendían las letras, se moría en ellas
y resucitaba. Sentado en el chester del
salón de caza situado en la planta baja
del pazo, sólo la copa de brandy que
sostenía en una mano, como si formara
parte de su anatomía de montaña, rompía
aquel ciclo de muertes y resurrecciones
cuando se mojaba el gaznate con ademán
huraño. Con la otra mano, cerrada en
puño, José Novoa hacía sonar un clicclic junto al crepitar de la leña. Quien
no le hubiera conocido habría pensado
que rezaba, que ensalzaba o rogaba a
Dios en una letanía monocorde, que el
marqués daba las gracias por su riqueza,
por su poder de perro solitario que
dormía vigilante sobre la alfombra. Eso
creyó Bruna la tarde siguiente a la
predicción de la meiga, cuando acudió a
su cita con Jacinto y entró en el pazo de
la mano del niño y vio a José Novoa
entre los rayos de una luz de chocolate
que presagiaba tormenta. ¿Mi padre
rezar?, jamás, le aseguró Jacinto, en tal
caso rezaría al demonio. La niña, oculta
tras el quicio de la puerta, espió el
anillo de los Novoa con la camelia de
diamantes que destellaba en la mano del
brandy, el triángulo de pecho que se le
escapaba a José por la camisa abierta
con un saquito de cuero colgado de su
cuello, el pelo de ardilla, la cicatriz del
pómulo que le dejó el anillo de los
Novoa cuando lo lucía su padre y lo
abofeteó por robarle la escopeta a su
hermano Iago, la cicatriz de la
humillación que había sobrevivido
tantos años. Nada había humilde en la
figura de José, en su respiración de
buey, ni el clic-clic de su mano
compitiendo con el chisporroteo de la
lumbre en esa sobremesa eterna, donde
la vida, querida mía, no tiene más
sentido que la muerte, murmuraba José
frente al fuego, al ritmo del clic-clic. La
verdad de tu pérdida, querida mía, de tu
sabor a miel.
Es el hombre más poderoso de esta
tierra, ¿verdad?, le insistía Bruna a
Jacinto. Y él que sí, Bruna, mientras se
aguantaba el orín detrás de la puerta, mi
padre todo lo ve como si fuera una
presa, y ahora, aunque no nos mire, nos
puede estar viendo porque es capaz de
distinguir a sus víctimas en lo más
intrincado del bosque, así que vámonos.
Y ella: espera, mientras recorría con la
mirada los trofeos expuestos en las
paredes con su pelo seco y sus cuentas
de vidrio, las cuernas pulidas, las
cortinas de terciopelo sangre, las
alfombras tejidas a mano en telares
reales, la plata asomándose en las
vitrinas de los muebles oscuros, y la
escopeta más grandiosa que la niña
había visto jamás en un lugar de honor
sobre la chimenea, su culata con el
escudo de lobos y camelias para que
nadie pudiera olvidarla, y a su derecha
una más pequeña de dos cañones, la que
José le robó a Iago muchos años atrás.
Jacinto tiró de la mano de Bruna.
Vámonos, por favor. La condujo por un
pasillo alfombrado de verde, con
cuadros de caza en las paredes, hasta
que llegaron a una puerta de dos hojas
con un dintel ornamentado.
—Cierra los ojos, Bruna, por favor
—le rogó Jacinto.
—¿Y por qué?
—Para que sea sorpresa mi lugar
favorito. Yo te los tapo.
—Jacinto, tienes la mano fría. Y te
siento respirar como si se te hubiera
metido dentro tierra. ¿Está muy lejos?
—Detrás de la puerta. —Rió.
—¿Y si viene tu padre?
—Está bebiendo. Ábrelos ahora.
—Vaya. —Lanzó un silbido—. El
techo es tan alto como el cielo.
—Esto es la biblioteca, Bruna. Y no
corras por ella, que los libros necesitan
silencio.
—Brunaaaaaaaaa.
—Calla, por favor.
—La habitación tiene eco como la
montaña. Pruébalo.
—No, por si él nos oye, o mi
maestro.
—Y es que te quedaste mudo,
prueba, prueba. Jaaaa…
—Cintooooo.
—¿Lo ves como parece que estamos
en lo alto del monte?
—Otro día me llevas allí y gritamos
todo lo que quieras.
—Hay un sitio desde el que gritas y
si has dicho alguna mentira en tu vida te
quedas mudo.
—Pues no hablará ni uno de los que
hayan ido allí.
—Yo.
—Te estás riendo. Da gracias que
ahora estás aquí porque no volverías a
hablar.
—Se te ha puesto cara de tonto.
Jacinto hundió la mirada en el
mosaico del suelo.
—Que es broma, cómo vas a ser
tonto si te habrás leído todos los libros
que hay aquí.
—Muchos sí.
—¿Y de qué hablan los libros?
—De todas las cosas, porque son la
memoria del mundo.
—¿Y dicen cómo puede una llegar a
ser reina?
—Eso te lo digo yo: naciendo de un
rey o casándote con uno.
—¿Y de cómo debe comportarse una
reina?
Se filtraba por los balcones de la
biblioteca el presagio de lluvia.
—Puedo preguntarle a mi maestro,
pero es más divertido si te muestro
todos los mares y los países que pienso
recorrer cuando sea mayor. Y lo haré
sólo en ochenta días.
Sobre la mesa donde le daba las
lecciones el padre Eusebio, había un
atlas de tapas verdes encuadernadas en
piel. Lo abrió Jacinto con la veneración
de lo sagrado, acarició las hojas
sedosas hasta encontrar el mapamundi
de colores fuertes. China, Bruna, la
India, este triángulo amarillo. ¿Éste qué?
Este pico que ves aquí que se mete en el
mar, el océano Índico, el Pacífico,
Bruna, y estas islas forman un país que
se llama Japón, ¿te das cuenta de lo que
hay más allá del bosque, del río que
parece una frontera, de las montañas
cosidas como las labores de mi nodriza
por pespuntes de vides? Éste es el
mundo inmenso, Bruna, y señalaba
dichoso el mapamundi, cuidando de
ocultar el dedo índice huérfano de una
falange por un tiro mal dado, mientras le
llegaba a las mejillas el perfume a
campo de la niña que le preguntaba con
ojos perplejos: ¿Y cómo se llega hasta
él? En un barco gigante, Bruna, en tren,
en globo, que es una bola de colores que
se hincha y te lleva por los aires. Ella
reía y le golpeaba el hombro, le vas a
mentir a otra con tus tonterías de
marquesito, pero en el corazón dudaba:
¿y si son cosas de reina? ¿Y si han de
volar como los pájaros, como las
cometas en las romerías, con sus
riquezas al viento para que todos las
vean y sepan quién manda en sus vidas,
en sus casas, en sus estómagos, que si a
mí se me antoja aquí no come nadie? Ya
verás, insistía él mientras se arrimaba
más a ella y le llegaba la peste cálida a
gallina del vestido, al humo de la
casucha pobre, voy a llevarte conmigo
cuando seamos mayores, porque una
reina ha de conocer otros reinos y hacer
relaciones diplomáticas y comerciales
con ellos para ser una reina de verdad,
eso le decía mientras le llegaba del
cabello el aliento de los helechos del
bosque, tan desconocido para su olfato
inmóvil, para su olfato acostumbrado a
las tetas de leche y a los humores de un
jesuita viejo. Así que para ser reina no
basta con mandar, llenarse la despensa
con chorizos y volar como una cometa,
pensaba Bruna, algo habrá que aprender,
y miraba de reojo el universo de libros
procurando que Jacinto no se diera
cuenta, porque no sabía qué carajo son
esas relaciones que me dice el
marquesito este que he de hacer, que yo
no entiendo aún el hablar de ricos, ni
este trajín de feria que se traen, pero me
prometo por mi vida que lo he de
entender, se decía mientras él continuaba
con la gaita de mira Bruna, éste es el
mar Caribe y aquí México y aquí Cuba.
¿Y dónde estamos nosotros ahora mismo
en este mundo de colores, Jacinto, en
este mundo de papel más loco que mi
abuela donde se salta volando de un
color a otro, vivimos en este rojo, o en
el naranja que termina en una cola de
lagartija? Y él con la excusa de
mostrarle, de indicarle la situación
exacta de la angustia que le removía de
amor las tripas, le rozaba con su dedo el
que ella había posado sobre el mapa, y
con una caricia se lo empujaba hacia el
norte de España, hacia el verde diminuto
que le erizó de gozo el pellejo cuando la
niña, en vez de apartarlo, le devolvió
con el suyo la caricia. ¿Aquí?, le susurró
llevando su dedo para otro color
distinto. No, más acá, Bruna, le corrigió
él el rumbo con la voz de harina, no
bajes tanto, que la cola de lagartija es
América del Sur, y nosotros somos
Europa, pero le empujaba el dedo hasta
la China empapado en un sudor
insoportable, y ella, coqueteando con la
piel ajena, se iba hasta el carmesí de
Australia. ¿Aquí? Y él que no,
soñándole por primera vez los genitales
se dirigía a Groenlandia. En este tan
blanco han de vivir todas la novias del
mundo, sonreía ella. Es hielo, Bruna.
¿Hielo? Agua helada, escarcha del
bosque, un país hecho de escarcha. Ahí
quiero ir yo. También te he de llevar, se
lo prometía a la niña en voz alta y en el
silencio de su deseo de abrazarla, y con
otra caricia que ella correspondía hacia
viajar su dedo hasta el polo sur, y aquí
más escarcha. ¿Pues qué le pasa al
mundo que tiene cabeza y pies de hielo?
Y él pensaba: que no te había conocido
antes, al igual que yo, y sentía derretirse
su existencia de nieve, la camisa hecha
una sopa pegada al pecho, y los pies
comidos por hormigas, mientras Bruna
lo miraba desde la incertidumbre de sus
ojos distintos, mientras, sin él saberlo,
su padre les observaba desde el umbral
de la biblioteca preguntándose qué
carajo le he hecho a Dios para que te
rías de mí en mi cara, en mi casa donde
sólo mando yo y me juntes lo que no se
puede juntar, ¿es que no me has jodido
ya bastante?, le increpaba mientras veía
las mejillas de su hijo con unas chapas
de felicidad que no había visto hasta ese
instante de muerte, y una expresión de
lerdo persiguiendo el dedito de la niña
por el mapa que le revolvió las
entrañas. Hizo sonar el clic-clic que aún
llevaba encerrado en una de sus manos
como si quitara el seguro de su
escopeta. El clic-clic que puso a los
niños alerta; sin embargo, no se
atrevieron a mirarle hasta que José
Novoa se les aproximó con las botas de
campo, tambaleándose en alguno de sus
pasos, y un tufo a brandy, a ilusiones
rotas que Bruna identificó al instante
pues se había criado entre los azotes y
los abrazos de la borrachera.
—¿Qué hace aquí esta niña, Jacinto?
Te dije que no había de salir de la
cocina si regresaba al pazo. Le das de
comer y que se marche.
—La estoy enseñando el mundo,
padre —tartamudeó.
—Su mundo es el bosque, y no tiene
que saber más porque la vas a
desgraciar. ¿Lo has entendido, niña?
Perteneces donde perteneces, y de ahí no
has de salir.
—Pero, señor, yo quiero aprender
para ser reina.
José Novoa le agarró las mejillas
con una sola mano. Tenía los ojos
febriles.
—Tú eres del bosque, ¿te ha
quedado claro? De allí puedes ser lo
que quieras, pero nada tienes que hacer
en este pazo. —Y le soltó el rostro.
—Le traje un frasquito de miel de la
que hacía mi madre, la Santiña,
¿recuerda? —dijo Bruna sacándoselo
del bolsillo de la saya.
El aroma de la retama que lo
coronaba se extendió por la biblioteca.
José Novoa hizo sonar el clic-clic de su
mano. Entre sus dedos la niña alcanzó a
ver como unas piedrecitas blancas que
él hacía chocar unas contra otras.
—Mi tía Angustias guarda algunos
botes de entonces, de cuando mi madre
andaba viva, señor, y los vende a muy
buen precio, pero yo quiero regalárselo
porque me invitó a merendar en el pazo
ayer, cuando salimos del laberinto.
—Mi hijo echa espuma por la boca
como un perro y habla con los muertos,
¿lo sabías? —le preguntó sin coger el
frasco que le ofrecía.
Un trueno resonó en la biblioteca
como eco del cielo.
—Algo he oído que se dice por el
pueblo, señor.
—El pueblo no sabe más que pedir y
pedir y luego dejar la lengua suelta.
Hatajo de cotillas.
Cruzó las manos en la espalda e hizo
sonar su clic-clic.
—Mi hijo habla mal de mí con su
madre. —Tenía revuelto el cabello de
ardilla iluminado por las primeras canas
—. Puede hablar con cualquier muerto.
Pero no quiere hacerlo con quien yo le
pido, a todos los piojosos del pueblo
atiende, que yo lo sé, menos a su padre.
Le he pedido infinidad de veces que la
busque en ese mundo de fantasmas, pero
su madre todavía me jode desde el
infierno donde esté y le selecciona los
muertos de contacto, menuda monja.
Temblaba el niño y la saliva se le
acumulaba en las comisuras de los
labios.
—¿Le has pedido que hable con tu
madre, Bruna?
La interrogaba desde el páramo
donde se hundían sus ojos.
—Aún no, pero quería que le diera
un recado.
—Así que eres como todos.
—Después lo olvidé, señor, y estuve
jugando con su hijo.
—¿Y ahora que te lo pide tu
amiguita qué vas a hacer, Jacinto?
Maldito nombre —masculló—. Vamos,
habla con ella, búscala. Dime, ¿está aquí
ahora? ¿La ves entre nosotros? Tiene el
cabello verdoso de helechos, y los ojos
como el amarillo de la niña. Es menuda,
pero fuerte, ¿la ves?, di, contesta, ¿está
aquí ahora?, es muy fácil distinguirla,
tiene que seguir siendo tan joven.
Agarró a su hijo por un brazo y lo
zarandeó.
—Obedece a tu padre, ¿está Marina
en esta habitación?
—No lo sé —gritó el niño zafándose
de él—, cuando Bruna está conmigo no
puedo ver ni escuchar a ningún espíritu,
pierdo todo contacto con su mundo pues
sólo existe ella.
Los ojos gatunos parecía que se le
iban a dar la vuelta, y la boca se le llenó
de espuma al tiempo que se desplomaba
en el suelo con un charco de orina en los
pantalones.
—¡Carmiña, Carmiña! —gritó José
Novoa.
—¿Qué puedo hacer, señor? —
preguntó Bruna arrodillándose junto a
Jacinto, acariciándole el cabello.
—¡No lo toques, márchate, márchate
ahora mismo del pazo y no quiero que
regreses jamás!
La tormenta había estallado en el
jardín cuando Bruna abandonó la
biblioteca. Se había cruzado en el
pasillo interminable con una mujerona
vestida de negro que la miró con unos
ojos de ratón, escondidos entre los
pliegues de la vejez y la obesidad.
—Él no te necesita —le dijo—, vete
y déjale tranquilo, desde que te conoció
el otro día anda sufriendo y aún es joven
para esos delirios. Además está
enfermo.
Desplegaba a su alrededor un aura
de leche antigua, rancia, y tenía las
mejillas en carne viva porque la piel del
rostro no le aguantaba después de los
cinco partos y tanto sufrimiento el frío
del invierno. El cielo estalló en otro
trueno inmenso y la mujer se santiguó
dos veces.
—Vete, niña, por la que fue tu
madre, la santa más santa de todas las
que ha parido esta tierra, que yo tuve la
dicha de cruzármela en una ocasión y me
ayudó a echar un hijo al mundo, y de
muerto que vino me lo revivió con la
gracia de su boca y el calor de su
respiración. Por eso te digo, niña, sal de
este pazo y marcha para tu casa lo más
rápido que puedas. Es ésta una noche de
malos presagios.
—Y ¿por qué lo va a ser, señora?
—Porque truena como si se partiera
el cielo, y me han echado leche negra
estos pechos que siempre la dieron
blanca
y
pura
—sentenció
cogiéndoselos, y desapareció camino de
la biblioteca.
Partió Bruna de regreso a su caseto.
Diluviaba en el jardín del pazo con un
fragor de guerra que helaba el corazón
de miedo. Los relámpagos iluminaban
de vez en cuando el camino hasta la
tapia de colmillos. Pero ya se adivinaba
en los parterres de rosas, en las
camelias y los sauces, la niebla que se
había extendido por el bosque. Era tan
espesa que Bruna no pudo encontrar el
sendero que conducía hasta su casa.
Además no había viento, lo que la
mantenía inmóvil en el bosque como una
desgracia. ¿Será éste el principio del
mal augurio que me ha dicho esa vieja?,
se preguntó mientras buscaba refugio
entre las gruesas ramas de un castaño.
Cerca de ella escuchaba el ulular
espectral de una lechuza.
Subida en el castaño, rememoró la
imagen de Jacinto Novoa echando
espuma por la boca. Ay, Dios mío, que
se me ha revuelto de pena el alma
cuando le he visto como los perros que
hay a veces a las afueras de la aldea,
con los ojos saliéndoseles y el hocico
torcido de flemas. Acaban todos
apedreados o muertos de un tiro, un
pellejo a los pocos días que se come la
humedad y el viento. Me ha hecho daño
verlo así después de haber probado la
caricia de su piel, que es suave, Jacinto,
casi más que la mía aunque yo soy una
chica. Pero a él se la mantenía a salvo
de todo la soledad del pazo, los pechos
de Carmiña, que le encanijaban el cutis
para que no dejara nunca la flor de
recién nacido y se convirtiera en hombre
a sus casi trece años.
La pena que tengo, se decía Bruna, y
con esta niebla en la que apenas puedo
verme las manos frente a los ojos, y esa
lechuza que no para de chillar como si
este viento que se levanta poco a poco
le estuviera arrancando las plumas.
Madre, tú que eras santa, protégeme.
Bruna se acurrucaba entre las ramas, se
acunaba el miedo con un canto de
romería, se resguardaba de la lluvia con
una rama gruesa y el mantoncillo de lana
de oveja.
Nunca supo cuánto tiempo se quedó
dormida en aquel castaño cuajado con
los primeros brotes de la primavera. La
despertó el canto de la lechuza. La
niebla era menos densa a su alrededor y
apenas llovía, aun así el sendero
continuaba sin verse bien. Se disponía a
bajar del árbol cuando escuchó como un
lamento que parecía contestar al ulular
de la lechuza. Se asomó al sendero y,
entre las hilachas de niebla, vio la figura
de un hombre que reconoció enseguida.
Vio a José Novoa vagando solo, sin más
rumbo que el que le marcaba su dolor y
el brandy. Vio su cabello flotar en el
viento fuerte que se había levantado y
arrastraba la niebla. Vio su camisa
empapada por la lluvia reciente, nada
llevaba encima para protegerse del
relente, el saquito le colgaba del cuello
con ademán triste y él lo acariciaba
mientras su boca se ahogaba en un
lamento: condenado estoy a un destino
de putas frías, así me has dejado porque
no hay mujer que pueda calentarme el
hielo de tu pérdida, ni cama, ni sendero
que no me huela a ti, Marina, a tu piel de
monte, ni ojos en los que no vea los
tuyos; toda luz se fue contigo, toda
esperanza, solo estoy, como siempre
estuve hasta que te encontré, pero fui un
cobarde, amor mío, cumplí con el linaje
para el que nací, ¿y de qué me ha
servido?, ¿de qué me vale ser marqués
si no te tengo?, demasiado tarde lo he
sabido. Se hallaba inmerso en su
desgracia cuando Bruna lo vio tropezar
con la raíz de su castaño que sobresalía
de la tierra y caer rodando colina abajo.
Señor, señor, se apresuró a llamarlo.
Bajó por la ladera y comprobó con
alivio que no había caído hasta el río,
sino que se había quedado enganchado
en unas piedras.
—Señor, señor marqués —lo llamó
de nuevo.
—¿Eres tú?
Su voz sonó pálida y aturdida por el
golpe.
—Soy Bruna Mencía, ¿se acuerda de
mí?
—Te dije que no regresaras al pazo.
—Y no estoy en el pazo, señor, estoy
en el bosque, igual que usted. Se ha
caído.
Consiguió llegar hasta él y lo ayudó
a levantarse. Tenía una herida en el
muslo que sangraba bastante.
—Usted no se preocupe, señor
marqués, que la gente de campo somos
pobres, pero tenemos recursos, yo le
hago lo que le hice a mi cabra cuando se
despeñó por un barranco, un torniquete
dice el algebrista que se llama —le
explicaba mientras se rajaba una tira de
la saya y se la ataba con fuerza
alrededor de la herida—, que le salvó la
vida a la cabra vieja que a su vez me la
había salvado a mí, porque me dio su
leche.
—¿Siempre hablas tanto, niña?
—Sólo cuando estoy nerviosa. Y
cuando es noche como ésta de mal fario,
ya me lo dijo una señora en su casa, y yo
soy muy supersticiosa.
Bruna lo ayudó a incorporarse. Se
había torcido un tobillo y apenas podía
caminar. Apoyado en la niña, consiguió
subir al sendero. La niebla había vuelto
a espesarse y se escuchaba a lo lejos un
toque de campanas.
—Ay, señor, iglesia cerca de aquí no
hay como para que se oiga ese redoble.
¿No podría ser la capilla de su pazo?
—La capilla de mi pazo está cerrada
para los asuntos de Dios. Allí
despedazamos ahora las presas de la
caza.
—Ay, señor, están tocando a ánimas,
más de las doce han de ser, ¿tiene usted
reloj?
—No puedo mirarlo ahora, niña,
pero más de las doce seguro por la hora
en que salí del pazo.
—No le pregunté por Jacinto.
—Dormía tranquilo cuando me
marché.
—¿No lo escucha usted, señor?
—Sí, niña, y junto al toque siniestro,
el ulular de una lechuza que me está
llamando. Quédate aquí que yo he de
marcharme.
—No, se lo ruego, es muy peligroso.
Bruna lo guió a tientas hasta el
castaño donde se había refugiado de la
lluvia y lo escondió con ella tras el
tronco centenario. Después buscó un
palo y pintó un círculo en torno a ellos.
—No se salga de este círculo, aquí
estará protegido, yo la he visto una vez,
sólo de refilón, y casi me quedo muda
para siempre, señor; es la Santa
Compaña que viene a llevarse un alma,
alguien se va a morir esta noche por
aquí cerca.
—Ojalá sea yo.
—Cómo puede decir eso si es un
marqués y tiene un niño tan listo como
Jacinto, que todo lo sabe del mundo. Se
oyen las campanas otra vez, señor, y
entre la niebla ya me parece ver la
procesión de espectros, blancos son,
transparentes, van hacia el pazo, rondan
la entrada del pazo; señor, no mire, no
mire, no se salga del círculo que me
enseñó a pintar mi tía Angustias como le
dijo la Troucha, ¿sabe quién es, señor?
No deje de mirarme, no atienda las
campanas, no se deje arrastrar por ellas,
que son como las moiras del mar que te
embrujan con su canto para ahogarte,
eso me cuenta tía Angustias porque yo
nunca he visto el mar, y bien que me
gustaría, pues la Troucha es la meiga
que vive en el bosque, la que tiene al
Juanchón que lo dejaron cojo, pero,
claro, usted qué va a saber de chismes
de pueblo si es un marqués y tiene
preocupaciones de ricos, que no sé
cuáles son, pero si el señor quiere
contármelas algún día que sepa que yo
le escucho, y hablo sin parar para
ahuyentar el miedo, que eso me pasa
cuando me cae la noche en el bosque,
que me pasa muchas veces, y me pongo
a hablar como loca con mi madre,
Marina, como la llamó usted. Ahora me
da vergüenza hablar, decirle cosas,
porque estoy con usted.
—Háblale, Bruna, háblale por mí, a
ti te escuchará, se me hielan los huesos,
niña.
—Señor, está usted temblando, y
cada vez me habla menos, casi nada,
diría yo, tres hilos de palabras, y está
más pálido, señor, que no sé si es que le
cayó de golpe la borrachera encima,
usted me va a disculpar, que yo no tengo
nada en contra, incluso yo misma a
veces me bebo el orujo de mi tía con mi
prima y bailamos como en las romerías.
No, no hable, señor, que en cuanto que
pase la que tiene que pasar le llevo al
pazo. ¿Qué dice, señor?, no le oigo,
¿curuxa? ¿eso dice, señor?, curuxa. Ya
le entendí, sí, yo también la he oído esta
noche, y aún chilla de vez en cuando,
curuxa. ¿Siente el frío que yo siento en
la nuca? Ay, señor, que creo ver la
procesión de nuevo, el camino al pazo
está blanquecino y no parece niebla, y
huele a cirio.
—¿Qué es ese sonido, niña? No lo
distingo bien. ¿Es la curuxa que me
llama?
—No, señor, es peor, hasta la curuxa
se ha quedado muda. Son las campanas,
señor, las campanas que tocan a muerto
otra vez entre los relámpagos del cielo.
No se mueva del círculo, cierre los ojos
que la siento venir y abráceme, por lo
que más quiera, porque me muero de
miedo.
—Ven aquí, niña, no fui hombre para
proteger a tu madre, pero ahora sí he de
protegerte a ti. Cómo hueles a retama.
—Por el bote de madre que llevaba
en la saya.
—Y la carne te huele a vida.
—Viva estoy, señor, aunque no sé
por cuánto tiempo, pues la muerte pasa
de blanco y en procesión por nuestro
lado, y sólo nos tenemos el uno al otro,
ya ve usted lo que son las cosas.
—No tengas miedo, niña, ven, apoya
la cabeza en mi pecho y duerme. Yo te
acaricio el cabello, te velo los sueños,
duerme, ya no estás sola en el bosque.
—Gracias a Dios, señor, que estoy
con usted.
—No mientes a ese impostor.
—No se enfurezca que se le abre la
herida y le sale la sangre, que no sé si
ésta llama a los muertos, o ya les
importa poco porque son casi
transparentes. Perdóneme usted, pero no
es el momento de ponerse a mal con el
de arriba sino de lo contrario, porque si
la procesión va hacia el pazo, ya sabe el
señor lo que eso significa, el terrible
presagio de que van a llevarse un alma
que allí mora.
—Que se lleven la mía, niña, que ya
no la quiero para nada.
—Si se la llevan se muere usted, que
no conozco yo caso de hombre que haya
vagado con cuerpo y sin alma, sola ella
sí, pero nada más.
—Que me lleven a mí. Llámales,
niña, llama a los muertos, que no pasen
de largo, que no vayan al pazo que allí
tengo a mi hijo; que me lleven a mí,
cuentas tengo que arreglar con alguien
del otro mundo, y allí debe morar
también quien yo más quiero.
—No me ponga los pelos de punta,
señor, la piel parece quemarme de
escalofríos. ¿No oye el cántico triste?
—Sólo te oigo a ti, niña, y siento tu
corazón joven en mi pecho. ¿Qué me
importa morir? Curuxa, curuxa.
—No grite; se lo pido, señor, se lo
ruego.
—No tengas miedo, niña, yo te
abrazo y te protejo, vienen por mí que
estoy maldito. Ha llegado mi hora, van a
buscarme al pazo. Estoy aquí.
—Señor, se lo ruego.
—Calla, mi niña, cierra los ojos,
duerme, no mires más esta noche de
tormenta que me han de llevar los
muertos.
13
Los pechos vivos de Roberta
Roberta vio llegar cabizbajo a
Jacinto como si cargase en sus hombros
con toda la melancolía del bosque. Sólo
estaba ella en la casucha para consolarle
de algo que Jacinto conocía muy bien, la
muerte. Fue la primera vez que hablaron,
que se miraron a los ojos y Roberta
descubrió los de él, de gato, tal y como
le había dicho Bruna, rasgados por
nacimiento y más aún por el llanto
incontenible que le dejaba en el rostro
dos rayas de pena. Le vio llegar por la
ventana y se dijo: mira que parece el
pajarito de lluvia. Espigado en su abrigo
verde de rico, mojadito de lástima, alto
para una edad que era también la de
Bruna, pero con el lustre de espíritu, las
mejillas
de
harina,
solitario,
confundiéndose con una hoja que
vapulea el viento y se la lleva por los
aires hacia lugares remotos. Le vio
llegar atravesando el senderito del
bosque como si fuera a desaparecer en
cualquier momento, por eso se le metió
en la cabeza la idea de abrazarlo, de
hacerlo más humano con su propia
humanidad para que no se evaporase
dejando tras de sí no más que un vaho de
desconsuelo. Le vio llegar hipando un
lamento que ni la brisa de febrero
lograba acallar, resoplando lágrimas,
con un gemido constante como si poco a
poco se fuera desangrando de tristeza.
Llamó a la puerta con los nudillos.
Roberta se atusó el cabello, se deshizo
del mandil, se abrió un botón de la blusa
para que le respirasen los pechos que
tuvo que amansar porque se le erizaban
bajo la blusa. Calma, les dijo. Les
hablaba, y Bruna también. Bruna, que
había crecido bajo el calor de su
sombra, de su leche prestada y su
ternura propia, de su fragancia a madre,
a carne llamada a engendrar carne.
Los pechos de Roberta quisieron a
Jacinto nada más verlo. Tras abrirle la
puerta a ella le pareció que aún tenía el
corazón en tierra de nadie, ni niño, ni
joven, ni hombre. Se fijó en la sombra
sobre los labios carnosos, labios hechos
para besarlo todo, para besar el mundo,
pensó, anda que no sabe mi prima
picarona. Eran sus ojos lo más vivo de
su ser, lo que escapaba a la tentación
perpetua de fantasma.
Enseguida que pudo, Jacinto dijo el
nombre de Bruna.
—Aquí vive, y yo soy su prima
Roberta.
—Tanto gusto.
La educación acabó de derrumbar la
desgracia que había retenido un instante.
—¿Y dónde está, por favor? —
preguntó con el rostro empedrado de
llanto.
—Anoche llegó a casa de
madrugada por la niebla y la tormenta.
Pero se levantó temprano y salió al
pueblo a hacer recados.
Jacinto se quedó quieto. Ella lo tomó
de una mano.
—Ay, mi niño, como tengas el alma
así de fría —le dijo, y tiró de él hacia
dentro del caseto.
No se resistió. Mansamente, se
adentró en la penumbra de aquella
pobreza, de la pestilencia a ave
doméstica, a cabra vieja, a puchero de
sobras y rendimientos de orujo. Lo miró
todo con el espanto del que descubre la
miseria, los catres desvencijados de
humedad, los paños y las sábanas
remendadas, el suelo de tierra, las
paredes con los chorros de moho, las
grietas entre las piedras por donde
entraba el viento, y la nieve en las
ventiscas y las abejas de Marina la
Santiña, que venían a vigilar si Bruna
seguía viva. Se llevó la mano a la nariz,
y Roberta le acercó al hogar para que le
distrajera el olor de la leña.
—Y tú eres Jacinto.
—Sí. —Acostumbrándose a respirar
ese aire de animal.
Y cuando la respiración parecía
calmársele, volvía al vicio que traía de
las lágrimas.
—Ay, pobriño, ¿y qué te pasa?
Cuéntaselo a Roberta, que será para ti
todo consuelo. Ven y ven, acércate a mí,
abrázame…
—Es que se me murió… se me
murió. —La boca balbuciendo lo que no
se atrevía a decir.
—Se te murió…
Y ya con su vida muy próxima a la
de Roberta, con su olor a medicina
tierna, a ropa noble, a colonia de flores.
—Se me murió… Carmiña.
—¿Quién?
—Mi nodriza —se desahogó por fin
entregándose a los brazos de Roberta—.
Esta noche pasada se la llevó la muerte
mientras me velaba el sueño —le
explicaba entre quejidos húmedos—, y
yo no la vi venir para avisarla, para
decirle escóndete mi tata, como la
llamaba, porque la he visto y dice que
viene a por ti.
El niño hipaba ensopándole las
tetas, y Roberta apretándole contra ellas,
que son alivio de niño, de macho, se
decía, mientras se le escapaban de la
blusa enloquecidas por el desconsuelo
como dos grandes lenguas que quisieran
lamer a Jacinto, y él dejándose cada vez
con la voz más de caverna.
—Me desperté y la vi quieta —
decía el niño—, con los ojos abiertos y
el trapo de espantarme los espíritus en
una mano rígida, meciéndose como
única despedida.
—¿Meciéndose después de muerta?
—Con un crujido de nana como si no
quisiera que yo despertase jamás. Así ha
sido, no te miento, Roberta.
La llamó por su nombre con esa
boca y los pezones de la muchacha se
hicieron lumbre.
—Pero no veía su espíritu por
rincón alguno del cuarto, ni en el techo,
pues algunos se pegan a él recién
muertos jugando a lo que Carmiña y yo
llamábamos, por influencia de mi
maestro, la ingravidez eterna.
—¿Y qué ha de ser eso, niño?
—Eso es que flotas, Roberta.
Otra vez su nombre, y más quemazón
en los que sólo había estrenado el
Manoliño por encima de la blusa, que
putas hay muchas en el pueblo, pensaba
Roberta, pero a los diecisiete yo me
guardo para el hombre que me lleve a la
iglesia.
—Así que no he podido verla, ni
hablar con ella aún. ¿Para qué me sirve
esto de ver y escuchar a los muertos si
luego no puedo hacerlo con el que yo
quiero?
—¿Y no puede ser pronto, mi
rapaciño? —le consolaba—. Quizá no
le ha dado tiempo al alma de tu nodriza
a acostumbrarse a no pesar, a ser libre
sin carnes. Quizá ha de aprender a
hablar otro lenguaje, supongo yo, a usar
su boca invisible, y eso no se aprende en
unas horas, ¿acaso tú hablaste nada más
nacer?
—No, no —negaba Jacinto con la
cabeza, y se hundía en el desfiladero de
los pechos, ahondado entre las montañas
tiernas.
—No me llores, mi niño. —Lo
acunaba mesándolo con los labios el
cabello negro, encendiendo con su calor,
con su saliva aquella aflicción
plañidera.
—¿Y dónde está mi nodriza,
Roberta? —gemía—, la que me
espantaba los espíritus cuando no me
dejaban dormir ni comer, la única que
los veía conmigo y luego me contaba los
chismes de cómo eran de vivos: el
Ciprianiño ha mejorado siendo ánima,
tiene un brillo en la mirada sin ojos que
no lo tuvo jamás, me decía acunándome,
y un trato de persona insospechado con
lo mula cocera que se ponía ante
cualquier cosa.
—Ahí le doy la razón a tu nodriza.
Yo conocí al Ciprianiño siendo aún niña
y una buena mula era, un asno sin
corazón más bien, mira que se puede
mejorar de muerto, de lo que se entera
una, ¿y entonces hay ánimas guapas,
Jacinto? ¿Se mejora por dentro y por
fuera?
Pero él a lo suyo:
—¿Quién me va a espantar ahora la
impaciencia de los muertos? ¿Quién les
va a decir: dejad al niño que tiene que
dormir, dejadlo que ha de comer o me
lío a golpes con el trapo y os descoyunto
la birria de ánimas que sois, egoístas,
malvadas?
Y venga a llorar y a hundirse en
Roberta, hasta que de pronto ella le
sintió más frío que nunca. El niño se
puso rígido en el abrigo de noble, se
escapó de entre las tetas y empezó a
soltar por la boca esa palabra que
encendió los nervios de Angustias
cuando se asomó por la puerta: curuxa,
curuxa.
Una abeja penetró con el viento por
una grieta.
—¿La ves, la ves? ¿Está aquí? ¿La
tienes dentro, niño espíritu? —le
preguntó
Angustias—.
Hermana,
mírame. —Zarandeaba a Jacinto—.
Mírame, hermana, que la hija te va a
llegar a reina, eso dice la Troucha, y yo
me fío de esa vieja.
—Curuxa, curuxa.
—Ya lo sé. La curuxa que cantaba y
tú te marchabas, putiña, y ya me imagino
para qué. ¿Qué me quieres decir? Anda,
suelta ya el recado que este niño me ha
de dar, sí, que no me dejaste tanta carga
como parecía si se me hace con dineros
y posición, y su trabajo me ha costado
que llegue a rapaciña, no tardará en
empezarle a sangrar los interiores, pero
dime, ¿qué mensaje tienes para mí?
¿Qué ordena mi santa? Que yo tengo que
preguntarte una sospecha que me tiene
sin dormir.
Angustias reía, reía sin parar con su
peste ebria, y Jacinto más: curuxa,
curuxa, hasta que al niño le volvió de
pronto el frío que era suyo, el que le
acercaba a la frontera de lo humano, y
los ojos se le quedaron sin fuego, como
las almendras después de tostarlas, y la
boca se le hizo de carne. Dejó de
pronunciar la espectral curuxa, se le
había ido la comunicación con el otro
mundo, y se le ensombreció el rostro, le
temblequearon las rodillas. Roberta
volvió a abrazarlo, a estrellarlo contra
sus pechos. Pero fue escuchar el niño, a
su espalda, la voz de Bruna y separarse
de la muchacha. Miró a Bruna como si
él fuera otro ser distinto, otro ser que no
había existido hasta ese momento que
estuvo frente a ella, y dijo su nombre,
Bruna, llenándosele los labios con la
sola presencia de la niña, y las lágrimas
se le secaron.
—¿Qué haces aquí, Jacinto?
—Vine a buscarte para decirte que
anoche se murió Carmiña, mi antigua
nodriza, mi tata —respondió lejos de
Roberta.
—Entonces fue a ella a quien se
llevó la Santa Compaña del pazo.
Gracias a Dios, aún vive el marqués.
—¿Qué murmuras, Bruna? —le
preguntó su prima.
—A ti qué te importa —le contestó
mirándole las tetas que habían sido
suyas, las protectoras de su infancia.
Bruna se miró las que se adivinaban
como granos de maíz por debajo de su
blusa, ésas donde ninguna cabeza
hallaría más consuelo que la dureza de
los huesos, esas que aún luchaban por
despuntar en una adolescencia de
hambre. Ella me saca la ventaja de la
edad, se dijo, de eso no había duda, y de
unas tetas vivas. Ay, Bruna, pensaba
entre tanto su prima, que estas que Dios
me dio grandes y tiesas me hacen
parecer culpable de lo que no soy. Se
miraron en el silencio que se hizo en la
casucha, hasta que lo rompió la
borrachera de Angustias.
—Habla con ella, niño, con mi
hermana, pregúntale si es quien yo creo
el que le hizo la faena de matarla,
vamos, que te diga.
—Ya la perdí, señora. —Muy digno
en su papel de noble.
—Pues recupérala y que me hable,
que me ha tenido a palo seco de ella
desde el día de su muerte.
—Se fue y ya no va a volver —
insistía él mirando a Bruna.
—Un orujo te vas a beber,
marquesito, que te ha de regresar el
muerto. —Se lo servía en un vasito con
poso de mugre.
—No, gracias, vine a decirle a
Bruna…
—Jacinto, vámonos al bosque, te
voy a enseñar el lugar donde se
entierran las penas y uno ya no se
acuerda más de ellas.
—Niña desagradecida, se queda
aquí, por si le vuelve mi hermana, tu
madre, mi santa. Que tengo que
preguntarle una sospecha que me
reconcome por dentro, a ver si después
de todo voy a ir al infierno.
—Que no, señora, que ya no me
vuelve más.
—Tú bebe, bebe.
Obligó a Jacinto a tragarse el orujo y
a éste se le puso cara de abrasársele las
entrañas.
—Vámonos al bosque —le repetía
Bruna, y le tiraba de la manga del
abrigo.
—Te vas a tomar otro, niño.
—Adiós, señora, tanto gusto.
Salió corriendo detrás de Bruna.
Alejándose de mis pechos tristes sin la
respiración de sus cachorros, se
lamentaba Roberta.
—Dame a mí el vaso de orujo,
madre.
—Bebe, bebe, hija. Cuando tu prima
regrese se va a beber la paliza de mis
manos por mucha reina que me la vaya a
hacer el tiempo.
—Eso, madre, péguele. —Bebía,
bebía regocijándose por dentro—. En
unas horas se me han de alegrar otra vez
los pechos.
Bruna condujo a Jacinto hasta el
cementerio de las penas, inaugurado con
la primera paliza de Angustias que pudo
recordar.
—Me dolió donde me siento durante
varios días —le contaba la niña,
apartando las zarzas que cubrían el
camino hasta su camposanto.
—¿Esa mujer del orujo te pega?
—Sólo porque bebe y tiene el alma
rota de desgracias.
—Pues yo te voy a defender.
—¿Y qué le quedaría a ella si no nos
arreara? Lo hablamos a veces Roberta y
yo mientras vemos las estrellas y nos da
pena aunque reventemos de picor allá
donde nos cayó el golpe. Se lo he dicho
a Dios cuando paso por delante de la
iglesia, la dejo como un acto de caridad,
que se puede mandar hasta en la
misericordia, luego echo la pena al
árbol, ahora lo entenderás, Jacinto, y
que lo pague más adelante con una mala
muerte, o una maldición que no la cure
ni remedio de meiga.
El niño tenía las manos ortigadas y
con arañazos de zarzas y pinchos de
tojos, pero seguía a Bruna a través del
bosque sin sentir la erupción de granos
ni el escozor de las heridas. Olvidaba
todo dolor detrás de ella, olvidaba su
cabeza pesada a causa del orujo,
admirando
su
cabello
castaño,
desgreñado y largo, su paso ágil a través
de la naturaleza. Le costaba respirar
debido a los mocos acumulados por el
duelo de Carmiña. Aquella tarde distinta
a todas las demás acabaría de nuevo en
una jornada de lluvia, pero no tuvo
miedo. Ni siquiera cuando surgió ante
ellos el descomunal castaño con el
tronco deformado por los siglos, y
Bruna se dio la vuelta para mirarle con
los ojos de flor y de sombra y decirle:
éste es el cementerio, Jacinto, y él vio la
neblina que exhalaba la tierra como si
respirase tristeza, y entre ella los
helechos espectrales y los esqueletos de
salgueiros; vio las raíces saliendo entre
la hierba y el musgo y la procesión de
babosas negras avanzando gigantes por
una de ellas como un cortejo de duelo;
vio las hojas secas en alfombras de
lápidas, y cuando estuvo más cerca del
castaño, el abismo hacia el olvido que
se abría en su corteza centenaria.
—Estamos en el corazón del bosque
—le dijo Bruna tomándole una mano—.
No tengo libros con países de colores
para señalarte dónde nos encontramos,
pero si yo fuera el bosque, con sus ríos y
sus arroyos, estarías aquí. —Le puso la
mano sobre el latido que se le salía de
la toquilla, que se le escapaba de su
pecho apenas despegado de la niñez.
Él escuchó el tictac que marcaría a
partir de entonces el ritmo de su vida y
de su muerte, y supo en esa tarde
destinada a la tormenta que no habría
más atlas, ni más mapas que el que tenía
frente a él, el cuerpo de Bruna Mencía,
firme y con olor mimoso a gallina y a
sombra.
Tronó el cielo.
—Vamos a echar tu pena al árbol
antes de que se moje —le dijo la niña
—, pero antes tienes que sentarte a sufrir
por ella. ¿Cuál era?
—Se me murió Carmiña, mi tata —
respondió Jacinto.
—Duelo tradicional por muerte —
decretó ella, sentándose a su lado—. Yo
sufro contigo, ¿te importa?
Él negó con la cabeza. Le ardían las
mejillas a pesar de la niebla.
—Pero ¿qué hacemos?
—Primero le das tu pena a las
babosas.
—¿Cómo?
—Diciendo babosas, yo os la
entrego; que la más valiente cargue con
ella.
Él lo repetía con obediencia
solemne.
—Así no —le regañaba Bruna—,
con los ojos cerrados, y ahora los abres,
¿la ves?
—¿El qué?
—Tu pena. La carga esa babosa
negra.
—¿Cómo lo sabes?
—Se ha puesto un poco más gorda.
Cierra otra vez los ojos y sufre.
Recuerda a Carmiña, ¿a qué olía?
—A leche, al moho del trapo de
espantar, al ajo que parecía a veces
sudar su carne.
—¿Y qué echarás de menos?
—Todo, Bruna, que fue madre para
mí, consuelo de muchos días y noches,
con ella aprendí los besos y las caricias,
y me limpiaba la vergüenza que viste de
las babas de la boca por mi enfermedad,
que es más bien penitencia. Ella que me
ha salvado la lengua con la que te hablo
ahora. —Se le enredaba esa lengua en
llanto.
—Muy bien, muy bien, Jacinto. Mira
la babosa.
—Ahora la veo, parece que se
comió a otra.
—Móntala en una hoja seca.
—¿Cómo?
—Te ayudas con un palo.
El niño rebuscó en los despojos del
otoño.
—Le ha de servir de ataúd, así que
busca una que sea digna de ella.
—Ésta parece fuerte. —Le mostró
una a Bruna.
—Y hermosa —añadió ella.
Arrancó el niño su babosa del
cortejo fúnebre, la cogió con la mano,
era cálida, tonta, la puso sobre la hoja, y
la tiró por el hueco de la corteza del
árbol como le indicó Bruna, los dos en
pie frente al abismo que parecía
descender hasta lo más hondo del
mundo.
—Ahora que la tierra llore tu pena
—le decía la niña mientras abandonaban
el cementerio, mientras caían sobre
ellos las primeras gotas de lluvia— y se
convierta en humo triste, en niebla.
A Jacinto le flaqueaban las piernas,
y una risa tosca se le venía a la garganta.
No temía a los castaños ni a los robles,
ni a los helechos tan perfectos como
hostiles que le intimidaban en otras
ocasiones, ni a los arroyos despeñados a
saltos entre las rocas; la naturaleza daba
vueltas a su alrededor, inofensiva, y le
soplaba las mejillas consolándole la
brasa del orujo de Angustias.
—¿Sabes, Bruna, que me quedaría
por siempre en el bosque —le decía con
las lágrimas cayéndole entre los hipos
invencibles de la risa—, que nunca fui
tan feliz y tan desgraciado a un tiempo,
que me basta con la vida que aquí se
respira si tú estás conmigo?
La niña le sonreía mientras cantaba:
—Santa Bárbara bendita, que en el
cielo estás escrita, guarda pan, guarda
vino, cruceiros guarda gente por el
camino.
Y así ahuyentar el destino de la
lluvia, la negrura de las nubes
cerniéndose sobre el cielo de barro, y
bailaba como en las romerías,
levantándose un poco la falda,
agarrando la mano ortigada de Jacinto
que sentía la vejiga estallarle de gozo.
—Enséñame esa canción, Bruna.
Ella se la repetía dos, tres veces,
danzando en torno a él, y sus voces
sobresalían entre el viento de tormenta y
los truenos, hasta que Jacinto cayó sobre
un lecho de hierba, fatigado de reír,
mareado de amor, sin él saberlo, ronco
de invocar a santas, de espantar
maldiciones, borracho de cansancio y
orujo amargo. Bruna se echó a su lado
con un retozo alegre, y las gotas les
mojaron el cabello y el rostro. Aún reían
y chocaban un hombro con otro cuando
Jacinto descubrió, posada en el tronco
de un roble, imperturbable en su tamaño
gigante, negra y amarilla, una
salamandra que le dicen galaica, Bruna,
y créeme que yo no la había visto jamás
hasta esta tarde de luto por Carmiña,
cuando al niño se le despertaron los
instintos de macho. La estuvieron
mirando durante un buen rato, tan
silenciosos que parecía habérseles
detenido
su
propia
existencia,
hipnotizados por la respiración de estar
juntos, mientras el perfume de la tierra
mojada les trepaba por la ropa, les
invadía la piel, les camuflaba en el
bosque. Un mirlo en busca de refugio se
posó en una rama del roble. Bruna
Mencía se sacó un tirachinas del
bolsillo de la saya con gesto felino, se le
afilaron las pupilas, se le detuvo la vida
en el guiño del ojo con el que calibraba
su puntería.
—Enséñame a disparar —le rogó
Jacinto, al oído.
—Pero has de matarlo —le advirtió
ella— y nos lo cenamos.
El niño asintió. Se chupó los labios
y se mordió el inferior cuando tuvo el
arma entre las manos.
—Tensa firme, pero con suavidad —
le dirigía Bruna—. Cierra un ojo y elige
dónde le quieres dar. Siente latir en ti el
corazón del animal.
Ajá, respondía Jacinto, sólo ajá
mientras en la boca paladeaba la muerte.
Veía en el último aliento del ave, en su
pecho parduzco, diminuto en su arriba y
abajo, un aleteo de despedida, ajá, la
piedra salió volando y estalló en un
golpe de plumas y sangre.
—Lo has matado —le felicitó Bruna.
Pero a él le sangraba también el
labio donde se había hincado los
dientes, y el pulso le temblaba cuando la
niña le entregó su víctima aún caliente.
La sostuvo sin saber qué hacer con ella;
por primera vez no sentía vergüenza de
la falange que le faltaba en el dedo
corazón de la mano izquierda, y se la
mostró a Bruna como si fuera una herida
de guerra.
Se comieron el mirlo bajo el roble.
La niña lo desplumó con destreza, le
sacó las tripas ayudándose de la navaja
que siempre llevaba encima, junto al
tirachinas, lo trinchó en un palo,
encendió una hoguera con un pedazo de
fósforo, y lo asó ante la admiración y el
espanto de los ojos gatunos de Jacinto.
Tocaron a poco, sólo unas hilachas de
carne y un chupar de huesos. Era más el
ritual de comerse lo que se había dado
muerte que el manjar en sí, pero a
Jacinto le supo delicioso. Si me
hubieras
visto,
padre,
pensaba,
desgarrando con los dientes un ala
famélica, relamiéndose con el jugo
sanguinolento que se le escurría por la
barbilla, si me hubieras visto, no me
tembló la mano; tú mejor no me mires,
madre, que ahora le comprendo un poco
a él, se me encendió en el pecho un
instinto que se convirtió en fuego
primitivo.
Bruna le observaba con el deleite
del maestro ante la hazaña del pupilo,
satisfecha de mostrarle su mundo, de que
él lo disfrutara.
Muchos años más tarde, inmerso en
el calor doloroso de la tarde caribeña,
echado sobre la hamaca de la siesta,
solo, sin más murmullo que la planicie
del mar turquesa, Jacinto habría de
recordar aquel festín glorioso. El
hombre que se espantaba a sí mismo los
espíritus locales no podía ser ese niño
que le regurgitaba su memoria una y otra
vez. Le veía sonreír junto a Bruna en las
entrañas del bosque, iluminado por el
júbilo de la vida y la muerte como no
volvería a estarlo jamás.
14
Rencillas de revolucionarias
y reinas
Bruna respira como una locomotora
tendida en medio de su cama. Ovillada
en una esquina, Valentina intenta dormir.
El pecho de su abuela sube y baja. Ella
le da la espalda. Vigila las sombras del
cuarto, los ruidos que van más allá de la
respiración de vapor, el olor dulce de la
camelia cuando empieza a pudrirse, el
perfume de Bruna que flota en un
marasmo de tabaco. Ven conmigo, niñita,
le había dicho, tomándola de la mano la
noche anterior, y la había hecho
ascender hasta ese último piso donde el
tiempo es un ser vivo más.
Por la claraboya que reposa encima
de la cama penetra el filo anaranjado del
amanecer. Valentina toma la cuerda de
su cintura y la acaricia como si fuera
piel. Recuerda que hace unas horas,
cuando su abuela la llevó a su
habitación y el sueño comenzaba a
abatirla, la había llamado por el nombre
de su madre. Rebeca, mi niñita de
cabellos rojos, en el delirio de su
duermevela, la acercaba a su regazo,
Rebeca rebelde, mi pequeña. Valentina
se había agarrado a su cuerda, y se había
alejado al otro lado del universo que era
la cama, desde allí podía vigilarla.
