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CAPÍTULO 1
Oslo, jueves 31 de mayo de 2010
L
as gotas de lluvia salpicaban cada vez con más intensidad
tras el cristal de la ventana que separaba la mesa del lujoso restaurante de la acera ancha de la avenida más transitada de Oslo.
A Albrecht le encantaba ese sitio, por lo que el dueño del establecimiento, considerando que era un cliente sumamente especial por su reconocida reputación como escritor, dejaba todos
los días laborables la mesa reservada exclusivamente para él.
Como es normal en sus días de jornada laboral, Albrecht y
su inseparable amigo Louis se encuentran almorzando mientras las predominantes gotas caídas del cielo seguían incesantes distrayendo la mirada de Albrecht, que observaba los
incómodos paraguas que se chocaban torpemente con los transeúntes por imponerse al estresante ritmo que nadie estaba dispuesto a frenar. Así de animada siempre era esa calle peatonal
de aproximadamente una milla de longitud. La «Karl Johan
Gate», puro corazón de la ciudad de Oslo, donde sus mejores
y más glamourosos restaurantes, tiendas, hoteles... se dispersaban con impresionantes y señoriales fachadas al estilo neoclásico de finales del siglo XVIII y principios del XIX.
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Es la calle principal porque en ella aparecen los edificios
más emblemáticos de Noruega, como son el Palacio Real, la
Catedral, el Teatro Nacional, el Parlamento, la Universidad,
la Estación Central; y todo ello entre amplias plazas, parques,
centros comerciales y artistas que con sus kioscos y atracciones cubren de espectáculo el extenso paseo.
En definitiva, el lugar más acondicionado para el entretenimiento y poder ubicar una gran empresa. Allí, frente al restaurante y al lado del centro comercial «Basarhallene», se
exponía la giratoria puerta de cristal de la conocida internacionalmente editorial y revista «Culture Shock». Edificio de
cinco plantas donde periodistas, investigadores de noticias,
redactores y máquinas de impresión, ponían en pleno activo
el negocio heredado por Louis de su querido abuelo: el famoso y difunto escritor Alexander Haller.
Louis, un joven no muy agraciado físicamente pero bastante llamativo por su pelo rojo cortado al uno, pecas en la
nariz, ojos verdes y construcción robusta, es el director y presidente de accionistas de la editorial. Se podría decir que era
un jefe precoz, ya que con solo veintiocho años y unos recientes estudios de periodismo, tenía a sus órdenes más de trescientos empleados.
Durante unos años había tenido el apoyo de su madre,
Nina, que recibió el cincuenta por ciento del negocio, pero
cuando cumplió la edad de los sesenta decidió descansar del
estrés y del amplio horario de trabajo, tomando así solo las decisiones vitales y otorgándole el resto de la responsabilidad a
su único hijo, Louis, y a Albrecht, al que tenía un gran aprecio.
Nina, Alexander Haller, Albrecht y Louis, se habían conocido hace unos doce años, al cruzarse sus caminos por
una entramada circunstancia que les llevó a los cuatro a
vivir una impresionante aventura, finalizando con la pérdida
del afamado escritor, en la etapa cumplida de los setenta.
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Una historia de amor, odio, ambición, y sobre todo de amistad, que quedó impregnada bajo el recuerdo de Albrecht en
su primera novela publicada, llegando a ser un gran éxito internacional. En ese pasado escrito comenzó la irrompible relación de los que continuaron en vida. No obstante, nada
tiene que ver con los sucesos que a Albrecht próximamente
le iban a suceder.
Volviendo al momento de la comida de Albrecht y Louis
en su acostumbrada charla entre socios de trabajo, discuten
amigablemente de los puntos económicos, laborales, proyectos literarios a publicar y del siguiente artículo que Albrecht
siempre escribía en la revista, en la sección de historia, que
se distribuía mensualmente.
Él tampoco pasaba por su apariencia desapercibido, con
sus ojos negros, alto, facciones bien perfeccionadas, pequeña
melena en tono azabache, que solía mantener sujeta con una
coleta baja, y como característica más personal, su mancha de
nacimiento en el hombro derecho, en forma de fresón. Le gustaba dejar sellada su particular pluma exponiendo un toque
de chispa o duda en los hechos históricos. En su comentario
fomentaba o dejaba a la libre deliberación del lector si el acontecimiento que se plasmaba podría o no haber sido de otra
manera. Buscaba connotaciones de otros documentos escritos
y cuidadosamente archivados, que podían no coincidir con
el suceso conocido mundialmente, y que, debido a ello, hubiera desencadenado otra trascendencia inesperada.
