serás una mujer helada, por Dara Scully,François

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La mujer helada, de Annie Ernaux (Cabaret Voltaire). Traducción de Lydia Vázquez
Jiménez | por Dara Scully
Una niña nace salvaje. Nace tardía, y en la casa ve al padre en la cocina, y la
madre mientras fuera, en la tienda, en el trabajo, la labor del hombre. Una niña,
digo, crece entre rayuelas y combas, crece con heridas en las rodillas que el
padre sana, que el padre cura milagrosamente. Él, la madre, aunque la niña tardará
en saberlo, tardará en sentirse avergonzada.
Una
niña
que
primorosas
e
rechaza
a
impecables.
recato.
Exhiben
trofeo.
Tú,
sin
las
Muchachas
orgullosas
embargo,
chulitas.
la
A
las
admiradas
medalla
«entérate,
al
otras,
por
mérito:
puedes
sacar
las
rizos
primorosos,
maestras,
sobre
diez
el
en
todo
pecho
todo,
dulzura
un
y
madres
lazo,
aún
así
y
un
no
agradar a Dios». La niña sabe y no sabe, siente la diferencia que planea; está
ahí, las sobrevuela a ella y a su madre, a las mujeres que atraviesan su infancia,
las tías, las abuelas… todas curtidas por el trabajo en la fábrica, las manos
ásperas y grandes. Dónde están esas mujeres de revista, se preguntará la niña, ya
muchacha, cuando le alcance la vergüenza. Cuando la amiga le señale el polvo tras
las cómodas. Cuando en la casa se evidencie que el padre no es un hombre como
debiera, y que a ella la han criado equivocadamente -estudia, hija, y llegarás a
donde quieras. No las ha conocido, no ha sabido que así debía comportarse hasta
muy tarde.
Entonces lo salvaje se debilita. La hermosa libertad se estrecha lentamente, la
apresa. Ahora se mira en el espejo: los chicos, antes invisibles, apremian. Debe
seducir discretamente. Debe seguir el manual de la buena muchacha. Los gestos,
medidos, copiados, repetidos incesantemente, incansablemente. Que se fijen en una,
que
la
cortejen.
Ahora
el
modelo
es
el
deseable.
El
adecuado,
ahí,
frente
al
espejo: esto es una chica, esto es una hembra de quince años. Dónde queda ahora el
estudia, hija. Dónde los esfuerzos de la madre, la crianza olvidada de su sexo:
sólo una niña salvaje. Algo le ha sido arrebatado. Todavía no lo sabe, pero en
unos años, más pronto de lo que imagina, será una mujer helada.
Annie Ernaux nos habla de algo que nos resulta conocido. La mujer es una hembra
con el camino trazado. La mujer será niña angelical, muchacha decorosa, juguetona
en la justa medida, y después se casará y traerá al mundo a sus criaturas. La
mujer de Annie Ernaux es una mujer helada. Una mujer sin voz ni sueños que camina
dócilmente al matadero. Allí, el hombre. La casa, los hijos, una vejez anticipada.
Y nos hiere más porque en este caso, la niña nace salvaje. Nace en un prado y allí
retoza, corre como un potrillo hermoso y valiente: sueña. La niña de Ernaux que es
en realidad ella misma ha crecido sin el estigma de su sexo, y cuando alcanza la
juventud,
el
golpe
es
doblemente
doloroso.
Aún
se
resiste,
entonces.
Estudia,
planea, traza itinerarios. Pero hace tiempo que el veneno ha sido inoculado. Para
la sociedad de entonces no hay otra dirección posible; incluso la madre, que la
crió valiente, señala finalmente al hombre como meta. La casa será sepulcro; el
llanto de los niños, un tañido fúnebre.
Pequeña nota al pie: Annie Ernaux escribió «La mujer helada» en 1981.
Aunque a día de hoy la sociedad haya avanzado, todavía
es posible reconocer a esa mujer de la que habla.
Eso es, tal vez, lo que más duele de la novela.
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Muestra mi cabeza al pueblo, de François-Henri Désérable (Cabaret Voltaire)
Traducción de Adoración Elvira Rodríguez | por Juan Jiménez García
La Revolución Francesa fue uno de esos instantes de la humanidad (y también de la
crueldad) que cambiaron el curso del tiempo sin que tuvieran una permanencia real.
En apenas una década, quedaron los símbolos y las ideas y cayó la Edad Media y los
reyes. Recordamos algunas muertes y recordamos la guillotina, pero tal vez poca
gente conozca que poco después del comienzo de aquella llamada a la libertad, a la
liberación, lo que llegó fue el terror, y que la guillotina no solo se llevó por
delante a reyes y reinas, sino a entre diez mil y cuarenta mil personas, según los
historiadores. Enemigos fueron todos, incluidos personajes fundacionales y
fundamentales de esa misma revolución, incluida la del hombre que trajo toda
aquella celebración de la muerte: Maximilien Robespierre.
En esa muerte, en ese mundo frágil, resbaladizo, se instala François-Henri
Désérable para contarnos los últimos instantes de otros tantos finales. Muestra mi
cabeza al pueblo (el último acto del ajusticiamiento por guillotina era exhibir su
cabeza) es un libro de relatos (mejor: estampas), alrededor de algunos ilustres
decapitados.
Desde la asesina de Jean-Paul Marat, Charlotte Corday, hasta Danton
(es una frase suya el título del libro), pasando, como decía, por el propio
Robespierre, la reina, María-Antonieta, el rey, su amante, Madame Du Barry, y
otros personajes históricos que acabaron, con mayor o menor dignidad, sus días con
ese instante fatal. Sin importar que fueran poetas, como André Chénier o
científicos fundamentales, como Lavoisier. Historias vistas por otros,
aproximaciones a esos últimos días y esos últimos motivos que los han llevado
hasta ahí, y también a una revolución compleja que iba a más allá de esas tres
palabras, de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Tan solo una excepción,
una excepción incluso necesaria: la de Charles-Henri Sanson, eslabón en una
dinastía familiar de verdugos en la que a él le tocó un papel memorable, porque
vivió unos años memorables.