Había encontrado en ella protección
durante unos instantes, pero no podía
fiarse, bajar la guardia. Valentina se
sentó en la cama e intentó pasarse una
pierna por detrás del cuello como le
había enseñado Melinda, la Elefanta.
Los contorsionismos la tranquilizaban.
La luna se borra del horizonte.
Valentina se desdobla, se estira, se
duerme. A las nueve de la mañana,
Petriña entra en la habitación y se
encuentra la escena de la abuela como
un planeta y la nieta un pequeño satélite
en su órbita. Se estremece. El tiempo
todo lo ordena, piensa, el tiempo tiene
su propia misericordia y hay que
entenderla, piensa. Mi señora que ha
estado tan sola. Pone frescas las
camelias, la bandeja del desayuno en la
mesa y va por la de la niña. Cuando
regresa, Bruna ya está despierta.
—Ayer se escapó Roberta del sótano
y asustó a mi nieta —regañó a la criada.
—Creía haber echado bien la llave.
—Pues te aseguras la próxima vez.
—Sí, señora. Quería decirle que
tiene carta del señor. Pone urgente en el
sobre, viene por vía de los aires, por
avión, vamos.
Valentina se despereza. Tiene los
ojos hinchados.
—Duerme más, niña —le ordena su
abuela.
—Se me acabó el sueño.
—Duermes como un pájaro igual
que comes —apunta Petriña mientras
coloca la bandeja del desayuno frente a
su señora.
Ella, antes de beber un sorbo de café
o pellizcar el bizcocho, abre el sobre
que hay en la bandeja. Viene de México.
La mano parece una hoja en otoño
maltratada por el viento. Petriña le
acerca las gafas lupa y pone el desayuno
enfrente de Valentina, que sigue sin
acercarse a su abuela. Bruna lee y bufa,
arruga la carta, se levanta bruscamente y
derrama el café. Petriña se apresura en
recoger lo que su señora va demoliendo,
derramando con sus ademanes de animal
herido.
—Quiere venir al pazo a morirse —
dice Bruna con una mueca amarga—,
como si no hubiera sitios en el mundo
digo yo, que saque un atlas de los que
tanto le gustan y elija el lugar que más le
plazca.
Recoge la carta, la aplana, la estira,
la dobla, la mete en el sobre. Abre un
cajón de la cómoda y la guarda en una
caja donde asoman las esquinas de un
montón de cartas.
—¿Sabrá que estás aquí? —le
pregunta a Valentina.
—¿De quién habla? —La niña siente
las piernas débiles.
—De tu abuelo Jacinto.
—El abuelo. —Por un momento a la
niña le brillan los ojos.
Bruna la mira con dureza.
—Sí, tu abuelo, que quiere venir
aquí a morirse, al pazo, me dice, donde
nació.
—¿Y usted no quiere que venga?
—Llámame abuela, Valentina. Eso
es lo que soy te guste o no. Además, a ti
no te importa si viene o no porque estás
a mi cargo.
Valentina achina los ojos.
—Pues él cuidó de mi mamá y usted
no.
—Y qué sabrás tú del pasado sino
las mentiras que te contaron.
—Mi madre no mentía nunca. Usted
le dijo que su padre la había
abandonado, que no quería saber más de
ella, usted sí que mintió.
Valentina se levanta de la cama con
el camisón ceñido por una cuerda.
—Hoy te quitas esa cuerda de loca
—le exige Bruna.
—La cuerda es mía y no me la quito.
Revolución o muerte. —Valentina tiene
los ojos con lágrimas.
—Otra revolucionaria, como si no
hubiera tenido bastante. Pues yo a los
revolucionarios los achanto a castigos.
—Ya es un castigo estar aquí, de
donde mamá se fue porque le mentían.
—Qué sabrás tú de nada, niña tonta.
—Sé que me quiero ir a Cuba con
Melinda.
—Olvídate ya de esa mujer, ahora
soy yo quien te va a cuidar.
—Usted no puede cuidar a nadie
porque se va a morir bien pronto de
vieja, como el abuelo que viene aquí a
morirse, a este cementerio. Además
tampoco cuidó de mi mamá, y tampoco
quiere cuidarme a mí. Me va a entregar
hoy a ese hombre grande que tiene un
hijo odioso.
—¿A qué hombre te voy a entregar si
tú eres mía y bien mía?
—Al que nos encontramos a la
salida del laberinto.
—¿A Uxío?
Bruna ríe.
—No viene por ti, niña tonta, yo no
te entrego a nadie. Viene a buscar a la
loca de su madre, a la loca que viste
anoche, mi prima Roberta. Me la deja
aquí para quitarse el entuerto de una
vieja chiflada, pero ahora que estás tú
aquí quiere llevársela.
—Yo recuerdo que mamá me
hablaba de la tía Roberta. La recordaba
cuidando siempre al abuelo Jacinto.
—Lo cuidó mucho, sí, bien que le
interesaba. Pero tú vas a saber la
verdad, aunque seas una niña, porque las
reinas han de saberlo todo incluso
aunque no sean cosas para su edad. Te
voy a dejar este reino y el corazón
limpio de patrañas. Y ahora quítate esa
cuerda, ¿no decía el hijo de la alimaña
de Uxío que hablabas con ella? Sólo nos
faltaba que te tomaran por otra loca. Ya
tenemos muchas en la familia, pero tú
eres de otra estirpe más excelsa.
»Petriña, sácame el camisón de
salir, que voy a arreglarme antes de que
le dé una paliza a esta niña maleducada.
Y repito, te vas a quitar la cuerda.
—No quiero. Quítese usted el
camisón y vístase normal.
Bruna le da un bofetón en la boca y
Valentina sale corriendo de la alcoba.
Baja la escalera de castaño mientras el
eco de su nombre resuena colérico entre
las paredes del pazo. Guerra de
guerrillas, piensa Valentina, se lo ha
ganado. Desciende hasta la cocina. Se
acurruca en el rincón de una arcada y
llora. Ve un teléfono, quiere llamar a la
Elefanta para que la venga a buscar,
para oír el consuelo de su voz en
papiamento. Sin embargo, escucha los
pasos de Petriña, viene detrás de ella
por orden de su abuela. Ve unos
peldaños de madera que descienden
hacia la penumbra. Conducen a un
pasillo que huele a humedad. Al final
del mismo hay una puerta. Tiene la llave
en la cerradura. Se escucha un ronquido
a través de ella. Valentina baja el
picaporte. Está cerrada. Gira la llave
con el corazón en vilo. Baja de nuevo el
picaporte y la abre. La luz tenue penetra
por la ventana e ilumina la cabellera
blanca. Parece un animal de nieve.
Valentina permanece apoyada en la
pared, junto a la puerta, mirándola. De
pronto el animal se da la vuelta y
Valentina puede ver su rostro. Es tan
viejo que no comprende cómo puede
seguir vivo, y lo está porque de la boca
abierta sale aquel ruido de caverna que
le encoge el estómago. Los párpados le
recuerdan a los de un sapo, le cuelga su
bolsa de veneno de los ojos cerrados.
Huele a orín seco. Valentina apenas se
atreve a respirar para no despertarla,
aun así ella abre los ojos. Y la mira. La
encuentra. Le sonríe con dulzura.
Valentina avanza hasta el hueco de la
puerta. Espera. El animal se despereza y
se incorpora hasta sentarse en la cama.
—Mira que ella me ha quitado el
espejo. Mi madre le dio el pedazo
donde nos mirábamos a escondidas,
donde decíamos ésta soy yo, ésta eres
tú. Quiere quitarme todo, hasta mi
reflejo de vieja. —Ríe con las
mandíbulas negras.
A Valentina le parece un acto de
misericordia que no le dejen espejos
cerca. No así tenerla encerrada en una
habitación lúgubre del sótano.
—Mi madre me hablaba de usted —
le dice la niña con una mano en la
cuerda—, es mi tía Roberta. Anoche me
asustó, creí que era un fantasma.
Además me decía que yo quería
quedarme con todo lo que no era mío. Y
sepa que yo ni tengo ni quiero más que
mi corazón y mis manos para luchar por
la libertad.
Roberta da un respingo.
—Eres hija de Rebeca, no tengo
dudas. ¿Te gusta mi pelo? —Se acaricia
la cabellera—. ¿Me lo peinas?
—¿Por qué no se lo corta? Lo tiene
demasiado largo.
—No me acuerdo. ¿Por qué no me lo
corto?
—Si quiere se lo digo yo. Sé leer
los recuerdos perdidos.
—Saliste también entre dos mundos.
Porque ¿dónde viven los recuerdos?
—Los tiene guardados usted ahí
dentro. —Le señala el pecho.
Roberta
se
toca
las
tetas
destartaladas.
—Mi abuela debe de tener el pelo
tan largo como usted, pero ella se lo
recoge en trenzas.
—Yo lo tengo más largo.
—¿No se lo cortan por eso? ¿Hacen
guerrillas de cabelleras?
—No me acuerdo.
—Le repito que yo se lo digo.
Va a acercarse a Roberta, pero ve
sus ojos negros que brillan alucinados y
retrocede de nuevo hacia la puerta.
—Otro día mejor.
—Dile a tu abuela que no me
encierre aquí. Yo quiero una habitación
de invitados de la segunda planta. Es
mala, muy mala.
—Dice que está loca. La va a venir
a buscar su hijo.
—Ay, no, con él no tengo deudas
pendientes, con mi prima, sí. Tengo que
estar cerca de ella, aunque sea en este
sótano, porque si no me muero. Ya se lo
he dicho a Uxío muchas veces, que no
me voy con él a Ourense; si me separa
de mi prima, yo me voy a la tumba y ella
gana y se puede cortar el pelo.
Se escuchan pasos. Valentina
retrocede hacia el pasillo y ve llegar a
Petriña.
—La Virgen santísima, ¿cómo se te
ocurre abrir esta puerta?
—¿Acaso no puede ver a su familia,
a su tiíta?
—Vino tu hijo por ti.
—Mi hijo del alma, mi hijo de mis
pechos nocturnos. Pero no quiero ir con
él.
—Sal de aquí, Valentina, y vete a
vestirte. Tu abuela se ha vuelto a
enfadar.
—Y a mí qué, si ella no se quiere ir
yo la defiendo. Ha de ser libre para
decidir, además todos somos iguales y
tiene que tener una habitación también
de ricos. Como usted, Petriña, o todos
dormimos abajo o todos dormimos
arriba.
—Que le va a costar a su abuela
hacerla reina. —La vieja mira al techo y
Roberta ríe—. Sal de aquí.
—Tía Roberta, que yo voy a hablar
con mi abuela para que le ponga a
dormir en la habitación que quería de la
segunda planta, y si no le dejo la mía.
Valentina se marcha con las mejillas
encendidas. Se toca la cuerda; mami,
aquí todos son y viven como burgueses.
Voy a vestirme, que no me gusta luchar
en pijama.
Uxío Mencía ha aparcado su Peugeot
oliva en la placita de la fuente, ha
venido con su hijo, pero lo ha perdido
de vista. Es un hombre edificio. Los
muslos son los pilares que le asientan en
la tierra. Pero los ojos aún sueñan como
cuando era niño, alentado por su madre.
Mira las dos torres simétricas del pazo,
el jardín donde se le pierde la vista.
Siempre le ha gustado la avenida de
sauces y sicomoros. Solía imaginar que
la recorría subido en un elefante
engalanado con cascabeles y cintas. Un
elefante que con su trompa cogía a su tía
Bruna y a su hija, esa niña del pelo rojo,
y las lanzaba por los aires para librarse
de ellas. Cuando seas mayor todo será
tuyo. ¿Y seré marqués, madre? Lo serás,
de eso me encargo yo. Le brotaban a
Uxío las palabras de su madre cada vez
que pisaba el pazo. ¿De qué te vas a
encargar tú, madre, con esta demencia
heredada que te hace delirar?, piensa
mientras ve salir a Roberta por la puerta
del pazo pisándose la cabellera.
—No quiero irme, Uxío, tengo que
estar aquí para velar por tus intereses,
vigilando que mi prima no se muera
antes que yo. Ya te dije que es
predicción de meiga que seré madre de
reyes, y ese rey eres tú, mi Uxío, que un
día te ceñirás la corona de la justicia y
te alzarás con el poder.
—Anda, calla, que lo que te va a
ceñir bien es el ataúd que ya te llama,
Roberta —le dice Bruna, que ha salido a
acompañarla.
Petriña lleva atada a Roberta de la
cintura como si fuera un perro con una
correa.
—Le he dicho mil veces que no ate a
mi madre —replica Uxío.
—¿Y me vas a llevar a Ourense,
hijo? Que yo no quiero ir, que me ahogo
en la ciudad.
—No, madre. Que nos hemos
trasladado a vivir a una casa del pueblo.
—Aun así, voy a ayudar a instalarte
y me vuelvo al pazo. Pero bien rápido,
para que no le dé tiempo a la muerte a
alcanzarme.
—No será mientras yo viva, no te
quiero ver por aquí más. Ya no vuelves
—dice Bruna.
No se le quita de la cabeza la carta
que ha recibido esa mañana desde
México.
Quiero ir al pazo a morirme,
Bruna, entre las paredes que me
vieron nacer y que me
condenaron a lo que soy y he
sido. Quiero volver al jardín, al
estanque con sus peces dorados,
al laberinto donde una vez
jugamos a que eras reina. Tengo
el corazón enfermo de no
tenerte cerca y no me aguanta
más la vida. Mi corazón débil es
como un espíritu que me habla,
que me cosquillea dentro del
pecho, que me araña los minutos
y las horas; necesito volver para
poder morir en paz.
Valentina está asomada a la ventana
del recibidor viendo lo que sucede,
parece que no es necesario por ahora
salir a luchar, mami, le habla a la
cuerda, la tía Roberta se va porque
quiere, pero he de convencer a la abuela
para que la deje volver. Ahora sé quién
es Uxío. Me hablaste de él. Era un niño
de ojos fríos, Valentina, me decías, de
agua pura, líquidos, que le daban una
apariencia irreal. Tenía prohibido entrar
en el pazo, incluso en el jardín, pero él
se colaba cuando le venía en gana, con
la cara sucia, y surgía detrás de un seto,
en el estanque, tras un sauce o un
sicomoro y me sacaba la lengua o me
tiraba del pelo. Llegué a pensar que era
un trasno, un duende que me perseguía
sin descanso. Somos primos, me decía,
llevamos la misma sangre.
Valentina se da la vuelta para salir al
jardín y se encuentra con el hijo de
Uxío. Los mismos ojos la observan. Él
no tiene la cara sucia, pero sí las
comisuras de los labios, ha estado
comiendo chocolate.
—No tienes permiso para estar aquí
—le dice Valentina.
—Estoy donde quiero.
Se miran.
—Te llamas Valentina Novoa.
—Sí, ¿y tú?
—Pedro. Pedro Mencía.
El niño sale del recibidor y camina
por el pasillo hasta llegar al saloncito
de caza. Huele a pintura fresca, por lo
demás nada ha cambiado. Permanecen
las cuernas de los ciervos, el jabalí
disecado, la chimenea con el hogar
gigante, las escopetas colgadas en el
orden de siempre. Valentina le ha
seguido. Es la primera vez que entra en
esa habitación. Un escalofrío le recorre
la espalda.
—Yo estoy aprendiendo a cazar. Me
enseña mi padre.
Se queda mirando una de las
escopetas que está encima de la
chimenea. Uxío acerca una silla y se
sube en ella para alcanzarla.
—Guau —dice.
El arma refulge en sus manos, como
si de alguna manera hubiera vuelto a la
vida. Es la escopeta de la familia, con el
escudo de los Novoa en la culata. La
camelia y el lobo aullando a la luna.
15
La escopeta de la culpa
José Novoa vio llegar a la niña
caminando por la avenida de sauces y
sicomoros, bajo la llovizna.
—Te mandé llamar porque hay un
topo en el huerto que se está comiendo
las hortalizas —le dijo a Bruna
mirándole los ojos de dos colores.
Iba ataviado con botas y capote de
monte y el sombrero verde con ala y
pluma de faisán, pues se disponía a salir
de caza.
—Eso me dijo el hombre que envió
a buscarme —respondió Bruna—. Pero
acabo de ver el huerto y le digo lo
mismo que a él: allí no hay topo
ninguno, señor. Que sé yo distinguir lo
que es un agujero de este animal del de
una azada, pa eso me salieron los
dientes entre los campos.
Se
escuchaban
los
ladridos
nerviosos de los sabuesos.
—Me parece que no eres tan buena
cazadora de topos como me asegurabas.
—Soy la mejor, no se me escapa ni
uno. —Se arrebujó en la toquilla que
llevaba sobre los hombros porque la
mañana era fresca—. Pero aunque no
haya bicho que atrapar me alegro mucho
de ver al señor porque me quedé
preocupada por la herida de su pierna,
claro que ya sabía que el señor no se
había ido pa donde se vayan los
muertos, porque si se muere un marqués
y más usted que es amo de toda esta
parroquia y de no sé cuántas otras, una
se entera no más ocurra, si no es porque
la iglesia revienta a campanazos de
difuntos. Digo esto, señor, y mire cómo
se me levanta la piel a ronchas
recordando las de hace algunas noches
en el bosque. —Se sacó un brazo de la
toquilla para mostrárselo—. Se entera
una porque no se chismorrea otra cosa
en bosque y pueblo.
—Ya estás hablando sin parar, niña.
—Es que la presencia del señor me
hace gusarapos en la tripa. —Sonrió, y
José pudo ver la línea que le asomaba
como leche entre los labios.
—¿Te doy miedo?
—No, señor, es que me gusta usted.
—¿Ah, sí? —Un brillo se encendió
en los ojos negros del marqués—. Pues
no suelo gustarle a nadie.
—Al bosque sí le gusta. Le he visto
pasear con su escopeta, a ver si le sale
una presa para darle caza. Y luego me
gusta a mí.
—Pues fíjate qué personajes.
—Podría gustarle a muchos más si el
señor quisiera.
—Así que soy antipático.
—El señor es serio, pero es que es
un marqués y tiene que mandar.
—Mandar es solitario, niña. Es un
lobo que te devora.
—Pues creía yo que era bonito
mandar y que no le manden a uno.
—¿Quién te dijo que el que manda
es libre, niña?
Se hallaban en la placita de entrada
al pazo, junto a la fuente de los peces
dorados. Jacinto les observaba desde la
ventana de su dormitorio.
—Le iba a traer agua milagrosa del
manantial de mi madre, la Santiña, que
todo lo cura, pero no me dejó su hombre
entretenerme en nada. El marqués
ordena y tú obedeces aprisa, mocosa. —
Puso voz ronca, pero José no se inmutó.
—Yo no creo en santas, ni en aguas
mágicas, sólo creo en lo que puedo
matar. La pierna me la cosió el cirujano,
y me la vendó —dijo señalándose la
pernera de los pantalones más gruesa
que la otra—, y al cirujano si se me
antoja o me cura mal le puedo pegar un
tiro.
José Novoa torció la boca que aún
le sabía al coñac de la madrugada, a
resaca de chimenea, y caminó despacio,
con las manos a la espalda, hacia la
entrada de la casa.
—Tú me hiciste un buen torniquete
en la pierna, niña.
—Pues menos mal, señor —
respondió Bruna siguiéndole.
José rió mientras le revolvía el
cabello castaño.
—¿Sabe? Yo tampoco soy de
muchos amigos, a mí lo que me gusta es
irme por el bosque.
—¿Y mi hijo?
—Hace unos días le enseñé a usar el
tirachinas y mató un mirlo de una
pedrada.
—¿Jacinto? Lo dudo. No es capaz de
acertarle a lo que tiene delante.
—Le aseguro que así fue.
—¿Y tú tienes buena puntería?
—La mejor, no se escapa ni un bicho
vivo. Se lo puedo demostrar ahora
mismo. —Se sacó el tirachinas del
bolsillo y se puso a mirar a su
alrededor.
—Dale desde aquí al caño de la
fuente —le sugirió José.
Bruna recogió una piedra del suelo,
disparó y acertó.
—Buena chica. —Le dio un
golpecito en el hombro—. ¿Has ido
alguna vez de cacería?
—Nunca, señor, pero me gustaría
mucho. —Se le alegraron los ojos.
—Estás flacucha, no vas a poder
sujetar una escopeta. —Sonreía.
—Estoy fuerte, señor, si me presta
una le aseguro que podré con ella.
—Abre la boca. —Le agarró la
barbilla con una mano y con la otra le
subió el labio de arriba para examinarle
los dientes. Se estremeció al mirarlos—.
No estás mal —dijo con un temblor de
voz—, pero no te voy a llevar; la
mayoría de las mujeres no son más que
un incordio cazando.
—Yo no soy como las demás
mujeres.
—¿Ah, no?
—Voy a ser reina, señor, y voy a
vivir en un pazo como éste, me lo han
dicho.
—¿Y qué mala lengua ha sido ésa?
—La de la meiga del bosque, la
Troucha le dicen, pero no me parece a
mí que diga mentira.
—Ya mandaré yo a que hablen con
ella para que no le meta a las niñas
pobres patrañas de ricos en la cabeza,
que luego así se nos levantan las masas.
—Dígale lo que quiera, pero
llévame de cacería, señor. Ay, se me ha
puesto una cosa en el pecho cuando me
lo ha dicho, se me ha revuelto el
gusarapo; lléveme, lléveme, señor.
Jacinto Novoa, desde la ventana,
lloroso aún por el luto de Carmiña cuya
presencia se había desvanecido, vio
cómo su padre revolvía de nuevo el
cabello de la niña que él adoraba.
La cacería estaba preparada para el
mediodía. Bruna cargaba al hombro la
escopeta de cartuchos del calibre doce
que José le robó a su hermano en la
infancia, y Jacinto la escopeta familiar,
la de la culata con el escudo de lobos y
camelias que su padre había cogido de
encima de la chimenea para que se
acostumbrara a la maldición de su
herencia.
Caminaron por el bosque hasta
llegar al puesto donde habían de
permanecer a la espera de que los
sabuesos de los perreros movieran las
presas y éstas pasaran por delante de
ellos. Se habían concentrado en aquella
zona una gran cantidad de jabalíes,
corzos y algún que otro zorro.
—Quitad los seguros de las
escopetas —susurró José Novoa
mientras miraba a los niños y el sonido
de las armas le iluminaba el rostro
adusto—. Concentraos en el bosque, no
penséis más que en matar lo que veáis.
Jacinto sintió la culata de la gran
escopeta apoyada en su hombro, había
de estar firme para que el retroceso no
le hiriera, pero se le clavaba la carga
familiar y le pesaba hasta partirle de
dolor la mano. Aun así apuntó al bosque
y buscó en sus tripas el furor
incivilizado que identificó más tarde,
junto al padre Eusebio, como la
supervivencia, matar para ser hombre.
Escuchaba las palabras de Bruna: cierra
un ojo, Jacinto, siente latir en ti el
corazón del animal llamándote con el
tictac de la muerte. Miró a la niña, su
perfil hermoso, sus ojos depredadores
acechando cualquier ruido del bosque.
Miró a su padre, apostado en el capote
de monte como una roca invencible en
mar de tormenta, impasible al tiempo, a
la lluvia delicada, al miedo, y le tembló
la escopeta en un estertor de vejiga que
le decía: Jacinto a punto estás de que se
te vaya la vida por la ruindad de tu sexo,
y luego vendrá la espuma que te rodea la
boca de vergüenza y te mete la lengua en
las fronteras de tus dientes; Jacinto,
concéntrate en quitar lo que dio Dios, en
jugar a la ruleta sin azar de la
naturaleza, escucha lo que te traerá el
viento, los ladridos mortales de los
sabuesos, Jacinto, que es mucho lo que
aquí te juegas, la hombría que despunta
en tu horizonte de macho, la valía de un
Novoa.
Sudaba el niño a pesar del frío y se
mordía el labio inferior con la fiereza
por la que luchaba; ay, madre, se decía,
perdóneme, pero quiero ser como mi
padre. Miraba a José Novoa, heroico, en
espera de la presa, buscaba fuerzas
hasta en el último rincón de su carne; ay,
madre, tápese los ojos que ya me bautizó
como quiso y sólo por eso mi nombre es
hiel en los labios de mi padre, que me
tiembla el alma y no puedo escuchar más
corazón que el mío; ay, madre, deme la
ayuda de Dios, sea misericordiosa
aunque ahora no pueda verla ni oírla
mientras Bruna esté cerca, apoyó su
boca en el metal de la escopeta, que soy
yo el que lleva el peso del honor. Bruna,
la indómita me gusta decirle,
concentrada ahora en la muerte que nos
va a salir al paso.
Ladraron los sabuesos entre el
enredo de castaños y robles, habían
olido una pieza. Jacinto se hincó más el
diente en el labio, se ajustó la escopeta
al hombro, tragó la poca saliva que le
quedaba en su boca de cera. Ya estaban
libres los sabuesos de la cuerda que les
ataba el gaznate, y seguían el rastro del
animal que habían sacado de su
escondite. Se movían los helechos, los
salgueiros flexibles, se movía el bosque
entero a los ojos de Jacinto, los cerró
recordando las enseñanzas del padre
Eusebio: ve con tu ojo interior, le
sermoneaba el viejo jesuita, la sabiduría
debe ser libre de las ataduras de los
sentidos. Jacinto se hizo sangre en el
labio, ay, que se me quite de la cabeza
esto que pienso, quiero los ojos
abiertos, mi maestro dice cosas sabias,
pero nada conoce de matar como
machos o como hembras; se fijó en
Bruna, en cómo la miraba su padre,
parecía buscar en la niña algo perdido.
Le había explicado con paciencia el
funcionamiento de la escopeta del doce.
—Ábrela, niña, ¿tienes fuerzas?
—Sí, señor.
Por mi madre santa si no la abro que
me caiga aquí muerta, pensó Bruna
mientras tiraba del cañón, pero José la
ayudó con su mano grande.
—¿Has oído ese clac seco, niña?
—Lo he oído, señor.
—Pues ahora mete los cartuchos y
listo.
Le entregó dos en la manita fría, y
Bruna se entretuvo un instante en su
tacto.
—Qué bonitos son, señor, rojos
como la sangre que hacen.
—Anda, déjate de hablar ahora, y de
poesías que es tiempo sólo de cazar y no
de nervios.
—Nervios no tengo yo, sólo los
gusarapos cociéndose de dicha en la
olla de mi estómago.
Sonrió la niña y José se echó la
mano con pecas al saquito del cuello.
Crujió el bosque. Los ladridos de
los sabuesos se les echaron encima. José
apuntó con su rifle nuevo, Bruna con la
escopeta más pequeña, Jacinto con la de
la familia. Un corzo salió de entre los
helechos, aterrorizado por la ferocidad
de los perros con su latido agudo detrás
de él. Pasó el corzo por delante del
puesto, José Novoa disparó sólo para
herir al animal y dejárselo más fácil a
los niños. Bruna no pensó más que en
sus entrañas, en la nada del instinto, le
acertó en el cuello, mientras Jacinto
sentía que se tragaba su voluntad la
escopeta con camelias y lobos, sentía la
expectación de su padre, de Bruna,
sentía la vejiga que se le encendía de
ganas, y se le aflojaba en líquido tierno
entre los pantalones, sentía el miedo de
la baba escondido en los labios, y todo
se convirtió en un limbo de terror, la voz
de su padre: dispara, Jacinto, que no se
diga que hasta una niñita le mete un
cartucho antes que tú, la voz de Bruna:
dispara, Jacinto, puedes hacerlo,
escúchale el corazón que te llama, le
decía la niña con la clavícula más bella
del mundo, la voz del animal que no era
más que resuello de miedo, el rostro de
su madre, en su imaginación, temblando
de rabia; se le nubló la vista y disparó al
cielo, a las ramas de los castaños donde
se perdió el cartucho.
No hubo suerte esa mañana de lluvia
para Jacinto, esa mañana que habría de
recordar con nitidez. Erró también los
disparos contra el jabalí que se les puso
a tiro después del corzo. Le pareció un
animal invencible, se le paralizó el
cuerpo ante los gemidos histéricos, ante
el tamaño brutal de aquel porco salvaje
que parecía cabecear de rabia porque lo
iban a matar. Dispara, Jacinto, dispara,
le ordenaría su padre otra vez, pero era
mirar al hombre que había contribuido a
engendrarlo en el huertecito con flores
de su nombre, en plena violencia
marital, y agarrotársele la vida.
—Que yo quiero disparar, ay, padre,
que quiero que se te caiga de orgullo el
rifle y digas aquí está mi hijo que todo
lo mata, y Bruna, aquí mi hombre bravo
de campo. Pero los dedos se me vuelven
piedra.
Y los ladridos de los sabuesos le
estallaban en las sienes mientras
deliraba que los restos de aquel mirlo
lapidado por él se le reían en la tripa.
Me mataste a mí, pero se te acabó el
valor y la puntería, se retorcían a
carcajadas las hebritas de carne, las
ternillas invisibles.
En cambio Bruna fue ver al jabalí y
sentir que la sangre se le espesaba de
fuego y la nuca se le erizaba con la
expectación de la muerte. No pensó más
que en meter un cartucho en el cuerpo de
aquella bestia que acabó abatiendo José
Novoa con su rifle, después de que ella
le acertara dos veces en el lomo.
—Bien hecho, niña, tienes la misma
puntería que yo a tu edad. Has nacido
para esto.
José Novoa arrancó la escopeta
familiar de las manos de su hijo y se la
entregó a Bruna.
—No eres digno de ella —le dijo—,
confórmate con la que estaba usando la
niña del calibre doce.
Bruna acarició la culata con el
escudo de camelias y lobos. Pesaba la
escopeta como un secreto. Miró a
Jacinto, aquel niño delicado y ojeroso
que rehuía su mirada, incluso su
existencia; aquel niño con ojos de gato,
voz tranquila, maneras tiernas, manos
blancas como los capullos de su
nombre, manos que sujetaban con su
propia vergüenza la escopeta del doce.
Era un pajarillo de ala rota, un ave
desamparada que necesita cuidados para
poder volar.
—Señor, que hace unos días mató de
una pedrada un mirlo, ya le dije.
—Calla —le ordenó José—. Ya está
bien por hoy, se acabó la caza.
Echó a andar por mitad de uno de
los senderos que conducían al pazo.
Daba zancadas que aplastaban de una
sola vez las matas de helechos, y
apartaba con vigor las ramas que le
salían al paso dificultándole seguir; una
de ellas la soltó de golpe y fue a
chicotear la mejilla de su hijo, que
avanzaba detrás de él. Se dio la vuelta
José Novoa y vio en el pómulo del niño
una raja abierta por la que asomaba la
lengua de la sangre. Perro destino,
murmuró llevándose la mano a la
cicatriz de su mejilla, y continuó
abriéndose paso entre la naturaleza.
Bruna se acercó a él para limpiarle la
sangre con la punta de su saya, pero
Jacinto la apartó de un manotazo, soltó
la escopeta del doce sobre la hierba y
corrió en dirección opuesta a ellos.
Bruna lo llamó, quiso seguirlo, pero en
su mano cargaba con la escopeta de la
familia.
—Señor, que su hijo se fue.
—Que se vaya, a ver si aprende. Tú
me acompañas al pazo con las
escopetas.
Bruna miró hacia la espesura del
bosque donde se había perdido Jacinto.
Quisiera seguirte, pajarito, para que no
sufrieras más. Con lo listo que eres y lo
mal que disparas, pero yo te he de
enseñar. Miró a José Novoa, de
momento él era el rey, Jacinto sólo el
príncipe.
—Pues sí manda usted, señor.
—Y tú obedeces si quieres que te
lleve otro día de caza.
Cargó la niña con la escopeta del
doce, que no pesaba nada en
comparación con aquella que llevaba
grabada una historia de bestias y flores.
Iba Jacinto por el bosque soltando
lágrimas, mojando los carballos con su
desconsuelo. Ay, que me quiero morir en
esta tarde sombría, ay, que el amor
duele, que pincha y tengo ganas de llorar
hasta por el ojo interior del padre
Eusebio. Así iba el muchacho, con el
mar en las entrañas, cuando se topó con
Roberta en una corredoira que conducía
al pueblo.
—Rapaciño, que siempre te veo
llorando, ¿y qué te hizo la vida ahora, a
quién te quitó esta vez?
Ella con sus pechos alegres bajo la
blusa, y él venga a envenenarse de
lágrimas.
—Di algo, que me da congoja verte.
Pero él sólo suspiraba y hacía
pucheros.
—Ven con Roberta —le decía
acercándose, extendiendo sus brazos,
tomándole entre ellos—. ¿Y con qué te
hiciste ese arañazo?
Y por toda respuesta más llanto. La
sangre se le escurría por la mejilla
apoyada en los pechos felices de
Roberta, le recorría el mentón, el cuello
larguirucho de espíritu y, en un hilo
ignominioso, descendía como serpiente
por el canalillo de la muchacha,
manchando a una Mencía con la sangre
de un Novoa.
16
El ajedrez del destino
—Jaque a Dios.
Eso le decía José Novoa al padre
Eusebio cuando le ganaba al ajedrez, lo
que no ocurría muy a menudo. Se
sentaban después de cenar en el
saloncito de caza y se enfrascaban en la
partida bebiendo vino.
—Jaque a Dios. —José derribó el
rey del fraile y rió a carcajadas.
Aquélla era noche de viento. La luna
parecía un gajo de cristal.
—Ríase —repuso el fraile con
dulzura—, pero usted es más creyente
que los feligreses que van a misa los
domingos y fiestas de guardar.
—Qué mal perder tiene, Eusebio. —
Aún saboreando los restos de la
carcajada.
—Odiar a Dios es tanto como
reconocer su existencia, José.
—No me joda con filosofías que si
quiere le doy la revancha.
José acarició el saquito de cuero que
llevaba colgado al cuello y se escuchó
un breve tintineo.
—Dios le ha venido bien para tener
a quien culpar, si no se odiaría aún más
a sí mismo. Él no destruyó su vida, al
contrario, le ha ayudado a que no se le
derrumbe del todo.
—Le prefiero filosófico, Eusebio,
no es lo suyo este tipo de sermones. Se
me hace viejo y le vuelven las
costumbres metomentodo de sus
compatriotas eclesiásticos.
Miró los ojos del fraile, que flotaban
en las cataratas de leche.
—He oído que el obispo de Ourense
le quiere excomulgar.
—Ya lo intentó cuando le contraté de
maestro, Eusebio. Olvida que usted
también es un proscrito de la fe.
—Esta vez el obispo se ha enojado
porque no quiere atender las demandas
de esos campesinos que se le agruparon
en el sindicato católico.
José dio un puñetazo en el tablero y
varias figuras cayeron al suelo.
—A mí no me va a imponer un
puñado de meaiglesias a quién debo
contratar para sembrar mis tierras,
prefiero que se pudran los cultivos. Que
sólo contrate trabajadores de su
sindicato, me proponen. Y los que se
agruparon en la asociación agraria, los
comunistas, imagino yo, diciéndome lo
mismo, que sólo ponga a trabajar en mis
tierras a los que están afiliados, y que
les mejore las condiciones de trabajo, y
les compre máquinas. Quitándose están
el pan los unos a los otros e intentando
decirme a mí cómo repartirlo. Y eso no
lo voy a consentir, Eusebio, que la
riqueza y la comodidad también tienen
su precio. Yo ocupé el lugar de mi
hermano Iago, me tragué su destino de
marqués y me costó caro. Ahora que
nadie se atreva a decirme nada. Que
cada uno se joda con lo que le ha tocado
en esta vida perra. Y el que no quiera o
no pueda pagar las rentas de la tierra
que trabaja, que se despida de ella
porque lo voy a embargar hasta el alma,
además de ponerle en la calle a punta de
escopeta.
—Los tiempos están cambiando,
José, los hombres aprenden a luchar con
otras armas, y tienen derecho a mejorar
su vida.
—Los tiempos se pueden ir al
carajo. —Se sirvió un vaso de vino y lo
engulló de un trago—. Además siempre
se acaba en las mismas, a tiro limpio, si
no se arregla lo que se quiere. Se me
está volviendo sentimental.
José tenía los ojos febriles y la
cicatriz de la mejilla le latía como un
corazón.
—¿Hubiera preferido que su
hermano heredara el marquesado?
—¿Y que se hubiese casado con
Amelia, la madre de Jacinto? Sin duda,
a él le había tocado la monja y no a mí.
Si ese Dios suyo no me hubiera dado tan
buena puntería… Menuda penitencia me
tenía reservada…
—¿Y qué le hubiera gustado hacer si
no hubiese sido marqués?
José Novoa soltó una carcajada de
hielo.
—Vivir en el bosque como un
salvaje, padre. Hacer mi santa voluntad
y cagarme en las tradiciones y en toda la
imposición social o familiar que me hizo
marqués.
—Es usted un auténtico anarquista,
de los de convicción visceral. Haga su
voluntad entonces, ahora que puede.
—Hasta el poder tiene unas normas
que hay que cumplir si se pretende
mantener.
—Pues libérese de él. Cáguese en el
poder, José.
—Ya se me murió lo que más quería.
Tuve que haberlo hecho antes —
respondió él acariciando de nuevo el
saquito de su cuello.
—¿Y qué me dice de Jacinto? El
muchacho merece salir al mundo, es el
momento de que asista a un colegio.
Cada vez se encierra más en los libros;
es el mejor estudiante que he tenido con
diferencia, sobre todo de geografía.
—Está enfermo.
—Grandes hombres vivieron con su
enfermedad, Napoleón sin ir más lejos,
y muchos literatos. Nada tiene su hijo
para causar vergüenza.
—Ya le tiene a usted para que le
enseñe.
—Me temo que la muerte ha
sembrado en mí su semilla fatal, José, y
muy pronto ha de venir a recolectar su
fruto.
—No me joda, usted no se muere
hasta que yo lo diga. Si me llega a
avisar le traigo al médico.
—Nada se puede hacer ya.
—¿Podremos al menos jugar la
revancha antes de que parta al infierno
de los suyos?
—Podremos —respondió el fraile
sonriendo.
José le observó sentado en la butaca.
Llevaba más de diez años viviendo con
aquel hombre y se había acostumbrado a
verlo sigiloso por los pasillos del pazo,
apoyándose en el báculo prehistórico,
retorcido como la serpiente en el tronco
del paraíso.
—¿Le tiene miedo, Eusebio?
—Ninguno.
—Lo suponía, usted es un hombre
inteligente. Sentiré su marcha, es un
fantástico contrincante de ajedrez, pero
también le envidio.
—Si no es su hora es porque aún ha
de hacer algo más aquí. Quizá por su
hijo. Podría ser su nuevo compañero de
ajedrez, yo le he enseñado y me supera
en muchos aspectos.
—Juguémonos en esta partida su
destino, así será más emocionante. —Se
sirvió otro vaso de vino—. Si usted
gana, llevo a Jacinto a un colegio inglés,
nada menos, para que sea el marqués
más fino de esta tierra; si pierde, se
queda en el pazo como un patán. En
cuanto a que sea mi contrincante al
ajedrez, ya veremos, Eusebio. Lo mismo
me hace la jugarreta de soplarle las
jugadas al muchacho cuando ya no sea
más que un fantasma. Que no le pille,
porque le remato de un tiro.
En los últimos tres años, Jacinto se
había convertido en un muchacho
transparente que espiaba, desde el
quicio de la puerta y con una paciencia
unánime, a su padre y al fraile jugar al
ajedrez. Analizaba cada estrategia
seguida por ambos jugadores, la
apuntaba en un cuaderno, donde podía
estudiarla después con detenimiento y
cotejarla con los manuales sobre el
juego que había hallado en la sabiduría
de la biblioteca. Y cuando no podía
jugar contra el padre Eusebio porque en
el último mes dormía mucho y en
cualquier parte, incluso de pie,
enroscado en el báculo como si él y su
bastón fuesen un todo que la muerte se
estaba llevando de a poco, imaginaba
que lo hacía contra un contrincante que
no era otro que su propio padre. Jaque
al rey, soñaba que le decía derribándole
la figura. Jaque al cazador. Te gané,
padre, aquí sí que no sirven tus rifles ni
tus balas. Aquí la puntería está en la
mente, y la mía cuando dispara es letal.
Y reía como había visto el muchacho
que reía José Novoa, con la amargura de
la boca ancha y el borboteo demoníaco
que lo hacía orinarse encima cuando no
era más que un crío. Pero Jacinto Novoa
ya tenía quince años y el esfínter se lo
había sujetado a fuerza de voluntad y de
morderse el miedo. Había crecido tanto
que parecía una torre inexpugnable, de
altura y de corazón, solía decirle el
padre Eusebio. Era todo lo flaco que no
era José Novoa, todo lo discreto de
existencia y de gustos que él nunca fue.
Tenía el rostro sin una sola peca, liso y
pálido como el de una virgen. Quizá
sólo se asemejaban en el carácter
solitario, que José eligió y a él le habían
llegado a imponer por vergüenza, y en la
cicatriz que lucían en su mejilla
izquierda.
Cada día que pasaba Jacinto parecía
desdibujarse de la realidad. Siempre
había vivido entre dos mundos, uno de
vivos, otro de espíritus, pero
últimamente prefería existir en este
último. Se estaba convirtiendo en una
ráfaga, en un soplido ojeroso que se
deslizaba por el pazo hablando con
seres invisibles, riéndole las gracias de
su humor difunto, almorzando con ellos
como un hombre que había perdido el
juicio. Los criados lo esquivaban para
no chocarse con los fantasmas, los oídos
se le estaban cerrando para los vivos y
se le abrían de par en par para las
demandas y deseos de los muertos. Al
principio llevaba una libreta para
acordarse de quién era cada uno,
apuntaba su nombre, la fecha de su
fallecimiento y los parientes y amigos a
los que debía dar un recado. Inició
también una intrincada red que
relacionaba las amistades y los
parentescos entre todos ellos, con el fin
de facilitarse la búsqueda de quien le
pidieran y de encontrar en los limbos
eternos a Marina la Santiña, con quien
deseaban hablar además de él, su padre
y Bruna Mencía. Sólo la había visto una
vez en la casucha de Angustias, una
joven de ojos amarillos que pronunciaba
la palabra curuxa con una lengua suave;
después, al llegar Bruna, se había
desvanecido entre un rumor de abejas.
No había vuelto a encontrarla. Y ningún
espíritu sabía darle noticia de ella. Si la
encontrara, se decía Jacinto en sus
largas tardes adolescentes, podría ir a
buscar a Bruna con un recado de su
madre. No me consideraría entonces
como a un ser inútil, estúpido, sino
como alguien que puede hacer algo
extraordinario. Un héroe como los que
aparecen en los libros de mitología que
me enseña el padre Eusebio. Mi bella
Helena, mi fuerte Penélope, descenderé
al inframundo si hace falta para ser
digno de regresar a tu lado. Hallaré la
forma de merecerte. Jacinto, que había
decidido no ver más a Bruna hasta que
tuviera un plan para poder conquistarla,
se escondía entre las sombras, en los
derroteros de la muerte donde se sentía
a salvo. Sabía que ella cazaba con su
padre
asiduamente,
sabía
que
permanecían juntos en el puesto
esperando que llegara la presa y que
juntos la mataban, al menos él lo
imaginaba así mientras la cicatriz que le
había dejado en la mejilla aquella rama
que se la chicoteó le escocía sin parar.
Desde aquel día que José Novoa le
quitó de las manos la escopeta de la
familia, se había negado a disparar más
delante de él. No volvió a acompañarlo
en una cacería, ni su padre se lo pidió. A
veces soñaba con el frescor del bosque
en las mejillas, con la humedad de la
tierra negra que lo transformaba en un
chico feliz. Disparaba con sus ojos y
cuanto miraba caía a sus pies. Luego
despertaba en el lodazal de un sudor que
empezaba a oler a hombre, se ovillaba
como en el seno materno que nunca
recordó, y se decía si yo lo cazara todo
ella me preferiría a mí en vez de a mi
padre, y mi padre me preferiría a mí en
vez de a ella.
Jacinto había reanudado, como en la
época de Carmiña, el correo con la
aldea a través del agujero en la tapia
trasera con la esperanza de que algún
contacto le llevara hasta los confines de
Marina. Cada noche, nada más
desplomarse el sol en el jardín del pazo,
se escurría hasta ella. Leía las notas en
su dormitorio y buscaba en el cuaderno
si ya eran muertos conocidos y
localizados u otros nuevos que pudieran
darle alguna información sobre la
Santiña. Sin embargo, un día de marzo
de 1929, cuando todas las camelias ya
habían florecido menos las del árbol que
medía el sufrimiento de los Novoa,
descubrió un mensaje en una cuartilla
tosca. Tenía una caligrafía apena legible
que dejaba escapar, entre la cárcel de
las letras, la ansiedad con que fue
escrita.
«Jacinto —le temblaba la torre de la
“J” como si fuera a derrumbarse, y la
cruz de la “t” se apoyaba en la “o”—,
soy Bruna. Voy a la escuela. ¿Me ayudas
con la geografía?».
El muchacho apretó la cuartilla
contra su pecho y el corazón, que se le
había parado durante tres años sin el
tictac del de ella, resurgió con un leve
ronroneo de gato. Y lloró como si la
verdad del mundo se hubiera revelado
ante él de una forma tan evidente que no
dejaba lugar a la mentira. Se acabó el
buscar por las fronteras del más allá a la
madre muerta, los libros serían su
caballo de Troya para entrar en el
corazón de Bruna como un héroe.
«Bruna —escribió en un papel de
carta con membrete de los Novoa y con
una pluma negra, varonil, que alargaba
una caligrafía perfecta—, será un placer
para mí ayudarle con la geografía y con
otras materias que necesite. Puede venir
a la biblioteca mañana…». No, se dijo,
muestro prisa; lo tachó, tomó otro papel
y volvió a empezar: «Venga a la
biblioteca dentro de tres días, a las siete
de la tarde, que ya habré terminado los
estudios que me han mantenido hasta
ahora tan ocupado. La saluda, Jacinto
Novoa».
Pero qué se habrá creído éste
poniéndose tan fino, se dijo Bruna tras
recoger la nota en el agujero de muertos
y mandársela leer al escribidor por una
perra porque ella no tenía aún la soltura
suficiente. A ver, léamelo otra vez. Y el
escribidor: pues me das otra perra. Sí,
hombre, tú eres un ladrón, voy a
aprender a leer y te voy a quitar el
puesto y a decirles a todos que yo se lo
leo hasta tres veces sin más dinero.
Anda, vete de aquí, muchacha, que de la
Santiña de tu madre no tienes más que el
ojo que se te quedó de flor. Y tú los ojos
de desgraciado, y salió de casa del
escribidor con el papel entre las manos.
Menudo mundo de ladrones, refunfuñaba
Bruna por una corredoira del bosque.
Mira que ahora me arrepiento de haberle
enviado la nota a Jacinto, que al crecer
se puede volver uno tonto. Y eso que ha
rechupeteado conmigo los huesos de un
mirlo. Primero que no me quiere ver y
me marea con mil excusas que da al
servicio de su pazo. Con las ganas que
tenía de que me enseñara más cosas del
mundo y yo de enseñarle a tirar con la
escopeta, pero no ha habido manera. No
quiero ponerme más triste por él, sobre
todo ahora que me he decidido a
escribirle, parece Jacinto el rey que da
una audiencia, y la reina voy a ser yo,
sonrió. Me dan ganas de escribirle otra
nota y decirle anda que te zurzan aunque
tenga ganas de verte, bobo con puntería
de mosca, pero más ganas tengo de darle
en las narices a Roberta, y sobre todo de
callarla esa bocaza que no para de
meterme puñaladas. Ay, que se te escapó
el marquesito, me dice siempre la muy
pinchona, que ya no quiere saber nada
de ti, que con unos años más se dio
cuenta de que eres una campesina
palurda a la que puede echar de sus
tierras, menuda reina a la que me tocó
servir, presume ahora de tanto que
merendabas chocolate en el pazo, sólo te
quiere el padre como perro de caza, que
le da lo mismo tenerte a ti que a un
sabueso famélico, bueno, que tú le sales
más barato. Y Bruna: que me dejes, mala
sangre, a ti qué te ha de importar, cuando
sea la reina de esta tierra y me coma lo
que me venga en gana bien que vendrás
a servirme y me pedirás que te compre
vestidos para ponerte con el Manoliño,
si es que vuelve. Y tanto que vuelve, le
respondía Roberta con un meneo de
pechos que se le salían del enojo por el
borde de la blusa, y con dineros de
Madrid, a ver qué te has pensado tú, que
se me va de afiladoiro a la capital y
anda que allí no vive gente y cada uno
con sus cuchillos para afilar, me vuelve
rico que me río yo de las reinas, a mí me
hace lo menos emperatriz. Pues que te
aproveche, le respondía Bruna, yo sólo
quiero mi bosque. Le daba la espalda a
Roberta para que no la viera cómo se le
caían las lágrimas. Echaba de menos a
su prima con olor montuno que le
acariciaba por la noche el cabello para
que no temiera nada. Echaba de menos
las estrellas. Con razón decía el señor
marqués que el poder es solitario, y eso
que aún no le hinqué el diente.
Cogió una cuartilla de las que usaba
para la caligrafía y escribió: «Jacinto —
mordiéndose los labios primero,
pasándose después la lengua por ellos
—, voy en un día —sudándole la frente,
las sienes, la garganta—, o no voy
nunca. Bruna».
Otra vez el papel al agujero de los
muertos. Pero Angustias vio salir a su
sobrina del caseto.
—¿Adónde vas?
—Al pazo con un recado para
Jacinto, tía.
—¿Y no vas a ver al marqués, al
grande, al que manda?
—No hasta dentro de unos días que
me dijo que habría cacería.
—Pues vete a verle antes y dile que
no podemos pagar la renta del caseto
porque nadie me compra el orujo, que el
que tú seas reina me está costando caro
y antes de que te pongas la corona nos
mata de hambre. Mira lo que me dicen
las de la aldea: que tu sobrina se pasa la
vida cazando con el patrón, dicen, y que
se la lleva a pasear al monte, ¿tan joven
la vendiste? Angustias, mira que es sólo
una muchacha de quince años y la hija
de la Santiña además, lo más sagrado
que tenía este pueblo, y tú se la entregas
a los ricos para que la deshonren, y yo
que les digo: a mi sobrina no la
deshonra
nadie,
malas
lenguas,
envidiosas, que si ella tira como un
hombre con la escopeta no es culpa mía,
será que ninguno de vuestros hijos mata
puercos salvajes con el patrón como los
mata ella de bien. Fíjate cómo te tengo
que defender, defiende tú esta casa ante
el patrón para que me dé más tiempo
para pagar la renta.
—Qué renta, tía; la tierra para el que
la trabaja, como dicen en la asociación
agraria, y el bosque para todos y patrón
ninguno.
—Anda, que no te oiga el patrón
esas palabras, que nos pone en la calle
en menos que canta un gallo.
—Déjeme, tía, que si voy a ser reina
lo seré de todas formas, pero seré reina
a mi manera y no a la de nadie.
—Y de qué manera se puede ser
reina sino mandando y con dineros,
muchacha tonta.
—Pues ya lo veré yo cuando me
llegue el momento, a lo mejor mando
para decir que aquí nadie manda sobre
otros porque lo digo yo, y luego me voy
al bosque.
—Reina del bosque, desgraciada, te
voy a sacar a palos el bosque de esa
cabeza. —Bebía orujo, Angustias—.