Le encantaba presentar la historia de una forma enigmática, para así, teniendo en cuenta lo sabido por el lector, poder
todavía sorprenderle. Con esa intención incluía antiguas leyendas, posibles presagios, maldiciones...
Louis era más formal y conformista, comentaba la parte
fascinante de cada relato publicado, dando pie a que se valorase el pasado para llegar al producto: nuestro presente.
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Principalmente, ocupaba casi todo su tiempo en la dirección
y producción de «Culture Shock», por la otra dedicación de
la editorial, siendo la publicación de libros y novelas, además
de comentarios de texto, literatura, historia y filosofía, para
centros educativos y universitarios.
La comida había sido excelente, y el postre, aun ofreciendo
gran variedad, Albrecht siempre lo sustituía por un café cortado, acompañado de su licor favorito: el de cerezas en copa
ovalada.
La ligera llovizna en que se había quedado sobre la
leve luminosidad del día, permitía que los andantes caminaran con cierto sosiego, dejando entre ellos el espacio
suficiente para apreciar los destacados escaparates, que
con gran glamour exhibían carísimos artículos de prendas
de vestir, decoración...
En general, lo que sucesivamente va transcurriendo después de una imponente tormenta, si bien no hubiese sido por
la extraña presencia que Albrecht vio paralizada en mitad de
la calle. Tuvo que centrarse en su apreciación, mientras que
perdía el hilo de la conversación con Louis, al no dar crédito
a lo que aparecía tras el cristal.
Allí, frente a su ventana y entre el interrumpido paso de
la gente, había una mujer con un vestido de paño marrón desgastado hasta sus pies descalzos, sucios y ensangrentados.
Lo cubría un viejo delantal blanco, completamente tiznado
de ceniza y barro, su cuello estaba tan tenso que marcaba sus
venas, como su acelerada respiración, que se apreciaba en su
escotado pecho. Su rostro, con una pequeña brecha en su mejilla izquierda, por donde descendía una gota de sangre, reflejaba aun así una joven hermosa, con unas marcas faciales
perfectas, unos ojos verdes penetrantes, rasgados como una
gata, con un cabello color avellana, liso y tremendamente
brillante, llegando sus puntas hasta rozar su esbelta cintura.
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Su piel parecía oscura, aunque estaba impregnada de polvo
gris, dándole un aspecto de inmundicia y descuido.
Pero lo más increíble era su escalofriante mirada, clavándosela a Albrecht con tal rudeza, que su postura indicaba
amenaza.
Estaba inmóvil, sin hacer ningún amago de movimiento
por el posible choque de algún caminante. Incluso daba la
impresión de no llamar la atención de nadie, cosa que parecía
incoherente por la apariencia y fijación de la joven.
Albrecht apartó la vista por sentirse intimidado, y segundos después, al volver a mirar tras la ventana, se quedó sobresaltado al comprobar que tras la aglomeración de
personas sin rumbo, ya no estaba aquella mujer.
—¿Se puede saber qué te pasa?— habló Louis al notar su
asalto—. Parece que has visto un fantasma por la ventana.
Albrecht se quedó callado, al no estar seguro de que solo
hubiese sido un espejismo. ¡Eso sí!, un inhóspito y escalofriante espejismo. Por lo que prefirió ignorarlo y aceptar que
su cabeza le había jugado una mala pasada.
—No, no es nada: me he distraído con tantos paraguas.
¿Viene o no viene la nota? Ya hace un rato que estamos esperando.
—¿Pero qué dices? No la hemos pedido.
—¿Qué? ¡Claro que se ha pedido! ¿Me estás tomando el
pelo?— dijo Albrecht, molesto.
—Si te acaban de traer el café y la copa.