François-Henri Désérable, en su primer libro, se instaló en una línea que viene de
Pierre Michon y sus retratos de personajes, hasta el punto de que el protagonista
de uno de los relatos de este libro, es el pintor Corentin, que también lo era de
Los Once, de su maestro reconocido (y ni tan siquiera es la única que vez que se
acercó a la Revolución Francesa). De él ha cogido su gusto por la brevedad, aunque
sin buscar su profundidad. Désérable está más interesado por el trazo ligero y por
la búsqueda de las razones, de esas razones que deben arrojar algo de luz entre
tanta oscuridad. O tal vez en construir leyendas o desmontar otras, historias para
ser contadas al pueblo, tabernarias o, mejor, historias para salones literarios.
Interesado, según confiesa, por las últimas frases de esos condenados a muerte,
sus últimos fragmentos de vidas que llegan a su final abrupto, tienen algo de esas
palabras finales, de aquello que debe permanecer para conocimiento de aquellos que
vendrán.
Libro sobre la razón de los hombres, que siempre tiene infinidad de caras y
aristas, Muestra mi cabeza al pueblo no deja ser una invitación a adentrarse en
los motivos de unos y la ausencia de ellos de otros. De cómo la historia, con
hache mayúscula o minúscula, es algo extremadamente volátil, casi un capricho del
instante, y de cómo en tiempos confusos esa misma confusión se convierte en la
materia de la que están hechos nuestros pensamientos, casi un acto reflejo. Un
libro fugaz, ligero, para pensar en la permanencia y la densidad.
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Zoco Chico, de Mohamed Chukri (Cabaret Voltaire) Traducción de Malika Mbarek López
y Karima Hajjaj | por Juan Jiménez García
El camino que llevó a Mohamed Chukri de su primera obra autobiográfica, El pan a
secas, a la segunda parte de esa autobiografía, Tiempo de errores, fue tortuoso.
No simplemente como escritor, sino como persona. Entre una y otra obra se
extienden diecinueve años en los que apenas si aparecen publicados algunos relatos
en revistas. Pero es en esa auténtica travesía del desierto donde se encuentra
precisamente Zoco Chico, la novela que ahora publica Cabaret Voltaire, y que el
escritor terminaba un 20 de abril de 1976, y eso, si cabe, la hace aún más
interesante, como algo de luz (o de oscuridad) sobre aquellos años.
El protagonista de la novela,
Ali (que bien podría ser Chukri sin comprometerse
con la realidad), llega a Tánger un día de desfile. La gente se agolpa, los
cuerpos se encuentran, no queda lugar en ninguna pensión y lo más que uno puede
conseguir es tener problemas con la policía, ocupada en limpiar las calles para
que nada desluzca. Es en ese ambiente y por azar que se encontrará con Karine, una
joven que frecuenta el círculo hippy de la ciudad. Jóvenes atraídos por una
libertad que se imaginan oriental, que generalmente cuentan o bien con una fortuna
propia capaz de mantenerles el resto de sus días o unos padres dispuestos a
costearles aquella vida. Un ambiente de sexo y drogas que contrasta con la miseria
que les rodea por todas partes (y de la que más de una vez no logran escapar ni
ellos mismos) y en el que Ali se enfrenta también a sus propios fantasmas, tras
abandonar su puesto de funcionario (como maestro) por nada, por la incertidumbre.
Zoco Chico podría ser algo así como una flânerie, un vagabundeo de Chukri a través
de Tánger vista como una ciudad inédita. Pero para el escritor marroquí, lo
interesante no es trazar una geografía física de la ciudad, sino más bien una
geografía humana, a través de las mujeres, el deseo, la miseria y la noche (ese
lugar ocupado, precisamente, por la mujer). Lo que vemos desfilar son cuerpos,
cafés repletos, hoteles miserables o gente buscándose la vida, ya sea pidiendo o
mediante pequeñas estafas. Las ciudades son aquellos que las habitan y estas
acaban construyéndose a su imagen y semejanza, también en sus contrastes. Habitar
todo esto, piensa, se pregunta, puede ser arte de vivir, supervivencia o confusión
del mundo. Tal vez todas las cosas confundidas (porque Tánger es la ciudad de la
confusión, aquella en la que todo convive sin asperezas).
Ali, que vive esa confusión también en lo que respecta a su propia vida y a
aquello que espera de ella, escapa de las preguntas, aunque viva rodeado de ellas.
Tal vez en ese grupo de hippys, de hijos de papá despreocupados, se encuentra
cómodo porque carecen de ellas (también de respuestas) y se limitan, como él, a
vagar. Quién sabe si las derivas de Zoco Chico fueron las derivas del propio
Chukri. Su intensidad a la hora de construir todo ese mundo que conoció bien nos
invita a pensarlo. Su escritura, despojada, carnal, llena de una poesía de lo
fugaz, de una cierta tristeza o melancolía de vivir y no vivir, encuentra en esta
novela toda la intensidad de su primer libro y de las obras que vendrían después.
No hay nada heroico en esos tiempos, ninguna idealización, ningún canto a unos
días que no volverán. Para Chukri, aquello que
Ali ha perdido es la voz de su
madre, a la que llamaba tan solo para oír esa voz, olvidada ahora tantas otras.
Lo demás es el resto.
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Amor por un puñado de pelos, de Mohamed Mrabet (Cabaret Voltaire) Traducción de
Ángela Pérez y José Manuel Álvarez Flórez | por Juan Jiménez García
La vida literaria de Mohamed Mrabet no deja de llevarnos hasta la de Mohamed
Chukri, con mucha mayor fortuna literaria. Ambos fueron analfabetos (Mrabet no
dejó de serlo, para, en sus palabras, preservarse de otras lecturas, mantener una
cierta inocencia), ambos se criaron literariamente en aquel Tánger de Paul Bowles.
Chukri siguió su camino tras El pan a secas, Mrabet no. Su obra está ligada al
escritor norteamericano, al que le pasaba cintas con sus narraciones en árabe
dialectal, para que luego este las convirtiera en novelas. Amor por un puñado de
pelos fue la primera y también la más conocida, y esa es precisamente la que ahora
nos trae Cabaret Voltaire. En otra cosa coincidieron Chukri y Mrabet: su
desastrosa opinión sobre Bowles. La de este último, si cabe, aún más furibunda.