Que tienes el vicio de tu madre y de la
abuela Tomasa, mira qué castillo vas a
tener en el bosque, una cueva como tuvo
la loca de tu abuela que fue mi madre.
Ya te dejé ir a la escuela. Tía, me
dijiste, si quiere que sea reina déjeme ir
a la escuela del pueblo grande, la que es
de niñas, que no hay nada malo en saber
letras y números y digo yo que una reina
ha de saber contar, y firmar, porque no
va a firmar con una cruz y para tener
dineros pues habrá que contarlos, que
palabrería no te falta, muchacha, a quién
habrás salido si no hubo político en la
familia, pero yo por el futuro de las
Mencía dije sí, vete al colegio en otoño
y en invierno, y primavera y verano te
das a las abejas que es lo tuyo, a heredar
lo que nos dejó tu madre, que hay que
aprovechar los últimos resquicios de su
fama de santidad, que haces conmigo lo
que quieres, Bruna, y mientras mi hija de
sangre
y
carne,
mi
Roberta,
deslomándose a trabajar la huerta y las
tierras de otros por mísero jornal, y más
analfabeta que yo, que ya es decir, eso
sí, ni mu al patrón de que se nos apuntó
al sindicato católico para hacerse la
recatada ante el Manoliño y que pensara
que le iba a guardar bien la ausencia
mientras estaba en Madrid, porque como
se entere el marqués de que tu prima
anda con los que él tanto odia la
tenemos hecha, mira que le dije: no te
metas en nada y ella que yo me meto en
lo que quiero que es mi vida y mi lomo
el que se troncha en las tierras mientras
Bruna hace letras y pega tiros con los
ricos.
—Tiene razón, tía, que haga lo que
ella quiera, que ya me apaño yo con lo
mío y sin ayuda de nadie.
Y se echó al bosque para llevar el
recado. Siempre le pasaba que según se
iba acercando al pazo le venía a la
cabeza la hermosura de los jardines, las
plantitas cortadas haciendo formas
geométricas, las flores en hileras como
soldados de la más pura belleza, los
estanques con patos y esculturas de
piedra. Nada podía ocurrirle en ese
jardín perfecto, la vida no era vida, sino
un sueño, algo irreal, una fotografía de
las de los libros de la escuela, y tenía la
impresión de que debía caminar
despacio y sin movimientos bruscos
para que no se desvaneciera cuanto la
rodeaba, las ramas lánguidas de los
sauces flotando en el
viento,
enredándose en las porcelanas. Y luego
estaban los peces dorados del estanque,
que le recordaban a Bruna que todo era
posible si uno lo quería de verdad, sólo
hacía falta saber exactamente lo que se
quería, y ya estaba.
Dejó la cuartilla en el agujero, y
volvió a buscar la respuesta a la mañana
siguiente.
Estimada Bruna:
Tras arduas gestiones he
logrado
posponer
los
compromisos de estudios que
tenía adquiridos y finalmente me
alegra comunicarle que podré
recibirla dentro de un día a las
siete de la tarde.
Le saluda,
JACINTO NOVOA
Tardó en leer la nota Bruna por lo
menos una hora, y aunque tenía dudas
sobre lo que significaban muchas
palabras, estaba segura de que Jacinto la
había citado cuando ella le pedía. Partió
a casa saltando las piedras del arroyo,
riendo a carcajadas mientras jugaba con
el enjambre de abejas que la perseguía y
le hacía cosquillas con el zumbido de
oro. Ay, que no, madre, que ahora tengo
prisa, y reía porque en el bosque la vida
no se podía romper, la vida era vida y
estaba para usarla a su antojo.
Para la cita con Jacinto en el pazo de
Novoa, Bruna se puso el vestido de los
domingos y por encima la chaqueta
gruesa de lana para los fríos de marzo.
Pero cuando lo vio a él con el cuello
duro de la camisa blanca saliéndole
como un alzacuellos de tristeza por la
chaqueta de pata de gallo con botones de
madera, pantalones a juego y zapatos de
cordones, le vino al corazón que Jacinto
vivía muy solo y se le aplacó el enfado
que tenía por el tiempo que la había
evitado. Estaba de pie el muchacho
frente a una mesa de la biblioteca,
abierto sobre ella el atlas de geografía
con tapas verdes con el que jugaron la
primera vez, y un taco de cuartillas y
lápices esperando la lección. Bruna no
decía nada y él tampoco. La garganta se
le había cerrado al verla de cerca, que
en esos últimos años eran los cristales
de la ventana de su dormitorio o de la
biblioteca los que le habían contado
cuánto había crecido Bruna. Era más
baja que él, pero esbelta, de huesos
anchos y hermosos. Jacinto buscó
instintivamente la clavícula de la
infancia y ella se abrió la chaqueta para
mostrarle el principio que se le veía por
el escote del vestido. Sintió un
cosquilleo en las yemas de los dedos y
sonrió porque no era capaz de moverse.
Bruna se le acercaba con andares de
mujer, con una cadera que se había
redondeado y unos pechos que le
despuntaban como quesos frescos. Atrás
había quedado el cabello suelto y
desgreñado, ella lo llevaba recogido en
la nuca con un moño redondo, y el ojo
amarillo le pareció primero miel, luego
sol sobre la calma del mar, el oscuro,
una noche de pesadillas porque no
estaba ella. Jacinto se preguntó cómo
había seguido viviendo hasta ese
momento. Se hizo a un lado con la
lengua muda y le indicó con la mano la
silla donde podía sentarse, se la apartó
como a una dama en una reunión social.
Ella tomó asiento y después él. Mira que
ya estamos aquí otra vez, no había
perdido Bruna la costumbre de hablar
cuando estaba nerviosa, y que ya voy a
la escuela, y él ajá, y que a veces me
hago un lío con las montañas y los ríos
que hay en España, que parece grande el
país y lo es aún más, y él le sonreía con
una cara de gorrión húmedo que ella le
tuvo aún más lástima, y para que se
relajara se fue al pasado en busca de un
recuerdo que lo salvara del ridículo de
estar vivo en aquel traje de pata de
gallo.
Bruna pasó las hojas del atlas
mientras él le sonría, y a cada sonrisa
procuraba respirar para que le volviera
el habla, hasta que Bruna encontró el
mapa de España y señaló Galicia, y él
con un arranque de valor dijo: sí, aquí
vivimos, Bruna. Y ella dio un respingo
porque no reconocía la voz de gallo, que
parecía un silbato o el órgano de la
iglesia cuando se le iba una nota al
capellán porque bebía y mucho el orujo
de su tía. Ella señaló el río Miño con el
dedo blanco, excelso, para Jacinto como
una camelia temprana, y mientras el
muchacho lo admiraba le pedía al Dios
del padre Eusebio que le infundiera
valor porque la cercanía de ella le olía a
las mimosas frescas que plagaban la
primavera y la realidad se le adensaba
alrededor, se le hacía como de fondo de
mar, y todo sucedía tan despacio y tan
profundamente que le pareció que
pasaban años hasta que se atrevió a
indicarle con su dedo a Bruna, a guiarle
con una caricia el suyo, y sintió que ella
se ponía primero dura, su cuerpo que le
parecía de melocotón, y después tierna;
su tacto era la mística, el éxtasis que le
describía el padre Eusebio. Cordillera
Penibética, dijo Jacinto como si se
hubiera tragado una montaña terminada
en punta. Bruna se aguantó la risa, le
miraba los labios gruesos con una tira
de bigotillo castaña como la mata de su
pelo. Él le tomó una mano, se la encerró
en su cueva de amor apretándosela
mientras las lágrimas de la alegría y la
tristeza más grandes de la tierra se le
venían a los ojos, a la boca, al pecho.
Yo te enseñaré el mundo, le dijo, con
una voz que se le había puesto ronca, y
ella riendo respondió: me vale con la
geografía, y con que me des unas
lecciones de lectura que a veces las
letras se me juntan. El mundo también
está en los libros, le dijo, y comenzó a
hablarle de un héroe llamado Ulises que
sólo anhelaba regresar junto a su
querida Penélope, y para ello hasta
bajaba al reino de los muertos. Anda
que tú los tienes aquí muy a mano,
Jacinto. Y él: sí, pero yo hasta allí te
buscaría. ¿A mí?, ella coqueta, y él
como un sarmiento. Jacinto, se decía a sí
mismo, que se te desboca el caballo, que
así los griegos jamás hubieran
conquistado Troya porque los troyanos
se hubieran olido la argucia, paciencia,
pero ella se quitó la chaqueta y en el
aire quedó otra vez el perfume de las
mimosas, y la vida se le hizo submarina
al muchacho, y le apretó más la mano
que no le había soltado, pero no sólo se
le desbocó el caballo sino también las
lágrimas, se le vinieron a los ojos como
un ejército griego, porque en ese mismo
instante comprendió que el amor por
Bruna no sólo le impedía comunicarse
con cualquier espíritu sino que también
le hacía llorar torrentes, y para no sufrir
la vergüenza de llorarle de amor en la
primera cita, se aflojó con la mano libre
el cuello duro y la abrazó tan rápido que
Bruna no pudo defenderse, y pegó sus
labios a los de ella mientras las
lágrimas se le caían a mares por las
mejillas y mojaban el beso, el primero
de los dos, y a Bruna le invadió una
ternura inmensa y le besó otra vez
porque los labios eran suaves, anchos y
salados como las riberas del mar, y se
hundió en ellos mientras pensaba: ya
está, ya está, mi gorrión mojado, yo te
enseñaré a volar…
17
Romería de reinas
—Valentina, despierta que hoy es la
romería de la Santiña. La última del
otoño, la más fresca, donde el viento
lanza sus buenos soplidos y se vuelan
las faldas, o se volaban en los tiempos
en los que no había más pantalones que
los de los hombres —le dice Petriña
mientras abre los postigos de la ventana
y la luz del día santo se hunde en el
cuarto como lanza en costado.
Entra Bruna. Camisón de batista con
chorreras de encaje, perlas en tres
vueltas al cuello, un moño de serpientes
que le ha hecho Petriña muy de mañana
con una púa de plata, botas de campo,
labios rouge. Hace dos años que no
asiste a la romería de su madre, los dos
años que ha estado encerrada en la cama
mundo hasta la llegada de Valentina.
Fuma en la boquilla de nácar, echa
nubes de humo mientras abre un armario.
—Hoy vas a empezar a llamarme
abuela. Es la romería de mi madre, tu
bisabuela, no hay mejor momento. Ah, y
no quiero que lleves eso que llamáis
vaqueros. Quiero que te pongas un
vestido para que bailemos como lo
hacía con mi prima.
Se arremanga el camisón.
—Ven aquí, Valentina, levántate. —
Bruna imita el sonido de una gaita y
baila—. Valentina —insiste en llamarla.
La niña se incorpora en la cama.
—Antes de ir a ningún sitio quiero
pedirle que deje volver al pazo a la tía
Roberta, ella quiere estar con usted.
Así, Valentina, se dice la niña, a la
lucha, pero démosle una oportunidad al
enemigo primero antes de empuñar las
armas, por si se rinde. Y ahora las
reivindicaciones.
—Y que duerma en una habitación
lujosa como las nuestras, y Petriña
también, o todas en las del sótano,
porque sólo siendo iguales seremos
felices.
—No me pongas de mal humor, niña,
qué sabrás tú de las deudas que tengo
pendientes con mi prima y de la
igualdad, que ha traído más muertes al
mundo que otra cosa.
—Las deudas que tengan serán bien
viejas.
—Viejas, sí, pero deudas. Y ahora
levántate de la cama y baila conmigo,
que es el día de mi madre y no quiero
que nada lo empañe.
—Si me promete que hará lo que le
he pedido.
—Le pondré una habitación con
cama de palio y armarios de caoba, pero
ven a bailar que es la romería de tu
bisabuela.
—Tampoco son necesarios esos
lujos que distraen la vida y crean
injusticias —dice Valentina frotándose
los ojos para librarse del sueño.
Petriña se lleva las manos a la boca
para amortiguar la carcajada.
Bruna suspira.
—El pasado siempre pasa factura,
Petriña. Ya aprenderá que las ideas son
las armas más mortales que existen.
—¿Me lo promete entonces? —La
niña le ofrece su mano.
Hay que dejar bien sellado el pacto,
piensa Valentina. Para luego poder
atacar de nuevo si se incumple.
—Ven aquí, niña, que hoy todo te lo
perdono, qué suerte has tenido y no
quiero enfadarme por nada. —La toma
de la mano y la saca a bailar.
Valentina se coge una punta del
camisón, arrastra los pies sin ganas,
hace muecas con la boca. Petriña se
pone a dar palmas y tararea una
cancioncilla popular, «La Virgen de los
Prados…». Valentina sonríe por primera
vez y baila primero imitando a su
abuela, después salta más que ella,
mueve la cadera hacia los lados, le sale
la mitad de la sangre cubana.
—Que esto no es el trópico, que es
muñeira de la de siempre, hay que
quitarte el Caribe de las venas.
Bruna se detiene, el cigarro de la
boquilla se ha consumido hace tiempo y
es una pavesa que cae al suelo. Le falta
el aliento, está colorada; le da la
boquilla a Petriña, que apaga el cigarro
en la ventana. Bruna se sienta en un
sillón del saloncito que hay en la
habitación. Valentina sonríe por un
instante, pero vuelve a fruncir el ceño
enseguida.
—Hay que salir a comprarte ropa.
Hoy ponte ese vestido de flores y tu
chaqueta de lana encima. Tráeme una
tijera, Petriña, que vamos a quitar esa
cuerda de monje que lleva a la cintura.
—No quiero.
Valentina se refugia en una esquina
de la habitación y la mira hostil. Y yo
que pensaba que esta mañana no había
que sacar las armas y al final hasta voy a
necesitar de los cañones, se dice
aferrándose a la cuerda.
—No vas a ir como una loca
charlando con un cordón siendo mi
nieta, para que se rían y digan que aquí
está la herencia maldita de las Mencía,
la herencia de la loca Tomasa. Que no
creas que no te he visto hablar con él.
Valentina mira a su abuela de arriba
abajo.
—Usted va en camisón.
—Ah, pero es el de salir y mis
motivos tengo. Y te he dicho que me
llames abuela.
—Pues yo también tengo mis
motivos, abuela.
Bruna se estremece al oírla. En el
vientre le crecen de pronto enredaderas.
Petriña trae las tijeras del costurero.
—Que sepa que si me la corta me
muero —le dice Valentina.
—Te morirás de otra cosa, pero no
de eso.
—De esto y de nada más. Córtese su
camisón.
Bruna se acerca con las tijeras, le
tiembla la mano; la niña tiene en los
ojos una tristeza que le recuerda al
caramelo fundido. Se mira el camisón
con chorreras de encaje como si de
pronto tomara conciencia de lo que es.
Bruna Mencía puede salir a la calle con
lo que quiera, piensa. Le late más
deprisa el corazón, la memoria acaba de
arrojarle en él la imagen de un hombre
de flequillo negro y ojos pardos como
los de la niña que abandona el pazo por
la avenida de sauces, agita la mano, le
tira un beso, hasta pronto, murmuran sus
labios. Bruna cae de rodillas, las tijeras
se le escurren en punta.
—Quiero llamar por teléfono a
Cuba, a Melinda —dice Valentina.
Petriña se apresura a atender a su
señora. La ayuda a levantarse.
—Me dio un dolor aquí. —Se señala
el pecho.
Ya se va a morir, se dice Valentina,
es el principio. Ahora se pondrá más
enferma, y luego una mañana amanecerá
quieta y no habrá nada que hacer. Será
una más de los retratos que cuelgan de
las paredes, un recuerdo que yo podría
inventar. Y el cuento se termina.
—No debe bailar, señora. Es mejor
que no vaya a la romería.
—Quiero que Valentina la vea, y la
fuente de mi madre, de la Santiña, la
fuente. Eso es lo que necesito beber, esa
agua que cura todos los males.
Habrá que comprobar si también
cura la muerte, murmura para sí
Valentina, acercándose a su abuela.
—Si le dio un sofoco yo le preparo
una infusión que se hacía Melinda en
Cuba cuando venía fatigada del baile.
—Ya estoy bien. Nos vamos de
romería.
—¿Me deja llamar a Melinda, por
favor, abuela?
A Valentina la voz de la Elefanta de
Oro le suena como si estuviera muy
cerca, como si pudiera tomar una guagua
y estar en su apartamento al poco rato.
Sus palabras atraviesan el océano: ven a
buscarme, Melinda, ven, que estoy muy
triste sin mamá y sin ti, que me voy a
quedar sin lágrimas de tanto echarte de
menos. Tú no llores, mi niña, que si no
estás bien ahí yo atravieso el Atlántico
por ti aunque sea a nado. Melinda, ven a
llevarme contigo.
Valentina habla desde el teléfono del
recibidor. Su abuela la ha escuchado
durante unos minutos oculta en el
descansillo del primer piso. Cuando ha
oído suficiente sube a su dormitorio.
Media hora después, en la placita de
la fuente de los peces dorados espera el
chófer con el Mercedes que trajo a
Valentina hasta el pazo. Bruna va a
buscar a su nieta al dormitorio. Lleva
puesto un vestido de lana fría en color
verde con vuelo hasta los tobillos. Del
brazo le cuelga un chaquetón.
—Hoy es la romería de mi madre —
le dice con una sonrisa— y es tradición
que quien esté enfadado se reconcilie.
Hay muchos que esperan su llegada para
hacer las paces, así no se vuelven a
pelear tan fácilmente.
Al caminar hacia ella, Valentina ve
el borde del camisón que le asoma por
debajo del vestido como si fuera una
enagua antigua. La niña lleva vaqueros,
una chaqueta y la cuerda en la cintura.
Pero al ver a su abuela se va al cuarto
de baño y se pone la ropa que ella le
había pedido. La cuerda ha quedado
debajo.
—La locura se lleva por dentro,
abuela.
—¿Cuántos años tienes?
—Haré doce en mayo.
—Pues eres muy lista para tu edad, o
es que os criáis bien espabilados en el
trópico. Rebeca te educó a su manera,
pero lo hizo bien.
Bruna extiende una mano para que su
nieta se la estreche; no se atreve a pedir
un beso, hace tanto tiempo que no la
besan, ha olvidado el roce, el sonido de
pájaro, el calor que deja por segundos
en la mejilla, y no digamos en los
labios. A cambio siente los deditos de
Valentina. Bajan juntas la escalera,
Bruna apoyándose en el brazo de su
nieta.
—Que lo pasen bien, señora —les
dice Petriña cuando pasan por delante
de ella, y luego cuando Bruna ya no
puede verla se santigua.
Es un día de sol. La romería de la
Santiña se celebra en una pradera
rodeada de carballos. Desde allí se
peregrina a la fuente que queda como a
un kilómetro bosque adentro, después se
viene con el agua fresca en el cántaro, y
se come, se bebe, se baila para celebrar
el gozo de la santidad. Hay quien lo
camina descalzo, quien lo hace en
alpargatas, en zuecos o a caballo. Se ha
abierto una senda entre los árboles que
guía hasta la fuente. La tierra siempre
está húmeda y hace charcos sin que haya
lluvia con un agua parecida a la de la
mar.
Por la pradera se desperdigan los
puestos de viandas y vinos de la tierra.
Tenderetes de artesanía con pulseras,
collares y otros artículos de bisutería
han venido a sustituir al quincallero que
vendía todo tipo de trastos.
—¿Sabes, Valentina? Cuando yo
tenía tu edad no había más que carros,
burros, ni el señor marqués venía en
coche porque no lo tenía, como mucho
en carroza.
Bruna camina otra vez del brazo de
Valentina. Algunas mujeres se apartan
para dejarlas pasar. El cabello blanco
de Bruna refulge al sol. Señora
marquesa, le saludan, señora Bruna,
señora. Está viva, se murmura, no se la
han comido los remordimientos,
creíamos que le pagábamos las rentas ya
a un ánima en pena, porque ésta es de
las que va a penar por el bosque de
donde salió, que mira que se pierde uno
cuando asciende al lugar que no le
corresponde. La veo más vieja, como
que casi es una arruga que camina, y
esos labios de cualquiera, así es la vida,
así, murmuran varias mujeres a un
tiempo, con los dedos de sabañones y el
pañuelo negro atándoles la memoria.
Que hoy celebramos lo buena que fue su
madre, santa fue, que a mi abuela le
ayudaba con la cosecha, le daba
consuelo del alma y le regalaba la miel,
y ella si no le pagas a tiempo la renta de
la granja te pone a dormir bajo los
vientos. Y no le dio trabajo a mi marido
en la cosecha porque coge otros
trabajadores que se trae de fuera y le
salen más baratos, y vende el ganado a
pocas perras para sacarnos del mercado
a los pequeños, y mira que ella no lleva
sangre de marquesa, eso no pasaría si se
hubiera quedado el marquesito del
pueblo que le decíamos, que él lo daba
todo por nosotros y nos buscaba los
muertos. Ella salió al padre del
marquesito, a José Novoa, con el que me
decía mi madre que se pasaba el día
caza que te caza, tiro arriba, tiro abajo,
se le pegaría la maldad en la sangre de
las presas, mira que… sí, se murmuró en
su día, se santiguan. Y esa que va del
brazo, la nieta que acaba de llegar, ¿la
cubana? Sí, sí, mira la piel, de allí es,
del Caribe que dicen, una indiana, pero
que allí la hija por lo visto era bien
pobre, la niña que tenía los cabellos
rojos, ésa, ésa era la madre que ya está
muerta, ésa, sí, y bien joven, un
accidente, no se dijo, no se supo,
pensábamos que todos habían muerto,
que no quedaban más Novoa: el
marquesito por esas tierras, la Bruna
encerrada en su sepulcro, la hija también
muerta, se nos olvidó la nieta, que no se
sabía nada de ella hasta hace muy poco,
que fue la Petriña quien dio la
información, aún queda lealtad en el
mundo, y ésa es la Petriña. Hoy no ha
venido, no la veo por aquí, con ellas no
está, y ¿a quién salió la de Cuba? Vete a
saber, así a primera vista no me da a
nadie, ese cabello que tiene castaño
puede ser de cualquiera, es ya casi una
mocita, y aparentosa, a ver qué hace hoy.
Bruna se enciende un cigarro en la
boquilla de nácar y se pasea echando
humo entre los tenderetes de regalos y
viandas. En uno venden miel de todo
tipo, hasta miel de la Santiña, dice un
cartel. Bruna mira al vendedor, ¿de la
Santiña?, le pregunta. De la Santiña,
pura, le asegura él.
—Hatajo de farsantes, aprovechados
y embaucadores, ahora a la romería
viene cualquiera, Valentina. He de
hablar con el alcalde, que se prohíba la
entrada a los desaprensivos.
Se dirigen a la senda que va en
peregrinación a la fuente, y por sus
límites de helechos, ellas que van y
ellos que vuelven, se encuentran a Uxío
Mencía con su hijo Pedro.
—Tía Bruna, has salido al mundo
vestida para ello.
—Ni tú me vas a arruinar el día,
Uxío —responde ella, y continúa
caminando.
Valentina mira de reojo a Pedro
Mencía. Va vestido de monte. Y una
escopeta al hombro. Se estira cuando
siente los ojos de la niña. Se pone de
medio lado para mostrar el porte de
pavo real hasta que se pierden de vista.
La fuente tiene el piloncito rosa que
le ha descrito Bruna a su nieta. Al verlas
llegar se apartan los que están alrededor
esperando para beber, que yo salí de sus
entrañas, desgraciados, piensa Bruna,
bastante es que comparto su bondad.
Saca un vaso pequeño del bolso y lo
llena de agua. Le ofrece a Valentina; al
mirar hacia ella le ha parecido ver de
refilón que alguien la observa desde
lejos. No le da importancia, todos la
miran después de dos años de ausencia
para comprobar lo que puede dar de sí
la vida, lo que el tiempo escribió en
ella.
Valentina bebe del agua de su
bisabuela, del agua santa.
—Ya no vas a padecer ningún mal,
mírame a mí —le dice Bruna—, muchos
años que tengo y una salud de hierro
sólo con algún achaque.
La niña hace un buche secreto en la
boca y duda antes de tragar. Ojalá fuera
ésta el agua de la inmortalidad, piensa
Valentina, el agua que no deja morir y
resucita a los muertos. Se toca la cuerda
por encima del vestido, la palpa para
asegurarse de que sigue allí.
Se escucha música que viene de la
pradera. Ellas regresan en silencio,
paladeando lo que han bebido. Ha
empezado el baile. El sol es cegador
para octubre y se alza en un cielo limpio
de nubes. Bruna ve acercarse al cura que
vino a sustituir al padre Felicio y ya la
conoció marquesa. Tiene unas gafas de
oro incrustadas en el rostro, los ojos
grises que le suspiran resignados, la
punta de la nariz roja por los envites de
la sangre de iglesia. Marquesa, cuánto
hace que no la veíamos, mire que fui a
preguntar al pazo por usted y me dijo su
sirvienta que no recibía. Me cansé de
existir, padre, una tiene derecho a
ponerse en huelga de la vida cuando le
viene en gana, toda la vida
soportándola. ¿A quién, hija? A la
propia vida, padre, ahora tengo una
causa para volver. La vida es lo que nos
entregó Dios. Usted lo ha dicho, y como
me la entregó, hago con ella lo que
quiero.
Valentina se ha separado de su
abuela mientras habla con el cura y
pasea entre los puestos. Reconoce el
pulpo, pero lo cocinan de color rojo.
Huele bien. ¿Lo quieres probar, niña?, le
dice una mujer grande con un delantal
blanco. No tengo dinero. Mira, la nieta
de la marquesa y dice que no lleva un
céntimo, cómo son estos nobles que se
creen que ni el dinero va con ellos,
piensa la mujer grande, pero la niña le
ha caído bien. Se limpia las manos en el
delantal. Te lo dejo probar gratis.
Muchas gracias, señora, que nunca
probé el pulpo de este color. ¿No?, pues
ahora mismo. Le da un platito de
plástico con unos pedazos. Valentina
mastica y mastica con los labios llenos
de aceite. Muy rico, le dice sonriendo.
Pues ahora le dices a tu abuela que te
compre, la mujer sonríe más. Si quiere
yo le pago con un recuerdo que olvidó,
los vendo, pero se lo doy gratis como
usted a mí. Y ¿qué vendes?, ¿qué?, ay no
me digas, María, llama a la del puesto
de enfrente, que vende la nieta de la
marquesa, ¿el qué vendías? Recuerdos
olvidados y también los regalo. Pero ¿es
que le adivinas a una el pasado?,
pregunta una clienta del puesto de pulpo.
Que es meiguiña, la nieta de la Bruna,
tose, de la marquesa, dice la mujer
grande, meiguiña, claro, que te viene de
casta, de familia, tu abuelo nos buscaba
los muertos. Lo sé, lo sé, Valentina
sonríe. Y la nieta los recuerdos, que
muchas veces es lo mismo, se ríen todas,
se santiguan varias, el muerto está para
recordar, o para olvidar, se ríen, ¿y que
si se nos olvidó algo tú nos lo
encuentras en la cabeza? En la cabeza o
donde haya querido esconderse, dice
Valentina. Ríen. Mira qué gracia tiene y
eres tan sólo una niña, bueno, ya una
mocita, que allí de dónde vienes os
espabilan rápido. Asienten todas. Así
que meiguiña, y miran a Bruna. Bien
callado se lo tenía, mujer, si hace dos
años que no dice ni mu, se miran entre
ellas, yo no me acuerdo na de mi padre,
dice la mujer del pulpo, me contaron que
me llevaba a pescar al río. A ver, deme
usted la mano, le pide Valentina; la toma
entre las suyas, cierra los ojos, la
llevaba en una barca de remos, bien
vieja, destartalada, usted llevaba la
cesta de los peces, y él las cañas, pero
usted lloraba. ¿Lloraba yo? Porque le
daba miedo el agua y él le hacía meterse
hasta la cintura para pescar mejor, le
explica Valentina. Jesús, pues es verdad
que no puedo ni verla. La mujer grande
pone los brazos en jarras. Fíjate lo que
son las cosas, fíjate, repiten a coro; le
sirve otro poco de pulpo a Valentina,
cómo comprende una en un instante lo
que le ha costado toda una vida de
pesadillas, y a mí que se me olvidaron
las historias de la guerra que me contaba
mi abuela, ésas mejor que se olviden,
dice la mujer grande, o que se limpien,
murmura otra. Valentina tiene los labios
brillantes, salados cuando ve llegar a su
abuela. ¿Qué haces aquí? Señora
marquesa, qué suerte que le salió
meiguiña la nieta. ¿Meiguiña?, ¿qué dice
usted? Abuela, ¿es como llamáis aquí a
los
que
encontramos
recuerdos
perdidos? Bruna mira a la mujer grande
con el ojo negro. Mi nieta no es meiga,
¿se enteran?, mi nieta es marquesa, o lo
va a ser. Creíamos que había sacado lo
del marido de usted, se le escurre la voz
a la mujer del pulpo. Es sabido por el
pueblo desde hace años que del marqués
está prohibido hablar hasta en su propio
pazo, se juega a que no existe. Mi nieta
no sacó más que su sangre de noble, qué
se han pensado ustedes. No lo tome
usted a mal en la romería de su madre,
que las cosas hoy están para olvidar.
Discuten y Valentina se marcha. Se
diluye entre los cuerpos grandes.
Camina bajo el sol. Se acerca a la
explanada donde se baila. Las muñeiras
que le contaba su abuela no las conoce,
pero lo que tocan ahora es una bachata.
—¿Te atreves a bailar conmigo? —
le dicen a su espalda.
Valentina se da la vuelta y se
encuentra a Pedro Mencía. Igual de
estirado, pero sin escopeta. Le dan
ganas de sacarle la lengua, de darle una
patada en la espinilla como en el
invernadero.
—Claro que me atrevo, qué te vas a
pensar —responde.
El niño pasa los brazos por su
cintura y ella se los echa al cuello.
—Creí que te habías quitado tu
cuerda, pero sigue aquí. La noto por
debajo del vestido.
—Y a ti qué te importa.
—A mí nada, por hacer recuento de
locas. —Aprieta los labios y sonríe.
Valentina quiere darle otra patada.
En el último segundo cambia la
violencia por una mirada de sus ojos
que están verdes. Él se la devuelve. No
se sueltan los brazos, siguen bailando. A
Valentina se le van las caderas a las
contorsiones, a los meneos de cadera de
la Elefanta. Pedro, con el rabillo del
ojo, está pendiente de quién les está
viendo bailar. Con la que dicen será la
que se lleve todo. Tú siempre con la
cabeza bien alta, Pedro, resuenan en su
mente las palabras de su padre, que
aunque yo fui bastardo tú estás pasado
por el tamiz de la iglesia. Con tu madre
me casé aunque se me muriera al tenerte,
y sangre de marqueses llevas, Novoas
puros, y algo de Mencía, o mucha, pero
es a las mujeres a las que les hace más
mal.
Era Uxío Mencía rencor vivo y se lo
había transmitido a su hijo Pedro. Había
sido educado por su madre, Roberta, en
la leche agria de ella. Bruna, mi prima, y
los suyos se van a quedar con lo que te
corresponde a ti. Tú llevas la sangre de
los Novoa, Jacinto es tu padre y ella,
mala, más que mala, lo alejó de ti, lo
alejó de mí, no lo quería para ella, ni
para las demás. Cuando supo de tu
existencia mandó a tu padre lejos, y él
se fue manso, más que manso. Y ella se
hizo con el poder de todo, lo cubrió todo
con su sombra, se quedó con el espejo
de madre, que era nuestro mayor tesoro,
se quedó con el pazo, se quedó con el
poder de la tierra, él se lo dio todo. Ella
no quiso que Jacinto nos diera nada a
nosotros, quiso echarnos de la casa
donde él me dejaba vivir sin renta,
fuera, me dijo, traidora, que todo lo que
tocas lo pudres, como lo hacía mi tía, tu
madre. Quiso que no tuviera dinero, que
pasáramos bien de hambre, nos quitó los
hombres que venían a ayudarnos con el
campo a sembrar y a hacer con los
bueyes los surcos de las cosechas. Se
me murieron los cultivos, y ella me
decía: vete con tu bastardo donde no
pueda ni olerte, que tengo dentro el
hedor a animal de tu carne de todas las
noches que dormí contigo. Nos quitó
también los animales para trabajar la
tierra, que se quedó seca y tu estómago
vacío. Vete, me decía, no, respondía yo,
aunque se me muera el hijo delante de
los ojos de puro hambre, ibas descalzo y
su hija con zapatos de charol y la melena
roja con lazos de organdí. Vinieron a
echarnos de la casa los guardias con los
capotes de lluvia y los tricornios como
escarabajos negros: a dormir a la
intemperie, a dormir entre los árboles,
en las cuevas salvajes, fuera de aquí, me
decían, y ella con su escopeta en el
hombro, sobre el cerro desde el que se
divisaba la casa, para verme
desahuciada, los pantalones de inglesa y
un sombrero para cubrirle el ceño y la
crueldad del alma. De puro pus te vas a
morir, Roberta, echa por esa herida
volcanes porque esta noche tu lecho y el
de tu bastardo va a ser la tierra, eso
sentía yo en las entrañas que me decía
mi prima que fue como mi hija, mi
hermana; quiso que te comieran los
lobos, Uxío, hijo, alegría de mis pechos,
quiso que borraran tu existencia. Rey tú
eres, por derecho de sangre, tú y los que
de ti desciendan y yo madre de todos
ellos, como decía la meiga.
Pedro Mencía agarra más fuerte a
Valentina por la cintura.
—¿Y sabes que en esta romería la
gente aprovecha para hacerse novios?
—le dice.
—Claro que lo sé. Pero yo ya tengo
mi novio en Cuba.
—Y yo mi novia aquí, qué te vas a
pensar.
Le suelta la cintura, Valentina sonríe.
—A ver, ¿dónde está?
Pedro ve venir a Bruna hacia ellos y
se aparta de la niña.
—No te acerques a mi nieta —le
reprende.
Le mira con el ojo negro lleno de
odio.
—Y tú mantente alejada de él.
—Me sacó a bailar y yo sólo quise
ser educada, como es la romería de su
madre.
—No nos tenga miedo, tía abuela.
—Ya eres como una alimaña aun de
crío, te han enseñado bien.
Suena música de muñeiras. Las
gaitas vuelven a tocar, pero Bruna está
cansada. Le gustaría bailar con
Valentina, se le da la vuelta la memoria
y se ve con sus zuecos y su vestido
pobre, sin bragas, de la mano de
Roberta, el vestido arremangado, sin
más futuro que el sonido dulce de la
gaita.
Bruna vuelve a otear entre los
carballos. Cree que la observan, que
unos ojos son sólo para ella. Acierta a
ver a un hombre como envuelto en una
manta que se oculta entre los troncos.
Después desaparece y la respiración
vuelve a su sitio, pero no por mucho
tiempo. El hombre de la manta surge
entre el gentío de la explanada, la manta
es una túnica de algodón pardo con
rayas marrones atravesadas. Tiene el
cabello largo y blanco, le cae desde la
mitad de la cabeza, el resto es calvo.
Bruna siente dolor en el estómago. Ya
está aquí, piensa, ya ha llegado. Toma
del brazo a Valentina y echa a andar.
—Te voy a comprar una empanada
—le dice— para que pruebes las
delicias de la tierra.
—No tengo hambre.
—Todo es negar.
Bruna ya no le ve, el hombre de la
túnica ha desaparecido. Pero sabe que
sólo es el principio de lo que les llevará
al final.
—Deme
una
empanada
de
zamburiñas.
Con el rabillo del ojo, Valentina ve a
Pedro Mencía hablando con una niña
rubia y el corazón le salta.
18
Camelios y tojos
—Jacinto era como los camelios del
jardín. Es muy probable que éstos no
hubieran sobrevivido en lo más
profundo del bosque sin los cuidados de
un jardinero, o no hubieran estado tan
bellos. Jacinto era la flor de su nombre
que crece en jardincitos cercados, en
jardincitos que otro cuida y lustra y
protege de las inclemencias. Yo era el
tojo con pinchos que crece en cualquier
lugar del bosque, que aguanta lluvias,
humedades, heladas, que da flores
amarillas sin que nadie lo cuide. Un tojo
salvaje, un camelio. Así éramos de
niños, Valentina —le dice su abuela.
Regresan de la romería de la
Santiña. Están sentadas en el Mercedes,
que avanza por la carretera estrecha
serpenteando el bosque.
—¿Por qué me habla de repente del
abuelo Jacinto?
—Porque le he visto en la romería.
Ha llegado un día antes de lo que me
había escrito. Si esperaba pasar
desapercibido ha conseguido todo lo
contrario. Yo lo reconocería en
cualquier parte: el gaznate de canario, el
perfume de la flor que lo maldijo, ese
niño, delicado y ojeroso, ese niño de
ojos de gato, voz tranquila, maneras
delicadas, manos blancas, ese niño que
me hacía sentirme mansa… —Se chupa
los labios—. Lo hubiera reconocido con
cualquier
atuendo,
lo
hubiera
reconocido incluso muerto, pero treinta
años viviendo en el Caribe lo han
dejado como le he visto hoy, envuelto en
ese poncho de charanga, en esa túnica de
algodón y rayas que me rondaba los
huesos y el alma en la romería de mi
madre, en la romería donde todo se ha
de perdonar, que el día elegido para
presentarse no es un capricho, sino
seleccionado adrede. Truhán, el dolor
de la vida le enseñó al final más de la
cuenta.
—¿Era el hombre del poncho? —le
pregunta Valentina.
—Así es.
Y no se equivoca. Cuando el
Mercedes negro aparca en la placita, él
la está esperando de pie, apoyado en la
fuente. Jugando con los dedos en el
agua, molestando a los peces de oro.
Lleva la túnica parda con las rayas, y
alrededor del cuello collares de cuentas
consagrados a vírgenes caribeñas, unos
cordones con plumas, conchas de
tortugas, colmillos de caimán y otros
amuletos que lo convertían en un chamán
del trópico. Bruna baja del coche y
encuentra que los ojos se le han puesto
más redondos de ver el mundo que
siempre había anhelado. Tiene el cuerpo
enjuto bajo el sayón del que se hubiera
reído su padre, y las manos, que le
sobresalen por él, muy tostadas del sol,
sin embargo, su rostro permanece de una
palidez incólume que se ha acrecentado
al llegar a su lugar de origen. Los labios
gruesos se le han agrietado. Las riberas
del mar, piensa Bruna, recordando aquel
primer beso salado, ya no son más que
orillas de pantano, manglar de arrugas.
—Bruna —se le escapa a Jacinto.
Hace más de treinta años que la ve
sólo en las fotos que le han quedado de
recuerdo. En el blanco y negro de la
soledad.
Bruna Mencía, piensa aguantándose
las ganas de llorar que lo amenazan cada
vez que la tiene delante, porque cuando
piensa en ella aún se le caen las
lágrimas de puro amor. Aún cuando le
escribe las cartas que le ha escrito a lo
largo de treinta años desde que se le
puso en el alma la costumbre.
—Y esta jovencita tan linda tiene
que ser Valentina.
La voz se le ha agusanado del licor,
de las noches en vela hablando con los
muertos para trazar la geografía de su
mundo fantasmal, de las mujeres que han
pasado por su lecho después de Bruna y
de las que no recuerda más que el
reflujo amargo de haberlas olvidado
antes de su marcha.
Jacinto le pone una mejilla y
Valentina le da un beso.
—Pregúntale si en verdad está tan
enfermo como me dice en su carta —le
pide Bruna a su nieta—. Pregúntale si en
verdad se va a morir, si en verdad ha
venido aquí a eso, pues yo esperaba
encontrarme con un moribundo y le veo
bien viejo, pero tieso, en pie, entero;
creí que lo traerían en una ambulancia
por su corazón débil, me decía que lo
traerían con la mascarilla de oxígeno. Y
de la ambulancia derecho al cuarto de su
infancia, que ya no lo va a encontrar
igual. Que es ahora habitación de
invitados. La mecedora de Carmiña,
donde tanto me dijo que se mecía su tata
espantándole espíritus, la hice leña y
con ella me calenté el rencor una tarde
para avivarlo hasta que se pusiera más
fuerte.
—Pregúntale a tu abuela, Valentina,
que si hizo lo mismo con la de mi padre.
—Allí no me he atrevido a tocar que
se me caen las manos de puro respeto, y
el alma se me queda fría cuando entro
porque le siento en la piel pero no le
puedo escuchar.
—Aún no se ha ido. Llego a tiempo
—dice Jacinto.
—Dile, Valentina, que a lo mejor le
estaba esperando porque han de ajustar
alguna que otra cuenta.
—Háblense ustedes, que les
resultará más fácil —replica la niña.
—Haz lo que te digo y sin rechistar.
Pregúntale si lo de morirse va para un
mes o unos cuantos, porque esta casa es
mía y bien mía.
—Yo no le digo eso —responde
Valentina, y sale corriendo.
No me extraña que venga aquí a
morirse, a este reino de rencores donde
los muertos te observan desde las
paredes con su rostro de mírame en mi
desgracia pues a ti te ha de pasar lo
mismo, masculla Valentina.
Ellos se quedan frente a frente
durante un momento.
—De aquí en quince días, un mes
como mucho, me he de morir y si Dios
me alarga la vida me marcho.
Eso, piensa Bruna, vete con los
fantasmas que ésos son los tuyos, los
únicos quizá a los que has respetado.
Vete con los muertos y pon tus pies
flacos en un mundo solo y deja libre el
otro, el de los vivos.
Jacinto Novoa había llegado al pazo
con un enfermero. Se llamaba Jueves. Lo
había conocido en una selva innata de
Brasil durante una expedición en la que
se lo llevaron como médium para que
intentara ponerles en contacto con los
espíritus de una civilización perdida.
Jueves era mudo, con el sexo y la lengua
cortados por una deuda de honor. Había
cometido adulterio con su propia
hermana.
Jacinto
lo
encontró
ensangrentado en medio de una noche de
estrellas. Se lo llevó con él, lo cuidó, lo
consoló, le puso en contacto con la
hermana, que se había suicidado con el
veneno de una tarántula. Lo llamó
Jueves, pues fue el día que lo encontró,
como Viernes de Robinson Crusoe,
novela que había leído con pasión en la
juventud.
Jueves era cocinero en su pueblo,
pero cuando Jacinto se puso enfermo
había aprendido las nociones más
elementales de enfermería para poder
cuidarle. Le tomaba la tensión cada
mañana y cada noche, y lo apuntaba en
una libretita. Si le subía o le bajaba le
administraba
las
pastillas
correspondientes. Le pinchaba unas
inyecciones de vitaminas que parecían
para un hombre de otro porte más
monumental, le enganchaba la mascarilla
de oxígeno si se ahogaba, pero sobre
todo trataba de calmarle con morfina el
dolor que a veces atacaba a Jacinto y le
dejaba sin respirar, retorcido sobre sus
propias
entrañas.
Entonces
tras
inyectarle la medicina, le frotaba el
cuerpo con un ungüento que dejaba el
pazo apestando a flores de selva.
Además se ocupaba de su aseo personal,
lo bañaba con una esponja marina, le
peinaba la cabellera larga con un peine
de púas de ébano, lo masajeaba con
aceites para activarle la circulación y le
cortaba las uñas de pies y manos.
Petriña instala a Jueves en la
habitación de servicio más alejada de la
suya, aun así pasarán muchas noches
hasta que ella deje de dormir con la
puerta atrancada y el rosario entre los
dedos para que el sueño la venza. Pero
lo que llevará peor es que Jueves, en los
ratos en que Jacinto descansa por el
efectos de los calmantes, se mete en la
cocina con la intención de ayudarla. La
primera vez que lo hizo pegó un grito
que llegó hasta el bosque.
—Señora, lo vi de pronto detrás de
mí, con ese silencio que arrastra como
una cadena, y esa piel tirante de carbón
puro, los ojos que le saltan en el rostro
triste como huevos con tamaño de puño,
lo vi así, señora, descalzo o con ese
zapato callo que se le ha hecho en la
planta del pie, esos pantalones de pesca,
ese jerseicito que le cubre nada, ese
pelo que es como crin de mulo, esos
labios crudos, rosados de carne, que no
pude por menos que creer que se había
reencarnado en él uno de los esclavos
que amarraban en la cocina los
antepasados del señor, allá por los
siglos feroces. Y había venido a
vengarse.
—No te preocupes, Petriña, que yo
le ordeno que no entre más en la cocina
y se quede al lado de Jacinto.
»Valentina, dile a tu abuelo que no
quiero ver más a ese hombre suyo
merodeando por donde no debe, que me
asusta a la criada.
Valentina trota hasta su abuelo. Su
madre le quería, ella siente que también
le quiere aunque no le ha visto jamás.
Jacinto está en la alcoba de su infancia,
pero apenas la reconoce. Sólo el
espíritu de Carmiña ha logrado soportar
las capas de pintura, las tiras de papel
de flores bajo las que estuvieron a punto
de emparedarla. Ya no tiene la mecedora
para acunar con su cri-cri al niño,
tampoco al niño hasta ahora que ha
vuelto, hecho un hombre de otro lugar,
lleno de santos desconocidos y amuletos
salvajes.
Valentina llama a la puerta y escucha
la voz de su abuelo que parecen truenos.
Está sentado en la cama, apoyado en los
cojines perfectamente dispuestos por las
manos de Jueves, fuma un cigarro que
deja en la alcoba un olor a dulce a
hierba.
Valentina entra y le da el recado. Él
aspira una calada y sonríe.
—Se lo diré, pequeña —responde
—, pero ven aquí.
Da unos golpecitos en la cama, a la
niña le late el corazón y se acerca a él.
Sabe que es un hombre muy importante y
respetado en el otro mundo, en el suyo,
en Latinoamérica. Es un médium famoso.
—Abuelo, ¿puede hablar con
cualquier muerto?
—Con cualquiera que desee
comunicarse.
—Así que con todos, todos, no.
—Si él no quiere no puedo.
—¿Y cómo los ve? ¿Se parecen a
como eran de vivos?
—No suelo verlos, sólo les oigo, les
siento. —Le acaricia el cabello y
Valentina se recuesta en su hombro un
segundo, pero levanta enseguida la
cabeza.
Se va a morir, piensa, de aquí en
quince días o un mes. Todo se muere, le
dedica una sonrisa pequeña a Jacinto y
se dirige a la puerta.
—Espera. —Jacinto apaga el
cigarrillo—. ¿Quieres acompañarme al
jardín?
—¿Llamo a Jueves?
—No, quiero que vengas tú.
Jacinto abandona la cama con ayuda
de Valentina. De un cajón extrae un saco
pequeño.
—¿Has plantado flores alguna vez?
—Nunca.
—Hoy te enseñaré.
Hoy me enseñarás, piensa Valentina,
pero si quiero volver a plantar contigo
dentro de unos meses ya estarás muerto.
—No quiero aprender.
—¿Por qué no?
—No sirve para nada.
—Para pasar un buen rato, para
verlas crecer, hacerse hermosas,
disfrutar de su belleza.
—Luego se secan, se marchitan y ya
está.
—Todo en la vida se marchita,
pequeña, hasta tú algún día lejano, pero
antes florecerás muy bella y disfrutarás
de ello.
—Pero después uno se muere.
Jacinto la abraza con suavidad, la
siente tensa, con el cuerpo apretado por
el corsé del miedo.
—¿Cuidaba a mi mamá cuando era
pequeña?
—Le gustaba estar conmigo en la
biblioteca, siempre le apasionaron los
libros. Rebeca de pelo rojo, el mismo
pelo que mi padre, José Novoa. Se
sentaba en mis piernas y yo le enseñaba
el mundo como había hecho antes con tu
abuela, dónde estaba China, México, La
Habana. ¿Querrás venir conmigo allí?
—A mí lo que me gusta es pintar.
—¿Y dónde pintas?
—En un cuaderno, si quiere puedo
enseñarle mis dibujos.
—¿Por qué no vas a por el cuaderno
y así pintas el jardín de mi madre? Estoy
seguro de que esta vez florecerá.
Bruna los ve bajar por la escalera,
Jacinto apoyado en el hombro de la
niña.
—Valentina, te necesito.
—Voy a acompañar al abuelo al
jardín.
—Quiero plantar estos bulbos de
jacintos en el jardín de mi madre —le
dice él mostrándole el saco—. Ya es
hora que incluso la tierra cierre sus
heridas y deje crecer la hierba.
—Valentina, dile que esa tierra está
muerta, muerta de ira, y no perdona. Los
agravios de dignidad no se limpian por
el mero paso del tiempo.
—Los agravios de dignidad también
han de hallar su paz. Ven con nosotros,
Bruna.
—Venga, abuela. —La niña le tiende
la mano, pero ella se da la vuelta y sube
las escaleras hacia su dormitorio de la
última planta.
El jardín de Amelia Lobeira es un
páramo de tristeza. Aún quedan
vestigios de la vallita de pinchos. En
algunos tramos está hundida como si
alguien la hubiera pisado con una
zancada. La tierra es de color pardo,
grisáceo, pedregosa.
Mira que has tardado en regresar,
mal hijo, yo no podía ir tan lejos como
tú estabas, Jacinto escucha la voz de
Amelia. Lo sé, madre. ¿Y qué vienes a
hacer aquí, en esta tierra que lo único
que tuvo de bueno fue que de su
profanación naciste tú? Vengo a plantar
tu salvación, madre, y la mía, para
redimirnos juntos, son bulbos del
trópico, con flores cuyos pétalos
parecen de carne, y huelen a más de un
kilómetro de distancia. Los hice
bendecir para ti en un santuario en el
que yo te rezaba. Plántalos, pero de
poco va a servir. Para estar en paz,
madre, porque bien pronto te voy a ver
por fin el rostro.
La tierra se desmiga como si fueran
lágrimas cuando Jacinto hunde una pala
en ella. Ha pasado junto a Valentina por
el invernadero para hacerse con los
aperos de jardinería. Está arrodillado en
el suelo, abre el agujero, entierra el
bulbo, lo tapa. Valentina se ha sentado
en una piedra cercana, fuera del jardín.
Teme entrar porque sabe que la tierra
está muerta. Pinta a Jacinto echado en la
tierra, con las manos sobre el pecho, y
entre ellas el bulbo de la redención. Le
habla y a él le llegan las palabras
entrecortadas, las frases a medias.
—Yo sé que no abandonó a mi
madre, que le escribía cartas que la
abuela Bruna no le quiso enseñar. Por
eso durante muchos años mamá pensó
que la había abandonado, que no quería
verla más.
—Me fui porque no me porté bien
con tu abuela, ella me lo pidió y yo lo
acepté. Luego Bruna sólo quiso proteger
a tu madre.
—Mamá no me contó eso.
Valentina recuerda la voz de
Rebeca: como no te duermas, la abuela
vendrá en la escoba a buscarte y te
llevará al bosque gallego con las almas
en pena. Emborrona una bruja en el
papel, le pinta capuchón picudo como el
de las brujas de siempre, camisón de
volantes y botas de tortuga verde; monta
una escoba que sobrevuela el cuerpo de
Jacinto.
—Fuera de aquí, que no me peles
patatas —le dice Petriña a Jueves, le
mira con el rabillo del ojo porque no se
atreve a más—, que no las toques. —Se
santigua—. Vete a cuidar del señor
marqués, madre santa, el señor marqués,
si le viera su padre cómo ha venido
envuelto en esa túnica de samaritano,
digo yo que así se imagina una a Jesús.
Que no me peles los ajos, Miércoles o
Jueves, como te llames, el padre del
marqués era de armas tomar, eso te digo,
y recio, no le gustaban las cosas raras,
sólo un buen vino y una buena escopeta.