Albrecht observó su taza, y bajo su asombro comprobó que
era cierto. La taza estaba llena y caliente cuando juraría habérsela tomado, al igual que su copa, sin la huella labial marcada
en el borde del cristal por haber dado el primer sorbo. Estaba
desconcertado. Si la visión de aquella mujer le había parecido
una alucinación, lo que acababa de acontecer ya tocaba la total
estupidez, pero aun así prefirió no seguir dándole importancia.
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—¿De verdad estás bien? ¿O eres tú quien me está tomando el pelo? —cuestionó Louis.
—No, no me hagas caso. Hoy no tengo un buen día ¿Nos
vamos?
El despacho de Albrecht se encontraba en la última planta,
unido al mismo pasillo que el de Louis. Pero el suyo hacía esquina con el edificio, donde desde su ventana se podía contemplar una maravillosa vista de la ciudad de Oslo, junto con
el fondo de sus altas montañas verdes por la época primaveral, contrastando con el infinito cielo que poco a poco iba dejándose ver tras el alejamiento de las nubes grises.
Una panorámica que a Albrecht le encantaba apreciar,
por crearle la vital inspiración y respiro a su continua concentración en el trabajo. Sin embargo, hoy no daba resultado. Desde que había regresado del almuerzo no se había
despegado de la ventana. Buscaba desde la altura en cada
punto de espacio accesible a aquella mujer, o algo que demostrara que había estado allí, que no se lo había imaginado, que había sido real.
No podía olvidar aquella inexplicable imagen, ni esa mirada de desafío que le había hecho sentir tan incómodo. En
su interior estaba lleno de contradicción, porque aunque el
aspecto de la desconocida era sucio y espeluznante por sus
pies descalzos, manchados de barro con sangre, y su raja sangrante en la cara, no rompía con sus ojos verdes como el rubí,
sus perfectas curvas y su largo cabello castaño la armonía de
su grandísima hermosura.
Puede que hubiese sido una actriz más de la calle, pero si
fuera así, ¿cómo podía haberse esfumado tan rápido?, y ¿por
qué...? ¿Por qué se fijaba concretamente en él? ¡Y lo más chocante!: ¿por qué nadie la miraba a ella? Preguntas que no paraba de hacerse, hasta que su secretaria, Valeska, abrió la
puerta.
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—Albrecht, perdona que te interrumpa, pero te estoy pasando una llamada que parece urgente.
—¿Una llamada?,—se extrañó—. ¿Cuándo? No me ha sonado el teléfono.
—Te la he transferido tres veces en menos de diez minutos, y a mí sí me da señal en la línea. Ahora mismo la vuelvo
a tener en espera ¿Te la paso?
Albrecht se quedó confuso, intentando recordar si el teléfono había sonado, ya que estaba seguro de que no lo había
escuchado.
—¿Quién es?
—Me ha dicho que es Mr. Armstrong.
—¿Armstrong? No conozco a nadie con ese nombre.
—Es lo que me ha afirmado, y dice que es esencial que llegue a conocerle.
Albrecht estaba paralizado junto a su mesa.
—Si no contestas me da la impresión de que va a seguir
insistiendo —dijo ella.
—¡Sí!... ¡Pásamela!
Esta vez el aparato sonó como de costumbre y Albrecht lo
cogió:
¡Diga!
Sus ojos se quedaron sin parpadear al no entender lo que
estaba oyendo; era una melodía suave, que comenzó sonando
en tono bajo, incrementando rápidamente su intensidad.
—¡¡Dígame!! ¿Quién es?
Nadie respondía tras el audífono, y el sonido iba siendo
cada vez más potente, hasta que de repente paró. Tras el auricular se difundía un silencio desolador, que por más que
Albrecht insistió en que alguien hablara, no se produjo.
—¡¡Valeska!!, —gritó, colgando con furia el auricular.
—¡Qué! —dijo ella entrando.
—¿Cómo era la voz de ese hombre? ¿Era joven? ¿Mayor?
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—¡Pues...! Se apreciaba más bien mayor.
—¿Y has oído una música?
—No, únicamente escuché al señor ¿Se ha cortado la llamada?
No respondió, meramente daba vueltas por la mesa,
echándose para atrás con sus manos la melena suelta.
—¡Socio! ¿Por qué no has venido a la asamblea? —dijo
Louis disgustado, mientras adelantaba a Valeska en la puerta
del despacho.
—¿Qué?
—¿Cómo que qué? ¡La asamblea!