Amor por un puñado de pelos es la historia de Mohamed y Mina. Mohamed es un joven
de diecisiete años que ya vive su vida, una vida marcada por Mr. Davis, un
extranjero (nazareno, los llaman) que regenta un hotel. Su relación con él
(también sexual, intuimos), la bebida, los otros extranjeros-nazarenos, son sus
días. Su madre ha muerto y su padre se ha casado con otra mujer y fuera de alguna
que otra visita, no hay mucho más. En una de esas visitas conoce a Mina, la hija
de los vecinos. Y se enamora. La vida en Tánger es un conglomerado de libertad
para ciertas cosas y rigideces para otras tantas. Van al cine, pero ella no quiere
saber nada de él. Entonces queda la magia. Literalmente. Recurrir a los conjuros.
Como Mohamed dirá, el amor es fácil, es una cuestión de un puñado de pelos.
El hechizo funciona, pero su vida en común no irá tan bien. Será un infierno a
cuatro manos, en el que nunca llegan a comprometerse. Él porque sigue atado de
algún modo a Mr. Davis, ella porque sigue atada a su madre. Frente a eso no hay
brujerías posibles, aunque la magia siga presente, esta vez para olvidarse entre
sí. La ciudad, entre lo viejo y lo nuevo, como una misma cosa, se convierte en un
conjuro más. Tal vez el único conjuro. Un revoltijo de contradicciones, un amasijo
de personas que nunca acaban de encontrarse y, si lo hacen, es bajo el signo del
placer o el dinero.
Mohamed Mrabet es un contador de historias. Sin que podamos calibrar exactamente
el papel de Paul Bowles (aunque se pueda intuir), su prosa tiene la agilidad, la
simple belleza, de aquel que narra. No es un cuento de hadas, sino un cuento de
brujas. No es un cuento feliz sino un cuento triste. No hay héroes sino
perdedores, y no hay amor sino una búsqueda errática, a ratos desesperada, a ratos
esperanzadora, de él. Aun recurriendo a lo mágico. Retrato de una sociedad que se
movía entre el occidente idealizado de los extranjeros y los ritos ancestrales.
Entre la vida desenfrenada, sin reglas, sin días ni noches, y las estrecheces
familiares. Un espacio en el que las capas se van superponiendo o entrelazándose,
como las personas, en el que nada es blanco o negro y todo se mueve en esos grises
de una Tánger abierta al mundo pero encerrada en sus casas. Un desgarrador relato
de, como decía Godard con palabras de Louis Aragon, cuerpos que nunca llegan a
amalgamarse.
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El sabbat, de Maurice Sachs (Cabaret Voltaire) Traducción de Lola Bermúdez Medina
| por Juan Jiménez García
La ocupación alemana de Francia fue una ocasión excepcional para crear una bonito
número de monstruos. No crearlos, dado que ya estaban ahí, esperando su ocasión,
sino más bien para ponerlos en valor. Además, como precisamente aquellos tiempos
no fueron nada gloriosos para los franceses (el antisemitismo no fue cosa de
cuatro escritores y, por las dudas, tenían el régimen de Vichy), los monstruos
fueron una necesidad. Como no se podía juzgar a todo un país, mejor juzgar a unos
cuantos, ejemplarmente. Y para eso la literatura siempre fue algo muy práctico.
Porque lo escrito escrito está. Y porque nadie piensa que la literatura pueda
cambiar el mundo, excepto para mal. A diferencia de Louis Ferdinand Céline, Pierre
Drieu La Rochelle o Robert Brasillach, Maurice Sachs (que hubiera hecho las
delicias de cualquier tribunal), escapó a la justicia francesa. Y escapó,
paradójicamente, porque lo mataron los nazis. Y la paradoja es que murió cuando la
guerra acababa y él se había pasado los últimos años trabajando voluntariamente
para los alemanes. Fue su último saludo en el escenario.
Maurice Sachs dedicó su vida a la destrucción. La de los demás. Una vida vivida
para el mal. Eso le atormentaba (El sabbat da buenas muestras de este
arrepentimiento continuo), pero no tanto como para lograr ir más allá de algunas
lamentaciones. En el libro encontraremos algunos apuntes, algunas pistas, sabremos
que algo va mal, pero el escritor se cuidará de confesar sus pecados, dejándolo en
algo genérico. Drogadicto, traficante, estafador, corruptor de menores a los que
prostituía. Más tarde, colaborador con los alemanes, delator. En fin, no se privó
de nada, aunque nunca tuvo mucho. Su vida fue ciertamente compleja y, aun
prescindiendo de entrar en esos detalles más oscuros, no tuvo desperdicio.
Frecuentó los ambientes literarios más en boga, trabajó para Gallimard, para la
NRF, y ahí quedan esos retratos de Jean Cocteau, Max Jacob, André Gide o Coco
Chanel que recoge su libro.
Hay que decir que Sachs tenía una innegable habilidad para la escritura (aunque
eso no le acababa de dar nunca para comer: sus gustos siempre le requerían mucho
más dinero del que le aportaban sus oficios). De entre todas sus obras (algunas no
muy afortunadas), es El sabbat aquella que le otorga un lugar en la historia de la
literatura, más allá de su propia persona. Un libro que trata de sí mismo desde su
infancia hasta poco antes de la guerra y en el que no es nada amable con nadie,
empezando por él. Su habilidad para desmenuzar (no pocas veces a cuchillo) cada
época que atravesó y sus circunstancias, le permiten trazar un apasionante relato.
Como estuvo en todos lados (desde exclusivos colegios privados hasta el seminario,
pasando por el ejército o lo más granado del mundo de la escritura) lo que tiene
que decir es mucho, y sobre casi todo tiene una opinión y es capaz de crear un
mundo de apasionadas (y apasionantes) reflexiones.
Sin duda, lo que más disfrutaremos será sus ajustes de cuentas con sus
contemporáneos. Para empezar Jean Cocteau, que por entonces lo era todo. Estaba en
todos lados, cogía de todos los sitios, devolvía alguna cosa de las que se llevaba
y era inevitable encontrárselo de algún modo. Para odiarlo o para amarlo, pero no
para dejarlo pasar. Sachs lo amó, lo cual no evita que su retrato sea
un retrato
cruel, más entregado a desnudarlo que a retratarlo en alguna cómoda pose. Aunque
de eso tampoco se libre Max Jacob, con el que también tuvo una estrecha relación.