Bueno, pélame la cebolla que a mí me
hace llorar, y a veces una se pone y no
para, y más ahora que sé que después de
tantos años sin ver al señorito Jacinto
vino aquí a que se lo llevara la muerte.
Uy, pero qué finas me las has cortado y
qué redondas. —Jueves le enseña las
manos que son de dedos finos,
delicados, como si hubiera estado
cocinando con porcelana—. Mira, voy a
hacer tortilla de patata, asiente con la
cabeza si me entiendes, eso es, hablas
castellano, bueno, hablas…
Jueves tiene unos cincuenta y tantos
años, los dientes grandes como piedras
de cantera. Es corpulento y da la
sensación de que puede cargar un árbol
sobre su espalda.
—Yo soy quien cocina aquí —le
advierte Petriña—, tú a ponerle
inyecciones al marqués. Y como mucho,
a pelar cebollas. No estoy acostumbrada
a estar más que yo en la cocina y a veces
el trasno. Que qué es el trasno, me
quieres preguntar y no puedes, ya lo
sentirás, nada te digo para que lo
compruebes por ti mismo.
Jueves sonríe. Petriña se atusa el
moño de castaña. Se aclara la garganta.
A mis años, piensa, a mis años, y en la
cocina del pazo con un hombre de la
otra parte del mundo.
Valentina ha dejado a Jacinto en el
jardincito de su nombre, sentado en la
tierra, murmurándole, hundiendo en ella
las manos. Ha cerrado el cuaderno de
dibujo y ha mirado hacia las copas de
los árboles que presagian el bosque. No
se ha atrevido a asomarse a él desde su
llegada. Será como asomarse a un
cuento, se dice. Camina hacia la puerta
trasera de colmillos, la cerradura de la
verja sigue rota. La abre despacio,
chirría, asoma la cabeza a los cuentos de
su infancia, mira al cielo, lo cubren las
melenas de castaños, pero no vuelan
brujas… Sale, la tarde desprende sus
últimas horas de luz. Todos sus sentidos
están en alerta. Avanza por el sendero
que parte del pazo hacia las granjas que
se desperdigan por los límites del
bosque, donde hace muchos años vivía
su abuela Bruna. Le maravillan los
helechos, los hilos de agua que se
despeñan entre pequeñas cataratas de
piedra y musgo, las delicadas hierbas,
tréboles que como artesanía de la
naturaleza la rodean. Se adentra un poco
en el bosque. Ve los esqueletos de
algunos árboles con las pelusas de
líquenes, y un murmullo cercano, un
arroyo, se dice, de donde proceden los
hilos de agua que resbalan por las
piedras. Sigue el sonido del arroyo
adentrándose más en las espesura. La
tarde es ya bronce cuando escucha el
primer disparo. No sabe qué ocurre
hasta que escucha el segundo, más cerca
que el primero. Intenta regresar hacia el
sendero, pero se ha perdido. El bosque
le huele a pólvora. Valentina pierde su
cuaderno, suena otro disparo, crujidos
entre troncos de castaños, entre la
telaraña de matorrales que le atrapan la
ropa enganchándosela para que no pueda
avanzar. Tropieza con una piedra, cae al
suelo, se incorpora y ve unas botas, unos
pantalones verdes de montar a caballo,
un capote corto de hule verde. Es Pedro
Mencía con las piernas abiertas y una
escopeta humeante entre las manos de
pólvora.
La mira sonriéndole:
—He estado a punto de cazarte. —
Le tiende una mano para ayudarla a
levantarse, pero ella la rechaza.
—Me puedo levantar sola.
Pedro retrocede unos pasos y
encuentra el cuaderno que yacía entre la
hierba.
—¿No te han dicho que es
temporada de caza y no se puede andar
por el bosque como si tal cosa? Has
tenido suerte de que sólo estuviera
haciendo prácticas de tiro. —Abre el
cuaderno y se pone a mirar los dibujos.
—Dámelo, no tienes mi permiso
para mirarlos.
Valentina intenta arrebatárselo, él lo
esconde en su espalda, forcejean.
—Que me lo des.
—Quiero ver si eres una artista,
claro como además estás un poco loca…
Valentina le da un mordisco en el
moflete, él se lleva una mano a la
herida, le sangra.
—Salvaje.
La toma por la nuca, le agarra el
cabello y la besa en los labios. Ella le
da una patada y echa a correr hasta que
llega al sendero.
—Corre, corre que yo te cazo.
Valentina escucha la risa de Pedro
perdiéndose en el bosque.
Bruna ve entrar en la casa a su nieta.
Lleva las mejillas congestionadas.
—Abuela, mamá me dijo que
cazaba. Y que disparaba muy bien.
¿Querrá enseñarme?
—¿Te ha ocurrido algo? ¿Ha sido
Jacinto?
—No. Lo dejé en el jardín de su
madre Pero ¿me enseñará a disparar?
Hay que prepararse para la lucha,
piensa Valentina. Ya he sufrido la
primera agresión del enemigo y ahora
toca responder.
—Hace mucho que no disparo, pero
en mi juventud no había mujer que me
igualara.
Bruna conduce a Valentina hasta el
saloncito de caza. De un armario saca un
rifle antiguo.
—Me lo regalaron cuando tenía más
o menos tu edad.
—Y puede matar a un hombre.
—Puede matar lo que te propongas.
19
Muerte de un Novoa
José Novoa solía aplacar cada mes
sus ardores de macho en el burdel de
una parroquia vecina al pazo, donde tres
putas rollizas compaginaban el amor a
sueldo con una pequeña vaquería. Las
tres putas le temían. José se bebía hasta
la última gota de vino, blasfemaba sobre
la vida y la muerte mientras hacía sonar
en una de sus manos el clic-clic
siniestro, y remataba la noche pegando
tiros al cielo. Ya está el bueno del
marqués cazando estrellas, se decían los
vecinos, a ver si abren un burdel en su
parroquia y caza allí el universo entero.
Lo que más excitaba a José era que
le lamieran muy despacio el cuello y el
pecho. Que cualquiera de las tres
vaqueras del amor le pasara la lengua
por su carne de pecas, que le dejara un
rastro de caracol, de baba tierna.
—Lámeme, curuxa. Lámeme —
murmuraba ebrio de licor y de nostalgia.
Esto de que los hombres se vayan de
placer a lametazos debe de ser cosa de
marqueses, comentaba la puta más
rolliza, si un día está lo suficientemente
borracho le ponemos a la vaca a darle
chupadas y ni se entera.
José solía quedarse hasta tres días,
pero en su última visita permaneció sólo
uno, los otros dos los utilizó para
reunirse en Ourense con su abogado de
confianza, quien se encargaba de sus
asuntos legales y económicos, y para
comprar un rifle.
—Deme el más bueno que tenga y el
más ligero porque ha de dispararlo una
mujer —le dijo al armero.
Y partió de nuevo hacia sus tierras.
Al día siguiente envió a un sirviente
a buscar a Bruna. La vio llegar por el
camino de sicomoros y sauces donde
hacía más de veinte años se escondió
Marina la Santiña después de dejar en el
monte a la madre muerta.
—Mira lo que te compré —le dijo
entregándole el arma—. Para que mates
a la primera. Es un regalo por tus quince
años.
—¿Y cómo se acuerda el señor de
cuándo cumplo?
—Lo sé y basta.
—Qué bonita es —respondió ella
apuntando con el rifle hacia la avenida
de sauces.
—Me gusta cazar contigo, y pasear
por el bosque, niña, bueno, ya te hiciste
moza. No quiero que le enseñes a nadie
nuestro lugar secreto.
—Al tronco de castaño donde
encontró usted pudriéndose a mi abuela
Tomasa me había llevado la tía
Angustias
muchas
veces,
para
explicarme cómo acaban las mujeres
salvajes con vicio de bosque, comido
por él. Pero bien que me ha costado no
decirle que usted también me ha llevado
a la cueva donde vivieron mi madre y mi
abuela, porque ella la ha buscado
muchas veces para ver si rondaba por
allí el ánima de mamá muerta. Siempre
dice que su hermana era muy pequeña y
no recordaba el camino.
—Lo halló rastreando sus recuerdos,
y el propio bosque. Yo estaba con ella
cuando entró después de los años. Aún
permanecía allí el lecho de hojas en el
que dormían, y ropa convertida en
harapos. Todo parecía vivo, como
ahora.
Miró el ojo amarillo de Bruna. Era
mucho más corpulenta que Marina, más
alta, de envergadura redondeada y
hermosa, pero había en su boca perfecta,
en sus dientecitos blancos, en sus
pómulos estrellados, un aire invencible
a la Santiña. A veces, al mirarla, a José
se le moría en la lengua el nombre de la
madre y sentía ganas de acariciarla.
Catorce años tenías cuando volví a verte
en la romería del santo con puestos de
pulpo y cachivaches de feria, casi los
años de tu hija, le hablaba a Marina en
su mente. Días después, tras no poder
olvidarte, te hallé en el bosque. Tú ibas
con tus tarros de miel, y yo con mi
escopeta al hombro en busca de caza.
¿Me permite usted?, me dijiste, y te
acercaste a olerme la piel del cuello. Di
un respingo, luego me quedé quieto, con
tu respiración pequeña latiéndome en las
sienes. Huele usted a un olor que me
asalta la memoria todas las noches antes
de dormirme, ya lo sentí el otro día y
ahora me vino como una ráfaga, soy
buena con la nariz, ¿sabe?, que me crié
oliendo, por eso mis tarros tienen la
mejor retama, la más olorosa, ¿quiere
uno? Se lo regalo, y yo mudo mirándote.
—Probemos el rifle, señor, vayamos
a cazar algo. —La voz de Bruna le sacó
del ensueño.
—Un buen porco salvaje.
—Pero luego el rifle se lo dejo en el
pazo. La tía Angustias dice que la gente
es muy envidiosa, y que por eso no la
compran el orujo y por eso va mal en el
pago de la renta.
—Otra excusa para no pagar la
tierra. ¿Tú no serás una comunista de
ésas, o lo que es peor, una beata social?
—Con todo respeto, yo seré lo que
quiera.
—Tú serás lo que yo te mande. ¿No
decías cuando eras más chica que ibas a
ser reina?
—¿Pues es que a las reinas les dicen
todos lo que tienen que hacer?
—Si se equivocan, sí.
Bruna se dio la vuelta y se encaminó
hacia los sauces, pero tropezó con una
piedra y cayó al suelo. Se golpeó la
boca con la culata del rifle. Cuando José
la ayudó a levantarse vio que le
sangraba bastante. Se la abrió con
delicadeza.
—Mira que tienes genio, en eso no
te pareces a tu madre, ahora te rompiste
un diente, dos quizá —chasqueó la
lengua—, ven conmigo a la casa que
hago llamar al algebrista para que te lo
arregle.
La llevó hasta el saloncito de caza
rodeándole los hombros con su brazo.
La sentó frente a la ventana y mandó que
trajeran de inmediato al que lo arreglaba
todo, lo de animales y hombres, mejor
que el propio médico, pues tiene la
sabiduría de la naturaleza que es más
sabia que las universidades, y mandó a
una criada que trajera hielo en un paño,
y se lo puso él mismo sobre la hinchazón
de los labios que estaban enrojecidos
con el carmín de la herida, los labios
que había besado Jacinto hacía sólo
unas semanas, en aquella tarde de fondo
de mar que el muchacho rememoraba
una y otra vez buscando aún más la
soledad, regurgitando el recuerdo que
habría de permanecer siempre intacto,
suyo y sólo suyo en los recovecos de su
intimidad llenándolo todo de ella. Por
eso cuando la vio en el saloncito de
caza, curándole su propio padre los
labios que él había besado, se quedó en
silencio apoyado en el quicio de la
puerta, observando como lo hacía con
las partidas de ajedrez, temiendo como
había temido tanto el volver a verla por
si aquel recuerdo se empañaba con una
negativa, con un rechazo que no podría
soportar, que me muera ya con este
recuerdo para siempre, que me entierren
con él, Dios del padre Eusebio, te lo
pido, que sea mi ataúd y mi tierra, ya no
quiero vivir nada más porque me da
miedo vivirlo, a mí que nunca me asustó
la muerte, la muerte es que ella no me
quiera, pensaba temblando mientras su
padre curaba a Bruna como nunca le
había curado a él, y cuando llegó el
algebrista con su sombrero de lluvia y
su chaqueta de monte, José permaneció
al lado de ella, y a cada ay de Bruna, le
decía aguanta, que mira que eres
valiente cuando vamos de caza, esto no
es nada, ese mismo ay que le llegaba al
corazón a Jacinto desde la sombra de su
existencia. Cayó por fin el diente roto en
la mano del algebrista, y de ésta pasó a
la de José, que lo guardó ávido en un
bolsillo de su pantalón.
—No se le va a ver el agujero, señor
marqués, que le quedó muy atrás —
decía el hombre recogiendo sus aperos
de dentista—. Igual de bonita vas a ser
—le decía luego a Bruna.
—Que le zurzan, bestia.
—Hoy debe estar a sopas y caldos,
señor marqués, y mañana ya que se
coma lo que le venga en gana.
Nunca había subido Bruna a la
segunda planta del pazo. Nunca había
ascendido por la gran escalera de
castaño que conducía a la vida íntima de
los Novoa. Te van a hacer un caldo, le
había dicho José, hoy comerás con
nosotros. Lo que ella no pudo imaginar
en ese instante es que en vez de almorzar
en la cocina con los criados, lo haría en
el comedor familiar sentada a la mesa
con el marqués y su hijo. Y mucho
menos que una criada la conduciría
hasta un dormitorio que era más grande
que el caseto con cuadra incluida.
Quítate el vestido que está manchado de
sangre, le dijo, pero Bruna se quedó
mirándola con los ojos callados, anda,
que no tenemos todo el día, jovencita,
mira que no te va a comer un vestido de
ricos. Bruna había cruzado los brazos en
una postura de trinchera, me echo un
poco de agua y me queda limpio,
respondió mirando la cama gigante con
el palio de muselina blanca de virgen,
las paredes enteladas en seda con los
cuadros de flores, los sillones de
terciopelo rosado en el saloncito con
aire primaveral y la moqueta en la que
se le hundían los pies como en la hierba
del bosque. Olía la habitación al
almidón de las sábanas, a la colcha de
perfección lunar, al perfume de talcos de
rosas que había sobre una cómoda con
espejo de oro, Bruna te llamas, insistió
la criada, que ya oí hablar de ti, y te he
visto varias veces con el señorito
Jacinto, pobriño el niño, siempre tan
solo, le hace bien la compañía
cualquiera que sea, yo soy Ignacia,
Nacha me dicen, y sirvo a las señoras de
la casa, vamos, servía porque aquí ya no
queda mujer a la que atender, soy
doncella, ¿sabes lo que es eso? Bruna se
encogió de hombros. Mira, que te lo voy
a explicar, esta habitación la ocupaba la
madre del marqués, y por orden de él te
vas a poner este vestido que la marquesa
usaba de joven, le dijo mostrándoselo
colgado en una percha. Era color
vainilla, con encajes en el cuello y las
mangas. Éste es el mundo de los peces
dorados, pensaba Bruna. Se dejó quitar
la ropa por Nacha, se dejó peinar los
cabellos castaños, sin quejarse de los
tirones, frente al espejo. Una podría
acostumbrarse a esto, ¿verdad, rapaza?
Suerte has tenido porque al señor le
caes en gracia y al chico también.
Cuando Bruna bajó al comedor
familiar de los Novoa y José la vio con
aquel vestido de su madre, largo hasta
los pies, pasado de moda, de época,
pero aun así hermoso, y unos zapatos
que le había puesto Nacha, para que no
vayas con esos zuecos bajo el vestido
que te lo afean, a pesar de que le estaban
grandes y se le salían al andar, se la
quedó mirando con sus ojos oscuros y le
dijo: pareces otra. La indicó dónde
debía sentarse y ella saludó a Jacinto de
la forma más cortés que le permitió su
educación de campesina.
—Me alegra verte —respondió él
inmerso en un temblor de impaciencia.
Estaba lívido de amor.
Tranquilo, Jacinto, se decía,
acariciándose la pierna como lomo de
perro, que se te va la vida en este
momento, que de ti depende sea de
gloria o de derrota.
—Te veo muy bonita con ese
vestido. —La voz le salió al muchacho
con un gallo como los que cantan al
alba.
—Gracias
—contestó
Bruna
mientras le miraba pensando: ay,
pajarito que hoy estás más mojado que
nunca, cómo me gusta el lindo pajarito
con sus labios que besan y lo envuelven
todo.
—Basta de delicadezas —dijo José
Novoa— y a comer. —Se sirvió vino en
un vaso y se lo bebió de un trago.
Otra criada distinta a Nacha había
servido la sopa. Bruna miró el plato de
porcelana blanca con volutas azules, la
cuchara de plata, la servilleta de hilo
con vainicas y entredoses de monjas.
Aquí es todo como en los jardines del
pazo, se decía, empezando por mí, pues
me han acicalado como si fuese una
hilera de flores. Ay, que a veces no sé si
quiero ser jardín o bosque. Se puso a
comer la sopa, el agujero del diente se
le abría en abismo de dolor después de
los tirones del algebrista.
—Deme un poco de vino, por favor,
señor, que me adormezca el lobo que me
muerde la herida.
José le sirvió un vaso.
—Eres hembra de raza —le dijo, y
le sirvió otro a Jacinto—. Ya es hora de
que bebas como un hombre —le
reprochó.
Él respondió bebiéndoselo de una
trago aunque se le incendiaron las
entrañas.
—Sírvame otro más, padre, que me
ha entrado sed. —Apretaba la vejiga el
chico para no mearse de miedo.
—Hazte ahora el macho porque ella
esté delante, pero a mí no me vas a
engañar
—repuso
José
Novoa
engullendo una chuleta que a Bruna le
pareció de ensueño.
Después del almuerzo pasaron al
saloncito de caza donde José solía
tomarse al menos un par de coñacs
frente a las brasas de la chimenea.
Había querido que le acompañaran su
hijo y Bruna. Conforme más bebía más
miraba a la muchacha con el vestido de
su madre, porque de su mujer no
quedaba en el pazo más que Jacinto,
rencor, y un jardín de tierra muerta. Y es
que aquella sobremesa su hijo le olía a
la flor de su nombre, la flor de su
desdicha, a la infamia de un bautizo
urdido para clamar venganza.
Sobre una mesita de mármol
reposaba el tablero de ajedrez con las
figuras dispuestas conforme quedaron en
la partida sobre el destino de Jacinto
que se había jugado José contra el padre
Eusebio. Había sido la última antes de
que se agravara la enfermedad del fraile
y tuviera que guardar cama en su
habitación del pazo a la espera de que lo
visitara la muerte. Había un jaque al rey.
—¿Te vas a tomar ahora un coñac
con tu padre? —José hacía tintinear los
hielos en el vaso.
—Si juega al ajedrez conmigo.
—A lo mejor hoy te me haces
hombre.
Se sentaron en los sillones
dispuestos alrededor de la mesa. Y
Bruna se quedó de pie junto a la
chimenea porque el encaje le había
dejado la piel encendida de frío.
Empezaron la partida, y José cambió el
tintineo de los hielos por el clic-clic que
guardaba en el saco colgado de su
cuello. Se le afilaba la mirada a cada
movimiento, a cada clic-clic que junto al
coñac le hundía en el pasado.
—Deja de mirar a la chica y mira el
tablero —le decía al hijo—. ¿Te creías
bueno?, ¿te creías que podías retar a tu
padre y ganarle? Estás necio de amor,
pero no mires lo que no es para ti.
Sonreía José Novoa mientras
pensaba: a partir de hoy voy a cagarme
en el poder y ya verá el fraile que
agoniza escaleras arriba. Miraba el ojo
amarillo de Bruna, bebía y miraba a
Jacinto cuando había de decidir su
jugada. Empezó el chico a sentir la
presión de la orina, y enfermó de
vergüenza con sólo pensar que en el
pantalón se dibujaban las primeras
gotas; después temió que llegara la
espuma. Todo cuanto había aprendido de
ajedrez le desapareció de la memoria,
sudaba hielo. Le temblaba la mano al
mover las figuras. Se le quedaron las
mejillas impávidas. Torre a alfil,
caballo a reina. Mi reina que iba a ganar
para ti, que tú eres el único mapa donde
encuentro la vida, pensaba con los ojos
anegados en lágrimas. Y ella temiendo
la derrota del pajarito. Temiendo los
ojos de José Novoa, que se le clavaban
en el vestido, temiendo la sonrisa que le
recordaba a las palizas de tía Angustias,
a las noches de estrellas.
—Jaque a tu rey que se queda sin
reina —bramó José y se bebió de un
golpe el coñac que le quedaba en el
vaso.
Las lágrimas ensuciaban las mejillas
de Jacinto. No llores, pajarito, no llores,
enséñame en el mapa dónde está China,
que eso lo sabes tú mejor que nadie,
pensaba Bruna mientras se acercaba al
chico. Pero José Novoa se interpuso
entre los dos.
—No lo toques —le dijo, e hizo
sonar el clic-clic con una mano y con la
otra se mesó los cabellos—. Márchate
ahora, Bruna, he de hablar con mi hijo,
quítate ese vestido y sal de esta casa
hasta que te ordene volver.
Otra vez tenía que obedecer al rey, y
dejar al príncipe a merced de su llanto.
¿Y si no me voy?, pensó, ¿y si le digo si
la reina soy yo pues elijo a quien me
viene en gana?, pero vio en los ojos de
José Novoa una determinación cruel que
le dio miedo, y obedeció como solía
hacer.
—Quítatela de la cabeza. No es para
ti. Mucha mujer —le dijo José Novoa a
su hijo cuando se marchó Bruna.
—Yo la quiero, padre.
—No puede ser y no lo será nunca.
Tú y la sangre débil de tu madre sois
muy distintos de la de ella.
—¿Y si Bruna me quiere?
—Eso no lo creo. Y si es así tendré
que poner remedio hoy mismo.
—No lo haga, padre.
—Ya lo creo que lo haré, eso y
mucho más.
Al cabo de unas horas, atardecía en
el pazo y Jacinto Novoa salió al jardín.
Llevaba la escopeta con el escudo del
lobo y la camelia grabado en la culata y
una cartuchera al hombro. Se
encaminaba a la capilla. Tenía en la
garganta un nudo que no le dejaba tragar
saliva y respiraba aprisa. Ya no le
quedaban lágrimas. Llegó a la capilla
cuando el sol se tumbaba en el
horizonte. Encendió todas las velas. Vio
el lugar donde su padre y los monteros
desollaban a los animales que cazaban,
las manchas de sangre junto al altar
como si se hubiera celebrado un
sacrificio pagano. Vio los dos santos
vestidos de terciopelo carmesí, con su
pelo natural del exvoto de un feligrés y
sus ojos absortos en la eternidad. Los
eligió como blanco. El ruido metálico
de la escopeta al quitarle el pestillo,
después el silencio beato y las ganas de
matar. Disparó varios cartuchos que
fueron a incrustarse en la pared y en las
volutas del altar. Los santos aún
permanecían ilesos. Disparó dos más
con el mismo resultado. El perfume de
la pólvora mezclándose con el de las
velas. No se rindió. Uno de los
cartuchos por fin acertó en la cabeza de
un santo, del impacto se le aflojó del
cuerpo y cayó sobre una mancha de
sangre. El pelo del exvoto del feligrés
se le despegó como si fuera un bisoñé.
Quedó en la soledad de la ermita la
calvicie del santo. A Jacinto le dio la
risa y se le abrieron de nuevo las
compuertas del llanto. La emprendió
entonces con la cabeza del otro. Pero en
esa ocasión cada tiro fallido, en vez de
agrandarle la infamia, le traía a la
memoria cuanto le había enseñado sobre
Dios el padre Eusebio: te voy a explicar
su existencia con este grelo que he
cogido de la huerta, le había dicho el
fraile, a través de las cinco vías de santo
Tomás de Aquino, y Jacinto continuaba
fallando los disparos, que se
desperdigaban por la capilla, apuntando
furioso a la cruz de madera que se
erguía en el altar. Mira, Jacinto,
escuchaba en su interior la voz sabia del
viejo, la primera de las vías dice que
todo lo que se mueve es movido por
otro, nada es a la vez motor y
movimiento. Pero, padre, repuso él, ese
grelo que tiene en la mano no se mueve.
Cierto es, Jacinto, sin embargo encierra
movimiento en su semilla, crecerá si la
pones en tierra y la riegas, la naturaleza
será su motor, que procede de un motor
primero no movido por nadie, que es
Dios; y se le caían las lágrimas a Jacinto
como perlas de cera, cargaba la
escopeta
para
otro
tiro
que
instintivamente se apartaba de la cruz.
La segunda vía, mi querido pupilo, dice
que todo es causa de algo, así este grelo
no puede ser causa de sí mismo porque
tendría que haber existido en la huerta
antes de existir. ¿Sería entonces un grelo
fantasma, padre? No, Jacinto, respondía
el fraile con paciencia ciega, es porque
debe haber una causa primera y esa
causa es Dios, murmuraba Jacinto
repitiendo la lección, cerrando un ojo
para apuntar y disparaba a la pared del
altar, gozaba con el retroceso del arma
que le golpeaba el hombro, buscaba otro
cartucho en el bolsillo. La tercera vía es
la de la contingencia, este grelo, que
temblaba en el pulso del fraile, podría
existir o no, podría crecer o no en la
tierra de la huerta, no es un ser
necesario, sí lo es para el que tiene
hambre, padre, alegaba Jacinto, pero
podría saciar su estómago con otro
alimento, ¿o no, mi avispado pupilo?
Podría, padre; bien, le revolvía el
cabello el fraile, entonces sólo hay un
ser necesario, que es Dios. Y Jacinto
lloraba más mientras veía salir el
espíritu de su madre de la pila bautismal
que había sido la causa del agorero
destino que lo había entregado en manos
de los muertos. Pero ¿qué haces, hijo?
Que te vas a ganar la condenación
eterna, baja esa arma que no ha de entrar
siquiera en una iglesia, que no me
arrepienta de haberte puesto mi nombre
sagrado, que si te pareces a la bestia
negra de tu padre reniego de ti para tus
días y los míos eternos, Jacinto, y él
cargaba otro cartucho y se aguantaba las
ganas de dispararle a todo lo que no
fueran sus recuerdos. La cuarta vía, mi
pupilo, se refiere a los grados de
perfección, nuestro querido grelo puede
ser grande, que lo es, pequeño, más o
menos verde, o sabroso, pero habrá un
grelo perfecto de forma y sabor con el
que podremos comparar a los demás,
ese grelo es Dios, Jacinto, insistía su
madre, por el santo óleo que te ha
mantenido cerca de mí, baja el arma y
arrodíllate
con el
más
febril
arrepentimiento, que ya se ha mancillado
bastante la capilla con la caza que
descuartiza tu padre, y Jacinto le pegaba
un tiro a la pila bautismal por haberle
jodido la normalidad en la vida, y el tiro
rebotaba en la piedra santa e iba a
incrustarse en un atril del coro; la quinta
y última vía habla de la finalidad, le
retumbaban las palabras del fraile en la
cabeza, mientras metía otro cartucho en
la cámara, este grelo que tan buen
servicio nos está haciendo es un ser sin
inteligencia, pero si acabamos de decir
que era Dios, padre Eusebio.
Cambiemos la premisa entonces, mi
pupilo, cambiémosla; ahora este grelo
no es más que una vil hortaliza, y quien
ha puesto los grelos como todo en la
naturaleza, dándole un fin, no es otro que
Dios. Por tanto, mi querido pupilo, todas
las hortalizas son iguales ante Dios
como lo son los hombres. Y todos han
de morir, sentenció Jacinto. La
cartuchera vacía. Los ojos desérticos. El
cañón de la escopeta humeando una
bruma que empañaba de sufrimiento la
capilla. Fuera el viento, soplando
abejas. Y el mar que rompe entre los
labios de Jacinto y le duerme con su
espuma negra. Después silencio.
Soñó Jacinto que cazaba en el monte
junto a Bruna. Ella con el rifle nuevo
que le había regalado su padre, él con la
escopeta que dormía también sobre el
suelo de la capilla. Pero había otro
cazador cuyo objetivo no era un jabalí o
un ciervo, sino ellos. Los buscaba con
un rifle gigante husmeando su rastro, los
perseguía entre los carballos ciegos,
entre los helechos frondosos. Justo
cuando iba a dispararles, Jacinto
despertó. La capilla yacía en una
madrugada azul. Trinos de pájaros. Frío.
Santos decapitados. Paredes que
narraban lo ocurrido la tarde pasada.
Viento. La escopeta agotada. Jacinto se
puso en pie. Sentía en la cabeza y el
estómago la resaca del vino, el dolor de
las palabras que había tenido con su
padre en el salón de caza. Salió al
jardín. La naturaleza olía a su propio
nacimiento, como si cada día todo
volviera a comenzar. Llegó a la casa. Y
la halló despierta. El padre Eusebio
acababa de fallecer, según le dijo
Nacha. Jacinto subió a verlo a su
dormitorio. Era un tronco de parra
retorcido esta vez en la guadaña de la
muerte. Seco, pero oliendo a paz. Pronto
llegaría el de las pompas fúnebres, el
amortajador que lo momificaría en el
sudario de leche. Entonces sí parecería
un muerto. Ay, padre, qué voy a hacer
sin usted, vine a contarle que ofendí a
Dios y usted se ha ido ya con él, le
rezaba Jacinto de rodillas ante el lecho,
con las manos orando su pena. Dígame
en qué mapa he de buscar para ir a
encontrarle, hábleme de vez en cuando,
padre, no se me acomode en la gloria
eterna y visíteme. Aún le necesito,
quería que me confesara pues vengo de
matar santos y no maté más sagrado
porque me salvó su grelo. Mire que a
partir de hoy cuando me coma uno será
como si comulgara. Le besó en la frente
aún cálida. Se le abrazó al cuello, se
tumbó junto a él en la cama. Puso la
nariz en el cuello del fraile y retuvo en
su memoria el olor del viejo, pues con
él enterraría su infancia. Entonces
escuchó los ladridos lejanos de los
sabuesos. Entró Nacha en el dormitorio.
—Señorito, levántese que su
maestro ya no pertenece a este mundo. A
ver si le va a contagiar más del otro y un
día se nos convierte en ánima sin pasar
primero por la mortaja.
Los ladridos nerviosos rompieron
otra vez el luto del dormitorio.
—¿Va a haber cacería?
—Ahora mismo se va su padre, y
también la muchacha que almorzó ayer,
Bruna se llama, que la hizo venir
temprano.
—¿Y no sabe mi padre que se murió
mi maestro?
—¿Cómo no ha de saberlo? Mandó
llamar enseguida al que ha de apañarlo
ahora y se fue a por el rifle.
Jacinto Novoa salió del dormitorio.
El corazón en sus pasos que bajaban la
escalera de castaño hacia el saloncito de
caza. Había dos agujeros de disparos en
el techo y otro en una pared. Jacinto
cogió la escopeta del lobo y la camelia
de donde acababa de dejarla, su lugar de
honor, el frontal de la chimenea.
—Padre, yo también voy de caza —
le dijo cuando le encontró en el jardín
rodeado de monteros, sabuesos y de
Bruna.
—Una noche fuera de casa te hizo
recapacitar. Me alegra. —José Novoa
sonrió—. Irás solo a un puesto, pero
cerca de mí, no sea que me mates a
alguien.
Jacinto debería haberse quedado
aquella mañana velando al padre
Eusebio. Debería haberse dormido en el
limbo de su regazo como despedida.
Debería haber tenido más paciencia en
el puesto inmerso en los carballos de su
sueño. La lluvia se cebaba sobre sus
mejillas sonrosadas de viento, de agua
que le ensopaba la ropa del día anterior.
Los dedos agarrotados en la escopeta
que había cargado de nuevo. Los
helechos se movieron cerca de él.
Abandonó el puesto y disparó a la
vegetación. Escuchó el gemido de un
animal. Se le envalentonó la sangre.
Disparó de nuevo. El animal huyó entre
los helechos y Jacinto fue tras él. Sabía
que estaba prohibido abandonar el
puesto, pero aquella presa, la primera
de todas, no se le iba a escapar. Apuntó
de nuevo a la espesura de carballos, y
antes de disparar le pareció escuchar
una voz que le llamaba por su nombre.
Era José Novoa ordenándole que
volviera al puesto. Jacinto sintió latir en
su pecho el corazón de su padre, tictac,
bombeando la pasión que a él le
aterraba hasta ese instante en que se le
nubló la vista para retornarle enseguida
con la agudeza de un depredador; cerró
un ojo, frunció los labios y se dejó
llevar por el instinto. No habría de
olvidar aquella deflagración que le
estallaría en sueños el resto de su vida y
le empaparía la camisa de dormir con un
caldo de culpa.
Después el bosque se quedó mudo,
perplejo, hasta que se escuchó el grito
de Bruna. Jacinto Novoa tenía en los
labios el regusto de la pólvora. Bajó la
escopeta y sintió que no podía moverse.
La risa de su madre le había inundado el
vientre. Qué bien hecho, hijo, qué
merecido, ahora tu nombre será
glorificado en mi jardín de venganzas.
Jacinto arrojó la escopeta al suelo y se
quedó mirando el escudo de los Novoa
con su camelia y su lobo, que relucía en
aquella mañana fúnebre. Qué bien
hecho, hijo, y ahora que te reproche que
no tienes puntería, que te lo diga a la
cara mientras se le va la vida por esos
agujeros que le has abierto para
mandarlo a este mundo de muertos
donde ella no está. Jacinto recogió la
escopeta y se la echó al hombro.
José Novoa yacía entre un nido de
helechos salpicados por la sorpresa de
su muerte. Tenía dos tiros en el pecho y
de ellos le manaba el río de su sangre,
mientras Bruna, arrodillada junto a él,
hacía con las manos un dique que
impidiera lo inevitable.
—Déjame, Bruna —le susurraba
José sin fuerza para acariciarle siquiera
los cabellos que se le venían al rostro
—, no quieras salvarme siempre, que
los que nacen condenados, condenados
se mueren sin más remedio; déjame,
niña, que me has alegrado los días
siempre oscuros; déjame, que has sido
mi consuelo de los últimos años.
—No, señor, que no le dejo que se
vaya, que tiene que quedarse conmigo
para ir a cazar con el rifle nuevo cuando
se extienda en el monte la neblina de la
madrugada. —Y presionaba las heridas
hasta con las mejillas para hacer más
fuerza, para sentir el calor del hombre
que parecía despedirse a cada resuello
agónico.
—Deja que fluya mi sangre, Bruna,
que salga toda, que se vaya por el
bosque, que forme parte de él, que la
busque a ella, lo prefiero a que se seque
en el ataúd donde me meterán con la
rigidez de las pompas.
—No se va a morir, señor, porque
yo se lo mando.
—Suéltame, Bruna, y aprende a
mandar pero en otros asuntos que mi
hijo es blando como la nieve.
Jacinto de pie, mirándolos, quítate
de encima de mi padre, impostora, me
has robado el corazón entero, todo lo
que me cabía en él, y ahora sólo me late
en su lugar el tuyo y el de mi padre
muerto, eso pensaba el muchacho, sin
embargo permanecía callado.
—Ay, Jacinto, ¿qué has hecho? —le
preguntó Bruna al verle, al sentirle cerca
con la humedad metida en los ojos.
—Déjale, es la primera vez que ha
tenido puntería en toda su vida. —José
veía ya a su hijo entre el vapor de los
muertos—. Gracias, Jacinto, porque has
matado lo que tenías que matar.
Celebradlo sin mí. —Sonrió.
—Padre… yo creí… se movieron
las plantas…
—Iago —José Novoa miró al cielo
—, ahora si tienes valor en la muerte
ajustamos cuentas.
Un puñado de abejas llegó
zumbando para revolotear sobre la
cabeza del moribundo.
—Ya vienen por mí. Quítame las
manos de las heridas, niña, que me
quiero marchar, Curuxa, ¿dónde estás
que aún no puedo verte? —Mirando a
Bruna, al ojo amarillo en el que se
perdía.
—Señor, señor, no, no. —Y se
apretaba más contra él, contra la herida.
Jacinto cayó de rodillas en la hierba.
—Pon la escopeta en su sitio —le
ordenó José.
—Sí, padre —dijo mientras las
lágrimas se le escurrían solitarias.
—Curuxa… ¿Ves a Marina, Jacinto,
está aquí?
—No veo nada más allá de su
muerte y mi propio llanto.
—¿Y tú, Bruna?
—La huelo, señor, es la retama y la
carne de madre que sólo al nacer olí en
vida.
—Marina, yo te maté. ¿Podrás
perdonarme? Fui un cobarde. Me he
lamentado tanto de ello…
—Está delirando, señor, si fui yo
quien le desgarró el vientre —gemía
Bruna.
—Calla, aún mando yo. —Intentó
sonreír—. El poder es solitario, Bruna.
Los helechos se mecían en el viento.
—Ahora te veo, curuxa, la muerte te
hizo más linda. Curuxa, no me dejes, por
qué te alejas. —Un brote de sangre le
vino a los labios.
Bruna lo abrazó mientras Jacinto se
quedaba rígido, con los labios fríos.
José Novoa se quitó el anillo con el
lobo y la camelia de diamantes y lo dejó
caer, ensangrentado, en la mano de
Bruna.
El bosque quedó en silencio.
—Curuxa, no te vayas, curuxa.
Las abejas le rondaban la cabeza
como corona de muerto. Se estremeció
de gozo, pero en el último suspiro vio la
risa blanca de Amelia Lobeira y se
apagó con un escalofrío.
20
Los peces dorados
La luz de una mañana de otoño entra
por las ventanas del recibidor. Bruna
lleva al hombro el rifle que le regaló
José Novoa. A su lado, Valentina carga
con la escopeta del calibre doce con la
que cazó ella por primera vez. La niña
va a recibir su primera lección de tiro.
La imagen de Pedro Mencía se le dibuja
en la mente a cada rato. Siente el tirón
de pelo, los labios suaves, y agarra la
escopeta con más fuerza.
—Estoy dispuesta para la lucha,
abuela —le dice.
—Por Dios, Valentina, ni que fueras
una guerrillera. Veremos qué puntería
tienes. Si has salido a mí o a tu
bisabuelo, José, que lo mataba todo ya
con once o doce años.
—Lo importante es el coraje,
abuela, y yo de eso tengo mucho.
Va vestida con sus vaqueros cubanos
y el jersey tejido por Melinda ceñido
con su cuerda. Bruna la mira, pero calla.
Ella lleva el camisón de salir, las botas
de tortuga y el viejo capote de monte de
José echado por encima.
Jacinto Novoa baja las escaleras de
castaño justo cuando se disponen a salir.
Esa mañana tiene los ojos velados,
turbios. Está descalzo. Sin afeitar. La
túnica parda le cubre el cuerpo, que se
adivina desnudo debajo de ella.
—Bruna, ¿te vas de cacería con
Valentina? —le pregunta con voz
lastimosa—. Llévame contigo, antes de
morirme quiero disparar de nuevo a tu
lado. ¿Recuerdas aquel mirlo que
compartimos, aquellos huesos que me
dieron la felicidad con sólo chuparlos?
—Valentina, dile a tu abuelo que los
moribundos han de hacer su labor,
quedarse en la cama y morirse. Que su
enfermero con nombre de día de la
semana lo cuide mientras nosotras nos
vamos a lo nuestro.
—¿Cómo puede ser tan cruel,
abuela? Yo quiero que venga con
nosotras.
—Pues vete tú con él y asunto
terminado, aquí tienes el rifle.
Le da el arma. Valentina la sostiene
triste.
—Y pregúntale a tu abuelo si ha
venido aquí a morirse o a darme
problemas. Debí negarme a que pusiera
un pie en esta casa.
Jacinto se pone más pálido que de
costumbre. Se le doblan las piernas bajo
la túnica.
—Abuela, es culpa suya si le pasa
algo.
—A mi edad ya no se tiene la culpa
de nada, ya se acumularon bastantes a lo
largo de los años y no queda sitio para
más.
—Es un dolor en el pecho… —dice
Jacinto.
Del bolsillo de la túnica saca una
campanita que hace sonar varias veces,
y Jueves aparece por la puerta que da a
las cocinas. Lo toma en sus brazos
robustos y le sube la escalera en una
voladura.
—Llamaré al médico, ya no tenemos
algebrista, confiaba más en él. De todas
formas lo mejor es que se fuera al
hospital en vez de quedarse aquí —dice
Bruna.
Es media mañana y Jacinto reposa
en su dormitorio. El médico acaba de
terminar de atenderle. Está en el pasillo
de la segunda planta con Bruna y
Valentina. La niña no ha querido salir a
disparar hasta no saber cómo se
encontraba su abuelo.
—Ya no se puede hacer nada, salvo
procurar que no sufra —le dice el
médico a Bruna—. Su corazón no
aguanta más. Llámeme si empeora,
marquesa.
Bruna le ordena a Petriña que lo
acompañe a la salida, luego le dice a su
nieta:
—Vámonos a que te enseñe a
disparar con la escopeta.
—Se me quitaron las ganas —dice
Valentina.
La figura de Pedro Mencía se ha
desdibujado por un momento en su
memoria. Y aparece su abuelo muerto.
La primera víctima, piensa, ahora que
acabo de conocerlo. No hay guerrilla
contra la muerte.
—¿Me acompaña a la habitación,
abuela? Me gustaría verle.
Jacinto Novoa está echado en la
cama, sin la túnica no es más que un
canario. Los ojos cerrados, el rostro con
un ademán contraído por el sufrimiento.
La palidez casi lo hace parecer un
cadáver. Bruna recuerda por un
momento su rostro cuando eran niños.
Entonces el de Jacinto rebosaba de
ganas de vivir, ahora se le ve rendido.
Los labios se le afinan, los ojos
nublados por párpados flácidos.
Jueves lo vela sentado en una silla.
Bajo la cama Bruna ve un recipiente
redondo de cristal que el brasileño usa
de orinal para Jacinto.
—¿De dónde ha sacado eso? —le
pregunta señalándolo.
Jueves abre una puerta del armario
de la habitación y aparecen cinco
peceras más. Bruna se ríe.
—Las peceras del compromiso,
quién le iba decir a Jacinto que muchos
años después, cerca de su muerte, un
brasileño mudo se mearía en ellas, y se
las pondría a él para que hiciera lo
mismo.
—¿Qué ocurre con esas peceras? —
le pregunta Valentina.
Bruna pone una mano sobre su
hombro y la conduce fuera de la
habitación, a una sala de la segunda
planta con las paredes de tela verde y un
gran ventanal que da al jardín. Junto a él
hay una chaise longue color vainilla,
muy ancha y con apariencia confortable.
Se sientan las dos juntas. La luz
desciende hacia el mediodía. Llueve.
Una bruma se asoma en el horizonte del
jardín, que parece desdibujarse.
—Valentina, si hubieras visto el
pazo adornado con aquellas peceras de
cristal donde nadaban ellos, perfectos en
su espacio diminuto, ondulantes entre las
matas submarinas de plástico. —Se
enrosca el collar de perlas entre los
dedos—. Aunque tuve que haberme
dado cuenta al verlas, había en esa
belleza algo impostado, algo antinatural.
Jacinto quería entregarme el mundo
lleno de peces dorados. Celebró nuestra
fiesta de compromiso justo el verano de
la guerra, un mes antes de que
comenzara, los globos de luz alternaban
con las peceras de ensueño en el jardín
del pazo. Habían iluminado la avenida
de sauces y sicomoros que conducía a
los invitados hasta la plaza de la fuente,
con una fantasía de velas como cirios de
Pascua y en la punta de los pináculos de
porcelana descansaba una estrella.
Guirnaldas de luces pequeñas y
camelias blancas serpenteaban entre los
dioses de piedra y musgo, y en el
estanque los peces dorados, los más
grandes que yo había visto hasta
entonces, gigantes en sus escamas de
oro, abrían las bocas para alimentarse
de la admiración de los invitados.
Jacinto había hecho que los trajeran de
muy lejos, habían viajado en barco, en
contenedores de agua desde océanos
turquesa, y después en un camión hasta
los
bosques.
Algunos
parecían
desorientados,
como
si
no
comprendieran qué era ese oropel
luminoso donde se hallaban, ese mar
donde el charlestón extranjero salía
despedido por los balcones de gasa
profanando el silencio marino. Otros
mostraban los ojos bobos, absortos en
ese escaparate de faustos veraniegos, y
nadaban sin rumbo, golpeándose contra
las paredes del estanque. Jacinto, sin
embargo, parecía saber perfectamente
dónde se encontraba. Por primera vez
desde la muerte de su padre lucía el
anillo con la camelia de los Novoa que
ahora ves en mi dedo.
—¿El anillo que ha de llevar el
marqués?
—pregunta
Valentina
mirándolo.
—O la marquesa. —Bruna se
enciende un cigarrillo—. A Jacinto le
quedaba grande en el dedo índice, por
eso lo llevaba en el corazón.
—¿Usted lo hizo achicar?
—El tiempo lo ajustó en mi dedo.
»Jacinto recibía a los invitados al
pie de la fuente con aplomo de noble,
sonriendo, retando a su palidez que
hasta en esos momentos de dicha se
negaba a desaparecer. Y yo junto a él,
envuelta en el vapor de mi vestido
blanco. De vez en cuando él me tomaba
la mano, y la sentía fría, como la
primera vez que entramos juntos en el
jardín del pazo.
»—Es una fiesta digna del gran
Gatsby —dijo Jacinto.
»—¿Y ése quién es? —le pregunté.
»Me hablaba de tantos personajes de
novelas que por esa época los mezclaba
todos.
—Mamá leía ese libro en casa, El
gran Gatsby, parece un libro de
gángsteres. —Valentina sonríe.
—Te voy a leer a Fitzgerald en
nuestra luna de miel, dijo Jacinto. Es un
maestro.
»Luego me rozó los labios con un
beso y estrechó la mano de otro de los
invitados mientras me lo presentaba.
»—El conde de Urrieta, Bruna
Mencía.
»Jacinto, has dejado de ser príncipe
y te has convertido en rey, pensé, si José
Novoa pudiera levantarse de la tumba
que lo abriga la mala sangre. Esa tumba
frente a la que nos despedimos tras el
entierro traicionero que le prepararon a
tu padre.
—¿Y cómo es un entierro así? —
pregunta Valentina.
—Una carroza fúnebre con el escudo
de la casa Novoa labrado en oro, que
sobrevivía en las cocheras del pazo al
devenir de distintas generaciones, cargó
el ataúd hasta la iglesia del pueblo.
Sobre la tapa, la escultura de un Cristo
yacente acentuaba la tragedia.
»El entierro que él nunca hubiera
querido —dice Bruna—. Estoy segura
de que habría preferido pudrirse en el
bosque como mi abuela Tomasa.
»Tras la carroza, en procesión, iban
las plañideras pagadas con promesas de
llamar a los hijos a recoger cosechas y
hacer siembras, deshaciéndose en
lágrimas de pan, y en la cabecera, las
ruinas del padre Felicio que junto al
obispo
de
Ourense
trató
de
excomulgarlo, y la alcurnia, un par de
nobles cuya presencia no se debía al
cariño por el muerto, sino a un favor que
le hacían al viejo medio inválido que
viajaba en silla gestatoria al lado de
Jacinto. Y en la silla una cabeza de lobo
repujada en caoba.
»Es que cuando uno muere los
enemigos aprovechan para hacerse
fuertes —dice Bruna—. Por eso vino el
abuelo materno de Jacinto, Andrés
Lobeira, el único de la familia vivo. Su
padre apenas le había permitido verle un
par de veces a lo largo de su vida,
aborrecía todo lo que tuviera que ver
con el apellido Lobeira. Me pareció un
hombre temible. Lo vi bajarse del trono
andante donde lo habían transportado
dos sirvientes de luto. No me fijé hasta
entonces en sus ojos voraces, en sus
patillas enormes y enmarañadas que le
llegaban hasta el mentón poblándole
gran parte de los pómulos.
—¿Como si fuera un hombre lobo?
—pregunta Valentina mordiéndose una
uña.
—Como si lo fuera. Caminaba
cojeando y con la mano crispada en la
plata de una cabeza de lobo que era la
empuñadura de su bastón, y con la punta
daba indicaciones a todos.
»—Bajen el féretro con cuidado.
Espanten de una vez esa lechuza del
Cristo que lleva posada ahí medio
camino. Y ya defecó en sagrado. Jacinto,
aquí. —El bastón señaló sus zapatos—.
Sin moverte de mi lado.
»Pero Jacinto me buscaba con la
mirada, no te alejes de mí, le había
rogado, buscaba mi presencia, mi olor
de mimosas, el vaho de leche caliente
que a veces parecía desprender mi carne
cuando me tenía cerca. Así se aseguraba
de que no iba a encontrarse con el
espíritu de su madre, ni con el de su
padre, porque yo lo llenaba todo, el
mundo de los vivos y los muertos.
»—A mí no me dejaba acercarme a
Jacinto —dice Bruna—. Me trató de lo
que era, de pobre.
»—Aléjate de mi nieto, y vete con
los de tu clase.
»Pero entré en la iglesia y caminé
hasta el altar para ver a José Novoa
porque habían abierto la tapa del féretro
y uno iba a despedirse o regocijarse de
que estuviera cadáver, depende de
quién.
»Esperé la cola de pésames,
Valentina. Nadie le metía un papel en la
caja con recados para sus difuntos.
Parecía otra persona. Yo, que se me
había muerto en los brazos, lo sabía
bien. Aquél era un hombre de cera, con
las cejas y los labios maquillados para
borrarle toda su rusticidad dentro del
primor de la mortaja cosida por las
monjas, en cuya tierra conventual yacía
enterrada su esposa, Amelia Lobeira.
Bien muerto está, le escuché decir al
cura, porque si no se habría levantado
para emprenderla a tiros con todos.
—¿Y qué pasó después? —pregunta
Valentina.
—Entró una lechuza, nunca se supo
por dónde. Se posó en la cabecera del
féretro y empezó a ulular entre los
lamentos del órgano y el coro de niños
entonando un réquiem.
»—Cójanla —mandó con la punta
del bastón el viejo Lobeira.
»La iglesia enmudeció antes de que
el mediodía que alumbraba las pompas
fúnebres se convirtiera en tormenta. Un
trueno fue el pistoletazo de salida que
desencadenó el desastre.
»Se organizó un revuelo alrededor
del muerto y de su pájaro guardián. —
Bruna
sonríe—.
Todos
querían
espantarlo. El cura con la maza de las
bendiciones, el viejo con el bastón, los
sirvientes de luto, los ricos que había
allí, los curiosos, los pobres…
»Jacinto sintió en el vientre que se
precipitaba por el abismo de la
perdición, y antes de que se le pusieran
los ojos en blanco y la boca se le llenara
con la espuma de los perros rabiosos, se
le escurrió en sus labios mi nombre.
Engordó el cielo y el trueno trajo una
lluvia de santa que anegó hasta el
umbral del templo.
—¿Quién espantó la lechuza? —
pregunta Valentina.