—No sabía que habías convocado una asamblea —dijo Albrecht, con tono nervioso.
—Te lo he dicho en la comida. Hoy adelantábamos la
asamblea, porque el escritor invitado no podría asistir mañana. Pero... ¿Qué te ocurre? Llevas en las nubes todo el
día.
Albrecht, con la mirada ida, seguía sin parar de andar de
un lado para otro.
—¡Al! —que así Louis le llamaba en confianza—. ¿Me
estás escuchando?
—¡Sí!, perdona. Es verdad, parece que todavía no he despertado de mi sueño, o mejor dicho, pesadilla. Me voy a casa,
mañana hablamos.
—¿Pero, te encuentras bien? —dijo Louis, cambiando su
enfado por preocupación.
—Sí, mañana ya se me habrá pasado —y salió por la
puerta, dándole a Louis unas palmaditas en la espalda.
Cuando Albrecht cerró la puerta de su ático, dejó caer las
llaves en el sofá, desplomándose seguidamente él. Vivía a las
afueras de Oslo, en una pequeña urbanización residencial de
alta clase, y desde su enorme terraza podía disfrutar del hermoso paraje natural noruego.
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Su apartamento, con gran amplitud, demostraba la personalidad innovadora de Albrecht, con un mobiliario exclusivo en tonos Berenguer y blancos, junto con una cocina en
forma de office de último diseño en gris metalizado y la más
alta gama de equipos tecnológicos y audiovisuales. La casa
típica de un rico soltero al que le gusta disfrutar tanto de su
espacio como de su intimidad.
Albrecht se notaba cansado. Había sido un jueves absurdo,
que después de profundizar en el estudio de sus extraños
acontecimientos prefería olvidarse de todo y pasar página
hasta el día siguiente. Desde luego, tanto sobresalto le había
cerrado por entero el estómago, así que se saltó la cena para
darse un relajante baño en su bañera de hidromasaje y descansar en su plácido sofá de cuero negro, mientras disfrutaba
de la carrera de coches que veía en televisión plana de cincuenta y dos pulgadas. No obstante, el día había sido tan sumamente tenso, que tras la terapia de relax, Albrecht no pudo
evitar quedarse dormido durante media hora, hasta que un
insólito ruido le despertó.
El sonido se asemejaba al de un cañonazo. Se enderezó de
un brinco y nada mostraba haberse movido, la televisión encendida y todo tal como estaba cuando se sentó en el sofá,
pero el estruendo retumbaba en su cabeza, sin entender de
dónde habría provenido. Se cuestionaba si podía haber sido
otro lapso fortuito, pero tal como el día se había propiciado,
empezaba a creer que no era casualidad.
—¿Qué me está pasando? —se decía de nuevo agitado.
Sin más, las luces de todo el apartamento empezaron a
destellar; se apagaban y encendían al igual que todos los aparatos eléctricos, sin control alguno.
—¿Me estaré volviendo loco?
Miraba a todos lados con los ojos abiertos de par en par,
hasta que algo impactante le hizo detenerse. En la terraza estaba
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de nuevo esa mujer. Inexplicablemente se encontraba allí, paralizada, con la misma mirada, el gesto endurecido de su
bello rostro, la misma ropa apropiada de otro siglo y sus pies
descalzos, dentro de un pequeño charco de sangre como su
herida en la mejilla y ahora también en las manos.
Albrecht no daba crédito a la nueva aparición, sus piernas
se debilitaban por su cuerpo estremecido y por primera vez
en mucho tiempo, al igual que si fuera un niño, el terror le
dificultaba la respiración. No era persona de creer en fantasmas, pero lo que sí estaba claro es que ese ser que se encontraba en la terraza no estaba cuando él llegó a su casa. Estaba
asustado, y esperó unos segundos, deseando que aquella silueta femenina volviera a desvanecerse en el aire. Transcurrió
un simple minuto haciéndose eterno y sus miradas se cruzaban sin dar ninguno el paso, hasta que sin causa alguna un
goterón de sangre apareció de la cabeza de ella, discurriendo
por su frente. Albrecht percibió que algo le presionaba el
pecho impidiéndole hablar, y más cuando detrás de aquella
gota, transcurría otra y otra. La cara de la mujer se fue cubriendo de rojo, sin ni siquiera mover un párpado, y Albrecht, impulsado por la situación de auxilio, movió los pies
aproximándose a la terraza.