Claro está que da tanto juego como Cocteau, pero tampoco se librará, entre elogio
y elogio, de alguna patada en la espinilla. Algo así como André Gide, aunque este
acabará mucho mejor parado, quedando en un simple retrato afilado de una persona
que fue muy importante en su enésimo intento de ser bueno.
Su escritura tiende a la destrucción (también la autodestrucción) como lo tiende
su propia vida. Fue un péndulo con tendencia a ir hacia el mal y soñar con el bien
(eso sí le otorgamos el beneficio de la duda de no ser un completo farsante, un
mentiroso sin remedio). El sabbat es todo eso: una vida difícil pero una vida
buscada. El testimonio de un tiempo donde todo fue posible (entreguerras) o lo
parecía, y donde una persona dispuesta a perderse se perdía. Y Sachs lo estaba.
Apasionadamente.
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El loco de las rosas, de Mohamed Chukri (Cabaret Voltaire) Traducción de Rajae
Boumediane El Metni | por Juan Jiménez García
Al abrir El loco de las rosas, nos encontramos con una fotografía de Mohamed
Chukri. No mira a la cámara sino más bien a un punto indefinido en el suelo, a su
derecha, aunque seguramente no esté mirando a ningún lado. En su mirada hay una
profunda tristeza, casi angustia. Ahora diríamos melancolía, pero no sabemos si la
melancolía puede contener esa especie de dulce derrota. Cuando vemos por primera
vez el retrato, solo nos dice eso. Si volvemos a él tras haber leído el libro, ese
conjunto de relatos que en realidad podrían ser una sola historia aunque nada
tengan que ver argumentalmente entre sí, encontramos algo, al hombre. Al hombre
que escribe.
Los relatos de El loco de las rosas están escritos entre finales de los sesenta y
los años setenta. Algunos son anteriores a El pan a secas, su primera (terrible)
novela, otros posteriores. Y todos ellos son como el sueño de alguien que escribió
un libro como aquel. Incluso su escritura es otra, más rica, menos despojada de
todo, menos seca. Sus páginas se llenan de imágenes. No importa el motivo del
relato, sus protagonistas, todo forma parte del sueño de algo. Mejor, de la
pesadilla. La muerte, la miseria, el vómito, las prostitutas, los muertos de
hambre, los cafés, la calle, la vida que nunca se acaba de escapar, la mierda,…
¿Con qué soñaba aquel niño Chukri? ¿Con qué otra cosa podía hacerlo?
Tánger está siempre presente. No hay otro lugar, pero no hace falta construir la
ciudad, no hace falta relatar sus calles, buscar a las personas. El tiempo se ha
detenido, bajo el sol, los atardeceres, las noches, lo días. Sí, están todos ahí,
pero sus vidas se desvanecen para dejar paso al instante, al motivo, al gesto. Los
locos, hay tantos locos. Tánger está lleno de ellos. También las páginas de este
libro, hasta en su título.
Todo es bello en su fealdad, todo es triste en la alegría de estar vivo. La
escritura de Chukri se convierte en un libro de las horas, lleno de iluminaciones
íntimas. Pese a que cede su protagonismo a otros, a muchos otros, narradores o no,
el escritor no abandona en ningún momento sus páginas, y parece decir: veis todo
esto, veis a todos estos hombres, niños, viejos o locos, a todas estas putas y
borrachos, todo esos soy yo. La ciudad soy yo. Las calles soy yo. Es quien está
despierto y es quien está dormido.
El libro es sobrecogedor. Conforme los relatos van sucediéndose, breves, apenas
pedazos desgarrados de un todo, nuestro aliento se va quedando. Hay una música,
una marcha, un lamento entre grietas de luz. No es que Mohamed Chukri sea un
escritor triste, sino que es imposible escapar de esa tristeza que provoca una
vida así. No la suya. Todas. La coralidad de su obra, la infinidad de voces que se
cruzan para construir un canto general, son el peso de un mundo miserable pero que
busca vivir con una voracidad solo comparable a su hambre.
En el escritor marroquí, la necesidad de escribir, la necesitad de contar, provoca
la necesidad de leer, de leerle. Es una cuestión que carece de intermediarios, un
asunto de escritor y lector, de narración que es contada a alguien, invisible pero
presente, desconocido pero tangible. En esa oralidad de su escritura (una oralidad
construida), nada puede ser contado para no ser escuchado. Es más: para ser
escuchado al lado del otro. Es una cuestión de proximidad. La nuestra con Chukri.
Tal vez por eso, nuestra relación con él pasa por la intimidad. El cariño. La
ternura. También por el hambre y la miseria compartida. Como aquella iluminación
íntima.
Rostros, amores, maldiciones, de Mohamed Chukri (Cabaret Voltaire) Traducción de
Housein Bouzalmate, Malika Embarek | por Juan Jiménez García
Rostros, amores y maldiciones es la última entrega de esa trilogía que recorre la
vida de Mohamed Chukri desde sus primeros recuerdos hasta los últimos, escritos
varios años antes de morirse, pero en los que hay algo así como la tentación de
pensar que todo realmente está ya terminado y ahora es solo cuestión de esperar. Y
en esa espera, recoger precisamente eso, algunos rostros, unos pocos amores,
alguna maldición que pesó siempre sobre nosotros.
Para Chukri, tras Tiempo de errores, la historia parece haberse detenido. Ya no
hay nada que contar, ya no hay ninguna sucesión de hechos, ninguna aventura. Solo
quedan las migajas. Tánger ya no es Tánger, sus calles ya no son sus calles, sus
habitantes ya no son sus habitantes. De este naufragio como ciudad (y del suyo,
consecuentemente, como persona), solo quedan algunas cosas que llegaron dulcemente
a la orilla, ya sean trozos de madera o mensajes embotellados del más allá.
Colección de postales, álbum descolorido de fotografías, su libro nos llevará en
un falso desorden a través de aquello que merece ser recordado y siempre, como
algo inevitable, bajo la necesidad de la escritura, bajo la urgencia de escribir.