—Todos y ninguno. El ataúd se
volcó. José Novoa salió despedido de la
mortaja de las monjas, se deshizo de
ella rodando por el suelo, con el cuerpo
grande que tenía en vida. Entonces
Jacinto se puso a reír con la risa del
padre, más de uno creyó que había
resucitado antes de tiempo por el ímpetu
de la venganza, y soltó tres blasfemias
que enrojecieron el rostro de animal del
viejo Lobeira. Junto a José Novoa rodó
también el cartucho de una escopeta que
se abrió en dos a los pies de mi tía
Angustias; en vez de pólvora, llevaba
dentro un mechón de pelo verdoso como
el que decían tenía mi madre. Entonces
mi tía se desmayó. Nunca me quiso decir
por qué. Después de aquello lo
enterraron enseguida en el panteón de la
familia, donde descansaban los Novoa
mezclados con Lobeira desde hace
muchos siglos. Lo metieron en el agujero
a toda prisa, como si el féretro les
quemara en las manos a los
enterradores, luego lo sellaron con
cemento, lo menos tres capas, para que
de allí no pudiera escapar ni un suspiro
de ultratumba. Se dijeron misas por su
alma durante un mes, sin contar con el
funeral que preparó el viejo Lobeira,
pues había venido a reconciliar al
marquesado con la Iglesia tras los años
de brutalidad religiosa de José Novoa.
»A Jacinto lo mandaron a Inglaterra.
—¿Por lo que pasó en el funeral? —
pregunta Valentina.
—Se lo hubieran llevado de todas
formas. Así lo había dispuesto José
Novoa con su abogado unos días antes
de morir. Le buscaron un internado a las
afueras de Londres. Eso me contó
Jacinto el día en que nos despedimos
frente a la tumba de su padre.
—Vaya lugar para despedirse, ¿no?
—dice Valentina.
El panteón de los Novoa era un
templete de granito con un dintel de
camelias esculpidas en la piedra. La
verja, hierro y cristal. Unas escaleras
frías descendían en caracol hacia la
cripta. Olía a subterráneo entre las ocho
tumbas con lápidas y difuntos de
mármol.
—Jacinto eligió vernos allí. Mira en
el agujero de la tapia, me dijo el día del
entierro en un momento de descuido del
viejo Lobeira, un agujero donde él se
comunicaba con el pueblo en tema de
espíritus y mortos. Fui a mirar esa
misma tarde y, efectivamente, había una
nota.
Bruna, ve mañana al atardecer
al panteón donde han enterrado a
mi padre. Te estaré esperando.
JACINTO
—Y allí lo encontré —dice Bruna
—. Me dio la sensación de que había
adelgazado mucho en un solo día. Me
abrazó y le sentí las costillas, los brazos
de palo que sólo parecían sostenerse de
amor. Dime que eres mi novia, me dijo,
sé mi novia y no me importa que me
lleven al fin del mundo, y me abrazó
más.
—¿Y usted le abrazaba también,
abuela? —pregunta Valentina.
—Lo abrazaba porque sin querer
había empezado a quererlo. Me gustaba
su aliento de lágrimas, siempre salado, y
su voz cuando me hablaba al oído con
esa ronquera de gallos haciéndome
cosquillas en los fondos de la tripa. Me
gustaban los ojos de gato grande, cómo
le brillaban cuando me asomaba a ellos,
los labios con su mohín de tristeza, todo
él era melancólico como la bruma del
amanecer. Cuéntame cosas del mundo,
Jacinto, le decía. Yo te contaré el mundo
entero, contestaba, te lo escribiré
mientras esté lejos de ti, y cuando
vuelva te lo entregaré envuelto en oro, y
yo me reía, ¿en oro?, en los peces que
tanto admiras. Cuéntame historias,
Jacinto, es lo que más me gustaba de él,
escucharle, enséñame a ser una reina,
enséñame el mundo para que pueda
mandar en él. Entonces él se reía. Yo te
lo entregaré y lo mandarás mejor que
nadie. ¿Y a qué parte del mundo te vas
ahora, Jacinto? Y él, que había llevado
el atlas de tapas verdes que veíamos en
la biblioteca, me señaló Inglaterra.
»—Quiero que te quedes con el atlas
hasta que regrese —dijo Jacinto. Y lo
puso entre mis manos.
»Luego apartó un mechón de cabello
de mi rostro, me acarició una mejilla y
me besó. Le pareció que crujían los
huesos de sus antepasados tras la piedra
del sepulcro, que su padre se levantaba
con un ímpetu de muerte, y eso que se
encontraba en el pozo de su tumba fría.
Apretó más mis labios.
»—¿Serás mi novia? —me preguntó
Jacinto, y sintió que le temblaban las
piernas, que el panteón se estrechaba y
se convertía en su propio sepulcro, en
presagio húmedo de donde descansaría.
Pero yo guardaba silencio.
—¿Qué le contestó, abuela? —
pregunta Valentina.
—Le dije que le daría una respuesta
cuando regresara de Inglaterra.
—¿Y qué dijo él?
—Volveré para que me digas que sí,
Bruna y mientras te escribiré todas las
semanas, qué digo, todos los días. Eso
me dijo, y lo cumplió. Me escribió a
diario. Con sus cartas cogí soltura
leyendo. Me contaba que el colegio
estaba a las afueras de Londres, en una
campiña que en invierno se llenaba de
nieve y parecía un páramo desolador,
mientras que en primavera crecían las
fresas salvajes, y el centeno cimbreaba
con el viento como si fuera una serpiente
gigante. También me recomendaba libros
para leer. Comencé con La vuelta al
mundo en ochenta días, al igual que él.
Después vinieron muchos más. Tras la
marcha de Jacinto, el viejo Lobeira
regresó a su pazo cerca de Ourense, y el
de Novoa quedó al cuidado de los
sirvientes. La madre de Petriña, que se
llamaba Nacha, me dejaba entrar en la
biblioteca y buscar los libros que me
indicaba Jacinto. Luego paseaba por el
jardín con el corazón en la mano y veía
la fuente con los peces de oro, la senda
con sicomoros y sauces que fue mi
primer paseo de reina, los parterres de
flores, los camelios que parecían
insomnes desde la marcha de los Novoa.
—¿Los echaba de menos, abuela?
—Andas como si no tuvieras lengua
desde que se marchó el marquesito, me
reprochaba mi tía Angustias, o ¿fue la
muerte del padre lo que te dejó tan
triste? Me pasaba los días entre el
bosque y la escuela, Valentina. Buscaba
a propósito la soledad en las
corredoiras más alejadas y me sentaba a
leer, al principio en voz alta,
tartamudeando las sílabas hasta
juntarlas, y luego, conforme pasaban los
meses, cada vez más en silencio, las
letras para mí y yo para las letras,
apoyada en los troncos de los castaños,
echada sobre las praderas secretas,
zumbándome alrededor las abejas de mi
madre con más tesón que nunca. Dejé de
ir de caza, que tanto me gustaba. José
Novoa me había regalado un rifle por mi
cumpleaños que no llegué a disparar
porque el día que iba a hacerlo él se
desangró en mis brazos.
—¿Es el rifle que me ha dado a mí?
—Ese mismo. Lo había enterrado
envuelto en un paño donde tenía los
panales para la miel, porque ya no
estaba él en el pazo para cuidármelo, y
la tía Angustias lo hubiera vendido para
que nos dieran perras, que era lo único
que la importaba. A veces lo
desenterraba como el que desentierra un
tesoro y se recrea mirándolo, tocándolo
porque su tacto frío se me quedaba en
las manos durante largo rato, y me
parecía escuchar la voz de José Novoa,
Bruna metes la bala de esta manera,
quitas el seguro, disparas, y sentía la
caricia que a veces me hacía
revolviéndome el cabello sin decir
nada. Y las abejas de mi madre
zumbándome como si me entendieran.
—¿Y qué le contaba en sus cartas de
Inglaterra el abuelo Jacinto? —pregunta
Valentina.
La mañana va cayendo en la chaise
longue vainilla. Valentina mira las
perlas de su abuela, pero no se atreve
aún a tocarlas.
—Había hecho amigos. Le teníamos
por un muchacho solitario, pero sólo
necesitaba una oportunidad. Su don o su
desgracia para comunicarse con los
espíritus, en vez de arrinconarlo como a
un bicho raro, le dio en Londres el
exotismo de un pájaro al que todos se
quieren acercar. Sus compañeros lo
cuidaban porque a veces Jacinto daba la
sensación de que iba a romperse de puro
delgado, de puro pálido que lo dejaba
reducido a unos ojos grandes, a unos
labios gruesos. Y hacía servicios a los
muertos ingleses y también a los vivos,
se dio a la comunicación anglosajona de
ultratumba, Valentina, y tuvo éxito pues
los ingleses son tradicionales en esto de
los fantasmas, tienen muertos antiguos, y
el internado, por lo visto, hasta de la
Edad Media, con lo que Jacinto estaba
tan solicitado que apenas tenía tiempo
para estudiar en el mundo de los vivos,
ni para acordarse de la espuma de nieve
que se le acumulaba en la boca con la
efervescencia de la desgracia. Así que
la enfermedad le aparecía sólo de vez en
cuando, más bien, mi querida Bruna,
cuando no tengo descanso, me escribía,
y estoy comunicando con un espíritu y
con otro y apenas duermo, de tal manera
que cuando despierto dudo del mundo en
que vivo, ya no tengo a Carmiña para
que me los espante, ni a ti cerca para
que los eclipses con tu sola presencia.
»Sus amigos se turnaban para
meterle el palo en la boca y que no se
mordiera la lengua, y cuando volvía en
sí del ataque tenía una corona de laurel
puesta en los cabellos negros porque
padecía una dolencia de grandes, una
dolencia de dioses, Jacinto, el médium,
como
le
decían.
Me
hablaba
principalmente de tres muchachos, uno
americano con el que compartía
habitación y otros dos ingleses que
ocupaban el dormitorio de enfrente.
Tuve la oportunidad de conocerlos en
nuestra fiesta de compromiso, llegaron
alborotando en un descapotable último
modelo que despedía champán y risas
por la avenida de sauces y sicomoros,
dorada bajo la luz de las velas en la
noche de verano. Miss Mencía…
Bruna… please to meet you…
encantado… con acento imposible…
beautiful…
Jacinto…
congratulations…
Valentina ríe porque su abuela hace
muecas mientras imita el acento inglés.
—Yo prefiero a los franceses —dice
la niña.
—Y yo —confiesa Bruna apartando
la mirada—. Pero no hablaba ni una
palabra de inglés ni de francés en esos
tiempos. Tanta lectura de cartas de
Jacinto, tanto libro que me recomendaba
y que Nacha extraía con el permiso de
su joven señor de la biblioteca del pazo,
me había hecho avanzar en la escuela.
Pero no había pasado del castellano, ya
tenía bastante con él. En cambio para los
números has nacido, me dijo la maestra.
—A mí también me gustan los
números —dice Valentina.
—Pues me parece muy bien porque
te harán falta para hacer las cuentas de
reina.
—¿Y qué pasó entonces?
—La maestra de la escuelita del
pueblo, la de las niñas, me ofreció la
posibilidad de ir a otra escuela en otro
pueblo más grande donde podría
continuar mis estudios, y luego a una
academia de mecanografía en Ourense
para ser secretaria.
»—¿Qué
secretaria?
—dijo
Angustias—, si tú vas para reina, o por
lo menos marquesa.
»Lo único que consolaba a mi tía era
que las cartas de Jacinto seguían
llegando con regularidad.
»—El chico es de honor y va a
volver, ¿ya te pidió noviazgo? —me
preguntó Angustias.
»—Aún no, tía, pero no querrá que
regrese y me encuentre analfabeta y él
con educación de los ingleses. Que se
nos acaben los sueños, que él es un
marqués y yo una chica pobre, por
mucho que dijera la Troucha hace años.
»—Pero con antecedentes santos —
insistía Angustias— y ahora que se
murió el padre, el marquesado parece
que vuelve a entrar por el aro de la
Iglesia.
»Yo quería estudiar, Valentina, es lo
único que sabía con seguridad. Porque
si algo había hecho Jacinto era abrirme
la curiosidad al mundo, me había sacado
de mi bosque de ensueño, de mi
naturaleza salvaje, y me había enseñado
el refinamiento de la civilización. Así
que convencí a tía Angustias con el
caramelo de que las reinas deben saber
cosas, y ella bueno, me parece que la
reina que tú quieres ser sabrá
demasiado. Pero caminaba todos los
días dos horas para ir y otras dos para
regresar de la escuela al caseto mísero.
Y me puse a fabricar miel como no lo
había hecho hasta entonces porque
quería irme a Ourense a estudiar para la
máquina de escribir, y mi tía me decía:
te he malogrado, como no salga lo del
marqués te quedas entre dos mundos, y
ya no vas a saber a cuál perteneces.
Pero Jacinto regresó, siete años después
de morir su padre.
»—¿Por qué tardaste tanto? —le
pregunté.
»—No me dejaban volver. Y los
veranos me retenía mi abuelo en su pazo
de Ourense.
»Eso me dijo el día de nuestro
encuentro en la romería de San Estesio,
habían transcurrido siete años desde la
última vez. Yo ya tenía los veintitrés,
igual que él, y bailaba con un mozo del
pueblo que me rondaba de vez en
cuando, pero que por no acordarme no
me acuerdo ni del nombre. El caso es
que a mí me pareció verle dando vueltas
alrededor de la explanada donde era el
baile, rondando en círculo sin quitarme
ojo y el estómago se me dio la vuelta,
como me pasó ayer en la romería de mi
madre. Había cambiado, estaba más
alto, más hombre, pero hombre flaco, y
con tez de nieve, a esos signos no podía
escapar. Dio unas cuantas vueltas hasta
que se apoyó en un carballo y se quedó
inmóvil, mirándome. Terminó el baile y
cuando me dirigí a buscarle había
desaparecido. Creí entonces que había
sido una visión, incluso que le había
pasado algo en Inglaterra y me lo venía
a decir ya de morto. Pero no era así.
Estaba más vivo que nunca. Se había ido
por el bosque de carballos que protegía
como centinela la explanada, y entre
cuyos troncos se desperdigaban los
puestos de pulpo, de empanadas, de
zorza guisada, de orujo puro, y yo le
seguí, seguí lo que me había parecido
ver, su sombra famélica internándose en
la espesura, crucé un arroyo que
engordaba en el deshielo, atravesé la
pradera donde se hundían los pies en el
barro negro y la hierba era tan verde que
no se podía mirar sin que una congoja se
te atravesara en la garganta, bajé por una
ladera de helechos. ¿Dónde estás,
Jacinto, que estás más invisible que
nunca?, me preguntaba, y cuando iba a
regresar a la romería con la esperanza
perdida, se me aparecía otra vez la
visión de su nombre, de su cuerpo de
flauta entre los troncos. Jacinto, le
llamé, y él apareció detrás de un
carballo, tan cerca de repente que me
dio la sensación que nunca había sido
real hasta ese momento lúcido que lo
tuve a la distancia de un aliento después
de los años, apuntándome con los ojos
de lince que se le habían puesto
creciéndole a un ritmo salvaje y los
pómulos donde tenía escrita la
geometría de la soledad.
»—Ya he vuelto —me dijo
tomándome por la cintura, apoyándome
en el carballo.
—Le debías una respuesta, abuela
—dice Valentina.
—Se la debía y me la pidió.
—He esperado muchos años a que
me respondas —dijo Jacinto.
»Se le salía al joven el corazón por
la camisa inglesa. Yo hecha mujer,
envuelta en un vestido de flores.
—Y le dijiste que sí, abuela —dice
Valentina.
—Le dije: te responderé cuando
sepa que has regresado del todo. Pero el
viejo Lobeira se había muerto y había
venido también a enterrarlo y a heredar
la fortuna que le había dejado.
»—De aquí ya no me mueve nadie
—respondió Jacinto.
»—Había regresado con una
determinación desconocida, Valentina.
Volvimos a la romería y me sacó a
bailar en la explanada que decimos de
San Estesio, para que el pueblo viera
que era Jacinto Novoa, el que lo
heredaba todo, y elegía a la mujer que le
venía en gana y ésa era yo, una de ellos.
La hija de Marina la Santiña, de padre
desconocido, que vendía miel por las
casas y los caminos del bosque. Lo
mismo que hizo en nuestra fiesta de
compromiso, cuando me sacó a bailar su
amigo americano, y él rodeó el salón
mirándonos, como el lobo que mira a su
presa hasta que se decide por dónde la
va a atacar, y caminó por medio del
salón, abriéndose paso esta vez entre
nobles y familias de alcurnia, y me
arrebató de las manos yanquis, para
bailar el charlestón que había aprendido
en Londres y que todos vieran a quién
había elegido para casarse, a mí,
envuelta en un vestido de gasa blanco,
una cinta en el cabello recogido en un
moño con un broche que me había
regalado, y unos zapatos de tacón que
había tenido que aprender a usar
practicando con Nacha por el pasillo de
la segunda planta, donde yo tenía ya mi
habitación hasta que me casara y era una
que había hecho arreglar Jacinto, porque
sólo pensar que me alojaba en la que
estuvieron su madre y su padre juntos le
entraba un presagio de espuma. La
misma habitación que ocupé unos días
más tarde de nuestro encuentro en la
romería de San Estesio, cuando me
invitó a una cacería que había
organizado.
»—No cazo desde que murió tu
padre —le dije.
»—Pues ya es hora de que lo hagas
—respondió Jacinto.
»Desenterré el rifle y me fui al pazo
con una maleta de tercera o cuarta mano
que había comprado tras vender unos
cuantos tarros de miel santa, y que tenía
preparada para irme a Ourense al curso
de mecanografía. Metí el atlas de tapas
verde, un vestido que había heredado de
Roberta y que le habían hecho para que
saliera a pasear con el Manoliño, su
novio, en los tiempos en los que él
estaba en Galicia y no afilando cuchillos
en Madrid. A pesar de que la tía
Angustias lo había arreglado en los
momentos en los que estaba sobria, me
quedaba grande en el pecho, pero no me
hizo falta, porque al llegar al pazo me
recibió Nacha, me subió a la habitación
de la segunda planta y me dijo: el
señorito Jacinto le ha traído esto de
Inglaterra y dice si puede ponérselo, si
sería tan amable de ponérselo, mejor
dicho. Nacha me ayudó a vestirme, tenía
por aquella época siempre detrás de ella
una niña de ojos negros y como hechos
de agua que la seguía a todos lados,
¿sabes quién era, Valentina?
—¿Petriña?
—La misma. Me vestí con un
atuendo que luego supe era el que llevan
los ingleses para la caza del zorro: unos
pantalones ajustados que a cualquiera
que no entendiera de esa moda le
parecerían una indecencia, en color
claro, una blusa blanca, una chaquetilla
en terciopelo marino, unas botas de caña
y un sombrerito de casco negro. La ropa
me quedaba un poco pequeña. Jacinto
debía de pensar en mí como esa niña de
dieciséis años que dejó con un beso en
los labios frente a la tumba de su padre,
pero ya había cumplido los veintitrés, y
me habían ensanchado las curvas. Me
recogió el pelo Nacha en un moño
trenzado.
»—Mire que tiene los ojos raros —
me dijo la doncella.
»Ya me llamaba de usted; era lista y
sabía que si estaba en esa habitación y
poniéndome esa ropa era porque iba a
quedarme mucho tiempo más de una
manera o de otra. Jacinto llevaba la
chaquetilla roja, y los pantalones crema.
»—Si nos viera tu padre con esta
pinta de ingleses nos haría arrancar la
ropa —le dije riéndome.
»—Pero mi padre no está —
respondió Jacinto.
»No había invitado a nadie más a la
cacería, Valentina, sólo él y yo en un
mano a mano de recuerdos. Eso pensé en
un principio, a pesar de las ropas. Yo
llevaba mi rifle sin estrenar y él la
escopeta con el escudo de la familia,
aquella con la que había disparado a su
padre. Me daban escalofríos cada vez
que le miraba. Cada uno en un puesto. Él
mató tres piezas, dos corzos y un jabalí.
Me dejó perpleja porque Jacinto tenía
una puntería horrible.
»—Después de disparar a mi padre
no volví a fallar un tiro —me dijo
cuando le pregunté—. Además he estado
practicando en Inglaterra.
»En esa cacería, yo sólo cacé un
corzo porque se me agolpaban las
imágenes de José Novoa y se me
nublaba la puntería.
»—Escucha el corazón de la presa,
¿recuerdas? Tú me lo enseñaste —me
dijo Jacinto.
Ahora era él quien disparaba sin
pestañear, guiándose por el instinto, y
Bruna la que se distraía con el recuerdo
de José Novoa y otros pensamientos.
¿Le quiero?, se preguntaba, ¿será capaz
de casarse conmigo?, ¿de hacerme
marquesa? ¿Voy a vivir en el pazo, con
vestidos, con Nacha y su hijita
sirviéndome? Se acabó el vender la
miel, pero todavía no te pidió que te
casaras con él. Pero lo hará, se dijo.
21
El compromiso
—¿Y cuándo le pidió que se casara
con él, abuela? —Valentina se recuesta
en la chaise longue vainilla.
—Yo sabía que iba a pedirme en
matrimonio sin tardar mucho. Después
de la cacería donde Jacinto me
sorprendió con esa puntería fabulosa,
me invitó a comer en el pazo. Me había
comprado un vestido de muselina blanco
con flores y una chaqueta a juego, de
color verde, que tenía la lana más suave
que yo había probado jamás. Después
del almuerzo fuimos a la biblioteca. Era
el señor de la casa, el nuevo marqués de
Novoa, el heredero de los Lobeira.
»—Pero no me importan mis títulos,
yo sólo quiero estar contigo —me dijo
—. Además todos somos iguales ante
Dios, como los grelos.
»Me reí, Valentina. Ya me lo había
dicho una vez hacía muchos años. Ese
día también le había devuelto el atlas de
tapas verdes, donde él me enseñó un
mapa del mundo por primera vez.
»Se lo entregué, y él se retiró un
momento a una esquina de la biblioteca
con mucho misterio. Regresó al poco
tiempo con una sonrisa en los labios.
»—¿Dónde vamos hoy, Bruna? —me
preguntó Jacinto.
»Iba vestido con un traje gris de
franela y una camisa de color azul.
»—Quiero ir a Francia —respondí.
»Valentina, ilusa de mí. Me puso el
atlas entre las manos.
»—Busca Francia —me dijo.
»Abrí el atlas, o se abrió solo más
bien por la página marcada, en ella
había un anillo.
»—Cásate conmigo, Bruna.
»—Te has saltado el paso de los
novios.
»—Sé todo para mí, aunque ya lo
eres, en realidad.
—¿Y ya le dijo que sí, abuela? —
pregunta Valentina.
—Aún no.
—Vaya, lo que le hizo sufrir.
—Valentina, eres demasiado joven
para comprender que el corazón humano
a veces se vuelve noche negra al ver sus
deseos cumplidos. Me ahogaba de
repente el aire de la biblioteca que tanto
creía haber anhelado, no podía respirar,
y sentía un cuchicheo en las tripas como
si me hablaran en una lengua sólo
comprensible por la piel y la carne. Por
las lágrimas que pugnaban por salírseme
de los ojos cual pus de la herida. Jacinto
el de los ojos de gato me miraba sin
entender. Déjame pensarlo, le dije sin
pensar lo que decía, dejando que mi
lengua hablara el lenguaje de las tripas
que se nos hace extranjero a fuerza de
pasar por la cabeza lo que sólo debe
filtrar el tamiz del corazón.
»—Pensar si me matas o me das la
vida —respondió Jacinto.
—¿No le querías, abuela? Lo que
decía mamá, que sólo era su dinero lo
que buscabas.
—Calla,
víbora
de
la
incomprensión, que al igual que tu
madre te crees con derecho a juzgarme
sólo por el parentesco que nos une.
Como si de una entraña a otra se
transmitiera también un derecho sobre el
alma. Pero mi alma es mía y muy mía.
¿Tú no sabes que entre el día claro y la
noche hay una vigilia del cielo?
—¿Vigila, abuela?
—Que ni duerme ni está despierto.
—Pues tanto el amanecer como el
atardecer suelen dejar el cielo del color
de la sangre.
—Qué sabrás tú a tu corta edad de
esas luciferinas medias tintas a las que
me refiero. Esas medias tintas que
vienen a contradecir cuanto hablaba el
silencio desde la primera vez que
abrimos ese atlas con la geografía de las
caricias.
»—Bruna, no me abandones —me
rogó Jacinto—, sólo tu amor puede
atarme a la vida, siempre lo he sabido,
sin ti me pierdo en el mundo de los
muertos.
»Se le nubló la vista, Valentina, y
pude ver su saliva armando ejército en
las comisuras de los labios como si la
bruma del morto ya le llamase a la
perdición. Lo abracé, lo acuné, y sentí
en el pecho que se deshacían sus huesos
pegados a mi carne. Del bolsillo de su
chaqueta saqué el palo, que él me había
enseñado debía ponerle entre los
dientes, y lo sostuve así hasta que no me
dieron las fuerzas, y lo bajé al suelo
conmigo. Llamé a Nacha y cuando entró
la buena de la criada entre las dos lo
subimos a la cama, y allí lo dejé,
sudando todo él el sudor que su maestro
jesuita le decía ser el sudor de los
genios. Me fui a mi habitación, me
deshice del vestido…
—¿Lo dejó solo?
—Lo dejé en su casa, en su pazo,
con su enfermedad de Dios, porque a mí,
que no era más que una hembra, se me
arrugaba en los bolsillos el destino.
Pensaba y no sabía pensar, no podía más
que atender a los entresijos que me
decían vete al bosque, vete, y supe que
estaba en lo cierto mi víscera cuando
apareció de la nada una abeja
zumbándome las sienes. Me puse la
falda y la blusa que había llevado de mi
casa de pobre, las zapatillas donde la
miseria jugaba a hacer agujeros, y me
eché en una bocanada al bosque. Corrí y
corrí entre los helechos que se me
enredaban interrogantes, ¿adónde crees
que vas, Bruna? ¿Con qué derecho huyes
de tu sino? ¿Crees que eres libre del
presagio de la meiga, de la luna del
mundo que se alza en la noche de tu
propio ombligo?
—No crea, abuela, que yo pienso
que el mío significa lo mismo.
—Calla, que de un ombligo a otro te
diré que era mi madre la que me guiaba
donde mis ojos no veían, al frente de
aquel dispendio del alma. Mi madre con
su zumbido mostrándome el camino
hasta donde me condujo un buen día
José Novoa, tu bisabuelo, la cueva
donde la loca de mi abuela la había
echado al mundo perro, la cueva monte
arriba que había sido cobijo de eremitas
y pastores. Y según me iba acercando
me venía a la cabeza el pelo rojizo del
marqués, desordenado en el trajín del
paseo, y su olor montuno, a pelo de
sabueso, a la transpiración del bosque,
tan parecido al mío en aquellos días de
caza que compartimos y cuyo
significado comprendo ahora con más
lucidez que entonces.
»—En esta cueva no había ni ricos
ni pobres —me dijo José Novoa con los
brazos en jarras mirando la abertura por
la que él entraba al paraíso—, ni
campesinas ni marqueses, sólo un
hombre y una mujer.
»Y así supe que se reunía allí con mi
madre, Valentina, que donde ella había
nacido para él era lugar sagrado. Y
cazaban juntos, como cazaba conmigo,
pero además ellos despellejaban la
presa y la asaban para comérsela,
mientras que a nosotros los monteros
nos las llevaban a la capilla para dar
cuenta de ella. Así que entré en la cueva
y me hice un ovillo en los restos de la
naturaleza que no eran más que restos
del fuego de otras épocas, y hierbas de
haber hecho nidos de calor para luego
tardes de llanto. La noche se me echó
encima. Ya había salido abrenoite, que
es aquí el primer murciélago que nos
anuncia la oscuridad, y no me atreví a
salir porque la luna parecía cantar como
una lechuza, y cada vez que ponía fuera
un pie ululaba con una luz muy blanca.
Quise creer que mi madre se había
convertido en luna guardiana, y la leche
de su amor me entraba a ráfagas en la
negrura
del
refugio.
En esos
pensamientos me dormí, y a la mañana
siguiente la abeja me acompañó hasta el
caseto de tía Angustias.
»—Creí que ya no te ibas a acordar
de los de tu sangre a los que debes la
vida —me dijo mi tía—. Que los lujos
del pazo y el amor de un noble te habían
borrado todo cariño y lo poco que te
inculqué de honra. ¿Te lo ha pedido ya?,
dime. ¿Vamos las Mencía a dejar de ser
locas para tocar la gloria de ser reinas?
»—Me lo pidió, pero aún no le
contesté.
»—¡Desgraciada! ¿Quién te has
creído que eres para hacer esperar al
destino? —rugió Angustias—. Nos vas a
traer en vez de la gloria la ruina de la
maldición. Si no te casas todavía tengo
fuerzas y autoridad sobre ti para molerte
a palos. —Me levantó la mano—. Que
el pronóstico de la Troucha se te ha
puesto delante de las narices, que te
llama para que te hundas en él, y el que
no sigue su llamada se condena de por
vida, que lo sepas. —Se santiguaba—.
Te cae la maldición si no le atiendes y
pasas de largo.
»—¿Qué maldición, tía? —le dije
yo.
»—La de las desgracias, chiquilla,
que te crees muy lista ahora porque has
ido a la escuela y quieres aporrear una
máquina de escribir, así que hazte la que
yo no me creo vuestras patrañas de
pobres, de analfabetas.
»—No es eso, tía, pero…
»—Pero ¿qué? ¿Acaso no le
quieres? Si llevas pelando la pava con
él desde que erais niños, di ¿es eso?
¿Que no estás enamorada? Ten muy en
cuenta lo que te voy a decir, Bruna, el
amor mató a tu madre, no fue tu
nacimiento sino el amor que la condujo
hasta él, ¿quieres qué te ocurra lo
mismo? Que se te meta en esa cabezota
que tienes: el amor mató a tu madre que
era mi hermana adorada.
»Y yo miraba a Roberta de reojo,
que fingía fregar los cacharros, pero no
nos quitaba ojo ni oído. Si me caso y
soy reina, pensaba, y se cumple entera la
predicción de la meiga, ella tendrá que
servirme. Sonreía a mi prima, sin
embargo, Roberta se afanaba con el
estropajo. No te preocupes por nada, le
decía en mi mente, vamos a bailar como
en
las
romerías,
vamos
a
emborracharnos y mirar las estrellas, las
noches se me hacían a veces frías sin el
calor de Roberta, sin sus pechos que se
le marchitaban en el escote con ansias
de vivir. ¿Y si jugamos a que nunca
fuimos a la Troucha? Y yo venga a
mirarla, y le veía la marca de la frente
con el pus palpitante detrás de la carne.
Sentía una compasión que me quitaba el
resuello recordar lo que le había pasado
no hacía más de una semana con el
Manoliño, el novio que tenía desde bien
moza. Se le había ido a Madrid años
atrás de afiladoiro y había regresado, en
vez de con dineros para casarse, como
le había prometido, con un brote de
sífilis que habría adquirido, imagino yo,
en algún burdel o burdeles capitalinos.
Lo traicionó la soledad de sus cuchillos,
digo yo, la hombría que algunos no
saben cómo aguantársela, el caso es que
lo trajeron al hospital de Ourense, y allí
estuvo unos meses para curarse porque
se le complicó con otra dolencia, y para
mostrarle a Roberta que estaba
arrepentido, que ya no iba a pastorear
nunca más por el pecado de la carne, se
puso a leer vidas de santos. Robertiña,
le decía, porque ella se había ido hasta
allá para visitarle, mira que ahora estoy
con la vida de santa Gema, y mañana
empiezo con la de san Ignacio, y ella
venga a echar lágrimas, sin decirle ni
mu, y él no llores, mujer, sin saber que
lo que la hacía llorar no era la pena por
verlo así, sino el aguantarse las ganas de
zurrarle, de estamparle en el cráneo lo
que tuviera más a mano, la palangana
con la que le lavaban las monjas las
miserias o el orinal que se dejaba ver al
lado de la cama, pero Roberta no se
atrevía delante de las monjas. Se está
enmendando, le decían las religiosas,
día y noche no hace otra cosa que
dedicarse a la hagiografía, que casi hay
que arrancarle el libro de los dedos para
que concilie el sueño y descanse, no
sólo de santidad vive el hombre, pero
mira tú que las monjas tenían razón, se
le estaba derritiendo el seso como a don
Quijote, ¿sabes tú quién es ése,
Valentina? ¿Se estudia en Cuba?
—Anda, claro, abuela, y en todo el
mundo —dice la niña.
—Pues si a don Quijote le había
ocurrido con los libros de caballería, al
Manoliño le había pasado con los
milagros y los santos, por eso cuando
salió del hospital en Ourense y se vino
para la tierra, le dijo a Roberta que de
matrimonio nada porque se metía a
santo. Entonces sí que ella le zurró lo
que se había aguantado en el hospital, a
santo te metes, desgraciado, si viniste de
Madrid llenito de sífilis, que la única
santa que ha habido en esta tierra fue mi
tía Marina y ahora yo por haberte
aguantado, y él pues ahora habrá un
hombre santo. Tuvo que salir mi tía
Angustias, que oyó los gritos fuera del
caseto donde estaban, y si al principio
alentaba a su hija a que le diera con el
palo de la escoba, luego se asustó
porque el Manoliño seguía siendo nada,
un alfeñique, y mucho más después de la
sífilis que lo había dejado en un
entramado de huesos, se le hundía el
estómago y daba la sensación de que se
le pegaba a la espalda, una raspa
después de chuparla, vamos, y los ojos,
que parecían sinceros en la juventud,
aviejados de lo que habían visto, pero
con la luminosidad de la gloria que
creían haber alcanzado. Se fue el
Manoliño con su buena tunda en las
costillas, con los pelos, que ya le
despuntaban canas, bien arrancados. Se
quedó Roberta con un puñadito en la
mano mientras jadeaba de rabia, y
¿ahora quién me va a querer a mí,
desgraciado? Dios, moqueaba el
Manoliño rascándose los golpes
mientras se alejaba de nuestra casucha, y
¿Dios me va a dar los hijos? ¿Me va a
dar bocas que me expriman los pechos?
Blasfemia, gritaba él. Blasfemia la que
tú has cometido, que te esperé cuando
podía haber tenido otros, y ahora se me
casaron todos y yo me quedé como la
novia plantada. No, eso sí que no,
respondía muy digno, como la ex novia
de un santo. Roberta le tiró una piedra
que lo acertó en la cabeza, bestia
sacrílega, gritaba él, y ella le lanzaba
otra que le causaba un buen escozor en
la rodilla. Entró Roberta en la casa y no
paraba de llorar. Tía Angustias la metía
la cabeza en su regazo que nunca fue de
madre, pero que se quiso estrenar ese
día para exprimirme el alma, ¿y ahora
qué vamos a hacer?, sollozaba como si
en la casa hubiera un muerto, a una que
la planta el novio para hacerse santo,
que parece, hermana mía, decía mirando
al techo, una broma que le mandas a mi
pobre hija desde tu tumba desdentada, y
la otra que le pide la mano un marqués y
se lo piensa, desgraciada, me decía a
mí, ¿no ves que tienes que amparar a tu
familia?, nosotras que te lo hemos dado
todo cuando no tenías nada, que te acogí
en esta casa y te di lo poco que tenía
quitándoselo a mi pobre hija, te llené
ese buche de ternero y te di cobijo, me
gasté los reales en la meiga para que te
guiara en tu destino, te llevé a la escuela
para que le siguieras, y ahora que le
tienes delante, te lo piensas, ¿hay otro
acaso? No es eso, tía, pues si es la
patraña del amor a mí no me vengas con
monsergas, ya te dije lo que le hizo a tu
madre, el amor mata, y ahora cumple
con tu deber y ayuda a tu familia.
Roberta sacó la cabeza del regazo de su
madre. El cabello se le había
encrespado aún más con los vapores de
las lágrimas, parecía un erizo triste, con
los ojos metidos dentro de los pliegues
de su desgracia, y la abracé, la abracé
muy fuerte, y ella a mí, como en las
noches que pasábamos juntas para airear
los golpes, que yo me caso, Roberta,
pero eso no significa que tú tengas que
venir a servirme, que en el pazo hay
sirvientas, y tú eres mi prima, y vienes
de invitada a las habitaciones de la
segunda planta, o te quedas allí el
tiempo que haga falta, hasta que se te
quite esta cabellera de pena que se te ha
puesto, y ella me besaba mucho, y me
acunaba en los pechos de alegría
salvaje.
Valentina se recuesta en la chaise
longue vainilla.
—Así que le dije que sí a Jacinto.
—Bruna se enciende otro cigarrillo—,
que se había recuperado del ataque de
espuma, y él organizó la fiesta de los
peces dorados.
»Iba a venir la tía Angustias, pero se
puso tan nerviosa la mañana del día de
la fiesta que se bebió la producción de
orujo que atesoraba en reserva para un
mes. Por poco se la lleva Dios borracha
al infierno, o al limbo de los que no son
nada, ni buenos ni malos, aunque
pensándolo mejor ahí estaríamos
muchos, si no todos. Jacinto le había
dado dinero para que se comprara un
vestido, lo mismo que a Roberta, y nos
fuimos al almacén del pueblo cabeza de
parroquia, a la ida en el carro del cura,
andando a la vuelta. ¿Y tú?, me decían, a
mí me había comprado Jacinto una
maleta llena de ropa en Londres que era
más moderna que en España. Ella es la
prometida, la reina, decía la tía
Angustias a quien se lo preguntaba, y
tiene sedas y linos, y terciopelos de
Inglaterra, nada le hace falta de vuestras
manos envidiosas, y se reía echando la
cabeza hacia atrás. Se compró un
vestido amarillo que dijo con éste me
entierran, ni mortaja bordada por monjas
lo supera. Me voy al cielo como un rayo
de sol, y para mi hija Roberta otro de
color azul para que se vaya al cielo, que
tiene un novio santo, y se desmelenaba
de risa, la muy… me lo callo que aún
eres una niña, Valentina. Tan feliz estaba
que no hubo quien la levantara del catre
miserable a la hora de irse para el pazo,
si le hubieran acercado una cerilla a los
ronquidos que soltaba hubiera salido
ardiendo. Eso me contó Roberta cuando
llegó al pazo con el vestido azul que le
había elegido tía Angustias, y su escote
que dejaba ver el precipicio de los
pechos maternales pero yermos, secos
sin bocas que atender. Yo te voy a
buscar si no un conde al menos eso que
dicen un burgués, le dije a mi prima.
Pero se quedó apocada con el cabello
encrespado de vergüenza. Sólo bailó
una lenta con Jacinto y bien a gusto la
muy ladrona. Roberta no le perdía de
vista, y eso que él era espíritu y ella
carne. Pero como nosotras sólo
bailábamos borrachas en casa o en las
romerías se la trastabillaban los pies,
los sentía como zoquetes de madera, me
dijo, y a punto estuvo más de una vez de
irse de bruces sobre la tarima de mieles
del salón de baile. A mí el vientre se me
encogía de verla, torpona y de campo
entre las damas pálidas de la alta
sociedad, y sus hijas enjutas, con el
color de los palacios en las mejillas,
frías y lindas, comedidas sin la sangre o
el viento del bosque. Y me miraba en los
grandes espejos de oro que colgaban en
las paredes del salón como racimos de
luz para comprobar con disimulo si a mí
se me veía igual. ¿Había conseguido
convertirme en un jardín? ¿En un
parterre de hortensias o begonias
veraniegas? La copa con champán en
una mano, leche de teta para mí al lado
del orujo de tía Angustias. Gasa blanca
inglesa por la que se me salían las
clavículas que le gustaban a Jacinto,
perlas en el cuello, polvos de maquillaje
rosa, el cabello sujeto con una cinta de
terciopelo beige alrededor de la cabeza,
como el trapo que me ponía Roberta en
la infancia si ardía de fiebre, empapado
con el agua de la fuente de mi madre
santa, que ahora me serviría para enfriar
la calentura de ser reina.
—Me hubiera gustado verla, abuela.
—Y puedes verme porque alguien
vino a detener el tiempo. A hacerlo
escollo en el fluir de la vida que yo
vislumbraba entre los humores del
bienestar. Le vi por vez primera de
refilón, reflejado en uno de los espejos.
El cabello negro se le ondulaba
indómito, observaba con unos ojos cuyo
color aún no podía definir, pero sí su
mirada un tanto desdeñosa, expectante,
como si se permitiera la licencia de
juzgar cuanto pasaba a su alrededor, de
diseccionarlo, clasificarlo para su
deleite intelectual.
—¿Quién era, abuela?
—Un hombre que el espejo me
devolvía impertinente.
—¿Joven, guapo?
—Joven era, veinticinco años tenía,
lo supe más tarde. Guapo también,
aunque entonces me pareció más
provocador. Tenía el cuello de la camisa
desabrochado y no llevaba corbata. Un
brazo en jarras. Seguía el ritmo de la
música con el pie.
—¿Y qué ocurrió?
—Que el tiempo se detuvo.
Bruna se levanta de la chaise longue
vainilla poniéndose una mano en la
cintura, frunce el ceño, un lobo le
muerde los huesos. Del cajón de una
cómoda saca lo que a Valentina le
parece un libro de otro siglo, con tapas
de cuero que se rajan por su vientre.
Bruna se sienta de nuevo junto a su
nieta. Lo abre despacio, como si la tapa
fuese una culpa de plomo. Mi abuela
desprende frío, piensa Valentina, es
posible que la muerte la tire del pelo
hacia la tumba y entonces qué pasará
conmigo. Bruna abre el libro. Esa tapa
de cuero parece, mamita, puerta de
sepulcro, abierto queda, piensa la niña,
y se estremece. Los dedos de Bruna
alisan una fotografía sepia.
—Aquí. —A Bruna se le afilan los
dedos—. Él encerró el tiempo en una
caja que llevaba colgada con una cinta,
una caja por donde el mundo se veía
distinto. Terminó de sonar un charlestón,
Jacinto dio orden a la orquesta de que
no tocaran más y rogó a los invitados
que salieran a la plaza y se colocaran
detrás de la fuente de los peces dorados.
Él había desaparecido del espejo, pero
lo volví a ver de frente a todos, detrás
de un trípode donde apoyaba la caja.
Tenía las piernas abiertas, y conforme
llegaban los invitados daba órdenes de
cómo debían colocarse, miraba dentro
de la caja, escondiéndose tras un trapo
oscuro: ustedes a la derecha, ustedes a
la izquierda, la dama del vestido rosa
delante del caballero de barba.
—¿Era un fotógrafo?
—Un mago que jugaba con la luz del
día y de las almas.
Valentina mira la foto con
detenimiento.
—¿Ésta es usted, abuela? —pregunta
la niña.
—La novia junto al estanque, decía
él, en el medio de todos. Míreme, suba
la barbilla, por favor, la voz como el
crujir de helechos secos, como las
abejas en enjambre de mi madre en
torno a la flor.
—Está hermosa, abuela. Y este que
está a su lado es el abuelo Jacinto,
¿verdad? Lo reconocería enseguida.
—Él es. Después de tomar la
fotografía se acercó a nosotros. Mario
Armand, dijo Jacinto, mi prometida,
Bruna Mencía. Nos estrechamos la
mano.
—¿Y él, abuela, no sale en ninguna
foto?
—Él permaneció en la sombra.
22
Mario Armand, el fotógrafo
que quería ser libre
Mario Armand despertó en una de
las habitaciones de invitados de la
segunda planta. Se desperezó en la cama
decimonónica, un dosel de gobelinos
azules y borlones de seda; estaba
desnudo, tumbado en el centro del lecho,
con los brazos en cruz y las piernas
abiertas. La comodidad pudre la mente,
pensó, la anestesia con deleite mortal.
Pero
reconozco
que
es
fácil
acostumbrarse a ella. Al placer de
hundirse en ella. El hombre se pierde en
su canto de sirena, suspiró mientras
nadaba en las sábanas crujientes de
almidón. No había cerrado los postigos
de las ventanas y los rayos de sol
atravesaban la neblina espumosa de la
mañana, iluminándole. Con la piel
atigrada de luz, bostezando aquel mundo
que le parecía inmóvil, añejo, pensó en
cuánto le gustaría estar de nuevo en
París, su ciudad, en el viejo apartamento
del edificio de la rue Pigalle que
acababa de alquilar. Pero aún le
quedaba el encargo de retratar a la
prometida.
Llamaron a la puerta.
—Le traigo el desayuno —se
escuchó la voz eficiente de la sirvienta.
Él se cubrió con la sábana.
Nacha dejó una bandeja con café,
zumo, tostadas y bizcocho en una mesa
junto a la ventana.
—La señora le espera en media hora
junto a la fuente de la plaza.
—¿Y el marqués?
—Pasó mala noche y no se ha
levantado.
Tendrá resaca, pensó Mario, al igual
que yo. Se había divertido en esa fiesta,
donde se derrocharon los peces dorados
en burbujas de cristal. Las luces como
estrellas. El champán y el charlestón
frenético de los invitados. Les había
tomado la foto alrededor de la fuente
con la última luz de la tarde, con el
sopor impávido del sol antes de
despedirse. Había tenido el refuerzo de
las bombillas encendidas, aun así le dijo
al joven marqués: es posible que la
fotografía salga movida, hay muy poca
luz, y la exposición será demasiado
larga para tanta risa, pero él había
insistido, quería a toda costa el recuerdo
de su fiesta de compromiso. Al menos
aquélla no era una foto predecible como
las que estaba acostumbrado a hacer,
posados rígidos de burgueses, de nobles
orgullosos de sus perros, de sus coches
de lujo y de sus grandes escalinatas
como retrato propio. Tomar aquella foto,
incluso con las complicaciones técnicas
y el largo tiempo de exposición al que
tenía que someter a los retratados, le
había divertido. No había logrado
mantenerlos quietos en la misma
posición más de unos minutos, algunos
sostenían en las manos las peceras, otros
posaban con posturas de baile, alguna
que otra dama le tiraba un beso entre las
burbujas de las copas de cristal, besos
que debían repetirse e iban poco a poco
perdiendo su frescura, su picardía, y en
el centro de todos ellos, los novios, el
marquesito con los huesos de hilo y esa
sonrisa que inundaba la placa de su
cámara eclipsando cualquier otra, el
marquesito más feliz que había visto
hasta ese instante de luces, peces y
cristal, y la prometida de ojos fabulosos,
de viento que no se puede atrapar. La
prometida que parecía navegar en otras
aguas. Con ella tenía una cita esa
mañana lenta, soleada, haga retratos de
mi prometida en el jardín del pazo, le
había encargado el marquesito, quiero
tener a Bruna de alguna manera siempre
conmigo, como si supiera que en algún
momento la va a perder, se dijo Mario,
como si lo asumiera y por eso me manda
atraparla en una fotografía.
Encontró a Bruna apoyada en la
fuente. Metía un dedo en el agua e
intentaba acariciar los peces dorados.
Ella escuchó los pasos que se
acercaban, y se giró. Mario llevaba el
trípode plegado sobre uno de sus
hombros, y la cámara de placas colgada
del otro con una cinta de cuero.
—Buenos días. ¿Cómo se encuentra
su prometido?
—Está descansando, gracias. A
pesar de no estar aquí voy a respetar su
insistente capricho de hacerme una
fotografía, pero entienda usted que ése
no es mi deseo.
Tiene los ojos pardos, pensó Bruna,
marrones a simple vista y verdes cuando
los ilumina el sol.
—Si lo prefiere esperamos a que él
se encuentre mejor para que pueda
acompañarnos.
—Si no le importa, hagámosla
cuanto antes.
—¿Alguna preferencia sobre el lugar
del jardín donde le gustaría que la
retratara? —le preguntó mirando su
vestido de flores pequeñas, de flores
rojas sobre un algodón crema, las
medias finas, los zapatos veraniegos con
tacón que se abrochaban a un lado y el
sombrerito de paja redondo, sin alas,
con una cinta carmesí alrededor.
—En el estanque grande. —Bruna
encendió un cigarrillo.
Jacinto le había regalado una
boquilla larga de plata. Y en aquel
espárrago distinguido que le decía tía
Angustias se entregaba a un vicio que le
calmaba los nervios de subir los
escalones hacia el cielo de los ricos. Le
ofreció un cigarro a Mario que él
aceptó.
—Vayamos al estanque, espero que
ofrezca una luz suave en su cara y
buenos reflejos en el agua.
Caminaron por la avenida de sauces
y sicomoros, por las sendas que
delimitaban la belleza de los camelios
centenarios,
de
los
huertos
domesticados, del jardincito estéril del
agravio. La mañana era azul y el sol
calentaba su silencio. Bruna miraba de
reojo al fotógrafo, su traje de lino claro
un tanto raído, su camisa blanca de
pechera impoluta, sus zapatos de cuero
con cordones y las punteras desgastadas.
Le gustaba su forma de fumar,
llevándose el cigarrillo a un extremo de
los labios para dar una calada.
—Si no es indiscreción, ¿de dónde
es usted? Su acento es distinto y su
apellido… y su profesión.
—Nací en París, mi padre era
francés, mi madre en cambio es de
Ourense. Emigró a Francia siendo muy
joven. Pero ahora, tras la muerte de mi
padre, ha regresado a su casa.
—¿Ha venido a visitarla?
—Y a decirle adiós.
—¿Se marcha usted lejos?
Bruna se detuvo y le miró a los ojos.
—Mi madre ha sido la que se ha
marchado
a
Argentina
para
reencontrarse con su hermana, que
emigró a Buenos Aires hace ya muchos
años.
—Tendría que estar muy emocionada
con el viaje —dijo Bruna, y continuó
caminando.
—Llevaba más de media vida
intentando ir a visitarla. ¿Alguien de su
familia se ha marchado fuera?
—No, todos estamos aquí.
—Tiene suerte, entonces.
Bruna se puso la mano en la frente,
le dolía la cabeza.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó
Mario.
—Sí, gracias. Sólo es que no dormí
bien y tengo algo de jaqueca.
Aquella noche Jacinto había vuelto a
tener una pesadilla. Le escuchó desde su
habitación los gritos y la angustia que le
arrebataba el descanso. Hablaba con su
padre. Vete, le decía, no me jodas más la
vida que ya te moriste; vete, padre, que
ahora soy yo quien manda y ya tomé mi
decisión y si he de pagar por ella pues
que me lleven al infierno contigo.
Después llamaba a Bruna, y ella acudía
a la cabecera de su lecho. Lo encontraba
sudando con los ojos café alucinados de
miedo, tercos en la visión de José
Novoa. Está aquí, le decía, ahora se irá,
respondía Bruna, quiere quedarse y
hablar contigo, ¿le ves? No puedo verle,
Jacinto, no le mires, no le escuches, no
le creas, nada de lo que dice es verdad,
abrázame, bésame, Bruna, no me
abandones nunca. Algunas noches a ella
se le había encendido el cuerpo con un
escalofrío porque la cicatriz que tenía
Jacinto en la mejilla supuraba una hebra
de sangre. Bruna se tumbaba junto a él y
lo tomaba entre sus brazos, le acariciaba
el cabello negro para calmarlo, le
cantaba canciones de romería, canciones
a los cruceiros para espantar los
truenos, las meigas, las almas en pena.
Nada te ocurrirá mientras estés conmigo,
yo te cuidaré siempre, Jacinto. Y así se
dormían, besándose en el sopor de la
vigilia hasta que los vencía el sueño.
—¿Ha vivido en Galicia alguna vez?
—le preguntó a Mario.
—Siempre en Francia. ¿Conoce
París?
—Iré de viaje de novios.
—Creo que le gustará.
—Imagino a un parisino y no le veo
a usted.
—Siento defraudarla. Espero que a
París le dé una oportunidad.