—¿Qué te sucede? ¿Estás herida?
Cuando quitó la vista para abrir la puerta corredera de
cristal, ella desapareció. Entonces su miedo se convirtió en
furia, expulsando múltiples palabrotas por la boca.
—¿Qué quieres? ¿Qué narices buscas?
De repente, algo le tocó la espalda por detrás y de un salto
se dio media vuelta, quedando su cara empalidecida y la
mandíbula desencajada.
—¿Por qué gritas? ¿Estás bien?
Albrecht cayó durante un instante, hasta que sus nervios
le dejaron reaccionar del susto.
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—Louis, ¿cómo has entrado?
—¿Por dónde voy a entrar? Pues por la puerta, que estaba
abierta.
—Imposible; yo no la he dejado abierta.
—¡Venga! Con el día de despiste que llevas hoy, no lo
dudes. Y ahora, ¿me puedes decir de una vez por todas qué
te sucede? Me tienes alarmado, por eso he preferido pasarme
a verte antes de irme a casa; quería saber cómo estabas, pero
ya veo que mucho peor.
Soltando un aliviado suspiro, Albrecht volvió a inspeccionar toda la terraza, revisó el suelo de terrazo blanco,
donde no había ni una minúscula mancha de sangre,
cuando hace unos segundos existía un ligero charco. Se
asomó hasta que su visión alcanzó hacia abajo la acera de
la calle, pero no había ni una señal de ella. Sin decir nada
entró en el salón y continuando con su conmoción, se percató de que no había muestras del descontrol de luces que
surgió antes del encuentro. Todos los aparatos electrónicos
estaban apagados, excepto la televisión, que él había mantenido encendida. Se sentó en el sofá, apartando como solía
hacer su melena negra hacia atrás y la dejó caer hasta el
respaldo.
—¡Vamos amigo! Sé que te pasa algo y nunca nos hemos
guardado secretos. ¿No? —dijo Louis, acomodándose a su
lado.
—Si te lo contase no me creerías.
—¡Claro que sí! Porque de una cosa sí estoy seguro.
—¿De qué?
—De que no estás chiflado.
Albrecht le miró con un gesto serio y se levantó de un impulso.
—¡Oye! Deja de tenerme en ascuas y cuéntame qué diablos
ocurre —dijo Louis, con ponderación.
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—¡Bueno! Espero que no te haga mucha gracia —y se
sentó de nuevo—. Hoy cuando almorzábamos y mientras hablábamos de no sé qué, me distraje mirando por el ventanal,
cuando vi algo muy raro.
—Me acuerdo. Es cuando te pregunté si habías visto un
fantasma.
—En efecto, y parece ser que sí.
—¿Qué? ¿A quién viste? —preguntó intrigado.
—A una mujer.
—¡Ah, ya! ¿Una de tus ex novias, de las que has dejado
abandonada en tus viajes de placer? —dijo Louis irónico.
—No, a esta chica no la había visto jamás. Es preciosa, sin
tener en cuenta su mal aspecto...
—Ya entiendo. ¿Y todo esto es porque de repente has recibido un flechado de cupido?
—Te equivocas, no van por ahí los tiros. Su belleza es espectacular, tiene un cuerpo escultural, una bonita cara, ojos
verdes y rasgados como los de un felino... Con el añadido de
una escalofriante expresión, mirada de odio, aspecto sucio y
sus pies descalzos como sus manos y una pequeña brecha en
la mejilla están impregnados de sangre.
—¿De sangre? —se sorprendió Louis.
—Sí, eso he dicho: de sangre. Va vestida con unos ropajes
de estilo medieval.
—Al, ¿a ver si es una de esas artistas ambulantes que se
exhiben por la avenida como atracción?
—Eso pensé al principio, pero nadie puede esfumarse en
un solo cerrar de ojos; la hubiera visto alejarse. Y ahora comprendo por qué ninguno de los viandantes se topaba con ella
y no les llamó la atención.
—Puede que se fuera ocultando entre el bullicio, y la gente
hoy en día no se sorprende por nada. Seguro que formaba
parte de algún espectáculo cercano.
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