Estarán las mujeres. Esos amores del título, pero que son también esos rostros y
esas maldiciones. Lo son todo y a la vez nada a lo que aferrarse. Chukri solo
busca los amores pasajeros de las putas y algún deseo ocasional. Tan solo
Véronique y sus diecinueve años, le acercarán a algo estable (dentro de la
inestabilidad de su propia relación). Y tal vez Fati, cuya historia irá punteando
el libro. La historia de los dos, pero también la historia de ella. Y de su madre
adoptiva, Lalla Chafika, a la que algunas madres abandonaban a sus hijas, con
vanas promesas de recogerlas a la vuelta. Fati, prostituta, no quiere acostarse
con él. Quiere mantener una amistad que vaya más allá de lo físico, una
complicidad que no se vea alterada por ese deseo común a esos otros hombres que
vienen a buscarla y a los que ella se entrega. Fati será ese amor platónico que
solo el futuro, las vueltas de la vida y la melancolía consumarán, cuando ya no
importe. Magda, Magdalena, Um Eljer, otra prostituta envejecida, otra relación en
la que el deseo no consumado dejará lugar a una consumación tardía y triste,
completarán un extraño tríptico, algo desencantado, un retrato de escritor que
solo quiere ser escritor, con mujeres al fondo. Lejanas.
Entre las mujeres, los hombres. Ellos sí, solo rostros. Presencias. Fantasmas del
pasado que, como él, han quedado atrapados en un Tánger que tan solo existe en sus
cabezas. Por ejemplo, Ricardo, que no logra abandonar la ciudad, siempre incapaz
de coger ese barco que le alejará de ella. Como Chukri, pegados con el pegamento
de la nostalgia. O Baba Daddy, exboxeador que montó un bar en Burdeos, Bar Tánger,
y volvió a la ciudad, viejo, enorme, pesado, para regentar el Bar Burdeos. Como el
escritor, son hombres que recorren el final del trayecto, agotados, como la
ciudad. Como Hamadi, que apostaba a todo, a cualquier cosa, sin importarle ganar o
perder. Eso es la vida. O Jalil, un pintor que no quería vender sus cuadros y que
cuando le pregunta cuál es su destino en el arte, responde: la desaparición.
Y la desaparición será el signo de este libro. La desaparición del amor, de los
hombres, de Tánger, del escritor. Así, en su visita a París querrá recorrer los
cementerios de la ciudad. Irá atravesando tumbas, ramos de flores, destinos y
nombres. Escritores casi siempre, como él. Los cambios del color de las hojas.
También el color del papel cambia. En un último capítulo, Chukri trazará su vida a
través de las estaciones, pero estas serán solo tres. No hay invierno. El final de
todo será el otoño. Como una premonición, tuvo una muerte otoñal, a mediados de
noviembre. Rostros, amores y maldiciones es pues esa obra llena de manos caídas,
como el poema de Apollinaire. Una obra no en la que acecha la muerte, sino en la
que va quedando atrás la vida y las cosas. Sin falsas esperanzas. Sin gritos. Sin
lamentaciones. En silencio. Con palabras.
Lejos de ellos, de Laurent Mauvignier (Cabaret Voltaire) Traducción de Javier
Bassas Vila | por Óscar Brox
Nunca es fácil escribir sobre lo que ha dejado de existir. Está, por un lado, la
sensación de exhumar una parte de nuestro pasado que descansa en un rincón
apartado de la memoria; y, por el otro, un temblor, una urgencia, por repetir
obsesivamente, hasta la saciedad, las palabras que utilizamos para rellenar ese
espacio vacío. Laurent Mauvignier, cachorro de una generación literaria cuyos
padres serían Echenoz o Modiano, firmó en 1999 su primera novela con Lejos de
ellos. Cabaret Voltaire recupera aquel texto, una elegía familiar íntima y
dolorosa en la que, a través de cortos y rítmicos monólogos interiores, una
familia da cuenta del impacto provocado por la desaparición de su hijo.
El primer gesto de emancipación de un hijo, cuando deja de vivir en la casa
familiar, trae consigo la imagen de la habitación vacía; la cámara de los
secretos, tantas veces decorada con pósters, surcada de ropa sucia y olor a
juventud. Mauvignier arranca su historia con esa primera decisión, que traslada a
su protagonista, Luc, de un pequeño pueblo cerca de Orleans a una buhardilla de
París. Sin embargo, la mudanza la registran los ojos de la madre y del padre, el
sentimiento de que cuando alguien vacía sus cosas corta, también, las raíces que
le mantenían pegado a ese lugar. Entre cuitas menores, silencios y discusiones
familiares, la historia dibuja ese lamento que todos, en algún momento de nuestras
vidas, sentimos cuando dejamos de asir los vínculos más estrechos: cuando las
cosas, definitivamente, se pierden. Luc apenas llama, casi no regresa ni escribe,
tan solo nos dice que por la tarde, antes de entrar a trabajar, acude al cine y
apunta sus impresiones en una libreta que deja sobre su cama.
Siempre es difícil para un padre excusar a su hijo; en especial, en esos años en
los que el rastro de un lenguaje secreto se ha desvanecido. No existe la autoridad
que experimentas durante la infancia ni el amor que crece antes de la
adolescencia, cuando no se es ni demasiado niño ni suficiente hombre. Mauvignier
explora los roces entre padre e hijo con la sensibilidad de saber que, más que un
enfrentamiento, late una desesperación ante la falta de comprensión, de confianza;
ante la ausencia de un léxico familiar que arrope los problemas con gestos
sencillos. Cuando Luc se va, a Jean y Marthe les cuesta reprimir ese vacío que se
ha instalado en la boca del estómago; vacío de palabras, de gestos y de emociones,
que ya no saben adónde dirigirse y rebotan continuamente contra esa ausencia que
les recuerda la habitación de su hijo.
Lejos de ellos, sin embargo, describe un amor no correspondido. De padres a hijo,
y viceversa. La muerte de Luc, suicidado en su habitación de París, cae como una
bomba sobre un entorno familiar que, simplemente, no se lo explica. Afligidos no
tanto por lo que ha podido suceder, sino por todo lo que no han podido decir.