Bruna miró de reojo a Mario. Tenía
la barbilla partida por una hendidura y
una barba muy corta. Las ondas del
cabello le caían sobre un lado de la
frente como a los muchachos traviesos,
pero él estaba serio cuando abrió el
trípode, cerca del estanque grande, con
su barca de santo, su agua verde oscura,
el trípode conservador del que quería
liberarse, pensaba Mario, con suerte
ésas eran las últimas fotos que hacía con
aquella vieja cámara. Estaba harto de
poses, no se muevan, la dama de blanco
más a la derecha, el caballero del
sombrero con pluma más hacia la
izquierda, quietos, suba la barbilla,
estire la pierna, sujete al perro, cuidado
con el sombrero que no le caiga
demasiado, no se muevan, aguanten un
poco más. Colocó la cámara en el
trípode, tenía a aquella mujer delante de
él, y más allá el agua, los frutales, los
bancos de piedra, las nubes aún bajas en
el cielo.
Bruna se sentó en un banco. La
espalda rígida, las piernas prietas una
contra otra y una dolorosa sonrisa
impostada, los músculos de cristal. Los
brazos le resultaban molestos por
primera vez en su vida, no sabía cómo
colocarlos, qué hacer con ellos. Los
tenía colgando a lo largo del cuerpo,
estúpidos, muertos. El sombrero le
pesaba, el cabello le arrancaba gotas de
sudor; se lo echó hacia atrás, frunció los
labios, se puso de perfil, miró al
horizonte. Mario se detuvo a pensar
cómo desenredar semejante pose, y ante
su mirada reflexiva, Bruna se irguió aún
más, estiró el cuello, quería ser una
garza, un ave que mira a los demás
desde las nubes como algunas de las
damas que había visto la noche pasada
en la fiesta de compromiso. Los ojos se
le afilaban, entornó los párpados, cruzó
las piernas, y para seguir viva encendió
un cigarro que colocó en su boquilla de
plata. Fumó en un par de caladas y la
dejó suspendida en el aire. Miró a la
cámara.
—¿Me permite que la dé una serie
de indicaciones para el retrato,
mademoiselle? —le dijo Mario
acercándosele—. Para empezar, las
manos.
Se parecen a las de mi madre, pensó,
que se dejó la vida trabajando de
cocinera, sus dedos están enrojecidos y
me atrevería a decir que han probado
los sabañones del frío. Tienen
mataduras, son manos de campo, no de
noble, ni siquiera de burguesa por
mucha boquilla de diva que sujete. Con
delicadeza tomó la mano de Bruna con
la que no fumaba; tenía el puño cerrado,
como una garra. Fue abriéndole los
dedos con suavidad y pudo sentir la
aspereza y los callos que se escondían
en ellos.
—Así, no los tense, déjelos libres.
—Le colocó después la mano sobre uno
de los muslos.
Él le toca los hombros, apenas se los
roza, uno un poquito más alto que el
otro, le dice, y póngase más de lado, así,
la gira, suave, le quita el sombrero, se
despeña la melena por los hombros, está
más hermosa sin él, le coloca todo el
cabello sobre un hombro, cuida de que
ni una hebra quede despeinada, y Bruna
poco a poco se va relajando, hasta
sentirse barro, arcilla que es moldeada
de pronto por una mano artesana. Mejor
si no está fumando, ¿le parece bien? y
ella asiente porque no puede hacer nada
más, evita mirarle. Mario se separa un
poco de la modelo, contempla su obra
aún inacabada, pone los brazos en
jarras, sus ojos se han vuelto castaños.
Bruna los mira fugazmente, siente que su
piel se separa de su voluntad, arcilla
entregada al artesano. Mario le ha
quitado la boquilla y la deja sobre otro
banco, nos faltan sólo las piernas, ah y
esta otra mano, la retiene un instante
entre las suyas mientras piensa, estire
bien los dedos, se los extiende uno a
uno, mejor la colocamos sobre la otra,
apenas puede Bruna, criatura todavía
inacabada, oponer resistencia, la piel se
le ha hecho bosque, le han crecido
líquenes que le cuelgan gozosos, le han
florecido las matas de tojo en el vientre,
y en el pecho se ha instalado la zozobra
húmeda del musgo; un arroyo le corre
entre los pechos. Junte las rodillas pero
sin tensión, le pide Mario, ladee las
piernas ligeramente, y levante un poco
los talones, que el peso de ellas vaya
hacia la punta de los pies, así, Mario no
se atreve a tocarle el vestido, a rozarle
las rodillas que parecen redondas como
magdalenas a través de la gasa de flores.
Está lista, ella le ve alejarse, taparse la
cabeza con un trapo, asomarse a la
cámara. Bruna tiene frío, se han llevado
su piel en unas manos, y ahora su carne
está desnuda a merced del viento, del
sol que los alumbra y Bruna se deshace
en la brisa, se desmiga como pan tierno,
es polvo volando en una nube de humo.
Suba un poco la barbilla, escucha una
voz lejana, mire a la cámara, no se
mueva, aguante un poco, está preciosa,
piensa Mario, pero no se lo dice. Se
lamenta de que, durante el revelado,
tendrá que difuminar esa imagen en la
que ahora se recrea para que se asemeje
a una musa naciendo de la niebla
gallega, una diosa de ojos melancólicos
que anhela una existencia verdadera.
Ese tipo de retrato es lo que el marqués
había elegido cuando le enseñó una
muestra de su trabajo. La única parte
artística que él veía en su obra era
difuminar burgueses, nobles, hacerlos
volátiles, quitarles la carga de su
inmovilidad, de su apariencia bizantina.
Pero aquella mujer era demasiado real
para desenfocarla, para ponerle ningún
filtro, pensaba Mario. Se había quitado
el trapo de la cabeza y la admiraba
aprovechando el dilatado tiempo de
exposición que debía esperar por su
cámara.
—Ya puede moverse —le dijo a
Bruna al cabo de unos minutos.
Pues venga usted a ponerme la piel
en su sitio, pensó ella, la carne, los
huesos, para que vuelva a ser yo.
—¿Se cansó mucho en el posado?
Estas máquinas de fotos son terribles, un
arma contra la espontaneidad.
—Explíqueme cómo funciona —le
pidió Bruna.
Mario la vio acercarse, había
perdido la rigidez que al principio
mostraba su cuerpo, parecía una niña de
mejillas sonrosadas, de cabello dilatado
en la brisa.
—Quiero hacerle otra foto, ¿está de
acuerdo?
—Antes déjeme mirar por su cámara
—repuso ella.
—Está bien, pruebe. —Le ofreció el
paño oscuro y Bruna se cubrió la cabeza
como había visto hacerlo a Mario.
—¡Se ve del revés!
—El mundo patas arriba, ¿qué le
parece?
—¿A mí también me ha visto boca
abajo?
—Por supuesto. —Mario sonrió.
—El estanque está borroso.
—Yo lo desenfoqué aposta.
—¡Después de que le traje hasta
aquí! ¿Qué tenía de malo?
—Nada, sólo que me interesaba más
usted. No necesita ornamentos.
Bruna sonrió.
—¿Quiere probar a hacer una
fotografía?
No huele al perfume de las ricas,
pensó Mario poniéndose detrás de ella,
sino a bosque. Bruna lo sintió a su
espalda.
—Mueva la cámara para elegir el
encuadre —le dijo él enseñándole cómo
debía hacerlo—. La cámara le muestra
una parte de la realidad, pero es su ojo
el que decide cómo mirarla y con qué
porción quedarse finalmente.
—Comprendo. —A Bruna le
flaquearon las piernas un instante. Una
babosa negra se le enroscó en las tripas
como si quisiera seguir su recorrido
sinuoso hasta el mísero final. Cuidado,
pensó Bruna, tengo un animal dentro—.
Siéntese en el banco, que voy a
fotografiarle a usted —le dijo ronca.
Mario con la cabeza en la tierra y
las ondas del cabello en equilibrio,
enfoque, le aleccionó él, moviendo el
fuelle de la cámara hacia delante y hacia
atrás. Bruna primero le acercó a ella, lo
convirtió en una pirueta que llenaba todo
el espacio, toda la realidad que tenía
frente a sus ojos, el mundo era ese
fotógrafo francés, después lo fue
alejando en el horizonte con el fuelle,
como un barco que lentamente se va
perdiendo en altamar, y cada vez era
más pequeña su silueta aunque no por
ello menos hermosa.
—¿Ha elegido ya su encuadre? —le
preguntó Mario.
Bruna dudaba, lo volvía a acercar a
ella, lo traía de vuelta como el marinero
que regresa tras una tormenta y en la
playa lo esperan con lágrimas.
—No le enseño a disparar porque
tengo muy pocas placas y las necesito
para usted.
—¿Cada una de estas placas es una
fotografía?
—Eso es —respondió levantándose
del banco, caminando hacia Bruna por el
cielo, atravesando las nubes—. ¿Le ha
gustado intentarlo?
Bruna asintió.
—Ahora le propongo ir al bosque.
—¿Qué tiene de malo el jardín?
—Es grandioso, pero si me dan a
elegir me quedo con el bosque, creo que
estará magnífica en él. Allí la luz
también será más matizada porque los
árboles no permiten que penetre del
todo. En el jardín es demasiado dura y
le hace sombras en el rostro.
—Le llevaré a un lugar que creo que
le gustará.
Caminaron hacia la tapia de
colmillos con la cancela de hierro donde
Bruna se encontró con Jacinto la primera
vez. Conforme dejaban atrás los
parterres perfectos con sus gladiolos
simétricos, con sus rectángulos de boj
cortados por la mano primorosa del
jardinero, conforme avanzaban entre esa
naturaleza acicalada para ser más bella,
Bruna anhelaba en su estómago el caos
más devastador, la naturaleza enredada
en sí misma, sin amos, sin propósitos,
sin guías.
Cuando se adentraron en el bosque,
Bruna comenzó a sentirse agua, arroyo
de un deshielo improvisado, se acabaron
los estanques donde ella se detiene en
una hermosura que no sirve para nada.
Bruna, líquida entre los helechos, entre
los castaños de tronco mágico, le iba
mostrando el camino a Mario,
titubeando en sus zapatos nuevos de
tacón, no está acostumbrada a ellos,
pensaba él, apenas sabe manejarlos
aunque éste sea un terreno hostil. Yo
crecí en este bosque, le contaba Bruna,
sabía que seguiría hablando hasta que la
lengua se le diluyera en el silencio de
esa mañana luminosa, ese silencio que
le daba más miedo que su propia voz,
que la voz de ese fotógrafo con su
melodía francesa. Bruna, que de pronto
se sentía absurda en su vestidito de
flores. ¿Le pesa mucho la cámara y el
trípode?, le preguntó a Mario. Estoy
acostumbrado a cargar con ellos, pero
cuénteme más sobre su bosque. Bruna
echaba de menos los zuecos de la
infancia, el cloqueteo que hacían sobre
las piedras. Voy a llevarle a un lugar que
cuenta la historia de mi madre. ¿Y de
usted? Bruna sintió que las abejas de su
miel se le metían dentro y le zumbaban
por las venas, de mí también. ¿Tiene
tiempo?, se atrevió a preguntarle, para
escucharla lo tengo. Mario se olvidó de
París entre las matas de helechos, y ella
le contó la historia de su madre,
todopoderosa de bondad, la Santiña del
pueblo, y tomó un sendero para
enseñarle la fuente, beba y nunca se
pondrá enfermo, se lo garantizo, le dijo.
Entonces se dio cuenta de que parecía
una meiga más que una dama, pero él le
sonrió. El tiempo se había detenido en el
caño, en el pilón de piedra rosa, se
seguía sin saber quién puso los cuartos
para que luciera tan hermoso y digno a
pesar de los años que habían caído
sobre él y sobre su historia. Beba agua,
le insistió ella. Mario probó el frescor
de la Santiña, se le deshacía el pasado
en la boca, después bebió Bruna que
tenía la garganta seca de tanto hablar.
—Este lugar tiene una luz perfecta
para hacerle el retrato.
Se levantó un viento que le agitó el
vestido a ella y les revolvió el cabello,
un viento que silbaba entre los castaños
y rompía el monótono chasquido del
caño de la fuente.
—Quítese los zapatos, por favor, y
métase en el pilón.
—Así voy a parecer una campesina.
Ya le contaron en el pueblo lo que le
conté yo de mi madre, pero ellos le
fueron con más chismes.
—¿Qué chismes?
—Que yo también hacía miel y la
vendía por las casas y los caminos.
Fue entonces cuando apareció una
abeja a rondar la cabeza de Bruna.
Como una aparición de su pasado.
Anda, madre, vete, le decía ella con
una lengua que le salía del corazón, una
lengua que no era visible más que a los
oídos de los muertos. Y la abeja venga a
zumbarle entre los cabellos que se
quería llevar el viento hasta las nubes.
Madre, ¿de qué me vienes a advertir?
Que este hombre pone primero del revés
y luego del derecho las cosas y a las
personas, y eso a nosotras qué. Soy
mayor, madre, para que me rondes con
zumbidos de leche, para que me arrulles.
Mario ya había hundido el trípode en
el estómago negro de la tierra cuando
ella le vio aproximarse.
—Le voy a espantar la abeja que de
repente ha venido a verla —dijo él.
El bosque se acurrucaba a su
alrededor, los líquenes caían en melenas
de ensueño desde las ramas de los
árboles. Un hilo de sudor recorría el
cuello de Mario hasta descender por el
pecho con la camisa blanca.
—Deje que salga en la fotografía.
Aunque intente espantarla no se va a ir
si no quiere.
Mario dio unos manotazos al aire,
pero la abeja siguió su ronda alrededor
de la cabeza de Bruna.
—Está usted muy gracioso haciendo
aspavientos con la mano. —Sonrió.
—Me gustaría probar su miel si es
tan buena que hasta la siguen las abejas.
—Ya dejé de hacer.
Ahora voy a ocuparme de cosas de
marquesa, pensó, pero no se lo dijo.
—Tiene razón, no se va, que se
quede con usted. ¿Me permite que la
coloque para la fotografía?
Le sobrevino otra vez ese repelús en
la piel cuando Mario le sostuvo la mano
para que ella se quitara los zapatos, no
se había puesto medias porque le daban
calor, eran un vicio de rica al que no se
había acostumbrado, que hasta hacía
muy poco iba hasta sin refajos de
interior en invierno, con la falda de lana
sólo tapándole las vergüenzas. Sin
embargo, le dio pudor quedarse
descalza, fue casi como desnudarse. Se
le encendió un rubor en el cuerpo que le
estalló en el vientre, y dos amapolas le
florecieron en las mejillas.
—Siéntese en el pilón y meta los
pies en el agua, por favor.
Y el repelús que no se le iba, porque
sentía hasta la calidez de la respiración
de Mario mientras él le colocaba una
mano sobre la falda y otra bajo su
barbilla, que se perdía en el horizonte
del viento. Las rodillas le habían
quedado al aire, y eran huesudas como
sospechaba Mario, y redondas a un
tiempo.
—¿Está muy fría el agua?
—Mírelo usted.
Le salpicó unas gotas con el pie que
le ardía helado.
—Me lo tengo merecido por pedirla
todo esto. Disparo muy deprisa porque
está bien fría, a ver si me va a coger una
pulmonía.
Qué pulmonía, se decía Bruna, si es
agua de santa.
—Junte los pies en punta, como una
bailarina, y apoye todo el peso en los
dedos. Está bien, ahora quédese quieta,
por favor.
Pero ella no hubiera podido moverse
aunque quisiera. Había mudado su piel
de jardín en piel de bosque; sobre el
agua del pilón flotaba el esqueleto de
serpiente.
—No se mueva —repitió Mario, que
la miró fijamente y pensó: he de hacerle
otra fotografía entre los helechos, y otra
sentada en la hierba, París queda muy
lejos.
Y mientras la abeja ronda que te
ronda la cabeza de Bruna, el amor mata,
zzzzzz, parecía decir, zzz, el amor, hija,
a mí me dio la muerte.
23
El cuarto oscuro
Jacinto los vio llegar por la ventana.
Se había levantado tarde, con dolor de
cabeza, la boca agria, los calzones
mojados. Había tomado el desayuno en
la terraza del salón de baile con sus
amigos ingleses, los había despedido en
la placita de la fuente, agitando la mano
mientras ellos se alejaban en el
descapotable entre risas que hacían eco
durante minutos, que retumbaban en el
aire, igual que llegaron, como si la
resaca fuera un chiste; luego Jacinto
había mirado el reloj, no vienen, aún no
vienen, pensaba, tardan, me pongo a
trabajar para distraer la impaciencia.
Bruna, mi Bruna, quiero hundirme en tu
cabello, quiero despertar una y mil
veces a tu lado, si no estás la vida es
hueca, es un nido sin madre.
Se sentó en el escritorio que tenía en
su alcoba. Donde estudiaba de muy niño
las lecciones del padre Eusebio, porque
al principio la biblioteca se le hacía
grande a su mundo pequeño y allí lo
velaban las tetas de Carmiña, sentada en
una mecedora junto a la ventana, cri-cri,
cri-cri, y la calceta al ritmo de su
balanceo, estudia, Jacintiño mío, que
eso es cosa de nobles, yo te enseño a
leer, Carmiña, y a escribir tu nombre,
calla, rapaciño, que no me hace falta, mi
nombre he escrito con las amarguras que
me ha dado el vivir, y con las alegrías
de cuidarte, así está escrito mi nombre,
con las lágrimas de las penas y las
sonrisas del querer, así me llamo, como
tantos otros que sólo saben sobrevivir,
pero tu nombre se ha de escribir con
letras, con la cabeza, porque has nacido
para mandar a los demás y si eres
bueno, que lo eres, los ayudarás
también.
—Carmiña mía, mira que hace
tiempo que has muerto y ahora oigo el
cri-cri de tu mecedora vieja como si
estuvieras aquí. Carmiña, cómo echo de
menos tu fragancia de leche, tus manos
espantándome el don, tus sentencias tan
sabias.
Jacinto había comenzado en el
internado de Londres una obra que le
llevaría el resto de su vida acabarla. En
un cuaderno nuevo con las tapas de
cartón había escrito con un rotulador
entre las nieblas inglesas: ONTOLOGÍA Y
GEOGRAFÍA DE LOS ESPÍRITUS, y en la
primera página: «Jacinto Novoa,
septiembre de 1929», y en la segunda:
Introducción: Existe un océano
en el mundo de los muertos, su
geografía no es pura alma, no
caminan sobre la nada, sobre los
haces de luz, sobre las hebras de
las nubes, las sombras o las
ráfagas de viento, su mundo
tiene accidentes geográficos que
han de sortear. Sospecho que hay
al menos un océano, no sé aún si
de aguas parecidas a las nuestras,
y tampoco puedo todavía
establecer sus límites. Me
atrevo a aventurar que es muy
posible que coincida con
nuestro océano Atlántico, me
atrevo a aventurar que la
naturaleza de nuestra tierra tiene
su doble en el mundo de los
muertos, que existe el espíritu
del océano, de las montañas, de
los cabos, que cada uno tiene su
gemelo difunto. Trataré de ser
más concreto con la ayuda de
los nuevos viajeros que se ponen
en contacto conmigo en estas
tierras anglosajonas.
Ya vienen, se dijo Jacinto asomado a
la ventana de la alcoba. No le había
cundido en el trabajo de su obra, no
tenía la cabeza para límites fantasmales
o accidentes invisibles; se había
dedicado más a mecerse en el cri-cri
para templar la espera.
Bajó las escaleras de castaño
corriendo de la segunda planta a la
primera, después las bajó más despacio
para llegar al recibidor caminando
pausado.
Bruna, con los ojos alegres, el
vestido sucio, arrugado, el verano en los
labios, en las mejillas, el sombrero en
una mano, la melena precipitada en el
barranco de los pechos, rebelde, una
abeja que va y que viene, que le
zumbaba y ella reía con los dientes
blancos; Bruna, toda luz como el primer
día que la vio en la tapia del pazo
cuando iba a revisar el agujero con los
recados de mortos.
—Hicimos unas fotografías también
en el bosque, por eso nos hemos
retrasado —le dijo ella—. ¿Te
encuentras mejor?
Le puso la mano en la frente como
para tomarle la temperatura, le miró con
disimulo las comisuras de los labios; no
había restos de espuma.
—Estoy como nuevo sólo de verte.
Almorzaron en el comedor familiar,
en la intimidad caoba de los Novoa.
Aún había mucho jaleo de criados
recogiendo los restos de la fiesta. Los
peces dorados se habían convertido en
una plaga y no sabían qué hacer con
ellos. No cabían en el estanque de la
fuente, así que decidieron echarlos al
estanque grande con la barca pétrea del
apóstol. Durante el verano el sol les
hacía brillar las escamas cuando salían
a la superficie en busca de comida y el
pazo parecía un espejo que lanzaba
señales al cielo. Las peceras se
acumularon en la cocina donde los
esclavos, luego en los trasteros y veinte
años después todavía rondaba alguna
por un rincón de la casa; aparecía de
pronto, como una plaga que se
reproduce de manera insospechada, la
pecera del compromiso, decía quien la
encontraba, que la señora no la vea, y se
cambiaba de sitio hasta que desaparecía
por unos años.
Por eso sirvió la mesa Nacha,
aunque ella sabía más de doncella.
Mario Armand estaba sentado frente a
Jacinto y Bruna a su lado. Qué hombre,
se dijo, santiguándose por dentro para
que no se le cayera la sopera con la
crema de puerro, que me rapte y me
lleve al infierno. El marido se le había
muerto de pulmonía, y le había dejado
en prenda a la pequeña Petra.
—De segundo hay pescado, pero no
dorado —se le ocurrió decir a Nacha.
Miró los labios de Mario y no
sonrieron. Parecía concentrado en la
crema.
—¿Y hace cuánto que falta de París?
—le preguntó Jacinto.
—Ya va casi para veinte días.
—¿Le va bien a Francia con el
Frente Popular o mejor que a España
por lo menos?
—Se podría hacer más. Aunque lo
importante es luchar contra los fascistas.
—Tomó una cucharada de crema.
—Leí que había habido huelgas muy
importantes en el mismo París.
—Y las sigue habiendo, pero aún no
se han conseguido grandes cosas. Hemos
de seguir luchando.
—De todas formas ustedes los
franceses sí que se han vuelto
civilizados. He leído que son tan
numerosos los trabajadores que se
ponen de huelga en las fábricas, que el
gobierno no se atreve a mandarles los
guardias, así que ustedes aprovechan
para darse al baile y a actividades
culturales, para irse de romería a la
francesa, cuando aquí en España nos
desangramos a tiros o a navajazos ante
algo así.
—No crea, mi parte de sangre
española no acaba de entenderlos.
Bruna silenciosa. Bruna mirando a
los dos hombres morenos. Uno pálido,
otro de tez torva. Uno de ojos que no son
lo que parecen, el otro de ojos con
rasgado de gato.
Después del almuerzo, Nacha guió a
Mario hasta la bodega para ayudarle a
habilitarlo como cuarto oscuro para
revelar las fotografías. Era el lugar más
adecuado, húmedo y sombrío.
Si usted lo quiere más negro, yo le
restriego las paredes con carbón,
pensaba Nacha, o con la lengua después
de pasársela por el pelo, se reía sola.
—Lo que el señor artista necesite
me lo dice, que yo se lo traigo o le
mando a por ello donde haiga que
mandar.
—Gracias.
Tráigame
tres
palanganas, si tiene rectangulares, agua,
un trapo y una pinza.
Al cabo de un rato Nacha llegó con
los mandados y tuvo que dejarlo solo.
—Que la oscuridad le disfrute, digo
que disfrute de la oscuridad —le dijo, y
se fue renegando de sus carnes
solitarias.
No se veía nada cuando la criada
cerró la puerta de la bodega. Las
paredes eran de piedra y la humedad, un
perfume que se adhería a la piel. Mario
había colocado sobre una mesa las
placas de las fotografías. Abrió una de
ellas tras palpar dónde se encontraba y
sacó el negativo. Entonces escuchó
pasos en su vientre. Es ella, se dijo. Se
pasó una mano por el cabello. Un
chirrido, lento, inseguro. La puerta se
abrió. Una raja de luz penetrando como
una lanza.
—¿Mario?
—Cierre, por favor, puede velarse
un negativo.
—Tenía curiosidad…
Bruna cerró enseguida y se quedó
quieta. Silencio. La oscuridad la
engullía, parece que entré en la muerte,
se dijo, y a ella vengo.
—¿Qué está haciendo? —le
preguntó.
Tuvo frío en la voz.
—Abro las placas. Dentro están los
negativos. Hay que sacarlos uno por uno
y meterlos en una cubeta. Si les da un
poco de luz se pueden dañar.
—Lamento si le he estropeado
alguno, me marcho.
—No, por favor. Si vuelve a salir
puede entrar luz. Quédese conmigo. Así
me hará compañía en esta boca de lobo.
La voz quebrada. Silencio. Se
adensó la bodega negra, se convirtió en
un ser vivo. Sólo se escuchaba el ruido
que hacía Mario al sacar los negativos a
tientas. Su respiración de hombre. Bruna
dio un paso hacia delante. Otro más.
Desplegaba las alas de los sentidos.
—¿Le gusta su trabajo, observar el
mundo del revés? —le preguntó.
—Me gustaría más verlo del
derecho con otra cámara de fotos.
—¿No se ve en todas así?
—No. Hago estos retratos porque
necesito dinero para comprarme una
Leica y hacerme reportero.
Mario se sintió absurdo, como si en
aquel mundo íntimo de oscuridad no
tuviera cabida ese deseo.
—¿Qué hace exactamente un
reportero?
Y qué importa, se dijo él.
—¿Dónde ésta? —le preguntó.
—Aquí.
—¿Dónde?
—No lo sé.
La voz le retumbó en el pecho. Nada
sabía en aquel lodazal donde todo era
él. Dio otro paso con un brazo
extendido.
—Estoy aquí —escuchó.
Tocó la espalda de Mario. Él le
agarró la mano.
—La tengo.
—Tiene usted un oficio un poco de
murciélago.
—Venga a mi lado.
—¿A qué huele?
—Son los químicos del revelado.
Están dentro de una cubeta.
—Parece usted algebrista.
—Sí. —Sonrisa ciega.
Silencio.
—¿Cuándo se casa?
Los brazos se rozan.
—En julio.
—No le he dado la enhorabuena.
Mario ya no saca más negativos.
—Gracias.
—Aún no se la he dado.
La oscuridad parecía miel, miel
negra que se deshacía en sus bocas.
Y en ella se deleitaban, se olían, se
presentían.
—Le deseo que sea feliz —dijo él.
—La felicidad parece frágil.
—Lo es.
—Y muy breve.
Bruna sintió la mano de Mario sobre
la suya. Duró un instante.
—Quiero hacerle otra fotografía en
el bosque, aún me quedan placas —le
susurró él.
Quedaron en verse en la placita a las
siete de la tarde.
La última luz para mí es la más
hermosa, le había dicho Mario. Bruna
había logrado convencer a Jacinto de
que no los acompañara.
—Me pongo tensa cuando poso, y
prefiero hacerlo sola; además es una
sorpresa para ti la foto que se me ha
ocurrido que me haga. Te va a encantar.
En esta ocasión, Bruna guió a Mario
hasta el enorme castaño donde estaba el
cementerio de las penas. Atravesaban la
corredoira pespunteada de helechos
cuando les salió al paso un individuo en
calzones largos de otra época, descalzo
y famélico, con un crucifijo en el pecho
pulgoso más grande que sus puras
costillas. El cabello con tiña, húmedo de
las noches en vela, los ojos
clarividentes, los labios llagados. Bruna
lo reconoció enseguida.
—Manoliño.
Se apoyaba en un báculo que no era
más que rama de castaño pulida a
mordiscos de machete.
—Era el novio de mi prima —le
susurró al oído a Mario— y la dejó para
hacerse santo.
Mario enarcó las cejas.
—¿Santo?
—Se leyó las vidas de todos los
conocidos.
—Bruna, que te casas he oído, pero
éste no es el novio.
El Manoliño se rascaba la cabeza.
—Es un fotógrafo que vino a
hacerme un retrato por encargo de
Jacinto.
—¿Cómo está usted? Mi nombre es
Mario Armand. —Le tendió una mano.
El Manoliño le dio la hebra de
huesos que era la suya, y se la dejó
apretar por la de ese hombre que
cargaba con una caja y un bastón de tres
patas.
—Bruna, ¿cómo anda la Robertiña?
—Anda, Manoliño, no andes tú en la
herida.
—Dile que venga a verme. Que me
hice oráculo y le digo predicciones para
ayudarla con lo del novio nuevo.
—¿Oráculo?
—Que veo lo que va a pasar.
—¿Y cómo lo ve usted? —preguntó
Mario.
—Lo miro a los ojos a la persona y
le pongo la mano en el corazón. ¿Quiere
que yo le diga a usted?
—Si a cambio me deja hacerle una
foto.
—¿Y adónde me va a llevar?
—Me la voy a llevar a Francia, a
París, pero si me da sus señas le remito
una copia.
—En mi cueva no hay señas. Que me
metí en una de ermitaños que había
monte arriba.
—¿No será en la que nació mi
madre, Manoliño?
Usurpador de nidos, le vino a la
boca, profanador, pero retuvo las
palabras dentro, navegándole en saliva.
—Yo no sé dónde queda eso, Bruna.
—Ya iré yo a ver si es allí.
—Bueno, pues si es me visitas que a
veces la santidad me pesa.
Mientras tanto Mario abría el
trípode y colocaba la cámara.
—Póngase usted en la pose que más
le apetezca, o mejor no pose, sea usted.
—Antes deme su corazón para que
le ponga la mano, y sus ojos que son —
se los miró profundamente— de dos
colores, uno dentro de otro, no como los
tuyos, Bruna, que cada uno se te fue a un
ojo distinto.
Le puso una mano sobre la camisa
donde le latía el corazón, y clavó su
mirada en la suya.
—Usted acaba de nacer, como aquel
que dice, y aunque se va lejos vendrá a
España a morirse.
—¿Y eso cuándo?
—Eso no lo dicen sus ojos porque
están como a estrenar, como si hasta hoy
no hubiera visto usted más cosa en el
mundo que lo que se le metió hoy sin su
permiso.
—¿Qué permiso?
—El que usted no dio para que le
nacieran los ojos.
—No te entiendo, Manoliño —dijo
Bruna—. ¿Y usted, Mario?
—Yo tampoco, pero ahora me toca a
mí hacerle la foto.
Manoliño se apoyó en el báculo y se
puso a orar.
—¿Y no le coloca usted? —le
preguntó Bruna.
—No es un retrato posado como el
suyo. Para él sería perfecto tener la
Leica de que le hablé. La cámara que
quiero comprarme. Es muy pequeña y
ligera, y hace la fotografía al momento,
no hace falta esperar. Capta a las
personas de forma espontánea.
Manoliño abrió la boca y se le
vieron las encías marrones y el par de
dientes que le quedaban, grandes, como
de mulo viejo. Así estuvo quieto hasta
que Mario disparó.
—Da recuerdos a Robertiña —le
dijo a Bruna— y ven a que te diga a ti
presagios.
—Yo ya tengo bastante con el que
me dijo siendo niña la meiga.
Manoliño se alejó orando por la
corredoira.
—De afiladoiro a santo, ya ve usted
cómo es la vida, Mario, pasando por
Madrid. Le cambia a uno cuando menos
lo espera.
—¿Así que fue usted a la meiga?
—De niña me llevó mi tía. Y me
dijo que iba a ser reina.
—Bueno, casi acertó, va a ser
marquesa.
—De hacedora de miel a marquesa,
sí, la vida.
—¿Le gustaba su trabajo?
—Me gustaba porque era lo que
hacía mi madre, y sentía que ella
siempre estaba conmigo cuando andaba
en las colmenas. Además con las abejas
me entiendo a veces más que con los
humanos. Una vez que ya tienen una
reina, le arrancan la cabeza al resto de
las candidatas a serlo; son prácticas.
—Espero no tenerla de rival nunca.
—Mario sonríe.
—¿Y usted cómo se hizo fotógrafo?
¿Su padre se dedicaba a la profesión?
—No, era carpintero. Trabajaba
poco, la verdad, más bien fumaba y
jugaba al dominó en la taberna donde mi
madre era cocinera. Allí pasé la mayor
parte de mi infancia. Pero todos los
días, cuando iba y regresaba del
colegio, pasaba por delante de un
estudio de fotografía y me pasaba horas
espiando por el escaparate cómo
trabajaba el viejo monsieur Hublot. Un
día estaba atendiendo a una mujer
hermosa, se distrajo coqueteando y dejó
la puerta abierta. Entré en cuanto
desapareció escaleras abajo, donde
tenía el cuarto de revelado, y me subí en
un taburete para mirar dentro de la caja
mágica. Cuando me asomé vi todo
negro. No puede ser, me dije. Comencé
a tocar la máquina, y la placa de cristal
que tenía puesta cayó al suelo y se
rompió. Monsieur Hublot me puso a
trabajar en su tienda hasta que la pagara.
—¿Y de qué se ocupaba?
—Llevaba las fotos a los clientes a
su domicilio, dos céntimos que te quito
de la deuda, me decía él, la tenía
apuntada en una pizarra, cuarenta y
cinco francos, y con cada nuevo trabajo
me hacía las cuentas. Mario, coloca el
fondo de la playa detrás de madame
Linardi, dos céntimos menos; monsieur
Hublot, ¿me deja mirar dentro de la
caja?, no, respondía él siempre. Mario,
vete a comprar los líquidos de revelar,
tres céntimos menos, monsieur Hublot,
¿puedo mirar por la caja?, nooooo.
Bruna rió. Se miraron. Se apartaron
la mirada.
—Cuando me portaba mal me
sumaba céntimos de la deuda. Y así
estuvimos tres años, hasta que cumplí
los quince. Entonces monsieur Hublot
me dijo: ven aquí, muchacho, este es tu
regalo. Me dio un paquete y dentro había
un paño negro. Mi propio paño negro,
este que llevo conmigo. Ya no me hacía
falta la banqueta para llegar a la cámara,
adelante, me animó, él se puso delante
del objetivo, me cubrí con el paño, y le
vi reflejado en aquella placa de cristal
que había roto hacía tres años. Él fue mi
primera
fotografía.
Después
de
hacérsela me dijo: son diez francos, así
que fue a la pizarra y la deuda de nuevo
quedaba sin saldar. Vuelves a trabajar
para mí, muchacho.
—Qué listo su mesié Hublot —dijo
Bruna.
—Al llegar a casa recorté un
rectángulo de un trozo de papel y con él
comencé a encuadrar mi fotos invisibles,
ésa fue mi primera Leica. Fotografiaba
el instante. El mundo en mi rectángulo,
mientras monsieur Hublot me enseñaba a
manejar la cámara de madera y los
retratos para ganarme la vida.
—Otra vez su Leica.
—Sí, y dígame, ¿cuál es la suya?
—Me gusta aprender cosas. Cuando
era niña Jacinto me dijo que había gente
que volaba en un globo por los aires
metidos en una cesta y yo al principio no
le creí. Mi mundo era muy pequeño,
Jacinto despertó mi curiosidad, y mi
mundo se amplió.
—Me ha dado la sensación de que lo
cuida mucho.
—Me necesita…
Llegaron al cementerio de las penas.
El castaño permanecía seco, con su
abismo de líquenes que se abría al
olvido.
Si quiere enterrar alguna pena éste
es el lugar, le dijo Bruna. Las babosas
negras desfilaban en hilera cerca del
tronco. Antes quiero fotografiarla,
mirándola no puedo pensar en nada
triste. Mario la toma por los hombros, la
sienta con delicadeza sobre la hierba,
enmarcada en el castaño. Ponga las
piernas hacia un lado, descálcese, es él
quien le quita los zapatos, quien le
coloca los pies uno sobre otro con una
caricia, quien le estira el vestido, le
alisa el cabello. Como en un ritual
aprendido, ella se deja hacer en la
canícula de la tarde de verano, se
abandona a perder la piel, a que él se la
lleve en sus manos y la deje otra vez
desnuda.
24
Boda en el pazo
Tengo las piernas abiertas, el bebé
quiere nacer. Sudo, lloro, me orino por
el esfuerzo de intentar cerrarlas, pero es
inútil. Una enfermera me sonríe, tiene un
rostro dulce, pequeño, me acaricia el
vientre hinchado, me pasa la mano por
él como por el lomo de un perro. Tiene
uñas de ave rapaz, de halcón que
desgarra los pedazos de vida. Le sonrío
con el corazón en los labios y un dolor
me hace doblarme sobre mí misma. La
enfermera me abre más las piernas, yo
las cierro de golpe y pongo las manos en
mi sexo desbocado. Es de noche, hace
frío. Grito porque me desgarran las
entrañas, tengo que dejarlo salir, lo sé,
la enfermera me lo exige, me abre las
piernas de un tirón, me incorporo y le
veo la cabeza de sangre, los hombros,
los brazos, hasta que se escurre del sexo
como si éste lo escupiera. El bebé gruñe
con un hocico de cerdo, tiene el cabello
rojizo y largo, el cuerpo cubierto de
pecas, pezuñas en vez de pies; le miro e
intenta morderme, la enfermera ríe, me
lo pone en el pecho, tiene dientes
afilados…
—Yo estoy a tu lado, todo está bien,
Bruna, sólo es una pesadilla. —Jacinto
le acarició el cabello, la tumbó en el
lecho para que descansara.
—Tú no estás a mi lado en el sueño.
—Pero cuando llegue en verdad el
momento lo estaré. ¿Cómo voy a dejarte
sola cuando nazca nuestro primer hijo?
Nada deseo más que abrazarlo. —La
acurrucó en su regazo, la arropó con la
sábana.
No me consuela, pensó Bruna,
abrazándole las costillas por las que se
le transparentaba el alma.
—Tengo miedo, Jacinto.
—¿De qué?
De nada y de todo, pensó mientras a
él le miraba con ternura, de un sabor a
miel amarga en mi garganta, de una
punzada que me retuerce el estómago
inflado de vida, tengo miedo del aire, de
las sombras, del sol, del cielo azul, de
la lluvia, de los campos, de los peces
dorados que abren las bocas como si
quisieran engullirme al verme, tengo
miedo de ti, de mí, tengo miedo del
futuro, del pasado, de lo que ocurrió, de
lo que nunca ocurrirá.
Nacha llamó a la puerta del
dormitorio. Traía el desayuno. Se
incorporaron en el lecho. Jacinto ahuecó
unas almohadas para que ella se
apoyara.
—Buenos días. Llegó la prensa,
señor marqués —le dijo entregándole un
par de periódicos.
—¿Yo no tengo correspondencia de
Francia, Nacha?
—Nada llegó, señora. —Dejó la
bandeja del desayuno sobre una mesa y
se retiró.
Jacinto la miró de reojo y abrió uno
de los periódicos.
—Están luchando en el frente. Me
siento tan inútil, Bruna, por no poder
alistarme e ir a la guerra.
«No eres hombre, no eres hombre,
empuña un arma y vete a pegar tiros,
flojo, caldo de pollo».
—Me parece escuchar la voz de mi
padre tantas veces. Y luego la de madre:
«Anda y que le maten a él otra vez,
reviéntale el ánima de un tiro, hijo, que
ni siquiera sin boca es capaz de callar».
»Me hablan cuando tú no estás,
cuando te alejas de mí, Bruna; otras
veces sólo lo imagino.
—No te atormentes, Jacinto, ¿acaso
es culpa tuya que seas epiléptico? No
eres apto para ir a la guerra, pero sí
para muchas otras cosas. —Le besó la
mejilla.
—Voy a involucrarme en llevar las
tierras, y en la administración del pazo.
Mi padre lo había dejado en manos de
un abogado de Ourense, pero yo quiero
tomar el mando.
… y aprende a mandar pero en otros
asuntos que mi hijo es blando como la
nieve, se encendieron en la mente de
Bruna las palabras de José Novoa.
—¿Me enseñarás cómo se hace? Tú
necesitas tiempo para dedicarte a
escribir tu obra sobre los espíritus. —Le
abrazó, le besó en los labios, le acarició
el pecho de galgo, le succionó el cuello
pálido. Y él se deshizo en sus brazos.
Tras el desayuno, Bruna fue a dar un
paseo por el jardín. Estaba embarazada
de cuatro meses y el médico le había
recomendado que caminara todos los
días al menos durante media hora. Se
perdió por la avenida enmarcada por los
setos de boj que conducía entre los tilos
y los magnolios gigantes hasta la capilla.
Algo me trae a este lugar de ritos y
profanaciones, pensaba, a este lugar
donde no se borra el olor de la caza
despedazada de José Novoa. Yo lo sé
bien, que el tufo me acompañó lo que
duró mi boda. Prisas le entraron a
Jacinto por casarse, en plena guerra,
apenas sin invitados, que eran y son
tiempos de frentes, barbaries y
trincheras.
Bruna entró en la capilla. La habían
vuelto a consagrar por el cura del
pueblo antes de la boda. Un cura nuevo
que sabía, no obstante, los antecedentes
de la brutalidad del anterior marqués, no
quiero pensar que hoy en día estuviera
vivo, le dijo a Jacinto, mejor muerto,
muchacho, aunque consciente soy de que
era tu padre, que no son tiempos para
levantar la mano contra Nuestro Señor
en esta Galicia nuestra. Consagre la
iglesia, le decía Jacinto, la pila
bautismal, embadúrnela de agua bendita
que aquí uno de ustedes cometió el error
que me dio una vida a medias entre dos
mundos, bendiga, padre, bendiga, que es
lo suyo, yo creo en mi Dios que es como
los grelos. Ay, no me sea usted
blasfemo, replicó el cura, dicen que así
era su señor padre, aunque se le tiene a
usted por el marqués del pueblo, que
perdona rentas si no se pueden pagar en
estas épocas duras. Usted limítese a
bendecir, y traiga un coro de fieles que
nos venga a cantar el aleluya.
Se reformó la tarima del coro, los
atriles que habían servido para colgar
los pellejos sangrientos de los animales,
se reformó el altar, se taparon con una
masilla los agujeros de las balas, se
repararon las cabezas de los santos
pegándolas con una cola que no aguantó,
porque en mitad de la ceremonia
eclesiástica, Bruna con el velo de novia
cubriéndole el rostro, se desplomaron
de los cuellos, plon, plon, con un
estruendo seco que le cortó al cura la
lengua, el rito del amor, y lo dejó mudo,
pálido, ante la santidad decapitada en su
presencia. Es él, decía Jacinto en el
oído de Bruna, no puedo verle ni oírle,
pero es él, que viene a exigir que le
dejen su capilla como estaba, brutal,
salvaje, pero esta capilla ahora es mía,
nuestra, Bruna; sí, Jacinto, y nos
casamos en ella y hacemos lo que nos da
la gana; fui yo quien decapitó a los
santos; sí, Jacinto, un collar de perlas de
tres vueltas que él le había regalado le
amordazaba el cuello. Siga, padre, le
exigió Jacinto, la masilla de las balas se
escurría de los agujeros como si fuera
de agua, y todo lo tapado resurgía
impúdico, usted siga, padre, y las
cabezas rodando por el suelo de piedra,
que cante el coro, y doce túnicas
elevaron sus gargantas por encima de
los decapitados, y una mezzosoprano
que habían traído de Ourense se
desgañitó en un avemaría que reconfortó
ligeramente las almas. El altar estaba
recién pintado de pan de oro, lo habían
adornado con margaritas silvestres,
jacintos blancos y, entre el aroma dulce,
un puñado de grelos. Las manchas de
sangre permanecían incólumes, y sobre
ellas habían colocado los sitiales para
la familia de la novia, la tía Angustias,
con el vestido de rayo de sol aunque
habían llegado los fríos, y en la capilla
el eco de las voces traía un vaho gélido,
la tía Angustias sobria para evitar que se
le fuera la mano y dormirse. La tía
Angustias con un tembleque en las
piernas, en las manos, tiritando toda ella
de santa sobriedad. Marina, le decía a la
hermana, mirando el altar con el Cristo
tan reluciente como su vestido, Marina,
mira si te la he cuidado bien, Marina, sé
misericordiosa y cuando me llegue la
hora, que no veo lejana, intercede por
mí a quien haga falta, tengo un lobo que
me muerde las entrañas y temo que en
breve me las deje secas y como pasto de
tumba, Marina, que soy la que te enseñó
a ser humana. Y junto a Angustias,
Roberta, enfundada en un vestido de
color rosa que se fundía con su carne
lozana. Roberta cabizbaja y alegre,
Roberta que lloraba y le latía el pus de
la frente, Roberta en las fronteras del
amor, mirando a la niña que había
criado espléndida con las galas de boda,
toda satén y gasa, Bruna, la niña del
bosque, de las estrellas, de las abejas de
su madre y de ella. Y en los sitiales del
novio sólo dos de los amigos ingleses,
no le quedaba de familia más que dos
primos lejanos con los que sólo se
reconocía por ser el marqués de tal o de
cual. Y al fondo de la capilla, vieja y
corroída, la Troucha, con el Juanchón de
garrote que le sustentaba los huesos, a
ver a la niña que había echado tan
venturoso prodigio, sin miedo a que esta
vez lincharan al hijo por acusarlo de ir a
ver cómo casaba la hija que había tenido
de forzar a la Santiña, o eso habían
dicho para buscarle la ruina.
Ya está, pensó Bruna, después del sí
quiero, ya soy marquesa. Y ahora…
intentó aflojarse el collar de perlas
mientras un hombre gris de bigote y
barbas blancas les tomaba fotografías
tras la ceremonia con una cámara
semejante a la de Mario Armand. Qué
parte de nuestra verdad tomará en sus
retratos, se preguntaba Bruna, aferrada a
su ramo de novia. Jacintos blancos en
honor a Amelia, la suegra muerta.
Quieta, por favor, señora marquesa,
míreme, sonría, relaje sus hombros,
permítame que le coloque esta mano que
le queda libre, un tacto como el de un
pescado, la piel sin inmutarse, la carne
en reposo latente. Nada. Mario estaba en
París. Había recibido una carta de él a
las pocas semanas de que abandonara el
pazo tras la fiesta de los peces dorados,
con una copia de la foto del Manoliño.
Nacha se la había entregado, la primera
carta que recibe en su nuevo hogar, le
dijo, Bruna ya se había instalado
definitivamente en una de las
habitaciones de invitados de la segunda
planta esperando que llegara la boda.
Se fue hasta la fuente de la Santiña
para leer la carta, se sentó fatigada en el
pilón, la boca seca, bendito Dios qué
bien que aprendí a leer, ¿cómo puede
comunicarse la gente así?, se le ocurría,
y se moría sola de la risa que le daba
ella misma.
París, 13 de julio de 1936
Estimada Bruna:
Le envío la foto de su amigo,
que junto a la suya en la fuente
de su madre, me han abierto las
puertas de la revista Vu, para la
que anhelaba tanto trabajar como
reportero. No sabe cuánto le
agradezco que me acompañara al
bosque aquel día y el encuentro
tan afortunado
con este
personaje tan excéntrico como
entrañable que a punto estuvo de
convertirse en su cuñado. Por
fin me he despedido de mi vieja
cámara por la que usted se
asomó para comprobar que a
veces se puede ver el mundo del
revés, el mundo como no
imaginamos nunca, lo que no
debe ser aparece como lo más
correcto, se me ocurre. El caso
es que me he comprado la Leica
de la que le hablé. Qué distinta
sería nuestra sesión de fotos con
ella. Es tan ligera, y se pueden
disparar hasta treinta fotos de
una sola vez. No la aburro con
mis ilusiones, parezco de nuevo
un crío descubriendo cuánto hay
a mi alrededor a través de su
encuadre, que empieza a
convertirse en mis ojos. Le
deseo que sea muy feliz en su
pronto matrimonio. Y que algún
día volvamos a encontrarnos.
Un saludo cordial,
MARIO ARMAND
Le escribió a la dirección de París
que venía en el remite del sobre. Le
escribió hasta siete y ocho veces porque
su letra le parecía horrible.
El pazo de Novoa, 3 de agosto
de 1936
Estimado Mario:
Muchas gracias por enviarme
las fotos. La del Manoliño la
encuadró usted que parece un
duende del bosque. La otra en la
fuente de mi madre la guardaré
como un recuerdo muy bonito.
Me alegro de que ya tenga su
Leica, yo espero hallar pronto la
mía. Enhorabuena por su trabajo
en la revista que me indica, ya es
usted
reportero,
entonces.
Dígame ¿de qué hará ahora
fotos? ¿Ya no tomará más
retratos? Como sabrá estamos
en guerra, apenas lo podemos
creer. España está desordenada,
desbaratada, aún no sabemos lo
que va a ocurrir o ni siquiera si
le llegará esta carta. Espero que
la situación en Francia esté
mejor.
Un saludo desde el bosque,
BRUNA MENCÍA
La respuesta tardó en llegar más de
dos meses. El sobre estaba arrugado y la
tinta del remite, borrosa.
Estimada Bruna:
Espero que a pesar de la
situación, usted y su prometido
se encuentren bien. Quizá ya sea
su marido, ¿se ha casado ya?
Le escribo desde el frente
español, aunque he remitido la
carta desde París a mi vuelta. La
revista me ha enviado para tomar
fotografías de lo que está
ocurriendo. Quizá no reciba sus
cartas en una temporada, apenas
paro
en
casa,
viajo
constantemente con mi Leica
encuadrando cómo el mundo ha
perdido la cabeza, aunque ahora
con esta máquina lo vea del
derecho, me parece más loco y
sin sentido que nunca. Siento
que he de dar testimonio de lo
que ocurre en su país, que
también siento en parte mío. La
imagen, la fotografía, está
adquiriendo gran poder, pues la
toman como garantía de la
verdad. Y yo voy a intentar,
como le he dicho, dar
testimonio de ella.
Le saluda con afecto,
MARIO ARMAND
Bruna tomó como costumbre leer sus
cartas en la fuente de la Santiña, sentada
en el pilón, con una abeja que solía
rondarle.
Noviembre de 1936
Estimado Mario:
Espero que se encuentre bien.
Temo por usted, si le he
entendido bien irá al frente a
fotografiar lo que ocurre. Ser
reportero parece peligroso.
Deseo que su Leica le proteja de
alguna manera, como si fuera
una especie de amuleto. Mañana
me caso con Jacinto, parece que
no es momento de alegría
ninguna, pero él insiste y no
sabemos cuándo va a terminar la
guerra, apenas ha comenzado.
No iremos a París porque es
peligroso viajar por el país de
luna de miel. Nos quedaremos
en el pazo. En Galicia de
momento no se ha abierto
ningún frente, ya lo sabrá usted.
Si viene de nuevo por Ourense a
ver a su madre, no dude en
visitarnos.
Le deseo que se cuide y, si lo
tiene a bien, escríbame unas
líneas de vez en cuando para
saber que usted y su Leica
siguen vivos.
Con mucho afecto,
BRUNA MENCÍA
Bruna se sentó en un banco de la
capilla, le había dado un pinchazo en el
vientre. Se puso las manos sobre él,
comenzaba a sentir al hijo que llevaba
dentro. El hijo de Jacinto. Hacía varios
meses que no tenía carta de Mario y
estaba preocupada por si le había
sucedido algo malo. Jacinto sabía de la
correspondencia con el fotógrafo,
incluso Bruna le leía algunas cartas.
Trabaste buena amistad con él en poco
tiempo, le dijo. Más fue por carta que en
persona, quizá a través de él podamos
enterarnos de más cosas que suceden en
la guerra, tengo la impresión de que
estamos aislados, de que las noticias no
son todas las noticias. Pero Jacinto solía
ponerse de muy mal humor después de la
lectura, sobre todo de aquellas en las
que hablaba por encima de lo que veía
en el frente, y volvía a lamentarse sobre
su inutilidad con un humor de perros que
sólo le calmaba indagar en la existencia
de algún río o accidente geográfico del
mundo de los muertos, o salir de cacería
con Bruna a pegar tiros por los montes,
pero esa opción ya se había eliminado
desde que ella estaba embarazada.