Porque los personajes de Mauvignier hablan mucho y, casi siempre, dejan la
impresión de que apenas se han acercado, ni siquiera a tientas, a eso que quieren
decir pero no saben cómo. Explicar su dolor, calmar el reguero de declaraciones
que entrechocan de un párrafo al siguiente, como estallidos de violencia contra
una memoria cuyas heridas no pueden detener. Porque no saben ser huérfanos de
hijo, porque no hay nada más triste que recoger los efectos personales y hacer con
ellos las miguitas de pan que les ayuden a construir los últimos días de Luc. Sus
últimos pensamientos, sus últimas palabras, el último Luc. Luc. El Luc que se ha
marchado para siempre, que no quiso quedarse y arrancó sus raíces de la casa
familiar.
Vive tu vida y entierra el pasado, le dice Luc a su prima Céline. A la misma
Céline que ha perdido a su marido y que decide huir de casa de sus padres. De esos
padres que culpan a Luc, a su falta de tacto, a su ausencia de arraigo, a su
desdén por la compasión. Geneviève y Gilbert describen otro escenario, más
rencoroso y realista, indiferente al drama hasta que aquel detona bajo sus pies.
Es otra manera, nos dice su autor, de reflejar esa distancia insalvable que se
teje entre nuestros vínculos más íntimos; esa misma que procede con mayor
virulencia cuanto más delicado es el momento. Esa que nos hace echar a faltar el
léxico familiar, la convicción y la sensibilidad. Esa sensibilidad que, de tan
frágil, a veces ni siquiera intuimos y dejamos marchar como retazos de una
personalidad hermética.
La prosa de Mauvignier nos pone frente a frente con ese instante fatal contra el
que las palabras nada pueden hacer salvo ahogarnos. El arte de desaparecer. Sin
hacer ruido ni dejar huella. El dolor de unos padres expresa el silencio de un
hijo, la distancia que no supieron acortar, entender o tolerar. Y la concatenación
de monólogos íntimos no hace más que agrandarla, enmarañando el lenguaje con su
incompetencia, como una trampa para la que no existe salida. Que no se supera, con
la que se vive pese a todo. Bajo la apariencia de que la vida sigue igual, como
uno de esos objetos que al agitarlo revela que hay una pieza rota en su interior.
Porque todas esas palabras, todos esos silencios, aquellos reproches y estas
lágrimas, testimonian el único instante fatal: Luc se ha ido para siempre. Y ahora
nosotros ya no sabemos cómo volver a remontar el río de la memoria, allí donde no
quedan más que rastros borrosos de todo lo que ha dejado de existir. En ese lugar
en el que Laurent Mauvignier escribe la elegía más triste, su crónica familiar.
Ana no, de Agustín Gómez Arcos (Cabaret Voltaire) Traducción de Adoración Elvira
Rodríguez | por Juan Jiménez García
A veces, en esto del mundo editorial, hay momentos de rara justicia, por los que
la acción decidida de algunos llega a sus receptores, esto es, lectores. Así,
podemos ver un acto de esa justicia en la segunda edición de Ana no, de Agustín
Gómez Arcos, que viene a recompensar, mínimamente, todo el esfuerzo que Cabaret
Voltaire ha puesto en recuperar la obra de este escritor, más conocido (y leído)
en Francia que en este su-nuestro país.
A Gómez Arcos, siendo egoístas, el exilio le vino bien. Perdimos un notable
dramaturgo y ganamos un escritor que, más allá de nuestras fronteras, fue capaz de
hacer algo que no hubiera podido hacer aquí: reconstruir aquella España muerta
asesinada y todos aquellos años siniestros de duelo y cadáveres bajo las
alfombras-cunetas. Pero, como con tantos exiliados, nunca se le reconoció lo
suficiente allí donde debía ser reconocido, atravesado el infierno: aquí. Me
pregunto si realmente algún exiliado recogió ese conocimiento. Quizás ninguno, ni
aun en esos casos que pueden parecer más engañosos, como Jorge Semprún o Fernando
Arrabal. Alfombra-transición.
Ana no, una de sus obras más conocidas (adaptación cinematográfica incluida), es
emblemática de todo esto. Leída, editada y premiada en abundancia, solo llegó a
España casi treinta años después de su edición, pese a que estaba dirigida a
nosotros. Pese a que estaba escrita desde las entrañas de este país y seguramente
del propio escritor (su protagonista, como él mismo, había nacido en Almería). Ana
Paucha es una vieja para la que el final de la Guerra Civil detuvo el tiempo. Para
siempre se quedaría clavada ahí: en la muerte de su marido y dos de sus hijos, y
en el encarcelamiento a perpetuidad del menor de ellos. Familia de pescadores, a
un lado solo queda el mar y la barcaza corroída por el tiempo, y al otro nada, un
espacio inimaginable. Un espacio que contiene un solo lugar preciso-impreciso: el
norte. El norte en el que se encuentra la prisión en la que está condenado su
pequeño. Cuando la muerte (la física) empieza a adivinarse, Ana decide ir al
encuentro de aquel hijo con aquello que tanto le gustaba: un pan (que es casi un
bizcocho, como no dejará de repetirse… hasta que todo se vuelva incierto, también
eso). En su extrema pobreza y en su extremo sacrificio, atravesará España andando,
siguiendo las vías del tren. Si su vida era una suerte de muerte, su muerte será
una suerte de vida.
El viaje irá desde la soledad y los recuerdos (única cosa que no le abandona
nunca, junto con el hambre) hasta aquella sociedad lejana, aquel enemigo
presentido pero nunca encontrado, esa España triste y gris, perversa, cuyo
sentimiento más elevado no va más allá de la caridad hipócritamente cristiana, de
la pena que se confunde con el asco. Lejos de esa reconstrucción alucinada y
enferma de María República, Ana no es otra cosa en su sobriedad, en su intimidad.
También es la distancia que va desde la venganza hasta la rabia impotente, desde
el estruendo de una vida joven destrozada hasta el silencio de una vida que se
apaga sin hacer mucho ruido. El viaje a Madrid, organizado para celebrar el
cumpleaños del dictador, será el único momento delirante (por cierto), inflexión,
punto de ebullición, por el que la realidad se impondrá finalmente a un viaje que
es un sueño, el sueño de una cosa.
Con Ana no, Agustín Gómez Arcos creó el personaje emblemático de una España que se
podía ocultar pero que no había desaparecido. Que estaba ahí, junto a sus muertos,
humillada, aterida, pero no destruida. Ya no una España que se lamía sus heridas.