El mediodía se hallaba aún muy alto
en el cielo. Bruna salió de la capilla tras
un breve descanso y regresó al pazo.
Había decidido ir a visitar a su tía
Angustias, que estaba enferma de
gravedad. Los ojos se le habían puesto
como los de la hermana, de un amarillo
intenso, pero éste nada tenía que ver con
la flor del tojo sino con un hígado que ya
no aguantaba más tanto trasiego de orujo
puro.
Roberta lloraba. Qué sola me va a
dejar, madre, y ella que aún no me he
muerto, ni pienso morirme y dejarte sola
en esta casa que bien podría ser mejor,
lo sabe Dios. Jacinto les dejaba vivir
sin pagar renta en una granjita con una
casa de dos habitaciones, salón y
cocina, y un establo aparte para los
animales, donde había una vaca, dos
bueyes para el arado, una cabra y una
buena recua de gallinas. Tenía un terreno
para el cultivo del cereal, donde
trabajaban un par de campesinos
pagados por Jacinto para que pudieran
sacar la cosecha adelante. Vivimos de
las migajas, madre, le decía a veces
Roberta, de la miga de esa hogaza que
es el pazo y su jardín de ensueño.
La nueva granja de su tía Angustias y
Roberta quedaba a media hora andando
del pazo, pero Bruna tomó el coche que
había comprado Jacinto, un Ford que se
descapotaba.
Roberta la vio llegar por la ventana,
bajarse del Ford ayudada por el chófer
que le abría la puerta y le tomaba leve y
cortésmente de la mano. El collar de
perlas en dos vueltas adornándole su
nueva vida, un vestido de punto inglés,
una chaqueta de corte impecable, un
sombrerito de fieltro y diminuta pluma.
Roberta se quitó el delantal de las
faenas, se atusó el cabello de loca, se
estiró el vestido burdo, se pasó las
manos por el rostro, que se le iba
aviejando sin remedio.
—¿Cómo está tu madre?
—Ah, ¿es que ya no es nada tuyo?
Pues mi madre está que arde de fiebre
porque el médico que mandasteis dice
que tiene una infección además de lo del
hígado, que se le descompone como
perro muerto.
—Habría que llevarla al hospital.
—No quiere. Se niega a dejar este
palacio que nos habéis dado para vivir,
como si fuera el de la madre de la reina.
Se cree que se lo van a quitar si se
marcha de aquí, la muy estúpida.
—¿Y tú cómo estás?
—Que ni vivo ni duermo. Todo el
día pendiente de madre, poniéndole
paños en la calentura de la frente y del
cuerpo, que le supura fuego.
—Te mando a alguien que te ayude a
cuidarla y así puedes descansar.
—Mándame una criada de esas que
te sobran.
—Aprovecha para dormir ahora que
yo me quedo con ella.
—¿Y cómo va lo tuyo? —le
preguntó Roberta mirándole de reojo el
vientre.
—Creciendo.
—Tú que no tuviste nunca el menor
tufo de instinto de madre, que te comías
cuanto pillabas en vez de cuidarlo para
que sobreviviera. Pero me voy a echar
un rato en mi cuarto nuevo, sólo para mí,
sí, que no habríamos sido las mismas de
dormir separadas, digo yo, que no nos
oleríamos a distancia como nos ocurre,
o nos ocurría, porque ahora se te aguó
un poco el olor, y no sé cuándo vienes o
lo que te pasa.
—Échate y no te preocupes de más.
Yo cuido a madre.
—Ahora ya sí parece algo más tuyo.
Bruna entró en la alcoba de
Angustias. Dormía. Las manos se le
habían afilado y las tenía sobre el
embozo de la cama, enganchadas a él
como dos garras. El cabello grisáceo y
crespo enmarañado sobre la almohada.
La nariz que se le iba estrechando por el
sendero de la muerte, los ojos bajo dos
pellejos
flácidos,
los
labios
entreabiertos por los que se escapaba el
vapor de pudrirse en vida, el aliento
denso como el caldo, la barbilla en
punta, la piel pellejuda pegada a los
huesos.
Se sentó a su lado en una butaca. No
se atrevió a tocarla. La alcoba olía al
orujo que parecía destilar el cuerpo.
Bruna se asomó debajo de la cama y
encontró una botella medio vacía. Y qué
más da ya, que se muera haciendo lo que
más le gustaba, pensó. Que se muera y
pague como hemos de pagar todos tarde
o temprano, porque nada de lo que se
hace queda impune.
Angustias se agitó en la cama,
desclavó las garras del embozo, las
tenía rígidas, entreabrió los ojos, y dos
aureolas amarillas amanecieron en el
cuarto. Vio a Bruna. Me parezco a tu
madre, le dio la risa, mira, mira, le
decía señalándose las pupilas, las
cuencas hundidas, justo ahora que me
voy a morir cuando más lo necesitaba
me vuelvo santa, porque antes pa qué, se
rió con estrépito.
—¿Cómo está, tía?
Angustias se incorporó en la cama,
le miró el vientre y apartó la vista.
—Está madurando, ven, ven,
acércate.
Bruna se levantó y fue hacia ella, no
le quitaba ojo de la barriga, le
temblaron las manos cuando quiso
tocarla, se le pusieron retráctiles.
—Dile cuando nazca que yo no tuve
la culpa.
—La culpa de qué, tía. —Bruna le
tocó la frente—. Está ardiendo, voy a
ponerle un paño de agua fresca.
—Déjate de paños y atiende. Tu
madre, mi hermana, ayyy, nunca vino a
verme de muerta, eso ya lo sabes.
—Lo sé, tía.
Un chorro de sudor le caía por el
cuello.
—Pero yo la llamé todo el tiempo,
tú me oíste muchas veces, cosas tenía yo
que preguntarle, y decirle otras cuantas
que no le dije de viva y tenía que oír,
date la vuelta que no me mire tu hijo.
—Pero, tía, déjeme cuidarla, déjeme
que le alivie la fiebre.
—Con el vestido no me va a ver,
¿verdad?, es como una cortina, está
detrás de una cortina. Que no me mire el
bebé.
—Yo se lo digo, tía, no se preocupe.
—Eso, tu madre, el día que se
murió, le hicieron un velorio que
parecía de reina, fíjate, como si fuera el
principio de todo lo que te iba a pasar a
ti, tres días viniendo gentes que yo ni
conocía, y lloviendo de pena el cielo, le
metían papeles en la mortaja con los
recados a los muertos, todos querían
algo de ella, me la hubieran
despedazado para amuletos si se lo
hubiera permitido. Bueno, ya se le
llevaron los dientes después de muerta,
sus lindos dientes, le quitaron todos
menos las muelas, estos de delante —se
señaló la encía con llagas y tres dientes
—, se los llevó alguien, y no se supo
más de ellos, sólo cuando a uno le venía
la suerte se decía: éste tiene un diente de
la Santiña, fíjate, tu madre lo que llegó a
ser, mucho más que muchas reinas, te lo
digo yo, aunque no comió tan bien, ni
tuvo más lujos que sus abejas y sus
secretos.
—Lo sé, tía.
—Tú qué vas a saber. El último día
del velorio le metieron una prenda en la
mortaja, pero no era como todas las
otras, pedigüeña, lacrimosa, rogadora,
interesada, se la metieron donde en vida
le latía el corazón, que entonces estaba
silencioso y quieto. Casi era una prenda
peor, la prenda que le había dejado el
corazón así… tieso… yo vi un bulto y
ahora qué le han metido aquí, me dije, y
lo encontré.
—¿El qué, tía?
—Lo he tenido escondido, aquí,
mira debajo del colchón, en este lado de
aquí, lo tenía preparado para dártelo
cuando vinieras, dentro de ese pañuelo
que has cogido está, frágil y fuerte,
muerto y vivo, el recuerdo de lo que fue
y no se puede olvidar.
Bruna abrió el pañuelo.
—Con cuidado, con cuidado —
insistía Angustias.
—Es una camelia, tía.
—Una camelia, eso es —asintió
ella.
—La flor de Galicia —dijo Bruna
—, la flor de los Novoa.
—De los Novoa, eso es —repetía
Angustias—. Un capullo de camelia que
no se ha marchitado en más de veinte
años, no se ha secado, míralo, yo lo he
observado cada día, abría el pañuelo,
hoy se le secan las puntas, me decía
esperanzada, pero las muy putas seguían
frescas y burlándose de mí porque olían
a su propia primavera; la camelia, eso le
dejaron encima del corazón mudo, la
camelia y algo más que era todo un
atadito de amor.
—¿De amor?
—De ese que la mató. Hay más en el
pañuelo.
—Una pluma de algún pájaro.
—De lechuza.
—Sí parece.
—Se la enseñé yo a uno que sabía
de aves, y eso me dijo. La lechuza que
cantaba y ella se iba de casa. Si yo lo
hubiera sospechado, y pensé que se iba
a hacer buenas obras, o de noche a estar
sola con el monte que tanto le gustaba.
—También hay un papel.
—Viejo, viejo, un papel viejo.
—«Perdóname. Te querré siempre»
—leyó Bruna.
—Eso pone, «perdóname». Que me
lo leyó por una perra el escribiente.
—¿Y quién se lo metió a mi madre
en la mortaja?
—Creo yo que el marqués, que vino
a velar a tu madre, como poseído por un
ánima.
—¿Y qué piensa de todo esto, por
qué me lo da ahora?
—Porque me muero. Para que tú lo
guardes. Para que sepas que la estuve
buscando toda su vida de muerta y la
estuve preguntando: dime quién es, dime
quién es, quién te preñó, dime si estoy
en lo cierto con lo que sospecho. Y ella
callada, muda. Sólo la vez que vino el
muchacho noble, tu marido —le miró el
vientre por un instante a Bruna, pero
apartó la vista enseguida—, que la sentí
aquí, curuxa, decía, él, curuxa.
—Curuxa, así la llamaba José
Novoa, sí, yo lo sabía. Él me habló
muchas veces de ella. Yo lo sabía todo,
es cierto.
25
Traición de reyes
—Estás preñada —le dijo el
Manoliño.
Bruna se lo había encontrado en un
sendero del bosque. Al salir de la granja
de Angustias y Roberta, le había dicho
al chófer que iba a regresar andando a
casa. Necesitaba dar un paseo, que el
aire le refrescara el rostro después de la
pesadumbre a enfermedad y a orujo que
se respiraba en el cuarto de su tía.
La imagen del antiguo novio de su
prima le hizo recordar a Mario, no había
vuelto a verle desde que le encontró con
él en la corredoira. Le hubiera gustado
llevar la foto encima para enseñársela,
mira, Manoliño, le hubiera dicho, aquí
que pareces un ser de otro mundo, un ser
que no existe, pero es real. En París has
gustado mucho, tú en París, fíjate. Sin
embargo, no le dijo nada. Guardaba en
un bolsillo de la chaqueta el pañuelo
con el atadito de amor de la mortaja de
su madre, Angustias ya se lo había
entregado en custodia. El atadito le
pesaba. El collar de perlas la ahogaba, a
pesar de que lo llevaba sólo con dos
vueltas. El vientre de cuatro meses le
parecía roca que tiraba de ella hacia lo
más profundo de la tierra.
—Te casaste, Bruna, yo lo oí decir y
lo sentí aquí.
—¿Dónde lo sentiste, Manoliño?
—En los entresijos, que son los que
me hablan. Y tu tía Angustias, me dicen,
muriéndose.
—Eso lo sabe toda la aldea, que ya
no va por ahí con su orujo a cuestas.
—Y mi Robertiña se queda sola.
—De sola nada, conmigo.
—Sola la siento.
—Pues será porque quiere.
—Yo oré y oré y oro por ella.
—Bien te podías haber pensado
antes lo de tu santidad.
—De momento soy eremita y
oráculo.
—Ya me dijiste la última vez que
nos vimos. —Se metió la mano en la
chaqueta, acarició el pañuelo con el
atadito de amor.
—Te lo digo hoy a ti. —Se le acercó
al corazón con el brazo extendido.
—No me toques aún.
—No te avergüences del niño.
—Yo no me avergüenzo de nada.
—Algo te preocupa.
—No parece difícil adivinarlo.
—Le das vueltas a algo. Algo te está
creciendo dentro además del hijo.
—Y qué sabrás tú.
—Lo saben tus ojos y ellos hablan.
Le puso la mano sobre el pecho,
cerca del corazón. Bruna se dejó hacer.
—¿Qué quieres saber? —le
preguntó.
—Nada… —Apretó el atadito de
amor, la camelia que sentía fresca en la
mano.
—No pienses más, Bruna, no
busques lo que ya no hay que buscar. No
hagas nada.
—Toma una moneda, Manoliño. —
Le entregó un duro—. Que bien hubieras
entrado en la familia con la loca
Tomasa.
Él le puso una mano en el vientre y
le dijo:
—No quieras saber más.
La madrugada se extendía solitaria
por las habitaciones del pazo. Bruna
dormía sobre el hombro de Jacinto,
abrazada a él. Me huele a cuando
éramos pequeños, a su infancia lúgubre,
pensaba, pero ya crecimos, la infancia
quedó atrás, se tocó el vientre. Le
quitaron los dientes, lo sabes, lo sabes,
le martilleaban esas palabras de
Angustias en la cabeza, a tu madre se los
quitaron de muerta. Jacinto respiraba
profundamente. Se fijó en sus rasgos con
la breve luz de la luna que entraba por
una de las ventanas cuyo postigo estaba
sin echar: la nariz pequeña, los pómulos
angulosos; tocó después su propio
rostro, era más ancho, la barbilla más
redonda, los pómulos más suaves, había
engordado un poco con el embarazo,
pero no importaba, los huesos eran los
mismos. Él tenía los ojos felinos, ella
más redondos. Intentó dormirse, pero no
pudo. El bebé se le movía en las
entrañas. Calla, le dijo, tú eres el que
menos tiene que hablar. Se levantó de la
cama y fue donde había guardado el
atadito de amor, el pañuelo de Angustias
con la camelia, la pluma, la nota. Sintió
un dolor en el vientre, como si la
criatura aún no nacida le hubiera
mordido. Salió al pasillo. «Perdóname,
te querré siempre». Caminó por él sin
saber adónde iba. Yo maté a tu madre, le
vinieron a la cabeza las palabras de
José Novoa en el momento de su muerte,
tendido en el bosque con el pecho
manando sangre, el amor mató a tu
madre, crujían en el pasillo las palabras
de Angustias. Madre, ¿dónde estás?,
¿por qué no vienes ahora a contarme, a
protegerme, a explicarme? Caminó hasta
el que había sido el dormitorio de José
Novoa. Permanecía intacto. No se
habían tocado sus objetos personales, su
ropa, nadie había dormido en él desde
su muerte. Parecía que en cualquier
momento iba a regresar y encontraría
todo tal y como lo había dejado. Bruna
abrió la puerta y entró. El aire era
pesado. La noche de luna se derramaba
en los cristales de la ventana como
leche. Que meriende en la cocina, eso le
había dicho José la primera vez que la
vio, y ahora mira dónde estaba. En su
dormitorio, convertida en marquesa y
con un Novoa en sus entrañas. El
silencio estaba vivo. La criatura
moviéndose aún más en su seno. De
pronto un eco, como un estallido de
pólvora. Bruna abandonó la habitación y
regresó a la cama. Consiguió dormirse
al poco rato, pero la despertó la misma
pesadilla de la noche anterior. Apenas
descansaba, desde que se enteró de su
embarazo
las
pesadillas
habían
comenzado y no sabía cómo ponerles
fin. Jacinto también se había despertado,
duerme, duerme, le decía, acariciándole
el cabello. ¿Me enseñarás el mundo
como me lo mostrabas en el atlas de la
biblioteca, pero esta vez de verdad?
¿Me llevarás a China, a India, a los
polos cubiertos de hielo? Te llevaré
donde me pidas, ahora cierra los ojos,
descansa.
Amaneció un día nuboso. El cielo
borrado por una niebla que lo volvía
fantasmal. No ocurrió nada en especial
hasta después del almuerzo. La vida que
comenzaba a ser cotidiana en el pazo. A
veces paseaban por el jardín, por el
laberinto de reina como la primera vez.
Comieron perdices que no habían
cazado ellos, estofadas y tiernas, y
bebieron una copa de vino cada uno.
Luego Jacinto se retiró al salón de caza
para tomar café y tratar de poner en
marcha una radio que se había comprado
para escuchar las noticias sobre el
desarrollo de la guerra, y con un poco
de suerte sintonizar alguna emisora
inglesa para tener noticias verídicas del
mundo.
Bruna se había retirado al
dormitorio excusándose con un malestar
en el estómago. Pero no pudo echarse en
la cama. En el pecho le pesaba una duda
que se había abierto en ella y, por más
que lo intentaba, no lograba cerrarla.
Regresó a la habitación de José Novoa.
Estaba triste por la luz grisácea del día.
La cama con una colcha granate. Una
cómoda con cajones. Seria, recia. Una
chimenea de piedra con un hogar
negruzco. Bruna no sabía dónde
dirigirse. ¿Qué hago aquí?, se preguntó.
Pero sabía la respuesta, buscar lo que le
dijo el Manoliño que no buscara. Abrió
el primer cajón de la cómoda y lo
primero que vio fue un saquito de cuero.
Lo reconoció, José Novoa solía llevarlo
al cuello. Clic, clic, clic, el sonido le
vino a la memoria, la inundó como un
diluvio. Grillos. Grillos que salen
después de la lluvia. ¿Por qué se le
ocurrían esas ideas absurdas? No
debería estar allí. La criatura le saltó en
el vientre. Sintió que abrir el saco para
ver que contenía era como profanar la
tumba de José Novoa. Como hicieron
con la de su madre. Cogió el saco, lo
mantuvo unos segundos en la palma de
la mano, lo palpó y finalmente lo abrió.
Se asomó para ver el contenido. Lo
volcó luego sobre cómoda. Se pasó las
manos por el cabello, no debería haber
entrado. Dientes. Dientes con su raíz
puntiaguda. Dientes que el tiempo no
había alterado. Incólumes. Dientes
tristes. Dientes. Y entre los dientes más
grandes, dos de una niña, pequeños,
tiernos. Bruna se llevó la mano a la
boca. Los que perdió cuando se cayó
con la escopeta.
Bajó la escalera hacia el saloncito
de caza. Jacinto sentado frente al fuego.
Las piernas cruzadas, un libro entre las
manos. Un café que humeaba sobre la
mesa baja. En el vientre de Bruna
moviéndose un anfibio. La niebla en la
ventana.
—Jacinto.
—Amor mío.
—Hay algo que me atormenta.
Llevaba en una mano el saco de
cuero lleno de dientes, en la otra la
camelia, la pluma de curuxa, el papelito
viejo con la declaración de amor.
Jacinto se volvió a mirarla.
—Sospecho que yo soy la bastarda
de tu padre. Que somos… No me atrevo
a decirlo. —Se llevó la mano al vientre
—. Hermanos.
—Lo somos, amor mío. —Jacinto
cerró el libro—. Creí que de alguna
manera lo sabías y no te importaba, lo
mismo que a mí. Durante siglos los
egipcios se casaron entre hermanos,
Nerfertiti era hermana de Akenatón, por
ejemplo, y tuvieron a Tutankamón, forma
parte de las grandes dinastías. Si te
consuela, con los sicomoros de la
avenida podemos hacernos unos
sarcófagos en vez de un ataúd cuando
nos llegue la hora. —Sonrió.
—Tú lo sabías. —Bruna aprieta en
un puño el saco de cuero—. ¿Desde
cuándo?
—Desde aquella tarde que te
rompiste el diente, mi padre me lo dijo
cuando te fuiste. Estaba ebrio, pero eso
no era una novedad en él, ya lo sabes.
He visto cómo la miras, me dijo, nunca
será para ti, y no sólo porque es
demasiado mujer sino porque es tu
hermana. Mi padre dio un trago largo de
coñac. Su madre era mi amante desde la
adolescencia, y mi único amor, debí
casarme con ella y mandar a la familia y
al marquesado al carajo. Así que
olvídala, Bruna es una Novoa, una
auténtica, no como tú, un alfeñique con
la sangre blanda de tu madre. La voy a
reconocer, habrás de compartirlo todo
con ella, y ver cómo se casa con otro
que no eres tú. La sangre de tu madre se
retorcerá en su tumba, la hija de mi
amante, de mi único amor por encima de
la de su hijo, díselo, vamos, ¿la ves?
Está aquí ahora, Amelia, jódete, si
hubieras sido la mitad de mujer que fue
Marina, mi curuxa, mi linda y bella
curuxa del bosque, así que olvídala,
nunca será para ti. Mi padre apuró la
copa de coñac. Eso es lo que usted cree,
le respondí mirándole a los ojos como
no lo había hecho hasta ese momento,
ella me quiere. ¿Y cómo os vais a casar
siendo
hermanos?,
replicó
él
sonriéndome, mañana hablaré con el
abogado para reconocerla, no me
importa que sea bastarda, es más Novoa
que tú, esto que llevo colgado del cuello
son los dientes de Marina la Santiña, la
única mujer que he querido, dijo
agarrando el saco, pero tú te quedarás
sin Bruna porque ella está prohibida
para ti, bebía más coñac, enfebrecido,
los ojos parecían los de un loco, hasta la
oscuridad los hubiera temido. Calle,
padre, le dije, o le mato. Descolgué la
escopeta con el escudo de la familia y le
apunté con ella. De los cañones salía un
vaho de pólvora. No tienes valor, reía, y
se le deformaba el rostro, no tienes
valor, disparé al techo, disparé a la
pared. —Bruna miró los agujeros que
aún permanecían abiertos como una
herida—. Y salí corriendo hacia la
capilla, quería afinar mi puntería,
convertirme en una bestia como él para
poder enfrentarlo.
—¿No fue un accidente, Jacinto?
—Se merecía que le hubiera matado,
no fue así del todo. Había que escoger
entre él y tú y te escogí a ti. Te salvé del
inframundo, Bruna, soy tu Ulises, y tú,
mi Penélope.
—Jacinto, no te reconozco. —Las
lágrimas se precipitan por las mejillas
de Bruna.
—No llores, mi amor. Me hubiera
casado contigo de todos modos. A mí
qué me importa que seas hija de Marina
la Santiña, como si eres hija de una
perra. Te quiero, y si esa criatura que
llevas en las entrañas además de mi hijo
es mi sobrino, que así sea, si hemos de
vivir como animales, viviremos, y si
hemos de arder en el infierno,
arderemos, pero lo haremos juntos.
—¿Y no crees que yo también
tendría que haber podido elegir, como
hiciste tú? ¿Por qué no me lo contaste?,
responde, ¿por qué antes de casarnos no
me diste la oportunidad de decidir?
—Creí que de alguna manera
también lo sabías. Además ¿qué hubiera
cambiado?
—Todo, Jacinto, todo.
—¿Has dejado de quererme porque
sea tu hermano? ¿Alguna vez me sentiste
como tal?
—En cierta forma sí.
—No me quieres entonces como a un
hombre, sino como a un hermano, a un
amigo. Te has casado conmigo por mi
dinero, para medrar. Y ahora te entran
retortijones de moral, cuando te das
cuenta de que te has casado con tu
hermano y llevas un hijo suyo en el
vientre. —Rió de tal forma que a Bruna
le recordó a José Novoa.
Los ojos de gato alucinados. Se
levantó del sofá, arrojó el coñac que
estaba tomando a la chimenea, una
llamarada salió despedida del hogar.
—Qué suerte has tenido, padre, yo
que sí tuve valor de casarme con la
mujer que quería, aunque fuera una
campesina, y resulta que también era
hija tuya, todo tenías que corromperlo
con tus modales de bestia, cómo estarás
disfrutando de ello. Al final has vencido
tú. Pero yo me casé con la Mencía que
amaba, y tú no, eso no me lo quita nadie.
Jacinto miraba a las cuernas de
ciervo, a la cabeza disecada de jabalí
como si su padre se hallara entre los
trofeos de caza. Se sirvió otra copa de
coñac, que apuró de un trago. Dime que
me quieres, Bruna, que me amas como a
un hombre, que no te has casado por mi
dinero, la agarraba por la cintura
atrayéndola hacia él. Por tu dinero que
es también el mío, me has engañado, no
me has dado la posibilidad de elegir, tu
padre me iba a reconocer, tú lo has
dicho, quería que heredara el
marquesado, no me has dado nada que
no me mereciera, que no me
correspondiera por nacimiento. Sin mí
no serías más que una bastarda. Jacinto
la agarra de las muñecas. Ella forcejea
para soltarse. Una bastarda más de los
marqueses, de las miles que ha habido
siempre a lo largo de los siglos. Mejor
eso que tu mujer, Bruna intenta ir hacia
la puerta, pero él la retiene y la arrastra
hacia sí. Una bastarda que no le
correspondía nada, una limosna como
mucho y nada más. Bruna le golpea con
los puños, él la abraza, Bruna, Bruna,
soy yo, mi amor, le susurra en el oído, te
quiero como siempre, esperamos un
hijo, somos felices, qué importa lo
demás. Suéltame, le duele el vientre, las
piernas le pesan. Bruna, él la llama una
vez más, los ojos de Jacinto se inundan
primero de ira y luego de abandono,
aparecen en las comisuras de sus labios
la saliva de nieve que crece conforme
Bruna se separa de él, no me importa lo
que te pase, los labios le supuran
crueldad, quiere herir, Jacinto cae al
suelo y se golpea la cabeza con la
esquina de una mesa, se abre en su frente
un arroyo de sangre, fuera del pazo, en
el jardín, sopla el viento una canción de
abejas.
26
Bruna Mencía, la poderosa
Angustias Mencía, descanse en paz.
Se te murió el hígado de tanto bebértelo
a tragos de miseria. Ahora que dormías
en cama blanda y tenías lo que nunca
tuviste, hombres que te trabajaran la
tierra, el estómago lleno y una sobrina
marquesa, vas y te mueres. Esto se
escuchaba en el velorio de la granja,
entre los pésames y los rosarios negros,
las sillas bajas de luto para la compaña.
Angustias, por muchos lujos que te des
de
difunta
sigues
siendo
una
desgraciada. El ataúd brillante en
madera rojiza y las agarraderas doradas.
Y dentro la muerta con el vestido de sol,
amarillo como su piel de limón, mortaja
para subir en un rayo luminoso al cielo.
El ataúd en el salón de la granja sobre la
mesa con cirios de velorio. Murmullos,
rezos.
Roberta preparaba limonada en la
cocina cuando vio llegar a Bruna por el
camino que conducía a la casa. Ha
venido a pesar de lo suyo, se dijo, y
sonrió. Fue a abrirle la puerta antes de
que llamara. La abrazó.
—Siento que vengas con el vientre
vacío —le dijo, y le puso en él la mano
—. ¿Ya lo notabas moverse?
—Calla. —Se deshizo del abrazo.
—¿Cómo es que lo perdiste?
—De un disgusto, cosas que pasan,
dice el médico.
—¿Y qué disgusto fue ése? ¿Con
Jacinto? Tanto que os queríais.
—Y qué sabrás tú. —Se estiró el
vestido con las manos.
—Lo que vieron mis ojos, lo poco
que tú contabas. —Se le encrespaba de
curiosidad el pelo, se le volvía más
negro.
—Dame algo de beber, que vine
andando y traigo sed.
—¿Y el coche de marquesa?
—No me hace falta venir en coche
para serlo. —Hizo un gesto con la mano
y se tocó el collar de perlas que llevaba
al cuello.
—Enmarquesada vienes, sí.
—A cada uno lo que le toca —
respondió Bruna—. Y deja de preguntar
y sírveme por lo menos un buche de
agua.
—Como a todos lo que vienen a
velar a madre.
—Más misericordiosa has de ser
con tu prima.
—Eso, que sea misericordia y no
servir.
Roberta la condujo hasta la cocina a
escondidas.
—Que no te vean aún las plañideras
del salón —le susurraba—, que
empezará el comadreo de la marquesa
por allí y por allá y no podremos hablar
de nada.
—No tengo ganas de ver a nadie,
sólo a la tía muerta. ¿Sufrió?
—Pagó con buenas creces lo que nos
hizo.
Rieron las dos por lo bajo. Roberta
le sirvió un vaso de limonada y se puso
otro para ella.
—Espera —le dijo antes de dárselo.
Sacó una botellita de barro y echó en
cada vaso un chorro de orujo puro.
—A veces lo echo de menos.
Después de probarlo, ese whisky fino
del pazo y ese coñac son agua.
Rieron, acercándose más la una a la
otra. Dieron un trago, dos. Bruna se
llevó la mano al vientre.
—Con esto llena el hueco que te
quedó en las entrañas. —Roberta vertió
otro chorro de orujo.
—Lo que me cae dentro hace eco.
—Vamos a ahogarlo. —Le rellenó el
vaso.
—Eso. Que sea con orujo en vez de
con llanto.
Brindaron. El cristal burdo parecía
un martillo que golpea al chocarse.
Bruna apuró el vaso hasta darle fin.
—Ya no se oye nada —dijo después
Bruna—, se calló el eco.
—Mejor así. —Roberta la acercó a
sus pechos, abrazándola otra vez.
—Éstos también están secos y en
silencio.
—Calla tú ahora. —La separó de
ella y rellenó los vasos de limonada y
orujo, que se bebieron de un trago—. Ya
no más, que se nos va a oler y se nos va
a notar en los ojos cuando salgamos al
velorio de madre.
—Dije que mandaran el mejor ataúd.
—Anda que no está presumiendo
aunque sea de muerta.
Risas.
—Venga, el último trago —dijo
Roberta.
—Mira que he odiado este olor al
que siempre olía ella —respondió Bruna
mientras veía caer el orujo en su vaso.
—Pues aún huele de muerta.
Risas.
—Tengo ganas de bailar, Roberta —
susurró.
Se tomaron las manos, refugiándose
en una esquina. Se subieron las faldas de
luto y bailaron como cuando eran
pequeñas, bisbiseando una canción de
romería.
Alguien tosió muy fuerte desde el
salón del velorio.
—A ver si se nos va a escuchar —
dijo Roberta, y dejó de bailar.
—¿Y a quién le importaba ella más
que a nosotras? Que aquí hay muchos
que no saben qué hacer sino ir de luto en
luto para pasar su vida.
Bruna se estiró de nuevo el vestido,
se atusó el cabello.
—Espera antes de salir. —Roberta
la tomó del brazo y la condujo hasta su
dormitorio—. Madre me hizo prometer
que te daría esto. —Le entregó algo
envuelto en un trapo viejo.
—Es el espejo de cuándo éramos
pequeñas, donde nos dejaba mirarnos
como
premio
—dijo
Bruna
desenvolviéndolo.
—Ése es. Cuando a madre la muerte
se le tragaba ya el último aliento, se me
agarró del brazo clavándome las uñas,
dile a Bruna, boqueaba como un pez
para tener tiempo, dile que se lo doy a
ella para que no olvide quién es cuando
se mire en él. La hija de mi hermana. Su
tía eras, madre, le dije, y ella sí, sí, y la
hice reina, ahora que no paguen el
precio sus hijos. ¿Y por qué lo han de
pagar?, le pregunté, si han de nacer
marqueses, pero ya se la llevaba la
muerte la poca vida putrefacta. Pero
ahora ya no tienes que preocuparte de
nada, ya no hay hijo que vaya a pagar
nada.
Bruna se llevó otra vez la mano al
vientre y salió del dormitorio de
Roberta hacia el velatorio. La miraron
al entrar los que estaban allí, inclinaron
la cabeza. No eran más de siete u ocho
mujeres con la cara vieja que le
compraban a Angustias de siempre. Y
unas vecinas por buena vecindad.
Se sentó Bruna en una silla alta, en
un trono entre las sillas bajas, y miró a
Angustias con el trapo del espejo entre
las manos. No le habían metido en el
ataúd más que un par de papeles para
recados de muerto. Los que quieren
mandar comunicación allá para el
infierno, se dijo Bruna. Entró Roberta y
se sentó a su lado en otra silla alta, yo
soy la reina en mi casa, pensó. Le
ofreció a Bruna un pañuelo limpio para
que llorara.
—¿Y Jacinto? —le susurró Roberta
al oído.
—No va a venir. Está débil.
—¿Le ha dado un nuevo ataque?
—Hace un par de días que no.
—Tienes que cuidarlo, Bruna.
—Y si no qué, ya te encargarás tú.
—Ahora me quedé muy sola.
No llovió aquella tarde lágrimas de
pena como había llovido por la Santiña.
No brotó un manantial de la tierra.
Cuando oscureció, la granja se vació de
vecinos y lamentadores que regresaron a
sus casas. Sólo quedaron frente al ataúd
de Angustias la hija que había parido
con el pelo de loca y su sobrina reina.
Ellas se bebieron todo el orujo que
quedaba en la cocina y cuando quisieron
salir a bailar bajo las estrellas, estaban
tan borrachas que se quedaron dormidas
en la cama de la muerta, la más blanda y
la más grande de la casa, juntas, como lo
hacían en la infancia, en la época de los
olores montunos, de los palos y las tetas
como migas de leche.
La enterraron a la mañana siguiente
al lado de la Santiña. Brillaba un sol
que parecía haber salido de su vestido
mortaja. Estaban solas, Roberta y Bruna,
con la resaca del orujo y de los años
pasados. Ya está, dijo una; ya está, dijo
la otra. Se separaron en silencio a la
salida del cementerio.
Bruna regresó al pazo. Entró por la
puerta trasera con la tapia de colmillos.
Vio los parterres con las hileras de boj,
su simetría perfecta le resultó absurda,
fría; vio la avenida principal con su
grava de nácar, los sicomoros se ríen de
mí, pensó, y los sauces inclinan sus
ramas con la mayor tristeza que he visto
jamás; vio los camelios centenarios, el
camelio de los Novoa que había
florecido con una mirada entre ella y
Jacinto cuando eran niños, pero estaba
seco. Al pasar junto a él sintió que le
lloraba el vientre, y apresuró el paso
hacia la casa. Atravesó la placita
evitando la vista dorada de los peces, y
llamó al timbre con insistencia. Le abrió
Nacha.
—Carta,
señora
—le
dijo
entregándole un sobre.
Bruna lo cogió con premura y subió
a su dormitorio apretándolo con fuerza.
Allí encontró a Jacinto. Con la frente
cosida por el golpe que se había dado
contra la mesa, desmadejado en un sofá,
lánguido como nunca lo había visto, de
ataque en ataque, como si fuera de una
tempestad a otra, enfermo de destino, de
culpabilidad, de rabia.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le
preguntó ella. Sentía el sobre latirle en
una mano.
Ya no compartían el mismo
dormitorio, el mismo lecho, desde la
discusión en el salón de caza. Desde que
ella perdió al bebé a las pocas horas,
sumergida en un dolor que le amputaba
las pesadillas, pero a cambio le traía
ese sabor en la boca a hambre perpetua.
Tres días en el hospital de Ourense
donde tuvieron al Manoliño, y el regreso
a casa sola, pues Jacinto hubo de
permanecer una semana debido a los
constantes ataques de epilepsia y al
golpe en la cabeza. Jacinto, que era en
esos días de nuevo canario con el ala
rota, que no puede o teme volar.
—Estaba preocupado por ti. —Le
tembló la voz.
Él había regresado a la alcoba de su
infancia, con el mecedor de Carmiña, y
ella a la habitación de invitados que
había ocupado antes de su matrimonio.
Vacía quedó la alcoba nupcial, como la
de José Novoa y Amelia Lobeira al
poco de casarse.
—Podías haber supuesto que iba a
pasar la noche en el velorio con mi
prima.
—Siento no haber podido acudir.
Se levantó del sillón y caminó
despacio hacia ella.
—Bruna…
—Márchate, quiero acostarme.
Además tengo resaca. —La mano
sudorosa, el sobre ardiendo.
—Bruna, ¿y si todo pudiera ser
como antes? Bruna. —Le abrazó la
cintura.
Ella lo apartó con facilidad porque
aún estaba débil y apretó más el sobre.
—¿Qué tienes ahí?
—No es asunto tuyo.
—Una carta de él. Enséñamela.
—Vete.
Se acercó de nuevo a ella e intentó
quitársela sin conseguirlo, pero le rasgó
un pedazo del sobre.
—He dicho que te marches ahora
mismo. —Le miró furiosa.
—Empecemos de nuevo, Bruna.
Olvidémoslo todo. Regresemos a la
biblioteca a que te enseñe el mundo.
—Vete, voy a acostarme.
—Y a leer su carta.
—Sí.
No había leído el remite, pero no le
hacía falta. Podía sentir que era de él;
podía, por encima del papel, reconocer
como un ciego sus palabras, su colonia,
su tacto encima de la piel.
Se dirigió a la puerta del dormitorio
y esperó a que Jacinto saliera.
—Soy tu marido a los ojos de Dios
—dijo antes de marcharse.
—El día de nuestra boda los tenía
cerrados.
Desde que Bruna regresó del
hospital hacía ya tres semanas, sólo
había algo que le proporcionaba
consuelo: escribir a Mario Armand.
El pazo de Novoa, 8 de
octubre de 1937
Querido Mario:
Espero que se encuentre bien
donde quiera que se halle ahora
haciendo sus fotografías. Que su
Leica le proteja. Mi vida, al igual
que España, se desmorona. Mi
matrimonio se ha roto casi al
poco de empezar y he perdido el
hijo que esperaba. Parece que es
tiempo de desgracias. Estoy
triste, pero de alguna manera
siento que me he liberado.
Nunca debí casarme con Jacinto.
Se preguntará usted por qué si
era mi oportunidad de medrar.
Cómo explicarle que yo de
alguna manera sabía que estaba
mal, pero a veces no queremos
ver determinadas cosas, porque
la vida es más fácil ignorándolas.
Perdóneme que haya encontrado
en escribirle a usted y contarle
mis desdichas un desahogo. Me
doy cuenta de lo misteriosas que
pueden parecer mis palabras.
Mario, apenas le conozco y
siento que de alguna manera no
tengo derecho a contarle lo
sucedido y cómo me siento, no
tengo derecho a abrirle mi
corazón, a molestarle con mis
problemas. Hoy me he animado
por fin a pasear hasta la fuente
para que el agua de mi madre me
cure el alma y la cicatriz
invisible que me ha dejado la
pérdida, y me ha salvado
acordarme de usted. Cómo he
deseado que estuviera aquí para
hacerme una fotografía, para que
me colocara en la postura
correcta, para conversar. Espero
verle cuando la guerra termine, y
si regresa a Ourense en algún
momento sería para mí un placer
encontrarme de nuevo con usted.
Todo mi afecto,
BRUNA MENCÍA
Llevaba tres semanas esperando la
respuesta. A veces las cartas de Mario
se demoraban incluso meses, pero
aquélla había llegado mucho más pronto
de lo esperado. Apretó el sobre contra
el pecho antes de rasgar con mucho
cuidado el sobre, y comenzar a leer.
20 de octubre de 1937
Querida Bruna:
De nuevo le escribo desde el
frente. Sus cartas, sus palabras…
cómo explicarle lo que han
significado para mí. Cuántas
veces me han dado fuerzas en las
noches que he pasado en las
trincheras junto al dolor de
estos hombres que luchan por la
libertad, y me preguntaba hasta
dónde es capaz de aguantar un
ser humano, dónde se halla el
límite de su locura en este
infierno creado por él y para él,
y cuando nada parecía tener
sentido en la hora invisible de la
madrugada, su recuerdo, sus
cartas, atadas con un cordel y
guardadas en mi pecho, sus
cartas, Bruna, son el mundo y
nada más que usted se abre ante
mi oscuridad como un camino
de luz. No se sienta mal, por
tanto, por desahogarse conmigo,
al contrario, le ruego que lo
haga, porque de esta manera me
sentiré más libre para hacerlo yo
también. Seamos, Bruna, apoyo
el uno del otro, aunque sea en la
distancia…
Siento muchísimo la pérdida de
su hijo, espero que se encuentre
ya
repuesta
al
menos
físicamente, que es el principio.
En cuanto a su matrimonio… Lo
lamento si ha sufrido, como
imagino. Enfrentarse a la verdad
no es sencillo, como bien dice,
pero es la mejor forma para
conocerse y seguir adelante. Ésa
es mi pequeña experiencia, si le
sirve de consuelo.
Recuerdo tanto su bosque, me
gusta llamarlo así, su bosque,
donde me ha dejado entrar y me
siento muy afortunado. Junto al
atado de sus cartas tengo su
foto, Bruna, aquella de la fuente
de su madre, con los pies
jugando en el agua. Recuerdo
cuando me salpicó. A veces, por
un instante, se me cruza esa
imagen por la cabeza cuando
estoy con mi Leica en la mano
fotografiando a un tiempo
bravura y horrores, cuando corro
con los hombres armados entre
un enjambre de balas, y me entra
tanto miedo de morirme que los
dedos se me agarrotan y no
puedo disparar la cámara…
Cuánto deseo verla. Tan pronto
como me sea posible viajaré a
Ourense antes de regresar a
París.
La adora,
MARIO ARMAND
Bruna leyó la carta varias veces. Se
metió con ella en la cama, se arropó con
el papel que olía a humedad, a hombre.
Y durmió su resaca saboreando cada una
de las palabras que él le había escrito.
A partir de entonces las cartas de
Mario se convirtieron en el reloj de su
vida. Vivía para ellas y para vengarse
de Jacinto.
El pazo de Novoa, 1 de
noviembre de 1937
Querido Mario:
Cada día que pasa le pido a
Dios que le cuide en el frente, le
pido a Dios que termine la
guerra. Nunca he sido muy
devota, pero ya ve. A quién
rogarle si no, quién posee el
poder para que se cumplan
nuestros anhelos cuando éstos
se hallan fuera de nuestro
alcance…
No
me
haga
demasiado caso.
He vuelto a cazar. Es mi pasión
desde niña. Me gustaría mucho
llevarle de cacería por el bosque
cuando tengamos oportunidad.
Tenía una puntería fabulosa, pero
ando distraída pensando en
dónde estarás, Mario.
Escríbeme pronto, anhelo
saber de ti.
Te abraza,
BRUNA
Mientras que a Bruna le gustaba
escribir por las noches y acostarse
tarde, Jacinto vivía atormentado por las
pesadillas y las visiones. Escuchaba en
el silencio del pazo la risa estruendosa
de José Novoa, y despertaba delirando
de miedo. Una noche, al abrir los ojos,
vislumbró unas sombras redondas
balanceándose en la mecedora de
Carmiña. Encendió la luz y vio las dos
cabezas de santos de la capilla que él
había decapitado a tiros meciéndose al
ritmo del cri-cri de la nodriza. Un
escalofrío le recorrió el cuerpo al
tiempo que chillaba. En esa ocasión
acudió Bruna a su dormitorio.
—¿Qué tienes? —le preguntó.
—Mira, mira. —Jacinto señalaba
espantado las cabezas en constante
vaivén—. Quédate conmigo, Bruna, no
me abandones que le oigo a él.
—¿A quién?
—A mi padre. Cierro los ojos
cuando oigo su voz: mira el valiente, me
dice, y se ríe.
—Dame el anillo de los Novoa —le
exigió Bruna.
—¿El anillo de mi padre?
—Y del mío.
—¿Y volveremos a estar juntos?
—Nunca.
Bruna se fue del dormitorio y lo dejó
solo con su tormento.
—Carta, señora.
Bruna adoraba estas palabras de
Nacha. Eran las únicas que le
consolaban del paso del tiempo.
Enero de 1938
Querida Bruna:
Ansío verte, tus cartas son cada
vez más necesarias para mí.
Antes de regresar a París
después de mi último trabajo
voy a acercarme a verte. He
pensado
que
podíamos
encontrarnos en la fuente de tu
madre. De nuevo juntos en el
bosque. Llevaré la Leica para
hacerte fotos que luego pueda
tener a mi lado en los momentos
en que la valentía flaquea.
Estaré en Ourense el día 4 de
febrero si no tengo ningún
impedimento. Te haré llegar ese
día una nota con la hora de
nuestro encuentro.
Tuyo,
MARIO ARMAND
No durmió Bruna durante los días
que precedieron a su cita. Se pasaba las
noches en vela. Muchas de ellas entraba
en la habitación de Jacinto. Una vez se
sentó en la mecedora con unos cuantos
dientes de su madre en la mano, clicclic, hacía con ellos como José Novoa,
clic-clic, meciéndose en la hamaca de la
nodriza, clic-clic, hasta que el sonido
espectral abrió los ojos de Jacinto.
—Basta, Bruna, te lo ruego, basta.
—Dame el anillo de mi padre.
Él se dio la vuelta y se acurrucó en
su temblor frío.
Otra noche Bruna disparó la
escopeta de la familia con el escudo de
los Novoa en el jardín. Y, apestando a
pólvora, la dejó meciéndose sola en el
dormitorio de Jacinto. Entró después
como una sombra, mientras él deliraba.
—Dame el anillo.
—No.
Una semana antes de que llegara
Mario Armand al pazo, Jacinto Novoa
se alistó para ayudar en la retaguardia,
para ser enfermero, escribiente, lo que
hiciera falta con tal de alejarse del pazo.
Sobre la mecedora quedó el anillo del
marquesado, el anillo de los Novoa, que
Bruna se puso en el dedo para no
quitárselo jamás.
El día de la cita con Mario Armand,
Bruna se encaminó con su anillo de la
camelia de brillantes hasta el bosque. Le
vio a lo lejos, con un pantalón oscuro y
un jersey azul, el cabello ondulado
cayéndole sobre un lado de la frente;
llevaba en las manos una cámara
pequeña con una funda de cuero y le
disparaba fotografías a Bruna sin parar
conforme se acercaba. Ella echó a
correr, escuchaba el bisbiseo de la
Leica, otra y otra más, pero cuando la
tuvo muy cerca él bajó la cámara, la
tomó en sus brazos y la besó en la boca.
Después lo guió monte arriba hasta la
cueva donde se había resguardado su
madre, donde se veía con José Novoa,
donde muy probablemente había sido
concebida ella. Hasta la cueva de
eremitas y pastores. Ascendieron sin
hablar, tomados de la mano, mirándose a
cada rato, deteniéndose para besarse
entre los castaños y los robles. Como la
haya ocupado Manoliño lo echo a
patadas. ¿Quién?, le preguntó Mario,
aquel novio de mi prima que se metió a
santo. Pero en la cueva no estaba
Manoliño, no había rastro de él, sólo de
la fogata que debió de alumbrar a su
madre y a su abuela en las noches
salvajes, sólo los restos de aquel que
debió de ser nido de amor durante años
entre José Novoa y su madre, Marina, la
Santiña.
El viento soplaba hacia la
primavera. Se quitaron la ropa el uno al
otro. De rodillas. Se tumbaron sobre
ella. La luz de la tarde entraba por la
abertura de la cueva como una lengua
para lamer su amor. Y cuando la noche
se les echó encima entre retozos, se
amaron a oscuras, sin encender siquiera
el fuego de la civilización, como se
amaban José Novoa y la Santiña en sus
noches apasionadas después de la caza,
en esa oscuridad primitiva tan distinta a
la mojigata que él había compartido con
Amelia en el dormitorio, esa oscuridad
que les hacía reconocerse por el olfato,
por el tacto que en vez de piel tocaba el
alma, inmersos en las tinieblas del
deseo, en el goce de la naturaleza.
27
Amor y muerte
Jacinto yacente en el lecho rodeado
de espíritus que parecen velarlo con
manos y rezos transparentes. Los ojos
abiertos sin ver, los labios en forma de
plegaria: padre, padre, ya no huyo de ti,
padre, a ti me enfrento para pedirte
perdón, padre, ¿no me oyes?, ¿dónde
estás ahora que necesito encontrarte?
Tantos años escapando de tu sombra de
muerto y hoy que te llamo no acudes, no
vienes para consuelo de mi alma. Pero
¿qué haces, hijo, para qué buscas a esa
bestia negra? Calle por una vez, madre.
No puedo callar. Aquí me tienes a mí
que vine a buscarte para llevarte de la
mano hacia el trance final, para
acompañarte en la muerte ya que no
pude hacerlo en la vida. Madre, ya me
guiará más tarde, aún me queda una
última llama titilando en el pecho, como
el último capullo de mi nombre que ha
de florecer para morir. Pero si tú no
floreciste nunca más que en mi corazón
de muerta. Calle, madre, se lo ruego.
Padre, padre, con los labios secos,
Jueves se los enjuga con un paño, le
escurre gotas de agua en la abertura del
delirio. Padre, ¿has cruzado el
proceloso mar que separa los
continentes del reino de los muertos?
Fuiste a buscarme a América, donde me
hallaba, y no has sabido volver, padre,
padre, que vine desde tan lejos a morir a
mi casa para arreglar las cuentas del
odio y morir en paz. Jueves le peina el
cabello para que sea un moribundo
hermoso en ese primer día de agonía, en
ese trance por el río cuyo cauce
geográfico y fantasmal él dejó señalado
en su obra ONTOLOGÍA Y GEOGRAFÍA DE
LOS ESPÍRITUS. Pero aún no ha de nadar
entre sus aguas, aún le queda algo de
tiempo. Jueves le toma la temperatura,
arde. Le pone una inyección para calmar
el fuego, y baja a la cocina para tomar
algo breve de almuerzo.
Petriña está atareada entre los
fogones. Prepara la comida para la
señora y su nieta, que almuerzan juntas
en el comedor íntimo de los Novoa. La
criada ha abierto las ventanas para
ventilar el humo de rencores, ha retirado
las sábanas que cubrían la mesa y las
sillas, ha limpiado las cataratas de
polvo cumpliendo las órdenes de su
señora. Petriña, le ha dicho Bruna
sentada en la chaise longue vainilla,
junto a su nieta, con un álbum de fotos
sobre los muslos viejos, Petriña,
prepara el almuerzo en el comedor de
los Novoa. Señora, que hace años que lo
habitan los males del abandono y yo no
doy abasto para limpiarlos, esto piensa
Petriña, pero no dice nada, retiene su
lengua porque hay un brillo en los ojos
de la anciana que por fin parece viva
después de años de encierro. Que se
abran las ventanas, que se limpie la
mugre, que se abra al mundo la
intimidad de los Novoa, y Petriña
obedece, asiente con la cabeza de moño
de castaña y se marcha con su jorobita
triste.
Jueves quiere ayudar a Petriña, y
ella, a quien le duelen los huesos de la
limpieza, se lo agradece con el corazón
mientras su boca le da órdenes: pela las
patatas y las fríes con abundante aceite.
Jueves asiente, sonríe y sus dientes son
tan grandes y blancos en los labios
oscuros que Petriña se estremece de
canibalismo. Mientras, en el comedor
íntimo de los Novoa, Valentina le pide a
su abuela que le hable del fotógrafo de
cabellos negros que les tomó los retratos
de la fiesta de compromiso, ¿resultó ser
tan arrogante como parecía mirándola a
través del espejo del salón de baile?
En el dormitorio de la infancia,
Jacinto busca a bocanadas el aire que de
pronto parece faltarle en los pulmones,
boquea y boquea como pez de oro.
Suena el timbre del pazo. Vaya a
abrir, Jueves, le manda Petriña, que
ahora ya tiene a quien mandar, lo que le
da gusto porque antes sólo la mandaban
a ella. Es Uxío, con su hijo, Pedro, y con
su madre, Roberta. La lleva tomada de
la mano, y la locura amansada en un
abrigo de otoño con el broche de un
pájaro tropical en malaquitas y plata.