No, ni tan siquiera. Una España que se preguntaba qué había ocurrido, dónde había
ido a parar su vida. No todos los muertos acabaron bajo aquellas alfombrascunetas. Algunos estaban ahí, presentes-ausentes, ignorados, olvidados, pero casi
vivos.
No, el tiempo no cura las heridas. El olvido no es ese método infalible que lo
limpia todo, lo bueno y lo malo. La memoria… La historia no la escriben los
perdedores, pero Agustín Gómez Arcos pensó que la literatura debía ser hecha por y
para ellos. Responder a esa pregunta sencilla pero terrible en su sencillez:
cuando ya no queda nada, ¿qué queda?
María República, de Agustín Gómez Arcos (Cabaret Voltaire) Traducción de Adoración
Elvira Rodríguez | por Juan Jiménez García
Insistir en que Agustín Gómez Arcos es un escritor demasiado desconocido es volver
sobre una verdad cierta. Demasiado desconocido aquí, en España (aunque Cabaret
Voltaire, libro a libro, piedra a piedra, está realizando un trabajo inmenso). En
Francia lo tuvo todo. O casi. Pero hay algo en el exilio que te esconde para tu
propio país. Para siempre. Aun con el regreso, aun cuando ya no hay nada que te
impida regresar. Así ha ocurrido con tantos escritores que se marcharon. Pensamos
en Max Aub, pero pensamos más en aquellos de los que lo desconocemos todo.
En este proceso de recuperación del escritor almeriense, ahora le ha llegado el
turno a María República, que formaría parte junto con El cordero caníbal y Ana no
una suerte de trilogía de la posguerra. Por situarnos: María República es el
nombre de la hija de un matrimonio fusilado por pegarle fuego a una iglesia. Tras
su muerte, siendo aún una cría, sobrevive junto con su hermano pequeño, Modesto,
bajo la atenta vigilancia de su tía fascista, doña Eloísa, que tiene una cadena de
tiendas de alimentación, un marido cornudo, un juez de paz como amante y mucho,
mucho dinero. Primero María pierde a su hermano, arrebatado por su tía cuando cae
enfermo, convertido en cura. Luego, se pierde ella misma, convertida en puta.
Sifilítica, además. Su vida dará un cambio cuando una ley viene a prohibir los
prostíbulos. Solo le queda ingresar en un convento. Un convento un poco especial.
Conociendo un poco lo que conocemos (que no es mucho), nos viene una ligera
intuición: que para hablar de una cierta España es necesario hacerlo desde lo
grotesco, desde esa suma de humor y horror que nos da la distancia necesaria para
apreciar un cierto periodo de nuestra historia. En María República, Agustín Gómez
Arcos así pareció entenderlo. La joven descarriada ingresará en un convento
dirigido por una Madre Superiora proveniente de la nobleza y ella misma en
avanzado estado de descomposición física y moral (también debido a la sífilis,
contagiada por un disoluto marido). El Convento no deja de ser una España reducida
primero a la abstracción y más tarde, en su simplicidad, llevado al absurdo, al
delirio, al disparate. Si la Madre Superiora no deja de ser esa esencia de una
España corrupta, dispuesta a perpetuarse en su descomposición a costa de lo que
sea necesario, otras monjas vendrán a representar el resto de la podredumbre: la
Madre Capitana como ejército, ocupado en mantener el estado de las cosas a sangre
y fuego; la Madre Comisaria, como policía, ocupa en mantener en el lugar en un
estado de sospecha permanente, alimentando un Ángel Informático de expedientes; la
Madre Contable, que aplicará fielmente la máxima de que el voto de pobreza
consiste en que el dinero esté en las mejores manos posibles: las suyas. Los
pobres son los otros. Los castos son los otros. Los piadosos son los otros. En el
Convento, cualquier espíritu cristiano pasa por los demás, y no tiene aplicación
personal. ¿Cómo no pensar en la dictadura? Bueno, cómo no pensar en todo.
Y en todo eso, ¿qué lugar ocupa María República? Pues el lugar de la que vendrá a
suceder, a prolongar ese estado de las cosas. Pero María República tiene otro
plan. No olvida. Sí, primero se dejará querer, pero luego… Luego llegará su
momento. Ese momento que dará sentido a su nombre, aquel que le pusieron sus
padres, incendiarios.
Agustín Gómez Arcos construirá un mundo alucinado, lleno de una prosa desbordante,
de espíritu grotesco y gusto por el absurdo, que, como suele ocurrir, acaba más
cerca de la realidad que otros intentos más realistas. A ese disparatado Convento,
centro de todas las perversiones (que no son más perversas, como decíamos, que las
del propio país que lo contiene), se le va sucediendo la narración de la vida de
aquella muchacha huérfana, entregada a sobrevivir de cualquier manera, a la sombra
de una tía ejemplar a la que solo preocupa el que sea sangre de su sangre (y por
tanto, motivo de deshonra). Como si a un triste mundo, a un pasado en blanco y
negro, se sucediera un presente lleno de colores desbordantes y saturados, de
imágenes dantescas, de fin del mundo. El futuro solo puede ser una hoja en negro.
No existe. No hay. No puede haber. No se ve.
Tiempo de errores, de Mohamed Chukri (Cabaret Voltaire) | por Juan Jiménez García
De nuevo Mohamed Chukri, de nuevo Cabaret Voltaire. Tras sus ajustes de cuentas
con Bowles y Genet, tras la primera entrega de sus memorias (El pan a secas),
Tiempo de errores nos devuelve allá dónde nos habíamos quedado: Chukri abandona
Tánger camino de Larache, donde quiere estudiar, aprender a escribir, con veinte
años. Después de todo, no deja de ser un cambio de ciudades. La miseria sigue
siendo la misma, el hambre parecida. Así pues, si el anterior era su libro de
infancia y adolescencia, marcado por el padre y una vida pasoliniana, ahora llega
el tiempo de la juventud, marcado por el aprendizaje y las prostitutas, sin que
nada de lo demás llegue a abandonarle. En una de los momentos más bellos del
libro, dirá “yo hermano mi noche con cualquier otra”. Todo cambia, todo se mueve,
pero él permanece, su noche permanece, sin desaparecer jamás.
El pan a secas fue escrito en 1973, Tiempo de errores en 1992. Han pasado
diecinueve años, que en escritura son todo un mundo, muchas vidas. Como si cada
periodo hubiera encontrado su forma, la furia, la oralidad, la concreción, la
velocidad con la que se sucedían los espacios y las personas (con un hambre de
escritura comparable a la inmensidad del hambre de aquellos días), encuentran
otras maneras en este segundo libro. La escritura de Chukri ha cogido espesura. A
los gestos, a las acciones, se suma el pensamiento, la reflexión, la poesía. Su
prosa sigue siendo igual de precisa, igual de punzante, igual de directa, pero
ahora se ha enriquecido con la conciencia de sí mismo, de sus actos.
Su vida discurre como una sucesión de fragmentos, de destellos, muchas veces con
forma de mujer (en su mayor parte, prostitutas), y sin embargo todo está
amalgamado. Todas esas noches y esos días, como él dice, quedan unidas a la suya.
En otro momento escribe: “Siempre busqué el juego de la vida y su simbología, no
la realidad; la ambigüedad y el enigma, no la claridad ni lo simple; el misterio,
no lo obvio”.
Como si aquella escritura aprendida le permitiera ahora comprender
todo el mundo que le rodea (o entender que no entiende nada), Chukri se dedica a
recorrer su juventud a través de las personas, de los encuentros de unas horas o
unos días. Nada permanece, todo continúa. Su madre, que acabará por morir (y qué
bello, pero también qué cruel capítulo le dedica, por aquellos que se quedan), su
padre, al que le gustaría matar, sus hermanos, a los que ni tan siquiera conoce.
Sus viejos amigos de Tánger (los pocos que quedan), sus encuentros con mujeres de
las que no se quiere enamorar, eterno frecuentador de putas.
Sus encuentros con
la literatura, sus lecturas, ese mundo que se abría ante él, tras el conocimiento.
Sus casas, las casas de otros, las calles, el Tánger que desaparece, como todo.
Nada en la vida de Chukri está llamado a permanecer. Quizás solo la bebida y la
tristeza. Los encuentros furtivos y el sueño de la ciudad tangerina.
La obra de Mohamed Chukri no es especialmente extensa. Su obra autobiográfica se
cerrará con Rostros, amores, maldiciones, escrita cuatro años más tarde (y que
Cabaret Voltaire sacará próximamente). Pero no, no es cierto. Su obra es tan
extensa como los sesenta y ocho años que vivió. Como aquel Falstaff de Campanadas
a medianoche para el que Orson Welles se estuvo preparando toda una vida, tanto
física como mentalmente, la obra de Chukri y su propia vida son una sola cosa, que
abarca tantas páginas como días vivió, tantas palabras como minutos, tantos
silencios como noches.
Jean Genet en Tánger, de Mohamed Chukri (Cabaret Voltaire) | por Juan Jiménez
García
Mohamed Chukri conoce a Jean Genet en Tánger en 1968, un 18 de noviembre, en el
Café Central. Se encontrarán algún día más aquel año, de café en café, pero será
sobre todo al año siguiente cuando su relación será algo más extensa, de nuevo, de
café en café. El escritor marroquí reunirá esos encuentros en un libro que se
publicará en Estados Unidos, en traducción de Paul Bowles. A Genet no le hará
mucha gracia la idea (fundamentalmente que nadie le haya pedido permiso y que
saliera alguna fotografía), y así se lo hará saber cuando se encuentren de nuevo
en 1974. Nada grave. Su relación proseguirá, así como el libro, de café en café,
porque sí, esta es una historia de cafés, de calles, de encuentros, de
conversaciones, en un Tánger que ya recordaba sus viejos y buenos tiempos. Pero
para la literatura, se detendrá en aquel año. Chukri lo explica en el epílogo:
dejó de escribir cuando sintió que el otro ya no estaba de acuerdo. Todo eso,
reunido, es Jean Genet en Tánger, libro con el que Cabaret Voltaire prosigue en la
edición de la obra de este escritor imprescindible, siempre en la magnífica
traducción de Rajae Boumediane.
Volvamos atrás. Mohamed Chukri conoce a Jean Genet en 1968. Está sentado con un
amigo en una terraza. Genet está frente a ellos, con su fama de difícil,
intratable a veces. Le da igual. Se acerca y se presenta como un escritor árabe
(un escritor que solo ha publicado dos relatos). Quedan para el día siguiente.
Chukri relata estos encuentros como páginas arrancadas a un diario. El escritor
francés (ex ladrón), ya ha escrito todo lo que tenía que escribir. No quedándole
nada, en su opinión, por contar, escribirá obras teatrales o textos políticos.
Piensa que la literatura debe reinventarse, que está agotada. Entre tés y otras
bebidas, entre ir de acá para allá por la ciudad tangerina, hablan de escritores
que leen o leyeron: de Proust, por ejemplo, que salvó a Genet de la cárcel, de
Camus (poco apreciado por él), de Stendhal, o de su admirado Mallarmé, del que le
lee un poema, Brisa marina (“sobre el papel vacío que la blancura defiende”). A
través de sus conversaciones, vamos conociendo a la persona: generoso con sus
amigos, pero también con los pobres, los que no tienen nada, implacable con el
poder, con el que no quiere tener contacto, comprometido con las luchas, orgulloso
de aquel que roba al que más tiene. Chukri, con su escritura siempre tan próxima
de la oralidad, poco amiga de arabescos y descripciones superfluas, cuenta, y es a
través de esa escritura despojada, que juega a ser una mera transcripción anotada,
punteada de breves impresiones, se nos muestra más precisa que cualquier
interminable ensayo. La vida fluye. Está ahí, alrededor de ellos, en ellos. Solo
hay que seguirla con la mirada, saber escuchar, dejarse llevar por los días, que
se suceden de un lado a otro, cuestión de gestos y palabras, ligeros, breves.
Jean Genet en Tánger es también, de este modo, un fragmento de la vida de Chukri,
a través del que se escapan sus lecturas, sus años de formación como escritor,
tras haberlo dejado ahí, en El pan a secas, marchándose para aprender a leer. Para
él, vida y escritura, encuentros y desencuentros, no dejan de formar parte de su
propia historia, de esa vida que hay que contar,
poco a poco, libro a libro,
palabra a palabra. Fernando Arrabal decía que uno escribe porque no vive. Mohamed
Chukri escribe porque vive.
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