Observa de arriba abajo al brasileño
descalzo con el pelo duro y comprende
que ese exotismo sólo lo ha podido traer
Jacinto desde las tierras en las que se
ganaba la vida como médium.
—Venimos a visitar a Jacinto
Novoa, que sabemos que está aquí y
enfermo —le dice Uxío a Jueves.
—Que en este pueblo nada se puede
ocultar, que todo se sabe, que lo vieron
aparecer como un indio de la tele,
decían, el marquesito, el marquesito del
pueblo más popular que nunca; que lo
vieron llegar, y luego al médico salir de
aquí porque dicen que él dijo que había
venido a morirse —explicó Roberta.
—Cállese, madre —le ordena Uxío.
Pedro, silencioso, mira alrededor,
espera ver a Valentina, la rastrea por si
está cerca. Ella está en el comedor
íntimo de los Novoa. Se levanta de la
mesa detrás de su abuela, a quien le ha
parecido escuchar la voz de Roberta.
Los encuentra a todos en el recibidor.
—Fuera de esta casa —les exige.
—Yo de aquí no me voy sin ver a mi
padre —dice Uxío.
—Ay, Valentina, que ha vuelto la tía
Roberta.
—Bienvenida, ya verá como esta
vez vamos a dormir todas iguales —le
dice Valentina sonriendo.
Roberta lleva el pelo recogido en un
moño, y sus ojos negros le resultan
afables en vez de alucinados.
—Y éste es mi hijo Uxío y mi nieto
Pedro.
Uxío hace un gesto con la cabeza y
emite como un susurro que bien podría
ser un gruñido. Es la hija de la niña del
pelo rojo y los zapatos de lazo, Rebeca
se llamaba, Rebeca, que tenía la tripa
llena en la infancia y tenía todo lo que
yo anhelaba. En cambio, Pedro avanza
hacia ella y le besa las mejillas sin darle
opción a escapar. Le ha dejado un rastro
templado como baba de caracol.
—Basta ya de tanta cháchara de
presentaciones, ya os podéis ir por
donde habéis venido.
Roberta echa a correr todo lo que le
dan de sí sus huesos viejos.
—Jacinto,
Jacinto
—vocifera
escaleras arriba—. Jacinto, Jacinto.
Uxío va detrás de su madre, y Bruna
detrás de ellos. Quiere impedir que
suban la escalera, que vean al
moribundo, que se traga sus últimas
flemas en un sueño de pesadillas.
—Déjeme verlo, por Dios, tenga
caridad una vez en su vida —dice Uxío.
—Jueves, que no molesten a Jacinto
—ordena Bruna.
El brasileño toma de un brazo a
Uxío y él se zafa, violento.
—No me voy de aquí sin verlo.
Bruna observa los ojos asustados de
Valentina.
—En mi casa mando yo —dice
Bruna.
Uxío sube la escalera a grandes
zancadas, y Roberta le sigue con pasos
de anciana. Abre las puertas y grita el
nombre de Jacinto Novoa.
—Al segundo piso, donde están las
habitaciones —dice Roberta, que
conoce el pazo.
Petriña aparece en el recibidor
después de escuchar ruidos.
—Llama a la policía —le dice
Bruna desde la escalera.
Valentina no les sigue a ellos, sino a
Pedro Mencía, que camina sigiloso por
el pasillo del primer piso hacia el
saloncito de caza. Se mete dentro. Ella
le descubre subido en una silla. El niño
coge la escopeta de lo alto de la
chimenea, la escopeta que tiene grabado
en la culata la camelia y el lobo
aullando a la luna. Le pesa. Le huele a
pólvora antigua.
—Deja la escopeta, ¿quién te dio
permiso para cogerla otra vez? —le
dice Valentina.
—No me hace falta permiso de
nadie porque yo también soy un Novoa.
¿Qué te has pensado, niña? Mi abuelo es
ese hombre que se muere ahí arriba.
Jacinto, con el duermevela del
moribundo, roncando suave el descenso
hacia la muerte.
—Ése no es tu abuelo, sino el mío
—le dice Valentina.
Pedro se ríe.
—No todo va a ser sólo tuyo, sólo
para ti, niñita cubana. —Él le mira los
ojos, que se le oscurecen, le mira los
huesos largos de las piernas—. Mi
padre es el hijo de Jacinto Novoa, el
único varón, ¿qué te vas a pensar? —
replica Pedro—. Así que es tan abuelo
tuyo como mío, y mi abuela Roberta
tiene derecho a verlo, a decirle adiós,
puesto que le llevó dentro un hijo, que
es mi padre, niña tonta.
Valentina se queda pensativa y Pedro
se ríe con rencor aprendido. La cabeza
bien alta, le había dicho siempre Uxío
Mencía, porque eres un Novoa aunque
no reconocido, hijo de Jacinto Novoa,
que en ese mismo instante abre los ojos
en el dormitorio de la infancia,
escaleras arriba, y ve frente a él a Bruna
con las trenzas interminables y las
perlas, y a su lado una anciana de
cabellos de loca, de tetas grandes,
desvencijadas, pero aún pechos
maternales, se chupa los labios Jacinto.
—Roberta —dice su boca—, y al
lado de ella un hombre grande como lo
fue su padre, José Novoa.
—Éste es Uxío, tu hijo —le explica
Roberta, y se ríe, como Pedro se ríe de
Valentina en el saloncito de caza, la niña
con los labios fruncidos ante la verdad.
Uxío como desnudo por primera vez
ante los ojos de su padre, como un
recién nacido; Uxío que busca a su hijo
Pedro.
—Tiene usted también un nieto —le
dice a Jacinto, se atreve a hablarle por
primera vez, sin embargo Pedro no está
junto a él—. Voy a buscarlo para que lo
conozca usted —le dice Uxío.
Y huye de lo que siempre quiso, de
lo que anheló en su juventud, ponerse
delante de Jacinto Novoa y decirle yo
soy su hijo, el que no vio ni nacer
porque lo alejó de mí la mujer malvada
de las perlas, Bruna Mencía, la mujer
mala que quería que el estómago se me
retorciera de hambre, gracias a que
usted nos mandó dinero a madre y a mí
desde América o desde la parte del
mundo en que estuviera comunicando
vivos y muertos, y así sobrevivimos; le
doy las gracias por el pan y el vestido,
pero por nada más, piensa Uxío con las
manos frías mientras desciende la
escalera de castaño, mientras llama a su
hijo Pedro. Pedro Mencía, le sale de la
boca, y mira los cuadros de las paredes
con Novoas y Lobeiras de otros siglos, y
llama a su hijo con más fuerza porque se
siente uno de ellos.
—Pedro, Pedro.
Pedro Mencía contesta desde el
saloncito de caza.
—Aquí estoy padre —y deja de
reírse de Valentina, le agarra de la
cuerda de la cintura y la atrae hacia él
—. Niñita tonta, niñita café con leche.
—No me toques la cuerda de mi
madre —dice enfadada Valentina.
Pedro le mira los pechos que le
despuntan en el jersey como cucuruchos
de pipas.
—Aquí estoy, padre.
Pedro sostiene la escopeta en una
mano y con la otra pelea con Valentina,
la escopeta le pesa, le gusta el olor de la
niña como a flores lejanas, a flores que
no existen en esa Galicia suya.
—Pedro —se escucha la voz de
Uxío Mencía, que pasa por delante del
cuadro de Bruna que hay en el recibidor.
Mencías, Novoas y Lobeiras le
miran con sus ojos de tradición y de
sangre.
—Pedro.
—Aquí, padre.
La escopeta le pesa, saborea los
ojos de Valentina, que destellan verde en
su profundidad castaña, Valentina de
colores y cuerdas mágicas. La escopeta
le pesa, la escopeta familiar con la
culata fría, helada.
—Pedro.
—Aquí, padre.
La escopeta le pesa, la siente
palpitar entre los dedos como si
estuviera viva, Valentina que tira de su
cuerda para que Pedro la suelte,
Valentina de mejillas erizadas, de boca
para recibir besos.
—Pedro.
—Aquí, padre.
La escopeta le pesa, la puerta del
saloncito se abre. Pedro deja caer la
escopeta, que se dispara, una bala
atraviesa la garganta de Uxío Mencía,
que cae al suelo.
Roberta, que se despeña de dolor
por la muerte del hijo, que se le abre la
pústula del pus y lo que le cae es un río
de sangre. Muerte y nada más que
muerte en ese pazo donde agoniza
Jacinto Novoa. Han bajado las dos
Mencía al escuchar el disparo.
—Ay, que se me ha muerto el hijo —
chillaba Roberta al verlo en el suelo con
un charco rojizo—. Otra vez un Novoa
que mata a otro con una Mencía de por
medio, y ahora le ha tocado a mi hijo.
Sólo queda ya un Novoa vivo, Pedro
Mencía, ése eres tú, que esa niña de
Cuba no es una Novoa, sino la hija de un
fotógrafo de la República.
Están en el saloncito de caza, ante el
cadáver que yace con dibujo de muerte.
Valentina con los ojos verdes de llanto,
Pedro Mencía desmayado sobre la
alfombra. Llaman a la puerta, Petriña
abre, es la policía. Ahora los intrusos no
importan, han dejado de serlo de pronto,
lo que importa es el cadáver aún
caliente del saloncito de caza.
Pedro Mencía duerme en la alcoba
que fue de Amelia Lobeira.
—Que duerma donde la monja —le
dice Bruna a Roberta—, que ella vea
que su hijo Jacinto me engañó y tuvo un
bastardo, como le engañó mi padre, José
Novoa, y me tuvo a mí.
—Qué mala eres —le dice Roberta
—, qué mala.
—Tú calla, y vete a tu habitación de
loca hasta que arreglemos quién te lleva
a tu casa y quién te cuida.
»¡Petriña, Jueves! —los llama
Bruna.
Acuden los dos y se llevan a
Roberta a su habitación del sótano.
Pedro Mencía duerme sobre la cama
de Amelia. Rencor sobre rencor. Ha
matado a su padre en un accidente. Ha
venido un médico, y un juez al final de
la tarde para certificar lo que todos
sabían, que a Uxío Mencía se le acabó
la vida y el resentimiento. Se lo han
llevado en una ambulancia sin sirena
porque ya no había prisa, sino una
eternidad muda. El médico le ha dado un
calmante a Pedro Mencía, que se ha
desmayado al ver morir a su padre, pero
antes se le ha puesto espuma en la
comisura de los labios, se le ha
encendido el mar en la boca, y la lengua
se le ha hinchado. Valentina le ha metido
entre los dientes una punta de su jersey
para que no se la mordiera, sabía del
mal de Jacinto por las palabras de
Bruna, y ha hecho lo mismo que hacía su
abuela. A ella Petriña le ha hecho una
tila mientras la policía le preguntaba en
presencia de Bruna cómo había ocurrido
la muerte de Uxío. Peleábamos, decía
ella, peleábamos, se abrió la puerta, se
le cayó la escopeta, se disparó porque él
había estado jugando a quitarle el
seguro. Y el policía, ajá, ¿y no apuntó al
padre? No apuntó a nada porque peleaba
conmigo. ¿Estás segura de que no
apuntaba a la puerta, Valentina? Sí,
abuela, pero sabía que el padre iba a
entrar porque oía su voz llamándole por
su nombre, Pedro, Pedro, aquí, decía él,
aquí, cuenta Valentina, pero no apuntó.
Mañana que venga a la comisaría, o
mejor pasado, cuando esté más
tranquila, y que nos lo vuelva a contar
con más detalles.
Mientras Bruna va a despedir a la
policía con su camisón de puntillas y
encajes de Bruselas, Valentina sube a la
habitación de Jacinto. Silencio. La
penumbra de una luna clavándose en la
ventana. La niña le observa la frente con
gotas de sudor. Jacinto sueña con que
chapotea en el río que conduce a la
muerte.
—Valentina.
Escucha tras ella la voz de Bruna.
—Él no es mi abuelo, eso ha dicho
la tía Roberta. Es ese fotógrafo del que
me habló usted, abuela, el del espejo
arrogante con los cabellos negros.
Mario Armand.
—Te acuerdas de su nombre —dice
Bruna.
Valentina se encoge de hombros.
Hace un puchero. Bosteza.
—Estás
demasiado
cansada.
Necesitas dormir. Han sucedido
demasiadas cosas.
—No tengo sueño. Me da miedo
cerrar los ojos y ver la garganta del
padre de Pedro con el chorro de sangre.
—¿Qué hacía tu madre cuando no
podías dormir?
—Me contaba cuentos gallegos
donde venía volando a través del océano
para llevarme al bosque y entregarme a
las almas en pena.
—Yo te contaré otro cuento —dice
Bruna.
—Sólo quiero escuchar la verdad.
¿Era Mario Armand el papá de mi
madre?
Bruna se la ha llevado a su cama
mundo, bajo la claraboya, por donde se
ve azul el universo.
—Abuela, ¿por qué siempre va en
camisón?
Bruna se encoge de hombros.
—¿Es por algún recuerdo que le
atormenta?
—He olvidado por qué visto así,
hace tanto tiempo… —contesta mientras
saca un sobre de la cómoda, y un
camisón para su nieta con encajes de
Bruselas—. Ponte esto aunque te quede
grande —le dice acercándoselo.
Valentina se quita la ropa con
vergüenza, se esconde entre las sábanas
de la cama. Luego coloca los vaqueros,
la camisa y el jersey encima de una
silla, y vuelve a acostarse. Su abuela se
tumba a su lado. La niña tensa el brazo
porque ella se lo roza y se separa un
poco más.
—Éste es Mario Armand —le dice
Bruna mostrándole la fotografía de un
número antiguo de la revista francesa
Vu.
—¿Era militar?
—No, reportero, pero a veces vestía
como si lo fuera. En la Guerra Civil iba
al frente con los soldados de la
República y hacía fotos de lo que
sucedía allí.
—¿Éste es mi abuelo?
Bruna Mencía asiente con la cabeza.
—Un revolucionario como tu mamá,
como tú. —Se levanta de la cama y abre
otro cajón de la cómoda—. Y ésta es su
Leica —le dice enseñándole a su nieta
la cámara fotográfica.
Valentina la toma entre sus manos,
mira por el visor y encuadra a su abuela.
28
La Santa Compaña
La noche entra por la claraboya de
la habitación de Bruna.
—Te pareces a tu abuelo, Valentina
—le dice a su nieta—. Tienes la misma
barbilla y los mismos ojos de colores
que cambian. En la foto de la revista eso
no lo puedes apreciar, pero te lo digo
yo, que los veía transformarse de
castaño a verde y de verde a castaño
todo el tiempo.
—¿Y mi mamá llegó a conocerlo?
—No, pequeña. Lo mataron antes de
que naciera.
—¿Lo mataron en la guerra?
—Lo detuvieron en el pazo.
—¿Y qué pasó?
—Una noche no llamaron, golpearon
la puerta, Valentina. Y entraron unos
guardias con sus tricornios y sus
escopetas frías. El hombre al que está
dando refugio, marquesa, el hombre de
las fotos. Soy la marquesa de Novoa, no
tienen derecho a estar aquí, les dije,
pero en esos tiempos yo aún no era una
mujer poderosa. El fotógrafo, marquesa.
Es un invitado mío, por favor, díganme
qué tienen en su contra. Mientras yo
hablaba con el que mandaba más, sus
hombres se habían dispersado por el
pazo. Se escuchaban ruidos, botas
profanando la escalera de castaño,
portazos, los criados que aún dormían
gritaban al ser sorprendidos. Era una
noche de frío, el vaho se me salía de la
boca, el pazo parecía un invierno.
Jacinto estaba ayudando a los nacionales
en la retaguardia. Mi marido está
luchando por la patria, le dije, pero al
que mandaba más no pareció importarle.
No puede entrar así en mi casa, insistí,
pero en aquellos tiempos de sospecha se
entraba en casa de cualquiera, sobre
todo si había habido un chivatazo. —
Bruna se sienta en la cama y poco a
poco comienza a soltarse las trenzas
largas—. Se lo llevaron —repite.
—¿Le detuvieron?
Bruna permanece en silencio con las
manos sobre los muslos.
—Yo recordaré por ti, abuela.
La toma de las manos, y ella se deja.
—No hay nada que recordar,
Valentina, lo detuvieron, lo mataron.
—Usted estaba en camisón en el
recibidor, puedo ver su imagen mirando
la escalera, esperando que lo bajaran
por ella, apresado por los guardias.
—Qué imaginación tienes, Valentina,
pero así fue. Tenía la esperanza de que
Mario hubiera podido si no escapar al
menos esconderse.
Pero no fue así, abuela. Lo que temía
pasó. Se escucharon gritos, incluso
disparos. Sí, disparos, dice Bruna,
forcejeos de hombres y el olor de
pólvora en el pazo. Yo estaba sola con
el mandamás en el recibidor, y miraba
en dirección al saloncito de caza. Allí
había armas. Pero me quedé quieta. Con
el vaho de la nieve que caía dentro del
pazo helándome los pies. Uno de los
guardias apareció entonces con unas
fotografías de Mario. La bodega está
llena,
mi
capitán,
le
dijo
entregándoselas. Él las miró con un
gesto de satisfacción, y torció la boca.
Esto es la prueba de que es un traidor,
dijo el capitán. Bruna traga saliva, se lo
llevaron, dice, y de la boca le sale una
bruma gélida. No puedo recordar más.
Abuela, ¿le enseñaron las fotografías?
Me las enseñaron, Valentina, y yo fingí
que no las había visto nunca; le aseguro,
mi capitán, le dije que creí que era un
fotógrafo de sociedad. Mi marido le
contrató para que nos hiciera fotografías
en nuestra fiesta de compromiso, y
trabamos una amistad. Nunca sospeché
que las fotos que revelaba en la bodega
fueran… fueran traición. Marquesa,
estas fotos son las que salen en las
revistas extranjeras en apoyo de la causa
republicana, en apoyo del enemigo, y
usted las tiene en su casa, marquesa.
Brillan los ojos de Bruna. Valentina le
aprieta las manos, y le vio bajando la
escalera, abuela. Le vi, le vi, repite ella,
no sabía que colaboraba con la
República con esta clase de fotografías,
me engañó, capitán, me dijo que aún
hacía fotos de sociedad. Vi los ojos de
Mario clavarse en los míos con una
tristeza infinita. Decirme eso es lo que
tienes que hacer, niégame. Vi sus
cabellos
revueltos,
un
guardia
sosteniéndolo por cada brazo. Me
engañó, se lo aseguro, capitán. Mi
marido es el marqués de Novoa y está
luchando con los nuestros aunque en la
retaguardia por su enfermedad. Vi la
barbilla de Mario hundirse en su pecho
después de que le dieran un par de
puñetazos delante de mí. Viva la
República, dijo. Y volvieron a
golpearlo. Vi cómo se lo llevaban
arrastrando los pies por su infortunio,
cómo lo sacaban del invierno en que se
había convertido el pazo para llevarlo a
otro peor, el de la tumba. Esperaré a que
vuelvas, murmuré, y me fui a la cama
con el camisón frío. Bruna llora y
Valentina la abraza. Tres veces le negué,
dice, en el cuartel de los guardias. Y ya
no volví a verlo más. Adiós, Mario
Armand, fotógrafo de guerra, sólo me
quedó su Leica. La Leica que quedó
rota, olvidada, bajo la cama.
El ojo amarillo de Bruna se ha
convertido en oro, el oscuro en noche.
Se acurruca en la almohada, y siente el
cuerpecito de su nieta cerca, el vapor
templado que viene a calentarle las
noches heladas.
Jacinto, en cambio, desciende hacia
el hielo, hacia la escarcha en la que se
le convierten poco a poco los pies, las
piernas como preludio. Sueña. Grita.
Bruna le escucha y se levanta. Valentina
parece dormir. En la habitación de
Jacinto ve una sombra y la reconoce
enseguida. ¿Qué haces aquí? Loca, más
que loca, fuera, que no has hecho más
que rondarle desde que le conociste.
Márchate. Bruna la agarra de un brazo y
la arrastra hasta el pasillo. Yo tengo más
derecho que tú a estar aquí, le dice
Roberta, ¿quién le cuidó cuando regresó
de la guerra, mientras tú estabas con el
vientre hinchado por otro, ese fotógrafo
que se paseaba por el pazo como si
fuera su casa? Ni le menciones porque te
mato, le advierte Bruna. Yo cuidé a
Jacinto mientras sufría por tus
desplantes, por tu frialdad, por el hijo
que te crecía dentro que no era suyo, yo
y sólo yo le di consuelo, y luego esa
criatura que te nació con el pelo rojo,
Jacinto de mi vida, si la aceptó como si
fuera su hija, la cuidó mucho más de lo
que hiciste tú, que te dio por las fiestas
cuando tantos se morían de hambre, así
querías matar las penas, con el champán
ese que te bebías como agua, tanto que
me recordabas a mi madre, se ha vuelto
una borracha, me decía, otra más, luego
sólo le queda la loca, si no hubiera sido
por mí Jacinto se habría muerto de pena,
mientras tú te pavoneabas entre
extranjeros y se comentaba por el
pueblo que la marquesa tiene más
amantes que hablan raro que castaños el
bosque, y llenaste el pazo de pavos
reales, y de coro de iglesia, pero todo te
era poco porque estabas hueca por
dentro como cuando se te fue el hijo
primero que ése sí era de Jacinto. Calla
que te mato, loca; loca sí pero la loca de
la verdad, Jacinto es mío, yo lo cuidé
cuando tú lo heriste, y qué sabrás tú de
los motivos, el dinero que te volvió
mala, muy mala y egoísta. Pero mira,
ahora te quedas sin heredera Novoa,
pura Mencía es Valentina, y lo que tenga
de sangre de Francia, y mi hijo, ay, mi
hijo, se golpea el pecho, menos mal que
nos queda un Novoa auténtico, mi nieto
Pedro. Cómo te gustaría eso, perra, más
que perra, pero mira que Valentina tiene
tanta sangre Novoa como tu nieto, tu
madre no te lo dijo en la tumba, ya lo
veo, que te guardaba secretos, pero mi
padre fue José Novoa, desgraciada, y
eso lo sabía tu madre cuando me entregó
en brazos del incesto. Roberta se ríe con
una carcajada que asusta a Valentina.
Siguió a su abuela y ha estado
escuchándolas en el pasillo. Roberta se
saca una petaca de un bolsillo de su
ropa, vamos a brindar por madre con su
propio orujo que llevo aquí. Calla, yo
no brindo contigo por nada, sólo espero
a que te mueras pronto, traidora,
siempre quisiste todo lo que era mío,
envidiosa, debía haberte echado de esta
tierra cuando te preñó Jacinto, debía
haberte mandado al infierno. Se escucha
un crujido en la escalera, y Bruna
descubre a Valentina, que de puntillas
sube al piso de arriba. Por sus ojos,
comprende. Ven aquí, niña de Cuba, le
dice Roberta, Mencía eres de pura cepa
como yo, como tu madre, y luego lo que
los padres nos deparen pues ahí queda,
creámoslo o no, pero bebemos como
bebían las Mencía, cuantas más
desgracias más beben. Valentina se
dirige hacia Roberta y coge la petaca de
orujo. Pero qué haces, le dice Bruna, ni
se te ocurra darle un trago a ese veneno,
y menos con esta traidora. Déjeme,
abuela, que ya no puedo con más penas,
con más sustos esta noche que parece
carnaval de desgracias. Dos lágrimas se
escurren por la mejilla de la niña. Ven
con tu abuela, que ella te protegerá de
todas. Mira qué tierno, que te ha entrado
ahora el instinto de madre que no tuviste
con la suya, que te la crió Jacinto y
luego los colegios donde la fuiste
enviando hasta que se te hizo comunista
y alborotadora contra el régimen y se te
fue de España para que no la metieran
presa los guardias civiles. Calla, víbora.
Bruna la agarra del pelo. Roberta ríe y
se engancha a la cabellera de Bruna. La
primera que muera se la corta, dice
Roberta, y ríe otra vez. No se peleen
más, no se peleen, que son dos viejas y
parecen dos niñas de patio de colegio
tirándose del pelo, les dice Valentina.
Bruna suelta la cabellera de Roberta.
Mira la niñita cubana, dice ésta, y suelta
la de Bruna. Mira que tiene genio. Es
revolucionaria, dice Bruna, y sonríe.
Valentina coge la petaca de orujo y da un
trago. Bebe, hija, bebe. Bruna le quita la
petaca, tú no bebas nada, le dice a su
nieta, y da ella un trago. Eso, eso, da
palmas Roberta. Bruna, vamos a salir al
jardín a bailar bajo las estrellas como
cuando éramos pequeñas y nos zurraba
mi madre. Calla, loca, le dice Bruna. La
coge por un brazo y la conduce junto a
Valentina hasta su habitación en el
sótano. Quédate aquí y no vayas donde
no te corresponde, loca, más que loca.
Roberta da un trago, y dame eso. Le
quita la petaca y vuelva a beber.
Jajajaja, Roberta se coge la falda, ya no
se baila tan bien como cuando eran
faldas largas y de pobre, ¿eh, Bruna? Tu
camisón es perfecto, sólo te sobra la
cuerda esa que llevas colgando, no la
toque, le advierte la niña, si puedes
bailar con cuerda, cógete una punta, así,
así, ¿cómo era esa canción de romería,
Bruna? Bruna le quita la petaca y da un
trago, luego tararea una canción, se
agarra también el camisón y comienza a
bailar. Roberta le da la mano, se miran,
hace tanto tiempo que no se tocan.
Bailemos por las desgracias, dice
Roberta. Eso por las desgracias, dice
Valentina, que todas tenemos mucho por
lo que bailar, a mí se me murió la
madre, tu hija, abuela, y a ti esta noche
negra el hijo, tía abuela. Mira qué bien
habla tu nieta, dice Roberta. Las tres se
agarran de las manos y danzan en círculo
como las meigas en la habitación
pequeña del sótano, conjurando las
penas, bebiéndoselas en el orujo de
Angustias, que se revolvería de envidia
en la tumba si las viera. Bailan y bailan
las tres canciones de romería, hasta que
muertas de risa se caen sobre la cama,
acurrucan a la niña entre las cabelleras
de rencor y las tres se duermen.
Mientras tanto, en la cocina, esa
noche de duelo en que Jacinto agoniza
en su cuarto de la infancia, Petriña está
sentada en la silla baja, frente a los
fogones que le tostaron la juventud.
Petriña con su orujo, en la intimidad del
fuego, del silencio que cae sobre la
borrachera tierna, nostálgica, ésta por
mi madre, y se da un balazo de orujo en
la garganta, se lo traga. Jueves aparece
como una sombra, iluminada tan sólo
por sus dientes, mira a Petriña y le
sonríe. Este trago era en recuerdo de mi
madre que se llamaba Nacha, le dice al
enfermero de las selvas, del olor a los
ungüentos dulces y las inyecciones
heladas. Jueves asiente. Petriña se
levanta, coge un vaso y le sirve orujo,
brinda por tu amo Jacinto, le dice, toda
la vida con un pie en cada mundo y esta
noche por fin va a poner en un mundo
los dos. Jueves se acerca una silla al
lado de Petriña, es más alta que la de la
criada vieja. Ella sirve un trago a cada
uno, chocan el cristal. Petriña: por
Valentina, que es una niña linda, por el
muerto del saloncito de caza, por el niño
que se ha quedado huérfano, por el
rencor que camina por la casa a cuatro
patas como un perro con rabia, y Jueves,
con sus desgracias mudas, por sus
recuerdos de amores prohibidos, beben
y beben y la noche pasa. Jacinto Novoa
con estertores que poco a poco le
paralizan el cuerpo, ya no puede mover
los pies, se va muriendo a trozos,
boquea, boquea oxígeno, quiere ser pez
dorado. Otro brindis, chocan los vasos,
el calor del orujo, la leche clara de las
estrellas, el fuego cometa en el fogón, ay
mi negro, le dice Petriña al cuarto trago,
ay mi negro, tantos años bebiendo sola y
mira tú que la compañía me ha
ahuyentado hasta la soledad del trasno,
ay mi negro, por la vida que es perra
mala y perra buena hasta el fin de los
días, ay mi negro, y Jueves baja la
cabeza y se ríe con los labios que
esconden nieve, y bebe, ay mi negro,
bebamos que esta noche es noche de la
compaña, de la santa, mi negro, que aquí
hay un muerto que llevarse y menudo
muerto, que es mensajero de todos.
Bruna se despierta junto a la
cabellera de su prima Roberta, esa que
prometió no cortarse hasta que ella se
muriera. Entre las dos mujeres,
Valentina duerme. Tiene un ronquidito
de orujo. A lo lejos suenan las
campanas. Eso es lo que la ha
despertado. Le ha venido a la memoria
el recuerdo de la noche en el bosque con
José Novoa, cuando se cayó por un
terraplén y ella le hizo un torniquete en
la pierna. Se estremece. Las campanas
otra vez, ding-dong de bronce invisible,
ding-dong, tocando a muerto. Arropa a
Valentina. ¿A quién vendrán a llevarse?,
se pregunta Bruna, aquí estamos varios
con un pie en la tumba. Pero mi nieta no.
Le acaricia el cabello. Ding-dong, más
cercano. Bruna se dirige a la ventana
que da al jardín. Se asoma. Está a la
altura del suelo. Hay una luz
blanquecina de claras a punto de nieve.
Pero el cielo está oscuro, sólo con unas
cuantas estrellas. Un olor a cirio penetra
en la habitación. Es ella, se dice Bruna,
ya no tengo duda. Se retira de la
ventana. Pone una mano en su pecho, el
corazón le late aprisa, a ver si vienen a
por un muerto y se van a llevar dos.
Bruna, cálmate, se habla para retener las
lágrimas. José Novoa, murmura, padre,
esa noche no venían por ti, pero ésta
vienen por tu hijo, que es mi marido, mi
hermano. Se asoma otra vez. La luz de
espectros está más próxima, tiembla,
ding-dong, el despliegue de cirios,
tiembla. Con una horquilla del moño de
su prima se abre una raja en una yema
del dedo, y dibuja con su sangre un
círculo alrededor de la cama donde
reposa Valentina junto a Roberta. Hoy te
vas a librar, vieja, le dice a su prima en
voz baja, protégeme a la niña que otro
día no lejano a por ti vendrán y no habrá
nada que te salve. Bruna abandona la
habitación con sigilo tras besar a
Valentina en la frente, sube la escalera
de castaño, abre la puerta de la alcoba
de Jacinto. Él la siente entrar. Está de
pie junto a la cama. Acaba de orinar en
una pecera de su fiesta de compromiso.
Si alguien me hubiese dicho que
acabaría meándome en una de ellas el
día de mi muerte no lo habría creído.
Jacinto se despeña de risa. Bruna no
puede evitar sonreír. Vienen por ti,
Jacinto, ¿la has oído?, ¿la hueles? Me
hablas después de cuarenta años para
sentenciarme, responde él. Ding-dong, la
niebla brilla en la ventana. Cirios. La
santa viene por mí, dice él, la Santa
Compaña, ding-dong. Parece que traen
campanas de gloria, Jacinto, para recibir
a un emperador. Pongámoselo fácil, dice
Jacinto mientras intenta tumbarse de
nuevo en la cama, pero se dobla de
dolor en el pecho y está a punto de caer
al suelo. Bruna le coge por los hombros,
le ayuda a subirse al lecho. Has perdido
el olor del bosque, le dice Jacinto. He
perdido tantas cosas, responde ella, va a
soltarle pero él le retiene una mano.
Bruna, Bruna, tocarte una vez más antes
de irme, Bruna, no he dejado de
quererte, Bruna, que me condenaste a los
muertos perpetuos, que no ha habido
hembra en el mundo, y lo he recorrido
buscándola, que me los haga
desaparecer como tú con tu sola
presencia. Mira, le dice Jacinto, le
señala debajo de la cama, hay un libro,
cógelo, es el atlas de tapas verdes,
ábrelo por el mapamundi que te enseñé
en la biblioteca por primera vez. Bruna
hace lo que le dice y ve el mapa lleno de
cruces. Son los lugares por los que he
viajado. Me he hecho rico recorriendo
el mundo como médium, pero yo sólo
buscaba una mujer que me hiciera
olvidarte, sabiendo que no iba a
encontrar ninguna. Era como Prometeo,
mi Bruna, condenado eternamente a que
cada mañana un águila le comiera el
hígado que le crecía durante la noche y
vuelta a empezar, así era mi vida, cada
hembra que salía de mi cama era una
amargura porque no eras tú, y los
espíritus se me echaban encima. Pero es
que el mapa que yo he anhelado siempre
ha sido el mapa de tu cuerpo que un día
exploré, y mi destino era tu corazón,
ding-dong, la niebla en la ventana, la
sombra de las cruces, el perfume de la
cera. Ya vienen, Jacinto. Sí, están muy
cerca. ¿Sabes que yo la vi pasar una vez
con tu padre, que también era el mío,
escondidos en el bosque? Llevadme a
mí, decía, y no vayáis al pazo que ahí
está mi hijo Jacinto, alejaos. Jacinto
sonríe, ¿te ha puesto el corazón blando
tu nieta o sólo te regodeas de que me
voy a morir? Ding-dong, la niebla,
nieve, los cirios. Ya vienen, dice él. Y
yo con las cuentas sin saldar.
Perdóname, amor mío, por quererte a
cualquier precio, por temer perderte;
perdóname por buscar consuelo en otros
pechos que no eran los tuyos sino los de
tu prima que tanto querías, y yo puse
entre vosotras una espada de dos filos
que os mantuvo alejadas. A ese hijo mío
que se llama Uxío le dejo los dineros
que obtuve de médium, a ti y a Valentina
todos los bienes de los Novoa, que
muchos ya son tuyos. Por derecho de
sangre, dice Bruna. Por derecho de
sangre, como mi padre quería. Voy a
reconocerla y nunca será tuya, eso me
dijo. Ding-dong, bruma, cirios, un
cántico espectral. ¿Vas a vagar con la
Santa Compaña, Jacinto? ¿Te van a
condenar? Él sonríe. Un pinchazo de
dolor le hace retorcerse, Bruna, susurra,
Bruna, mi corazón ya no resiste más,
dime que me perdonas. Ella ve un rostro
de canario pálido, y no al viejo guanche
que ha venido de América lleno de
amuletos desconocidos, al indiano que
viste de túnica y de santos que no son de
la tierra, ve al niño de su infancia, ve al
joven que la besaba con los labios de
mar, ding-dong, la niebla que penetra
como el humo por las grietas; vete,
Bruna, a ver si van a llevarte, vete, mi
amor, ding-dong, las campanas retumban
en sus pechos, vete para que pueda
ponerme en paz con nuestro padre antes
de que sea un espectro y mi voz sea
semejante a la suya, nunca he dejado de
quererte, mi mujer, mi amiga, mi
hermana, ding-dong. Vete, ella le besa en
los labios, adiós, pajarito, adiós,
Jacinto, no tardaré en ir donde tu vas. Te
esperaré, amor mío, y ahora márchate,
ding-dong. Bruna le aprieta una mano
por última vez y se marcha, hueca, como
si le quitaran la losa de la venganza y no
le quedara nada. Ding-dong, esperad,
espíritus impacientes, esperad aunque
sólo sea por deferencia a este servidor
que ha sido siempre vuestro, he de
hablar con mi padre, ding-dong,
esperad. Padre, padre, perdóname,
padre, pero ¿qué dices hijo?, la voz de
Amelia se escurre entre la niebla. Tú
calla y vete donde reposen las monjas.
Padre, padre, Jacinto le llama con
lágrimas en los ojos. Bestia, no vas a
llevártelo tú al infierno, ruge Amelia, es
mío, José Novoa, ríe. No pidas perdón
por lo único con hombría que cometiste
en la vida, el único favor que le has
hecho a tu padre. Jacinto, ven con tu
madre y no con esa bestia sacrílega que
te llevará al infierno. Me reclaman las
almas en pena. Jacinto vislumbra el filo
de las túnicas, suenan las campanas de
muertos, pero entre la niebla surge la
silueta del padre Eusebio, en una mano
sostiene un trozo de grelo, el grelo de la
humanidad. Ven conmigo, muchacho, que
yo te abriré el camino del huerto eterno.
El padre hace la señal de la cruz con el
trozo de grelo y se lo introduce en la
boca a Jacinto, que en esa comunión
muere.
29
Coronación de reinas
Han pasado dos días desde la muerte
de Jacinto y el accidente que acabó con
la vida de Uxío. Es una mañana fría, la
primera del mes de noviembre, pero
brilla el sol. Valentina está en la
habitación de Amelia Lobeira. Mira a
Pedro Mencía dormir sobre la cama
austera. Le estudia la forma del rostro,
la barbilla redonda, el vello que le
despunta sobre los labios. Se sienta en
una silla junto a él. La luz dorada del
otoño entra por la ventana y cae sobre
Pedro como un cono de oro. Valentina
juega a tomar distintos encuadres de su
rostro con la Leica hasta que la
respiración de Pedro se hace más fuerte.
El niño se gira hacia el lado donde está
ella como si quisiera mirarla, pero tiene
los ojos cerrados. Ha sacado los brazos
fuera de la sábana y Valentina le mira
las manos de dedos largos. Deja un
momento la Leica sobre la cama y se los
acaricia, pero enseguida retira la mano
por si Pedro despierta. Contiene la
respiración. Espera. Nada sucede.
Sonríe. Pedro duerme. Parece más
pequeño así. Inofensivo. Valentina juega
a inclinarse sobre su boca, a quitarse
enseguida por si despierta, hasta que le
roza los labios. Siente calor en el pecho
y los roza otra vez más despacio, cierra
los ojos, siente florecerle el vientre, los
abre y se encuentra con los mares de
Pedro Mencía, mirándola. Un líquido se
le escurre entre las piernas, deja caer la
Leica al suelo y huye.
Entretanto Bruna se acerca a la
habitación de su prima Roberta. Ahora
está instalada en una alcoba luminosa de
la segunda planta. Tiene una cama con
dosel de flores y una colcha guateada de
raso. Está sentada frente al espejo de
una
coqueta
desenredándose
la
cabellera.
—Qué bien puede vivir una así toda
la vida. Aunque esté comida de penas
como si fueran piojos. —Ríe.
—La poca que te queda, será —
responde Bruna—. Te traje el desayuno.
Coloca una bandeja con chocolate y
bizcocho sobre la cama.
—¿Tú a mí sirviéndome?
—Yo mando hasta en el destino,
hasta en las predicciones. —Sonríe.
Coge el cepillo que tiene su prima
en la mano y comienza a cepillarle su
larga cabellera.
—Hay que ver lo fea que te puedes
llegar a poner con tal de no morirte
antes que yo —le dice mirándola a
través del espejo.
Llaman a la puerta. Es Petriña, que
viene a avisar a Bruna.
—Señora, Valentina se ha encerrado
en el baño y desde la puerta la oigo
llorar.
—Gracias. Voy enseguida.
—¿O lo haces por tu nieta? —le
pregunta Roberta.
—Se lo prometí.
Bruna sale de la habitación y se
dirige al cuarto de baño. Golpea la
puerta con los nudillos.
—Abre, Valentina.
—No quiero.
—Se acabaron los no quieros y las
revoluciones, niña mimada. Abre ya.
—Si abro, ¿me dejará llamar a
Cuba, me dejará hablar con Melinda?
—¿Qué tienes que hablar con ella
que no puedes hablar conmigo? Abre te
digo.
—Tengo que contarle algo.
—Te dejaré llamar si abres la
puerta.
Se escucha descorrer el pestillo y
Bruna entra en la habitación. Valentina
tiene los vaqueros desabrochados y las
manos en su sexo. Lágrimas.
—¿Qué te ocurre?
La niña calla. Bruna le retira con
suavidad una de las manos del sexo,
pero Valentina opone resistencia.
—Déjeme.
Bruna insiste, y ve una mancha de
sangre entre los dedos finos,
adolescentes.
—Váyase, que estoy hablando con
mi madre.
—¿Es la primera vez?
Valentina asiente. Tiene los ojos muy
verdes a causa del llanto y le brillan
como los helechos del bosque. Son sus
mismos ojos, piensa Bruna, cambiantes,
camaleónicos, adaptándose a la luz o a
la desgracia. Atrae a su nieta hacia sí, y
la abraza.
—No pasa nada, ya eres una
mujercita.
—No quiero —responde Valentina.
—Quieras o no lo eres. —Le besa la
cabeza, le mesa los cabellos—. No
tengas miedo porque yo estoy a tu lado.
—Mi madre vendrá, tengo que
hablar con ella.
Valentina se lleva las manos a la
cuerda.
—Tu madre está muerta —le dice
Bruna. La separa de ella, le mira las
pupilas que le apuñalan nostalgia, le
limpia las lágrimas.
—No lo está.
—Sí —susurra Bruna—, mi niña
Rebeca de pelo rojo está muerta, ya no
va a venir nunca más.
—Sí lo hará. —Valentina se aferra
con más desesperación a la cuerda—.
Mamá me dijo que siempre estaría
conmigo, teníamos una cuerda mágica
que iba de su ombligo al mío, tócatelo
cada vez que tengas miedo, cada vez que
te sientas sola, yo te protegeré del
mundo cuando el mundo sea malo, que a
veces lo es, todo eso me dijo, pero
mamá se fue, desapareció y desde
entonces no puedo escucharla, por más
que le hablo ella no me contesta, no
siento a mi mamá, no la encuentro.
—Ella está contigo, pequeña.
—No —Valentina niega con la
cabeza—, me mintió, no iba a estar
siempre conmigo. —Arroyos de
lágrimas se le escurrían por las mejillas.
—Verás, déjame hacer algo. —
Acaricia una mejilla de su nieta, le
aparta del rostro unos mechones del
cabello que se le enredan de la pena.
Bruna le desata la cuerda muy despacio.
—No —dice Valentina aferrándose a
ella.
Bruna la abraza otra vez y la besa,
las manos de la niña van cediendo
conforme su abuela la acaricia, la
cuerda cae al suelo y Valentina rodea la
cintura de su abuela con fuerza, hunde la
cabeza en el pecho de la anciana, que se
estremece. Helechos creciéndole en las
tripas.
—No tengas miedo —le dice a
Valentina—, yo estoy contigo.
—No quiero querer a nadie más que
se vaya a morir.
—Entonces no podrás querer a
nadie, mi niña, todos nos vamos a ir a la
tumba en un momento u otro.
—Pero usted es vieja y se va a morir
pronto.
Bruna le besa una mejilla.
—Pero aún no estoy muerta, querida,
dame tu mano. —Se la pone en su pecho
—. ¿Sientes mi corazón, lo escuchas
palpitar?
El corazón enloquecido de su abuela
le golpea la palma, Valentina lo siente
saltar, hacer cabriolas, y sonríe, pone
las dos manos sobre él.
—Vamos a cuidarlo —le dice—, no
se altere mucho, abuela, no se alegre
mucho ni se ponga muy triste, a ver si le
va a dar por pararse.
—Déjale que corra, niña, lleva tanto
tiempo parado, muerto, déjale que se
desboque. —La abraza, la levanta un
poco del suelo, la besa—. Déjale, y si
luego se muere que lo haga feliz, para
qué lo quiero en un pecho vacío, hueco;
no, niña, ya se lo comerá la tumba
cuando toque, pero aún no, no te asustes,
yo mando en todo. —Valentina sonríe—,
y no muero hasta que yo lo diga.
—Eso no puede ser, abuela. —La
niña sonríe.
—Ah, sí, conmigo sí, menuda es tu
abuela, y ahora como vas a mandar tú,
yo no me muero hasta que tú me lo
digas, hasta que te canses de quererme.
—No me voy a cansar nunca. —Le
pone los brazos en el cuello.
—Bueno, pues entonces aquí me
quedo para siempre, como una momia.
—Se ríen—. Y ahora voy a decirle al
chófer que venga y nos lleve a la
farmacia para comprar las cosas
modernas de mujeres, que en mis
tiempos nos poníamos los paños en los
bragones del mes.
—¿En los qué?
—En los bragones, que los otros
días íbamos así, al viento.
—¿Sin nada?
Valentina abre los ojos verdes.
—Anda, claro.
La niña ríe.
—En sus tiempos eran muy
bárbaros, abuela.
—No sabes cuánto. —Le acaricia de
nuevo el rostro—. Ahora te vas a poner
una toallita.
—Sí, abuela, ¿y no le quedan
bragones?
—Ay que los tiraríamos todos —ríe
con los dientes que aún tienen algún
matiz de perlas—, pero le voy a
preguntar a Roberta.
—Eso, yo quiero verlos. —Sonríe
Valentina.
—Pues los buscamos, no hay más
que hablar.
—Me duele un poco aquí la tripa,
abuela. —Se la señala.
—Eso es muy normal, y no has de
preocuparte, ahora ya formas parte del
universo, te vino la luna que florecerá
una vez al mes, fíjate.
—¿Soy como la luna, abuela?
—Lo eres. Mi lunita llena, a partir
de ahora te voy a llamar.
—Sí, me gusta mucho. —La abraza
una vez más.
—Pues hala, vamos a que te pongas
algo.
Valentina se abrocha los vaqueros,
le da la mano a su abuela, juntas se
dirigen hacia la puerta, sobre las losetas
del baño queda la cuerda de fraile,
enroscada en su propia soledad.
Valentina se vuelve un momento para
mirarla.
—¿Y mamá, abuela?
—Mamá está aquí —primero pone
una mano en el corazón de la niña y
luego en el suyo—, con nosotras —y
luego una mano en el vientre—, ahora
somos un triángulo, la vas a escuchar en
cuanto dejes de estar triste, la pena nos
deja sordos.
—Pues yo oigo muy bien, abuela.
—Sordos por dentro, nos tapa los
oídos del alma y sólo escuchamos el eco
de nuestro vacío, pero si dejas de estar
triste la pena se va con sus manos frías a
taparle los oídos a otro, entonces vas a
escuchar a mamá.
—¿Usted la oye, abuela?
Bruna traga saliva, traga el nudo de
soledad que se le va por el desagüe.
—Ahora sí puedo oírla, Valentina,
ahora sí, mi lunita que florece encarnada
cada mes, que se convierte en
primavera, en amapola, ahora sí puedo
escucharla como no pude hacerlo antes.
—¿Y qué le dice?
—Que todo pasó y tú eres lo que no
tuvimos, una lunita de redención.
El Mercedes con el chófer calvo
avanza por la carretera estrecha
pespunteada de robles. Valentina y
Bruna regresan al pazo tras ir a la
farmacia del pueblo. Por la ventanilla
del coche, la niña mira el paisaje que
recorrió el día de su llegada desde La
Habana, y siente que el frío que
albergaba en su interior se ha templado
a pesar de que se acerca el invierno. El
sol poco a poco ha ido ocultándose entre
las nubes, y una bruma luminosa se
extiende por las montañas que
descienden manchadas de verde y ocre
hasta el río grande. Los salgueiros con
las puntas de las hojas amarillas les
salen al paso en la cuneta. Las rocas con
el tapiz de musgo. Los esqueletos de
árboles que el otoño dejó desnudos y la
humedad
cubrió
de
líquenes.
Fantasmales entre el verdor majestuoso
que aún no ha sucumbido a esa estación
del año. Laderas rudas alineadas de
viñas se abren a un lado de la carretera
mientras al otro se despeña, en la lejanía
del valle, el zigzag del río oscuro.
—Pare el coche, pare —le dice
Bruna al chófer, que aparca en la cuneta.
El corazón le late muy fuerte.
—Regresaremos a casa andando.
Quiero enseñarte el bosque, Valentina.
Quiero enseñarte dónde pasé mi
infancia.
Tomadas de la mano se adentran en
la espesura de castaños, robles,
salgueiros, mimosas robustas, mantos de
brezo. Suben una ladera donde se abre
una oquedad con la arquitectura perfecta
de la naturaleza: tréboles, plantas de
tallo fino por donde gotean los jugos del
bosque. Las hojas secas cubren la tierra
y crujen bajo sus pisadas. A Bruna le
llega el aroma de la hierba mojada, el
frescor de los helechos. Lleva un
vestido de punto azul sin camisón
debajo. Y las gotas de rocío le
humedecen las medias.
Bruna echa a correr; enseguida
siente a su lado el zumbido de una abeja.
Madre, le dice, aquí estoy, huelo la
retama de tu miel. Valentina corre a su
lado. El viento les acaricia las mejillas,
se las deja sonrosadas, hasta que Bruna,
fatigada, se detiene. Valentina la mira
preocupada.
—Estoy bien, niña, mejor que en los
últimos cincuenta años.
Se sienta en una roca que sobresale
entre unos troncos cortados.
—Explora sola el bosque mientras
descanso un poco.
Bruna ve a su nieta perderse entre la
vegetación siguiendo el curso de un
arroyo, que se abre paso con un caudal
sonoro. Tiene ganas de calzarse las
zuecas, de quitarse las bragas, de
recoger palitos para hacer trampas de
pájaros, de comérselos y chuparles los
huesos. Trazos de bruma penetran entre
los castaños, que pierden el bronce de
las últimas hojas. Le huele a vida, a la
suya.
A lo lejos ve regresar a Valentina,
trotando. Se levanta de la roca y va
hacia ella. La niña trae algo en las
manos, pero hasta que no está más cerca,
Bruna no distingue lo que es.
—Abuela, le he hecho esta corona
de ramitas de helecho, aprendí a
trenzarlas para los carnavales.
—Gracias, niña. —La toma en sus
manos, la hace girar entre ellas.
—Démela que se le pongo en la
cabeza como si la coronara.
—No, Valentina, se acabaron para
siempre las reinas —dice mientras la
abeja de su madre le zumba una caricia
en el oído.
Camina hasta el arroyo junto a su
nieta. La niña le agarra de la cintura
cuidando de que no se caiga y le sonríe.
Comienza a nublarse la naturaleza entre
la niebla, que desciende tersa, y el
bosque se hace más íntimo. Bruna arroja
al agua la corona y juntas siguen su
recorrido por el cauce alegre. Choca
con las piedras, se hunde para reflotar,
se tambalea en los pequeños rápidos,
hasta que la pierden de vista entre las
hierbas altas de las riberas que
serpentean bajo la bruma.
Agradecimientos
A mis padres y mi hermana, siempre
a mi lado.
A Manolo Yllera, que está detrás de
cada personaje, de la carne, los huesos y
el alma de esta novela; por vivir su
historia conmigo, por aventurarse junto a
mí una y otra vez en las tierras gallegas,
por sus lecciones de fotografía, por
descubrirme de nuevo el mundo a través
del objetivo de su cámara, y de mi vida
junto a él; por ser mi inspiración, mi
compañero, mi crítico, mi apoyo; por
creer en mí.
A Ángel Lucía Aguirre, por
participar en la vida de esta novela, por
sus palabras de entusiasmo y aliento que
tantas veces me dieron fuerza para
seguir adelante, por el final de la novela
«a lo Rousseau», dedicado a él con toda
mi admiración.
A Nuria Sierra Cruzado, que me
acompaña de nuevo en la aventura de
otro libro, por leer el manuscrito, por
darme su opinión que tanto valoro, por
estar cerca animándome siempre; por
contagiarme su devoción por los
fotógrafos Robert Capa y Gerda Taro y
prestarme un par de libros sobre ellos.
A Clara Obligado, que me dio un
ultimátum para que arrancara a escribir
el primer capítulo de esta novela cuando
me hallaba perdida en el terror de la
página en blanco; sus enseñanzas y sus
palabras de ánimo siempre van conmigo.
A Alberto Marcos, mi mago de la
edición, por su apoyo constante.
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